De Madonna Al Canto Gregoriano

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DE MADONNA AL CANTO GREGORIANO NICHOLAS COOK

Prólogo: En la actualidad estamos asistiendo a una serie de fenómenos que tienen a la música como protagonista y que tiempo atrás, hubieran resultado casos insólitos. El hecho de que obras de compositores denominados “clásicos” compartan escenario con compositores de tendencias actuales es algo que demuestra que, en principio, todas las tendencias musicales tienen cabida, y lo que es aún mucho más importante, y es que a todas se les considere música independientemente del estilo al que estas pertenezcan. La música como reflejo de una sociedad en la que tienen cabida todo tipo de gustos y tendencias y en el que la música actúa como reflejo de los mismos, choca con el pensamiento totalmente asimilado y tradicionalmente establecido que hemos heredado de que la música no tenía nada que ver con nada que no fuera ella misma. Capítulo I: Valores musicales Los anuncios musicales son un ejemplo claro y preciso de cómo la música puede ayudar de manera decisiva a transmitir un determinado mensaje. El lenguaje de la música posee la característica de penetrar mucho más en la Psique humana de lo que lo hacen las palabras. De esta forma, si combinamos un determinado estilo de música que vaya dirigido a un determinado sector de la sociedad al que queremos venderle un producto, con un mensaje concreto para convencer al espectador de aquello que queremos venderle, en el caso de los anuncios televisivos, hay muchas más probabilidades de captar su atención y convencerle que si sólo utilizamos el lenguaje de la palabra. Así mismo cada tipo de música tiene una serie de connotaciones sociales y va dirigida a determinados sectores de la sociedad ya que la misma nace de la necesidad de reflejar una realidad social determinada que será muy diferente en los distintos colectivos que conforman la sociedad. La música no se limita sólo a ser una combinación agradable de sonidos, sino que va mucho más allá y al igual que la palabra, nos transmite determinados mensajes que obviamente cada ser humano interpretará según sus propias circunstancias. “Música” es una palabra muy pequeña para abarcar algo que adopta tantas formas como identidades culturales o subculturales existen. No todas la culturas poseen una palabras determinada para referirse a lo que en Castellano denominamos “música” al igual que en ciertas sociedades no existe diferencia alguna entre melómano y músico.

En la sociedad occidental sí hacemos distinción entre aquella persona que simplemente escucha música por placer (melómano) y aquella que se dedica a ella profesionalmente entendiendo por ello como músico al que hace música y no sólo al que la escucha. 

“La autenticidad en la música”

Podríamos decir, que la música más auténtica es aquella que nace de la necesidad por parte de la sociedad de expresar sus pensamientos y sentimientos más puros, y estilos como el Rock o el blues son muestra de ello. Los negros americanos de las regiones del Sur crearon el blues como una expresión auténtica de una raza oprimida y cuyo canto salía directamente del alma cosa que contrastaba directamente con la formalidad de la tradición clásica “culta”. De aquí sacamos la diferencia existente entre la música “natural” (soul, blues) y la música artificial (“culta”) que, sin embargo, se remonta a siglos atrás cuando Rosseau criticaba lo artificial de la música francesa de su tiempo en comparación con la italiana que era mucho más natural. De aquí derivará posteriormente el hecho de que los músicos “clásicos” dependan siempre de la partitura y no desarrollen la capacidad de improvisar que si poseen los músicos que crean música de forma totalmente natural. Sin embargo, es una realidad que estilos como el Heavy metal tienen sus raíces en la tradición clásica culta. Guitarristas tan importantes como Eddie Van Halen y Randy Rhoads han recibido una gran influencia de compositores como Vivaldi o Bach. Pero la idea de autenticidad en la música popular, no deriva únicamente de la contraposición entre esta y la música “culta”, sino que posee un valor ético que deriva en gran parte de la comercialización por parte de las casas discográficas del derivado urbano del blues, el “rhythm ´n´ blues” en los años cincuenta y sesenta. Tanto discográficas como emisoras de radio, se dieron cuenta de la importancia cada vez mayor que estaba teniendo el hecho de vender música negra al público blanco, dando como consecuencia la aparición del “rock ´n´ roll”, que no era otra cosa que la versión blanca del “rhythm ´n´ blues” y que tuvo su ejemplo más importante el Elvis Presley. No es por tanto extraño, que las discográficas y emisoras de radio acuñaran un término para designar estas “regrabaciones” que se estaban haciendo para así evitarse el pago de los derechos de autor a los autores originales de dicha música. El verbo inglés “Cover” (tapar, cubrir) fue el que mejor podía designarse para tal tarea. Obviamente, con el tiempo la palabra “Covers” pasó a tener connotaciones negativas, conforme el movimiento de los derechos de los negros iba tomando cada vez más importancia. Pasó a considerarse como algo totalmente deshonesto el hecho de interpretar música que no era una composición propia, con lo que a los grupos se les comenzó a exigir la interpretación de su propia música y como consecuencia la creación y el desarrollo de un estilo propio.

Este mismo criterio es utilizado en la actualidad por los críticos, que ignoran por regla general a aquellos grupos que únicamente son una copia actual de grandes grupos del pasado. No obstante, el gran desarrollo y avance de las nuevas tecnologías, ha creado una gran controversia en el verdadero significado de la palabra “interpretación” ya que, cada vez en más casos, hay un abismo entre lo que escuchamos de un grupo en un Cd, y sus interpretaciones en vivo y en directo. El resultado ha sido el surgimiento de un nuevo término que designe a aquellos grupos que son un producto directo de las discográficas y no de la música en sí misma. Los músicos “Pop” (inauténticos) en contraposición a los músicos “Rock”, (auténticos) no son más que una total y absoluta creación de las compañías discográficas para satisfacer los gustos populares, pero en realidad se limitan única y exclusivamente a interpretar música compuesta y arreglada por otros. De esto podemos sacar la idea de que el compositor está muy por encima en el escalafón que el intérprete, pues este último se limita simplemente a reproducir aquello que el primero crea de forma natural. No obstante, no debemos pasar por alto el hecho de que un intérprete es aquel que, aunque se limite e interpretar la música creada por otros, imprime su sello personal a cada una de las obras que interpreta. Un caso muy claro lo vemos en los denominados “grandes” intérpretes clásicos. Cuando compramos un Cd de este o aquel intérprete, en realidad no estamos comprando una mera interpretación de la música de un determinado compositor, sino que estamos adquiriendo su música a través de la visión de un determinado intérprete, y esto ha dado como consecuencia que se creen marcas tales como Pollini, Zimerman, Askenazy, Rattle, etc. En realidad no nos venden a Chopin, sino a Zimerman interpretando a Chopin, lo que ha hecho que tratemos a los intérpretes como grandes estrellas exactamente igual que ocurre en la música Pop. Esto no tendría mayor importancia, sino fuera por el hecho de que hemos pasado a considerar como “autor o creador” de la música al intérprete y no al compositor, lo que le otorga una autenticidad que en realidad no tiene. Es por ello que en nuestra sociedad podemos observar que impera un sistema de valores que hace que prevalezca la innovación sobre la tradición, la creación sobre la reproducción, la expresión personal sobre el mercado. De alguna forma, todo debe ser “auténtico” para que posea realmente valor, porque de lo contrario ni nos pararíamos a tenerlo en consideración. 

“Palabras y música”

Al igual que las palabras no reflejan la realidad tal cual es, sino que se limitan a dar una interpretación de la misma, de igual forma ocurre con la música. Los mensajes que queremos transmitir con ella, las ideas, la concepción del mundo que nos rodea afecta directamente al modo en que pensamos en ella, y por tanto, al modo en que la hacemos, pasando a convertirse en un proceso totalmente circular. Esto crea las

llamadas “tradiciones” que tendemos a utilizar siempre, ya sea en la música o en cualquier otro ámbito de la vida. El problema es que hemos asociado el concepto “música” a unas formas y prácticas musicales que se encuadran en un periodo y sociedad muy específica, limitándonos a excluir todas aquellas prácticas que no entren dentro de ese corpus musical tan específico. La música reflejaba lo que subyacía a esa cultura: la economía industrial clásica, basada en la producción de bienes que eran posteriormente distribuidos y finalmente consumidos por el público que los consumía. De igual forma, se pensaba que la música se basaba en la producción de composiciones que eran posteriormente interpretadas y finalmente degustadas por el público que las escuchaba. Se veía a la cultura musical como un proceso de creación, distribución y consumo de lo que pasó a conocerse a comienzos del siglo XIX como “obras” de música. El término es muy revelador, porque tiene un vínculo directo con la economía, en concreto con el sistema capitalista que tiene como unos de sus principios básicos el almacenaje de algo (dinero sería lo más apropiado) que pueda intercambiarse por trabajo. De esta forma, se le otorgó a la música una “forma permanente” a través de la creación de la obras musicales pudiéndose de este modo almacenarse o acumularse y dar lugar a la creación de lo que podría denominarse “capital estético”. Actualmente seguimos pudiendo ver esos tres procesos (producción-distribuciónconsumo) reflejados por ejemplo en el Currículo Nacional Británico y el CGES (Certificado General de Educación Secundaria): componer, interpretar y evaluar. Las autoridades curriculares utilizan el infinitivo en vez del sustantivo (“componer” en lugar de “composición”) para dar a entender que son actividades a las que pueden dedicarse los alumnos en el transcurso de sus estudios. Esta idea parte del espíritu de participación de la educación musical contemporánea que pone mayor énfasis en el acto de componer que en el estudio y valoración de las obras de los grandes compositores. En las generaciones anteriores, el hecho de que un alumno de un colegio pudiera componer, era casi desconocida, limitándose como mucho a interpretar algunas obras sencillas de ciertos maestros acreditados. El hecho de que el currículo se divida en estas tres actividades – componer, interpretar, evaluar- pretende indicar que cada una de ellas es algo que se supone que ha de hacer cualquier estudiante, del mismo modo que se supone que todo el mundo debe saber leer y escribir. Esto hoy por hoy es menos que imposible, puesto que el músico necesita de una cualificación específica para poder componer, y sin eso las otras dos actividades – interpretar y evaluar- son imposibles de realizar. Esto lleva intrínseco una jerarquía de valores que sitúa al compositor como el eje central de la actividad musical y al público como mero espectador pasivo, que sin embargo es el que sustenta económicamente todo el proceso. Se trata de un hecho que hemos asumido de forma natural, tanto que

ni nos planteamos que pudiera ser de otra manera. Al igual que la música nos parece un “lenguaje universal” tan natural que tampoco somos capaces de ver que en realidad es una herencia adquirida a través de los años y que procede de una época y lugar determinados. Capítulo II: Vuelta a Beethoven 

“Disfrutar sufriendo”

En Europa, en las primeras décadas del siglo XIX, el modelo de producción, distribución y consumo capitalista del que hablábamos en el primer capítulo estaba totalmente arraigado en la sociedad. Nos encontrábamos ante una Europa en plena época de urbanización, con gran parte de la población del campo emigrando a la ciudad en busca de empleo industrial y una sociedad burguesa que iba desempeñando un papel económico, político y cultural cada vez más importante. En el ámbito de las artes – literatura, pintura y música-, la innovación más importante fue lo que podría llamarse la construcción de la subjetividad burguesa, es decir, la exploración y celebración del mundo interior de los sentimientos y la emoción. En concreto, la música se apartó del mundo y pasó a ocuparse de la expresión personal. Debido a su capacidad para llagar directamente al interior de la emoción humana sin necesidad de la palabra, la música pasó a ocupar un lugar privilegiado dentro del Romanticismo que es con el nombre que se conoció esta nueva corriente en todas las artes. Carl Dahlhaus, musicólogo alemán cuyos escritos ejercieron una enorme influencia en los años ochenta, caracterizó los comienzos del siglo XIX como la época de Beethoven y Rossini. No en vano, desde entonces, cada vez que se piensa en música, es la voz de Beethoven la que se alza sobre todas las demás. El apartamiento del mundo al que hacíamos mención anteriormente al hablar de la música en el Romanticismo, tiene en Beethoven un claro ejemplo, al renunciar a la obtención de un puesto seguro y remunerado como si lo hicieran otros destacados compositores. Pero Beethoven no es sólo un caso de renuncia a la seguridad que da la obtención de un puesto remunerado, sino que también fue un claro ejemplo de compositor que escribió la música que quería escribir y cuando quería escribirla. Esto puede verse sobretodo en la naturaleza de su música: en su constante subversión de las expectativas convencionales, en su lucha por conseguir un efecto heroico o una intimidad apasionada, en el modo en que era percibida, como si hablara directamente a cada oyente como individuo. La controvertida y compleja personalidad de Beethoven, así como el golpe devastador de su sordera y su progresivo aislamiento del mundo, hicieron de él uno de los compositores más admirados y odiados de su época. Claros ejemplos de ello fueron su “Novena Sinfonía” y la sonata “Hammerklavier” que hubieran sido rechazas de forma tajante por estrafalarias e incomprensibles para el público de la época, de haber sido compuestas por cualquier compositor desconocido y no por el propio Beethoven. Sin

embargo, su enorme reconocimiento –que llegaba ya a todos los rincones de Europa- y la entrega emocional a la que se había sometido el público en relación a su música, hicieron que este se entregara a un intento por la comprensión de sus obras que, seguramente, no se había visto nunca con anterioridad. El resultado fue un aluvión incesante de críticas y la búsqueda constante de alguna trama subyacente, que explicara de forma lógica, la aparente incoherencia de su música, sobretodo aquella que pertenecía a su época de total y absoluta sordera. De esta forma su “Novena Sinfonía” se intentó ver en su conjunto por Franz Joseph Fröhlich como una representación de la lucha de Beethoven para superar el golpe devastador de su sordera. En concreto la “Oda a la alegría” de Schiller fue considerada como la representación de la victoria de Beethoven sobre su desgracia, y desde un punto de vista más general, como el poder de la alegría para vencer el sufrimiento. “Disfrutar sufriendo”, (una frase extraída de una de las cartas de Beethoven, en la que está refiriéndose realmente a un incómodo viaje en coche de caballos) se convirtió en el motivo central del culto a Beethoven que promulgó en la primera mitad del siglo XX el escritor francés Romain Rolland, que consideró al compositor alemán como modelo para una época menos heroica, haciendo de él un epítome de sinceridad personal, de altruismo y abnegación: en una palabra, de autenticidad. En la actualidad, no resulta en modo alguno extraño que la música del que muchos consideran como el más grande compositor de la historia de la música, haya sido utilizada como banda sonora de películas tan exitosas como “La naranja mecánica” o “Jungla de cristal”, encontrándonos a su vez con innumerables arreglos y versiones en distintos estilos musicales de la “Oda a la alegría”. 

“Del lado de los ángeles”

El culto a Beethoven, es un pilar fundamental en la cultura de la música clásica. No es sorprendente que muchas de las ideas más profundamente arraigadas en nuestras reflexiones sobre la música en la actualidad puedan remontarse al fermento de ideas que rodearon la recepción de la música de Beethoven. De ello podemos sacar dos ideas fundamentales: las relaciones de autoridad que impregnan la cultura musical y el poder da la música para trascender fronteras espaciales y temporales. La idea que nació durante la primera fase de la recepción de la música de Beethoven, añadió otra dimensión que como mejor puede expresarse es a través de una serie de palabras relacionadas etimológicamente. En primer lugar el papel del compositor como autor o creador de la música. Esta autoridad dada al compositor ha dado origen a los conocidos como editores y como consiguiente a las ediciones autorizadas que no son más que el reflejo, en el caso de la ausencia del compositor, de su autoridad en la figura del editor. Esto ha dado lugar a algunas situaciones de “autoritarismo” con

ejemplos tan claros como los del director y músicos de orquesta, que se ve a sí mismo como el representante del compositor y por tanto hereda de algún modo toda su autoridad. Por otro lado, encontramos la figura del intérprete que ocupa, en general, un papel conflictivo e inadecuadamente teorizado en el seno de la cultura musical. En el siglo XIX, hemos encontrado a intérpretes en los que el oyente era únicamente consciente de la música del compositor y no de la figura del intérprete como en el caso de Hans Von Bülow. Ante ejemplos como el del Bülow se nos plantea la pregunta de si son los mejores intérpretes aquellos en los que nunca reparamos, o por el contrario aquellos a los que tratamos como verdaderas estrellas y que han acabado convirtiéndose en meras marcas comerciales. En último lugar, y después de haber tratado los dos primeros términos que plasma el Currículo Nacional/CGES, sólo nos queda el último término, evaluar. Según fueron cuajando en las tradiciones críticas interpretaciones individuales (e individualistas), como la de Fröhlich, y según fue centrándose cada vez más la educación musical en escuelas, conservatorios y universidades, el modo correcto de escuchar música pasó a estar prescrito de un modo cada vez más restringido. Los cursos de “apreciación musical” dictaron cuál era la manera correcta de escuchar música vinculando lo que oían a determinados datos biográficos del compositor, así como educándolos para que estuvieran atentos a detectar la estructura musical así como cuantos recursos y elementos musicales les fuera posible. Estos cursos se convirtieron en la base de la enseñanza musical que se impartía en clase en los años escolares, teniendo desde hace mucho tiempo una fuerte presencia dentro de la educación de las artes liberales en Norteamérica. La reflexión que deberíamos sacar de este tipo de enseñanza, es que hemos asimilado de una forma totalmente natural el hecho de que sólo sabe escuchar música llamémosle “adecuadamente” sólo aquel que tiene una apropiada formación musical delegando de esta forma al oyente “normal” a lo más bajo de la jerarquía musical. Una de las principales intenciones subyacentes en las disposiciones sobre música del Currículo Nacional y el CGES fue contrapesar esta visión empobrecida del papel del oyente en la música. Por otro lado, la sordera de Beethoven constituye un buen punto de partida para la segunda de las ideas a las que se hizo referencia anteriormente: el poder de la música para trascender las fronteras espaciales y temporales. El mito creado en torno a la figura de Beethoven y su aislamiento del mundo disociándose por tanto de preocupaciones mundanas tales como el reconocimiento social y económico para dedicarse enteramente a su musa, deja mucho que desear al respecto. Un reflejo de ello es la biografía del compositor alemán escrita por Maynard Solomon en la que se

reflejan el papel que desempeñaron en su conformación psicológica las aspiraciones sociales en ocasiones disparatadas del compositor. Una de las distorsiones más sistemáticas es la afirmación de que Beethoven fue un genio incomprendido cuya música no se valoró en su propio tiempo. Esta distorsión consigue dos tipos de labor cultural: la autenticidad, al no componer para satisfacer el gusto del público sino el suyo propio; por otro la construcción de un punto de vista privilegiado desde el que podemos ver lo que las audiencias originales de Beethoven no consiguieron ver: el valor intrínseco de su música, que escribió no para su propio tiempo sino para todos los tiempos. Es por ello, que la música como capital estético es esencial al mito de Beethoven y al modo de pensar en la música que encarna ya que fue uno de los primeros compositores de quien sabemos que pensó en el papel que su música podría continuar desempeñando tras su propia muerte. De igual modo, fue uno de los primeros compositores en utilizar el sobrenombre de “obra” de un modo selectivo, adjudicando a sus grandes composiciones números de “Opus” al tiempo que prescindía de ellos en sus creaciones más efímeras. Desde la época de Beethoven, la expectativa normal ha sido que la gran música seguiría interpretándose mucho después de la muerte del compositor; eso en buena medida es lo que significa “gran”. Pero anteriormente e era absolutamente la excepción. Según fue naciendo el “museo musical”, dejaron de envejecer las obras musicales y el tiempo musical empezó a detenerse, el término “música clásica” pasó a utilizarse de modo habitual tomándose prestado del arte “clásico” de Grecia y Roma, que se consideraba como la expresión de unos patrones universales de belleza implicando que habían empezado a aplicarse a la música unos patrones similares y era conforme a estos como debía juzgarse la producción nacida en cualesquiera otras épocas y países. 

“El reino del espíritu”

En su ensayo sobre la Sinfonía en Sol menor de Mozart, Heinrich Schenker escribió que la música de los genios “se encuentra al margen de las generaciones y sus corrientes”. Pese a que estuvo en activo como pianista y profesor durante las tres primeras décadas del siglo XX, su fama actual en los círculos académicos data de los años posteriores a las Segunda Guerra Mundial, en los que empezó a extenderse en los conservatorios y departamentos de música el sistema de análisis musical que desarrolló. En él Schenker mostró cómo la mayoría de las composiciones de la tradición clásica podían entenderse como obras basadas en el modelo de una sola frase musical que se ve expandida enormemente por medio de una serie de elaboraciones. Su sistema de análisis consiste esencialmente en extraer las elaboraciones de la música, dejándola reducida por tanto al modelo subyacente.

La creencia de Schenker en que la música representa una incursión de alguna forma de realidad más elevada en el mundo humano era absolutamente literal. “La Música”, afirma (se trata de la Música con mayúsculas), utiliza al compositor de genio “como médium, por decirlo así, y de un modo totalmente espontáneo”. Los compositores corrientes simplemente escriben lo que quieren pero, en el caso del genio “la fuerza superior de la verdad funciona misteriosamente tras su consciencia, guiando su pluma, sin preocuparse lo más mínimo de si el artista feliz quería hacer o no lo correcto”, esto es, en última instancia, un reflejo de un autor superior. La intuición de que la música es una especie de ventana abierta a un mundo esotérico que está más allá del conocimiento ordinario es anterior a la época cristiana. En Occidente tiene su origen en el descubrimiento del filósofo griego Pitágoras, cinco siglos antes de Cristo. Tanto él como sus seguidores especularon sobre la posibilidad de que todo el universo esté construido sobre los mismos principios matemáticos, de modo que la música que oímos es una versión audible de la armonía que une la Tierra con el Sol y con las estrellas la imperceptible pero omnipresente “música de las esferas”. En la actualidad, son los discos los que fomentan la invocación privada del poder de la música para evocar el mundo del espíritu. Pero realmente es en la sala de conciertos donde podemos ser testigos de la celebración más espectacular del poder de la música. El concierto tal y como lo conocemos hoy, es otra invención del siglo XIX, aunque en siglos anteriores también se interpretaba música ante una audiencia en contextos tales como las cortes o las mansiones de aristócratas. El desarrollo del concierto como una forma económicamente viable de diversión pública dio lugar al siguiente gran avance: la construcción de salas de concierto concebidas en las que la audiencia podía ser testigo del ritual en el que se había convertido una interpretación musical. Hoy en día, entrar en una sala de conciertos es como entrar en una catedral, es un rito de paso que da acceso a un interior que está separado del mundo exterior tanto económicamente como acústicamente. En el interior prevalece un código estricto de etiqueta tanto para el público como para los intérpretes que va desde el modo de vestir hasta la convención de que los pianistas y los cantantes en los recitales tengan que cantar o tocar de memoria, excepto en las más exigentes obras contemporáneas. La convención de memorizar música no es enteramente arbitraria: parece haberse desarrollado al tiempo que la idea de que la interpretación solista debe parecer tan espontánea que tiene que dar la impresión de ser una improvisación que casualmente coincide literalmente con la partitura escrita por el compositor. Los comentaristas del siglo XIX eran muy conscientes de que del mismo modo que la religión convencional sucumbió ante la ciencia, la música proporcionaba una ruta alternativa hacia el consuelo espiritual. Se llegó a hablar de “religión artística” o “la

religión del arte” y obviamente esto nos proporciona un contexto muy apropiado para la asociación con la musicalidad de los elementos éticos tales como la sinceridad personal, ser consecuente con uno mismo, etc. agrupados bajo el término “autenticidad”. Por “música pura”, los escritores de la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del XX entendían que era simplemente eso, música sin ningún acompañamiento de la palabra. Las veían como mancilladoras de la música y en torno a esta cuestión se inició un gran debate entre los defensores de la música “pura” y los defensores de la ópera y el drama musical. Los primeros defendían que el significado de la música no dependía de la palabra mientras que los segundos argüían que la música podía dar salida a todo su potencial de significado únicamente en conjunción con la palabra. Anteriormente la música instrumental, aunque indudablemente había existido, siempre se había tenido por algo subordinado a los géneros en los que la música acompañaba a las palabras: la cantata, el oratorio o la ópera. Pero la palabra no desapareció sin más. Empezó a llenarse ese vacío con las llamadas “notas al programa”. De este modo, el mundo musical del que Beethoven había puesto los cimientos, desarrolló no sólo la idea de la música sin palabras, sino también el modelo básico que aún conservamos actualmente de cómo la las palabras habían de relacionarse con la música: explicándola.

Capítulo III: ¿Una situación crítica? 

Un recurso global

Las ideas del reino del espíritu, de la Naturaleza o de la música hablando a través del genio del compositor parecen lo más alejadas posible de la cultura musical en los comienzos del siglo XXI. Si la idea de la “música pura” del siglo XIX significaba entenderla en sus propios términos, independientemente de cualquier significado externo o contexto social, entonces podría argumentarse que la tecnología de reproducción sonora del siglo XX ha dado un espaldarazo decisivo a este tipo de reflexión. Aunque la disponibilidad de música en la sociedad actual representa en cierto sentido la culminación del pensamiento del siglo XIX, en otros difícilmente podrían existir diferencias. En la época de Beethoven, y a lo largo de todo el siglo, la única música que podía oírse, era música en vivo, ya fuera en una sala de conciertos pública o en el salón de una casa privada. Pero actualmente es como si el museo imaginario de música estuviera rodeándonos por completo.

La música integrada en el centro de nuestra vida cotidiana, se convierte en un elemento en la definición del estilo de vida personal. Nos enfrentamos de este modo a una paradoja. Por un lado, la tecnología moderna le ha dado a la música la autonomía que los músicos y los teóricos de la estética reclamaban para ella. Por otro, ha puesto patas arriba muchos de los supuestos básicos de la cultura musical del siglo XIX. Cuanto más nos comportemos como consumidores musicales, tratando la música como una especie de producto que nos llega electrónicamente o como el accesorio de un cierto estilo de vida, menos compatible será nuestro comportamiento con las concepciones decimonónicas de la autoridad del compositor. De lo que se trata aquí es de la diferencia entre un modo de pensar europeo del siglo XIX o de comienzos del XX, según el cual los logros del arte y la ciencia occidentales representaron una especie de patrón que sirve para medir los de otras épocas y lugares y las circunstancias de la sociedad postcolonial y multicultural actual. Pero quizás el contraste más revelador entre el mundo musical actual y los modos de pensar en él que hemos heredado del siglo XIX tiene que ver con el gran arte y el arte menor. El grana arte, o la música “culta”, se refería a las tradiciones basadas en la notación de las clases pudientes, y sobre todo el gran repertorio de Bach, Beethoven y Brahms. Arte menor significaba todo lo demás, es decir, la ilimitada diversidad de tradiciones musicales populares y en buena medida carentes de notación (históricamente irrecuperables). Parte de este arte podría tener elementos valiosos por sí mismo, especialmente las canciones folklóricas rurales que los estudiosos estaban recopilando afanosamente en Europa y América en los años del cambio de siglo, y que compositores tan distintos como Dvorák, Vaughan Williams y Bartók incorporaron en su propia música. Esta distinción tajante entre gran arte y arte menor persiste aún en el formato habitual de los libros de texto de historia de la música o de apreciación musical, que después de que la historia esté en esencia concluida, añaden un capítulo o dos sobre música popular o a veces comienzan con la música primitiva de las sociedades cazadoras nómadas tradicionales y pasan rápidamente a las tradiciones sofisticadas de la música asiática (india, china, japonesa o coreana). Resulta imposible ignorar las asociaciones implícitas en un esquema de estas características, en el que las culturas no occidentales encarnan los comienzos y la cultura occidental el progreso. 

Muerte y transfiguración

A menudo se dice que la tradición de la música clásica occidental se encuentra en una situación crítica. Pero la frase es demasiado dramática.

Es cierto que existe una crisis en términos de lo que a menudo recibe el nombre de música contemporánea “seria”, al menos si crisis ha de definirse en términos de las estadísticas de la audiencia. La idea de que la música nueva y progresista deba gusta por definición a una minoría es un fenómeno histórico; se remonta más o menos al comienzo del siglo XX, cuando tuvo lugar una explosión de movimientos conscientemente “vanguardistas” en el mundo de las artes. Al igual que en la pintura, la escultura, literatura etc., el “ismo” también llegó a la música. Un ejemplo de los más relevantes, fue el caso del compositor vienés Schoenberg, que fue extraordinariamente consciente de la trascendencia histórica de su abandono de la tonalidad y su posterior invención del serialismo. El método serial, que Schoenberg y sus seguidores emplearon desde la década de 1920, implicaba construir música a partir de la misma secuencia de notas utilizadas una y otra vez, aunque esto se hacía de tal modo que los resultados no eran tan banales u obvios como pudiera parecer. Sin embargo, la música serial sonaba muy diferente de la música tonal. Los oyentes pensaron que muchos de los elementos musicales característicos y familiares habían desaparecido. Y cuanto menos sonaba la nueva música como la antigua, menos gente la escuchaba. Aquellos que sí que la escucharon se comprometieron mucho con ella, pero sin poder evitar que la música moderna pasara a quedar recluida en un gueto. El serialismo no consiguió nunca ser popular; el proceso de familiarización que él y sus contemporáneos estaban esperando nunca llegó a producirse. ¿Por qué sucedió esto? Puede que porque compositores como Schoenberg creyeron de manera demasiado incondicional en el concepto decimonónico de autenticidad, por lo que trataron a sus oyentes con una actitud que lindaba con el desdén. O puede que fuera porque creían que esa falta de respaldo popular garantizaba la seriedad y la integridad de su obra y, en consecuencia, dirigían su música a una audiencia diminuta de oyentes comprometidos y no al público en general. En otras palabras, (y haciendo referencia a la frase a comienzos del capítulo mencionada), si hay una crisis en la música clásica, no es en la música misma, sino en los modos de pensar en ella. Hay, en concreto, dos hábitos de pensamiento que se encuentran profundamente arraigados en la cultura occidental en su conjunto y que determinan en gran medida el modo en el que tradicionalmente pensamos en la música. Uno podría denominarse la tendencia a encontrar una explicación convincente para el tiempo; esto es lo que nos conduce a pensar en la música como una especie de objeto imaginario, algo que está en el tiempo pero que no es del tiempo. El otro es la tendencia a pensar en el lenguaje y en otras formas de representación cultural, incluida la música, como si retrataran algún tipo de realidad externa.

Capítulo IV: Un objeto imaginario 

Detener el tiempo en seco

A muchas civilizaciones antiguas, y fundamentalmente la de Egipto, parece haberles preocupado sobremanera el horror a la descomposición y al olvido: por ello intentaron de manera casi obsesiva otorgar una forma permanente a todo lo que integraba su civilización, a fijarlo para la eternidad; de ahí la existencia de cápsulas del tiempo como la tumba de Tutankamon. Muchas culturas han sido presas de un deseo similar de otorgar a la música una presencia tangible, duradera, por lo que la música de culturas ya desaparecidas se conserva hasta hoy en la forma precaria de frágiles manuscritos en los templos japoneses, los archivos monásticos europeos y las bibliotecas americanas. La música del pasado existe en una especie de semivida. A pesar de que entendamos cómo funciona una notación, hay aspectos de la música sobre los que la notación guarda silencio. Los mismos problemas son extensivos a la música mucho más reciente. Podría suponerse que sabemos cómo se interpretó en su propia época una composición del siglo XIX, al fin y al cabo, ha disfrutado de una tradición interpretativa ininterrumpida, al contrario que la música anterior, que ha tenido que reconstruirse laboriosamente a partir de las fuentes originales. La notación conserva la música, si, pero oculta tanto como revela. Al mismo tiempo, y debido en buena medida a su peculiar modelo de ocultación y revelación, la notación desempeña un papel fundamental en el mantenimiento e incluso la definición de la cultura musical. Para ver cómo puede suceder esto, necesitamos distinguir dos tipos diferentes de notación o, dos modos en los que pueden funcionar las notaciones: representando sonidos y representando cosas que tienen que hacer los intérpretes con objeto de producir sonidos. Aunque las notaciones musicales suelen combinarlos, se trata de principios muy diferentes. La notación musical occidental, que se vale del pentagrama, funciona esencialmente por medio de la representación de sonidos, exactamente como la notación neumática para el canto llano medieval. Cada una de las cabezas de las notas, representa una nota diferente y el hecho de que sea más aguda o más grave, depende de que la cabeza de la nota se sitúe más arriba o más abajo dentro de la página. Las líneas horizontales que conforman el pentagrama, en las que se colocan las cabezas de las notas, están ahí para proporcionar una referencia fácil; fueron evolucionando paulatinamente, alcanzando su forma moderna hacía 1250. Para empezar, hay varios elementos simbólicos en la notación, cuyo significado viene fijado por la convención, y es algo que no puede adivinarse a no ser que se conozca la convención. Pero también hay elementos que no representan el sonido de ningún

modo directo, sino que representan algo que debe hacerse para producir el sonido. Un ejemplo de ello es la indicación “una corda” en las obras para piano, que significa que debe pisarse el pedal izquierdo que desplaza los macillo lateralmente, de modo que estos sólo percuten una cuerda (en italiano “una corda”) en lugar de las dos o tres habituales, lo que da como resultado un sonido más delgado y translúcido. Por tanto, “una corda” no describe el sonido, sino lo que se hace para producir el sonido, y este es el principio que define el tipo de notación conocida como “tablatura” Hay muchos ejemplos diferentes de notación en tablatura. Algunos se encuentran en Occidente, como las tablaturas utilizadas durante el Renacimiento en la música para guitarra o laúd, o los símbolos para la moderna notación para guitarra que se encuentran en las partituras de música popular. Lo que sucede con este tipo de notación, es que es mucho más fácil de aprender que la notación con pentagramas. En cierto sentido, no hay que entender lo que está diciendo la notación, simplemente lo hacemos. Pero la verdadera limitación de las tablaturas, si se puede calificar de limitación, es algo diferente. Al contrario que la notación en pentagrama occidental, cuya generalidad la convierte en más o menos aplicable a cualquier instrumento, cada una de las tablaturas funciona para un único instrumento. En las culturas en las que cada instrumento posee su propia tablatura, el resultado es que apenas existe la sensación de una tradición musical global, unificada, que los abarque a todos. En Occidente, por el contrario, tenemos un sentido mucho mayor de que existe una tradición coherente llamada “música occidental” que se remonta muy atrás en el tiempo, y se utiliza actualmente en todo el mundo, y esta aceptación tiene sus raíces en nuestra aceptación casi universal del sistema de la notación en pentagrama. Esto es mucho más que cualesquiera consideraciones estéticas de “gran” arte o arte “menor”, lo que dificulta que estemos seguros de deberíamos pensar en el jazz, el rock y el pop como parte todos ellos de la misma tradición que la música “clásica”, o si deberíamos pensar realmente en ellos como tradiciones distintas. 

Música entre las notas

Las notaciones musicales son extraordinariamente específicas en relación con lo que quieren o no quieren registrar. Y son los etnomusicólogos, que utilizan fundamentalmente técnicas occidentales para la música no occidental, los más conscientes de ello. Algunos etnomusicólogos están dispuestos a utilizar la notación en pentagrama para transcribir la música que estudian, como un medio tanto de entenderla como de comunicar ese entendimiento a sus lectores. Pero a su vez son conscientes de que al hacer esto, están metiendo con calzador la música india, china, o cualquier otra, en un

sistema para la que nunca había sido concebida. Existe, por tanto, una colisión entre música y notación. Como era de esperar, dicha situación ha dado paso a inacabables controversias entre aquellos etnomusicólogos que ven la notación en pentagrama como un instrumento impreciso pero necesario para transmitir parte de la música a los lectores que no están familiarizados con el sistema notacional de la cultura musical en cuestión, y aquellos otros que consideran su uso como un tipo de ejercicio neocolonial en el que se establece la notación occidental como un patrón universal. Si la notación en pentagrama distorsiona la música no occidental, podría argüirse igualmente que también distorsiona la música de la traición occidental. Si oímos una versión en sintetizador de cualquier obra para piano, nos damos cuenta al instante de que todas las notas son igual de largas e igual de fuertes, comprobando así qué parte tan grande del efecto de la música radica en el moldeamiento del tiempo y la dinámica que cualquier pianista lleva a cabo con la música, muy posiblemente sin pensar ni siquiera en ello. No se trata de que la versión del sintetizador esté equivocada, en el sentido de contradecir la partitura, sino que el moldeamiento temporal y dinámico, no se encuentra en la partitura. Y eso nos dice algo sobre qué son las partituras y cómo se utilizan. Si tratáramos la notación del modo en que algunos fundamentalistas cristianos tratan la Biblia, entonces los sintetizadores controlados por ordenador habrían dejado a estas alturas a los intérpretes sin trabajo; basta una máquina para interpretar la música literalmente, mecánicamente, sin expresión. Pero no tratamos la notación de este modo. El hecho de que la notación no se ocupe de sutilezas de moldeamiento temporal o dinámico no significa que el intérprete no se ocupe de ellas. Y si nuestra notación simplifica la música al eliminar estas cosas, es porque la simplificación es algo que forma parte de la naturaleza de las notaciones. Todas las notaciones dejan cosas fuera, aunque son cosas diferentes. Los compositores del siglo XVIII anotaron en ocasiones simplemente el esqueleto de lo que querían, dejando que el intérprete lo completara por medio de la figuración y la ornamentación; los compositores del siglo XX, por contraste, intentan especificar generalmente lo que quieren con un detalle mucho mayor. No sería una gran exageración afirmar que todo el arte de la interpretación estriba en los intersticios de la notación, en aquellas partes de la música a las que la partitura no puede llegar. Como hemos visto, la función más obvia de la notación era la conservación, pero si esa fuera su única función, el desarrollo de las grabaciones digitales habría hecho de la notación tradicional algo obsoleto. El hecho de que sigamos utilizando la notación tradicional demuestra la importancia que tienen para nosotros el resto de sus funciones. Las notaciones no sólo comunican información de un músico a otro, sino

que realizan al mismo tiempo algo mucho más complejo, transmiten todo un modo de pensar en la música. Una partitura establece un marco que identifica determinados atributos de la música como esenciales, en el sentido de que si una interpretación no tiene esos atributos entonces no podemos realmente haber interpretado esa música en absoluto. La estructura esencial nota-tras-nota es sólo parte de la música, porque entre y alrededor de esas notas se halla un vasto dominio de posibilidades interpretativas, en las que podemos optar por tocar más deprisa o más despacio, más fuerte o más suave, frasear o articular de uno u otro modo. 

Maestro de la transición más pequeña

El modelo de lo que está determinado por la notación y lo que no, es una de las cosas que define una cultura musical; define no sólo cómo se transmite la música sino también cómo se relacionan entre sí los diversos individuos cuyas actividades conforman conjuntamente una cultura musical. También determina en gran medida cómo imaginan las personas la música en una cultura dada, y de manera muy evidente cómo conciben su música los compositores. Componer dentro de una tradición dada es imaginar sonidos en términos de las configuraciones concretas de determinación e indeterminación adecuadas a cada tradición, y esto significa que a su vez la notación se halla más profundamente involucrada en el acto de la composición de lo que podrían inducirnos a pensar muchas explicaciones del proceso compositivo. Hay dos famosas fuentes relacionadas con los modos en que concibieron su música Mozart y Beethoven, respectivamente. Ambos insisten en que el verdadero trabajo de composición se realiza en la mente, a que anotarlo pasa a ser un asunto trivial. La notación, tal y como ellos la describen, no es algo en absoluto esencial para el proceso creativo; llega estrictamente a posteriori. Mozart y Beethoven están diciéndonos que la concepción de música es un proceso puramente ideal, un logro de la imaginación desligado del proceso mecánico de ponerse a escribir. Actualmente, sabemos tanto sobre el proceso creativo de Beethoven, gracias a la manera tan peculiar en que componía (con apuntes, garabatos, de un modo premeditado o improvisado) sobre el papel, y esto es una característica personal que comenzó mucho antes de que se volviera sordo. Pero la mayoría de los compositores clásicos no componían de este modo. Los compositores clásicos contaban con otro procedimiento para enfrentarse a la representación de música: probar las cosas, moldearlas frente a una resistencia empírica. Pero se trataba de un procedimiento que no dejaba huellas visibles como los apuntes de Beethoven. Este procedimiento era el piano.

A veces se escucha expresar la teoría de que los verdaderos compositores componen en sus mesas de trabajo, no al teclado. La idea de que hay algo malo en componer al teclado, es otro ejemplo del mito decimonónico de que la música es algo puro e incorpóreo, que surge espontáneamente del mundo del espíritu. Los compositores saben que la música no es algo que simplemente ocurra, es algo que hay que hacer. 

La paradoja de la música

En 1973-1974, el compositor vanguardista György Ligeti, compuso una pieza orquestal titulada Polifonía de San Francisco. Al igual que una gran parte de la música de Ligeti que vio la luz por aquellas fechas, se trata de una pieza con una gran densidad de escritura, una jungla de líneas melódicas sinuosas que semeja una planta trepadora. Pero Ligeti utilizó una metáfora diferente para explicar cómo había intentado preservar el modelo nota-tras-nota de la música dentro de límites ordenados: “Podemos imaginar diversos objetos en un estado de total confusión en un cajón”, escribió. “El cajón tiene también una forma concreta. Dentro reina el caos, pero él mismo se encuentra claramente definido”. Habitualmente no pensamos en la música dándole formas de cajones o bosques, por lo que estas metáforas sobresalen como representaciones imaginarias de la misma, que, en el mejor de los casos, pueden fortalecer nuestra experiencia de la música. Pero todas las descripciones de la música recurren a la metáfora, solo que la metáfora no es siempre tan obvia. La metáfora es algo que forma parte de nuestro lenguaje, y esta pertenencia es tan profunda que normalmente ni siquiera nos damos cuenta de que está allí. Y junto con las metáforas de la música como un cajón o un bosque, todas estas metáforas tan arraigadas ilustran la que podría llamarse la metáfora básica o subyacente de la cultura musical occidental: que la música es algún tipo de objeto. Pero la metáfora de la música como objeto tiene más calado que el proceso mitificador de la estética musical del siglo XIX. Toda la idea de escribir música depende de esto: la notación en pentagrama occidental muestra cómo la música se “mueve” hacia arriba y hacia abajo, y de izquierda a derecha de la página. Pero, ¿qué es lo que provoca realmente el movimiento? Literalmente nada. Lo mismo resulta aplicable cuando volvemos atrás en una partitura y comparamos dos pasajes de la música examinándolos conjuntamente. Cuando comparamos el pasaje anterior con el posterior, estamos realmente desligando a la música del paso del tiempo, transformando así una existencia temporal en un objeto imaginario. Para esto, entre otras cosas, son las partituras. Y aquí radica la principal paradoja de la música. La vivimos dentro del tiempo, pero con objeto de manipularla, incluso de entenderla, la sacamos del tiempo y, en ese sentido, la falseamos. Pero no se trata de un falseamiento del que podamos prescindir; es una parte fundamental de lo que la música es. Lo importante es reconocer el falseamiento

como lo que es, y no confundir los objetos de música imaginarios con las experiencias temporales que representan. Existe una visión muy extendida, de que éste es uno de los problemas que acosaron la nueva música tras la Segunda Guerra Mundial, cuando la composición “seria” se convirtió en el dominio exclusivo de los departamentos de música universitarios; determinados compositores teorizaron cada vez más sobre lo que entraba a formar parte de la partitura, olvidando aparentemente el hecho de que todo esto no tenía ninguna significación para su público cada vez más reducido. Pero la confusión entre objeto imaginario y experiencia es imposible de erradicar. Entonces, ¿dónde deja todo esto al museo imaginario? ¿No está construida toda la idea del museo imaginario sobre una confusión entre objetos imaginarios y experiencias temporales? Hay dos posibles respuestas. La primera de ellas, es afirmar que si las obras musicales no son experiencias sino simplemente sus sucedáneos, entonces lo mismo podría decirse del contenido de cualquier otro museo que albergara otro tipo de representaciones artísticas. Iríamos a verlas no por ellas mismas, sino por la experiencia que pueden aportarnos que sería diferente en al caso de cada individuo. La segunda, algo más radical, viene sugerida por la imagen profundamente perturbadora del biólogo Richard Dawkins del “río de genes”. Pensamos en la historia humana, y en el desarrollo prehistórico de nuestra especie, como formados por una vasta sucesión de personas individuales. Pero Dawkins le da a esto la vuelta. Convierte a los genes en los protagonistas del relato, en los verdaderos creadores de la historia, y su único motivo es la duplicación. En el modelo de Dawkins, todo sería exactamente al revés. El proceso histórico radicaría no en las obras musicales, sino en lo que hay entre ellas: los modelos en cambios permanentes de concepción y percepción que hicieron nacer estas obras. Veríamos las obras musicales como meros vestigios de procesos históricos, conchas vacía en las que sólo puede insuflarse por medio de una reconstrucción imaginativa de las experiencias musicales que le dieron antaño significado. Y la imaginación que participar en esto es la nuestra; podría casi decirse que veríamos la historia esencialmente como un relato de nuestro propio viaje a través del museo imaginario de obras musicales. Volvemos así a la idea de que cuando estudiamos la música no estamos estudiando simplemente algo alejado de nosotros, algo que está “ahí fuera”: hay un sentido en el cual estamos estudiándonos también a nosotros mismos.

Capítulo V: Una cuestión de representación 

Dos modelos de arte

La teoría “grafica” del significado se encuentra profundamente arraigada en la cultura occidental, y lo que podría denominarse la estética “clásica”, es esencialmente un intento de aplicar la teoría “gráfica” a las artes. Las artes visuales constituyen el ejemplo más obvio. Si pintar o esculpir consisten en retratar la apariencia de las cosas tal y como son, entonces hay patrones absolutos en torno a los cuales puede juzgarse el arte. Y estos patrones no tienen nada que ver con las circunstancias que lo hicieron nacer o las razones por las que se produjo; guardan relación únicamente con la propia obra de arte. De hecho, el sello distintivo del verdadero arte, es que transciende el contexto social o histórico y encarna valores eternos. De este modo, la estética clásica creó la imagen del experto o crítico autónomo, alguien que está al margen de los procesos de creación artística pero que preserva y aplica los patrones intemporales de la verdad y la belleza artística. La idea de una obra de arte intemporal, está relacionada con el modo de pensar en la música del siglo XIX. Pero la música se incorporó al marco de la estética mucho antes. La idea, que se remonta al menos hasta Pitágoras, de que la música es una representación de la armonía cósmica, pervivió durante toda la Edad Madia y el Renacimiento. En el siglo XVIII, sin embargo, se vio suplantada por otra idea más flexible de imitación musical, conocida como la teoría de los afectos. “Afecto”, en este contexto, significa algo a medio camino entre “estado de ánimo” y “pasión”, y según esta teoría, la música obtenía su significado de su capacidad para capturar y transmitir afectos como el amor, la furia o los celos. El pleno potencial de la música, se plasmaba en la escena operística, donde proporcionaba el telón de fondo emocional del texto y las acciones dramáticas. La música tenía significado porque representaba una realidad fuera de la música. La historia de la música no apoya del todo, el supuesto de Wittgenstein de que no puede pensarse en un tema musical como una representación de alguna otra cosa. Lo que Wittgenstein defendía, era que hay un modelo alternativo del ver el significado, ya sea en la música o en el lenguaje. Su argumento central era que, el lenguaje construye la realidad en vez de limitarse simplemente a reflejarla. Lo que Wittgenstein estaba sugiriendo era que esto debía tenerse por un principio general del significado lingüístico, no sólo como una excepción aislada. El tiempo que Wittgenstein reflexionaba sobre estos temas en Cambridge, los lingüistas y los antropólogos que trabajaban con los indígenas americanos, estaban llegando a una conclusión similar. Se dieron cuenta de que no podían traducirse adecuadamente las lenguas indígenas americanas al inglés, las categorías no coincidían

porque los indígenas americanos mantenían una relación con el mundo muy distinta de la de los angloparlantes. Uno de estos lingüistas, Benjamin Lee Whorf, propuso una teoría radical (conocida como la hipótesis “whorfiana” o “Sapir-Whorf”) sobre cómo sucedió esto: es posible, sugirió, que el lenguaje no refleje simplemente los diferentes modos en los que ven el mundo las diferentes culturas, sino que determina realmente cómo lo hacen. Es posible, que el lenguaje construya la realidad en lugar de representarla. Este tipo de reflexión puede transferirse fácilmente a la estética. Implica que, en lugar de reproducir una realidad externa y preexistente, el papel del arte es poner a nuestro alcance nuevos modos de “construir nuestro sentido de la realidad”, tal y como lo ha formulado otra filósofa, Joanna Hodge. Nos habla de la visión “constuctivista” del arte afirmando que el valor artístico se encuentra, en la experiencia del espectador, que ya no está al margen del proceso artístico, sino que ha pasado a ser un participante esencial del mismo. De este modo se ha dado la vuelta por completo a los supuestos básicos de la estética clásica. Este enfoque, podría también aplicarse a la música. Por un lado otorga significado al tipo de crítica hermenéutica mencionada en el capítulo cuatro, que consiste en desarrollar metáforas esclarecedoras para determinadas composiciones; este tipo de metáforas no se limitan a representar algo que ya hemos experimentado, sino que nos inducen a experimentar la música de un modo diferente. Pero la idea de que el significado de la música radica más en lo que hace que en lo que representa, tiene una aplicación más amplia. El punto básico es que nos permite hacer justicia al aspecto de la música que ha estado más sub-representado en los escritos sobre ella: su condición de arte interpretativo. Y esto tiene a su vez ramificaciones para el modo en que estudiamos la música, y especialmente el modo en que nos situamos en relación con ella. Lo cierto es sencillamente que la música es parte de la sociedad, y como tal, con las mismas probabilidades que cualquier otra parte de la sociedad de estar en la vanguardia o de quedarse rezagada. Pisamos un terreno mucho más firme cuando intentamos entender las transacciones sociales que están teniendo lugar dentro de la práctica de la música –lo que se hace- que cuando construimos hipótesis indemostrables sobre lo que podría estar siendo representado. 

Un enfoque global de la música

El contenido real de la música, no sólo refleja sino que también contribuye a la naturaleza de la sociedad, al modo en que las personas se relacionan entre sí. Hoy serían pocos los lingüistas que aceptarían la versión de la hipótesis whorfiana, según la cual el lenguaje es la única cosa que determina la conceptualización. La

mayoría, sin embargo, aceptarían que es una de las cosas que determinan la conceptualización. Y sería estúpido afirmar que la música puede sólo tener significado en virtud de lo que hace y no de lo que representa. La música de la tradición “culta” occidental, concebida dentro de la metáfora rectora del museo imaginario y expresada en una notación de una exhaustividad sin precedentes, está concebida para la reproducción. Está concebida para oírse como una “interpretación de” algo que ya existe y posee su propia historia e identidad y para obtener su significado de ser una “interpretación de ella: es decir, de lo que está representándose y no de lo que está haciéndose”. Anteriormente mencionábamos el hecho de que la partitura oculta tanto como revela, por lo que los intérpretes desempeñan un papel creador y no meramente reproductor en la cultura musical y en el mercado musical resulta evidente que el interés que muestran muchas personas por la música es en gran medida un interés por su interpretación. Y si éste es el caso de la música clásica, lo es más aún del resto de las músicas. Lejos de ser un patrón razonable con el que juzgar otras músicas, la música de la tradición “culta” occidental constituye un caso especial y extraordinariamente atípico: extraordinario por su determinación a desafiar el tiempo y crear los objetos más imposibles de todos, las obras musicales. Si pensar en la música clásica como reproducción resulta demasiado excluyente, en el caso de la mayoría del resto de las músicas –música popular, jazz, música no occidental- excluye prácticamente todo. Estas tradiciones son mucho más tradiciones interpretativas que tradiciones “interpretativas de” por decirlo de algún modo. Hay también otra observación que hacer. La visión artística de la estética clásica es, en todos los sentidos, exclusiva. Se basa en la idea de la obra maestra, cuyo valor es intrínseco y eterno, independientemente de si alguien lo aprecia o no. Las obras maestras las crean los grandes compositores, y los especialistas las reproducen con sus interpretaciones. Si una persona no es compositor ni intérprete, o tiene algún tipo de formación musical, entonces se le considera no-músico. Esta idea nos conduce de vuelta a la historia de la música que comentábamos al final del capítulo anterior. Tradicionalmente las historias de la música han sido historias de las composiciones musicales. Pero la visión “constructivista” del arte invierte esto porque ve que el papel fundamental del arte es construir y comunicar nuevos modos de precepción; ahí es donde radica el proceso histórico. Vista de este modo, la historia del arte es realmente una historia de los modos cambiantes en los que las personas han visto las cosas. Si la continuidad de la historia radica en el relato de cómo las personas han percibido las cosas, entonces cabe suponer razonablemente que la interpretación –ejecutar,

escuchar, escribir- se sitúa en el centro de la historia de la música y no en sus márgenes. Como en el caso de las visiones “pictórica” y “constructivista” del arte, lo que necesitamos es equilibrio; necesitamos ambas aproximaciones a la música, la basada en la composición y la basada en la recepción, es decir, lo que hay para oír determina lo que la gente quiere oír, y lo que la gente quiere oír determina lo que hay para oír. Desde el punto de vista de la recepción, asumimos que estudiar música es estudiar nuestra propia participación en ella, estudiarnos a nosotros mismos como ya habíamos mencionado con anterioridad. En el siguiente capítulo veremos que este punto de vista ha sido la fuerza motriz en los cambios espectaculares que han tenido lugar durante los últimos años en las reflexiones académicas sobre la música. Capítulo VI: La música y la Academia 

Cómo entrar…

En 1985, el musicólogo Joseph Kerman, publicó un libro titulado Contemplating Music. Se trataba de un examen muy personal del estudio académico de la música: una historia de la musicología desde el punto de vista de sus más famosos profesionales. Ofrecía una especie de historia social de la musicología, relacionando el desarrollo de la disciplina durante sus años de existencia con las tendencias académicas e institucionales más amplias de la época. En el currículo medieval, el estudio de la música ocupaba un lugar preeminente junto con las matemáticas, la gramática y la retórica. En la primera mitad del siglo XX, la música podía estudiarse como un saber práctico en los conservatorios, pero sólo la ofrecían un puñado de universidades. Tras la Segunda Guerra Mundial, tuvo lugar una rápida expansión de las universidades a ambos lados del Atlántico y fue en este contexto en el que el estudio académico de la música se consolidó como una materia por derecho propio. Kerman sostenía que el orden del día de la musicología era el resultado del contexto institucional dentro del cual se había desarrollado. Y alentaban a sus profesionales a que reflexionaran sobre por qué hacían lo que hacían. Kerman abogaba por un enfoque “crítico” de la disciplina en lugar de lo que él veía como el enfoque predominantemente “irreflexivo” o positivista. Siendo así, no es de extrañar que Kerman dirigiera su ataque más directo a los musicólogos a través de dos flancos principales. La primera área era la anticipada por Beethoven cuando intentó sin éxito interesar a los editores en la publicación en una edición completa y autorizada de su música. Y aunque el plan de Beethoven nunca llegó a concretarse, si aportó realmente un modelo para el proyecto más ambicioso de la musicología del siglo XX: la realización de ediciones autorizadas tanto de la música de compositores individuales como de los repertorios nacionales.

Existen dos problemas con este proyecto: primero, que es difícil, y segundo, que es imposible. El primer problema surge de la multiplicidad de fuentes en la que existe la mayor parte de la música, especialmente la música antigua, y del hecho de que estas fuentes son generalmente imperfectas, incompletas y contradictorias. El segundo problema surge cuando la música se conserva, como no es infrecuente en el caso de la música de los siglos XIX y XX, en una serie de versiones, todas las cuales llevan el sello de autoridad del compositor de uno u otro modo. En este sentido, a lo que se oponía Kerman era a que cuando los musicólogos habían terminado de editar una obra musical, simplemente pasaban a la siguiente. No utilizaban sus conocimientos de la música, como base de una relación crítica con ella, del intento, que Kerman consideraba como algo fundamental para la musicología, de llegar a una comprensión de la música del pasado tanto por sí misma como por su posible contribución a una comprensión del contexto social e histórico en el que había surgido. En otras palabras, no afrontaban la edición como algo que contribuía a la musicología como una amplia disciplina humanística. El otro área principal de actividad musicológica, que se corresponde con el segundo flanco del ataque de Kerman, podría describirse como los estudios contextuales. Aquí el centro de atención fundamental no es la música como tal, sino las circunstancias sociales e históricas que dieron lugar a ella. Esto podría abarcar desde la correcta datación de la música y la identificación del compositor, hasta los propósitos que animaron la composición de la música, su función en relación con las estructuras económicas o políticas contemporáneas o la posición del compositor y del resto de los músicos en la sociedad. La queja de Kerman era la misma que la que dirigió a los editores: no había nada de malo en este trabajo en cuanto tal, pero, ¿cuál era su razón de ser si no se aplicaba como una fuente de nuevas indagaciones sobre la música en cuanto que música? Resulta curioso que Kerman dirigiera también la misma queja a la teoría musical, la subdisciplina de la musicología cuyo objetivo específico es mantener una relación con la música en cuanto que música. La teoría musical tal y como la conocemos hoy en día, y especialmente la aplicación práctica de la teoría que denominamos “análisis”, surgió del fermento de ideas que rodearon la recepción de la música de Beethoven. En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial fueron las ciencias puras y precisas como la física las que ocuparon un lugar preeminente en la academia americana; disciplinas marginales, como la teoría musical, intentaron parece tan “fuertes” como fuera posible mediante la adopción de un lenguaje científicos y de sistemas de símbolos. La intuición y el lenguaje con una carga emocional quedaron eliminados inexorablemente. En su lugar surgieron los enfoques matemáticos y computacionales. El resultado fue que la teoría y el análisis se convirtieron en algo

cada vez más técnico, cada vez más incomprensible para todo el mundo excepto para los especialistas. Kerman pensó que había acabado sustituyendo la experiencia personal y viva de la música que había atraído inicialmente a los teóricos hacia él por su propia jerga científica. La visión de la musicología expuesta por Kerman rayaba en lo enormemente personal. Sin embargo, quienes trabajaban en todos los ámbitos de la disciplina devoraron con ansiedad el libro de Kerman porque articulaba una percepción muy extendida de que la relación entre musicología y música, entre la disciplina académica y la experiencia humana, no era todo lo que podía ser. 

…Y cómo salir

¿Cómo podría haber una mejor interrelación entre la música y la academia? El movimiento interpretativo histórico, que se desarrolló rápidamente una o dos décadas antes de la aparición del libro de Kerman, presenta un tipo de respuesta. La idea fundamental de la interpretación histórica es aparentemente sencilla: la música del pasado debería tocarse del modo en que se habría tocado originalmente. ¿Qué justificación podría haber para utilizar los mismos instrumentos y grupos modernos y estandarizados para toda la música, independientemente de sus orígenes? ¿Cómo podría pretenderse entender la música de Bach o de Mozart si nunca se ha oído tocar tal y como la concibió el compositor? Y esto era aplicable no sólo a los instrumentos sino también al modo en que se tocaban, en términos de conformación dinámica, articulación y ornamentación. Todos estos aspectos de la interpretación han cambiado significativamente con el paso del tiempo y el único modo en que pueden reconstruirse es por medio de un estudio en profundidad de los tratados de la época. Aquí es donde los musicólogos han tenido que hacer una contribución esencial a la interpretación. Actualmente, la interpretación histórica se encuentra aceptada en el seno de la academia; puede estudiarse oboe barroco en muchos conservatorios, y el hecho de que puedan oírse tanto interpretaciones “históricas” como “ahistóricas” de Bach o de Mozart, se ha convertido en una dura realidad dentro de una sociedad pluralista en la que conviven diferentes tradiciones musicales. Pero la transformación no se consiguió sin luchar y el debate de la “autenticidad” que estalló durante los años ochenta fue el más encendido de la historia reciente tanto de la musicología como de la interpretación. Por un lado, el argumento era que la interpretación con los instrumentos de época adecuados, era “auténtica” en el sentido de ser históricamente correcta. Por otra, el término “autenticidad” introducía todas esas connotaciones positivas como la idea de ser sincero, genuino, fiel a uno mismo. ¿Y en qué consiste este enfoque? La mayoría de las veces los defensores de la interpretación histórica lo han definido como tocar la música tal y como quiso el

compositor. El problema de esta formulación es que generalmente no hay modo alguno de descubrir lo que quiso el compositor aparte de lo que pueda deducirse de lo que escribió. Así que una formulación alternativa es la siguiente: tocar la música como podría haberse tocado en una buena interpretación de la época. El problema de esta formulación, es que la notación apenas captura nada en relación con el estilo interpretativo; no es ésa su función. Cuando se le añaden palabras, como en los tratados de época, el resultado es generalmente una seria de pistas tentadoramente inconexas que hay que unir por medio del ejercicio del discernimiento, la imaginación, la conjetura y la intuición musical. Pero todo esto, es un reflejo de nuestra propia formación y experiencia como músicos ya instalados en el siglo XXI. Y, visto de este modo, todo el proyecto de la autenticidad, tal y como lo presentan sus defensores, se parece mucho al proyecto de la ediciones autorizadas: no es ya difícil, sino imposible. Richard Taruskin, catedrático de Berkeley, ha formulado una crítica convincente del proyecto de la autenticidad, cuyo punto de partida es su aparente imposibilidad, el hecho de que simplemente no podemos saber cómo se interpretaba la música antes del siglo XX. Acepta la naturaleza especulativa de la interpretación de las pruebas documentales realizadas por los intérpretes históricos. Pero lo que resalta es el modo en que los intérpretes históricos han aprendido a reflexionar y a interrogar sus propias prácticas a la luz de estas pruebas. Taruskin resalta incluso el modo en el que la conocida como interpretación histórica encarna de hecho muchas de las características de la composición del siglo XX: las texturas funcionales y el impulso motórico de la música de Stravinsky. Visto de este modo, concluye, la interpretación “auténtica” es auténtica porque expresa la musicalidad del siglo XX y no debido a sus pretensiones probablemente espurias de exactitud histórica. Al desmitificar la retórica erudita de la interpretación histórica, Taruskin ha situado el estilo interpretativo en el centro de la historia de la música. Otras iniciativas recientes en el estudio de la interpretación están encaminándose en la misma dirección: técnicas que se han tomado prestadas de la psicología experimental están permitiendo a los musicólogos y a los teóricos estudiar interpretaciones grabadas en un sentido muy semejante al que han estudiado hasta ahora partituras, ayudando de este modo a rectificar ese enfoque desequilibrado hasta ahora tan presente. En la década posterior a la publicación Contemplating Music los musicólogos respondieron a la llamada de Kerman a favor de una orientación crítica. El modo en que lo hicieron se mostró menos deudor de la propia fórmula de Kerman que de los avances vividos por la tercera y última de las grandes subdisciplinas musicológicas, la etnomusicología. Los musicólogos y los teóricos musicales ven la etnomusicología como el estudio de la música que ellos no estudian; los etnomusicólogos la ven como el estudio de toda música en términos de su contexto social y cultural, abarcando la producción,

recepción y significación. Debido a sus estrechas vinculaciones con otras ciencias humanísticas, especialmente la antropología, la etnomusicología tiende a ser más receptiva que la musicología o la teoría de la música a tendencias que quedan fuera de la disciplina, y en los años de la postguerra se vio afectada no sólo por la orientación de la “ciencia pura” sino también por los diversos enfoques estructuralistas que surgieron en Europa en los años setenta. En los años ochenta, empezó a tomar cuerpo una nueva orientación. En el centro de la misma se encontraba el razonamiento de que , si eras un etnomusicólogo occidental que llegabas a una sociedad no-occidental, no era posible ocupar la posición de un observador imparcial. Pero había otro tema. Los etnomusicólogos a menudo se veían trabajando con sociedades inmersas en la transformación de su propia identidad cultural, quizás en pos de la occidentalización y la industrialización. En estas circunstancias, los objetivos específicos de recoger y preservar una cultura tradicional podrían colocar a los etnomusicólogos camino del enfrentamiento con sus informantes o, si no, podían verse poniéndose del lado de sus informantes contra el gobierno del que dependía la cooperación para proseguir la investigación. Situaciones como ésta dieron lugar a que los etnomusicólogos reflexionaran y evaluaran su propia posición: pasar a ser no sólo críticos sino autocríticos. Capítulo VII: Música y género 

El sexo invisible

Durante los años de Thatcher y Reagan existía una creencia generalizada en que ideología era lo que tenía el tipo de enfrente. La democracia capitalista no era una ideología, era simplemente el modo en que eran las cosas. Desde la década de 1930 ha existido una subdisciplina díscola de la sociología denominada “teoría crítica” cuyo objetivo declarado es exponer el funcionamiento de la ideología en la vida cotidiana, revelando creencias aceptadas “acríticamente” y devolviendo así a los individuos el poder de decidir por sí mismos lo que ellos quieren creer. La teoría crítica tuvo sus orígenes en el marxismo, pero evolucionó hasta convertirse en un modo global de crítica cultural cuyos efectos se han dejado sentir en disciplinas tan diversas como los estudios literarios, los estudios cinematográficos y de los medios de comunicación, la historia del arte, más recientemente, la musicología. Theodor Adorno, uno de los fundadores de la teoría crítica, era no sólo un sociólogo, sino también un músico consumado y escribió tanto sobre música como sobre sociología. No es un autor fácil de leer, pero sus libros han contribuido significativamente a la aparición del punto de vista “crítico” que reclamaba Kerman. También han contribuido al hecho de que este punto de vista crítico, tuviera un carácter político, intervencionista muy diferente a lo que Kerman había imaginado.

La teoría crítica es, esencialmente, una teoría del poder y ve el poder en gran medida en términos de las instituciones a través de las cuales se canaliza. Las instituciones son cruciales a la hora de naturalizar las estructuras de poder, de conseguir que parezca que las desiguales distribuciones del poder que vemos en todo el mundo tengan que ser simplemente “el modo en que las cosas son”. En musicología, este enfoque ha estimulado la investigación histórica de la formación del canon (el repertorio de obras maestras que se exhiben en el museo musical) y el papel de las instituciones musicales en la construcción, mantenimiento y naturalización de este canon. La orientación “crítica” que desarrolló la musicología como una reacción indirecta a Kerman tuvo algo de sesgo político de la teoría crítica, por lo que resultaba natural que un ámbito clave en este desarrollo hubieran de ser los estudios de género. Suele afirmarse que en la historia de la música es notoria la ausencia de mujeres. La razón tiene que ver más con el modo en que se cuenta la historia que con una falta de actividad musical de las mujeres. Lo cierto, entonces, no es que las mujeres no tocaran música, sino que la tocaban en casa. Con muy pocas excepciones, eran aficionadas que daban conciertos para amigos pero no por dinero. Y era muy infrecuente que compusieran. Todo esto se tradujo en una especie de círculo vicioso. Como las mujeres, por regla general, no componían, pasó a suponerse que, como mujeres, eran inconstitucional o incluso biológicamente incapaces de hacerlo. El resultado fue que las pocas mujeres que sí componían tendieron adoptar pseudónimos masculinos, porque de este modo podrían ver interpretadas sus obras. Las mujeres están en activo en ámbitos como la interpretación, especialmente de carácter aficionado, que los libros de historia ignoran, y se vieron en gran medida frustradas en sus intentos de trabajar en aquellos ámbitos como la composición, que sí están reconocidos por los libros de historia. Las cosas han cambiado, por supuesto. Las mujeres tuvieron una presencia cada vez más activa como intérpretes profesionales en la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del XX. Un modo en el que una musicología “crítica” puede responder ante esta situación es, defendiendo la causa de las mujeres en la música, no solo promoviendo la composición e interpretación de música escrita por mujeres, sino también por medio del desarrollo de nuevos modos de escribir la historia que reconozcan adecuadamente las actividades de las mujeres. Desde un punto de vista musicológico, esto es lo que ha tenido una relevancia mayor porque se ha convertido en el modelo para un nuevo tipo de relación crítica con la música. 

La música sale del armario

Que la música y el sexo tienen algo en común no se ha puesto nunca seriamente en entredicho. De aquí a preguntar cuáles son las características asociadas al género que

podría tener la música, sólo hay un paso. Esto es algo que sucede especialmente de manera obvia en el caso de la música relacionada con la construcción de la subjetividad burguesa. Más allá de los temas específicos de género, llegamos a meollo de la “nueva” musicología, como la denominaron conscientemente los defensores del enfoque “crítico” post-Kerman, un nombre que inevitablemente tiene un tiempo de caducidad muy corto. El nombre fue acuñado por Lawrence Kramer en 1990 y él es quien ha explicado en todo detalle su orden del día con más elocuencia que nadie. Un punto capital del mismo es la pretensión de la música de ser autónoma del mundo que la rodea, y especialmente de proporcionar un acceso directo y sin mediación alguna a valores absolutos de verdad y belleza. Esto se afirma sobre dos bases: en primer lugar, que no hay cosas tales como los valores absolutos y, en segundo, que no puede haber una cosa como un acceso sin mediación alguna; nuestros conceptos, creencias y experiencias anteriores se hallan involucradas en todas nuestras percepciones. Una musicología que es “crítica” en el sentido de la teoría crítica, que aspira sobre todo a exponer ideología, debe demostrar entonces que la música está repleta de significado social y político: que es irreductiblemente “mundana”, por utilizar uno de los términos predilectos de Kramer. La visión que presenta Tomlinson es posiblemente la más sombría de la musicología actual. En cualquiera de sus variedades, dice, y cualesquiera que sean las apariencias en sentido contrario, “crítica” significa entender la música desgajándola de su contexto histórico. Pero la visión de Tomlinson de una musicología sin música tiene pedigrí. Hay una fuerte vete de pesimismo cultural en la teoría crítica, resultante de la sensación de que la ideología no puede nunca erradicarse por completo. 

Algo que hacemos

La musicología que otorga importancia el género requiere exactamente lo mismo: supone escribir desde una identidad específicamente sexual. Una declaración de homosexualidad, la haga un cantante o un musicólogo, es un acto interpretativo. Eso es lo que, en su artículo, dice Cusick sobre la propia música: tendemos constantemente a olvidar, escribe, que “la música (como el sexo) es, antes de nada, algo que hacemos, nosotros los seres humanos, como un medio de explicar, reproducir y reforzar nuestra relación con el mundo, o nuestras nociones imaginadas de qué posibles relaciones podrían existir”.

La función de una musicología verdaderamente “crítica” es, por supuesto, descubrir este contenido político, demostrar la ideología implicada en lo que podría parecer por lo demás un acto tan inocente como inocuo como la interpretación de un ciclo de canciones de Schumann. Pero esto no se conseguirá con un alejamiento pesimista de la música; por el contrario, exige compromiso con ella, pero un compromiso que reconozca la mundanidad de la música y que coloque a sabiendas al intérprete con ella.