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LA TIERRA QUE ATARDECE ENSAYO SOBRE LA MODERNIDAD Y LA CONTEMPORANEIDAD FERNANDO CRUZ KRONFLY LA TIERRA QUE ATARDECE

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LA TIERRA QUE ATARDECE ENSAYO SOBRE LA MODERNIDAD Y LA CONTEMPORANEIDAD

FERNANDO CRUZ KRONFLY

LA TIERRA QUE ATARDECE ENSAYO SOBRE LA MODERNIDAD Y LA CONTEMPORANEIDAD

EDITORIAL ARIEL

© Fernando Cruz Kronfly © 1998: Planeta Colombiana Editorial, S. A. Carrera 68A No. 22-55 Santafé de Bogotá Diseño de la cubierta: Planeta Colombiana Editorial S. A.

ISBN: 958-614-641-3 Primera edición: mayo de 1998

Impresión y encuadernación: Impreandes Presencia S. A.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

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SER CONTEMPORÁNEO: ESE MODO ACTUAL DE NO SER MODERNO

INTROITO

La idea de lo «moderno» nace aproximadamente en el Siglo V de nuestra era, al producirse el derrumbamiento del Imperio Romano y plantearse, quizás por primera vez en la historia de Occidente, la oposición entre lo antiguo y lo «moderno». La historia de esta compleja y ambigua oposición ha sido desarrollada por algunos autores, entre ellos Hans Robert Jauss, pero aquí nos remitiremos fundamentalmente a los estudios de Jacques Le Goff sobre el particular1, que sin ser los únicos por ahora nos parecen suficientes, a modo de marco general. De acuerdo con este proceso histórico de mutación y ajuste de sentido de lo «moderno», queda claro que, en sus inicios, según el autor en cita, lo «moderno» significó sólo el modo de ser de las cosas hoy, es decir, el modo actual del mundo, que por algunos, por añadidura, se empezó a considerar mejor que el modo de ser de lo antiguo. Dicho de otra manera, en esta oposición entre lo antiguo y lo «moderno», en sus comienzos, lo «moderno» estuvo signado por dos dimensiones: en primer lugar, por la dimensión del tiempo, para expresar sólo la actualidad de algo; y en segundo lugar, por una dimensión cualitativa, según la cual el modo de

1. Le Goff, Jacques, Pensar la Historia, Barcelona, Ediciones Paidós, 1991.

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ser de las cosas en el presente de hoy, es preferible y mejor que el modo de ser de las cosas en el pasado. De otra parte, la expresión «moderno» constituye un neologismo aparecido ya en el Siglo VI, derivado de la síntesis de dos palabras: hodiernas, que viene de hodie (hoy), y modus, que quiere decir modo. Es decir: el modo de hoy. De acuerdo con esto, en sus inicios el término «moderno» únicamente indicaba actualidad en el tiempo, y por lo tanto sólo se refería al presente de las cosas y no a todo lo que hoy en día se entiende por moderno o modernidad. Dicho de otro modo, en la antigüedad medieval del Siglo V se podía ser actual y preferir dicha actualidad respecto del pasado, sin que ello significara ser mentalmente moderno, en el sentido que posteriormente adquirió la expresión modernidad. Dicha actualidad en cuanto al tiempo, a su vez, es la dimensión principal y en ocasiones casi única que nutre hoy en día la idea de contemporaneidad. Aunque, a decir verdad, la contemporaneidad en nuestros días no sólo significa simple actualidad de algo, sino actualidad respecto de otro algo que existe al mismo tiempo con lo que se predica y cuyo prestigio nos impulsa a su uso, imitación o copia. Aquella significación inicial de lo «moderno» sólo como actualidad, restringida únicamente al modo de ocurrir las cosas en el presente de hodie, resulta por supuesto absolutamente insuficiente para pensar la complejidad de Occidente a partir de los procesos económicos, culturales y políticos que se pusieron en marcha con el Renacimiento y durante los siglos subsiguientes, incluido el Proyecto de la Ilustración, la Revolución Industrial y todo lo que de ahí se derivó para hacer mucho más compleja la idea de lo moderno. De hecho, la modernidad renacentista y post-renacentista no sólo instauró con la cultura antigua greco romana una relación absolutamente diferente, si se la compara con la que había instaurado hasta entonces el «hodiemus medieval», sino que con el advenimiento del capitalismo se produjo en Occidente

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una ruptura y un cambio de época tan profundos, que la significación de lo moderno pasó a ser radicalmente otra. El mundo moderno ya no significó entonces sólo lo contemporáneo, es decir lo actual en el tiempo, el modo de hoy, tal como lo fue durante la edad media, sino que empezó a significar, cada vez más claramente, la profundidad de una ruptura de época tanto como la conciencia de dicha ruptura. Un nuevo modo de ocurrir la economía en igualdad y libertad, un nuevo modo revolucionario de pensar y diseñar el poder y el Estado, un nuevo modo de pensar racionalmente el mundo y la relación de causalidad entre los fenómenos, un nuevo sujeto gobernado por el principio de individuación y armado con un método racional, la secularización del pensamiento y la cultura, el desarrollo del pensar científico y el predominio de la técnica, etc. Así, del simple modo de hoy, en el sentido del hodiernus medieval, lo moderno pasó a significar, de la mano de la burguesía naciente, la ruptura dramática del mundo medieval en todos los órdenes y el aparecimiento y consolidación de una nueva época y de la conciencia de la misma: la modernidad. Aquel significado de lo «moderno», restringido sólo al modo de hodie (hoy), se mantuvo al parecer durante toda la edad media, sin mayores variaciones, y fue el terreno en el cual se situó a lo largo de varios siglos la oposición entre lo antiguo y lo nuevo. El ■ sólo transcurso del tiempo parecía suficiente para introducir mínimas y muy lentas variaciones y novedosos modos de hacer, de pensar o de decir, que iban encontrando el favor y la adhesión de algunos, que los preferían frente a las antiguas maneras, aunque dicho cambio se presentara lento y las modificaciones instauradas por el presente respecto del pasado no fueran de ningún modo dramáticas. La «ley» del mundo no era por entonces la «velocidad» ni el valor supremo era la novedad «per se». Sin embargo, el advenimiento del Renacimiento, como antes quedó dicho, significó una ruptura crucial respecto del terreno en el que se había venido pensando la oposición medieval entre lo antiguo y

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lo «moderno». A partir del Renacimiento lo moderno ya no pudo significar sólo el modo de hoy, es decir, la actualidad o el valor de lo que sucede en el presente, frente al valor del pasado o antigüedadj sino que adquirió de ahí en adelante una significación que se desplazó de manera preferencial hacia la puesta en evidencia de una crucial y definitiva ruptura de época, acompañada de su correspondiente conciencia. A partir del Renacimiento la economía fue libre, se hizo posible la instauración del valor del dinero como criterio de significación y valoración social donde antes dominaba el criterio de la aristocracia de la sangre, surgieron las democracias políticas y se instauró el protagonismo del pueblo como fundamento de la soberanía y fuente suprema de todo poder, prevalecieron los valores plebeyos de la igualdad social y de la libertad en contra de las exclusiones de la sangre, se produjo la retirada cada vez más aguda de los dioses y se secularizó el arte, el pensamiento y la cultura, se instauró el prestigio de la Razón y de los métodos racionales del conocimiento, se disparó la racionalidad productivoinstrumental y el mundo de Occidente entró por entero en el «reino» de la ciencia y de la técnica. Esta poderosa re-significación histórica de lo moderno, puesta en marcha por el mundo burgués, modificó de manera substancial el terreno en el cual había sido situada la oposición entre lo antiguo y lo nuevo, a la manera medieval. Para empezar, replanteó a fondo la relación con el pasado, es decir con la antigüedad griega y romana, con la cual el Renacimiento supo entrar en inmediata y fructífera sintonía, al tiempo que rompía dramáticamente con lo medieval. De este modo, el fundamento de la modernidad renacentista y del naciente proyecto moderno debió ser la antigüedad griega y romana, de la cual se nutrió de manera substancial, para poder plantearse, con la autoridad que confería el pasado clásico, la ruptura de época frente al medioevo y sustentar así la esencia de un nuevo humanismo. Ser «moderno», entonces, en el restringido sentido del «hodiemus» o actualización en el presente y preferencia por el modo

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de hoy, ante lo antiguo, ha constituido un viejo afán a lo largo de muchos siglos. Y es el mismo apremio que nutre y explica, de algún modo, la preferencia y adhesión de nuestro tiempo por lo contemporáneo. Pero ocurre que, ser contemporáneo, es algo que muchos confunden hoy en día con ser moderno, cuando se trata en realidad de dos modos de ser que remiten a dos dimensiones totalmente diferentes. Veamos esto con algún detenimiento: El afán de contemporaneidad sustituye casi siempre entre nosotros la idea de la modernidad o de lo moderno, pues muchos creen que por el sólo hecho de ser contemporáneos ya están instalados por derecho propio en lo moderno. Sin embargo, «desde que sabemos que la idea de progreso no atiende a la cronología, y que épocas enteras pueden representar un retroceso en la azarosa búsqueda de la felicidad, está claro que lo último puede ser lo más reciente, pero no necesariamente lo más moderno», dice José María Ridao2. Efectivamente, lo último puede ser lo más reciente pero no necesariamente lo más moderno. De hecho, se puede ser contemporáneo y estar actualizado e instalado en lo último, en el restringido sentido del hodiernas o modo de hoy, sin haber tenido que pasar, ni siquiera remotamente, por la ruptura mental que significó para Occidente el ingreso en la modernidad postrenacentista. Un mundo espiritual y material, como el burgués, capaz de conducir posteriormente a la Ilustración, con todo lo que dicho tipo de modernidad, entendida como ruptura de época, significó en el terreno de la economía, la política, la urbanización, la cultura, la mentalidad y las simbologías. Hoy por hoy, en tiempos de predominio de lo que con no poca ingenuidad se conoce como la «nueva era», esta feligresía del Fin de Siglo que se aglutina en torno de los «nuevos» misticismos, los horóscopos y las cartas astrales incluso computarizadas, no tiene ningún inconveniente

2. Ridao, José María: «Lengua, Tolerancia y Modernidad en la Cultura Española», Revista Quimera No. 152, Barcelona, noviembre de 1996.

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mental en ser absolutamente contemporánea en el sentido del hodiernus medieval, mientras su cabeza y la cultura de que su cabeza es tributaria permanecen de bruces en la magia, la religión, la hechicería, el mito y, en general, en formas de representarse el mundo típicas de épocas premodernas que, sin embargo, hoy por hoy se consideran a sí mismas como el último grito de la moda que cunde, cuando de lo que en realidad se trata es de una nueva versión o ropaje de lo arcaico. Dicho de otro modo, se puede ser hoy perfectamente contemporáneo y actual, en el restringido sentido del hodiernus medieval, sin necesidad de que la cabeza de ese «nuevo» fanático de nuestro tiempo haya tenido que pasar por la ruptura mental, simbólica y cultural que significó en su momento, para Occidente, el cambio de época denominado «modernidad» que instauró el mundo burgués a partir del Renacimiento, luego el advenimiento del Proyecto Ilustrado y más tarde el desarrollo en pleno del capitalismo industrial, con todo lo que ello significó. Dicho de otro modo, el escamoteo de lo moderno por el afán de lo contemporáneo. Algo va, entonces, de la denominada modernidad mental y cultural, propia de lo moderno post-renacentista y del Proyecto Ilustrado, caracterizada por el racionalismo filosófico, los métodos racionales de conocimiento y el prestigio de la ciencia y la técnica, la desacralización y secularización de la cultura, el declive y fin aparatoso de las monarquías y de los privilegios de la sangre, la instauración del mundo de lo popular y la revalorización de lo plebeyo, los ideales y valores de la libertad y la igualdad, la reforma protestante y el calvinismo, entre otros rasgos, con sus correspondientes simbologías y universos representativos modernos, a los productos e instrumentos de la técnica hijos de esa modernidad, es decir, lo que se conoce como civilización instrumental, producto y derivación de la racionalidad productivo instrumental de ese mismo mundo moderno. En efecto, el afán por la novedad y por situarse en el ahora y en el encanto del presente, puede ser sólo un afán derivado de la

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necesidad de gozar de los beneficios permitidos por la actualidad técnico-instrumental de la civilización moderna, sin que dicho goce y disfrute implique necesariamente tener que pasar por la ruptura mental de lo moderno, en el sentido antes señalado. Dicho de otro modo, hay sujetos y pueblos que, sin necesidad de hacer la ruptura cultural y mental propia de la modernidad, como en América Latina, fueron capaces, sin embargo, de aceptar, propiciar el advenimiento e incorporar el componente de civilización técnico-intrumental propio del conjunto del proyecto moderno y de plegarse a su racionalidad. Esto es lo que permite, en ciertos sujetos individualmente considerados o en ciertos pueblos míticos y mágicos premodernos que se conservan a pesar de todo sin apenas romperse ni mancharse, la mixtura y el hibridaje un poco alocados que resultan de la incorporación a la existencia cotidiana de las técnicas e instrumentos más actuales, en el sentido del hodiernus medieval, en medio de estructuras culturales premodernas. Es este afán de contemporaneidad y de actualidad el que permite la coexistencia de la civilización técnico instrumental más «avanzada» con núcleos duros de mentalidades premodernas que no han necesitado pasar por la ruptura mental que significó el haber ingresado en lo moderno, en el sentido occidental post-renacentista. EL HIBRIDAJE CULTURAL DE TEMPORALIDADES HISTÓRICAS EN AMÉRICA LATINA

En América Latina se presenta lo que algunos han definido como la simultaneidad de las diferentes dimensiones del tiempo en la cultura. Dicho de otro modo, parecería como si fuéramos premodernos, modernos y postmodernos al mismo tiempo. Esta denominada simultaneidad de diversas temporalidades históricas en extraña coexistencia se ha convertido en una especie de señal de identidad o característica cultural de América Latina, pues parecería que al tiempo que hemos incorporado a nuestro pensar-

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vivir sistemas de representaciones, sensibilidades, instituciones y valores propios del mundo moderno y de la modernidad, al menos desde el punto de vista meramente formal, hemos también conservado vestigios supervivientes pero muy vigentes de la cultura de la magia, el mito, la religión, la hechicería, la prevalencia de los vínculos comunitarios sobre los vínculos propiamente sociales y civiles, en fin, rasgos de culturas precedentes a la cultura moderna, y simultáneamente hemos venido incorporando e interiorizando, al menos en ciertos y determinados sectores de nuestra población urbana, elementos culturales propios de la denominada postmodemidad, que se expresan a través de una diferente sensibilidad y de un modo de pensar y de vivir muy propios de la crisis de legitimidad de los principales mitos y relatos modernos. En medio de toda esta tan completa como inédita mixtura, este hibridaje y esta especie de alocada simultaneidad de diferentes temporalidades y espacialidades culturales, de algún modo natural a toda cultura híbrida y mestiza, nos encontramos ahora frente a la necesidad de encuadrar esa otra dimensión más de la subjetividad y de la cultura en el tiempo que aquí hemos venido denominando el afán de contemporaneidad. Podríamos decir entonces que el sujeto latinoamericano en general tiene algo o mucho en combinación, según el caso, de premoderno, de moderno, de post-moderno pero, también, muchísimo de contemporáneo. En el fondo, el sujeto latinoamericano parecería estar capacitado para incorporar e interiorizar, sin contradicción «interior», elementos (representaciones, valores, sensibilidades, objetos, etc.) culturales provenientes de diferentes temporalidades y espacialidades, sin tener que eliminar por ello aquellos elementos que desde un punto de vista lógico pudieran estimarse diferentes, contrarios, contradictorios o incluso antagónicos. La trama interior del sujeto latinoamericano resulta así constituida por una especie de negociación y transacción cotidiana entre elementos culturales provenientes no sólo de diversas espacia-

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lidades y temporalidades, sino contrarios, contradictorios y hasta antagónicos, sin que por ello el sujeto deba hacer estallido. Simplemente, el sujeto latinoamericano así poblado no sólo de lo diverso sino de lo contrario y hasta de lo contradictorio y lo antagónico, se toma en un sujeto quizás más complejo, un tanto «alocado» y contradictorio frente a la mirada occidental clásica, habitado por comportamientos y sensibilidades imprevisibles y muchas veces inesperados. El sujeto latinoamericano es una especie de suma histórica sin eliminaciones. De este modo, ha podido ser premoderno y perdurar en su poca o mucha premodemidad cultural mítica y mágica, al mismo tiempo que ha podido ser moderno a medias y ahora en ciertos casos relativamente postmodemo. A todo lo cual debemos agregar ahora la dimensión que deriva no sólo de su afán de contemporaneidad sino de su real ingreso en la fascinación de la actualidad instrumental y de ciertos estilos de vida y sensibilidades que de ahí se derivan, en una misma masa. Como quien dice: mentes predominantemente mágicas, religiosas, míticas y hechiceras, rodeadas del «confort» y de los instrumentos contemporáneos y más recientes, en medio de «formas», «instituciones» y «lenguajes» vacíos heredados de lo moderno y en la cabeza un caótico caldo hecho de sensibilidades y estilos de vida relativamente postmodernos. SER CONTEMPORÁNEO NO ES LO MISMO QUE SER MODERNO

Ser contemporáneo quizás sea a primera vista algo muy próximo de ser moderno, pero definitivamente no es lo mismo, tal como ya lo vimos en las páginas anteriores. Incluso, podría decirse que plegarse al afán de contemporaneidad equivaldría a convertirse en una de las mejores maneras actuales de no ser moderno o de evadir los rigores y las exigencias mentales de la modernidad en el sentido kantiano de la mayoría de edad. Tal vez para ser moderno se tenga que ser en algo contemporáneo,

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pero para ser contemporáneo no se requiere necesariamente de ser moderno. La modernidad, tal como ya se ha dicho, implica mentalidad científica, desarrollo de relaciones capitalistas, institucionalidad política y jurídica democrática, ideologías igualitarias y libertarias, formas estéticas y desarrollos artísticos específicos de la modernidad, desarrollo de tecnología y de ciencia aplicada y, sobre todo, una mentalidad secular derivada del desencantamiento del mundo. Pues bien, la modernidad exige entonces una serie de requisitos, características y condiciones históricas y culturales muy especiales. En cambio, tal como lo desarrollaremos más adelante en este texto, la contemporaneidad no es una característica o una calidad a la que se llega necesariamente por el camino de la modernidad. Se puede ser contemporáneo, en consecuencia, sin haberse asomado siquiera a la modernidad, en el sentido de la ruptura de época ocurrida con posterioridad al Renacimiento y, sobre todo, al Proyecto de la Ilustración y la idea de la mayoría de edad. La contemporaneidad es, pues, absolutamente otra cosa diferente de la modernidad. Pueden, por supuesto, presentarse juntas, pero pueden también darse por separado. ¿QUÉ SIGNIFICA, ENTONCES, SER CONTEMPORÁNEO? En principio, la contemporaneidad significa sólo actualidad simultánea de dos o más cosas en el tiempo. Gramaticalmente, ser contemporáneo consiste en que algo existe o ha existido simultáneamente con otra persona o cosa. Pero para los fines de nuestra reflexión, la contemporaneidad no debe limitarse sólo a la simple coincidencia y simultaneidad de dos o más cosas en el tiempo. Los indígenas amazónicos actuales, por decir algo, son contemporáneos de los jóvenes neoyorquinos o berlineses de nuestros días, en cuanto existen ahora mismo de manera simultánea en el tiempo, pero tal contemporaneidad no nos dice mucho por el momento. Ocurre que a esa simple y llana simultaneidad en cuanto al tiempo debemos ser capaces de agregar otras cir

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cunstancias y condiciones para que la contemporaneidad de la que hablamos se tome realmente significativa, al menos para los fines de nuestra reflexión. Hemos dicho que ser contemporáneo implica una radical actualidad en cuanto al tiempo presente. Y que, ser actual, significa que algo existe, sucede o se usa en el mismo tiempo de que se habla. Para nuestro caso específico, en el tiempo de hoy y de ahora. He subrayado especialmente la expresión «usarse», porque resulta fundamental a nuestro propósito. En efecto, no es lo mismo que algo exista o suceda simultáneamente y en el mismo tiempo con otro algo (persona, proceso o cosa), circunstancia que puede llegar a darse sin que dichas realidades cuya existencia resulta simultánea se conozcan entre sí o hayan hecho contacto siquiera algún día, a que algo se use simultáneamente en diferentes partes, pues la mera existencia simultánea es algo absolutamente diferente del uso simultáneo. La existencia de procesos, objetos o costumbres, etc., en diversos lugares y espacios de la geografía planetaria, conduce en general a la idea de la simple contemporaneidad por coincidencia en el tiempo, pero la cuestión de los usos simultáneos de lo mismo en diferentes áreas de esa misma geografía planetaria resulta a nuestros fines particularmente reveladora. Los usos tienen que ver con muchas dimensiones posibles de la utilización de algo. Por lo pronto, los usos y las utilizaciones de objetos, procesos, informaciones y todo aquello susceptible de ser tomado en préstamo y apropiado de otras culturas y civilizaciones, pueden conducir a la que podríamos denominar incorporación de una cultura, de una civilización o de un sujeto en la contemporaneidad de otro por la vía del uso. Desde este punto de vista, un sujeto, una civilización o una cultura pueden participar de la contemporaneidad «avanzada» de otro o hacer «inclusión» en ella, tomando para su uso y utilización aquellos elementos que actualmente y de manera simultánea en el tiempo estén teniendo existencia u ocurrencia en esas otras culturas o

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civilizaciones, en diferentes lugares de la geografía. Los fenómenos de globalización de nuestro tiempo tienen por lo tanto muchísima relación con el efecto de contemporaneidad, sin que ambos conceptos signifiquen lo mismo. Pero es innegable que la globalización puede determinar e incluso precipitar en ciertas culturas y civilizaciones la urgencia o la fascinación de la contemporaneidad. Dicha contemporaneidad, además de darse mediante los usos y utilizaciones de «lo otro» actual y simultáneo, puede ocurrir también por imitación. En este caso lo que existe o sucede en otra parte del mundo «hoy en día» o lo que simplemente se ha puesto de moda, si lo imitamos y lo incorporamos a nuestras vidas, no sólo mediante su uso sino mediante su imitación (sensibilidades, gestualidades, maneras, actitudes y formas de pensar y de vivir), termina por ser nuestro modo de insertarnos en la contemporaneidad, ya sea por el camino del uso de lo que simultáneamente se usa o estila en «la actualidad» en otra parte, ya sea por el camino de su imitación. Sin embargo, uso e imitación son conceptos que implican dimensiones diferentes de la apropiación de «lo otro» actual. La imitación implica una cierta dosis de admiración de aquello que se imita. Se imita generalmente aquello que se considera digno de ser imitado, aquello que al imitarse otorga prestigio, admiración o reconocimiento. Ser contemporáneo por vía de imitación de lo otro actual significa estar en sintonía con el ahora del mundo, con el prestigio que la ideología de lo «novedoso» ofrece a quien se comporta según sus baudelaireanos designios. Dicho de otro modo, el afán de ser contemporáneo es algo que se puede convertir para el sujeto y para la cultura en una verdadera ideología, en virtud del conjunto de representaciones imaginarias que instaura. Imaginarios respecto del poder y del prestigio de «lo nuevo», de lo actual y de lo que se usa y está de moda, por el sólo hecho de ser actual.

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LO CONTEMPORÁNEO Y EL MITO DEL PROGRESO

Uno de los mitos modernos más fuertes y acendrados es el mito del progreso, sobre todo porque se encuentra respaldado por las «evidencias» proporcionadas por el «avance» tecnológico, técnico y científico. El mito del progreso se fundamenta en el imaginario según el cual el alma humana es un algo perfectible, es decir susceptible de un proceso de perfeccionamiento continuo y acumulativo a lo largo de la historia no sólo del sujeto sino de la humanidad. Se parte del supuesto, a mi modo de ver absolutamente imaginario, de creer que el hombre primitivo, gradualmente, se fue convirtiendo en un hombre cada día más bueno, cada vez más perfecto desde el punto de vista intelectual y ético, hasta llegar a lo que es el hombre de hoy, y que dicho proceso de perfeccionamiento no ha terminado y continuará dándose hacia el futuro. Este mito del progreso confunde el «perfeccionamiento» técnico y tecnológico, así como el «avance» científico del conocimiento, con un supuesto e imaginario proceso de perfeccionamiento acumulativo del alma humana a lo largo de la Historia. Pero ocurre que el alma humana no se perfecciona realmente a lo largo del tiempo, y no son más buenos ni mejores los hombres de nuestro tiempo respecto de los hombres de otras épocas pasadas, ni a la inversa. Cada que nace un ser humano es necesario volver a comenzar de «cero» desde el punto de vista ético, pues en ese animal biológico de la especie humana que ha nacido es imprescindible instalar, desde el principio, la Ley de Cultura normativa capaz de transformarlo en hombre y de arrancarlo de la animalidad a la que por derecho natural pertenece. No existe pues una acumulación histórica de la «bondad» y de la «perfección» humanas. Y, por lo tanto, no existe progreso entendido como proceso de perfeccionamiento acumulativo de la denominada condición humana. Los instrumentos técnicos y los saberes ligados a su producción, por supuesto, sí se han «perfeccionado» a lo largo de la Historia, en el sentido de que existe una memoria acumulativa técnica y de conocimiento que

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se apoya en los «avances» precedentes para mejorar la eficiencia o la productividad de los medios instrumentales desde el punto de vista de su capacidad para resolver dificultades concretas. La historia de los «progresos» del avión, del tren, de la telefonía, de los equipos de sonido y de las máquinas y sistemas inteligentes, por citar sólo algunos ejemplos, sería suficientemente ilustrativa para demostrar que en el campo de la ciencia, la técnica y la tecnología sí existe perfeccionamiento progresivo. Sin embargo, esto no significa que simultáneamente con el avance técnico e instrumental el ser humano se esté perfeccionando en el sentido ético, ni que el mundo sea éticamente mejor ahora que antes, ni a la inversa. Es decir que el ser humano tampoco está empeorando, ni entrando en decadencia ni llevando a cabo ninguna suerte de regresión ética, como algunos cultores del apocalipsis histórico creen. Simplemente continúa siendo, a pesar del «progreso» técnico e instrumental y del «avance» de la información y del conocimiento, el mismo animal peligroso de siempre. Cada que nace un nuevo animal de la especie humana, vuelve y juega la cuestión de su instintividad animal y del dominio de sus coordenadas éticas. Y hay que domesticarlo y meterlo en cintura, tal como se hizo en el pasado, se hace ahora y se continuará haciendo, mediante los métodos de interiorización normativa que todas las culturas y civilizaciones han tenido a su disposición para garantizar que las pulsiones instintivas ligadas a la sexualidad, al consumo de los alimentos y a la agresividad sean mantenidas bajo relativo control, sometiéndolas a la represión y reglamentación correspondientes. Sin embargo, el mito del progreso propio de un cierto tipo de modernidad ya muy «antiguo», que según Teresa Oñate3, apoyándose en Martín Heidegger, arrancó con los griegos, nos hizo suponer que tanto el alma como la denominada condición humana

3. Oñate, Teresa: «Al Final de la Modernidad», revista Fin de Siglo, No. 2, Universidad del Valle, Cali, Colombia, 1992.

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eran moldeables hacia el bien y perfectibles en un sentido acumulativo y progresivo, proceso de perfeccionamiento que según este mito coincidía con la historia de Occidente y que de hecho ya había ocurrido y estaba allí para ejemplo del mundo y de otras culturas. De este mito participó también, y de qué manera, la modernidad post-renacentista en Occidente, las ideologías del capitalismo y del marxismo, las religiones occidentales modernas, el movimiento de la Ilustración y todo el Siglo XIX y parte del XX en los países industrializados, donde los teóricos de la postmodernidad encuentran hoy que dicho mito ha entrado en declive o que incluso ha colapsado, sobre todo en aquellos sectores de la población que cultivan el nihilismo y la desesperanza. No obstante, en los denominados países del Tercer Mundo parecería que este mito del progreso aún conserva parte de su vigor, de su legitimidad y de su vigencia histórica. Pero, independientemente de lo que se pueda decir al respecto, resulta evidente la relación que existe entre el mito del progreso como ideología que convierte «lo nuevo» y «lo actual» en lo mejor y en lo más deseable y bueno, es decir en la manifestación más depurada del progreso humano frente al pasado y el «atraso», y el denominado afán de contemporaneidad. La contemporaneidad entendida como afán casi pulsional de nuestro tiempo en favor de lo actual, en cuanto necesidad de uso, apropiación o imitación de «lo otro» prestigioso que simultáneamente existe o se ha producido o se estila en otra parte «ahora mismo», deriva muy seguramente del imaginario cultural ligado al poderoso mito del progreso, que introduce en un mismo saco, confundiéndolos, el «progreso» técnico-científico con la idea del perfeccionamiento continuo de la condición y del alma humanas por el «sendero del bien«. Pues, como dice Wittgenstein: «no es posible dirigir al hombre hacia el bien; sólo es posible dirigirlo a alguna parte»4.

4. Wittgenstein, Ludwig, Tractatus Logico-Philosophicus, Madrid, Alianza Editorial, 1994.

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En efecto, tal como ha sido dicho antes, el hombre en Occidente y las culturas occidentales han creído que el sujeto humano «avanza» hacia «adelante», por el sendero del bien y con la ayuda de la Razón, y que dicho «avance» es acumulativo y progresivo a lo largo de la Historia. La idea de la vida individual pero, sobre todo, de la vida colectiva como «un viaje» histórico hacia el perfeccionamiento y hacia el bien como un punto en el horizonte, es una idea muy fuerte de la que ha derivado una muy abundante mitología cultural, como sucede con la utopía incluso laica, para citar sólo un caso, y de la que a su vez forman parte las religiones occidentales, en cuanto instrumentos de perfeccionamiento del sujeto y de guía de la conducta por el «sendero» del bien, camino del progreso. Pues bien, ya ha quedado dicho, el anhelo de contemporaneidad como afán ideológico de nuestro tiempo, resulta ser un derivado del mito del Progreso en cuanto mito que viene de muy lejos y se ha transformado en lo que hoy queda de él, bajo la forma de anhelo de contemporaneidad. Ese mito nos empieza a decir, ya en la modernidad del siglo XIX, con Baudelaire, que lo nuevo es bueno por el sólo hecho de ser nuevo. Y nos susurra además al oído la consigna diaria de estar al día en todo, a la moda. Se configura y consolida así para todos el afán de ser contemporáneos mediante el uso, incorporación, utilización o imitación de algo que existe o se ha producido o se ha puesto de moda en otra parte y que, al ingresar a nuestras vidas, se supone que nos otorga prestigio y reconocimiento y nos mejora, no se sabe muy bien cómo ni en qué sentido. Pero ocurre que estos elementos así incorporados para estar al día y permitirnos mediante su uso e incorporación ser contemporáneos, terminan coexistiendo con los componentes arcaicos de las culturas que los incorporan, sin que se produzca por ello ninguna contradicción alterna insalvable en el sujeto, ni en la cultura a la que pertenece, pues en el fondo la incorporación, imitación, utilización o uso

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de lo contemporáneo instrumental puede perfectamente producirse como simple superposición de lo «nuevo» en la matriz de lo arcaico, sin que por ello dicha superposición implique casi nunca ningún tipo de cambio previo del sujeto en la dirección mental y cultural de la modernidad, con todo lo que esto significa, sino más bien en la dirección de la simple actualidad. Carlos Monsivais lo da a entender en los siguientes términos: «La coexistencia extrema tiene lugar e incluso en los sectores lumpen se escucha el rock o la discomusic sin entender la letra pero asumiendo devotamente que la música no sólo es moderna: también moderniza»5. Sin embargo, sería interesante preguntarse si todo aquel que hace suyo hoy en día el afán de contemporaneidad y vive según su ley y en función de la novedad de las cosas, lo hace por haber asumido al mismo tiempo los ideales de la modernidad. A este interrogante debemos responder que no es así. Dicho de otro modo, resulta perfectamente posible afirmar que si alguien o si una cultura deciden apropiarse, imitar o usar algo que existe o se estila «ahora mismo» en otra parte que se considera más «avanzada», esto no necesariamente ocurre porque ese alguien o esa cultura hayan asumido como proyecto o como ideal de sí la modernidad. El afán de contemporaneidad no necesariamente coincide con un afán de modernidad. Estamos en presencia de dos tipos diferentes de afán. El anhelo de contemporaneidad corresponde más bien con un afán de «modernización» instrumental y técnica, o con la necesidad de disponer de conocimientos al día o simplemente de información actualizada para ponerlo todo al servicio de la simple curiosidad o de la racionalidad productivo instrumental. O, simplemente, por el prurito de estar

5. Monsivais, Carlos, «Cultura Urbana y Creación Intelectual. El Caso Mexicano», publicado en el libro: Cultura y Creación Intelectual en América Latina, coordinado por Pablo González Casanova, México, Siglo XXI Editores, 1984.

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«actualizado» en dichos conocimientos o informaciones y poder así hacer uso y consumo del mundo, tal como él se ofrece al usuario y al consumidor de nuestro tiempo. Que es exactamente lo que sucede cuando personas o culturas premodernas, a pesar de su premodernidad cultural y mental, incorporan, usan o imitan elementos contemporáneos de otras culturas o civilizaciones que se consideran más «avanzadas», sin tener por ello que asumir para nada la modernidad como un proyecto integral de carácter no sólo instrumental y técnico sino también intelectual, político, espiritual y cultural. En fin, como un proyecto encaminado a la generación de una espiritualidad racionalista y secular tanto como de una vida «civilizada» fundada en la democracia, el respeto por el principio de individuación del sujeto y el reconocimiento de su intimidad. Se trata pues, en el afán de contemporaneidad, simplemente, del escueto prohijamiento de la técnica, los instrumentos, las modas, la información y todo aquello que pueda incorporarse por imitación y dejar al sujeto con la sensación de estar al día y actualizado, sin que por ello el sujeto deba cambiar dramáticamente su mentalidad, sus creencias, sus tradiciones ni sus mitos. CULTURA, CIVILIZACIÓN Y CONTEMPORANEIDAD

Desde este punto de vista, el picor de nuestros días por la contemporaneidad alcanza sus mayores grados de realidad y satisfacción mucho más por la vía de la civilización instrumental que por la vía de la cultura moderna en el sentido de ruptura mental de época. Con lo cual se toma de nuevo no sólo interesante sino ciertamente útil la diferenciación entre civilización y cultura, a propósito del tema de la contemporaneidad. Para los propósitos de este texto entenderíamos por civilización, predominantemente, el universo tecnico-instrumental del hombre, y por cultura el universo de las representaciones mentales, sistemas de valores, creencias y expresiones del arte y la creatividad. Por supuesto que entre cultura y civilización existe una absoluta relación, al

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punto de que no es posible imaginar una cultura sin su correspondiente civilización técnica e instrumental, al tiempo que tampoco es posible pensar en una civilización que no se encuentre soportada por un determinado sistema de representaciones, creencias, valoraciones, etc. Pero no obstante la existencia de dicha relación ambos términos pueden y deben diferenciarse. De este modo, podríamos decir que las culturas premodemas, tradicionales y arcaicas, haciendo caso omiso de la modernidad mental y cultural entendida como ruptura radical de época, pueden sin embargo estar en capacidad de apropiarse de sus elementos de civilización técnico instrumental sin necesidad de tener que asumir la modernidad como un proyecto global. En tales circunstancias, un sujeto o una cultura premodernos pueden perfectamente escuchar el canto de la contemporaneidad, y proceder así a apropiarse de sus beneficios mediante el uso o la imitación de aquella parte de la civilización técnico instrumental que les permita ser contemporáneos sin necesidad de doblegarse ante la cultura que ha producido el desarrollo de dicha civilización instrumental. Vemos así entonces de qué conmovedor modo, por ejemplo, los indígenas guambíanos trepan en sus motocicletas y consiguen de esta manera ser contemporáneos sin necesidad de ser mentalmente modernos, incluso desde el punto de vista de la información al día de que disponen a través de la televisión satelital, y sin que por ello deban plegarse de manera significativa a la cultura de la cual derivaron esos productos técnico instrumentales. Que fue lo que un día pude observar en el aeropuerto de Tánger, en Marruecos, cuando vi descender por las escalerillas de una poderosa aeronave un jefe espiritual islámico, en medio de adormilados camellos e invocaciones al gran Alá. Estos elementos de la civilización moderna, como los aviones, los trenes subterráneos, los teléfonos celulares, la música, etc., terminan siendo incorporados, usados o imitados por las culturas arcaicas, tradicionales o premodernas, sin que por ello deban desnaturalizarse respecto de su identidad cultural.

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Es cierto que dicho contacto con la civilización instrumental tarde o temprano produce su impacto en la cultura que la recepta, pero también es cierto que de esta manera la cultura con su mentalidad y sus tradiciones resiste más eficazmente al impacto de las innovaciones, que sólo se reinscriben como instrumentos en la matriz que las recepta y que se mantiene más o menos inmodificada aunque sin aislarse del todo frente a los «avances» civilizadores y modernizadores. EN QUÉ CONSISTE EL AFÁN DE CONTEMPORANEIDAD Para ser contemporáneo hay que estar pues al día. Pero, ese día con el que hay que estar en sintonía, ¿dónde queda y en qué consiste? ¿Qué cosas definen la opción de un sujeto o de una cultura por la contemporaneidad? ¿Se trata de un sistema de valores que se considera mejor, de unas formas artísticas o científicas cuya actualidad hay que buscar; en fin, se trata de procedimientos mentales racionales que por su racionalidad causan admiración y que despiertan por eso mismo el afán de su imitación?. Pues no, en principio no se trata de nada de esto. Se trata más bien de otro asunto, cuya complejidad supera los límites de este ensayo pero que por la vía de una aproximación en bruto y muy preliminar podría reducirse a lo siguiente: el afán de contemporaneidad se concentra mucho más en los productos de la civilización técnico instrumental, en ciertos estilos de vida, en la información y en la moda. Pero, ¿qué clase de civilización técnico instrumental, qué estilos de vida y qué clase de información y cuál moda? Las respuestas a los interrogantes anteriores tienen que ver con el desarrollo capitalista de las últimas décadas, que ha homogeneizado la civilización técnico instrumental pero no por ello ha conseguido homogeneizar la cultura. Las culturas del mundo son todavía diversas e innumerables, pero la civilización instrumental es una sola y obedece a un sólo vector, y es el que

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produjo y ha continuado produciendo el desarrollo capitalista desde la época de la Revolución Industrial hasta nuestros días. Dicho de otro modo, existe todavía una importante diversidad cultural en el planeta, que resiste eficazmente a la «estandarización» y a las tendencias a la homogeneidad, pero dicha diversidad cultural debe sin embargo enfrentar una sola, hegemónica, prestigiosa y muy fuerte civilización productivo instrumental, que es la que derivó, ya lo hemos dicho, del vector único de los países industrializados. Ya sabemos que toda civilización ocurre dentro de una determinada cultura, y que a su vez es capaz de generar formas culturales nuevas, es decir su propia cultura. Aquí la relación es siempre de doble vía y se caracteriza por su propia forma dialéctica, en lo que podríamos denominar un proceso de doble constitución y de mutua determinación. Sin embargo, la civilización técnico instrumental que se generó en los países industrializados terminó imponiéndose a los países coloniales, no sólo por la fuerza de la dominación propia del régimen colonial sino sobre todo por la fuerza de su encanto. El poder de la civilización instrumental derivado de su capacidad de fascinación y de deslumbramiento ejercida sobre los incautos pueblos dominados y presas de un agudo sentimiento de inferioridad, es muchísimo mayor que el supuesto poder de los valores, el arte o la ciencia de los dominadores. Esto explica por qué motivos ciertos pueblos denominados atrasados se muestran mucho más flexibles y receptivos frente al poder de los pueblos «desarrollados» en el terreno de la técnica instrumental que en el terreno de sus valores, preceptos éticos o mentalidad. Y del encanto y la fascinación de la técnica y de los instrumentos surgen en la historia de los pueblos dos sentimientos que resultan complementarios: en primer lugar, el sentimiento de admiración de quienes carecen de esos instrumentos y técnicas respecto de los pueblos que las generan; y en segundo lugar el complejo de inferioridad de los primeros frente a los segundos. Difícilmente, aunque no es imposible, los pueblos dominados sienten admi

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ración por los dominadores desde el punto de vista de su ética, de su imaginario, de sus valores, de su filosofía. Pero en el terreno de la civilización técnico instrumental la debilidad de los pueblos dominados resulta anonadante por el camino de la admiración y del sentimiento de inferioridad. Por supuesto que la anterior no es una regla absoluta, y habría que ajustarla en cada situación y en cada momento. Pero podría servir de modelo básico para pensar preliminarmente la parte más gruesa del asunto. El afán por lo contemporáneo es entonces un afán fundamentalmente ligado al encanto ejercido por la civilización técnico instrumental y todo lo que se reúne a su alrededor. Ese afán, en cuanto pulsión de estar al día, deriva de la admiración por lo que se supone superior, el sentimiento de inferioridad correspondiente y el mito común relativo al valor supremo que se le atribuye al presente por el sólo hecho de su novedad. Estar al día en cuanto a la información, la técnica, los instrumentos y la moda es una forma de no quedar excluido, mucho más cuando la velocidad se apodera de todo6; es una forma de no sentirse marginal, de no ser un paria de la civilización. Todo esto está ligado también al mito moderno de la igualdad y sus correspondientes fantasías, que se realizan y concretan mucho más fácilmente por parte de los desposeídos mediante el acceso a lo contemporáneo bajo la forma de actualidad en la moda, en la información, en los estilos de vida imitados y en la disponibilidad del «confort» mediante el uso de objetos caseros, que por la vía de un acceso real a la mentalidad moderna. Para todo lo cual, como ya ha quedado dicho, no es necesario pasar por la modernidad mental o cultural. En efecto, el mundo europeo, que hizo la revolución mental y cultural que se conoce como la modernidad en los siglos que siguieron al Renacimiento, y que produjo más tarde la Revolución Industrial e impuso las condiciones para que pudiera darse el

6. Ver a este respecto los estudios de Paul Virilio sobre la velocidad en la cultura contemporánea.

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siglo XIX y el capitalismo norteamericano del siglo XX, generó a su vez la admiración mundial por un modelo de desarrollo que parecía ser la encamación misma del mito del progreso y que se constituyó en una especie de axioma sustentado en las evidencias de la civilización técnico instrumental, cuya eficacia y bondades nadie se atrevía siquiera discutir. Frente a dicha civilización del capitalismo industrial cada vez más compleja, fue que se planteó en el mundo moderno postrenacentista, para los pueblos tradicionales, «atrasados», arcaicos o simplemente coloniales el afán de contemporaneidad. Volvamos a recordar que ser «con-temporáneo» significa entonces en términos generales existir simultáneamente con otra persona o cosa. Se trata, pues, en principio, sólo de una simultaneidad temporal, que no exige sino esa sola correspondencia en el tiempo y nada más. No se requiere que quien reciba una determinada información para ponerse al día en las noticias y ser contemporáneo de este modo, por ejemplo, haya sufrido previamente transformación mental alguna en la dirección moderna. Un aborigen puede en consecuencia estar al día y ser contemporáneo respecto de las noticias y reinscribirlas en su mentalidad, sin necesidad de transformarse para nada en la dirección de la modernidad. Igual sucede con la moda. Hay que estar a la moda, dicen quienes así se comportan, pero para el uso de determinadas prendas no se requiere haber hecho el cambio mental de época que significó el ingreso en lo moderno. Octavio Paz sugiere esto cuando afirma que América Latina se incorporó a la historia de Occidente sin haber vivido la experiencia del Siglo XVIII. Es decir, sin haber vivido la experiencia colectiva, plebeya, popular y profunda, del quiebre de época que significó la modernidad en el sentido cultural y mental ligado al Proyecto de la Ilustración. Exagerando un poco, para mediante el expediente de esta exageración trazar una línea de reflexión, podría decirse en consecuencia que lo que nosotros en nuestro país tenemos de contemporáneos, que es casi todo, lo hemos conseguido sin

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necesidad de hacemos realmente moderaos en el sentido más hondo del quiebre de época que significó la modernidad europea entendida como secularización de la cultura y de la mente, conformación de una subjetividad tributaria en alto grado del principio de individuación, clara definición de los derechos y responsabilidades de la sociedad civil, en fin, desarrollo del espíritu científico y laico y retirada del encantamiento del mundo. Incluso, parecería como si las Instituciones jurídicas y políticas de nuestra democracia fueran sólo cascarones formales y por lo tanto vacíos de contenido, correspondientes a una modernidad simplemente apariencial y formal en medio de supervivencias mentales premodemas. Hemos podido ser contemporáneos, en consecuencia, desde los barrios de elite hasta las barriadas marginales, sin abandonar por ello el mito, la idolatría, la magia, la hechicería y la religiosidad más hirsuta, porque para serlo sólo se nos exigía y se nos exige la información al día, la admiración e incorporación de la civilización técnico instrumental, la copia por imitación de la moda, en fin, la asimilación de ciertos estilos de vida «agringados» o europeos que, por el sólo hecho de asumirlos y vivirlos como copias caricaturescas nos han hecho sentir en sintonía con ese presente admirado y venerado. Pero, ¿cuál presente entre todos los presentes de las diversas culturas actualmente existentes?. Pues el presente en punta de la civilización instrumental, que avasalla con su encanto y anonada gracias a su eficacia. LA MODERNIDAD, UN PROYECTO INNECESARIO A LA ACTUAL CIVILIZACIÓN TÉCNICO INSTRUMENTAL

La vieja oposición entre lo antiguo y lo «moderno» en el sentido medieval, que según parece viene dándose desde el Siglo V de nuestra era, fue resuelta finalmente en favor de lo moderno aunque sólo con el alcance de simple contemporaneidad y no con el significado de quiebre mental de época. Este es un aspecto

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que resulta substancial. Al final del Siglo XX queda la impresión de que Occidente necesita cada vez menos de la mentalidad moderna Ilustrada para imponer el triunfo planetario de su civilización técnico instrumental, que por lo demás ya ocurrió. Dicho de otro modo, si bien la civilización técnico instrumental de Occidente moderno no pudo producirse sin el quiebre mental que significó la modernidad cultural y su proyecto de Ilustración en el sentido kantiano de la mayoría de edad, respecto del medioevo, poco a poco esa civilización y esa lógica productivo instmmental se fueron distanciando de su fuente cultural, se convirtieron en ruedas autónomas, generaron su propia cultura —¿eso que hoy denominamos post-modernidad?— y se están pudiendo olvidar, al parecer para siempre, del proyecto mental moderno del que derivaron, es cierto, pero que ya no necesitan. El fin de la modernidad o su crisis, de la que tanto se habla, y esto resulta crucial, dejaron al mundo de Occidente al parecer expuesto de nuevo a la continuidad de la línea de lo «moderno» en el sentido medieval —¿estamos viviendo una nueva edad media?—, es decir en el sentido del privilegio de lo «moderno» como simple contemporaneidad u hodiemus, despojando a lo moderno de la substancial y muy profunda re-significación que alcanzó con posterioridad al Renacimiento, en el sentido de un quiebre substancial de época, gracias al advenimiento de una nueva mentalidad ilustrada, laica y secular, que como se sabe vino a consolidarse con el Proyecto Eustrado. De ahí las masivas regresiones casi medievales a los denominados neo-misticismos de nuestro tiempo, que por el efecto de lo contemporáneo se saben rodear y decorar con elementos provenientes de un simple lenguaje actual, para blindarse con su prestigio en ausencia y en detrimento de lo realmente moderno, en su olvido o en su hastío. Dicho de otro modo, si bien la civilización y la racionalidad productivo instrumental del capitalismo moderno requirieron ineludiblemente de la modernidad mental y cultural Ilustrada postrenacentista, sobre todo la del Siglo XVIII europeo, una vez

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estabilizadas comenzaron a separarse y a tomar distancia y autonomía respecto de esa mentalidad moderna hasta el punto de ya casi no necesitarla. Sólo una elite académica de científicos y hombres del saber la conserva, en un sentido incluso demasiado restringido y funcional y en los términos en que dicha racionalidad productivo instrumental lo determina, exactamente para los fines que esa racionalidad productivo instrumental impone a fin de garantizar su hegemonía y consolidar definitivamente su independencia respecto de su origen o punto de partida. La retirada en crisis de la mentalidad moderna —¿es eso acaso lo que entendemos por postmodernidad?— no parece pues accidental, ni coyuntural ni pasajera. Se debe precisamente al triunfo de la civilización y de la racionalidad productivo instrumental, que necesita cada vez menos de la mentalidad moderna, en la misma medida en que desde fines del siglo XIX empezó a andar sola y con autonomía, apoyada en una cultura y en una mentalidad que ya no es exactamente moderna ni necesita serlo, que ella misma fue capaz de generar e imponer y que hoy denominamos postmodernidad, a falta de mejor nombre. Es decir, una especie de retorno al afán de simple contemporaneidad en el sentido restringido del hodiernas medieval, que significa el triunfo de lo actual sobre la tradición clásica y el pasado ilustrado. De acuerdo con esto, la post-modemidad de lo contemporáneo equivaldría al vacío dejado por la retirada de la modernidad mental ilustrada, la veneración de lo actual por el sólo hecho de su actualidad y el culto por la novedad Baudelaireana que no requiere ya de modernidad alguna en cuanto se expresa sólo como culto mítico respecto de lo nuevo y respecto del presente, por la novedad «per se» y por el valor del presente mismo. Vacío de lo moderno Ilustrado que poco a poco ha venido llenándose con la cultura, la sensibilidad y la mentalidad que en este siglo XX fue capaz de generar esa misma civilización y esa misma racionalidad productivo instrumental, al autonomizarse casi por completo y cada vez más profundamente del proyecto Ilustrado moderno.

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Y quienes se oponen y se duelen ante la retirada de la modernidad como mentalidad y como quiebre de época frente al medioevo, corren el riesgo de ser acusados de racionalistas irredentos o de conservadores nostálgicos respecto del pasado Ilustrado, en momentos en que cunde de nuevo una especie de nueva edad media mística e irracional, que se denomina «nueva era» ella misma, de un modo que parecería sólo una ironía, pues de nueva no tiene sino el desconocimiento del pasado arcaico de donde proviene. Considerar la posibilidad de un retomo moderno, o pensar que la modernidad es aún un proyecto inacabado y que tiene todavía mucho que ofrecer, tal como lo propone Habermas, puesto que «en vez de abandonar la modernidad y su proyecto como una causa perdida, deberíamos aprender de los errores de esos programas extravagantes que han tratado de negar la modernidad»7, podría parecer a estas alturas un poco ingenuo. En efecto, vamos a suponer que, en ningún caso, la totalidad del proyecto moderno ha entrado en crisis. Por el contrario, podríamos sostener como hipótesis que de lo moderno queda vigente sólo lo que la racionalidad productivo instrumental necesita todavía para su predominio y desarrollo, y que la «porción» de modernidad que está en retirada o en desvanecimiento o crisis ha sido sustituida por la cultura modernista que rinde culto y veneración a la contemporaneidad como mito del presente, es decir a la idea del valor de lo nuevo y del presente por el sólo hecho de ser nuevo y de pertenecer al presente, tal como Baudelaire lo pretendía adivinando de esta manera desde muy temprano la crisis de lo moderno. Pero vamos a suponer también, a modo de hipótesis, que tal como ocurre con toda civilización que logra desprenderse de su pasado y tomar distancia, en este caso la racionalidad productivo instrumental y la civilización técnico instrumental

7. Habermas, Jürgen, «La modernidad, un proyecto incompleto», en Autores Varios, La Posmodernidad, Barcelona, Editorial Kairós, 1986.

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respecto de su matriz moderna, separadas y autonomizadas ya de su punto de partida, fueron capaces de generar ellas mismas una nueva cultura, diferente de la cultura moderna Ilustrada, cuyo proyecto entró por este motivo en desvanecimiento irreversible. ¿Irreversible, por qué?. El proyecto moderno Ilustrado fue imprescindible al establecimiento y consolidación del mundo burgués. Ese proyecto moderno Ilustrado es hijo, instrumento y producto de la gran revolución burguesa. El «doliente» histórico de la modernidad Ilustrada es pues entonces una clase social concreta. Por lo tanto, si hemos de preguntarnos por la posibilidad de retomar total o parcialmente a las bondades de aquel proyecto moderno por algunos considerado inconcluso, hemos de preguntarnos también por quién sería entonces el doliente histórico de dicho proceso de recuperación y restauración de lo moderno. Pero ocurre que, y este sería apenas el bosquejo de otra hipótesis, la burguesía contemporánea está interesada en todo, menos en esta ilusa idea de restaurar el Proyecto Ilustrado, del que ya no requiere para nada y antes por el contrario necesita sepultar en el olvido, debido quizás al potencial mentalmente «revolucionario» y crítico que entraña. La sociedad de consumo y la sociedad «massmediática» y la fugacidad de todo y el hedonismo y el nihilismo contemporáneos, y toda la cultura del modernismo o, más bien, de la mítica de lo nuevo y lo contemporáneo y actual, es precisamente lo que el capitalismo de nuestro tiempo necesita como cultura, en reemplazo del proyecto Ilustrado, y no se avergüenza por ello ni se arrepiente de nada. El Ideal Ilustrado ha prácticamente desaparecido como ideal, incluso en las universidades, donde todavía resiste como puede. Entonces, ¿quién en la sociedad capitalista e industrial de nuestro tiempo podría estar interesado en su recuperación, quién en la burguesía iletrada de nuestro tiempo podría estar interesado en escuchar la voz de Habermas?. En estas condiciones, creemos que el ideal de contemporaneidad y de actualidad ha desplazado y sustituido al ideal

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moderno Ilustrado. Y puesto que el ideal y el afán por lo nuevo y por lo actual, que se expresan en el afán de contemporaneidad, no requieren del uso ni del culto de la Razón, entramos en una época de penumbra del ideal de la Razón. Consumo masivo, pulsional e irreflexivo; información masiva y anonadante que sustituye al pensamiento y causa su derrota mientras hace pensar al «informado» que, en cuanto está informándose, está por ello dizque pensando, por la sola circunstancia de estar reproduciendo como simple caja de resonancia la información recibida; banalidad y fugacidad de todo, en fin, vértigo de la novedad y de la actualidad, que hace que el mañana sea ya cosa de hoy y que uno pueda leer hoy el diario de mañana y comprar en noviembre el auto del año que viene. Pero este tipo de cultura modernista y esteticista construida alrededor de la novedad «per se» baudeleriana y de la mítica de lo contemporáneo, no ha devenido gratuitamente ni ha caído sobre el mundo Occidental por accidente o casualidad ni a modo de castigo de nada. Ni es mucho menos algo que incluso pudiera compaginarse o coexistir con la cultura moderna construida alrededor del ideal de la Razón Ilustrada. Ni hay en la actualidad clase social alguna ni Estado ni Gobierno en el mundo contemporáneo que tengan como proyecto la recuperación de lo mejor del proyecto moderno Ilustrado. Ese ideal de la modernidad Ilustrada está en crisis, no por casualidad ni por envejecimiento prematuro o desgaste, de modo que pudiera recuperarse con píldoras o tratamientos intensivos, sino porque ha sido sustituido de manera cada vez más generalizada y dramática por el ideal de la contemporaneidad como novedad y actualidad, es decir por el modernismo hedonista esteticista prohijado precisamente por el capitalismo industrial de nuestro tiempo, caracterizado por el triunfo de la racionalidad productivo instrumental.

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EPÍLOGO PRIMERO

Muchos entre nosotros aún confunden modernidad con contemporaneidad, y creen que el mejor modo de ser moderno es ser contemporáneo. Ingenua ilusión, pues lo nuevo puede ser lo más actual, es cierto, pero no lo más moderno. Para ser moderno mentalmente hay que haber sufrido el quiebre hacia la modernidad ilustrada, con todo lo que ello significa y ha quedado antes expuesto. En América Latina, que no hizo el Siglo XVIII, el proyecto de la modernidad Ilustrada parece ya un imposible histórico, en momentos en que, incluso, ese ideal de la modernidad ilustrada dejó de ser un proyecto necesario al capitalismo industrial y consumista de nuestro tiempo. De hecho, el Ideal Ilustrado condujo muy rápidamente al desencantamiento del mundo y a la desesperanza, como una de sus naturales secuelas. Y hoy nadie quiere enfrentar el vacío ni vivir en la desesperanza, y por el contrario los «nuevos» pero muy viejos misticismos re-editados con el lujo de nuevos lenguajes «computarizados» permiten eludir el horror vacui y la ausencia y la precariedad del sentido y del fundamento, tanto como enfrentar la sombra de la desesperanza. A cambio de la modernidad Ilustrada, la racionalidad productivo instrumental, autonomizada de su matriz moderna, generó la cultura del modernismo entendida como un culto y una veneración mítica por lo actual y lo nuevo, per se, con lo cual el proyecto de la modernidad Ilustrada empezó a desvanecerse para siempre, simplemente porque la racionalidad productivo instrumental ya no lo necesita. Y la burguesía, mentora del proyecto moderno Ilustrado en su momento, tampoco lo necesita ya ni se encuentra interesada en restaurarlo, no sólo porque no lo requiere para la realización de sus intereses sino porque le teme y le molesta. Pues si bien se sirvió históricamente de él para promoverse, treparse sobre sus lomos y vencer a la nobleza-medieval, no obstante dicho ideal fue también capaz de conducir al desarrollo

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del pensamiento crítico y a la formación de movimientos insurreccionales contra el orden establecido. Hemos, pues, quedado en manos sólo del afán de contemporaneidad, actualidad y novedad, es decir en manos del modernismo baudelaireano, con todos los riesgos ciertos de los retomos neoconservadores y neomísticos y neoraciales que ya se observan. El desvanecimiento y crisis del Ideal Ilustrado y del proyecto moderno constituyen una pérdida, para quienes un día creimos en sus bondades. Pero los sujetos humanos con sus mitos de un día pasan y la dinámica social y cultural continúa. Ni para mejor, ni para peor, sino sólo para alguna parte. Cuando finalizaba la Edad Media muchos creían en el fin del mundo y no alcanzaban a vislumbrar cómo seria la modernidad ri en manos de la plebe y se imaginaron el colapso de todo y la ruina moral de la humanidad. No fue así. Si, como sugiere Daniel Bell 8, se requiere de un retorno a lo religioso y a la tradición para regresar al hombre contemporáneo a la norma, a la identidad y a la seguridad existencial, quizás esto sea así o no sea así, tal vez sea cierto o no lo sea. Pero hay señales que indican el auge de los nuevos pero al mismo tiempo tan viejos misticismos, y esa quizás sea una señal que anuncia desde ya el modo de los tiempos por venir. El alma humana da para todo y nunca como hoy la experiencia vivida durante siglos pudo estar tan condensada en el presente, en una especie de totalidad que es todo y es nada. Y si el proyecto de la modernidad Ilustrada ha entrado en la penumbra a manos de la contemporaneidad y el culto por lo actual y lo nuevo, el mundo no se ha acabado por ello ni ha entrado en su Apocalipsis. Sigo pensando en los motivos que pudo haber tenido Wittgenstein cuando dijo, palabras más, palabras menos: no se puede guiar al hombre hacia el bien, sólo se lo puede guiar hacia alguna parte. Y pienso, con un cierto espanto, que tiene 8. Bell, Daniél, Las Contradicciones Culturales del Capitalismo, México, Editorial Grijalbo, 1992.

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razón. Me preocupa sí la destrucción del planeta —¿por qué me preocupa en realidad?—, la criminalidad y la anomia generalizadas, el terrorismo que es el nuevo nombre de la guerra, en fin. Pero todo eso se ha vuelto ya parte del consumo masivo televisivo y cinematográfico y está incorporado a los juegos infantiles. Ya se verá qué se hace por el camino. Pero quienes venimos del Ideal Moderno Ilustrado y al mismo tiempo entendemos la perecidad histórica de todo, sabemos que estamos viviendo un momento en el que no sabemos de qué lado ponemos: Sí del lado de la crítica o del lado de la nostalgia y del escepticismo o del lado del cinismo. O, simplemente y de manera definitiva, absolutamente del otro lado: en el goce hedonista y nihilista de la actualidad, de la novedad y de la contemporaneidad per se, sin la menor nostalgia por la pérdida moderna y asumidos de todas sus consecuencias. EPÍLOGO FINAL

Está bien que se haya vuelto polvo la mitología moderna ligada a la idea de progreso. Y está mejor que como consecuencia de ello se hayan podido expandir los movimientos encaminados a la conservación del ecosistema. Pero el mundo industrializado, guiado por la racionalidad de sus intereses y gobernado por la lógica productivo instrumental, continúa destruyendo el planeta como si ese mito moderno no se hubiera derrumbado y su derrumbe no hubiera servido para nada. Es decir que se desvaneció la mitología del progreso, como dicen algunos, pero la racionalidad productivo instrumental siguió adelante como rueda loca y la depredación real continuó dándose como si el mito del progreso no hubiera sufrido ningún tipo de trastorno o su trastorno no hubiera interesado a nadie o tan sólo a los filósofos que al parecer ya nadie oye. En el caso extremo, dicha racionalidad productivo instrumental tratará de encontrar siempre soluciones «industriales» a la escasez del aire, el agua o la vegetación de la

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tierra: en efecto, en las calles del Japón se puede respirar por unas monedas un poco de aire puro ofrecido en «caretas» al consumidor asfixiado; ya existe el agua producida industrialmente y la vegetación se puede manipular genéticamente, en fin, o se reemplaza por vegetación sintética «idéntica» a la original. Y todo ocurre como si no estuviera sucediendo nada, excepción de los «nostálgicos» y neorománticos ecologistas interesados en algo que en otro tiempo denominaban naturaleza. Por otra parte, está bien el hedonismo de nuestro tiempo, que legitima los placeres del cuerpo, contra lo establecido en otras épocas en que el cuerpo resultaba postergado, sacrificado y reprimido. Está bien que el sujeto ya no esté más centrado sólo en la razón, y que se vea ahora como es, fragmentado y complejo. Está bien que el mito de la Historia Occidental, entendida como la única historia válida e importante, haya sufrido grave deterioro. Hoy entendemos que la historia es múltiple y diversa, y dentro de ella tienen cabida otras historias de pueblos que antes simplemente no existían. Ya no estamos ante verdades fundamentales, se han diluido los relatos aglutinantes que otorgaban sentido y esperanza, y el mundo cotidiano rescatado de su «secundariedad» recupera su auténtico sentido e importancia. Todo esto está muy bien. Pero ante las pérdidas derivadas de la crisis de los mitos modernos, que significan como lo hemos visto importantes ganancias, tenemos a cambio el riesgo de la desesperanza y el nihilismo. Riesgo, en el sentido del vacío y de la incertidumbre, que tratan de ser ocupados ahora mediante severos retornos conservadores, ante la retirada de la Razón. Desvanecidas las grandes ideologías, los meta-relatos y los mitos modernos, sustitutos de las viejas creencias sagradas que dominaron en las etapas previas al proceso de secularización de la cultura, hemos quedado expuestos al vacío de todo y, por encima de todo, a la crisis de cualquier clase de fundamento racional y de la idea misma de sentido de la existencia. Nunca como ahora, incluyendo

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el proceso de la secularización y la pérdida de lo sagrado tan propios de la modernidad Ilustrada, habíamos requerido tanto de la mayoría de edad de que nos habla Kant en su ensayo sobre la Ilustración. Pensar por nosotros mismos, separados de la guía de los dioses, he ahí la consigna: el hombre solitario enfrentado a su propio destino, el hombre siendo por fin obra de sí. Pero son bien pocos quienes asumen enfrentar el vacío de esta manera, sin sufrir el impacto de su horror. El horror al vacío, el horror ante la ausencia y crisis de los fundamentos, el horror al desvanecimiento de las ideologías y de los grandes relatos otorgadores de sentido. Entonces, una de dos: o se asume el vacío, la desesperanza y la ausencia de sentido postmodernos, con la misma entereza con que se asumió en su momento la pérdida de lo sagrado por causa de la secularización de la cultura, que es lo que podría proponerse como una auténtica ética postmoderna, a la que adhiero, o se corre el riesgo, como lo estamos viendo, de caer colectivamente de bruces en una especie de nueva edad media que se autodenomina «nueva era», caracterizada por los denominados neo-misticismos, que de nuevos no tienen nada sino apenas su forma y su revestimiento tecnológico, garantizados por el olvido del pasado. No se trata de pensar que con la crisis de lo moderno el mundo hizo su Apocalipsis. Nunca todo tiempo pasado fue mejor. Como tampoco todo tiempo futuro fue peor, ni lo será, mucho menos mejor, como se supone por los modernistas. La condición humana ni mejora ni empeora con la historia, pues la condición humana está por fuera absolutamente del imaginario y supuesto proceso de perfeccionamiento de todo. Si somos coherentes, la crisis de la idea de progreso conduce a esta convicción: la condición humana no es susceptible de perfectibilidad acumulativa con el paso del tiempo. El conflicto entre el bien y el mal será en lo substancial siempre el mismo, y cada que nace un ser humano vuelve y empieza todo desde cero, como si nada en este campo hubiera progresado ni fuera susceptible de perfeccionamiento

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acumulativo alguno. Pero la civilización instrumental, en cambio, a diferencia de lo que sucede con la denominada condición humana, sí acumula y mejora y se perfecciona, no en el sentido ético, sino en el sentido de su eficacia. Sin embargo, la lógica de perfeccionamiento acumulativo de la técnica y de los instrumentos no puede ni debe trasladarse como si fuera la misma lógica que regula el moldeamiento de la condición humana. La secularización nos dejó sin la compañía de los dioses y el destino fue entonces algo que quedó depositado en nuestras manos y sentimos que se hizo nuestro. Y vimos el advenimiento del capitalismo y nos rodeamos de los mitos del progreso, el sujeto centrado en la Razón y en sus poderes seculares y creimos que la Historia no era sino una sola y sometimos al mundo a sus rigores y tuvimos esperanzas laicas y creimos en los relatos que nos fuimos inventando por el camino. Pero al final los mitos se fueron diluyendo mediante un severo proceso de deconstrucción racional y de demolición adelantado por la Razón, y los relatos modernos se fueron gastando y su legitimidad y poder de aglutinamiento terminaron esfumándose ante su de-codificación. Entonces nos encontramos ante la pérdida de todo fundamento, asaltados por la desesperanza, el nihilismo y la ausencia del sentido, y en consecuencia quedamos delante del vacío y de su horror. Ante esta crisis aguda de lo moderno, que es cierta, muchos han salido corriendo hacia el neo-misticismo a fin de refugiarse en sus viejas promesas de fundamento y de sentido, cuando más bien deberíamos volver con entereza los ojos a Kant para esgrimir la idea de la mayoría de edad y saber vivir no sólo sin los dioses sino incluso sin la esperanza, sin el sentido, sin el fundamento y sin la Razón dictatorial, como simples hombres humildes que no marchamos hacia el bien ni hacia el mal, sino sólo apenas hacia alguna parte en el confuso y cerrado horizonte, en medio del azar y el agitado proceso de autoconstrucción e invención diaria del «camino», que es el que decidimos que sea y no el que nadie nos dice o nos ordena que sea. Pero esto, en definitiva, es para

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valientes. Y los valientes se cuentan en los cinco dedos de la mano y sobran dedos. Pero ante la doble crisis no hemos sido valientes, no hemos sabido tener entereza ni conservar la mayoría de edad, y el quiebre de los mitos y los relatos modernos, sustitutivos de las viejas religiones y relatos sagrados, nos dejó ante el vacío y llenos de horror corrimos a refugiamos en la droga o en las propuestas místicas neoconservadoras, como si fueran el último grito de la moda, recubiertas de lenguajes técnicos para disfrazarlas de novedosas y no tener así la evidencia del retorno francamente medieval que esto implica. Volver entonces a pensar en lo que significa la Ilustración, entendida en términos kantianos como la mayoría de edad, esa parecería ser la consigna para una época en que nos hemos visto enfrentados a una doble pérdida: la de los dioses, que fue moderna, y la de los relatos, mitos y fundamentos modernos, que nos ha dejado el ingreso en la postmodernidad o época de la crisis de lo moderno. Que no es exactamente la crisis de la racionalidad productivo instrumental, que continúa su marcha saludable de la mano postmoderna y la mítica de la contemporaneidad, sino la crisis de lo moderno a través del desdibuja- miento y pérdida de la capacidad aglutinadora de sus mitos, relatos y puntos de partida del sentido y la razón de existir que un día lo moderno nos otorgó. Que es lo que ha quedado hecho polvo y que es lo que debemos asumir, sin buscar refugio en una nueva edad media cargada de misticismos y búsquedas hacia atrás de un nuevo fundamento y de un nuevo sentido de vivir. Fundamento y sentido que no existen, hay que admitirlo con entereza, y cuyo vacío y ausencia no somos capaces de asumir. Parecería entonces que la cuestión no consiste sólo en entender racionalmente la crisis de los mitos y relatos modernos, sino en tener la capacidad de asumir con valor y con entereza ética todas las consecuencias de esta crisis. Pues así como no fue fácil asumir con entereza la pérdida ilustrada de lo sagrado y la tibia pero

SER CONTEMPORÁNEO

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también pestilente compañía de los dioses, para que la cultura se secularizara, tampoco será fácil quedarse sin los mitos, relatos y fundamentos modernos que le dieron sentido a la existencia durante estos dos o tres últimos siglos, luego de la pérdida de los dioses, de su sentido y de su compañía. Sin embargo, no hay motivos convincentes para ser optimistas, y lo que nos espera, según todo lo indica, es el retorno neo-conservador cada vez más masivo hacia reediciones místicas que, en últimas, no son sino refritos medievales ofrecidos en «novedosas» envolturas contemporáneas. Pues, a falta de modernidad, la contemporaneidad puede con todo.

Valles del Abendland, marzo de 1997.

EL LIBRO, LA LECTURA Y EL DECLIVE DEL IDEAL ILUSTRADO

INTRODUCCIÓN NECESARIA

Hoy nos preocupa el futuro del libro y la lectura en la cultura occidental contemporánea. Algunos opinan que el libro y la lectura se encuentran en peligro apocalíptico ante la supuesta preeminencia de la imagen sobre el «texto» y el desarrollo de otros «lenguajes» y «soportes» físicos de los textos, diferentes del libro convencional hecho de papel y de letras impresas. Sin embargo, las cifras indican que la producción mundial de libros se duplicó en los últimos veinte años y que la construcción de mega-bibliotecas en muy importantes ciudades y capitales del mundo continúa en marcha. La cuestión no parecería ser entonces que el número de libros editados hubiese disminuido o que la gente estuviese leyendo hoy menos que antes. La alfabetización se ha incrementado y la lectura funcional se torna imprescindible al uso y consumo del mundo. Más que de cantidades, el asunto parecería ser más bien de calidades, pero aún así la cuestión no está suficientemente clara. Abundan hoy los libros esotéricos y los textos de «auto-ayuda», para citar sólo estos casos, convertidos en este Fin de Siglo en el tipo de textos de lectura que el grueso de la gente frecuenta. No hay criterios sólidos para concluir qué tipo de lecturas o de libros pudieran preferirse a otros, y construir un «canon» o listado de libros que merecieran el honor del lector resultaría no sólo supremamente problemático sino absolutamente relativo e incluso hasta «peligrosamente» subjetivo. Sin embargo,

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entre los intelectuales que manejan la «frontera» de las diferentes disciplinas y que actúan con rigor crítico delante de los textos, es posible llegar a ciertos acuerdos respecto de la «seriedad» de algunos libros y la «charlatanería» de otros. Adicionalmente, y previos ciertos acuerdos mínimos sobre la «calidad» de los libros que pudieran merecer el honor de ser leídos, surge el asunto de la «importancia del leer», como tal. Sobre todo en el mundo cultural del Occidente contemporáneo, por algunos denominado postmoderno, que creció en épocas pasadas bajo la influencia de los mitos modernos de la Razón, el Progreso y la Historia, donde la lectura y el libro se convirtieron en el instrumento por excelencia del

proceso de perfeccionamiento continuo de la espiritualidad humana. El hombre, portador de una subjetividad racional dueña de sí, fue pensado por Occidente como algo que podía perfeccionarse indefinidamente en términos racionales mediante la lectura y el conocimiento, con la ayuda del libro, depósito y vehículo del saber. Y se pensó, además, que este proceso de perfeccionamiento no sólo era intelectual y racional sino también ético. El hombre, se supuso, podía mediante la razón ilustrada, elevada a ideal del sujeto, ser mejor no sólo intelectualmente sino éticamente. Sin embargo, los hechos históricos demostraron que entre la razón ilustrada y el perfeccionamiento ético de los hombres no existía ninguna relación de causalidad necesaria. De hecho, importantes genocidas del mundo de Occidente y de Oriente, del Norte y del Sur, que han practicado sistemáticamente el exterminio humano y la humillación como instrumento de su proyecto social y político, han sido personas «cultas» y refinadas, desde el punto de vista intelectual y estético. Algunos de ellos crecieron entre libros y obras de arte, amaron la mejor música y, sin embargo, mancharon de sangre inocente la honra de la especie humana. La ética, por tanto, parecería derivar de otras fuentes, diferentes por completo del proyecto de la Razón Ilustrada y del frecuentamiento de libros.

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¿Para qué leer entonces? ¿Por qué esa insistencia nuestra respecto de la necesidad de la lectura y el amor por los libros, que queremos transmitir a los jóvenes? ¿No será, acaso, que todavía somos tributarios del ideal de la razón ilustrada, propio de la modernidad? Y si es así, ¿vale realmente la pena insistir en poner a salvo este ideal moderno en medio de la crisis generalizada de lo moderno? Pues bien, el autor de estas páginas aún considera que a pesar de la desesperanza generalizada y no obstante la crisis de los mitos modernos, todo lo cual es cierto e incluso explicable históricamente, y no obstante, además, las pocas ilusiones que la condición humana permite abrigar, la poca y maltrecha esperanza del hombre hacia el siglo que viene necesariamente debe habitar en la Razón, en la Sensibilidad y en la Educación Sentimental fundadas en el humanismo y en una Ética secular y laica fundada en los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Y considera, también, nítidamente, que la educación escolar y universitaria debe servir para hacer la resistencia a la desvalorización finisecular de lo mejor del Ideal Ilustrado, esa especie de mayoría de edad de estirpe kantiana, tanto como para prohijar el análisis crítico y sin contemplaciones de los abusos de la Razón y de la mitología moderna construida a su alrededor. Dicho de otro modo, y de la mano de la Razón, ni desmesuras de esa misma razón ni una nueva edad media cargada de «nuevos» misticismos. Si algo amenaza, entonces, de verdad el futuro del libro y la lectura no es el supuesto declive de ambos a manos del poderío de la «imagen» y de otros lenguajes y soportes físicos de signos y de textos diferentes del libro convencional, sino más bien el declive finisecular del Ideal de la Razón Ilustrada. En efecto, si es cierto, tal como lo sostienen quienes reflexionan sobre las características de la cultura del Fin del Siglo, que vivimos una época en la cual han entrado en crisis los principales mitos modernos, resulta cierto entonces que el Ideal de la Razón Ilustrada, ideal moderno por excelencia, que hizo de la lectura y del libro los instrumentos privilegiados del supuesto proceso de

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perfeccionamiento y del «progreso» de la humanidad, habría entrado en declive. Pero el declive del Ideal de la Razón Ilustrada y Lúcida, no significa el declive de todo tipo de libro o de todo tipo de lectura. Los libros esotéricos y de autoayuda, por citar este ejemplo, no sólo no han entrado en declive sino que incluso se han incrementado desmesuradamente con el auge neocon- servador de los neo-misticismos, neo-racismos y fundamentalis- mos finiseculares. El hedonismo y la memez intelectual «neo-medieval» de nuestro tiempo se nutre, no precisamente de la ausencia total de libros y de lecturas, sino más bien del frecuentamiento de cierto tipo de libros y de lecturas de simple pasatiempo, incapaces de exigir nada a la razón o al pensamiento, que deciden tomar más bien por el camino del ningún esfuerzo. En consecuencia, en este terreno, como en ninguno otro, resulta imposible generalizar. Veamos, pues, por partes, algunos elementos parciales que nos puedan ayudar a pensar en su conjunto el asunto del destino futuro del libro y la lectura. EL LENGUAJE EN EL COMIENZO DEL «MUNDO» El lenguaje hace la diferencia sustancial entre el hombre y el primate. Sin lenguaje no hay pensamiento, y el tejido de relaciones por fuera del lenguaje aún no es social pues se funda mucho más en la simple instintividad gregaria que en la acción comunicativa entre sujetos. El trabajo de transformación sustituye al trabajo de simple recolección, y se humaniza en la medida en que el pensamiento le confiera la opción de convertirse en una actividad teleológicamente orientada al logro de idealidades, y-ya hemos dicho cómo los símbolos del lenguaje son el sustento del pensamiento y de estas idealidades. Según Claude Lévi-Strauss1, antes del lenguaje era el reino del canto y, quizás, agregamos nosotros, el dominio de los 1

1. Lévi-Strauss, Claude, Mitológicas: Lo crudo y lo cocido, México, Fondo de Cultura Económica, 1968.

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gruñidos onomatopéyicos. El canto ha sobrevivido en las culturas históricas subsiguientes pero se ha ennoblecido y humanizado gracias al lenguaje, al progreso de los instrumentos y a la evolución de las formas musicales. Los fines arcaicos y primarios del canto animal fueron, pues, sobrepasados por los fines del lenguaje simbólico que terminó apoderándose de lo humano, imprimiéndole otro rumbo. La onomatopeya sobrevive como huella vestigial, y los gruñidos del hombre ya no dicen tanto como en otro tiempo pudieron haber dicho. Gracias al lenguaje simbólico que proyecta sobre lo real el soplo de su propio «sentido», el «mundo» fue posible como mundo y como representación de un «todo» exterior coherente. Comunicación entre sujetos y sentido del «mundo» y de la existencia humana, he ahí lo que el lenguaje fundó e hizo posible. Desde ese mismo momento ya no fuimos sólo casualidad en el mundo, azar entre el azar de las cosas, sino una especie de protagonistas «inteligentes» en medio de la gramática de una realidad supuestamente dotada de sentido, condecorados y distinguidos como habíamos sido con la ilusión del sentido del «hombre puesto en ese mundo cargado de sentido», tal y como si ese sentido fuera algo realmente existente de manera objetiva y no una simple proyección o atribución del sujeto a la casualidad de lo real, dominado como había quedado por el reino de su lenguaje y el carácter «carcelario» de sus códigos. Se pensó, pues, que el sentido tan anhelado era un atributo objetivo del mundo y no algo atribuido por el sujeto al mundo, una simple proyección o exhalación de los códigos y convenciones de la lengua sobre la casualidad de lo real. TENÍAMOS RELATOS PERO NO TENÍAMOS LIBRO

Pero aún el libro no era del reino de este mundo. Ahí estaban los grandes relatos sobre el mundo y su génesis, sobre el hombre y el cosmos, aunque no todavía bajo la forma de libro escrito

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sino bajo la forma de tradición oral y gran relato. El lenguaje todavía no era escritura. Tardó mucho en ser llevado del simple fonema al registro escritural, a la grafía. El dibujo podría ser a la historia de la grafía escritural lo que el canto al lenguaje oral. Dibujo y canto, he ahí los posibles precursores del lenguaje como grafía y del lenguaje como habla. Lo que la humanidad debió entonces acumular en el proceso histórico de la especie y de sus formas simbólicas y culturales, hasta llegar al libro como forma y soporte físico de signos, es algo que resume lo mejor de las culturas del mundo y de Occidente. Gutenberg es al libro, guardadas ciertas diferencias, lo que Galileo y Copémico a la astronomía. Antes del telescopio había astronomía tanto como antes de la imprenta había escritura. Pero la imprenta y el telescopio hicieron posible, cada una a su modo, otra dimensión nunca antes imaginada de la observación del espacio y de la circulación de la escritura entre todos. La escritura y el libro instauran en el mundo de las prácticas culturales al lector y a la lectura como tales, con todas sus ritualidades, condiciones y reglas de juego. Las comunidades de cultura oral, carentes de libro y de escritura para ser leída, carecen de esa clase de personas que conocemos hoy como lectores. El libro, incluso antes de estar hecho de papel, instaura entonces al lector y a la lectura, e inaugura en el mundo la idea de la biblioteca. El ideal de perfectibilidad humana, entendido como proceso de perfeccionamiento interior por la vía del saber, el conocimiento y el contacto con la información existente, recibió un impulso inimaginable con el advenimiento del libro. Ese espectáculo del hombre ya moderno en su soledad, en su intimidad meditativa, colocado ante los signos escritos que puede leer y descifrar, ahora en la libertad moderna de su pensamiento y en la autonomía de la facultad de su razón inteligente, resulta ser todavía un espectáculo maravilloso. El libro hecho de papel impreso, susceptible de ser comprado y llevado a casa para ser sometido por la intelección del lector en su intimidad, hizo posible

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en todo su esplendor la idea del sujeto autónomo. Y todavía hoy, no obstante el declive de lo moderno, continúa haciéndola posible. LA LECTURA Y SUS CONDICIONES

El libro y la lectura no son posibles en el reino de la cultura únicamente oral. Aprender a hablar no es lo mismo que aprender a leer. La lectura, privilegio cultural del lector, implica para el sujeto una exigencia jerárquicamente superior y más compleja respecto del habla. Aprender a leer significa interiorizar las reglas, los signos escritúrales y los códigos de la grafía, que no son los mismos del habla. La escritura y el acceso a ella, además del habla demandan la alfabetización. Para ser lector, entonces, y para entrar con pie firme en el reino del libro, es imprescindible haber sido alfabetizado. Estar por fuera del alfabeto, he ahí una de las más dramáticas formas de la marginalidad contemporánea. Masas enteras de hablantes en el mundo permanecen, sin embargo, en la marginalidad del alfabeto. LA ALFABETIZACIÓN FUNCIONAL Y EL «USO» Y «CONSUMO» DEL MUNDO

Para leer cualquier cosa, hoy en día, un aviso de prensa o una señal callejera, para circular por un supermercado o hacer uso de una ciudad, se requiere de un mínimo grado de alfabetización en el código de los signos que el «uso y consumo» contemporáneo del mundo exigen. Este uso actual imprescindible de los signos gráficos, en su amplia variedad y predominio, ordenados en su sentido casi siempre alrededor de la escritura, requiere por tanto de la lectura funcional. Ir por los espacios urbanos e incluso rurales en el mundo desarrollado de nuestro tiempo, es ante todo enfrentarse a una espesa maraña de señales y signos que están ya puestos ahí y que actúan casi como un verdadero implícito del uso y consumo contemporáneo del mundo. En los supermercados

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y grandes almacenes, así como en las avenidas y autopistas prácticamente no se habla: se lee. Hablar allí significa invertir y perder tiempo en lo que no se debe, pues para eso se han puesto allí los textos, las imágenes y las señales, y se ha llevado a los signos toda la información que el uso y el consumo del mundo requieren, mientras la gente dedica su tiempo a otra cosa diferente de estarle explicando a cada quien el modo como debe «usar y consumir» el «mundo» a cada instante. Esas instrucciones ya están dadas. Quien no sabe leer y descifrar por sí mismo los textos, las imágenes y las señales que han sido puestos por todas partes, estratégicamente y a modo de instrucciones, para facilitar el uso y consumo del mundo, se convierte de inmediato en una especie de estorbo anacrónico. Este «uso y consumo del mundo» requiere, pues, de una alfabetización básica y mínima para fines predominantemente funcionales. Podría decirse, entonces, que la ñnaUdad funcional de la alfabetización, imprescindible incluso en el caso de los más modernos lenguajes ligados al universo de las máquinas «inteligentes», ha terminado imponiéndose en nuestro tiempo como una finalidad principal respecto de los otros fines posibles de la alfabetización. Quizás no fue del todo así desde un principio. Tal vez la alfabetización como un saber iniciático o de élite, imprescindible para el acceso al saber de los libros y de los textos, fue el tipo de alfabetización predominante antes de que se impusiera la finalidad funcional de la alfabetización para el «uso y consumo del mundo» en nuestros días. Entender, comprender, descifrar el sentido del mundo y conocer el estado del saber y la cultura, esas eran quizás algunas de las finalidades principales de la alfabetización y de la lectura en otro tiempo. Sin embargo, posteriormente el «uso y el consumo del mundo» terminaron imponiéndose como finalidades de la alfabetización, desplazando a un segundo o tercer lugar la finalidad cognoscitiva, en la medida en que la civilización tecnológica y la racionalidad productivo- instrumental dispusieron e impusieron para su desarrollo y

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hegemonía la implantación de una alfabetización funcional masiva, ya no exactamente para fines de conocimiento sino para fines de «uso y consumo» de un mundo y de una realidad que ellas mismas se habían encargado de producir. Esta lectura y alfabetización funcionales de nuestro tiempo representan, en lo fundamental, un proceso «hacia afuera» del sujeto, que se ve compelido a llevar a cabo un uso sin tregua de signos gráficos, textos, señales e imágenes no sólo masivos sino ante todo veloces y supremamente cambiantes, presentados al sujeto contemporáneo casi exclusivamente como instrumento y vehículo de una finalidad meramente funcional, especie de manual o garantía para «saber usar y consumir» lo que a cada instante le es ofrecido, precisamente, no para su desciframiento y dilucidación en términos de conocimiento, sino sólo como medio para el uso, consumo y disfrute del mundo. Esta relación actual del sujeto con los signos, cuando ha sido determinada casi exclusivamente por la finalidad funcional y, por tanto, cuando ha orientado casi unívocamente en esa misma dirección el proceso de su alfabetización, tal como ocurre en nuestros días, no deja campo casi nunca para una finalidad reflexiva, que resulta desplazada de la cultura hasta casi desaparecer en el tejido cultural de las grandes masas consumidoras, sometidas de bruces y caídas de hinojos ante el imperio de la alfabetización funcional. La meditación sobre los signos y a partir de los signos, para indagar en ellos su supuesto contenido de verdad y llegar por esta vía al conocimiento y desciframiento de algo, es una dimensión de la relación del hombre con sus signos que, sencillamente, ha quedado destronada de su antiguo prestigio y legitimidad. Este tipo de relación «meditativa y reflexiva» con los signos fue incluso mayoritaria en las culturas que veían en sus signos y tradiciones orales y en sus relatos el sentido de su historia, de su pasado, su presente y su futuro. Los sacerdotes y las élites, por supuesto, eran quienes estaban autorizados para descifrar el sentido de esos signos y trazar en consecuencia las

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grandes orientaciones. Sin embargo, el predominio contemporáneo de la alfabetización funcional despoja a la relación del sujeto con los signos de su dimensión reflexiva y meditativa, para dejarla instaurada más bien en el terreno puramente operativo y funcional. El sujeto de nuestro tiempo debe ser alfabetizado, no exactamente para ser más reflexivo sino más bien para ser más productivo y mejor consumidor, y para que no estorbe por ahí medio atolondrado ni se convierta en un inconveniente respecto de la velocidad, el flujo continuo y el nuevo «orden» del mundo, entendido ahora como un gran supermercado. Que este sujeto de este modo alfabetizado piense o no piense, que medite o no reflexivamente sobre los signos que le son ofrecidos, esa es realmente cosa que no interesa y que, incluso, ha quedado reservada casi exclusivamente a los campos universitarios y académicos, artísticos y científicos, ya no tanto como un privilegio del pensamiento superior que todos debieran respetar a causa de una supuesta «superioridad» y «legitimidad» suficientemente reconocidas en la cultura actual, sino más bien como una especie de vestigio histórico superviviente de la cultura moderna del Ideal de la Razón Ilustrada, que se sabe que aún está ahí, y que todavía resiste, cultivado por extraños personajes solitarios, difícilmente respetados debido precisamente a su progresiva deslegitimación social ante el auge y predominio de la relación funcional con los signos impuesta por la velocidad y el «orden» con que debe ocurrir el uso y consumo del mundo de nuestro tiempo. Las grandes masas consumidoras ya no admiran como antes a los hombres Ilustrados, pues confunden la masiva información de que disfrutan «democráticamente», todos por igual, con el pensamiento, y se sienten igualados y puestos en un mismo plano con los intelectuales a quienes antes admiraban y cuya supuesta superioridad y legitimidad en otro tiempo reconocían. Dicho de otro modo, la disponibilidad masiva y al momento de la información para todos ha producido el efecto de «desaparición social» del papel del intelectual letrado, y ha hecho

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creer que todo aquel que está informado, por el solo hecho de estar informado ya está pensando. Por esa razón en Occidente, donde ha ocurrido finalmente el apabullante predominio de la racionalidad productivo-instrumental, con su correspondiente predominio de la alfabetización funcional a que nos estamos refiriendo, los «profetas» del saber Ilustrado y de la cultura letrada casi desaparecieron. Ya casi nadie puede pretender en Occidente «embaucar» a nadie con el asunto del manejo y el control «intelectual» y «sabio» de los signos sobre los cuales se suponía que se debía volcar la meditación reflexiva de la inteligencia, salvo hoy todavía en reducidos círculos académicos y universitarios, donde aún se lee con la lentitud ritual que demanda el desciframiento del sentido y la producción del conocimiento. Pues, incluso en el arte literario y en la plástica ya casi todo es banalidad, lectura rápida —para cuyo aprendizaje existen incluso academias—, «kitsch» y fugacidad. Es decir, cosas sin ninguna pretensión de durabilidad, que se ofrecen para ser consumidas en los aeropuertos y salas de espera, o en los fugaces instantes de las exposiciones y actos sociales de la plástica, el cine de relumbrón y los cocteles literarios. LA LECTURA COMO DESCIFRAMIENTO DEL SENTIDO DEL MUNDO

La alfabetización ofrece por supuesto, de vieja data, tal y como hemos visto, otra finalidad posible, diferente de la alfabetización funcional: aquella que conduce a la meditación sobre los signos y a propósito de los signos, camino del desciframiento y apropiación cognoscitiva del mundo. En este caso, la relación del sujeto alfabetizado con los signos está gobernada por una finalidad diferente de la finalidad funcional, propia del uso y consumo del mundo. Aquí el sujeto no es alfabetizado para «saber usar y consumir» lo real, sino más bien para conocerlo y descifrarlo mediante el contacto con aquellas supuestas verdades y conocimientos e informaciones que se supone «habitan» en el

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cuerpo de los textos, en las imágenes, en las señales, en las iconografías y los relatos. El ideal de perfectibilidad espiritual, ético e intelectual del hombre en todas sus versiones históricas, incluida la versión moderna del Ideal Ilustrado de la Razón y de su mayoría de edad kantiana, como parte sustancial del programa de Progreso en su conjunto, pensó la alfabetización como un requisito de dicho programa y como condición para poder acceder a la cultura letrada del espíritu. Ser culto, para este ideal Ilustrado, se convirtió en una especie de noble y superior meta del espíritu. El alma silvestre y en estado de naturaleza debía entonces ser objeto de un especial cuidado y atención, en muchos casos ini- ciático, para garantizarle ascender a lo «superior», mediante un programa de educación en el saber de los relatos donde se consignaba la sabiduría; capaz de garantizar, además, el acceso al «saber» de los textos escritos. La relación del sujeto que se imponía a sí mismo este ideal moderno y letrado —por lo demás absolutamente legitimado en la cultura—, con los textos escritos y los signos donde se consignaban los relatos orales, con las imágenes y las señales, se convirtió entonces en una relación cargada de prestigio y de «estatus», pues su finalidad era tanto la del desciframiento del sentido del mundo como la del perfeccionamiento del espíritu. El resultado de esta relación con los signos no podía ser otro que el «conocimiento» y desciframiento del mundo, mediante la generación de un «corpus» derivado de la meditación y el pensamiento, hecho de relatos o de la formulación de «leyes», explicación de «causalidades» y «principios»; además, un cierto placer y alegría del pensamiento causados por dicho desciframiento, unidos aúna cierta sensación de perfección interior derivada de ese crecimiento en el saber y del contacto y familiaridad con los signos, muchas veces considerados enigmáticos y oscuros. De este modo, este saber letrado de élite constituyó desde un principio un evidente motivo de privilegio social. La cultura letrada del espíritu derivó en consecuencia en mecanismo

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excluyente, fuente de dominación y desigualdad entre los hombres y espacio social donde se definían poderes y se ostentaban «estatus». Sin embargo, este saber «iniciático» que, con el tiempo, devino en Humanismo Ilustrado, cuando se hizo plebeyo y secular como consecuencia de la Revolución Burguesa y antes de quedar por completo absorbido en la lógica de la racionalidad productivoinstrumental, alcanzó sus mejores momentos y permitió la prefiguración de sus mejores utopías y promesas, de las que también vino a alimentarse el «Principio Esperanza» respecto del destino de la Humanidad y del Hombre, siempre por el camino del conocimiento y el cultivo del espíritu. Se pensó democráticamente que el saber letrado y el ideal de la Ilustración eran posibles, incluso, como ideales populares y plebeyos, para las grandes masas humanas iletradas y socialmente excluidas. Pero el paso del tiempo se encargó de demostrar que dicho Ideal Ilustrado no era más que parte del Mito Moderno, pues lo que en realidad se estaba imponiendo para las masas en la sociedad burguesa no era la alfabetización para la Ilustración y el Pensamiento sino la alfabetización funcional, imprescindible para «el uso y el consumo del mundo» que la racionalidad productivo- instrumental imponía. De este modo, la lectura encaminada al desciframiento y entendimiento del mundo ha experimentado en la contemporaneidad un auténtico declive de su prestigio social, como parte del declive del Ideal Ilustrado de la Razón hoy en franca bancarrota, mas no quizás de su práctica en la sociedad, que se continúa dando en las academias, universidades y centros de investigación, en la medida en que la lógica de la racionalidad productivo-instrumental triunfante lo demanda para su propio beneficio. LA LECTURA PLACENTERA El placer que le proporciona al hombre cierta clase de relación lúdica con los signos y los relatos resulta innegable. El lenguaje

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y la lectura hacen posible cierto tipo de risa y de goce, permiten la distorsión y el jugueteo con el sentido, la ironía y el humor. Esta posibilidad de lo lúdico a partir de cierto tipo de contacto con los signos ofrece a su vez una amplia gama, que incluye desde lo lúdico banal de simple pasatiempo hasta lo lúdico «profundo» y comprometido con una representación crítica y distanciada respecto de lo convencional. El humor, la risa, el «divertimiento», el jugueteo, pueden alcanzaren los textos escritos niveles maravillosos de elaboración intelectual y formal, estilística y técnica, cuyo disfrute exige lectores realmente inteligentes y cultos. Pero dentro de esta gama de posibilidades de lo lúdico, existe también lo que podríamos denominar lectura de simple pasatiempo. Aquí el texto a ser leído, como tal, no suele ofrecer casi ninguna elaboración literaria de calidad, y se mantiene dentro del uso ingenuo de ciertas formas y técnicas convencionales apenas necesarias para causar en el lector los efectos esperados, y de parte del lector tampoco exige casi ninguna formación intelectual, refinamiento estético o especial educación de sus sentimientos. Texto y lector ingenuos y banales se unen para producir un efecto de simple pasatiempo divertido, en una relación incapaz de conducir al conocimiento o al desciframiento de nada o de transformar al lector interiormente de alguna manera, pues no es esa la finalidad. Se trata sólo de «pasar el tiempo» y alejarse de las preocupaciones causadas por el tráfago de la vida diaria, en medio de lecturas sin complejidad conceptual, estética, formal, estilística o técnica. Pues bien, dentro de esta gradación de posibles tipos de lecturas lúdicas, y en la medida en que la alfabetización apenas funcional es precisamente aquella que predomina en el mundo contemporáneo, resulta apenas lógico que la lectura de simple pasatiempo se imponga como el tipo de lectura predominante. Nadie quiere ahora complicarse la vida con lecturas «serias» que problematicen el sentido de la existencia, del mundo y de nuestra relación con los demás. Hay que pasarla bien, como se dice, lejos

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de las meditaciones trascendentales y sin pensar que «lo fundamental» existe. Este aspecto hedonista de los postmoderno domina en el pensar-vivir finisecular. Como domina también una especie de re-encantamiento del mundo por la vía pseudo- científica que cree con fe ciega en la existencia de una cosa untuosa que ahora denominan «energía positiva», especie de mermelada de frambuesa que hay que untarle a todo para que todo salga bien, el optimismo irracional y casi religioso como lema, la espontaneidad silvestre e inculta como suprema virtud, la memez adolescente convertida en paradigma y el pensamiento y la conversación culta transformados en estorbo e indiscreción. En medio de este paisaje de la cultura finisecular, dominado por la exigencia de una alfabetización apenas funcional generalizada, la lectura lúdica se recorta en sus mejores posibilidades y la ironía y el fino humor, productos por excelencia del refinamiento culto e inteligente del texto y del lector, terminan desplazados por el «chiste» ordinario y la procacidad, la «trama» ingenua, la ausencia de todo recurso refinado y exigente en la producción del efecto de verosimilitud en el lector, que por su parte tampoco lo exige en cuanto su ingenuidad como lector jamás se lo demanda. Sorprende ver cómo ahora los relatos televisivos y cinematográficos, tanto como los literarios ligados a la lectura de simple pasatiempo, son tan notoriamente «mentirosos» e ingenuos en su mentira, ajenos por completo a todo esfuerzo técnico y formal encaminado a producir el efecto de su propia verosimilitud dentro del embaucamiento y la mentira. Esa ingenuidad, pobreza, miseria y hasta torpeza en los artificios y en los recursos narrativos, insulta y desespera no tanto por provenir de la estructura misma de los productos que se consumen masivamente por la gente, sino más bien por la absoluta falta de exigencia de calidad respecto de esos mismos recursos y artificios por parte del consumidor que, como un bobo ingenuo, se cree y admite, sin inmutarse en sus niveles mentales de verosimilitud, todo aquello que con tan desmedida torpeza y pobreza de recursos narrativos

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le es ofrecido. Parecería como si la memez y la mentecatez fuesen mutuas, del texto y del lector, especie de acuerdo tácito de voluntades en la ingenuidad que se satisface y se hace posible mediante la eliminación casi absoluta de la exigencia de verosimilitud, quizás como consecuencia de la crisis de la Razón en nuestro tiempo. Exigir verosimilitud y elaboración formal y técnica en el embaucamiento y la mentira bien contada —no estamos hablando de exigencia de «verdad», que es absolutamente otra cosa—, como una virtud propia de los buenos relatos, es colocarse dentro de exigencias que derivan del ejercicio de la Razón, que en su dignidad demanda que las mentiras y embaucamientos propios de todo relato le sean «bien» contados. El placer y el «divertimento» que una persona deriva de su relación con un relato de calidad, capaz de encantarlo con sus invenciones y mentiras mediante artificios cualitativamente impecables desde el punto de vista técnico, formal y lógico, resultan maravillosos. Pero las cosas no son hoy así, y lo que predomina en el cine y en la televisión son relatos de una torpeza e ingenuidad «lógicas» indescriptibles, aunque bañadas por una cubierta de efectos especiales, muchas veces espectaculares, que parecería que valieran por sí mismos independientemente de toda exigencia de verosimilitud. Y ante el avasallamiento de estos efectos especiales, por sí mismos, el consumidor masivo de estas «memeces» no saca a relucir el arsenal de sus medidores racionales y lógicos de verosimilitud, sino que termina embobado por los efectos y los recursos de la imagen, haciendo a un lado ciertos mínimos criterios de la razón. Tal y como si la imagen y su efecto valieran por sí mismos, independientemente de si el relato es verosímil o no. Parecería entonces como si la exigencia de verosimilitud respecto de los relatos fuese una especie de vestigio del racionalismo en declive, una suerte de exigencia de la «tercera edad» bastante pasada de moda, dado que a la juventud masificada en el consumo de las imágenes y de los relatos televisivos y cinematográficos lo que menos le importa es

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preguntarse qué tan verosímil, en términos lógicos, es la historia que le acaban de contar. Esto en realidad ya no interesa, y el hecho mismo de que no interese al consumidor masivo de relatos de nuestro tiempo es ya un indicador muy fuerte de que la exigencia de racionalidad frente a los relatos que pueblan la cultura contemporánea ha entrado francamente en declive. Que es lo mismo que decir que el mito de la razón, tal como la modernidad lo elaboró, ha hecho crisis de legitimidad. En resumen, la relación lúdica de simple pasatiempo con los relatos contemporáneos destinados al consumo masivo vengan éstos depositados en libros, en videos o en cintas cinematográficas, ha desplazado también masivamente al ludismo culto y exigente. De lo que se trata ahora es de ocupar con algo el horror de las horas vacías, algo que no problematice la subjetividad y que no convoque para nada al pensamiento. Este tipo de cultura de masas está inscrito dentro de lo que Finkielkraut2 ha denominado la derrota del pensamiento. LA LECTURA LÚCIDA

En ciertos sectores de élite intelectual, casi siempre de origen académico o universitario, la lectura adquiere otro carácter cuando se lleva a cabo bajo los presupuestos y las exigencias de la lucidez intelectual. Su finalidad y su tono, cuando es lúdica, no se reduce ni se satisface con el simple propósito del pasatiempo banal, en cuanto exige del texto virtudes objetivas de calidad formal, estilo, técnica y recursos, pues el lector de élite intelectual demanda textos cualitativamente superiores aun para su divertimento. Pero la lectura lúcida también —y casi siempre es así— se lleva a cabo bajo la esperanza de producir en el lector el conocimiento o desciframiento de algo. El lector lúcido casi nunca

2. Finkielkraut, Alain, La derrota del pensamiento, Barcelona, Editorial Anagrama, 1987.

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es un lector ocasional o de circunstancia. Más bien puediera decirse que se trata de un lector habitual, que por razones de su disciplina intelectual y por interés de su pensamiento se compromete intelectualmente y no pocas veces incluso éticamente (lector lúcidoagónico) con el saber respecto del mundo y de la existencia humana. El lector lúcido confunde dentro de sí el conocimiento con la alegría. Avanzar interiormente en el conocimiento y ser testigo de sus propios «progresos» y crecimientos espirituales Nes algo que le produce felicidad. Dialoga con sus pares, se complace con el reconocimiento que recibe de ellos y su información cualitativa y elevada a reflexión personal se convierte ante los demás en una especie de encanto. El lector lúcido, pues, es aquel cuya lectura avanza fundamentalmente hacia la finalidad del conocimiento inteligente del mundo y el sentido de la existencia humana. Conocer y descifrar, teorizar, moverse cómodamente y como pez en el agua dentro de constructos teóricos complejos e inteligentes producidos por la razón, someterlo todo al filtro de la lógica, en fin, elevar el pensamiento refinado y culto a lema de su existencia, he ahí el mundo espiritual del lector lúcido. Sin embargo, no todo lector lúcido es al mismo tiempo un lector agónico. El componente agónico deriva para el lector de un compromiso ético con lo leído. Veamos esto: LA LECTURA AGÓNICA Por el camino del conocimiento y de la lucidez es posible precipitarse en la agonía existencial, derivada del compromiso a

cualquier precio y con todas las consecuencias que la lectura traiga consigo. Compromiso que no sólo es intelectual sino fundamentalmente ético y existencial. Una de las varias secuelas posibles del conocimiento lúcido del mundo sobre la interioridad del sujeto es, precisamente, la desacralización y la laicización de la conciencia, que se despoja así de la idea de la causación sobrenatural que se sobreimpone a lo real, pierde el consuelo de

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las compañías sagradas y debe a partir de esa conciencia del mundo enfrentar su destino y su existencia sólo como una «obra de sí» mismo. Esta desacralización y laicización de la conciencia se produce siempre, en muy buena parte, por el arduo camino de la lectura comprometida que aquí denominamos agónica, capaz de conducir al sujeto al conocimiento y desciframiento del mundo y a asumir éticamente y con autenticidad interior todo el peso de sus consecuencias. El desencantamiento del mundo real, encantado desde su origen por la sobreimposición del mito, el deseo y los miedos, lo sagrado y la leyenda, es el producto más o menos terminal del conocimiento implacable y sin contemplaciones, a todo costo. Ese conocimiento de lo «real» y de las «leyes» que lo gobiernan es a su vez un derivado necesario de ese tipo de lectura

capaz de producir el desciframiento de los secretos del mundo, pero que no se queda en el terreno del simple conocimiento sino que hace que el sujeto vaya más allá, camino de la agonía. Se leen los textos, se descifran los signos, las señales o los indicios que «despide» el mundo por parte de un lector agónico, cuando ese lector realiza sobre el texto la congoja del moribundo, que en este caso consiste en permitir que algo muera en él para que nazca dentro de sí el capullo de otra perspectiva o de otra sensibilidad. Es como si algo crujiera y se quebrara dentro del lector, por causa de la lectura. Descifrar «la verdad» y comprometerse con el pensamiento crítico a cualquier costo, he ahí el proyecto del lector agónico. Quedarse mirando el mundo, como por la primera vez, absorto en él, embebido en sus enigmas, dudando de las leyendas y de las tradiciones, viendo nuevas preguntas donde antes había abundancia de respuestas y llenura de opiniones, he ahí la posibilidad ética y el terreno en el cual se mueve el lector agónico. A diferencia del lector agónico, el lector lúcido entiende y comprende inteligentemente aquello que lee, pero generalmente no se compromete éticamente y con autenticidad con sus consecuencias, de tal manera que en su interior el sujeto no siente que a causa de la lectura algo agonice dentro de sí.

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Ya sabemos que el mundo como tal no es un signo ni despide signos, pero puede ser objeto de desciframiento y develamiento mediante constructos mentales capaces de causar la agónica lucidez de la conciencia. Cuando quien se seculariza a causa del desencantamiento del mundo, se representa ese mundo de otro modo y pierde en el proceso de su lucidez las compañías sagradas, siente que dentro de sí se produce la congoja del moribundo respecto de lo sobrenatural y se tambalea en la duda, pero en la medida de la profundidad de esa congoja siente al mismo tiempo que algo nace dentro de sí, tal vez otro conocimiento o el horizonte de otra forma de vida y de relacionarse con el sentido del mundo, otra forma de la sensibilidad, incluso, derivadas sólo de la frágil y cambiante seguridad del saber. El sujeto sabe de la fragilidad de este piso, sabe que ha perdido incluso la idea misma de fundamento, pero acepta éticamente este costo tanto como sus reglas de juego, sumido en su propia soledad y en el límite de sus propios recursos intelectuales. Pero la promesa del saber y la recompensa del conocimiento, como tales, son frágiles e incapaces para neutralizar la crisis de la Esperanza. La Desesperanza es, pues, el riesgo y el precio que parecería tener que correr el sujeto a cambio de su lucidez, a causa del desciframiento y conocimiento del mundo, mediante una lectura agónicamente asumida de un sujeto lector éticamente comprometido con las consecuencias de su intrepidez, fueren las que fueren. LA DIVERSIDAD DE LAS LECTURAS Y LA SUERTE DEL LIBRO Ante esta diversidad de lecturas posibles, el libro como principio no morirá jamás. En cuanto principio, el libro es un texto constituido de signos cuyo soporte bien puede ser el papel impreso, como ahora, pero que en otro tiempo fue manuscrito hecho por la mano del calígrafo y de los amanuenses y flujos de tintas embombadas que bajaban a las páginas preparadas de diferentes materiales desde el intestino de plumas de ganzos y

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de otras aves. Mañana el libro será muy probablemente otra cosa, pero como principio, es decir, como texto hecho de signos, cualquiera que sea su forma o su soporte físico, habrá de perdurar mientras los textos, los signos y los relatos existan en la cultura de los hombres. Para empezar, es innegable que la sociedad y la cultura presentes demandan cada día con mayor intensidad lecturas funcionales y una consecuente generación de libros y documentos que deben ser leídos y usados, precisamente, para el logro de dichos fines funcionales. Este tipo de lectura fue en el pasado, es ahora y continuará siendo imprescindible para que sectores masivos de la población universal se habiliten para el uso y el consumo del mundo. Esta alfabetización funcional, como necesidad ineludible de nuestro tiempo, refuerza por su parte la industria editorial encaminada a producir dicho tipo de textos. Hoy en día resulta imposible ir por el mundo sin tener que realizar permanentemente lecturas funcionales. El universo de las profesiones y de los saberse técnicos exige la lectura funcional, como un requisito insustituible. El contacto de los estudiantes con el pasado de las ciencias y las técnicas tanto como con sus desarrollos presentes, requiere de textos bajo la forma de libros o bajo cualquier otra forma que torne accesibles dichos textos a informaciones a través de la hoja o de la pantalla. La lectura funcional, pues, continuará siendo imprescindible tanto para el mundo escolar y universitario como para amplios sectores de la sociedad desescolarizada, que encuentran en el contacto con dichos textos una forma de no quedar rezagados y marginados ante la velocidad con que la cultura de la información se comporta, y estará alimentada, tanto ahora como hacia el futuro, por la generación permanente y actualizada de textos encaminados a satisfacer tal necesidad, cualquiera que sea la forma que asuma el soporte físico del texto. A diferencia de la lectura funcional, que es la que corresponde a las necesidades de las grandes masas atrapadas por la lógica

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del empleo, la competitividad laboral y la necesidad de «estar al día», impuestas a la cultura por el triunfo de la racionalidad productivo-instrumental, la lectura placentera de cierto nivel de exigencia intelectual y de sensibilidad y, con mucho mayor razón las lecturas lúcida y agónica, seguirán siendo, como hasta ahora, lecturas practicadas por élites intelectuales. Esto, por supuesto, no tiene nada de censurable. La lectura placentera o lúdica, de aquel que lee para divertirse o llevar a cabo operaciones lúdicas con el texto o a partir del texto, demanda del sujeto lector una especial disposición y sensibilidad, no siempre existentes en el lector funcional. Quien lee funcionalmente espera obtener del texto un provecho práctico y útil, traducible casi siempre en habilidades profesionales o en destrezas técnicas y expresado bajo la forma de conocimiento aplicable y rentable «en el mundo real». En cambio, quien lee placenteramente y con propósito lúdico hace a un lado la exigencia de utilidad práctica o rentable, al menos por un rato, y en su lugar privilegia el goce y el diver- timento que el consumo del texto son capaces de producir en él. Por supuesto que las exigencias de utilidad y de «divertimento» no se excluyen por principio, y pueden en ciertos casos coexistir en la relación del lector con un mismo texto, aunque generalmente se presenten separadas puesto que suelen obedecer a intenciones diversas. La lectura lúcida y su variante agónica, por su parte, cuya finalidad principal es conducir al conocimiento del mundo y de la existencia humana y causar en el sujeto la lucidez, a cualquier precio, descubrir «la verdad» y producir la conciencia del mundo como desciframiento, no excluye tampoco la posibilidad del goce ni de la utilidad, pero se deriva y ocurre claramente a partir de otra muy diferente intención: aquella que procura el desencantamiento del mundo, y que en virtud de dicho desencantamiento, cuando se lo asume comprometida y éticamente en todas sus consecuencias, produce en el «espíritu» además de la lucidez esa especie de congoja de moribundo sobre el texto, se asocia

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con las pérdidas de lo sagrado y se alimenta con granos de una cierta y gradual desesperanza, siempre acosada por la duda y la pregunta constante y por eso mismo incapaz de apoltronarse en la respuesta absoluta o en la convicción total. La lectura lúdica, en su modalidad de simple pasatiempo, así como la lectura lúdica de mayores exigencias intelectuales y de sensibilidad y gusto, no tienen por qué entrar en declive. Las cifras de libros y videos vendidos en el mundo así lo indican. Por su parte, la lectura lúcida y lúcido-agónica se conservan como prácticas académicas y universitarias, o como prácticas permanentes en el mundo intelectual, de la cultura y de las artes, llevadas a cabo por élites cultas, tal como siempre ocurrió. Pero este tipo de lecturas tampoco han entrado en declive ni existen indicios de que pudieran llegar a desaparecer o a entrar en crisis en el futuro inmediato. La cuestión no es entonces cómo fomentar la lectura, sino más

bien cómo fomentar cierto tipo de lectura, que pudiera llegar a considerarse mejor o más importante que otra. Dicho de otro modo, parecería que desde el punto de vista cuantitativo, las estadísticas indican que, términos más, términos menos, el número de lectores o al menos de personas en el mundo que compran libros funcionales, de pasatiempo o lúdicos, de texto, de reflexión y de meditación, en fin, no sólo se mantiene sino que se incrementa en términos al menos absolutos. Las crisis económicas y el deterioro del ingreso medio inciden, por supuesto, en el mercado del libro. Pero, en términos generales, el libro como objeto de consumo se conserva. La lectura funcional y la de simple pasatiempo o incluso lúdica de elevado nivel de exigencia, parecerían no estar comprendidas dentro de nuestra preocupación respecto del diseño de políticas culturales encaminadas a su fomento y expansión. En cambio las lecturas lúcida y lúcido-agónica, que son, fueron en el pasado y serán en el futuro lecturas practicadas por élites intelectuales, tal vez pudieran requerir de políticas culturales encaminadas a su

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difusión, si después de todo pudiera llegar a considerarse que debemos continuar aferrados al Ideal de la Razón Ilustrada. Sin embargo, difícilmente podría defenderse hoy esa utopía, en medio de un mar de hedonismo, nihilismo, irracionalismo, neomis- ticismo y crisis de la razón, reencantamiento neo-conservador de la cultura, revitalización neo-romántica de la irracionalidad y de lo sagrado, en fin, «re-encauchamiento» vulcanizado de la magia y de academias que enseñan cómo ponerle a la vida «energía positiva». En este contexto cultural contemporáneo, absolutamente desinteresado por la «Razón», por el compromiso con «lo fundamental» y con lo «trascendental», no puede pretenderse interesar a las grandes masas de jóvenes de nuestro tiempo por la lectura lúcida, mucho menos por la lectura lúcido-agónica, si sus mentes andan en otra cosa y el proyecto intelectual de vida ya no goza del prestigio, de la legitimidad social y del «estatus» de que antes gozaba. La cuestión no se reduce, por tanto, a un asunto de «buena voluntad». El interés auténtico por la lectura lúcida y lúcidoagónica comprometida éticamente con todos los riesgos que arrastra consigo la lucidez, es posible despertarlo ahora en los jóvenes y será siempre posible hacerlo hacia el futuro, pero como un interés que se sabe de antemano limitado a élites intelectuales que se reproducen en el mundo académico universitario o en el mundo intelectual extra-universitario, a pesar del contexto cultural postmodemo antes descrito. Sin embargo, aun en este caso, además de «fomentar», que no sirve para mucho, lo que hay que hacer es dar ejemplo. Los escritores, profesores y lectores deben ser auténticos intelectuales capaces de dar ejemplo con sus propias vidas ante los jóvenes. Un joven no lee lúcida o agónicamente, simplemente porque se le diga que lo haga. Lee sin problema y sin necesidad de promoción alguna textos funcionales que la necesidad de información o el mercado de trabajo le demandan, y textos de simple pasatiempo, que la cultura de masas le ofrece para su consumo masivo. Pero la lectura lúcida,

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encaminada al conocimiento capaz de producir las rupturas interiores, tanto como la lectura lúcido-agónica, caracterizada por el compromiso ético a todo costo del lector con las consecuencias que la lectura implica, requieren del oficiante de la lectura un compromiso especial de naturaleza cualitativa, que se puede lograr sobre todo en las aulas universitarias, aunque también en menor grado y a veces de manera excepcional en las aulas del bachillerato. Se debe entonces, sobre todo, si somos tributarios un poco anacrónicos del Ideal de la Razón Ilustrada, promover y fomentar una actitud espiritual comprometida con el desciframiento y el conocimiento del mundo y de la existencia humana, si es que deseamos como saludable para la Razón el cultivo de la lectura lúcida o lúcido-agónica, independientemente del desencantamiento del mundo que ese tipo de lecturas causa en el sujeto, con la Desesperanza como una de sus posibles secuelas. Pero ese y no otro es el costo de la alegría del saber y de la lucidez de la razón, que no debería venir al mundo sólo a huir de las posibilidades del entendimiento y a quedar por completo en manos de las exigencias del deseo, los miedos, las ilusiones o los intereses, sino más bien a construir con heroica dignidad un espacio reducido pero fuerte de intelecciones, que es lo que nos distingue de la naturaleza. Sin embargo, lo que al parecer hace que exista el lector lúcido, y con mayor razón el lector agónico, además del ejemplo ético de sus preceptores, es esa especie de desazón interior, ese profundo desasosiego espiritual respecto del mundo, que hace pensar que el lector agónico sea mucho más un «enfermo» por causa del desasosiego que le perturba la representación convencional que la gente del común tiene del mundo y de su propia existencia, que alguien capaz de haber elegido libremente su vocación como lector. La lectura lúcido-agónica es, pues, una preciosa enfermedad del espíritu, un don del dolor del mundo éticamente asumido, un resultado de la aflicción intelectual ante el peso de la existencia y la crisis del sentido de vivir.

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EL LIBRO COMO SÍMBOLO El libro como fajo de papel impreso está siendo sustituido muy rápidamente, es cierto, por otro tipo de soportes físicos. Sin embargo, tal fue el entusiasmo que el ideal Ilustrado alimentó alrededor del libro en su forma clásica, que muy pronto se instauró como símbolo del saber y la cultura, algo supremamente respetable que debió depositarse en bibliotecas para memoria de la humanidad. Esto quizás pudiera explicar cómo mientras el libro bajo la forma de fajo de hojas de papel está siendo sustituido por otro tipo de soportes físicos, no obstante diferentes países * del mundo se empeñan en construir gigantescas bibliotecas, tal como ocurre en este momento con los actuales proyectos bibliotecológicos de Beijing, Taipei, Londres, París, Copenhague, Estocolmo, Túnez, Caracas, Isla Mauricio, Argelia, Zagreb, Tallin y Montreal, para citar sólo unos casos. De hecho, las bibliotecas han sido y continúan siendo ante todo grandes construcciones con función simbólica. Se supone que allí reposa el saber de la humanidad, la cultura letrada, la secreción de la cúpula intelectual del mundo. No importa mucho que sean realmente visitadas y usadas o no por los pueblos que habitan en su radio de acción. Lo cierto es que están ahí, «disponibles» en abstracto para honra de la humanidad y para uso de la ciudadanía y de la juventud, levantadas majestuosamente para decir al mundo «somos cultos», hay que guardar silencio. Su uso debe ser público y popular, y el presupuesto privado y estatal se satisfacen con saber que cualquiera que sea la relación costo beneficio de este tipo de entidades, la causa que explica y justifica su existencia siempre será noble. El bombardeo de sedes de bibliotecas durante las guerras se considera un acto atroz y casi como un crimen de guerra. Simbólicamente, las bibliotecas como los museos perdurarán como reliquias del pasado, «templos» del saber, y no faltará quienes continuarán visitándolas y haciendo uso de ellas, como si su visita periódica debiera hacer parte de un rito.

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No nos preocupemos, pues, por el porvenir de la lectura y el libro como principio. El asunto más bien pudiera consistir no exactamente en si el libro como principio perdurará o no, sino más bien en qué tipo de lectura o qué clase de relación queremos que las futuras generaciones entablen con los textos, cualesquiera que sean los soportes físicos en que dichos textos vengan depositados. La producción de libros de papel, impresos en la forma convencional que hoy conocemos se duplicó en el mundo en los últimos veinte años3, no obstante la competencia paralela y no exactamente sustitutiva o excluyeme que le han planteado otro tipo de soportes físicos de signos, contra los apocalípticos que anuncian la muerte del libro clásico y el declive del signo escritural a manos del reino de la imagen y de los lenguajes no alfabéticos. Los indicadores del mercado del libro continúan comportándose satisfactoriamente y los mega-proyectos bibliotecólogicos siguen en marcha. El libro, pues, tal como lo conocemos, goza de salud por ahora, y no hay tendencias que indiquen su declive real a manos de posibles sustitutos que compiten con él en el mercado de la cultura de masas. La competencia que la imagen y los lenguajes no alfabéticos le hacen hoy en día al libro y a la lectura no es una competencia excluyente ni sustitutiva, sino más bien complementaria o en el peor de los casos paralela. La cuestión i entonces podría plantearse, preferiblemente, alrededor de la J siguiente pregunta: ¿qué clase de lectores queremos en el I porvenir? LA LECTURA LÚCIDO-AGÓNICA EN EL FIN DE SIGLO

Ya sabemos que navegamos en un mundo regido por la i racionalidad productivo instrumental y tecno-científica, en medio (

3. Melot, Michel «Fiebre por las grandes bibliotecas», en revista de 3 literatura

Quimera N° 149, Barcelona, agosto de 1996.

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de una profunda deslegitimación de los ideales modernos ligados a la Ilustración; una época finisecular fuertemente hedonista y sensual despreocupada respecto de los temas «trascendentales», «fundamentales» y «profundos», de los que los jóvenes no quieren ahora saber nada, pues juzgan que se trata de temas aburridos de personas de la tercera edad que agotaron su vida y sus mejores oportunidades agonizando alrededor de reflexiones «trascendentales» negadoras del placer del instante y del goce en la «utopía de lo inmediato»4. En estas condiciones, el dispositivo de valores y de representaciones que prohija la cultura del Fin del Siglo no es el mejor para fomentar, como un ideal del hombre de nuestro tiempo, la lectura que hemos denominado agónica y comprometida con el conocimiento lúcido y la reflexión en profundidad. Este tipo de lectura, por supuesto, continuará existiendo, circunscrita a los círculos intelectuales y de élite, donde siempre fue el tipo de lectura predominante. La diferencia tal vez radique no exactamente en la cantidad de personas que puedan leer comprometidamente, sino más bien en el tipo de representación y de valoración que en nuestra época se hace ahora de esta forma de lectura. Pues mientras en ese otro tiempo en el cual dominaba el Ideal de la Razón Ilustrada tan propio de la modernidad, la lectura agónica y comprometida, siendo siempre minoritaria y de élite, gozaba sin embargo de prestigio social y era vista como una especie de rareza anacrónica, respetable como opción excepcional de vida en la diversidad admitida de las rarezas del mundo, bastante inútil por lo demás y nada recomendable en términos prácticos y productivos. Está, pues, en declive, al parecer, aquella representación social, hija del Ideal Ilustrado moderno, según la cual la lectura agónica encaminada a causar la lucidez del sujeto

4. George Steiner, En el castillo de Barbaznl, Editorial Madrid, 1976, p. 82.

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entregado a la reflexión y a la meditación constituía un valor. Siempre fueron excepcionales este tipo de lectores, es cierto, pero ese compromiso suyo con el pensamiento y con la reflexión en profundidad era reconocido por todos como un valor positivo que, si bien muy pocos practicaban, no obstante se veía como un ideal digno de ser recomendado e imitado. Ahora ese mismo compromiso e ideal ilustrado continúan existiendo en algunos, sobre todo en círculos intelectuales y universitarios, es cierto, pero son vistos por las nuevas generaciones no sólo como excepcionales sino como bastante obsoletos e inútiles. LA LECTURA FUNCIONAL Y DE PASATIEMPO EN EL FIN DE SIGLO

Leer funcionalmente, para el uso y consumo del mundo, es una dimensión que la racionalidad productivo instrumental impone al sujeto de nuestro tiempo, como una necesidad inaplazable en términos de «actualidad», sentido de pertenencia del sujeto a la contemporaneidad y competitividad de ese mismo sujeto frente a la lógica del mercado de trabajo. Leer funcionalmente no es, por tanto, una elección libre del sujeto sino una condición ineludible que la racionalidad productivo-instrumental y tecno-científica imponen al sujeto de nuestro tiempo. Leer placenteramente, lúdicamente, en cambio, es algo que el sujeto de nuestra época ha terminado convirtiendo en una práctica fundamentalmente orientada a producir el efecto de pasatiempo, un modo eficaz de llenar los instantes vacíos en los aeropuertos, estaciones de trenes o salas de espera. Una especie de fugaz oasis de ocio en medio del tráfago y un letárgico modo de caer vencido en el lecho después de despachar dos o tres páginas, el ruido del televisor al fondo y una copa de coñac a medio desocupar encima de la mesa de noche. La lectura lúdica no tiene nada de censurable, ni siquiera cuando se la reduce a ser sólo entretenimiento o cosa de simple pasatiempo. El humor fino, la ironía, la fantasía como goce, las historias policiacas, en fin, la gama de posibilidades

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literarias lúdicas de alta, mediana y baja calidad es muy amplia, y el sujeto tiene en esa riqueza de opciones un espacio generoso para moverse a gusto según sus posibiidades de tiempo y de exigencia cultural. Un gusto exigente, culto y refinado, demanda textos literarios «divertidos» y lúdicos de altísima calidad. En este caso, el divertimento del lector no se reduce a ser sólo pasatiempo, sino que cobra dimensiones incluso «profundas» que dicen relación con la condición humana convertida en objeto de distanciamiento y burla inteligente, relativización y desmonte de mitos e ilusiones. Pero la lectura lúdica predominante en nuestro tiempo no es ésta, precisamente, sino más bien aquella que se expresa como «inversión» recomendable para reducir el stress causado por el tráfago de la vida, y que gira alrededor de textos generalmente de muy baja estofa destinados a lectores espiritualmente nada complejos que huyen de la realidad creyendo que ciertamente leen. La lectura funcional y la lectura de pasatiempo así caracterizadas, antes que ser lecturas opuestas y excluyentes más bien se comportan en nuestro tiempo como lecturas complementarias. Leer cualquier cosa para divertirse en los ratos libres que deja el tráfago de la vida contemporánea, y llevar a cabo lecturas funcionales para garantizar el uso y el consumo del mundo y no quedarse así rezagados ante las exigencias de información y de destreza que impone la racionalidad productivo-instrumental y tecnocientífica, son dos cosas que antes de excluirse se complementan. Aunque debe admitirse que en el terreno del divertimiento y del pasatiempo, precisamente, es donde quizás la lectura convencional y el uso de libros y textos tal como hoy los conocemos, han sufrido con mayor intensidad la competencia de los relatos hechos de imágenes y de los lenguajes no alfabéticos. Este es el clásico «menú» combinado de lecturas de la élite, del ejecutivo medio y alto de nuestro tiempo, e incluso de empleados y trabajadores de más baja ubicación en la escala jerárquica. Información funcional e instrumental, lectura de

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pasatiempo alrededor de textos banales, una porción nocturna de libros de autoayuda, postre esotérico y una infusión de horóscopo con pastel astral, he ahí la combinación ideal para esta clase de personas, que son casi todas. Siendo así, resulta evidente que en el mundo contemporáneo no se requiere para nada emprender campañas encaminadas a fomentar la lectura funcional, la de simple pasatiempo o la lectura de libros de auto- ayuda. Estas son modalidades de lecturas que se encuentran suficientemente garantizadas por la lógica cultural y social de nuestro tiempo: es imprescindible alfabetizarse funcionalmente para poder usar y consumir el mundo que nos es ofrecido y no quedar así rezagados frente al cambio, la fugacidad de todo y el mercado de trabajo. Y, en el ínterin fugaz, tener en el bolsillo o en el maletín ejecutivo textos para llenar con distractores los instantes vacíos que deja como migajas la cadena productiva y de paso llenarse de optimismo a punta de energía positiva y de confianza en sí mismo y en la ayuda de los astros. CONSIDERACIONES FINISECULARES SOBRE LA LECTURA AGÓNICA

Con la lectura agónica la cuestión es a otro precio. Quien lee agónicamente siente que a cada párrafo algo muere dentro de sí, algo se quiebra definitivamente en su tejido interior, para dar paso a un alumbramiento y al mismo tiempo a un duelo. Es la lectura que propone Platón en sus Diálogos, la que propone Pascal en sus Pensamientos, la de Nietzsche en su Zaratustra, la de Ciorán con sus aforismos al límite, la de Beckett y Thomas Bemhard. En la lectura agónica el lector ante el texto entra en estado de temblor y de duda. El sujeto que lee agónicamente lo hace para procurar el conocimiento del mundo y de sí mismo, es decir su «verdad» y a cualquier precio. Y se desgarra interiormente, claro, adolorido por sus pérdidas y muertes interiores aunque feliz a causa de sus ganancias espirituales bajo la forma de desciframientos, lucideces, redefiniciones «propias» de su

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mundo interior y del estado de sus conocimientos. Y todo ello bajo la alegría del sujeto que se siente y se sabe «obra de sí mismo», obra de su propio compromiso y esfuerzo. Pero este tipo de lecturas caracterizada como agónica, es por supuesto una lectura excepcional, casi ajena e incluso contraria a la racionalidad productivo-instrumental triunfante, típica por tanto de los intelectuales comprometidos con el pensamiento y la cultura y, en consecuencia, fuertemente marginal; una modalidad de lectura que no aparece en la historia de la humanidad como simple resultado de la generación espontánea, y que la racionalidad productivoinstrumental y tecnológica no prohija por sí misma sino en circunstancias muy precisas y puntuales, sobre todo cuando, tratándose de las ciencias o la filosofía, conducen a diseños y aplicaciones industriales rentables. Los jóvenes han oído entonces el finisecular canto acerca de la necesaria «utilidad» de cuanto hacen, relacionada con la inversión calculada de sus esfuerzos y de sus instantes, de modo que no atente contra su lema hedonista. La vida debe vivirse ahora, no tanto intelectualmente, como conocimiento y desciframiento del mundo y de la existencia a partir del uso de la Razón, sino más bien como sensibilidad, placer y goce del instante, consumo fugaz y uso veloz del mundo. Bajo estas condiciones, la lectura comprometida y agónica no está llamada a prosperar como lectura predominante, lo que, por lo demás, jamás fue así realmente. Hubo un tiempo en que la lectura agónica y comprometida, hija del Ideal de la Razón Ilustrada y del valor supremo de la inteligencia lúcida, a pesar de su condición de lectura minoritaria y de élite intelectual gozaba sin embargo de inmenso prestigio. Pero hoy no es así, no se sabe si para bien o para mal. Ahora el valor se ha trasladado a la representación social que convierte en ideal una lectura de pasatiempo relacionada con libros desechables sobre los cuales no hay que detenerse más de lo estrictamente necesario en medio de la velocidad del mundo, casi siempre en aeropuertos, salas de espera,

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trenes y lugares de paso. Lecturas para entretenerse, para llenar el vacío producido por las pequeñas grietas de tiempo que deja el tráfago del mundo y hacer entonces que el instante sea de goce, de distracción, casi siempre mediante el mecanismo de la huida de sí y el compromiso con lo banal, haciéndole el quite a la preocupación y al «stress», males de nuestro tiempo. EPÍLOGO

La cuestión hoy en día no es por tanto saber si la humanidad ha dejado de leer o si el libro está en declive. La humanidad lee aún muchísimo y crecientemente en términos funcionales y de pasatiempo, y las lecturas lúcidas, lúcido-agónicas e incluso lúdicas de alta exigencia se conservan como prácticas de élites intelectuales y cultas, aunque ya no en un clima cultural gobernado por el Ideal Ilustrado propio de la modernidad, recomendable a la juventud, sino más bien bajo la forma de «rareza vestigial» que compite con otras rarezas en la amplia diversidad de las opciones de vida que el Fin del Siglo ofrece en su menú. La producción de libros convencionales, tal como hoy los conocemos, se ha duplicado en los últimos veinte años y ningún indicador estadístico anuncia por ahora su declive o apocalipsis. La lectura compite aún de manera paralela y no excluyente con la imagen y con otros lenguajes no alfabéticos. Así las cosas, no hay motivo para la preocupación apocalíptica respecto del libro y la lectura. Hubo un tiempo en que no se conocía de la escritura, pero la humanidad no estaba triste por ello y el mundo hervía de signos dominado por la fascinación de los relatos. Hubo a continuación otro tiempo en que, conociéndose ya del arte de la escritura, no había todavía imprenta y los signos debían chorrear de las plumas de ciertas aves para depositarse en pergaminos y hojas disecadas que circulaban de mano en mano entre calígrafos y copistas. Sonó después el toque de la imprenta y el mundo se inundó de libros

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no caligráficos y se escuchó en la lejanía el gruñido de los amanuenses en desbandada. Pero no por ello el mundo se acabó ni entraron en declive los relatos, que germinaban entonces como ahora en la sombra psíquica y que venían acompañando desde siempre tanto la vigilia como el sueño de los hombres. El capitalismo convirtió en industria el universo del libro y masificó la alfabetización, pero terminó imponiendo el triunfo de la racionalidad productivo-instrumental y el reino de la información sobre el reino del pensamiento, que también comenzó a gruñir en desbandada. Pero no por ello el hombre se hizo más malo ni más bueno. La alfabetización y la lectura funcionales, orientadas a garantizar el «uso y consumo del mundo», han sustituido a la lectura agónica, encaminada a hacer realidad la ilusión del desciframiento del mundo y el sentido de la existencia, mientras en el centro del baile se instauraba el pavoneo de la lectura y el video de pasatiempo. La gente hoy en día cree de buena fe, ingenuamente, que en cuanto está informada —si es que realmente lo está— entonces de una vez ya está pensando; y opina que debe leer para entretenerse el tedio de los aeropuertos y de las salas de recibo de los odontólogos. Pero, aún así, los relatos y los signos continúan poblando el mundo, que en tanto se desencanta se re-encanta en un mismo movimiento. Vendrán días en que quizás el libro como soporte de signos y relatos hecho de papel impreso comience a rodar hacia su declive, como algunos lo creen, sustituido por otro tipo de soporte y para ser «leído» de otro modo. Pero eso en realidad no importa mucho, pues el libro tal como lo conocemos no fue hecho bajo la promesa de su eternidad. Los signos y los relatos continuarán vagando por el tejido de la cultura, para ser depositados en los soportes físicos que la técnica y la inventiva de cada momento ofrezcan, pues cada que nace un hombre nace un animal encantado que come de las mismas pepitas imaginarias que sabemos. En la época actual, que anuncia el apocalipsis del libro tal como hoy lo conocemos, inexplicablemente la producción mundial de libros

EL LrBRO, LA LECTURA Y EL DECLIVE

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se duplica en comparación con cifras de hace diez años, y más de una docena de capitales del mundo están comprometidas en proyectos bibliotecológicos de fantasía. Ojalá que todos los declives de lo que uno ama en el mundo ocurrieran siempre de este extraño y maravilloso modo, al menos por ahora.

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EL AMOR: ASUNTO DE LA ETERNIDAD Y DEL TIEMPO

La relación amorosa posee elementos constantes de su estructura que la hacen ahistórica, pero se expresa en el tiempo a través de formas, ritualidades y características que la tornan histórica. Lo ahistórico deriva de su naturaleza, del deseo interior de cada quien que convierte al «otro» en objeto, camino y espejo- eco necesario, capaz de conducir a la satisfacción propia, algo que resulta común a todas las culturas y épocas. Lo histórico le viene de las cambiantes formas, gestos, representaciones, ritualidades y prácticas de que se reviste el deseo en su expresión concreta a lo largo de las culturas y épocas en el tiempo. Hace parte de lo ahistórico el hecho de que toda relación amorosa se constituye y se funda a partir de un ireemplazable intercambio de signos que van-vienen entre los amantes, que actúan siempre el uno respecto del otro a modo de espejo y eco «receptor» en la hondonada de los signos. Dichos signos, como se sabe, bien pueden ser palabras, gestos, miradas, caricias, en fin, emisiones ante las cuales el destinatario permanece alerta en su afán de desciframiento, y que recibe fundamentalmente para re-conocerse a sí mismo en ellos mediante ese otro que emite para él, precisamente, los signos que como destinatario requiere a modo de diario alimento y sin sentido. Contrario a lo que ocurre con quien decide ir a mirarse en el vidrio translúcido aún no espejo o en el no eco, sólo vidrio transparente o ausencia de caja

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resonante incapaz de devolver gentilmente en su reflejo o en su voz la prueba de existencia de quien se asoma o gime en vano. El amante que nada recibe de retomo de parte del otro muere en la contemplación de su propia ausencia e in-significancia. Sin que nada, sin que nadie le hable de sí para decirle tú existes, tú eres lo más bello que ha pasado por mi vida, te has tornado imprescindible, debes saber que eres mi todo, y otras cosas por el estilo. El amante receptor-emisor obra así de esta manera como espejoeco complaciente del otro, y en cuanto tal emite hacia su pareja la imagen que ella desea ardientemente representarse de sí. En sus miradas locamente enamoradas, cada amante percibe del otro principalmente aquello que en cuanto virtud lo nombra, perplejo cada quien en la contemplación espléndida de su propio ser enaltecido, raro hallazgo del deseo que percibe en los signos del otro precisamente lo que espera. Y exige por ello ser único en la dirección de esa «verdad»; exclusivo en el reflejo del espejo que nombra; origen último de todo reclamo de fidelidad, puesto que un segundo rostro que compitiera con el que allí se asoma significaría la muerte de toda certeza suya, de todo principio de «verdad» y de «sinceridad» en las palabras del amor, punto de partida de la sospecha y comienzo de toda mentira, momento fundacional de la muy conocida por todos queja o congoja del engaño. Lo cual no significa que una tercería en el amor no sea siempre posible o incluso deseable en los juegos y ritos de la golosa necesidad de autoafirmación. Aunque no exactamente para quien sufre la presencia de esa tercería como una aparición intrusa en el reflejo, a modo de «falsía» de la verdad —sentir adolorido del desplazado—, sino más bien para quien en el coqueto jugueteo se da el lujo de tener a su disposición dos, tres y hasta más espejos o ecos donde ir a verse, a oírse, a constatarse, como sujeto activo del «engaño». El amante enamorado que se entrega y se ofrece en su generosidad de signos que brotan de sí como de una fuente inagotable debe, pues, poder creerse único y exclusivo en el

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reflejo del otro; debe rodearse de la confianza necesaria para poder vivir en su entrega sin reservas la fantasía de su ser como insustituible, y en consecuencia no está en condiciones de soportar siquiera la idea de llegar a ver algún día el registro, la huella así sea leve de otro rostro compitiendo con el suyo en el espejo al que con tanta ilusión de sí mismo se asoma. Nadie quiere jugar el papel del desplazado, nadie quiere vivir su suerte y desdicha. Observar de repente el rostro de otro, tan sólo su sombra o su sospecha donde debía reposar únicamente el nuestro, es algo que perturba, aflige, carcome de dolor. LA RELACIÓN AMOROSA, EL EFECTO ESPECULAR Y EL PODER A condición de ser al menos parcialmente cierto lo antes dicho y previos los debidos ajustes en cuanto a las diferentes épocas históricas y culturas, queda claro que «el otro» en cuanto espejo, eco de su pareja en el amor, resulta por esta misma razón imprescindible, absolutamente necesario, a veces incluso hasta la irracionalidad y la locura. Pues en su ausencia, desprecio o pertenencia a una tercería todo reflejo nítido del enamorado que se asoma se tomaría imposible. La relación amorosa deviene así, por la fuerza de su naturaleza, en una relación atravesada dramáticamente por la cuestión del poder, alrededor de la cual se tejen las redes, las delicias y las trampas de la subordinación y las mutuas servidumbres y edulcoradas obsecraciones. Siempre quien hace las veces de espejo o de eco del otro atrapa por completo en las redes de su poder a quien se asoma y gime en afanosa procura de sí, lo cual significa que todo amor es una especie de relación de poder de doble vía. El espejo y el eco pronuncian y emiten en el trance amoroso lo que cada quien que hace de pareja, precisamente, necesita ver y escuchar, para re-conocerse en su sentido particular por el Valle del Mundo. El espejo-eco se transforma por ello, además, en dispositivo de trascendencia o, mejor, en mecanismo sobre el cual se levanta para los protagonistas la

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fantasía de la memoria y del no olvido. De ahí que la pregunta del amante siempre termine siendo: ¿me has pensado? Pues hace parte de las reglas del amor que el pensamiento del otro —en doble vía—, su memoria, deban ser ocupados por el amante que llega y en cuanto llega coloniza a su modo, incluso bajo la forma de la entrega incondicional y pasiva de quien en su generosidad supone que no coloniza pero en el acto invade sin embargo, tiempo y espacio. El amante que llega, llega por definición a ocupar, a conquistar el territorio que le ha sido dado como un don para el despliegue de su ser, sus deseos y sus fantasías. Pues, en el amor, el camino hacia la realización de nuestros deseos y reificación de nuestras fantasías siempre ha de pasar por «el otro». La relación amorosa deviene así en un intercambio de actos y rituales de ocupación y mutuas tensiones de conquista. Pues aquel que es ocupado, en la ocupación que sufre pasa dialécticamente a convertirse simultáneamente en el amo del ocupante, a quien doblega, férreo señor-señora del conquistador-conquistadora, severo ocupante de quien ingenuamente cree que sólo ocupa. El ocupado, el conquistado en el amor se toma de este modo dictador imprescindible. Tú eres mi «reina», confiesa el macho a la «débil» mujer que a todas luces lo arrastra de la nariz. Salvador Dalí se reclamaba monarquista, en cuanto Gala lo había convertido en su dócil súbdito. EL IMAGINARIO DE LA INFERIORIDAD DE LO FEMENINO Y LA PRECARIEDAD DEL SUPUESTO PODER MASCULINO EN OCCIDENTE

La complejidad del vínculo amoroso en cuanto relación de poder «en espejo» así pensado, donde cada quien en la pareja deviene dueño y señor del reflejo que el otro ardientemente ansia, se torna aún mayor si se advierten los significativos elementos adicionales que se fueron sumando a esta estructura básica y fundadora en el decurso histórico de las culturas y de las civilizaciones a lo largo del espacio y del tiempo. Como se sabe, hubo

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épocas, incluso dentro del mismo período moderno, en las cuales el vínculo especular amoroso ocurría mediante la superposición cultural de un campo de representaciones e imaginarios arrastrados del mundo pre-moderno y construidos alrededor de la idea de la desigualdad, de la inferioridad y de la abyección de lo femenino. En tales condiciones culturales, el intercambio de reflejos, visos y ecos especulares del amor ocurría en el campo de una trama constituida por una compleja red de «imaginarios» capaces de situar la relación entre los sexos en una dimensión adicional de obediencia y especial subordinación entre los géneros. La seducción, arma por excelencia del poder de lo femenino según Baudrillard 1, permitió siempre que lo masculino cayera de hinojos seducido por la «espera» fragante, oculta pero siempre contundente, insinuante y demoledora de lo femenino, aun así a los ojos del espectáculo apareciera como «obediente y sumiso» en el oculto e irresistible despliegue de sus poderes. La relación especular de poder de «doble vía» permanecía así intacta en su estructura, independientemente de aquellos imaginarios de la desigualdad e inferioridad de lo femenino que la embalsamaban en sus jugos y en sus hierbas, admisible de este modo a la conciencia del «macho» que se hacía a la fantasía de un poder unilineal exclusivamente suyo y también admisible al escenario de lo «público» mediante el respeto de ciertas formas y ritualidades públicas de la subordinación femenina a lo masculino, aunque en la alcoba y en la cotidianidad privada las cosas fueran realmente a otro precio y ocurrieran de otro modo. Pues en la intimidad perpleja, en el arrobo amoroso de la pareja caída de bruces en lo inefable de sus propias urgencias camales y narcisas sólo complacidas por la dictadura del otro, la loca necesidad del reflejo y del eco en el espejo continuaban para el macho ostentoso de su poder siendo los mismos y obrando de idéntica manera: siempre el macho de rodillas a la luz de ciertas culturas, por supuesto, de

1. Baudrillard, Jean, La seducción, Barcelona, Editorial Anagrama, 1984.

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hinojos ante la resistencia de la hembra armada de su pudor pero también de sus ocultas esencias, espejo-eco imprescindible, insustituible. El hombre, así, embebido en la fantasía de su imaginaria superioridad, se tomaba tanto más débil cuanto que el espejo donde iba a mirarse y la voz-eco donde solía escucharse se hacían para él más imprescindibles. Pues el narciso entre más narciso más espejo requiere, más eco de sí necesita, tornándose de este modo tanto más dependiente, tanto más súbdito de la necesidad de su reflejo en el otro que lo nombra y que al nombrarlo duplica mágicamente su imagen ante sus sorprendidos ojos. De ahí la relación tan especialmente ambivalente del macho con su espejo: lo degrada tanto más cuanto más dependa de sus encantos, cuanto más se reconozca como su prisionero en su ostentosa fragilidad. Pues, si no es ante la gentil y enamorada dádiva de su reproducción especular, ¿dónde más puede el narciso aspirar a desplegar todo su encanto de narciso? El amante ante su pareja, el profesor ante sus alumnos, el general ante sus soldados, el padre-madre- ante sus hijos, el líder ante su pueblo, el sacerdote ante sus feligreses, el patrono ante sus obreros, el hechicero ante su tribu2. De ahí el inmenso poder de los subordinados de todos los tiempos, donde el subordinador se refleja a sí mismo, se explica y se hace históricamente posible. LA BOLA DE NIEVE DE LAS LIBERTADES

Y LAS IGUALDADES MODERNAS

Durante más de veinte siglos la civilización y la cultura occidentales se representaron el mundo a la luz de los imaginarios de la desigualdad y de la ausencia de libertad. Esta desigualdad y esta ausencia de libertad impregnaron la totalidad del tejido de

2. A este respecto resultan supremamente reveladoras las reflexiones llevadas a cabo por Etienne De la Boétie en su Discurso de la servidumbre

voluntaria.

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relaciones entre los hombres en todos los ámbitos. Los menores debían obediencia a los mayores, las mujeres a los hombres, los ignorantes a los ilustrados, los plebeyos a los aristócratas, los trabajadores y esclavos y siervos a sus amos y señores. Del cumplimiento y aseguramiento eficaz de esta red de obediencias y jerarquías derivaba el orden social. Pero la modernidad vino a subvertirlo todo, en cuanto puso a rodar de modo inatajable dos grandes ilusiones, antes inadmisibles y por muchos ni siquiera imaginables: la igualdad y la libertad. La burguesía plebeya hizo de estos dos valores su trinchera ideológico-filosófica en su pretensión de erradicar el régimen de exclusividades aristocráticas del medievo. La libertad y la igualdad modernas sólo se referían entonces, escasamente en un principio, a la libertad de negocios y a la eliminación de los privilegios de la sangre. Esa era la traducción restringida que hacían los nuevos burgueses del significado y de la extensión de estos dos valores. Se trataba de aquellas escasas gotas de libertad y de igualdad que requería la burguesía plebeya para enfrentar, de una parte, las trabas que para su desarrollo representaban las rígidas estructuras artesanales del medievo, y de la otra, las exclusividades y motivos de marginalidad social que para esa burguesía plebeya representaban los privilegios de la sangre y los espacios aristocráticos. Pero esa burguesía naciente, que ponía por fin en marcha histórica semejantes ideales subversivos y absolutamente corrosivos, para su propio disfrute revolucionario, debió empezar a sufrir muy pronto sus «deconstructoras» consecuencias. Pues los subordinados del mundo, de todos los pelambres, empezaron a imaginar muy pronto su lugar en la historia y a imaginarse a sí mismos a la luz de esos dos nuevos valores. Los siervos huyeron de la servidumbre y más temprano que tarde armaron crueles bandas de matones y asaltantes para llevar a cabo su propia idea de justicia. Y aquellos que conformaron el proletariado sumiso y superexplotado de los siglos iniciales del capitalismo, ya en el siglo XIX se aglutinaron alrededor de ideologías revolucionarias

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y de utopías sociales que soñaron el fin de la pobreza, del poder explotador, de toda subordinación al capital y a la dominación del hombre por el hombre. Los jóvenes se rebelaron contra los modelos de autoridad patriarcales y reclamaron sus correspondientes porciones de libertad e igualdad. La escuela tradicional vio derrumbarse las estructuras autoritarias de la vieja academia. El profesor comenzó a ser llamado por su nombre, y en las relaciones sociales las distancias entre las jerarquías empezaron a disolverse y al final prácticamente se esfumaron. La sociedad resultó así desjerarquizada, aplanada. Y todo esto gracias a la presencia de valores como la libertad y la igualdad en marcha inatajable, valores alrededor de los cuales los subordinados del mundo armaron en el pasado, continúan armando todavía y muy seguramente armarán hacia el futuro sueños y fantasías que nunca duermen. Lo femenino, así, históricamente subordinado, terminó insurgiendo también, majestuosamente, gracias a la cultura moderna de las igualdades y libertades. Quizás en este terreno la subversión y la liquidación del «orden» premodemo y aun ciertas formas de lo moderno lograron sus mayores profundidades. La clase obrera levantada e insurreccional de otros tiempos ha sido vuelta a meter en cintura por la sociedad de consumo del Fin del Siglo, que al vincularla a su lógica modificó su perspectiva de confrontación ideológico-política «irreconciliable» por una lógica realista y pragmática de «asimilación» a los beneficios del bienestar y del confort. Ahora los proletarios procuran su igualdad y su libertad, ya no en las luchas ideológico-políticas de confrontación con el supuesto «régimen diabólico» del capitalismo, como en su oportunidad se decía, sino en los movimientos reivindicativoconciliatorios que les permitan participar de los beneficios del consumo, cómodamente, sin asumir el papel de empresarios, para más bien igualarse a todos en la llana planicie de las innumerables ofertas «equivalentes» del consumo, donde las «marcas» confieren «estatus» por igual y los sitios «in» reciben a cualquiera

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que se comporte como ardoroso «consumidor». Como dice García Canclini3, el consumo termina por convertirse en la nueva expresión material de la ciudadanía a las puertas del siglo XXL EL PROLETARIADO AL REDIL, LO FEMENINO AL COMBATE

Pero la lógica que gobernó y ha venido gobernando la subversión femenina no es la misma que gobernó en su momento la subversión social de los obreros, ni la suerte de aquella fue la misma de éstos. Al obrero «había que meterlo» de nuevo en cintura, sobre todo en sus expresiones políticas que lo convertían en una especie de «oveja negra» en medio del redil capitalista. Había que asimilarlo socialmente de tal modo que perdiera su «peligrosidad» como clase, incluyéndolo dentro del proceso de personalización contemporáneo —¿postmoderno?— al ser atrapado definitivamente, como todos los pobladores de Occidente en el Fin de Siglo en la trama de las fantasías de igualdad y libertad que derivan, en la cultura de nuestro tiempo, del consumo ansioso y del efecto psicológico nivelatoriocompensa- torio del uso de las «marcas», en circunstancias históricas privilegiadas ahora que se han esfumado las «ideologías» y los grandes relatos modernos relacionados con la «revolución social» y el mesianismo insurgente. Pero, reiteramos, la historia social de lo femenino en cuanto género no fue ni tenía por qué ser la misma del obrero en cuanto clase social, no obstante que hubieran compartido por siglos la condición de lo subordinado. Sus sueños de libertad y de igualdad como mujeres no podían ser metidos de nuevo en cintura y puestos bajo control, del mismo modo como el capital tuvo la obligación «política» de hacerlo cuanto antes con las fantasías obreras relacionadas con los «paraísos» milenaristas sin explotación, sin sufrimiento, sin despotismo y

3. García Canclini, Néstor, Consumidoresy ciudadanos, México, Editorial Grijalbo, 1995.

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sin desprecio derivados de la existencia de las clases sociales y el poder. Lo masculino ya no pudo más en este caso, dentro del mundo moderno y en correspondencia con sus valores ideológicos más caros y fundamentales en expansión y en ascenso, disponer indefinidamente del poder del Estado, incluidos los medios masivos de información y los ritos consumistas, para volver a meter en cintura a lo femenino, ni mucho menos acudir a ninguna ideología legítima para impedir que lo femenino hiciera hasta el delirio y llevara hasta sus últimas consecuencias, como ha ocurrido finalmente, por fortuna, su aventura alrededor del frenesí de las Libertades y las Igualdades. La historia real, aunque también el tejido de fantasías y representaciones nacidas alrededor de este arduo proceso de liberación, pudo así cumplirse; incluso consolidarse en medio de sus naturales tensiones, pérdidas y ganancias durante el transcurso de este siglo XX, aunque la «venganza» quizás pudiera haber consistido en atrapar a lo femenino en el ofrecimiento, copia y puesta en práctica del mismo modelo de libertad y de igualdad diseñado por la lógica de lo masculino a lo largo del mundo moderno. Tal vez aquí deba explicarme un poco más, pisar entre los huevos con pies un poco más atentos: en efecto, un obrero de hoy, un empleado, en fin, un subordinado de nuestro tiempo en el trabajo concretan-realizan sus libertades y sus igualdades mediante la adquisición-usoostentación de aquellos objetos- marcas capaces de otorgarles «estatus», idéntico o al menos equivalente al que esos mismos objetos-marcas otorgan a cualquier otro ciudadano que los consuma, cualquiera sea su condición social. Ya, ahora no tanto «ciudadanos» formalmente abstractos en el texto de la Ley y en los postulados ideológicos, cuanto consumidores, así sea meramente potenciales, pues del consumo parece derivar la nueva ciudadanía. La vieja ciudadanía político-jurídica-ideológico-filosóficamente pensada, aparece ahora reducida-concretada mediante el goce, la afirmación y la nivelación que posibilitan ante los demás los objetos del consumo.

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Incluso la igualdad por esta vía se transforma históricamente en cuanto a su «viejo» contenido filosófico y jurídico-político, y se traduce ahora en una especie de tranquilizante y abstracta equivalencia ante las inabarcables ofertas del marketing, la total desjerarquización, el aplanamiento y el consumo personalizado y a la carta, «decidido» libremente por el Sujeto según la ficción contemporánea y la percepción que de este contacto con la oferta anonadante, abierta y plural lleva consigo dicho consumidor, ahora ya nunca más subordinado en cuanto sumido en la fantasía de su igualdad y de su «elección libre» ante el anonadante espectáculo de las mercaderías, tal como él mismo imagina. Este modo de concretarse finisecularmente en el delirio del consumo la igualdad y la libertad del trabajador vale tanto para el hombre como para la mujer, subordinados como continúan estándolo al trabajo asalariado, a la lógica del capital y a la racionalidad productivo-instrumental. Pero en términos de la «liberación» femenina y de la ruptura de sus viejas redes de subordinación, las igualdades y libertades soñadas se concretan-realizan para lo femenino absolutamente de otro modo, que no excluye sin embargo el anterior sino que incluso lo subsume. En efecto, atrapada en la absorta contemplación del modelo masculino de libertad y de igualdad, sufrido pero al mismo tiempo envidiado y admirado durante siglos, la mujer decide sin más trámites que para volverse realmente libre e igual debe calcar y reproducir ese modelo, empezar a comportarse exactamente lo mismo como lo hacen los hombres, vivir «a la manera de los hombres» en ausencia de otro esquema cultural de libertad y de igualdad diseñado «a lo femenino», que quizás incluso no exista porque no es posible como tal. La mujer sale entonces de casa y va a los bares, fuma «públicamente», bebe sin diferencia, se corta el pelo a lo masculino y hasta usa corbata o su equivalente, ríe sonoramente, trabaja competitivamente, trasnocha, se droga, vuelve y fuma, ingresa a la universidad y se profesionaliza en las mismas disciplinas de los

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hombres, se calza su ropa, bebe de nuevo, elige pareja que toma o deja a su antojo, no se compromete, en fin, hace que se esfumen de plano todas aquellas diferencias culturales y rituales que delimitaban en otro tiempo y por medio de símbolos y «roles» y «comportamientos» permisibles la nítida frontera que existía, casi hasta la primera mitad de este siglo, entre lo masculino y lo femenino. No sólo la ropa es ahora unisex: toda la cultura es unisex. GANANCIAS Y PÉRDIDAS: CASI NADA ES CLARO EN ESTE CRUJIR DE DIENTES ENTRE LOS ESCOMBROS DEL COMBATE

Se ha ganado inmensamente, pero toda ganancia representa una pérdida. Lo que en este caso significa también el aparecimiento de crueles paradojas, conflictos entre poderes cuestionados y derrumbados, feroces ambivalencias, ambigüedades y mutuas sensaciones de incerteza y desconfianzas. La libertad y la igualdad femeninas han ingresado ya al patrimonio de la cultura moderna occidental, a todo costo y con justo derecho, bajo la aceptación de que sus derechos y garantías son exactamente los mismos de los hombres, y que a ellas no les está vedado ningún sitio, ninguna conducta, ningún rito, absolutamente nada de lo que en otro tiempo se consideraba «simbólico» y exclusivo de lo masculino. Durante el curso del proceso de liberación femenina, el peso fundamental de dicha liberación e igualación ha consistido de manera fundamental en la idea siguiente: la mujer no debe ser excluida de nada de lo que hace el hombre, pues nada de lo que hace el hombre le debe estar vedado. Por tanto, la mujer debe quedar incluida en el universo de aquello que era considerado exclusiva o predominantemente masculino. Algo similar ha ocurrido a la inversa, con lo cual las fronteras se han debilitado. Sin embargo, respecto del punto que nos interesa debemos advertir que esta cultura de las igualdades y de las libertades femeninas construida alrededor de la idea de la no exclusión, de

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la no veda y de la inclusión absoluta de lo femenino por derecho propio en el «interior» del universo de lo masculino, guiña su ojo seductor en dirección a aquellas otras culturas del mundo que no prohíjan este tipo de valores libertarios e igualitarios y que ven cómo el Satánico Occidente Moderno representa para ellas una especie de peligro corruptor respecto de sus costumbres y tejidos de subordinación familiar y femenina, sobre los cuales se levanta lo más característico de su tradición, su identidad y su cultura. La mujer occidental de nuestro tiempo —y me refiero sobre todo a las «ejecutivas» de Do de Pecho—, descomplicada y libertaria, envidiada o al menos admirada de lejos por las mujeres de otras culturas donde aún la sumisión se estila y donde «ella» debe comportarse en consecuencia frente a los privilegios masculinos, puebla sin embargo ahora, y no precisamente por causa de la dominación sufrida sino por lo contrario, extraña paradoja, los consultorios de los psiquiatras, psicólogos y psicoanalistas de todas las escuelas. Sería muy difícil lograr un diagnóstico completo acerca de las diversas razones capaces de explicar esta extraña paradoja, pero no es demasiado arriesgado sugerir que en esta altísima demanda de ayuda psicológica femenina contemporánea existe un importante componente relacionado con el despliegue de sus libertades e igualdades. Se queja ella de soledad, va por el mundo procurando ansiosamente un sentido de vivir que difícilmente encuentra, ha sido advertida desde niña de que los hombres engañan y se cuida a toda hora de su poder y de su palabra, sospecha en todo momento haber sido usada y anda por eso prevenida, tratando de anticiparse y usando al hombre del mismo modo como ella se siente usada, buscando una pepita de verdad en este pajar del amor entendido como puja por el poder entre dos seres iguales y libres, una pepita inen- contrable de un amor que se sienta real en ese descamado tono cotidiano de la carne en cuyas reglas de juego ella y él se saben sólo signos y no ya símbolos.

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La mujer de nuestro tiempo siente que, gracias a las igualdades y libertades, generalmente acompañadas de las muy agudas y severas desmitificaciones y deconstrucciones contemporáneas, ya no puede seguir siendo tratada como un símbolo sino predominantemente como un signo, es decir, como un cuerpo biológico hembra objeto del deseo. Pero se resiste a aceptar su nueva condición, con todas sus consecuencias, pues si bien las libertades y las igualdades significaron una inmensa ganancia histórica, no obstante también significaron la pérdida o al menos el desvanecimiento de los imaginarios simbólicos que habían embalsamado el amor en una especie de «algo más» allá del simple deseo carnal. Dicha resistencia al desaparecimiento o al menos al desvanecimiento de lo simbólico y de los imaginarios del amor suele expresarse para la mujer, pero también para el hombre, por supuesto, como angustia, añoranza, desconfianza y mucha incertidumbre. Gracias al total develamiento de los símbolos que establecían la nitidez de la frontera entre lo femenino y lo masculino, con sus correspondientes desigualdades y redes de sumisión y subordinación —ése fue su costo—, lo femenino, tanto como lo masculino, quedaron de pronto el uno frente al otro fundados sólo en la diferencia de su sexualidad corporal. Esta revolución cultural, la más profunda del siglo XX, sin duda, borró para siempre la diferencia entre los géneros fundada en la injusta desigualdad históricamente desterrada, pero de paso arrasó con los imaginarios que rodeaban y embalsamaban la sexualidad para convertirla en amor. Y al rodar por el suelo los imaginarios y las simbologías que establecían la frontera entre lo masculino y lo femenino, los cuerpos quedaron reducidos a lo que eran: pura carne y puro deseo. De este modo, hemos quedado en manos de una especie de cultura igualitaria y libertaria sin piedad que, si bien es capaz de propiciar un agudo intercambio indiscriminado de servicios corporales, mediante el nomadismo amoroso, la relación abierta, los romances sin compromiso y la promiscuidad, una cultura cuya «verdad» resulta indiscutible y hermosa para

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los jóvenes desde la perspectiva contemporánea del hedonismo y de la velocidad y fugacidad de todo, incluidos los afectos y los sentimientos, no obstante es una «verdad» a la cual se le terminan haciendo exigencias destempladas, explícitas o implícitas, confesadas o inconfesables, relativas a un cierto algo más en la relación, una especie de algo más capaz de hacer que el deseo se transforme en «amor auténtico», una suerte de añoranza de los viejos inmaginarios del amor despedazados por la desconstrucción y que hoy por hoy ya no se sabe exactamente en qué consisten pero que todavía están ahí, a modo de reclamo, queja o congoja del amor en el Fin del Siglo. Los cuerpos finiseculares se entregan y gozan libremente como cuerpos deseantes, es cierto, dedicados en muchos casos al culto del sexo sin amor y sin compromiso, abiertos y libres a la oferta y la demanda y sin más limitaciones que aquellas que es capaz de levantar la propia voluntad soberana, el interés, la conveniencia o el cálculo. Pero en medio de todo este préstamo de cuerpos e intercambio de servicios y caricias, en medio de todo este nomadismo y promiscuidad sexuales, queda maltrecha y pendiente de resolver la vieja y crucial cuestión del «amor» de la pareja entendido como espejo. El «viejo», reclamante y posesivo amor que brota de la estructura fundadora de una relación de pareja entendida como relación especular, sobre todo en las épocas históricas en que el sujeto moderno se hizo dueño de sí y de su propio destino mediante el principio de individuación, tiende a rodearse y a embalsamarse en imaginarios y en simbologías capaces de instaurar para el amante otro tipo de «verdad», precisamente la del amor, mucho más verdadera que la simple verdad del deseo y de la carne satisfecha. Esta otra clase de «verdad» del amor fundada en imaginarios y en simbologías hoy deconstruidos o al menos demasiado maltrechos, aunque añorados, tiende a convertir a la pareja en espejo y eco donde cada quien dice, refleja y observa, precisamente, lo que el otro desea escuchar o desea ver. Por lo cual, gracias a su encanto

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especular, alimentado por el narcicismo del sujeto en las culturas que lo prohíjan, como ocurre sobre todo en Occidente, el enamorado termina por insistir en su viejo reclamo de «un algo más» en el amor. Sólo que en términos de nuestra contemporaneidad, en el centro de semejante nomadismo amoroso y sexual, todo reclamo abierto de fidelidad, de verdad, de sinceridad, de unicidad y exclusividad en el amor se torna atormentadoramente arcaico, no obstante su explicable origen. De este modo, todo hombre y toda mujer de nuestro tiempo, cuando escucha de su pareja la tierna y esperada como tantas veces anhelada expresión «te quiero», sabe muy bien que esta expresión es siempre un simple calco inadmisible de la que su contrincante de turno utiliza cada vez que en su nomadismo sexual diurno y nocturno logra un encuentro, un acoplamiento, un romance tan fugaz como todo lo que conforma nuestra cultura en la época de la fugacidad y la velocidad de todo. Algo así como un helado de frambuesa y chocolate que en cuanto se lame se consume y de nuevo se compra, una servilleta de papel, una imagen televisiva. Dicho de otro modo: ya muy pocos se atreven hoy en día a reclamar abiertamente fidelidad, salvo por razones prácticas relacionadas con el riesgo del sida, porque de llegar a hacerlo pasarían por arcaicos. Pero en la intimidad todos sabemos que esta queja del amor, que este reclamo cuenta con un fundamento inocultable: nuestra pareja tiende de inmediato a quedar convertida por nosotros en el espejo-eco de nuestra propia imagen y representación, y de sus labios, ritos, caricias y gestos necesitamos el re-envío de una «verdad» confiable y única que la cultura finisecular del amor en libertad ya en realidad casi no permite. Pero ocurre que toda palabra amorosa se sabe por principio repetida una y mil veces y por tanto «falsa», usada hasta el desgaste en ese nomadismo sexual diario, donde cada quien a su modo y con la cara que tiene jura amor eterno en cualquier parte, siempre de la misma manera y con los mismos términos, en cada discoteca y con la misma desfachatez, según

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las reglas del juego acordadas del amor abierto. Y todo esto de manera absolutamente inevitable, puesto que no existe un lenguaje original, exclusivo y único para evacuar y dar cuenta de cada encuentro, una fraseología que sea propia de cada conquista y sea única y exclusiva con la pareja de tumo. Especie de engaño colectivo, especie de ilusión en la que todos caemos pero que constituye el imaginario que hace posible todo amor, simulacro cruel que del amor como relación especular de la pareja no dejó sino los escombros, quizás sólo las uñas crispadas de los contrincantes y el enseñamiento de los colmillos, pues cuando se juega al derrumbamiento de lo simbólico y de los imaginarios respecto del amor o respecto de cualquier cosa debería muy bien conocerse por anticipado su costo. De modo que lo que vemos hoy, en general, después de los primeros trasteos del desengaño, como en las corridas de toros a poco después de los primeros capotazos, y en el mejor de los casos sólo a partir de la suerte de varas y del hielo de los primeros muletazos previos a la estocada, son parejas enfrentadas a la crueldad y al desengaño derivado de sus mutuas sospechas acerca de las verdades y las mentiras del amor. Especie de lucha libre de todos contra todos donde a veces la ternura se cuela como un débil rayo, cuadrilátero donde las reglas del juego consisten en el «ojo por ojo y en el diente por diente» y donde toda infidelidad del contrincante se paga e intenta cicatrizarse con otras infidelidades; parejas resignadas a veces a su suerte, a su descamado juego de libertades e igualdades, que no se cansan de denominar «civilizado» a pesar del dolor; parejas engañadoras y engañadas pero en medio de todo doloridas hasta el momento del estallido definitivo. En este orden de ideas, que trata de no ocultar la complejidad y, sobre todo, la ambivalencia de los sentimientos en todo este asunto, resulta de alguna manera mucho más cruel pero mucho más confiable quien en el terreno de la sexualidad finisecular se abstiene de decir a su pareja «te amo», y en su lugar prefiere

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utilizar la fórmula «te deseo», pues el desnudo, sincero, descarnado y franco lenguaje del deseo resulta mucho más «verdadero» debido a la ausencia de todo tipo de promesa ante la lógica impuesta por el encuentro apenas fugaz y circunstancial propio de la simple atracción física que no desea dejar atrás ninguna clase de memoria, historia ni huella. Mucho menos alguna forma de compromiso, sino sólo placer actual. Por tanto, ese «te deseo» suena mucho más verdadero a los oídos de la pareja que, delante de esta forma de franqueza, sabe muy bien a qué atenerse y comprende que en las palabras que de esta manera buscan la aproximación no se esconde en principio la menor intención de engaño. Pero ocurre que ese «te deseo», acompañado del jadeo babeante y sin prolegómenos que lo envuelve, hace sentir al deseado exactamente como lo que es: un objeto del otro y no un sujeto, un cuerpo animal y no un ser «con sentimientos», tal como suele decirse, punto de partida de la queja finisecular y actual del amor. De esta manera, después del primer desengaño, al que se teme, la mujer y el hombre de nuestro tiempo empiezan a estar siempre como en otra parte, convertidos por la fuerza del desengaño en habitantes de la ansiedad que produce «la mentira del amor», como una carcoma. Una «mentira» en cuya «verdad» casi todos continúan soñando como en una extraña utopía, algo que carece ya de «topos» posible en este Fin de Siglo y de Milenio. LA QUEJA DEL AMOR FINISECULAR

No sabemos si desde tiempos inmemoriales el amor viene siendo acusado de mentiroso, de engañoso, pero en los tiempos actuales esta queja del engaño y de la falta de sinceridad en el fondo de las palabras, de los gestos y de las caricias del amor parece haberse incrementado. Poco a poco, pero muy rápidamente, el adolescente de nuestro tiempo empieza a sospechar que las palabras que «su» pareja pronuncia con él y respecto de

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él alrededor del amor son siempre las mismas que utiliza con otros en su nomadismo, pues a él o a ella le sucede exactamente lo mismo cuando actúa. De hecho, el repertorio «léxico» relacionado con el amor, tanto como el repertorio de las caricias y los gestos, en cada caso parece estar condenado a tener que repetirse. Y cuando alguien tiene sospecha o incluso conocimiento de que aquellas palabras, aquellas caricias, aquellos gestos y gemidos que un día se tuvieron por únicos y por exclusivos, constituyen el mismo e idéntico arsenal con el cual su pareja de ahora entabló otras relaciones pasadas, todo se derrumba. A partir de ese momento surge la congoja respecto de la «verdad» del amor y la entrega se torna escabrosa, medida, calculada, digamos que espiritualmente casi imposible como «entrega». Pues el amante ha quedado notificado, cada vez más tempranamente, de que cada palabra de amor, cada caricia, cada gesto que recibe, son absolutamente similares a los que su pareja debió haber utilizado en otras situaciones pasadas e incluso presentes. Este desengaño respecto del lenguaje del amor y de las fantasías que a partir de él nos hacemos, este desgaste del encanto de lo «único», de lo «exclusivo para mí» que toda relación está llamada a sufrir como un escalofrío tarde o temprano, en el caso de las parejas jóvenes de nuestro tiempo ocurre demasiado precozmente, demasiado temprano en sus vidas. La libertad, la igualdad en el amor, han conducido a que la experiencia amorosa no comprometida se haya generalizado entre los jóvenes. Los celos se experimentan y se sufren, claro, porque toda relación amorosa es posesiva, pero no está bien visto dejar traslucir que se sienten y, sobre todo, se sufren. Hay que aparentar ser «frescos» y estar siempre dispuestos a matar un despecho con otro amor y, si se puede, a cicatrizar un desengaño con su correspondiente engaño. De este modo, a los veinte años de edad un joven de nuestro tiempo ha logardo acumular el desengaño de un viejo, cosa que debe asumir con la mayor «naturalidad». Ya no cree o al menos no confía en las palabras del amor, y hasta sería incluso un

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despropósito seguir creyendo en ellas con la ingenuidad de antes, pero todo sucede como si espiritualmente hubiese en él la necesidad de tener que creer en la verdad de esas palabras, a toda costa, para que el reflejo especular del amor pueda continuar cumpliendo su función antropológica imaginaria respecto del necesario soporte del sujeto, respecto de su fundamento en el «otro» y respecto de su confirmación en el reenvío mutuo de los signos y de los consuelos y señales de compañía, tan imprescindibles. Así que, extrañamente, aunque de manera antropológicamente comprensible, el enamorado continúa usando a diario las mismas palabras desgastadas de siempre y muere por poder confiar en su «verdad», sobre todo cuando le son dichas y él siente que su imagen de sí se refuerza en ellas, en cuanto fundadoras de una relación que él imagina única en el mundo, no obstante ser cada vez más utópica y lejana. Y ya no cree en las caricias del amor, en cuanto supuestamente únicas y exclusivas del otro para sí, claro, sino que se limita más bien a recibirlas como puro disfrute, desprovistas de toda esperanza de exclusividad. «Préstame tu cuerpo esta noche», se dicen explícita o implícitamente hoy los muchachos. Dicho de otro modo, el desengaño respecto de las palabras, las caricias y los gestos del amor, han conducido muy rápidamente al sexo sin amor, a lo que en los países industrializados pero también entre nosotros y en ciertos círculos de jóvenes y no tan jóvenes se conoce como sexo frío o sin compromisos, especie de hedonismo sensual situado en el mero terreno del deseo y de los signos desnudos, sin la compañía de los símbolos y tratando de desterrar como una peste los sentimientos. Pero en el fondo de todo esto, ambivalentemente, ocurre la resistencia espiritual del sujeto a sentirse tratado como sólo carne, la protesta del sujeto que lo lleva a reclamar su espejo hecho de palabras y de signos que, para poder operar, necesitan creerse sinceros. La libertad y la igualdad en el amor tuvieron entonces como precio el temprano desengaño y declive de su lenguaje, de lo

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cual muy pocos parecen haberse dado cuenta suficientemente, pues al arcaico, «caballeresco» y todavía fantasioso lenguaje del amor se le continúan haciendo los reclamos y las exigencias propias de realidades culturales de otro tiempo. Dicho de otro modo: en medio del lenguaje simplemente formal del amor, vacío de contenido y estereotipado, que correspondió a otras realidades culturales y a otras simbologías que marcaban la frontera entre lo femenino y lo masculino a su manera, lo que reina ahora realmente es la desconfianza mutua generalizada, el cálculo, la simulación en la entrega, la conveniencia racionalmente dirigida y la utilización del otro, el ojo por ojo y el diente por diente, en fin, el desamor. Léase bien: no la falta de sexualidad, que por el contrario se ha exacerbado, sino el constatar, desde demasiado temprano, que las palabras utilizadas por «el otro» donde se refleja el amante que se ofrece, son sólo la copia repetida de las mismas palabras que sirvieron de marco en el pasado inmediato a otras múltiples relaciones, y continúan sirviendo de idéntico decorado a otras y no menos apasionadas entregas. Son idénticos los gestos, los gemidos, las palabras y las caricias que se emiten, como idénticos también los gestos, los gemidos, las palabras y las caricias que se receptan. Pero aún así nadie quiere admitirlo, simplemente porque ese día moriría toda esperanza. No obstante, la necesidad antropológica del espejo confiable, a partir de esta dramática constatación, cuando ella ocurre, toda entrega empieza a convertirse en una especie de ceremonia corporal de soledad ejercida ante uno mismo, calculada y decidida al servicio de la propia satisfacción y con los ojos siempre absolutamente abiertos. Como el toro de lidia que después de tres muletazos, y valga de nuevo la metáfora, decide ya nunca más prestar atención al trapo sino al cuerpo del lidiador. El colmo del placer libertario e igualitario en el colmo de la soledad.

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EL DECLIVE DE LOS SÍMBOLOS A TODO COSTO Quien para la práctica del amor dice al otro con «descaro» «préstame tu cuerpo», o sin llegar a decirlo abiertamente actúa de hecho exactamente de este descarnado aunque muy encamado modo, es porque ha entrado definitivamente y de bruces en el mundo de los signos desnudos ante el declive dentro de sí del universo de los símbolos. Hace no mucho tiempo un bastón en las manos de un anciano simbolizaba para todos la autoridad, el respeto a la sabiduría que se derivaba de la experiencia. Para los jóvenes de nuestro tiempo, en cambio, un bastón significa sólo lo que es realmente: un trozo de madera labrada en las manos de un pobre «cucho» enclenque y pasado de moda. En las navidades de hace apenas unos años el pavo que se servía a la medianoche y que se compraba vivo en el mercado y se mandaba a preparar por expertos simbolizaba la unión y el calor familiar, el reencuentro de los parientes y de los amigos reunidos alrededor de esa carne sacrificial, de unas velas encendidas, unos manteles, una cristalería y un conjunto de maneras y de ritos capaces por sí mismos de instaurar la representación mental de la pascua. Hoy en día ese mismo pavo es apenas un desmitificado pajarraco que se puede ir a ver en las fotografías que aparecen en las enciclopedias, casi siempre importado desde Norteamérica gracias a la internacionalización de la economía y las diferentes formas de la apertura, que venden por montones en los supermercados y en cuya pechuga se ha instalado una especie de diminuta bombilla roja que sabe dar la alarma en el homo de casa cuando ya está listo para ser comido, y que los muchachos devoran de prisa y casi siempre de pie como la carne de un emparedado cualquiera, desabrido y arcaico como cosa de viejos de otro tiempo, dado que ellos no están «viendo» allí el menor símbolo de nada y además deben marcharse a sus respectivas fiestas y celebraciones cuanto antes, a mi juicio con toda la razón. Hace también apenas unos años que la mujer y el hombre, al igual que los bastones y los pavos de la pascua, eran símbolos. El hombre «veía» en ella

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la pureza, la fragilidad, la sabiduría doméstica, el orden y la mesura, el Amparo, la Esperanza y el Consuelo, la Luz y la Flor. Por supuesto, estamos hablando de unas formas simbólicas prohijadas por una cultura patriarcal que al mismo tiempo que establecía la frontera entre los géneros instauraba también la desvalorización de lo femenino, la supremacía de lo masculino y los vectores culturales sobre los cuales se establecía la jerar- quización social y de género. Muchos nombres de mujeres aún sobreviven para expresar esta variopinta simbología, que parece apoyarse todavía en una especie de formato lingüístico vacío que aún se cree capaz de otorgar realidad cultural a aquellos viejos símbolos a través de los cuales la cultura se representaba la diferencia entre lo femenino y lo masculino y actuaba en consecuencia. En contraprestación, la cultura hacía que la mujer pudiera «ver» en lo masculino el valor, la aventura, el riesgo, la caballerosidad, el arrojo, la productividad, la fuerza. Era la cabal imagen del «caballero», sustitutiva de la imagen del «príncipe azul» aún no extinguida definitivamente, pues al parecer la una se superpuso sincréticamente a la otra sin eliminarla del todo —alguna razón psicológica y cultural de peso habrá para que se produzca históricamente la perdurabilidad y persistencia de este tipo de imágenes—, hoy por hoy ciertamente vacías y desocupadas de cualquier sentido real, aunque supérstites de viejas épocas en que el amor se levantaba y duraba en el tiempo como un imbatible sueño de sueños, el sueño de todos los sueños a lo Romeo y Julieta o a lo Efraín y María, y no el vil «engaño» que es hoy, como muchas creen, sobre todo a la luz de ciertos feminismos. Aquel amor de otras épocas, en fin, considerado por otros como una especie de pasada edad de oro, una suerte de «realidad» inexpugnable a pesar de la acción de los temporales, las desgracias y los desengaños, construida «sólidamente» sobre las ilusiones del aire y las fantasías que esta simbología hacía enteramente posibles. Y en medio de semejante complejo tejido de representaciones simbólicas los hombres y las mujeres bajaban hasta el goce y disfrute de sus carnes, entretenidos en los símbolos y

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embalsamados en las maneras que ritualizaban el amor como la más abigarrada y cuidada de todas las ceremonias. Sin embargo, de todo este universo simbólico es casi nada lo que queda en pie, no se sabe si para mal o parabién. Las oleadas libertarias e igualitarias de lo femenino borraron las fronteras que delimitaban tanto el papel como la significación simbólica de los sexos, desjerarquizaron y aplanaron las representaciones que gobernaban el encuentro carnal, pero al hacerlo produjeron el declive de los símbolos para dejar a los protagonistas del amor en manos de los simples signos desnudos de su fisiología y anatomía. Hoy por hoy, los hombres y las mujeres se representan apenas como lo que realmente son: cuerpos hechos tan sólo de carne, recubiertos de ropas de marca y adornados por dos o tres virtudes que los hacen sentir espléndidos. «Se acabaron las admiraciones bobas —escribe Alejandro Rossi—, las dependencias misteriosas, los sobresaltos ante las preguntas indiscretas. Y, sin embargo, el sexo languidece. Universo de la imagen, escenario teatral, se muere de sueño en esos encuentros con la compañera sin máscara, con esas mujeres que no se parecen absolutamente más que a sí mismas, que ni siquiera es posible comparar con un clavel. Eliminadas las aproximaciones más escolares —Venus, la Eva primigenia, la Medusa, Deméter— se abrió el camino para que la mujer dejara de verse como una esclava —poco importa si reclinada sobre una otomana o enjoyada como un animal espléndido; para que dejara de verse como imponente o minúscula y aflorara al fin una figura sosamente jurídica. Porque toda imagen busca su complemento: si tú eres la loba, yo soy el cordero; si tú eres la espiga, yo soy la hoz; si tú eres el lirio, yo podría ser el cerdo. Pero si tú y yo somos únicamente tú y yo, nuestra identidad la pagaremos cara»4.

4. Rossi, Alejandro, Manual del distraído, Caracas, Monte Avila Editores, 1987, p. 134.

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Habría que ver si Alejandro Rossi tiene razón y si en verdad la hemos pagado cara. En realidad, jamás todo tiempo pasado fue mejor y a pesar de los costos del «combate» la ganancia ha sido absolutamente significativa. Sin embargo, por ahora sólo nos atreveríamos a decir que muy seguramente hemos caído en el terreno de una extraña y cruel paradoja: a mayor libertad e igualdad en el amor, mayor sensación de soledad, de vacío, de desengaño, de incerteza. Convertidos en sólo signos jurídicamente equivalentes, iguales en derechos pero diferentes anatómica y fisiológicamente, hombres y mujeres avanzamos por el mundo disputándonos los espacios del poder, de la economía y de la ambición, las barras de los bares y el mercado del tabaco, el whisky y el café. Sí, ahora hemos quedado igualados, hemos tirado al cesto las simbologías que instauraban las jerarquías entre los géneros. Y nuestra diferencia sólo se reduce a la anatomía y a la fisiología. Y quizás también a una cierta manera de etemizar- entomar el ojo al hablar y a un cierto modo de zapatear al expresar las emociones y las rabias. En realidad, muy poco. Para ser igual y sentirse libre, una mujer sabe que debe hacer casi lo mismo que un hombre, por haber quedado incluida en el universo de las prácticas masculinas capaces de otorgarle igualdad y sentimientos de übertad. Y en esta igualación de roles la mujer y el hombre terminaron constatando demasiado rápido lo que quizás en la primera mitad de este siglo apenas a los cuarenta, se comenzaba a sospechar: que en las diferentes experiencias del amor, que los jóvenes de nuestro tiempo por principio deben vivir fugazmente y sin mayores compromisos, las palabras a través de las cuales dicho amor se expresa terminan siendo siempre idénticas. Es decir que allí se produce, exactamente en el universo léxico del amor, quizás donde menos se esperaba, el derrumbe de toda ilusión y de toda fantasía relacionadas con el imaginario del amor entendido como capacidad de promesa. Esas palabras, al repetirse en cada experiencia amorosa, se falsean y se derrumban. Y cuando se escuchan, denuncian esta atroz falsedad: que el otro o la otra

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están murmurando exactamente y con idénticas palabras lo mismo que dijeron durante el desarrollo de otros episodios anteriores, a juicio de quien escucha con el mayor «cinismo, desfachatez y capacidad de engaño». Sin embargo, muy seguramente quien pronuncia y humedece dicho léxico en su boca no está diciendo mentiras ni acudiendo al engaño, sino sólo llegando como presencia al espejo del otro, para tender los puentes y hacer posible el encuentro. Pero el amor anhela, desde su estructura fundacional y como un reclamo del sujeto que se mira en el espejo y se escucha con asombro y no menos gusto en el eco de su pareja, tercamente, que las palabras en las cuales se baña en su desnudez sean siempre «únicas», «exclusivas» y «verdaderas y sinceras», para que estén en concordancia con los denominados «sentimientos». Sin embargo, dicho anhelo muere hoy demasiado rápido en manos de la incertidumbre sobre la auténtica «verdad» del lenguaje del amor y la sospecha del engaño en cada instante de la palabra que lo nombra. Y, al morir, el amor queda reducido al sexo, al cuerpo como sólo signo, carne hermosa y yacente que se sabe sin embargo solitaria ante la sospecha del engaño, que huye y se protege de las palabras mentirosas para ir a refugiarse en el cálculo y en el recelo, en el silencio y en la entrega en medio de criterios de conveniencia y, claro, el clímax pero, eso sí, con ambos ojos abiertos. EPÍLOGO FUGAZ

Hemos debido cargar con la felicidad, pero también con los costos de este poderoso experimento histórico. La complejidad de semejante paisaje y los rostros señalados por la huella del combate es quizás lo que más nos sobrecoge. El peor servicio que podríamos prestarle a una reflexión sobre el amoren nuestro tiempo sería el de una visión simplista, militante de la causa de cualquiera de los géneros en conflicto, que del proceso sólo ve las ganancias pero no da cuenta de las pérdidas y los mutuos

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desgarramientos; que sólo constata las libertades y las igualdades en el amor y los hermosos privilegios del hedonismo y el retorno a la alegría del cuerpo, pero que no es capaz de percibir el desamor en que de carambola hemos caído, no se sabe si para bien o para mal; que sólo ve la hermosa discrecionalidad hedonista pero no percibe la soledad, la desconfianza mutua, la pérdida del sentido y la esperanza que se deriva de la congoja del «engaño». En suma, parte del nihilismo y de la desesperanza de nuestro tiempo deriva de su estrecha relación con el declive de la fe en el amor entendido como promesa, pues el espejo del amor se ha roto y en sus fragmentos pegados a medias aparecen ahora, con fundamento en el ejercicio de los derechos libertarios e igualitarios, innumerables rostros y la voz del eco que brota de cada uno de ellos suena repetida y en cuanto repetida falseada y carente de cualquier asomo de sinceridad y de verdad. Estamos, pues, ante la queja del amor finisecular que reclama todavía del amor una «verdad» y una «sinceridad» que él mismo destruyó e hizo imposibles, quién sabe si para siempre. Pues hay procesos culturales e históricos que carecen de cualquier posibilidad de regreso. Más que ante el amor, aunque con graves supervivencias léxicas, representativas y simbólicas del pasado, estamos ante la oferta abierta del sexo en un campo cultural que estimula y prohija el intercambio, caracterizado por el culto al hedonismo, la fugacidad de todo y la ideología del derecho al uso del cuerpo en libertad y en igualdad, sin mayores ataduras. Sin embargo, con ambivalencia suprema en los sentimientos y con ambigüedad no suficientemente reconocida, permanecemos prisioneros de la necesidad del otro como espejo de nuestra propia urgencia antropológica de imagen, necesidad que en el amor se toma supremamente compleja en medio de un universo cultural que al mismo tiempo que «posee» la imagen del otro y la refleja hace ostentación de libertad y de igualdad, motivo por el cual, quizás, aún persisten con tenacidad los procesos posesivos y los alardes de celos y de rabia por causa de la infidelidad, a pesar de

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la ostentación de las libertades y las igualdades. Debemos, pues, preparamos a enfrentar y a sufrir pero también a gozar y a disfrutar de todo lo que esto significa como cambio radical de perspectiva. Sin pedirle al lenguaje del sexo, a sus gestos, gemidos y caricias, que nos ofrezcan la «certidumbre», la «verdad» y la «sinceridad» que un día le pedimos al lenguaje del amor. Muy posiblemente terminaremos depositando nuestra necesidad antropológica de «fe» y de «esperanza» en una especie de verdad de origen múltiple, fragmentada y descentrada de un solo espejo-eco. Y en el borrón de la memoria que la cultura de nuestro tiempo impone, con la correpondiente prevalencia del presente y lo inmediato, cada parejaespejo-eco de nuestro descarnado y hedonista nomadismo amoroso tendrá para nosotros la posibilidad de ofrecemos una imagen fugaz de retorno, esa que anhelamos para cada instante, un fragmentario gemido cuya «verdad» sólo durará el instante de su pronunciación. Si eso es lo que queremos y hemos constmido, eso es lo que debemos gozar y aprender a sufrir. Sin exigirle a las palabras, a los gestos y a las caricias del sexo las mismas fantasías e ilusiones que un día, como uvas, desprendimos del amor y de su léxico. Bahías de Huatulco, México, noviembre de 1995. Santiago de Cali, Colombia, abril de 1996.

LA DESESPERANZA: ALTO COSTO DE LA RAZÓN LÚCIDA

Recordando algunas enseñanzas atribuibles al pensamiento de Femand Braudel1, podríamos inclinamos en favor de una idea ligeramente paradójica según la cual si bien existe una historia de aquello que cambia, también existe una historia de aquello que permanece. Y decimos que se trata de una idea un tanto paradójica, puesto que la misma idea de Historia parecería suponer que todo aquello que está sometido al transcurso del tiempo no permanece de ningún modo inalterado sino que cambia permanentemente y se modifica sin cesar, hacia un punto mejor y progresivo, es decir, hacia su perfección. Sin embargo, no obstante el peso de esta manera convencional de pensar el comportamiento de lo real en el curso de la Historia, debemos admitir que hay ciertas cosas que permanecen a pesar del movimiento y del vértigo del cambio, y que al permanecer se presentan en cada época bajo diferentes ropajes y versiones de lo mismo. El hombre moderno, tributario de esta mítica de la historia y del progreso, suele admitir mucho más fácil la idea de la historia de aquello que cambia y se modifica sin cesar hacia un horizonte, de perfección, que la idea de una historia capaz de permitir que

1. Braudel, Fernand, Las civilizaciones actuales, Madrid, Editorial Tecnos, 1978.

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dentro del cambio y a pesar suyo algo sin embargo permanece y al permanecer sólo se reedita y se reviste con la apariencia del cambio. Esta dificultad deriva del hecho de que el hombre moderno vive, ya lo hemos dicho, bajo la fascinación de la idea del movimiento perpetuo camino a la perfección. A todo lo cual ha venido a agregarse hoy en día, para el hombre contemporáneo, que al parecer ya no es moderno ni necesita de serlo, la fascinación de la velocidad2 y la fugacidad y perecidad de todo, incluso de lo más sólido, que ha terminado desvaneciéndose en el aire 3. En tales condiciones, al hombre que proviene de la herencia cultural de la modernidad y del peso de la mítica del Progreso no le es fácil reconocer, mucho menos admitir en su habitual idea de la Historia, la existencia de aquello que, a pesar del cambio y el movimiento, tiene sin embargo el poder de perdurar. El origen y el fundamento de aquello que perdura en la Historia a pesar del movimiento parecería provenir del anclaje irredimible e insuperable de todo hombre a la naturaleza y a sus leyes. Dicho de otro modo, de su condición natural y animal. En efecto, dada su condición de animal biológico, existe en el hombre un anclaje que obliga cada día la repetición de lo mismo, aunque revestido de diferentes ropajes. Esto parecería ser el punto de partida de aquello que en lo fundamental no cambia y sólo se presenta en el curso de la Historia bajo diferentes reediciones de lo mismo aunque con coloridos ropajes de época, haciendo compañía a lo que definitivamente sí se modifica y sí cambia de manera sustancial. Y es a su vez el fundamento de aquello que lleva al hombre a tener que repetir y volver a vivir, por siempre, precisamente lo que pertenece a la esfera de su condición natural y animal, especie de estructura básica que le plantea la cuestión del eterno retomo de idénticos y viejos problemas.

2. Ver al respecto los sugestivos estudios de Paul Virilio. 3. Berman, Marshall, Todo lo sólido se desvanece en el aire, Madrid, Editorial Siglo XXI, 1988.

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Uno de los aspectos particulares en que se funda la conciencia del mundo moderno, está constituido por el supuesto triunfo de los poderes de la Razón y de sus luces, arrojadas como incandescencias racionales sobre el pasado mítico y la «oscuridad» del denso tejido constituido por las creencias en lo sobrenatural y en los poderes e intervenciones de lo sagrado en la existencia humana y en el devenir de la historia. Sin embargo, y a pesar de tan reciente tradición, en el pensar-vivir de nuestro tiempo y en la sensibilidad propia del mundo contemporáneo, que ya no rinde culto a la Razón y que tan pronto se ha desentendido de su prestigio, parecería que se retomara de nuevo a otro tipo de mítica, al encanto de sectas organizadas alrededor de creencias sobre supuestas fuerzas sobrenaturales y sagradas que, como se sabe, tienen el poder de otorgar tanto sentido a la existencia, precisamente en estos tiempos en que el sentido de todo ha sido puesto en cuestión y la ausencia de la esperanza obliga a agarrarse de cualquier cosa que pase aleteando por el horizonte haciendo la oferta de sus promesas. En realidad, y pese a la denominada secularización y desacralización de la cultura causada por la modernidad mental, la gran masa humana nunca salió de verdad del mito ni abandonó por un momento siquiera los consuelos proporcionados por sus deseadas compañías sagradas. La secularización y el desencantamiento del mundo en la modernidad parecerían ser entonces sólo un fragmento cultural de excepción en medio de un proceso general demasiado ambivalente y ambiguo, sufrido apenas en parte por sectores minoritarios de la intelectualidad moderna, debido a su carácter agónico, a su costo espiritual y a su alta exigencia de un componente ético proporcional al impacto causado por la lucidez y el saber a todo costo. Pero, aun en estos casos de excepción, y esto podría parecer entemecedor, la desacralización del mundo sólo se produjo realmente a condición de que se produjera la mitificación de otras cosas y de otras relaciones y se volviera a sacralizar de nuevo lo

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mundano. La promesa de humanización del mundo bajo los designios y poderes de la Razón y los principios de la Solidaridad y la Fraternidad, la Libertad y la Igualdad, terminó al fin convertida en una caricatura y en algunos casos en una macabra ironía en los colonialismos del siglo XIX, algunos de los cuales aún sobreviven, y posteriormente en los campos de concentración construidos por las civilizaciones más «avanzadas» del siglo XX, y que se repitieron, cuando nadie lo creía, en Sarajevo y otras regiones del mundo contemporáneo, cuando el siglo XX parecía ya haber terminado y dejado atrás la cola de sus horrores. Y, sin embargo, a pesar de todo y contra todo, la Razón, la Solidaridad, la Fraternidad, la Igualdad y la Libertad continúan siendo, al parecer, el fundamento de la poca esperanza que aún rueda por el mundo. El espectáculo sin precedentes de este ser humano moderno, arrogante, éticamente asumido en la desmembración de lo sagrado con sus correspondientes consuelos, que se separa agónicamente de sus raíces míticas, tambaleante en su arrogancia, y que apoyándose en su precario entendimiento y en las escasas luces que a su pensamiento arroja la Razón, entiende, en medio de sus propias sombras y dudas provenientes de todas partes, que a pesar de su animalidad él es también un sujeto racional susceptible de autonomía y capaz de construir un doloroso pero digno principio de individuación que lo deja de repente convertido en un ser libre y en condiciones de asumir definitivamente y en sus propias manos su propio destino. Espectáculo maravilloso y conmovedor propio del mundo moderno, pues se trata en el fondo del testimonio de una lucha sin salida, de una lucha emprendida a despecho del deseo de lo sagrado y contra la ilusión de los correspondientes consuelos sobrenaturales, deseo jamás desaparecido y con una inmensa capacidad de llevar una vida larvada en medio de la euforia de la Razón y de sus luces. Tal avez, incluso, el espectáculo de un horrible fracaso que en el fondo sólo consiguió arrojar sobre la cultura sensaciones de desamparo,

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desesperanza por doquier y pérdida del sentido de vivir. Pero, aun así, y a riesgo de semejante costo espiritual, valió absolutamente la pena, aunque se hubiera tratado apenas de la cultura. Esos hombres kantianos capaces de asumir con valor y entereza ética su mayoría de edad. Habría que decir, sin embargo, que esa especie de «superhombre» excepcional, que se levantó para romper con las redes del mito y lo sagrado y construir así otra forma alternativa de ver, de conocer el mundo y de formular las leyes que lo gobiernan y explican, viene, es cierto, de lejos. Ya en Grecia hubo un primer intento de representarse el mundo racionalmente: el templo fue desplazado por el ágora4, y la manera racional, matemática y lógica de observar el paisaje del mundo, fundada en la argumentación racional, pudo dar allí sus primeros pasos. Pero el péndulo de la historia, por denominarlo de algún modo, hizo que terminara declinando la civilización racional hasta entonces alcanzada, para que sobre dicho declive empollara una vez más el viejo huevo y se trajera a la escena de nuevo lo sagrado, ahora ya en el mundo medieval posesionado del reino y con otros ropajes y como si la racionalidad griega no hubiera jamás existido ni servido de mucho y el poco o mucho prestigio que hubiera conseguido hasta entonces se hubiera puesto de nuevo al servicio del deseo de lo sobrenatural y de sus anhelados consuelos, ante el peso del dolor y la muerte. Todo ocurrió como si nada o muy poco hubiera sucedido en el pasado helenístico en el sentido de la mente argumentativa racional, preludio de lo moderno, y como si nada o muy poco hubiera valido realmente la pena, por lo que la cultura antigua de los griegos terminó desapareciendo en el olvido y tapiada por el dogmatismo. De nuevo se imponía la fuerza de los «deseos» humanos de inmortalidad y de la correspondiente batería de consuelos y

4. Ver a este respecto los estudios de Jean-Pierre Vemant y Comelius Castoriadis, entre otros.

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compañías sagradas, al parecer origen último de las fantasías relativas a la vida eterna, como se imponía también el nunca desaparecido pavor al vacío de la muerte y del olvido. Pero no exactamente como consecuencia de una especie de torpeza, brutalidad o debilidad de la Razón y sus productos discursivos, sino más bien como resultado del poderío de otra especie de racionalidad paralela a la racionalidad del pensamiento, nunca suficientemente admitida aunque a mi modo de ver intuida por Pascal5 bajo la forma de lo que él denominó «lógica del corazón». Dicho de otro modo, aquella especie de lógica y de racionalidad impuestas por el deseo de inmortalidad, capaz de instaurar la imaginación de lo sagrado con sus correspondientes discursos, argumentaciones, iconografías y elaboraciones «lógicas» y «racionales». Con lo cual no queda difícil comprender cómo el aristotelismo y el silogismo como su instrumento lógico preferido se hubieran podido poner al servicio del Testamento. De ahí que cuando con posterioridad al Renacimiento, y sobre las bases platónicas y aristotélicas se hizo posible retomar el hilo perdido de la Razón y construir un poco más tarde el proyecto de la Ilustración, la «amenaza» de una recaída en la irracionalidad y en una especie de neomedievalismo, tan característica y propia de la mentalidad contemporánea por algunos denominada «postmodema», debía haber estado siempre dentro de los presupuestos y de las previsiones de lo posible, pues la condición humana no había cambiado en nada y el deseo de lo sagrado al parecer permanecía en la cultura al acecho, a la espera de otra oportunidad, y la lógica del corazón todavía estaba ahí, intacta, para volver a imponerse sobre la fría y exigente lógica' de la Razón. Igualmente, de otro lado, y esto es verdaderamente desconcertante aunque también debía estar dentro de los presupuestos de lo previsible, a pesar del humanismo tan caro a la modernidad aún permanecían intactos en el hombre sus instintos de agresividad,

5. Pascal, Blas, Pensamientos...

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capaces por sí mismos de iniciar el camino de la explicación acerca del absurdo de Auschwitz. Y todo esto en su más absoluta humanidad —que no en su animalidad, pues los inocentes animales no conocen del mal— y al mismo tiempo en su crueldad, pero también en la puesta en acto de ciertas fantasías ligadas a la idea de poder reproducir algún día el infiemo en la tierra, como una realidad de hechura humana, ese otro lado binario del cielo y de los deseos de inmortalidad que lo acompañan, con sus correspondientes fantasías acerca de mundos posibles en el «más allá» de la muerte, límite biológico que la humanidad en masa se resiste a acatar y que jamás aceptará sin lágrimas. Salvo las lágrimas de la desesperanza moderna que se derivó de la retirada y puesta en desbandada de sus dioses. Ciertamente, es posible percibir en nuestros días una forma de experiencia vital diferente de la moderna. Quizás a esto pudiéramos denominar «El fin de la modernidad», o al menos su puesta en cuestión o su declive. No es mi propósito ahora insistir sobre estos aspectos, por lo demás ya suficientemente descritos y analizados por una abundante y seria literatura al respecto. Me interesa quizás un poco más referirme al supuesto postmodemo según el cual la Razón ha entrado definitivamente en crisis. Y lo deseo plantear de un modo no exactamente riguroso, en sentido filosófico, sino más bien vivencial. En efecto, no puedo ocultar mi admiración, mi fascinación y mi respeto delante del espectáculo de aquellos hombres, algunos de los cuales he conocido, que asumiendo el dolor de todas sus pérdidas y con la ayuda de la razón crítica y el rigor del pensamiento lógico, se distanciaron un día de las redes del mito y de lo sagrado para construir entre sombras y vientos contrarios un principio ético e — intelectual de individuación capaz de llevarlos a pensar por sí mismos o, al menos, a vivir de esa adorable ilusión. Pero mi fascinación, admiración y preferencia por este tipo de ejemplares humanos típicamente modernos, no son tan comprometidas como para impedirme admitir, al mismo tiempo, que el ser humano

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que así se levanta y se yergue frente al poder de lo sagrado lo hace apenas de modo excepcional y casi como un gesto heroico, con consecuencias y costos para él abismales. Pues, separado del mito y de lo sagrado, red primordial del sentido, el hombre moderno se hunde en la desesperanza, en sensaciones de soledad y abandono, todo lo cual se traduce en una consecuencial pérdida del sentido de vivir. El triunfo de la razón lúcida es, entonces, también el triunfo de una cierta desventura, de una cierta tristeza y desesperanza, de una cierta agonía derivada del escepticismo y del nihilismo. Y a esta apuesta por el dolor y por la desesperanza casi nadie juega, salvo contados «enfermos» éticamente comprometidos con la aventura del conocimiento a todo costo, capaces de asomarse al vacío de la duda y permanecer absortos ante su contemplación y su presencia, sin posibilidad alguna de retorno. La modernidad mental, en cuanto desacralización del mundo, secularización del pensamiento y predominio del logocentrismo, no puede pretender convertirse entonces en programa general de la humanidad, puesto que el «vacío» ante cuya contemplación se experimenta el denominado horror vacui es sólo motivo de rara fascinación por parte de contados «enfermos» a quienes Nietzsche tuvo el honor de representar en medio de su trastorno y su locura luminosa. Ciertamente, la religión y el mito, en sus variopintas versiones contemporáneas, se encuentran ahora más revitalizados que nunca, y la sensibilidad de nuestro tiempo, si es que acaso en esto consiste lo postmodemo, en sus versiones neoconservadoras se sumerge de nuevo en la plenitud de sus aguas. Y no como consecuencia del fracaso histórico de la Razón ni por la puesta en evidencia de sus límites, habida cuenta también de sus posibles abusos, sino más bien como resultado de la siguiente constatación: la gran masa humana, a todo lo ancho del planeta, ha deseado siempre con desespero alimentarse de raíces sagradas y míticas, como parte sustancial de su menú de autoconsuelos y como algo que le impone su naturaleza y su

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condición de animal colocado por su conciencia ante el misterio de la muerte y la desaparición. Pues, aunque trate de demostrar lo contrario, de todos modos el hombre es un animal afligido ante la conciencia de su muerte, que se resiste a aceptarla como un hecho propio de su condición natural y que por tanto se ve obligado a reelaborarla, a manosearla y a neutralizarla permanentemente a través de sus imaginarios. Todo lo cual lo hace sentir una «frágil caña pensante» (Pascal) que huye despavorida de semejante horizonte de desolación, para hundirse en el refugio de sus fantasías de inmortalidad y de sus anheladas compañías extranaturales, de donde difícilmente dejará que lo arranquen la Razón y sus productos, y punto. Con el agravante, en nuestra época, del impacto avasallante de los medios masivos de información, gracias a los cuales y por cuyo tipo de uso la ausencia del pensamiento campea a modo de pasatiempo generalizado, para que la vida transcurra sin seriedad, a toda velocidad y siempre por sus orillas, sin tocar la almendra de nada, pues de lo que se trata es, precisamente, de no pensar a fondo y de no mirar nada críticamente. Para garantizar esta especie de baba insulsa contemporánea, que de la intención Racionalista moderna no tiene absolutamente nada, los medios nos avasallan con su información mientras nos hacen creer que la ésta se confunde con el pensamiento y que mientras permanezcamos debidamente informados estamos efectivamente pensando y perteneciendo al mundo y contemplándolo desde nuestro palco de primera. De nuevo, pues, como ocurría en el reino del mito y la religión, en el mundo contemporáneo «superinformado» la Razón crítica sufre desmedro y resulta vapuleada por la contundencia de la banalidad y el sentido común. Con la diferencia histórica de que ahora, en nuestro tiempo, el espectáculo del ser humano que insiste en separarse de la «manada» aglutinada alrededor de los medios masivos de información, para levantarse y erguirse por sí mismo y poder construir así su porción de autonomía y su principio de

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individuación, cara ilusión moderna, ya no representa para los jóvenes un espectáculo digno de admirar sino más bien digno de una cierta sonrisa compasiva, puesto que el hedonismo cunde y la crítica apesta. Pero aun así, o quizás por causa de esto mismo, la modernidad podría pensarse también desde este particular punto de vista como la época histórica en que el ejercicio y el uso de la Razón se hizo socialmente legítimo y prestigioso como fundamento del hombre moderno. O, al menos, como la época histórica en que muchos dieron sentido a su existencia y apostaron su vida por la fascinación de esta ilusión tanto como de esta ética. Pero la cultura del capitalismo ha sabido seleccionar con fina mano de espigadora aquello que le sirve de aquello que no le sirve a sus fines de todo el conjunto del proyecto moderno. Se ha apropiado de la ciencia y de la técnica, como si fueran suyas, y les ha impuesto a su arbitrio la racionalidad productivo-instru- mental. Ha hecho del dinero el valor social por excelencia y ha confinado a la Razón escasamente dentro de las aulas universitarias, para que allí se despliegue como pueda y haga a su modo lo que es suyo, ojalá con mensurable eficiencia. La sociedad burguesa actúa en su lógica como si hubiera terminado delegando en «enfermizas» y marginales personalidades denominadas «intelectuales» el ejercicio de la Razón Crítica, cuyo impacto sobre la sociedad cada vez es menor, mientras la gran masa humana continúa chapoteando cómodamente en medio de un menú compuesto de mitos y de ritos sagrados, reediciones de la magia y de la hechicería, la cartomancia y la quiromancia, para citar sólo algunos de los platos fuertes, de las entradas y de los postres de que se compone este variado menú. Y todo esto orquestado y prohijado a su manera por los medios masivos de información, que se ocupan de cualquier cosa con tal de que genere «pauta» publicitaria y mantenga «imantados» y distraídos a sus clientes, en medio de intensísimos tráficos y consumos, sin que la pregunta acerca de la seriedad científica o racional en el

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tratamiento de los temas en cuestión, en un sentido moderno, interese para nada a nadie. En efecto, esta pregunta sobre el fundamento racional y la seriedad científica de lo que la literatura pseudocientífica de masas y los medios masivos de información presentan a la consideración de su público constituye, en la contemporaneidad, más bien una especie de pregunta molesta, impertinente, anacrónica y perturbadora respecto de este espíritu finisecular neo-místico. De este modo, el deseo larvado de inmortalidad y esa suerte de «intuición» de lo sagrado se satisfacen de nuevo por doquier en este tipo de cultura esotérica y astrológica tan propia de la contemporaneidad, cuando ante la crisis de lo moderno y de los poderes y prestigios de la Razón se produce una especie de umbral del siglo XXI caracterizado por algo semejante a una nueva edad media, cuyo espíritu rinde culto a la idea de la reencarnación, a los horóscopos y a las cartas astrales computarizadas, y a todo lo que se hace o se emprende hay que impregnarlo además de esa mermelada que hoy denominan «energía positiva». En dicho contexto la pobre Razón y la exigencia de racionalidad, lujo enfermizo de minorías intelectuales de filiación moderna, se ven obligadas a confinarse cada vez más solitarias y marginales en su reducto, generalmente constituido por los espacios universitarios y las academias, donde no escandalicen ni perturben el deseo de fundamento sagrado y mítico de las masas con su anacronismo e impertinencia, pero donde se sepa por todos que todavía sobreviven como parte de un rito global contemporáneo ciertamente polifónico en el cual todo termina coexistiendo con todo gracias al principio de la diversidad y de la tolerancia de las «verdades», o apenas como una tuerca de un poderoso engranaje social que todo lo mide con el mismo rasero, lo desjerarquiza, lo banaliza, lo confunde y lo volatiliza con su extrema fugacidad y velocidad. De este modo, mientras la Razón en su tradición de lucidez y en su capacidad de crítica para disolver el encantamiento del

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mundo con sus correspondientes imaginarios es capaz todavía de producir y de reproducir socialmente a esa clase de hombres «rigurosos» y racionalmente metódicos, aunque sólo como piezas

funcionales a los fines de la racionalidad productivo instrumental y de su lógica, personajes hoy en día bastante marginales y desadaptados si se los piensa por fuera de sus correspondientes academias de pares, la sociedad de cultura de masas y de consumos masivos hedonistas avanza de bruces hacia el neo- medievalismo más ramplón y más alejado de lo moderno y de su espíritu, aunque modernista y contemporáneo, creyendo ingenuamente que estos misticismos de ahora son realmente nuevos por el solo hecho de haberse puesto de moda una vez más, como si no fueran ciertamente arcaicos y como si no correspondieran al tiempo de los fósforos de palo o a la época de las pelucas; misticismos finiseculares masivos incubados por la «neo- arcaica» feligresía contemporánea, que si bien puede ser hija de la desesperanza y del desencantamiento modernos, no obstante no fue capaz de soportar hasta sus últimas consecuencias el peso de los efectos de la kantiana mayoría de edad. Motivo por el cual reclama de nuevo y con desespero el consuelo de la vieja fe, ahora dizque nueva y denominada «neo» sólo debido a la ignorancia iletrada del pasado y de la historia de las mentalidades, y busca otra vez la compañía del sentido y procura la paz de la credibilidad. Sin embargo, esta nueva feligresía contemporánea no se pregunta por la seriedad científica de nada en este tipo de espiritualidad contemporánea, sino que se limita más bien a utilizar «lenguajes» de última moda y «empaquetaduras» pseu- docientíficas meramente formales para dar prestigio y apariencia de novedad a lo que por sí mismo es arcaico y hace parte de la historia de lo que para el hombre permanece y se reitera a lo largo de todas las culturas: el temor ante la muerte y su consecuencia! deseo de inmortalidad y de compañía sagrada. Como tampoco se pregunta por &\ fundamento racional de estos

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«neo-arcaicos» misticismos, sino que más bien se conforma con la autoridad que se pretende de la denominada experiencia «interior» y la «vivencia» de lo místico a través de testimonios de personas que han pasado por este tipo de situaciones. Y con eso basta, porque lo que domina no es la Razón sino el deseo de que eso sea cierto. Pero ocurre que mientras los intelectuales formados en la tradición moderna y racional se hunden en su marginalidad social, pero se dignifican también en la alegría solitaria que se deriva del conocimiento y al mismo tiempo desfallecen en medio de la desesperanza que causan sus luces, el resto de la humanidad baila, eleva sus oraciones, clava alfileres en las fotografías y se hace leer las líneas de las manos y las cenizas de sus tabacos. Tal y como si el portentoso esfuerzo de la Ilustración hubiera sido absolutamente en vano. La sociedad burguesa hizo, pues, de la modernidad su proyecto, es cierto, pero sólo con aquello que del conjunto le era útil. Y la Razón se convirtió en su consentida en la medida en que fue indispensable para que se produjera finalmente el triunfo de la racionalidad productivo instrumental y el desarrollo de la ciencia aplicada y de la técnica. El espectáculo de la Razón en su despliegue se hizo entonces legítimo y tuvo, en la filosofía su lugar privilegiado y en la Ilustración su proyecto político concreto, ligado a la Ideología del Progreso y de la Historia, que dizque perfeccionaban a la humanidad. Pero hoy nada de todo esto mueve a nadie, y los grandes relatos modernos aglutinados alrededor de semejante mitología se han deslegitimado y carcomido. Ha surgido, pues, si estamos en lo cierto, una nueva sensibilidad y un nuevo pensar-vivir que cobran distancia cada vez mayor delante de lo moderno, en la medida en que la racionalidad productivo-instrumental del capitalismo contemporáneo se distancia cada vez más claramente de la matriz cultural moderna de la cual surgió, puesto que ya no requiere de ella para sus fines principales. Tal vez en esto consista lo que hemos venido

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considerando como la postmodernidad. Pero mientras la modernidad fue asumida como el proyecto económico, político, ideológico, artístico, filosófico, científico y técnico de la burguesía en el proceso de construcción y consolidación de la sociedad capitalista y la demolición del orden feudal, la postmodernidad apenas ha conseguido ser una forma de sensibilidad y una especie de pensarvivir propio de la contemporaneidad que corresponde al Fin del Siglo, mucho más modernista que moderna. Algo así como una especie de «malestar» generalizado imposible de vincular a nada como proyecto de una clase social, una raza, un pueblo, un sector. Efectivamente, en la época de la crisis total de las ideologías, nadie podría convocar a nadie a seguirlo detrás de las ideas postmodemas, que ni siquiera son ideas traducibles a programas de acción, sino sólo constataciones descriptivas y, si se quiere, fenomenológicas acerca de las características de la cultura de nuestro tiempo. Algunas de ellas bastante inteligentes e incluso luminosas, es cierto, imprescindibles para comprender nuestro presente, tan abigarrado y complejo. Sin embargo, más allá de esta necesaria conciencia de nuestro tiempo, nada o muy poco podemos intentar en el terreno de la acción. Hemos caído en una especie de cínica aceptación, de acatamiento resignado de lo que nos es dado, ante el poderío, eficacia y contundencia de los poderes que se ciernen sobre la vida de los ciudadanos convertidos en simples consumidores, todo lo cual se hace acompañar de una cierta conciencia de la inutilidad de cualquier comportamiento práctico encaminado a modificar el estado de las cosas. El ciudadano del Fin del Siglo siente que vive dentro de la corriente de un gran río y que lo mejor que puede hacer es abandonarse a la fuerza de sus aguas. Además, la cultura reedita ahora, como si fueran nuevos, fundamentalismos arcaicos y creencias sagradas, en medio de una mítica del consumo y de la novedad que ni siquiera sospecha —ni quiere sospechar— de dónde viene ni a qué intereses rinde culto. Fundamentalismos,

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neo-racismos, neo-fascismos y neo-misticismos que muchos ilusos pudimos haber considerado superados y sepultados para siempre, gracias al influjo de la Razón sobre la cultura moderna, pero cuyas raíces estaban ahí, intactas, en la denominada condición humana, imposible de arrancar. Por todo lo cual no sería demasiado arriesgado plantear que la verdadera «Razón» que gobierna los actos humanos y la historia de los pueblos parecería ser muy otra de aquella que la modernidad y la Ilustración llegaron a suponer como rectora de la existencia humana y de la Historia en su utopía racionalista. La Razón y la conciencia están ahí, es cierto, como testigos, pero la vida humana en su complejidad es mucho más que simple conciencia y Razón. «Desde que el hombre empezó a pensar —dice Octavio Paz—, es decir, desde que comenzó a ser hombre, un silencioso testigo lo mira pensar, gozar, sufrir y, en una palabra, vivir: su conciencia»6. Ese testigo vive de la fascinación de verse dentro del redondel del espejo como un protagonista privilegiado de los acontecimientos, incluso gestor suyo, pero también actúa a modo de espectador distanciado y casi impotente de un espectáculo que a cada rato la irracionalidad, el deseo, el temor, el azar y la casualidad arrebatan de sus manos y respecto del cual él mismo pretende ser juez y parte, con resultados casi siempre desastrosos. Pero, aun así, se trata de un testigo privilegiado cuya conciencia de sí y de su estar en el mundo, por más poderosa que sea, no garantiza de ninguna manera el triunfo de la Razón. Ciertamente, muchas veces los más espeluznantes actos de barbarie han sido llevados a cabo a lo largo de la Historia por protagonistas calificados que se vieron a sí mismos como testigos conscientes en el espejo de cuanto hacían, absortos ante la poderosa fascinación que despertaba la maldad de sus propias hechuras. Este riesgo, relacionado con el eventual asalto de la

6. Paz, Octavio, La llama doble, Barcelona, Editorial Seix Barral, 1993. Reimpresión hecha en Colombia, mayo de 1994.

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«irracionalidad» humana en determinados momentos de la vida y con su triunfo durante períodos históricos demasiado significativos, no obstante la presencia testimonial de la Razón y de la conciencia, existió y tuvo ocurrencia en otro tiempo, existe ahora y existirá por siempre, mientras la condición humana sea la que es y la «porción» animal de dicha condición trate de expresarse como se merece. Y cada vez que nace un nuevo ser humano, nace otra vez este riesgo y esta oscura posibilidad. La modernidad, en cuanto período histórico que vivió de la ilusión del predominio de la Razón y de su triunfo sobre la irracionalidad humana, no fue jamás, sin embargo, una época exenta de irracionalidad, ni una época en la cual el mito y lo sagrado hubiesen desaparecido de la tierra y ni siquiera de parte de ella en Occidente. Más bien pudiera decirse que fue una época en que la Razón se convirtió en un poderoso mito más, del cual derivó gran parte de la mítica secular moderna y del cual, además, no se tuvo exacta conciencia en cuanto mito. Pero la razón crítica es casi siempre muy inquieta y no tiene la menor piedad con aquello que toca con su escalpelo, y ella misma ha terminado criticándose y desmitificándose a sí misma y se ha dado cuenta de pronto de toda la mitología que encerraba en su manera de pensar su lugar en la vida y en la historia de los hombres. De esta manera hemos llegado a un punto tal por el camino de la decodificación y del desmonte de los poderes de la Razón, que todo sucede como si este mito moderno se reconociera a sí mismo en cuanto mito y hubiera entrado a formar parte, junto con el mito del Progreso y de la Historia, del panteón de los grandes mitos que un día movieron al mundo y nutrieron la esperanza de los hombres que creyeron en ellos y delinearon de manera radical el perfil de una época. La época histórica denominada moderna, a la cual de algún modo aún pertenecemos y todavía debemos parte de nuestra esperanza.

Bajos del Abendland, enero de 1997

EL SUJETO MODERNO COMO OBRA DE SÍ

INTRODUCCIÓN

Una de las más importantes ilusiones que instaura la conciencia moderna en el Sujeto es la ilusión de la libertad. Ilusión que a veces asume la forma de una total desmesura, al punto de que por la gracia de su poder parecerían borrarse de plano los límites dentro de los cuales actúa esa libertad, sus fronteras objetivas, su evidente relatividad. Cuando alguien en su ingenuidad, pero también en el despliegue de su conciencia de sí pronuncia la expresión «yo hablo», «yo pienso», si bien dice algo que es realmente cierto de un modo relativo, no obstante lo hace mediante el esplendor de una supuesta soberanía absoluta del sujeto que desde luego no existe. Su insistencia en expresarse de este modo se cuida muy bien de poner en evidencia tanto los límites como las condiciones culturales previas que, precisamente, hacen posible al sujeto que así habla. Niebla y ceguera dentro de las cuales, a su vez, dicha alegría del sujeto se expande y se despliega, como en lo mejor de su terreno. De tal modo que quien en su ilusión de sí mismo dice muy seguro «yo hablo», «yo pienso», ignora quizás que dicha ilusión en parte es hija de su no conciencia de la lengua en cuanto realidad cultural previa que, precisamente por previa, es capaz de constituir lingüística y culturalmente al sujeto que así se expresa. El sujeto hablante resulta ser entonces un actor constituido por la lengua desde el mismo instante de su nacimiento, e incluso

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desde antes. Esa lengua constituyente siempre existe como condición previa que espera al sujeto para hacer de él un hablante en el sentido de un sujeto sujetado a las normas, rigores y condiciones de esa lengua que de este modo lo constituye y lo funda. Y, sin embargo —cosas de la ironía o de la paradoja—, poco después lo vemos por los caminos del mundo haciendo gala de un olvido que al mismo tiempo es el punto de partida de una ilusión: olvida que ha sido constituido por la lengua y la cultura preexistentes; olvida que es sujeto precisamente porque ha sido sujetado, fundado y constituido por la lengua y la cultura y que, precisamente, en cuanto ha olvidado el minucioso proceso de su constitución y de su fundación, vive y va por los senderos de la vida bajo la representación imaginaria de su subjetividad, ahora bajo la forma de soberanía, autonomía y libertad de sí mismo. Lo cierto, entonces, es que cuando el sujeto dice «yo hablo», pronuncia algo que es sólo parcialmente aceptable. Y esto, únicamente bajo la condición de que al decirlo desplegara al mismo tiempo su conciencia hacia los orígenes del proceso fundador de sí mismo en cuanto hablante. Mejor sería decir en consecuencia: «yo hablo precisamente en cuanto he sido constituido como hablante por la lengua que me ha sujetado a sus rigores, y cuyos códigos y condiciones culturales he debido interiorizar hasta el extremo de ya casi no advertirlos ni verlos». Pero, por supuesto, nadie estaría dispuesto a expresarse de este modo por los senderos del mundo a toda hora, tanto más cuanto que el sujeto moderno se ha acostumbrado a vivir del encantamiento narcisista de la autonomía y soberanía de su propio yo, de la miel de esa ficción. Se trata, pues, una vez más, de la dificultad de traer a la conciencia los límites del sujeto, que en su ficción de sí mismo se suele creer dueño absoluto de sí.

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LO YA SABIDO DEBE SER, SIN EMBARGO, RECORDADO

Nada de lo dicho hasta ahora es particularmente nuevo, pero resulta absolutamente necesario recordarlo. Pues la alegría que produce la ficción de sí mismo a cargo del sujeto que se embriaga en la desmesura de su autonomía y libertad suele borrar de un plumazo lo que el pensamiento crítico ha sido capaz de construir y advertir durante décadas e incluso durante siglos acerca de los límites de esa libertad y de esa autonomía del sujeto. Cada que nace un ser humano parecería necesario volver a empezar desde el principio en el develamiento de esta ilusión, como si nada o muy poco se hubiera hecho nunca en esta dirección. Tanto más cuanto que lo dicho acerca del ingreso y sujeción del animal biológico humano al universo de la lengua, resulta también perfectamente predicable respecto del ingreso e inserción de ese mismo animal biológico humano, en cuanto nace, en el universo de la cultura que igualmente lo funda, lo constituye y lo sujeta. El sujetamiento del animal biológico humano a los rigores de la lengua corresponde y coincide plenamente con su sujetamiento a la cultura, con todo lo que esto radicalmente implica y significa. De tal modo que si respecto de la lengua yo pudiera decir no sólo «yo hablo» sino «yo soy hablado», también de la misma forma y por idénticas razones, cuando pronuncio la expresión «yo opino», igualmente debería estar en condiciones de decir «yo soy opinado». De hecho, la «llenura de opiniones» de que nos habla Platón para caracterizar la ignorancia, apunta en la dirección de un sujeto cuyas opiniones no son exactamente suyas en cuanto le vienen de una otredad respecto de sí mismo llamada espacio cultural y lenguaje, realidades de donde el sujeto se ha nutrido y cuyas opiniones y valoraciones ha debido interiorizar hasta el extremo de hacerlas suyas. Perspectiva que, mutatis mutandis, es casi la misma que siglos más tarde recupera y advierte Gastón Bachelard a través de su noción de obstáculo epistemológico.

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Valdría entonces la pena saber, en realidad, qué tanto de nuestras opiniones y de nuestras denominadas creencias «personales» son realmente producto de la libertad deliberante y de la autonomía del sujeto, es decir, obra de sí. En parte, lo que conocemos como «genialidad» y «originalidad» del pensamiento tanto como de la opinión tienen que ver, precisamente, con la capacidad del sujeto pensante de distanciarse o incluso de llegar a romper, al menos parcialmente, con su condición de sujeto sujetado a un determinado orden de cultura. EL SUJETO Y SUS TENSIONES COMO PARTE DEL PROCESO DE APARICIÓN DEL SÍ MISMO

La sujeción del sujeto al orden del lenguaje y de la cultura no debe mirarse, entonces, como un motivo de desventura y de tribulación sino por el contrario como aquello que, precisamente, hace posible al sujeto en todo su esplendor pero también en todo su desgarramiento. Dicha sujeción instaura un inevitable universo de tensiones pero igualmente un fecundo universo de tentaciones, las primeras como consecuencia del estado de sujeción a que el sujeto se ve sometido y las segundas como consecuencia de las fascinaciones pero también de los temores que la transgresión respecto de ese estado de sujeción suele traer consigo a modo de «precio que hay que pagar» en el camino del aventurarse y atreverse por fuera de sus rigores. El encanto de la aventura para el sujeto deriva de ahí y encuentra ahí su explicación. La cárcel, invita a salir, pues el deseo y la curiosidad existen. Pero existen igualmente para los casos extremos severas consecuencias para quien lo intenta o lo consigue al menos parcialmente, entre ellas la consecuencia de la locura o de la criminalidad o el enjuiciamiento moral. Pues, en términos generales, aquel que se comporta como un ser avenido y «sujetado» al orden de cultura establecido, no sólo es visto como «normal» sino adicionalmente como moralmente bueno y ordenado, mientras que el sujeto que

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intenta romper la sujeción o incluso lo consigue empieza a ser considerado por el consenso como un anormal, como un hereje, como un criminal o un loco, a veces como un genio. Romper la sujeción, pues, no es nada fácil, aunque sea fuente de innumerables tensiones, tentaciones y deleites. Los DOS SIGNIFICADOS DEL SUJETO La idea del «sujeto» humano como algo que se pertenece sólo a «sí mismo» ya no es por tanto posible. De hecho, la idea de sujeto permite entonces dos significados, igualmente válidos: el primero de ellos nos habla del sujeto entendido como sujeción, y el segundo de ellos nos habla del sujeto entendido como libertad, principio de individuación y autonomía. Lo interesante de estas dos maneras de entender al sujeto es que no obstante ser válidas apuntan en una dirección absolutamente opuesta. Por la primera lo que nos interesa del sujeto es su manera de estar sujetado a un determinado orden de la lengua y de la cultura, su manera de haber sido constituido y fundado como sujeto precisamente mediante ese proceso de sujeción; pero por la segunda lo que nos interesa del sujeto es su manera de enfrentarse a la sujeción por medio de la cual fue constituido y fundado, su manera de entrar en tensión con su estado de sujeción, es decir, sus actos de originalidad, rebeldía, separación, ruptura, distanciamiento y transgresión. Dicho de otro modo, el universo de la libertad, la ética, la genialidad, la locura, la criminalidad, la creatividad. Desde este punto de vista, a mi juicio irrebatible, la fundación y la constitución del sujeto que somos ocurre como un acontecimiento liminar consistente en el atrapamiento de nuestra existencia por una lengua y por un orden de cultura que nos preceden y que están ahí, a nuestro nacimiento, como un hecho y un dato objetivos. Sin embargo, el alcance insuperable de esta sujeción, su profundidad y sus límites, es algo que una teoría de la libertad y de la relativa autonomía del sujeto debería dilucidar.

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La sujeción del sujeto a la lengua y al orden de cultura fundadores es un hecho contundente, pero ya sabemos de la preciosa aventura del sujeto que entra en tensión con ese estado de sujeción fundadora. Hasta el punto de que bien pudiera decirse que todo hombre en cuanto conciencia de sí es el resultado de esa cierta tensión con el estado de sujeción que lo ha fundado y a la vez constituido. La profundidad, intensidad o levedad de dicha tensión resulta diferente en cada caso, pero es precisamente ella la que hace nacer para el hombre la ilusión de su libertad, la conciencia del «sí mismo» y de su autonomía, la fantasía del ser «dueño de sí». Haber sido fundados y constituidos por una lengua y por una Ley de Cultura determinados, y poder entrar luego en tensión con los términos, rigores, condiciones y reglas de juego de esa liminar fundación y constitución, he ahí nuestro destino en cuanto sujetos. Vamos así por el mundo guiados y fecundamente alimentados por las ilusiones del «yo hablo», del «yo pienso», del «yo opino», del «yo hago», sin saber muy bien que en realidad y desde cierto punto de vista más bien somos hablados, somos pensados, somos opinados, somos hechos. Pero, aún así, hay algo en nosotros capaz de entrar en tensión con ese estado de sujeción liminar al que desde el mismo momento de nuestro nacimiento fuimos sometidos. ¿Obra del deseo? ¿Obra de la ilusión? ¿Obra del ideal del yo? ¿Obra de qué diablos ese maravilloso, costoso pero fecundo estado de tensión? La levedad, intensidad o profundidad de la tensión en que podemos entrar respecto de nuestro estado de sujeción fundadora y constituyente depende de muchas causas que ahora no estamos en condiciones de explicar, y se expresa en tan diversos ámbitos que el hecho se toma tanto más complejo. Pero lo cierto es que, habiendo sido fundados y constituidos en razón de la existencia de una realidad objetiva (lengua y cultura) a la cual un día fuimos liminarmente sujetados, dicho estado de sujeción plantea para nosotros el persistente fantasma de la otredad. Hay algo en nosotros que presiente, que adivina esa frontera del sujeto

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expresada en términos de una cierta conciencia o al menos de una cierta intuición de la otredad, desde una grieta interior que quizás pudiera derivar, precisamente, de la misma situación de tensión, de la resistencia al estado de sujeción y del conflicto que a dicha tensión le es inherente. El acto del habla individual del sujeto hablante y en acto, por más obnubilante que sea la ilusión del hablante que en su hablar afirmativo funda la individualidad y originalidad de ese sujeto en acto, vislumbra detrás de sí la existencia de la lengua como una condición previa, como una otredad respecto de sí mismo sin la cual dicho sujeto no existiría. En otras palabras, el sujeto que habla lo hace a través de algo que est afuera de sí y que le plantea siempre el fantasma de la otredad: el espejo lingüístico ante el cual y por el cual se representa a modo de reflejo de sí, gracias a .vi mismo en cuanto se representa y se nombra; o gracias a la alteridad que lo representa y lo nombra. EL SÍ MISMO Y SUS ALCANCES

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Resulta entonces imposible plantearse la cuestión del sí mismo del sujeto sin la cuestión de la otredad. Se tiene un sí mismo, al parecer, siempre y cuando exista una otredad respecto del sujeto que ese mismo sujeto advierta y respecto de la cual se distancie y se configure mediante un cierto grado de tensión. Ese denominado sí mismo del sujeto podría ser objeto de un rodeo hermenéutico mediante una operación de enumeración y descripción de sus diversas dimensiones1. No es este aquí el propósito, pero sin pretender llevar a cabo una pormenorizada enumeración de todas las posibles dimensiones de ese sí mismo, sólo por vía de ejemplo bien valdría la pena detenerse en algunas de ellas. A este respecto, es común escuchar expresiones tales como cuidar

1. A este respecto consultar en la obra de Michel Foucault, Hermenéutica

del sujeto, Madrid, Ediciones de La Piqueta, 1994.

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de sí mismo, conocerse a sí mismo, encontrarse uno consigo mismo a través del buscar-se, ser uno obra de sí mismo, en fin. Estas varias dimensiones o acepciones del sí mismo parecen no corresponder todas ellas y con el mismo alcance y significación, indistintamente, a todos los períodos históricos ni a todas las culturas por igual. Para los griegos cultores de la filosofía antropológica, por ejemplo, el conocimiento y el cuidado de sí mismo resulta fundamental. Igual sucede con el pensamiento cristiano medieval, habida cuenta de las variantes que, por supuesto, el cristianismo introdujo a la idea del cuidado y del conocimiento de sí mismo que los griegos ya habían elaborado. Pero con la modernidad, además de todo lo anterior, a su vez redefinido y reelaborado por la conciencia moderna, surge por primera vez en la historia del sujeto occidental la representación de sí mismo como obra de sí. Dicho de otro modo, el sujeto moderno elabora por primera vez e introduce en la historia del sí mismo por primera vez la idea de un sujeto que puede ser y que de hecho es, si se lo propone, obra de sí, artista de sí. Ya no se trató entonces, para el sujeto moderno, sólo de cuidar de sí o de conocerse a sí mismo, incluido el cuidado de sí orientado a la salvación por el camino del bien, sino que a partir de la conciencia moderna se trató ante todo de la representación del sujeto como obra de sí. La modernidad vino así a sumar a la idea del sí mismo antigua y medieval, entendida como cuidado y conocimiento de sí, para no ser esclavo de los apetitos (Platón) o para salvar el alma (cristianismo), una dimensión adicional del sí mismo en el sentido de que el sujeto humano podía y debía convertirse, además, en obra de su propio esfuerzo, planeación, cálculo racional y dedicación. Dicho de otro modo, a partir de la modernidad el sujeto comenzó a ser algo que podía ser tomado por él mismo en sus propias manos, para hacer de sí su propia obra. Sin embargo, a estas alturas no parece muy claro aún qué es entonces ese sí mismo del que los griegos, los medievales y los modernos han hablado, como algo que supuestamente existe

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dentro de nosotros mismos y que no es nuestro cuerpo ni nuestra materialidad física2. Podríamos empezar diciendo al respecto y a modo de elaboraciones absolutamente precarias y provisionales, que eso que denominamos sujeto o de algún modo ese sí mismo que creemos nos habita, deriva ante todo de una representación que nos hacemos de nuestro propio ser. Eso que resulta de la representación de nosotros mismos por nosotros mismos es un «objeto» a todas luces complejo. En primer lugar—lo más obvio—, sería necesario partir del hecho de que nosotros podemos someter a nuestro propio cuerpo físico al proceso de nuestra propia representación, con lo cual y antes que todo el sujeto sería el resultado inicial pero igualmente radical de ese distanciamiento que el proceso de la representación instaura respecto del cuerpo material que somos y que sin embargo no es la representación sino sólo su objeto. Dicho de otro modo, el cuerpo —nuestro cuerpo— quedaría convertido así en el referente de un proceso de representación en el cual una parte de nosotros se constituye en el emisor pero al mismo tiempo en el destinatario del signo. El sujeto podría ser, en consecuencia y en primer término, el resultado producido por el distanciamiento que el proceso de representación que llevamos a cabo sobre nuestro propio cuerpo instaura sobre ese cuerpo, al convertirlo en referente de nosotros mismos. Al referimos a esa parte de nosotros mismos que no es nuestro cuerpo, estamos haciéndolo sólo porque nos hemos distanciado de ese cuerpo gracias al efecto producido por la representación. Representado mediante signos, nuestro cuerpo pasa a estar «fuera», convertido en referente de nosotros mismos. Distanciado así el cuerpo que somos y gracias a dicho procedimiento puesto «fuera», el sujeto resulta ser aquello otro del cuerpo que ha sido distanciado, es decir, el emisor de los signos por

2. Sobre el particular, consultar la obra de Robert Nozick, Meditaciones

sobre la vida, Barcelona, Editorial Gedisa, 1992, pp. 113 y ss.

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medio de los cuales el propio cuerpo ha sido distanciado y convertido en referente, tanto como el receptor de esos mismos signos. De este modo, el sí mismo del sujeto sería entonces siempre el efecto que produce en nuestro pensamiento pero también en nuestro sistema de sensaciones la operación mental llevada a cabo en el tiempo aunque sin expresión en el espacio, por medio de la cual nuestro sistema de signos distancia el cuerpo propio, lo convierte en objeto de su representación y por tanto en referente, de modo que el emisor y el destinatario receptor de esos signos es algo o «alguien» que es uno mismo, producto sin «topos» de dicha operación. El sujeto no es, pues, traducible ontológicamente en cosa, no tiene materia ni tiene lugar. Es sólo el efecto del acto del habla o del acto de la representación del sujeto en cuanto se dirige a sí mismo a través de un cuerpo que, siendo propio, se somete a sí mismo al distanciamiento y extrañamiento que le son inherentes a todo proceso de conversión de algo (el cuerpo) en referente mediante signos. Pero ocurre que el cuerpo material que de todos modos somos, lugar físico y posibilidad de la representación, en cuanto materialidad es también el lugar físico de la emisión de los signos, soporte material del lenguaje e incluso destinatario material final que cierra el ciclo del signo cuando retorna al emisor, mucho más cuando quien emite los signos actúa como destinatario de sí mismo. Los signos como tales no «salen» ni se emiten desde el vacío inmaterial, ni «arrivan» o recalan en otro vacío inmaterial. Los signos salen siempre del cuerpo y gracias al cuerpo material que les sirve de fuente emisora y regresan al cuerpo como soporte físico, cuando el sujeto se representa a sí mismo, gracias al aparato sensorial de ese cuerpo, capaz de registrar sensorialmente el componente físico del signo, es decir, el significante. La representación de primer grado que el sujeto se hace de sí mismo recae, pues, sobre el propio cuerpo distanciándolo e instaurando la otredad corporal respecto de la cual surge el sí mismo denominado «espiritual» por el solo hecho de ser sólo

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representación. Pero, además de esta representación de primer grado, existe la posibilidad de que la representación de sí mismo no consista sólo en la representación del propio cuerpo, sino ahora en la representación de aquello que queda como consecuencia del distanciamiento del cuerpo al ser convertido en referente y ser situado en consecuencia fuera de nosotros mismos y como siendo absolutamente otra cosa. Dicho de otro modo, el proceso de representación puede referirse a la operación misma de la representación, tomándola por objeto. Lo representado aquí ya no sería entonces el cuerpo, nuestro cuerpo, sino la representación misma, mediante una operación que podríamos denominar de segundo grado, para diferenciarla del proceso de representación de nuestro propio cuerpo. La representación de sí mismo puede ser, por tanto, muy elaborada o muy poco elaborada o, incluso, casi no existir como tal y ser en ciertos casos no tanto una representación sino tan sólo una cierta sensación de sí mismo. Desde luego que todo sujeto, al final, es tanto representación de sí mismo como sensación de sí mismo. El sujeto se-piensa pero también se-siente. Pero hay momentos y casos en los cuales predomínala sensación de sí mismo sobre la representación de sí mismo. El sujeto que se-siente no es menos sujeto que el sujeto que se-piensa. Pero es evidente que la representación del sujeto por sí mismo es aquel tipo de operación que, mediante la intervención de los signos, logra el distanciamiento más radical del cuerpo, su extrañamiento mediante su conversión en referente, y en esta configuración del cuerpo como otredad respecto de la representación, hacer nacer la dimensión del sí mismo dentro de nosotros, como una parte distinta del cuerpo, de naturaleza incluso inmaterial o incorporal. EL SÍ MISMO Y SU REPRESENTACIÓN COMO ESPÍRITU O ALMA

La representación de segundo grado que podemos hacer de nosotros mismos, al convertir en objeto de nuestro proceso de

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representación a la representación misma-—el pensamiento que se piensa a sí mismo—, puede ser adicionalmente pensada e imaginada bajo la forma de un «alguien» que supuestamente nos habita. Dicho de otro modo, si no sabemos que lo que tenemos en nuestro pensamiento es sólo una representación de nuestro propio cuerpo o de nuestro propio proceso de representación —de primer grado y de segundo grado—, terminamos creyendo que esa representación es un «alguien» o una «sustancia» que nos habita bajo la forma de alma o espíritu y no un simple distanciamiento del cuerpo causado por la acción de los signos. Cuando los primitivos soñaban, creían que mientras el cuerpo dormía el sujeto del sueño —espíritu— salía del cuerpo y vagaba por lugares y parajes. Hoy sabemos que mientras soñamos nada distinto sale de nosotros y que el sujeto del sueño sólo está soñando y nada más, en manos de sus deseos, temores e ilusiones. De análoga manera, cuando nos representamos a nosotros mismos y hacemos nacer el sí mismo que se distancia de nuestro cuerpo como una especie de espiritualidad anexa al cuerpo, podemos terminar creyendo que ese sí mismo no es el producto de la representación y de la conversión en referente de nuestra propia corporeidad o incluso de nuestra propia representación, sino que ese sí mismo es una especie de «alguien» que nos habita con una sustancialidad propia capaz de tener existencia por sí misma. La representación de nostoros mismos resulta elevada así a la categoría de alma o de espíritu. Eso que llamamos alma es, pues, lo que resulta de la representación de nosotros mismos cuando convertimos dicha representación en una especie de «alguien» que no es el cuerpo ni se reduce a él. Ya no sólo me veo, entonces, como cuerpo sino que el sí mismo que soy gracias a mi propio proceso de representación, hechura de los signos que me nombran y que me convierten en referente de mí mismo, resulta convertido en alma o en espíritu. En cuanto el sujeto es capaz de representarse a sí mismo, deviene en emisor y receptor de sus propios signos y se convierte

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también en referente de sí, extrañándose y colocando a una parte de sí en la distancia de la otredad de sí mismo (cuerpo-alma, espíritumateria). De este modo, el sujeto queda también convertido en espejo-eco de sí. Se ve, se oye, se toca, se huele, a modo de sensación de sí. Pero también se piensa, a modo de representación y de conciencia de sí. El sujeto no sólo se contempla como cuerpo en el espejo de su ropero, sino ante todo y por sobre todo en las representaciones que se hace de sí mismo. De este modo se «objetiva» en los signos que él mismo emite para sí mismo como destinatario, y una parte de sí (el cuerpo) queda distanciada gracias a su conversión en referente y al hecho de que su propio sistema de signos (su lengua y su habla) actúan dentro de su cuerpo, permitiéndole ser al mismo tiempo emisor y receptor. Es a esta objetivación de primero y de segundo grado a lo que hemos terminado llamando alma o espíritu, y es esta objetivación de nosotros mismos aquello que vemos en el espejo y escuchamos en el eco de nuestros propios signos. LA ESCUCHA DE SÍ A TRAVÉS DE LA ESCUCHA

DEL PROPIO NOMBRE

El cuerpo emite, pues, sonidos inherentes a los signos de su propia habla que le permiten al sujeto oír-se. y en su oírse incluso llegarse a nombrar con su propio nombre y a representar-se de un modo absolutamente personalizado, en cuanto operación estelar del sujeto en tanto tal, pues la representación del sujeto como nombre no es lo mismo que la representación del sujeto como cuerpo. Cuando el sujeto se representa el denominado mundo exterior, es decir, las cosas que están «fuera de sí», esta representación en sí misma no es la más indicada para constituir al sujeto en cuanto tal, pues en este caso no se está representando a sí mismo ni ocupándose de sí mismo. En la representación del mundo exterior, por más que el proceso de la representación parte de sí el sujeto se está representando algo que definitivamente no

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es él. Si el sujeto, en cambio, se representa su propio cuerpo físico, la representación recae sobre un objeto mucho más cercano a él que casi se confunde con él mismo, y que sólo se salva de confundirse gracias al distanciamiento del cuerpo que garantizan los signos fundadores del sujeto, pues el sujeto no es otra cosa diferente de

ese distanciamiento y de esa tensión que se instaura respecto de la sujeción del animal biológico que somos a los signos de la lengua, todo lo cual permite que podamos ser emisores para nosotros mismos de aquellos signos donde al mismo tiempo quedamos convertidos en referente. Pero, aun este caso, no se trata realmente de la representación de sí mismo sino apenas de una parte de sí mismo que, en cuanto otredad corporal, permite surgir aquella dimensión del sí mismo del sujeto que extraña y extradita al cuerpo y se constituye en sujeto, precisamente, gracias a dicho extrañamiento y a dicha extradición. Pero si en cambio el sujeto se representa ya no sólo su cuerpo sino su propio proceso de representación de sí mismo (conciencia de sí reflexiva), representación que incluye y comprende la representación de los propios significantes usados en el proceso de representación de sí, surge o se hace posible la cuestión del sujeto propiamente dicha. El sujeto no es por tanto una cosa física, no es el cuerpo físico que tememos y carece de todo tipo de lugar. Es sólo un proceso actual, un fluir actual y permanente de la representación, cuando esa

representación toma por objeto no tanto el propio cuerpo sino, por sobre todo, el propio proceso de representación. El sujeto sería así, además, el producto de la representación de los propios signos con los cuales ocurre el propio proceso de representación, sobre todo del sagrado signo del propio nombre, signo fundamental, signo fundacional. Pues el nombre que nos designa de manera tan particular ante nosotros mismos y ante los demás no es el cuerpo de que estamos hechos sino apenas su signo, y eso es lo que somos ante todo en cuanto sujetos.

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Las vacas y los caballos son cuerpos pero jamás sujetos. Podemos hacemos de ellos nuestras correspondientes representaciones, pero no como sujetos sino como cosas y cuerpos vivientes. Las vacas y los caballos se ocupan de sí cuando se lamen o acicalan, pero no pueden ocuparse de sí como representación de sí mismos, pues carecen de sistemas de signos. Pero nosotros sabemos muy bien que los otros hombres, a quienes llamamos nuestros semejantes, no sólo se lamen, se tocan y se olfatean y escuchan y acicalan, sino que se representan a sí mismos, tienen un nombre para ir por el Valle del Mundo y les fascina hablar de sí mismos y que hablen de sí mismos, espejo hecho de signos donde se ven y se escuchan, al igual que nosotros. Es decir, nosotros sabemos que nuestros semejantes no sólo pueden ser objeto de nuestra representación, sino que dentro de nuestra representación de que ellos pueden representarse a sí mismos como sujetos. La cuestión es, pues, entre sujetos que saben que en los demás también ocurre la representación de sí y que se atribuyen a sí mismos un alma o un espíritu porque ignoran que esa alma y ese espíritu no son más que su propia representación de sí. Las cosas nunca están como cosas físicas en nuestras representaciones, y el mundo nunca está presente como mundo objetivo en nuestra mente. En nuestras representaciones las cosas y el mundo objetivo sólo están presentes como signos. Así, nuestro propio cuerpo como cosa, para poder ser elevado a la dimensión del sí mismo, debe por sobre todo ser elevado a una cierta abstracción mediante su conversión en signo. Ser sujeto, entonces, es haber pasado del cuerpo al signo, tener un signo por nombre y ser ante todo y por sobre todo ese signo por el Valle del Mundo. EL SÍ MISMO Y LA OTREDAD

La radical sujeción a la lengua y a la cultura como una condición real e ineludible del sujeto, plantea necesariamente

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problemas fundamentales al debate sobre el denominado sí mismo del hombre, sobre la denominada conciencia de sí, el ocuparse de sí, la posibilidad de ser obra de sí, temas que dicen relación con la ética, la verdad, la autenticidad y la libertad. Desde cierto punto de vista y quizás dentro de un cierto espíritu próximo al pensamiento de Spinoza, no estaría del todo mal concluir que la libertad es aquella especie de ficción que constmimos alrededor de nosotros mismos cuando ignoramos aquello que nos determina, nos constituye y nos funda en cuanto sujetos humanos. O, como dijo hace unos años Louis Althusser citando a Pascal: nos arrodillamos, nos inclinamos, movemos los labios en señal de oración y al final terminaremos creyendo. La creencia, pues, no fluye del sujeto en sentido originario, sino que fluye de él en cuanto previamente ha sido instalada en él. Esta existencia objetiva de la sujeción en cuanto condición real del sujeto que somos y en cuanto límite de su soberanía, autarquía y autonomía interiores, plantea necesariamente la cuestión de la otredad. Dicho de otro modo, a estas alturas el sujeto podría entonces estar en condiciones de preguntarse si, después de todo, él es alguien que realmente pertenece a sí mismo, y en qué precarias condiciones, o si por el contrario pertenece a una implacable otredad de sí mismo cuyos mecanismos se encuentran radicalmente fuera de sí, y en qué términos. Y no sólo desde el punto de vista de la fuente u origen de donde el sujeto deviene en cuanto animal biológico, es decir, la especie misma como otredad de sí mismo respecto del sujeto, o la cultura y la lengua como una dimensión adicional de esa otredad. .E incluso, aquella otra diferente dimensión de la otredad que deriva para el hombre de la representación de su destino como ideal, es decir, como lo que aún no es él y sin embargo está en él en cuanto ideal de sí, en cuanto proyecto de sí, aquella dimensión de futuro como ideal ético en el camino de la vida rumbo a la madurez, la vejez y la muerte, como solemos pensar, todo ello pensado e imaginado a la manera de un camino ético de perfeccionamiento en función

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de unas determinadas metas, ideales de progreso y purificación, que en cuanto aún no se perciben como plenamente logrados le significan al sujeto una dimensión adicional de su otredad en cuanto algo que desde el ideal lo atrae y en cuanto tal está de algún modo absolutamente fuera de sí, a modo de otredad. Planteadas así las cosas, en cuanto sujetos humanos tenemos entonces ante nosotros a toda hora el fantasma de la más radical otredad. Para empezar por el principio, somos ante todo y por sobre todo definitivamente animales. Y como tales, arrastramos con el peso de la instintividad que le es propia a esta condición, desde luego y a todas luces ya humanizada, tanto como con el peso de sus correspondientes pulsiones y deseos. Situados en esta imprescindible perspectiva, y en cuanto animales biológicos, no podemos decir a plenitud que pertenecemos ciertamente del todo a nosotros mismos sino quizás sólo que pertenecemos a la especie. Una otredad llamada especie es entonces aquello a lo que fundamentalmente pertenecemos. Esta dimensión de la especie como otredad no siempre fue reconocida en Occidente ni ha sido reconocida aún en todas las culturas. El sujeto moderno, hay que decirlo, después de Darwin ha debido admitirse y reconocerse como hijo de la especie, aceptar esta radical otredad a la que sin embargo no suele reconocer fácilmente todas sus implicaciones y consecuencias. Sin conocer a Darwin, por supuesto, Platón advertía ya de los peligros y motivos de adversidad que representaba para el hombre «libre» y «prudente» quedar esclavizado a los apetitos del cuerpo, es decir, los riesgos que para lo «superior» y para el «alma racional» (especies de sí mismos de linaje superior supuestamente existentes dentro del cuerpo material) representaba precisamente esa otredad derivada de nuestros instintos y apetitos. Esta radical otredad biológica, condición y anclaje material ineludibles del sujeto que tanto goza de ella como igualmente sufre, ha quedado representada en la historia de Occidente por medio de una imagen y de un relato según los cuales dicha porción de nuestro ser está constituida

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por algo que debe ser «arrastrado» por el sujeto que somos a través de las hondonadas del mundo, casi siempre bajo la forma de humillación o de vergüenza. Pero también haciendo gala de una feroz ambivalencia, como motivo de ostentación y goce en sus momentos de éxtasis y de gratificación sensual. En casi todos los casos, el cuerpo en Occidente fue visto siempre como algo que habita en nosotros junto con su alma o a pesar de su alma, fuente permanente de desviaciones respecto de la ruta del «bien» y riesgo para la realización de los más «altos» valores del espíritu. Otredad animal a la que estamos indisolublemente encadenados hasta la muerte, capaz de brindarnos placeres sin cuento en esta vida pero al mismo tiempo fuente permanente de maldad y perdición. Ha sido ésta, además, una otredad corporal cuyo manejo y control parece haber quedado bajo la autoridad de «alguien otro», o de una parte «otra» del nosotros mismos denominada hoy en día «super yo», que no es exactamente el yo que somos pero que sin embargo nos habita como una tercera instancia vigilante. La biología, pues, con su carga de instintos y pulsiones, ha sido vista entonces para el sujeto como una otredad de dos cabezas. La primera de ella, genéricamente denominada «especie» o filogénesis, y la segunda de ellas llamada cuerpo respecto del «espíritu», el «alma» o la «razón». Existe, pues, una especie biológica que actúa frente a las representaciones que el sujeto se hace de sí mismo, a la manera de una vieja otredad a nuestras espaldas históricas ya pasadas y en cuanto hijos que somos de la naturaleza; pero existe igualmente otra forma de otredad que deriva de nuestras representaciones e intuiciones de esa otredad denominada cuerpo propio material y animal, nada menos que nuestro propio cuerpo no por ello menos hijo y derivado de esa otredad de la filogenia, otredad que traspasa los límites de nuestras representaciones de nosotros mismos y nos habita a veces como carne intrusa, origen de perdición de cuanto somos, caída de bruces en el fango que, sin embargo, ineludiblemente somos pero negamos. Dos modos entonces de sentir y

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vivir el fantasma de la otredad que nos acecha, animalidad y cuerpo camal que la cultura y la vanidad del espíritu, el alma o la razón convirtieron en algo pegajoso y deshonroso que nos tocó en suerte, algo ajeno a nuestro propio control siendo tan nuestro y al mismo tiempo motivo de riesgo y amenaza respecto de aquello «espiritual» que fantaseamos llevar «dentro», en nuestro interior, y que a lo largo de las diferentes épocas históricas hemos tenido el orgullo de llamar espíritu, alma o razón. Estamos, pues, divididos a causa de nuestro proceso de representación de nuestro propio ser. No somos una unidad, pues nuestra representación de nosotros mismos a través de nuestro propio sistema de signos convierte a una parte de nuestro propio ser en referente y a otra parte en emisor y en receptor de sus propios mensajes. Nuestro cuerpo, con toda su carga de naturaleza, instintos, deseos y pulsiones, ha sido representado por el sujeto como el peso de una otredad que, sin embargo, le pertenece, y con cuyas ineludibles demandas y exigencias el sujeto denominado espíritu, alma o razón debe entablar obligadas relaciones caracterizadas por la tensión, la negociación, la negación y la transacción. Finalmente, cuando ese cuerpo muere, «lo otro» que hemos fantaseado y deseado ser se supone que prosigue separado del cuerpo, para nuestro consuelo, sin caer en cuenta de que eso «otro» que somos no es más que el efecto que produce en nosotros el proceso de representación de nuestro propio ser, por medio de 2 signos cuya supervivencia autónoma «por fuera» de nuestro cuerpo y sin nuestro cuerpo resulta inaceptable. Nos queda, quizás, la posibilidad de ir un poco más allá de la muerte a través de las representaciones nuestras en la memoria de los demás, esa «otredad» laica en la cual nuestra muerte definitiva podrá ocurrir no como un acontecimiento biológico abrupto y puntual, sino bajo la forma de un lento e imperceptible olvido.

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LA TENSIÓN ENTRE LA OTREDAD Y EL SÍ MISMO

Este fantasma de la «otredad» que amenaza tanto como confirma la ilusión del «sí mismo» del sujeto, se expresa de varias maneras y en razón de diferentes causas. El propósito de estas líneas no es el de entrar en un pormenorizado ejercicio de descripción y explicación de todas estas formas posibles de manifestarse el fantasma de la otredad. Sólo pretendo aquí apuntar en una muy preliminar reflexión acerca de lo que podríamos denominar la tensión entre la otredad y el «sí mismo». Pues bien, y tal como antes quedó dicho, el fantasma de la otredad encuentra su fundamento para el sujeto no sólo en la otredad de la lengua y la Ley de Cultura, sino en la otredad de nuestro cuerpo natural y material respecto de nuestra conciencia y nuestro pensamiento. Habría que buscar en otras culturas diferentes a las de Occidente y en épocas anteriores, para verificar desde cuándo y en qué condiciones la especie y el propio cuerpo fueron empezados a ver por el sujeto humano como una otredad respecto de un supuesto «sí mismo» distanciado del cuerpo. Es claro que ese «sí mismo» del sujeto aparece más nítido y delineado a su conciencia siempre que se produzca y se perciba de algún modo la tensión entre un sentimiento del «deber» individual y, por tanto, individualizable, y una otredad de tipo normativo respecto de la cual dicho sentido del «deber» cobre sentido, ya sea que se exprese como otredad exterior, es decir, como comunidad moral o jurídica con capacidad de exigencia política del deber, ya sea que se exprese como otredad interior, es decir, como norma ética y además como conciencia «de sí». La «otredad» en Platón ya es una otredad muy elaborada, que comprende incluso la dimensión normativa exterior e interior, cuyas huellas hacia atrás podrían ser objeto de una detenida dilucidación. Para Platón nuestros apetitos sensibles, que emanan de nuestro propio cuerpo, son algo respecto de lo cual nuestro espíritu debe levantar su dispositivo de control. Dicho de otro modo, Platón divide

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(antigua división) nuestro ser al menos en dos partes, una superior, el espíritu, y una inferior, el cuerpo, de modo que la parte «superior» deriva su sentido y su estatuto legítimo, precisamente, de su «misión» de control o de guía respecto a lo «inferior». A este estado de control, guía normativa y puesta en cintura Platón lo denomina, precisamente, «ser dueño de sí», en contraposición a ser «esclavo» de las pasiones y de los apetitos. Queda así planteada de manera nítida la conciencia de la otredad interior en el pensamiento de Platón: el cuerpo, origen y sustento material de las pasiones y de los apetitos sensibles, se erige al mismo tiempo en punto de partida de la tensión que deriva de la manera como el denominado «espíritu» procede a renglón seguido a distanciarse del cuerpo y a entablar con él su «dialéctica» de contrarios, negociaciones, transacciones y negaciones, su a veces oposición excluyente o antagonismo sangrante o, por el contrario, su dialógica y civilizada relación de otredad en el «interior» del propio sujeto, que sabe otorgar a cada «quien» dentro de sí sus correspondientes derechos y sus justos lugares, según un determinado orden normativo debidamente interiorizado. Ya no se trata aquí de una otredad normativa exterior, de una exigencia para el sujeto que le pudiera venir desde fuera de sí, materialmente hablando, es decir, desde fuera de su propia corporeidad y convicciones, sino de la instauración de una suerte de fragmentación adicional del sujeto derivada no sólo de la conciencia de sí sino del sen tido del deber de sí que al componente espiritual de su subjetividad le corresponde, respecto de aquella porción de su propio ser denominada cuerpo, gobernada por su propia lógica animal y por el sistema de sus apetitos y pulsiones, y aquella otra porción denominada Espíritu, posteriormente y en el medievo denominada Alma y en la modernidad Razón, gobernada a su vez por su propia lógica y por un sentido de perfectibilidad a la luz del deber y de un determinado sistema de reglas y valores. De esta radical fragmentación dicotómica, instauradora de la representación y del relato del propio cuerpo

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y de la materia carnal como otredad del mal amenazante ante la debilidad del Espíritu, el Alma o la Razón amenazada en su camino hacia la perfección y el sentido del deber y del bien, surge la representación que el sujeto se hace de un supuesto «sí mismo» moral diferente a su propio cuerpo, origen de la conciencia del buen obrar y del sentido de la norma y el deber. El fantasma de la otredad ofrece sin embargo otras formas de manifestarse, cuando se lo representa como una otredad proveniente del exterior del sujeto. No voy a referirme aquí a la complejísima manera de manifestarse el fantasma de la otredad en las denominadas comunidades primitivas, en las cuales el sujeto se encuentra férreamente atrapado en el rigor de los lazos comunitarios, al extremo de confundirse con la comunidad al no haber elaborado aún la ilusión de pertenecerse «a sí mismo» de ninguna significativa manera. Allí, hasta las transgresiones de un individuo, cuando ellas ocurren, no alcanzan a ser claramente individualizables, atribuibles a un «sujeto» individualmente responsable, de tal manera que por causa de esta inexistencia del principio de individuación ante las culpas y las transgresiones deben responder todos. Si pudiera decirse de algún modo, allí el «sí mismo» es aún colectivo, y consiste en una especie de sentimiento de «identidad» tribal ante la presencia de la otredad amenazante, representada por todo aquello que no es la comunidad y que, precisamente por ello, le resulta «un otro extraño» y en cuanto extraño sospechoso y enemigo. El paso del «sí mismo» colectivo al «sí mismo» interior e individualizable bajo la forma de conciencia de sí, cuidado de sí y deber de sí, como una dimensión del sujeto derivada de su fragmentación entre cuerpo y espíritu, aun dentro de un cierto sentido de pertenencia al grupo, en la cual la escisión interior se mide ya en relación con el propio cuerpo elevado a la condición de otredad dentro de sí, es un paso que marca, de algún modo, el crucial nacimiento de Occidente. Pero aun habiéndose producido esta fragmentación

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del sujeto entre cuerpo pulsional y deseante, asiento de los apetitos sensibles, de una parte, y de la otra espíritu «superior» encargado de sus controles, para que el sujeto pueda decir a plenitud que es realmente «dueño de sí» y no esclavo de sus pasiones, de todos modos la relación con el fantasma de la otredad aquí se redefine y se toma en este caso más compleja. EL DESTINO COMO OTREDAD FRENTE AL SUJETO COMO OBRA DE SÍ

De hecho, aun dentro de la representación de la otredad bajo la forma de cuerpo que amenaza con sus «locas y descarriadas» exigencias al «espíritu» que, con su propiedad de «mesura», nos permite la posibilidad de ser «dueños de sí», tiene cabida la idea del

destino y del conflicto con el destino elevados a la categoría de otredad del sujeto. Esta representación del destino como suprema otredad del sujeto es bien complej a y llega hasta nuestros días muy a pesar del predominio y del prestigio de la conciencia moderna. Aquí, frente a la supuesta acción del destino sobre el sujeto, la pregunta consistiría entonces en saber hasta dónde el sujeto es obra de sí mismo o es más bien hechura del destino como «otredad» interviniente. Ya sabemos que en la tragedia griega la vida de los hombres no ha sido puesta exactamente en la destreza de sus propias manos sino en manos de los dioses y el destino. Estos dioses intervinientes y este destino constituyen, por supuesto, otra forma de manifestarse el fantasma de la otredad, otra radical dimensión suya. Abandonado a la voluntad de los dioses, humanizados o no, tanto como a la lógica de sus caprichos, o colocado en brazos del destino que en su inexorabilidad quita y pone, el hombre no puede proponerse ni plantearse siquiera el ideal de ser «dueño de sí» en forma plena, mucho menos el ideal de ser obra de sí. Aquí el principio de individuación de la responsabilidad tanto como la atribución de las culpas se relativiza, y el peso de la otredad bajo la forma

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de dioses o destino continúa impidiendo culturalmente el aparecimiento del sujeto plenamente moderno, no sólo en este caso como simple «dueño de sí», en el sentido platónico, sino, por sobre todo, como «obra de sí», en el sentido introducido por primera vez por William Shakespeare y por Miguel de Cervantes Saavedra. SHAKESPEARE, CERVANTES Y EL SUJETO MODERNO

COMO OBRA DE SÍ

No es lo mismo ser «dueño de sí» que ser «obra de sí». Contemplar-se, conocer-se, ocupar-se de sí, controlar-se, son dimensiones del sí-mismo que no alcanzan a configurar aún la particular dimensión moderna del sí mismo en cuanto obra de sí. Hacer-se, lograr que el sujeto se piense como hacedor de sí mismo y autor de su propio proceso laico de perfeccionamiento, he ahí la especificidad del sujeto en la modernidad. No es fácil explicar cómo pudo haber surgido históricamente la dimensión del sí mismo como obra de sí. Sociológicamente podría pensarse que esta forma del sí mismo es hija estelar del capitalismo, inicialmente en su forma mercantil, pues el sujeto burgués para ser «alguien» debe tomar en sus manos su propio destino y hacerse a sí mismo en lo económico con la ayuda de sus propias manos y de la razón y el cálculo ahora secularizados3. El hecho cierto es que esa dimensión de la subjetividad entendida como

3. A este respecto ver, por ejemplo, la perspectiva abierta por Alfred Von Martin, Sociología del Renacimiento, México, Fondo de Cultura Económica, 1978; sobre todo los capítulos relacionados con el aparecimiento de una nueva mentalidad alrededor de los negocios en el seno de la burguesía plebeya, que uno podría traducir también como el nacimiento de un nuevo tipo de subjetividad, por la vía de un sí mismo responsable de sí y además obra de sí, con la ayuda de la razón, el cálculo, la presencia del dinero como valor ligado al proyecto personal de vida y de ascenso y reconocimiento social, todo esto en una perspectiva secular y laica.

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obra de sí coincide históricamente con el nacimiento del capitalismo y de la conciencia moderna. Este acontecimiento histórico moderno, consistente en que el sujeto pueda empezar a verse por primera vez a la luz de una subjetividad cuya arcilla ha caído abruptamente de los cielos para quedar convertida en algo que el mismo sujeto debe tomar en sus propias manos para hacer de ella, ahora sí, una obra suya, moldeándola a su antojo, es algo que se observa de manera nítida en la literatura, quizás también por primera vez. El ingenioso Hidalgo, don Quijote de la Mancha, es absolutamente una creación de sí mismo. Para comenzar, carece de un nombre apropiado para la aventura que pretende emprender, pero ocurre que él mismo lo selecciona en el transcurso de varias noches en vela y se lo atribuye, mediante un soberano, «chiflado» y autónomo gesto de autofundación, quizás el más radical de entre todos los gestos de fundación de sí mismo que puedan existir en la historia de la literatura. Pues si en nosotros existe algo que no proviene de nosotros mismos ni de nuestra libre elección es, radicalmente, nuestro propio nombre, precisamente lo más nuestro, personal e íntimo pero al mismo tiempo lo más ajeno e impuesto de todo cuanto tenemos. Pero Quijote ha decidido empezar radicalmente de cero en el camino de ser obra de sí, depositando sobre sus hombros el peso de un nombre nuevo, elegido por él mismo y adecuado al sentido de su aventura. Tampoco tiene caballo a su medida, por lo cual aquello que antes era apenas un rocín, es decir un caballo de mala traza, basto y de poca alzada, queda de repente convertido gracias a su propio acto de fundación en Rocinante, un caballo brioso y de gran alzada, nada parecido al rocín-que-era-antes y adecuado ahora a la grandeza de su aventura. Quijote tampoco tenía armadura, pero dentro del proceso de su autofundación como caballero lo primero que hizo «fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y

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aderezólas lo mejor que pudo; pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo una a modo de media celada, que, encajada con el morrión, hacían una apariencia de celada entera»4. De este modo, con su propia industria Don Quijote completó y enmendó los defectos de su armadura, en el camino de convertirse plenamente en obra de sí. Finalmente —y habré de citarlo al pie de la letra—, Quijote decide terminar de hacerse a sí mismo. Es en este momento cuando leemos: «Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma. Decíase él a sí»5 (las subrayas son mías). Y se-dijo lo que tenía que decir-se a sí mismo. De este modo, Quijote se-dice y se-hace. Pero, sobre todo, se hace al decirse. La novela a renglón seguido resulta ser un derivado absoluto de este majestuoso proceso moderno de autofundación y autocons- titución de sí mismo y de su propio proyecto de vida, así en el caso del Quijote se trate de una loca quijotada. El ingenioso Hidalgo se provee de sus propias armas, que eran viejas pero que él con su propia industria termina de fabricar; se provee de un nombre, pues la expresión «confirmándose a sí mismo» quiere decir cambiar de nombre y ser él mismo a partir de ese momento el producto de su propio nombre, de su propia aventura y de su propia locura e invención de sí; no tiene un caballo apropiado a la grandeza de su obra, pero este tampoco es un problema insoluble puesto que su rocín puede ser transformado en algo enteramente nuevo, en algo diferente de lo que como rocín era

4. Cervantes Saavedra, Miguel de, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, León, España, Editorial Everest, 1974, p. 35. 5. Ibid., p. 36.

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antes, y le pone el nombre de Rocinante; y, finalmente, careciendo de amada, decide cambiarle el nombre a aquella moza labradora de muy buen parecer de quien en otro tiempo había estado enamorado, sin ella darse cuenta siquiera, proceso mediante el cual la real Aldonza Lorenzo vino a quedar convertida en Dulcinea del Toboso, nombre que eligió no sólo por ser ella de la región del Toboso, sino por ser un nombre, a su parecer, «músico y peregrino y significativo», enteramente a su antojo pero, sobre todo, a su arbitrio puramente secular, caprichoso y lúdico. El ingenioso Hidalgo no sólo se funda entonces a sí mismo, mediante su atribución de un nombre propio y nuevo, sino que funda también su propio mundo: su caballo, su armadura y su amada. Y a partir de este momento de autofundación empieza la majestad de su aventura. Pues bien, este espectáculo de fundación del sujeto por sí mismo y de hacer de la propia vida una obra propia es francamente un espectáculo moderno, y se observa nítidamente quizás por primera vez en el caso de la novela de Cervantes. El caso de Shakespeare, contemporáneo de Cervantes hasta el punto de haber muerto como se tiene más o menos establecido el mismo día, parece aún más profundo y dramático. Según Harold Bloom, «Yago, Edmundo y Hamlet se contemplan objetivamente a sí mismos en imágenes forjadas por sus propias inteligencias, y se les otorga la capacidad para verse como personajes dramáticos y artífices estéticos. De este modo se les hace libres artistas de sí mismos, lo que significa que son libres para escribirse a sí mismos, para lograr cambios en su yo. Oyendo casualmente sus propios monólogos y sopesando sus reflexiones, cambian y a continuación contemplan esa otredad del yo, o la posibilidad de ser ese otro»6. Efectivamente, los personajes de Shakespeare no sólo se nos presentan como escuchas de sí, por casualidad, sino fundamen

6. Bloom, Harold, El canon occidental, Barcelona, Editorial Anagrama, 1995, p. 81.

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talmente como artífices de sí, es decir, como libres autores de sí mismos. La mayoría de ellos proyectan de sí una imagen que es su

otredad respecto de sí mismos, gracias a su propio lenguaje de sí, es decir, a su propio pensamiento de sí producido al hablarse. Pensar-se, salir de sí proyectados gracias a la objetividad de su propio lenguaje, por casualidad, y al ver-se en esa otredad de sí mismos reflejados, poder empezar a cambiar, a modificar-se, a hacer-se, a ser, en consecuencia, artífices o artistas de sí mismos, he ahí la especificidad de Shakespeare y he ahí la especificidad del sujeto moderno en cuanto artista de sí. Escucharse por casualidad en el propio lenguaje significa además descubrir que ahí estábamos, que podemos empezar a transformamos a partir de este fundamental descubrimiento sobre la marcha de nuestras propias palabras dirigidas a nosotros mismos, y que en el fondo nosotros no somos sino eso: la mutabilidad por excelencia, la marcha fluida de nuestras propias palabras y su peso implacable sobre nuestro destino. Por eso Shakespeare tiene el poder de inventarnos todavía hoy, haciéndonos sentir la maravilla de vemos a nosotros mismos convertidos en artífices de nuestra poca o mucha capacidad de invención. Pero, en este caso, mediante el recurso de una especie de «invención de sí» que no podía ser sino moderna, debido a que se trata de una «invención de individualidad» que nace precisamente de la autocontemplación del sujeto en las proyecciones de su propio lenguaje. El sujeto ahora, entonces, como escucha de sí, y además y como si lo anterior fuera poco, por casualidad. Esta circunstancia de la casualidad resulta aquí fundamental. No es el destino, no son los dioses intervinientes aquello que conduce a los personajes shakespereanos a la situación de convertirse en escuchas de sí, para pasar enseguida a ser artistas de sí. Esto ocurre por casualidad, muy seguramente gracias a los desgarramientos que en ellos produce la tragedia de sus vidas. Es decir, que mientras en Cervantes, Don Quijote es obra de sí y artista de sí gracias a

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su locura y al recurso de lo cómico, en Shakespeare sus principales personajes terminan convirtiéndose en escuchas de sí mismos y, mediante esta escucha casual, en artistas de sí, gracias a la tragedia de sus vidas. De algún modo, es la casualidad (y no los dioses o el destino) la que pone en manos de Don Quijote aquellos libros que le turbaron el sentido, así como es la casualidad también aquello que coloca a los personajes de Shakespeare ante el drama de sus vidas, en cuyos instantes más intensos ellos se oyen a sí mismos hablando consigo mismos como punto de partida de la posibilidad de empezar a ser otros, gracias a la intervención, no de los dioses o el destino sobre sus rotas vidas, sino a la actuación de sí mismos sobre sí mismos. La presencia de la casualidad y su peso en la vida del sujeto humano no puede ser sino moderna. La casualidad es como la naturaleza misma de aquello que se produce en la conciencia del sujeto cuando el lenguaje hace aparecer y desaparecer el mundo, al mismo tiempo, en su operación de nombrar, según el curso y el fluir de los signos. Contingencia, casualidad, fragilidad, fugacidad, mutabilidad, vacío inminente y permanente abismo, siempre ahí lo innombrable, lo intraducibie a la palabra, lo inefable. La modernidad de Shakespeare no inventa, pues, sólo al denominado hombre «burgués», ese emprendedor caballero de industria que no sólo se hace a sí mismo sino que decide hacer el mundo con su «hacha de carnicero». Shakespeare, en su grandeza, más que al hombre burgués de algún modo inventa al hombre en general y universal, con una pretensión de universalidad absolutamente moderna, al modo de una especie de esencia humana hecha de libertad y autonomía en el camino de convertirse en artista de sí. Porque la invención de Shakespeare se refiere ante todo a la invención del hombre como ficción de sí mismo en el espejo de sus propias palabras, lo que había sido cierto desde siempre pero de lo que no se había tenido exacta conciencia hasta la modernidad shakespereana. Lo cual otorga a Shakespeare un cierto carácter intemporal y desde este punto de

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vista un tono fuertemente universal y ahistórico, aunque de todos modos desde la modernidad y su modo de representar al sujeto como artista de sí. El sujeto moderno, en su especificidad moderna, agrega entonces a las diversas dimensiones precedentes (cuidado de sí, conocimiento de sí, orientación de sí hacia el camino del valor y del bien, entre otras), la dimensión propiamente moderna: el sujeto como artista de sí, como obra sí y autor de su propio destino. Este sujeto, así representado, aparece por primera vez en Cervantes y, de un modo absolutamente sublime y único, en Shakespeare. Con Don Quijote y con Hamlet nace el sujeto moderno como artista de sí. Pues, como dice Nozick, «Parte de la valía del sí-mismo radica en su aptitud para transformarse y ser (en gran medida) autocreativo»; para enseguida agregar: «Creo que es beneficioso que el sí-mismo se identifique en parte como el agente no estático de su propio cambio, un ámbito de procesos de transformación»7. Bajos del Abendland, Navidad de 1996

7. Nozick, Robert, op. cií., p. 102.

LAS CIUDADES LITERARIAS EN LA MODERNIDAD EN CRISIS

INTRODUCCIÓN

Quizás lo primero que se impone a nuestra mente cuando pensamos en «la ciudad»,, es ese conjunto urbano de casas, edificios, avenidas, plazas, puentes y rotondas. Se trata, desde luego, de una «instalación física» construida-destruida-vuelta a hacer por arquitectos, ingenieros, negociantes inmobiliarios, políticos y planeadores urbanos, no siempre guiados por una misma racionalidad ni mucho menos por una misma visión u horizonte de lo que hacen. Sin embargo, más allá de esta imprescindible instalación física que le sirve de soporte* «la ciudad» también se impone al pensamiento como una estructura cultural compuesta por «normas», «códigos» y «convencioñes» para su uso y disfrute, sistemas de representaciones, sentimientos y afectos, por lo que deriva finalmente en un lugar cargado de utopías y miedos, riesgos y aventuras, encuentros y desencuentros, evocaciones y rupturas’. El «sujeto» humano habitante de la ciudad, no sólo es sujeto en cuanto individualidad ejercitante de derechos y obligaciones respecto de lo público y lo privado, sino principalmente en tanto interioridad psíquica sujetada a una «ley» de cultura urbana que impone sus «reglas de juego». Ser habitante de la ciudad significa, por sobre todo, «entrar» en el orden de lo urbano, estar psíquicamente atrapado en dichas «reglas de juego», quedar sujetado a ellas mediante acatamientos, aceptaciones y resistencias, adapta-

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dones o rupturas a veces violentas. Y, una vez sujetado a esa lógica, estar dispuesto a comportarse según los códigos y convenciones que la estructura global de la ciudad vaya generando hacia el futuro para su uso, disfrute o destrucción. De esta relación de tensión entre los individuos y las «reglas de juego» de la ciudad, surge la denominada cultura urbana. Alrededor de esta tensión- adaptación-resistencia de los sujetos brota el mundo de las evocaciones, las melancolías, las utopías, los valores, las actitudes, los asombros, los miedos y los imaginarios urbanos, Y la ciudad, entonces, ya no es, ya no podrá seguir siendo considerada sólo como una simple «instalación física», sino como lo que realmente es: una estructura eminentemente cultural. Objeto, por tanto, de diversísimas miradas. Entre ellas, la mirada literaria. LA CIUDAD COMO EVOCACIÓN La evocación de lugares perdidos, desaparecidos bajo la pala del «progreso»; la resurrección de instantes del pasado, de vivencias ya idas, han sido siempre motivo de preocupación literaria. El secreto de este encanto, tanto para el escritor como para su lector, quizás derive del hecho de que toda evocación constituye una regresión a los instantes de la «fundación» del sujeto, ligada a determinados lugares y situaciones. Aquellas imágenes respecto de lugares por donde estuvimos un día, objetos que nos acompañaron, casas que habitamos, calles que recorrimos, parques, en fin, constituyen un pasado sin el cual el sujeto a veces siente que se desvía de su punto de partida. Desposeído por «demolición modernizadora» .o por «limpieza contemporaneizante» de los soportes físicos de su pasado —casa, mesas* armarios* calles, parques—, el sujeto empieza a sentir que su memoria se convierte en el único Jugaren el cual, mediante procedimientos evocadores, retornan a él las imágenes acompañantes del pasado, los lugares del origen* los puntos de partida

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del «viaje». Evocar no es, pues, sólo recordar a modo de pasatiempo o simple ejercicio de la memoria nostálgica. Es, ante todo, darle fundamento al sujeto, volver sobre los instantes fundadores, recabar alrededor de les acontecimientos y lugares que por algún motivo para nuestra vida se tornaron fundamentales. Esas evocaciones generalmente recaen sobre instantes, objetos, lugares, personas, todo ello casi siempre puesto en relación. Por lo que «la Casa» de la infancia deviene como el lugar natural y más íntimo a partir del cual aquellas evocaciones ocurren, instantes de recogimiento del sujeto en su alcoba bajo la lámpara, ante la ventana a través de la cual se alcanza a adivinar la ciudad, a sentir su lejano murmullo. Marcel Proust, maestro en este tipo de evocaciones de aposento, escribe: «...Hay una casa de campo en donde he pasado varios veranos de mi vida. He pensado a veces en aquellos veranos, pero no eran ellos. Había grandes posibilidades de que quedaran muertos por siempre para mí. Su resurrección ha dependido, como todas las resurrecciones, de un puro azar. La otra tarde cuando volví helado por la nieve y no me podía calentar, habiéndome puesto a leer en mi habitación bajo la lámpara, mi vieja cocinera me propuso hacerme una taza de té, en contra de mi costumbre. Y la casualidad quiso que me trajera algunas rebanadas de pan tostado. Mojé el pan tostado en la taza de té, y en el instante en que llevé el pan tostado a mi boca y cuando sentí en mi paladar la sensación de su reblandecimiento cargada de un sabor a té, sufrí un estremecimiento, olor a geranios, a naranjos, una sensación de extraordinaria claridad, de dicha; permanecí inmóvil, temiendo que un solo movimiento interrumpiera lo que estaba pasando en mí y que yo no comprendía, aferrándome en todo momento a aquel pedazo de pan mojado que parecía provocar tantas maravillas, cuando de pronto cedieron, rotas, las barreras de mi memoria, y los veranos que pasé en la casa de campo que he dicho irrumpieron en mi conciencia, con sus mañanas, trayendo consigo el desfile, la carga incesante de las horas felices. Entonces r" me acordé: todos los días, cuando estaba vestido, bajaba a da 1

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habitación de mi abuelo, que acababa de despertarse y tomaba su té. Mojaba un bizcocho y me lo daba a comer. Y cuando hubieron pasado aquellos veranos, la sensación del bizcocho reblandecido en el té fue uno de los refugios en donde habían ido a acurrucarse las horas muertas —muertas para la inteligencia— y en donde sin duda no las habría hallado nunca si esta tarde de invierno, cuando volvía helado de la nieve, mi cocinera no me hubiera ofrecido la bebida a que estaba ligada la resurrección, en virtud de un pacto mágico que yo desconocía»1. Este pacto mágico que Proust desconocía, fue capaz de unir el pan húmedo en el té con las imágenes de la casa donde él había pasado sus veranos de infancia, con su carga incesante de horas felices, como él mismo dice. Evocar no es, pues, sólo recordar. Es entrar en un proceso fundamental de «resurrección^ de momentos y de objetos sin los cuales el hombre perdería toda relación de certeza consigo mismo, todo sentido, incluso toda sensación de identidad y toda seguridad. Cuando de paseantes vamos por las calles y vemos los mismos lugares que durante años nos han sido familiares a nuestra mirada y las construcciones que nuestros ojos también pudieron ver de niños un día, de inmediato sentimos que nos reconocemos en dichos lugares y construcciones y que nuestra subjetividad se llena por ello de una cierta identidad y sentido de certeza y seguridad. Pero, inversamente, cuando vamos por la calle y constatamos cómo nuestros referentes físicos han sido derruidos de pronto, cómo desaparecen de la noche a la mañana de nuestros ojos, entonces nuestra memoria debe huir a refugiarse sólo en la posibilidad de una evocación-resurrección puramente interior y reconstructora, y el sujeto que somos siente que ya no se reconoce ni se refleja en su entorno, que su identidad y su sentido de pertenencia han sido atacados, y se llena de miedos y de inseguridades — muchas

1. Proust, Marcel, Ensayos literarios, Barcelona, Edhasa, 1971, p. 43.

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veces no confesados— por causa de esa implacable desposesión. De esa clase de miedos está hecha en buena parte la cultura urbana de nuestro tiempo en nuestros países, tal como lo sostiene el profesor Jesús Martín Barbero2. Los campesinos y provincianos emigrantes, pongo por caso, desposeídos de sus lazos de pertenencia comunitaria, ingresan a la ciudad para perder a empellones y de un día para el otro su memoria rural y adoptar rápidamente y aja fuerza los códigos y las reglas de juego que la ciudad ha elaborado e Impuesto para su uso, incluidas sus violencias, sus demarcaciones y territorialidades., que definen las fronteras dentro de las cuales o a través de las cuales.el sujeto «debe saber moverse». El hombre nacido en la ciudad auto-depredadora, a su vez, construida-destruida- vuelta a hacer, muy pronto deja de tener también ante sus ojos lo que apenas ayer era suyo, y se refugia por ello en el miedo derivado de su incerteza y en el desconcierto de sus pérdidas, de su sensación de vacío, de su ausencia referencial estable y duradera. Pero como es imposible pretender que el mundo exterior urbano se abstenga de cambiar ni sea transformado, construido-destruido-vuelto a hacer a un ritmo y a una velocidad desterminados, no precisamente por las añoranzas de quien evoca sino por las diferentes y babélicas racionalidades que gobiernan el proceso de modificaciones urbanas, incluida, por supuesto, la racionalidad comercial-inmobiliaria, todo sujeto humano en dicha transformación pierde algo de sí en cuanto resulta desposeído de parte o de todo su pasado referencial. Sin embargo, la literatura suele salir en defensa de ese sujeto humano desposeído mediante su usual proceso de evocaciones, precisamente ahora más fuerte en esa dirección, exclusivo y casi único lugar de la cultura donde la casacalle-ciudad hace su resurrección desde su ya no realidad física. Leamos en este orden de ideas a Fernando Pessoa:

2. Martín Barbero, Jesús, Pre-textos, Cali, Universidad del Valle, 1995, p. 79.

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«Vuelvo la espalda a la ventana cenicienta, de cristales fríos a las manos que los tocan. Y llevo conmigo, por un sortilegio de la penumbra, de repente, el interior de la casa antigua, fuera de la cual, en el patio de al lado, el papagayo gritaba; y los ojos se me adormecen de toda la irreparabilidad de haber efectivamente vivido»3. La casa, entonces, punto de partida. Y desde la casa la calle, la ciudad. Leamos de nuevo a Pessoa: «Cuando vine por primera vez a Lisboa, había, en el piso de encima de donde vivíamos, un sonido de piano tocado en escalas, aprendizaje monótono de la señorita que nunca vi. Descubro hoy que, mediante procesos de infiltración que desconozco, tengo todavía en las bodegas del alma, audibles se abren la puerta de allá abajo, las escalas repetidas, tecleadas, de la señorita hoy señora otra, o muerta o encerrada en un lugar blanco donde verdean negros los cipreses...» ... «Yo era un niño y hoy no lo soy; el sonido, sin embargo, es igual en el recuerdo al que era en la verdad, y tiene, perennemente presente, si se levanta de donde finge que duerme, el mismo lento tecleo, la misma rítmica monotonía...»... «No lloro la pérdida de mi infancia; lloro el que todo, y en ello la infancia (mía), se pierda. Es la fuga abstracta del tiempo...»4 Los procesos que genera en la interioridad del sujeto el paso del tiempo, con sus irreparables pérdidas ocasionadas por el denominado «haber vivido» en el sentido de haber caminado desde los días de la infancia hasta los días de la madurez y la vejez, y en su exterioridad el proceso de cambio real y objetivo, causan en el sujeto humano la doble sensación de pérdida de lo que huyó en el tiempo interior tanto como en el espacio-tiempo exterior.

3. Pessoa, Fernando Libro del desasosiego, Barcelona, Seix Barral, 1984, p. 180. 4. Ibídem, p. 185.

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En todos estos casos la ciudad como habitáculo del hombre moderno pero sobre todo contemporáneo, gobernado en este último caso por la lógica de la velocidad y la fascinación de lo nuevo por el simple hecho de ser nuevo, resulta reconstruida y evocada sólo a través de las imágenes de la memoria en pasado que se concentran en instantes de la casa, la calle, incluso de objetos amados o instantes en otro tiempo vividos. Para el habitante de la ciudad, la evocación más íntima siempre habrá de tener una especie de referencia obligada a un entorno siempre urbano, por más que se retrotraiga y descienda al más remoto pasado, que todo lo tintura. Desde la casa fundacional se escucha entonces el sonido del piano en el vecindario, y el grito del papagayo que incluso ya no suena a reminiscencia rural sino a elemento decorativo. De pedazos de estas sensaciones auditivas, visuales y olfatorias se va armando para Pessoa la idea de su ciudad. El sonido del tranvía lejano delinea el colorido de las evocaciones, su tono, del mismo modo como lo hacen el rumor de los automóviles en las avenidas, la luz que llega de los patios contiguos, las ramas que golpean las ventanas, como ocurre a veces en Proust. Pero sigamos leyendo a Pessoa: «Tengo la necesidad, en medio de las conversaciones conmigo mismo que forman las palabras de este libro, de hablar de repente con otra persona, y me dirijo a la luz que planea, como ahora, sobre los tejados de las casas, que parecen mojados de tenerla al lado; al agitarse blanco de los árboles altos de la cuesta ciudadana, que parecen cercanos en una posibilidad de desahogo mudo; a los carteles superpuestos de las casas escarpadas, con ventanas por letras donde el sol húmedo dora un almidón húmedo»5. Pues ¿acaso la ciudad no es, también, me pregunto, precisamente esa luz especial que en los tejados toma su color y en los muros sus «urbanidades» y reflejos, esos árboles que ya no son

5. Ibídem, p. 182.

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sólo naturaleza sino parte del barrio urbanizado, aquello que llega a brazadas a mi ventana bajo la forma de luces y murmullos? LA CIUDAD COMO LUGAR DEL NUEVO NÓMADA Cuando no existía aún la ciudad, no existía por supuesto el transeúnte? El poblador de los antiguos bosques que salía de caza o a realizar la recolección de raíces y tallos no era de ninguna manera un transeúnte. La categoría de transeúnte es exclusivamente urbana, ciudadana. Ella inaugura un nuevo tipo de nomadismo: el nomadismo urbano. El habitante de la ciudad que sale de paseo por calles, plazas y avenidas, un poco a la deriva o con destino preciso aunque siempre de regreso a su original punto de partida, circunscrito de todos modos al territorio de la ciudad y que deambula ante la mirada de otros, igualmente nómadas urbanos que observan y a su vez son observados, realiza la imagen exacta del transeúnte. El transeúnte remite a una realidad moderna y urbana, a un espacio urbano democratizado por la idea del «bulevar»5, donde el hombre del común sale a ver a otros y a ser visto por todos, lugar de exhibición de la moda, de los «afanes» imaginarios o reales propios de los nuevos ritmos del tiempo que impone lo moderno o simplemente la temporalidad de lo actual. La ciudad deviene así, entonces, como territorio del nuevo nómada. Leamos de nuevo a Fernando Pessoa: «Y, en medio de todo esto, voy por la calle, dormilón de mi vagabundeo hoja. Cualquier viento lento me ha barrido del suelo, y yerro, como un final de crepúsculo, entre los acontecimientos del paisaje. Me pesan los párpados en los pies arrastrados. Quisiera dormir porque ando...» «...Soy yo verdaderamente en esta eternidad casual y simbólica del estado de media-alma en que me engaño. Una u otra persona me mira como si me conociese 6

6. Berman, Marshall, op. cit.

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y me extrañase. Siento que los miro también con órbitas sentidas bajo unos párpados que las rozan, y no quiero saber de haber mundo»7. UE1 transeúnte que vaga por la ciudad es, entonces, un producto histórico de las reglas de juego urbanas'^Sin el espacio público urbano no sería imaginable siquiera un solo transeúnte. Pero en ese espacio público que constituye y conforma al nuevo nómada urbano, la intimidad privada no se extingue sino que, por el contrario, se acrecienta y toma sentido. Esto es precisamente lo queexplica la posibilidad de la soledad en medio de la multitud. Soledad incluso potenciada por el anonimato urbano, verdadera soledad que era incluso impensable como dimensión de lo subjetivo en las culturas constituidas por lazos todavía comunitarios y míticos.jEn la comunidad pre-urbana y pre-moderna, el hombre no podía ser solo ni darse el lujo de la soledad elegida, no podía ensimismarse sin entrar de inmediato en el terreno de la sospecha, de la locura, de la expulsión y el extrañamienttpEn cambio, en la ciudad moderna, rotos los lazos comunitarios y constituidos en su reemplazo los lazos políticos y civiles,jla auténtica soledad del nuevo nómada urbano se hizo posible como una nueva dimensiórTde la subjetividacTa partir del moderno sentido del principio deiñHivldüacTón y autonomíaTdél sujeto comó óbra de sí. Vagar a solas~eñffe~la multitúdTrecibír la mirada anónima y ejercer en contraprestación equivalente la mirada anónima, esto es precisamente aquello que constituye al transeúnte, que constituye lo urbano, los espacios privados y públicos, y a la ciudad misma en toda su grandeza, en toda su especificidad pero también en toda su crueldad y dureza. El transeúnte, nuevo nómada urbano, creación de la ciudad como habitáculo alimentado por la tensión entre lo público y lo privado, es al mismo tiempo que algo constituido algo constituyente. La ciudad,

7. Pessoa, Fernando, op. cit., p. 134.

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además de la instalación física donde ocurren estos procesos del nómada que vaga ante esa inmensidad de ojos en expansión, al decir de Baudelaire8, es precisamente el nuevo espacio moderno del transeúnte que se exhibe y se constata en su existencia ante los ojos ajenos. Veamos nuevamente lo que dice al respecto, en extenso, Fernando Pessoa, a propósito de su vagabundeo solo de transeúnte por las calles de Lisboa: «En las vagas sombras de luz por terminar antes que la tarde sea pronto noche, disfruto de vagar sin pensar entre lo que la ciudad se vuelve, y ando como si nada tuviese remedio. Me agrada, más a la imaginación que a los sentidos, la tristeza dispersa que está conmigo. Vago, y hojeo en mí, sin leerlo, un libro intersperso de imágenes rápidas, del que voy formándome indolentemente una idea que nunca se completa...» «...Así saco del libro que se me hojea en el alma una historia vaga por contar, memorias de otro yo vagabundo, con avenidas de parques en medio, y figuras de seda varias, pasando, pasando...» «...Sigo, simultáneamente, por la calle, por la tarde y por la lectura soñada, y los caminos son verdaderamente recorridos. Emigro y descanso, como si estuviese abordo con el navio ya en altamar...» «...Súbitamente los faroles muertos coinciden luces en las prolongaciones dobles de una calle larga y curva. Como un batacazo, mi tristeza aumenta. Es que se ha terminado el libro. Hay tan sólo, en la viscosidad aérea de la calle abstracta, un hilo exterior de sentimiento, como la baba del destino idiota, goteando en la conciencia del alma...» «...Otra vida de la ciudad que anochece. Otra alma la de quien mira a la noche...»9 El nómada urbano de nuestro tiempo, en sus ensoñaciones de paseante y en su deriva urbana, regularmente percibe en las

8. Baudelaire, Charles, Pequeños poemas en prosa, Buenos Aires, Editorial Sopeña, 1941. 9. Pessoa, Fernando, op. cit., p. 159.

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instalaciones físicas de la ciudad mucho más que eso. Ir por la ciudad, vagar por ella, podría rememorar el ejercicio primario del paseante del antiguo bosque poblado de árboles por donde el caminante de hoy avanza ligeramente perdido del sendero y extraviado, aunque no extraviado de la ruta, que conoce a la perfección, sino más bien del sentido, acompañado tan sólo por el chasquido producido por el quiebre de las ramas y las hojas secas en el suelo. A esto se refiere precisamente Walter Benjamín en sus metáforas memoriosas sobre su infancia en Berlín: «Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje. Los rótulos de las calles deben entonces hablar al que va errando como el crujir de las ramas secas, y las callejuelas de los barrios céntricos reflejarle las horas del día tan claramente como las hondonadas del monte. Este arte lo aprendí tarde, cumpliéndose así el sueño del que los laberintos sobre el papel secante de mis cuadernos fueron los primeros rastros...» «...El camino a ese laberinto, que no carecía de su Ariadna, iba por el puente de Bendler, cuyo suave arco significaba para mí la primera ladera...» «...¡Cuántas cosas prometía por su nombre la Avenida de los Monteros del Rey y cuán poco cumplía! ¡ Cuántas veces buscaba en vano el bosquecillo en el cual había un quiosco construido como con ladrillos de juguete, con torrecillas rojas, blancas y azules!»10 El. mercado es, incluso, lugar donde el nómada urbano que es Walter Benjamín se potencia aún más como simple transeúnte que vaga sin sentido concreto, tanto más cuanto que se supone que todo mercado se erige como un espacio con destinación específica a la compra y a la venta, lugar del no-ocio donde el «vagabundeo hoja» de Pessoa podría tomarse una ofensa ante

10. Benjamín, Walter, Infancia en Berlín 1900, Madrid, Ediciones Alfaguara, 1982, p. 15.

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los ojos acuciosos de la mercadería que aguarda y el tintineo de la moneda que guiña su ojo. Sin embargo, nada como el mercado para el pavoneo en el vacío del nuevo nómada urbano, que se ofrece él mismo al consumo de los otros ojos que lo manosean como a un fruto cualquiera. Leamos, pues, de nuevo a Walter Benjamín: «...así, por la costumbre de pasearme por ese mercado, se desgastaron las imágenes que presentaba, de modo que ninguna se prestaba al primitivo concepto de la compra y de la venta. Después de dejar atrás el vestíbulo con sus pesadas puertas, que giraban en forma de fuertes espirales, la vista se fijaba en las baldosas resbaladizas por las aguas sucias procedentes de los fregaderos o de los puestos de pescado, y en las cuales se podía resbalar fácilmente al pisar zanahorias u hojas de lechuga...» «...Luego, cuando, a media luz, se cansaba uno, iba hundiéndose cada vez más, como un nadador agotado, y finalmente flotaba en la tibia corriente de los clientes mudos que, como peces, miraban fijamente los arrecifes espinosos, en los que náyades fofas llevaban una vida regalada...»11 Pero este transeúnte, nuevo nómada urbano, ha cambiado sin embargo con el transcurso del tiempo. Los transeúntes urbanos recientemente desarraigados del campo en una expulsión de primera generación, quizás continúen «viendo» en la ciudad, como Walter Benjamín, colinas en donde realmente hay puentes y arcadas, y en lugar de callejuelas, senderos que se internan pon el bosque y donde todavía se escucha el crujir de las ramas y las hojas secas. Se trata en este caso de un transeúnte ensimismado aún en sus ensoñaciones respecto de otros lugares tal vez perdidos, simplemente un soñador simbólico que donde hay una cosa ve otra mediante la aparición de una metáfora cicatrizante y salvadora, que donde escucha algo escucha «lo otro» que se *

W.lbid., p. 47.

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impone a su herida, que donde huele algo mediante ese olor rememora o simboliza otra cosa que requiere su nostalgia de lo perdido. Evocaciones del transeúnte que recorre la ciudad para registrarla en lo que es peto también para convertirla en estímulo desencadenante de otro mundo, transeúnte para quien las instalaciones físicas urbanas son al mismo tiempo soporte y referente concreto de su vagabundaje pero también punto de partida de sus ensoñaciones evocadoras. Sin embargo, existe otro tipo de transeúnte: aquel que ya no está inscrito predominantemente en el orden de lo simbólico (donde hay puentes él ve en cambio laderas, como en el caso de Walter Benjamín), sino un transeúnte mucho más «urbano» situado más en el orden detos_signos, algo así como un vagabundo testigo que convierte lo cotidiano en motivo de reconocimiento y representación. Veamos el modo como Peter Handke, también transeúnte pertinaz, registra y da cuenta de lo que observa en su peregrinar por la ciudad: «Percepciones involuntarias, de camino hacia casa: las gomitas que colgaban de la muñeca de la dependienta de la tienda de ultramarinos; al ver una bolsa marrón con la marca de unos grandes almacenes sobre el asiento trasero de un coche, la súbita idea de que esa era mi bolsa (tan importante es ya semejante tipo de envoltorio en mi vida cotidiana); a una mujer que comía pan mientras andaba, se le iban cayendo las migas que resplandecían al sol poniente como gotas de agua...» «...La dependienta de la tienda que no cierra nunca a mediodía (ahora vacía) mordisquea ensimismada un bocadillo (lo escribí delante de la puerta abierta de una tienda, que cerraron acto seguido)...» «...El hombre de delante de la estación que trata de besar a la mujer para despedirse, y la mujer, probablemente amiga suya hasta hace poco, que opone resistencia con el cuello rígido: los movimientos que realizan ambos al respecto, con curiosa regularidad, parecen una nueva forma de danza, más hermosa que todas las variantes «estable

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cidas», más viva —y fui testigo, por así decirlo, del nacimiento de un ballet, hijo de la más común historia cotidiana»12. Como puede observarse, estamos frente a dos maneras de ' «registrar» el transeúnte, lo observado en su «vagabundeo hoja» pessoano. El modo simbólico metafórico, como en Benjamín, y el modo puramente sígnico, como en Handke, mucho más próximo del testimonio a secas del que ve y en su ver selecciona. Pero, por supuesto, la selección sígnica que realiza el transeúnte urbano a lo Peter Handke, también está llena de posibilidades poéticas. El transeúnte «normal» no «ve» lo que Handke con su fino ojo observa en lo «cotidiano» más simple, intrascendente e in-significante de lo urbano. Las migas de pan que caen de los labios de la mujer que come en la calle y que, al desgranarse, brillan con el sol; la pareja de en otro tiempo amigos que forcejea en el intento de quizás un último beso, hace nacer para Handke un ballet hijo de una común historia cotidiana. Y de todo esto tan simple, en apariencia tan «ordinario» y cotidiano, Handke levanta un inventario de finas observaciones capaces de «rescatar» lo más esencial de lo humano, con seguridad demasiado humano, a partir de la transhumancia diaria de los transeúntes urbanos. El lector entiende entonces que la ciudad es el espacio público donde lo privado se convierte en espectáculo para el transeúnte un tanto «boyerista» que, a la vez que sujeto de la observación, se convierte también en objeto de otros observadores. De este tejido «mutuamente boyerista» de los transeúntes está hecha una parte absolutamente significativa de la ciudad, y no poco de su encanto derivado del «chisme» privado en el escenario de lo público. La ciudad cotidiana se vuelve entonces conciencia de sí misma en la representación que de sus imágenes más fugaces, perecederas e intrascendentes, lleva a cabo un artista capaz de «ver» lo invisible en la marejada diaria, capaz de «poner en probeta»

12. Handke, Peter, El peso del mundo, Barcelona, Editorial Laia S.A., pp. 61, 63 y 335.

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pequeños detalles de la «casualidad» y del azar del mundo, donde el lector «désólvida» lo fugaz y se re-encuentra con su humanidad convertida en objeto de observación de ese nuevo nómada urbano de nuestro tiempo. Si la ciudad no es por entero precisamente esto, ¿qué otra cosa podría ser? LA CIUDAD COMO UTOPÍA, OBJETO DE DESEO

La modernidad construyó sus ciudades a la luz de sus caros axiomas de Razón y de Progreso. Por tanto, tampoco desde este punto de vista la ciudad moderna es sólo el artefacto físico, habitáculo de los nuevos conglomerados y hacinamientos derivados de la lógica económica y cultural del capital y del proceso de descomposición histórica del campesinado, sino una especie de «orgullosa» empresa de construcción hacia un futuro perfectible, donde el «progreso» técnico y el «confort» se ratifican y legitiman a sí mismos en presencia del diario «espectáculo» urbano, convertido en prueba y al mismo tiempo en espléndido escenario para los nuevos «ciudadanos» perplejos ante el «avance» urbano, del que todos se felicitan como actuales «testigos» privilegiados. Que es de lo que se nutre, en muy buena parte, el denominado orgullo de ser contemporáneo. Para el habitante «moderno» de la ciudad, ver cómo se hace y se moldea diariamente ese artefacto, cómo se levanta sobre la tierra como una impresionante «hechura» humana y sólo humana, hija de sus manos, constituye no sólo un espectáculo digno de orgullo sino una especie de demostración y de prueba de que la utopía del «progreso» está al alcance de las manos. Pero la utopía, así como tiene mucho de ensoñación positiva tiene también de proyecto peligroso y despótico 13. Efectivamente, en la historia de la humanidad existen pruebas de que la utopía

13. Ver al respecto Fran§ois Laplantine, Las tres voces de la imaginación

colectiva, Barcelona, Editorial Gedisa, 1977.

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social y política conduce generalmente a la dictadura y al despotismo, en su búsqueda de la perfección que rechaza toda idea de divergencia y trata al disidente como a un enemigo del propósito colectivo. De igual modo, la utopía de aquellos urbanistas que sueñan la ciudad como un todo coherente, «limpio» y ordenado, transparentemente planeado, donde cada lugar debe ser el resultado de un frío cálculo y cada cosa debe ocupar el justo lugar que un «plan» dispuso para ella, no se queda atrás en su despotismo. No obstante, el deseo de una ciudad «siempre mejor», «perfectible» incesantemente, siempre estará allí y será la tentación de todos, empezando por los comerciantes inmobiliarios y aquellos que creen que a toda hora hay que estar quitando aquí y poniendo allá. Desde luego que también para la ciudad cada día trae su afán y cada nuevo automóvil requiere de su avenida. La ciudad, por tanto, hija y artefacto encima del cual vienen a poner sus manos las más diversas lógicas y racionalidades, ha sido vista también por la luz del deseo y la utopía. Leamos a Italo Calvino: «En el centro de Fedora, metrópoli de piedra gris, hay un palacio de metal con una esfera de vidrio en cada aposento. Mirando dentro de cada esfera se ve una ciudad azul que es el modelo de otra Fedora. Son las formas que la ciudad habría podido adoptar si, por una u otra razón, no hubiese llegado a ser como hoy la vemos. En todas las épocas alguien, mirando a Fedora tal como era, había imaginado el modo de convertirla en la ciudad ideal, pero mientras construía su modelo en miniatura, Fedora dejaba de ser la misma de antes, y aquello que hasta ayer había sido uno de sus posibles futuros era sólo un juguete en una esfera de vidrio...» «...Fedora tiene ahora en el espacio de las esferas su museo: cada habitante lo visita, elige la ciudad que corresponde a sus deseos, la contempla imaginando que se refleja en el estanque de las medusas donde se recogía el agua del canal (si no hubiese sido desecado), que recorre desde lo alto del baldaquín la avenida reservada a los elefantes (ahora expulsados

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de la ciudad), que resbala a lo largo de la espiral del minarete de caracol (perdida ya la base sobre la cual debía levantarse)...» «...En el mapa de su imperio, oh gran Kan, deben ubicarse tanto la gran Fedora de piedra como las pequeñas esferas de las Fedoras de vidrio. No porque todas sean igualmente reales, sino porque todas son sólo supuestas. Una encierra aquello que se acepta como necesario mientras todavía no lo es; las otras aquello que se imagina como posible y un minuto después deja de serlo»14. La idea de la «perfectibilidad» humana y sus hechuras, tan propia de la mentalidad moderna, elevada incluso a la categoría de «axioma» indiscutible a través del mito del Progreso, cuando se aplica a la ciudad se convierte en punto de partida de la utopía urbana, de la ciudad como deseo incesante de otra cosa que todavía no es. Desde cierto punto de vista, incluso, la ciudad ha terminado siendo para el mundo moderno y sobre todo contemporáneo, por excelencia, el objeto emblemático sobre el cual se inclina reverente la parte más densa del mito moderno del Progreso, del mismo modo como sobre ella se inclinan la ciencia y la técnica, hijas suyas, bajo la forma de la ingeniería y la matemática y el diseño. Pero mientras la ciencia y la técnica se realizan en escenarios ocultos a la mirada del hombre del común y quizás para él sólo accesibles a través de los medios masivos de información, en su deslumbramiento, y a pesar de que de ellas sólo se conozcan y disfruten sus aplicaciones más o menos comerciales, en cambio la ciudad en cuanto «artefacto» visible y público se «perfecciona» ante la mirada de todos, públicamente, y su proceso de cambio cotidiano suele ser visto a la luz del axioma del Progreso como argumento de una especie de proceso positivo de mejoramiento continuo del que las masas «deben» sentirse ufanas en su condición de testigos privilegiados. El habitante de la ciudad suele esgrimir como suyos y como parte de su

14. Calvino, Italo, Las ciudades invisibles, Barcelona, Ediciones Minotauro, 1984, p. 42.

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orgullo los nuevos edificios, las nuevas avenidas, los puentes elevados, los metros y trenes urbanos, los nuevos centros comerciales. Prisioneros de la mitología del progreso, la mayoría de los habitantes de la ciudad imaginan que todo allí puede ser «mejorado», es decir, demolido-vuelto a hacer, incesantemente. No faltará quien se duela, por supuesto, del costo cultural que esto pueda significar respecto de la memoria histórica y arquitectónica. Pero siempre existirán razones superiores o simplemente más fuertes, casi siempre empujadas por la racionalidad mercantil y el interés especulativo inmobiliario, agentes principales de la utopía progresista que imagina a toda hora una ciudad que todavía no es, que en realidad nunca es, una ciudad siempre relativamente imperfecta y en movimiento susceptible de continuos perfeccionamientos e intervenciones, en fin, una ciudad deseada y sólo completa en la utopía de lo que todavía no ha sido «felizmente» terminado, en el «no topos». LA CIUDAD COMO FUENTE DE SENSACIONES Las sensaciones que llegan hasta los órganos de los sentidos del habitante de la ciudad, a pesar de su abundancia y variedad suelen ser, sin embargo, muy precisas y muy particulares. Olores, sonidos, imágenes, sobre todo. El transeúnte, nuevo nómada urbano, en su vagabundeo-hoja por parques, calles y avenidas, mercados y tiendas, entra necesariamente en contacto con una compleja red de sensaciones y estímulos emitidos por la ciudad, generalmente no suficientemente reconocidos como parte sustancial de su realidad. Dicho de otro modo: la ciudad es también, y de qué modo, el tejido de sus sensaciones. Las ciudades son, pues, sus olores, perfumes y fetideces, las imágenes visuales que permiten y estimulan, los rumores urbanos y sus estridencias, sus impresiones incluso táctiles, sus degustaciones. El transeúnte va por la calle, en su deriva, «agarrado» a lo que de la ciudad ve, escucha, huele, toca y gusta. Y la ciudad, de manera cierta y

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sustantiva, real y concreta, para el paseante se convierte en ese complejo tejido de sensaciones orgánicas. Solitario, encerrado en sí mismo, el transeúnte abre sin embargo las puertas de sus sentidos y entonces la ciudad para él se torna en sensación. La literatura, hija sustancial de la vida, también registra de manera precisa esta otra dimensión de la ciudad. A estas alturas, la ciudad se nos presenta como una especie de «summa» de evocaciones y recuerdos, instalaciones físicas, lugares para el vagabundeo del transeúnte, lo otro de lo privado donde lo privado se comprende y se realiza, utopía de perfectibilidad y objeto de deseo y, ahora, además, tupido tejido de sensaciones. Sensaciones que el habitante de la ciudad registra desde su intimidad más íntima; la ciudad allá, lejos de él, en su rumor, en su olor, en aquellas imágenes que observa desde el lecho a través de la ventana o desde el altillo. Cada habitante urbano en su fantasía, creyéndose sujeto y además observando, escuchando, olfateando, en fin, sintiendo aquel objeto lejano y exterior: la ciudad. Leamos: «... y las bocas mordiéndose mientras su doble respiración crecía en el calor de la habitación a media tarde, en la luz listada de las persianas que dejaban entrever al otro lado de la calle una hilera de árboles con sus ramas peladas cuyo nombre ella no supo decirle y una fila de casas de ladrillo rojo con dinteles de piedra, con llamadores dorados y puertas pintadas de un negro brillante que a él le daban la tranquilizadora sensación de estar en Londres o en cualquier otra ciudad anglosajona y silenciosa, a pesar del ruido del tráfico que llegaba desde las avenidas, de las sirenas de los coches de la policía y de los camiones de bomberos, un pesado rumor que envolvía el núcleo de silencio en que los dos respiraban, igual que la ciudad ilimitada y temible envolvía el espacio breve del departamento, la cámara segura como un submarino en la que si se paraban a pensarlo era casi imposible que se hubieran encontrado, entre tantos millones de

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hombres y mujeres, de caras, de nombres, de gritos, de idiomas, de conversaciones telefónicas»15. El abigarrado tejido de sensaciones que Muñoz Molina hace llegar desde el «exterior» hasta los órganos de los sentidos del personaje que, junto a su amada y en medio del amor mordiente, siente «de lejos» la ciudad, es puramente enumerativo, sígnico. El autor aquí no evoca. Tampoco construye metáforas, de modo que la sensación pudiera en su registro significar por analogía otra cosa. Sólo enumera, describe limpiamente, registra los signos escuetos. Sin embargo, las sensaciones pueden para otro tipo de habitante de" la ciudad un poco más quejumbroso y evocador, convertirse en motivo para construir sobre ellas aquellas metáforas o aquellas evocaciones que hacen de la ciudad, decididamente, mucho más de lo que a una mirada simplista pudiera parecer: una simple instalación física de obras de ingeniería y de arquitectura. Leamos, en este orden de ideas, de nuevo a Marcel Proust: «Según que sea más o menos claro este débil rayo por encima de las cortinas, me indica el tiempo que hace, e incluso antes de decírmelo me señala su tono, pero ni siquiera lo necesito. Vuelto todavía contra la pared y antes incluso de que haya aparecido, por el sonido del primer tranvía que se acerca y por su campanilla, puedo afirmar si rueda con resignación bajo la lluvia, o si está a punto de volar hacia el azur, pues no sólo le brinda su atmósfera cada estación, sino cada clase de tiempo, como un instrumento concreto en el que ejecutará la tonadilla siempre parecida de su rodar y de su campanilla; y esa misma tonadilla no sólo llegará a nosotros distinta, sino que tomará un color y un significado, expresando un sentimiento totalmente distinto, si se ensordece como un tambor de bruma, se fluidifica y canta como un violín, plenamente dispuesto entonces a recibir esa orquestación

15. Muñoz Molina, Antonio, El jinete polaco, Barcelona, RBA Editores, 1993, p. 7.

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coloreada y ligera en la atmósfera en la que el viento hace discurrir sus arroyos, o si corta con el silbido de un pífano el hielo azul de un tiempo soleado y frío...» «...Los primeros ruidos de la calle me traen el tedio de la lluvia en donde se hielan, la luz del aire gélido en donde vibran, el descenso de la niebla que los apaga, la suavidad y las bocanadas de un día tempestuoso y tibio...» «...Frente a la ventana la avenida resulta fea; entre los árboles desnudos por el otoño se ve esa tapia que se ha repintado de un rosa demasiado vivo y sobre la que se han pegado carteles amarillos y azules. Pero el rayo de sol ha brillado, inflama todos esos colores, los funde, y con el rojo de los árboles, el rosa de la tapia, el amarillo y el azul de los carteles y con el cielo azul que aparece por encima entre dos nubes, regala a la vista un palacio tan encantado, con una irisación tan deliciosa a la mirada, de tonos tan ardientes como Venecia»16 Proust se detiene y se entretiene en esa otra forma, tan suya, de registrar las sensaciones y los estímulos que la ciudad le hace llegar hasta el tranquilo lugar de su ventana, o de su lecho, donde él no_ solamente las enumera sino que las reelabora y las resignifica. No se trata sólo de cómo la ciudad llega a él bajo la forma de ruido de tranvía, luz en la cortina, muro color rosa donde alguien ha adherido carteles amarillos y azules, árboles desnudos. Se trata más bien de cómo dichas sensaciones se matizan por la acción de la humedad que ha dejado la lluvia sobre los rieles de la carrilera, y cómo entonces el tranvía se arrastra y suena diferente según la estación del año en que se escuche; cómo los carteles adheridos al muro se observan diferentes según la luz que descienda sobre ellos; cómo la cortina de su ventana, según la luz que irradie de ella, permitirá adivinar con certeza el tiempo que hace. Pasemos a ver ahora el modo como Pessoa registra la ciudad, convertida también para él en tejido de sensaciones:

16. Proust, Marcel, op. cit., pp. 62, 97.

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«El olfato es una vista extraña. Evoca paisajes sentimentales mediante un dibujar súbito de lo subconsciente. He sentido esto muchas veces. Paso por una calle. No veo nada o, mejor, mirándolo todo, veo como todo el mundo ve. Sé que voy por una calle que existe con lados hechos de casas diferentes y construidas por seres humanos. Paso por una calle. De una panadería sale un olor a pan que da náuseas por lo dulce de su olor: y mi infancia se hiergue desde determinado barrio distante, y otra panadería me surge desde aquel reino de hadas que es todo lo que se nos ha muerto. Paso por una calle. Huele de repente a las frutas del tablero inclinado de la tienda estrecha; y mi breve vida en el campo, no sé ya cuándo ni dónde, tiene árboles al final y sosiego en mi corazón, indiscutiblemente niño. Paso por una calle. Me trastorna, sin esperármelo, un olor a los cajones del cajonero: oh, Cesario mío, te apareces ante mí y soy, por fin, feliz porque he regresado, gracias al recuerdo, a la única verdad, que es la literatura»17. El tono de Pessoa al registrar las sensaciones que la ciudad le va ofreciendo a su vagabundeo callejero ya no deriva aquí de la simple enumeración de esas sensaciones, como en Muñoz Molina, o de las metáforas y matizaciones, como en Proust, sino más bien de su poder evocador. El olor del pan que sale de la panadería por donde pasa, remite a Pessoa a la panadería de su infancia, en tanto recuerdo y evocación de todo cuanto en él ha muerto; el olor de los frutales que se exhiben en el tablero inclinado de la tienda por donde circula, remite de inmediato a su infancia de niño en su breve estadía en el campo. Aquí no hay metáfora ni enumeración, sino fundamentalmente evocación y recuerdo, recuperación del pasado a partir de los estímulos y sensaciones que la ciudad va causando en él, transeúnte-vagabundo-hoja.

17. Pessoa, Fernando, op. cit., p. 132.

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Veamos ahora, en cambio, el modo tan diferente como Bachelard se refiere a las sensaciones y estímulos que le llegan de la ciudad como objeto de los sentidos. Se trata de una aproximación reflexiva y analítica que busca el sentido «oculto» en la profundidad del misterio del lenguaje, de sus metáforas. De nuevo debemos volver a la privacidad del aposento para desde allí ver y sentir el mundo urbano exterior, y el modo como ese mundo se ofrece a nosotros como un tejido de metáforas: «Cuando el insomnio, mal de filósofos, aumenta con la nerviosidad debida a los ruidos de la ciudad, cuando en la plaza Maubert, ya tarde en la noche, los automóviles roncan, y el paso de los camiones me induce a maldecir mi destino citadino, encuentro paz viviendo las metáforas del océano. Se sabe que la ciudad es un mar ruidoso, se ha dicho muchas veces que París deja oír, en el centro de la noche, el murmullo incesante de la ola y las mareas. Entonces convierto esas imágenes manidas en una imagen sincera, una imagen que es mía como si la inventara yo mismo, según mi dulce manía de creer que soy siempre el sujeto de lo que pienso. Si el rodar de los coches se hace más doloroso, me ingenio para encontrar en él la voz del trueno, de un trueno que me habla y me regaña. Y tengo compasión de mí mismo. ¡Ahí estás, pobre filósofo, de nuevo en la tempestad, en las tempestades de la vida! Hago una ensoñación abstracto-concreta. Mi diván es una barca perdida sobre las ondas; ese silbido súbito, es el viento entre las velas. El aire furioso «claxonea» por todas partes. Y me digo a mí mismo para animarme: mira, tu esquife es sólido, estás seguro en tu barca de piedra. Duerme a pesar de la tempestad. Duerme en la tempestad. Duerme en tu valor, feliz de ser un hombre asaltado por las olas. Y me duermo arrullado por los ruidos de París»18.

18. Bachelard, Gastón, La poética del espacio, México, Fondo de Cultura Económica, 1965, p. 59.

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Bachelard, desde luego, utiliza aquí un modo predominantemente reflexivo. Intenta explicar el significado psicológico de las sensaciones y el modo como se traducen en imágenes, tropos de sentido y alegorías; intenta analizar cómo la ciudad, convertida en murmullo nocturno, al modo de un mar, nos hace sentir como si fuéramos navegando —durante el sueño o en la duermevela— sobre el lomo de las olas. Quizás el agua sea una consoladora metáfora de la madre. El agua nos sostiene, nos lleva en sus brazos en medio del bravio oleaje. Símbolos y metáforas, eso es lo que Bachelard descubre en los sonidos de la ciudad. Aunque no sólo esto, sino, principalmente, intento por encontrar secretas significaciones de esas metáforas y símbolos para nuestro psiquismo. Ya no simples metáforas o sentidos figurados a modo de elaboraciones poéticas por comparación o analogía, ya no simples figuras literarias en cuanto tales sino ahora, en Bachelard, la exposición poética pero analítica y reflexiva de auténticas claves de significación psicológica acerca de esos mismos símbolos y metáforas. La ciudad suma ahora, de esta manera, una dimensión más a las que ya habíamos anotado anteriormente: ella puede verse, y de qué modo, no sólo como un tejido de sensaciones y estímulos para nuestros sentidos, de origen típicamente urbano, sino como posibilidad de elaboración de metáforas, símbolos y redes de significación provenientes de un psiquismo que se refugia en las metáforas «urbanas» para permitir que el sujeto, abandonado a ellas, se integre sin miedo a los nuevos ruidos, a los nuevos rugidos y colores, a las nuevas velocidades, a los nuevos olores, a las nuevas imágenes visuales. LA CIUDAD COMO CRISIS DEL SENTIDO Hasta hace apenas unas décadas el mundo moderno vivía bajo la influencia de la fantasía según la cual la existencia humana estaba dotada de un sentido derivado de la idea del progresivo

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perfeccionamiento de la ciencia y la técnica y el continuo mejoramiento del alma, motivo por el cual se suponía como un axioma que la humanidad avanzaba siempre «hacia adelante». jLa ciudad moderna y sobre todo contemporánea entró a formar parte sustañcial de tal fantasía y tanto en su crecimiento como en su espectáculo público de construcción-destrucción-vuelta a hacer, en cuanto hechura humana, ofrecía a todos la certeza de que el metarrelato del «progreso» se estaba cumpliendo y era cierto. De algún modo las ciudades, territorio por excelencia del hombre ilustrado y civilizado, lugar de la fábrica, el laboratorio científico y la exhibición de «lo último» en la moda y en las aplicaciones tecnológicas, se levantaban frente a lo rural como la prueba indiscutible de ese irreversible «marchar hacia adelante» de la civilización. De este modo, la ciudad se llenaba de sentido, pues expresaba tanto el entusiasmo del hombre «superior» de la modernidad como la suposición de que, precisamente allí, en la ciudad, surgía un nuevo orden utópico que realizaba el sueño de un desarrollo dirigido, planeado, racionalmente orientado a unos determinados fines. En suma, la ciudad parecía ser la «hechura» más asombrosa del homo faber, del hombre como supremo hacedor. Sin embargo, la ciudad se convirtió muy pronto en algo que se salía de las manos, que huía de todo control racional para caer en el_absurdo. Pues en ella comenzaron de inmediato a expresarse todos los excesos humanos, todas las conductas en contravía, como en un teatro para el espectáculo, todos los delirios de novedad y de actualidad, todas las voracidades imaginables, las múltiples racionalidades e intereses, las velocidades. En ella el imperio de lo efímero se hizo fuerte. Hasta allí llegaron las migraciones incontroladas e incontrolables de todos los países, provincias, etnias y regiones, y muy pronto las ciudades fueron el receptáculo babélico donde debían por fuerza coexistir culturas y estilos de vida de origen espacial y temporal no sólo diferentes sino incluso contrarios y hasta antagónicos. Las ciudades vieron llegar caravanas migratorias africanas, asiáticas, americanas, europeas. La premodemidad mental debió aprender a coexistir y

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a convivir con la modernidad espiritual y, ahora, con los actuales estilos del pensar-vivir denominados postmodemos. De este modo, el ideal moderno utópico de hacer de la ciudad una «instalación», una «hechura», un «artefacto» racionalmente controlado, controlable y ordenado, capaz de expresar el gran «sentido» del orden como un todo coherente y calculado, no puede ahora estar más en crisis. Las múltiples lógicas y racionalidades que se tomaron la ciudad por asalto o que la ciudad misma desencadenó, ambas cosas juntas hicieron de la ciudad del Fin del Siglo en casi todos los lugares del mundo la mejor expresión de la crisis del sentido y el mejor escenario para el azar y el caos. «Las grandes ciudades desgarradas por crecimientos erráticos y una multiculturalidad conflictiva son el escenario en que mejor se exhibe la declinación de los metarrelatos históricos, de las utopías que imaginaron un desarrollo humano ascendente y cohesionado a través del tiempo...» «...Lo que nos turba es que se están desvaneciendo los mapas que ordenaban los espacios y daban un sentido global a los comportamientos, a las travesías»19. f~ El nuevo nómada urbano en las ciudades que han sufrido este proceso de migraciones y superposiciones multiculturales, lo que presencia ya no es el espectáculo de un orden, de una cartografía con sentido, de una memoria, sino más bien el espectáculo de un circo que monta y desmonta a diario la instalación. Las calles son ahora todo menos un lugar de encuentro, salvo pequeños y marginales nichos que aún resisten pero que están a las puertas de ser demolidos y barridos por la ola. «...De manera gradual, sin darnos cuenta casi, hemos renunciado a la Calle. No es ya un lugar de convivencia o de encuentros; es, más bien, el precio que pagamos por llegar de una casa a otra. Nos hemos resignado a que sean feas, duras e inhóspitas. Nos parece la consecuencia de

19. García Candín i, Néstor, op. cit., p. 100.

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un proceso oscuro, vasto e incontrolable. El misterio es el refugio de la indolencia...» «...Un mal poema implica un mal poeta, un relato defectuoso supone un escritor inhábil y un cuadro bobo nos hace siempre pensar en aquel pintor. Una ciudad deshecha remite, por el contrario, a múltiples autores: arquitectos avaros, funcionarios complacientes, especuladores, ciudadanos sumisos y fraccionadores disfrazados de urbanistas. Personajes activos, termitas infatigables que trabajan, roen, desde hace años»20. La calle en estas ciudades, quién sabe si para bien o para mal, ya no es capaz de «significar» lo que antes significaba, ni de servir para lo que antes servía, tal como sucedió con los aleros de las casas, los tranvías y los sombreros de los transeúntes. Poco a poco las ciudades se han ido convirtiendo en una estructura funcional y supremamente elástica, puesta al servicio de la velocidad y del desplazamiento. Su crecimiento y su complejidad hacen del automóvil un artefacto privilegiado. Para los automóviles deben construirse las avenidas y los puentes, y de ahí se pasa a la especulación inmobiliaria y a la ingeniería voraz, casi siempre disfrazada de urbanismo. Ese y no otro es el precio. Con lo cual el «sentido» que gobernaba la ciudad moderna tradicional cambia y hace crisis, para en su lugar instalar otro tipo de sentido, que ya no es el de la modernidad sino el del modernismo y la novedad baudelaireana. «Las calles definen la ciudad. Están las que prolongan la casa, el cuarto, el espacio íntimo donde guardamos la cama, la ropa, la comida. Son las calles que el artesano utiliza para trabajar, las calles en las que se trafica y se juega. Ruidosas y promiscuas, promueven la indiscreción, el afecto, dificultan el anonimato e impiden la soledad. El caso opuesto es la calle que se caracteriza como un territorio extranjero: señala, de manera tajante, la división entre el mundo público y el privado...» «...Lacalle en la que vivo es menos árida, pero interviene poco en mi vida. Es ancha, tiene aceras y unos

20. Alejandro Rossi, Néstor,op.cit., p. 27.

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pequeños árboles la bordean. La recorro porque tengo ganas de caminar, porque me gusta mover las piernas, porque me siento nervioso, porque estoy harto de estar sentado en un sillón. La uso como si fuera una pista de atletismo o un aparato de gimnasia. No hay otra justificación para esos paseos. Es una calle que sin ser un laberinto no me lleva a ningún sitio: nadie vive cerca y el trabajo queda demasiado lejos para ir a pie...» «...Abandonada por el peatón, se acerca rápidamente a ese arquetipo de vía pública que sólo acepta automóviles y altas velocidades. La calle deja de ser así un espacio humano para convertirse en un tubo por el cual circulamos: nos alegra que el asfalto esté en perfectas condiciones, nos impacientan —como en la carretera las vacas— los transeúntes que pretenden cruzarla, anhelamos la sincroni- , zación de los semáforos, elogiamos la amplitud y las curvas bien trazadas»21. " Asistimos así a una especie de proceso de re-significación pragmática y modernista de la ciudad, de las calles y de sus lugares, derivado de la crisis de su sentido anterior por causa de su crecimiento «lonjístico», de su re-funcionalización y de todos aquellos otros factores que la hicieron definitivamente convertirse en otra cosa diferente de lo que antes era. «...De niño creía que la ciudad era interminable —escribe José Balza—. Se divertía tomando buses de extraño destino o imaginando las paradas últimas de los tranvías. Automóviles y coches con caballos podían coincidir en una misma esquina. Ya en la adolescencia recorrió centenares de calles, las salidas hacia los barrios y los paseos campestres más próximos. Era inexplicable cómo de pronto lo urbano concluía en una colina. Fue entonces cuando, bajo la claridad de junio, estableció los límites precisos de aquel mínimo mundo y ya no se interesó más en él»22.

21. Ibídem, p. 26. 22. Balza, José, Ejercicios narrativos, México D.F., Universidad Nacional Autónoma de México, 1995, p. 17.

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De hecho, la ciudad muy pronto deja de ser lo que era, y como cuerpo en proceso vertiginoso prácticamente se_esfuma ante loT ojos del observador. El significado, el sentido de la ciudad y de sus calles y lugares para los jóvenes de nuestro tiempo termina siendo otro. La calle ya no es para ellos lugar de encuentro, ya no significa sitio de convivencia y árremolinamíerito. Y no puede significar lo mismo que pudo" haber significado algún día, en cuanto su actual función y su razón de ser se han tornado diferentes. Ni mejores ni peores, sino algo realmente distinto. Los encuentros y las convergencias se desplazaron ahora a otros sitios. La calle ya no es para reunirse, debido quizás a la misma lógica por la cual los aleros en favor del peatón desaparecieron para dar paso a los antejardines y otras arquitecturas; la calle ya no es para detenerse —salvo algunas— para exhibir enel ver y en el ser visto, sino para pasar lo más veloz que se pueda. La nostalgia en favor de los lugares perdidos, con su correspondiente anterior significación y funcionalidad, así como en favor de los antiguos sitios de encuentro y convergencia, es explicable precisamente respecto de quienes sienten que los han perdido. Pero los jóvenes, tal como nosotros mismos lo vivimos otro día, encuentran que para ellos la ciudad, sus calles y sus sitios se redefinen, que esta redefinición es «normal» en medio del proceso de construcción-destrucción-vuelta a hacer de la ciudad y de su consecuente proceso de resignificación, aman los automóviles en que se desplazan y asumen la congestión vial como un costo del desarrollo y al mismo tiempo como un lugar para sumergirse en las estridencias del rock, mientras los tubos de escape expelen1 su venenosa fragancia, pues saben muy bien que la ciudad ha construido para ellos otros lugares de encuentro, que es hacia donde se dirigen. En estas condiciones, por supuesto, la nostalgia como producto de la evocación de los lugares desaparecidos por causa del impacto que en el habitante tradicional produce la mutación en la significación y en la función de las calles, objetos y lugares, no es para los jóvenes una dimensión de su espíritu.

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Lo será, quizás, en su debida oportunidad, cuando para ellos empiecen a desaparecer sus lugares, sus significados, sus referentes y sus funciones. Aunque quién sabe si con la misma sensación de pérdida que hoy podemos tener nosotros ante nuestros lugares sacrificados, significados y funciones desaparecidos o en trance de desaparecer, pues la velocidad de todo como valor positivo de nuestro tiempo y la fugacidad que torna desechable cualquier cosa, como realidad admitida o como fragilidad y fugacidad inherentes al mundo en que vivimos, quizás esté produciendo en los jóvenes de ahora el desaparecimiento o al menos el declive de la nostalgia como actitud espiritual ante lo perdido. En la educación sentimental del Fin del Siglo ya no hay afecto por lo «duradero», pues nada o muy poco está hecho francamente para durar y para convocar nuestra solidaridad. Las identidades del joven de nuestros días se están delineando alrededor de las imágenes rápidas y absolutamente cambiantes y desterritoria- lizadas, alrededor de músicas de moda que al día siguiente deben ser otras, en medio de ciudades que se construyen-destruyen- vuelven a hacer ante sus ojos que ven en esto algo no sóloanormal sino debido y hasta plausible. Este proceso de re-significación de la ciudad, de sus calles y lugares, desde luego, hace parte de lo que aquí denominamos crisis del sentido. Sin embargo, la crisis del sentido en la ciudad contemporánea parece tener otro origen más complejo. Hablo de la velocidad y de la simultaneidad de todo, ese ritmo sumado al abigarramiento, esa manera de la ciudad convertirse en espectáculo simultáneo de todo, lugar donde todas las «ofertas» de la sociedad de consumo se expresan de manera por demás delirante bajo la forma de imágenes visuales y ruidos superpuestos. Este fenómeno produce no sólo el esperado efecto de re-significación natural, derivad' como lo hemos advertido del cambio histórico en el uso de calles y lugares, incluso de objetos, unido a la inauguración de otros modos de relacionarse con los sitios y las cosas, sino un

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agudo proceso de quiebra, de anulación del sentido «del mundo» como totalidad coherente que va andando, se supone, hacia algún sitio. Definitivamente, la compleja urbe de nuestro tiempo se convierte cada vez más en una especie de video multicultural, multitemporal, pantalla gigantesca donde todo se muestra implosionadó, aplanado, desjerarquizado y desprovisto de todo orden¡ y todo esto a la más impresionante velocidad, globalizado y desterritorializado. «Los coches se detienen. Cambio de estación. Busco ese otro barroco contemporáneo, el vértigo del rock, que no pretende conducir a ninguna parte: sintoniza mejor con las vías rápidas que se embotellan y el furor de los cláxones, con los autos trabados por manifestaciones de protesta, con el desorden de los cruces sin semáforos por el corte de luz...» «...Como en los videoclips, andar por la ciudad es mezclar músicas y relatos diversos en la intimidad del auto y con los ruidos externos. Seguir la alternancia de iglesias del siglo XVII ooff edificios del XIX y de todas las décadas del XX, interrumpida por gigantescos carteles publicitarios donde se aglomeran los cuerpos fingidos de las modelos, los modelos de nuestros coches y las computadoras recién importadas. Todo es denso y fragmentario. Como en los videos, se ha hecho la ciudad saqueando imágenes de todas partes, en cualquier orden. Para ser un buen lector de la vida urbana, hay que plegarse al ritmo y gozar las visiones efímeras»23. Podríamos decir, en consecuencia, que las ciudades de nuestros días expresan más la lógica de una gramática y de una sintaxis de ruidos y de imágenes fragmentarios y arbitrariamente superpuestos sin el menor orden y sin atender a ninguna jerarquía o criterio de organización, que por definición se descarta, que una sintaxis derivada de una gramática urbana donde lo que existe se deriva de un orden. De este modo, la ciudad queda convertida en un auténtico «videoclip», según la expresión ya antes citada de García Canclini.

23. García Canclini, Néstor, op. cit., p. 101.

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El sentido, hay que recordarlo de nuevo, nunca existió por sí mismo en las cosas. Antes del hombre aparecer, sólo existían los procesos naturales como tales, gobernados por sus propias dinámicas, pues incluso esas dinámicas aún no habían sido formalizadas por el pensamiento humano bajo la forma de principios o de leyes, que es la tarea que posteriormente llevan a cabo las ciencias. El sentido deriva entonces, siempre, de una operación de transferencia o atribución humana al mundo real. Somos los hombres quienes conferimos sentido al mundo, o lo desposeemos de él. Los seres humanos necesitamos, deseamos fervientemente la dimensión del sentido, y lo suponemos como si fuera un atributo del mundo real y no como una proyección mental nuestra. Y, en consecuencia, lo atribuimos al mundo como un don. De no ser así podríamos caer en el horror del vacío, en el nihilismo, en la desesperanza. La ciudad, entonces, en cuanto obra humana, debería estar llena del sentido que nosotros le transferimos a todo cuanto tocamos, mucho más cuando ella es una «hechura», un «artefacto», una «instalación». Pero vivimos en un mundo en el cual la dimensión del sentido ha sido atacada a fondo por la cultura de nuestro tiempo, ha sido estallada, de modo que del sentido apenas quedan los fragmentos sueltos. El sujeto se ha fragmentado, precisamente en la misrr»a medida en que el sentido se ha fragmentado y el orden y la coherencia del mundo ya no representa un valor ni entraña una meta anhelada. Vivimos entonces en medio de una atroz paradoja: necesitamos del sentido, pero lo destrozamos al mismo tiempo que lo construimos como una necesidad odiada. «Rechazo totalmente las historias, pues para mí engendran únicamente mentiras, y la más grande mentira consiste en que aquéllas producen un nexo donde no existe nexo alguno. Empero, por otra parte, necesitamos de esas mentiras, al extremo de que carece totalmente de sentido organizar una serie de imágenes sin mentira, sin la mentira de una historia...» «...En tanto que los hombres producen nexos y

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concatenaciones, las historias hacen la vida soportable y son un auxilio contra el terror»24. Por supuesto que el sentido no ha huido definitivamente de la vida humana, ni de la cultura. Pero está en crisis porque como tal ya no es un valor, al menos en la forma en que la cultura moderna lo pensó y lo imaginó, o simplemente lo fantaseó, y en su fantasía lo proyectó sobre lo real para constituir la idea de un «mundo» como totalidad y como coherencia. Porque hasta la misma idea de «mundo» es ya en sí misma el resultado de la «proyección» de un supuesto «orden» lógico imaginario sobre la casualidad implacable de lo real. De este modo, la ciudad compleja de nuestro tiempo es quizás el espacio por excelencia donde mejor ha venido a expresarse esa crisis contemporánea del sentido. Por esa razón, quizás, sea posible soportar el peso del mundo como lo describe Peter Handke, por medio de unas imágenes que aunque tienen el poder de aludir a ese mundo, no lo organizan, sin embargo, ni lo ordenan, ni lo jerarquizan: «Infancia de alambradas/ Detrás de una ventana menean a un bebé que llora/ De noche, los coches muertos ante la ventana»25. Como se observa, sólo fragmentación y «arbitraria» superposición. LA CIUDAD COMO ESPACIO CULTURAL DEL CRIMEN No podríamos concluir este recorrido por las diferentes representaciones que de la ciudad contemporánea logra la literatura, sin hacer referencia, así sea de manera muy breve y provisional, a la ciudad de nuestro tiempo como espacio cultural del crimen. Estas ciudades, caracterizadas por una complejidad sin antecedentes, abigarradas, en muchos casos empobrecidas y tan supremamente conflictivas del Fin del Siglo, capaces de

24. Win Wenders, citado por Néstor García Canclini, op. cit., p. 102. 25. Handke, Peter, op. cit., p. 66.

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albergar en su globalidad bastante esquizofrénica y ciertamente desgarrada no sólo la ausencia y la crisis del sentido sino la desesperanza, la diversidad conflictiva, la sensación de vacío y de insignificancia anónima y la pluralidad casi siempre intolerante, han quedado convertidas en privilegiado espacio cultural del crimen como realidad pero, sobre todo, como espectáculo cultural que forma parte ahora y de qué manera del menú «masmediático». Los emigrantes de todos los órdenes que la ciudad recepta gracias a sus encantos y a la promesa ofertante de sus abundantes oportunidades, provenientes de la ruralidad desintegrada dentro y fuera de las fronteras de cada país, así como también de la fuga y el desarraigo causado por las distintas guerras nacionales e internacionales, el desempleo nacional e internacional y la marginalidad mundial, producen en las complejas ciudades del Fin del Siglo de este modo planetizadas un demen- cial abigarramiento de razas y culturas capaz de triturar por completo la idea de una «verdad» uniforme y única que opere como un «aglutinante» común para todos sus habitantes. Con lo cual lo que viene a instaurarse allí es el reino de la multiplicidad de las «verdades» en competencia, muchas de ellas empujadas a la marginalidad, el reino del conflicto y la fragmentación, es decir, por esta vía el reino de la anomia y el crimen como salida o gesto de afirmación o de supervivencia. La presencia de múltiples «verdades» raciales y culturales coexistiendo a la brava y compitiendo cada una por lo suyo a la «darviniana» y dentro de un espacio tan restringido como lo es la ciudad, es un hecho que lo relativiza todo, lo pulveriza todo en términos de un anhelado «orden» global y en términos de la interiorización de normas «únicas» para el uso de la ciudad, debidamente legitimidas para todos a través de un consenso no sólo imposible sino inimaginable. La ciudad deviene, entonces, en una especíenle espacio super-concentrado donde compiten codo con codo culturas y razas que arrastran como ropa en harapos la memoria de pasados despojos, humillaciones, marginalidades y exclusiones, cuentas

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por cobrar y rabias históricas reprimidas, en la mayoría de los casos no siempre llevadas a cabo por las primerás generaciones victimadas-sino casi siempre por sus descendientes, en quienes las cuentas por cobrar y las rabias históricas suelen salir a flote cargadas ya con toda la fuerza de su fermento, sin dirección determinada y expresadas «en abstracto» y contra todos, es decir, contra la humanidad o alteridad en general y por cualquier motivo. La ciudad contemporánea, abigarrada así y destrozada en su unidad por las migraciones de todo orden, queda de este modo convertida en un espectáculo de esplendor pero al mismo tiempo en una especie de concentrado y a la vez potencial campo de batalla y de ajuste de cuentas históricas pendientes, estrategias delincuenciales no sólo de supervivencia sino de reconocimiento y posicionamiento. Y todo esto en medio de una espacialidad geográfica urbana hecha de elevadas torres, puentes, avenidas y rápidos viaductos que todo lo interconectan, pero también hecha de barriadas marginales gigantescas, callejuelas laberínticas e intrincadas capaces de producir por sí mismas, como uno de sus más naturales efectos, la ausencia casi absoluta del Estado respecto de la cotidianidad del crimen por la vía de la impunidad derivada de su radical impotencia. Dicho de otro modo, mucho más que la ausencia del Estado, su pasmosa incapacidad, su corrupción y su consecuencia! cinismo contemporizador, todo lo cual conduce a que las «autoridades» entren así a formar parte por derecho propio del «reparto» de la obra teatral del «orden» y del conflicto entre el bien y el mal puesta en escena y siempre repetida, gracias a «lo invisible» e «inasible» del crimen, a la velocidad que rodea los hechos y a la fuga casi siempre exitosa de sus autores a lo largo de las avenidas que terminan siempre conduciendo a intrincados recovecos y laberintos. La barriada laberíntica hecha de callejuelas, típica de las grandes urbes de nuestro tiempo, constituye un espacio que no sólo potencia en sumo grado la «invisibilidad» y el carácter inasible del crimen sino su consecuencia! impunidad, el cinismo

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oficial, el simulacro y el realismo pragmático de las autoridades derivado de su impotencia, cuya maltrecha efectividad debe entonces escenificarse y teatralizarse ante la «opinión» pública mediante el expediente de los castigos ejemplarizantes y el reiterado recurso a la técnica del «chivo expiatorio», todo esto convertido en suculento espectáculo «masmediático». Queda_así abierto el camino para el justicialismo urbano por propia mano, la ley del silencio que gobierna la barriada, el principio de la «invisibilidad» de todo y el predominio de los «códigos de ghetto». Dicho de otro modo, la ciudad como espacio de esta finisecular cultura del crimen, ingrediente natural e infaltable de la canasta familiar y plato insustituible del menú que hoy requiere la «intensidad» de la fáustica experiencia diaria. Leamos esta dimensión de la ciudad, tal como aparece en uno de los relatos del escritor colombiano Darío Ruiz Gómez: «Al tomar la oreja del puente casi derrapó la radiopatrulla, chirriaron las llantas, espantadas, pero la motocicleta con los dos policías tomó la curva con absoluta maestría. Cuando subieron por Colombia la motocicleta prácticamente les había dado alcance. Creyeron oír la ráfaga de metralleta y descubrieron espantados que no se habían colocado el chaleco antibalas. Por eso, al llegar a la sesenta y cinco, saltaron el sardinel antes de que el semáforo se pusiera en rojo y regresaron hacia el centro alcanzando a ver cómo la motocicleta con los dos policías trataba desesperadamente de frenar, eludiendo un bus. Y vieron a la radiopatrulla seguir adelante sin darse cuenta de la rápida maniobra que ellos habían efectuado para eludirlos». A renglón seguido, el relato continúa, precisamente en la dirección de la fuga, la invisibilidad, la inasibilidad y la desaparición de todo, gracias precisamente a la especial configuración del espacio urbano: «Sin embargo, no podían cantar victoria y en la primera bocacalle se metieron, en la zona verde cruzaron por el sendero peatonal aprovechando la soledad y alcanzaron la orilla de la

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canalización, buscando la sesenta y cinco y cruzándola en contravía por el puente para adentrarse en un pequeño laberinto de callejuelas llenas de automóviles, buses en reparación...» «...La policía no se atrevía a entrar allí y ellos podían dejar la motocicleta y salir camuflados en el viejo Ford de Moncho. Pidieron dos aguardientes y levantaron alborozados la copa sintiendo por primera vez la delicada belleza de la noche...» «...El croquis de la ciudad permitía para ellos y en cualquier circunstancia ese tipo de salidas...»26 La ciudad del Fin del Siglo, laberíntica y plural, escenario de múltiples e insólitas migraciones y coexistencias a la brava y teatro donde sus actores ya no van por el mundo cargados sólo con el_peso de la ausencia del sentido y la desesperanza, sino con el miedo propio derivado de la inminencia del crimen y el invisible y anónimo rostro de sus protagonistas. La ciudad, espacio cultural adaptado históricamente a las nuevas versiones del crimen, poblada ahora de motocicletas como sustituías de los briosos y legendarios caballos del Oeste, pero también de la Antigüedad y del Medievo, ahora corceles tan negros como plateados en los tiempos del rock y los consumos narcóticos. El crimen y la fuga veloz, vieja fórmula de la humanidad ahora a sus anchas desplegada en esta nueva geografía urbana, dedicada a saldar una y mil veces esa en abstracto vieja cuenta sin fondo de la sangre insaciable y sus rencores, fascinaciones de protagonismo anémico y de crueldad convertidas ahora en menú televisado, radiodifundido y profusamente impreso. La ciudad finisecular con su croquis y su factura espacial diseñados, de hecho, por la lógica factual de los acontecimientos, hervidero de múltiples verdades y, por tanto, en últimas, espacio cultural de ninguna verdad única y triunfante, sino más bien lugar de la perplejidad múltiple, la fragmentación, la anomia generalizada

26. Ruiz Gómez, Darío, En tierra de paganos, Medellín, Editorial El Propio Bolsillo, 1991, p. 72.

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y el crimen veloz e invisible. Salvo en los medios masivos de información, al parecer, donde todo es susceptible de ser vertido al lenguaje de la imagen para el ambivalente pero de todos modos gozoso espectáculo urbano del crimen y la sangre, entre crocantes consumos de papitas fritas, latas de cerveza y postres de chocolate.

Ciudad de México, 1995

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El hermano de Steve vivía en un ínfimo inquilinato de la calle 102 East. Había llegado la noche antes, en su primera visita a Nueva York después de años de encierro, con su mujer mexicana Natividad. Viajaron treinta y seis horas y bajaron del Greyhound y cruzaron la calle y entraron en el White Horse a tomarse una cerveza y desde entonces ese bar fue para mi hermano, contaba Steve, el símbolo de Nueva York. Ricardo

Piglia

(En otro país)

Las ciudades suelen ser vistas por algunos como simples instalaciones físicas. Sin embargo, una mirada de esta naturaleza es con seguridad no sólo limitada sino simplista. En su Libro del desasosiego, Fernando Pessoa nos habla de su amada Lisboa, hecha antes que todo de recuerdos de infancia, calles llenas de gemidos lejanos y señales de vida, vertientes de sombra, tranvías, paseantes y visiones para él transparentes y tristes. Y en su Poética del espacio, Gastón Bachelard nos habla de espacios y lugares supremamente cotidianos y conocidos tales como habitaciones, guardillas, patios, casas, altillos, callejuelas, pero también de cajones, cofres, nidos y armarios, aunque lo hace de una manera tan extraña y al mismo tiempo tan enriquecida y verdadera, que allí dichos objetos y lugares nos son presentados ante todo como representaciones cargadas de afecto y sentimiento, y no como simples lugares u objetos físicos. Todo ocurre como si^Gastón Bachelard estuviera en capacidad de ver e.n los espacios y en los objetos que los pueblan esa otra dimensión del mundo constituida por el universo de las representaciones, con toda su carga de afectos, sensibilidades, temores, en fin, estados de ensoñación y de ilusión,,Y todo ocurre también como si dicho universo de las representaciones, no pudiera ser de inmediato transparente a nuestra conciencia y, en consecuencia, debiera ser objeto de un agudo y fino proceso analítico encaminado a ponerlo en

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evidencia. Finalmente, en sus Ciudades invisibles, Italo Calvino nos refiere recuerdos de viajes por ciudades y por caminos que conducen a ciudades cuyos referentes físicos son sólo soportes arquitectónicos de un complejo y rico juego de imágenes, recuerdos, redes afectivas, símbolos y metáforas de algo que está siempre más allá de sus soportes físicos y que pertenece en cierto modo, al menos en muy buena parte, al reino de lo inefable. Estos tres autores, tomados de los meandros de mi carcomida memoria literaria a la luz de un cierto azar, a los cuales podría incluso sumar la autoridad de Elias Canetti en sus asombros sobre aquella ciudad del Marruecos misterioso, y otros autores más, me permiten instalarme con cierta comodidad en la hipótesis según la cual las ciudades son siempre muchísimo más que una simple instalación física hecha de calles, avenidas, rotondas, edificios, casas, puentes, posterías, avisos luminosos y plazas. Para el habitante común, tal como ocurrió con el hermano de Steve en Nueva York, el personaje de Ricardo Piglia mencionado en el epígrafe con el cual encabezo esta fragmentaria memoria de lugares, una ciudad gigantesca y compleja es siempre susceptible de quedar reducida a un simple cuartucho de inquilinato o de hotel, a la estrecha visión que se alcanza a obtener desde una ventana en cuya luminosidad juegan puñados de hojas secas que ruedan por el suelo, viajes rutinarios en metro o en ómnibus, dos o tres callejuelas donde un par de perros huesudos comen siempre restos de basuras que sacan de bolsas y tarros y, al término del viaje, la barra de un bar. Lugares que el sujeto va cargando de sensibilidad y de afecto, visiones de paso del transeúnte que él siempre se da el lujo de ir relacionando en una especie de registro simplificado por la rutina y el hábito, pero que va también pudiendo renovar y redefinir a medida que la vida impone cambios o introduce en el tejido de los recuerdos, las afinidades y las nuevas urgencias un nuevo dispositivo de relaciones, a todo lo cual frecuentemente denominamos realidad. Sin embargo, seguimos creyendo que la realidad está constituida

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sólo por las cosas y los objetos y lugares físicos y no en cambio por dichas cosas pero sobre todo, también, por toda aquella carga de afectos, sensibilidades y temores_que se asocian a nuestras representaciones del mundo. De esta manera, la ciudad de la infancia difiere en mucho de la ciudad de la adolescencia, que se superpone sobre la primera hasta casi desfigurarla y de la que sólo deja intactos los restos fundamentales. Y la ciudad de la juventud más avanzada, y la que más tarde construimos como adultos, jamás es la misma que armamos como la choza de la madurez o, incluso, de la vejez. Veamos: LA CIUDAD DE LA NIÑEZ

Tenía quizás sólo siete años de edad cuando mis padres tomaron la determinación de migrar de mi ciudad natal hacia Cali. Para ese entonces, Cali estaba constituida apenas por un conjunto de relatos de papá y mamá relacionados con un viaje anterior del cual habían quedado apenas unas fotografías que habían sido colgadas en los aposentos y que los vecinos venían a ver como gran cosa. Lo extraño era que aquellas fotografías eran Cali para todos pero no mostraban sin embargo el más mínimo paisaje urbano. Se trataba de retratos familiares tomados en la oscuridad de un cuartucho atravesado de ráfagas de reflectores y lámparas en la antigua Foto Mult, del centro de la ciudad. Allí, vestidos de manera impecable, habíamos quedado para siempre congelados en el tiempo mis padres y mis tres hermanos. Y durante mucho tiempo eso tan sólo fue Cali para mi niñez: una fotografía donde nada «urbano» de Cali se veía, salvo los recuerdos que rodearon el acontecimiento. En efecto, la fotografía había sido tomada en una de sus calles más populosas, muy cerca del Gambrinus, aquel restaurante donde según el relato del viaje yo me había quedado dormido encima de la alfombra, bajo el mantel de la mesa. De tal manera que cuando la familia emigró, el

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propósito de niño que yo tenía en mente consistía en poder reencontrarme con las imágenes de Cali que residían mucho más en el relato de mis padres y hermanos mayores que en mi propio testimonio consciente y visual de la ciudad. Atrás quedaba al emigrar, según mi ingenua percepción de niño, aquella ciudad natal donde habían tenido ocurrencia los cruciales y definitivos episodios de mi fundación como hombre, según la expresión de Walter Benjamin a propósito de sus recuerdos de infancia en su Berlín Mil Novecientos. Ahí estaba en su plenitud la casa de amplios corredores donde colgaban varias jaulas con pájaros que todavía veo en sueños, que aún se abren y se cierran conmovidas por extrañas tempestades que se reiteran de vez en cuando en indescifrables pesadillas. Ahí todavía los patios de tierra, donde por entonces crecían yerbajos que aún se doblan sobre mi frente en las noches de semisueño, los muros de adobe perforados por cuyas grietas gemíamos como fantasmas y por cuyos negros orificios hablábamos en sordina hacia la claridad de los otros patios; escaleras y ramas por cuyos peldaños podíamos escalar y a través de las cuales trepábamos a esa especie de «otro mundo» que tanto seducía a Cósimo, la Sinforosa y otros granujas de su calaña, como en la novela de Italo Calvino, para ir en persecución de gatos salvajes que hacían nido en los orificios y amamantaban creaturas de indescriptible belleza; arrancar frutos que colgaban de las ramas más elevadas o mirar desde las alturas el baño de las criadas desnudas en la lejanía. A esto o apenas a un poco más se reduce en mi memoria aquello que hoy denomino «mi ciudad natal» y que un día dejé atrás, siendo todavía un niño. A veces trato de pensar en la ciudad como tal, es decir, en aquella globalidad física arquitectónica hecha de calles y edificaciones, pero me resulta casi imposible. Pues en su lugar aparecen siempre imágenes, representaciones y recuerdos perturbadores, a todas luces mucho más complejos, complementados por la fantasía y el miedo, por supuesto, el principio de placer y el ingreso en la norma y la Ley. Rostros

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difusos de vecinas aireándose en el rumor de la tarde, asomadas de manera pertinaz a la ventana que nunca llegó, gritos dando órdenes, niños jugando con canicas y piedrecillas, disparando con sus caucheras hacia las golondrinas que cagaban desde los encordados eléctricos, estruendos de tempestades que removían los techos y hacían volar las tejas como plumas de pájaros en la noche. Todo esto y no otra cosa es la ciudad de mi infancia. Pero ahora era necesario partir, no sé exactamente por qué razones. Quizás a causa de la violencia política de entonces y la búsqueda de mejores horizontes. Tal vez, también, la dictadura de la imagen de «progreso» que no dejaba de guiñar su ojo seductor desde ese polo de modernidad y desarrollo que para nosotros era Cali, aunque muy posiblemente una mezcla de todo esto y algo más. EL VIAJE

Papá había tomado en alquiler una casa-quinta construida en la frontera entre el barrio Granada y el Centenario. Lugar ideal para los recién llegados, situado a unas pocas cuadras del centro administrativo y comercial de la ciudad. El viaje transcurrió sin contratiempos. Los objetos pesados fueron despachados de madrugada en un camión de la época, bajo la estrecha vigilancia de una tía paterna de mucho empeño que trepó a la cabina y se vino hablando grueso y fumando tabaco negro, como era su costumbre. En cambio nosotros partimos después del mediodía, en taxi, y a medida que la tarde caía los vidrios de las ventanillas y del parabrisas se fueron tiñendo de un color lila que me oprimía el pecho. A todo lo cual se sumaba el silencio de papá. Por lo cual, dentro del automóvil nadie hablaba, mientras el silencio era ocupado por el sonido del motor y el estallido de las gotas en el parabrisas. Llegamos a nuestro destino entrada la noche. Para entonces había cesado la lluvia y el clima era fresco y el firmamento brillaba con un fulgor incomparable. Esta idea, esta

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imagen, esta representación de Cali aún no me abandona. De aquel ingreso triunfal por las avenidas y las calles en realidad no recuerdo nada, salvo la imagen del brillo nocturno en el asfalto mojado, la sensación de frescura en el aire que me hacía casi tiritar y el raro y perturbador esplendor del firmamento. Cali, para mí, en la memoria de aquellos días, es todavía eso. Y a esta especie de extrema subjetividad me he tomado el trabajo de llamar «realidad» inicial, imagen urbana anfitriona que me acogía y me tomaba para siempre en sus brazos. Estábamos en octubre, el mes de papá, y debía ser viernes o sábado, a juzgar por lo que más adelante sucedió. Tía Helena ya se había prácticamente instalado en la casaquinta. Y había preparado alimentos ligeros pero abundantes que devoramos una vez fueron expuestos sobre la mesa del comedor, que se veía extraña en el nuevo espacio y todavía forrada en papel periódico. Mientras tanto, Cali comenzaba a ser lo que estaba sucediendo, esta lección inaugural de la que no perdía ni el más mínimo detalle. Y no habíamos terminado de comer cuando se fue la luz y quedamos a oscuras. Sentada donde estaba, mamá dio inmediatas voces de calma y sacó de su cartera un paquete de velas. Todo en ella era anticipo, previsión, herencia de su niñez en medio de la guerra, legado del peso implacable de las estaciones sobre la organización de la vida en cuanto al tiempo y en cuanto al espacio. Tía Helena, que no paraba de fumar, rastrilló un fósforo de los suyos y encendió dos velas. Entre tanto, papá bogaba coñac y empezaba a reír con una risa que con seguridad era de incertidumbre y de miedo. De modo que si en este preciso instante trato de imaginar qué era Cali para mí hacia mil novecientos cincuenta y dos, sólo consigo ver lo siguiente: aquella casa-quinta amarilla situada en una especie de disimulada colina, una callejuela sombreada de cadmías que descendía serpenteando hacia la Casa de los Leones, punto obligado de referencia en mi ruta hacia el colegio, edificación que aún se conserva y que se encuentra en restauración

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muy al comienzo de la Avenida Cuarta, en el Barrio Centenario, al frente de la cual despachaba por entonces la Pastelería Granada, en cuya vidriera me entretenía absorto delante de la magnificencia de los pasteles y los juegos de diversos azúcares en el fulgor de las tortas y los roscones. Y en este recuerdo de Cali hacia los años cincuenta vuelven a jugar las representaciones cargadas de sensaciones, afectos y sensibilidades. Todo lo cual se hace todavía más nítido cuando pienso en mi regreso de clases, oportunidad en la cual disponía de más tiempo. Y después de la absorta contemplación de los pasteles y los azúcares me deslizaba a través de una verdadera alameda de árboles que no podían con el peso de su perfume y de cuyas flores recogía del suelo restos de pétalos para hacer lociones caseras, y un par de cuadras más arriba aparecía lejano apenas un fragmento del muro amarillo de la casa. Y, por el otro costado, hacia el río, correteando, aquellos espacios verdes y cuidadosamente engramados donde se realizaban las peleas al terminar el día, luego de lo cual emprendíamos el regreso a casa por el costado del Club de Tenis, pasaba de nuevo por la Pastelería Granada, la Casa de los Leones y, una vez más en la imaginaria colina, la casa-quinta amarilla en el centro de amplias zonas verdes que la rodeaban por los cuatro puntos cardinales. Pero no duró mucho aquel encantamiento inicial, pues sólo un mes más tarde mamá tuvo conocimiento de que en aquella casaquinta acababa de fallecer un hombre atacado por la tuberculosis. Por lo que pasada una semana, luego de varias purificaciones y desinfecciones, ya estábamos instalados del otro costado del río, a media cuadra de la Ermita, en un departamento muy completo que ocupaba dos pisos. Ahora la imagen de Cali se hacía un poco más compleja, y cuando me pregunto en qué consistía la ciudad en ese entonces, aún hoy veo lo siguiente: la Ermita, tan inmediata y cercana, cuya torre alcanzaba a ver desde la ventana interior de mi cuarto. Su pequeño atrio, donde los domingos nos asoleábamos y exhibíamos después de misa.

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En seguida una zona de estacionamiento de taxis y vehículos particulares, aledaña al Hotel Alférez Real, y caminando hacia la calle doce el costado completo del hotel, color gris, y casi en la esquina la puerta magnífica desde donde podía observarse aquel lujo de lámparas de cristal y aquellos pisos brillantes, que conducían finalmente hacia el restaurante y la cafetería. Al frente, haciendo esquina, el Edificio Pielroja. ^Exactamente al llegar a este sitio yo cruzaba la avenida y me enrumbaba por el Puente Ortiz, buscando el Edificio de los Correos. Veía el espectáculo de los jamones que colgaban del techo en la Casa Gallega y un poco más adelante cruzaba hacia el Pichincha, caminaba por su costado en dirección a la pequeña plaza del Teatro Bolívar, donde había una empresa de taxis que sombreaban bajo varias palmeras. Doblaba hacia el Club de Tenis, pasaba por la pastelería, viejo camino ya conocido, bordeaba la ya conocida Casa de los Leones y me enrutaba hacia el colegio, ahora siguiendo la ruta de la Avenida Cuarta, para entrar por la cancha de fútbol, que quedaba en el costado de atrás. Cali por aquel entonces, si me sitúo de nuevo en la edad de la juventud, actúa en mí como una especie de selección de lugares muy concretos y muy ligados a mis vivencias diarias, con su correspondiente carga de afectos y sentimientos. Se trata de una especie de masa de representaciones, algunas de ellas muy nítidas y otras demasiado borrosas, una suerte de «realidad» construida alrededor de aquellos lugares de un día, mas no exactamente como lugares sino como representación de ellos, hilos de una trama de símbolos y de recuerdos fragmentarios que apenas todavía sobrevive, el río en el centro. Y vuelvo a escuchar, en medio de aquellas borrosas visiones, la música del reloj de la Ermita, el sonido del agua del río al pasar, el murmullo del tráfico en la Avenida Primera, eje de la ciudad, y el titilar de las hojas de las cadmias removidas por el viento en las tardes. De este modo, la ciudad que evoco no se me ofrece a la evocación sólo como un sistema más o menos

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coherente de imágenes visuales, sino también, y de qué modo, como un sistema de sensaciones constituido de sonidos, olores e incluso referencias táctiles, sin mencionar mis juicios de valor sobre lo bello o lo feo, lo agradable o lo desagradable en aquel cúmulo de recuerdos y de imágenes y sensaciones múltiples, dispuestas no se sabe alrededor de qué clase de órdenes jerárquicos y de sentido. A todo lo cual podrían agregarse algunas expediciones furtivas hacia la región opuesta de las calles catorce y quince con carreras segunda y tercera, área donde despachaban dos o tres farmacias y, sobre todo, cierto restaurante español atendido por una familia de inmigrantes republicanos donde papá se hacía servir generosas copas de coñac y caldos espirituosos contra el malestar de sus días, de manos de la señora Herminia, mientras parloteaba acerca de los privilegios de la democracia y el mérito de las luchas por la libertad, con aquel viejo republicano, don Román Zamarriego, sentado a manteles en una mesa de restaurante casi de trastienda arropada siempre con un mantel impecable de tela a cuadros. Todo allí en orden, pobremente pulcro y bien dispuesto, las servilletas de opal, las vinagreras y las aceiteras de cristal, pequeños platos con aceitunas y sardinas, tiras de jamón y un sempiterno brillo en los pisos. Por aquel entonces mamá todavía solía enviarme en misión de rescate para traer a casa a papá, que había entristecido abruptamente, quizás como consecuencia de la intempestiva separación de sus amigos. Pero la tarea se tornaba casi imposible, pues mientras tanto yo rae embebía en las conversaciones que escuchaba y en la fascinación de aquel mundo bohemio, y permanecía casi ensimismado observando el trapo de colores que doña Herminia se amarraba a la cabeza, escuchando aquel acento extranjero, viendo las formas y las maneras aristocráticas que rodeaban aquel discreto servicio de comedor en su modestia y en su limpia y decorosa pobreza, todo lo cual constituía para mí motivo de detallada observación y de inexplicable fascinación, hasta hoy.

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De vez en cuando, hay que admitirlo, la zona de exploración era otra. Papá nos invitaba a tomar un helado a la Fuente de Soda Garcés, en la esquina de la calle once con carrera tercera. Allí conocí los helados servidos en copa, acompañados con rebanadas de banano, galletas y cucharadas de mermelada de chocolate en la cumbre. Todavía recuerdo aquel establecimiento, imborrable a mi memoria a causa de sus refinamientos y sus sencillos lujos, cualidades que ahora ignoro si eran realmente ciertas o si por el contrario provenían tan sólo de mi inicial deslumbramiento. Sin embargo, algo en mí había que se detenía en la observación y valoración positiva de aquellos detalles casi imperceptibles, especie de lenguaje cómplice que sólo descifran, procuran y acceden quienes han sido elevados a esta clase de refinamientos y de educación de sus sentimientos, como ocurría con los míos. Algo muy diferente de los símbolos del dinero, con su correspondiente lógica, en los que por entonces no creíamos debido a nuestra formación espiritual aristocrática alrededor de las maneras educadas, la idea del linaje y la extrema valoración de la cultura letrada. Luego de los helados subíamos hacia la Plaza de Caycedo, donde papá atendía su oficina de abogado, y nos sentábamos en las bancas a recibir el viento y a presenciar el paso de las señoras y los señores, en medio de comentarios y opiniones sobre su modo al andar, sus ropas y la estela que dejaban tras sus cuerpos sus perfumes. La idea de «ciudad» que a estas alturas viene a mi mente, cuando evoco lo que era Cali en aquel entonces no está, pues, constituida sólo" por edificios y calles, sino más bien conformada por un complejo sistema de recuerdos donde las edificaciones y las vías eran apenas referentes físicos que hacían de soporte y de pretexto para el cumplimiento y expansión de la subjetividad. Y entonces vuelvo a verme, los domingos en la mañana, de la mano de mamá rumbo a la plaza de mercado, pues no quería perderme de ver y volver a ver la sección de animales de monte y pájaros de canto, debidamente enjaulados, espectáculo

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que aún me asombra y me llena de zozobra, como tampoco quería perderme de la prueba de los dulces de la confitería doméstica. De regreso, mamá contrataba los servicios de un carretillero de mano, de modo que retornábamos a casa detrás suyo, por la ruta de la calle doce, doblábamos por la calle trece hasta encontrar la Ermita, y luego por la carrera primera hasta nuestro departamento. Aún hoy, cuando frecuento lo que queda de aquellas calles, no puedo dejar de volver a ver aquella imagen de infancia, que todo lo tiñe. LA CIUDAD DE LA ADOLESCENCIA De este modo la ciudad crecía y se hacía cada vez más compleja en mi mente y en el sistema de relaciones de mi cuerpo con la ciudad a través de los sentidos, como si estuviera siendo atrapado por la experiencia de un «saber» urbano que poco a poco se enriquecía, algo así como un código de usos y de reglas de comportamiento que a cada día se ensanchaba. Y los referentes espaciales se situaban en una especie de circunferencia cada vez más amplia, a medida que el alma del niño se llenaba de yerbajos oscuros, sombras e intimidades, para dar cabida al alma del adolescente que ya se cernía. La evolución natural de la subjetividad y las nuevas edades del cuerpo iban acomplejando y enriqueciendo así el espectro de «la ciudad», llenándolo de nuevos horizontes y contenidos. Fue así como un día tuve conocimiento de un teatro situado en la carrera tercera con calle décima, donde rodaban cintas para adolescentes a las que sin embargo dejaban colar niños. Varias tardes de sábado fui allí, a ver muslos y pechugas femeninas apenas insinuados, agarrado de un balón de fútbol y un maletín donde había echado medias, camiseta, pantaloneta, rodilleras y guayos, para justificar en casa mi ausencia de toda la tarde. Una ciudad es, entonces, un denso tejido de evocaciones y recuerdos alrededor dé sitios y lugares, olores y sonidoíTim-

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borrables, murmullos de árboles y calles. A dicho tejido se llega luego de un agudo proceso de depuración y de olvido que sólo deja en pie aquello que la subjetividad selecciona, en homenaje a oscuros criterios que la conciencia generalmente ignora. Pero, sobre todo, la ciudad se erige también como un sistema de usos que el sujeto interioriza, modos de utilización de rutas y lugares, sombras de árboles, cafeterías y sitios de paso, recorridos y travesías, claves urbanas que se deben «saber» descifrar y utilizar y cuyo manejo resulta sustancial al ciudadano de la urbe. El emigrante rural o de pequeños poblados que llega a la ciudad vuelve a ser como un niño, frágil, torpe y perdedizo, mientras se mantenga al margen de ese saber usar, descifrar y utilizar los códigos y las convenciones urbanas. Sabiduría y destreza que, dicho sea de paso, es precisamente lo que define el contenido del denominado «espíritu» urbano y ciudadano, que desde este punto de vista vendría a ser el resultado del aprendizaje que el «ciudadano» debe por fuerza interiorizar para poder ser un habitante de la ciudad a plenitud. Destreza y saber que se circunscriben, en la mayoría de las veces, al menos en ciertos aspectos, a una determinada área de la ciudad donde el sujeto se mueve con propiedad, como pez en su acuario. Ya sea porque se trata de la región próxima a «la morada» y sus inmediaciones, de la región próxima al trabajo, al colegio, con todo el sistema de rutas y recorridos que tejen la trama de los lugares que el sujeto debe «saber» descifrar y utilizar. Para dar como resultado finalmente aquello que llamamos la «ciudad». Hace aproximadamente cuatro años visité a Buenos Aires. De la experiencia y visión de varios días de aquella ciudad maravillosa sólo he podido conservar un puñado de borrosos fragmentos que, sin embargo, constituyen todavía hoy eso que en mi representación de la ciudad puedo denominar Buenos Aires: el Hotel Roma, punto de partida de la representación. Luego algunos pasos titubeantes hasta llegar a la esquina. En seguida, según el mapa urbano que he tomado de la recepción del hotel,

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comprendo que debo doblar a la derecha dos cuadras hasta encontrar Florida. Y, por Florida, doblar a la izquierda y caminar hasta el fondo, si deseo llegar a Corrientes. Giro ciento ochenta grados y por la vereda del otro lado empiezo a caminar de regreso, siempre por Florida, feliz y tomando confianza en mí mismo, agarrado siempre de mi mapa urbano, hasta desembocar en una gran avenida poblada de árboles, un monumento al fondo, ei memoria de un procer cuyo nombre he olvidado. Después de mucho andar alguien me informa que ya estoy cerca de la morada de Borges, mi meta. Vuelvo a consultar el mapa y tomo por callejuelas que sé me habrán de conducir a mi destino. Entro por fin en la calle de Borges. Identifico el número de su puerta, vuelvo a tomar distancia y fijo mis ojos en la ventana del segundo piso. «Su ventana», me digoCY entonces, sin saber muy bien por qué, evoco de inmediato aquella otra ventana, Ta~de Fernando Pessoa en su morada del Largo de San Carlos, en Lisboa. Aquella ventana en un cuarto piso y yo a la sombra de un cerezo en uno de los costados de la pequeña plaza, bebiendo a sorbos de una botella de vino verde en honor del poeta, a solas y en homenaje a su memoria, silenciosamente, para siempre. Buenos Aires y Lisboa, dos ciudades tan diferentes como distantes, asociadas en mi mente por la sola idea del vacío helado de una ventana, por la imagen de un poeta en cada caso ya nunca más asomado a la ventana de su propia morada ahora convertida en pequeño museo, dos ciudades hechas sólo de la fugacidad de unos pocos instantes, materia inasible pero absolutamente verdadera, de la que están conformadas siempre las ciudades de la memoria, como en el texto de Italo Calvino. Me inclino ante la morada de Borges, en señal de despedida, doy la espalda con sumo respeto y me regreso muy pensativo por las callejuelas próximas a Florida, rumbo al hotel. Pero antes sé que debo tomar unas cuantas copas de grapa en el «Tentempié», aquel bar a la vuelta del hotel donde me esperan Fernando de la Fuente y R.H. Moreno-Durán, para hacer cuarteto con Cobo Borda. Siempre supe, por supuesto, que

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Buenos Aires es y será muchísimo más que mi borroso recuerdo de mi paso de sólo unos días por sus calles. Yo mismo lo experimenté y lo pude vivir caminando a la perdida hasta altas horas de la noche, por Palermo, o en el automóvil de un poeta que se ofreció a llevarme hasta La Boca. O, incluso, una noche de parrilladas y de carnes asadas en los restaurantes de la zona del río anchuroso y plateado, donde pudimos observar de lejos el resplandor nocturno de Montevideo. Pero aun así y a pesar de mi esfuerzo integrador, mi representación actual de Buenos Aires es tan sólo una confusa totalidad hecha de fragmentos de lugares que recuerdo, apenas instantes de sensaciones olfatorias y acústicas y no pocos juicios de valor. Todo ello organizado como una ficción alrededor de un pequeño mapa capaz de reducir una manzana poblada de árboles y transeúntes a menos de un centímetro cuadrado, capaz de convertir a San Telmo y todo lo qué allí sucede en algo que es mucho menos de un centímetro cuadrado, todo Buenos Aires representado en un insignificante recuerdo de sólo unos días o en un fragmentario «saber» acerca de ciertas «claves» de sentido y de uso de la ciudad, algo capaz de conferirle siquiera un precario sentido al conjunto. De este modo, y tal como sucede con el personaje de Ricardo Piglia citado en el epígrafe, mi idea de Buenos Aires gira ahora predominantemente alrededor del «Bar Tentempié» y sus evocaciones. Lugar del cual me fui a despedir, en acto absolutamente solitario, la mañana de mi regreso a casa, perturbado por la zozobra de sólo pensar que un buen día, por alguna razón, ese bar cerrará sus puertas y desaparecerá para siempre, del mismo modo como Borges y Pessoa desaparecieron para siempre de sus ventanas. LA CIUDAD DE LOS AÑOS SESENTA Y SETENTA Al terminar mi bachillerato —ya había muerto papá— debí viajar a Bogotá para continuar con mis estudios universitarios. Y entonces Cali empezó a ser, desde ese día, absolutamente otra

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ciudad. Las canchas de fútbol del Sears y del Edificio Venezolano, en cuyos predios pasé los últimos años de mi bachillerato, fueron reemplazadas muy rápidamente por los bares, los restaurantes, las librerías y las cafeterías que habían prosperado alrededor de la Universidad Santiago de Cali, en el costado de enfrente del Teatro Municipal. El deportista del bachillerato, con sus correspondientes lugares elegidos, estaba siendo desplazado muy rápidamente por el universitario aficionado a la lectura y el debate intelectual, con sus otros lugares elegidos. La época del fervor y de la conversación intelectual, con su nueva racionalidad, estaba definiendo por sí misma la selección de otros lugares de privilegio y, en consecuencia, la representación de la ciudad comenzó a ser otra. Cuando venía de Bogotá, en uso de vacaciones o de simples pretextos, de inmediato me encontraba fumando mi pipa y caminando encorvado y pensativo entre la Librería Nacional y la Universidad Santiago de Cali, por la carrera quinta. La ciudad, para muchos de nosotros, consistió durante aquellos años en una especie de escenario móvil que giraba alrededor de la universidad. La vida bullía en medio de un rico debate político e intelectual, que se vivía con intensidad no sólo en las aulas y pasillos, corredores y patios, sino, fundamentalmente, en las mesas de las cafeterías aledañas, bares, cantinas y restaurantes, e incluso en los predios de la «Librería Letras», donde tomábamos café y abonábamos algunos pesos a nuestra interminable deuda de libros. El Cali de la infancia y de la adolescencia se vio entonces de pronto sustituido por la ciudad del fervor intelectual y del debate político, literario y filosófico. Titta Ruffo, atendido por Carlos Arbeláez, y la cantina de Lila Cuéllar, lugares de la música culta y de la conversación y el ensimismamiento. Sitios para conversar y pensar, que hoy ya no existen. «Aquí es Miguel» y «El Sesteo», lugares para otro tipo de bohemia y serenata. Y hacia el amanecer el retomo a casa, abrazado con los amigos y cantando por la Avenida Colombia, a veces chapoteando con ropa en el río, a las carcajadas, a veces resolviendo los principales problemas del mundo.

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LA CIUDAD HOY Pasaron los años y la ciudad dejó de ser muy rápidamente lo que era para pasar, por supuesto, a ser otra cosa. Las masivas migraciones desde el Cauca, Nariño y Chocó, aunque también de la región de la colonización antioqueña, terminaron apoderándose de la ciudad, ocuparon sus calles y transformaron la plaza y el centro, de nuevo y como en las fotografías del siglo XIX, en una plaza de mercado, donde al lado del tomate y la cebolla se expenden ahora alicates, cuchillos y serruchos. El «saber» urbano y civil republicano construido alrededor de pasados «usos» y «claves» relativas al «consumo» de la ciudad, resulta ahora prácticamente inexistente e incluso irrelevante en la medida en que ha sido sustituido por otro tipo de «destrezas» y «saberes» propios del dominio de camadas de jóvenes que «usan» y «consumen» la ciudad a partir de una racionalidad banal y hedo- nista según la cual nada es trascendental y vivir el instante es lo que cuenta, cuestión que está muy a tono con el pensar vivir de nuestro tiempo. Estos muchachos de ahora, con todo derecho, y tal como en otro tiempo lo hicimos nosotros, están construyendo un tejido de recuerdos, representaciones y evocaciones alrededor de sitios y vivencias absolutamente diferentes, que para ellos son «Cali». En el tejido de «sus» lugares y de «sus» referentes espaciales, los jóvenes de hoy no incluyen por supuesto aquellos sitios públicos propicios para el despliegue del pensamiento crítico y la palabra politizada e ideologizada, pues los jóvenes de hoy están definitivamente en otra cosa. Más bien privilegian aquellos lugares donde el cuerpo en danza sustituye a la palabra y al pensamiento, centro, eje y motivo de la actual convergencia. Una especie de ideología de la salsa musical se ha apoderado de todo, como una forma de sentir y de vivir que no exige pensar más allá de lo mínimo, hasta el punto de que alrededor de dicha ideología se estructura lo más significativo del tejido estético y ético banalizado de la ciudad, que tras esta especie de cortina de

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«felicidad» por decreto y casi emblemática puede ocultar sus miserias y sus úlceras. Pero sobre todo huir de la conciencia crítica de las mismas, escondiéndose tras úna máscaráTde Trénesí colectivo que se ha convertido en un elemento que ha terminado operando como una suerte de irónica señal de identidad. Hablo de una ideología de la salsa, que no de la salsa como música, no obstante que ella se empobrezca y se repita ahora en fórmulas y en esquemas reiterativos de voces que se imitan las unas a las otras, letras mal hechas que no dicen nada y coros salidos del papel carbón, que la gran masa consumista recibe en su éxtasis de «alegría» programada porque se siente disfrutando de una «fórmula» de éxito comercial muy a la moda y muy útil a la hora de no pensar y de callar para que el cuerpo haga frenéticamente lo suyo, quizás porque no vale la pena hablar en serio ni decir ni pensar nada que perturbe la alegría, o porque ya no se cuenta con el dispositivo cultural para sentarse a hacerlo. La ciudad rinde pues culto, ahora, no al pensamiento sino a los cuerpos que hablan su lenguaje de danza a la luz de una ideología que pregona como virtud emblemática un interminable «goce salsero», ante la ausencia total de otro horizonte. Esta ideología de la prevalencia del cuerpo sobre el pensamiento y la palabra, para vivir sin preocupaciones moviendo las piernas y los hombros y haciendo lo posible por sentir al máximo y pensar al mínimo, esta especie de huida generacional de la Razón tiene por supuesto sus motivos, que no vamos aquí a intentar dilucidar. Sin embargo, ella ha terminado imponiéndose a la juventud de nuestro tiempo, haciendo que la «ciudad» que tenemos actualmente y que ha derivado como representación de semejante perspectiva ideológica, termine a su vez siendo, como en todos los otros casos ya antes vistos, una selección de lugares y de recorridos impuesta y gobernada por el imperio de dicha opción. La ciudad es hoy, entonces, un universo de discotecas y bailaderos, redes viales capaces de tejer y disminuir las distancias entre esos sitios y de facilitar el vertiginoso desplazamiento de los cuerpos ansiosos

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hacia los comederos de «perros» calientes, papas fritas y hamburguesas adornadas con salsa de tomate y mostaza sobre montones de salsa Niche. No sólo estamos, pues, en presencia de una nueva ética sino, como podrá advertirse, en presencia de una nueva estética de la vida. Y esa nueva estética y ética de los jóvenes selecciona y elige para la memoria de la «ciudad» otros lugares, privilegia otros recuerdos y otras redes de sentido, a la vez que construye otra manera de «usar» la ciudad y otro modo de construir y a la vez descifrar su sentido. Ignoro si esta ciudad de hoy, construida a partir de esta clase de evocaciones y recuerdos, sea mejor o peor que la ciudad que en otro tiempo viví y respecto de la cual llegué a hacerme, junto con mis amigos de generación, otro sistema de evocaciones y recuerdos alrededor de sitios y lugares de referencia por completo diferentes, cargados de otra forma de valor, de otro sentido de lo bello, de lo justo, de lo importante o de lo significativo. Sólo consigo sacar en limpio la conciencia de estar ante dos tipos de «ciudades como representación» totalmente diferentes, y que en la que ahora existe para mi uso, disfrute, desciframiento y consumo, donde el lenguaje expresivo del cuerpo en danza se ha instalado con inusitado predominio sobre el ahora desprestigiado y deslegitimado lenguaje de la «Razón lúcida y crítica», según algunos vieja decrépita de otros tiempos mejores, ahora que la imagología se impone y nada importa porque no existe «fundamento» de nada y lo que hace apenas unas décadas se consideraba fundamental ha huido, ahora que todo se percibe a la luz del cinismo ante la ausencia de los denominados «principios», neoliberalmente, hasta el punto de que la solidaridad entre los seres humanos ya no significa nada pues todo ha quedado reducido a la competencia y a la fascinación del éxito en el ascenso social, y la pobreza es sólo una estadística despojada no sólo de todo discurso interpretativo sino de toda praxis, digo, en esta ciudad que ya no es mía ni siento mía y que nada me dice ni

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siquiera como un lejano susurro de cosas muertas, francamente no deseo vivir. Sin embargo, nada de todo este desarraigo parece extraordinario ni quiere situarse por fuera de la lógica de la historia. En efecto, sé muy bien que la ciudad de mis padres, «como representación», fue muy otra en comparación con la mía. Ellos no conocieron Titta Ruffo, ni Lila Cuéllar ni El Sesteo, donde nos amanecíamos con Alvaro Escobar Navia escuchando en devoto silencio conciertos de cítara; ni compraban libros mientras tomaban café y fumaban pipa y hacían tertulia intelectual en la Librería Nacional ni en El Café de los Turcos; ni_ militaron en ideologías políticasde izquierda cubiertos sus ojos por el res^ plandor de la utopía y el mesianismo. Por esa razón la ciudad, en cuanto «representación», es con seguridad algo mucho más complejo y móvil que aquel pesado artefacto físico de casas y torres de hormigón, que es a lo que muchas veces se la quiere reducir. Ella deviene cambiante y es históricamente relativa a las racionalidades éticas y estéticas que imponen las diferentes generaciones. De ahí que la nostalgia por lo perdido deba ser sólo un modo de aprender a morir con dignidad, viendo cómo todo huye y se relativiza en otras manos, a la luz de otros proyectos y bajo el predominio de otros afectos y sentimientos ni mejores ni peores, sino sólo diferentes.

Santiago de Cali, abril de 1995

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INTRODUCCIÓN

No han sido suficientes quinientos años para que se esfume de nosotros el fantasma de «lo otro». En las madrugadas de niebla andina, aproximo mi rostro a las vagas transparencias de la ventana y todavía me pregunto quién soy, qué dimensiones del tiempo y del espacio me habitan, qué lenguaje brota de mí, qué significan mis prolongados silencios y atolondramientos ante la hondonada de mi pasado. Alrededor de estas preguntas, que un día sin proponérmelo hice mías, se fueron delineando ciertas preocupaciones temáticas de la ficción y de la crítica latinoamericanas de pasadas décadas. Es cierto que la enigmática pregunta por «el ser», desde los griegos, terminó convirtiéndose en cuestión decisiva. Es, por excelencia, la pregunta del hombre occidental. Nadie como él indaga de este modo por su propio «ser» y por las venturas, desventuras y cráteres de impacto que va dejando la arenisca del tiempo y la historia sobre su condición. ^Pero en el caso de la América Latina esta cuestión del «ser» que hemos terminado siendo después de abigarrados mestizajes, diálogos a la brava y contrarrespuestas indias y negras, deslumbramiento de «vanguardias» y transferencias tecnológicas de todos los linajes se torna aún más compleja. Somos ahora la gran «summa» de las culturas del mundo, lugar donde Occidente se redefine, se retuerce y a la vez se recrea.

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Por lo que difícilmente ostentamos en el haber de nuestra contabilidad histórica aquella férrea «mismidad» de otros pueblos y culturas, no se sabe si por esto mismo más o menos afortunados respecto de nosotros. Carencia que algunos con no poca nostalgia denominan ausencia de «identidad», razón por la cual hemos sido condenados a arrastrar por el mundo la sospecha de andar siempre desdoblados y ser a toda hora «otros» a lo largo del denominado sendero del «progreso»; seres en préstamo de un modo tan escindido como quizás en el mundo nunca en otra época ni en otro pueblo ocurrió de semejante manera. Siempre en nuestro personal espejo el rostro de intrusos que, sin embargo, fungían de antepasados en el cruce de caminos y disparates y se paseaban por nuestras intimidades como Pedro por su jardín, complejo tejido de otredades que poco a poco se fueron volviendo propias. Haga de cuenta el criado de don Simón Bolívar, que cargaba para donde fuera con la en cierto modo infamante prueba de su ajenidad, enseñando por los salones románticos y entre las poltronas de la independencia un ojo siempre oscuro y otro azul. COEXISTENCIA DE LO MÍTICO, LO BARROCO Y LO ROMÁNTICO

La gran matriz cultural de la «summa» que ahora somos fue en sus comienzos y aún continúa siendo mítica. Producido el denominado «descubrimiento» del Nuevo Mundo, de la imaginación americana, compelida a nombrar el asombro del acontecimiento, brotó la Crónica donde quedaron registrados los viajes y los desembarcos, las travesías y las descripciones del paisaje, el talante, porte y proporción de los cuerpos humanos que salían al paso del primer hallazgo y encuentro, los animales inéditos, las plantas y las costumbres. Décadas más tarde, sobre el sereno paisaje conquistado se imponía la Colonia. Devino así un barroco colonial «de transplante» en el acto desnaturalizado de sí mismo pero igualmente en ese mismo momento enriquecido por causa

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de la matriz mítica y mestiza originaria en el barroco infiltrada. En nuestro caso un barroco sin antecedente gótico, que impregnó tanto la arquitectura de lo sagrado como la lengua de lo profano. Ante los portentos, propuestas y soluciones trascendentes y cósmicas de la arquitectura aborigen, la Colonia respondió con un barroco de artesanos populares, de cuyas manos brotaron muy pronto ángeles mestizos y vírgenes coquetas, fachadas de iglesias que parecían confituras y dulces batidos. Barroco Iúdico y a veces casi ebrio, ya nunca más el barroco europeo. Y la lengua castellana de los conquistadores, sobria y seca como las correas de sus aparejos, debió poblarse de inmediato de nuevos sonidos, palabras por fuera de los diccionarios y no pocas onomatopeyas. Pero, sobre todo y fundamentalmente, de la posibilidad flexible de nuevas e inusuales asociaciones, para dar cabida no sólo al principio de «causalidad mítica» entre fenómenos que ascendían de la «matriz» aborigen nunca desaparecida, sino para ir con urgencia de asombro hasta el más insignificante detalle descriptivo del nuevo «corpus» real que ante los ojos aparecía. Desde entonces, el idioma de Castilla ya no pudo ser nunca más el mismo de antes, en el sentido de su ganancia y enriquecimiento.tVinieron más tarde los movimientos de la Independencia, y con ellos el advenimiento de lo romántico europeo. Pero aquí, de nuevo entre nosotros lo romántico se sumerge en su «matriz» receptora, ahora en el siglo XIX, por supuesto aún más compleja y abigarrada aunque nunca en sentido lineal sino más bien concéntrico, a la manera de una gran «summa» sin eliminaciones. Por lo que «Ip romántico» entre nosotros devino mucho másjconw actitud y gesto de coyuntura ante la dominación hispánica y las condiciones de existencia política y social de la época, que comomovi- miento filosófico o estético de «reacción» frente a los supuestos atropellos de la Razón. No habíamos hecho el recorrido de la Ilustración, ni habíamos padecido el denominado «abuso del pensamiento lógico» que asesina el misterio, desencanta el mundo y pone a los dioses en desbandada, queja romántica europea,

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como para merecer un descanso reparador que atrajera de nuevo la mirada de lo sagrado en medio de aquel agotamiento de las promesas del «progreso» y del «entendimiento», mediante un retorno romántico al «edén» natural y al misterio sombrío e inextricable, pues jamás habíamos dejado de ser edén y éramos por completo misterio. El romanticismo americano se tejió y tinturó entonces desde un principio con su propia textura y especificidad. A estas alturas, ya en el siglo XIX de nuestra historia, coexistían en nosotros lo mítico, lo barroco y lo romántico, en una especie de «summa» un tanto caótica a la luz de la «lógica» histórica occidental, aunque indiscutiblemente funcional a nuestras propias tristezas, desesperanzas y alegrías, inmensamente creativa, sin que en esa «mixtura» de las culturas y civilizaciones en cuanto espacios y temporalidades lo uno consiguiera desplazar a lo otro. Eramos, pues, nosotros mismos en cuanto al mismo tiempo fuéramos «lo otro», bajo la forma de una novedosa síntesis que, sin embargo, no ocultaba la ropa prestada. REELABORACIÓN DE LA MATRIZ MÍTICA

Consolidadas las revoluciones de independencia y «expulsado» como se pensó que había sido de este modo lo extranjero, mediante una especie de fantasía de identidad que aún nos sobrecoge y nos recorre y cuyo fundamento no puede ir más allá de ser sólo un sueño hecho de buenas intenciones, empieza a partir de ahí la configuración y el mapeado de lo criollo, en cuanto obra «ahora sí» propia. Y la literatura se ve de pronto en su ficción nutrida a veces por la dimensión épica de las contiendas políticas fundadoras y desfundadoras, así como por las nuevas presencias plebeyas en su afán de afirmación, el forcejeo entre facciones o el relato de la doma de la tierra por los estancieros y la nueva burguesía rural. El nativismo y el regionalismo literario ocupan, entonces, la voluntad de la imaginación americana. Entra el siglo XX y con él la influencia entre nosotros de las vanguardias

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europeas. Sobre todo el surrealismo, que en su exaltación de lo primitivo y de lo mítico, lugar donde se suponía que las palabras se hallaban «reunidas por primera vez», convierte de pronto a la realidad latinoamericana en la prueba viviente de su teoría. A estas alturas, la vieja y resistente matriz mítica aborigen, a la que se había sumado la mitología africana, no sólo no había logrado ser borrada ni sojuzgada a causa de la superposición histórica del barroco colonial, el romanticismo de la Independencia, el criollismo subsiguiente y el modernismo, sino que resultaba ahora revivida por el reconocimiento europeo a través del surrealismo, una de sus más prestigiosas vanguardias. De esta manera, el siglo XX literario en América Latina, especialmente en su vertiente «real maravillosa» o del «realismo mágico», retoma y reelabora aquella matriz mítica jamás desaparecida, para pasar a instalarla en el centro del lenguaje y de su ficción, como una maceta de geranios. Aquella matriz mítica, en cuanto tal, no se refería por supuesto sólo a los relatos fundadores y del origen, que sin embargo en algunas obras ingresaron casi intactos, como en el caso de Miguel Ángel Asturias, sino de manera aún más perturbadora a las relaciones de causalidad entre los fenómenos. La racionalidad occidental, con su severa lógica «objetiva», jamás daría, por ejemplo, al hecho de alguien llevarse a los pies un zapato equivocado al saltar del lecho, el mismo significado y alcance que le otorga la causalidad mítica, fundadora de la mirada agorera, presa de la idea de la inexorabilidad de los presagios. Que es lo que precisamente advierte Suetonio respecto de Augusto: «Si por la mañana le ponían en el pie derecho el calzado del izquierdo lo tenía a mal presagio». Este recurso literario, típico de nuestro García Márquez y de la corriente de lo real maravilloso, no fue sin embargo común a otras literaturas latinoamericanas que habían hecho ya la modernidad de otro modo, como en Argentina. Pero, habida cuenta de estas definitivas diferencias y haciendo el registro de las imprescindibles excepciones, la cuestión de la «identidad» del hombre latino

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americano se convirtió de pronto en el tema axial de las literaturas de los años sesenta y setenta, cuestión que, por supuesto, venía gravitando ya desde la iniciación del siglo, como parte de nuestro proyecto cultural y político. PERSISTENCIA MENTAL DE UN MODO «NO MODERNO»

La matriz mítica que prohija un determinado modo de la imaginación mediante nexos causales imaginarios no es, como se sabe, exclusivamente latinoamericana. Lezama Lima da cuenta de la denominada por él imaginación Carolingia1, en la cual no obstante que el relato se encuentra ya inscrito en «lo histórico» y por tanto por fuera del mito fundador, permite sin embargo la coexistencia de la imaginación hipostasiada. Algo así como la persistencia mental de un modo «no moderno» de representarse la relación de causalidad, capaz de coexistir con el modo moderno de representarse lo mismo. EXPLORACIÓN Y TRÁNSITO POR OTRAS VÍAS

La humanidad, en todas las culturas y temporalidades históricas, parece demasiado susceptible al encanto de las causalidades imaginarias. Quizás por esto Europa y América del Norte prohijaron con tanto entusiasmo la literatura latinoamericana de lo real maravilloso, en pleno fervor del siglo XX y a modo de refresco lúdico en su embalsamamiento racional, aunque para nosotros a modo de una anhelada «señal de identidad» capaz de situarnos nítidamente en la Historia, avalado todo ello por el prestigio intelectual del surrealismo, que la prohijó e hizo suya. Esa modalidad literaria de lo «real maravilloso», tal como se la denomina, que cabalgó a horcajadas sobre el nexo causal ima

1. Lezama Lima, José, La expresión americana, México, Fondo de Cultura Económica, 1993.

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ginario de raíz mítica, el recurso del presagio y lo agorero coexistiendo sin contradicción lógica interna con la autoridad del «dato histórico», el perfume de la crónica y el avituallamiento de lo barroco en las formas, quizás ya haya llegado a sus límites y más elevadas cumbres. El reto de las nuevas literaturas latinoamericanas quizás por eso mismo consista ahora en explorar y transitar por otras vías, aunque siempre y de manera inevitable a partir de la gran «summa» en que hemos quedado convertidos, donde todo coexiste con todo, sin exclusiones ni reclamos de incoherencia, en una inédita representación del tiempo y del espacio que ya no se percibe como lineal y que al parecer ya nunca será «moderna» del todo ni del todo clásicamente occidental. Algo así como una especie de sobrecogedora redefinición de Occidente en nuestra harapienta probeta. Agrietado el prestigio de la Razón y del mito del Progreso en los países centrales que hicieron con buena letra la plana de la Ilustración y la modernidad, el refresco que a dicho agotamiento brindaron las artes latinoamericanas fue y continúa siendo no sólo conmovedor sino indiscutible. La sensibilidad postmoderna, surgida de ese hastío y desgaste de lo moderno, unida a sus demandas irracionales o simplemente «no racionales» en un mundo mental propicio al re-encantamiento y a los nuevos misticismos, condujo a la configuración de un mercado de las letras y de las artes en el cual la literatura latinoamericana por fortuna salió muy bien librada. El denominado «realismo maravilloso» se convirtió en objeto masivo de consumo en la canasta familiar y aún continúa consumiéndose incluso en el mundo desarrollado con voracidad nunca antes imaginada. Pero las demandas banales o kitsch de nuestra sensibilidad postmoderna, en algunos casos relativamente renovadoras aunque en otros casos peligrosamente neoconservadoras, quizás continúan operando todavía como simple mercado potencial de nuestro quehacer, aunque no necesariamente como motivo de nuestra más rigurosa y legítima búsqueda literaria actual. Puesto que es

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posible en términos estéticos separarse del consenso para tomar otros rumbos que el mercado por ahora no recepta ni tolera con el mismo entusiasmo con que fue prohijado en su momento aquello que provenía de la matriz mítica latinoamericana fundadora. Lo cual plantea a los nuevos escritores y creadoras el asunto de la validez y pertinencia de sus búsquedas temáticas y formales. OTRAS URGENCIAS

Agotado el «boom» de lo «real maravilloso» y su afamada causalidad mítica, casi siempre por vía de lo agorero y el presagio, recurso que cuando ahora se detecta en nuestros nuevos narradores deja sentir de inmediato su perfume de «fórmula»; extenuados los relatos míticos del origen de las razas y los pueblos americanos, tenemos por delante el reto de aquella otra complejidad que se yergue en las abigarradas ciudades latinoamericanas, laboratorios de «subjetividades» demasiado complejas, desgarradas y descentradas, donde la sensibilidad premoderna coexiste inexplicablemente con la sensibilidad postmoderna. Subjetividades errantes, desmembradas de sus muy frescas y recientes pertenencias comunitarias, estrenando nuevos modos de representarse «el mundo» y nuevos códigos de pertenencia, de uso y de relación con lo urbano, donde interpreta también la sinfónica de lo extremadamente heterogéneo. Espacio constituido por superposición delirante de inmigraciones y culturas, adaptaciones y relecturas de técnicas y objetos otorgantes de «estatus» y «confort», inéditas relaciones con esos nuevos objetos y realidades donde el asombro compite con las maneras ladinas y la resistencia abierta, la ambigüedad y la ambivalencia. Surge entonces del proceso histórico y cultural del Fin del Siglo una realidad que reclama un tratamiento literario particular, aunque no ya exactamente en el sentido de una «identidad» colectiva que marca orgullosa su frontera y su distancia con «lo europeo»

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o incluso de un modo más genérico con «lo occidental», sino más bien en la dirección de otras urgencias, en este caso derivadas del impacto de «lo urbano» americano sobre la subjetividad, desposeída ahora del sentido que le otorgaban sus pasadas pertenencias comunitarias. Este nuevo sujeto urbano americano, desahuciado ya de todo sentido de redención en los lazos familiares y comunitarios de donde fuera arrancado, apenas en la hora dé su reciente nacimiento avasallado por los medios masivos de comunicación e información y perplejo aún ante el espectáculo de su desgarradora, ahora súbdito de códigos urbanos y de ciudadanía respecto del uso, consumo y nuevas obediencias donde ya no es posible fundir la identidad subjetiva con un proyecto comunitario de mitos y leyendas, debe enfrentar sin alternativa su propia y viscosa subjetividad individual, camino a no se sabe dónde. América, donde la historia de Occidente terminó por redefinirse en su complejo hibridaje y mixtura sin antecedentes, en proceso que derivó hacia una especie de venganza y ajuste de cuentas con Hegel, quien tuvo de nosotros aquella eurocéntrica representación, según la cual éramos apenas una suerte de rueda suelta de segunda categoría en su manera de él representarse la Historia. Pues bien, a la luz de «otra mirada» nuestra «especificidad americana» ya no parecería ser aquello que nos permitiera diferenciamos de Occidente, sino, por el contrario, el lugar del espacio y del tiempo donde Occidente se redefine a sí mismo, se retuerce de cólico en su hibridaje sin medida y en su retorcimiento se enriquece. OBSOLESCENCIA DE LA «IDENTIDAD»

De manera que así como un día debimos presenciar la obsolescencia histórica de la crónica en su sentido clásico, de los relatos míticos del origen de pueblos y razas, del barroco colonial y de las formas románticas decimonónicas, el criollismo, el regionalismo y el modernismo, debemos estar abiertos ahora

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a reconocer y a presenciar también la obsolescencia histórica del tema privilegiado de la «identidad», que pasaría de ser propósito sumo en la primera mitad de este siglo a tema implícito ya hacia su final. El asunto del denominado «compromiso» se descentraría de lo político y social y pasaría a desplazarse hacia el oficio mismo de la escritura, a modo de una suerte de ética del oficio, con su correspondiente preocupación por las formas y las técnicas literarias en sí mismas. La causalidad agorera y mítica instalada en pleno siglo XX a modo de extraño anacronismo pasaría a ser reconocida como recurso literario que, de insistirse en su uso sonaría a «fórmula» refrita, mortal elección para los herederos de una magistral e indiscutible paternidad que, sin embargo, parece agotarse ya incluso en las diestras manos de sus mismos inventores. Y aparecería así, como objeto de nuestra preocupación finisecular, ya no el relato de los orígenes ni la cuestión de la identidad ni del compromiso político y social, sino el tema de la «subjetividad» o «interioridad» contemporánea de los hombres y mujeres del común, seres humanos cuyo sentido de vivir y de representarse el principio de la esperanza agoniza cada noche para ser reinventado en cada amanecer. Vidas grises, solitarias, extendidas como piezas de ropa sobre el vacío nihilista de un campo ideológico finisecular descuartizado, desdibujado y difuminado, lugar de la ironía, el humor negro o la agonía; seres humanos ahitos de sexo pero cultores del desamor y de una alegría profana del cuerpo y del imperio de los sentidos que, sin embargo, se sabe extremadamente limitada en cuanto no logra ir más allá del éxtasis del consumo. Seres huérfanos de lo simbólico, instalados apenas en la alambrada de los signos desnudos. Irrelevantes tuercas dispersas de lo que un día fuera el sueño de una gran máquina integradora del sentido y del «mundo» como totalidad, ahora bajo la forma de un férreo código «urbano» de usos, derechos y deberes que se adivina frágil y artificial, donde el habitante urbano, apenas transeúnte perenne de un viaje diario de ida y regreso que se repite hasta el desgaste debe encontrar,

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sin embargo, ese nuevo y precario sentido de vivir que sustituye al que en otro tiempo otorgaban las ideologías o los relatos míticos fundadores. Es cierto que el «boom» latinoamericano literario finalizó, con todas sus consecuencias. Existe en su reemplazo, aunque no exactamente bajo la forma de «nuevo boom», un oficio y un trabajo que no alcanzó a hacer parte de él pero que está ahí, en su apenas decoro en ciertos casos o en su indiscutible grandeza en otros. Es de suponer que quizás nunca más habrá otro «boom» entre nosotros. Nos queda entonces la difícil empresa de ingresar de otro modo o de sostenemos en el gran torrente de la literatura universal, poniendo a prueba nuestra especificidad en el abordaje de la subjetividad humana contemporánea, que quizás asuma en Latinoamérica una complejidad sobrecogedora, hasta cierto punto inédita y sin antecedentes en la historia de Occidente. Pues, ya lo dijimos, Occidente se redefine y se recrea a sí mismo en América, donde vuelve y juega su partida. Somos espacialmente América, pero también África, Europa y Asia. Y desde el punto de vista de la temporalidad somos modernos, premodernos y postmodemos, e incluso fuertemente actuales y contemporáneos. Todo ello al mismo tiempo, a modo de extraño y no pocas veces violento sincretismo de múltiples racionalidades contrarias afinque coexistentes, lo cual significa, desde luego, el aparecimiento histórico de una nueva subjetividad, conmovedoramente compleja. La novela psicológica latinoamericana tiene ante sí el reto pero también la posibilidad de un paisaje de subjetividad asombroso y fecundo. La polifonía interior del sujeto latinoamericano no tiene antecedentes, puesto que por sus vientos atraviesan, simultáneamente, vuelos de voces de variadas culturas del mundo y de diferentes temporalidades históricas, con sus correspondientes estructuras mentales, formas de imaginar y de representarse el mundo, maneras de establecerlos nexos causales, todo ello superpuesto y sincréticamente redefinido en una «nueva mentalidad» colectiva hecha de retazos amarrados pero también bajo la forma de una nueva «subjetividad». Sujetos redefinidos

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donde Occidente vuelve a hablar y a pensar de otro modo a las puertas del siglo y del milenio. Es en esa fecunda dirección donde sitúo, a modo de ejemplo y a riesgo de omitir otros muy significativos nombres, la obra experimental y de búsquedas formales de Ricardo Piglia2, el desgarramiento nómada, la errancia y la desesperanza de los extraños personajes de Sergio Pitol 3, el deliberado tono menor, aunque inmensamente refinado y culto de Darío Ruiz Gómez4 5, la aguda ironía y los juegos verbales de R.H. Moreno-Durán3 y, finalmente, esa lúcida manera de descolgarse por el pozo sin fondo de la subjetividad humana, hecha de fragmentos de un tiempo inasible pero también de extraños registros de la memoria que dan forma a los días inservibles, como ocurre en los relatos de José Balza6. Ciudad de México, noviembre de 1995

2. Escritor argentino nacido en Adrogué, provincia de Buenos Aires, en 1941, autor de novelas como Respiración artificial y La ciudad ausente, y del libro de cuentos Prisión perpetua. 3. - Escritor mexicano nacido en Veracruz en 1933, autor entre otros de libros de relatos como Infierno de todos, Los climas, Alo hay tal lugar, Del

encuentro nupcial. 4. Escritor y ensayista colombiano nacido en Anorí en 1936, autor de la novela Hojas en el patio, de los libros de relatos Para que no se olvide su

nombre, La ternura que tengo para vos, Para decirle adiós a mamá, En tierra de paganos; libros de ensayos como Tarea crítica y De la razón a la soledad, y libros de poemas como Geografía y Ala sombra del ángel, entre otros. 5. Escritor colombiano nacido en Tunjaen 1946, autor del libro de ensayos

De ¡a barbarie a la inmginaáón, de una trilogía de novelas como Juego de damas, Toque de diana y Finale capriccioso con Madonna, además de otras novelas como Metropolitanas, Los felinos del canciller, Cartas en el asunto y El caballero de la invicta. 6. Narrador y ensayista venezolano nacido en el Delta del Orinoco en 1939, autor, entre otros, de las siguientes novelas: Marzo anterior, Largo, Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar, Percusión, Media Noche, y además de un libro de relatos y de varios libros de crítica de arte.

ÍNDICE

SER CONTEMPORÁNEO: ESE MODO ACTUAL DE NO SER MODERNO....................................................................... 7 INTROITO ................................................................................................. 9 EL HIBRIDAJE CULTURAL DE TEMPORALIDADES HISTÓRICAS EN AMÉRICA LATINA .......................................... 15 SER CONTEMPORÁNEO NO ES LO MISMO QUE SER MODERNO ...............

17

¿QUÉ SIGNIFICA, ENTONCES, SER CONTEMPORÁNEO? ................................. 18 Lo CONTEMPORÁNEO Y EL MITO DEL PROGRESO .................................. 21 CULTURA, CIVILIZACIÓN Y CONTEMPORANEIDAD ....................................... 26 EN QUÉ CONSISTE EL AFÁN DE CONTEMPORANEIDAD ........................... 28 LA MODERNIDAD, UN PROYECTO INNECESARIO A LA ACTUAL CIVILIZACIÓN TÉCNICO INSTRUMENTAL .......... 32 EPÍLOGO PRIMERO ......................................................................................... 38 EPÍLOGO FINAL .............................................................................................. 40 EL LIBRO, LA LECTURA Y EL DECLIVE DEL IDEAL ILUSTRADO ............................................. 47 INTRODUCCIÓN NECESARIA ........................................................................... 49 EL LENGUAJE EN EL COMIENZO DEL «MUNDO» ..................................... 52 TENÍAMOS RELATOS PERO NO TENÍAMOS LIBRO .......................................... 53 LA LECTURA y sus CONDICIONES .................................................................. 55 LA ALFABETIZACIÓN FUNCIONAL Y EL «USO» Y «CONSUMO» DEL MUNDO ...................................................................... 55

LA LECTURA COMO DESCIFRAMIENTO DEL SENTIDO DEL MUNDO ....

59

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LA LECTURA PLACENTERA ...................................................................... 61 LA LECTURA LÚCIDA ....................................................................................... 65 LA LECTURA AGÓNICA .................................................................................... 66 LA DIVERSIDAD DE LAS LECTURAS Y LA SUERTE DEL LIBRO ....................

68

EL LIBRO COMO SÍMBOLO ......................................................................... 74 LA LECTURA LÚCIDO-AGÓNICA EN EL FIN DE SIGLO ................................. 75 LA LECTURA FUNCIONAL Y DE PASATIEMPO EN EL FIN DE SIGLO ..............

77

CONSIDERACIONES FINISECULARES SOBRE LA LECTURA AGÓNICA ..

79

EPÍLOGO ................................................................................................... 81

LA CONGOJA DEL AMOR FINISECULAR ..................................... 85 EL AMOR: ASUNTO DE LA ETERNIDAD Y DEL TIEMPO................................ 87 LA RELACIÓN AMOROSA, EL EFECTO ESPECULAR Y EL PODER .................. EL IMAGINARIO DE LA INFERIORIDAD DE LO FEMENINO Y

89 *

LA PRECARIEDAD DEL SUPUESTO PODER MASCULINO

EN OCCIDENTE ..........................................................................................

90

LA BOLA DE NIEVE DE LAS LIBERTADES Y

LAS IGUALDADES MODERNAS .................................................. 92

EL PROLETARIADO AL REDIL, LO FEMENINO AL COMBATE ....................... 95 GANANCIAS Y PÉRDIDAS: CASI NADA ES CLARO EN ESTE CRUJIR DE DIENTES ENTRE LOS ESCOMBROS DEL COMBATE ........................................................................................................... 98 LA QUEJA DEL AMOR FINISECULAR .................................................... 104 EL DECLIVE DE LOS SÍMBOLOS A TODO COSTO ......................................... 108 EPÍLOGO FUGAZ ............................................................................................ 112

LA DESESPERANZA: ALTO COSTO DE LA RAZÓN LÚCIDA ....................... 115 EL SUJETO MODERNO COMO OBRA DE SÍ ......................... 133 INTRODUCCIÓN ............................................................................................. 135

Lo YA SABIDO DEBE SER, SIN EMBARGO, RECORDADO ............................ 137 EL SUJETO Y SUS TENSIONES COMO PARTE DEL PROCESO DE APARICIÓN DEL SÍ MISMO ........................ 1 38

Los DOS SIGNIFICADOS DEL SUJETO ............................................................. 139 EL SÍ MISMO Y sus ALCANCES .................................................................. 141 EL SÍ MISMO Y SU REPRESENTACIÓN COMO ESPÍRITU O ALMA ................................................................................................................. 145

ÍNDICE

245

LA ESCUCHA DE SÍ A TRAVÉS DE LA ESCUCHA DEL PROPIO NOMBRE 147 EL SÍ MISMO Y LA OTREDAD...................................................................... 149 LA TENSIÓN ENTRE LA OTREDAD Y EL SÍ MISMO ....................................... 154 EL DESTINO COMO OTREDAD FRENTE AL SUJETO COMO OBRA DE SÍ 157 SHAKESPEARE, CERVANTES Y EL SUJETO MODERNO COMO OBRA DE SÍ ....................................................................................

158

LAS CIUDADES LITERARIAS EN LA MODERNIDAD EN CRISIS ................................................................................................... 165 INTRODUCCIÓN ............................................................................................. 167 LA CIUDAD COMO EVOCACIÓN ...................................................................... 168 LA CIUDAD COMO LUGAR DEL NUEVO NÓMADA........................................ 174 LA CIUDAD COMO UTOPÍA, OBJETO DE DESEO ........................................... 181 LA CIUDAD COMO FUENTE DE SENSACIONES ............................................. 184 LA CIUDAD COMO CRISIS DEL SENTIDO ......................................................... 190 LA CIUDAD COMO ESPACIO CULTURAL DEL CRIMEN ..................................... 199 LA CIUDAD COMO REPRESENTACIÓN ....................................................... 205 LA CIUDAD DE LA NIÑEZ ............................................................................... 209 EL VIAJE ........................................................................................................ 211 LA CIUDAD DE LA ADOLESCENCIA ................................................................ 217 LA CIUDAD DE LOS AÑOS SESENTA Y SETENTA.......................................... 220 LA CIUDAD HOY ............................................................................................ 222 LA «SUMMA» LATINOAMERICANA ............................................................. 227 INTRODUCCIÓN ............................................................................................ 229 COEXISTENCIA DE LO MÍTICO, LO BARROCO Y LO ROMÁNTICO ................. 230 REELABORACIÓN DE LA MATRIZ MÍTICA ....................................................... 232 PERSISTENCIA MENTAL DE UN MODO «NO MODERNO» .................................. 234 EXPLORACIÓN Y TRÁNSITO POR OTRAS VÍAS................................................. 234 OTRAS URGENCIAS ........................................................................................ 236 OBSOLESCENCIA DE LA «IDENTIDAD» ........................................................... 237

Estos ensayos invitan a pensar la violencia del mundo contemporáneo desde una perspectiva cultural, en un momento en el cual se han desdibujado las fronteras entre el bien y el mal y se han desbordado las exigencias libertarias e igualitarias, sueños modernos que en este fin de siglo sólo vuelve realidad el mercado. Fernando Cruz Kronfly (Colombia, 1943), es uno de los narradores e intelectuales colombianos más representativos de la generación del post-boom. Hijo de padre colombiano y madre árabe —circunstancia que ha significado mucho en su vida y obra—, se desempeña actualmente como profesor titular de la Universidad del Valle, en Cali, donde reside desde su niñez. Ha publicado Las alabanzas y los acechos (cuentos, 1980), y las novelas Falleba: cámara ardiente (Colombia, 1980, España, 1981), La obra del sueño (Colombia, 1984), IM ceniza del libertador (Planeta Colombiana, 1987, México, 1990), La ceremonia de la soledad (Planeta Colombiana, 1992). Sus ensayos sobre la modernidad y su crisis fueron reunidos en La sombrilla planetaria (Planeta Colombiana, 1995) y algunos comentarios literarios en Amapolas al vapor (Colombia, 1996). Ha visitado Estados Unidos, Canadá, México, Brasil, Argentina, Venezuela, España, Francia, Alemania, Dinamarca y Portugal, entre otros países, invitado por instituciones culturales para dar a conocer su obra.