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Presentación Jorge Enrique González Obertura Jesús Martin "Barbero Contrapunto Jorge Enrique González Gabriel Restrepo José Luis Grosso Leonardo Tovar Adrián Serna Alfonso Torres Coda Alaiv Touraine

Ciudadanía e interculturalidad Jorge Enrique González

Los recientes debates académicos y políticos en torno a las concepciones sobre la ciudadanía en América Latina han estado enmarcados en el contexto de los procesos de democratización de sociedades sometidas antaño a regímenes dictatoriales (Chile, Argentina, Brasil, etc.), así como por los cambios de aquellas sociedades en los que las formas democráticas de gobierno se han visto históricamente limitadas por estados de excepción (Colombia). También es importante tomar en cuenta la particular conformación de la esfera política, en la que la ausencia de mecanismos de participación efectivos, a través de los partidos políticos tradicionales, o de las formas de participación ciudadana, se han visto habitualmente sometidos a serias limitaciones. (Sojo: 2002; Calderón: 2004) Además, no hay que olvidar que esos debates se han desarrollado primero en el contexto de la guerra fría y luego de la

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denominada "lucha contra el terrorismo", circunstancias que han marcado los términos del debate, trayendo como consecuencia el debilitamiento de las reivindicaciones de los sectores populares. En un caso, por el uso irrestricto del concepto de clase social o de teorías que, desde la Academia, desestimaron el potencial de acción (Agencia) de los actores sociales individuales y colectivos en torno a sus reivindicaciones como ciudadanos, en la medida en que el concepto de ciudadanía se consideraba como una noción poco productiva desde el punto de vista político, tal vez por las limitaciones a que históricamente había sido sometido. En otros casos, la "lucha contra el terrorismo" ha continuado con una tradición de sometimiento de las luchas y reivindicaciones populares, en la medida en que la doctrina de la seguridad del Estado se traslada ahora a la confrontación militar de agresiones armadas contra el poder estatal y pone las reivindicaciones ciudadanas en un plano de inseguridad peligroso en los grandes conglomerados urbanos y, mucho más, en los pequeños y medianos municipios. Otro aspecto significativo de ese contexto hace referencia a procesos que se registran en el plano económico, en los que el retorno a la democracia o el fomento de la democratización se ha hecho bajo los imperativos de las nuevas formas de acumulación de capital propias del periodo denominado "neoliberal", caracterizado por la limitación de la capacidad del Estado para regular el ámbito de la producción y, sobre todo, los circuitos del flujo financiero, en especial aquéllos referidos a la circulación del capital financiero internacional (Stiglitz: 2003, 2004). Como consecuencia de este proceso, la lógica propia de producción económica capitalista, esto es, la acción racional con arreglo a fines, o acción instrumental, ha penetrado en esta nueva etapa en la

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organización y los fines de la organización estatal, para imponerse, supuestamente, como la estrategia privilegiada para garantizar la eficiencia de la prestación del servicio publico, a la manera como las empresas privadas se preocupan por "fidelizar" a sus clientes. Con estos presupuestos cambian de manera sensible los criterios clásicos en torno a la legitimidad del poder político y se induce a los miembros de una comunidad política a adoptar como propios esos criterios. La consecuencia de esa "colonización" de la esfera publica por los criterios e imperativos del sector privado, sin que haya sido objeto de un debate abierto en el que participen los tecnócratas, los dirigentes políticos, la Academia y la sociedad civil, para evaluar los riesgos de tal transformación, lleva consigo un vaciamiento del ámbito de lo político, en el que la concepción de ciudadanía se vuelve formal y queda confinada a la esfera jurídica del reconocimiento de un conjunto de derechos y deberes definidos por la Ley (dominación legal-racional), con lo que se completa una operación ideológica de gran importancia, a saber, que desde el punto de vista cultural se dota de contenido a un significante vacío, en este caso el concepto de ciudadanía, para asignarle un sentido formalista. Por otra parte, al vaciar de contenido el ámbito de lo político en su sentido clásico, se origina un espacio social vacío en el que vienen a ubicarse preferentemente las inclinaciones y los reclamos consumistas de los individuos, o las necesidades de los gobernantes de actualizar la dominación legal-racional, a través del reciclaje de formas de un pretendido neo-humanismo (seudopedagógico). En otras palabras, ese vaciamiento de la esfera pública sirve para albergar los intereses propios del consumismo individualista (Bauman: 2000; García: 1995; Sennett: 2006), al mismo tiempo que pone en entredicho las formas tradicionales del vínculo social, contenidas

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en la propuesta clásica de la Democracia al estilo occidental, en la que los Estados nacionales se edificaron sobre el presupuesto político de la comunidad de ciudadanos/as (Schnapper: 2001). En esas condiciones cabe preguntarse, ¿qué argumentos vienen a soportar la edificación del vínculo social en la época contemporánea? En otros términos, ¿qué mutaciones sufre la condición ciudadana, en cuanto a sus efectivas posibilidades de participar en un ámbito político así transformado? A continuación nos proponemos explorar el contenido de esos interrogantes, desde la perspectiva de las sensibles transformaciones que se registran en la organización de las sociedades contemporáneas, incluso en aquéllas que, ubicadas en la periferia, comparten elementos estructurales claves, en virtud de los mecanismos sistémicos del proceso de globalización económico, que impactan sobre la organización de estas sociedades en condiciones históricas peculiares a cada formación nacional, las cuales hacen referencia a la solución que aportaron en cada caso al logro de la unidad nacional, allí donde reinaba la diversidad cultural (CEPAL: 2002). En esas condiciones, la preocupación por el carácter multicultural de estos Estados, o bien sobre el carácter multinacional, es decir, la presencia de múltiples naciones reunidas en un solo Estado, aunque no reconocidas como tales, o reconocidas en forma tardía y solo de manera formalista, nos conduce a explorar a las naciones entendidas en primer término en tanto que comunidad de ciudadanos/as, o lo que es análogo, los/as ciudadanos/as como parte vital de una comunidad que es ciertamente política, pero que además son comunidades culturales, con expresiones a nivel nacional, regional y local (urbano). El carácter político de esas comunidades nos debe permitir recordar que en su origen se conformaron gracias a una ficción muy je Emique González

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eficaz, que consistió en la creación de "comunidades imaginadas" (Anderson: 1993), con el propósito deliberado de garantizar la legitimidad que proporciona la fusión entre unidad política y unidad cultural. En ese sentido la creación de una comunidad de ciudadanos atendió más a valores de tipo universal, gracias a los cuales se atribuyó la igualdad a todos los seres humanos, así fuera de manera formal, para edificar un régimen político que aboliera las diferencias de la sociedad estamental y diera primacía a la igualdad jurídica. En ese orden de ideas las diferencias fueron negadas en aras de la pretendida igualdad jurídica, aunque en las prácticas cotidianas subsistieran tanto las diferencias identitarias, como las inequidades en cuanto a los derechos económicos y sociales. Así puede ser caracterizada, de manera inicial para nuestros propósitos, la concepción de ciudadanía con la que se inauguraron los regímenes políticos postindependentistas en América Latina en los que, en síntesis, se encuentra un reconocimiento incompleto de la ciudadanía en el plano político formal, esto es, aquel asignado por el ordenamiento jurídico orientado por la guía de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, tanto como por el principio constitucional de la división tripartita del poder publico. En el caso de la América Latina, a estas características estructurales debemos adicionar las condiciones históricas en las que se ha limitado el ejercicio pleno de la ciudadanía (Calderón, R; dos Santos: 1995) por los efectos de regímenes políticos excluyentes, la extrema pobreza de vastos sectores (en el primer quinquenio del siglo XXI, más del 50% de la población), tanto como el hostigamiento y violencia selectiva de actores armados ilegales que, sumados, obstaculizan la emergencia y formación de movimientos de protesta pacífica de sectores ciudadanos que reivindiquen sus Ciudadanía vCuituia

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derechos clásicos, también denominados de primera generación (derechos políticos), o bien los derechos que surgen de las situaciones cambiantes de la sociedad contemporánea en el plano económico y social (derechos de segunda generación), hasta llegar a la expresión de los derechos colectivos que dan cuenta de las nuevas identidades surgidas de la autoconciencia de género, preferencia sexual, etnia, grupo etario, etc. No obstante, ha sido justamente la transformación de las condiciones estructurales de estas sociedades, debido en buena medida a las necesidades del sistema económico globalizado, aquellas que han traído como una de las mayores consecuencias el debilitamiento de las funciones estatales clásicas y, con ello, el debilitamiento de la identidad nacional asociada a la soberanía y legitimidad del Estado. En esas condiciones, la comunidad de ciudadanos/as se ve abocada a forjar y expresar nuevos criterios identitarios, distintos a la identidad nacional, en el plano de la atribución de sentido en sus prácticas cotidianas. Este proceso cultural, de la mayor importancia en nuestra época, crea nuevos cuestionamientos al mantenimiento del orden político estatal, en la medida en que éste pretenda retornar a los viejos criterios de adscripción de la nacionalidad y la ciudadanía.

Participación ciudadana El resurgimiento del tema de la participación ciudadana en América Latina ha sido un fenómeno político y cultural reciente, aproximadamente desde comienzos de la década de 1980, cuando a la par de los elementos estructurales que se bosquejaron al comienzo de este capítulo, se inician procesos institucionales de reorganización en algunos países de la región, tendientes a garantizar la supervivencia de los regímenes políticos afectados por el clientelis-

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mo, la corrupción y la perdida de electorado. A continuación paso a detenerme en el caso Colombiano, en particular, a lo ocurrido en el periodo antes señalado en la ciudad de Bogotá, Distrito Capital (D.C), experiencia de renovación urbana que ha llamado la atención a nivel nacional e internacional (BID, CEPAL, Bienal de Venecia, etc.). En el caso de esa ciudad, podemos registrar un primer antecedente de importancia en el cambio que se produce en el orden institucional del Estado colombiano cuando se aprueba la elección popular de Alcaldes (1988), con la cual se pone fin a la extrema concentración del poder público en manos del Ejecutivo, en un país caracterizado durante la vigencia de la Constitución de 1886 (hasta 1991) por un extremo centralismo, que garantizaba un régimen político presidencialista en el que el Jefe de esa rama del poder público se reservaba la facultad de elegir a los Gobernadores (departamentos) y Alcaldes (municipios). El resultado de la elección popular ha sido desigual, de acuerdo a las características diversas (históricas, políticas, demográficas, culturales, económicas, urbanísticas, etc.) de cada municipio. En el caso de Bogotá D. C. se trata de una área metropolitana producto de la expansión de la antigua ciudad de Bogotá, capital histórica de Colombia, cuya expansión espacial en la Sabana de Bogotá fue anexionando en forma paulatina los municipios cercanos hasta conformar una extensa área metropolitana1 que se fue poblando con corrientes migratorias de múltiples regiones de ese país (Sabana de Bogotá, Costa atlántica, Costa pacífica, Valle del río Magdalena, zonas de colonización antioqueña en el suroccidente, Santanderes, etc.). De las corrientes migratorias de Colombia a lo largo del Siglo XX, la ciudad de Bogotá registra un alto porcentaje de aquella

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migración que se dirige a los centros urbanos, siendo la otra corriente migratoria importante aquella que se dirigió a las zonas de colonización de la Orinoquía-Amazonía. Las características de la población migrante hacía Bogotá muestran una amplia mayoría de mano de obra no calificada, con bajo nivel de instrucción, proveniente de municipios pequeños y medianos que viajaron a la ciudad capital del país en búsqueda de oportunidades laborales y educativas, estas últimas especialmente para su descendencia. Esta población de migrantes se adapta al entorno urbano de una ciudad que a lo largo de la segunda mitad del siglo XX crece sin una adecuada planificación, salvo algunas excepciones, como el diseño del Centro Urbano Antonio Nariño en 1953, concebido como proyecto piloto para albergar en edificios de apartamentos a la clase media, o el campus de la Universidad Nacional de Colombia, iniciado en 1936, o el trazado de la Avenida de las Américas, obra realizada para la celebración de la Conferencia Panamericana en 1948. Todas estas obras de desarrollo urbano se localizaron en el occidente de la ciudad, a diferencia de lo ocurrido en el sur-oriente donde se albergó una significativa cantidad de migrantes, lo que dará lugar a la denominada urbanización "pirata", en la que el uso del suelo urbano y del espacio público se verá sometido a flujos desordenados y a la especulación de comerciantes indecorosos que incluso llegaron a tener participación política en el Cabildo de la capital. Desde el punto de vista de la construcción de ciudadanía para estos nuevos habitantes de la ciudad, tal vez lo más significativo tiene que ver con las formas de sociabilidad que cada grupo de migrantes adapta al entorno urbano. En ese sentido se produce el fenómeno que ha sido descrito como la "ruralización de lo urbano", es decir, que los hábitos y

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costumbres de las regiones de origen de los nuevos habitantes de la ciudad se mantienen y toman como entorno el espacio urbano. Los hábitos y costumbres propios de la vida en común de una ciudad, cuya observancia se reducía a la élite local, ahora se verá sometida a una nueva circunstancia en la que lo sustantivo es mantener las pautas regionales de origen. Quizá esto permita comprender el valor que tuvo en un momento dado, promediando la década de 1990, la importancia que se le concedió a las acciones de política pública encaminadas a obtener normas de civismo, que fueron presentadas como la formación de "cultura ciudadana". Más adelante trataremos lo relacionado con este antecedente en lo que se refiere a las implicaciones de reducir la cultura ciudadana a las normas de civismo. Las dimensiones de los flujos migratorios hacía Bogotá representaron una fuerte presión por la urbanización de las zonas periféricas, por medio de acciones de grupos de pobladores que lucharon por sus intereses, expresándose en formas muy heterogéneas en las que la reclamación de derechos ciudadanos por la vía legal no fue la más acostumbrada, sino aquellas vías de hecho que se justificaron ex post facto. Las vías de participación fueron concentradas en torno de la denominada "Acción comunal", forma privilegiada por la Administración de la ciudad que fue objeto de clientelismo y concentración del poder, incluso como mecanismo de organización con propósitos electorales que se encargaron de pervertir el objetivo inicial.2 Desde el punto de vista económico es necesario subrayar, inicialmente, el enorme potencial que representa la ciudad de Bogotá en el contexto nacional, donde aporta cerca de un cuarto del PIB. Luego de la elección popular de Alcaldes, la estructura fiscal fue modificada, en virtud de lo cual se ajustaron algunos gravámenes urbanos y

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se logró un mayor recaudo de recursos. Esta ciudad, por otra parte, mantiene un nivel de endeudamiento (externo e interno) moderado, que ha permitido, recientemente, llevar a cabo un importante plan de inversión en obras públicas y de inversión social. Este aumento en el recaudo, fue acompañado de la limitación de los apetitos clientelistas y de algunas formas de corrupción, lo que ha facilitado la edificación de una cierta tradición de buen gobierno, en lo que hace referencia a este ámbito, tradición que se ha logrado mantener con el paso de las más recientes administraciones, aunque no ha logrado solucionar el grave problema de pobreza en la ciudad.

2. Cultura ciudadana En el marco de las transformaciones operadas con la elección popular de alcaldes en Colombia y sumado al proceso de la descomposición de los Partidos poü'ticos tradicionales, visible en toda América Latina, se presenta el fenómeno de las candidaturas denominadas "ciudadanas", o de iniciativa popular. En el caso de Bogotá es necesario tomar como referencia el hecho de que a menudo en las elecciones para el Consejo de la ciudad, las redes clientelistas no alcanzaron una dimensión totaHzante y se logró conservar una tradición de voto de opinión, el cual se mantuvo en el caso de la elección de Alcaldes. A continuación me propongo analizar el papel de las más recientes administraciones locales (1995-2007) en lo relacionado con el tema de la cultura ciudadana. En una singular campaña electoral en el año 1994 se presenta como candidato a la alcaldía de Bogotá un ex-rector de la Universidad Nacional de Colombia, A. Mockus, quien presentó a consideración de la opinión pública una serie de temas, de los cuales se empeñó en afirmar que no constituían un programa de gobierno e, incluso, afirmaba que no se comprometía con ninguna promesa

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electoral. A la postre logra el triunfo en las urnas y se empeña en poner en la agenda de las discusiones lo que denominó como "cultura ciudadana", para referirse a los problemas que ocasionaban para la ciudad algunos comportamientos de sus habitantes. Esa alusión hacía referencia al contenido de lo que en la discusión internacional se denomina con propiedad la "cultura cívica" (Almond, G; Verba: 1963), es decir, las creencias, actitudes, valores, ideales, sentimientos y evaluaciones de los/as ciudadanos/as que permite la adhesión y aceptación de la autoridad política. Esta concepción toma como referencia la experiencia histórica de los sistemas democráticos de los países anglosajones y presume la universalidad de ese modelo. De la misma forma considera que la universalidad de ese modelo hace referencia a la capacidad de mantener un cierto equilibrio por parte de los gobernantes entre "disparidades desbalanceadas", que en este caso hace referencia a la capacidad de ejercer el poder por parte de la élite dirigente y, de otro lado, la capacidad de interpretar las necesidades y los pedidos de la ciudadanía. El asunto clave en esa formulación tiene que ver con las formas que permiten a la ciudadanía organizada expresar sus necesidades y reclamos, así como las formas de veeduría, seguimiento y control del cumplimiento de esas reclamaciones. Cuando ese modelo de la cultura cívica minimiza o deja de lado los mecanismos de participación ciudadana, se reduce al ejercicio del poder, según las interpretaciones que hace de las necesidades de los ciudadanos, a través del funcionamiento de la Administración pública (manejo del presupuesto, organización burocrática). Las disparidades desbalanceadas que están en la base del concepto de cultura cívica, aparecieron en la primera administración de A. Mockus, en su planteamiento de la cultura ciudadana, expresadas en la poca capacidad de interlocución con las organizaciones ciudadanas. Ciudadanía v Cultuia

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Si bien esta etapa representa un momento importante de la transformación de la agenda de temas públicos, en la medida en que se pone en los primeros lugares el tema de la cultura ciudadana para orientar el rumbo de la administración y con ello dotar de contenido el significante vacío de "ciudadanía", también habría que reconocer que el planteamiento se quedó corto, debido en buena medida a los defectos de la concepción que lo orientaba. En efecto, la concepción de cultura cívica, para designar el campo de las posibilidades de acción de los/as ciudadanos/as, se convierte en una estrategia útil para gobernar, pero no necesariamente constituye una estrategia de desarrollo de la comunidad política. Una de las estrategias privilegiadas para tratar el tema de la cultura cívica (cultura ciudadana) de esa primera administración de Mockus, consistió en presumir que la acción del gobernante local podía adoptar la forma de una labor "pedagógica". La divulgación y popularización del "concepto" de pedagogía ciudadana, para designar el efecto educativo de la administración, fue a contracorriente de un notable esfuerzo realizado por el denominado "movimiento pedagógico", corriente conformada por profesores/as universitarios vinculados a los programas de formación de educadores, junto a una organizaron gremial de los educadores (FECODE) y a una de las líneas de trabajo de la Organización no gubernamental "Viva la ciudadanía", en el sentido de restituir el valor originario del concepto de Pedagogía. El esfuerzo de esa corriente fue desarrollado por medio del retorno a las fuentes originales del pensamiento educativo y, con ello, se logró precisar que la Pedagogía designa la labor de reflexión hecha por educadores y educandos, en torno a la relación que establecen para desarrollar las potencialidades (facultades), por medio del coJcrge Enrique González

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nocimiento y la formación de valores; gracias a ese trabajo se logra definir los fines de la educación. El saber que surge producto de esa labor es lo que en sentido apropiado cabe denominar Pedagogía (Jaramillo: 1978; Zuluaga: 1987). La sistematización de ese saber puede dar lugar a la formulación de modelos pedagógicos, en los que se establece cuales son los valores, los principios y las modaÜdades (didáctica) que permiten la praxis de esos modelos. Así las cosas, a contravía de los importantes logros del movimiento pedagógico en Colombia, desde la administración distrital se divulgó una imprecisión que hizo carrera. Aquello que debía ser designado como estrategias didácticas para garantizar el cumplimiento de algunos deberes elementales de los/as habitantes de la ciudad, como por ejemplo el uso de estrategias lúdicas y de las artes escénicas para ilustrar el uso debido del espacio publico (uso de las "cebras", o paso peatonal vial), fue confundido con la "pedagogía ciudadana". Esta lamentable confusión difundida en forma masiva, postergó indefinidamente la labor de construcción del saber pedagógico ciudadano, presentando como reemplazo las elucubraciones del mandatario de turno. De igual forma fue postergada, como consecuencia de lo anterior, la construcción de un modelo pedagógico que expresara las voces de los diversos sectores implicados en la supuesta acción educadora de los gobernantes, es decir, nada más ni nada menos, que las voces de los/as habitantes organizados/as de la ciudad, olvidando que también los educadores necesitan ser educados. A cambio de esto se puso en práctica un cierto modelo pedagógico próximo a la denominada reeducación, en la que los/as ciudadanos/as que no observan las normas (infractores) son concebidos como individuos que deben ser sometidos al imperio de la Ley. Cabe anotar que esa deformación de la denominada "pedagogía ciudadaCludadanía y Cultuia

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na" no sólo se aplicó a los/as ciudadanos/as, sino que también fue sugerida para un miembro del gabinete del gobierno distrital para subsanar una presunta falta por la que fue separada de su cargo. El abandono temprano del Alcalde Mockus para preparar una candidatura a la Presidencia de la República, que a la postre no fructificó, no fue óbice para que su sucesor en la alcaldía, Paul Bromberg, profesor de la Universidad Nacional de Colombia como el propio Mockus, continuara con las orientaciones de las políticas públicas distritales. Es necesario anotar que Bromberg ocupó desde comienzos de esa administración el cargo de Director del Instituto Distrital de Cultura y Turismo IDCT, dependencia especializada de la administración para gestionar lo relacionado con el ramo de la cultura, desde la cual se implementaron las principales medidas para poner en práctica la denominada "pedagogía ciudadana". Como resultado de esta continuidad, podemos señalar que el lugar que había logrado el tema de la cultura y la "pedagogía ciudadana" en esa administración se mantuvo y significó una etapa importante en el reconocimiento de la institucionaÜdad y de la importancia de los procesos culturales que se vivieron en esa ciudad en los años anteriores. Es importante recordar que esos procesos tuvieron como antecedentes inmediatos la actividad cultural de diversos grupos y sectores que mantuvieron un buen nivel en cuanto a sus propuestas y proyectos. Por ejemplo, cabe destacar el importante papel del movimiento llamado "Nuevo teatro", que desde la década de 1960 logró transformar la práctica de la dramaturgia e, incluso, colocarse a la vanguardia en cuanto a las propuestas de puesta en escena. A pesar de las dificultades de distinto orden, varios grupos lograron mantenerse y presentar una oferta de programación importante (Teatro la Candelaria, Teatro Popular de Bogotá, Teatro Libre de rae Enrique González

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Bogotá, entre los más destacados). De esa tradición dramatúrgica surge una propuesta de divulgación de las artes escénicas con la fundación del primer Café Concierto, en el que se logró formar un nuevo tipo de público. Ese antecedente sirvió para preparar el lanzamiento de nuevas salas de teatro en las que ese público, ahora ampliado, podía disfrutar de puestas en escena en las que se combina la presentación de obras clásicas de la dramaturgia, con nuevas propuestas en las que no falta la dosis de entretenimiento. De esas experiencias surgió el proyecto del Festival Iberoamericano de Teatro que desde 1988 viene programando cada dos años un evento de gran envergadura e importancia a nivel mundial. Además de este sector cultural, cabe destacar la presencia de otros, tales como el cine-arte, a través de la ampliación de los circuitos de exhibición en los cine-clubes, muchos de estos asociados a la actividad universitaria; la actividad pictórica y de los galeristas; la actividad de las orquestas Sinfónica y Filarmónica, que aunque asaltada por múltiples dificultades, mantuvieron una oferta constante gracias a la cooperación del teatro León de Greiff de la Universidad Nacional de Colombia; la actividad de la sala de conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República (Banco emisor) y de la propia Biblioteca que poco a poco se fue convirtiendo en una de las de mayor frecuentación de lectores en el mundo. De otra parte, es indispensable anotar el papel de los gestores culturales en los barrios de la ciudad y la actividad de grupos de jóvenes en cuanto a sus preferencias estético-expresivas (música, danza, teatro, cine, etc.). Este fenómeno muestra las transformaciones en la sensibilidad y los reclamos de nuevas formas identitarias de movimientos contraculturales y de vanguardia. La función de una generación que busca soluciones a la crisis social y cultural Ciudadanía y Cu'tuia

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ponderado la importancia del uso de la bicicleta como vehículo de transporte individual en la ciudad. El mismo burgomaestre se declaraba un fervoroso usuario de ese medio de transporte; no obstante, durante esa administración fue muy poco lo que se logró en cuanto a la construcción de las rutas apropiadas para el uso de la bicicleta, excepto la inclusión de la denominada red de ciclovías en el Plan de desarrollo 1995-1997. Con la construcción de esas vías desde la ejecución del Plan maestro de ciclorutas a partir de 1998, se puso en evidencia que, en materia urbanística, se habla en términos del diseño del espacio. Las modificaciones de la espacialidad constituyen el lenguaje privilegiado para aprender a vivir el espacio urbano. Ese principio básico de la urbanística fue aplicado de manera sistemática en esta etapa de la administración de la ciudad, en la que, sin desconocer las estrategias didácticas, se procedió a ejecutar una política pública que plasmara la renovación de algunos espacios vitales para la vida ciudadana. En cuanto a la concepción en torno a la participación ciudadana, esta administración privilegió el saber tecnocrático de los diseñadores urbanos y de los especialistas de la gestión pública. En términos de la concepción clásica de la cultura cívica de Almona y Verba (1963), se privilegió la capacidad de gobernar y el atributo de identificar las principales necesidades de la ciudadanía. La gestión tecnocrática en el campo de las políticas culturales se expresó en la elaboración de un diagnóstico de la investigación en cuanto a la cultura ciudadana (IDCT: 1999) que sirvió de antecedente para la continuación de este estilo de administración en las administraciones posteriores. La segunda Alcaldía de A. Mockus (2001-2003), asumió ese estilo de administración y elaboró un sistema de medición que le

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permitiera definir la línea de base y un conjunto de objetivos mensurables, a partir de los cuales organiza su gestión ( I D C T 2002). Cabe señalar que esta forma de concebir y organizar la gestión de lo público no fue exclusiva de ese Instituto, sino que correspondió a las directivas de la Alcaldía Mayor de la ciudad. Durante esta administración se llevaron a cabo esfuerzos importantes aún en medio de limitaciones presupuéstales, para lograr la participación ciudadana (Velásquez: 2003) y poner en actividad el Sistema distrital de cultura, los Consejos distritales de cultura, así como la búsqueda de suficiente ilustración acerca de la forma de diseñar políticas culturales urbanas, para lo cual se programó un seminario internacional sobre esa materia, al cual acudieron varios especialistas nacionales e internacionales (IDCT: 2004). No obstante, esa labor de organización de la administración se encontró envuelta en la dinámica general que impuso la labor del Alcalde, quien en un nuevo giro de sus concepciones políticas del Estado, se inclina por añadir a la concepción demoliberal el ingrediente de la psicología política de J. Elster. La concepción de la cultura en esa tendencia teórica es de carácter instrumental y la concepción de actor (ciudadano/a) se reduce al estudio de la formación de preferencias, inspirada en la Teoría de la elección racional (González: 2006). Así las cosas el esfuerzo de organización del sector cultural arrastró ese lastre y se ubicó en una tensión entre el fomento de la participación con concertación y la participación cooptada. Es necesario señalar aquí que los esfuerzos por lograr la participación ciudadana en la definición, aplicación y evaluación de la política cultural, se cruzan con la transformación de la cultura política de la ciudadanía (Alvarez, Dagnino y Escobar; 2001) y cuando esa cultura política es entendida desde una perspectiva de tipo conductista, es poco lo

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que se puede esperar en términos de la formación de movimientos ciudadanos autónomos y deliberativos (Dagnino: 2001). La tercera etapa de esta historia reciente (2004-2007) corresponde a la administración de L. E. Garzón, candidato de una coalición de grupos de izquierda reunidos en el denominado "Polo Democrático Independiente". Sus propuestas electorales tomaron como epicentro el problema de la pobreza, que ya para entonces había tomado unas proporciones preocupantes en la ciudad (la mitad de la población por debajo de la "línea de pobreza".3 Este énfasis se vinculaba a la insistencia de la izquierda colombiana por avanzar en el diseño de una política pública redistributiva, en la que se atendieran las principales necesidades básicas insatisfechas en los sectores más vulnerables. El eje del programa de gobierno fue planteado en términos de una ciudad solidaria, en la que tanto la administración distrital como la ciudadanía hicieran conciencia de esas necesidades de la población. Durante este periodo se afinaron los mecanismos institucionales de participación ciudadana, a través de la denominada "Veeduría ciudadana" (reglamentadas por la Ley 850 de 2003 y el Acuerdo 142 de 2005), mecanismo a través del cual la comunidad organizada de ciudadanos y ciudadanas vela por el cumplimiento de las metas de los programas específicos de acción. Al mismo tiempo, se dio impulso a una firme política de igualdad de género y de visibilidad de sectores marginados en razón de sus preferencias sexuales (población gay, lésbica y transexual). Estas acciones constituyen un paso firme en el proceso de identificación, visibilidad y empoderamiento de sectores diversos de la ciudadanía. Los procesos sociales y culturales que se han vivido a lo largo de estas ultimas dos décadas (1987-2007), de las cuales hemos

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señalado algunos de los principales hitos tanto de la ciudadanía como de la administración de la ciudad, nos conducen a concluir que se han logrado avances considerables, gracias a los cuales se ha logrado establecer el carácter multicultural del problema de la ciudadanía. Ha sido un logro significativo, aunque insuficiente en la labor de tener mayor participación de la ciudadanía en la gestión de lo público, para lo cual resulta indispensable pasar del reconocimiento de la diversidad a la búsqueda de acuerdos sustanciales sobre los objetivos y los procedimientos de esa gestión. Esta nueva etapa nos pone frente al problema de la interculturalidad.

3. Hacia una ciudadanía intercultural Los planteamientos de T H. Marshall (1999) respecto de la ciudadanía dan cuenta de una tipología que se propone mostrar la evolución del concepto a través de diversas etapas históricas, tomando como referencia de su análisis el caso inglés, en particular el problema de la exclusión de la clase obrera de la "cultura común", es decir, del patrimonio cultural nacional, que es el que puede ofrecer un sentimiento compartido de pertenencia. Esta exclusión preocupaba a Marshall tanto desde el punto de vista de la integración social, en el sentido de mantener y fortalecer el vínculo social, así como desde el punto de vista económico, pues se interrogaba acerca de los efectos perniciosos de mantener excluida a la clase obrera. La perspectiva de anáHsis de Marshall daba cuenta de que la causa principal de la exclusión era el bajo nivel socioeconómico, razón por la cual se empeñó en reivindicar el papel del Estado de bienestar para que garantizara los denominados "derechos sociales" (educación, salud, bienestar), de tal manera que por esa vía se lograra una mayor integración de la clase obrera. La reclamación de esos dereJorae Enriaue González

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chos sociales, como atributo inherente a la noción de ciudadanía, se sumaba a los atributos clásicos que reconocían los derechos civiles (derechos necesarios para la libertad individual) y a los derechos políticos (derecho a participar en el ejercicio del poder político). La manera como son definidos los derechos sociales en esta perspectiva de análisis retiene nuestra atención, a causa de su amplio espectro: "van desde el derecho al bienestar y la seguridad económica hasta el derecho a compartir con el resto de la comunidad la herencia social y a vivir la vida como un ser civilizado de acuerdo con los estándares prevalecientes en la sociedad" (Marshall: 1999, p. 8). A pesar de tal amplitud, esta caracterización resulta incompleta e imprecisa. Imprecisa en virtud de que en la enumeración se parte de un supuesto infundado en el sentido de que el sistema productivo permite el pleno empleo, de tal manera que el derecho ciudadano a éste permitiría a las clases trabajadoras su incorporación al disfrute de la "herencia común". Incompleta porque se asume que dentro de los derechos sociales van implícitos los derechos culturales. A pesar de que estos aparecen consagrados desde la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, (artículo 27), en la propuesta de Marshall son refundidos en los derechos sociales, desconociendo así su propia especificidad. De manera adicional, su perspectiva de análisis, centrada en el caso inglés, le hizo presumir que, en la reconstrucción económica y social de la posguerra, una teoría de la función integradora de los derechos de ciudadanía ampliados sería necesaria y suficiente para garantizar la integración nacional de los sectores excluidos, para así tener los elementos básicos que permitieran el desarrollo económico acelerado que se necesitaba para la reconstrucción de esas sociedades que recién salían de la conflagración. Ciudadanía y Cultuia

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Cabe destacar la importancia de la teoría de la ciudadanía de Marshall en el replanteamiento tanto de teorías políticas sobre el papel del Estado y las formas de la administración pública, como en las teorías del desarrollo económico. Su impacto fue evidente, en primera instancia, en el mundo anglosajón, donde justamente se construyeron las concepciones predominantes acerca del desarrollo económico capitalista en el contexto de la guerra fría, que luego circularon ampliamente hasta convertirse en doctrinas oficiales de los organismos multilaterales de crédito (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional) surgidos como resultado de la instauración de un nuevo orden económico internacional, luego del pacto logrado en la Conferencia monetaria, de Bretton Woods ( E U A ) en 1944. En cuanto al replanteamiento de las teorías políticas que se refieren al papel del Estado y la administración pública, la concepción de la función integradora de los derechos sociales de la ciudadanía tuvo implicaciones para las concepciones clásicas de la Democracia, en particular para el denominado Estado benefactor. Las propuestas de T H . Marshall interpelaron las aplicaciones de la teoría keynesiana a la reforma del Estado, en cuanto a la ampliación de los derechos reconocidos por la legislación positiva a los derechos sociales. No obstante, como lo señalamos antes, la concepción de los derechos ciudadanos se queda muy corta en cuanto a la inclusión de los derechos culturales de la ciudadanía. El momento en que Marshall construye su tipología de los derechos ciudadanos fue anterior a un proceso histórico de importancia para la economía de los países desarrollados, incluida, claro está, Inglaterra. Me refiero a las corrientes migratorias de las antiguas colonias, que fueron a servir

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a la reconstrucción de los países europeos devastados por la guerra, como mano de obra barata (no especializada). La clase obrera que tenía en mente Marshall era sustancialmente inglesa y los procesos de inclusión por los que abogó tomaban como referencia la supuesta uniformidad cultural. Cuando se refiere a la integración y el disfrute de un sentimiento de pertenencia a la comunidad basada en la lealtad a una cultura común, toma como referencia el presupuesto de la unidad cultural en la nación, que sirve de soporte de legitimación para la unidad política expresada en el Estado unitario, en el que las diferencias culturales fueron omitidas, minimizadas, o encubiertas en el proceso de construcción de un Estado nacional, gracias al recurso de una "comunidad imaginada". Aún así, la cohesión lograda gracias a la efectividad y permanencia de esa ficción viene a ser alterada por la presencia de inmigrantes que, poco a poco, reclamaron la opción de integrarse manteniendo la diferencia cultural (Koopmans y Statham: 2006). Ese proceso de asimilación de las minorías culturales en Inglaterra no fue considerado en el modelo de Marshall, ni mucho menos el surgimiento de nuevos criterios identitarios (religiosos, de género, étnicos, etc.). Ni qué decir de las circunstancias actuales en donde el proceso de desregulación de los mercados nacionales y las enormes diferencias entre el nivel de vida de los países del Norte y los del Sur, llevan a que uno de los rasgos distintivos de la globalización de la economía sea el constante flujo migratorio. En esas circunstancias, esa teoría de la ciudadanía, que en su momento fue importante para apuntalar la reconstrucción económica europea, pronto fue insuficiente debido a las limitaciones del reconocimiento de las diferencias culturales. Por lo demás, el bienestar y el disfrute de los beneficios de la "civiÜzación", corre el serio ries-

L i ü O a O a n i c V , -JJitÜlí3

go de convertirse en una fórmula etnocéntrica, en la que el criterio universalista de una civilización por excelencia, conduce a negar o a deformar las diversas formas civilizatorias que existen en el mundo. La evidencia histórica que nos muestra la existencia de esa diversidad, tanto al interior de las naciones como en el concierto de naciones del mundo, constituye una fuente de interpelación para las concepciones teóricas acerca de la Democracia, en lo que respecta a su capacidad para reconocer la diversidad, como para respetarla e incorporarla al ejercicio de los derechos civiles y políticos. Zapata (2001) llevó a cabo un trabajo de análisis de las respuestas de tres grandes modelos teóricos sobre la manera como se concibe el pluralismo. En su examen de la teoría liberal (J. Rawls), de la concepción libertaria (R. Nozick) y de la perspectiva republicana (M. Walzer), subraya que cada concepción de la democracia presenta una visión determinada del pluralismo, la cual orienta el contenido y la estructura del modelo de análisis (p. 6). En consecuencia cada modelo de análisis posee su propia concepción de la ciudadanía y de sus derechos. Recordemos que la importancia de estas discusiones la encontramos, entre otros aspectos, en la capacidad de orientar los debates académicos y la formación de la élite dirigente. No es en vano subrayar que buena parte de los miembros de esa élite dirigente, a nivel mundial, se forma o sigue de cerca las directivas que emanan de Universidades y Escuelas superiores donde se gestan y se difunden esas ideas. No es extraño encontrar, entonces, que en las confrontaciones entre las organizaciones ciudadanas y las administraciones publicas (a nivel urbano en las municipalidades; o en las regiones; incluso en las naciones), estas orientaciones hagan su aparición, de manera implícita o explícita. De otra parte, debemos

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recordar que esas directivas en cuanto a orientaciones conceptuales de lo político, económico, social y cultural, se encuentran afincadas también en los organismos multilaterales de crédito, de donde emanan las principales líneas de definición de la política publica. En cuanto a la forma en que las principales corrientes teóricas sobre la Democracia consideran las posibilidades de una ciudadanía multicultural, podemos referir de manera abreviada las conclusiones de Zapata (2001) de la siguiente forma: (a) el modelo liberal considera la ciudadanía de una manera instrumental, a la que hay que garantizar el disfrute de los bienes primarios, que representan las condiciones mínimas para practicar la autonomía de la persona. Las relaciones entre la ciudadanía y los gobernantes se encuentran delimitadas por las indicaciones que establece este modelo respecto de la sociedad y la política. Mientras que la esfera de la política se caracteriza por el mantenimiento de un "consenso por solapamiento" en el que la búsqueda de lo justo y el significado de lo público están limitados a los denominados reclamos apropiados para garantizar su autonomía, en tanto que la esfera de lo social se caracteriza aquí como el ámbito de un pluralismo razonable (Rawls: 1996, pp. 67-71). Este orden de ideas significa que la ciudadanía es considerada como una categoría homogénea que, desde la perspectiva social, debe obrar en el marco de lo razonable que ofrece la organización política, en otras palabras, podrá participar y, sobre todo, reclamar sus derechos sólo si no dispone de sus bienes primarios. En consecuencia la diversidad cultural se ve sometida a un radical desconocimiento por cuanto los procesos identificatorios de las personas, enraizados en su diversidad, no son reconocidos como un bien primario.

Ciudadanía y Culiuia

El modelo libertario (b) considera la ciudadanía como el espacio en que los individuos actúan en comunidad. La codificación binaria que se aplica aquí es la dicotomía entre soledad y comunidad. La probabilidad que tienen los/as ciudadanos/ para ejercer su autonomía hace referencia en este modelo a su capacidad de ser propietario/a. El modelo republicano (c) se representa la ciudadanía como una condición de la cual pueden gozar los individuos en colectividad. Así, la autonomía individual es posible siempre y cuando la comunidad sea autónoma para definir sus metas y los medios para lograrlas. De otra parte, la igualdad es concebida como una igualdad de estatus, esto es, una igualdad en el espectro de las fuerzas sociales. A partir de estos dos elementos centrales, la concepción republicana de la ciudadanía se enfrenta al problema del pluralismo cultural desde una perspectiva doble, a la vez social y política. A diferencia del modelo liberal, en el que la pluralidad de oportunidades se regula a través del mercado y la política debe reservarse a la provisión de los bienes básicos, o del modelo libertario que remite la diversidad a una expresión de la pluralidad de posiciones sociales, de acuerdo a la capacidad adquisitiva de cada quien, el modelo republicano se preocupa por atender a las condiciones de la diversidad fomentando la capacidad de participación, con el propósito de garantizar las opciones para que se expresen las reclamaciones de cada sector de la comunidad diversa. En estos términos, el contenido de lo político, referido a las relaciones de poder (dominación), es sensible a las protestas y a las propuestas de los diversos sectores de la ciudadanía, aunque establece limitaciones: de una parte, la participación está regulada por lo político, es decir, por las instancias y los actores designados por la representación política (actos eleccionarios), instancias que incluso pueden determinar los Jorge Enrique González

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contenidos de la participación; de otra parte, esta participación está limitada a quienes poseen el estatus de ciudadanos, lo que implica una segregación respecto de quienes no lo poseen. Según Zapata (2001, p. 210) la concepción republicana de la participación contempla tres condiciones que establecen el margen de maniobra de la ciudadanía. En primer término, no anticipa un contenido estándar acerca de lo que debe ser la participación; además, la participación provee una opción colectiva para interpretar los bienes sociales y, por último, contempla la capacidad de supervisión de la ciudadanía organizada, respecto de los mecanismos que permiten la distribución de bienes (públicos-privados). Por otra parte, W. Kymlicka (1996, 2003, 2004) se ha encargado de demostrar la existencia de algunos mitos en la concepción liberal de la Democracia. Uno de estos, de especial importancia para el tema tratado aquí, hace referencia a la pretendida neutralidad del Estado en materia cultural. Según este mito, el Estado debe mantener una posición de neutralidad frente a las expresiones de pluralismo cultural, pero esa neutralidad ha hecho referencia, preferentemente, a una de las dimensiones de la cultura, a saber, las religiones. La construcción de ese mito del Estado liberal nos remite, entonces, a la necesidad que tuvo la construcción del Estado nacional de declararse neutral en materia religiosa, como una estrategia para ganar en cuanto al consenso y la legitimidad del poder estatal. No obstante, en algunos casos ni siquiera se presenta esa neutralidad en materia religiosa. Disipado el contenido de ese mito, es necesario reconocer que la construcción del Estado nacional trae aparejada la necesidad de minimizar, o incluso ocultar, las diferencias culturales que existen en una serie de comunidades que se pretende convertir en una sola. La formación de una comunidad imaginada, unitaria, conduce a Ciudadanía y Cultuia

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ejercer la violencia simbólica de establecer, por ejemplo, una lengua nacional, una memoria colectiva única y a establecer un supuesto destino común. Esa operación conduce a desconocer las diferencias y a crear un expediente de pertenencia al cuerpo común de la Nación estableciendo principios de carácter universal, tales como el de la ciudadanía. En esas condiciones la existencia de la diversidad cultural (multiculturalismo) no necesariamente es reconocida en la construcción del Estado nacional, ni en su interpretación liberal clásica, ni en la vertiente republicana. Sí es cierto que la concepción republicana lleva implícita una mayor proximidad entre la esfera de lo político y el ámbito de lo social, entendiendo que en este último cabe distinguir la formación y el mantenimiento de los vínculos de solidaridad en virtud de la existencia de una común "estructura de sentimiento" (Williams: 1997). Esta dimensión cultural nos remite a la discusión en torno al reconocimiento de la diversidad y a las luchas por el reconocimiento (Taylor: 1993), en la medida en que asociamos el concepto de ciudadanía reconocido por la tradición demoliberal al reconocimiento de derechos y deberes organizados según los principios filosóficos de la igualdad y la libertad. También en la concepción republicana estos principios actúan, aunque la preocupación por la solidaridad permite a esta concepción una cierta sensibilidad respecto al mantenimiento y actualización de los lazos de solidaridad.4 Ahora bien, como mostramos en el apartado anterior, constituye un logro importante el reconocimiento de la diversidad, pero una vez que se ha avanzado en ese sentido aparecen con mayor nitidez sus límites en cuanto a la participación ciudadana, incluso puede llegar a convertirse en un proyecto ideológico de la hegemonía (Zizek: 1998). El siguiente momento consiste en pasar de ese reconocimiento a la construcción de proyectos colectivos en donde rae Enrique González

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se avance en cuanto al sostenimiento de un equilibrio de fuerzas entre las organizaciones de la ciudadanía y la administración de lo público, bien sea a nivel de la ciudad, o de la región, o a nivel estatal nacional. Esta construcción de lo político, toma como premisa que este ámbito es el resultado de la confrontación de proyectos de futuro, en las que se logran equilibrios transitorios. En esta ultima parte quisiera analizar tres concepciones en torno al problema de la multiculturalidad y la interculturalidad (Kymlicka, Cortina, Touraine) tomando como eje del análisis la participación ciudadana, para sintetizar algunos elementos que puedan servir en la discusión sobre el tema y en la construcción de opciones políticas de participación que lleven a una efectiva presencia de las organizaciones ciudadanas en la definición, ejecución y seguimiento de políticas publicas incluyentes. A) En primer termino tenemos las contribuciones de W Kymlicka (1996, 2003,2004), en particular el concepto de "cultura societal", del cual entiende que designa "(...) una cultura que proporciona a sus miembros unas formas de vida significativas a través de todo un abanico de actividades humanas, incluyendo la vida social, educativa, religiosa, recreativa y económica, abarcando las esferas publica y privada. Estas culturas tienden a concentrarse territorialmente y se basan en una lengua compartida" (1996, p. 112). Más adelante añade que la denominación de societales obedece a su interés en destacar que no sólo se refieren a los valores y la memoria compartida, sino también a instituciones y prácticas comunes. Es claro que en los trabajos de Kymlicka el tipo de problemas que privilegia son aquellos relacionados con el multiculturalismo canadiense, es decir, aquellos problemas de integración nacional en un contexto que es multicultural, e incluso multinacional (una nación conformada por varias naciones). No obstante, la posibiliCiudadania y Cultura

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dad de utilizar este concepto en otras experiencias nacionales, regionales o locales debe pasar, en mi concepto, por un refinamiento que precise aún más las potencialidades de un análisis de tipo cultural. En primer lugar, caracterizar la cultura societal como "una cultura que (...)", corre el riesgo de convertirse en una explicación vacía si no se precisa que es aquello sobre lo cual se predica. La opción que adopta Kymlicka es de carácter enumerativa y se limita a identificar algunas manifestaciones de la producción cultural, es decir, los procesos sociales de producción de sentido. Antes de detallar un poco más la importancia de la producción cultural, es importante destacar el papel que concede Kymlicka a las culturas societales en su análisis del multiculturalismo, cuando pone de presente que la construcción de los Estados nacionales adopta la tendencia de construir una sola cultura societal, es decir, un solo tipo de institucionalidad a la cual deben someterse todos/as los/as ciudadanos/as. Esa institucionalidad, bien sea que adopte la forma republicana o demoliberal clásica, está edificada sobre la base de una concepción universalista de los derechos del ciudadano, según los cuales se prescriben y se garantizan en el orden legal de cada Estado. (Kymlicka; 2003, pp. 387-413). El señalamiento de este autor es apropiado cuando pone en evidencia que esa operación ha sido posible porque se han desconocido o minimizado las diferencias de las diversas culturas societales que forman parte de un territorio. Ese proceso de colonización interna permite ciertamente la construcción del Estado nacional, pero a un elevado precio. El denominado mito del nacionalismo cívico, que consiste en postular la existencia de una sola nación, entendida ésta como la comunidad de ciudadanos iguales frente a la ley, puede activarse constantemente cuando se adscribe el poder político a una corriente de pensamiento favorable a una tal concepción. Jorae Enrique González

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La opción multicultural, tal como la propone Kymlicka, pasa necesariamente por el reconocimiento de las diversas culturas societales como única opción para garantizar su supervivencia, aunque deja en suspenso la forma de resolver en la esfera de la vida cotidiana de los actores esa tensión y la tendencia que puede derivarse hacia el comunitarismo y, en casos extremos, al secesionismo. Su propio punto de vista se define por una opción de liberalismo que contemple los derechos de las minorías (rectificar las desigualdades inmerecidas y que concede prioridad moral al bienestar de los menos favorecidos. 2003, p. 388), e incluso, contempla la posibilidad de combinar ese con el republicanismo cívico porque, en su concepto, los dos enfoque generan conclusiones similares respecto a la mayoría de las cuestiones importantes y propone un ejemplo: "Desde un punto de vista igualitarista liberal, uno de los probables efectos secundarios benéficos de la promoción de la justicia es el enriquecimiento de la participación política; desde el punto de vista republicano cívico, uno de los probables efectos secundarios benéficos de la promoción de la calidad de la participación política es la consecución de una mayor justicia social" (Op. cit: pp. 410). Ahora bien, es el momento de volver sobre la producción cultural, para profundizar en el significado que puede tener esta proclama por la supervivencia de las culturas. Si una de las principales funciones de la cultura consiste en proveer formas de vida significativas, es porque ésta es el resultado de un proceso permanente de producción de significado en el que los actores están actualizando su participación a través de instancias institucionales y de mediaciones (Williams: 1997, pp. 115-121). Kymlicka presta especial atención a dos rasgos de la cultura societal, a saber, el territorio y el lenguaje. Es claro que la territorialidad que toma en cuenta es la de los Estados multinacionales, al igual que el lenguaje, que es primordial Ciudadanía y Cuituia

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en cada comunidad, es decir, su lengua materna. Al respecto caben sendas consideraciones. En primer término, la territorialidad puede ser considerada a nivel nacional, regional o municipal y, con éstas, la presencia de diversas culturas societales; de otra parte, el lenguaje no debe ser reducido a la lengua, sino que éste debe comprender una multiplicidad de opciones sociosemióticas (Verón: 2004) que permiten la producción del Discurso, entendido éste como el registro espacio-temporal de la producción de sentido. En ese orden de ideas, quizá sea preferible referirse a una pluralidad de lenguajes para comprender diversas formas de discursos: arquitectónico, urbanístico, culinario, olfativo, corporal, de las vestiduras, musical, etc. Estas diversas manifestaciones de la producción cultural nos remiten a la característica de la cultura societal en un espectro más universal, más amplio, con el cual abordar fenómenos de diferente envergadura, tales como los que pueden ocurrir a nivel urbano con la ciudadanía, entendiendo que en los grandes conglomerados urbanos suele presentarse un fenómeno de diversidad cultural externo, tanto de tipo nacional, como cosmopolita. De otra parte, desde el punto de vista de Kymlicka es de interés el tema de la ciudadanía multicultural en una perspectiva que privilegia la dimensión normativa a nivel nacional, como proyecto político, pero menos la dimensión fáctica de la forma como diversas culturas societales resuelven sus diferencias, por ejemplo en el ámbito urbano. De otro lado, una ciudadanía intercultural se enfrenta con esa doble dimensión, normativa y fáctica (Lamo de Espinosa: 1995; Rodrigo Alsina: 1999), desde la perspectiva de encontrar los mecanismos que permitan la construcción de lo político, entendido esto como acuerdos transitorios en los que se respeta la alteridad, se construyen consensos a partir de la diferencia, y se mantiene el horizonte del disenso como opción para la emergencia de nuevas ae Enrique González

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subjetividades políticas. En ese sentido queda planteada la diferencia entre la multiculturalidad y la interculturalidad. Se pone entonces en evidencia que el planteamiento del multiculturalismo, de la manera en que lo hace Kymlicka, debe ser revisado para establecer cuáles pueden ser los vacíos de este frente a una perspectiva intercultural. Por ejemplo, se trata de determinar si los problemas que se originan en la emergencia de reivindicaciones identitarias y de derechos sociales y culturales de grupos desfavorecidos y discriminados (mujeres, infantes, discapacitados, población LGBT -lesbianas, gays, bisexuales, transexuales-, etc.), pueden ser resueltos desde la perspectiva multicultural liberal de medidas transitorias de discriminación positiva para luego incorporarles con pleno estatus de ciudadanía, o, si por el contrario, requiere de una apertura mayor donde tenga cabida el mantenimiento de la diversidad y la construcción de pactos que redefinan la ciudadanía desde una perspectiva intercultural. B) En segundo lugar paso a referirme a los aportes de A. Cortina (1991, 1997, 1999). A partir de su concepción de la ética de mínimos considera que en las sociedades modernas no basta con pasar del monismo moral al politeísmo de los valores, sino que es necesario construir el pluralismo moral, para lo cual debemos partir del reconocimiento de las bases mínimas de legalidad y orden social que son acatadas por toda la ciudadanía, así como un mínimo consenso acerca de valores, ideas y normas que una ciudadanía plural comparte y que son expresados de manera implícita o explícita en el ordenamiento jurídico. Estos presupuestos permitirían la construcción de una ética cívica en la que se reconocen esos mínimos, pero se abre la posibilidad a una ética de máximos en los que se expresen los ideales de felicidad de los diversos grupos que conforman la ciudadanía. Desde esa perspectiva se entiende enCiudadania v Cultuia

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tonces que los máximos se relacionan con la diversidad y colocan a la noción clásica de ciudadanía en una nueva órbita que es la de la convivencia entre concepciones plurales acerca de las condiciones para alcanzar una vida feliz. Estos presupuestos la conducen a proponer un liberalismo radical intercultural en el que contempla que la autonomía de las personas es irrenunciable y que los miembros de los diversos grupos deben poder conocer las opciones que se presentan en una sociedad en la que existen varios de estos, para tomar sus propias decisiones acerca de a cual grupo quiere pertenecer. En otros términos, se trata de garantizar la opción de elegir el proyecto de vida asociado a la existencia de una cultura en la que considera que puede encontrar una existencia plena (ética de máximos). Esa pluralidad de opciones es la que conduce, en opinión de Cortina, a la necesidad del diálogo intercultural, el cual debe contemplar al menos dos supuestos: 1) respetar la diversidad de cultura como una riqueza patrimonial de la humanidad y como el fuero en el que cada quien logra su propia identidad y desarrolla su proyecto de vida, 2) a partir del reconocimiento de la diversidad, se trata de instaurar el diálogo entre los/as ciudadanos/as para el logro de los proyectos comunes, lo que constituye el camino para la edificación de una ética de máximos (1999, p. 120). Los valores que, en su concepto, deben guiar la construcción de la ciudadanía intercultural son la libertad, la igualdad, la fraternidad, el respeto activo y la actitud dialógica. INTERMEZZO. Las reflexiones y las propuestas de Cortina respecto de la ciudadanía son de importancia, aunque se nota la falta de precisiones en torno a los procedimientos que rigen la búsqueda de los acuerdos interculturales. No se trata en su caso de invocar la actitud dialógica en el sentido en que lo propone J. Haiae Enriaue González

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bermas, en tanto que "patriotismo de la constitución" (Habermas: 1989, 1998); su opción busca la identificación de escenarios y actores específicos (bioética, empresarios, educación, etc. [Cortina: 1997, parte III]). Aún así, el procedimiento que requiere el diálogo intercultural necesita de precisiones para ser operativo. Tal vez una guía útil la podemos encontrar justamente en la profundización de lo que significa el proceso de producción cultural. Como anotamos antes en las observaciones que dirigimos a Kymlicka, la producción cultural nos remite a los procesos sociales de producción de sentido, gracias a los cuales se establecen las estructuras profundas de significado en las que los actores crean y recrean su vida cotidiana. En cuanto al diálogo intercultural podemos acercarnos a la argumentación de G. Marramao (1989 a y b , 1998, 2000). La perspectiva de Marramao lo conduce a plantear una "pragmática del orden", que permita resolver en cada ocasión, de manera equilibrada, aunque precaria, entre concepciones del mundo, para salir del impasse en el que, en materia moral, nos ubica el debate entre universalismo y particularismo. Su intención es la de superar la instancia metafísica de la discusión para ir a la raíz del conflicto simbólico, que se presenta entre la forma como el concepto de ciudadanía ha sido dotado de un contenido fijo por la teoría política clásica de la democracia y el sentido de pertenencia que este pueda generar en los/as ciudadanos/as en su amplia diversidad. La fuente de esta dificultad en la experiencia de la modernidad occidental la ubica Marramao en la crítica de J. Herder a I. Kant, cuando el primero encuentra "existencialmente pobre" el universalismo trascendental del segundo. La perspectiva de Herder lo aproximó a la dinámica de las lenguas y las culturas nacionales, por encima de una concepción universalista de la civilización (González: 2005a).

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Frente a esa dificultad, la opción que propone Marramao consiste en mantener la tensión entre concepciones universales, pero prestando especial atención a las formas y las mediaciones en las que los individuos concretos hacen experiencia con esos valores, experiencia que, en su concepto, está siempre mediada culturalmente, en especial por el lenguaje (2000, p. 36). Es claro en su argumentación, que el lenguaje lo comprende como una pluralidad de opciones para la construcción del sentido; en esa dirección su referencia es a los lenguajes y de allí deriva su interés en avanzar en el estudio de los códigos y el carácter performativo de los mensajes. Su interés por lo que denomina la "metapolítica" (1989) lo conduce a precisar tres aspectos claves para su fundamentación. En primer término, el esfuerzo interpretativo (dispositivo hermenéutico) debe dirigirse hacia fenómenos sociales emergentes que no son cabalmente apreciados por los esquemas clásicos de la política; en segundo lugar, para entender esos fenómenos es necesario dar forma a las nuevas "retículas simbólicas" que se establecen con estas nacientes interrelaciones conflictivas y, por último, el problema central de la legitimación del orden político es necesario ubicarla en núcleos simbólicos y constelaciones semánticas que constituyen sus prerrequisitos (González: 2005b). Estas consideraciones lo conducen a cuestionar lo que considera como la estructura profunda de significado de lo político, la cual la encuentra íntimamente atada al funcionamiento de códigos sociosemióticos binarios tales como actor/sistema, comunicación/estrategia, orden/conflicto, instituciones/movimiento. Su opción es la de una estrategia de interpretación de inspiración sistémica en la que se otorga importancia central al anáUsis de lo simbólico, que le permita comprender tanto la lógica del sistema, como la lógica de los actores, para entender lo que denomina una sociedad poÜmorfa. je Cniiuue González

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C) Las observaciones de Marramao a propósito de la "metapolítica" ponen el acento en las condiciones que permiten la emergencia de nuevas subjetividades que desde el punto de vista cultural y político adoptan la forma de nuevas formas de ciudadanía. Su interés consiste en mostrar la interrelación entre el simbolismo de los actores y el simbolismo de las estructuras, para lo cual debe enfatizar sobre el carácter prefigurado del simboHsmo de las estructuras, al que denomina pre-social y pre-comunicativo, en el que existe una codificación (simbólica) disponible para la utilización y transformación por los actores. Su crítica de la dicotomía que se establece en el código sociosemiótico actor/sistema le permite avanzar en esa demostración. En ese terreno entró en diálogo crítico con la sociología de los movimientos sociales de A. Touraine (1995, 1997 a y b, 2005) en quien nos detendremos en esta tercera etapa del análisis acerca de las condiciones para fundamentar el proyecto de una ciudadanía intercultural. El análisis de Touraine respecto del multiculturalismo se propone distinguir entre problemas falsos y verdaderos. En primer término muestra que el reconocimiento de minorías culturales ha sido el producto de la descomposición del régimen político que se construyó para dar forma a los Estados nacionales, luego de que el universalismo de la Ley y del derecho fuera reemplazado por la racionalidad instrumental propio de la producción económica, del consumo, e, incluso de la comunicación (Touraine: 1997, p. 297). De otra parte, nos pone en guardia frente a las desviaciones del multiculturalismo, cuando este se convierte en relativismo cultural y se pasa a la formación de guetos. El mayor problema que pone de presente el multiculturalismo es, entonces, evitar el aislamiento de los grupos que reclaman su propia identidad, lo que conduciría al comunitarismo, y avanzar en la resolución del problema de cómo convivir juntos siendo diferentes. Ciudadanía y Cultura

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Para avanzar en el desarrollo de esta propuesta, Touraine se da a la tarea de desarrollar algunos argumentos de su trabajo teórico, producto de una dilatada experiencia de investigación sobre los movimientos sociales, para arribar a su teoría del Sujeto. El primer elemento que elabora hace referencia a la crítica a la concepción de sociedad que se forma en la experiencia de la modernidad. Respecto de esta señala que asistimos al final de un tipo de sociedad, más exactamente de una representación de la vida social, en la que el mundo occidental ha vivido durante varios siglos (Touraine: 2005, cap. 5).s Esa representación pone en el centro de la organización social el tipo de relaciones sociales que se establecen en la economía, elemento central de esa organización de la vida colectiva en la era moderna, que viene a suceder a la religión o la política como principio organizador. El lugar donde se llevó a su máxima expresión este modelo de sociedad fue Europa, donde las diversas vías a la modernización se concentraron en torno de un modelo hegemónico que luego fue impuesto o exportado. Esa operación hegemónica minimizó la importancia de los modelos alternativos de modernización, en los que la coexistencia entre diversas vías mantuvo la referencia a culturas ancestrales y no sólo a una de ellas. Desde luego, esa coexistencia nos conduce a la comprensión de las confrontaciones históricas, o luchas entre modelos culturales en cada formación nacional. El fundamento social de la sociedad, que se perfecciona en la experiencia europea, presupone una definición de todas las categorías de la organización social en términos de funciones realizadas por actores y por las instituciones para garantizar la integración de la sociedad y su capacidad de adaptarse a los cambios necesarios para su mantenimiento (Touraine: 2005, p. 72). Ese tipo de fundamento orientó la formación de movimientos sociales, pero con la

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erosión de esa forma de ver lo social esos movimientos forman otro tipo de orientaciones, dándole un nuevo contenido al problema de la representación política y ubicándose al interior de lo que es su propia experiencia, su propia subjetividad. Esto significa que frente a la descomposición de las nociones clásicas de representación política y de vaciamiento del contenido de ésta, las formaciones o movimiento sociales (mujeres, minorías étnicas, colonizados, etc.) crean nuevos referentes que necesariamente surgen de su experiencia de vida y de la identificación de sus propias necesidades, incluidas la necesidad de actualizar su propia identidad, es decir, asistimos al resurgimiento de la dimensión cultural, en cuanto a la revítalización de la producción de sentido acerca de su propia experiencia. Esta situación la expresa Touraine en el concepto de Sujeto para señalar el proceso de subjetivación, que consiste en la adopción de una actitud de conciencia y autonomía respecto de su propia existencia y de la proyección de ésta. Trasladado al plano de la subjetivación política explora las implicaciones que tiene este proceso en cuanto a la ciudadanía como una de las tres dimensiones de la Democracia, junto a los derechos fundamentales y la representatividad de los dirigentes políticos (1995, p. 42). La combinación de estos elementos da lugar a una variedad de sistemas democráticos, según la importancia que le concedan en su proyecto político, aunque, de otra parte, aclara que en cualquier caso el libre desarrollo de la ciudadanía, en tanto que forma de subjetivación, requiere de una fuerte relación entre la sociedad civil, el sistema político y el Estado. En términos de Touraine, requiere el fortalecimiento de la sociedad nacional más que a un Estado todopoderoso. Estas precisiones son especialmente importantes en aquellos contextos en los que la fragilidad ancestral del Estado nacional, o bien el debilitamiento progresivo de éste, por efecto de la corrupción y/o la Ciudadanía y Cultura

degradación de las formas organizativas (partidos y organizaciones políticas), han dado lugar a concepciones de Estados comunitarios, formas de neopopulismo y otras variedades de fortalecimiento de la organización estatal que subsumen, para dominarla a su antojo, a la comunidad política (ciudadanía). En ese tipo de circunstancias la ciudadanía toma la forma de comunidad que, por ejemplo, necesita defenderse de una agresión interna o externa, para lo cual la sociedad política es dominada por una forma de Estado nacionalista comunitario (González: 2007). En esas condiciones resulta de mayor importancia la reactivación de la participación ciudadana, en contextos ya no solo multiculturales, es decir donde se reconozca formalmente la diversidad, sino también interculturales, en los que se requiere la construcción de transitorios equilibrios de fuerzas que den forma a la unidad de la sociedad nacional. Es claro que en esos términos, la participación ciudadana no se puede limitar a la institucionalidad que ofrece el Estado y su administración, porque lo que se requiere en moverse es el plano de la formación y transformación permanente de las subjetividades políticas. Nos movemos entonces en el plano de la producción cultural.

Para concluir Respecto de esa producción, entendida como vehículo para adelantar el diálogo intercultural, es necesario precisar algunos de sus mecanismos. En primer término, la construcción del Sujeto se ubica más en la perspectiva de la vivencia, la experiencia cotidiana, esto es, el habitar más que en el habitat. En ese sentido, no basta con las ilusiones tecnocráticas que, por ejemplo en el entorno de las ciudades, consideran que basta con la planificación urbana, o las ilusiones formalistas de quienes se inclinan por apostarle exclusivamente

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al dominio de la Ley y la institucionalidad, o de quienes abrazan quimeras racionalistas cercanas a la noción del homo ceconomicus, que a la postre terminan en tecnologías del comportamiento. En segundo lugar, la producción de sentido entendida como una operación simbólica de primerísima importancia en la formación del Sujeto, posee una "gramática" y una "semántica" que debe hacerse explícita para avanzar en la interculturalidad, como un antecedente que nos permitiría aclarar las diferencias, pero, sobre todo, construir desde las diferencias los consensos transitorios en torno a los grandes ejes de la vida política. Por ejemplo, si la Democracia y la ciudadanía obran en el plano de la formación de sentido como significantes vacíos, dotarlas de sentido nos conduce a la conciliación de lenguajes sobre estos temas. Para avanzar en esa dirección podríamos considerar, para empezar, las codificaciones binarias, que tanta influencia tienen en la formación de la experiencia en Occidente. La argumentación de H. Lefebvre (1983) pone de presente que en el fenómeno urbano no existe un sistema de signos y significaciones único, diremos aquí monocultural, sino que coexisten varios (multicultural). Añade que tampoco existe un sólo nivel en el que se desarrolla esa experiencia, sino una variedad de niveles y de dimensiones. Distingue tres niveles, el global o aquel en el que se ejerce el poder (el Estado como voluntad y representación: 85); el nivel mixto, o la ciudad en el sentido corriente de la palabra y, en tercer término, el nivel privado en que se escenifica la experiencia del ciudadano/a. En cuanto a las dimensiones o variables, diferencia entre aquéllas más instrumentales, producto de la proyección de las relaciones sociales en el nabitat, de las más vivenciales que nos aproximan a los lugares y momentos en que se escenifican las estrategias y la praxis urbana (habitar). En lo que hace a las Ciudadanía y Cultura

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que denomina propiedades topológicas del espacio urbano, las concibe como una red de oposiciones binarias, entre las cuales podemos destacar algunas: privado/público, abierto/cerrado, incluyente/excluyente, dominado/residual, orden/desorden, rural/urbano, centro/ periferia, entre otras. No cabe duda que estas codificaciones pueden ampliarse para dar cuenta de la forma como se construye el sentido por parte de los ciudadanos/as. En tercer lugar, podemos aproximarnos a la producción cultural desde la perspectiva de los procesos, mediaciones e instituciones sociales en que se desarrolla. Por ejemplo, atender al papel del paradigma de la comunicación centrado en el concepto de flujo (Martín-Barbero: 2003, p. 285), en la racionalidad que aplican los planificadores urbanos y que vive la ciudadanía. De otra parte, tenemos el desarrollo de políticas públicas interculturales, es decir, que la gestión de lo publico sea el resultado del diálogo y la negociación intercultural (Alvarez, S. et al.: 2001; Martín-Barbero: 2004). La identificación de los grupos, comunidades, asociaciones, etc. que participan en el proceso de formulación y aplicación de la política pública, para conocer sus estrategias, las debilidades, los logros, es una alternativa fértil para avanzar en la construcción de la ciudadanía intercultural.

Notas 1

El 1 de enero de 1955 se constituye el área metropolitana de Bogotá, Distrito Especial, con la incorporación de los municipios vecinos de Bosa. Engativa, Fontibón, Suba, Usme y Usaquén. 2 Vale reconocer los intentos de la Administración del alcalde L. E. Garzón por restituir el propósito original de estas formas de organización y participación de la comunidad de ciudadanos/as, a través del Instituto distrital de la participación y la acción comunal IDPAC; será necesario Jorge tnnque González

esperar para conocer los resultados de la reforma de la Administración efectuada en febrero de 2007. 3

La línea de pobreza es un indicador que se define por la insuficiencia

del ingreso del hogar para adquirir la canasta familiar básica de bienes y alimentos. 4

Los recientes acontecimientos que se han presentado en Francia en

cuanto a los denominados "signos ostensibles de religiosidad" en los planteles educativos, expresado en el reclamo de un grupo importante de mujeres de origen musulmán para portar la pañoleta cubriendo sus cabezas y negarse a llevar a cabo ejercicios físicos que impliquen descubrir parcialmente su cuerpo, pone de presente una de las facetas del problema que debe resolver el orden republicano de la Democracia francesa. De manera complementaria, ese acontecimiento forma parte, no lo olvidemos, de una serie de procesos sociales que tienen relación con las luchas por el reconocimiento de la diferencia de los sectores de inmigrantes, tanto de primera generación, como de sus hijos/as y nietos/as. 5

También Z. Bauman (2004) y U. Beck (1998), cada uno a su manera,

coinciden con esta apreciación.

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Ciudadanía y Cultura

Conciudadanía en clave cultural Gabriel Restrepo

El camino del ensayo: cruz y grama de la ciudadanía El concepto de ciudadanía es del orden de lo complejo; es decir, se trata de un concepto denso, multidimensional, de muchas relaciones a la vez recíprocas y asimétricas que no se puede reducir a uno de los componentes ni juzgarse sin polivalencias, pese a que así se haya hecho en la historia o en las distintas escuelas de pensamiento. Sus referentes o atributos temáticos son muy diversos, lo mismo que su alcance espacial, pese a que por tratarse de un concepto asociado a la constitución del poder el centro neurálgico de la ciudadanía, radique en la ciudadanía política y su espacio de gravitación haya sido de preferencia la ciudadanía estatal nacional. En tanto complejo es un concepto que encierra un enigma. Para develarlo proponemos como metáfora para un método: la del crucigrama. Según el Diccionario de la RealAcademia, cruci-

grama es: "Enigma que se propone como pasatiempo, y que consiste en llenar los huecos de un dibujo con letras, de manera que, leídas éstas en sentido horizontal y vertical, formen determinadas palabras cuyo significado se sugiere". Aquí el pasatiempo es el pensar y nuestro enigma es el concepto de ciudadanía. El pensar es el oficio de un pasatiempo que parece ocioso, el del llamado "intelectual", pero frente al cual cabe recordar que "no hay nada más práctico que una teoría". Si mencionamos a continuación lo que significa pensar para 25 figuras de orden mundial, la mayoría de las respuestas apuntan a develar problemas relacionados con la ética y con nuevas condiciones de ciudadanía, lo mismo que situarse ante la sorpresa de lo contingente no pensado antes.1 Pensar implica moverse entre la babel y el logos (Ladmiral: 813, 2005:25); traducir o trasladar (Violante: 2005, p. 14); "comenzar desde cero" (Cavell: 2005, p. 21); ir a donde no nos esperan y mirar a aquello que no nos mira (Diane: 2005, p. 25); "hacer visibles los filamentos del lazo social" (García Canclini: 2005, p. 29); poner en diálogo la razón, las visceras y el corazón (Kadahr: 2005, p. 33); ver lo que nadie ha visto (Cantor: 2005, p. 37); abrir el pensamiento a lo aleatorio de la vida (Gil: 2005, p. 41); fijarse en lo lábil e incierto (Hacking, 2005, p. 45); ir más allá de los simulacros y del sonambulismo (Mendes: 2005, p. 49); repensar los fundamentos de la Übertad y de la necesidad (Zizek: 2005, p. 53); ejercer con la maestría de la lógica un juego de asociaciones, hechos y sentido común (Elster: 2005, p. 57); examinar los nuevos espacios púbÜcos e incidir en ellos (Appiah: 2005, p. 61); construir una ética de la inmanencia como fundamento de la única poü'tica posible hoy (Agamben: 2005, p. 65); comprender el problema del reconocimiento como fundamento para reducir "el sufrimiento superfluo y la dominación injustificada" (Honneth: 2005, p. 59); servir, como decía Séneca, de "abogaGabiiel Restrepo

do de la humanidad (Nussbaum: 2005, p. 73); calar en lo incisivo de su tiempo e incidir en él (Vilas: 2005, p. 77); reconñgurar los problemas y resolver paradojas (Blackburn: 2005, p. 81); transformar la vida desde sus entrañas (Negri: 2005, p. 85); formular preguntas fecundas ante los viejos y nuevos enigmas de la vida (Taylor: 2005, p. 89); el pensar proviene de nuestra debilidad como especie desvaÜda pero adviene como renacimiento en el pensador (Sloterdijk: 2005, p. 93); "la tentativa de escapar al peso del pasado" (Rorty: 2005, p. 97); pensar es repensar (Pettite: 2005, p. 101); "conservar y preservar la reflexividad inscrita en las distintas esferas de la cultura" (Innenarity: 2005, p. 105); pensar el pensar (Hintikka: 2005, p. 109); evaluar el sentimiento por medio de la razón (Sen: 2005, p. 113); pensar es inquietarse (Walzer; 2005, p. 117). ¿Por qué la ciudadanía es un enigma? En pocas palabras, porque un concepto tan viejo y tan nuevo es elusivo, tanto más cuando tiende a fijarse solamente a través de su asociación con el Estado nacional y por tanto con la dimensión política de la modernidad media. Añadimos por nuestra parte una figura del pensar con la metáfora del crucigrama: situarse en el tiempo y en el espacio como ante una cruz para comprender en el presente lo sucesivo como simultáneo y el devenir como prefiguración. El sentido vertical de mi análisis en cruz y en grama es la genealogía o arqueología del concepto, algo que llamaremos tropología por ser el recuento crítico y sucinto de los giros o modos del lenguaje (tropos) que ha adquirido el concepto desde Grecia hasta la actual modernidad vesperal, incluyendo algunos antecedentes anteriores a Grecia. En esa inmersión diacrónica también se recorrerá de modo conciso el espectro temático del concepto de ciudadanía, incluyendo su decisiva relación con la educación y por tanto con la cultura a través del concepto más amplio y preciso de socialización. uuuaa'ania y •...uitura

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La línea horizontal de nuestra argumentación, lo que llamaremos topología del concepto de ciudadanía, el análisis crítico del lugar (topos) común de la ciudadanía, recorrerá el camino de la aldea o de los micropoderes hasta el globo y la supuesta potencia del "imperio" o del capital mundial para producir homogeneidad. Como se indicará, allí cabe vislumbrar de qué modo el concepto de ciudadanía naufraga muchas veces "en los bordes" de los Estados nacionales y cómo en casos liminares o de fronteras conceptuales o geográficas hay temas cruciales que permiten apreciar con sorpresa el estereotipo del concepto de ciudadanía en sus vacíos. Resolvemos con el crucigrama nuestro enigma acuñando un nuevo concepto, el de conciudadanía, uno que articula de mejor modo las distintas dimensiones tropológlcas y topológicas del concepto, lo mismo que su relevancia para integrar el plano del Sujeto con el del mundo, dado que hoy sería ingenuo seguir pensando el concepto de ciudadanía desde una perspectiva prefreudiana o preheideggeriana, según se adopte la noción de un sujeto no trascendental ni unitario constituido como finitud radical por su relación con la sexualidad, caso de Freud, o con la muerte, a tono con Heidegger. Por lo mismo, el concepto de conciudadanía se enuncia desde la vivencia profunda de Colombia tomada como laberinto y laboratorio, en una perspectiva que auna el padecimiento propio transformado en pasión por conocer y el requerimiento analítico y sintético de un pensamiento encaminado a transformar esa perplejidad que es Colombia en la gracia de una comprensión de su complejidad.

2. Tropología de! concepto de ciudadanía Cuando se considera la evolución en la gran escala del tiempo, lo que se llama historia es una fracción infinitesimal frente a la llamada prehistoria, lo mismo que los 6.000 millones de habitanGabr¡el Restrepo

tes del planeta ocupan un lugar que sólo se podría designar como miera a una potencia casi infinita del universo entero y son apenas una proporción menor respecto a los cerca de 97.000 millones de habitantes que se han sucedido desde la aparición de los primeros homo-femina sapiens-demens, como se diría hoy . Uno de los acertijos más sorprendentes de la conciencia es saber por qué nuestra historia, asociada a la escritura, deriva hacia una época donde la individualidad se confunde con la omnipotencia en el sentido de abarcar todo horizonte y posibilidad y en la cual el globo terráqueo se concibe como medida del universo, pese a ser un fragmento del cosmos, justo después de que Copérnico destruyera el geocentrismo. Esta idea de un individuo universal es la creación de la modernidad del Siglo de las Luces, lo mismo que la idea de progreso que, de los ilustrados a Hegel, deriva como postulado del fin de la historia en un ecumenismo que aspiró a colmar el vacío dejado por la Iglesia como designio orbital. En la mentalidad ilustrada de Kant y de Hegel, el individuo universal encarna la ciudadanía en un Estado dominado por la razón y el fin de la historia entraña la expansión ecuménica de una forma política que deja de ser nacional, en el sentido de ser constituida por los nacidos en un lugar, para devenir racional, ideal y universal. Del mito del ciudadano autosuñciente, Robinson Crusoe, al ciudadano omnipotente como superhombre habrá tan pocos pasos como del Estado nacional prusiano a la vocación por asumir el Estado alemán la tarea de realizar el Tercer Imperio. Así que los fines de la historia concluyen en las versiones cansinas cuando no tórridas de los socialismos reales; o en la del demente Estado alemán que enlazó en el carisma histérico y paranoico la técnica moderna y la magia primitiva; o en la del happy end de la teleología del mercado: en todos los casos no habrá más que Ciudadanía y Cultura

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unos pocos movimientos de polka a izquierdas o a derechas. Los mismos que en breves oscilaciones de euforia a disforia concluyen en otros tantos apocalipsis: el exterminio nazi, el gulag soviético o los campos de tortura de Irak, por mencionar los visibles, aunque sabemos que una procesión funeraria de millones de sufrimientos deambula por el mundo. Nuestra exposición apunta entonces a mostrar que frente a esa tradición de la ciudadanía, asociada de uno o de otro modo a la vocación imperial de los Estados, debe contraponerse una idea más humilde (a ras de humus, en su etimología) de conciudadanía, una que incluye la pertenencia de la especie humana solidaria entre sí al resto de las especies de la tierra y la conciencia de vivir en una nave frágil, la tierra, vinculada al orden del cosmos. Lo que marca el instante diferenciador de la historia en el largo curso de la prehistoria de la especie humana, de la vida, de la tierra y del universo es la constitución del Estado y de ello no hace más de 5.000 años con el nacimiento de imperios situados en ciudades capitales organizadas por la escritura. Una escritura, digamos de paso, que emerge ya de las grafías de la casa en el neolítico y de la organización arquitectónica de las ciudades imperios y deriva en los jeroglíficos, grafos, cálculos numerarios y monetarios y luego alfabéticos. Si hoy nos sorprendemos frente al automatismo de la mathesis universalis encarnada en la circulación mundial del dinero, quizás atenuaríamos esta novedad si sospecháramos que el lenguaje fue antes concha y moneda que letra. De esta primera fase sólo se puede indicar hasta el siglo VI antes de Cristo que en tales ciudades hubo habitantes pero no ciudadanos, como ocurre todavía en muchas partes del mundo pese a retóricas en contra. Y más que habitantes, subditos y esclavos en medio de potentes amos, pese a que, contra lo que indicaría un Gabriel Restrepo

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pensamiento reductor de Marx o peor aún de Engels, en la antigüedad esclavista se distingan solidaridades vinculantes de orden religioso como el Mu' hat egipcio (pensar y actuar unos con otros y por otros), el Yohu Mana (buen pensamiento) de la doctrina de Zaratustra o el koinon (esfera pública) de Heráclito (Sloterdijk: 1998, pp. 332-345). No obstante, como subrayaremos luego, la constitución de la ciudadanía supone la misma precondición de la filosofía: el poder disolvente y constituyente de la pregunta frente al imperio de los mitos y tradiciones, pese a lo inevitable del eterno retorno de mitos y de tradiciones. Empero, estas formas de solidaridad deben mencionarse como antecedentes porque, si bien la ciudadanía es un concepto de vínculo en términos de derechos en una asociación política territorial y no en una comunidad de afectos, sus precedentes remontan a la idea de dependencia recíproca o en otros términos a lo que Sloterdijk llama endosferas o espacios uteromiméticos (Sloterdijk: 2003b, 2004) y, como precisaremos, la reconstitución del concepto de ciudadanía en tanto conciudadanía implica retomar la solidaridad más allá del ideal de fraternidad biológica para solucionar la disyunción más crítica entre ciudadanía como ejercicio de la libertad o ciudadanía como tendencia a la igualdad. Estos espacios uteromiméticos o endosferas a las que se refiere Sloterdijk se sitúan en una puerta que ya entreabriera el sociólogo Simmel cuando indicaba que la casa es el mayor aporte de la mujer a la evolución de la cultura (Simmel: 1961): invención que justamente distingue el paso del paleolítico al neolítico y es el primer precedente de la ciudad y por tanto del Estado. La casa encierra la noción cultural de solidaridad vinculante que luego, desgajada de la tradición matriarcal y llevada al plano de la ciudad y del Estado, se configurará como poder y luego como ciudadanía androcéntricas. Ciudadanía y Cultura

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El registro de esta historia, el trazo de esta tropografía, la arqueología de este concepto, apuntan una vez más a repensar la ciudadanía como conciudadanía y a articular aquello que se desgajó en la historia de Occidente: la igualdad o la libertad respecto a los principios de solidaridad, proceso que a mi modo de ver también coincide con la separación de lo privado y de lo público, de la casa y de la plaza, de la economía y la crematística, del individuo y la sociedad y, con ello, de la escisión de género mediante la división de lo que he denominado como el mito matriarcal respecto al patriarcal. Pero sólo mediante la capacidad de interrogar, primero en el marco de la filosofía, como cuidado del Koinon o espacio común en HerácÜto y como vigiÜa contra un "sonambuÜsmo civil" (Sloterdijk: 1998, pp. 333-334), luego como interrogación no interrumpida en Sócrates y en Platón (Castoriadis: 2003, p. 62-68) fue como surgieron las condiciones para la ciudadanía. Sin ruptura del mito o de la tradición no surgen ni la filosofía, ni la democracia, aunque mitos y tradiciones se rehagan como ave fénix de sus cenizas, para lo cual basta remitirse a los mitos nazis o al fundamentaUsmo norteamericano. De la filosofía, dicho poder de preguntar se transferirá como poder político con la isergoia o igualdad del ciudadano en el agora no para hablar en general, sino para ese fundamento más profundo del habla, que es la capacidad de interrogar (Sennett; 1994, p. 71). Porque contra lo que indica el bioético Maturana, no es la capacidad de "lenguajear" lo que distingue a la democracia (Maturana: 2001, p. 45), algo que llevará a concebir la democracia "tropical" desde un punto de vista del relajo como reino de las habladurías (Buenaventura: 1998), sino el poder de la pregunta potente y de la palabra que enunciaparrehsia o verdad plena (Foucault: 1994). Pero como la democracia griega y con mayor razón la romana -si cabe hablar de ella- fueron un artificio para pocos en un medio Gabriel Restrepo

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de esclavos y de guerra, de allí derivaron dos modos de educación: la pedagogía (paidós agéin, conducir a los niños) más con enfoque de instrucción y doma que de formación, y la psicagogía (psique agéin, conducir a través de la conciencia). Las preguntas que un pensamiento posterior a la tierra de nadie del posmodernismo debe formularse son, primero, ¿por qué se olvidó en Occidente el concepto de psicagogía, así como también se olvidó el Ser como lo postuló Heidegger, temas ambos relacionados pero no asociados en el pensar? Y la segunda, ¿cómo entroncar conciudadanía y psicagogía? En este capítulo apenas enunciamos respuestas a estas preguntas que se han examinado con detalle en un libro inédito del autor (G. R.) y otros colegas (Restrepo et al.: 2004). Para ser breve, el encuadre social y cultural de la pedagogía se facilita por la sustitución del amo por la Iglesia, por el Estado y por las corporaciones. La psicagogía o inclusive la mistagogía [mistis agein, guiar a través de lo oculto, pero aquí concebido lo oculto como algo inmanente y no esotérico, (al modo de Poe en La Carta Robada) resurge a partir de Rousseau, no tanto de su Emilio como de sus Confesiones que son un modo de parrehsia o de enseñar enseñándose, algo que ya estaba contenido en el arte mayéutico de Sócrates como un dar a luz de la conciencia arraigada como pensamiento de la vida que da vida. No por azar de Rousseau surgen los distintos hilos de la escuela activa. Toda la pugna de un pensamiento innovador, de Comenius a la idea de Escuela del Sujeto de Alain Touraine (Touraine: 2000) parte de la lucha contra los restos no sometidos a discernimiento de una pedagogía para la doma y el sujetamiento, acentuados en los últimos tiempos por el dominio del biopoder (Foucault: 1991; 2001). Una modalidad embrionaria de la ciudadanía moderna proviene de los ideales de la burguesía en ascenso en su aurora renacentista,

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que aún develan su dependencia frente a la aristocracia y asumen la coloratura de una mimesis del savoir vivre nobiliario, en Erasmo como urbanidad para los niños, en Castiglione con El Cortesano como imitación de la Corte en su paso a la calle y a la plaza. Pero ya en Maquiavelo se atisban en el mismo siglo XVI dos modos de relación del Sujeto con la política: como mandante o como subdito en El Príncipe o como miembro de una comunidad solidaria en Las Décadas de Tito Livio, en ambos casos en una política que establece la idea de soberanía en condiciones inmanentes, como virtúya no Ügada a la equivalencia de bien, belleza y bondad clásicas o medievales, o como fuerza o consentimiento ya no dependientes del derecho divino o de la idea tomista de bien común religiosamente consagrado. Con ello se abrirían las visiones de la ciudadanía relacionadas con la justificación de la soberanía del Estado nacional en términos de la idea del contrato social y por tanto como un orden que se construye así como puede destruirse, tal cual se dramatizó con los asesinatos del rey Carlos de Inglaterra o de Luis XVIII de Francia. Una ciudadanía miedosa emergió del contrato social imaginado por Hobbes: como el estado natural acentuaba la competencia, el único modo de reducir el extremo al que podría llegar, la guerra de todos contra todos, fue imaginar la delegación general de poder a un amo general, el Estado Leviatán. Muy diferentes fueron las ideas del contrato social en Locke, Hume, Mandeville y en general en los ingleses, pues en ellos aparece la cooperación al lado de la competencia (en Hume, la benevolencia) y con ella la idea del Estado como un equilibrio de poderes, fundando la idea de ciudadanía moderna con las libertades y derechos civiles, junto a los contrapesos al poder absoluto por la división entre los oficios de formar la ley (Parlamento), ponerla en acto (Ejecutivo) y juzgarla (Justicia). Gabriel Restrepo

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No obstante, emergió otra variante muy diferente del contrato social, como fue la de Rousseau. La suya no es propiamente una idea de ciudadanía liberal, sino de ciudadanía democrática o comunal. La diferencia con la perspectiva inglesa radica en lo fundamental en el acento puesto por Rousseau en la igualdad más que en la libertad, por lo cual su idea de contrato social puede fundar gobiernos que a nombre de una idea de igualdad o de algún ideal semejante puedan anular la misma libertad, algo que se reconoce desde el itinerario de Bolívar y hasta el de tantos seguidores hoy en América Latina y en las distintas revoluciones políticas, incluidas las fascistas o las socialistas. En Rousseau sobresale una dimensión comunal de la ciudadanía que pone el énfasis en la pertenencia a comunidades adscriptivas (familia, raza, etnia, lengua, nacionalidad) y que luego podrá extenderse con la aparición de los medios de comunicación a comunidades de sentido o de mito: proyecto ideológico o religioso, fraternidades, tribus urbanas, como esas reviviscencias extemporáneas del buen salvaje en los movimientos hippies. Esta dimensión ha sido retomada en nuestra modernidad vespertina por teóricos que destacan contra el mercado y el atomismo la fuerza de las tradiciones y de las comunidades como el oxígeno propio de los individuos que la componen. Y es justo allí, en esta diferencia sutil entre una ciudadanía liberal y otra comunitaria, donde aparece la ciudadanía como enigma. Pues si bien todos pueden acordar la importancia de los valores postulados por la Revolución Francesa y presentes en todo el pensamiento del siglo XVIII: igualdad, libertad y fraternidad, la conciliación entre ellos no es nada fácil. Tanto menos cuanto que el concepto de fraternidad que pudiera mitigar los dilemas y las oposiciones entre libertad e igualdad se formuló de un modo equívoco en términos biológicos (los nacidos o adoptados en un mismo esCiudadama y Cultura

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tado) y no en términos culturales (los que independientemente de su origen biológico acuerdan adherirse a unos principios básicos de un orden social). Como indicaremos, es ahí donde es insuficiente el concepto de ciudadanía clásica en cualquiera de sus visiones y donde se impone una reconstrucción del concepto. La dirección de esta tarea la marca la misma evolución del concepto de ciudadanía entre el siglo XIX y el XX. Ya la democracia censataria del siglo XIX mostró las diferencias y asimetrías entre las dimensiones económicas y políticas de la ciudadanía, puesto que en ella el voto y la elección se restringían a quienes tuvieran bien económico, con lo cual además de limitar el porcentaje de población masculina apto para elegir o ser elegido se negaba este derecho a la otra mitad de la población, la femenina. Esta exclusión no sólo era de índole política o económica sino cultural, producto de la larga escisión patriarcal y remanente de una valoración negativa de la mujer que desde Grecia reducía lo femenino al ámbito de la famiÜa, concepto que en su etimología significa "los criados al servicio del amo". En la misma condición de no ciudadanía, ni siquiera como proceso de devenir ciudadano, entraban niños y niñas y jóvenes, respecto a los cuales la educación se ofrecía más como instrucción o doma, ahora no tanto al servicio del Imperio o de la Iglesia como del Estado y en último término de sus ejércitos como se probó con las guerras napoleónicas y las mundiales y como fuera llevado a potente imagen en la peü'cula The Wall, una auténtica ópera del mundo posmoderno. Con las democracias censatarias la ciudadanía se centraba en la dimensión política, ya no sólo legal y relacionada con los derechos civiles, sino enfocada a la participación activa en la constitución y reconstitución de los micropoderes y macropoderes en el ámbito de un Estado nacional. Por razones obvias, este es el centro articulador del concepto de ciudadanía alrededor del cual gravitan los demás.

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No obstante, a lo largo del siglo XIX emergen con los brotes del Estado de bienestar (en principio en la Alemania reunificada por Bismarck y con el desarrollo del sindicalismo) la dimensión social de la ciudadanía, en principio relacionada con los derechos sociales y más tarde con las llamadas necesidades básicas, cuyo reconocimiento por parte de la economía hubo de pasar por un largo vía crucis, desde la concepción del capital humano hasta el capital social y cultural. Por último -y esto ya ocurre bien entrado el siglo XX-, aunque en algunos casos con fundamento en los dos siglos precedentes, aparece la idea de una dimensión cultural de la ciudadanía. Esta, empero, se descompone por lo menos en cuatro componentes. Una primera es la científica, tecnológica y técnica, la cual pone el énfasis en la educación para aprender las significaciones tecno-científicas, so pena de que los habitantes, sin los radares conceptuales para interpretar tal esfera, caigan en lo que Marco Raúl Mejía llama un "sonambulismo tecnológico" por lo cual entiende una ingenuidad y una pasividad frente al mundo y a los productos de ciencia, tecnología y técnica (Mejía: 1995). Por otra parte, esta ciudadanía tiende a representarse a sí misma como transnacional y transestatal formando comunidades internacionales desde la petición de principio de Séneca cuando aspiraba a ser ciudadano del universo. Otro tanto puede decirse del componente estético y expresivo de la ciudadanía, que en su origen significó la comunidad lingüística y luego alude a lo que escritores llaman la "república de las letras", hoy cada vez más global, dimensión que desde el punto de vista de la educación obliga a enriquecer a los sujetos en la interpretación recreativa del lenguaje, de las artes, letras y estilos de vida, no menos que de una educación estética en los términos de Federico Schiller que permita la ductilidad del sujeto para reconocerse a sí mismo (que el sentido sea razonable y la razón sensible) Ciudadanía y Cultura

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para reconocer la multiplicad de otros (Schiller: 1952). No obstante, en este punto es preciso entender que tanto la globalización como la crisis de representación y los avances de la revolución digital entrañan un descentramiento o deriva respecto a la antigua función del Estado y de sus comunidades culturales de formar a una ciudadanía nacional en determinados estilos de pensamiento, de arte, de expresión, de ética o de filosofía. Tal vez el componente más denso de la dimensión cultural es el de lo cognitivo, ético y estético, porque a las dos anteriores une la dimensión ética de la ciudadanía. Su fuente es la Crítica de la Razón Práctica de Kant. Se trata de habilitar a un individuo que es menor de edad para que asuma la "mayoría de edad" consistente en el sapere aude, atreverse a pensar por sí mismo, lo cual implica la crítica de la razón en el conocimiento, el razonamiento ético para asumir las consecuencias del imperativo categórico (hay que suponer cada acto como una decisión posible para todos y examinar las consecuencia de transformar la conducta personal en una ley universal) y el juicio estético como imaginación dúctil para transitar de lo individual a lo universal y de lo general a lo particular. El ideal de esta formación es una persona autónoma en contraposición con la heteronomía, cs decir, una voluntad sierva o vasalla de fuerzas o pasiones ciegas. En sus manifestaciones más blandas y rebajadas y a tenor de la llamada filosofía de los valores (lo que podríamos llamar dimensión axiológica de la ciudadanía), la educación ciudadana como educación ética y moral insiste a partir de allí y deformando no poco el pensamiento de la Ilustración kantiana en la formación en ciertos valores considerados, como se dice hoy en día "políticamente correctos", por lo cual cae como anillo al dedo para toda la crítica posmodernista porque todos ellos presuponen metarelatos Qabnei Restrepo

disputables (el bien, Dios, el progreso, la patria) u otros contingentes pertenecientes más bien a la historia de un pueblo: puntualidad, obediencia, autonomía, solidaridad, amor a la patria, al prójimo, servicio al Estado y demás, muchos de ellos cultivados como un jardín de flores o como una suerte de constelaciones de estrellas que es preciso bajar a punta de cometas o de cañas de pescar invertidas. No sobra indicar aquí que por ejemplo, en las escuelas de Colombia, los Manuales de Convivencia tienden a situarse en este nivel de la retórica de los valores en una especie de popurrí o bricolage (ni siquiera palimpsesto) de juegos de valores decimonónicos, o por lo menos antiguos, sin examen crítico de esas mezclas. Estas nociones ingenuas de construcción de consensos axiológicos no han pasado por la crítica fulminante de Nietzsche a la moral cuando la considera como una construcción histórica. El problema de esta enseñanza de valores, tal como lo vería un fenomenólogo o un pragmatista, es el siguiente: ¿por qué esos valores, si son tan buenos, no son tan corrientes? ¿Por qué los valores entran en tensiones? ¿Por qué cs tan imposible ser como se predica desde unos valores buenos? En el fondo, la idealización de los valores en la escuela conduce a formar muy buenos hipócritas, pero hay algo más grave: devela una censura solapada y violenta para revelar esa doble cinta de Moebio que enlaza la demencia pública y privada en la doble condición de la especie como homo-femina sapiens-demens. En sus expresiones más sofisticadas, la perspectiva kantiana y neokantiana se vincula de un modo más complejo a la visión sociológica de Durkheim, retomada como proyecto estructuralista por Piaget y desarrollada por neoiluministas como Kohlberg y Habermas. Esta vertiente es la que ha servido como fuente para examinar y medir el desarrollo "moral" en la Encuesta de Sensibilidad Moraly Comportamiento Ciudadano de Bogotá, afianzándose incluso como

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paradigma inspirador de los lineamientos y estándares en las denominadas competencias ciudadanas. Por otra parte, la visión de Habermas, más que la de Lyotard, ha sido la dominante en el discurso institucional de la cultura ciudadana y de las competencias, incidiendo en cambios en ciertas dimensiones importantes y en la producción de una información nueva, sin duda útil, aunque insuficiente y sesgada en muchos aspectos. Asunto que merecería un debate más a fondo del que se puede emprender aquí, porque en este dominio de paradigmas se juegan lógicas veladas de los macropoderes y macrosaberes en la escala del mundo y de Colombia. En efecto, aunque muchísimo más sofisticado el aparato conceptual de la línea Kant-Durkheim-Piaget-Kohlberg-Habermas que el de los valores "políticamente correctos" (tan dominantes en los fundamentalismos de derecha —caso Bush- o de izquierda o religiosos tipo Irán), ha recibido no pocas críticas por parte de corrientes posmodernas situadas más allá de la pretensión de Habermas en el sentido de que la Ilustración es un proyecto inconcluso. Por una parte, dicha perspectiva ha sido disputada desde el enfoque de género, como sesgada no sólo por su androcentrismo, sino porque no concilia una ética de la justicia con una ética de la benevolencia y en otro plano no equilibra con la debida serenidad la racionalidad y la afectividad (Robledo y Puyana: 2000). Pero además de dicha crítica se podría decir que las posiciones señaladas no solamente son anteriores a Freud, porque todavía sueñan con un Sujeto trascendental y no tienen en cuenta el poder del inconsciente personal o colectivo, sino además anteriores a Foucault y a Deleuze porque son ingenuas respecto al poder de sujetamiento de los individuos por parte de un hiopoder glocal que, sin que se advierta bien, nos hace hablar y bailar a su acomodo; nos instituye como sujetos de un discurso que no es el discurso Gabriel Restrepo

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crítico de un sujeto autónomo o emancipado; se establece como inconsciente velado y hedonista a la potencia telemática; rige nuestras acogotadas conciencias con una pulsación de la amenaza de muerte glocal y personal (gastos de seguridad en el mundo que superan los 1.200 millones de dólares al año, ¡¡¡¡¡cifra que se puede comparar con los 550.000 millones de dólares requeridos en once años para reducir a la mitad la proporción de pobreza absoluta en el mundo!!!!!) y producen un hedonismo manipulado a distancia por las industrias del entretenimiento. Esta visión más contemporánea, pero todavía necesitada de muchos refinamientos en su aplicación a Colombia y en particular a la escuela, es la que ha emergido de las lecturas de Touraine, Lyotard, Serres, Castoriadis, Morin, Deleuze y Guattari, Derrida y muchos otros de las corrientes clasificadas por comodidad corno post estructuralistas. E n particular, el enfoque de Touraine ha sido aplicado al análisis de la ciudadanía y de la democracia en la escuela en Colombia por algunas instituciones con diligencia y continuidad digna de imitar, en especial por un grupo de investigadores del I E S C O de la Universidad Central. M u c h o más aguda y crítica que las vertientes mencionadas, esta postura no obstante tiene por lo menos dos problemas: el primero, limitarse al esquema dicotómico tradicional/moderno sin realizar una arqueología y desconstrucción de la escuela, en la cual quienes aplican a Touraine no lo siguen, puesto que desde hace más de una década este autor repensó los movimientos sociales y la relación de tradición y modernidad con nuevos enfoques, entre ellos el tema de pensar el Sujeto y la distinción más sutil de tres etapas en la modernidad (Touraine: 1995); el segundo, no considerar de modo suficiente el problema del sujetamiento bajo el esquema del biopoder y esto por una consideraCiudadanía y Cultura

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ción unilateral del significado de las culturas juveniles bajo ciertos enfoques más bien livianos de los Estudios Culturales, a mi modo de ver muy guiados por la inflación del puer ocurrida en mayo de 1968 como suele suceder por una senex como Margareth Mead. Insistimos en que se trata de un debate que no se ha dado y que merecería darse, rompiendo incluso las trincheras de las avanzadas de los movimientos sociales que entronizan nuevas ortodoxias de lo políticamente correcto. Ni siquiera creemos que las líneas de la discusión se hayan advertido, mucho menos sus consecuencias políticas y prácticas. Por ahora baste señalar que además de los ejes substantivos de la ciudadanía y en particular de la dimensión cultural habría que añadir otros tres, que podríamos designar genéricamente como dimensiones trascendentes. En primer lugar la dimensión filosófica, entendiendo la filosofía como el pensamiento del pensamiento en función del pensamiento, para algunos con no poca razón ponderado como la mejor manera de habitar en el mundo (la lucidez e incluso la sonrisa de la tragedia), y siendo clave para la educación por ser un medio para hacer residir al Sujeto en el hábito de la crítica de sí y del mundo. En segundo lugar la dimensión religiosa, entendida como la creencia de las creencias desde el punto de vista de las creencias y relacionada con la esperanza última. En la mayor etapa de la historia se era ciudadano de un Estado y al mismo tiempo creyente de una creencia común. Que esta dimensión no es banal se prueba hoy con el sencillo ejemplo del Islamismo, pero también por otra parte en el neofundamentalismo de los Estados Unidos, o en el simple hecho de considerar ideas mesiánicas de redención de izquierdas como una especie de teologías, o de esperanzas de salvación religiosa inmanentes. Y en tercer lugar, la dimensión sapiencial referida al Restrep

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saber de los saberes en función de la procuración de la vida. Ésta es la que encarna Morin en su libro, cuasi testamentario, Los siete saberes necesarios para la educación del futuro cuando se refiere a educar para la ciudadanía común en la tierra-patria a partir de principios de complejidad, contextualidad y comprensión (Morin: 2000).

3. ToDoloqía del concepto de ciudadanía Hoy, el concepto de ciudadanía es polivalente, complejo y ubicuo. Que se refiera a muchas dimensiones temáticas, lo hemos indicado. Que se estratifique en espacios más pequeños o más grandes es algo que se mostrará en esta sección. Nuestra lectura horizontal del crucigrama de la ciudadanía requiere el empleo de distintas escalas, a partir de la ironía de la escala imposible del uno a uno: cada persona como ciudadano de sí mismo, algo que en mofa se puede indicar como menos frecuente de lo pensado, hasta la escala global de los 6.000 y más millones de habitantes. Las razones para indicar por qué unos quieren gobernar y otros ser gobernados es algo que ha recorrido el pensamiento desde que este se constituyera como tal y que debería ser objeto de un nuevo pensamiento, no obstante que de modo conspicuo nadie se formule hoy de nuevo la pregunta. Hemos indicado que hay una diferencia entre ser habitante y ser ciudadano. Se puede ocupar un espacio sin que la ciudadanía lo cruce con la multiplicidad de sus referentes. De hecho, la mayor parte de la población del planeta podría estimarse como habitante de la tierra o de algún Estado, pero es dudable que se pueda hablar de algo más que de una fracción beneficiada por esa conquista de la ciudadanía. De la población de China e India, que constituye la cuarta parte del planeta, se dice que apenas una cuarta parte a lo sumo está globalizada, por lo cual se entiende la participación en la circulación del numerario mundial, lo cual no

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implica por supuesto que allí se configure una ciudadanía ni estatal, ni menos del universo. Desde Grecia asociamos ciudadanía con la ciudad-Estado y en particular con el reconocimiento de derechos para constituir o destituir el poder de la polis; luego, con el advenimiento de los Estados nacionales, el concepto de ciudadanía gravita de modo ambiguo entre el derecho de nacimiento (de donde viene, insistamos, el concepto de nación, como un rasgo puramente natural) y el derecho político alcanzado en las democracias censatarias con la posesión de bienes o de educación necesarios según esa lógica para deliberar y decidir y más adelante con el sufragio universal, con el derecho del/a hombre o mujer (y el asunto de género no fue decidido sino después de muchas resistencia) asociado a la condición de mayoría de edad para configurar el poder público en un territorio concebido como Estado. Este es el centro axial del concepto de ciudadanía, pero el concepto es móvil y tiende a redefinirse en dos sentidos: hacia "abajo" del Estado o de la Nación (o del territorio de un Estado nacional) hacia micropoderes institucionales (familia, escuela, empresa) o territoriales (localidades, municipios, regiones) y hacia "arriba", con los macropoderes políticos trasnacionales (mercados comunes, redefinición de Estados agrupados en comunidades políticas mayores) o, no menos importante, con los macropoderes no políticos transnacionales (movimientos internacionales, como la antiglobalización, tribus urbanas, comunidades científicas, carteles del narcotráfico, agrupamientos religiosos como el Islam). De hecho, uno de los grandes problemas deriva del hecho de que la revolución digital multiplica los flujos de redes no simétricas en una sociedad global caracterizada, según Renato Ortiz, por un "pluralismo jerarquizado", en el cual el Estado ha perdido el monopolio de muchas decisiones que ahora debe tomar atendienGabiiel Restrepo

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do bien a los automatismos del mercado internacional, bien a los flujos de información y de significaciones culturales. Por lo demás esos flujos no son todos correlativos porque los movimientos de bienes y servicios no siguen una dirección de co-respondencia (por ejemplo, los 600.000 millones de dólares que destinan los países más ricos como subsidio a la agricultura son un mentís al libre intercambio comercial), mientras que los flujos de población son controlados en un sentido, para prueba de lo cual se alzan como memoriales el muro que construye Estados Unidos en la frontera con México o el de Israel frente a Palestina. Por ello hay que urdir una filigrana muy sutil de la ciudadanía según los temas y según los espacios. Así se puede hablar de una ciudadanía microespacial (microinstitucional o micropolítica), cuando se enfoca a la participación de los individuos en instituciones o en espacios reducidos, como la familia, la escuela, las asociaciones o la empresa, en tanto en estos espacios hay juegos de poder. Allí tiene sentido una dimensión problemática y compleja de ciudadanía escolar en la cual la moratoria, significada por el confinamiento de los no ciudadanos/as, aún en una institución total respecto al ejercicio de la ciudadanía, se atempera ahora con la introducción de una para-pedagogía relativa al gobierno escolar. La referencia a espacios de poder microinstitucionales o políticos es crucial porque devela las asimetrías en el ejercicio de la democracia y de la ciudadanía. Puede pensarse, por ejemplo, en un Estado que se declare defensor de la ciudadanía, en el cual no obstante las rutinas de los micropoderes en familia, empresa o escuela revelen modos no democráticos de dirección o de relaciones sociales, incluso de un orden semejante a los juegos de sadomasoquismo institucional a los que de modo muy inteligente se refiriera ya Robert Merton en un célebre ensayo: "Sadismo social es más que una

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metáfora. El término alude a las estructuras sociales organizadas de tal modo que infligen sistemáticamente dolor, humillación, sufrimiento y profunda frustración a grupos y estratos particulares" (Merton: 1977, Tomo I, pp. 194-195). Más allá puede hablarse de ciudadanía micro-ecosocial cuando el ámbito se restringe a un contexto próximo, sea rural (la parte de una vereda), sea una porción de lo citadino (la localidad de un municipio). Aparece luego en una escala mayor la ciudadanía local, cuando se trata de un conjunto mayor con algún grado de autonomía política relativa, como en el caso de un municipio tomado en su conjunto. Más allá puede hablarse de una ciudadanía regional como en el caso de una formación en una cultura como la antioqueña o la caribe, o de una ciudadanía regional interestatal en casos más complicados, por ejemplo la condición de los indígenas Wayuu, una etnicidad "nacional" que radica tanto en Colombia como en Venezuela, lo mismo que los indígenas Cuna entre el caribe colombiano y el panameño; caso quizás semejante en otra escala a la etnicidad vasca. En todos estos casos y en otros, los bordes estatales y nacionales son porosos, ambiguos y sirven como lugares de irrisión de la soberanía, sea en sentido étnico, económico (zonas de contrabando), político (Estado concebido como fuerza de ocupación o como artificio, algo que se corroboró en la repartición política del mundo árabe luego de la primera guerra mundial) o cultural (lengua, estilos de vida, mitos propios). A mayor escala aparece el referente clásico de la modernidad que es la ciudadanía estatal nacional, comprendiendo empero que lo estatal no coincide siempre con lo nacional y que esto ha dado origen a complicaciones sin cuento como en Bélgica, Países Bajos, la antigua Unión Soviética. En una escala más amplia, aparece el horizonte de una ciudadanía transnacional, fenómeno hoy bien imGabnei Restrepo

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portante dadas no solamente las migraciones internacionales o las dobles nacionalidades, sino los fenómenos de integración como la europea donde se superponen dos nacionalidades, la de origen y la de destino, siempre frágil la segunda porque es adventicia. Una categoría parece como necesaria de pensamiento: la no ciudadanía en lugares que son no-lugares: como muchos autores han enunciado, hay zonas ciegas de ciudadanía, como el caso de Guantánamo lo ha probado. Pero esos no lugares no ocurren solamente en fronteras geográficas dudosas o escondidas, sino además y principalmente en fronteras o limbos jurídicos tipificados en los estados de excepción o en los campos de concentración (Agamben: 2000). Allí naufragaron los conceptos de soberanía, Estado de derecho y ciudadanía. Hacia el horizonte del llamado "fin de la historia" aparece la petición de principio por parte de muchos pensadores de recabar en una ciudadanía global que desde Séneca predica la vocación por asumirse como ciudadano del universo, un axioma del cual sólo conocemos una épica solitaria tan titánica como trunca en apariencia, la del poeta simbolista Mallarmé con su propósito de alcanzar en clave poética "una explicación órfica de la tierra" (Mallarmé: 1945; Mauron: s.f.). ¿A cuáles de estos referentes temáticos o espaciales apuntamos cuando se habla de una educación o formación en la ciudadanía? Una respuesta provisional se podría dar en el sentido de que en lo sustantivo lo ideal es orientarse hacia un concepto integral que vincule con sinergia las distintas dimensiones temáticas o tropográficas partiendo del centro topológico que las constituye: la ciudadanía política. Para el caso de Bogotá, en sentido topológico, el referente ha de considerar la formación ciudadana (y conciudadana) en térmiUüuao'an a y ujituia

nos de una ciudad local (compuesta por localidades citadinas), una ciudad capital (asiento político de un Estado), una ciudad región (inscrita en un centro excéntrico como es la ciudad situada en un imaginario central), una ciudad nación (con una etnicidad y multiculturalidad abigarradas) y una ciudad mundo (en términos de la hospitalidad ante lo extraño, pero también en términos de una apertura mental o cultural a todas las latitudes del planeta). E incluso, como reza un lema, también cabe la imposibilidad aparente de pensarse como una ciudad cosmos, según el lema que se proclama: 2.600 metros más cerca de las estrellas, por ejemplo más próxima a la constelación de Orion hacia la cual se orientara la poética órfica de Mallarmé. Quizás por esta vía pudiéramos resolver la cruz y la grama de nuestro enigma. Y allí nos encontramos, de modo fiel, con el concepto de conciudadanía.

4. La construcción del concepto de conciudadanía La formulación de un nuevo concepto de conciudadanía desde las orillas de América Ladina puede inducirse de una casi centenaria meditación del poeta argentino Leopoldo Lugones a propósito de la rebeldía encarnada por Martín Fierro. Antes de introducirnos en ella, digamos para esclarecer el asunto de América Ladina que ésta sería una designación más conveniente que la de América Latina difundida por el colombiano Torres Caicedo en 1856 en uno de los peores pero más influyentes poemas de América Latina Las dos Américas (Ardao: 2003; Restrepo: 2006). El concepto de ladino, proveniente de España, alude a un ser de frontera y se potencia en América por la multiplicación de límites geográficos y fronteras mentales, en tanto que el concepto de América Latina responde al proyecto imperial de Francia en América del siglo XIX, uno de cuyos ensayos fue el de Maximiliano en México. Digamos tam-

bien que el concepto del ladino como ser de fronteras tropográficas o semánticas y topográficas o físicas enuncia la complejidad de pensar la constitución de la ciudadanía en América Ladina, porque la existencia de individuos y de conceptos es, en este terreno de las fusiones, más propia de las partículas elementales que de una mathesis universalis: volátil, aleatoria, atmosférica, contingente, paradójica, plena de aporías, sinuosa, desconcertante, impredecible, ambigua. Pero para hilar estos asuntos despacio, tornemos a la meditación de Lugones que es crucial porque se refiere al problema m e dular de la flotación tragicómica de la conciencia en medio de la ambivalencia del Estado en América Latina (el Estado es todo y a la vez nada) y por tanto de la política como centro irrisorio donde se decide el asunto de la ciudadanía en sus múltiples dimensiones: ¡La política! He aquí el azote nacional. Todo lo que en el país representa atraso, miseria, iniquidad proviene de ella o ella lo explota, salvando su responsabilidad con la falacia del sufragio. La situación del gaucho ante esa libertad de pura forma cuyo fruto es la opresión legalizada del que la ejerce, Martín Fierro va a formularla: Él nada gana en la paz Y es el primero en la guerra. No le perdonan si yerra, Que no saben perdonar. Porque el gaucho en esta tierra Sólo sirve pa' votar. En esta y en todas las tierras del mundo, para eso sirve el pueblo engañado por la política. Pobre siervo a quien como al dormido despierto de las Mil y una Noches, le dan algunas horas la ilusión de soberanía: ésta no le representa en el mejor caso, sino la libertad de forjar sus cadenas; y una vez encadenado, ya se encargan los amos

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de probarle lo que vale ante ellos. En todos los casos, el resultado es siempre idéntico; que el gobierno, al tener como función específica la imposición de reglas de conducta por medio de la fuerza, niega a la razón humana su única cualidad positiva, o sea la dirección de esa misma conducta. La ley que formula aquellas reglas, es siempre un acto de opresión, así provenga de un monarca absoluto o de una mayoría; pues el origen de la opresión poco importa, cuando lo esencial es no estar oprimido. Siempre es la fuerza lo que obliga a obedecer; y mientras ella subsista, basado en la ignorancia y en el miedo, que son los fundamentos del principio de autoridad, la libertad seguirá constituyendo un fenómeno puramente privado de la conciencia individual, o una empresa de salteadores. Si no nos abstenemos, si realizamos la actividad posible, porque el deber primordial consiste en que cada hombre viva su vida tal como le ha tocado, esto no debe comportar una aceptación de semejante destino; antes, ha de estimularnos en la lucha por la libertad, que constituye de suyo la vida heroica. La democracia no es un fin, sino un medio transitorio de llegar a la libertad. Su utilidad consiste en que es un sistema absurdo el dogma de obediencia, fundamento de todo gobierno; y esto nos interesa esclarecerlo sin cesar, dadas las consecuencias que comporta. Tal es el sentido recto de la filosofía, que desde los estoicos hasta los enciclopedistas, nos enseñan los amigos de la humanidad (Lugones: 1991, pp. 142-143, cursiva de G. R.).

Casi todos los problemas de la educación para la ciudadanía democrática están contenidos en esta reflexión del poeta argentino: el dilema de autonomía y heteronomía; la diferencia entre una democracia formal y una democracia real; la libertad y el autoritarismo puestos en escena allí donde se centra el problema de la ciudadanía, en la política, en el lugar de la polis, el Estado. Pero hay un tema en especial que por su fuerza literaria nos interesa destacar: la figura del dormido despierto, aquél que pasa en vigilia como un noctámbulo ciego a la comprensión de las señales Gabiiel Restrepo

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del día y si se quiere remite a esa condición de "muertos en vida" que poetas como Rilke insisten en reiterar para llamar la atención en torno a la necesidad que cada cual tiene de renacer día a día a la vida y que en términos pedagógicos significa tener "el coraje de aprender" o hacer del aprender un comienzo permanente (Meirie y Devalay: 2003), recordando que aprender a aprender es aprender a desaprehender y a desaprehenderse. Ese coraje es la adquisición del hábito de la re-creación constante, o como se dice hoy en día, de la formación continua. Y aquello que la escuela debe proporcionar son los radares y las motivaciones para que cada cual se transforme año por año en un mundo que cambia de horizonte a cada nada. Porque hoy en día los analfabetismos son múltiples: frente a la ciencia, a la técnica y a la tecnología; frente a las formas de producción; frente a la política y al poder; frente al tejido y destejido permanente de las significaciones culturales. Esta figura y las reflexiones que las circundan en torno de la opresión que a nombre de una democracia formal se ejerce contra los individuos para convertirlos en subditos o vasallos nos recuerda esa expresión de Tocqueville en relación a las democracias m o dernas, dulcemente tiránicas, que mantienen a las personas en un estado perpetuo de infancia, cuando el pensador francés percibió y definió un nuevo modo de dominación democrática afín a lo que Foucault denominará biopoder; Encima de todos aquellos se eleva un poder inmenso y tutelar, que se encarga él sólo de procurar sus goces y vigilar por su suerte. Es absoluto, detallado, regular, previsor y dulce. Parecería la potencia paternal si como ella tuviera por fm preparar a los hombres a la edad viril; pero por el contrario, no persigue más que fijarlos de modo irrevocable en la infancia: mira con buenos ojos que los ciudadanos gocen, mientras que no piensen en nada distinto a gozar. Con gusto trabaja por su bienestar, pero quiere ser el único agente y el único

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arbitro; procura su seguridad, prevé y allana sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales asuntos, dirige su industria, regla las sucesiones, divide las herencias. ¿No quita con ello por entero la dificultad de pensar y la pena de vivir? (Tocqueville: 1850, Tomo II, pp. 357-360, traducción y cursiva de G. R.). Pero, ¡ay! De la formulación relativamente lúcida del poeta Lugones a su vivencia y al peripio de un destino la diferencia es tan trágica o tan cómica, según se quiera interpretar, como la retórica de la democracia en América Latina y su práctica. Se muestra en carne viva la distancia atroz entre una constelación de valores declarados y la encarnación en destinos que los contradicen. ¿No fue genial por ejemplo el postulado de Bolívar en el discurso inaugural del Congreso de Angostura cuando, primero en el mundo y visionario proclamó la educación como cuarto poder público, uno que por su puesto estratégico podría conjurar las discordias que sin duda se engendrarían entre tradición y cambio, centralismo y federalismo, Estado y nación? Pero en Bolívar y en el destino de Lugones y de su familia se encarna el desgarramiento abismal de América Latina. En el genial precursor no sólo es de advertir esa fractura representada por su traición a Miranda, hecho incómodo que ninguna biografía puede escamotear. Más allá, la relación ambivalente con su maestro Simón Rodríguez revela en acto trágico la escisión entre el poder y el saber como un signo de fractura en el devenir de nuestros Estados. Y su ambigüedad, como la de otros, entre el ideal de ciudadanía liberal y una democracia comunal incluso amparada en la ambición monárquica del máximo héroe, no es signo menor de que el cambio de régimen colonial a uno republicano siempre fue vacilante: hipótesis digna de considerar para percibir con anteojos

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de larga distancia de qué modo simulacros republicanos pudieron ocultar, como estuco, persistencias coloniales. Nada de extrañar en un mundo que vive de pretextos y los habita con nuevos modos. Y menos en una sociedad barroca como la de América Ladina tan amante de multiplicar peripecias inexplicables en apariencia ocultas en abigarradas escenas y tan dispuesta, al modo del ladino y del papiamiento o creol, a hablar en distintos estratos sin logos o conciencia de su nexo. Pero todo el cambio de condiciones, de actores, de sistemas y de libretos de acción revela en América Ladina la imposibilidad de atenerse a las retóricas cuando se consideran los destinos de pueblos y de Estados, sin descifrarlas como palimpsestos complejos y zigzagueantes. El caso de Lugones también ilustra lo elusivo de los discursos. El poeta cambió a lo largo de su vida sus referentes ideológicos y partidistas: de un demócrata y liberal declarado pasó a ser un adicto al orden y a las armas. Sus propias transmutaciones reencarnaron como genealogía extrañísima. Su hijo, vinculado a la policía en oficios de inteligencia secreta, celó los devaneos amorosos del padre, el viejo poeta amante en su vejez de un orden obsesivo y la pasión clandestina por una adolescente, hecho no ajeno al suicidio del patriarca. Una tercera generación se burló de esta relación ambivalente de padre e hijo con una nieta montonera y desaparecida, cuya excentricidad llevó al padre que celó a su padre a seguir la senda del suicidio iniciado por el progenitor. El extravío, pero también la fuerza de las destinaciones se tipificó en este drama familiar, tanto como en la figura de Bolívar. Se diría que todo este episodio reconfigura el sentido de la tragedia griega como fuerza trágica del destino. Sería necio e inútil, sin embargo, tomar estas sinuosidades de dos grandes arquetipos de América Latina como defectos de caCludadarnay Cultura

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rácter o problemas psicológicos de dos grande sujetos. Lo que está en juego en ellos es algo distinto: la perplejidad frente a nuestra complejidad. Borges, ese gran escritor, pero un hombre "políticamente incorrecto", intentó descifrar parte del enigma de la no ciudadanía en América Ladina en un texto en apariencia anodino pero iluminante, Historia del Tango, en el cual partía del mismo problema planteado por Lugones con la figura del Martín Fierro: El gaucho y el compadre son imaginados como rebeldes, el argentino, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción; lo cierto es que el argentino es un individuo, no un ciudadano. Aforismos como el de Hegel 'el Estado es la realidad de la idea moral' le parecen bromas siniestras (Borges: 1974, p. 162).

Lo que Lugones y Borges rondan pero no pueden explicar es que la existencia de un pueblo múltiple como el de América Latina, configurado por tres troncos étnicos, todos ellos desplazados y girando en el vacío del descentramiento -españoles, indoamericanos y afroamericanos-, se configuró como estilo de vida determinado por la comensalidad (comer en la misma mesa), el compañerismo (cumpañis), la cohabitación, la copulación y la fiesta, el carnaval en tanto con-memoración, por oposición a un orden político impuesto y artificial más estético y ritual (el del Virreinato y todos los que lo siguieron) que ideológico, ambos caracterizados por la mimesis y el juego, opuestos durante mucho tiempo como exhibición teatral de la envidia social desde la cúspide de la pirámide, y experimentados desde "abajo" como movimiento no digamos de resistencia sino de una poderosísima contra seducción con el encarecimiento de lo que hoy se llama social bacanería. Es lo mismo que un antropólogo lúcido de América Latina tipificó como contraposición enGabriel Restrepo

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tre ser como ser para el mundo occidental abstracto e impersonal y estar como estar con los otros en una existencia raizal, contextual y comunal (Kusch: 1998). Una contraposición que, según él, llevaba a una continua "fagotización del ser por el estar" y que el mejicano Portilla caracterizó como oposición entre el relajo de la calle y el orden insuficiente y nulo del "tenido" (Portilla: 1966). Lo que con esta explicación se sugiere es que el concepto ya clásico y muy reelaborado de acción social (Parsons; 1962a; 1962b; 1964; 1965; 1966; 1967; 1968a 1968b; 1970; 1971a; 1971b), incluso de la acción social como pragmática cultural y performance social (Alexander: 2005) ameritan una reinterpretación desde América Ladina. En síntesis mía, la acción social es el drama que actores sociales (sea como agregados demográficos, sea como sujetos) representan en condiciones de acción (espacio y tiempo), en sistemas de acción (economía, política, sociedad como un todo, sociedad como familia y comunidad), con libretos o pautas de acción (significaciones culturales científico-tecnológico-técnicas;

estéticas

y expresivas; integradoras, como derecho, ética, moral, ideología, imaginarios, urbanidades; y trascendentes: mito, filosofía, religión y sabiduría). Pero, para señalar nuestros modos de repensar de un modo diferente este drama social tal como se ha cumplido en América Latina podemos precisar la distancia entre el pensamiento convencional de la acción social y el que emerge desde la entraña de estos territorios complejos en términos de algunos ejemplos. Pongamos por caso nuestros sistemas de acción: ni la organización del poder político, del económico o del social (estratificación, socialización) podrían comprenderse muy bien sin apelar a la etnicidad, a los estilos de vida, al papel de la familia y de la comunidad, que en otros referentes corrientes de la acción social no son muy

significantes. El concepto de estilo de vida, marginal en muchas teorías excepto en la weberiana y de modo reciente en Bourdieu (1988) es más decisivo de lo que se piensa en la configuración de nuestro modo de ser. Prosigamos el ejemplo un poco más allá con una ilustración mayor: la dominación colonial no podría comprenderse sin un fundamento religioso: teología, los indígenas tienen alma; sin un fundamento de barrocas correspondencias semánticas: geografía de pisos térmicos ligada a metáforas de La Divina Comedia, a la alquimia (nigredo y blanqueamiento); a la sexualidad: lo que he denominado Alquimia del Semen como esperanza de redención mundana por copulación de la mujer con un varón de "arriba" que blanquee a la descendencia (Restrepo: 2000); sin correspondencias económicas y políticas: oficios "bajos" para negros e indios; mulatos y mestizos en oficios intermedios como artesanía o transporte; oficios "inoficiosos" de escritura y códigos para los españoles y algo para criollos; y aún lo más decisivo: nada es aquí inteligible sin esas categorías de análisis que provienen de la narrativa o de los melodramas: envidia, seducción, amor, lujuria, ira, pasiones. Para poner otro ejemplo: ¿quién puede explicar desde una perspectiva convencional de la acción social la coexistencia de una felicidad del pueblo colombiano con grados de depresión como señalan encuestas de salud mental y de tragedia familiar y social tan altos? (Ospina: 2006). La aparente contradicción no podría ser resuelta sin estudiar al menos la hipótesis de que la élite de Colombia cooptó y captó la contra-seducción popular representada en los estilos de vida y en particular condensados en las fiestas y en el folklore mediante los medios de comunicación modernos como caja de resonancia del folklore (Restrepo: 2007). Lo mismo podría decirse de otros hechos que son paradójicos: el pueblo más católico •

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y la nación donde las uniones libres superan a las formales en mayor proporción que la mayoría de países de América Latina. Y un ejemplo último, antes de abordar nuestro tema central, el concepto de conciudadanía: en el texto mencionado del teórico Jeffrey Alexander se aborda con mucha perspicacia el papel de los mitos en la performance social, tanto que el tema de permanencia o de cambio se relaciona con la des-fusión o refusión de los mismos. El autor bien pudiera mencionar con Max Weber el papel del carisma en estas tareas. Pero la línea que nos interesa es una complementaria pero no advertida por Alexander, porque surge del humus de América Latina: es el papel de los fantasmas y de los imaginarios en relación a la actuación social. Ya mencionamos la figura del dormido despierto de Lugones. Pero igual podríamos encontrarla en Pedro Páramo de Rulfo y en Cien Años de Soledad como papel performativo de los fantasmas en la constitución de realidades o en las figuras de los desaparecidos antiguos y nuevos. Ellos están presentes no sólo en las leyendas de patasolas, mohanes, mujeres sin cabeza y demás que pululan como restos de historias de desarraigo. Para alguien que observe con lentes de palimpsesto a América Latina en la actualidad no deja de ser muy esclarecedor que la intervención de Hugo Chávcz en un Perú que quiso más a San Martín que a Bolívar haya sido tan decisiva en contra de su propósito como el error de Ollanta Húmala de disputar la tumba de Haya de la Torre a los apristas. Todo lo anterior configura una analítica y un teatro o drama de la acción social que escapa a los acentos muy racionales del paradigma dominante, pese a la utilidad heurística de éste. Nuestra modelación del paradigma Je la acción social parte de asumir nuestra complejidad histórica en la complejidad del mundo actual con fundamento en un par de presupuestos: el primero, que nuestro

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dolor histórico frente al mundo como pueblos múltiples, desplazados y descentrados se reconcilia con la condición semejante del mundo en la actualidad, caracterizado justamente por aquello que nos constituyó como destino: la multiplicidad, el desplazamiento y el descentramiento. Lo cual supone que si pensamos a fondo en nuestra existencia, contamos con claves propias para interpretar el mundo y transformar la ancestral dificultad en oportunidad de habitar en la frontera del pensar y del ser contemporáneos y futuros. Segundo: que nuestro grado de complejidad, si bien advertido y si transita de la mimesis y del palimpsesto no advertidos al logos y a la conciencia, puede acunar un pensamiento de la complejidad. Somos, en efecto, pueblos múltiples, metecos de todos los lugares, desplazados en nuestro propio espacio, seres que configuramos un multitud cuyo centro es casi siempre excéntrico y habitantes de una complejidad que en clave nemotécnica podemos calificar como mega diversidad geo-bio-demo-etno-tecno-poli-socio-cultural. Para ser breves, indiquemos que los actores de nuestro drama social provenimos de tres troncos étnicos diferentes y de una multiplicidad étnica y lingüística no bien advertida, pero como lo revelan las investigaciones de Emilio y Juan Younis, nos caracterizamos por esa condición dual que significa que nuestras mitocondrias apuntan en cerca de un 85% a madres indígenas, mientras que por el diferencial Y masculino respondemos a una mezcla abigarrada, producto de un mestizaje en el cual el protagonismo de la mujer ha sido crucial y el poder lúbrico del varón conspicuo (El Tiempo: 2006). Razón de más para situar la sexualidad como tema crucial de la acción social. Añadamos que los actores de la acción habitan un espacio que en su complejidad geo-biótica es el tercero en mayor dificultad del mundo, porque la probabilidad de que dos habitantes tomados

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aleatoriamente se encuentren en una misma eco-zona es la antepenúltima entre 155 países, en un medio fragoso y con enorme diversidad biológica, pero además caracterizado por ser, entre 18 países de América Latina, el que posee menor índice de concentración poblacional (República de Colombia: 2005, pp. 110-111). Baste indicar que mientras en una ciudad como Lima se mueve cerca del 80% del PÍB del Perú, la contribución de Bogotá durante mucho tiempo fue marginal y ahora no alcanzaría más de un 20%, cuando más. A partir de allí son comprensibles las dificultades para alcanzar el monopolio del uso de las armas en un territorio por parte del Estado, lo mismo que la construcción de infraestructura o provisión de servicios, como también la existencia de puntos de fuga y contrabando o santuarios para la rebelión o las autonomías. Complementemos lo anterior con los dilemas políticos, señalando que durante mucho tiempo Colombia fue una nación casi sin Estado (1850-1885), mientras que en otro período ha sido un Estado casi sin nación (1886-1986), hasta que el acto Legislativo número uno de 1986 y la Constitución de 1991 comienzan a apuntar una síntesis entre Estado y nación. Insistamos en que nuestra relación económica con el mundo siempre ha transitado entre la ilegalidad y la legalidad, relacionada con nuestros modos de integración geográfica, política y social y que siempre ha sido, en uno y otro caso, precaria. Con todo lo anterior podemos indicar cómo surge el concepto de conciudadanía de la reflexión de la larga, mediana y corta duración de nuestro acceder al mundo. La virtud de un libro ya clásico como el de Ángel Rama, La Ciudad Letrada, consistió en esquivar la polaridad de las leyendas negra y rosa (Rama: 1984) y manifestar que en su designio la fundación jurídico-legal fue la destinación

a la inclusión mediante el reconocimiento teológico, precursor del derecho de gentes, de que los indígenas poseían almas. De modo que desde el comienzo de nuestra existencia como pueblos múltiples estuvo signado por una aporía de inclusión excluyente o de exclusión incluyente. El pensamiento disyuntivo o binario (Morin: 2000) de entrada no sirve para considerar nuestra historia y es necesario entonces formar un pensamiento que pase de la simplicidad compleja a la complejidad organizada (Bell: 1976). Los siete modelos de cultura, socialización y formación del Sujeto en Colombia que formulé en un Übro que recibió poca atención, parten después del modelo indígena de ese proyecto de différance de la promesa de inclusión de la ciudad letrada, comprendiendo el concepto de Derrida como expansión tropográfica y topológica de la promesa hasta culminar en el punto de partida de la Constitución de 1991 para iniciar un modelo democrático que hallará su madurez en los dos bicentenerarios de nuestra independencia, 2010 y 2019 (Restrepo: 1997). Ahora bien, lo que ha ocurrido en Bogotá en la última década ha sido laboratorio para derivar unas categorías de la democracia que si bien han sido intuitivamente formuladas no han sido muy bien pensadas, puesto que la política no es por definición el lugar del pensamiento y como dice uno de mis autores preferidos de todos los tiempos "la facultad de ignorar distingue al hombre práctico (Adams: 2001, p. 88). El acento de las Alcaldías de Antanas Mockus en la cultura ciudadana y por diferencia en la de Lucho Garzón como cultura democrática no ha merecido una discusión teórica, pese a la agudeza intelectual del primero. La cultura ciudadana corresponde al modelo liberal clásico que subraya el componente de igualdad ante la ley, mientras que la cultura democrática de Luis Eduardo Garzón insiste en la dimensión de la igualdad social mediante la solidaridad, en especial en la reso-

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lución del hambre, el acceso a la educación, la equidad de género y la comprensión de la diversidad. Ambas comparten el ideal de libertad, pero difieren en sus encuadres. Y es allí, en la diferencia y en el complemento de esas dos perspectivas, donde creemos se funda el concepto de conciudadanía como equilibrio posible entre los ideales no muy conciliables de libertad, igualdad y solidaridad. La igualdad abstracta ante la ley, resumida en el lema de Antanas Mockus, "todos ponen", debe compensarse con el reconocimiento de diferencias sustantivas de los actores sociales en el acceso a los bienes básicos de ingreso, nutrición, educación y en aquellas dimensiones culturales necesarias para la autoestima en tanto diferencia de género, de religión, de estilo de vida o de creencias y gustos. Para superarlas se precisa, como dice el lema de la administración de Garzón, una Bogotá sin indiferencia, lo cual implica un ejercicio de solidaridad que ha de pasar por una política del reconocimiento mutuo y de la comprensión. Tal reconocimiento mutuo, como he indicado, es el que emerge del gran problema formulado por Hegel en 1807, de ello hace 200 años, en la Fenomenología del Espíritu como el tema del Annerkennung (Restrepo: 2007). La gran diferencia a doscientos años del planteamiento del problema hegeliano es que hoy, después de Freud, de Heidegger y su propuesta de cura filosófíca, del renacimiento del concepto de psicagogía como lo propusiera Foucault en la Hermenéutica del Sujeto y con todas las perspectivas de comprensión de sí mismo, proporcionadas por la autoetnografía y la reflexividad, es que hoy es preciso comprenderse a sí mismo en su multiplicidad para comprender la multiplicidad de los otros. Para formar en este espíritu de comprensión propia abierta a la comprensión de los otros en su multiplicidad habría que trascender Ciudadanía y Cultura

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de la pedagogía como instrucción y como doma a la psicagogía como un enseñar a través de la parrhesia y su decir verdad y quizás aún más a una mistagogía ontológica que enseñara a ver en el lugar común: el de cada cual, el de la ciudad, el del mundo, lo que hay de extraordinario e incomprendido. Por ejemplo, en un concepto de ciudadanía que es hoy multidimensional y complejo como hemos enunciado. A la tarea de la educación en la conciudadanía le aguardan grandes retos. Cabe recordar que nuestra emancipación fue antes pedagógica que política y cultural y que la gran efemérides del 2019 será antes que la Batalla de Boyacá (siete de agosto) la inauguración del Congreso de Angostura con el discurso de Simón Bolívar del 15 de febrero de 1819 en el cual anunciaba ante el mundo la voluntad de constituir a la educación como un cuarto poder público.

Notas 1

Las referencias a lo que significa pensar de este párrafo son todas tomadas de la Revista Le Nouvel Observateur, reseñada en la bibliografía, en número dedicado a 25 grandes pensadores del mundo entero.

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Gabriel RestreD

Las relaciones interculturales en la ciudadanía y la ciudadanía en las relaciones interculturales. Fenomenología histórica de una modernidad social José Luis Grosso

nterculturalidad y ciudadanía Bajo y junto a la experiencia de ciudad se oculta una interculturalidad barroca, conflictiva y asimétrica que nos constituye en los contextos poscoloniales2 de la vida social en América Latina.3 La experiencia primaria de "ciudad" es ya diferencial, atravesada por los gestos éticos y las políticas culturales de las relaciones de poder poscoloniales que nos constituyen; el campo de experiencia de la ciudadanía moderna tiene una densidad histórica que le subyace, la precede y la constituye. Las tecnologías de la comunicación, extensa dialéctica de movilización de las voces y los cuerpos interculturales en la construcción hegemónica de los Estados-nación, han intervenido tanto en la creación de la ciudadanía y la generalización de lo político como en el enmascaramiento, borramiento e hiperrealización de aquellas diferencias. El concepto de "tecnología" utilizado aquí no corresponde con su sentido más habitual

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y generalizado, de corte objetivista e instrumental; más bien, es esa silenciosa disposición hasta de las más ínfimas materialidades, que distribuye posiciones, inscribiendo relaciones de poder entre los cuerpos ajustados a los espacios (Foucault: 1984). Es un nivel más profundo y determinante que el "ideológico". Pero su paradójica solidez consiste en un trabajo simbólico de tropos corporales y plástica material. Allí, en ese nacimiento imperceptible de las desigualdades y asimetrías, es posible un "juego" que no es de meros significantes y que afecta la materialidad de los espacios y de las relaciones sociales: una discursividad semiopráctica. Este tramado de relaciones interculturales, de construcción hegemónica de los Estados-nación, de creación de ciudadanía y de expansiones y reconfiguraciones del sensorium (Benjamín: 1982) a través de las tecnologías de comunicación y sus redes constituyen lo que llamo modernidad(es) social(es). Esta modernidad social, paradójicamente inaudita e invisible (que no coincide, por tanto, con la versión ilustrada, dominante, de "Modernidad", pero tampoco con el control y la estereotipia de la comunicación, del consumo y de sus dinámicas culturales por el mercado global (Grosso: 2004; 2007), es el agenciamiento de la "comunicación", de la "ciudadanía" y del "desarrollo" por parte de los movimientos sociales y las culturas populares, en un campo de acción que hace emerger la fenomenología histórica crítica que aquí propongo. Es este talante "fenomenológico" de la investigación lo que permite ligar el inframundo de la ciudad y de la ciudadanía con la diversificación expansiva de las redes como táctica popular. Sostengo que el concepto de lo "popular" mantiene activo en la vida social y en la comprensión de sus dinámicas el elemento divisorio, indicando la diferencia sociológica en su discursividad enfáticamente corporal como praxis crítica. Lo "popular" es un

concepto de carácter diferencial, nombra esas fuerzas sociales que se reapropian de la "educación", de la "escuela" (ciertamente señalo que hay mucho oculto de las relaciones de poder de la "escuela" en la "educación", aunque no sean sinónimos), de los saberes ilustrados (en sus usos masivos, sociales o científicos; entre los que los académicos procedentes de sectores populares somos también denegados portadores de aquellas fuerzas irreductibles), de los programas de intervención social, de los discursos "expertos". Si bien el concepto de lo "popular" ha sido capturado por las ideologías del "mestizaje" (como blanqueamiento) y del comunitarismo, comunes en las pastorales de la "religiosidad popular" y del "nacionalismo", sin embargo es la confrontación y mediación de tradiciones diversas lo que lo constituyen diferenciadamente (Martín-Barbero: 1998). Lo "popular-intercultural" como pliegue sociocultural entre los pliegues interculturales, siempre diferencial en los contextos en que los actores en lucha así lo nombran o indican, no puede ser reducido a sinónimo de "esencialismo romántico", sino a costa de un folklorismo que expropia lo cultural a los actores en su acción política y lo acumula como objeto disponible para la acción instrumental en una orientación ideológica determinada, de derecha o de izquierda (y ese romanticismo como retorno de lo negado o reprimido no falta nunca en esas posiciones extremas). Pero tampoco se lo puede reducir y depotenciar en nombre de una esfericidad social originaria (de corte "fenomenológico'-trascendental) en la que todo se ajusta con todo, donde no hay escisiones, división de intereses, inconsistencias, sino "alianza de clases" o un festival semiótico de resignificaciones culturales.4 La "conciencia ilustrada" no es la carta natal de la crítica social, ni siquiera el elemento catalizador de la praxis transformadora subiendo del magma de las rastreras "tradiciones y costumbres", o de impotentes "revueltas y Ciudadanía y Cultu-a

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rebeliones": lo popular-intercultural es campo de acción-significación (lo que llamo usemiopraxis") de diferencias socio-etno-culturales (incluyendo allí los géneros), subalternas, que requiere el reconocimiento político de las ciencias sociales. La relectura desde la perspectiva de las culturas populares del conjunto tecnológico puesto en acción durante la segunda mitad del siglo XIX en nuestros Estados nacientes (salud pública, higiene, educación, urbanismo, registro de personas, políticas territoriales, etc.) permite una comprensión más profunda (más densa y más política) de los procesos socio-culturales. Es íntima la imbricación de la tecnología con la vida; hay siempre un plus cultural en sus usos sociales. La experiencia comunitaria ha convivido desde siempre con las tecnologías del comer y del cocinar, del conversar y del contar, de la luz, del agua y de las máquinas. Estas tecnologías conllevan diversas modificaciones en el sensorium, es decir, en los modos siempre culturales de percibir las cosas del mundo (Benjamín: 1982, pp. 23-24). Escuchemos la metáfora de Paul Valéry (Piéces sur ¿'art, Paris 1934, citado por Walter Benjamín): "Igual que el agua, el gas y la corriente eléctrica vienen a nuestras casas, para servirnos, desde lejos y por medio de una manipulación casi imperceptible, así estamos también provistos de imágenes y de series de sonidos, que acuden a un pequeño toque, casi a un signo, y que del mismo modo nos abandonan" (Benjamín: 1982, p. 20). La experiencia primaria de estar-en-el-mundo no es en absoluto ^nú-tecnológica, sino que envuelve lo tecnológico en las relaciones sociales y las tradiciones culturales, las cuales ejercen su gran poder de deriva metafórica. Nacemos perteneciendo5 a un mundo siempre atravesado de tecnologías, sesgados, o mejor, orientados (porque no habría un recto orden deseable del cual la experiencia se desviaría) por la comupsé LuisGiosso

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nidad que nos acoge y en/desde la que acogemos o rechazamos lo adviniente: ese es el comienzo de nuestra historia en el mundo, y, para nosotros, en esta época, es una historia signada por el sentido de ciudad y la ideología estructurante del "Estado" (Guha: 2002). Porque "historia" no es en primer lugar los libros y documentos, con sus fechas, hechos y personajes: esa Historia exterior, cosificada, monumentalizada, museificada, pesada de fechas y apellidos célebres, "historia grande" la llamaba Rodolfo Kusch (Kusch: 1976), es la del discurso dominante; "historia", en primer lugar, es la historia social, anónima, escondida, hecha cuerpo, la historia de nuestras relaciones de unos con otros. La Historia escolar nos desposee de historia, nos expropia el hacer historia y nos impone la Historia hecha, en la que ya sólo podemos informarnos, convencidos de que sabemos "historia": esa Historia allí afuera en la que trabaja el valor dominante del conocimiento objetivo.6 Cuando ese conocimiento objetivo invade toda nuestra vida y nuestras relaciones mutuas (y en eso hace su tarea con eficacia y dudosa "calidad" la formación escolar), perdemos el vínculo que nos une desde las pequeñas historias de nuestros cuerpos a la ciudad, esa ciudad que somos y que nos viene de adentro: porque ella viene con nosotros, ella es el conocimiento silencioso que nos constituye y que ha hecho de nosotros lo que somos (Paz: 1987). Somos (diversamente) la ciudad.

Las pequeñas historias en la Historia Lo propio de la "sociedad disciplinaria" para Foucault no es la plana homogeneización represiva, sino el control de las multiplicidades que ella misma produce al re-presentarlas, constituyendo el nuevo mapa clasificatorio que está dispuesta a tolerar y reconocer como margen de "Übertad" para el "gobierno" de los grupos e "individuos" (Foucault: 1984; 1991; 1996). Las hegemonías nacionales en AméCludadama y Cultura

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rica Latina, con matices y destiempos según las regiones, reaÜzaron dos movimientos ideológico-tecnológicos, a través de los cuales imaginaron (Anderson 1994) y establecieron un plano homogéneo de ciudadanía, y, dentro de él, reconvirtieron toda la densidad de las identidades locales en meros matices imperfectos del modelo primario: singularidades locales o regionales internas, particularismos que tapaban y especializaban las históricas "diferencias" (Grosso: 1999; Jimeno: 1994). La cuestión "nacional" es la cuestión "colonial" agudizada: la diferencia, nuevamente, en otra "meseta" del discurso del poder (Deleuze y Guattari: 1994), combatida. La construcción de la "ciudadanía" nacional se inscribe encima de un denso "magma" intercultural, tratado como reto a la domesticación ("integración"), o como amenaza (Alberdi: 1984; Sarmiento: 1900). En las Guerras de Independencia contra el ejército español, las tropas estuvieron mayoritariamente constituidas por mestizos de todo tipo, negros "liberados" e indígenas ex-tributarios: una gran movilización social y desplazamientos masivos. Estos impresionantes desplazamientos en América del Sur, a lo largo de los Andes y de las llanuras, de sur a norte y de norte a sur (ver Thibaud: 2003), son procesos de modernidad social, y no la ceguera y pasividad del "caudillismo" colonial; son la enunciación libertaria de nuevas subjetivaciones sociales y políticas. Pero esa conmoción creativa que reactivó el "magma" de las diferencias ha quedado silenciada y oculta bajo el control de las aristocracias criollas, los generales y los ilustrados, que conformaron grupos en pugna que lograron sobreponer, por encima de aquélla, sus disputas e intereses minoritarios, como sectores dominantes de la nueva estructura de poder enunciada en el discurso del Estado-nación. Lo que Antonio Gramsci llamó una "revolución pasiva" (Chaterjee: 1993): las mayorías movilizadas lograron ser reducidas a una versión inferior del conflicto ase LUÍS VJIOSSO

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por la nueva hegemonía. La pertenencia nacional significó tomar un nuevo punto de partida para narrar y leer la historia total: un trabajo historiográfico de primer orden político (Harwich: 1994). La Nación fue percibida como un mundo único en formación. Las formaciones hegemónicas colonial y nacional en América Latina han hundido en los cuerpos, pliegue sobre pliegue, identidades hechas en la descalificación, estratificación, borramiento y negación. Los entramados interculturales poscoloniales que se han ido tejiendo en esta tortuosidad histórica no pueden ser suficientemente descritos desde una posición objetivista, dibujando los mapas y otras configuraciones icónicas del conocimiento objetivo (aunque se trate de la reflexividad crítica del socioanálisis de Pierre Bourdieu [Bourdieu: 2001]), sino al precio de un nuevo ocultamiento representacional y de suspender la gestión del sentido de los actores sociales en sus luchas (de Certeau: 1980, Chapitre IV. Foucault et Bourdieu). Está en juego, en esas relaciones, en la heteroglosia (Voloshinov: 1992; Bajtin: 1989) de las relaciones interculturales, un nuevo lugar, una nueva posición del científico social, un nuevo discurso de las ciencias sociales. El discurso de los cuerpos7 puede ser abordado en toda su densidad barroca y conflictívidad histórico-política si se reconoce como lugar de producción de la práctica científica esa trama social de silencios, denegaciones y subalternaciones que nos constituye, de la que la misma ciencia social y su historia hacen parte, y que se manifiesta en "luchas culturales", "polémicas ocultas", "pluriacentuaciones" y "luchas simbólicas", latentes en las formaciones de "violencia simbólica"8 en que vivimos, sedimentación en las prácticas de categorías étnicas y maneras de hacer diferenciadas y estratificadas. En nuestros contextos sociales, las diferencias no son sólo las puestas a la vista, claramente inferiorizadas o excluidas: hay tamCiudadania y Cultura

bien, y sobre todo, invisibilización, acallamiento, auto-censura, auto-negación, denegación, desconocimiento, dramática nocturna de las voces en los cuerpos (Grosso: 1999; 2003; 2004a; 2005a; 2006a; 2006b; 2006c; 2007a; 2007b; Kusch: 1983; 1986; 1976; 1978; deFriedemann: 1984; Bartolomé: 1996; Segato: 1991; Wade: 1997). Una Semiología Práctica (Grosso: 2006c; 2007a; 2007b) tiene, por ello, un sentido estratégico en nuestros contextos, o, más bien, sentido "táctico" (en términos de Michel de Certeau [1980]); en un campo científico que es a la vez epistemológico eurocéntrico, geocultural (pos)colonial, social monocultural, androcéntrico y elitista, donde las formaciones hegemónicas establecieron en la "realidad social" su mapa de diferencias por medio de políticas de aniquilamiento, de olvido y de negación. La Semiología Práctica tiene un sentido "táctico" porque escucha, habla e inscribe el discurso de las relaciones sociales de conocimiento y acción desde los cuerpos acallados e invisibles de la enunciación. Esta densidad barroca de fuerzas, subjetivaciones y sentidos en pugna constituye una compleja semiopraxis crítica (Grosso 2007b). Se contaría otra historia si se concibiera, desde la perspectiva de las modernidades sociales, los agenciamientos populares de la "ciudadanía" que vuelven a colocarla en situaciones críticas: por ejemplo (además de la gran movilización de las guerras de Independencia), la efervescencia de identidades negadas bajo el sistema republicano representativo, que aflora en las crisis de gobierno y en movimientos sociales; las migraciones urbanas nacionales, internacionales y globales (con sus saltos de "meseta", cada vez de mayor alcance, Deleuze y Guattari: 1994) desde la segunda mitad del siglo XIX (ver Franco 1991); la expansión comunicativa a través de nuevas tecnologías, que entran en una aceleración creciente desde mediados del siglo XIX. La historia social no contada repta rose

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y bulle en modernidades sociales que han ido haciendo una digestión densa de la tan proclamada "democratización de la política" en medio de una polifonía de reacentuaciones interculturales (Voloshinov: 1992; Zavala: 1996). Cuando Habermas afirma que la "opinión pública" letrada es el origen de la generalización de lo político en la Modernidad, que se amplía luego (pervirtiéndose) hacia una opinión pública "democrático-radical" (la de Marx) (Habermas: 1999), se debe notar que se privilegia así un sujeto social y un medio de comunicación sobre todos los demás (Grosso: 2007c). Esto se hace aún más evidente en sus seguidores, que lo dan por sentado ya sin tanto rodeo. Por ejemplo, Ancízar Narvaez (Narvaez: 2005), a pesar de que pretende poner el énfasis en los "sujetos sociales en la esfera pública" ("la esfera pública está constituida primero que todo por agentes sociales y no por medios", enfatiza) afirma, sin mayores titubeos, que "el espacio mediático no constituye una ampliación de la esfera pública sino una restricción de la misma, puesto que niega la visibilidad a las posiciones críticas y a los agentes antisistémicos". ¿Cuáles serán esos "agentes antisistémicos"? Y Narvaez agrega: "en el espacio mediático no hay un cambio en los sujetos de la esfera pública y un paso de la esfera pública ilustrada y elitista de sujetos raciocinantes a otra plural y culturalmente diversa, sino un cambio en los medios y las técnicas, al pasar de la comunicación cara a cara a la mediatización impresa y de ésta a la mediatización audiovisual". Donde renueva el dualismo medios-sujetos que dice superar. En definitiva, Narvaez concluye: "Esta mediatización audiovisual elimina la crítica y, por lo tanto, los medios impresos son los únicos escenarios de pluralidad y la única esfera pública democrática desde el punto de vista de los intereses en juego". ¿¡Dónde está ese paraíso impreso!?: debe existir sólo impreso. Finalmente, Ciudadanía y Cultura

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el silogismo completo: "la democratización de la sociedad pasa por la política y la economía y no por los medios audiovisuales" (Narvaez: 2005, p. 202). Un dualismo insostenible, aún en la lectura dicotómica y fetichista de los medios, como si la política y la economía no estuvieran atravesadas por esos medios y no resultaran mutuamente inseparables. Sostengo que el concepto ilustrado de "opinión pública", centrado en la discusión abierta, racional y crítica, es en verdad una estrategia de control y dominación del diálogo y del amplio espectro de la praxis social. Sobre todo en contextos como los nuestros, donde las barrocas y negadas relaciones interculturales han convivido con renovadas políticas de desigualdad. En el contexto de la hegemonía letrada "moderna", los actores sociales de los diversos estamentos venían asumiendo la participación política bajo el nuevo concepto de "ciudadanía" y fueron generando y acogiendo (en una dialéctica sin comienzo puro) la expansión de las tecnologías comunicativas asociadas a diversas acepciones de aquél: de la plaza, el comercio, las fiestas, las gestas y cantares, a los impresos, folletines y periódicos (Burke: 1991), al teléfono, a los transportes masivos, al cine, a la radio, a la televisión, a la Internet, al celular... (Martín-Barbero: 1998). El periódico, más que el origen, es el intermedio "letrado" en la expansión de un diálogo social creciente; es la manifestación, en el contexto de la hegemonía letrada tardía (la ilustrada, que sobrevino a la del humanismo clásico, a la eclesial medieval, a la del humanismo renacentista), de las fuerzas sociales de la modernidad social, que, avanzando el siglo XIX y durante el siglo XX, se darán nuevas tecnologías de circulación territorial y de expresión audiovisual. Habermas, en su purismo emancipador, no puede pensar las complicidades, esos usos "desviados" de la imagen, de la música, de los mensajes y consignas, y esa convivenpse LUIS urosso

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cia de otras maneras de comunicar dentro de la nueva hegemonía audiovisual del mercado y del consumo (Martín-Barbero 1999a). La tecnología letrada hizo relevo con las tecnologías audiovisuales ligadas a una fase de nacionalización y mundialización del capitalismo, cuando los desplazamientos sociales en aumento, amenazantes (Foucault: 1984, pp. 152-153, 204, 221 y 280; Grosso: 2005b), fueron ambiguamente puestos bajo control en la nueva formación hegemónica que todavía habitamos.

Tecnologías de la comunicación, redes y experiencia del con-tacto. La cultura mediática desarrolla una "pedagogía del consumo" (Riesman, Glazer y Denney: 1981) sobre/en un cuerpo sobreorientado.9 Este cuerpo sobreorientado es la cuestión del "sentido" que la hermenéutica moraliza. Porque, a pesar de sus críticos, el problema en el consumo no es la "falta de sentido" o la "pérdida del sentido", sino un exceso de sentido, el sentido reificado bajo el control disciplinario, bajo la disciplina de lo predecible, de lo previsible, conjurando la indisciplina del acontecimiento. Digo esto contra el etnocentrismo generacional que no reconoce prescripción del sentido en el imperativo categórico audiovisual del consumo, que dice: "Muestra a los demás la imagen bella del cuerpo y del mundo que ellos deben mostrarte a ti"; y que por eso mitifica su "época", cuando parece que sí había ambivalencias y hasta ejercicio de la crítica. Una estética de la belleza prescripta disciplina los sentidos en el espacio y en el tiempo, sus horizontes (sobre todo fija sus horizontes: los sueños, las fantasías, los mitos, las utopías, las posibilidades; recurriendo muchas veces a los lugares comunes de los arquetipos culturales).

Ciudadanía y Cultura

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En todo caso, tiempo y lugar, la cuestión del "sentido" es siempre cuestión de poder, imposición y lucha (Nietzsche: 1986, Tratado II, parágrafo 12; Deleuze: 1994; Deleuze y Guattari: 1994). El más-allá-del-sentido (al que señala el sentido) ya no es comprensión, sino acción, no es "filosofía" sino política, y, una hermenéutica del infinitamente ampliado "reconocimiento" del "sí mismo" en la inagotable reinterpretación del "texto" cultural sobrepuesto al "otro", no lo alcanza, porque no asume el carácter intrínsecamente performativo de toda significación (siempre en relación con/a/entre otros): su exterioridad social y ajenidad, la imposición de conflicto y poder que toda "comunicación" conlleva, su fuga inédita, inaudita, incomprimible, radicalmente crítica. El excedente no gramaticalizable de la enunciación del sentido son las relaciones entre cuerpos, la intercorporalidad e intermaterialidad comunicacional, los otros (Nietzsche: 1986; 1985; Grosso: 2006e; Merleau-Ponty: 1997; Grosso: 2006g; Bajtin: 1999, 2000; Voloshinov: 1992; Grosso: 2006f; Foucault: 1992, 1997; Kristeva: 1981; Derrida: 2000, 1989a, 1995, 1989b, 1977; Bennington y Derrida: 1994). La deriva de sentidos confronta toda teleología y es transhegemónicamente incontrolable. La modernidad social de la semiopraxis popular generó un progresivo y acelerado movimiento hacia la vinculación en redes cada vez de mayor alcance que dio lugar a la expansión del concepto de ciudadanía.10 La experiencia práctica y comunicativa de la red coloca en primer plano un nuevo "sentirse parte de" y "estar en contacto con": ser tocado por lo que circula en un amplio radio de alcance, con una fuerza de alianza/arrastre que convoca cuerpos y sentidos en una orientación estratégica o táctica de la acción; es un sentido de pertenencia a un flujo. Teniendo en cuenta la distinción de de Certeau entre "estrategias" dominantes y "tácticas" populares (de Certeau:

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1980), las redes expanden sin duda el alcance de las "estrategias"; pero lo más notable tal vez sea el ensanchamiento del campo, la alianza de temporalidades y la complejización de la acción de las "tácticas". La red es más que el "medio": la red suma tecnología y mediaciones sociales; por eso se realiza, aunque de modos diferenciados, con mayor o menor interactividad tecnológicamente incentivada, en la relación con todos y cada uno de los medios (Martín-Barbero: 1998). En red, las mediaciones se potencian por incremento cualitativo de cruces y asociaciones, uniendo potencia a complejidad. "Contacto" es más que "consumo" y más que el fetichismo de los "medios". Como señala Rosalía Winocur: "La importancia de convivir con los medios supera en mucho a la de consumir sus contenidos" (Winocur: 2002, 25). Las redes son comunicación indexical, con-tactos corporales no-objetivables y no-enunciables, y sin embargo densas de sentido, que ponen la acción al nivel primario de la percepción (MerleauPonty: 1997), en la fábrica misma de las concepciones del mundo, de las sensibilidades y del sensorium (Benjamín: 1982). Acorde con la importancia creciente de las masas y sus aspiraciones, con su "sentido para lo igual en el mundo", Benjamín reconocía en las primeras décadas del siglo XX que la reproducción técnica (especialmente en el cine, pero no sólo) producía un acercamiento general de las cosas, permitiendo tocarlas y adueñarse de ellas (Benjamín: 1982, pp. 24-25). Algo semejante sucede en la experiencia corporal masiva de estar-en-red y es a lo que me refiero como "con-tacto". Por eso hay ahí un poder relativizador por heteroglosia, muy junto a la sombra del sentido común, donde la percepción es encerrada en la estereotipia y/o puja de sentidos críticos." Por la vía de las redes será superada la hegemonía audiovisual. Suena sin duda paradójico que el aparente distanciamiento de los Ciudadanía y Cultura

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cuerpos en su masa logrado por las tecnologías audiovisuales sea concebido como experiencia del conjunto corporal en contacto; pero la lectura indexical de la comunicación audiovisual pone de relieve la corporalidad (oculta) como el nivel primario, y la experiencia audiovisual aparece así como aquélla que removió la oscuridad letrada del cuerpo (Verón: 2001; Ford: 1994); con lo que aquel distanciamiento de los cuerpos se muestra como aparente y en verdad se ha tratado de una extensión (intensiva) de las posibilidades del contacto. Dicha densificación del contacto "masivo" (dudo en usar el término por lo que tiene de disolución de las diferencias, cuando en verdad lo estoy usando para expresar una densificación intercultural de mestizajes y sincretismos, por aquello que tiene de "popular" y de encuentro de mayorías [Martín-Barbero: 1998]) deconstruye la fijación greco-occidental en el "ver-decir", en la conjunción de eidos y lagos, como campo de experiencia privilegiado para el conocimiento, para la ética, para la estética y para la política (Grosso: 2002a) y que aún la valoración generalizada de la fenomenología no ha sobrepasado. El concepto dominante de "conocimiento", en nuestros contextos poscoloniales, descansa en el des-conocimiento de nuestra interculturalidad (Grosso: 2004), tanto en su dimensión epistemológica como en su polémica oculta con los lenguajes naturales de nuestros cotidianos. Por eso el concepto de "hermenéutica doble", con el que Anthony Giddens se refiere a que siempre la vida social que estudian las ciencias sociales está preinterpretada y es posinterpretada por los actores que se agencian de ella en sus mundos prácticos, tiene entre nosotros un dramatismo adicional, de hondura histórica y etnocultural, que hace imposible que pueda pensarse como una "hermenéutica" serena o conciliadoramente dialógica lo que sucede en el abismo intrincado de pliegues y con-

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frontaciones de aquel reductivo "doble". La situación es más que "doble" y su heteroglosia está sembrada de huecos, conmocionada de emergencias y abigarrada de pliegues. Esto sumado a que, para Giddens, el proceso está orientado en vía única, hacia una mejor comprensión científica de la vida social, correctiva y traductora. (Giddens: 1995, 1997) Esas rupturas sepultadas seguirán cobrando su colonialismo secreto, y con mucha más fuerza, cuando este "conocimiento del des-conocimiento" atraviese con mayor efectividad la vida social, hasta su reificación tecnocrática (que pesa ya y fuertemente en los slogans: "sociedad del conocimiento", "gestión social del conocimiento". ..) Pero, a su vez, en la hegemonía de las redes de contacto, en cuanto formación de poder en la que se desencadena el diálogo intercultural de los cuerpos, los usos populares desmitifican, trayendo a la superficie social la potencia estética y sensible de las creencias cotidianas, la enorme capa del (des)conocimiento que nos cubre, y ponen en acción la (re)apropiación popular-intercultural del "conocimiento" occidental dominante. Un cierto cinismo crítico voltea lo público del lado de la "malicia" indígena, del "cimarronaje" negro, del "embrujo" femenino, y de otros recodos y derivas, en las redes interculturales ("capital económico, social, cultural y simbólico", en términos de Bourdieu) que estas matrices epistémicas se agencian (Grosso: 2007a; Bajtin: 1990). Es la red de malicias, cimarronajes, y otros poderes de sentido, lo que debemos constituir en posición teórico-metodológica de una ciencia social que se disloca de la teleología "científicamente orientada" de la "hermenéutica doble"; ésta es la acción táctica popular en la tan mentada "sociedad del conocimiento". El impulso popular de la modernidad social dio lugar, en una primera época (difícil de fechar, pero que, según los contextos, Ciudadanía y Cultura

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puede ser el siglo XVIII, o la segunda mitad del siglo XIX, o la primera mitad del siglo XX), a las extensiones y predominio del verse y oírse, lo cual tuvo ciertamente impacto en el sentido de "pueblo", expresado en la autorrepresentación, en la manifestación y en la asamblea multitudinarias, e hizo posible reconocer, y reconocerse, como "culturas populares", con sus maneras de hacer en el cotidiano (de Certeau 1980; Martín-Barbero 1998). Pero en aquel impulso hay un sentido que se orienta, cada vez con mayor contundencia, hacia las extensiones y predominio de las solidaridades en el estar-en-con-tacto, logrando presiones de mayoría (virtuales in corpore), siempre no obstante localizadas, aún más fuertes incluso que las pasadas, segmentarias, pudiendo alcanzar gran escala. No se trata ciertamente de una ampliación de los usuarios de la argumentación racional en una "opinión pública" ilustrada (pero, de cualquier modo, ¿sería la lógica nuestra salvación?); por el contrario, se trata de una profundización democrática (hundida por luchas) en las racionalidades prácticas en las que los cuerpos enuncian sus tramas de sentido y poder. ¿Cómo las tecnologías del contacto posibilitarían una más intensa interculturalidad? Las nuevas solidaridades, al contrario, ¿no constituirán bloques cerrados de un gregarismo a ultranza, confirmando los diagnósticos de un "choque de civilizaciones" a la Samuel Huntington y de neo o paleo-fundamentalismos? No será posible el primer sentido, en modo alguno, si nos afirmamos en el prejuicio ilustrado de que el cuerpo masifica y de que la lógica (lingüística), con su razonamiento claro y distinto, introduce el pensamiento crítico en la vida social. El pensamiento lógico (lingüístico) moderno produce análisis (y tal vez una de las expresiones críticas más radicales de este poder de análisis es el "socioanálisis" de Bourdieu; pero también esta Semiología Práctica); si embargo, en la asé Luis Gi

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semiopraxis popular, en su impulso de modernidad social, hay otro plano ("meseta") de la crítica que trabaja en/a través de la burla, la risa, el desplazamiento de los cuerpos en las relaciones de poder, las fugas metamórficas, las rcacentuaciones... todos ellos trabajos, desvíos y torsiones que rompen las inercias, las estructuras de clasificación y las clínicas del sentido en las que la interculturalidad ha sido fijada y colonizada, desoída y acallada, en segmentos de acción formalizados y estereotipados hasta el simplismo, sepultada en su poder epistémico-práctico de hacer-sentidos. Este ha sido el verdadero temido al que atacaron las tecnologías ilustradas de la Modernidad (Foucault 1984; Grosso 2001; 2005b) y al que atacan las tecnologías del mercado y del consumo. En dicha semiopraxis popular, la oposición crítica fundamental no es la de las tradiciones religiosas (secularizadas como "ideologías") y la argumentación racional. Que el fundamentaUsmo y el dogmatismo sean la única expresión posible de lo religioso es un prejuicio ilustrado y afecta a las grandes religiones del Libro. Las culturas populares latinoamericanas han sobrepasado (incluso en el caso, lleno de ambigüedades, de los numerosos grupos evangélicos procedentes de EEUU: guerra religiosa a la carnavalesca "católica" armada de usos eufóricos y apocalípticos, hiperbólicos, de la lectura) la hegemonía letrada en el campo religioso. Tal vez los sincretismos y mestizajes semiológicos en el campo religioso ("católico") latinoamericano, a lo largo y a lo ancho de los períodos colonial y nacional (así como las diversificadas formas protestantes y el barroquismo postridentino lo fueron en el caso de Europa), han sido y siguen siendo más bien los movimientos primarios de la modernidad social en la gestión de lo público, que no han logrado en definitiva poner bajo control los sectores dominantes, y por ello mismo tal vez constituyan una matriz genésica de toda praxis críCiudadanía y Cultura

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tica: allí donde los poderes y sus metamorfosis se sacralizan, y de esa manera se ocultan y se simulan, ellos necesaria y políticamente contienen y desbordan, siempre vinculan deformando. No es cierto que en los cuerpos y su semiopraxis esté la menor posibilidad de hacer-diferencia, el mayor simplismo de la interculturalidad, sino lo contrario: las prácticas juegan con las mayores posibilidades de sentido y de acción entre unos y otros. Las culturas populares en su modernidad social no sólo democratizan la política, sino también (junto con ella) el conocimiento, la teoría social, el sentido y la crítica; ese es el poder "deconstructivo afirmativo" (Derrida: 1997) que ellas tienen. La crítica, en las formaciones hegemónicas de las redes de contacto, pertenecerá a la historia de la crítica operada por las culturas populares. Porque también en el campo de la crítica hay dominio y poderes en pugna: formas de la crítica reconocidas, consagradas, dominantes, silenciadas y desconocidas. Los juegos de poder no se detienen; ahí se queda corto el "socio-análisis" de Bourdieu, demasiado amarrado al optimismo (ideológico) de la Ilustración. La semiopraxis crítica del contacto alcanzará su mayor campo de acción en la experiencia de las mayorías populares, localizadas y dispersas, en red, expandidas a las periferias migratorias globales, recreada en procesos de socialización primaria: la música, la comensalidad, la gestualidad, el afecto, la proxemia, los olores, los colores, etc., que exceden, en ese mismo nivel, el régimen massmediático del consumo, de la estética dominante y de la estereotipia audiovisual "multicultural", estableciendo así luchas culturales y simbólicas'- radicales. Una tecnología es desarrollada cuando un interés social así lo impulsa o exige; hay siempre una fuerza cultural a la base del desarrollo tecnológico como innovación social. Las tecnologías del contacto corresponden a los nuevos campos de expse LUIS ijrosin

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periencia y de acción en los cotidianos, semiopraxis crítica popular que pone en marcha las nuevas luchas simbólicas de la modernidad social, descolonizando el conocimiento e intensificando los discursos etnoculturales de los cuerpos, como trabajos culturales en el espacio del mundo ensanchado y de largo plazo.

Notas 1

Este texto es un resultado de investigación del Programa Territorial

"Diseño y puesta en marcha de la Estrategia Valle del Cauca, Red de Ciudades Educadoras (Buenaventura, Buga y Cali) - Red CiudE", proyecto de investigación financiado por Colciencias - Universidad del Valle — Gobernación del Valle del Cauca - Alcaldías de Buenaventura, Buga y Cali. 2006-2007. 2

Se habla de contextos "interculturales poscoloniales" para referirse a

aquellos en los que se ha pasado por la experiencia colonial europea, experiencia colonial inédita en la historia planetaria por sus alcances mundiales y por generar un solapamiento entre occidentalización/universalidad. La hegemonía eurocéntrica no fue radicalmente alterada, a pesar del cambio de estatus en lo político, al declararse las independencias nacionales y organizarse Estados-naciones en las recientes colonias; y se oculta y afianza aún más en la hegemonía globocéntrica actual. Por lo tanto, si bien "poscolonial" es un concepto que marca un período histórico, su intencionalidad más fuerte está en seguir nombrando lo "colonial" en sociedades que han logrado desconocer dicha experiencia y procedencia a fuerza de dar nuevas vueltas de tuerca al reaseguramiento cognitivo que se afirma en el eurocentrismo (frente a la tenebrosidad de los mundos indígenas, negros y mestizos) y que las hace ingresar, con siempre dudosa legitimidad, y por lo tanto llena de ansiedades, en el deseado (e imposible) "Occidente". Sin duda también influye en ese oscurecimiento de la relación colonial el que, en el discurso social, político, histórico, filosófico y epistemológico, es oscuramente percibida

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una continuidad europea, "civilizada", entre las élites españolas y criollas de la Colonia y las élites criollas de las Repúblicas: cambio de época y de mentalidad, en verdad: relevo que no arriesga su posición diferencial en la pirámide social, autocomprendiéndose como principio ordenador del caos "americano" y gozne del sentido. He ahí el más silencioso determinante de las políticas del conocimiento en América Latina (y en todo contexto poscolonial). Debido a la efectividad política y cultural de este velo hegemónico, interculturalidad nombra allí el oscuro trabajo de las diferencias, antes que el actual collage híbrido, la feria de colores y el paneo objetivante en los que se recrea la visibilidad representacional del "multi-culturalismo". Propongo un concepto de "interculturalidad" que reconozca las diferencias entramadas en las relaciones de significación y poder (como una ambivalencia irreductible), más acá de todo sueño de igualdad democrática, pero, también, de toda autoctonía pura de lo "propio" (Grosso: 1994; 1999; 2003; 2004a; 2005a; 2006b; 2006c; 2007a; 2007b; ver también Lander: 2000; Rodríguez: 2001; Walsh: 2005). Esta nota no es en vano "al pie", sino que repta por el subsuelo de todo este texto. 3

Aunque son los países de América del Sur que declararon su indepen-

dencia de España los referentes primarios de este texto. 4

Va resultando así que, en las ciencias sociales, tienen lugar una fuerte

discusión y tomas de posición respecto del abordamiento fenomenológico de los procesos sociales. Mi posición es la de una fenomenología crítica, que enfatiza la diferencialidad discursiva de los cuerpos en pugna como constitutiva de lo social y de la experiencia primaria en la historia. 5

"Uno se encuentra en comunidad con los suyos desde el nacimiento,

con todos los bienes y males a ello anejos. Se entra en sociedad como en lo extraño. Se pone al adolescente en guardia contra la mala sociedad -compañías; pero mala comunidad es expresión contraria al sentido del lenguaje" (Tónnies: 1947, pp. 19-20). Por lo que el encuentro con otros etno-culturalmente diferentes y el extrañamiento etnográfico nos colocan ante la experiencia de otras comunidades de vida, no sólo ni simplemente ante el conocimiento de otras sociedades y formas de agrupación. José I

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Ver de Certeau (1985).

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Distinto del "discurso sobre el cuerpo", que es el más generalizado en

la descripción etnográfica y en las ciencias sociales, donde el cuerpo es objeto pasivo del cual se habla, al cual se diagrama, fotografía, filma... en el que se ha extendido largamente el estructuralismo, sometiéndolo a categorías universales, ejerciendo la traducción permanente al logos occidental, con el propósito de traerlo a la claridad del conocimiento objetivo, desposeyéndolo así de su discursividad social propia, desconociendo la diferencia cultural que lo constituye y apartando las fuerzas sociales que lo habitan: lo que Michel de Certeau denominaba "operación etnológica" refiriéndose a la "lógica de las prácticas" de Bourdieu (de Certeau: 1980, Chapitre IV Foucault et Bourdieu). "Discurso sobre el cuerpo" y "discurso de los cuerpos" no se oponen en abstracto, sino en la autocomprensión crítica en que las ciencias sociales (en especial, la crítica antropológica de la etnografía) se han puesto en curso en las últimas décadas, cuestionando la posición del investigador respecto de los actores sociales y la relación que establece con ellos a través de la producción de conocimiento, de autoridad y de poder (Ver Grosso: 2005c). El habitas científico del investigador, formado en el "discurso sobre el cuerpo", debe ser sometido a una crítica intercultural y poscolonial, desplazándose hacia un campo de acción en el que se abre camino el "discurso de los cuerpos". En una praxis demorada y activa, el "discurso de los cuerpos" opera la deconstrucción del "discurso sobre el cuerpo". 8

Es decir, las imposiciones simuladas que han llegado a ser desconoci-

das en cuanto tales (Bourdieu y Passeron: 1995a, y la obra de Bourdieu en su conjunto). 9

Este concepto de "sobreorientación" sólo en parte se asemeja al de

"niño sobredi rígido" del que hablan David Riesman y sus colaboradores (Riesman, Glazery Denney: 1981, p. 124 y ss.): "sobredirigido" se refiere a "encontrarse en un rumbo que no (se) puede seguir en la realidad" (p. 124). El sentido de "realidad" hoy no tiene la misma fuerza como referente objetivo. 10

Michel Serres marca en la epistemología y la comunicación de la se-

gunda mitad del siglo XX, con la metáfora de la "red", el paso de un Ciudadanía y Cultura

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"modelo lineal" a un "modelo tabular" (Serres: 1996). Un énfasis en las redes sociales semejante al que hago aquí se encuentra en el concepto de "multitud" de Antonio Negri y Michael Hardt (Hardt y Negri: 2006): "Lo que emerge hoy es un 'poder en red' (...) [en el que] la multitud también puede ser concebida como una red abierta y expansiva" (Hardt y Negri: 2006, p. 15); en una red, "los distintos nodos siguen siendo diferentes, pero todos están conectados en la red; además, los límites externos de la red son abiertos, y permiten que se añadan en todo momento nuevos nodos y nuevas relaciones" (p. 17). "El desafío que plantea el concepto de multitud consiste en que una multiplicidad social (en la que las diferencias sociales siguen constituyendo diferencias) consiga comunicarse y actuar en común conservando sus diferencias internas" (p. 16). Pero desde la posición en que estoy, no se trata sólo de "multitud-en-red", sino de semiopraxis popular del con-tacto. 11

Gianni Vattimo, en La sociedad transparente, plantea esta relativización

estética del sentido de "realidad" operada en el contexto de la expansión mediática, aunque no le da esta radicalidad crítica en la semiopraxis popular (Vattimo: 1996, p. 78-86). 12

"Luchas culturales" es la expresión de Antonio Gramsci, y se refiere a

la confrontación de horizontes de concepción del mundo en un escenario determinado (por ejemplo, la escuela); "luchas simbólicas" es la expresión de Bourdieu para referirse a la agonística social entre actores que simulan, con el capital simbólico específico dominante en un campo determinado (por ejemplo, el arte o la ciencia), sus forcejeos por imponer su manera de ver, de pensar, de sentir, de apreciar, de hacer.

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Ciudadanía democrática, igualdad y diferencia1 Leonardo Tovar González

Debemos distinguir entre las diferencias que existen pero no debieran existir, y las diferencias que no existen pero debieran existir. Chantal Mouffe Para servir de faro a los propósitos nacionales que orientarán la celebración del segundo centenario de la Independencia, el 7 de agosto de 2005 el presidente de la República, Alvaro Uribe Vélez, lanzó el documento "Visión Colombia 2019".2 Preparado para el "Departamento Nacional de Planeación" por un grupo de expertos en distintos sectores de la sociedad, llama la atención que en este manifiesto programático tan poca atención se les haya brindado a la interculturalidad y sus implicaciones políticas.3 De hecho, el vocablo "cultura", aun en sus acepciones más anodinas, estuvo ausente de la disertación presidencial y del prólogo que abre el texto, revelando por protuberante omisión que esta dimensión de la vida social no constituye una prioridad de nuestro actual proyecto de nación. En el acápite dedicado al fomento de una cultura ciudadana, la visión se centra en el concepto de civic culture enfatizado en la alcaldía de Antanas Mockus en Bogotá (esto es, en la aceptación y cum-

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plimiento consciente de las reglas por parte de todos los actores sociales como condición indispensable para el bienestar individual y común), pero no se abre a connotaciones más ricas de cultura política procedentes de la asunción afirmativa de las diferencias culturales.4 En términos restrictivos, sólo se advierte que "la diversidad cultural supone que una política de cultura ciudadana debe tener muy en cuenta los factores regional y local", y que dada la inaplicabilidad universal de ciertas normas legales, la ejecución de la cultura ciudadana debe determinarse en el nivel local (D. N. P: 2005, p. 316). Por cierto, esta acotación cultural de la civic culture de ningún modo resulta satisfactoria para los culturalistas, quienes sostienen una idea más incluyente de cultura, pero nos tememos que tampoco convenza a los normativistas, para quienes la existencia de la democracia depende de la vigencia de normas supraculturales. Un acercamiento igualmente restrictivo a la interculturalidad se halla en el capítulo titulado "Forjar una cultura de la convivencia". En la línea de la Constitución de 1991, que "reconoce que somos un país multicultural y señala el camino para proteger la identidad de cada cultura, sin perder de vista el proyecto colectivo de la Nación", la visión traza que en 2019 "la diversidad cultural deberá ser un motivo de enriquecimiento mutuo (...)" (p. 262). Sin embargo, esta invocación multicultural sólo sirve de antecedente para formular las "políticas culturales" que deberá atender el Estado colombiano (protección del patrimonio cultural, preservación de la memoria colectiva, fomento de las artes y las letras), de nuevo sin profundizar en un concepto más amplio de lo cultural como dimensión definitoria de la vida social y política. Aunque la agenda pública trazada allí trascendió la acepción cultista reservada a las "bellas artes", a juzgar por el documento que ¡nardo ¡ovar uonzaiez

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estamos comentando no se ha logrado comprender que la cultura cubre todo el sistema material, normativo y simbólico con el cual se representan los sujetos sociales, en referencia a sus grupos de pertenencia (identidad cultural) y en referencia a sus interacciones con otros grupos (interculturalidad). De ahí que la proyección política de la cultura se limite a modalizar contextualmente la acción estatal, como se comprueba en el siguiente anuncio del apartado concerniente a la profundización del modelo democrático: "Esto implica (...) haber avanzado en el hallazgo de un adecuado equilibrio entre la apertura del sistema a todos los actores y matices que conforman la sociedad colombiana -pluriétnica, multicultural y descentralizada-, y la gobernabilidad, entendida como la capacidad para una gestión eficaz de las demandas" (p. 295). Sólo así, se aclara, se logrará una democracia "incluyente, no restringida, pero eficaz y eficiente en su funcionamiento" En síntesis, el multiculturaüsmo y la interculturaÜdad, no diferenciados y escasamente referidos, aparecen como parte del paisaje institucional, que sólo se enuncia como condición del ambiente para el proyecto político de la nación, de la misma manera que, por ejemplo, el plan vial nacional debe tener en cuenta que nuestro país es un territorio de ríos y montañas. No obstante, una mirada integral al documento y su énfasis en las condiciones socioeconómicas de la construcción de la democracia en Colombia, nos invita a reparar si la carencia no reside más bien en el ojo del observador culturaÜsta. Adiestrados durante dos décadas por los Estudios Culturales, el multiculturaüsmo y los mismos movimientos multiculturales, a destacar la "diferencia" en las políticas púbÜcas y los anáUsis sociales, quizás nos hemos vuelto poco sensibles a valorar la exigencia de "igualdad" que por lo menos como postulado atraviesa la "Visión Colombia 2019". A pesar de sus insalvables diferencias ideológicas, Ciudadanra y Cultura

curiosamente los marxistas pueden sentirse más identificados con el énfasis económico del mencionado manifiesto preparado por el organismo tecnocrático y neoüberal por excelencia de la administración pública en Colombia, mientras a unos y otros los separaría un abismo de inconmensurabilidad con el paradigma culturaÜsta. En realidad, ¿es deseable, o mejor aún, es posible esta dicotomía entre igualdad y diferencia, y por tanto, entre acciones destinadas a corregir las desigualdades socioeconómicas y acciones orientadas a fomentar las diferencias culturales? Y en relación con la democracia como proyecto político basado en la participación ciudadana, ¿cómo ésta se relaciona con las exigencias de la igualdad y las reivindicaciones de la diferencia? Si trasladamos la mirada ahora a las acciones de los mismos actores sociales, observamos que, a desdén de los énfasis de las políticas públicas y sus inspiraciones ideológicas, las comunidades luchan tanto por reivindicar sus identidades culturales como por satisfacer sus necesidades socioeconómicas e intervenir en la gestión de los asuntos públicos. De un lado, pululan hoy los movimientos sociales de variada índole que reivindican su derecho a la diferencia y desde allí fincan el ejercicio de su ciudadanía. La lucha de los grupos feministas por la igualdad legal se transforma hoy en feminismos que buscan la afirmación de las mujeres en los escenarios privado y público, mientras los homosexuales se enfrentan contra la discriminación sexual a nombre de sus opciones de género. Las minorías culturales y étnicas reclaman espacios jurídicos, sociales y políticos para expresar sus identidades tradicionales, en contra de la homogeneización impulsada por los sectores dominantes. Los discapacitados ya no desean ser tratados como problema de salud púbÜca que requiere atención especial, sino como actores sociales que exigen respeto por su diversidad física y psíquica. De otro lado, en mezteonardo iovaí Gonzaie

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d a dinámica con las acciones de esos y otros grupos a nombre de sus diferencias, persisten los reclamos de las clases desposeídas por erigir la equidad social y económica en condición insoslayable de la ciudadanía democrática. Aunque todos estos actores recurren al lenguaje de los derechos, tergiversaríamos sus aspiraciones si las catalogáramos bajo una lógica común como la otorgada antaño por el marxismo. Ciertamente, la corrección de las injusticias sociales causadas por las desigualdades económicas puede ser un ingrediente necesario para resolver los demás problemas, quizás el factor primordial, pero no es suficiente para superar la discriminación basada en el género y la cultura. Antes bien, la persistencia del desconocimiento hacia los grupos sexuales y culturales subordinados pudo afectar la redistribución de la riqueza social auspiciada por los regímenes socialistas, pero de allí no se deriva que las acciones en pro de la identidad genérica y cultural se basten para garantizar una mayor igualdad social. Al contrario, como han denunciado algunos críticos del multiculturalismo anglosajón, ciertas políticas de la identidad pueden ser funcionales con la ideología de clase del capitalismo. Piénsese, por ejemplo, en las implicaciones consumistas de algunas prácticas de visibilización gay. Y sin embargo, debemos indagar también por el modo como se pueden articular en las políticas públicas las heterogéneas demandas de estos movimientos, ya que las diferentes "posiciones de Sujeto" se combinan en los mismos agentes sociales. Para personificar nuestro problema, reflexionemos sobre qué criterios deben guiar el trato debido hacia una mujer lesbiana, indígena, discapacitada e indigente, esto es, hacia alguien que concentre todos los factores de injusticia. En términos conceptuales, ¿cómo integrar sin confundir las políticas identitarias y las políticas igualitarias? Ciudadanía y Cultura

Gracias a la traducción de Magdalena Holguín, hace unos años conocimos la alternativa de solución que por lo menos en el plano teórico le dio al problema la pensadora posmarxista Nancy Fraser en lustitia Interrupta? Sofisticados diagramas posmodernos aparte, su propuesta consiste en privilegiar la demanda de justicia distributiva, pero una vez que se han insertado en el seno de ésta los reclamos de reconocimiento derivados de las identidades culturales. En sintonía con dicho antecedente analítico y político, a continuación examinaremos con García Canclini las condiciones de esta disyuntiva y su diferenciada conjunción en América Latina (1). En la segunda parte de este capítulo, se sugerirá una tipificación de las distintas variantes de negación de la diferencia y supresión de la igualdad, a saber, la marginación socio-económica, la discriminación de género, la exclusión cultural y la minusvaloración (2). A continuación (3), aplicaremos la dialéctica igualdad/diferencia a las que hemos llamado las políticas de la diferencia, a saber, pluralismo (3.1), reconocimiento (3.2) y alteridad (3.3). En seguida, esbozaremos un modelo de ciudadanía democrática que capacite a los ciudadanos para relacionarse diferenciadamente como interlocutores en el plano de la participación política, como disputadores en el plano de la exigencia de igualdad, y como interpeladores en el plano de la afirmación de la diferencia (4).

I. ¿Igualdad y/o diferencia? La distinción entre multiculturalidad, multiculturalismo e interculturalidad es ya un lugar común en los saberes sociales y filosóficos que tratan sobre la diversidad cultural y sus consecuencias políticas. "Con el término "multicultural" -puntualiza Bhikhu Parekh- 6 se hace referencia al hecho de la diversidad cultural, el concepto "multiculturalismo" se refiere a la respuesta normativa eonardo Tovar González

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ante este hecho" (Parekh: 2005, p. 21). Con variantes liberales y comunitaristas, esta última acepción se vincula con el movimiento filosófico y político anglosajón de incluir en el Estado de derecho demoliberal los reclamos de los actores culturales, pero preservando la democracia liberal como marco político común. En cambio, la interculturalidad realiza una apuesta radical a favor del diálogo entre las variadas opciones culturales con el fin de propiciar el enriquecimiento mutuo de cada una y la elaboración en común de un espacio intercultural. Como señala Parekh, "una cultura común multiculturalmente (interculturalmente, preferiríamos decir nosotros, L. T. G.) constituida sólo puede nacer y ser considerada legítima si todas las culturas que la conforman pueden participar en su creación en un ambiente de igualdad" (p. 329). Ahora bien, según se subraye la raíz "cultura" o el prefijo "inter" en "intercultural" y sus derivados, tendremos dos variantes, que a falta de mejores denominaciones, llamaremos respectivamente la "interculturalidad identitaria" y la "interculturalidad híbrida". En alusión crítica a la segunda alternativa, la primera queda descrita en las siguientes palabras de Xavier Aibó (2003),' experto en relaciones interculturales en Bolivia: "el ideal intercultural no es una nueva identidad mestiza, en que se fusionan y se confundan las viejas identidades (...). Cada participante en ese dialogo intercultural se enriquece sin duda con los aportes de los demás y con ello sus respectivas culturas pueden también adoptar elementos de las otras. Pero la raíz de cada identidad diferenciada se mantiene (...)" (p. 81). El argumento básico para proclamar este núcleo duro de la identidad cultural en las relaciones interculturales, reside para Aibó en motivos políticos. A su parecer, la sustitución de las identidades originales por esa ambigua y ambivalente identidad intermedia, es un remanente de la dominación neocolonial, que continúa la Ciudadanía y Cultura

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discriminación hacia las culturas subalternas, mezclándolas en el barril sin fondo del mestizaje y la hibridación. Contra identificaciones como la anterior, que interpretan la hibridación cultural de América Latina en el código de la raza cósmica de Vasconcelos, se pronuncia Néstor García Canclini (2004) en su libro titulado Diferentes, desiguales y desconectados}iLa hibridación no significa la pérdida de todos los rasgos culturales tradicionales en el caldero de una cosmopolita supracultura creada por la producción, la distribución y el consumo globalizado de bienes, servicios y sobre todo informaciones en la así llamada "sociedad de la información". Ni los globofílicos, que ven con asentimiento la disolución de las identidades del pasado gracias a las redes de comunicación y los libres flujos comerciales, ni los globofóbicos, que protestan por la pérdida de los sentidos consuetudinarios por culpa de la mundialización económica y cultural, han comprendido que la cultura no es una esencia que según la respectiva posición, se considera un lastre para el desarrollo, o un alma colectiva en peligro. A partir de una reseña no exenta de sarcasmo de un reciente congreso de pueblos indígenas de América Latina, el antropólogo argentino-mexicano revela las dificultades para perseverar en definiciones autóctonas de las identidades de las comunidades nativas. A despecho de sus invocaciones de pureza étnica, el Mamo que masca coca y la guarda en una bolsita plástica revela que también él está inserto en dinámicas de producción y consumo industriales masivas, sin por ello sólo perder el sentido ritual de sus prácticas culturales. Como admitió poco antes de su muerte Guillermo Bonfil, la descripción del México profundo, y por extensión de América profunda, debe estar cada vez más abierta a la incorporación que hacen las culturas indígenas de productos y ¡nardo levar usnzaiez

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códigos provenientes del mundo exterior. Y lo que es difícil frente a cada cultura indígena en particular, resulta imposible cuando se quiere perfilar una identidad común de los pueblos indígenas latinoamericanos. Convocándose a sí mismo a resolver este problema, García Canclini responde que además de algunos rasgos endógenos más o menos compartidos como "la pertenencia a la madre-tierra", en cualquier caso atravesados de diversas maneras por lógicas de apropiación exógenas, la construcción de la identidad indígena pasa por el uso del español, el portugués e incluso el inglés, salpicados de vocablos aymará, quechua, kogui, etc., sin olvidar la red mundial (Internet) que permite la organización de encuentros como el mencionado. En el uso de los términos especializados de los saberes sociales por parte de los sujetos culturales para narrarse a sí mismos, halla nuestro autor otro motivo para oponerse a cualquier acepción identitaria de cultura. Apelar a la interculturalidad con toda la complejidad antropológica, sociológica y filosófica que ello comporta, con el fin de reivindicar el respeto a las diferencias culturales, implica el dominio de lenguajes expertos que se ponen así al servicio de las definiciones que los actores elaboran de su propia realidad. Al cabo, García Canclini coincide con Aibó en que la defensa de una identidad cultural dura obedece a motivaciones políticas, al punto que éstas se toman por la definición buscada. En efecto, las culturas subalternas, sean indígenas, campesinas, populares o de cualquier tipo, se autoperciben como expresión intrínseca de una mentalidad eco-solidaria que sirve de antídoto a la egoísta depredación capitalista del planeta. El problema consiste en olvidar que este acercamiento, sin duda válido en los términos de lo que Manuel Castells (1999, pp. 30 y ss.) ha denominado "identidad de resistencia", se puede pervertir si no se inscribe también bajo la Ciudadanía y Cultura

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perspectiva de la "identidad proyecto", basada en la tradición pero permeada hoy por los múltiples flujos de la sociedad informatizada.9 La división instaurada por Aibó entre la detestable cultura de las élites blancas globalizadoras y la aceptable cultura común cifrada en el uso que los sectores oprimidos hacen de los modernos recursos de la comunicación y de los consumos masivos, muestra de rebote que las identidades culturales no pueden recrearse hoy al margen de las redes de información y económicas mundiales. Si en el momento de adoptar productos o códigos de la cultura moderna no queremos tomar gato por liebre, pero tampoco botar al bebé con el agua de la tina (expresiones que recuerda con gracia Aibó), quizás la alternativa sea renunciar a cualquier acepción sustantivada de cultura y abrirnos a una idea relacional, como lo propone García Canclini. A partir de un fino análisis conceptual, el antropólogo oriundo de Argentina halla que las ambigüedades persistirán mientras se continúe con una noción clausurada del término cultura. Para corregir dicha insuficiencia, en primer lugar debe extirparse de los saberes sociales la definición demasiado amplia de cultura que la equipara con toda la vida social, ya que resulta poco rentable heurísticamente: por querer decirlo todo, termina diciendo nada. Después de explorar y desechar varias versiones del asunto en la Antropología y los Estudios de la Comunicación, nuestro autor define lo cultural, así adjetivado, como el conjunto de procesos de producción, distribución y consumo de los significados sociales que proveen de sentido a los seres humanos. De ese modo, los bienes ubicados dentro de lo que habitualmente se ha dado en llamar cultura popular, por ejemplo un auto, se conservan dentro del universo cultural, pero no por la función que desempeñan (en el ejemplo, el transporte), sino por el significado social que se Leonardo iovat uonzaiez

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puede asociar a ellos (en el ejemplo, el estatus de poseer determinada marca). Y del mismo modo todos los productos y acciones de los agentes sociales, conservan su naturaleza o función primordial (económica, afectiva, científica, etc.), pero se interpretan bajo la perspectiva cultural como signos y símbolos depositarios de significados sociales. Ahora bien, como quiera que en nuestra reticular sociedad informatizada, no se haüan aislados ni los significados y los significantes que los portan, ni los sujetos que confieren las significaciones y los mismos actos de significación, resulta que mal puede persistirse en definir la cultura como lo propio de un grupo en oposición a otros grupos humanos. Los actores hispanos con diversas nacionaüdades y acentos que emigran a Miami con el fin de encarnar personajes estereotipados que despiertan fervor entre los televidentes latinoamericanos, sirven a la vez de metáfora y de metonimia de esta construcción intercultural de la cultura. A la inversa de lo sugerido por Aibó, la interculturalidad no supone establecer puentes entre reaÜdades preexistentes que a lo sumo se aprovechan de las importaciones recibidas, sino señala los cruces que configuran en cada momento las opciones culturales. Asumir dicha concepción relacional, implica comprender que la reivindicación de las diferencias culturales, no riñe con la recreación intercultural de las culturas. No obstante, persiste el problema de las exigencias socioeconómicas de igualdad que se asocian a los reclamos de la diferencia. En términos conceptuales pero sobre todo de políticas públicas, debe determinarse si la búsqueda del reconocimiento se inscribe en la corrección de las injusticias económicas, o por el contrario éstas deben subordinarse a aquélla. García Canclini rastrea la primera alternativa en las propuestas de Pierre Bourdieu, quien en sus trabajos teóricos y sus indagaciones Ciudadanía y Cultura

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empíricas mostró que los enfrentamientos entre las clases sociales están marcados por distinciones en las representaciones culturales. Contrario al viejo marxismo economicista, el sociólogo francés no considera que las representaciones culturales sean la derivación superestructura! de la base económica material, pero sí relaciona los capitales simbólicos con los recursos económicos de que disponen los integrantes de cada clase. Para mencionar uno solo de los elementos recordados por el antropólogo latinoamericano, Bourdieu estima que los gustos estéticos de los sectores populares, poseen un carácter funcional decorativo, mientras los excedentes gozados por los sectores económico alto y medio los facultan para una visión más pura del arte. En la misma sociología europea, algunos críticos han señalado las limitaciones de los análisis culturales marxistas del autor francés. Así, para el ejemplo que citamos atrás, a menudo los sectores populares presentan gustos excesivos, suntuarios, abigarrados, que no se corresponderían con el carácter funcional de su poder de adquisición. Pero es al parecer en América Latina, fruto de la dominación secular que las culturas hegemónicas han ejercido sobre las culturas populares, donde las demandas de reconocimiento cultural priman sobre las exigencias de justicia social. O mejor dicho, en nuestro continente la igualdad económica constituiría un factor de la identidad cultural. No obstante, ya hemos detectado los vicios de las consideraciones identitarias de la cultura, por lo cual deben explorarse otras alternativas que atiendan a la hibridación cultural. Con algunos estudiosos de la comunicación, quienes consideran que en la ubre circulación de la información reside la clave de la sociedad global moderna, García Candini explora las posibiÜdades teóricas y políticas de la dicotomía exclusión/inclusión. Antes que la explotación económica o la discriminación cultural, los sectores marLeonardo Tovar González

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ginados sufren la exclusión de los bienes sociales, incluyendo el acceso competente a las tecnologías de la información y la comunicación. La colombiana agenda de conectivídad, proyectada en la "visión 2019" en el plan de hacer de Colombia una sodedad informada (informatizada), muestra que nuestros tecnócratas participan de este cometido en pro de la inclusión. Lograr, a través de fadÜdades comerciales y campañas educativas, que los integrantes de los sectores populares se conecten con los modernos canales de información, constituye un imperativo de las políticas públicas en nuestro tiempo. A nuestro parecer, se olvida que según lo demostrado por M. Castells en su magna Era de la información, nadie puede hoy estar realmente desconectado. Aunque no lo sepa, el artesano tradicional que vende el producto de sus manos, se inscribe en el flujo a la vez comercial, digital y simbólico del mercado artesanal, con alcances virtualmente planetarios. Por supuesto, otra cosa es el carácter de esta inclusión en la sociedad global intercomunicada. En principio, los adiestramientos en las modernas tecnologías digitales deberían capacitar a las personas para el uso eficiente de los dispositivos cibernéticos y comunicacionales, y a través de éste facilitarles el goce de los bienes sociales y permitirles la recreación de su memoria cultural. Sin embargo, experiencias individuales y colectivas exitosas no ocultan que los sujetos de la sociedad de información se ven sometidos a procesos de explotación económica y de discriminación cultural. De modo coincidente, el antropólogo radicado en México señala que la principal deficiencia de este vocabulario de la desconexión, consiste en ocultar eufemísticamente los factores económicos y políticos de la opresión. Por eso no se pueden diseñar remedios a la desconexión sin vincularlos con reivindicaciones de la diferencia y correcciones de la desigualdad. "(...) es difícil imaginar algún Ciudadanía y Cultura

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tipo de transformación hacia un régimen más justo sin impulsar políticas que comuniquen a los diferentes (étnicas, de género, de regiones), corrijan las desigualdades (surgidas de esas diferencias y de las otras distribuciones inequitativas de recursos) y conecten a las sociedades con la información, con los repertorios culturales, de salud y bienestar expandidos globalmente" (García Canclini: 2004, p. 81). En cambio, resultan insatisfactorias las teorías sociales que se centran unUateralmente en la afirmación de las diferencias, la disminución de la desigualdad o la conexión en la red. Por nuestra parte, consideramos que esta tipología triádica se justifica porque ilumina en el escenario de los saberes sociales y de las políticas públicas, la importancia de la comunicación en la sociedad posmoderna. Sin embargo, en estricto rigor categorial, pensamos que la desconexión no se puede clasificar al lado de la desigualdad y la diferencia. Estas dos últimas designan orientaciones estructurales dilemáticas de la acción social, mientras que la primera apunta a un campo, estratégico sin duda, pero específico de la cultura actual. Más bien, el problema residiría en determinar si las políticas de conectivídad responden ante todo a correcciones de la injusticia o a reparaciones de la identidad. En la modernidad, la educación letrada se configuró en uno de las mediaciones centrales de la igualdad, pero a la vez sirvió de dispositivo para negar las diferencias culturales. ¿La educación cibernética correrá la misma suerte? Y si se acepta que tanto antes como ahora las identidades se transforman, ¿cómo superar las desigualdades conectadas a la conexión?, valga la redundancia. Por su lado, García Canclini remite al estudio de la CEPAL "La igualdad de los modernos" (1997), con el fin de recodificar su propuesta en el horizonte ciudadano de los derechos económicos, sociales y culturales. En efecto, la ciudadanía se conquista en la eonardo i ovar oonzaiez

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medida que los sujetos disfruten de los recursos mínimos para participar en la sociedad (derechos socio-económicos a la igualdad), obtengan el respeto de sus identidades (derechos culturales a la diferencia) y adquieran las capacidades para trabajar en la sociedad de la información (derechos culturales a la conexión). En la última parte de este capítulo, profundizaremos en las condiciones de la teoría de la ciudadanía democrática para tematizar las políticas de la igualdad y la diferencia, conexión incluida. No obstante, consideramos oportuno antes conceptualizar los problemas de desigualdad y de antidiferencia, y tipificar los modelos aptos para alcanzar un equilibrio dinámico entre condiciones de igualdad y condiciones de diferencia.

2, Las políticas de la desigualdad y la indiferencia: marginación, discriminación, exclusión y minusvaloración En este apartado, perfilaremos las diferentes formas de negación de la igualdad y la diferencia, a saber, la marginación socioeconómica, la discriminación de género, la exclusión cultural y la minusvaloración humana. Aunque las cuatro a menudo se sobreponen, conviene distinguirlas, ya que su tratamiento exige enfoques diferenciados. La marginación se refiere a la falta de oportunidades y a la consecuente subordinación social que sufren los individuos o colectivos por causa de la injusticia social. Según los cálculos más optimistas, para el caso colombiano la mitad de la población vive en condiciones de pobreza, y aproximadamente un 30% se halla en estado de indigencia, y la situación se replica con variantes en otros países latinoamericanos y de otras latitudes. Como se sabe, Marx vinculó este problema a la división de clases en la sociedad capitalista, ya que según su análisis, en ella la creación de riqueza depende de la Ciudadanía y Cultura

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explotación del trabajo. La solución socialista consiste en una revolución social que ponga los aparatos de producción en poder de los trabajadores, de modo que se socialice la economía producida por todos. El llamado "Estado de bienestar", desarrollado en especial en Europa, quiso combinar la dinámica económica del mercado con una activa política tributaria que financiara la provisión de bienes y servicios básicos (seguridad social) a la población. Por su lado, el neoliberalismo apuesta a las virtudes del mismo mercado en la asignación de recursos, dejando el Estado sólo para acciones correctivas vía subsidios a la demanda. En cualquiera de los tres enfoques económicos, el problema de la marginación se resuelve con políticas de redistribución de la riqueza social. La discriminación de género apunta en primer lugar a la subordinación que secularmente han sufrido las mujeres dentro de la cultura patriarcal (léase machista). Aunque se ha hablado de la revolución de las mujeres y la legislación ha tenido importantes logros, v. gr. en la igualdad ante el trabajo, la población femenina continúa padeciendo carencias que afectan de modo directo a la familia. La visibilizadón periodística de los abusos sexuales a menores, no es más que la confirmación de la problemática estructural que sufren las mujeres y sus hijos. Piénsese por ejemplo en el difícil acceso a la seguridad social, con graves consecuencias en la salud reproductiva. Desde luego, estas falencias se hallan unidas a problemas de desigualdad económica, pero la variante de género les confiere un cariz especial, ya que comportan aprendizajes sociales discriminatorios evidenciados en los maltratos físicos, los abusos sexuales y las agresiones simbólicas. Para enunciarlo resumidamente, las mujeres pobres sufren una doble marginación, la derivada de su pobreza y la derivada de su condición de género.

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Una tercera forma de negación de la diversidad radica en la exclusión que sufren las personas por causa de su origen cultural. Una variante del problema la padecen poblaciones nativas que en el pasado sufrieron procesos de colonización por culturas foráneas. Otra es la vivida por los inmigrantes pobres en países desarrollados a los cuales han acudido en procura de mejorar su situación social. Asimismo, existen grupos de ciudadanos integrados al conjunto de la sociedad pero que por motivo de su etnia o raza no reciben de modo equitativo los bienes sociales y culturales. Los grupos aborígenes en nuestros países, los hispanos en Europa y Norteamérica y los afroestadounidenses sirven respectivamente de ilustración a las tres expresiones de la exclusión cultural. Aunque como señalan Kymlicka y otros estudiosos del multiculturalismo, las tres situaciones requieren de análisis y acciones diferentes; comparten el factor común de la injusticia por causa de su pertenencia cultural. Aquí también esta forma de negación se puede mezclar en variados modos con las dos anteriores. Por último, hablamos de minusvaloración para referirnos al desprecio explícito o implícito que recibe una persona por motivo de sus capacidades físicas, cognitivas o emocionales. No en vano, hasta hace poco se hablaba de minusválidos para señalar a quienes presentaban alguna disfunción en su desempeño corporal o psíquico. A la hora de definir esta forma, el primer problema que se presenta consiste en cómo acotarla, ya que los niveles y tipos de disfuncionalidad son muy variados. Por ejemplo, los popularmente llamados niños genios también caerían dentro de esta clasificación, en tanto sus capacidades especiales sean objeto de algún tipo de explotación. Por cierto, tratamientos sobreprotectores que inutilicen a las personas no menos que falta de atención a sus necesidades, se configuran como expresiones de la minusvaloración. Ciudadanía y Cultura

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Y esta forma, en combinación con las otras tres, da lugar a cuadros complejos de negación de la justicia.

3. Las políticas de la diferencia: pluralismo, reconocimiento y alteridad10 En fórmula breve, el interrogante al cual se ven abocados los saberes sociales y las políticas públicas en nuestro tiempo, consiste en cómo garantizar "diferencia sin indiferencia". Esto es, se trata de promover el reconocimiento plural de las identidades, tanto tradicionales como emergentes, a la vez que se ofrecen a los individuos y a los colectivos humanos las condiciones que los capaciten para satisfacer con dignidad sus necesidades de diverso nivel, tal como éstas se definen hoy. O en expresión recíproca, el reto apunta a obtener "igualdad con diferencia", es decir, a que la distribución en equidad de los bienes sociales incluya el derecho a recrear las pertenencias culturales, en un equilibrio dinámico entre las libertades fundamentales, la justicia social y las identidades culturales. Es evidente que se debe actuar conjuntamente en los dos frentes, pues como anota Aibó "(...) quienes están en la base de la pirámide social (...) son a la vez explotados económicamente, oprimidos políticamente, discriminados social y culturalmente" (2003, p. 84). Si en el pasado la igualdad marxista fue acusada de omitir las libertades y esconder las diferencias, hoy se corre el riesgo de puerilizar las libertades y difuminar las exigencias igualitarias en el juego de las diferencias. Hay que decirlo: aunque los pobres poseen un estilo, "ser pobre" no constituye un estilo que los Estudios Culturales semióticos se puedan dar el lujo de interpretar sin atender a las posibilidades de transformación social. Con el fin de contribuir desde la filosofía práctica a la dilucidación de este problema, hemos diseñado una clasificación de los Leonardo Tovar González

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modelos ético-políticos propuestos para atender integralmente la igualdad y la diferencia, a saber, pluralismo redistributivo, reconocimiento reparativo y alteridad interpelativa. El pluralismo se basa en el respeto a las opciones individuales de vida, en el marco del respeto equivalente de las libertades de todos los integrantes de la sociedad. Por su lado, el reconocimiento se enfrenta a las negaciones que secularmente han sufrido individuos y grupos, y propone medidas afirmativas de tipo cultural, legal y político que aseguren el rescate de la autopercepción de los colectivos y de la percepción de los demás sobre ellos. Por último, la alteridad intenta situarse no desde la perspectiva del grupo hegemónico dispuesto a abrirse a los diversos, sino que desde la exigencia ética de estos interpela a aquellos en demanda de justicia. 3,1. El pluralismo redistributivo: ia diferencia como singularidad Inspirado en Kant, el pluralismo corresponde a la tradición liberal tal como ha sido recreada en nuestros días por John Rawls. El filósofo estadounidense busca poner la tradición contractualista a la altura de la filosofía ética y política de nuestro tiempo dado que vivimos en sociedades modernas donde la pluralidad de opciones de vida es un hecho, no podemos aspirar a que la cooperación se base en un bien común sustantivo que englobe todos los bienes particulares. En consecuencia, Rawls indaga por criterios normativos que a la vez garanticen a largo plazo la interacción social y permitan el despliegue de las singularidades en su seno. Dichos criterios son los llamados principios de justicia, que en aras de la simplicidad sintetizaremos como el principio de igual libertad y el principio de diferencia. En virtud del primero, carecerán de validez las políticas sociales que disminuyan las libertades fundamentales de alguno de los miembros de la sociedad. En virtud del

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segundo, las políticas sociales deben beneficiar con preferencia a los menos favorecidos. Los dos principios se hallan jerarquizados, de modo que los criterios redistributivos del principio de diferencia no deben atentar contra la igual libertad de todos los ciudadanos. La aplicación consecuente de los dos principios garantizará una sociedad justa, donde los individuos podrán trabajar por sus opciones particulares de bien al tiempo que colaboran con sus semejantes en la empresa social. Contra la imposición de cualquier sentido utilitario o perfeccionista de lo bueno, Rawls aboga por un consenso entrecruzado, gracias al cual las reglas sociales ofrecen el marco normativo que permita el desarrollo de las diferencias legítimas entre los ciudadanos, esto es, aquellas que no atentan contra las condiciones mismas de la vida individual y social. En síntesis, dentro del pluralismo liberal de Rawls, las sociedades modernas deben organizarse de acuerdo con un sistema normativo constitucional que garantice el respeto a las diversas opciones de bien de sus integrantes, desde luego, en tanto éstas no pongan en peligro las libertades equivalentes de otros miembros, al tiempo que la redistribución se finca en el principio de diferencia, que postula preferir a los sectores más desaventajados en la repartición de los bienes sociales (Rawls: 1996, pp. 270-339).11 Ante las deficiencias de esta versión para incluir los derechos culturales, el canadiense Will Kymlicka (1996, pp. 111-150) propone un liberalismo multicultural, que extiende el ejercicio de las libertades a la recreación de las identidades culturales.12 Diversas formas de organización política como naciones multiculturales, federalismo e incluso secesiones, permiten atender según los casos las demandas sociales y culturales. Por su parte, Jürgen Habermas se centra más en el juego mismo que en las reglas del juego, para fundar la pareonardoTovar González

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ticipación deliberante de los actores sociales como procedimiento para exigir condiciones de igualdad social y reivindicación de las diferencias. De modo explícito, el filósofo alemán estima que la acción de los sujetos en el Estado social y democrático de derecho, se basta para obtener condiciones legítimas de igualdad económica y de afirmación de las diferencias, sin necesidad de incluir fueros culturales especiales. A lo sumo, los ciudadanos recurrirán en defensa de sus derechos a formas argumentadas de desobediencia civil, que se oponen a codificaciones específicas, pero no al espíritu procedimentalista de una Constitución demoliberal. A pesar de sus evidentes desencuentros, que como se sabe motivaron un célebre debate entre el liberalismo político de Rawls y el republicanismo discursivo de Habermas (Habermas y Rawls: 1998),13 hemos agrupado estas propuestas en un mismo modelo, debido al carácter normativo que comparten. Aunque transformada en función respectivamente de la concepción política de la justicia y de la deliberación democrática, las doctrinas del filósofo estadounidense y del filósofo alemán poseen una evidente inspiración kantiana, que se expresa ante todo en la vigencia universal de los derechos humanos. El multiculturalista Kymlicka comparte este marco deontológico, pero postula su ampliación a los derechos culturales de comunidades iliberales, siempre y cuando no se conculquen los derechos de autodeterminación. En las tres variantes, las diferencias se toman como singularidades personales o grupales que el sistema político avala en tanto no atenten contra los fundamentos universales de la asociación política. A través de un sistema de redistribución de los bienes sociales y/o de afirmación de las identidades culturales, se logra que los integrantes de la sociedad expresen de modo legítimo su diversidad. Sin embargo, cabe dudar con los marxistas sobre la Ciudadanía y Cultura

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viabilidad de estas propuestas liberales para resolver de fondo los problemas de desigualdad, y con los contextualistas sobre su real alcance para acoger las diferencias. Las estrategias económicas redistributivas aparecen como meros mecanismos correctivos, pero dejan incólume la expoliación original en el centro de la acumulación capitalista, que en tiempos de globalización posee un alcance planetario (Zizek: 1997, pp. 137-188). En relación con las diferencias culturales, su tratamiento como singularidades que las equiparan a las opciones del individuo, olvida el carácter estructurante de las identidades en la conformación de la personalidad moral y de las comunidades políticas. La política del pluralismo parte de respetar las opciones libres de los individuos, pero no es claro cómo se delimitan el campo facultativo de las personas y sus pertenencias culturales. En primer lugar, ¿dónde terminan los condicionamientos psicológicos y sociales, y dónde comienzan las acciones autónomas? En realidad, ¿tiene sentido plantear esta distinción, o todas nuestras decisiones se hallan necesariamente moldeadas por nuestra situación física y psíquica, y nuestro entorno social? La diferencia como derecho a la singularidad, ¿hace justicia a nuestras diferencias más profundas? 3.2. El reconocimiento reparativo: la diferencia como diversidad La frase "Todos somos iguales pero algunos son más iguales que otros", expresa en el sentir popular la sospecha acerca del modelo liberal. Aunque sobre la óptica constitucional el Estado aparece como una entidad política neutra que permite el libre desarrollo de todos y cada uno de sus integrantes, con abstracción de sus condiciones particulares, en realidad se comprueba que las instituciones benefician a la cultura predominante y discriminan a los miembros de los grupos culturales sojuzgados.

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De la mano de dos atentos lectores contemporáneos de Hegel, consideraremos en seguida el segundo modelo postulado como alternativa, la política del reconocimiento.14 Fincado en los trabajos juveniles del filósofo alemán en Frankfurt y Jena,15 Axel Honneth ha mostrado que la lucha por el reconocimiento debido se configura en mediación imprescindible para ganar la autoconfianza como individuos, el autorrespeto como integrantes de un Estado de derecho y la autoestima como miembros de un grupo cultural (Honneth: 1997a, pp. 12-89).16 Con los kantianos, se admite que la dignidad de la persona no se otorga sino que constituye el punto de partida de su condición como sujeto moral, pero es sólo a través de las acciones que emprenden los agentes para reivindicar los derechos que les han sido conculcados como la pura moralidad se resuelve en eticidad concreta. En diálogo crítico con Kant, el joven teólogo mostró que nuestra condición de agentes morales y sujetos políticos (racionales y razonables en la terminología de Rawls), no puede considerarse como un punto de partida en la constitución de nuestra identidad, sino que se gana a través del reconocimiento que nos otorgan los otros. En las relaciones inter-subjetivas, serán las múltiples formas de afecto (materno, filial, erótico, fraterno, etc.) enmarcadas en el amor, las que permitirán nuestra configuración como personas morales. El derecho fija las diferentes mediaciones (contratos, penas, indemnizaciones, etc.) que definen y protegen la posición jurídica de los diferentes actores sociales, como vendedor o comprador, como empleador o empleado, como delincuente o víctima, etc. Y en el caso de los nexos entablados entre los diferentes colectivos sociales, en cada esfera se generan procesos de visibilizadón social, v. gr. en la presencia en la escuela de las narraciones históricas que recrean el pasado de los grupos. Ciudadanía y Cultura

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Sin embargo, el reconocimiento no surge de una merced que otorgan los grupos hegemónicos a los grupos subalternos, sino que se obtiene a través de la lucha que emprenden estos en pro de sus derechos contra las restricciones impuestas por aquellos. En desarrollo de las tesis juveniles de Hegel, Honneth ha tipificado tres formas de reparación a través de las cuales los agentes ganan su condición ética frente a los otros. Respecto de los menosprecios en la esfera íntima (por ej. un engaño afectivo), el ofendido reclama del ofensor cuidados que le permitan recuperar su auto-confianza herida (en el ejemplo, la renovación del compromiso). Si a la luz del orden normativo vigente se desprecian los derechos de una persona, ésta recurre a la ley para que el culpable corrija la acción u omisión que generó la pérdida de auto-respeto por parte del afectado (en el sistema legal colombiano, por ejemplo, a través de una acción de tutela). Y si todos los integrantes de un grupo son víctimas de una minusvaloración generalizada, estos defienden sus pretensiones colectivas de auto-estima cultural por medio de acciones que oscilan entre la desobediencia civil y la franca rebelión (la Intifada palestina en sus sucesivas etapas puede servir aquí para ilustrar el tema). Desde luego, en las apÜcadones efectivas las diferentes formas de reivindicación se solapan entre sí, de modo que la lucha por el reconocimiento constituye un complejo práctico que influye al tiempo en el ámbito privado y púbüco. Por ejemplo, la defensa de los derechos de las mujeres frente al patriarcaÜsmo, se desenvuelve tanto en la escena del hogar (resistencia contra el maltrato doméstico), como en la escena política (presencia femenina en la administración púbUca) y en la esfera cultural (protestas feministas radicales). A partir de su historia de vida personal, la lesbiana discapacitada de nuestra historia inicial puede convertirse en líder de un movimiento que demande cambios legales generales en la esfera social. Leonardo rovar González

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A su turno, Charles Taylor ha invocado la hegeliana dialéctica del reconocimiento para atender los problemas de discriminación sufridos por las minorías culturales en las naciones liberales. Para el pensador canadiense, la aséptica igualdad ante la ley propugnada por el liberalismo político encierra una concepción esencialmente injusta, ya que la "ceguera de las diferencias" motiva un trato homogeneizante hacia poblaciones con cosmovisiones distintas de la occidental. Imponer formas jurídicas propias de la propiedad privada a comunidades con concepciones colectivistas, o impedir que las minorías religiosas cultiven públicamente sus creencias, o promover el aprendizaje del idioma oficial a costa de las lenguas minoritarias, implican desconocer al tiempo la marca cultural de la política liberal y las alternativas normativas de otras culturas. Por culpa de la discriminación que sufren, los miembros de los grupos marginados pierden las bases de la propia estima y el autorespeto, provocándose así una situación de exclusión que se recicla una y otra vez. No es de extrañar, por ejemplo, que las minorías étnicas ocupen las cárceles en un porcentaje mayor a su presencia general en la sociedad, pues el desprecio secular que han padecido se traduce en la profecía auto-cumplida de fracasos escolares y laborales que terminan en comportamientos delictivos. En su muy citado ensayo de 1992 El multiculturalismo y la política del reconocimiento (Taylor: 1993, pp. 43-107),17 el filósofo canadiense vinculó la lucha por el reconocimiento con la afirmación del multiculturalismo, en contra de las concepciones liberales "ciegas a las diferencias". Según sus conocidas palabras, el reconocimiento no es una concesión que se les otorga a las personas, sino un derecho fundamental que éstas pueden reclamar. En las democracias liberales, los integrantes de las culturas minoritarias tienen el derecho de exigir que la cultura política mayoritaria, no tan sólo Ciudadanía y Cultura

admita la expresión de sus diferencias (tolerancia), sino fomente que éstas sean cultivadas (reconocimiento activo). Las ventajas de este modelo saltan a la vista, ya que los desposeídos se empoderan de sus derechos sociales o culturales, y emprenden acciones para que los sectores hegemónicos les brinden el reconocimiento debido. En el plano internacional, puede tratarse de una comunidad política que exige su reconocimiento como nación soberana. O en el interior de un Estado, a menudo se aunan exigencias de bienestar económico con reivindicaciones de carácter cultural. En una adaptación crítica del derecho estamentario todavía defendido por Hegel, Taylor postula la necesidad de derechos colectivos destinados a preservar las identidades culturales y a asegurar los beneficios sociales de inmigrantes o pueblos nativos. No obstante, desde una posición pluralista deliberativa, Habermas ha advertido que en la propuesta multiculturalista tayloriana, se da una perversión de la noción moderna de derechos, pues se olvida que su titularidad recae primariamente sobre los ciudadanos considerados individualmente, y sólo por extensión en los colectivos que aquellos integran.18 Y como han señalado en la discusión latinoamericana Fernando Salmerón (1998, pp. 41-65), Ernesto Garzón Valdés (2000, pp. 199-240) y Martín Farrell (2000, pp. 211-227), la apelación relativista a la diversidad cultural implica el riesgo de poner en peligro los derechos universales fundamentales. Por su parte, Kymlicka ha señalado que la ciudadanía multicultural se puede sostener sobre una ampliación consecuente de la noción liberal de libertades, ya que la pertenencia cultural genera los contenidos sobre los cuales los individuos pueden tomar sus opciones. En una reciente visita a Bogotá (2005), Chantal Mouffe, así mismo se ha pronunciado consistentemente contra la pretensión de establecer dos derechos paralelos, por ejemplo uno "feminista"

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para las mujeres occidentales y otro "anti-feminista" para las mujeres de procedencia islámica. Con los matices que distinguen una posición de otra, creo que la preocupación de estos y otros críticos apunta a que en aras del reconocimiento se olviden los derechos fundamentales cimentados sobre la igual dignidad y respeto de todas las personas. Dar prioridad a cualquier bien común sustantivo por encima de las reglas que regulan la convivencia entre sujetos con diferentes concepciones de lo bueno, al cabo impide la integración social de los grupos más débiles y los condena a una preservación ironizada por Habermas como análoga a la protección de especies zoológicas en peligro. En la argumentación de Kymlicka, el multiculturalismo liberal vela por el derecho de los sujetos por recrear sus identidades culturales grupales, pero también por el derecho de abjurar de dichas identidades en pro de construir nuevas identidades. La articulación dinámica de las distintas e incluso disímiles "posiciones de sujeto" auspiciadas por la democracia radical de Mouffe, permite que las identidades no se consideren como algo dado para siempre, sino como un proceso continuo de auto-construcción. En realidad, el propio Taylor no ha pretendido que a nombre de las reivindicaciones multiculturales, se abroguen las garantías fundamentales ganadas por el liberalismo. Al fin de cuentas, estas mismas se ganaron a través de un arduo proceso de luchas históricas que de la pre-moderna protección diferencial del honor manchado, pasaron a la defensa universal de la igual dignidad de todas las personas y de sus consecuentes derechos civiles y políticos iguales. En la consabida interpretación de Walzer sobre Taylor, no se trata de abandonar el liberalismo, sino de corregir las insuficiencias del liberalismo ciego a las diferencias, por medio de un liberalismo que a través del reconocimiento de las diferencias propicie que las libertades públicas tengan efectivo cumplimiento. Ciudadanía y Cultura

En el lenguaje de los derechos, Norberto Bobbio mostró en la misma dirección que el actual proceso de especificación (derechos de los niños, derechos de las mujeres, derechos de los pueblos indígenas, etc.), no implica una corrección sino un desarrollo de la universalización de los derechos fundamentales alcanzada con la Declaración de 1948 } 9 No se trata de revivir la medieval concepción de los fueros diferentes para señores y siervos propia de un mundo rígidamente jerarquizado, sino de aceptar que la misma nodón de derechos tiene un origen cultural y que por tanto puede ser recodificada diversamente por las diferentes culturas. No ignoramos que la apelación a la idiosincrasia cultural ha sido utiüzada con recurrencia por regímenes autoritarios para conculcar sistemáticamente las garantías de sus subditos, pero así mismo la ideología de la defensa de los derechos ha sido empleada de modo reiterado para justificar expediciones de dominación política y militar. Para preguntarlo en los términos del "Derecho de los pueblos" de Rawls, ¿quién posee la autoridad moral para delimitar en la práctica los alcances de la decencia, esto es, de los mínimos de razonabiÜdad de los pueblos no-liberales? Y respecto del déficit de igualdad que algunos comentaristas le atribuyen al multiculturalismo por su desmedida atención a la diversidad cultural en desmedro de la corrección de las injusticias sociales, estimamos que el modelo del reconocimiento puede ampliar su campo de acción a la reparación de los factores de desigualdad. De hecho, en los reclamos de las minorías culturales, se solapan exigencias económicas y sociales con reivindicaciones culturales. No obstante, ante los cargos podemos recurrir al marxismo, cuya intención de transformar las injustas condiciones sociales de vida de las clases explotadas en la sociedad capitalista, se puede interpretar como la lucha por el reconocimiento de los desposeídos. Con neomarxistas como la antes mencionada Nancy Fraser, se pueden Leonardo Tovar González

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diseñar acciones redistributivas que integren políticas de identidad cultural a las exigencias de reparación socio-económica. 3.3. La alteridad interpelativa: La diferencia como distinción

Al cabo, el modelo del pluralismo y el modelo del reconocimiento caen bajo la sospecha de mismidad. Tanto en el consenso traslapado como en el ÜberaÜsmo, se parte del predominio de un orden normativo que define la razonabilidad de las opciones singulares y la legitimidad de las formas de vida diversas. En abstracto, qué duda cabe de la calidad de "coto vedado" (Garzón Valdés) de los derechos fundamentales, pero qué difícil es determinar hasta dónde se extiende dicho territorio. La misma discusión sobre los derechos colectivos entre liberaÜsmo y comunitarismo, revela que los enfrentamientos se hallan lejos de ser zanjados con definiciones apriorísticas. Y si ello sucede en las discusiones teóricas, qué decir de los debates fácticos entre las pretensiones de los distintos agentes sociales. Con el ánimo de ofrecer una ilustración histórica de este problema, recordemos el llamado Memorial de Agravios, redactado en 1808 por Camilo Torres con el fin de protestar por la exigua representación de las colonias americanas en las Juntas de Cádiz. "Somos tan españoles como don Pelayo", afirma enfáticamente don Camilo en pos del reconocimiento político para los criollos. No obstante, como se comprueba en este caso, en el reclamo lanzado por el más débil en procura del reconocimiento otorgado por el más fuerte, se encierra el implícito reconocimiento previo hacia este último por parte del primero. Dicho de otra manera, quien reivindica sus derechos frente al orden establecido parte de acatar la vigencia de éste, así procure transformarlo para que atienda a sus expectativas. A propósito, consideremos el significado en nuestro régimen legal de las jurisdicciones especiales de los pueblos aborígenes. Ciertamente, la Constitución avala la vigencia de las tradiciones Ciudadanía y Cultura

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normativas ancestrales en sus respectivos territorios, pero siempre y cuando no se pongan en peligro los derechos fundamentales, y el derecho principal se reserva la última instancia. Se anotará que en un Estado liberal esta restricción es obvia, pues v. gr. no se podrían consentir los sacrificios humanos, y yo coincido con ello. No obstante, el problema reside en que la fuente de la legitimidad se concentra en la normatividad general del país, y las jurisdicciones indígenas se convierten en meras normatividades derivadas cuyo poder vinculante en últimas reside en el Estado central. Más allá de los intríngulis constitucionales de este problema, cabe preguntarse si las políticas de la diferencia que se disponen a escuchar al otro obligándolo a convertirse en una singularidad más de las opciones pluralistas o en otra diversidad susceptible de reconocimiento, en realidad se abren a la novedad radical que implica dicho "Otro". Emmanuel Levinas no lo estimaba así, y por ello opuso a la ontología política de la totalidad, la metafísica ética de la alteridad. Por cierto, en las discusiones sobre las denegaciones de la diferencia, a veces parecen identificarse la lucha por el reconocimiento y la defensa de la alteridad, pero estimamos que se trata de propuestas éticas distintas con disímiles consecuencias políticas. Los sectores que buscan el reconocimiento, literalmente los que son desconocidos por el sistema dominante, parten de una aceptación así sea implícita de éste, y solicitan la inclusión en los beneficios que de manera injusta les han conculcado. Sin duda, como ya analizó el joven Hegel, la dinámica del reconocimiento implica la transformación mutua de los actores implicados, pero sobre la aceptación del rol que juegan en la estructura de dominación. Así, por ejemplo, cuando un indígena recurre a la ley nacional para reivindicar un derecho, así el tribunal en su sentencia reivindique la vigencia de un derecho particular proeonardo iovar ronzare

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pió de la comunidad del demandante, en el fondo acepta su subordinación al derecho mayoritario. La evolución de la juvenil lucha por el reconocimiento en la obra posterior de Hegel, muestra ya en sus orígenes los límites de este modelo, pues en la "Fenomenología" el enfrentamiento recíproco entre señor y siervo se restringe a metáfora para narrar la constitución de la auto-conciencia, y en el sistema maduro la contradicción ahora puramente especulativa, se subsume en el despliegue del Espíritu universal. De relación intersubjetiva orientada a construir un orden común, se pasa al encadenamiento de momentos en el orden de la totalidad, negando así la genuina irrupción del otro que interpela desde la exterioridad el sistema. En el modelo de la alteridad, en cambio, la diferencia "no se define como el reconocimiento de uno por el otro (...) (sino) más bien como un modo de la resistencia y del testimonio" (Gabilondo: 2001, p. 105). Ya desde su temprano ensayo de 1934 sobre la filosofía del hitlerismo, el filósofo lituano naturalizado en Francia, dictaminó que el racismo nazi no era una anomalía en el curso de la historia, sino consecuencia del orden categorial de la apropiación característico de la filosofía y la cultura occidentales. (Levinas: 2002, pp, 7-21). En su condición de judío, él mismo habría de sufrir en los campos de concentración la situación de inhumanidad, resultado último de dicho proceso de apropiación. Para nuestro autor, desde Platón hasta Heidegger incluso, el "ser" en sus diversas figuras (la Idea, la sustancia, el cogito, el Espíritu, el Dasein), ha relegado al "existente" histórico que se halla por detrás de cualquier distinción ontológica. Fincado en la fenomenología, Levinas se propuso trascender la heideggeriana filosofía de la existencia, para fundar un pensamiento articulado en el existente. En cambio del ego-centrismo propio del cogito moderno, el filo-

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sofar se vuelca en la inter-subjetividad, donde el rostro del Otro irrumpe como donación gratuita de sentido. En contra de la mirada objetivadora propia de la representación calculista moderna, la voz del otro nos interpela para exigirnos responsabilidad con su destino. Más allá de la libertad entendida como el ejercicio simétrico de la autoposesión, Levinas asienta en Totalidad e infinito que somos rehenes del otro, esto es, que él nos pide y nos obliga a responder por él, sin esperar nada a cambio. Se trata, declara Derrida en su Adiós a Emmanuel Levinas, "de una responsabilidad ilimitada que desborda y precede a mi libertad" (Derrida: 1998, p. 43). La alteridad opera desde el excluido, comprendido como el otro inconmensurable que la totalidad no puede, no debe absorber. Ángel Gabilondo corrobora la distancia del planteamiento de Lévinas-Derrida con el hegeliano: "(...) el yo no puede engendrar la alteridad sin el encuentro del otro" (Derrida) (...) en estas consideraciones Hegel es el afectado (...) de lo que se trata es de la experiencia viva y de la existencia del otro, y ahí el asunto es de lo que "abre y excede la totalidad", de lo que "marca el limite de todo poder, de toda violencia y el origen de la ética: palabra y mirada: el rostro" (Derrida)" (Gabilondo: 2001, pp. 202).20 Allende la mirada del sujeto y su coto egoísta de libertad, se alza el rostro del otro, que clama el respeto a su irreductible diferencia. "Somos rehenes del otro", señaló provocativamente Levinas en Totalidad e infinito (Levinas: 1971) para ilustrar este mandato ético asimétrico que rebasa la simetría del pluralismo (igual libertad) y la reciprocidad del reconocimiento. Y en una entrevista posterior, llegó a señalar que somos incluso responsables por las injusticias que nos inflige el otro, dando a entender que la falta de atención sobre este puede haber propiciado el mal cometido (Levinas: 1991, p. 93 y ss.)21

.eonardo Tovat González

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En un agudo ensayo, Gabriel Bello (2004, pp. 83-110) ha puesto de presente las consecuencias de esta levinasiana ética de la alteridad, más allá de la ética, para la comprensión y práctica de los derechos humanos, producto acrisolado de la ética de la identidad. En términos analíticos, ¿el sujeto autoposesivo como sujeto de derechos, permite un genuino respeto a las pretensiones del Otro situado por fuera de la Totalidad de la predicación iusfiíosóñca? En términos políticos, ¿no es la defensa de los derechos humanos la actual lógica de dominación mundial? Por poner un ejemplo protuberante de geopolítica internacional, los Estados Unidos y sus aliados invadieron Irak para instaurar la democracia e impedir las torturas perpetradas por el régimen de Saddam Hussein, pero en realidad han instaurado su orden imperial y perpetrado sus propias torturas. Los vejámenes orquestados por soldados y "soldadas" con una sexualidad reprimida infantiloide, no son más que la otra cara de la lógica mercantil en pos del petróleo que determinó dicha guerra, y los derechos humanos autoposesivos, hacen parte por entero de dicha mentalidad. Se trata de tres variantes del individualismo posesivo que literalmente protege en su "coto vedado", las posesiones materiales, las pequeñas perversiones y el arbitrio sobre las libertades entendidas como pura definición subjetiva. No obstante, en el planteamiento de la alternativa desde Levinas a los derechos humanos universalistas, Bello asimila la ética de la alteridad al modelo del reconocimiento, en tanto alude a la lucha de los pueblos no-occidentales como los musulmanes, para que se respete su diversidad en la vivencia de los derechos. En contravía de esta asimilación, nosotros insistimos con Derrida en que la posición del pensador judío es mucho más radical, pues él no trata de reformar desde dentro el sistema, sino oponerle la exterioridad del Otro que sufre. Anterior en el tiempo y en la cosa misma al

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dilema "ser o no ser", es el mandato absoluto que recibió Caín: "no debes matar". Y sin embargo, Abel es sólo la primera víctima del orden político de la guerra desencadenado desde entonces, como apuntábamos atrás, consecuencia fiel de la lógica de apropiación. Por loable que sea, la lucha por el reconocimiento se revela al cabo como una lógica por la apropiación. Dado que Levinas desconfiaba de la política, a la que veía consustandalmente ligada a la estrategia de la guerra y por tanto de la disolución del otro (por cierto en coincidencia con Schmitt, pero claro está que con una valoración inversa), su propuesta permaneció en el terreno de la ética. Al inicio de Totalidad e infinito, el filósofo mismo plantea sin ambages la dicotomía fundamental entre la ética y la política. En tanto esta última no puede ser sino el despliegue de la guerra y su proyecto fratricida, aquella es su necesaria y a la vez desesperada denuncia. Sin embargo, la oposición sin mediación a la violencia constitutiva de lo político, ¿no puede redundar en una nueva violencia, la que se justifica como exterioridad del sistema de dominación? Más allá de las sindicaciones oportunistas al uso, el problema del terrorismo no residiría en su recurso a medios violentos, sino en que este se autodedara por fuera de la argumentación, en tanto las reglas de esta se estiman propias del sistema contra el cual se lucha. Con el fin de profundizar en estas sospechas, exploraremos algunas vertientes del pensamiento político contemporáneo que de manera directa o indirecta han recogido el modelo ético alteritivo. En el movimiento filosófico latinoamericano, recordemos que Enrique Dussel edificó la "filosofía de la Uberación" sobre la conversión política del otro levinasiano en el pobre que desde la periferia interpela a la totalidad dominante. Su adaptación de la ética de Levinas en su filosofía de la liberación para América Latina y, más recientemente,

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en su filosofía política crítica del orden globalizado de la exclusión, permiten ilustrar las posibilidades pero también los límites del modelo alteritivo de la diferencia (Dussel: 1998, 2001). El pensador argentino-mexicano siempre saludó las perspectivas críticas abiertas por la opción radical por el Otro, pero así mismo echó de menos la renuencia del filósofo europeo por conferirle un significado político específico a su propuesta. Por así decirlo, su cometido inicial fue asignarle rostro latinoamericano al rostro levinasiano, y mostrar las mujeres sojuzgadas en el rostro de la viuda, los estudiantes perseguidos en el rostro del huérfano, los inmigrantes hispanos deportados en el rostro del extranjero. En el pasaje de los dos siglos, su perspectiva filosófica se ha ampliado con la incorporación, desde luego no a-crítica, de otras corrientes como la ética discursiva, y la proyección a la generalidad de las víctimas de la globalización planetaria, pero como lo ha reconocido Dussel en reciente ensayo, el puesto de Levinas en su actual ética política desde el sur, nunca ha dejado de ser fundamental (Dussel, 2004, 271-293). Sin embargo, ¿se concilian siempre el llamado a la alteridad y el principio ético-político de la liberación? En tanto la liberación instaura un nuevo orden, éste no puede escapar de la lógica de apropiación, desencadenando así un nuevo proceso de dominación. No obstante, mientras es puro movimiento liberador, lo Otro del sistema permanece como pura utopía mesiánica, que en su idealidad confirma la inhumanidad del presente. Dussel admite dicha "ambigüedad" constitutiva, pero declara voluntaristamente a la filosofía política crítica como un modo del mesianismo profético. Y así, la alteridad aparece como un punto de fuga, condenado a oscilar entre el "todavía no" y el "ya no". En el punto muerto entre un momento y otro, corre la ideología de la victimización, que con la apelación a resarcir injusticias pasadas o presentes, justifica cualquier acción

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contra los representantes de poderes y contra-poderes opuestos. El actual Estado de Israel y grupos como Al Qaeda, representarían estas dos tendencias extremas de la diferencia como distinción. De pasada, anotemos que en la evolución actual de su sistema, creemos que el filósofo mexicano de origen argentino se ubica más en el modelo del reconocimiento, pero esto es asunto de una discusión que no abordaremos aquí. Más bien, exploraremos las propuestas de democracia diferencial y de democracia radical formuladas respectivamente por Iris Marión Young (1996, pp. 120134) y Chantal Mouffe (1996, pp. 245-256), que vía Derrida tienen una filiación conceptual con la alteridad de Levinas. La filósofa norteamericana recientemente fallecida (agosto de 2006) desea ir más allá de la deliberación en que fundan Habermas y otros la participación democrática, ya que aquella reduce los sujetos políticos a interlocutores y simplifica las acciones políticas en actos discursivos. Tendenciosamente, se olvida que la comunicación opera mediante sutiles pero efectivos mecanismos de invisibilizadón de los otros, que tienden a privilegiar a los integrantes de los grupos hegemónicos. La alternativa propuesta por Young apunta a la construcción de una democracia comunicativa fincada en la irreductibilidad de la posición de los otros a la propia posición. Precisamente porque los diferentes sentidos de los otros no son asimilables y no pueden ser subsumidos en un pretendido bien común, surge la necesidad de que ellos nos comuniquen sus respectivas perspectivas y así motiven una transformación en nosotros mismos. Por eso, frente a la socrática deliberación argumentativa, la democracia requiere volver por los fueros de una retórica que a la facultad de habla antepone la capacidad de escucha. Para Young, sólo atendiendo a las narraciones que plasman la experiencia histórica de los otros distintos, podemos comprenderlos sin identificar sus posiciones con las núes-

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tras: "Narrative exhibits subjective experience to other subjects. The narrative can evoke sympathy while maintaining distance because the narrative also carries an inexhaustible latent shadow, the trascendental of the Other, that there is always more to be told" (Young: 1996, p. 131). En conclusión, sólo una democracia comunicativa que rebase los intercambios discursivos entre iguales puede potenciar la manifestación pluralista de los actores de las diferentes culturas y posiciones sociales. A su turno, la filósofa belga rebate la conexión defendida por Habermas y otros entre el proyecto moderno universalista y la democracia, mostrando que sólo la crítica anti-esencialista gestada por Foucault, Derrida, Rorty y otros autores llamados "posmodernos", permite pensar sociedades genuinamente abiertas a la participación de todos desde sus diferencias. Para Mouffe, el pluralismo no debe quedar en la constatación de un hecho, the fact of pluralism, como en Rawls, que el sistema político intentaría reducir por medio de las leyes y las instituciones, sino debe enarbolarse como el principio axiológico que define la naturaleza de la democracia actual. En contra de la armonía preestablecida en las ficciones liberales, ello implica recuperar el carácter antagónico consustancial de lo político. Mouffe instaura la alteridad en el seno mismo de la política, al revelar que las identidades diferenciales de los sujetos no preceden sino se derivan de las relaciones de poder intersubjetivas: "It is because every object has inscribed in its very being something other than itself and that as a result, everything is constructed as difference (...). This implies that we should conceptualize power not as an external relation taking place between two preconstituted identities but rather as constituting the identities themselves" (Mouffe: 1996, p. 247). La "democracia plural y radical" sólo es posible cuando se renuncia a concebirla desde

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esendalismos fundacionalístás y consensos universales predeterminados, y en cambio se establecen instituciones que limitan la dominación y la violencia propias del poder político, a la vez que motivan la genuina expresión de las diferencias. En definitiva, se trata de asumir a cabalidad la alteridad irreductible como condición de sociedades democráticas edificadas no a pesar sino a partir del conflicto: "(...) the project of plural and radical democracy is able to acknowledge that difference is the condition of possibility of constituting unity and totality as the same time that it provides their essential limits (...)" (p. 254). Según Mouffe, la apelación a un pluralismo total extremo que celebre todas las diferencias sin límite alguno, al cabo resulta contraproducente para la democracia, pues es incapaz de reconocer que ciertas diferencias obedecen a relaciones de subordinación e inequidad que deben ser erradicadas por una democracia radical. Se requiere entonces buscar criterios que permitan distinguir las diferencias que existen pero no debieran existir, y las diferencias que no existen pero debieran existir. "To distinguish between differences that exist but should not exist and differences that do not exist but should exist" (p. 247). En este punto, se podría objetar desde el modelo pluralista liberal que los principios meramente políticos de justicia invocados por Rawls y las condiciones de la argumentación discursiva explicitadas por Habermas, también buscan establecer los límites internos que posibilitan el pluralismo. No obstante Mouffe, antes que invocar controles a la diferencia, apuesta por su automodeladón a través del juego abierto de las diferencias. Como anota Levinas en Totalidad e infinito, la exterioridad es precisamente lo que "hace posible el pluralismo en la sociedad" (Levinas: 1971, p. 296, citado por Gabilondo: 2001, p. 203). Más aún, nuestra autora instaura

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la alteridad en el seno mismo de la subjetividad, al reivindicar las múltiples "posiciones de sujeto" que ejercen las personas en nuestras globalizadas y complejas sociedades multiculturales. En reclamo de Derrida, "rechazo de plano un discurso que me asigne un solo código, un único juego de lenguaje, un único contexto, una única situación y lo planteo (...) por razones éticas y políticas" (Derrida: 1998, p. 158). Y las demandas dinámicas de igualdad y diferencia que surgen de estas múltiples identidades individuales y colectivas, no se restringen al dominio poUtico institucional, ni siquiera ampliado a toda la esfera pública, sino permean todos los ámbitos de la vida social, que de este modo se politizan desde las mismas prácticas ciudadanas, no desde el aparato estatal. De pasada, anotemos que el reformista Rorty coincide con nuestra adscripción de Levinas a la política radical: "(...) El pathos de Levinas frente al infinito concuerda con la política radical, revolucionaria, pero no con la política reformista democrática (...)" (Rorty: 1998, p. 43). Aunque se pronuncia contra la escatología mesiánica propia del discurso clásico de la emancipación, Derrida por el contrario recoge la necesidad de esta: "(...) La emancipación vuelve a ser hoy una vasta cuestión, y tengo que decir que no tengo tolerancia por aquellos -deconstruccionistas o n o - que son irónicos con respecto al gran discurso de la emancipación (...)" (Derrida: 1998, p. 161). Al igual que en Mouffe, para el filósofo francés ello no implica renunciar a la democracia, sino repolitizarla, evitando que se clausure en los códigos preestablecidos. En el terreno de la acción política, estimamos que los movimientos anti-globaÜzación que de cumbre en cumbre proclaman que "Otro mundo" y "Otra América" son posibles, corresponden al modelo de la alteridad. Ecologistas, teólogos de la liberación, científicos sociales críticos, indígenas, feministas, jóvenes, interpelan a los Crudadama y Cultura

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representantes del actual sistema mundial de dominación, para protestar contra la destrucción del planeta y de los seres humanos que lo habitan. Sin embargo, la radicalidad de sus críticas se contrasta con la imposibilidad para llevar a cabo cambios con alcance significativo. Contra lo señalado por García Canclini y otros, la contradicción no estriba en que los antiglobaÜzadores se encuentren también globalizados y recurran a las modernas redes de información para organizar sus protestas. En el caso más extremo de ciberfobia, podrían justificarse como uso de las herramientas del enemigo en su contra. Más bien, el problema reside en la viabilidad de las alternativas para impulsar una transformación radical de la sociedad, y no porque no existan alternativas, sino porque éstas son cooptadas por el sistema dominante. Hace tiempo sabemos que la contracultura y los Estudios Culturales destinados a interpretarla, hacen parte de la industria cultural. Del mismo modo, los "anti" terminan siendo funcionales a las políticas globalizadoras, por ejemplo propiciando que los encuentros económicos internacionales en lugar de ser tema de la opinión púbÜca, se traten como asunto de control poÜcial. La única forma de salir de esta espiral sería recurrir a la violencia y destruir la Totalidad que impide la manifestación del Otro. Pero aparte las limitaciones estratégicas y logísticas de dicho proyecto bélico, resulta evidente que esto entrañaría una flagrante inconsistencia frente al modelo de la alteridad. Los agentes del sistema globalizado, no por ello pierden su condición irreductible de otros al cuidado de la "responsabilidad infinita" reivindicada por Levinas y Derrida (ver p. 167). La ambigüedad entre una interpelación puramente ética sin efecto y la guerra como supresión de la interpelación del otro, demarcan los límites de este modelo. Y frente a la propuesta de democracia radical, cabe indagar si el programa de afirmación de las múltiples identidades hoy en disputa )nardo lovar González

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(étnicas, sociales, de género, ecologista, contraculturales, etc.) puede realizarse por fuera del marco legal de un Estado social de derecho que asegure la estructura básica política y económica de la sociedad. Por supuesto, ello no significa que se deba renunciar a los reclamos de la diferencia mientras no se resuelvan los problemas de igualdad, pues ya sabemos lo imbricados que están, pero si establecer prioridades en la agenda social. En países como el nuestro, superar la exclusión cultural empieza por brindar condiciones de vida para superar la marginación socio-económica. Políticas de participación ciudadana como las auspiciadas por el modelo pluralista o de inclusión en los beneficios sociales como las derivadas del modelo del reconocimiento, parecen más plausibles para una atención integral de las demandas de igualdad y diferencia de los sectores desprotegidos. 3.4. Ciudadanía y diferencia Recapitulando, el modelo pluralista aborda la diferencia como singularidades cuya expresión debe permitir en el marco normativo del Estado de derecho, y la desigualdad como disfunciones económicas que deben corregirse a través de mecanismos redistributivos. El modelo del reconocimiento entiende que tanto las demandas de equidad social como de afirmación de la diversidad cultural, constituyen reparaciones que los grupos marginados y excluidos le exigen al sistema dominante. El modelo de la alteridad interpreta a los desposeídos económicamente y a los segregados culturalmente, como los otros que desde fuera del sistema lo interpelan en busca de justicia. Ante las dificultades que nos mostró la emulación entre estos tres caminos en la filosofía práctica, creemos que la acción política tiene el compromiso de integrar elementos de los referidos modelos, pero sin agotarse en ninguno de ellos. En una reformada teoría kantiana de la ciudadanía democrática, perfila-

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remos salidas para la atención solidaria de la libertad, la igualdad y la diferencia. En efecto, la relevancia de la construcción de ciudadanías democráticas en el Continente, queda testimoniada en el reciente informe de las Naciones Unidas La democracia en América Latinahada una democracia de ciudadanos y ciudadanas (Caputo: 2004). En la línea trazada por T H. Marshall y revisada por Guillermo O' Donell, se enuncia allí que la democracia se funda en el ejercicio integral de la ciudadanía en sus aspectos político (derechos de participación en el poder público), civil (derechos de libertad individual) y social (derechos económicos, sociales y culturales). Aunque la región ha gozado de una relativa estabilidad democrática durante los últimos lustros, se revela la existencia de una "crisis en la democracia" causada en especial por los altos índices de miseria, que llevan a las gentes a desconfiar de la legitimidad y eficacia de las instituciones para promover el desarrollo social. Como hemos visto en la primera parte, las demandas de justicia social se combinan en la región con reclamos por la diferencia cultural, por lo que una teoría de la ciudadanía democrática debe atender integralmente estas dos variables, sin descuidar las condiciones de libertad y participación. En el espectro de la filosofía política actual, estimamos oportuno recurrir al concepto de "ciudadanía compleja" diseñado por el filósofo español José Rubio Carracedo (2003, pp. 173-194). En contra de la homogeneizante ciudadanía integrada, propia de la tradición liberal, liberales pluralistas como Will Kymlicka y feministas posmodernas como Iris Marión Young, cada uno a su manera, han propuesto la noción de ciudadanía diferenciada. En la variante del multiculturalismo liberal, se pretende fomentar la inclusión de los grupos minoritarios excluidos sin que pierdan sus rasgos diferenciales particulares. En

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la otra versión, la unidad del régimen demoliberal explota desde la base debido a las demandas inconmensurables de los diferentes. No obstante, considera Rubio que esta estrategia en sus dos vías resulta problemática, pues con su consideración de "fueros culturales" atenta contra los criterios liberales de imparcialidad sin garantizar el bienestar social ni la participación política de las minorías. El criterio de "ciudadanía compleja" busca una articulación más refinada entre igualdad y diferencia, de modo que se auspicie la plural expresión cultural de las personas sin anular su condición de individuos sujetos de derechos. Sin ignorar el avance logrado, estimamos que este modelo al cabo no resulta suficientemente complejo, pues no distingue con nitidez la variable "desigualdad social" de la variable "diferencia cultural". Aunque interrelacionados, los dos problemas enmarcan distintas acciones políticas. En busca de una salida, nos remontaremos a la teoría de la ciudadanía de Emmanuel Kant, pero reformulándola en función de las actuales demandas de participación, justicia social y afirmación cultural. Como se recordará, el filósofo de Kónigsberg compiló los principios de una república liberal en la libertad de cada miembro de la sociedad en cuanto hombre, su igualdad con los demás en cuanto subdito y la independencia de cada uno en cuanto ciudadano (Kant: 2004, p, 206). Una teoría integrada a la vez diferenciada y compleja de la democracia, debe preservar la plataforma universalista como antídoto contra los particularismos excluyentes, pero a la vez cuidarse de los riesgos de homogeneización mediante la transformación de los tres criterios kantianos respectivamente en la autodeterminación de los seres humanos en cuanto sujetos morales, su equidad en cuanto actores socio-culturales y su responsabilidad en cuanto integrantes de la humanidad.

Ciudadanía v Cultura

Más allá de la libertad negativa, la autodeterminación se amplía al ejercicio de la libertad positiva y se extiende a la codeterminación de los sujetos colectivos como comunidades y pueblos. Si bien un gobierno paternalista que pretenda definir la felicidad de las personas "es el mayor despotismo imaginable" (Kant: 2004, p. 207), no menos despótico sería abandonar todo propósito común formulado en respuesta a las necesidades socio-económicas o las afirmaciones identitarias. La capacidad de tener derechos que define la libertad de los seres humanos, mal puede atenderse con un Estado mínimo para el cual la búsqueda de la felicidad por parte de cada uno "por el camino que mejor le parezca", implique renunciar a orientaciones de alcance comunitario. La ley universal de la libertad que garantiza la coexistencia de las libertades de todos, no se agota en el imperio formal del derecho, sino exige como el propio Kant lo enuncia, el respeto al derecho de los otros, incluido el de luchar en conjunto por condiciones más dignas para todos y cada uno de los integrantes del cuerpo social. Como han advertido diversos intérpretes desde Hegel, el ejercicio de la libertad sólo se concretiza en los contextos sodoculturales que insuflan su sustancia a la acción humana. A su vez, la igualdad formal ante la ley enumerada por Kant, constituye un ingrediente indispensable pero insuficiente de la equidad, entendida como efectiva capacitación de todas las personas para satisfacer equilibradamente sus necesidades y realizar sus planes de vida, según la disponibilidad planetaria de los bienes económicos, sociales y culturales. Contra algunas lecturas Überales y antiliberales, no creemos que la atención a las diferencias implique renunciar al ideal iguaHtario, pues superada la cosmovisión estamentaria en la cual surgió, podemos aceptar el metaprincipio de la justicia como tratar lo igual como igual y lo diverso como diverso. En este punto,

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lejos de aceptar la compatibilidad que admite Kant entre la igualdad jurídica de los integrantes de la sociedad y "la máxima desigualdad (...) en sus posesiones" (Kant: 2004, p. 208), debemos señalar que el sometimiento de todos y cada uno a la ley sólo se hace efectivo donde todos y cada uno disfrutan de condiciones socioeconómicas ciertamente no igualitarias, pero sí equitativas de existencia material y espiritual, pues de otra manera la justicia (es decir con Kant, la coacción) sólo será "para los de ruana", como señala descriptivamente nuestro dicho popular. No obstante, sí podemos recodificar este postulado kantiano en términos de la compatibilidad entre la unidad del derecho común y la diversidad cultural de formas de existencia humana. Como proclama Mary Nash, "el reto del nuevo siglo XXI sigue siendo el de definir los derechos humanos en términos capaces de sostener el principio de la igualdad a partir del reconocimiento de la diversidad" (Nash: 1999, p. 13). En relación con la responsabilidad, ante todo debemos renunciar al escenario restringido de los Estados-nación, y ubicarnos con el propio Kant en el universo de una ciudadanía cosmopolita, donde antes que independientes unos de otros, personas, pueblos y culturas asumamos nuestra interdependencia a partir de nuestras diferencias. Al margen, nótese que rompemos la filiación conceptual entre la solidaridad y la fraternidad, pues no fundamos el vínculo entre los seres humanos con base en sentimientos de empatia sino a partir del respeto de sus diferencias. La tolerancia apenas será el primer paso para tareas solidarias basadas en el respeto mutuo y la colaboración entre todos. En este punto, nos parecen sumamente sugerentes los aportes de Seyla Benhabib (2005) en su reciente obra Los derechos de los otros (Benhabib: 2005). De cara a los problemas de membresía política que plantean los acelerados movimientos de migración en el Ciudadanía y Cultura

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planeta, y que llevan a inmensas poblaciones de los países pobres a buscar mejores condiciones de vida en las naciones más ricas, o a las personas perseguidas por motivos políticos o culturales a refugiarse allende sus fronteras patrias, la filósofa y politóloga nacida en Turquía y residente en Estados Unidos, propone adaptar para nuestra época de "globalización y exclusión" el kantiano concepto de ciudadanía cosmopolita. Contra la atávica e injusta potestad de soberanía nacional a delimitar la incorporación de los extranjeros, que a menudo viola de modo flagrante el imperio de los derechos universales proclamado en la base del sistema democrático de naciones, es necesario potenciar hoy la hospitalidad postulada dentro del federalismo cosmopolita kantiano, de modo que la legalización de la residencia se sustituya por "adhesiones democráticas" a unidades políticas o culturales infra o supranadonales. En palabras de Benhabib, "tal membresía justa implica: reconocer el derecho moral de los refugiados y asilados a una primera admisión: un régimen de fronteras porosas para los inmigrantes: un mandato contra la desnacionalización y la pérdida de derechos de ciudadanía, y la reivindicación del derecho de todo ser humano "a tener derechos", es decir, a ser una persona legal, con ciertos derechos inalienables (...) La condición de forastero no debería privarlo a uno de derechos fundamentales (...)" (Benhabib: 2005, p. 15). Más aún, el derecho de membresía definido transparentemente, implica la ágil y debida obtención de ciudadanía política para los extranjeros. En atención a una justa redistribución de los bienes sociales a escala planetaria y un plural reconocimiento de las identidades diferenciales, Benhabib se adhiere a la noción de ciudadanía desagregada, que postula los derechos ciudadanos no en contra pero sí en debate con los Estados nacionales. Entre el derecho internacional de los derechos humanos y sus instancias de producción y control ¡nardo lovar uonz

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multilaterales, y los sistemas jurídicos estatales particulares, se da un espacio de negociación para las acciones reivindicativas de grupos culturales, movimientos sociales, perseguidos políticos, etc. Con el término "iteraciones" democráticas, de impronta derridiana, la autora citada designa los procesos argumentativos públicos por medio de los cuales los derechos universalistas establecidos en los ámbitos internacional o nacional, son recontextualizados en las asociaciones de diverso nivel de la sociedad civil (p. 130). El federalismo cosmopolita de inspiración kantiana, es a la vez el marco heurístico y la meta política para la circulación de libertades fundamentales, aspiraciones de equidad y reivindicaciones de la diferencia. En síntesis, el reto de la filosofía y la acción política contemporáneas, en orden a edificar sociedades democráticas, consiste en conjugar los valores de la autodeterminación, la equidad y la responsabilidad. En los diversos contextos de vida, el pluralismo político, social y cultural, será un resultado que se logra a través de la composición de estos tres factores, no una condición que los precede. En efecto, la humanidad sólo será genuinamente pluralista cuando los sujetos puedan concertar con autonomía sus planes individuales y colectivos de vida, en condiciones justas para todos y cada uno, y por medio de acciones fundadas en la co-responsabilidad por nuestra común y a la vez múltiple condición humana. Se genera así un proyecto de ciudadanía democrática, que se resuelve de manera integrada tanto en la esfera de la participación en las decisiones públicas, como en la esfera de la distribución de los bienes sociales y en la esfera de la afirmación de las identidades étnicas, de género y de otros tipos. En virtud de la auto-codeterminadón, los sujetos se habilitan como interlocutores capaces de debatir en escenarios institucionales e informales, de alcance local, regional, nacional, internacional e incluso planetario, sobre Ciudadanía y Cultura

los cursos de acción de interés general. En virtud de la equidad, los actores sociales se definen como disputadores que luchan por el reconocimiento debido de sus derechos económicos, sociales y culturales, en un equilibrio dinámico entre criterios redistributivos e identitarios. En virtud de la responsabilidad, por último, todas las personas en tanto integrantes del género humano, atienden recíprocamente a las interpelaciones emanadas de los otros en reivindicación de sus diferencias legítimas y se obligan a responder a las obligaciones derivadas de ellas, incluidos los derechos de las generaciones futuras. Entre las tres acciones, se estructura una relación jerarquizada de doble vía que motiva la integración dinámica entre los regímenes del pluralismo, el reconocimiento y la alteridad. Por la ruta generativa, donde quiera que se agoten las interlocuciones simétricas, se abre la necesidad de las disputas en pro de derechos denegados, lucha que al radicalizarse se transforma en interpelaciones, en afirmación de las diferencias. Por la ruta normativa, la expresión de la alteridad irreductible se orienta por la necesidad equivalente de los otros a luchar por su reconocimiento, y ésta a su turno se guía por los derechos universalistas postulados desde el pluralismo. Para concluir En el marco de las políticas de la diferencia, la ciudadanía democrática se informa con los criterios de libertad, justicia y solidaridad. En virtud del primero, se exige respetar las garantías fundamentales de las personas recogidas en los derechos fundamentales, desde luego incluyendo las que conciernen a los colectivos humanos. El valor de la justicia, por su parte, exige que las diferencias sean tratadas de modo equilibrado y sobre la balanza común del respeto a la dignidad de las personas. La solidaridad entiende la igualdad

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como la activa colaboración de todos y cada uno de los integrantes del cuerpo social en el bien común, pero entendiendo éste de modo diferenciado según las diversas condiciones de cada cual. Sin embargo, no hacen falta diagnósticos muy sofisticados para percatarse que asistimos en la actualidad a la clausura de los principios ilustrados que podían posibilitar un mundo plural basado en la libertad, la igualdad v la solidaridad, tal como estos valores deben ser comprendidos a la altura de nuestros tiempos. Lejos de la autodeterminación, la lucha contra el terrorismo internacional avala la dominación militar y política sobre los pueblos sometidos y el control sobre la vida de las personas. En lugar de acercarse a la equidad, la globalización combina presiones financieras y acciones de fuerza para lograr una todavía mayor concentración de los bienes económicos en agencias trasnacionales, mientras vastas poblaciones se ven despojadas de las mínimas condiciones de vida. La responsabilidad frente a la diversidad cultural, se atasca en un multiculturalismo light "políticamente correcto" que no afronta el genuino respeto de nuestras diferencias. El llamado orden mundial cada vez se distancia más del proyecto de una federación de naciones diseñado por Kant y recogido por las Naciones Unidas, para acercarse al macropoder libre de cualquier vinculación contractual, que decide omnímodamente la suerte de la humanidad. En medio de los temores a los atentados terroristas y las restricciones a la circulación de las personas, ni qué decir que el ideal de ciudadanía cosmopolita más parece una bella fábula de tiempos mejores. La salida genuinamente crítica, sin embargo, no consiste en sumergirse en la desesperanza, sino en pensar y desde allí ayudar a construir condiciones para un mundo fundado en la dignidad. Cualquier proyecto normativo democrático inspirado en teorías iusfilosóficas dcontológicas de la justicia, necesariamente debe resCiudadama y Cultura

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ponder a las luchas por el reconocimiento de los marginados y desposeídos, y procurar la reparación de las víctimas de las injusticias pasadas. Por cierto, autores liberales tan diversos como Nozick y Kymlicka han admitido la necesidad de este paso, aceptando así implícitamente que los planteamientos contractualistas simétricos deben ser complementados con las reivindicaciones de la alteridad. Como bien advierte Garzón Valdés (1993, pp. 401-415), la apelación al Otro a menudo ha decaído en una retórica perversa; v. gr. no olvidemos que el nazismo presentaba a los alemanes como las víctimas del sionismo y en defensa de su diferencia aria justificaban las acciones contra los judíos. Sin embargo, como ya intuyó Levinas en su temprano ensayo de 1934 ya citado, en realidad el hitlerismo escondía un planteamiento totalitario de la cultura derivado de una comprensión absolutista del ser, lejos de una genuina alteridad (2002, pp. 7-21). La crítica, por tanto, debe apuntar contra la "retorizadón", vale decir, contra la ideologizadón de la diferencia, plasmada en nacionalismos y fundamentalismos excluyentes, pero no contra la reivindicación de los derechos de los grupos marginados de los beneficios sociales y económicos imprescindibles para asegurar una vida digna, de las mujeres y minorías sexuales discriminadas por su condición de género, de las comunidades excluidas por su pertenencia cultural, de las personas minusvaloradas por sus capacitaciones físicas y psíquicas diferenciales. Claro está, recíprocamente también debemos prevenirnos contra la ideologizadón del universalismo, en tanto éste implique homogeneización de la experiencia humana, pero no contra la postulación de criterios de convivencia, comenzando por los de la extirpación de las desigualdades ilegítimas y el respeto a nuestras diferencias legítimas.

209

Iotas 1

Este texto se elaboró a partir de la ponencia leída por el autor en el

XV Foro Nacional de Filosofía, Bogotá, Universidad Pedagógica Nacional, 1 al 5 de noviembre de 2005. Una versión modificada fue presentada en agosto de 2006 dentro del seminario interinstitucional acerca de discursos sobre ciudadanía, origen de esta obra colectiva. Agradezco en especial a los profesores Jorge Enrique González, José Luis Grosso, Alfonso Torres y Rafael Avila por sus observaciones. Frente a algunos de sus comentarios, sólo anotaré que sin eludir la responsabilidad en las insuficiencias detectadas, las limitaciones pero también los alcances de estos planteamientos obedecen al carácter normativo propio de una reflexión filosófica. 2

Ver Departamento Nacional de Planeación (2005).

3

Hemos sabido que en el Ministerio de Cultura se prepara un docu-

mento sobre la proyección del tema cultural al 2019, pero a marzo de 2007, no conocemos todavía los desarrollos de esta reestructuración. 4

Para un mapa de esta oposición entre la noción "cívica" de cultura

política y otras nociones "diferenciales" del concepto, ver entre nosotros López de la Roche (2001, pp. 29- 58). 5

Véase Fraser, Nancy (1997, p. 314).

6

Véase Parekh (2005).

7

Véase Aibó (2003, pp. 77- 96).

8l

Véase García Canclini (2004).

9

Ver Castells, Manuel (1999, p. 30 y ss).

10

El autor presentó una exposición previa de este ítem en el "III Con-

greso de Filosofía del Derecho y Filosofía Social", celebrado en Barranquilla el 21 y 22 de mayo de 2004, y luego desarrolló el tema en el marco del proyecto sobre "Educación para la diversidad" liderado en la Universidad Pedagógica por la profesora Libia Vélez, con la participación de Claudia Giraldo, Carolina Soler y Maximiliano Prada, entre otros profesionales. A todos ellos mis reconocimientos. 11

Ver Rawls, John (1996, pp. 270- 339). La aplicación del liberalismo a

las relaciones entre los pueblos, se puede consultar en Rawls (2001) Ciudadanía y Cultura

210

12

Ver Kymlicka (1996, especialmente "5: Libertad y cultura", pp. 111-

150). También Kymlicka (2003). 13

Ver Habermas y Rawls (1998).

14

Para un análisis de la evolución de este concepto en la historia de la

filosofía, véase Ricceur (2005, pp. 163-267). 15

Ver Hegel (1984, pp. 182-192).

16

Véase además Honneth (1997b, pp. 235-252).

17

También en Taylor (1997, pp. 293-334).

18

Ver Habermas (1999, pp. 189-227).

19

Ver, entre otros textos del autor, Bobbio (2002, pp. 193-202).

20

Las citas están tomadas de Derrida (1989, p. 127, 140).

21

Ver Levinas (1991, p. 93).

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Practicas ciudadanas y políticas de la memoria, La ciudadanía, la remembranza y el patrimonio Adrián Serna Dimas El cuerpo político es declarado en su ser profundo extraño al conflicto. Se plantea, pues, la pregunta: ¿es posible una política sensata sin algo como la censura de la memoria? La prosa política comienza donde cesa la venganza, a menos que la historia siga estando encerrada en la mortal alternancia entre el odio eterno y la memoria olvidadiza. La sociedad no puede estar eternamente encolerizada consigo misma Paul Ricceur

1. Las huellas pretéritas de la ciudadanía La ciudadanía contemporánea está sometida a las incandescencias de la memoria: pareciera como si los destinos de las ciudadanías en distintas latitudes dependieran de un compromiso inevitable con la indagación crítica de unos tiempos sucedidos que, densos en contradicciones, conflictos y violencias, se erigen como desafíos para redefinir las condiciones del mundo público. Obviamente se puede alegar que esto no es un hecho inédito, si se tiene en cuenta que desde sus orígenes modernos la ciudadanía supuso un doble esfuerzo: por un lado, examinar, reubicar o controvertir

el pasado encarnado en presencias como la del monarca; por otro lado, promover o imponer un pasado ejemplar revestido de pueblo, de nación o de sociedad nacional. No obstante, la ciudadanía contemporánea no se enfrenta a un pasado del cual estaba ausente, a un tiempo en el cual los hombres eran subditos. Por el contrario, actualmente la ciudadanía se enfrenta a las huellas pretéritas de sus propias imposibilidades, limitaciones y claudicaciones. Diferentes situaciones han conducido a que la ciudadanía contemporánea se enfrente a las incandescencias de su propia memoria: los efectos de unas historias únicas que soportaron proyectos nacionales unitarios y homogéneos; la marginación o la exclusión de las versiones que mantuvieron unas tradiciones culturales y unas minorías sociales sobre su discurrir histórico; las arremetidas de diferentes regímenes totalitarios que no sólo extendieron silenciamientos masivos sino que impusieron sus propios cultos históricos; la reinvención de los parámetros para definir aquello que las sociedades consideran como herencia legítima y pública, entre otras. En medio de estas situaciones, que se hicieron especialmente visibles en las últimas décadas con los procesos de expansión o de restitución de gobiernos democráticos en diferentes países, se encuentra un retorno a la memoria, no como un ejercicio que retiene un pasado común mistificado y ejemplarizante, sino como una práctica que pone en circulación un magma de representaciones sobre los tiempos sucedidos que, haciendo énfasis en los conflictos acaecidos, es al mismo tiempo un magma conflictivo, sometido a las relaciones de fuerza de las distintas agencias del presente. Todo esto ha conducido a que la ciudadanía contemporánea se enfrente a las cuestiones que rondan las políticas de la memoria, esas en las que se debaten asuntos como el pasado representable, la naturaleza del patrimonio histórico, las instancias de legitimación de lo pregonan ierna

térito y el sentido del tiempo recuperado para la existencia presente y futura (Archila: 1997; Zambrano y Gnecco: 2000). Por esto, las agendas ciudadanas, reclinadas en otros tiempos a la universalización de derechos y deberes civiles, políticos, económicos y sociales, contemplan ahora como un asunto igualmente urgente la necesidad de desentrañar los desafueros históricos que, invocados en nombre de la civilización, del orden y el progreso y, en no pocas oportunidades, de la democracia misma, no sólo promovieron un consenso histórico forzado sino que, más aún, con éste terminaron confabulando un pasado pródigo en contenciones al legítimo derecho al antagonismo que dimana de lo ciudadano. De hecho, esta urgencia por los tiempos sucedidos supone algo más que hacer visibles las maquinaciones de la historia, o que reconocer unas presencias por siempre marginadas: detrás de esta urgencia se encuentra la preocupación por recuperar el sentido histórico de los derechos y los deberes que, aún en sus formas más limitadas, son la memoria misma de ese derecho al antagonismo. En una época que restringe arbitrariamente los derechos, que los reviste como concesiones dadivosas, que los presenta como manifestaciones obsolescentes de un tiempo dominado por Estados nacionales, que los proscribe para sustituirlos por otros derechos que no atenten contra el capital, la crítica contra la historia, que bien se puede decir que es una historia social de los agendamientos de la historia, se convierte en uno de los medios para actualizar el sentido de los derechos en tanto conquistas emanadas de luchas sociales. Esta historia se enfrenta inicialmente a abordar unas metáforas que, derivadas ciertamente de acontecimientos concretos, de sucesos circunscritos en el tiempo y el espacio, de hechos históricos profusamente estudiados, no obstante se convirtieron en fuentes ejemplares universales para establecer la génesis de la ciudadanía. Ciuaaaania y L.uituia

2. Las metáforas de la génesis de la ciudadanía La génesis moderna de la ciudadanía está prendada a diferentes metáforas. Una primera metáfora se erige en torno a la figura del contrato, que remonta la génesis de la ciudadanía a un acuerdo que, redefiniendo la naturaleza, el cauce y el comportamiento del poder del Estado, delega la soberanía en los ciudadanos. Una segunda metáfora se organiza en torno a la figura de la revolución, es decir, esa que hunde la génesis de la ciudadanía en unos episodios con efectos estructurales que implicaron la transferencia forzada del poder del Estado de un régimen tradicional monárquico o aristocrático a un régimen gobernado por ciudadanos. Una tercera metáfora aparece bajo la figura de la acumulación, que supone que la génesis de la ciudadanía deriva de una progresiva concesión de derechos y deberes por parte del Estado y de su adquisición por parte de los ciudadanos. Una cuarta metáfora tiene la figura de la emancipación, que propone la génesis de la ciudadanía como un resultado de la liberación de la conciencia individual y colectiva asociada a las transformaciones estructurales de la modernidad. No es del caso profundizar en las empatias que existen entre unas y otras metáforas, por ejemplo, entre las metáforas contractuales y acumulativas o entre las revolucionarias y emancipadoras. Tampoco es del caso profundizar en los cuestionamientos que rondan a cada una de estas metáforas, sobre todo cuando son redispuestas en acontecimientos, situaciones o hechos históricos concretos: la minimización de los conflictos y de las violencias en el caso de las visiones contractuales y acumulativas o la marginación de las resistencias o las confrontaciones populares que en algunos casos suscitaron las revoluciones y las emancipaciones. De cualquier modo, alrededor de estas metáforas orbitan unas visiones

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sobre el devenir temporal de lo ciudadano: las ciudadanías prendadas a las metáforas de la armonía tienden a sostener una visión progresiva y continua del tiempo, donde lo ciudadano se configura como acuerdo o concesión paulatina de las estructuras sociales; las ciudadanías prendadas a las metáforas del conflicto tienden a sostener una visión de ruptura y de discontinuidad en el tiempo, donde lo ciudadano sólo puede existir en tanto quiebra las estructuras sociales y las formas de conciencia imperantes. Aquí resulta pertinente esa pregunta que plantea Norbert Lechner a propósito de la relación entre el orden político y la concepción del tiempo: "¿De qué modo nuestra concepción del orden político condiciona la relación que establecemos entre pasado y futuro?" (Lechner: 2000, p. 67). No es casual que las metáforas de la armonía tiendan a articular la nacionalidad y la ciudadanía, considerando que esta última deriva de los procesos más antiguos de formación de la nación; un cuerpo fundado en afirmaciones étnicas, lingüísticas, religiosas y culturales comunes, amarrado por inventarios de creencias compartidas, se erige como el fundamento del cuerpo político que soporta a la ciudadanía. Por esto mismo, no es casual que las metáforas del conflicto tiendan a separar la nacionalidad y la ciudadanía, considerando que entre una y otra no existen vínculos inmediatos, que cada una de ellas es un resultado independiente de los procesos de modernización económica, social y política y que, en algunos casos, éstas pueden tener no sólo existencias diferenciadas sino aún contrapuestas (Hobsbawn: 2000; Hastings: 2000; Serna: 2006, pp. 16-24). La proximidad o la distancia entre lo nacional y lo ciudadano le confiere lugares diferentes al pasado en el ejercicio ciudadano: en un caso, el pasado nacional es el patrimonio de base para la pertenencia a la comunidad política, Ciudadanía y Cultura

lo que entraña que los vínculos sociales, culturales y políticos son requisito para la plena ciudadanía; en otro caso, el pasado nacional es un patrimonio de base que, no obstante, no constituye el principio para la pertenencia a la comunidad política, lo que supone que son ante todo los imperativos políticos, legales y jurídicos los que establecen la plena ciudadanía. No obstante, estas visiones sobre el devenir temporal de lo ciudadano, que le asignan un lugar a los tiempos sucedidos en la afirmación de la ciudadanía, no se pueden considerar, en un caso, como creencias sostenidas únicamente por alguna tradición reiterada de generación en generación o, en otro caso, como criterios que se mantienen gracias a disposiciones políticas, legales y jurídicas. Es decir, la conciencia de pasado que vincula la formación de la nación con la constitución de lo ciudadano no se reproduce simplemente en alguna costumbre consuetudinaria, ni la conciencia de pasado que separa la formación de la comunidad nacional de la construcción de la comunidad civil es una obligación conexa o derivada de algún ordenamiento o prescripción formal. La dimensión temporal que está presente en la conciencia ciudadana, como otras tantas dimensiones indispensables para esta conciencia, no procede de las inercias de la tradición ni de los remanentes de la norma, no son arbitradas por la voluntad aislada de los agentes ciudadanos. Esta temporalidad se manifiesta, se concreta, se realiza, en las prácticas sociales en el mundo público. En efecto, para que unas formas de conciencia del pasado prosperen, para que se afirme al ciudadano como heredero de una comunidad nacional anclada a valores primigenios o como miembro de una comunidad civil constituida por disposiciones normativas, se requiere un tipo particular de mundo público, una composición específica de ese ámbito del espacio social dominado por reidnan Serna

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laciones sociales colectivas que, estructurado por distintas fuerzas sociales, naturaliza el discurrir de la vida cotidiana compartida. En la estructuración de ese mundo público se interponen, entre otros recursos, unas representaciones del pasado, que las distintas fuerzas sociales procuran actualizar en sus significados y sentidos disponiéndolas así para la existencia presente y futura. Por esto se puede afirmar que la presencia del pasado, exaltada como sustrato de unos valores sustanciales inherentes a la comunidad natural o erigida como fuente de las instituciones que constituyen a la comunidad política, es uno de los objetos que conectan a la ciudadanía con el mundo público.

3. La representación del pasado: entre lo ciudadano y lo público La ciudadanía puede ser entendida como una identidad política que, unlversalizada para el conjunto de individuos de un espacio social, se erige como una investidura común para que las diferentes identidades ubicadas en este espacio, derivadas de unas adscripciones étnicas, culturales o sociales, puedan coexistir en condición de autonomía, igualdad y soberanía, con mínima exacerbación de los conflictos y las violencias. No obstante, la ciudadanía sólo expresa su naturaleza propiamente identitaria cuando se despliega sobre el mundo público, es decir, cuando se desplaza al horizonte existencial y experiencial de la vida cotidiana compartida. El primer desafío del cuerpo político radica en universalizar la ciudadanía; el segundo, en desplegarla con efectos prácticos en el mundo público, naturalizarla en ese ámbito cotidiano sometido a las luchas materiales y simbólicas que acometen fuerzas sociales diversas. Por esto, la identidad ciudadana sólo se realiza estructural y existendalmente cuando el espacio social, en medio de las luchas que estructuran Ciudadanía v Cultura

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el mundo público, hace admisible, necesaria y legítima la presencia del extraño, lo reconoce en su autonomía, igualdad y soberanía, imponiendo en esc teatro de lo cotidiano unas referencias éticas y políticas, unas manifestaciones estéticas y culturales, que permitan reconocer la alteridad haciéndola partícipe de esa identidad unlversalizada y compartida que es la ciudadanía (Serna: 2006). Lo anterior implica que cada espacio social, en ajuste a su espectro de diferencias, dependiendo de las fuerzas sociales que se debaten en su seno, requiere un tipo específico de ciudadanía que, desplazada hacia un mundo público ajustado para ella, pueda garantizar la sublimación de esas diferencias, la coexistencia de las diversidades, la canalización de los conflictos y la contención de las violencias. Las expectativas por ampliar o profundizar la democracia no se pueden restringir, por tanto, a la sola pretensión de universalizar la ciudadanía, sin tener en cuenta ese mundo público que, producido y reproducido en tensiones históricas, sociales y culturales, es en realidad el ámbito de realización práctica de la identidad ciudadana. En consecuencia, cualquier esfuerzo reflexivo en torno al estatuto de la ciudadanía y del mundo público, reclama la interrogación de sociedades concretas, que permita superar las concepciones universales y las visiones abstractas que resultan tan fértiles para dar como supuestas algunas cuestiones, entre ellas, que lo ciudadano tiene como inherencia lo público o viceversa. En efecto, como quedó referido, hay una relación vinculante entre lo ciudadano y lo púbÜco, pero esto no permite asumir que la reivindicación de la ciudadanía suponga por antonomasia un mundo púbÜco de ciudadanos. En algunas experiencias históricas ciertamente la reivindicación de la ciudadanía entrañó la construcción de un mundo púbÜco de ciudadanos, de tal modo que la conquista de unos derechos civiles, políticos, económicos y sociales tuvo consecuencias prácticas Aanan berna

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en el teatro de lo cotidiano, donde todos los individuos, en independencia de sus adscripciones particulares, fueran étnicas, culturales o sociales, fueron reconocidos como autónomos, iguales y soberanos. Pero en otras experiencias históricas, en particular en aquéüas procedentes de tradiciones atadas a férreos moldes tradicionales de corte colonial o sometidas a traumáticos procesos de modernización, la reivindicación de la ciudadanía no supuso necesariamente la construcción de un mundo púbÜco de ciudadanos, de tal suerte que la conquista de unos derechos civiles, políticos, económicos y sociales se vio contenida o constreñida en el teatro de lo cotidiano, donde los individuos, dependiendo de su extracción étnica, cultural o social, fueron reafirmados con distintos grados de extrañeza que, asociados a alguna esencia identitaria, los condujo a permanecer sometidos a rígidas jerarquías y estratos. Más aún, esa subordinación del extraño se convirtió en un dique que distintas fuerzas utiHzaron para retener, aÜvianar o posponer la universaÜzación de derechos (Serna: 2006). Aún en nuestros días, no son desconocidas las tradiciones donde las garantías políticas, legales y jurídicas que acompañan la universalización de la ciudadanía, se enfrentan a un mundo público estructurado por unas fuerzas sociales que imponen una cotidianidad signada por el ascendente de los privilegios, las prebendas y los favores. De este modo, los imperativos de autonomía individual, igualdad en común y soberanía compartida respaldadas en las normas, chocan con un teatro de lo cotidiano que tiene naturalizadas como matrices culturales la heteronomía, la desigualdad y la subordinación. Esta situación ha sido históricamente asociada a aquellos países que mantuvieron por siglos unos regímenes tradicionales soportados en jerarquías y estratos y que sólo tardíamente emprendieron procesos de democratización social y política (Geertz: 2000). Sin embargo, no ha sido una situación desconoCiudadamay Cultura

11ñ

cida para esas democracias ejemplares de los denominados países desarrollados, más aún en las últimas décadas, cuando unas ciudadanías fortalecidas se han enfrentado a un mundo público ocupado masivamente por inmigrantes: en esos países, distintas clases y sectores, han convertido la procedencia social, étnica o nacional de los recién llegados, en una esencia suficiente para que éstos sean ajenos a los derechos del mundo público. Por tanto, la invención, la consolidación o la reinvención de la ciudadanía son impensables sin la construcción de un mundo público específico dispuesto precisamente para el ejercicio ciudadano. No es suficiente la transformación de la esfera política, la apertura en materia de derechos y deberes, si no existe una transformación de la esfera cultural en capacidad de abrir al mismo tiempo el mundo público. El auspicioso retorno de las democracias en regiones como América Latina, que supuso la institución o la restitución de unos derechos y deberes ciudadanos por mucho tiempo negados, se enfrentó precisamente a un mundo público sometido a profundas contradicciones, donde la vida cotidiana permanecía atada tanto a los reiterados racismos de extracciones coloniales como a los racismos de la posesión que derivaron de las formas de acumulación monopolistas y agiotistas que estuvieron en medio del tránsito de estos países hacia el capitalismo moderno. Para que la ciudadanía acceda a un mundo púbÜco para sí, para que el mundo púbÜco pueda asumir la universaÜdad de la identidad ciudadana, se requiere de un conjunto de mediaciones orientadas a hacer manifiesta la presencia del extraño sin detrimento de su autonomía, igualdad y soberanía. Una de esas mediaciones que afianza un mundo público para el ejercicio ciudadano compromete los agendamientos de las representaciones del pasado, medios para hacer visible la presencia histórica del otro en la comunidad política y recurso

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para que en los procesos históricos de la comunidad política se admita la alteridad. Por esto, cada tradición ciudadana requiere que en el mundo púbÜco se "teatraücen" unas representaciones en capacidad de subÜmar el pasado de sus múltiples diferencias, convirtiéndolo en parte del pasado de la comunidad compartida tutelada por la supremacía de la identidad ciudadana universalizada. En aquellos casos donde la ciudadanía adolece de mundo público, donde la identidad ciudadana choca o excluye a las identidades primordiales, las representaciones del pasado que se revisten como públicas sólo son las versiones parciales de unos estamentos, grupos o facciones dominantes, relatos que terminan proclamando y celebrando a unos vencedores de la historia que, por lo mismo, son representaciones que afianzan identidades jerarquizadas o estratificadas. Obviamente que en ningún caso las representaciones del pasado reproducen fielmente los tiempos sucedidos ni mantienen de modo estricto unos fundamentos pretéritos que se conservan asépticamente en el transcurso del tiempo: se trata por el contrario de unas representaciones provocadas, sujetas a esas fuerzas sociales que actúan siempre en tiempo presente que, al asignarles unos lugares en el mundo público, al mismo tiempo les designan unos sentidos y proyecciones intencionadas. Sin embargo, las fuerzas sociales sólo pueden conseguir una imagen legítima de los tiempos sucedidos en la medida en que puedan desvanecer las inversiones que ellas mismas acometen al momento de convocar la presencia del pasado, en tanto logran denegar los intereses propios que les permiten imponer unas representaciones como pasado realmente sucedido, como fundamento pretérito absoluto. En este sentido, las representaciones públicas del pasado están sometidas a las lógicas que rigen a otros bienes culturales, es decir, deben su valor propiamente cultural a la capacidad de las fuerzas sociales de imponerlas Ciudadanía y Cultura

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arbitrariamente como bagaje universal para todo un espacio social, interponiendo para ello todo el poder de violencia simbólica de unas agencias que, presentadas libres de cualquier determinación, revestidas de altruismo, patriotismo, devoción erudita o intelectual, pueden oscurecer el pasado intencionado presentándolo como pasado absoluto (Bourdieu: 1998; Bourdieu y Passeron: 2000). Por esto, cada mundo público de ciudadanos, dependiendo de la correlación de las fuerzas que definen su espacio social, le concede unas vocaciones particulares al pasado, acoge diferentes mecanismos para tramitar los tiempos sucedidos y define el espectro de referencias que se pueden revertir hacia el presente. Sitios históricos, inventarios patrimoniales, monumentos públicos, textos de enseñanza y divulgación, museos, instituciones de formación y, más recientemente, medios de comunicación, son parte de esos mecanismos históricamente invocados para tramitar el pasado hacia el presente. Si la naturaleza, la función y el comportamiento de estas instancias han cambiado en el tiempo, es precisamente porque existen redefiniciones permanentes de ese pasado susceptible de ser tramitado como representación al mundo público. Las incandescencias de la memoria en la conciencia ciudadana contemporánea proceden, precisamente, de unos cambios sustantivos en la vocación, los mecanismos y las referencias para representar el pasado, propiciados por dilemas que no son en modo alguno marginales para las ciudadanías contemporáneas.

4. Algunos dilemas de la ciudadanía en torno a la representación del pasado 4.1. tos dilemas de ías agencias del pasado

En las últimas décadas, por efecto de distintas situaciones y con base en diferentes influencias, se han emprendido críticas radicales al esAdnan Serna

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tatuto epistémico de los hechos del pasado. Las polémicas se han instalado con especial fuerza en esos campos de conocimiento que han estado históricamente asociados a la representación de los hechos sucedidos: la Historia, la Arqueología, la Antropología, la Museología, la Arquitectura, entre otros (Karp y Lavine: 1991; Fontana: 1992; Hodder: 1994; Layton: 1994; Topolski: 1997; Revel: 2005). En medio de estas polémicas, se han puesto sobre el tapete cuestiones como la positividad del pasado, el lugar de enunciación para representar los hechos sucedidos, las formaciones discursivas que le asignan un sentido a lo pretérito o el papel que jugaron las argumentaciones evolucionistas o historicistas en la sustentación de los diferentes proyectos auspiciados por la modernidad: el proyecto civilizador, que con estas argumentaciones pudo justificar el colonialismo; el culturaüsta, que las utiüzó para aclimatar recios nadonaÜsmos; el desarrollista, que las atrajo para defender nuevos imperiaÜsmos; el globaÜsta, que las apropia para difundir toda suerte de relativismos locaÜstas. No es del caso profundizar en estas controversias, por demás objeto de una producción prolífica. Simplemente basta señalar que los cuestionamientos al estatuto epistémico de los hechos del pasado, tanto del que asumió el romanticismo contemplativo como del que hizo suyo el positivismo científico, se han nutrido o han nutrido ellos mismos, a un conjunto de críticas radicales contra las agencias responsables de tramitar las representaciones pretéritas hacia el mundo público. En primer lugar, estas críticas se han dirigido hacia la enseñanza de la historia en el mundo escolar, dominada por mucho tiempo por historias acabadas, lineales, unitarias y totales, propicias para infundir unas morales cerradas e irreflexivas. En segundo lugar, estas críticas también han controvertido las agencias destinadas al culto del pasado, a las rancias Academias o los viejos centros de estudio que, en su afán por sacralizar los tiemCiudadamay Cultura

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pos sucedidos, por imponer lo conmemorable, no sólo eliminaron las contradicciones profundas del pasado sino que subordinaron la representación de lo sucedido a la exaltación de los grandes hombres, considerados únicos protagonistas verídicos de la historia. E n tercer lugar, estas críticas se han extendido a los museos históricos, arqueológicos y antropológicos, considerados como herencias de los espíritus coleccionistas que prosperaron en los siglos X V I I I y X I X , que pudieron perpetuar sin mayor contradicción los prejuicios de estos tiempos, apelando a recurrentes artificios tanto estéticos como científicos. E n cuarto lugar, no han quedado fuera de estas críticas los propios medios de comunicación masiva, que no sólo difundieron otrora todo tipo de estereotipos sobre los hechos sucedidos, sino que no dejan de hacerlo actualmente sobre aquéllos que se consideran propicios para cautivar audiencias. En síntesis, los cuestionamientos al estatuto de los hechos sucedidos, tienen en medio igualmente las críticas a las agencias responsables de representarlos en el mundo público. Estas agencias, aferradas por siglos o décadas a exaltar un ideal común, encarnado en u n proyecto nacional homogéneo, se ven confrontadas por unas reivindicaciones que conmemoran la diversidad. Vienen bien aquí las palabras de Jacques Revel, a propósito del afán conmemorativo manifiesto en Francia en los últimos años: Lo que hoy se espera de [los] testimonios conmemorativos (...) es la afirmación de una irreductible diferencia y la de una diversidad esencial de la comunidad nacional (...) [El] modelo francés de integración o asimilación en la ciudadanía durante mucho tiempo rechazó esas particularidades, en nombre de una definición de la ciudadanía que es a la vez universal y abstracta. La afirmación, la reivindicación, la promoción de memorias particulares, a su manera, fue un modo de expresar una reformulación del lazo social que traduce un cambio profundo (Revel: 2005, p. 273).

.2, Los dilemas del mundo publico

No obstante, las agencias responsables de tramitar unas representaciones del pasado no sólo se enfrentan a desprenderse de las poderosas herencias que ellas mismas sobrellevan. De la misma manera, estas agencias se enfrentan a un mundo público que, aunque abierto a hacer visibles múltiples diferencias, no obstante está sometido a un creciente empobrecimiento de las mediaciones simbóÜcas que le permiten reconocer esta diversidad en condiciones de autonomía, igualdad y soberanía. En este sentido, mientras se auspician unas ciudadanías en lo diverso, de manera paralela se afianza un mundo público que, dominado por criterios eminentemente funcionales y económicos, está cada vez más desprendido de esas inversiones simbólicas que le confieren posibilidades prácticas a estas ciudadanías en la vida cotidiana compartida. Esta situación se manifiesta, por ejemplo, en la composición del mundo público urbano. La ciudad moderna se erigió como la ciudad de los ciudadanos. Otras ciudades, como las del mundo antiguo, fueron producto de sociedades caracterizadas por férreas divisiones estamentales o corporativas, que hicieron del mundo público urbano un teatro de lo cotidiano que reforzaba la estructura jerárquica o estratificada de unas identidades primordiales, apelando para ello a portentosas inversiones simbólicas que incluían desde la configuración de los trazados de la ciudad, pasando por la manufactura de sus edificaciones, hasta la regulación de las costumbres y las apariencias. La ciudad moderna, expuesta a fuerzas sociales contradictorias que en muchos casos no dejaron de apelar a la reiteración de identidades primordiales, canalizó estas luchas convirtiendo el gobierno de los asuntos generales en una esfera dominada por todos los miembros revestidos como ciudadanos. No obstante, como en las ciudades antiguas, esta exaltación de la identidad ciudadana requirió igualCiudadama y Cultura

mente portentosas inversiones simbólicas, que no estaban dirigidas a celebrar casta o estamento alguno, sino a exaltar a la propia comunidad política (Serna: 2006, pp. 36-45). La autonomía relativa de unos campos de la producción simbólica, como las artes y las ciencias, resultó determinante en este proceso que condujo a recluir la celebración de los estamentos particulares a lo privado, dejando la exaltación de lo común y lo compartido para el mundo público. Si se quiere, las apuestas sustantivas de estos distintos campos estuvieron dirigidas a sublimar desde sus mecanismos de producción simbólica ese conjunto de diferencias, de modo tal que se revistieran como parte de una comunidad política universal que sería, desde entonces, objeto y sujeto de representación pública. Obviamente que este proceso no estuvo exento de contradicciones: la naturaleza de los propios campos de la producción simbólica, su proximidad o distancia con el campo del poder, condujo a que estas inversiones no necesariamente exaltaran la diferencia, sino a que profundizaran ascendentes identitarios esenciales, a que concibieran al cuerpo político como una entidad metafísica revestida de pueblo o de nación, lo que en últimas resultó útil para apalancar pavorosos nacionalismos e imperialismos totalitarios. Pese a que en algunas experiencias históricas las inversiones simbólicas decididas a configurar un mundo público de ciudadanos fueron ciertamente reaccionarias, es evidente que, en otras, estas inversiones resultaron determinantes para democratizar una vida cotidiana compartida. Actualmente, pese a que asistimos a la reivindicación de unas ciudadanías en lo diverso, abiertas a reconocer múltiples diferencias, nos encontramos con mundos públicos urbanos que, en muchas latitudes, han desistido de inversiones simbólicas auténticamente incluyentes toda vez que éstas han quedado subordinadas, precisaadrián Serna

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mente, a criterios eminentemente funcionales o económicos. Esto tiene dos implicaciones. Por un lado, las apuestas expresivas encargadas de sublimar a la ciudadanía como identidad compartida, que permiten con fuertes cargas simbólicas concebir una comunidad de ciudadanos, ceden ante apuestas decididamente instrumentales preocupadas básicamente por disponer el mundo público para el rendimiento productivo. Los diseños arquitectónicos y urbanísticos de las ciudades, por ejemplo, sobre todo en aquellas tradiciones que sobreviven con la profunda escisión entre lo ciudadano y lo público, son una muestra palpable de que la pretensión estética en capacidad de concebir un espacio para la presencia de lo diverso, claudica ante los intereses de los especuladores de tierras, los constructores voraces y los financistas que convierten el espacio urbano en mercado exclusivo de oferta y demanda con mínima injerencia de los Estados y los gobiernos. Por otro lado, esta sujeción estructural del mundo público a criterios funcionales y económicos tiene como implicación que la identidad ciudadana queda reducida a una identidad exclusivamente económica, la del consumidor, que debe su lugar en el mundo público no tanto a una identidad compartida y unlversalizada, sino a su capacidad adquisitiva. En contextos de extrema pobreza, se impone con esto una discriminación masiva en la que se reclama el confinamiento, la exclusión y, en los casos más patológicos, la desaparición de aquellos que no pueden efectivamente consumir. Esto no es sino un indicador adicional de la quiebra de las ciudadanías de la producción, en beneficio de las ciudadanías del consumo (Serna: 2006, pp. 239-249). Esta situación tiene impücaciones concretas sobre el papel de las representaciones del pasado en el mundo púbÜco de ciudadanos. Ciertamente que en otros tiempos el mundo púbüco de ciudadanos estuvo sometido a distintos dispositivos de sodaÜzación de lo pretéCiudadama y Cultura

rito que, aferrados a estéticas grandilocuentes, encarnados en complejas alegorías, fueron la exaltación de unos estamentos particulares, indiferentes con la presencia de lo diverso, inasibles para el hombre cotidiano. En aquellas tradiciones donde la ciudadanía resultó escindida del mundo público, estos dispositivos no tuvieron mayor poder de convocatoria, siendo marginados a la par con ese mundo público en el que eran escenificados, toda vez que los agentes sociales replegaron su experiencia compartida a los barrios, las cuadras, las calles próximas a su vida íntima, donde no aspiraban a encontrar extraños, sino sólo aquellos que les eran cercanos. Fue el ocaso no sólo de los monumentos, sino de todos esos bienes culturales que, pretendiendo preservar las huellas de los tiempos pasados de la comunidad poü'tica, resultaban insolventes en unos tiempos presentes que reafirmaban el predominio de unas identidades primordiales. A estos hechos se suma ahora el efecto reciente de unas industrias culturales que, orientadas a la productividad económica, se han convertido en uno de los filtros determinantes para definir aquello que es susceptible de ser revestido como patrimonio común. En medio de esta situación, no es casual que se asuman o amplifiquen como objetos patrimoniales aquellas representaciones que resultan especialmente atractivas para mercados como el turismo. Esto, pese a todas las controversias que pueda suscitar, no es necesariamente problemático. Sí lo es el hecho de que, para que esto suceda, se requiere que dichas representaciones sean revestidas como herencias de procesos acabados, desmanteladas de cualquier sesgo conflictivo, edulcoradón de las representaciones necesaria para transferirlas a los mercados de la oferta y la demanda turística. Allí está la paradoja de Cartagena de Indias, ciudad turística básicamente por ese soberbio patrimonio histórico y cultural de siglos, que fue el producto de su condición de centro neurálgico Adrián Serna

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de los circuitos comerciales coloniales, entre ellos, de los dedicados a la infame trata de poblaciones negras africanas. Aún así, la ciudad que resalta ese patrimonio histórico y cultural de siglos, es la misma donde no sólo sobreviven en las peores miserias miles de afrodescendientes, sino donde estos tienen prohibido el ingreso a diferentes sitios aparentemente públicos. Es sólo un caso, entre muchos otros, para no hablar de lo que sucede con las poblaciones indígenas, de eso que podemos llamar el racismo criollo. ,3. Los dilemas de lo representadle Los dilemas que rondan a las agendas responsables de tramitar el pasado, así como al mundo público que "teatraliza" las representaciones pretéritas, tienen efectos directos sobre lo que se considera representable. Las concepciones clásicas del patrimonio, encerradas en manifestaciones materiales, monumentales, prendadas a sesgos estéticos únicos, que apuntaban a exaltar las esencias antiguas de una comunidad política unitaria, han sido controvertidas por unas críticas que urgen concepciones abiertas a diferentes manifestaciones, abarcadoras de todo tipo de expresiones, consecuentes con derroteros que no sólo reconozcan una estética única sino las significaciones más densas de lo patrimonial, en capacidad de hacer visibles las diversidades cambiantes de la comunidad política. Estas críticas tienen en medio, precisamente, esos argumentos que cuestionan ese estatuto epistémico de los hechos del pasado cuyas premisas fueron el carácter acabado de lo sucedido, la escenificación de lo común y el culto exclusivamente contemplativo. Es evidente que los cambios en un espacio social suscitan reinvenciones o redefiniciones de aquello que los agentes de este espacio consideran como objetos susceptibles de ser representados como patrimonio. Por ejemplo, en distintas tradiciones latinoamericanas, el surgimiento de unas sociedades republicanas supuso la Ciudadanía y Cultura

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definición de unas bases patrimoniales, filtrando el pasado colonial o imponiendo uno nuevo para la naciente comunidad política, todo esto bajo el discurso de lo nacional. El tránsito de estas sociedades tradicionales dominadas por el mundo rural a la condición de sociedades involucradas en dinámicas modernas con una fuerte influencia urbana, entrañó en diferentes casos una progresiva "patrimonializadón" de las herencias campesinas, fundamentalmente bajo el discurso del folklore. Algo semejante sucedió en tiempos más recientes en unas sociedades que, aunque urbanizadas, mantenían fuertes expresiones que bien estaban asociadas a lo rural o que no derivaban de las lógicas dominantes de lo urbano, siendo éstas "patrimonializadas" bajo el discurso de la cultura popular. Obviamente que, en distintos contextos, estos patrimonios no ostentan las mismas improntas ni ameritan las mismas consideraciones: cada discurso, el nacional, el folklórico o el popular, no sólo le asigna un valor diferencial a su inventario de bienes culturales, sino que le dispone funciones y fines divergentes en el desarrollo de una conciencia compartida (García Canclini: 1990, pp. 149-190; Rowe y Schelling: 1993; Serna: 2006, pp. 421-449). Por tanto, cada inventario patrimonial no se puede considerar el resultado de una tradición inercial, de una conciencia unánime sobre el pasado o de un acuerdo colectivo tácito. Por el contrario, cada inventario tiene sobre sí el efecto de las distintas fuerzas sociales que le imponen unos usos sociales al pasado, operación que puede ser desprendida de cualquier inversión o interés particular, precisamente apelando a esas agencias que pueden presentar los inventarios intencionados como universo objetivo de un pasado absoluto. De hecho, esto ha conducido a que lo patrimonial no proceda de cualquier lugar en el tiempo: habitualmente procede de esos marcos temporales que, especialmente conflictivos para el discurrir de la

comunidad política, se convierten en referencias incandescentes que, reconstituidas simbóÜcamente, terminan reconocidas como expresiones sustantivas en el devenir histórico de esta comunidad. Esta operación, no obstante, no ha estado exenta de polémicas: si bien en algunas tradiciones las fuerzas sociales pudieron por este medio trascender los conflictos exaltando simbólicamente la legitimidad de las conquistas sociales derivadas de éstas, en otras esta operación supuso la exaltación del conflicto por el conflicto mismo, la celebración de la violencia como fin, la exacerbación del sentido de la guerra, en últimas, el culto a la estética de lo macabro. Precisamente, las ciudadanías contemporáneas se enfrentan a no perpetuar las representaciones del pasado prendadas a la exaltación de la guerra pero, al mismo tiempo, a no desvirtuar la presencia de las contradicciones y los conflictos en sus propios inventarios patrimoniales, más aún cuando en algunas sociedades las causas de los mismos siguen, si bien no intactas, por lo menos vigentes. En procura de desplazar cualquier alusión a la guerra, no son pocas las tradiciones nacionales donde diferentes agencias, especialmente afectadas por las industrias culturales, han reclinado cualquier expresión patrimonial a aquello que se considera o se presenta ausente de conflictividades o violencias. Basta con recorrer aquellos inventarios patrimoniales tan socorridos por los medios de comunicación masiva, que incorporan objetos ausentes de contradicción o donde su escenificación desvanece las profundas contradicciones que estuvieron en su origen, todo ello finamente dulcificado con expresiones como mestizaje, sincretismo, hibridación, etc. Esto supone un giro sustantivo en el estatuto de los bienes culturales del pasado, que deben ser objeto de las prácticas ciudadanas menos para contemplar un pasado acabado y más para abordar de modo crítico las huellas contradictorias de sus propios orígenes. uuaadania v untuia

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Cómo no recordar aquí un episodio sucedido hace algunos años, cuando en Colombia se adelantaban los diálogos entre el gobierno de Andrés Pastrana y la guerrilla de las FARC en San Vicente del Caguán. En aquellos días circuló por las noticias la afirmación de que el Museo Nacional de Colombia estaba en procura de la famosa toalla o poncho del comandante guerrillero Manuel Marulanda Vélez. En un medio noticioso, esta iniciativa fue convertida en objeto de debate, en el que terciaron Elvira Cuervo de Jaramillo, directora entonces del Museo Nacional, y Harold Bedoya, General retirado de las fuerzas militares. Mientras la directora señalaba que esta iniciativa no pugnaba ni contravenía los fines del museo, el General en retiro alegaba que se trataba de una auténtica apología del delito. No se sabe si el Museo Nacional se hizo o no a la prenda del comandante, ni tampoco si la directora del museo conserva aún sus argumentos, todo si se tiene en cuenta que actualmente se desempeña como Ministra de Cultura del gobierno de Alvaro Uribe Vélez que, como es bien sabido, tiene claro para sí la naturaleza de las guerrillas, sobre todo de las FARC. De cualquier manera, este fugaz debate tenía en sus profundidades cuestiones que iban más allá de poner o no en vitrina la prenda de un insurgente. Por un lado, se hizo manifiesta la percepción que mantiene a los museos como altares sagrados de la patria, como espacios para el culto cívico, que sólo pueden alojar a la historia sacralizada. Por otro lado, se hizo presente la consideración de que un museo nacional debe estar en capacidad de asumir todas las expresiones vinculadas con el devenir histórico de la nación, en este caso, un objeto tan elemental y cotidiano como una toalla o poncho. Quedan abiertas muchas preguntas, entre ellas si efectivamente la historia del país puede despejar de manera clara el ascenso de esos

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hombres sagrados que son, para algunos, los que deben transitar a los museos; igualmente queda la pregunta de si las estructuras de los museos, tan afectadas por herencias antiguas, pueden poner en tránsito la complejidad y la intensidad de unos conflictos a través de un objeto tan básico como una toalla o poncho. Pueden parecer cuestiones menores, en medio de las aristas desgarradoras de la guerra. Pero ciertamente que asuntos como éste, que tienen que ver con la ubicación de nuestras contradicciones históricas en el mundo público, pueden resultar determinantes frente a las consideraciones que niegan la existencia de un conflicto armado que tiene su origen en desajustes estructurales para nada recientes. 4.4, Los dilemas de la memoria Pero las ciudadanías contemporáneas enfrentan otros dilemas interpuestos por la presencia del pasado, que están relacionados con las huellas del sufrimiento, del perdón y del olvido. No se trata solamente del recuerdo de las penosas situaciones a que se vieron abocados todos aquellos grupos o sectores que, sometidos a la inexistencia pública o desalojados de la investidura ciudadana, fueron por lo mismo expuestos a todas las violencias que pueden infringir unos regímenes orquestados por estructuras identitarias jerárquicas o estratificadas. Se trata, adicionalmente, de la posibilidad de que ese recuerdo sea tramitado en la memoria del cuerpo político, es decir, que las sociedades fundadas en la exclusión, la subordinación y la eliminación del extraño, admitan estas situaciones como requisito para el duelo que, como refiere Ricceur, es el reconocimiento del otro en la memoria (Ricceur: 2004). No obstante, tanto el recuerdo como su trámite en la memoria no son cuestiones simples. No es un ejercicio que se pueda reducir a la disposición voluntaria de unos agentes a denunciar las atrocidades a las que se han visto sometidos o de otros a señalar las Ciudadanía y Cultura

acciones infames que han cometido. En los espacios sociales que han naturalizado la inexistencia del otro o su obligatoria sujeción a las condiciones más denigrantes, el sufrimiento parece consustancial a algunas existencias. En estos espacios, siempre habrá una justificación para todas las perversiones perpetradas, por crudas que puedan ser las denuncias o las confesiones. Por esto, el trámite del recuerdo en la memoria, como principio fundamental para el duelo, requiere que el cuerpo político reconozca que él mismo ha sido víctima, que denuncie con vehemencia que contra él han sido dirigidos los ataques más aleves, que admita que las luchas sucedidas a su interior quebraron esos diques que cada espacio social se procura, de generación a generación, para garantizar la coexistencia de lo diverso. Esta reivindicación primera, que no es sino la afirmación de los propios principios que inspiran al cuerpo político, es el requisito para que el recuerdo conduzca a establecer las magnitudes de la culpa, las posibilidades del perdón y los caminos del olvido. Aquí sobran los ejemplos del caso colombiano, enfrentado como nunca a las vicisitudes de la verdad, el perdón y el olvido, que derivan del hecho de que el espacio social no reconoce aún en qué ha sido víctima, cómo fue ajusticiado.

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Construir ciudadanía desde la acción colectiva. Las organizaciones populares frente a la descentralización en Bogotá Alfonso Torres Carrillo

Presentación Diversos autores, desde Tocqueville hasta Cohén y Arato (2000), coinciden en señalar la importancia de las asociaciones voluntarias en la construcción democrática moderna y contemporánea. Estas asociaciones y su accionar público han sido vitales en la existencia de la sociedad civil, en la formación de opinión púbÜca, en la expansión de derechos y en la construcción de ciudadanía. En las ciudades de América Latina, el asociacionismo popular ha sido uno de los caminos más expeditos de los pobres y los débiles para expandir y conquistar derechos, así como una posibilidad para constituirse y ser reconocidos como actores políticos. Sin embargo, es un hecho conocido que las primeras organizaciones de base surgidas desde mediados del siglo pasado estuvieron signadas por las re1adones corporativas o de clientela, propias de los sistemas políticos en los que se inscribían (Cornelius: 1975; Borrero: 1989). En Colombia, a partir de 1958 las

Juntas de Acción Comunal fueron la principal forma asociativa urbana, creadas por el gobierno en el contexto del Frente Nacional y la Alianza para el Progreso, para canalizar institudonalmente las iniciativas de los pobladores. El dientelismo, entendido como intercambio de recursos entre organizaciones de base y sistema político en un contexto de escasez de recursos, fue viable cuando los recursos fiscales del Estado lo permitían; estos se irrigaban a través de las redes dientelistas para satisfacer algunas demandas de los pobladores populares y reproducir las relaciones de dominación de los partidos gobernantes. Por otro lado, tal relación instrumental entre Estado y pobladores populares urbanos, favoreció el desarrollo de un pragmatismo por parte de los dirigentes comunitarios quienes se hicieron expertos en la consecución de recursos y monopolizaron la representación de los habitantes de los barrios frente a las autoridades. En Bogotá, al igual que en otras ciudades del país y el continente, desde la década de los setenta dicho monopolio fue cuestionado por una serie de asociaciones de base con pretensión de autonomía y alternatividad a las estrategias de control social y político generadas por el gobierno desde mediados de siglo. Impulsadas por activistas provenientes del espectro político, edesial y cultural de izquierda y por nuevos actores sociales de los barrios, como las mujeres y los jóvenes, se ocuparon de nuevas problemáticas como la educación infantil y de adultos, las actividades culturales y artísticas, la autogestión económica, el medio ambiente y la comunicación. Un rasgo de identidad común a este nuevo asodadonismo fue su declarada autonomía frente al Estado y su distanciamiento crítico frente a las prácticas dientelistas y por su identificación con las ideologías reformistas o revolucionarias de izquierda. Por ello, para diferenciarse de otras formas organizativas subordinadas al

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Estado y enfatizar su identificación con visiones de futuro alternativas, estas asociaciones se autodenominaron "independientes", "alternativas" o "populares". Muchas de ellas sucumbieron en los años siguientes, ya sea por su propio agotamiento, por la acción represiva o porque fueron absorbidas por el sistema. Unas pocas lograron sobrevivir al siglo XX y mantener su autonomía y su perfil "alternativo", convirtiéndose en "espacios de organización, resistencia, movilización y democratización en las ciudades, frente a una cultura política todavía corporativista y dientelista" (Ramírez Sáiz: 1985, p. 23). En torno a dichas experiencias asociativas independientes también contribuyeron en la formación de nuevas identidades sociales y subjetividades políticas entre quienes participaron de los procesos de organización y lucha (Torres: 2006). En los noventa, en la mayoría de los países latinoamericanos se dieron cambios institucionales que ratificaron los procesos de democratización iniciados en los ochenta en los países que habían padecido dictaduras militares, o significaban aperturas democráticas en aquellos como México y Colombia, donde prevalecían "democracias de baja intensidad". Estos procesos de democratización, generalmente expresados en la ampliación del reconocimiento de derechos, en la incorporación de nuevos espacios y mecanismos de participación y descentralización de funciones en el ámbito territorial. Este cambio de las reglas de juego político significó para las organizaciones alternativas un desafío aún no totalmente resuelto, pues, en buena medida, parecía que el Estado generaba una apertura que incorporaba su ya tradicional repertorio de demandas e instituía una serie de mecanismos de participación y de reclamación de derechos, que deslegitimaba sus habituales formas de Ciudadanía y Cultura

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acción contenciosa. ¿Cómo fueron afectadas las organizaciones populares por los procesos de apertura política y de descentralización a lo largo de los noventa? ¿Cómo aprovecharon las nuevas circunstancias y cómo actuaron frente a ellas? ¿El nuevo contexto fortaleció o se debilitó dichas experiencias autónomas? Dichas preguntas, junto a otras que buscaban comprender la potencialidad de dichas experiencias de organización en la configuración de nuevas identidades sociales, prácticas y subjetividades políticas, dieron forma al proyecto de investigación en torno al cual desarrollé mi tesis doctoral en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional Autónoma de México. En este capítulo sintetizo los resultados referidos a la problemática referida a la manera como algunas organizaciones populares participaron dentro de los procesos de reforma política y administrativa llevados a cabo en Bogotá durante la última década del siglo pasado.1 En efecto, la apertura democrática introducida por la Carta Política de 1991 -en particular, la descentralización política y administrativa de la ciudad, en particular, la creación de las Juntas Administradoras Locales, la incorporación de la planeación participativa y la creación de Consejos y Comités locales-, plantearon a las OPU un nuevo escenario político en el que parecía posible incidir en la administración y gestión de los asuntos locales, por vías diferentes a las que estaban habituados: la gestión autónoma y la presión a las autoridades mediante la movilización colectiva. En su momento, varios comentaristas de la época, proclamaron a los cuatro vientos que con la ampliación de canales institucionales de exigencia de derechos y de participación ciudadana, así como la descentralización, perdería sentido en Colombia, la acción colectiva contenciosa. Como se analizará en este capítulo, el pronóstico no se cumpÜó: los nuevos escenarios se convirtieron en una amo Ton es

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nueva arena del conflicto entre las fuerzas sociales de la ciudad, aún en curso. Para desarrollar este planteamiento se presentará, en primer lugar, el proceso institucional de creación y desarrollo de la política de descentralización en Bogotá. Luego, se analizarán los espacios y dinámicas de participación en los cuales las organizaciones sociales se han involucrado; finalmente se hace un balance de la acción colectiva durante el periodo estudiado.

Los avatares de la descentralización en Bogotá Dentro del proceso de recomposición institucional acaecido en la mayoría de los países latinoamericanos tras el fin de las dictaduras militares, se incorporaron iniciativas de descentralización política, entendidas como "un proceso de distribución de poderes, funciones y recursos del nivel central del Estado, a favor de mayor autonomía y protagonismo de las regiones y los municipios, y de una participación directa del ciudadano en la gestión de los asuntos públicos locales" (Orjuela: 1992, p. 37). Aunque este proceso descentralizador estuvo asociado a la presión de las agencias internacionales de crédito (FMI, BM, BID) por ajustar la estructura de los Estados a las demandas de la apertura neoliberal, la menor o mayor intensidad de las reformas en cada país ha estado mediado por la correlación de fuerzas entre actores políticos nacionales y regionales. "La descentralización en la región se sintoniza tanto con los planes de ajuste promovido por entes supranacionales, como con los procesos políticos de cada uno de los países" (García: 2003, p. 51). En el caso colombiano la descentralización iniciada desde mediados de los ochenta, puede entenderse como un intento por democratizar las instituciones políticas en un contexto de incremento de la movilización social y de la acción de los grupos insurreccionales Ciudadanía y Cultura

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desde la década del setenta. Su institucionalidad democrática se ha caracterizado por su estabilidad, pero no por su apertura política, lo cual ha llevado a que se le considere una "democracia restringida". 1.1. Colombia: crisis de legitimidad y descentralización

Esta democracia excluyente alcanzó especial notoriedad durante el llamado Frente Nacional (1958-1974), durante el cual los dos partidos tradicionales (Liberal y Conservador) acordaron alternarse en el gobierno cada cuatro años y repartirse paritariamente todos los cargos públicos, bajo el pretexto de acabar con la violencia política que durante la década anterior le había costado la vida a más de 300.000 colombianos. Este cierre político coincidió con el proceso de industrialización y crecimiento urbano más grande que ha tenido el país en su historia, en torno al cual emergieron nuevos actores sociales y políticos que no encontraron posibilidad de expresión dentro del "acuerdo frentenacionalista". Como consecuencia de esta ausencia de canales institucionales de expresión de las nuevas fuerzas sociales e ideológicas, durante la década del sesenta y setenta surgen varios movimientos armados de oposición (FARC, ELN, EPL, M19) y se expande una modalidad de protesta singular: los paros cívicos, locales, regionales y nacionales.2 Estas formas de lucha social se convirtieron en un verdadero dolor de cabeza para las autoridades nacionales. En vísperas del Primer Paro Cívico Nacional de septiembre de 1977, el historiador Medófilo Medina contabilizó 72 de este tipo de acciones entre 1970 y 1977. Durante los gobiernos de Julio César Turbay Ayala (1978-1982) y Belisario Betancur (1982-1986) hubo un aumento cuantitativo de los movimientos y paros cívicos en el país: entre 1978 y 1986 se realizaron 285 paros cívicos y 416 de otras formas de protesta cívica (López: 1987). Alfonso Tenes

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Luego del fracaso del intento de controlar el inconformismo social y la insurrección armada por la vía represiva durante la administración Turbay, el gobierno de Betancourt le apostó a una relegitimación del Estado a través de un proceso de paz (a la larga fallido) con los actores armados y a una apertura política, en la cual la descentralización política jugó un papel central. Esta voluntad política, que encontró consenso en la clase dirigente representada en el Congreso, se expresó en el Acto Legislativo # 1 de 1986 y en la Ley 11 del mismo año. El primero, permitió la elección popular de alcaldes y la realización de consultas populares en los municipios; la segunda, dotó a los municipios de un estatuto administrativo y fiscal que les permitió tener autonomía en la prestación de servicios, con el propósito de promover el desarrollo y la participación ciudadana en los asuntos locales, al asumir funciones delegadas por el gobierno central, los departamentos y las entidades descentralizadas. El objetivo de la Reforma Municipal de 1986 era doble: de un lado, entregar a los gobiernos locales una serie de atribuciones, competencias y recursos, que les permitiera dar respuesta a las demandas ciudadanas; de otro, darle vía a la participación ciudadana en la vida local a través de la elección popular de alcaldes, la consulta municipal, la división de los municipios en comunas, la creación de Juntas Administradoras Locales en cada una de ellas y la participación de los usuarios en la dirección y control de las Empresas de servicios públicos (Velásquez, 1995: 163). En fin, la descentralización puesta en marcha suponía que una gestión eficiente y participativa del Estado redundaría en una mayor legitimidad de las instituciones políticas. En términos globales, buscaba "fortalecer simbólica y políticamente al Estado, descargando al gobierno nacional de ciertas responsabilidades adCiudadama y Cultura

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ministrativas, aumentar la capacidad institucional de control del conflicto y reconstruir la legitimidad del régimen político a través de la vinculación de la ciudadanía a la toma de decisiones" (García Canclini: 2003, p. 56). El proceso de negociación de paz desarrollado durante los gobierno de Virgilio Barco y Cesar Gaviria con algunos movimientos alzados en armas y que confluyó en la Asamblea Nacional Constituyente y dio origen a la Constitución PoUtica de 1991, significó un paso adelante en el intento de relegitimación del Estado. En efecto, la nueva Carta política definió a Colombia como un "Estado social de derecho", reconoció un amplio espectro de derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, creó diversos espacios para su exigencia e incorporó nuevos mecanismos de participación ciudadana y profundizó el proceso de descentralización. En cuanto a ésta última, con la nueva Carta se extendió la elección directa a la selección de los gobernadores departamentales y de los miembros de las Juntas Administradoras Locales, se ajustaron los diseños institucionales de los ya existentes ámbitos de representación popular, se aumentó la autonomía de las entidades territoriales subregionales y se agilizó la transferencia de recursos a las mismas. Este nuevo intento de relegitimación de la institucionalidad política en el nivel nacional, también permitió incorporar a Bogotá al proceso de descentralización, dado que por un intríngulis normativo, la capital del país no había podido asumir en su plenitud las reformas de 1986. De esta cuestión, central para nuestra investigación, nos ocuparemos a continuación. .2 La descentralización en Bogotá durante los noventa. En Bogotá, las reformas fiscales y políticas y algunas administrativas introducidas en 1986 se llevaron a cabo con el resto del país.

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Sin embargo, la relacionada con la elección de las Juntas Administradoras Locales encontró un obstáculo legal, porque la capital había sido sustraída del Régimen Municipal Ordinario desde 1945 al conferirle la particularidad de ser Distrito Especial; esto significaba que no se le podían aplicar las normas nacionales, salvo en el caso que se estableciera explícitamente en ellas. Dicha condición fue ratificada por el Acto Legislativo # 1 de 1986 y la Ley 11 del mismo año, quedando la ciudad en un "limbo jurídico", como lo expresó el constituyente Jaime Castro en 1991. Fue precisamente este personaje, Ministro de Gobierno de Belisario Betancourt y principal impulsor de las reformas de 1986, quien dentro de la Asamblea Nacional Constituyente impulsó la iniciativa de que Bogotá tuviera un estatuto especial que posibilitara incorporar definitivamente la descentralización en el manejo de sus asuntos políticos, administrativos y fiscales. El consenso entre los constituyentes en torno a la política de descentralización llevó a que en la Constitución de 1991 se fortaleciera dicha política en todo el país y que se fortalecieran las autoridades locales de su capital. En primer lugar, sacó a Bogotá del "limbo jurídico" al sujetarla al régimen municipal ordinario; esto significaba que las leyes municipales podían aplicarse a la ciudad siempre y cuando no contravengan el estatuto especial que la regiría, el cual debía ser aprobado por el Congreso. En su artículo 323, la Constitución ordenó que la ciudad quedara dividida en localidades, cada una con autoridades y recursos propios; las autoridades consistirían en un alcalde local y en un órgano colegiado, popularmente elegido, denominado Junta Administradora Local (JAL), integrada por siete ediles. La división de la ciudad y la definición de las funciones específicas de las autoridades locales serían definidas por el Alcalde Mayor de Bogotá y luego aprobadas por el Concejo Municipal. Ciudadanía y Cultura

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Las nuevas reglas de juego, incorporadas en 1991, permitieron que, rápidamente, el Congreso de la República a través de la Ley # 1 de 1992 y el Concejo Distrital a través de los acuerdos 2 y 6 del mismo año, reglamentaran la creación, la cantidad, la jurisdicción y las competencias de las JAL, los Fondos de desarrollo y las Alcaldías Locales. Así, el 8 de marzo de 1992, a menos de un año de la aprobación de la Constitución, los bogotanos estaban eligiendo simultáneamente al Alcalde Mayor, al Consejo Distrital y a la primera generación de ediles de las JAL. La premura con que la clase política reglamentó los gobiernos locales, merece una explicación, dado que es importante para comprender el rumbo que tomaron los gobiernos locales y las JAL a lo largo de su primera década de funcionamiento. Los congresistas con intereses electorales en Bogotá y los concejales de la ciudad, con miras a las elecciones de marzo, vieron en las JAL una oportunidad de aceitar sus maquinarias electorales dientelistas y garantizar la votación a su favor, frente al crecimiento del voto independiente y por la izquierda recién desmovilizada que ya se había expresado en las elecciones del Congreso el año anterior. Esta preocupación por su supervivencia política es expresada claramente por las palabras de una de la Concejal Martha Luna, dirigiéndose a sus colegas: "Déjenme decirles algo: si los 18 congresistas elegidos en Bogotá no se esfuerzan en aprobar esto [el proyecto de ley], nosotros y los demás concejales que les apoyamos, estamos perdidos" (Concejo de Bogotá, Acta # 31 de 1991). En el mismo sentido, congresistas del partido Liberal, expresaron su solidaridad al candidato a la Alcaldía Mayor, Jaime Castro, quien aspiraba a ser elegido en los mismos comicios. Por tanto, elegir las JAL en 1982, sería conveniente para el Partido y su candidato.

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De este modo, respaldados en la Ley 1 de 1992, los concejales promulgaron el Acuerdo # 2 del mismo año, en el cual adoptaron la antigua división de la ciudad, llamando "localidades" a las antiguas 20 zonas; además definieron el número de ediles a ser electos en cada locaÜdad y declaró que las funciones de las JAL serían las definidas por la ley en mención. Bajo estas normativas, las elecciones se realizaron en la fecha prevista y fueron elegidos 184 ediles para conformar las recién creadas 20 Juntas Administradoras Locales. Una vez aprobado dicho Acuerdo, todo estaba listo para elegir las JAL, como efectivamente sucedió. Sin embargo, había que dar un nuevo paso para que pudieran funcionar: establecer una nueva reglamentación de asuntos locales; dicha tarea había quedado abandonada por los concejales por estar dedicados a expedir el Acuerdo # 2, a la elección de los ediles y, por supuesto, a su propia reelección. Así fue como el alcalde saÜente presentó un proyecto en esa dirección, el cual fue aprobado por el Concejo como Acuerdo # 6 de 1992. En dicho acuerdo se reglamentaron las funciones de las JAL y de los Alcaldes Locales. En lo que respecta a las primeras, se les asignaron dos competencias generales: la administración autónoma de todos los asuntos púbÜcos locales y la prestación de servicios para la satisfacción de necesidades locales y que no fueran prestados por ninguna otra autoridad. Como funciones específicas se les asignó la aprobación de los planes de desarrollo y los presupuestos locales, la reglamentación del uso de los espacios públicos, la construcción y el mantenimiento de obras púbÜcas locales la aprobación de contratos y documentos financieros, así como la supervisión del cumpÜmiento de las normas de construcción y uso de las zonas públicas. A los alcaldes locales se les asignaron funciones administrativas, de ejecutor del presupuesto del Fondo de desarrollo local y de autoridad policial. El Acuerdo 6 también creó dos órganos de Ciudadanía y Cultura

coordinación: el Consejo Local de Gobierno, conformado por el Secretario de Gobierno de la ciudad, los 20 Alcaldes Locales y, eventualmente, los 20 presidentes de las JAL. Por otro lado, cada JAL podía crear y reglamentar una comisión asesora para coordinar las actividades locales. Al primer año de ser elegidos los integrantes de las primeras JAL y nombrados los nuevos alcaldes menores, el Gobierno Nacional, a través del decreto 1421 de julio de 1993, promulgó el Estatuto Orgánico del Distrito Capital, instrumento que se constituyó en el nuevo eje del orden político y administrativo de la ciudad. A juicio de los analistas (Santana: 1997) dicho decreto redujo la autonomía de las autoridades locales, iniciando una contrareforma a la voluntad de la Constituyente. En primer lugar, limitó los recursos para las localidades al 10% del total de ingresos corrientes del Distrito, dando la facultad discrecional al Alcalde mayor, de elevarlo al 20%; en segundo lugar dio al Alcalde Mayor nombrar y remover libremente a los Alcaldes Locales; en tercer lugar, el burgomaestre pasó a administrar directamente los Fondos de Desarrollo Local y prohibió a los ediles formar parte de sus Juntas Directivas; finalmente, los presupuestos locales solo podían ser aprobados por las JAL, después del visto bueno del recién creado Consejo de Asuntos políticos, económicos y fiscales de la ciudad (CONFIS). Promulgado el decreto 1421, el Alcalde Castro expidió el decreto 460, en el cual incorporaba los nuevos principios a los fondos de desarrollo local. Estas medidas, que fueron justificadas frente a algunos casos de inefidencia administrativa, corrupción y dientelismo detectados en los primeros meses de los nuevos gobiernos locales, redujeron drásticamente la autonomía de las autoridades locales, con el consiguiente incremento del poder del gobierno central.

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Para el período siguiente (1995-1997), fue elegido como Alcalde Mayor Antanas Mockus, matemático y filósofo que acababa de ser rector de la Universidad Nacional de Colombia; desarrolló una campaña electoral por fuera de los partidos, con escasos recursos y llena de actos simbólicos, en torno a la idea pedagógica de formar cultura ciudadana. En consecuencia, su programa de gobierno lo denominó "Formar ciudad" e incorporó a cada una de sus acciones un "componente pedagógico" orientado a la "construcción colectiva de ciudad". Un segundo rasgo del estilo aplicado por Mockus fue introducir mayores niveles de racionalidad al gobierno de la ciudad; para ello, organizó un Observatorio de Cultura Urbana, en cuyas investigaciones buscó respaldar sus propuestas y enfatizó el fomento a la planeación y el uso controlado de recursos. Finalmente, asumió como principio el rechazo a las prácticas políticas tradicionales, en particular el dientelismo, la corrupción y la negociación de sus políticas con el Concejo Municipal. Con respecto a la descentralización, reglamentó la planeación local a través del decreto 425 de 1995, basado en los principios de participación y complementariedad. En cuanto a lo primero, se convocaría a ciudadanos y organizaciones locales a la elaboración de proyectos, para que la destinación de los recursos no pasara por las mediaciones dientelistas y se mejorara la transparencia y rendición de cuentas; un comité técnico en cada localidad evaluaría los proyectos, reduciendo el alcance de las prácticas políticas tradicionales. Finalmente, establecía un cronograma rígido para el proceso de planeación, para reducir el riesgo de inferencia de los políticos dientelistas. 3 Con respecto a la "complementariedad" entre los planes locales y el Plan general de la ciudad, se establecía que los proyectos presentados debían corresponder a alguna de las seis prioridades Ciudadanía y Cultura

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de su gobierno: cultura ciudadana, medio ambiente, productividad urbana, progreso social, legitimidad institucional y espacio público. Además, por cada inversión que una localidad hiciera en torno a dichas prioridades, el gobierno central favorecería la inversión de recursos en dicha localidad. Como lo veremos en el numeral siguiente, las nuevas reglas de juego y el estilo mismo del alcalde Mockus generaron en algunas organizaciones populares la confianza para participar en el proceso de planeación participativa local, pese a reconocer que el dientelismo seguía conservando un margen de acción, como en efecto pasó. El último gobierno capitalino de la década de los noventa (19982000) estuvo en manos de Enrique Peñalosa, proveniente de una familia de la élite empresarial y política de la ciudad. El objetivo general de su Plan de Gobierno, "La Bogotá que queremos", fue "generar un cambio profundo en el modo de vivir de los bogotanos, devolviéndole la confianza a los bogotanos en su capacidad para construir un futuro mejor y dinamizar el progreso social, cultural y económico" (Alcaldía Mayor de Bogotá: 1998). Basado en varios diagnósticos realizados en años anteriores y retomando algunos programas de las dos administraciones anteriores, el énfasis del Plan estuvo puesto en el desarrollo de la infraestructura física de la ciudad, expresado en cinco megaproyectos: sistema integrado de transporte masivo, construcción y mantenimiento de vías, banco de tierras, sistema distrital de parques, y sistema distrital de bibliotecas. En cuanto al proceso de descentralización, le dio continuidad a la participación en la elaboración de los planes locales e introdujo nuevos cambios a las políticas de contratación local. A través del decreto 739 de 1998, se modificaron algunos procedimientos en

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la planeación local. Con respecto a nuestro tema de interés, se establecieron mecanismos para aumentar la participación directa de los ciudadanos en la elaboración de los planes locales: 1) la división de cada localidad en zonas más pequeñas para acercar a más población en el proceso; 2) la creación de los Encuentros Ciudadanos periódicos en cada zona para la elaboración y evaluación del plan local; y 3) la conformación de Comisiones de trabajo con la participación de los habitantes, para estudiar los proyectos incorporados en los planes locales. Con el decreto 518 de 1999 se eliminaron dichas comisiones, pasando su responsabilidad a las oficinas de planeación local. Con respeto a la responsabilidad en la contratación local, que estaba en los Alcaldes, pasó a los miembros de su gabinete. También creó unas oficinas especiales, denominadas Unidades de Ejecución Local (UEL), a fin de ayudar a las autoridades locales en los procesos de contratación. En adelante, todo proyecto en el cual se le fueran a invertir recursos locales deben ser revisados por la UEL, que rechaza los inviables, devuelve los viables para mejorarlos en caso de ser necesario y realizar el proceso de contratación. Los argumentos de esta decisión fueron reducir el dientelismo y la corrupción, mejorar la calidad técnica de las obras y liberar a los Alcaldes de los pormenores de la contratación. Realizado este recorrido por las transformaciones institucionales realizadas desde 1992 en torno a la definición de una política de descentralización para la ciudad de Bogotá que introdujo nuevos espacios de participación de los ciudadanos en la elección de autoridades locales y en la planificación local, nos ocuparemos de la diferentes maneras como las organizaciones populares se vincularon a dichos escenarios.

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2, Las Organizaciones populares frente al contexto descentralizador La incorporación en la Constitución de 1991 de nuevos espacios de participación ciudadana y de mecanismos para la protección de derechos económicos, sociales y culturales, generó un ambiente de optimismo entre algunos sectores progresistas del país. Por otro lado, la serie de medidas para aplicar la descentralización en la ciudad capital fue vista por las organizaciones sociales y los actores políticos con presencia en los barrios populares de Bogotá como una oportunidad para proyectar sus concepciones, relaciones y prácticas en el ámbito local. Desde que comenzaron a aplicarse las primeras medidas en materia de descentraÜzación, en particular la creación de las Juntas Administradoras Locales, los tradicionales líderes comunales vieron una oportunidad para ampliar al ámbito local su capacidad para captar recursos estatales y de actuaÜzar sus relaciones de clientela con los concejales y los poUticos tradicionales; así mismo, estos vieron en aquéllas un escenario propicio para asegurar su poder y reproducir sus prácticas tradicionales. En cambio, en un primer momento, sólo algunas organizaciones populares autónomas vieron en las JAL una posibilidad para potenciar su acción social y política y de proyectar en un territorio más amplio, sus particulares modos de entender la política y de realizar sus trabajos. La premura como fueron tramitadas las normas de descentralización, la tradición abstencionista y la desconfianza frente a las iniciativas gubernamentales llevaron a que las organizaciones populares, mantuvieran una mezcla de indiferencia, escepticismo y expectativa: Al comienzo no veíamos claros los nuevos espacios; suponíamos que iban a ser controlados por el gobierno y los políticos corruptos de Alfonso Iones

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siempre; creíamos que era una estrategia para legitimar el Estado y quitarnos la bandera de la participación que éramos nosotros los que la agitábamos antes; en fin había desconfianza pero no sabíamos que hacer" (Entrevista a dirigente). "Aquí desde el proyecto no estábamos de acuerdo con la participación en la JAL porque considerábamos que ese proceso de descentralización traía -en la medida en que no había formación política- conflicto entre la misma gente; que el problema del país no era crear micropoderes, porque de una manera u otra, las decisiones más importantes, las políticas y el presupuesto, vienen desde el nivel central" (ICES).

Pero a lo largo de la década, en la medida en que coyunturas políticas como el triunfo de Mockus con su explícita toma de distancia con las prácticas políticas tradicionales y la creación de nuevas instancias de participación como los Consejos Locales de Cultura y los Encuentros Ciudadanos, las organizaciones fueron matizando su actitud inicial y se fueron involucrando en algunos espacios. C o n base en la experiencia de las organizaciones populares estudiadas y la de otras similares, se abordarán a continuación los espacios en los que su presencia ha sido más frecuente: las J A L , los Consejos Locales de Cultura, los Encuentros Ciudadanos y la gestión de algunos proyectos locales.

24, Vincularse a las Juntas Administradoras Locales (JAL) C o m o ya se mencionó, las J A L hicieron parte de las reformas institucionales iniciadas desde mediados de los ochenta con el fin de relegitimar el Estado promoviendo un mayor acercamiento de la ciudadanía a la planeación de su desarrollo local. También, que en el Estatuto Orgánico de Bogotá (1993) se les asignaron a las J A L funciones normativas, de control, de planeación, de promoción de la participación ciudadana y de intermediarios entre las instituciones y la población.

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La primera elección de JAL en 1992, confirmó algunas tendencias del comportamiento electoral de los bogotanos y definió algunas nuevas que se irían perfilando a lo largo de la década. En primer lugar, la abstención de los bogotanos (superior a la nacional) desde el Frente Nacional se mantuvo y se manifestó tanto en la elección del Alcalde Mayor y del Concejo, con un 74%, como para las JAL, con un 71% (Zamudio: 1997, p. 71); quedaba en evidencia que la primera elección de representantes locales fue recibida con indiferencia por el grueso de la ciudadanía. No sólo por el alto nivel de abstención las juntas locales no fueron plenamente representativas de la ciudadanía bogotana. Todos los ediles resultaron elegidos con pocos votos; la votación de los elegidos estuvo entre 1952 y 129 sufragios, cantidad que no alcanzó (salvo en 2 casos) sino para elegir, por residuo, a las cabezas de lista (Zamudio: 1997, p. 83). Vale la pena señalar que en localidades con predominio de estratos altos, una tercera parte de los electores votó en blanco, evidenciándose la escasa significación que tiene para estos sectores sociales la participación. En segundo lugar, la mayoría de los candidatos que se postularon como candidatos a las JAL tenían vínculos con los partidos y movimientos políticos tradicionales. De las 1320 listas inscritas en todas las localidades, 806 eran de este tipo (Velásquez: 2003, p. 62). Así, por ejemplo, el partido Liberal respaldó 519 listas, el partido Conservador 105 y otros dos movimientos conservadores, 103. Además, el voto favoreció de nuevo al bipartidismo que logró elegir a 109 de los 185 ediles electos. La izquierda política tuvo una baja participación, en la medida en que respaldó 79 listas y obtuvo la elección de sólo 18 de sus candidatos; el recién incorporado a la vida civil M19 logró 10 ediles, y la Unión Patriótica (que nació del fallido proceso de paz con las FARC), los otros 8. A * TISOTorres

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Un nuevo hecho electoral empezó a manifestarse en las elecciones de 1992: fue el hecho de que varias organizaciones cívicas, religiosas e independientes se presentaran con sus propias listas y lograran elegir sus propios ediles. Así, participaron 70 listas de diferentes movimientos cristianos que obtuvieron 7 ediles, 243 movimientos cívicos que obtuvieron 28 ediles y 175 listas sin perfil definido, que lograron 20 escaños. El esotérico Movimiento Unitario Metapolítico, con presencia en los sectores más populares de la ciudad, obtuvo 3 ediles. Entre los ejemplos de organizaciones cívicas típicas hubo varias asociaciones de vecinos y juntas de acción comunal, así como movimientos respaldados por organizaciones populares como Movimiento Cívico y Despertar Cívico de las localidades de Engativá y Rafael Uribe Uribe, respectivamente. Sin embargo, vale la pena señalar que bajo esta categoría de movimientos independientes también se disfrazaron algunas Üstas provenientes de partidos tradicionales (Velásquez: 2003, p. 65). Salvo los casos señalados del Movimiento Cívico y Despertar Comunitario, las pocas organizaciones populares que se presentaron a las elecciones de JAL en 1992, tuvieron experiencias negativas en materia electoral. En el caso del ICES, desde los años ochenta formaba parte de JERUCOM, asociación de Juntas Comunales del sector de Jerusalén. Frente a la creación de las JAL, algunos de sus líderes plantearon, "que si esos espacios no eran ocupados por personas que han trabajado y trabajan por el desarrollo de las localidades, serían ocupados por personas que buscan beneficios personales" (ICES). En un primer momento buscaron promover su participación desde la Unión Cívica de Ciudad Bolívar, red de organizaciones comunitarias y grupos de base de toda la localidad. Pero los líderes Ciudadanía y Cultura

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de los tres sectores en que se divide ésta, no se pusieron de acuerdo y cada uno inscribió su propia lista: "A la final no salimos ninguno, quisimos hacer más y lo que hicimos fue menos porque fraccionamos la votación; entre los tres grupos hicimos más de 1.200 votos, más que el edil que sacó la mayor votación, creo que fue de 912; o sea, que si nosotros nos hubiéramos ido unidos, habríamos entrado con la primera votación" (ICES).

También fue el caso del Movimiento Poder Local Suroriental en San Cristóbal. E n el contexto del recién iniciado proceso de descentralización, algunas organizaciones populares históricas de la zona como A V E S O L , Promotora Cultural, P E P A S O y Popular Amistad, lanzaron una lista para acceder a la J A L , encabezada por Osear Bustos de la Promotora. Pero la ambigüedad frente al mismo proceso electoral hizo que no se elaborara una estrategia clara de campaña y solo se obtuvieran 336 votos, como lo recuerda el relato histórico de A V E S O L : Lo de las elecciones, fue más un pretexto para encontrarnos, para hacer política nosotros, y hacer de partido también, pues todo su trabajo de hecho es política. Pero hacer ya un partido, es difícil; cuando uno le ha dicho a la gente no a los partidos, uno ha echado un discurso, eso no hay que hacer el juego, y después terminar en un partido... volver a decirle a la gente vote. Nosotros no tenemos esa cultura, creo que a los que más se nos dificultó fue a AVESOL decir mire porque no vota por esto. No tenemos la maquinaria, ni la dinámica y éramos muy puros; nos costó mucho decirle a la gente vote, y no lo hicimos, no lo pudimos hacer, y por eso la gente no salió, porque es hacerle el juego a muchas cosas sin tener en claro para qué, creer que un edil va a salvar la situación y no era de una persona, es de un proceso, de un trabajo en conjunto, que tendríamos que replantearlo, reflexionarlo e irlo desarrollando con el tiempo.

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Finalmente, el Movimiento Cívico C o m u n a l en Chapinero, creado por organizaciones de base de los barrios populares de la localidad de Chapinero, inscribieron un lista e hicieron campaña entre los habitantes de estos asentamientos en torno a la legalización de sus propiedades, el mejoramiento de los servicios públicos y sociales y la defensa de la reserva forestal de las montañas que los rodean. Pese a sus esfuerzos, sólo obtuvieron 447 votos, 115 votos menos que el último candidato elegido en la localidad. Con las elecciones de 1994 que elegirían alcalde, concejales y ediles para el período 1995-1997, el panorama cambió un poco. La coyuntura social y política atrajo a varias de las organizaciones populares a participar por primera vez en las contiendas electorales locales. En efecto, ante la inoperancia, mala administración, corrupción y "clientelización" de los primeros gobiernos locales, en algunas localidades se formaron movimientos que denunciaron dicha situación y promovieron acciones de protesta, como es el caso del bloqueo de vías realizado por organizaciones populares y algunos ciudadanos exigiendo que la JAL respondiera por el manejo de los recursos locales (El Tiempo, 1 de junio de 1993). En el mismo año hubo paros cívicos por razones similares en Suba y Usme, así como amenaza de paro en Engativá y Bosa (El Tiempo, 12 de diciembre de 1993).

Por otra parte, la candidatura independiente de Antanas Mockus atrajo la simpatía de la opinión pública frente a la posibilidad de transformar las viejas prácticas políticas, lo que se expresó no sólo en su triunfo contundente frente a los candidatos de los partidos tradicionales, sino en la disminución de la abstención en u n 4% y del porcentaje de votos en blanco del 2 2 % en 1992 al 13% en 1994 (Registraduría Distrital: 1994). El ambiente de inconformidad con las primeras Juntas y de optimismo en torno a la candidatura de Mockus, propició que

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algunas organizaciones decidieran apoyar candidatos a ediles independientes (CPC, COPEVISA) o a la realización de alianzas con otros grupos para lanzar listas propias (ICES, AVESOL, La Cometa). Es el caso del Movimiento Cívico Comunal en Usaquén, de PILO en Chapinero, de El Otro Cuento en Bosa, del Movimiento Comunitario en Usme, del Movimiento Cívico Cultural en Suba, del Movimiento Cívico Comunitario en Ciudad Bolívar, del Movimiento Integración Comunitaria en San Cristóbal, de Causa Común en Kennedy y del Movimiento Cívico. Pese a la escasa o nula experiencia electoral, salvo en los últimos 3 casos cada una de estas listas promovidas por organizaciones populares logró colocar como edil a su candidato. En estas nuevas elecciones, las organizaciones populares incorporaron nuevas estrategias en la conformación de sus listas y en la promoción de sus campañas. En el caso de JERUCOM, en Ciudad Bolívar, lo primero fue asumir una denominación más amplia, la de Movimiento Comunitario, que era más inclusiva: JERUCOM era un nombre muy cerrado, pues se refería solo a las Juntas de Acción Comunal de Jerusalén, y había más organizaciones trabajando en Jerusalén como eran los jóvenes, las madres comunitarias, las organizaciones de padres de familia y los comités cívicos; entonces dijimos, se hace necesario cambiar de nombre y colocar otro que recoja como el pensar de todos (ICES). Al movimiento se sumaron grupos de base y organizaciones de otros sectores de la localidad, lográndose que el candidato del M o vimiento fuera elegido con 952 votos, la tercera votación entre 95 listas inscritas en la localidad. Experiencias similares se dieron en otras localidades como Bosa, Suba y Chapinero donde las organizaciones populares ampliaron sus alianzas a otros grupos de base independientes con presencia en la localidad y cambiaron sus es)nso Torres

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trategias de comunicación (reuniones explícitamente de campaña, acceso a medios, creatividad) para captar electores más allá de sus bases históricas (Naranjo, Contreras y Mendozilla: 1997). Este triunfo electoral fue, en todo caso, pírrico frente al abrumador peso de los ediles provenientes de los partidos tradicionales. Con el fin de controlar la proliferación de listas, el Congreso expidió una norma que exigía, que toda candidatura para las JAL requería del aval de un partido político inscrito o de un número determinado de firmas, así como del pago de un depósito como garantía de seriedad. Sin embargo, dicha norma fue ineficaz, pues aumentó el número de listas inscritas a 1579, y con ellas se agudizó la fragmentación del voto. Así mismo, cada uno de los partidos apoyó indiscriminadamente varios candidatos a ediles de una misma localidad, en su afán de ampliar la base electoral de sus candidatos a concejales y Alcalde. Los partidos tradicionales, más que en 1992, obtuvieron la mayor parte de los 184 ediles. El partido Liberal apoyó 929 listas inscritas y eligió 101 ediles. Las corrientes conservadoras apoyaron 328 listas y obtuvieron 39 ediles. Para completar, 70 de los ediles ganadores fueron reelectos, confirmándose la eficacia del dientelismo, como fue denunciado en varios casos donde hubo trasteo y compra de votos, así como uso de documentos falsos (Velásquez: 2003, p. 101). En contraste, la Alianza M19 apoyó 28 listas y obtuvo sólo un edil, y la Unión Patriótica apoyó a 16 y obtuvo 7 ediles (Zamudio: 1997, p. 90). Junto a la baja participación electoral de la izquierda política, llama la atención la segunda irrupción del Movimiento Cívico Independiente, respaldado por un Senador, que apoyó 35 listas y obtuvo 8 ediles. Ciudadanía y Cultura

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E n cuanto a los candidatos provenientes de movimientos independientes de partidos, el número de listas bajó de 498 en 1992 a 2 4 8 en 1994. Los provenientes de movimientos cívicos y organizaciones sociales pasaron de 418 inscritos en 1992 a 135 en 1994 y de 48 ediles electos en el primer año a 30 en el segundo. D e nuevo hay que aclarar que muchas de las candidaturas que se presentan como independientes son respaldadas por algún partido, o son realmente independientes pero buscaron el aval de un partido para evitar la recolección de firmas. La participación de las organizaciones populares en estas elecciones también se vio afectada por engaños propinados por los candidatos que apoyaron. Es el caso del I C E S que apoyó al candidato del Movimiento Cívico Comunitario, quien una vez en el cargo se dejó cautivar por las prácticas tradicionales. Algo similar pasó en Suba con Alvaro Poveda del Movimiento Cívico Comunitario, tal como lo narra u n miembro de organización comunitaria, en la actualidad (2005) edil en la misma localidad: "(...) así fue como Alvaro Poveda el que había sido presidente de la junta de acción comunal de la Gaitana, junto con unos profesores de F E C O D E y con unos transportadores de microbuses que hacían rutas piratas en Suba y con algunos de nosotros que veníamos trabajando el tema de educación y cultura, empezamos a recoger firmas, creo que recogimos unas 5000 firmas... con esas 5000 firmas se logró inscribir eso y hacer una votación donde salió Alvaro Poveda, pero después Alvaro mostró sus verdaderas intenciones, o su verdadero perfil politiquero".

E n las elecciones realizadas en 1997 para el periodo 1998-2000, mientras aumentó a nivel general el número de listas inscritas (2379), la participación de las organizaciones populares disminuyó. Esto, debido a la valoración de las limitaciones de actuación de Alfonso Torres

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los ediles independientes en un contexto de mayoría absoluta de los partidos tradicionales y de que el seguro triunfador, Enrique Peñalosa, daría poco margen a las organizaciones independientes. Pero además, porque las organizaciones encontraban en otros escenarios y formas de acción mayores posibilidades de incidencia, como se verá a continuación. Sólo hasta las siguientes elecciones de la primera década del siglo XXI con la emergencia del movimiento político Polo Democrático Independiente y la candidatura del dirigente sindical de izquierda Luis Eduardo Garzón, se reactivaría la participación electoral de las organizaciones independientes en las JAL. Pero como este proceso excede los límites temporales de este estudio no nos referiremos a él. 1. Los Consejos Locales de Cultura Este repliegue de las organizaciones populares históricas frente a las JAL a finales de la década es compensado con su participación más activa en dos espacios donde encontraron más posibilidades de intervenir desde su experiencia en torno a campos específicos de acción: los Consejos Locales y los Encuentros Ciudadanos. Los primeros obedecen a la política de descentralización de las Secretarías e instituciones del gobierno central de la ciudad. Durante las administraciones de Mockus y Peñalosa se fueron creando comités y consejos locales en torno a asuntos y temas como la juventud, la cultura, la política social, la salud y la educación. En dichos espacios participan las autoridades locales respectivas y representantes de organizaciones sociales para concertar planes, programas, proyectos y sus respectivos recursos para el respectivo sector. Aunque según el campo de acción de las organizaciones unas se han vinculado a los Comités de Infancia o a los Consejos de juventud y política social, resulta interesante encontrar que, salvo la

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Coordinadora y el ICES, todas se han involucrado activamente en los Consejos Locales de Cultura. Ello puede explicarse, tanto por ser un campo en el que tiene una experiencia acumulada y ocupa un lugar central entre sus intereses, como por las mayores posibilidades de incidencia de estos espacios, donde es más limitada. Los Consejos Locales de Cultura forman parte, junto con el Instituto Distrital de Cultura (IDCT), del Sistema Distrital de Cultura, creado por el decreto 462 de 1994, y fueron concebidos como espacios de concertación entre el Estado y diferentes sectores de la sociedad en el campo cultural, para la definición de poü'ticas culturales y control del gasto público en el sector (Velásquez: 2003). El número promedio de miembros del Consejos Locales de Cultura en cada localidad es de 18 o 19, aunque en Chapinero hay sólo 11 y en Bosa, 23 consejeros. Por la Administración participan el Alcalde local o su delegado, un delegado de la comisión de cultura de la JAL y un delegado del I D C T Por la comunidad, un representante de las JAC, uno de las organizaciones de mujeres, uno de las organizaciones de adultos mayores, uno de los Consejos Locales de Juventud, uno por las casas de Cultura y Centros Culturales, uno por las O N G culturales, uno por las comunidades negras, uno por las organizaciones indígenas y gitanas (cuando las hay) y un representante de las organizaciones campesinas (en las localidades con zonas rurales). A partir de una concepción ampÜa de cultura, las funciones de los Consejos Locales de Cultura son ampÜas. Entre otras, la elaboración anual de un Plan de trabajo, la asesoría en la formulación de las políticas culturales de la localidad y su presupuesto, concertar con el I D C T la programación de actividades culturales, evaluar la gestión del gasto púbÜco en cultura y la labor del I D C T en la localidad y promover la participación amplia de la población en el

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desarrollo cultural local. Esta gama de funciones permite suponer que la acción de los Consejos Locales de Cultura es de gran alcance y participar en ella generar una incidencia sobre la población local. Así lo entendieron las organizaciones populares que participaron en la investigación. E n algunos casos participando directamente en calidad de representantes de las Casas Culturales o como representantes de organizaciones culturales; en otros, p o sidonando sus habituales proyectos y actividades en los Planes Locales de Cultura y cogestionando programas de interés común con el I D C T E n el primer caso está A V E S O L , la cual participa en el Consejo Local de Cultura de San Cristóbal, a través del coordinador del área de cultura, quien comenta: La participación en el Consejo Local de Cultura desde AVESOL, se viene haciendo desde el año 98, donde participo en representación de las organizaciones y casas de cultura de la localidad; es una elección que se hace mediante un consenso de las organizaciones que avalan a una persona, y se tiene participación entonces en el consejo local, donde están participando también las Juntas de Acción Comunal, artistas independientes, un delegado del alcalde, un delegado de los ediles, de comunidades negras, de jóvenes; son como los diferentes sectores que en la localidad trabajan por la cultura o en la cultura. Tenemos el espacio de poder impulsar desde allí políticas, diseñarlas, políticas culturales para la localidad, de ser puente entre la Alcaldía y la comunidad para desarrollar o gestionar proyectos que tengan que ver con la cultura (AVESOL).

La Corporación La Cometa junto con otras organizaciones culturales de la localidad de Suba, han logrado posicionar algunos de sus proyectos culturales. Por un lado, han conseguido que los festivales de D a n z a Foldórica, de la Cometa, de la Juventud y el Carnavalito, que durante la década de los ochenta desarrollaron con sus propios medios, hayan quedado incorporados en varios de Uüuauun

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los Planes de Desarrollo local desde 1993, llegando en el ano 1999 integrarlos en uno solo: En 1999 las organizaciones que adelantábamos el Carnavalito, Festival Cultural de La Cometa, Rueda Lúdica, Festival de Identidad, Arte a la Calle y Núcleos de Formación en Teatro de Títeres, decidimos articular estos esfuerzos a través de un evento anual —Festival de Festivales, Suba por el Encuentro; nos inclinamos por esta decisión pensando en garantizar mayor impacto Local y acceder conjuntamente a recursos del Plan de Desarrollo Local a partir del Sistema Local de Cultura.

E n Suba, las Casas de la Cultura también han sido una iniciativa de las organizaciones populares históricas desde comienzos de los ochenta. Teniendo como antecedente la Casa Cultural del Rincón, diversos grupos y organizaciones artísticas han replicado el concepto en sus respectivos barrios. E n el año 1997 se materializó u n a acción conjunta con el I D C T para fortalecer las existentes y promover otras, como proyecto piloto en la ciudad. Hicimos acercamientos con Corporación Juvenil el Rincón, Corporación Occidente, Corpohunza y Cometa. La propuesta residía en construir y dotar logísticamente dos Casas Culturales en Suba-Centro y Ciudad Hunza respectivamente, y a la vez mejorar las condiciones administrativas con equipos y recursos financieros a Cometa y Rincón-Occidente. Advertimos que lo anterior fue posible porque el Instituto respetaba la autonomía y las decisiones sobre los asuntos de Cometa, no se delegaban. Después de intensas discusiones al interior del colectivo acogimos críticamente el proyecto. (La Cometa)

E n el marco de las Casas Culturales emergió la Escuela p e r m a nente de Mediación y Liderazgo; ésta logró movilizar la mirada que sobre el conflicto escolar circulaba entre maestros y estudiantes de 14 centros educativos de la localidad:

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A partir de julio de 1997 en coordinación con el Instituto Distrital de Cultura y Turismo nos propusimos desarrollar un proceso de convivencia ciudadana al interior de catorce centros educativos de la franja suroccidental de Suba. En ese sentido creamos la Escuela de Mediación, consistente en un espacio comunitario donde se reconoce y analiza el conflicto como elemento dinamizador del desarrollo humano y la forma positiva de buscarle solución por vía de la mediación.

Procesos similares han tenido organizaciones como el C P C en Britalia, A V E S O L y la Promotora en San Cristóbal, y Kerigma en Bosa, las cuales han logrado incorporar en los planes de desarrollo cultural, sus habituales eventos culturales como los carnavales por la vida y de la Alegría, así como otros festivales locales. E n todos los casos, manteniendo su autonomía, en la medida en que el I D C T no impone condiciones por fuera de las de calidad técnica y artística. Incluso, dado que algunos eventos son sometidos a licitación pública donde participan otros interesados, se ha dado el caso en que su realización ha sido encargada a otras organizaciones externas que la han ganado. E n un caso - K e r i g m a - la organización popular decidió, de todos modos, hacer su propio montaje artístico; en otro, La Promotora participó con una actitud crítica al desempeño de la entidad encargada de ejecutar el evento: "Ante las gravísimas fallas que ha evidenciado la organización Zea Maíz en la administración de los recursos tanto técnicos como humanos, así como en la preproducción y producción de los eventos del proyecto N° 0975 (...) decidimos suspender los eventos que faltan (...) Esta determinación la tomamos ante las graves anomalías que Zea Maíz ha presentado en la realización de los eventos: Festival de las Cometas en el barrio San Vi senté Parte Alta y en el de la Cultura se toma a San Cristóbal, que de repetirse en la forma en que lo está haciendo seguiríamos arriesgando la calidad del resto de los eventos, conquistada a lo largo de varios años de esfuerzo (...)" (Promotora)

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En una investigación recientemente realizada sobre participación en Bogotá (Valásquez, 2003), se confirma lo encontrado en nuestra investigación: los Consejos Locales de Cultura aparecen como la instancia de más activa participación de las organizaciones sociales. De los 345 consejeros elegidos en 2002, el 50% provenían de organizaciones sociales sustantivas y 17% a O N G locales; como es de suponer, la mayoría pertenecen a organizaciones del área cultural, pero también de organizaciones territoriales como las JAC. 2.3. Los Encuentros Ciudadanos y otros espacios El tercer espacio generado por las políticas de descentralización en el cual han participado las organizaciones populares ha sido el de los Encuentros Ciudadanos, creados durante el gobierno de Mockus y reformados durante el de Peñalosa dentro del propósito de involucrar las iniciativas de la ciudadanía en los Planes de desarrollo Local. Además, algunas organizaciones populares han contratado con entidades distritales la cogestión o ejecución de otros proyectos y programas en torno a temáticas de interés común. Realmente, sólo desde 1998 las organizaciones sociales y los líderes locales se incorporaron decididamente en dichos encuentros, dado que en su primer intento de realización (1994) hubo escasa participación. En ese año se reaÜzaron 440 y en 1999, 349, con la participación en los dos años de 84.769 personas, algunas de ellas representando las 2.560 organizaciones participantes (Pizano: 2003, p. 54). Aunque todas las organizaciones, salvo La Coordinadora, participaron parcial o totalmente en las diferentes dinámicas en torno a los Encuentros Ciudadanos, para ilustrar sus procedimientos, alcances y limitaciones se presenta el testimonio de una dirigente de COPEVISA en Usaquén sobre su participación en uno de ellos: Lo que se decide el año anterior es hacer un encuentro general para conocer y discutir el plan de desarrollo distrital, luego un primer Alfonso Ton es

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encuentro local por zonas o unidades de planeación zonal (UPZ); la localidad la divide como quiera el consejo local de planeación. En Usaquén hay una pelea porque se divide por territorios: el territorio 1 que es el más pobre, el territorio 2 con gente de estrato tres y la zona plana (territorio 3) que son los más ricos. Entonces se hace un primer encuentro local para conocer un borrador de primer plan de desarrollo, que ya existe y que la alcaldía ya tiene predeterminado y que se supone es un borrador para la discusión. Luego se hacen encuentros por territorios, y en cada territorio existían ocho comisiones: salud, educación, cultura, productividad, recreación y deporte, etc.; en cada territorio hay una mesa temática y un primer encuentro donde definen problemáticas y, en teoría, un segundo encuentro donde se definen soluciones. Las problemáticas se jerarquizan y las soluciones también, y se vota en todas las mesas; esto en un periodo supremamente corto, porque las elecciones del consejo son en enero y los encuentros ciudadanos se vencen en la primera semana de marzo. El plan de desarrollo tiene que estar aprobado en agosto y los plazos son muy cortos como para el desarrollo del proceso. COPEVISA, participa en los encuentros del territorio uno, pero por la cercanía con el hospital de Usaquén terminamos no sólo participando como ciudadanos normales, sino participando en toda la preparación metodológica, animación del proceso de encuentros. COPEVISA, no sé si afortunada o desafortunadamente, participó en las ocho mesas de trabajo y de las ocho mesas la gente de C O PEVISA sale como comisionada de trabajo, que son las personas que representan a la comunidad en el periodo completo del Plan de desarrollo loca!, que tienen que hacer el control y seguimiento al plan de desarrollo. En las ocho mesas sale COPEVISA como comisionada, cuatro personas de cuatro mesas distintas: salud, educación, productividad y recreación y deporte, y definimos que a las tres no; renunciamos a la de recreación y deporte, y nos convertimos formalmente en comisionados de las otras tres; luego de los encuentros ciudadanos, los comisionados siguen depurando la propuesta.

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Como metodológicamente los encuentros no están claramente definidos y lo que sale es un listado de problemáticas y uno de soluciones que no están organizados como plan, ni tampoco metodológicamente se formulan para pensar la localidad a largo plazo. En esa época es justamente la transición de los alcaldes locales anteriores a la nueva alcaldía y no hay quien lidere desde la alcaldía local, ni quien se apersone del proceso. En el mismo periodo de formulación de encuentros ciudadanos hubo, por ejemplo, tres alcaldes en Usaquén. Luego, los comisionados resumen, por decir de alguna manera, y le entregan un montón de cosas sin sistematizar al alcalde; éste tiene por ley, que hacer lo que se dice en los encuentros ciudadanos; pero, como los encuentros terminan siendo un listado de cosas, finalmente el alcalde termina armando un plan de desarrollo que tiene que ceñirse al programa distrital y que recoge lo que le interesa de los encuentros. Luego eso, pasa a la JAL; ahí vuelven a intervenir los comisionados como parte de los encuentros en representación de la comunidad, a decir si estamos o no de acuerdo; si eso se mencionó en los encuentros. Pero es tanto lo que hay que defender y yo creo que lo que pasa es que el nivel de formulación es muy incipiente y se puede pelear todo o nada y hay mucho intereses ahí; por ejemplo, los Ediles no participan de los encuentros ciudadanos, unos por respeto, otros porque no quieren pero finalmente otros porque no les importa el proceso de participación de la gente. Luego se llega a la Junta Administradora Local y ésta aprueba o no el plan de desarrollo; en el caso de Usaquén se aprobó por acuerdo y se generó una gran inconformidad de la gente, los comisionados de trabajo, el consejo local de planeación, porque lo que queda reflejado allí no era lo que la gente quería, pero que tienen que ver mucho con condiciones mas subjetivas de cómo se presentan las cosas... COPEVISA sigue como comisionada de trabajo. De 25 personas que estuvimos en los encuentros, quedamos sólo tres personas en el permanente trabajo y hasta ahora seguimos en eso, con quien hemos seguido mas cercanos es con el hospital de Usaquén, por que nos entendimos... y últimamente hemos tenido acercamiento con la nueva

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alcaldesa y hay una identidad interesante, le llama la atención lo que hacemos, nos parece una mujer decente, hasta ahora presenta una voluntad política diferente al anterior y quiere visibilizar un poco lo que hacen las organizaciones sociales (COPEVISA).

Según la evaluación de la propia Alcaldía, "los Encuentros llegaron a convertirse en un instrumento permanente de participación política y social ciudadana, un espacio para pensar y actuar por la localidad y el bienestar colectivo" (Pizano: 2003, p. 54). Sin embargo, como puede apreciarse, los Encuentros ciudadanos convocan a la población local en el diagnóstico de los problemas y en la generación de propuestas de solución, pero dichos aportes van pasando por filtros institucionales que las van depurando o desconociendo, sin que existan mecanismos efectivos para garantizar el respeto a dichas contribuciones. Para algunas organizaciones, el participar en estos espacios, les ha permitido ser reconocidos por la seriedad de sus trabajos, buscar recursos a sus proyectos y enterarse de convocatorias o licitaciones en las que pueden aplicar. Así, por ejemplo, La Cometa logró crear un Centro de Conciliación Local y C O P E V I S A arreglar una de sus sedes y financiar un proyecto de salud: Dado el impacto y acogida de la escuela de mediación, la Secretaria de Gobierno solicitó el acompañamiento para la implementación y montaje del Centro de Conciliación Local. Esta acción permitió que la institución pública interviniera en las diversas manifestaciones conflictivas locales, no obstante era frágil en la comprensión de la problemática juvenil local, situación que impedía un abordaje y resolución del conflicto en el contexto sociocultural de los jóvenes. (La Cometa) (...) Esto llevó a establecer relaciones con funcionarios públicos y con líderes de la localidad que aunque incipientemente nos incluirían en listas y convocatorias locales. Paralelamente, la UCPI también

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se acercaba a COPEVISA y nos proponía realizar rumbas sanas y participar de algunas reuniones programadas por ellos. Después, nos llegó una invitación para que COPEVISA se presentara a licitar para ejecutar el proyecto de los arreglos de la casa. Con afanes, a última hora, sin ninguna experiencia nos presentamos ante al U E L (Unidad Ejecutiva Local) de acción comunal para leer la licitación. (...) En julio del 2003 se firma el convenio "celebrado entre el Hospital de Usaquén y COPEVISA para sumar esfuerzos y coordinar programas de mejoramiento de la educación y de la salud a las clases menos favorecidas", que además de reconocernos como contraparte contribuiría de manera significativa al desarrollo del eje de participación y organización en este período.

2.4. Balance desde la experiencia de las organizaciones ¿Qué balance hacen las organizaciones con respecto a su participación en estos espacios generados por las políticas de descentralización y que efectivamente ampliaron la gama de sus posibilidades de acción local? Antes de hacer una apreciación global de estos escenarios, es necesario valorar por separado cada uno en los que las organizaciones h a n tenido alguna presencia: las J A L , los Consejos Locales de Cultura y los Encuentros Ciudadanos. Las J A L fueron presentadas como espacios de participación ciudadana en el ámbito local. Sin embargo, con las restricciones que se le fueron imponiendo desde su creación, sus funciones normativas, de control, de planificación y de definición de presupuesto son limitadas. E n primer lugar, no tienen poder real de definición de normas ni de control efectivo al Alcalde; en segundo lugar, realmente no tienen poder decisorio, dado que el plan de desarrollo local debe ir en concordancia con las políticas de la administración central; por último, la administración de los recursos locales está Alfonso Iones

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en manos del Alcalde. C o m o dijo un entrevistado: "Las J A L no pasan de ser una descentralización electoral". C o n estas restricciones, las funciones de la J A L se reducen a la de gestión. Los ediles operan básicamente como intermediarios entre la población de las localidades, sus redes políticas y la A d m i nistración. A l perder su función política (representación, toma de decisiones, control), las J A L terminaron siendo un espacio potencial para la reproducción de los esquemas dientelistas. Los ediles pasaron a ser, como lo habían sido los dirigentes de las Juntas Comunales hasta antes del 9 1 , unos intermediarios, unos tramitadores entre las demandas de la población y la administración, unos gestores de obras, tal como lo expresa u n edil: "A mí llegan y me dicen: edil, necesito un cupo en un colegio, en una escuela, necesito que me ayuden; por ejemplo a llevar un enfermo a un hospital; entonces son cositas pequeñas; que las vías, que las calles que el reparcheo (...) entonces está uno más cerca de la comunidad" (Edil independiente, Barrios Unidos, citado por García [2003, p. 88]).

Esta potencial cÜenteÜzación de las J A L fue, desde un comienzo, sospechada por las organizaciones; por ello, ha sido permanente el dilema entre no participar para no legitimar dicho esquema, o hacerlo, transformando el enfoque y modo de mediación entre población y administración, dada la legitimidad de las organizaciones como portadoras de otras concepciones y estilos de acción y política local: "Para las organizaciones comunitarias en su prímer momento no hubo, no se logró dimensionar la importancia que tenía el escenario; se entendía como un escenario de participación local al que habría que vincularse, pero como no se tenía la experiencia política electoral; éramos como la otra posibilidad de propuesta de trabajo que tenía la localidad; entonces las prácticas tradicionales de política fueron las que ocuparon esos espacios porque las discusiones nuestras era nada con los partidos, nada que tenga que ver con partidos, con la estructura Ciudadanía v Cultura

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como tal no importa si es de izquierda o derecha, eso no nos interesa para nada" (Entrevista Edil independiente de San Cristóbal). "Conociendo las juntas administradoras locales como unas juntas comunales de mayor envergadura, una junta ya no de un barrio sino una junta global, la suprema junta, que maquinaba entre los barrios la solución de los problemas de la localidad, se vio la necesidad de que sí era importante estar ahí y que había que estar para que se hiciera un reconocimiento a un trabajo social, pero de forma independiente" (Entrevista Edil independiente de Suba)

Ya estando dentro de las J A L , los ediles provenientes de procesos organizativos autónomos, valoran que su papel en ellas es el de permitir que las organizaciones y la gente común y corriente tengan u n acceso directo a la información sobre las políticas distritales y con ello aumenten sus posibiüdades de controvertirlas a tiempo o de involucrarse en aquéllas que vean coherentes con sus concepciones y campo de acción. Además, insisten en que desde allí mantienen su vocación formativa en su caUdad de educadores populares, apoyan a otros grupos de base y ciudadanos en la comprensión de las políticas públicas y en la formulación de propuestas propias: A mí lo que me generan estos espacios son tres cosas esenciales que son: El acceso a información, que me ayuda entender que uno no podía participar si no tiene información y bueno, allí se encuentra toda las arandelas que tienen las estructuras de nuestras instituciones, entonces no la ley, información desactualizada, no es información pertinente, es incompleta y ejercicio de reconocer que la participación requiere información me ayudó mucho entender hasta dónde podemos llegar en estos escenarios. (Entrevista Edil independiente de San Cristóbal) Usted como edil puede jugar un papel importante frente a esas dinámicas organizativas, en el sentido de que cuando en el barrio la gente se reúne para su organización muchas veces no tiene ni idea de la cantidad

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de normas, no tiene ni idea de cómo obtener recursos de la localidad, no tiene idea de un determinado programa o proyecto que esté ejecutando el Distrito... (Entrevista a Edil independiente de Chapinero)

C o n respecto a la presencia dentro de los múltiples Consejos y C o mités locales se tiene una valoración similar. Se les reconoce su escasa capacidad de incidencia en la mayoría de ellos y la tendencia, en algunos casos, a ser instrumentalizados por los funcionarios. Sin embargo, su participación en ellos está justificada por la posibilidad de acceso a la información, como experiencia de formación política, como vivencia directa de los alcances y limitaciones reales de estos espacios participativos institucionalizados y como espacio de conocimiento y encuentro con otros grupos y personas con concepciones comunes. "En esos, como 15 consejos, los ciudadanos podemos vertir muchos de nuestros intereses en torno a lo que significa la construcción de democracia y desarrollo local. Sin embargo, estos escenarios son instrumentalizados, entonces muchas veces terminan refiriéndose unos niveles de representación, donde no se logran realmente procesos de formación o de incidencia en las decisiones locales (...) Se tiene acceso a la información, pero es que no basta con información, yo puedo tener la información y me queda muy difícil asumir qué dice la información; lo que requiero es de metodologías y propuestas que me permitan didáctica la información para que sea de fácil acceso a la gente, y creo que allí es donde yo logro tener un elemento muy importante a mi favor, un poco para mirar lo individual, y es eso y educador y que vengo de una formación de educación popular, entonces, entre menos complejos se haga el saber o el conocimiento mucho más fácil es la retracción para volver a entender lo complejo. La gente puede entender que hay unos escenarios en dónde jugar, no necesita ser especialista o profesional para estar en un consejo local de cultura, para estar en el consejo local de discapacidad, para estar

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en los COPACO. Es muy importante manejar esos tres elementos: acceso a información, metodología para comprender es información, y otros escenarios donde yo pueda jugar, donde puede intervenir realmente" (Entrevista Edil independiente de San Cristóbal), "En este sentido estos escenarios, son para mí no solamente ejercicios para descentralizar la participación sino que son evidentes espacios de información política, de construcción de ciudadanía en lo local y que no puede entenderse en una discusión y en una guerra con la democracia representativa" (Entrevista Edil independiente de Suba). Frente a la proÜferación de estos espacios colegiados de "participación", también se comparte la opinión de que fragmentan la posibilidad de articulación y acción global de la población en torno a sus problemáticas. Salvo el Consejo de Planeación y el de Políticas Públicas que se suponen transectoriales, la casi veintena de comités y consejos se ocupan de sectores o poblaciones específicas; pero al igual que ellos, estos Consejos son meramente consultivos y no tienen ningún poder más allá que el de formular recomendaciones al Alcalde y a la JAL. Finalmente, es evidente que salvo los Consejos Locales de Cultura, que cuentan con recursos y personal técnico de apoyo permanente, las demás instituciones descentralizadas prestan un escaso apoyo efectivo a los canales de participación. No les destinan recursos ni personal y, en algunos casos, su existencia es discrecional de los Alcaldes Locales, como es el caso de los Consejos Locales de Política Social. Por ello, la presencia de las organizaciones en estos espacios es discrecional; participan en aquéllas cuando se puede prever que sus opiniones o proyectos pueden ser tenidos en cuenta y lograr alguna incidencia; se marginan de aquéllas en las que no ven tal posibilidad.

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C o n respecto a los Encuentros ciudadanos, también hay una mirada paradójica. Por un lado, aparecen como un escenario atractivo para la deliberación y el debate, para conocer otras organizaciones y darse a conocer, para el aprendizaje político de sus integrantes, para posicionar proyectos e iniciativas propias, e incluso para acceder a recursos estatales: "Después Adela nos comentó que estaba participando en los Encuentros Ciudadanos para participar del presupuesto participativo para la parte cultural de la localidad, pasando proyectos. Enseguida le preguntamos si ella creía que los Encuentros Ciudadanos servían para algo, porque a nuestro parecer no era un espacio participativo sino consultivo, entonces ella dijo que creía que sí, que seguramente; que si no se participaba pues no servían, o que si no se hacían en forma colectiva, por ejemplo uniendo fuerzas de varios grupos culturales dentro de la localidad, pues tampoco servían. Pero que esos eran espacios que estaban ahí y que se abrían para la gente, para que se pudieran realizar proyectos, y que la idea era resaltar la parte cultural de la localidad" (Promotora) "...entonces en la medida en que aparezcan los recursos, ¿y esos recursos de dónde aparecen?, estos recursos aparecen de estar gestionando en el Fondo de Desarrollo Local, en la Alcaldía, de estar pendiente de las convocatorias y ver y mandar proyectos y ver que esos recursos lleguen para acá. Esos recursos hay que gestionarlos, hay que hacerlo, y nosotros siempre lo estamos haciendo para canalizar esos recursos para nuestra comunidad..." (Entrevista a dirigente)

Pero también se reconocen como limitaciones, la rigidez de sus procedimientos que alejan al ciudadano común y corriente, por el nivel superficial de los debates, pero especialmente por su limitado poder de decisión real sobre los asuntos locales; se limitan a ser un insumo en el diagnóstico, pero no en la definición especifica de políticas, en la construcción de planes y mucho menos en la definición del presupuesto. uucadania y Cuituia

zbU

Estos encuentros, a mi modo de ver, no han logrado trascender la cultura de la consulta, entonces se volvieron escenarios de consulta y no de decisión, que es lo mismo que le pasa a los consejos que son eminentemente consultivos y ese hecho se manifiesta en que en los encuentros ciudadanos a la gente se le sigue tratando como niño chiquito, es la gente y los ciudadanos que no saben. (...) desde el planteamiento que hizo Mockus no se ha logrado trascender ese primer nivel; ese otro nivel que uno esperaría, no se dio... la gente hace una descripción de problemas, hace una priorización de problemas y después caracteriza problemas, pero no pasa al otro nivel y es entrar al diseño de unas alternativas de solución, que es lo que nosotros denominamos hoy política pública. No sé si culturalmente seguimos pensando que nuestra comunidad son niños chiquitos y creo que los encuentros ciudadanos como una estrategia de participación adolecen del siguiente paso que es lo que uno esperaría en ejemplos como Porto Alegre o Sao Paulo con los presupuestos participativos. (Entrevista Edil independiente de San Cristóbal). 2.5, Balance interpretativo A modo de balance provisional, se puede afirmar que la participación limitada de las organizaciones en estos espacios institucionales locales les ha permitido abrirse un poco de los escenarios barriales y sectoriales de actuación, ganando una proyección más local y en algunos casos al ámbito de la política pública del Distrito. Aunque no abandonan su posición crítica y escéptica frente a su carácter y alcances, participan en ellos como otra manera de conocer la lógica del poder dominante, acceder a información y desarrollando proyectos e iniciativas allí donde les es posible m a n tener autonomía en su orientación. En fin, las organizaciones asumen frente a estos espacios lo que Vi]lasante (1994) llama una conducta reversiva que se sintetiza en la proposición "Sí, pero no". Es decir, participar en estos escenarios

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puestos por el poder, pero sin creer totalmente en ellos; tratando de hacer allí, hasta donde se puede, lo que hacen desde sus propios ámbitos de trabajo y desde sus propios criterios; aprovechando al máximo estas escasas oportunidades para sacarles provecho, pero sabiendo que sus apuestas estratégicas no están allí. Por ello, podemos leer esta participación como una táctica de resistencia, en los términos de M . de Certeau (1996, p. 31), "el orden efectivo de las cosas cs justamente lo que las tácticas populares aprovechan para sus propios fines, sin ilusiones de que vaya a cambiar de pronto". Actuar dentro del terreno del poder dominante, exige de los dominados, actuar tácticamente, utilizar los marcos de acción institucionales, conservando los criterios y modos de hacer propios. Ello genera lo que James C. Scott denomina microforcejeo de las relaciones de poder: "Así una élite dominante trabaja incesantemente para mantener y extender su control material y su presencia simbólica. Por su parte un grupo subordinado se ingenia estrategias para frustrar y revertir esa apropiación y también para conquistar más libertades simbólicas" (Scout: 2 0 0 0 , p. 232). La metáfora de "voltearle la torta al Estado", empleada por el dirigente de una de las organizaciones, tal vez sea más contundente para expresar la manera como éstas entienden esas nuevas relaciones con el Estado: "(...) nosotros nacimos y nacimos hace veinte años como una organización contestataria del Estado, o sea, como un grupo de personas que nos sentíamos no representados, como cosa aparte, y como una organización contestataria podríamos decir que nos identificaba (...) no solo con nosotros, sino con muchas organizaciones y nosotros no nos sentíamos identificados con este Estado, que ha sabido darle la vuelta a esa torta, por decirlo así, y ponernos a las organizaciones de responsables. Hoy casi que somos responsables de lo que el Estado tendría que responder, y ¿cómo le dio la vuelta y en qué momento?

Tal vez nunca estuvimos ahí, ni muy pendientes, pero cuando se habla de empequeñecer el Estado, pues muy feo esto de la descentralización, cómo nos han mandado a nosotros a resolver todos los problemas sociales, culturales, deportivos, económicos y de toda índole; que nos organicemos y manejemos nuestro presupuesto y miremos a ver cómo es que se van a solucionar las problemáticas que tenemos aquí. La ventaja es que hasta donde es posible, podemos hacerlo a nuestro modo, dándole de nuevo la vuelta a la torta" (Entrevista a dirigente).

Este comportamiento de las organizaciones frente al proceso de descentralización, también confirma el modo de construcción de ciudadanía que se genera desde las organizaciones populares, y que va más allá de su concepción liberal individualista y referida exclusivamente al Estado. E n efecto, la actuación ciudadana que se promueve desde las organizaciones no es individual sino colectiva, no está limitada a la esfera electoral y jurídica, sino que actúa en todos los ámbitos de interés comunitario, no se asume como universal, sino referida a una comunidad territorial y a u n sector social. Tales ciudadanías "activas" o críticas aprovechan los escasos espacios de participación conquistados u otorgados por el sistema político, pero no se limitan a ellos. Intervienen en procesos y escenarios de deliberación, de consulta y control social de los asuntos públicos, y además emplean el repertorio de formas de organización y movilización que han generado desde sus luchas. Su participación en los asuntos comunitarios y locales no se limita a los momentos c instancias institucionales es permanente y autónoma. Este ejercicio permanente y crítico de ciudadanía supone unas creencias, valores y actitudes particulares con respecto a la participación,

al estado y a lo político. Es decir, una cultura política

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que ya no cs la tradicional racionalidad pragmática desarrollada por los pobladores populares no organizados, ni tampoco la racionalidad individual instrumental y fragmentada promovida desde las instancias estatales. Las prácticas y relaciones cotidianas que se vivencian en las organizaciones, así como los permanentes espacios de reflexión y formación sobre las mismas, contribuyen a que los individuos y colectivos vayan asumiendo nuevos valores como la solidaridad, la justicia, el bien común y el compromiso; también a que se apropien de los criterios que les permitirán tomar decisiones en espacios públicos y privados, coherentes con tales valores. Estos valores, actitudes y criterios de actuación, encarnados en sujetos y colectivos específicos, conforman una cultura democrática popular desde la cual intervienen en los espacios púbÜcos y se relacionan con otros actores públicos y privados. La emergencia y permanencia en el cambio de estas subjetividades es lo que, en últimas, garantiza la sostenibilidad de los procesos organizativos populares y la potencialidad de movilización colectiva. Las agendas y los proyectos de acción de las organizaciones son cambiantes; los sujetos que las definen y agencian tienden a ser permanentes. Estamos frente a lo que Pablo González Casanova (1997) denomina construcción de democracia "desde abajo", que a la vez que potencia a los sectores populares como actores políticos democráticos, construye democracia en la sociedad y el Estado. A la vez que reivindica la autonomía de los sectores populares, les potencia su capacidad de incidencia en los espacios públicos, hasta donde les es posible dentro del orden político.

;cadama y cultura

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Notas 1

Las organizaciones populares que fueron consideradas en el estudio

fueron: la Asociación Vecinos Solidarios (En adelante: AVESOL), el Instituto Cerros del Sur (En adelante: ICES), la Corporación Centro de Promoción y Cultura (En adelante: CPC), la Coordinadora de Organizaciones Populares por la defensa de los derechos de los niños y las niñas (En adelante: La Coordinadora), La Corporación La Cometa, la Corporación Promotora Cívico Cultural de Zuro Riente (En adelante: La Promotora) y la Cooperativa COPEVISA. 2

Dicha forma de acción colectiva consiste en "la paralización total o

parcial de las actividades más importantes de una región, una ciudad o a un conjunto importante de sus barrios, y que tiene como finalidad la exigencia a las autoridades de la solución inmediata de problemas agudos o inmediatos que afectan al conjunto de la población (Medina: 1977, p. 6). 3

Eran 15 días para la presentación de proyectos, 2 para seleccionar los me-

jores, uno para publicar los escogidos, 6 para escuchar a los proponentes, 2 para seleccionar los finales, 2 para que el Alcalde elaborara el Plan local, basado en los proyectos y lo presentara a la JAL para su aprobación.

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