CUENTOS MEXICANOS

CUENTOS MEXICANOS 20s – 50s TACHAS Efrén Hernández Eran las 6 y 35 minutos de la tarde. El maestro dijo: ¿Qué cosa son

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CUENTOS MEXICANOS 20s – 50s

TACHAS Efrén Hernández Eran las 6 y 35 minutos de la tarde. El maestro dijo: ¿Qué cosa son tachas? pero yo estaba pensando en muchas cosas; además, no sabía la clase. El salón de estos hechos tiene tres puertas, de madera pintada de rojo, con un vidrio en cada hoja, despulido en la mitad de abajo. A través de la parte no despulida del vidrio de la puerta de la cabecera del salón, veíanse, desde el lugar en que yo estaba: un pedazo de pared, un pedazo de puerta y unos alambres de la instalación de luz eléctrica. A través de la puerta de en medio, se veía lo mismo, poco más o menos lo mismo, y, finalmente, a través de la tercera puerta, las molduras del remate de una columna y un lugarcito triangular del cielo. Por este triangulito iban pasando nubes, nubes, lentamente. No vi pasar en todo el tiempo, sino nubes, y un veloz, ágil, fugitivo pájaro. Es muy divertido contemplar las nubes, las nubes que pasan, las nubes que cambian de forma, que se van extendiendo, que se van alargando, que se tuercen, que se rompen, sobre el cielo azul, un poco después que terminó la lluvia. El maestro dijo: —¿Qué cosa son tachas? La palabrita extraña se metió en mis oídos como un ratón a su agujero, y se quedó en él agazapada. Después entró un silencio caminando en las puntitas de los pies, un silencio que, como todos los silencios, no hacía ruido. No sé porqué, pero yo pienso que lo que me hizo volver, aunque a medias, a la realidad, no fueron las palabras, sino el silencio que después se hizo; porque el maestro estaba hablando desde mucho antes, y, sin embargo, yo no había escuchado nada. “¿Tachas? ¿Pero, qué cosa son tachas? Pensé yo. ¿Quién va a saber lo que son tachas? Nadie sabe siquiera qué cosa son cosas, nadie sabe nada, nada.”

Yo, por mi parte, como ejemplo, no puedo decir lo que soy, ni siquiera qué cosa estoy haciendo aquí, ni para qué lo estoy haciendo. No sé tampoco si estará bien o mal. Porque en definitiva, ¿quién es aquel que le atinó con su verdadero camino? ¿Quién es aquel que está seguro de no haberse equivocado? Siempre tendremos esta duda primordial. En lo ancho de la vida van formando numerosos cruzamientos los senderos. ¿Por cuál dirigiremos nuestros pasos? ¿Entre estos veinte, entre estos treinta, entre estos mil caminos, cuál será aquél, que una vez seguido, no nos deje el temor de haber errado? Ahora, el cielo, nuevamente se cubría de nubes, e iban haciéndose en cada momento más espesas; de azul, sólo quedaba sin cubrir un pedacito del tamaño de un quinto. Una llovizna lenta descendía, matemáticamente vertical, porque el aire estaba inmóvil, como una estatua. Cervantes nos presenta en su libro: Trabajos de Persiles y Segismunda, una llanura inmóvil y en ella están los peregrinantes, bajo el cielo gris, y en la cabeza de ellos, hay esta misma pregunta. Y en todo el libro no llega a resolverla. Este problema no inquieta a los animales, ni a las plantas, ni a las piedras. Ellos lo han resuelto fácilmente, plegándose a la voluntad de la Naturaleza. El agua hace bien, perfectamente, siguiendo la cuesta, sin intentar subir. De esta misma manera, parece que lo resolvió Cervantes, no en Persiles que era un cuerdo, sino en Don Quijote, que es un loco. Don Quijote soltaba las riendas al caballo e iba más tranquilo y seguro que nosotros. El maestro dijo: —¿Qué cosa son tachas? Sobre el alambre, bajo el arco, posó un pajarito diminuto, de color de tierra, sacudiendo las plumas para arrojar el agua. Cantaba el pajarito, u fifí. fifí. De fijo el pajarito estaba muy contento. Dijo esto con la garganta al aire; pero en cuanto lo dijo se puso pensativo. No, pensó, con seguridad, esta canción no es elegante. Pero no era ésta la verdad, me di cuenta, o creí darme cuenta, de que el pajarito no pensaba con sinceridad. La verdad era otra, la verdad era que quien silbaba esta canción era la criada, y él sentía hacia ella cierta antipatía, porque cuando le arreglaba la jaula, lo hacía de prisa y con mal modo.

La criada de esa casa, ¿se llamaba Imelda? No. Imelda es la muchacha que vende cigarros “Elegantes”, cigarros “Monarcas”, chicles, chocolates y cerillas, en el estanquillo de la esquina. ¿Margarita? No, tampoco se llamaba Margarita. Margarita es nombre par una mujer bonita y joven, de manos largas y blancas, y de ojos dorados. ¿Petra? Sí, éste sí es nombre de criada, o Tacha. ¿Pero en qué estaría pensando cuando dije que nadie sabe qué cosa es tacha? Es una lástima que el pajarito se haya ido. ¿Para dónde se habrá ido ahora el pajarito? Ahora estará parado en otro alambre, cantando u fiiiii, pero yo ya no lo escucho. Es una lástima. Ya el cielo estaba un poco descubierto, era un intermedio en la llovizna. Llegaba el anochecimiento lentamente. La llegada de la sombra le daba un sentido más hondo al firmamento. Las estrellas de todas las noches, las estrellas de siempre, comenzaron a abrirse por orden de estaturas y distancias. De abajo subía el ruido de toda la ciudad; de arriba caía el silencio de todo el infinito. De cierto, no sé que cosa tiene el cielo aquí, que transparenta el universo a través de un velo de tristeza. Allá son muy raras las tardes como ésta, casi siempre se muestra el cielo transparente, teñido de un maravilloso azul, que no he encontrado nunca en otra parte alguna. Cuando empieza a anochecer, se ven en su fondo las estrellas, incontables, como arenitas de oro bajo ciertas aguas que tienen privilegios de diamante. Allá se ven más claritas que en ninguna parte las facciones de la luna. Quien no ha estado allá, de verdad no sabe cómo será la luna. Tal vez, por esto, tienen aquí la idea de que la luna es melancólica. Ésta es una gran mentira de la literatura. ¡Qué ha de ser melancólica la luna! La luna es sonriente y sonrosada, lo que pasa es que aquí no lo conocen. Su sonrisa es suave, detrás de sus labio asoman unos dientes menuditos y finos, como perlas, y sus ojos son violáceos, de ese color ligeramente lila que vemos en la frente de las albas, y entorno a sus ojeras florecen manojitos de violetas, como suelen alrededor de las fuentes profundas.

Allá todo es inmaculado, allá todo es sin tachas... tachas, otra vez tachas. ¿En qué estaría yo pensando, cuando dije que nadie sabe qué cosas son tachas? Había pensado esto con la propia velocidad del pensamiento, y que Dios diga lo que seguiría pensando, si no fuera porque el maestro repitió por cuarta o quinta vez, y ya con voz más fuerte: —¿Qué cosa son tachas? Y añadió: —A usted es a quien se lo pregunto, a usted, señor Juárez. —¿A mí, maestro? —Sí señor, a usted. Entonces fue cuando me di cuenta de una multitud de cosas. En primer lugar, todos me veían fijamente. En segundo lugar, y sin ningún género de dudas, el maestro se dirigía a mí. En tercer lugar, las barbas y los bigotes del maestro parecían nubes en forma de bigotes y de barbas, y en cuarto lugar, algunas otras; pero la verdaderamente grave era la segunda. Malos consejos, experimentos turbios de malos estudiantes, me asaltaron entonces y me aseguraron que era necesario decir algo. —Lo peor de todo es callarse, me habían dicho. Y así, todavía no despertado por completo, hablé sin ton ni son, lo primero que me vino a la cabeza. No podría yo atinar con el procedimiento que empleó mi cerebro lleno de tantos pájaros y de tantas nubes, para salir del paso, pero el caso es que escucharon todo esto que yo solté muy seriamente: —Maestro, esta palabra tiene muchas acepciones, y como aún es tiempo, pues casi nos sobra media hora, procuraré examinar cada una de ellas, comenzando por la menos importante, y siguiendo progresivamente, según el interés que cada una nos presente. “Yo estoy desengañado de que no estoy loco; si lo estuviera, ¿por qué lo habría de negar?, lo que pasa es otra cosa, que no está bueno explicar, por que su explicación es larga. De modo que la vez a que me vengo refiriendo, yo hablaba como si estuviera solo, monologando. “Y noto que usted guarda silencio...

“Usted, en aquel rato, para mí, no significaba nadie; según la realidad, debía ser el maestro; según la gramática, aquel a quien dirigiera la palabra, más para mí, usted no era nadie, absolutamente nadie. Era el personaje imaginario, con quien yo platico cuando estoy a solas. Buscando el lugar que le corresponda entre los casilleros de la analogía, corresponde a esta palabra el lugar de los pronombres; sin embargo, no es un pronombre personal, ni ningún pronombre de los ya clasificados. Es una suerte de pronombre personal que, poco más o menos, puede definirse así. Una palabra que yo uso algunas veces par fingir que hablo con alguien, estando en realidad a solas.” Seguí: —Noto que usted guarda silencio, y como el que calla otorga, daré principio, haciéndolo de la manera que ya dije. La primera acepción, pues, es la siguientes: tercera persona del presente de indicativo del verbo tachar, que significa: poner una línea sobre una palabra, un renglón o un número que haya sido mal escrito. La segunda es otra: si una persona tiene por nombre Anastasia, quien la quiera mucho, empleará, para designarla, esta palabra. Así, el novio, le dirá: “—Tú eres mi vida, Tacha. “La mamá: “—¿Ya barriste, Tacha, la habitación de tu papá? “El hermano: “—¡Anda, Tacha, cóseme este botón! “Y finalmente, para no alargarme mucho, el marido, si la ve descuidada (Tacha puede hacer funciones e Ramona), saldrá poquito a poco, sin decir ninguna cosa. “La tercera es aquélla en que aparece formando parte de una locución adverbial. Y esta significación, tiene que ver únicamente con uno de tantos modos de preparar la calabaza. ¿Quién es aquél que no ha oído decir alguna vez, calabaza en tacha? Y, por último, la acepción en que la toma nuestro código de procedimientos.” Aquí entoné, de manera que se notara bien, un punto final. Y Orteguita, el paciente maestro que dicta en la cátedra de procedimientos, con la magnanimidad de un santo, insinuó pacientemente: —Y, díganos señor, ¿en qué acepción la toma el código de procedimientos? Ahora, ya un poquito cohibido, confesé:

—Ésa es la única acepción que no conozco. Usted me perdonará, maestro, pero... Todo el mundo se rió: Aguilar, Jiménez Tavera, Poncianito, Elodia Cruz, Orteguita. Todos, se rieron, menos el Tlacuache y yo que no somos de este mundo. Yo no puedo hallar el chiste, pero teorizando, me parece que casi todo lo que es absurdo hace reír. Tal vez porque estamos en un mundo en que todo es absurdo, lo absurdo parece natural y lo natural parece absurdo Y yo soy así, me parece natural ser como soy. Para los otros no, para los otros soy extravagante. Lo natural sería, dice Gómez de la Serna, que los pajaritos dormidos se cayeran de los árboles. Y todos lo sabemos bien, aunque es absurdo, los pajaritos no se caen. Ya estoy en la calle, la llovizna cae, y viendo yo la manera como llueve, estoy seguro de que a lo lejos, perdido entre las calles, alguien, detrás de unas vidrieras, está llorando porque llueve así.

LA SENTENCIA DE BABIS Nelly Campobello Babis vendía dulces en la vidriera de una tienda japonesa. Babis reía y se le cerraban los ojos. Él era mi amigo. Me regalaba montones de dulces. Me decía que él me quería porque yo podía hacer guerra con los muchachos a pedradas. Él no podía pelear —no por miedo— pero es que él era ya un hombre grande. "Yo he visto agarrarse muchachos grandotes allá en la calle de Mercaderes, del lado del río". Entonces él me dijo: "No me gustan las piedras tanto como los balazos. El día que me dé de alta -y se le hundían los ojos echando fuera los dientes-, voy a pelear muy bien". Y me daba un puño de chiclosos. Todos los días me decía que ya se iba con una tropa y que le gustaban mucho los pantalones verdes. "Yo me compraré unas mitazas con hebillas blancas", entonaba como una canción. Y muy en serio le dije: "Pero te van a matar. Yo sé que te van a matar. Tu cara lo dice". Él se reía y me daba confites grandes. Le conté a Mamá lo que Babis me dijo. Estaba yo retriste. Un día encontré solos los dulces. Babis estaría vestido con pantalones verdes y botones. Qué ganas tenía de verlo. Se ría como un príncipe. Hacía un mes —un año para mis ojos amarillos— sin ver a Babis. Un soldado que llegó de .Jiménez buscó la casa. Traía algo que contarle a Mamá. Llegó a cualquier hora. "Braulio, el que trabajaba en El Nuevo Japón en la calle del Ojito, se había ido con ellos. Era un muchacho miedoso". Así lo dijo aquel hombre, parado junto al riel, con las manos en las bolsas. (Yo le quise saltar al oír aquello. Babis no era miedoso. Se robaba los dulces para mí). En la toma de Jiménez, en los primeros prisioneros que agarraron, le tocó a Babis. Quemaron con petróleo a los prisioneros, estaba de moda. Así fue como en el primer combate Babis murió. "Yo creo que sin tener sus hebillas blancas”. El hombre dijo, meciéndose en un pie, que no se le iban de los oídos los gritos de los quemados vivos. Eran fuertes. Después se fueron apagando poco a poco. El soldado, con la mano derecha, hizo un ademán raro y se fue calle arriba, por en medio de los rieles del tranvía, meciéndose en sus pies y llevándose los gritos de Babis en sus orejas.

LA AMADA DESCONOCIDA Julio Torri Don Juan… por quien olvidan las cortesanas parisienses de moda sus ahorros en el Banco de Francia. Rey norteamericano de una industria como la del acero y el petróleo, la trata de blancas. En México galopa camino de la Sierra con una mujer desmayada entre los brazos. Es en España, su país natal, un señorito a quien castigará el cielo cualquier día por sus grandes infamias. Duro vengador de hombres y símbolo de energía mediterránea, pasa ante los varones que le envidian y las hembras que por él se pierden, con la levedad de una figura de mito y la gracia de un mancebo pintado en ático vaso. (¡Oh Keats, las melodías no escuchadas son menos dulces que tu oda inmortal!) Victorioso y risueño -diríase que bajaba del tálamo de una deidad- con ligero paso se dirige al cementerio. Viste de negro, y en una ciudad de deportistas y dandies pasaría inadvertido. Sus ojos grises —tan feroces para tantas heroínas llorosas— miran ahora distraídamente. Una sonrisa ilumina el rostro, como aquellas que fueron compradas con el dolor de toda una vida. Mal sujeto a todas luces, solo tolera los mejores momentos del trato femenino. Cínico, despoja al amor de su prestigio romántico. Con decisión y aplomo espera su condenación, porque los avisos del criado, a pesar de todo, procedían del cielo. Taimadas garduñas e hijos de pega consumirán su hacienda y acibararán su solitaria vejez; pero nada le arredra, ni las llamas del infierno, ni siquiera las molestias de su celebridad equívoca. Entre fotógrafos y reporteros, curiosos y badulaques de toda laya, cruza la puerta del camposanto, con una corona de flores al brazo. Conmovido, como se conmueven las gentes de buen tono; ágil, con mucho de felino en el paso y algo de hastío elegante en la figura; al modo de quien cumple uno de tantos deberes sociales, pura fórmula desprovista ya de contenido y significación, deposita con impertinente gracia una corona de siemprevivas en la tumba de la amada desconocida, la pobre muchacha sin nombre que no reclamó eternidad al caballero despiadado de los fugaces amores.

DIOS EN LA TIERRA José Revueltas La población estaba cerrada con odio y con piedras. Cerrada completamente como si sobre sus puertas y ventanas se hubieran colocado lápidas enormes, sin dimensión de tan profundas, de tan gruesas, de tan de Dios. Jamás un empecinamiento semejante, hecho de entidades incomprensibles, inabarcables, que venían… ¿de dónde? De la Biblia, del Génesis, de las Tinieblas, antes de la luz. Las rocas se mueven, las inmensas piedras del mundo cambian de sitio, avanzan un milímetro por siglo. Pero esto no se alteraba, este odio venía de lo más lejano y lo más bárbaro. Era el odio de Dios. Dios mismo estaba ahí apretando en su puño la vida, agarrando la tierra entre sus dedos gruesos, entre sus descomunales dedos de encina y de rabia. Hasta un descreído no puede dejar de pensar en Dios. Porque ¿quién si no Él? ¿Quién si no una cosa sin forma, sin principio ni fin, sin medida, puede cerrar las puertas de tal manera? Todas las puertas cerradas en nombre de Dios. Toda la locura y la terquedad del mundo en nombre de Dios. Dios de los Ejércitos; Dios de los dientes apretados; Dios fuerte y terrible, hostil y sordo, de piedra ardiendo, de sangre helada. Y eso era ahí y en todo lugar porque Él, según una vieja y enloquecedora maldición, está en todo lugar: en el siniestro silencio de la calle; en el colérico trabajo; en la sorprendida alcoba matrimonial; en los odios nupciales y en las iglesias, subiendo en anatemas por encima del pavor y de la consternación. Dios se había acumulado en las entrañas de los hombres como solo puede acumularse la sangre, y salía en gritos, en despaciosa, cuidadosa, ordenada crueldad. En el Norte y en el Sur, inventando puntos cardinales para estar ahí, para impedir algo ahí, para negar alguna cosa con todas las fuerzas que al hombre le llegan desde los más oscuros siglos, desde la ceguedad más ciega de su historia. ¿De dónde venía esa pesadilla? ¿Cómo había nacido? Parece que los hombres habían aprendido algo inaprensible y ese algo les había tornado el cerebro cual una monstruosa bola de fuego, donde el empecinamiento estaba fijo y central, como una cuchillada. Negarse. Negarse siempre, por encima de todas las cosas, aunque se cayera

el mundo, aunque de pronto el Universo se paralizase y los planetas y las estrellas se clavaran en el aire. Los hombres entraban en sus casas con un delirio de eternidad, para no salir ya nunca, y tras de las puertas aglomeraban impenetrables cantidades de odio seco, sin saliva, donde no cabían ni un alfiler ni un gemido. Era difícil para los soldados combatir en contra de Dios, porque Él era invisible, invisible y presente, como una espesa capa de aire sólido o de hielo transparente o de sed líquida. ¡Y cómo son los soldados! Tienen unos rostros morenos, de tierra labrantía, tiernos, y unos gestos de niños inconscientemente crueles. Su autoridad no les viene de nada. La tomaron en préstamo quién sabe dónde y prefieren morir, como si fueran de paso por todos los lugares y les diera un poco de vergüenza todo. Llegaban a los pueblos solo con cierto asombro, como si se hubieran echado encima todos los caminos y los trajeran ahí, en sus polainas de lona o en sus paliacates rojos, donde, mudas, aún quedaban las tortillas crujientes, como matas secas. Los oficiales rabiaban ante el silencio; los desenfrenaba el mutismo hostil, la piedra enfrente, y tenían que ordenar, entonces, el saqueo, pues los pueblos estaban cerrados con odio, con láminas de odio, con mares petrificados. Odio y solo odio, como montañas. —¡Los federales! ¡Los federales! Y a esta voz era cuando las calles de los pueblos se ordenaban de indiferencia, de obstinada frialdad y los hombres se morían provisionalmente, aguardando dentro de las casas herméticas o disparando sus carabinas desde ignorados rincones. El oficial descendía con el rostro rojo y golpeaba con el cañón de su pistola la puerta inmóvil, bárbara. —¡Queremos comer! —¡Pagaremos todo! La respuesta era un silencio duradero, donde se paseaban los años, donde las manos no alcanzaban a levantarse. Después un grito como un aullido de lobo perseguido, de fiera rabiosamente triste: —¡Viva Cristo Rey! Era un rey. ¿Quién era? ¿Dónde estaba? ¿Por qué caminos espantosos? La tropa podía caminar leguas y más leguas sin detenerse. Los soldados podían comerse

los unos a los otros. Dios había tapiado las casas y había quemado los campos para que no hubiese ni descanso ni abrigo, ni aliento ni semilla. La voz era una, unánime, sin límites: “Ni agua.” El agua es tierna y llena de gracia. El agua es joven y antigua. Parece una mujer lejana y primera, eternamente leal. El mundo se hizo de agua y de tierra y ambas están unidas, como si dos opuestos cielos hubiesen realizado nupcias imponderables. “Ni agua.” Y del agua nace todo. Las lágrimas y el cuerpo armonioso del hombre, su corazón, su sudor. “Ni agua.” Caminar sin descanso por toda la tierra, en persecución terrible y no encontrarla, no verla, no oírla, no sentir su rumor acariciante. Ver cómo el sol se despeña, cómo calienta el polvo, blando y enemigo, cómo aspira toda el agua por mandato de Dios y de ese rey sin espinas, de ese rey furioso, de ese inspector del odio que camina por el mundo cerrando los postigos… ¿Cuándo llegarían? Eran aguardados con ansiedad y al mismo tiempo con un temor lleno de cólera. ¡Que vinieran! Que entraran por el pueblo con sus zapatones claveteados y con su miserable color olivo, con las cantimploras vacías y hambrientos. ¡Que entraran! Nadie haría una señal, un gesto. Para eso eran las puertas, para cerrarse. Y el pueblo, repleto de habitantes, aparecería deshabitado, como un pueblo de muertos, profundamente solo. ¿Cuándo y de qué punto aparecerían aquellos hombres de uniforme, aquellos desamparados a quienes Dios había maldecido? Todavía lejos, allá, el teniente Medina, sobre su cabalgadura, meditaba. Sus soldados eran grises, parecían cactus crecidos en una tierra sin más vegetación. Cactus que podían estarse ahí, sin que lloviera, bajo los rayos del sol. Debían tener sed, sin embargo, porque escupían pastoso, aunque preferían tragarse la saliva, como un consuelo. Se trataba de una saliva gruesa, innoble, que ya sabía mal, que ya sabía a lengua calcinada, a trapo, a dientes sucios. ¡La sed! Es un anhelo, como de sexo. Se siente un deseo inexpresable, un coraje, y los diablos echan lumbre en el estómago y en las orejas para que todo el cuerpo arda, se consuma, reviente. El agua se convierte, entonces, en algo más grande que la mujer o que los hijos, más grande que el mundo, y nos dejaríamos cortar una mano o un pie o los testículos, por hundirnos en su claridad y respirar su frescura, aunque después muriésemos.

De pronto aquellos hombres como que detenían su marcha, ya sin deseos. Pero siempre hay algo inhumano e ilusorio que llama con quién sabe qué voces, eternamente, y no deja interrumpir nada. ¡Adelante! Y entonces la pequeña tropa aceleraba su caminar, locamente, en contra de Dios. De Dios que había tomado la forma de la sed. Dios ¡en todo lugar! Allí, entre los cactus, caliente, de fuego infernal en las entrañas, para que no lo olvidasen nunca, nunca, para siempre jamás. Unos tambores golpeaban en la frente de Medina y bajaban a ambos lados, por las sienes, hasta los brazos y la punta de los dedos: “a…gua, a…gua, a…gua. ¿Por qué repetir esa palabra absurda? ¿Por qué también los caballos, en sus pisadas…?” Tornaba a mirar los rostros de aquellos hombres, y solo advertía los labios cenizos y las frentes imposibles donde latía un pensamiento en forma de río, de lago, de cántaro, de pozo: agua, agua, agua. “¡Si el profesor cumple su palabra…!” —Mi teniente… —se aproximó un sargento. Pero no quiso continuar y nadie, en efecto, le pidió que terminara, pues era evidente la inutilidad de hacerlo. —¡Bueno! ¿Para qué, realmente…? —confesó, soltando la risa, como si hubiera tenido gracia. “Mi teniente.” ¿Para qué? Ni modo que hicieran un hoyo en la tierra para que brotara el agua. Ni modo. “¡Oh! ¡Si ese maldito profesor cumple su palabra…!” —¡Romero! —gritó el teniente. El sargento moviose apresuradamente y con alegría en los ojos, pues siempre se cree que los superiores pueden hacer cosas inauditas, milagros imposibles en los momentos difíciles. —¿…crees que el profesor…? Toda la pequeña tropa sintió un alivio, como si viera el agua ahí enfrente, porque no podía discurrir ya, no podía pensar, no tenía en el cerebro otra cosa que la sed. —Sí, mi teniente, él nos mandó avisar que con seguro ai’staba… “¡Con seguro!” ¡Maldito profesor! Aunque maldito era todo: maldita el agua, la sed, la distancia, la tropa, maldito Dios y el Universo entero. El profesor estaría, ni cerca ni lejos del pueblo para llevarlos al agua, al agua buena, a la que bebían los hijos de Dios.

¿Cuándo llegarían? ¿Cuándo y cómo? Dos entidades opuestas enemigas, diversamente constituidas aguardaban allá: una masa nacida de la furia, horrorosamente falta de ojos, sin labios, solo con un rostro inmutable, imperecedero, donde no había más que un golpe, un trueno, una palabra oscura, “Cristo Rey”, y un hombre febril y anhelante, cuyo corazón latía sin cesar, sobresaltado, para darles agua, para darles un líquido puro, extraordinario, que bajaría por las gargantas y llegaría a las venas, alegre, estremecido y cantando. El teniente balanceaba la cabeza mirando cómo las orejas del caballo ponían una especie de signos de admiración al paisaje seco, hostil. Signos de admiración. Sí, de admiración y de asombro, de profunda alegría, de sonoro y vital entusiasmo. Porque ¿no era aquel punto… aquel… un hombre, el profesor…? ¿No? —¡Romero! ¡Romero! Junto al huizache… ¿distingues algo? Entonces el grito de la tropa se dejó oír, ensordecedor, impetuoso: —¡Jajajajay…! —y retumbó por el monte, porque aquello era el agua. Una masa que de lejos parecía blanca, estaba ahí compacta, de cerca fea, brutal, porfiada como una maldición. “¡Cristo Rey!” Era otra vez Dios, cuyos brazos apretaban la tierra como dos tenazas de cólera. Dios vivo y enojado, iracundo, ciego como Él mismo, como no puede ser más que Dios, que cuando baja tiene un solo ojo en mitad de la frente, no para ver sino para arrojar rayos e incendiar, castigar, vencer. En la periferia de la masa, entre los hombres que estaban en las casas fronteras, todavía se ignoraba qué era aquello. Voces solo, dispares: —¡Sí, sí, sí! —¡No, no, no! ¡Ay de los vecinos! Aquí no había nadie ya, sino el castigo. La Ley Terrible que no perdona ni a la vigésima generación, ni a la centésima, ni al género humano. Que no perdona. Que juró vengarse. Que juró no dar punto de reposo. Que juró cerrar todas las puertas, tapiar las ventanas, oscurecer el cielo y sobre su azul de lago superior, de agua aérea, colocar un manto púrpura e impenetrable. Dios está aquí de nuevo, para que tiemblen los pecadores. Dios está defendiendo su iglesia, su gran iglesia sin agua, su iglesia de piedra, su iglesia de siglos. En medio de la masa blanca apareció, de pronto, el punto negro de un cuerpo desmadejado, triste, perseguido. Era el profesor. Estaba ciego de angustia, loco de

terror, pálido y verde en medio de la masa. De todos lados se le golpeaba, sin el menor orden o sistema, conforme el odio, espontáneo, salía. —¡Grita viva Cristo Rey…! Los ojos del maestro se perdían en el aire a tiempo que repetía, exhausto, la consigna: —¡Viva Cristo Rey! Los hombres de la periferia ya estaban enterados también. Ahora se les veía el rostro negro, de animales duros. —¡Les dio agua a los federales, el desgraciado! ¡Agua! Aquel líquido transparente de donde se formó el mundo. ¡Agua! Nada menos que la vida. —¡Traidor! ¡Traidor! Para quien lo ignore, la operación, pese a todo, es bien sencilla. Brutalmente sencilla. Con un machete se puede afilar muy bien, hasta dejarla puntiaguda, completamente puntiaguda. Debe escogerse un palo resistente, que no se quiebre con el peso de un hombre, de “un cristiano”, dice el pueblo. Luego se introduce y al hombre hay que tirarlo de las piernas, hacia abajo, con vigor, para que encaje bien. De lejos el maestro parecía un espantapájaros sobre su estaca, agitándose como si lo moviera el viento, que ya corría, llevando la voz profunda, ciclópea, de Dios, que había pasado por la tierra.

CABEZA DE ÁNGEL Octavio Paz Apenas entramos me sentí asfixiada por el calor y estaba como entre los muertos y creo que si me quedara sola en una sala de ésas me daría miedo pues me figuraría que todos los cuadros se me que daban mirando y me daría una vergüenza muy grande y es como si fueras a un camposanto en donde todos los muertos estuvieran vivos o como si estuvieras muerta sin dejar de estar viva y lástima que no sepa contarte los cuadros ni tanta cosa de hace muchísimos siglos que es una maravilla que están como acabados de hacer ¿por qué las cosas se conservan más que las personas? imagínate ya ni sombra de los que los pintaron y los cuadros están como si nada hubiera pasado y había algunos muy lindos de martirios y degüellos de santas y niños pero estaban tan bien pintados que no me daban tristeza sino admiración los colores tan brillantes como si fueran de verdad el rojo de las flores el cielo tan azul y las nubes y los arroyos y los árboles y los colores de los trajes de todos colores y había un cuadro que me impresionó tanto que sin darme cuenta como cuando te ves en un espejo o como cuando te asomas a una fuente y te ves entre las hojas y las ramas que se reflejan en el agua entré al paisaje con aquellos señores vestidos de rojo verde amarillo y azul y que llevaban espadas y hachas y lanzas y banderas y me puse a hablar con un ermitaño barbudo que rezaba junto a su cueva y era muy divertido jugar con los animalitos que venían a hacerle compañía venados pájaros y cuervos y leones y tigres mansos y de pronto cuando iba por el prado los moros me cogían y me llevaban a una plaza en donde había edificios muy altos y puntiagudos como pinos y empezaban a martirizarme y yo empezaba a echar sangre como surtidor pero no me dolía mucho y no tenía miedo porque Dios arriba me estaba viendo y los ángeles recogían en vasos mi sangre y mientras los moros me martirizaban yo me divertía viendo a unas señoras muy elegantes que contemplaban mi martirio desde sus balcones y se reían y platicaban entre sí de sus cosas sin que les importara mucho lo que a mí me pasaba y todo el mundo tenía un aire indiferente y allá lejos había un paisaje con un labrador que araba muy tranquilo su campo con dos bueyes y un perro que saltaba junto a él y en el cielo había una multitud de pájaros volando y unos cazadores vestidos de verde y

de rojo y un pájaro caía traspasado por una flecha y se veían caer las plumas blancas y las gotas rojas y nadie lo compadecía y yo me ponía a llorar y entonces los moros me cortaban la cabeza con un alfanje muy blanco y salía de mi cuello un chorro de sangre que regaba el suelo como una cascada roja y del suelo nacían multitud de florecitas rojas y era un milagro y luego todos se iban y yo me quedaba sola en aquel campo echando sangre durante días y días y regando las flores y era otro milagro que no acabara la sangre de brotar hasta que llegaba un ángel y me ponía la cabeza otra vez pero imagínate que con la prisa me la ponía al revés y yo no podía andar sino con trabajo y para atrás lo que me cansaba mucho y como andaba para atrás pues empecé a retroceder y me fui saliendo de aquel paisaje y volví a México y me metí en el corral de mi casa en donde había mucho sol y polvo y todo el patio cubierto por unas grandes sábanas recién lavadas y puestas a secar y las criadas llegaban y levantaban las sábanas y eran como grandes trozos de nubes y el prado aparecía todo verde y cubierto de florecitas rojas que mi mamá decía que eran del color de la sangre de una Santa y yo me echaba a reír y le contaba que la Santa era yo y cómo me habían martirizado los moros y ella se enojaba y decía ay Dios mío ya mi hija perdió la cabeza y a mí me daba mucha tristeza oír aquellas palabras y me iba al rincón obscuro del castigo y me mordía los labios con rabia porque nadie me creía y cuando estaba pegada a la pared deseando que mi mamá y las criadas se murieran la pared se abrió y yo estaba al pie de un pirú que estaba junto a un río seco y había unas piedras grandes que brillaban al sol y una lagartija me veía con su cabecita por el pajarito y alargada y corría de pronto a esconderse y en la tierra veía otra vez mi cuerpo sin cabeza y mi tronco ya estaba cicatrizado y sólo le escurría un hilo de sangre que formaba un charquito en el polvo y a mí me daba lástima y espantaba las moscas del charquito y echaba unos puñados de tierra para ocultarla y que los perros no pudieran lamerla y entonces me puse a buscar mi cabeza y no aparecía y no podía ni siquiera llorar y como no había nadie en aquel paraje me eché a andar por un llano inmenso y amarillo buscando mi cabeza hasta que llegué a un jacal de adobe y me encontré a un indio que allí vivía y le pedí un poco de agua por caridad y el viejito me dijo el agua no se niega a un cristiano y me dio agua en una jarra colorada que estaba muy fresca pero no podía bebería porque no tenía cabeza y el indito me dijo no se apure niña yo aquí tengo una de repuesto y empezó a sacar de unos huacales que tenía junto a la puerta su colección de cabezas pero

ninguna me venía unas eran muy grandes otras muy chicas y había de viejos hombres y de mujeres pero ninguna me gustaba y después de probar muchas me enojé y empecé a darles de patadas a todas las cabezas y el indito me dijo no se amuine niña vamos al pueblo a cortar una cabeza que le acomode y yo me puse muy contenta y el indito sacó de su casa un hacha de monte de cortar leña y empezamos a caminar y luego de muchas vueltas llegamos al pueblo y en la plaza había una niña que estaban martirizando unos señores vestidos de negro como si fueran a un entierro y uno de ellos leía un discurso y en el kiosco tocaban una marcha y era como una feria había montones de cacahuates y de jícamas y cañas de azúcar y cocos y sandías y toda la gente compraba y vendía menos un grupo que oía al señor del discurso mientras los soldados martirizaban a la niña y arriba por un agujero Dios lo veía todo y la niña estaba muy tranquila y entonces el indito se abrió paso y cuando todos estaban descuidados le cortó la cabeza a la niña y me la puso y me quedó muy bien y yo di un salto de alegría porque el indito era un ángel y todos me miraban y yo me fui saltando entre los aplausos de la gente y cuando me quedé sola en el jardín de mi casa me puse un poco triste pues me acordaba de la niña que le cortaron la cabeza. Ojalá que ella se la pueda cortar a otra niña para que pueda tener cabeza como yo.

LA LLOVIZNA Juan de la Cabada Desde hace algún tiempo, desde que me enriquecí con la dichosa guerra mundial y me casé y vinieron los hijos, no puedo ya contar un cuento. Antes solía contarlos bien. ¡Ay, entonces era libre! Ahora, en cambio: ¡los hijos! ¡Miedo me da que cunda el mal ejemplo! ¿Por qué no acierto a decidirme? Quizá porque los negocios me acostumbraron a los testimonios del señor cura, del notario, de un juez o de cualquier otra persona. "Ahí está don fulano que lo diga". Empero, solo, sin testigos, venía yo una de estas noches de niebla y menuda llovizna, corriendo sobre la oscura carretera. Sí: al timón de mi automóvil, fijos los ojos en los haces de luz que derramaban los fanales del vehículo, traía yo prisa y una rabia contenida, cierto temor inexplicable y muy malos pensamientos, al ver que las luces opacas de unas linternas, como de gentes que con sus manos las moviesen a todo lo ancho del camino, me obstruían el paso. Ni pitos ni sirenas, ni voces que detonaran el hecho de que acabase de ocurrir un accidente desgraciado. "No será que tratan de asaltarme? ¿Y quién dice que sean solamente ésos? Habrán de tener cómplices, ocultos a lado y lado. Entonces, entonces... si no paro y los atropello, me disparan los otros por la espalda. Pero, ¡qué demontre!, si aquí traigo cargado mi revolver. ¿A qué; pues, miedo y tales aflicciones? Alguna vez tengo que usarlo" —pensé; apronté el arma, y paré el auto. —¡ Qué hay! —dije brusco y en voz alta. Los de las linternas se acercaron. Me parecieron cuatro infelices indios, de esos que uno enseguida reconoce como el prototipo de nuestros albañiles, mitad obreros industriales y mitad hombres de campo. A la luz de mis reflectores vi los ocho guaraches de sus pies, mientras se aproximaban. El resto de sus indumentarias eran overoles azules, sombreros de petate y un paliacate colorado al cuello. —¿Qué hubo?— volví a gritarles.

Entretanto llegaban, con sus linternas en alto, me aguardé la pistola debajo de pretina del pantalón, y para ganar facilidad de movimiento a la hora aviada, desabroché los tres botones inferiores de mi chaleco, prevenido, por si acaso. —¿Qué hubo?— volví a gritarles cuando los tuve cerca y pude verles las caras. Uno de ellos, el de mayor edad, ya vejancón, usaba grandes bigotes caídos; dos aparentaban unos treinta años, y el último, el más joven, menos de veinte. —Patrón —dijo el viejo—, tenemos de precisión que dir a México, porque debemos de entrar tempranito, mañana lunes, al trabajo. ¿Acaso me olvidé? ¿No dije al comienzo que aquella moche de marzo, cuando regresaba de repone las fuerzas con mi paseo de fin de semana, era la de un domingo? Creo que sí, ¿o no? A las palabras del viejo, ardido yo por el miedo que me habían hecho pasar y animado de un puntilloso, muy lógico, deseo de venganza, modulé ciertos ruiditos de chistante desdén al par que meneaba en igual manera de significación negativa la cabeza. —Se nos hizo tarde, jefe —agregó uno de los indios. Era bueno tomarse tiempo de pensar, a la vez que atormentarlos un poco, y así, yo ni aceptaba ni decidía negarme de palabra. —Por favor, patrón, como ya no pasan camiones... y como usted lleva nuestro mismo rumbo. Intervino el más joven: —Solo semos albañiles... —y sonrió, inocente, o malicioso en alusión velada. Observé su vista socarrona en su rostro demasiado perspicaz, y tan claro fue para mí lo que insinuaba, que negarme sería como demostrar señales de aquel miedo y rebajarme. ¡Y esto no! —¡Acomódense ustedes tres en el asiento de atrás! —dispuse—. Tú, viejo, ven adelante conmigo. Al punto apagaron las linternas, y a la carrera cumplieron mis órdenes. No cesaba la llovizna. Libré del freno mi automóvil, aceleré y seguí la marcha. Los de atrás, sólo dijeron unas cuatro frases que recuerdo bien: —¿ Cómo estará Usebita?

—Pos ya ves. —Tan bonita. —Tan luciditos sus siete años. Y en adelante se pertrecharon en un mutismo empecinado. Nada de una risa, ni la menor muestra de expansión, de franqueza propia de habitantes de otras tierras, sino el mutismo ese que impone zozobras, desconfianzas, sospechas o doblega, deprime, aplasta el ánimo. Además la oscuridad al filo de continuos precipicios... las circunstancias... esa tenaz llovizna fúnebre y hasta las linternas, cuya visión, con sus opacas luces agitándose en la bruma, estaba todavía en mi retina... De lejos, ya el aliento del viejo despedía tufos de un alcohol tan malo que sentí, ahora de cerca, al volver la cara y hablarme, un asco insoportable. "Indio borracho". —Esta agüita no entrará ni siquiera cuatro dedos dentro de la tierra, ¿verdad, patrón? —¡Ujú! —respondí, conteniendo el resuello. Tras breve silencio, insistió: —Ni dos dedos, ni dos dedos, ¿no cree, patrón? "Indio borracho " —pensé de nuevo y no le contesté. —¿No cree, patrón? —Sí, claro —dije. Había que armarse de paciencia. Otro intervalo, y lo mismo: —Ni tantito así, ¿eh patroncito? Y luego, a cada rato: —Pos ni tantito, ni tantito puede ser... ¿verdad, siñor? Corría el coche a toda su marcha y volví a sentir miedo. ¡Esas cosas del instinto! Ya se sabe lo que son los indios con su lenguaje de retruécanos, y con la misma cantaleta ¿qué querría decir éste, o dar a entender a los otros, que continuaban clavados, fijos en su mutismo empecinado? ¡Si fuesen, de veras, inofensivas piedras... pero son seres humanos! Por cierto que aún lloviznaba y la carretera estaba desierta, dentro de un negror frío de neblina espesa. Mis temores venían a ráfagas; mas lograba disiparlos el pensamiento en la seguridad de mi revólver.

—Ni dos dedos, ¿eh, jefe? —¡Ajá! —Ni uno... —¡Ujú! Y persistía: —Ni siquiera uno. Ni siquiera un dedo, ni tanto así... —Claro. —Porque esta agüita sólo la manda Dios para refrescar las siembritas... —Naturalmente. —Para refrescar las siembritas y no para que entre mucho en la tierra... ¿verdad? ¿verdad? —Verdad. —¿Verdad? ¿Verdad que sí, patrón? De pronto el motor del automóvil empezó a mostrar síntomas de haberse calentado con exceso. En cuanto llegamos al primer pueblo, paré y dije a los hombres lo que pasaba. El viejo se ofreció a ir a una tienda próxima para traer una cubeta de agua. Y entonces, mientras una luz fuerte destacaba su lejana figura frente al marco de la tienda, el más joven de los tres que se quedaron, acercó su rostro a mis espaldas y dijo desde atrás: —¡Patrón! Volví la cabeza. —Es mi padre, patrón. Se detuvo como hace todo indio para tomar resuello, y otro dijo: —El padre está bebido. El más joven continuó: —Perdone, pos dice todo porque venimos de nuestro pueblo adonde juimos a enterrar a mi hermanita... La mera verdá, patrón, que semos albañiles. Yo no pedía ninguna explicación; pero el tercero añadió aún: —No quiere que l´almita se moje allí abajo, dentro, el cuerpecito.

Continuaron la oscuridad, el misterio y la llovizna, la llovizna, el misterio y la oscuridad en el camino... ¿Dije que tenía yo dos hijos: una niña y un niño? Pues la niña enfermó. Y ahora, duro como soy de corazón, así que ha muerto ella, me pongo blando a veces en el auto. Llueve y recuerdo tal soplo: —¿ Cómo estará Usebita? —Pos ya ves. —Tan bonita. —Tan luciditos sus siete años.

LA CABRA EN DOS PATAS Francisco Rojas González En un recodo de la vereda, donde el aire se hace remolino, Juá Shotá, el otomí, echó raíces. Entre el peñascal, donde el sol se astilla, el vagabundo hizo alto. Una roca le brindó sombra a su cuerpo, como el valle le ofreció reposo y deleite a su vista. En torno de él, las cañas de maíz crecían si acaso dos cuartas y se mustiaban enfermas de endebleces. El indio fue testigo impávido de las lágrimas y del sudor vertidos sobre la sementera para apagar la sed de los sembradíos y el hambre de los sembradores. Pegado a la roca, aclimatado como los árboles peruleros, viviendo como el maguey, sobre la epidermis de un manto calcáreo, Juá Shotá hacía su vida a un ritmo vegetal. Ofrecía al peregrino una jícara de pulque, en los precisos instantes en que las piernas flaqueaban y la lengua se pegaba al paladar. La gratificación por el servicio era modesta, aunque constante, tanto, que un día del peñasco brotó un techado que era flor del temple, nata del clima. Un techado que se ofrecía todo al caminante, quien nunca soslayaba la satisfacción de permanecer un ratito bajo su sombra. Cuando al fondo del jacal apareció un armazón de maderos atados con cabos de fibra de lechuguilla y sus huecos cubiertos con botellas de etiquetas polícromas: “limonada”, “ferroquina”, “frambuesa”, o con paquetes de cigarros de tabaco bravo o con latas de galletas endurecidas o con mecapales y ayates —utensilios estos últimos indispensables en el ventorro, cuya clientela de cargadores y buhoneros los reclamaba—, entonces llegó María Petra, obediente al llamado de Juá Shotá, su marido. Una tarde, de entre los peñascos, como un hongo, surgió la mujer. Venía fatigada; sobre su frente caían madejas negras de pelo; su cuerpo trasudaba la manta que lo cubría; los pies endurecidos se montaban alternativamente uno sobre otro buscando descanso. Doblegada por el peso de la impedimenta envuelta en un ayate, las tetas campaneaban al aire. La viajera no traía las manos vacías; en ellas jugaba un malacate que torcía, torcía siempre un cordel que acariciaba pulgar e índice; hilo de ixtle, que es urdimbre y es trama de la vida india.

Juá Shotá salió a su encuentro y tuvo para ella palabras de bienvenida. Luego preguntó por algo que no veía; ella, haciendo una mueca, se descargó y del bulto extrajo un atado del que brotaban vagidos. A poco Juá Shotá acariciaba a la hija desmedrada y feúcha María Agrícola. La madre, sin osar mirarlos, sonreía. La grieta donde se encajaba la vereda se fue ensanchando al paso del atajo de años. La venta de Juá Shotá había crecido y cobrado crédito: caminante que pasaba por aquella vía huraña, caminante que detenía su paso en el tenducho para echar al gaznate un trago de aguardiente o para refrescarse con una tinajilla de pulque. Juá Shotá era ya un hombre gordo, de ademanes y decir desparpajados. Vestía ropa blanquísima y calzaba huaraches de vaqueta. Para estar a la altura de su nueva condición, había traducido su patronímico, ahora la clientela lo conocía por don Juan Nopal. En cambio, María Petra se agostaba en las duras labores de puerta adentro, en lucha eterna con los pétreos cachivaches que formaban el menaje doméstico. La niña creció entre riscos y cabras. Sus carnes cobrizas asomaban por entre los guiñapos que vestía, la cara chata hacía marco a los ojos de cervatilla y su cuerpo elástico combinaba líneas graciosas con rotundeces prietas. María Agrícola vivía aislada del mundo; don Juan Nopal y María Petra, el uno absorbido por las atenciones del ventorro y la otra entregada a los cuidados del hogar, se olvidaban de la rapaza, quien pasaba todo el día en el campo. Allí corría de peña en peña, mientras llevaba el ganado al abrevadero. Comía tunas y mezquites; reñía con el lobo, espantaba al tigrillo y lapidaba, despreciativa, al pastor su vecino que con sospechosas intenciones trató, más de una vez, de salirle al paso. Cuando la tarde se iba, echaba realada y canturreando una tonadita seguía a su rebaño, para dejarlo seguro en el corral de breñas, no sin antes conjurar a las bestias dañinas con palabras solemnes y misteriosas. Entonces regresaba a casa, consumía una buena ración de tortillas con chile, bebía un jarro de pulque y se echaba sobre el petate, cogida por las garras del sueño. La clientela de don Juan Nopal iba en aumento. Por la venta desfilaban los caminantes: arrieros de la sierra, mestizos jacarandosos y fanfarrones, que llegaban hasta las puertas del tenducho, mientras afuera se quedaban pujando al peso de la carga de azúcar, de aguardiente o de frutas del semitrópico, las acémilas sudorosas y

trasijadas. Aquellos favorecedores charlaban y maldecían a gritos, comían a grandes mordidas y bebían como agua los brebajes alcoholizados. A la hora de pagar se portaban espléndidos. O los indios que cargaban en propios lomos el producto de una semana entera de trabajo: dos docenas de cacharros de barro cocido, destinados al tianguis más próximo. Ocupaban aquellos tratantes el último rincón del ventorro. Ahí aguardaban, dóciles, la jícara de pulque que bebían silenciosamente. Pagaban el consumo con cobres resbaladizos de tan contados, para irse, presto, con su trotecillo sempiterno. O los otomíes que, en plan de pagar una manda, caminaban legua tras legua, llevando en andas a una imagen a la que escoltaban diez o doce compadritos, los que, por su cuenta, arrastraban una ristra de críos, en pos del borrico cargado con dos botas de pulque cada vez más ligeras, ante las embestidas de los sedientos. Entonces los cohetes reventaban contra el cielo, las mujeres gimoteaban llenas de piedad y los hombres alternaban alabanzas con canciones muy profanas, acompañadas por una guitarra sexta y un organillo en melódica pugna. Llegados a donde Juan Nopal, se olvidaban del pulque para dar contra el aguardiente. A poco aquello echaba humo; los hombres festejaban a carcajadas la fábula traviesa y la ocurrencia escatológica o se empeñaban en toscos juegos de manos. Las hembras se apretaban unas contra otras y, con la vista vidriada por las lágrimas vertidas, seguían bebiendo con el mismo fervor con que elevaban plegarias y jaculatorias. El santo de las andas yacía maltrecho en medio del recinto. O la caravana que acompañaba a un cadáver de tres días, encaramado sobre los hombros de los deudos que íbanse turnando periódicamente. A un cadáver que había trepado montañas, atravesado valles, vadeado ríos y oscilado en la negrura de los abismos, con afán de cortar la distancia medianera entre el pueblito perdido en la sierra y la cabecera del municipio donde el ―derecho de panteones‖ cons tuía el tributo más productivo. Esta multitud doliente llegaba a la casa de Juan Nopal y, después de repetidas libaciones por ―la saud del fiel difun to‖, limpiaba la bodega, mientras el féretro, tendido en medio camino, tronaba macabramente. Con aquella clientela, Juan Nopal hacía su vida. La paz cubría el techo del hogar montero. El horizonte se hacía mezquino, porque se estrellaba en la falda del cerro interpuesto entre los terrenos del otomí y el valle anchuroso.

Cuando aquella pareja instaló su tienda de campaña frente al ventorro de Juan Nopal, éste, sin saber por qué, sintió hacia los recién llegados una gran simpatía. El hombre era de un color blancucho, prominente abdomen y movimientos un poco amanerados. Usaba lentes como aquellos tipos que tanto hacían reír al indio, cuando los miraba retratados en los periódicos que casualmente llegaban a sus manos. Todas las mañanas, el nuevo vecino salía paso a paso en busca de piedras, que traía después a su tienda. Por las tardes remolía los pedruscos y observaba el polvo cuidadosamente. Ella era una joven delicada y tímida. Su físico no cuadraba con la indumentaria: pantalones de burda tela que hacían resaltar grotescamente las protuberancias glúteas, para regocijo de Nopal y de su clientela; botas de cuero aceitado y un sombrero de paja que se ataba al cuello con un listón rojo. Sin embargo, cuando el dueño del ventorro observaba las desazones que la vida cerril provocaba a la mujercita, sentía por ella inexplicable compasión. El hombre parecía más acostumbrado a las molestias de la rusticidad; iba y venía con pasos inalterables. En ocasiones cantaba con voz ronca y potente algo que a Juan Nopal le parecía muy cómico. Las actividades del extraño tenían intrigado al indígena. Los arrieros serranos le dijeron que, por las botas, los pantalones bombachos y el sombrero de corcho, se podía sacar en claro que el vecino era ingeniero. Desde ese día don Juan Nopal señaló al hombre de la casa de campaña con el nombre de “ingeniero”. Una tarde, María Agrícola llegó sofocada. —Eh, viejo —dijo al padre en su lengua—, ése, al que tú llamas ingeniero, me siguió por el monte. —Querría que le ayudaras a coger esas sus piedrotas que a diario pepena… —¿Piedrotas? No, si parecía chivo padre… Daban ganas de persogarlo con bozal debajo de un huizache y voltearle en el lomo un cántaro de agua fría… Los ojos del indio se encapotaron. El “ingeniero” entró en la venta. Pidió limonada y empezó a beberla lentamente. Habló de muchas cosas. Dijo que era minero, que venía a buscar plata entre el lomerío. Que su esposa lo acompañaba nada más para servirlo… Que era rico y poderoso.

El indio sólo escuchaba: “Puesto que mucho habla, mucho quiere” —rumiaba para sí la sentencia que le enseñaron sus padres—. “Pero el que mucho habla, poco consigue”, agregaba como coletilla de su propia cosecha. Cuando María Agrícola pasó frente a ellos, el indio notó en el “ingeniero” un sacudimiento y descubrió en sus ojos el brillo inconfundible. Al otro día, el hombre repitió la visita, sólo que esta vez venía acompañado de su esposa. A don Juan Nopal le cautivó la suavidad de modales de la hembra, igual que la tristeza que había en el fondo de sus ojos verdes. La voz apagada de ella acarició el oído del ventero, al mismo tiempo que las manos largas y transparentes atrapaban su voluntad. Esa tarde la visita del minero fue grata. Las estancias del “ingeniero” en la tienda menudeaban. Bebía limonada mientras decía cosas raras que el indio apenas si penetraba… Más, de todas suertes, reía y reía por lo mucho de cómico que encontraba en el palique. —Bien, don Juan —dijo el minero por fin—, tengo para ti un buen negocio. —Tu mercé dirás —respondió el otomí. —¿Está muy caro el ganado por acá? ¿Cuánto, por ejemplo, sale costando una cabrita? —El ganado en esta tierra no se vende. Los pocos animales que tiene nosotros, los guardamos para cuando nos toque la mayordomía del Santo Nicolás, al que rezamos los de Bojay que es mi tierra, allá, trastumbando el cerro más alto que devisas detrás de las ramas de aquel pirul… O para el día en que vesita el Santo Niño del Puerto. Entonces hacemos matanza y no respetamos ni las cabras de leche, porque viene harta gente. —Bien, bien, ¿pero si yo te ofrezco diez pesos por una cabrita, tú serías capaz de vendérmela? —Pos pué que ni así —respondió el indio aparentando pocas ganas de tratar. —Diez pesotes, hombre; nadie te dará más… Porque lo que yo quiero pagar más bien es un capricho. Don Juan no respondió; pero hizo una mueca que, de tan equívoca, cualquiera la hubiese tomado por una aceptación. —Hay entre tu ganado, don Juan, una cabra que me gusta mucho, tanto, que ya ves el pago que por ella te ofrezco.

—Si tu mercé la queres, tienes que pagarme en centavos y quintos de cobre… A nosotros no me gusta el billete. —En cobres tendrás los diez pesos, hombre desconfiado —Si ya tu mercé tienes visto el animalito, vé por él al monte. —Solo que —dijo el minero con desfachatez— la cabra que yo quiero tiene dos patas. —Ja, ja, ja, —rió el indio estrepitosamente—. Y yo que no quería creer a los arrieros serranos, ora sí estoy cierto; tu mercé estás loco… ¡y bien loco! Chivas con dos patas. ¡Será la mujer del demonche, tú! —Chiva de dos patas llamo a tu hija… ¿No lo entiendes, imbécil? preguntó amoscado el forastero. El indio borró la sonrisa que le había quedado prendida en los labios después de su carcajada y clavó la vista en el minero, tratando de penetrar en el abismo de aquella propuesta. —Di algo, parpadea siquiera, ídolo —gritó enojado el blanco—. Resuelve de una vez. ¿Me vendes a tu hija? Sí o no. —¿No te da vergüenza a tu mercé? Es tan feo que yo la venda, como que tú la merques… Ellas se regalan a los hombres de la raza de uno, cuando no tienen compromisos y cuando saben trabajar la yunta. —Cuando se cobra y se paga bien no hay vergüenza, don Juan —dijo el “ingeniero” suavizando el acento—. La raza no tiene nada que ver… y menos cuando se trata de la raza que ustedes los indios quieren conservar… ¡Bonita casta que no sirve más que para asustar a los niños que van a los museos! —Pos las chivas de esa clase no ha de ser tan feas, ya que tu mercé te interesas tanto por una. —Te he dicho que es tan sólo un capricho mío… A lo mejor tú sales ganando un nieto mestizo. Un hijo de blanco que será más inteligente que tú. Un mestizo que valdrá más de diez pesos en cobres. —No, ese ganado no está a la venta —repuso don Juan con un tonillo que denotaba no haber entendido o no haber querido entender las últimas palabras de su cliente.

—Se necesita ser estúpido para no tratar. En la costa regalan a las indias vírgenes, sólo con la esperanza de que tengan un hijo blanco, porque aquella gente entiende que la mezcla de los hombres es tan útil como una buena cruza en los ganados; pero ustedes los otomíes son tan cerrados, que ni pagándoles acceden a mejorarse. Ahora en los ojos de don Juan había una chispa. Chispa en la que no reparó en su fogosidad el blanco. —Bueno, en vista de tu necedad, doblo la oferta. Veinte pesos por ella. ¡Veinte pesos en cobres de a cinco! No, no me la voy a llevar, porque las criadas en la ciudad son inútiles y puercas. Solamente quiero que le digas que se bañe y que la aconsejes para que no sea mala conmigo, que no me arañe ni me tire de patadas… Después te la dejo. No pago más que el silencio, porque a mí no me convendría que nadie se enterara, ¿sabes? —dijo mientras miraba hacia la tienda de campaña, donde la mujer blanca recosía ropa, sentada cerca de la puerta. —No, tu mercé eres mala gente. Ya te digo que por‘ay no l‘entro… ¡Y de paso, pos pagas tan pocos fierros! —Veinticinco pesos en cobres… En cobre, oíste —ofreció terminantemente el comprador. —Te voy a enseñar a tu mercé a tratar ganados —dijo pachorrudamente el otomí, mientras sacaba una bolsa gruesa del cajón del mostrador—. Aquí hay cien pesos en cobres… Y como yo creo con tu mercé que las cruzas son buenas, quisiera yo también mejorar mi casta. Pero la mía, no la ajena. Cien pesos que te doy por tu mujer. Tráimela, yo no pongo condiciones… Aunque me arañe, me muerda y me patié. Yo no pago el silencio, eso te lo doy de ribete; puede tu mercé contarlo a todo el mundo. Tampoco te pido que la bañes, déjamela así. Entonces el que permaneció en silencio fue el “ingeniero”. —Tu mercé te la llevas, a mí aquí en el monte no me sirve… ¡Capaz de que se quebré! Tu mercé cargas con ella; pero eso sí, con la garantía de que pronto tendrás un mestizo bonito y trabajador que te diga papá… Son buenas las cruzas de sangre; pero lo mejor de ellas es que se pueden hacer lo mesmo de macho a hembra que de hembra a macho… ¿O qué opinas tu mercé? —Pero esto es bestial… Se te ha soltado la lengua, ídolo.

—Resuelve luego —continuó Juan—, porque yo cuando me alboroto luego me da por retozar. Cien pesos en cobres; nenguna de dará más, porque está tan canija, si apenas con su peso levanta la vara de la romana. No merco ni la carne ni el pellejo, sólo te compro a tu mercé el modito de ella… Pero si no te gusta este trato, tengo otro que proponerte… ¡Tú dirás! La mirada de ambos coincidió entonces en un solo punto. Cuatro ojos se clavaron en un machete que colgaba del mostrador al alcance de la mano del indio. —¡Cien pesos por un modito, señor ingeniero! —repitió con retintín don Juan. En su boca había una sonrisa que rivalizaba en frialdad con la hoja de acero. A la mañana siguiente, don Juan Nopal se sorprendió de no encontrar frente a su casa la tienda de campaña del “ingeniero”. Había sido desmontada precipitadamente antes de la media noche. El amanecer había sorprendido a los fugitivos blancos en la cumbre el cerro de “El Jilote”. María Agrícola, irguiendo el cuerpo fino y flexible, como las armas de los flecheros, dejaba que el aire revolviera el negror de sus trenzas, mientras veía cómo una polvareda se alzaba por allá, cerca de la barranca de “El Cántaro”, punto cercano a la vía del ferrocarril.