Diario 1 - 1953-1956

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DIARIO 1 (1953-1956)

Sí la publicación de Ferdydurke en 1938 causó sensación en los círculos literarios de Polonia, el silencio en los años sucesivos de WITOLD GOMBROWICZ -motivado por la precariedad de su existencia a partir del momento en que la ocupación de su país le condujo al destierro-pudo hacer pensar que con aquella obra había quedado zanjada su carrera de escritor. Sin embargo, la traducción de esa obra al castellano, emprendida en Argentina con la ayuda de un grupo de amigos, fue precisamente la tarea que marcó el regreso de este gran creador a la literatura. En los años siguientes, Gombrowicz continuaría escribiendo en la medida en que se lo permitía su trabajo rutinario en el Banco Polaco de Buenos Aires. La relación establecida con 'Kultura', la revista de los emigrados polacos en París, daría como fruto, a partir de 1953 y hasta su muerte, la publicación de su DIARIO, cuya edición se inicia con este primer volumen y que abarca el período de 1953 a 1956.

Witold Gombrowicz

Diario, 1 (1953 − 1956)

Presentación

«LOS tres volúmenes del Diario de Witold Gombrowicz no recuerdan en nada a los estereotipados diarios de escritor, es decir, a las obras que desempeñan el papel de crónica de los acontecimientos de la vida de un artista, de dietario intelectual o bien de autocomentario de la propia creación. El Diario de Witold Gombrowicz es una obra literaria en el pleno sentido del término, y por lo demás, una obra literaria célebre, considerada por muchos expertos como el máximo logro creativo de su autor. »Al haber sido creado en el espacio de dieciséis años, el Diario constituye naturalmente un documento de la vida y la evolución de las ideas de Gombrowicz, lleva el sello del paso del tiempo. Pero a la vez es una obra construida conscientemente; cada uno de sus capítulos constituye un todo elaborado primero para su publicación en una revista mensual, y modificado o reconstruido posteriormente de tal modo que se convierte en un elemento de la composición del tomo. Así, el Diario no es una relación caótica de los acontecimientos de la vida del autor, sino un intento de autocrearse, de modelar el propio personaje y la propia biografía para uso del lector. Obviamente, en algún lugar en la base de esta construcción hallaremos hechos de la vida del autor, que se relatan más o menos detalladamente; pero al mismo tiempo aparecen en igualdad de condiciones fragmentos con carácter de ensayo filosófico, polémicas encendidas, partes líricas, bromas grotescas y estilizaciones, y también abiertamente ficción literaria. El Diario constituye, por lo tanto, una sinfonía de muchas tonalidades distintas que sólo unidas en un conjunto armónico producen el efecto artístico perseguido. »El tema fundamental del Diario es obviamente el mismo Gombrowicz. No en vano el ciclo de estos apuntes comienza con cuatro “Yo”. No se trata de una manifestación de egotismo, es más bien la determinación del principal problema que tiene que resolver el autor. Porque, en efecto, ¿quién es? Un hombre corriente que, situado en un lugar del mundo, se ocupa de sus insignificantes asuntos. Miembro de un círculo social en el que desea brillar y dominar sobre los demás. Miembro de una comunidad nacional, que carga con una tradición y unos deberes, unido a ciertos contenidos, símbolos y, cómo no, a una lengua. Un escritor, un artista, es decir, un ser extraño, expulsado de la multitud, marcado por la genialidad, pero también un ser afectado de delirios de grandeza, susceptible, que lucha con la pluma por sus propias cuestiones personales al igual que por los problemas universales del mundo. Un Ego filosofante que desea determinar su

lugar dentro del cosmos de seres, valores, otros “yo”, sistemas filosóficos e ideológicos ya existentes. Un ser físico sumergido en el mundo de las cosas, que sufre dolor y vive pasiones. ¿Qué más? También un “narrador de su propia historia”, un “yo escribiente” que en forma literaria intenta dar cuenta de su propia volubilidad, versatilidad y, al mismo tiempo, pronunciar sobre sí mismo y sobre el mundo unas cuantas verdades que podrían ser imperecederas. »El efecto de esta variedad de yoes que se expresan en el Diario es una extraordinaria riqueza de tonos y estilos del habla. El autor parece estar probando todas las encarnaciones posibles, al tiempo que ataca continuamente a todos y a todo; es como si sólo combatiendo a los demás le fuera posible conseguir una forma definida. Es así que ataca apasionadamente la forma polaca y los estereotipos nacionales en la medida en que contribuyen al aplastamiento de la individualidad; ataca las doctrinas filosóficas y políticas (tanto más cuanto más le fascinan); presenta a menudo despiadadas críticas de sus colegas escritores, discute con los críticos, se irrita con los “articulistas”, hasta las cartas a la redacción de estúpidas lectoras son capaces de despertar sus iras y obligarle a responder. Describe sus tropiezos con los representantes del establishment cultural de Argentina y cuenta también la historia de su fascinación por la juventud, la historia de su amistad con los jóvenes inquietos de Tandil o Santiago, a quienes atraía y hechizaba, siendo para ellos una especie de “padre” intelectual. Encontraremos asimismo en el Diario referencias a sus amigos polacos, relatos de sus escasos viajes, a algunos de los cuales les dio una forma artística particularmente cuidada, como, por ejemplo, el Diario del Río Paraná, que de hecho constituye una obra literaria aparte, de contenido filosófico, o bien —de una época posterior—, la descripción de la travesía a Europa y la imagen de Berlín Occidental, la ciudad con “complejo de culpa”. En el Diario ocupan un lugar aparte los autocomentarios y las autointerpretaciones, en las que Gombrowicz intenta crear una visión de sí mismo y de su obra desde fuera; de ahí surge el experimento continuado durante años de una narración en tercera persona que —en opinión del autor— le permite expresarse de forma más completa. Otro elemento significativo lo constituyen los “retratos de momentos”: relatos de instantes de deslumbramiento, de momentos en que nacía un pensamiento, de una manera sinuosa, de una manera inesperada, en una relación muy estrecha con contenidos casuales procedentes del ambiente. »Es así como con voces, tonos y estilos diferentes, sirviéndose de innumerables máscaras o de propios reflejos suyos en los demás, nos habla el “yo” del Diario de Gombrowicz. Diario de un emigrante que durante años vivió

modestamente entre extraños sin poder enorgullecerse de conocer a los grandes de este mundo ni de tener una biografía particularmente atractiva, diario que se ha convertido inesperadamente en uno de los documentos más sorprendentes de nuestro tiempo.» Hasta aquí la nota editorial que encabeza la edición del Diario de Wydawnictwo Literackie, Cracovia, 1986, primera que ha visto la luz en Polonia. A los traductores de esta obra al español sólo nos cabe añadir que hemos realizado nuestro trabajo a partir de esta esmerada edición, que coincide en lo fundamental con la anterior publicada en París, en 1984, por el Instytut Literacki. Las diferencias entre ambas ediciones son mínimas y atañen a la fijación del texto. Sin embargo, escasos fragmentos, como sería el caso del primer Lunes del capítulo XXI de este primer volumen, sólo habían aparecido hasta ahora en la traducción francesa. Asimismo, hemos recurrido a la edición polaca de París para subsanar los pocos fragmentos eliminados por la censura en la edición de Cracovia (diecisiete líneas en total en el conjunto de los tres volúmenes del Diario). La presente edición es, pues, completa. Por lo que a la traducción en sí se refiere, no será ocioso señalar que la obligada exigencia de fidelidad al original, y a la vez también de voluntad de estilo que a nuestro entender debe presidir la tarea de verter un texto literario a otra lengua, se ha visto en el presente caso enormemente comprometida. Y ello es así debido a que no sólo la diferencia entre ambas lenguas casi no puede ser mayor, sino a que el estilo de Gombrowicz tiende a exagerar justamente aquellas particularidades del polaco que más lo distancian de un idioma con las características del castellano. La lengua polaca es, en efecto, poco precisa y muy flexible; permite crear con facilidad palabras nuevas que todos entenderán; la cantidad de verbos es inmensa y tiene además la posibilidad de crear otros nuevos mediante prefijos; la noción temporal es muy distinta: sólo existen tres tiempos que, por otra parte, se pueden mezclar con toda libertad. Compárese lo anterior con la precisión, rigidez y esa necesidad de tener que expresarlo todo con exactitud propias del castellano. Pero es que, como decimos, Gombrowicz lleva estas posibilidades al extremo. En primer lugar es especialmente ambiguo: a menudo utiliza frases sin verbo —cosa muy frecuente en polaco—, con lo que el lector puede interpretar la frase con el matiz que quiera; en castellano, al tener que escoger forzosamente un verbo, se destruye la ambigüedad y se estrecha el sentido. Juega continuamente con las palabras creando otras nuevas que, aunque no existan en el idioma, se

entienden perfectamente. Utiliza palabras cuyo sentido no es el adecuado, pero le agrada cómo suenan y obtiene la comprensión gracias al efecto general de la frase y no al sentido estricto de las palabras. Por todo ello se comprenderá que si, incluso tratándose de lenguas más cercanas o de autores más ortodoxos, suele decirse que cualquier traducción será siempre otra obra con respecto al original, tanto más en el presente caso, y mayormente en aquellos fragmentos más estrictamente literarios. Sea, pues, el lector de esta versión benévolo con sus autores, aunque no debe dudar de nuestra profunda actitud de respeto con el original ni de que en ningún caso hemos escatimado esfuerzo alguno, aun allí donde otros traductores desfallecieron. La personalidad y la talla de Witold Gombrowicz —sin duda, una de las voces más singulares y complejas del siglo— así nos lo exigían. Bozena Zaboklicka Francés Miravitlles

Palabras preliminares

EL presente volumen contiene los textos de mi diario que se han venido publicando en Kultura,[1] completados con fragmentos hasta ahora inéditos. Aún me queda algo en reserva, pero ese material —más íntimo— prefiero no incluirlo. No quisiera exponerme a tener problemas. Quizá algún día… Más adelante. Es una escritura bastante desordenada, hecha de un mes para otro; seguramente me repito o me contradigo más de una vez. ¿Qué hacer? ¿Ordenarlo? ¿Pulirlo? Prefiero que no quede demasiado relamido. Al final del libro se han añadido dos artículos escritos en estos años, ya que están relacionados con los problemas tratados en el diario y con mi vida de ese período. WlTOLD GOMBROWICZ.

1953

Capítulo I

LUNES Yo. Martes Yo. Miércoles Yo. Jueves Yo.

Viernes

Józefa Radzyminska me ha hecho llegar generosamente unos cuantos números de Wiadomości y de Życie[2] y al mismo tiempo han caído en mis manos algunos periódicos publicados en Polonia. Leo esa prensa polaca como si fuera un relato sobre alguien muy próximo y perfectamente conocido que, sin embargo, hubiera partido repentinamente, por ejemplo, para Australia y viviera allí unas extrañas aventuras…; esas aventuras me resultan ya irreales por cuanto se refieren a alguien nuevo y diferente que queda, con la persona conocida anteriormente, en una relación de identidad algo diluida. La presencia del tiempo, en esas páginas, es tan fuerte que despierta en nosotros el deseo del contacto directo, el anhelo de vivir y de realizarnos aun de manera imperfecta. Pero la vida queda como detrás de un cristal, alejada; parece como si ya no nos perteneciera y lo observáramos todo desde un tren. ¡Si pudiera oírse en ese reino de la ficción pasajera una voz real! Pero no, son, o bien ecos de hace quince años, o bien cantinelas aprendidas de memoria. La

prensa del país, al cantar del modo que le obligan hacerlo, calla como un sepulcro, un abismo, un misterio, y la prensa de la emigración es… bonachona. Sin duda nuestro espíritu se nos ha vuelto más bonachón en el exilio. La prensa de la emigración recuerda un hospital, donde a los convalecientes sólo se les sirven las sopitas más digestivas. ¿Para qué desgarrar las viejas heridas? ¿Por qué añadir severidad a la que nos ha sido impuesta por la vida?, y además, ¿no deberíamos portarnos bien, puesto que acabamos de recibir un buen sopapo…? De modo que lo que reina en esta prensa son todas las virtudes cristianas: bondad, humanidad, piedad, respeto hacia el hombre, moderación, modestia, decencia, sentido común, pero sobre todo lo que se escribe en ella es de carácter bonachón. ¡Cuántas virtudes! No éramos tan virtuosos cuando nos teníamos mejor de pie. No me fío de la virtud de los que han fracasado, de la virtud nacida de la desgracia, y toda esa moralidad me recuerda las palabras de Nietzsche: «La moderación de nuestras costumbres es consecuencia de nuestro debilitamiento.» Al contrario que la voz de la emigración, la voz del País resuena tan dura y categórica que se hace difícil creer que no sea la voz de la verdad y de la vida. Aquí al menos sabemos de qué se trata —lo blanco y lo negro, lo bueno y lo malo—, aquí la moralidad grita a voz en cuello y golpea como un palo. Esta cantinela sería magnífica si no horrorizara a los propios cantantes y si en sus voces no se percibiera un temblor que da lástima… En medio de un gigantesco silencio se está formando nuestra inconfesada, muda y amordazada realidad.

Jueves

Cracovia. Estatuas y palacios que a ellos les parecen magníficos y que para nosotros, los italianos, no tienen mayor valor. Galeazzo Ciano: Diario. Artículo de Lechoń[3] en Wiadomości titulado «La literatura polaca y la literatura en Polonia». ¿Hasta qué punto todo ello puede ser sincero? Esos razonamientos pretenden demostrar una vez más (¡ah, cuántas veces lo hemos oído!) que estamos a la altura de las mejores literaturas del mundo; ¡estamos a su altura, pero permanecemos desconocidos e ignorados! Lechoń, en efecto, escribe (o, más bien,

dice, ya que se trata de una conferencia pronunciada en Nueva York para la colonia polaca): «Nuestros sabios de la escritura, ocupados generalmente en la salvaguarda del idioma polaco, no pudieron cumplir con su papel de asignarle a nuestra literatura el lugar que le correspondía entre las otras, de conferir rango mundial a nuestras obras maestras… Sólo un gran poeta, un maestro de su propia lengua…, podría dar a sus compatriotas una idea acerca del nivel de nuestros poetas, situados a la altura de los más grandes del mundo, convencerles de que nuestra poesía está hecha del mismo metal noble que la de Dante, Racine y Shaskespeare.» Etcétera. ¿Del mismo metal? Diríase que esta comparación de Lechoń no es demasiado acertada. Porque precisamente la materia de la que está hecha nuestra literatura es diferente. Comparar a Mickiewicz con Dante o Shakespeare es comparar la fruta con la confitura, un producto natural con un producto elaborado, un prado, un campo y una aldea con una catedral o una ciudad, un alma idílica con un alma urbana, formada entre la gente y no por la naturaleza, imbuida de conocimiento de la especie humana. ¿Fue realmente Mickiewicz menor que Dante? Puestos a dedicarnos a esta clase de mediciones, digamos que Mickiewicz veía el mundo desde las suaves colinas polacas, mientras que Dante fue elevado a la cima de una inmensa montaña (compuesta de gente), desde la que se abrían otras perspectivas. Dante, quizá sin ser «más grande», estaba situado más arriba: por eso es superior. De todas formas, esto es lo de menos. Me quiero referir más bien a lo anticuado del método y al eterno carácter repetitivo de ese estilo dirigido a fortalecer los ánimos. Cuando Lechoń constata con orgullo que Lautréamont «aludía a Mickiewicz», mi cansado pensamiento desentierra del pasado cantidades ingentes de semejantes revelaciones orgullosas. Cuántas veces alguien, quizá Grzymałia o hasta Dębicki, se ha puesto a demostrar urbi et orbi que después de todo no somos unos don nadie, porque «Thomas Mann consideraba Nieboska [4] una gran obra o porque Quo Vadis? ha sido traducido a todos los idiomas». Es el azúcar con el que nos fortalecemos desde hace tiempo. Pero me gustaría llegar a ver el momento en que el caballo de la nación coja con los dientes la dulce mano de los Lechoń. Yo comprendo tanto a Lechoń como su empresa. Se trata ante todo de un deber patriótico, dado el momento histórico en el exilio forzoso. Es el papel del escritor polaco. En segundo lugar, es muy posible que hasta cierto punto crea en lo que escribe; digo «hasta cierto punto» porque se trata de unas verdades de un tipo

que requiere mucha buena voluntad. Y, naturalmente, en cuanto se refiere a «lo constructivo”, hay que valorar positivamente su intervención en un cien por cien. De acuerdo. Sin embargo, mi actitud frente a esas cuestiones es diferente. Un día tuve ocasión de participar en una de esas reuniones de polacos dedicada a darse ánimos mutuamente…, donde, tras haber cantado la Roía[5] y bailado un krakowiak, todo el mundo se puso a escuchar a un orador que exaltaba a nuestro pueblo porque «había dado al mundo a Chopin», porque «tenemos a CurieSkłbdowska» y el Wawel y a Słowacki y a Mickiewicz, y además porque fuimos el último baluarte del cristianismo y la constitución del 3 de mayo había sido muy progresista… Explicaba a sí mismo y a todos los asistentes que éramos una gran nación, lo cual tal vez ya no despertaba el entusiasmo de los oyentes (conocían ese ritual y participaban en él como en un acto religioso del que no se debía esperar sorpresas), que, sin embargo, lo recibían con cierta satisfacción por haber cumplido un deber patriótico. Pero yo veía esa ceremonia como venida directamente del infierno; esa misa nacional se me antojaba un espectáculo diabólicamente sarcástico y malignamente grotesco. Porque ellos al exaltar a Mickiewicz se humillaban a sí mismos, y cuando glorificaban a Chopin, demostraban que no eran dignos de él, y, deleitándose con su propia cultura, dejaban al descubierto su barbarie. ¡Los genios! ¡Al diablo con todos esos genios! Me dieron ganas de decirles a los participantes en la reunión: — ¿A mí qué me importa Mickiewicz? Vosotros sois para mí mucho más importantes que Mickiewicz. Y ni yo, ni nadie, va a juzgar a la nación polaca por Mickiewicz o Chopin, sino por lo que pasa y se dice en esta sala. Incluso si fuerais una nación tan pobre en grandeza que vuestros artistas más célebres se llamaran Tetmajer o Konopnicka, pero supierais hablar de ellos con la soltura de la gente espiritualmente libre, con la mesura y la sobriedad de la gente madura, si vuestras palabras abarcaran un horizonte universal y no provinciano…, entonces hasta Tetmajer podría ser para vosotros un título de gloria. Pero tal como están las cosas, Chopin y Mickiewicz sólo sirven para destacar vuestra mezquindad, porque vosotros, con ingenuidad infantil, exhibís ante las narices del extranjero aburrido a esos grandes polacos con el único fin de fortalecer vuestro debilitado sentido del valor personal y daros más importancia. Sois como un pobre que presume de que su abuela tenía una granja y viajaba a París. Sois unos parientes pobres del mundo que tratan de impresionarse a sí mismos y de impresionar a los demás. Sin embargo, eso no fue lo peor, lo más molesto, lo más humillante y doloroso. Lo más terrible era que estaban sacrificándose la vida y la razón

contemporáneas en aras de los difuntos. Porque ese acto se podía definir como el mutuo embobamiento de unos polacos en nombre de Mickiewicz… Y ninguno de los allí presentes era tan tonto como la reunión que formaban, la cual respiraba una trivialidad llena de pretensiones. Además, la asamblea sabía muy bien que era estúpida, estúpida porque tocaba asuntos que no dominaba ni en el plano intelectual ni en el sentimental; de ahí ese diligente respeto y humildad hacia los lugares comunes, esa admiración por el Arte, ese lenguaje convencional y estudiado, esa falta de honradez y sinceridad. Allí se recitaba. Pero si la asamblea se caracterizaba por su incomodidad, afectación y falsedad, se debía a que allí estaba presente Polonia, y ante Polonia un polaco no sabe comportarse; ella lo intimida y amanera, de tanto querer ayudarla y exaltarla se encuentra en un estado de tensión continua, de forma que ya no le «sale» nada como debiera ser. Fijaos que frente a Dios los polacos se comportan en la iglesia de manera normal y correcta, mientras que ante Polonia se sienten perdidos, es algo a lo que todavía no se han acostumbrado. Me acuerdo de una pequeña recepción en una casa argentina, donde un polaco, conocido mío, empezó a hablar de Polonia y por supuesto, como siempre, puso sobre el tapete a Mickiewicz y a Kościuszko junto con el rey Sobieski y la batalla de Viena. Los extranjeros escuchaban con cortesía su ferviente discurso tomando buena nota de que «Nietzsche y Dostoyevski eran de origen polaco» y de que «tenemos dos premios Nobel de literatura». Pensé que si alguien se elogiase de esta forma a sí mismo o a su familia, demostraría una falta de tacto impresionante. Me dije que compararse de esa manera con otras naciones, haciendo hincapié en genios y héroes, méritos y logros culturales, era precisamente una torpeza terrible en la táctica propagandística, puesto que con nuestro Chopin semifrancés y Copérnico de sangre no del todo pura, no podemos competir con Italia, Francia, Alemania, Inglaterra o Rusia; de modo que nuestro punto de vista nos condena precisamente a la inferioridad. Sin embargo, los extranjeros no dejaban de escuchar con paciencia como se escucha a los que, queriendo pasar por aristócratas, recuerdan cada dos por tres que su tatarabuelo era propietario del castillo de X. Y lo escuchaban con tanto más aburrimiento cuanto que todo eso no les importaba en absoluto, pues ellos mismos, por pertenecer a una nación joven y desprovista por suerte de genios, quedaban fuera de juego. Pero escuchaban con indulgencia e incluso con simpatía, ya que al fin y al cabo comprendían la situación psicológica del pobre polaco[6]; y éste, emocionado con su papel, no paraba. Sin embargo, mi situación de escritor polaco se volvía cada vez más molesta. No me muero en absoluto de ganas de representar a ninguna cosa aparte de mi propia persona; no obstante, el mundo nos impone esas funciones representativas

en contra de nuestra voluntad, y no es culpa mía que para aquellos argentinos yo representara a la literatura polaca contemporánea. De modo que tuve que escoger: o ratificar aquel estilo, el estilo de pariente pobre, o bien destruirlo, pero con la conciencia de que la destrucción echaría a perder todas las informaciones más o menos halagüeñas y ventajosas para nosotros que se acababan de proporcionar, lo cual indudablemente iría en detrimento de nuestros intereses polacos. Y, sin embargo, no fue otra cosa que la dignidad nacional lo que me impidió entrar en cálculos: soy un hombre con un alto sentido de la dignidad personal, y un hombre así, aunque no esté vinculado a su país por los lazos de un normal patriotismo, siempre velará por la dignidad nacional aunque sólo sea porque no puede desprenderse de su nacionalidad y porque ante el mundo es polaco, de ahí que cualquier humillación a su nación también le humilla a él personalmente ante los demás. Y estos sentimientos, de algún modo obligados e independientes de nosotros, son cien veces más fuertes que todas las sensiblerías aprendidas y sobadas. Cuando nos invade semejante sentimiento, más fuerte que nosotros, en cierto modo actuamos a ciegas; esos momentos son importantes para el artista, ya que en ellos se crean las bases para la forma, se determina su postura ante una cuestión imperiosa. ¿Qué es lo que dije? Me di cuenta de que sólo un cambio radical de tono podía salvarnos. Hice todo lo posible, pues, para que en mi voz se evidenciara el menosprecio y me puse a hablar como aquel que no da mayor importancia a lo conseguido por la nación hasta ahora, como aquel para quien el pasado tiene menos valor que el futuro, para quien la ley suprema es la ley del presente, la de la máxima libertad espiritual en un momento dado. Resalté el elemento ajeno en la sangre de los Chopin, Mickiewicz y Copérnico (para que no pensaran que tenía algo que ocultar, que algo me pudiera quitar la libertad de movimientos), y dije que no se debía tomar demasiado en serio la metáfora de que nosotros, los polacos, los «habíamos traído al mundo», puesto que ellos únicamente habían nacido entre nosotros. ¿Qué tiene que ver con Chopin la señora Kowalska? ¿Acaso por el hecho de que Chopin compusiera baladas sube, aunque mínimamente, el peso específico del señor Powalski? ¿Acaso la batalla de Viena le proporciona ni siquiera un gramo de gloria al señor Ziębicki de Radom? No — dije—, no somos herederos directos ni de la grandeza ni de la mezquindad pasadas, ni de la sabiduría ni de la estupidez, ni de la virtud ni del pecado: cada cual sólo es responsable de sí mismo, cada cual no es más que uno mismo. En ese momento, sin embargo, experimenté la sensación de no haber profundizado lo suficiente y de que debería tratar (para que lo que estaba diciendo fuera eficaz) la cuestión a una escala mayor. De modo que, reconociendo por un

lado que, hasta cierto punto, en los grandes logros de una nación y en las obras de sus creadores se manifiestan las virtudes particulares propias de esa comunidad concreta y todas aquellas tensiones, energías y encantos que nacen de una masa y constituyen su expresión, ataqué a la vez el principio mismo de la auto— adoración nacional. Dije que si una nación verdaderamente madura debe juzgar con moderación sus propios méritos, una nación verdaderamente viva debe aprender a menospreciarlos, tiene que mostrarse altiva ante todo lo que no sea su presente y su devenir contemporáneo… ¿Fue «destrucción» o «construcción»? De una cosa estoy seguro: esas palabras eran destructivas en tanto que minaban el laboriosamente elevado edificio de la «propaganda», y hasta pudieron escandalizar a los extranjeros. Pero ¡qué placer hablar no para alguien, sino para uno mismo! ¡Cuando cada palabra te afirma más en ti mismo, te da más fuerza interior, te libera de miles de temerosos cálculos, cuando hablas no como esclavo del efecto, sino como hombre libre! Et quasi cursores, vitæ lampada tradunt. Pero sólo en el mismo final de mi filípica encontré la idea que me pareció — en medio de aquella atmósfera de turbia improvisación— la más lograda. A saber, que nada de lo que le es propio debe impresionar al hombre; de tal modo que, si nos impresiona nuestra grandeza o nuestro pasado, ésa es la prueba de que aún no los llevamos en la sangre.

Viernes

La sección más característica de Wiadomości es la de las cartas de los lectores. «Al Director de Wiadomości: En el último número, Zbyszewski, como siempre, improvisando. A Mackiewicz le falta perspectiva, en cambio Naglerowa está para chuparse los dedos. —Feliks Z.» «Al Director de Wiadomości… Es una lástima que nuestros escritores trabajen tan poco sobre sí mismos; hay buen material, pero sin pulir. Hemar es el único europeo de verdad. ¡Hay que trabajar! —Józef B.» «Al Director de Wiadomości… En mi carta anterior escribía que el señor Román es mejor que Żeromski; ahora digo que es el mejor de todos. ¡¡¡Que Dios le pague esta última hazaña, que es una verdadera joya!!! ¡Siga por este camino! ¡Besos para los niños! —Konstanty F.» ¡Un rinconcito bonachón! Rinconcito donde el señor Wincenty puede explicar sus penas, el señor Walery expresar su indignación y la señora Franciszka hacer alarde de sus conocimientos. ¿Qué hay de malo en ello? Nada, seguramente nada. Pues de esta manera se populariza la literatura, lo cual incrementa la ilustración. Y sin embargo, ese desahogarse en secreto de las personas que no han conseguido el derecho a figurar en otro sitio menos bonachón…, lo que digo, ese carácter bonachón me resulta repulsivo. Porque la Literatura es una dama de costumbres severas y no debe pellizcársela por los rincones. El rasgo característico de la literatura es la dureza. Incluso la literatura que sonríe bondadosamente al lector es resultado de un duro desarrollo de su creador. Y la literatura debe tender a agudizar la vida espiritual y no a tolerar semejantes muestras de escritura marginal. Este detalle, en principio sin importancia, es no obstante característico, ya que hace evidente la invasión de la blandura en un campo que debería ser duro. La literatura, ablandada continuamente por diversas tías bonachonas que fabrican novelas o folletines, por proveedores de poesía y prosa de segunda categoría, por blandengues dotados de facilidad de palabra, corre el peligro de convertirse en un huevo pocho, en lugar de ser —de acuerdo con su misión— un huevo duro.

Sábado

Del artículo del señor B. T. en Wiadomości: «Me atreveré, sin embargo, a expresar la sospecha de que el optimismo polaco —a pesar de las apariencias— tiene su origen simplemente en la pereza mental… Cuando la situación se hace difícil, siempre recurrimos a la tradición de "dar ánimos”…» Y al lado, en esa misma página, en el artículo del señor W. Gr. leemos: «Estamos olvidando que la grandeza de la literatura se basa en su soberanía… El arte no está al servicio de nadie…» Hace calor. Mi debilidad me quita las ganas de seguir leyendo…; sin embargo, esas expresiones despiertan inquietud. Podría firmarlas con mi nombre, su contenido me es muy próximo. Y precisamente por esa proximidad de contenido, me resultan inquietantes y hostiles. Y es que este contenido viene de otra persona, es el resultado de otros mundos, de una base estilística y espiritual diferente. Me basta con leer alguna de las siguientes frases del señor W. Gr.: «Fircyk w zalotach [7] es auténtica literatura…, una joya autosuficiente, como puede serlo un hombre sano bajo el alegre sol o en la refrescante sombra…» … La combinación joya-salud, asociada con lo que sé de este autor por sus otros trabajos, hace que me aleje de él y que el primer enunciado se me antoje antipático. Todo depende de quién pronuncia una opinión que consideramos nuestra y a la que apoyamos. Creo que a las ideas, en Polonia, siempre les ha faltado gente…, es decir, que la gente no ha sido capaz de asegurar a las ideas no sólo la fuerza suficiente, sino tampoco ese atractivo magnético del que dispone un alma bien «resuelta». Lo cual es tanto más extraño cuanto que hemos tenido una cantidad extraordinaria de escritores nobles y hasta sublimes. Y sin embargo, la personalidad de Żeromski, Prus o Norwid, o incluso de Mickiewicz, no ha sido capaz de despertar (al menos en mí) aquella confianza que inspira Montaigne. Es como si nuestros escritores, durante su desarrollo, hubiesen ocultado algo y, como consecuencia de esta ocultación, no fueran capaces de ser absolutamente sinceros, como si su virtud no fuese capaz de mirar a los ojos a toda clase de pecado. Pero las frases arriba citadas me disgustan también por otro motivo. Ese

autodidacta «nosotros»… Nosotros, los polacos, somos así y asá… A nosotros, los polacos, nos ocurre esto y aquello… Nuestro defecto, el de los polacos, es que… Este estilo cansa, porque es general; ¿quién de nosotros no alecciona de esta manera hoy en día a la nación? He aquí una de esas trampas estilísticas que acechan al escritor y de la que es tremendamente difícil —lo digo por mi propia experiencia— escapar. Y, como siempre, este desliz estilístico es síntoma de una enfermedad más grave. El error de este enfoque queda definido en el siguiente aforismo: medice, cura te ipsum. De hecho, este «nosotros» es una expresión de cortesía, puesto que el autor discurre como un maestro, como quien nos confronta con Europa y, no sin dolor, constata nuestras insuficiencias. De modo que este comentario aparentemente inocente oculta una buena carga de presunción, sin hablar ya de que la intención pedagógica, más bien pesada, de semejantes expresiones es de lo más barato, de lo más fácil…, intención que puede permitirse cualquiera con sólo poner cara de «europeo». Sin embargo, la raíz principal y fundamental de ese error alcanza tal profundidad en nosotros, que sería necesaria una operación muy complicada para poderle decir adiós para siempre. ¿Cómo definirlo? Es cuestión de energía y vitalidad. Es el problema de nuestra actitud frente a la vida. En el colegio, Adaś no paraba de reflexionar sobre sus propios defectos y sobre cómo erradicarlos; deseaba ser piadoso como Zdziś, práctico como Józio, sensato como Henryś, gracioso como Wacio…, por lo cual era muy alabado por los maestros. Pero sus compañeros no le querían y le zurraban de buena gana.

Capítulo II

LUNES

Tras un viaje de dieciséis horas en autobús desde Buenos Aires (bastante soportable a no ser por los tangos que vomitaba sin parar el altavoz), me encuentro entre las verdes colinas de Salsipuedes con un libro de Miłosz bajo el brazo; su título: El pensamiento cautivo. Como ayer llovía a cántaros, hoy estoy llegando al final de mi lectura. Así que éste ha sido vuestro destino, vuestra suerte, vuestro camino, mis antiguos conocidos, amigos, compañeros de la Ziemiańska o el Zodiak; yo aquí y vosotros allí, es así como se ha definido y ha quedado al descubierto la situación. Miłosz relata la historia del fracaso de la literatura en Polonia con habilidad y yo atravieso veloz y fluidamente ese cementerio con su libro, igual que dos días atrás corría en mi autobús por la carretera asfaltada. ¡Qué asfalto tan espantoso! No me horroriza el que témpora mutantur, me horroriza el que nos mutamur in illis. No me horroriza el cambio de las condiciones de vida, la caída de Estados, la destrucción de ciudades y otros estallidos imprevistos que brotan del seno de la Historia; pero el hecho de que el hombre que yo conocí como X de repente se convierta en Y, que cambie de personalidad como de chaqueta y que empiece a actuar, hablar, pensar y sentir en contra de sí mismo, esto sí que me llena de temor y confusión. ¡Qué falta de vergüenza tan terrible! ¡Qué final tan ridículo! ¡Convertirse en el gramófono en el que han puesto un disco con la inscripción «His master’s voice», la voz de su amo! ¡Qué destino más grotesco el de estos escritores! ¿Escritores? Nos ahorraríamos muchas desilusiones no llamando «escritor» a cualquiera que sabe «escribir»… Yo conocía a estos «escritores»: eran por lo general personas de inteligencia poco profunda y horizontes bastante estrechos, que en los tiempos que yo recuerdo no llegaron a ser alguien…, por lo que hoy, de hecho, no tienen nada que sacrificar. Estos cadáveres vivientes se distinguían por la siguiente característica: les era fácil fabricarse su postura moral e ideológica, ganándose de esta forma el aplauso de la crítica y de una parte importante de los lectores. Ni por un momento creí en el catolicismo de Jerzy Andrzejewski y, tras haber leído unas cuantas páginas de su novela, saludé en el café Zodiak a su cara sufrida y espiritual con una mueca de tan dudoso significado que el autor,

ofendido, rompió inmediatamente su relación conmigo. Pero el catolicismo, los sufrimientos y el libro fueron recibidos con «hosannas» por los ingenuos que tomaron lo que era un picadillo recalentado por un suculento entrecot. El nacionalismo del siempre ebrio Gałczyński, por lo demás dotado de verdadero talento, valía tanto como los intelectualismos de los Wazyk o la ideología del grupo Prosto z most[8]. En los cafés varsovianos, igual que en los cafés de todo el mundo, había por aquel entonces demanda de «idea y fe», ante lo cual los escritores empezaban a creer de un día para otro en esto o aquello. En cuanto a mí, todo eso siempre se me antojó un infantilismo; hasta fingía divertirme con ello, aunque en el fondo de mi corazón sentía miedo a la vista de aquel anuncio de la futura Gran Mascarada. Más que nada se trataba de algo barato, como no menos barato resultaban ser, en la mayoría de los casos, la sentimentalona humanidad de ciertas mujeres, la poética de Tuwim [9] y del grupo Skamander[10], los descubrimientos de la vanguardia, las locuras estéticofilosóficas de los Peiper o los Braun, y otras manifestaciones de la vida literaria. El espíritu nace de la imitación del espíritu, y el escritor tiene que imitar al escritor, para al final convertirse en escritor él mismo. La literatura polaca de antes de la guerra era, salvo raras excepciones, una imitación bastante buena de la literatura, pero nada más. Aquella gente sabía cómo tenía que ser un gran escritor: «auténtico», «profundo», «constructivo», de modo que trataban de cumplir solícitos esos postulados; pero les estropeaba el juego la conciencia de que no era su propia «profundidad» ni «sublimación» lo que les empujaba hacia la literatura, sino que, por el contrario, ellos creaban en sí mismos esas profundidades con la finalidad de ser escritores. Así se producía un sutil chantaje de valores hasta que al final no se sabía si era que se predicaba la humildad solamente para mostrarse superior y descollar, o bien se proclamaba el fracaso de la cultura y la literatura para convertirse en un buen literato. Y cuanto mayor era el anhelo de un auténtico y puro valor entre esos seres encadenados por sus propias contradicciones, tanto más desesperante se hacía la sensación de hallarse ante una ineludible y omnipresente chapuza. ¡Ay, esas inteligencias elaboradas, esos altos vuelos forzados, esas sutilidades cogidas por los pelos, esos sufrimientos del alma producidos para los lectores! Sólo había un remedio para escapar de aquel infierno: revelar la realidad, poner al descubierto todo ese mecanismo y reconocer lealmente la prioridad de lo humano frente a lo divino; pero esto era precisamente lo que temía la literatura —y no sólo la nuestra—, esto era lo que no querían reconocer por nada del mundo los literatos, aunque fuera la única cosa que los podía armar de una nueva verdad y sinceridad. Esta es la razón por la cual la literatura polaca de antes de la guerra se fue convirtiendo cada vez más en una imitación. Pero el

buen pueblo llano, que se la tomaba en serio, se sorprendió enormemente al ver cómo sus «mayores escritores», atrapados entre la espada y la pared por el momento histórico, empezaban a cambiar de piel, asimilaban sin problemas la nueva fe y se ponían a bailar al son que les tocaban. ¡Escritores! Pero precisamente la cuestión estriba en que eran unos escritores que por nada del mundo querían dejar de serlo, estando dispuestos a los más heroicos sacrificios con tal de mantener su condición de escritores. No quiero decir en absoluto que, de haber estado yo sometido a las mismas presiones que ellos, no habría fracasado igualmente, es más, lo considero muy probable, pero al menos no me habría puesto en ridículo como ellos, ya que fui más sincero conmigo mismo y los valores absolutos no me brotaban de la garganta con tanta abundancia. En aquel entonces, en los atestados y ruidosos cafés de Varsovia, era como si ya presintiera la proximidad del día de la confrontación, de la revelación, del desenmascaramiento, por lo que, por si acaso, preferí evitar los lugares comunes. Y sin embargo, no todo es fracaso en este fracaso, y hoy estoy dispuesto a buscar en el libro de Miłosz más bien nuevas posibilidades de desarrollo que síntomas de una catástrofe definitiva. Me intriga la siguiente cuestión: hasta qué punto estas siniestras experiencias pueden garantizar a los escritores del Este su superioridad sobre los colegas occidentales. Porque no cabe duda de que, en su derrota, de alguna manera llevan ventaja sobre el mundo occidental, y, en efecto, Miłosz subraya en repetidas ocasiones esa particular fuerza y sabiduría que es capaz de proporcionar la escuela de la falsedad, del terror y de la deformación planificada. Pero el mismo Miłosz es un ejemplo de ese particular desarrollo, pues sus palabras sosegadas y fluidas, que con fría impasibilidad contemplan lo que describen, saben a una madurez sui generis, algo diferente de la que florece en el mundo occidental. Diría que en su libro Miłosz lucha en dos frentes: no se trataría solamente de condenar al Este en nombre de la cultura occidental, sino también de imponer a Occidente una experiencia propia, diferente, adquirida allí, así como su nuevo conocimiento del mundo. Y ese duelo, casi personal, de un escritor moderno polaco con Occidente, donde está en juego la demostración del valor, la fuerza y la particularidad propios, es para mí más interesante que un análisis de los problemas del comunismo, que, aun siendo excepcionalmente perspicaz, ya no puede aportar elementos absolutamente nuevos. El mismo Miłosz dijo en una ocasión algo así como que la diferencia entre el intelectual occidental y el del Este consiste en que al primero no le han dado bien por el c… Según este aforismo, nuestra ventaja (también mía) consistiría en que

somos representantes de una cultura embrutecida, o sea, más próxima a la vida. Pero Miłosz conoce perfectamente los límites de esta verdad, y sería penoso que nuestro prestigio se basara únicamente en la referida parte del cuerpo. Porque dicha parte del cuerpo no es una parte del cuerpo en estado normal, mientras que la filosofía, la literatura y el arte tienen que estar al servicio de personas a quienes no han dejado sin dientes, no han puesto un ojo a la funerala o no han desencajado la mandíbula. Y fijaos cómo Miłosz, a pesar de todo, trata de adaptar su embrutecimiento a las exigencias de la exagerada delicadeza occidental. El espíritu y el cuerpo. A veces ocurre que las comodidades corporales aumentan la agudeza del alma, y que detrás de unas cortinas protectoras, en el sofocante cuarto de un burgués, nace una severidad con la que no han soñado quienes atacaban los tanques con botellas de gasolina. Así que nuestra cultura embrutecida podría servir solamente en el caso de que se convirtiese en algo digerido, en una nueva forma de auténtica cultura, en nuestra pensada y organizada aportación al espíritu universal. Una pregunta: ¿acaso Miłosz, o la literatura polaca libre, son capaces de realizar, aunque sea parcialmente, este programa? Escribo todo esto en mi cuartucho y tengo que acabar, pues me espera la cena en la pensión Las Delicias. Así que me despido de ti por un momento, mi pequeño diario, perro fiel de mi alma, pero no aúlles; tu amo se marcha ahora, pero volverá.

Miércoles

Desde hace algún tiempo (y quizá a causa de la monotonía de mi existencia aquí) me invade una curiosidad que jamás había experimentado con una intensidad tan acusada, la curiosidad por lo que va a ocurrir dentro de un momento. Ante mis narices hay un muro de tinieblas del que surge el más inmediato «en seguida» como una amenazadora revelación. A la vuelta de esta esquina…, ¿qué habrá? ¿Un hombre? ¿Un perro? Y si es un perro, ¿con qué forma, de qué raza? Estoy sentado a una mesa y dentro de un instante aparecerá una sopa, pero… ¿qué sopa? Esta sensación tan fundamental hasta ahora no ha sido debidamente tratada por el arte: el hombre como instrumento que transforma lo

Desconocido en lo Conocido no figura entre sus protagonistas principales. He terminado el libro de Miłosz. Una lectura tremendamente instructiva y estimulante para todos nosotros; para los escritores polacos es también conmovedora. Cuando estoy solo casi nunca dejo de pensar en ello, y me interesa cada vez menos el Miłosz-defensor de la civilización occidental y cada vez más el Miłosz-adversario y rival de Occidente. Para mí lo más importante en él son sus intentos de ser distinto de los escritores occidentales. Percibo en él el mismo sentimiento que albergo yo, es decir, una displicencia y menosprecio hacia ellos, unido a una amarga impotencia. La comparación de Miłosz, por ejemplo, con Claudel, o con Cocteau, o incluso con Valéry, lleva a unas extrañas conclusiones. Podría parecer, pues, que el escritor polaco, el colega de Andrzejewski y de Gałczyński, el cliente asiduo de la Ziemiańska, posee una mayor dosis de realismo y es más «moderno» y, además, espiritualmente más libre, más abierto a la realidad y más leal con ella; luego da la sensación de que quizá sea aún más solitario; y luego, que haya rechazado los restos de esas ilusiones a las que se agarran todavía los genios occidentales (puesto que Valéry, aunque carece totalmente de ilusiones, no ha dejado por ello de ser un hombre vinculado con cierto ambiente y cierto orden social, mientras que Miłosz está totalmente desarraigado). De modo que podría pensarse que esa cultura embrutecida aporta unas ventajas considerables. Y, sin embargo, todo esto queda de algún modo inacabado, lleno de lagunas, por consolidar; tal vez lo que nos falte sea esa última toma de conciencia que conferiría una diferenciación y una fuerza plenas a nuestra verdad. Nos falta la clave de nuestro misterio. ¡Cuánto enerva la ambigüedad de nuestra actitud ante Occidente! El polaco, al confrontarse con el mundo del Este, es un polaco definido y conocido de antemano, mientras que al volver la cara a Occidente, tiene el rostro turbio, lleno de iras incomprensibles, incredulidad y rencores misteriosos.

Jueves

Llueve y hace bastante frío. Por lo que me he pasado todo el día leyendo Los hermanos Karamázov en una edición excelente que contiene también cartas y comentarios de Dostoyevski.

Viernes

Correo. R. me manda cartas y revistas, entre ellas el último número de Kultura. Por él me entero de que Miłosz ha recibido el Prix Européen por una novela que no conozco: La prise du pouvoir. En el mismo número de Kultura, unos comentarios de Miłosz sobre El matrimonio y Transatlántico.

Sábado

La mayor parte de las escasas cartas que recibo sobre Transatlántico no son ni expresión de una protesta por «ofender los más sagrados sentimientos», ni una polémica, ni siquiera un comentario. No. Solamente dos cuestiones cardinales preocupan a estos lectores: ¿cómo me atrevo a escribir palabras en mayúscula en medio de una frase?, ¿cómo me atrevo a utilizar la palabra m…? ¿Qué pensar de la categoría intelectual y demás cualidades de una persona que aún no se ha enterado de que las palabras cambian en función de su uso, de que incluso la palabra «rosa» puede perder su perfume cuando aparece en labios de una pedante pretenciosa y en cambio la palabra «m…» puede resultar correctísima cuando su uso está sometido.a una disciplina consciente de sus objetivos? Pero ellos leen literalmente. Si alguien utiliza palabras sublimes es noble; si las usa duras, es fuerte; si vulgares, es ordinario. Y esa estúpida manera de comprenderlo todo al pie de la letra impera incluso en lo más alto de la escala social. ¿Cómo se puede soñar entonces con una literatura polaca de cierta envergadura?

Martes (dos semanas más tarde, a la vuelta a Buenos Aires)

He recibido una carta de Miłosz que contiene la siguiente crítica de Transatlántico:

Aprovecho la ocasión para comentarle lo que pienso de su literatura. A ratos tengo la impresión de que actúa usted como Don Quijote, que dotaba de vida propia a los molinos y a los corderos. Mirándolo desde la perspectiva del país (o desde la perspectiva de la terrible paliza que allí se recibió), los «polacos», a quienes usted trata de liberar de su «polonidad», son unas pálidas sombras con un grado de existencia sumamente débil… O dicho de otra forma, usted a veces actúa como si aquello, es decir, aquella especie de liquidación, terriblemente eficaz, allá en Polonia, no hubiese existido, como si Polonia hubiese sido arrasada por un cataclismo lunar y usted fuera con sus rencores a aquella inmadura y provinciana Polonia de antes de 1939. Es posible que los ajustes de cuentas por cuenta propia sean necesarios, o incluso imprescindibles, sólo que para mí a aquella gente ya le fueron ajustadas las cuentas definitivamente. Cantidad de cosas han quedado además zanjadas definitivamente. Es una cuestión muy difícil que consiste en que el marxismo liquida (de la misma manera que, por ejemplo, la destrucción de una ciudad liquida las discusiones matrimoniales, las preocupaciones por los muebles, etcétera). Pero hay aquí una suerte de trampa nihilista: nos debatimos entre el deseo de hablar a los polacos de Polonia, contribuyendo con ello a una formación postmarxista (que tiene que digerir y absorber el marxismo), y el deseo de poseer un pensamiento absolutamente propio y autónomo (que no puede tener en cuenta la temperatura reinante en aquellos países conquistados, que, sin embargo, es real y cambia tanto el pasado como el futuro). Cuando lo leo a usted, siempre pienso en esta cuestión…

A lo que yo he contestado:

Querido señor Czesław: Si lo he entendido bien, usted hace dos objeciones a Transatlántico: primera, que yo ajusto mis cuentas con una Polonia de antes de 1939 que se ha esfumado, haciendo caso omiso de la Polonia actual, de la Polonia real; y segunda, que mi pensamiento va demasiado por su cuenta, como un gato, a la suya, que mi mundo puede parecer quimérico o anticuado.

Pero como usted mismo dice con toda la razón, juzga este asunto desde la perspectiva polaca interior. Y yo no puedo ver el mundo más que desde mi propia perspectiva. A fin de poner cierto orden en mis sentimientos decidí (y ya hace de ello mucho tiempo) que escribiría únicamente sobre mi propia realidad. No puedo escribir sobre la Polonia actual, puesto que no la conozco. Estas «memorias» que constituyen mi Transatlántico están relacionadas con mi experiencia del año 1939 ante la catástrofe polaca de aquel momento. ¿Pueden ser estos ajustes de cuentas con la Polonia pasada de alguna importancia para la Polonia actual? Menciona usted en su carta a Don Quijote, y yo pienso que Cervantes escribió Don Quijote para ajustar las cuentas con las malas novelas de caballerías de su época, de las que no ha quedado ni rastro. En cambio, Don Quijote permanece. De lo cual se extrae la moraleja, válida también para los autores más modestos, de que sobre las cosas perecederas es posible escribir de forma imperecedera. Sirviéndose de la Polonia de 1939, Transatlántico apunta a todas las Polonias del presente y del futuro, pues mi objetivo es superar la forma nacional como tal, crear distancias en relación con cualquier «estilo polaco», sea el que sea. Hoy en día los polacos de Polonia también están sometidos a cierto «estilo polaco», que nace allí bajo la presión de una nueva vida colectiva. Dentro de cien años, si todavía somos una nación, surgirán entre nosotros formas diferentes, y un tardío nieto mío se rebelará contra ellas, igual que hoy me rebelo yo. Ataco la forma polaca porque es mi forma…, y porque todas mis obras desean revisar en cierto sentido (y digo en cierto sentido porque no es más que uno de los sentidos de mi falta de sentido) la actitud del hombre contemporáneo frente a la forma, forma que no surge directamente de él, sino que se crea «entre» la gente. Supongo que no hará falta que le diga que esta idea, junto con todas sus ramificaciones, es hija de los tiempos actuales, en que la gente ha emprendido con plena conciencia la formación del hombre; yo creo incluso que para la conciencia actual es ésta la idea clave. Pero, aunque no hay nada que me aterrorice más que el anacronismo, prefiero no identificarme demasiado con las consignas actuales, que cambian tan rápidamente. Considero que el arte debe mantenerse más bien alejado de los eslóganes y buscar unos caminos propios más personales. En las obras de arte lo que más me gusta es esa misteriosa particularidad que hace que una obra, aun perteneciendo a su época, sea, sin embargo, producto de una persona singular que tiene su propia vida…

Cito este intercambio de cartas para introducir al lector en conversaciones de escritores que, como Miłosz y yo, buscaban —cada uno a su manera— su propia andadura literaria. Sin embargo, tengo que añadir un comentario. Mi carta a Miłosz habría sido mucho más sincera e íntegra si yo hubiese expresado en ella la siguiente verdad: que después de todo, esas tesis, corrientes y problemas no es que me importen demasiado; que si bien me ocupo de ello, lo hago como quien no quiere la cosa; y que en el fondo soy ante todo infantil… Y Miłosz, (¿también es ante todo infantil?

Miércoles

Miłosz es un gran tipo. Es un escritor con un cometido claramente definido, predestinado a acelerar nuestro ritmo para que estemos a la altura de los tiempos, de un talento espléndido y magníficamente preparado para cumplir con sus objetivos. Posee algo que no tiene precio y que yo llamaría «voluntad de realidad» y a la vez capacidad de aprehender los puntos drásticos de nuestra crisis. Es uno de los pocos cuyas palabras tienen importancia (lo único que puede perderlo es la prisa). Sin embargo, este escritor se ha convertido últimamente en un experto en la materia de nuestro País, y por lo tanto también en el comunismo. Del mismo modo que he diferenciado al Miłosz del Este del Miłosz occidental, tal vez cabría distinguir entre el Miłosz escritor «absoluto» y el Miłosz escritor sólo del momento histórico actual. Y justamente el Miłosz occidental (es decir, el que en nombre de Occidente juzga al Este) es un Miłosz de menos calibre y más de circunstancias. Al Miłosz occidental podrían hacérsele una serie de reproches que en realidad conciernen a toda esa fracción de la literatura de hoy que vive con un solo problema: el comunismo. El primer reproche es el siguiente: están exagerando. No en el sentido de desorbitar el peligro, sino en el de atribuir a aquel mundo unos rasgos de singularidad casi demoníaca, como de algo insólito y por lo tanto sorprendente. Y esta actitud no puede ir del brazo con la madurez, que al conocer la esencia de la vida, no se deja sorprender por sus avatares. Revoluciones, guerras, cataclismos,

¿qué significa esa pequeña efervescencia en comparación con el fundamental horror de la existencia? ¿Decís que hasta ahora no ha habido nada semejante? Os olvidáis de que en el hospital más cercano ocurren crueldades nada menores. ¿Decís que perecen millones de seres? Os olvidáis de que millones de seres perecen sin cesar, sin un momento de descanso, desde que el mundo existe. Os aterroriza y sorprende ese horror porque vuestra imaginación se ha dormido y os olvidáis de que continuamente bordeamos el infierno. Esto es importante, ya que al comunismo sólo se le puede juzgar debidamente desde el punto de vista de una existencia lo más profunda y severa, y nunca desde el punto de vista de una vida fácil y superficial, es decir, burguesa. Os dejáis llevar —cosa propia de los artistas— por el deseo de exagerar la imagen, otorgarle la máxima expresividad posible. De ahí que vuestra literatura no sea más que un exagerar el comunismo; os fabricáis en la imaginación un fenómeno tan grandioso y singular que poco falta para que caigáis delante de él de rodillas. Lo que yo pregunto, pues, es si no estaría más acorde con la historia y con nuestro conocimiento del mundo y del hombre que tratarais a ese mundo de detrás del telón no como un mundo nuevo, insólito y demoníaco, sino como un trastorno y una desviación del mundo normal; y que no olvidarais la justa proporción entre esas convulsiones de la superficie agitada y la incesante, poderosa y profunda vida que late por debajo de ella. Segundo reproche: reduciéndolo todo a esta única antinomia entre el Este y el Oeste tenéis que someteros —es inevitable— a los esquemas que vosotros mismos creáis. Tanto más cuanto que resulta imposible distinguir entre lo que es en vosotros la búsqueda de la verdad y lo que es una activación psíquica en esta lucha. No quiero decir con esto que os estéis dedicando a la propaganda, lo que quiero decir es que se despiertan en vosotros unos profundos instintos colectivos que hoy en día obligan a la humanidad a concentrarse en una sola cuestión y a prepararse para una única batalla. Navegáis con la corriente de la imaginación de masas, que se ha creado ya su lenguaje, sus conceptos, imágenes y mitos, y esa corriente os lleva más lejos de lo que quisierais. ¿Cuánto de Orwell hay en Miłosz? ¿Cuánto de Koestler en Orwell? Y en ambos, ¿cuántas palabras de las miles y miles que producen cada día —sobre el mismo tema— las máquinas de imprenta?; lo cual no está causado en absoluto por el dólar americano, sino que es resultado de nuestra propia naturaleza que exige un mundo definido. La infinitud y la riqueza de la vida se reducen en vosotros a unas cuantas cuestiones, y utilizáis un concepto del mundo simplificado, concepto cuya provisionalidad conocéis perfectamente.

Pues bien, el valor del arte puro consiste en que rompe los esquemas. Y el tercer reproche es aún más doloroso: ¿a quién queréis servir? ¿Al individuo o a la masa? Como el comunismo es algo que subordina el hombre al colectivo humano, de ello se deduce la conclusión de que el método más esencial de la lucha contra el comunismo es el fortalecimiento del individuo frente a la masa. Y si bien se entiende sobremanera que la política, la prensa, la literatura del momento, calculadas para obtener un efecto práctico, desean crear una fuerza colectiva capaz de luchar contra los Soviets, por el contrario el cometido del arte serio es distinto, y, o bien será para siempre lo que ha sido desde el principio del mundo, es decir, la voz del individuo, la expresión del hombre singular, o bien perecerá. En este sentido una página de Montaigne, un poema de Verlaine, una frase de Proust son más «anticomunistas» que el coro acusador que vosotros formáis. Son libres, son liberadores. Y por último, el cuarto reproche: el arte verdaderamente ambicioso (puesto que estos reproches no se refieren a cualquiera, sino únicamente a los creadores con aspiraciones de una gran altura, a los que no renuncian al nombre de artista) debe adelantarse a su tiempo, ser el arte de mañana. ¿Cómo acordar esta tarea capital con la actualidad, con el presente? Los artistas se sienten orgullosos de que los últimos años han ampliado enormemente su visión del hombre —hasta el punto de que en comparación con esto, los autores fallecidos recientemente parecen ingenuos—, pero todas esas verdades y semiverdades les han sido dadas sólo para que las superen y descubran otras que se ocultan tras ellas. El arte, por lo tanto, tiene que ser la fuerza destructora de los conceptos actuales en nombre de los conceptos que se aproximan. Pero ¿cómo pueden nacer esos nuevos gustos que se aproximan, esos sentimientos de mañana, los estados de ánimo que nos aguardan, las concepciones y las emociones de una pluma cuyo objetivo es únicamente la consolidación de la visión de hoy, de las contradicciones de hoy? Los comentarios que Miłosz ha publicado en Kultura sobre mi drama constituyen una buena ilustración de ello. Ha percibido en El matrimonio lo que en él es «actual» —desesperación y lamento por la degradación de la dignidad humana y la violenta crisis de la civilización—, pero no se ha dado cuenta de hasta qué punto el placer y el juego acechan detrás de esta fachada actual, dispuestos en cualquier momento a elevar al hombre por encima de sus derrotas. Poco a poco empezamos a saturarnos de los sentimientos presentes. Nuestra sinfonía se acerca al momento en que se levanta el barítono y entona: ¡hermanos, abandonad vuestros cantos, que suenen unos aires nuevos! Mas el canto del futuro no surgirá de una pluma demasiado atada al presente.

Sería estúpido que yo hiciera reproches a la gente que al ver un incendio toca las campanas. No es ésta mi intención. Sino que digo: que cada cual haga lo que le indica su vocación y talento. La literatura de gran calibre tiene que disparar a larga distancia y preocuparse ante todo de que nada disminuya su alcance. Si queréis que la bala llegue lejos, tendréis que dirigir el cañón hacia arriba.

Viernes

Un nuevo número de Wiadomości, y en él mi Banquete. También contiene un artículo «favorable» sobre Miłosz. Leo lo siguiente: «El pensamiento cautivo es un reto lanzado a la grandilocuencia de la literatura de la emigración.» Y más adelante: «Algunos capítulos de las obras de Miłosz que conozco me recuerdan más que nada la manera de escribir de Proust, con la diferencia de que son mejores que las obras de Proust.» Luego, otro párrafo: «El resto de los capítulos son unas teorías histórico— económico-filosóficas que superan visiblemente los conocimientos del autor. Son aforismos perfectamente expresados faltos de base científica; las pretensiones de este libro están muy por encima de su valor real.» Me temo que las pretensiones de esta crítica están muy por encima de su valor real. Si la literatura de la emigración precisa aún de «un reto lanzado a su grandilocuencia», y si éste ha de ser el mayor mérito de Miłosz, bueno…, pues, sería mejor no mencionar a Proust, que después de todo tenía la cabeza ocupada por problemas menos elementales. Además, la comparación de Miłosz con Proust es capaz de enloquecer al lector y de hacerle gritar: pero ¿qué tendrá que ver la gimnasia con la magnesia?, ¿qué tendrá que ver la velocidad con el tocino? Sin embargo, esto es lo de menos. Lo que merece más atención es el tercer fragmento que he citado. ¿Qué escritores, mi querido señor Mackiewicz, qué persona culta, incluso qué sabio posee suficientes «bases científicas», como las llama usted? ¿Acaso no es verdad que nuestras bibliotecas han superado nuestra capacidad de asimilación, que todos somos más o menos ignorantes y que lo único que nos queda es utilizar con la mejor voluntad el bagaje de sabiduría que poseemos? ¿Acaso un hombre de una inteligencia eminente como Miłosz no tiene derecho a contar sin más sus experiencias más personales o a buscar en ellas su propia verdad para que después lo tilden de pretencioso, presumido e ignorante? En el sexto curso me hice miembro del Club de Discusiones, y recuerdo que estas

mismas acusaciones eran las más hirientes, tanto más hirientes cuanto que te eran devueltas inmediatamente como una pelota: —¡Tú sí que eres un presumido ignorante y no yo! ¿Y de dónde habrá sacado este hombre lo de las teorías histórico-económicofilosóficas, que supuestamente constituyen la mayor parte del libro? De veras que se escribe sobre los libros cualquier cosa. Mi postura con respecto a Wiadomości (también ante Kultura) y con respecto a St. Mackiewicz es complicada. Considero que Wiadomości es un semanario magnífico y extraordinariamente útil, y a Mackiewicz lo leo con verdadero placer incluso cuando me enerva; sin embargo, la aplastante facilidad con la que el periodismo literario le ajusta las cuentas a la literatura me induce a oponer resistencia. En la propia naturaleza de la prensa literaria hay algo que siempre molestará a la literatura como un hueso atravesado en la garganta.

Jueves

En una ocasión estuve explicando a alguien que, para sentir la importancia verdaderamente cósmica que tiene para el hombre otro hombre, hay que imaginarse lo siguiente: estoy completamente solo en un desierto; jamás he visto a nadie, ni tampoco adivino la posibilidad de la existencia de otro hombre. De repente, en mi campo de visión aparece un ser análogo, que sin embargo no soy yo —la misma idea encarnada en otro cuerpo, alguien idéntico y sin embargo extraño—, y experimento al mismo tiempo una maravillosa plenitud y un doloroso desdoblamiento. Pero por encima de todo domina esta revelación: que me he convertido en un ser ilimitado, imprevisible para sí mismo, multiplicado en todas sus posibilidades por esa fuerza extraña, fresca y sin embargo idéntica que se me acerca como si yo mismo me acercase desde el exterior. Para terminar mis reflexiones acerca de Miłosz: estoy tratando de comprender cuál puede ser esa idea clave que nuestras experiencias orientales pueden aportar a Occidente, cuál puede ser la contribución de la literatura contemporánea polaca a la literatura occidental. Con toda seguridad abordaré este tema un poco subjetivamente. El pensar no es mi especialidad, y no oculto que para mí no es más que un instrumento. Lo

único que quiero expresar es cuáles son las cuerdas que está tocando en mí aquella nuestra realidad oriental. A un comunista creyente la revolución le parece un triunfo de la razón, de la virtud y de la verdad, de tal modo que para él no hay nada en ella que se aparte de una línea normal del progreso humano. En cambio, a un «pagano», como dice Miłosz, la revolución le aporta una nueva conciencia, que él resume con la siguiente frase: el hombre puede hacer cualquier cosa con el hombre. En esto hay algo que a nosotros, los escritores del Este, empieza a separarnos un poco de Occidente. (Fijaos qué cauto soy. Digo: «un poco», «empieza».) El mundo occidental vive, a pesar de todo, con la visión del hombre solitario y de valores absolutos. En cambio, a nosotros, de una manera más palpable, se nos empieza a revelar la fórmula: hombre más hombre, hombre multiplicado por hombre; la cual de ninguna manera se debe asociar con ninguna clase de colectivismo. Buber, un filósofo judío, lo ha definido bastante bien diciendo que la filosofía individualista imperante hasta ahora se ha acabado y que la mayor desilusión que espera a la humanidad en el futuro más próximo será el fracaso de la filosofía colectiva que, tratando al individuo en función de la masa, en realidad lo está sometiendo a la presión de abstracciones como clase social, estado, nación, raza; y sólo sobre los cadáveres de esos conceptos del mundo nacerá un tercer modo de ver al hombre: el hombre en unión con otro hombre concreto, yo en unión contigo y con él… El hombre a través del hombre. El hombre en relación con el hombre. El hombre creado por el hombre. El hombre potenciado por el hombre. ¿No será una ilusión mía el que vea oculta en ello una nueva realidad? Y, sin embargo, cuando reflexiono sobre los malentendidos que surgen ahora entre nosotros y Occidente, siempre topo con ese «otro hombre» elevado a la categoría de poder creador. Podemos concretar esto en veinte definiciones diferentes, expresarlo de ciento cincuenta maneras, pero eso no cambiará para nada el hecho de que a nosotros, hijos del Este, se nos empiece a deshacer entre las manos el problema de la conciencia individual del que se nutre todavía la mitad de la literatura francesa, y de que Lady Macbeth y Dostoyevski se tornen inverosímiles…, de que al menos la mitad de los textos de los distintos Mauriac nos parezcan escritos en la luna, y de que en las voces de Camus, Sartre, Gide, Valéry, Eliot, Huxley percibamos unos lujos indigestos, reminiscencias de los tiempos que para nosotros se han terminado. En la práctica, esas diferencias llegan a ser tan evidentes que yo, por ejemplo (y lo digo sin la más mínima exageración), no soy capaz en absoluto de hablar de arte con los artistas —ya que el mundo occidental, fiel hasta ahora a sus

valores absolutos, todavía cree en el arte y en los placeres que él nos proporciona, mientras que para mí este placer está impuesto, nace entre nosotros—; donde ellos ven a un hombre arrodillado ante la música de Bach, yo sólo veo gente que se obliga mutuamente a ponerse de rodillas, a extasiarse, a experimentar placer y admiración. Esta manera de ver el arte tiene que influir a la fuerza en mi convivir con él, y es que yo escucho un concierto, admiro a los grandes maestros y juzgo la poesía de otra forma. Lo mismo ocurre con todo. Si nuestra sensibilidad no se ha manifestado en nosotros con fuerza suficiente, es así porque somos esclavos de un lenguaje heredado; pero ella va surgiendo a la superficie cada vez con mayor fuerza, filtrándose a través de las grietas de la forma. ¿Qué nacerá, qué podría nacer en Polonia y en las almas de la gente hundida y embrutecida si un buen día desaparece también ese nuevo orden que ha ahogado al anterior y llega la Nada? He aquí la imagen: el majestuoso edificio de una civilización milenaria se ha derrumbado, silencio y vacío; sobre los escombros, un enjambre de menudos y grises seres humanos que no han podido aún salir del asombro. Porque se ha derrumbado su iglesia: los altares, los cuadros, las vidrieras, las estatuas, ante lo cual hincaban las rodillas; se ha hundido la bóveda que los protegía, todo se ha convertido en polvo y escombros y ellos han quedado al descubierto. ¿Dónde buscar un amparo? ¿A quién adorar? ¿A quién rezar? ¿A quién temer? ¿Dónde ubicar la fuente de inspiración y de fuerza? ¿Sería de extrañar que vieran en ellos mismos la única fuerza creadora y la única Deidad accesible? Este es el camino que conduce de la adoración de las obras humanas al descubrimiento del hombre como una potencia decisiva y desnuda. Los habitantes del maravilloso edificio de la civilización occidental deberían prepararse para una invasión de los sin casa ni hogar, con su nueva perceptibilidad del hombre…, que no tendrá lugar. En este momento he cambiado de opinión. Porque el búlgaro no se fía del búlgaro, el búlgaro desprecia al búlgaro, el búlgaro toma al búlgaro por un…, (aquí se debería utilizar la famosa palabra sustituida por los tres puntos). Así que nosotros no vamos a imponer a nadie nuestro sentimiento, porque no tomamos en serio nuestros sentimientos. Y resultaría demasiado extraño que semejante visión del hombre naciera entre gente que se menosprecia a sí misma.

Martes

Otra crítica, esta vez en Orzet Biaty, de Transatlántico y El matrimonio. De Jan Ostrowski. Si yo mismo no puedo entender nada de esas frases de miembros retorcidos, desgreñadas, nada limpias y que emiten un balbuceo salvaje, ¿qué es lo que entenderán los demás?

«Como de costumbre, las avanzadillas vanguardistas de la literatura apuntan al "culo” al aire en las cosas más drásticas.» «Juzgando por sus declaraciones, los problemas de Gombrowicz consisten en… la revelación de una perfección parcial.» «Gombrowicz, de un importador de las primicias literarias durante la guerra, se ha convertido en un exportador de los productos de la literatura polaca.»

O esta otra perlita:

«El libro, como obra de arte; las teorías del autor no absuelven.»

Tres columnas de semejante porquería. Por lo que yo sé, Ostrowski es redactor-jefe de la sección literaria de Orzet. En efecto, la publicación de este artículo sólo ha podido ser autorizada por la persona que lo ha escrito. ¿Por qué el pensamiento cautivo del señor redactor le da codazos a mi libro y lo pellizca como puede? He estado buscando la clave de este secreto y la he encontrado en la siguiente frase: «”Se deshonró” a sí mismo y “deshonró” a la emigración… De momento recibe latigazos polémicos o unas dosis de silencio calmante.» El señor Ostrowski ha llegado a la conclusión de que los latigazos polémicos son más eficaces, aunque las personas que no saben hablar deberían escoger más bien el silencio calmante. Callar sobre mí, señor Ostrowski, es más aniquilador en unos labios capaces sólo de emitir tonterías.

¿Qué hacer con el encantador fenómeno del «articulista de fondo» tipo señor Ostrowski? Un simpático espectador que en cuatro palabras derrumba visiones del mundo, da consejos, revela verdades, forma, consolida, formula, desenmascara, construye, lanza, orienta… Para condimentar su artículo echará mano hasta de Dios, aunque, a decir verdad, lo que le importa no es Dios, sino únicamente el poder hincharle a alguien las… ¿Qué es lo que le autoriza a abusar de semejante modo del nombre de Dios y de tantos nombres serios con los que ha rellenado su artículo de fondo, y a abusar de la buena fe del lector? ¿Qué? Por supuesto que unos sanos ideales. Pero yo, que soy un vil destructor y un cínico, sé que no hay nada más fácil que tener unos sanos ideales. Lo sabe cualquiera. Los sanos ideales los tiene todo el mundo; por descontado, según la opinión de cada uno. Esos sanos ideales son el desastre, la enfermedad, la maldición de nuestro deshonesto siglo. Ostrowski es un microbio precisamente de la enfermedad cuyo diagnóstico nos ha dado Miłosz; es así cómo unas pequeñas causas producen unos resultados monstruosos. Tener ideales no es una gran cosa, lo que sí es una gran cosa es no incurrir en nombre de unos muy grandes ideales en unas muy pequeñas falsedades.

Capítulo III

MIÉRCOLES

Al encontrar en casa de los Grodzicki al joven pintor Eichler, declaré: ¡no creo en la pintura! (A los músicos les digo: ¡no creo en la música!) Más tarde me enteré por Zygmunt Grocholski que Eichler le había preguntado si yo decía semejantes paradojas en broma. No se imaginan cuánta verdad hay en esta broma…, una verdad posiblemente más verdadera que las verdades con las que se nutre su «apego» servil al arte. Ayer, sucumbiendo a la persuasión de N. N., fui con él al Museo Nacional de Bellas Artes. El exceso de cuadros me cansó aun antes de empezar a mirarlos; pasábamos de una sala a otra; nos deteníamos ante algún cuadro; acto seguido nos acercábamos a otro cuadro. Mi compañero, por supuesto, era todo «sencillez» y «naturalidad» (esa naturalidad adquirida que no es más que una superación del artificio), y, de acuerdo con el imperante savoir vivre, evitaba todo cuanto pudiese tacharse de exagerado…; de mí emanaba una apatía que iba tomando matices de repulsión, aversión, rebeldía, rabia o absurdo. Aparte de nosotros había unas diez personas más que se acercaban, contemplaban y se apartaban…; lo mecánico de sus movimientos, su silencio, les conferían apariencia de títeres y sus rostros no expresaban nada comparados con los rostros que miraban desde los lienzos. No es la primera vez que me atormenta el hecho de que la cara del arte apague las caras de los vivos. ¿Quiénes frecuentan los museos? Algún pintor, o, más a menudo, algún estudiante de la escuela de bellas artes o de la escuela secundaria, alguna mujer que no sabe qué hacer con el tiempo, cuatro aficionados, personas que han llegado de lejos y visitan la ciudad; pero aparte de eso, casi nadie, aunque todo el mundo está dispuesto a jurar y perjurar que Ticiano o Rembrandt son unas maravillas que les producen escalofríos. No me extraña esta ausencia. Estas salas enormes y vacías con las paredes repletas de lienzos son extremadamente repulsivas y capaces de precipitarle a uno al fondo de la desesperación. Los cuadros no están hechos para ser colocados uno al lado del otro en una pared desnuda; un cuadro sirve para adornar un interior y

ser la alegría de quienes pueden disfrutar de su presencia. Aquí, en cambio, se produce una saturación, la cantidad ahoga la calidad, las obras maestras contadas por docenas dejan de ser maestras. Quién puede contemplar un Murillo cuando a su lado un Tiépolo exige una mirada y otros treinta cuadros gritan: ¡mírame, mírame! Existe un insoportable y humillante contraste entre la intención de cada una de las obras de arte, que quieren ser únicas y exclusivas, y su exhibición en este edificio. Pero el arte —no solamente la pintura— abunda en semejantes disonancias, absurdos, fealdades y tonterías marginales, que nosotros echamos fuera de nuestro campo sensible. Un viejo tenor en el papel de Sigfrido no nos disgusta, como tampoco nos disgustan unos frescos que no se pueden ver bien, una Venus con la nariz desportillada, la vejez de una mujer que declama poesía joven. Yo, sin embargo, estoy cada vez menos dispuesto a dividir mi sensibilidad en compartimientos y no quiero cerrar los ojos a los absurdos que acompañan al arte sin pertenecer a él. Exijo del arte no solamente que sea bueno como arte, sino también que esté bien unido a la vida. No tengo ganas de tolerar sus templos demasiado ridículos, ni oraciones… demasiado ridiculizantes. Si éstas son las obras maestras que han de llenarnos de tanta admiración, ¿por qué entonces nuestro sentimiento resulta temeroso, inseguro y anda a tientas? Antes de caer de rodillas ante una obra maestra nos ponemos a pensar si en realidad se trata de una obra maestra, nos preguntamos tímidamente si debería deslumbrarnos, nos informamos minuciosamente acerca de si nos está permitido experimentar esos placeres celestiales, y sólo entonces nos abandonamos al éxtasis. ¿Cómo relacionar el supuestamente fulgurante poder del arte, tan irresistible, espontáneo y evidente, con la inseguridad de nuestra reacción? Y a cada paso unas divertidas meteduras de pata, unas terribles planchas, unos errores fatales desenmascaran toda la falsedad de nuestro lenguaje. A cada momento los hechos abofetean a nuestra mentira. ¿Por qué este original tiene un valor de diez millones y esta copia suya (aunque tan perfecta que despierta exactamente las mismas sensaciones artísticas) sólo vale diez mil? ¿Por qué ante el original se agolpa una multitud devota y en cambio nadie admira la copia? Aquel cuadro despertaba unas emociones paradisíacas mientras fue considerado como «una obra de Leonardo», sin embargo hoy ya nadie le echa una mirada, puesto que el análisis del pigmento ha demostrado que se trata de la obra de un discípulo. Esa espalda de Gauguin es una obra maestra, pero para saber apreciarla hay que conocer la técnica, tener en la cabeza toda la historia de la pintura, poseer un gusto refinado; ¿con qué derecho entonces la admiran los que carecen de una preparación adecuada? Pues bien (le decía yo a mi compañero tras haber abandonado el museo), si en lugar de analizar el pigmento sometiéramos a un riguroso examen experimental las reacciones del

espectador pondríamos en evidencia una infinitud de falsedades que harían derrumbarse estrepitosamente todos los Partenones y caerse de vergüenza la Capilla Sixtina. Pero él me miró de reojo: comprendí que pasaba por una crisis de confianza. Mis razonamientos le sonaban a simpleza, no porque en su opinión no tuviera razón, sino sobre todo porque mi lenguaje no era el de una persona de la «sociedad» artística, y ni Malraux, ni Cocteau, ni nadie de los que él respetaba se hubiesen expresado de esta forma. Se trataba de una esfera de conceptos que ellos superaron hacía ya tiempo, sí, era una «esfera inferior», algo realmente por debajo del nivel permitido, no, ¡en este tono no se puede hablar del arte! Yo sabía qué idea se le había ocurrido: que era polaco, o sea, un ser más primitivo. Pero al mismo tiempo era el autor de unos libros que él consideraba como «europeos»…, de modo que por mi boca probablemente no hablaba el primitivismo eslavo, sino que más bien se trataba de una broma, de un intento de hacerse el loco. Me dijo: —Usted debe de hablar así para fastidiar. ¿Fastidiar? Si vuestra estupidez me fastidia a mí, ¡dejadme al menos que yo también os fastidie a vosotros! ¿Por qué no os queréis enterar de que los refinamientos no sólo no excluyen la sencillez, sino que precisamente deberían y tienen que ir a la par con ella? ¿Y de que quien complicándose a sí mismo no sabe simplificarse al mismo tiempo, pierde la capacidad de oponerse interiormente a las fuerzas que ha despertado en sí mismo y que lo destruirán? Aunque en mis palabras no hubiese más que el deseo de no subyugarme al arte, de conservar mi soberanía con respecto a él, eso ya sería digno de encomio: porque es una política sana de artista. Pero —aparte de esto— había otras razones, más profundas, que acechaban en mí y de las que él no tenía conocimiento. Le podía haber dicho: —Tú te crees que yo soy ingenuo y, sin embargo, el ingenuo eres tú. No te das cuenta en absoluto de lo que pasa dentro de ti cuando contemplas unos cuadros. Crees que te acercas al arte voluntariamente, atraído por su belleza, que esta relación se desarrolla en una atmósfera de libertad y que en ti nace el placer espontáneamente surgido de la divina varita mágica de la Belleza. Lo que ocurre en realidad es que una mano te ha cogido por el pescuezo, te ha conducido ante el cuadro y te ha puesto de rodillas, y que una voluntad más poderosa que la tuya te ha mandado esforzarte para que experimentes unos sentimientos apropiados. ¿De qué manó y de qué voluntad se trata? Esa mano no es la de alguien concreto, esa voluntad es una voluntad colectiva surgida en una dimensión interhumana, que te resulta del todo ajena. De modo que tú no admiras en absoluto, tú sólo intentas admirar.

Podía haber dicho esto y mucho más…, pero me contuve… Todo esto tiene que quedar dentro de mí, sofocado, ¿cómo darle peso específico a esta idea, desarrollarla y organizaría en una obra más amplia, cuando mi tiempo es el de un oficinista insignificante, un tiempo que nadie respeta? ¿Expresarme con medias palabras? ¿Con alusiones a la verdad que uno no puede extraer de sí mismo en toda su plenitud? Tuve que quedarme inconfeso y fragmentario, impotente ante el absurdo que me distorsionaba…, y no únicamente a mí… Él dice: yo admiro. Yo digo: tú intentas admirar. Una pequeña diferencia, y, no obstante, sobre esta pequeña tergiversación se ha edificado una montaña de devota mentira. Y precisamente en esta falsa escuela se está formando un estilo: y no sólo artístico, sino también el estilo de pensar y sentir de la élite, que acude aquí para perfeccionar sus sentimientos y conseguir la seguridad de la forma.

Viernes

Me acuerdo de la conferencia que di hace unos años en Fray Mocho (publicada luego en Kultura con el título de «Contra los poetas»[11]). Mientras intentaba demostrar a aquellos argentinos, a fin de cuentas tan alejados de Europa, la necesidad imperiosa de renovar nuestra actitud frente a la poesía versificada, me dijeron: —¿Cómo? ¿Pretende que el arte sea «para todos», usted, que es el típico escritor elitista? Pero yo no reivindico un arte popular, ni soy enemigo del arte (también esto se ha dicho de mí), ni tampoco pongo en duda su peso e importancia. Yo sólo afirmo que el arte ejerce sobre nosotros una influencia distinta de la que creemos. Y me enerva que el desconocimiento de este mecanismo nos haga artificiosos precisamente allí donde la probidad tiene el precio más alto. Me enervo sobre todo cuando esto ocurre con los polacos. Porque nuestra actitud eslava frente a las cuestiones del arte es menos decidida, estamos menos comprometidos con el arte que las naciones de Europa Occidental y nos podemos permitir una mayor libertad de movimientos. Es lo que en numerosas ocasiones le he dicho a Zygmunt Grocholski, a quien le hace sufrir duramente su polonidad visceral aplastada por París; y su lucha es igual de dura

que el drama de tantos artistas polacos cuyo único lema es «alcanzar a Europa» y cuyo mayor obstáculo en esta carrera es el hecho de ser un tipo de europeo diferente y particular, oriundo de un lugar donde Europa ya no es plenamente Europa. Algo por el estilo le dije también a Eichler en casa de los Grodzicki: —Me extraña que los pintores polacos no traten de explotar la ventaja que en el terreno del arte supone su polonidad. ¿Siempre tenéis que imitar a Occidente? ¿Postraros ante la pintura como los franceses? ¿Pintar con seriedad? ¿Pintar de rodillas, con el máximo respeto, pintar tímidamente? Reconozco los méritos de esta clase de pintura, pero ella no forma parte de nuestra naturaleza, puesto que nuestras tradiciones son diferentes, los polacos nunca han dado demasiada importancia al arte; nosotros siempre nos hemos inclinado a creer que la nariz no está hecha para la tabaquera, sino la tabaquera para la nariz, y nos ha gustado la idea de que «el hombre está por encima de lo que crea». Dejad de tener miedo de vuestros propios cuadros, dejad de adorar al arte, tratadlo a la polaca, desde arriba, sometedlo a vuestra voluntad, pues entonces se liberará en vosotros la originalidad, se os abrirán unos caminos nuevos y conseguiréis lo más valioso y fecundo: la propia realidad. No convencí a Eichler, a quien le había costado muchos esfuerzos conseguir un sólido status europeo; él me observaba con una mirada a la que yo estaba acostumbrado y que decía: ¡qué fácil es hablar! Los pintores, los artistas plásticos, agobiados por las enormes dificultades técnicas, concentrados en su lucha por la perfección del dibujo, del color, por lo general no desean concentrarse más que en su técnica, menospreciando el hecho de que un nuevo enfoque permite cortar más de un nudo imposible de deshacer. Así que cuando yo les exijo que sean hombres que pinten, ellos sólo quieren ser pintores. Y, sin embargo, confío en que hoy en día haya lugar en nosotros para una idea más personal y creativa del arte. En efecto, hemos estado sometidos sucesivamente a la influencia de dos conceptos: uno de ellos, aristócrata, obliga al receptor a admirar algo que no puede ni sentir ni comprender, mientras que el otro, proletario, obliga al creador a fabricar algo que desprecia, que es inferior a él y que sólo puede servir a las gentes simples y a los pobres de espíritu. La lucha entre estas dos escuelas enemigas tiene lugar en nuestras propias carnes, y es tal la fuerza con que se destruyen mutuamente, que se ha creado en nosotros un vacío; ¿lograremos algún día escapar de ese baño purificados y capaces de llevar a cabo un acto creativo propio y particular? No perdáis el valioso tiempo persiguiendo a Europa; no la alcanzaréis jamás.

No intentéis convertiros en los Matisse polacos; de vuestros defectos no nacerá un Braque[12]. Atacad más bien al arte europeo, sed vosotros los que desenmascaren; en lugar de intentar alcanzar la madurez ajena, tratad más bien de sacar a relucir la inmadurez de Europa. Tratad de organizar vuestra verdadera sensibilidad de manera que alcance una existencia objetiva en el mundo, encontrad una teoría que esté acorde con vuestra práctica, cread una crítica del arte desde vuestro punto de vista, cread una imagen del mundo, del hombre, de la cultura, que esté acorde con vosotros; cuando hayáis pintado este cuadro, no os será difícil pintar otros.

Sábado

G. R. me ha leído la carta de una polaca que, según él, está dirigida a mí. Copio los siguientes fragmentos: «En efecto, no quiero saber nada, nada, nada, sólo quiero creer. Creo en la infalibilidad de mi fe y en la veracidad de mis principios. Una persona sana no quiere exponerse al riesgo de coger un bacilo, y yo no quiero respirar una miasma ideológica que podría debilitar mi fe, la fe que me es absolutamente necesaria para vivir y que incluso es para mí la vida misma…» «Sólo se puede creer si se quiere creer y si se cultiva la fe dentro de sí, pero quien pone expresamente su fe a prueba para comprobar si ella resiste dicha prueba, éste ya no cree en la fe. Y es que no sólo hay que creer. Hay que creer que hay que creer. ¡Hay que tener fe en la fe! Hay que amar la fe dentro de uno mismo.» «Una fe sin fe en la fe no es fuerte ni puede satisfacer a nadie.» He leído estos fragmentos en Fray Mocho. Me han preguntado con curiosidad si el catolicismo en Polonia es hoy en día igualmente ferviente que antes y si Polonia es siempre fidelis. He dicho que la Polonia actual es como un trozo de pan seco que se rompe con un crujido en dos partes: la creyente y la no creyente. Al volver a casa he pensado que los párrafos arriba citados son dignos de reflexión. Esa «fe en la fe», ese acento tan fuerte puesto en el acto de la voluntad que crea la fe, ese retirarse de uno desde la fe hacia la esfera donde se está creando: es algo que efectivamente me concierne.

Y además: ¿cuál debe ser mi actitud ante el catolicismo? No me refiero a mi labor estrictamente artística, puesto que en ella no se escogen actitudes ni posturas, el arte se crea a sí mismo; pienso en mi literatura en su vertiente social, en todos esos artículos y escritos… Me encuentro absolutamente solo ante este problema, porque nuestro pensamiento, paralizado en el año 1939, no ha dado ni un paso adelante en lo que se refiere a estas cuestiones fundamentales. No podemos reflexionar sobre nada porque no tenemos la mente libre. Nuestro pensamiento está tan ligado a nuestra situación y tan fascinado por el comunismo, que sólo podemos pensar en contra de él o de acuerdo con él, y avant la lettre estamos encadenados a su carro, nos ha vencido atándonos a sí mismo, aunque gocemos de una apariencia de libertad. De modo que hoy sólo es posible pensar en el catolicismo como en una fuerza capaz de resistir, mientras que Dios se ha convertido en una pistola con la que quisiéramos matar a Marx. Este es el sagrado misterio que hace inclinar las cabezas a doctos masones, que de los artículos laicos erradicó el chiste anticlerical, que al poeta Lechoń le dicta las conmovedoras estrofas a la Virgen María, que a los profesores socialistas y ateos les devuelve la conmovedora inocencia de los tiempos de la primera comunión y que, en fin, hace milagros con los que no han soñado nunca los filósofos. Pero… ¿es éste el triunfo de Dios o de Marx? Si yo fuera Marx, estaría orgulloso, pero si fuera Dios, me sentiría, en cuanto absoluto, algo incómodo. ¡Fariseos! Si el catolicismo ha llegado a seros necesario, tened un poco más de seriedad e intentad acercaros a él sinceramente. Que este frente común no se limite únicamente a la política. Lo que pretendo, sencillamente, es que todo cuanto ocurra en nuestra vida espiritual ocurra de la manera más profunda y más honrada posible. Ha llegado el momento en que los ateos deberían buscar una nueva alianza con la Iglesia. Sin embargo, esta cuestión, planteada desde el punto de vista de los principios, se vuelve al instante tan abominablemente difícil que de veras uno se siente del todo impotente. ¿Cómo vamos a entendernos con alguien que cree, quiere creer y no admite ninguna idea que el dogma haya puesto en el Índice? ¿Acaso tenemos un lenguaje común yo, que provengo de Montaigne y Rabelais, y la fervorosamente creyente autora de la carta? Cualquier cosa que yo diga, ella lo medirá con su doctrina. Para ella todo está resuelto, puesto que ella conoce la verdad suprema acerca del universo, lo cual hace que su humanidad tenga un carácter totalmente diferente y, desde mi punto de vista, tremendamente estrafalario. Para ponerse de acuerdo con ella, tendría que derrumbar sus verdades absolutas, pero cuanto más convincente le resulte, tanto más diabólico le pareceré y con tanta más fuerza cerrará sus oídos. No tiene derecho a admitir la duda, por lo que mis razones se convertirán precisamente en su credo quia absurdum.

Pues bien, aquí surge una peligrosa analogía. Cuando hablas con un comunista, ¿no te da la sensación de estar hablando con un «creyente»? Para un comunista también está todo solucionado, al menos en la presente fase del proceso dialéctico; él posee la verdad, él sabe. Es más, él cree; más aún, él quiere creer. Aunque lo convenzas, él no se dejará convencer, porque se ha entregado al Partido: el Partido sabe más, el Partido sabe por él. ¿No has tenido la sensación, cuando tus palabras rebotaban en este hermetismo como en una pared, que la verdadera línea divisoria pasa entre los creyentes y los no creyentes, y que el continente de la fe abarca iglesias tan discordes como el catolicismo, el comunismo, el nazismo, el fascismo…? Y en este momento te has sentido como amenazado por una colosal Santa Inquisición.

Sábado

El ingeniero L. me ha invitado a la reunión de una asociación católica. Unas veinte personas y un fraile. Se ha rezado una breve oración, tras lo cual L. ha leído unos textos de Simone Weil en su propia y muy buena —por lo que he podido juzgar— traducción. Luego, una discusión. Como siempre en semejantes reuniones, me han chocado sobre todo los desesperantes fallos técnicos de la empresa. Simone Weil es difícil, condensada, está cargada de vivencias interiores y a muchos de sus pensamientos hay que volver repetidas veces; ¿quién de los presentes podía captarlos al vuelo, asimilarlos, recordarlos? Pero, incluso si los hubiesen captado… La discusión era de las que no pueden inquietar a nadie, puesto que se han convertido en el pan de cada día. A pesar de todo, me ha parecido que la situación me hablaba con las palabras shakespearianas:

Pero hay en mí algo peligroso, Que te aconsejo evitar…

No es verdad que todos somos iguales y que cada uno puede analizar a quien sea. Simone Weil ha caído en los engranajes de estas mentes menos experimentadas, de estas almas probablemente menos maduras, que torpemente se han puesto a rumiar un fenómeno que les supera en mucho. Han hablado con modestia y sin pretensiones, pero nadie ha tenido el valor de admitir que no ha entendido y que en el fondo no tenía derecho de hablar de ello. Lo más curioso del caso es que ellos, siendo personalmente tan inferiores a Weil, la han tratado con superioridad, desde las alturas de esa sabiduría colectiva que les hacía superiores. Se sentían poseedores de la Verdad. Si en esa reunión hubiese aparecido Sócrates, lo habrían tratado como a un estudiantillo, porque él no hubiese estado enterado… Ellos saben más. Y precisamente este mecanismo, que le permite a un hombre inferior evitar una confrontación personal con otro superior, me ha parecido inmoral.

Domingo

Y, sin embargo, no quiero, no deseo estar en guerra con el catolicismo; con toda sinceridad busco un acuerdo. Un acuerdo, claro está, independiente de la coyuntura política. Ha llovido mucho desde que Boy[13] atacaba a la «ocupación negra». Nunca he sido partidario de un laicismo demasiado llano, y la guerra y la postguerra no me han cambiado mucho en este sentido, al contrario, más bien me han afianzado en mi deseo de un mundo más elástico, de perspectivas más profundas. Si puedo convivir con el catolicismo es porque cada vez me importan menos las ideas, mientras que pongo todo el énfasis en la postura que adopta el hombre ante la idea. La idea es y será siempre un biombo detrás del cual ocurren otras cosas más importantes. La idea es un pretexto. La idea es un instrumento. El pensamiento, que abstraído de la realidad humana es algo majestuoso y magnífico, diluido en la masa de unos seres apasionados e incompletos no es más que un griterío. Estoy harto de discusiones estúpidas. Ese baile de argumentaciones. Esa arrogante sabihondez de los intelectuales. Esas fórmulas vacías de la filosofía. Nuestras conversaciones serían magníficas, ah, sí, estarían llenas de lógica, disciplina, erudición, método, precisión y principios, serían sublimes y

reveladoras, si no transcurrieran unos veinte pisos por encima de nosotros. Hace poco fui invitado a desayunar en casa de un intelectual. Nadie hubiese adivinado, al escuchar aquellas definiciones acompañadas de tantas citas, que se trataba de un obtuso imbécil que se desahogaba en una esfera superior. Este desasosiego no sólo me afecta a mí. Y desanima cada vez más para cualquier intercambio de pensamientos. Yo ya casi no presto atención al contenido de las palabras, sino que escucho cómo son pronunciadas; y lo único que exijo del hombre es que no se deje atontar por sus propias sabidurías, que su concepción del mundo no le prive de su sentido común natural, que su doctrina no le despoje de humanidad, que su sistema no le confiera rigidez y lo convierta en una máquina, que su filosofía no lo vuelva obtuso. Vivo en un mundo que todavía se nutre de sistemas, ideas, doctrinas, pero los síntomas de indigestión son cada vez más evidentes, el paciente ya tiene hipo. La aversión que siento hacia la idea como tal me permite encontrar un modus vivendi con aquellos que la profesan. La pregunta que hago a los católicos no es en qué Dios creen, sino qué clase de gente desean ser. Y al hacer esta pregunta, tengo en cuenta el subdesarrollo del hombre. En mi opinión, ellos se han juntado en un grupo sometido a un cierto mito, para crearse mutuamente. Para mí el mito tiene, por lo tanto, carácter auxiliar, cuando lo importante es qué clase de hombre nace bajo su influencia. Pero aquí también mis exigencias se han vuelto menos rebuscadas que antes, en la época de la razón triunfante. Hoy en día, cuando observo a un católico es como si me observara a mí mismo; en este espejo veo los cambios que se han producido en mí bajo la influencia de la severa historia de los últimos años. ¿Es que yo exijo de la humanidad de hoy que sea progresista, que luche contra las supersticiones, que lleve bien alta la bandera de la ilustración y de la cultura, que cuide el desarrollo del arte y de la ciencia? Seguramente que sí…, pero ante todo desearía que ese otro hombre no me mordiera, no me escupiera y no me torturara. Y aquí es donde topo con el catolicismo. Me une a él su perspicaz presentimiento del infierno contenido en nuestra naturaleza y su temor ante la excesiva dinámica del hombre. Observando a un católico me doy cuenta de que en ciertos aspectos me he vuelto más cauto. Lo que en la orgullosa época de Nietzsche se consideraba como abjuración de la vida dionisíaca, justamente esa cauta política del catolicismo ante las fuerzas innatas, se me ha hecho más próxima desde que la voluntad de la vida, llevada a su máxima tensión, ha comenzado a auto devorarse. La Iglesia se me ha hecho más próxima en su desconfianza hacia el hombre; mi aversión hacia la forma, mi deseo de escapar de ella, la constatación de que «todavía no soy yo», que acompaña cada uno de mis pensamientos y sentimientos,

coinciden con su doctrina. La Iglesia teme al hombre y yo temo al hombre. La Iglesia desconfía del hombre y yo también desconfío. Al contraponer la vida terrestre a la eternidad, la tierra al cielo, la Iglesia trata de asegurarle al hombre precisamente esa distancia con su propia naturaleza que a mí también me es necesaria. Y donde más patente se hace esta afinidad es en nuestra actitud ante la Belleza. Tanto yo como ella —la Iglesia— tememos la belleza en este valle de lágrimas, tendemos a desarmarla, deseamos defendernos ante su excesivo encantamiento. Para mí es decisivo el que tanto ella como yo clamemos por un desdoblamiento del hombre, la Iglesia en los elementos humano y divino y yo en la vida y la conciencia. Después de la época en que el arte, la filosofía, la política buscaban al hombre integral, homogéneo, concreto, exacto, aumenta la necesidad del hombre inaprensible, que sea un juego de contradicciones, una fuente que brote de las antinomias, un sistema de compensación infinita. Y quien tache todo esto de «escapismo» es un insensato. A pesar de todo, en algún lugar, en el mismo fondo, estamos madurando. En mi opinión, si el catolicismo ha causado graves daños al desarrollo polaco, es porque se ha trivializado en nosotros hasta tomar la dimensión de una filosofía demasiado fácil y demasiado serena, al servicio de la vida y de sus necesidades inmediatas. A la literatura de hoy no le es difícil entenderse con el catolicismo profundo y trágico, porque encierra el mismo contenido emocional que nos invade cuando observamos el desenfreno del mundo. ¡Retirada! ¡Retirada! ¡Retirada! En el momento en que nos demos cuenta de que hemos llegado demasiado lejos, cuando queramos retirarnos de nosotros mismos, el genial Cristo nos dará la mano: su alma, como ninguna otra, conoció el secreto de la retirada. Las enseñanzas que derribaron el Estado romano son nuestro aliado en la lucha por destruir todos los edificios demasiado altos que construimos hoy en día, por conseguir la desnudez y la sencillez, la simple virtud elemental. La crisis intelectual que estamos atravesando no debemos achacarla necesariamente a la desconfianza hacia la fuerza de la razón, sino más bien al hecho de que su radio de acción sea tan insignificante. Hemos observado con horror que estamos rodeados por una infinitud de mentes oscuras, que roban nuestras verdades para distorsionarlas, disminuirlas, transformarlas en instrumentos de sus pasiones; y hemos descubierto que la cantidad de esa gente es más decisiva que la calidad de las verdades. De ahí nuestra ansiosa necesidad de un lenguaje tan sencillo y elemental que pueda servir de lugar de encuentro del filósofo con el analfabeto. De ahí nuestra admiración por el cristianismo que constituye una sabiduría calculada para todas las mentes, un canto para todas las voces desde las más altas hasta las más bajas, una sabiduría que no tiene por qué

convertirse en estupidez en ninguno de los niveles de la conciencia. Pero si alguien me dijera que a pesar de eso no puede existir ningún verdadero entendimiento entre un hombre espiritualmente libre y un hombre dogmático, le contestaría: — Observad mejor a los católicos. Ellos también existen en el tiempo y están sometidos a su influencia. De una forma imperceptible y lenta, la actitud del católico ante la fe va cambiando. En cuántos de ellos podréis leer lo mismo que yo he leído en la carta de la que hablábamos al principio: «Hay que creer que hay que creer. Hay que tener fe en la fe.» El padre de esta mujer seguramente creía sin más, sin previos preparativos. Sin embargo, ella, para poder creer, primero tiene que «querer creer»; la fe representa para ella un esfuerzo. Así pues, si a esta católica Dios deja de revelársele, si le es necesario creárselo, ¿acaso no querrá decir eso que nos precipitamos del cielo a la tierra y que esta voluntad de fe es humana, archihumana? Del mismo modo, también la verdad revelada ha emprendido, junto con todas las ideas humanas, una marcha hacia sus orígenes. Así que por este lado tampoco es la verdad lo que obstaculiza el entendimiento, sino la voluntad, el deseo de imponerse un cierto canon para ser alguien concreto, para ser alguien. Me lo digo a mí mismo: hay que tener en cuenta este hecho, no perderlo de vista nunca, buscar un punto donde lo divino confluya con lo humano, ya que de ello depende todo el futuro de mi pensamiento. No debería olvidar nunca que las fes contemporáneas, hasta en sus manifestaciones más violentas, ya no son la fe en el antiguo sentido de la palabra. Los que quieren creer difieren mucho de los que creen. El énfasis puesto por los tiempos contemporáneos en la creación de la fe demuestra precisamente que la fe sin más ya no existe. Independientemente de cuál sea nuestro credo, todos debemos trasladarnos desde el mundo revelado, ya hecho, al mundo que se está creando; si esto no ocurre, desaparecerá la última posibilidad de entendimiento.

Jueves

Concierto en el Colón. Qué importancia puede tener el mejor virtuoso comparado con la disposición de mi alma impregnada hoy por la tarde de una melodía canturreada

por alguien que desafinaba y que ahora, por la noche, rechaza con repulsión la música servida con albóndigas en una fuente dorada por un maître embutido en un frac. La comida no siempre gusta más en los restaurantes de primera categoría. Por lo demás, el arte a mí casi siempre me impresiona más cuando se manifiesta de una forma imperfecta, casual y fragmentaria, como si sólo me señalara su presencia, dejándose presentir a través de la torpeza de la interpretación. Prefiero al Chopin que me llega desde una ventana en la calle que al Chopin con todo el oropel de una sala de conciertos. Aquel pianista alemán galopaba acompañado por la orquesta. Mecido por los tonos, vagué en medio de una dulce ensoñación: recuerdos del pasado, un asunto que tenía que arreglar al día siguiente, el perrito de Bumfila, un pequeño foxterrier… Mientras tanto, el concierto funcionaba, el pianista galopaba. Pero ¿era un pianista o un caballo? Hubiese jurado que aquí Mozart importaba ya poco, lo que importaba era por cuántas cabezas adelantaría aquel corcel a Horowitz o Rubinstein. Los tipos y las tipas presentes en la sala estaban absorbidos por el dilema: ¿de qué categoría es este virtuoso?, ¿serán sus pianos iguales a los de Arrau?, ¿estarán sus fortes a la altura de los de Gulda? Imaginé, pues, que se trataba de un combate de boxeo y vi cómo con un pasaje de gancho lateral alcanzaba al pianista Brailowski, con unas octavas golpeaba a Gieseking, con un trino asestaba un knock-out a Solomon. ¿Pianista, caballo, boxeador? De repente me pareció que era un boxeador que montaba a Mozart y cabalgaba sobre él, golpeándolo como un tambor y espoleándolo. Pero ¿qué ocurre? ¡Ha llegado a la meta! ¡Aplausos, aplausos, aplausos! El jinete bajó del caballo y hacía reverencias, secándose la frente con un pañuelo. La condesa sentada a mi lado en el palco suspiró: —Maravilloso, maravilloso, maravilloso… Dijo su marido, el conde: —Yo de esto no entiendo, pero he tenido la sensación de que la orquesta se quedaba atrás… ¡Los miré como a perros! ¡Resulta muy irritante que la aristocracia no sepa comportarse! ¡Tan poco que se les exige y ni siquiera son capaces de eso! Aquellas personas debían saber que la música no era más que un pretexto para una reunión social, de la cual ellos también formaban parte con sus maneras y manicuras. Pero en lugar de quedarse en su terreno, en su mundo aristocrático— social, desearon tomarse el arte en serio, se sintieron en la obligación de rendirle un temeroso homenaje, y, al salirse de su aristocraticismo, cayeron en el goliardismo. Con mucho gusto consentiría yo unos lugares comunes puramente formales,

pronunciados con el cinismo de la gente que conoce el peso del cumplido…, pero ellos, pobrecillos, trataban de ser sinceros. A continuación pasamos al foyer. Mi mirada se posó sobre la exquisita multitud que daba vueltas prodigando reverencias. ¿Ves allí al millonario Fulano o Mengano? ¡Mira, mira, allá están el general con el embajador, y el presidente inciensa al ministro, quien a su vez dirige una sonrisa a la esposa del embajador! Creí, pues, estar entre los héroes de Proust, cuando no se iba a un concierto para escuchar, sino únicamente para honrarlo con la propia presencia, cuando las damas se prendían en el pelo a Wagner como un broche de brillantes, y cuando al son de la música de Bach se asistía al desfile de nombres, cargos, títulos, dinero y poder. Pero ¿qué pasa?, ¿qué es esto? Cuando me acerqué a ellos, se produjo el ocaso de los dioses, desapareció la grandeza y el poder…, oí que intercambiaban sus impresiones acerca del concierto…, y esas impresiones eran tímidas, humildes, llenas de respeto hacia la música y al mismo tiempo peores de lo que pudiera decir cualquier aficionado del paraíso. ¿De manera que habían caído tan bajo? Se me antojó que no eran presidentes, sino estudiantes de quinto curso de la escuela secundaria; y como vuelvo de mala gana a los tiempos escolares, abandoné aquella tímida juventud. Y solo en el palco —yo, el moderno, yo, el carente de prejuicios, yo, el enemigo de los salones, yo, a quien el látigo de la derrota quitó de la cabeza los humos y los caprichos— pensé que el mundo en que el hombre se adoraba a sí mismo a través de la música me convencía más que el mundo en que el hombre adora la música. A continuación tuvo lugar la segunda parte del concierto. El pianista, tras haber montado a Brahms, galopaba. En realidad nadie sabía qué tocaba, porque la perfección del pianista no permitía concentrarse en Brahms, y la perfección de Brahms distraía la atención de los oyentes puesta en el pianista. Pero por fin alcanzó la meta. Aplausos. Aplausos de los expertos. Aplausos de los aficionados. Aplausos de los ignorantes. Aplausos del rebaño. Aplausos suscitados por los aplausos. Aplausos que crecían solos, que se acumulaban unos encima de otros, excitantes, autogeneradores; y ya nadie podía no aplaudir, ya que todos aplaudían. Fuimos al camerino para rendir pleitesía al artista. El artista estrechaba manos, intercambiaba cumplidos, aceptaba piropos e invitaciones con la pálida sonrisa de un cometa vagabundo. Le observé a él y a su grandeza. El mismo parecía muy agradable, en fin, sensible, inteligente, culto…,

pero ¿y su grandeza? La llevaba encima como un frac, y en efecto, ¿no le había sido cortada a medida por un sastre? A la vista de tantos solícitos homenajes podía parecer que no había mayor diferencia entre su fama y la fama de Debussy o Ravel; su nombre también estaba en los labios de todos y era un «artista» igual que ellos… Y sin embargo… Sin embargo…, ¿era famoso como Beethoven o bien como las cuchillas de afeitar Gillette, o las estilográficas Waterman? ¡Cuán diferente es la fama por la que se paga de la fama con la que se gana! Pero él era demasiado débil para oponerse al mecanismo que lo ensalzaba, no cabía esperar resistencia de su parte. Bailaba al son que le tocaban. Y tocaba para el baile de quienes bailaban a su alrededor.

Capítulo IV

VIERNES

Escribo este diario con desgana. Su insincera sinceridad me fatiga. ¿Para quién escribo? Si es para mí mismo, ¿por qué lo mando a la imprenta? Y si es para el lector, ¿por qué hago como si hablara conmigo mismo? ¿Hablas a ti mismo de tal manera que te oigan los demás? Qué lejos estoy de la seguridad y el valor que me caracterizan cuando — perdonadme— «estoy creando». Aquí, en estas páginas, me siento como si saliera de la noche bendita a la dura luz de la mañana, que me hace bostezar y pone en evidencia mis defectos. La falsedad, que está en el mismo principio de mi diario, me vuelve tímido y pido disculpas, ay, pido disculpas…, (aunque quizá las últimas palabras sobren, quizá resulten pretenciosas). Y sin embargo, me doy cuenta de que hay que ser uno mismo en todos los niveles de la escritura, es decir, que debería saber expresarme no sólo en un poema o en un drama, sino también en una prosa corriente —un artículo o un diario—; la altura del arte tiene que encontrar su correspondencia en la esfera de la vida corriente, del mismo modo que la sombra del cóndor se posa sobre la tierra. Es más, este paso al mundo cotidiano desde un campo escondido en lo más recóndito, casi un subsuelo, constituye para mí un asunto de capital importancia. Quiero ser un globo, pero anclado, una antena, pero con toma de tierra; quiero ser capaz de traducirme a un lenguaje corriente. Pero traduttore, traditore. Es ahí donde me traiciono, donde estoy por debajo de mí mismo. La dificultad consiste en que escribo sobre mí mismo no en soledad, por la noche, sino justamente en un periódico y entre la gente. En estas condiciones no puedo tratarme con la debida seriedad, tengo que ser «modesto», y de nuevo vuelve a atormentarme, lo mismo que me ha atormentado durante toda la vida, lo que tanto ha pesado sobre mi manera de comportarme con la gente, esa necesidad de menospreciarme para estar a la altura de los que me menosprecian o que no tienen de mí ni la más mínima idea. Sin embargo, por nada del mundo quiero sucumbir ante esa «modestia» que considero mi enemigo mortal. Felices los franceses que escriben sus diarios con tacto; pero yo no creo en el valor de ese

tacto; sé que no es más que eludir con tacto un problema que por su naturaleza es desagradable. Pero yo debería coger el toro por los cuernos. Desde mi infancia estoy muy iniciado en esta cuestión; iba creciendo conmigo y hoy de veras debería sentirme totalmente cómodo con ella. Sé —lo he dicho en numerosas ocasiones— que cada artista tiene que ser pretencioso (pues pretende subirse a un pedestal), pero que, al mismo tiempo, ocultar esas pretensiones es un error de estilo, es la prueba de una errónea «solución interna». Transparencia. Hay que poner las cartas boca arriba. Escribir no es otra cosa que una lucha llevada por el artista contra los demás por su propia celebridad. Pero si no soy capaz de realizar esa idea aquí, en el diario, ¿qué valor puede tener? Y, sin embargo no puedo, hay algo que me lo impide; cuando entre la gente y yo falta la forma artística, el contacto se vuelve demasiado molesto. Debería tratar este diario como el instrumento de mi devenir ante vosotros, debería aspirar a que me concibierais de una determinada manera, una manera que me posibilitara (¡adelante, que aparezca esa palabra peligrosa!) el talento. Que este diario sea más moderno y más consciente, que esté impregnado de la idea de que mi talento sólo puede nacer de una unión con vosotros, lo cual quiere decir que sólo vosotros podéis despertar en mí el talento, es más, crearlo en mí. Me gustaría que se viera en mí lo que yo sugiero. Me gustaría imponerme a los hombres como personalidad para luego quedar sometido a ella el resto de mi vida. Los demás diarios deberían estar, con respecto a éste, en la misma relación que las palabras «soy así» con las palabras «quiero ser así». Nos hemos acostumbrado a las palabras muertas que sólo afirman, pero es preferible la palabra que llama a la vida. Spiritus movens. Si lograra invocar a ese espíritu motor y traerlo a las páginas de mi diario, podría llevar a cabo no pocas cosas. Ante todo —algo que me es tanto más necesario cuanto que soy un autor polaco— podría destrozar esa estrecha jaula de conceptos en la que quisierais aprisionarme. Demasiados hombres, dignos de mejor suerte, se dejaron encadenar. Sólo yo y nadie más que yo debe determinar mi papel. Y luego, al exponer a título de propuesta unas cuestiones más o menos relacionadas conmigo, éstas me absorberán y conducirán hacia otras iniciaciones hasta ahora ignoradas. Penetrar lo más posible en los terrenos vírgenes de la cultura, en sus lugares aún semisalvajes, o sea, indecentes, y, excitándoos hasta heriros, excitarme también a mí mismo… Porque quiero encontrarme con vosotros precisamente en esa mañana, unirme a vosotros de la forma más difícil e incómoda

posible, tanto para vosotros como para mí. Y además, ¿acaso no debo diferenciarme del pensamiento europeo actual?, ¿acaso no son mis enemigos las corrientes y doctrinas a las que me parezco?; tengo que atacarlas para obligarme a ser diferente y obligaros a vosotros a confirmar esta diferencia. Luego he de descubrir mi presente y unirme a vosotros en la actualidad. En este diario me gustaría comenzar a construirme abiertamente mi talento, tan abiertamente como Henryśk se fabrica su matrimonio en el tercer acto… ¿Por qué abiertamente? Porque al ponerme en evidencia, deseo dejar de ser para vosotros un enigma demasiado fácil de descifrar. Al introduciros entre los bastidores de mi ser, me obligo a esconderme aún más profundamente. Haría todo esto si lograra invocar el espíritu… Pero no me siento con fuerzas suficientes… Por desgracia, hace tres años abandoné el arte puro, pues mi género no es de los que se pueden practicar a salto de mata, o los domingos y días festivos. Me he puesto a escribir este diario sencillamente para salvarme, por miedo a la degradación y a un total hundimiento entre las olas de la vida trivial que ya me está llegando al cuello. Pero resulta que tampoco en esto soy ya capaz de esforzarme plenamente. No se puede ser una nulidad durante toda la semana para ponerse a existir el domingo. Señores periodistas, y vosotros, honorables parlanchines y espectadores, no temáis nada. Por mi parte ya no hay peligro de que sea presumido o incomprensible. Igual que vosotros y que el mundo entero, me precipito hacia el periodismo.

Sábado

Mi postura ante Polonia es resultado de mi postura ante la forma; deseo rehuir Polonia, igual que rehúyo la forma; deseo elevarme por encima de Polonia, como me elevo por encima del estilo; mi tarea en ambos casos es la misma. En cierto modo me siento Moisés. De veras que es divertida esa tendencia de mi naturaleza a exagerar todo cuanto se refiera a mi propia persona. En sueños me hincho cuanto puedo. Ja, ja, ¿por qué —preguntaréis— me siento Moisés? Hace cien años, un poeta lituano [14] plasmó la forma del espíritu polaco; hoy yo, igual que Moisés, libro a los polacos de la esclavitud de esta forma, libero al polaco de sí mismo…

Mi megalomanía me hace llorar de risa. Pero, teóricamente hablando, semejante antinomia no está del todo infundada, y me gustaría saber cuánta gente de la llamada —y además con justo título— intelligentsia sería capaz de captar el sentido de este proceso; proceso que consiste en que un polaco, precisamente porque ha sido polaco con demasiada intensidad, desea liberarse categóricamente del polaco, y en que justamente entre nosotros, a causa de nuestra enorme pasión por la nación, ha tenido que surgir un sentimiento diametralmente opuesto, una idea absolutamente contraria. Y pregunto cuántos de esos representantes de la intelligentsia con justo título serían capaces de comprender qué perspectivas más infinitas abre ante nosotros semejante revolución, a condición de que encuentre gente suficientemente decidida y valiosa para llevarla hasta su realización final. ¡Qué rejuvenecimiento! ¡Qué afluencia de energía creativa y qué vigor el de esta emancipación basada en una postura renovada del polaco ante sí mismo! Ah, a veces sueño con encontrar unos partidarios que me hinchen hasta las dimensiones de un acontecimiento de nuestra historia, y afirmo que podría ser posible, ya que, en mi opinión, la importancia de una obra depende en la misma medida del que la lee que del que la escribe. Hay tantos libros que podrían sonar como las trompetas de Jericó sólo con que la gente las alzara y se las llevara a los labios… Duerme, trompeta mía, abandonada sobre el basurero de las posibilidades polacas no aprovechadas… El basurero. La clave está en el hecho de que yo provengo de vuestro basurero. En mí toma la palabra lo que vosotros habéis estado tirando como desechos durante siglos. Si mi forma es una parodia de la forma, entonces mi espíritu es una parodia del espíritu y mi persona una parodia de la persona. ¿No es cierto que a la forma no se la puede debilitar contraponiéndole otra forma, sino con la relajación de la misma actitud ante la forma? No, no es por casualidad que en el momento en que surge la necesidad imperiosa de un héroe nace inesperadamente un bufón…, un bufón consciente y por tanto serio. Durante demasiado tiempo habéis sido excesivamente literales, demasiado ingenuos en vuestra lucha contra el destino. Os habéis olvidado de que el hombre no es únicamente él mismo, sino que también se imita a sí mismo. Habéis echado al basurero todo lo que había en vosotros de teatro y de histrionismo, y habéis intentado olvidarlo; hoy, a través de la ventana, veis que en el basurero ha crecido un árbol que es una parodia del árbol. Suponiendo que naciera (lo cual no es seguro), nací para desenmascarar vuestro juego. Mis libros no han de deciros: sed quienes sois, sino: fingís que sois quienes sois. Quisiera que se volviese fecundo en vosotros precisamente aquello que habéis considerado totalmente estéril y hasta vergonzoso. Si tanto odiáis el

histrionismo es porque lo lleváis en vosotros; para mí constituye la clave de la vida y de la realidad. Si os repugna la inmadurez, es porque la lleváis dentro; para mí la inmadurez polaca marca toda mi actitud ante la cultura. Por mi boca habla vuestra juventud, vuestro deseo de diversión, vuestra huidiza flexibilidad e indefinición — justamente lo que odiáis, lo que rechazáis—; en mí se libera el polaco oculto, vuestro alter ego, el reverso de vuestra medalla, la cara de vuestra luna invisible hasta ahora. ¡Cómo me gustaría que os convirtierais en actores conscientes de vuestra actuación! Pero en este momento pienso en la masa de la nación, en los miles y miles de personas sencillas. ¿De qué les servirá todo eso? Qué le vamos a hacer; en las tinieblas en que me encuentro, no puedo actuar más que a tientas. Lo escribo todo a título de propuesta, para ver el efecto que va a causar…, y si este efecto es positivo, iré más lejos.

Miércoles

Mi presunción huele a enfermedad grave. Empiezo a temer que los críticos me infligirán el merecido castigo. Pero ¿qué hacer con el orgullo que me arrastra? ¿Ir al médico? (Lo he escrito para cubrirme las espaldas y conseguir con ello una mayor libertad de acción.) Además, ¿acaso me comprendo a mí mismo? Al definirme, no sólo peco contra mi propia filosofía, sino sobre todo contra mi elemento lírico. Cierta persona, muy perspicaz, me advierte en una carta: — ¡No haga comentarios sobre su propia obra! Limítese a escribir. ¡Es una lástima que se haya dejado provocar y escriba prólogos a sus propias obras; prólogos e incluso comentarios! Y, sin embargo, debo explicarme en la medida que pueda y hasta donde sea posible. Pervive en mí la convicción de que el escritor que no sabe escribir de sí mismo es incompleto.

Jueves

Durante unos años he pasado siete horas al día con K. en el mismo cuarto. Era mi compañero de trabajo, oficinista como yo, y le había cogido simpatía… El viernes pasado me despedí de él como siempre, pero el lunes ya no se sentó en su escritorio. Ha desaparecido, o sea, ha muerto. Ha muerto de repente y ha desaparecido tan completamente como si una mano se lo hubiese llevado de entre nosotros. Todavía lo vi una vez más, en el ataúd, donde parecía una cosa que se imponía a la vista obsesivamente. Una sensación desagradable. De vez en cuando algún colega se esfuma de esta forma; entonces, escondiendo la cabeza entre los hombros, decimos: hm, hm…, (¿qué otra cosa podemos decir?), y una ligera consternación queda flotando en el aire. Y, sin embargo, en una aplastante mayoría, todos nosotros, los oficinistas, nos estamos muriendo. Gente que ya ha traspasado la barrera de los cuarenta, que se está acabando poco a poco, cada año un año más viejos. Durante el entierro pensé que no eran vivos quienes despedían al finado, sino moribundos. En el cementerio, a aquella luminosa hora de la tarde, las caras marcadas por una cierta expresión de grave desespero tenían un aspecto cadavérico, igual que el cadáver en el ataúd, y cada uno de los presentes cargaba consigo mismo como con un saco lleno de muerte. Durante todo el tiempo que duró el entierro, la fealdad de la muerte lenta que llamamos envejecimiento me pesó como una piedra, la piedra absoluta, inevitable, la piedra sans phrases. También reflexioné sobre la mistificación que acompaña al envejecimiento. Porque entre la gente no hay y no puede haber mayor contradicción que entre la biografía ascendente y la descendente, entre el desarrollo y la decadencia, entre un hombre después de los treinta, que ya empieza a acabarse, y un hombre antes de los treinta, que se está desarrollando. Es como el agua y el fuego, hay ahí algo que cambia en la misma esencia del hombre. ¿Qué tienen en común un hombre joven con uno que envejece, si ambos están escritos en diferente tonalidad? Parece, pues, que debería haber dos lenguajes distintos: uno para aquellos cuyas vidas crecen y otro para aquellos cuyas vidas menguan. Pero este contraste prácticamente se ha silenciado, quienes envejecen fingen seguir viviendo, nadie ha sido capaz de crear un lenguaje aparte para la gente que entra en el proceso de morir. Fijaos en el arte; hace lo que puede para borrar la frontera fatal. Escuchad cómo hablan entre ellos esos «adultos»: utilizan el mismo lenguaje de la juventud, incluso las mismas bromas, la misma coquetería, sólo que sazonada con sabor a vacío y a caricatura. Bien, pues, el hecho de que nuestro lenguaje no cambie radicalmente al traspasar el límite fatal, de que entre las primeras y las últimas sonatas de Beethoven no haya un abismo imposible de salvar, es una prueba evidente de que el hombre no se puede expresar en su existencia

individual, que no es más que silencio, que carece de expresividad. El pensamiento francés actual sobre la muerte me parece extraordinariamente artificioso, igual que todos los demás mementa mori. Constituyen un ejemplo más que testimonia lo extraño que nos resultan nuestros propios pensamientos. Ese continuo insistir en la cuestión de la muerte prueba únicamente que no somos capaces de asimilarla, ya que ella —si en verdad sintiéramos su presencia— tendría que quitarnos el sueño y el apetito; en cambio, no nos impide siquiera ir al cine. Y no hablemos ya de la muerte católica con su purgatorio e infierno, llena del presentimiento del dolor. Así que no nos preocupamos por nuestros propios pensamientos y parece como si esta idea se pensara por sí misma —a lo Hegel—, por su cuenta. De modo que no creo que la muerte sea el verdadero problema del hombre, y considero que una obra de arte dominada totalmente por esta cuestión no es una obra plenamente auténtica. Nuestro verdadero problema es precisamente el envejecimiento, ese aspecto de la muerte que experimentamos cada día, y más que el mismo envejecimiento, aquella particularidad suya que consiste en que esté tan terriblemente, tan totalmente alejado de la belleza. Lo que nos atormenta no es nuestra lenta agonía, sino más bien el hecho de que el encanto de la vida se nos torna inasible. En el cementerio vi a un joven que pasó entre las tumbas como un ser de otro mundo, misterioso y espléndidamente floreciente, mientras que nosotros aparecíamos como unos mendigos. Me sorprendió, sin embargo, el que no sintiese nuestra impotencia como algo despiadadamente inevitable. Y este sentimiento en seguida me gustó. Me aferró solamente a las ideas y sentimientos que me gustan, no soy capaz de pensar ni sentir nada que pudiese aniquilarme del todo. De modo que ahora también he seguido esta línea de pensamiento, que sólo por el hecho de haber surgido en mí era esperanzadora. ¿De verdad ya no se puede relacionar la edad madura con la vida y la juventud? Ese carácter artificial del hombre al que me estoy acostumbrando cada vez más, esa idée fixe que va creciendo en mí lenta y dificultosamente, a saber, que nuestra forma terriblemente concreta no es la única posible, hace que el mundo sea elástico para mí; y, mientras tiempo atrás pensaba que ya todo estaba dicho, hoy me veo rodeado de una infinitud de combinaciones de ideas y formas, y todo a mi alrededor se vuelve fértil. (Aquí quiero señalar que me he pasado como media hora buscando las frases que aparecerán más abajo. Porque, como siempre, he planteado un problema sin saber la solución, basándome sólo en la intuición que me dice que hay para mí una solución posible; el caso es que en el cementerio tampoco reflexioné sobre el tema a fondo). En mi opinión, a la juventud

fundamentalmente no le gusta su propia belleza y se defiende de ella; pues bien, esa aversión que ella siente hacia la belleza es más hermosa que la belleza misma; y ahí está la única posibilidad de vencer la distancia que mata.

Viernes

Giedroyć[15] me ha pedido que conteste al artículo «Ventajas y desventajas del exilio», de Cioran (escritor rumano). En esta respuesta expreso mi opinión sobre el papel de la literatura en el exilio.

Las palabras de Cioran huelen a humedad de sótano y a tufo de tumba, pero resultan demasiado mezquinas. ¿De quién se está hablando? ¿A quién debemos comprender bajo la definición de «escritor en el exilio»? Adam Mickiewicz escribía libros y también los escribe el señor X., cómo no, son absolutamente correctos y hasta bastante leídos, ambos son «escritores» y, nota bene, escritores en el exilio.…, pero aquí acaba todo parentesco entre ellos. ¿Rimbaud? ¿Norwid?[16] ¿Kafka? ¿Stowacki?[17] …, (hay distintos tipos de exilio). Supongo que ninguno de ellos se horrorizaría demasiado con la visión de esta clase de infierno. Es desagradable no tener lectores, muy desagradable no poder editar las propias obras, no es nada divertido ser desconocido, resulta fastidioso verse privado de la ayuda de ese mecanismo que empuja hacia arriba, hace propaganda y organiza la fama…, pero el arte está cargado de soledad y autosuficiencia, encuentra su satisfacción y su razón de ser en sí mismo. ¿La Patria? Pero si cada uno de los hombres célebres, precisamente a causa de su celebridad, ha sido extranjero hasta en su propia casa. ¿Los lectores? Pero si ellos jamás han escrito «para» los lectores, sino siempre «contra» los lectores. Homenajes, éxito, renombre, fama: pero si precisamente se hicieron famosos porque se valoraban más a sí mismos que a su éxito. Y lo que en cada uno de los literatos, incluso los de menor calibre, hay de Kafka, Conrad o Mickiewicz, lo que es verdadero talento y verdadera superioridad o madurez, de ninguna manera cabrá en el sótano de doran. También me gustaría recordar a doran que no solamente el arte en el exilio, sino todo arte en general, está en estrecha relación con la descomposición, nace de la decadencia, es la transformación de la enfermedad en la salud. Y

todo arte en general raya en el ridículo, la derrota, la humillación. ¿Acaso existe un artista que no sea, como dice Cioran, «un ambicioso, un derrotado agresivo, un amargado que es asimismo un conquistador»? ¿Es que habrá visto Cloran en alguna ocasión a un artista, a un escritor que no fuese, que no tuviese que ser megalómano? El arte, como ha dicho con toda razón Boy, es un cementerio: por cada mil personas que no han logrado realizarse y se han quedado en la esfera de una dolorosa insuficiencia, apenas uno o dos consiguen «existir» de verdad. De modo que esa suciedad, esas ponzoñas que provienen de unas ambiciones insaciadas, ese debatirse en un vacío, esa catástrofe, no tienen mucho que ver con la emigración, y sí en cambio que tienen mucho que ver con el arte; son elementos característicos de cualquier café literario, y en realidad es bastante indiferente en qué lugar del mundo se atormentan los escritores que no son lo bastante escritores para ser escritores de verdad. Y quizá resulte más sano que se hayan visto privados de ayudas, de aplausos, de todos esos pequeños mimos con los que les obsequiaba en los buenos tiempos el estado y la sociedad en nombre de «el apoyo a la creación propia del país». Todo ese jugar de un modo casero a la grandeza y la celebridad, ese simpático ruido fabricado antaño por la condescendiente prensa y la inmadura crítica, ignorante de las verdaderas proporciones de los fenómenos, todo ese proceso de hinchar artificialmente a los candidatos al título de «escritor nacional»…, ¿acaso todo ello no olía a pacotilla? ¿Y el resultado? Las naciones, que en el mejor de los casos se podían permitir unos cuantos artistas auténticos, criaban en esas incubadoras unas verdaderas.tropas de celebridades, y en el calor cito familiar, que era una mezcla de bondad propia de Hitas y cínico desprecio de los valores, se diluía toda jerarquía. ¿Qué hay de extraño en que unas criaturas de invernadero cuidadas en el seno de la nación se marchiten fuera de ese seno? doran nos cuenta cómo perece el escritor separado de su sociedad. Pero este escritor jamás ha existido verdaderamente: es un embrión de escritor. A mí más bien me parece que-teóricamente hablando y dejando aparte las dificultades materiales— esta sumersión en el mundo que es la emigración debería constituir un extraordinario estímulo para la literatura. He aquí la élite de un país expulsada al extranjero. Puede pensar, sentir, escribir desde fuera. Toma distancias. Consigue una extraordinaria libertad espiritual. Se rompen todas las ataduras. Se puede ser mucho más uno mismo. En el caos general se relajan las formas reinantes hasta ahora, se puede encarar el futuro de un modo más decidido. ¡Una oportunidad extraordinaria! ¡El momento soñado! Podría parecer, pues, que los individuos más fuertes, más ricos, deberían rugir como leones. ¿Por qué no rugen? ¿Por qué la voz de esa gente se ha debilitado en el extranjero?

No rugen, porque…, porque, ante todo, son demasiado libres. El arte requiere estilo, orden, disciplina, doran resalta con razón el peligro de una excesiva separación, de una excesiva libertad. Todo aquello a lo que estaban ligados y que les ataba: la patria, la ideología, la política, el grupo, el programa, la fe, el ambiente, todo eso ha desaparecido en la vorágine de la historia, mientras que en la superficie ha aparecido una burbuja llena de vacío…; y arrojados fuera de su mundillo se han encontrado encarados al mundo, un mundo ilimitado y por ello imposible de dominar. Solamente la cultura universal puede hacer frente al mundo, nunca las culturas locales, nunca los que viven sólo con fragmentos de existencia. La pérdida de la patria no empujará a la anarquía sólo a aquel que sepa ir más lejos, más allá de la patria, a aquel para quien la patria no sea más que una de las revelaciones de la vida eterna y universal. La pérdida de la patria no perturbará el orden interior sólo de aquellos cuya patria sea el mundo. La historia contemporánea ha resultado ser demasiado violenta y demasiado ilimitada para las literaturas excesivamente nacionales y particulares. Y ese exceso de libertad es precisamente lo que más ata al escritor. Amenazados por la inmensidad del mundo y el carácter definitivo de sus problemas, se agarran desesperadamente al pasado; se agarran a sí mismos; desean quedarse tal como eran; tienen miedo del más mínimo cambio en sí mismos por temor a que todo se les desmorone; y finalmente se agarran con desespero a la única esperanza que les queda, que es la esperanza de recuperar a la patria. Pero la recuperación de la patria no puede realizarse sin lucha, y la lucha requiere fuerza; la fuerza colectiva, sin embargo, sólo puede crearse mediante la resignación del propio yo. Para crearla el escritor tiene que imponer a sí mismo y a sus compatriotas una fe ciega y muchas más cegueras, mientras que el lujo del pensamiento libre y desinteresado se convierte en el más grave de los pecados. De modo que no sabe ser escritor sin patria, pero, para recuperar a la patria, tiene que dejar de ser escritor, escritor en serio. No obstante, es posible que exista también otra razón para esta parálisis espiritual, al menos en cuanto que no se trata de los intelectuales, sino de la gente del arte. Me refiero al mismo concepto del arte y del artista, tal como se ha formado en el Occidente de Europa. No me parece que nuestras creencias contemporáneas referentes a la esencia del arte, al papel del artista y a su postura ante la sociedad coincidan con la realidad. La filosofía artística de Occidente se ha creado entre la élite, en unas sociedades cristalizadas, donde nada perturba el lenguaje convenido; sin embargo, no puede servir de mucho a un hombre arrojado fuera de lo convencional. Tero el concepto del arte que está plasmando al otro lado del telón la victoriosa burocracia del proletariado es aún más elitista… y más ingenuo. Con todo, el artista en el exilio, obligado a vivir no solamente fuera de la nación, sino también fuera de la élite, se enfrenta de un modo mucho más directo con la esfera espiritualmente e intelectualmente inferior, nada lo aísla de este contacto, tiene que soportar personalmente la

presión de una vida brutal e inmadura. Es como un conde en bancarrota que constata que las maneras de los salones pierden su valor a partir del momento en que ya no hay salones. Lo cual a algunos los empuja a la trivialidad «democrática», a una mediocridad bonachona o a un vulgar «realismo»…, mientras que a otros los condena al aislamiento. Debemos encontrar un método para sentirnos de nuevo aristócratas (en el sentido más profundo de la palabra). Así que si hablamos de la descomposición y de la decadencia de las literaturas en el exilio, me convence más este modo de abordar la cuestión…, ya que al menos por un momento nos libramos del círculo vicioso de los detalles y tocamos las dificultades capaces de acabar con los auténticos escritores. Y no niego en absoluto que su superación requiere una gran decisión y valor espiritual. No es fácil ser escritor a la medida de la emigración, puesto que ello significa permanecer en la casi total soledad. ¿Qué hay de extraño entonces en el hecho de que, aterrorizados por la propia debilidad e inmensidad de los cometidos, escondamos la cabeza bajo el ala y, fabricándonos una parodia del pasado, huyamos del mundo para ir a parar a nuestro mundillo…? Y, sin embargo, tarde o temprano nuestro pensamiento tiene que labrarse las vías de salida del impasse. Nuestros problemas darán con la gente adecuada. En este momento no se trata de la creación misma, sino de la recuperación de la capacidad de crear. Debemos crear esa porción de libertad, valor y decisión, y hasta diría irresponsabilidad, sin la cual la creación es imposible. Debemos simplemente familiarizarnos con la nueva escala de nuestra existencia. Tendremos que tratar con sangre fría y sin miramientos a nuestros sentimientos más queridos para llegar a unos valores nuevos. En el momento en que nos pongamos a formar el mundo desde el lugar en que nos encontremos y con los medios de que dispongamos, la inmensidad menguará, la infinitud tomará una forma y comenzarán a bajar las turbulentas aguas del caos.

Jueves

Alguien me manda como obsequio desde París un paquete con importantes libros franceses, adivinando con razón que no los conozco y que debería leerlos. Estoy condenado a leer únicamente los libros que me caen en las manos, ya que no puedo permitirme el lujo de comprarlos; me rechinan los dientes al ver a industriales y comerciantes que se compran bibliotecas enteras para adornar sus despachos, mientras que yo no tengo acceso a obras de las que haría un uso

bastante diferente. Pero exigís que lea y que esté informado, ¿no es así? En una ocasión me dijo Iwaszkiewicz [18] que el artista no debería saber demasiado. Es muy razonable; sin embargo, un artista no puede permitir que su voz llegue con retraso, y algún día la ilimitada idiotez del sistema, que le cierra ante las narices las puertas de los teatros, de las salas de conciertos, de las librerías, las puertas que se abren de par en par ante el dinero de los esnobs, algún día esa idiotez se vengará en vosotros. Ese sistema, que relega al intelectual al último puesto, que quita a la intelligentsia la posibilidad de desarrollarse, será en el futuro adecuadamente juzgado, y vuestros nietos os tomarán por imbéciles (¡pero a vosotros qué os importa!). Sólo ahora, gracias al generoso obsequio parisino, he podido conocer la obra de Camus L’homme révolté, un año después de su aparición. La leo «debajo del pupitre», como años atrás en la escuela, de modo que Camus podría poner perfectamente objeciones a semejante lectura, pero a pesar de ello su texto en seguida se ha convertido en el eje de mis reflexiones. ¿«Horror»? Sí, «horror» (a decir verdad no experimento los sentimientos más que «entre comillas»), Pero si pudiera hablar del horror, diría que me horroriza menos el drama que describe el libro que la voluntad de crear el drama que se percibe en el mismo autor. Hegel, Schopenhauer, Nietzsche, en quienes al leerlo tenemos que pensar a cada momento, no eran menos dramáticos, pero el trágico pensamiento de la humanidad de aquel entonces aún contenía el placer del descubrimiento, tan patente en Schopenhauer, y tan palpable e infantil en Nietzsche; Camus, en cambio, es frío. El infierno de este libro es tanto más inquietante porque es frío; y más aún porque es intencionado. Podría parecer que no hay nada más injusto que estas palabras, puesto que sería difícil encontrar una obra más humana y más noble en sus intenciones, y que trate con más pasión la causa del hombre. Pero el frío mortal es precisamente el resultado de que Camus renuncia hasta al placer que produce la comprensión del mundo; él quiere ofrecer nada más que dolor, rechaza el deleite del médico que disfruta con su diagnóstico, él quiere ser ascético. Y su deseo de tragedia tiene sus raíces en el hecho de que para nosotros, hoy en día, tragedia y grandeza, tragedia y profundidad, tragedia y verdad se han convertido en sinónimos. Lo cual quiere decir que no sabemos ser grandes, profundos ni verdaderos, si no es de forma trágica. Esta es probablemente una de las principales características de nuestro pensamiento durante el último siglo. Por un lado, hemos madurado tanto que ya no podemos gozar de nuestra verdad. Por el otro, estamos predispuestos a lo

trágico y lo buscamos con fervor como si fuera un tesoro. Así que probablemente no es el mundo viejo y monótono en su desgracia el que se ha vuelto más trágico, sino el hombre. Y ahí uno en verdad debería inquietarse; porque si, asomados sobre nuestro abismo, no dejamos de evocar de la nada al demonio, éste llenará todos los rincones de nuestra existencia. El mundo será tal como lo queramos nosotros. Por lo tanto, si existe Dios en las alturas y además es misericordioso, que haga que «no tengamos malos sueños», pues «no es nada bueno y no puede traer nada bueno». ¿Qué podría decir de la moral de El hombre rebelde? Es una obra con la que quisiera de todo corazón estar de acuerdo. Pero el problema radica en que para mí la conciencia, la conciencia individual, no posee el mismo valor que para Camus cuando se trata de la salvación del mundo. ¿Acaso no vemos a cada paso que la conciencia no tiene casi nada que decir? ¿Acaso el hombre mata o tortura porque ha llegado a la conclusión de que tiene derecho de hacerlo? Mata porque matan otros. Tortura porque otros torturan. El acto más horripilante se vuelve fácil cuando el camino que lo atraviesa es un camino ya abierto; así, en los campos de concentración, el camino hacia la muerte estaba ya tan allanado que el burgués incapaz de matar una mosca en su casa asesinaba con facilidad a la gente. De modo que lo que hoy en día nos consterna no es este o aquel problema, sino, para decirlo de alguna manera, la disolución de los problemas en la masa humana, su aniquilamiento bajo la acción de los hombres. Yo mato porque tú matas. Tú y él y todos vosotros torturáis, pues yo también torturo. Lo he matado porque vosotros me habríais matado de no haberlo matado yo. Tales son la conjugación y la declinación de nuestro tiempo. De lo que se deduce que el resorte de la acción no radica en la conciencia del individuo, sino en la relación que se crea entre él y los demás. Cometemos el mal no porque hayamos aniquilado a Dios en nosotros, sino porque ni Dios, ni siquiera Satanás, son importantes, cuando otro hombre sanciona nuestro acto. En todo el libro de Camus no encuentro esta sencilla verdad: que el pecado es inversamente proporcional al número de gente que lo comete; y este desprecio del pecado y de la conciencia no queda reflejado en la obra, que tiende a agigantarlos. Camus, siguiendo los pasos de otros, extrae al hombre de la masa humana, e incluso lo separa de su relación con los demás, para confrontar el alma individual con la existencia; parece como si sacara un pez del agua. Su pensamiento es demasiado individualista, demasiado abstracto. Ya hace tiempo que esa raza de moralistas me parece suspendida en el vacío. Si queréis que

no mate y que no persiga, no tratéis de explicarme que la rebelión es «una afirmación de los valores», intentad más bien descargar la red de tensiones que se han creado entre yo y los demás, mostradme cómo no sucumbir ante ella. ¿Conciencia? Aunque tenga conciencia, como todo en mí, es más bien una semiconciencia y una cuasiconciencia. Soy semiciego. Soy casquivano. Soy de cualquier manera. Camus, el agresivo conocedor del mundo inferior, uno de los que mejor han sabido expresar la «laguna» reinante en nuestra falta de humanidad, él también busca la salvación en unas fórmulas sublimadas. ¿Por qué al leer a los moralistas siempre tengo la sensación de que se les escapa el hombre? Su moraleja me parece impotente, abstracta y teórica, como Si nuestra verdadera existencia se realizara en algún lugar fuera de nosotros. Pregunto: ¿es propiamente Camus el que me habla en este libro o cierta escuela de pensamiento moral surgida en tierra francesa, gracias al esfuerzo colectivo de los diversos Pascal, la cual aplica tan directamente a mí y a otra gente este instrumento perfeccionado y afilado con el arduo trabajo de tantos pensadores? ¿No será una moraleja especializada? ¿Desarrollada? Hasta diría, ¿exageradamente profunda? ¿Excesiva? ¿Superadora? Una moraleja que es obra de los hombres que no sólo poseen un sentimiento de lo profundo particularmente sutil, sino que además se perfeccionan en él mutuamente. Su pensamiento es individualista sólo en apariencia; se ocupa del individuo, pero no es producto del individuo. A cada momento la pasión de Camus destroza este esquema y es entonces cuando respiro. No obstante, me atormenta esa conciencia forzada que me brinda, la conciencia suprema y cósmica. ¿Cómo infundir aliento a la moral, quitarle ese aspecto de teoría, cómo hacer que me llegue a mí, al hombre? En vano quiere Camus profundizar mi conciencia. Mi problema no es el perfeccionamiento de mi conciencia, sino sobre todo saber hasta qué punto mi conciencia es mía. Porque la conciencia de la que dispongo es producto de la cultura, y la cultura, aunque es algo que ha surgido de los hombres, no es en absoluto idéntica al hombre. Y aquí quiero decir lo siguiente: al aplicarme este producto colectivo, no me tratéis como si yo fuera un alma autónoma en el cosmos; el camino hacia mí conduce a través de los demás. Si queréis hablarme con eficacia, no me habléis nunca directamente. La soledad que emana de Camus no me fatiga menos que el árido colectivismo marxista. Cuanto más verdaderos son los valores de este libro, tanto más fatiga. Admiro, estoy de acuerdo, suscribo, apoyo, y al mismo tiempo mi afirmación no deja de ser incrédula. Voy en esta dirección, y no es porque quiera, sino porque debo seguirla.

Capítulo V

SÁBADO

Ayer en casa de Goska, durante su garden party petites tables the dansant, me estuve jactando hasta la saciedad de mi árbol genealógico, y me jacté ante todos los presentes, una vez de forma pesada y vulgar, otra vez con finura, luego con insistencia y voz estentórea, después con rodeos y vuelta a empezar, más tarde con encanto, luego con pasión o bien científicamente, y me jacté tanto que Hala y Zosia, fingiendo bostezar, acabaron gritando: —¡Por el amor de Dios, deja de dar la lata, eso no interesa a nadie!

Domingo

Después de que gritaran esto, dije: — ¡Imaginad! Todo el mundo sabe que no soy conde. Pues hace unos años me proclamé conde en el café Rex, adonde voy cada noche, y durante bastante tiempo cuando me llamaban al teléfono preguntaban por el «conde Gombrowicz» —sólo durante bastante” tiempo, ya que en las manos de mis amigos del café Rex había caído un ejemplar de Los hermanos Karamázov, de Dostoyevski, donde leyeron que todo polaco que viaja por el extranjero es conde.

Apenas había dicho esto, cuando uno de los presentes respondió: — ¡Qué manía la de usted, qué ganas de poner siempre en ridículo el nombre de Polonia ante los extranjeros! —¡Ja! —grité—. ¡No lo hago para poner en ridículo nada, sino porque es divertido! A lo cual Ira, Maja y Lusia gritaron:

—Pero, Witold, por favor, ¡no nos vas a decir que un hombre como tú, que alguien de tu nivel, puede ser partidario de semejantes tonterías! Y Fila añadió: —Pero si eres escritor, y eso es más que si fueras conde. Entonces… Entonces… Entonces… Les lancé esa extraña mirada mía de lázaro deseoso de exhibir sus miserias, y dije sincero y descalzo: —Prefiero ser considerado como un conde tout court que como un conde de las bellas artes, un marqués del intelecto y un príncipe de la literatura. Y exclamaron a coro: —¡Qué payasadas dices!

Lunes Pero esas conversaciones en la velada de Goska me recuerdan otra experiencia mía en casa de Zygmunt. ¡Sí, sí, no me presenté nada mal en aquella ocasión! Llegué tarde, cuando la velada estaba ya en su apogeo, y tras haber entrado me senté en una habitación lateral para charlar con Krysia, Jolanta e Irena. Sin embargo, mi aparición no pasó desapercibida, y dos o tres personas se unieron a nosotros; al cabo de un rato ya estaban allí casi todos, todo el grupo de los polacos…, curiosos…, anhelantes…, atentos…, esforzándose por captar mis palabras, que eran más bien negligentes, aunque duras y lanzadas con una excitación reprimida. ¿De qué hablaba? Hablaba, porque hacia ello derivó la conversación, del concepto fáustico y apolíneo del hombre y del papel, decisivo para los tiempos contemporáneos, del barroco; hablé con esa noble vibración interior de la genialidad que impone a la vida corriente su propia razón superior. Mi severidad («¡No, eso no debéis decirlo!»), se unía al misterio («¿Qué es el desasosiego?») y al tono categórico de un guía espiritual («¡Este es el camino y ésta la línea —línea tortuosa— que debemos seguir!»). Mientras, la luz se había atenuado. Entonces llegó el momento en que los oyentes, fascinados por mi lúgubre resplandor, empezaron a insistir en que les dijera qué es el arte, en qué

consiste el arte, cómo es el arte; y esas preguntas se me echaron encima igual que lo hicieran unos perros que años atrás me habían asaltado al llegar frente a la mansión de Wsola. Respondí: —¡No, eso no os lo voy a decir! Añadí: —Eso sólo puedo decirlo a una persona de rango igual al mío. De entre todos vosotros, sólo a una persona. Me preguntaron: —¿A quién? —Sólo a ella —contesté, indicando a una de las damas—, sólo a ella, ¡porque ella es una princesa! Martes Esa escena en casa de Zygmunt me trae unos recuerdos recientes, más dolorosos… ¡En esa cena en casa de los X. algo me ocurrió! ¿Serían mejores que yo desde el punto de vista social? No creo. Era una de esas familias argentinas de la así llamada oligarquía, introducidas en la aristocracia internacional a través de matrimonios con los Castellane, con los Buccleuch-etQueensberry, con los Wurmbrand-Stuppach y los Brancacio-Ruffano. Pero aun aceptando la superioridad de esas celebridades…, ¿dónde estaría mi superioridad de artista? ¡La sutileza y el refinamiento de mi gusto que deberían obligarles a respetarme! Pero algo ocurrió… En lugar de entrar en la sala con soltura, entré con timidez. Posiblemente, aunque sólo fuese por un instante, les permití imponerme su superioridad. Y fue suficiente para que en seguida irrumpiese aquel yo mío, oriundo de mi mísero café, emparentado con la morralla de poetas de tres al cuarto o incluso con simples vendedores de fruta, toda mi triste y gris inelegancia… ¡Qué cosa tan terrible! Estaba totalmente reblandecido… Durante bastante tiempo estuve sentado sin

decir nada. ¡Y de repente empecé a esforzarme por quedar bien! Oh, sí, empecé a conversar, y me esforzaba, y me esforzaba por mostrarme natural, elegante y amable… Todo mi mundo se desmoronó. Todo lo que había conseguido con el esfuerzo de muchos años se convirtió en escombros. ¿Dónde estaban mi orgullo, mi razón, mi madurez, mi desprecio? ¡Todo estaba perdido, mientras tú te esforzabas, oh, te esforzabas de rodillas ante ese dios a quien tantas veces habías abolido! Y tras haber salido de aquel baño turco, fui corriendo a través de la noche, por las vacías calles de la ciudad, hasta mi café de poca monta para poder decir a unos cuantos conocidos y compañeros míos que jugaban a los dados y bebían vino Toro: —Vengo de…

Miércoles

Pero esto se asocia en mí con otra cosa más remota. Antes de la guerra. El café Ziemiańska en Varsovia. Una nube de humo. La mesa de los escritores y poetas jóvenes. La vanguardia. El proletariado. El surrealismo. El socialrealismo. Liberados de los prejuicios. Dicen: «¡Los estúpidos esnobismos del ocaso de la burguesía!» O bien: «¡Los ridículos prejuicios raciales del feudalismo!» Entonces me siento a la mesa y de inmediato hago el comentario, como quien no quiere la cosa, de que mi abuela era prima de los Borbones españoles. Acto seguido les paso muy cortésmente el azúcar, pero no a Kazimierz (que reinaba entre ellos, pues era el mejor poeta), sino a Henryśk (mucho más ligado a la sociedad y cuyo padre era coronel). Y cuando empieza la discusión, apoyo la opinión de Stefan, porque es de una familia de terratenientes. O bien digo: «¡Stasio, la poesía es muy importante, pero ante todo te aconsejo una cosa: no seas provinciano!» O también: «¡El arte es un fenómeno esencialmente heráldico!» Se ríen, bostezan o protestan, pero yo sigo así durante meses y años enteros con la inquebrantable lógica del absurdo, con la seriedad del disparate, con suma

laboriosidad, precisamente porque la cosa no es digna de esfuerzo alguno. «¡Qué aburrimiento! ¡Qué idiotez! ¡Qué majadería!», vociferan, pero poco a poco van sucumbiendo uno tras otro; éste ya ha dicho que su abuelo tenía una villa en Konstancin, aquél da a entender que la hermana de su abuela era «del campo», y aquel otro, como jugando, ha dibujado su blasón en la servilleta. ¿Socialrealismo? ¿Surrealismo? ¿Vanguardia? ¿Proletariado? ¿Poesía? ¿Arte? No. Un bosque de árboles genealógicos y nosotros a su sombra. Me dijo el poeta Broniewski[19]: —¿Qué está haciendo? ¿Qué sabotaje es éste? ¡Usted ha logrado contagiar de heráldica hasta a los comunistas!

Jueves

Me encontré en Argentina sin un duro, en una situación realmente muy difícil. Fui introducido en el mundo literario y sólo de mí dependía ganarme a esa gente con un comportamiento sensato. Pero yo les propiné genealogía, con lo que conseguí hacerles sonreír. ¡Esa pasión, esa locura de darse aires y, además, de la manera más idiota posible! ¡Esa manía genealógica que me arruina y que pago con mi carrera social! Si de veras fuese un esnob. Pero no lo soy. Nunca he hecho el más mínimo esfuerzo por «frecuentar los salones», y la «sociedad» me aburre e incluso me repugna. ¿Qué es lo que me induce a estos recuerdos? ¿Qué? El nobiliario. Me dijeron que alguien en Argentina pensaba publicar un nobiliario, un nobiliario especial para los emigrantes. El nobiliario de los emigrantes sería el colmo, la obra maestra de nuestro absurdo. Y, sin embargo, si este libro llega a aparecer, será uno de los libros más auténticos que hayan nacido entre nosotros. Porque estas cosas no se han acabado, ni en mí, ni en muchos otros polacos. Nos han arrollado guerras y revoluciones, hemos sobrevivido a la destrucción de nuestras ciudades, a la muerte de millones de seres, a distintas ideologías, y, sin embargo, nuestro prado sigue floreciendo con la mitología de los blasones, y la imaginación se ha mantenido fiel al viejo amor y ama a los condes. No existe monstruosidad alrededor de la cual no pudiese enredarse esta hiedra. Hace poco le oí contar a una mujer, la más

respetable del mundo, con lágrimas en los ojos, cómo los alemanes habían torturado hasta la muerte a X. Pero yo sabía el motivo por el que ella lo contaba. Estaba acechando como un gato acecha a un ratón…, y por fin oí lo que yo sabía que era inevitable. —No os extrañéis de que esta historia me conmueva tanto, pero es que se trata prácticamente de mi familia. Mi madre, en primeras nupcias, era… Reconoced, pues, que para esta locura vuestra ningún pretexto es demasiado sangriento. No seáis hipócritas y reconoced que hasta hoy, aunque estéis expulsados de los salones, seguís cantando la letanía de los nombres ilustres. ¿Por qué os ruborizáis? ¿Por qué os enfadáis y protestáis diciendo que ya habéis superado todo eso, cuando sabéis perfectamente que no es verdad, que eso sigue existiendo en vosotros? Pero en este caso…, si estáis llenos de esos prejuicios, si ellos siguen dentro de vosotros…, ¿cómo podéis pretender existir de verdad, en una vida de verdad? Las jerarquías, los mitos, las celebridades surgidas en vuestro antiguo mundillo de pacotilla y hoy ya muertas —pues el fragmento de la existencia del que habían nacido ya ha perecido— siguen ofuscándonos la existencia mientras a escondidas ofrecemos a esas deidades caducas nuestros ridículos sacrificios. Basta, basta… ¿Por qué estoy hablando de vosotros? Mejor que hable de mí mismo. Escuchad mi historia. Para mí la aristocracia era uno de esos trastornos de la inmadurez, uno de esos encantamientos monstruosos e inmaduros, no se sabe si nacidos de mí o impuestos, con los que luchaba en la literatura y aún más en la vida. Y, como ocurre siempre con una mitología inmadura como ésta, parece que es tremendamente fácil de superar, y sólo un análisis más profundo y un examen de conciencia riguroso pone en evidencia toda su agresiva indestructibilidad. En cuanto a mí, ¿no podía simplemente despreciar el esnobismo y aniquilarlo revistiéndome con los lugares comunes que siempre están a nuestro alcance en semejantes casos, del tipo: «No, a mí estas cosas no me impresionan, para mí no es el título lo que tiene importancia, sino el valor del hombre, no, quién podría creer en esos ridículos prejuicios»? Y al decir esto, no mentiría en cuanto que se trataría de unas opiniones acordes con mi razón más bien progresista y carente de esa estulticia secular. Aun siendo verdad, lo sería sólo hasta cierto punto; semejante planteamiento del asunto no es en mi opinión demasiado inteligente, al contrario, es prueba de superficialidad, puesto que el poder de toda mitología inmadura consiste en que nos atormenta aunque no la reconozcamos y sepamos

perfectamente que es una bazofia. Basta con que un príncipe de carne y hueso se acerque a un adulto que presume de estar libre de prejuicios para que toda su «igualdad» se vuelva forzada y laboriosa, es más, tenga que estar muy atento a no caer en la desigualdad. ¡Cuando tienes que defenderte de algo, es evidente que ese algo existe! Las cosas no siempre van tan bien como quisiera la bonachonería democrática. Y no es difícil comprender por qué hasta los modernos se ven obligados a respetar a las jerarquías. ¿No será por el hecho de que, aunque a ti el marqués no te impresione, sí que impresiona a los demás, y tú tienes que tener en cuenta a los demás? No te será nada fácil tratar como a un igual a alguien ante quien se inclina la gente —en vano les llamarás para ti mismo estúpidos—; así es como la inmadurez siempre encuentra a sus hombres y se conserva con ellos. Pero también podríamos decir que, sin reconocer el valor personal del aristócrata, no quedamos insensibles al hecho de que sea resultado de un lujo secular (por el que todos suspiramos), que es la personificación de la riqueza, la despreocupación, la libertad, que es producto de un medio que, justa o injustamente, se ha librado de la miseria de la vida. La aristocracia de antiguo abolengo no se destaca por sus virtudes. A menudo es gente mal educada. Mentes no demasiado ilustradas y, con frecuencia, caracteres reblandecidos y desabridos. Una estética francamente mediocre y un charme dudoso. Su servidumbre es por lo general mucho mejor que ellos, incluso en lo que se refiere a las maneras. Pero los defectos de la aristocracia son resultado de su modo de vivir, son el testimonio de su estándar de vida y nosotros admiramos ese refinado estándar a pesar de la naturaleza moral y estética del fenómeno. También se puede añadir que la aristocracia atrae y fascina como todos los mundos herméticos y elitistas que encierran su secreto; seduce con el mismo misterio con el que centelleaba y brillaba para Proust tanto en el grupito de las jeunes filies en fleur como en el salón de la señora de Guermantes. Así, ajustar las cuentas de una manera sumaria al esnobismo por medio de unos cuantos lugares comunes seudomaduros no diría demasiado en favor de la persona que se defendiese con semejantes medios, por lo que tenía que buscar otro camino, pero ¿cuál? Realmente no sé si no será un abuso por mi parte abrir de nuevo el libro de mis recuerdos… ¡Sí, sí! Naturalmente que no podía permitir que los Rotschild o los Fausigny Lucinge…, la vieja esposa del príncipe Francisco o Eddy Montague Stuart, me dominaran; tenía que defenderme. ¡Si quería significar algo en la cultura tenía que destruir en mi cielo el zodíaco de los condes y los príncipes! Pero ¿cómo? Para estas enfermedades sólo conozco un remedio: jugar abiertamente. Las enfermedades secretas sólo se curan poniéndolas en evidencia. Cuando en los five o'clock me encontraba a la vieja mujer del príncipe Francisco, no

me angustiaba el hecho de que ella me dominara con el refinamiento ilimitado, y hasta diría que voluptuoso, de sus extremidades, sino el que yo me avergonzara de admitirlo; ¡y esa discreción significaba mi derrota! El día en que decidí proclamar públicamente mi debilidad, se rompió la cadena que me ataba a aquel tobillo. Me acuerdo como si fuera hoy; ocurrió hace años en Estocolmo, donde me encontré por casualidad con el príncipe Gaetano, el cual vivía en casa de Oppedheimherr con su hermana Paulina de Anticoli-Corrado, marquesa Pescopagano. Fue allí donde por primera vez establecí mi método de afrontar la aristocracia. Al príncipe le había unido con mi difunto padre una buena amistad, y hasta es probable que un lejano parentesco, de modo que, al enterarse de quién era yo, me pidió que fuera cada día después de comer a su casa a tomar el café. Pero ya he dicho que no tengo ninguna tfición a frecuentar los salones; mi sensibilidad a la aristocracia se manifiesta únicamente en el hecho de que me molesta su superioridad. De modo que mis visitas al príncipe Gaetano no me resultaban muy cómodas, e incluso al cabo de poco tiempo se convirtieron en una carga difícil de soportar, puesto que allí se reunía la crema de la haute société y surgía un genre que me aniquilaba. Sin duda, no estaba suficientemente introducido en la esfera celestial de la durchlaucht, no dominaba los vínculos familiares de las familias reinantes, ni estaba au courant de los chismes y cotilleos con los que se nutría aquella exquisitez y que la definían. ¡Oh, con qué placer hubiese confesado mi inferioridad y ese nudo que se me hacía en la garganta, con tal de acabar de una vez con el asunto y a plena luz del día! Pero esas jerarquías se basan precisamente en el hecho de que permanecen inconfesadas, el mundo superior posee el poder de imponer justamente porque todos se comportan como si no se tratara en absoluto de ser imponente, como si el imponer siempre y continuamente no fuera su razón de ser consubstancial. El mundo superior no se deja aprehender en su verdadero sentido, lo cual hace que sea inexpugnable. Por tanto, el príncipe, y con él toda su camarilla, me trataban como si no fuese evidente que me honraban con su magnanimidad. Pues bien, destruir, aniquilar un salón resulta imposible, porque un salón expulsa inmediatamente a todos los que no pertenecen a él. Por lo tanto, tenía que actuar astutamente, y obtuve la primera victoria cuando, al mirarme en el espejo, pregunté al príncipe si yo le parecía suficientemente distinguido (croyez-vous que je suis assez distingué?). Pregunta que en un primer momento fue considerada una broma. Sin embargo, la repetí en una forma que quedara claro que no se trataba de una broma.

Entonces corrió un ligero pánico, puesto que el salón, precisamente porque la distinción es su principal cometido, finge ignorarlo, y presupone que la distinción es algo innato en todos los que lo frecuentan. Entonces volví a repetir una vez más mi pregunta; pero esta vez jocosamente, como si me divirtiera con ello. A continuación pregunté: —Pourrais-je un jour être aussi imposant et aussi distingué que vous, prince, et vous, madame? Voilà mon rêve! (¿Podré algún día llegar a ser tan imponente y tan distinguido como usted, príncipe, y como usted, señora? ¡Ese es mi sueño!) Esta pregunta fue aún más escabrosa que las anteriores y, sin duda, ya era como estar andando por una cuerda floja; esta pregunta, formulada en serio, hubiese sido una indecencia, pero como broma, se habría convertido en una falta de tacto aún más reprochable, rayana en la insolencia. Por tanto, debía ser pronunciada de forma que resultase claro que yo reconocía realmente su condición de príncipes (y aquí les rendía homenaje), pero al mismo tiempo la pregunta tenía que contener el elemento atenuante de alegría y diversión; se trataba de que pareciese que yo me divertía con la situación, es decir, que me divertía con ellos y conmigo mismo. A eso iba. Sí, divertirme con ellos: ése era el objetivo secreto de mi empresa, el cual significaba el triunfo final e inapelable. Pero me estaba permitido divertirme con ellos sólo a condición de que supiese divertirme conmigo mismo, o sea, con mi timidez y mi torpeza con respecto a ellos; únicamente un doble juego podía asegurarles a ellos y asegurarme a mí una distancia con respecto a esa verdad vulgar que acababa de descubrir. Gaetano comprendió. Captó tanto mi sinceridad como el sentido de mi juego. Y mi juego le gustó precisamente porque revelaba la sanguinaria, cruel y al mismo tiempo tan disimulada esencia de la aristocracia; de modo que poco a poco se dejó atraer por este juego que por mi parte consistía en acentuar cada vez más las diferencias entre nosotros; así, de una forma imperceptible, logré despojar a esos aristócratas de todas sus máscaras, dejarles al desnudo, hacer que la Aristocracia dejara de mantener oculta su verdadera naturaleza. Al cabo de algún tiempo ya se me permitió deleitarme con ellos abiertamente, y Gaetano, sin ninguna incomodidad por su parte, me introducía en los secretos de su árbol genealógico con el único objetivo de impresionarme, o bien, levantando una pernera, permitía que su tobillo, ennoblecido como el vino, me dejara anonadado. Yo, en cambio, me deleitaba, encantado de deleitarme…

Por supuesto, no era más que un episodio… que dejaba traslucir un vislumbre de estilo sobre un firmamento confuso e inexpresivo. Al cabo de poco tiempo abandoné Estocolmo y las turbulentas aguas de la vida cubrieron mi momentánea victoria. Cuando años más tarde, en París, me encontré con el príncipe en casa de mi tía Fleury, su alteza principesca, sin acordarse para nada de nuestras diversiones, se mostró nuevamente hermética como una botella de coñac añejo. Sin embargo, de mi estancia en Estocolmo data el secreto esfuerzo de mi espíritu por domar al tigre de la aristocracia. A partir de aquel momento empezó a formarse en mí esa manera de comportarme que consiste en la liberación a través de la revelación. Desde entonces entraba en el mundillo de los Condes no sin voluptuosidad —y participaba en su celebración, haciendo los honores debidos, cumpliendo con el ceremonial, celebrando el rito sagrado—, hasta que la sabiduría democrática, al ver a un intelectual transformado en payaso, se quedaba de piedra y se escandalizaba a más no poder. Pero ¿qué sabréis del triunfo que permite gozar de la propia inmadurez y es al mismo tiempo su liberación y superación? Asimismo, ¿acaso conocéis la divina sensación de contraponer a los valores brutales de la vida (como la salud, la razón, el carácter) aquellos valores ficticios, aristócratas, sacados de la nada inmadura, cuya única importancia consiste en el hecho de que lean un puro juego de jerarquías y valorizaciones? ¿Sabéis, por otra parte, qué quiere decir defender la propia realidad, tal cual es, a pesar de todas las protestas de la razón? ¿Conocéis la locura de regodearse en el absurdo? Bah, si me arrodillo ante los príncipes, no es para sucumbir ante ellos… Arrodíllate, Ricardo, para ser superior Levántate, sir Ricardo y Plantagenet… Arrodillándome ante los príncipes, yo, Plantagenet, me divierto con ellos, conmigo, y con el mundo; no, ellos no son mis príncipes, ¡soy yo el príncipe de esos príncipes! (¿Para qué lo he escrito? El método es lo que me importa. Prestad atención a mi método y tratad de utilizarlo para desarmar otros mitos.)

Sábado

Por desgracia, es evidente que la evolución psíquica de esta generación ha tomado un rumbo totalmente distinto, desde luego no el que yo propongo. He aquí una generación indigente y seria de trabajadores que aspiran a cubrir sus necesidades elementales, una generación gris de obreros y oficinistas, cuando yo soy el exponente del lujo, de la diversión, casi del jugueteo. ¿Es que la grisalla sofocará todo el esplendor de la existencia? Estoy seguro de que nunca seré comprendido por esos ingenieros. Pero… el futuro mostrará quién ha sido profundo y quién superficial. ¿Es que la diversión no constituye también una necesidad elemental? ¿Es que la juventud proletaria, antes de ser domada y esclavizada por el trabajo, no suele sonreír?

Capítulo VI

MIÉRCOLES

En el número de septiembre de Kultura, un artículo de Jan Winczakiewicz sobre Balinski, Lechoń, Lobodowtki y Wierzyński. Los cuatro figuran en la antología que el doctor St. Lam ha preparado con el categórico título de Los más célebres poetas de la emigración. La crítica de Winczakiewicz contiene una sola verdad, por lo que golpea aún con más fuerza…; sin embargo, ti su autor no fuera un poeta, lleno de veneración, reverencias y delicadeza para con la Poesía, no calificaría tu crítica de demoledora. Pero el caso es que toda esa elegancia un tanto anticuada con la que Winczakiewicz besa las puntas de los dedos de la Musa rimada no consigue ahogar en él un gemido que yo comparto: ¿por qué todo eso resulta tan anticuado? «Los cuatro tienen la mirada puesta en el pasado», constata con pena el admirador, para añadir en seguida algo todavía peor: «Es más, mirando hacia el pasado, miran con los ojos del pálido. Y más aún: observando los acontecimientos actuales, también los miran con los ojos del pasado.» ¡Qué lástima! Si se tratara de unos simples versos, a fin de cuentas no pasaría nada. Sin embargo, son unos versos «excelentes», «espléndidos», que despiertan en nosotros mucha admiración, así que al menos que no nos pongan en ridículo. Sí, sería mejor que esos cuatro rostros de los «más célebres» no nos miraran como desde un álbum de fotografías viejas, que esos volúmenes adorados no fuesen álbumes de hojas otoñales disecadas. Où sont les neiges d’antan? ¿Qué es lo que nos cuentan los cuatro sutiles príncipes de nuestros sueños, qué cántico nos canturrea su arpa dulzona? ¡Oh, ese cántico es más bien una nana! Qué sueño… No estoy atacando en absoluto a los cuatro excelentes poetas (es difícil, como dice con toda razón Winczakiewicz, que cambien de ojos), lo que estoy atacando es sólo y únicamente nuestra admiración. Où sont les neiges d’antan? En esta lógica, que obliga a la poesía del exilio a ser la poesía de los recuerdos, de la pena, de la retirada, de la huida, o en el mejor de los casos, de la no-contemporaneidad, en esta lógica hay algo dialéctica e históricamente tan lógico que casi nos da de bofetadas. ¿Qué otra cosa nos queda, en efecto, aparte de ese sutil perfume de los recuerdos?

¿Acaso no está históricamente justificado y escrito en los libros del marxismoleninismo que la poesía de las capas sociales a extinguir tiene que ser una poesía del ayer? Subamos entonces obedientes a la diligencia de estos cuatro poetas históricamente justificados y vayamos con ellos hacia los bosques de los ruiseñores y las rosas del pasado, hacia las antiguas postales, hacia los jóvenes gallardos y los diarios secretos de las abuelas. Où sont les neiges d’antan? En vano los «polonistas» como el señor Weintraub nos consuelan diciéndonos que a pesar de todo Wierzyński está buscando nuevas formas de expresión y que su ritmo se vuelve cada vez más «libre» y su lirismo cada vez más directo y suave. Desgraciadamente, aquí no se trata ni del ritmo ni del lirismo más exaltado o más suave, sino de la disposición del espíritu y de la propia afinación, no tanto de las arpas como de los arpistas. Où sont les neiges d’antan? Pero no estoy de acuerdo con Winczakiewicz cuando dice que es el romanticismo el que les obliga a eludir la contemporaneidad y que su aintelectualismo les hace indefensos en el mundo antiromántico de hoy, donde sólo hay lugar para la poesía intelectual. No. El día, qué digo, la noche que estamos viviendo, está colmada de un romanticismo de la potencia de mil Byrons. Jamás ha habido semejante tormenta en el torturado seno de la humanidad; nuestro océano ruge y se estrella contra las rocas. Y hasta me inclino a pensar que los cuatro históricamente justificados cantores de que se habla no ignoran las maravillas de ese terrorífico espectáculo. Sin embargo, esa belleza no les cabe en su Poesía, en la Poesía formada en los viejos tiempos de antes de la guerra, y no les entra en la metáfora, no tiene cabida en su estilo. ¡Cómo se ha vengado en esa gente la ingenuidad de su fe en la Poesía y en el Poeta, su culto a la forma poética, su pasión por todas las ficciones que crea el ambiente de los poetas! El poeta de hoy debería ser un niño astuto, lúcido y cauto. Que se dedique a la poesía, pero que sea capaz en cada momento de darse cuenta de sus limitaciones, fealdades, estupideces y ridiculez; que sea poeta, pero un poeta dispuesto en cualquier momento a revisar la relación entre la poesía y la vida, la realidad. Siendo poeta, que no deje ni por un momento de ser hombre y que no subordine el hombre al «poeta». Pero la ingenua escuela de Skamander[20], cuya única ambición era escribir «poemas bellos», no era capaz de proporcionar esa autoironía, ese autosarcasmo, autodesprecio y autodesconfianza. Entonces, si hoy en día Lechoń debiera renovar y reformar en sí al poeta-Lechoń, ¿dónde encontraría un punto de apoyo, dónde estaría ese algo que le permitiese arriesgar cualquier cambio? Teme cambiar en sí ni siquiera una coma, pues, ¿quién sabe?, a lo mejor deja entonces de ser poeta y sus versos serán menos bellos. En este sentido, ¿cómo podría volverse Lechoń contra el poeta-Lechoń, si Lechoń es —

como lo hemos leído— «altísimo poeta», y si su poesía se ha convertido en su profesión, en su situación social, en su posición espiritual? ¿Cómo podría echar a perder esa armonía tan felizmente establecida con los lectores? A esos cuatro históricamente justificados, que nos han sido dados para que los admiremos, y al admirarlos, que sintamos el placer de la extinción y la impotencia, no les falta la forma, lo que les falta es la distancia con respecto a la forma. Libres ante el mundo, sólo están atados cuando se trata de una cosa: de la poesía. Y ese horrible y estrecho «yo soy poeta», expresado con la solemnidad de una iniciación sagrada, les aparta de toda belleza que nace en la espesura de la vida y golpea en las sagradas formas. De vez en cuando llevan a cabo un audaz atentado contra su propia rigidez, introduciendo alguna terrible innovación —una rima o asonancia nueva— y ahí acaba la cosa. El artista que se realiza dentro del arte no será creativo jamás, necesariamente tendrá que situarse en ese límite donde el arte se encuentra con la vida, allí donde surgen unas preguntas desagradables del tipo: ¿en qué medida la poesía que escribo es convencional, y en qué medida es verdaderamente viva? ¿Hasta qué punto mienten los que me adoran, y hasta qué punto miento yo adorándome como poeta? Sin embargo, cuando formulé unas cuantas preguntas por el estilo en el artículo «Contra los poetas», preguntas nada complicadas, cuya única particularidad consistía en que no se referían sólo al arte de la poesía, sino también a su relación con la realidad, resultó que nadie había comprendido nada, y los que menos los poetas. Porque como todas las religiones, ésta tampoco admite la duda, rechaza el saber. Pero basta. ¿Por qué me ensaño tanto con los poetas? Os revelaré a vosotros y me revelaré a mí mismo la razón de mi bondadosa crueldad: sé que el poeta lo soportará todo y no se sentirá ofendido por nada con una condición: que se admita que es poeta. Y en este sentido les puedo dar plena satisfacción y diré cien veces que son poetas, sí, unos poetas célebres, o incluso, como quiere la antología, los más célebres poetas (no tengo nada en contra). Sin embargo, tú, nación, guárdate de ese su ocaso históricamente justificado. No te dejes arrastrar al juego que consiste en que ellos «cantan» mientras tú admiras. Revisa tus lugares comunes. A veces ocurre que admiramos porque nos hemos acostumbrado a admirar y también porque no queremos aguar nuestra fiesta. A veces admiramos por delicadeza, para no causar un disgusto. Por si acaso aconsejo: golpeémosles fuerte a ver si se caen. Y ese golpe, posiblemente, liberará en nosotros el presente y nos dará la clave del futuro. ¡Estúpidos! ¿Por qué permitís que la historia os imponga los

poetas? Sois vosotros mismos los que debéis crearlos, a ellos y a la historia.

Viernes

Fui a Ostende, una tienda de moda, y me compré un par de zapatos amarillos que resultaron ser demasiado pequeños. Volví, pues, a la tienda y cambié ese par por otro, del mismo modelo y número y, en fin, idéntico en todos los aspectos, que también resultó ser demasiado pequeño. A veces me asombro de mí mismo.

Sábado

X., su mujer y el señor Y., persona muy activa en la colonia polaca de Argentina, me han estado contando chismes. Al parecer, en la reunión organizativa de no sé qué asociación se propuso mi candidatura como miembro; entonces, el presidente o no sé quién saltó chillando que allí no había sitio para semejantes renegados. Y en una sesión de otro comité se ha decidido que mi «colaboración» era indeseable. Dios les ampare. Aun en el caso de que me enviaran una delegación con música y flores, no colaboraría con los comités, que me aburren mortalmente, y tampoco aceptaría su presidencia, ya que al ser un hombre serio, no sirvo para comparsa. Eso de jugar a presidentes, comités y sesiones es bueno para los sontangsjaeger, pero no para un diligente trabajador del campo de la literatura y la cultura patrias como yo. Por otra parte, sé muy bien que no corro peligro de que me llegue ninguna delegación, pues el odio de los comités hacia mi persona es resultado de su propia naturaleza, y los comités en cuanto tales siempre lucharán contra mí, aunque cada uno de sus miembros a solas y en privado me susurre al oído: ¡ármela cuanto pueda! Ojalá caiga del cielo un fuego que purifique la vida de los polacos de la Argentina de exceso de vulgaridad. No puedo comprender a esa gente. Resulta para mí un misterio el hecho de que un tipo que ha atravesado los siete círculos del infierno, ha conocido situaciones que llegan hasta lo más

profundo del alma, ha agotado totalmente el sentido de la lucha, del dolor, de la fe y de la duda, al aterrizar aquí, en Argentina, se haga miembro como si nada de un comité y se ponga a recitar lo que parecen ser inmortales lugares comunes. El conocimiento de la vida que han adquirido, que tenían que haber adquirido, está como fuera de ellos, lo llevan no en ellos mismos, sino en el bolsillo, un bolsillo que, por lo demás, también ha sido cosido. El infantilismo de su tono es insoportable. El semanario La Voz[21], reforzado en los últimos años por nuevas plumas, ha dejado de ser una hoja volante para convertirse en un «órgano» orgulloso y útil; no obstante sigue pareciéndose a una asamblea de tiítas y tiítos que toman todas las precauciones posibles para no escandalizar a la sobrina menor de edad. Esa preocupación por la inocencia antediluviana de los polacos actuales resulta realmente conmovedora. Personas que han experimentado una vida durísima son tratados como colegiales de quinto grado y sólo se les permiten algunos temas, debidamente endulzados y suavizados. Pero tal vez sea mejor que La Voz tome esas precauciones, pues si La Voz se pusiera a hablar con su verdadera voz, sería de temer que en un santiamén hiciera saltar en pedazos a La Voz y hasta, quizá, a toda nuestra colonia. Tememos «nuestra verdadera voz, por lo que utilizamos una Voz perfectamente neutralizada. Sin embargo, estoy muy lejos de combatir este estado de cosas con medios demasiado drásticos. De vez en cuando alguien —por lo general el presidente, el tesorero o el secretario— se dirige a mí con un llamamiento confidencial para que me convierta en el látigo de la colonia y me lo cargue todo como es debido. Este papel no me hace gracia. No conseguiremos nada removiendo nuestros viejos asuntos y tachándonos de hipócritas, imbéciles e inútiles. Por lo contrario, hay que tratar de despertar en estos polacos la conciencia de su irrealidad, de la ficción en que viven, y que esta conciencia se haga en ellos definitiva. Hay que repetirles: tú no eres así, ya eres mayor para lo que estás diciendo, te comportas así para entonar con los demás, te pones solemne porque todos se ponen solemnes, mientes porque todos mienten, pero tú y todos nosotros somos mejores que la farsa en la que participamos; hay que decírselo hasta que esta idea se convierta para ellos en la tabla de salvación. Esta especie de Ketman nos es absolutamente imprescindible. Debemos sentirnos como los actores de una mala obra teatral, que en sus papeles estrechos y banales no tienen ninguna posibilidad de lucirse. Esta conciencia nos permitirá al menos conservar nuestra madurez hasta los tiempos en que podamos ser más reales. No culpo a nadie, pues los culpables no son los hombres, sino la situación.

Jueves

Miłosz, al igual que todos los demás (literatos de una cierta escuela, criados en la problemática «social»), experimenta conflictos, tormentos, dudas, ignorados por completo por los escritores de antaño. Rabelais no tenía ni idea de si era «histórico» o «suprahistórico». No pretendía cultivar la «literatura absoluta» ni profesar el «arte puro», ni tampoco — antes lo contrario— expresar su época; en fin, no pretendía nada porque escribía lo mismo que un niño hace sus necesidades bajo un arbusto: para aliviarse. Atacaba lo que le enfurecía; combatía lo que se le atravesaba en el camino; y escribía para deleitarse —y para deleitar a los demás—; escribía lo que le dictaba su pluma. No obstante, Rabelais expresó su época y presintió la que se avecinaba y, además, creó un arte imperecedero y purísimo; y fue así porque, expresándose a sí mismo con la mayor libertad posible, al mismo tiempo expresaba la esencia eterna de su humanidad, a sí mismo como hijo de su tiempo y a sí mismo como germen del tiempo futuro. En cambio, hoy en día, Miłosz (y no es él el único) se toca la frente con un dedo y medita: ¿cómo y de qué he de escribir? ¿Dónde está mi lugar? ¿Cuáles son mis obligaciones? ¿Debería sumergirme en la historia? ¿O tal vez buscar la «otra orilla»? ¿Quién debo ser? ¿Qué debo hacer? Creo que era el difunto Żeromski quien solía contestar en semejantes ocasiones: escribe lo que te dicte el corazón, y éste es el consejo que más me convence. ¿Cuándo pondremos fin a la tiranía de los fantasmas de la abstracción para ver de nuevo el mundo concreto? El poder de estas antinomias «filosóficas» es tan enorme, que Miłosz olvida por completo con quién está hablando y me sugiere que adopte el papel de defensor del «arte puro», el papel casi de esteta. ¿Y qué tengo que ver yo con ello? Si me opongo a los esquemas que amenazan a la literatura demasiado actual, no es en absoluto para imponer otro esquema. Yo no me pronuncio a favor ni del arte eterno ni del arte puro, sólo le estoy diciendo a Miłosz que hay que tener cuidado de que la vida no se nos transforme, bajo nuestra pluma, en política, en filosofía o en estética. Yo no reclamo ni el arte aplicado ni el arte puro, lo que reclamo es la libertad, reclamo una creación «natural», aquella

creación que sea la realización no premeditada del hombre. Pero él dice: —Tengo miedo…, tengo miedo de que cuando me aparte de la Historia (es decir, de los lugares comunes de la época actual), me quedaré solo. A lo que yo le digo: —Ese miedo es indecente y, lo que es peor, imaginario. Indecente, porque significa en el fondo la renuncia no sólo a la celebridad, sino también a la propia verdad; la renuncia al que es probablemente el único heroísmo, el cual constituye el orgullo, la fuerza y la vitalidad de la literatura. Aquel que tenga miedo del desprecio humano y de la soledad entre la gente, que calle. Pero este miedo es también imaginario —pues la popularidad que se consigue al servicio del lector y de las corrientes de la época no significa otra cosa que unos tirajes grandes, nada más—, y sólo aquel que ha logrado separarse de la gente y existir como un ser singular, para más tarde conseguir dos, tres o diez correligionarios o hermanos, sólo éste se habrá liberado de la soledad en los límites permitidos al arte. Y dice (siempre dominado por esa visión razonada que tanto contrasta con las virtudes más valiosas de su persona): Nosotros los polacos, hoy en día podemos hablar al mundo occidental con superioridad y valentía «simplemente porque —cito literalmente— nuestro país es el terreno sobre el que pueden ocurrir los cambios más importantes, cambios que contienen el “canto del futuro” que se alzará cuando se derrumbe el poder de Moscú sobre las naciones». A lo que yo le contestaría aconsejándole que refiriese este pensamiento a Bulgaria o a la China, que también participan de esta vanguardia histórica. No, mi querido Miłosz: ninguna historia te sustituirá la conciencia, la madurez, la profundidad personal, nada te absolverá de ti mismo. Si personalmente eres importante, aunque vivas en el lugar más conservador del planeta, tu testimonio sobre la vida será importante; pero ninguna presión histórica sacará palabras importantes de la gente inmadura. Así que todo se vuelve difícil, dudoso, oscuro, enrevesado, bajo la invasión de la complicada sofística de nuestros tiempos; pero recobra su claridad cristalina en el momento en que comprendemos que hoy no hablamos y no escribimos de una manera nueva y particular, sino exactamente igual que lo hemos venido haciendo desde el principio del mundo. Y no habrá concepción que sustituya el ejemplo de los grandes maestros, ni filosofía que sustituya al árbol genealógico de la literatura rico en nombres que nos llenan de orgullo. No hay alternativa: sólo se puede escribir como Rabelais, Poe, Heine, Racine o Gógol, o no escribir. La herencia de esta gran raza, que nos ha sido transmitida, es la única ley que nos rige. Pero yo aquí no polemizo con Miłosz, que es un pura sangre, sólo polemizo

con su collera, y con ese carro lleno de escrúpulos que su pasado le ha enganchado.

Lunes

¿Cómo es que al escribir sobre la crítica de Winczakiewicz no he mencionado a Wittlin[22], si la antología también incluye versos suyos? Lo he omitido porque Winczakiewicz también lo omite; pues, como dice, los antiguos versos de Wittlin no son indicativos. Pero me gustaría poner los puntos sobre las íes. Si Wittlin no fuera autor más que de los versos contenidos en la antología, seguramente hubiese hablado también de él. Pero Wittlin es una criatura anfibia que habita diez realidades distintas: un poeta prosista, un santo rebelde, un clásico emparentado con la vanguardia, un patriota cosmopolita, un activista social solitario. Uno de esos Wittlin proviene de Skamander y en cierta medida carga con su herencia, pero resulta que los nueve Wittlin restantes presionan sobre él exigiéndole una revisión. Esta silenciosa tormenta de los Wittlin dentro de Wittlin, esta ebullición de un volcán aparentemente pacífico, su humanidad atormentada y activa, no son mis enemigas, son mis aliadas. Y la fuerza de toda la rebeldía de Wittlin consiste en que él por nada del mundo quiere rebelarse y, si se rebela, es porque debe hacerlo. Esta es la razón de que ninguno de nosotros sea tan convincente como él, y de que las palabras de nadie sean tan capaces como las suyas de conquistar a la gente endurecida en los prejuicios. Experimenté en mí mismo esa fuerza, ya que el prólogo de Wittlin a mi libro es una obra maestra llena de una transparente persuasión y bondad, cargada con el más moderno de los dinamismos. Pero precisamente a causa de ese prólogo me lanzaría a un ataque contra Wittlin, lo atacaría para que no dijeran que lo perdono porque me defiende y apoya. (¡Qué mezquinos son mis sentimientos!)

Sábado

Sí, sea como fuere, temo a esos articulillos con los que sus autores intentan

pisarme los talones para hincar en ellos su maliciosa dentadura. ¡Qué más da que digan tonterías! El juicio de un imbécil sobre ti, aunque se tratara del más monumental y perfecto archiultracretino, no carece en absoluto de importancia, ya que el tal imbécil tiene por nombre Millón. Y lo que es más grave es que semejante opinión, aunque se caracterice por la más total falta de inteligencia y sea una mentira de arriba abajo, servida con la insolencia propia de periodistas, llega a la gente que no te conoce a ti ni conoce tus libros, y que por tanto carece de la posibilidad de formarse de ti su propia opinión. Cuando después de semejantes ataques virulentos deseosos de ponerte en ridículo, anonadarte, quitarte lectores, exponerte a daños materiales y morales (todo ello en defensa de lo sagrado y de los ideales), topas con un articulito escrito con honradez, el pecho se te llena de un divino sentimiento de orgullo. ¡Me quito el sombrero ante Ryszard Wraga! No le exijo que le gusten mis obras, pero sí le agradezco que juegue fair play. Sus palabras no se acercan a hurtadillas a mi cara para colocarle la máscara del idiota. ¡Por fin un periodista decente! Aunque critica con dureza mis opiniones, no vacila en reconocer que en ciertos aspectos el libro supera sus capacidades, y que precisamente lo que no puede comprender es considerado por otros como «grande y magnífico». Semejante sinceridad es moralmente valiosa. Sus reservas de carácter ideológico no le impiden hacerme justicia e incluso llega a afirmar que «¡Sienkiewicz queda pequeño comparado con Grombrowicz!». De El matrimonio escribe que es «un drama revolucionario» e incluso cita «una de sus escenas más conmovedoras». No codicio estas alabanzas. Pero las palabras de reconocimiento con las que me obsequia el señor Wraga tienen para mí valor de oro porque provienen de un adversario, un adversario capaz de imponerse una elegante imparcialidad y de desdeñar la ventaja que le confiere el hecho de que el lector que no conoce mis obras no podría descubrir sus eventuales tergiversaciones (en defensa de los ideales en peligro) y falsedades (en defensa de lo sagrado transgredido). ¡En verdad que hay que tomar ejemplo de tan digno publicista! Que es lo que hago con la presente.

Martes

Discurso a la nación pronunciado en el banquete de la hospitalaria casa de los señores X., a finales del A. D. 1953.

Cuando llegan las fiestas navideñas os gusta regar con vuestras lágrimas el parterre de los recuerdos y suspirar con tristeza por los lugares familiares perdidos. ¡No seáis ridículos ni sensibleros! Aprended a cargar con vuestro propio destino. Dejad de cantar dulzonamente la belleza de Grójec, Piotrków o Biłgoraj. Sabed que vuestra patria no es ni Grójec, ni Skierniewice, ni siquiera el país entero, ¡y que la fuerza os tiñe las mejillas de rubor ante la idea de que vuestra patria sois vosotros mismos! ¿Qué importa que no viváis en Grodno, Kutno o Jedlińsk? ¿Acaso en alguna ocasión el hombre ha estado en otro lugar que no fuera él mismo? Estáis siempre en vuestra casa, aunque os encontréis en la Argentina o en el Canadá, pues la patria no es un lugar en el mapa, sino la viva esencia del hombre. Dejad, por tanto, de cultivar en vosotros pías ilusiones y sentimientos artificiales. No, jamás fuimos felices en nuestro País. Aquellos pinos, abedules y sauces en realidad son unos árboles corrientes que os producían exasperantes bostezos, cuando, antaño, llenos de aburrimiento, los veíais por la ventana cada mañana. No es verdad que Grójec sea algo más que un horripilante y provinciano villorrio, donde en otros tiempos llevabais vuestra gris y pobre existencia. No, es mentira: Radom jamás fue un poema, ¡ni siquiera al amanecer! No son maravillosas ni inolvidables las flores de allí, y la miseria, la suciedad, las enfermedades, el tedio y la injusticia os asediaban también entonces, como los perros que aullaban al anochecer en las perdidas aldeas polacas. No seáis llorones, os digo. No olvidéis que mientras vivíais en Polonia, ninguno de vosotros se preocupaba por ella, porque constituía vuestra cotidianidad. Hoy en día ya no vivís en Polonia, pero en cambio ella vive con más fuerza en vosotros: esa Polonia que hay que definir como vuestra más profunda humanidad formada por el trabajo de generaciones. Sabed que en cualquier lugar donde la mirada de un joven descubre su destino en los ojos de una muchacha, allí se crea la patria. Cuando en vuestros labios aparece la ira o la admiración, cuando el puño se alza contra la infamia, cuando la palabra de un sabio o el canto de Beethoven encienden vuestra alma, transportándola a unas dimensiones celestes, entonces —ya sea en Alaska o en el ecuador— nace la patria. Pero en la plaza Saski de Varsovia, en la plaza mayor de Cracovia, seréis unos vagabundos sin casa, unos mendigos sin rumbo, unos avaros desesperadamente vulgares, si permitís que la trivialidad destruya en vosotros la belleza. Hay que deplorar el hecho de que no seáis lo suficientemente nobles e inspirados

como para descubrir el sentido patético de vuestra peregrinación. No obstante, no perdáis la esperanza. En esta lucha por el sentido más profundo de la vida y por su belleza no estáis solos. Por suerte tenéis con vosotros el arte polaco, que hoy en día se ha convertido en algo más importante y más verdadero que los ministerios sin sede [23] y las instituciones privadas de poder; y es él, el arte, quien os enseñará a ser profundos; su látigo, severo y benigno a la vez, caerá chasqueando sobre vosotros siempre que empecéis a decaer, a quejaros y a lloriquear. El arte os abrirá los ojos a la dura belleza de la contemporaneidad, a la grandeza de vuestro cometido, y sustituirá los sentimientos demasiado provincianos por otros nuevos, hechos a la medida del mundo y de esos horizontes que hoy se están abriendo ante vosotros. Os devolverá la capacidad de volar y la fuerza para que no se diga de vosotros con las palabras de Shakespeare: Fuerte peligro es para un débil el introducirse entre las puntas de las espadas de dos fieros y potentes adversarios[24].

1954

Capítulo VII

VIERNES

Me presenté en aquel baile (era Nochevieja) a las dos de la madrugada, llevando dentro, aparte del pavo, bastante cantidad de vodka y de vino. Había quedado allí con unos conocidos, pero no estaban; deambulé por diversos salones, me senté en el jardín donde inesperadamente la muchedumbre se dividió en parejas y empezó el baile. Esto sucedió gracias a la música que, sin embargo, desde el lugar donde yo estaba, casi no se dejaba oír, y sólo me llegaba en forma de un sordo retumbar de la percusión o de unas notas de la alegre melodía que desaparecía tras apenas haberse insinuado. A la celestial llamada de unos fragmentos juguetones que aparecían siempre consecuentes, siempre concentrados alrededor de una frase para mí inaccesible, le respondía el ritmo de los cuerpos, divertido y violento, burlón e insistente, en un danzar desenfrenado; y al ser este ritmo más palpable, más real que aquella lejana alusión, parecía que no era la música la que provocaba el baile, sino que era el baile el que provocaba la música. Sí, daba la sensación como si este ritmo de aquí abajo, ya demasiado irresistible, arrancase allí arriba una forma musical que la confirmaba. Pero ¡qué baile! Baile de barrigas, baile de calvas regocijadas, baile de rostros marchitos, baile de cotidianidad cansina y corriente que se divertía en día de fiesta, baile de grisalla e informidad. Lo cual no quiere decir que ese público fuese peor que cualquier otro, pero era por lo general gente mayor; al fin y al cabo se trataba de la corriente humanidad con su inevitable miseria, y esta miseria se pavoneaba de sí misma desvergonzadamente entre brincos, y estos brincos, privados de música, resultaban ser algo descaradamente blasfemo, horriblemente pagano y salvajemente libertino… Parecía como si hubiesen decidido conquistar y poseer a la fuerza la Belleza, la Broma, la Elegancia, la Alegría, y que, poniendo en el baile todos sus defectos y toda su vulgaridad, creasen todos ellos una figura saturada de baile y alegría… a la que no tenían derecho y que, a decir verdad, usurpaban. Pero ese frenético anhelo de encanto, al llegar a su paroxismo, de repente arrebataba un signo de vida a la melodía, a aquellas pocas notas felices que al unirse con el baile lo santificaban por un instante, tras lo cual se reanudaba la colaboración salvaje,

oscura, sorda y sin Dios de unos cuerpos agitados y arrastrados por su propio ímpetu. ¡Así que el baile creaba la música, el baile conquistaba con violencia la melodía, y ello a pesar de su imperfección! Ante esta idea experimenté una profunda conmoción, ya que de todas las ideas del mundo era ésta justamente la más importante para nosotros en la actualidad, la más próxima, sí, esta revelación acechaba tras de la cortina que yo evocaba para mí mismo fervorosamente con los versos de Valéry:

Pesadas puertas del sueño, inacabadas, Cortinas de rubí extrañamente alzadas…

¡Esto es lo que había en el fondo de nuestros libros, de nuestras luchas, de nuestro genio, de nuestro valor sin límites! Hacia esta idea —la de que el baile crea la música— se precipitaba la humanidad por todos sus medios, ella se ha convertido en la inspiración y la meta de mi tiempo, también yo me dirigía a ella siguiendo una espiral que estrechaba cada vez más sus círculos. Pero en este momento me quedé anonadado. ¡Porque me di cuenta de haber pensado esta idea sólo por su pathos!

Jueves

Vuela un pájaro. Al mismo tiempo ladra un perro. En lugar de decir: «El pájaro vuela, el perro ladra», he dicho expresamente: «El perro vuela, el pájaro ladra.» ¿Qué es más fuerte en estas frases: el sujeto o el verbo? En «el perro vuela», ¿estará fuera de lugar «vuela» o más bien «el perro»? Y además: ¿se podría escribir algo basado en semejante asociación perversa de los conceptos, en el libertinaje del habla?

Sábado

Una conversación con Karol Swieczewski sobre El matrimonio. Al mismo tiempo una carta de S. con la noticia de que en los Estados Unidos alguien quiere representar El matrimonio, y una carta de Camus con la pregunta de si no tengo nada en contra de que recomiende El matrimonio a un director de teatro de París. ¿Qué hacer? El matrimonio sin teatro es como un pez fuera del agua, sí, porque es un drama no solamente escrito para el teatro, sino que, al menos en su intención, es la misma teatralidad de la existencia que se libera. No obstante, temo que nadie, aparte de mí, sea capaz de dirigirlo y que el espectáculo se derrumbe, con gran vergüenza para mí, enterrando por muchos años la carrera teatral de la obra. La mayor dificultad consiste en que El matrimonio no es una trasposición artística de un problema o una situación (a lo que nos tiene acostumbrados Francia), sino una libre descarga de la imaginación, eso sí, dirigida a un fin determinado. Lo cual no quiere decir que El matrimonio no nos cuente una historia: es el drama de un hombre contemporáneo cuyo mundo ha sido destruido, que ha visto (en sueños) su casa convertida en una taberna y su novia en una mujerzuela. Deseando recuperar el pasado, este hombre proclama rey a su padre y en su novia quiere ver una virgen. Todo en vano. Puesto que no sólo su mundo ha sido destruido, es él mismo quien también ha sufrido un hundimiento y a quien ya se le

han agotado aquellos sentimientos de antaño… Pero sobre los escombros del viejo mundo aparece uno nuevo, lleno de horribles trampas y de un dinamismo imprevisible, privado de Dios, compuesto por hombres presas de unas extrañas convulsiones de la Forma. Embriagado por la omnipotencia de su desenfrenada humanidad, el hombre se proclama rey, dios, dictador, y por medio de esta nueva mecánica quiere conseguir que revivan en él la pureza y el amor…; sí, él mismo celebrará su matrimonio, lo impondrá a la gente, obligará a todos a que lo ratifiquen. Pero la realidad creada a través de la forma se vuelve contra él y lo destruye. Esta es la anécdota… La cual no agota, sin embargo, el contenido de El matrimonio, ya que este nuevo mundo que hace su aparición no es conocido de antemano ni siquiera por el mismo autor; el drama no es más que un intento artístico de llegar a la realidad que oculta el Futuro. Es el sueño acerca de una época, que expresa los tormentos de nuestro tiempo presente, pero a la vez es el sueño que anticipa la época, que trata de adivinar…; al margen de la acción, el espíritu en sueños del héroe— artista quiere penetrar las tinieblas, es una lucha en sueños con los demonios del mañana, es la celebración del sagrado rito de un nuevo y desconocido Devenir… De modo que El matrimonio, puesto en escena, debería convertirse en el monte Sinaí, lleno de revelaciones místicas, en una nube preñada de mil significados, en un trabajo desenfrenado de la imaginación y la intuición, en un Grand Guignol rebosante de alegría, en una misteriosa missa solemnis a caballo de los tiempos y a los pies de un altar desconocido. Este sueño es de veras un sueño que se desarrolla entre tinieblas, y sólo los relámpagos tienen derecho a iluminarlo (perdonadme que me exprese con tanta grandilocuencia, pero de otro modo no podría dar a entender cómo debería representarse El matrimonio). Si le dais este enfoque —como la descarga de un alma grávida de un indefinido presentimiento de los tiempos que se avecinan, como una celebración religiosa del futuro—, debería funcionar en escena; pero no olvidéis que este espectáculo debe ser tanto sensual como metafísico, es decir, que todos los resplandores y horrores de la forma desatada, el extasiarse con la máscara, el jugar con la interpretación por la misma interpretación, deberían convertirlo en un deleite. Y tampoco olvidéis que su extremo sentimiento trágico consiste en el horror del hombre que advierte que su formación se está desarrollando de un modo imprevisible para él mismo, en la disonancia entre el individuo y la forma. El sentido de estas indicaciones resulta melancólico. La verdad es que no tengo ninguna seguridad de que El matrimonio se represente mientras yo viva.

Domingo

Quisiera decir al menos cómo me imagino a grandes rasgos la puesta en escena del primer acto. Escena primera, Henryk y Władzio[25]: la melodía del sueño nostálgico y agobiante, el patetismo de Henryśk en el vacío y la «desenvoltura» de Władzio, la horripilante desenvoltura de la juventud. Y el «hola» como un conjuro que, al repetirse, aumenta su fuerza y crea expectación. Cuando aparecen los padres, Henryśk adopta el estilo de un «viajero»; es la típica escena con el tabernero. Y en seguida el violento griterío del Padre y la entrada de la Madre, cuyo grito debe armonizar con el del Padre. Luego, dos monólogos de Henryśk:

Eso parecería Pero no es del todo cierto.

Y también:

Y no puedo hablar sencillamente…

como dos crescendi: aquí él empieza a sentirse sacerdote y da comienzo la misa. A partir de ese momento, Henryśk estará al mismo tiempo dentro y fuera de la acción; a ratos la apoyará con ardor como si deseara agotar su sentido, se asociará con ella extasiado, la acompañará manteniéndose apartado, o bien, por un momento, la detendrá del todo.

Los diálogos con los padres son de un ritmo y un ambiente cambiantes, pero hay que elaborarlos vocalmente como un texto musical y hacer resaltar la teatralidad del mismo y el carácter ritual del banquete. El desfile de las parejas hacia la mesa constituye la irrupción de lo grotesco, todos marchan al unísono en la comitiva danzante: aquí se han olvidado por un momento del drama y no hacen más que divertirse. Aparece después Mańka-Mania, aparición condimentada con el torturador misterio del sueño. Henryśk, desesperado pero a la vez divertido, se abandona en compañía de Wtadzio a la ligereza y a la frivolidad; el ritmo les embriaga. Acto seguido, la irrupción de los Borrachos conjurada por aquel «cerdo» con el que se sofoca el Padre, el obstinado leit-motiv de «Mańka, una de cerdo, Mańka cerda», mientras Henryk, que se mantenía apartado, se deja arrastrar y corrobora con pasión: «¡Una botella de cerda amarga!» O bien, repitiendo en un aparte las palabras de los Borrachos (¡Mańka, una de pepinos!… ¡En el mismísimo crucifijo!), lo hace como si se les uniera en una especie de rito. Y cuando en un momento se dice a sí mismo: «¿Cuándo terminará todo esto?», el Borracho, como saliéndose de su papel, contesta: «En seguida», y por un instante se produce una de esas suspensiones de la acción, típicas en El Matrimonio: Henryk (al Borracho). — ¿Qué hay ahí afuera, detrás de las ventanas? Borracho. —Hay extensos campos. Es la desesperada necesidad de la intocabilidad y el miedo salvaje al dedo del Borracho lo que engendra la realeza del Padre; este dedo deberá ser bastante grande y repugnante. La entrada del segundo tema principal de esta «sinfonía» (¡Henryśk, oh, Henryśk!), cuya sublimación contrasta con el carácter humillante del primero (Cerda, cerda), debería sonar debidamente reforzada por los gritos «¡El rey, el rey!» y por la aparición de los Dignatarios. Los Dignatarios deberán aparecer envueltos en las tinieblas del sueño, y la escena poco a poco se consolidará en su nuevo aspecto de corte real. En la escena de la oración, la Paternidad adquiere un carácter divino —Dios es padre del Padre— y se impone, atormenta, y sugiere a Henryśk unas palabras

de vasallaje…, mientras él, suspendido en el vacío, no sabe qué hacer consigo mismo… Pero de repente desciende la ligera, maravillosa palabra «Matrimonio», y la escena se ilumina; luego sigue la marcha nupcial, los pasos triunfales del final, la polonesa con la que el Padre quiere «forzar» la realidad, todo ello trastornado por la última y breve explosión de «cerda».

Lunes

¿Tengo derecho a publicar semejantes comentarios de mis propias obras? ¿No será un abuso? ¿No aburrirá? Debes decirte: la gente anhela conocerte. Te desean. Sienten curiosidad por ti. Debes introducirles a la fuerza en tus asuntos, incluso en aquellos que les son indiferentes. Oblígales a que se interesen por lo que te interesa a ti. Cuanto más sepan de ti, tanto más te necesitarán. El «yo» no es obstáculo en las relaciones con los demás, el «yo» es lo que «ellos» desean. No obstante, se trata de que el «yo» no sea contrabandeado como una mercancía prohibida. ¿Qué es lo que no soporta el «yo»? Las cosas hechas a medias, con temor y pudorosamente.

Martes

¿Qué nos separa al señor Goetel y a mí? Goetel dice (en el artículo «Lasitud», de Wiadomości) que los polacos en el exilio viven una vida incompleta y falsa, y que para que estos polacos empiecen a vivir de verdad tienen que recuperar Polonia. Que a pesar de que de vez en cuando nos invada la sensación de lasitud al pensar en esta continua, secular e interminable lucha por Polonia, a pesar de que el demonio del escapismo nos susurre al oído estos u otros consejos para eludir este cometido, no hay nada que hacer, no puede haber para nosotros una auténtica vida fuera de Polonia, no existe para nosotros otro destino, otra vocación, otro cometido que éste, único y capital:

recuperar Polonia. Ante todo pregunto: ¿será tan seguro y evidente que la vida del polaco en Polonia era menos incompleta y menos falsa? ¿No era aquella vida igualmente pobre, mísera y estrecha? ¿Acaso no era una eterna expectación de una vida que «empezaría mañana»? Recordad las caras que se veían en los tranvías de Varsovia antes de la guerra. ¡Cuánto cansancio! ¡Cuánto tormento! En aquellas caras pudisteis leer el aciago sentido de la vida: el sentido universal. Segunda pregunta: ¿es verdad que la vida del polaco en el exilio tiene que estar privada de su contenido esencial? ¿Y qué os enseñaba la Iglesia católica? Que tenéis un alma inmortal que no depende del paralelo en que os encontréis. Que dondequiera que estéis, debéis preocuparos por la salvación vuestra y del prójimo. Mi actitud es exactamente la misma que la de la Iglesia, con la salvedad de que en lugar de hablar de un alma en el sentido eclesiástico, mencionaría más bien algunos valores fundamentales del hombre, tales como la razón, la nobleza, la capacidad de desarrollarse, la libertad y la sinceridad… De las palabras del señor Goetel se podría deducir que el único camino hacia estos valores pasa a través de Polonia; yo, en cambio, considero que no hay ningún camino hacia ellos, puesto que cada uno los lleva dentro de sí mismo. Ahora llego a una pregunta que es una verdadera prueba de fuego, una pregunta verdaderamente demoníaca: si os dijeran que para seguir siendo polacos tenéis que renunciar a una parte de vuestro valor humano, o sea, que podríais ser polacos sólo bajo la condición de volveros peores como hombres —un poco menos capaces, menos inteligentes, menos nobles—, ¿aceptaríais semejante sacrificio para conservar Polonia? Aquellos de vosotros a quienes os han enseñado a morir responderán afirmativamente. Sin embargo, una aplastante mayoría responderá que semejante dilema ni siquiera ha lugar, ya que Polonia es la condición ineludible de esas virtudes, y un polaco sin Polonia no puede ser un hombre completo. Esta respuesta yo la llamaría escapismo en su estilo más clásico, no es otra cosa sino la respuesta de un cobarde que teme la realidad. Porque los valores de los que estamos hablando tienen carácter absoluto y no pueden estar condicionados por nada; el que dice que sólo Polonia puede asegurarle la razón o la nobleza renuncia a su propia razón y a su propia nobleza. Está claro que yo nunca podré ponerme de acuerdo con el señor Goetel,

porque para él lo importante es Polonia y para mí los polacos. Polonia pesa tanto sobre Goetel, que incluso los logros de Conrad o Curie-Skłodowska los valora únicamente desde el punto de vista de su significado propagandístico: en cuanto que han contribuido a la popularización del nombre de Polonia en el extranjero. Goetel juzga con desprecio el papel de los «intelectuales», porque no pueden servir de mucho a la causa polaca. Por tanto, Conrad, Curie y el intelecto se han convertido en unos insectos que revolotean alrededor de la misma vela: Polonia. ¿Qué me dirá a todo esto el señor Goetel? Me tildará de escapista, blandengue, megalómano, intelectual (seudo), traidor, cobarde y fatuo. Goetel no puede decir otra cosa. Goetel tiene que decirlo (y con la conciencia tranquila).

Jueves

El lenguaje. No se trata de que no haya errores de lenguaje, sino de que no nos avergoncemos de ellos. Cualquiera puede cometer un error al escribir, un error gramatical o incluso ortográfico, pero hay quienes se ponen la toga de clásico, y cualquier error, por más pequeño que sea, los deja derrotados inmediatamente. En cambio, el escritor que no quiere ser demasiado impecable en su expresión puede permitirse muchos tropiezos sin que nadie le pida responsabilidades por ello. De modo que el escritor debe cuidar no solamente el lenguaje, sino encontrar en primer lugar una actitud apropiada ante el mismo. Una actitud apropiada quiere decir que, si es posible, no sea vinculante. Quien deja que le echen en cara sus propias palabras es un estilista de poca monta, como lo es quien, al igual que algunas mujeres, se fabrica la fama de no pecador, puesto que entonces el menor pe— cadillo se convierte en un escándalo. Los escritores que se deleitan con la supuesta precisión de estilo, que tratan de asombrar con una inexistente matemática del lenguaje, que coquetean con su «maestría» (la escuela de Anatol France), no tiene nada que hacer en nuestro tiempo, ya que el sibaritismo ha pasado de moda. El estilista contemporáneo debe tener un concepto del lenguaje como de algo infinito y en continuo movimiento, algo que no se deja dominar. Pondrá el énfasis más en su lucha con la forma que en la forma misma. Tratará la palabra con desconfianza, como algo que se le escapa. Esta relajación de la unión del escritor con la palabra supone una mayor desenvoltura en el uso de las palabras.

Lo más importante es que un exceso de teoría, un planteamiento demasiado pedante del estilo, no quiten a la palabra su eficacia en la práctica, en la vida. Al fin y al cabo el arte existe entre hombres vivos y concretos, o sea, imperfectos. Hoy en día abundan estilos que aburren, que cansan, que revuelven las tripas, porque son producto de una receta intelectual, son obra de unos hombres poco sociables y simplemente mal educados. Con las palabras hay que intentar alcanzar a la gente y no a las teorías, a la gente y no al arte. Mi lenguaje en este diario es demasiado correcto, en mis obras artísticas soy más desenvuelto.

Viernes

La buena literatura polaca, contemporánea o del pasado, no me ha servido de mucho ni me ha enseñado gran cosa, y ello porque nunca se ha atrevido a reparar en el hombre singular. El individuo, si aparecía en sus páginas, era siempre de un modo temeroso, débil, irreal y reticente. La literatura polaca es la típica literatura seductora que desea fascinar al individuo, someterlo a la masa, hacerlo caer en el patriotismo, el civismo, la fe y la entrega… Es una literatura pedagógica, por eso no inspira confianza. Sin embargo, la mala literatura polaca me resultó interesante e instructiva. Al estudiar los horribles cuentos que diversas tías culturales publicaban en el dominical del Kurier Warszawski o las novelas de Germán, Mniszkówna, Zarzycka, Mostowicz, descubría la realidad…, porque estas novelas desenmascaran, son traidoras. Su torpe trama se rompe a cada instante y a través de la rotura se pueden entrever todas las suciedades de las desaliñadas almas de sus autores. La historia de la literatura… De acuerdo, pero ¿por qué sólo la historia de la buena literatura? El arte malo no puede caracterizar más a una nación? La historia de la subliteratura polaca posiblemente nos diría más sobre nosotros que la historia de los diversos Mickiewicz y Prus.

Lunes

Hemos ido al Tigre. Está en el delta del Paraná. Navegamos en una lancha por una superficie que se extiende oscura y silenciosa en medio de una maraña de islas. Todo es verde y azul, agradable y ameno. En una parada sube una muchacha que…, ¿cómo decirlo? La belleza tiene sus misterios. Hay muchas melodías bellas, pero sólo algunas son como una mano que oprime la garganta. Esta belleza era tan «magnetizadora» que todos se sintieron extraños y quizá incluso avergonzados; nadie se atrevía a admitir que la observaba, aunque no había ni un par de ojos que no contemplasen a escondidas aquella espléndida aparición. De repente, la muchacha, con toda la tranquilidad del mundo, se puso a hurgarse la nariz.

Miércoles

Virgilio Piñera (escritor cubano): —\'7bVosotros los europeos no nos tenéis ninguna consideración! No habéis creído jamás, ni por un momento, que aquí pueda nacer una literatura. ¡Vuestro escepticismo en relación con América es absoluto e ilimitado! ¡Inamovible! Está oculto tras la máscara de la hipocresía, que es una clase de desprecio aún más mortífera. En este desprecio hay algo despiadado. ¡Desgraciadamente nosotros no sabemos responder con el mismo desprecio! Un arrebato de ingenuidad americana; los tienen las mejores mentes de este continente. En cada americano, aunque haya tragado todas las sabidurías y haya conocido todas las vanidades del mundo, siempre queda oculto el espíritu provinciano que en cualquier momento puede estallar en una queja fresca e infantil. —Virgilio —dije—, no sea usted niño. Pero si estas divisiones en continentes y nacionalidades no son más que un desafortunado esquema impuesto al arte. Pero si todo lo que usted escribe indica que desconoce la palabra «nosotros» y que sólo la palabra «yo» le es conocida. ¿De dónde le viene entonces esta división entre «nosotros, los americanos», y «vosotros, los europeos»?

Jueves

¿Podré morir como los demás, y cuál será después mi suerte? Entre la gente que huye de sí misma, yo sigo concentrado en mi persona. Me agiganto, ¿hasta qué límites? ¿Acaso es malsano? ¿Hasta qué punto y en qué sentido es malsano? A veces sospecho que la función de agigantarme a la que me abandono no sea indiferente a la naturaleza, que constituye una provocación. ¿No habré tocado algo fundamental en mi misma actitud ante las fuerzas naturales y no será «después» mi suerte diferente por haber obrado conmigo mismo de una forma distinta que los demás?

Capítulo VIII

DOMINGO

Una tragedia. Anduve bajo la lluvia con el sombrero calado hasta las cejas, el cuello del abrigo levantado, las manos en los bolsillos. Luego volví a casa. Salí de nuevo para comprar algo para comer. Y comí.

Viernes

Con el pintor español Sanz en El Galeón. Ha venido aquí por dos meses, ha vendido cuadros por varios centenares de miles de pesos, conoce a obodowski y lo aprecia mucho. A pesar de haber ganado bastante pasta en Argentina, habla de ésta sin entusiasmo. «En Madrid uno está sentado en la mesa de un café, en plena calle, y aunque no le espera nada concreto, sabe que todo puede ocurrir: la amistad, el amor, la aventura. Aquí se sabe que no va a pasar nada.» Pero el descontento de Sanz es muy moderado en comparación con lo que dicen los demás turistas. Los enfados de los extranjeros con Argentina, sus críticas altivas y juicios sumarios, no me parecen de muy buen gusto. Argentina está llena de maravillas y encanto, pero este encanto es discreto, está envuelto en una sonrisa que no quiere expresar demasiado. Poseemos aquí buena materia prima, aunque todavía no nos podemos permitir productos acabados. No tenemos la catedral de Notre-Dame ni el Louvre, en cambio a menudo se ven en la calle unos dientes deslumbrantes, unos ojos espléndidos, unos cuerpos de formas armoniosas y ágiles. Cuando a veces nos visitan los cadetes de la armada francesa, la mujer argentina queda embargada por el éxtasis —cosa obvia e inevitable—, como si viera el mismo París, pero dice: —Qué pena que no sean más guapos.

Las actrices francesas embriagan naturalmente a los argentinos con sus perfumes parisinos, pero éstos dicen: —No hay ni una que lo tenga todo en su sitio. Este país, saturado de juventud, respira una especie de tranquilidad aristocrática propia de los seres que no tienen que avergonzarse de nada y se mueven con desenvoltura. Hablo sólo de la juventud, porque lo característico de Argentina es la belleza joven y «baja», próxima a la tierra, y no la encontraréis en cantidades considerables en las capas superiores o medias. Aquí solamente el vulgo es distinguido. Sólo el pueblo es aristocrático. Sólo la juventud es infalible en cada una de sus manifestaciones. Es un país al revés, donde un mocoso vendedor de una revista literaria tiene más estilo que todos sus colaboradores, donde los salones — plutocráticos o intelectuales— horrorizan por su mediocridad, donde al límite de los treinta años se produce la catástrofe, la transformación total de la juventud en una madurez por lo general poco interesante. Argentina, junto con toda América, es joven porque muere joven. Pero su juventud es también, a pesar de todo, ineficaz. En las fiestas de aquí veréis cómo al son de música mecánica un obrero veinteañero, que es una pura melodía de Mozart, se acerca a una muchacha que es un vaso de Benvenuto Cellini, pero de este acercamiento de dos obras maestras no surge nada… De modo que es un país donde la poesía no se hace realidad, pero con tanta más fuerza se percibe su presencia oculta, terriblemente silenciosa. Por otra parte, no se debería hablar de las obras maestras, porque en Argentina esta palabra está fuera de lugar; aquí no hay obras maestras, hay solamente obras, aquí la belleza no sólo no es nada anormal, sino que precisamente es la encarnación de la buena salud y del desarrollo medio, es el triunfo de la materia y no la revelación de Dios. Y esta belleza normal y corriente sabe que no es nada extraordinario, por lo que no se valora en absoluto —es, por tanto, una belleza totalmente laica, carente de gracia divina—, y, sin embargo, al estar por su esencia ligada a la gracia y a lo divino, resulta tanto más electrizante tomada como una renuncia. Y ahora: Lo mismo que con la belleza física ocurre con la forma: Argentina es un país de forma precoz y fácil, por aquí se ven poco esos dolores, caídas, suciedades, tormentos que sólo acompañan a la forma que se perfecciona poco a poco y con esfuerzo. La metedura de pata es un fenómeno raro. La timidez es una excepción.

Una clara tontería no es frecuente; esta gente no cae en el melodrama, el sentimentalismo, el patetismo o la bufonada, O al menos nunca cae del todo en ellos. Pero a causa de esta forma que madura con precocidad y sin dificultades (gracias a lo cual un niño se mueve con la desenvoltura de un adulto), que facilita, que pule, en este país no se ha creado una jerarquía de valores a la medida europea, y es esto quizá lo que más me atrae de Argentina. No sienten asco…, no se indignan…, no condenan… ni se avergüenzan… tanto como nosotros. Ellos no han vivido la forma, no han conocido su drama. El pecado en Argentina es menos pecaminoso, la santidad menos santa, la repugnancia menos repugnante, y no solamente la belleza corporal, sino en general toda clase de virtud resulta aquí menos altiva y está dispuesta a comer en el mismo plato con el pecado. Flota aquí algo en el aire que nos desarma; el argentino no cree en sus propias jerarquías o bien las acepta como algo impuesto. La expresión del espíritu en Argentina no es convincente, cosa que los argentinos saben mejor que nadie; existen aquí dos lenguajes diferentes: uno público, que sirve a1 espíritu, ritual y retórico, y otro privado con el que la gente se comunica a espaldas del primero. Entre estos dos lenguajes no hay la más mínima conexión; el argentino aprieta dentro de sí mismo un botón que le conecta a la grandilocuencia, después de lo cual aprieta el botón que lo devuelve a la cotidianidad. ¿Qué es la Argentina? ¿Es una masa que todavía no ha llegado a ser un pastel, es sencillamente algo que no tiene una forma definitiva, o bien es una protesta contra la mecanización del espíritu, un gesto de desgana o indiferencia de un hombre que aleja de sí mismo la acumulación demasiado automática, la inteligencia demasiado inteligente, la belleza demasiado bella, la moralidad demasiado moral? En este clima, en esta constelación podría surgir una verdadera y creativa protesta contra Europa, si…, si la blandura encontrase un método para hacerse dura…, si la indefinición pudiese convertirse en un programa, o sea, en una definición.

Jueves

Carta a los miembros del Club de Discusión de Los Ángeles: Gracias por el simpático Merry Christmas and a Happy New Year; la noticia de que la primera sesión del Club ha estado dedicada a un debate sobre mis obras me alegra

mucho. Permitidme, queridos Socios, que os responda con unos comentarios acerca de la actividad a que os dedicáis, o sea, acerca del arte de discutir. Quiero reflexionar con vosotros sobre este asunto, porque observo con desagrado que la discusión forma parte de esos fenómenos culturales que por lo general no nos aportan más que una humillación que yo llamaría «descalificadora». Pensemos de dónde viene ese veneno de la infamia con el que nos nutre la discusión. La emprendemos creyendo que nos debe clarificar quién tiene razón y cuál es la verdad, por lo tanto, primo, definimos el tema; secundo, determinamos los conceptos; tertio, cuidamos de la exactitud de la expresión, y quarto, de la lógica del razonamiento. Después de lo cual se produce una torre de Babel, una confusión de conceptos, un caos de palabras, y la verdad se ahoga entre la verborrea. Pero ¿por cuánto tiempo vamos a conservar esa ingenuidad de maestro, heredada del siglo pasado, según la cual es posible organizar una discusión? ¿Es que todavía no habéis entendido ciertas cosas? ¿Es que necesitáis aún más verborrea en este mundo enfermo de discusión para comprender que la vanilocuencia no es ningún puente que conduce hasta la verdad? ¿Queréis iluminar vuestras tinieblas con esta velita, cuando los faros marinos no consiguen penetrar en su muro?

Al decir que la discusión pertenece a los fenómenos «descalificadores», por descontado que me refería únicamente a las discusiones acerca de los asuntos sublimes y abstractos, pues nadie se expondrá a la vergüenza o la ridiculez debatiendo sobre las diferentes maneras de preparar un puré de patatas. Pero la ridiculez no es sólo consecuencia del hecho de que la discusión no puede estar a la altura de su cometido, la ridiculez surge ante todo de una mistificación en que nosotros mismos incurrimos y que se torna tanto más drástica cuanto más grande es el peso del tema a debatir. Es decir, fingimos ante los demás y ante nosotros mismos que buscamos la verdad, cuando de hecho la verdad no es más que un pretexto para nuestro desahogo personal en la discusión, en una palabra, para nuestro placer. Cuando jugáis al tenis, no tratáis de convencer a nadie de que se trata de algo más que el mismo juego, pero cuando lo que os lanzáis mutuamente son argumentos, no queréis admitir que la verdad, la fe, el concepto del mundo, el ideal, la humanidad o el arte se han convertido en una pelota, y que en el fondo lo único que importa es quién ganará, quién brillará, quién va a lucirse en esta batalla que nos llena la tarde de una forma tan agradable. ¿Sirve entonces la Discusión a la Verdad o la Verdad a la Discusión? Seguramente son válidas ambas posibilidades, y creo que en el desdoblamiento de este aspecto se oculta algo inaprehensible, lo cual constituye el secreto de la vida y de la cultura. Pero el hombre que habla tiene que ser consciente de por qué lo hace, y, en cambio, basta con que ocultemos tímidamente esa cara menos seria de la discusión para que nuestro estilo resulte falso y

quebradizo y surjan todas las infamias ligadas a ello. Las personas que olvidándose de las personas se concentran únicamente en la busca de la Verdad discurren de un modo pesado y falso, su habla carente de vida pierde la ligereza de la pluma para convertirse en plomo. Pero aquellos que saben liberar el placer, para quienes la discusión será al mismo tiempo trabajo y diversión —trabajo para divertirse, diversión para trabajar—, ésos no se dejarán agobiar y entonces el intercambio de frases tomará alas, brillará con encanto, pasión y poesía, y —cosa más importante— independientemente de su resultado se transformará en un triunfo. Porque incluso una tontería, incluso una mentira, no te hundirán si sabes divertirte con ellas. Me parece que, por casualidad, acabo de revelar el máximo y definitivo secreto del estilo: tenemos que saber deleitarnos con la palabra. Si la literatura se atreve a hablar no es en absoluto porque está segura de su verdad, sino porque está segura de su deleite. Pero si quiero llamar vuestra atención, queridos Socios, sobre esta característica de la discusión, es porque el mundo se ha vuelto mortal y estúpidamente serio, y nuestras verdades, a las que negamos el derecho de divertirse, se aburren demasiado y por venganza empiezan a aburrirnos también a nosotros. Nos olvidamos de que el hombre no existe solamente para convencer a otro hombre, sino también para ganárselo, conquistarlo, seducirlo, encantarlo, poseerlo. La Verdad no es sólo cuestión de argumentaciones, también es cuestión de seducción, esto es, de atracción. La Verdad no se realiza en un torneo abstracto de ideas, sino en un encuentro de personas. Como estoy condenado a leer una cantidad considerable de libros llenos sólo de argumentaciones, sé lo que quiere decir una verdad despersonificada, una verdad elaborada. Por eso me dirijo a vosotros con el siguiente llamamiento: no permitáis que la idea crezca en vosotros a expensas de vuestra personalidad. Me escribís que he sido objeto de vuestro debate. Quisiera preguntaros: ¿respetasteis mi persona? ¿No carecían acaso vuestras palabras de vibración? ¿Hablasteis de mí con emoción, fantasía y pasión, como se debe hablar del arte, o bien sólo extrajisteis de mí algunas de mis «opiniones» para roerlas como un hueso seco de mi esqueleto? Quiero que sepáis que no se puede hablar de mí de una manera aburrida, corriente y vulgar. Lo prohíbo terminantemente. Sobre mí sólo quiero palabras festivas. A los que se permitan hablar de mí de forma aburrida y sensata los castigo cruelmente; me muero en sus labios llenándoles su orificio bucal con mi cadáver.

Lunes

Dionys Mascólo: Le Communisme (Relation et communication ou la dialectique des valeurs et des besoins, Gallimard, París, 1953). Supongo que todavía me quedará algún comentario más por hacer acerca de este libro importante (importante porque se trata de un comunismo refinado, condimentado con todos los sabores elitistas, un comunismo para la aristocracia), del que he leído apenas cien páginas. Por el momento: El texto produce una sensación extraña. De una seriedad absoluta y de un absoluto infantilismo. De una absoluta sinceridad y de una absoluta falsedad. De un absoluto conocimiento de la realidad y de una absoluta ignorancia. ¿No debería decirse, pues, que Mascólo ha agotado hasta el fondo un cierto sentido de la existencia, pero que le falta la percepción de otro sentido, complementario? Esta obra se mantiene bien de pie, aunque sea sobre uno solo. Por eso a veces ilumina con un haz de luz deslumbrante la ponzoñosa alquimia de la cultura contemporánea y nuestro juego con cartas trucadas. Aquí Mascólo puede ser útil. Pero resulta totalmente impotente ante tu propia falsedad. Ocurre así porque no quiere ser él mismo, sino un instrumento; es un hombre que se ha subordinado a su cometido. No puede comprender el mundo porque quiere imponerse al mundo, es más, considera que imponerse es la única forma de comprender. Es un alma insistente, y lo es con premeditación. Esto se refleja en el estilo. Es un lenguaje que grita: ¡estoy a la altura debida! Soy profundo. Soy perspicaz. Soy consciente y auténtico. Sé utilizar todos los trucos, conozco todas las recetas, no me cogeréis en una ingenuidad. Y, sin embargo, este lenguaje no es personal. Es como si Mascólo asimilara la cantidad de conciencia, sutilidad, agudeza, etcétera, que están en el aire, justamente en ese aire que respira el intelectualismo contemporáneo; se ha apoderado de todo ello y lo utiliza hábilmente, pero no es propiedad suya. Nada pertenece a Mascólo, ya que él no se pertenece a sí mismo. Se podría extraer este «estilo» del libro y mandarlo en contra suya, bastaría con meterlo en otro sobre y enviarlo a otra dirección. En esta obra, donde el demonio de la intelligentsia comunistoide se lanza contra un cosmos igualmente demoníaco e igualmente abstracto, falta una sola verdad, a saber, la modesta, cálida y secreta verdad del autor.

Jueves

La crítica representa para mí un problema apremiante desde hace tiempo, quizá desde mis primeros contactos literarios con el público. Los polacos por lo general no son buenos psicólogos. El polaco, por ejemplo, no es capaz de juzgar propiamente al hombre con quien habla o cuyo libro lee. Yo sabía que el polaco no se tomaría la molestia de ponerse en mi lugar, donde la broma se convierte en seriedad, la irresponsabilidad en responsabilidad, la inmadurez en madurez, y que no sabría descubrir mi juego ni comprender sus razones. Pero de entre todos los polacos, el crítico literario, ese sabihondo profesional, es precisamente el ser que menos entiende de los hombres y, por consiguiente, de literatura, pues su lastre intelectual ahoga del todo la percepción directa, intuitiva del hombre. Así, al escribir Ferdydurke, un libro excepcionalmente difícil, es más, un libro que confunde e induce a error, sabía que si me entregaba indefenso en manos de esos señores, estaría perdido. Al mismo tiempo me planteé una serie de cuestiones. ¿Es justo que un autor esté indefenso ante el crítico? ¿Por qué razón debo aceptar sin protestas que me juzgue públicamente el señor X., que a lo mejor posee menos conocimiento de la vida que yo y que casi seguro tiene bastante menos idea acerca de lo que son problemas míos y no suyos? ¿Por qué la opinión del señor X., que al fin y al cabo es únicamente una opinión personal más, ha de adquirir el valor de una sentencia por el solo hecho de que él escribe en un periódico? ¿Por qué debo soportar esta arrogancia y esta impertinencia, esta apresurada incuria que lleva el solemne nombre de crítica? Si aceptara semejante dependencia del juicio humano, ¿acaso no entraría en contradicción con la aspiración fundamental de mi obra que debía asegurarme la libertad y la soberanía, y conferirme la «seguridad en mí mismo»? Pero ante todo me pregunté (porque en Ferdydurke pretendía darme a conocer en la mayor medida posible) si era justo que los autores adoptaran al escribir una pose como si la crítica no les importara en absoluto, como si aquellos juicios se emitieran en otro planeta, cuando en realidad todos escribimos para los hombres, su opinión es para nosotros decisiva, y el temor a ella nos domina… Estas preguntas resultaban tanto más dolorosas en cuanto que, siendo como era un autor casi desconocido y carente de autoridad, estaba escribiendo un libro desairadamente atrevido y provocador en el cual yo, un mocoso, ajustaba las cuentas a toda la cultura. Mi fuerza, sin embargo, iba a consistir justamente en la exhibición de mi debilidad. El mismo punto de partida del libro —la revelación de

mi propia inmadurez— iba a constituir la base de su fuerza. Por lo tanto, también decidí revelar mi actitud ante la crítica y, en lugar de pasar por alto este aspecto de la creación cubriéndolo con un tímido silencio como es habitual, hice todo lo posible para que quedase bien claro y patente el hecho de que el libro estaba escrito con temor ante la crítica, con odio hacia la crítica y con deseo de eludir a la crítica. Hoy, naturalmente, me siento mucho más seguro, me siento más a mis anchas entre la gente. Ya no estoy tan desesperadamente solo como cuando iba a ver a Kister con mis primeros manuscritos. Hoy puedo contraponer a la opinión de la señora X., que me considera un imbécil, en opinión del señor Y., que me aprecia. Y sin embargo…

Domingo

El frío viento del sur ha barrido de Buenos Aires una masa de aire caliente y húmedo y ahora sopla fluidamente, y ulula, silba, hace tintinear y crujir las ventanas, lanza al aire los papeles y provoca en los cruces de las calles unas auténticas orgías de brujas invisibles. Este viento seudootoñal también me arrastra a mí y se precipita conmigo —siempre, empero, hacia el pasado—; tiene el privilegio de evocar en mí el pasado y a veces durante horas enteras me dejo llevar por él sentado sobre un banco de cualquier lugar. Allí, entre las ráfagas de viento, trato de conseguir lo inalcanzable y, sin embargo, tan deseado: evocar el Witold Gombrowicz de las épocas irremediablemente pasadas. He dedicado mucho tiempo a la reconstrucción de mi pasado, he establecido laboriosamente la cronología, he forzado la memoria hasta el límite buscándome a mí mismo como Proust, pero no hay nada que hacer, el pasado no tiene fondo y Proust miente, no, no hay nada que hacer, nada absolutamente… Pero el viento del sur, provocando quién sabe qué trastornos en el organismo, produce en mí un estado de anhelo casi amoroso en medio del cual vago desesperadamente con un rictus en los labios e intento despertar en mí, aunque sólo sea por un instante, mi existencia pasada. En la avenida Costanera, con la mirada fija en las olas que, convertidas en espuma blanca, eran arrojadas con obstinada furia por encima del parapeto de piedra que bordea la orilla, evocaba yo, el Gombrowicz de hoy, a aquel lejano antepasado mío joven, tembloroso e indefenso. La trivialidad de aquellos acontecimientos adquiría hoy para mí (para mí que ya sabía, para mí que ya encarnaba precisamente mi propio futuro de aquel entonces, para mí que constituía la solución del misterio de aquel chico), adquiría, pues, el carácter sagrado de las leyendas sobre los lejanos comienzos; y hoy, yo ya conocía la importancia de aquel ridículo sufrimiento, la conocía ex post… Así que recordé, por ejemplo, una noche cuando él —yo— había ido a la finca de unos vecinos, en Bartodzieje, a una fiesta en la que se encontraba una persona que a él —a mí— transportaba a un estado de embeleso y ante la cual yo —él— quería brillar, lucir; y eso era para mí —para él— absolutamente necesario. Pero apenas entrado en el salón, en lugar de admiración, me encuentro con la compasión de las tías, las bromas de las primas, y la vulgar ironía de todos los nobles de la vecindad. ¿Qué había ocurrido? Había ocurrido que Kaden-Bandrowski «se cargaba» uno de mis cuentos, por lo demás en unas palabras llenas de indulgencia, pero dando a entender inequívocamente que me faltaba talento. Y el periódico había caído en sus manos y ellos, por supuesto, le habían dado crédito, porque al fin y al cabo «se

trataba de un escritor experto en la materia». De modo que aquella noche, verdaderamente, yo no sabía dónde esconderme. Si él —yo— se sentía impotente en semejantes casos, no era en absoluto porque la situación le viniera grande. Todo lo contrario. Esas situaciones eran irrefutables, ya que no merecían ser refutadas; eran demasiado tontas y ridículas para poder tomar en serio los sufrimientos que infligían. De modo que sufrías y al mismo tiempo tenías vergüenza de tu sufrimiento, y tú, que ya en aquel entonces sabías apañártelas bastante bien con unos demonios mucho más peligrosos, aquí te hundías terriblemente, descalificado por tu propio dolor. ¡Pobre, pobre muchacho! ¿Por qué no estuve entonces a tu lado, por qué no pude entrar en aquel salón y ponerme justo detrás tuyo para que te sintieras completado por el futuro sentido de tu vida? Pero yo —tu realización— estuve —estoy— a mil millas, a muchos años de distancia de ti, y estaba —estoy— sentado aquí, en esta orilla americana, tan amargamente retrasado…, con la mirada fija en el agua que brota por encima del parapeto de piedra, colmado por la distancia del viento que llega a toda velocidad de la zona polar.

Domingo

Cuando hoy, años más tarde, ya mucho más tranquilo y menos expuesto a las gracias y desgracias de los juicios ajenos, considero las ideas acerca de la crítica expuestas en Ferdydurke, las suscribo una vez más sin reparos. Basta ya de obras inocentes, obras que entran en la vida Con la cara de quien no sabe que será violado con mil juicios idiotas; basta de autores que fingen que esa violación cometida en ellos por un juicio superficial y descuidado es algo incapaz de herirles y algo que se debe ignorar. Una obra, aunque nacida de la más pura contemplación, debería estar escrita de manera que asegure al autor una ventaja en su partida contra los demás. Un estilo que no sabe defenderse ante un juicio humano, que hace que su creador sea pasto de cualquier cretino, no cumple con su cometido más importante. Pero la defensa ante esas opiniones sólo es posible si logramos mostrarnos humildes y confesamos la enorme importancia que esos juicios revisten para nosotros, incluso cuando proceden de un imbécil. Por eso el hecho de que el arte se vea inerme ante los juicios humanos es la triste consecuencia de su orgullo. ¡Yo estoy por encima de todo esto, yo sólo tengo en cuenta la opinión de los sabios! Pero esta ficción es absurda, mientras que la

verdad, una verdad difícil y trágica, es que el juicio de un imbécil también tiene su importancia, también nos crea, nos plasma por dentro y por fuera, conlleva unas consecuencias de carácter práctico y vital de gran importancia. Sin embargo, la crítica todavía tiene otro aspecto. Se la puede contemplar desde el punto de vista del autor, pero también se la puede mirar desde el punto de vista del público, y entonces adquiere unos matices aún más claros de escándalo, falsedad y engaño. ¿Cómo están las cosas? El público quiere estar informado por la prensa sobre los libros que aparecen. De ahí que haya surgido una rama de la crítica periodística dominada por gente que tiene contactos con la literatura. Sin embargo, si esa gente de veras tuviera algo que hacer en el terreno del arte, si echara raíces en él, con toda seguridad no se habría limitado a escribir articulillos; pero no, casi siempre son literatos de segundo o tercer orden, personas que tienen una relación lábil, más bien de carácter social, con el mundo del espíritu, personas que no están a la altura de las cuestiones de las que deben tratar. Y en esto precisamente consiste la mayor dificultad, imposible de eludir, y de la que surge toda la inmoralidad y el escándalo de la crítica. Mi pregunta es la siguiente: ¿cómo un hombre inferior puede criticar a otro superior, juzgar su personalidad, valorar su trabajo? ¿De qué modo puede suceder esto sin convertirse al mismo tiempo en un absurdo? Jamás los señores críticos, al menos los polacos, han dedicado a esta delicada cuestión siquiera cinco minutos de su tiempo. Y, sin embargo, Mengano, que juzga a un hombre de la categoría de Norwid, por ejemplo, se pone en una situación tremendamente peligrosa, imposible. Porque para juzgar a Norwid tendría que estar por encima de él, cuando resulta que está por debajo. Esta falsedad fundamental provoca una cadena interminable de otras falsedades. Y la crítica se convierte justamente en la negación de todas sus más altas pretensiones. ¿Quieren ser jueces del arte? Primero tendrían que llegar hasta él, y ellos no pasan de la antesala, no tienen acceso a aquellos estados del espíritu de los que nace el arte y no saben nada de su intensidad. ¿Quieren ser metódicos, profesionales, objetivos, justos? Pero si ellos mismos son el triunfo del diletantismo cuando se ponen a hablar de los temas que no son capaces de abordar. Constituyen el ejemplo de la más ilegal usurpación. ¿Guardianes entonces de la moralidad? Pero si la moralidad se basa en una jerarquía de valores, cuando ellos son justamente la burla de la jerarquía. El mismo hecho de que existan ya es esencialmente inmoral. Ellos no se han legitimado con

nada, no han dado ninguna prueba de tener derecho a desempeñar este papel. Lo único es que el jefe de la redacción les deja escribir. Entregándose a una labor inmoral que consiste en expresar unos juicios baratos, fáciles, apresurados e infundados, desean juzgar la moralidad de aquellos que han invertido toda su vida en el arte. ¿Quieren juzgar el estilo? Pero si ellos mismos son la parodia del estilo, la personificación de lo pretencioso. Son hasta tal punto malos estilistas que no les disgusta la incurable disonancia de aquel maldito «por encima» y «por debajo». Y no hablemos ya del hecho de que escriben con prisas y descuidadamente; representan la hez del periodismo más barato… ¿Maestros, educadores, guías espirituales? En efecto, ion ellos quienes han enseñado al lector polaco esa verdad acerca de la literatura que la define como una suerte de redacciones escolares escritas para que el profe pueda poner una nota; esa verdad que trata a la creación no como un juego de fuerzas imposibles de controlar plenamente, no como una explosión de la energía, no como el trabajo de un espíritu que se está creando, sino como una «producción» literaria anual con las inseparables críticas, concursos, premios y artículos de fondo. Son unos verdaderos maestros de la trivialización, unos artistas en la transformación de la durísima vida en una papilla insípida en la cual todo es más o menos mediocre y sin importancia. Estos son los efectos catastróficos causados por el exceso de parásitos. Escribir sobre literatura es más fácil que escribir literatura, éste es el problema. Yo, en su lugar, reflexionaría profundamente sobre la manera de salir de esa infamia cuyo nombre es facilidad. Porque su superioridad es de carácter puramente técnico. Su voz resuena potente no porque sea potente, sino porque les dejan hablar a través de los altavoces de la prensa. ¿Cómo salir, pues, de esta situación? Rechaza con rabia y con orgullo toda clase de ventajas artificiales que te proporcione tu situación. Porque la crítica literaria no consiste en que un hombre juzgue a otro (¿quién te ha dado este derecho?), sino que es un encuentro de dos personalidades con derechos exactamente iguales. Por lo tanto: no juzgues. Describe únicamente tus reacciones. Nunca escribas del autor o de la obra, sino de ti mismo en confrontación con la obra o con el autor. De ti sí puedes escribir.

Pero, al escribir sobre ti mismo, escribe de manera que tu persona cobre importancia y vida, que se convierta en tu argumento decisivo. No escribas, pues, como un seudocientífico, sino como un artista. La crítica debe ser tan intensa y vibrante como lo que toca, de lo contrario no será más que el escape del gas de un globo, el degollamiento con un cuchillo embotado, la descomposición, la anatomía, la tumba. Y si no tienes ganas o no sabes hacerlo, mejor que te vayas. (He escrito este texto al enterarme de que la Unión de Escritores Polacos en el Exilio —considerando que la crítica es particularmente importante para la creación literaria— ha instituido un premio de 25 libras esterlinas al mejor trabajo crítico. Aunque todos esos premios acontecen fuera de mí, aunque es un baile al que no he sido invitado…, quién sabe, si esta vez… Presento este «trabajo crítico» al premio y lo recomiendo encarecidamente al Comité.)

Sábado

A las personas interesadas en mi técnica literaria les transmito la siguiente receta. Entra en la esfera del sueño. Tras lo cual ponte a escribir la primera historia que se te ocurra y escribe unas veinte páginas. Luego léelo. En estas veinte páginas habrá quizá una escena, unas cuantas frases sueltas, una metáfora que te parecerán excitantes. Entonces vuelve a escribirlo todo una vez más tratando de que esos elementos excitantes se conviertan en la trama, y sigue escribiendo sin tener en cuenta la realidad, tendiendo sólo a satisfacer las necesidades de tu imaginación. Durante esta segunda redacción, tu imaginación tomará ya una dirección determinada, y llegarás a unas asociaciones nuevas que definirán con más claridad tu campo de acción. Entonces escribe las siguientes veinte páginas siguiendo siempre la línea de asociaciones, buscando siempre el elemento excitante, creativo, misterioso y revelador. Luego vuelve a escribirlo todo una vez más. Haciéndolo

así, ni te darás cuenta siquiera del momento en que surjan unas cuantas escenasclaves, metáforas, símbolos (como en Transatlántico «el caminar», «la pistola vacía», «el potro», o en Ferdydurke «las partes del cuerpo»), y conseguirás la clave adecuada. Todo empieza a tomar cuerpo bajo tus dedos por la fuerza de su propia lógica; las escenas, los personajes, los conceptos, las imágenes exigen su complemento y lo que ya has creado te dictará el resto. Pero, aunque te sometas pasivamente a la obra, dejando que vaya creándose sola, lo esencial es que ni por un momento dejes de dominarla. Tu principio a este respecto debe ser el siguiente: no sé adónde me llevará la obra, pero me lleve adonde me lleve tiene que expresarme y satisfacerme. Al empezar Transatlántico, yo no tenía ni idea de que me llevaría a Polonia, sin embargo, cuando esto sucedió, traté de no mentir —de mentir lo menos posible— y de aprovechar la ocasión para desahogarme… Y todos los problemas sugeridos por una obra que se crea de este modo a sí misma y a ciegas —problemas de ética, de estilo, de forma, de intelecto—, deben solucionarse con la plena participación de tu más aguda conciencia y con el máximo sentido de la realidad (ya que todo es un juego de compensaciones: cuanto más loco, fantástico, intuitivo, imprevisible e irresponsable seas, tanto más sobrio, responsable y dueño de ti mismo debes ser). Resultado: entre tú y la obra surge una lucha igual que la que se origina entre un carretero y los caballos desbocados. No puedo dominar los caballos, pero debo tener cuidado de no caerme en ninguna de las vueltas. A dónde llegaré, no lo sé, pero tengo que llegar sano y salvo. Es más, debo procurar extraer el mayor placer posible de esta carrera. En definitiva: de la lucha entre la lógica interior de la obra y mi persona (puesto que no se sabe si la obra es sólo un pretexto para que yo me exprese, o bien yo soy un pretexto para la obra), de este forcejeo surgirá una tercera cosa, intermedia, algo que no parece estar escrito por mí y sin embargo es mío, algo que ni es forma pura, ni tampoco expresión mía directa, sino una deformación surgida en la esfera del «entre»: entre yo y la forma, entre yo y el lector, entre yo y el mundo. A esta extraña criatura, a este bastardo, lo meto en un sobre y lo envío al editor. Luego leéis en la prensa: «Gombrowicz ha escrito Transatlántico para, demostrar…», «La tesis del drama El matrimonio es…», «En Ferdydurke, Gombrowicz quiere decir…».

Viernes

Carta del para mí desconocido señor H., de Londres. Me pregunta si en mi opinión no es un antisemita que merece reprobación cierto diplomático polaco que en su Diario tilda a un judío de «roñoso». Siento no haber guardado copia de mi respuesta, que más o menos era como sigue: «Se equivoca usted de plano. La invectiva que define a un judío es "roña”. La palabra "roñoso” se utiliza en el lenguaje coloquial igualmente con respecto a los arios, de modo que aunque ambas palabras tienen la etimología común, nada nos autoriza a creer que haya sido usada a causa del origen hebreo de la susodicha persona. Hace unos días leí el texto al que usted se refiere y ni se me pasó por la cabeza sospechar que el autor fuese antisemita. Además debo confesarle que a mí también —aunque es fácil deducir de mi literatura que tengo poco que ver con el antisemitismo— se me escapa a veces la palabra "roña” cuando algún semita concreto me saca de quicio. Y sucede así porque no soy un filosemita estricto, forzado, sino un filosemita flexible, con todos los atavismos propios de un, ¡ay, Señor!, noble del campo.» Supongo que esta respuesta no habrá satisfecho a mi corresponsal. Pero qué le vamos a hacer. Además, cierta sensación de vergüenza me impide escribir exactamente lo que la gente espera de mí. La inmensidad del crimen cometido contra los judíos me ha conmovido profundamente y para siempre. Sin embargo, he preferido no hablar de ello en la carta. Lo hubiese escrito, pero en una carta dirigida a un antisemita. Pero debo puntualizar también que esta manía de cogerse a las palabras no me convence demasiado. Hay en ella un rencor que —precisamente a causa de la grandiosidad de la tragedia— resulta poco serio. Diré más: un judío que insiste demasiado en que lo traten «como un hombre», o sea, como si no se diferenciara por nada de los demás, me parece un judío no del todo consciente de su condición de judío. Tienen razón reclamando esta igualdad, es justo y comprensible, pero no está a la altura de su realidad. Es demasiado simple, demasiado fácil… No me gusta en los judíos que no estén a la altura de su vocación. ¿Cuántas veces me ha sorprendido, conversando con judíos por lo demás inteligentes, topar

con esa mezquindad en el modo de juzgar su propio destino? ¿Por qué el mundo no quiere a los judíos? Pues porque están más capacitados, tienen dinero, crean competencia. ¿Por qué el mundo no quiere admitir que el judío es un hombre igual que todos los demás? Pues por una cuestión de propaganda, de prejuicios raciales, de falta de cultura… Cuando oigo de labios de esta gente que el pueblo judío es como los demás, me siento más o menos como si oyera a Miguel Ángel aseverar que no se diferencia en nada de nadie, a Chopin pedir una vida «normal», a Beethoven asegurar que él también tiene derecho a la igualdad. Desgraciadamente, aquellos a quienes les ha sido concedido el derecho a la superioridad no tienen derecho a la igualdad. No existe otro pueblo más evidentemente genial, y lo digo no sólo porque ellos han representado las más importantes inspiraciones del mundo, porque a cada momento saltan con un nombre que pasa a la historia o porque han sabido imprimir su sello a la historia. El genio judío es evidente en su propia estructura, o sea, en el hecho de que, lo mismo que la genialidad individual, está estrechamente unido a la enfermedad, la caída y la humillación. Genial por enfermo. Superior por humillado. Creativo por anormal. Este pueblo, igual que Miguel Ángel, que Chopin y que Beethoven, encarna la decadencia que se transforma en creación y progreso. Este pueblo no tiene un fácil acceso a la vida, está en desacuerdo con la vida, por eso se convierte en cultura. El odio, el desprecio, el miedo, la aversión que despierta este pueblo en otros son del mismo orden que los sentimientos que producía en los campesinos alemanes el Beethoven enfermo, sordo, sucio, histérico y gesticulante durante sus paseos. El vía crucis del pueblo judío es por su naturaleza el mismo que el de Chopin. La historia de este pueblo es una provocación secreta, igual que las biografías de todos los grandes hombres: la provocación del destino, la atracción hacia sí mismo de todos los desastres que puedan contribuir al cumplimiento de la misión… de pueblo escogido. No se sabe qué fuerzas de la vida han podido provocar este hecho terrible, y aquellos que lo constituyen que no se hagan ilusiones ni por un momento de conseguir salir de estos abismos para alcanzar una planicie. Es curioso que la vida de un judío, incluso la del más común y más sano, siempre será, en cierta medida, la vida de un hombre célebre: aunque sano y normal, aunque no se diferencie en nada de los demás, no obstante es diferente y se le trata de otra forma, tiene que vivir aislado, estará —aunque no lo quiera— al margen. De modo que se puede decir que hasta un judío mediocre está condenado

a la grandeza por el solo hecho de ser judío. Y no sólo a la grandeza. Está condenado a una lucha suicida y desesperada con su propia forma, puesto que no se quiere a sí mismo (como Miguel Ángel). Así pues, no liquidaréis este horror imaginándoos que sois «normales» y nutriéndoos de la idílica sopita del humanitarismo. Pero ojalá la lucha contra vosotros se vuelva menos infame. En cuanto a mí se refiere, la luz que emana de vosotros me ha iluminado a menudo y os debo mucho.

Jueves

Me levanté, como de costumbre, a eso de las diez, y desayuné: té con bizcochos y después copos de avena. Cartas: una de Litka, de Nueva York; otra de Jeleński, de París. A las doce fui a la oficina (a pie, no está lejos). Hablé por teléfono con Marril Alberes sobre la traducción y con Russo para discutir el proyectado viaje a Goya. Llamó Ríos para decirme que ya habían vuelto de Miramar, y Dbrowski (en relación con el piso). A las tres, café y pan con jamón. A las siete salí de la oficina y me dirigí a la avenida Costanera para respirar un poco de aire fresco (hace mucho calor, unos 32 grados). Estuve pensando en lo que ayer me contó Aldo. Luego fui a casa de Cecilia Benedit y fuimos juntos a cenar. Comí: sopa, bistec con patatas y ensalada, compota. Hacía tiempo que no la veía, así que me contó sus aventuras en Mercedes. Se sentó a nuestra mesa cierta cantante. También hablamos de Adolfo y de su astrología. De allí, alrededor ya de las doce, me fui a Rex a tomar un café. Se sentó a mi mesa Eisler, con quien mis conversaciones suelen ser más o menos como sigue: — ¿Qué hay de nuevo, señor Gombrowicz? —Entre usted en razón, señor Eisler, se lo ruego. De vuelta a casa entré en el Tortoni para recoger un paquete y hablar con Pocho. En casa leí el Diario de Kafka. Me dormí a eso de las tres.

Publico lo que antecede para que sepáis cómo soy en mi vida cotidiana.

Capítulo IX

SÁBADO

Notablemente sabio — Excepcionalmente estúpido Profundamente moral — Escandalosamente inmoral Absolutamente real — Locamente irreal Muy sincero — Muy insincero

Esta es la doble vía por donde discurren mis sensaciones durante la lectura de Mascólo (Dionys Mascólo: Le Communisme, relation et communication ou la dialectique des valeurs et des besoins). Un libro perspicaz y peligroso en su belicosa monotonía. El objetivo expreso de esta obra es poner en primer plano en el marxismo la teoría de la necesidad como base del materialismo dialéctico. Pero en esta ocasión Mascólo blande la espada contra el intelectualismo contemporáneo, contra todo un sector del pensamiento no comunista, y sus golpes dan en el blanco, puesto que tiene a su enemigo dentro de sí mismo, él, que es el típico intelectual de París, Madrid o Roma, cliente asiduo de los mismos cafés, admirador de los mismos poemas, oyente de la misma música, degustador de los mismos sabores y cultivador de las mismas ideas… Pero por eso es un libro escrito con un cuidado que no disminuye ni por un momento, que prevé todas las objeciones. ¡Cómo cubre sus posiciones! Primo: este libro no te habla con la voz de un comunista, sino precisamente con la voz de un intelectual independiente que ha comprendido el comunismo; pero al mismo tiempo (ya que semejante independencia no queda muy de acuerdo con el materialismo dialéctico) no es una obra de un intelectual clásico, sino la de un hombre que es «suficientemente intelectual para no ser comunista y suficientemente comunista para no ser intelectual». De modo que Mascólo se organiza su propia posición entre el comunismo y el intelectualismo clásico. Secundo: aquí impera el más alto nivel del pensamiento, aquí se piensa en serio y

de verdad, de manera que no solamente se critica la Rusia Soviética, sino que ni siquiera se oculta el hecho de que el comunismo es el más arduo y el más sangriento de los deberes. Sin embargo, también se dice: esto es inevitable; nadie podrá frenarlo; es moral y materialmente indispensable; es el imperativo de la historia y la conciencia. Tertio: la mayor e incansable energía se utiliza para demostrar que el comunismo es el alfa y omega de nuestro tiempo, la revisión de todos los valores a una escala jamás vista hasta ahora, el cambio radical de todo, la única revolución posible y la revolución que abarca todas las revoluciones posibles, que estamos metidos en ello hasta el punto de que se hace imposible mantenerse «fuera», y este punto de vista es lo que confiere al texto la fuerza de algo superior, la inmensidad de una ballena que soporta sobre su lomo el mundo entero. Y no hay otra cosa de la que Mascólo se guarde más que del error generalmente difundido entre la intelligentsia procomunista que atribuye al comunismo el carácter de una idea y lo introduce como una idea más. No, el comunismo no es una idea, no es ninguna verdad, es solamente algo que le posibilita al hombre llegar a la verdad y a la idea. El comunismo es la liberación del hombre de sus dependencias materiales que hasta ahora no le han permitido pensar y sentir correctamente, de acuerdo con su verdadera naturaleza. Quarto: la contundente tesis sobre el paralelismo entre el espíritu y la materia, esta idea fascinante y reveladora, aparece aquí, como Dios se le apareció a Moisés, y dicta su ley. Todo esto no constituye ningún descubrimiento; sin embargo, el efecto de estas revelaciones, de las que ya hace tiempo que estoy harto, vuelve a hacerse molesto, pues han sido pasadas por el prisma de una razón parecida a la mía, de una cultura como la mía; aquí me está hablando alguien que me es próximo, que se ha educado con los mismos maestros, que, sin embargo, siguiendo mi mismo camino, ha llegado a otro lugar, desde el que se aprecia un panorama distinto. ¿Por qué? ¿Cómo ha podido suceder? ¿Quién de nosotros dos se ha equivocado de dirección? Por otra parte, también hay que confesar que a la gente como yo le es especialmente difícil resistirse al comunismo, ya que está unida a él por toda su inclinación intelectual, hasta el punto de que el pensamiento comunista es prácticamente su propio pensamiento, el cual, en algún lugar, en un único punto, se deforma, y a partir de allí se vuelve extraño y hostil. No resulta difícil condenar el comunismo cuando se cree en la Santísima Trinidad. Tampoco es difícil, si se respira la belleza del tiempo pasado. Es fácil cuando se es un fiel representante del propio ambiente, cuando se es conde, soldado de caballería, terrateniente, comerciante o industrial, ingeniero o médico, miembro de la Asociación de los nobles terratenientes, conservador o financiero, Sienkiewicz o antisemita. Pero ¿yo? Yo, que reclamo una humanidad sin fetiches, yo el «traidor» y el

«provocador» de mi «esfera», yo, para quien la cultura contemporánea es una mistificación…; ¿cómo puedo estar en conflicto con el comunismo, si mi mano arranca las máscaras de mi propia cara y de los rostros de los demás, si el mismo deseo de una realidad no falsificada vive en mí con tanta intensidad, si amo ese doloroso nacimiento de un nuevo mundo y lo saludo, mientras se abre camino desde hace casi doscientos años, conquistando una posición tras otra…? De veras creo haber atravesado las fases iniciales de este proceso por mi cuenta y tal vez de una forma más propia y más auténtica que muchos de ellos, los comunistas. He derrotado a Dios en mí mismo. He aprendido a pensar despiadadamente. Es más, he aprendido a descubrir la belleza en la destrucción de la belleza anterior y el amor en el abandono de los viejos amores. Otras ataduras que podían limitarme, de carácter patrimonial o social, ya habían desaparecido tiempo atrás. Hoy no hay respeto, autoridad o afecto que me puedan frenar, soy libre, libre y una vez más libre. ¿Por qué rechazo el comunismo?

Domingo

Eichler se ha marchado al campo y yo me he mudado por unos días a su piso. Ya anoté en este diario que prefiero no querer al arte —es decir, que espero que el arte se me imponga—, no soy de los que van detrás de él… Bien, pues los cuadros de Eichler han empezado a imponérseme desde las paredes de este cuarto angosto por un contenido que no he sido capaz de adivinar. En este hombre y en su pintura, que se le parece mucho —es obstinadamente suya, pura, llevada hasta la máxima expresividad dentro del marco extraordinariamente estrecho de su estilo—, se esconde algún misterio «biológico» que no consigo descifrar. Sospechaba que fuera histérico, pero al conocerlo mejor descubrí en él una naturaleza fuerte y equilibrada. De todos modos, esos colores, esas líneas que con tanta insistencia (es una característica del arte) repiten lo mismo en diversas combinaciones de la forma, me hicieron pensar en una «traición sedosa», y a falta de algo mejor me agarré a esta definición. ¿Una traición? ¿Qué traición? ¿Es posible saberlo? Cada uno de nosotros huye de la vida por una portezuela diferente y hay un millón de puertas que conducen a los infinitos campos de la traición. Pero (he estado pensando sentado frente a esas formas ambiguas) qué impotencia la de la teoría ante la existencia; y Eichler me ha parecido como el agua que se escurre por entre los dedos de Mascólo, como la serpiente que desaparece en la hierba, como la hormiga, como el insecto en el follaje centelleante y trémulo al viento.

Lunes

Podría oponer al comunismo ciertas objeciones de carácter intelectual. Son muchas las razones por las que esta filosofía no me convence, pero sobre todo porque a mi entender el comunismo no es tanto un problema filosófico o ético cuanto técnico. ¿Decís que para que el espíritu empiece a funcionar correctamente, las necesidades del cuerpo deben estar satisfechas? ¿Aseveráis que hay que asegurarle a todo el mundo un bienestar mínimo? Pero ¿dónde está la garantía de que vuestro sistema será capaz de asegurar el bienestar? ¿Acaso debo buscarla en la Rusia Soviética que hasta ahora no puede nutrir a su propia población sin el trabajo de esclavos, o en vuestros razonamientos donde se habla de todo menos de la eficacia técnica del sistema? Si el comunismo es materialismo y quiere influir en el espíritu a través del cambio de las condiciones materiales, ¿por qué me habláis tanto del espíritu y tan poco de la manera en que sería posible vencer a la materia? La discusión que debería desarrollarse entre especialistas de la producción y la organización ha sido dirigida hacia los campos generales como si se tratara de cualquier otra filosofía. Pero mientras no queden aclaradas las posibilidades técnicas del comunismo, todas las demás deliberaciones no son más que sueños. No obstante, aunque de vuestros cálculos resultara claramente que vuestro sistema doblará o triplicará la cantidad de bienes por cabeza, liberando con ello al hombre de la miseria, personalmente yo no sería capaz de comprobar esos cálculos, puesto que esta cuestión técnica requiere un conocimiento técnico del mundo que yo, no siendo experto en la materia, no poseo. De modo que lo único que podría hacer es creeros, pero de la misma manera podría creer a otros especialistas, cuyos cálculos demostrasen algo totalmente contrario. ¿Debería, pues, apoyar una revolución en base a unas premisas tan frágiles, una revolución que está destruyendo toda la organización existente hasta ahora, creada para dominar la naturaleza? ¿Tragándome, además, sin problemas toda la violencia que acompaña a estas iniciativas?

Jueves

En el plano intelectual tendría muchos argumentos más contra el comunismo. Pero ¿no sería más oportuno, desde el punto de vista de mi política personal, no escribir y ni siquiera reflexionar sobre ello? El artista que se deja arrastrar hacia los terrenos de estas especulaciones cerebrales está perdido. Nosotros, hombres del arte, últimamente nos hemos dejado embaucar demasiado sumisamente por filósofos y otros científicos. No hemos sabido mantenernos lo bastante independientes. El excesivo respeto por la verdad científica nos ha ofuscado nuestra propia verdad; en un deseo demasiado ardiente de comprender la realidad, nos olvidamos de que no estamos hechos para comprender la realidad sino para expresarla, de que nosotros, el arte, somos la realidad. El arte es un hecho y no un comentario añadido al hecho* No es tarea nuestra explicar, aclarar, sistematizar, probar. Nosotros somos la palabra que afirma: esto me duele, esto me encanta, esto me gusta, a esto lo odio, a esto lo deseo, esto es lo que no quiero… La ciencia permanecerá siempre abstracta, pero nuestra voz es la voz de un hombre de carne y hueso, es una voz individual. No es la idea, sino la personalidad, lo que nos importa. No nos realizamos en la esfera de los conceptos, sino en la esfera de las personas. Somos y debemos seguir siendo personas, nuestro papel consiste en hacer que en un mundo cada vez más abstracto no deje de resonar la viva palabra humana. Creo, por tanto, que la literatura se ha sometido demasiado a los profesores y que nosotros, los artistas, tendremos que armar escándalo para romper estas relaciones; nos veremos obligados a comportarnos ante la ciencia de un modo muy arrogante y descarado para que se nos pasen las ganas de los insanos flirteos con las fórmulas de la razón científica. Habrá que contraponer de la forma más tajante posible nuestra propia razón individual, nuestra vida particular y nuestros sentimientos a las verdades de laboratorio. De modo que tal vez sería mejor no intentar comprender el marxismo y dejar que este fenómeno calara dentro de mí sólo en la medida en que se encuentra en el aire que respiro. Pero semejante fuga intelectual significaría que en cuanto persona concreta no soy capaz de oponerle resistencia. Por lo tanto, más bien debo entrar en ese reino extraño para mí, pero debo hacerlo como un invasor que proclama su propia ley. Una cosa debo decir: me importan bien poco los argumentos en pro y en contra, todo ese baile en el que los sabios se pierden con la misma facilidad que el último de los ignorantes. Pero al percibir al hombre de una manera directa,

observo vuestras caras cuando habláis y veo cómo la teoría os las deforma. No es de mi incumbencia juzgar la legitimidad de vuestras razones, lo que yo quiero es que vuestra razón no convierta vuestra cara en un morro, que bajo su influencia no os volváis repelentes, odiosos e indigestos. No es cosa mía controlar las ideas, lo que sí constituye mi cometido es constatar directamente cómo una idea influye a una persona. El artista es aquel que dice: ese hombre habla bien, pero él mismo es un imbécil. O bien: de los labios de este hombre mana la más pura moralidad, pero tened cuidado con él, pues él mismo, al no poder satisfacer su propia moralidad, se convierte en un canalla. Lo cual creo que tiene valor en cuanto que la idea, abstraída del hombre, no existe plenamente. No existen más ideas que las encarnadas. No hay verbo que no sea carne.

Lunes

El drama de Mascólo y de sus congéneres… Ese proceso espiritual del que él nace, ¡qué maravilla! No hay nada más conmovedor que la visión de una humanidad rompiendo todas sus amarras en el transcurso de los dos últimos siglos para pasar de la estática a la dinámica absoluta —del hombre y del mundo ya dados al hombre y al mundo sometidos a una continua creación—, igual que un barco que sale del puerto al mar abierto. Habiendo destruido el cielo, habiendo destruido en nosotros todo lo estable, nos hemos revelado a nosotros mismos como un elemento imprevisible, y nuestra soledad y unicidad en el cosmos, este inaudito desencadenamiento de nuestra humanidad en un espacio no ocupado por nada más que por nosotros, puede sorprender y horrorizar. La temeridad de esta presión no tiene precedentes. La gente que toma parte en este proceso, como Mascólo, como yo, como casi toda la intelligentsia europea, con toda razón podría experimentar los más terribles temores y escrúpulos, si la cosa no tuviera el carácter de lo ineludible. Y si el comunismo se ha convertido para muchos en un fenómeno tan fascinante, es porque constituye la más fuerte materialización de la inteligencia hasta ahora conocida; es como si los conjuros de los espíritus más iluminados hubieran invocado por fin desde la nada una fuerza social, o sea, una fuerza compuesta de hombres, capaz de actuar concretamente. No había más remedio que poner la cabeza en la boca del lobo, y ahora sólo se trata de que este lobo no nos devore. Mascólo encarna el drama de la intelligentsia que ha engendrado el comunismo para dejarse devorar por él. En todo este pensamiento se evidencia el juego de dos elementos que, llevados a una gran tensión, se excluyen mutuamente: la fuerza y la debilidad. Y es aquí donde probablemente se oculta la clave del misterio del porqué este pensamiento parece a la vez moral e inmoral, sabio e insensato, sobrio y ebrio. Este pensamiento, al haber destruido, como hemos dicho, el viejo orden metafísico, se ha encontrado cara a cara con el mundo. Un mundo en apariencia extremadamente fácil de dominar por el pensamiento, porque habían desaparecido todos los frenos que lo retenían y porque el pensamiento se había convertido en el único árbitro de la realidad. Por lo tanto, Mascólo se sintió amo del mundo (de ahí

el orgullo y el sentido del poder que emanan de su libro). Pero, por otra parte, cuando Mascólo, desde lo alto de su posición, abarcó con la mirada el mundo entero, éste resultó ser algo tan desmesuradamente grande en su diversidad, tan inagotable en su movimiento, que Mascólo, este soberano, se sintió perdido en él y su pensamiento se puso a resollar pesadamente de terror (de ahí el pánico de su libro). Pero en el momento en que Mascólo apartó la vista del mundo para confrontarse con su propio pensamiento, se vio atrapado por la misma contradicción. Por un lado, este pensamiento es el juez único y supremo, el guía de la humanidad, el organizador de la materia. Pero, por otra parte, es una cosa impura, dependiente de la existencia, sometida a la materia, algo que apenas puede llamarse «pensamiento» en la antigua acepción de la palabra. Así que también a la vista de ello, Mascólo experimentó el más alto éxtasis del poder y a la vez el más terrible sentimiento de aplastante impotencia. ¿Qué hacer, pues? ¿Confiar en la fuerza del pensamiento y con él lanzarse contra el mundo? ¿O bien no confiar demasiado en la razón y dejar que el mundo se vaya creando por sí solo? En este segundo caso, la razón ya no se pregunta cómo debe ser el mundo, sino que, estrechando el campo de su acción, se interroga: ¿cómo debo actuar yo en el mundo? Y se convierte en lo que ha sido desde hace siglos, en el instrumento que le permite al individuo discernir a escala de la vida individual. Y a esta escala reducida, la razón se siente más segura. Pero Mascólo ha escogido el primero de estos caminos. ¿Por qué? Ante todo porque, aparentemente, a un pensamiento que se subordina a la materia no le queda más remedio que transformar esta materia; para un hegeliano que es marxista, sencillamente no hay otro camino que el que conduce a la reforma de las condiciones del pensamiento, y por lo tanto, a la reforma del mundo. Sin embargo, todo esto por sí solo no hubiese podido persuadir al pensamiento de Mascólo a cometer la locura de asaltar el mundo entero; este pensamiento individual, si le hubiese quedado cuanto menos un poco de sentido de la proporción, no se habría atrevido a emprender un acto tan temerario. Aquí, para comprender la situación de Mascólo, debemos tomar en consideración el hecho de que el suyo no es un pensamiento propio, sino que es un pensamiento colectivo, producto de un proceso milenario al cual han contribuido un sinnúmero de logros individuales. Cuando uso la razón para decidir si debo subir a un tranvía, no necesito recurrir a este conocimiento colectivo, yo mismo sé lo que debo hacer. Sin embargo, cuando he de decidir cómo debe ser la humanidad, no puedo hacerlo de otro modo más que utilizando el pensamiento acumulado en las bibliotecas. El problema referente a la humanidad sólo puede solucionarse con el pensamiento de la humanidad, y no con el individual. Pero este pensamiento de la humanidad, más poderoso que el nuestro propio, nos embriaga y aturde, y nos empuja hacia el terreno de las

resoluciones extraindividuales. A Mascólo le ha ocurrido lo siguiente: para dominar el mundo ha recurrido a un pensamiento más fuerte que el suyo propio; pero no siendo capaz de dominar justamente este pensamiento, es él que lanza ahora a Mascólo contra el mundo.

Lunes

Montañas. Córdoba. He llegado aquí, a Vertientes, hoy por la mañana y me he instalado en el hermoso chalet de los Lipkowski. La vista se aparta de los caballos, de las gallinas, de los perros, de las vacas, para hundirse en el espacio lleno de la complicada geografía de las cadenas y las crestas de las montañas. Panorama. Me espera el viaje a Mendoza.

Martes

La aventura de Mascólo descrita más arriba se manifiesta en su lenguaje totalmente alejado de la realidad tangible, saturado hasta el fondo de abstracción, en lo cual se parece a todos los lenguajes con los que discurre el intelecto. Encontraréis aquí ese fenómeno que, como la alta equitación, consiste en guardar las apariencias de soltura cuando, en realidad, hacemos grandes esfuerzos para no caernos de la silla. Pero a cada instante el discurso se vuelve tan profundo que Mascólo se ahoga en él, tan sutil que Mascólo se enreda en su propia telaraña, tan generalizador que puede tener cien significados diferentes y tan preciso que parece el trabajo de un relojero suspendido sobre un precipicio. Cuando leo a Mascólo, me interesa menos el pensamiento en sí, que por otra parte ya conozco, y más la desesperada lucha del pensador con el pensamiento. ¡Cuánto esfuerzo! Pero multiplicad estos esfuerzos del autor por los de sus lectores, imaginaos cómo estas montañas de silogismos invaden otras mentes más débiles que leen de prisa y corriendo para no entender ni medio y fijaos cómo en cada una de estas cabezas el pensamiento de Mascólo florece con un malentendido diferente. ¿Dónde estamos,

pues? ¿En el país de la fuerza, de la luz, de la precisión, o bien en el sucio reino de la insuficiencia? Fuerza Debilidad Claridad Oscuridad Método Caos Triunfo Derrota ¡Qué próximas resultan estas dos letanías, como dos hermanas! Y lo que extraña e inquieta aún más es que es por el exceso de virtud que el pensamiento se precipita en el pecado. Resulta estúpido por el exceso de sabiduría. Débil por el exceso de fuerza. Oscuro porque desea demasiado la claridad. Fijémonos un poco más en la situación de Mascólo. Se ha liado…, pero podría haberse salvado…, si hubiese conservado la libertad, aquella libertad que nos permite retirarnos cuando nos hemos metido en un callejón sin salida. Esta posibilidad de retirada, este «aflojamiento», la capacidad de salir del exceso hacia una dimensión más humana y más libre, ésta es para mí la única verdadera libertad. Pero hoy incluso la libertad se ha vuelto rígida y excesiva. He recibido una carta conteniendo un elogio que me ha gustado tanto que en seguida he comprendido hasta qué punto coincide con mis más hondas aspiraciones. «La libertad que usted ofrece en su diario es más auténtica que la libertad escolar y forzada de Sartre.» Esta comparación me ha mostrado de repente la diferencia entre la libertad a la que aspiro yo y aquella libertad, intelectual y tan «forzada», que en realidad se convierte en una nueva prisión. Pero mi libertad es esa común, cotidiana y normal desenvoltura que necesitamos para vivir, la cual es más bien cuestión de instinto que de meditación cerebral, una libertad que no quiere ser algo absoluto, una libertad desenvuelta, o sea, descuidada, desenvuelta incluso en relación con su propia desenvoltura. Los Sartre y los Mascólo parecen olvidarse de que el hombre es un ser creado para vivir en un ambiente de presión y temperatura medias. Hoy conocemos el frío mortal, conocemos el fuego vivo, pero hemos olvidado los secretos de una brisa estival que refresca y permite respirar. ¡Libertad! Para ser libre no sólo hay que querer ser libre, hay que querer ser libre sin exageración. Ningún deseo, ningún pensamiento llevado demasiado lejos conseguirá oponerse a los extremismos. Pero Mascólo mata en sí la libertad a partir del momento en que somete su sentido normal y corriente de la libertad a las

razones intelectuales. Si preguntamos a este esclavo si es libre, nos contestará que sí, por supuesto, porque sólo es libre aquel que comprende su propia dependencia del proceso dialéctico de la historia, etcétera, etcétera. Cómo entonces esta libertad razonada podrá defenderlo del intelecto. Cómo este concepto de la libertad habrá de asegurarle estar libre de ataduras ante los demás conceptos; y no se puede ni soñar que algo pueda provocar en él la más mínima relajación. Por lo tanto, Mascólo no puede retroceder, tiene que avanzar siempre; es como si fuera en una bicicleta: si se detiene, se caerá. Pero Mascólo va motorizado, la suya ya no es una bicicleta sino una moto, cargada con el pensamiento y el sufrimiento colectivos, empujada por la dinámica del proletariado. Empujada por el mecanismo de la cultura y la civilización que consiste en una continua acumulación. ¿Creéis que podría retenerlo la sospecha de que con creciente velocidad se está precipitando hacia un cometido superior a sus fuerzas? Os equivocáis completamente: es un hombre que ha perdido su centro. Si el cometido es superior a sus fuerzas, esto sólo significa para él que debe transformarse a sí mismo para ponerse a la altura del cometido; de ahí que no sea más que un instrumento para sí mismo, de ahí que Mascólo no constituya para Mascólo más que otro obstáculo que superar. Por eso su libro está escrito más para él mismo que para los demás: aquí Mascólo transforma a Mascólo, cortándole ante todo los caminos de retirada. Así se precipita contra el cosmos estimulándose a sí mismo a correr cada vez más rápido. Y cuanto más inmenso e inaprensible se vuelve el cosmos en la terrible fluidez de su infinitud, tanto más crispadamente se cierran sus dedos. Porque este ser humano, igual que todos los demás seres humanos, desea un mundo definido. Toda la dialéctica del desarrollo, del devenir, de la dependencia, es una sutil mentira que debe ocultar el único anhelo esencial, el anhelo de lo definido. Destruye la forma para imponer una forma nueva —sin la forma no puede existir—, y, cualquiera que sea esta forma, desde el momento en que la ha escogido, tiene que llevarla a su plena realización. ¿Por qué ha dicho A? No se sabe. Pero al haber dicho A, tiene que decir B.

Miércoles

Viento y cúmulos que se precipitan desde el sur hacia las cimas de las montañas. Una gallina solitaria sobre el césped… picotea…

Ser un hombre concreto. Ser un individuo. No aspirar a la transformación del mundo en su totalidad; vivir en el mundo transformándolo sólo en la medida en que me lo permiten las posibilidades de mi naturaleza. Realizarme de acuerdo con mis necesidades, unas necesidades individuales. No quiero decir que aquel otro pensamiento —colectivo, abstracto—, que la Humanidad como tal, no sean importantes. Pero hay que restituir el equilibrio. La más moderna corriente del pensamiento será aquella que descubra de nuevo el hombre singular.

Capítulo X

VIERNES

En Wiadomości, una carta de Jeleński en la que responde a la nota de Collector acerca de la publicación de mis escritos en Preuves. Aunque estoy totalmente de acuerdo con Jeleński de que existe cierto parentesco entre yo y Pirandello (el problema de la deformación), y también entre yo y Sartre (en Ferdydurke podríamos encontrar más de un presentimiento del incipiente existencialismo), de hecho hubiese preferido que, como afirma Collector, no tuvieran mucho en común con mis opiniones. Por si acaso prefiero no parecerme a nadie, aunque la idea no es más que uno de los elementos del arte, aunque a veces ha ocurrido que una idea de lo más trivial como «el amor santifica» o «la vida es bella» ha servido de punto de partida para una obra que deslumbra por su inspiración y sorprende por su originalidad y fuerza. ¿Qué es una idea? E incluso, ¿qué es una visión del mundo en el arte? Por sí mismas no son nada, pueden tener importancia sólo en razón del modo en que han sido percibidas y espiritualmente explotadas, en consideración a la altura a la que han sido elevadas y al resplandor que desde esta altura emanan. Una obra de arte no es cuestión de una sola idea ni de un solo descubrimiento, sino que es el resultado de miles de pequeñas inspiraciones, el producto de un hombre que se ha instalado en su propia mina y extrae de ella mineral siempre nuevo. Pero de los Sartre y de los Pirandello me gustaría separarme por otros motivos de naturaleza social y mundana. En las especiales condiciones de nuestra convivencia polaca, ocurre con demasiada frecuencia que alguien, sirviéndose de estos «nombres famosos», trata de menospreciarme e, hinchándose de Sartre, dice con displicencia: Gombrowicz. Y eso es lo que yo no puedo aceptar en este diario, que es un diario privado, donde se trata siempre y únicamente de mis asuntos personales, donde lo que pretendo es defender a mi persona y conseguirle un lugar entre los hombres. ¡Ah, amigo Jeleński! Salir por fin de este suburbio, de esta antesala, de esta despensa, convertirme no en un escritorzuelo —polaco, o sea, de segunda categoría, ¿no es así?—, sino en

un fenómeno que tenga su propio sentido y su propia razón de ser. Abrirme paso a través de la mortífera mediocridad de mi medio y comenzar por fin a existir. Mi situación es dramática y diría que desesperada; llevo ya bastante tiempo sugiriendo delicadamente a esas mentes amuebladas con «nombres famosos» que, aun sin fama mundial, se puede significar algo, si se es de verdad e incondicionalmente uno mismo; pero ellos quieren que primero me haga famoso y sólo entonces me incluirán en su inventario y empezarán a calentarse la cabeza conmigo. En opinión de todos estos despistados expertos polacos, lo que me pierde es precisamente el hecho de que exista cierta concomitancia entre yo y el modo de pensar de los Sartre y los Pirandello. Se considera, por tanto, que yo quiero decir lo mismo que ellos, que echo abajo puertas abiertas, y que si a pesar de esto digo algo diferente sólo es porque soy más torpe, menos serio y también más confuso; les parece, por ejemplo, que mi percepción de la forma, con todas sus consecuencias prácticas, no es «nada nuevo», y creen que mi crítica al arte no es más que extravagancia frívola, malicia y capricho; con la presunción propia de los esnobs (porque un esnob es presumido no en virtud de su propio valor, sino porque conoce a alguien que posee ese valor) no se tomarán la molestia de averiguar cuál es la lógica interior de mis reacciones, mientras que su alma servil estará encantada cuando consiga apoderarse de la mía y hacer de ella una sirvienta, una imitadora humilde y torpe de aquellos espíritus soberanos. Me puedo defender de ello sólo y únicamente definiéndome a mí mismo, definiéndome constantemente y sin cesar. Tendré que seguir definiéndome hasta que por fin el más lerdo de los expertos se fije en mi presencia. Mi método consiste en lo siguiente: poner en evidencia mi lucha con los hombres por mi propia personalidad y aprovechar todos los conflictos personales que surgen entre yo y ellos para definir cada vez más claramente mi propio yo. ¿Definirme a mí mismo ante los sartrianos y todo ese pensamiento contemporáneo agudo e incandescente? ¡Nada más fácil! Yo soy un pensamiento no agudo, soy un ser de temperaturas medias, un espíritu en estado de cierta relajación… Soy el que descarga las tensiones. Soy como la aspirina, que, si nos fiamos de su publicidad, elimina las contracciones excesivas. ¿Qué impresión experimentáis al leer mi diario? ¿No la de un campesino de la región de Sandomierz que ha entrado en una fábrica agitada por unas tremendas sacudidas y vibraciones y se pasea por ella como si anduviera por su propia huerta? Aquí tenemos el horno incandescente, en el cual se fabrican los

existencialismos, aquí Sartre prepara con plomo licuado su libertadresponsabilidad. Allá, el taller de la poesía, donde mil obreros, sudando a mares y en medio de una carrera alucinante de cadenas de montaje y engranajes, trabajan materiales cada vez más duros con un cuchillo superelectromagnético cada vez más afilado; allí, en cambio, unas calderas sin fondo en las que bullen distintas ideologías, visiones del mundo y fes. Aquí tenemos la vorágine del catolicismo. Allá, más lejos, los altos hornos del marxismo; aquí, el martillo del psicoanálisis, los pozos artesianos de Hegel y las fresadoras fenomenológicas; después, las pilas galvánicas e hidráulicas del surrealismo o del pragmatismo. La fábrica, gimiendo y precipitándose entre estrépitos y torbellinos, va produciendo instrumentos progresivamente más perfectos que a su vez sirven para perfeccionar y acelerar la producción, de tal modo que todo se vuelve cada vez más poderoso, más violento y más preciso. Pero yo me paseo entre estas máquinas y sus productos con gesto ensimismado, y por lo demás sin demasiado interés, igual que si me paseara por mi huerta, allá en el campo. Y de vez en cuando, al probar este o aquel producto (como si fuera una pera o una ciruela), me digo: —Hm, hm…, un poco duro para mí. O bien: —Demasiado abundante para mi gusto. O bien: —Al diablo con esto, es incómodo, demasiado rígido. O también: — ¡No estaría mal si no estuviese tan caliente! Los obreros me lanzan miradas hostiles. ¡Acaba de aparecer un consumidor entre los productores!

Sábado

¡Sí! Ser agudo, sensato, maduro, ser un «artista», un «pensador», un «estilista», pero sólo hasta cierto punto, no serlo jamás demasiado, y hacer justamente de este «jamás demasiado» una fuerza igual a todas las fuerzas muy, muy intensas. Salvaguardar la propia medida humana frente a los fenómenos gigantescos. No ser en la cultura nada más que un campesino, nada más que un polaco, pero tampoco ser demasiado campesino, ni demasiado polaco. Ser libre, pero incluso en la libertad no excederse. En esto radica toda la dificultad. Porque si yo hubiese entrado en la cultura como un bárbaro en estado puro,

como un anarquista absoluto, un palurdo perfecto, un campesino ideal o un polaco clásico, todos vosotros lo habríais aceptado con aplausos. Habríais reconocido que soy un productor excelente de primitivismo en estado puro. Pero entonces habría sido un fabricante como todos aquellos para quienes el producto se vuelve más importante que ellos mismos. Todo lo que es estilísticamente puro constituye una elaboración. La verdadera lucha en la cultura (de la que se oye tan poco) no transcurre, en mi opinión, entre unas verdades hostiles o unos estilos de vida diferentes. Si un comunista contrapone su visión del mundo a la de un católico, pese a todo no dejan de ser dos visiones del mundo. Tampoco es excesivamente importante aquella otra antinomia: cultura-barbarie, conocimiento-ignorancia, claridad— oscuridad; incluso podría decirse que son unos fenómenos que coinciden, completándose mutuamente. En cambio, el conflicto más importante, más drástico y más incurable es el que se produce en nosotros mismos entre nuestras dos aspiraciones fundamentales: la primera, que desea la forma y la definición, y la segunda, que se defiende de la forma, que no la quiere. La humanidad está hecha de manera que siempre tiene que estar definiéndose y al mismo tiempo esquivar sus propias definiciones. La realidad no es algo que pueda encerrarse del todo en la forma. La forma no está acorde con la esencia de la vida. Pero todo pensamiento que intente definir esta insuficiencia de la forma acaba transformándose en forma él mismo y, por tanto, confirma únicamente nuestra tendencia a la forma. Así que toda nuestra dialéctica —ya sea filosófica o ética— se desarrolla sobre el fondo de un infinito que podemos denominar forma incompleta y que no es ni oscuridad ni claridad, sino precisamente una mezcla de todo, fermento, desorden, impureza y azar. El adversario de Sartre no es el cura. Sí que lo es el lechero, el farmacéutico, el hijo del farmacéutico y la mujer del carpintero, lo son los ciudadanos de la esfera intermedia, la esfera de la forma y el valor incompletos, que siempre es algo imprevisible, una sorpresa. Sartre también encontrará en sí mismo a un adversario de la misma esfera, a quien podría llamársele «Sartre incompleto». Y sus razones se basan en el hecho de que ninguna idea ni forma serán jamás capaces de abarcar la existencia, y cuanto más universales sean tanto más mentirosas resultarán. ¿Acaso me sobrevaloro? De veras que preferiría ceder a otra persona el ingrato y arriesgado papel de comentarista de mis propios y dudosos logros, pero el problema estriba en que en las condiciones en las cuales me encuentro nadie lo hará por mí. Ni siquiera mi inapreciable partidario Jeleński. Afirmo que en mi

campo he hecho o suficiente para que este conflicto con la forma se vuelva perceptible. En mis obras he mostrado al hombre tendido sobre el Lechoń de Procrustes de la forma, he encontrado mi propio lenguaje para manifestar su hambre de la forma y su aversión hacia la forma; por medio de una particular perspectiva he tratado de mostrar a la luz del día la distancia que separa al hombre de su forma. Creo haber mostrado de una manera no aburrida, sino precisamente divertida, o sea, humana y viva, de qué modo surge la forma entre nosotros, cómo nos crea. He puesto en evidencia esa esfera de «lo interhumano» que es decisiva para los hombres y le he conferido características de una fuerza creativa. En arte me he acercado quizá más que muchos otros autores a cierta visión del hombre, de un hombre cuyo elemento propio no es la naturaleza, sino los hombres, un hombre no sólo instalado entre los demás hombres, sino cargado de ellos —como un acumulador— y por ellos inspirado. He intentado demostrar que la última instancia del hombre es el hombre y no un valor absoluto, y he tratado de llegar hasta el reino tan inaccesible de la inmadurez enamorada de sí misma, donde se crea nuestra mitología no oficial e incluso ilegal. He destacado el poder de las fuerzas regresivas ocultas en la humanidad y la poesía de la violencia que lo inferior ejerce sobre lo superior. Al mismo tiempo he unido este campo de la experiencia con mi substrato — Polonia—, y me he permitido sugerir a la intelligentsia polaca que su verdadero cometido no consiste en rivalizar con Occidente en la creación de la forma, sino en poner en evidencia la misma actitud del hombre frente a la forma y, por consiguiente, frente a la cultura. Les he sugerido que en esta tarea seremos más fuertes, más soberanos y más eficaces. Y me parece haber conseguido demostrar con mi propio ejemplo que el tomar conciencia de lo «incompleto» —la forma, el desarrollo y la madurez incompletos— no sólo no debilita, sino que, al contrario, da fuerzas. Lo cual puede incluso convertirse en germen de vitalidad y desarrollo, igual que en el terreno del arte, esta distinta actitud ante la forma (hasta diría que desganada y displicente) puede asegurar la renovación y la ampliación de los medios de expresión artística. Al proclamar por todas partes el principio de que el hombre es superior a sus obras, ofrezco la libertad tan necesaria hoy en día a nuestra alma retorcida. ¿Seréis de verdad tan cortos de vista, mis queridos especialistas, para que os lo tenga que poner todo delante de las narices? ¿No sois capaces de entender nada?

Cuando estoy entre estos sabios, juraría que me encuentro en un gallinero. ¡Dejad de darme picotazos! ¡Dejad de pellizcarme! ¡Dejad de cloquear y de graznar! Dejad de rezongar con el orgullo propio de un pavo de que esta idea ya es conocida, de que aquello ya se ha dicho; yo no he firmado ningún contrato para suministrar ideas jamás oídas. Algunas ideas que flotan en el aire que todos respiramos se han unido en mí en un especial e irrepetible sentido gombrowicziano, y yo soy este sentido.

Martes

La Falda. Ciudad de veraneo en la sierra de Córdoba. En la avenida Edén, señoras y señores, sentados a las mesitas de los cafés, toman refrescos, mientras los asnos atados a los árboles mordisquean la corteza y un altavoz transmite la obertura del tercer acto de la Traviata. Nada extraordinario, y, sin embargo, para mí este lugar es como las caras que se ven en sueños —entremezcladas—, esas caras obsesionantes que son la combinación de dos rostros diferentes que se sobreponen y se enmascaran mutuamente. Desde todas partes me observa aquí una Dualidad siniestra que oculta un secreto grave y complejo. Y todo ello porque ya estuve aquí hace diez años. Lo estoy viendo. Por entonces —perdido en Argentina, sin trabajo, sin ayuda, suspendido en el vacío, sin saber lo que haría al mes siguiente—, me preguntaba, con esa curiosidad que suele despertar en mí el futuro y que a veces llega a una tensión totalmente enfermiza, qué iba a ser de mí diez años más tarde. Se levanta el telón. Me veo sentado a la mesita de uno de los cafés de esta avenida, sí, soy yo. Soy yo al cabo de diez años. Pongo la mano en la mesa. Miro la casa de enfrente. Llamo al camarero y pido un cortado. Tamborileo con los dedos sobre la mesa. Pero todo esto tiene el carácter de una información secreta transmitida a aquel de hace diez años, y me comporto como si él me viera. Pero al mismo tiempo lo veo yo a él, cuando estaba sentado aquí, quizá a la misma mesa.

De ahí el horror de la doble visión, que yo siento como una rotura de la realidad, algo insoportable; es como si yo mismo me mirara a los ojos. El altavoz emite la obertura del tercer acto de la Traviata.

Miércoles

Miłosz: La prise du pouvoir[26] Un libro muy fuerte. Leer a Miłosz siempre es para mí fuente de grandes emociones. Es el único escritor en el exilio a quien esta tormenta ha mojado de verdad. A los demás, no. Aunque han estado bajo la lluvia, llevaban paraguas. Miłosz se ha calado hasta los huesos y al final el huracán le ha arrancado la ropa, ha regresado desnudo. Alegraos de que la decencia se haya salvado. Al menos uno de vosotros está desnudo. Vosotros, los demás, sois unos indecentes, enfundados en vuestros pantalones y chaquetas de formas variadas, con vuestras corbatas y pañuelos. ¡Qué vergüenza! No faltan talentos entre nosotros, la novela de Józef Mackiewicz Przyjaciel Flor[27], por ejemplo, es fascinante, Straszewicz, por su parte, ha estallado en una cascada de humor, pero ninguno de ellos está iniciado suficientemente. Miłosz sí que sabe. Miłosz ha fijado la mirada y ha experimentado una revelación: en el resplandor de la tormenta se le ha aparecido algo…, la medusa de nuestro tiempo. Y Miłosz ha caído fulminado. ¿Fulminado? Tal vez demasiado. ¿Iniciado? ¿No será su iniciación excesiva, o mejor dicho demasiado pasiva? ¿Escuchar el propio tiempo? Sí. Pero no someterse al tiempo. Es difícil hablar de todo esto sobre la base de sus obras en prosa publicadas hasta ahora —El pensamiento cautivo y La prise du pouvoir— y un tomo de poesía, Światło dzienne[28], ya que su temática es muy especial; se trata de la recapitulación de un determinado período y al mismo tiempo de un testimonio y una advertencia. Pero tengo la sensación de que Miłosz ha dejado que la Historia le imponga no sólo el tema, sino también cierta actitud, que yo llamaría la actitud del hombre caído. Pero ¿acaso Miłosz no lucha? Sí que lucha, pero sólo con los medios que le permite el adversario; parece como si se hubiese dejado convencer por el

comunismo de ser un intelectual derrotado y como tal se hubiese presentado al último y heroico combate. Este indigente que se deleita con su desnudez de Job, este hombre arruinado que insiste en su bancarrota, debe haber limitado voluntariamente sus posibilidades de una resistencia eficaz. El error de Miłosz — así es como yo lo veo, y al parecer es un error bastante generalizado—, consiste en que se reduce a sí mismo a la medida de la miseria que describe. Temiendo los lugares comunes, privándose del derecho a cualquier lujo, él, Miłosz, leal y honrado con sus hermanos en la desgracia, quiere ser tan pobre como elfos. Pero semejante intención en un artista queda en desacuerdo con la esencia misma de su actividad, puesto que el arte es lujo, libertad, diversión, sueños y fuerza, el arte no surge de la miseria, sino de la riqueza; no nace cuando la suerte nos da la espalda, sino cuando nos sonríe. El arte tiene en sí algo triunfal, incluso cuando se desespera. ¿Hegel? Hegel tiene poco que ver con nosotros, porque nosotros somos una danza. El hombre que no se deja empobrecer, contestará a la creación marxista con una creación diferente, sorprendente por la nueva e imprevista riqueza de la vida. ¿Se habrá esforzado Miłosz lo suficiente para liberarse de la dialéctica que lo ata? Si no lo ha hecho, sé que no se debe a falta de fuerzas, sino al exceso de lealtad. Pero el talento no debería ser demasiado leal. La lealtad es una limitación, mientras que el talento tiene que aspirar a ser ilimitado. Si Colón hubiese sido demasiado leal con el huevo, no habría descubierto América. Existen todavía muchas Américas por descubrir. No hemos llegado aún al final de nuestra tierra. Estos son los diálogos que mantengo con Miłosz mientras lo leo, pero sé que están demasiado marcados por la Impaciencia. Estos libros nos suministran una nueva realdad, su objetivo —tan importante— es familiarizarnos con la historia. La transformación —esta palabra clave del arte— vendrá más tarde.

Viernes

Al caminar por el cauce seco del torrente que conduce al pie de Banderita, me he acordado (porque la Falda CS como una mano que recorre el teclado de mi alma, extrayendo de él melodías olvidadas) de unos mellizos con los que solía ir de excursión por aquí. ¡Nada más sublime! ¡Qué revelación! ¡Una deliciosa e inspirada broma del Creador! Dos chicos de dieciséis años tan parecidos el uno al otro, que

nunca pude distinguirlos; con grandes sombreros de cowboy, con ojos juguetones, aparecían siempre de improviso, a cierta distancia el uno del otro; su perfecta similitud aumentaba hasta tal punto el efecto de su presencia, que siendo jovenzuelos y mocosos, su aparición se manifestaba con una potencia que parecía llenar todo el espacio y, jugueteando, rebotar de s montañas. En un gemelo así todo se volvía genial y sorprendente, divertido y magnífico, importante y revelador, sólo por el hecho de que en algún lugar próximo acechaba otro gemelo, absolutamente igual. Reflexionando, pues, sobre la importancia y el carácter sacro de la revelación que hace años me fue dado contemplar, regreso por la avenida Edén. Cuando de repente alguien me coge de la mano: —¡Witoldo! Miro y resulta que es uno de los gemelos. ¡Un gemelo, pero con bigotito! Y algo esmirriado. Un gemelo que ya no es gemelo. ¡Un gemelo privado del antiguo gemelo! A su lado, una mujer joven con dos niños pequeños. El gemelo me dice: —Mi mujer. Y en seguida he visto, un poco más lejos, al otro gemelo también con bigotito, una mujer y un niño.

Jueves

La señora Irena G. de Toronto se ha dado el gustazo de escribir una carta «Al director de Wiadomości». Es una pieza tan bella que destaca dentro de la ya extraordinaria colección que constituyen las cartas de los lectores de Wiadomości. «Desde el año 1946 —leemos— tengo un hobby que consiste en investigar minuciosamente entre mis conocidos cuál es su actitud frente a los vates del mañana.» Habiendo investigado entre sus conocidos su actitud frente a los vates del mañana, la señora G. llegó a la categórica conclusión de que: «A pesar de todo, lo que decide la grandeza de un escritor es la Vox populi. Cien críticos podrán gritar que una obra de teatro es genial, pero si la sala queda

vacía, la obra tiene que abandonar el cartel.» No satisfecha con el descubrimiento de tamaña verdad, la señora G. explica además por qué ésta no ha sido universalmente reconocida. «Y si los bizcos y un puñado de esnobs, que han sucumbido a la demagogia de los bizcos, se ponen a chillar como unos gatos enloquecidos, es precisamente porque la Vox populi, esta multitud de intelectuales, esta instancia suprema, no quiere dejarlos entrar al palacio del arte.» Pero los bizcos no son capaces de crispar a la señora G., que discurre en nombre de la multitud de intelectuales que es, por añadidura, guardiana del palacio del arte. «Los mutilados no pueden enervar. Los mutilados despiertan compasión.» Sin embargo, lo que más me gusta es este final verdaderamente griego: «Los perros ladran, la caravana sigue su camino. Una caravana inalcanzable, escoltada por la Vox populi, una caravana helénica.»

Miércoles

El Diario de Kafka. He aprovechado la ocasión para ponerme a hojear de nuevo El proceso y compararlo con la versión escénica de Gide. Pero tampoco esta vez he logrado leer debidamente este libro; me deslumbra el sol de la metáfora genial que atraviesa las nubes del Talmud, pero leerlo página a página, no, eso supera mis fuerzas. Algún día se sabrá por qué tantos grandes artistas han escrito en nuestro siglo tantas obras ilegibles. Y por qué arte de magia esos libros ilegibles y no leídos han pesado sobre nuestro siglo y son famosos. Con verdadera admiración, con sincero respeto, he tenido que interrumpir muchas lecturas que me aburrían demasiado. Algún día se aclarará de qué fracasado matrimonio entre creador y lectores nacen las obras carentes de sex appeal artístico. ¡Qué vergüenza! A veces tengo la sensación de que entre nosotros los escritores existe un absurdo que distorsiona toda nuestra actividad, y del cual no sabemos defendernos, pues es

siempre anónimo. A veces este absurdo se nos aparece con la desvergüenza de una mujerzuela despatarrada; hace pocos días me ocurrió algo parecido. Estoy sentado en un bar. Viene un argentino para mostrarme la edición de las obras completas del poeta chileno Pablo De Rokha, un volumen del tamaño de un maletín. Miro el maletín. Lo abro. Dentro veo cuatro fotos del autor y tres de la mujer del autor (también poeta), luego, una página reproducida del manuscrito, la introducción del autor, en la que éste dice que «al pueblo chileno ofrezco estos poemas» (o algo por el estilo) y muchos añadidos más. Saltándome decenas de páginas leo: «Claman los rostros asesinos su triángulo pálido.» «El sol poderosamente clamante en el sistema solar, carro de basura lleno de relámpagos.» «La tormenta bélica, en medio del huracán cotidiano, transmite el trueno del ocaso…» Tal vez mis citas no sean del todo fieles, pero aun así se ve que no está nada mal, que aquí hay cierta clase. Pero… El argentino dijo: —Es un gran poeta. Contesté… nada. Cero. Con ese enorme volumen en la falda, con ese gigantesco objeto…, la grandeza material de la cosa me aplastaba como una bota. Además sabía que cualquier cosa que le dijera de las que quería decir, él contestaría que no entendía de poesía, que no había penetrado en el alma chilena, que no sentía la metáfora o que no percibía la vibración soterrada de la palabra. Le dije, pues, que lo leería y luego fui a casa cargando con aquel bulto, lo deposité en un rincón y al cabo de unos días tuve que recogerlo y llevárselo de nuevo al argentino, cosa que hice, y cuando por fin me libré de ese enorme bulto, todavía tuve que balbucear algunas palabras que se fundieron en el cosmos con todas las demás palabras balbuceadas en otras ocasiones parecidas por otros maleteros, para asegurar al maestro De Rokha gloria eterna en las alturas, amén. Sí, sí… Pero el volumen de De Rokha no es más que un aumento caricaturesco del microbio que constituye la vergüenza secreta de la literatura y que hace que ella ya no seduzca y no atraiga, ¡Desgraciados! ¡A vosotros ya nadie os quiere! ¡Nadie os ama! ¡No excitáis a nadie! A vosotros sólo se os respeta y nada más… Sois el testimonio de la majestuosidad del Espíritu humano y de la grandeza

del Arte, pero la gente no os quiere. La situación se ve agravada por el hecho de que a la crítica contemporánea le falta inteligencia o fuerza suficientes para superar la tarea más difícil: volver a las cuestiones elementales y siempre actuales que, sin embargo, parecen estar muertas entre nosotros debido a que ya son demasiado fáciles, demasiado sencillas. La crítica sólo es capaz de perfeccionar —perfeccionar hasta el absurdo— este mecanismo que hoy nos rige y por el cual surgen libros literariamente cada vez mejores. Estos señores nunca se atreverán a tocar el sistema en sí, cosa que además supera sus posibilidades. Porque éste u otro carácter de la literatura es el resultado de las dependencias que surgen entre el artista y los demás. Si queréis que un cantante cante de manera diferente, tenéis que vincularlo a gente diferente, enamorarlo de alguien diferente y enamorarlo de forma diferente. Las combinaciones de los estilos son inagotables, pero en el fondo todas ellas son combinaciones de personas, no son más que la fascinación del hombre por el hombre. Desgraciadamente, la literatura sigue siendo el romance de unos señores mayores y delicados enamorados los unos de los otros y obsequiándose mutuamente. ¡Valor! Romped este círculo vicioso, id a buscar una nueva inspiración, dejad que os domine el niño, el mocoso, el palurdo, uníos a la gente de diferente condición social. Hasta ahora sólo el marxismo se ha atrevido a proponer semejante reforma de la condición del escritor, al someterlo al proletariado. Pero en realidad lo ha sometido únicamente a la teoría y a la burocracia, de lo cual ha surgido la literatura más aburrida de la historia. No. No lo conseguiréis por medio de unas teorías secas y trabajosamente inventadas; es necesario que la corriente de un encanto rejuvenecedor que emana de esas capas más bajas os saque de vosotros mismos. En el momento en que consigáis de verdad enamoraros de la inferioridad, empezaréis a gustarle; pero incluso si vuestro amor fuera para vuestros hermanos inferiores demasiado difícil, vosotros, ya enamorados y enamorados abiertamente, dejaréis de estar solos.

Capítulo XI

JUEVES

Un artículo de Zbyszewski en Kultura; afirma en él que la literatura polaca no tiene ningunas posibilidades en el mercado internacional, dado que la vida polaca no es suficientemente poderosa para despertar interés. No está nada mal escrito desde el punto de vista periodístico. Pero desde el punto de vista del arte, qué tono más repugnante el suyo. Lo que le reprocho a Zbyszewski es que su concepto de las montañas sea llano. Se encarama a las alturas con la falta de escrúpulos propia de los periodistas, con esa «sobriedad» práctica que se ha convertido últimamente en nuestra razón. En este artículo se habla de la literatura como de una «producción» que requiere «publicidad» y «propaganda», que se apoya en los «lectores» y busca editores, ¡Al diablo con este lenguaje productivo de los planes quinquenales! Ya anteriormente Zbyszewski nos había obsequiado con una revelación no menos terriblemente trivializante: que la literatura no tiene futuro debido a la crisis en el sector del servicio doméstico, pues, como falta servidumbre, las señoras no tienen tiempo para la lectura. Hay quien razona así, pero ¿no será este realismo demasiado propio de criados? ¿Acaso semejante planteamiento de los asuntos de la literatura no constituye por sí mismo la respuesta a la pregunta de por qué la literatura polaca no tiene futuro? No, no es sólo porque nuestra temática resulte exótica al resto del mundo. La temática se puede cambiar, mejorar… Lo que es más difícil de cambiar es el hecho de que nosotros en nuestro planteamiento de la literatura somos o grandilocuentemente románticos o llanamente razonables, con un nivel propio de servicio doméstico, y tertium non datur. O bien la santidad, la misión y la revelación, o bien los lectores, los premios y los editores. Somos grandes mientras andamos borrachos, pero nuestra sobriedad es propia de un criado, y ni en sueños sabremos unir la grandeza con la sobriedad. He oído que la mujer de un profesor ha quedado entusiasmada con este artículo. ¡Cómo no! Pero si nos explica amablemente por qué no somos reconocidos aunque seamos geniales, y esta explicación está hecha justamente a la medida de nuestra falta de genialidad, de nuestra mediocridad. Ayer, en casa de Teodolina, había tres hombres: uno afeitado, otro bigotudo y un tercero barbudo, que se quedaron sorprendidos de no poder encontrar un lenguaje común en la apreciación de la situación política en el Lejano Oriente. Dije:

«Me sorprende incluso que queráis hablar entre vosotros. Cada uno de vosotros constituye una solución diferente del rostro humano y personifica un concepto distinto del hombre. Si el barbudo está bien, entonces el barbilampiño y el bigotudo son unos monstruos, unos payasos, unos degenerados, en suma, una absurdidad; y si el barbilampiño es el hombre como debe ser, entonces el barbudo es una monstruosidad, un absurdo y una porquería. ¡Adelante! ¿A qué esperáis? ¿Por qué no os rompéis la cara?» La correspondencia de Gide con Claudel: ¡menudo espectáculo! ¡Qué ridículo se ha vuelto todo esto en los últimos años! Lo que hace reír no es el diálogo de un creyente con un no creyente, sino el disfraz…, este disfraz de mondalité perfectamente francesa, y el hecho de que todo esté tan literariamente pulido. La Maja desnuda y la Maja vestida, y Dios entre Monsieur Gide y Monsieur Claudel. ¡Cuánta ingenuidad en este refinamiento! ¡Quelle délicatesse des sentiments! El verdadero autor de esta correspondencia es el servicio doméstico, realmente es algo para Zbyszewski. Porque se trata de una delicadeza mimada y acariciada por gente inferior, de un diálogo altisonante que tiene sus raíces en el populacho, aunque ya no se acuerde de ello y reine en todas partes como si viviera por su propia cuenta. De nuevo, pues, resulta inevitable referirnos a aquella verdad inferior que constituye la base de la verdad superior. Zosia se ha apropiado de mi alfombra y ha adornado con ella su dormitorio. Pero cuando se toca el tema de los trescientos pesos que me debe por la alfombra, Zosia asevera que no es nada urgente. Mientras, sus amigas Goska y Hala le dan cuerda y meten la pata como de costumbre. Entré al café donde cada semana se reúnen los jóvenes poetas del grupo Concreto-Invención (o quizá sea el grupo Madi). En una pequeña mesa, unos diez poetas gritan enzarzados en una discusión acalorada. Pero este café tiene una acústica fatal y además a esta hora está lleno de gente, no se oye nada. Así que dije: «¿No sería mejor cambiar de café…?», pero mis palabras se perdieron en el tumulto general. De modo que las grité otra vez, y otra más, y seguí gritándolas al oído de mis vecinos, hasta que por fin me di cuenta de que ellos probablemente estaban gritando lo mismo, pero nadie oía a nadie. Gente extraña, los poetas. Reunirse cada semana en un local para no poder llegar a un acuerdo en cuestión de cambio de local…

Martes

Con Ernesto Sábato (escritor argentino) en el bar Helvético. Sábato, que aparte de escribir enseña filosofía en un curso privado, me inicia en el secreto de su método. Dice: «Hay que golpear»[29]. Hay que arrancarlos de la realidad a la que se han acostumbrado y hacer que lo vean todo de nuevo, por primera vez. Cuando se encuentren totalmente desamparados en este mundo visto de nuevo, la angustia los obligará a buscar soluciones nuevas y se dirigirán al maestro…, pero hay que destruirlo todo, hay que crear un estado de peligro… Es así. Puesto que el saber, sea el que sea, desde la matemática pura hasta las sugestiones más oscuras del arte, no está hecho para tranquilizar el alma, sino para ponerla en un estado de vibración y tensión.

Sábado

La muerte de Tuwim[30]. Me imagino las esquelas. Pero aquí, en privado, puedo anotar: ha muerto el más grande poeta polaco contemporáneo. ¿El más grande? Indudablemente. ¿Grande? Hm… No nos ha iniciado en nada, no ha descubierto nada, no ha revelado ningún misterio, no ha proporcionado ninguna clave. Pero vibraba, refulgía, deslumbraba… con la magia de la «palabra poética». Semejante vibración sensual del arpa poética, que emana un lujo verbal, constituye en el arte la más alta aspiración de los pueblos primitivos; de modo que era un poeta que no nos honraba, antes bien nos desenmascaraba un poco. La vergüenza consiste en que de cada uno de los poemas de Tuwim podarnos decir que es «maravilloso», pero a la pregunta de qué elemento tuwimiano ha aportado Tuwim a la poesía mundial, no sabemos encontrarle respuesta. Porque Tuwim en cuanto Tuwim, o sea, como personalidad, no ha existido, un arpa sin arpista. Me gustaría saber si las esquelas serán capaces de revelar esta verdad. Pienso que más bien se mantendrán en un sano y convencional estilo poético, dejando caer una pequeña lágrima por la «traición». Nuestra percepción de la poesía es, como ya se ha dicho, algo primitiva y fuertemente mecanizada, pero hemos llevado a una gran perfección nuestra manera de hablar de ella; es un

hablar lleno de florituras, trinos y gorgoritos en un tono poético, con una falsa conmoción poética y acompañado de un éxtasis poético igualmente falso. Este género es perfectamente adecuado para los entierros; supongo, pues, que en esta ocasión será puesto en funcionamiento. En mi opinión, la poesía polaca (¿o tal vez todas las poesías?) no dará un paso adelante hasta que no rompa con tres horribles esquemas: 1) la actitud del poeta; 2) el tono poético; 3) la forma poética. Haced lo que queráis. Tratad de salir de esto por puertas o por ventanas, me da igual; pero mientras estéis dentro, nada os salvará.

Viernes

Turistas de cofas. Straszewicz es un noble del campo que cree ser el segundo después del rey —algo muy polaco—, descendiente de Rej y de Potocki, nieto de Sienkiewicz, aunque también primo de Wiech —un parentesco que inspira confianza en los amplios círculos de sus admiradores. Straszewicz, aunque entre otras cosas sea caricaturista de la polonidad, es de los nuestros, y, a pesar de todo, representa los viejos gustos y las viejas banderas, así como la pertenencia emotiva a la vieja nobleza. Casi. Sólo «casi» porque en Straszewicz todo esto ya es puramente «funcional». Straszewicz es la polonidad de ayer que, arrancada de sus raíces, brilla en el vacío; actúa por inercia. ¿Estará, pues, desfasado? ¡No! El humor… El humor… Si a Straszewicz le quitáramos el humor, sería totalmente inaguantable, en nuestra realidad presente sería espiritual e intelectualmente tan indolente como…, pero ¿para qué citar nombres, casi todos los nombres? Pero el humor consiste en la inversión de todo, hasta el punto de que un verdadero humorista nunca puede ser únicamente lo que es; es lo que es y es lo que no es al mismo tiempo. La mano que ha escrito «levantó el rizo, el rizo se cayó» es la mano bromista de los Gógol, y bajo su tacto Straszewicz se convierte en anti-Straszewicz, mientras la síntesis de esta tesis y antítesis nos ofrece un super Straszewicz, es decir, Straszewicz, que aunque sigue siendo Straszewicz, ya lo está adelantando a grandes pasos. Saquemos de ello una moraleja: que en los momentos en que las circunstancias catastróficas nos obligan a transformarnos

interiormente del todo, la risa es nuestra salvación. La risa nos libera de nosotros mismos y permite que nuestra humanidad sobreviva a pesar de los dolorosos cambios de nuestro envoltorio. , Jamás ningún pueblo ha necesitado más la risa que nosotros hoy. Y jamás ningún pueblo ha entendido menos la risa y su papel liberador. Pero nuestra risa de hoy ya no puede ser una risa espontánea, o sea, automática; tiene que ser una risa premeditada, un humor aplicado fría y seriamente, tiene que ser la más seria adaptación de la risa a nuestra tragedia. Y a una escala mayor de como lo hace Straszewicz. Esta risa, dictada por unas necesidades terribles, debería abarcar no solamente el mundo del enemigo, sino ante todo a nosotros mismos y a lo que para nosotros es más querido.

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El autor de Turistas de cofas se ha metido conmigo en un artículo en relación con Transatlántico. Cito brevemente mi réplica, ya que es una muestra del tono en que se mantiene el resto de mis declaraciones. Es una de mis primeras intervenciones en la prensa polaca después de catorce años de ausencia. Cuando, renacido a la lengua materna, examiné la situación, vi que la decadencia estaba en su apogeo. En el interior del país, la literatura estaba amordazada, mientras que en el exilio «había sido llamada a servir», a servir a los ideales, a la patria, a los lectores y a todo menos a sus propias razones y destinos. Decidí por lo tanto tomar la palabra no como militar, sino como civil. He aquí lo que he escrito bajo el título de «Reflexiones al margen de Straszewicz»: No hace mucho apareció Risum teneatis y ya de nuevo me veo obligado a responder. ¿No deben aburrir al público estas polémicas? ¿No se habrá vuelto el tono de nuestra prensa literaria demasiado familiar? No me parece malo que los literatos escriban sobre sí mismos y polemicen entre ellos, con la condición de que sus personas sirvan de puente hacia cuestiones superiores y problemas generales.

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Podría parecer que soy yo el presumido que se jacta de su «talento», mientras que él, Straszewicz, adopta una actitud de sincera modestia. Sin embargo, es justamente lo contrario. Yo digo: «Intento tener talento.» ¿Y qué dice Straszewicz? Dice: «Yo tengo talento, pero…, ¡mirad!…, ¡lo ofrezco en sacrificio a la Patria!» Pues bien, yo afirmo que el talento de Straszewicz jamás se realizará plenamente, porque a Straszewicz le falta algo imprescindible: le falta respeto por el talento. Con qué menosprecio típicamente polaco habla nuestro Czesław de estos valores. Se muestra lleno de desprecio hacia los egoístas y egocéntricos que osan tomarse en serio el «talento» cuando tiene lugar un verdadero drama: la Patria se hunde. Pero… ¿qué es el «talento»? Si los necios se imaginan que un literato es un tipo que se pasa la vida sentado en un café, y de vez en cuando escribe sirviéndose de este misterioso e indefinido «talento» novelas y cuentos más o menos logrados, ya es hora de que revisen sus opiniones. El escritor no escribe con ningún misterioso «talento», sino… consigo mismo. Es decir, escribe con su sensibilidad e inteligencia, con su corazón y su mente, con todo su desarrollo espiritual y esta tensión, esta constante excitación del espíritu de la que decía Cicerón que es la esencia de toda retórica. No hay en el arte nada misterioso, nada esotérico. No exagero si digo que «me he consagrado» a la literatura. Para mí la literatura no es cuestión de éxito ni de posibles monumentos, sino de extraer de mí mismo el máximo valor de que soy capaz. Si resultase que lo que escribo es trivial, fracasaría no sólo como literato, sino como hombre. Pero Straszewicz y sus congéneres tratan a la literatura como un añadido a la existencia y un adorno; están dispuestos a tolerar la existencia de los literatos hasta que, como ya hemos dicho, no empiece a pasar algo verdaderamente serio. En nombre de esta filosofía se ha atacado también a Miłosz. «¡Vaya, qué espíritu tan delicado! Se ha marchado de su país porque se ha dado cuenta de que allí no podría escribir versos. ¡No le importa el País, ni los sufrimientos humanos,

sólo le importan los versos!» Gente que expresa juicios semejantes, no es suficientemente madura, en mi opinión, para abordar estos problemas. Tanto el arte como la patria en sí significan bien poco. Significan muchísimo cuando a través de ellos el hombre se une a los valores esenciales y más profundos de la existencia.

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¡Cobardía! ¡Palta de patriotismo! ¡Cosa extraña! Transatlántico es la obra más patriótica y más valiente que he escrito jamás. Y es precisamente ésta la que me acarrea las acusaciones de ser un cobarde y un mal polaco. Fijaos que podía haber silenciado perfectamente semejantes momentos de mi vida. Podía haber escrito un libro sobre temas completamente diferentes. Jamás nadie me había acusado de nada, hasta que yo mismo lo provoqué, publicando fragmentos de Transatlántico. No os penséis que sois vosotros quienes me habéis cogido in fraganti. No, he sido yo mismo quien, voluntariamente y con toda naturalidad, he confesado ciertos sentimientos… Pero la revelación de estos estados emotivos (que vosotros también debisteis experimentar más de una vez en privado y a escondidas), no significaba por mi parte cinismo y desvergüenza. Me lo podía permitir porque me respaldaban razones muy serias y porque me guiaba por la consideración del bien común. ¿Qué razones eran éstas? En mi opinión, la literatura polaca debería tomar en la actualidad una dirección exactamente opuesta a la que ha seguido hasta ahora. En lugar de pretender unir de la forma más estrecha posible al polaco con Polonia, más bien debería ponerse a elaborar cierta distancia entre nosotros y la Patria. Debemos liberarnos sentimental e intelectualmente de Polonia, para adquirir mayor libertad de acción con respecto a ella, para poder crearla. Debemos conseguir —eso creo al menos— el sentimiento de provisionalidad

de nuestra polonidad actual. Sin ello no seremos capaces de seguir el mismo paso que el mundo.

*

Se puede no estar de acuerdo con esto. Se puede combatir lo que digo. Pero Straszewicz no puede exigirme que yo sirva a la Patria, no según mi propia manera de entenderlo, sino según lo que él considera justo. En este caso yo tendría el mismo derecho de llamar a Straszewicz un mal polaco, pues, desde mi punto de vista, este patriotismo emocional que él representa nos ha causado los peores perjuicios, ha pesado de una manera desastrosa sobre toda nuestra política y, lo que es peor, sobre nuestra cultura. Escuchad lo que dice de nosotros el mundo, reflexionad sobre cómo nos ven y nos perciben los extranjeros. Somos el ejemplo de un patriotismo convulsivo, crispado. Straszewicz, a un hombre como yo, le dice: «¡Vaya a enrolarse al ejército! ¡Luche por la Patria!» Pero si yo quisiera luchar, sería precisamente contra la Patria, por mi propio valor humano. Pero Straszewicz no tendría la necesidad de animarme a la lucha contra Hitler, ni a la defensa de la humanidad martirizada en Polonia, ya que, independientemente de mis opiniones acerca de la Patria, conozco la medida de esos sufrimientos y de esa iniquidad, y no pretendo zafarme con «conceptos» cuando se está cometiendo un crimen. Pero… No oculto que —al igual que Straszewicz— tenía miedo. Quizá no tanto del ejército y de la guerra cuanto del hecho de que, a pesar de mi mejor voluntad, no podría estar a la altura. No estoy hecho para esto. Mi campo es diferente. Desde la edad más temprana mi desarrollo tomó otra dirección. Como soldado sería un desastre. Sería una vergüenza para mí y para vosotros. ¿Creéis que los patriotas como Mickiewicz o Chopin no participaron en la lucha únicamente por cobardía? ¿O quizá porque no querían hacer el ridículo? Y supongo que tenían derecho a defenderse de aquello que superaba sus fuerzas. Pero tal vez estas confesiones sean innecesarias y torpes. Tal vez sería

suficiente decir que en el momento del estallido de la guerra tenía la categoría «C»[31], y luego, cuando me presenté ante una comisión médica en la Legación polaca en Buenos Aires, me clasificaron como perteneciente a la categoría «D»[32]. Basta con este alfabeto. Prefiero poner los puntos sobre las íes.

*

Hay que reconocer que Straszewicz es un noble perfecto. Respeto sus virtudes y no pretendo rebajar sus méritos; también comprendo su drama de escritor, pero su artículo huele a las memorias de Pasek[33]. Straszewicz hace un llamamiento para que se juzgue a Miłosz y a Gombrowicz. ¿Qué quiere decir esto? ¿De nuevo en lugar de una discusión seria habrá, como en las asambleas del pasado, tumultos y algarabías? ¿De nuevo, valiosas cartas al «Distinguido Señor Redactor Jefe» de diversos espectadores que se desahogan, protestas, contraprotestas, ataques y pullas? ¿No habéis aborrecido todavía este croar de ranas que surge de las aguas inmóviles de vuestro estanque? No. A mí sólo me podéis juzgar leyendo con más atención mis escritos, en la tranquilidad y silencio de vuestra propia conciencia.

Domingo

Yo, gusano, confieso con la máxima humildad que ayer se me apareció en sueños un Espíritu que me entregó mi Programa, compuesto de cinco puntos: 1. Devolverle a la literatura polaca, terriblemente aplastada y marchita, debilucha y temerosa, la seguridad en sí misma. Devolverle la decisión y el orgullo, el empuje y las alas. 2. Basarla fuertemente en el «yo» y hacer del «yo» su soberanía y su fuerza, introducir finalmente este «yo» en el lenguaje polaco…, pero poniendo en evidencia su dependencia del mundo…

3. Encarrilarla hacia lo más moderno, y no poco a poco, sino de un salto, directamente del pasado al futuro (porque les extremes se touchent). Introducirla en la problemática más ardua, en las complicaciones más dolorosamente críticas…, pero enseñándole la ligereza y el descuido, y también la manera de mantener las distancias… Enseñarle el desprecio por las ideas y por el culto a la personalidad. 4. Cambiar su actitud ante la forma. 5. Europeizarla, pero al mismo tiempo aprovechar todas las ocasiones para contraponerla a Europa. Abajo de todo se leía una frase irónica: «No se hizo la miel para la boca del asno.»

Sábado

Partí hacia donde la luz ciega. Primero, tres días de viaje en coche hasta una pequeña ciudad soleada hasta lo indecible. Allí se acabaron las carreteras. Los setenta kilómetros que nos separaban de la estancia los hicimos en aeroplano.

DIARIO CAMPESTRE

Sábado

Aterrizamos suavemente en el prado cerca de un grupo de árboles, asustando a unas vacas embobadas como corderos —por cierto que no lejos de allí pastaban corderos—; bajé del aeroplano, sin saber en realidad dónde estaba el sur y dónde el norte, y sin entender bien de qué se trataba, porque estaba sudando, sí, sudaba a mares, y el aire enrarecido y ardiente bailaba ante mis ojos…Una

mansión entre eucaliptos atravesados por el griterío de papagayos. La patita del sol me hace entornar los ojos al tiempo que paseo entre los árboles, pero Sergio dice algo y un pájaro grande alza el vuelo —sudo—, alza el vuelo y sudo, y le oigo decir que por qué no nos vamos de caza. Pero yo sudo. Sudo y me siento un poco nervioso. Caprichoso. Y además me aburre que este chico haga siempre lo que se espera de él; cuando sirven la comida se sienta a la mesa, cuando se hace tarde bosteza y cuando venimos al campo invita a ir de caza. Le pedí que en adelante dejara de aburrirme con su trivialidad y procurara comportarse de un modo más imprevisible. No responde nada. Zumban las moscas.

Domingo

Me desperté bastante tarde y traté de orientarme en cuanto a la situación, pero no era nada fácil, porque el resplandor del sol no dejaba abrir los ojos…, sólo veía el suelo arenoso bajo mis pies y creo que hormigas. Intenté levantar la vista y eché una ojeada a la derecha: una vaca, pero cuando miré a la izquierda había otra vaca. Avanzaba hacia adelante entre el centelleo del sol que se filtraba a través del follaje, cuando de repente, delante de mí, vi un árbol. Sergio, que me acompañaba, trepó al árbol. Le pregunté si no sabía inventar algo más original. En lugar de responder, siguió trepando, pero al parecer ya sin árbol. Digo «al parecer», porque a través de mis párpados entornados no podía ver bien y además me derretía…

Lunes

Pienso en mi trabajo, en mi lugar en la literatura, en mi responsabilidad, mi destino y mi vocación. Pero un mosquito zumba a la izquierda, no, a la derecha, lo verde fluye hacia lo azul, los papagayos parlotean, y hasta ahora no he podido saber dónde estoy, porque no tengo ganas, y además me derrito. Supongo que alrededor hay palmeras, cactos, matorrales, pastos, charcas o quizá pantanos, pero no lo sé con seguridad; vi un sendero, lo seguí y el sendero me llevó a unos arbustos que olían a té, pero no era té; luego, por debajo de las alas de mi sombrero, vislumbré las piernas de Sergio, cerca de mí, a la izquierda. ¿Qué demonios quería? ¿Deseaba acompañarme en mi paseo? En un acceso de irritación le pregunté si nunca dejaría de ser convencional, cuando de repente sus pies parecieron levantarse del suelo y ponerse a caminar a unos quince centímetros sobre él. La cosa duró unos minutos. Luego descendieron y volvieron a caminar sobre la tierra… He dicho «parecieron» porque no creo que aquello fuera posible, y además estoy sudando, y el sombrero, el resplandor y los matorrales limitan el campo de visión. Mandioca.

Martes

No ha pasado nada. Si no me equivoco me están observando manadas de caballos, y también me miran vacas en cantidades ingentes. Los atardeceres son más frescos, pero a pesar de ello tengo compota en la cabeza y pereza en los huesos. Durante la cena, Sergio, en lugar de encender un cigarrillo, prendió fuego a una cortina, y yo ya iba a gritar, pero resultó que no lo había conseguido del todo, es decir, no completamente, sino más bien a medias, lo cual causó cierto asombro en sus padres, por lo demás también a medias, y yo dije en un tono de benevolente condescendencia: «¡Vaya, vaya, Sergio, qué cosas haces!»

Miércoles

Me derrito y me diluyo, aunque todo aquí se diluye; ¿dónde está el norte?, ¿dónde el sur?; no sé nada, quizá miro el paisaje patas arriba, pero el paisaje no se ve, no hay sino mosquitos, ramitas, manchitas, la vibración de la atmósfera y un zumbido que se hunde en el resplandor. En cambio, Sergio empieza a darme que pensar. Hoy, durante el desayuno, volvió a sorprendernos un poco, porque hizo algo de una manera que, al entrar en el comedor, fue como si volviera a entrar en el comedor, es decir, de algún modo desde el interior; fue como si del interior entrara al interior, lo cual luego le permitió salir del interior al interior, y finalmente, del interior al exterior… Digo «como si», «de algún modo», porque todo ocurrió sólo hasta cierto punto, pero indudablemente este chico se aleja cada vez más de lo establecido. Sus padres le llamaron la atención, pero sólo hasta cierto punto, porque además resulta imposible concentrarse y él sudor lo inunda todo, y todo se borra…

Jueves

Si no fuera porque sudo, me sentiría seriamente preocupado, o tal vez hasta asustado, porque están ocurriendo cosas extrañas. En pleno mediodía, en medio del ardor y la vibración más intensos, Sergio montó a caballo. Sin embargo, para asombro no sólo de sus padres, sino de toda la estancia, montó a caballo no del todo y galopaba no completamente, después de lo cual bajó sólo hasta cierto punto y se fue a su cuarto más o menos, pero no lo bastante. Tuve una conversación bastante larga con sus padres, quienes no ocultaban su preocupación, que, sin embargo, se derretía al igual que ellos en el ardor tropical; como consecuencia de esta conversación, me dirigí a Sergio rogándole que en el futuro fuera menos imprevisible. Me respondió que desde que le había abierto los ojos a unas posibilidades hasta entonces insospechadas, se sentía como un rey y que no pensaba abdicar. Su respuesta no me gustó en absoluto, por lo que le demostré toda la inconveniencia de semejantes diversiones, a lo que él contestó: «Bueno, de acuerdo, sí, naturalmente, creo que a pesar de todo tienes razón…» Este «a pesar de todo» indicaba, sin embargo, que seguiría persistiendo en su carácter indefinido, incompleto, que a pesar de todo trataría de sacar provecho de esa confusión, nebulosidad y derretimiento de todo, para sus maquinaciones, y que, aprovechando el hecho de que nosotros nolens volens tendríamos que cerrar los ojos, haría sus travesuras, aunque quizá no del todo, y se tomaría libertades, aunque no por completo… La conversación no dio ningún resultado positivo, tanto más que estábamos caminando por un sendero que conducía hacia unos matorrales a la orilla del estanque y que de repente vi, entre los juncos y a mi lado, aparte de las piernas de Sergio, las piernas de Chango y de Camba, dos peones de la estancia. Entonces ocurrió algo terrible. A saber, que todos se detuvieron (yo también) y la mano de Sergio puso en mi mano la escopeta al tiempo que la otra mano me mostraba de una manera apremiante algo en forma de triángulo, en la penumbra verdosoamarillento-azulada, allá en el cañaveral… Disparé. El trueno del disparo lo sacudió todo… Algo se agitó, saltó, desapareció. Sólo quedó el zumbido de los mosquitos. Por lo que me puse en camino con los demás en medio de aquel bochorno, y al cabo de poco me encontré en casa. Un cocodrilo. ¡Un cocodrilo! Un cocodrilo alcanzado por las balas, pero no suficientemente i matado pero no del todo; alcanzado pero no lo bastante…, y ahora él lo impregna todo a mi alrededor. Y además el estruendo, ese estruendo que también lo impregna todo y lo deja sellado, sí, sellado. El ardor infernal del sol.

El sudor y el deslumbramiento, el aturdimiento y la pereza, y allá un cocodrilo, un cocodrilo incompleto… Sergio no decía nada, pero yo sabía que todo eso era llevar agua a su molino…, y no me sorprendió en absoluto cuando, de una manera incompleta pero ya abiertamente, voló hacia una rama y gorjeó un poco. ¡Cómo no! Ahora —hasta cierto punto—, ahora, al fin y al cabo, se lo podía permitir todo. De alguna manera me preparo para huir. Hasta cierto punto hago las maletas. ¡El cocodrilo, no total, el cocodrilo incompleto! Los padres de Sergio ya casi han subido al coche tirado por cuatro caballos y en cierto modo se alejan…, casi con prisa… Calor. Bochorno. Ardor.

Capítulo XII

SÁBADO

Paseo con Karol Swieczewski por San Isidro: villas, jardines. Pero desde una colina vemos brillar en la lontananza el inmóvil río color de león[34] y a mano derecha, a la sombra de los eucaliptos, la casa de los Pueyrredón, blanca y centenaria, con las ventanas cerradas, deshabitada desde que la abandonó Prilidiano. Entre esta casa y yo se ha creado un vínculo enormemente arbitrario. La cosa empezó un día cuando, al pasar por este lugar, pensé: «¿Y qué pasaría si esta casa se me volviera familiar, si irrumpiera en mi destino, y por la única razón de que me es absolutamente extraña?» Y a continuación, el siguiente pensamiento: «Pero ¿por qué precisamente esta casa entre tantas te ha inspirado semejante deseo, por qué justamente ésta?»; y en seguida esta idea vino en apoyo de la primera, y a partir de entonces me siento unido a la casa de los Pueyrredón. De modo que ahora esta luz, estos arbustos, estas paredes, despiertan en mí cada vez más emoción, y angustia, y siempre que estoy aquí me hundo bajo un peso indecible, mientras en algún lugar, en el límite, en el extremo de mi ser, estalla un grito, una violencia, un pánico tremendo… Y algo muy característico en mí, sí, propio de mí, es que ninguna de estas sensaciones de miedo, de desánimo, de pena, de desespero, sean de carne y hueso, sino que son algo como un contorno de sentimientos, por lo que seguramente resultan más dolorosos, no rellenos de nada, absolutamente puros. Pero este gran dolor no me impide hablar con Swieczewski. Hablamos del padre Maciaszek. Pero la casa de los Pueyrredón ha quedado ahora detrás de mí y el hecho de no verla aumenta su presencia. Maldita casa que ha irrumpido en mí y que, cuanto menos la veo, tanto más existe. ¡Allí, detrás de mí, allí está! ¡Allí está! ¡Allí está hasta la exageración, hasta la locura, está y sigue estando con sus ventanas y sus columnas neoclásicas, y a medida que me alejo, en lugar de diluirse, existe cada vez con más fuerza! Pero ¿por qué precisamente esta casa? Si no es ella la que debería acompañarme, perseguirme, hay otras casas mías, ¿por qué esa ajena, extraña, blanca existencia en ese jardín me importuna y no me suelta? Pero sigo hablando con Swieczewski. ¡Y sé que no es eso lo que debo decir! ¡No es eso lo que debo hacer! ¡No es aquí donde debo estar! Pero ¿dónde entonces? ¿Dónde está mi

lugar? ¿Qué debo hacer? ¿Dónde estar? Mi país natal no es mi lugar, ni la casa de mis padres, ni el pensamiento, ni la palabra, no, la verdad es que no tengo sino precisamente esta casa, sí, desgraciadamente mi única casa es esta casa deshabitada, la blanca casa de Pueyrredón. Continuando nuestra conversación sobre el padre Maciaszek, nos alejamos de la casa de los Pueyrredón. Pero él, Swieczewski, también parece estar ausente: sus dedos reducen a polvo una ramita seca.

Martes

En Polonia se ha derrumbado la torre de una cultura demasiado aristocrática, y en la presente y en la próxima generación todo —aparte de las chimeneas de las fábricas— se volverá allí enano; pero ¿quiere decir esto que también nosotros, la intelligentsia polaca en el exilio, hemos de encogernos? Pues bien, es una cosa extraña pero cierta: aunque hemos quedado suspendidos en el vacío, aunque constituimos una clase a extinguir, una «superestructura» privada de «base», aunque cada vez habrá menos gente capaz de comprendernos, tenemos que seguir pensando de una forma no simplificada y no primitiva, sino de acuerdo con nuestro nivel, justamente como si en nuestra situación no hubiese cambiado nada. Debemos hacerlo así sencillamente porque para nosotros es lo natural, y porque nadie debería ser más tonto de lo que es. Debemos realizarnos hasta el final, expresarnos hasta el fondo, porque sólo los fenómenos capaces de vivir incondicionalmente tienen derecho a la existencia.

Miércoles

Sé muy bien cómo me gustaría que fuera la cultura polaca en el futuro. Sólo que cabe preguntarse si no extiendo a toda la nación un programa que no es más que mi necesidad personal. Pero aquí está: la debilidad del polaco actual consiste en que es demasiado concreto y demasiado unilateral a un tiempo; de manera que todos los esfuerzos deberían ir dirigidos a enriquecerlo con su otro polo, a complementarlo con otro polaco diametralmente opuesto.

He hablado ya en otra ocasión de ese alter ego nuestro que pide a gritos su derecho a la palabra. La historia nos ha obligado a cultivar sólo algunos rasgos de nuestro carácter, por lo que somos demasiado lo que somos, somos demasiado exagerados. Y tanto más cuanto que, al presentir en nosotros la presencia de aquellas otras posibilidades, deseamos aniquilarlas a toda costa. ¿Cómo, por ejemplo, se presenta el asunto de nuestra virilidad? Al polaco (al contrario que a la raza latina) no le basta con ser hombre hasta cierto punto, él quiere ser hombre más de lo que es, podría decirse que se impone al hombre y persigue a su propia femineidad. Y si tomamos en cuenta el hecho de que la historia siempre nos ha obligado a una vida militar y belicosa, toda esa violencia psíquica se hace comprensible. Es así como el miedo a la femineidad hace que nuestras decisiones se tornen rígidas y se vuelvan contra nosotros; se nos nota la torpeza propia de las personas que temen no estar a la altura de su propio postulado; con demasiado ahínco «queremos ser» así y no asá, por lo que «somos» demasiado poco. Si nos fijamos en otras de nuestras características nacionales (como el amor a la patria, la fe, la honradez, el honor…), en todas ellas encontraremos ese exceso, consecuencia del hecho de que el tipo de polaco que nos hemos elaborado tiene que ahogar y destruir al tipo que podríamos ser y que existe en nosotros como antinomia. Pero lo que de aquí se desprende es que el polaco queda empobrecido justamente en la mitad de sí mismo, con el agravante de que ni siquiera esta mitad a la que se le concede el derecho a la palabra no puede manifestarse de una forma natural. Creo que precisamente ahora es el momento de poner en funcionamiento esa segunda personalidad nuestra, sí, ahora, no sólo porque necesariamente debemos volvernos más relajados, más elásticos frente al mundo, y porque esta operación requiere una libertad espiritual extraordinaria que se nos ha hecho posible fuera de nuestro país, sino sobre todo porque es el único remedio capaz de conferirnos de veras una nueva vitalidad y de abrir ante nosotros territorios nuevos. Descubriremos a ese otro polaco cuando nos volvamos contra nosotros mismos. De tal modo que el rasgo dominante de nuestro desarrollo debería ser el espíritu de contradicción. Deberemos abandonarnos a él durante muchos años, buscando en nosotros mismos precisamente lo que no queremos y ante lo cual nos resistimos. ¿La literatura? Deberíamos tener una literatura justamente opuesta a la que se ha escrito hasta ahora, tenemos que buscar un camino nuevo en oposición a Mickiewicz y a todos los «reyes espíritu»[35]. Nuestra literatura no debería confirmar al polaco en el concepto que ha tenido de sí mismo hasta ahora, sino que justamente debería sacarlo de su jaula, mostrarle lo que hasta el momento no se ha atrevido a ser. ¿La historia? Es necesario que nos convirtamos en iconoclastas de

nuestra propia historia basándonos únicamente en nuestro presente, ya que precisamente la historia constituye nuestra tara hereditaria, nos impone la falsa imagen que tenemos de nosotros mismos y nos obliga a parecemos a una deducción histórica en lugar de vivir con nuestra propia realidad. Pero lo más doloroso será atacar en sí mismo el estilo polaco, la belleza polaca, crear una mitología y unas costumbres nuevas cuya fuente estará en aquella otra mitad nuestra, el polo opuesto; ampliar y enriquecer nuestra belleza de manera que el polaco pueda gustarse a sí mismo en dos imágenes contradictorias: como el que es actualmente y como el que destruye en sí mismo al que es. Hoy en día ya no se trata en absoluto de conservar la herencia que nos han legado generaciones enteras, sino de superarla en nosotros mismos. Qué miserable es aquella cultura polaca que sólo ata y encadena, y qué digna de respeto, creativa y viva, aquella que ata y libera al mismo tiempo.

Viernes

Ayer (jueves) el cretino empezó a molestarme de nuevo y me fastidió intensamente durante todo el día. Tal vez sería mejor no escribir sobre eso…, pero en este diario no quiero hacer un doble juego. Todo empezó cuando a la una fui a Acasusso, a almorzar en casa de don Alberto H., industrial e ingeniero. A primera vista su villa ya me pareció demasiado renacentista, pero sin dejar traslucir esta impresión, me senté a la mesa, también renacentista, y me puse a comer los platos cuyo carácter renacentista, a medida que iba comiendo, me parecía cada vez más evidente; a todo esto la conversación se centró también en el Renacimiento, hasta que por fin ya del todo abiertamente e incluso con pasión se empezó a adorar a Grecia, Roma, la belleza desnuda, la llamada del cuerpo, Evoe, el Pathos y el Ethos (?), así como no sé qué columna de Creta. Cuando llegamos a Creta, surgió el cretino, surgió y se nos pegó (?), pero no de una manera renacentista (?!), sino ya totalmente neoclásica y cretínica (?). (Sé que no debería escribir sobre esto; suena un poco extraño.) A las cuatro salí, muy cansado; había por allí arbolitos, hojitas, casitas, todo entremezclado, quizá un poco demasiado relamido y, diría yo, fuera de lugar. Pero es lo de menos. Al salir del Metro me dirigía hacia el café Rex, cuando de repente, desde el café París (tampoco está claro por qué este otro café apareció donde no lo

llamaban), empezaron a hacerme señas (?) unas señoras conocidas mías que aparentemente estaban sentadas a la mesa y comían bizcochos mojándolos en la crema. Pero la mistificación quedó desenmascarada en seguida, porque en realidad estaban sentadas alrededor de un tablero recubierto de esmalte y apoyado sobre cuatro barras de hierro torcidas, y la acción de comer consistía en meterse una cosa u otra por un orificio practicado en la cara, al tiempo que sus orejas y sus narices despuntaban, y también sus tacones salían de debajo de la mesa, o sea, de debajo del tablero. Cháchara va, cháchara viene, que si arriba, que si abajo, pero veo que una vez a una, otra vez a la otra, algo les despunta (?) y les sale (??), de modo que por fin pedí disculpas y me marché, alegando falta de tiempo. Sociológicamente… De veras que no sé si seguir con estas confesiones, pero, por otra parte, el deber de publicista me obliga a hacer público el hecho de que están ocurriendo cosas ya demasiado cretinas…, demasiado cretinas para ser reveladas, y creo que en eso precisamente consiste toda esta especulación: en que el exceso de cretinismo no permitirá su revelación, que todo esto es demasiado estúpido para que pueda ser expresado. Al salir del café París, me dirigí al café Rex. De repente se me acercó un tipo desconocido que, tras presentarse como un tal Zamszycki (pero a lo mejor no lo oí bien), dijo que hacía tiempo que quería conocerme. Dije que estaba encantado, entonces él me dio las gracias, se inclinó y se marchó. Encolerizado, quise poner verde al cretino, cuando de repente me di cuenta de que no era cretino, puesto que al fin y al cabo quería conocerme y me había conocido, de modo que había hecho bien en marcharse. Pensé entonces: ¿es o no es un cretino? Mientras tanto se encendió primero un farol, luego un segundo, después del segundo, un tercero, luego un cuarto, y con el cuarto, un quinto. Apenas se había encendido el quinto, se encienden el sexto y el séptimo, el octavo y el noveno, pero al mismo tiempo pasa un coche, un segundo, un quinto, un tranvía, un segundo, un décimo, caminan transeúntes, uno, dos, diez, quince, y delante de mí una casa, dos, tres, y las plantas primera, segunda, tercera, cuarta, quinta, sexta, séptima, y en la séptima un balcón, y en el balcón, ¿quién? ¡Henryk con su mujer! Me hacen señas. Yo también hago señas. Pero veo, aunque no demasiado claro, que ellos como si hablaran, y al mismo tiempo hacen señas. Yo hago señas. Habla él. Habla ella. ¿Qué estarán diciendo? Hacen señas. Coches, tranvías, gente, tráfico, multitudes, se encienden las señales luminosas, en todas partes resplandor, bocinazos, timbrazos, y ellos hablan, allí, en el séptimo. Y de nuevo hacen señas. Yo hago señas. Miro: ella hace señas, él hace señas. Así que yo también hago señas. De pronto miro y veo que él nace señas…, pero, a decir verdad, más que hacer

señas, enseña. Y yo que pienso, pero ¿qué es esto?, ¿qué significa?, cuando de repente veo que él vuelve a enseñarse (de veras que no sé cómo explicarme, porque todo esto resulta ya demasiado descarado, sin embargo no debo ocultar nada), y se enseña a sí mismo como si fuera una botella. Yo hago señas. De pronto ella (pero no, yo no puedo hacer el cretino; por otra parte, si tengo que desenmascarar al Cretino, debo hacer el cretino); entonces ella le enseña hasta que él se asoma y ella le enseña con saña (pero ¿QUE es lo que le enseña?), después de lo cual los dos se ensañan ligeramente, y uno hacia aquí, el otro hacia allá, y, ¡puff!… (¡Esto sí que ya no puedo decirlo, está por encima de mis fuerzas!)

Lunes

De vez en cuando descubro vagas alusiones a mi persona en algún que otro artículo. ¿O quizá me equivoque? Pero ¿a quién se refiere, si no a mí, el señor Julíusz Sakowski cuando habla de «iconoclastas dogmáticos y sacristanes de iniciaciones sospechosas»? ¿A quién, si no a mí, va dirigida la frase del señor Goetel acerca de «la mala cara que ponen a la tradicional postura polaca algunos exiliados que pretenden llamarse intelectuales»? Y creo que en el artículo grecoromano, parisino-ateniense, tucididiano-gibboniano del señor Grubiski titulado «¡Escándalo! ¡Escándalo!», también se alude a mí. No me extrañaría nada que no estuviera equivocado; porque realmente debo de ser para ellos un fenómeno algo enervante. Sin embargo, no es eso lo que me da risa. Juzgando por la sarta de invectivas con las que me obsequian, se deduce que ninguna de estas personas tiene la más ligera idea de mí. El adjetivo «hastiado» no tiene nada que ver conmigo, la palabra «escapista» se debería profundizar considerablemente, el término «intelectual» es un término fallido y el de «pedante librepensador» tampoco sirve de nada. Todos estos tiros fallidos tienen su origen en el hecho de que ellos no han leído ni uno de mis libros, y si han leído alguno, lo habrán hecho muy por encima.

Jueves

Vernissage de la exposición de Zygmunt Grocholski en la Galatea. Sobre la mesa, carpetas con litografías. En las paredes, grandes superficies saturadas de colores. Las composiciones, inmovilizadas en una orgullosa abstracción, miran desde las paredes al desaliñado hormiguero humano, a esa multitud de bípedos caóticos que desfilan ante ellas en un desorden salvaje. En las paredes, astronomía. Lógica. Composición. En la sala, desbarajuste. Alteración del equilibrio. Exceso de lo concreto no organizado que va y viene a empujones por todos lados. Con el pintor holandés Gesinus, comento una de las litografías, en la que ciertas masas han sido dominadas por medio de tensiones lineales oblicuas y son como un caballo embridado e inmovilizado en pleno salto, cuando de pronto el tronco de alguien me golpea en la cadera. Doy un salto. Se trata del fotógrafo que, doblado en dos, apunta con su cajita a los invitados más importantes. Tras haber perdido el equilibrio, intento recomponerme y, junto con Alicia de Landes, trato de compenetrarme con una fuga de colores sometida a sus propias leyes, pero de repente algo me embiste por atrás como un bisonte o un hipopótamo, algo bárbaro… ¿Quién es? El fotógrafo que, exageradamente doblado en ángulo, dispara dos veces seguidas en face y de perfil. Me recompongo inmediatamente, y al ver a unos franceses conocidos míos que, con Aldo Pellegrini, autor del texto de la carpeta, analizan la lógica interior de una de las composiciones lineales, me dirijo hacia ellos…, pero ¿con quién tropiezo? ¡Con el fotógrafo! Me vuelvo para decirle algo desagradable, pero… De pronto, ante mí aparece una cara. Desconocida. Y conocida. ¿Conocida? ¿Desconocida? ¿De quién será? La cara se fija en mí y de repente… —¡A quién veo! ¡El mundo es un pañuelo! ¡Hace siglos que no nos vemos! Digo: —Es verdad. ¡Qué encuentro…! Pero nada. Oscuridad. Vacío. No sé. No me acuerdo. Un verdadero tormento. De pronto se nos acerca de un salto el fotógrafo, prepara la cámara, clac y ya está, me mete en la mano el recibo, veinte pesos. Pago los veinte pesos, me quedo el recibo. Y furioso de que después de tantos empujones me haya fotografiado precisamente cuando, con cara de bobo, clavaba mis ojos en aquella cara olvidada, me voy a casa, yo, hijo del caos, de la oscuridad, de la ciega casualidad y del absurdo. Y en casa, un pensamiento enloquecedor: — ¿No será Kowalski, al que conocí en Mendoza? ¿Será él o no?… Si pudiera volver a verlo; su cara ya se me ha

borrado de la memoria. De repente me acuerdo de la fotografía. ¡Pero si tengo esta cara en la fotografía! Y en seguida la secreta lógica que guiaba a aquel fotógrafo me deslumbra como si en uno de los cuadros de Zygmunt viera el más perfecto equilibrio de formas y de tensiones. Me voy corriendo a la dirección apuntada en el recibo. ¡La malicia del destino! ¡La perversión de la lógica! ¡La composición diabólica! Sí, había en todo esto cierta lógica, pero conducía hacia la perfecta humillación. Cuando llegué a la casa indicada en el recibo, me dijeron: —Ah, ¿usted también con el resguardo? Ya han venido varias personas. Aquel fotógrafo era un impostor, ha puesto en el resguardo una dirección falsa y sólo fingía que sacaba fotos… (Además robó el abrigo de Rebinder.)

Miércoles

Una vez más, una mujer (porque suelen ser mujeres, pero ésta es una mujerenemigo, que me combate) me acusa de egotismo. Escribe: «Para mí usted no es excéntrico, sino egocéntrico. Es sencillamente una de las fases de la evolución (véase Byron, Wilde, Gide); unos pasan de esta fase a la siguiente, que puede ser aún más dramática, y otros no pasan a ninguna parte, sino que se quedan en su ego. Esto también es una tragedia, pero privada. No entra en el Panteón ni pasa a la historia.» ¿Lugares comunes? Mirándolo bien, exigir de un hombre que deje de ocuparse y preocuparse de sí mismo, que deje, en suma, de considerarse él mismo, sólo puede pretenderlo un loco. Esa mujer exige que me olvide de que soy yo, y sin embargo sabe perfectamente que cuando yo tenga un ataque de apendicitis, seré yo quien va a gritar, y no ella. La enorme presión a la que estamos sometidos actualmente desde todos los lados —para que renunciemos a nuestra propia existencia—, como todo postulado imposible de realizar, conduce sólo a la deformación y el falseamiento de la vida.

Una persona deshonesta consigo misma hasta el punto de poder decir: el dolor ajeno es para mí más importante que el mío propio, en seguida cae en esa «facilidad» que es madre del verbalismo, de todas las generalizaciones y de toda sublimación demasiado ligera. En cuanto a mí, no, nunca, jamás. Yo soy. En particular, un artista que se deje embaucar y dominar por este convencionalismo agresivo está perdido. No os dejéis amedrentar. La palabra «yo» es tan fundamental y primordial, tan llena de la realidad más palpable y por tanto la más honesta, tan infalible como guía y tan severa como criterio, que en lugar de despreciarla deberíamos caer ante ella de rodillas. Pienso que más bien no he llegado todavía a ser suficientemente fanático en mi preocupación por mí mismo y que —por miedo a los demás— no he sabido dedicarme a esta tarea vocacional con consecuencia lo bastante categórica ni he sabido empujarla suficientemente adelante. Yo soy mi problema más importante y posiblemente el único: el único de todos mis héroes que realmente me interesa. Comenzar a crearse a sí mismo y hacer de Gombrowicz un personaje, como Hamlet o Don Quijote (?!).

Jueves

Hoy en casa de N., a la hora del té, se han encontrado unos cuantos literatos argentinos e, inesperadamente, X. nos ha leído un cuento suyo sobre un joven obrero y su madre que veían en Stalin a Cristo. Escuché con aburrimiento este relato edificante y sentimental, más religioso que literario. A continuación se entabló una discusión, y Chamico señaló con acierto todos los convencionalismos y trivialidades de los que estaba plagado el texto. Yo no abrí la boca. Podía haber dicho lo que sigue: que ninguna literatura burguesa ha falsificado hasta tal punto la imagen del campesino y del obrero, que este triste honor ha recaído en los escritores comunistoides porque han divinizado al proletariado, lo cual puede tener consecuencias dramáticas, pues semejante idealización hará que la intelligentsia del partido pierda paulatinamente el control sobre la fuerza a la que ella misma había dado vida; a largo plazo puede resultar fatal el que estos intelectuales se estén embobando con el tema del proletariado. X., contestando a las acusaciones de Chamico, habló de la necesidad de

simplificar…; afirmó que sería feliz si pudiese reducir la psicología a su aspecto más elemental y su lenguaje literario a las ochocientas palabras más importantes…, y dijo que el arte tiene que adaptarse a los humildes; ¡no, él no escribe para la crítica refinada e intelectual, sino para el pueblo! Esa cara mística y fanática se me antojó la oscuridad personificada, y me acordé cuando de niño, en el campo, por la noche junto a la lámpara, sentía a veces que en el silencio y en la inmovilidad sucedía algo continuamente, algo demoníaco; y así es como de repente vi yo su cara: como si estuviera sometida al Proceso. Hay algo demoníaco en el hecho de que un hombre superior y culto se imponga limitaciones en favor de un simplón. Y sin embargo…, en el fondo es algo que me gusta bastante…, e incluso pocas cosas hay que me asombren tanto como este acto de violencia que ejerce la Inferioridad sobre la Superioridad. ¿Acaso no había en este hombre la dinámica de la violencia? Y limitado y oprimido, ¿acaso no estaba cargado de fuerza y no era más vital? Así pues, yo no era tan extraño a esas limitaciones de las que habló X. Incluso las hubiera recibido calurosamente de haber significado una auténtica unión con el pueblo. Pero X. no estaba sometido al pueblo, sino a la doctrina. Violado por la teoría. De hecho, ni por un momento dejó de ser «superior» con respecto a esos obreros a los que trataba como un maestro y un guía. La gente sencilla no existía para él, sólo existía el «proletariado». Se reducía interiormente no porque se sometiese a la inferioridad ajena, sino porque cumplía con un programa. ¡Qué insoportable es la falsedad de esos profesores Pimko del marxismo! La fórmula de X. era la siguiente: yo, hombre maduro, renuncio a mi superioridad de intelectual para servir voluntariamente al proletariado y construir con él el mundo racional del futuro. ¡Oh, cuánta palabrería! Esas fórmulas suyas no nos han acercado ni una pulgada siquiera al proletariado; gracias a esto, el gigantesco problema de unir la superioridad con la inferioridad sólo se ha vuelto más falso.

Domingo

He ido a la quinta de Cecilia, cerca de Mercedes, con «Russo», Alejandro Russovich.

Russo es para mí la personificación de la genial antigenialidad argentina. Lo admiro. Mecanismo cerebral, infalible. Inteligencia, espléndida. Capacidad de percepción y asimilación. Imaginación, inventiva, poesía, humor. Cultura. Una percepción del mundo sin complejos y llena de desenvoltura… La facilidad. Esta facilidad proviene del hecho de que él no quiere — ¿o no sabe?— sacar provecho de sus ventajas. Un europeo las cultivaría como un campo fértil. Se inclinaría sobre sí mismo como sobre un instrumento. En cambio, él permite que sus virtudes florezcan en estado natural. Pudiendo ser célebre, no quiere — ¿o no sabe?— destacarse… No quiere luchar contra la gente. Discreción. No quiere imponerse. La bondad. La bondad lo desarma. Su actitud ante los demás no es suficientemente aguda. No combate con ellos, no se les echa encima. No necesita a los demás para ser alguien. El hombre no constituye para él un obstáculo que salvar, él es hijo del relajamiento argentino: aquí cada cual vive su vida, aquí la gente no se amontona, aquí el hombre (en el campo espiritual) no utiliza al hombre como pértiga para saltar hacia arriba, ni tampoco d hombre es para el hombre (espiritualmente) un objeto de explotación. A su lado, yo soy un animal salvaje. La Argentina. No es el único en ser así. Este es un país todavía «no poblado» y carente de dramatismo.

Capítulo XIII

JUEVES

Ese portugués, novio de Dedé, ha preguntado en cierto momento de dónde me viene tanto desprecio hacia las mujeres, y en seguida todos le han hecho coro. ¿Desprecio? ¡Qué va! Más bien las adoro… Aunque a decir verdad hasta ahora no he sabido descubrir qué significa para mí la mujer en el orden espiritual, si es un enemigo o un aliado. Lo cual quiere decir que la mitad de la humanidad se me escapa. ¡Qué fácil resulta evitar a las mujeres! ¡Como si no existieran! A mi alrededor veo montones de gente con faldas, de pelo largo y voz fina, y sin embargo sigo utilizando la palabra «hombre» como si este término no se dividiera en hombre y mujer, del mismo modo que en otras muchas palabras tampoco advierto el desdoblamiento que introduce en ellas el sexo. Respondí al portugués que suponiendo que se pueda hablar de desprecio será sólo en el terreno artístico…; eso es, que si en ocasiones puedo llegar a despreciarlas es porque son malas, por no decir fatales, como sacerdotisas de la belleza y guardianas de la juventud. Aquí es cuando monto en cólera; en esto, estas malas artistas no sólo me enervan, sino que me indignan. Artistas, eso es, porque el encanto es su vocación, la estética es su oficio; nacidas para hechizar, en cierto sentido son el mismo arte. Pero ¡qué desastre! ¡Qué engaño! ¡Pobre belleza! ¡Y pobre juventud! Habéis coincidido en la mujer para perecer, ella es en el fondo vuestra rápida destructora; mira a esta chica, es joven y bella únicamente para convertirse en madre. ¿No deberían ser la belleza y la juventud algo desinteresado, que no sirviera para nada, un maravilloso don de la naturaleza, un coronamiento…? Sin embargo, en la mujer este prodigio sirve para procrear, está forrado de embarazo, y de pañales, su realización suprema implica la aparición de un niño, lo cual señala el final del poema. Apenas un chico toca a una chica, fascinado por ella y por sí mismo con ella, cuando ya se han convertido él en padre y ella en madre, de manera que una chica es un ser que aparentemente cultiva la juventud, pero que en realidad sirve para liquidarla.

Nosotros, mortales, que no podemos aceptar la muerte ni que la juventud y la belleza sean solamente una antorcha que pasa de una mano a otra, no dejaremos de rebelarnos contra esta brutal perfidia de la naturaleza. Pero aquí no se trata de unas protestas estériles. Se trata de que esta actitud asesina de la mujer ante su propio encanto juvenil se manifiesta a cada momento, de lo cual proviene esa característica suya que consiste en que ella no siente verdaderamente la juventud y la belleza, o en todo caso las siente menos que el hombre. ¡Mirad a esta muchacha! ¡Qué romántica…!, pero este romanticismo acabará en un contrato ante el altar con algún abogado gordinflón; esta poesía tiene que legalizarse, este amor sólo funcionará con el beneplácito de la autoridad eclesiástica y civil. ¡Qué estética que es…!, pero no existe calvo, barrigudo o tísico que le resulte suficientemente repugnante y ella entregará sin problemas su belleza a la fealdad: la vemos triunfante junto a un monstruo, o aún peor, junto a uno de esos hombres que son la encarnación de una mezquindad repugnante. ¡Es la belleza que no siente asco por nada! Bella, pero carente del sentido de la belleza. Y la facilidad con que el gusto y la intuición de la mujer se equivocan en la elección de hombre dan la impresión de una ceguera incomprensible y de estupidez; ella se enamorará de un hombre porque es distinguido, o porque es muy «fino»; los valores sociales y mundanos de segundo orden significarán más para ella que el cuerpo y el espíritu apolíneos, sí, ella ama el calcetín y no la pantorrilla, el bigotito y no la cara, el corte de la americana y no el torso. La embriagará el sucio lirismo de un grafómano, la embelesará el barato patetismo de un imbécil, la seducirá la elegancia de un petimetre; la mujer no sabe desenmascarar, se deja engañar porque ella misma engaña. Se enamorará únicamente de un hombre de su «esfera», porque no percibe la natural belleza del género humano, sino aquella secundaria que es producto de su ambiente; ah, esas admiradoras de comandantes, esclavas de generales, fieles seguidoras de comerciantes, condes y médicos. ¡Mujer, eres la antipoesía en persona! Pero ella de su propia poesía entiende lo mismo que de la masculina, y en esto se muestra igualmente o quizá aún más torpe. Si esas grafómanas, esas pésimas pintoras de su propia belleza, torpes esculturas de su propia forma, supieran algo de las leyes que rigen la belleza, jamás harían consigo mismas lo que hacen. Las leyes de las que estoy hablando y que cada artista conoce proclaman lo siguiente: 1. El artista no debería poner su obra ante las narices de la gente gritando: «¡Esto es bello! Maravillaos porque es maravilloso.» La belleza en una obra de arte debería manifestarse como sin querer, al margen de otras aspiraciones, debería ser discreta y no obstinada.

(Sin embargo, la mujer ofrece con insistencia su belleza, perfeccionada durante horas delante del espejo. No sabe qué es la discreción. A cada momento deja entrever su deseo de gustar, de manera que no es una reina, sino una esclava. Y en lugar de aparecer como una diosa digna de ser deseada, aparece como un ser horriblemente torpe que intenta conseguir una belleza inaccesible. Cuando un joven juega a la pelota para divertirse, puede parecer bello; la mujer juega a la pelota para ser bella; así pues, juega mal, y, además, su belleza parece sudar de tanto esforzarse. Pero la cosa no acaba aquí, pues, coqueteando hasta lo indecible, al mismo tiempo hace como si el hombre no le importara en absoluto. Y dice: «¡Ah, sólo lo hago por estética!» ¿Alguien podrá creerse una mentira tan evidente?) 2. La belleza no puede basarse en un engaño. (La mujer quiere que nos olvidemos de sus fealdades. Trata de convencernos de que no es una mujer, eso es, un cuerpo que, como todos los demás cuerpos, nunca será únicamente bello, un cuerpo que es una mezcla de belleza y de fealdad, un eterno juego de estos dos elementos —y ahí se encierra una belleza diferente, de orden superior. Nadie puede hacer nada para que ciertas funciones del cuerpo no sean impuras. Tampoco nadie liberará totalmente el espíritu de la impureza. Sin embargo, la mujer pretende hacernos creer que es una flor. Interpreta el papel de diosa, de «pura», de inocente. ¿Acaso no resulta cómica en este absurdo esfuerzo? ¿No está de antemano condenada al fracaso? ¡Qué mascarada! ¿Debo creer que es un ramo de jazmín porque se ha perfumado? ¿O viéndola con unos tacones de medio metro, creer que es esbelta? Lo único que veo es que estos tacones no le dejan moverse cómodamente. Así es como la belleza la ata, se convierte para ella en algo opresivo; esas terribles ataduras de la mujer, que se manifiestan en cada uno de sus movimientos, en cada palabra, esa pesadilla que hace que ella nunca pueda estar cómoda consigo misma…) (Y en su frenesí de hembra pierde del todo el sentido del efecto, engaña abiertamente creyendo que conseguirá contagiarnos con su cobarde e insincero concepto del cuerpo [y del espíritu]. ¡La moda! ¡Qué monstruosidad! Lo que en París se llama elegancia, todas esas líneas, siluetas, perfiles, ¿acaso no son una mistificación de pésimo gusto que consiste en proporcionar al cuerpo un estilo exagerado? Esta ha adornado su trasero de considerables dimensiones con una faja y cree haberse vuelto así majestuosa; aquélla finge ser una pantera, aquella otra trata de transformar su tez marchita en Melancolía con ayuda de un complicado sombrero. Pero quien oculta —en vano— un defecto, sucumbe al defecto. El defecto debe ser superado con un valor real en el sentido moral y físico. Los monstruos con que nos obsequian las revistas de moda parisinas, esos modelos de

Dior o de Fath, con la cadera abultada, de línea aerodinámica, con un dedito graciosamente doblado, inmovilizados en una pose llena de «distinción» idiota, desde el punto de vista del arte son el colmo de la asquerosidad, mercancía de pacotilla que produce náuseas, algo tontamente ingenuo y torpemente pretencioso, una falta de gusto más provocadora y más vulgar del que podría ser capaz un carretero borracho.) 3. La belleza ha de ser soberana. (¡Oh, moza, simple moza de vacas, bienvenida seas, reina! Dime, ¿por qué no hay en ti ese temor mortal a no ser aceptada? No temes el rechazo. Sabes que no es la belleza la que te hace deseable, sino el sexo; sabes que el hombre siempre va a desear tu femineidad, aunque no sea estética. Así, tu belleza no está al servicio de tu sexo; no teme nada, no tiembla, no se esfuerza y permanece tranquila, natural, triunfante… ¡Oh, tú, que no te impones y no importunas! ¡Oh, tú, tan distinguida!)

Miércoles

Mortales son los pecados que la mujer de la «alta sociedad» comete en ese templo suyo que es la estética, precisamente donde debería sentirse como en su casa. Y pensar que son la inspiración del hombre, que nos suministran el lirismo, que con el vino de ese barril tenemos que embriagarnos. La primitiva belleza de la mujer, aquella con que la ha adornado la naturaleza, no tiene igual; no hay nada más maravilloso, excitante y embriagador que el hecho de que el hombre haya conseguido una compañera más joven que él, que es a la vez sierva y patrona; y no hay nada más bello que la tonalidad que aporta la mujer, este canto reflejo que es un complemento secreto de la virilidad, una percepción del mundo a otra escala, una interpretación particular e inaccesible para nosotros… ¿Por qué toda esa maravilla ha sufrido tan terrible vulgarización? Sin embargo, hay que introducir aquí cierta importante distinción: lo horrible es la femineidad de hoy, no la mujer. Una mujer singular no es horrible, sino ese estilo creado entre ellas y al que cada una de ellas está sometida. Pero ¿quién crea la femineidad? ¿El hombre? Probablemente el hombre es el iniciador, pero luego son ellas mismas las que empiezan a perfeccionarse en este sentido, y ese arte de seducir y hechizar, al igual que todas las demás artes, va creciendo y desarrollándose mecánicamente, se vuelve automático, pierde el sentido de la realidad y el de la justa medida. Hoy en

día la mujer es más mujer de lo que debería ser; está cargada de una femineidad más fuerte que ella; es el producto de ciertas convenciones sociales, el resultado de un juego determinado que de un modo determinado une al hombre y a la mujer, hasta que por fin esta danza, intensificándose sin cesar, se vuelve mortífera. ¿Qué debo hacer con todo esto? ¿Cómo comportarme? Encuentro con facilidad la dirección correcta haciendo uso siempre de la misma brújula. ¡La distancia con respecto a la forma! Del mismo modo que tiendo a «descargar» al hombre, tengo que intentar «descargar» a la mujer. ¿Qué quiere decir «descargar» al hombre? Liberarlo del yugo de ese estilo masculino que se crea entre los hombres como aumento de la virilidad, conseguir que sienta esta virilidad como algo artificial y que perciba su propia sumisión a ella como una debilidad, hacer que se sienta más desenvuelto ante el Hombre que hay en él. Y de la misma manera, debe extraerse a la mujer de la mujer. Y aquí, como siempre en todo lo que escribo, mi objetivo —uno de mis objetivos-consiste en estropear el juego; porque sólo cuando deja de sonar la música y se separan las parejas es posible la irrupción de la realidad, sólo entonces se hace patente que el juego no es realidad, sino sólo juego. Introducir en esta fiesta vuestra huéspedes que no han sido invitados; vincularos de forma diferente entre vosotros; obligaros a que os defináis recíprocamente de un modo distinto; aguaros la fiesta. Es posible, e incluso seguro, que mi literatura sea más extremista y más loca que yo mismo. No creo que se deba a falta de control; más bien he querido llevar hasta las últimas consecuencias formales ciertas fascinaciones que en mis libros se agigantan, mientras que en mí siguen igual que eran, es decir, sólo una insignificante alteración de la imaginación, una ligera «inclinación». Por eso, hablando de ejemplos concretos, nunca me he decidido, ni me decidiré, a reflejar en el arte un amor corriente o un encanto corriente, por eso este amor y este encanto en mis libros son arrojados a unos sótanos, están ahogados y sofocados, por eso en esta materia no soy normal, sino demoníaco (¡de un demonismo grotesco!). Mostrándoos los peligrosos cortocircuitos de esas fascinaciones censurables, sacando a la luz un lirismo vergonzoso, quiero descarriaros: es una piedra que pongo en vuestro camino. Sacaros del sistema en el que os encontráis, para que de nuevo podáis experimentar la juventud y la belleza, pero experimentándolas de manera diferente…

Domingo

En casa de Stanisíaw Odyniec, en Mar del Plata. Ayer al atardecer, en la playa frente al casino: el murmullo y el chapoteo tan conocidos. El seno del agua negra que sube y desciende. El susurrante abanico de espuma salta hasta aquí, hasta mis pies. Allí, al sur, la silueta de unas casas sobre una colina, aquí, frente a mí, un mástil y una bandera, y a la izquierda un madero roto, que emerge o se hunde en el agua… Truena. Es primavera. La temporada de verano no empezará hasta dentro de dos meses, ahora todavía no hay nadie, sólo silencio y vacío, las ventanas cerradas de los hoteles miran a la playa por donde vaga un perro, mientras el viento mueve los alambres, atraviesa las latas de conservas vacías del año pasado, hace revolotear un papel… El gigantesco vacío de la ciudad abandonada por seiscientas mil personas, la muerte de estas calles, plazas, empresas, casas, tiendas cerradas, bloqueadas, amordazadas por la ausencia humana en la orilla de un océano que ha recuperado la intangibilidad de su propia existencia y existe sólo para sí mismo, y que silenciosamente invade la arena de la playa… ¿Qué es eso? ¿Qué sucede aquí? Está sucediendo algo, pero no sé qué es… ¿Qué ocurre, pues? Camino a lo largo de la playa por el límite de la espuma y busco en mí mismo un sentimiento apropiado; ¿qué es lo que debes experimentar en esta arena que de nuevo se encuentra bajo tus pies, en este olor a sal y pescado, en este viento siempre igual? ¿Sentir la eternidad? ¿O tal vez la muerte? ¿Descubrir a Dios en todo esto? ¿Percibir la propia nulidad o grandeza? ¿Sentir el espacio o el tiempo? Pero no puedo…, algo me lo impide…, una cosa terrible…, que todo esto es ya conocido, que más de una vez, miles de veces, ha sido dicho…, ¡e incluso impreso! ¡Y yo tengo que ser original! De manera que sigo caminando por el mismo borde de la línea espumosa, cabizbajo, con la vista clavada en la arena, escuchando el eterno proceso, pero con el corazón encogido, porque tengo que ser original, porque no puedo repetir a nadie, y porque los más auténticos sentimientos me están vedados sólo por el hecho de que alguien ya los ha experimentado y expresado. Espera, piensa un momento…, aquí nadie te ve, en estas ventanas no hay un alma, en las calles no hay más que asfalto y toda la ciudad está vacía de multitudes; ¿por qué no puedes permitirte un simple pensamiento sobre la eternidad, la naturaleza, o Dios? ¿Por qué te esfuerzas en perseguir algo nuevo, jamás visto y sorprendente…, incluso

aquí en la orilla por donde pasea el perro? Mirad: me he detenido en el frescor salado y en el silencio, abarco con la mirada toda esta soledad y dudo…, dudo si no entregarme a una de esas verdades sabidas y simples. Y ahora sonrío…, sonrío porque (acabo de acordarme) dentro de una semana tendrá lugar en el Club Polaco de Buenos Aires una discusión sobre mis libros; y es como si ya oyera los agrios comentarios: que se esfuerza por ser original, que ha perdido la sencillez y se inventa sentimientos, y todo eso pour épater… Ahora llego a la orilla rocosa donde se origina el murmullo, el agua golpea abajo en las rocas y las paredes abruptas de los peñascos y salta hacia arriba; el aire está saturado de yodo. De nuevo, la misma llamada en medio del incesante oleaje: sé normal, sé como los demás, te está permitido, no hay nadie, éste es el momento apropiado para que experimentes lo que aquí se ha experimentado desde hace siglos… ¡Pero tengo que ser original! ¡Así que por nada del mundo! ¡Por nada! ¿Qué importa que en la ciudad no haya gente? Es una ausencia falsa, porque ellos están en mí y detrás de mí, son mi cola y mi penacho, y gritan: ¡Sé extraordinario! ¡Sé nuevo! ¡Inventa, experimenta algo desconocido hasta ahora! Sonrío con cierta vergüenza, miro un poco a mi alrededor, escondo la cabeza entre los hombros, tras lo cual, en la gloria de mi histrionismo y en la noche que se avecina, vuelvo la cara hacia el agua. Me quedé así, con todo el orgullo de mi no-sencillez, como el que está obligado a ser original, como instrumento del horrible e incomprensible espíritu colectivo que, al luchar con la eterna identidad del océano, avanza hacia unas soluciones por él ignoradas —siempre ávido de lo nuevo—, hastiado con violenta impaciencia de todo lo que ya le es conocido, deseoso de todo lo que está fuera de él… Me quedé allí, destruyendo en mí el sentimiento de hoy en favor del de mañana, matando el tiempo presente. Luego volví a casa por el vacío de esas calles, pero con la sensación de ser observado.

Sábado

Mi rabia contra las mujeres es la misma que la que me hace atacar un poema afectado, una novela que coquetea y todo arte malogrado… Me enervan… El estilo

de esta femineidad es malo… Pero no se trata de volver una vez más a la eterna rencilla hombre-mujer, que encendía a nuestros abuelos y abuelas. Si me extiendo sobre ello es por otros motivos, los actuales. La mujer es la clave del hombre. Esta clave puede abrir muchísimo, precisamente ahora, en los tiempos que corren. ¿A quiénes? A los polacos. Uno de los grandes problemas de nuestra cultura es el de contraponernos a Europa. No seremos una nación verdaderamente europea hasta que no nos distingamos de Europa, porque ser europeo no consiste en fundirse con Europa, sino en ser una parte integrante suya, específica e insustituible. Además, sólo contraponiéndonos a la Europa que nos ha creado podremos lograr ser alguien…, con vida propia. Así pues: contraponed la mujer polaca a la mujer europea; o la mujer de la Europa del Este a la mujer occidental; conseguid que ella se convierta en una inspiración diferente. Si transformáis a vuestra mujer, transformaréis todo vuestro gusto, todas vuestras preferencias, accederéis a nuevas costumbres en la vida y en el arte. Pero ¿existe semejante posibilidad? Si yo no la viera, ¿para qué hablaría de cosas irrealizables? Pero creo que el polaco, a pesar del estancamiento de su pensamiento aquí, en el exilio, a pesar del terror que lo sofoca allí, en su país, a pesar del vacío que aquí y allí lo agota, se está buscando febrilmente a sí; mismo. Lo cual quiere decir que nos encontramos en el estadio del pensamiento radical, elemental, incluso peligroso, y que no existe para nosotros una decisión demasiado extrema. ¿Acaso podemos transformar a nuestra mujer? ¿Acaso la mujer puede transformarse? Hasta ahora ha sido París que nos ha impuesto a la mujer (hablando grosso modo y un poco simbólicamente). Por eso en nuestra imaginación reina París, ese canto ya aborrecido de los sármatas parisinos embriagados por el encanto, por esa chispa eléctrica de la Ville Lumiére. Ah, esa magia de París eléctrico-erótica, pero…, valor, volveos antiparisinos, tratad de ver toda esa abominación erótica. Escuchad con atención el lenguaje amoroso de los franceses, el de la alcoba. ¿Os conmueve? ¿Os divierte? ¿Os enternece? ¿O más bien estaríais dispuestos a vomitarlo como una de las monstruosidades de este mundo: ese amor en bata, esas bragas triunfantes, esos jugueteos burgueses en el éxtasis del celo? Escuchad ahora

su lenguaje amoroso de categoría superior. ¿Cuál preferís? ¿El intelectual y sensual, que es la voluptuosidad de un pelón sabihondo el cual examina analíticamente sus propios éxtasis, o el elegante, propio de los —salones, que no es más que el bailoteo de los fracs, el baile de las pelucas, la confección masculina y femenina oportunamente condimentada? La fealdad del canto de amor de los franceses consiste en que constituye la aceptación de la fealdad. El francés ha aceptado la fealdad de la civilización, incluso le gusta. Por eso el francés no mantiene relaciones con la mujer desnuda, sino con la mujer vestida y con la mujer desvestida. La Venus francesa no es una joven desnuda, sino una madame con un lunar y fort distinguée. Al francés no le excita el olor del cuerpo, sino el perfume. El adora todas las bellezas artificiales, tales como el charme, la elegancia, la distinción, el humor, la vestimenta, el maquillage, bellezas con las que se enmascaran la decadencia biológica y la edad avanzada; la belleza francesa es, pues, cuarentona. Y si esta belleza ha conquistado el mundo es precisamente porque representa la resignación; es algo accesible a las damas de edad y ricas, y también a los causers y bonvivants avejentados; en ella uno puede desahogarse a edad bastante avanzada. Esta belleza resignada y realista canta: cuando no se tiene lo que gusta, gusta lo que se tiene. De modo que la belleza francesa, el tipo de mujer francesa, ha conquistado también a nuestras burguesas eslavas y a sus maridos. ¡Oh, eslavos! A pesar de todo, ¿no protestaba vuestro lirismo eslavo? Pero si vive en vosotros la obsesión de una mujer-muchacha diferente. Pero si en el erotismo sois idealistas. La mujer de vuestros sueños es más pura y más sencilla. ¿Y no es precisamente este idealismo erótico el que provoca vuestra ineficacia en la cultura, la cual es y seguirá siendo el arte de contentarse con los sustitutos? Aquí el carácter categórico no sale a cuenta. No hemos sabido aceptar la realidad, o sea, la civilización, o sea, la fealdad, y mientras los franceses, astuta e inteligentemente, perfumaban, pintaban y vestían a las francesas que les habían sido regaladas por la naturaleza (y sin mirarles siquiera los dientes), nosotros soñábamos… con la inmaculada Oleńka[36], la sencilla Zosia[37], la ingenua Baska[38]…, con Iwonka (de Germán) y Dzikuska (de Zarzycka)… Pero, a pesar de que éstos fueran nuestros sueños, en la realidad de nuestra vida social, mundana y erótica, de nuestras moda y costumbres, aquella belleza francesa ganó. ¿Por qué la nación de los Wokulski[39] no fue capaz de vencer en sí a la parisina? Pues precisamente porque estaba más próxima a la realidad…, nuestro «tipo» servía para soñar…, el de ellos, para convivir… Sin embargo, hoy, gracias a la guerra y a la revolución, los papeles han cambiado. Creo que ahora tenemos la realidad de nuestra parte, y en contra de París. Nuestro idealismo ha sido violado. Nuestros sueños, pisoteados. ¡Diablos!

Durante los largos años que duró la ocupación alemana, tocasteis con la mano sin guante la desnuda existencia, el mullido colchón que os aislaba había desaparecido; este toque de Anteo debía haberos llenado de fuerza. Y después de la guerra llegó el comunismo, es decir, otra negación del idealismo, y la mujer fue arrastrada del cielo a la tierra o, en todo caso, de una esfera superior a una inferior, la del proletariado. Y esto concierne tanto a las mujeres que viven en el interior del País como a las que en el exilio trabajan como modistas, institutrices, dependientas… Conozco a más de una. ¿A qué aspira en la nueva situación esta ex dama? Pues a no dejar de ser una dama ni por un momento. Quiere vestir elegantemente, aunque esta elegancia tiene que ser por necesidad empobrecida. Quiere estar a la moda, aunque no puede permitirse los últimos modelos. Sus sombreros siguen siendo parisinos, aunque de un París de tercera mano. Su genre sigue suspirando por los salones, aunque sólo puede ser un salón desclasado. Sus gustos y su estética siguen siendo todavía de una época anterior: delicados. Puedes hablar con ella durante horas sin siquiera sospechar que haya vivido una experiencia diferente y dura. Oh, mujer polaca, si fueras más creativa… O al menos estuvieras más decidida a servirte de tus propias ventajas en el combate contra el mundo. No quiero tentarte…, pero ¿no podrías rebelarte interiormente contra la mujer que eres, ahora que ya no lo eres? No te exijo nada más, sólo esta chispa de rebelión liberadora de tu propia realidad. Sé una mujer «de otro mundo», no del mundo de la burguesía occidental. ¿De qué mundo? ¿Del proletariado? ¡Qué va, éste tampoco es tu elemento! Intenta estar fuera del uno y del otro, o más bien, entre uno y otro, deja que tu situación te dicte tu propio estilo. No se trata en absoluto de que sepas qué es lo que quieres. Basta con que sepas lo que no quieres. Lo demás vendrá por sí solo. Rebélate contra la belleza para ti inaccesible, de esta manera contribuirás a la reforma de la femineidad.

Lunes

Ayer, en el Club Polaco. Acerté en llegar al final de la trituración de mi alma y de mis obras. La ponencia a mi favor era obra de Karol Swieczewski, mientras

que la señora Jezierska pronunció un discurso en contra… Luego se desató la discusión al final de la cual aparecí yo. Thomas Mann, gran experto en esta materia, dijo que indudablemente será distinto el arte crecido desde un principio en el resplandor del reconocimiento, de aquel que sólo con dificultades y a costa de muchas humillaciones y fracasos tiene que conquistarse poco a poco su lugar. ¿Cómo sería mi creación si desde el primer momento la hubiesen ceñido los laureles, si hoy en día, después de tantos años, no tuviera que dedicarme a ella como a algo prohibido, vergonzante e inconveniente? Y, sin embargo, cuando entré en la sala, la mayoría de los allí presentes me saludaron con cordialidad y tuve la sensación de que el ambiente había cambiado mucho desde el tiempo en que los fragmentos de Transatlántico habían aparecido en Kultura. Lo cual, según creo, se debe principalmente a este diario. Asimismo fui informado de que la mayoría de los participantes en la discusión se había pronunciado a mi favor. Inmerso en la multitud ondulante, me sentía un poco como los marineros de Odiseo: ¡cuántas sirenas tentadoras en esas caras amistosas, que se agolpaban a mi alrededor y me salían al encuentro! Tal vez no sería difícil echársele a esa gente al cuello y decir: soy vuestro y siempre lo he sido. Pero ¡cuidado! ¡No te dejes comprar con la simpatía! No permitas que te derritan unos sentimentalismos insulsos y una dulce alianza con la masa, en la que tanta literatura polaca se ha ahogado. ¡Sé siempre extraño! Sé desganado, desconfiado, lúcido, agudo y exótico. ¡Resiste, muchacho! ¡No te dejes domesticar por los tuyos, no te dejes asimilar! Tu lugar no está entre ellos, sino fuera de ellos, eres como la comba de los niños, que hay que echarla hacia adelante para poder saltar por encima de ella.

Martes

Los artículos. Desde los artículos me llega un amenazador rugido de leones atados. No sé si alguien los doma o si es que ellos mismos prefieren de momento abstenerse de dar un salto y contentarse con alusiones terriblemente mortíferas. En el transcurso del presente año y del anterior, la prensa de la emigración ha abundado en ponzoñas encubiertas que iban por mí. En uno de los artículos leo, por ejemplo, sobre «la mala cara que ponen a la tradicional postura polaca algunos exiliados que pretenden llamarse intelectuales». ¿De quién están hablando? O

aquello sobre unos «iconoclastas dogmáticos y sacristanes de iniciaciones sospechosas». ¿Quién puede ser éste? Después leo que cierta obra de teatro ultramoderna es muy aburrida e incomprensible, o bien que la novela de X. es mil veces mejor que cierta novela confusa y de pésimo gusto, que aspira a descubrir algo nuevo. ¿De qué obra de teatro, de qué novela se trata? No me sorprenden estos Artículos. Yo, en su lugar, estaría igualmente nervioso. Todo funcionaba bien en nuestro adormecido reino en el exilio, los papeles estaban repartidos como es debido, el personal se dedicaba a incensarse mutuamente con general satisfacción, cuando de repente surge de algún lugar, de Argentina, un tipo que de hecho no pertenece a la camarilla, y que, al proclamarse a sí mismo Escritor y sin pedir permiso a ninguno de los Artículos, no sólo publica una novela y una obra de teatro, sino que encima con toda desfachatez se pone a publicar su Diario de Escritor. ¡Sin haber recibido el consentimiento de nadie y sin estar reconocido por el gremio! Y para colmo, cada palabra de este diario está escrita a contrapelo. ¡Qué escándalo! Deberíamos admirar la parsimonia de los leones. Creí que me iban a desgarrar la pernera, y sin embargo hasta ahora no son más que pellizcos de detrás de los barrotes. Si la literatura polaca en el exilio no fuese en su mayor parte una charca inmóvil que refleja una luna caduca, si no fuese un balbuceo infantil, un hablar por hablar, una solemne tontería que se repite sin cesar, si no fuese como una vaca rumiando el pasto del día anterior, si fuerais capaces de algo más que de un encantador artículo que, puesto sobre las patitas traseras, le hace monerías al lector, hace tiempo que estaría con vosotros en abierta y franca guerra. En lugar de unos pellizcos malintencionados, traicioneros, culesco-anónimos, se me habría atacado de frente, y tendría que vérmelas con una honesta polémica de las que no preguntan cómo poner en ridículo y calumniar al enemigo ante los ojos del público por medio de insinuaciones, sino de las que buscan lealmente la verdad del enemigo y golpean en ella con toda la fuerza de una convicción interior. Pero semejante polémica sobrepasa las fuerzas de los Artículos. Los Artículos no intentan llegar a mi verdad, sino a mi…, para pellizcarlo. Los Artículos no pueden polemizar conmigo, porque sus estúpidos y astutos cálculos les obligan a callar sobre mí y a no hacerme propaganda. Para los Artículos, todo en general se reduce a las cuestiones personales, a una táctica estúpida y una estrategia igualmente estúpida. Además, los Artículos tendrían que empezar por conocer más a fondo mi literatura y por reflexionar sobre ella, de lo cual no son capaces, porque únicamente son capaces de alusiones, muecas, chistes, puntapiés y otras piruetas. Los Artículos prefieren por si acaso no analizarme seriamente, porque entonces resultaría que no soy ningún escándalo, sino un intento honesto aunque quizá

fallido (nadie es infalible) de renovar nuestro pensamiento y adaptarlo a nuestra realidad. Pero los Artículos prefieren que yo sea un escándalo porque esto le conviene más a su mente demi-mondaine y les permite hacer remilgos. Por culpa de este gorjeo con que el Artículo llena nuestra vida pública, acabaremos mal. Todo quedará reducido a peloteras y a un eterno bailoteo ante el lector. No se puede ni soñar que en estas condiciones pueda nacer algo que esté por encima de un estilo gacetillero. Lo que impera aquí ya no es siquiera aquel antiguo lugar común grandilocuente, sino la anécdota. Somos un grupo de turistas que se intercambian bromitas y frases hechas. Y en el desierto de nuestra memez, en el montón de la nulidad amanerada de los artículos, se ha instalado nuestro eterno Poema Lírico y aúlla al cielo como un perro bajo la lluvia.

Viernes

El belicoso ensayo Contra los poetas surgió de la irritación, porque durante los largos años que pasé en Varsovia y luego fuera de Varsovia, me enervaban esos poetas con su «poeticidad» insistente y convencional; estaba ya de esto hasta la coronilla. En primer lugar fue una reacción al ambiente y a su desgraciado genre. Pero esa rabia me obligó a ventilar todo el problema de escribir versos. ¿Por qué la batalla que se desató en la prensa a partir de ese artículo no ha aportado nada que merezca atención? Mis adversarios, si quisieran comprender debidamente mi intervención, tendrían que abordarla sobre el fondo de la gran revisión de valores que se está produciendo ahora en todos los campos. ¿En qué consiste? En revelar lo que ocurre entre los bastidores de nuestro teatro. En revelar el hecho de que los fenómenos no son lo que pretenden ser. Sometemos a revisión la moral, el idealismo, la conciencia, la psique, la historia… Se ha despertado en nosotros el hambre de la realidad, ha soplado el viento de la duda y ha perturbado nuestra mascarada… ¿Iba a ser el arte el único tabú? ¿Acaso no es el arte lo que en primer lugar requiere una revisión? ¿Una revisión más, una revisión aún más drástica? ¡Pero si es un verdadero establo de Augías! Nada hay de tan estúpido como justamente esto: nuestra convivencia con el arte. ¿Decís que esta institución —la de la poesía en verso— funciona desde hace miles de años y que todo el mundo adora la poesía? Esta es precisamente la razón para revisar un poco dicha adoración. ¿Citáis nombres ilustres de poetas? Nombres más ilustres aún se convirtieron en humo en el fuego de nuestra creciente desconfianza. Pero en vano podría esperar que mis signos de interrogación se viesen enriquecidos por quienes han entrado en la polémica; ellos sólo han sabido reducir el debate a argumentos como, por ejemplo, éste: Gombrowicz asevera que los versos no gustan, pero cuando yo declamaba versos a los soldados, veía en sus caras, etcétera, etcétera. O bien: unos simples pastores de la Toscana citaban de memoria las octavas de Tasso. Mientras yo desearía descifrar el verdadero sentido de nuestras relaciones con la poesía en verso, llegar detrás de la fachada, averiguar cuáles son

nuestros sentimientos, y, más aún, hasta qué punto podemos confiar en ellos, aquéllos me salen con sus pastores y sus soldados. Es una lástima que un asunto nada fácil y de lo más profundo haya sido llevado al campo de la polémica periodística (la culpa es mía). Si abordé esta cuestión fue para distanciarme personalmente de este terreno, del que nos llega un desagradable tufo a mistificación. Además, la revisión de la poesía en verso sólo podrá producirse en el marco de una revisión incomparablemente más amplia, que abarque nuestra actitud ante el arte y ante la forma en general. De todos modos, mi razonamiento antipoético me parece merecedor de un análisis bien hecho; no lo despacharéis en cinco minutos con cuatro garabatos de vuestra pluma caprichosa, mi idea es nueva y está basada en un sentimiento auténtico.

Viernes

Una acusación más ha llamado mi atención en esta polémica, a saber, aquella con la que obodowski ataca mis «remilgos genialoides», lo cual quiere decir que yo coqueteo con la «genialidad» y demuestro tener* inclinaciones a la megalomanía. Supongo que todavía en más de una ocasión se lanzarán contra mí invectivas de esta índole, contra mí y seguramente contra mi diario. Estoy de acuerdo…, para un observador convencional, acostumbrado a una modestia llena de tacto, podrá parecerle chocante la indecencia con que exhibo mis apetitos en cuanto a la gloria, la capacidad reveladora o incluso la genialidad. Pero, modestillos míos, no tenéis nada que temer; yo también sé poner una carita modesta, y no lo hago peor que vosotros; sólo que esto ya no me sirve en mi relación con el lector, que yo quiero convertir en algo más real y basado sobre el verdadero juego de fuerzas en la literatura. Mis «remilgos», que ponen en evidencia mis ambiciones, tal vez contengan más modestia que vuestra manera de ocultarlas con tacto corriendo un tupido velo sobre ellas… Y además, al tratar con un hombre consciente, que sabe lo que se hace, y por qué lo hace, no utilizad unos trucos baratos como los pellizcos.

Jueves

De una carta mía a K. A. Jeleński: «Ah, si pudiera recogerme, concentrarme y, sobre todo, distanciarme de los lectores. Este diario no es más que un treinta por ciento de lo que debería ser, debería empujárselo hacia esferas más absolutas; mi problemática, todo este conjunto de cuestiones, así como esta creación de mí mismo a los ojos del público, requiere una actitud más extremista y una manera más radical de desmarcarme del proceso normal de la creación literaria. Pero, agobiado por el trabajo para mantenerme, escribiendo una vez al mes, casi como si de un artículo por encargo se tratara, estando tan directamente ligado al lector y dependiendo de él, ¿qué debo hacer? Me siento disperso… También debería abrirme más y mostrar más mi interior, pero estas cosas no se pueden hacer a medias. Me consuelo con la idea de que tal vez algún día, poco a poco, logre encaminar mi diario hacia el terreno apropiado y confiera al proceso de moldear mi ser público una adecuada nitidez.» (He escrito esto en parte para introducir a Jeleński en mis asuntos, calculando que este programa le interesa y que sea éste el tono que de mí espera. Debo cuidar a Jeleński, que me comprende, que empieza a destacar y cuya posición en la literatura polaca y francesa se organiza por sí misma. Pero, con cálculo o sin él, el fragmento arriba citado contiene la verdad.)

1955

Capítulo XIV

SÁBADO

Me he enterado por Tito de que César Fernández Moreno ha anotado nuestra conversación sobre Argentina y pretende publicarla en una revista mensual. Lo he llamado para pedirle que me muestre el texto antes de imprimirlo. El caso es que vosotros no sabéis nada de cómo se ha desarrollado mi convivencia con el mundo literario argentino. Sí, ahora me doy cuenta de que hasta el momento no habéis sido introducidos en este capítulo de mi biografía. No dudo de que lo escucharéis con ganas. ¿Habré logrado introduciros ya en mi intimidad hasta el punto de que todo lo que a mí se refiere no os resulte indiferente? Como es sabido, llegué a Buenos Aires en el barco Chrobry una semana antes del estallido de la guerra. Jeremi Stempowski, a la sazón director de «Gal»[40] se ocupó de mí y fue él quien me presentó a Manuel Gálvez, uno de los escritores más eminentes. Gálvez tenía amistad con Choromański[41], quien había pasado aquí una temporada bastante larga un año antes de mi llegada, granjeándose muchas simpatías. Gálvez me brindó una exquisita hospitalidad y me ayudó en muchas cosas, pero la sordera que sufría lo confinaba a la soledad, de modo que me dejó en manos de un poeta no menos conocido, Arturo Capdevila, que también era «amigo de Choromański». —Oh —dijo la señora Capdevila—, si es usted tan encantador como Choromański, no le será difícil conquistar nuestros corazones. Desgraciadamente, no sucedió así. No puedo culpar a los argentinos. Hubiesen tenido que utilizar una dosis de perspicacia mucho mayor de la que requiere el ajetreado bullicio de la convivencia humana en una gran metrópoli para comprender mi locura de aquel entonces, y tener la paciencia de unos ángeles para adaptarse a ella. Quien tuvo la culpa fue aquella «constelación» que surgió en mi cielo desplomado… Cuando emprendí el viaje de Polonia a Argentina, estaba totalmente desmoralizado; nunca (a excepción quizá del período que había pasado en París

muchos años antes) me había encontrado en semejante estado de confusión. ¿La literatura? No me importaba nada; tras haber publicado Ferdydurke había decidido descansar —además el parto de este libro fue para mí realmente una fuerte conmoción—, sabía que tenía que llover mucho antes de que lograra movilizar en mí unos contenidos nuevos. Y por añadidura, todavía estaba envenenado por las ponzoñas de ese libro, del que yo mismo en mi corazón no sabía con seguridad si quería ser «joven» o «maduro». Si se trataba de una vergonzosa expresión de mi eterno hechizo por la juventud y encantadora inferioridad, o bien era una aspiración a la orgullosa, aunque trágica y nada atractiva, madura superioridad. Y mientras a bordo del Chrobry iba dejando atrás las costas alemanas, francesas e inglesas, todas esas tierras de Europa, inmovilizadas por el miedo al crimen aún no nacido, en un sofocante clima de expectación, parecían gritar: ¡sé despreocupado, no significas nada, nada conseguirás, lo único que te queda es la embriaguez! Me emborrachaba, pues, a mi manera, no necesariamente con alcohol, pero navegaba embriagado, casi totalmente aturdido. Después se rompieron las fronteras de los Estados y las tablas de las leyes, se abrieron las compuertas de las fuerzas ciegas y — ¡oh!— de pronto heme aquí en Argentina, completamente solo, aislado, perdido, extraviado, anónimo. Me sentía un poco excitado y algo asustado. Pero al mismo tiempo algo en mi interior me hizo saludar con una viva conmoción el golpe que me destruía y me sacaba del orden en que había vivido hasta entonces. ¿La guerra? ¿La destrucción de Polonia? ¿La suerte de mis seres queridos, de la familia? ¿Mi propia suerte? ¿Podía yo preocuparme por eso de modo, digamos, normal, yo, que había sabido todo eso de antemano, que lo había vivido hacía tiempo? Sí, no miento al decir que desde hacía años convivía dentro de mí con la catástrofe. Cuando la catástrofe se produjo, me dije algo así como «¡Bien, aquí está…!», y comprendí que había llegado el momento de aprovechar la capacidad de decir adiós y de saber abandonar que yo había cultivado en mi interior. De hecho no había cambiado nada, el cosmos, la vida en la que estaba aprisionado, no se volvieron diferentes porque se hubiese acabado un determinado orden de mi existencia. Pero una terrible y febril excitación nacía del presentimiento de que la violencia libera algo innombrado e informe cuya presencia no me resultaba ajena, un elemento del que sólo sabía que era «inferior», «más joven», y que avanzaba ahora como una inundación en medio de una noche negra y violenta. No sé si seré suficientemente explícito al decir que desde el primer momento me enamoré de esa catástrofe a la que odiaba y que de hecho también me arruinaba a mí, pero a la que mi naturaleza me hizo saludar como una ocasión para unirme a la inferioridad en las tinieblas. Capdevila, poeta, profesor de universidad, redactor del gran diario La

Prensa, vivía con su familia en una hermosa villa de Palermo, y en esa casa me pareció sentir la atmósfera de Kurier Warszawski y del café Lourse. Recuerdo el día en que fui allí a cenar por primera vez. ¿Cómo debía presentarme a los Capdevila? ¿Cómo un trágico exiliado con la Patria invadida por el enemigo? ¿Cómo un literato extranjero que discute los «nuevos valores» en el arte y que desea informarse acerca del país en que se encuentra? Los Capdevila, tanto él como ella, esperaban que me apareciera a ellos bajo una de estas dos formas, además estaban llenos de una potencial cordialidad para con el «amigo de Choromański», pero pronto se sintieron confundidos al encontrarse ante un joven, que en realidad ya no era tan joven… ¿Qué es lo que pasó? Bien, tendré que confesarlo: bajo el efecto de la guerra y del crecimiento de las fuerzas «inferiores» y regresivas, se produjo en mí la irrupción de una tardía juventud. Huyendo de la catástrofe, me refugié en la juventud y cerré de golpe sus puertas. Siempre había sentido la inclinación de buscar en la juventud —propia y ajena— un refugio contra los «valores», o sea, contra la cultura. Ya he escrito en este diario que la juventud es un valor en sí mismo, es decir, una fuerza destructora de todos los otros valores, que no le son necesarios, porque ella es autosuficiente. Así que yo, ante la desaparición de todo lo que hasta entonces había poseído: patria, casa, situación social y artística, me refugié en la juventud, y con tanta más diligencia cuanto que estaba «enamorado». Entre nous soit dit, la guerra me rejuveneció…, y había dos factores que me sirvieron de ayuda. Parecía joven, tenía una cara fresca, de veinteañero. El mundo me trataba como a un joven; para la mayoría de los escasos polacos que me habían leído, yo era un mocoso alocado, una persona realmente poco seria; y para los argentinos era alguien totalmente desconocido, una especie de principiante recién llegado de provincias, que tiene que demostrar lo que vale y conseguir ser apreciado. Y aunque hubiese querido imponerme a aquella gente con valor y seriedad, ¿qué podía hacer si su lengua me era desconocida y ellos se comunicaban conmigo en un francés deficiente? De manera que todo: mi aspecto, mi situación, aquella total exclusión de la cultura, y las secretas vibraciones de mi alma, todo me empujaba hacia una despreocupación y autosuficiencia juvenil. Los Capdevila tenían una hija de veinte años, Chinchina. Sucedió que él y su mujer no tardaron en ponerme en manos de Chinchina, quien a su vez me presentó a sus amigas. Imaginaos a Gombrowicz en ese mortal año 1940 flirteando ligeramente con esas chicas, que me llevaban a museos, con las que iba a comer pasteles, para las cuales di una charla sobre el amor europeo… Una mesa grande en el comedor de los Capdevila, alrededor de la mesa doce jovencitas y yo — ¡qué idilio!— hablando de l’amour européen. Y aunque esta escena aparece en infame

contraste con aquellas otras de aniquilación, en el fondo no estaba tan alejada de aquello, más bien se trataba de una forma distinta del mismo desastre: el inicio de un camino que también conducía hacia abajo. Lo que sucedió era como si mi ser perdiese totalmente importancia. Me volví ligero y vacío. Mientras tanto, me iba absorbiendo la Argentina, tan alejada de aquello, exótica y absolvedora, indiferente y abandonada a su propia cotidianidad. ¿Cómo conocí a Roger Pía? Creo que a través de la señorita Galignana Segura. En fin, se trata de que fue él quien me introdujo en casa del pintor Antonio Berni, y también allí di una charla sobre Europa para un grupo de pintores y literatos. Pero todo lo que dije era muy malo; sí, precisamente en el momento en que el hecho de ganarme cierto aprecio representaba para mí un asunto de capital importancia, me falló el estilo, y mis palabras resultaron tan mediocres que casi me hicieron quedar mal. ¿De qué hablé? De la regresión de Europa y de cómo y por qué Europa sintió el deseo de salvajismo, y cómo esta inclinación enfermiza del espíritu europeo puede aprovecharse para la revisión de la cultura demasiado alejada de sus propias bases. Pero al decir esto, yo mismo era probablemente una triste muestra de la regresión y una vergonzosa ilustración suya, era como si las palabras me traicionaran y desearan justamente demostrar que no estaba a la altura de estos problemas, que estaba por debajo de lo que decía. Todavía hoy recuerdo cómo, en Diagonal Norte, Pía me reprochaba con rabia ciertos sentimentalismos estúpidos e ingenuos de mi razonamiento, mientras que yo, dándole la razón en mi interior y sufriendo igual que él, sabía que eso era inevitable. A veces hay períodos en que se produce en nosotros un desdoblamiento de la personalidad, y una mitad de nuestro ser le hace una trastada a la otra, porque ha escogido un camino y un objetivo diferentes. Precisamente en casa de los Berni conocí a Cecilia Benedit de Debenedetti, en cuya casa de la avenida Alvear se reunían bohemios de todo tipo. Cecilia vivía en una especie de aturdimiento: asombrada, empavorecida, embriagada por la vida, asediada por todas partes, despertándose de un sueño para caer en otro aún más fantástico, luchando a lo Chaplin con la materia de la existencia…, era incapaz de soportar el hecho de existir…; por lo demás, una mujer de cualidades excelentes, virtudes espléndidas, de alma noble y aristocrática. Pero como se sentía anonadada y empavorecida por el mismo hecho de existir, le daba prácticamente igual el tipo de gente que la rodeaba. ¿Las recepciones de Cecilia? Pese a todo, algo se me ha quedado en la memoria: Joaquín Pérez Fernández bailando, Rivas Rooney borracho como una cuba, una chica jovencísima y muy guapa divirtiéndose con locura…, sí, sí, y estas recepciones se me confunden con muchas otras de otros sitios, y me veo, con la copa en la mano, y oigo mi propia voz que llega desde lejos mezclada con la de Julieta:

Yo. — ¿Conoces a aquellas dos chicas de allí, de aquel rincón? Julieta. —Son hijas de la señora que está hablando con La Fleur. Te diré lo que cuentan de ella: cogió de la calle a dos chicos y se los llevó a un hotel; para excitarlos les puso una inyección…, pero uno de ellos tenía el corazón débil y se murió. ¡Ya puedes imaginarte! Una investigación, la policía…, pero estaba bien relacionada, echaron tierra sobre el asunto, ella se marchó un año a Montevideo… No pude dejar traslucir la importancia que para mí tenía esta noticia, así que sólo dije: —¿Ah, sí? Pero abandoné rápidamente la reunión, y en la inmóvil y oscura noche argentina, me dirigí hacia Retiro, que ya conocéis de Transatlántico: «Allí, una colina desciende hasta el río; la ciudad se extiende hacia el puerto y el hálito silencioso del agua es como un canto entre los árboles de la plaza… Había allí muchos jóvenes Marineros…»[42]. Deseo aclarar a quienes pudieran estar interesados en ello, que nunca, a excepción de unas aventuras esporádicas a muy temprana edad, he sido homosexual. Tal vez no sepa hacer frente a la mujer, no sé hacerle frente en el terreno afectivo, ya que existe en mí una especie de bloqueo sentimental, como si temiera el afecto…, y sin embargo, la mujer, sobre todo un determinado tipo de mujer, me atrae y me cautiva. De modo que en Retiro no buscaba aventuras eróticas, sino que, aturdido, fuera de mí, desheredado y descarriado, devorado por ciegas pasiones que habían encendido en mí el hundimiento de mi mundo y mi destino en bancarrota, ¿qué buscaba? La juventud. Podría decir que buscaba al mismo tiempo la juventud propia y la ajena. La ajena, porque aquella juventud en uniforme de marinero o de soldado, la juventud de aquellos corrientísimos muchachos de Retiro, era inaccesible para mí; la identidad del sexo y la falta de atracción sexual excluían cualquier posibilidad de unión y posesión. La propia, porque al mismo tiempo era mía, se hacía realidad en alguien como yo, no en una mujer, sino en un hombre; era la misma juventud que me había abandonado a mí y ahora florecía en otros. Para un hombre, la juventud, la belleza, el encanto de una mujer, nunca serán tan categóricos en su expresión, porque a pesar de todo la mujer es algo diferente, y además crea la posibilidad de lo que en cierta medida nos salva biológicamente: el niño. Mientras que aquí, en Retiro, veía, por así decirlo, la juventud en sí misma, independiente del sexo, y experimentaba el florecer del género humano en su forma más aguda, más radical, y —en vista de que estaba marcada por la desesperación— demoníaca. ¡Abajo, abajo, abajo! Todo eso me arrastraba hacia abajo, hacia la esfera inferior, hacia las

regiones de la humillación; aquí, la juventud humillada ya como juventud se veía sometida a otra humillación como juventud vulgar, proletaria… Y yo, Ferdydurke, repetía la tercera parte de mi libro, la historia de Polilla, que trataba de «fraternizar» con el peón. Sí, sí. Es ahí hacia donde me vi empujado por un conjunto de tendencias a las que estaba sometido en los momentos en que en mi vieja patria la humillación había tocado fondo y no quedaba más remedio que presionar hacia arriba…, y ésta era mi nueva patria con la que poco a poco iba sustituyendo a la anterior. En cuantas ocasiones abandoné las reuniones artísticas o amistosas para dejarme caer por allí, vagar por Retiro, por Leandro Alem, tomar cerveza, y hondamente emocionado, captar los destellos de la Diosa, el secreto de esa vida floreciente y a la vez humillada. En mis recuerdos, todos aquellos días de mi existencia cotidiana en Buenos Aires están forrados de la noche de Retiro. Aunque una obsesión ciega y sorda a todo empezaba a dominarme por completo, mi mente trabajaba; me daba cuenta de haber franqueado unos confines peligrosos, y naturalmente, lo primero que me vino a la cabeza fue la idea de que se estaban abriendo camino en mí unas inconscientes inclinaciones homosexuales. Y quizá hubiese saludado este hecho con satisfacción, porque al menos me habría ubicado en una realidad concreta, pero desgraciadamente en la misma época entablé relaciones íntimas con una mujer, cuya intensidad no dejaba nada que desear. En general, en este período iba mucho detrás de las chicas, a veces incluso de un modo bastante escandaloso. Perdonadme estas confidencias. No pretendo haceros partícipes de mi vida erótica, se trata aquí únicamente de determinar los límites de mis experiencias. Si al principio yo sólo me refugiaba en la juventud frente a valores inaccesibles para mí, ella no tardó en aparecérseme como el único, máximo y absoluto valor de la vida y como la única belleza. Sin embargo, este «valor» tenía una característica inventada probablemente por el mismísimo diablo, y que consistía en que, siendo juventud, era algo que estaba siempre por debajo del valor, algo estrechamente ligado a la humillación, era la humillación misma. Creo que fue en 1942 cuando hice amistad con Carlos Mastronardi; fue mi primera amistad intelectual en Argentina. Los pocos poemas que había escrito Mastronardi le aseguraron un lugar destacado en el arte argentino. De más de cuarenta años, delicado, con impertinentes, irónico, sarcástico, hermético, quizá un poco parecido a Lechoń, ese poeta de Entre Ríos era la encarnación de lo provinciano adornado con el europeísmo más parisino; a la vez era de una bondad angelical revestida de un caparazón de causticidad: un crustáceo que defendía su propia hipersensibilidad. Se interesó por aquel ejemplar de europeo culto, fenómeno nada corriente por entonces en Argentina; a menudo nos encontrábamos

en un bar, por la noche…, lo cual también tenía para mí importancia gastronómica porque de vez en cuando me invitaba a comer ravioles o spaghetti. Poco a poco le revelé mi pasado literario, le hablé de Ferdydurke y de otros asuntos, y todo lo que había en mí de eslavo, distinto del arte francés, español e inglés que él conocía, le interesó vivamente. Y a su vez, él me introducía en los secretos de la Argentina de entre bastidores, país nada fácil, que de un modo extraño se escapaba a los intelectuales e incluso a menudo les aterrorizaba. Sin embargo, por mi parte el juego era más encubierto, porque era un juego prohibido. No podía decirlo todo. No podía revelar la existencia en mí de aquel lugar envuelto en tinieblas al que yo había dado el nombre de «Retiro». Le ofrecía a Mastronardi el trabajo de mi cerebro descarriado que buscaba algunas «soluciones», sin mencionar la fuente de mi inspiración; él no sabía de dónde me venía la pasión con que yo atacaba todo «lo mayor», con que yo exigía que la cultura (basada en la supremacía de la superioridad, mayoría de edad y madurez) revelara esa corriente que surge desde abajo y que a su vez somete lo mayor a lo menor y la superioridad a la inferioridad. Exigía también que «el Adulto quedase sometido al Joven». Exigía que por fin quedase legalizada esa Tendencia nuestra al rejuvenecimiento incesante y que la Juventud quedase reconocida como un valor auténtico e independiente, que cambia nuestra actitud ante los demás valores. Tenía que dar apariencia de razonamiento a lo que en realidad era en mí una pasión, y eso me conducía a un sinfín de construcciones mentales que a decir verdad me eran indiferentes… Pero ¿no es así como nace el pensamiento: como un sustituto indiferente de las tendencias, necesidades y pasiones ciegas, para las que no sabemos conquistar su derecho a la ciudadanía entre los hombres? El factor atenuante en este diálogo lo constituía la infancia, ya que Mastronardi, casi tan infantil como yo, por suerte sabía jugar conmigo, igual que yo jugaba con él. La infancia, siendo algo emparentado con la juventud, es, sin embargo, infinitamente menos drástica: por eso a un hombre maduro le es más fácil ser infantil que juvenil; por eso yo casi siempre me volvía infantil en presencia del demonio de la inmadurez, al que no sabía dominar. Pero ¿hasta qué punto yo sólo quería ser infantil y hasta qué punto realmente era infantil? ¿Hasta qué punto quería ser joven y hasta qué punto encarnaba de verdad una especie de juventud tardía? ¿Hasta qué punto todo eso era mío y hasta qué punto sólo era algo de lo que estaba enamorado? Mastronardi mantenía relaciones amistosas con el grupo de Victoria Ocampo, el centro literario más importante del país, que se concentraba alrededor de la revista mensual Sur, editada por la tal Victoria, dama ya entrada en años y aristocrática, que nadaba en millones largos y que con su tenacidad entusiasta había conseguido hacerse amiga de Paul Valéry, invitar a su casa a Tagore y

Keyserling, tomar el té con Bernard Shaw y hacer buenas migas con Strawinski. En qué medida influyeron en esas majestuosas familiaridades de la señora Ocampo sus millones, y en qué medida sus indiscutibles virtudes y talentos personales, es un dilema que no pretendo resolver. El insistente tufillo de esos millones, ese perfume financiero de la señora Ocampo que producía un cosquilleo un tanto excesivo en la nariz, no me invitaba a conocerla. Se decía que un escritor francés de renombre había caído ante ella de rodillas gritando que no se levantaría hasta recibir el dinero suficiente para fundar una revue literaria. Obtuvo el dinero, porque —dijo Ocampo—, ¿qué iba a hacer con un hombre arrodillado y que no quería levantarse? Tuve que dárselo. A mí, la actitud de ese escritor francés ante la señora Ocampo me pareció la más sana y sincera de todas, pero sabía de antemano que sin ser famoso en París no le sonsacaría nada aun permaneciendo arrodillado durante meses. De modo que no tenía prisa alguna en emprender el peregrinaje hasta la residencia de San Isidro. Además, Mastronardi, temiendo con toda la razón del mundo que el conde (porque, como ya dije en otra ocasión, me había proclamado conde) podía comportarse de forma excéntrica o incluso irresponsable, tampoco se daba prisa en introducirme en aquellas reuniones. Decidió primero presentarme a la hermana de Victoria, Silvina, casada con Adolfo Bioy Casares. Una noche fuimos allí a cenar. Más tarde conocí a muchos otros literatos, un porcentaje bastante importante de la literatura argentina, pero me extiendo más sobre estos primeros pasos porque los siguientes se les parecían bastante. Silvina era poetisa, de vez en cuando editaba un pequeño volumen…, su marido, Adolfo, era autor de unas novelas fantásticas que no estaban nada mal…, y ese culto matrimonio se pasaba todo el día inmerso en la poesía y en la prosa, frecuentando exposiciones y conciertos, estudiando las novedades francesas y completando su colección de discos. En aquella cena estuvo también Borges, probablemente el escritor argentino de mayor talento, de una inteligencia agudizada por los sufrimientos personales; en cuanto a mí, con razón o sin ella, consideraba que la inteligencia era mi pasaporte, algo que aseguraba a mis simplicismos el derecho a vivir en un mundo civilizado. Pero dejando a un lado las dificultades técnicas, mi español torpe y los defectos de pronunciación de Borges —quien hablaba de prisa y de una manera incomprensible—, dejando a un lado la impaciencia, el orgullo y la rabia que eran consecuencia de mi doloroso exotismo y rigidez entre extraños, ¿cuáles eran las posibilidades de entendimiento entre yo y aquella Argentina intelectual, estetizante y filosofante? A mí me fascinaba, en este país, lo bajo y eso eran las alturas. A mí me encantaba la oscuridad de Retiro, a ellos las luces de París. Para mí, esa silenciosa, no confesada juventud del país constituía una vibrante confirmación de mis propios estados de ánimo, y fue por eso que Argentina me sedujo como una melodía o como el anuncio de una

melodía. Ellos no veían ahí ninguna belleza. Y para mí, si había en Argentina algo que alcanzaba la plenitud de expresión y podía imponerse como arte, estilo y forma, ese algo se manifestaba solamente en las fases tempranas del desarrollo, en el joven, y nunca en el adulto. Pero ¿qué es lo importante en el joven? No será su razón, experiencia, conocimiento o técnica, que son siempre inferiores, más débiles que en un hombre hecho y derecho, sino precisamente su juventud, que constituye su única ventaja. Pero ellos no veían en esto ninguna ventaja, y esta élite argentina parecía más bien una juventud dócil y diligente, cuya ambición fuese aprender cuanto antes la madurez de los mayores. ¡Ah, dejar de ser jóvenes! ¡Ah, tener una literatura madura! ¡Ah, llegar a la altura de Francia e Inglaterra! ¡Ah, madurar, madurar cuanto antes! Además, cómo podrían haber sido jóvenes si personalmente ya era gente de cierta edad, y su situación personal desentonaba con la juventud general del país, y su pertenencia a una clase social superior excluía la posibilidad de una verdadera alianza con lo bajo. Así, Borges, por ejemplo, era un hombre al que sólo importaban sus propios años, distanciado completamente de los estratos inferiores; era un hombre maduro, un intelectual, un artista, nacido en Argentina por pura casualidad, porque igualmente, o incluso mucho mejor, podía haber nacido en Montparnasse. Y, sin embargo, la atmósfera del país era tal que en ella, ese Borges, cosmopolita y refinado (ya que aun siendo argentino, lo era a la europea), no podía conseguir resonancia. Era algo adicional, como añadido, un ornamento. Pretender que él, siendo mayor, pudiera expresar directamente la juventud, y, siendo superior, pudiese expresar exactamente la inferioridad, sería un absurdo. Pero lo que yo les reprochaba era que no hubiesen sabido elaborar su propia actitud ante la cultura, de acuerdo con su propia realidad y la realidad de Argentina. Y aunque algunos de ellos eran personalmente maduros, vivían en un país donde la madurez era algo más débil que la inmadurez, donde el arte, la religión, la filosofía no eran lo mismo que en Europa. Así, en lugar de trasplantarlas tal cual a su propio terreno para luego quejarse de que el arbolito era raquítico, ¿no hubiera sido mejor cultivar algo más acorde con la naturaleza de su tierra? Por eso la docilidad del arte argentino, su corrección, su aire de buen alumno, su educación, eran para mí un testimonio de impotencia ante el propio destino. Hubiese preferido una metedura de pata creativa, un error, hasta una chapuza, siempre que estuviera llena de energía, embriagada por la poesía que respiraba el país y al lado de la cual ellos pasaban con la nariz metida en los libros. Más de una vez intenté decir a algún argentino lo mismo que solía decir a los polacos: «Deja por un momento de escribir versos, de pintar cuadros, de conversar sobre el surrealismo, y piensa primero si esto no te aburre, averigua si todo esto

realmente te importa tanto, pregúntate si no serás más auténtico, más libre y más creativo despreciando a los dioses que veneras. Déjalo por un momento para reflexionar sobre tu lugar en el mundo y en la cultura, y sobre los medios y el objetivo que debes escoger.» Pero no. A pesar de toda su inteligencia no entendían en absoluto de qué les estaba hablando. Nada podía frenar el proceso de la producción cultural. Exposiciones. Conciertos. Conferencias sobre Alfonsina Storni o Leopoldo Lugones. Comentarios, glosas y estudios. Novelas y relatos. Volúmenes de poesía. Y además, ¿no era yo polaco, y no sabían ellos que los polacos por lo general no son finos y no están a la altura de la problemática parisina? De modo que decidieron que era un turbio anarquista de segunda mano, de aquellos que, a falta de saberes más profundos, proclaman el élan vital y desprecian lo que no pueden entender. Es así como terminó la cena en casa de Bioy Casares…, en nada…, como todas las cenas consumidas por mí en compañía de la literatura argentina. Así pasaba el tiempo…, pasaba la noche de Europa y mi propia noche, durante la cual iba creciendo entre atroces dolores mi mitología… Y hoy podría presentar una lista de palabras, cosas, personas y lugares que tienen para mí el sabor de una santidad pesada y confidencial: ése era mi destino, mi templo. Si os introdujera en esta catedral, os sorprenderíais de ver qué poco importantes, a menudo míseros y despreciables, y hasta ridículos en su mediocridad, eran los objetos sagrados a los que rendía culto; pero al fin y al cabo la santidad no se mide por la grandeza de la divinidad, sino por la vehemencia del alma que santifica lo que sea. «No se puede luchar contra lo que el alma ha elegido.» A finales de 1943 cogí un resfriado y me quedó una febrícula que no quería remitir. Por aquella época solía jugar al ajedrez en el café Rex de la calle Corrientes, y Frydman, director de la sala de juego, noble y buen amigo, se alarmó por mi estado de salud y me procuró algo de dinero para mandarme a las montañas de Córdoba —lo cual hice con agrado—, pero allí la fiebre tampoco remitía, hasta que por fin, crac, se rompe el termómetro que me había dejado Frydman, compro uno nuevo y… la fiebre desaparece; es así que debo la estancia de unos meses en La Falda al hecho de que el termómetro de Frydman estuviera estropeado y marcase unas décimas de más. Mi estancia en La Falda se vio amenizada por el hecho de que en el vecino Valle Hermoso se instaló (cosa previamente convenida entre nosotros) una conocida mía argentina, que me había sido presentada por Cleo, hermana de la bailarina Rosita Contreras. Al llegar a La Falda no sabía que me esperaban vivencias terribles y ridículas. Todo iba bien. Me alojé en el hotel San Martín, libre de preocupaciones

materiales, y en seguida conocí a un par de divertidísimos mellizos (de los que ya he hablado); con ellos y con otros jóvenes hacía excursiones; me gané unos amigos nuevos en los que la vida acabada de despertar vibraba como un colibrí; una sonrisa se posaba en ellos, esa sonrisa que es uno de los fenómenos más nobles que conozco, pues surge a pesar de todo, pero más que nada a pesar de la infinita tristeza, la aplastante nostalgia y pena propias de esa edad condenada a la insaciabilidad. Todos conocéis esas vacaciones despreocupadas en la montaña o en el mar —el sombrero llevado por el viento, el bocadillo comido sobre las rocas, o la lluvia que te cala hasta los huesos—; mi entendimiento con la América Latina, que encarnaba el rejuvenecimiento de las espléndidas razas europeas y que resultaba sorprendentemente silenciosa y discreta en su amable existencia, me parecía no enturbiada por nada (en esa misma época, mi hermano y mi sobrino se hallaban en un campo de concentración; mi madre y mi hermana, tras huir de la Varsovia destruida, vagaban por provincias, y a orillas del Rin resonaban los gritos de terror y de dolor de la última contraofensiva alemana; pero esos gritos, esos aullidos de los que yo no me olvidaba, no hacían más que aumentar mi silencio). No debéis imaginar que al frecuentar aquellos chicos me comportase como si fuera uno de ellos, en absoluto, jamás me lo hubiera permitido mi sentido del ridículo; me comportaba como una persona mayor, despreciándoles, mofándome de ellos, chinchándoles, aprovechando todas las ventajas de que dispone un adulto. Pero precisamente esto les fascinaba y enardecía su juventud; al mismo tiempo, tras esa tiranía, se establecía un tácito entendimiento basado en el hecho de que nos necesitábamos mutuamente. Sin embargo, un buen día, al mirarme con más atención en el espejo, observé algo nuevo en mi cara: una sutil red de arrugas que afloraban en la frente, bajo los ojos y en las comisuras de los labios, igual que bajo la acción de agentes químicos surge el contenido amenazador de una carta aparentemente inocente. ¡Maldita cara mía! ¡Mi cara me traicionaba, traición, traición, traición! ¿Sería la sequedad del aire? ¿El agua calcárea? ¿O es que sencillamente había llegado el inevitable momento en que mis años se abrían paso a través de la mentira de mi tez juvenil? Ridiculizado y humillado por el carácter de este sufrimiento, comprendí al contemplar mi propia cara que era el final, se acabó y punto. En las carreteras que salen de La Falda existe un límite donde terminan las luces de las casitas y de los hoteles y empieza la oscuridad del espacio, quebrado en forma de colinas y poblado de árboles enanos, un espacio enano, retorcido, de aspecto contrahecho y enfermizo. He denominado este límite, siguiendo a Conrad, «la línea de sombra», y cuando por las noches la traspasaba, dirigiéndome a Valle Hermoso, sabía que estaba adentrándome en la muerte, una muerte invisible, sutil y lenta si queréis, pero que no dejaba de ser una agonía…; sabía que yo mismo

encarnaba el envejecimiento, la muerte viva que finge vivir, que todavía camina, habla, incluso se divierte, incluso goza, y sin embargo es vital sólo en cuanto que es la progresiva realización de la muerte. Igual que Adán expulsado del Paraíso, yo me adentraba en las tinieblas, más allá de la línea de sombra, privado de la vida, que a mis espaldas se deleitaba consigo misma inundada de gracia. Sí, la mistificación tenía que descubrirse, algún día tenía que terminar mi permanencia retardada e ilícita en la vida en flor, y heme aquí ahora convertido en el envejecimiento, yo, el contaminado, yo, el repulsivo, yo, el adulto. Todo ello me llenaba de una terrible angustia, pues comprendía que había quedado irremediablemente excluido del encanto y que ya no podía gustar a la naturaleza; en efecto, si la juventud teme menos a la vida es porque es vida ella misma, atractiva, seductora, encantadora, y sabe que despierta la simpatía y la cordialidad ajenas… Esta era la razón por la cual me atraía tanto la edad floreciente, pero ahora, en esta tierra súbitamente hostil, y bajo la bóveda salpicada de estrellas implacables, tenía que soportar la presión de la existencia, siendo yo mismo una existencia caduca, incapaz de conquistarme ya nada, sin atractivo alguno. Aquí se hace evidente qué gran liberación es el sexo, esta división entre hombre y mujer… Porque cuando al final de mi vía crucis llegaba a la villa donde me esperaba mi amiga, todo el panorama de mi destino cambiaba y era como si en mí irrumpiera una fuerza diferente, nueva, que transformaba toda mi «constelación». ¡Una fuerza ajena! Me esperaba allí la juventud, pero distinta, encarnada en una forma humana diferente a la mía, y aquellos brazos, al mismo tiempo idénticos y exóticos, de repente me convertían en otra persona, me obligaban a complementarme con lo ajeno. La femineidad no me exigía juventud, sino virilidad, y yo me convertía en un hombre sin más, dominante, capaz de poseer y de anexionar la biología ajena. Qué monstruosa es la virilidad, que no tiene en cuenta su propia fealdad, que no se preocupa de si gusta o no, que es un acto de expansión y violencia y, sobre todo, de dominación, un señorío que busca sólo su satisfacción propia…; es posible que esto me trajera un alivio pasajero…, era como si dejase de ser una criatura humana temerosa y amenazada para convertirme en señor, dueño, soberano…, mientras que ella, la mujer, con el hombre mataba en mí al muchacho. Pero eso no duraba demasiado. Duraba mientras el ser se escindía, por la fuerza del sexo, en dos polos. Cuando volvía a casa en el frescor de la madrugada, todo a mi alrededor volvía a encerrarse en un círculo del que no había escapatoria —me sentía como un estafador o como alguien que hubiese sido víctima de una estafa—, y la conciencia de morir irrumpía nuevamente en mí. Yo ya estaba marcado con un signo negativo. Me encontraba en oposición a la vida. La mujer no podía salvarme, la

mujer podía salvarme únicamente en tanto que hombre, pero yo también era simplemente un ser vivo, sin más. Y de nuevo volvía el deseo de «mi» juventud, es decir, de una juventud igual a mí, la que se repetía ahora en otros, más jóvenes…; de modo que ése era el único lugar para mí en la vida, un lugar donde se desarrollaba el florecimiento, mi florecimiento, este algo tan absolutamente encantador que me había sido quitado. Todo lo demás era humillación, compensación. Aquél era el único triunfo, la única alegría en medio de la humanidad monstruosa, ajada, cansada, desesperada y profanada. Me encontraba entre otros monstruos, yo, un monstruo. Al mirar las casitas esparcidas en el valle, llenas de muchachos cualesquiera que dormían con un sueño banal, pensaba que allí se había trasladado mi patria. Regresé a Buenos Aires convencido de que ya nada me quedaba…, al menos nada que no fuese un sucedáneo. Volvía con mi humillante secreto que me avergonzaba de confesar a nadie, pues no era viril, y yo, hombre, estaba subordinado a los hombres, y me amenazaban las carcajadas estrepitosas y groseras de esos rudos machos sólo porque me había escapado de su código posesivo. En Rosario, el tren se llenó de veinteañeros; eran marineros que volvían a su base de Buenos Aires. Basta por ahora, me duele ya la mano de tanto escribir. Pero no terminan aquí mis recuerdos de aquellos años, aun no tan lejanos, en Argentina.

Capítulo XV

DOMINGO

Quisiera completar los recuerdos de mi pasado argentino. Sabéis ya en qué estado de ánimo llegué a Buenos Aires desde La Falda. En aquel entonces me hallaba a miles de millas de la literatura. ¿El arte? ¿El escribir? Todo esto había quedado en aquel otro continente, cerrado a cal y canto, muerto…, mientras yo, Witoldo, aunque me presentara a veces como escritor polaco, no era más que uno de aquellos desheredados acogidos por la pampa, privados hasta de la nostalgia del pasado. Yo había roto…, y sabía que la literatura no me podía asegurar, en la Argentina agrícola y ganadera, ni una posición social, ni el bienestar material. ¿Para qué, entonces? Sin embargo, en la segunda mitad de 1946 (porque el tiempo corría), al encontrarme por enésima vez con los bolsillos completamente vacíos y sin saber de dónde sacar algún dinero, se me ocurrió la siguiente idea: pedí a Cecilia Debenedetti que financiara la traducción de Ferdydurke al español y me reservé seis meses para realizar el trabajo. Cecilia aceptó la propuesta de buena gana. Empecé, pues, el trabajo, que se presentaba así: primero yo traducía, como podía, del polaco, y luego llevaba el manuscrito al café Rex, donde mis amigos argentinos lo reelaboraban conmigo frase por frase, buscando las palabras apropiadas, luchando con la sintaxis, con los neologismos, con el espíritu de la lengua. Una tarea ardua, que yo empecé sin entusiasmo y sólo para sobrevivir de alguna manera los meses siguientes, mientras ellos, mis ayudantes americanos, la iniciaron con resignación: se trataba de hacer una gauchada a una víctima de la guerra. Pero tras haber traducido las primeras páginas, Ferdydurke, un libro ya muerto para mí, que yacía ante mis ojos como un objeto indiferente, de pronto empezó a dar señales de vida…, y observé en las caras de los traductores un creciente interés, ¡ah, mirad!, ahora ya abordaban el texto con evidente curiosidad. En poco tiempo la traducción empezó a atraer gente, durante algunas sesiones en el Rex había más de diez personas, pero el que se tomó el asunto más a pecho, como si fuese algo propio, al que hice presidente del «comité» compuesto por unos cuantos literatos que se ocupó de la última redacción, fue Virgilio Piñera, un cubano de gran talento. El, en primer lugar, posteriormente también Humberto Rodríguez Tomeu —ambos cubanos, ambos de

espíritu europeo y en lucha encarnizada y desesperada contra la América de su alrededor y con la América que llevaban dentro—, y el poeta argentino Adolfo de Obieta, fueron los que más contribuyeron a llevar a cabo esa difícil traducción, que la crítica calificaría más tarde como notable. En cuanto a mí, hacía siete años que no leía Ferdydurke, lo había borrado de mi vida. Ahora volvía a leerlo, frase por frase…, y sus palabras carecían para mí de importancia. El vacío de las palabras. El vacío de las ideas, de los problemas, de los estilos, de las actitudes, el vacío del arte. Palabras, palabras, palabras, todo eso no había resuelto nada en mí, todo aquel esfuerzo no hizo más que hundirme aún más en mi verde inmadurez. ¿Para qué había cogido a la inmadurez por los cuernos, para que me arrastrara tras de sí? En Ferdydurke luchan dos amores, dos tendencias —la tendencia a la madurez y la tendencia a la eternamente rejuvenecedora inmadurez—, el libro es la imagen de alguien que, enamorado de su inmadurez, lucha por su propia madurez. Pero estaba claro que yo no había logrado superar este amor, ni tampoco civilizarlo, de modo que él seguía desatado en mí, salvaje, ilegal, secreto, igual que antes, como algo oculto y prohibido. ¿Para qué lo había escrito, pues? ¡La ridícula impotencia de las palabras frente a la vida! Y, sin embargo, el texto, sin importancia para mí, resultaba eficaz fuera de mí —en el mundo exterior—, mientras que las frases muertas para mí revivían en otros; si no, ¿cómo podía explicarme el hecho de que el libro se hubiese convertido en algo valioso y particularmente íntimo para algunos de aquellos jóvenes literatos…? Y no sólo en cuanto arte, sino también como rebelión, revisión y lucha. En ellos comprobé que había tocado unos puntos de la cultura sensibles y críticos, y al mismo tiempo veía cómo ese entusiasmo, que en cada uno de ellos por separado no hubiese sido tal vez duradero, empezaba a consolidarse «entre ellos», ya que uno estimulaba al otro y le contagiaba su propio entusiasmo. Pero, si eso ocurría con aquel grupito, ¿por qué no iba a repetirse con otros, cuando Ferdydurke se publicara? De modo que el libro podía contar aquí, en el extranjero, con la misma resonancia que en Polonia, o incluso mucho mayor. Era, pues, un libro universal. Era uno de esos pocos, poquísimos libros polacos capaces de conmover realmente a los lectores extranjeros de la mejor categoría. ¿Y en París? Me di cuenta de que la carrera mundial de Ferdydurke no era algo que perteneciera sólo al dominio de los sueños (lo cual ya sabía antes, pero se me había olvidado). Sin embargo, mi naturaleza encadenada a la inferioridad se encabritaba sólo con pensar en la posibilidad de ensalzamiento, y esta nueva irrupción de la literatura en mi vida podía significar —lo temía— la definitiva liquidación de Retiro. Os contaré algo característico: cuando se publicó Ferdydurke lo llevé allí

«donde se eleva la torre construida por los ingleses» y se lo mostré a Retiro: para despedirme, seguramente como señal de una ruptura posiblemente definitiva. ¡Qué vanos mi pena y mi temor! ¡Qué vana ilusión la mía! Había subestimado la somnoliente inmovilidad de América. Y sus savias que lo diluyen todo. Ferdydurke se hundió en esa inmovilidad, de nada sirvieron las críticas en la prensa ni los esfuerzos de sus acólitos, al fin y al cabo se trataba del libro de un extranjero, por lo demás, no reconocido en París, sí, eso es, no reconocido en París… Un libro que no complacía ni al grupo de la intelligentsia argentina, que estando bajo el signo de Marx y del proletariado, reclamaba una literatura política, ni a aquel que se nutría de las exquisiteces de la cultura que se guisaba en Europa. Además, incluía un prefacio mío, donde me expresaba sin respeto sobre las letras argentinas y polacas, acusándolas de una madurez ficticia, y donde trataba al lector —por si acaso— sin una gran deferencia. Terminaba mi prefacio con un llamamiento a que no se me pusiera en la desagradable situación de obsequiarme con unos lugares comunes de cortesía, habituales en semejantes casos. Puesto que hasta ahora el papel social del arte ha estado interpretado falsamente y que, por lo tanto, no sabéis tratar como es debido a los artistas ni hablar con ellos —escribía—, no me digáis nada. Ahorraos esta vergüenza a vosotros mismos y ahorrádmela a mí. Si queréis darme a entender que la obra os ha gustado, tocaos la oreja derecha; la mano en la oreja izquierda significará un juicio negativo, y en la nariz, uno intermedio. Con esta ligereza, incluso frivolidad, introduje a Ferdydurke en el mundo argentino; y lo hice así porque ante este segundo debut mi postura era aún más intransigente con respecto al lector y a su aceptación o su rechazo. Considero un relativo éxito el hecho de que en esas condiciones la edición quedase en unos años casi agotada y que mi editor no perdiese nada en el negocio e incluso me pagase algún dinero. Además, el lector medio argentino no era malo en absoluto, al contrario, estaba capacitado para asimilar, y por otra parte, tenía menos cargas hereditarias y no estaba tan lleno de complejos como los polacos. Pero en un ambiente donde nadie se fiaba ni de sí mismo (ésta es la desgracia de los ambientes no originales culturalmente), donde no había gente que pudiese imponer sus valores, Ferdydurke no podía ganarse prestigio, y a los libros difíciles, que requieren un esfuerzo, el prestigio les es imprescindible, simplemente para obligar al público a leerlos. De todas formas, fui absorbido de nuevo por los engranajes de la literatura. Empecé a esbozar el drama El matrimonio, apostando ya claramente, y hasta diría que descaradamente, por mi genialidad, apuntando a algo a la altura de las cumbres, a la altura de Hamlet o Fausto, en lo cual no sólo se expresarían los dolores de la época, sino también el nuevo modo de sentir la humanidad, que está naciendo… Qué fáciles me parecían la grandeza y la genialidad, tal vez más fáciles que la corrección que requiere cualquier texto

medianamente bueno; pero esto no era resultado de ingenuidad por mi parte, sino del hecho de que la grandeza, la genialidad y todos los demás valores habían sido destruidos para mí por el único demonio que realmente me importaba, por esa gran destructora de los valores, la juventud. Eran, pues, unos valores que yo no respetaba porque no me importaban demasiado y que, por consiguiente, podía utilizarlos a mi antojo. No resulta difícil pasar por una tabla de madera suspendida a la altura de un décimo piso cuando uno ha perdido el miedo a la altura: se camina como si la madera estuviera en el suelo. (Pero no se le puede reprochar eso a El matrimonio, en el que no se oculta en absoluto esta «facilidad».) El caso es que con el final de esa explosión que, en Europa, arrojaba fermentos subterráneos, yo también empecé a civilizarme. Pero si mi primer debut literario en Polonia se había debido a una presión desde el interior hacia el exterior, este segundo, en Argentina, se realizaba bajo el impulso de fuerzas externas —allá, entonces, yo escribía por una necesidad interior, mientras que aquí, ahora, me sometía a un orden de cosas ya existente, que me condenaba a la literatura; me continuaba a mí mismo, aquel de años atrás. Una diferencia mínima, y sin embargo de un sentido inmenso y trágico, y que anunciaba de hecho que había dejado de existir y había saltado fuera de la órbita: existía ya únicamente como consecuencia de lo que había hecho conmigo mismo anteriormente. No obstante, conservé el buen humor…, y sobre todo la apariencia de una infancia redimidora. El trabajo literario empezó a arrastrarme de nuevo hacia la dialéctica de mi realidad y otra vez surgió la cuestión: ¿qué hacer en la literatura, en la cultura, con esos vínculos míos tan comprometedores con la juventud, con la inferioridad, hasta qué punto eran cosas que se podían revelar públicamente? ¿Tratábase sólo de un complejo, una enfermedad, una depravación, de un caso clínico, o bien era algo que tenía el derecho de ciudadanía entre los seres normales? Y otro dilema: ¿estaba descubriendo América o más bien penetraba en unos terrenos salvajes, vírgenes y vergonzosos? En una palabra: ¿era o no una materia que pudiese utilizarse en el arte? ¡Psicoanálisis! ¡Diagnóstico! ¡Fórmulas! Yo mordería la mano del psiquiatra que pretendiese destriparme privándome de mi vida interior; no se trata de que el artista no tenga complejos, sino de que sepa transformar el complejo en un valor de cultura. Según Freud, el artista es un neurótico que se cura a sí mismo, de lo cual se deduce que no lo puede curar nadie más. Pero como hecho aposta, a causa de ese montaje oculto que no soy el único en descubrir en la vida, por esa misma época me fue dado observar el cuadro clínico de una histeria que lindaba con mis propios sentimientos y que era casi una advertencia: ¡cuidado, estás a un paso de esto! Ocurrió, pues, que a través de unos amigos de un conjunto de ballet en gira por

Argentina, entré en un ambiente de un homosexualismo extremo y enloquecido. Digo «extremo», porque con un homosexualismo «normal» ya topaba desde hacía tiempo; en cualquier latitud, el mundillo artístico está saturado de esa clase de amor, pero aquí lo que se me apareció fue su rostro frenético hasta la locura. Es un tema que toco de mala gana. Deberá llover mucho antes de que se pueda hablar de eso, y sobre todo, que se pueda escribir. No hay un campo más hipócrita y más ensombrecido por las pasiones. Aquí nadie desea ni puede ser imparcial. De gustibus… Sobre el efebo, que pasa furtivamente por los confines tenebrosos de nuestra existencia oficial, recae la ira de los hombres masculinos, de los hombres hombríos que cultivan y potencian unos en otros su virilidad; sobre el efebo recaen los anatemas de la moralidad, y todas las ironías, sarcasmos y cóleras de la cultura que vela por la primacía del encanto femenino. Y este asunto se vuelve más virulento en los escalones superiores del desarrollo. Pues allí, más abajo, en las capas inferiores, no se lo toman tan trágicamente, ni con tanto sarcasmo, y los muchachos de pueblo sanos y normales a veces se entregan a ello a falta de mujeres, y cosa extraña, resulta que esto no los corrompe en absoluto, ni tampoco les impide contraer más tarde el más correcto de los matrimonios. Sin embargo, el grupo que conocí esta vez se componía de hombres enamorados de otros hombres más que cualquier mujer, eran putos en estado de ebullición, incansables, siempre a la caza, «zarandeados por los Jóvenes, desgarrados por ellos como si fueran perros», igual que mi Gonzalo en Transatlántico. Solía comer en un restaurante donde ellos habían establecido su cuartel general y cada noche me sumergía en las aguas turbulentas de su locura, de su ritual, de su conspiración infatuada y atormentada, de su magia negra. Por lo demás, había entre ellos personas excelentes, de grandes virtudes espirituales, a las que observaba con terror, viendo en el negro espejo de aquellos lagos alocados el reflejo de mi propio problema. Y de nuevo me preguntaba si a pesar de todo yo no era uno de ellos. ¿Acaso no era posible, más aún, verosímil, que yo fuese un alocado como ellos, pero que alguna complicación interior hubiese ahogado en mí la atracción física? Había conocido ya la fuerza del escepticismo con que recibían todo tipo de «excusas», todo lo que según ellos no era más que un adorno cobarde de una verdad brutal. Y sin embargo, no. Sin embargo, ¿por qué debía de ser insano mi enamoramiento de la vida joven aún no fatigada, de aquella frescura, de la vida en flor? Una vida que es la única que merece el nombre de tal, puesto que aquí no existe una fase intermedia: lo que no florece, se marchita. ¿Acaso no era esa vida el objeto de unos celos secretos y de unas no menos secretas adoraciones de todos los condenados como yo a una lenta agonía, privados de la gracia de multiplicar su vitalidad cotidianamente? ¿Acaso la frontera entre la vida ascendente y la descendente no era la más fundamental de todas? Lo único que me

diferenciaba de los hombres «normales» era que yo adoraba el resplandor de esa diosa —la juventud— no sólo en la chica, sino también en el chico; que incluso el joven era para mí una encarnación de ella más perfecta que la joven… Sí, el pecado, si es que existía, se reducía al hecho de que yo me atreviera a admirar la juventud independientemente del sexo y la sustrajera a la dominación de Eros, que sobre el pedestal en que ellos colocaban a la mujer joven osara yo poner al chico. Se hacía así evidente que ellos, los hombres, aceptaban la adoración de la juventud sólo en tanto que les fuera accesible, en tanto que pudiera poseérsela…, mientras que la juventud contenida en su propia forma, con la que no podían unirse, les resultaba inexplicablemente hostil. ¿Hostil? Ten cuidado (me decía) de no caer en una tontería sentimental, en el fantaseo… Y es que a cada rato podía ver las manifestaciones de cordialidad del Mayor hacia el Menor, e incluso de ternura. ¡Y sin embargo! ¡Sin embargo! Al mismo tiempo tenían lugar unos hechos que significaban algo totalmente opuesto: la crueldad. Esta aristocracia biológica, esta flor de la humanidad, solía estar espantosamente hambrienta —a través de los cristales de los restaurantes miraba a los mayores, que podían divertirse y comer hasta hartarse—, vagaba en las tinieblas impulsada por instintos insatisfechos, atormentada por su belleza insaciada, una flor pisoteada y rechazada, una flor humillada. La flor de los jóvenes adolescentes, adiestrada por los oficiales y por esos mismos oficiales enviada a la muerte; ah, esas guerras que no son más que guerras de muchachos, guerras menores de edad…, ah, esa educación en una disciplina ciega a que son sometidos para que sepan dar su sangre cuando haga falta. Ah, toda esa terrible superioridad del Adulto, social, económica e intelectual, que se realizaba con una implacable crueldad, aceptada además por los que sucumbían. Era como si el hambre del muchacho, la muerte del muchacho, el dolor del muchacho tuvieran por sí mismos menos peso que la muerte, el dolor y el hambre de los Adultos; como si la falta de importancia del mocoso se contagiara a sus sufrimientos. Y precisamente esa falta de importancia, esa «inferioridad» del mocoso, hacía que la juventud fuera la esclava utilizada para servir de alguna manera a la humanidad ya consolidada. Comprendía que todo eso sucedía casi por sí solo, simplemente porque con el paso del tiempo el peso y la importancia de una persona en la sociedad aumentan, pero ¿no podía surgir también la sospecha de que el Adulto maltrata al Joven para no caer ante él de rodillas? El sofocante ambiente de vergüenza que se creaba alrededor de esta y otras preguntas similares, ¿no era ya prueba suficiente de que no todo había sido confesado y de que no todo se puede explicar con el simple juego de las fuerzas sociales? Y esa enorme ola de amor prohibido y deshonroso que en verdad echa al hombre de rodillas delante del chico, ¿acaso no era la venganza de la naturaleza por la violencia ejercida por

quien envejece sobre el Adolescente? El carácter nebuloso, ambiguo e incluso arbitrario de esas preguntas, no les restaba importancia, a mi modo de ver…, como si supiera de antemano que debía haber algo de verdad en ellas. Pero la cuestión se volvía aún más problemática cuando me preguntaba hasta qué punto en nuestra cultura se refleja esta oposición entre la vida ascendente y la descendente. ¿Qué es lo que pretendía? ¿Qué es lo que deseaba? Yo quería, en primer lugar, que la frontera fatal que separa dos fases de la vida, no sólo diferentes, sino opuestas, fuese reconocida y puesta en evidencia. En cambio, en la cultura todo parecía indicar más bien la voluntad de borrar esta frontera: los adultos se comportaban como si siguieran viviendo la misma vida de los jóvenes, y no otra. No niego que exista una vitalidad en el adulto e incluso en el anciano; no obstante, por su naturaleza ya no es la misma, no existe más que en contra del morir. Y sin embargo, precisamente esos hombres encaminados hacia la muerte tenían todas las ventajas, disponían de la fuerza acumulada durante toda su vida y eran ellos los que creaban e imponían la cultura. La cultura era obra de la gente mayor, era obra de los moribundos. Me bastaba con unirme espiritualmente por un momento con Retiro para que el lenguaje de la cultura empezara a sonarme falso y vacío. Verdades. Consignas. Filosofías. Morales. Religiones. Códigos. Pero todo eso estaba como en otro registro, inventado, dicho, escrito por gente ya parcialmente eliminada de la existencia, falta de futuro…; la pesada obra de los pesados, la rígida creación de la rigidez…, mientras que allí, en Retiro, toda esa cultura se diluía en una suerte de joven insuficiencia, en un joven subdesarrollo, en una joven inmadurez, allí la cultura se volvía «peor»…, «peor» porque alguien que todavía puede desarrollarse siempre es «peor» que su propia realización definitiva. El secreto de Retiro, un secreto realmente demoníaco, consistía en que allí nada podía llegar a la plenitud de su expresión, todo tenía que estar por debajo de su nivel, de alguna manera en su fase inicial, inacabado, inmerso en la inferioridad…, y, sin embargo, aquello era precisamente la vida viva y digna de admiración, su encarnación más alta de aquellas accesibles para nosotros. ¿El nietzscheanismo y su afirmación de la vida? Pero si Nietzsche no poseía la más mínima intuición para estas cuestiones; es difícil imaginar algo más artificial e incluso ridículo y de peor gusto que su superhombre y su joven bestia humana; no, no es verdad, no es la plenitud, sino justamente la insuficiencia, la inferioridad, la inmadurez, lo que es propio de todo ser joven, es decir, vivo. En aquel entonces aún no sabía que, por unos conflictos bastante parecidos a los míos, relacionados con el deseo de aprehender la vida en caliente, en su movimiento, se estaban rompiendo la cabeza los existencialistas que sólo después de la guerra llegarían a tener resonancia. Comprended entonces mi

soledad y mi contradicción interna que se convertía en una fisura la cual afectaba a toda mi empresa artística: como artista estaba llamado a perseguir la perfección, pero me atraía la imperfección; debía crear unos valores, y sin embargo algo parecido a un subvalor o semivalor se me hizo muy precioso. Hubiese cambiado la Venus de Milo, el Apolo, el Partenón, la Capilla Sixtina y todas las fugas de Bach por una broma trivial expresada por unos labios fraternizados con la humillación, por unos labios humillantes… Ya es hora de acabar con estas confidencias. Nada de lo que aquí relato ha encontrado en mí solución; todo sigue siendo fermento hasta hoy. Quizá en otra ocasión os contaré cómo, en años posteriores, una nueva irrupción en mi vida de aquella otra patria mía, Polonia, me alejó de Retiro y me restituyó en cierta medida a otros problemas. Si he sentido la necesidad de confiaros estas experiencias argentinas, es porque considero importante que un hombre que toma la palabra públicamente, un literato, introduzca de vez en cuando a su auditorio detrás de la fachada de la forma, en el bullente crisol de su historia privada. ¿Resulta ridícula, o incluso humillante? Sólo los niños y las tías bonachonas (cuya candidez de solteronas es desgraciadamente un factor importante de nuestra opinión pública) pueden imaginarse a un escritor como un ser excelso, un espíritu sublime, que desde las alturas de su «talento» enseña acerca de lo Bello y lo Bueno. No, el escritor no se asienta en las cumbres, sino que trepa hacia lo alto; y ¿quién podría seriamente exigirnos que en nuestras páginas resolviéramos todos los nudos gordianos de la existencia? El hombre es débil y tiene limitaciones. El hombre no puede ser más fuerte de lo que es. La fuerza de un hombre sólo puede aumentar cuando otro hombre le presta la suya. De modo que el papel del literato no consiste en resolver problemas, sino en plantearlos para que concentren en sí la atención general y lleguen a la gente: allí ya quedarán de alguna manera ordenados y civilizados. Quiero añadir para terminar que justamente el sentimiento de la impotencia ante este problema fue lo que me indujo en los años siguientes a retirarme de la teoría en provecho de la gente, de lo concreto de la persona humana. De entre las brumas de Retiro emergieron dos cometidos claros e importantes, que iban a decidir si en el futuro podría expresarme con más sinceridad o, por el contrario, tendría que ocultar mi yo… El primer cometido era obvio: conferir una importancia primordial a aquel vocablo de escasa importancia que es «chico»; a todos los altares oficiales añadir uno más, en que se alzaría el joven dios de lo inferior, de lo peor, de lo insignificante, en todo su poder ligado a lo bajo. Es indispensable un ensanchamiento de nuestra conciencia que consista en la introducción —al menos en el arte, o al menos en mi arte—, de ese otro polo del

devenir, en dar nombre a esa forma humana que nos fraterniza con la insuficiencia, en hacer que le rindan homenaje. Pero aquí surgía el segundo cometido, porque sin la previa liberación de la «virilidad» no se podía ni siquiera tocar ese tema con la punta de la pluma, y, para poder hablar o escribir de ello, tenía que vencer en mí el miedo a la insuficiencia en este sentido, a la femineidad. ¡Oh! Conocía esa virilidad que los hombres se fabrican entre ellos, instigándose, obligándose a ella mutuamente presas de un terrible pánico de descubrir en sí a la mujer; conocía a hombres que se esforzaban por llegar a ser hombres, machos tensos que se daban lecciones de virilidad los unos a los otros. Un hombre así aumentaba de modo artificial sus rasgos: exageraba su pesadez, brutalidad, fuerza y seriedad; era el que viola y conquista con la fuerza, temía, pues, a la belleza y al encanto, que son armas de la debilidad, se abandonaba a la monstruosidad del macho, se volvía desenfrenado y trivial, o bien obtuso y torpe. La más alta realización de esta «escuela» eran seguramente aquellos banquetes de los oficiales borrachos de la guardia del zar, en los cuales los comensales se ataban unos cordeles a los miembros viriles y, a continuación, por debajo de la mesa, los unos tiraban de la cuerda a los otros. El primero que no aguantaba y daba un grito, pagaba la cena. Pero el espíritu de esta virilidad intensificada se manifestaba en todo y, diríase, en la historia. Observé que a ese tipo de hombres su virilidad desenfrenada no sólo les quitaba el sentido de la justa medida, sino también toda intuición sobre la manera de actuar en el mundo: allí donde se debía ser elástico, el hombre se abalanzaba, empujaba, se lanzaba con todo su ímpetu vociferando. Todo en él se volvía excesivo: el heroísmo, la severidad, la fuerza, la virtud. En semejantes paroxismos, pueblos enteros se han lanzado, como el toro sobre la espada de un torero, presa del terrible temor de que el público no les encontrara el más ligero vínculo con el ewig weibliche… No tenía duda alguna, pues, de que ese toro superpotente no tardaría en cargar contra mí apenas hubiese husmeado mi intención de atentar contra sus inapreciables genitales. Para evitarlo tenía que encontrar una posición diferente —fuera del hombre y de la mujer, pero que no tuviera nada que ver con el «tercer sexo»—, una posición extra— sexual y puramente humana desde la cual pudiera ventilar esas regiones sofocantes y contaminadas por el sexo. No ser hombre por encima de todo, ser un ser humano que sólo en segundo lugar es hombre; no identificarse con la virilidad, no quererla… Sólo cuando con decisión y abiertamente me liberara de la virilidad, su juicio sobre mí perdería virulencia y podría entonces decir muchas cosas que de otra manera no se pueden decir. Sin embargo, estos proyectos se quedaron en tales. Durante los siguientes años de mi estancia en Argentina, la necesidad de trabajar para vivir me agobió de

tal manera, que toda realización de, mi programa a largo plazo y a escala más amplia se hizo técnicamente imposible. No podía concentrarme. La burocracia me absorbió y atrapó entre sus papeles y sus absurdos, mientras la verdadera vida se alejaba de mí como el mar durante la marea baja. Con un último esfuerzo escribí Transatlántico, en el que encontraréis muchas de las experiencias que acabo de contar, y luego fui condenado a una labor literaria esporádica, de domingos y festivos, como este diario, donde no puedo transmitiros nada aparte de un resumen superficial, pobremente discursivo, casi periodístico. Qué le vamos a hacer. Que sea al menos una huella de mi manera de compenetrarme con mi segunda y dolorosa patria, la Argentina, que el destino me había deparado y de la que hoy en día ya no sabría separarme del todo.

Lunes

La confección de estos recuerdos ha estado influida por el hecho de que la policía de Buenos Aires ha llevado a cabo hace poco una gran purga en el Corydonismo local. Han sido arrestadas centenares de personas. Pero ¿qué puede hacer la policía contra una enfermedad? ¿Es capaz de arrestar un cáncer? ¿O multar el tifus? Sería mejor, pues, descubrir al sutil bacilo de la enfermedad que sofocar los síntomas. Pero ¿quién está enfermo? ¿Acaso sólo los enfermos? ¿O también los sanos? No comparto la estrechez mental que no ve en ello más que una «degeneración sexual». Degeneración, sí, pero que tiene su origen en el hecho de que las cuestiones de la edad y de la belleza no son suficientemente transparentes y libres en la gente «normal». Es una de nuestras debilidades e impotencias más graves. ¿No sentís que en este campo también vuestra salud se vuelve histérica? Estáis encorsetados, amordazados: sois incapaces de confesar. Por eso quiero hablar. Pero tengo que puntualizar sobre lo que estoy diciendo: nada de esto es categórico. Todo es hipotético… Todo depende — ¿por qué iba a ocultarlo?— del efecto que vaya a producir. Es el rasgo que caracteriza toda mí producción literaria. Intento diferentes papeles. Adopto diferentes posturas. Doy a mis experiencias diferentes sentidos, y

si uno de estos sentidos es aceptado por la gente, me establezco en él. Es lo que hay de juvenil en mí. Placet experiri, como solía decir Castorp. Pero supongo que es la única manera de imponer la idea de que el sentido de una vida, de una actividad, se determina entre un hombre y los demás. No sólo yo me doy un sentido. También lo hacen los demás. Del encuentro de estas dos interpretaciones surge un tercer sentido, aquel que me define.

Capítulo XVI

LUNES

Aullidos de sirenas, pitidos, fuegos artificiales, descorchar de botellas y el vasto murmullo de una gran ciudad en gran agitación. En este instante hace su entrada el año nuevo, 1955. Camino por la calle Corrientes, solo y desesperado. Delante de mí no veo nada…, ninguna esperanza. Se me está acabando todo, no consigo iniciar nada. ¿El balance? Después de tantos años llenos, a pesar de todo, de esfuerzos y de trabajo, ¿quién soy? Un oficinista rendido por siete horas diarias de darle vueltas a la noria, ahogado en todos sus proyectos literarios. No puedo escribir nada aparte de este diario. Todo se va al garete porque cada día durante siete horas cometo el asesinato de mi propio tiempo. Tantos esfuerzos dedicados a la literatura y ella no es capaz de asegurarme hoy un mínimo de independencia material, ni siquiera un mínimo de dignidad personal. ¿«Escritor»? ¡Qué va! ¡Sobre el papel! En la vida, un cero, un ser mediocre. Si el destino me hubiese castigado por mis pecados, no protestaría. Pero yo he sido destruido por mis virtudes. ¿A quién debo culpar? ¿A los tiempos? ¿A la gente? Pero cuántos hay todavía más destrozados. No he tenido suerte en el sentido de que en Polonia me trataban con desprecio, y hoy, cuando por fin alguno que otro empieza a respetarme, no queda lugar para mí, soy forastero en todas partes, como si no habitara en la tierra, sino que estuviera suspendido en el espacio interplanetario, como un astro solitario.

Miércoles

Carta de una mujer (recibida desde el Canadá a principios de diciembre, lo cual quiere decir que la escribió tras haber leído los fragmentos del «Diario» publicados en el número de noviembre de Kultura):

Estimado Don Witold: …no le he escrito porque estoy enfadada con usted; además, me preocupa que con tanta tranquilidad y ligereza entre en «la edad de la derrota». Como si nada. ¿Piensa tal vez que son los demás quienes tienen que esforzarse por usted? Yo creo, o más bien, me temo, que la pampa argentina ya le tiene tan atrapado que se acuerda usted cada vez menos de que se debería vivir un poco más antes de morir. Da la sensación de que está usted muriéndose a pasos agigantados, aunque, por supuesto, su morir actual puede estar alejado medio siglo del morir siguiente, después del cual ya no escribirá ni siquiera sus fragmentos de diario, ni siquiera los recuerdos de una cena o de un par de zapatos. Al principio, lo que usted escribía tenía carácter polémico, despertaba controversias, producía reacciones, incluso negativas, pero fuertes. Los últimos «fragmentos» no me producen ninguna reacción aparte del estupor de que usted los escriba y de que Kultura los publique. Y esto me preocupa mucho. Porque si usted se empeña en malgastar así su talento, ¿quién podrá remediarlo? Me da la impresión de que es usted testarudo, ¿no es así? ¿Hay alguna salida de este callejón? ¿Se da usted cuenta de que desde hace tiempo en su «diario» se limita a aleccionar? Aleccionar sobre cómo deber ser el nuevo arte, la literatura, la nueva forma, o sobre cómo no deben ser; y por qué éste o aquél le parece mediocre, o menos mediocre. Porque usted no es crítico de arte, ni de poesía, ni de literatura. Se supone que es usted escritor, que ha de crear literatura: debería, pues, crear y no comentar lo que han escrito los demás (y sobre todo lo que no han escrito). ¿Y de qué le sirve saber cuál es la problemática de nuestro tiempo, su

espíritu y su tonalidad? El artista percibe la tonalidad en que puede crear, y no le importa que sea una tonalidad contemporánea o adelantada en cien años; tampoco le importa que los demás escritores encajen en esta tonalidad, sean atonales o no sean escritores en absoluto. Si le apetece crear de manera moderna, qué importancia tiene que esté más cerca de Dalí o de Sartre, lo importante es que siga creando; desgraciadamente estos échantillons que encontramos en los «fragmentos» son más bien fruto de la elaboración que de la creación. No hay en ellos la inspiración, el convencimiento, ni el brío de antes. Lo que hay principalmente es negación. Estoy convencida de que está desaprovechando usted su talento y de que solamente catapultándolo drástica— mente podría interrumpirse este proceso. ¿Está preocupada? ¿Y quiere catapultarme? Es cierto que el diario publicado en el número de noviembre salió un poco frívolo: unas notas sueltas y el veraniego cuento sobre el cocodrilo. Pero ¿por qué tendría que disparar siempre con un cañón? ¿Y si se me antoja salir con una escopeta a cazar gorriones o cocodrilos? Es una carta significativa en muchos aspectos, sobre todo porque testimonia una presión restrictiva a la que siempre se ve sometido el autor por parte de los lectores: —No escriba esto, escriba sólo aquello… Sea sólo serio. Sólo inspirado. No sea crítico. No piense, ¿para qué demonios va a pensar?… (Me conozco esta escuela polaca del no pensar.) Una serie de prohibiciones y limitaciones que recuerdan…, ¿qué es lo que recuerdan? Las limitaciones de hoy en el intercambio de divisas y de mercancías. Esta señora querría que yo escribiera únicamente cosas importantes (para ella) y que suscitara controversias. Pero en este diario yo también anoto mi propia historia. Es decir, no lo que es importante para ella o para vosotros, sino para mí. Cada uno de estos monólogos me es necesario, cada uno de ellos me da un ligero impulso. ¿Os aburre mi historia? Si es así, sería la prueba de que no sabéis leer en ella vuestra propia historia. Mi lectora, por ejemplo, se enfada porque hago públicos el menú de mi cena y la compra de un par de zapatos. Deberíais saludar con gritos de triunfante júbilo y redoble de tambores el que, gracias a mí, un hecho sin importancia para el gran público, pero de mucha importancia para mí mismo, fuera anunciado urbi et orbi. Si sólo se permitiera escribir acerca de cuestiones universales, ¿qué literatura proclamaría la existencia de una sopa determinada y

de un par de zapatos determinado? Sin embargo, la literatura debería abarcarlo todo. ¿Qué es un diario si no, ante todo, una forma de escribir privada, realizada para nosotros mismos? Este punto de partida diferente del diario es lo que lo distingue de todos los demás géneros literarios, y es en verdad de suma importancia. La literatura tiene un doble sentido y una doble raíz: nace de una contemplación pura y artística, de una tendencia desinteresada hacia el arte, pero al mismo tiempo constituye también una batalla privada entre el autor y los hombres, un instrumento de su lucha por una existencia espiritual. Es un asunto que madura en soledad, es un crear por crear; pero al mismo tiempo también es un asunto social, un imponerse a la gente, más aún, es crearse públicamente a sí mismo a través de la gente. Nace de la necesidad de la Belleza, del Bien, de la Verdad; pero también es el deseo de la fama, de la importancia, de la popularidad, del triunfo. El diario de un escritor, al expresar ese segundo y personal aspecto de la literatura, constituye el complemento de la obra puramente artística. Y el cuadro completo de la creación sólo lo tendremos cuando veamos al autor en estas dos dimensiones: como artista desinteresado y objetivo, y como hombre que lucha por sí mismo entre otros hombres. Pero entonces no pretendáis que un diario esté escrito sólo para vuestra satisfacción, como una novela barata o un artículo de fondo, cuando resulta que también es, y quizá incluso en mayor grado, una lucha con vosotros, un medio de «habituaros» al autor, de saturaros de una existencia ajena que os necesita, pero que a vosotros os puede parecer innecesaria, y si queréis que semejante literatura privada siga existiendo, debéis permitirle cierta libertad. En cuanto a mí, haréis mejor en no entrometeros demasiado en mi trabajo. Me volvería loco si quisiera tener en cuenta cada una de vuestras opiniones caprichosas, tanto las elogiosas como las agrias. Cuidad de que mi diario contenga el mínimo indispensable de inteligencia y vitalidad, la cantidad exigida por el nivel medio de la palabra impresa, pero en cuanto al resto, dejadme las manos libres. En este saco meto muchas cosas distintas: todo un mundo al que sólo os acostumbraréis en la medida que adquiera superioridad sobre vosotros; mientras tanto, muchas cosas de este diario os parecerán innecesarias e incluso os quedaréis sorprendidos de que se aceptara su publicación.

Jueves

¿Lo digo o no lo digo? Hace más o menos un año, me ocurrió lo siguiente. Entré en el lavabo de un café de la calle Callao… En las paredes, diversos dibujos e inscripciones. Pero jamás aquel delirante antojo me habría pinchado como un aguijón venenoso, si casualmente no hubiese palpado un lápiz en el bolsillo. Era un lápiz-tinta. Encerrado, aislado, con la seguridad de que nadie me vería, en una sosegada intimidad…, y el murmullo de agua que decía: hazlo, hazlo, hazlo. Saqué el lápiz. Lo ensalivé. Escribí en español, en lo alto de la pared para que fuera difícil borrarlo, algo, oh, algo absolutamente vulgar, al estilo de: «Señoras y señores, para nuestro beneficio, No lo hagan en la tapa, sino en el orificio.» Guardé el lápiz. Abrí la puerta. Atravesé el café y me mezclé con la muchedumbre en la calle. Pero mi inscripción se había quedado allí. Desde entonces vivo con la conciencia de que allí está mi inscripción. Dudaba si debía confesarlo. Dudaba, no por cuestión de prestigio, sino porque la palabra escrita no debería servir para divulgar ciertas… manías… Sin embargo, no voy a ocultarlo: nunca, jamás hubiese pensado que eso podría ser tan… fascinante…, y casi no me puedo perdonar haber perdido tantos años sin conocer un placer tan barato y desprovisto de riesgo. Hay en esto algo…, algo extraño y embriagador… debido probablemente a la terrible evidencia de la inscripción unida a la absoluta ocultación del autor, al que es imposible descubrir. Y también al hecho de que se trata de algo absolutamente inferior al nivel de mi creación…

Viernes

Y a pesar de todo, he descollado… Ya es algo parecido a la fama. O al menos al respeto. Podría parecer, querido Gombrowicz, que de alguna manera has triunfado en tu solar patrio y que ahora puedes gozar viendo las caras

confundidas… de quienes hasta hace poco te tenían por payaso. ¡La venganza es el placer de los dioses! Aquella bruja ya no puede ser insolente contigo. Aquel cretino ha tenido que retirar su opinión. He alcanzado la gloria. Pero esta gloria…, ejem…, no, la estupidez no se deja vencer. Es indestructible. Ayer encontré a la señora X., que había oído hablar de mis numerosos éxitos. Tras saludarme, me miró con cierto aire de aprobación y dijo: —Vaya, vaya…, le felicito… ¡Se ha vuelto usted más serio! ¡Maldita bruja! De modo que no has entendido que yo era serio cuando tú me considerabas un frívolo. ¡Crees que me he vuelto serio sólo a partir de mis éxitos!

*

Dijo ella: —Usted tiene la vida fácil—. Dije: — ¿Por qué considera usted que tengo la vida fácil?—. Dijo: — ¡Tiene usted talento! Puede escribir lo que quiere y a cambio goza de admiración y tiene muchas facilidades. Dije: —Pero ¿se da usted cuenta del esfuerzo que exige escribir?—. Dijo: — Cuando uno tiene talento, todo se le da fácilmente—. Dije: —Pero «talento» es una palabra vacía; para escribir hay que ser alguien, hay que trabajar intensamente sobre uno mismo, incluso luchar consigo mismo, es cuestión de desarrollo…—. Dijo: —Bobadas, ¿para qué ha de trabajar si tiene talento? Yo, si tuviera talento, también escribiría.

*

—¿Usted escribe? Hoy en día todos escriben. Yo misma he escrito una novela—. Yo: — ¿De veras?—. Ella: —Sí, y hasta he tenido buenas críticas—. Yo: — ¡La felicito!—. Ella: —No, no lo digo para presumir, sólo quiero hacer resaltar que hoy en día todo el mundo escribe. Todos saben hacerlo.

Sábado

Sería fatal que, siguiendo el ejemplo de muchos otros polacos, me deleitara con el recuerdo de nuestra independencia de los años 1918 − 1939, que no me atreviera a mirarla a los ojos fría y libremente. Lo que pido es que no se tome mi frialdad por un efectismo barato. El aire de libertad nos fue dado para que emprendiéramos la lucha contra un enemigo más atormentador que todos los opresores anteriores, contra nosotros mismos. Después de las luchas contra Rusia y contra los alemanes, nos esperaba la batalla contra Polonia. No es de extrañar, pues, que la independencia resultara ser más dura y más humillante que la esclavitud. Mientras estábamos absorbidos por la rebelión contra la agresión del opresor, las preguntas: ¿quién somos?, ¿qué hacer de nosotros?, permanecían como adormecidas, pero la independencia despertó el misterio que dormía en nosotros. Con la recuperación de la libertad surgió ante nosotros el problema de la existencia. Para existir de verdad, era preciso transformarnos. Pero semejante transformación superaba nuestras fuerzas; nuestra libertad sólo era aparente; en la misma estructura de la nación anidaban la falsedad y la violencia, que frustraban nuestras iniciativas. Nuestra debilidad nos prevenía contra cualquier cambio en nosotros, no fuera que todo se viniese abajo. A la Polonia de aquel entonces la llevábamos en el pecho como la armadura de Don Quijote, pero por si acaso preferíamos no probar su resistencia. Los años de independencia no fueron un período de jubilosa creación, sino un doloroso forcejeo con el invisible hilo de la esclavitud interior. Fue una época de existencia en clave, la época de la gran mascarada. Si escribiera la historia de la literatura de ese tiempo, no me preguntaría por qué aquellos escritores eran célebres, sino por qué, siendo célebres, no podían serlo plenamente. La historia de esta literatura debería escribirse al revés, es decir, como una historia de lo que no se realizó. Es mejor que nos mostremos orgullosos y decididos en el rechazo de todo lo que realmente no estaba hecho a nuestra medida; sólo una política así nos salvará de la humillación. Si yo escribiera la historia de la literatura… Pero no puedo escribirla porque no conozco la mayoría de esos insípidos libros; de la prosa y la poesía sé algo, más bien las he hojeado que leído, y la idea que tengo de nuestra literatura es una síntesis de muchas impresiones: de lo que he leído, de lo que se hablaba, de lo que flotaba en el aire. Da lo mismo. Basta con una cucharada

de sopa para saber si te gusta o por qué no te gusta…, y voy a expresar mi opinión no como un investigador, sino como uno de los que frecuentaban ese comedor. Para empezar, una idea general: cualquiera que sea una literatura en sus medios de expresión —realista, fantástica o romántica—, siempre tiene que estar estrechamente unida con la realidad, porque hasta la fantasía resulta importante sólo en cuanto nos introduce en la esencia de las cosas con más profundidad de lo que lo haría la mediocridad del sentido común. De modo que la cuestión decisiva para conocer la autenticidad de la literatura o de la vida espiritual de una nación será precisamente ésta: comprobar hasta qué punto están próximas a la realidad. Quisiera examinar desde este ángulo el período 1918— 1939. Empecemos por el grupo de escritores que formaron las mentes de quienes vivirían la independencia. Sienkiewicz. Ya he escrito sobre Sienkiewicz[43]. Sienkiewicz es la ensoñación a la que nos abandonamos antes de dormirnos…, o hasta el mismo sueño. ¿Se trata, pues, de una ficción? ¿Una mentira? ¿Un autoengaño? ¿Un desenfreno espiritual? Y, sin embargo, él constituye probablemente el hecho más real de nuestra vida literaria. Ninguno de nuestros escritores fue ni siquiera la mitad de real que Sienkiewicz; quiero decir que fue en verdad leído con placer. Y fue tan real no tanto por el mundo irreal y hasta falso que había creado cuanto por la influencia archirreal que ejercía sobre los lectores. ¿Acaso era una ilusión, o por lo contrario, existía más que los demás? Tengamos en cuenta que una ficción que cambia algo en el mundo también se convierte en realidad. Ni por un momento se preocupó Sienkiewicz por la verdad absoluta, no era de esos cuya mirada fulminante arranca las máscaras; tampoco tenía nada de solitario. Esencialmente sociable, tendía a la gente y quería gustar; unirse a la gente era para él más importante que unirse a la verdad, era de los que buscan la confirmación de la propia existencia en la existencia ajena. Y puesto que su naturaleza no buscaba verdad sino lectores, adquirió un olfato extraordinario en lo que se refiere a la búsqueda de la necesidad que él pudiera satisfacer. De ahí proviene aquella elasticidad espiritual suya, aquella adaptación absoluta y totalmente sincera a lo que constituían las necesidades del rebaño. Y puesto que se formaba para los hombres, también era formado por ellos, lo cual dio como resultado una maravillosa homogeneidad de estilo, una forma

deliciosamente impregnada de humanidad y resplandeciente, una gran capacidad de crear mitología, y la percepción de uno de los mayores y más difíciles de descubrir peligros en el arte, el peligro de aburrir. Sienkiewicz es auténtico en la medida en que una necesidad (aunque fuese la necesidad de lo falso) puede crear el valor. Aquí topamos con una paradoja: este escritor conservador se revela en este sentido como un precursor de los revolucionarios tiempos contemporáneos; este escritor «creyente» subconscientemente se encuentra próximo a la filosofía que derriba los valores absolutos y vive con la dialéctica de los valores relativos surgidos de las necesidades y donde el hombre se convierte en la medida del valor. ¿La fe de Sienkiewicz? Me inclino a suponer que Dios constituía para él un modo de convivir con el pueblo. ¿Un Sienkiewicz ateo, bolchevique, sería imposible? No, todo lo contrario, es hasta tal punto posible que si algún día la modernidad roja polaca produce un gran escritor, será exactamente un Sienkiewicz a rebours. Pero él no se veía a sí mismo desde este lado. No era consciente de ello. Y si lo hubiese sido, eso habría significado su inmediato fin como Sienkiewicz. Porque Sienkiewicz quiere decir existir no en el mundo, sino en cierto mundo, en un fragmento del mundo, en un mundo secundario que se toma por el mundo real y del cual se rechaza conocer las raíces que lo unen a la realidad. Sienkiewicz no se daba cuenta de su mecanismo y eso es lo que le faltaba para ser plenamente moderno.

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En cuanto a Żeromski…[44] Seguramente fue más profundo y más sublime que Sienkiewicz. Pero tiene un defecto, o quizá se trata más bien de una flauta hecha de dos materiales de calidades diferentes: no suena limpio. ¿Qué es lo que en él se fundió inadecuadamente, causando ese desafinamiento? Żeromski es todo sexo, amor, instinto, ha sido creado por Eros, éste es su país, aquí se siente en su casa, el más tierno, el más delicado, el más expresivo de todos. Pero el amante se ha convertido en ciudadano, el cazador de estremecimientos amorosos se ha transformado en maestro, el perseguidor de un frenesí apasionado se ha vuelto activista social y patriota, mientras que su lirismo

ondeante, amargo, centelleante, empieza a demostrar una preocupación filial por Polonia. De ahí surgen las casas de cristal[45], una repugnante mezcla de arco iris y vivienda, que no pega nada con el paisaje, una metáfora fatal. Una mezcla de sexo y Patria…, ¿por qué no ha dado resultados? El lirismo amoroso es individual sólo en apariencia; este estado de ánimo nace de un sometimiento al género: el género ejerce violencia sobre el enamorado, y no hay mayor diferencia entre un soldado que muere por la patria y un amante que arriesga su vida para poseer a su amada. Ambos obedecen una orden más importante que todo lo personal: tanto el que defiende a la comunidad como el que prolongará la existencia de ésta en los hijos nacidos de la mujer hacia la que se vio inclinado por el instinto. Pero en el caso de Żeromski, el modo de sentir el amor es definitivo y trágico. Mientras que el modo de sentir la patria es secundario y más bien didáctico. El Żeromski que destila los elixires del amor aparece al desnudo. El Żeromski-patriota, aunque todo corazón y todo conciencia, es a la vez un señor con perilla, un ciudadano y un «escritor polaco». El Żeromski que profundiza en el amor es desinteresado, despiadado y libre, mientras que cuando habla de Polonia lo asaltan miles de consideraciones; y ahí no se puede ser únicamente trágico, hayo que ser constructivo y positivo. Por eso la desnudez de Żeromski se viste con la Patria, como se viste uno con una camisa. Un espectáculo de mal gusto. Żeromski, que no tenía nada de novelista y en cambio lo tenía todo de poeta, se puso a escribir novelas de temas sociales, que eran, cuanto menos, extrañas. Aladas y llanas a un tiempo, hechas de una percepción llena de perspicacia y de unas inspiraciones conmovedoras, son a la vez, en todo lo que constituye en ellas el elemento más sólido de la composición, casi ingenuas, casi torpes; cada frase, tomada por separado, está llena de inspiración, pero los personajes, el argumento, las ideas novelescas, la psicología, la sociología, los diálogos, la visión de los ambientes, aparecen inexplicablemente trivializa— dos y tratados con extrema ingenuidad —como si en su inspiración interfiriera Rodziewiczówna—, y toda esta literatura de Żeromski, repleta de lucha social, de filantropía, de fiestas populares, de sufrimientos nobles, de socialismo, no es más que letra muerta…, lo cual ya no es de primera, sino de segunda clase. El no supo escoger el tema. He aquí, pues, un artista de gran categoría que no encontró su lugar en relación con la temática. Yo me lo explico imaginándome el desarrollo artístico de Żeromski, la temprana formación de su estilo. El destino lo situó en las regiones del sexo y del amor, pero poco a poco, a medida que iba adquiriendo madurez intelectual,

aumentaba la presión de otras cuestiones relacionadas con Polonia, el pueblo, la injusticia y los agravios, y la conciencia empezó a atormentarlo. ¡Quería escribir sobre esto! Pero ¿cómo? Es sabido que el arte requiere frialdad; el artista se expresa con tanto más acierto y tanta más fuerza cuanto menos vinculado sentimentalmente con el tema está, el artista tiene que ver objetivamente lo que ha de ver, de modo que no puede estar interesado en ello. Y de entre todos los sentimientos, el que más esclaviza es el respeto; el artista tiene que dominar el tema y, es más, tiene que deleitarse con él. Pero ¿quién era él, Żeromski, ante esas cuestiones? ¿Era posible asimilarlas, anexionarlas, o sea, someterlas a uno mismo, organizándoselas según el gusto de uno? ¿O más bien había que servirlas, entregarse a sí mismo y entregar la propia obra al servicio de aquellos asuntos superiores? La conciencia no le permitía abandonarlos. Pero la conciencia no le permitía tampoco tratar la materia de una forma creativa y soberana. De este modo, el respeto y el amor debilitaron su mano, no se atrevió a ser suficientemente sensual, se volvió modesto, sumiso, serio y responsable —no, ni hablar de divertirse, ni hablar de experimentar placer con la propia madre—; es así como esos contenidos respetables irrumpieron en su arte y su personalidad in crudo, sin estar digeridos ni destilados. No llegó a llevar en la sangre todo aquello que trataba con tanto respeto, y ese amante no poseyó a Polonia, la respetaba demasiado.

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En cuanto a Wyspiański[46]… Es la antítesis de Sienkiewicz, porque mientras éste se entregó al lector, aquél se dedicó al arte, a un arte por lo demás exageradamente patético. Sienkiewicz aspiraba a conquistar las almas, mientras que Wyspiański, a ser Artista; Sienkiewicz buscaba la gente, y Wyspiański, el arte y la grandeza. Su mundo es un mundo abstracto en que los conceptos sustituyen a los hombres, es el mundo de la cultura. ¡Ah, el aburrimiento de estos dramas…! ¿Quién era capaz de entender algo de su liturgia? Wyspiański es una de nuestras mayores vergüenzas, ya que nunca nuestra admiración había nacido de un vacío semejante, y los aplausos, los homenajes y la conmoción nuestros en este teatro no tenían nada que ver con nosotros. ¿Cuál era el secreto de este triunfo? Wyspiański también satisfacía las necesidades, pero eran unas necesidades totalmente ajenas a la vida individual,

eran las necesidades de la Nación. La Nación necesitaba un monumento. La Nación reclamaba un gran arte. El drama de la nación pedía un drama nacional. La Nación necesitaba a alguien que de un modo grandioso cantara su grandeza. Entonces Wyspiański se plantó delante de la nación y dijo: ¡aquí me tenéis! Nada de pequeñez, sólo grandeza, además con columnas griegas. Fue aceptado. El dramaturgo. Obviamente la forma dramática siempre tiende a expresar la grandeza, es una red a la que todo lo menudo se le escapa. Pero también es cierto que el pormenor es creativo, el detalle es concreto, y no lo son los monumentalismos. Wyspiański, demasiado majestuoso para abordar cualquier detalle, estaba condenado a coexistir únicamente con los elementos y las fuerzas elementales tales como: el Sino, Polonia, Grecia, Niké, o algún fantasma de su propia invención. Su arte no es como el de Shakespeare o el de Ibsen —la vida corriente llevada a las alturas del drama (y no me habléis de La boda) —, aquí todo gira desde el principio hasta el final por la bóveda celeste de la Historia y el Destino. Sin embargo, cuando se engrandece la sustancia creativa, el mismo creador se vuelve pequeño e impotente. Wyspiański puso en marcha una patética maquinaria que acabó por aplastarlo, por eso es tan grandiosa la puesta en escena y en proporción resulta tan poca cosa lo que el autor quiere decir a los polacos. A los polacos y a los no-polacos. Su teatro ha sido un fracaso en el extranjero, no porque sea polaco, sino porque desde el punto de vista universal, carece de elementos enriquecedores. ¿Grecia? El teatro griego era algo natural para los griegos y estaba acorde con su manera joven de sentir la existencia. En cambio, para nosotros este teatro ya no es más que autoritario, nos influye con su magnificencia histórica, igual que la misma Grecia. El carácter griego de la obra de Wyspiański se limita a la majestuosidad del decorado. No es algo que refresque y purifique nuestra visión, es únicamente solemne. Por lo cual resulta que su supuesto realismo estaba a cien millas de la realidad. Wyspiański no veía los fenómenos concretos, porque sólo se fijaba en sus sublimaciones y síntesis conceptuales. Un teatro en medio de conceptos. Fue un gran director de escena. Aportó unos decorados espléndidos. Hizo todo lo posible para asegurar un gran patetismo al espectáculo. Salió al escenario, pero, intimidado por la grandiosidad del decorado, se calló.

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Hablemos de Przybyszewski[47] quien también tuvo su peso en su generación. Probablemente era el único que podía llevar a cabo la revisión de nuestros valores, o al menos enriquecer nuestra vida con una serie de mitos estimulantes y categóricos en su extremismo. No tiene mayor importancia el hecho de que introdujera la modernidad y la bohemia, lo que importa es que aboliera nuestro bonachón, puro y cívico concepto del arte, introduciendo en nuestro idilio polaco el concepto de la creación artística como un proceso demoníaco. Fue el primero en Polonia que encarnó el arte implacable, un arte que no hacía concesiones a nadie ni a nada y que constituía una tremenda descarga del espíritu. Fue el primero entre nosotros que realmente exigió el derecho a la palabra. ¡Pero qué caricatura! ¡Qué payaso, qué bufón! Es difícil observar sin avergonzarse su precipitada caída hacia la pacotilla, su transmutación de héroe en actor melodramático. Un talento espléndido que con toda tranquilidad y como si nada incurre en la farsa sin advertir sus propias chapuzas, sin ver siquiera lo que le está pasando. ¿A qué atribuir el hecho de que esta imaginación se volviera pretenciosa, de mal gusto, retorcida, chillona, de que enfermase de przybyszewskianismo? La corriente del pensamiento europeo que lo había fecundado estaba a un paso de la ridiculez, y sin embargo nunca cayó en ella; si el estilo de Schopenhauer era infalible, Nietzsche, Wagner, los representantes del romanticismo alemán y del satanismo francés o escandinavo en más de una ocasión rozaron una grandilocuente chapuza. Y sin embargo, sólo en un polaco creció de esta semilla un árbol de una ridiculez y un mal gusto evidentes. ¿Será posible que hasta tal punto no sirvamos para el demonismo? Aquí se manifiesta de nuevo la impotencia del polaco ante la cultura. Para el polaco, la cultura no es algo de lo que él mismo se sienta coautor, la cultura le viene de fuera como algo superior, sobrehumano, y le resulta imponente. Pero ¿qué es lo que le resulta imponente a Przybyszewski? ¿La Nación? ¿El Arte? ¿La Literatura? ¿Dios? Przybyszewski tiene mucho de un provinciano al que han dejado sentarse a la mesa de la Europa más aristocrática, pero a él no le imponía tanto Europa como Przybyszewski. Porque al polaco lo que le impone es él mismo en su dimensión histórica, no hay nada que lo intimide más que su propia grandeza. Igual que Pisudski estaba aplastado e incluso horrorizado por Pisudski, igual que Wyspiański no se podía mover bajo el peso de Wyspiański, igual que Norwid gemía cargando sobre sus hombros a Norwid, también Przybyszewski miraba con un temor y terror sagrado a Przybyszewski. En todo lo que escribe se oye: ¡Yo soy Przybyszewski! ¡Soy un demonio! ¡Soy un profeta!

La incapacidad de armonizar lo cotidiano y lo corriente con la grandeza o con la sublimación… Si hubiese conservado el oído, el gusto y la vista de un hombre normal, un ataque de risa convulsiva le hubiese prevenido de las piruetas del demonismo. Pero, como era polaco, tenía que estar de rodillas. Y estaba de rodillas ante sí mismo.

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Kasprowicz[48],Pan negro, alma de palomo, bardo de voz de oro… Pero también: campesino-traidor, rústico falso, naturaleza no natural, sencillez artificial. Kasprowicz, al dejar de ser campesino y transformarse en intelectual, como intelectual quería seguir siendo campesino. Es ésta la fuente de su insuficiencia artística. Kasprowicz, al ser una mezcla, una combinación de ciudad y de campo, en su esencia era pura disonancia, pero se disfrazó de armonía. Su canto, de haber sido sincero, habría sido un puñado de disonancias, la poesía de un meteco, el himno de una extraña criatura engendrada por elementos contrarios; pero él prefirió ponerse encima de la chaqueta el blusón de campesino. Kasprowicz: la cumbre de la poesía «popular» polaca (poesía «popular» que es un gran malentendido, puesto que se llama poesía del pueblo lo que es poesía sobre el pueblo). El pueblo se convierte en inspiración poética sólo cuando lo contemplamos desde la ciudad y a través de los impertinentes de la cultura; el campesino como campesino nunca ha sido poesía para el campesino. Nada más falso que Kasprowicz volviéndose campesino para cantar las bellezas de la naturaleza, cuando precisamente el campesino no siente la naturaleza, él forma parte de ella, y por lo tanto no la ve, él lucha contra ella, vive de ella, pero no le reza. Dejad a los excursionistas los amaneceres y las puestas de sol. En el mundo campesino todo es sencillo, por tanto no llama la atención. Y si hay algo que el campesino adora, no es el campo sino la ciudad. Dios se le revelará en una máquina y no en un álamo a la vera del camino. Prefiere la colonia barata de la tienda al perfume de los lilacs. ¿Acaso pretendo prohibirle a Kasprowicz que haga brotar de su interior este canto rústico? En absoluto, todo lo contrario, que lo extraiga, si lo llevaba dentro.

Sólo una pregunta: ¿cómo quién debe cantar? ¿Como campesino o como Kasprowicz? Habría sido más real si no hubiese pretendido tener un estilo, si no hubiese tratado de ocultar con sencillez su lucha interior, si en arte, en lugar de la forma, nos hubiera mostrado su conflicto con ella. Es probable que esto hubiese librado a él y a sus descendientes literarios de un falso carácter popular. Yo vestiría a Kasprowicz de cintura para abajo con pantalones y zapatos de campesino, y de cintura para arriba con americana y cuello rígido. De tal guisa lo sacaría ante el público diciéndole: ¡arréglate como puedas!

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No niego que a pesar de todo fueron artistas y maestros de gran altura. Sólo que no eran maestros de la realidad. Sienkiewicz no expresaba la realidad porque estaba entregado al servicio de la fantasía colectiva. Wyspiański, porque estaba entregado a unas abstracciones estéticas e históricas. Żeromski, porque no supo concordar su misión social con su instinto. Przybyszewski, porque se embriagó con los satanismos. Y Kasprowicz, porque permitió que el pueblo lo dominara. Para que un escritor pueda «llegar» a la realidad, tiene que reunir dos requisitos a la vez: tiene que expresar el espíritu colectivo, pero también su existencia individual; tiene que ser una personalidad controlada por la colectividad, pero también una colectividad controlada por la personalidad individual. En cambio ellos se hundieron del todo en la masa, o bien en aquellas abstracciones como: nación, historia, arte, que son producto de la cultura colectiva. Y siempre fueron siervos de algo. Siempre estuvieron de rodillas ante algo. (¿Positivismo? Pero si era algo únicamente para la nación, casi una doctrina política, no era el positivismo del individuo. Me doy cuenta de que se me ha olvidado mencionar a Prus. ¡Lástima!) Y en esta postura tan incómoda, de rodillas, saludamos la independencia. ¿Qué había de hacer un hombre recién liberado? Levantarse, frotarse los ojos, mirar a su alrededor y reflexionar de nuevo: ¿quién soy?, ¿dónde estoy?, ¿cuál es mi tarea? Pero la independencia no nos devolvió la libertad: ni la libertad de

sentimientos, ni la libertad de visión. La nación era políticamente libre, y no obstante cada uno de nosotros se vio de pronto más atado e interiormente más debilitado que en cualquier momento anterior. ¿Qué era aquel Estado resucitado, si no la llamada a un nuevo servicio y a un nuevo humilde sometimiento? Pero ese Estado era un convaleciente que apenas se sostenía en pie. Por lo tanto, todo lo demás, aunque fuera lo más imperioso y lo más candente, tenía que obedecer a una única orden: fortalecer el Estado. Fue dicho: —No tendrás ningún pensamiento que pudiera debilitar la nación o el Estado. —Verás, pensarás y sentirás únicamente lo que fortalece la nación y el Estado. Sin embargo, todo esto produjo en nosotros un conflicto que a mi modo de ver tiene una importancia capital en todo el período de la independencia. Porque fijaos: nos llamaban para que rechazáramos la plenitud y la autenticidad de una existencia individual no en favor de otra autenticidad y otra fuerza, sino en favor de una existencia incompleta que no podía conseguir nada porque estaba marcada por la insuficiencia. Polonia, a la que teníamos que nutrir con nuestra propia sangre individual, era económica y militarmente endeble, estaba políticamente situada entre dos potencias amenazadoras, estaba culturalmente enferma de anacronismo; un país así no podía llevar una política coherente, no podía lograr nada, tenía que subsistir poniendo parches y escondiendo la cabeza bajo tierra. Y lo peor es que no era un Estado ni grande ni pequeño: era suficientemente grande para ser llamado a jugar un papel histórico y demasiado pequeño para estar a la altura de este cometido. Todo esto creó una atmósfera de irrealidad, de chapuza y grotesca, lo cual emponzoñó aquellos veinte años de entreguerras. De irrealidad, ya que sencillamente no teníamos a través de qué entrar en contacto con la vida. Nos arruinábamos para mantener un gran ejército, pero este ejército resultó ser una quimera. Nos limitábamos espiritual e intelectualmente, y sin embargo nuestro pensamiento estatal y nacional no se volvió por ello más fuerte. En cuanto a la chapuza, los mejores talentos tenían que desaprovecharse atenazados por esta doble anemia, individual y colectiva, igual que se desaprovechaban nuestras iniciativas técnicas, financieras y sociales. Y al mismo tiempo todo ello resultaba grotesco, puesto que lo grotesco es signo de incapacidad, es la marca registrada de

la pacotilla. No estoy abordando la totalidad de la vida polaca, me limito a la literatura. Es posible que en los terrenos político y económico no tuviéramos otra cosa que hacer, se hacía, pues, lo que se podía y como se podía. Pero en el arte la libertad es incomparablemente mayor, y afirmo que incluso en aquella situación era posible en Polonia un arte real. Es más, afirmo que en aquellas condiciones el cometido principal y más importante del arte era no permitir que se perdiese el contacto con la vida real, atravesar la vida reducida para llegar a la existencia verdadera y plena, y convertirse en el ancla que nos uniera con la existencia esencial. ¿Por qué el arte nos ha defraudado tan terriblemente en este sentido? Pues a causa de un pequeño descuido… Volveré sobre este tema en un próximo futuro, os contaré cómo un pequeño error en la elección del camino nos ha impedido salir de nuestro callejón sin salida hacia un espacio abierto.

Capítulo XVII

DOMINGO

Quisiera dedicar hoy algo de tiempo a volver a aquellos años, los años de la independencia. Para destruirlos. Mi actual situación catastrófica así lo exige. Si acepto interiormente que ellos eran como había que ser, unas plantas lozanas y florecientes en suelo fértil, mientras que yo soy algo agonizante en medio de un desierto, un inválido varado en una orilla extranjera, sin patria, etcétera…, exiliado, perdido, errabundo…, ¿qué me quedará aparte de renunciar a todo lo que yo significo? Así que debo movilizar todas las ventajas que se derivan de mi situación y demostrar que puedo vivir mejor y de manera más auténtica. Ahora voy a escribir algo sobre la poesía (en verso) de entreguerras…, y ya veré lo que de ella se salva por ser auténtico… Siento curiosidad de hasta qué punto lo que nace de mi pluma puede ser verdad… Aquellos versos eran sin duda mejores que la prosa de entonces. Lo cual tiene fácil explicación. Cuanto más formalista es el arte, tanto menos depende de las presiones exteriores, del ambiente y de la época. Lo que resultaba más difícil en la Polonia independiente era hablar, después, escribir una prosa normal, después, escribir una prosa estilizada, mientras que la cosa relativamente más fácil era escribir en verso rimado. Para poder expresarse de forma irreprochable en una conversación normal, en la prosa cotidiana, hay que ser un hombre que pueda hablar, un hombre al que las condiciones exteriores no le alteran su modo de hablar. Pero los poemas, incluso los «célebres» y los «espléndidos», los puede escribir alguien atado con todas las cadenas posibles, siempre que haya aprendido la forma. Skamander y la vanguardia…, sí, recuerdo… Skamander surgió bajo el signo de la renovación, la modernización y la europeización; ellos quisieron ofrecer una poesía ya independiente, libre y desinteresadamente poética, una poesía orgullosa que no sirviera más que a sí misma. ¡Una idea muy saludable! Era muy propio del momento respirar aires nuevos. Entonces, ¿por qué fue el parto de los montes? ¿Por qué todo terminó en nada…? En nada, sí. Si elimináramos a todos los poetas de Skamander de nuestra

vida espiritual (pero, ¡cuidado!, utilizo aquí el concepto de «vida espiritual» en serio), no pasaría nada…, este hecho no provocaría en absoluto ningún cambio. Ellos existieron, pero podían no haber existido… Nos veríamos empobrecidos de una cierta cantidad de metáforas y rimas, de una cierta cantidad de belleza, así como de una serie de novedades poéticas importadas o de cosecha propia, pero esto sería todo. Ninguno de esos poetas de raza nos proporcionó nada excitante, nada que fuera verdaderamente personal, ninguna solución, ninguna transformación de la realidad en cualquier forma definida y expresiva, como puede serlo una cara humana. Les faltaba la cara. No tenían una actitud ante la realidad. Si alguno de ellos tenía lo que suele llamarse convicciones, éstas no se diferenciaban en nada del corriente catecismo político o social de la época: el socialismo y el pacifismo de Słonimski, el esteticismo de Iwaszkiewicz, la polonidad de Lechoń. Habían encontrado sus fes ya hechas, se adherían a un credo u otro, pero ninguno de ellos poseyó un rito verdaderamente propio. ¿Acaso, fuera de la poesía rimada, no eran unos niños? Despojad a Valéry, a Claudel, a Rilke de todas sus estrofas y quedará una personalidad, un fenómeno espiritual, un alma, alguien único e irrepetible. Quemad las rimas de Skamander y veréis a un grupo de chicos simpáticos que se defienden más o menos en la vida. Teniendo en cuenta que a pesar de todo tenían talento, preguntemos: ¿a qué se debe este vacío? ¿Por qué fuerza maléfica el arte en lugar de enriquecer en este caso resultó ser empobrecedor? No será difícil dar una respuesta si tomamos en consideración que ellos no pretendían en absoluto enriquecer la forma de la que disponían, sino que querían purificarla. Habiendo encontrado el verso contaminado de diversos ingredientes no poéticos, decidieron dejarlo estrictamente poético. Eran unos piadosos adeptos y cultivadores de la forma cuya majestuosidad cargaban sobre sus hombros como una capa de armiño: respetuosos, modestos y tímidos. Pero el artista que teme atentar contra la forma y no sabe tratarla con brutalidad si es necesario, ¿qué puede hacer? ¿Cómo introducir en un canto consagrado una poesía que apenas empieza a madurar, que aun no está sancionada y que es seminoble? ¿Cómo meter en un recipiente estrecho un contenido tan enorme, que empieza a despertarse? Estos cometidos tan demoledores superaban en mucho los esfuerzos pusilánimes de los integrantes del grupo Skamander, dirigidos a perfeccionar y purificar la palabra. Eran ante todo poetas «por eliminación», poetas sólo ante las cosas ya poéticas y no de los que transforman la no poesía en poesía. ¡Lo cual les iba de perilla! Esta música les convenía. Porque si no, ¿cómo iban a mantenerse en la literatura? Si intelectualmente no alcanzaban el nivel de su tiempo y no se daban cuenta de las cosas nuevas que brotaban a su alrededor.

Carecían de talla personal y espiritual…, pues eran, de hecho, una irrupción colectiva en el arte polaco, ya que, a pesar de que cada uno de ellos fuera diferente en cuanto a su poesía, temperamento y pensamiento, sin embargo eran tan homogéneos, en el sentido más profundo, que hasta hoy esta poesía es una poesía de grupo. Pero ¿acaso podía surgir en Polonia auténtica poesía, una poesía basada en un contacto real con la vida, sin horadar con la mirada las paredes de la casa que nos habíamos construido y ver lo que acechaba más allá…, a lo lejos…? Los poetas de Skamander eran conscientes de su lugar sólo hasta cierto punto, conocían su lugar en el arte, pero no sabían cuál era el lugar del arte en la vida. Conocían su lugar en Polonia, pero ignoraban el lugar de Polonia en el mundo. Ninguno de ellos se elevó tan alto como para ver la situación de su propia casa. Sin embargo, eran suficientemente inteligentes como para darse cuenta de que la realidad polaca estaba en una gran parte inflada. Sabiéndolo gracias a la inequívoca intuición poética, y a la vez sin tener idea de cómo afrontar este hecho y qué conclusiones sacar de él, decidieron no preocuparse demasiado por la realidad. Y fue así. Editaban sus pequeños volúmenes, contentos porque su fama crecía, pero por si acaso no le miraban a los dientes. Se alegraban de tener lectores, pero no controlaban muy de cerca la calidad de esta lectura. Conquistaban un lugar cada vez más elevado dentro de la jerarquía de los poetas, sin analizar demasiado esta jerarquía. En una palabra, se comportaban como todos los poetas del mundo (con pequeñas excepciones), lo cual sólo podríamos reprochárselo si aceptáramos que el poeta no debería parecerse demasiado al poeta. El adversario del grupo Skamander era la vanguardia, que en mis recuerdos ha quedado como algo parecido a una pesadilla siniestra… ¡Cuánta desmaña bajo aquel cielo enloquecido! Me acuerdo de aquellos extraños y mal pergeñados panfletos, escritos, manifiestos ridículos, versos entre revolucionarios y abortados, teorías grandiosas pero también grandiosamente cómicas y montones de volúmenes inevitables. Tadeusz Peiper (la metáfora floreciente), Stefan Kordian Gacki, Braun, Waźyk y centenares de otros adeptos que se dedicaban mutuamente sus poemas…, todo eso era para mí la vanguardia. Esta producción era más o menos parecida en todas las ciudades civilizadas, y ahora, aquí, en Argentina, también me encuentro en los cafés a viejos o menos viejos jovenzuelos pegados a la ubre de esta eterna madre. Pero en Polonia todo eso era más sucio; la vanguardia polaca estaba despeinada, desarreglada, descalza, era una criatura malhecha con la cabeza de un rabino y los pies descalzos de un chico de campo: una provincia profunda y perdida en el mundo que, desesperada por su propio provincialismo, soñaba con ponerse a la altura de París o de Londres. Ese gremio compuesto por unos rabinos contrahechos, esotéricos y sofistas y por unas ingenuas cabecitas

leonadas de los pueblecitos próximos a Kielce, Lublin o Lvov, se caracterizaba por una gran ingenuidad, un fanatismo inflamado y una perseverancia consecuente. Poetas. Poetas decididos a ser poetas, que creaban en sí un ardor y una embriaguez poéticos, que estaban metidos en aquella vanguardia suya y encerrados en ella como en una botella. Nunca tuve la oportunidad de hablar seriamente con ninguno de ellos. En teoría, había entre nosotros cierta coincidencia, puesto que yo también era un «vanguardista», aunque de un corte totalmente diferente; pero ya su mismo «carácter poético» hizo que me armara con muecas de sarcasmo y bromas repelentes. Y, sin embargo, me llenaban de desasosiego. Sin duda aportaban una realidad, lo que hacían ya no era sólo inventado, detrás de ello se escondía algo, algo auténtico…, pero ¿qué? ¿Qué era lo que aportaban? Miseria. Eran unos lujos forrados de una terrible pobreza. Aquellos poetas no eran reales en sus productos, en sus páginas pretenciosas, pero sí que lo eran como síntoma, como una erupción en el cuerpo de un enfermo. La mayoría de ellos carecía del mínimo de habilidad mental sin la cual el escribir se hace imposible: indolentes, decadentes, soñadores, gente no del todo culta, no del todo madura, siniestras criaturas de los ghettos polacos, ciudadanos de villorrios de mala muerte. Huían de su propia pobreza convirtiéndose en orgullosos precursores; era la búsqueda de la salvación… Y la salvación llegó. Ellos mismos no se atrevieron a confesar que habían nacido de la miseria. Esta verdad llegó de fuera y un buen día la República Popular de Polonia los tomó a su cargo y les adjudicó un papel, desde entonces formaron parte de la literatura oficial y se convirtieron en burócratas del arte. Y ya que siempre estaban fuera de ellos mismos, sin aceptar la verdad sobre sí y sobre su propia existencia, completando la realidad con sueños, abstracciones, teorías y estética, no tenían mucho que perder y probablemente ni siquiera se dieron cuenta de que les había sucedido algo imprevisto. No lo presencié, pero me temo que el bolchevismo encontró a una parte considerable de la intelligentsia polaca en estado de embriaguez: la cabeza de la nación estaba aturdida. Y muchos, muchísimos no sabían en realidad lo que les estaba ocurriendo.

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La prosa.

Recordamos aquella cosecha: hubo abundancia de novelas. Y según las críticas, todas eran excelentes. Pero un día tuve la siguiente conversación con Nałkowska [49] á propos de un libro. Ella: —Hay ahí un montón de observaciones excelentes, de distintos sabores y saborcillos, una especie de cordialidad sui generis, ¿comprende?, algo especial…, pero hay que entrar en ello, fijarse de cerca, buscarlo… Yo: —Sí usted se pone a observar esta caja de cerillas, extraerá de ella mundos enteros. Si va a buscar sabores en un libro, seguro que los encontrará, porque está escrito: buscad y encontraréis. Pero un crítico no debería explorar ni buscar, que se quede sentado con los brazos cruzados esperando que el libro dé con él. A los talentos no hay que buscarlos con un microscopio, el talento debería dar señales de vida él mismo haciendo doblar todas las campanas. Pero como en las épocas en que el sentido de la realidad se debilita todo se vuelve automático, la crítica polaca se lanzó mecánicamente a la caza de valores; y está claro que con buena voluntad no es difícil ver una epopeya hasta en Gojawiczyńska[50]; porque al fin y al cabo incluso la mediocridad expresa algo. Para romper con esta manía de engrandecer los fenómenos y recuperar su exacta medida, no hay nada mejor que apartar la vista de las obras y observar a sus autores. ¿Es realmente grande el creador de esta gran novela? Y si él no es grande, ¿cómo puede serlo el libro? Si observamos a los autores de la prosa de aquel entonces, ¿qué es lo que veremos? Que todas aquellas novelas no dieron ni una sola personalidad, y que ninguno de ellos estaba a la altura ni siquiera de Żeromski o Sienkiewicz. ¿De dónde le viene a la Polonia de entreguerras el empequeñecimiento de esa gente? Había dos autores prometedores: Kaden [51] y Witkacy[52]. Kaden, que poseía nervio de estilista, una agresividad brutal y el germen de una visión creadora, podía haber extraído de su tiempo una verdad kadeniana. Witkiewicz, desenfrenado y perspicaz, cuya inspiración era el cinismo, era suficientemente degenerado y loco como para salir de la «normalidad» polaca hacia unos espacios ilimitados, y al mismo tiempo lo bastante sensato y consciente como para devolver la locura a la normalidad y unirla a la realidad. Los dos podían haber sido creadores, porque el destino les había arrancado de la «normalidad» polaca. Sin embargo, fueron precisamente ellos quienes sucumbieron al amaneramiento y perdieron del todo su batalla por la expresión; su derrota fue la repetición de las derrotas de la generación anterior. Kaden desaprovechó su talento, igual que Żeromski, al renunciar voluntariamente a su soberanía artística y sumergirse hasta las orejas en la vida polaca; él, hombre de Pisudski, «escritor polaco», combatiente, padre de la patria o hijo suyo, conciencia de la nación, director de teatros, redactor, maestro, profesor y guía. La prosa de Kaden se vistió con una toga y se puso a

hacer muecas, se convirtió en la celebración de la literatura antes de ser literatura. Witkiewicz desaprovechó su talento, al igual que Przybyszewski, seducido por su propio demonismo, sin saber unir lo anormal con lo normal y víctima, por lo tanto, de su propia excentricidad. Todo amaneramiento es resultado de la incapacidad de oponerse a la forma; cierta manera de ser se nos contagia, se convierte en vicio, se hace, como suele decirse, más fuerte que nosotros, y no es de extrañar, pues, que estos escritores muy poco asentados en la realidad, o más bien asentados en la irrealidad polaca o en la «realidad incompleta», no supieran defenderse ante la hipertrofia de la forma. En la obra de Kaden su amaneramiento era forzado y laborioso, como él mismo. Para Witkiewicz, igual que para Przybyszewski, el amaneramiento se convirtió en facilidad y absolución del esfuerzo, por eso la forma de ambos es tan apresurada como negligente. Pero la derrota de Witkacy era más inteligente: el demonismo se convirtió para él en un juguete, y ese payaso trágico estuvo muriéndose durante su vida, como Jarry, con un palillo entre los dientes, con sus teorías, la forma pura, sus dramas, sus retratos, sus «tripas», su «panza» y sus colecciones porno-macabras. (Mi primera visita a Witkacy: toco el timbre, se abre la puerta, en el pasillo oscuro va creciendo un enano monstruoso; era Witkacy que había abierto la puerta en cuclillas y se levantaba poco a poco…) Lo que se destaca en estas dos características es de nuevo la impotencia ante la realidad. También es digno de resaltarse la suciedad de su imaginación: las tripas de Witkiewicz, el mascujar de Kaden, no son sólo el resultado de la irrupción del arte europeo en estos terrenos de lo asqueroso, sino la expresión ante todo de nuestra impotencia ante la suciedad que nos devoraba en una casa de campesinos, en el camastro judío, en las fincas carentes de retrete. Los polacos de esta generación ya percibían con toda claridad la suciedad como algo extraño y horrible, pero no sabían qué hacer con ello, era un furúnculo que llevaban encima y cuyas ponzoñas les envenenaban. De este modo, la prosa más agresiva se precipitó hacia la excentricidad o el barroquismo, mientras que la que latía en las novelas legibles y artísticamente correctas carecía de dinamismo y, como una yedra, se enredaba fielmente alrededor de la vida polaca. Sobre todo las mujeres. He aquí nuestro testimonium paupertatis: que la novela de aquel tiempo se apoyaba principalmente en las mujeres y era como ellas. De líneas redondeadas, blanducha, indolente. Concienzuda, meticulosa, bonachona, tierna. «Con la sabiduría del corazón se inclinaba sobre el gris destino humano», o bien «tejía laboriosamente el cañamazo de numerosas existencias en un dibujo de cordial atención y compasión santificadora»; eran éstas las autoras siempre modestas e incluso humildes que, con una abnegación digna de elogio, siempre estaban dispuestas a diluirse de

manera altruista en los demás o directamente en la existencia; proclamadoras de «verdades indudables» como el Amor o la Compasión, que Renata o Anastazja descubrían al final de la saga en el temblor de las hojas o en el canto de los árboles… A esas Dąbrowska, Nałkowska, hasta a Gojawiczyńska, nadie les niega talento, pero ¿acaso aquella femineidad que se diluía en el cosmos podía de alguna manera formar la conciencia de la nación? Sin embargo, ¿qué hay de extraño en el hecho de que las mujeres escribieran de manera femenina? Lo que resulta más extraño y más peligroso es que ninguno de los talentos que de vez en cuando aparecían en la prosa lograse mantenerse con vida, todos morían. A veces algún libro explotaba con un retumbo como de cañonazo: La sal de la tierra, de Wittlin, triunfalmente acogido en el extranjero; la eclosión de Choromański con Celos y medicina, saludado con repique de campanas: ¡por fin ha aparecido un «gran novelista»! Las tiendas de color canela, de Bruno Schulz, libro de otro género y de un rango muy alto. La extranjera, de Kuncewiczowa, también un anuncio, un presentimiento, un perfume de algo inesperado… ¿Cuáles eran las dificultades que estas obras causaban a los críticos? Que resultaba imposible determinar su verdadera calidad. Este libro en algún aspecto era sencillamente magistral, aquella obra en cierto fragmento era casi genial, aquellas páginas parecían extranjeras, de un valor universal, mundial, aquel autor en algún aspecto igualaba a los más célebres; era una literatura que rozaba continuamente la verdadera celebridad, pero de estos brotes de genialidad y de estos logros no surgía ni una gran obra ni un gran escritor. Quedaba claramente de manifiesto el hecho de que aquellos corto circuitos del talento no eran resultado de un consecuente desarrollo espiritual, sino algo marginal; todo ello tenía visos de ser tenso y casual; ellos mismos no sabían por qué de vez en cuando les salía algo mejor; era como en el dicho polaco de la gallina ciega que da con un grano. Era una literatura de gallinas ciegas.

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Boy—Żeleński[53], Słonimski[54]. Estos sí que nos salieron bien, por fin había dos escritores de verdad: plenamente realizados. Los versos de Słonimski no me seducían, para mí su poesía eclosionaba en la prosa, en sus crónicas en Wiadomości: allí era donde se lanzaba contra todo y contra todos y donde se divertía, un maestro en organizar comedias de las que él mismo era protagonista

(es decir, que era un poeta). ¿Sería ridículo comparar su influencia con la de Sienkiewicz o Żeromski? Yo afirmo que con él se educó una generación; no necesariamente hay que ser un dios para tener adeptos. Pero lo que considero importante y curioso es que la prosa de Boy y de Słonimski —probablemente la única prosa eficaz en la Polonia independiente— consistía en arrastrar las alturas hacia abajo, hacia el terreno del sentido común y del pensamiento realista. Su fuerza consistía en pinchar globos, pero esto no requiere mayor fuerza. Boy: poca creación propia; este traductor nato incluso en sus obras originales traducía a Francia al polaco.

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La crítica. Pero ¿puede llamársele a eso crítica? Cada periódico tenía su maestro de escuela que ponía las notas, pero era un gran misterio por qué se nombraba maestros de escuela a éstos y no a otros. Parecía como si existiera una orden de expertos, de iniciados que pronunciaban su veredicto. Pero en realidad nadie sabía —sobre todo los entendidos— por qué habían sido llamados a juzgar (no se daban cuenta de que eso dependía sencillamente de la decisión del redactor jefe del periódico). Y aterrorizados por el mecanismo que les elevaba —a ellos, unos cualesquiera— al papel de jueces de unas obras que les superaban, no sabían afrontar su situación en verdad descarada y peligrosa: como jueces hablaban desde arriba, aunque en realidad se encontraban abajo. Toda esa crítica no era otra cosa que un balbuceo a veces grotesco e imbécil, a veces inteligente, sobre el arte, aunque siempre con distinción, florituras, emperifollado, como un floripondio…, algo que sigue perviviendo entre nosotros. Ante todo se guardaban mucho de no asomar las narices fuera de la literatura, ni siquiera soñaban en confrontar la poesía, la prosa o la crítica con la realidad: sabían que eso habría provocado una tromba de aire que les barrería.

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En realidad (¡qué palabra más peligrosa!), nuestra literatura de aquel período se iba convirtiendo en la publicística literaria. Parecía que las revistas literarias (Wiadomości y Prosto z mostu) debían de servir a los escritores y a su creación; pero en realidad los escritores existían para nutrir el semanario, la única verdadera literatura de aquel tiempo. ¿Se trataba de un proceso inevitable que transcurría en todo el mundo? ¿O bien era la consecuencia del debilitamiento del «yo» polaco, ese «yo» que constituye la base de la creación? Cuando los escritores no están seguros de sí mismos, cuando ninguno de ellos es suficientemente real, cuando nadie da en el clavo, cuando toda la corriente del desarrollo evita las cosas más esenciales…, ¿es de extrañar que en el escenario aparezca un Redactor para dirigir y organizar? Esos semanarios eran la expresión de la superioridad de lo colectivo sobre lo individual en la vida polaca; en el curso de nuestra historia fue una subordinación más del arte a la sociedad. Los semanarios convirtieron el arte en un mercado y un espectáculo. ¿Quién es el «más grande»? ¿A quién hacer publicidad? ¿A quién hundir? ¿A quién ofrecer la corona de laurel? Poetas y escritores galopaban como caballos de carreras, mientras las multitudes ululaban deportivamente: — ¡Vamos, adelántalo!—. O proferían los gritos nacionales: — ¡Este es un vate polaco!—. O «ideológicos»: — ¡Rompedle la cara a ese animal!—. Naturalmente, las revistas literarias, tanto Wiadomości, dirigida por el experto, y a veces hasta demasiado experto, Grydzewski, como Prosto z mostu, con el torpe Stanisław Piasecki a la cabeza (quien, sin embargo, moriría heroicamente con las botas puestas), funcionaban de acuerdo con su naturaleza. Pero los artistas no se sentían en su salsa, o incluso se sentían un poco como pez fuera del agua. Veían que algo indebido pasaba con ellos y que se les utilizaba de un modo imprevisto: sin embargo —y esto es significativo—, ninguno de ellos intentó enfrentarse a lo que estaba ocurriendo, al contrario, con toda discreción seguían haciendo lo posible por no ver nada.

Miércoles

Sí, todo esto expresa más o menos el vacío que respiraba para mí aquella jubilosa creación, aunque es como una algarabía en comparación con el silencio de las bocas amordazadas de hoy. Pero ya lo he dicho: no voy a medir la altura de

nuestros logros con la profundidad de nuestra caída. En aquellos años, en Polonia, me sentía como dentro de algo que quiere ser y no lo consigue, que quiere expresarse y no es capaz… ¡Qué horrible pesadilla! ¡A mi alrededor, cuántos deseos insatisfechos! Y sin embargo, el material humano era bueno, nada inferior a cualquier otro europeo; la gente tenía aspecto de seres con talento, metidos hasta el cuello en aquella chapucería; aprisionados por algo impersonal, superior, interhumano, colectivo, algo que se originaba en su medio social. Clases sociales enteras parecían salidas de un sueño sarcástico: la nobleza terrateniente, el campesinado, el proletariado urbano, los oficiales, los ghettos…, y el pensamiento polaco, la mitología polaca, la psique polaca…, esa polonidad malograda e ineficaz, que lo impregnaba todo como un sutil vaho: esa herencia que nos determinaba… Regresaba de la casa de campo de mis hermanos, alterado por una diabólica disonancia; pero en la ciudad me esperaban los cafés que se debatían inútilmente con el destino, y la gente, como un bosque de árboles enanos crecido en la arena. Se podía abrigar la esperanza de una lenta perfección, de unos paulatinos desarrollo y éxito… Pero ¿esperar? No podía aceptar que mi vida fuera únicamente un preámbulo a la vida. ¿Acaso debía servir en la literatura sólo para parchear provisionalmente los agujeros, para al cabo de cien o doscientos años posibilitar el amanecer de la palabra polaca al fin soberana? En este caso no valía la pena ni empezar a escribir. El arte que no es capaz de asegurar a su creador una existencia auténtica en la esfera espiritual no es más que una continua vergüenza, un testimonio humillante de mediocridad. A cada momento veía cómo uno de mis «colegas» asimilaba una fe, una postura ideológica o estética, con la esperanza de que por fin se convertiría en un auténtico escritor; lo cual, naturalmente, acababa en una serie de muecas, en una monumental tomadura de pelo, en una orgía de irrealidad. Porque, o se es alguien o no se es, pero lo que uno no puede es fabricarse a sí mismo artificialmente. En la Polonia Independiente, esta fabricación artificial de la existencia sustituía cada vez más a menudo a la verdadera existencia: todos esos artistas e intelectuales intentaban ser alguien con la arrière pensée de ser simplemente. Creer en Dios no porque sea un imperativo del alma, sino porque la fe fortalece. Ser nacionalista no por naturaleza y convicción, sino porque es necesario para vivir. Tener ideales no porque se los lleva en la sangre, sino porque ayudan a «organizarse». Todos ellos buscaban febrilmente alguna forma para no diluirse…, y yo quizá no tendría nada en contra, sólo con que hubiesen tenido el valor de admitir lo que estaban haciendo y no se hubiesen engañado a sí mismos.

Sin embargo, se trataba de un ingenuo autoengaño. De modo que finalmente rompí todas las relaciones con la gente en Polonia y con lo que creaban. Me encerré en mí mismo decidido a vivir sólo mi propia vida, fuese la que fuese, y ver con mis propios ojos; creía que en el momento en que consiguiera categóricamente ser yo mismo, encontraría tierra firme bajo mis pies. Pero pronto se hizo evidente que este extremo individualismo por sí solo no me podía hacer ni más real ni más creativo. No solucionaba nada, y sobre todo no solucionaba el problema del lenguaje. Porque, ¿qué era ese «yo» en que quería apoyarme? ¿Acaso no estaba formado por el pasado y por el presente? ¿Acaso yo, tal como era, no era consecuencia del desarrollo polaco? Nada de lo que hacía, decía, pensaba o escribía me dejaba satisfecho; probablemente es una sensación que conocéis, cuando os dais cuenta de que continuamente decís lo que no quisierais decir, cuando el texto escrito por vosotros os suena pretencioso, estúpido y falso, cuando todos los fallos de vuestra educación, influencias que os han formado, vicios que os han inculcado, cuando toda vuestra inmadurez ante las cuestiones cruciales de la existencia y de la cultura os imposibilita la forma. No conseguía dar con la forma para expresar mi realidad. No podía en absoluto definir esta realidad ni encontrar mi lugar. En estas condiciones sólo podía —y es lo que hice en Ferdydurke— fingir ser un escritor (siguiendo el ejemplo de otros colegas). Aquí no hay más que una dificultad, aunque insalvable: donde no hay mata, no hay patata. ¿Ser uno mismo? Sí, pero ¿y si uno es todo inmadurez…? Sin embargo, una idea me acompañaba, de la que nunca había dudado: que sí existo, tengo, por tanto, la evidencia de un hecho, de algo que existe…, que por el mismo hecho de existir, tenía yo derecho a la palabra y esta palabra debía ser tomada en consideración. Entonces contemplé toda aquella insuficiencia de la expresión polaca en la literatura desde una perspectiva diferente. He aquí la imagen que se me apareció. Esa literatura seguramente no reproducía la realidad, y sin embargo era la realidad, aunque fuera justamente por esa impotencia que la caracterizaba. Imaginaos a un autor que, por ejemplo, se pone a escribir una obra de teatro. Si no es capaz de lograr la debida sinceridad e intransigencia espiritual, su obra no será más que un montón de palabras abortadas. Y sin embargo, este drama, sin importancia y sin valor dramático como obra, será un verdadero drama como testimonio del desastre. Y ese autor, digno de desprecio como autor, será, sin embargo, digno de compasión, y tal vez hasta grande y dramático como hombre

que no ha encontrado para sí la expresión adecuada. De modo que la verdadera realidad polaca no se expresaba en los libros, que no estaban hechos de la realidad —estaban fuera de ella—, sino precisamente en el hecho de que los libros no nos expresaban. Nuestra existencia consistía en que no teníamos la existencia suficientemente cristalizada; nuestra forma en que no estaba suficientemente ajustada. Lo que nos definía era precisamente nuestra insuficiencia. ¿Y en qué consistía el error de los escritores polacos? En que se esforzaban en ser algo que no podían ser: hombres formados, cuando eran hombres que se estaban formando… Y en poesía y en prosa deseaban alcanzar el nivel de las naciones europeas más cristalizadas, sin advertir que esto les condenaba a un eterno papel secundario, ya que no podían rivalizar con aquella otra forma, más acabada. De ahí que se me ocurriera, paradójicamente, que la única manera en que yo, un polaco, podía convertirme en un fenómeno de pleno valor en la cultura era ésta: no ocultar mi inmadurez, sino confesarla, y con esta confesión, apartarme de ella; del tigre que me había estado devorando hasta entonces, hacer un corcel, sobre cuyo lomo quizá hasta podría llegar más lejos que aquellos hombres occidentales, «definidos»… A primera vista todo esto no parecía muy amenazador como programa y como consigna de lucha: bah, un capricho más del intelecto que busca nuevas salidas…; pero cuando examiné (al escribir Ferdydurke) sus consecuencias, vi con toda claridad su demoledora perversión. ¿Qué significaba esto? Sencillamente, que había que ponerlo todo patas arriba, empezando por los mismos polacos. Del polaco que se enorgullece y presume de sí mismo, que está enamorado de sí mismo, hacer un ser lo más agudamente consciente de su insuficiencia y provisionalidad; y hacer que esta agudeza de la visión y la intransigencia en no ocultar las debilidades se convirtiera en fuerza. No sólo tendríamos que darle la vuelta a nuestra actitud ante la historia y el arte nacional, sino que también todo nuestro patriotismo quedaría transformado y se basaría en otros fundamentos. Más, mucho más; toda nuestra actitud ante el mundo tendría que cambiar, y nuestra tarea ya no consistiría en elaborar una determinada forma polaca, sino en conseguir un nuevo planteamiento de la forma como algo que está siendo creado continuamente por los hombres y que nunca les satisface. Más aún: debería demostrarse que todo el mundo es como nosotros, es decir, poner de manifiesto toda la insuficiencia del hombre civilizado ante la cultura que lo supera. Se trataba ni más ni menos que de transformar al hombre que tiene forma en el hombre (y es igualmente válido para la nación) que está creando la forma; es ésta una receta seca, pero que cambia súbita e inesperadamente toda la manera de

ser de los polacos en el mundo. En cuanto a mí, no me preocupaba por la desorbitada inmensidad de esta revolución. Hoy no me pregunto si es sensato proponer semejantes cosas a la cultura polaca que, diezmada y subyugada, es arrastrada en la dirección exactamente opuesta (ya que el pensamiento dialéctico en la práctica totalitaria se transforma en pensamiento dogmático). Los programas no me horrorizaban porque a mí no me movía ningún programa, sino una necesidad interior. El artista no está hecho para razonar ni para clasificar silogismos, sino para crear una imagen del mundo; él no apela a la razón ajena, sino a la intuición ajena. Describe el mundo tal como lo siente, y espera que el receptor, al sentirlo de la misma manera, diga: sí, eso es, ésta es la realidad, y es más real de lo que hasta ahora he venido llamando realidad; aunque es probable que ninguno de los dos, ni el artista ni el receptor, sabrían probar lógicamente por qué precisamente esto es más real. Me bastaba, pues, con que desde este lado me llegase un soplo de vida auténtica. Avanzaba en esta dirección a ciegas, simplemente porque cada paso en este sentido hacía mi palabra más fuerte y mi arte más auténtico. Lo demás no me preocupaba demasiado. Lo demás —tarde o temprano— llegaría por sí solo. Lunes Debo llamar sin falta a Pla. ¿Por qué aún no he llamado a Pla? Hoy de nuevo me he olvidado de llamar a Pla. Mañana, antes de la una, seguro que llamo a Pla. Pla está en casa sólo entre las doce y la una. Que no se me olvide mañana. Llamé, pero comunicaba. Llamé, pero Pla acababa de salir. (Antes el teléfono estaba comunicando.) Llamé, pero me contestó un niño y no pude entender me con él. Quería llamar, pero en ese momento me llamó Krystyna. Tengo que llamar a Pla. ¿Por qué aún no he llamado a Pla?

1956

XVIII (Mar del Plata)

SÁBADO

Camino hacia el sur apenas me detuve en Buenos Aires. Debía ir a la estancia de «Duś» Jankowski, cerca de Necochea. Pero Odyniec me metió en el coche y me llevó a Mar del Plata. Tras ocho horas de viaje, he aquí la ciudad, y de pronto, a un lado, a la izquierda y visto desde lo alto, el océano. Nos adentramos en las calles y por fin llegamos a la quinta. Ya lo conozco. Enormes y susurrantes árboles en el jardín, perros y cactos. Árboles frutales. Casi el campo.

Martes

El español con quien cenamos ayer. Un señor mayor, extremadamente cortés. Pero esta cortesía es como una red que lanza sobre la gente para atraparla. Es tan cortés que uno no puede defenderse de él. Una cortesía parecida a los tentáculos de una medusa: cruel y voraz. Estoy solo en la finca. Odyniec se ha marchado. Quien cocina y hace la limpieza es Formoza (la llaman así porque nació en el barco Formoza), la mujer del jardinero.

Miércoles

Estoy solo en este Jocaral (así se llama la quinta). Me levanto a las nueve. Después del desayuno escribo hasta las doce. El almuerzo. Me voy a la playa, vuelvo a las siete. Escribo. La cena. Escribo. Luego leo Le vicomte de Bragelonne, de Dumas, y La pésanteur et la grâce, de Simone Weil.

Duermo. La temporada acaba de empezar. No hay mucha gente. Viento, viento y viento. Por la mañana, en mi despertar penetra el susurro de los árboles que rodean la quinta, y esos vientos variables del norte, del sur, del este no quieren callar; el océano brilla verde y se estrella blanco, salado y estrepitoso en la orilla rocosa; la espuma estalla; sobre la arena, una invasión continua de aguas que se alzan amenazadoras y remolinantes, sin un instante de descanso, y un estruendo, un murmullo tan enorme, que se transforma en silencio. Silencio. Esta locura es la paz. La línea del horizonte queda inmóvil. Inmóvil, el centelleo del espejo infinito. Movimiento inmovilizado, pasión de la eternidad… Vagaba por lugares de más allá del puerto, por las playas salvajes de detrás de Punta Mogotes, donde las gaviotas en bandadas enteras, volando a contra viento, tensas, de repente son lanzadas a unas alturas vertiginosas, y desde allí, en una bella línea en diagonal, en la que se une la inercia y el vuelo, se precipitan hasta la superficie del agua. Me quedo mirando horas enteras atontado y aturdido. Cuando viajaba hacia acá, tenía la esperanza de que el océano me purificaría de las inquietudes y de que desaparecería este estado de ansiedad que ya me había asaltado en Meló. Pero los vientos no han logrado más que aturdir mis temores. Por la noche vuelvo de la estrepitosa orilla al jardín lleno de susurros desesperantes, abro con llave la casa vacía, enciendo la luz y como una cena fría preparada por Formoza, y luego… ¿qué? Me quedo sentado y «exploto», explota mi drama, mi sino, mi destino, la vaguedad de mi existencia…, todo esto me acosa. Mi paulatino alejamiento de la naturaleza y también de los hombres en los últimos años —el proceso de mi edad creciente— convierten estos estados de ánimo en algo cada vez más peligroso. La vida del hombre se convierte con los años en una trampa de acero. Al principio, elasticidad y blandura, uno se adentra en ello con facilidad, pero ahora la mano blanda de la vida se vuelve de hierro, despiadado frío metálico y terrible crueldad de la arteria que se endurece. Hacía tiempo que lo sabía. Pero no me preocupaba…, porque estaba convencido de que yo también iría cambiando a la par que mi destino, que al cabo de los años sería otro hombre capaz de afrontar la situación con su horror creciente. No elaboraba ningún sentimiento para esta hora de mi existencia, suponiendo que los sentimientos surgirían en mí por sí solos a su debido tiempo. Pero hasta ahora no los ha habido. Sólo estoy yo, y ¡qué poco cambiado!, con la diferencia de que se me han cerrado todas las puertas.

Llevo conmigo este pensamiento de la casa a la orilla, lo paseo por la arena tratando de perderlo en el movimiento del aire y del agua, y sin embargo precisamente aquí veo el horror que se realizó en mí, porque si antes estos espacios me liberaban, hoy me aprisionan, sí, hasta un espacio libre se me ha convertido en prisión y camino por la orilla como alguien que se encuentra entre la espada y la pared. Esta conciencia de que ya he devenido. Ya soy. Witold Gombrowicz, estas dos palabras que llevaba sobre mí, ya realizadas. Soy. Soy en exceso. Y aunque podría cometer aún algo inesperado hasta para mí mismo, ya no tengo ganas; no puedo tener ganas, porque soy en exceso. En medio de esta indefinición, versatilidad, fluidez, bajo el cielo inasible, yo soy, ya hecho, acabado, definido…, soy, y soy hasta tal extremo que esto me expulsa del seno de la naturaleza.

Jueves

Fui detrás del Torreón que protege del viento, me quedé allí un tiempo sentado, después fui a la Playa Grande, allí me quedé tumbado, casi nadie, gran agitación del mar, estruendo, rugidos, golpes sordos. Al regresar, apenas podía avanzar por la fuerza del viento, que ahogaba, penetraba y sacudía. Belleza de las bahías, grandiosidad de los acantilados contemplados desde una altura de varios pisos, grupos de casitas de colores en las colinas, playas doradas por el sol. Al volver a oscuras a Jocaral, los árboles aullaban como si los estuvieran desollando. Me he sentado a escribir este diario, no quiero que la soledad vague en mí sin sentido, necesito gente, necesito lectores… No para comunicarme con ellos. Sencillamente para dar señales de vida. Hoy acepto ya todas las mentiras, convencionalismos y estilizaciones de mi diario con tal de poder pasar de contrabando, aunque sea un eco lejano, un pálido sabor de mi yo aprisionado. Ya he mencionado que, aparte de Dumas, estoy leyendo La pésanteur et la grâce, de Simone Weil. Es de lectura obligada. Tengo que escribir sobre este libro para un semanario argentino. Pero esta mujer es demasiado fuerte para que yo pueda rechazarla, sobre todo ahora, cuando en mi lucha interior estoy tan a merced de los elementos. A través de su creciente presencia a mi lado, crece la presencia de su Dios. Digo «a través de su presencia», porque el Dios abstracto me suena a chino. El Dios elaborado por la razón de Aristóteles, Santo Tomás, Descartes o Kant, resulta ya indigesto para nosotros, es decir, los nietos de

Kierkegaard. Nuestras relaciones, o sea, las de mi generación, con la abstracción se han malogrado del todo, o más bien, se han vulgarizado, porque manifestamos ante ella una desconfianza propia de un campesino; y toda esta dialéctica metafísica se me presenta, desde la altura de mi siglo xx, igual que se les presentaba a los sencillos terratenientes del pasado, para los cuales Kant era un cantamañanas. ¡Cuánto sudor para llegar a lo mismo, aunque sea en un nivel superior del desarrollo! ¿Pero hoy, cuando mi vida se ha vuelto, como he dicho, de hierro? La vida misma, en su monstruosidad, me empuja hacia la esfera de la metafísica. El viento, los árboles, el susurro, la casa, todo esto ha dejado de ser «natural» si yo mismo ya no soy naturaleza, sino algo paulatinamente expulsado de su seno. No soy yo mismo, sino lo que está pasando conmigo, aquello que reclama a Dios, esta necesidad o exigencia no está en mí, sino en mi situación. Observo a Simone Weil y mi pregunta no es: ¿existe Dios?, sino que al contemplarla con estupefacción digo: ¿de qué manera, por qué arte de magia esta mujer ha logrado organizarse interiormente de un modo que es capaz de afrontar lo que a mí me destroza? Al Dios encerrado en esta vida, yo lo percibo como una fuerza puramente humana, independiente de cualquier centro extraterrestre, como un Dios que ella creó en sí misma con sus propias fuerzas. Una ficción. Más, si esto facilita la agonía… Siempre me ha asombrado que pudieran existir vidas basadas en principios distintos a los míos. Nada más corriente y vulgar que mi existencia, tal vez hasta repugnante o vil (yo no siento asco ni por mí ni por mi vida). No conozco ninguna grandeza, absolutamente ninguna. Soy un paseante pequeñoburgués que por azar llega a los Alpes o hasta al Himalaya. A cada instante mi pluma toca causas supremas y poderosas, pero si he llegado a ellas, ha sido jugueteando…; al vagabundear como un muchacho, he topado frívolamente con ellas. Una existencia heroica, como la de Simone Weil, me parece de otro planeta. Es el polo opuesto al mío: si yo soy una permanente huida de la vida, ella la asume plenamente, elle s’engage, es la antítesis de mi deserción. Simone Weil y yo, uno no podría imaginarse un contraste más fuerte, dos interpretaciones que se excluyen mutuamente, dos sistemas contrapuestos. ¡Y me encuentro con esta mujer en una casa vacía, en el momento en que me resulta tan difícil huir de mí mismo!

Sábado

Cuerpos, cuerpos, cuerpos… Hoy, en las playas protegidas del viento del Sur, donde el sol calienta y broncea, cantidad de cuerpos. La gran sensualidad de la playa, pero como siempre mutilada, estropeada… A derecha y a izquierda, muslos, pechos, caderas, pies de chicas y de mujeres, puestos al descubierto, y las armonías flexibles de los chicos. Pero el cuerpo mata al cuerpo, el cuerpo quita fuerza al otro cuerpo. Esas desnudeces dejan de ser una aparición, se diluyen en su exceso, los aniquila la arena, el sol, el aire, y son corrientes…, mientras la impotencia se ha apoderado de la playa, de la belleza, de la gracia y del encanto; no importan, no son conquistadores, no hieren ni embelesan. Una llama que no calienta. EÍ cuerpo que no excita, el cuerpo apagado. Esta impotencia también se me ha contagiado a mí, he vuelto a casa sin chispa, sin fuerzas. Ah, sobre la mesa está mi novela y de nuevo tendré que esforzarme para inyectarle algo de «genialidad» a esa escena, que es como un cartucho mojado, ¡se niega a disparar!

Domingo

Miraba la tetera y sabía que ésta y otras teteras serían para mí cada vez más terribles a medida que pasara el tiempo, igual que todo lo que me rodeaba. Tengo suficiente conciencia para apurar esta copa de veneno hasta la última gota, pero no suficiente sublimación para elevarme por encima de ella; me espera una agonía en un sótano aplastante, sin un rayo de luz por ninguna parte. Apartarme de mí mismo…, pero, pregunto, ¿cómo? No se trata, ni mucho menos, de creer en Dios, sino de enamorarse de Dios. Weil no es una «creyente», sino una enamorada. Yo, en mi vida, jamás he tenido necesidad de Dios, ni por cinco minutos desde la más temprana infancia; siempre he sido autosuficiente. De modo que si ahora «me enamorara» (aparte de que no puedo amar en absoluto), sería bajo la presión de esta pesada bóveda que va bajando cada vez más sobre mí. Sería un grito arrancado por la tortura, no válido. Enamorarse de alguien porque uno ya no puede aguantar más consigo mismo, ¿no sería un amor forzado? Después, dando vueltas por el cuarto, pensaba: aunque ese estado de amor en que vivía Weil me sea orgánicamente inaccesible, tal vez se podría encontrar una solución análoga a mi medida, acorde con mi carácter. ¿Es posible que el hombre no pueda extraer de sí mismo la capacidad de enfrentarse a lo que le espera? Encontrar por medios propios unas razones superiores de existencia y de muerte. Crearse una grandeza propia. En mí, la grandeza debe estar oculta —pues soy bastante «extremo» en todo lo mío—, pero me falta la clave para llegar a ella. Mientras que esa mujer supo liberar de su interior corrientes y torbellinos espirituales de una potencia sobrehumana. ¿Grandeza? ¿Grandeza? Oh, grandeza, me es difícil pronunciarte bien; esta palabra resulta estúpida en mis labios. Mi aversión hacia todo lo grande. Gustave Thibon escribe, a propósito de Weil: «Me acuerdo de una joven obrera, en quien ella descubrió —o eso le parecía al menos— una vocación para la vida intelectual y a la que obsequiaba incansablemente con unas maravillosas conferencias sobre los Upanishads. La pobre chica se aburría mortalmente, pero, por cortesía y timidez, no protestaba.» ¿De modo que «la pobre chica se aburría mortalmente»? Es así precisamente

como la humanidad normal y corriente se aburre con lo profundo y sublime. ¿Y «por cortesía y timidez, no protestaba»? Así también nosotros, por cortesía, aguantamos a los sabios, los santos, los héroes, la religión y la filosofía. ¿Y Weil? ¿Cómo aparece sobre este fondo? Casi una loca, encerrada en una esfera hermética, sin saber dónde vive, en qué vive, sin un denominador común con los demás. Apartada. Esta grandeza, en contacto con la mediocridad, pierde, se convierte al punto en un ridículo desastre, y ¿qué es lo que vemos? Una histérica que fastidia y aburre, una egotista, cuya personalidad inflada y agresiva no sabe ver a los demás, ni es capaz de verse a sí misma con ojos ajenos; un ovillo de tensiones, tormentos, alucinaciones y manías, algo que se agita en el mundo exterior como un pez sacado del agua, pues el elemento propio de ese espíritu es solamente su propia salsa. ¿Y esa carpa metafísica cocinada en su propia salsa es la que debo vivir como una experiencia profunda? Calma. Me irrita que su grandeza no funcione debidamente ante todos. Con Thibon es grande, pero ridícula con la chica. Y ese carácter fragmentario es un rasgo común de todos los hombres grandes, grandes o eminentes. Yo exigiría una grandeza capaz de soportar a todos los hombres, en cualquier escala, en cualquier nivel, que abarcara todos los tipos de existencia, tan irresistibles arriba como abajo. Sólo un espíritu semejante sería capaz de conquistarme. Es una necesidad que me fue inculcada por el universalismo de mi tiempo, que quiere atraer al juego todas las conciencias, superiores e inferiores, y ya no se contenta con la aristocracia.

Martes

Desayuno en el Hermitage con A. y su mujer, encontrados por casualidad. La comida despide un tufillo —discúlpenme— de retrete superlujoso, realmente no sé por qué, pero cuando me hallé suspendido al borde de esos apetitosos manjares, entre la densa distinción de los camareros, hubiese jurado que estaba en un retrete. Además tenía sueño. Tal vez fuera por eso. He sido juzgado muchas veces: yo y mis obras, y casi siempre sin sentido. Me habéis tachado de mezquino, cobarde y desertor. En esto último hay más verdad hiriente de lo que os pueda parecer. Nadie se imagina siquiera la inmensidad de mi deserción. No en vano Ferdydurke termina con la frase: «Huyo con mi facha en las manos.»

¿No estaré yo, pues, a la altura de la época que ha desplegado los estandartes del heroísmo, la seriedad y la responsabilidad? (Weil, en cambio, es el exponente más perfecto de todas las morales de la Europa contemporánea: católica, marxista, existencialista.) Pero con permiso: no hay postura espiritual que llevada al extremo y con consecuencia no sea digna de respeto. Puede existir fuerza en la debilidad, decisión en la vacilación, consecuencia en la inconsecuencia, y también grandeza en la mezquindad. Cobardía valiente, blandura acerada, huida atacante.

Miércoles

El incansable viento. Sufro, en la medida en que un sufrimiento no físico me es accesible; es más bien desesperación que dolor. Quiero puntualizar que estoy orgulloso por el hecho de que mis dolores no sean excesivos. Eso me acerca a la mediocridad, o sea, a la norma, a los estratos más sólidos de la vida. En cuanto a Dios, no se puede ni soñar con un Dios absoluto en las alturas, al estilo antiguo. Ese Dios realmente está muerto para mí, no encontraré en mí a un Dios semejante por nada del mundo, no hay en mí material para ello. Pero existe la posibilidad de Dios como medio auxiliar, como un camino-puente que conduce al hombre. Semejante concepto de Dios se puede justificar con facilidad. Basta con presuponer que el hombre tiene que existir dentro de los límites de su género, que la naturaleza en general, la naturaleza del mundo, le ha sido dada ante todo como naturaleza del género humano, y que, por tanto, la convivencia con otros hombres precede a su convivencia con el mundo. El hombre existe para el hombre. El hombre existe ante el hombre. De modo que el mito del Dios absoluto pudo surgir porque facilitaba al hombre el descubrimiento del otro hombre, le ayudaba a aproximarse y a unirse a él. Ejemplo: Weil. ¿Quiere ella unirse a Dios, o bien, a través de Dios, desea unirse a otras existencias humanas? ¿Ama a Dios, o bien, a través de Dios, ama al hombre? ¿Su resistencia a la muerte, al dolor, a la desesperación, nace de su unión

con Dios o con los hombres? ¿Acaso lo que ella llama gracia no es sencillamente un estado de coexistencia con otra vida (pero humana)? Así que aquel «Tú» absoluto, eterno, inmóvil, no sería más que una máscara, detrás de la cual se oculta una cara humana temporal. Triste, ingenuo, pero qué conmovedor…, ¿dar semejante salto a los Cielos para salvar una distancia de dos metros que separa el propio «yo» del «yo» ajeno? Si la fe no es más que un estado del alma que conduce a una existencia ajena, temporal, humana, entonces este estado debería ser accesible para mí incluso tras haber rechazado el mito auxiliar del Eterno, y realmente no sé por qué no habría de conseguirlo conmigo mismo. Me falta una clave. Dios es quizá una de las claves, pero tiene que haber otra acorde con mi naturaleza. En cuanto a mí, todas las experiencias, todas las intuiciones, me empujaban en esta dirección, no hacia Dios, sino hacia los hombres. Podría conseguir una facilidad, una normalización, diría, de la agonía, únicamente pasando el peso de mi muerte individual a otros y, en una palabra, sometiéndome a los demás. Los hombres son una potencia terrible para un ser humano individual. Creo en la superioridad de la existencia colectiva. J. me contaba el infierno que había vivido en el campo de concentración alemán en Mauthausen. El clima de este campo, el clima humano —pues había sido creado por hombres—, era tal, que la muerte se convirtió en algo fácil, y él, camino de la cámara de gas (de la que se salvó por casualidad), sentía pena por no haber tenido tiempo de comerse el pedazo de pan de la mañana. Este debilitamiento de la muerte no era solamente consecuencia de la tortura física, era el «espíritu» el que había cambiado, convirtiéndose en algo degradante y despreciable. Nuestros medios de convivencia con la gente han sido hasta ahora ínfimos. Es terrible la soledad de los animales, que apenas pueden comunicarse… Pero ¿y el hombre? Todavía no nos hemos alejado mucho de los animales y no tenemos ni idea de lo que pueda ser la irrupción de otro hombre en nuestra conciencia cerrada. Presentirse a sí mismo en el futuro… ¡qué sabiduría! Jueves Lefebvre sobre Kierkegaard:

«Perdió su amor, su novia. Ruega a Dios que le devuelva todo lo perdido y espera…» «¿Qué es lo que reclama, pues, Kierkegaard? Reclama la repetición de una vida que no vivió, la recuperación de la novia perdida.» «Reclama la repetición del pasado; que le sea devuelta Regina, tal como era en los tiempos de noviazgo…» ¡Qué parecido tan grande con El matrimonio! Sólo que Henryk no se dirige a Dios. Derriba a su padre-rey (el único eslabón que lo une con Dios y con la moral absoluta), tras lo cual, al proclamarse rey, intentará recuperar el pasado sirviéndose de los hombres, creando de ellos y con ellos una realidad. Magia divina y magia humana. Lefebvre, igual que todos los marxistas que escriben sobre el existencialismo, resulta a ratos —para mí— perspicaz, pero al cabo de poco es como si se hubiese caído de una ventana a la calle, resulta totalmente vulgar, insoportablemente plano. ¿Cuándo acabará este torbellino, esta agitación, la locura de las hojas, el desespero de las ramas? Apenas unos árboles se han calmado, otros empiezan a aullar, el murmullo rueda de un lado a otro, mientras yo, encerrado en esta casa y encerrado en mí mismo…, de veras tengo miedo ahora, por la noche, tengo miedo de que se me «aparezca» algo… Algo anormal…, ya que mi monstruosidad va creciendo, mis relaciones con la naturaleza son malas, flojas y este aflojamiento me hace vulnerable a «todo». No me refiero al diablo, sino a «cualquier cosa»… No sé si me explico. Si la mesa dejara de ser una mesa transformándose en… No necesariamente en algo diabólico. El diablo es sólo una de las posibilidades; fuera de la naturaleza está el infinito… «Lo extremo» me ha asediado por todos lados. Y es un asedio lleno de terror y fuerza. Pero —como ya lo he anotado con satisfacción— apago en mí todas las fuerzas. Un romántico en mi situación se entregaría con placer a estas furias. Un existencialista profundizaría en las angustias. Un creyente se prosternaría ante Dios. Un marxista trataría de llegar hasta el fondo del marxismo… No creo que ninguno de ellos, hombres serios, se defendiera ante la seriedad de este experimento; yo, en cambio, hago lo que puedo para volver a una dimensión media, a una vida corriente, no demasiado seria… No quiero abismos ni cumbres,

lo que deseo es una llanura… Retirarme de «lo extremo»… Estoy bastante familiarizado con el método de pensamiento que organiza esta retirada. Me digo a mí mismo: tu agonía vive y además con bastante intensidad. Vives la muerte para describirla de la manera más viva posible, quieres utilizarla para lo que resta de tu existencia, para tu carrera literaria. Te asomas al precipicio para contar a los demás lo que has visto. Buscas la grandeza para elevarte una pulgada por encima de los hombres. Delante de ti tienes un abismo, pero detrás está el hormigueante mundo de los humanos… Pero ¿será sólo mi caso? ¿Es que todas las exploraciones realizadas en lo Desconocido por «los espíritus más grandes de la humanidad» no iban dirigidas a convertirse en un célebre filósofo, poeta o santo dentro de la vulgar cotidianidad? ¿Cómo explicar que en lo que estoy diciendo no hay ironía, sino que más bien baso en ello todas mis esperanzas? Una dialéctica que destruye la grandeza en favor de la pequeñez. Alcanzar la mediocridad. Conseguir el nivel medio en un escalón más alto, desenmascarando todos los extremismos, pero después de agotarlos; y todo a mi escala.

Viernes

El catolicismo polaco. El catolicismo, tal como se ha formado históricamente en Polonia, lo entiendo como un traspaso a otro —a Dios— de las cargas superiores a nuestras fuerzas. Es una relación idéntica a la de los hijos con el padre. El niño está bajo la tutela del padre. Debe obedecerlo, respetarlo y quererlo. Cumplir sus mandatos. De ahí que el hijo pueda quedarse niño, puesto que todo «lo extremo» ha sido traspasado a Dios-Padre y a su embajada terrestre, la Iglesia. Así, el polaco ha conseguido un mundo verde; verde, por inmaduro, pero también porque en él los árboles y los prados están en flor y no son negros y metafísicos. Vivir en el seno de la naturaleza, en un mundo limitado, dejando el negro universo a Dios. Yo, que soy terriblemente polaco y terriblemente rebelde contra Polonia, siempre me he sentido irritado ante ese mundillo polaco infantil, falso, ordenadito y pío. A ello achacaba la inmovilidad polaca en la historia. Y la impotencia polaca en la cultura, porque a nosotros nos llevaba Dios de la manita. Contraponía esa obediente infancia polaca a la adulta autonomía de otras culturas. Ah, esta nación sin filosofía, sin una historia consciente, intelectualmente lerda, una nación que sólo ha sido capaz de engendrar un arte «bonachón» y «honrado», una nación blandengue de poetastros líricos, de folklore, de pianistas y actores, una nación en que hasta los judíos se diluían y perdían su veneno… Mi actitud literaria está guiada por la idea de sacar al hombre polaco de todas las falsas realidades y ponerlo en contacto directo con el universo, y que se las arregle como pueda. Mi deseo es arruinarle su infancia. Pero ahora, en medio de este susurro que presiona sin cesar, frente a mi propia impotencia, en la imposibilidad de estar a la altura, me viene a la cabeza la idea de haber caído en contradicción conmigo mismo. ¿Arruinar la infancia? ¿En nombre de qué? En nombre de la madurez que yo mismo no puedo soportar ni aceptar. Pues el Dios polaco (al contrario que el Dios de Weil) es precisamente un maravilloso sistema de mantener al hombre en la esfera intermedia de la existencia, es una manera de esquivar lo extremo, por lo cual clama mi insuficiencia. ¿Cómo puedo querer que no sean niños, si yo mismo, per fas et nefas, quiero ser un niño? ¿Un niño?, sí, pero un niño que ha alcanzado todas las posibilidades de la

seriedad adulta y las ha experimentado. En esto radica toda la diferencia. Comenzar por rechazar todas las posibilidades, encontrarme en un cosmos tan insondable como me sea posible, en un cosmos cuyo alcance corresponda a mi máxima conciencia, y experimentar el hecho de estar abandonado a la propia soledad y a las propias fuerzas: sólo entonces, cuando el abismo que no habrás logrado dominar te arroje de la silla, siéntate en el suelo y descubre de nuevo la hierba y la arena. Para que la infancia llegue a ser lícita, hay que llevar la madurez a la bancarrota. Bromas aparte, cuando pronuncio la palabra «infancia», tengo la sensación de expresar el contenido más profundo y todavía adormecido de la nación que me ha engendrado. Pero no es la infancia de un niño, sino la difícil infancia de un adulto.

Sábado

Hoy es Nochebuena. Me marcho pasado mañana temprano. El viento amainó y por la tarde vagué por las playas —hacía calor—, pero por la noche estalló la tormenta: nubes redondeadas parecidas a globos inmensos, hinchados, de cuyas barrigas salían unas rápidas nubecillas que se deshilachaban. Todo esto comenzó a espesarse, juntarse, cobrar peso, aproximarse, volverse inmóvil y tenso, sin un relámpago, en la oscuridad de la noche intensificada por la oscuridad de la tormenta. Después, los atormentados árboles lanzaron un grito al caer atrapados en los torbellinos de las enloquecidas ráfagas de viento que entre convulsiones se debatía en todas direcciones, y por fin la tormenta se precipitó bramando, en forma de un semicírculo que arrojaba relámpagos zigzagueantes. La casa crujía, los postigos golpeaban. Quise encender la luz: imposible, los cables estaban cortados. Un aguacero. Me quedo sentado a oscuras en medio de los resplandores. «Oscurecióse el cielo, mas brillaba como el espectro de una capital satánica», cielo fosforescente sin cesar, algo como fuegos fatuos entre las nubes y un trueno que rodaba por el cielo también sin cesar. ¡Ja, ja! No me sentía muy seguro. ¡Vaya noche! Era lo que se dice a ne pas mettre un chien dehors. Me levanté, di unos pasos por la habitación y de pronto extendí la mano, no sé por qué, quizá porque tenía miedo, pero al mismo tiempo me divertía con mi temor. Fue un gesto injustificado y, por tanto, de alguna manera peligroso, en un momento semejante, en unas circunstancias semejantes…

Entonces cesó el temporal. La lluvia, el viento, los truenos, el fulgor: todo acabó. Silencio. Jamás había visto nada semejante. Una interrupción de la tormenta en pleno curso, más extraña aún que la inmovilización de un caballo a pleno galope, brusca como si alguien la cortara en seco. Entiéndase bien: la tempestad no se extinguió de un modo natural, sino que fue interrumpida. Y una negrura insana fue solidificándose, como una enfermedad, como algo patológico en el espacio. Yo, por supuesto, no estaba tan loco como para creer que fuera mi gesto lo que había detenido la tempestad. Pero —por curiosidad— volví a extender la mano en aquella habitación envuelta ahora en tinieblas. ¿Y qué?: viento, lluvia, truenos, ¡todo empezó de nuevo! No extendí la mano una tercera vez. Lo siento mucho. No me atreví a extender la mano una tercera vez, y mi mano ha quedado hasta hoy «sin extender», manchada por esta vergüenza. Bromas aparte, ¡qué miseria! ¡Vaya papel! ¡Yo que, después de todo, no soy ni un histérico ni un imbécil! ¿Cómo es posible que después de tantos siglos marcados por el desarrollo, el progreso, la ciencia, cómo es posible que no me atreviera —no en broma, sino por un serio y sólido temor— a extender la mano en medio de la noche, sospechando que ella «podría» gobernar la tempestad? ¿Soy un hombre lúcido y moderno? Sí. ¿Soy consciente, culto, estoy bien informado? Sí, sí. ¿Conozco los más recientes logros de la filosofía y todas las verdades del presente? Sí, sí, sí. ¿Carezco de prejuicios? Sí, seguramente. Pero ¿cómo diablos puedo saber?, ¿dónde está la seguridad y la garantía de que mi mano con un gesto mágico no sea capaz de detener o iniciar una tempestad? Al fin y al cabo, lo que sé de mi naturaleza y de la naturaleza del mundo es incompleto; es como si no supiera nada.

XIX (La Cabaña)

MARTES

Ayer por la mañana salí en autobús, vía Necochea, hacia la estancia de Wladyslaw Jankowski, llamada «La Cabaña». Si este diario que voy escribiendo desde hace ya algunos años no está a la altura —la mía, la de mi arte o la de mi época—, nadie debería reprochármelo, pues es un trabajo que me ha sido impuesto por las circunstancias de mi exilio y para el que posiblemente no sirva. Llegué a «La Cabaña» a las siete de la tarde. «Duś» Jankowski y sus hijas, Marisa y Andrea; Stanisław Czapski (el hermano de Józef) con su mujer y su hija Lena, y Andrzej Czapski con su mujer. Durante la cena me dediqué a hacerles muecas con la mitad de la cara a las chicas, que soltaban risitas contenidas. Espaciosa habitación en la tranquila casita de invitados en el jardín, donde dispuse mis borradores, preparándome para una batalla decisiva con ellos. ¿Quién sentenció que hay que escribir sólo cuando se tiene algo que decir? Pero si el arte consiste precisamente en que no se escribe lo que se tiene que decir, sino algo totalmente imprevisto.

Sábado

No hay océano, centelleo, sal ni vientos. Después de aquella agitación, allá, en Jocaral, aquí reina la tranquilidad. Silencio y relajamiento. Lo más importante es que me ha abandonado la soledad. Por la noche, junto a una lámpara, un ambiente familiar que no experimentaba desde hacía dieciséis años. Me paseo por la pampa, que como siempre es aquí inmensa y de colores pastel, pero dominada por unas avenidas de eucaliptos y grupos de árboles. A lo lejos se dibuja una sierra. Algo que siempre me ha sorprendido en el campo argentino: que no haya campesinos, que no haya colonos. En unos espacios que en Polonia precisarían de muchos brazos, aquí no hay nadie. Un hombre labra el campo con un tractor. Este mismo hombre siega, trilla y hasta mete el grano en los sacos, avanzando por el campo con una segadora mecánica, que al mismo tiempo hace las veces de trilladora. El personal encargado de cuidar estos campos y la enorme cantidad de vacas y de caballos se reduce de hecho a unos cuantos «peones» que nunca tienen prisa. Qué alivio después de la brutalidad de aquel campo, donde uno se veía obligado a ser un señor para el palurdo. El existencialismo. Quisiera llevar hasta algún fin mis inquietudes de Mar del Plata. Debo anotar algunas cosas para que lleguen a ser más vinculantes.

Lunes

El existencialismo. No sé de qué manera podría convertirse en mis manos el existencialismo en algo más que un juguete: un juguete que permita jugar a la seriedad, a la muerte, a la agonía. Anoto aquí mis reflexiones sobre el existencialismo no por respeto a mis propias opiniones —opiniones de un diletante—, sino por respeto a mi propia vida. Describiendo a mi manera mis aventuras espirituales (como si describiera mis aventuras corporales), no puedo pasar por alto dos quiebras que se han producido en mí: la existencialista y la marxista. El fracaso de la teoría

existencialista lo he constatado en mí mismo hace poco, al hablar de ella… a contrecoeur, como de algo ya muerto, en mi cursillo de filosofía. Escribí Ferdydurke en los años 1936 − 1937, cuando de esta filosofía no se oía hablar. Y, sin embargo, Ferdydurke es existencialista hasta la médula. Señores críticos: os ayudaré a precisar por qué Ferdydurke es existencialista: lo es porque el hombre creado por los hombres y los hombres que se forman mutuamente constituyen precisamente la existencia y no la esencia. Ferdydurke es la existencia en el vacío, es decir, nada más que la existencia. De ahí que en este libro resuenen fortissimo casi todos los grandes temas del existencialismo: el devenir, la creación de uno mismo, la libertad, la angustia, el absurdo, la nada… Con la diferencia de que aquí a las «esferas» típicas para el existencialismo de la vida humana —la vida banal y la vida auténtica de Heidegger, la vida estética, ética y religiosa de Kierkegaard, o las «esferas» de Jaspers—, se añade una esfera más, a saber, la «esfera de la inmadurez». Esta esfera, o más bien esta «categoría», es la contribución de mi existencia privada al existencialismo. Digámoslo de entrada: es lo que más me aleja del existencialismo clásico. Para Kierkegaard, Heidegger, Sartre, cuanto más profunda es la conciencia, tanto más auténtica la existencia; ellos miden la sinceridad y la importancia de la vivencia por la tensión de la conciencia. Pero ¿acaso nuestra humanidad está construida sobre la conciencia? ¿No es más bien que la conciencia —esa tensa y extrema conciencia que nace entre nosotros y no de nosotros— es producto de un esfuerzo y de una mutua perfección y afirmación en ella, algo a lo que un filósofo obliga a otro filósofo? ¿No es acaso el hombre en su realidad privada algo infantil situado siempre por debajo de su conciencia…, y no la siente al mismo tiempo como algo extraño, impuesto y carente de importancia? Si fuera así, esta infancia oculta, esta degradación latente, serían capaces, tarde o temprano, de hacer estallar vuestros sistemas. No vale la pena extenderse más sobre Ferdydurke, que después de todo es un circo y no una filosofía. Pero es un hecho que yo, ya antes de la guerra, andaba como un gato por sus propios caminos en el terreno del existencialismo, ¿por qué entonces, cuando más tarde conocí la teoría, no me sirvió de nada? Y ahora también, cuando mi existencia se torna de año en año más monstruosa, tan mezclada ya con la agonía, llamándome y obligándome a la seriedad, ¿por qué la seriedad de aquellos existencialistas no me es útil? A esos profesores tal vez podría perdonarles el cólico miserere interior de su pensamiento que no quiere ser pensamiento, sus saltos de la lógica a la ilógica, de lo abstracto a lo concreto, y viceversa. Podría perdonarles su pensamiento que vomita pensamiento, y que en realidad «es lo que no es y no es lo que es», hasta tal

extremo llegan sus contradicciones desgarradoras. Es un pensamiento autodestructivo que da la impresión que utilizamos las manos para cortárnoslas. Sus obras son el grito de una impotencia desesperada, la expresión archisofisticada de una quiebra; en ellas darse con la cabeza contra la pared se convierte en un método, el único que ha quedado. Pero esto se lo perdonaría, incluso me va. También pasaría por alto las acusaciones estrictamente profesionales que les hacen sus colegas, refiriéndose, por ejemplo, a la relación sujeto-objeto, su herencia del idealismo clásico o bien sus relaciones ilegítimas con Husserl. Porque ya me he acostumbrado a que la filosofía tiene que ser por fuerza una catástrofe, y sé que en este campo podemos disponer únicamente de un pensamiento despedazado; ya se sabe que el jinete que monta este caballo tiene que caer. No, no soy exigente. No pido respuestas a las preguntas absolutas, en mi miseria me conformaría aunque fuera con un pedazo dialéctico de la verdad, que engañaría momentáneamente el hambre. Sí, si esto pudiera saciarme ni que fuese temporalmente, no me repugnaría siquiera semejante cebo vomitado. Me conformaría tanto más fácilmente cuanto que —así debo reconocerlo— esta filosofía, fracasada ya en sus puntos de partida, se vuelve, a pesar de todo, tremendamente fértil y enriquecedora en la medida en que es un intento de sistematizar nuestro saber más profundo sobre el hombre. Tras rechazar esa escolástica sui generis que especula con la abstracción (es lo que el existencialismo odia y de lo que, sin embargo, se nutre), queda, no obstante, algo muy importante, concreta y prácticamente importante: una cierta estructura del hombre, surgida como resultado de la más profunda y más definitiva confrontación posible de la conciencia con la existencia. Varias tesis de los existencialistas resultarán ser quizá chácharas profesorales, pero el hombre existencialista, tal como lo vieron ellos, quedará como un gran logro de la conciencia. Desde luego, es un modelo bastante abismal. Al caer en este abismo, sé que no alcanzaré el fondo, con todo, es una sima que no me resulta extraña, la sima de mi naturaleza. Y es posible que esta metafísica del hombre y de la vida no conduzca a nada, pero constituye la inevitable necesidad de nuestro desarrollo, algo sin lo cual no hubiéramos llegado a un determinado ápice nuestro, el esfuerzo máximo y más profundo que debía haberse realizado. Y cuántas intuiciones sueltas, tan presentes en el aire que respiramos, que me invadían casi a diario, encuentro aquí imbricadas en un sistema, organizadas en un conjunto desesperadamente mutilado y que apenas respira, pero que de todos modos es una totalidad. El existencialismo, sea el que sea, está fundado en nuestra angustia esencial. Libera nuestro dernier cri metafísico. Nos formula nuestra última semiverdad sobre nosotros. Hasta el punto de que el hombre de Heidegger o de Jaspers tiene que sustituir otros modelos anticuados y se impone a la imaginación definiendo nuestro estado de ánimo en el cosmos.

Aquí, pues, el existencialismo se convierte en una fuerza peligrosa y respetable, una fuerza que se encuentra en la misma línea que aquellos grandes actos de autodefinición que de vez en vez modelan el rostro de la humanidad. Y sólo cabe preguntarse: ¿por cuánto tiempo nos satisfará este modelo? Porque el ritmo con que vivimos es acelerado y las definiciones se vuelven cada vez más ligeras y volátiles… Mi postura ante el existencialismo es fatigosamente confusa y tensa. Yo mismo lo practico, y sin embargo no me fío de él. Irrumpe en mi existencia, pero no lo quiero. Y no soy el único que se encuentra en esta situación. Qué extraño. La filosofía que exhorta a la autenticidad nos empuja a una gigantesca falsedad.

Martes

Nos contábamos nuestros sueños. Nada en el arte, ni siquiera los más inspirados misterios de la música, puede igualarse al sueño. ¡La perfección artística del sueño! ¡Cuántas lecciones nos da este maestro nocturno a nosotros los fabricantes diurnos de sueños, a los artistas! En el sueño todo está cargado de un sentido terrible e inescrutable, nada es indiferente, todo nos alcanza con más profundidad y más íntimamente que la más ardiente pasión del día; de ahí la lección de que el artista no puede limitarse al día: tiene que penetrar en la vida nocturna de la humanidad y buscar sus mitos y símbolos. Y también: el sueño destruye la realidad del día vivido, extrae de ella unas migajas, unos fragmentos extraños, y los compone absurdamente en un dibujo arbitrario; pero para nosotros este absurdo constituye justamente el sentido más profundo; preguntamos en nombre de qué ha sido destruido nuestro sentido normal, y con la vista clavada en el absurdo como en un jeroglífico, intentamos descifrar su razón, de la cual se sabe que existe… De modo que el arte también puede y debería destruir la realidad, descomponerla en elementos, construir de ellos nuevos mundos absurdos; en esta arbitrariedad se esconde una ley, la transgresión del sentido tiene su sentido, la locura, al destruirnos el sentido exterior, nos introduce en nuestro sentido interior. Y el sueño pone de manifiesto toda la idiotez de aquella exigencia que le ponen al arte algunas mentes demasiado clasicistas, según la cual el arte debería ser «claro». ¿Claridad? Su claridad es la claridad de la noche, no la del día. Su claridad es exactamente igual a la de una linterna eléctrica, que extrae de la oscuridad un objeto, sumergiendo todo lo demás en unas tinieblas aún más profundas. El arte

debería ser —fuera de los límites de su luz— oscuro, como el oráculo de la Sibila, de rostro velado, reticente, centelleante con múltiples sentidos y más amplio que cualquier sentido. ¿La claridad clásica? ¿La claridad de los griegos? Si esto os parece claro, es únicamente porque sois ciegos. Id en pleno mediodía a mirar detenidamente la más clásica de las Venus, y veréis la más negra de las noches. Duś soñó con el obispo Krasicki que, sin embargo, al mirarlo de más cerca, resultó ser Witkacy. Witkacy alargó sus labios como una trompetilla que se convirtió en un hocico, y con ese hocico susurrante expresó el deseo de que le compusieran unas rimas «s», «s-s». Duś se puso suspirante y sonrosado y empezó a componer el poema, del que al despertarse le quedaron en la memoria algunas estrofas. Susurraban En el sótano sombrío de Silvestre Sabandija Simón Saltabardales y Sergio San guija… Saltabardales, Sanguija… En Saltabardales predomina lo grotesco, pero en Sanguija lo grotesco se eriza de terror… ¡Esos apellidos espléndidos me persiguieron durante bastante tiempo! Me acordé y recité unos versos que Witkacy compuso sobre mí y en los que advierto una gran profecía (ya que entonces, antes de haberse escrito Ferdydurke, ni yo ni nadie sabía que la inmadurez se convertiría en mi cheval de bataille). De apellido Gombrowicz, Witoldo de nombre, A primera vista sencillo y buen hombre, Pero sin saberlo, tenía algo salvaje y raro. ¡Aún saldrá un buen potro de este caballo! A continuación Du (porque discutíamos con Edith —la maestra de las niñas, estudiante de filosofía, de mente abierta a la americana— ciertas cuestiones «trascendentales») compuso el siguiente epigrama: Deja la pipa por un instante Y en serio, bromeando Echando una bocanada de tontería Cuéntales con insistencia De lo esencial de la esencia Tras sacar un

cuento de la pipa Ataca de nuevo su razón ¡Y hazles pedazos su imaginación!

Jueves

¿Cómo explicar el hecho de que el existencialismo no me haya seducido? Tal vez no estuve lejos de escoger esa existencia que ellos llaman auténtica, en contraste con la frívola vida temporal, del momento, que ellos llaman trivial. Tan grande es la presión del espíritu de la seriedad por todas partes. Hoy en día, en el severo tiempo presente, no hay pensamiento ni arte que no te griten a grandes voces: ¡no te escapes, no juegues, acepta el combate, asume la responsabilidad, no te retraigas, no huyas! De acuerdo. Al fin y al cabo, también yo, a pesar de todo, preferiría no mentir a mi propio ser. De modo que probé en mí llevar una vida auténtica y ser plenamente leal ante la existencia. Pero ¿qué queréis? No puede ser. No puede ser, porque esta autenticidad resultó ser más falsa que todos mis anteriores regates, jugueteos y saltos juntos. Yo, con mi temperamento artístico, no entiendo mucho de teorías, pero tengo bastante olfato en lo que se refiere al estilo. Cuando apliqué a la vida la máxima conciencia, tratando de basar en ella mi existencia, me di cuenta de que me ocurría algo estúpido. No hay nada que hacer. No puede ser. Resulta imposible afrontar todas las exigencias del Dasein y al mismo tiempo tomar café con pastas para merendar. Temer a la nada, pero tener aún más miedo del dentista. Ser una consciencia que anda en pantalones y habla por teléfono. Ser una responsabilidad que hace pequeños recados por la calle. Cargar sobre sí mismo el peso de la existencia, dar un sentido al mundo, y devolver el cambio de diez pesos. ¿Qué queréis? Sé cómo estos contrastes se armonizan en su teoría; poco a poco, gradualmente —desde Descartes, a través del idealismo alemán—, me he ido familiarizando con esa estructura suya, pero al verla, me agitan la risa o la vergüenza con la misma fuerza que los primeros días, cuando era todavía completamente ingenuo. Y aunque consigáis «convencerme» mil veces, siempre quedará una especie de ridiculez elemental que resulta insoportable. Insoportable sobre todo en el existencialismo. Mientras la filosofía especulaba en abstracto de la vida, mientras era una razón pura que se abandonaba a sus abstracciones, no era hasta tal grado violenta, ofensiva y ridícula. El pensamiento iba por su camino y la vida por el suyo. Yo podía tolerar

las especulaciones cartesianas o kantianas, porque no eran más que obra de la razón. Pero sentía que detrás de la conciencia hay el ser. Me sentía inaprensible en mi ser. En el fondo nunca he tratado a esos sistemas sino como un producto de un cierto poder mío, del poder de razonar, que sin embargo era sólo una de mis funciones, la cual, en definitiva, era la expansión de mi vitalidad; por lo tanto, podía no someterme a ella, (¿Pero ahora? ¿Con el existencialismo? El existencialismo quiere apoderarse de mí totalmente; ya no se dirige únicamente a mis poderes cognoscitivos, quiere penetrar en lo más profundo de mi existencia, quiere convertirse en mi existencia. Y es aquí cuando mi vida se encabrita y empieza a dar coces. Me divierten mucho las polémicas intelectuales con los existencialistas. ¿Cómo se puede polemizar con algo que te alcanza de pleno en tu propio ser? Esto ya no es sólo teoría, es un acto de anexión por parte de su existencia a la tuya, y a esto no se responde con argumentos, sino viviendo de una forma diferente a la que ellos quieren, y de un modo suficientemente categórico como para que tu vida se vuelva para ellos impenetrable. Históricamente hablando, la caída del espíritu humano en este escándalo existencial, en su indefensa posesión y su sabia estupidez peculiares, era probablemente inevitable. La historia de la cultura demuestra que la estupidez es hermana gemela de la razón; en efecto, se desarrolla más exuberante no en el terreno de la ignorancia virginal, sino en aquel cultivado por los mil sudores de los doctores y los profesores. Los grandes absurdos no son inventados por aquellos cuya razón gira alrededor de los asuntos cotidianos. No es de extrañar, pues, que precisamente los pensadores más intensos hayan sido a veces fabricantes de las mayores tonterías; la razón es una máquina que dialécticamente se depura a sí misma, pero eso significa que la suciedad le es propia. Lo que nos salvaba ante esa sucia imperfección de la razón era que jamás nadie se había preocupado demasiado por la razón, empezando por los mismos filósofos. En cuanto a mí, no puedo creer que Sócrates, Spinoza o Kant fueran hombres verdaderamente y del todo serios. Sostengo que el exceso de seriedad está condicionado por el exceso de ligereza. ¿De qué nacían, a pesar de todo, aquellas majestuosas concepciones? ¿Curiosidad? ¿Casualidad? ¿Ambición? ¿Cálculo? ¿O quizá para divertirse? No conoceremos nunca la suciedad propia de esta génesis, su inmadurez velada e íntima, sus infantilismos, su vergüenza, porque saber esto les está vedado a los mismos creadores…, no conoceremos los caminos en los que Kant-niño, Kantjoven se transformó en Kant-filósofo…, pero no estaría de más recordar que la cultura y la ciencia son algo mucho más ligero de lo que parece. Más ligero y más ambiguo. No obstante, el imperialismo de la razón es terrible. Apenas la razón se da cuenta de que alguna parte de la realidad se le escapa, y ya se precipita inmediatamente a devorarla. Desde Aristóteles a Descartes, la razón se

comportaba, por lo general, tranquilamente, pues suponía que todo puede ser comprendido. Pero ya la Crítica de la Razón Pura, y luego Schopenhauer, Nietzsche, Kierkegaard y otros empezaron a marcar terrenos inaccesibles para el pensamiento y a descubrir que la vida se burla de la razón. Esto es algo que la razón no pudo soportar, y a partir de ahí empieza su suplicio, que en el existencialismo alcanza su tragicómica culminación. Porque aquí la razón se encuentra cara a cara con el mayor y más inaprensible de los escarnecedores, con la vida. La misma razón ha descubierto y ha definido a este enemigo; podríase decir que han pensado durante tanto tiempo que han acabado por inventar algo de lo que ya no pueden pensar. Por eso, ante los productos de esta razón desnaturalizada, nos sentimos avergonzados, ya que aquí, por la magia de no se sabe qué malicia o perversión repugnante, la grandeza se convierte diabólicamente en una gran ridiculez, la profundidad conduce al fondo de la impotencia, la agudeza da directamente en la tontería y en el absurdo. ¡Y horrorizados vemos que todo esto, cuanto más serio es, tanto menos serio! Lo cual no nos ha pasado hasta tal extremo con otros filósofos. Se iban aproximando a la ridiculez a medida que se adentraban en el terreno de la vida, y así, Nietzsche es más cómico que Kant, pero la risa no era aún necesaria con respecto a ellos, ya que se trataba de un pensamiento abstracto, todavía, al menos en cierta medida, abstracto, que no nos involucraba. Sólo cuando el problema teórico se convirtió en el «misterio» de Gabriel Marcel, el misterio se reveló como para morirse de risa. Intentemos determinar la naturaleza de esta ridiculez. No se trata sólo de ese desesperante contraste entre la «realidad corriente» y su realidad definitiva, un contraste tan sólido y demoledor que ningún análisis podrá ponerle remedio. Nuestra risa en este caso no es sólo una risa basada en el «sentido común»; no, es más terrible, porque es más convulsiva, no depende de nosotros. Cuando vosotros, los existencialistas, me habláis de la conciencia, de la angustia y de la nada, estallo en carcajadas no porque no esté de acuerdo con vosotros, sino porque tengo que daros la razón. Os doy la razón y no pasa nada. Os doy la razón, pero en mí no ha cambiado nada, absolutamente nada. La conciencia, que habéis inyectado en mi vida, se ha mezclado con mi sangre convirtiéndose inmediatamente en vida; y ahora el antiguo triunfo de los elementos me sacude con sus risotadas. ¿Por qué estoy obligado a reírme? Simplemente porque en la conciencia también me desahogo. Me río porque me deleito con el miedo, me divierto con la nada y juego con la responsabilidad; por lo demás, la muerte no existe.

Martes

A pesar de esto, debo decir que no creo que ningún arte, cultura o literatura puedan permitirse hoy en día ignorar el existencialismo. Si el catolicismo o el marxismo polaco se separan de él por un estúpido desprecio, se convertirán en un callejón sin salida, en un corral, en una provincia. El domingo, Duś y yo fuimos a visitar a los vecinos. La señora de la casa, una inglesa (mujer de un rico agente de la Bolsa de Buenos Aires, que compró aquí un pequeño terreno y se construyó un chalet), de entrada me trató con una extraña agresividad, tanto más extraña cuanto que no me conocía de nada. —Usted debe ser un egocéntrico, ¡intuyo que es usted un egocéntrico…! Luego, durante toda la velada, no dejó de darme a entender algo más o menos como lo que sigue: — ¡Te imaginas que eres alguien, pero yo lo sé mucho mejor que tú! ¡Eres un seudointelectual, un seudoartista (si valieras algo, serías famoso), es decir, eres un parásito, un gandul, un teórico, un sonámbulo, un anarquista, un vagabundo y, seguramente, un fanfarrón! ¡Hay que trabajar! ¡Vivir para la sociedad! ¡Yo trabajo, yo me sacrifico, yo vivo para los demás, y tú eres un sibarita y un Narciso! A esos «yo» con los que destruye mi egotismo, añado unos cuantos «yo» más: ¡yo soy inglesa!, ¡yo soy distinguida! ¡Mira qué sincera soy, qué desenvuelta e impertinente! ¡Yo tengo gracia! ¡Yo soy encantadora, divertida, estética y moral! ¡Yo tengo mi cerebro! ¡A mí no me impresiona cualquiera! En una ocasión, alguien, ya no me acuerdo si era Sábato o Mastronardi, me contaba que en una recepción a un escritor famoso se le acercó un estanciero (por lo demás, persona bien educada) y le dijo: — ¡Usted es un imbécil! Tras preguntarle qué era lo que en la creación de ese autor despertaba en él tanta animadversión, confesó que nunca había leído nada suyo y que lo había reñido por las dudas, por si acaso: «para que no tenga demasiados humos». Este fenómeno tiene aquí su nombre. Se llama la «defensiva argentina». La defensiva de aquella señora, más bien simpática, aunque quizá un poco amanerada, no era peligrosa, porque se veía que quería agradar y que utilizaba ese genre porque lo consideraba encantador y distinguido. Sin embargo, el argentino a la defensiva a veces se vuelve en verdad impertinente, cosa rara en este país tan

cortés.

Lunes

Estimo que de ninguna manera puede ignorarse el existencialismo, ni eludirlo por medio de dialéctica alguna. Creo que un artista, un literato, que no haya pasado por estas iniciaciones no tiene ni idea de los tiempos contemporáneos (y el marxismo no le salvará). Y también estimo que la falta de esa experiencia —la experiencia existencialista— en la cultura polaca, encerrada totalmente hoy en día entre el catolicismo y el marxismo, supondrá un nuevo retraso de cincuenta o cien años con respecto a Occidente. No se puede pasar por alto el existencialismo; hay que superarlo. Pero no lo superaréis con la discusión, ya que no se presta a ello, a fin de cuentas no es un problema intelectual. Sólo podemos superar el existencialismo mediante la elección apasionada y categórica de una vida y una realidad diferentes. Al escoger esa realidad diferente, nosotros mismos nos estamos convirtiendo en esta realidad. Por lo demás, en el mundo que se avecina, deberemos olvidarnos de los métodos de discusión «objetiva», de persuasión o de argumentación. No podremos deshacer nuestros nudos gordianos con el intelecto; los cortaremos con nuestras propias vidas. Me opongo a este existencialismo de los filósofos, teórico y sistemático, porque el mundo que surge de él está en oposición con mi vida. Para mí, los existencialistas son hombres falseados: este sentimiento es más fuerte que mi razón. Fijaos que no pongo en duda los caminos de pensamiento ni de intuición que les condujeron hasta esta doctrina. La rechazo por sus resultados, a los que yo como existencia no puedo hacer frente ni asimilarlos. Por tanto, digo que esto no es para mí y lo rechazo. Y en el momento en que con una decisión apasionada rechazo su noche existencial de la única conciencia, hago revivir el mundo ordinario, concreto, en el que puedo respirar. De ninguna manera se trata de demostrar que este mundo constituye la más verdadera de las realidades, se trata de una ciega y obstinada afirmación (en contra de aquella otra intuición) del mundo temporal como el único en que la vida es posible, el único acorde con nuestra naturaleza.

Debemos tomar buena nota del existencialismo, igual que hemos tenido que tomar buena nota de Nietzsche o de Hegel. Es más, hay que sacar de ello cuanto se pueda, todas las posibilidades de profundizar o enriquecerse. Pero no se debe creer en ello… Sí, nos servimos de este conocimiento, es el mejor conocimiento de que somos capaces…, pero quien se lo crea, ¡será grotescamente rígido, mortalmente pesado, torpe e inhábil! Conservemos esta conciencia en segundo plano, como algo auxiliar. Y, aunque el existencialismo nos deslumbre con el resplandor de una suprema revelación, debemos despreciarlo. Es preciso restarle importancia. Aquí no hay lugar para la lealtad.

Miércoles

Una carta de J. Kempka desde Munich. Cita fragmentos de la introducción de Zbigniew Mitzner a la nueva edición polaca de Dwadzieścia lat žycia, de Untowski[55]. «En el período en que Untowski apareció en el campo de la literatura, las tendencias progresistas se vieron de nuevo contrastadas por el implacable culto a la separación de la literatura de la vida. Fue el tiempo en que Gombrowicz quería "cuculizar” la literatura polaca, ejerciendo por desgracia una gran influencia sobre sus contemporáneos con su literatura dominada por el infantilismo y el subconsciente. »En su novela, cuyo título constituía ya de por sí un programa (puesto que Ferdydurke no significa nada), quiso reducir la vida humana a unos reflejos infantiles. Uniłowski deseaba mostrar el desarrollo y la maduración de un niño en un mundo severo y malo. Gombrowicz, todo lo contrario: quiso reducir las cuestiones de la vida, las cuestiones sociales, a la época de la niñez, a la esfera de los reflejos subconscientes… Uniłowski era un escritor que iba en la dirección opuesta a la de Gombrowicz y sus adeptos…» ¿Será Mitzner, sencilla y bonachonamente, estúpido? ¿O es el régimen el que lo constriñe a la estupidez? ¿O quizá Mitzner es sabio, pero me atonta y me cuculiza para destruirme con más facilidad? ¡Gente! ¡Degolladme, si así os lo han ordenado, pero no con un cuchillo tan embotado, no con un cuchillo tan terriblemente embotado!

Añadiré, remontándome al tesoro de mis recuerdos, que cuando le di a leer el original mecanografiado de Ferdydurke a Uniłowski, éste se derritió de gusto. No ocultaba que esta obra había tenido en él un efecto liberador. En señal de agradecimiento, me invitó al Adria y me emborrachó. Junto con esta carta me llegó un recorte de Dziś i jutro[56]. Gran articulazo de Zygmunt Lichniak con el título «Una mirada de soslayo, pero no atravesada». Trata de la literatura de la emigración, pero el ataque se concentra en Miłosz y en mí. Yo aparezco aquí como un «anarquista» que no reconoce ley alguna. Cuánta bonachonería, como dijo con razón A. N. al comentar en Kultura otro artículo de este tal Lichniak sobre mí. Una bonachonería —añadiría yo— de asno. Nietzsche preguntaba: —¿Puede haber un asno trágico? Sí, cuando cae bajo la carga que no consigue soportar. Pero hay algo mezquino en esa sumisión suya ante el destino, en esa «bonachonería» y «bondad» suyas, en su «honradez» tan sui generis… Es extraño. Diríase que allí se vive con dureza. Y sin embargo, aquellas almas son como de pasta reblandecida, esos libros y artículos respiran una blandura fofa que antiguamente era característica de las provincias más abandonadas. Su blandura no es falsa, ni tampoco es sólo resultado del hecho de que a los elementos más duros se les aparta de la posibilidad de tomar la palabra. Es la ley: cuando la vida colectiva se convierte en todo, el individuo se ablanda. Me temo que más de un constructor de la nueva Polonia —desde el punto de vista personal, espiritual e intelectual— esté hecho un puré, una papilla o una compota. Aparte de los mencionados recortes, dos boletines de la emisora radiofónica «Kraj» editados en Varsovia, en los que también se habla de mí. La misma cordialidad mezclada con mentira, pero también blandengue y casi inocente en su obtusidad. Se citan unas cuantas frases fuera de contexto, se tergiversa su sentido y se guisa un comentario. Hasta el mismo vice primer ministro Cyrankiewicz extraía de la misma manera las frases de mi diario para agitarlas ante la nación, gritando: ¡horror! ¡Dios mío, sálvanos un día de la tontería!

XX (La Cabaña)

MIÉRCOLES

Esta «novela» (es difícil llamar a mis obras novelas) se me da mal. Su lenguaje demasiado rígido, me paraliza. Me temo que todo lo que llevo escrito hasta ahora —ya va por las cien páginas— sea una terrible porquería. No soy capaz de apreciarlo, porque cuando se trabaja durante largo tiempo en un texto, se pierde el sentido crítico, pero tengo miedo…, algo me pone sobre aviso… ¿Tendré que tirarlo todo a la papelera, todo el trabajo de meses, y empezar de nuevo? ¡Dios mío! ¿Y si he perdido el «talento» y ya nunca más nada…, al menos nada a la altura de mis obras anteriores? France: el talento no es más que una gran paciencia. Gide: el talento es el miedo a la derrota. Si el talento es paciencia y miedo, no me falta talento. Me he inventado un tema fascinante, excitante, una realidad cargada de terribles revelaciones, y la obra está ya en estado de ebullición, estimulada por numerosas ideas, visiones e intuiciones. Pero hay que escribirlo. Me falla el lenguaje. Me he metido en un lenguaje de un género demasiado tranquilo, demasiado poco enloquecido. Las chicas: Marisa, quince años, distinguida y romántica, le da pereza estudiar, en cambio se sumerge continuamente en las luminosas brumas de la belleza, el amor y el arte… Le cuento lo mío con Lollobrigida o con Grace Kelly, situando el relato en yates, cataratas o cumbres de montañas. Desconfiada. Andrea, doce años, una chiquilla avispada, brillante y perspicaz, muy risueña, me gusta reír con ella, se ha especializado en robarme la pipa. Le digo que una de las ventanas del establo es «mala» y hay que tener cuidado, lo cual le quita el sueño, a mí también. Lena, catorce años. Con ésta he iniciado un ligero flirteo que consiste en intercambiar miradas que expresan desprecio, embriaguez, éxtasis, menosprecio,

anhelo, cinismo, indiferencia, sarcasmo, amor, pasión, ironía, tedio, desencanto… Cuando no nos ven los mayores, nos lo comunicamos igualmente por medio de muecas. Por lo demás, me desprecia. Rubias. ¡Qué bellas son! La delicadeza y el silencio de su adolescencia…, son, pero al mismo tiempo es como si no fueran…: pasajeras, enamoradas de sí mismas y desdeñosas para consigo mismas, importantes y carentes de importancia; su existencia naciente es a la vez broma y seriedad…, mientras que yo, algo mayor, tengo que someterme a su diversión cada vez que me acerco a ellas y miento; miento, porque es lo que me exige su imaginación, estoy impregnado de mentira hasta la médula. Les cuento mis batallas de la última guerra…

Jueves

Esto por un lado. Por el otro: reflexiones que a duras penas podría llamar intentos de extraer de mí algún tipo de moral, la moral de mi tiempo. Catolicismo, existencialismo, marxismo… Pienso en esto mientras paseo por la avenida de eucaliptos, pienso, lo cual me extraña, porque por lo general evito pensar…, puedo decir con la conciencia tranquila que sólo pienso cuando me veo obligado a hacerlo. Prefiero mirar sin más a pensar. Pero ahora pienso con mucha más serenidad que allí, en Mar del Plata, cuando de verdad tenía miedo a la agonía. ¿Acaso soy un hombre privado de sentido moral? No, con toda seguridad. Soy una naturaleza más bien noble, aunque infinitamente débil (sin embargo, en este sentido mi maestro debe ser Chopin, me las arreglo de manera que mi debilidad se me convierta en fuerza). De todos modos, no miente esa rebelión encarnizada, sorda, casi convulsiva, que surge en mí contra la villanía. Hasta hoy he conservado en mí el sencillo reflejo moral de un muchacho, como tantas otras cosas de mi juventud. ¿De dónde me viene, pues, esta aversión hacia toda moral definida, encerrada en un sistema? Quiero tener una moral elástica, la moral de mi naturaleza, quiero conservar este frescor…; el hombre construido, según mi parecer, precisamente en esto, en la moral, está repulsivamente fuera de lugar, es la

muerte de la vida moral. Pero ¿qué queréis? El mundo se vuelve a mi alrededor cada vez más construido, cada vez menos parecido a un árbol susurrante y cada vez más parecido a un cuarto de baño. Pulcritud repugnante, superficies brillantes y lisas de esmalte y metal, frialdad y lógica, tubos y grifos sobre una bañera reluciente, y —como ha comentado alguien con mucha razón en Kultura— un baño en esta bañera no es lo mismo que un baño en un lago. En este lavabo, yo, cerrado con llave, vomito. Cuando en mi horizonte aparece un moralista contemporáneo tipo Sartre, tengo la sensación de que es un buzo que emerge de las profundidades, pero que ha olvidado quitarse la escafandra. Una máscara horrible, pensada para unas presiones no humanas, se le ha pegado a la cara.

Sábado

La ética del marxismo. Estoy de acuerdo con que el comunismo ha nacido muchísimo más de un sentido moral ofendido que del deseo de mejorar la existencia material. ¡Justicia!, éste es su grito. No pueden soportar que uno tenga un palacio y otro un cuchitril. No pueden soportar, sobre todo, que uno tenga la posibilidad de desarrollarse y otro no, que uno la tenga a costa de otro. No es envidia, sino el deseo de una ley justa. De ninguna manera están tan seguros de que la dictadura del proletariado proveerá a cada cual de una casita con jardín. Pero el caso es que prefieren incluso un cuchitril común y justo y una miseria general a un bienestar que se nutre de la injusticia. El verdadero comunismo es la tortura del sentido moral que ha tomado conciencia de la injusticia social y ya no puede olvidarla; esta injusticia le devora el hígado como a Prometeo. ¿Por qué yo, teniendo a mi derecha el capitalismo, cuyo cinismo latente conozco, y a mi izquierda la revolución, la protesta y la rebelión surgidas del más humano de los sentimientos, por qué no me uno a estos últimos? Al fin y al cabo me importa mi arte y el arte necesita sangre noble y caliente; el arte y la rebelión son prácticamente lo mismo. Soy revolucionario porque soy artista y en la medida en que lo soy; todo este proceso milenario del que provengo, poblado de nombres como Rabelais o Montaigne, Lautréamont o Cervantes, ha sido una continua instigación a la rebeldía, una vez en forma de callado murmullo, otra como una explosión a voz en cuello. ¿Cómo ha ocurrido que yo —que al fin y al cabo entré en

la literatura también bajo el signo de la rebeldía y la provocación, entendiendo plenamente que el escribir debe ser apasionado—, que precisamente yo, esté al otro lado de la barricada? ¡Qué consideraciones han podido inclinarme a traicionar de este modo mi vocación! Analicémoslas. ¿Es posible que considere el programa de esta revolución como una utopía y que no crea que pudiese cambiar el carácter inmutable y eterno de la injusticia? Pero, si desde hace siglos el arte avanza hacia esta reforma casi a ciegas, por qué iba a oponerme ahora, cuando soy infinitamente más consciente que ellos de que la humanidad se mueve, se mueve cada vez más de prisa, que el curso de la historia se acelera y que ya no avanzamos, sino que nos precipitamos hacia el futuro. Jamás la palabra «inmutabilidad» ha sido menos oportuna. Pero, en este caso, ¿quizá me oponga al río del proletariado agitado basándome en unas razones absolutas, como Dios o las deducciones de la razón abstracta? No, esta roca desapareció de debajo de mis pies, los absolutos se mezclaron con la materia y, en el movimiento dialéctico, el pensamiento se volvió impuro, dependiente de la existencia. Entonces, ¿no será, pues, que me opongo en nombre de una simple compasión al ver la inmensidad de sufrimientos infligidos por ellos y las montañas de cadáveres? No. ¡En absoluto! Si soy un niño, en todo caso soy un niño que ha pasado por la escuela de Schopenhauer y Nietzsche. Hablando fríamente: ¿qué es el dolor de diez millones de esclavos o un depósito de cien millones de cadáveres? Si devolvierais a la vida a todas las víctimas martirizadas por la historia hasta hoy, sería un desfile interminable. ¿Y acaso no sé —incluso demasiado bien— que la vida es trágica por naturaleza? En el momento en que escribo esto, un pequeño pece— cito cerca de las islas Galápagos atraviesa el umbral del infierno porque otro pez le ha devorado la cola. De modo que, si el sufrimiento es inevitable, que al menos el hombre dé un sentido humano a su sufrimiento. ¿Cómo oponerse a la revolución cuando ella nos da un sentido, nuestro propio sentido?

Lunes

Hace tiempo, veinte años atrás, era «terrateniente», pertenecía a una clase social alta. ¿Y hoy? Hoy, materialmente arruinado, vivo de la pluma, soy un

intelectual liberado de todos aquellos condicionamientos, un artista que más bien al otro lado podría encontrar comprensión para su trabajo y sus necesidades económicas. Si me pasara al otro lado, cuánto apoyo encontraría, cuánta ayuda generosa en todo, lo que para mi fama sería inmensamente sano. ¿Acaso hay algún tipo de amor por el pasado que me ate? No, puesto que me he especializado en la libertad, mientras que la escuela del exilio ha reforzado lo que ya había en mí de nacimiento, la amarga alegría de alejarme de lo que se aleja de mí; no, si alguien «carece de prejuicios», este alguien soy precisamente yo. No hay duda de que estoy formado por el mundo del pasado. Pero ¿quién de vosotros, comunistas, no es hijo del pasado? Si la revolución consiste en superar la conciencia heredada, ¿por qué no iba a conseguirlo igual que vosotros? ¡Y más aún conociendo la dialéctica que quita al espíritu su autonomía!

Martes

Quisiera completar lo que antecede; debo añadir que verdaderamente mi visión de la realidad no está muy lejos de la visión de ellos, los comunistas. Mi mundo carece de Dios. En este mundo, los hombres se crean mutuamente. Es la dependencia de un hombre de otro hombre, la visión del hombre en su continua unión creadora con los demás, unión penetrante que dicta los sentimientos más «personales». Así ocurre en Ferdydurke y en El matrimonio. Pero esto no es todo. Siempre he tratado de hacer resaltar artísticamente esa «esfera interhumana» que, por ejemplo en El matrimonio, crece hasta alcanzar las alturas de una fuerza creadora que supera la conciencia individual, de algo superior, la única deidad que nos resulta accesible. Sucede así porque entre los hombres se crea el elemento de la Forma, el cual define a cada hombre por separado. Soy como una voz en la orquesta que tiene que entonar con el sonido de todo el conjunto, encontrar el propio lugar en la melodía; o como un bailarín para quien no es tan importante lo que baila como unirse con los demás en la danza. De ahí que ni mi pensamiento, ni mis sentimientos, sean verdaderamente libres y propios; pienso y siento «para» la gente con el fin de rimar con ella; y sufro una deformación a causa de esta necesidad suprema: la de entonar con los demás en la Forma.

Me he servido, por ejemplo, de esta idea en el arte, tratando de demostrar (en el ensayo Contra los poetas y también en lo que he escrito en alguna ocasión en mi diario sobre la pintura) que es ingenuo creer que nuestro embelesamiento ante una obra de arte proviene de nosotros mismos, que este embelesamiento en gran parte nace no de los hombres, sino entre los hombres, y que es como si nos obligáramos mutuamente a embelesarnos (aunque nadie está «personalmente» embelesado). Pero de esto se deduce que para mí no existen pensamiento o sentimiento verdaderamente auténticos, totalmente «propios». El artificio hasta en los reflejos más íntimos: éste es el elemento del ser humano sometido a lo «interhumano». En este caso, ¿por qué me irrita la falsedad y el artificio del hombre sometido al comunismo? ¿Qué es lo que me impide reconocer que es precisamente así como debe ser? Una cosa más. Generalmente se me considera un literato aristocrático; no tengo nada en contra. ¿Quién, sin embargo, ha sentido más brutalmente la dependencia de la esfera superior de la inferior? Y, pregunto, ¿quién ha llegado tan lejos en la percepción de que la creación, la belleza, la vitalidad, toda la pasión y la poesía del mundo están en el hecho de que el superior, el mayor, el más maduro está sometido al inferior y más joven? Todo esto es muy mío —en la medida en que puede ser mío—, ésta es la vivencia que debía haberme unido estrechamente a la revolución. ¿Por qué no ha sido así?

Jueves

Mentira. Dandy: este jamelgo me ha caído bien. Quizá sea algo corto de cuello, un poco nervioso, pero qué armonía en el salto, qué salida hacia el obstáculo y qué caída, qué delicadeza y discreción al tomar los virajes y hasta en las acrobacias (yo no las practico, pero Lena sí que salta sobre Dandy). Por la mañana temprano salimos con Lena, ella sobre Lilly, una yegua más tranquila, yo sobre Dandy, y los dos nos dejamos extasiar por el galope en los pastos y los rastrojos, donde el salto de nuestros caballos devora las cercas y las alambradas, donde de debajo de los cascos sale disparada una liebre muerta de miedo. A veces nos siguen Marisa y

Andrea sobre Africana y Lord Pérez sin poder alcanzarnos…, desesperadas…, haciéndonos señas… Ayer hubo una violenta disputa con Duś y Sta Wickenhagen acerca de Traviata, una yegua de pura sangre adquirida hace poco, desgraciadamente de reflejos amanerados, pero no carente de estilo. Trato de darle garbo con el trockkett, primero en la cuerda, luego saltando, finalmente con un trote tranquilo, pero esos expertos, así como Jacek Dębicki, menos familiarizado con esto, no me auguran ningún éxito. Mentira, mentira… A pie soy diferente que a caballo, a caballo diferente que a pie. Los caballos mienten a la moral, la moral a los caballos, yo a los caballos, a la moral y a las chicas. Un repentino relajamiento. Frivolidad. ¿Quién soy? ¿Acaso «soy» realmente? A veces soy esto, a veces aquello…

Sábado

Camino por la avenida, bajo los eucaliptos. ¿Dónde está el norte? ¿Dónde el este? Allá, en el noreste, ¿cuántos kilómetros habrá desde aquí…? Más de diez mil. ¿Qué hago aquí, solo en esta pampa, con una despreocupación que ya me está abandonando…?, y de nuevo ese presentimiento de una agonía solitaria en un sótano aplastante. Dios, como ya se ha dicho, no será un asilo para mi vejez, y aún menos lo serán las trascendencias del existencialismo, al que sólo le queda embriagarse con su propio sentimiento trágico. Pero si reviviera en mí la desdeñada palabra «nación», y pudiera —simplemente— acercarme físicamente, subir a un barco, dejar envolverme y arrastrarme por esa revolución suya…, ¿qué sería de mí? Este sentido —aunque temporal, pasajero, pero inmenso por la masa de existencia humana comprometida en él—, ¿no me haría más resistente a mi agonía? Permitir que me impregne esta energía de la historia. Unirme. ¿Por qué vacilas? ¿De qué tengo miedo? ¿Te estremeces ante esta vulgarización, esta humillación? Sin embargo, tú mismo lo sabes, tú mismo has dicho que la conciencia superior debe reconocer su dependencia de la inferior. Y el objetivo, el objetivo moral de la vida… Me lo digo en voz alta a mí mismo para familiarizarme con la presencia de este pensamiento, pero al mismo tiempo sé que es algo imposible de realizar. Las palabras vuelan hacia el silencio, que es lo único que queda, siempre presente, inmutable. No se puede hacer. Tratemos de explicar esa imposibilidad de carácter ya no intelectual, sino más bien espontáneo. No se puede hacer, porque quiero ser yo mismo, sí, aunque sé que no hay nada más ilusorio que este «yo» inalcanzable; también sé que todo el honor y el valor de la vida consiste en una incesante persecución, en una incesante defensa de este «yo». Un católico lo llamaría la lucha por la propia alma, un existencialista la voluntad de autenticidad. Indudablemente, el punto central de todas estas morales, la marxista incluida, es éste: la preocupación por conservar el propio «yo», la propia alma. ¿Cómo están las cosas en la práctica? Imaginemos que subo al barco y zarpo. Pero ya por el camino tendría que efectuar una amputación en mí mismo echando por la borda la mitad de lo que consideraba como un valor, cambiándome el gusto, elaborándome (espantosa operación) una sensibilidad y una insensibilidad nuevas, formándome a la imagen de mi nueva fe. ¿En qué estado llegaría? ¿No sería como un muñeco de

gutapercha amasado por mis propios dedos? No obstante, el marxismo ofrece aquí una argumentación absolutamente penetrante y perfecta, que da en el mismísimo clavo, es decir, justamente en este «yo». Tu yo —dicen— ya ha sido formado anteriormente por las condiciones de tu vida, por el proceso de tu historia; eres tal como te ha creado y definido tu clase social explotadora, cuya conciencia está atada por el hecho de explotar, clase falseada en toda su relación con el mundo por el hecho de no querer y no poder admitir que ha sido hecha para chupar sangre ajena. Al reafirmarte en este yo, sólo te reafirmas en tu propia deformación. ¿Qué es lo que quieres defender? ¿En qué obstinarte? ¿En este yo, que te han fabricado y que te mata la libertad de tu verdadera conciencia? Un argumento perfecto y totalmente acorde con mi concepción del hombre, ya que sé con seguridad —y he intentado miles de veces expresar esta seguridad artísticamente— que la conciencia, el alma, el yo, son la resultante de nuestra situación en el mundo y entre los hombres. Esta es probablemente la idea central del comunismo, que yo divido en dos puntos, ambos muy convincentes. Primo, que el hombre es un ser plantado entre los hombres, es decir, que de su postura ante el mundo decide su postura ante los hombres. Secundo, que no nos podemos fiar de nosotros mismos, que lo único que puede asegurarnos la personalidad es precisamente la más aguda conciencia de las dependencias que la forman. Pero, ahora, ¡atención! ¡Cojámosles con las manos en la masa! Comprobemos las cartas con las que se juega…, y descubriremos el insólito truco por el que toda esta dialéctica se convierte en una trampa. Porque este pensamiento dialéctico y liberador se detiene justo a las puertas del comunismo: se me permite poner en duda mis propias verdades mientras estoy del lado del capitalismo; pero este mismo autocontrol debe acallarse en el momento en que me encuentro en las filas de la revolución. Aquí la dialéctica cede el paso al dogma, de repente, a causa de un giro asombroso, ese mundo mío relativo, móvil, confuso, se convierte en un mundo estrictamente definido, del que se sabe prácticamente todo, un mundo preciso. Hace un momento era problemático —pero ellos me han hecho así sólo para que saliera más fácilmente de mi piel—, ahora que estoy con ellos, debo volverme categórico. ¿Acaso no salta a la vista esta increíble duplicidad de cada comunista sin excepción, incluso de los más refinados intelectualmente? Porque mientras se trata de la destrucción de la vieja verdad, ese hombre nos fascina con la libertad del espíritu desenmascarador y el deseo de la sinceridad interior; pero, cuando seducidos por este canto, permitimos que nos conduzca a su propia doctrina, ¡paf!, se cierra la puerta, y ¿dónde nos encontramos? ¿En un monasterio?

¿En el ejército? ¿En la iglesia? ¿En una organización? En vano intentarías ahora buscar unas dependencias nuevas que deformen tu nueva conciencia. Tu conciencia ha sido liberada y a partir de este momento te conviene tener confianza. Tu «yo» se ha convertido en un «yo» garantizado, digno de confianza. No quisiera facilitarme la crítica. No apunto al terror propio de su organización política que mata la misma libertad de pensamiento que despierta en el campo enemigo. No me refiero a su teoría, ni tampoco a sus tan características paradojas, como, por ejemplo, que el proceso dialéctico de la historia se detiene en el momento en que la revolución alcanza su plena realización en el régimen ideal del futuro. No apunto ni a su sistema de pensamiento, ni a su sistema político, sino a la conciencia que esos comunistas agitan como una bandera. Quiero atrapar este sutil, aunque sórdido, cambio de tono que se produce cuando entramos en su propio terreno, esta repentina manifestación de astucia, este sentimiento fatal cuando hablamos con ellos, que hace que de pronto la luz se te convierta en oscuridad, y que te des cuenta de que no tratas con un hombre ilustrado, sino con un ciego como la más negra de las noches. ¿Librepensador? Sí, en tu terreno. En el suyo, fanático. ¿No creyente? En ti; en sí mismo cultiva la fe con la vehemencia de un monje. Místico maquillado de escéptico, creyente que se sirve del laicismo como de un instrumento, ahí donde pueda convenir a su fe. Creías tener ante ti un alma humana sedienta de verdad, pero de repente brillaron los astutos ojos de la política. Pensabas que se trataba de la conciencia, es decir, del alma; es decir, de la ética; pero resulta que lo más importante es el triunfo de la revolución. Y vemos que nos encontramos una vez más ante una de las grandes mistificaciones al estilo de las que desenmascaraban Nietzsche, Marx, Freud, mostrando detrás de la fachada de nuestra moral —cristiana, burguesa, sublimada— el juego de otras fuerzas anónimas y brutales. Pero aquí la mistificación resulta más perversa, ya que consiste precisamente en desenmascarar. Es una de las más grandes desilusiones que se puede sufrir en el campo de nuestra ética contemporánea, porque aquí se hace evidente que incluso el desenmascaramiento de las fuerzas se convierte en una máscara detrás de la cual se esconde la misma eterna voluntad de fuerza. De ahí viene ese tufo de insinceridad entre ellos. No solamente entre los funcionarios subalternos. Sus mejores cerebros están enfermos de esta repugnante semisinceridad: sinceros con respecto al mundo ajeno, pero atados, dispuestos a castrar en sí toda probidad cuando se trata del edificio de su propia quimera. ¡Ofelia, vete a un convento! Pero también comprendería esto. Al fin y al cabo es una doctrina de la

acción, una doctrina de la creación, no es un pensamiento sobre la realidad, sino un pensamiento que transforma la realidad, que determina la conciencia a través de la existencia. Tienen que hacer acopio de energía, por eso limitan la conciencia. Pero entonces mi moral, la tuya y la general, toda moral elemental del hombre exige que lo reconozcáis. Debéis decir: nosotros nos cegamos a propósito. Mientras no lo digáis, ¿cómo se puede hablar con alguien deshonesto consigo mismo? Unirse a alguien así es perder el último apoyo bajo los pies —el yo propio y el ajeno—, y precipitarse en el abismo.

Domingo

El deshielo… Supongamos que traerá —en Rusia y en Polonia— cierto sucedáneo de libertad y verdad. De libertad al cuarenta y cinco por ciento, y de verdad al cuarenta y siete por ciento. ¿Y qué? Si yo estuviese preso en aquella cárcel, me cogería a ello con ambas manos. Si hasta ahora no se podía salir de la celda, ¿no es un placer darse un paseo por el patio bajo la atenta mirada de los vigilantes? ¿Quién duda de que en la práctica es siempre mejor una hipocresía menor a una mayor? Pero aparte de una momentánea porción de libertad, existe la cuestión de la forma polaca, del estilo polaco, del desarrollo polaco y del devenir polaco… Como no soporto los ersatz y siempre, en un restaurante y en la vida, protestaré cuando me den gato por liebre, tampoco en este caso puedo admitir este ersatz, sucedáneo, maquillaje o pacotilla. Una libertad con permiso, la concesión de una libertad relativa, pero ¿qué es esto? Ni carne ni pescado. Para la autenticidad de la vida polaca es peor que una mordaza al cien por cien, una mordaza que no miente. Es la existencia de un meteco, sórdida, débil, semimuerta, que no habrá alcanzado su verdadera expresión… Considero que lo peor en la historia de nuestra cultura ha sido el que siempre, voluntariamente o a la fuerza, hemos estado limitando nuestro espíritu. Toda nuestra literatura, todo nuestro arte, constituye testimonio de ello. El hecho de que en los últimos años la conciencia polaca haya estado metida en chirona, es posible que no le haya ido del todo mal a nuestra alma. Nos han frenado nuestra anterior insuficiente producción de palabras, sustituyéndola con una mentira manifiesta; sin embargo, el prisionero ha podido hablar consigo mismo, y, al

parecer, han sido unas conversaciones sinceras. La vida se les ha dividido en falsedad exterior y verdad interior: un estado de cosas grave, pero no venenoso. ¿Quién sabe si en alguna parte, en lo más hondo, la estupidez no agudizaba la mente? El permitir a su espíritu una libertad relativa, con la condición de presentarse dos veces por semana en la oficina de control más próxima, sólo haría borrosa esa clara y salvadora frontera que dividía hasta ahora la verdad aprisionada de la mentira libre. Entrarían en el terreno de la semiverdad, de la semivida, de la creación incompleta, del embriagarse con apariencias, y ¿cuál sería el resultado? No niego que esta oportunidad de abrir en el futuro las puertas a la libertad debería ser aprovechada políticamente. Pero yo no me dedico a la política…, y lo único que sé es que el estilo, la forma, la expresión, tanto da en el arte como en la vida, no pueden alcanzarse a través de una concesión ni fabricarse en dosis estipuladas. Aut Caesar… Me dicen a veces desde el otro lado que ahora mi obligación para con la patria sería regresar. Me gustaría saber para qué. Para convertirme en alguien digno de compasión (porque si el ingeniero o el obrero pueden en aquel régimen reclamar el derecho al respeto, en cambio el literato, aquel «Escritor» suyo, arrastrado y que arrastra al mismo tiempo, es una figura repelentemente grotesca, una cómica fusión en una persona de maestro de escuela y de alumno, esos dos aspectos de la didáctica). Pero puesto que me decís que estando en el exilio desaprovecho mi talento para la patria, os diré qué importante papel para la nación me he asignado. Para utilizar su vocabulario: ¿qué clase de «demanda social» podría hacer que mi experiencia americana no careciera de sentido al menos para cierta gente en Polonia? ¿Para qué gente? No para quienes se conforman con pantalones cortos. Pero está claro que aparte de esa realidad falsa, infantil, inferior, tímida, en Polonia acecha otro saber, perspicaz, agudo, sobrio, que no quiere engañarse a sí mismo, se esconde otro tono, más razonable y más cruelmente maduro. Mi cometido consistiría en alcanzar precisamente este tono polaco, llegar al polaco trágico y consciente. No para llenarlo de otras ilusiones, para facilitarle algo. Quiero expresar la inexorabilidad de esta demanda polaca que exige una conciencia y una existencia plenas. ¿Será una paradoja que yo, que no estoy lo que se dice en muy buenas relaciones con esa conciencia en su aspecto filosófico, tenga que insistir en ello —es más fuerte que yo—, exigirlo como una condición sine qua non de nuestra humanidad?

Una cosa más. Sería importante que lo trágico no se transformase en catástrofe. Los polacos cayeron en los engranajes de hierro de la vida colectiva sin una preparación histórica adecuada que hiciera invencible su vida individual, de modo que hoy muchos sencillamente no saben cómo ser ellos mismos de una manera honesta, respetable y vital, cómo permanecer fieles a sí mismos sin apuntarse a ninguna bandera y sin buscar amparo en el sistema, en el dogma, en la fe. Son impotentes y están humillados. Bien, pues yo afirmo que hay que elaborar un estilo de vida individual tan extremo que les permita resistir a la presión. ¿Qué puede haber de más importante para la cultura polaca — independientemente de la dirección en que se desarrolla— que crear este estilo pensado para nuestra madurez? Hay que establecer este modus vivendi, ya que únicamente sobre la base de semejante voluntad de conciencia podrá construirse la autenticidad polaca en el futuro. Si el hombre polaco llega a creer que es malvado sólo porque es un hombre consciente…, si se deja convencer de que es impotente…, bien, entonces aún nos espera una larga infancia… Pero yo no puedo enseñar estas cosas —no soy un maestro—, solamente puedo contagiar con mi modo de ser, el que está contenido en mis libros, en este diario.

Martes

Polonia, el deshielo, el regreso, el comunismo, ¿por qué me he liado con eso, por qué entro en estos detalles de mi destino? ¿Y la moral? Me defino con respecto a la ética del catolicismo, del existencialismo o del marxismo, pero la moral es sólo un fragmento, es una de las caras… que me presionan desde todas partes, ¡todas! La realidad es inagotable. ¿Qué hacer de mí? ¿Qué hacer de mí? ¿Qué hacer de mí? Este examen de conciencia no ha arreglado nada en mí, de nuevo sólo soy, soy en esta pampa argentina, en esta estancia. Mañana parto hacia Buenos Aires. Tengo que hacer las maletas. Después me espera un largo viaje por el río Paraná, hacia el norte.

Jueves

Geografía. ¿Dónde estoy? He caminado a lo largo de la avenida de eucaliptos, por última vez antes de partir. He estado allí, frente a aquellos árboles, en la perspectiva de la avenida, sobre aquel suelo arenoso, entre cosas nítidas: árboles, hoja, terrón, ramita, corteza. Pero al mismo tiempo estaba en América del Sur, ¿dónde está el norte, el oeste, el sur, cómo estoy situado con referencia a la China o a Alaska, en qué lado está el polo? El crepúsculo: la gran bóveda de la pampa despide estrellas, una tras otra, enjambres de ellas aparecen resaltadas gracias a la noche, mientras que el mundo palpable de los árboles, de la tierra, de las hojas, este único mundo amigable y creíble, se ha diluido en una especie de invisibilidad, inexistencia…, se ha borrado. Pese a esto avanzo, me adentro cada vez más, pero ya no en el camino, sino en el cosmos, suspendido en el espacio astronómico. ¿Acaso el globo terrestre, suspendido él mismo, puede asegurar el terreno firme bajo los pies? Me he encontrado en un abismo sin fondo, en el seno del universo y, lo que es peor, no ha sido una ilusión, sino la más verdadera de las verdades. Sin duda se podría enloquecer si uno no estuviera acostumbrado… Escribo en el tren que me lleva a Buenos Aires, hacia el norte. El Paraná es un río inmenso por el que voy a navegar. Estoy sentado, tranquilo, miro por la ventana, observo a la mujer sentada frente a mí, de manos menudas y pecosas. Y al mismo tiempo estoy allí, en el seno del universo. Todas las contradicciones se dan un rendez-vous en mí: la calma y la locura, la sobriedad y la embriaguez, la verdad y la patraña, la grandeza y la pequeñez, pero siento que en mi cuello se posa de nuevo la mano de hierro, que poco a poco, sí, de manera casi imperceptible…, se va cerrando.

DIARIO DEL RIO PARANA

Martes

A la una de la tarde el barco zarpó, pero yo no lo advertí…, ocupado como estaba mirando los barcos anclados al fondo del puerto…, éstos empezaron a alejarse poco a poco…, y con ellos todo empezó a alejarse, como si girara alrededor de un eje, hacia la izquierda, y Buenos Aires se alejó… Navegamos. Las seis de la tarde. Atravesando el Río de la Plata en toda su anchura — unos setenta kilómetros—, llegamos casi a las verdes orillas uruguayas. A continuación viramos haciendo rumbo a noroeste, y ahora nos adentramos en el delta del Paraná. A mano derecha, la infinita superficie blanca y azulada: son las aguas del río Uruguay. Navegamos por el delta. Las ocho de la tarde. Navegamos por el delta del Paraná. Las aguas son metálicas, y el cielo malo, enfurecido; sobre el Uruguay, las nubes se han soltado sus cabellos y con la lluvia alcanzan la tierra. Tristeza. El agua crece, aumenta, y delante de nosotros una nube ha cubierto el horizonte, el río crece con la oscuridad, la nube arroja cúmulos de oscuridad, la oscuridad emana de las orillas distantes unos kilómetros. Navegamos. Las dos de la madrugada. Me he despertado hace un instante y en seguida una ligera vibración mezclada con el balanceo apenas perceptible me ha hecho comprender dónde estaba. Estaba en el barco, en el camarote. Pero ¿dónde estaba el barco? Comprendí que no sabía qué ocurría con el barco y era como si no supiera qué ocurría conmigo. Las vibraciones significaban que navegábamos, pero… ¿a dónde navegábamos?, ¿cómo navegábamos?… De modo que, tras vestirme apresuradamente, salí a cubierta. Algo pasaba: llovía. Murmullo de lluvia y sus gotas azotando súbitamente las mejillas; tablones mojados, cobertizos, barandillas y cabos chorreantes. Pero navegábamos. Ni una luz en el barco, cuya oscuridad hendía la oscuridad, pero esas dos oscuridades no se unían una con la otra, cada una se mantenía aparte y no se veía el agua, no se veía nada, como si alguien lo hubiese confiscado todo y sólo quedase la lluvia llenando esa navegación en la doble oscuridad. Navegábamos hacia el noroeste, y, a causa de la omnipresencia de la noche, nuestra navegación se convirtió, junto con la lluvia, en la única y suprema idea, en el zenit de todas las cosas. Regresé al camarote y me desvestí. Mientras me desvestía, acostaba y

dormía, navegábamos.

Miércoles, las cuatro de la tarde

Cielo deshilachado y floreado, serpenteos luminosos sobre el espacio fluido, mientras allí, a lo lejos, se derrama una blancura como una puerta que condujera al otro mundo. Pero navegamos. Hemos rebasado el convento de San Lorenzo y navegamos; a la derecha, las tierras de Entre Ríos; a la izquierda, Santa Fe, y nosotros navegamos. Uno de los señores tiene unos prismáticos con los que se puede ver una orilla desconocida y un arbusto —o un árbol—/ o una tabla de madera, negra, que aparece de pronto entre las turbias aguas, arrastrada por la corriente. Hoy me he acercado nuevamente a él y me ha preguntado: —¿Quiere usted echar una ojeada? Pero… Lo mismo me dijo ayer. Sólo que hoy me ha sonado diferente. Me ha sonado…, como si en realidad no quisiera decir eso o bien como si lo que ha dicho no estuviera dicho hasta el final…, sino dolorosamente interrumpido. Lo he mirado, pero su cara estaba serena, tranquila. Navegamos. Acompañados por un verdor (porque nos acercamos a la orilla) ora más oscuro, ora más claro; el estuario cargado de luz y con las aguas crecidas hasta reventar parece ascender al cielo; mientras, nosotros navegamos. Navegábamos cuando yo desayunaba, y cuando, después de una partida de ajedrez, salí a cubierta, vi que navegábamos. Aguas amarillas, cielo blanquecino. El mismo día por la noche Desde detrás del cerco de una nube negra asoma una enorme y centelleante cara roja, y lanza horizontalmente un torrente de resplandores, por lo que el espejo de las aguas se torna oblicuo, mientras los archipiélagos más lejanos, más allá de los istmos, en el fondo de las bahías, alcanzan la gracia de la ascensión. El sol golpea en la ciudad de Paraná, cuya parte alta se desplega cual la cola de un pavo real, convertida en un bastión de colores, en una fortaleza de tonalidades, y explota en mil fuegos, arrojándolos y bombardeándolo todo en este silencio y esta calma solemne. Y el coro de destellos se alza de las aguas. En seguida abandonamos este

paisaje y ahora navegamos por un cauce que a veces se ensancha hasta alcanzar unos diez kilómetros; el agua es abundante, casi excesiva, y nosotros navegamos, navegamos. En la proa me encuentro a un cura que ha jugado conmigo al ajedrez. —Navegamos —digo. —Navegamos —me contesta.

Noche del miércoles al jueves

De nuevo me he levantado por la noche no pudiendo soportar la idea de que el barco navegue solo, sin mí, cuando yo no estoy con él y no sé que navega, ni cómo navega… El cielo estrellado. El barco avanzaba río arriba, a contracorriente, y a unos cien metros he visto la blanca pared de la orilla que huía hacia atrás, ¡siempre y sin cesar, hacia atrás! Al día siguiente por la mañana Espacio impotente, río perezoso, el aire inmóvil, la bandera caída, pero surcamos con un murmullo esa inmóvil blancura —siempre hacia adelante—, y entramos en la zona subtropical, así que, aunque no hay sol, hace más calor. Ese industrial de San Nicolás dijo: —Mal tiempo…, pero de nuevo me sonó como si no fuera eso…, como si en el fondo él quisiera, sí, eso es, quisiera otra cosa…, y tuve la misma sensación cuando, durante el desayuno, un médico de Asunción, exiliado político, hablaba de las mujeres de su país. Hablaba. Pero hablaba precisamente (esta idea me persigue) para no decir…, sí, para no decir lo que de veras tenía que decir. Lo miré, pero nada, una cara apacible, serena y satisfecha, sin rastro de misterio alguno. Cuando después del desayuno salí a cubierta, me di cuenta de que tanto durante la conversación como durante el desayuno íbamos navegando… Y ahora navegamos… El viento me golpeó de costado. Navegábamos por un estrecho que une dos océanos, el océano que se extendía ante nosotros se anunciaba por una blancura interminable, el océano que quedaba atrás era una masa apenas adivinable más allá de unas dunas humeantes de arena, mientras que el mismo estrecho era toda una geografía de golfos, cabos, islas e islotes, y unas extrañas y misteriosas bifurcaciones que conducían a una oblicuidad desconocida. En cierto momento

entramos en un conjunto de siete lagos cristalinos que son como los siete arcos de exaltaciones místicas, cada uno de ellos situado a una altura diferente, y todos suspendidos en las regiones celestiales. Pero media hora más tarde todo esto descendió y se posó sobre el río, que de nuevo volvió a ser el río por el que navegamos, navegamos… El mismo día por la noche ¡Payasos y monos! ¡Serpientes y surtidores! ¡Papagayos y jugueteos de bichos violetas y retozones! ¡Géiseres y algazaras papagayescas y ardientes, ensartados con lazos de colores gallunos, el agua se ha convertido en un gorjeo, en una verdadera zoología, pura ornitología…!, por la que, sin embargo, navegamos y navegamos con el inevitable surco detrás de nosotros y con el murmullo del agua. Dos mujeres —la bibliotecaria del collar de monedas y la esposa del ingeniero— conversaban junto a la barandilla. No pude oírlas y seguramente se trataba de unas fútiles conversaciones femeninas, fútiles, sí, pero quién sabe si no demasiado fútiles; digo «demasiado» consciente de la inquietante idea que contiene esta palabra…, y sin embargo, nada en esto era «demasiado», todo estaba como debía estar…, y mientras hablaban, navegaban y yo también navegaba. Al día siguiente por la mañana El río pálido, susurrante, inmóvil…, navegamos. Por la noche ocurrió algo, o, dicho con más precisión, algo se quebró, o tal vez llegó a romperse… En realidad no sé lo que pasó, e incluso, a decir verdad, no pasó nada, pero justamente «el que no hubiese pasado nada» es más importante y quizá más horrible que si algo hubiese pasado. He aquí lo ocurrido: intentaba dormirme y caí en un sueño profundo (porque últimamente había dormido poco), pero de repente me desperté hondamente atormentado por la terrible y aplastante preocupación de que algo estaba pasando…, algo que yo no dominaba…, algo que estaba fuera de mí. Salté de la cama, salí corriendo, y allá, en cubierta: los cabos metálicos tensos, las vibraciones y la tensión de este conjunto que avanzaba en silencio, en medio de la noche, en la inmovilidad e invisibilidad del mundo, y el movimiento, la única cosa viva. Navegábamos. Y de repente (como ya he dicho), algo se quebró y se rompió el sello del silencio, mientras un grito…, un único grito agudo resonó… ¡Un grito que no existía! Sabía con toda seguridad que nadie había gritado, y al mismo tiempo sabía que había habido un grito… Pero, como no había ningún grito, consideré mi terror como inexistente, regresé al camarote e incluso me dormí. Al despertarme a las nueve y media vi que navegábamos por el río plateado como el vientre de un pez.

¿Qué ocurrió, pues? Todo el secreto está en que no ocurrió nada. Y sigue sin ocurrir nada; el más excelente de los detectives no encontraría ningún indicio, nada donde cogerse. Comemos con buen apetito y copiosamente. Nuestras conversaciones son despreocupadas. Todos están contentos. El médico paraguayo levanta del suelo un paquete de «Particulares» que se le ha caído a un tipo moreno de cejas pobladas, y el moreno hace señas con la mano para darle a entender que en el paquete no hay cigarrillos; al mismo tiempo un niño pasa corriendo arrastrando una pequeña locomotora, y el estanciero llama a su mujer que, justo en este momento, se ha atado un pañuelo al cuello, mientras en la escalerilla se está fotografiando una pareja en viaje de luna de miel. ¿Qué hay de particular en esto? ¿Podría haber un barco más corriente? ¿Una cubierta más trivial? Pero precisamente por eso, sí, precisamente por eso, estamos totalmente indefensos… ante ese algo que amenaza…, no podemos emprender nada porque no hay fundamentos para la más ligera inquietud y todo está absolutamente en orden…, sí, todo está en orden… hasta el momento en que bajo esta tensión ya irresistible no se rompa la cuerda, la cuerda, la cuerda. El mismo día por la noche El agua anónima, inmensa. Navegamos. El médico se burlaba de mí porque había perdido una partida de ajedrez con un chapucero que me había presentado como Goldberg, el campeón de Santa Fe. Dijo: —Ha perdido usted por miedo. Dije: —Podría darle una torre de ventaja y ganarle. Pero mis palabras y las suyas son como el silencio que precede a un grito. Navegamos hacia…, nos dirigimos a…, y ahora veo con claridad que las caras, las conversaciones, los movimientos están cargados de… Están fulminados. Paralizados en algo implacable que nos conduce hacia algo… Una tensión incalculable se esconde en el más pequeño movimiento. Navegamos. Pero esta locura, esta desesperación, este terror son inalcanzables, porque no los hay, y como no existen, existen, existen de una manera imposible de rechazar. Navegamos. Navegamos por un agua como de otro planeta, mientras la noche empieza a envolvernos por todas partes, y se va estrechando el campo de visión, y nosotros en él. Pero navegamos y sin cesar crece en nosotros… ¿qué?…, ¿qué?…, ¿qué?… Navegamos. Al día siguiente Cualquier cosa que hagamos, cualquier cosa que digamos, cualquier actividad a que nos dediquemos, navegamos y navegamos. Mientras escribo esto, también navegamos. Las

caras son horripilantes, porque sonríen. Los movimientos dan miedo, porque están llenos de tranquilidad y de perfecta satisfacción. Navegamos. El barco vibra, la máquina trabaja, detrás de la borda olas estrepitosas, salpicaduras y torbellinos, mientras nosotros navegamos hundiéndonos cada vez más en…, llegando a… ¡De nada servirán las palabras, porque mientras lo digo, navegamos! Al día siguiente Navegamos. ¡Hemos navegado toda la noche y también ahora navegamos! Al día siguiente Navegamos. Total impotencia ante el pathos, incapacidad de llegar a esta potencia que se produce en nosotros a través de un continuo crecimiento de la tensión y la tirantez. Nuestra normalidad, la más normal, explota como una bomba, como un trueno, pero fuera de nosotros. La explosión nos es inaccesible, a nosotros hechizados en la normalidad. Hace un momento he encontrado al paraguayo en la proa y he dicho, sí, he dicho, eso es, he dicho: —¡Buenos días! El a su vez ha contestado, eso es, ha contestado, sí, ha contestado, Dios misericordioso, ha contestado (sin dejar de navegar): — ¡Hermoso tiempo!

GOYA

Lunes

Después hice un largo y somnoliento viaje de regreso navegando del norte al sur, y ayer, a las ocho de la tarde pasé del barco a una lancha que me dejó en el puerto de… Goya, una pequeña ciudad de treinta mil habitantes, en la provincia de Corrientes. Uno de estos nombres que, al verlos en el mapa, a veces excitan nuestra curiosidad…, porque no son interesantes y porque nadie viaja hasta allí…, ¿qué

puede ser eso…? ¿Goya? El dedo cae sobre un nombre: de un pueblecito en Islandia, una pequeña ciudad de Argentina;…, y ocurre que a veces nos sentimos tentados de viajar hasta allí…

Miércoles

Goya, un pueblo llano. Un perro. Un tendero en la puerta de su tienda. Un camión rojo. Sin comentarios. No sirve para ninguna glosa. Aquí las cosas están como están.

Jueves

La casa en la que me alojo es espaciosa. Es una vieja y respetable residencia de un estanciero local (ya que estos estancieros generalmente tienen dos casas: una en la estancia y otra en Goya). El jardín, lleno de mastodontes: cactos. Estoy aquí. ¿Por qué aquí? Si alguien me hubiese dicho hace años, en Maoszyce, que iba a estar en Goya… Por la misma razón que estoy en Goya, podría estar en cualquier otro lugar, y todos los lugares del mundo empiezan a pesar sobre mí tediosamente, reclamando que vaya a ellos. Paseo por la plaza Sarmiento en un anochecer azulado. Extranjero exótico para ellos. Y al fin, a través de ellos, me convierto en un extraño para mí mismo: me paseo a mí mismo por Goya como a una persona desconocida, la coloco en la esquina, la siento en la silla de un café, le hago intercambiar palabras sin importancia con un interlocutor casual y escucho mi voz.

Fui al Club Social y me tomé un café. Hablé con Genaro. Fui en jeep con Molo al aeropuerto. Trabajé en mi novela. Fui a una plazoleta junto al río.

Una niña que iba en bicicleta perdió un paquete que recogí. Una mariposa. Cuatro naranjas comidas en un banco. Sergio fue al cine. Un mono en el muro y un papagayo. Todo esto sucedía como en el fondo de un profundo silencio, en el fondo de mi presencia aquí, en Goya, en la periferia, en un lugar del globo terrestre que no se sabe por qué se ha vuelto mío. Esta sordina… Goya, ¿por qué nunca soñé contigo?, ¿por qué entonces, años atrás, nunca presentí que pertenecías a mi destino, que te encontrabas en mi camino? No hay respuesta. Casas. Un callejón estriado por unas sombras cortantes. Un perro tumbado. Una bicicleta apoyada en la pared.

ROSARIO

Lunes

Rosario. Llegamos al puerto a las tres de la madrugada, con siete horas de retraso, porque las aguas del río estaban bajas. Como no quería despertar a los Dzianott, paseé por la ciudad hasta las siete. Comercio. Balance, presupuesto, saldo, inversiones, crédito, inventario, cuenta, neto, bruto, sólo esto, únicamente esto, toda la ciudad está bajo el signo de la contabilidad. La vulgaridad de América, la América gorda. Rena y su marido, con el pequeño Jacek Dzianott, radiante de alegría, esa alegría que es en realidad nuestra única victoria sobre la existencia y la única gloria del hombre. Pero ¿por qué este orgullo y esta gloria están confiados a un niño de doce años y hay que inclinarse hacia ellos? Y el desarrollo es el camino a la amargura degradante. Resulta muy sarcástico que nuestra insignia más alta, nuestro más orgulloso estandarte, sean los pantaloncitos de un niño.

BUENOS AIRES

Jueves

Después de cuatro meses de viajes y estancias en sitios lejanos, heme de nuevo aquí. He encontrado bastantes cartas en el escritorio. La una de la madrugada. He acabado de leer las cartas. Dentro de un instante, cuando ponga el punto final de esta frase, me levantaré, me desperezaré, comenzaré a sacar las cosas de la maleta, iré al vestíbulo a recoger la agenda que he dejado junto al teléfono.

Capítulo XXI

MIÉRCOLES

De vuelta a Buenos Aires he cambiado mi modo de vida. Me levanto alrededor de las once, pero dejo el afeitado para más tarde, porque es muy aburrido. El desayuno compuesto de: té, pan, mantequilla y dos huevos, los días pares de la semana, pasados por agua, y los días impares, duros. Después del desayuno me pongo a trabajar y escribo hasta que las ganas de abandonar el trabajo vencen en mí la aversión hacia el afeitado. Cuando se produce esta crisis, me afeito con agrado. El hecho de estar afeitado inclina a salir a la calle, de modo que me dirijo al café Querandi, en la esquina de las calles Moreno y Perú, para tomar un café con pastas y leer La Razón. Vuelvo a casa para seguir trabajando, pero estas horas las dedico al trabajo remunerado para la prensa local, o bien, montado en mi Remington, pongo al día la correspondencia. Mientras tanto fumo en una de mis pipas, la Dunhill o la BBB Ultonia. Fumo tabaco «Hermes para pipa». Después de las ocho salgo a cenar al restaurante Sorrento, y luego el programa varía en función de las circunstancias. Las horas tardías de la noche las dedico a la lectura de libros, que, por desgracia, no siempre son como desearía. He comprado en rebajas seis camisas de verano muy bien de precio.

Lunes

Jeleński… ¿quién es? Ha aparecido en mi horizonte, allá lejos, en París, y está luchando por mí; hace tiempo —tal vez nunca— que no me he encontrado con una afirmación tan decidida y al mismo tiempo tan desinteresada de lo que soy y de lo que escribo. La capacidad de asimilar y de percibir no sería suficiente, semejante compenetración sólo puede producirse sobre la base de una afinidad de naturalezas. Anda a la greña con la emigración polaca por mi causa. Aprovecha todas las ventajas de su situación en París y de su creciente prestigio dentro del beau monde intelectual para respaldarme. Recorre los editores con mis textos. Me ha conseguido ya unos cuantos partidarios, y nada mediocres. Consideración, sí, de acuerdo, incluso admiración…, al fin y al cabo lo comprendo (homo sum)…, pero ¿todo este trabajo para mí?, ¿que la admiración no se limita a admirar…? No me parece extraño que él absorba y asimile con tanta facilidad mi facilidad…, él es todo facilidad, no se alza ni se agita como un río ante un obstáculo, sino que fluye vivaz en una secreta alianza con su cauce, no destroza, se filtra, penetra, se moldea según los obstáculos…, casi baila con las dificultades. Pues bien, yo en cierta medida también soy un bailarín y me es muy propia esta perversión (la de abordar con «facilidad» lo «difícil»), supongo que es una de la bases de mi capacidad literaria. Pero lo que me extraña es que Jeleński también haya sabido llegar hasta mi dificultad, hasta mi dureza; nuestras relaciones no se reducen con toda seguridad solamente al baile, y él me comprende como muy pocos, precisamente donde soy más doloroso. Mis contactos con él se limitan exclusivamente a un intercambio de cartas, jamás lo he visto con mis propios ojos, y por otra parte estas cartas son generalmente apresuradas y concretas; sin embargo, sé con seguridad que en nuestra relación no hay nada de sentimentalonas carantoñas espirituales, que es una relación severa, intensa y tensa a la vez, y mortalmente seria en su propia esencia. A veces asocio a Jeleński (que al parecer es un refinado hombre de mundo) con la proletaria sencillez de un soldado…, es decir, tengo la sensación de que su facilidad es la facilidad ante la lucha, ante la muerte… Que ambos somos, como soldados en las trincheras, al mismo tiempo fútiles y trágicos.

Jueves

Un montón de periódicos de Polonia enviados por Giedroy. Nowa Kultura, Życie Literackie, PrzeglądKulturalny, Po prostu… Los hojeo. Hombres nuevos. Apellidos desconocidos: Lapter, Bartelski, Toeplitz, Bratny, ¿quiénes son? Críticas de libros de los que no sé nada, comentarios sobre acontecimientos por mí ignorados, aforismos con alusiones incomprensibles, conflictos y luchas en los que no me oriento: es como si en medio de la noche me acercara furtivamente a las murallas de un gran campamento y captara sus voces indistintas. ¿Qué bullicio es éste? Tiempo atrás, en Polonia, fui como un extranjero porque mi literatura era exótica y se la rechazaba, hoy de nuevo vagabundeo por la periferia. Hojeo estos periódicos y me gustaría saber qué es lo que de verdad les pasa allí. La provisionalidad de lo que escriben es indudable: no he pillado ni un texto, ni un autor de los que pueda decirse que aquí comienza un trabajo del espíritu esencial, decidido, consciente, no oportunista, trabajo pensado a largo plazo. Pero no se trata de lo que escriben. Quisiera mirar por dentro de sus cabezas: ¿qué piensan? Comprender qué les ha ocurrido. ¿Es posible ahogar la palabra hasta el punto de que ésta no deje traslucir nada? En estas columnas no demasiado interesantes encuentro un montón de balances con ocasión del décimo aniversario de la Polonia Popular, unos balances como de cualquier otra producción: pasan cuentas de sus volúmenes de poesía y del rendimiento de la fábrica de prosa. ¿Y si yo les hiciera el balance del decenio desde aquí, a tientas, casi a ciegas, escuchando no sus palabras, sino su voz?

Viernes

Constatemos de entrada que ellos han pasado por dos enormes experiencias: la guerra y la revolución. Y digamos que sólo pueden ser alguien, significar o crear algo hoy, en la medida en que llevan estas experiencias en la sangre. Ya que han dejado de ser hombres del año 1938, son modelo 1956. Si tras perder aquella realidad, no han asimilado suficientemente la nueva, si no son con suficiente intensidad ni una cosa ni la otra, ¿qué son entonces? No son nada. A mí me parece justamente que ellos no han vivido su vida. Su no haber vivido la guerra. —Alguien cita en estos periódicos a Adolf Rudnicki[57], quien habría dicho que la literatura de la Polonia de la postguerra no ha sido capaz de agotar debidamente la temática de la guerra, que de ese abismo infernal no se ha extraído todo lo que sobre el hombre se podría extraer. Es verdad que se ha extraído poco. Pero ¿acaso sirve el infierno para ser explotado? Estos escritores, entre otros y sobre todo Rudnicki, se pusieron a hablar de los cuerpos torturados creyendo que la inmensidad del sufrimiento les proveería de alguna verdad, alguna moral, o al menos de un saber nuevo sobre nuestros límites. Pero han encontrado bien pocos elementos que hayan resultado fecundos y creativos. Han descubierto, como Borowski, que somos infinitamente ruines. Pero, si todos somos ruines, nadie es ruin, este calificativo deshonra sólo cuando sirve para diferenciar a un hombre de otro. Han descubierto que la cultura, la de los estetas e intelectuales, no es más que espuma: vaya revelación antediluviana, por lo demás bastante infantil. Al describir lo inhumano, clamaban en un tono moralista por la humanidad (Andrzejewski), pero semejantes sermones sacerdotales no cambian nada ni en la persona que los pronuncia ni en los oyentes. Hay un contraste vergonzoso entre la montaña de cuerpos sangrantes y el endeble comentario que, en realidad, a pesar de abundar en signos de exclamación, no ha sabido inventar nada más que los pia desideria contenidos ya en las declaraciones del Santo Padre, a saber, que los hombres no deberían ser malos, sino buenos. Proust supo encontrar más en su magdalena, en su sirvienta y en sus condes que ellos en los crematorios que humearon durante años. Y no es de extrañar que al final este humo acerbo se les haya convertido en el incienso para la nueva dictadura, con el que inciensaban su liberación en el nuevo régimen estalinista (olvidando los humos de Kolyma). El infierno ha quedado domado e incorporado en el constructivo trabajo político.

No creo en absoluto que su impotencia artística ante la guerra fuera algo vergonzoso; al contrario, era de prever. ¿Por qué ocurre que un soldado va al frente, vive atrocidades, se vuelve atroz él mismo, y luego regresa a la vida civil como si nada…, exactamente igual que antes de salir a la guerra? A veces hay dosis demasiado fuertes. A éstas el organismo ya no las acepta. Por eso, si yo fuera camarada-presidente de su Unión de Escritores, en estos días de la postguerra, recomendaría una prudencia excepcional en tratar los temas demoníacos, demasiado gigantescos, o al menos una excepcional astucia. Si Proust extrajo más de los condes es porque entre los condes podía moverse y sentirse a sus anchas, y la magdalena tampoco lo superaba, pero esos cuatro millones de judíos asesinados, ¡es el Himalaya! Prohibiría esta ingenuidad típicamente polaca que cree que sólo en las cumbres hay algo por descubrir. En las cumbres no hay nada, nieve, hielo y rocas, en cambio hay mucho por ver en el propio jardín. Cuando te acercas con la pluma en la mano a las montañas de sufrimiento de millones de seres, te invade el miedo, el respeto, el horror, la pluma te tiembla en la mano, y tus labios no son capaces de emitir más que un gemido. Pero con gemidos no se hace literatura. Ni con el vacío a la manera de Borowski. Ni tampoco con la «conciencia» al estilo del cura Andrzejewski. Obviamente, todo esto no concierne sólo a la literatura. Tampoco un intelectual medio polaco ha sido capaz de vivir la guerra hasta el fondo. Pero en estas condiciones, la única actitud honesta ante el asunto sería no esforzarse por vivir algo que no se puede vivir, sino precisamente preguntar por qué semejante vivencia nos resulta inaccesible. Porque el polaco no ha experimentado la guerra. Ha experimentado únicamente el hecho de que a la guerra no se la puede experimentar —quiero decir experimentarla plenamente, agotarla como experiencia—, y el hecho de que con la paz vuelve inmediatamente la otra dimensión, la normal. Este planteamiento tendría al menos la ventaja de no paralizarlos en tiempo de paz en el sentido intelectual, moral y sentimental; conociendo la capacidad de su propia naturaleza, esos hombres encontrarían más fácilmente su equilibrio. Sin embargo, su actitud ante la guerra ha sido falseada. El problema ha sido abordado de manera convencional: se trató de una «gran» experiencia, así pues, hay que extraer de ella una gran conmoción y una gran lección. El que no las extraiga, es ruin. Como nadie ha podido extraerlas, todos se han sentido ruines, y cuando se han sentido ruines, han caído en la frivolidad. Y, sin embargo, se les podía haber dicho: debes saber que la guerra no es ni un ápice más terrible de lo que ocurre en tu jardín un día apacible. Si sabes lo que ocurre en el mundo, en la vida, ¿por qué te horroriza aquello? Y si no lo sabes, ¿por qué insistes en adivinar

precisamente este conocimiento sobre la guerra? No deben entenderse estos comentarios como expresión de cinismo; lo que aquí se desea constatar es que existen fenómenos a los que resulta imposible acceder por la vía más corta; sólo nos podemos aproximar a ellos a través del mundo entero y a través de la naturaleza humana en sus aspectos más fundamentales. Su no haber vivido la revolución. —Entonces, ¿qué es lo que la guerra ha aportado a su conciencia? ¿Qué es lo que ha sido formulado? Alguna idea suelta sobre el «horror» y un poco de pathos cojo y moralizante. En realidad, el final de la guerra les sorprendió derrumbados, atontados y vacíos. Todavía eran capaces de emprender diversas acciones colectivas, participaban en organizaciones, pero era porque se agarraban a cualquier cosa para sobrevivir, para moverse, les agitaba el instinto de luchar y de vivir, pero estaban aturdidos. Y en este vacío interior cayó el marxismo. Me imagino que el marxismo cayó en ellos antes de que consiguieran encontrarse del todo a sí mismos, es decir, a sí mismos como eran antes de la guerra. Por eso pienso que ellos no han vivido la revolución, porque no tenían con qué vivirla. Si el marxismo se hubiese introducido en Polonia paulatinamente, por sí solo, venciendo la resistencia…, pero le fue impuesto al país, del mismo modo que se deja caer una jaula sobre unos pájaros aturdidos, o como se le pone la ropa a un hombre desnudo. Desde el momento en que se encontraron en la jaula, toda discusión polaca con la revolución se volvió imposible. Lo cual es igualmente aplicable al diálogo secreto del alma individual con el marxismo, puesto que el polaco no estaba en absoluto preparado para oponer resistencia a esta presión. Nuestra cultura era individualista sólo en apariencia. ¿Cuándo el individualismo ha significado para el polaco algo más que desenfreno? ¿Acaso en alguna ocasión ha resplandecido como virtud, como el difícil deber de la fidelidad para consigo mismo? ¿Cómo pudieron oponerse con eficacia a Marx unas almas educadas con Mickiewicz, Sienkiewicz y Żeromski? Una vez atados, ya era demasiado tarde para poder organizar un consciente individualismo polaco, de modo que ellos, desarmados intelectualmente, inseguros de su razón moral, luchando en soledad —aunque más bien se debatían desordenadamente que luchaban—, rechazaban el marxismo, no tomaban conciencia de él. La conclusión paradójica es que en los países burgueses de Occidente, en Francia o en Italia, el marxismo es vivido de manera infinitamente más profunda. En cambio, en Polonia no es más que un sistema social en el que se vive, pero que no se vive. Polonia, uno de los países menos marxistas del mundo.

Miércoles

Vuelvo a esos periódicos de Polonia que están aquí en el estante; en mi opinión esa gente, allá, en Polonia, apenas existe…, existe sólo hasta cierto punto…, con una existencia pálida y preliminar. Para que esto no parezca infundado, he aquí algunos síntomas característicos de esa su existencia incompleta en la nueva realidad. ¿Cómo han vivido la experiencia proletaria? Me refiero a la intelligentsia. Al fin y al cabo el proletariado ha salido de improviso a escena y además en el papel principal; de modo que el representante de la intelligentsia debería sentir, aunque fuera por miedo, esta presencia con más fuerza… Por supuesto que en sus periódicos el proletario es exactamente igual que en los carteles: robusto y radiante. Si antes de la guerra nuestras «altas esferas», tan amenazadas por esa infinita y salvaje inferioridad existente en Polonia, no supieron hacer en este sentido nada más aparte de emborronar papel con ideas filantrópicas, propósitos de activistas sociales y utopías al estilo de Żeromski, ahora la actitud de la intelligentsia ante el pueblo se ha vuelto humilde y se ha revestido con los lugares comunes oficiales. Es comprensible. Es lógico. Pero… ¿y extraoficialmente? En su poesía, en su metáfora, en el lenguaje, en el modo, o más bien en el tono de su pensar, busco los ecos de una intensa vivencia de la inferioridad en tanto que fuerza creadora; pues si esta vivencia habitase en ellos, tendría que manifestarse de algún modo. Pero no. Es como si su imaginación se hubiese dormido. Su incapacidad de percibir el pueblo, ni siquiera su belleza y su poesía (lo único que les es accesible). ¡Resulta increíble, y hasta escandaloso! La revolución ha falseado y ha trivializado sus relaciones con el proletariado, reduciéndolas a una «colaboración constructiva», cuando en realidad se trata de una trágica, aunque creativa, lucha entre dos potencias. Según la doctrina revolucionaria, ¿qué debe hacer el intelectual con el obrero, con el campesino? ¿Construir conjuntamente una fábrica? ¿Iluminarlo? ¿Crear el frente común del partido? Pero la colaboración técnica no tiene nada que ver con el contacto personal…; justamente en semejante contacto personal se producirán de inmediato malentendidos, aversión, desconfianza, repulsión, miedo; estallará un conflicto, porque estos dos niveles de

la conciencia —el superior y el inferior— son ajenos el uno al otro y hostiles, y la superioridad sólo puede entrar en contacto, unirse con la inferioridad, a través de la violencia y de la lucha. Pues bien, en mi opinión, jamás el contacto entre la intelligentsia polaca y las capas inferiores fue tan impersonal —tan puramente técnico—, es decir, muerto; es decir, espiritualmente estéril. Repito: no aludo a su pensamiento oficial, a lo que escriben bajo dictado. Afirmo que ni siquiera a escondidas se les ocurren semejantes pensamientos. ¿Quién de ellos, con su cansancio encima, quedará deslumbrado por la belleza de semejante conflicto de esferas? ¿Quién pensará que es maravilloso que la conciencia superior se eche encima de la inferior como un ave de rapiña? ¿O tal vez, más maravilloso aún, que la inferioridad ejerza violencia sobre la superioridad? Tras vencer la abominación que siento por la poesía rimada, he leído sus poemas y me he visto hundido en un aburrimiento constructivo; no he encontrado un solo detalle que me llevara al campo de estas tensiones. Tomemos nota, pues: en la Polonia Popular nadie vive de verdad y personalmente la presencia del pueblo. Se han hartado del proletariado. Han perdido la sensibilidad.

Viernes

Hoy se ha sentado a mi mesa en el café un tipo lascivo, y me ha estado contando que quiere poseer a una niña de doce años y que ella también querría…, y se ha puesto a maldecir a la autoridad, el estado, el sistema social, la ley, los curas, la civilización y la cultura. Los maldecía en voz queda, con tristeza y melancolía, hurgándose con un dedo sucio en la oreja y mirando al techo. Cena en el Crillón con Rodríguez Feo. También estaban presentes Virgilio y Humberto. Rodríguez Feo es redactor de una buena revista literaria mensual, El Ciclón, de La Habana. Está de visita. Todos son cubanos. ¡Una especie bien extraña! Son inteligentes y siempre están al día, sólo que no están hechos de arcilla, sino de agua. Una fluidez móvil, centelleante y escurridiza. Mientras volvía a casa pensaba en Polonia y en mis colegas escritores polacos. A veces me parece que debería pensar en ellos con mayor modestia. Y sin embargo, la seguridad de que yo soy más que ellos… no permite ninguna clase de

concesiones. Lo que decide la jerarquía entre nosotros no es el talento, la inteligencia o los valores morales, sino sobre todo esto: una existencia más fuerte y más real. Soy solo. Por eso soy más.

Domingo

Leyendo su prensa me irrita que en el campo del arte también se han demostrado torpes. Es sorprendente que, aunque la revolución haya sacudido los fundamentos de su existencia, en estas revistas literarias nada ha cambiado. El mundo se ha venido abajo, pero el mundillo artístico ha quedado intacto. Aquí está el mismo Parnaso de medio pelo tal como estaba antes de la guerra; sólo su color es diferente. Consideraciones profundas sobre la «Esencia de la poesía» o sobre la pintura; concursos, premios, críticas…, y éste es un «prosista de primera» y aquél un «poeta eminente». Es enervante ver cómo, tras un terremoto en tu casa, sólo ha quedado lo más mediocre y menos sólido. ¿Qué es lo que se podía esperar de la revolución (si hubiese sido vivida de verdad)? Al menos que se produjera algún corto circuito con la realidad, que, aunque sólo fuese por un momento, tuvieran que mirar esta Medusa a los ojos. Es un hecho (es decir, una potencia inexorable ante la cual debemos inclinarnos) que la poesía no se lee. Que casi nadie es capaz de distinguir un cuadro bueno de uno malo. Que estas carreras de caballos, disculpen, de esos acalorados pianistas u otros virtuosos que compiten por el primer puesto tienen exactamente tanto que ver con el arte como las carreras de caballos. Que los museos son algo archimuerto y producen dolor de cabeza. No es mi propósito llegar hoy a las raíces de estos absurdos, me limito a mencionarlos. ¿Acaso no podíamos esperar que todas estas ficciones, ridiculeces y tonterías del arte quedaran cuestionadas por la revolución, que ellos fueran a construir la estética sobre los hechos y no sobre las ilusiones, los convencionalismos y las tradiciones? ¿Cómo se puede consentir, por ejemplo, el hecho de que Wyspiański sea proclamado nuestro dramaturgo y poeta nacional, si en la nación no hay ni cien personas que conozcan mal que bien su obra? ¿Cómo puede afirmarse que

Słbwacki o Mickiewicz encantan, cuando no es así? ¿Por qué decís que Kasprowicz vive entre vosotros, si sólo lo conocéis de los catálogos de las bibliotecas? Podría parecer que donde el sentido social del arte es puesto en primer plano, semejantes preguntas deberían ser planteadas. Sin embargo, siguen siendo consideradas indecentes. Si en Polonia se publicara mi artículo «Contra los poetas» aparecido en Kultura, se convertiría en un texto verdaderamente revolucionario, aunque de hecho semejante revolución debía haber sido llevada a cabo hace tiempo por vuestra revolución. Se debía haber abordado el arte con brutalidad, destruir sus mitos, revisar ese lenguaje insoportablemente arcaico de sus acólitos y glosadores, consolidarlo en lo que es; entonces sí que se podría avanzar un poco. Me preguntáis confusos por dónde hay que empezar. Pues es muy sencillo. Dejad de mentir afirmando que «el arte encanta», decid, de acuerdo con la verdad, que, aunque a veces el arte puede encantarnos, son sobre todo los hombres quienes se obligan mutuamente a que el arte los encante. ¿Se obligan? ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Para qué? En otra ocasión ya he hablado de ello, pero fijaos que el mismo planteamiento del asunto ya os arranca del círculo de la falsa adoración, de los valores ficticios y de la liturgia anacrónica. ¿Acaso la revolución no ha creado el clima para semejante realismo? Y éste, ¿acaso no está de acuerdo con el espíritu del marxismo? No me refiero a la estrafalaria teoría marxista del arte, sino precisamente al espíritu; al fin y al cabo semejante planteamiento, absolutamente dialéctico, os muestra la experiencia artística como algo que se crea «entre» los hombres… Para el polaco, semejante realismo constituiría una gran conquista, crearía nuestra propia postura ante el arte, nos diferenciaría de Occidente, nos conduciría a una estética más acorde no solamente con la vida, sino también con nuestro carácter. En lugar de esto, ¿qué se ha hecho? No se ha hecho nada. Se ha exigido que el arte sea «para las masas», lo cual equivale a exigirle que sea llano. Se le ha exigido que sea para las masas, pero no se ha reformado la postura de las masas ante el arte. Este sigue siendo «encantador». Se ha burocratizado al artista, dejando intacto su sacerdocio al igual que toda esa iglesia suya con sus ritos. Más aún. Se ha añadido otro absurdo más y bastante considerable. En las sociedades occidentales, un burgués con bachillerato se cree capaz de asimilar una fuga de Bach o un lienzo de Rafael. Pero la Democracia Popular considera que un palurdo del campo o un obrero, al tener «las almas sensibles a la belleza», también pueden identificarse con una sonata de Chopin: así que se los lleva al concierto y, durante esa sesión cultural, «viven» la música, del mismo modo que se «viven» allí todas las demás cosas, ni un poco más. ¡Qué farsa!

Ya sé, ya comprendo que en la época en que reinaba Zhdanov no había nada que hacer. Pero hasta hoy no veo ningún indicio que indique ni siquiera la posibilidad de una revisión semejante.

Lunes

Giedroyć me manda un nuevo montón de revistas; éstas ya son de los últimos meses, marzo y abril. Después del discurso del camarada Jruschov y las revelaciones del XX Congreso: nueva etapa y cambio de rumbo. Están felices y orgullosos. Pero esos artículos, versos, cartas al director, comentarios, parecen de nuevo estar escritos por la misma persona. Las diferencias son insignificantes. Reina incondicionalmente un único tema: el XX Congreso y el nuevo rumbo. Ante todo salta a la vista el hecho de que ellos siempre son esclavos de un solo tema. Un tema no surge allí espontáneamente, nadie da con él por su propia cuenta, no lo crea, no lo descubre, sino que siempre es un tema impuesto. No obstante, resulta conmovedor ver cómo se alegran con la porción de vida que les ha sido otorgada. Pero por lo que se refiere a los escasos hombres en Polonia que quieren vivir en serio, y quisieran tal vez realizar algo universalmente importante, es decir, algo no a escala local, sino a la medida mundial…, éstos deberán responder con una sonrisa irónica a la fiesta y al baile de la libertad concedida.

Martes

He leído lo que escribí más arriba acerca del proletariado y del arte. Qué poco convincente resultará este texto para quienes no me comprenden, a quienes se les escapa mi sentido. Y son legión. Ojalá tengan el oído suficientemente

desarrollado para advertirles que no se trata de unos caprichos fugaces, sino más bien de indicar un camino difícil, difícil porque no va por las nubes, sino por la tierra firme. Vuelvo a mi punto de partida: ellos no han vivido su vida. Sí, por eso es por lo que yo me muestro ante ellos tan altivo, tan arrogante, tan desdeñoso: sencillamente no puedo admitir que esa gente esté a mi altura. Pues bien, teniendo en cuenta que sobre mí no ha caído ni la décima parte de lo que ellos experimentaron, y que, mientras ellos se desangraban, yo vagaba por los cafés de Buenos Aires, reconozco que semejante sentimiento no es muy correcto. Seguramente serían más indicadas la humildad y la admiración. Y sin embargo, este frío menosprecio que llevo en mí es tan fuerte, que no lo puedo ocultar en este diario, donde no me gustaría mentir demasiado. ¿Cómo me atrevo a menospreciarlos? ¿Menospreciarlos de una manera tan cruel, que hasta el dolor y la derrota de esta gente, que al fin y al cabo me es muy próxima, se me vuelven menos importantes? No sé explicármelo si no por el hecho de que percibo su existencia con menos fuerza…, no, no es a causa de la distancia ni de los años que nos separan. Han dejado de ser alguien para mí. Han dejado de ser lo que eran, y en cambio no se han concretado suficientemente en su nueva existencia. Son confusos. Borrosos. Incompletos. Embrionarios. ¿Comunismo? ¿Anticomunismo? No, dejemos eso de momento. No se trata de que seáis comunistas o anti…, se trata de que simplemente seáis. Ser: éste es el postulado mínimo que propongo a la intelligentsia polaca, a la conciencia polaca. Tendréis que esforzaros bastante en los próximos años para pasar de la semiexistencia a la existencia, y no se sabe si os saldrá bien. Mientras tanto, amigos, vuestra vida, igual que vuestra muerte, no tendrán pleno valor. Y este derecho a la vida y a la muerte lo tendrá que conquistar cada uno de vosotros por su propia cuenta. Unas observaciones sueltas más en relación con esta lectura de los periódicos. Su imaginación. —Es más pura que antes de la guerra. Han quedado extrañamente purificados. Su imaginación ha dejado de ser una expresión de sibaritarismo, se ha dirigido hacia el esfuerzo y la lucha. Está más esencialmente unida a la energía. Y la sana corriente de la imaginación primitiva, de la que hoy están más próximos, les ha purificado de numerosas distorsiones, excentricidades e histerias.

Antes de la guerra, en Polonia había bastante gente que vivía una vida suavizada: la nobleza terrateniente, la burguesía. Por eso se desahogaban en la imaginación, una imaginación no suficientemente disciplinada, por tanto sucia…, soñadores. En la Polonia de hoy ya no lo son. Y no hay que buscar la causa en el marxismo, sino en la miseria. Su imaginación es más pulcra, pero también pobre. Su pobreza tampoco es consecuencia del sistema social, de las prohibiciones y directrices, sino que está relacionada con una pauperización general. Cuando desaparezcan las prohibiciones, el país quedará con la imaginación vaciada, meterá la mano en el bolsillo y lo encontrará vacío. Su moralidad. —Tienen la boca llena de moral. Sin cesar. Por tanto, ¿quién puede creer en su moral? En mi opinión, su moral es inversamente proporcional a su verborrea. La moral de la vida pública, ¿está allí siempre sobre el tapete? Pues supongo que en este campo deben ser unos cínicos de mucho cuidado. Sin embargo, en las relaciones personales, familiares, etcétera, allí donde es posible cierta discreción, seguro que son buena gente. Su belleza. — ¿Qué tipo de belleza desean para sí mismos? ¿Qué plumaje? ¿Qué adorno? ¿Qué poesía, qué fascinación buscan para embellecer su existencia, excesivamente gris? Es una pregunta difícil. Su belleza oficial es la belleza de la lucha por un nuevo orden, pero esta belleza ha sido allí racionalizada y demasiado identificada con la virtud, lo cual le quita vitalidad. Abundan en bellas virtudes, como la Iglesia católica. Pero ¿dónde están sus hermosos pecados? Si su imaginación no se ha reducido a cero, se puede suponer que más allá de la poesía oficial se crea a escondidas otra poesía, la privada, que es la poesía de la anarquía. Su modestia. —Estos literatos son extraordinariamente modestos. Su modestia constituye su savoir vivre. Consiste en ocultar el orgullo. No es más que una medida de prudencia para no provocar la furia de nadie contra uno mismo. En literatura, semejante modestia no puede servir de nada. El orgullo, la altanería, la ambición son elementos que no se pueden eliminar del escribir, porque constituyen su motor. Hay que ponerlos en evidencia. Sólo entonces se los podrá civilizar.

ANEXO

Contra los poetas

SERÍA más delicado por mi parte no turbar uno de los pocos rituales que aún nos quedan. Aunque hemos llegado a dudar de casi todo, seguimos practicando el culto a la Poesía y a los Poetas, y es probablemente la única Deidad que no nos avergonzamos de adorar con gran pompa, con profundas reverencias y con voz altisonante… ¡Ah, Shelley! ¡Ah, Słowacki! ¡Ah, la palabra del Poeta, la misión del Poeta y el alma del Poeta! Y sin embargo, me veo obligado a abalanzarme sobre estas oraciones y, en la medida de mis posibilidades, estropear este ritual en nombre…, sencillamente en nombre de una rabia elemental que despierta en nosotros cualquier error de estilo, cualquier falsedad, cualquier huida de la realidad. Pero ya que emprendo la lucha contra un campo particularmente ensalzado, casi celestial, debo cuidar de no elevarme yo mismo como un globo y de no perder la tierra firme bajo mis pies. Supongo que la tesis del presente ensayo: que a casi nadie le gustan los versos y que el mundo de la poesía en verso es un mundo ficticio y falseado, puede parecer tan atrevida como poco seria. Y sin embargo, yo me planto ante vosotros y declaro que a mí los versos no me gustan en absoluto y hasta me aburren. Me diréis quizá que soy un pobre ignorante. Pero, por otra parte, llevo mucho tiempo trabajando en el arte y su lenguaje no me resulta del todo ajeno. Tampoco podéis utilizar contra mí vuestro argumento preferido afirmando que no poseo sensibilidad poética, porque precisamente la poseo y en gran cantidad, y cuando la poesía se me aparece no en los versos, sino mezclada con otros elementos más prosaicos, por ejemplo, en los dramas de Shakespeare, en la prosa de Dostoyevski o Pascal, o sencillamente con ocasión de una corriente puesta de sol, me pongo a temblar como los demás mortales. ¿Por qué, entonces, me aburre y me cansa ese extracto farmacéutico llamado «poesía pura», sobre todo cuando aparece en forma rimada? ¿Por qué no puedo soportar ese canto monótono, siempre sublime, por qué me adormece ese ritmo y esas rimas, por qué el lenguaje de los poetas se me antoja el menos interesante de todos los lenguajes posibles, por qué esa Belleza me resulta tan poco seductora y por qué no conozco nada peor en cuanto estilo, nada más ridículo, que la manera en que los Poetas hablan de sí mismos y de su Poesía? Pero yo tal vez estaría dispuesto a reconocer una particular carencia mía en este sentido…, si no fuera por ciertos experimentos…, ciertos experimentos científicos… ¡Qué maldición para el arte, Bacon! Os aconsejo que no intentéis jamás realizar experimentos en el terreno del arte, ya que este campo no lo admite; toda

la pomposidad sobre el tema es posible sólo a condición de que nadie sea tan indiscreto como para averiguar hasta qué punto se corresponde con la realidad. Vaya cosas que veríamos si nos pusiéramos a investigar, por ejemplo, hasta qué punto una persona que se embelesa con Bach tiene derecho de embelesarse con Bach, esto es, hasta qué punto es capaz de captar algo de la música de Bach. ¿Acaso no he llegado a dar (pese a que no soy capaz de tocar en el piano ni siquiera «Arroz con leche»), y no sin éxito, dos conciertos? Conciertos que consistían en ponerme a aporrear el instrumento, tras haberme asegurado el aplauso de unos cuantos expertos que estaban al corriente de mi intriga y tras anunciar que iba a tocar música moderna. Qué suerte que aquellos que discurren sobre el arte con el grandilocuente estilo de Valéry no se rebajan a semejantes confrontaciones. Quien aborda nuestra misa estética por este lado podrá descubrir con facilidad que este reino de la aparente madurez constituye justamente el más inmaduro terreno de la humanidad, donde reina el bluff, la mistificación, el esnobismo, la falsedad y la tontería. Y será muy buena gimnasia para nuestra rígida manera de pensar imaginarnos de vez en cuando al mismo Paul Valéry como sacerdote de la Inmadurez, un cura descalzo y con pantalón corto. He realizado los siguientes experimentos: combinaba frases sueltas o fragmentos de frases, construyendo un poema absurdo, y lo leía ante un grupo de fieles admiradores como una nueva obra del vate, suscitando el arrobamiento general de dichos admiradores; o bien me ponía a interrogarles detalladamente sobre este o aquel poema, pudiendo así constatar que los «admiradores» ni siquiera lo habían leído entero. ¿Cómo es eso? ¿Admirar tanto sin siquiera leerlo hasta el final? ¿Deleitarse tanto con la «precisión matemática» de la palabra poética y no percatarse de que esta precisión está puesta radicalmente patas arriba? ¿Mostrarse tan sabihondos, extenderse tanto sobre estos temas, deleitarse con no sé qué sutilidades y matices, para al mismo tiempo cometer pecados tan graves, tan elementales? Naturalmente, después de cada uno de semejantes experimentos había grandes protestas y enfados, mientras los admiradores juraban y perjuraban que en realidad las cosas no son así…, que no obstante…; pero sus argumentos nada podían contra la dura realidad del Experimento. Me he encontrado, pues, frente al siguiente dilema: miles de hombres escriben versos; centenares de miles admiran esta poesía; grandes genios se han expresado en verso; desde tiempos inmemorables el Poeta es venerado, y ante toda esta montaña de gloria me encuentro yo con mi sospecha de que la misa poética se desenvuelve en un vacío total. Ah, si no supiera divertirme con esta situación, estaría seguramente muy aterrorizado.

A pesar de esto, mis experimentos han fortalecido mis ánimos, y ya con más valor me he puesto a buscar respuesta a esta cuestión atormentadora: ¿por qué no me gusta la poesía pura? ¿Por qué? ¿No será por las mismas razones por las que no me gusta el azúcar en estado puro? El azúcar sirve para endulzar el café y no para comerlo a cucharadas de un plato como natillas. En la poesía pura, versificada, el exceso cansa: el exceso de palabras poéticas, el exceso de metáforas, el exceso de sublimación, el exceso, por fin, de la condensación y de la depuración de todo elemento antipoético, lo cual hace que los versos se parezcan a un producto químico. El canto es una forma de expresión muy solemne… Pero he aquí que a lo largo de los siglos el número de cantores se multiplica, y estos cantores al cantar tienen que adoptar la postura de cantor, y esta postura con el tiempo se vuelve cada vez más rígida. Y un cantor excita al otro, uno consolida al otro en su obstinado y frenético canto; en fin, que ya no cantan más para las multitudes, sino que uno canta para el otro; y entre ellos, en una rivalidad constante, en un continuo perfeccionamiento del canto, surge una pirámide cuya cumbre alcanza los cielos y a la que admiramos desde abajo, desde la tierra, levantando las narices hacia arriba. Lo que iba a ser una elevación momentánea de la prosa se ha convertido en el programa, en el sistema, en la profesión, y hoy en día se es Poeta igual que se es ingeniero o médico. El poema nos ha crecido hasta alcanzar un tamaño monstruoso, y ya no lo dominamos nosotros a él, sino él a nosotros. Los poetas se han vuelto esclavos, y podríamos definir al poeta como un ser que no puede expresarse a sí mismo, porque tiene que expresar el Verso. Y, sin embargo, no puede haber probablemente en el arte cometido más importante que justamente éste: expresarse a sí mismo. Nunca deberíamos perder de vista la verdad que dice que todo estilo, toda postura definida, se forma por eliminación y en el fondo constituye un empobrecimiento. Por tanto, nunca deberíamos permitir que alguna postura redujera demasiado nuestras posibilidades convirtiéndose en una mordaza, y cuando se trata de una postura tan falsa, es más, casi pretenciosa, como la de un «cantor», con más razón deberíamos andarnos con ojo. Pero nosotros, hasta ahora, en lo que al arte se refiere, dedicamos mucho más esfuerzo y tiempo a perfeccionarnos en uno u otro estilo, en una u otra postura, que a mantener ante ellos una autonomía y libertad interiores, y a elaborar una relación adecuada entre nosotros y nuestra postura. Podría parecer que la Forma es para nosotros un valor en sí mismo, independientemente del grado en que nos enriquece o empobrece. Perfeccionamos el arte con pasión, pero no nos preocupamos demasiado por la cuestión de hasta qué punto conserva todavía algún vínculo con nosotros. Cultivamos la poesía sin prestar atención al hecho de

que lo bello no necesariamente tiene que «favorecernos». De modo que si queremos que la cultura no pierda todo contacto con el ser humano, debemos interrumpir de vez en cuando nuestra laboriosa creación y comprobar si lo que creamos nos expresa. Hay dos tipos contrapuestos de humanismo: uno, que podríamos llamar religioso, trata de echar al hombre de rodillas ante la obra de la cultura humana, nos obliga a adorar y a respetar, por ejemplo, la Música o la Poesía, o el Estado, o la Divinidad; pero la otra corriente de nuestro espíritu, más insubordinada, intenta justamente devolverle al hombre su autonomía y su libertad con respecto a estos Dioses y Musas que, al fin y al cabo, son su propia obra. En este último caso, la palabra «arte» se escribe con minúscula. Es indudable que el estilo capaz de abarcar ambas tendencias es más completo, más auténtico y refleja con más exactitud el carácter antinómico de nuestra naturaleza que el estilo que con un extremismo ciego expresa solamente uno de los polos de nuestros sentimientos. Pero, de todos los artistas, los poetas son probablemente los que con más ahínco se postran de hinojos —rezan más que los otros—, son sacerdotes par excellence y ex professio, y la Poesía así planteada se convierte sencillamente en una celebración gratuita. Justamente es esta exclusividad lo que hace que el estilo y la postura de los poetas sean tan drásticamente insuficientes, tan incompletos. Hablemos un momento más sobre el estilo. Hemos dicho que el artista debe expresarse a sí mismo. Pero, al expresarse a sí mismo, también tiene que cuidar que su manera de hablar esté acorde con su situación real en el mundo, debe expresar no solamente su actitud ante el mundo, sino también la del mundo ante él. Si siendo cobarde, adopto un tono heroico, cometo un error de estilo. Pero si me expreso como si fuera respetado y querido por todo el mundo, mientras en realidad los hombres ni me aprecian ni me tienen simpatía, también cometo un error de estilo. Si, en cambio, queremos tomar conciencia de nuestra verdadera situación en el mundo, no podemos eludir la confrontación con otras realidades diferentes de la nuestra. El hombre formado únicamente en el contacto con hombres que se le parecen, el hombre que es producto exclusivo de su propio ambiente, tendrá un estilo peor y más estrecho que el hombre que ha vivido en ambientes diferentes y ha convivido con gente diversa. Ahora bien, en los poetas irrita no sólo esa religiosidad suya, no compensada por nada, esa entrega absoluta a la Poesía, sino también su política de avestruz en relación con la realidad: porque ellos se defienden de la realidad, no quieren verla ni reconocerla, se abandonan expresamente a un estado de ofuscamiento que no es fuerza, sino debilidad. ¿Es que los poetas no crean para los poetas? ¿Es que no buscan únicamente a

sus fieles, es decir, a hombres iguales a ellos? ¿Es que estos versos no son producto exclusivo de un hombre determinado y restringido? ¿Es que no son herméticos? Obviamente, no les reprocho el que sean «difíciles», no pretendo que escriban «de manera comprensible para todos» ni que sean leídos en las casas campesinas pobres. Sería igual a pretender que voluntariamente renunciaran a los valores más esenciales, como la conciencia, la razón, una mayor sensibilidad y un conocimiento más profundo de la vida y del mundo, para bajar a un nivel medio; ¡oh, no, ningún arte que se respete lo aceptaría jamás! Quien es inteligente, sutil, sublime y profundo debe hablar de manera inteligente, sutil y profunda, y quien es refinado debe hablar de un modo refinado, porque la superioridad existe, y no para rebajarse. Por tanto, no es malo que los versos contemporáneos no sean accesibles a cualquiera, lo que sí es malo es que hayan surgido de la convivencia unilateral y restringida de unos mundos y tinos hombres idénticos. Al fin y al cabo, yo mismo soy un autor que defiende obstinadamente su propio nivel, pero al mismo tiempo (lo digo para que no se me eche en cara que practico un género que combato), mis obras ni por un momento se olvidan de que fuera de mi mundillo existen otros mundos. Y si no escribo para el pueblo, no obstante escribo como alguien amenazado por el pueblo o dependiente del pueblo, o creado por el pueblo. Tampoco se me ha pasado nunca por la cabeza adoptar una pose de «artista», de «escritor», de creador maduro y reconocido, sino que precisamente represento el papel de candidato a artista, de aquel que sólo desea ser maduro, en una incesante y encarnizada lucha con todo lo que frena mi desarrollo. Y mi arte se ha formado no en contacto con un grupo de gente afín a mí, sino precisamente en relación y en contacto con el enemigo. ¿Y los poetas? ¿Acaso puede salvarse el poema de un poeta si cae en manos no de un amigo-poeta, sino de un enemigo, un no-poeta? Como cualquier otra expresión, un poema debería ser concebido y realizado de manera que no deshonrara a su propio creador, ni siquiera en el caso de que no tuviese que gustar a nadie. Más aún, es preciso que los poemas no deshonren al creador ni siquiera en el caso de que a él mismo no le gusten. Porque ningún poeta es exclusivamente poeta, y en cada poeta vive un no-poeta que no canta y a quien no le gusta el canto…; el hombre es algo más vasto que el poeta. El estilo surgido entre los adeptos de una misma religión muere en contacto con la multitud de infieles; es incapaz de defenderse y de luchar; es incapaz de vivir una verdadera vida; es un estilo estrecho. Permitidme que os muestre la siguiente escena… Imaginémonos que en un grupo de más de diez personas una de ellas se levanta y se pone a cantar. Su canto aburre a la mayoría de los oyentes; pero el cantante no quiere darse cuenta de ello;

no, él se comporta como si encantara a todo el mundo; pretende que todos caigan de rodillas ante esa Belleza, exige un reconocimiento incondicional a su papel de Vate; y aunque nadie le da mayor importancia a su canto, él adopta una expresión como si su palabra tuviera un significado decisivo para el mundo; lleno de fe en su Misión Poética lanza anatemas, truena, se agita en un vacío; pero, es más, no quiere reconocer ante la gente ni ante sí mismo que este canto le aburre hasta a él, le atormenta y le irrita, puesto que él no se expresa de una manera desenvuelta, natural ni directa, sino en una forma heredada de otros poetas, una forma que perdió hace tiempo el contacto con la directa sensibilidad humana; y así no sólo canta la Poesía, sino que también se embelesa con la Poesía; siendo Poeta, adora la grandeza y la importancia del Poeta; no sólo pretende que los demás caigan de rodillas ante él, sino que él mismo cae de rodillas ante sí mismo. ¿No podría decirse de ese hombre que ha decidido llevar un peso excesivo sobre sus espaldas? Puesto que no sólo cree en la fuerza de la poesía, sino que se obliga a sí mismo a esta fe, no sólo se ofrece a los demás, sino que los obliga a que reciban este don divino como si fuera una hostia. En un estado espiritual tan hermético, ¿dónde puede surgir una grieta por la cual desde el exterior pudiese penetrar la vida? Y al fin y al cabo no hablamos aquí de un cantor de tercera fila, no, todo esto también se refiere a los poetas más célebres, a los mejores. Si al menos el poeta supiera tratar su canto como una pasión, o como un rito, si al menos cantara como los que tienen que cantar, aun sabiendo que cantan en el vacío. Si en lugar de un orgulloso «yo, Poeta» fuese capaz de pronunciar estas palabras con vergüenza o con temor… o hasta con repulsión… ¡Pero no! ¡El Poeta tiene que adorar al Poeta! Esta impotencia ante la realidad caracteriza de manera contundente el estilo y la postura de los poetas. Pero el hombre que huye de la realidad ya no encuentra apoyo en nada…, se convierte en juguete de los elementos. A partir del momento en que los poetas perdieron de vista al ser humano concreto para fijar la mirada en la Poesía abstracta, ya nada pudo frenarlos en la pendiente que conducía directamente al precipicio del absurdo. Todo empezó a crecer espontáneamente. La metáfora, privada de cualquier freno, se desencadenó hasta tal punto que hoy en los versos no hay más que metáforas. El lenguaje se ha vuelto ritual: esas «rosas», esos «ocasos», esas «añoranzas» o esos «dolores», que antaño poseían cierto frescor, a causa de un uso excesivo se han convertido en sonidos vacíos; y esto mismo se refiere a los más modernos «semáforos» y demás «espirales». El estrechamiento del lenguaje va acompañado del estrechamiento del estilo, lo cual ha provocado el que hoy en día los versos no sean más que una docena de «vivencias» consagradas, servidas en insistentes combinaciones de un vocabulario

mísero. A medida que el Estrechamiento se iba volviendo cada vez más Estrecho, también la Belleza no frenada por nada se volvía cada vez más Bella, la Profundidad cada vez más Profunda, la Nobleza cada vez más Noble, la Pureza cada vez más Pura. Si por un lado el verso, privado de frenos, se ha hinchado hasta alcanzar las dimensiones de un poema gigantesco (similar a una selva conocida de verdad sólo por unos cuantos exploradores), por otro lado empezó a condensarse reduciéndose a un tamaño ya demasiado sintético y homeopático. Asimismo se empezó a hacer descubrimientos y experimentos con cara de ser los únicos enterados; y, repito, ya nada es capaz de frenar esta aburrida orgía. Porque no se trata aquí de la creación de un hombre para otro hombre, sino de un rito celebrado ante un altar. Y por cada diez versos, habrá al menos uno dedicado a la adoración del Poder de la Palabra Poética o a la glorificación de la vocación del Poeta. Convengamos que estos síntomas patológicos no son propios únicamente de los poetas. En la prosa esta postura religiosa también ha hecho grandes estragos, y si tomamos por ejemplo obras como La muerte de Virgilio, de Broch, Ulises o algunas obras de Kafka, experimentaremos la misma sensación: que la «eminencia» y la «grandeza» de estas obras se realizan en el vacío, que pertenecen a estos libros que todo el mundo sabe que son grandes…, pero que de algún modo nos resultan lejanos, inaccesibles y fríos…, puesto que fueron escritos de rodillas y con el pensamiento puesto no en el lector, sino en el Arte o en otra abstracción. Esta prosa surgió del mismo espíritu que ilumina a los poetas, e indudablemente, por su esencia, es «prosa poética». Si dejamos aparte las obras y nos ocupamos de las personas de los poetas y del mundillo que estas personas crean con sus fieles y sus acólitos, nos sentiremos aún más sofocados y aplastados. Los poetas no sólo escriben para los poetas, sino que también se alaban mutuamente y mutuamente se rinden honores unos a otros. Este mundo, o mejor dicho, este mundillo, no difiere mucho de otros mundillos especializados y herméticos: los ajedrecistas consideran el ajedrez como la cumbre de la creación humana, tienen sus jerarquías, hablan de Capablanca con el mismo sentimiento religioso que los poetas de Mallarmé, y uno confirma al otro en la convicción de su propia importancia. Pero los ajedrecistas no pretenden tener un papel tan universal, y lo que después de todo se puede perdonar a los ajedrecistas, se vuelve imperdonable en el caso de los poetas. Como consecuencia de semejante aislamiento, todo aquí se hincha, y hasta los poetas mediocres se hinchan de manera apocalíptica, mientras problemas insignificantes cobran una importancia desorbitada. Recordemos, por ejemplo, las tremendas polémicas acerca del tema de las asonancias, y el tono en que se discutía esta cuestión: parecía entonces que el destino de la humanidad dependiera de si era lícito rimar de forma asonante. Es lo

que ocurre cuando el espíritu del gremio llega a dominar al espíritu universal. Otro hecho no menos vergonzoso es la cantidad de poetas. A todos los excesos mencionados más arriba, hay que añadir el exceso de vates. Estas cifras ultrademocráticas hacen explotar desde dentro la orgullosa y aristocrática fortaleza poética; realmente resulta bastante divertido verlos a todos juntos en un congreso: ¡qué multitud de seres más peculiares! Pero ¿es que el arte que se celebra en el vacío no es el terreno ideal para aquellos que justamente no son nadie, cuya personalidad vacía se desahoga encantada en esas formas limitadas? Y lo que ya es verdaderamente ridículo son esas críticas, esos articulillos, aforismos y ensayos que aparecen en la prensa sobre el tema de la poesía. Eso sí que es vanilocuencia, una vanilocuencia pomposa y tan ingenua, tan infantil, que uno no puede creer que hombres que se dedican a escribir no perciban la ridiculez de semejante publicística. Hasta ahora no han comprendido esos estilistas que de la poesía no se puede escribir en tono poético, por lo que sus gacetillas están repletas de semejantes elucubraciones poetizantes. También es muy grande la ridiculez que acompaña los recitales, concursos y manifiestos, pero supongo que no vale la pena extenderse más sobre ello. Creo haber explicado más o menos por qué la poesía en verso no me seduce. Y por qué los poetas —que se han entregado totalmente a la Poesía y han sometido a esta Institución toda su existencia, olvidándose de la existencia del hombre concreto y cerrando los ojos a la realidad— se encuentran (desde hace siglos) en una situación catastrófica. A pesar de las apariencias de triunfo. A pesar de toda la pompa de esta ceremonia. Pero aún tengo que refutar cierta acusación. El simplismo inusitado con que se defienden los poetas (por lo general, hombres nada tontos, aunque ingenuos) cuando se ataca su arte, sólo se puede explicar por una ceguera voluntaria. Muchos de ellos buscan salvarse argumentando que escriben versos por placer, como si todo su comportamiento no desmintiese semejante afirmación. Los hay que sostienen con toda seriedad que escriben para el pueblo y que sus rebuscados jeroglíficos constituyen el alimento espiritual de las almas sencillas. No obstante, todos creen con firmeza en la resonancia social de la poesía, y desde luego les será difícil comprender cómo se les puede atacar desde este lado. Dirán: — ¡Cómo! ¿Acaso puede usted dudar? ¿Es que no ve usted las multitudes que asisten a nuestros recitales? ¿La cantidad de ediciones que consiguen nuestros volúmenes? ¿Los estudios, los artículos, las disertaciones publicados sobre nosotros? ¿La admiración que rodea a los poetas

famosos? Es usted precisamente quien no quiere ver las cosas como son… ¿Qué les contestaré? Que todo esto no son más que ilusiones. Es cierto que a los recitales van multitudes, pero también es cierto que incluso un oyente muy culto no es capaz en absoluto de comprender un poema declamado en un recital. Cuántas veces he asistido a estas aburridas sesiones, en que se recitaba un poema tras otro, cuando cada uno de ellos tendría que ser leído con la máxima atención al menos tres veces para poder descifrar por encima su contenido. En cuanto a las ediciones, sabemos que se compran miles de libros para no ser leídos jamás. Sobre la poesía escriben, como ya hemos dicho, los poetas. ¿Y la admiración? ¿Es que los caballos en las carreras no despiertan todavía más interés? Pero ¿qué tiene que ver la afición deportiva con que asistamos a toda clase de rivalidades y todas las ambiciones —nacionales u otras— que acompañan a estas carreras, qué tiene que ver todo esto con una auténtica emoción artística? Sin embargo, semejante respuesta, aunque justa, no sería suficiente. El problema de nuestra convivencia con el arte es mucho más profundo y difícil. Y es indudable, al menos a mi parecer, que si queremos entender algo de él, debemos romper totalmente con esta idea demasiado fácil de que «el arte nos encanta» y que «nos deleitamos con el arte». No, el arte nos encanta sólo hasta cierto punto, mientras que los placeres que nos proporciona son más bien dudosos… Y ¿acaso puede ser de otra manera, si la convivencia con el gran arte es una convivencia con hombres maduros, de horizontes más vastos y sentimientos más fuertes? No nos deleitamos, más bien tratamos de deleitarnos…, y no comprendemos…, sino que tratamos de comprender… Qué superficial es el pensamiento para el cual este fenómeno complicado se reduce a una simple fórmula: el arte encanta porque es bello. —Oh, hay tantos esnobs…, pero yo no soy un esnob, yo reconozco con franqueza cuando algo no me gusta —dice esta ingenuidad y le parece que con esto todo queda arreglado. Sin embargo, podemos percibir aquí claramente unos factores que no tienen nada que ver con la estética, ¿Pensáis que si en la escuela no nos hubiesen obligado a extasiarnos con el arte, tendríamos por él, más tarde, tanta admiración, una admiración que nos viene dada? ¿Creéis que si toda nuestra organización cultural no nos impusiera el arte, nos interesaríamos tanto por él? ¿No será nuestra necesidad de mito, de adoración, lo que se desahoga en esta admiración nuestra, y no será que al adorar a los superiores, nos ensalzamos a nosotros mismos? Pero

ante todo, estos sentimientos de admiración y de éxtasis, ¿surgen «de nosotros» o «entre nosotros»? Si en un concierto estalla una salva de aplausos, eso no quiere decir en absoluto que cada uno de los que aplauden esté entusiasmado. Un tímido aplauso provoca otro, se excitan mutuamente, hasta que por fin se crea una situación en que cada uno tiene que adaptarse interiormente a esta locura colectiva. Todos «se comportan» como si estuvieran entusiasmados, aunque «verdaderamente» nadie está entusiasmado, al menos no hasta tal punto. Sería, pues, un error, una ingenuidad lastimosa, pretender que la poesía, o cualquier otro arte, fuera, sencillamente, fuente de placer humano. Y si desde este punto de vista observamos el mundo de los poetas y de sus admiradores, entonces todos sus absurdos y ridiculeces parecerán justificados: pues al parecer tiene que ser así, y está acorde con el orden natural de las cosas, que el arte, igual que el entusiasmo que despierta, sea más bien producto del espíritu colectivo que no una reacción espontánea del individuo. Y, sin embargo, no. Sin embargo, tampoco este planteamiento logrará salvar a los poetas, ni proporcionar los colores de la vida y de la realidad a su poesía. Porque si la realidad es precisamente así, ellos no se dan cuenta. Para ellos todo sucede de una manera simple: el cantante canta, y el oyente, entusiasmado, escucha. Está claro que si fuesen capaces de reconocer estas verdades y sacar de ellas todas sus consecuencias, tendría que cambiar radicalmente su misma actitud hacia el canto. Pero podéis estar tranquilos: jamás nada cambiará entre los poetas. Y no os hagáis ilusiones de que ante estas fuerzas colectivas que nos falsean nuestra percepción individual muestren una voluntad de resistencia al menos para que el arte no sea una ficción y una ceremonia, sino una verdadera coexistencia del hombre con el hombre. ¡No, estos monjes prefieren postrarse! ¿Monjes? Eso no quiere decir que yo sea adversario de Dios o de sus numerosas órdenes religiosas. Pero incluso la religión muere desde el momento en que se convierte en un rito. Realmente, sacrificamos con demasiada facilidad en estos altares la autenticidad y la importancia de nuestra existencia.

Sienkiewicz

ESTOY leyendo a Sienkiewicz. Una lectura atormentadora. Decimos: es bastante malo, y seguimos leyendo. Constatamos: es una lectura barata, y no podemos dejarla. Gritamos: ¡Es una ópera insoportable!, y continuamos leyendo, fascinados. ¡Qué genio tan poderoso!, ¡probablemente nunca ha habido un escritor tan eximio de segunda fila! Es un Homero de segunda categoría, un Dumas padre de primera clase. También es difícil encontrar en la historia de la literatura otro ejemplo de un encantamiento similar sobre una nación y de una influencia más mágica en la imaginación de las masas. Sienkiewicz, este mago y sector, nos metió en la cabeza a Kmicic con Wołodyjowski, y a su señoría el Gran Hetman[58], y la taponó. Desde entonces, al polaco no le ha podido gustar ninguna otra cosa, nada que fuese antisienkiewicziano o asienkiewicziano. Este taponamiento de nuestra imaginación ha hecho que hayamos vivido nuestro siglo como si estuviéramos en otro planeta y que muy poco del pensamiento contemporáneo se filtrara en nosotros. ¿Exagero? Si la historia de la literatura tomara por criterio la influencia del arte en la gente, Sienkiewicz (este demonio, esta catástrofe de nuestra razón, este destructor) debería ocupar en ella cinco veces más lugar que Mickiewicz. ¿Quién leía a Mickiewicz por su propia voluntad, quién conocía a Słowacki, Krasiński, Przybyszewski, Wyspiański…? ¿Era algo más que una literatura impuesta, una literatura obligatoria? Pero Sienkiewicz es el vino con el que realmente nos embriagábamos al compás de los latidos de nuestros corazones…; se hablara con quien se hablara, con un médico, con un obrero, con un profesor, con un terrateniente, con un funcionario, siempre se topaba con Sienkiewicz, con Sienkiewicz como el más íntimo y definitivo secreto del «gusto polaco», como el sueño polaco de la belleza. A menudo se trataba de un Sienkiewicz enmascarado —o sólo inconfesado, tímidamente oculto, incluso a veces olvidado—, pero siempre era Sienkiewicz. ¿Por qué después de Sienkiewicz se ha seguido escribiendo y publicando libros si ya no eran libros de Sienkiewicz? Para comprender nuestro romance secreto (secreto por comprometedor) con Sienkiewicz, hay que abordar una cuestión drástica, a saber, el problema de «la creación de la belleza». Ser bella, atractiva y seductora, no es únicamente deseo de la mujer; es posible que cuanto más débil y más amenazada sea una nación, tanto más dolorosa sea su necesidad de belleza, la cual constituye una llamada al mundo: ¡mírame, no me persigas, ámame! Pero también necesitamos la belleza

para poder enamorarnos de nosotros mismos y de lo nuestro, y en nombre de este amor oponer resistencia al mundo. Por tanto, las naciones se dirigen a sus artistas para que extraigan de ellas su belleza, y de ahí que en el arte haya la belleza francesa, inglesa, polaca o rusa. ¿Es que alguien ha elaborado la historia de la belleza polaca a través de los siglos? Es difícil encontrar un tema más importante, pues tu belleza no sólo define tu gusto, sino también toda tu actitud ante el mundo; ciertas cosas se te hacen imposibles de aceptar no porque las repruebes, sino porque «no te favorecen», porque «no van bien con tu tipo», porque con ellas no podrías conseguir la belleza que tú deseas, cuyo estilo adoptas. De modo que la mujer que adopta el estilo de niña o de frívola no quiere, no le gusta pensar; a un ulano tiene que gustarle el vodka aunque no le guste y un adolescente tiene que querer fumar. El salón de beauté de Sienkiewicz es el resultado de un largo proceso, y, repito, poco entenderemos de sus deslumbradores éxitos hasta que no indaguemos en las aventuras polacas con la belleza durante los últimos siglos. Coged nuestra literatura de los siglos XVI y XVII y veréis que casi siempre identificaba la belleza con la virtud. No había en ella lugar para la belleza surgida directamente de la vida, al contrario, la vida aparecía domada por la moralidad, y solamente un joven honrado, piadoso y bonachón podía alcanzar la canonización estética en el arte. Esto es precisamente lo que hoy en día no nos gusta, nos aburre, nos parece carente de vitalidad y nada atractivo. Porque la virtud como tal ya es sabida de antemano y resulta aburrida, la virtud es la liquidación del asunto, es la muerte; el pecado es la vida. Y la virtud puede volverse vital sólo como la superación del pecado, que, por otra parte, es original, es algo que nos diferencia y define. La naturaleza humana se manifiesta en el pecado, en la expansión vital, y aquel que no ha conocido semejante período de vitalidad, que desde la infancia ha sido sólo virtuoso, poco sabrá de sí mismo. Pero a la literatura de entonces le parecía inconcebible la blasfema idea de que la Belleza pudiese existir fuera de la Virtud. Lo cual, de una manera inevitable, tenía que conducir a la petrificación de la forma. El tipo de polaco que proponían la literatura y el arte, al no estar suficientemente saturado de pecado ni vinculado con la vida, tenía que convertirse en una fórmula abstracta; ¿acaso no es eso lo que ocurre hoy con la belleza bolchevique oficial del obrero joven y radiante, con una sonrisa en los labios, un martillo en la mano y la mirada dirigida hacia un futuro luminoso, imagen que aburre por exceso de virtud? De allí mismo proviene aquella inaudita aventura nuestra que fue el siglo XVIII, una crisis casi genial de la belleza polaca que nos puso cara a cara con nuestra Fealdad y con nuestro Desenfreno…, siglo de una rigidez esclerótica y senil y al mismo tiempo de un estúpido desenfreno, cuando la

ruptura entre la forma y el instinto creó un abismo…, probablemente el más profundo que jamás se haya aparecido a nuestro bucólico espíritu. Nunca, ni antes, ni después, hemos estado más cerca del infierno, y poco vale el pensamiento sobre Polonia y sobre los polacos que omite con desprecio el período de la payasada sajona. Pero ¿qué es lo que sucedió en realidad? Sucedió que el polaco se sintió caricatura del polaco. Las escuelas jesuítas no podían proporcionar una belleza más vital, de modo que, desesperados por el atormentador sentimiento de ser horribles y ridículos, caímos en la esclerosis y en la farsa. Sin duda, nuestra imponente idiotez de ese período nace, entre otras cosas, de un deseo insaciado de belleza. La Polonia de entonces es sencillamente una nación que no sabe ser bella. En el fondo de ese baile de nobles obesos se deja entrever el desespero por la imposibilidad de llegar a la fuente de la gracia viva; es el drama de unos seres obligados a satisfacerse con sustitutos como la ceremonia, los honores, las dignidades, y a desahogarse en un solemne rito, mientras la gula, la voluptuosidad y el orgullo no encontraban ya ningún freno. ¡Qué pena más irreparable que la farsa sajona no fuese llevada a sus últimas consecuencias! Ya que este autotormento en la fealdad y en la estupidez nos habría conducido probablemente a unas formas superiores de la belleza y de la razón; ese atormentador conflicto con la forma, que se volvió hostil para nosotros, podía haber perfeccionado divinamente nuestra sensibilidad a la forma, y, quién sabe, tal vez ésta hubiera sido la manera de conseguir una mejor comprensión de la incurable disonancia que existe entre el hombre y su forma, su «estilo»; este pensamiento nos hubiera permitido advertir por fin la existencia de la Forma como tal, hubiera hecho que nuestra preocupación principal no fuese tanto el «estilo polaco» cuanto nuestra postura, como hombres, ante este estilo. Sí, probablemente hubiésemos realizado grandes descubrimientos, hubiésemos llegado a unas ideas fértiles y nuevas, si no fuera por…, si no fuera por Mickiewicz. ¡Desgraciadamente! Mickiewicz nos alivió los dolores, nos enseñó una belleza nueva, que se convirtió en obligatoria por largos años e hizo que de nuevo nos sintiésemos satisfechos con nosotros mismos. ¡Si al menos fuera un buen trabajo…! Pero la verdadera belleza no se consigue silenciando la fealdad. Poco podréis hacer con vuestro cuerpo, si la vergüenza no deja que os desnudéis. Y la virtud no consiste en ocultar los pecados, sino en superarlos, la verdadera virtud no sólo no teme al pecado, sino que lo busca, pues él es la razón de su existencia. El arte es capaz de aumentar magníficamente la belleza de un hombre o de una nación, a condición de que le dejemos plena libertad de acción.

Pero Mickiewicz, un vate tan caritativo como vergonzoso, tan piadoso como temeroso, prefirió no desnudarse, mientras su bondad omnímoda tenía miedo de mirar la verdad a los ojos. Era la mayor manifestación de esa estética polaca a la que no le gusta «remover» en la suciedad ni causar disgustos a nadie. Pero la mayor debilidad de Mickiewicz consistía en que era el poeta nacional, es decir, se le identificaba con la nación y expresaba la nación, por lo cual era incapaz de verla desde fuera como algo «existente en el mundo». Al carecer de un punto de apoyo en este mundo exterior y en su propia conciencia individual, no podía mover a la nación de sus fundamentos, y en estas condiciones, hizo lo que fue capaz de hacer, nos proveyó de una belleza que en aquel momento correspondía a nuestros intereses nacionales. Como habíamos perdido la independencia y éramos débiles, adornó nuestra debilidad con el penacho del romanticismo, hizo de Polonia el Cristo de las naciones, contrapuso nuestra virtud cristiana a la improbidad de los invasores y cantó la belleza de nuestros paisajes. De nuevo, pues, la virtud se convirtió para nosotros en fundamento de la belleza, y los polacos se sometieron con diligencia a esta cosmética sin reparar en el hecho de que su precio era la vida. Mickiewicz, poeta nacional de una nación vencida, nación de una vitalidad reducida, en el fondo tenía miedo a la vida, no pertenecía a los artistas que pinchan al toro, que provocan, que encienden la realidad al rojo vivo, para luego imponerle un rigor estético y moral. No, él más bien pertenecía a esos maestros y educadores que prefieren evitar las tentaciones, y mientras el arte de Occidente era una continua excitación y expansión, el arte de Mickiewicz era más bien un prudente frenar, un evitar «malos pensamientos» y vistas excitantes. Cómo sería nuestro desarrollo si en aquel entonces hubiese aparecido en nuestro firmamento otra estrella al lado de la de Mickiewicz: un hombre igualmente célebre y sublime que, sin embargo, no se hubiese entregado al servicio de la nación, sino que, despreciando con orgullo nuestra miseria y todas las necesidades de la esclavitud, hubiese intentado llegar a la Belleza como hombre libre, espiritualmente independiente. Pero ninguna estrella de esta índole —al estilo de Goethe— se nos apareció a su debido tiempo, y ahora probablemente ya es demasiado tarde…, pues los problemas tienen su cronología y en el presente son otras las cuestiones que pesan en nuestro corazón. Para darse cuenta del tipo de belleza que prevalece en un determinado período histórico, hay que tomar en consideración sobre todo la actitud de la sociedad ante la juventud. Pues bien, resulta sintomático que en la poesía del autor de la Oda a la juventud, la belleza juvenil sigue estando subordinada a la belleza «madura», puede decirse que continúa siendo la literatura de los «padres»; a Mickiewicz no lo maravilla el joven, lo maravilla el «hombre», o en todo caso el

joven encaminado a ser hombre. Por lo demás, no encontraremos en todo el arte polaco, pese a su romanticismo, un ápice de esa exaltación de la juventud de la que está impregnado el arte de Grecia, la pintura renacentista o Romeo y Julieta…, no, aquí la juventud siempre aparece reprimida, aquí al caballo de la juventud se le han puesto bridas… ¿Cuál era, entonces, la situación del joven polaco en la época de Mickiewicz? Al no encontrar en el arte ninguna afirmación para sus veinte años, para la gracia que le había sido dada por la naturaleza, sólo podía ser bello como romántico hijo de la derrota, como polaco o como alguien cuya belleza —la belleza de la virtud y de los méritos— empezaba de verdad después de los treinta. Pero esa belleza de la virtud, cuya fuente era Dios o la Nación, también resultaba muy estrecha ante tantas bellezas distintas que poco a poco se iban revelando en Occidente, porque allí se empezaba a reparar en que existía la belleza del oprobio y de la bajeza, la pagana belleza del pecado, la belleza de Goethe y el aciago resplandor de los mundos de los Shakespeare, de los Balzac y las bellezas que encontrarían su expresión en Baudelaire, en Wilde, en Ruskin, en Poe, en Dostoyevski; sin embargo, nada de aquella tendencia occidental a enriquecer la gama de la belleza humana penetraba en el alma del joven que tenía designado un único papel y podía funcionar solamente como «un virtuoso hijo de Polonia». De modo que si, llevado por el instinto o por temperamento, penetraba en la jungla de aquellos encantos prohibidos, siempre era por su cuenta, sin guía, abandonado a su propio sentimiento confuso e inexperto. Volvamos a Sienkiewicz. Así, el dilema virtud-vitalidad no quedó resuelto, y atormentaba a toda la literatura polaca postmickiewicziana tanto más dolorosamente cuanto que no era oficial. En ningún lugar se manifiesta de manera más caricaturesca este dilema como en Kraszewski[59]; los estudios sobre este autor echarían bastante luz sobre nuestra psique. Fuimos sometidos a una estética restringida, dentro de cuyo marco teníamos que pintar nuestra propia imagen. A la nueva generación empezaba a molestarle cada vez más el hecho de que esta belleza cívica ofrecía salidas demasiado estrechas para el temperamento, por lo que se buscaba cómo armonizar la virtud con el encanto y la belleza, cómo crear un tipo de polaco que sirviera no sólo para rezar, sino también para bailar. Podría decirse que buscábamos ocasión de pecar, pero, paralizados por la tradición secular, buscábamos solamente un pecado suavizado, un pecado que no fuese malvado, ni vil, ni feo, ni terrible…; sí, lo que necesitábamos era más bien un pecadito simpático, que no despertara repugnancia. Sienkiewicz intuyó de manera perfecta esa necesidad latente y se labró el camino hacia el triunfo. Hizo más fácil, más accesible y más gracioso al tipo de polaco heredado de Mickiewicz, que pese a todo era de gran talla; sazonó

la virtud con el pecado, endulzó el pecado con la virtud, con lo que consiguió preparar un licor dulzón, no demasiado fuerte, y sin embargo, excitante, de los que gustan sobre todo a las mujeres. El pecado simpático, el pecado bonachón, el pecado encantador, el pecado «limpio», es la especialidad de esta cocina. El típico héroe de Sienkiewicz no es Skrzetuski, un héroe de corte romano, sino el pecador Kmicic. A los Kmicic y a los Vinicio se les permite pecar con la condición de que el pecado provenga de un exceso de fuerzas vitales y de un corazón puro. Sienkiewicz llevó a cabo la liberación del pecado que desde hacía tiempo era una necesidad imperiosa para el desarrollo polaco…; la llevó a cabo, pero ¡a qué nivel! La diferencia entre una auténtica aspiración a la belleza y la coquetería consiste en que, en el primero de los casos, deseamos gustarnos a nosotros mismos, mientras que en el segundo es suficiente que encantemos a los demás. Pero hacía años que los polacos practicaban una belleza interesada, siempre en nombre de otras razones, por lo demás superiores; no es de extrañar, pues, que Mickiewicz, pese a todo en gran medida desinteresado y poderoso, se transformó poco a poco en Sienkiewicz, que ya encarnaba un claro deseo de gustar a cualquier precio. Este, primero quería gustar al lector. Segundo, deseaba que un polaco gustase a otro y que la nación gustase a todos los polacos. En tercer lugar deseaba que la nación gustara a las otras naciones. En esta red de seducción acaparadora desaparece, por supuesto, el valor, mientras que el efecto exterior se vuelve decisivo; la facilidad con que Sienkiewicz consigue la apariencia del valor es digna de admiración y al mismo tiempo muy característica. Si su teatro está lleno de personajes titánicos —al estilo del señor Gran Hetman o Voivoda de Vilna—, de un poder y fulgor que no se encuentran en otras partes, es precisamente porque se trata de teatro e histrionismo puros. Las capacidades que manifiesta este cocinero preparándonos una sopa con todos los resplandores posibles constituyen precisamente el rasgo de un hombre mediocre que juega con los valores. El drama de una verdadera superioridad consiste en que por nada del mundo quiere rebajarse, en que luchará hasta el final por su altura, ya que no sabe ni puede renunciar a sí misma; por eso la auténtica superioridad es siempre creativa, es decir, que transforma a otros según su estilo. En cambio, Sienkiewicz se entrega por entero y con placer al servicio de una imaginación mediocre, aunque, renunciando al espíritu, no por ello renuncia al talento; de esta manera consigue un arte archisensual que consiste en saciar las no desahogadas inclinaciones de la masa, se convierte en el proveedor de sueños agradables…, hasta tal punto que la mediocridad, encantada, grita: ¡es un genio! Y realmente se trata de un arte en cierto sentido genial, genial justamente porque viene del deseo

de gustar y de fascinar: de ahí esa maravilla de narración, de ahí esa intuición cuando se trata de evitar lo que puede cansar, aburrir, lo que no divierte, de ahí esa savia, ese colorido, esa melodía… Un genio extraordinario, pero un poco embarazoso; un genio creador de esos sueños algo vergonzosos a los que nos abandonamos antes de dormirnos; un genio, del cual es mejor no jactarse en el extranjero. Y por eso, a pesar de toda su gloria, nunca hasta ahora se le ha hecho plena justicia a Sienkiewicz. La intelligentsia polaca se deleitaba con él como con un libro de cabecera, pero en el terreno oficial prefería nombrar a otros artistas infinitamente menos talentosos, pero más serios, como Żeromski o Wyspiański… Porque es el genio de la «belleza fácil». Con una eficacia aterradora allana todo lo que toca; se produce aquí una armonía muy sui generis de la vida con el espíritu: todas las antinomias con las que sangra la literatura seria quedan suavizadas, y como resultado recibimos unas novelas que las adolescentes pueden leer sin ruborizarse. ¿Por qué esta infinidad de torturas y horrores, de los que están repletos la Trilogía o Quo vadis?, no despiertan protestas en las sensibles doncellas que se desmayan al leer a Dostoyevski? Porque es sabido que las torturas sienkiewiczianas están descritas «para entretener»; aquí hasta el dolor físico se convierte en caramelo. Su mundo es amenazante, poderoso, espléndido, tiene todas las ventajas del mundo real, pero le han puesto la etiqueta «para divertir», por lo que, por añadidura, tiene la ventaja de no horrorizar. Pero la diversión en sí no tendría nada de malo, porque en ninguna parte se ha dicho que esté prohibido divertirse, coquetear, soñar…, a condición de que este jugueteo con los valores no tomara las apariencias del culto al valor. Nadie prohíbe vender un gato, sin embargo, no se debe vender gato por liebre. Si preguntáramos a Sienkiewicz: «¿Por qué embellece usted la historia? ¿Por qué simplifica usted a los hombres? ¿Por qué nutre usted a los polacos con un montón de ilusiones ingenuas? ¿Por qué adormece usted las conciencias, ahoga el pensamiento y frena el progreso?», la respuesta está preparada, está contenida en las últimas palabras de la Trilogía: para fortalecer los corazones. De modo que la Nación constituye su justificación definitiva. Pero, aparte de la nación, también Dios. Ya que, según Sienkiewicz y sus admiradores, esta literatura tiene que ser moral par excellence, estar apoyada fuertemente en la visión del mundo católica, tiene que ser una literatura «pura». Con lo cual resulta que los puntos de partida de Sienkiewicz están de acuerdo con nuestra tradición secular: todo lo que se escribe, se escribe en nombre de la Nación y de Dios, de Dios y de la Nación. Es fácil percatarse de que estos dos conceptos: la nación y Dios, no pueden concordar del todo uno con otro, y en todo caso, no sirven para ser clasificados uno

al lado del otro. Dios es la moral absoluta, mientras la nación es un grupo humano de aspiraciones determinadas, que lucha por su existencia… De modo que tenemos que decidir si nuestra razón superior es nuestro sentimiento moral o bien los intereses de nuestro grupo. Pues bien, está claro que tanto en Mickiewicz como en Sienkiewicz, Dios ha sido subordinado a la nación y la virtud era para ellos ante todo un instrumento de lucha por la existencia colectiva. Esta debilidad de nuestra moral individual, nuestro obstinado carácter de rebaño, con el tiempo tenían que empujarnos a un laicismo cada vez más notorio, por lo que realmente las virtudes de Sienkiewicz se convierten ya en un claro pretexto para la belleza; él es como una mujer que cuida la pureza en el pensamiento y en los actos no para gustar a Dios, sino porque el instinto le asegura que esto gusta a los hombres. Así que Sienkiewicz es un escritor católico sólo en apariencia, y su bella virtud dista cien millas de una verdadera virtud católica, dolorosa e ingrata, que constituye un rechazo categórico de los encantos demasiado fáciles; la virtud suya no sólo está en perfecto acuerdo con la carne, sino que incluso la adorna como una sonrisa. Por eso la literatura de Sienkiewicz podría ser definida como el desprecio de los valores absolutos en aras de la vida y como la propuesta de una «vida facilitada». Jamás el célebre dicho de Gide de que «el infierno de la literatura está lleno de nobles intenciones» ha resultado tan acertado como en este caso…; las consecuencias demoníacas de las nobles y sinceras —no hay que dudarlo— intenciones sienkiewiczianas no se han hecho esperar mucho. Su «belleza» se ha convertido en un pijama ideal para todos aquellos que no querían contemplar su fea desnudez. La esfera de la nobleza terrateniente, que vivía en sus mansiones precisamente esa vida facilitada y que, en su inmensa mayoría, era una desesperante banda de imbéciles y gandules, encontró por fin su estilo ideal, y, en consecuencia, consiguió una plena autosatisfacción. La aristocracia, la burguesía, el clero, el ejército y en general todo elemento que deseaba escapar de unas confrontaciones demasiado difíciles, se impregnaron de este estilo hasta el fondo y con deleite, mientras el patriotismo, ese patriotismo polaco, tan fácil y tan vivo en sus principios, y tan sangriento e inmenso en sus resultados, se embriagaba con la Polonia sienkiewicziana hasta perder los sentidos. Numerosas condesas, esposas de ingenieros, abogados, terratenientes y burgueses, encontraron por fin esa «mujer-polaca» en la que podía encarnarse su idealismo apoyado por el dinerillo de sus maridos y mimado por la servidumbre, y a partir de entonces esas sacerdotisas y guardianas, esas primaveras, esas Oleńkas y Bakas se volvieron impermeables e inaccesibles a toda realidad exterior, ya que el conocimiento les perjudicaba la «pureza», ya que su belleza consistía precisamente en ser impermeables. Pero lo que es peor es que todo el alma de la nación se volvió insensible al mundo exterior, igual que ocurre con los soñadores, que prefieren no

estropear sus sueños. Y quizá ocurrió así no porque a esa masa de polacos no les interesara el obstinado revisionismo de Occidente, que estallaba cada dos por tres con un nuevo marxismo, freudismo o surrealismo, sino porque existía en ellos cierto temor ante la realidad, puesto que en el fondo de sus almas sabían que la imagen que tenían de sí mismos, y que debía su origen a Sienkiewicz, era como la armadura de Don Quijote, la cual era mejor no exponer a los golpes. Y además, a ellos eso no les gustaba, no encontraban ningún placer en ello, su alma de caballeros y ulanos amaba otra cosa. ¡Ah, el poder del arte! Es así como cierto estilo decide sobre las posibilidades emotivas de una nación, volviéndola sorda y ciega a todo lo demás, determinando hasta tal punto sus gustos más íntimos, que un noventa por ciento del mundo se le antoja incomestible. Naturalmente, no lo consiguió Sienkiewicz solo. Tuvo, como ya hemos visto, sus antecesores, tuvo también sus seguidores, es decir, toda una escuela sienkiewicziana en la literatura y en el arte.

*

De este análisis, realizado a vista de pájaro, de las aventuras de nuestra nación con la belleza, se deduce que una verdadera, una auténtica belleza polaca no ha existido hasta ahora. Ni belleza, ni forma, ni estilo. No nos hagamos ilusiones ni por un momento de que la literatura y el arte de que disponemos hoy en día sea un verdadero estilo. Porque el estilo, la forma, la belleza sólo pueden ser obra de hombres espiritualmente libres que persiguen este objetivo con toda intransigencia, suficientemente valientes y apasionados en esta búsqueda como para despreciar todas las consideraciones secundarias y desnudarnos como jamás nos han desnudado. Sólo entonces los polacos se reconciliarán con la realidad, y con la libertad pertinente se abordarán a sí mismos. Nunca conseguiremos ni la belleza, ni la virtud polacas, hasta que no nos atrevamos a sacar a la luz los pecados y la fealdad polacas. Pero no menospreciemos a Sienkiewicz. Sólo de nosotros mismos depende que él se convierta en un instrumento de la verdad o de la falsedad, y su obra, tan vergonzosa, puede llevarnos en mayor medida que cualquier otra a que nos autodesnudemos. La fuerza desenmascaradora de Sienkiewicz consiste precisamente en que él sigue el camino del mínimo esfuerzo, en que es todo placer, un desahogo sin compromiso en un sueño barato. Si dejamos de ver en él al maestro y guía, si llegamos a comprender que es nuestro soñador confidencial, un

vergonzoso cuentista de los sueños, entonces sus libros crecerán hasta adquirir las dimensiones de un arte de carácter espontáneo, cuyo análisis nos conducirá hasta las tinieblas de nuestra personalidad. Si tratáramos la literatura de Sienkiewicz de este modo, como el desahogo de los instintos, los deseos, las aspiraciones secretas, veríamos en él unas verdades sobre nosotros con las que quizá se nos pondrían los pelos de punta. Nos introduce como nadie en esos recovecos de nuestra alma donde se realiza nuestra huida de la vida, el modo polaco de eludir la verdad. Nuestra «superficialidad», nuestra «ligereza», nuestra en el fondo irresponsable e infantil actitud ante la vida y ante la cultura, nuestra falta de fe en la plena realidad de la existencia (que debe ser resultado del hecho de que no siendo plenamente Europa, tampoco somos Asia), se manifiestan aquí tanto más violentamente, cuanto más vergüenza causan. Si el pensamiento moderno polaco no consigue la perspicacia adecuada, entonces, aterrorizado por este descubrimiento y deseando, a cualquier precio, parecerse a Occidente (o a Oriente), empezará a eliminar en nosotros estos «defectos» y a transformar nuestra naturaleza, lo cual conducirá a una farsa más. No obstante, si somos lo bastante razonables para sencillamente sacar las consecuencias de nosotros mismos, descubriremos seguramente en nosotros unas posibilidades inesperadas y desaprovechadas, y lograremos proveernos de una belleza totalmente distinta de la actual. La verdad es que podría parecer que hablar del moderno pensamiento y del desarrollo polaco, en las actuales circunstancias de amordazamiento, primitivismo y miseria omnipresente, no es más que fraseología. ¡Y sin embargo! La existencia es una cosa complicada. Entre los bastidores de los acontecimientos de primer orden transcurre la incesante labor psíquica pensada a largo plazo. La vida en nosotros no ha quedado frenada ni por un instante, sino que, en este momento, no puede salir a la superficie. Hoy, allí en Polonia, más que en cualquier otra época, las masas polacas se ahogan con el bozal de una estética artificial que les ha sido impuesta en nombre de la Virtud (proletaria). Además, nunca ha sido más fuerte nuestro desgarramiento entre Oriente y Occidente, y estos dos mundos, al destruirse y desacreditarse mutuamente dentro de nuestro campo de visión, crean en nosotros un vacío que solamente podremos llenar con nuestro propio contenido. Tarde o temprano se nos aparecerá el verdadero diablo, y sólo entonces sabremos a qué dios debemos rezar.

NOTAS

[1] Kultura: revista mensual literaria y política publicada por la emigración polaca en París. (N. de los T.) [2] Wiadomości y Życie periódicos publicados por la emigración polaca en Londres. (N. de los T.) [3] Jan Lechoń (1899 − 1957): uno de los principales poetas del período de entreguerras; miembro del grupo poético Skamander. (N. de los T.) [4] Nieboska komedia: La No-Divina Comedia (1834), drama de Zygmunt Krasinski, una de las grandes obras del teatro romántico polaco. (N. de los T.) [5] Roía: canción patriótica polaca. (N. de los T.) [6] En español en el original. (N. de los T.) [7] El petimetre enamorado (1779): comedia de Franciszek Zablocki. (N. de los T.) [8] Prosto z mostu: semanario literario, artístico y político editado en Varsovia (1935 − 1939), de orientación nacionalista. (N. de los T.) [9] Ver nota p. 177. [10] Ver nota p. 101. [11] Ver Anexo, p. 365. (N. de los T.) [12] Juego de palabras intraducibie: «defecto», en polaco «brak», se pronuncia igual que Braque. (N. de los T.) [13] Ver nota en pág. 282. (N. de los T.) [14] El autor alude a Adam Mickiewicz (1798 − 1855), poeta romántico, autor de la epopeya nacional Van Tadeusz, ubicada en su Lituania natal. (N. de los T.) [15] Jerzy Giedroy, director de la revista Kultura, de París. (N. de los T.)

[16] Cyprian Kamil Norwid (n. 1821, murió en París en 1883); poeta, filósofo, dramaturgo; desde 1842 vivió en el exilio, creando en absoluta soledad. (N. de los T.) [17] Juliusz Słowacki (n. 1809, murió en París en 1849); uno de los tres grandes poetas y dramaturgos románticos polacos. Desde 1831 vivió en el exilio. (N. de los T.) [18] Jarosíaw Iwaszkiewicz (1894 − 1980); novelista, poeta, dramaturgo, ensayista, traductor. Autor de varios tomos de cuentos, por ejemplo: Las señoritas de Wilko, El bosque de los abedules, Madre]uana de los Angeles. (N. de los T.) [19] Wladyslaw Broniewski (1897 − 1962); poeta comunista. Después de la guerra fue uno de los máximos exponentes de la literatura del régimen. (N. de las T.) [20] Skamander: revista mensual de poesía editada en Varsovia en los períodos 1920 − 1928 y 1935 − 1939. Dio nombre a un grupo de poetas compuesto, entre otros, por Iwazkiewicz, Lechoń, Słonimski, Tuwim y Wierzynski. (N. de los T.) [21] Gtos; ponemos el nombre del semanario en español para hacer posible el juego de palabras que sigue más abajo. (N. de los T.) [22] [23] El autor alude al gobierno polaco en el exilio, ya completamente desautorizado en 1953 y privado del apoyo de Occidente. (N. de los T.) [24] Hamlet (acto V, escena II), traducción de Luis Astrana Marín. (N. de los T.) [25] Advertimos que en la traducción castellana de El matrimonio, publicada por Barral Editores, 1973, los nombres de los protagonistas, inexplicablemente, aparecían en francés. Hemos traducido de nuevo los fragmentos de esta obra que Gombrowicz cita en el Diario. (N. de los T.) [26] Gombrowicz cita este libro de Miłosz en francés; en España fue editado en 1980 (Ed. Destino) con el título El poder cambia de manos. (N. de los T.) [27] El amigo Flor. (N. de los T.)

[28] La luz del día. (N. de los T.) [29] En español en el original. (N. de los T.) [30] Julián Tuwim (1894 − 1953): poeta de gran renombre, traductor, uno de los fundadores del grupo Skamander. Pasó la Segunda Guerra Mundial en el extranjero y tardó unos años en volver a Polonia, hecho al que alude al autor con el término «traición». (N. de los T.) [31] Corresponde a «inútil parcial». (N. de los T.) [32] Corresponde a «inútil total». (N. de los T.) [33] Jan Chryzostom Pasek (1636 aprox.—1701 aprox.); sus Memorias, que abarcan los años 1656 − 88, son un valioso documento sobre la mentalidad de un noble polaco del siglo XVII, aventurero, gran aficionado a las peleas y los procesos, fanático defensor de las libertades y privilegios de los nobles. (N. de los T.) [34] En español en el original. (N. de los T.) [35] Rey espíritu: poema histórico-filosófico inacabado de Juliusz Stowacki (1847), que debía ser un gigantesco ciclo de vidas de los reyes polacos que tuvieron un peso decisivo sobre el destino y la cultura de la nación. (N. de los T.) [36] Oleńka, Baka: heroínas de las novelas de Sienkiewicz. (N. de los T.) [37] Zosia: protagonista de Pan Tadeusz, de A. Mickiewicz. (N de los T) [38] Oleńka, Baska: heroínas de las novelas de Sienkiewicz. (N. de los T.) [39] Wokulski: protagonista de la novela Lalka (La muñeca), de Bolesíaw Prus. (N. de los T.) [40] Gal: línea marítima Gdynia-América. (N. de los T.) [41] Michat Choromański (1904 − 1972): escritor y dramaturgo. Autor de Celos y medicina. (N. de los T.) [42] Las citas de Transatlántico provienen de la traducción de Kazimierz Piekarek y Sergio Pitol editada por Anagrama, 1986. (N. de los T.)

[43] Ver Anexo, “Sienkiewicz”. [44] Stefan Żeromski (1864 − 1925): uno de los principales escritores polacos de la primera mitad del siglo xx; su obra está dedicada a la causa de la liberación nacional y a la lucha contra la injusticia social. (N. de los T.) [45] «Las casas de cristal». Alusión a la obra de Żeromski Przed— wiosnie (Antes de la primavera), en la que el protagonista, tras soñar con una Polonia libre como país de progreso y justicia (cuyo símbolo serían las «casas de cristal»), se enfrenta a la dura realidad de un país acabado de renacer con todos sus problemas anteriores agravados, además, por la lucha política, la crisis económica, etc. (N. de los T.) [46] [46] Stanisíaw Wyspiański (1869 − 1907): dramaturgo, poeta, innovador en materia de teatro, pintor y grabador; el representante más célebre del período de la Joven Polonia. Autor de La boda, llevada al cine por A. Wajda. (N. de los T.) [47] Stanisław Przybyszewski (1868 − 1927): escritor y dramaturgo, representante del espíritu «fin de siglo»; sus dominios fueron el erotismo y el satanismo. (N. de los T.) [48] Jan Kasprowicz (1860 − 1926): poeta de origen campesino, representante del simbolismo y el expresionismo en la lírica de la Joven Polonia. Tradujo poesía griega y a numerosos poetas europeos del siglo XIX. (N. de los T.) [49] Zofia Naikowska (1884 − 1954): novelista, autora, entre otras obras, de La frontera, Los impacientes y, sobre todo, Los medallones, estremecedores relatos acerca de los crímenes nazis. (N. de los T.) [50] Pola Gojawiczyńska (1896 − 1963): novelista, autora de novelas costumbristas ambientadas en los medios proletarios y pequeño— burgueses. (N. de los T.) [51] Juliusz Kaden-Bandrowski (1885 − 1944): escritor y publicista, autor de novelas políticas como General Barcz o Las alas negras. (N. de los T.) [52] Witkacy: seudónimo de Stanisíaw Ignacy Witkiewicz (1885— 1939), escritor, dramaturgo, pintor y filósofo. Autor de la teoría de la «Forma Pura»; entre otras obras publicó la novela Insacia— bilidad y el drama La madre. (N. de los T.) [53] Tadeusz Boy—Żeleński (nacido en 1874, asesinado por la Gestapo en

1941): médico, poeta, escritor, crítico literario y teatral y traductor de más de cien títulos de literatura francesa; extraordinaria figura de desmitificador de las tradiciones nacionalistas de la nobleza y de la Iglesia. (N. de los T.) [54] Antoni Słonimski (1895 − 1976): poeta, dramaturgo, publicista, crítico teatral, uno de los fundadores del grupo Skamander, autor de unas famosas crónicas semanales. (N. de los T.) [55] Zbigniew Unitowski (1909 − 1937): escritor, autor de novelas naturalistas de carácter autobiográfico, como Veinte años de vida, La habitación común. (N. de los T.) [56] Dziś i jutro (Hoy y mañana): semanario político y literario de los católicos filocomunistas. (N. de los T.) [57] Adolf Rudnicki (n. en 1912): escritor y ensayista, autor de obras de temas psicológicos y sociales como Las ratas o El verano, así como de numerosos relatos que tratan del holocausto de los judíos polacos durante la guerra. (N. de los T.) [58] Kmicic, Wofodyjowski, Gran Hetman: protagonistas de la Trilogía de Sienkiewicz. (N. de los T.) [59] Józef Ignacy Kraszewski (1812 − 87): novelista, historiador, activista político; autor de alrededor de cuatrocientas obras de tema preferentemente histórico y costumbrista. (N. de los T.)