Cuadernillo - Lit y T Lit - 2017

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INSTITUTO SUPERIOR DEL PROFESORADO “Dr. JOAQUÍN V. GONZÁLEZ” Departamento de Lengua y Literatura

Taller de Literatura y Teoría Literaria Material de circulación interna para la cátedra

Profesoras: Gabriela Kriscautzy y Silvina Chauvin

Año: 2017

Textos literarios

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OLIVERIO GIRONDO

CÉSAR VALLEJO

El puro no

Poema IX (en Trilce)

El no El no inóvulo El no nonato El noo El no poslodocosmos de impuros ceros noes que noan noan noan Y nooan Y plurimono noan al morbo amorfo noo No démono No deo Sin son sin sexo ni órbita El yerto inóseo nooo en unisolo amódulo Sin poro ya sin nódulo Ni yo ni fosa ni hoyo El macro no ni polvo El no más nada todo El puro no Sin no.

Vusco volvvver de golpe el golpe. Sus dos hojas anchas, su válvula que se abre en suculenta recepción de multiplicando a multiplicador, su condición excelente para el placer, todo avía verdad. Busco volvver de golpe el golpe. A su halago, enveto bolivarianas fragosidades a treintidós cables y sus múltiples, se arrequintan pelo por pelo soberanos belfos, los dos tomos de la Obra, y no vivo entonces ausencia, ni al tacto. Fallo bolver de golpe el golpe. No ensillaremos jamás el toroso Vaveo de egoísmo y de aquel ludir mortal de sábana, desque la mujer esta ¡cuánto pesa de general! Y hembra es el alma de la ausente. Y hembra es el alma mía.

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FABIÁN CASAS

CARLOS BATTILANA

Sin llaves y a oscuras

Filatelia

Era uno de esos días en que todo sale bien. Había limpiado la casa y escrito dos o tres poemas que me gustaban. No pedía más.

mi padre colecciona estampillas es una tarea menor que requiere de atención y de goce

Entonces salí al pasillo para tirar la basura y detrás de mí, por una correntada, la puerta se cerró. Quedé sin llaves y a oscuras sintiendo las voces de mis vecinos a través de sus puertas. Es transitorio, me dije; pero así también podría ser la muerte: un pasillo oscuro, una puerta cerrada con la llave adentro la basura en la mano.

de joven ha trabajado en el Correo y su amor por las formas y los colores posiblemente se remonte a ese origen los sábados por la mañana de 1970 setenta y uno acumula 4 álbumes y ordena las nuevas y viejas estampillas de argentina, usa, brasil y canadá las mueve de lugar las desplaza minuciosamente usando una pequeña pinza de depilar yo observo la tarea a la distancia y admiro esa labor artesanal la precisión que requiere el cuidado de una tarea ociosa

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GUILLERMO MARTÍNEZ INFIERNO GRANDE Muchas veces, cuando el almacén está vacío y sólo se escucha el zumbido de las moscas, me acuerdo del muchacho aquel que nunca supimos cómo se llamaba y que nadie en el pueblo volvió a mencionar. Por alguna razón que no alcanzo a explicar lo imagino siempre como la primera vez que lo vimos, con la ropa polvorienta, la barba crecida, y, sobre todo, con aquella melena larga y desprolija que le caía casi hasta los ojos. Era recién el principio de la primavera y por eso, cuando entró al almacén, yo supuse que sería un mochilero de paso al sur. Compró latas de conserva y yerba, o café; mientras le hacía la cuenta se miró en el reflejo de la vidriera, se apartó el pelo de la frente, y me preguntó por una peluquería. Dos peluquerías había entonces en Puente Viejo; pienso ahora que si hubiera ido a lo del viejo Melchor quizá nunca se hubiera encontrado con la Francesa y nadie habría murmurado. Pero bueno, la peluquería de Melchor estaba en la otra punta del pueblo y de todos modos no creo que pudiera evitarse lo que sucedió. La cuestión es que lo mandé a la peluquería de Cervino y parece que mientras Cervino le cortaba el pelo se asomó la Francesa. Y la Francesa miró al muchacho como miraba ella a los hombres. Ahí fue que empezó el maldito asunto, porque el muchacho se quedó en el pueblo y todos pensamos lo mismo: que se quedaba por ella. No hacía un año que Cervino y su mujer se habían establecido en Puente Viejo y era muy poco lo que sabíamos de ellos. No se daban con nadie, como solía comentarse con rencor en el pueblo. En realidad, en el caso del pobre Cervino era sólo timidez, pero quizá la Francesa fuera, sí, un poco arrogante. Venían de la ciudad, habían llegado el verano anterior, al comienzo de la temporada, y recuerdo que cuando Cervino inauguró su peluquería yo pensé que pronto arruinaría al viejo Melchor, porque Cervino tenía diploma de peluquero y premio en un concurso de corte a la navaja, tenía tijera eléctrica, secador de pelo y sillón giratorio, y le echaba a uno savia vegetal en el pelo y hasta spray si no se lo frenaba a tiempo. Además, en la peluquería de Cervino estaba siempre el último El Gráfico en el revistero. Y estaba, sobre todo, la Francesa. Nunca supe muy bien por qué le decían la Francesa y nunca tampoco quise averiguarlo: me hubiera desilusionado enterarme, por ejemplo, de que la Francesa había nacido en Bahía Blanca o, peor todavía, en un pueblo como éste. Fuera como fuese, yo no había conocido hasta entonces una mujer como aquélla. Tal vez era simplemente que no usaba corpiño y que hasta en invierno podía uno darse cuenta de que no llevaba nada debajo del pulóver. Tal vez era esa costumbre suya de aparecerse apenas vestida en el salón de la peluquería y pintarse largamente frente al espejo, delante de todos. Pero no, había en la Francesa algo todavía más inquietante que ese cuerpo al que siempre parecía estorbarle la ropa, más perturbador que la hondura de su escote. Era algo que estaba en su mirada. Miraba a los ojos, fijamente, hasta que uno bajaba la vista. Una mirada incitante, promisoria, pero que venía ya con un brillo de burla, como si la Francesa nos estuviera poniendo a prueba y supiera de antemano que nadie se le animaría, como si ya tuviera decidido que ninguno en el pueblo era hombre a su medida. Así, con los ojos provocaba y con los ojos, desdeñosa, se quitaba. Y todo delante de Cervino, que parecía no advertir nada, que se afanaba en silencio sobre las nucas, haciendo sonar cada tanto sus tijeras en el aire. Sí, la Francesa fue al principio la mejor publicidad para Cervino y su peluquería estuvo muy concurrida durante los primeros meses. Sin embargo, yo me había equivocado con Melchor. El viejo no era tonto y poco a poco fue recuperando su clientela: consiguió de alguna forma revistas pornográficas, que por esa época los militares habían prohibido, y después, cuando llegó el Mundial, juntó todos sus ahorros y compró un televisor color, que

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fue el primero del pueblo. Entonces empezó a decir a quien quisiera escucharlo que en Puente Viejo había una y sólo una peluquería de hombres: la de Cervino era para maricas. Con todo, creo yo que si hubo muchos que volvieron a la peluquería de Melchor fue, otra vez, a causa de la Francesa: no hay hombre que soporte durante mucho tiempo la burla o la humillación de una mujer. Como decía, el muchacho se quedó en el pueblo. Acampaba en las afueras, detrás de los médanos, cerca de la casona de la viuda de Espinosa. Al almacén venía muy poco; hacía compras grandes, para quince días o para el mes entero, pero en cambio iba todas las semanas a la peluquería. Y como costaba creer que fuera solamente a leer El Gráfico, la gente empezó a compadecer a Cervino. Porque así fue, al principio todos compadecían a Cervino. En verdad, resultaba fácil apiadarse de él: tenía cierto aire inocente de querubín y la sonrisa pronta, como suele suceder con los tímidos. Era extremadamente callado y en ocasiones parecía sumirse en un mundo intrincado y remoto: se le perdía la mirada y pasaba largo rato afilando la navaja, o hacía chasquear interminablemente las tijeras y había que toser para retornarlo. Alguna vez, también, yo lo había sorprendido por el espejo contemplando a la Francesa con una pasión muda y reconcentrada, como si ni él mismo pudiese creer que semejante hembra fuera su esposa. Y realmente daba lástima esa mirada devota, sin sombra de sospechas. Por otro lado, resultaba igualmente fácil condenar a la Francesa, sobre todo para las casadas y casaderas del pueblo, que desde siempre habían hecho causa común contra sus temibles escotes. Pero también muchos hombres estaban resentidos con la Francesa: en primer lugar, los que tenían fama de gallos en Puente Viejo, como el ruso Nielsen, hombres que no estaban acostumbrados al desprecio y mucho menos a la sorna de una mujer. Y sea porque se había acabado el Mundial y no había de qué hablar, sea porque en el pueblo venían faltando los escándalos, todas las conversaciones desembocaban en las andanzas del muchacho y la Francesa. Detrás del mostrador yo escuchaba una y otra vez las mismas cosas: lo que había visto Nielsen una noche en la playa, era una noche fría y sin embargo los dos se desnudaron y debían estar drogados porque hicieron algo que Nielsen ni entre hombres terminaba de contar; lo que decía la viuda de Espinosa, que desde su ventana siempre escuchaba risas y gemidos en la carpa del muchacho, los ruidos inconfundibles de dos que se revuelcan juntos; lo que contaba el mayor de los Vidal, que en la peluquería, delante de él y en las narices de Cervino... en fin, quién sabe cuánto habría de cierto en todas aquellas habladurías. Un día nos dimos cuenta de que el muchacho y la Francesa habían desaparecido. Quiero decir, al muchacho no lo veíamos más y tampoco aparecía la Francesa, ni en la peluquería ni en el camino a la playa, por donde solía pasear. Lo primero que pensamos todos es que se habían ido juntos y tal vez porque las fugas tienen siempre algo de romántico, o tal vez porque el peligro ya estaba lejos, las mujeres parecían dispuestas ahora a perdonar a la Francesa: era evidente que en ese matrimonio algo fallaba, decían; Cervino era demasiado viejo para ella y por otro lado el muchacho era buen mozo... Y comentaban entre sí con risitas de complicidad que quizás ellas hubieran hecho lo mismo. Pero una tarde que se conversaba de nuevo sobre el asunto estaba en el almacén la viuda de Espinosa y la viuda dijo con voz de misterio que a su entender algo peor había ocurrido; el muchacho aquel, como todos sabíamos, había acampado cerca de su casa y, aunque ella tampoco lo había vuelto a ver, la carpa todavía estaba allí; y le parecía muy extraño -repetía aquello, muy extraño - que se hubieran ido sin llevar la carpa. Alguien dijo que tal vez debería avisarse al comisario y entonces la viuda murmuró que sería conveniente vigilar también a Cervino. Recuerdo que yo me enfurecí pero no sabía muy bien cómo responderle: tengo por norma no discutir con los clientes. Empecé a decir débilmente que no se podía acusar a nadie sin pruebas, que para mí era imposible que Cervino, que justamente Cervino... Pero aquí la viuda me interrumpió: era

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bien sabido que los tímidos, los introvertidos, cuando están fuera de sí son los más peligrosos. Estábamos todavía dando vueltas sobre lo mismo, cuando Cervino apareció en la puerta. Hubo un gran silencio; debió advertir que hablábamos de él porque todos trataban de mirar hacia otro lado. Yo pude observar cómo enrojecía y me pareció más que nunca un chico indefenso, que no había sabido crecer. Cuando hizo el pedido noté que llevaba poca comida y que no había comprado yoghurt. Mientras pagaba, la viuda le preguntó bruscamente por la Francesa. Cervino enrojeció otra vez, pero ahora lentamente, como si se sintiera honrado con tanta solicitud. Dijo que su mujer había viajado a la ciudad para cuidar al padre, que estaba muy enfermo, pero que pronto volvería, tal vez en una semana. Cuando terminó de hablar había en todas las caras una expresión curiosa, que me costó identificar: era desencanto. Sin embargo, apenas se fue Cervino, la viuda volvió a la carga. A ella, decía, no la había engañado ese farsante, nunca más veríamos a la pobre mujer. Y repetía por lo bajo que había un asesino suelto en Puente Viejo y que cualquiera podía ser la próxima víctima. Transcurrió una semana, transcurrió un mes entero y la Francesa no volvía. Al muchacho tampoco se lo había vuelto a ver. Los chicos del pueblo empezaron a jugar a los indios en la carpa abandonada y Puente Viejo se dividió en dos bandos: los que estaban convencidos de que Cervino era un criminal y los que todavía esperábamos que la Francesa regresara, que éramos cada vez menos. Se escuchaba decir que Cervino había degollado al muchacho con la navaja, mientras le cortaba el pelo, y las madres les prohibían a los chicos que jugaran en la cuadra de la peluquería y les rogaban a sus esposos que volvieran con Melchor. Sin embargo, aunque parezca extraño, Cervino no se quedó por completo sin clientes: los muchachos del pueblo se desafiaban unos a otros a sentarse en el fatídico sillón del peluquero para pedir el corte a la navaja, y empezó a ser prueba de hombría llevar el pelo batido y con spray. Cuando le preguntábamos por la Francesa, Cervino repetía la historia del suegro enfermo, que ya no sonaba tan verdadera. Mucha gente dejó de saludarlo y supimos que la viuda de Espinosa había hablado con el comisario para que lo detuviese. Pero el comisario había dicho que mientras no aparecieran los cuerpos nada podía hacerse. En el pueblo se empezó entonces a conjeturar sobre los cadáveres: unos decían que Cervino los había enterrado en su patio; otros, que los había cortado en tiras para arrojarlos al mar, y así Cervino se iba convirtiendo en un ser cada vez más monstruoso. Yo escuchaba en el almacén hablar todo el tiempo de lo mismo y empecé a sentir un temor supersticioso, el presentimiento de que en aquellas interminables discusiones se iba incubando una desgracia. La viuda de Espinosa, por su parte, parecía haber enloquecido. Andaba abriendo pozos por todos lados con una ridícula palita de playa, vociferando que ella no descansaría hasta encontrar los cadáveres. Y un día los encontró. Fue una tarde a principios de noviembre. La viuda entró en el almacén preguntándome si tenía palas; y dijo en voz bien alta, para que todos la escucharan, que la mandaba el comisario a buscar palas y voluntarios para cavar en los médanos detrás del puente. Después, dejando caer lentamente las palabras, dijo que había visto allí, con sus propios ojos, un perro que devoraba una mano humana. Me estremecí; de pronto todo era verdad y mientras buscaba en el depósito las palas y cerraba el almacén seguía escuchando, aún sin poder creerlo, la conversación entrecortada de horror, perro, mano, mano humana. La viuda encabezó la marcha, airosa. Yo iba último, cargando las palas. Miraba a los demás y veía las mismas caras de siempre, la gente que compraba en el almacén yerba y fideos. Miraba a mi alrededor y nada había cambiado, ningún súbito vendaval, ningún desacostumbrado silencio. Era una tarde como cualquier otra, a la hora inútil en que se despierta de la siesta. Abajo se iban alineando las casas, cada vez más pequeñas, y hasta el

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mar, distante, parecía pueblerino, sin acechanzas. Por un momento me pareció comprender de dónde provenía aquella sensación de incredulidad: no podía estar sucediendo algo así, no en Puente Viejo. Cuando llegamos a los médanos el comisario no había encontrado nada aún. Estaba cavando con el torso desnudo y la pala subía y bajaba sin sobresaltos. Nos señaló vagamente en torno y yo distribuí las palas y hundí la mía en el sitio que me pareció más inofensivo. Durante un largo rato sólo se escuchó el seco vaivén del metal embistiendo la tierra. Yo le iba perdiendo el miedo a la pala y estaba pensando que tal vez la viuda se había confundido, que quizá no fuera cierto, cuando oímos un alboroto de ladridos. Era el perro que había visto la viuda, un pobre animal raquítico que se desesperaba alrededor de nosotros. El comisario quiso espantarlo a cascotazos pero el perro volvía y volvía y en un momento pareció que iba a saltarle encima. Entonces nos dimos cuenta de que era ése el lugar, el comisario volvió a cavar, cada vez más rápido, era contagioso aquel frenesí, las palas se precipitaron todas juntas y de pronto el comisario gritó que había dado con algo; escarbó un poco más y apareció el primer cadáver. Los demás apenas le echaron un vistazo y volvieron enseguida a las palas, casi con entusiasmo, a buscar a la Francesa, pero yo me acerqué y me obligué a mirarlo con detenimiento. Tenía un agujero negro en la frente y tierra en los ojos. No era el muchacho. Me di vuelta, para advertirle al comisario, y fue como si me adentrara en una pesadilla: todos estaban encontrando cadáveres, era como si brotaran de la tierra, a cada golpe de pala rodaba una cabeza o quedaba al descubierto un torso mutilado. Por donde se mirara muertos y más muertos, cabezas, cabezas. El horror me hacía deambular de un lado a otro; no podía pensar, no podía entender, hasta que vi una espalda acribillada y más allá una cabeza con vendas en los ojos. Miré al comisario y el comisario también sabía, nos ordenó que nos quedáramos allí, que nadie se moviera, y volvió al pueblo, a pedir instrucciones. Del tiempo que transcurrió hasta su regreso sólo recuerdo el ladrido incesante del perro, el olor a muerto y la figura de la viuda hurgando con su palita entre los cadáveres, gritándonos que había que seguir, que todavía no había aparecido la Francesa. Cuando el comisario volvió caminaba erguido y solemne, como quien se apresta a dar órdenes. Se plantó delante de nosotros y nos mandó que enterrásemos de nuevo los cadáveres, tal como estaban. Todos volvimos a las palas, nadie se atrevió a decir nada. Mientras la tierra iba cubriendo los cuerpos yo me preguntaba si el muchacho no estaría también allí. El perro ladraba y saltaba enloquecido. Entonces vimos al comisario con la rodilla en tierra y el arma entre las manos. Disparó una sola vez. El perro cayó muerto. Dio luego dos pasos con el arma todavía en la mano y lo pateó hacia delante, para que también lo enterrásemos. Antes de volver nos ordenó que no hablásemos con nadie de aquello y anotó uno por uno los nombres de los que habíamos estado allí. La Francesa regresó pocos días después: su padre se había recuperado por completo. Del muchacho, en el pueblo nunca hablamos. La carpa la robaron ni bien empezó la temporada.

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Hombre de la esquina rosada (versión de 1935) Jorge Luis Borges A Enrique Amorim

A mí, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no eran sus barrios porque él sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque sí a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer ése nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasienta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condición de Rosendo. Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ése era el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jue el primer sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo supimos. Los muchachos estábamos dende tempraño en el salón de Julia, que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque de humilde color, era de lo más conciente y formal, así que no faltaban músicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero había que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba sueño. La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa diversión estaban los hombres, lo mismo que en un sueño, cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la compañera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta con 8

autoridá, un golpe y una voz. Enseguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz. Para nosotros no era todavía Francisco Real, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada. Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin ver. Los primeros puro italianaje mirón- se abrieron como abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya estaba el Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmió con un planazo que tenía listo. Jue ver ese planazo y jue venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero le tiraron trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro después. El Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ése viento de chamuchina pifiadora detrás. Silbando, chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejo la cara con el antebrazo y dijo estas cosas: Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero, y de malo, y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mí, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista. Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había traído en la manga. Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del mulato ciego que tocaba el violín, acataba ese rumbo. En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse como encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio. ¿Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzo lo que dijo. Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a negarse. 9

Entonces, el más muchacho de los forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jue a su hombre y le metió la mano en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dio con estas palabras: Rosendo, creo que lo estarás precisando. A la altura del techo había una especie de ventana alargada que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frío. De asco no te carneo: dijo el otro, y alzó, para castigarlo, la mano. Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo miró con esos ojos y le dijo con ira: Dejalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre. Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó como para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga y a los demás de la diversión, que bailáramos. La milonga corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y grito: ¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida! Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango. Debí ponerme colorao de vergüenza. Di unas vueltitas con alguna mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura y jui orillando la paré hasta salir. Linda la noche, ¿para quién? A la vuelta del callejón estaba el placero, con el par de guitarras derechas en el asiento, como cristianos. Dentré a amargarme de que las descuidaran así, como si ni pa recoger changangos sirviéramos. Me dio coraje de sentir que no éramos naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar en más nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En eso, me pegaron un codazo que jue casi un alivio. Era Rosendo, que se escurría solo del barrio. Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo me rezongó al pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el del Maldonado; no lo volví a ver más. Me quedé mirando esas cosas de toda la vida cielo hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el callejón de tierra, los hornos y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿Qué iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao, más obligación de ser guapo. ¿Basura? La milonga déle loquiar, y déle bochinchar en las casas, y traía olor a madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche. Había de estrellas como para marearse mirándolas, una encima de otras. Yo forcejiaba por sentir que a mí no me representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero no me querían dejar. Hasta de una mujer para esa noche se había podido aviar el hombre alto. 10

Para esa y para muchas, pensé, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta. Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo. Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que alguno de los nuestros había rajado y que los norteros tangueaban junto con los demás. Codazos y encontrones no había, pero si recelo y decencia. La música parecía dormilona, las mujeres que tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es mía. Yo esperaba algo, pero no lo que sucedió. Ajuera oímos una mujer que lloraba y después la voz que ya conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien, diciéndole: Entrá, m'hijay luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a desesperarse. ¡Abrí te digo, abrí gaucha arrastrada, abrí, perra! se abrió en eso la puerta tembleque, y entró la Lujanera, sola. Entró mandada, como si viniera arreándola alguno. La está mandando un ánima dijo el Inglés. Un muerto, amigo dijo entonces el Corralero. El rostro era como de borracho. Entró, y en la cancha que le abrimos todos, como antes, dio unos pasos marcados alto, sin ver y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron con él, lo acostó de espaldas y le acomodó el ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecía un lengue punzó que antes no le oservé, porque lo tapó la chalina. Para la primera cura, una de las mujeres trujo caña y unos trapos quemados. El hombre no estaba para esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando. Todos estaban preguntándose con la cara y ella consiguió hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a un campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y le infiere esa puñalada y que ella jura que no sabe quién es y que no es Rosendo. ¿Quién le iba a creer? El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el mate dio la vuelta redonda y volvió a mi mano, antes que falleciera. "Tápenme la cara", dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio. Para morir no se precisa más que estar vivo dijo una del montón, y otra, pensativa también: Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas. Entonces los norteros jueron diciéndose una cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron juerte después. Lo mató la mujer. Uno le grito en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvidé que tenía que 11

prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado, casi pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con sorna: Fijensén en las manos de esa mujer. ¿Qué pulso ni que corazón va a tener para clavar una puñalada? Añadí, medio desganado de guapo: ¿Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como éste, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida después? El cuero no le pidió biaba a ninguno. En eso iba creciendo en la soledá un ruido de jinetes. Era la policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su razón para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana alargada por la que pasó en un brillo el puñal. Por ahí paso después el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos y de cuantos centavos y cuanta zoncera tenía lo aligeraron esas manos y alguno le hachó un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, señor, que así se le animaban a un pobre dijunto indefenso, después que lo arregló otro más hombre. Un envión y el agua torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara, no sé si le arrancaron las vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó el apuro para salir. Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio animado. El ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre una lomada estaban como sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano. Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana una lucecita, que se apagó enseguida. De juro que me apuré a llegar, cuando me di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre.

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Aparición Guy de Maupassant Se hablaba de secuestros a raíz de un reciente proceso. Era al final de una velada íntima en la rue de Grenelle, en una casa antigua, y cada cual tenía su historia, una historia que afirmaba que era verdadera. Entonces el viejo marqués de la Tour-Samuel, de ochenta y dos años, se levantó y se apoyó en la chimenea. Dijo, con voz un tanto temblorosa: Yo también sé algo extraño, tan extraño que ha sido la obsesión de toda mi vida. Hace ahora cincuenta y seis años que me ocurrió esta aventura, y no pasa ni un mes sin que la reviva en sueños. De aquel día me ha quedado una marca, una huella de miedo, ¿entienden? Sí, sufrí un horrible temor durante diez minutos, de una forma tal que desde entonces una especie de terror constante ha quedado para siempre en mi alma. Los ruidos inesperados me hacen sobresaltar hasta lo más profundo; los objetos que distingo mal en las sombras de la noche me producen un deseo loco de huir. Por las noches tengo miedo. ¡Oh!, nunca hubiera confesado esto antes de llegar a la edad que tengo ahora. En estos momentos puedo contarlo todo. Cuando se tienen ochenta y dos años está permitido no ser valiente ante los peligros imaginarios. Ante los peligros verdaderos jamás he retrocedido, señoras. Esta historia alteró de tal modo mi espíritu, me trastornó de una forma tan profunda, tan misteriosa, tan horrible, que jamás hasta ahora la he contado. La he guardado en el fondo más íntimo de mí, en ese fondo donde uno guarda los secretos penosos, los secretos vergonzosos, todas las debilidades inconfesables que tenemos en nuestra existencia. Les contaré la aventura tal como ocurrió, sin intentar explicarla. Por supuesto es explicable, a menos que yo haya sufrido una hora de locura. Pero no, no estuve loco, y les daré la prueba. Imaginen lo que quieran. He aquí los hechos desnudos. Fue en 1827, en el mes de julio. Yo estaba de guarnición en Ruán. Un día, mientras paseaba por el muelle, encontré a un hombre que creí reconocer sin recordar exactamente quién era. Hice instintivamente un movimiento para detenerme. El desconocido captó el gesto, me miró y se me echó a los brazos. Era un amigo de juventud al que había querido mucho. Hacía cinco años que no lo veía, y desde entonces parecía haber envejecido medio siglo. Tenía el pelo completamente blanco; y caminaba encorvado, como agotado. Comprendió mi sorpresa y me contó su vida. Una terrible desgracia lo había destrozado. Se había enamorado locamente de una joven, y se había casado con ella en una especie de éxtasis de felicidad. Tras un año de una felicidad sobrehumana y de una pasión inagotada, ella había muerto repentinamente de una enfermedad cardíaca, muerta por su propio amor, sin duda. Él había abandonado su casa de campo el mismo día del entierro, y había acudido a vivir a su casa en Ruán. Ahora vivía allí, solitario y desesperado, carcomido por el dolor, tan miserable que sólo pensaba en el suicidio.

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-Puesto que te he encontrado de este modo -me dijo-, me atrevo a pedirte que me hagas un gran servicio: ir a buscar a mi casa de campo, al secreter de mi habitación, de nuestra habitación, unos papeles que necesito urgentemente. No puedo encargarle esta misión a un subalterno o a un empleado porque es precisa una impenetrable discreción y un silencio absoluto. En cuanto a mí, por nada del mundo volvería a entrar en aquella casa. »Te daré la llave de esa habitación, que yo mismo cerré al irme, y la llave de mi secreter. Además le entregarás una nota mía a mi jardinero que te abrirá la casa. »Pero ven a desayunar conmigo mañana, y hablaremos de todo eso. Le prometí hacerle aquel sencillo servicio. No era más que un paseo para mí, su casa de campo se hallaba a unas cinco leguas de Ruán. No era más que una hora a caballo. A las diez de la mañana siguiente estaba en su casa. Desayunamos juntos, pero no pronunció ni veinte palabras. Me pidió que lo disculpara; el pensamiento de la visita que iba a efectuar yo en aquella habitación, donde yacía su felicidad, lo trastornaba, me dijo. Me pareció en efecto singularmente agitado, preocupado, como si en su alma se hubiera librado un misterioso combate. Finalmente me explicó con exactitud lo que tenía que hacer. Era muy sencillo. Debía tomar dos paquetes de cartas y un fajo de papeles cerrados en el primer cajón de la derecha del mueble del que tenía la llave. Añadió: -No necesito suplicarte que no los mires. Me sentí casi herido por aquellas palabras, y se lo dije un tanto vivamente. Balbuceó: -Perdóname, sufro demasiado. Y se echó a llorar. Me marché una hora más tarde para cumplir mi misión. Hacía un tiempo radiante, y avancé al trote largo por los prados, escuchando el canto de las alondras y el rítmico sonido de mi sable contra mi bota. Luego entré en el bosque y puse mi caballo al paso. Las ramas de los árboles me acariciaban el rostro, y a veces atrapaba una hoja con los dientes y la masticaba ávidamente, en una de estas alegrías de vivir que nos llenan, no se sabe por qué, de una felicidad tumultuosa y como inalcanzable, una especie de embriaguez de fuerza. Al acercarme a la casa busqué en el bolsillo la carta que llevaba para el jardinero, y me di cuenta con sorpresa de que estaba lacrada. Aquello me irritó de tal modo que estuve a punto de volver sobre mis pasos sin cumplir mi encargo. Luego pensé que con aquello mostraría una sensibilidad de mal gusto. Mi amigo había podido cerrar la carta sin darse cuenta de ello, turbado como estaba. La casa parecía llevar veinte años abandonada. La barrera, abierta y podrida, se mantenía en pie nadie sabía cómo. La hierba llenaba los caminos; no se distinguían los arriates del césped. Al ruido que hice golpeando con el pie un postigo, un viejo salió por una puerta lateral y pareció estupefacto de verme. Salté al suelo y le entregué la carta. La leyó, volvió a leerla, le dio la vuelta, me estudió de arriba abajo, se metió el papel en el bolsillo y dijo: 14

-¡Y bien! ¿Qué es lo que desea? Respondí bruscamente: -Usted debería de saberlo, ya que ha recibido dentro de ese sobre las órdenes de su amo; quiero entrar en la casa. Pareció aterrado. Declaró: -Entonces, ¿piensa entrar en... en su habitación? Empecé a impacientarme. -¡Por Dios! ¿Acaso tiene usted intención de interrogarme? Balbuceó: -No..., señor..., pero es que... es que no se ha abierto desde... desde... la muerte. Si quiere esperarme cinco minutos, iré... iré a ver si... Lo interrumpí colérico. -¡Ah! Vamos, ¿se está burlando de mí? Usted no puede entrar, porque aquí está la llave. No supo qué decir. -Entonces, señor, le indicaré el camino. -Señáleme la escalera y déjeme sólo. Sabré encontrarla sin usted. -Pero.... señor... sin embargo... Esta vez me irrité realmente. -Está bien, cállese, ¿quiere? 0 se las verá conmigo. Lo aparté violentamente y entré en la casa. Atravesé primero la cocina, luego dos pequeñas habitaciones que ocupaba aquel hombre con su mujer. Franqueé un gran vestíbulo, subí la escalera, y reconocí la puerta indicada por mi amigo. La abrí sin problemas y entré. El apartamento estaba tan a oscuras que al principio no distinguí nada. Me detuve, impresionado por aquel olor mohoso y húmedo de las habitaciones vacías y cerradas, las habitaciones muertas. Luego, poco a poco, mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, y vi claramente una gran pieza en desorden, con una cama sin sábanas, pero con sus colchones y sus almohadas, de las que una mostraba la profunda huella de un codo o de una cabeza, como si alguien acabara de apoyarse en ella. Las sillas aparecían en desorden. Observé que una puerta, sin duda la de un armario, estaba entreabierta. Me dirigí primero a la ventana para dar entrada a la luz del día y la abrí; pero los hierros de las contraventanas estaban tan oxidados que no pude hacerlos ceder. Intenté incluso forzarlos con mi sable, sin conseguirlo. Irritado ante aquellos esfuerzos inútiles, y puesto que mis ojos se habían acostumbrado al final perfectamente a las sombras, renuncié a la esperanza de conseguir más luz y me dirigí al secreter. Me senté en un sillón, corrí la tapa, abrí el cajón indicado. Estaba lleno a rebosar. No necesitaba más que tres paquetes, que sabía cómo reconocer, y me puse a buscarlos. 15

Intentaba descifrar con los ojos muy abiertos lo escrito en los distintos fajos, cuando creí escuchar, o más bien sentir, un roce a mis espaldas. No le presté atención, pensando que una corriente de aire había agitado alguna tela. Pero, al cabo de un minuto, otro movimiento, casi indistinto, hizo que un pequeño estremecimiento desagradable recorriera mi piel. Todo aquello era tan estúpido que ni siquiera quise volverme, por pudor hacia mí mismo. Acababa de descubrir el segundo de los fajos que necesitaba y tenía ya entre mis manos el tercero cuando un profundo y penoso suspiro, lanzado contra mi espalda, me hizo dar un salto alocado a dos metros de allí. Me volví en mi movimiento, con la mano en la empuñadura de mi sable, y ciertamente, si no lo hubiera sentido a mi lado, hubiera huido de allí como un cobarde. Una mujer alta vestida de blanco me contemplaba, de pie detrás del sillón donde yo había estado sentado un segundo antes. ¡Mis miembros sufrieron una sacudida tal que estuve a punto de caer de espaldas! ¡Oh! Nadie puede comprender, a menos que los haya experimentado, estos espantosos y estúpidos terrores. El alma se hunde; no se siente el corazón; todo el cuerpo se vuelve blando como una esponja, cabría decir que todo el interior de uno se desmorona. No creo en los fantasmas; sin embargo, desfallecí bajo el horrible temor a los muertos, y sufrí, ¡oh!, sufrí en unos instantes más que en todo el resto de mi vida, bajo la irresistible angustia de los terrores sobrenaturales. ¡Si ella no hubiera hablado, probablemente ahora estaría muerto! Pero habló; habló con una voz dulce y dolorosa que hacía vibrar los nervios. No me atreveré a decir que recuperé el dominio de mí mismo y que la razón volvió a mí. No. Estaba tan extraviado que no sabía lo que hacía; pero aquella especie de fiereza íntima que hay en mí, un poco del orgullo de mi oficio también, me hacían mantener, casi pese a mí mismo, una actitud honorable. Fingí ante mí, y ante ella sin duda, ante ella, fuera quien fuese, mujer o espectro. Me di cuenta de todo aquello más tarde, porque les aseguro que, en el instante de la aparición, no pensé en nada. Tenía miedo. -¡Oh, señor! -me dijo-. ¡Puede hacerme un gran servicio! Quise responderle, pero me fue imposible pronunciar una palabra. Un ruido vago brotó de mi garganta. -¿Quiere? -insistió-. Puede salvarme, curarme. Sufro atrozmente. Sufro, ¡oh, sí, sufro! Y se sentó suavemente en mi sillón. Me miraba. -¿Quiere? Afirmé con la cabeza incapaz de hallar todavía mi voz. Entonces ella me tendió un peine de carey y murmuró: -Péineme, ¡oh!, péineme; eso me curará; es preciso que me peinen. Mire mi cabeza... Cómo sufro; ¡cuánto me duelen los cabellos! Sus cabellos sueltos, muy largos, muy negros, me parecieron, colgaban por encima del respaldo del sillón y llegaban hasta el suelo. ¿Por qué hice aquello? ¿Por qué recibí con un estremecimiento aquel peine, y por qué tomé en mis manos sus largos cabellos que dieron a mi piel una sensación de frío atroz, como si hubiera manejado serpientes? No lo sé. Esta sensación permaneció en mis dedos, y me estremezco cuando pienso en ella. 16

La peiné. Manejé no sé cómo aquella cabellera de hielo. La retorcí, la anudé y la desanudé; la trencé como se trenza la crin de un caballo. Ella suspiraba, inclinaba la cabeza, parecía feliz. De pronto me dijo «¡Gracias!», me arrancó el peine las manos y huyó por la puerta que había observado que estaba entreabierta. Ya solo, sufrí durante unos segundos ese trastorno de desconcierto que se produce al despertar después de una pesadilla. Luego recuperé finalmente los sentidos; corrí a la ventana y rompí las contraventanas con un furioso golpe. Entró un chorro de luz diurna. Corrí hacia la puerta por donde ella se había ido. La hallé cerrada e infranqueable. Entonces me invadió una fiebre de huida, un pánico, el verdadero pánico de las batallas. Cogí bruscamente los tres paquetes de cartas del abierto secreter; atravesé corriendo el apartamento, salté los peldaños de la escalera de cuatro en cuatro, me hallé fuera no sé por dónde, y, al ver a mi caballo a diez pasos de mí, lo monté de un salto y partí al galope. No me detuve más que en Ruán, delante de mi alojamiento. Tras arrojar la brida a mi ordenanza, me refugié en mi habitación, donde me encerré para reflexionar. Entonces, durante una hora, me pregunté ansiosamente si no habría sido juguete de una alucinación. Ciertamente, había sufrido una de aquellas incomprensibles sacudidas nerviosas, uno de aquellos trastornos del cerebro que dan nacimiento a los milagros y a los que debe su poder lo sobrenatural. E iba ya a creer en una visión, en un error de mis sentidos, cuando me acerqué a la ventana. Mis ojos, por azar, descendieron sobre mi pecho. ¡La chaqueta de mi uniforme estaba llena de largos cabellos femeninos que se habían enredado en los botones! Los cogí uno por uno y los arrojé fuera por la ventana con un temblor de los dedos. Luego llamé a mi ordenanza. Me sentía demasiado emocionado, demasiado trastornado para ir aquel mismo día a casa de mi amigo. Además, deseaba reflexionar a fondo lo que debía decirle. Le hice llevar las cartas, de las que extendió un recibo al soldado. Se informó sobre mí. El soldado le dijo que no me encontraba bien, que había sufrido una ligera insolación, no sé qué. Pareció inquieto. Fui a su casa a la mañana siguiente, poco después de amanecer, dispuesto a contarle la verdad. Había salido el día anterior por la noche y no había vuelto. Volví aquel mismo día, y no había vuelto. Aguardé una semana. No reapareció. Entonces previne a la justicia. Se le hizo buscar por todas partes, sin descubrir la más mínima huella de su paso o de su destino. Se efectuó una visita minuciosa a la casa de campo abandonada. No se descubrió nada sospechoso allí. Ningún indicio reveló que hubiera alguna mujer oculta en aquel lugar. La investigación no llegó a ningún resultado, y las pesquisas fueron abandonadas. Y, tras cincuenta y seis años, no he conseguido averiguar nada. No sé nada más.

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Nacido de hombre y mujer Richard Matheson

X - Hoy cuando apareció la luz mamá me llamó monstruo. Eres un monstruo me dijo. Vi en los ojos de mamá que estaba enojada. ¿Qué quiere decir monstruo? Hoy cayó agua de arriba. Cayó por todas partes. Yo la vi. Vi la tierra por la ventanita. La tierra se chupó el agua como una boca que tiene sed. Bebió demasiado y se enfermó y se puso oscura. No me gustó. Mamá es bonita yo sé. Donde yo duermo con todas las paredes frías alrededor tengo un papel detrás de la estufa. Ahí dice “Estrellas de cine”. En las figuras veo caras como las de mamá y papá. Papá dice que son bonitas. Una vez lo dijo. Y también mamá dijo. Mamá tan bonita y yo bastante bien. Mírate dijo papá y no tenía una cara buena. Le toqué el brazo y dije está bien papá. Papá se sacudió y se fue donde yo no podía alcanzarlo. Hoy mamá me sacó la cadena un rato así que pude mirar por la ventanita. Vi el agua que caía de arriba. XX - Hoy está amarillo arriba. Sé que lo miro y los ojos duelen. Después de mirar el sótano es rojo. Me parece que eso es la iglesia. Se van de arriba. La máquina grande los traga y camina y ya no está. En la parte de atrás está la mamita. Es mucho más chica que yo. Yo soy grande. Es un secreto pero saqué la cadena de la pared. Puedo ver por la ventanita todo lo que quiero. Hoy cuando estuvo oscuro me comí la comida y unos bichos. Oí risas arriba. Me gusta saber por qué hay risas. Saqué la cadena de la pared y me la envolví en el cuerpo. Fui despacio a las escaleras. Gritan cuando yo las piso. Las piernas me resbalan porque por las escaleras no camino. Los pies se me pegan a la madera. Subí y abrí una puerta. Era un lugar blanco. Blanco como la luz blanca que viene de arriba a veces. Entré y me quedé quieto. Oí otra vez risas. Caminé hasta el sonido y abrí un poco una puerta y miré la gente. Era mucha gente. Pensé reír con ellos. Mamá vino y empujó la puerta. Me golpeó y dolió. Caí para atrás en el piso liso y la cadena hizo ruido. Lloré. Mamá silbó dentro de ella y se puso la mano en la boca. Tenía los ojos grandes. Me miró. Oí que papá llamaba. Qué cayó dijo. Mamá dijo la tabla de planchar. Ven a ayudarme dijo. Papá vino y dijo bueno es tan pesada qué necesitas. Me vio y se puso grande. Los ojos de papá se enojaron. Me golpeó. El líquido me salió de un brazo. El piso quedó verde y feo. Papá me dijo que fuera al sótano. Tuve que ir. La luz me dolía ahora en los ojos. No era como en el sótano abajo. Papá me ató los brazos y las piernas. Me puso en la cama. Arriba oí risas mientras yo estaba quieto y miraba una araña negra que bajaba a donde estaba yo. Pensé lo que dijo papá. Ohdios dijo. Y no tiene más que ocho. 18

XXX - Hoy papá puso otra vez la cadena en la pared antes de aparecer la luz. Tengo que sacarla otra vez. Papá dijo que yo era malo si iba arriba. Me dijo que no lo haga otra vez o me pegará fuerte. Eso duele. Me duele. Dormí de día y puse la cabeza en la pared. Pensé en el lugar blanco de arriba. XXXX - Saqué la cadena de la pared. Mamá estaba arriba. Escuché risitas muy altas. Miré por la ventanita. Vi toda gente chiquita como mamita y también papitos. Son hermosos. Estaban haciendo bonitos ruidos y saltaban por la tierra. Movían mucho las piernas. Son como mamá y papá. Mamá dice que toda la gente normal es así. Uno de los papás pequeños me vio. Señaló la ventana. Yo me fui resbalando por la pared hasta abajo en lo oscuro. Me apreté para que no me vieran. Oí las voces junto a la ventana y pies que corrían. Arriba una puerta hizo ruido. Oí a la mamita que llamaba arriba. Oí pies pesados y corrí al lugar de la cama. Puse la cadena en la pared y me acosté mirando para abajo. Oí a mamá que venía. Estuviste en la ventana me dijo. Escuché que estaba enojada. No te acerques a la ventana me dijo. Sacaste otra vez la cadena. Mamá tomó el palo y me golpeó. No lloré. No puedo hacer eso. Pero mi líquido corrió por toda la cama. Mamá lo vio y se fue para atrás haciendo un ruido. Oh diosmíodiosmío dijo por qué me hiciste esto. Oí que el palo caía en el piso. Mamá corrió y subió. Dormí de día. XXXXX - Hoy había agua otra vez. Cuando mamá estaba arriba oí a la mamita que bajaba los escalones. Me escondí en la carbonera porque mamá se enoja si la mamita me ve. Mamita tenía una cosa pequeña viva. Caminaba en los brazos de ella y tenía las orejas en punta. La mamita le hablaba. Todo estaba bien pero la cosa viva me olió. Corrió a la carbonera y me miró con el pelo todo duro. Hacía un ruido enojado en la garganta. Yo silbé pero la cosa saltó sobre mí. Yo no quería lastimarla. Tuve miedo porque me mordió más fuerte que la rata. Yo la agarré y la mamita gritó. Apreté fuerte la cosa viva. Hacía ruidos que yo nunca había oído. La apreté más. Estaba toda aplastada y roja sobre el carbón negro. Me escondí ahí cuando mamá llamó. Yo tenía miedo del palo. Mamá se fue. Subí por el carbón con la cosa. La escondí debajo de la almohada y me acosté encima. Puse la cadena en la pared otra vez. X - Hoy es otro día. Papá puso la cadena apretada. Me duele porque me golpeó. Esta vez le saqué el palo de la mano y después hice ruido. Papá se fue y tenía la cara blanca. Salió corriendo de mi lugar y cerró la puerta con llave. No estoy tan contento. Todo el día hace frío aquí. La cadena tarda mucho en salir de la pared. Y estoy muy enojado con mamá y papá. Les mostraré. Haré lo mismo que otro día.

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Primero gritaré y me reiré fuerte. Correré por las paredes. Después me colgaré cabeza para abajo de todas mis piernas y me reiré y echaré verde por todas partes hasta que ellos estén tristes porque no fueron buenos conmigo. Y si quieren golpearme otra vez los lastimaré. Sí los lastimaré.

De Revista Minotauro. Se reproduce aquí por gentileza de Ediciones Minotauro. (Tomado de http://www.pagina12.com.ar/2001/01-01/01-0124/v12.htm)

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La compañía de los lobos Ángela Carter Una fiera y sólo una fiera aúlla en los bosques de noche. El lobo es la encarnación del carnívoro y es tan astuto como feroz; cuando prueba la sangre, ya no quiere otra cosa. De noche, los ojos de los lobos brillan como llamas de velas, amarillentos, rojizos, pero es porque sus pupilas engordan en la oscuridad y captan la luz de tu farol para devolvértela... roja de peligro: cuando los ojos de un lobo sólo reflejan la luz de la luna, brillan con un destello verde, frío, sobrenatural, de un color mineral y penetrante. Si el ignorante viajero descubre esas lentejuelas luminosas y terribles, bordadas súbitamente en los negros matorrales, comprenderá que debe correr, si es que el miedo no lo paraliza. Pero esos ojos son todo lo que podrás atisbar de los asesinos del bosque ya que se agrupan invisibles, alrededor de tu olor a carne, mientras cruzas la espesura a una hora imprudentemente tardía. Serán como sombras, serán como espectros, miembros grises de una congregación de pesadilla. ¡Escucha con atención su largo y tembloroso aullido...! Un aria de miedo audible. La canción de los lobos es el sonido del desmembramiento que vas a sufrir; en sí mismo, un asesinato. Es invierno y hace frío. En esta zona de las montañas y el bosque no queda nada que los lobos puedan comer. Las cabras y las ovejas están a buen recaudo en los establos; los ciervos se han ido en busca de los pastos de las laderas sureñas y los lobos se quedan cada vez más delgados y hambrientos. Tienen tan poca carne encima que puedes ver sus famélicas costillas a través del pelaje, si es que te dan ocasión de mirar antes de abalanzarse sobre ti. Esas fauces babeantes, esa lengua hacia afuera, la escarcha de la saliva en los morros entrecanos: de entre los ingentes peligros de la noche y el bosque — fantasmas, duendes, ogros que asan bebés a la parrilla, brujas que engordan a sus cautivos en jaulas para celebrar festines de canibalismo—, el lobo es el peor, porque no atiende a razones. Siempre corres peligro en el bosque, donde no hay gente. Pasa por los portales de los grandes pinos, donde las enmarañadas ramas enredan y atrapan al viajero incauto como si la propia vegetación estuviera conchabada con los lobos que viven allí, como si los perversos árboles pescaran en nombre de sus amigos; pasa entre los postes del bosque con la mayor inquietud e infinitas precauciones, porque si te sales del camino un solo instante, los lobos te comerán. Son grises como la hambruna, crueles como la peste. Los niños de ojos graves de los pueblos dispersos siempre llevan cuchillos cuando salen a cuidar de los pequeños rebaños de cabras que proporcionan leche agria y quesos fétidos y agusanados a sus hogares. Los cuchillos son casi tan grandes como ellos, y las hojas se afilan diariamente. Pero los lobos tienen formas de presentarse hasta en tu casa. Lo intentamos y lo intentamos, pero a veces no los ahuyentamos. No hay noche de invierno que el montañés no tema ver un hocico delgado, gris y hambriento olisqueando por debajo de la puerta, y se sabe de una mujer a la que mordieron en su propia cocina mientras escurría los macarrones. Teme al lobo y huye de él; porque, lo peor de todo, es que el lobo puede ser más de lo que parece.

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Hubo una vez un cazador, cerca de aquí, que atrapó a un lobo. Aquel lobo había masacrado cabras y ovejas; había devorado a un viejo loco que vivía en una cabaña de los montes y rezaba a Jesús todo el día; se había abalanzado sobre una niña que estaba cuidando de las ovejas, pero la niña armó tal escándalo que los hombres llegaron con sus escopetas, lo ahuyentaron y siguieron su rastro por el bosque, aunque el lobo era listo y les dio esquinazo. Así que aquel cazador cavó una fosa y metió un pato dentro a modo de cebo, un pato vivo; y tapó la fosa con paja embadurnada de excrementos de lobo. ¡Cuac! ¡Cuac!, hizo el pato, y el lobo apareció con sigilo; un lobo grande, fuerte, que pesaba tanto como un hombre adulto, y la paja cedió bajo su peso y el lobo a la fosa cayó. El cazador saltó dentro y le cortó la cabeza y las cuatro patas para tener un trofeo. Pero ya no había un lobo junto al cazador, sino el tronco ensangrentado de un hombre sin cabeza, sin pies, sin manos, muerto. Una bruja de la parte de arriba del valle convirtió una vez en lobos a todos los invitados de una boda porque el novio se había comprometido con otra. Tenía la costumbre de ordenarles que la visitaran de noche, por puro resentimiento, para que se sentaran y aullaran alrededor de su cabaña, ofreciéndole la serenata de su sufrimiento. No hace tanto, una joven de nuestro pueblo se casó con un hombre que desapareció en la noche de bodas. La novia, que había puesto sábanas nuevas en la cama, se tumbó. El novio dijo que salía a hacer sus necesidades, insistió en ello por decoro, y ella se tapó hasta el cuello con el cobertor y se quedó tumbada. Y esperó y esperó y siguió esperando... ¿Por qué tardaba tanto? Hasta que se levantó de la cama y gritó al oír un aullido que el viento había arrastrado desde el bosque. Aquel titubeante y larguísimo aullido tenía, a pesar de su terrorífica resonancia, un fondo de tristeza; como si las fieras desearan ser menos fieras y no supieran cómo, y no dejaran de lamentar su condición. En los cánticos de los lobos hay una inmensa melancolía, una melancolía tan infinita como el bosque, tan interminable como las largas noches de invierno; pero esa tristeza terrible, ese lamento por sus propios e irremediables apetitos, no enternece nunca el corazón porque no hay ninguna frase en él que insinúe la posibilidad de que se rediman. Los lobos no pueden recibir la gracia por su propia desesperación, sino sólo a través de mediadores externos; es por eso que, a veces, la fiera mira como si casi agradeciera el cuchillo que lo despacha. Los hermanos de la joven buscaron en las construcciones anexas y en los pajares, pero no encontraron resto alguno; así que la sensata dama se enjugó las lágrimas y se buscó otro esposo, que no sentía vergüenza de mear en un orinal y que pasaba las noches en casa. Le dio un par de hermosos bebés y su felicidad fue tan firme como un trébede hasta que una noche helada, la noche del solsticio, el gozne del año, cuando las cosas no encajan tan bien como deberían, la noche más larga, su primer esposo volvió al hogar. Un gran golpe en la puerta anunció su llegada, mientras ella removía la sopa para el padre de sus hijos. Lo reconoció en cuanto levantó el pestillo y abrió la puerta, aunque habían pasado años desde que llevó luto por él y ahora estaba cubierto de harapos y tenía una larga melena que, plagada de piojos, le caía por la espalda sin haber conocido nunca un peine. —Aquí estoy, parienta —dijo—. Sírveme un plato de repollo; y date prisa. Entonces, apareció su segundo esposo con leña para el fuego y, cuando el primero comprendió que ella se había acostado con otro hombre y, peor aún, cuando sus ojos rojos se clavaron en los niños pequeños que habían entrado en la cocina a ver qué pasaba,

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gritó: «¡Ojalá fuera lobo otra vez, para darle una lección a esta puta!». Y se convirtió en lobo al instante y arrancó el pie izquierdo al niño mayor antes de verse él mismo desmembrado con el hacha que usaban para cortar troncos. Pero cuando el lobo exhaló su último aliento, el pelaje desapareció y la bestia volvió a ser el hombre que había sido años atrás, cuando había huido de su lecho de bodas, así que ella rompió a llorar y su segundo esposo la golpeó. Dicen que el diablo te da un ungüento que te transforma en lobo cuando te frotas con él. O que nació con los pies por delante y que su padre era un lobo y que su cuerpo es el de un hombre, pero que sus piernas y genitales son los de un lobo. Y que tiene el corazón de un lobo. El lapso natural de un licántropo es de siete años; pero si quemas su ropa humana, lo condenas a ser lobo hasta el fin de sus días, así que las ancianas de los alrededores creen que lanzarles mandiles o sombreros sirve de protección, como si la ropa hiciera al hombre. Pero los ojos, esos ojos fosforescentes, los traicionan en todas sus formas; es lo único que su metamorfosis no cambia. Antes de convertirse en lobo, el licántropo se queda totalmente desnudo. Si ves un hombre desnudo entre los pinos, debes correr como alma que lleva el diablo.

Es pleno invierno y el petirrojo, el amigo del hombre, canta encaramado en el mango de la pala del jardinero. Es la peor época del año en cuestión de lobos, pero esta jovencita resuelta insiste en cruzar el bosque. Está segura de que las bestias salvajes no le harán daño, aunque, bien advertida, guarda un cuchillo de trinchar en la cesta que su madre ha llenado de quesos; también hay una botella de aguardiente de moras, una hornada de galletas de avena preparadas en el hogar y uno o dos tarros de mermelada. La rubísima joven llevará los deliciosos regalos a una abuela de vida recluida y edad tan avanzada que el peso de los años la está empujando a la muerte. La abuelita vive a dos horas de camino por el bosque invernal; la jovencita se pone sus robustos zuecos, se envuelve en un ancho manto y se echa el capuchón sobre la cabeza. Es Nochebuena y ya está vestida y preparada. La puerta maligna del solsticio sigue abierta sobre sus goznes, pero ha recibido tanto amor que nunca ha sentido miedo. Este es un país despiadado, donde la juventud de los niños dura poco. No tienen juguetes para jugar, así que trabajan duro y maduran con rapidez; pero esta niña tan bonita, la menor de su familia, llegó casi a destiempo y creció entre los mimos de su madre y de su abuela, quien le tejió el manto rojo que hoy muestra el aspecto aciago, aunque brillante, de la sangre sobre la nieve. Los pechos le han empezado a crecer; su pelo es como pelusa, tan claro que casi no hace sombra en su pálida frente; sus mejillas son de un blanco y escarlata emblemáticos, y acaba de tener su primera menstruación, el reloj interno que, en lo sucesivo, avanzará una vez al mes. Se planta y camina dentro del pentáculo invisible de su propia virginidad. Es un huevo sin romper; es un recipiente sellado; tiene en su interior un espacio mágico cuyo paso permanece cerrado con un tapón de membrana; es un sistema cerrado; no sabe sentir escalofríos. Lleva su cuchillo y no tiene miedo de nada.

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Si su padre hubiera estado en casa, quizás le habría prohibido que saliera; pero está en el bosque, recogiendo leña, y su madre no se sabe negar. El bosque se cierra sobre ella como unas fauces. Siempre hay algo que ver en el bosque, incluso en mitad del invierno: los pájaros apiñados que han sucumbido al letargo de la estación y se amontonan en las chasqueantes ramas, demasiado tristes para cantar; los luminosos flecos de los hongos en los emborronados troncos de los árboles; los ojos cuneiformes de los conejos y ciervos-, las espigadas huellas de las aves; una liebre tan delgada como una loncha de panceta, cruzando rauda el camino por donde el fino sol motea las hojas rojizas de los helechos del año anterior. Cuando oyó el aullido de un lobo distante, la experta mano de la muchacha buscó el mango del cuchillo; pero no vio indicio de lobo alguno ni tampoco de ningún hombre desnudo. Entonces, oyó un ruido entre los arbustos y un hombre completamente vestido, uno muy joven y apuesto, con casaca verde y sombrero ancho de cazador, cargado con los pájaros que acababa de cazar, saltó al camino. Ella tenía la mano en el cuchillo desde el primer chasquido de hojas, pero él rio con un destello de dientes blancos y le dedicó una cómica aunque respetuosa reverencia. Ella nunca había visto a un sujeto tan elegante; no entre los rústicos payasos de su pueblo natal. Así que se fueron juntos, bajo la luz cada vez más tenue de la tarde. Poco después, ya reían y bromeaban como viejos amigos. Él se ofreció a llevarle la cesta y ella aceptó; había dejado el cuchillo dentro, pero él le dijo que su escopeta los protegería. El día seguía muriendo y la nieve volvía a caer. La jovencita sintió que los primeros copos se posaban en sus pestañas, pero sólo quedaba un kilómetro y pronto tendrían un fuego, un té caliente y una bienvenida, una cálida, sin duda alguna, tanto para el gallardo cazador como para ella misma. Aquel joven llevaba un objeto extraordinario en el bolsillo. Era una brújula. Ella miró la diminuta esfera en la palma de su mano y observó la temblorosa aguja con asombro. Él afirmó que aquella brújula le había permitido cazar sin perderse porque la aguja siempre señalaba el norte, con absoluta precisión. Ella no lo creyó; sabía que si dejaba el camino, se perdería al instante. Él se volvió a reír, y babas brillantes colgaban de sus dientes; dijo que, si abandonaba el camino y seguía por el bosque, llegaría a casa de su abuela quince minutos antes que ella, porque la brújula le encontraría un atajo entre la maleza mientras ella continuaba por el largo y sinuoso camino. —No te creo. Además, ¿no te dan miedo los lobos? Él dio una palmadita a la culata de la escopeta y sonrió. —¿Quieres apostar? —preguntó a la muchacha—. ¿Nos jugamos algo? ¿Qué me das si llego a casa de tu abuela antes que tú? —¿Qué quieres que te dé? —replicó con malicia. —Un beso. Tópicos de una seducción rústica; la muchacha bajó la mirada y se ruborizó. Él se alejó por la espesura, llevándose la cesta. La luna ya estaba saliendo, pero ella olvidó sus temores porque tenía intención de entretenerse para estar segura de que el apuesto caballero ganara el envite. La casa de la abuela estaba algo apartada del pueblo. La nieve reciente formaba remolinos en el jardín de la cocina cuando el joven subió por el sendero nevado de puntillas, como para no mojarse los pies, llevando la cesta y los pájaros muertos y tarareando una canción.

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Tiene un débil rastro de sangre en la barbilla; le ha pegado un bocado a una de sus presas. Llamó a la puerta con los nudillos. Vieja y frágil, la abuelita está a un tris de sucumbir a la mortalidad que el dolor de sus huesos le promete, y casi dispuesta a rendirse por completo. Un joven del pueblo se había acercado una hora antes para encenderle el fuego que le durará toda la noche, así que la cocina crepita con las afanosas llamas. La abuelita no tiene más compañía que su Biblia; es una anciana beata. Se ha apoyado en los cojines de una cama que, al estilo de los campesinos, reposa en un nicho de la pared; se ha envuelto en el edredón de patchwork que cosió cuando aún estaba soltera, en una época tan distante que ya ni se molesta en recordar. Dos spaniel de porcelana, con hocicos negros y pintas granates, descansan a ambos lados del hogar. Sobre las baldosas, hay una alfombra de vistosos retales cosidos. El reloj del abuelo va gastando el poco tiempo que le queda. Vivir bien es la forma de mantener fuera a los lobos. Él llamó a la puerta con sus nudillos peludos. —Soy tu nieta —dijo con voz atiplada. —Levanta el pasador y entra, querida mía. Los puedes distinguir por sus ojos, ojos de depredador, nocturnos y devastadores ojos, tan rojos como una herida; le puedes lanzar tu Biblia y después tu delantal, abuelita, que tú creíste profilácticos seguros contra esas alimañas del infierno... Y ahora apelas a Cristo y a su madre y a todos los ángeles del cielo en busca de protección, pero no te servirá de nada. Su hocico silvestre es afilado como un puñal. Deja en la mesa su carga dorada de faisanes roídos y, también, la cesta de tu querida nieta. —¡Oh, Dios mío! ¿Qué has hecho con ella? Él se quita el disfraz, la casaca de paño color bosque, el sombrero de pluma metida en la cinta. Guando la enmarañada melena le cae sobre la camisa blanca, ella ve sus piojos. La leña del hogar crepita y susurra; la noche y el bosque han entrado en la cocina con la oscuridad que se ha aferrado a ese pelo. Él se quita la camisa. Su piel tiene el color y la textura de la vitela. Una franja de vello crespo desciende hasta su estómago; sus pezones son turgentes y oscuros como la granadilla, pero está tan delgado que podrías contar sus costillas si te diera la ocasión. Se quita los pantalones y ella ve lo peludas que son sus piernas. Sus genitales, enormes. ¡Ah! Enormes. Lo último que la anciana vio en este mundo fue un hombre joven, de ojos como brasas, desnudo como la piedra, que se acercaba a su lecho. El lobo es la encarnación del carnívoro. Cuando terminó con ella, se relamió los belfos y se vistió con rapidez, hasta quedar tal como estaba al entrar. Quemó el incomible cabello en el hogar y envolvió los huesos en un paño que escondió bajo la cama, dentro de un arcón de madera donde encontró un juego de sábanas limpias; las cambió por las ensangrentadas y metió estas en el cesto de la ropa sucia. Luego, colocó los cojines, sacudió el edredón de patchwork y, tras recoger la Biblia que había caído al suelo, la cerró y la puso en la mesa. Todo estaba como antes, salvedad hecha de la anciana. La leña crepitaba en la chimenea, el reloj hacía tictac y el joven se sentó a esperar tramposa y pacientemente junto a la cama, con el gorro de dormir de la abuelita y el edredón. Toc, toc, toc.

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—¿Quién es? —dice su voz trémula en falsete de abuelita. —Soy tu nieta. La jovencita entró con una ráfaga de nieve que se derritió como lágrimas sobre las baldosas y tal vez se sintió decepcionada al ver que, junto al fuego, sólo estaba su abuela. Pero entonces, él salió de debajo del edredón y saltó hasta la puerta, contra la que apretó la espalda para que ella no pudiera huir. La muchacha miró a su alrededor y vio que en las suaves superficies de los cojines no había ni una arruga y que, por primera vez, la Biblia estaba cerrada sobre la mesa. El tictac del reloj sonaba como un látigo. Quiso sacar el cuchillo de la cesta, pero no se atrevió a acercarse porque los ojos del joven estaban clavados en ella; ojos enormes que ahora parecían brillar con una luz única, interior; ojos como platos, platos llenos de fuego griego, diabólica fosforescencia. —Qué ojos más grandes tienes. —Son para verte mejor. Ni rastro de la anciana, salvo un mechón de pelo blanco que se había quedado en la corteza de un tronco sin arder. Guando ella lo vio, supo que estaba en peligro de muerte. —¿Dónde está mi abuela? —Aquí sólo estamos nosotros, mi amor. Un gran aullido los envolvió, uno cercano, muy cercano, tan próximo como el jardín de la cocina, el aullido de una muchedumbre de lobos. Ella sabía que los peores lobos eran peludos por dentro y se estremeció a pesar del manto escarlata con el que se abrigó un poco más, como si aun siendo tan rojo como la sangre que iba a derramar, este la pudiera proteger. —¿Quién ha venido a cantarnos villancicos? —preguntó ella. —Las voces que oyes son las de mis hermanos, querida-, yo adoro la compañía de los lobos. Asómate a la ventana y los verás. La nieve medio cubría el enrejado cuando abrió la ventana para mirar. Era una noche blanca de nieve y luna-, la ventisca se arremolinaba sobre las adustas y grises fieras que descansaban sobre sus cuartos traseros entre nías de coles de invierno, alzando sus afilados morros al cielo y aullando con todo su corazón. Diez lobos, veinte lobos, tantos lobos que no los pudo contar, aullando en concierto como si estuvieran locos o trastornados. Sus ojos reflejaban la luz de la cocina y brillaban como cien velas. —Hace mucho frío; pobrecitos —dijo—. No me extraña que aúllen. Cerró la ventana ante el canto fúnebre de los lobos y se quitó el manto escarlata, del color de las amapolas, del color de los sacrificios, del color de su menstruación y, puesto que el miedo no le serviría de nada, dejó de sentir miedo. —¿Qué debo hacer con el manto? —Échalo al fuego, mi amada. Ya no lo necesitarás. Dobló el manto y lo arrojó a las llamas, que lo consumieron al instante. A continuación, se quitó la blusa por encima de la cabeza y sus pequeños pechos relucieron como si la luna hubiera invadido la estancia. —¿Qué debo hacer con la blusa? —Lánzala también al fuego, mi cachorrito. La fina muselina ascendió en llamas por la chimenea como un pájaro mágico y, después, les llegó el turno a la falda, a las medias de lana y a los zapatos, que también acabaron en la lumbre y ardieron para no volver. La luz del fuego relucía en los bordes de su piel; ya no llevaba más ropa que su inmaculado tegumento de carne. Deslumbrante y desnuda, se cepillo el pelo con los dedos-, un pelo que parecía tan

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blanco como la nieve del exterior. Luego, caminó directamente hasta el hombre de ojos escarlata en cuya descuidada melena saltaban los piojos; se puso de puntillas y le desabrochó el cuello de la camisa. —Qué brazos más grandes tienes. —Son para abrazarte mejor. Todos los lobos del mundo aullaron una canción nupcial mientras ella le daba libremente el beso que le debía. —¡Qué dientes más grandes tienes! Ella vio que sus fauces babeaban y oyó que la habitación se llenaba con el clamor del «Liebestod» del bosque, pero la prudente jovencita no se inmutó ni siquiera cuando él dijo: —Son para comerte mejor. La muchacha rompió a reír; sabía que ella no era la carne de nadie. Se rio de él en su cara, le arrancó la camisa y la tiró al fuego, sobre la estela voraz de su propia ropa desechada. Las llamas bailaron como espíritus de muertos en la Walpurgisnacht y los viejos huesos que estaban bajo la cama empezaron a tabletear terriblemente, pero ella no les prestó atención. La encarnación del carnívoro, sólo la carne inmaculada lo aplaca. Ella apoyará la espantosa cabeza del lobo en su regazo y le quitará los piojos de la pelambre y quizás, cuando él la desafíe a comérselos, se los lleve a la boca y se los coma en una salvaje ceremonia de matrimonio. La ventisca amainará. La ventisca amainó, dejando las montañas cubiertas de nieve al azar, como si una ciega hubiera echado una sábana por encima, las ramas superiores de los pinos del bosque encaladas, emitiendo crujidos, cargadas de blanco. Luz de nieve, luz de luna, una confusión de huellas de zarpas. Todo en silencio, todo inmóvil. Medianoche, y el reloj da la hora. Es Navidad, el cumpleaños de los licántropos. La puerta del solsticio se abre de par en par; dejad que entren todos. ¡Mirad! La muchacha duerme profunda y plácidamente en el lecho de la abuela, entre las garras del tierno lobo.

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La casa de muñecas Katherine Mansfield Cuando la querida anciana señora de Hay volvió a la ciudad después de pasar un tiempo en casa de los Burnell, les envió a los niños una casa de muñecas. Era tan grande que el cochero y Pat la llevaron al patio, y allí quedó, apuntalada por dos cajas de madera al lado de la puerta del comedor diario. No podía pasarle nada; era verano. Y quizás el olor de pintura se habría ido cuando llegara el momento de tener que entrarla. Porque, realmente, el olor de pintura que venía de esa casa de muñecas ("¡tan simpático de parte de la anciana señora de Hay, por supuesto; tan simpático y generoso!")... pero el olor de pintura bastaba como para enfermar seriamente a cualquiera, según opinaba la tía Berly. Aun antes de sacarla de su envoltorio. Y cuando la sacaron... Allí quedó la casa de muñecas, de un color verde espinaca, oscuro y aceitoso, entremezclado de amarillo brillante. Sus dos sólidas y pequeñas chimeneas, pegadas al techo, estaban pintadas de rojo y blanco, y la puerta, resplandeciente de barniz amarillo, parecía un trocito de caramelo. Cuatro ventanas, ventanas de verdad, estaban divididas en paneles por una ancha franja de verde. Había realmente un pequeño pórtico, también, pintado de amarillo, con grandes grumos de pintura seca colgando a lo largo del borde. ¡Pero qué casita perfecta, perfecta! A quién podía importarle el olor. Era parte de la alegría, parte de la novedad. -¡Pronto, que alguien la abra! El gancho del costado estaba atascado fuertemente. Pat lo levantó con su cortaplumas, y todo el frente de la casa se abrió con un vaivén, y... uno podía ver al mismo tiempo la sala de estar y el comedor, la cocina y los dos dormitorios. ¡Esa sí que era una forma de abrirse una casa! ¿Por qué no se abrirían todas las casas así? ¡Cuánto más emocionante que espiar a través de la hendija de una puerta la mezquina salita con su perchero y sus dos paraguas! Es eso... ¿no es cierto?... lo que uno desea conocer de una casa en cuanto pone las manos sobre el llamador. Quizás ésa es la forma en que Dios abre las casas en lo profundo de la noche cuando hace su ronda silenciosa con un ángel... -¡Oh, oh! -las niñas de los Burnell lo dijeron como si estuviesen desesperadas. Era demasiado maravilloso; era demasiado para ellas. Nunca en su vida habían visto nada semejante. Todos los cuartos estaban empapelados. Había cuadros en las paredes, pintados sobre el papel, completos con marcos dorados. Una alfombra roja cubría todos los pisos excepto el de la cocina; sillas de felpa roja en la sala de estar, verde en el comedor; mesas, camas con sábanas verdaderas, una cuna, una estufa, un aparador con diminutos platos y una jarra grande. Pero lo que a Kezia más le gustaba, lo que le gustaba terriblemente, era la lámpara. Estaba colocada en 29

el centro de la mesa del comedor, una exquisita lámpara ambarina con un globo blanco. Incluso estaba llena para ser encendida pero, por supuesto, no se podía encender. Pero había algo como aceite dentro, que se movía al sacudirla. Los muñecos padre y madre, tendidos muy tiesos como si se hubiesen desmayado en la sala, y sus dos hijitos dormidos arriba eran en realidad demasiado grandes para la casa de muñecas. No parecían pertenecer a ella. Pero la lámpara era perfecta. Parecía sonreírle a Kezia, decir: "Aquí vivo". La lámpara era real. Las niñas de los Burnell se apuraron como nunca para llegar a la escuela al otro día. Ardían por contarles a todos, por describir, por... bueno... jactarse de su casa de muñecas antes de que tocase la campana de la escuela. -Voy a hablar yo -dijo Isabel- porque soy la mayor. Y ustedes dos pueden hablar después. Pero primero voy a hablar yo. No había nada que contestar. Isabel era autoritaria, pero siempre tenía razón, y Lottie y Kezia sabían demasiado bien cuáles eran los poderes que confería el ser la mayor. Rozaron al caminar las matas de botones de oro al borde del camino y no dijeron nada. -Y yo voy a elegir quién va a venir a verla primero. Mamá me dijo que podía. Porque se había dispuesto que, mientras la casa de muñecas estuviese en el patio, podían invitar a las chicas de la escuela, dos por vez, a venir verla. No para quedarse a tomar el té, por supuesto, o para vagar por la casa. Pero sí para estar calladas en el patio mientras Isabel señalaba las bellezas que contenía, y Lottie y Kezia miraban complacidas... Pero por más que se apuraron, al llegar a las negras empalizadas del campo de juego de los varones, la campana había empezado a sonar. Apenas tuvieron tiempo de quitarse de un manotazo los sombreros y ponerse en fila antes de que pasasen lista. No importaba. Isabel trató de compensarlo dándose aire de importancia y de misterio, y murmurando detrás de la mano a las niñas que estaban cerca: "Tengo algo que decirles en el recreo". Llegó el recreo e Isabel fue rodeada. Las chicas de su clase casi se pelearon por poner sus brazos en torno de ella, por caminar con ella, por sonreír halagadoramente, por ser su amiga preferida. Desplegó toda una corte bajo los inmensos pinos a un lado del campo de deportes. Codeándose, riendo sin motivo, las niñas se apretaban a su alrededor. Y las dos únicas que estaban fuera del círculo eran las dos que siempre estaban fuera, las pequeñas Kelvey. Sabían perfectamente que no debían acercarse a las Burnell. Porque el hecho era que la escuela a la que iban las niñas de Burnell no era en absoluto el lugar que sus padres habrían elegido si hubiesen podido elegir. Pero no había elección. Era la única escuela en varias millas. Y en consecuencia todos los niños del vecindario, las hijas del juez, las hijas del médico, las chicas del 30

almacenero, las del lechero, estaban obligadas a estar juntas. Ni hablar de otros tantos niñitos maleducados y groseros que también asistían. Pero en algún punto había que establecer la separación. Ese punto era las Kelvey. Muchos de los chicos, incluidas las Burnell, ni siquiera tenían permiso para hablarles. Pasaban frente a las Kelvey con la cabeza levantada y, como establecían las normas de conducta en la escuela, las Kelvey eran evitadas por todos. Hasta la maestra tenía para con ellas una voz especial, y una sonrisa especial para con los otros niños cuando Lil Kelvey se acercaba a su escritorio con un ramo de flores de aspecto terriblemente vulgar. Eran las hijas de una pequeña lavandera muy trabajadora, que iba de casa en casa y a la que se le pagaba por día. Eso era ya de por sí desagradable. Pero, además, ¿dónde estaba el señor Kelvey? Nadie lo sabía con seguridad. Todos decían que estaba en la cárcel. De modo que eran las hijas de una lavandera y de un malviviente. ¡Linda compañía para los hijos de la otra gente! Y lo parecían. Por qué las hacía tan notorias la señora de Kelvey era difícil de entender. La verdad era que estaban vestidas con retazos que le daba la gente para quien trabajaba. Lil, por ejemplo, que era una chica fornida y vulgar, con grandes pecas, iba a la escuela con un vestido hecho con un mantel de tela de lana verde de los Burnell, con mangas rojas de felpa de las cortinas de los Logan. El sombrero, colocado en lo alto de su ancha frente, era un sombrero de mujer, que había pertenecido una vez a Miss Lecky, la empleada del correo. Estaba levantado por detrás y adornado con una gran pluma escarlata. ¡Qué aspecto raro tenía! Era imposible no reírse. Y su hermanita, nuestra Else, llevaba un largo vestido largo, parecido a un camisón, y un par de botitas de varón. Pero, usase Else lo que usase, hubiese parecido extraño. Era una niñita parecida a una clavícula de pollo, con el pelo mal cortado y enormes ojos solemnes... una lechucita blanca. Nadie la había visto sonreír nunca; apenas hablaba. Iba por la vida agarrándose de Lil, con un pedazo de la pollera de Lil apretado en su mano. Adonde Lil fuera, nuestra Else la seguía. En el patio, en el camino de ida y vuelta a la escuela, allí iba Lil marchando adelante y nuestra Else agarrándose atrás. Sólo cuando quería algo, o cuando perdía el aliento, nuestra Else le daba a Lil un tirón, una sacudida, y Lil se detenía y se daba vuelta. Las Kelvey se entendían siempre. Ahora las rondaban; no podía evitarse que oyeran. Cuando las niñas se volvieron y se burlaron de ellas, Lil, como de costumbre, mostró su sonrisa tonta y avergonzada. Pero nuestra Else no hizo más que mirar. Y la voz de Isabel, tan orgullosa, seguía contando. La alfombra causó gran sensación, pero también las camas con las sábanas de verdad y la cocina con la puerta del horno. Cuando terminó, Kezia la interrumpió: "Te olvidaste de la lámpara, Isabel". -Ah, sí -dijo Isabel- y también hay una pequeñísima lámpara, hecha toda de vidrio amarillo, con un globo blanco, en la mesa del comedor. No se puede diferenciar de una de verdad.

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-La lámpara es lo mejor de todo -exclamó Kezia. Pensó que Isabel no le estaba dando la suficiente importancia a la lamparita. Pero nadie le prestó atención. Isabel estaba eligiendo a las dos que volverían a casa con ella esa tarde para verla. Eligió a Emmie Cole y Lena Logan. Pero, cuando las otras se enteraron de que todas tendrían su oportunidad, no supieron qué hacer para congraciarse con Isabel. Una por una pusieron sus brazos en torno de su cintura y caminaron con ella. Tenían algo que decirle en secreto. "Isabel es mi amiga." Sólo las pequeñas Kelvey se alejaron olvidadas; para ellas no había nada más que oír. Pasaron los días y, mientras más chicos venían a ver la casa de muñecas, su fama se expandía. Se convirtió en el único tema, en la única moda. La pregunta era: "¿Viste la casa de muñecas de las Burnell? ¿No es hermosísima?" "¿No la has visto? ¡Qué maravilla!". Hasta la hora de la merienda era olvidada para hablar de eso. Las niñas se sentaban a la sombra de los pinos comiendo gruesos sándwiches de cordero y grandes rebanadas de tortas de maíz enmantecadas. Como siempre, lo más cerca que se les permitía estar se sentaban las Kelvey, nuestra Else agarrándose de Lil, escuchando también mientras masticaban sus sándwiches de mermelada que sacaban de un diario empapado con grandes manchas rojas. -Mamá -dijo Kezia-, ¿puedo invitar a las Kelvey una sola vez? -Por cierto que no, Kezia. -Pero, ¿por qué no? -Vete, Kezia; sabes muy bien por qué no. Por fin todos la habían visto excepto ellas. Ese día el tema decayó. Era la hora de la merienda. Las niñas se agruparon a la sombra de los pinos y de pronto, mientras miraban a las Kelvey comiendo de su diario, siempre solas, siempre escuchando, decidieron ser odiosas con ellas. Emmie Cole empezó el murmullo. -Lil Kelvey va a ser sirvienta cuando sea grande. -¡Oh, oh, qué horrible! -dijo Isabel Burnell, mirando a Emmie de una manera especial. Emmie tragó de una manera significativa y asintió mirando a Isabel como había visto hacer a su madre en esas ocasiones. -Es verdad... es verdad... es verdad -dijo. Entonces los pequeños ojos de Lena Logan brillaron: "¿Se lo pregunto?", murmuró. -A que no lo haces -dijo Jessie May. -Bah, a mí no me asusta -dijo Lena. De pronto dio un pequeño chillido y bailó frente a las otras chicas: "¡Miren! ¡Mírenme! ¡Mírenme ahora!", dijo Lena. Y

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resbalando, deslizándose, arrastrando un pie, riéndose detrás de la mano, Lena se acercó a las Kelvey. Lil levantó los ojos de su merienda. Envolvió rápidamente el resto. Nuestra Else dejó de masticar. ¿Qué ocurriría ahora? -¿Es verdad que vas a ser una sirvienta cuando crezcas, Lil Kelvey?- chilló Lena. Un silencio de muerte. Pero, en lugar de contestar, Lil sólo sonrió de esa manera tonta y avergonzada. La pregunta no pareció importarle en absoluto. ¡Qué fracaso para Lena! Las chicas empezaron a reírse. Lena no podía soportarlo. Se puso las manos en las caderas; se lanzó hacia adelante: "¡Sí, si el padre de ustedes está preso!", silbó malévolamente. Esto era algo tan maravilloso, haberlo dicho, que las niñas se alejaron corriendo en bandada, muy, muy excitadas, enloquecidas de alegría. Alguien encontró una soga larga, y empezaron a saltar. Y nunca saltaron tan alto, ni corrieron tan velozmente de un lado a otro, ni hicieron cosas tan atrevidas como esa mañana. Por la tarde, Pat vino a buscar a las niñas de Burnell con el coche y volvieron a la casa. Había visitas. Isabel y Lottie, a quienes les gustaban las visitas, subieron a cambiarse los delantales. Pero Kezia se escabulló por el fondo. No había nadie; empezó a hamacarse en los grandes portones blancos del patio. De pronto, mirando hacia el camino, vio dos pequeños puntos. Se agrandaron, venían hacia ella. Ahora podía ver que uno iba adelante y otro lo seguía de atrás. Ahora podía ver que eran las Kelvey. Kezia dejó de hamacarse. Se bajó del portón suavemente, como si fuera a escaparse. Después dudó. Las Kelvey se acercaron y a su lado caminaban las sombras muy largas, extendiéndose a través del camino con sus cabezas entre los botones de oro. Kezia volvió a subirse al portón; se había decidido; se balanceó hacia afuera. -Hola -dijo a las Kelvey, que pasaban. Quedaron tan sorprendidas que se detuvieron. Lil sonrió tontamente. Nuestra Else miraba. -Pueden venir a ver nuestra casa de muñecas, si quieren -dijo Kezia, y arrastró un dedo por el suelo. Pero Lil se puso colorada y sacudió rápidamente la cabeza. -¿Por qué no? -preguntó Kezia. Lil contuvo el aliento, y después dijo: "Tu mamá le dijo a la nuestra que no tenías que hablarnos". -Ah, bueno -dijo Kezia. No sabía qué contestar-. No importa. Pueden venir a ver nuestra casa de muñecas lo mismo. Vamos. Nadie está mirando. Pero Lil sacudió la cabeza más fuertemente. -¿No quieres venir? -preguntó Kezia.

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De pronto hubo un tirón, una sacudida en la falda de Lil. Se dio vuelta. Nuestra Else la miraba con grandes ojos, implorante; tenía el ceño fruncido; quería ir. Por un instante, Lil miró a nuestra Else dubitativamente. Pero entonces nuestra Else volvió a tironear de la falda. Caminó hacia adelante. Kezia indicó el camino. Como dos gatitos de albañal, cruzaron el patio hacia donde estaba la casa de muñecas. -Ahí está -dijo Kezia. Hubo una pausa. Lil respiraba pesadamente, casi resoplando; nuestra Else parecía de piedra. -La abriré para que la vean -dijo Kezia amablemente. Levantó el gancho y miraron dentro. -Esa es la sala y ése el comedor, y ésta es... -¡Kezia! ¡Qué salto dieron! -¡Kezia! Era la voz de la tía Beryl. Se dieron vuelta. En la puerta estaba la tía Beryl, atónita como si no pudiese creer lo que veía. -¡Cómo te atreves a invitar a las pequeñas Kelvey al patio! -dijo su fría voz enfurecida-. Sabes tan bien como yo que no tienes permiso para hablarles. Váyanse, chicas, váyanse enseguida. Y no vuelvan -dijo la tía Beryl. Y avanzó hacia el patio y las espantó como si fuesen gallinas-. ¡Váyanse inmediatamente! -gritó, fría y orgullosa. No necesitaban que se lo repitieran. Ardiendo de vergüenza, encogiéndose, Lil encorvada como su madre, nuestra Else aturdida, cruzaron de alguna manera el enorme patio y se escurrieron por el blanco portón. -¡Niña mala, desobediente! -dijo la tía Beryl a Kezia amargamente, y cerró de un golpe la casa de muñecas. La tarde había sido terrible. Había llegado una carta de Willie Brent, una carta aterradora, amenazadora, diciendo que, si no se encontraba con él esa tarde en Pulman Bush, vendría hasta la puerta de la casa para preguntarle por qué. Pero, ahora que había asustado a esas dos ratitas Kelvey y que le había dado un buen reto a Kezia, se sentía más tranquila. La horrible opresión había desaparecido. Volvió a la casa canturreando. Cuando las Kelvey estuvieron fuera de la vista de los Burnell, se sentaron para descansar junto a un gran tubo de desagüe rojo a un lado del camino. Las mejillas de Lil ardían aún; se sacó el sombrero con la pluma y lo puso sobre las rodillas. Como soñando, miraron por encima de los cercos de heno, más allá del arroyo, hacia las zarzas donde las vacas de Logan esperaban ser ordeñadas. ¿En qué estarían pensando? 34

De pronto nuestra Else se acurrucó junto a su hermana. Pero ahora había olvidado a la enojada señora. Estiró un dedo y rozó la pluma de su hermana; sonrió con su extraña sonrisa. -Vi la lamparita -dijo suavemente. Después las dos quedaron otra vez en silencio.

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Irman Samanta Schweblin Oliver manejaba. Yo tenía tanta sed que empezaba a sentirme mareado. El parador que encontramos estaba vacío. Era un bar amplio, como todo en el campo, con las mesas llenas de migas y botellas, como si hubiera almorzado un batallón hace un momento y todavía no hubieran hecho tiempo a limpiar. Elegimos un lugar junto a la ventana, cerca de un ventilador encendido del que no llegaban noticias. Necesitaba tomar algo con urgencia, se lo dije a Oliver. El sacó un menú de otra mesa y leyó en voz alta las opciones que le parecieron interesantes. Un hombre apareció atrás de la cortina de plástico. Era muy petiso. Tenía un delantal atado a la cintura y un trapo rejilla oscuro de mugre le colgaba del brazo. Aunque parecía el mozo, se lo veía desorientado, como si alguien lo hubiese puesto ahí repentinamente y ahora él no supiera muy bien qué debía hacer. Caminó hasta nosotros. Saludamos; él asintió. Oliver pidió las bebidas y le hizo un chiste sobre el calor, pero no logró que el tipo abriera la boca. Me dio la sensación de que si elegíamos algo sencillo le hacíamos un favor, así que le pregunté si había algún plato del día, algo fresco y rápido, y él dijo que sí y se retiró, como si algo fresco y rápido fuese una opción del menú y no hubiese nada más que decir. Regresó a la cocina y vimos su cabeza aparecer y desaparecer en las ventanas que daban al mostrador. Miré a Oliver, sonreía; yo tenía demasiada sed para reírme. Pasó un rato, mucho más tiempo del que lleva elegir dos botellas frías de cualquier cosa y traerlas hasta la mesa, y al fin otra vez el hombre apareció. No traía nada, ni un vaso. Me sentí pésimo, pensé que si no tomaba algo ya mismo iba a volverme loco, ¿y qué le pasaba al tipo? ¿Cuál era la duda? Se paró junto a la mesa. Tenía gotas en la frente y aureolas en la remera, bajo las axilas. Hizo un gesto con la mano, confuso, como si fuera a dar alguna explicación, pero se interrumpió. Le pregunté qué pasaba, supongo que en un tono un poco violento. Entonces se volvió hacia la cocina, y después, esquivo, dijo: –Es que no llego a la heladera. Miré a Oliver. Oliver no pudo contener la risa y eso me puso de peor humor. –¿Cómo que no llega a la heladera? ¿Y cómo mierda atiende a la gente? –Es que... –se limpió la frente con el trapo. El tipo era un desastre– mi mujer es la que agarra las cosas de la heladera –dijo. –¿Y..? –tuve ganas de pegarle. –Que está en el piso. Se cayó y está... –¿Cómo que en el piso? –lo interrumpió Oliver. –Y, no sé. No sé –repitió levantando los hombros, las palmas de las manos hacia arriba. –¿Dónde está? –dijo Oliver. El tipo señaló la cocina. Yo sólo quería algo fresco y ver a Oliver incorporarse acabó con todas mis esperanzas.

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–¿Dónde? –volvió a preguntar Oliver. El tipo señaló otra vez la cocina y Oliver se alejó en esa dirección, volviéndose una que otra vez hacia nosotros, como desconfiando. Fue extraño cuando desapareció detrás de la cortina y me dejó solo, frente a frente con semejante imbécil. Tuve que esquivarlo para poder pasar cuando Oliver me llamó desde la cocina. Caminé despacio porque preví que algo estaba pasando. Corrí la cortina y me asomé. La cocina era chica y estaba repleta de cacerolas, sartenes, platos y cosas apiladas sobre estanterías o colgadas. Tirada en el suelo, a unos metros de la pared, la mujer parecía una bestia marina dejada por la marea. Aferraba en la mano izquierda un cucharón de plástico. La heladera colgaba más arriba, a la altura de las alacenas. Era una de esas heladeras de quiosco, de puertas transparentes que van sobre el piso y se abren desde arriba, sólo que ésta había sido ridículamente amurada a la pared con ménsulas, siguiendo la línea de las alacenas y con las puertas hacia el frente. Oliver me miraba. –Bueno –le dije–, ya viniste hasta acá, ahora hacé algo. Escuché que la cortina de plástico se movía y el hombre se paró junto a mí. Era mucho más petiso de lo que parecía. Creo que yo casi le llevaba tres cabezas. Oliver se había agachado junto al cuerpo pero no se animaba a tocarlo. Pensé que la gorda podía despertarse en cualquier momento y ponerse a gritar. Le corrió los pelos de la cara. Tenía los ojos cerrados. –Ayúdenme a darla vuelta –dijo Oliver. El tipo ni se movió. Me acerqué y me agaché del otro lado, pero apenas pudimos moverla. –¿No va a ayudar? –le pregunté. –Me da impresión –dijo el desgraciado–, está muerta. Soltamos inmediatamente a la gorda y nos quedamos mirándola. –¿Cómo que muerta? ¿Por qué no dijo que estaba muerta? –No estoy seguro, me da la impresión. –Dijo que “le da impresión” –dijo Oliver–, no que “le da la impresión”. –Me da impresión que me dé la impresión. Oliver me miró, su cara decía algo así como “yo a éste lo cago a trompadas”. Me agaché y busqué el pulso en la mano del cucharón. Cuando Oliver se cansó de esperarme puso sus dedos frente a la nariz y la boca de la mujer y dijo: –Esta está muertísma. Vámonos. Y entonces sí, el tipo se desesperó. –¿Cómo irse? No, por favor. No puedo solo con ella. Oliver abrió la heladera, sacó dos gaseosas, me dio una y salió de la cocina puteando. Lo seguí. Abrí mi botella y creí que el pico no iba a llegar nunca a mi boca. Me había olvidado de la sed que tenía.

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–¿Y? ¿Qué te parece? –dijo Oliver. Respiré aliviado. De pronto me sentí con diez años menos y de mejor humor–, ¿se cayó o la bajó? –dijo. Todavía estábamos cerca de la cocina y Oliver no bajaba la voz. –No creo que haya sido él –dije en voz baja–, la necesita para llegar a la heladera, ¿o no? –Llega solo... –¿Realmente creés que la mató? –Puede usar una escalera, subirse a la mesa, tiene cincuenta sillas de bar... –dijo señalando alrededor. Me pareció que hablaba alto a propósito, así que bajé más la voz: –Quizá sí es un pobre tipo. Realmente estúpido, y ahora se queda solo con la gorda muerta en la cocina. –¿Querés que lo adoptemos? Lo cargamos atrás y lo soltamos cuando llegamos. Tomé unos tragos más y me quedé mirando la cocina. El infeliz estaba parado frente a la gorda y sostenía en el aire un banco, sin saber muy bien dónde ponerlo. Oliver me hizo una seña para que volviéramos a acercarnos. Lo vimos dejar el banco a un lado, tomar un brazo de la gorda y empezar a tirar. No pudo moverla ni un centímetro. Descansó unos segundos y volvió a intentarlo. Probó apoyar el banco sobre una de las piernas, una de las patas tocando la rodilla. Se subió y se estiró lo más que pudo hacia la heladera. Ahora que le daba la altura, el banco quedaba demasiado lejos. Cuando giró hacia nosotros para bajar, nos escondimos y nos quedamos sentados en el suelo, contra la pared. Me sorprendió que no hubiera nada en el bajomesada del mostrador. Sí arriba en la repisa, y más arriba las coperas y las alacenas también estaban repletas, pero nada a nuestra altura. Lo escuchamos mover el banco. Suspirar. Hubo silencio y esperamos. De pronto se asomó tras la cortina. Sostenía un cuchillo con gesto amenazador, pero cuando nos vio pareció aliviarse, y volvió a suspirar. –No alcanzo a la heladera –dijo. Ni siquiera nos paramos. –No alcanza a ningún lado –dijo Oliver. El tipo se quedó mirándolo como si el mismísimo Dios se hubiera parado frente a él para hacerle saber la razón por la cual estamos en este mundo. Dejó caer el cuchillo y recorrió con la mirada los bajomesadas vacíos. Oliver estaba satisfecho: el tipo parecía traspasar los horizontes de la estupidez. –A ver, prepárenos un omelette –dijo Oliver. El hombre se volvió hacia la cocina. Su rostro imbécil de estupor reflejaba los utensilios, las cacerolas, casi toda la cocina colgando de las paredes o sobre las estanterías. –Ok, mejor no –dijo Oliver–, haga unos simples sándwiches, seguro que eso sí puede hacerlo. –No –dijo el tipo–, no alcanzo a la sandwichera. –No lo tueste. Sólo traiga el jamón, el queso, y un pedazo de pan. 38

–No –dijo–, no –volvió a repetir negando con la cabeza, parecía avergonzado. –Ok. Un vaso de agua entonces. Negó. –¿Y cómo mierda sirvió a este regimiento? –dijo Oliver señalando las mesas. –Necesito pensar. –No necesita pensar, lo que necesita es un metro más de altura. –No puedo sin ella... Pensé en bajarle algo fresco, pensé que tomar algo le vendría bien, pero cuando intenté levantarme Oliver me detuvo. –Tiene que hacerlo solo –dijo–, tiene que aprender. –Oliver... –Decime algo que sí puedas hacer, una cosa, algo. –Llevo y traigo la comida que me dan, limpio las mesas... –No parece –dijo Oliver. –...Puedo mezclar las ensaladas y condimentarlas si ella me deja todo listo sobre la mesada. Lavo los platos, limpio el piso, sacudo los... –Ok, ok. Ya entendí. Entonces el tipo se queda mirando a Oliver, como sorprendido: –Usted... –dijo–, usted sí llega a la heladera. Usted podría cocinar, alcanzarme las cosas... –¿Qué dice? Nadie va a alcanzarle las cosas... –Pero usted podría trabajar, tiene la altura –dio un paso tímido hacia Oliver, que a mí no me pareció prudente–, yo le pagaría –dijo. Oliver se volvió hacia mí: “Este imbécil me está tomando el pelo, me está tomando el pelo”. –Tengo plata. ¿Cuatrocientos la semana? Puedo pagarle. ¿Quinientos? –¿Paga quinientos la semana? ¿Por qué no tiene un palacio en el fondo? Este imbécil... Me levanté y me paré detrás de Oliver: iba a pegarle en cualquier momento, creo que lo único que lo detenía era la altura del tipo. Lo vimos cerrar sus pequeños puños como compactando una masa invisible que poco a poco se reducía entre los dedos, los brazos comenzaron a temblarle, se puso morado. –Mi plata no le incumbe –dijo. Oliver volvió a hacer eso de mirarme cada vez que el otro le hablaba, como sin poder creer lo que ve. Parecía disfrutarlo, pero nadie lo conoce mejor que yo: nadie le dice a Oliver lo que debe hacer.

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–Y por la camioneta que tiene –dijo el tipo mirando hacia la ruta–, por la camioneta que tiene se diría que manejo la plata mejor que usted. –Hijo de puta –dijo Oliver y se abalanzó sobre él. Alcancé a sostenerlo. El tipo dio un paso atrás, sin miedo, con una dignidad que le daba un metro más de altura, y esperó a que Oliver se calmara. Lo solté. –Ok –dijo Oliver–. Ok. Se quedó mirándolo, estaba furioso, pero había algo más en su calma contenida, y entonces le dijo: –¿Dónde está la plata? Miré a Oliver sin entender. –¿Va a robarme? –Voy a hacer lo que se me cante el orto, pedazo de mierda. –¿Qué hacés? –dije. Oliver dio un paso, tomó al tipo de la camisa y lo levantó en el aire. –¿Dónde está tu plata, a ver? La fuerza con que Oliver lo había levantado lo hacía oscilar un poco hacia los lados. Pero él lo miraba directamente a los ojos, y no abría la boca. –Ok –dijo Oliver–. O traés la plata, o te rompo la cara. Levantó el puño bien cerrado y lo dejó a un centímetro de la nariz del tipo. –Está bien –dijo el otro. Oliver lo soltó. El tipo cayó, se acomodó la camisa, dio un paso hacia atrás. Despacio, cruzó la barra en sentido contrario al de la cocina y desapareció por una puerta. –Pedazo de imbécil –dijo Oliver. Me acerqué a él para que no nos escuchara: –¿Qué estás haciendo? Tiene a la mujer muerta en la cocina, vámonos. –¿Viste lo que dijo de mi camioneta? El imbécil quiere contratarme, ser mi jefe, ¿entendés? Oliver empezó a revisar las estanterías de la barra. –Este imbécil debe tener su plata por acá. –Vámonos –dije–. Ya te desquitaste. Corrió algunas botellas, papeles sueltos, hasta que encontró una caja de madera. Era una caja vieja, con un grabado a mano que decía “habanos”. –Esta es la caja –dijo Oliver. –Ya váyanse –escuchamos. El tipo estaba parado en el medio de la sala, y sostenía una escopeta de doble caño que apuntaba directamente a la cabeza de Oliver. Oliver escondió tras de sí la caja. El tipo sacó el seguro del arma y dijo: 40

–Uno. –Nos vamos –dije, tomé a Oliver del brazo y empecé a caminar–. Lo siento, realmente lo siento. Y siento lo de su mujer también, yo... Tenía que hacer fuerza para que Oliver me siguiera, como las madres tiran de los chicos caprichosos. –Dos. Pasamos cerca de él, la escopeta a un metro de la cabeza de Oliver. –Lo siento –volví a decir. Ya estábamos cerca de la puerta. Hice salir primero a Oliver para que el tipo no viera que se llevaba la caja. –Tres. Solté a Oliver y corrí. No sé si él tuvo miedo o no, pero no corrió. Subimos a la camioneta. Dejó la caja sobre el asiento, encendió el motor, y salimos en la dirección en la que veníamos. La camioneta dio algunos saltos en la cuneta y al salir a la ruta, pero Oliver no dijo nada. Sólo un rato después, sin quitar los ojos del camino, dijo: –Abrila. –Deberíamos... –Abrila, maricón. Tomé la caja. Era liviana y demasiado chica para contener una fortuna. Tenía una llave de fantasía, como de cofre. La abrí. –¿Qué hay? ¿Cuánto? ¿Cuánto? –Vos manejá –dije–, creo que sólo son papeles. Oliver se volvía cada tanto para espiar lo que yo revisaba. Había un nombre grabado en la contratapa de madera, decía “Irman”, y debajo había una foto del tipo muy joven, sentado sobre unas valijas en una terminal, parecía feliz. Me pregunté quién le habría sacado la foto. También había cartas encabezadas con su nombre: “Querido Irman”, “Irman, mi amor”, poesías firmadas por él, un caramelo de menta hecho polvo y una medalla de plástico al mejor poeta del año, con el logo de un club social. –¿Hay plata sí o no? –Son cartas –dije. De un manotazo, Oliver me quitó la caja y la tiró por la ventanilla. –¿Qué hacés? –me volví un segundo para ver las cosas ya desparramadas sobre el asfalto, los papeles todavía en el aire, la medalla rebotando una o dos veces más, cada vez más lejos. –Son cartas –dijo. Y un rato después: –Mirá... Tendríamos que haber parado acá. “Parrilla libre”, ¿leíste? ¿Qué costaba? –y se sacudió inquieto en el asiento, como si realmente lo lamentara. 41

El padre Raymond Carver El bebé estaba en una canasta al lado de la cama, y llevaba puesto un pelele y un gorro blanco. La canasta de mimbre estaba recién pintada, acolchada con pequeños edredones azules y sujeta con cintas de color azul claro. Las tres hermanitas y la madre, que se acababa de levantar de la cama y aún no se había despertado del todo, y la abuela rodeaban todas al bebé y observaban cómo miraba con fijeza y de cuando en cuando se llevaba el puño a la boca. No sonreía ni reía, pero a veces parpadeaba y movía la lengua entre los labios cuando una de las niñas le pasaba la mano por la barbilla. El padre estaba en la cocina y les oía jugar con el bebé. —¿A quién quieres tú pequeñín? — dijo Phyllis—, y le hizo cosquillas en la barbilla. —Nos quiere a todos — dijo Phyllis—, pero al que quiere de veras es a papá, ¡porque papá también es chico! La abuela se sentó en el borde de la cama y dijo: —¡Mirad su bracito! Tan gordo. ¡Y esos deditos! Igualitos que los de su madre. —¿No es una preciosidad? —dijo la madre—. Tan sano, mi niñito. —Se inclinó sobre la cuna, besó al bebé en la frente y tocó la colcha que le tapaba el brazo—. Nosotros también le queremos. —¿Pero a quién se parece, a quién se parece? —exclamó Alice, y todas ellas se acercaron a la canasta para ver a quién se parecía. —Tiene los ojos bonitos —dijo Carol. —Todos los bebés tienen los ojos bonitos —dijo Phyllis. —Tiene los labios del abuelo —dijo la abuela—. Fijaos en esos labios. —No sé…—dijo la madre—. No sabría decir. —¡La nariz! ¡La nariz! —gritó Alice. —¿Qué pasa con su nariz? —preguntó la madre. —En la nariz se parece a alguien —dijo la niña. —No, no sé… —dijo la madre—. No creo. —Esos labios…— dijo entre dientes la abuela—. Esos deditos… — dijo, destapando la mano del bebé y extendiéndole los menudos dedos. —¿A quién se parece este niño? —No se parece a nadie —dijo Phyllis. Y todas se acercaron aún más a la canasta. —¡Ya sé! ¡Ya sé! — dijo Carol—. ¡Se parece a papá! —Todas miraron al bebé de muy cerca. —¿Pero a quién se parece su papá? — preguntó Phyllis. 42

—¿A quién se parece papá?— repitió Alice, y entonces todas ellas miraron a la vez hacia la cocina, donde el padre estaba en la mesa, de espaldas a ellas. —¡Vaya, a nadie! —dijo Phyllis, y se puso a lloriquear un poco. —Calla —dijo la abuela, apartando la mirada. Luego volvió a mirar al bebé. —¡Papá no se parece a nadie! —dijo Alice. —Pero tendrá que parecerse a alguien —dijo Phyllis, secándose los ojos con una de las cintas. Y todas salvo la abuela miraron al padre, que seguía sentado en la cocina. Se había dado la vuelta en su silla y tenía la cara pálida y sin expresión.

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El baldío1 Augusto Roa Bastos No tenían cara, chorreados, comidos por la oscuridad. Nada más que sus dos siluetas vagamente humanas, los dos cuerpos reabsorbidos en sus sombras. Iguales y sin embargo tan distintos. Inerte el uno, viajando a ras del suelo con la pasividad de la inocencia o de la indiferencia más absoluta. Encorvado el otro, jadeante por el esfuerzo de arrastrarlo entre la maleza y los desperdicios. Se detenía a ratos a tomar aliento. Luego recomenzaba doblando aún más el espinazo sobre su carga. El olor del agua estancada del Riachuelo debía estar en todas partes, ahora más con la fetidez dulzarrona del baldío hediendo a herrumbre, a excrementos de animales, ese olor pastoso por la amenaza de mal tiempo que el hombre manoteaba de tanto en tanto para despegárselo de la cara. Varillitas de vidrio o metal entrechocaban entre los yuyos, aunque de seguro ninguno de los dos oiría ese cantito isócrono, fantasmal. Tampoco el apagado rumor de la ciudad que allí parecía trepidar bajo tierra. Y el que arrastraba, sólo tal vez ese ruido blando y sordo del cuerpo al rebotar sobre el terreno, el siseo de restos de papeles o el opaco golpe de los zapatos contra las latas y cascotes. A veces el hombro del otro se enganchaba en las matas duras o en alguna piedra. Lo destrababa entonces a tirones, mascullando alguna furiosa interjección o haciendo a cada forcejeo el ha... neumático de los estibadores al levantar la carga rebelde al hombro. Era evidente que le resultaba cada vez más pesado. No sólo por esa resistencia pasiva que se le empacaba de vez en cuando en los obstáculos. Acaso también por el propio miedo, la repugnancia o el apuro que le iría comiendo las fuerzas, empujándolo a terminar cuanto antes. Al principio lo arrastró de los brazos. De no estar la noche tan cerrada se hubieran podido ver los dos pares de manos entrelazadas, negativo de un salvamento al revés. Cuando el cuerpo volvió a engancharse, agarró las dos piernas y empezó a remolcarlo dándole la espalda, muy inclinado hacia adelante, estribando fuerte en los hoyos. La cabeza del otro fue dando tumbos alegres, al parecer encantada del cambio. Los faros de un auto en una curva desparramaron de pronto una claridad amarilla que llegó en oleadas sobre los montículos de basura, sobre los yuyos, sobre los desniveles del terreno. El que estiraba se tendió junto al otro. Por un instante, bajo esa pálida pincelada, tuvieron algo de cara, lívida, asustada la una, llena de tierra la otra, mirando hacer impasible. La oscuridad volvió a tragarlas enseguida. Se levantó y siguió halándolo otro poco, pero ya habían llegado a un sitio donde la maleza era más alta. Lo acomodó como pudo, lo arropó con basura, ramas secas, cascotes. Parecía de improviso querer protegerlo de ese olor que llenaba el baldío o de la lluvia que no tardaría en caer. Se detuvo, se pasó el brazo por la frente regada de sudor y escupió con rabia. Entonces escuchó ese vagido que lo sobresaltó. Subía débil y sofocado del yuyal, como si el otro hubiera comenzado a quejarse con lloro de recién nacido bajo su túmulo de basura.

Este cuento forma parte de El baldío, un libro escrito en 1966 que permaneció casi secreto hasta su reedición en 1993. 1

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Iba a huir, pero se contuvo encandilado por el fogonazo de fotografía de un relámpago que arrancó también de la oscuridad el bloque metálico del puente, mostrándole lo poco que había andado. Ladeó la cabeza, vencido. Se arrodilló y acercó husmeando casi ese vagido tenue, estrangulado, insistente. Cerca del montón había un bulto blanquecino. El hombre quedó un largo rato sin saber qué hacer. Se levantó para irse, dio unos pasos tambaleando, pero no pudo avanzar. Ahora el vagido tironeaba de él. Regresó poco a poco, a tientas, jadeante. Volvió a arrodillarse titubeando todavía. Después tendió la mano. El papel del envoltorio crujió. Entre las hojas del diario se debatía una formita humana. El hombre la tomó en sus brazos. Su gesto fue torpe y desmemoriado, el gesto de alguien que no sabe lo que hace pero que de todos modos no puede dejar de hacerlo. Se incorporó lentamente, como asqueado de una repentina ternura semejante al más extremo desamparo, y quitándose el saco arropó con él a la criatura húmeda y lloriqueante. Cada vez más rápido, corriendo casi, se alejó del yuyal con el vagido y desapareció en la oscuridad.

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Enroscado Antonio Di Benedetto En la casa que ha quedado vacía de la madre, el niño recorre con suavidad tras habitación. Las mira pausadamente, como si descubriera su contenido o la altura de las paredes. La tía, en las pocas horas que permanece para ocuparse de la cocina o de la batea, le resulta indiferente. Entre los dos median silencios que parecen olvidos. Solo se confía al padre, se recoge en él, durante los descansos del trabajo, a mediodía y en la noche, que siempre ilusiona con que será muy larga. El padre, contra la costumbre, se queda una tarde de semana. El niño está contento. Pero llegan unos hombres que retiran los muebles del comedor y los sacan a la calle. El padre los dirige. El niño se va a la cocina y el padre lo considera, sin decirle nada, porque puede ser timidez natural acentuada por los acontecimientos. Los hombres caminan después hacia la cocina y la nombran, porque deben llevarse el armario y la mesa. El niño lo advierte y se desliza al patio solitario, donde no hay más que unos cajones de basura, y se esconde detrás de los cajones. El padre lo observa y lo compara, apenado, con una lauchita asustada.

Las deudas, por esa enfermedad tan larga y sin remedio de la mujer, la cifra del alquiler, que en su nuevo estado económico se vuelve inmoderada, lo constriñen a ese cuarto de pensión. Pero íntimamente se halla complacido, porque el hogar quebrado no se arregla con la presencia de la cuñada. No se arregla; se afea. Y el presiente que debe darle a ella la oportunidad de terminar con un trato y una responsabilidad que ya no se ven favorecidos por ningún afecto. Queda solo, con su pequeño hijo. Quizás para siempre, se dice.

Despacha en una chatita las valijas con la ropa, la camita del chico y la silla a la que está acostumbrado su cuerpo. Cierra la puerta y pasa la calle para tomar el tranvía. Mientras lo espera, contempla las ventanas clausuradas, sin visillos. Se acuerda de los visillos que colgó la esposa. ¿Quién los habrá sacado? Por la otra cuadra viene el tranvía. Es preciso despedirse. Despedirse de la casa. En los días anteriores, cuando imaginaba ese momento lo suponía solemne. Sin embargo... Suspira. Siente cobijada en su mano la manecita del niño. Hurga en el bolsillo del saco, retira unas monedas y extiende el brazo para prevenir al motorman.

Entrega la llave al dueño de la casa, toma otro tranvía y desciende a dos cuadras de la pensión. Camina, el hombre solo, con una figurita muda tomada de la mano, y tampoco el pronuncia una palabra. ¿A quién contar, a quién explicar nada? Cuando llegan, antes de entrar, juzga necesario decirle: —Bertito, aquí vamos a vivir. El niño lo mira. Mira la casa. Vuelve a mirar al padre. Y esta última mirada es una pregunta. El padre no puede contestarla. Quiere terminar esa situación. Dice: "Entremos", toma en brazos a la criatura, sube el escalón y toca el timbre. 46

Ha dispuesto, para completar el traslado, de la tarde del sábado. Puede guardar y ordenar la ropa sin apurarse, tanto que le sobra tiempo y así repara en que son muy pocas las cosas que le quedan. El chico lo mira hacer. Está sentado en la cama, donde el padre lo ha puesto una hora antes. —Papá, tengo sueño. El padre se sorprende: —Cómo, hijito. Son las seis de la tarde... Lo observa, buscando esas sombras de cansancio que el niño declara. No son visibles, no. Pero le admira hallar, en los ojos, un destello de inquietud. Si, hasta se desvían hacia determinado lugar, esos ojitos. Parecen desear que algo no esté donde está. Presta atención. Viene una voz, una voz de mujer. Una mujer canta. Conjetura que es una que ambula en salida de baño, como esperando turno para el agua. Intenta comprender a la criatura. Deduce que lo intimida esa voz tan libre, en chocante contraste con el silencio del hogar propio recién abandonado. El niño percibe una presencia extraña, en ese lugar donde tienen que vivir, y no le agrada, pero se da cuenta de que le falta derecho para reclamar. —Está bien, Bertito. Vas a dormir. Te preparo tu camita ahora mismo. El niño asiente con el gesto. Con el gesto, no más, dice: "Está bien. Es lo que necesito".

La noche ha sido muy tranquila. El padre recibe el día con esa confusión que provoca el cambio de cama y de ambiente. Cuando se despeja se siente fortalecido y equilibrado. Despierta al niño: —Bertito, arriba. Van a limpiar la pieza. Lo lleva al baño. Le hace beber el café con leche. El niño hace todo, prudente y pasivamente. Pero no habla, no muestra alegría, ni satisfacción, ni siquiera curiosidad. El padre piensa: "Es el cambio. Ya se le pasará". Piensa que al niño, y a él también, les sería saludable ir al cine, a la matinée. No se puede, tan pronto, después de lo que ha ocurrido. Opta por el parque. El niño se deja llevar.

Vuelven anochecido. El aire fresco convidaba a demorarse y después era difícil conseguir ómnibus. El padre se apura. No sabe a qué hora servirán la cena los domingos. La casa es como si fuera otra. Desde la vereda, a través de la cancel abierta, descubre que el patio está endiablado de bailarines y de música. El padre siente algo en la garganta. Un mal trago. No por él —¿qué puede importarle?— sino por el niño. Intuye que ahí abajo, a su lado, tiembla un desconcierto, tal vez un pequeño espanto. No se atreve a mirar al niño. Antes de enfrentarlo procura encontrar una solución. Sospecha que el error ha sido detenerse. Debió entrar sin titubeos. Mira al niño. El niño está mirando hacia adentro, como encogido, como replegada su alma. El padre quiere creer que no pasara nada. Por fortuna, su habitación es la primera de la izquierda y tiene puerta al zaguán. No será necesario llegar al patio. Entonces se decide. Primero intenta animar al niño:

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—Mira, Bertito. Una fiesta. Qué lindo, ¿cierto? El niño niega con la cabeza. —Qué, ¿no te gusta la fiesta? El niño sacude la cabeza, obstinadamente. El padre juzga que debe actuar con energía. —Bueno, vamos. No ha contado con la voluntad del niño. Tira de la manecita, y ese cuerpo, tan pequeño, se resiste. Si se empeña, puede arrastrarlo. Pero... Lo alza en brazos. El niño agita piernas y brazos, en franca rebeldía. —Vamos a tomar chocolate. El niño intenta desasirse, arrojarse al suelo. —Chocolate con churros, con tortitas. Lo que quieras. Aclara: —Aquí no, en otra parte. El niño se calma y se entrega. Toman el chocolate en un bar con billares, donde solo van los hombres. El niño observa deslumbrado el juego cercano. Pero al terminar la taza inclina la cabecita sobre la mesa y el padre sabe que ya no ofrecerá resistencia. No ha cesado el baile. Son las once. Acuesta a Roberto. Desearía pasar al fondo, donde está el baño; se abstiene, tendrá que mezclarse con los bailarines u orillarlos sin saber cómo. Son tan desconocidos para él... Lee títulos, mira fotografías del diario de la tarde que compró en el bar. Bosteza. Se desviste. Antes de apagar la luz, acude a controlar el sueño del niño. Levanta la sábana. Está con los ojos desesperadamente abiertos. El padre quiere decirle: "Duerma, hijito; duérmase". Quiere decirlo con su voz más tierna y protectora, pero la voz no le sale de la garganta.

Sección jubilaciones del Centro de Empleados. Un oficinista que se apura en su trabajo, aunque no podrá arrancarse del escritorio hasta las doce en punto. Sin embargo, a las doce y cuarto consigue estar en la pensión. Lleva una protesta, en nombre de su hijo. Al pasar por el zaguán observa que la puerta de su habitación permanece cerrada. Le sorprende, pero no lo retiene. —Señora, ante todo, buen día. Yo creí que esto era una casa de familia. —Señor Ortega, usted sabe muy bien que esto es una casa de pensión. En la calle hay un letrero. —Sí, lo sé. Quise decir una pensión familiar. —Y lo es. ¿Quién dice que no? —Los hechos, señora; los hechos. —¿Qué hechos? —El baile de anoche. 48

—¿Y eso qué tiene de malo? ¿Acaso este es un night-club? ¿Acaso se baila todas las noches...? En el primer momento la dueña no estaba dispuesta a someterse a un pensionista tan nuevo y tan encrespado. No obstante, advierte que puede transar: el motivo de la irritación es circunstancial y no tiene importancia. —Vea, señor Ortega, yo le voy a explicar. Explica: eso ocurre rara vez. El baile fue entre pensionistas. Ningún extraño. Llegaron camioneros de Córdoba y como en la pensión hay señoritas que son turistas... Ortega escucha y hace suposiciones: "Turistas y camioneros. Turistas muy económicas. Camioneros que ganan mucho...". Observa que se ha dejado sacar de su enojo. La defensa de la dueña es inobjetable. Él y ella lo comprenden. Tanto que de inmediato la dueña se halla en condiciones de plantear algo más delicado en que ella es la disgustada. —Y ahora, señor Ortega, ¿me puede decir que pasa con su hijo? ¿Todos los días va a ser así? El hijo. La puerta cerrada. El padre siente que, en ese instante, puede ser volteado con lo que lo toquen. Quiere correr. Necesita ver. Pero antes precisa apuntalarse en alguna información. El dejo al niño. Cuando la muchacha quiso entrar, para hacer la limpieza, el niño se puso a gritar. La muchacha se impresionó y se negó a avanzar si no mediaba la patrona. Al ver a la dueña el chico se irrito más. Y se notaba que no le sucedía nada, que no gritaba de enfermo, que no quería que entrara nadie, no más. De modo que las mujeres cerraron la puerta y se acabó el ruido. La pieza estaba sin hacer y así tendría que aguantarla el padre. —¿Nada más que eso? —¿Y le parece poco?

La reiteración del episodio, al día siguiente, obliga a combinar un sistema. La mucama llega a las siete. Antes de limpiar la vereda, apenas sacados los tachos de residuos, hace la pieza de Ortega, es decir, mientras este puede ocuparse del niño. Diez minutos están salvados por la visita al baño. Pero, ¿el resto del día? —Bertito, yo no puedo quedarme acá. Si quisieras salir de la pieza mientras no estoy... Al fondo, en el último patio, hay pollitos. Una luz de interés se enciende en los ojos de la criatura. Es fugaz. El padre se afana por hacerla renacer: —Pollitos amarillos. Chiquititos. Así de chiquitos. Caben en tu mano. Así, hace un hueco con la mano. El niño admite que el padre haga combar su manecita. —¿Querés verlos? Te llevo. El niño cierra la mano. El padre ve que se ha transformado en un puño y le duele que la mano del hijo ya anticipe las durezas de la vida.

Ocho y cuarto de la noche. El padre llega. No desperdicia un minuto en amigos, en vidrieras, en pizarras. No puede robar al hijo ese rescate del encierro que dura ya casi una semana, hasta tanto acierte con una solución o la criatura deponga su empecinamiento en la clausura. El padre confía en que la salida vendrá sola, por exclusivo imperio de la naturaleza.

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El padre llega. El cuarto está a oscuras. Lo comprueba mirando desde afuera el vidrio de la banderola. Entra tendiendo la mano hacia la llave de la luz y diciendo su dolorido reproche: —Hijo, siempre igual, y en la oscuridad. ¿Por qué? ¿Por qué? La luz acude obediente al clic de la llave, para revelarle la integridad del cuarto, pero a él solo le descubre la presencia del niño, ahí paradito, conteniéndose con la mano cierta parte del cuerpo. —Papá, pi. El niño no contesta los reproches. Nada dice a la averiguación del padre. Pide: —Papá, pi. —Ya te llevo. Guardo esto y... Pero el niño lo interrumpe y lo apura: —Papá, pi. Es un ruego. El padre comprende. Arroja las carpetas sobre la mesa, tira al niño de la mano y lo conduce al fondo. Cuando llegan, la criatura se ha mojado el pantalón. Después, mientras aguardan la cena, el padre, sentado al filo de la cama, considera ese semblante que no parece reflejar culpa ni vergüenza y sin embargo traduce la guardia frente a un castigo que no se puede descartar. El padre está demasiado confundido: —¿Será posible, hijo...? ¿Ni aunque te mueras de ganas...? Ortega pide permiso. Media hora para ir a la tienda. Vuelve a la oficina. La envoltura de papel no esconde el contenido. Alguien se da cuenta. Una sonrisa que se comunica. Ortega la percibe. No había pensado en eso. Tampoco se le ocurrió dejar el paquete en el guardarropa. Ahora no puede ponerlo sobre el escritorio. Lo disimula en el canasto de los papeles. Un compañero ríe con ganas. Todos los compañeros ríen un momento. Pero nadie insiste con comentarios. Ortega se serena. A las doce, saca el paquete del canasto de alambre. El jefe, que no había participado de la risa, le dice: —¿Se la lleva? Creí que estaba por usarla aquí. Los demás cargan la burla con entera libertad. Ortega no se ofende. Sonríe. Acepta. Se le ocurre, repentinamente, que en todo esto hay un oscuro culpable, y sale pensando que debe encontrar soluciones, sin-la-menor-demora.

Deshace el paquete. Al niño le resulta un objeto familiar. No hace mucho que cesó de usarla. Se desabrocha. El padre se toma la cara con la mano derecha. "Para no pegarle", piensa, sintiendo que tiene la mano ocupada en algo. Lo ataja: —Pero hijo, si estoy yo aquí te puedo llevar al baño. Es tarde. Ante el reproche, el niño procura reprimirse; no obstante, las cosas ya estaban en curso y como 50

consecuencia mancha el piso. El padre sonríe, con resignación. —Bueno, alguna vez había que estrenarla. Que sea ahora.

La reincorporación al cuarto, después de las ocho de la noche, le permite enterarse de que la utilidad del utensilio ha sido completa. Enseguida tienen que cenar, ahí mismo. Hay que llevarse eso. También hay que llevar al niño. Está sucio, ha ensuciado la ropa. Pero antes que nada, eso. Lo toma. Sale. Se abre una puerta. La puerta donde está esa mujer. Vuelve. Lo deja ahí. Lo tapa con una revista. Conduce al chico hacia el baño, con ropa interior limpia para cambiarlo. Cuando la muchacha viene a poner la mesa, le pide que saque la vasija. Ella vacila, dudando que, en realidad, a esa hora tal tarea se cuente entre sus obligaciones. Una resignación heredada le hace contestar: —Bueno. Enseguida. La muchacha hace el reparto de las canastillas del pan desde la cocina, habitación por habitación. Como la de Ortega es la última de la casa, de adentro para afuera, cuando le provee su canastilla con panes franceses las manos le quedan libres. Entonces levanta el utensilio y sale al patio. El padre escucha voces de protesta. Es un hombre y vocifera. La muchacha le dice algo. El padre se sobresalta. No entiende el sentido de las palabras, pero sospecha que tienen relación con él. La muchacha regresa con los platos de sopa. Viene empacada. Ortega le pregunta que ocurrió. —El señor de la pieza 9. Dice que el no va a aguantar que yo este tocando esas cosas cuando sirvo la comida. Le conteste que usted me había mandado, que no lo hago por mi gusto. La señora también se enojó conmigo. Me tuve que lavar las manos para seguir sirviendo. El padre no puede defenderse, no puede discutir el episodio con persona alguna. Mira con rencor al niño. El niño recibe la mirada. Había levantado la cuchara. La abandona, junto al plato, e inclina la frente.

El cambio de pensión está decidido. Roberto no acepta vivir en esta, la rechaza, tal vez porque representa su primera morada en territorio ajeno. Roberto se siente rodeado de enemigos y la hostilidad se ha declarado contra su padre, no ya con formas meramente ilusorias. Demora unos días en encontrar lo que busca, no por exigente, sino porque precisa una habitación que tenga muy cerca el baño. Esto se lo ha prescripto la experiencia y no es difícil de lograr. Además necesita — o desea— que este junto a la calle, con salida directa o siquiera como la otra, con puerta al zaguán. Esto se lo ha sugerido cierta idea, que fue súbita, que él no quiere admitir y que ya, presumiblemente, pasó, aunque le ha dejado el mandato de hallar la pieza con esa ubicación y no una diferente.

Nada representa, para el niño, el traslado. Sostiene su vocación de encierro y, a lo más, concede acudir al baño sin la compañía del padre. — iMañas! iMañas! —clama el padre, el día que se persuade del fracaso. —¿Y si estuviera enfermo...? —sugiere esta dueña, que es menos discreta o menos egoísta que la otra, y ha tratado de entrar en el problema del padre y el hijo.

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—Come, ¿no? —replica con violencia el padre. —Sí, eso sí. —Hace todo lo que tiene que hacer, ¿no? —Sí... Todo, lo que se dice todo... Hace ciertas cosas. Pero no hace lo que hacen los demás niños. —Ni lo que hace la demás gente, chicos o grandes. Es el carácter, señora. El carácter. Eso no lo arreglan los médicos. La mujer carece de mayores argumentos. Queda en silencio, concentrada. Después aventura esta opinión: —El carácter... puede ser. O la pena.

La pena. Estas palabras se prenden del corazón del padre. La pena. Recuerda que ha olvidado la pena. Él. Íntimamente, ya desligado del diálogo con la dueña, procura justificarse. Enumera: una, dos mudanzas, las contrariedades con el niño, las deudas, la crueldad de los acreedores. No obstante, a pesar de los motivos que pueden disculparlo, he aquí que... la pena, tan lejana, tan apagada en tan pocas semanas. Pero no en el niño, no puede haberse disipado en el niño. Y él, que nunca le habla de la madre... Para no hacerlo sufrir, ha creído hasta ahora. Y es que su pecho, como aquella casa que dejaron, se ha vaciado de ella.

En la mañana compra un portarretrato, tamaño de postal. Espera la noche, que es más propicia para la efusión de sentimientos. Es más apta, también, para que un padre hable las pocas palabras que un hombre grande puede decir a su pequeño hijo, y percibir sus latidos. —Papá le hará ver algo que usted y yo queremos mucho. Pero, m'hijito, no vaya a llorar. El niño recibe con sorpresa esa noticia y esa recomendación. El padre despoja del papel el portarretrato y lo ubica sobre la mesa, que ya está libre de las migas de la cena. Abre la cartera de cuero donde conserva cartas, recibos, documentos de identidad. Extrae una fotografía. Un retrato, un retrato de la esposa. "Así era", se dice. Así era unos meses antes de enfermarse. La contemplación del retrato lo abstrae en una forma que no había sospechado. Le viene un calor de emoción y una desesperanza de ausencia. Comprende que ha sido un error guardar la fotografía. Tal vez su presencia entre las cosas cotidianas lo habría confortado de tanto suceso áspero y adverso. "Así era..." Así la conoció el niño. Así debe recordarla. El padre advierte que ha estado todo el tiempo bajo la mirada del niño. Recela de haber predispuesto sus sentimientos y vacila antes de mostrarle la fotografía. Pero está decidido —si eso tiene que suceder— a llorar con su hijo, por primera vez juntos, lo que en común han perdido. 52

Coloca el retrato en la mesa, delante del niño. El niño lo mira. El padre va a preguntar si la reconoce, porque el niño no ha despegado los labios, no ha hecho un gesto, no ha intentado tomar la fotografía. No es necesario preguntar. El niño dice: —Mamá. Nada más. Levanta la mirada al padre, como preguntándole si aparte de eso hay algo más que ver. El padre está mortificado. Masculla la sospecha de que el hijo es idiota. Lo que ha hecho en las pensiones... La falta de reacción ante el retrato de la madre... Ha dejado la fotografía en el portarretrato. En la mañana y a mediodía continuaba ahí. En la noche no. El niño la ha recortado con tijeras y su falta de destreza para manejarlas ha causado una decapitación de la imagen. —¿Qué has hecho? El tono es tan duro, ya castiga tanto la pregunta, que el niño suelta el llanto. Sin embargo, entre sollozos hace escuchar sus cuestiones: —Quiero más, quiero otra para jugar. El padre se enfurece y golpea al niño. Cuando lo tiene entre las manos como una cosa vencida, lo lleva a la cama. No a la camita propia del niño, sino a la que usa él, la que estaba ya en la habitación, que es grande, antigua, de matrimonio. Se acurruca junto al niño. Mientras mide la disminución de los sollozos, como si al decrecer mermara el mal causado a la criatura, le surge un presentimiento y se excita por el deseo vehemente de comprobar si está o no en lo cierto. La oportunidad se produce más tarde, después que ha convencido al niño de que abandone la cama y tome la sopa. Con gran ansiedad por la respuesta, pregunta: —Berto, Bertito, hijo, ¿qué le ha pasado a mamá? De los ojos del niño desciende una agüita fina. El padre teme lastimar y lastimarse si averigua más el pensamiento del niño. Se arriesga, con una voz cautelosa dispuesta a retirarse en cuanto vea que hiere: —Berto, Bertito, ¿donde está mamá? El niño levanta una mano, con el ademán del asombro, el desconsuelo y la total ignorancia, y dice: —No sé, no sé, papá. Me ha dejado solo. Me ha abandonado, papá. Puede verse que un sollozo le nace muy adentro, y hasta que sale a la boca y a los ojos le sacude el pecho varias veces. Y el padre no puede consolarlo porque a él se le ha caído la cabeza sobre el mantel y también está llorando. El padre posee ahora dos experiencias significativas. Por una de ellas sabe que, si olvido su propia pena, no la había perdido y por esa pena existente de verdad es que está tan extremadamente sensibilizado que hasta ha humedecido su rostro con el llanto. Por la otra experiencia se cree reconciliado con el hijo. Ya no lo culpa de sus contratiempos y disimula hasta donde puede el disgusto que le provoca el tenaz encierro en la habitación. 53

—Cuando seas más grande, tendrás que ir a la escuela. ¿Hasta cuándo, Bertito, seguirás de esta manera? Ha intentado amistarlo con una niña vecina. Como siempre, aceptó salir con el padre; pero jugar, hablar con esa criatura del mismo tamaño que él, eso no, no. La tía no puede tenerlo consigo y el padre prefiere que no pueda. Una visita, tercera o cuarta desde que habitan en pensión, ha tenido un resultado ingrato. Crispamiento del niño, gritos, una taza rota. Al salir, la tía deplora en presencia de la dueña: —Es un animalito. La dueña trata de ayudar, aunque forma parte de la multitud de seres que el niño no admite en sus proximidades. Entonces procura acordar la cooperación del consejo: —A usted le hace falta mujer y al niño madre. Mujer. Otra palabra que se toma de Ortega. Otra palabra tomada de él, pero tapada. La dueña no puede saber qué sucede. No es mujer lo que le falta. Precisamente, una causa de su trastorno es el desorden con las desconocidas mujeres de medianoche, cuando se desliza a la calle dejando el hijo al cuidado de su único guardián infalible: el sueño. Con la mayor tajada de su tiempo otorgada a la oficina y la espuma de sus minutos cernida para su niño, ¿cómo establecer relación regular con una mujer? ¿Cómo encontrar mujer respetable que se avenga a su situación, a su chico, a sus deudas inagotables? No, mujer no le falta; pero... qué mujeres. De otras habla la dueña, él lo comprende, pero su impaciencia de hombre no le permite elegir. Es la hora en que el domingo declina. Ortega está sentado, con su niño, cerca del lago. El niño lame un helado. Pasan muchas mujeres y el hombre las considera, con gusto de verlas, nada más, sin darse a las ilusiones ni establecer ninguna especie de provocación sentimental. Pero esa, esa que viene allí, con un vestido que manifiesta y vela su cuerpo inquieto, le pone adentro como un presagio. Ella viene como llegando a reunirse con alguien. Se nota, porque va sola, si bien no parece sentirse sola. El hombre se reduce a mirarla a los ojos y ella se reduce a mirarlo. Pero a los ojos. Es suficiente. Está penetrado, está herido de deseo. Debe seguirla, debe darse con ella. Incita al niño a caminar. Le ordena que lo haga. Allá va ella, con paso rápido. El detrás. Se retrasa, porque el niño solo logra dar pasitos cortos, perdiéndose entre las piernas de la gente que camina despacio porque pasea. El padre lo toma de una mano y tironea. Lo alza. Le hace caer el helado. Se salva de unos lagrimones de protesta solo porque la criatura está ejercitada en la resignación silenciosa. La mujer ya no se encuentra donde pueda verla Ortega. El hombre deja al niño en el suelo. Recupera la compostura exterior. No obstante, se halla convulsionado de anhelos. ¿Por qué tanto? No lo sabe. Lo piensa un instante. Porque cuando él la descubrió, ella a su vez lo descubrió a él. Porque no es una mujer de la calle y el no está acostumbrado, hace tiempo, a las sugestiones que contiene la mirada de una mujer que se posa en los ojos de un hombre. Debe encontrarla. Ella, era evidente, iba al encuentro de alguien. ¿De quién? ¿De quién? Ahí está la respuesta: iba al encuentro de unas amigas. Están reunidas, tomadas del brazo, festivas, como muchachas, aunque ninguna lo sea. Ahora tendrá que pasar el delante de ella. De ellas. Tendrá que conformarse con verla al pasar. ¿Cómo abordar a una mujer tomada del brazo de otras? El hombre espera recoger otra mirada íntima. Recoge en cambio las miradas de tres, cuatro mujeres. No 54

quiere verlas, ya no quiere verlas, porque son de ojos de confabulación y de malicia y, para que las entienda mejor, están subrayadas sus expresiones por unas risitas de burla. Súbitamente, el hombre toma conciencia de la imagen que calan las mujeres: un hombre que intenta el asedio romántico, que sigue a una mujer por el paseo de los enamorados, y que de la mano lleva colgado a un hijo, del que no puede desprenderse y que lo sigue con la consternación de sentirse forzoso testigo de algo secreto que está ocurriendo entre los mayores. Le surge, al padre, una reflexión: le ha perdido el respeto al hijo. El mismo se dice que es una extraña idea. Pero la tiene.

El lunes, el padre lleva una revista para que el niño corte las fotografías y los dibujos. Últimamente lo hace siempre; aunque esta vez ha elegido una con figuras de mujeres llamativas. En el quiosco le pareció que el tamaño, los volúmenes contrastados, el fondo claro que destaca las siluetas, harían más fácil el recorte a las tijeras del niño. Mientras espera el almuerzo la abre; observa algunas páginas y la revista cambia de destinatario. Al llegar, el niño le ha preguntado: "¿Para mí?", y él ha asentido. Pero antes de irse la guarda en un cajón que el niño no puede alcanzar. El niño considera, con tristeza, cómo se desbarata su juego. —Esta no se puede romper. En la noche te traeré otra, con gatitos y patitos en colores. La trae, en la noche. Pero el niño quería llenar sus horas de la tarde: el cojín que se pone sobre la silla para que el alcance la mesa es de cretona floreada; las tijeras han andado por ahí, dando independencia a las flores estampadas, y la libertad ha sido aprovechada por la pobre mezcla de paja y lana sucia que constituía el relleno. El padre quiere ocultar los restos del devastado cojín, que no es de ellos, sino del limitado ajuar de la pensión. En la silla pondrá una almohada. Mañana comprará otro cojín. Pero la muchacha entra sin llamar y ve al hombre en el suelo, recogiendo paja. La señora se entera por la muchacha. Acude como si la hubieran convocado. Se detiene en el umbral. El niño se retrae detrás del hombre, que se ha puesto de pie. No huye porque está el padre. —Era tan bonito, el cojín... No debí dárselo. Son cosas que deben traer los pensionistas. —Se lo pagaré, señora. No es tan valioso. —No, si no es por el valor, después de todo. Es... usted sabe, para qué decirlo. Me da lástima. Tiene razón la tía. Es un animalito. — ¡Señora! ¡Qué barbaridad está diciendo! Y el chico oyendo todo. ¿No tiene compasión? Si no fuera por... La mujer comprende que ha ofendido demasiado. Se arrepiente, porque no se proponía hacerlo. Dijo todo eso por disimular la molestia que le causa perder el cojín. —Está bien. Tiene razón. Disculpe. Buenas noches. Quiere sofocar, con muchas palabras, el incendio. Quiere huir del fuego.

Pero al padre le sigue quemando, horas más tarde, y necesita escapar adonde haya aire fresco. Cuando el niño duerme, se va. 55

Es medianoche. En la calle recoge a una mujer. Su entendimiento está turbado por la rabia. Da con el medio de vengarse de la ofensa que le ha hecho la dueña: le ofenderá la casa a ella. Recuerda que por algo busco habitación cercana a la calle, aunque nunca creyó posible que se animara a sacar provecho de la ubicación. ¿Y si lo descubren? Bueno, en eso estará la satisfacción. Cambiará de casa y quedará, para la dueña, el agravio. ¿Y el niño? Duerme, duerme. Tiene que seguir dormido. Por otra parte, tanto le hace el niño a él que algo puede hacerle él al niño. Y no se dará cuenta, aunque oiga, aunque vea. Lleva a la mujer. El niño reposa. La mujer, al descubrir el cuerpo en la camita, se rebela. El hombre se pone imperativo y ella cede. Después la acompaña hasta la esquina. Cuando regresa, el hijo no está en la camita. ¿Dónde? ¿Dónde? Busca en el baño, en el patio, sin encender luces, llamando quedamente, con sonidos empanados por la angustia. Se asoma a la vereda. Vuelve a la habitación, a revisar rincones. El niño está debajo de la cama grande, justamente donde se encuentran dos paredes. El padre respira aliviado antes de preguntarle que hace ahí, de invitarlo a salir. Cuando le habla, no consigue respuesta. Puede ver que la criatura permanece agazapada y descubre sus ojos redondos y luminosos como los de un gato. ¡Cómo lo miran esos ojos...! Insiste. Da razones: hay que dormir; es tarde; no puede quedarse ahí, casi desvestido... Pero, ¿es que le ha ocurrido algo? Quiere cambiar el método y recurre a un primer tono: —¿Estás jugando...? ¿Jugando a qué? Si salieras podrías contarme. Luego apela a un segundo tono: —Berto, Berto, que viene el cuco de los rincones. Hace una voz de meter miedo, se echa el faldón de la camisa sobre la cabeza y avanza bajo la cama. El niño grita. No es posible dejarlo gritar a esta hora. El padre se retira. Ejecuta un plan elemental: correr la cama. Empieza a arrastrarla, cuidando de no escandalizar con el ruido y que la pata no atropelle al chico. El niño se solevanta prendido de los hierros que tiene el elástico al costado. Nada podría contra la fuerza del padre, pero el padre no quiere esa lucha. Enardecido dice: "Estarás ahí hasta...", apaga la luz, se desviste y se acuesta. Permanece un rato conteniendo la respiración para espiar, por el ruido, los posibles movimientos del hijo. Nada se le alcanza. Se duerme con la hondura de las noches de amor. Despierta como amenazado, como si un peligro lo hubiera sorprendido indefenso. Golpean a la puerta. Mira la camita: sigue vacía. Grita: "Espere". Se viste someramente. Entreabre. Es la muchacha. 56

—No limpie. Hoy no limpie. No es necesario que limpie. Yo le avisaré, más tarde. Toma conciencia de la contradicción y procura aliviar su efecto: —Mejor enseguida me trae el desayuno. Estoy apurado. Hasta que ella vuelve, respecto al niño afecta olvido o despreocupación. Recibe la bandeja en la puerta y la coloca en la mesa. Llama: —Berto. Llama de nuevo: —Bertito. Deja caer la tentación: —La leche, Bertito, con medias lunas y mermelada. Se inclina a ver, por si el niño está dormido. No está dormido, ¡y esos ojos, que parece que no fueran a cerrarse nunca...! Al irse, dice en voz alta, con la seguridad del que sabe más: —Ya saldrás por tu propia cuenta. Entrega la bandeja en la cocina. No precisa pedir que las mujeres no entren durante su ausencia. A las doce y diez regresa con la intensísima esperanza de que el niño haya reaccionado como él desea. Que la actitud esté depuesta, que no sean necesarias las reconvenciones, las amenazas, el castigo o el ruego. Que no haga falta explicar ni recordar nada. En el cuarto todo se halla tan contrario a sus deseos que hace lo que hizo su propio padre cuando él era niño, y que él como padre había jurado no hacer nunca: afloja el cuero de la hebilla y tira de la correa. Ahora está armado: —¿Vas a salir o...? Permanece de pie. Tiene el cinturón por la hebilla y lo deja caer a lo largo para que el niño vea la lonja de cuero que llega al suelo. —¿Vas a salir...? El niño solo le devuelve silencio. Por tercera vez: —¿Vas a salir?, te he dicho. Y se hinca, como para un sacrificio, y tira golpes de cuero a lo ciego, hacia aquel rincón. Uno, dos, tres golpes que se pierden en la blandura del aire, hasta que sabe que acierta, porque lo siente en la mano y en el choque del látigo. Entonces se encoge. La correa queda lacia, debajo de la cama, porque el hombre la ha soltado. Las dos manos cerradas, el hombre se afirma en el piso, porque le está pesando brutalmente la cabeza, cargada de sangre. Teme haber dado en la cara, teme haberlo desmayado: del niño no ha salido una queja, no ha salido un ay, no ha salido el miedo. Mira con terror de haber estropeado demasiado. Ahí está: vivo, terco, jadeante, acosado, convirtiéndose en un gatito despavorido, en un cachorro de tigre 57

con el espanto de que, en el último refugio, lo despedacen los perros.

Recibir el almuerzo es más complejo que recibir el desayuno. Son tantos los viajes de la muchacha... Sin embargo, consigue que no entre, y más luego consigue que no pregunte por que quiere dejar en la habitación un plato con alimentos. Antes de irse, consiente en humillarse. Ha elaborado las palabras durante toda la comida, durante toda la siesta, que no durmió. —Berto, Bertito. Perdoname por haberte hecho daño. Perdoname por haberte pegado. Berto, Bertito, ¿saldrás a decirle a papá que lo has perdonado? ¿Saldrás? ¿Saldrás, Berto? Espera. Pero tiene que seguir: —Bueno, no importa. Yo te perdono. No estoy enojado. Ya no me enojo más. Hace otra pausa. Otra pausa que pide respuesta. No la obtiene. —Bueno, Bertito, chau. Hasta la noche. Tendrás hambre. Sobre la mesa te dejo comida. Estará fría, pero no importa, te gustará lo mismo. Podés comer cuando yo no esté. Camina todos los pasos que debe dar hasta la puerta. Son tan pocos, pero le duelen, porque no quería darlos. Abre la puerta, y no se resigna a irse, a abandonarlo así. Le dice, muy quedo: —Hasta la noche. Hasta la noche, hijito. Suspira y cierra. Sale a la calle. La claridad radiante le choca: "Cómo puede haber tanto sol, hoy".

A las ocho y diez extiende el brazo, casi desde la puerta, y enciende la lámpara. Ya no habla, no llama, no pregunta con palabras. Interroga con un examen visual: la camita esta desarreglada, con el mismo desarreglo que le conoce desde anoche; el plato que tuvo la comida, ya no la tiene; el utensilio, que había caído en desuso, ha salido de la mesita del velador, y habrá que cubrirlo con una revista. El padre comprende que ahora las cosas serán más difíciles.

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El hacha pequeña de los indios Abelardo Castillo

Después, ella hizo un alocado paso de baile y una reverencia y agregó que por eso ésta era una noche especial, mientras él, incrédulo, la miraba con los ojos llenos de perplejidad (o de algo parecido a la perplejidad, que también se parecía un poco a la locura), pero la muchacha sólo reparó en su asombro porque él había sonreído de inmediato y cuando ella le preguntó qué era lo que había estado a punto de decirle, el hombre alcanzó a murmurar nada amor mío, nada, y se rió, y siguió riéndose como si aquello ya no tuviese importancia puesto que estaba loco de alegría, como si realmente se hubiera vuelto loco de alegría. Por eso, cuando ella fue hacia el dormitorio y agregó no tardes, el hombre dijo que no. Voy en seguida, dijo. Pero se quedó mirando el hacha que colgaba junto al aparador de cedro, nueva todavía, sin usar, porque esas cosas son en realidad adornos o poco menos que se regalan en los casamientos pero que nadie utiliza y quedan colgadas ahí, como ésta, en el mismo sitio desde hace un año, haciéndole recordar cada vez que la miraba (de un lado el filo; del otro, una especie de maza, con puntas, para macerar carne) viejas historias de indios cuando él era Ojo de Halcón y mataba al traidor o al lobo empuñando un hacha parecida a ésta. Sólo que aquélla era de palo y ésa estaba ahí, de metal brillante, frente al hombre que ahora, al levantarse y cruzar la habitación, evocó la primera noche que cruzó esta habitación igual que ahora, el día que se casaron pese al gesto ambiguo de los amigos, pese a las palabras del médico, la noche un poco casual en que se encontraron casados y mirándose con sorpresa, riéndose de sus propias caras, después de aquel noviazgo o juego junto al mar en el que hasta hubo una gitana y fuegos artificiales y un viejo napolitano que cantaba romanzas, fin de semana o sueño que él recordaba desde el fondo de un país de agua como una sola y larga madrugada verde, como estar desnudo y algo ebrio sobre una arena lunar, de tan limpia, como un gusto a ola o a piel mojada pero sobre todo como un jirón de música de acordeón y la voz del viejito napolitano en alguna cantina junto a los malecones, vértigo que se consumó en dos días porque la muchacha era hermosa –linda como una estampa de la Virgen, dijo mamá al verla, te hará feliz, y también lo había dicho la gitana, que sin embargo bajó los ojos y no aceptó el dinero–, y de pronto estaban riéndose y casados, pese al gesto cortado de algún amigo al saludarla, pese a que ella quería tener un hijo y a la gitana que decía la buenaventura entre los fuegos artificiales, pese al espermograma y al dictamen médico y a que cada vez que la veía mirar a un chico, cada vez que la veía acariciarles la cabeza y jugar atolondradamente con ellos como una pequeña hermana mayor de ojos alocados y manos como pájaros, pensaba estoy haciendo una porquería y sentía vergüenza, y asco, un asco parecido al que lo mareaba ahora, en el momento de descolgar el hacha pequeña, mientras la sopesaba lo mismo que sopesó durante un año entero la idea de contárselo todo, de contarle que al casarse con ella él le había matado de algún modo y para siempre un muchachito rubio, un chiquilín tropezante que jamás podría andar cayéndose, levantándose, dejando sus juguetes por la casa: hasta que al fin esta misma tarde él decidió contárselo todo porque supo secretamente que ella, la muchacha de ojos alocados y manos como pájaros, la perra, entendería. Y llegó a la casa 59

pensando en el tono con que pronunciaría sus primeras palabras esa noche (tengo que decirte algo), el tono intrascendente o ingenuo que tienen siempre las grandes revelaciones. Por eso el hombre estaba cruzando ahora la habitación y empuñaba el hacha pequeña de los indios que le recordaba historias de matar al cacique o al lobo, o a la grandísima perra que esta noche, antes de que él hablara, dijo que tenía algo que decirle: algo que ella había dicho con el tono intrascendente e ingenuo de las grandes revelaciones. "Vamos a tener un hijo", había dicho. Simplemente. Después, hizo un paso de baile y una reverencia.

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Fotos Rodolfo Walsh 1 –Niño Mauricio, vaya a la Dirección. El niño Mauricio Irigorri le tocaba el culo a la maestra, eludía el cachetazo y en el recreo cobraba las apuestas. Tenía una hermosa letra, sobre todo cuando firmaba “Alberto Irigorri” bajo las amonestaciones de los boletines. Don Alberto no reparaba en esos detalles. Estaba demasiado ocupado en liquidar a precios de fábula un galpón de alambre de púa que empezó a almacenar cuando la guerra de España. Ahora el alambre no venía de Europa porque allá lo usaban para otra cosa. “Gracias a Dios”, repetía don Alberto, que por esa época se volvió devoto. A fin de año, la señorita Reforzo se quitó a Mauricio de encima con todos cuatros. (“Ese chico necesita una madre”, comentó.) Entró en sexto de pantalón corto y bigote. El de sexto era maestro y el niño Mauricio tuvo que inventar otros juegos con pólvora, despertadores y animales muertos. Tal vez se adelantaba a sus años y a su medio, y por eso no era bien comprendido. –No te juntés con él –decía mi padre. Yo me juntaba igual. –¿Eh, Negro? –proponía Mauricio mirándome desde la esquina del ojo. –¿Y si tal cosa? –protestaba yo. –Hay que divertirse, Negro. La vida es corta. Mauricio pegaba una oblea, la oblea decía “Dios es amor”, Mauricio la pegaba en la maquinita de preservativos, en el baño del “Roma”.

2 No quiso entrar a la Normal porque era cosa de mujeres. Don Alberto lo mandó al comercial de Azul. Depositaba en él grandes esperanzas que nadie compartía. A los tres meses estaba de vuelta, elogiando el río y el cañoncito del parque. “También hay mucho comercio”, dijo a modo de esclarecimiento. Ese año me vine a Buenos Aires. Le escribí, no me contestó. En mayo tuve carta de Estela. Te estoy tejiendo un pulóver, aquí ya empezaron los fríos. Mamá, que a ella tampoco le gustan las tías, pero este año no hay más remedio, sos muy chico para ir a una pensión. ¿Y es cierto que estudiás latín? Ah, a Mauricio lo echaron. Yo veía las grandes pestañas de mi hermana. Estela sombreando la carta. Las mujeres siempre lo quisieron a Mauricio.

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3 Cuando empezaron a mermarle las botellas de guindado, don Alberto prefirió no tenerlo más de lavacopas. Entró de aprendiz tipógrafo en La Tribuna. Por esa época. INAUGUROSE EL MEODUCTO PRESIDENTE PERON Asistió el gobernador Lo echaron. –Un error lo tiene cualquiera –dijo Mauricio.

4 Diciembre y allí estaba en la punta del andén, haciéndose el distraído para no encontrarse con la mirada de mi padre. Me había sacado una cabeza de ventaja, pero esa ya no era su medida, ni los pantalones largos y el cigarrillo colgando del labio, sino el gesto de rechazo, de conquista y de invención con que probaba el filo del mundo y rebotaba, descubriendo siempre una nueva manera de lanzarse al asalto, como un revólver que agota su carga y luego se dispara a sí mismo, el cañón, el tambor y hasta el gatillo, quemado de furor y desmesura. Apoyado en un poste me miraba y su mano izquierda oscilaba suavemente a la altura del hombro en una especie de saludo. Mi padre terminó de hablar con el jefe de estación, y sólo cuando todas las valijas estuvieron a mi lado y el peoncito esperando órdenes, se volvió hacia mí con los brazos en la cintura –una alta figura quemada por el sol, alta desde el chambergo hasta las botas– y yo sin saber si debía darle la mano o besarlo hasta que sacó de adentro una lenta sonrisa de metal y me puso la mano sobre el pelo. En el trayecto a la camioneta, me crucé con Mauricio sin mirarlo.

5 –Dejaron la tranquera abierta: el toro se escapó. Corrieron los avestruces: así se matan los caballos. Cosas de gringo. –Fui yo. –Cosas de gringo bolichero –insistió mi padre, moviendo suavemente el cabo del rebenque como un gran índice–. Ya te tengo dicho. –Campo hay por todas partes –comentó después Mauricio. Pero no un campo con media legua de laguna como aquél, no el campo donde andabas a lo pueblero, con las riendas sueltas, rebotando en el recado, con la 62

escopeta en la mano, saliendo ensangrentado de los cardales, tiroteando las gallaretas, hundiéndote hasta las verijas en el barro. Acordate: el cerro donde apareció el gliptodonte panza arriba, con la panza llena de agua llovida. Acordate: la noche en que no encontramos más que las riendas en el alambrado y tuvimos que volver a pie entre los juncos. Acordate: el espinel lleno de taralilas. ¿Campo como ese? Dónde, Mauricio, dónde.

6 Mauricio, a los quince años, mide un metro setenta y cinco, es campeón de bochas en el almacén de su padre, se acuesta con la sirvienta. Por un tiempo pareció que se iba a dedicar a la guitarra, pero su verdadera vocación es el codillo.

7 Agita una mano y se va. Dobla una esquina y se va. Salta a un carguero y se va. Sonríe: –Chau, Negro. Y se lo traga el tiempo, la tierra, la gran inundación de la memoria. Circula clandestinamente en las historias del pueblo y de la familia. “No es malo, pobre”, dice mi madre. “Tiene mala suerte.” (Las mujeres, siempre.) “¿Mala suerte al truco?”, replica mi padre. Lo han visto por el lado de General Pinto, trabajando en las cosechas de maíz o girasol. Quiso ser boxeador en Bahía Blanca, y un negro le desfiguró la cara. Gana un camión al pase inglés, lo pierde al siete y medio.

8 “Pasó por el pueblo –me escribe Estela– sin saludar a nadie. Paró con un camión colorado frente al ‘Roma’ y a todos los que fueron a hablarle les dijo que estaban equivocados, que no los conocía. Únicamente conversó con el rengo Valentín, el lustrabotas. Valentín dice que preguntó por vos y nadie más, que se tomó una 63

botella de cerveza y se fue. Venía del sur, iba para Buenos Aires, el camión estaba cargado de bolsas, eso es lo que dice Valentín. Mamá engripada, papá con mucho trabajo, la semana que viene hay un embarque grande de hacienda, de muy mal humor dice que si las cosas siguen así habrá que degollar las vacas en el campo, que nadie sabe para quién trabaja, y otras cosas que no te puedo repetir, a ver si escribís. ¿Así que te dieron un susto en zoología? Su hermanita le dijo: estudie los celenterados. P.D.: Te podés figurar cómo se quedó don Alberto, está muy viejo, yo creo que esas cosas no se hacen.”

9 Entre dos puntos de un campo existe una diferencia de potencial de un vol cuando el transportar un culón de uno al otro se pone en juego el trabajo de un yul. Sieds, sieds, sieds, seyons, seyez, siéent. Imp.: Séyait, séyait, séyaient. Fut.: Siéra, siéront. Pr. Subj.: Siée, siéent. Ger.: Séyant. Lugones nació en 1874 en Río Seco y se mató en 1938 en el Tigre. Estaba desilusionado. ¿Eh? Tres valencias, una libre. Sed nóstri mílites dáto sígno cum inféstis pílis procu... procucurríssent... –Sobresaliente, Tolosa. ¿Qué piensa seguir? –Abogacía, señor. –Política, ¿eh? No olvide las musas. Nuestros grandes políticos llevan un tintero en el chaleco.

10 –Acordate quién sos –decía lentamente–, y que todo esto va a pasar. La ciudad se muere sin el campo, y el campo es nuestro. El campo es como el mar, y las estancias están ancladas para siempre, como acorazados de fierro. Otras veces han querido hundirnos y el campo siempre los tragó: advenedizos sin ley y sin sangre, el viento de la historia se los lleva, porque no tienen raíces. Ahora nos insulta por la radio, pero tiene que comparar el trigo afuera, porque este año nadie va a sembrar. Levanta la gente, pero no levanta las vacas. Las vacas no entienden de discursos. Llegará el día de la razón y del castigo, y entonces muchos van a sufrir. Hay que prepararse para ese día. En el corral, el polvo amarillo de las ovejas se alzaba como una profecía. Los perros descansaban su perfil heráldico en los portones. Mi padre tiró al suelo la última tarja. –Setecientas cinco –dijo y el capataz asintió con una mueca de tierra. 64

La sonrisa de mi padre se hizo profunda como la intimidad del monte, se contagió a los dedos con que armaba sin mirar un cigarrillo, atento al presente del número y a la entraña del futuro. –Estoy contento con vos –dijo sacando de la campera un billete de quinientos–. Tomá, andá a divertirte. Los guardé, en la galería me encontré con Estela, me parece que no hay con quien divertirse. –No me importa nada –dice Estela–. Por mí, que reviente –y se va a esconder a su pieza. Nadie quiere pronunciar su nombre.

11 Volvió el tiempo de las ciruelas, y después el tiempo de las uvas, y el día de tomar el tren y mirar por la ventanilla el monte gris-plomo que crecía en niveles simétricos, de las acacias a los álamos y los eucaliptus: cubiertas, torretas, un puente. Navegaba, sin moverse, en el tiempo.

12 Cá-da-grá-no-dea-ré-naes-un-ca-mí-no destino 6 10 sino En-el-de-siér-to- ̶ – – – – – – – – vino 4

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No me gusta. Cada grano de arena en el desierto cierto Es un camino, cada ̶ – – – – – – muerto

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puerto – – – – – – – – – – – – – – – – – – 4

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– – – – – – – – – – – cada ola un puerto? 6 Bosta. 13 ". . . que le pongas un telegrama antes de tomar el tren, así te va a esperar. Que no te olvides que tenés que enrolarte, y que aquí no hay partida de nacimiento, así que vayas a la calle Uruguay y pidas un duplicado. Si me prometes que no vas a contar, te tiene reservado un regalo, el oscuro que te gustaba; Roque lo ha puesto mansito, come azúcar de la mano. Poné cara de sorpresa. Mamá, que esa pensión no le gusta, que retires todas tus cosas y después tomás otra. Que no te dan bien de comer y pasas frío y que esa no es compañía para vos. No sé cómo sabe todas estas cosas, a lo mejor las inventa. La plata no importa, dice. Yo no sé si te vas a enojar, pero los versos que me mandaste me parecieron tan lindos que los hice publicar en La Tribuna, y aunque salieron únicamente con tus iniciales (no me atreví a más) ya todo el mundo sabe que sos vos. Mamá se los ha aprendido de memoria y dice que tienen mucha 'filosofía' para tu edad, pero a mí lo que más me gusta es eso que dice que la vida es difícil porque está llena de caminos todos iguales y uno no sabe por cuál agarrar ¿es eso, no? Aquí todos bien, tuvimos varias heladas fuertes y el monte está todo pelado, se ve el cielo entre las ramas. El 9 de julio hay carreras en Atucha, corre el zaino de papá, ya hay apuestas, a ver si llegás a tiempo." "P. D. Adiviná quién vino."

14 . . . Mauricio, que había vuelto, que al fin sabía lo que quería, que había bajado al fondo de sí mismo (dijo) y se había partido en diez pedazos y cada uno un dragón, y qué hacés Negro tanto tiempo, venga esa mano pajera, la de cosas que tengo para contarte. Se había estirado un palmo más todavía, y con esa pelambrera robusta y las patillas largas y los ojos negros y hundidos, parecía Facundo, o un peluquero de historieta, o las dos cosas a la vez, pero más que nada Facundo cuando me estudiaba en silencio, astuto y sobrador, preguntándose qué habría quedado de mí en todo ese tiempo y hasta qué punto podía contar conmigo. 66

—Me cagaron —dijo después—. Ahora todos están contentos. Pero vení que te saco una foto. —¿Una foto? Estás loco. —No te contaron —murmuró extrañado, y me pareció que por adentro echaba cuentas y se preguntaba cómo era que yo no sabía el hecho más notorio en la historia reciente del pueblo. Pero en seguida me agarró del brazo, me hizo cruzar la plaza, caminamos por la Colón una cuadra, y casi frente a la Intendencia sacó una llave, abrió una cortina metálica y me empujó al interior de un negocio recién blanqueado que en seguida se empezó a llenar de luces, pero no eran luces como las de todos los negocios sino focos blancos y reflectores como hongos en las paredes y en el techo. Me sentó en un banquito contra un lienzo blanco, y entonces vi la cámara, que parecía una cámara de cine sobre un soporte con ruedas, y Mauricio escondido detrás, asomando la cabeza por la derecha y luego por la izquierda, como un pájaro, torciendo este foco y enderezando aquél, y acercándose y poniéndome la cara de tres cuartos de perfil, y luego su voz que salía detrás del aparato: —Sonría, boludito. —Pero vos —exhalé—, ¿vos sabés sacar? —Ella sabe —dijo Mauricio—. Apretás el disparador y chau.

15 Mauricio apretó el disparador y chau, salí yo, con un costado de la cara en estado gaseoso y los ojos como de vidrio aterrado. Esto, en el nuevo lenguaje de Mauricio, era un "efecto". Me consta que algunos de sus efectos evaporaron a las más notorias y robustas personalidades locales. Pero era cierto: el pueblo ahora lo aceptaba, estaba contento con él, dispuesto a olvidar sus errores de muchacho. Don Alberto, que al fin y al cabo puso el dinero, exhibía en su almacén retratos de sí mismo cada vez más grandes y satisfechos. "¿Han visto?", parecía decir. Mauricio era un hombre, era el mejor fotógrafo del pueblo, también es cierto que era el único, y yo comparecí ante la oficina enroladora con esa foto de estupor que me mira ahora desde una libreta ajada entre sellos y colores patrios, la gran arma de la democracia, dijo mi padre burlonamente, recordando quizás la época en que el canto y la resurrección de los muertos lo hicieron senador provincial allá por el treinta.

16 —¿Te das cuenta? Yo estaba viviendo para nada, corriendo de un lado al otro como si el mundo me persiguiera. De golpe me despertaba en Esquel o en Salta. Nunca 67

sabía lo que iba a hacer al día siguiente. Me sentía muy libre, pero era falso. No era yo el que se movía. — ¿Qué era? Mauricio se inclina sobre el billar, premeditando un bagre que después llamará un lujo. —No sé, un nudo en la garganta, algo que me empujaba, me decía: "Rajá, pibe", y a la mañana siguiente me levantaba tempranito, salía en ómnibus, a pie, como fuera. Una vez dejé en la cama a la gorda más linda de mi vida, otra vez mi única valija. Pero no estaba loco, sabes. — ¿Y ahora? —Ahora es distinto. Todo me vino bien. Sin eso, quién te dice, el viejo no me compraba el estudio. Ahora estoy quieto, y los demás se mueven. —Me mira de reojo, desde la intención de un pase de bola inmutable en el paño—. ¿Comprendés, Negro? Me parece que no quiero comprender, que Mauricio se propone algo más enorme que nunca y mientras dice "Raya" y cuelga el taco, vuelvo a verle aquella vieja ex-presión de buscar roña, una cosa anhelante que se le desparrama por las narices. —Vení, vamos a divertirnos.

17 El pueblo se acaba en seguida cuando uno empieza a caminar. Mientras bordeamos el galpón del ferrocarril, Mauricio me dice "Son putas, sabés", y ya es tarde para volverme atrás. De la oscuridad viene una música rasposa, un árbol se hace a un lado y aparece una mancha cuadrada y blanca que es la puerta del rancho de doña Carmen. Mauricio entra pisando fuerte, alguien dice "Cayó piedra" y cuando paso yo, hay un segundo de indecisión, pero el baile sigue. Doña Carmen fuma en un rincón y oigo que le dice a Mauricio "Para qué lo traes a este pendejo, después vienen la madre y la abuela a quejarse, yo no quiero líos". Mauricio dice "Yo respondo" y la rodea a la vieja de jarana hasta que la cara barbuda y quemada de doña Carmen termina por abrirse en una sonrisa sin dientes y le dice a Rosa: —Rosa, bailá con el dotorcito. Bailo con Rosa, que es la menor de las muchachas de doña Carmen y está llena de cosas que crujen debajo del vestido, pero después de unos tragos de ginebra o de vermú —porque ya no distingo— termina por parecerme linda, y entonces Mauricio muriéndose de risa nos empuja a una pieza donde hay un catre y cierra la puerta por afuera. Y mientras hago lo que puedo y Rosa me ayuda y pienso "Así que era esto", oigo como en sueños la voz de Mauricio que dice "Que se calle ese mamao", y después una de piñas. 68

Que me cuentan al día siguiente. El camionero dijo: —Yo estaba antes. Y Mauricio: —Que se calle ese mamao. Pero Mauricio había aprendido en Bahía Blanca con el negro. Así que ahora le debo cosas que no se perdonan. Al día siguiente mi padre no me habla. —Se supo —me dice Estela al oído.

18 En secreto Mauricio se propone algo exorbitante: quiere ser un artista, dedicarse al Arte. Él, que no ha podido aprobar un año del secundario, que no lee más que historietas y furtivos libros de "educación sexual", que mantiene con el mundo una relación tan superficial como apasionada, se planta frente al mundo y con un gesto chiquilín de ferocidad enuncia que quiere completar la innumerada y terrible creación, y eso con algunas fotos sacadas en un pueblito del Ferrocarril Sur, en la República Argentina. "Apretás el disparador y…" ¿Y? Vaya a saber. Parecía tan saludable, tan asentado, y ahora se le ha colado adentro algo irreparable. Un imperceptible movimiento interior, un resorte que se mueve, que descubre una abertura y en el acto la cierra, pero por esa abertura, ese descuido del alma, entra algo insaciable y destructor… ¿qué es? —Mauricio, querido, ¿qué te pasa? —Déjame, viejo, ya vas a ver. Espérate que le agarre la vuelta a esto y te juro que el mundo entero se pone a vivir de nuevo, fresquito, recién hecho. —¿Qué mundo? Esas viejas, esas chicas de primera comunión que van a que les saqués el escracho con esos tules, esa estupidez, esos conscriptos… —Eso es para vivir, pibito, ¿no te das cuenta? El mundo está acá —palmeando la Rollei que desde entonces siempre le vi colgada al pecho—. Es cuestión de verlo. El campo cuando sale el sol, los tipos en el boliche jugando al codillo, una muchacha nuevita paseando por la plaza, todas esas cosas que si no las agarras de alguna manera, se te van para siempre. —Es como agarrar el agua. —¿Y vos no escribís tus versos? Se te ocurre una idea que te gusta y la sujetás para que no se vaya. —¿Pero vos qué pones? Un artefacto mecánico, que no piensa, que no elige. Es como decías vos, apretás el disparador y la cámara hace lo demás. En eso no puede haber arte. 69

Se ensombreció. —Tómalo como un chiste —dijo con rencor. Estaba lastimado. De golpe volvía a tener la cara que tenía cuando chico, cuando se lanzaba contra algo que lo rechazaba, ese gesto empecinado y dolorido al mismo tiempo. —Mostrame algo —le dije.

19 Era la misma laguna en la que habíamos pescado y cazado, donde nos habíamos bañado y él se había perdido en un bote, el mismo mundo acuático de garzas y de nutrias, de juncos y totoras. Estaba atardeciendo, la emulsión había fijado para siempre aquellos reflejos inasibles, el claroscuro del crepúsculo, el agua y el viento, una olita subía y se quedaba petrificada sin regreso, un pato silbón no iba a llegar nunca a su nido en los pajonales, estaba fijo como un punto cardinal, letra de un alfabeto desconocido, los juncos negros en el contraluz se inclinaban como un coro, las nubes estiradas contra el horizonte parecían otra laguna más vasta, acaso un mar. Era una buena foto, por ser de un aficionado. Traté de imaginar cómo quedaría trasladada al sepia en el suplemento dominical de La Prensa con el título "La Oración". Y sin embargo. . . ¿Qué me inquietaba? El lugar yo lo conocía bien. Había sido tomado desde la loma que llamaban el Cerro, en el cuadro de la Noria. En aquella entradita que hacía el agua a la izquierda solíamos ir a linternear con los peones. En aquel islote lejano apareció una vez un paisano muerto. No sé por qué, ese sitio familiar me resultaba, de golpe, desconocido, un paisaje del que no se vuelve, porque ya es demasiado tarde y se está muy lejos. La oscuridad crece alrededor por segundos y el agua se vuelve cada vez más honda. Un lugar último, un espejismo del corazón, y en todas partes estaba escrita la muerte. Vi la cara ansiosa de Mauricio. —¿Qué te pasa? —dijo. —Nada. ¿Es la primera que sacaste? —Sí —ufano ahora que había sorprendido mi interés—. El año pasado, con una Kodak de cajón, así que figurate. Traté de figurarme, pero no pude. Quería decirle que volviera, que no pusiera el pie ahí, que la noche, pero era demasiado absurdo. Estábamos en su estudio, brillantemente iluminado, y las otras fotos que me mostró eran solidariamente mediocres, empastadas, pretensiosas. Qué trampa, Mauricio, qué joda. ¿No es como una cabeza, una cámara? Una cabeza insomne, la Gorgona que mira y paraliza. 70

20 Cosas para decirle a M.: El arte es un ordenamiento que no está previamente contenido en sus medios. En todo caso, si un ordenamiento así resultara artístico, el creador sería el creador de los medios. Míster Eastman es el verdadero autor de todas las fotos que se sacan con una Kodak. Si el elemento natural no se puede subordinar o eliminar, no hay arte, como no lo hay en la naturaleza misma. Por qué no te dedicás a la guitarra, vos tocabas lindo. El goce estético es estático. Integritas, consonantia, claritas. Aristóteles. Croce. Joyce.

21 Mauricio: Me cago en Croche. Mauricio: No, viejo, si ya caigo. El arte es para ustedes. Mauricio: Si lo puede hacer cualquiera, ya no es arte. Mauricio: Cómo querés que lo tome, Negro. Mauricio: No te preocupes, si ahora lo hago por morfar no más. Y por tenerlo contento al viejo.

22 —Debilidad general, le voy a recetar un tónico —dijo el doctor Ríos guiñándome un ojo—. La patria necesita soldados en la universidad tanto como en los cuarteles. Se avecinan tiempos, ¿eh? Perímetro insuficiente, la libreta a la salida, salúdeme a su padre. A ver, el huevón que sigue —la fila de hombres desnudos avanzó un paso. 71

A Mauricio le tocó un regimiento en Neuquén, tuvo que dejar el negocio en manos del boticario Ordóñez, que se lo atendía dos veces por semana. —Un tipo sin imaginación —me comentó después—. Te saca una foto como si fuera una radiografía. Un accidente de tránsito, eso es una foto para él. La luz choca contra vos y rebota. Y los estragos del accidente, esa es la foto que el tipo te ha sacado. Viejo, yo no pongo el escracho para que me fusile un zanahoria de estos. Ordóñez se reía: —Un fotógrafo es un peluquero, un boticario, a ver si al peluquero o a mí se nos da por hacernos los artistas.

23 fotógrafo del regimiento, no te rías que no es chiste, vos no sabes cómo me la dieron al principio, porque a los tipos como yo los tienen junados desde la guerra de la independencia. Me pasé los dos primeros meses entrando y saliendo del calabozo hasta que me salvó la Roli un día que me mandaron a limpiar el jardín del mayor que estaba limpio como una tabla, no sobraba ni faltaba un yuyito. Es así como te joden, te encargan algo que está hecho, y si te pones a pensar te parece que estás loco. O sinó te ponen en una punta del campo de centinela en el desierto y te dicen que no podés apolillar y que si aparece el enemigo tenés que tirarle, pero qué enemigo, viejo, si ahí no ha habido nunca un enemigo, y te pasás la noche pensando Soy un gil. Hasta que un día me avivé y me dije Yo a estos los voy a joder, y me presento al teniente, Mi teniente, quiero aprender a leer, y el tipo dice ¿Pero vos no sabías leer?, un día te vi leyendo el diario, y yo le digo Miraba las figuritas de los chistes, y el tipo dice por qué te presentas recién ahora, y yo le digo porque me daba vergüenza, mi teniente. Así que entré en la clase de los analfas, todas las noches venían a sacarme del calabozo para ir a clase y podía estirar las piernas y cuando quise acordar el que se divertía era yo. Vos sabés qué plato, que te enseñen de nuevo, me sentía chiquito, eme a, ma, ele o, lo, y me moría de risa. Negro, por adentro, claro, y al principio me hice el difícil, no podía aprender a leer globo aunque el teniente dibujaba en el pizarrón un globo grande como una casa, y yo leía na-bo, y cuando el tipo se chinchaba me hacía el fesa y le pregun¬taba, pero eso que dibujó, ¿no es un nabo?, y los otros puntos se meaban de la risa. Pero después fue lindo porque empecé a entusiasmarme con la lectura y cada día leía mejor. Les saqué tres cuerpos de ventaja a los otros grasas, el teniente estaba emocionado, me ponía de ejemplo y les decía, Miren a este que era más bruto que todos y ya casi lee de corrido, pero ¿qué te contaba? Ah, los yuyitos del mayor, estaba sentado en ese jardín pensando qué podía hacer, y ya iba a sacar un pino de una punta para ponerlo en otra punta, cuando aparece la hija, una pibita de doce años que era un budincito, y no sé qué me dio que le dije, Espérate un cacho, voy a buscar la cámara y te saco. Me patiné un rollo y la que me salió más linda la amplié en el pueblo y se la di al mayor, que se puso tan contento, y desde ese día soy el fotógrafo oficial del regimiento. Un cacho que te muestro, este a caballo es el mayor, no, el de arriba, y estos son los grasas paleando nieve, uno dieciséis por el reflejo, y esa es la burra Domitila, un quinientos de segundo, pateando a un grasa, y 72

estos son indios. Te cobran diez mangos cada pose, veinte si es una mina, mirá qué tetas, mirale al indio los poros en la cara, y no se dejan sacar más de tres o cuatro porque piensan que se gastan y que si los escrachás demasiado terminan en fantasmas. Mirá, pero mira que venir a encontrarte acá, Negro, así que vas a ver a los viejos, yo estuve de licencia por allá, acompañame hasta el andén que el mío sale antes, sí, para Zapala.

24 Estela: Qué suerte, pero yo sabía que te ibas a sacar sobresaliente, y por las dudas le hice una promesa a la Virgen. Vos no creés en esas cosas, pero mira cómo ayudó. Papá dice que Privado es lo más difícil y que ahora tenés el camino abierto y que vas a ser el abogado más joven de la familia. Yo lo mismo que siempre, casi no salgo, este mes fui a un baile en el club, pero ahí no se puede entrar desde que cambiaron la Comisión. Va demasiada "gente", sabes. ¿Sabes quién se casó? Tu maestra de quinto, la gorda Reforzo, se casó con el carnicero. Me ofrecieron el puesto, pero Papá no quiso, dice que él me paga el sueldo. Claro, no se trataba de eso, pero él no quiere transar con nada desde las últimas elecciones. Con el intendente no se saluda, cruzan de vereda cuando se ven. Hace meses que tendría que ir a Buenos Aires para comprar una esquiladora y un carterpilar, pero siempre lo posterga; no quiere leer los diarios ni prender la radio para no escuchar al que te dije. Eso sí, ahora viene mucha gente de allá a consultarlo, y se pasan horas hablando en el escritorio, a las mujeres no nos dejan meter baza. Tu amigo M. volvió hace una semana y en seguida tuvo una trifulca con Ordóñez. Fuimos al cine una noche, y no hizo más que hablarme del servicio militar; después quiso llevarme al estudio y mostrarme las fotos que sacó, pero yo no fui porque era tarde. P. D. Mamá insiste en que te hagas una escapada para su cumpleaños. Otra: quemá esta carta, por las dudas.

25 Paulina que incendia el pueblo. Por la mañana cuando pasa rumbo al colegio con ese modo de caminar que aquí nunca se ha visto los tenderos se asoman a las puertas y las señoras que van al mercado la azotan con los ojos. Por la tarde cruza la plaza en diagonal como un rápido cuchillo cortando un aire lastimado de espesas miradas y de intenciones que se quiebran en el cancel de la viuda de Grijera donde tiene pensión y refugio inabordable. Así cunde en la iconografía de los baños del Roma y el Australia. Un viajante dijo conocerla en Pehuajó, y los otros se rieron. 73

Los domingos santifican la misa: por ella crece la feligresía. Los chicos más audaces de quinto aceptan monedas para llevarle inútiles mensajes. Las madres no se explican que hayan ido a buscarla en otra parte: —Habiendo tantas chicas preparadas en el pueblo, que ahora vigilan a sus novios y el hijo del intendente Bonomi ya no sabe si ama a la hija del doctor Pascuzi, pero el Chevrolet de la intendencia suele aparecer como por casualidad, mañana y tarde, frente a las puertas del colegio. —No es para tanto —dice Mauricio—, lindas piernas, lindo culito y un perfil con mucho porvenir, pero no tiene nada acá adentro. El otro día la saqué a bailar, no hablábamos de nada, a lo mejor es tímida. ¿A vos qué te parece? No me animé a meterle mano, como no es de acá.

26 Mamá: Estela no se decide a escribirte, muy desganada, no sé qué le pasa. Tal vez debió aceptar el grado que le ofrecieron en la escuela, pero tu padre no quiso. Yo creo que una temporada en Buenos Aires le haría bien. A lo mejor vos podes convencerla. En el pueblo hay noticias, ¿no sé si conociste esa chica que tomó el grado en vez de Estela? Buenos, "dicen" que anda con M. ¿Qué me contás? En mayo o junio iremos por allá, tu padre quiere cambiar el auto. Vendió bien los últimos Hereford, ahora no quedan más que mochos en todo el campo, que va bien, lástima que no se consigue quien trabaje. Le quisieron meter el sindicato y los sacó carpiendo, pero hay días que no come, de tan furioso que está. ¿Hasta cuándo, no? Todos muy contentos con tus exámenes, ojalá que sigas así. P. D. Escribile a Estela, está triste esa chica.

27 —La locura, viejo, no creía que me iba a agarrar así. Sabés lo que me pasa, que la miro y todo se me vuelve de ese color turquesa, esa porcelana viva que tiene en los ojos. Después fijate esa nariz y la línea del cuello, imaginate ese perfil en contraluz mirando al horizonte. No te rías, salame. Ahora tengo que agarrar la máquina otra vez, pero en serio, porque esto es justo lo que yo buscaba, con esto me curo de tanto loro que uno tiene que sacar. Es como hacerla de nuevo, te das cuenta, línea por línea, siempre igual pero distinta. Quiero sacarla de todas partes, de arriba, de abajo y de adentro. Y qué cuerpo, Negro, vos sabes lo que, no quiero ni pensarlo. No, al principio yo pensaba que era pavota, pero después que hablas un tiempo con ella, te das cuenta. Sabe de todo, hasta francés, pero mirá qué suerte, y para colmo tiene guita. —A vos nunca te interesó la plata. 74

—¿Plata? —masculla esa noche mi padre en el comedor—. La familia tiene un casco de estancia por el lado de Lobos, hipotecado hasta las raíces del último sauce. ¿Por qué te creés que la mandan a trabajar? La mirada de mi madre se derrama en sucesivas, protectoras ondas sobre la cabeza gacha de Estela, concentrada en la sopa.

28 Detrás una arboleda y a la izquierda el laguito artificial que tuvieron que hacerle a la Diana bizca de mármol para que no la mancharan con alquitrán y en todas partes la luz derramada como un polen. Mauricio tiene la cara levemente echada para atrás, con una sonrisa pensada, entre viril y tierna, dominante y protectora, mientras pasa el brazo por la cintura de Paulina, separada treinta centímetros por lo menos, aunque inclina la cabeza hacia el hombro de él, y así parece más cercana. Los dedos de esa mano la ciñen con fuerza, pero se adivina que están confinados a ese estricto paralelo, ese horizonte único, y que para arriba y para abajo hay una zona por ahora inexpugnable, donde se estrella cualquier ímpetu, momentáneo o calculado, mientras Mauricio no se haga sacar por el boticario Ordóñez esa otra gran foto donde aparecerá un poco más rígido y mucho más decidido, vestido de azul o de negro, y a su lado una gran mariposa blanca que entre tules sonríe una definitiva sonrisa de amor y perplejidad.

29 ... el doctor Jacinto Tolosa (h), hijo del caracterizado vecino y hacendado, quien esta noche será agasajado en la sede del Club Social con el doble y venturoso motivo de la culminación de sus estudios universitarios y la publicación de su primer libro de poemas. (Foto Mauricio.)

30 —No, querido, ponete ahí. Eso, junto a tu vi…, tu padre, Gracias. No, esperame, otra brindando. Un cacho, un cacho, te saco con Paulina. Bailando, sí, salen todos duros. Agarrala bien, melón, no me la despreciés. Ojo, no tanto, jajajá, eso es, mi hermano. No sabés lo contento que estoy. Negro, lo contento.

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31 Estaba esperando este día. A veces pensé que me iba a morir sin verlo. Ahora habrá que poner un poco de orden. Ese hombre echó a perder a la gente, ya no hay moral, ni respeto ni nada. Yo soy viejo, pero vos tenés un lugar que ocupar, una línea que seguir. Vas a cambiar de partido porque el nuestro se murió. Muchos años de refriega, de desgastes. Eso te va a dar una aureola de entrada, a la gente le gusta que los hijos enfrenten a los padres, siempre que sea con respeto, es claro. Cuando hables de los valores caducos, van a pensar que te referís a mí, pone un poco de sentimiento en eso. En dos años te puedo sacar diputado provincial, sin apuro, porque los apurados se van a quemar. Acordate que la pelota se patea en Buenos Aires, pero el pie se apoya aquí. Tenes que conocer a la gente, los chacareros, los acopiadores, los comisionistas, resolverles problemas y pleitos, sacar presos. No te fijes de qué partido son los presos. Vamos a abrirte un estudio en el pueblo, ya lo tengo conversado. Ah, decile al mayor Ferriño que ahí le mando los máuseres, por aquí no hubo que usarlos. Anticipale que no voy a ser comisionado, pero que le recomiendo al doctor Gomara. Es radical y va a ser tu socio en el estudio. Eso no se lo digas. Que lo espero a cenar mañana, decile. Otra cosa, empezá a fijarte en esos contratos de arrendamiento que les dio el tipo, yo no he querido mirarlos en todos estos años, pero me vendría bien desocupar esos cuadros.

32 De golpe te pusiste tan raro otra vez, parecía que no ibas a poder descansar más, la mirada se te iba para adentro, tenías como un asma, un jadeo, andabas a contrapelo del tiempo, querías llegar antes, dar un salto y estar vos solo en el lunes que viene o dentro de un año. Mirabas el sol con rabia, el orden, los mostradores, los formularios, sudabas en invierno, tenías como un tajo blanco en la frente, donde te fajaron en Bahía, una cuña, volviste a buscar roña, le pegaste a un borracho, "La mano ahí" le dijiste a un hacendado y lo sacaste sosteniéndose los huevos. Las novias y los cadetes se volvieron amarillos en la vidriera, el neón se desangró, las placas se velaban, las lentes se pudrían como ojos enfermos, el gusano del mundo nadaba en las cubetas, cada línea recta se corrompía y vos te tocabas la cabeza. —No duermo, Negro, no sé qué me pasa, no duermo, ni como, ni cago. Una mañana te esperaron dos viejas y una comulgante, pero vos no abriste, tenías un peludo padre y a esa hora la vieja Carmen te curaba con salmuera las patadas que te dieron entre todos. Ordóñez hizo un letrerito que decía: VACACIONES Ahora es ella que está frente a mí y dice: 76

—Usted, que lo conoce tanto. Y en la luz de la media mañana, que entra exacta y oblicua por la ventana de mi estudio, una lágrima micrométrica tiembla sin caer en cada hilera de pestañas, como puesta a pincel sobre la ordenada, conmovedora desolación de la cara que nunca estuvo tan hermosa, Paulina, y usted qué quiere que yo haga. … participan a usted el enlace de su hija Estela con el doctor Pedro Gomara en la iglesia parroquial y recibirán a usted… —Besame fuerte —dice Estela— y deseame suerte. Besame fuerte y deseame suerte. Fuerte, suerte —llora. El sombrero de mi madre cubre el mundo.

34 Volvió diciendo. Hay que quemar todas las naves, vos has visto, las vecortas zumbaban como abejas. Pero, Mauricio, qué naves vas a quemar acá, para eso hace falta un escenario, un mar. —No me cargues, Negro —dijo remoto y sombrío como la noche—. No me cargues, fuimos amigos desde pibes, fíjate bien que estoy jodido. Hice mal en volver, no ahora, entendeme, aquella vez cuando puse el negocio. Antes la gente pensaba que estaba tocado, me veían correr de un lado para otro, es que tendría que seguir corriendo, tengo un julepe que me muero. A lo mejor todo viene de aquella vez que me caí cuando era un pendejo y me golpié la nuca y nadie vio lo que pasaba adentro. Vos viste cómo era que no podía estarme quieto, pero no sabes por qué. Es que de golpe me agarraban esas ganas de gritar y de correr, sentía un ácido en los pulmones, por mí hubiera seguido corriendo hasta La Quiaca. Hasta que saqué esa foto y me calmé, pensé que ahí a lo mejor había una salida, que yo tenía una mirada, sabes, y que esa era mi mirada, y el viejo me puso el negocio. Yo quería devolverles algo, mostrar, no sé lo que te digo, pero mostrar el mundo en cuadritos de papel, que se pararan a mirarlo como yo y vieran que no era tan sencillo, que eso tenía su vuelta y nadie la estaba viendo. Entonces viniste vos y me convenciste que no, pero no me convenciste del todo porque vino ella y me agarró la cosa otra vez, o a lo mejor fue cuando hacía la colimba y saqué a la pibita del mayor, no sé si te acordás. Pero Paulina piensa igual que vos, igual que Ordóñez, igual que el viejo, pero lo que pasa, Negro, lo que pasa, es que yo no me puedo quedar quieto frente a lo que veo, tengo que hacer algo, y todos me dicen que no, de golpe me siento como atado, y hasta las cosas se te ponen en contra, los negativos se rayan la luz no funciona, no te rías, yo te digo que la luz no funciona como antes, no camina en línea recta, se vuelca de las cosas como un líquido pegajoso, está cansada de andar y nada la contiene, el mundo está podrido y en sueños me deshago a pedacitos y doy mal olor como si estuviera muerto. Me han jodido entre todos, eso es lo que pasa. Vos, el viejo y Paulina. Lo arrastré hasta lo de Ordóñez, que le quiso dar bromuro. Mauricio pensó que era un chiste. 77

35 Paulina: a] Ahora ya no hacemos más que pelear, a veces creo que me odia. b] Al principio era tan distinto, daba gusto mirarlo porque estaba lleno de alegría. c] La desgracia es que lo quiero. En marzo íbamos a comprar los muebles. d] Hay cosas que una mujer no puede tolerar. Una cosa es ser liberal, yo creo que no soy ninguna mojigata. e] Quería fotografiarme desnuda. f] No sé por qué le cuento estas cosas. Estoy sola en el pueblo, usted es el único amigo que tengo.

36 Abre una lente de noche y las estrellas impresionan en la placa sus órbitas perfectas, iguales a las de otros millones de placas, ni la nova, ni el cometa, ni el derrumbe de constelaciones, ¿qué haces ahí, muriéndote de frío?, Dejame, Negro, no te metas conmigo. Anda al acecho tras los bancos de la plaza, en el ojo de las cerraduras, en la penumbra de los boliches, se prolonga en las paralelas de los trenes las verticales del junco, se agazapa como un jaguar, equilibrista en los faroles, murciélago en el campanario, buscando el momento en que la noche se convierte en día, el adoquín en luciérnaga, el deseo en odio interminable, como si quisiera parar el mundo y numerarlo, restañar la gran herida del tiempo por donde sangran los hombres, frenar la corrupción que gotea de cada mirada, que nadie se mueva, va salir el Pajarito. Mauricio, que era el rey de la joda. Ahora lo llaman: el Loco.

37 Asimismo deberá tener en cuenta Su Señoría que al vencimiento de los contratos inconstitucional y arbitrariamente prorrogados ufa qué calor esos campos estaban en óptimas condiciones de explotación, situación que ya no existe pues la incuria de los arrendatarios tendría que abrir la ventana en diez años de ilegítima ocupación dejó caer las mejoras introducidas limitándose al cómodo usufructo de la tierra sin rotar los cultivos ni usar qué cosa ni usar plaguicidas ni fertilizantes linda noche para estar trabajando aquí el viejo podría ponerme aire acondicionado ahora tengo que poner además el lucro cesante la función social de la tierra no eso 78

lo decía el otro qué bochinche están armando ahí afuera. El febril taconeo se detiene, ahora golpean a la puerta, una voz gime que le abra por favor y cuando corro el pestillo es Paulina, aterrada y deshecha, con el vestido roto, que cae en mis brazos. —Cierre —dice en un murmullo—. Me quiere matar. La llevo al sofá y como no puedo verla llorar la beso en los ojos, y luego en la boca, mientras Mauricio patea la puerta en la noche gritándome que salga hasta que al fin se cansa y se sienta en la vereda donde de a ratos ríe y de a ratos entona una incomprensible cantilena de borracho.

38 Fue el matrimonio Bibiloni el que al salir del Select punteó por la Colón y vio primero que nadie el humo que salía del negocio de Mauricio y las llamas que lamían la vidriera. La película había sido mala y el público gozó en secreto con aquel espectáculo supernumerario. En seguida se vio que era un fuego robusto, seguro de sus intenciones, con decenas de brazos que asomaban en imprevistos saludos por las claraboyas o lanzaban al cielo de la terraza grandes puñados de esplendor naranja. El comisario Barraza vino a estudiar la situación y alguien le armó el brazo con un hacha. Eso permitió voltear la puerta, pero no entrar; ver algo de lo que pasaba adentro, pero no impedirlo. Cámaras y trípodes se licuaban, rollos de película estallaban en ardientes impromptus, flagrantes rostros terminaban de negarse en los negativos y, como dijo al día siguiente La Tribuna, allí se perdieron siete años de la historia gráfica del pueblo al que Mauricio mató simbólicamente (explicación del doctor Pascuzi). Cuando pasé en el auto con Paulina, los bomberos voluntarios exprimían tres mangueras de jardín que lanzaban tres arcos de pipí sobre el proliferante demonio mitológico que jugaba entre las vigas derrumbadas un incontenible juego de subibaja, de arranques y ensimismamientos, de repentinas corridas hacia la calle que alejaban a los más curiosos. No se podía hacer nada. Abracé a Paulina que miraba fascinada y la llevé a la estancia. Mi madre le dio un té de valeriana y la acostó en el cuarto de Estela.

39 Ahora es la voz de mi padre que suena en la temprana galería, tranquila pero más alta, más cortante que de costumbre, hablando con el hombre de a caballo que grita y gesticula. Me levanto, me visto casi a ciegas y cuando salgo y veo la cara cetrina y ahora pálida de Roque que con el rebenque señala a su espalda, lejos, creo que ya sé todo lo que ha pasado.

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Mi padre pone la camioneta en marcha, deja una portezuela abierta por donde subo a la carrera y en el camino nos separa un silencio más grande que el campo tendido. Media hora después estamos en el Cerro, y a la orilla de la laguna los hijos y la mujer de Roque rodean algo caído, que es Mauricio con un agujero en la cabeza y un revólver en la mano. Atenta y fija sobre sus tres patas de metal clavadas en la arena la Rollei brilla en el sol de la mañana y en su ojo azul se resume la laguna. —Podría haber elegido otro lugar —dice mi padre.

40 Es la misma laguna en la que habíamos pescado y cazado donde nos habíamos bañado y vos te perdiste en un bote, el mismo lugar donde íbamos a linternear con los peones y vos encontraste un gliptodonte. Solo que ahora viene amaneciendo y todo está liso y manso, el agua quieta y las estrías del sol entre las nubes. Lo que no sé, Mauricio, es por qué te estás riendo y qué haces con el revólver; por qué le has puesto un hilo atado del gatillo que viene hasta el disparador de la cámara donde trato de meterme para ver qué estás haciendo y qué es eso que te borra un costado de la sien. El laboratorio dice que el negativo es defectuoso y que no se pudo mejorar la copia. Pero yo pienso que vos buscaste ese efecto y que por algo te tomaste ese trabajo del piolín que da la vuelta a un poste y dispara al mismo tiempo las dos cosas. Un truco vulgar, aunque a vos te cause gracia. Yo te dije adonde llevaba ese camino pero vos no quisiste hacerme caso. Creo que hice por vos todo lo que pude y que esta decisión que vos tomaste no es la manera mejor de agradecerme. Pero vos sabrás por qué lo hiciste.

41 ... la señorita Paulina Rivas y el doctor Jacinto Tolosa (h) cuyo enlace fue bendecido ayer en la parroquia local. La feliz pareja se alejará de nuestro medio, al que la ligan tantos gratos recuerdos, para redicarse en el partido de Lobos, donde el joven jurisconsulto seguirá poniendo al servicio de la política y de la producción agropecuaria, bases de la grandeza del país, las dotes de energía y patriotismo que caracterizan a su padre. (Foto Ordóñez.)

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Textos críticos

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Sobre la literatura Se dice con frecuencia que la misión del escritor es expresar la realidad de su mundo y su gente. Es cierto pero hay que añadir que, más que expresar, el escritor explora su realidad, la suya propia y la de su tiempo. Su exploración comienza y termina con el lenguaje: ¿qué dice realmente la gente? El poeta y el novelista descifran el habla colectiva y descubren la verdad escondida de aquello que decimos y de aquello que callamos. El escritor dice, literalmente, lo indecible, lo no dicho, lo que nadie quiere o puede decir. De ahí que todas las grandes obras literarias sean cables de alta tensión no eléctrica sino moral, estética y crítica. Su energía es destructora y creadora pues sus poderes de reconciliación con la terrible realidad humana no son menos poderosos que su potencia subversiva. La gran literatura es generosa, cicatriza todas las heridas, cura todas las llagas y aun en los momentos de humor más negro dice sí a la vida. Pero hay más. Explorar la realidad humana, revelarla y reconciliarnos con nuestro destino terrestre, solo es la mitad de la tarea del escritor: el poeta y el novelista son inventores, creadores de realidades. El poema, el cuento, la novela, la tragedia y la comedia son, en el sentido propio de la palabra, fábulas: historias maravillosas en las que lo real y lo irreal se enlazan y se confunden. Los gigantes que derriban a Don Quijote son molinos de viento y, simultáneamente, tienen la realidad terrible de los gigantes. Son invenciones literarias que nublan o disipan las fronteras entre ficción y realidad. La ironía del escritor destila irrealidad en lo real, realidad en lo irreal. La literatura de nuestra lengua, desde su nacimiento hasta nuestros días, ha sido una incesante invención de fábulas que son reales aun en su misma irrealidad. Octavio Paz Extraído de La Jornada, México, martes 8 de abril de 1997 http://www.poeticas.com.ar/Directorio/poetas.htm

¿Para quién se escribe una novela? ¿Para quién se escribe un poema? Para personas que han leído alguna novela, algún otro poema. Un libro se escribe para que pueda ser colocado junto a otros libros, para que entre a formar parte de una estantería hipotética y, al entrar en ella, de alguna manera la modifique, cambie de lugar a otros volúmenes o los haga pasar a segunda fila, reclamando que pasen a primera fila algunos otros. ¿Qué hace el librero que “sabe vender”? Dice: “¿Usted ha leído este libro?” Pues entonces tiene que llevarse este otro”. No es diferente la actitud –imaginaria e inconsciente- del escritor hacia el lector invisible. Con la diferencia de que el escritor no puede proponerse sólo la satisfacción del lector (también un buen librero debería tener más altas miras), sino que debe imaginar a un lector que aún no existe, o bien un cambio en el lector tal como es hoy día. Lo cual no siempre sucede. En todas las épocas y las sociedades, una vez establecido un determinado canon estético, un modo determinado de interpretar el mundo, una determinada escala de valores morales y sociales, la literatura puede perpetuarse a sí misma mediante sucesivas confirmaciones y algunas actualizaciones y profundizaciones. Pero a nosotros nos interesa otra posibilidad de la literatura: la de poner en discusión la escala de valores y el código de los significados establecidos. Italo Calvino, de “¿Para quién se escribe? (La estantería hipotética)” en Punto y aparte. Ensayos sobre literatura y sociedad, Barcelona, Tusquets, 1995.

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La gloria de un poeta depende, en suma, de la excitación o de la apatía de las generaciones de hombres anónimos que la ponen a prueba, en la soledad de sus bibliotecas. Las emociones que la literatura suscita son quizás eternas, pero los medios deben constantemente variar, siquiera de un modo levísimo, para no perder su virtud. Se gastan a medida que los reconoce el lector. De ahí el peligro de afirmar que existen obras clásicas y que lo serán para siempre. (...) Clásico no es un libro... que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidos por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad. Jorge Luis Borges, de “Sobre los clásicos” en Otras inquisiciones, Buenos Aires, Emecé, 1996.

... no se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamiento de la “verdad”, sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la situación, carácter complejo del que el tratamiento limitado a lo verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento. Al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha. No es una claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria. Juan José Saer, de “El concepto de ficción”, Buenos Aires, Espasa- Calpe, 1997.

El poema Tal vez lo que se intenta toda la vida es escribir un solo poema, uno solo. Entonces, el poeta no sería un pequeño dios, como quería Huidobro, sino apenas un mendigo de la magia que siempre se da por accidente, el perseguidor de una nota que sabe que no existe. Como el poeta de las tradiciones árabes, montado por un demonio que lo obliga a buscar en la lengua lo que la lengua niega, a encontrar la palabra que separa a la lengua del lenguaje. El trabajo de la poesía La poesía da forma al vacío para que éste sea posible. Juan Gelman, de “Notas al pie”, Revista Ñ número 54, 9 de octubre de 2004

... me resulta irrisoria esta moda, que se da simultáneamente en la Argentina y en España, de escritores que dicen “yo sólo quise contar una historia”. No se trata solamente de contar historias; para eso están los fogones, las reuniones con los amigos. Escribir es un placer, una operación, un trabajo; se le puede dar cualquier nombre, pero es algo mucho más complejo que contar una historia. Porque las palabras están cargadas de una enorme cantidad de conmutaciones y a veces te devuelven unos bifes que no te esperabas. Y en el hecho de aguantar o devolver el bife se juega la continuidad de la historia misma. Marcelo Cohen, en un reportaje de Clarín Cultura y Nación, 23-4-92.

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Todos los días reescribo hasta el punto en que dejé el día anterior. Cuando todo está terminado, naturalmente lo reviso. Así se tiene otra oportunidad de corregir y reescribir cuando otra persona lo mecanografía, y uno ve el material más prolijo. La última oportunidad son las pruebas. Uno agradece todas esas chances. ¿Reescibe mucho? Depende. Reescribí el final de Adiós a las armas, la última página, treinta y nueve veces antes de quedar satisfecho. Ernest Hemingway, de un reportaje de The Paris Review, en Confesiones de escritores, Buenos Aires, El Ateneo, 1996.

¿Cuánto de su escritura está basado en la experiencia personal? No lo sé. Nunca lo medí. Porque “cuánto” no es importante. Un escritor necesita tres cosas: experiencia, observación e imaginación, y dos cualesquiera de ellas, y a veces una sola, puede suplir la carencia de las otras. En mi caso, una historia suele comenzar con una sola idea o recuerdo o imagen mental. La escritura de esa historia es simplemente cuestión de llegar a ese momento, de explicar por qué ocurrió o qué fue lo que ocurrió a continuación. Un escritor trata de crear personas creíbles, de la manera más conmovedora que pueda. Obviamente, debe usar, como uno de sus instrumentos, el entorno que conoce. (...) Usted mencionó la experiencia, la observación y la imaginación como puntos importantes para el escritor. ¿No incluiría la inspiración? No sé nada de la inspiración porque no sé qué es... he oído hablar de ella, pero nunca la vi. William Faulkner, de un reportaje de The Paris Review, en Confesiones de escritores, Buenos Aires, El Ateneo, 1996.

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De cómo los personajes se convirtieron en maestros y el autor en su aprendiz José Saramago2 El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalitos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable. Ayudé muchas veces a éste mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado. Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: "José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera". Había otras dos higueras, pero aquélla, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera. Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba. En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea. Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente me acunaba. Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido, o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, le introducía en el relato: "¿Y después?". Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para 2

Discurso de aceptación del premio Nobel de Literatura, 1998.

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enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo. Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa. Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: "No hagas caso, en sueños no hay firmeza". Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños. Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: "El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir". No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada. Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver. Muchos años después, escribiendo por primera vez sobre éste mi abuelo Jerónimo y ésta mi abuela Josefa (me ha faltado decir que ella había sido, según cuantos la conocieron de joven, de una belleza inusual), tuve conciencia de que estaba transformando las personas comunes que habían sido en personajes literarios y que ésa era, probablemente, la manera de no olvidarlos, dibujando y volviendo a dibujar sus rostros con el lápiz siempre cambiante del recuerdo, coloreando e iluminando la monotonía de un cotidiano opaco y sin horizontes, como quien va recreando sobre el inestable mapa de la memoria, la irrealidad sobrenatural del país en que decidió pasar a vivir. La misma actitud de espíritu que, después de haber evocado la fascinante y enigmática figura de un cierto bisabuelo berebere, me llevaría a describir más o menos en estos términos un viejo retrato (hoy ya con casi ochenta años) donde mis padres aparecen. "Están los dos de pie, bellos y jóvenes, de frente ante el fotógrafo, mostrando en el rostro una expresión de solemne gravedad que es tal vez temor delante de la cámara, en el instante en que el objetivo va a fijar de uno y del otro la imagen que nunca más volverán a tener, porque el día siguiente será implacablemente otro día. Mi madre apoya el codo derecho en una alta columna y sostiene en la mano izquierda, caída a lo largo del cuerpo, una flor. Mi padre pasa el brazo por la espalda de mi madre y su mano callosa aparece sobre el hombro de ella como 86

un ala. Ambos pisan tímidos una alfombra floreada. La tela que sirve de fondo postizo al retrato muestra unas difusas e incongruentes arquitecturas neoclásicas". Y terminaba: "Tendría que llegar el día en que contaría estas cosas. Nada de esto tiene importancia a no ser para mí. Un abuelo berebere, llegando del norte de África, otro abuelo pastor de cerdos, una abuela maravillosamente bella, unos padres graves y hermosos, una flor en un retrato ¿qué otra genealogía puede importarme? ¿En qué mejor árbol me apoyaría?". Escribí estas palabras hace casi treinta años sin otra intención que no fuese reconstituir y registrar instantes de la vida de las personas que me engendraron y que estuvieron más cerca de mí, pensando que no necesitaría explicar nada más para que se supiese de dónde vengo y de qué materiales se hizo la persona que comencé siendo y ésta en que poco a poco me he convertido. Ahora descubro que estaba equivocado, la biología no determina todo y en cuanto a la genética, muy misteriosos habrán sido sus caminos para haber dado una vuelta tan larga. A mi árbol genealógico (perdóneseme la presunción de designarlo así, siendo tan menguada la sustancia de su savia) no le faltaban sólo algunas de aquellas ramas que el tiempo y los sucesivos encuentros de la vida van desgajando del tronco central. También le faltaba quien ayudase a sus raíces a penetrar hasta las capas subterráneas más profundas, quien apurase la consistencia y el sabor de sus frutos, quien ampliase y robusteciese su copa para hacer de ella abrigo de aves migratorias y amparo de nidos. Al pintar a mis padres y a mis abuelos con tintas de literatura, transformándolos de las simples personas de carne y hueso que habían sido, en personajes nuevamente y de otro modo constructores de mi vida, estaba, sin darme cuenta, trazando el camino por donde los personajes que habría de inventar, los otros, los efectivamente literarios, fabricarían y traerían los materiales y las herramientas que, finalmente, en lo bueno y en lo menos bueno, en lo bastante y en lo insuficiente, en lo ganado y en lo perdido, en aquello que es defecto pero también en aquello que es exceso, acabarían haciendo de mí la persona en que hoy me reconozco: creador de esos personajes y al mismo tiempo criatura de ellos. En cierto sentido se podría decir que, letra a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido, sucesivamente, implantando en el hombre que fui los personajes que creé. Considero que sin ellos no sería la persona que hoy soy, sin ellos tal vez mi vida no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como tantas otras que de promesa no consiguieron pasar, la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser.

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Piglia, Ricardo. 1986. En Formas breves, Buenos Aires: Anagrama.

Tesis sobre el cuento Los dos hilos: Análisis de las dos historias I En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: "Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida". La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito. Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento. Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.

II El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario. El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie.

III Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera distinta en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción.

IV En "La muerte y la brújula", al comienzo del relato, un tendero se decide a publicar un libro. Ese libro está ahí porque es imprescindible en el armado de la historia secreta. ¿Cómo hacer para que un gángster como Red Scharlach esté al tanto de las complejas tradiciones judías y sea capaz de tenderle a Lönnrott una trampa mística y filosófica? El autor, Borges, le consigue ese libro para que se instruya. Al mismo tiempo utiliza la historia 1 para disimular esa función: el libro parece estar ahí por contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y responde a una casualidad irónica. "Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro publicó una edición popular de la Historia de la secta de Hasidim." Lo que es superfluo en una 88

historia, es básico en la otra. El libro del tendero es un ejemplo (como el volumen de Las mil y una noches en "El Sur", como la cicatriz en "La forma de la espada") de la materia ambigua que hace funcionar la microscópica máquina narrativa de un cuento.

V El cuento es un relato que encierra un relato secreto. No se trata de un sentido oculto que dependa de la interpretación: el enigma no es otra cosa que una historia que se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del relato está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del cuento. Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento.

VI La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, el Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una sola. La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión.

VII "El gran río de los dos corazones", uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia de otro relato. ¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chejov? Narrar con detalles precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego, y la técnica que usa el jugador para apostar, y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar, pero escribir el cuento como si el lector ya lo supiera. VIII Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la historia visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo "kafkiano".

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La historia del suicidio en la anécdota de Chejov sería narrada por Kafka en primer plano y con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo elíptico y amenazador.

IX Para Borges, la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o disimular la monotonía de esta historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento. La historia visible, el cuento, en la anécdota de Chejov, sería contada por Borges según los estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una partida de taba entre gauchos perseguidos (digamos) en los fondos de un almacén, en la llanura entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino.

X La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales de una historia visible. En "La muerte y la brújula", la historia 2 es una construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en "El muerto", con Nolam en "Tema del traidor y del héroe". Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar. XI El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. "La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato", decía Rimbaud. Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.

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Todorov, Tzvetan. 2006. Introducción a la literatura fantástica, Buenos Aires: Paidós (fragmento).

En un mundo que es el nuestro, el que conocemos, sin diablos, sílfides ni vampiros se produce un acontecimiento imposible de explicar por las leyes de ese mismo mundo familiar. El que percibe el acontecimiento debe optar por una de las dos soluciones posibles: o bien se trata de una ilusión de los sentidos, de un producto de imaginación, y las leyes del mundo siguen siendo lo que son, o bien el acontecimiento que se produjo realmente, es parte integrante de la realidad, y entonces esta realidad está regida por leyes que desconocemos […] Lo fantástico ocupa el tiempo de esta incertidumbre. En cuanto se elige una de las dos respuestas, se deja el terreno de lo fantástico para entrar en un género vecino: lo extraño o lo maravilloso. Lo fantástico es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales, frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural. […] Esta vacilación puede ser también sentida por un personaje; de tal modo, el papel del lector está, por así decirlo, confiado a un personaje y, al mismo tiempo, la vacilación está representada, se convierte en uno de los temas de la obra. […] Finalmente es importante que el lector adopte una determinada actitud frente al texto: deberá rechazar tanto la interpretación alegórica como la “poética”. Estas exigencias no tienen el mismo valor. La primera y la tercera constituyen verdaderamente el género; la segunda puede no cumplirse. Sin embargo, la mayoría de los ejemplos cumplen con las tres. […] Más que ser un género autónomo, [lo fantástico] parece situarse en el límite de dos géneros: lo maravilloso y lo extraño. […] [En lo fantástico extraño] los acontecimientos que a lo largo del relato parecen sobrenaturales reciben, finalmente, una explicación racional. El carácter insólito de estos acontecimientos es lo que permitió que durante largo tiempo el personaje y el lector creyesen en la intervención de lo sobrenatural. La crítica describió […] (y a menudo condenó) esta variedad con el nombre de “sobrenatural explicado”. […] En el caso de lo maravilloso, los elementos sobrenaturales no provocan ninguna reacción particular ni en los personajes ni en el lector implícito. […] Se acostumbra a relacionar el género de lo maravilloso con el cuento de hadas; en realidad, el cuento de hadas no es más que una de las variedades de lo maravilloso y los acontecimientos sobrenaturales no provocan en él sorpresa alguna: ni el sueño que dura cien años, ni el lobo que habla, ni los dones mágicos de las hadas.

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El sentimiento de lo fantástico Julio Cortázar

Conferencia dictada en la Universidad Católica Andrés Bello (Caracas, Venezuela) en 1982.

Yo he sido siempre y primordialmente considerado como un prosista. La poesía es un poco mi juego secreto, la guardo casi enteramente para mí y me conmueve que esta noche dos personas diferentes hayan aludido a lo que yo he podido hacer en el campo de la poesía. (...) he pensado que me gustaría hablarles concretamente de literatura, de una forma de literatura: el cuento fantástico. Yo he escrito una cantidad probablemente excesiva de cuentos, de los cuales la inmensa mayoría son cuentos de tipo fantástico. El problema, como siempre, está en saber qué es lo fantástico. Es inútil ir al diccionario, yo no me molestaría en hacerlo, habrá una definición, que será aparentemente impecable, pero una vez que la hayamos leído los elementos imponderables de lo fantástico, tanto en la literatura como en la realidad, se escaparán de esa definición. Ya no sé quién dijo, una vez, hablando de la posible definición de la poesía, que la poesía es eso que se queda afuera, cuando hemos terminado de definir la poesía. Creo que esa misma definición podría aplicarse a lo fantástico, de modo que, en vez de buscar una definición preceptiva de lo que es lo fantástico, en la literatura o fuera de ella, yo pienso que es mejor que cada uno de ustedes, como lo hago yo mismo, consulte su propio mundo interior, sus propias vivencias, y se plantee personalmente el problema de esas situaciones, de esas irrupciones, de esas llamadas coincidencias en que de golpe nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad tienen la impresión de que las leyes, a que obedecemos habitualmente, no se cumplen del todo o se están cumpliendo de una manera parcial, o están dando su lugar a una excepción. Ese sentimiento de lo fantástico, como me gusta llamarle, porque creo que es sobre todo un sentimiento e incluso un poco visceral, ese sentimiento me acompaña a mí desde el comienzo de mi vida, desde muy pequeño, antes, mucho antes de comenzar a escribir, me negué a aceptar la realidad tal como pretendían imponérmela y explicármela mis padres y mis maestros. Yo vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre, que entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se colaba, un elemento, que no podía explicarse con leyes, que no podía explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonante. Ese sentimiento, que creo que se refleja en la mayoría de mis cuentos, podríamos calificarlo de extrañamiento; en cualquier momento les puede suceder a ustedes, les habrá sucedido, a mí me sucede todo el tiempo, en cualquier momento que podemos calificar de prosaico, en la cama, en el ómnibus, bajo la ducha, hablando, caminando o leyendo, hay como pequeños paréntesis en esa realidad y es por ahí, donde una sensibilidad preparada a ese tipo de experiencias siente la presencia de algo diferente, siente, en otras palabras, lo que podemos llamar lo fantástico. Eso no es ninguna cosa excepcional, para gente dotada de sensibilidad para lo fantástico, ese sentimiento, ese extrañamiento, está ahí, a cada paso, vuelvo a decirlo, en cualquier momento y consiste sobre todo en el hecho de que las pautas de la lógica, de la causalidad del tiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia acepta desde Aristóteles como inamovible, seguro y tranquilizado se ve bruscamente sacudido, como conmovido, por una especie de, de viento interior, que los desplaza y que los hace cambiar. Un gran poeta francés de comienzos de este siglo, Alfred Jarry, el autor de tantas novelas y poemas muy hermosos, dijo una vez, que lo que a él le interesaba verdaderamente no eran las leyes, sino las excepciones de las leyes; cuando había una excepción, para él había una realidad

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misteriosa y fantástica que valía la pena explorar, y toda su obra, toda su poesía, todo su trabajo interior, estuvo siempre encaminado a buscar, no las tres cosas legisladas por la lógica aristotélica, sino las excepciones por las cuales podía pasar, podía colarse lo misterioso, lo fantástico, y todo eso no crean ustedes que tiene nada de sobrenatural, de mágico, o de esotérico; insisto en que por el contrario, ese sentimiento es tan natural para algunas personas, en este caso pienso en mí mismo o pienso en Jarry a quien acabo de citar, y pienso en general en todos los poetas; ese sentimiento de estar inmerso en un misterio continuo, del cual el mundo que estamos viviendo en este instante es solamente una parte, ese sentimiento no tiene nada de sobrenatural, ni nada de extraordinario, precisamente cuando se lo acepta como lo he hecho yo, con humildad, con naturalidad, es entonces cuando se lo capta, se lo recibe multiplicadamente cada vez con más fuerza; yo diría, aunque esto pueda escandalizar a espíritus positivos o positivistas, yo diría que disciplinas como la ciencia o como la filosofía están en los umbrales de la explicación de la realidad, pero no han explicado toda la realidad, a medida que se avanza en el campo filosófico o en el científico, los misterios se van multiplicando, en nuestra vida interior es exactamente lo mismo. (...)

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Barrenechea, Ana María. 1972. “Ensayo de una tipología de la literatura fantástica” en Revista Iberoamericana, Vol. XXXVIII, N° 80, julio-septiembre (fragmentos).

[…]

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Textos teóricos

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Eagleton, Terry. 2010. Cómo leer un poema, Madrid: Akal. FUNCIONES DEL LENGUAJE (pp.66-67) El formalista ruso Roman Jakobson señala seis elementos en cada acto de comunicación verbal: emisor, receptor, mensaje, código, canal y contexto. Cualquiera de estos puede prevalecer en una locución específica. Supongamos que el mensaje en cuestión sea «Joseph Stalin was a gente soul» [«José Stalin tenía un alma noble»]. Centrarse en el emisor implica lo que Jakobson denomina como función emotiva: «¡Qué alma más noble tenía José Stalin!», proclamado en un tono de voz impetuoso. La función conativa, por el contrario, se ocupa del efecto que la declaración busca lograr en el receptor: «¿No te das cuenta de qué alma tan noble tenía nuestro Stalin?». Centrarse en el código, en la estructura de los elementos que hacen posible la comunicación, supone la función metalingüística: «¿Entiendes lo que intento decirte sobre la nobleza de Pepe Stalin?». La función fática es la que prevalece cuando atendemos al canal entre el hablante y el oyente: «Bueno, aquí estamos otra vez, charlando sobre nuestro Pepe Stalin»; mientras que al dirigir nuestra atención al contexto atendemos a la función referencial: «Es de José Stalin de quien estamos hablando aquí». Sin embargo, si nos centramos en el mensaje mismo, es la función poética la que entra en juego. En el caso de este mensaje en concreto, podemos señalar la aliteración entre «Stalin» y «soul», la manera en que algunos de los sonidos vocálicos de «gentle» y «Joseph» reverberan mutuamente, el hecho de que, métricamente, la declaración forma un pentámetro trocaico. Podríamos añadir a las categorías de Jakobson la del género o registro, es decir, qué tipo de discurso es la declaración. Una posible respuesta es que se trata de un caso de ironía. Las palabras se refieren a los elementos en el mundo, pero se puede decir que no lo hacen con una correspondencia exacta. La palabra gentle (“noble”) alude a un conjunto de cualidades humanas, pero lo hace porque se encuentra inserta en una cadena de otros signos, con los que contrasta. No puede haber sólo una palabra, como no puede haber sólo un número o un solo ser humano. Por lo tanto, cualquier palabra tiene ante sí dos posibles caminos, por así decirlo: uno hacia aquello que denota (su referente), y otro hacia los otros signos. Y podría afirmarse que puede tomar el primero gracias al segundo. «Pastinaca» se refiere a una pastinaca solo en virtud de su posición en una intrincada red de signos. Y esa posición siempre puede resultar ambigua: en el idioma ruso, la palabra para pastinaca es también el nombre de un célebre poeta: Pasternak. Esa doble referencia se da en el lenguaje en general; pero la poesía, de nuevo, hace de ella su paradigma. En un poema, el hecho de que una palabra sea capaz de denotar sólo a través de complejas interrelaciones con otras palabras, es mucho más evidente de lo que resulta en un fragmento de conversación casual. Esto es así porque los poemas son estructuras de lenguajes particularmente comprimidas que aprovechan al máximo las afinidades entrecruzadas de sus diversos elementos. No se trata de que tomen comunes signos referenciales, como «pastinaca», y los separen de lo que denotan, de manera que ya la palabra «pastinaca» no se refiera a una pastinaca. Lo que hacen más bien es que, al poner cada palabra intrincadamente en juego con las otras, estas preservan su función referencial pero subordinándola a la completa estructura de relaciones verbales que es el poema. O, como lo diría la estructuralista Escuela de Praga, la función estética predomina sobre la función comunicativa. (La Escuela de Praga fueron los 96

descendientes teóricos de los formalistas rusos.) De nuevo es importante recalcar que la proporción entre lo estético y lo comunicativo varía de poeta a poeta, o de un tipo de poesía a otra. Los poetas simbolistas como Mallarmé tratan de purgar las palabras casi por completo de su aspecto denotativo, separándolas de sus referentes y dejando que el significante vague libre. Por el contrario, un autor como John Dryden, o como Charles Olson, mantiene su mirada fija en el referente.

---------------------------------------------------------------------------------------------------------Capítulo 4: En busca de la forma EL SIGNIFICADO DE LA FORMA (pp. 81-84) A grandes rasgos, lo que denominamos contenido se refiere a lo que un poema dice, mientras que la forma hace referencia a cómo lo dice. La mayoría de los críticos siempre insiste en que estos dos aspectos de una obra son inseparables. De hecho, esta doctrina está tan arraigada en los críticos literarios como lo estaba para la Inquisición la existencia de las brujas. Llevada demasiado lejos, se vuelve ligeramente ridícula, como cuando los críticos afirman que oyen el crujir de la seda en el sonido sibilante de las. Esto se conoce como la teoría mimética de la forma, para la que la forma, en cierto modo, imita el contenido que expresa. Alexander Pope nos advierte en su poema An Essay on Criticism que en poesía «el sonido debe parecer un eco del sentido», aunque a él algunos ejemplos de esto le resulten un poco ridículos. Como el alejandrino «That, like a wounded snake, drags its slow length along» [«que, como serpiente herida, su lenta longitud arrastra»]. Si en cierta manera es verdad que forma y contenido son inseparables, también es falso en otra. Es verdad, usando un término actual, «existencialmente» verdad por lo que a nuestra experiencia del poema concierne-.Cuando leemos las palabras de Milton «Eyeless in Gaza at the mill with slaves» [«Ciego en Gaza en el molino con los esclavos»], no oímos ovemos una distinción entre forma y contenido. Sin embargo, reconocemos una distinción conceptual entre el lucero del alba y el lucero de la tarde, incluso cuando se trata, existencialmente hablando, de lo mismo (el planeta Venus). Los filósofos se refieren a esto como distinción analítica, no real. La forma y el contenido pueden parecernos inseparables en nuestra experiencia; pero el mero hecho de que usemos dos términos diferentes para ellos ya indica que no son idénticos. Las formas literarias tienen su propia historia; no son sumisas expresiones del contenido. W B. Yeats, teniendo esta dicotomía, junto con otras, muy presente, preguntaba en un poema cómo podemos distinguir al bailarín del baile: y resulta ciertamente difícil hacerlo cuando el baile está teniendo lugar. Un bailarín es sólo alguien que baila, y un baile es sólo la forma en que un bailarín se mueve. La afirmación de Yeats es incluso más pertinente para el baile moderno que para las distintas variedades de los antiguos bailes de salón. Es más pertinente para el baile que se improvisa sobre la marcha que para los valses y los foxtrots, los cuales deben tener claramente una existencia nocional distinguible de los propios bailarines. Si no la tuvieran, nadie los podría haber aprendido. La forma se ocupa de aspectos del poema tales como el tono, la altura, el ritmo, la dicción, el volumen, la métrica, la cadencia, el modo, la voz, la distancia del lector, la textura, la estructura, la cualidad, la sintaxis, el registro, el punto de vista, 97

la puntuación y demás elementos afines, mientras que el contenido comprende, entre otros elementos, el significado, la acción, el personaje, la idea, la trama, la visión moral y el argumento. (La «forma» a menudo se toma, en sentido estricto, como sinónimo de «estructura» o «disposición», haciendo referencia a la manera en que los numerosos elementos de la obra literaria se relacionan entre sí; pero no hay razón alguna para restringir el término a esto exclusivamente.) Estas dos dimensiones, la forma y el contenido, son claramente distintas. Así, podemos hablar, por ejemplo, de dos poemas que comparten la misma métrica e incluso el mismo modo. O podemos observar que ambos emplean los recursos de la asonancia o la aliteración, pero sin que esto signifique que los dos poemas en cuestión sean el mismo. Lo que los dos poemas «dicen» con la ayuda de esas estrategias es claramente distinto. También, por ejemplo, en la ficción, es posible distinguir entre narrativa y narración; la primera se refiere a la trama, la segunda, a cómo se cuenta la historia. La misma narrativa puede ser narrada de maneras diferentes. La distinción entre forma y contenido es notoriamente imprecisa. Modo y tono, por ejemplo, se pueden también considerar aspectos del contenido semántico -de una determinada semántica-, del que, ciertamente, no pueden ser disociados. Pero, incluso así, la distinción puede resultar útil. Podría escribirse una historia de las formas literarias -de las clases de alegorías, por ejemplo, o del uso del coro en la tragedia, o de la narración en primera persona- que no atienda de manera exhaustiva al contenido de las obras comentadas, o bien podría elaborarse una historia de la bicicleta en la literatura que recorra obras con muy distintas propiedades formales. Puedes comentar un poema en términos formales –por ejemplo, cómo maneja la ironía, o la metáfora, o la ambigüedad-; o bien puedes centrar tu interés en el significado que está en juego en la ironía, la metáfora o la ambigüedad, en cuyo caso estarás ocupándote del contenido. Comentar el personaje de Elizabeth Bennet en Orgullo y prejuicio es tratar el contenido (el qué), mientras que examinar las técnicas de caracterización de Jane Austen es un asunto de forma (del cómo). Puede que haya quien encuentre estas sutiles distinciones muy académicas, pero ya se sabe que hay a quien cualquier sutileza le resulta académica. Sin embargo, la forma y el contenido son inseparables en el sentido de que la crítica literaria generalmente supone captar lo que se dice en los términos de cómo se dice. O, por decirlo de forma un poco más técnica, captar lo semántico (el significado) en los términos de lo no semántico (sonido, ritmo, estructura, tipografía y demás elementos). Por supuesto, los lectores a veces estarán dispuestos a atender más a uno, y otras veces al otro. Puede que estés más interesado por el momento en examinar la pasión sexual en Cumbres borrascosas, que en términos generales es un asunto del contenido, que en el uso que se hace en la novela de los llamados narradores no fiables como Lockwood y Nelly Dean, lo que en gran medida es un asunto formal. No todas las declaraciones críticas tienen que consistir en un qué en los términos de un cómo. Pero se puede afirmar, sin embargo, que el acto prototípico de la crítica es exactamente ese. Y esto es aún más cierto para la poesía, un género literario que se podría definir como aquél en el que forma y contenido están íntimamente imbricados. Parece como si la poesía, por encima de todo, revelase la verdad secreta de todo escrito literario: que la forma es constitutiva del contenido y no un mero reflejo de este. El tono, el ritmo, la rima, la sintaxis, la asonancia, la gramática, la puntuación y el resto de los aspectos 98

formales son, en realidad, generadores de significado, no simples contenedores de este. Modificar cualquiera de ellos es modificar el significado mismo. Pero ¿acaso no es esto igualmente cierto en el habla cotidiana? ¿Qué tiene entonces de especial la literatura? El tono en que te digo «buenos días», tanto si es glacial como si es lisonjero, puede cambiar tremendamente el significado. Diálogos completos se han desarrollado repitiendo una obscenidad un número de veces, en cada ocasión modulándola en un tono diferente. Este tipo de cosas no tiene la grandeza de Guerra y paz, pero incluso así sirven a sus fines. El tono, la viveza, el énfasis y el resto de los elementos afines ayudan a constituir el sentido de lo que quiero decir tanto en la vida diaria como en la poesía. Te digo que son las seis y tres minutos de una manera grandilocuente, desproporcionadamente enfática para así transmitirte el hecho de que te considero un pelmazo que debería tener la decencia de comprarse un reloj. Un tono sarcástico o irónico puede invertir, de hecho, el significado de lo que digo. Comprender el lenguaje diario implica el modo en que usamos signos que carecen de significado por sí mismos siguiendo unas convenciones reconocidas, y esto es otra manera de decir que el contenido de nuestra habla está determinado por su forma. Las palabras individuales tienen una existencia puramente formal, como demuestra el hecho de que «cerdo» y cochon tengan el mismo significado. No hay, por tanto, una separación nítida entre la literatura y la vida. Es cierto que una importante porción de la poesía aprovecha los recursos del lenguaje más intensamente que la mayoría de nuestra habla cotidiana, a no ser que el que hable sea Oscar Wilde. (Sin embargo, incluso en este punto debemos estar en guardia: algunos poemas son austeros y llanos, mientras que algunas expresiones diarias pueden ser profusas y pomposas.) Pero la poesía pone de manifiesto lo que también le ocurre a nuestra habla, que, sin embargo, pocas veces se señala. En el habla cotidiana también el «contenido» es el producto de la «forma». O, para decirlo de manera más técnica, los significados (los sentidos) son el producto de los significantes (las palabras). La realidad es que los significados son resultado de cómo usamos las palabras, y no que las palabras transmitan significados que están formados de manera independiente de ellas. No se me podría ocurrir la idea «Se debería juguetear con los tigres en cualquier lugar» si no dispusiese de las palabras para tenerla. En la vida cotidiana, sin embargo, somos más bien analistas del contenido, preocupados por los sentidos más que por la forma. Miramos a través del significante directamente a lo que significa. Generalmente no le indicamos al carnicero con un alarido de satisfacción que lo que acaba de decir contiene dos aliteraciones y un anapesto. Por lo tanto, la poesía nos concedería la experiencia efectiva de ver que el significado toma forma como un proceso, en vez de presentarlo simplemente como un objeto acabado. O, si se prefiere, la experiencia de ver a la forma convertirse en contenido, un proceso del que la mayor parte del tiempo afortunadamente no somos conscientes.

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Índice Textos literarios o

Selección de poemas: Girondo, Vallejo, Casas, Batillana

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o

“Infierno Grande”, Guillermo Martínez

4

o

“Hombre de la esquina rosada”, Jorge Luis Borges

8

o

“Aparición”, Guy de Maupassant

13

o

“Nacido de hombre y mujer”, Richard Matheson

18

o

“La compañía de los lobos”, Ángela Carter

21

o

“La casa de muñecas”, Katherine Mansfield

29

o

“Irman”, Samantha Schweblin

36

o

“El padre”, Raymond Carver

42

o

“El baldío”, Augusto Roa Bastos

44

o o o

"Enroscado", Antonio Di Benedetto "El hacha pequeña de los indios", Abelardo Castillo

46 46 59 61

“Fotos”, Rodolfo Walsh

Textos críticos o

“Sobre la literatura”, selección de fragmentos

o

“De cómo los personajes se convirtieron en maestros y el autor en su aprendiz”,

82

José Saramago

85

o

“Tesis sobre el cuento”, Ricardo Piglia

88

o

Introducción a la literatura fantástica (fragmento), Tzvetan Todorov

91

o

“El sentimiento de lo fantástico” (fragmento), Julio Cortázar

92

o

“Ensayo de una tipología de la literatura fantástica” (fragmento), A. M. Barrenechea

94

Textos teóricos o

Cómo leer un poema (fragmento), Terry Eagleton

96

o

“Conceptos básicos para el análisis literario”, Isabel Vassallo

100

o

“La mirada indiscreta” / “Yo te cuento”, I. Klein – C. Bruck – L. Di Marzo

103

o

“Narrador: Todorov - Genette” (ficha de cátedra)

112

o

“La historia y el relato”, G. Pampillo – A. Sarchione

113

o

“Los recursos del relato”, A. Sarchione

115

o

Breve introducción a la teoría literaria (fragmento), Jonathan Culler

120

o

Problemas de la poética de Dostoievski, “La novela polifónica” (fragmento),

o

Mijaíl Bajtín

124

Elementos de versificación

125

Programa de la asignatura

131

136