CUENTO RESPETO

La nueva alumna A la alumna nueva le tocó la última banca del salón, la que tenía el respaldo roto. Los demás no hablaba

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La nueva alumna A la alumna nueva le tocó la última banca del salón, la que tenía el respaldo roto. Los demás no hablaban con ella y, al principio, ni siquiera sabían cuál era su nombre porque a la maestra se le olvidó presentarla al grupo. “¡Qué rara es!”, decían algunas niñas. “Con esos anteojos tan gruesos parece un búho. ¿Y ya se fijaron qué feo se peina y qué pálida está?” A ella no parecía importarle que nadie le dirigiera la palabra. Durante el recreo se quedaba sentada en un rincón leyendo. A veces, alguien le lanzaba el balón a la cabeza para hacerla enojar, pero en lugar de molestarse, sólo se cambiaba de sitio y volvía a meter la nariz en su libro. Era buena para las matemáticas, la física y la química, pero cuando la maestra le preguntaba algo en clase, ella siempre estaba distraída. “Caray, niña —le decía la maestra—, siempre estás en la Luna.” Por alguna razón, estas palabras la hacían sonreír. Muy pronto comenzaron a llamarla la Rara. Maricruz, una de sus compañeras, estaba intrigada. Quería conocer mejor a la nueva: saber por qué era tan extraña, por qué no le importaba que la criticaran, por qué sabía tanto de matemáticas, física y química, y de qué se trataba el grueso libro que leía con tanto interés. “Hola, me llamo Maricruz”, le dijo una mañana. Su compañera no esperaba aquel saludo. Se quedó callada durante unos segundos y luego, en voz baja, respondió: “Yo soy Selene”. A Maricruz le encantó ese nombre, sobre todo cuando su compañera le explicó que venía del latín y significaba “Luna”. Poco a poco ambas se volvieron amigas. Les gustaba mucho platicar. Bueno, la verdad es que quien más hablaba era Maricruz. Selene, en cambio, no conversaba tanto; sin embargo, lo poco que decía le parecía muy interesante a su compañera. Resultó que el libro que traía consigo era de astronomía. Durante uno

de los recreos, Selene le habló de los planetas, las estrellas y los cometas. El problema fue que, a partir de ese momento, sus compañeros ya no sólo le arrojaban balones a Selene, sino también a Maricruz. Y, para burlarse, también a ella empezaron a llamarla la Rara. Un día, Maricruz logró que Selene la invitara a su casa a cenar. Sentía curiosidad por saber cómo era el lugar donde ella vivía. Llegó por la noche y resultó que era una casa de tres pisos común y corriente. No había nada raro en ella. Tampoco sus papás le parecieron demasiado diferentes de los suyos. Sin embargo, cuando llegaron al tercer piso, Selene le dijo que le mostraría su lugar favorito de la casa. “Nadie, a excepción de los miembros de mi familia, ha estado aquí. Es un secreto”, dijo su compañera en tono misterioso. Cuando entraron, Maricruz vio una curiosa habitación con techo de cristal. Había una mesa y libros. También estaba un hermoso telescopio apuntando hacia arriba. “Este telescopio es de mi papá, pero siempre me lo presta. Con él estudio las estrellas. También puedo ver mi astro favorito. ¿Te lo muestro?” Ella dijo que sí y ambas se acercaron al instrumento. Al mirar a través de la lente, descubrió una hermosa y pálida esfera que parecía guiñarle un ojo. “¡La Luna!”, exclamó Maricruz emocionada. “¡Selene!”, corrigió su compañera aún más emocionada.

Mariano y Eloísa La colonia en la que vivían Mariano y Eloísa se había transformado mucho con el paso del tiempo. Cuando llegaron allí, hace casi cuarenta años, era un sitio tranquilo, con calles empedradas, muchos árboles y gente que salía al zaguán a platicar. Acababan de casarse y se sentían muy afortunados por haber encontrado una casita en esa parte de la ciudad. Sin embargo, el tiempo siguió su marcha y poco a poco el lugar perdió su encanto. El empedrado se sustituyó por cemento, muchos árboles fueron derribados y cada vez había menos gente dispuesta a platicar con ellos. Pero lo peor de todo era que el barrio se había llenado de automóviles. Circulaban a todas horas, haciendo un ruido infernal, llenando el aire de humo y amenazando con atropellar a la gente. Esto hacía que Mariano y Eloísa se sintieran tristes. Una mañana, cuando regresaban del mercado se detuvieron en la esquina de una gran avenida y esperaron para cruzar. Ambos venían cargados con los víveres recién comprados. Aquél era el peor momento de todo el trayecto, pues el semáforo duraba muy poco. Casi siempre la luz cambiaba cuando ellos iban a la mitad de la calle, lo cual provocaba que los autos se les vinieran encima. Ninguno de los dos era joven y cada vez les costaba más trabajo caminar. Con grandes esfuerzos llegaban a la otra acera entre el estrépito de los cláxones y los insultos. “Un día no vamos a lograrlo, viejo”, le dijo Eloísa a su marido con la respiración entrecortada. En esa ocasión, poco antes de que se encendiera la luz verde, ambos tomaron sus bolsas y se prepararon para cruzar. Como ocurría siempre, la luz cambió demasiado pronto y los autos comenzaron a avanzar. Sin embargo, en ese momento un joven que vendía flores en la esquina se acercó a ellos. Extendió el brazo para indicarles a los automovilistas que esperaran y acompañó a la pareja hasta la banqueta. Paso a pasito consiguieron ponerse a salvo. “Muchas gracias, joven”, dijo Mariano. “Es usted muy amable.” El muchacho solamente sonrió y

regresó al tráfico para vender sus flores. Desde aquel día, cada vez que Mariano y Eloísa iban o regresaban del mercado, el vendedor de flores los auxiliaba con sus bolsas y los acompañaba a cruzar. Fue así como se hicieron amigos. Él les contó que se llamaba Federico y que había llegado de la provincia. Por la mañana lavaba autos y por la tarde vendía flores. Les dijo que había tenido que dejar la escuela para ponerse a trabajar, pero que un día planeaba concluir sus estudios. En cierta ocasión, Mariano quiso darle una moneda a Federico en pago por su ayuda, pero él no aceptó. “Toma la moneda, muchacho”, insistió. “De algo te ha de servir.” El joven volvió a negarse. Les dijo que en su pueblo era normal que la gente joven ayudara a los mayores. “Es una manera de demostrar respeto”, agregó. Entonces Eloísa buscó en una de las bolsas del mercado y sacó una naranja tan hermosa y dorada como el sol de abril que en esos momentos brillaba en el cielo. “Está bien, no tomes la moneda, pero por favor acepta este pequeño regalo”, dijo ella ofreciéndole el fruto. Federico sonrió y tomó la naranja. Luego regresó a su trabajo. Para reflexionar con los hijos e hijas 

¿Conoces alguna pareja como Mariano y Eloísa?



¿Por qué Federico los ayuda a cruzar la calle en lugar de ocuparse de su trabajo?



¿Habrías actuado igual que Federico si hubieras estado en su lugar?



¿Acostumbras ayudar a los adultos mayores?