Columnas de Norman Mailer

¿Quiénes somos? NORMAN MAILER Una victoria de Bush sería una de las inolvidables ironías de nuestro país. No es preciso

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¿Quiénes somos? NORMAN MAILER

Una victoria de Bush sería una de las inolvidables ironías de nuestro país. No es preciso volver a hablar de las mentiras, las manipulaciones y la mediocridad espiritual de los años transcurridos desde el 11-S; lo que tenemos que hacer ahora es sobreponernos al asombro de que una trayectoria tan desastrosa (además de la total negativa a examinarla), pese a todo, tenga probabilidades de volver a ganar. Es decir, ¿quiénes somos? ¿En qué situación está el pueblo estadounidense? Un vistazo rápido a nuestras estrellas de cine nos da alguna pista. La izquierda progresista se ha relacionado siempre con actores como Warren Beatty y Jack Nicholson. Apelaban a nuestro cinismo y nuestro idealismo frustrado. Pero el centro traspasó su lealtad de la decencia de Gary Cooper al valor y la seguridad en sí mismo de John Wayne. Ahora tenemos la apoteosis de Arnold Schwarzenegger. Fue el más aclamado de la convención en el Madison Square Garden cuando, a través de su mera presencia física, aseguró a Estados Unidos que, si el país se encontrara alguna vez en la grave situación de necesitar un dictador, afortunadamente para nosotros, él, Arnold, puede ofrecer la mejor barbilla que se ha visto desde Benito Mussolini. Y la barbilla está dispuesta ahora a sustituir al mensaje. En 1983, en pleno periodo inicial de los mensajes interpretados, 241marines murieron en una explosión causada por terroristas en Beirut. Dos días después, el 25 de octubre, Reagan envió 1.200 marines a Granada, que está a 4.500 kilómetros de Beirut. Cuando el número de soldados llegó a 7.000, la invasión se terminó. Estados Unidos perdió a 19 marines y, en el otro bando, murieron 49 soldados del ejército de Granada y 29 trabajadores cubanos de la construcción. Era el final del comunismo en el Caribe (salvo por el pequeño detalle de Castro y Cuba). Tras esta fulminante victoria frente a un enemigo muy inferior, Reagan se sintió animado y capaz de decir, como sus partidarios, que Estados Unidos había conseguido dejar atrás la humillación de Vietnam. Reagan comprendió que lo que querían los estadounidenses era un mensaje interpretado. Que nos dijeran que estábamos sanos era más importante que estarlo de verdad. Bush y Rove lo han comprendido todavía mejor. Han actuado a partir de la premisa de que Estados Unidos es un país tremendamente inseguro. Como imperio, somos nuevos ricos. Intentamos superar el malestar que ello nos produce a base de acumular cuanto más dinero mejor. Lo más triste de Estados Unidos, ahora que nos acercamos furtivamente hacia el fascismo (que puede estar en nuestro futuro si sufrimos una gran depresión o sufrimos una serie de atentados con armas radiológicas), es que contamos con que van a producirse catástrofes. Las esperamos. Nos hemos convertido en una nación que se siente culpable. En algún rincón de nuestra conciencia nacional sabemos que estamos atrapados en la contradicción de adorar a Jesús los domingos y pasar el resto de la semana codiciando grandes fortunas. ¿Cómo no vamos a necesitar que alguien nos diga que somos buenos y

puros, y que él se va a encargar de darnos seguridad? Para Bush y Rove, el 11-S fue la lotería. La presidencia es un papel, y George podría haber tenido éxito como actor de cine. La tarea de Kerry, ahora, consiste en atacar el burdo machismo de Bush. ¿Pero cómo? Su única oportunidad de verdad consiste en los debates, que están llenos de limitaciones. Kerry tiene que dominar a Bush sin pensar, ni por un momento, en los consejos conciliadores que le da su equipo -"No des una imagen cruel, John, o perderás a las mujeres"-; al contrario, Kerry tiene que ganarse a los hombres. Tiene que despedazar a Bush en público. Al acabar los debates, tiene que haber conseguido eliminar la sonrisa de Bush y presentarse como alternativa legítima, un héroe cuya reputación ha sufrido los ataques de alguien que eludió su deber. No es fácil. Bush es mejor actor. Lleva muchos años encarnando a hombres más viriles que él. Kerry tiene que convencer a algún sector nuevo del público de que su rival, en el fondo, es un alfeñique que utiliza su inflexibilidad para fingir ante Estados Unidos que es fuerte. Bush conecta, sobre todo, con los más estúpidos. Ellos también son inflexibles y saben que aferrarse a su estupidez puede acabar siendo una especie de fuerza, siempre que uno no cambie de opinión. Hay un subtexto que puede utilizar Kerry. Bush no está acostumbrado a trabajar en ambientes hostiles. Le miman desde hace años. Una cosa cruel, pero cierta, es que tiene toda la vulnerabilidad de un ex alcohólico. Los miembros de Alcohólicos Anónimos se denominan a sí mismos borrachos secos. Dicen que, aunque ya no beben, la sensación de desequilibrio relacionada con la falta de alcohol no desaparece. No es que Dios les ayude en sus esfuerzos para permanecer sobrios, sino, más bien, que esconden el impulso detrás de la fe. Es posible que dejar el alcohol fuera el acto más heroico de la vida de George W., pero tal vez Estados Unidos está pagando el precio. Su piedad se ha convertido en una pomada que sirve para tapar toda la inestabilidad apagada delborracho seco que aún se agita en su lívido interior. Las palabras anteriores, tan pesimistas, las escribí antes del primer debate, celebrado el 30 de septiembre. El final era todavía más sombrío: "En esta era de repugnantes ironías, la más desagradable es quizá que tengamos que cifrar nuestras esperanzas en una serie de debates televisados que, históricamente, han ofrecido poca cosa aparte de unas cuantes frases para los contendientes y apnea para el espectador. ¡Dios bendiga a América! Quizá no nos lo merezcamos, pero desde luego que nos vendría bien su ayuda. No hay más que tener en cuenta que Bush está convencido de que el diablo nunca le abandonará en tiempos de necesidad. Su único error es que cree que el que habla con él es el Hijo". Sin embargo, el debate nos sorprendió y nos dio motivos para ser optimistas. Kerry estuvo muy bien, conciso, enérgico, casi regocijándose en su virtuosismo. Pudo decir lo que pensaba a pesar de los límites implacables del debate. Y Bush estuvo muy mal. Parecía un niño malcriado. Estaba fuera de su elemento. Estaba cansado de la campaña. Hay ocasiones en las que una persona ha trabajado tanto en la campaña que no le queda de dónde sacar. Incluso su rostro jugaba en su contra. Se le veía con mal genio y enfadado. Hace variosaños que siempre puede hablar sin entrar en discusiones, proclamar su evangelio campechano y

patriótico sin que nadie le interrumpa. Pero el otro día, en los noventa minutos de debate formal,la cámara captó varias de sus reacciones malhumoradas ante lo que decía Kerry, y se le veía lo bastante incómodo como para tomarse una copa. Casi todo esto lo vi en un televisor grande y moderno, y el veredicto me pareció claro. Kerry había ganado por amplio margen. El único mérito de Bush fue que llegó hasta el final sin cometer errores irremediables. Las cifras de Kerry en los sondeos tenían que mejorar. Sólo había un pequeño problema. Los primeros veinte minutos los vi en un televisor más pequeño, como los que tiene la mayoría de los estadounidenses. En ese aparato, el debate resultaba ligeramente distinto. Karl Rove había vuelto a acertar. No sé cómo lo había conseguido, pero la colocación de las cámaras favorecía a Bush. Su cabeza ocupaba más que la de Kerry en la pantalla. Y en la televisión eso equivale a tener media batalla ganada. A Kerry se le veía largo y delgado, en lo que parecía un plano medio, mientras que Bush disfrutó de muchos primeros planos. En el televisor grande, en parte, desaparecía esa ventaja. Sin embargo, en el aparato pequeño la técnica inclinaba la balanza del otro lado. Tendremos que esperar a la votación y el recuento. ¿Estarán tan sesgados como los ángulos de la cámara? Da la impresión de que estamos viviendo en un caleidoscopio de ironías. ¿Nos queda aún lo peor? Si es una elección muy igualada, las máquinas electorales electrónicas se apresurarán a afianzar los malos recuerdos de Florida en el 2000. Tal vez nuestro futuro no es ya responsabilidad de Jesús ni de Alá, sino que ha llegado de nuevo el turno de los dioses griegos. Al fin y al cabo, cuando se trata del destino, ellos fueron los primeros en concebir las Ironías.

Por el ego del hombre blanco NORMAN MAILER 4 MAY 2003

Mutis: rayos y truenos, miedo y pavor. Polvo, cenizas, niebla, fuego, humo, arena, sangre y una buena cantidad de desperdicios desaparecen ahora de la escena. El escenario, no obstante, sigue ocupado. La pregunta planteada cuando se levantó el telón no ha encontrado respuesta. ¿Por qué fuimos a la guerra? Si no se encuentran verdaderas armas de destrucción masiva, esta pregunta empezará a hacerse en un tono más estridente. O si, por el contrario, lo que es más probable, sí se descubren armas en Irak -ni una décima, ni una centésima parte de las que poseemos nosotros-, pero sí, esas armas están allí, también es más probable que existan aún más, trasladadas a nuevos escondites fuera de Irak. Si esto es así, a continuación podrían ocurrir hechos espantosos. En caso de que tuvieran lugar, podemos contar con una respuesta predecible: "Americanos buenos, honrados e inocentes murieron hoy a manos de malvados terroristas de Al Qaeda". Sí, escucharemos la voz del presidente hablar antes incluso de que pronuncie esas palabras. (Aquellos de nosotros a quienes no nos gusta George Bush no tenemos más remedio que reconocer que soportarle en

el Despacho Oval es como estar casado con una pareja que siempre dice exactamente lo que ya sabíamos que diría, cosa que también contribuye a explicar por qué la otra mitad de América lo ama). La pregunta sigue en pie: ¿por qué fuimos a la guerra? Todavía no hay respuesta. Al final, es probable que un conjunto de respuestas cree un potaje cognitivo que al menos abra el camino a que cada uno se haga su propia idea. Fuimos a la guerra, podría decir yo, porque necesitábamos mucho una guerra. La economía de EE UU se estaba hundiendo, el mercado estaba triste y deprimido, y algunos bastiones clásicos de la antigua fe norteamericana (la honradez de las grandes corporaciones, el FBI y la Iglesia católica, por mencionar sólo tres) habían sufrido cada uno un severo bochorno. Ya que nuestra Administración no estaba preparada para resolver ninguno de los serios problemas a los que se enfrentaba, resultaba natural que sintiéramos el impulso de dirigirnos a empresas mayores. ¡Al ataque, hacia la guerra empírea! Hay que decir que la Administración sabía algo que muchos de nosotros no sabíamos;sabía que teníamos un conjunto de fuerzas armadas muy buenas, quizá incluso extraordinariamente buenas, aunque todavía no habían sido puestas a prueba, unas tropas cualificadas, disciplinadas, centradas en su carrera y dirigidas por unos mandos y un personal oficial inteligente, con facilidad de palabra y considerablemente menos corrupto que cualquier otro grupo de poder de EE UU. En semejante situación, ¿cómo podía la Casa Blanca no utilizarlas? Podían resultar esenciales para levantar la moral de un determinado grupo social de la vida americana, quizá el grupo clave: el hombre blanco americano. Si antes este conjunto constituía casi el 50% de la población, ahora había bajado a ¿cuánto?... ¿Al 30%? Aun así, seguía siendo clave para consolidar el suelo electoral del presidente. Y estaba en horas muy bajas. Desde el punto de vista del ego colectivo, el buen hombre blanco americano tenía muy poco que elevar su moral desde que el mercado laboral se puso feo, a no ser que formara parte de las Fuerzas Armadas. Ahí, ciertamente, la cosa era distinta. Las Fuerzas Armadas se habían convertido en el equivalente paradigmático de un gran atleta joven que busca la manera de medir su verdadera capacidad. ¿Podría ser que hubiera un tipejo por ahí lejos hecho a su medida, cuyo nombre fuera Irak? Irak tenía reputación de ser duro, pero estaba viejo y era un bocazas. Un oponente ideal. Una guerra en el desierto, sin cuevas a la vista, diseñada para una fuerza aérea cuya vanguardia sólo es comparable en perfección a una top-model en una pista de despegue. Así que se eligió Irak. Nuestra buena gente de las altas esferas se apresuraría a asegurar que nuestro enemigo putativo representaba una amenaza nuclear. De camino, presentaron al presidente Sadam Husein como el arquitecto en la sombra del 11-S. Luego declararon que dirigía un nido de terroristas. Ninguna de estas afirmaciones soportaba un examen a fondo, pero tampoco hacía falta. Estábamos preparados para ir a la guerra de todas formas. Después del 11-S, y tras la ausencia del cuerpo de Osama Bin Laden en Afganistán o en cualquier otro sitio, ¿por qué no elegir a Sadam como la fuerza maligna detrás de la caída de las Torres

Gemelas? Liberaríamos a los iraquíes. De forma lasciva, desvergonzada, orgullosa, exuberante, una mitad de nuestra América prodigiosamente dividida esperaba con impaciencia la nueva guerra. Sabíamos que nuestra televisión iba a estar impresionante. Y lo estuvo. Con imágenes asépticas, pero impresionante -cosa que, después de todo, es exactamente como se supone que deben ser los buenos canales de televisión-. Había, sin embargo, razones incluso mejores para utilizar nuestras capacidades militares, pero estas razones nos devuelven al malestar crónico del hombre blanco americano. Lleva 30 años soportando palizas diarias. Para bien o para mal, el movimiento de la mujer ha logrado sus avances y el viejo ego fácil del macho se ha arrugado ante ese resplandor. Incluso el poderoso consuelo de animar a tu equipo en televisión se ha torcido. Ahora es menos reconfortante que antes ver los deportes, se aprecia una pérdida clara y notable. Las grandes estrellas blancas de años atrás en su mayoría han desaparecido del fútbol americano, del baloncesto, del boxeo, y casi del béisbol. El genio negro domina ahora en todos estos deportes (y los hispanos están escalando posiciones deprisa; incluso los asiáticos empiezan a dejar su impronta). A nosotros los hombres blancos sólo nos queda la mitad del tenis (al menos su mitad masculina), y podríamos señalar también el hockey sobre hielo, el esquí, el fútbol, el golf (con la notable excepción del Tigre), además del lacrosse, la natación y la Federación Mundial de Lucha -residuos de lo que una vez fue nuestro glorioso protagonismo-. Por otra parte, al buen hombre americano aún le quedan las Fuerzas Armadas. Si los negros y los hispanos son ahí numerosos, siguen sin ser mayoría, y los cuerpos oficiales (si la televisión es testigo de fiar) sugieren que el porcentaje de hombres blancos sube a medida que ascendemos en el escalafón hacia los oficiales superiores. Además, tenemos insuperables unidades terrestres, supermarines, y un as en la manga mágico -las mejores fuerzas aéreas que hayan existido jamás-. Si no somos capaces de encontrar nuestro orgullo de machos en ningún otro sitio, sin duda podemos situarlo en el punto dondese unen combate y tecnología. Déjenme entonces que plantee la ofensiva sugerencia de que ésta pueda haber sido una de las razones cardinales por las que fuimos a la guerra. Sabíamos que era probable que se nos diera bien. Sin embargo, a medida que se fueron desarrollando los rápidos acontecimientos de las últimas semanas, nuestro Ejército sufrió una transformación. Es más, ha sido una metamorfosis tremebunda. Pasamos de ser un gran atleta en potencia a cirujano jefe capaz de operar a gran velocidad sobre un paciente con enfermedades terribles. Ahora, mientras cosen al paciente, aparece una nueva y preocupante pregunta: ¿se han desarrollado medicinas nuevas para curar lo que parece ser una infección generalizada? ¿Sabemos de verdad cómo tratar supuraciones lívidas para las que no estábamos del todo preparados? ¿O sería mejor olvidar las consecuencias? ¿No sería mejor seguir confiando en nuestra gran suerte americana, la fe en esta suerte divinamente protegida, basada en nuestro propio entusiasmo? Somos, por costumbre, optimistas. Si estas supuraciones resultan ser intratables, o simplemente nos llevan demasiado tiempo, ¿no podemos dejarlas atrás? Podríamos irnos a nuestro siguiente emplazamiento. Podríamos declarar con nuestra mejor voz de John Wayne: "Siria, puedes correr, pero no puedes esconderte", "Arabia Saudí, depósito de grasa sobrevalorado, ¿te falta combustible?", e "Irán, ándate con ojo, nos hemos quedado con tu

cara. Podrías ser nuestro próximo almuerzo". Porque cuando nos sentimos así de bien, estamos preparados para lo que sea, cuantas veces haga falta. Tenemos que hacerlo. Ahora que lo hemos saboreado de verdad. Cómo iba a ser de otra manera, habiendo una cesta llena de cientos de millones que ganar en Oriente Medio, siempre que llevemos la delantera a los miles de millones de deuda que nos persiguen. Digámoslo ya: las razones que llevan a las grandes acciones históricas de una nación probablemente no sean más elevadas que la capacidad espiritual de sus líderes. Aunque es posible que George W. no sepa tanto como él cree acerca de los designios de la bendición divina, nos conduce a gran velocidad de todas formas. En cierta escala de magnitudes, es el blanco más macho de todos los tíos de América; sí, tenemos al volante a este hombre, cuyo motivo de jactancia más legítimo podría ser que supo cómo transformar la copropiedad de un importante equipo de béisbol en una victoria como gobernador de Tejas. Y -¿podremos olvidarlo algún día?- fue catapultado, desde entonces, a un poderoso cántico: ¡Gloria al Jefe!

La salvación del mundo, según Bush NORMAN MAILER 4 MAR 2003 Archivado en:

La ambición del presidente de Estados Unidos, George W. Bush, de salvar al mundo del eje del malpuede conducir a errores abismales, señala el escritor norteamericano Norman Mailer, en la segunda y última parte de su análisis, iniciado en la edición de ayer, sobre el conflicto de Irak y el deseo de Washington de forjar el imperio del siglo XXI.

"¿Qué otra palabra, sino 'imperio', sirve para describir esa cosa asombrosa en la que se está convirtiendo Estados Unidos?", escribía Michael Ignatieff en The New York Sunday Times Magazine del 2 de enero. "Es el único país que vigila el mundo mediante cinco mandos militares internacionales, mantiene más de un millón de hombres y mujeres armados en cuatro continentes, despliega buques de guerra para vigilar todos los océanos, garantiza la supervivencia de países como Israel o Corea del Sur, maneja los mandos del comercio mundial y alimenta las mentes y los corazones de todo un planeta con sus sueños y deseos". Una cita de Timothy Garton Ash en The New York Review of Books, el 13 de febrero: "Estados Unidos no es sólo la única superpotencia mundial, es una hiperpotencia cuyo gasto militar será pronto igual al del conjunto de los siguientes 15 países más poderosos. La Unión Europea no ha traducido su potencia económica, equiparable -se aproxima rápidamente a los 10 billones de dólares de la economía estadounidense-, en un poder militar o una influencia diplomática comparables". Tal vez la mejor y más completa explicación de esta campaña -aún no reconocida- hacia el imperio sea la del columnista Jay Bookman en The Atlanta Journal-Constitution. El 14 de octubre, hace más de cuatro meses, escribió:

"Esta guerra, si se produce, pretende señalar el nacimiento oficial de Estados Unidos como imperio mundial de pleno derecho, poseedor único de la responsabilidad y la autoridad como policía planetario. Sería la culminación de un plan que se remonta a hace 10 años o más, llevado a cabo por quienes creen que Estados Unidos debe aprovechar la oportunidad de dominar el mundo, aunque eso suponga convertirse en los 'imperialistas americanos' que nuestros enemigos han afirmado siempre que éramos". En 1992, un año después de la caída definitiva de la Unión Soviética, hubo muchos miembros de la derecha estadounidense, los primeros conservadores de bandera, que pensaron que se trataba de una oportunidad extraordinaria. Estados Unidos podía hacerse con el dominio del mundo. El Departamento de Defensa redactó un documento que, para citar de nuevo a Bookman, veía a Estados Unidos como "un coloso que se alzara sobre el mundo, impusiera su voluntad y mantuviera la paz mundial mediante el poder militar y económico. Ahora bien, cuando se filtró la propuesta en su forma definitiva, suscitó tantas críticas que el primer presidente Bush se apresuró a retirarla y repudiarla. En 1992, el secretario de Defensa era Dick Cheney, y el documento lo redactó Paul Wolfowitz, que en aquella época era subsecretario de Defensa para la formulación de políticas". En la actualidad es vicesecretario de Defensa, a las órdenes de Rumsfeld. Posteriormente, entre 1992 y 2000, el Gobierno de Clinton no recogió ese sueño de la dominación mundial, y tal vez ésa sea una de las razones del odio intenso e incluso violento que tantos grupos de la derecha sintieron durante esos ocho años. Si no hubiera sido por Clinton, Estados Unidos podría estar gobernando el mundo. Como es natural, aquel documento prematuramente preparado en 1992,Proyecto para un nuevo siglo americano, se convirtió, tras el 11 de septiembre, en la política del Gobierno de Bush. Los conservadores patrioteros se sintieron victoriosos. Podían intentar apoderarse del mundo. Si esta hipótesis es acertada, Irak no sería más que el primer paso. Más adelante, pero bien asentados en el horizonte histórico, no sólo se encuentran Irán, Siria, Pakistán, Corea del Norte, sino incluso China. Por supuesto, no habría por qué subyugar hasta el último país. En el caso de algunos, bastaría con dominarlos. Podría haber un entendimiento firme y mutuo. Hablar de una relación simbiótica entre China y nosotros es un comentario demasiado excepcional como para no intentar alguna proyección sobre las posibles causas y razones. No es impensable que los neoconservadores más inteligentes sean conscientes de algunas temibles posibilidades de nuestro desarrollo tecnológico. Irak y Oriente Próximo no pueden ser el final. Se ciernen en el futuro mayores espectros y peligros no militares. Así lo sugería un artículo firmado por Scott A. Bass en The Boston Globe a finales de enero. "La investigación y el desarrollo en las universidades estadounidenses dependen enormemente de los estudiantes extranjeros en los ámbitos cruciales de la ciencia, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas (los campos STEM). Los estudiantes estadounidenses que obtienen títulos superiores especializados en esos ámbitos son

demasiado pocos para cubrir nuestras necesidades económicas, estratégicas y tecnológicas. La afluencia de jóvenes científicos e ingenieros norteamericanos se ha convertido en un hilillo, y otros muchos países industrializados tienen una proporción mucho mayor de alumnos que se especializan en dichas materias". "Los estudiantes extranjeros se sienten atraídos por la posibilidad de trabajar en los campos STEM de las universidades estadounidenses, mientras que los nuestros no. Quizá muchos no han recibido los estímulos suficientes, y es posible que a otros les resulten demasiado exigentes los rigores académicos de estas especialidades". "Entre 1986 y 1996, los estudiantes extranjeros que obtuvieron doctorados en especialidades STEM aumentaron cuatro veces más que los estudiantes nativos. En 2000, el 43% de los doctorados en ciencias fueron a parar a alumnos que no eran ciudadanos estadounidenses". Puede que los conservadores de bandera todavía confíen en enviar a China mensajes como éste: "¡Eh, vosotros! Está claro que los chinos sois muy inteligentes. Podemos asegurarlo. Lo sabemos. Los estudiantes asiáticos han nacido para la tecnología. La gente que ha vivido vidas sumergidas adora la tecnología. De todas formas, no disfrutan de muchos placeres, así que les gusta la idea de tener poder cibernético al alcance de la mano. La tecnología es ideal para ellos. No nos importa. Vosotros podéis tener vuestra tecnología, y que sea estupenda. Pero más vale que comprendáis una cosa: el poder militar seguimos teniéndolo nosotros. Lo mejor que podéis hacer, por tanto, es convertiros en esclavos griegos de nosotros, los romanos. Os trataremos bien. Seréis muy importantes para nosotros. Tremendamente importantes. Pero no pretendáis creeros más importantes de lo que vayáis a ser. Lo máximo a lo que podéis aspirar los chinos es a ser nuestros griegos". En los años treinta, si uno se ganaba la vida, los demás le respetaban. En los noventa, tenía que demostrar que era un personaje prometedor en las filas de la codicia. Es posible que el imperio dependa de una clase aristocrática y repugnantemente rica que, dada la amenaza intrínseca e interminable contra su riqueza, no se sienta obligada, en el fondo de su corazón, a sentir lealtad hacia la democracia. Si este análisis es certero, también puede decirse que la riqueza desproporcionada acumulada a lo largo de los años noventa ha podido quizás ejercer una presión prácticamente irresistible sobre los dirigentes para pasar de la democracia al imperio. Sería la forma de salvaguardar esas ganancias tan vastas y tan rápidamente adquiridas. ¿Es posible que George W. Bush sepa lo que está haciendo por el futuro del imperio al conceder sus enormes facilidades fiscales a los ricos? Desde luego, la otra cara de la moneda imperial la constituyen el terrorismo y la inestabilidad. Si los gobernantes saudíes han temido hasta ahora a sus mulás, por su capacidad de incitar a los terroristas, ¿cómo será el mundo musulmán cuando nosotros, el Gran Satán, estemos presentes allí, dispuestos a dominar Oriente Próximo en persona? Dado que el Gobierno tiene que ser consciente de los peligros existentes, la respuesta se reduce, en definitiva, a la desgraciada posibilidad de que Bush y compañía estén preparados

para un gran atentado terrorista. Y para otros más pequeños. En cualquier caso, reforzará su puño. Estados Unidos volverá a agruparse en torno a él. Podemos oír ya sus palabras: "Hoy han muerto unos americanos buenos. Víctimas inocentes del mal que han tenido que derramar su sangre. Pero nosotros prevaleceremos. Estamos junto a Dios". Con semejante lenguaje, toda pérdida es una ganancia. Sin embargo, mientras continúe el terrorismo, continuará su subtexto, y ahí está el horror elevado a la enésima potencia. Lo que permitió la disuasión en la guerra fría no sólo fue que ambos lados tenían todo que perder, sino también que ninguno de los dos bandos podía estar seguro de contar con algún ser humano para manejar el interruptor apócrifo. Por eso no se podía contar con ningún plan definitivo. ¿Cómo podía estar segura ninguna de las superpotencias de que el ser humano de confianza escogido para apretar el botón sería de verdad tan de confianza como para destruir la otra mitad del mundo? En el último momento podía sobrevenirle una nube negra. Podía caer fulminado antes de cometer el acto. Pero eso no ocurre con el terrorista. Si está dispuesto a suicidarse, también puede estar dispuesto a destruir el mundo. Las guerras que hemos conocido hasta esta era, por muy horribles que fuesen, podían ofrecer, por lo menos, la seguridad de que tendrían un final. El terrorismo, en cambio, no está interesado en negociar. Insiste en que no haya otro final que la victoria. Y, como el terrorista no puede triunfar, no puede dejar de ser terrorista. Es el verdadero enemigo, mucho más fundamental que los países del Tercer Mundo con capacidad nuclear, que aparecen siempre en escena preparados para vivir con la disuasión y su resultado inherente, es decir, los acuerdos después de años o décadas de enfrentamiento pasivo y duras transacciones. Si gran parte de lo que he dicho hasta ahora es la proyección novelística de mi concepción de la mentalidad neoconservadora -y no lo voy a discutir-, el otro polo de la campaña de los conservadores patrioteros a favor de la invasión de Irak es que cuenta con el apoyo de los liberales. Parte de los medios progresistas, The New Yorker, The Washington Post y algunas firmas de The New York Times, coinciden con Hillary Clinton y Diane Feinstein, el senador Joe Lieberman y el senador Kerry, a la hora de aceptar la idea de que tal vez sea posible llevar la democracia a Irak. En una valoración cuidadosamente medida de las posibilidades existentes, Bill Keller hablaba en la página de opinión de The New York Times, el 8 de febrero, de una guerra que podía ser rápida y limpia: "Imaginemos que el régimen de Sadam Husein empieza a desmoronarse bajo el primer torrente de misiles Crucero. Las columnas de carros de combate que entren desde Kuwait no se encuentran con ningún recibimiento de cabezas químicas. No hay matanza de civiles, una victoria en Irak no resolverá los grandes interrogantes sobre lo que pretendemos ser en el mundo. Los dejará abiertos". "¿Nuestro objetivo, promover la democracia laica o la estabilidad? Algunos, entre los que seguramente hay miembros del Gabinete del señor Bush, dirán que lo importante era el desarme. Una vez logrado dirán, una vez depurada la Guardia Republicana de Sadam: podremos entregar el país a un contingente de generales suníes y traer a nuestros soldados a casa en un plazo de 18 meses".

O quizá, después de todo -afirma Keller-, construyamos una verdadera democracia en Irak, y Oriente Próximo saldrá beneficiado. Es como si estas voces progresistas hubieran decidido que es imposible detener a Bush y, por tanto, más vale unirse a él. Comprometerse con una postura contra la guerra garantizaría la ausencia relativa de demócratas en los círculos del Gobierno que se encargarán de labrar el futuro de Irak. Es un argumento defendible, hasta cierto punto, pero ese punto depende de muchas contingencias, la primera de las cuales es que la guerra sea rápida y no espantosa. Nos encontramos con la vieja versión de Bill Clinton sobre la presunción con respecto al extranjero. El argumento de que conseguimos construir la democracia en Japón y Alemania y, por tanto, podemos conseguirlo en cualquier sitio, no tiene por qué sostenerse. Japón y Alemania eran países con una población homogénea y una larga trayectoria como naciones. Estaban sumidos en un profundo sentimiento de culpa por las acciones de sus soldados en otros países. Estaban prácticamente destruidos, pero tenían la gente y los conocimientos necesarios para reconstruir sus ciudades. Los estadounidenses que contribuyeron a crear su democracia eran veteranos del New Deal de Roosevelt y, como correspondía a aquel periodo, eran auténticos idealistas. Irak, por el contrario, nunca ha sido una nación. Fue un pastiche creado después de la I Guerra Mundial por los británicos, compuesto por suníes, shiíes, kurdos y turcomanos, pueblos que, en el mejor de los casos, desconfiaban enormemente unos de otros. El resultado más probable sería una situación análoga a las divisiones de Afganistán entre sus caudillos. Nadie puede declarar con autoridad que sea posible construir allí la democracia, pero la arrogancia no cesa. No parece que se comprenda muy bien que, salvo en circunstancias especiales, la democracia no es algo que podamos crear en otro país sólo porque nos lo propongamos. La verdadera democracia nace de muchas batallas humanas, individuales y sutiles, que se libran a lo largo de décadas e incluso siglos, batallas que consiguen construir tradiciones. Las únicas defensas de la democracia son esas tradiciones democráticas. Cuando uno empieza a ignorar esos valores, está jugando con una estructura noble y delicada. No hay nada más bello que la democracia. Pero no se puede jugar con ella. No se puede suponer que vamos a ir a demostrarles qué gran sistema tenemos. Eso es de una arrogancia monstruosa. Como la democracia es noble, siempre está en peligro. La nobleza siempre está en peligro. La democracia es perecedera. Creo que para la mayoría de la gente, si se tienen en cuenta los instintos más bajos de la naturaleza humana, la forma natural de gobierno es el fascismo. El fascismo es un estado más natural que la democracia. Suponer alegremente que podemos exportar la democracia a cualquier país que queramos puede servir, paradójicamente, para instigar más fascismo, tanto en nuestro país como en el extranjero. La democracia es un estado de gracia que sólo alcanzan los países que poseen gran cantidad de individuos dispuestos, no sólo a gozar de libertad, sino a trabajar duramente para mantenerla.

La necesidad de tener teorías poderosas puede conducir a muchos errores abismales. Por ejemplo, podría equivocarme del todo sobre los motivos profundos del Gobierno. Tal vez no les interesa el imperio, sino que de verdad, de buena fe, quieren salvar el mundo. Podemos estar seguros de que así lo creen Bush y sus bushitas. Cuando van a la iglesia cada domingo, están tan convencidos de ello que se les saltan las lágrimas. Por supuesto, lo que hace la historia no son los sentimientos, sino las acciones. Nuestros sentimientos pueden estar llenos de amor interior, pero nuestras acciones pueden acabar siendo todo lo contrario. La perversidad siempre está dispuesta a influir sobre la naturaleza humana. David Frum, que escribe discursos para Bush (fue quien acuñó la expresión "eje del mal"), relata en The Right Man: the Surprise Presidency of George W. Bush una reunión celebrada en el Despacho Oval el pasado mes de septiembre. El presidente estaba hablando con un grupo de religiosos de las principales confesiones y les dijo: "Ya saben que yo tenía un problema de alcoholismo. Ahora debería estar en un bar de Tejas, no en el Despacho Oval. Sólo hay un motivo por el que estoy en el Despacho Oval y no en un bar: encontré la fe. Encontré a Dios. Estoy aquí gracias al poder de la oración". Se trata de un comentario peligroso. Como sugirió Kierkegaard antes que nadie, nunca podemos saber con seguridad a quién van a parar nuestras oraciones, ni de dónde vendrán las respuestas. Precisamente cuando pensamos que estamos más cerca de Dios, quizá estemos ayudando al Diablo. "Nuestra guerra contra el terror", dice Bush, "empieza con Al Qaeda, pero no terminará... hasta que todos los grupos terroristas de dimensión mundial hayan sido descubiertos, detenidos y derrotados". ¿Y qué ocurre -pregunta Eric Alterman en The Nation- si Estados Unidos acaba por apartarse de todo el mundo en el proceso? "Es posible que, en algún momento, nos quedemos solos", les dijo Bush a sus más íntimos colaboradores, según un miembro de la Administración que le relató la historia a Bob Woodward. "No importa. Somos América". A estas alturas debe resultar evidente que, si las presiones conjuntas de los vetos en el Consejo de Seguridad y la creciente indignación del mundo, además de la colaboración parcial de Sadam con los inspectores, hacen que el resultado sea una contención a largo plazo y no la guerra, si Bush tiene que abandonar la invasión de Irak se sentirá muy frustrado. Porque tendrá que volver a vivir con las viejas preguntas no resueltas. En el fondo, seguramente tiene miedo de no encontrar, en ese caso, ninguna respuesta que restaure la moral de los norteamericanos. ¿Es posible que la perspectiva de traer a las tropas a casa le resulte tan desagradable que no le quede más remedio que emprender la guerra? Russel Byrd, en una intervención ante el Senado, dijo: "Muchos de los pronunciamientos realizados por este Gobierno son escandalosos. No hay otra palabra. Sin embargo, esta Cámara permanece terriblemente callada. En lo que tal vez sea la víspera de una espantosa imposición de muerte y destrucción sobre la población de Irak -una población, hay que añadir, de la que más del 50% es menor de 15 años-, esta Cámara permanece callada. Cuando tal

vez queden sólo unos días para que enviemos a miles de nuestros propios ciudadanos a enfrentarse a horrores inimaginables de espantos químicos y biológicos, esta Cámara permanece callada. En vísperas de lo que podría ser un cruel atentado terrorista como represalia por nuestro ataque a Irak, el Senado de Estados Unidos sigue trabajando como si no pasara nada". "Verdaderamente estamos 'caminando sonámbulos por la historia'. Desde el fondo de mi corazón ruego para que esta gran nación y sus ciudadanos buenos y confiados no tengan el peor de los despertares". "Tengo que dudar del juicio de cualquier presidente capaz de decir que un ataque militar masivo y no provocado, contra un país en el que más del 50% de la población son niños, corresponde a 'las más altas tradiciones morales de nuestro país'. Esta guerra no es necesaria en este momento. Parece que las presiones están surtiendo efecto en Irak. Lo que debemos hacer ahora es encontrar una forma elegante de salir de un atolladero que hemos creado nosotros mismos. Quizá encontremos todavía la forma, si dejamos algo más de tiempo". Si yo fuera el abogado defensor del karma de George W. Bush, diría que la mejor posibilidad que tiene de evitar una condena por ser proveedor de falsa moralidad es que, en la otra vida, rece para que el jurado no llegue a ninguna decisión. Los demás, los que no dependemos del poder de la oración, deberíamos encontrar la muralla que vayamos a defender durante los terribles años que se avecinan. La democracia, repito, es la forma más noble de gobierno que hemos desarrollado, y haríamos bien en empezar a preguntarnos si estamos dispuestos a sufrir, incluso a morir por ella, en vez de limitarnos a vivir en la existencia inferior del Gobierno bravucón de una república bananera, deseoso de servir a las grandes empresas mientras ellas se esfuerzan en apropiarse de nuestros sueños frustrados con elefantiásica arrogancia.

EE UU: el imperio romano del siglo XXI NORMAN MAILER 3 MAR 2003

Detrás de la campaña para declarar la guerra a Irak por parte del presidente de EE UU, George W. Bush, está el deseo imperial de gobernar el mundo, señala el novelista norteamericano Norman Mailer en este amplio análisis de las circunstancias políticas y sociales que atraviesa la superpotencia desde los atentados del 11 de septiembre.

Seguramente es cierto que, al comienzo de la campaña actual del Gobierno estadounidense para emprender la guerra, los vínculos entre Sadam Husein y Osama Bin Laden eran mínimos. A simple vista, tenía que haber una desconfianza mutua. Desde el punto de vista de Sadam, Bin Laden era un hombre de lo más problemático, un fanático religioso, es decir, un descontrolado, un guerrero al que no se podía dominar. Para Bin Laden, Sadam era un bruto irreligioso, un loco desequilibrado cuyas aventuras más audaces terminaban siempre por salir

mal. Además, los dos eran rivales. Cada uno de ellos pretendía controlar el futuro del mundo musulmán: Bin Laden, es de imaginar, a mayor gloria de Alá, y Sadam, por el placer terrenal de aumentar su poder de forma ilimitada. En el siglo XIX, cuando los británicos poseían su imperio, el Raj habría tenido la habilidad de enfrentar a esos dos uno contra otro.

! Hoy, sin embargo, esos objetivos han cambiado. La seguridad se considera insegura si la higiene marcial no es absoluta. Por eso, la primera reacción norteamericana al 11-S consistió en preparar la destrucción de Bin Laden y Al Qaeda. Ahora bien, cuando la campaña en Afganistán no consiguió capturar al principal protagonista, e incluso fue incapaz de descubrir de forma concluyente si estaba vivo o muerto, el juego tenía que cambiar. Nuestra Casa Blanca decidió que el verdadero objetivo era otro. No Al Qaeda, sino Irak. Los estadistas y dirigentes políticos son serios incluso cuando parecen tontos, y no es frecuente que actúen sin tener alguna razón profunda. Me gustaría especular sobre esos motivos ocultos del Gobierno de Bush. Voy a intentar comprender lo que el presidente y su grupo de colaboradores más próximos consideran la lógica de su actual empresa. Empezaré por el discurso pronunciado por Colin Powell ante la ONU el pasado 5 de febrero. En principio, fue un discurso muy detallado, que intentaba demostrar que Sadam Husein estaba violando todas las normas de los inspectores que podía, cosa que no sorprendió a nadie. Al fin y al cabo, Sadam tiene un gran instinto para ser consciente de los caprichos de la historia. Sabe que, cuanto más se pueda hacer esperar a los grandes estadistas, más se hartan éstos del aburrimiento mortal que supone tratar con un mentiroso consumado, astutamente despegado de toda obligación y necesidad de cooperación. Ser un completo mentiroso es un don magnífico. Si uno no dice nunca la verdad, está prácticamente tan a salvo como un hombre sincero que no dice nunca una mentira. Así es como Sadam consiguió sobrevivir a siete años de inspecciones, entre 1991 y 1998. Había llegado a pactos -la mayoría, bajo cuerda- con franceses, alemanes, rusos, jordanos... La lista es larga. También supo manipular las simpatías del Tercer Mundo. Convenció a mucha gente buena de todo el planeta. La permanente crueldad de Estados Unidos estaba matando de hambre a los niños iraquíes. Los niños estaban desnutridos, en gran parte, por el embargo que el propio Sadam se había buscado, pero, aunque hubieran estado sanos, se las habría arreglado para tener un grupo de niños de seis años muertos de hambre el tiempo suficiente para poder distribuir una fotografía a todo el mundo. No era trigo limpio, y lo demostró. Jugó tan bien que consiguió que se declarara el fin de las inspecciones en 1998. En la Casa Blanca ya se había hablado, y se seguía hablando entonces, de que teníamos que enviar tropas a Irak como respuesta a tal ostentación. Por desgracia, la aventura de Clinton con Monica Lewinsky le había convertido en un guerrero paralizado. En pleno escándalo público, no podía permitirse el lujo de derramar una sola gota de sangre estadounidense. La prueba se vio en Kosovo, donde no entró ninguna infantería norteamericana con la OTAN y

nuestros bombarderos no arrojaron nunca su material desde una altura que estuviera al alcance de las baterías antiaéreas serbias. Todo se hizo desde una altura de 5.000 metros. Por tanto, Irak era imposible. Es decir, en 1998, Husein se salió con la suya. Desde entonces no se habían realizado más inspecciones. El discurso de Colin Powell en la ONU estuvo lleno de santa indignación ante el descaro y la horrible chulería de Sadam el malvado, pero Powell es demasiado inteligente, claro está, para que el descubrimiento de tales fechorías le pillara desprevenido. Su intervención en la ONU fue un intento de caldear los ánimos de los estadounidenses con respecto a la guerra. Según los sondeos, la mitad de los ciudadanos no estaba a favor. Y en ese sentido, desde luego, el discurso logró su objetivo. La prueba es que muchos senadores demócratas que estaban vacilantes declararon que se unían a su postura, que también ellos estaban preparados para la guerra. Que Dios nos bendiga. Ahora bien, el punto más débil de la intervención de Powell fue la demostración del vínculo entre Irak y Al Qaeda. Para la tremenda expectación levantada, las pruebas pecaron de escasas. Con la excepción de Gran Bretaña, los países con derecho de veto en el Consejo de Seguridad, los franceses, chinos y rusos, no estaban dispuestos a satisfacer la pasión de Bush por entrar en guerra lo antes posible. Querían más tiempo para intensificar las inspecciones. Consideraban que la contención era una salida. Apenas una semana después, Al Yazira ofreció una grabación de Bin Laden en la que dejaba entrever que Sadam y él estaban listos para entablar contacto directo. ¿Había llegado el momento? ¿El enemigo del enemigo de Sadam se había convertido en su amigo? Si era cierto, el resultado podía ser desastroso. Podríamos vencer a Irak y, aun así, sufrir la gran catástrofe que presuntamente pretendíamos evitar con la guerra. Las armas de destrucción masiva de Irak podían pasar a manos de Bin Laden. Sin dichas armas, Al Qaeda tendría que arreglárselas como pudiera. Pero, si Sadam transfiriese sólo una parte de sus reservas de guerra biológica y química, Bin Laden sería mucho más peligroso. La decisión de George W. Bush de emprender la guerra con Irak a la mayor brevedad posible se encontraba ahora ante la posibilidad de que Sadam hubiera contraatacado con una jugada maestra. Tal vez, lo que verdaderamente estaba diciendo era: "Déjenme que me ría de las inspecciones, y todavía estarán relativamente a salvo. Pueden estar seguros de que no correré a darle a Osama Bin Laden mi mejor material, siempre que sigamos jugando este juego de las inspecciones de ida y vuelta. Ahora bien, entren en guerra conmigo, y Osama sonreirá. Es posible que yo muera en el incendio, pero su pueblo y él estarán contentos. No tengan la menor duda, él quiere que me declaren la guerra". Como esta sucesión de acontecimientos era evidente desde el principio, cabría preguntarse lo que se preguntaban ya unos cuantos estadounidenses: ¿Cómo hemos podido dejar que se hicieran realidad esas opciones, esas infernales y falsas opciones?

Mientras tanto, el mundo reaccionaba con horror al programa bélico de Bush. La edición europea de la revista Time había hecho una encuesta en su página web: "¿Qué país representa un mayor peligro para la paz mundial en 2003?". Emitidos 318.000 votos hasta ese momento, las respuestas eran: Corea del Norte, 7%; Irak, 8%; Estados Unidos, 84%. Como había declarado John Le Carré en el londinense The Times:"Estados Unidos ha entrado en uno de sus periodos de locura histórica, pero éste es el peor que recuerdo". Harold Pinter ya no quería sutilezas en el lenguaje: "... La Administración estadounidense, en estos momentos, es un animal salvaje y sediento de sangre. Las bombas son su único vocabulario. Sabemos que muchos norteamericanos están horrorizados por la postura de su Gobierno, pero da la impresión de que no pueden hacer nada". Según Reuters, cuatro millones de personas tomaron las calles, de Bangkok a Bruselas y de Canberra a Calcuta, para "ridiculizar al Bush belicista". Un rápido repaso de los dos años transcurridos desde que George W. Bush juró su cargo puede arrojar cierta luz sobre los motivos de que estemos donde estamos. Bush llegó a la presidencia con la posibilidad de una recesión y todo el desgraciado aroma de ser investido tras unas elecciones que, en el mejor de los casos, podrían calificarse de legítimas / ilegítimas. Estados Unidos había vuelto a darse cuenta de que los republicanos tenían gran habilidad para las triquiñuelas legales. Si la legitimidad de Bush estaba en duda desde el principio, su actuación como presidente empezó a suscitar desprecio. Cuando hablaba espontáneamente, resultaba demasiado simple. Cuando le escribían los discursos sus colaboradores, más cultos, le costaba hacerse con las palabras. Entonces llegó el 11 de septiembre. En la historia humana existe una cosa que es la suerte divina. (También conocida como suerte del diablo). El 11 de septiembre alteró todo. Fue como si nuestros televisores hubieran cobrado vida. Llevábamos años viendo en las pantallas espectáculos de vértigo y disfrutando de ellos. Estábamos protegidos. Éramos capaces de dedicar una centésima parte a entrar en la historia y vivir con el miedo. Ahora, de pronto, el horror resultaba ser auténtico. Dioses y demonios invadían Estados Unidos, procedentes de la pantalla del televisor. Éste puede ser uno de los motivos de la extraña sensación de culpabilidad que tantos sintieron después del 11-S. Era como si unas fuerzas divinas hubieran estallado en una erupción de furia. Y, desde luego, no podíamos no sentir cierta culpa a propósito del 11-S. La locura codiciosa de los años noventa no se había librado nunca por completo de esa conciencia culpable omnipresente en Estados Unidos. Nos alegrábamos de nuestra prosperidad, pero nos sentíamos culpables. Somos una nación cristiana. El "judeo" de judeocristiana no es más que una concesión. Somos una nación cristiana. Muchos buenos cristianos en Estados Unidos parten de la idea de que se supone que uno no debe ser tan rico. Dios no quería que fuera así necesariamente. Desde luego, Jesús no lo quiso. Se suponía que uno no debía acumular tanta pasta. Que estaba obligado a dedicar su vida a acciones altruistas. Ésa era una mitad de la bondadosa mente cristiana.

La otra mitad, puramente estadounidense, quería lo de siempre: vencer a todo el mundo. Se puede decir algo que es cruel pero posiblemente cierto: ser un norteamericano corriente es ser una contradicción viva. Uno es un buen cristiano, pero se esfuerza para ser dinámico y competitivo. Por supuesto, Jesús y Evel Knievel no conviven demasiado bien en una misma psique. Así que la ira y la culpa del ser humano adoptan unas formas únicas en Estados Unidos. Ya antes del 11-S, muchos asuntos habían empeorado. La arquitectura espiritual del país se apoyaba, desde la II Guerra Mundial, en nuestras instituciones casi míticas de seguridad, fundamentalmente el FBI y la Iglesia católica, con la misma categoría especial e intangible que la Constitución y el Tribunal Supremo. Ahora, todo eso se estaba cobrando su precio. Además estaba la Bolsa. No paraba de bajar. El paro crecía, sin prisa pero sin pausa. Los escándalos relacionados con consejeros delegados de empresas adquirieron más notoriedad. Estados Unidos había soportado la constante expansión de la empresa hacia la vida cotidiana desde el final de la II Guerra Mundial. Había sido la vaca lechera para el país. Pero también había sido una vaca sucia, que soltaba gases de tacañería y manipulación mediante el énfasis excesivo en la publicidad. Se ignoraba el producto pero se rendía pleitesía a su mercadotecnia, un animal y una fuerza que había logrado apartar a EE UU de la mayoría de nosotros. Había conseguido que el mundo fuera un lugar más desagradable desde el final de II Guerra Mundial. Luego llegó una denuncia más completa de las argucias económicas y la contaminación de las empresas. Había un escándalo detrás de otro. La glotonería económica prosperaba. Peor aún, estaba totalmente hinchada en las capas superiores. En las primeras páginas de todas las secciones de economía se denunciaban conductas delictivas. Sin el 11-S, George W. Bush habría vivido con la incomodidad permanente de tener una publicidad cada vez peor en los medios. Podría decirse, incluso, que Estados Unidos estaba sufriendo una serie de golpes que no estaban tan alejados de lo que les ocurrió a los alemanes tras la I Guerra Mundial, cuando la inflación eliminó la seña de identidad alemana fundamental, que consistía en que, si uno trabajaba mucho y ahorraba, acababa disfrutando de una vejez decente. Sin aquella inflación desatada, es probable que Hitler no hubiera llegado al poder 10 años después. El 11 de septiembre hizo algo equivalente con la sensación de seguridad de los estadounidenses. En realidad, el conservadurismo se encaminaba hacia una división. Los viejos conservadores como Pat Buchanan opinaban que Estados Unidos debía mantenerse aislado e intentar resolver los problemas que pudiera. Buchanan era la cabeza de lo que podría llamarse los conservadores de viejo cuño, defensores de los valores de la familia, el país, la fe, la tradición, el hogar, el trabajo duro y honrado, el deber, la lealtad y un presupuesto equilibrado. Bush era distinto. La distancia entre su escuela de pensamiento y la de los conservadores de los valores podía provocar en la derecha una dicotomía tan clara como las diferencias entre

comunistas y socialistas al final de la I Guerra Mundial. Los conservadores patrioteros hablaban de algunos valores de los otros conservadores pero, en el fondo, les importaban un pito. Aunque todavía usaban varios términos comunes, lo hacían para no reducir su base electoral. Usaban la bandera. Les encantaban palabras como "mal". Uno de los principales defectos de la retórica de Bush era el de utilizar esa palabra como si fuera un botón que le permitía aumentar su poder. A veces, a la gente, le colocan una vía intravenosa por la que puede recibir un analgésico narcótico siempre que lo necesita, y algunas personas aprietan el botón sin parar. Bush utiliza el mal como narcótico para el sector del público estadounidense que se siente más incómodo. Desde luego, en su opinión, lo hace porque cree que Estados Unidos es bueno. Y lo cree, cree que este país es la única esperanza del mundo. Al mismo tiempo, tiene miedo de que el país esté volviéndose cada vez más disoluto, y la única solución es, tal vez luchar para crear un Imperio Mundial. Detrás de toda la campaña para declarar la guerra a Irak está el deseo de tener una gran presencia militar en Oriente Próximo, como paso para apoderarse del resto del mundo. Puede que ésta sea una afirmación muy amplia, así que voy a intentar justificarla. De forma inmediata, se me ocurre lo siguiente: la raíz del conservadurismo patriotero no está en la locura, sino en una lógica oculta. Una lógica con la que no estoy de acuerdo, pero que tiene sentido si uno acepta sus premisas. Desde un punto de vista cristiano militante, Estados Unidos está casi en la podredumbre. Los medios de comunicación están sumidos en pleno libertinaje. En todas las pantallas de televisión aparecen ombligos desnudos, tan significativos como los ojos de los animales salvajes. Los niños están llegando a un punto en el que no saben leer, pero desde luego saben follar. Por consiguiente, si Estados Unidos se convirtiera en una máquina militar internacional lo bastante grande como para superar todos los compromisos, la Casa Blanca tendría la ventaja de que la libertad sexual norteamericana, todo ese escándalo de los gays, las feministas, las lesbianas y los travestidos, se considerará un lujo excesivo y se volverá a encerrar en el armario. El compromiso, el patriotismo y la dedicación volverán a ser valores nacionales (con toda la hipocresía subsiguiente). Cuando nos hayamos convertido en la encarnación del imperio romano en el siglo XXI, la reforma moral podrá hacer su entrada triunfal en el panorama. El Ejército, por supuesto, es mucho más puritano que el mundo del espectáculo. Los soldados están más locos que cualquier hombre corriente tanto en combate como fuera de él, pero sufren una tremenda presión cotidiana por parte de los mandos, que podrían convertirse en unos poderosísimos censores de la vida civil. A los conservadores patrioteros, ahora, la guerra les parece la mejor solución posible. Los estadounidenses tienen una especie de mística enloquecida: la idea de que pueden hacer cualquier cosa. Sí, dicen los conservadores patrioteros, podremos enfrentarnos a lo que se avecina. Tenemos los conocimientos y la capacidad para hacerlo. Superaremos los obstáculos. Los conservadores patrioteros creen verdaderamente que Estados Unidos no sólo puede gobernar el mundo, sino que debe hacerlo. Si no se atiene a ese compromiso con el imperio, el país se irá al traste y el mundo le seguirá. En mi opinión, éste es el subtexto principal del proyecto iraquí.

Además, Bush podría contar con otros sentimientos firmes que están muy presentes en nuestra vida diaria. Para empezar, buena parte del orgullo norteamericano actual se apoya en el trípode del dinero, el deporte y la exhibición del poder militar. Alrededor de un tercio de nuestros estadios deportivos reciben su nombre de empresas: Gillette y FedEx no son más que dos de una veintena de ejemplos. Este año, la Super Bowl de la NFL no pudo comenzar hasta que no retiraron una bandera estadounidense del tamaño de un campo de fútbol, que ocupaba el césped. Las Fuerzas Aéreas ofrecieron la emoción de una gran V en el cielo. En el intermedio hubo una gala con las alegrías putativas del combate. Seguramente, la mitad de Estados Unidos tiene un deseo tácito de ir a la guerra. Es algo que satisface nuestra mitología. Estados Unidos, según ese argumento, es la única fuerza del bien capaz de rectificar los males. George Bush es lo suficientemente astuto como para resolver esa ecuación sin ayuda de nadie. Incluso es posible que comprenda mejor que nadie que una guerra con Irak saciará nuestra adicción a los dramas de calidad en la televisión. Si esto les parece gracioso -qué se le va a hacer-, la verdad es que el país se está volviendo más grosero con cada año que pasa. De forma que la guerra, efectivamente, proporciona un gran espectáculo televisivo. Mejor todavía, y como consecuencia más directa (aunque no sea directa en absoluto), una guerra con Irak calmará nuestra necesidad de vengar el 11-S. No importa que Irak no sea el culpable. Bush no tiene más que ignorar las pruebas. Lo hace con toda la fuerza de un hombre que nunca se ha avergonzado de sí mismo. Sadam, a pesar de todos sus crímenes, no tuvo nada que ver con el 11-S, pero el presidente Bush es un filósofo. El 11-S fue una muestra del mal; Sadam es el mal, y todo el mal está relacionado. Ergo, Irak. Bush puede satisfacer también las necesidades más serias y polémicas de muchos neoconservadores de su Gobierno, que creen que el islam va a ser una nueva versión de Hitler para Israel. A Bush, proteger a Israel le parece bien, desde el punto de vista electoral, pero además es obligatorio, sobre todo cuando no puede contar con que las órdenes que le dé a Sharon siempre vayan a ser obedecidas. Todas éstas son buenas razones para que Bush vaya a la guerra. En cuanto al petróleo, oigamos algunas estadísticas que ofrece Ralph Nader: "Estados Unidos, en la actualidad, consume 19,5 millones de barriles al día, el 26% del consumo diario mundial de petróleo. Estados Unidos tiene que importar 9,8 millones de barriles diarios, más de la mitad del petróleo que consumimos". "La forma más segura que tiene Estados Unidos de mantener su abrumadora dependencia del petróleo es controlar el 67% de las reservas conocidas de crudo en el mundo, que se encuentran bajo las arenas del golfo Pérsico. Irak, por sí solo, posee unas reservas conocidas de 112.500 millones de barriles, el 11% del abastecimiento que queda en el mundo. Sólo le supera Arabia Saudí". Habría que añadir que, cuando Estados Unidos ocupe Irak, obtendrá además una forma de presionar a Arabia Saudí y el resto de Oriente Próximo. También se puede sugerir que queremos invadir Irak por el agua. Como dice Stephen C. Pelletiere en un artículo aparecido en The New York Times el 31 de enero: "Se discutió mucho sobre la construcción del llamado conducto de la paz, que llevaría las aguas del Tigris y el Éufrates hacia el sur, a los áridos

Estados del Golfo y, por extensión, a Israel. No ha habido ningún avance al respecto, sobre todo por la intransigencia iraquí. Con Irak en manos de los estadounidenses, por supuesto, esta situación podría cambiar". Es decir, el petróleo es uno de los motivos, sin duda, aunque nunca se pueda reconocer. Y el agua podría ser un instrumento muy eficaz para apaciguar en gran parte las iras del desierto. Sin embargo, el motivo fundamental sigue siendo el sueño esencial de George W. Bush: ¡el imperio!

Los humanistas NORMAN MAILER 30 MAY 1999 Archivado en:

Milosevic, como a estas alturas se nos ha dicho a muchos, creció huérfano: tanto su padre como su madre se habían suicidado. La madre de su esposa podría muy bien haber sido la protagonista de una tragedia griega. Como partisana yugoslava, fue capturada por los nazis, torturada hasta que le arrancaron información crucial, fue liberada y después ejecutada por el jefe de su grupo guerrillero, que casualmente era su padre.Obviamente es ésta una historia de familia que desborda los límites de la imaginación de cualquiera. Sin embargo, la utilizamos para diversas interpretaciones políticas. A la buena de Hillary, atrapada en el vértigo de la psicohistoria y el psicocotilleo, se la pudo oír comentar al presentador de televisión Larry King que los Milosevic pretendían arrojar sobre los kosovares el peso de sus tragedias personales. Esto viene a expresar lo difícil que resulta comprender todo aquello a lo que nos hemos visto expuestos en el caso de Kosovo. Pero lo que aquí puede ser más importante no es el dolor personal de Milosevic ni el de su mujer, sino la identidad que aquél adquirió como cachorro del comunismo en un régimen yugoslavo enfrentado a Stalin, pero profundamente influido por el sentido soviético de la virtud. Nuestro buen funcionario soviético era un afanoso burócrata capaz de trepar por la resbaladiza cucaña del partido con la suficiente destreza como para vencer a sus fieros pares. Milosevic ha debido ser uno de los seres humanos más astutos, duros, arteros, implacables y llenos de recursos de cuantos Madeleine Albright se ha topado en la vida. Ella también trepó por una resbaladiza cucaña, pero alcanzó la cúspide como anfitriona de cócteles mundanos. Hazaña singular, sin duda, pero difícilmente comparable con el vertiginoso ascenso del maestro Milosevic. Hagámonos cargo: ella no era rival para él. Como tampoco lo eran Clinton o William Cohen, quienes ni siquiera han servido en las Fuerzas Armadas. El combate, para los que lo han vivido, es algo tan misterioso y extraño como la primera vez que se hace el amor. Tener, por lo tanto, a tipos así (incluida Madeleine Albright) como depositarios de nuestra confianza en la campaña de Kosovo es lo mismo que pedirle a un

joven virgen que se convierta en consejero matrimonial. Sólo un genio podría superar semejante escollo. Centrémonos más bien en la estrategia de Milosevic. Si con anterioridad a los bombardeos hubiera cometido todos los actos atroces que ha perpetrado desde entonces, estaría hoy probablemente condenado sin remisión. El agravio del mundo no habría tenido límites. Por eso esperó y dispuso su trampa. Hace siete meses, en octubre, bajo la amenaza de los ataques aéreos de la OTAN, hizo variadas promesas sobre su futura conducta en Kosovo que, en los meses siguientes, tuvo buen cuidado de no cumplir. Por ello volvieron a empezar las negociaciones, hasta llegar a su clímax en Rambouillet. Pero Milosevic se negó a comparecer. Albright, furiosa, decidió que probablemente no era en el fondo tan duro, y que, si en vez de amenazarle de nuevo lleváramos a cabo nuestras amenazas, se rendiría de inmediato. Así que empezamos a bombardear en cooperación con la OTAN, organización a la que una guerra rápida y decisiva le podía venir muy bien para dorar los blasones de su 50º aniversario. Alzamos el telón con bombas inteligentes. Milosevic estaba más que preparado y la OTAN se metió en una trampa cuya profundidad sólo puede medirse por el número y peso de las malévolas asechanzas que Milosevic ha ido dispensando a través de su carrera. ¿Es que a nadie se le ocurrió pensar que acto seguido empezaría una brutal limpieza étnica? En el término de 24 horas, ya estaban en movimiento las columnas de refugiados, y ardían las casas, pueblos y burgos de Kosovo. Había comenzado el "genocidio". Aunque Clinton y la OTAN no hubieran hecho más, ya habrían conseguido como mínimo empobrecer el impacto de esa palabra. Es un término que se basa en la idea de Holocausto, por lo que debe utilizarse con cautela. En Camboya hubo genocidio, como en Ruanda, pero la limpieza étnica, con la destrucción de viviendas, pasaportes, campos y ciudades que implica, y con su ira de matanzas arbitrarias, no equivale al asesinato de millones de personas. La limpieza étnica es más bien un genocidio psíquico, porque para la mayoría de los que lo sufren es como si a su presente se le amputara el pasado. Los bombardeos son, a su vez, otra forma de genocidio psíquico, salvo que en este caso lo que se amputa es el futuro. Uno deja de saber que hay un futuro y las expectativas del presente -lo que haremos mañana, la próxima semana o el año que viene- están tan destrozadas como una casa a la que se le hubiera seccionado todo un muro. Entonces, ¿qué es lo que hemos logrado? Tan pronto como comenzaron los bombardeos, las atrocidades de Milosevic se multiplicaron por 10 o 20 con respecto a todo lo que hubiera podido haber perpetrado anteriormente. Y, sin embargo, ese caos y ese horror se vieron multiplicados por el horror que la OTAN estaba infligiendo a los serbios. Después de todo, el serbio de a pie tenía tan poco que ver con la guerra como su equivalente kosovar. El caos, por tanto, se sumaba al caos. Y no había ningún plan militar para poner fin a la guerra. Sólo esperanzas, más la inconsciente arrogancia de la OTAN en la exposición de sus excelentes razones. Llegados a este punto, ¿queremos de verdad escrutar a fondo los motivos

personales de Clinton? Dado cómo se puso de perdido con las náuseas que le provocó el impeachment, no es difícil creer que, aparte de sus motivos confesados de combatir el genocidio allá donde se dé, pudiera estar también tratando de influir en el orden del día de los medios de comunicación. (Y bien que lo ha conseguido.) Por otro lado, los pormenores del impeachment habían manchado la presidencia hasta tal punto que Clinton no se atrevía a pedir a sus compatriotas que derramaran su sangre. Por ello tenía que vender su mercancía a precio de saldo. Bombardearemos, dijo Clinton, pero sin recurrir a tropas terrestres. Nos hallamos en el mismísimo centro de un prodigioso desconcierto nacional. Nunca es fácil defender una guerra, pero aun así hay una diferencia visceral entre un combate limitado únicamente a la acción aérea y la utilización de medios terrestres. Una guerra por tierra es siempre de una crueldad más allá de toda comprensión, pero en ella se dan casos de heroísmo o sacrificio y, dado que en los dos bandos mueren jóvenes, también se da, a pesar de todo, un mínimo de pesar común a ambos bandos, que, con el paso de los años y las décadas, puede llevar incluso a la reconciliación de los adversarios. Sin embargo, el bombardeo aéreo es pura y simple opresión. Y si se lleva a cabo con la idea de que jamás sea nuestra sangre la derramada, llega a lo obsceno. La mayor parte de los que sufren los bombardeos jamás perdonarán al agresor. La idea del odio hacia Norman Mailer es escritor.

Los humanistas América que todo esto está sembrando en las poblaciones menos favorecidas del planeta no puede ser motivo de entusiasmo.Tony Blair, al explicar las reticencias de Clinton a enviar tropas de tierra, dijo: "... Kosovo está muy lejos de Kansas". Lo está. Puede que incluso demasiado. Si como nación no estamos dispuestos a derramar nuestra sangre para ayudar a los kosovares, va siendo hora de desengañarnos de que somos capaces de evitar un genocidio, tanto real como psíquico. Todo lo que podemos hacer, estando las cosas como están, es propagar la destrucción. Entonces, ¿qué podríamos haber hecho? Tras el fracaso de Rambouillet podríamos haber desplegado tropas terrestres en la periferia de Kosovo y haber aireado lo más posible esa amenaza por medio del bombardeo sostenido de Serbia con octavillas en las que se detallara el cúmulo de barbaridades cometidas por Milosevic. Si éste hubiera seguido negándose a negociar podríamos haber desencadenado una guerra terrestre reforzada desde el aire. Aunque habría habido un considerable número de bajas europeas y estadounidenses, ese tipo de guerra podría haberle dado la victoria a la OTAN en poco tiempo. Ni que decir tiene que eso era lo último que Clinton se podía permitir. Teniendo en cuenta que lo anterior no es más que estrategia de salón, la verdadera cuestión es: ¿qué hacemos ahora? Respuesta: hacer la paz. Negociar. Los problemas de Milosevic para la reconstrucción del país son ya lo bastante grandes como para obligarle a admitir que su resultado será como mínimo dudoso. Si lo que busca son futuros créditos financieros -¿y cómo no?-, no puede permitirse el lujo de cantar victoria. Por parte de la

OTAN, y para que no parezca que se ha acobardado en la aceptación de una paz negociada, es más que probable que empiecen a aflorar historias de las atrocidades cometidas por el Ejército de Liberación de Kosovo contra los serbios. Por su parte, Clinton tratará de salvar la cara hasta el punto de permitir a sus consejeros de imagen decir que ha hecho tablas. A tenor del inmenso corazón de Clinton, que tanto sufre por todos nosotros, es muy probable que lo consiga. La OTAN, sin embargo, puede que no. Tanto peor para ella. Su papel principal concluyó con la guerra fría, y desde entonces no ha dejado de mostrarse como una organización retórica y carente de ingenio en su pretensión de crearse una nueva función. Sería preferible que se reconstituyera como una fuerza de intervención, una especie de Legión Extranjera internacional dispuesta a morir al servicio de Europa y Estados Unidos. Si no hubiera suficientes voluntarios para un ejército tan especial, tan devoto y presumiblemente tan letal, reconozcamos al menos que cuando se trata de enfrentarse a un genocidio, sea cual sea su forma, no estamos dispuestos a sacrificar a nuestros hijos; y que nuestra sangre no está tan pronta como nuestra lengua. Esa introspección, aunque nos haga agachar la cabeza, puede servirnos para algo en el futuro. Por ejemplo, para suprimir aquellos actos de compasión institucional que bastantes de nosotros albergamos con demasiada frecuencia. La emoción que se siente al considerarse virtuoso y que tanto se manipula nacional e internacionalmente tiene todos los números para sembrar la catástrofe.

Especulaciones cósmicas NORMAN MAILER 1 AGO 1989

Hace 30 años, en Chicago, en una entrevista con Richard G. Stem y Robert Lucid, me preguntaron -parafrasearé la pregunta-:"¿Cuál es su noción de Dios?". Y respondí: "Creo que... Dios no es todopoderoso. Existe como elemento de confrontación en un universo dividido, y nosotros somos una parte (quizá la más importante) de Su gran expresión, Su enorme destino; quizá Él intenta imponer al universo Su concepción del ser en contra de otras concepciones del ser muy opuestas a la suya. Quizá seamos en cierto modo la semilla, los portadores de la semilla, los viajeros, los exploradores, la encarnación de esa visión almenada; quizá estemos empeñados en una actividad nada nimia sino heroica". Algo más tarde proseguí para sugerir que ésta, como concepción religiosa, era más noble y ardua que ninguna noción de un Dios todopoderoso protegiéndonos absolutamente. "Es la única creencia", propuse, "que me explica el problema del Demonio. La cuestión puede estar, ¿cómo exponerlo?, en que el propio Dios se encuentre cogido en un destino tan extraordinario, tan exigente que también Él pueda estar expuesto a la corrupción moral, que pueda imponernos exigencias injustas, que pueda abusar de nuestras existencias para conseguir sus fines, al igual que nosotros abusamos de las células de nuestro propio cuerpo".

En tres décadas no he sentido la necesidad de cambiar de aquel pronunciamiento más que unas cuantas palabras. Pensé que, a pesar de mi reputación de chovinista masculino, que Dios también podía ser tratado de Ella con la misma propiedad (por lo que sabemos) que de Él o, todavía mejor, de Ellos, si se puede concebir la divinidad como un matrimonio entre una divinidad masculina y una femenina, un matrimonio que, de hecho, puede no funcionar mucho mejor que el de la mayoría de los nuestros. El símil es malo, porque no sirve de nada especular sobre la particularidad de Dios, pero yo me sigo ateniendo a una intuición de hace 30 años de que Él o Ella no es Amor (ni Amor sólo, ni Amor en primer lugar), sino visión. Dios tiene una visión de la existencia más extraordinaria, más humana, más incalculablemente espléndida y hermosa, y concebiblemente más arriesgada que otras visiones de la existencia que están en lucha con Él, Ella o Ellos. Dios es, en este sentido, un general que trata de ganar una guerra titánica. Dios, como un general, tiene que atender tanto a la campaña como al bienestar de sus tropas. Dios, como un general, puede verse obligado a sacrificamos, o ignorarnos, pues Dios, como un general, es poderoso, pero no todopoderoso. Dios, como un general (o la madre de 100 hijos) está haciendo simplemente (Él o Ella) lo que puede. Esta creencia, que dudo mucho sea capaz de atraer gente en número suficiente como para promover un comité de suscripción para una nueva iglesia, es para mí ardua, realista, nada sentimental e intelectualmente atractiva. Ofrece una explicación razonable del Holocausto. Ya han pasado dos y más generaciones desde aquella catástrofe y se puede plantear la eterna cuestión: ¿cómo puede existir el Mal al lado de un Dios todopoderoso y todo bondad? La respuesta anterior a la Segunda Guerra Mundial de que teníamos que servirnos de nuestro libre albedrío para evitar el mal no es demasiado satisfactoria. Contenía la desagradable, pero inevitable, sospecha de que Dios era el dramaturgo, director, productor y crítico teatral contemplando una enorme y ahora odiosa representación creada por Él para Su propio... ¿Su propio qué? ¿Diversión? ¿Esparcimiento?... La mente se confunde. Cuando el Mal llegó a las dimensiones del holocausto, sin embargo, o Dios no era todo bondad. o no era todopoderoso. La segunda alternativa me pareció más razonable; sobre todo si todo bondad se modificaba a todo bondad, pero almenado. He vivido con esta última asunción, teniendo en cuenta todo, con un sentido de ecuanimidad. Eso me convence de que la vida es dura y el más allá puede ser más duro todavía, pero ofrece también su parte de consuelo. No tengo que considerar mi vida como absurda. Tenemos un propósito en nuestra existencia, que es ayudar a Dios a cumplir su voluntad, que no está preordenada. Dios está descubriendo el propósito de Su voluntad, al igual que nosotros pasamos nuestras vidas buscando el propósito y sentido de nuestra existencia, y podemos medir cada uno de nuestros días según nuestro apoyo, traición, o ambas cosas, a Dios. ¿Traición? Si Dios es una visión almenada en guerra contra otras visiones de la existencia en el Universo, entonces no tenemos que buscar mucho para encontrar al Demonio. Él, o Ella, está en algún lugar de todas esas otras visiones de la existencia que ahora azotan nuestra Tierra. (El miedo a que Dios pierda esta guerra es precisamente lo que impedirá que mi religión prospere.) A veces no tengo más que mirar los blancos muros de las oficinas de las grandes corporaciones para saber dónde anida el demonio, y otras veces me pregunto si el demonio, al igual que Dios, no estará también muriendo y nosotros nos estamos preparando como una aturdida masa humana para vivir en

el panteón de los dioses y los demonios, pero ésos son sentimientos de los días malos. En un día bueno todavía creo que la guerra vale la pena, y que no es absurdo que ame a mis hijos y haga mi trabajo, pues estoy bendecido por una filosofía que elimina la autocompasión. El universo puede no ser bueno día a día, ni siglo a siglo, pero lucha por ser justo, imponente y hermoso en su intento, y nosotros somos soldados; algunos de nosotros sí somos lo suficientemente afortunados para nacer una y otra vez, para reengancharnos una y otra vez en la gran batalla de esas visiones apocalípticas. Por eso podemos ser juzgados y condenados, con frecuenda menos de lo que merecemos, pero al menos no somos absurdos y no necesitamos odiar a los cielos por olvidarnos. Podemos maldecir al general por tenernos bajo la lluvia, pero al menos no tenemos que odiarlo. Él, Ella o Ellos, cuando Ellos armonizan, están allí trabajando y esforzándose, y en raras ocasiones aliándose para alcanzar una meta común. Que se ampliará cuando lleguemos allí. Que es como debe ser. El universo no está determinado, y la visión se abrirá, como deben hacer todas las visiones democráticas, a otra visión, por lo que nunca necesitaremos sentir autocompasión. En esa guerra celestial, nuestros errores pueden enseñarle a Dios tanto como nuestros aciertos. Es agradable creer que estamos aquí para gran parte de ese propósito: que Dios, cuando Él, o Ella, tenga tiempo, puede incluso sentir nuestro dolor. Es incluso más agradable creer que algo del dolor que sentimos aliviará su dolor. En este momento, sin embargo, siendo como es el masoquismo humano, es mejor cerrar la suscripción, pues incluso puede comenzar una nueva Jerusalén. Recomiendo mi religión (a quien pueda sobrellevarla) por una razón: elimina la autocompasión, el más depurado y humano de los venenos personales, que nos recuerda que además de nosotros hay algo más en las vueltas y revueltas de nuestra existencia y nos consuela con el conocimiento de que esta creencia, si es válida, está tan cuidadosamente metida en todos nosotros que hasta podemos percibir un milenio en el que adorar al Señor (o a la Señora) sin necesidad de una iglesia.

La sabiduría espiritual NORMAN MAILER 13 MAR 1989 Archivado en:

Según mi limitado conocimiento de la religión musulmana, el martirio está implícito en la fe. Aunque todas las creencias, más tarde o más temprano, indican que el verdadero creyente tiene que estar dispuesto a morir por su dios, es posible que entre todas las religiones sean los musulmanes los que siempre se han mostrado más leales a esta severa norma. Ahora parece como si la corrupción espiritual del siglo XX se hubiera introducido también en las filas del islam, porque cualquier musulmán que consiga asesinar a Salman Rushdie será recompensando con la generosa suma de cinco millones de dólares. Éste debe de ser el mayor contrato criminal de la historia. El islam, con todas sus grandes virtudes y vicios, iguales por lo menos a las virtudes y vicios de cualquier otra religión importante, ha introducido ahora

un elemento nuevo en la historia de la teología. Se le ha añadido, además, la lógica del sindicato. Uno ni siquiera tiene que pertenecer a la familia para cobrar. Basta con que se limite a ser el francotirador. Por supuesto, el novelista que hay en mí insiste en pensar cómo odiaría ser el francotirador tratando de cobrar cinco millones de dólares. Ahora que la acción se ha llevado a cabo, se me puede considerar un infiel. "Oh, mire", puede decir mi capoiraní, "realmente no podemos permitirnos pagar esos cinco millones. Perdimos tantos hombres en la guerra con Irak, hay tantas viudas que necesitan limosnas, y tenemos además nuestros huérfanos y los veteranos de guerra mutilados... En fin, caritativo asesino, pensamos que tal vez usted desearía contribuir a la causa generosamente".Esto no es más que la especulación de un novelista. Para eso es para lo que estamos aquí, para especular sobre las posibilidades humanas, para enzarzarnos en esas fantasías, cinismos, sátiras, críticas y exploraciones de la vanidad humana, de sus deseos y su valor, que las blancas paredes de las grandes corporaciones intentan ocultarnos. Los novelistas somos emborronadores de cuartillas que intentan explorar lo que queda por ver en los intersticios. A veces cometemos errores y ofendemos a víctimas inocentes con nuestras palabras. Otras, somos afortunados y hacemos que personas que gozan de un indebido poder mundial se sientan incómodos durante un período breve de tiempo. Normalmente empleamos nuestras días en ofendernos los unos a los otros. Somos, después de todo, un elemento frágil, una especie en peligro. Y no es atípico de los débiles en peligro comerse los unos a los otros cuando caen. Pero ahora el ayatolá Jomeini nos ha ofrecido una oportunidad de recuperar nuestra frágil religión, que consiste en creer en las palabras y estar dispuestos a sufrir por ellas. Nos despierta ante la cólera que sentimos cuando nuestra libertad para decir lo que deseamos, sea sabio o estúpido, bondadoso o cruel, prudente o imprudente, se vea en peligro. Descubrimos que sí, que puede ser que estemos dispuestos a sufrir por nuestra idea. Puede que incluso estemos dispuestos, en último extremo, a morir por la idea de que la literatura seria, en un mundo de certezas menguantes y ecologías obstruidas, es el absoluto que tenemos que defender. Hemos tenido el ejemplo de la mayor cadena de librerías en América, Waldenbooks, que ha retirado Versículos satánicos de sus estanterías a fin de garantizar la seguridad de sus empleados. Imediatamente le siguió B. Da ton. Ambos tenían motivos justificados, indudablemente. ¿De qué sirve tener posibilidades de ascenso en el trabajo en una gran empresa si la seguridad de uno no está garantizada? ¿Hay que dejarse matar por la venta de un libro? El fin del mundo ha llegado. ¡Peor! Uno podría morir asesinado comprando un libro. ¿Quién podría perdonar a esa empresa? Por supuesto, la opción de sopesar dicho peligro con calma e informar a empleados y a clientes de las verdaderas probabilidades no se ha tomado nunca en consideración. En la ruleta rusa, utilizando el clásico revólver, hay una probabilidad entre seis de que te mates cada vez que aprietas el gatillo. Me alegra decir que yo nunca he jugado a la ruleta rusa, pero si lo hubiera hecho estoy seguro de que las probabilidades me hubieran parecido estar a la par. Hubiera necesitado que una parte de mi cerebro explicara a la otra una y otra vez que las probabilidades eran realmente de cinco a una a mi fávor. Waderibooks tiene algo así como .000 puntos de venta. En una se nana laboral, de lunes a sábado, si un terrorista consiguiera atacar con éxito una tienda, las probabilidades de que no

fuera la tienda en la usted trabaja serían de 6.000 a una a su favor. Si como cliente pasara media hora en una de esas 1.000 tiendas, abiertas ocho horas al día durante seis días a la semana, las probabilidades a su favor ascenderían a 16 veces 6.000, o cerca de 100.000 probabilidades a su favor. Creo que tales probabilidades, si se les diese publicidad, habrían atraído a tantos posibles clientes buscando el morbo de un pequeño riesgo como a los que habrían asustado; para los empleados se podría haber instituido un aumento del 10%. corno paga extraordinaria de peligrosidad. ¿Para qué están si no los fondos para imprevistos? No, la respuesta de por qué Walderibooks desestimó Versículos satánicos es porque venden su producto como si fueran botes de sopa. únicamente los sin hogar se arriesgarían por un bote de sopa. Los grandes distribuidores de libros no se preocupan por la literatura, sea seria, medio seria o mala. Los distribuidores consideran los libros como un bien que pudriría el mismo espíritu de la circulación monetaria si permanecíeran demasiado tiempo en el estante. Por tanto, contratan empleados que tienden a reflejar sus propias costumbres. Si Saul Bellow tuviera que comprar una de sus propias novelas en una cadena en la que no lo hiciera habitualmente y pagara con su tarjeta de crédito, las probabilidades de que el dependiente reconociera su nombre serían aproximadamente las mismas que las de la ruleta rusa: una de seis. Saul Bellow podría entrar y salir de una cadena de librerías como un fantasma. También yo. Igual que cualquier otro escritor serio reconocido que haya estado en candelero durante 30 o 40 años. A Tom Wolfe puede ser que le reconocieran, pero Tom, al menos este año, es el bote de sopa que más se vende. No es sorprendente, por tanto, que las cadenas norteamericanas de librerías al por menor parezcan sentir más respeto por

Por qué Jackson podría iluminar nuestras vidas NORMAN MAILER 1 MAY 1988 Archivado en:

El escritor norteamericano Norman Mailer, de 64 años, publicó recientemente en The New York Times el artículo que reproducimos, en el que apoyaba la candidatura a la nominación demócrata de Jesse Jackson. El autor de La canción del verdugo, Noches de la antigüedad y Los ejércitos de la noche piensa que la llegada de Jackson a la Casa Blanca podría recomponer Estados Unidos. En la primavera de 1977, en Nueva York, cuando Ed Koch iniciaba su primera campaña triunfal para la alcaldía, le di una pequeña fiesta de recogida de fondos. Ed siempre lo tuvo en cuenta. Acudió a mi boda, nos invitó a mi esposa y a mí a cenar en Gracie Mansion un par de

veces y se mostré, colaborador con el PEN Club, la asociación internacional de escritores, cuando se celebró el 48º Congreso Internacional del PEN en Nueva York. El alcalde Koch y yo no hemos estado nunca muy unidos políticamente, pero me gustaba. Y me sigue gustando. Lo que pasa es que ahora no puedo perdonarle.Su afirmación de que "todo judío que vote a Jesse Jackson está loco" puede haber servido para destruir el último desvencijado puente de comunicación entre judíos y negros en esta ciudad. Eso es imperdonable. Escribo esto en mi calidad de uno de esos locos que apoyarán a Jesse Jackson para la presidencia. No es únicamente porque Jackson sea el único candidato que puede librar una batalla eficaz contra la droga y dar a los negros la convicción de que el país también les pertenece a ellos, sino, paradójicamente, porque creo que será también bueno para los judíos en el mejor y más elevado de los sentidos, a pesar de que los judíos, con cierta justicia, jamás podrán confiar en él totalmente. Permítanme que explique, si puedo, esta última afirmación. Desde la II Guerra Mundial he vivido, como todos los judíos, con la desgracia fundamental del holocausto. Hitler consiguió eliminar a más de una tercera parte de la población judía del mundo, y al resto nos dejó una maldición temible: el legado del nazismo, ahora en su quinta década, sigue subsistiendo y envenenando nuestra mejor sustancia moral. Lo que nos hizo ser un pueblo grande es que a nosotros, de todos los grupos étnicos, era a los que más nos preocupaban los problemas del mundo. Habíamos salido de siglos de vida en el gueto con profundas cicatrices psíquicas, pero había, sin embargo, un espíritu noble vivo en bastantes de nosotros para poder tener el sentimiento de que éramos los primeros hijos de la Ilustración. Nosotros entendíamos como ningún otro pueblo que los problemas del mundo eran nuestros problemas. El bienestar de todos los pueblos del mundo se anteponía a nuestro propio bienestar. Hitler logró destruir tal generosidad de espíritu. Tras el holocausto, se abatió un terror natural sobre los judíos del mundo. Si era posible que entre dos terceras partes y tres cuartas partes de todos los judíos que vivían en Europa -la mitad de los judíos de la Tierra en aquella épocafueran destruidos en unos años, entonces éramos la especie humana que mayor peligro corría. La supervivencia, para nosotros adoptó un nuevo orden de importancia. El imperativo de sobrevivir a toda costa, que es la cara externa de la pesadilla interior, nos hizo más pequeños, más avariciosos, de miras más estrechas, susceptibles de antemano y egoístas. Entramos en el mundo verdadero y, básicamente desesperado de la política del interés personal. El ¿es bueno para los judíos? se convirtió para demasiados de nosotros en toda nuestra política. Ahora somos relativamente ricos, poderosos y aceptados. Pero seguimos estando oprimidos. Puede que más que nunca. No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que la opresión del espíritu es la pobreza más miserable. Hemos descendido desde la peligrosa defensa del judío de Shakespeare, como un ser capaz de derramar su sangre, hasta la

incorrecta suposición de Ed Koch -espero que sea incorrecta- de que somos, ahora y en general, reflejos condicionados, es decir, máquinas, botones, que cualquier político puede pulsar. Negros y blancos Si la afirmación de que "todo judío que vote a Jesse Jackson está loco" resulta ser un botón político útil, entonces digo que los judíos nos hemos convertido en máquinas, y no podemos analizar las cuestiones serias teniendo en cuenta sus verdaderos méritos ni enfrentarnos a los problemas fundamentales. El problema fundamental a que se enfrenta ahora Estados Unidos no es su espasmódica y decaída economía (aunque eso es ya bastante malo) ni el infierno de nuestra población drogadicta, que contribuye a nuestra lasitud económica con relación a Japón. No, el problema que subyace a otros problemas es que el abismo entre los negros y los blancos no ha empezado a cerrarse. Es una maldición sobre las energías de la nación. Pesa tanto sobre nosotros, supongo, como la separación entre el partido comunista y el pueblo soviético, que mantiene estancada la economía de la URSS. Se puede apreciar, mirando desde el otro lado del océano, que el futuro de la Unión Soviética depende de la capacidad del partido comunista y del pueblo soviético para salvar sus diferencias. Me pregunto si en la URSS no nos ven igual, con negros y blancos irremediablemente separados (...). Yo propondría que no midamos a los candidatos por su dureza y firmeza actual en la cuestión israelí. La historia de Israel puede aún Regar a cumbres épicas, caer al abismo o acabar en un término medio convencional, pero las intenciones declaradas de un político que se presenta a un alto cargo tienen que resultar insignificantes frente a los laberintos multitudinarios y las compuertas de la historia en curso del Próximo Oriente. He aquí una paradoja: con la mejor o peor voluntad del mundo, ningún político norteamericano puede salvar a Israel o destruirlo. Las ruedas de la historia giran con demasiada fuerza. El destino de Israel está actualmente conectado al destino del mundo. Uno hace bien en no elegir un presidente norteamericano porque afirme ser bueno para Israel. Los mayores cambios en la historia han procedido con frecuencia de estadistas que comenzaron como fuertes defensores de lo que finalmente, por la lógica de los acontecimientos, se vieron obligados a traicionar. Israel es mayor que la voluntad de los políticos y más vulnerable que cualquier programa que pueda idearse para su seguridad. Además, es dudoso que sea bueno para los judíos el que Israel se convierta en la cuestión principal para seleccionar un candidato demócrata a la presidencia. La verdadera cuestión, repito, es que puede que en Estados Unidos no seamos capaces de resolver ninguno de nuestros peores problemas de una manera orgánica hasta que no sea presidente un negro. Puede que haga falta un acontecimiento de tal magnitud simbólica para dar a los jóvenes negros la confianza de que la sociedad norteamericana también existe para ellos.

Recuerdo la importancia de Jack (John) Kennedy para mi generación. Un hombre que no era totalmente diferente a nosotros, joven, ambicioso, con cierto gusto por la aventura, era entonces presidente. Las posibilidades que se abrían ante nosotros eran extraordinarias. No era perfecto, pero trajo luz a las vidas de mi generación. Jesse Jackson no es perfecto. No tengo ni idea de si me gustaría si le conociese (naturalmente, se puede decir lo mismo de George Bush, Michael Dukakis o Albert Gore). No sé si confío totalmente en él. ¿Y qué? Lo mismo puedo decir de Bush, Dukakis o Gore. Lo que cuenta para mí es que Jackson ofrece un convincente sentimiento de simpatía hacia el sufrimiento humano. Puede apreciar la falta de identidad entre los desvalidos. De todos nuestros candidatos, él se dirige a nuestro fuerte sentimiento en favor de la promesa y la mejora del ser humano. Contra la droga Ya ha sido el candidato que ha llegado más lejos. Ha tenido que ser un hombre de un valor más que ordinario o jamás se habría atrevido a presentarse. Su victoria podría abrir un gran contrataque contra la metástasis que supone el problema de la droga; una nación se entrega a las drogas cuando deja de creer en su objetivo colectivo. La semilla de cualquier futuro vital norteamericano debe aún atravesar el viejo odio, desprecio, corrupción, culpabilidad, oprobio y horror, pero ahí está la semilla, el amor en potencia de negros y blancos. Franklin Delano Roosevelt se creció en la presidencia, como Harry Truman y Dwight Eisenhower, en los últimos días de su administración. John Kennedy sin duda se creció en la presidencia, y Richard Nixon, cuando Regó el momento de ir a China. Ronald Reagan nos sorprendió con su aceptación de la glasnost. Jesse Jackson, elegido como presidente y aumentando su talla, podría iluminar nuestras vidas y darnos dignidad de nuevo como norteamericanos. Quiero creer en eso. Estoy cansado de vivir en medio de los miasmas de nuestra indefinible y continua vergüenza nacional.