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> se refería, obviamente, al contrato por reactores de energía de más de dos millones. Suter explicó que ese contrato elevaría el prestigio de la industria atómica suiza a la cabeza de la lista internacional. Sin duda conduciría a otros contratos de ékpiórtación, lo cual aseguraría un alto índice de ocupación en esa industria, y daría también a la Roche-Bollinger la oportunidad de expandir notablemente su plan de investigación y desarrollo, a expensas no sólo del gobierno suizo, que pagaba subsidios a la industria atómica suiza desde hacía décadas, sino de los cliehtéS eitrátijefos. El ministro de Economía Gerber captó la cosa ai instante^ Y le gustó. .En realidad el único que mantuvo una expresión dura en su rostro durante la presentación de Suter fue Ulrich. Sólo él estaba enteradó de quién era el enviado personal del Sha. Suter había omitido ése detalle. Y Ulrich sabía muy bien que Shadah Tibrizi nunca propondría un negocio que no encerrara algo muy sucio, y además sumamente peligroso para la otra parte. Pero dejó que Suter se explayara todo lo que quisiera antes de intervenir. —Hay algo qué no dices, Hanspeter. Suter había planeado lás cosas de esa manera. ' —Por supuesto —replicó Süter—■.Todavía no he terminado de hablar. .

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, —N o me refiero a eso. Quiero decir que no has explicado quién es tu señor Tibrizí. Suter se quedó callado: Pensó. Luego dio una respuesta cuidadosa: • —¿Por qué no lo explicas tú? . H H Ulrich lo hizo, con mucho placer, extendiéndose en las SÉls® atrocidades cometidas por la SAVAK en general y por Tibrizi; en particular a través de los años. Oscilaban entre el encarcelamiento por tiempo indefinido de intelectuales recalcitrantes en los centros urbanos de Irán, hasta los asesinatos en masa de tribus disidentes "en las provincias. Finalmente le interrumpió el ministro Rossi. — Franz, nada de esto es nuevo para nosotros, Cuando se hacen negocios con los gobiernos de Oriente Medio, difícilmente pueden elegirse las personas con quienes se va a negociar, ni la forma que van a asumir las negociaciones. * —De acuerdo. Pero lo que yo quería decir es esto: Tibrizi es un hombre muy tosco. Tal vez eso le es útil para llevar a cabo la política del Sha en su país. Pero en el plano internacional... es otra cosa. Carece de refinamiento. Su organización es de una ineficacia lastimosa. La mía es veinte veces más pequeña, y sin embargo somos veinte veces más eficaces. Conozco a ese tipo de hombre. Opino que fue una tontería de Hanspeter iniciar conversaciones con él sin mi presencia. Porque esto es demasiado bueno para ser cierto. ¡Aquí hay algo que huele mal! —Sí —replicó Suter, esta vez con dureza—. Y el mal olor proviene directamente de ti y de tu maravillosa organización, ¡imbécil! —la palabra que empleó Suter fuq Arschloch. Ulrich se había recostado en su sillón para encender un cigarro. Al oír a Suter se inclinó bruscamente hacia adelante* dejando que el cigarro se consumiera. \-v:— Was solí das heissen! —Esto -—respondió Suter, mientras sacaba de su cartera la lista de Tibrizi. . Ulrich se puso rojo cuando vio el contenido. —Dame eso —ordenó Rossi. La miró y luego dijo—: ¡Es increíble! ^ ■

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Le llegó el tumo al ministro de Defensa: -—Y exacto. ' El ministro de Economía fue el último en ver la lista. No pareció sorprenderse demasiado. —De modo que el Sha le vendió esta zanahoria a Tibrizi. Me preguntaba qué sería. ¿Qué quieren de nosotros, Suter? Suter lo explicó, reproduciendo esa parte de la conversación con Tibrizi en forma casi textual. La respuesta inmediata fue el silencio. -^-Tibrizi tiene razón —comentó finalmente Dubois—. El Sha podría obtener esa tecnología en media docena de otros países. §8lP -^-Y —agregó el ministro de Relaciones Exteriores— si se pone 8Slt vengativo (y es un hombre muy susceptible), al mismo tiempo podría poner la lista en circulación y dañar seriamente nuestro prestigio como neutrales... tal vez en forma irreversible. Por eso te pregunto, Suter, ¿no dio ninguna clave sobre la fuente de esta información? -—No —replicó Suter—. Sólo que se trataba de una «tercera parte». —Pueden haber sido los franceses —sugirió Ulrich. Nadie disintió. Naturalmente todos estaban al tanto de las conversaciones militares franco-suizas que habían tenido lugar a través de los años. Sin embargo, ninguno de los presentes deseaba alterar la relación con París que se estaba desarrollando. La alternativa serían los alemanes, o, peor aún, los norteamericanos. Fue Rossi quien puso límites a otras especulaciones, posiblemente peligrosas. —Bien-—dijo^. Lo más que podemos esperar es que esto no haya ido más lejos. Suter, ¿Tibrizi sugirió algo en ese sentido? —N o ^contestó Suter— . Pero obviamente trabaja para un patrón muy inteligente. Difícilmente el Sha usaría esta lista para amedrentarnos si ya hubiera permitido que su contenido se difundiera de una u otra manera. Creo, señores, que debemos aceptar esta delación como un hecho consumado y proceder a : partir de ello. Todos menos Ulrich pensaron que eso era lo razonable. ; i —¿Ustedes sugieren acaso que el culpable* o los culpables

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pertenecientes a nuestro ejército, no reciban castigo por su traición? —De ningún modo —exclamó el ministro de Defensa Dubois, superior técnico de Ulrich— Pero no creo que ustedes ni yo querramos que este error se agrave a través de una investigación inadecuada. De manera que, por el momento* dejemos el tema; ¿Están de acuerdo, señores? Con gran alivio, sus dos colegas del Consejo Federal asintieron con la cabeza. —En el momento apropiado —concluyó Dubois-^, hablaré con alguien en París. Entre tanto, no quiero que esto se mencione; que no trascienda una palabra de lo hablado en este recinto. ¿Comprendido, Ulrich? Como todo el mundo sabe, los servicios de inteligencia siempre; resultan los chivos emisarios de estos casos, pensó Ulrich. Pero al tener que mantener el secreto, todos los que estaban reunidos en esa habitación quedaban a la par. Eso podía ser útil. Ulrich también asintió con la cabeza. —Ahora —dijo el ministro de Defensa Dubois— vayamos al grano. Francamente creo que no tenemos mucho para elegir. Pero dejemos a un lado el aspecto de chantaje de este asunto. Hay mucho que ganar, y si las cosas se manejan correctamente, muy poco que perder. Nuestra ganancia es muy tangible: estaremos libres de las consecuencias posiblemente desastrosas de un futuro embargo petrolero y además firmaremos un contrato con el exterior de enorme importancia para nuestra industria. ¿La parte negativa? Sólo surgirá si llega a saberse que proporcionamos tecnología de armas nucleares a Irán y que hemos renegado de nuestro compromiso de no construir armas nucleares nosotros mismos. Pero ¿a quién le convendría dar esa información al mundo? Al Sha, no, obviamente. N i a los franceses, porque si hubieran querido lo habrían hecho ya hace años. ¿La lista? Evidentemente es fraguada, creada por algún burócrata de bajo nivel, con la intención de crear dificultades vaya a saber por qué motivos. —Pero debemos asegurarnos de que el Sha se; vea también comprometido —dijo Gerber.

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r La misma semana que Tibrizi hizo lo suyo en Suiza, yo estaba a y unos cientos de kilómetros al norte, en Alemania, trabajando en el -acuerdo italiano, que realmente carecía de toda importancia, f como se vio después, a la luz de los acontecimientos que invadirían el mundo en 1979. Pero fue el trampolín que eventualmente me lanzaría al frente y al centro del escenario mundial. Como de costumbre, me alojaba en el Frankfurterhof, desde , donde se puede ir a pie a los grandes Bancos con sede en esa ciudad, que existen allí en número suficiente como para convertí r a Francfort en la capital financiera de Alemania, y por tanto de Europa continental. Me encontré con herr;doktor Reichenberger, director del Leipziger Bank, en la recepción del hotel al mediodía. : Entramos en un pequeño bar qjúé háy alfohdo de ese recinto, a la

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-—Yo haré el contrato —respondió el ministro de Relaciones Exteriores, Rossi— , y negociaré los detalles con Su Majestad en su próximo viaje a nuestro país. En cualquier caso, tendré que encontrarme con él, —¿Y yo qué debo decir? —preguntó Suter. —Dile a Tibrizi que se han aceptado sus términos. Si él desea que yo lo atestigüe personalmente, lo haré. Iré a verle. —Quieren que enviemos a alguien á Irán inmediatamente — continuó Suter. —Bien, hazlo. —¿Aunque se trate del profesor Hartmann? —Sí. —Eso puede ser un problema. —Pues resuélvelo. :V? El ministro de Defensa envió a Ulrich a pedir dos litros más de , Fendant y una baraja de naipes. Ninguna velada informal de hombres suizos termina sin una partida de jass, el juego nacional. Jacob Gerber dio cartas. Al fin y al cabo, era el presidente de Suiza,

izquierda. Reichenberger pidió una cerveza y un steinhaeger, y yo un gin con hielo y un vaso de agua. x —La reunión en Roma fue una mala idea —comenzó Reichen­ berger. SvStrYo. no diría eso. Por algún lado hay que empezar. - -?r?Una pérdida de tiempo —continuó: Luego, como alemán que era, agregó—: Espero que no me haga perder aún más tiempo. —Ya le dije por teléfono, Hermann, que tal véz iuvíerá algo. Mit Hand und Fuss —nada desorienta tanto a un alemán cóiñó ser llamado por su nombre de pila sin permiso. Eso, sumado al sacrilegio de que yo pronunciara algunas palabras de la lengua de Goethe; debe haberlo sacado de quicio. Pero Reichenberger jamás pestañeaba, y persistió en su inglés gutural. —¿Qué? iíssTenemos un embargo sobre una importante porción del E N I;r todas das propiedades en el extranjero, incluidos los derechos de exploración del mar del Norte, en Nigeria, en el Pacífico. mEl ENI (Ente Nazionale Idrocarburi) era la compañíá petroíífe-; ra estatal italiana. —Ya deben estar bien agarrados. 5-rr-Sólo en mil millones o algo así. El resto está libre. séreSin embargo, no es posible. — ¿Por qué no? &^Es políticamente imposible. Allí el gobierno considera al ENI un activo ,fijo nacional. Nos harían un bloqueo, s ^ N o si compramos a los políticos indicados, irfíítch co ck ..., yo pensaba que usted no actuaba de esa manera. : ííj^íormalmente no lo hago. Pero éstos no son tiempos normales. —¿Cuál es el capital externo del ENI? sss-Sufíciente para cubrir nuestro riesgo. N o es la Exxon, pero es unaide las compañías petroleras más grandes de Europa. Llegó a : sorprenderme cuando la examiné. Diablos, hay M s dé cien thili ^ personas trabajando allí. Sin duda es la corporación internacional más importante del país. rr"¿Y qué dirá a Longo? —Francesco Longo era el presidente del Ente Nazionale Idrocarburi.

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__Lo aceptará. Le importa un bledo de los así llamados intereses nacionales». Es un Hombre del petróleo. Apoyaría

totálúiente cualquier trato que ofreciéramos. Necesita más capital de tíábájo. De mòdo que probablemente tendríamos que hacer un arreglo lateral con éL Nádá extraordinario. Creo que con dnientos millones lo solucionaríamos. 1 j_¿XJsted lé conoce? —Claro. ¿No se acuérda? Arreglé un préstamo en eurodólares bàfa él hace años, cuándo todavía tenía mis Bancos. P ^~Sí, sí. Nosotros participamos. Dígame, Hitchcock, ¿por qué vendió usted todo? —Pdr dinero. —Péro stis Bancos ándaban muy bien. —por supuesto. Como todos los Bancos, excepto algunos, como el Franklin National; o el Herstatt. Reichenberger acusó el impacto. Ni a él, ni a ningún banquero alemán, le gustaba oír hablar del colapso del Banco Herstatt, en 1974 : Tampoco los banqueros norteamericanos querían recordar el tema del Franklin National. Ambas eran instituciones de miles de millones de dólares* y ambas quedaron panza arriba. A fines de 1978, todos los que estaban en el oficio comprendían que esas • cosas podían volver a suceder. Pero en escala inconmensurable­ mente más grande. Y Reichenberger sabía muy bien que un colapso financiero en Italia podía actuar como disparador. —Y usted no quiso seguir asumiendo la responsabilidad. —N o quise tener responsabilidad personal del dinero de otros. , —¿Entonces por qué trabaja para los sauditas? —Porque puedo retirarme cuando quiera. —Pero entre tanto es responsable de su dinero. —Sí, pero no es lo mismo. Sencillamente no hay nada personal en doscientos o trescientos mil millones..., aunque sólo se trate de administrar mil millones... ya no hay angustias. ¿Un millón? Bueno, ahí empiezan los problemas. Un millón significa tal vez . úna buena casa y un bonito barco. Uno le hace perder eso a un tipo y se pueden prever las consecuencias. Pero mil millones representan mii buenas casas más mil bonitos cruceros de sesenta pies. Entonces, ¿a quién le importa? Y trescientos mil millones...

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M I Comprendo y sin duda comprendía. Ei Banco de Reichen­ berger tenía un activo de alrededor de cincuenta mil millones. —¿A quién tenemos que comprar en Italia? —A Minoli... el ministro de Economía. Y a Riccardo... Banco de Italia. —¿Y Longo no querrá algo también? —Seguramente. • Bien—su tono era escéptico—. Explíqueme el mecanismo. Yo tenía conmigo el balance del ENI. El activo era de ocho mil IRillpnes. Pero se trataba de una compañía italiana, y por razones impositivas una compañía italiana jamás dice la verdad sobre su valor real. La regla práctica consistía en agregar el cincuenta por ciento. O sea, que el ENI era una corporación de doce mil millones de dólares. La mitad de su capital estaba en Italia, e incluía la cadena de estaciones de servicio AGIP, que cubría toda la península, sus propiedades de gas natural en el valle del Po y subsidiarias en el §§ropo químico, textil, de la ingeniería y de energía nuclear. De manera que la compañía tenía alrededor de seis mil millones de propiedad colateral dentro del país. Como contrapartida, había un dato interesante: «solamente» había cuatro mil millones en préstamos de Bancos italianos. Lo cual significaba que los banqueros locales estaban protegidos por un importante capital dé la corporación dentro del país. No les afectaba en lo más mínimo que cayera un embargo sobre el capital externo. Las propiedades en el extranjero también estaban diversificadas. La cadena AGIP se había extendido a Alemania, Suiza, Escandinavia y Gran Bretaña. Había refinerías en el Norte de Europa y en el Caribe. Y había muchas concesiones que el ENI había comprado y que estaba en proceso de desarrollar en algunos dé los más importan­ tes huevos campos petrolíferos del mundo. Yo había hecho un rápido control por télex con Riyad sobre el valor que eso representaba, desde la oficina de Roma: Eri pocas horas obtuve la respuesta. Contrariamente a lo que aseguraban los mitos (o las creencias optimistas), algunos sauditas se habían vuelto muy hábiles en materia de petróleo. Habían aprendido los rudimentos en Harvard o Stanford, y luego en Exxon, en Nueva '

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York o en la Bechtel Corporation en San Francisco, donde se los aceptaba de muy buena gana como alumnos. Al volver a Riyad pasaban a dirigir una de las más grandes empresas de la tierra con notable éxito. Conocían mucho sobre valores. Hicieron la misma estimación que yo, grosso modo: las propiedades del ENI füéra de fjfg§ Italia ascendían a no menos de seis mil millones. Y el Ente Nazionale Idrocarburi sólo tenía una deuda de mil millones en préstamos en eurodólares. Lo cual significaba cinco mm , mil millones limpios. Si nosotros (los bancos asociados) prestába­ mos el cincuenta por ciento contra eso, haríamos un excelente W negocio. Aun si prestábamos el setenta y cinco por ciento (tres mil l i É millones con setenta y cinco) haríamos un negocio aceptable, incluso en la circunstancia más normal. Pero la situación del momento era excepcional, por llamarla de alguna manera. ; Otorgando el préstamo a los italianos simplemente les proporcio­ l nábamos suficiente dinero como para pagar antiguas deudas que estaban por vencer... con nosotros. Así quedaba resuelto.el js? presente. Pero también el futuro. Si nuevamente los italianos intentaban faltar a su palabra, nosotros tendríamos cinco mil IB millones de su activo, que podríamos ofrecer al mejor postor, y asi ■ ganar la partida dos veces seguidas. Lindísimo. Y por esto, amigos míos, los sauditas me pagaban la. 'T*yV miseria de medio millón de dólares por,año. {Regalado! ■'-"CM Obviamente Reichenberger quedó impresionado cuando l e « « expuse el asunto, e hizo el máximo esfuerzo por encontrarle algún fallo, pero no tenía ninguno. N o obstante, lo intentó. v —Todo está muy bien, Hitchcock. Pero, ¿y si finalmente nos ¿S'0vemos obligados a tomar esas propiedades? ¿Encontraríamos comprador con ese tipo de dinero? s ¡¡p ll —Creo — respondí— que conozco uno en Rijad. Y no lo dije por salir del paso. Si había una industria en que los ÜS¡É sauditas invertirían con confianza, era la del petróleo. Las ÉÉjl propiedades del ENI eran especialmente tentadoras porque lili® incluían una serie de áreas de manufactura: la cadena AGIP con el MI atractivo emblema del dragón alado amarillo, más una cadena de refinerías en los principales mercados europeos, más una flota de " cargueros bastante grande registrada en Liberia. Con esas lÉ ^I

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propiedades los sauditas podían convertirse en lo que habían sido los, Exxon de antaño: un grupo integrado que podía trasladar el petróleo desde su fuente hasta los tanques de nafta de millones de consumidores, y obtener ganancia en cada etapa del proceso. Reichenberger decidió abandonar la pelea. —¿Cuánto costarían esos políticos italianos? —Bastante. Los han mimado mucho últimamente. ' —¿Un millón cada uno? „ —No. Después de todo, mimados o no, son sólo italianos. Con medio millón estará bien— el marido de Priscilla había dicho que alcanzaría con un cuarto, pero él siempre pensaba en términos de moneditas, —¿Está seguro de que entre esos dos podrán manejar las cosas? —Sí. Ya lo he averiguado. ssseMuy bien. ¿Le parece que vayamos por mitades en el costo? —Aproximadamente. —De acuerdo. »^Suficiente como ejemplo de la moral de los italianos, los norteamericanos y los alemanes. '—¿Dónde y cuándo? —preguntó mi pragmático interlocutor. —N o en Italia, por supuesto. Allí todo está controlado por tres vías diferentes. Además, como usted bien sabe, nunca conviene negociar en el campo del otro, Hermann. —Entonces, ¿dónde? —¿Por qué no aquí mismo? ^Reichenberger asintió inmediatamente. Tal vez con demasiada premura. Prometí traer a los italianos... en un par de días¿ Reichenberger no me invitó a almorzar, ni yo a él. Dijo que: debía asistir a una importantísima reunión, y yo dije que tenía que hacer muchas llamadas telefónicas. Cuando- Reichenberger se marchó, pedí otra bebida. Después de todo, acababa de probar que, a pesar dermi s retiro temporal, no había perdido contacto con los europeos. Diez minutos más tarde sentí apoyarse una mano en mi hombro* N o me agrada especialmente que me pongan las manos encima, de modo que me di vuelta con bastante brusquedad. —Por Dios, Hitchcock, soy yo.

«Yo» era Randolph Aldrich, presidente y principal ejecutiyo dér j First National Bank of America, padre del mundo bancarío, y tal; vez de todo el mundoi Hacía años que conocía profesionalmente a ^ Randy, y muy de cerca. En realidad, cuando decidí vender.mis^v Bancos,; Aldrich fue quien los compró. Para el First National fue >un negocio pequeño, y Aldrich se ocupó de aclararlo. No me concedió más de veinte minutos en su despacho cuando firmamos:* f el contrato. Pero yo no soy muy pretencioso cuando se trata de--> treinta y dos millones de dólares al contado, y eso es exactamente lo que el First National me pagó por mi pequeño imperio . s x bancario. En efectivo, y no en acciones del Banco, porque - ;' obviamente los muchachos no querían que yo me quedara con u n ^ í paquete tan grande como para que pudiera abrirme paso hacia él. Consejo. Es común que después de un negocio (de cualquier " negocio) uno sienta que lo Han estafado, y eso destruye cualquier, relación personal que hubiera entre las partes. Sin duda no fue lo, que ocurrió en este caso, o Aldrich no se habría acercado a mí eh Francfort. • —Randy —le dije, sintiéndome importante— . Siéntate. Y dimév qué tienes planeado para esta noche, y si ella tiene una amiga. - ■ Sólo fuegos artificiales, porque Aldrich y yo pertenecíamos a ' mundos bastante diferentes. Yo tenía un valor neto de unos cuarenta millones. Sólo parte de mi dinero era heredado. El había; heredado todo el dinero que tenía. Pero estaba bien dispuesta f hacia mí. —Hítchcock —respondió—, hoy no me dedico a la cama, sino á la botella —se sentó y pidió un whisky doble, sin hielo; sin soda,italiano contribuía al desastre. Si Italia caía en el pozo financiero, : „¿lös Estados Unidos tardarían mucho en seguirla? Pero sj Nueva ■) York no sácaba una buena tajada de la Operación« árabe; ¿el desastre no sería inevitable, de todos modos? EStába Claró qüé lo s;■;norteamericanos se harían los valientes hasta el bordé dél abismo. v ,, y esa mañana, en Francfort, comprendí de pronto que yo era el í verdadero pivote de la situación. Por ejemplo, pensé, ¿qué sucedería si yo volvía a Riyad y :

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contaba exactamente lo que había pasado? A los sauditas no les «ÉL f¡S¡8¡ gustaría nada mi historia. Eran personas extremadamente susceptibles. Muy nacionalistas. Muy sensibles en materia de ■ dinero, especialmente cuando se trataba de perderlo- ¿Y si les y á rffif&l • cortaban los suministros a los norteamericanos? ¡Niunnmoneditu más, Aldrich!:Si en.diciembre de 1978 el mercado monetario de Nueva York estaba más ajustado que un corsé, ¿cómo estaría un par de meses más tarde? Y, ya que estábamos en eso, podíamos ■ m hacerle lo mismo a Inglaterra y sus libras esterlinas que a los Estados Unidos y sus dólares. La maldita isla se hundiría en su ISÄlililä prdpio letargo, y Aldrich y sus amigos tendrían que pensar cómo : sacarla de eso. Yo no soy vengativo. Nunca lo he sido. N i la capacidad de ejercer poder real ha influido jamás en mi juicio. Lo que sucede es que probablemente Aldrich y su grupo subestimaron ■ B l a William H¿ Hitchcock. Esto no significa que aquella mañana de diciembre, en Francfort, yo estuviera en la mejor relación posible con herr doktor Reichenberger y el grupo que representaba. ¡Dios mío, podría haberme asesinado! Pero afortunadamente estaba muy ocupado redactando una nueva serie de mensajes por télex, que postergaba «temporalmente» el trato italiano en euromarcos. En un examen retrospectivo; se me ocurre que debió de pensar que yo le metí en el problema: Que le hice quedar como un tonto, por razones groseramente norteamericanas o astutamente orientales. Cuando uno representa al Banco más grande de Alemania y ' convoca a una sociedad para prestar tres mil millones de dólares, y el nombre de uno figura en letras mayúsculas..., la cosa se sabe, por decirlo así. Y la gente empieza a hacer conjeturas sobre la forma en que uno ha participado. Y además el nombre que apareció al final de cada télex (por insistencia de Reichenberger, y no mía) fue el del Leipziger Bank. Cada uno se consuela como puede. Yo decidí que después de esta derrota necesitaba algo más que mis propios pensamientos para reponerme antes de regresar a Riyad. Me era indispensable un viajecito lateral. A Zurich. Para efectuar algunas jugadas. Pero no con enanitos. v"

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11 Había exactamente catorce Hartmanns en la guía telefónica de Zurich, pero sólo uno con el título de «profesor». Además, el nombre completo era Hartmann-Seligmann. La compañía de teléfonos de Zurich insiste en agregar el nombre de soltera de su esposa al de cada suscritor masculino; El nombre de Seligmann era un indicio más de que era la persona que yo buscaba. Por'tanto; llamé. Y atendió Ursula. Dije que llegaría a Zurich ese mismo día; Por una noche; ¿Quizá ella...? Sí, cómo no. pero sólo por un rato. El 6 de diciembre viajaría con su padre a Teherán. Tenían mucho que hacer. Pero me invitaba a tomar una copa en su casa. Estaba seis manzanas de la Universidad, en lo alto de la montaña, al Esté del lago. Yo conocía algo del lugar; Quedamos en que iría a las siete. ¿Qué significa una coincidencia? Mucho. Porque detrás de una coincidencia hay más que un puro azar. Por ejemplo, en ese viaje a fines de 1978. Primero conocí a Ursula Harmann. Luego me encontré con Randolph Aldrich. Ninguna de las dos cosas fue planeada o esperada. Pero me ha sucedido lo mismo cientos, o tal vez miles de veces. Y les diré por qué. ¿Qué porcentaje de la población mundial se hospeda en el Hassler en Roma, o en el Frankfurterhof en Alemania, o en el Claridge’s en Londres, o en el Beverly Hills en California? Una proporción minúscula; La tarjeta de admisión en esos lugares es la importancia, en términos de dinero, fama, cultura, influencia política. Lo mismo que se requiere para viajar en primera clase de Tokio a Los Angeles, o de Londres a Joburg; Es por eso que uno se encuentra con amigos, o amigos de amigos, o con alguien vagamente vinculado con lo que uno está haciendo, en lugares y situaciones como ésas. Esa acotación se debe a que mis dos encuentros «casuales» resultaron ser extremadamente importantes en mi vida. En realidad tengo que admitir que después de esa llamada a Zurich empecé a preguntarme si realmente hubo un elemento de azar en mi encuentro con Ursula Harmann. ¿Por qué diablos

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0 O aceptaba ella inmediatamente volver a verme? Y en su propia casa, para colmo. Aquella noche en Roma fue divertida, pero no fue él tipo de acontecimiento que suele conducir a pasar la velada dqlj domingo con la familia- de la muchacha. : pero tal vez, pensé, ella fuera un poquito... chiflada. N o completamente loca; pero algo loca eh el terreno sexual. Alguien que necesitaba situaciones muy especiales para excitarse. Todos tènèiilos:nuestros problemas; ¿no es cierto? ^ De manera que volé a Zunch; tomé una habitación en: el viejo fortín, el Baur-au-Lac, me di una ducha, y llamé un taxi. Llegué a destinò a las siete en puntò, cosa infrecuente en mí. Me sentía contento porque había empezado a nevar. Me gusta la nieve. Convierte el mundo èri algo limpio y nuevo, especialmente de noche, cuando se ven caer ios copos en los haces de luz dé los faroles del còche. Suiza y la nieve están siempre juntas en mi mente cáliforniana. Es así como llegué a casa de los Hartmann en paz con el mundo en general y con los suizos en particular. Pero una vez qué entré en la casa ya no me sentí tan seguro. Primero; por el bueno del profesor. Me recibió en la puerta. Tuve ; eso que llaman «primera impresión». Es cierto que le había visto ^ fugazmente en aquel bar en Roma. Pero ahora, bien..., no 'me miraba. Me clavaba los ojos. Tenía largos cabellos blancos ycejasf que hacían juego. Además no estrechaba la mano en la forma — habitual; Tomaba bruscamente la mano de uno, le daba un breve ¡tirón; yñáda más; Medía unos veinte centímetros menos que yo. Y, , tenía unos veinte años más. V !. Y la casa.' Oscura y con olor a humedad. Bibliotecas por todos' lados, hasta asfixiar. ' ,, Ursula estaba sentada en el sofá de la sala. El sofá, como el resto s de los sillones de la sala, estaba tapizado en un terciopelo rojo sofocante. Todo muy ordenado... pero rígido. Ursula me saludó - como una princesa judía suiza. Un ligero toque de sus dedos en mi b in a n o ; y un ademán que me invitaba a sentarme a su izquierda» Por lo menos no llevaba el uniforme de guía ,turística de là vez anterior. Se había puesto un vestido de noche, negro, abotonado : hasta el cuello, por supuesto. Pero, debo admitirlo, estaba encantadora.

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Le he hablado de usted a papá —dirc> muy complacidos de que venga a visitarnos.

Los dos estamos

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Luego nos quedamos los tres allí sentados;

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