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Pedro Morillas

Innovar y disfrutar

CREANDO RIQUEZA

ÍNDICE PEDRO A. MORILLAS TORRES

Empresario de larga experiencia nacido en Trujillo, Preámbulo 9 La Libertad. Estudió Administración de Empresas en la Universidad Nacional de Trujillo y siguió Introducción Laeldécada cursos de Strategic Management -en PAD de de la los sesenta 11 Universidad de Piura y finanzas en The London Backus: la gran oportunidad 17 School of Economics.

de importantes empresas, “Empresario Europa en 1969 Fundador del Año” por la Cámara de Comercio e Industria El turismo: otra oportunidad de La Libertad y condecorado con la “Medalla de Oro al Mérito Industrial” por el gobierno del Fernando El primer vuelo del cóndor: Australia, 1977 Presidente Belaúnde.

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Alemania 58 Se desempeñó como Director de la SNI, presidente de CANATUR y miembro del Consejo Directivo de Construyendo bajo la tormenta 71 CONFIEP. rusa

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El cambio de guardia

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El renacimiento se consolida 107



La venta 117

de los libros “Raíces del Futuro”, “País Montaña Es autor Combi” e “Impunidad S.A.”



Epílogo uno (un futuro)

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Epílogo dos (un pasado)

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BACKUS: LA GRAN OPORTUNIDAD

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sa mañana de 1963, en Trujillo yo estaba nervioso. Sentía

que la majestuosidad de las oficinas de Backus & Johnston Brewery del Perú —más conocida como Cerveza Cristal— solo aumentaba mi turbación. Era comprensible: yo tenía veintitrés años de edad y ninguna experiencia como ejecutivo de ventas —que era el puesto al que estaba postulando—. Lo único que creía podía apoyar mi hoja de vida profesional era ese curso de promoción de ventas que acababa de realizar en Chile, algo que luego sabría era insuficiente en comparación con lo que vería en el mundo real. Para mi gran sorpresa, yo había sido preseleccionado entre muchos candidatos de todo el país y, tras aprobar varias evaluaciones, había ingresado a la recta final. Así fue como de pronto me encontré sentado frente al escritorio de quien ostentaba uno de los cargos más importantes de la compañía, Luis Gómez Sánchez Boza, el gerente nacional de mercadeo. Lo acompañaban otros dos altos directivos que habían venido expresamente desde Lima para hacer la entrevista decisiva.

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Allí estaba ahora, rígido y enfundado en un traje azul marino, tratando de evitar que se notara mi nerviosismo en el mullido sillón de cuero. —¿Nos puede explicar, señor Morillas, qué entiende usted por promoción de ventas y cómo se controlan sus resultados? —me preguntó con cierta gravedad uno de los ejecutivos. Ya habían transcurrido algunos minutos de conversación previa. Contesté lo que, más que saber, intuía. —Una promoción de ventas es una forma extraordinaria de elevar temporalmente las ventas de algún producto. Por supuesto, para lograrlo es necesario precisar los objetivos que se quieren lograr, desarrollar un planeamiento y una estrategia, detallar los costos que implicará para la compañía, y luego implementar un monitoreo de la ejecución para evitar cualquier posible desvío del plan original. Supe que lo había logrado porque vi el brillo en los ojos de mi interlocutor. —Y díganos, señor Morillas, solo como una pregunta de interés general, ¿está enterado de cuál es la cifra aprobada del presupuesto nacional de la República para este año? —me preguntó otro ejecutivo, quizá pensando en que por mi edad yo no leía las noticias de economía. —No tengo a la mano la cifra exacta pero, si mal no recuerdo, es de cincuenta y cinco mil millones de soles, aproximadamente —respondí. Mis respuestas los dejaron satisfechos. Como ya era pasado el mediodía, me invitaron a almorzar en el conocido restaurante Morillas de la playa Buenos Aires.

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En el trayecto, mientras conversábamos, me hacía ilusiones sobre lo maravilloso que podía resultar ser parte de esa empresa. Al llegar al restaurante, mis expectativas se oscurecieron súbitamente. —¡Loco! ¡¿Qué haces aquí, Loco?! —me gritó uno de los jóvenes que cuidaban los autos de los clientes en el estacionamiento. —¡Hey, miren a Morillas! ¿De qué te has disfrazado, Loco? ¿Por qué estás con esas ropas? —gritó otro de ellos mientras una turba de muchachos, también cuidadores, franela en mano, corrían a jalonearme en forma de saludo. Eran amigos del barrio. En su inexperiencia, no podían imaginar el daño que me estaban haciendo frente a mis posibles empleadores, tan impecables ellos con sus trajes y corbatas y su auto de última generación. Yo, rojo de vergüenza, solo quería que la tierra se abriera en ese instante y me tragase en el acto. Quería desaparecer. —Bueno, bueno, parece que usted es muy popular por aquí, señor Morillas —me comentó uno de los directivos con una inmensa sonrisa—. ¿Cómo es que lo conocen? Por la manera en que me hizo la pregunta, supe que quizá no todo era tan malo. Intenté recuperar algo de aplomo. —Yo vivo en este distrito, juego fútbol por el equipo más popular de aquí, y me apodan el Loco. Todos esos jóvenes que me saludaron son mis amigos —respondí, y agregué casi con balbuceos—. Les pido mil disculpas por el incidente. Los ejecutivos estallaron en carcajadas. «No se preocupe», me dijeron ante mi expresión de congoja. Ya dentro del restaurante me preguntaron si por mi apellido tenía algo que ver con el local donde estábamos almorzando —y

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contesté que no, que conocía a los dueños pero no éramos parientes—, y seguimos conversando un poco de todo hasta que antes de concluir el almuerzo, y de forma sorpresiva, los representantes de Backus levantaron sus copas para brindar y me felicitaron dándome la bienvenida a la compañía. Luego me informaron que al día siguiente debía presentarme en la oficina para recoger mi boleto aéreo hacia Lima, donde recibiría una inducción de la compañía durante dos meses con todos los gastos pagados. Ah, y que por si acaso, mi sueldo iba a ser de tres mil dólares al mes. ¡Tres mil dólares! Casi me desmayé al oír esta frase. Yo, un muchacho provinciano, que por su tamaño y peso a duras penas parecía mayor de edad, recién egresado de la universidad y ya casado, inexperto en temas empresariales pero con muchas ganas de trabajar en lo que el destino me deparara, de pronto escuchaba una cifra que nunca habría podido imaginar. Semanas después, ya en el entrenamiento en la capital, los jefes se percataron de que mis habilidades administrativas eran mayores que mis competencias en ventas, y me cambiaron de puesto: en vez de supervisor de ventas con base en Trujillo fui nombrado administrador de la filial en Piura, en la división de mercadeo. ●●● Algún tiempo después mi joven e inexperto matrimonio no sobrevivió a mis constantes viajes al interior de Piura, Tumbes y

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Lima, por lo que a los veinticuatro años ya era divorciado. Más tarde fui nombrado gerente administrativo en Chiclayo, y pocos años después director gerente de la empresa en Huancayo, desde donde se comercializaba la distribución de cerveza en la sierra central y parte de la Amazonía. No había duda de que estaba haciendo una veloz y excitante carrera. Con esas nuevas responsabilidades se hizo notoria mi evolución personal, pero también mis carencias. Una de ellas era mi pánico a hablar en público a causa de mi excesiva timidez al escenario. Hubo ocasiones en que esto se hizo evidente ante los equipos de trabajo, lo que puso en peligro la comunicación efectiva. —Pedro, eres un chico brillante pero debes aprender a superar tus defectos y reforzar tus virtudes —me dijo en una de esas situaciones un director de Backus, un gran amigo. Había visto mi sufrimiento en una reunión y me llevó a un espacio privado para aconsejarme—. Lo que debes hacer primero es analizarte de manera fría e imparcial: localiza y enumera tus defectos para tratar de superarlos uno por uno, y tus virtudes afiánzalas copiando a otros. Luego me sugirió que tomara como referencia al mejor ejecutivo de la empresa, al que más admirase, y que emulara absolutamente todo lo que hiciera y cómo lo hiciera. Nunca olvidaré esas sabias palabras. —Imita el modo de tratar a la gente, el modo de hablar, el modo de vestir y hasta el modo de caminar —me dijo mientras me hacía un guiño de complicidad. Demás está decir que seguí esas recomendaciones por el resto de mi vida: me sirvieron para completar la educación exquisita que nunca tuve. Por ejemplo, aprendí a grabar en mi mente

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detalles aparentemente superfluos como la forma de comer y usar los cubiertos, lo cual me dio excelentes resultados a la hora de socializar con otras personas y conquistar chicas. Y asimilé también la lección de generarme nuevos retos. Así fue como aprendí a hablar inglés a los treinta años de edad, jugar golf a los cuarenta, esquiar en la nieve a los cincuenta, e incluso ahora, en que con más de setenta años estoy perfeccionando mis conocimientos de italiano. Lo más importante de todo: aprendí que siempre debía ser yo mismo y jamás pretender ser alguien que no soy. Y así, aunque de baja estatura y tez morena, nunca me creí menos que nadie ni superior ante los demás. Pero todo eso lo aprendería en el tiempo. Backus, lo sé ahora, me enseñó eso y más, es decir, todo lo que necesitaba para convertirme en el emprendedor que años más tarde estaría detrás de Carrocerías Morillas y Condor Travel, dos empresas que llegarían a ser las primeras en su especialidad en el país y en esta parte del continente. Backus fue una verdadera fuente de conocimientos, consejos, oportunidades y disciplina, un constante aprender mientras avanzaba en el camino, una «universidad de la vida». Pero así como esa compañía en algún momento me dio la oportunidad para ser quien ahora soy, creo también que me dio el suficiente empuje para que me enfrentara solo contra el mundo y me probara yo mismo de qué estaba hecho. ●●● Trabajé en la compañía cervecera durante cinco años. Lo reconozco: quizá a causa de mi juventud y mi falta de experiencia a

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El gerente me sugirió que tomara como referencia al mejor ejecutivo de la empresa, al que más admirase, y que emulara todo lo que hiciera. “Imita el modo de tratar a la gente, el modo de hablar, el modo de vestir y hasta el modo de caminar”, me dijo. Seguí esas recomendaciones por el resto de mi vida”.

ese nivel profesional, el éxito se me subió a la cabeza. En algún momento llegué a creerme más de lo que verdaderamente era. Recuerdo haber acudido a reuniones de directorio donde yo terminaba golpeando la mesa, simplemente porque otros directores ocasionalmente también lo hacían. En su momento renuncié a Backus. O me renunciaron, no recuerdo. Recuerdo que uno de esos días en los que me despedía de mis compañeros en la empresa, Jack Stenning, director de la división de mercadeo y otro gran amigo, me invitó a cenar a su casa, tal como hacía con cierta frecuencia. Allí me preguntó qué era lo que pensaba hacer a continuación. —No estoy muy seguro, Jack. Tengo una loca idea en la cabeza desde hace cierto tiempo —le respondí—. He leído sobre una nueva actividad económica que, se asegura, no tiene límite en su crecimiento, al punto que pronto se convertirá en una de las industrias más grandes del mundo. Lo llaman turismo. Y no me preguntes más, porque ni yo mismo entiendo de qué se trata ni cómo funciona exactamente. A continuación le confesé que estaba un poco desconcertado porque sentía que, al dejar Backus, había perdido todo súbitamente. Y que quizá era hora de volver a empezar y arriesgarlo todo. Que vendería todas mis pertenencias y viajaría a España para averiguar un poco más sobre esa industria que me atraía y causaba extrañeza. Stenning solo me escuchaba en silencio. En esos instantes había una enorme crisis política en el país —no pasaría mucho tiempo para que un gobierno militar de tintes nacionalistas

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Tengo una loca idea desde hace cierto tiempo —le dije—. He leído sobre una nueva actividad económica que pronto se convertirá en una de las industrias más grandes del mundo. Lo llaman turismo. Y no me preguntes más, porque ni yo mismo entiendo de qué se trata”.

controlara casi todo—, y el Perú no parecía un lugar viable para ser visitado por extranjeros. Quizá mi sueño le parecía una pesadilla. Entonces habló. —Pedro, lo que te voy a decir es absolutamente confidencial y espero lo mantengas en secreto: Backus está pensando hacer lo mismo que tú. —No entiendo —le dije, sorprendido. —Pues, bueno, el presidente Fernando Belaunde ha comentado que está interesado en promover el turismo en el país incentivando la inversión en el sector, y Backus está considerando, con seriedad, la posibilidad de ingresar en el rubro hotelero —respondió—. De hecho, ya está en conversaciones con el gobierno para adquirir la cadena hotelera del Estado. Mi amigo se refería a los llamados «hoteles de turistas», esos establecimientos que existían en cada ciudad importante del país, y que mucho tiempo después serían privatizados. Nunca sabré si Jack lo hizo a propósito, pero con su confidencia —secreto que he mantenido hasta hoy— terminó de apoyarme en mi decisión de viajar a Europa para especializarme en hotelería y turismo. Mis alas estaban preparadas y era hora de que aprendiera a volar por mí mismo.

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EUROPA EN 1969

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spaña, en esa época, todavía estaba bajo el régimen del dictador

Francisco Franco, y la represión social y cultural —muy en sintonía con la Iglesia católica— se notaba incluso en detalles intrascendentes como este: si en algún hotel alguien quería alojarse en compañía femenina, de inmediato le exigían la presentación del famoso «libro de familia», un documento donde constaba oficialmente que estaba casado con la dama en cuestión. Si no lo presentaba, simple y llanamente no había habitación. Así era el país en el que desembarqué en el otoño de 1969. En el aeropuerto de Madrid me recibió una amiga peruana, Gladys Benko, quien cursaba estudios universitarios en esa ciudad y me ayudó a conseguir hospedaje en el barrio estudiantil de La Moncloa. Al día siguiente, y tal como me lo había propuesto, me matriculé en la Escuela Superior de Hostelería y Turismo. Como yo era un egresado de la especialidad de Administración de Empresas en una universidad peruana, pude homologar los cursos referidos a gerencia, contabilidad y finanzas y llevar los

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específicos de hotelería y turismo. Yo no necesitaba un diploma: solo quería familiarizarme con el negocio. Por algo más de un año asistí a clases vestido de camarero —es decir, como mesero o mozo—, el uniforme oficial de la escuela. Aunque era un duro golpe para mi ego, pronto me acostumbré y en ese tiempo me divertí con mis compañeros: estudiamos, vagamos y viajamos por todo el país. Se hacía cargo de todo mi talonario de cheques de viajero de American Express —que era como se viajaba en esos tiempos— los ahorros de la época en que había laborado en Backus. España aún sufría los estragos de su reciente y feroz guerra civil: el atraso y la pobreza que este conflicto produjo era patente tan pronto salías de la capital. El pánico ante la presencia de la temida Guardia Civil, con sus lustrosos sombreros de tres picos y mirada cruel, era notoria, como notoria también era la recatada vestimenta de las españolas en las playas —aunque en este último punto las costumbres poco a poco fueron cediendo ante la presencia cada vez mayor de turistas extranjeros con mentalidad más abierta y liberal—. Comprobé también que no me había equivocado al decidirme por España, pues en todo el país la presencia de extranjeros era remarcable. La economía, en general, mejoraba ostensiblemente y todos allí vislumbraban un futuro mejor gracias precisamente al turismo. Para mí era claro que si quería ingresar al mundo del turismo internacional debía hablar perfectamente el inglés. Lo poco que había aprendido en el colegio no me servía de nada. De manera que por las mañanas me dediqué a mis clases en la escuela y por la noche acudía a un instituto de idiomas. Me prometí que cuando regresara al Perú yo ya debía tener dominada esa lengua.

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Con esa idea grabada a fuego en mi mente, viajé a Londres con una visa de estudio y de trabajo temporal. Iba con mucha ilusión, pero confieso que no tenía la más remota idea sobre los problemas que enfrentaría en esa ciudad. El principal fue que hice el viaje cuando ya casi no me quedaba dinero: llegué a Inglaterra prácticamente con el tanque vacío. La buena vida llevada en España casi había agotado todos mis recursos. Al salir de Lima hacia Madrid, mi talonario de cheques de viajero medía cerca de diez centímetros de alto: ahora estaba bajo su «línea de flotación» y en cualquier momento me dejaba a la deriva. La primera impresión que tuve de Londres era que se trataba de una ciudad enorme, gélida y algo descuidada, como si estuviera sucia. Estaba equivocado en esto último: no era desaseo, sino un efecto visual producido por la niebla y la llovizna permanente y el hecho de que la energía eléctrica que se utilizaba en sus calles todavía se producía con la quema de carbón. A esto se sumaba, además, que la orgullosa capital del todopoderoso imperio británico —y de casi todo el mundo por largo tiempo— paulatinamente había dejado de serla y recién —dolida pero con la cabeza erguida— empezaba a recuperarse de los estragos de la Segunda Guerra Mundial. Londres, de esa manera, conservaba un aspecto sombrío a pesar de la belleza y majestuosidad de sus edificios. Enfundado en un pesado abrigo, con bufanda y guantes y un gorro calado hasta las cejas, busqué al único amigo que tenía allí: Tim Bayly, un bohemio y simpático peruano de ascendencia británica con quien había cultivado una gran amistad en la compañía cervecera, cuando literalmente nos orinábamos de risa de

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nuestras mutuas ocurrencias mientras viajábamos. Él solía pasar sus vacaciones anuales en los pubs de Londres, y se había ocupado de reservarme un espacio en una desvencijada casona que albergaba a una decena de jóvenes estudiantes llegados desde diferentes partes del mundo: ingleses, irlandesas, malteses, neozelandesas y franceses cohabitaban alegremente compartiendo baño, cocina, habitaciones y hasta las camas con bastante frecuencia. Digamos que el lugar era parte del clima de revolución sexual de esos años, lo que hacía llevadera la estadía en ese destartalado pero amigable lugar. Una vieja alfombra gris cubría el piso de pared a pared —cuyo indescifrable color original debió haber sido crema—, y cuando le dabas un palmazo una densa nube de polvo se levantaba lentamente, delatando que por meses o incluso años no había recibido la caricia de una aspiradora. Tras pagar la matrícula en el centro de idiomas comprobé, con pánico, que el dinero se hacía literalmente humo en esa carísima ciudad, donde lo único que faltaba era que te cobrasen por el aire que respirabas. Y es que para sobrevivir al frío polar existente necesitabas la calefacción que emanaba de un pequeño aparato instalado en las habitaciones. El problema era que uno debía alimentar ese dispositivo con monedas: el día que no introdujeras nada te congelabas, así te acostaras con los zapatos puestos y muchas mantas encima. Y fueron varias las noches que pasé así. No solo eso: la cuenta de la energía eléctrica era altísima a consecuencia del oscuro y larguísimo invierno —y nunca me acostumbré a ver la ciudad con luz artificial desde las cuatro de la tarde hasta las diez de la mañana del día siguiente—.

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Yo no tenía ingresos: conseguir un trabajo con mi dominio imperfecto del inglés me resultaba difícil. Empecé a desesperarme y a tener problemas para dormir. Con todo, conservaba la dignidad: mi amor propio no me permitía extender la mano para pedir ayuda a mis padres… ¡Cómo iba a pedir auxilio un hombre que se acercaba a los veintinueve años de edad, que se había independizado hacía tiempo, y que sus orgullosos padres y todo el mundo lo tenían como un triunfador! Me rompía el cerebro todos los días tratando de entender los avisos de empleo en los diarios, y cuando finalmente me contactaba con alguno de los anunciantes por teléfono, pronto se daban cuenta de mi deficiente dominio del idioma y hasta ahí llegaban mis aspiraciones. Hubo un instante en que llegué a la amarga conclusión de que mis títulos y mi experiencia profesional no servían de nada en ese país. Sentía frustración e impotencia. Un día —Dios debe haberse apiadado de mí— me encontré frente al gerente de un restaurante en Argyle Street. Recuerdo haber balbuceado tal como lo habría hecho Tarzán de los monos: —Mi-querer-trabajar-aquí. —¿Y qué es lo que sabes hacer? —me preguntó el hombre, visiblemente divertido por mi traducción, mientras al mismo tiempo conversaba y reía con un mesero de acento portugués. —Mi-saber-atender-mesas —fue mi nerviosa e insistente respuesta. El camarero, quizá por compasión, tomó la posta esta vez. —¿Y você ten experiencia? —me dijo en «portuñol». —No mucha, la verdad, pero puedo aprender: soy rápido aprendiendo.

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En Londres me rompía el cerebro tratando de entender los avisos de empleo en los diarios, y cuando finalmente me contactaba con alguno de los anunciantes, pronto se daban cuenta de mi deficiente dominio del inglés. Hubo un instante en que llegué a la conclusión de que mis títulos y mi experiencia no servían de nada”.

Entonces el portugués volteó a mirar al gerente y le tradujo a su manera: —El muchacho dice que tiene las pelotas hinchadas de tanto atender mesas en restaurantes de todo el mundo. Todos reímos. El gerente, más relajado, me mostró los camerinos con un movimiento de cabeza. Ese mismo día empecé mi etapa de mozo de restaurante en Londres. ●●● Por supuesto que en mi nuevo empleo cometí errores, de los pequeños y de los garrafales, pero tuve la suerte de que el gerente los pasara por alto. Me apoyaba. Prácticamente podría decir que fue allí donde aprendí a hablar en inglés con cierta fluidez. Diría que fue un aprendizaje, como se dice coloquialmente, «a patadas». La paga no era muy buena, pero con las propinas sumaba una cantidad razonable que me permitía sobrevivir con decoro. Con mis compañeros —por lo general ciudadanos españoles, muchos «desertores del arado» como les decían sus más educados colegas— solíamos esperar a los clientes en el fondo del restaurante, «vestidos de luces» con nuestros perfectos uniformes blancos, bien erguidos y con la servilleta perfectamente doblada sobre el brazo izquierdo, tal como hacen los matadores con su capote. Fue allí donde conocí a un joven andaluz bien plantado que, por su forma de hablar y sus modales, destacaba del heterogéneo lote de hombres y mujeres que nos ganábamos la vida en esa divertida profesión. Su nombre era Francisco Bustos. Paco.

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Él era un arquitecto naval de conocida familia en Granada, y recién casado había viajado a Londres para perfeccionar su inglés y luego emigrar a Canadá, donde viviría con su esposa. Día a día, mes a mes, Paco y yo desarrollamos una amistad entrañable en el trabajo mientras nos reíamos de nuestras propias bromas sobre esa nueva «profesión» de la que no teníamos ni idea. Por supuesto, nuestro empleo era mil veces mejor que el de muchos extranjeros con menos suerte que nosotros. Un trabajo alternativo era «grabar discos», por ejemplo, un eufemismo con el que se conocía al lavar platos en los restaurantes, un oficio mal pagado y sin posibilidades de propinas. Las propinas eran tan importantes para nosotros, que una noche, cuando Paco me despertó de un profundo sueño —por ese tiempo ambos compartíamos habitación en Londres—, no pude menos que recriminarle. —¡Puta madre, Paco! ¿Qué coño te pasa? ¡Me acabas de joder el sueño más hermoso que he tenido en los últimos tiempos!... ¡Un cliente me estaba dejando una propina de cuatro chelines! Un chelín —la vigésima parte de una libra esterlina— era lo máximo que los clientes habituales dejaban de propina. Cuatro chelines por esa época era mucho dinero para nosotros, un «pastón», como dicen los españoles. Han pasado casi cincuenta años de aquella época, y hasta ahora me encuentro con Paco en algún lugar del mundo con cierta frecuencia. Él vive en Málaga y yo en Lima. No hace mucho me recordó la vez que yo leía el diario The Financial Times mientras esperaba clientes, y de pronto una anciana, que estaba sentada en una de sus mesas, le dijo con cierta admiración mientras me observaba:

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Nuestro empleo de mozos era mil veces mejor que el de muchos extranjeros. Un trabajo alternativo era “grabar discos”, el eufemismo con el que se conocía al lavar platos en los restaurantes, un oficio mal pagado y sin posibilidades de propinas”.

—Dime, Paco... ¿crees que ese joven entiende lo que está leyendo? Y mi buen amigo le respondió: —Ese joven, mi querida señora, tiene estudios universitarios. ¡Por supuesto que entiende todo lo que lee!La señora, aún incrédula y moviendo lentamente la cabeza, con un estilo muy británico, agregó: —Pues dile que si sigue leyendo eso, llegará muy lejos en la vida… Por supuesto que Paco me recuerda muchas otras historias, y yo igual, pero lo que no le gusta recordar, particularmente cuando estamos con nuevas amistades, es que hable de nuestro famoso «posgrado de perfeccionamiento profesional» en aquel restaurante de Londres, particularmente por la forma socarrona como la describo. Después de más de un año en Londres, y ya con un mejor dominio del idioma inglés, regresé a Barcelona. Allí cogí un barco italiano que viajaba a la costa oeste de Sudamérica en una travesía que duró veintiún días. Con lo que había aprendido de hotelería y turismo me desenvolví con eficacia en Entur Perú, la cadena hotelera del Estado, y luego en Receptour, un operador turístico internacional. La lección principal que me dejó mi viaje a Europa fue a tratar bien a las personas y alternar con soltura en todos los niveles sociales, tanto en tiempos buenos como en los malos. Con eso estaba preparado para afrontar lo que el destino me deparara.

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