Cifelli, Arnaldo - Como aprender a predicar

ARNALDO CIFELLI Có mo aprender a predicar SAN PABLO [Contratapa] Colección Anuncio El dirigente político o gremial; el

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ARNALDO CIFELLI

Có mo aprender a predicar SAN PABLO [Contratapa] Colección Anuncio El dirigente político o gremial; el conductor de un programa televisivo; el ejecutivo de ventas; el actor y hasta un simple vendedor ambulante saben que su éxito esta indefectiblemente ligado al manejo de la palabra. ¿Por qué, entonces, los ministros de la palabra han de hablar de cualquier manera, sin capacitación previa, sin haber aprendido el arte de expresarse al público? ¿Cómo preparar la predicación? ¿Dónde buscar material? ¿Cómo organizarla para hacerla clara y atrayente? ¿Cómo lograr que nuestras predicaciones convenzan y conviertan? Estas páginas responden a estos interrogantes. Ellas brindan la ayuda necesaria para que el lector se transforme en un eximio predicador, si, convencido de que todo se gana con preparación, y todo se pierde con improvisación, está dispuesto a pagar el precio: tiempo y esfuerzo. La predicación es, a la vez, una mística, una doctrina y una técnica. Exige santidad, sabiduría y entrenamiento en el arte de comunicar.

Colección Anuncio   

Pablo apasionado. DE TARSO HASTA SU PLENITUD, Víctor Manuel Fernández Cómo interpretar y cómo comunicar la Palabra de Dios. MÉTODOS Y RECURSOS PRÁCTICOS, Víctor Manuel Fernández Estrategias para predicar a Pablo. LAS LECTURAS DE SAN PABLO EN LOS DOMINGOS DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLOS A - B - C, Frank J. Matera

Distribución San Pablo: Argentina Riobamba 230, CI025ABF BUENOS AIRES, Argentina. Tels. (01 I) 5555-2416/17 — Fax (01 I) 5555-2439. www.san-pablo.com.ar — E-mail: [email protected],ar Chile Avda. L. B. O'Higgins 1626, SANTIAGO Centro, Chile Casilla 3746. Correo 21 —Tel. (0056-2) 7200300 — Fax (0056-2) 6728469. www.san-pablo.cl — E-mail: [email protected] Perú Armendáriz 527 — Miraflores, LIMA 18, Perú. Telefax (5 I) 1-4460017. E-mail: [email protected]

Cifelli, Arnaldo Cómo aprender a predicar 1º ed. - Buenos Aires: San Pablo, 2008

200 p; 21 x 14 cm. ISBN. 978-987-09-0004-7 I. Teología práctica cristiana. I. Título CDD 240 Con las debidas licencias / Queda hecho el depósito que ordena la ley 11.723 / © SAN PABLO, Riobamba 230, C 1025ABF BUENOS AIRES, Argentina. E-mail: [email protected] / Impreso en la Argentina en el mes de diciembre de 2008 / Industria argentina. I.S.B.N. 978-987-09-0004-7

Presentación....................................................................................................5 Para tener en cuenta.......................................................................................7 I. INTRODUCCIÓN.............................................................................................9 1.- ¿Qué es la predicación?...........................................................................9 2.- Lugar de la predicación en el ministerio sacerdotal..............................10 3.- La predicación hoy.................................................................................12 a) Características del mundo moderno....................................................13 b) Características del hombre de hoy......................................................13 c) Características del predicador.............................................................14 4.- Cómo aprender a predicar.....................................................................15 * SUGERENCIA............................................................................................16 II. EL PREDICADOR.........................................................................................20 5.- El predicador es orador..........................................................................20 a) ¿Es realmente así?...............................................................................20 b) Presupuestos básicos...........................................................................21 c) ¿Hay un miedo retórico?......................................................................22 6.- El predicador es hombre de Dios...........................................................23 a) El predicador es íntimo de Dios...........................................................24 b) El predicador es testigo.......................................................................25 c) El predicador predica bajo el aliento del Espíritu Santo.......................27 d) El predicador predica con alegría y sin desanimarse...........................28 III. LA PREDICACIÓN.......................................................................................30 7.- Dimensiones básicas de la predicación.................................................30 8.- Las formas de la predicación.................................................................31 A.- El "marco de referencia".....................................................................31 B.- Por el objetivo.....................................................................................33 C.- Por la intención del predicador...........................................................41 D.- Cómo utilizar estas posibilidades.......................................................42 E.- Predicación litúrgica y predicación no homilética...............................42 F.- Los laicos y la predicación de la Palabra.............................................44 9.- Cómo se prepara la predicación............................................................46

I.- Necesidad de una preparación específica............................................46 II.- La preparación individual y en equipo................................................48 III.- La preparación en marcha.................................................................55 IV.- LA HOMILÍA............................................................................................120 I.- ¿De qué se trata?..................................................................................120 2.- La realidad de la homilía......................................................................120 3.- Triple dimensión de la homilía.............................................................122 A.- A partir de la Palabra, en fidelidad a ella y a su servicio..................123 B.- Al servicio del pueblo de Dios en su vida concreta...........................125 C.- Al servicio y bajo el influjo del misterio celebrado............................127 4.- ¿Cuánto debe durar la homilía?...........................................................128 V.- ANEXO....................................................................................................132 I.- La necesaria revisión posterior.............................................................132 1.- Autoevaluación.................................................................................132 2.- Evaluación en equipo........................................................................133 II.- El arte de preguntar.............................................................................134 III.- Subsidios para la homilía....................................................................136 BIBLIOGRAFÍA GENERAL..............................................................................138

Presentación Todo este libro está pensado y redactado teniendo en cuenta un hecho incuestionable: en general, se predica mal. ¿Deberemos aplicar también a nuestra realidad esta sentencia que Juan Comes Doménech refiere a España? (La Homilía. ese reto semanal, Edicep, 1992). Dejo al lector el esfuerzo de analizar su propia experiencia. Este libro está pensado y redactado en función del "predicador" —en rigor, de quien desee "aprender a predicar"—, y del destinatario de la predicación: el Pueblo de Dios. En medio de una sociedad que no respira tan en cristiano como antes, el Pueblo de Dios tiene una acuciante necesidad de proteger, alimentar y robustecer su fe. Sin embargo, el descrédito de la predicación —y específicamente de la homilía— es muy grande. Hace décadas que prestigiosos autores se preguntan hasta qué punto la homilía es responsable de la decisión de tantos cristianos de no participar en la misa dominical (P. Tensa, en Phase 95). Por su parte, quien realiza este gozoso y nada fácil ministerio de la predicación experimenta cuánta actualidad sigue manteniendo la afirmación del Concilio Vaticano II: (...) la predicación sacerdotal, en las circunstancias actuales del mundo, resulta, no raras veces, dificilísima (PO 4). Sorprende, en consecuencia, que la Iglesia Argentina haya descuidado la esmerada preparación profesional de quienes tienen como principal deber anunciar a todos el Evangelio de Dios (PO 4). Poco o nada se ha avanzado desde 1990. En LPNE, los obispos, con singular franqueza, admitieron que las respuestas a la Consulta al Pueblo de Dios reflejan, con alto índice, la existencia de homilías superficiales y poco preparadas, como también alejadas de la vida real. Y exhortan a los formadores de nuestros seminarios mayores a preparar especialmente a los seminaristas para este ministerio. A la vez, invitan a los diáconos y sacerdotes a realizar un cambio muy serio en este aspecto (51). El predicador ha de ser, por derecho y deber de estado, un auténtico profesional de la palabra: El dirigente político o gremial; el conductor de un programa televisivo; el ejecutivo de ventas; el actor y hasta un simple vendedor ambulante... saben que su éxito está indefectiblemente ligado al manejo de la palabra. ¿Por qué sólo los ministros de la palabra, a quienes Cristo ha constituido "heraldo, apóstol y maestro" (2Tim 1, 11), han de

hablar de cualquier manera, sin capacitación previa, sin haber aprendido el arte de expresarse en público? ¿Cómo preparar la predicación? ¿Dónde buscar material? ¿Cómo organizarlo para hacerlo claro y atrayente? ¿Cómo lograr que nuestras predicaciones convenzan y conviertan? Estas páginas responden a estos interrogantes. Ellas pueden hacer del lector un eximio predicador, si, convencido de que todo se gana con la preparación y todo se pierde con la improvisación, está dispuesto a pagar el precio: tiempo y esfuerzo. La Palabra de Dios para obrar necesita nuestra voz. Juan Bautista se definió como "una voz que grita en el desierto" (Jn 1, 23). La Palabra, sin la voz, queda muda; con una voz improvisada, inauténtica, mediocre, permanece estéril. El camino por recorrer queda iluminado por la pregunta con que el Obispo consagrante presenta la misión profética a los aspirantes al orden presbiteral, y por extensión, a todo predicador: ¿Quieren desempeñar, con la debida dignidad y competencia, el ministerio de la palabra por la predicación del evangelio y la exposición de la fe católica? La predicación es, a la vez, una mística, una doctrina y una técnica. Exige santidad, sabiduría y arte de la comunicación. Para predicar "con la debida dignidad y competencia", se han de conjugar la virtud, la cultura, las técnicas de comunicación y la experiencia. Hablar es difícil, difícil si se ha de decir algo, ha sentenciado Azorín; y Quintiliano, en su clásica Instituciones Oratorias, dice que para obtener un orador hay que cuidarlo desde la cuna. La cuna del predicador es el seminario, la casa de formación, la escuela de ministerios, el seminario catequístico... Hermano predicador: Un día, te encontrarás consagrado representante de Dios, heraldo de Cristo y proveedor de las almas. Ese día te preguntarás "¿Qué tengo entre las manos? ¿Qué formación me he dado? ¿Quién soy yo y con qué derecho elevo mi voz en medio de mi pueblo?". Éste es el momento de zambullirte tras la santidad, la sabiduría y la técnica de la palabra. Éste es el momento de aprender a predicar con "la debida dignidad y competencia". Ello alimentará tu fervor, te hará superar la fatiga y la desilusión, renovará el gozo y la esperanza de tu predicación, y asegurará para ti la promesa del Señor.

Los hombres prudentes resplandecerán como el resplandor del firmamento, y los que hayan enseñado a muchos la justicia brillarán como estrellas por los siglos de los siglos (Dn 12, 3).

Para tener en cuenta Estas páginas fueron en su origen apuntes de clase. Conservan su estilo y su finalidad didáctica: constituyen un instrumento de trabajo donde es posible aprender a predicar "con la debida dignidad y competencia". Contienen la información que hará del lector un "buen predicador", si está dispuesto a pagar el precio. Pero no son un tratado, sino una aproximación a la vasta y fascinante tarea de la predicación. Esta propuesta ha de completarse con la bibliografía mencionada y el contacto con experimentados predicadores. Confío que en los centros de enseñanza, a través de cursos y talleres, cubra los inevitables "baches" de esta obra, en especial, la necesaria práctica de los principios enunciados: A nadar se aprende nadando; a predicar se aprende predicando. Dado el origen escolar de estos apuntes, me he servido de los autores con una razonable libertad didáctica, tomando prestadas ideas y expresiones. Por razones prácticas, los cito de una manera general. También en esto, seguí al gran maestro Sertillanges O.P. (+ 1948): No hay que ruborizarse de los préstamos; lo hacen todos, será de un modo más o menos oculto, más o menos fecundo. Los espíritus verdaderamente originales, que nunca lo son del todo, son escasos. Es cometido del apóstol divulgar la verdad; no es necesario que la invente. He soslayado las cuestiones propias de la Teología de la predicación. Aquí tratamos el oficio del predicador y los recursos de una buena predicación. Antiguamente, se llamaba a esto "oratoria sagrada". Dos palabras que sintetizan todo: la predicación ha de ser rigurosa oratoria y, obviamente, sagrada por donde se la mire. Siendo la predicación "el primer deber del presbítero" (PO 4), tengo presente, en primer lugar, a los futuros sacerdotes. Pero, hoy, razones teológicas y pastorales involucran, en dicho ministerio, a otros miembros del Pueblo de Dios: No sólo los diáconos permanentes, sino también los religiosos y religiosas, catequistas, ministros extraordinarios de la comunión, y los más diversos agentes de pastoral enfrentan el "gozo y el deber" de predicar. Junto al sacerdote—y muchas veces reemplazándolo—, constituyen la vanguardia de la evangelización, incluso, la única presencia de la Iglesia.

También ellos han de sentirse heraldo, apóstol y maestro (2Tim 1, 11), el fuego abrasador que consumía al profeta Jeremías (20, 8-9), y prepararse adecuadamente para responder a Cristo Jesús, que los consideró dignos de confianza al colocarlos en el ministerio (1Tim 1, 12). Es posible que, para el criterio de algún lector, aparezcan, más de una vez, algunas reiteraciones y acentuaciones excesivas. Cuento con su benevolencia. Es el tributo a mi temperamento y convicciones. En medio de la oscuridad reinante, me animé a encender un fósforo... ya que comparto la opinión del P. Peñalosa: Desde luego, no abunda esta clase de libros que te enseñan a fabricar una homilía desde que entra la materia prima en el taller hasta que sale transformada de los labios. Los escritores de temas sacros no han tenido tiempo de sobra, como para acordarse de las ovejas desvalidas que, domingo a domingo, tienen que soportar lo que les caiga a título de homilía. El fruto más precioso de esta modesta iniciativa será que otros construyan el faro que pueda iluminar todo el ministerio de la predicación en nuestra querida Iglesia argentina. Pongo este esfuerzo y este anhelo bajo la protección de san Agustín — patrono de los maestros de elocuencia—, y de san Juan Crisóstomo, patrono de los predicadores.

I. INTRODUCCIÓN 1.- ¿Qué es la predicación? Entre los autores católicos, no existe una definición de predicación. Tampoco en los documentos de la Iglesia. Se podría pensar que todos están de acuerdo en que la predicación es "eso que hacen los curas...". Aunque no presenten una definición, los estudiosos la describen a partir de los términos griegos con que el Nuevo Testamento designa esa actividad de Jesús y de los apóstoles. Los más importantes son dos: a) pregonar, proclamar, ser heraldo (del griego Keryssein, de donde procede el sustantivo Kerygma, y nuestro kerigma. Aparece 61 veces). b) anunciar, dar una buena noticia, una noticia gozosa de euaggelidsein, de ahí el sustantivo evaggelion, y nuestro evangelio. Aparece 47 veces). Como se ve, el término "predicación" (del latín prae-dicare = anunciar de ante mano, declarar) suena pobre para expresar lo que hacía y ordenó Jesús que hiciera su Iglesia: Vayan por lodo el mundo, anuncien la buena noticia a toda la creación (Mc 16, 15). La predicación cristiana es anuncio, es proclamación de una noticia gozosa (Cfr. Lc 2, 10). Otros aspectos importantes de la predicación inicial surge del núcleo de la Buena Noticia: el misterio pascual, cristo muerto y resucitado. La predicación apostólica parte de un acontecimiento. No es una noticia más, es el testimonio de una experiencia. Lo expresa admirablemente Pedro: Porque no les hicimos conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo basados en las fábulas ingeniosamente inventadas, sino como testigos oculares de su grandeza (2Ped 1, 16; Cfr. 1 Jn 1, 3; 3 in 3, 11; Hech 4, 20). Por esto, en los Hechos de los Apóstoles, en alusión a la predicación de Pablo, se enfatiza su testimonio (Hech 18, 5; 20, 24; 28, 23). Ser testigo de la Palabra —y no simple comentarista— es tarea fundamental del predicador... y de la Iglesia toda. Por otra parte, el acontecimiento Jesús reclama ser narrado, explicado. Surge, así, la necesidad de enseñar (didaslcein, en griego, de donde salen didaje, didaskalia): Aparece 16 veces. Finalmente, alguna vez, se presenta homilein (de aquí nuestra homilía), significando un discurso informal, una conversación familiar (Cfr. Hech 4, 1. 3I; 14, 25; 20, 11). ¿Qué podemos sugerir a partir de este análisis?

a) Predicación, en sentido amplio, es todo anuncio del Plan salvífico de Dios realizado por cualquier medio: oral, escrito, audiovisual... b) Predicación, en sentido estricto, es el anuncio verbal del Plan salvífico de Dios coronado en Jesucristo, con el fin de persuadir. La proclamación, el anuncio, la enseñanza, la conversación familiar no son una simple información, reclaman, urgen un compromiso: la conversión. A partir de ese momento, Jesús comenzó a proclamar: Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca (Mt 4, 17). Toda predicación que no persiga la conversión —un cambio de vida— del oyente se expone a dejar de ser Evangelio para reducirse a una simple conferencia (León Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, Barcelona, Herder, 1972, p. 710).

2.- Lugar de la predicación en el ministerio sacerdotal La predicación fue la tarea de Jesús. ¿Quién lo duda? En consecuencia, instituyó a doce para que estuvieran con él, y enviarlos a predicar con el poder de expulsar a los demonios (Mc 3, 14). La comunión con él sería la preparación; los signos posteriores serían credenciales para testificar el mensaje; la tarea por realizar era ¡predicar! Y cuando el Maestro quiso reducir a la forma más breve posible la misión que encomendaba a sus apóstoles, dijo simplemente: Vayan y prediquen (Mc 16, 15). La primacía de la predicación fue entendida y practicada celosamente por la Iglesia primitiva. Las citas y referencias serían interminables. Deseo rescatar una que debería ser el lema de todos los seminarios, y presidir el cuarto de trabajo de todo consagrado: nosotros podremos dedicarnos a la oración y al ministerio de la Palabra (Los apóstoles al instituir a los Siete, Hech 6, 4). La historia y el magisterio de la Iglesia confirman que la predicación es el principalísimo ministerio del sacerdote. El Concilio Vaticano II ha declarado: (...) los presbíteros, como cooperadores que son de los Obispos, tienen por deber primero el de anunciar a todos el Evangelio de Dios (PO 4). No puede ser de otra manera. El justo vive por la fe (Rom 1, 17), ya que sin la fe es imposible agradarle (Heb 11, 6). Pero la fe proviene de la predicación de la Palabra de Dios. ¿Cómo invocar/o sin creer en él? ¿Y cómo creer sin haber oído hablar de él? ¿ Y cómo hablar de él, si nadie lo predica? La fe, por lo tanto, nace de la predicación, y la predicación se realiza en virtud de la Palabra de Cristo (Rom 10, 14-17). La predicación constituye el fundamento de la vida cristiana, el principal ministerio de la Iglesia, el que engendra al hombre para Cristo (1 Cor 4, 15), y continúa engendrándolo hasta que Cristo no se haya configurado con él (Gál 4, 19). El predicador ha de sentirse como una madre que alimenta y cuida a sus hijos (1Tes 2, 7).

No es sólo un portador de Cristo, es decir, alguien que le presta su voz, sino también un embajador suyo, en el sentido más estricto: habla en su nombre y desempeña ante los hombres, sus veces (2Cor 5, 20). También para él es verdad que la predicación del evangelio le ha sido confiada (Gál 2, 7), que ha recibido la gracia del apostolado para promover la obediencia a la fe (Rom 1, 5; Ef 3, 8), que la predicación es un cometido que le ha sido confiado al margen de su propia iniciativa (I Cor 1, 17) y, por consiguiente, que predica urgido por una necesidad imperiosa (1 Cor 9, 16). Sobre todo, en el momento de la homilía, debe experimentar la alegría de sentirse ministro del evangelio y partícipe privilegiado del dinamismo de Pentecostés. Ésta es sir vocación primordial, su identidad profunda, su gozo (DP 348). El sacerdote, por tanto, es profeta: no tiene más remedio que "hablar". No hay posibilidad de excusa o de mudez. En consecuencia, no tiene alternativa: si debe hablar, debe aprender a hablar. Para decidirse, es necesario valorizar este primer deber y darle la prioridad que le corresponde. ¿Será exagerado sostener que, para muchos sacerdotes, la predicación es "una actividad más", para cuya preparación, generalmente, "no hay tiempo"? Sin embargo, desde el breve comentario a la palabra de Dios, hecho en una reunión parroquial, hasta el más solemne sermón, pasando por la asidua homilía, ¿qué hace el sacerdote, sino predicar, es decir, cumplir su misión profética? Si la predicación es el oficio principalísimo del ministerio sacerdotal, todas las otras ocupaciones vienen después, son secundarias Si falta tiempo, ha de faltar para otras cosas y no para preparar la predicación... Existe el riego de pensar que basta con una cierta habilidad natural y la gracia de estado. La gracia supone la naturaleza —ha sentenciado san Agustín— y no la destruye, sino que la perfecciona. El orden sobrenatural está ligado a los medios naturales, a las causas segundas. El arte y la técnica oratorias, puestas al servicio de la predicación son verdadera causa instrumental de la eficacia de la Palabra de Dios. La Palabra de Dios, por sí misma, es un sacramento, no la palabra humana del sacerdote, que, si no la sabe emplear, corre el riesgo de oscurecer, desdibujar, tornar inoperante, cuando no irrisoria, la Palabra de Dios. Dios ciertamente suple nuestras humanas deficiencias y limitaciones. Pero si, por negligencia, por presunción o por una falsa confianza en el Espíritu, somos inoperantes e incapaces, ¿podremos esperar que un Dios mágico corra en nuestro auxilio?

A la piedad y a la virtud debe ir unida la ciencia, pues es claro y está demostrado, por una constante experiencia, que en vano se esperará una predicación sólida, ordenada y fructuosa, de parte de aquéllos que no se han nutrido con buenos estudios, principalmente sagrados, y que, confiados en cierta locuacidad natural, suben temerariamente al púlpito con poca o nada preparación. Estos predicadores, ordinariamente, no hacen otra cosa que azotar el aire y atraer, sin advertirlo, sobre la divina palabra el desprecio y la irrisión; por lo cual a éstos les cuadra enteramente aquella sentencia: "Porque tú has rechazado el conocimiento, yo te rechazaré a ti para que no ejerzas mi sacerdocio". Esta precisa y contundente reflexión, procede de la ex Congregación de Ordinarios y Religiosos y está fechada el 31 de julio de 1894 (¡hace más de 100 años!), en una época en que el sacerdote tenía, casi, el monopolio de la palabra. ¿Qué decir en nuestra actual situación, donde los "profesionales" de la palabra abundan en todos los ámbitos y donde el sacerdote debe competir dentro de la "civilización de la imagen"? La predicación exige santidad; reclama sabiduría; demanda también dominio del arte de la comunicación. En tiempos menos conflictivos que los nuestros, escribió Fray Luis de Granada (+ 1588): En cuanto a mí, estoy del todo convencido de que no hay nada más indigno que esta temeridad con que se entra en un ministerio tan grande, el más difícil de todos, sin preocuparse de instruirse antes en alguna regla o método que aseguren su cumplimiento digno y fructífero (Rethorica Sacra, lib. I, c. II). Predicar con la debida dignidad y competencia, armar una predicación que honre a la Palabra de Dios y a la Asamblea, está al alcance de cuantos estén dispuestos a pagar el precio: tiempo y esfuerzo.

3.- La predicación hoy La predicación sacerdotal en las circunstancias actuales del mundo resulta, con frecuencia, dificilísima. Después de 40 años de esta afirmación del Concilio Vaticano II (PO 4), la situación ha empeorado. La Palabra de Dios —la palabra de la Iglesia— choca contra dificultades serias. Sin embargo, los fieles de hoy necesitan, más que en otros tiempos, la ayuda permanente de la predicación —en especial de la homilía— que acerque la Palabra a sus vidas, alimente y fortalezca su fe en medio de una sociedad paganizada.

Es un lugar común hablar de crisis de la predicación. Conviene recordar que las crisis son oportunidades, sirven de purificación, obligan a examinar qué pasa y qué nos pasa. Con humildad y valentía, podemos afrontar el desafío y lograr que nuestra predicación llene las necesidades y expectativas del pueblo de Dios. a) Características del mundo moderno

El mundo moderno se caracteriza por el materialismo, el hedonismo y el laicismo. Este cuadro de valores no puede desembocar sino en el nihilismo ("la falta del sentido de la vida", a la que tanto se ha referido el eminente psiquiatra Viktor Frankl), y que es la coronación del desencuentro del hombre con Dios. Esta situación se ve favorecida por la eclosión de los medios de comunicación social, que, en su formulación corriente, tienen un neto carácter enajenante; han convertido a nuestra civilización en una civilización de la "imagen", en contraposición a la anterior civilización de la "palabra". Examinaremos, más adelante, la extrema importancia de esta cuestión. En un mundo secularizado que los impulsa continuamente hacia el interés por lo inmediato, lo material y lo que directamente preocupa a la vida familiar y social, no es extraño que muchos fieles estén desmotivados y que los temas puramente espirituales no gocen de su preferencia. b) Características del hombre de hoy

Inmerso en ese clima psíquico-moral y adhiriendo a él con mayor o menor conciencia—, aparece el destinatario de nuestra predicación. El hombre de nuestros días es un racionalista centrado en la técnica. Las categorías del pensamiento técnico-científico no son las mismas que las del pensamiento filosófico-teológico. Este hombre es activo, incansablemente activo. Vive a "mil revoluciones". Ha perdido aptitud para la receptividad, casi diríamos, para el reposo, en el que hay que escuchar la Palabra de Dios. Este hombre es hipercrítico, cuestionador; no se "traga" cualquier argumento, más aún, tiene los propios. Está saturado c influenciado de información y, en general, carece de tiempo y hábito de reflexión. Este hombre tiene un sentimiento exacerbado de la propia libertad e independencia, que lo lleva a una exagerada autonomía de juicio y al rechazo, o por lo menos, el cuestionamiento de la autoridad. No le bastan los títulos del que habla, quiere argumentos; testimonios.

Este hombre es un escéptico y un impaciente. Mira con recelo a un Dios que puede hacer nuevas todas las cosas (Apoc 21, 4); pero lo hará "más adelante", en la eternidad. ¿Y mientras tanto? Este hombre (por todas las razones que analiza y trata de remediar la Pastoral) no está suficientemente evangelizado y catequizado, y muy corrientemente limita su contacto con la Iglesia a la asistencia a la misa dominical.

c) Características del predicador

Frente a esta realidad, no pocas veces, accede al ambón un predicador que no se ha hecho cargo de la situación. El CELAM planteaba la cuestión de esta manera: ¿Qué pasa con nuestra comunicación en las celebraciones? ¿Y si pensamos que somos unos 48.000 sacerdotes y unos 900 obispos que, cada semana, tenemos dos y hasta tres públicos más o menos fijos? De verdad; nuestras homilías son realmente impreparadas o mal hechas. No convencen, no cambian, no crean una realidad nueva... ¿Por qué? Y el P. Luis Palomere, en el mismo documento añade: La experiencia de varios seminarios prácticos sobre homilética en diversos ambientes; la dificultad de sacerdotes y seminaristas para preparar una homilía, la mediocridad (y el término es muy suave) de las homilías que se oyen en nuestras iglesias, me ha convencido de la conveniencia de escribir algo sobre el tema, que pueda ayudar a quienes se inician en el difícil arte de la predicación. El Directorio Parroquial (2) de la Arquidiócesis de Buenos Aires (1978), se expresa así al respecto: Hay varios factores que ponen en crisis a la predicación cristiana en el mundo contemporáneo. Entre ellos, hay que mencionar los que provienen de los mismos ministros y los que proceden del mundo. hay algunas carencias de Los predicadores: la falta de suficiente preparación; la falta de actualización bíblica; la falta de entusiasmo: la incapacidad de comunicarse adecuadamente (n. 100). Como vemos, las razones del desencuentro que tienen como protagonista al predicador son de índole diversa:     

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superficialidad espiritual; falta de preparación bíblica, litúrgica, y teológica; falta de tiempo por estar en demasiadas ocupaciones; improvisación total de lo que se va a exponer; falta de formación en el arte de leer y hablar en público

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la dificultad de tener a mano subsidios adecuados para prepararse; la impericia en las técnicas de comunicación; las inhibiciones y los miedos de diversos tipos; el olor "arcaico" a "museo" del mensaje que se transmite; la fatiga por el exceso de trabajo; los desbordes temperamentales; el desaliento ante la indiferencia por la Palabra de Dios que muestran no pocos cristianos.

Sí, no hay duda: la predicación sacerdotal en las circunstancias actuales del mundo resulta no raras veces dificilísima 1 PO 4). El problema no es nuevo. Jeremías, abrumado por su responsabilidad, llegó a decir: Cada vez que hablo es para gritar, para clamar: violencia, devastación. Porque la Palabra del Señor es para mí oprobio y afrenta todo el día. Entonces dije: "No lo voy a mencionar, ni hablaré más en su nombre". Pero había en mi corazón un fuego abrasador, encerrado en mis huesos; me esforzaba por contenerlo, pero no podía (20, 8-9). Ese fuego abrasador incontenible nos debe infundir la certeza —en medio de tantas dificultades— de estar al servicio de la "la Palabra de Dios" (Tit 2, 5); "de la Palabra de la Verdad" (2Tim 2, 15); "de la Palabra de la Fe" (1 Tim 4, 6); "de la Palabra de la Salvación" (Heb 13, 26); "de la Palabra viva y eficaz" (Heb 4, 12); "de la Palabra de Salvación de nuestro Señor Jesucristo" (1 Tim 6, 3). El predicador como "hombre de Dios" (1 Tim 6, 11), ha sido constituido "heraldo, apóstol y maestro" (2Tim I , 1 I) de la Buena Noticia, "embajador de Cristo", "como si Dios exhortara por medio de nosotros" (2Cor 5, 20). A él, lo mismo que a Moisés, le dice el Señor: ¿Quién da la boca al hombre? ¿Quién hace al mudo, al sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo, Yavé? Vete: Yo te ayudaré a hablar y te enseuiare lo que has de decir (Ex 4, 1112). Confiando en el Señor, el predicador exclamará como Pedro. Maestro, hemos trabajado la noche entera y no hemos sacado nada; pero, en tu nombre, echaré las redes (Le 5, 5). Confiando en el Señor, el predicador recordará las palabras de Jesús: Les digo esto para que encuentren la paz en mí. En el mundo, tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo (Jn 16, 33).

4.- Cómo aprender a predicar La elocuencia puede ser un regalo de la naturaleza: la oratoria siempre es una conquista. El orador se hace como el médico, el nadador, el pianista... a fuerza de repetir actos, entrenar, ensayar, corregir, avanzar poco a poco, hasta adquirir el dominio, la técnica, la facilidad del arte. Cuanto antes empieces, antes vencerás, aconsejaba san Francisco de Sales a Mons. De Bourges, estimulándolo a la práctica de la predicación. Para hacerse predicador —un eficiente predicador—, es imprescindible la humildad: la humildad del sabio que "sólo sabe que no sabe nada". Que parte de su propia ignorancia, de la necesidad de aprender. La humildad del genio que jamás cree haber llegado a la meta. El artista ve que el arte no tiene límites; siente confusamente que está lejos de la meta y mientras los demás quizá lo admiran, él deplora no haber llegado allá donde un genio superior brilla para él como un sol lejano (Carta de Beethoven a Wegeler,. 1812). ¡Y hay predicadores que se sienten capacitados a dar conciertos sin haberse ejercitado en las escalas! La Iglesia quiere otra cosa: Prepáreselos, por consiguiente (a los seminaristas) para el misterio de la Palabra (OT 4). La solicitud pastoral que debe infirmar enteramente toda la formación de los alumnos, exige también que sean instruidos diligentemente en todo lo que se refiere de una manera especial al sagrado ministerio, sobre todo en la catequesis y en la predicación (OT 19). Y Pablo VI afirma: Para los agentes de la evangelización, se hace necesaria una seria preparación. Tanto más para quienes se consagran al ministerio de la Palabra. Animados por la convicción, cada vez mayor, de la grandeza y riqueza de la Palabra de Dios, quienes tienen la misión de transmitirla deben prestar gran atención a la dignidad, a la precisión y a la adaptación del lenguaje. Todo el mundo sabe que el arte de hablar reviste hoy una grandísima importancia. ¿Cómo podrían descuidarla las predicadores y los catequistas? Deseamos vivamente que, en cada Iglesia particular; los obispos vigilen la adecuada formación de todos los ministros de la palabra. Esta preparación llevada a cabo con seriedad aumentará en ellos la seguridad indispensable y también el entusiasmo para anunciar hoy a Cristo (EN 73).

A pesar de tan claras recomendaciones (repetidas en los más variados documentos del magisterio), la oratoria sagrada sigue siendo, en los seminarios y centros de formación, materia de segunda o tercera categoría (cuando se dicta). Una de esas que se dan en un curso intensivo: nombre elegante que equivale a "peor es nada". No basta con la buena voluntad. No basta con cierta locuacidad natural. No basta con haber estudiado filosofía y teología para ser un buen predicador. Es necesario aprender las reglas del arte oratorio. Estudiarlas, analizarlas, practicarlas. En una palabra: se requiere dedicación y sacrificio. El éxito se alcanzará tras una larga paciencia como ocurre con la perfecta ejecución de cualquier oficio.

* SUGERENCIA Cuanto antes empieces, antes terminareis, aconsejaba san Francisco de Sales. Conviene comenzar en primer año de filosofía. Se desarrollará un curso de oratoria general (Cómo hablar bien en público) con permanentes referencias a la "oratoria sagrada" (predicación). El curso se extenderá en forma de taller durante todos los años de estudio (filosofía y teología) para que cl más limitado seminarista, el más modesto predicador, llegue a ser elogiado como lo fue Jesús: Todos se admiraban de su manera de enseriar. Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: ¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva llena de autoridad! (Mc 1, 21-28). ¿Cuál es el camino que hay que seguir? Una vez que el profesor dirija el curso, los seminaristas comenzarán a participar por su cuenta en el taller; el profesor sólo será guía y coordinador general. Las ventajas del taller son múltiples: 

  

Desde luego, el ejercicio práctico que en oratoria es esencial. Imaginemos el resultado de estar preparando y diciendo una predicación cada semana (o según el cronograma que se acuerde), a lo largo de varios años. El sentido crítico, puesto que todos los compañeros observan, analizan, señalan logros y defectos. Un aprendizaje, sobre todo, si se razonan las observaciones que se hacen en cada predicación. El clima de libertad, ya que cada grupo formula y desarrolla el programa de acuerdo con sus necesidades. Nada se impone. Flexibilidad y variación. El interés que despierta el compromiso libremente asumido, con un mínimo de formalidades en cuanto a la organización y un máximo de participación. Nadie puede estar pasivo.



El marco comunitario que propicia el enriquecimiento de cada uno de los miembros del grupo.

Para ello: 



Se integran grupos reducidos de cinco o seis personas, a fin de que cada uno de los miembros tenga oportunidad de hablar, intervenir y trabajar en cada sesión. Idealmente, la sesión debería ser semanal y durar noventa minutos. El grupo se pone a trabajar sobre la base de los ejercicios que se detallan a continuación y que no deben hacerse una sola vez, sino repetirse hasta adquirir el dominio y la perfección.

1. Leer en voz alta, fraseando y modulando con propiedad los textos bíblicos que señalan la liturgia para el domingo siguiente. Hay que aprender a leer con propiedad los textos bíblicos y litúrgicos. Una excelente manera de arruinarla homilía es arrancar con una deficiente proclamación de la Palabra. 2. Analizar aciertos y carencias de la homilía que escucharon en su misa dominical. 3. Ensayar esquemas de predicación siguiendo los pasos que indicaremos más adelante. 4. Preparar en equipo la charla o predicación que deban decir en la parroquia en la cual colaboran. 5. Declamar ante el grupo dicha predicación u otra previamente acordada. Realizar la correspondiente crítica. 6. Ejercitarse en breves pláticas de primera comunión, bodas, exequias... 7. Improvisar durante cinco minutos sobre un tema (texto), señalado en el grupo diez minutos antes. Hacer la crítica en común. 8. Trabajar un mismo tema imaginando distintos auditorios: niños, jóvenes, "villeros", la asamblea dominical, etc. 9. Preparar las predicaciones correspondientes a los planes pastorales del seminario. 10. Leer y analizar sermones de los Santos Padres, de predicadores famosos, de obispos y sacerdotes actuales. 11. Ensayar el uso de algunos "subsidios". Por ejemplo: Aportes para la celebración, San Pablo ("Ensayar" significa aquí "adaptarlo al auditorio imaginado"). 12. Armar un breve comentario para una celebración de la Palabra sobre la base del material que ofrece la hojita de EL DOMINGO: el comentario al evangelio y el mensaje de la liturgia. 13. Narrar cuentos, anécdotas, chistes... ¡cuánta importancia tiene para la predicación el arte de narrar! 14. Practicar el uso de los medios audiovisuales aplicados a la predicación.

15. Analizar las predicaciones radiales y televisivas. Documentarse. Buscar el apoyo de expertos. Examinar si está "allí" el propio carisma. 16. Observar, en el grupo, el propio timbre de voz y la pronunciación. ¿Hará falta recurrir a un profesional de la voz? 17. Continuar con todo lo que vaya sugiriendo la imaginación y el entusiasmo. ¿Parece mucho? Recordemos que es un plan de seis años. No hace falta "enloquecerse". Para caminar un kilómetro, hace lidia dar un paco (Confucio). Demos ese paso y permitámonos soñar con el resultado de todo este esfuerzo, seminaristas, futuros sacerdotes, enamorados, responsables de su vocación de profetas; apasionados por la palabra, decididos a renovar el mundo con la Buena Noticia de Jesús. ¿Y los agentes de la evangelización? Todos los ministros de la Palabra también necesitan una adecuada formación, una preparación llevada a cabo con seriedad. Cada centro de formación ha de adaptar el plan propuesto a su propia realidad, sin olvidar que todo el mundo sabe que El arte de hablar reviste hoy dio una grandísima importancia (EN 73). Señor, puedo. ¡Haz que quiera! Como mi Padre me envió, así también los envío yo (Jn 20, 21). Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación. Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo (Mc 16, 15; Mt 28, 18-20).

Les he dicho esto para que encuentren la paz en mí. En el mundo, tendrán que sufrir: pero tengan valor: Yo he vencido al mundo (Jn 16, 33).

II. EL PREDICADOR 5.- El predicador es orador a) ¿Es realmente así?

El futuro predicador ¿está convencido de esto o cree, más bien, que "basta abrir la boca y hablar"? El predicador -sea o no consciente de ello está ejerciendo el "oficio" de orador. ¿Por qué es así? Porque le habla a un público. Y desde el momento en que uno se dirige a un grupo de hombres, reunidos, para constituir ese ser colectivo que se llama "público ", existen ciertas reglas que hay que tener en cuenta, si no se quiere arriesgar el fracaso (A. Siegfried, El arte de hablar en público). "Hablar bien en público" fue siempre un importantísimo factor de éxito. Pero hoy, cuando se han multiplicado los "profesionales" de la palabra, emplear las técnicas y recursos de esa comunicación especial humana que llamamos "oratoria", es fundamental..., si no se quiere arriesgar al fracaso. Así lo entiende la Iglesia. Tiene también notable importancia para el sacerdote el cuidado de los aspectos 'Orinales de la predicación. (...) Los profesionales de los medios audiovisuales se preparan bien para cumplir su trabajo; no .seria ciertamente exagerado que los maestros de lo palabra se ocuparan de mejorar con inteligente y paciente estudio, la Validad "profesional" de este aspecto de su ministerio. (Congregación para el Clero: El Presbítero, Maestro de la Palabra, Ministro de los Sacramentos y Guía de la comunidad ante el tercer Milenio Cristiano). ¡Cuántos fracasos de la predicación se deben a esta negligencia! ¡Cuántos esfuerzos frustrados por no saber cómo presentar la verdad! Porque eso es la oratoria: El arte de dar eficacia a la verdad para que sea entendida, aceptada y practicada. Y no hay "excusa" posible. Hablar ante un auditorio sabiendo qué se quiere decir y no cómo decirlo, está al alcance de quien sienta la pasión por la palabra y esté dispuesto... a "pagar el precio": TIEMPO y ESFUERZO. Esto lo confirma la experiencia cotidiana y la historia de la oratoria. Joseph Folliet, sacerdote francés, que dedicó grandes esfuerzos a preparar oradores cristianos, testimonia lo siguiente: Podemos resumir así la cuestión: uno no se convierte en gran orador sin la ayuda de la naturaleza; pero todo individuo medianamente capacitado puede llegar a hablar, mediante cl ejercicio, de forma provechosa y hasta agradable. Para ello, las disposiciones naturales exigidas son mínimas:

 Poseer una capacidad mental corriente.  Hablar normalmente, sin defectos de pronunciación insalvables.  No sufrir una timidez enfermiza, de las que reclaman tratamiento psicoterapéutico.  Sentir atracción por el arte de hablar. La experiencia demuestra que partiendo de esta sencilla base, puede formarse un orador (Oratoria: Introducción al arte de la palabra pública, Editorial Del Atlántico). Capacitarse en el "arte de hablar en público", ser el mejor instrumento posible en manos de Dios, es un desafío apremiante para todo agente de pastoral. No hay lugar para el ocio: Tanto es el trabajo que a todos espera en la viña del Señor. El dueño de casa repite con más fuerza su invitación: "Vayan también ustedes a trabajar ci mi viña" (..). Si el no comprometerse ha sido siempre algo inaceptable, el tiempo presente lo hace aún más culpable. A nadie le es lícito permanecer ocioso. (Christ. Laici 3). El mandato de Jesús, el llamado de la Iglesia reclaman una respuesta. El diácono permanente, el religioso /a y el laico tienen hoy un protagonismo impensable antes del Concilio Vaticano 1[. Sin embargo, no basta la "buena voluntad". Es necesario prepararse, con empeño y generosidad, para participar del oficio de Cristo sacerdote, profeta)/ rey (AA I O), mientras damos gracias a aquél que nos revistió de fortaleza, a Cristo .Jesús, Señor nuestro, que nos consideró dignos de confianza para colocarnos en el ministerio (1 Tim 1, 12). b) Presupuestos básicos

En el fruto de la predicación, intervienen Dios y el hombre. (No es novedad: Este "binomio" recorre todo el Plan de Salvación.) Dios es la "causa eficiente"; el hombre, "causa instrumental". Dios presta su gracia; el hombre, el concurso de su cualidades. Suele ignorarse la influencia que los factores humanos tienen en la comunicación. Somos humanos. La simpatía y el aprecio mutuo—el caerse bien— favorecen la comunicación hablada. I a antipatía —el no caerse bien— la dificulta, e incluso la bloquea e impide. El predicador ha de examinarse y solicitar la colaboración del "consejo homilético" para conocer qué dice cuando no dice nada: qué transmite con su lenguaje extralingüístico, con su personalidad. Si es rechazado como persona, no espere ser aceptado como predicador. Por lo demás, es todo el hombre el que habla; no sólo su boca... Los modales del cuerpo, el cuidado de su persona, su actitud general; la buena

respiración, el timbre, la sonoridad de la voz, la articulación de las palabras, el ritmo de la lectura, el manejo de las pausas... influyen, a veces, de una manera decisiva en que el orador "sea escuchado" y respetado. ¡Y qué decir de las cualidades intelectuales! La cultura general, el lenguaje, el dominio del idioma (léxico, vocabulario, sintaxis), la lógica demostrativa, el bagaje doctrinal, el dominio de la retórica, de los recursos oratorios, el cultivo de la imaginación y de la sensibilidad... todo lo que encierra la palabra "carácter", "personalidad", interviene de una manera eficaz e inmediata en el resultado de la acción oratoria, del fruto de la predicación. Conviene remarcar que el "secreto" humano de una fructuosa predicación de la Palabra consiste, en buena medida, en la "profesionalidad" del predicador que sabe lo que quiere decir y cómo decirlo, y ha realizado una seria preparación próxima y remota, sin improvisaciones de aficionado (Congregación para el Clero, o. c. p. 41). c) ¿Hay un miedo retórico?

¿Miedo a qué? Miedo de atascarse o de perder el hilo, miedo de encontrarse frente a personas de mayor rango o instrucción, miedo de no dominar suficientemente la materia..., en general: miedo de no satisfacer la expectación de los oyentes. El "miedo" procede de ciertos condicionamientos de la personalidad (lo cual reclama tratamiento psicológico), o bien de la impericia y la falta de preparación (como le ocurre al estudiante que afronta un examen mal preparado). El remedio es obvio. Desconocer por completo el arte oratorio y verse obligado a hablar sin saber qué decir ni cómo decirlo debe llevar a la persona a una seria turbación. (Sería una gran muestra de irresponsabilidad). Otro tanto hay que decir de hablar sin la suficiente preparación. Al respecto escribió Azorín: Hablar de repente y sin pensar siempre lleva consigo al desacierto; máxima ésta que debiera estar grabada en todos los salones de sesiones. El "nerviosismo" es otra cosa. Es natural que, "al salir a escena", el orador experimente un cierto nerviosismo con manifestaciones diversas (palpitaciones, temblores, boca seca, manos húmedas). Es la tensión de quien debe realizar "algo importante" en un marco que "no tiene retorno" (los actores de teatro son particularmente conscientes de este miedo escénico). Nada menos que Cicerón se expresa así: Me parece que los que hablan mejor y están en condiciones de hablar con más facilidad, si no experimentan una cierta timidez en el momento en que van a empezar un discurso, son de una osadía que yo llamaría desfachatez (Oratore, libro I). El nerviosismo suele ser intenso en las primeras experiencias oratorias y se va normalizando, a medida que la práctica enseña que dicha "fiebre"

desaparece -o ya no perturba-, después de haber pronunciado las primeras frases. Decimos se va normalizando, porque cierta tensión, por lo general, acompañará siempre al orador. Es de desear que así sea: sería la prueba de que un oficio tan trascendente no se ha convertido en mera rutina. Conviene que cada uno identifique los síntomas de su propia fobia y aprenda a manejarlos. Es totalmente desaconsejable tomar calmantes. Siempre ayuda respirar profundamente en los momentos previos al discurso y mirar entre dos personas o a alguien conocido, si el auditorio nos amilana. El heraldo, apóstol y maestro posee dos recursos infalibles: estar convencido de que posee un tesoro que la gente debe imprescindiblemente conocer para ser mejor, más feliz; e invocar la fuerza que viene de lo alto, sabiendo que si el ha hecho "lo posible", Dios hará "lo imposible" para que u palabra no vuelva a él sin producir su fruto (Cfr. Is 55, 10-11).

6.- El predicador es hombre de Dios Estamos insistiendo en la necesidad de que el predicador ;adquiera el arte de hablar en público mediante una adecuada preparación. San Gregorio Nacianceno (+390) sintetiza admirablemente esa necesidad: El predicador no puede mover la lengua, si no ha sido educada (PG 33, 456.) Tal insistencia podría hacer pensar que la predicación es un simple problema de retórica, que basta echar mano de los recursos oratorios para poder inducir a vivir la fe. ¡Funesto error! El predicador es orador sagrado por donde se lo analice: por el origen de su misión, el contenido de su mensaje, la representación que asume, la finalidad que persigue. Como trata cosas santas, su primer deber es buscar la santidad. Antes de hablar de Dios, necesita hablar con Dios. En primer lugar, para convertirse: No sea que el Señor deba advertirle: ¿Cómo le atreves a pregonar mis mandamientos y a mencionar mi alianza con tu boca, tú, que aborreces toda enseñanza y te despreocupas de mis palabras? (Sal 50 (49) 16-17). Inmediatamente después, para implorar la fuerza que viene de lo alto (Le 24, 49), no puede olvidar que es causa instrumental, que el agente principal del anuncio evangélico es Dios mismo que con su Espíritu abre el corazón de los fieles. Cualquiera puede hablar de Dios; pero para ser "profeta", para ser embajador de Cristo y que Dios pueda exhortar a los hombres por intermedio nuestro (2Cor 5, 29), necesitamos haber hecho la experiencia de Dios. Hay que evitar el escollo del sobrenaturalismo, tan extendido entre nosotros. (Hasta el más "despistado" de los seminaristas pretende remitirse a la

asistencia del Espíritu Santo...). Pero no debemos caer en el naturalismo, o sea, creer que el resultado de la predicación depende, exclusiva o principalmente, de la retórica. Insistiendo en la necesidad de la retórica —el arte de hablar con elocuencia —, no pretendemos sugerir que la predicación sea como los comerciales de televisión... Estamos en una empresa sobrenatural: Si el Señor no edifica la casa, en vano se esfuerzan los albañiles (Sal 127, 1). El predicador es un enviado de Dios y pregonero de su palabra. Por eso, su principal oración es la de Samuel: Habla, Señor, porque tu servidor escucha (1 Sam 3,9). Llama la atención, en el episodio bíblico, que Samuel servía a Dios (Cfr. 3, 1), sin que lo conociese de hecho (Cfr. 3, 7). Dormía junto al Arca de la Alianza, pero no sabía escuchar al Señor. Servía en el Templo, estaba al servicio de Dios, pero no lo oía. Servía pero no lo conocía. Muchos predicadores no superan este estadio: se lanzan a la misión, pero no encuentran tiempo para escuchar al Señor, para estar con él. Les falta la intimidad, la experiencia de Dios. No es posible ser un fecundo predicador, si no se vive una vida profundamente religiosa, en contacto con Dios. El célebre principio de santo Tomás lo resume todo: contemplari et contemplata alliis tradere (S. Th. 22ae. q. 180, a. 2-3). Insiste santo Tomás: Esta claro que cuando a uno lo arrancan de la vida contemplativa para aplicarlo a la vida activa, no se trata de abandonar la contemplación, sino de agregarle la acción (S. Th. II-I1, q. 182, a.1). Nadie puede dudar de que a nuestra predicación le falta retórica. ¿Le estará faltando también esa sabiduría de Dios que sólo pueden dar la oración y la meditación fecunda'? San Agustín fue maestro de elocuencia en Cartago, Roma y Milán, escribió páginas brillantes sobre la necesidad de la retórica. Al repetir que el orador sagrado debe hacerse escuchar con inteligencia, agrado y docilidad, recuerda enfáticamente que el predicador antes de ser un hombre que habla, debe ser un hombre que ora. Y añade con notable profundidad y elegancia: Cuando se acerca la hora de hablar, antes de dar la palabra a la propia lengua, eleve su alma sedienta de hacer brotar lo que él mismo ha bebido y derramar aquello de lo que él está lleno (Doc. Chr. L. IV. 15). A todo predicador, el Señor le dice: come este rollo (Ez 3, 1). Sin este alimento la predicación queda reducida a una mera exposición, cuando debiera ser viento y fuego abrasador. Lo que se escucha ordinariamente en la iglesia ¿conmueve a al-¿Es ésa la palabra viva y eficaz y más penetrante que una espada de dos filos? (Hech 4, 12). Hicimos de la predicación un "freezer", cuando ella es por naturaleza una hoguera. ¿Cuál es la mejor homilía del mundo?, se pregunta el padre Peñalosa. La que fluye de la virtud, la cultura, la experiencia y las técnicas de la comunicación. Cuatro afluentes para un río. ¿La peor de todas? La que sale al templo sin

haber pasado por un reclinatorio, un escritorio, una vida y un taller. Si fuera preciso suprimir tres de los cuatro ingredientes, bastaría con dejar la virtud, la santidad. Con ella sola el mundo seguiría percibiendo a Cristo. De lo expuesto se deduce, más concretamente, lo siguiente: a) El predicador es íntimo de Dios

Después subió a la montaña y llamó a su lado los que quiso. Ellos fueron hacia él, y Jesús instituyó a doce para que estuvieran con él, y enviarlos a predicar con el poder de expulsar a los demonios (Mc 3, 13-15). No está de más advertir que fue un llamamiento libre por parte del Señor a los que él quiso, y no un logro del candidato sobre la base de sus méritos... Jesús volverá sobre este punto en el más importante de sus discursos: No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destina para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero (Jn 15, 16). Esta realidad debe fortalecernos para enfrentar las inevitables pruebas y dificultades: el Señor nos llamó a colaborar con él. Aunque "todo" nos "acorrale", Jesús sigue firme para sostenernos. Aunque nos parezca infructuoso nuestro esfuerzo, Jesús está de nuestra parte y se encarga de hacer crecer la semilla (Cfr. Mc 4, 26-29). ¿Para qué nos llamó el Maestro? El texto mismo sintetiza la triple misión de nuestro bautismo.  Somos sacerdotes para estar con él.  Somos profetas para hablar de él.  Somos reyes para actuar en su nombre. La condición determinante de la eficacia de la predicación es estar con Jesús, ser íntimo de Dios, tener experiencia de Dios: El presbítero es un hombre de Dios. Sólo esta experiencia lo hará portador de una Palabra poderosa para transformar la vida personal y social de los hombres de acuerdo con el designio del Padre (Puebla 693). El objeto de nuestra predicación es la renovación de las almas: su conversión, si la necesitan, y, en todo caso, su progreso. ¿Creemos que tal resultado puede ser producto de nuestra elocuencia abandonada a sus propias fuerzas? Sin mí nada pueden hacer, afirmó Jesús. Y añadió: Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. (... ) El que permanece en mí, y yo en cl, da mucho más fruto, porque, separados de mí, nada pueden hacer (Jn 15, 1-7).

b) El predicador es testigo

Más aún: sólo si es testigo y da testimonio, hará creíble su predicación. (Éste es uno de los grandes desafíos de la predicación hoy; pasar de una predicación verdadera a una predicación creíble). En el capítulo 26 de los Hechos de los apóstoles, encontramos el discurso de Pablo ante el rey Agripa. Entre otras cosas, el apóstol relata su experiencia en el camino de Damasco. Aquí nos interesa el versículo 16: Levántate y permanece de pie, porque me he aparecido a ti para hacerte ministro y testigo de las cosas que has visto y de aquellas en que yo me manifestaré a ti. Qué bella y auténtica definición de la naturaleza de todo predicador: ministro y testigo. Jesús lo había anunciado: Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes y serán mis testigos (Hech 1, 8). El predicador más que ser alguien que habla, es alguien que testifica. Ha de exclamar como Juan: Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la Palabra de Vida, es lo que les anunciamos (l Jn 1, 1). Con Pedro insiste: Porque no les hicimos conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo basados en fábulas ingeniosamente inventadas, sino como testigos oculares de su grandeza (2Ped 1, 16). Surge nuevamente la importancia decisiva de la experiencia de Dios. Si el predicador carece de ella, su palabra se quedará en pura información, no pasará de ser un simple discurso. Si falta el ardor que sólo se experimenta en el encuentro, ¿cómo ser testigo y dar testimonio? (Cfr. Lc 24, 32). La experiencia propia y ajena enseña que cuando no somos virtuosos, somos débiles al hablar de la virtud; no se halla el acento o el que se descubre es falso. Todo se disminuye y se rodea de artificio; se ejerce un oficio, pero no se siente ese fuego abrasador, esa necesidad interior que hace brotar la palabra como un desbordamiento. Solamente darás a tu voz el acento de eficacia -dice san Bernardo-, cuando sientas que ya estás tú persuadido de lo que persuades (In Cant., serm. IX). El testimonio reviste una importancia extrema: El hombre contemporáneo escucha más a los que le dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan es porque dan testimonio (EN 41). El hombre de Dios representa a Dios, a Jesucristo, a la Iglesia. Por oficio, es un personaje sobrehumano. Por humilde que sea, no puede olvidar esa misión. El hombre de Dios está envuelto en una aureola sobrenatural. El Pueblo de Dios lo ha puesto muy alto. Es tan exigente con él como indulgente consigo mismo. Lo admira, aunque no lo imite y se decepciona, cuando ve que su vida no es ejemplar, llena de fe y entrega. El hombre de

Dios es siempre una fuerza, un modelo, un ideal, una reserva moral aun para los que no creen. Claro que también el predicador es un ser humano: débil y pecador. No puede esperar ser perfecto y santo para anunciar y proclamar. Pero su vida no puede ser una "antihomilía". En frase de san Jerónimo: que no confundan tus obras lo que dicen tus palabras (Carta 55, 7). Conclusión: la vida virtuosa es especialmente necesaria para alcanzar los efectos de la predicación. Hay hombres que predican con su sola presencia; emana de ellos una aureola de virtud y de piedad que predica por ellos. Su palabra -¡su elocuencia!- se torna secundaria cuando no innecesaria. No tiene otra explicación el éxito pastoral de los santos. La santidad puede reemplazar a la retórica; ésta jamás podrá sustituir a la santidad. Sólo será respetado y alcanzará algún fruto el predicador que pueda decir, aunque no lo exprese con palabras: Les ruego que sean imitadores míos (I Cor- 4, 16); 'Podo lo que han aprendido y recibido y oído y visto en mí, pónganlo en práctica, y el Dios de la paz estará con ustedes (Flp 4, 9). c) El predicador predica bajo el aliento del Espíritu Santo

La preocupación por el contenido de la predicación (¿de qué voy a hablar?); por su preparación (¿dónde busco el material y cómo lo organizo?), la constante urgencia del tiempo que no alcanza, y quizá por la misma razón, la ausencia aparente de vida espiritual 1 pueden llevar al predicador a descuidar la condición sin la cual la predicación queda reducida a un simple discurso humano: la presencia y la acción del Espíritu Santo. El mismo Espíritu que viene en ayuda de nuestra debilidad porque no sabemos orar como es debido (Rom 8, 26), viene en nuestra ayuda, porque Dios nos reveló todo por medio del Espíritu, porque el Espíritu lo penetra todo hasta lo más íntimo de Dios (…). Nosotros no hablamos de estas cosas con palabras aprendidas de la sabiduría humana, sino con el lenguaje que el Espíritu de Dios nos ha enseñado, expresando en términos espirituales las realidades del Espíritu (1Cor 2, 10-13). En efecto, no habrá nunca evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo. Las técnicas de evangelización son buenas, pero ni las más perfeccionadas podrían reemplazar la acción discreta del Espíritu. La preparación más refinada del evangelizador no consigue absolutamente nada sin él, la dialéctica más convincente es impotente sobre el espíritu de los hombres. Sin él, los esquemas más elaborados sobre bases sociológicas y psicológicas se revelan pronto desprovistos de todo valor (...) exhortamos a todos y cada uno de los evangelizadores a invocar constantemente con fe Consejo Pontificio para la Cultura, ¿Dónde está tu Dios? La fe cristiana ante la increencia religiosa, San Pablo, Buenos Aires, 2006. 1

y fervor al Espíritu Santo y a dejarse guiar prudentemente por él como inspirador decisivo de sus programas, de sus iniciativas, de su actividad evangelizadora (EN 75). La acción del Espíritu Santo recorre toda la vida de Jesús desde la anunciación (Cfr. Lc 1, 35) hasta su despedida (Cfr. Hech 1, 8). Recorre también el desarrollo de la Iglesia primitiva desde Pentecostés (Cfr. Hech 2, 4) hasta el Apocalipsis (Cfr. 22, 17). Las citas serían abrumadoras. El predicador —más que todo cristiano - ha de procurar no entristecer al Espíritu Santo (Cfr. Ef 4, 30). Para ello, ha de cultivar un talante espiritual digno de la vocación a la que ha sido llamado (Cfr. Ef 4, 25-32). También ha de esforzarse para no extinguir la acción del Espíritu Santo (Cfr. ITes 5, 19). El contexto de esta recomendación es similar a Efesios 4, 25-32: una serie de exhortaciones que apuntan al desarrollo espiritual. Conforme a nuestro cometido, nos interesa particularmente una: Oren sin cesar (v. 17). El predicador necesita mantener una comunicación ininterrumpida con su Señor. Sólo una fe vivida en plenitud puede sostener un ministerio eficaz. Necesitamos estar con Cristo antes de salir a predicar. (Cfr. Mc 14, 3) Necesitamos la fuerza que viene de lo alto (Cfr. Lc 24, 49). No basta con expresar determinadas verdades al predicar. Hay que creer en ellas, vivirlas, amarlas, y eso sólo se logra por la acción del Espíritu Santo en el predicador. La predicación no es pura enseñanza, es un hecho "pneumático". Reclama calor interno, fervor interno, fervor en el Espíritu. La fe se enciende si uno está "incendiado". d) El predicador predica con alegría y sin desanimarse

La predicación sacerdotal, en las circunstancias actuales del mundo, resulta, no raras veces, dificilísima. Esta franca afirmación del Vaticano II (PO4) es rigurosamente actual. La fatiga y la desilusión; la falta de alegría y de esperanza acechan constantemente a predicadores y evangelizadores (Cfr. Fernández, Víctor M., La Oración Pastoral, San Pablo). Sin embargo, Jesús anunció alegría y gozo a sus seguidores: Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y este gozo sea perfecto (Jn 15, I I) y más adelante hablará de una alegría que nadie les podrá quitar y de una alegría que será perfecta (Jn 16, 22.24). Son afirmaciones muy terminantes. ¿Son "bonitas palabras" o tienen algún fundamento'? En cierta ocasión, el Señor se dirigió a sus discípulos y les dijo: Felices los ojos de ustedes', porque ven; y felices sus oídos, porque oyen (Mt 13, 16). Los llama dichosos, felices, y les da el motivo de su felicidad: no ciertamente porque "la estén pasando bien", o sean invulnerables al dolor, a la enfermedad y a las dificultades, sino porque sus ojos ven y sus oídos oyen lo

que tantos otros esperaban anteriormente. Son dichosos, exclusivamente, porque están abiertos a la fe, porque han seguido a Jesús. Ampliando su argumentación, el Señor advierte a los discípulos que no pongan su alegría en el éxito pastoral, sino en la intimidad con Dios: Los setenta y dos volvieron y le dijeron llenos de gozo: "Señor, hasta los demonios se nos someten en tu Nombre" (...). No se alegren, sin embargo, de que los espíritus se les sometan; alégrense más bien de que sus nombres están escritos en el cielo (Lc 10, 17. 20). El mismo fundamento señala san Pablo: Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégrense (...) El Señor está cerca (Flp 4, 4-5). Cada vez que se aparece el Señor a sus discípulos en los días siguientes a la Resurrección, los evangelistas nos dejaron la misma constancia: los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor (Jn 20, 20). Su alegría no depende del estado de ánimo, ni de la salud, ni de ninguna causa humana, sino de" haber visto al Señor", de haber estado con él. La cercanía del Señor, el trato con él, la entrega responsable y confiada a su servicio, la seguridad de haber sido "llamado y enviado" nos permitirá experimentar, como Pablo, una inmensa alegría en medio de todas las tribulaciones (2Cor 7, 4). Confiado en la Palabra de Jesús, el predicador vuelve a echar las redes (Cfr. Lc 5, 5 ), con decisión, con simpatía, con alegría interior, con el gozo profundo de saber que este "primer deber" es también, junto con la oración por su pueblo, su más radical gesto de caridad sacerdotal hacia los fieles a él encomendados. Conservemos, pues, el fervor espiritual. Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Hagámoslo —como Juan el Bautista, como Pedro y Pablo, como los otros Apóstoles, como esa multitud de admirables evangelizadores que se han sucedido a lo largo de la historia de la Iglesia— con un ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de extinguir. Sea ésta la mayor alegría de nuestras vidas entregadas. Y ojalá que el mundo actual —que busca a veces con angustia, a veces con esperanza— pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo, y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo. (EN 80).

III. LA PREDICACIÓN 7.- Dimensiones básicas de la predicación Básica, histórica y coherentemente, el amplio campo de la pastoral profética de la iglesia se ha desarrollado en tres géneros de predicación que forman idealmente un proceso unitario y sucesivo: evangelización, catequesis y homilía. A.- La evangelización se refiere al primer anuncio de Cristo como realización personal de la salvación de Dios. El "kerigma" de la primera predicación de los apóstoles. Busca despertar la fe inicial, la aceptación global del Evangelio y se apoya, de una manera muy particular, en la persona de Jesús. En el actual estado del mundo, los destinatarios de la evangelización no son sólo los "no cristianos", también los neopaganos; los "creyentes incrédulos", esa muchedumbre de bautizados que asiste a los templos accidentalmente: bautismos, casamientos, primeras comuniones, funerales... También buena parte de los fieles de Semana Santa sin excluir a muchos cristianos que asisten a misa domingo a domingo. En el marco de una pastoral orgánica —y de una predicación orgánica—, debiera dársele un lugar relevante. Es la dimensión más "misionera" de la predicación y, por lo tanto, la más popular. Reclama sencillez, claridad, calidez, emotividad, practicidad, entusiasmo, testimonio... Su finalidad no es enseñar, sino convencer. Los Ejercicios Espirituales de san Ignacio —y muchos encuentros programados por diversos movimientos— son una importante modalidad de esta forma fundamental del ministerio de la Palabra. San Ignacio no se propone catequizar, sino que el ejercitante medite los hechos fundamentales del Evangelio y llegue a una decidida opción por Cristo. ¡Qué uso extraordinario hizo de ellos el Cura Brochero! B.- La catequesis o didascalia tiene como destinatarios a los que ya creen en Cristo Jesús, los catecúmenos, niños, jóvenes, adultos que ya han aceptado la fe y necesitan conocer, más a fondo y sistemáticamente, el contenido del evangelio. Su fuente básica es el catecismo, y su meta, una profundización sistemática en el conocimiento de Cristo y de la fe. Es necesario no confundir la "predicación catequética" y la "clase de catequesis". Ésta busca enseñar; aquella, para ser "predicación", ha de persuadir, alcanzar la "vida" del catecúmeno, iluminándola por la doctrina. C.- La homilía tiene su ambiente propio dentro de la celebración litúrgica. Su rasgo típico es ser parte de la liturgia. Es un elemento constitutivo de

toda celebración litúrgica y, en forma particular, de las celebraciones propiamente sacramentales. La liturgia no es una simple ocasión para predicar; la predicación homilética queda marcada por la liturgia en su naturaleza más íntima. La liturgia señala a la homilía sus fuentes y contenidos, la pone en relación estrecha con el misterio celebrado, con el tiempo litúrgico y con la asamblea celebrante. El servicio homilético, hoy, es complejo. En general, es la única predicación habitual. ¿Quién duda de que está abandonado en un solemne aislamiento? Diez o doce minutos de predicación homilética no pueden cubrir todas las necesidades del misterio profético. Es imprescindible elaborar un plan orgánico de predicación, creando nuevas formas, para llegar a todos.

8.- Las formas de la predicación El término "predicación" se utiliza como denominación general del anuncio que la Iglesia hace del Plan divino de salvación. Ese anuncio asume formas que presentan su propia originalidad, características, contenidos, metas y utilidad. Desconocerlas y no tenerlas en cuenta, en el momento de preparar la predicación, es un serio obstáculo para su eficacia. El fácil constatar que, en general, se predica de cualquier modo, es decir, sin forma alguna: el predicador hace un comentario sobre el evangelio o sobre algún punto doctrinal... y eso le basta. Esta falta de método empobrece la predicación, la hace rutinaria, no logra motivar a los fieles y hasta desalienta al propio predicador que percibe estar predicando en el vacío, diciendo, una y otra vez, más de lo mismo. ¿Qué estructura conviene dar a la predicación para que logre su fin? ¿Qué formas debe asumir para que atraiga y convenza, para que sea eficaz? ¿Cómo clasificar las diversas formas de predicación? Hay muchos tipos de sermones y muchas maneras de cla-iticarlos o referirse a ellos. Optamos por la que consideramos más didáctica. A.- El "marco de referencia"

Es imprescindible distinguir entre la predicación que se realiza dentro de la liturgia y la que acontece fuera de ella. 

La primera recibe el inequívoco nombre de homilía. Su exponente más frecuente e importante se da en la celebración eucarística. Pero también en los demás sacramentos y en la Liturgia de las Horas. Siempre ocupó un lugar relevante en la predicación de la Iglesia. Pero, a partir del Vaticano II, se destaca nítidamente entre las distintas formas de predicación (Cfr. CIC 767, 1) las sobrepuja... y, de algún modo, las sintetiza, especialmente a la catequesis (Cfr. DPME 59).

Es la única forma de predicación a la que está obligado el sacerdote. En las misas de los domingos y fiestas de precepto con asistencia del pueblo, nunca debe omitirse, si no es por causa grave (Cfr. CIC 767, 2; SC 52). Por ser parte integrante de la liturgia (Cfr. SC 52), está reservada al ministro ordenado: presbítero, diácono. ·

La que se realiza fuera de la liturgia (y que no corresponde llamar homilía) abarca todas las demás ocasiones en que se suele predicar: misiones populares, celebraciones de la Palabra, retiros, hora santa, novenas, pláticas y los llamados "discursos de ocasión": aniversarios, inauguraciones, fiesta cívica, funeral, un acontecimiento de orden público: una catástrofe, un descubrimiento científico importante, un reclamo social justo, y en general, todos los asuntos que constituyen la vida de los hombres

·

Todos los acontecimientos forman parte de la historia de la salvación. Por modesto que sea, si el sacerdote o el agente de pastoral ha de hablar, siempre lo debe iluminar e interpretar a la luz de la Palabra de Dios. (El Bendicional y los textos de las misas por diversas circunstancias proveen abundante material para proclamar la Palabra de Dios e insistir con ocasión o sin ella) (2Tim 4, 2). La predicación que acontece fuera de la liturgia puede ser realizada por el laico, conforme a las normas del Derecho.

La oración fúnebre Entre las ocasiones o circunstancias que los predicadores, históricamente, más han tenido en cuenta se halla la muerte. Los discursos fúnebres son célebres en la historia de la homilética desde la edad patrística. En la época moderna, fueron famosas las Oraciones fúnebres de Bossuet (+ 1704), verdaderas joyas de la oratoria universal. Ya no se usa la expresión "oración fúnebre", sino "predicar en las exequias". Esta predicación es una clara homilía en el caso del primer tipo de exequias (Cfr. RE 41). En cuanto a los otros dos, la predicación exequial no debe confundirse con el llamado "elogio fúnebre". Éste es un discurso de circunstancia que suelen pronunciar los amigos, colegas o camaradas del difunto para resaltar sus méritos. La predicación exequial siempre ha de ser Palabra de Dios. Palabra que tiene mucho que decir acerca de la muerte, el sentido de la vida, la esperanza de la resurrección, la felicidad definitiva a la que está llamado el hombre. (En el Ritual Romano de los Sacramentos, se dedican 161 páginas al Ritual de las exequias). Sin embargo, no está ordenado ignorar al difunto y celebrar las exequias en un tono de anonimato con una predicación aséptica. Fácilmente se puede incluir un "flash" con algún hecho significativo y positivo de la vida, y la muerte del difunto. Es pertinente, sobre todo, si ha dado testimonio

cristiano, si constituye motivo de edificación y acción de gracias. Siempre cuidando de no exagerar. Si se trata de elogiar a un hombre público, el predicador ha de evitar las cuestiones políticas. Si el difunto ha incurrido en errores públicos manifiestos, no se deben silenciar, sino extraer de ellos consecuencias religiosamente saludables (la misericordia de Dios, el arrepentimiento, el perdón...). El que preside unas exequias y predica en ellas debe sentirse signo y sacramento de Jesús, el Buen Pastor, que supo consolar a la viuda de Naím y llorar por su amigo Lázaro. Evitando todo lo que suene tétrico, lúgubre y tremendista, inculcará el carácter pascual de la muerte cristiana y la convicción de que la estación terminal no es la muerte, sino la ida eterna (El Ritual de las exequias aclara cuándo es posible e incluso "aconsejable" la participación del laico. N° 19). B.- Por el objetivo

El fin general de la predicación es despertar la fe y hacer-1.1 progresar estimulando a los cristianos a vivirla en plenitud. Para ello, proclama los mirabilia Dei contenidos en la Escritura (Hech 2, 11). Pero sería infructuoso presentar esas maravillas obradas por Dios. Se hace necesario mostrar los distintos mensajes que contiene la Palabra de Dios. Esto es indispensable para que la palabra divina llegue a la vida del cristiano. El predicador ha de preguntarse: ¿Qué pretendo con este tema? ¿Adónde quiero llegar? ¿Qué se debe llevar a su casa el que me escucha? ¿Qué resolución debería tomar? Estas preguntas encuadran nuestro discurso, señalan la meta, nos impiden divagar, orientan la búsqueda del material apropiado. Tomemos un ejemplo: el aborto: ·

¿Quiero enseñar la doctrina católica en sus fundamentos dogmáticos o teológicos? Tengo un fin doctrinal.

·

¿Quiero inculcar las exigencias morales del cristianismo respecto del aborto? Tengo un fin moral.

·

¿Quiero mostrar la racionalidad de la posición de la Iglesia con aportes de las ciencias auxiliares: biología, antropología, psicología, filosofía'? Tengo un fin apologético.

·

¿Quiero desenmascarar el error y la mala fe de ciertas opiniones interesadas? Tengo un fin polémico.

El objetivo del discurso está íntimamente ligado a su contenido. Éstos son sus principales exponentes: Predicación DOCTRINAL Su fin es exponer el contenido de la fe. La Constitución conciliar alude a ella al decir: se exponen durante el ciclo del año litúrgico, a partir de los textos sagrados, los misterios cíe la fe y las normas de la vida cristiana (SC 52). Hoy resulta más urgente que nunca que los fieles gocen de un conocimiento claro y preciso de su propia fe. Algunos especialistas distinguen la predicación doctrinal dogmática de la predicación doctrinal teológica. Aquélla pone énfasis en determinar lo más exactamente posible en qué consiste una verdad del depósito revelado. La predicación teológica se orienta, más bien, a explicar, dentro de los límites posibles, esos misterios y verdades. Ambos aspectos son importantes en el orden del conocimiento. Es la predicación que más se acerca a la catequesis. Rozamos aquí un riesgo serio: reducir la predicación —y en particular la homilía— a una simple instrucción. La predicación —en sentido estricto— siempre apunta a la vida, no sólo al intelecto. Esta referencia a la vida, de ninguna manera, puede darse por sobrentendida. Ya que su propósito es enseñar, su virtud principal es la claridad junto con la precisión. Sc deben cultivar estas cualidades hasta el fanatismo. Unos cuantas "vaguedades", improvisadas sobre la marcha, no corregirán, jamás, la ignorancia que adorna al católico corriente. Tampoco conformarán a más de un cristiano preparado. Recordemos, también, que el Magisterio siempre ha insistido en que la doctrina debe enseñarse "sin mutilaciones", es decir, íntegra. Predicación MORAL Su finalidad es presentar la vida y los deberes morales que surgen del bautismo y que imprimen una orientación nueva a toda la vida cristiana. Corresponde a la teología moral y pastoral mostrar cómo se deben tratar hoy las cuestiones morales. El Vaticano II recomendó: Ténganse especial cuidado en perfeccionar la teología moral, cuya exposición científica, nutrida con mayor intensidad por

la doctrina de la Sagrada Escritura, deberá mostrar la excelencia de la vocación de los fieles de Cristo y su obligación de producir frutos en la caridad para la vida del mundo (OT 16). Desde la oratoria, la predicación moral exige, una vez más, claridad y precisión. Está en juego la conciencia moral de los fieles; su tranquilidad y paz espiritual; su esmero en evitar el mal y hacer el bien... ¿Serla razonable que el predicador ande a tientas, se maneje con generalidades e imprecisiones? El hombre de hoy ha perdido en gran medida el sentido de pecado y de culpa moral. Esto no se corrige con "raquíticas" propuestas morales, oscuras, teóricas e inmotivadas. El hombre de hoy no es una "oveja sumisa". La predicación moral ha de ser razonada y fundamentada religiosamente, además de practicada. Su meta fundamental es mover, persuadir, inclinar la voluntad hacia el bien y no, simplemente, exponer, intelectual y autoritariamente, algunos principios o afirmaciones morales. Como ha dicho B. Häring: La moral neotestamentaria encarna en cada uno de sus puntos el mensaje alegre del amor divino que habita en medio de nosotros, transformando nuestro ánimo, nuestro corazón, nuestra inteligencia y nuestra voluntad, hasta llegar a convertirnos en testigos de semejante amor (La predicación de la moral después del Concilio, Madrid, Ed. Paulinas). Predicación APOLOGÉTICA Nadie duda de que la predicación ha de tener un contenido doctrinal o moral; es raro, en cambio, que se mencione su función apologética. Entendemos por apologética "la demostración de la racionalidad de la fe". Es "la fe que busca a la inteligencia", diríamos con san Anselmo. El creyente de hoy no respira una atmósfera de fe, un ambiente que ayude a pensar y vivir en cristiano. La autoridad de la Iglesia (desde el Papa hasta "lo que dicen los curas") está deteriorada. El cristiano moderno está más propenso a creerle a la ciencia que al Magisterio (fecundación "in vitro"); a pensar junto a la mayoría (divorcio, aborto); a regular su conducta económica por las leyes del mercado y no por la Laboreen Exercens o la Sollicitudo Rei Socialis (un prestigioso católico argentino intentó refutar al Papa con motivo de esta encíclica, La Nación, 19-III-88). Los descubrimientos técnico-científicos; el progreso de la psicología y la sociología; la manipulación de los medios de comunicación... le presenta hoy una visión del hombre y de la vida que está muy lejos de la fe cristiana. San Pablo definió a Cristo escándalo para los judíos y locura para los paganos (1 Cor 1, 23). Esta afirmación tiene plena actualidad. El cristiano

necesita respuestas a todos los problemas que le plantean la ciencia y la experiencia del mundo moderno, a riesgo de pensar que todo lo que le enseñaron en el catecismo es puro cuento. Esta es la misión y la actualidad que conserva la predicación apologética que, por supuesto, no puede repetir las formas del pasado. La auténtica apologética partirá siempre de un sólido fundamento doctrinal. En este sentido, se ha dicho, con razón, que la apologética es un complemento de la predicación doctrinal. Advirtamos, además, lo siguiente: No se debe minimizar y mucho menos despreciar la teoría, la propuesta, la dificultad, la posición... que se desea combatir o aclarar. (Adviértase, a modo de ejemplo, el trato que el Vaticano II dio al fenómeno contemporáneo del ateísmo, en Gaudium et Spes). Pretender usar la ironía o una sobrada superioridad inconsistente es síntoma de una pobreza intelectual que al hombre de hoy no se le escapa. Jamás se debe hablar de cuestiones que no se conocen suficientemente. Es una grave irresponsabilidad abordar, en forma improvisada o "de pasada", temas complejos, ya sean científicos o doctrinales; y tantísimas cuestiones políticas, sociales y económicas que escapan a la competencia directa del sacerdote. Es necesario informarse y asesorarse seria y profundamente, recurriendo a libros y especialistas confiables (y no a algunas personas del entorno parroquial que generalmente no cuestionan nada). Así lo recomienda Puebla (473): Los laicos han de ser, no pasivos ejecutores, sino activos colaboradores de los Pastores, a quienes aportan su experiencia cristiana, su competencia profesional y científica (Cfr. PO 9). Obrar de otra manera es poner en ridículo a la verdad y a la iglesia. También aquí son primordiales la claridad y la precisión. Muchas veces —por no decir siempre—, será necesario fijar el verdadero sentido de algunos términos (libertad, política, amor, evolucionismo, aborto terapéutico...). No supongamos fácilmente que el oyente está en el tema o lo entiende igual que nosotros. El conocimiento vulgar es hijo de los medios. Está todo dicho. El cristiano ha de salir de la predicación apologética ilustrado y convencido de los motivos en que se apoya su te, en los motivos en que se apoya su Iglesia. Esto no se logra con unas cuantas superficialidades dichas al pasar y, a veces, con una actitud "sobradora". Si la improvisación siempre es una actitud temeraria, en la predicación apologética y polémica, es su sepultura. Predicación POLÉMICA

La iglesia ha dejado de ser intocable. Periodistas, políticos, funcionarios gubernamentales, novelistas y cineastas de moda... la cuestionan doctrinaria e institucionalmente. En tales condiciones, la predicación polémica —bien entendida y practicada — surge como otra necesidad casi perentoria de la predicación actual. Es función del buen pastor mantener alejados los peligros que amenazan la existencia y vitalidad de su grey. ¿Podemos mirar indiferentes los ataques a la Iglesia'? ¿Habremos pasado del triunfalismo a la resignación? ¿Será cierto que muchos predicadores se dedican a cazar ratones, mientras los lobos despedazan el rebaño? En más de un caso, será necesario demostrar el error y desenmascarar la mala fe de nuestros antagonistas. No basta, es verdad, la actitud negativa de denunciar errores y lanzar el descrédito sobre los adversarios. Con caridad y equilibrio, pero también, con firmeza y decisión, debernos presentar nuestras razones, aclarar dudas, destruir errores y hacer brillar la verdad, para que los simples, a quienes el Padre otorgó el Reino, se sientan fortalecidos y reconfortados en su fe, orgullosos de su Iglesia. Desde la oratoria, vale para la predicación polémica cuanto liemos señalado para la predicación apologética. Predicación MISTACÓGICA El término es utilizado por los Padres para describir la iniciación al bautismo, la confirmación y la eucaristía. l)c hecho, fueron catequesis. Son famosas las de san Cirilo de Jerusalén sobre el bautismo. Por "mistagogía" se entiende la introducción del profano (no iniciado) en la comprensión de la celebración sacramental. La homilía que se pronuncia en la celebración de los sacramentos debiera ser mistagógica. Ésta no ha de confundirse con la catequesis. La homilía mistagógica, propiamente tal, busca exponer los signos y símbolos del rito vinculándolos a los textos bíblicos para impulsar la fe viva en el carácter salvífico del sacramento. ¿Es ello posible, hoy? La realidad nos coloca lejos de este ideal que reclama una intensa catequesis sacramental previa. (Así lo supone el Ritual de la Iniciación Cristiana de Adultos. Se refiere a la mistagogía como el último tiempo de dicha preparación vinculándola a la vivencia postsacramental No. 7). Las prudentes sugerencias del Ritual Romano de los Sacramentos pareciera hacer hincapié —con mucho sentido de la realidad— en lo que podríamos calificar de "sentido pastoral" de la predicación sacramental. Predicación PANEGÍRICA

Este término tan ajeno a nuestro lenguaje común —incluso especializado— se ha usado históricamente para designar el discurso sagrado en honor de un santo. Se mueve en un clima de alabanza y alegría por la vida ejemplar de estos héroes del Evangelio. Por eso, se llaman también panegíricos a ciertos discursos en honor de un ente moral: una orden religiosa, una institución de la Iglesia, y la propia iglesia. Por lo mismo, pueden asumir este género algunas predicaciones acerca de Jesucristo y, obviamente, la predicación mariana. Los excesos cometidos en el afán "laudatorio" de los santos y la Santísima Virgen llevaron a este género de predicación al descrédito y la desconfianza (Cfr. SC 92, 3). Sin embargo, es una forma de predicación que puede ser empleada con gran provecho espiritual. ¿Qué otra cosa es la vida de los santos —decía san Francisco de Sales—, sino el evangelio puesto en práctica? ¿Hay otra diferencia entre el evangelio y la vida de los santos que la misma que hallamos entre las notas musicales escritas y las cantadas? (Cfr. LG 50-51). Veamos las características generales de esta importante forma de predicación. Recordemos que, al predicar dentro de la liturgia (= homilía), toda predicación queda condicionada por dicho marco de referencia. Predicar sobre los santos Su finalidad última es alabar a Dios que hizo grandes cosas mirando la pequeñez de aquellos hijos suyos que fueron dóciles a sus inspiraciones. Su finalidad inmediata no es enaltecer sin límites las virtudes del santo, sino presentar, a los fieles, ejemplos insignes de entrega a Dios y al prójimo. Esta predicación centrada en un santo, mártir o confesor, lo presenta como ejemplo de lucha espiritual. Son hombres y mujeres de toda edad y condición que, en todos los tiempos y en las más diversas situaciones, han reproducido en sí mismos, con mayor celo, la imagen de Cristo. La predicación sobre los santos debe evitar hacer de ellos figuras extraordinarias que aparezcan alejadas de las posibilidades humanas; o reducir la santidad a una simple cuestión de fuerza de voluntad como si Dios y la gracia no interviniesen para nada. La organización oratoria del panegírico admite un doble movimiento: partir de los hechos vividos por el santo y llegar a las virtudes evangélicas que ellos implican; o al revés: partir de las virtudes evangélicas sobresalientes en el santo e ilustrarlas con episodios de su vida. Es necesario conocer la vida de los santos en versiones fidedignas y no repetir de oído anécdotas de dudosa autenticidad.

La predicación sobre los santos ofrece grandes posibilidades pastorales. ¿Por qué predicar sobre ellos únicamente en la obligada ocasión de las fiestas patronales? Sería una excelente forma de renovar la predicación tenerlos en cuenta en las fiestas y memoria de los santos de importancia realmente universal, y también los que tienen significación para las iglesias particulares, naciones o. familias religiosas (SC 11 ). El sermón biográfico En lugar de un santo, tiene como base un personaje bíblico. Puede ser su vida completa o determinados hechos de ella. Dios ha realizado su Plan de salvación con y a través de los hombres. Es fácil deducir que de ellos se desprenden importantes enseñanzas. Puede ser un ejemplo para seguir o un mal ejemplo para evitar. Hay personajes bíblicos ejemplares, y otros que se equivocaron y pecaron. Los hay muy conocidos y otros secundarios. En todos —tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento —, podemos descubrir las maravillas de Dios. En general, no se predica sobre los textos del Antiguo Testamento. Sin embargo, siguen siendo actuales los valores fundamentales que allí aparecen: la presencia del Dios creador, su actuación liberadora, su amor, misericordia y perdón, su cercanía, su exigencia moral y social en defensa de los pobres y excluidos... Conviene repasar la precisa valoración del A. T. que hizo el Vaticano II en la Constitución sobre la Divina Revelación. El sermón biográfico se asemeja al panegírico: la predicación sobre los santos. Su movimiento oratorio es similar, y también su finalidad última: no se trata de exaltar al personaje, sino de poner de relieve la obra de Dios en ellos y a través de ellos. Obviamente corresponde señalar la respuesta que han dado a dicha acción de Dios. Semejante a la predicación sobre los santos, tiene la ventaja de la novedad. Si es escasa la predicación sobre aquéllos, está completamente ausente la predicación sobre la base de un personaje bíblico. La historia de José, de Isaac y Rebeca, Abraham, Moisés, los profetas, David, Salomón.,. brindarán múltiples enseñanzas. Es necesario conocer en profundidad el personaje. Por ejemplo, para predicar sobre Marta y María, conviene examinar los tres pasajes en que las hermanas aparecen juntas (Lc 10, 38-42; Jn 11, 18-29; 12, 1-3) y señalar como el amor de Jesús se manifiesta llevándoles su bendición en la hora del gozo, del dolor y del servicio. San Juan Crisóstomo (+ 407) dejó cinco homilías sobre Ana, madre de Samuel, y tres sobre Saúl y David.

Un autor protestante (A. W. f3lacicwood) sugiere, entre otros, estos sermones biográficos: "La Fe de un Padre piadoso" (Abraham); "El Dios del hombre común" (Isaac); "El Dios del hombre malvado" (Jacob); "Dios puede cambiar nuestro corazón (Jacob: Gen 32, 24-32); "El Dios de un hombre ejemplar" (José). Siempre es agradable oír un buen sermón biográfico. A todos nos interesa la historia de las personas: saber cómo fue su vida, qué logró hacer, dónde se equivocó y cómo logró recuperarse. La predicación mariana (...) Y exhorta encarecidamente a los teólogos y a los predicadores de la Palabra divina a que se abstengan con cuidado tanto de toda falsa exageración cuanto de una excesiva mezquindad de alma al tratar de la singular dignidad de la Madre de Dios. Cultivando el estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y Doctores, y de las liturgias de la Iglesia bajo la dirección del Magisterio, expliquen rectamente los oficios y los privilegios de la Santísima Virgen, que siempre tiene por fin a Cristo, origen de toda verdad, santidad y piedad. En las expresiones o en las palabras, eviten cuidadosamente todo aquello que pueda inducir a error a los hermanos separados o a cualesquiera otras personas acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia. Recuerden finalmente, los fieles, que la verdadera devoción no consiste ni en un sentimentalismo estéril y transitorio, ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe autentica, que nos induce a reconocer la excelencia de la Madre de Dios, que nos impulsa a un amor filial hacia nuestra madre y a la imitación de sus virtudes (LG 67). Este texto conciliar, contiene todo lo que es necesario tener en cuenta: Hay que "explicar rectamente los oficios y los privilegios de la santísima Virgen que siempre tienen por fin a Cristo". "(...) evitando todo aquello que pueda inducir a error (...) acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia". Hay que "abstenerse con cuidado tanto de toda falsa exageración cuanto de una excesiva mezquindad de alma al tratar de la singular dignidad de la Madre de Dios". Para ello, es necesario "cultivar el estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padre y Doctores, y de las liturgias de la Iglesia bajo la dirección del magisterio". "Recordándoles a los fieles que la verdadera devoción no consiste en un sentimentalismo estéril y transitorio".

Conocemos la importancia singular que ocupa, en la Iglesia, la teología mariana. Conocemos también la intensa y difundida piedad mariana de nuestro pueblo. ¡Hay que seguir predicando a María! Sus fiestas y las diversas advocaciones con que la veneran los fieles brindan abundantes ocasiones. Es un privilegio de nuestra Iglesia católica poder recurrir a María tan arraigada en el corazón de los fieles. Pero el Concilio nos pide "explicar rectamente los oficios y privilegios" de la santísima Virgen. Hay que superar los lugares comunes y las superficialidades propias de la improvisación, y "cultivar el estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y Doctores, y de las liturgias de la Iglesia bajo la dirección del magisterio". (Conviene recordar que hay 46 Misas de la Santísima Virgen con su leccionario propio). Con este material —y tanta bibliografía sólida que existe—, todo predicador puede alcanzar, con facilidad y fidelidad, los objetivos señalados por el Concilio. La predicación sobre la santísima Virgen se presta para utilizar todas las posibilidades de la predicación: doctrinal, moral, apologética, mistagógica,... Basta con dar un paso fuera de la mediocridad... y cantar la grandeza del Señor que miró con bondad la pequeñez de su servidora (Lc 1, 46). C.- Por la intención del predicador

¿Será lo mismo animar a los decaídos que corregir a los extraviados? ¿Llamar a la conversión que estimular el servicio y cl compromiso? Es imposible que los fieles sepan qué pretendimos, si nosotros mismos tampoco lo supimos. Junto a las formas de predicación —y como animándolas—, se halla la intención del predicador. (En lenguaje escolástico, diríamos que se trata no sólo del "fin de la obra", sino también de la "intención del agente"). Sin agotar las posibilidades se puede señalar: 

Mensajes de conversión Se presenta cuán triste es la vida del hombre alejado de Dios. Se insiste en la respuesta de quien cree en el Dios-amor, manifestado en Jesucristo. Esta respuesta pasa por el esfuerzo de "abandonar el hombre viejo para que surja el hombre nuevo".



Mensajes de confianza Muestran al Dios-amor su irrevocable fidelidad hacia su criatura; al Padre esperando sin desmayo al hijo pródigo. Invitan a "probar y comprobar qué bueno es el Señor".



Mensajes de espiritualidad Buscan conducir a los fieles a un encuentro más íntimo con el Señor. Resaltan la importancia de frecuentar la palabra de Dios, de la oración, de los sacramentos, de ciertas devociones, de los Ejercicios espirituales...



Mensajes de compromiso con el Reino Quieren motivar al oyente a trabajar por el Reino. Exhortan al creyente a demostrar su amor a Jesucristo poniendo sus dones y su tiempo al servicio del Reino.



Mensajes de aliento Hay tiempos difíciles: desánimo, luto, problemas económicos, llanto por las más diversas circunstancias. Es necesario "levantar a los caídos y fortalecer las rodillas que vacilan. Sc busca fortalecer la fe para que el creyente espere y se refugie en el Señor, en el Dios de toda consolación".



Mensajes de sacudida Hay cristianos "dormidos, despistados, cómodos". Es necesario despertarlos, sacudirlos, sacarlos de su indiferencia y mediocridad. Se puede aplicar a estos mensajes la interesante distinción que propone un autor protestante (W. M. Thompson). Se refiere a una predicación "informativa" que es básicamente expositiva; y otra predicación "terapéutica": la que llega al alma, a la vida del oyente y la sana, la transforma, la hace crecer.

D.- Cómo utilizar estas posibilidades

¡Son tantas las posibilidades de la predicación! ¡Son tantos los contenidos y objetivos que debemos atender! ¡Son tan diversos los auditorios! ¿Cómo guiarnos? ¿Qué debe prevalecer? No existe una respuesta matemática. El sentido común señala que "no todo sirve para todos en toda circunstancia". No basta con hablar por hablar, aunque se hable de temas espirituales. Para enseñar, convencer, convertir... es necesario definir, clasificar, determinar el mensaje y nuestra intención. Una predicación eficaz se encuadra dentro de dos principios inexorables: ·

Atender a las condiciones del auditorio (necesidades, posibilidades, expectativas...).

·

Elegir, cada vez, un solo género de predicación, un solo objetivo, una sola intención.

Muchos predicadores fallan, porque no parten de las necesidades y/o posibilidades de la comunidad. El predicador más que pensar en "lo que él quiere decir", debe ajustarse, lo mejor posible, "a lo que el auditorio necesita oír" Otros pretenden abarcarlo todo en cada predicación. En su entusiasmo (en realidad, es falta de oficio), pretenden decirlo y lograrlo todo a la vez. No son las muchas palabras las que aseguran el éxito de la predicación, sino unas pocas precisas, claras, oportunas y convincentes. La destreza adquirida desde la cuna; su sensibilidad de pastor, su anhelo de lograr una predicación orgánica; su progresiva experiencia... sugerirán al predicador la opción apropiada para cada ocasión. E.- Predicación litúrgica y predicación no homilética

La predicación litúrgica —la homilía— ocupa un lugar privilegiado dentro de la normativa de la Iglesia. En especial, la homilía de la celebración eucarística. Sin embargo, la homilía no agota el ministerio profético de la Iglesia. De hecho, se está cayendo en el riesgo de circunscribir en ella el amplio y apasionante ministerio de la predicación. La predicación sacerdotal, en las actuales circunstancias del mundo, resulta, no raras veces, dificilísima (PO 4). ¿Habrá que resignarse? No es sencillo llevar a la práctica las exhortaciones del ('DC (768-771). Sin embargo, siempre es posible dar un paso, si queremos recorrer un kilómetro. ·

Comencemos por mejorar la calidad de nuestras hornillas. Con la obra que el lector está leyendo y los múltiples subsidios existentes, no se justifica que la homilía quede anquilosada en un reiterativo comentario de tono expositivo. Son muchas las posibilidades de variar la forma de presentar el mensaje domingo a domingo, día tras día y ocasión tras ocasión.

Especial cuidado reclama la predicación en los bautismos, bodas y exequias. La homilía no es un relleno en la ceremonia... Pablo VI se atrevió a decir: Sin la predicación de la Palabra, los sacramentos perderían gran parte de su eficacia (EN 47). Sin pretender imposibles, sería difícilmente perdonable no brindar un sólido mensaje evangelizador a esa concurrencia generalmente alejada de la práctica religiosa. El propio Ritual, en diversos pasajes, invita a tener en cuenta para la homilía las situaciones de fe de la mayoría de los presentes. Ese sólido mensaje evangelizador ha de evitar todo reproche o condena. El buen pastor sube al púlpito no para castigar, sino para curar.

·

Las diversas devociones populares y los ejercicios piadosos, más o menos habituales, son una preciosa ocasión para que la predicación los vincule más estrechamente a la Palabra de Dios y al año litúrgico.

La adoración eucarística, el rezo del rosario, triduos, novenas y octavarios; las fiestas patronales, el mes del Sagrado Corazón, la celebración de algunos sacramentales... están presentes en la vida de toda comunidad cristiana. Así, por ejemplo, el Ritual de la exposición y de la bendición eucarística recomienda que, paree fomentar la oración íntima, se han de emplear lecturas tomadas de la Sagrada Escritura, con homilías, o bien breves exhortaciones que induzcan a una mayor estima del Misterio Eucarístico (N° 80). No corresponde examinar aquí la vigencia y oportunidad de cada devoción o manifestación de piedad popular. Basta con constatar que el pueblo cristiano las tiene en cuenta. Es necesario elevar su calidad y adaptarlas con creatividad a las situaciones de la vida moderna (SC 13). Pero abandonarlas sin más, sin sustituirlas ni modernizadas, no parece correcto. Es aplicable al conjunto lo que dice Juan Pablo II acerca de las misiones populares: (...) tantas veces, abandonadas con excesiva prisa... insustituibles para la renovación periódica y vigorosa de la vida cristiana, hay que reanudarlos y remozarlas (CT 47). Con el mismo vigor, hay que proponer ejercicios espirituales, abiertos y cerrados; una más intensa predicación en Adviento y Cuaresma 2, y más frecuentes celebraciones de la Palabra. Así mismo, no hay que descuidar las posibilidades de anunciar la Palabra de Dios que ofrecen las diversas ocasiones del calendario civil y religioso, la vida de los grupos humanos y las instituciones... ¡Hay que multiplicar a los predicadores! Estimular a diáconos permanentes, religiosos/as y laicos a abrazar, "con pasión", este ministerio pastoral. Prepararlos convenientemente e integrarlos en un plan orgánico de predicación. En lo que respecta al laico, téngase en cuenta las posibilidades que ofrece el CDC (759; 766). A la hora de intentar una predicación orgánica, será conveniente tener en cuenta la reflexión de Stefano Rosso: Un elemento ambiguo lo constituye la multiplicación y omnipresencia de la misa vespertina -el cuadro en que generalmente se predica-; ella se ha impuesto como el modelo prácticamente único de la celebración cristiana, eclipsando o suprimiendo otras formas del culto litúrgico y de piedad popular, y ocupando así todos los espacios del culto. De esta manera, la misa resulta el vehículo de triduos, novenas y meses. Desde la baja Edad Media, la celebración de la Eucaristía Cfr. Cómo preparar adviento y Navidad; Cómo preparar Cuaresma, San Pablo, Buenos Aires, 2007. 2

latina constituye un rito siempre muy cómodo, a tal punto, que se transforma en una .fórmula "tapagujeros". Hay que preguntarse si la misa, fácil y rápida para toda occisión, no corre el riesgo de ignorar su significado y contradecir su simbolismo (Dizionario di Omiletica, Elle DiCi, p. 1628). F.- Los laicos y la predicación de la Palabra

¿Hasta dónde puede llegar la participación del laico -varón mujer- en el amplio y apasionante ministerio de la predicación? Hoy, cuando ya es un lugar común hablar de la escasez de acerdotes y la merma de las correspondientes vocaciones, el tema merece ser caratulado: urgencia pastoral. Siempre ha existido una cierta colaboración de los fieles laicos "con" el ministerio de los pastores. Tal colaboración se ha ampliado y consolidado a partir del Concilio Vaticano II. La eclesiología de comunión involucra directamente a todos los miembros de la Iglesia en la única misión que Cristo le confió (Cfr. Evangelii nuntiandi, 47; Christifideles laici, 23, y el elenco que sintetiza el CDC, 761). Asimismo, los fieles colaboran, "en" el ministerio, es decir, entrando en el campo de "las tareas que propiamente pertenecen a los pastores" (Cfr. Apostolicam actuositatem, 24). En cuanto a la liturgia, el Código lo formula así: Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos suplirlos en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la sagrada comunión, según las prescripciones del derecho (230, 3). En otros lugares, se habla de la posibilidad de asistir al matrimonio como testigo cualificado (Cfr. CDC, 1112). El canon 943 posibilita la participación del laico en "la exposición y reserva del Santísimo Sacramento, pero sin bendición". Y el Ritual de las exequias también habla de la suplencia por parte de los laicos (19). A estas posibilidades, fruto de la "eclesiología de comunión" (Cfr. LG 10), hay que agregar el canon 759 que reitera la posibilidad de que los. fieles laicos (...) pueden ser llamados a cooperar con el obispo y los presbíteros en el ejercicio del ministerio de la Palabra. La participación del laico en el ministerio de la predicación la corona el canon 766: Los laicos pueden ser admitidos a predicar en una iglesia u oratorio, si la necesidad lo pide o si, en casos particulares, lo aconseja la utilidad, según las prescripciones de la Conferencia Episcopal y quedando a salvo el canon 767. 1. En consecuencia, los fieles laicos —varones y mujeres—pueden recibir la "missio canónica" para asumir la representación oficial y pública de la Iglesia

predicando en una iglesia u oratorio (de esta facultad se excluye la homilía que, sin excepción, queda reservada al sacerdote o diácono). Una aplicación bastante extendida de cuanto venimos exponiendo se da en las Celebraciones dominicales en ausencia del presbítero. Muchos catequistas y agentes de pastoral se encargan de ellas. El Directorio para la Misa con Niños (1973) admitía la posibilidad de que alguno de los adultos que participan en la misa con niños, con permiso del párroco o del rector de la iglesia, les dirija la palabra después del Evangelio (24). Pero, al ser promulgado, en 1983, el actual Código de Derecho Canónico, los especialistas consideran abrogada aquella franquicia, precisamente en virtud del (767, 1). Como se ve, la normativa de la Iglesia es amplia en cuanto a la participación de los laicos en el ministerio de la predicación. Por eso, los laicos que, de modo permanente o temporal, se dedican a un servicio especial de la iglesia tienen el deber de adquirir la formación conveniente que se requiere para desempeñar debidamente su función y para ejercerla con conciencia, generosidad y cuidado (CDC, 231,1). ¿Será exagerado afirmar que a este deber le corresponde el derecho de recibir esa formación de parte de la autoridad convocante? Tal vez, este tema de la predicación de los laicos, incluso dentro de la celebración litúrgica, no sea un tema que pueda considerarse "cerrado" plenamente en la reflexión actual, teológica y pastoral, de la Iglesia, a pesar de la normativa oficial. Sería interesante seguir estudiando, a la luz de la teología eclesial y de la historia, la posibilidad de la predicación más abierta por parte de los laicos preparados y provistos de misión (Aldazábal J., "El ministerio de la predicación", en CPL, p. 133).

9.- Cómo se prepara la predicación I.- Necesidad de una preparación específica

Nascuntur poetae, fiunt oratores (Los poetas nacen, los oradores se hacen). El antiguo adagio romano es aplicable al predicador: no se improvisa un orador, y mucho menos, un ministro de la Palabra. Hay una preparación remota, es decir, distante en relación con el momento de predicar; y otra próxima, inmediata a dicho momento. 

La preparación remota abarca todo lo que implica la preparación profesional del predicador. En síntesis: suficiente conocimiento de la Sagrada Escritura y la teología; de los Santos Padres y de la Historia de la Iglesia; de la liturgia, la ascética y la mística. Especial utilidad

brindará la vida de los santos. Es importante estudiar el lugar de la Sagrada Escritura en la liturgia; examinar los diversos leccionarios y estudiar los Prenotandos de la Ordenación de las lecturas de la Misa. La formación profesional ha de incluir el arte de la predicación y, en particular, el arte de la homilía. ¿De qué le servirá al ministro sagrado tener mucho que decir, si no sabe cómo decirlo? Es inexplicable que, en los seminarios, escuelas de ministerios y diaconado permanente, casas de formación de religiosos/as, e incluso en los seminarios catequísticos, no haya un espacio de formación específica para el ministerio de la predicación. Los futuros pastores y servidores de la comunidad necesitan estudiar el arte de la comunicación oral y no oral, las características del lenguaje no verbal, las bases de una buena dicción... Es necesario también aprender a utilizar los medios que pueden ofrecer las ciencias pedagógicas, psicológicas y sociológicas (OT 20). Además de la formación específica que el predicador debe poseer, tiene su importancia la cultura general: historia, literatura, arte, política, ciencias naturales... todo puede ser útil, todo puede contribuir a iluminar su juicio y a ampliar su preparación. Esta preparación profesional no acaba nunca. Con razón se la llama formación permanente. Sobre todo, en nuestros días, cuando todo cambia, el predicador debe poner al día los conocimientos en aquellos campos que constituyen la trama de su oficio, el fondo de su predicación. 

   

Esta preparación profesional imprescindible no alcanza, cuando llega el momento de predicar. Es necesaria una preparación próxima, inmediata de aquello que se predicará en cada ocasión. ¿Pero es necesaria? ¿Por qué hay que dedicar tiempo y esfuerzo a preparar cada predicación? Porque hablar es difícil, si queremos decir algo que merezca ser escuchado. Porque hablar sin prepararse es la mejor manera de asegurar el fracaso repitiendo generalidades, frases hechas y lugares comunes. Porque nada serio se improvisa, aunque a los ojos del profano pareciera estar improvisado. Porque el predicador —por deber de estado—, ha de cuidar una doble fidelidad: a la Palabra de Dios y al Pueblo de Dios. Este tiene derecho a ser tratado con respeto, a encontrar en la boca de los sacerdotes alimento para su fe (PO4). Aquélla ha de ser anunciada con la debida dignidad y competencia (Pontifical). Imposible, siquiera, acercarse a estos objetivos sin una preparación acorde con la circunstancia.

A un grupo de seminaristas que habían ido a pedirle consejo acerca de la predicación, les respondió Lacordaire3: Me piden un consejo; voy a darles dos. El primero, que nunca suban al púlpito sin haber preparado el sermón (siempre que una causa extrema no lo impida). El segundo es, para cuando hayan faltado a esta regla, confesarse. Aunque el predicador no brille por las características que se han llamado "dotes naturales", si se prepara, manejará suficientemente los componentes de la acción oratoria: *

Tema

Saber qué quiero decir

*

Finalidad

Saber qué quiero lograr

*

Auditorio

Saber a quién hablaré

*

Forma

Saber cómo lo diré

Basta con un razonable dominio de ellos para que el predicador alcance el calificativo de "bueno". El propio san Agustín lo confirma. Al enfatizar la importancia de la retórica, sostiene que, si el predicador la tiene en cuenta, puede decirse que ha hablado meritoriamente, aunque no obtenga el resultado que se había propuesto (Doct. Chri. IV, 17, 34). Es necesario convencerse, desde el principio, de que la predicación es el "principalísimo deber profesional del presbítero (PO4) y que debe prepararse para cumplirlo a la perfección" (Cfr. 2Tim 4, 5). La Iglesia resalta la prioridad de la predicación y la necesidad de la preparación, siempre que puede. Las citas cubren toda su historia. Es necesario que el ejercicio del ministerio de la Palabra y quienes lo realicen estén a la altura de las circunstancias. Su eficacia, basada antes que nada en la ayuda divina, dependerá que se lleve a cabo también con la máxima perfección humana posible. Un anuncio doctrinal, teológico y espiritual renovado del mensaje cristiano no puede ser improvisado perezosa e irresponsablemente (Congregación del Clero, o. c. II, 2). Antes de abordar los pasos de esta preparación, conviene insistir: comenzada por la oración, la preparación ha de concluir en oración, ya que la eficacia última de la predicación depende de la gracia del Señor y de la acción del Espíritu Santo que interviene tanto en el que habla en nombre de Cristo como en los oyentes. Tomémonos tiempo para preparar la predicación. Ese tiempo que frecuentemente falta. Conocemos las penurias que afectan a las múltiples obligaciones del ministerio. No obstante, el predicador debe otorgarle a la 3

Lacordaire, Henri D. (1802-1861), sacerdote francés famoso por su brillante predicación.

preparación de la predicación un puesto preeminente en la distribución de su tiempo. Veamos en ello no sólo el primer deber del ministerio, sino también la primera expresión de nuestra caridad sacerdotal. Ese amor que san Pablo manifiesta a los Tesalonicenses comparándose a una madre que alimenta y cuida a sus hijos (1 Tes 2, 7). También lo expresó, con inspirada clarividencia, el papa san Gregorio Magno (+604): el que no tiene caridad para con los demás, no puede aceptar, en modo alguno, el ministerio de la predicación (Hom. 17, 1-3). II.- La preparación individual y en equipo A.- La preparación individual

El proceso abarca los siguientes pasos:        

Elegir el tema Precisar el aspecto por tratar Determinar el fin Prever el auditorio Estudiar el tema Meditar y orar sobre el tema Trazar un plan Escribir la homilía

Suena arduo, complejo y largo. ¿Habrá tiempo para ello? El tiempo siempre falta. Pero no puede faltar para el primum offficium. El conflicto entre lo importante y lo urgente durará toda la vida. Es imprescindible aprender a manejarlo para evitar las cotidianas ansiedades y angustias. El sacerdote —como todo profesional— ha de aprender a organizar su tiempo, a establecer prioridades, a no dejarse envolver por los aspectos más cómodos y placenteros de su ministerio. Como en todo oficio, el trabajo disciplinado y perseverante irá generando la facilidad del arte. ¿Cuánto tiempo hay que destinar a la preparación? Imposible fijar una regla universal. Cada predicador irá descubriendo su propio ritmo para preparar una predicación, y en especial, la homilía, ese desafío semanal. Pero, una vez fijado el tiempo y determinados el día y la hora, ha de ser inexorable en su cumplimiento. Si, desde la cuna, se habitúa a la rigurosidad del método, ¡qué altura habrá alcanzado después de cuatro, incluso seis años de práctica en el seminario! Cabe aquí escuchar a san Francisco de Sales: ¡Cuánto antes empieces, antes vencerás!

Se encontrará la explicación de "los pasos del proceso" a lo largo de este capítulo. Cuestiones complementarias 

Es necesario escribir la homilía?

El predicador que nunca ha escrito sus sermones y que no tiene la menor intención de cambiar de costumbre, está destinado casi seguramente a la mediocridad (...). En el mejor caso, se torna redundante y en el peor, degenera en un charlatán vano (citado por James D. Crane, en El Sermón eficaz, p. 209). Cuando el predicador ha determinado cuáles son los materiales que utilizará en su predicación y ha confeccionado un bosquejo, le resta la tarea de darle forma. Ésta es la expresión: el "vehículo" de comunicación entre el predicador y sus oyentes. Estos sólo podrán seguir las ideas y asimilar el mensaje, cuando la forma de expresión sea adecuada. De nada sirven las buenas ideas, si no se sabe expresarlas de una forma interesante, inteligible, persuasiva. Imposible dominar las cualidades del estilo sin la práctica de escribir. Sólo la escritura fina del pensamiento lo expresa con exactitud, pone orden, encuentra la expresión adecuada. Sólo mediante el ejercicio escrito es posible habituarse a prever, calcular, corregir... llevar a cabo el trabajo de análisis y crítica, sin el cual no se puede superar la mediocridad. Tachando y volviendo a tachar, rehaciendo lo escrito, refundiéndolo todo, se puede superar el engaño de los que piensan ser la elocuencia un tumultuario amontonamiento de vocablos, y conquistar la claridad, que a nuestro gusto y juicio, ha de ser la primera virtud de la elocuencia: las palabras propias, el orden recto, la conclusión prolija y que nada falte ni sobre. (Fray Luis de Granada, Retórica, L.V., c. III). Escribiendo se aprende a hablar; hablando solamente sólo se llega a charlar con el riesgo de transformarse en un simple "charlatán". Muchos predicadores pasan la vida en brazos de la mediocridad, por no haberse sometido, en su momento, a esta inexcusable capacitación. Es necesario, por tanto, que el predicador se habitúe a escribir el propio sermón (le será muy útil conservarlo ordenadamente). El consejo es de vida o muerte para el principiante y muy conveniente para el veterano. No hay duda de que la práctica - ¡bien realizada!- irá produciendo en el predicador un adecuado dominio del oficio. Pero escribir íntegramente una predicación por mes, será para él un freno contra la rutina que, con el tiempo, podría dañar la profundidad y la seriedad de su ministerio.

De todas formas, no tiene excepción la norma de escribir -¡siempre!- la introducción y la conclusión de cada predicación. ¿Memorizar el sermón? No es aconsejable. La memorización -en oratoria- es una "muleta" que se puede usar al comienzo del aprendizaje. Pero se debe suprimir rápidamente, evitando que se vuelva "crónica". Recitar de memoria una exposición, normalmente, le quita espontaneidad y naturalidad; lleva a la rigidez y la artificialidad. Hay que agregar, además, el nerviosismo ante el temor de "quedar en blanco". En cambio, es importante recordar con precisión: el esquema general, la introducción y la conclusión. En cuanto al contenido, bastará con leer y releer el manuscrito para familiarizarse con él. En algún caso, puede ser oportuno ensayar la exposición. Siempre conviene visualizarla mediante una imagen positiva, aleccionadora, exitosa. Esta actitud incentiva la seguridad y el entusiasmo ¿Y las notas? El ideal es predicar sin depender de un manuscrito o de notas extensas. Pero es admisible utilizar "apuntes", cuando se da una conferencia, una charla. Incluso es posible llevar al ambón el bosquejo, más o menos completo, de acuerdo con el criterio o necesidad del predicador. Pero hay que ser hábil y prudente en su empleo. Ha de ser una "ayuda memoria". Casi un simple "reaseguro" de la propia tranquilidad. Sería arriesgado depender obligadamente de él. Puede transformarse en una "muleta crónica". Lo más conveniente es tener en la memoria el esquema y desarrollar la disertación con naturalidad. También es normal llevar escrita una cita que se desea utilizar. Ha de ser breve, y se debe leer muy pausadamente. Tener en cuenta:    

Nadie es mejor o peor predicador, porque use un bosquejo o apuntes. Hay que aprender a usarlos adecuadamente. Si se emplean, mostrarlos y consultarlos con naturalidad. Conviene escribir en una sola carilla y numerarlos de forma visible. El orador que se embarulla y remueve papeles no ofrece un buen espectáculo.  Nunca usar, si se habla de pie y sin mesa. Al sostenerlos con la mano, se ofrece una imagen ridícula.

 No es normal leer una predicación. Muchísimo menos, una homilía. Lo hace el Papa y podrían hacerlo los obispos. Se justifica por la inexorable necesidad de no decir ni una sola palabra fuera de lugar. Con todo, pareciera preferible, en casos insalvables, leer, con "acabado arte", un texto breve, claro, coherente y sustancioso, y no pronunciar una homilía difusa, incoherente, redundante, superficial... y probablemente extensa. La ayuda de los homiliarios El predicador cuenta con diversas ayudas que, en buena media, suavizan el arduo camino de la preparación. Existen libros que proponen homilías, por lo general, redactadas íntegramente, o que incluyen materiales para su confección: se llaman homiliarios. Los hay para los domingos, y también, para las ferias y fiestas de los santos. También existen folletos y hojas sueltas con la misma finalidad4. Ambos pueden representar una buena ayuda por las ideas o el enfoque del tema; por el orden en que las presentan, o bien por los ejemplos y aplicaciones concretas. ¿Cómo utilizarlas?  Hay que estar convencido de que ninguna homilía "prefabricada" ha sido escrita con la pretensión de ser repetida tal cual ante cualquier asamblea.  Estos subsidios, algunos de alto nivel, deben servir de detonantes de las propias ideas, orientar el camino por seguir, revelar posibles pistas para tener en cuenta.  Sólo el predicador, que habitualmente es pastor de su comunidad, conoce las posibilidades y características de ella, y sus necesidades espirituales. Sólo él puede elegir el alimento necesario.  En consecuencia, es imprescindible un serio trabajo de adaptación del subsidio a la propia comunidad. Dos aspectos de esta adaptación son prioritarios: el lenguaje y la aplicación del mensaje a la vida de los oyentes. Con estos cuidados, este tipo de ayudas puede representar un valioso aporte, a fin de agilizar el proceso señalado.  Es importante disponer de varios homiliarios —no menos de tres— para ampliar la búsqueda y no quedar encerrado en un discurso "monocorde".  Es oportuno atender las Orientaciones de la Comisión de Liturgia del Episcopado Español:

La Editorial San Pablo ofrece estos Aportes para la celebración junto con la revista Vida Pastoral. 4

Desde los comienzos de la reforma litúrgica, cuando la homilía se hizo obligatoria, han proliferado por todas partes diversas publicaciones, en forma de libro unas, de aparición periódica las más, que han pretendido facilitar a los ministros de la Palabra el desempeño de su tarea. Estas publicaciones, cuando proponen de manera positiva y clara el comentario bíblico conforme a una exégesis seria y respetuosa con la unidad de toda la Sagrada Escritura, prestan una buena ayuda en la preparación de la homilía... La utilización de estos materiales no debe impedir una preparación cuidadosa de la homilía, atenta a la situación concreta de sus destinatarios, aspecto que nunca podrá suplir ni el mejor de los guiones o esquema de predicación. Estos deben, en cierto modo, educar o ayudar, no suplantar una tarea que forzosamente ha de ser realizada por el propio ministro de la homilía. En este sentido, buscando una mejor preparación, sería muy loable que, donde sea posible, los presbíteros compartiesen esta tarea incluso con el concurso de otros miembros de la comunidad cristiana, pero asumiendo siempre cada uno la propia responsabilidad ministerial de partir el pan de la Palabra divina a su pueblo. B.- La preparación en equipo

El resultado del trabajo en equipo es prácticamente inigualable. El equipo es una gran escuela de oratoria. Las ventajas de preparar la homilía en equipo son múltiples:  Facilita la interacción fraterna y pastoral de sacerdotes, religioso/as y laicos.  Todos se enriquecen con el intercambio de conocimientos, experiencias y sugerencias.  La participación de seglares abre el panorama de la homilía y facilita su aplicación en la vida. ¿,Cuántos debe integrar el equipo? Entre seis y ocho miembros, sacerdotes y laicos. Se contará con un coordinador y se respetarán las condiciones típicas de toda reunión de trabajo. Todos deberán ir a la reunión, habiendo leído, reflexionado y orado los textos bíblicos y litúrgicos. La finalidad del encuentro no es redactar la homilía. Se busca trabajar los aspectos exegéticos, doctrinales, litúrgicos y existenciales de esa liturgia. Surgirán así los materiales más apropiados para que cada predicador construya su propia homilía. Todos deben exponer el fruto de su propia reflexión; qué ha encontrado, cómo ve el tema, cómo cree que se debe exponer...

La reunión se desarrolla —más o menos— conforme al esquema sugerido para la preparación individual. El ejercicio y el interés de los miembros irán sugiriendo las "acentuaciones" más convenientes. También hay que considerar la invitación de algún perito, cuando se prevea que su aporte puede ser particularmente importante. No es sencillo reunir a varios sacerdotes y/o religiosos/as para este cometido. Quienes tengan alguna posibilidad de hacerlo no dejen de intentarlo. Con todo, no debiera resultarle imposible al sacerdote interesado organizar un consejo homilético en su comunidad. El consejo homilético no nace de la nada. Pero buscando, se encontrarán cinco o seis personas dispuestas a colaborar. Se requiere un tiempo de formación para que los componentes del grupo aprendan qué se espera de ellos. El consejo homilético cooperará en la preparación de la homilía: ideas, sugerencias, aplicación a la vida... Se trata de una búsqueda colectiva de ideas y posibilidades. No hace falta que las personas que participen sean eruditas: a veces, los legos e ingenuos pueden aportar ideas y aspectos insólitos que, precisamente por ello, resultan muy útiles. Aunque siempre será importante la formación bíblica, teológica y litúrgica, además de su cultura general, lo imprescindible, en el caso de los laicos, es que gocen de experiencia vital y madurez personal. Hay una generalizada tendencia a hacer girar la homilía alrededor de explicaciones teóricas, abstractas. Es imprescindible llenarla homilía de vivencias, testimonios de vida, situaciones reales. Sólo así el oyente captará que la Palabra de Dios ha sido proclamada para él y su situación real. El predicador y su consejo han de verificar los conocimientos y experiencias vitales personales respecto del tema en cuestión, preguntándose: ¿qué se yo de este asunto? ¿He tenido vivencias personales relacionadas con esta problemática? ¿qué personas de mi entorno han tenido experiencias similares? ¿cuáles aspectos conviene destacar en esta ocasión? En la homilía, la aplicación a la vida es fundamental. Este aspecto ha de cuidarse aún más que en otros discursos. No es poco lo que pueden aportar los laicos. Por otra parte, el consejo ha de servir de "institución crítica" después que se haya pronunciado la homilía. No precisamente para valorar la homilía en sí, sino, más bien, para informar sobre el efecto que ha producido en el propio opinante. La opinión expresada debe ser, por tanto, estrictamente personal. ¿La homilía se oyó bien acústicamente, pudo seguirse sin dificultades, invitó a pensar, despertó mi sensibilidad, me orientó, me consoló, me inspiró

esperanza, confianza? Las respuestas a estas preguntas deberían interesar al predicador y ser aclaradas por sus oyentes calificados. Sólo el arduo trabajo propuesto como preparación individual, y en especial, la preparación en equipo asegurarán al futuro predicador superar la mediocridad. Sólo pagando el precio podrá evitar ser incluido en el número de aquellos predicadores que el gran maestro Sertillanges describe así: Hay quienes suben al púlpito sin saber lo que van a decir y, cuando bajan, no saben en verdad qué es lo que han dicho. Frecuentemente no han dicho nada; se han enardecido inútilmente, como el que tira al blanco y la presa se marcha corriendo. Han repetido sin cesar la misma cosa, abundaron en digresiones, han hecho oír su palabrería sin solidez, sin orden y sin fin. Estos improvisadores nunca saben acabar, el punto de caída depende de la curva del proyectil, y ésta, de la puntería, es decir, aquí, de la preparación. El mayor castigo para estos charlatanes sería hacerlos oír en cinta magnetofónica sus informes balbuceos; así podrían comprobar sus vacíos, los rodeos inútiles, las imperdonables incorrecciones. Pero, en vez de comprobarlo, quedan contentos, su imaginación los engaña; creen volar, como el globo, porque llenan de viento. Pero qué falta de respeto y ¡qué profanación de la Palabra de Dios! Los que así obran impulsados por un falso misticismo no podrían tentar mejor a Dios, ya que lo invitan a un milagro; pues un milagro, y bien grande, sería el que no fuesen deplorablemente cortos. Y ¡qué desprecio del auditorio! ¿Se ha reunido una asamblea para escuchar por largo tiempo y aun hasta el fin tus superficialidades y azarosas inspiraciones? Un abogado negligente es tratado por Quitiliano de pérfido y traidor; y así tratan muchos charlatanes los intereses espirituales del prójimo. Pleitean sin informes, sin consulta previa; creen "en el poder de delirio ", en "la incoherencia creadora", como dice Paul Valery. ¿No temerán el anatema del profeta: "Maldito el que descuida la obra del Señor"? (Jer 48, 10). Se trabaja mal, precisamente cuando es necesaria la perfección misma. ¿Sabrán estos estominos qué es un discurso, cuál es su dificultad, de la que los maestros no hablan, sino con una especie de espanto? Los genios se sienten oprimidos, y los pedantes corren desembocadamente sin cuidarse de su propia dignidad ni de la de su misión, sin pensar en el bien que Dios espera del mensaje pronunciado a su nombre (El orador cristiano, pp. 280-281).

III.- La preparación en marcha 1) Dos verdades básicas de la oratoria

El predicador es —¡debe ser!— orador. Para afrontar con acierto la preparación de la predicación necesita tener en cuenta algunas verdades básicas de la oratoria general, conocer "qué terreno pisa", "de qué se trata". Sería suicida pensar que "basta abrir la boca y hablar". Todo orador ha de conocer la naturaleza de la acción oratoria, y cuál es la estructura del discurso. ♦ La acción oratoria Al analizar la acción oratoria —el acto de hablar en público—, encontramos que una persona (orador) dice algo (tema) a alguien (auditorio) con un propósito (finalidad) y lo expresa de una determinada manera (forma). En consecuencia, las variables que el orador maneja son cuatro: tema auditorio - finalidad - forma. La manera en que se relacionan e influencian entre sí no es arbitraria; fluye de la misma acción oratoria. El punto de arranque es el tema. Hay dos alternativas: o le es señalado al orador, o bien, lo elige él. En el primer caso, los factores se ordenan así: 1. 2. 3. 4.

De qué hablaré TEMA A quién hablaré AUDITORIO Para qué hablaré FINALIDAD Cómo lo diré FORMA

En el segundo caso, es decisivo comenzar por el auditorio: 1. 2. 3. 4.

A quién hablaré AUDITORIO Para qué hablaré FINALIDAD De qué hablaré TEMA Cómo lo diré FORMA

En ambos casos, los factores prioritarios son el auditorio y la finalidad. El tema y la forma dependen de ellos. El auditorio es el gran soberano de la oratoria. Bossuet (+ 1704) aplicó admirablemente este principio al ministerio de la predicación: La utilidad de los hijos de Dios es la ley suprema del púlpito. ¿Será lo mismo predicar a niños o adultos; a personas sencillas o cultas; a campesinos o a empresarios? Le sigue la finalidad. ¿Es lo mismo enseñar que convencer; polemizar que estimular la piedad? El tema no puede ser descuidado. Más de una vez, el éxito de la predicación dependerá del acierto con que hayamos elegido el tema o su específico

enfoque. Pero este acierto, en definitiva, depende de una seria información y reflexión acerca del auditorio, sus expectativas y circunstancias. (No se puede predicar lo mismo ni de la misma manera a las novicias, a las chicas del secundario y a las reclusas de un instituto penal. Tampoco será idéntico cl enfoque de la ética profesional, si hablamos a obreros o a empresarios.) La forma depende de los otros factores. El cuento es ideal para hablarles a los chicos... y a muchos auditorios adultos; quizás a empresarios y profesionales, convenga presentarles estadísticas y otros argumentos acordes. El esquema: TEMA AUDITORIO

FORMA FINALIDAD

No se puede violentar la naturaleza. La naturaleza de la acción oratoria es la expuesta. Desestimarla es condenarse al fracaso: el discurso resultará, casi necesariamente, malo. Puede tener algunas pinceladas acertadas. Será pura casualidad. Nunca logrará superar la mediocridad. Pero resignarse a la mediocridad es siempre una traición. Traición a la vocación ascendente que Dios imprimió en el hombre (Gn 1, 27). Traición al ideal evangélico, válido para todo cristiano: Sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo (Mt 5, 48). Traición a la predilección que Jesús muestra con sus discípulos: Yo les elegí y los destiné para que den frutos (Jn 15, 16). No confundamos "mediocridad" con "medianía". La medianía es el centro, la mitad, el promedio de la humanidad, fuera de aquellos exponentes brillantes —siempre minorías que aparecen en todos los órdenes y actividades de la vida. Aceptemos la medianía con paz y alegría espiritual: no se nos exigirá más que los talentos recibidos... La mediocridad —según el diccionario de sinónimos— es lo "deficiente, defectuoso, imperfecto, incompleto, malo, detestable, pésimo, chapucero". Es esa apatía espiritual que nos resigna a hacer las cosas dé cualquier manera; que mata el entusiasmo por hacerlas de la mejor forma posible. Difícilmente, se pueda disculpar esta resignación en un heraldo, apóstol y maestro. ♦ La estructura del discurso Todo discurso digno de ese nombre —por modesto que sea—consta de tres partes: Comienzo - contenido - final o bien introducción - cuerpo conclusión (esta característica se denomina "carácter tripartito del discurso").

Es así y no puede ser de otro modo: todo discurso tiene un punto de partida (comienzo), otro de llegada (final) y un trecho por recorrer (contenido). A esta imagen, hay que agregarle algunos "indicadores de ruta" que ayudan a clarificar el rumbo: para qué me pongo en camino (propósito), cómo lo hago más llevadero (ilustraciones), cómo hago realidad el mensaje (aplicación). La acción oratoria y la estructura del discurso son el marco de referencia imprescindible del oficio de predicador. Teniéndolas en cuenta, es muy probable que el discurso sea notoriamente deficiente. Podrá ser menos brillante; carecer del ornato de la elocuencia o no alcanzar la cima de la retórica... ¡no tiene importancia! Siempre logrará el objetivo de toda auténtica predicación: Predicar no para el aplauso de los oyentes, sino para el fruto de las almas (Benedicto XV, Humani Generis Redemptionis). 2) La elaboración del discurso

Uno de los aspectos más elementales y previos a toda labor es el estado de ánimo. A pesar de todas la dificultades conocidas, el predicador ha de afrontar su trabajo con paz y sosiego5. En este clima y según hemos advertido anteriormente, hay que tener en cuenta: a) El propósito Con el nombre de finalidad lo hemos mencionado como uno de los componentes de la acción oratoria. Después de la idoneidad personal del predicador, nada influirá tanto en la eficacia de la predicación como el propósito general y específico que se haya propuesto. La finalidad, objetivo o propósito, es la meta a la que el predicador quiere llegar como resultado de su exposición; es la respuesta a la pregunta: ¿Para qué hablo? (,Cómo ponerse en camino sin haber decidido adónde ir?) El predicador no habla porque "no tiene más remedio...". Tampoco habla para impresionar al público con su erudición o ingenio. El predicador es heraldo, apóstol y maestro (2Tim 1, 11), el Señor lo ha considerado digno de confianza al colocarlo en el ministerio (1Tim 1, 12); habla para aprovechar una oportunidad de que su auditorio conozca y ame a Jesucristo, y quiera hacer algo por él. Para ello, no basta hablar, hay que "vender". El predicador no sólo debe salir airoso de su exposición, debe, además, obtener algo de ella. En términos técnicos, ha de tener un objetivo, un propósito definido. El objetivo o propósito puede ser general o específico. Hablarnos de ello en el marco de la clasificación de las formas de predicación. Agreguemos lo siguiente: Sugiero recurrir al excelente libro de Víctor M. Fernández Carlos Galli, La oración pastoral, Buenos Aires, San Pablo, 2007. 5

- El propósito general —doctrinal, moral, apologético—-: se relaciona directamente con el tema. Es una guía indispensable en la formulación y organización del tema, el "reaseguro" de su unidad y coherencia. Observándolo fielmente, se eliminarán muchos rodeos de segunda o nula importancia. No se exhibirán cantidades de ideas sueltas que impiden la más elemental comprensión del tema. (La experiencia de sólidos predicadores atestigua que, con este sólo detalle, se logra transformar la eficacia de la predicación). - El propósito específico: se vincula a la intención del predicador. Esta intención no es arbitraria. En rigor, el propósito específico es la aplicación del propósito general a la más apremiante necesidad de los oyentes: si el propósito general del sermón fue moralizador, el propósito específico buscará aplicarlo a los negocios, o a la vida matrimonial, etc. No sería coherente que el predicador se propusiese estimular la participación en una novena. Es absolutamente necesario expresar por escrito el propósito que se ha fijado. Sólo la escritura disciplina el pensamiento. Es un arduo trabajo. ¿Querrá afrontarlo el heraldo, apóstol y maestro? Es necesario también que el propósito específico sea expresado con un verbo que describa la respuesta que se desea lograr de los oyentes. El predicador debe saber con claridad qué desea lograr con su exposición, qué debe ocurrir para que se sienta satisfecho al concluir ésta, qué desea que el público haga cuando se haya retirado del templo. Cuando finalice de hablar, quiero que el público...     

CONOZCA claramente qué es... SIENTA la misericordia de Dios... QUIERA colaborar con la campaña... ADVIERTA los errores de quienes... DECIDA comprometerse con las actividades...

Si el predicador no tiene un objetivo general y específico preciso, si no sabe adónde quiere llegar, no se extrañe que, a pesar de su buena voluntad, ¡no pase nada!: Cuando uno no sabe adónde va... llega a cualquier parte. b) El comienzo El comienzo es más que la mitad del todo (Aristóteles). Las primeras frases tienen una importancia decisiva para el éxito del discurso. ¿Por qué? Porque con ellas el orador se presenta a sí mismo, presenta el tema y rompe la inercia del auditorio. Este, en general, asiste a la charla con una actitud expectante, mezcla de escepticismo y curiosidad: "Veamos qué pasa. ¿Qué ocurrirá hoy?".

Este estado de expectativa se define en las primeras frases: el auditorio pasará a la aceptación, la confianza, cl interés... o, por el contrario, al rechazo, el malestar, la indiferencia. El hombre moderno ha perdido la capacidad de escucha. Se distrae fácilmente. Está saturado de palabras, de preocupaciones y de otro tipo de intereses que nada tienen que ver con la homilía de ese domingo. Creemos que la gente tiene nuestros mismos intereses. ¡Qué ingenuidad! Quienes, domingo a domingo, asisten a misa ¿van a escuchar al predicador o van a escuchar misa? En el caso concreto de la predicación homilética, ¿será exagerado decir que el pueblo viene escuchando "más o menos lo mismo", domingo a domingo, año tras año...? En el plano psicológico, la competencia por captar su atención es cruel y despiadada. Si no queremos predicar en el vacío, hay que ganar su atención, despertar su interés, provocar su asombro, motivar su entusiasmo, incitarlo a escuchar. ¡Es posible hacerlo! No es necesario ser tremendamente imaginativo ni especialmente creativo para atraer al auditorio con las primeras palabras. Pero requiere concentrarse en ello, dedicarle el tiempo y esfuerzo que su importancia merece. Además de captar la atención, el comienzo ha de suscitar el interés por el tema. En la tradición protestante, la introducción termina proponiendo, con una frase sugestiva, el tema que se viene. Acertada precaución. Casi instintivamente, los oyentes se preguntan: " ¿qué dirá acerca de este asunto?". La proposición es la respuesta a este interrogante. Planteada sugestiva y claramente, estimula el interés y señala la dirección que tomará el tema y posibilitará, a los oyentes, seguir el mensaje con facilidad. Se entiende por qué, siempre, se ha asignado al comienzo (y al final del discurso) la máxima importancia. Sin embargo, ¡cuántos predicadores dedican sus primeras palabras a arruinar lo que dirán después! Frases abstractas, rutinarias, a veces, académicas, casi indolentes, forman el elenco. Frases muertas y mortíferas. a. b. c. d.

El evangelio de hoy nos dice... La Iglesia nos presenta la imagen de María... Hoy, la Palabra de Dios es muy rica... (¿Y los demás días?) En este domingo, el Espíritu Santo nos quiere enseñar.

Cualquiera de estas frases es una dosis de anestesia. El predicador la refuerza, cuando se le ocurre parafrasear el evangelio por el solo hecho de ganar tiempo (no porque busque enfatizar algún aspecto determinado). Más grave aún es introducirse en el "túnel del tiempo", instalarse en un pasado distante veinte siglos. ¿Cómo retornar de él? ¿Cómo volver a la realidad del aquí y ahora? Casi imposible. Un comienzo así es suicida. Cómo no iniciar un discurso Jamás comencemos con una disculpa:

 Les pido disculpas, porque no pude prepararme.  Estoy muy cansado. No sé qué va a salir.  En realidad, los demás ya dijeron todo mejor que yo. Difícilmente se obtenga compasión del auditorio por ese medio. Si debe hablar, oculte su estado de ánimo. Mejor dicho, supérelo con oración y confianza en sí mismo. No se disculpe. No se lamente. ¡Hable! Usted es "heraldo, apóstol y maestro", haga honor a la confianza que Jesucristo depositó en usted al colocarlo en el ministerio (ITim 1, 12). Posibles formas de iniciar con acierto una predicación No es fácil acertar lo que se pide en la introducción: captar la atención y presentar el tema. ¿Cómo hacerlo? Felizmente, la lista de posibilidades es amplia. Hay para todos los temas y circunstancias. Basta con pagar el precio. Comencemos con una narración La narración es la especie literaria que expone ordenadamente un hecho o suceso. Las narraciones atraen, despiertan interés. A medida que el narrador cuenta, queremos saber cómo sigue. Por eso, es el gran recurso literario de novelistas y cuentistas. Bien realizada —breve, clara, ordenada, coherente—, es un comienzo infalible. Con un ejemplo preciso Casi es una variante de lo anterior. Los ejemplos —tan importantes en oratoria— son una magnífica forma de empezar. Concretos, precisos, avivan el interés, fijan la idea. La ejemplificación es la llave de oro de la predicación. Cuando un ejemplo adecuado sacude al auditorio se puede seguir haciendo uso de él durante el resto del tema Un ejemplo puede servir de columna vertebral a una predicación. Con una pregunta Una pregunta bien conectada con el tema, despabila al auditorio, crea expectativa, hace parar las antenas, pone en funcionamiento la mente del oyente. ¿Es posible hoy cumplir el séptimo mandamiento? ¿Se puede vivir sin "curros" ni acomodos? ¿Es posible progresar siendo decentes?" Preguntar es un recurso oratorio de gran importancia. Puede ser un excelente comienzo. El comienzo directo

Consiste en entrar en materia sin preámbulos. Señores: voy a defender las ideas democráticas, si es que quieren escucharlas 6. Es un comienzo propio de la oratoria académica y militar. También es el comienzo adecuado a los discursos fúnebres y a los discursos oficiales. Es un comienzo propio, también, de la oratoria sagrada. Pero exige el máximo sentido común: no es lo mismo predicar a quienes están familiarizados con la Palabra de Dios y valoran la vida espiritual (auditorios, ciertamente, poco comunes) y al pueblo corriente de la misa dominical... El comienzo directo supone siempre que el orador no necesita conquistar la atención y el beneplácito del auditorio. No es el caso corriente a nuestra predicación. De todas formas, siempre se ha de usar una fórmula estimulante, motivadora, atrayente: "La palabra de Dios que acabamos de escuchar parece escrita para los sucesos del Golfo Pérsico... (de nuestra ciudad, barrio, etc.). En efecto, según el diario Tal y cual del miércoles pasado..." "El evangelio de hoy, el buen Dios, lo ha preparado para todos los que sufrimos. ¿Hay alguien aquí que no tenga algún sufrimiento?" "El mensaje que hoy contiene la Palabra de Dios puede solucionar todos los problemas familiares..." Con una experiencia personal Es una narración donde el propio orador se presenta como protagonista del hecho narrado. El relato de una experiencia propia, vivida por el que habla, posee gran fuerza oratoria. Es obvio que la anécdota debe vincularse al tema tratado, aparecer verosímil, y evitar cualquier aproximación al "autoelogio". Con una afirmación sorprendente Algo que el auditorio no se puede imaginar. Una afirmación inesperada y categórica con el objeto de impresionarlo. "Estoy convencido de que la fiesta de Navidad debe ser suprimida". Así comenzó un predicador una excelente predicación sobre el sentido y la falta de sentido (para otros) de la Navidad. Con humor El recurso del humorismo exige especial prudencia. No es aplicable a cualquier circunstancia y, además, cada uno sabe si es o no gracioso. "Hacerse el gracioso" tiene bastantes riesgos... sobre todo, tratándose de la predicación. 6

Castelar, Emilio, famoso orador y político español, +1899.

Pero si, efectivamente, el orador ha sido dotado con la vena humorística, y eso cada uno lo sabe. El humor es un recurso que siempre hará interesante el discurso. ¡Cuánto puede servir para predicar a los chicos... y a los grandes! Con una cita fumosa De la Biblia (eventualmente de los libros sagrados de otras religiones); De los santos; De algún personaje histórico, literario, científico...; De estrofas poéticas. La importancia de esta fórmula radica en que nos remitimos a una personalidad con autoridad mayor que la nuestra. La gente gusta conocer qué han dicho los hombres famosos (han de ser conocidos por el auditorio o aclararles quiénes fueron). En el caso de la poesía, se añade la gracia y el encanto que normalmente la acompañan; y tratándose de la Biblia, la fuerza y la majestuosidad de apelar al testimonio mismo de Dios. Dentro de esta fórmula, se incorporan los refranes y proverbios que, por su sencillez, concisión y sabiduría, tienen general aceptación. Un comienzo aparentemente casual Es un comienzo que parece surgido allí, en el momento, pero, en realidad, ha sido pensado previamente. "Esta mañana, recorriendo la ciudad, observé la profusión de afiches con que han anunciado esta charla. Me conmovió constatar el esfuerzo que todos ustedes realizaron por el éxito de esta Semana de la Juventud". Un comienzo así acorta inmediatamente las distancias, crea un clima de familiaridad, produce la impresión de que el orador y el oyente son "viejos amigos". Debe ser natural, espontáneo, cálido. Con una acción sorpresiva Un predicador arrojó un puñado de granos de trigo sobre el piso de mosaicos, para iniciar su comentario a la parábola del sembrador. En un discurso de despedida de alumnos de quinto año, el orador comenzó, calculadora en mano, haciendo el cálculo de las horas que había pasado junto a esos alumnos durante esos años. El gesto puede ser múltiple: mostrar un objeto, romper algo, escribir en un pizarrón, hacer un ademán dramático...

Este tipo de comienzo, por inusitado, despierta la curiosidad, llama la atención, y, según las circunstancias y la forma, puede crear una gran expectativa. Comenzar conectando el tema con los intereses del auditorio Todos nos sentimos atraídos por lo que nos toca de cerca, por lo que nos puede beneficiar o perjudicar. Nada hay más importante para nosotros que nosotros mismos. "El tema que voy a tratar afecta los negocios de todos ustedes. En realidad, afecta el precio de la comida que comemos y el alquiler que pagamos. Más aún, afecta el bienestar de nuestras familias y de la comunidad toda". Un comienzo así prende de inmediato, porque toca nuestro interior, se refiere a algo valioso para nosotros. No puede fallar. Es una de las mejores formas de iniciar un discurso. El ejemplo propuesto podría ser el comienzo de una charla sobre la justicia, pero habrá quien prefiera comenzar más o menos así: "Hoy nos hemos reunidos para examinar juntos la virtud de la justicia". Un acontecimiento reciente Es una variante de la anterior. La gente dedica muchas horas a la prensa, la radio, la televisión... Si ha habido un acontecimiento significativo en el barrio, en la ciudad, en el país, en el mundo... (sobre todo, si es suficientemente conocido), se puede aprovechar para presentar el tema del mensaje siempre que la relación no sea forzada. También entran aquí los acontecimientos de la Iglesia universal, nacional, diocesana, parroquial... Comenzar con una aclaración interesante Con frecuencia (casi diríamos, a cada paso), surgen, en el evangelio, detalles que es oportuno aclarar. Se hacen interesantes, e incluso, pueden orientar toda la predicación. Son muy variados: la etimología de las palabras; su significado más expresivo en hebreo o griego; la fuerza de ciertas imágenes: la piedra del molino, los diez mil talentos, la figura del pastor... Del texto y el contexto; de las circunstancias de lugar, tiempo y costumbres, se pueden lograr muy interesantes formas de empezar la predicación, y además, hacer más comprensible el texto (= mensaje) bíblico. (¿Alguien explicó alguna vez qué son las "filacterias"?) Para tener en cuenta

El comienzo o introducción es lo último que se prepara. Podremos así elegir, con mayor seguridad, entre las posibilidades analizadas, la que guarde mayor relación con el conjunto de la predicación, su finalidad, el auditorio... No debe ser lo mejor del mensaje, porque así prometería más de lo que dará el mensaje mismo. Debido a que el comienzo tiene la vital función de captar la atención y presentar el tema, es necesario escribirlo detalladamente para asegurarse la mejor redacción posible. Mientras lo revisa y lo pule, debe preguntarse: ¿Llamará la atención de los oyentes? ¿Introduce naturalmente el tema? ¿Tiene las cualidades básicas de un buen comienzo: interesante, atractivo, sencillo, claro, breve, apropiado al tema? c) El final El discurso ha de concluir, no sólo detenerse; debe llegar a su final, no sólo esfumarse. Debe ser un aterrizaje feliz al final de un vuelo. Siempre se predicación malogra el oportunidad

lo ha considerado un momento de gran importancia. Para la es mucho más; es su parte más decisiva: allí se logra o se resultado del esfuerzo realizado. La conclusión es la última de alcanzar el propósito del sermón cualquiera que éste sea.

Lo último que un orador dice permanece en la memoria y la sensibilidad del oyente más que todo el resto. Por eso, es la parte del discurso que reclama más atención: es improbable acertar sobre la marcha con el final apropiado. ¿Quién no ha tenido que sufrir con esos predicadores que no han previsto cómo "aterrizar" y se "estrellan" con algunas de esas despedidas rutinarias, intrascendentes, "típicas de curas"? ¿Quién no ha sufrido con esos predicadores que no encuentran la manera de terminar y divagan repitiendo exhortaciones gastadas hasta que el público desea angustiosamente que el predicador ponga fin a su perorata? El final es el momento culminante del discurso. Reclama ser preparado con sumo esmero y meticulosidad. ♦ ¿Qué errores debemos evitar? Evitemos terminar con una disculpa: "Como el tiempo apremia y ustedes están cansados, mejor terminemos aquí". Evitemos retomar el hilo del asunto o derivar hacia una nueva idea, como si fuésemos a empezar de nuevo. Evitemos dar vueltas y vueltas sobre el tema, como si estuviésemos en un laberinto sin saber cómo salir.

Evitemos terminar de repente, como si nos retiráramos sin saludar: "Bueno, esto es todo lo que tenía que decir. Por eso termino aquí". Es igualmente desacertada la muletilla tan usada por muchísimos predicadores: "Pidamos al Señor...; Vamos a pedir al Señor (a la Virgen)". ¡Qué falta de oficio! ♦ Formas acertadas de concluir el discurso En general, las formas propuestas para comenzar el discurso sirven también como final: una cita famosa (en especial el texto bíblico comentado); una narración, un ejemplo, una anécdota personal... pueden transformarse en excelentes finales. En todos los casos, deben guardar estrecha relación con el tema, condición ésta imprescindible en toda conclusión. - Terminar con una galantería sobria y sincera A todos nos gusta que se adviertan nuestros méritos, que se reconozcan nuestros esfuerzos. ¿Es acertado finalizar una charla (o comenzarla) quejándose de los que no vinieron o de cualquier otra cosa? ¿No es más provechoso halagar la buena voluntad de los que asisten? El halago deberá ser sincero, oportuno y justo. En caso contrario, el oyente no dejará de advertir la falsedad y el rebuscamiento. - Terminar resumiendo los puntos tratados Durante la charla, hemos expuesto diversas ideas, argumentos, ejemplos, referencias... Pasarnos la luz (idea central) por un prisma que fue mostrando diversos colores. Ahora conviene recorrer panorámicamente toda la exposición y resumir, sintetizar, concentrar el mensaje. Este final fortalece la unidad, la cohesión, la fuerza argumentativa de la exposición. Nunca estará de más una breve síntesis final, cualquiera sea la terminación que hayamos escogido. Si esa síntesis se cierra con el "versículo fuerza" comentado, tendremos un final siempre decoroso y apto, aunque carezca de otras cualidades. Es un final obligado, cuando la finalidad primaria de esa predicación es enseñar. - Terminar "in crescendo " Este recurso se llama también "climax" o "gradación", porque el orador va ascendiendo en sus argumentos o referencias, hasta lograr una culminación majestuosa. Es un momento de gran emotividad. Allí quedan conmovidos tanto el predicador como el auditorio.

No es fácil. No se adapta a cualquier tema o circunstancia. Puede servir para grandes solemnidades o grandes concentraciones. Pero, bien hecho, es vigoroso y de gran efecto oratorio. - Terminar exhortando a la acción El político que cierra una campaña electoral; la directora de escuela que propone techar el patio; el vendedor ambulante que sube al colectivo... todo orador quiere convencer, persuadir, mover al otro a obrar de una determinada manera. ¡Este objetivo debe estar en la mira del predicador! La conclusión del sermón constituye el ataque final a la fortaleza de la voluntad del oyente. La predicación no puede quedar reducida a un simple entretenimiento intelectual. ¡Se predica para conseguir resultados! La conclusión es la propuesta final, el imperativo último que el oyente debe llevarse a su vida cotidiana: Felices los que escuchan la Palabra de Dios y la practican. Los finales que se escuchan en nuestros templos confirman el interrogante planteado por el CELAM: Nuestras homilías (...) no convencen, no cambian, no crean una realidad nueva. ¿Por qué? Exhortar a la acción no es sinónimo de "moralismo". Éste es un rutinario "debemos... tenemos que..."; aquél toca los "resortes" afectivos y racionales del hombre para que se decida a actuar. El moralismo es el simple enunciado de un deber; exhortar a la acción es mover las fibras interiores del oyente para que quiera hacer, es plantearle una aplicación práctica, una consigna, un encargo. Es hablarle al corazón y a la voluntad. Sacudir su mediocridad y su apatía. Arrancar una decisión. Señalar caminos. Contribuir a la conversión del "hombre viejo". Exhortar a la acción —en sus diversos matices— no es una "opción"; es la más radical exigencia de una auténtica predicación. Sin una adecuada capacitación, sin practicar una y otra vez, es imposible dominar este arte en que se concentra toda el alma de la predicación. - Terminar con una oración Este final admite dos variantes: Una, el predicador reza por el auditorio, suplica, agradece, alaba... al Señor en nombre del pueblo. Otra posibilidad es que el predicador haga rezar a toda la concurrencia. En ambos casos, la oración debe resumir el mensaje central de la predicación y, a partir de allí, alabar, suplicar, agradecer... a Dios de acuerdo con el propósito perseguido. No la confundamos con aquella insulsa invitación rutinaria y "desinflada" que ya descalificamos. Aquí el predicador y/ o toda la asamblea reza. Esta oración debe ser valiente y hasta agresiva, sacudir al oyente. Es conveniente pedir un gesto exterior, alzar los brazos, ponerse de pie, pasar al frente,

colocar la mano sobre el corazón, mirar una determinada imagen... Puede ser un excelente final. Condiciones de una buena conclusión

 Breve: el final no es la "ampliación" del discurso, sino su término.  Clara: el oyente ha de entender "claramente" qué se le propone sin confusión alguna.  Realista: es decir, "practicable", al alcance de la buena voluntad del auditorio.  Positiva: No es un momento para regañar o quejarse. Una conclusión neurasténica es la peor conclusión. El Evangelio siempre es un mensaje de amor y esperanza, es "Buena Noticia" también, cuando el Señor "sacude" nuestra mediocridad.  Coherente: adecuada al conjunto del mensaje. Al comienzo, nos preguntamos ¿adónde quiero llegar? Ahora, en el final, me interrogo: ¿he llegado al destino deseado? El problema no es hallar "alguna conclusión", sino la que mejor se adapte al discurso y pueda lograr el efecto deseado. Si redactar por escrito el comienzo podría ser tildado de conveniente, escribir, palabra por palabra, la conclusión es una imperiosa necesidad. Es el mayor esfuerzo en el proceso de la preparación que el heraldo, apóstol y maestro ha de encarar confiándolo de una manera especial al poder del Espíritu Santo. d) El contenido ♦ El tema Hay discursos que no tienen "ni pies ni cabeza", es decir, ni un comienzo ni un final "dignos de la oratoria". Pero no hay discurso posible sin un contenido, sin un tema. El contenido es todo el cuerpo del discurso: ideas, argumentos, ejemplos, citas... El tema es la columna vertebral del contenido. La materia de la que trata la predicación; el asunto que se presenta en ella. Se la denomina también la idea central. El primer paso que debe dar el predicador es definir el tema, responder a esta sencilla pregunta: "¿De qué voy a hablar?". La respuesta ha de ser unívoca y breve: hablaré de "los frutos del Espíritu Santo"; "del valor del hijo pródigo"; "de las características de la auténtica caridad". El tema es la exacta respuesta a la pregunta: "¿de qué hablaré?". Mientras no pueda contestarla claramente, no debe seguir adelante. A menos que se opte por el caos, es imprescindible tener un tema, y saber con precisión cuál es. Sólo hay una forma de estar seguro de ello: poder expresarlo en poquísimas palabras tan claras como la luna llena en una noche despejada. Aunque un libro tenga 700 páginas, es posible decir en pocas palabras ele qué se trata...

Si el tema está en la nebulosa, ¿cómo elegir el comienzo y el final? ¿Cómo armar su desarrollo? ¿Cómo determinar un objetivo? Si el predicador "no la tiene clara", ¿cómo "la tendrá" el oyente? ♦ ¿Cómo elegir el tema? Hay que buscar en la dirección del Espíritu Santo. Dios sabe mejor que nosotros qué necesitan los que van a escuchar el mensaje (Mt 6, 8). Es de suma importancia, por tanto, que se busque a Dios con toda el alma ante de emprender la preparación de la predicación. Esta plegaria del corazón ha de estar presente antes, durante y después de predicar. En general, hay que tener en cuenta las necesidades espirituales de los oyentes, la situación de la propia comunidad, y no ignorar la realidad sociopolítica que se vive. Sobre esta base, hay tres cualidades indispensables en cualquier tema digno de la predicación cristiana. a) Debe ser serio: Es decir sólido, importante, fundamental... para la fe y la vida cristiana. No abundan las ocasiones de predicar, ni el tiempo que los fieles la soportan. No conviene perderse en cuestiones marginales, en digresiones superficiales, en asuntos que alguien caracterizó como "las chucherías de la teología". b) Debe ser vital: Como consecuencia de lo anterior, debe atender las necesidades espirituales de los destinatarios. No basta con hablar de lo que al predicador le interesa. Hay que preguntarse si "eso" le interesa (= lo necesita) al auditorio. El tema ha de tener valor práctico para los oyentes. Éstos deben retirarse convencidos que se hubieran perdido algo importante de no haber estado allí. "Un verdadero sermón tiene por padre al cielo y por madre a la tierra". c) Debe apoyarse legítimamente en la Palabra de Dios: La dimensión fundamental de toda predicación cristiana —no sólo de la homilía— es su fidelidad a la Palabra de Dios. En la predicación es Dios quien tiene la Palabra. Sin ella, la predicación queda reducida a una simple palabra humana. San Agustín lo expresó con profundidad y belleza: Lo que os sirvo a vosotros no es mío. De lo que coméis, de eso como yo; de lo que vivís, de eso vivo yo. En el cielo, tenemos nuestra común despensa: de allí procede la Palabra de Dios (Serm. 95, 1). Esto vale también para los llamados sermones de ocasión Reconozcámoslo: si el predicador "no da" con una cita bíblica, la conclusión es clara: o desconoce su oficio, o ha frecuentado poco la Biblia y, en consecuencia, no sabe buscar en ella, o... ese tema no es digno de un heraldo, apóstol y maestro. ♦ El desarrollo del tema

Fijado el tema, el texto bíblico y el propósito, nos enfrentamos con el trabajo central de la preparación: ¿Qué cosas tengo que decir y en qué orden? De cualquier tema se pueden decir mil cosas. Además, se las puede decir de cualquier manera. Esto no produciría un discurso provechoso. Más aún, eso no merece llamarse discurso. Desarrollar un tema significa organizarlo para que las partes que lo componen respondan a un orden interno que facilite su comprensión y conduzca al resultado buscado. El desarrollo de un tema reclama, en primer lugar, evitar algunos inconvenientes: 1. Pretender decir muchas cosas, aprovechando que se tiene a la gente. 2. Apasionarse por lo que le interesa a uno mismo sin tener en cuenta lo que necesita el auditorio. 3. Hablar desproporcionadamente sobre un solo punto de los previstos, dejando inconcluso el resto. 4. Entretenerse en pormenores intrascendentes. 5. Repetir ideas, hechos, pasajes muy trillados o, por el contrario, incursionar en aspectos propios de especialistas. Evitados los inconvenientes, es necesario tener en cuenta las características que aseguran un buen desarrollo. Básicamente, son tres: partir de un esquema, asegurar la unidad temática y organizar los materiales que se utilicen. ♦ El esquema o plan A nadie se le ocurre construir una casa sin contar con un plano. Tampoco se puede construir un discurso sin contar con un bosquejo, un esquema, un plan, una guía. Cierta cantidad de materiales amontonados en un terreno no constituyen una casa; cierta cantidad de ideas (cuando no dé simples frases) amontonadas de cualquier manera... jamás merecerán el nombre de discurso. No tenemos derecho a esperar del oyente comprensión y tolerancia frente a tanta impericia. No tenernos derecho a esperar algún resultado frente a tanta improvisación. El arte de la guerra —dijo Napoleón— es una ciencia en la que nada sale bien, si previamente no se lo calcula y medita. En el arte de la palabra, también ocurre que nada sale bien, si previamente no se lo calcula y medita. Un sermón no es una composición escrita dispuesta para su publicación, para ser leída y vuelta a leer. Se trata de una exposición oral cuyo mensaje debe impactar allí mismo sobre los oyentes.

El esquema o plan asegura el orden, la armonía, la unidad, la claridad de la expresión; evita que el orador divague, salte de una idea a otra, aferrándose a lo primero que le viene a la mente; le permite estimar la duración de su discurso, facilita su memorización, posibilita que el oyente pueda captar — con relativa facilidad- la esencia del mensaje, así como los varios aspectos que aparecen en él. El esquema o plan ha de contener básicamente los siguientes elementos:   

tema texto propósito

I. Introducción - Proposición II. Contenido a. Primera idea principal (eventualmente, subdivisión) b. Segunda idea principal (eventualmente subdivisión) III. Conclusión -Aplicación Un bosquejo o plan debiera ser breve. Todo debiera expresarse en tan pocas palabras como sean necesarias para su comprensión. Esta regla general no impide que cada predicador amplíe su bosquejo con todos los elementos que estime necesario (ilustraciones, citas, argumentos...). ¿Cómo proceder? Es casi imposible que el plan aparezca nítido de entrada. Harán falta uno, dos, tres borradores... hasta que lo veamos claro y nos conforme. Para ello, no existe una fórmula mágica. Vayamos trabajando así: Revisar el material escogido: libros, artículos, fichas, citas, recortes... En esta etapa, conviene empaparse de información. Se tendrá la sensación de estar perdido en medio de tantos datos. Es normal. Toda esta información penetrará el subconsciente y trabajará allí, según enseña la sicología. Anotemos, en forma breve y concisa, la idea básica contenida en cada uno de los elementos reunidos. Conviene escribir sobre una sola carilla. Repasando esas notas todas las veces que sea necesario, descubramos sus relaciones y optemos por las ideas más convenientes. Es necesario:  

Desechar todo lo que no se ajuste al objetivo de nuestra disertación. Escoger lo principal, lo verdaderamente importante, y no perderse en lo secundario, lo accesorio.

Preguntarse: ¿Son éstas las ideas que necesita conocer el auditorio? ¿Se adecuan al objetivo que persigo? ¿Son demasiado técnicas o, por el contrario, las conoce todo el mundo? ¿Son muchas? ¿Pueden ser tratadas en el tiempo que dispongo? Dos ideas principales desarrollando un tema corren el riesgo de ser demasiadas para un auditorio corriente, en una exposición de veinte, veinticinco minutos. (Ya hablaremos de la duración de la homilía.) El desborde de ideas y detalles oscurecen el discurso, fatigan al oyente, le producen confusión y desconcierto. Luego de trabajar con un tema, comprobaremos que el problema no es "qué decir", sino "qué dejar de decir". En el primer momento, todo parece interesante y la tentación de indigestar al auditorio es grande. Debemos distinguir:   

Lo que se puede decir, de lo que se podría decir, para llegar a lo que hace falta decir.

Este trabajo de búsqueda, análisis y reflexión; esta ardua tarea de revisar, una y otra vez, las notas, las ideas, cl material elegido; de anotar, borrar y volver sobre ellas hasta ver claro qué debo decir... es el verdadero crisol de todo aprendiz de orador. La experiencia indica que no es frente al micrófono, sino en este momento donde claudican los que quisieran aprender a hablar en público... sin pagar el precio. Si superamos esta dificultad inicial; la tentación del facilismo y la mediocridad; el eventual desaliento por imaginar que avanzarnos poco... estamos en el camino del éxito, alcanzarlo sólo es cuestión de paciencia, como en todo oficio. La preparación, el adiestramiento del orador reclama tenacidad, constancia, esfuerzo y sobre todo fe, un profundo convencimiento del valor de la palabra. ¿Puede faltarnos a nosotros, "llamados a ser la voz del Señor" en medio de su pueblo? Los atletas se privan de todo y lo hacen para obtener una corona que se marchita.: nosotros, en cambio, por una corona incorruptible (1 Cor 9, 24-27). - La unidad La unidad —concentrarse en un solo tema— es la primera y principal virtud del contenido. El oyente, al salir de la predicación, debe responder razonablemente a la pregunta: "¿De qué habló el predicador?". Ese tema —o idea central— ha de tratarse en dos —a lo sumo tres— aspectos principales (principales para ese auditorio y para esa ocasión,

evitando los detalles secundarios, esos que, lejos de aclarar, complican el tema). -

Tema o idea central: La Inmaculada Concepción Primera idea: En qué consiste ese privilegio. Segunda idea: Por qué sólo María lo tuvo.

¡Basta! ¡Es suficiente! La cabeza del cristiano común no da para más. ¿Cuánto más se puede decir y /o asimilar en una homilía de 12-15 minutos? ¡Ojalá los fieles se retiraran de cada predicación habiendo comprendido un tema! Más aún: ojalá se retiraran impactados por la mística que debe vibrar en toda predicación cristiana. Contradice las más elementales reglas de la psicología y la pedagogía obligar al oyente a saltar de idea en idea, a correr detrás del predicador en el laberinto en que el desorden lo encierra. No hay alternativa: si el oyente no puede responder con una razonable aproximación a la pregunta "¿de qué habló el padre?", no podemos estar seguros de haber sido claros y coherentes. Hay dos maneras de pecar contra esta unidad: cayendo en temas múltiples o en temas demasiado generales. Se cae en lo primero, cuando el predicador pasa de un tema a otro, se mete en todos los senderos y atajos que aparecen en el camino. Se multiplican las ideas, cuando no se sabe explotar ninguna. Es el resultado más exquisito de la improvisación. El predicador va soltando lo primero que le viene a la mente, a causa del proceso de libre asociación. ¡Un desastre! La confusión está asegurada. Se cae en lo segundo, cuando se deja abierto el tema, planteándolo de una manera demasiado general. El arrepentimiento: es un tema demasiado general. "El verdadero arrepentimiento"; "Los frutos del arrepentimiento" son temas limitados que hacen posible la unidad de su tratamiento. La clave principal de la unidad se encuentra en la limitación del tema. Esa limitación fija la dirección al tratamiento, señala el camino, impide el divague y la confusión. Hay que evitar ambos riesgos. En el primer caso, predicador y oyente se pierden en un laberinto; en el segundo, en la inmensidad. - La organización del contenido La organización es el alma del discurso. Sin organización no hay discurso. Sin ella tenemos un sucedáneo de discurso. Algo parecido a un cadáver: tiene forma humana, pero carece de vida. La vida del discurso —además de la personalidad del orador— depende de su organización.

Nuestro mensaje ha de ser entendido, seguido con interés, aceptado y recordado... para, finalmente, ser llevado a la práctica. Para posibilitar este arduo resultado es necesario ejecutar —¡lo mejor posible!— la estructura del discurso. A saber: dotarlo de un adecuado comienzo y final, y cuidar la perfecta organización del contenido. Entendemos por organización "el ensamble orgánico de sus partes", "la articulación de sus componentes". Básicamente son tres: las ideas, las ilustraciones y la aplicación. ♦ Las ideas Tenemos el tema, el texto y el propósito. Llegó el momento de definir el núcleo del discurso; ¿Qué diré acerca de este tema? ¿Qué ideas expondré y en qué orden? ¿Es posible imaginar una novela o un film sin argumento? Sin embargo, hay homilías sin argumento, sin médula, vacías, huecas como una viruta... homilías que no dicen nada, que no enseñan nada, que no estimulan la fe de nadie. Si se quiere llegar a una predicación sustanciosa y adecuada, y evitar la superficialidad de una palabra sin raíces humanas y sobrenaturales, es imprescindible recurrir a las fuentes ¡Familiarizarse con ellas! ¡Respirar su clima! Fle aquí cl secreto de la fuerza, la originalidad y el éxito de nuestra predicación. Lo contrario es arriesgarse a integrar ese género de predicadores que describió Monsabré7: Dios te guarde de ser del número de aquellos parlanchines que, con oportunidad y sin ella, te inundan de la lluvia de sus discursos y del torrente de su elocuencia. Las más de las veces no se halla un solo pensamiento razonable en esa cháchara donde vierten todas las banalidades y todos los lugares comunes (El orador sagrado, antes de predicar, predicado y después de predicar). Las ideas plantean al predicador dos cuestiones básicas: dónde buscarlas; cómo ordenarlas. * Dónde buscarlas A.- Fuentes primarias La Sagrada Escritura La Liturgia Los Padres y Doctores de la Iglesia El Magisterio y los teólogos. Los maestros de la ascética y la mística. La vida de los santos. (1827 — 1907). Religioso dominico francés; gran predicador, apreciado, sobre todo, por el sólido contenido doctrinal de sus sermones. 7

La historia de la Iglesia. B. Fuentes complementarias No podemos ser especialistas de todo. Tampoco tenemos la obligación de inventarlo todo. Hay importantes recursos para utilizar las fuentes y lograr una predicación seria, sólida, fiel, operante. Diccionarios: bíblico, teológico, litúrgico, de espiritualidad... Introducciones y comentarios bíblicos. Concordancias Atlas bíblico Libros sobres arqueología, usos y costumbres en los tiempos bíblicos. C. Fuentes auxiliares La filosofía. Las ciencias físicas, naturales y sociales. El arte y la literatura. Todo lo que encierra la expresión "vida de los hombres": una vez más, el ejemplo es el mismo Cristo. Especial mención merecen el contacto con los hombres de experiencia y el propio ministerio. D. Las ayudas necesarias La amplia bibliografía religiosa. La inagotable información que se obtiene por Internet. Los homiliarios. Subsidios para la homilía Revistas y periódicos (especializados y de divulgación) El propio archivo homilético que todo predicador, consciente de su primum officium, ha de preparar desde muy joven. El que busca encuentra, pero nada se hallará, cuando no se tiene el espíritu en guardia. Todo puede servir a todo, cuando se sabe llegar a sus relaciones íntimas (Sertillánges). Está todo inventado... basta con pagar el precio. Pero... Los libros no bastan Es necesario predicar con un oído en el evangelio y otro en el pueblo, decía monseñor Angelelli.

El destinatario de la predicación es el hombre, el hombre en su vida concreta. Es el hombre quien debe convertirse y santificarse; el hombre de hoy con los problemas de hoy. ¿Qué fruto puede producir una predicación sin destinatario, etérea, situada fuera del tiempo y del espacio? La predicación no es una "clase"; es actualización de la Palabra de Dios. Por eso, es imprescindible estar atentos al gozo y la esperanza, las tristezas y las angustias del hombre de nuestros días, sobre todo de los pobres y de toda clase de afligidos (GS 1). ¡Palpitar la vida! Observar, saber escuchar, interesarse por los demás al mejor estilo paulino: "¿Quién de ustedes se alegra sin que yo me alegre? ¿Quién de ustedes se entristece sin que yo me entristezca?". La predicción debe penetrar en la vida real, y la vida real debe penetrar en la predicación. La vida real incluye al hombre, a la comunidad parroquial, al barrio, al pueblo, a la provincia, a la nación, al mundo, a la Iglesia. Es el hombre desocupado o la mujer separada ante la alternativa de una nueva unión, la insensibilidad de la comunidad parroquial en sostener a Cáritas; la suculenta dieta de los concejales y legisladores en un país con millones de carenciados; los estragos de la globalización y la economía de mercado; las casas que la Madre Teresa logró abrir en Rusia; la preocupación social de la Iglesia... Toda predicación, cualquiera sea su tema, debe inscribirse en el título general "El evangelio y la vida". (...) La Iglesia ha ido adquiriendo una conciencia cada vez más clara y más profunda que la evangelización es su misión fundamental y que no es posible su cumplimiento sin un esfuerzo permanente de conocimiento de la realidad y de adaptación dinámica, atractiva y convincente del mensaje a los hombres de hoy (DP 85). ♦ Cómo ordenar las ideas Después de un arduo trabajo que no puede hacerse en el colectivo o cuando sobra tiempo, tenemos una cierta noción acerca de las ideas que podríamos utilizar. Llegó el momento de seleccionar y ordenar las ideas principales sobre las que se estructurará el discurso. Escoger aquello que se va a decir —advierte Cicerón— es más propio de la prudencia que de la elocuencia. Esta prudencia nos indica tomar ciertos recaudos. En general, es preciso elegir no las ideas que tienen mayor valor absoluto o que son más curiosas, originales o agradables, sino las que mejor sirven al tema y al fin propuesto, atendiendo siempre al auditorio. Si una idea no sirve para lo que se propone, su interés es nulo. Hay que desecharla sin dudar.

Además, las ideas principales deben ser pocas. Normalmente dos —-tres debiera ser una excepción— para nuestros auditorios corrientes. El sobreexceso —aun con aquellas ideas útiles o que se crean tales— es peligrosísimo. Cuantas más ideas sobren, más se obstaculizan unas a otras, más se complica la unidad del discurso, más se agota la atención del oyente, más se dificulta la comprensión del mensaje. Éste es un error típico de principiantes y de veteranos carentes de oficio. Confunden oratoria con locuacidad. Con estos recaudos, ¿cómo seleccionar y ordenar las ideas principales? Existen criterios o principios directivos. Tenerlos en cuenta siempre dará como resultado un discurso ordenado (= armado) alrededor de una férrea unidad. Principio del orden textual El desarrollo —la división del tema se ajusta textualmente a una cita bíblica (la desarrolla paso a paso). Por ejemplo: El que me ama cumplirá mis mandamientos. Punto I: El que me ama Punto 2: cumplirá Punto 3: los mandamientos de Jesús. La exposición temática Es la predicación, homilética y extra litúrgica más frecuente. El predicador no sigue un texto paso a paso, sino que expone un determinado tema. Lamentablemente, suele carecer de organización y termina siendo una mezcolanza de ideas. Suele faltar también una referencia más decidida al texto bíblico. La predicación temática es totalmente válida y necesaria. Es fácil evitar los riesgos señalados aplicando alguno de los criterios que iremos exponiendo. Por ejemplo: 1 er. domingo de Cuaresma: Las tentaciones   

La tentación de los bienes materiales La tentación de la presunción y la desidia La tentación de la idolatría

El principio del significado El desarrollo gira alrededor de la pregunta ¿qué es? ¿qué significa? Por ejemplo: Filipenses 1, 27-30: Ser digno seguidor del Evangelio

  

El digno servidor del evangelio es un hombre de fe. El digno seguidor del evangelio es un hombre dispuesto a luchar. El digno seguidor del evangelio es un hombre que busca la unidad.

A veces, es conveniente comenzar aclarando "qué no es" esa cuestión. Por ejemplo: qué no es la humildad, el amor a los enemigos... Principio de los medios El desarrollo se estructura alrededor de la pregunta ¿cómo? ¿de qué manera? ¿mediante qué? se alcanza la meta. Por ejemplo: La oración   

Conviene rezar con la Palabra de Dios. Conviene rezar con las oraciones litúrgicas. Conviene rezar con las fórmulas de reconocido valor.

Principio de las causas o razones Aquí el desarrollo responde a la pregunta ¿por qué? Por ejemplo: Apocalipsis 2, 9": ¿Somos ricos?   

Somos ricos, porque hemos sido llamados a la vida y a la fe. Somos ricos, porque los recursos (= la gracia) de Dios están a nuestro alcance. Somos ricos, porque la gloria eterna de Dios nos guarda.

Principio de los efectos Se señalan las consecuencias favorables / desfavorables de algo. Por ejemplo: Marcos 3, 14: Estar con Jesús.   

Estar con Jesús transforma la vida. Estar con Jesús da sentido a la vida. Estar con Jesús inmortaliza.

Principio de las preguntas lógicas y su combinación ¿Qué? ¿Quién? ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Con quién? ¿Por qué? ¿Para qué? Cualquier tema (= texto bíblico) puede ser tratado sobre la base de este principio. Por ejemplo: Juan 3, 1-18: El nuevo nacimiento. 

¿Qué es el nuevo nacimiento?

 

¿Quiénes necesitan un nuevo nacimiento? ¿Cómo se logra un nuevo nacimiento?

Principio del contraste Se trata de exponer una idea iluminándola con su contraria. Hay pares de conceptos que espontáneamente surgen unidos en la mente: vida - muerte; lo humano - lo divino; las obras de la carne - las obras del espíritu; lo temporal - lo eterno; el problema - la solución; las tinieblas - la luz. El contraste es un gran recurso oratorio. Bien elaborado surte gran efecto. Por ejemplo: Gálatas 5, 16-26: Las obras de la carne y del espíritu. Hay dos "fórmulas" que aseguran una predicación provechosa:

 Qué - Cómo: ¿De qué se trata? - ¿Cómo practicarlo?  Qué - Por qué - Para qué: ¿De qué se trata? - ¿Por qué es así? (necesario, conveniente) - ¿Para qué sirve? - ¿Qué efecto tiene? No debemos caer en la rutina de predicar siempre a partir de un mismo esquema. El auditorio, que normalmente es el mismo, terminaría aburriéndose. ¿Se deben anunciar las divisiones? Lo importante es que el oyente perciba las sucesivas etapas de la exposición. Un discurso se parece a una escalera: hay que subir hacia la conclusión "peldaño por peldaño". Jamás pecaremos por demasiado claros. Sobre todo con la gente sencilla, poco habituada al pensamiento abstracto. Por eso, me inclino a que se anuncien las divisiones del tema, ya sea en la introducción o bien a medida que se avanza en el desarrollo del discurso. El número de las divisiones En general, depende del tema, del auditorio, del tiempo disponible... Para los auditorios corrientes de nuestros templos, conviene que sean dos; a lo sumo, tres. ♦ Las ilustraciones El alma de la predicación no son las ilustraciones, sino la fuerza del mensaje. El alma de un edificio no son las ventanas: ¿pero pueden faltar las ventanas? Las ilustraciones son las "ventanas" del sermón: le dan oxígeno y luz. Permiten que el oyente "respire", e iluminan las ideas, las revisten, logran que tengan forma y color. La ilustración es un recurso oratorio que apela a los poderes de la imaginación. Su importancia es enorme. Está presente en toda la Biblia, y de

Jesús, nos dice el Evangelio, que 170 les hablaba sino en parábolas (Mt 13, 3. 34). I. ¿Qué son? Llamamos ilustraciones a las comparaciones, anécdotas, refranes... y otros recursos lingüísticos que ayudan a "materializar" las ideas. II. Importancia Es enorme. Vivimos en la civilización de la imagen. El hombre moderno está acostumbrado a ver, no a oír. Los medios no apelan al razonamiento, sino al impacto emocional. Una imagen vale más que mil palabras. Las ilustraciones logran bajar las ideas de las nubes de la abstracción a la percepción concreta (sensible) de ella. Si quisiéramos explicarle a un niño la idea de redondez, tendríamos que emplear miles de palabras... y seguramente fracasaríamos. Pero si le entregamos un aro de buen tamaño y se le dejamos un rato, diciendo después: "este aro es redondo, y todas las cosas que tienen esta forma son redondas", ya no haría falta más explicación. III.- Para qué sirven las ilustraciones a) b) c) d) e) f) g) h)

Clarifica el tema, arroja luz sobre el asunto. Capta la atención y despierta el interés de los oyentes. Fortalece los argumentos y así ayuda al convencimiento de la razón. Da vida a la verdad expuesta. Conmueve los sentimientos cooperando a la persuasión de la voluntad. Ayuda poderosamente a la memoria fijando lo expuesto. Posibilita la repetición placentera de verdades ya señaladas. Proporciona descansos mentales.

IV.- Tipos de ilustraciones Históricas: Narraciones relacionadas con hechos verídicos, actuales o del pasado. Un acontecimiento eclesial, una decisión del gobierno, un hecho de la vida real... Anecdóticas: La anécdota, cuando se refiere a una persona o acontecimiento humano, tiene una gran fuerza. Son muy importantes las referidas a los santos y personajes de renombre. Demostrativas: Cuando se utilizan objetos visibles para ilustrar una enseñanza: todos los medios audiovisuales: afiches, grabaciones, videos, objetos. Dramáticas: Cuando se dramatiza (se escenifica) la verdad que se quiere exponer (pesebre viviente, el evangelio escenificado...).

Poéticas: Poemas o versos selectos que ilustran la idea "Caminante no hay camino..." (Machado). Citas directas: La fuente debe ser conocida o bien ser aclarada. "En el atardecer de la vida, te juzgarán en el amor" (San Juan de la Cruz). Tienen mucha fuerza las que pertenecen al acerbo cultural del pueblo. Las que usan figuras del lenguaje a) b) c) d) e)

Símil (comparación) Jer 23, 29 Metáfora Jn 15,1 Analogía Jn 3,14 Alegoría Gál 4, 21-31 Parábola (hay treinta y tres en el Evangelio)

Fuentes de ilustraciones El predicador debe ser un buen lector, un buen observador, y un buen oidor. Así tendrá acceso a gran cantidad de ilustraciones. a) Biografías (Vida de santos, personajes históricos, entrevistas a personalidades vivas) b) Las artes (pintura, escultura, literatura, música, danza) c) La Biblia d) La historia (en especial, la historia de la Iglesia) e) La naturaleza (mundo animal, vegetal, mineral) f) La vida social (deportes, tendencias, actitudes) g) Los medios de comunicación (prensa, radio, televisión, cine) h) Testimonio personales (propios y de otros) i) La vida y obras de la Iglesia (misiones, instituciones, sínodos, declaraciones...) j) Cuentos, fábulas, narraciones, chistes Cualidades de las ilustraciones a) b) c) d) e) f) g)

Comprensible, que sea entendida por todos. Pertinente, que sea apropiada y no necesite ninguna explicación. Interesante, que atraiga la atención, el interés. Gráfica, que estimule la imaginación. Breve, que no aparte la atención del tema principal. Creíble, ¡cuidado con las anécdotas inventadas! Novedosa, no abusar de ejemplos demasiado trillados.

Una ilustración apropiada utilizada en el comienzo establecerá un inicio muy efectivo de comunicación. Si se usa para concluir la predicación, dará un toque final poderoso y efectivo. ♦ La aplicación

La predicación no es una "clase"; es la "comunicación verbal de la verdad divina con el fin de persuadir". El predicador no habla delante del pueblo; le habla "al" pueblo con la firme decisión de emplear todas sus fuerzas para que el oyente haga suyo el mensaje propuesto. No basta con una clara exposición y comprensión del tema. Hay cristianos que nunca sienten la necesidad de relacionar la verdad con la vida. Otros no están capacitados para sacar por sí mismos la aplicaciones prácticas que harán del mensaje bíblico un torrente de agua viva que riegue su vida. No basta con que el oyente salga de la predicación informado, el cristiano debe salir de la predicación cuestionado en sus intereses mundanos, y aleccionado para practicar lo que la Palabra de Dios le propone. Felices los que escuchan la palabra de Dios y la practican (Le 11, 28). Ustedes serán felices, si, sabiendo estas cosas, las practican (in 13, 17). La aplicación es el proceso por el cual el predicador demuestra que el mensaje expuesto es aplicable a la vida personal y comunitaria. En otras palabras: es el momento del sermón en que se indica cómo llevar a la práctica el mensaje procurando persuadir al oyente de que lo haga suyo. Su importancia es decisiva. Según la tradición protestante, un sermón comienza a ser tal, cuando aparece la aplicación. "Existencializar" el mensaje De esto se trata: de que el mensaje llegue a la vida. Al oyente común de una predicación (recordemos que una predicación no es una "clase"), no le interesa saber quién es Dios. Le interesa saber qué le reporta. El predicador ha de insertar la teología en esta realidad antropológica. Nuestra vida presenta un aspecto que podríamos llamar íntimo, particular. Abarca todas las cuestiones que directamente no involucran a los demás: leer la Palabra cada día; ser más generoso, rezar más... Es importante encarnar el mensaje en estos aspectos íntimos de la existencia. Pero la vida no es pura intimidad. Por el contrario, se desarrolla en cuatro grandes ámbitos: 1. la familia (y su antecedente, el matrimonio) Todo laico/a vive y convive en familia, que se forma a partir de la relación conyugal. Si queremos encarnar la teología, necesitamos conyugalizar y familiarizar la predicación. 2. la profesión Todo laico/a vive y convive en una profesión. Gran parte de su vida transcurre en ella. Es necesario "profesionalizar" la predicación.

3. la comunidad civil Todo laico/a vive y convive en la sociedad, desde el barrio hasta la Nación. Nadie puede aislarse. Necesitarnos "socializar" la predicación. 4. la comunidad eclesial Todo laico/a vive y convive en la comunidad eclesial, desde la capilla hasta la Iglesia universal. Es imprescindible "eclesializar" la predicación. ¿Cómo manejarse? ¿Qué área elegir? Es obvio que no se puede abarcar todo. Por lo tanto, la opción dependerá de varias circunstancias: el tema, el auditorio, el tiempo litúrgico, los problemas y proyectos de la comunidad, los objetivos del predicador, el momento pastoral, las peculiaridades de la región, los episodios del calendario civil y religioso... Lo que no se puede ignorar es la crítica constante de quienes sufren la predicación: en demasiados casos, ella se halla divorciada de las necesidades vitales y actuales de las personas. Si la Palabra de Dios ha de ser relevante para el individuo, en medio de las grandes convulsiones de la vida moderna, necesitamos mostrarle que la verdad divina es directamente aplicable a él, frente a todas las situaciones angustiosas del mundo actual. ¿En qué momento se hace la aplicación? En rigurosa lógica, la aplicación es la consecuencia de la verdad expuesta: después de haber explicado, analizado, argumentado... el predicador aplica el mensaje a una determinada situación existencial de los oyentes. Por eso, puede decirse que el cuerpo del discurso contiene dos partes: argumentación (= exposición) y aplicación. Otros autores puntualizan que la aplicación es el comienzo de la conclusión. En ambos casos, ella está después de la exposición. Con todo, esta norma no es matemática. Habrá situaciones en que convendrá introducir aplicaciones parciales en el desarrollo de la exposición. La experiencia indicará cuándo es oportuno obrar así. A modo de ejemplo: Supongamos que una homilía contiene dos partes: una basada en la primera lectura, y otra sobre el evangelio. Supongamos que, de esa primera lectura, se deduce una conclusión (- aplicación) propia y distinta de la que arrojará el evangelio. En este caso, sería conveniente hacer la aplicación al finalizar el comentario sobre la primera lectura, antes de pasar a la segunda parte de la exposición. Algunos requisitos para una aplicación eficaz 1. Conocer suficientemente la naturaleza humana: ser un buen observador y conocer los aportes de la psicología y la sociología.

2. Conocer suficientemente su comunidad: sus características socioculturales, las condiciones en que se envuelve la vida de sus fieles. 3. Estar informado de lo que ocurre en la sociedad y en el mundo: el diario, el informativo... 4. Presentar aplicaciones específicas, definidas, evitando las generalidades y los individualismos (es poco ético y de pésimo gusto aprovechar el sagrado momento de la predicación para "caerles" a un individuo o grupo específico de la comunidad). 5. Tener presente las cuatro áreas existenciales y no pretender abarcarlo todo simultáneamente. 6. Involucrarse en la propuesta: Siempre que sea pertinente, utilizar el "nosotros" y no el "ustedes". También el predicador ha de practicar la palabra de Dios. 7. Recordar que solamente el Espíritu Santo, el Espíritu de verdad, puede mover la conciencia y la voluntad, escribir la ley de Dios sobre el corazón y estampar su imagen en el carácter. Cualidades de una buena predicación Analizada como acción oratoria, la predicación es un discurso más (¡un discurso sacro!). La predicación merecerá el calificativo de buena, cuando posea las características y cualidades propias de todo buen discurso. La Palabra de Dios es viva y eficaz (Heb 4, 12), y no vuelve al Señor sin producir sus frutos (Is 55, 10). Pero este resultado no es mágico. Para ser eficaz, la Palabra de Dios debe ser entendida, amada y practicada. Para ello, hay un arte de la presentación que la predicación ha de tener en cuenta: son las cualidades de la exposición oratoria dirigidas a la inteligencia, la afectividad y la voluntad del oyente para acicatearlo, estimularlo, inducirlo a aceptar y practicar la Palabra de Dios. El predicador ha de llegar al oyente no de cualquier manera, sino con toda la fuerza de su elocuencia para que conozca la verdad, la ame y le dé su asentimiento. Este resultado siempre será fruto de la acción del Espíritu Santo. Nuestra necesaria cooperación consiste en desarrollar el discurso en el marco de las características generales de todo buen discurso y cuidando las cualidades básicas del estilo oratorio. Características generales San Agustín —citando a Cicerón— dice que el orador debe proponerse "enseñar, agradar y conmover". Será una buena predicación, en consecuencia, aquella que, en alguna medida, enseñe, deleite y persuada.

Enseñar es siempre necesario, porque nadie puede amar lo que no conoce. Agradar consiste en presentar esa enseñanza de forma que sea atrayente y deseable. Conmover (persuadir) se refiere al impulso, a esa moción de la voluntad, necesaria para aceptar y practicar la verdad conocida y amada. Declara san Agustín: Aquél que enseña e interpreta las divinas escrituras, como defensor de la verdadera fe y enemigo del error, debe enseñar el bien y alejar el mal, y, en este trabajo oratorio, conciliarse a los enemigos, estimular a los apáticos; hacer presente a los ignorantes la suerte que les espera. Pero, desde el momento que haya hallado a los oyentes bien dispuestos de esta manera, debe continuar su discurso según lo pida la situación. Si trata de instruir a los oyentes, deberá hacer una exposición (de los hechos de salvación); si es necesario sacar a la luz la cuestión tratada, debe proceder con razonamientos apoyados en pruebas, dejando de lado el resto, para volver cierto lo que es dudoso. Pero, si se trata de moverlos más que instruirlos, para impedir que se insensibilicen ante el cumplimiento de lo que saben y para estimularlos a poner sus vidas de acuerdo con las ideas que reconocen ya como verdaderas, hay que dar a la propia palabra la más grande energía. Entonces, son necesarias las súplicas, las invectivas, las peroraciones apasionantes, los reproches y todos los procedimientos capaces de mover los corazones (Doctrina Cristiana, libro IV, 4, 6). a) Una predicación que enseñe La predicación contiene enseñanzas, pero no es pura enseñanza. El ambón no cs el escritorio del profesor, ni el templo un aula, ni los fieles concurren allí cono alumnos. La enseñanza, en la predicación, no es puro "academicismo". La predicación —aun la que tiene por objetivo enseñarsiempre ha de proclamar el amor de Dios a través de la obra salvífica de Cristo (Le 24, 13ss). La predicación es teología y filosofía sazonada, preparada, condimentada para alimentar al niño y al adolescente; al joven y al anciano, al fracasado y al triunfador, al culto y al ignorante. Además, y es lo más importante, siempre es una teología incendiada, enfervorizada, apasionada, porque brota del corazón de un padre que necesita urgentemente enseñar algo a sus hijos... y no del cerebro de un académico.

¿Qué necesita saber mi auditorio sobre el tema? ¿Qué conviene aclararle? ¿Qué es lo más importante para ellos? Dado el objetivo que me he propuesto, ¿qué necesitan llevarse claro en sus cabezas? Estas preguntas encuadran la enseñanza que debemos brindar en la predicación, nos impiden "desvariar" y nos conducen a amasar y repartir el pan de la palabra... como una madre que alimenta y cuida a sus hijos (1 Tes 2, 7). En cuanto a la exposición propiamente dicha, deben sobresalir en ella la claridad y la precisión. ¡Cuántas predicaciones parecidas a una noche cerrada; a un bosque de lianas, a una carretera con niebla! ¡Cuántos predicadores obsesionados por meterse en túneles, atajos, vericuetos, laberintos! b) Una predicación agradable "Deleitar" es la propuesta de san Agustín. No es suficiente enseñar con claridad; la enseñanza ha de ser entretenida, agradable, estimulante, alegre. Devuélveme la alegría de tu salvación, reza el salmo 50, 14. Hay predicaciones que son más pesadas que un ancla: monótonas, aburridas, frías, cerebrales, amargas, pesimistas, amenazadoras... Una predicación semejante ¿podrá ser el canal que comunica la gran noticia: no teman: les anuncio un gran gozo para todo el pueblo (Lc 2, 10)? Se ha dicho de san Francisco de Sales que era un seductor de almas. ¡Qué extraordinario halago! ¡Cómo nos acercamos a él! Veamos. La religión que presentamos como verdad, como obligación, como deber ser... presentémosla también como belleza, como alegría, como una seducción superior. No se trata de practicar un sentimentalismo dulzón o transformarse en un adulador. Existe el arte de agradar, de entretener, de recrear. Hay una manera de sazonar el razonamiento, de quitarle a la verdad esa aridez lógica que la asemeja a una medicina, cuando Jesús quiso que sea la Buena y Alegre Noticia. Existe la simpatía, la cordialidad, la belleza, el encanto... ese arte exquisito de hacerle gustar al otro sus aspiraciones profundas; de hacerle descubrir el gozo de la virtud; de entusiasmarlo con la posibilidad de levantar vuelo hacia el Reino del bien. La forma con que expondré este asunto: ¿es ágil?, ¿entretenida?, ¿despierta interés?, ¿tocará al corazón de mis oyentes?, ¿es demasiado monótona, seca, fría cerebral?, ¿qué prejuicios tienen mis oyentes sobre el tema?, ¿qué sienten?, ¿qué sentimientos debo estimular para que este asunto les llegue?

Estas preguntas nos recordarán que "no sólo de ideas vive el hombre". En cuanto a la forma de lograrlo, como veremos, los recursos oratorios son abundantes. Se ha escrito acerca de san Juan Crisóstomo que, cuando predicaba, el auditorio lloraba, aplaudía, gesticulaba, agitaba pañuelos... Evidentemente no tenían tiempo de aburrirse: ¡vibraban con las palabras del llamado: "boca de oro". Un estudioso de san Agustín (F. Van der Meer) se anima a sostener: Su predicación no sólo era enseñanza del pueblo, sino literalmente regocijo del pueblo. Él alegraba al pueblo por lo que decía y por el modo como lo decía. Una vez más, el padre queriendo llegar a sus hijos: la madre que alimenta y cuida a sus hijos (1 Tes 2, 7). c) Una predicación que persuada "Persuadir es tan importante al predicador como curar al médico". La predicación no es enseñanza, tampoco es una enseñanza entretenida. Es la gran noticia, el anuncio de lo que Dios espera del hombre para poder hacerlo feliz: El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia (Mc 1, 15). Desde la directora de un colegio que propone a los padres renovar los pizarrones, hasta un político en cierre de campaña..., cuantos hablan al público buscan influir sobre la voluntad de los oyentes para que actúen de una determinada manera. ¿Podrá escapar de esta regla la predicación? San Agustín señala al orador la obligación de hacerse oír, pero no sólo hacerse oír con la inteligencia, sino también hacerse obedecer, lograr que lo sigan... Platón declara que el efecto propio de la elocuencia es "arrancar al oyente de sí mismo y de su estado precedente"; y el verbo "flectere" — aplicado a la oratoria como hace Cicerón— significa "ablandar" (a alguien): "mover", "dirigir, "hacer cambiar de dirección". La finalidad última de toda predicación es despertar el "sí" del hombre al llamado de Dios. El hombre quisiera ser bueno, pero tiene una voluntad enferma, un corazón, frecuentemente adherido a las atracciones inmediatas, seducido por falsos valores. Es preciso curarlo; ayudarlo a apartarse del mal y hacer el bien: invitarlo y casi forzarlo a ese cambio. La persuasión es un fenómeno complejo; y, tratándose de la persuasión religiosa, depende fundamentalmente de la gracia. ¿Qué parte le corresponde al predicador? En la práctica, la persuasión se sustenta, sobre todo, en dos factores: la personalidad del predicador, y las propias características del auditorio como realidad psicosocial (este tema es competencia de la psicología, la psicología social y la sociología.)

Recordemos la extrema importancia que tiene el auditorio en el marco de la estructura oratoria: "para saber lo que conviene decir y cómo decirlo, he de saber a quién se lo voy a decir". Ayudará a encarar mejor nuestra acción, precisar algunos términos afines:

 Convencer: apunta a la inteligencia. Se convence a otro -también a uno mismo—, cuando se vencen sus resistencias intelectuales.  Conmover: apunta al sentimiento, a la emoción. Nos conmovernos, cuando algo nos toca el corazón.  Persuadir: apunta a la voluntad. La persuasión busca que la persona actúe de determinada manera. La persuasión reclama la fuerza de las ideas (argumentación) y la fuerza de la emoción. No basta con llegar a la cabeza, necesitamos alcanzar el corazón. Es necesario estimular la afectividad, enternecer el corazón. Es necesario el contacto apasionado de alma a alma, de corazón a corazón: partir del corazón de Dios y de Cristo para llegar al corazón del oyente, pasando por el propio. Somos una gota de razón en un océano de emoción ha sentenciado William James. Esto suena bastante coherente, si pensamos que Dios se definió a sí mismo como "amor" (1 Jn 4, 16). Por eso las redes de Dios no están tejidas con filigranas y sutilezas intelectuales, sino con amabilidad, simpatía, cordialidad, bondad, amor y ternura. De san Francisco de Sales se ha dicho que, cuando hablaba, "se lanzaba sobre la presa". ¡Qué imagen para señalar la manera como este gran predicador "arrebataba las almas". Es cierto que la emoción no tiene valor duradero, cuando no se fundamenta en una convicción proporcionada. Nada se seca tan rápidamente como las lágrimas, ha dicho Cicerón. No es el sentimentalismo dulzón de las telenovelas el que aquí propiciamos. La emoción a la que nos referimos es el ardor, la viva impresión de que debe impregnar todo discurso. Es en ese estado de emotividad que se apodera de nosotros, cuando la convicción llena nuestro espíritu; cuando tomamos conciencia de que eso que se nos presenta es para nosotros cuestión de vida o muerte. Surgen, entonces, el afecto (estar afectado, impresionado), el interés, la preocupación, la emoción, la turbación bienhechora, el silencio interior... estados de ánimo ricos en posibilidades de conversión.

Para esto, es necesario escribir y hablar con el corazón. ¡Cuántas predicaciones sin calor, sin dinamismo, sin convicción, sin entusiasmo, sin vida! El texto, el contenido, es el cuerpo del discurso: el alma es el cariño, la rabia, el entusiasmo, el dolor, la alegría, la pasión que el predicador revela y contagia. El mundo está frío, porque la Iglesia está fría. La Iglesia está fría, porque nosotros los predicadores somos fríos. Esto que digo y la forma en que lo digo ¿convence?, ¿llega al corazón?, ¿impacta?, ¿toca las fibras de todo el hombre'? ¿He puesto aquí mi propio entusiasmo, mi propia convicción, mi propia vida'? Estas preguntas deben orientar la preocupación del predicador por persuadir y conmover. Una vez más, debe aparecer el padre que, imperiosamente, necesita convencer a sus hijos: la madre que alimenta y cuida a sus hijos (I Tes 2, 7). No hay fuerza mayor que la fuerza de una ardiente convicción: Lo que han aprendido y recibido, oído y visto en mí, eso pongan en práctica (Flp 4, 9). Cualidades básicas de la expresión El proceso de comunicación de un individuo (orador) con un grupo de personas (público) se lleva a cabo a través de modalidades expresivas, verbales y extralingüísticas. No basta con tener buenas ideas y haber preparado bien el tema: finalmente hay que expresarlas oralmente. Cada orador —también cada persona— tiene su propio modo de expresar lo que quiere decir. Sc llama "estilo". En él, interviene toda la persona, desde su físico hasta sus virtudes morales. Por eso, se ha dicho que el estilo es el hombre. El estilo oratorio depende, en gran medida, de la personalidad: temperamento y carácter; idiosincrasia e intereses personales; formación intelectual, moral, profesional... El predicador necesita conocerse bien para potenciar sus cualidades, y completarlas y pulirlas, cuando sea necesario. Raramente alcanza este objetivo uno sólo: casi siempre se requerirá la opinión de un maestro. Sobre esta materia prima, todo estilo oratorio ha de incluir algunas cualidades básicas. No son arbitrarias. Surgen de la misma acción oratoria. El estilo oratorio ha de ser: - Claro - Adaptado Sencillo - Vigoroso -Interesante

♦ Un estilo claro Es, sin duda, la primera y fundamental cualidad de la expresión. Si el oyente no nos entiende, ¿para qué hablamos? El predicador debe esmerarse y trabajar duro en beneficio de la claridad. El genio de san Agustín parte de la necesidad de hacerse entender en cualquier conversación para concluir que mucho más hay que hacerse entender, cuando se habla desde el púlpito: En las conversaciones, cada uno tiene la facultad de hacer preguntas. Por el contrario, cuando todos callan para escuchar a uno solo y dirigen hacia él su cara, ni el uso ni la conveniencia permiten pedir explicaciones sobre lo que se ha entendido. Por consiguiente, el que habla debe estar atento a acudir en ayuda del que está callado (Doct. Chris, libro IV, 10, 25). ¿Qué exige, en concreto, la claridad de la expresión? Exige, ante, todo, claridad en las ideas, coherencia en el pensamiento. Las ideas imprecisas, vagas, turbias; la niebla, cuando no la oscuridad total, ¿pueden producir una exposición clara, nítida, diáfana'? ¿Lo puede lograr la improvisación? Si el predicador no sabe qué quiere decir, ¿cómo podrán los oyentes captar qué quiso decirles? El predicador debe tener ideas claras, argumentar coherentemente y luego buscar las palabras y oraciones precisas para formularlas. Un pensamiento claro unido al dominio del idioma forzosamente conduce a una formulación clara. Cuando el oyente no entiende; cuando tiene que esforzarse por comprender, se desconecta y no sigue escuchando. Primer requisito: claridad en las ideas. Se presupone que el predicador domina el idioma. ¿Es siempre así? No es demasiado exigirle que domine el idioma que utiliza para celebrar la misa, rezar la Liturgia de las horas, comunicarse... Vivimos una época en la que el lenguaje está sometido a duras pruebas: Por un lado, se tiende a sustituirlo por la imagen (televisiva, periodística, cinematográfica), y por otro, la degeneración en el empobrecimiento de la corriente manera de expresarse indicaría que sólo la frivolidad, la chabacanería y la vulgaridad son aptas para establecer la comunicación. El predicador no es un "literato". Pero necesita hacerse entender. "Dominio del idioma" significa poseer un adecuado dominio de la ortografía y la pronunciación; estar familiarizado con un amplio vocabulario; manejar correctamente la sintaxis.

Detengámonos aquí: con frecuencia, la sintaxis del predicador es una "guerra a la sintaxis": se elige un sujeto y enseguida se lo abandona; se toma una idea y no se termina de explicar; a mitad de camino, se salta a otra, o bien, la oración principal queda sepultada en una avalancha de oraciones secundarias, complementos, paréntesis, aclaraciones... Un discurso similar a una locomotora en una playa de maniobras, con marchas y contramarchas, ¿puede comunicar un mensaje claro, diáfano, entendible? Es necesario aprender a escribir antes de zambullirse en el difícil arte de hablar. Ya señalamos la importancia de escribir íntegramente el discurso durante el proceso de aprendizaje: Sólo la escritura perfecciona el estilo. Dominar el idioma incluye también la capacidad de sintetizar y analizar textos complejos, a la vez que elaborarlos: una carta, un informe, un acta, un comunicado, un discurso... No hace falta subrayar la importancia de estos aspectos. ¿Qué otros elementos aseguran la claridad? - La unidad y organización del contenido Una sólo idea central desarrollada en dos (por excepción, tres) aspectos principales ordenados lógica o psicológicamente. Sin orden, sin una división apropiada, sin un esquema claro y transparente... la confusión está asegurada. - Evitar las palabras técnicas y las referencias especializadas Seamos precavidos hasta la exageración. Los términos más elementales teológicos escapan a la comprensión del cristiano común. Sacramento, misterio, redención, salvación, sacrificio eucarístico... son términos incomprensibles aun para muchos cristianos "cultos". Más adelante, trataremos en detalle el problema del lenguaje. Constatemos la necesidad de extremar nuestro cuidado. ¿Qué le dice a los fieles la referencia a Puebla, al Vaticano II o a la Familiaris Consortio? ¿Qué fuerza de autoridad tiene para el cristiano corriente la referencia a los Santos Padres, a los Padres de la Iglesia? Evitemos todo lo que podamos, y, cuando no haya alternativa, "introduzcamos" una frase explicativa, una flecha indicadora..., o la oscuridad será total. El sacerdote debe ser consciente de este riesgo, porque la formación filosófica y teológica absorbida en los años de seminario la lleva consigo sin que se dé cuenta. - Repetir las ideas importantes

La repetición, que es un serio defecto en el lenguaje escrito, pasa a ser virtud necesaria en la predicación. La atención auditiva es muy débil. Al oyente corriente no se le puede pedir ni demasiada atención, ni demasiado esfuerzo, ni demasiada rapidez. ¿Queremos que comprenda'? ¿ Queremos mover su voluntad? Es necesario insistir, repetir. No se trata de una repetición al pie de la letra, sino de repetir la misma idea desde otro ángulo, con otras palabras, con otro ejemplo. Es una necesidad perentoria en el marco de la predicación, sobre todo de la predicación popular. Napoleón —gran orador— decía que la repetición es el único principio serio de la retórica. Unamuno enseña con su peculiar estilo: A un auditorio no le caben, por lo general, más de tres o cuatro ideas por hora, y el arte del orador consiste en darle cuatrocientas vueltas a cada una de ellas. Un buen orador es, ante todo y sobre todo, un parafraseador. - La exactitud Seamos exactos. Seamos precisos. La exactitud no sólo favorece la claridad, alimenta también el interés y la persuasión. Al explicar una doctrina, un dogma, una norma moral, un precepto eclesiástico; al citar un autor, una obra, una fecha... se deben utilizar los términos y datos precisos que permitan al auditorio tener una idea exacta de lo que se dice, evitando toda posibilidad de confusión. La exigencia de exactitud es particularmente importante en cuestiones morales o muy difíciles; y en general, en los temas propios del orden temporal, donde el sacerdote toca de oído. Aquí el "consejo homilético" puede prestar un valioso servicio. - El empleo de comparaciones y ejemplos Entra aquí cuanto hemos dicho acerca de las ilustraciones. No deben faltar nunca. Los recursos que aseguren la claridad... sobran. Sólo falta habituarse a practicarlos. ¿Podremos merecer, algún día, el elogio que a Bourdaloue 8 tributó a su madre'? Hijo mío: ¿cómo es posible que yo comprenda encinto dices, y, sin embargo, eres la admiración de la corte? ♦ Un estilo sencillo 8

Bourdaloue, Luis (1632-1704), eminente predicador francés.

Junto a la claridad —incluida la unidad temática—, la mayor cualidad de un discurso es la sencillez. En la predicación, difícilmente pecaremos por sencillos; con mucha facilidad pecamos por complicados. El diccionario define "sencillo" como aquello que no tiene "complicación". Son sinónimos (= ideas afines): simple, fácil, claro, comprensible, llano. Son antónimos: complicado, engorroso, desordenado, difícil, pomposo, elevado, confuso. La sencillez, en la predicación, corre un doble riesgo. 1.- en cuanto al fondo (contenido); 2.- en cuanto a la forma (especialmente al lenguaje). Falta sencillez en el contenido, cuando incursiona en aspectos exegéticosteológicos de un tema, rememorando, reproduciendo, sintetizando las clases de teología. El ambón no es la cátedra del profesor; el templo no es un aula; la predicación dirigida al cristiano corriente debe basarse en una buena catequesis de niños, adolescentes o adultos, según corresponda. (¿No deberíamos sentirnos gratificados, si el cristiano corriente asimila el contenido de Vivir con Cristo. (P. Weich Diócesis de Posadas, por ejemplo?) Falta sencillez en la forma, sobre todo, por la falta de orden y el lenguaje adecuado. a) El orden Es necesario exponer un solo tema y hacerlo ordenadamente. Dividirlo en dos, a lo sumo, tres partes ordenadas lógica o psicológicamente. Ello se logra con un bosquejo, esquema o plan rigurosamente preparado. b) El lenguaje Ninguna ciencia es sencilla. Tampoco la teología. No es sencilla la expresión H2O; sencilla es la palabra agua. El predicador —como todo profesional— corre el riego de utilizar, espontáneamente, el lenguaje técnico-abstracto propio de su formación filosófico-teológica. El vocabulario eclesiástico está lejos del vocabulario corriente de la gente (a veces —para profundizar la desgracia—, también el tono eclesiástico resulta reveo natural, declamatorio). Es un hecho: la cultura religiosa del gran público dista del lenguaje de las homilías. En consecuencia, es necesario:

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Tener, delante de la vista, al auditorio e imaginarse hablando con él. Preguntarse: ¿Entenderán esto que digo y cómo lo digo? Utilizar comparaciones y ejemplos que ilustren el mensaje haciéndolo plástico, lleno de vida, accesible. Familiarizarse con los términos que se usan en el hogar, la oficina; la fábrica y el campo; la calle y el deporte; las noticias del diario y los medios. Necesitamos hallar, en la vida de la gente, palabras atrayentes, nuevas, frescas, jóvenes (sin caer jamás en la vulgaridad). Utilizar fuentes (subsidios) sencillas. No es fácil "bajar", cuando el punto de partida, la fuente es demasiado elevada.

En síntesis: el ideal es proponer un tema sencillo, en un orden sencillo, con lenguaje sencillo. Es preferible realizar este significativo esfuerzo en equipo, haciendo intervenir al consejo homilético. No es superfluo recordar el lenguaje, el estilo oratorio de Jesús: las aves del cielo, la vid y los sarmientos, la sal, la luz, el rey, el administrador, la mujer que va a dar a luz, el amigo insistente... Aprendamos el arte de hacer fácil lo difícil; claro lo confuso; sencillo lo complicado. ♦ Un estilo interesante En los medios de comunicación social, existe un decálogo cuyo primer mandamiento es: "no aburrir". ¡Hagámoslo nuestro! Evitemos que el auditorio se duerma. Evitemos que se distraiga, que se fastidie, que se harte. Evitemos que esté mirando el reloj o moviéndose incómodo en su asiento. El ideal es una predicación deleitable; si no es posible, hagámosla atractiva; cuanto menos llevadera. No es tan difícil. Influye, en primer lugar, la personalidad del predicador: su simpatía, su cordialidad, su don de gentes, su afabilidad, su gracia, su porte, su actitud general. No hay recurso oratorio que pueda sustituir una personalidad dura, severa, adusta, áspera, intolerante, insensible. Emerson ha dicho lapidariamente: Cualquiera que sea el lenguaje que empleemos, nunca lograremos decir otra cosa más que lo que somos. Sobre esta base: Recordemos que los recursos que ayudan a la claridad, aseguran también el interés, la atracción, la amenidad, el encanto del discurso: las imágenes, las

comparaciones, los ejemplos concretos, las citas, los refranes y proverbios, las anécdotas. Recurramos a las anécdotas. Las anécdotas personales son siempre atractivas. Hay que emplearlas con mesura, sin caer en vanidades personales o infantilismos. Siempre han de ser creíbles. Las referencias bibliográficas surten especial efecto. A todos nos interesa saber qué han hecho o dicho los demás: los grandes y pequeños protagonistas de la historia. (Diríamos que, en el fondo, todos somos un poco chismosos.) Introduzcamos alguna broma o frase chispeante. Esto es válido, si uno tiene esa habilidad, y la circunstancia es oportuna. La risa y la sonrisa son contagiosas y relajantes. Recurramos al cuento. Ya señalamos su valor excepcional. Hay que hacerse cuentista. En el caso de los niños, es, sin duda, el mejor método oral que podemos emplear. Presentemos los aspectos novedosos, poco conocidos del tema. ¿Cómo mantener la atención y despertar el interés repitiendo el mismo "rollo" de siempre? ¡Arriba la inventiva! ¡Viva la revolución de la creatividad! Conectemos el tema con los intereses, las preocupaciones, la vida del oyente. ¿Saben qué es lo más importante para cada uno de nosotros? ¡nosotros mismos! Al hombre medio le preocupa más el desperfecto de su auto que el terremoto de Armenia; le molesta más que ese domingo lo dejen sin fútbol que la deuda externa; prefiere que le digan algo agradable de su traje o su peinado que oír alabar los premios Nobel de este año. Evitemos las predicaciones etéreas. Evitemos la predicaciones académicas. Evitemos las disputas entre escuelas. Conectémonos con los intereses, las preocupaciones, la vida del oyente. ♦ Un estilo adaptado El predicador habla de un "tema" específico a un definido "auditorio" en determinadas "circunstancias". Todo le reclama adecuación. El orador es un ser condicionado. Es mucho menos libre que lo que supone. El predicador no está por encima de su tema, su auditorio y su circunstancia, sino todo lo contrario. ¡Cuántas predicaciones desacertadas por no tener en cuenta la capacidad e intereses del auditorio; por no acertar en la elección del tema o su enfoque, por no tener en cuenta las circunstancias: lugar, horario, número de asistentes, sonorización, el clima de la sala...!

La comunicación humana es un fenómeno muy complejo: todo contribuye a su éxito o fracaso. Ya hemos rozado el tema en varios lugares. Agreguemos que el estilo de una homilía exequial en nada se asemeja a un sermón de bodas; y el tono de la homilía de Pascua debiera ser sustancialmente diferente del tono explicativo, que habitualmente adorna las homilías dominicales. La adaptación reclama tener en cuenta las reglas del arte oratorio y extremar los cuidados para lograr una predicación clara, sencilla, interesante, convincente. Lograrlo no es un misterio ni un imposible: basta "pagar el precio". Los niños, adolescentes y jóvenes demandan particular cuidado. Es, sin duda, la predicación más difícil. El peligro de que una predicación inadaptada les aburra es enorme. El riesgo de que se resistan a reincidir en una experiencia poco gratificante es real. El ámbito rural —y en general los auditorios populares-tiene sus propias exigencias. El oyente campesino es el menos sensible a la elocuencia pura, el más alejado de la abstracción; tiene un gran sentido de lo concreto. Hay que partir de su campo, sus viñedos, sus animales..., en una palabra, de su mundo, y extraer de allí las comparaciones y ejemplos. El predicador nunca pecará por demasiado sencillo, concreto y práctico. Una pequeña sala (con 15/20 personas) es muy disímil de un teatro (con 200 oyentes). Un lugar abierto —una plaza, una esquina— es distinto de cualquier lugar cerrado. El templo no tiene parangón con ningún otro lugar: es el único lugar sagrado por naturaleza. Hay ambientes acogedores y otros que no lo son: por la disposición del espacio, la ambientación ornamental, la luz, los colores, la ventilación, el clima, el silencio y la buena sonoridad Detengámonos en el templo: Hay que revisar periódicamente la disposición de los espacios de la celebración, y la ubicación de los muebles o elementos ornamentales: altar, sede, ambón, bancos, sillas, ubicación del coro que anima el canto, imágenes, flores, plantas, olores y colores, ventanales, paredes, columnas, telas y carteles. Ver lo que dificulta o favorece la comunicación. Verificar la cercanía o lejanía. Cuidar el clima, evitando todo exceso de calor o de frío. Estudiar la distribución de las luces. Cultivar el silencio, superar o amortiguar los ruidos y la música del exterior, vigilar la sonoridad y el volumen del equipo de sonido, etc. Nos comunicamos por los cinco sentidos. Todos los factores ambientales pueden mejorar o empeorar la comunicación.

♦ Un estilo vigoroso Ya vimos la necesidad de persuadir, de convencer, de mover la voluntad hacia el bien. Hay un arte de convencer, como hay un arte de enseñar y un arte de agradar. Todo ello se apoya en los datos de las ciencias auxiliares: pedagogía, psicología, sociología... como oportunamente lo señaló la Optatam Totius (20). Además, tengamos en cuenta lo siguiente: Todo lo que ayuda a la claridad y al interés representan un canal, un puente hacia el convencimiento y la persuasión. * No vayamos al choque. No comencemos criticando, intimidando, condenando al auditorio. No presentemos la cuestión de manera tal que el auditorio reaccione en su fuero íntimo, diciendo: ¡No! ¡No! ¡No es así! ¡Este tipo se equivoca! ¿Qué está diciendo? Con esta respuesta íntima, el oyente se atrinchera y combate contra el orador. ¿Será fácil de convencer a un auditorio que siente así? * Por el contrario, obtengamos, desde el comienzo, la mayor cantidad de asentimientos. Debemos lograr que el oyente se relaje, esté permeable a nuestra propuesta. Ofrezcamos el asunto de suerte tal, que el auditorio deba confesarse ¡Sí! ¡Sí! ¡Tiene razón! ¡Es así! Esto coloca al oyente en el camino de la aceptación. Debemos partir de aquellos aspectos del tema que el oyente no rechaza, en los que estamos de acuerdo. Desde allí, ir argumentando progresivamente hasta llegar a la médula de la cuestión. San Ignacio decía que es necesario entrar con la de ellos y salir con la nuestra. * Expliquemos, no impongamos. No nos gusta que nos impongan opiniones, aunque sean verdaderas. Aceptarnos más fácil la verdad, si creemos haberla descubierto por cuenta propia. En general, cuanto más culto es un auditorio, mayores explicaciones y argumentos racionales exige. En cambio, los auditorios sencillos, poco habituados al pensamiento abstracto, a "perseguir ideas", reclaman el método inductivo, ejemplos concretos, muchas imágenes, comparaciones, afirmaciones precisas. * Usemos el nosotros. Incluyámonos en la situación que criticamos o que proponemos como ideal: "Nosotros los argentinos...", "Nosotros los cristianos...". * Evitemos lo impersonal y genérico: "Los argentinos deberían...", "Los cristianos se comportan...". Sobre todo, hay que evitar ese jactancioso "ustedes": "Esto lo digo para que ustedes tomen conciencia...", "para que ustedes sean capaces...".

En general, este lenguaje no cae bien. Es muy difícil que el orador peque por humilde; cualquier descuido, en cambio, puede dar la impresión de soberbia. * No lesionemos el orgullo, los sentimientos del oyente. Lo hacemos cuando demostramos superioridad o nos referimos, con menosprecio, desconsideración o simplemente, ligereza, a cuestiones que afectan los sentimientos del prójimo. A un provinciano no le cae bien que se critique, sin más, a los "cabecita negra"; a un uruguayo le disgustaría que se considere a su país como "una provincia" argentina; a un judío le ofende la expresión "qué queres con ese judío"; a un simpatizante de fútbol le afecta que se condene como violentos a todos los que concurren a la cancha... ¡Cuidado! Nada más fácil que rozar que los sentimientos. Estos son casi infinitos: patrióticos, religiosos, localistas, profesionales, grupales, etc. * Es necesario argumentar. A nuestro psiquismo le afecta, también, la ley de la inercia: librado a s¡ mismo, permanece quieto, no se mueve... y, mucho menos, se conmueve. Para lograr una predicación persuasiva, no bastan las afirmaciones gratuitas, no bastan las explicaciones académicas. Se necesita convencer la razón, despertar el sentido de necesidad, redargüir la conciencia moral, conmover los sentimientos. ¡Cuánta pobreza argumental aqueja a más de una predicación! ¡Cuántas predicaciones quedan reducidas a una lista de afirmaciones y referencias escuálidas, que, en absoluto, pueden impresionar la inteligencia y conmover el corazón! La argumentación —con todos sus matices— es el corazón, el alma de la predicación persuasiva. Sin ella el discurso está muerto. Como dice el apóstol Pedro: Debemos estar siempre puestos a dar razón de nuestra esperanza (1 Ped 3, 15). * Citemos autoridades. Aunque su fuerza ya no es la misma de otros tiempos, el argumento de autoridad ocupa un lugar importante en la oratoria (lo usarnos en nuestras conversaciones corrientes, apoyándonos en lo que dijo determinado político, diario, médico o noticiero). Su fuerza persuasiva es grande, si las autoridades citadas son conocidas y apreciadas por el auditorio. El cristiano corriente queda inmutable por la referencia a los Santos Padres, pero ¿quién no admira a san Francisco de Asís y a la Madre Teresa? El Cura Brochero no le dice nada al "porteño", pero ¡cuánta fuerza conserva su imagen en la región donde actuó! Elijamos con cuidado. Preguntémonos: Esta persona que pienso citar, ¿es conocida por el

auditorio? ¿Es respetada? ¿es apreciada? ¿Tiene verdadera autoridad respecto del tema'? * No abusar del principio de la acumulación. A veces, no serán suficientes una o dos referencias para lograr el resultado apetecido. Ciertos temas o ciertas ocasiones se prestan a acumular citas, ya sea de personas o de datos. Manterola, famoso político español, magistralmente expuso, en la Cámara de Diputados, que los grandes centros del saber son obras de los papas y no del protestantismo. Lo hizo así: ¿Dónde estaba el protestantismo, señores diputados, cuando, en el año 895, se fundaba la Universidad de Oxford? ¿Dónde estaba cuando fundaron las universidades de Cambridge, en el año 915; la de Padua, en 1179; la de Salamanca, en 1200; la de Viena, en 1237; la de Montpellier, en 1289; la de Coimbra, en 1290? Adviértase la precisión y exactitud de los datos. ¡Esto es una aplanadora! * Recurramos al sentimiento, a la emoción. Está suficientemente constatado: en ese ser colectivo llamado público priva el sentimiento sobre la razón. Esto nos enseña que son desaconsejables las predicaciones puramente intelectuales, racionalistas, cuando se dirigen al público en general (ése que componen la mayoría de nuestros auditorios). Cuando nuestra finalidad sea impresionar, conmover, persuadir es más importante acentuar las emociones que hacer reflexionar. Los sentimientos son más influyentes que las frías ideas La emoción puede mover al auditorio, aunque no la acompañe una idea; es casi imposible que la idea mueva al auditorio, si no la acompaña un poco de emoción. * Ningún recurso puede reemplazar nuestra propia vehemencia. El poder que tiene es increíble, sobre todo con un auditorio poco intelectual. No todos tenemos capacidad de razonamiento ni todos estamos acostumbrados a reflexionar, pero todos tenemos sentimientos y emociones, y todos —en alguna medida— sufrimos el influjo de los sentimientos del orador. Si él cree algo con suficiente vehemencia y lo dice con suficiente vehemencia, conseguirá que otros tengan la misma certeza. Hicimos de la predicación un "freezer", cuando ella es, por naturaleza, una hoguera.

Lo que escuchamos, ordinariamente, en la iglesia ¿conmueve a alguien? ¿Es ésa la Palabra de Dios viva y eficaz y más penetrante que una espada de dos filos? (Heb 4, 12). No importa que a la predicación le falte pulimento, si tiene vigor; le falte arte, si tiene vida. Exagerando, diría que le puede faltar casi todo, con tal que tenga lo que Fray Luis de Granada llama "divino ardor". Éste exclama, arguye, ruega, reprende, espanta, se pasma, se admira, y se transforma en todos los afectos y figuras del decir. Entre todas las cualidades importantes, esta actitud del alma es la primordial. ¿Cómo se puede llamar? ¿Vigor? ¿Entusiasmo? ¿Vehemencia? ¿Pasión? ¿Ardor? ¿Vida? ¡Es todo eso junto! Es la conmoción del alma enamorada de Cristo que siente la imperiosa necesidad de comunicar su hallazgo: ¡Hemos encontrado al Mesías! (in 1, 41). ¿Es necesario recordar que para esto no hay recetas? Aquí terminan todos los recursos oratorios. Nada ni nadie puede reemplazar nuestro amor a Cristo. Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? (Jn 21, 15). Ésta es, sin duda, la más acuciante interpelación del evangelio. El problema del lenguaje Entre las dificultades que atenazan a la predicación y la tornan dificilísima (PO4), el lenguaje —vehículo obligado de la comunicación— ocupa un lugar prioritario. El lenguaje religioso, desde el lenguaje teológico hasta el lenguaje litúrgico, padece una crisis de significación; tanto el lenguaje conservador articulado desde la filosofía grecolatina y en las interpretaciones escolásticas, como un cierto lenguaje racional y sofisticado, incluso un lenguaje liberador que ha perdido mordiente histórico, porque hablando de muchas cosas que son verdad no responde a tantos interrogantes cotidianos de los asuntos de la gente de hoy (Ignacio Madera Vargas, 2001, citado por Teófilo Cabestrero en ¿Se entienden nuestras homilías?, CPL). Esa crisis afecta a todas las acciones pastorales del anuncio y del cultivo de la fe cristiana. Joan Llopis, del Centro de Pastoral Litúrgica de Barcelona, lo ha expresado así: Uno de los problemas más graves que se plantea hoy a la pastoral de la Iglesia es encontrar el lenguaje adecuado para una transmisión creíble del mensaje evangélico. Las . formas tradicionales, a menudo, se muestran insignificantes, es decir; incapaces de significar eficazmente el sentido y el contenido de la fe cristiana. Pero todavía no

hemos sabido utilizar con acierto unas nuevas expresiones más adaptadas a la mentalidad de los hombres y mujeres de nuestro tiempo9. El problema es gravísimo. Si el que escucha no entiende, ¿qué estamos haciendo? La predicación —la homilía— queda reducida a una simple gimnasia intelectual. Quiénes escuchan la predicación ¿sintonizan con el predicador? ¿El predicador sintoniza con ellos? Es un hecho constatado: se ahonda el abismo entre ambón y vida; entre predicación y calle; entre predicador y fieles. La ciencia de la información o informática nos señala la especial importancia que tiene para la comunicación el código de señales o canal a través del cual el mensaje pasa del emisor (predicador) al receptor (oyente). Surge, así, el problema del lenguaje: sin lenguaje común no es posible la comunicación. Dice Juan Pablo II: Un problema próximo al anterior es el del lenguaje. Todos saben la candente actualidad de este tema. (...) ésta (la catequesis) tiene el deber imperioso de encontrar el lenguaje apropiado a los niños y a los jóvenes de nuestro tiempo en general, y a otras muchas categorías de personas: lenguaje de los estudiantes, de los intelectuales, de los hombres de ciencia; lenguaje de los analfabetos o de las personas de cultura primitiva; lenguaje de los minusválidos, etc. San Agustín se encontró ya con este problema y contribuyó a resolverlo para su época con su famosa obra: De Catechizcuidis rudibus. Tanto en catequesis como en teología, el tema del lenguaje es, sin duda alguna, primordial (CT 59). 1.- El lenguaje no verbal En oratoria (también en la vida corriente), el lenguaje, como vehículo de comunicación, abarca mucho más que las palabras con que expresamos nuestros pensamientos y sentimientos. El lenguaje hablado no está compuesto de palabras congeladas. Es todo el hombre el que habla. En su voz y en su tono, en su mirada y sus gestos, captamos y sentimos el gozo o el dolor con que se expresa; el amor, la tristeza, la ironía o el odio (y hasta la verdad o la mentira) con que vive lo que dice. Los estudiosos de la comunicación atribuyen a esas señales del "paralenguaje" (o lenguaje no verbal) el papel de dar expresividad y fuerza comunicativa a las palabras que decimos y escuchamos. Fernando Poyatos aplica esto a la comunicación del lenguaje verbal en la celebración litúrgica, en unas sugerencias significativamente tituladas "Más allá de la palabra: la comunicación no verbal en la liturgia": Nuestras palabras por sí solas no tienen capacidad significativa para llevar todo el peso expresivo de una conversación, un discurso, una homilía o un sermón; pero sí que podemos 9

Llopis, En la recensión a un libro de L. Maldonado: Phase 242 (2001), 174.

expresar conceptos que son verbalmente 'inefables', inexpresables, cuando añadimos a esas palabras un leve gesto, una variación de la voz, un brillo especial en la mirada, a través de lo no verbal. O sea , que una cosa es decir y otra expresar (..). Los signos no verbales (el leve gesto, la voz, el sonrojo, una lágrima) pueden afectar a las palabras, añadiéndoles información, apoyándolas, realizándolas, debilitándolas. Se trata de nuestra cara hablante que es el canal primordial de nuestra comunicación personal10. Por eso, escuchamos también con los ojos. Ver la mímica del rostro y la mirada de quien habla (su rostro hablante) completa la audición de su voz, permite captar los sentimientos que quiere transmitirnos. La comunicación es más expresiva y eficaz, si quien habla y quienes escuchan se miran. Estudios recientes informan de que los sentimientos y las convicciones se comunican en un 55% por la expresión del rostro; el 38% a través del tono de voz; y apenas un 7% mediante las palabras. El predicador ha de esmerarse en cuidar su imagen visual, y en especial, su cara hablante. ¡Escuchamos también con los ojos! Pero, en definitiva, el que predica, habla. ¿Qué debemos tener en cuenta para hallar las formas verbales más adecuadas y eficaces para expresar lo que queremos expresar'? 2.- El lenguaje verbal comunicativo Ni siquiera, en la vida de todos los días, sirve hablar por hablar; echar mano de cierta palabrería superficial, hablar mucho sin comunicarnos nada. Las palabras "son lo que son", pero hay diferentes usos de las palabras al hablar. Unos son personales y comunicativos, otros más impersonales e incomunicativos. No es suficiente que el predicador hable ante su auditorio; para cumplir su misión, debe entrar "en comunión" con su auditorio. Para ello, necesita comunicar algo de su propio ser, de su experiencia, de su vida: Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras ruanos acerca de la Palabra de Vida, es lo gire les anunciamos. (1Jn 1, 1). La predicación es básicamente la comunicación personal de una experiencia, un testimonio de fe. Sin embargo, ¿quién duda de que nuestras homilías se mueven en el ámbito de lo explicativo? La predicación en general, y la homilía, en particular, no es una clase. No se sube al ambón para dar una "breve conferencia religiosa". Éste es el mayor equívoco que el predicador sacerdote (y, por añadidura, quienes no lo son) ha de superar. La homilía no se dirige primariamente a la zona intelectual del creyente, sino, más bien, al núcleo central de su persona.

10

Poyatos, Fernando, La comunicación no verbal, Madrid, Istmo, 1994.

En este sentido, al predicador lo acecha un serio peligro: encubrir su falta de testimonio personal bajo la máscara de su papel de predicador, teólogo o especialista. Este riesgo lo impulsa a sus estudios. Ha estudiado una teología que, por estar muy separada de la espiritualidad, se ha cerrado en un mundo de conceptos: La teología, en vez de transmitir experiencias, enseña conceptos (...). Sustituye los sentimientos originarios de la vivencia religiosa mediante teorías intelectuales, sobre las supuestas consecuencias de tales vivencias. Y así, reduciéndolo todo a argumentos de tipo racional, no abre camino al origen fontanal de la religión, sino que lo bloquea (E. Drewermann, citado por Luis Maldonado, en La homilía, Madrid, Paulinas). Tantos y tantos sacerdotes, formados de esta manera, ¿encontrarán razonable reconocer que quizás han pasado muchos años de su vida hablando de cosas que nunca han experimentado ni vivido, pero sí han estudiado, explicado y demostrado a otros? Como hemos señalado en el comienzo, el camino para superar el condicionamiento de su propia formación teológica pasa principalmente por la espiritualidad: el predicador debe ser hombre de Dios (1 Tim 6, 11), íntimo de Dios, testigo, y predicar bajo el impulso del Espíritu Santo. Además, su principal fuente ha de ser la teología bíblica que brinda un lenguaje concreto, experiencia! y simbólico. 3.- Hacia un lenguaje verbal significativo a) Cuidar la "palabra interior", comienzo de toda preparación. Antes de ser palabra expresada, la idea es palabra pensada (= palabra interior). El lenguaje no comienza en el momento en que buscamos las palabras para expresarnos, sino cuando la mente concibe la idea, pensada y sentida interiormente, y le da forma lingüística para comunicarla verbalmente. Este proceso es tan natural, que ni siquiera lo advertimos. La crisis del lenguaje religioso no se limita a la formulación verbal del mensaje, comienza en la concepción misma de ese mensaje, en la interpretación, el sentido, la originalidad, la actualización que el predicador haga de la Palabra de Dios que quiere comunicar. Librada así misma —y sobre todo librada a la improvisación— esa concepción, esa palabra interior se expresará en el lenguaje teológico y espiritual que el predicador guarda en su inconsciente. Lenguaje válido para él, pero inadecuado para cl profano. Para superar este inconveniente, hay que ponerse al alcance del Espíritu dedicándose responsablemente a preparar la homilía. Desde la escucha de la Palabra de Dios, la lectura orante y el diálogo con el Señor; dejándose interpelar por ella y comprometiéndose, no intelectual sino vitalmente, con el mensaje que va a transmitir.

Sólo así logrará que sus palabras no sean simples expresiones intelectuales, sino la manifestación inequívoca de una experiencia de fe, de un compromiso personal con cl mensaje ofrecido. Le servirá de gran ayuda contar con subsidios bíblicos que ofrezcan una lectura actualizada de las escrituras, y particularmente, de los textos que se leen en la liturgia. También será muy útil el diálogo fraterno en el seno del consejo homilético. b) Practicar las cualidades del estilo Las cualidades básicas del estilo —claro, sencillo, interesante, adaptado, vigoroso— nos ubican, de lleno, en el ámbito del lenguaje verbal significativo. Hay que practicarlas sin concesiones. c) Evitar las principales deficiencias del lenguaje eclesiástico. ♦ El lenguaje técnico La filosofía y la teología poseen —como toda ciencia— su vocabulario propio, sus tecnicismos. Estos términos, fórmulas y expresiones son familiares y naturales al predicador que las viene consumiendo desde su época de estudiante. Pero ¿qué le pueden decir a ese auditorio sencillo, común y corriente, que constituye la inmensa mayoría de nuestros fieles? No nos engañemos: tampoco a los auditorios cultos, a menos que nos conste que esa cultura se extiende, también, a los temas religiosos. Las encuestas conocidas prueban que gran cantidad de términos que el predicador usa como parte de su vocabulario corriente, son ininteligibles para el cristiano medio: Justificación, gracia santificante, cuerpo místico, transustanciación, especies sacramentales, piedra angular, víctima propiciatoria, catecúmeno, padres de la Iglesia, Paráclito, Verbo de Dios... La lista podría ser interminable: historia de salvación, la Antigua (Nueva) Alianza, sacrificio eucarístico, Pentecostés, vocación profética... Tomemos conciencia: ¡El pueblo no nos entiende! Por eso, debe interesarnos saber qué opinan de nuestras homilías quienes las escuchan. Es muy saludable averiguar cómo entienden ellos lo que les decirnos, qué les interesa, qué les queda y para qué les sirve. ¡Importante aporte del consejo homilético! Sin embargo, el cristianismo implica una serie de conceptos que no se pueden alterar: creación, redención, gracia, sacramento, pecado, Iglesia, liturgia... No sugerimos prescindir de ellos, sino esclarecer permanentemente su significado, no dar por conocido lo que no lo es, introducir a los creyentes en la comprensión de esos términos, traducirlos, aclararlos...

Es necesario descongelar todos los tecnicismos y tantas frases hechas, corrientes y familiares para los eclesiásticos, pero que a los fieles les resultan incomprensibles. ♦ El lenguaje abstracto Junto al lenguaje técnico y específico, se ubica el lenguaje abstracto. Todos somos hijos y deudores de nuestra formación. La formación filosóficoteológica, asimilada en los años de seminario, habitúa al sacerdote a moverse en el mundo de la abstracción. Pero el hombre corriente —destinatario de la predicación—vive "en otro mundo": el mundo de lo particular y concreto. Este hombre se pierde entre conceptos abstractos y generales; todos los días se relaciona con cosas y realidades concretas y específicas: trata con la esposa, los hijos, los vecinos, los compañeros de trabajo y no con "el hombre" y mucho menos con "la humanidad". El lenguaje de la predicación suele ser demasiado abstracto y general: la bondad de Dios; la caridad; el espíritu de la cuaresma, la penitencia... son expresiones etéreas para la mayoría de nuestros oyentes. Es imposible prescindir totalmente de los conceptos generales, pero hay que esforzarse al máximo para no abusar de ellos y, sobre todo, para volverlos concretos mediante ejemplos, comparaciones y referencias precisas. El hombre corriente no está habituado al razonamiento deductivo; no le resulta fácil sacar conclusiones (bajar de lo general a lo particular), sobre todo, en el orden moral y espiritual, donde el hombre viejo no quiere ser perturbado. No basta con decirle: "Hay que ser caritativo"; "es necesario orar más"; "debemos ser más austeros"... esas generalidades no surten efecto, si no le mostramos cómo, en su vida cotidiana, ha de practicar la caridad, la oración, la austeridad... ¡y para qué le sirve obrar así! De esta manera, la idea-concepto se transforma en idea-fuerza. Sólo ésta es operativa, estimula la voluntad, posibilita un cambio de actitudes. ♦ El lenguaje demasiado simbólico Redil, rebaño, oveja, pastores... no son términos que rozan la sensibilidad del hombre moderno. Tampoco está familiarizado con reinos y reyes, ni comprende por qué un Señor Cardenal es un "Príncipe de la Iglesia". Los salmos —con su inmensa riqueza espiritual— no son un género fácil para la mentalidad moderna. Muchos símbolos y recursos literarios de la Biblia — sobre todo del Antiguo Testamento— resultan infantiles o demasiado primitivos, para el hombre evolucionado de hoy. No podemos reimprimir la Biblia con un estilo moderno. Pero tampoco podemos repetir textualmente muchos términos y expresiones sin

acompañarlos de un serio esfuerzo de reinterpretación para el hombre actual. Traducir, adaptar, explicar, incluso hasta la exageración, es la fórmula para evitar que la Palabra de Dios caiga en el ridículo y pueda ser para todos, una palabra viva y eficaz (Heb 4, 12). Cielo, infierno, pecado, amor... no son términos ni conceptos caducos. Pero han sido de tal manera secularizados y manoseados por la publicidad, el cine y las telenovelas, que suelen tener para el oyente un sentido distinto del que nosotros le damos. El tratamiento de "amadísimos" y/o "amados hermanos", hoy suena ficticio. Empleemos expresiones afectuosas (como habitualmente hacía san Juan Crisóstomo), cuando verdaderamente las sintamos, y no como una simple muletilla. ♦ El lenguaje gastado Hay un lenguaje que el cristiano adulto viene escuchando desde su infancia. Algo similar a lo que nos ha ocurrido a todos con la narración de la Revolución de mayo de 1810. Este sufrido cristiano está agotado: él y el lenguaje que escucha. "El gozo pascual"; "el espíritu de penitencia de la cuaresma"; "el fuego del Espíritu Santo"; "la preparación del Adviento; "la alegría por la festividad de la Inmaculada Concepción". ¡Frases hechas! ¡Lugares comunes! Que dejan impasible, en primer lugar, al mismo que las pronuncia. Con cristiana resignación, nuestro oyente ha escuchado, una y otra vez, a través de los años, casi los mismos comentarios sobre el hijo pródigo, el buen samaritano o las vírgenes imprudentes... ¡Qué crisis de originalidad! ¡Qué falta de imaginación! ¡Qué pereza mental! 4.- Características del lenguaje comunicativo Mucha gente tiende a vivir cada día más desconectada y alejada de los lenguajes religiosos, eclesiásticos, clericales o piadosos, que pueden estar ahora sentenciando a muerte a la homilía. Las homilías necesitan de gran cuidado, reflexión y estudio, oración y tiempo de trabajo creativo. Si no ponemos un notable empeño en usar, en la homilía, lenguajes eficazmente comunicativos de la novedad de Jesús en su Evangelio, de sus valores y esperanzas de vida, yendo en forma certera y sugerente de las lecturas bíblicas a la vida actual de la gente, el fracaso puede estar bastante asegurado. Debernos adaptar nuestros conocimientos y nuestro lenguaje lo mejor que podamos a los lenguajes en que se expresan y escuchan habitualmente las personas de la asamblea.

En concreto, la responsabilidad de preparar la homilía nos pide ponernos en situación: pensar cómo vamos a decir a esas personas lo que debemos anunciarles, para que lo entiendan como "buena noticia" del Dios de Jesús, y escuchen y dialoguen ellas mismas con el Dios de Jesús sobre eso que concierne a sus vidas de manera vivificante. No debemos, pues, pensar en el mensaje de la Palabra de Dios "en sí", concibiéndolo doctrinalmente en forma neutra y abstracta, sino que debernos pensarlo en referencia vital a nuestra propia vida y a la vida de las personas con quienes lo compartimos en la homilía; concebirlo y transmitirlo en actitud de escucha. Será conveniente preguntarse uno al preparar la homilía cómo podrán entender mejor esas personas el mensaje fundamental y oportuno de los textos del día; qué pistas a su alcance puedo sugerirles; qué ideas, sentimientos y palabras o expresiones técnicas o conceptos deberé evitar o explicar; porque les van a resultar extraños y oscuros, y cómo puedo formular mi lenguaje con expresiones claras e imágenes y hechos o conclusiones e interpelaciones que sean sugerentes para que accedan a ellos a la escucha del Dios que se nos da diciéndose... (T. Cabestrero, ¿Se entienden nuestras homilías?, CPL). ♦ Un lenguaje "informativo" ¿Quién duda de que el hombre actual está sumergido en la información? El núcleo de la información es la novedad. ¿A quién le interesa una noticia ya conocida? Precisamente, la información es la parte de la noticia que transmite algo nuevo, novedoso, desconocido. Toda noticia consta de elementos conocidos (reciben el nombre de redundancia), y de algún elemento desconocido, novedoso (el cual constituye la información en sentido estricto). Más de 27 millones de personas .sufren esclavitud en el mundo (Familia Cristiana, marzo 2007). Ambos elementos son necesarios: sin elementos conocidos (27 millones, personas, esclavitud...) no habría inteligibilidad, no se comprendería la noticia, todo sería extraño, desconocido. Pero, sin la novedad, desaparece la noticia propiamente dicha, y, por lo tanto, el interés, la atracción, la curiosidad. En esta era "informática", la Buena Noticia que debemos anunciar (Cfr. Mc 16, 15) ha de ser "informativa". La predicación no puede ser la rutinaria repetición de verdades sabidas y archisabidas: Debe decir algo nuevo, debe ser información atrapante, consoladora, estimulante. La buena nueva evangélica nos llega a través de palabras, fórmulas, expresiones... conocidas y archiconocidas desde antiguo. El creyente adulto las ha oído infinidad de veces: las da por supuestas, por sobreentendidas;

frecuentemente las considera no sólo antiguas, sino también anticuadas, algo que ocurrió en otro tiempo. ¿La parábola del buen samaritano? "El mismo disco de otras veces". ¿Las bienaventuranzas? "Ah, sí, ya me acuerdo". ¿La parábola del sembrador? "A ver si este cura le inventa algún otro surco". La repetición rutinaria de los textos deja impasible a nuestros oyentes (¿sólo a nuestros oyentes? Nosotros mismos, ¿cómo nos sentimos?). Sin embargo, el "hoy" es la categoría fundamental de la historia de salvación: Hoy se ha cumplido... (Le 4, 21). Pero la verdad es como el cuchillo: corta, pero pierde filo por el uso cotidiano. Es necesario afilarlo una y otra vez. Es el gran desafío de la predicación: hacer nueva la verdad eterna de Dios. El predicador, hoy, ha de ser reportero, un periodista, un entrevistador de Dios para comunicarles a los hombres la buena noticia, el gran gozo que Cristo, el "reportero divino", vino a anunciar. Esta capacidad no se improvisa. Más aún: es de temer que no aparezca nunca. El condicionamiento de los estudios eclesiásticos; los años de seminario escuchando, más o menos lo mismo; el poco tiempo dedicado a la reflexión y la oración, la ausencia de una sólida formación bíblica y hermenéutica; la rutina contraída, quizá, desde los años de seminario; los inevitables desalientos... son obstáculos que sólo se pueden vencer, si existe la convicción de que es de vida o muerte hacer de nuestra predicación otra cosa. ¿Cómo devolver a la predicación la novedad, el atractivo de la noticia? ¿Cómo descubrir en la Palabra nuevas virtualidades, nuevos sentidos, una nueva perspectiva que la rejuvenezca y la haga Buena Noticia para el hombre de hoy? Actualizando la palabra escrita mediante la hermenéutica. El trabajo hermenéutico consiste en orientar el texto hacia la nueva situación. En palabras de Puebla: (...) exponiendo el misterio de Cristo en el aquí y ahora de la comunidad (...) y aplicándolo a la vida concreta (930). Más que rutinarias explicaciones, los fieles necesitan descubrir, en la Palabra de Dios, nuevas aplicaciones que le den actualidad, atractivo, utilidad... Cristo previó que no sería suficiente una verdad para siempre. Basta con releer los textos que hablan del Espíritu Santo: todos ofrecen alguna novedad, hacen referencia al redescubrimiento de la verdad: Cuando venga el Espíritu de la verdad, él los introducirá en toda la verdad (...) y les anunciará lo que irá sucediendo (Jn 16, 13).

Es necesario superar la monotonía, la rutina y la ley del menor esfuerzo. Adquirir una gran sensibilidad para detectar lo nuevo de la situación. Partir siempre de la problemática real del hombre de hoy; de la vida inmediata de los oyentes. Hay que auscultar los signos de los tiempos. Tener en cuenta los acontecimientos actuales, frescos, inmediatos que afectan a nuestros oyentes. El canal inmediato para lograrlo es el diario, el noticiero, la revista de modas... y, obviamente vivir las inquietudes de la gente. K. Barth (teólogo y pastor luterano) sostenía que preparaba sus sermones "con la Biblia y el diario". Mons. Angelelli afirmaba que era necesario predicar con un ojo en el evangelio y otro en el pueblo. ¡Cuántas veces los judíos piadosos de la época de Cristo habrían oído predicar del amor al prójimo, de la justicia y de la misericordia de Dios! Cristo renueva, en el oyente embotado, aturdido por la monótona repetición de la enseñanza rabínica, la capacidad de plantearse nuevos problemas, nuevas perspectivas, nuevas consecuencias de esas verdades eternas. La parábola de los obreros de la viña (Cfr. Mt 20, 1-6) presenta una imagen totalmente extraña de la justicia divina. La parábola del buen samaritano (Cfr. Lc 10, 25- 37) propone una imagen de fraternidad impensable para aquellos judíos. La parábola del fariseo y el publicano (Cfr. Lc 18, 1014) produce una imagen insólita de la misericordia de Dios Lo mismo ha de hacer el predicador: redescubrir, dentro de los textos tan conocidos y repetidos, el aspecto, la consecuencia, la implicancia nueva, actual, interesante, llamativa, sorprendente para que la Palabra de Dios siga siendo viva y eficaz. Una predicación arqueológica, academicista, atemporal, no sirve para actualizar el misterio ele Cristo en el aquí y ahora de la comunidad… aplicándolo a la vida concreta (DP 930). Esto que voy a decir ¿se conecta con la vida de la gente?, ¿ilumina sus problemas, inquietudes e intereses?, ¿resulta actual, interesante, novedoso?, ¿ o, por el contrario, presenta la palabra de Dios "distante", "anticuada", "libresca"? "Tu Palabra, Señor, es la verdad y la luz de mis ojos". Sólo falta que la palabra del predicador sintonice con la Palabra de Dios y la psicología del hombre moderno. ♦ Un lenguaje vivo Lo contrario de "vivo" es "muerto". El lenguaje de la predicación está muerto, cuando no llega a la vida de los fieles, cuando se dirige sólo a la inteligencia, cuando no entusiasma ni ayuda a vivir.

Sinónimo de "vivo" es "animado, palpitante, ardiente...". ¡Cuántas veces a una página del evangelio, de un profeta o de Pablo llena de vitalidad, de realismo, de experiencia humana, le sigue una homilía congelada, cerebral, aséptica... ¡muerta! Una religión que no sirve para la vida no es una religión, sentenció Ghandi. El predicador ha de esforzarse para que su mensaje interese vitalmente, para que el auditorio lo siga con interés, con la clara convicción de que merece la pena escucharlo, recordarlo, vivirlo. El comentario meramente explicativo o histórico; todo lo que no tenga un significado vital para la persona... se perderá. El lenguaje vivo toca los sentimientos, los deseos, los intereses, las preocupaciones de las personas, llega al corazón. El desafío es serio: la Palabra de Dios ha de "informar" la vida de los fieles en su estado real y cotidiano. Para que este lenguaje vivo sea posible —para que no sea una máscara—, ha de nacer en el corazón del predicador (Cfr. Flp 1, 7), él ha de estar vitalmente interesado en sus fieles, conocer los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres ele nuestro tiempo (GS 1). Debe conocer, "en vivo y en directo", las circunstancias y condiciones de vida de los fieles de su comunidad, comprender su forma de pensar, familiarizarse con las situaciones diarias que afrontan las personas de su parroquia. El buen pastor conoce a sus ovejas (Jn 10, 14). Sólo así podrá superar el academicismo y conectar la Palabra de Dios con los problemas, necesidades y expectativas de su auditorio, sólo así podrá presentar, en la homilía, los elementos que hagan vibrar de inmediato los corazones de su audiencia. Cada día, pierden vigencia los lenguajes puramente doctrinales y moralizantes, desencarnados, atemporales, espiritualistas o clericalmente piadosos. La Palabra de Dios necesita un lenguaje realista y humano, humanizado y vital. El predicador ha de emplear el lenguaje vivo de hoy, de su generación; ese modo típico con que el hombre actual (y más concretamente, su propia comunidad) expresa sus ideas y sentimientos. Sin lenguaje común, es imposible establecer la comunicación, y sin comunicación, ¿para qué predicar? La necesidad de expresarse en el leguaje de la gente sencilla no debe interpretarse equivocadamente. Hay palabras, expresiones y giros populares que el predicador puede usar, con gracia y oportunidad, alguna vez y con determinados auditorios. Pero pretender ser popular y "hacerse el canchero", a fuerza de vulgaridad y chabacanería, o utilizando la jerga de moda, sería rebajar la dignidad de la Palabra de Dios, la dignidad del predicador y la dignidad de los propios oyentes.

♦ Un lenguaje que interpele Una predicación pacífica, tranquilizadora, académica, etérea, que no roza ni sacude a nadie, no puede conducir a la conversión, al cambio de vida, al compromiso con el Evangelio.. Ciertamente no fue así el lenguaje de los profetas, y en buena medida, tampoco el de Jesús. No se trata de confrontar con los fieles, criticarlos, acusarlos, condenarlos... Se trata de superar un lenguaje inofensivo, insípido, insignificante. ¡Hablamos para que pase algo! La tarea del predicador es despertar de su letargo la conciencia adormecida y mostrar, en Cristo, al Dios, rico en misericordia, fuente de paz para la conciencia atribulada. Un lenguaje vivo replantea lo conocido, provoca preguntas y ayuda a buscar respuestas, suscita extrañezas, exhorta a la acción y a las opciones. En esta línea, se inscribe el lenguaje interpelante. Interpelar quiere decir "apelar al diálogo"; implica retar, cuestionar, poner al otro en el brete de tener que tomar una decisión, de optar, de comprometerse. ¡Qué lejos estamos aquí de la pulcra, aséptica y neutral explicación! La conversión y el compromiso que busca la predicación es una sacudida personal, un estremecimiento de los cimientos de mi yo, una conmoción de todo mi ser, de mi manera de verla vida, de mis actitudes profundas, de mi corazón y de mis acciones. Situados en esta perspectiva, es necesario recordar que sólo el Espíritu Santo puede conmover los corazones, porque él probará al mundo dónde está el pecado, dónde está la justicia y cuál es el juicio (Jn 16, 8). ¿Qué puede hacer el predicador además de rezar y hacer rezar por la eficacia pastoral de sus palabras? Si el predicador está constantemente atento a su comunidad y al hoy que su comunidad y él mismo viven día a día; si es el primer oyente de la Palabra de Dios que predica..., pronto adquirirá la capacidad de discernir qué aspectos de esa realidad cotidiana quedan interpelados por las lecturas del día (una gran ayuda será, sin duda, el consejo homilético). Un buen recurso oratorio es la fórmula "tesis-antítesis": afirmación y cuestionamiento; pregunta y duda; conceder y cuestionar (= aclarar, refutar, completar). ¿No es el método de santo Tomás presentado en la Summa? A la tesis propuesta le opone una clara antítesis Es decir: a su afirmación inicial le opone una dificultad (o varias), que suele extraer de otros pensadores o intuye en sus posibles interlocutores: "parece que no..." (videtur quod non). Termina demostrando su tesis, su afirmación inicial: "pero, por el contrario..." (sed contra).

Una homilía podría plantearse así: Jesús nos ordena que amemos a nuestros enemigos. Pero ¿se puede amar por decreto? ¿Quién está dispuesto a amar a sus enemigos? Mezclar sabiamente afirmaciones y dudas asegura la vivacidad del lenguaje y mantiene activa la mente del oyente.  

El Adviento es tiempo de espera y esperanza. ¿Esperamos a alguien? ¿A quién esperamos? ¿Para qué lo esperarnos? Se nos va a imponer la ceniza. ¿No será una cosa pasada de moda? Y el ayuno y la abstinencia ¿no les suena a formalidades sin sentido?

Conviene advertirlo: con mucha frecuencia, la palabra del predicador oscurece, desdibuja, le quita fuerza a la Palabra de Dios proclamada. Hay que imitar a Jesucristo, maestro en el arte de suscitar interés, cuestionar y enfrentar al oyente con su realidad más honda. ¡Es posible: con sólo pagar el precio! ♦ Un lenguaje emotivo ¿Será exagerado afirmar que nuestros sentimientos religiosos son demasiado fríos? En consecuencia (y por cuanto venimos señalando), el lenguaje de nuestra predicación suele ser frío, cerebral, académico. Se afirma de José Martí, prócer de la independencia cubana, que, cuando hablaba de la patria, hasta los niños lloraban. Otro tanto se dice de san Ignacio de Loyola: predicaba con tal unción y emoción, que aun los que no entendían su idioma se sentían conmovidos hasta las lágrimas por su solo tono de voz. (Quien esto escribe tuvo una experiencia similar escuchando la homilía de un sacerdote japonés... aunque, obviamente, no entendía nada.) No hay fuerza mayor que la fuerza de una ardiente convicción que testifique. Hemos hablado de ello en otros lugares de este trabajo. ¡Cuánta emoción y sentimiento legítimo aflora en la Biblia, en la vida de Jesús, en las cartas de Pablo, de san Juan! El sentido de justicia y de lealtad; la aversión a la traición, la compasión, la simpatía hacia las causas nobles y las buenas acciones, la vergüenza y el sentimiento de culpa; la necesidad de ser amado y reconocido, la gratitud, el sufrimiento ante la adversidad, la alegría por el éxito, la indignación frente a los abusos... son sentimientos básicos de todo ser humano. Sin descartar los aportes de la psicología, no olvidemos que de todos los medios, el más poderoso es la pasión sincera del mismo predicador. Aunque Adolfo Hitler distaba mucho de ser profeta de Dios, no cabe duda de que conocía los secretos del discurso persuasivo. Conviene tener en cuenta sus palabras: Sólo un torbellino de pasión ardiente puede cambiar los

destinos de un pueblo: pero sólo aquél que abriga la pasión en su propio pecho puede despertarla en los demás (Mi lucha, p. 137). No es una dificultad menor el que no sintamos las "mirabilia Dei" tan intensamente como debiéramos. El fervor genuino no se produce a voluntad; tenemos que cultivar nuestra sensibilidad religiosa. Hay que percibir la carga emotiva que contiene la Palabra de Dios y dejarse llevar por su influencia. No se trata de perseguir un vano sentimentalismo, sino de dejarse impactar emocionalmente por lo que nos revela la Palabra de Dios. Una vez más, dependemos del Espíritu Santo, de la oración, de la intensidad de nuestra vida espiritual... y no de nuestra biblioteca o subsidios. Para terminar, recordemos que el recurso a las emociones es un medio para estimular la voluntad hacia el bien. Se trata de que el oyente se entusiasme con la verdad, con el ideal propuesto, se enamore de Jesucristo y se decida a vivir más plenamente el Evangelio. En consecuencia, toda apelación a las emociones debe ser seguida por una propuesta concreta, por la aplicación práctica de la Palabra divina comentada. ♦ Un lenguaje "interrogativo" Se denomina lenguaje estructuralmente "dialogal". No es un diálogo entre el que habla y el que escucha, pero suscita un diálogo interior en el oyente. Se trata de preguntarse y preguntar (aunque nadie responda en voz alta). Aquí no se busca la participación del auditorio, el aporte de su reflexión o experiencia, sino desencadenar la personalización de la escucha, provocando una respuesta "íntima", suscitando el "diálogo interior" de cada oyente consigo mismo y con Dios. Preguntar es un recurso oratorio de enorme importancia: atrae la atención, despierta el interés, sacude, conmueve, crea una respuesta interior... Éste es su mayor mérito: hacer pensar y sentir en la intimidad, sin ninguna interferencia, dejando que cada persona responda, opine y decida interiormente. Esta reacción constituye la comunicación más personal y profunda del oyente con el Dios de la Palabra. Para conseguir este objetivo, no se puede olvidar la función de los silencios en el lenguaje hablado. Hay un mínimo de silencios (= pausas) para que las palabras y las preguntas calen en el oyente. Pronunciar un discurso es algo más que decir palabras; y mucho más que una cataratas de palabras. El lenguaje oportuno y comunicativo siempre tiene sus pausas de silencio sabiamente administradas. Los silencios son la respiración del lenguaje vivo.

Estos silencios/pausas son fundamentales también para lograr una lectura comunicativa. Dato a tener en cuenta tanto en el desarrollo de la liturgia de la palabra cuanto en la liturgia eucarística. CÓMO SE PRONUNCIA EL DISCURSO Finalmente, el predicador debe pronunciar su sermón. La acción oratoria llega a su colmen. Es obvia su importancia: si fracasara la puesta en escena del discurso, ¿para qué habría servido todo el trabajo previo? Presentarse ante el público —o, en el caso del sacerdote o diácono, iniciar la predicación luego del evangelio- es también un arte que influye, quiérase o no, en el resultado final de la acción oratoria. No basta con hablar ante un auditorio; hay que comunicarse con el oyente. Sin comunicación, el discurso está muerto. La comunicación empieza antes que el orador comience a hablar. El auditorio espera. No se distraiga con el leccionario o con sus apuntes. Dedíquese al auditorio. Mírelo bien: a la derecha, a la izquierda, al centro. Lentamente. Con naturalidad. Con simpatía. Con amor. Si lo asalta un cierto nerviosismo, recuerde a Bryan: Es necesario estar convencido de que sabemos algo que la gente imprescindiblemente quiere conocer. Y sobre todo, jamás descuide el consejo de san Agustín: Al acercarse la hora de hablar, antes de dar la palabra a la propia lengua, eleve su alma sedienta de hacer brotar lo que él mismo ha bebido y derramar aquello de lo que él está lleno (Doc. Chr, libro IV, I 5). 1.- El orador es visto Como ya dijimos, "escuchamos también con los ojos". Aun antes de empezar a hablar, el orador es visto; y es visto durante toda su actuación. ¿Cómo descuidar el lenguaje no verbal? La actitud general, el semblante, la mirada, los gestos, las posturas... todo influye en el resultado final. * La actitud general La actitud oratoria exige, en primer lugar, serenidad, dominio de sí, seguridad. La seguridad propia de quien conoce su oficio. Esta seguridad no ha de confundirse con la arrogancia, la indiferencia y la falsa solemnidad. Por el contrario, el orador ha de revelar cordialidad, interés y mucha simpatía. Los siguientes detalles siempre redundarán en su beneficio:  Presentarse adecuadamente vestido; acorde con el medio social en que se habla. Sin notas chocantes. Cuidar el traje, los zapatos, el cabello, las uñas...  Evitar estar duro, rígido, tenso... o indolente, arrogante, sobrador.

 Evitar los "apoyos psicológicos": sentarse en la mesa, aferrarse a ella; respaldarse en la pared...  Corregir los tics nerviosos: "chasquear" los dedos; frotarse frecuentemente las manos o la nariz, jugar con el anillo; limpiar cuidadosamente los lentes, acomodarlos a cada momento; rascarse la cabeza; ajustarse la corbata... y el más peligroso de todos: mirar el reloj pulsera.  Procurar no balancearse, ni cruzar los brazos delante del pecho; ni enterrar las manos en los bolsillos (Su equivalente es esconderlas en las mangas del alba...). * La mirada Antes de comenzar a hablar, miremos a los oyentes a los ojos. Miremos a la mayor cantidad posible. Si el auditorio es muy grande, miremos a las primeras filas, al medio y al final; así todos se sentirán tenidos en cuenta. La mirada no debe ser vaga ni dormida, sino directa y viva. Los especialistas otorgan a esta mirada inicial mucha importancia. Es razonable: a través de la mirada, comunicamos nuestra simpatía, nuestras intenciones, nuestra alma. Conocemos el estado de ánimo de nuestros semejantes con sólo mirarles el rostro: sereno, alegre, preocupado, serio, expresivo, abúlico, intransigente, dolorido... La preocupación de mirar a la mayor cantidad posible de oyentes debe mantenerse durante todo el discurso. Es un gran fastidio atender a un orador que habla para las tres primeras filas o para el grupo de la derecha, sin interesarse en el resto del auditorio. Si es imposible abarcar al conjunto del auditorio, la mirada debe dirigirse al centro del salón y girar paulatinamente de derecha a izquierda. De esta manera, produciremos la sensación de estar mirando a todos. * El rostro, los gestos El rostro del orador debe acompañar sus palabras, sus ideas, sus sentimientos. ¿No ocurre así, naturalmente, en toda conversación interesante, apasionada? Más que recurrir a reglas, dejemos que "el corazón encienda el rostro". Hay predicadores que, en lugar de caras, ostentan caretas. Rostros impasibles (= incapaz de padecer o impresionarse). Los gestos son los movimientos del rostro. Han de surgir espontáneamente del juego del corazón, evitando las muecas y exageraciones propias, quizás, de una obra de teatro.

Sonriamos siempre que sea oportuno: estimula la amistad y el cariño del público. Cuando llegue la ocasión, habrá que saber mostrar un rostro de firmeza, de intransigencia, de gravedad, de dolor, de tristeza. El rostro es la parte del orador más expuesta a la vista de los oyentes, y sobre la cual ellos tienen puesto los ojos constantemente. Su influencia sobre el ánimo del auditorio es significativa. * Los ademanes Reservamos este vocablo para los movimientos de los brazos y las manos. Los brazos y manos no deben apoyarse sobre las caderas, ni aferrarse a las solapas del saco, ni colocarse entrecruzados delante del pecho o sobre el vientre, ni tampoco en los bolsillos. Fuera de estas precauciones, lo mejor es olvidarnos de las manos. Así actuamos en nuestras diarias conversaciones: ¿quién se acuerda de sus manos? Sin embargo, las usamos naturalmente. Los ademanes tienen en oratoria la misma importancia que en la conversación: acompañan el pensamiento y tratan de hacerlo comprender mejor. Los tratadistas enaltecen tanto la importancia del gesto, que apabullan al aprendiz de orador. Usemos el sentido común: el oyente fija su atención en el rostro del que habla y trata de atender a lo que dice. Las manos pasan, generalmente, inadvertidas, como un elemento más, naturalmente entroncado en la acción oratoria. Sin embargo, no debemos inmovilizadas, a fin de no molestar... Dejemos las manos libres —por lo menos una— para que entren en acción — naturalmente—, cuando sintamos la necesidad de expresarnos también con las manos. Soltemos los brazos, que pendan a los costados o tengamos las manos levemente tornadas por detrás. En el caso del ambón, apoyemos los antebrazos, en él, sin aferrarnos a éste ni jugar con las cintitas del Leccionario. Los ademanes son parte de la personalidad de cada uno; son tan propiamente nuestros como el aliento. Cobran valor a medida que brotan espontáneamente del temperamento del orador, de su entusiasmo, de su personalidad, del carácter del tema, del clima que crea el auditorio... Lo importante es ser natural, no actuar. Evitemos los gestos bruscos, descomedidos o demasiados nerviosos: el nerviosismo es muy contagioso. La persona absorta en lo que dice, ansiosa por comunicar a otras sus ideas a tal punto de olvidarse de sí misma, obrará, por lo menos, con corrección en lo que respecta a sus ademanes. * La postura ¿de pie o sentado?

Hablar sentado favorece la calma, la exposición tranquila, la intimidad, el tono familiar. La exposición de pie se presta a las fuertes emisiones de voz, a los amplios movimientos oratorios, a los auditorios numerosos. Para optar, debemos tener en cuenta el lugar y número de oyentes, el tema, el tipo de reunión... no es lo mismo hablar a 15 o 20 personas en un pequeño salón que a 100 o más fieles en un amplio templo. En cualquier caso, la posición de pie favorece el natural dominio que el orador debe ejercer sobre el auditorio. Por eso, no es lo mejor hablar sentado siempre que busquemos influir sobre el auditorio, sobre todo si es razonablemente numeroso. Parado o sentado, el orador debe ser visto con nitidez desde todos los ángulos del local. Al subir o bajar del estrado, el orador debe marchar con naturalidad y elegancia, a paso normal, sin correr ni retrasar la marcha. Hay otros detalles: - Si habla sentado Tener el cuerpo erguido, no volcado sobre la mesa. No esconderse. Hay oradores que parecen desaparecer detrás de la mesa. No cruzar ni estirar las piernas. Mesurar los gestos reduciéndolos a ademanes del antebrazo y las manos. No taparse la boca. Es un grave tic nervioso apoyar la barbilla en el hueco de las manos. Es más elegante sentarse después de haber expuesto la introducción o el comienzo de un discurso. Otro tanto puede decirse del final: depende de las circunstancias, el tema... y lo que enseñe la experiencia. - Si se habla de pie Mantener el cuerpo erguido evitando la rigidez. Al ubicarse, es aconsejable hacerlo en el centro del escenario o estrado, mirando al centro de la sala y situarse lo más cerca posible del auditorio. No caminar frenéticamente de un lado a otro del estrado; pero si, moverse naturalmente, una o dos veces hacia los costados. No dar la espalda al auditorio ni arrastrar los pies. Si hay escritorio y se habla de pie, lo ideal es ubicarse al costado y no detrás de éste. 2- El orador es escuchado * La voz El orador habla, ¿pero es realmente escuchado? ¿Se entiende bien lo que dice? ¿Pronuncia las palabras correctamente? ¿Habla demasiado rápido? ¿Es monótono? ¿Destaca las palabras o ideas importantes? ¿Emplea con acierto

las pausas? ¿Tiene una voz agradable o, al menos, no particularmente desagradable? Las palabras son lo que son. Pero el sabor con que las decimos depende de ciertos factores que es necesario tener en cuenta, si no queremos arriesgar el fracaso. ¡No importa tanto qué decirnos, cuanto cómo lo decimos! En este "cómo", tiene su particular importancia la voz del orador, su manera de hablar. Los componentes básicos de la voz —tono y timbre— vienen con la naturaleza. Pero la manera de hablar (= de emplear la voz) es fruto del ambiente, la costumbre, la personalidad y la personal preocupación por educar la voz. Quintiliano, en su célebre Instituciones oratorias, exigía una voz expedita, llena, suave, flexible, sana, dulce, amable, clara, limpia, penetrante y que dure en los oídos (libro IX, c. III). Seamos simples: la voz funcional para la predicación es la voz clara, amplia, nítida (bien articulada), expresiva, modulada, vital. La voz de un predicador es defectuosa, cuando es demasiado apagada, o aguda, o estridente, o nasalizada. Hay intensidades de voz, tonos y entonaciones o ritmos que no invitan a escuchar por estridentes, monótonos, impositivos o irritantes. ¡La voz es nuestra herramienta de trabajo! En el ambón y el altar; en los retiros y en las reuniones; en nuestro despacho, en la calle... donde estemos, ¡es nuestra herramienta de trabajo! No hace falta una buena voz para ser santo. Pero es necesario educar la voz para asegurar la máxima competencia en el apostolado de la palabra hablada, en el cumplimiento del primer deber: La predicación. Siempre es posible mejorar los defectos de la voz con la ayuda de los especialistas. Obviamente, siempre es posible educarla: lo hacen —por rigurosa necesidad profesional— los cantores, actores y locutores. ¿Cómo es posible que no lo haga el heraldo, apóstol y maestro? Si el seminario, la casa de formación no afronta este desafío, el predicador deberá hacerlo por propia iniciativa. Mientras tanto, tener en cuenta lo siguiente: Hay un punto de partida absolutamente indispensable: cuando el orador habla, es básico que se oiga bien lo que dice, desde cualquier punto de la concurrencia y sin especial esfuerzo. De lo contrario, el oyente pronto dejará de prestar atención. Esto depende de quién habla: pronunciación, intensidad de la voz, velocidad, ritmo... pero también de la calidad del equipo de sonido y del buen uso del micrófono. Que se oiga bien y con agrado depende, así mismo, del ambiente: acogedor, templado, silencioso, ordenado...

El "oír bien" al orador se completa con el "verlo bien". ¡Escuchamos, también, con los ojos! * La articulación No es suficiente que se nos oiga; es necesario que se entiendan bien las palabras (como paso previo a entender las ideas). Hay personas que hablan atropelladamente o con exagerada lentitud; comiéndose las consonantes o juntando las vocales; con la boca cerrada o hablando para sí... Si corregir defectos naturales de la voz reclama el auxilio especializado, mejorar la dicción, la pronunciación, depende directamente del ejercicio personal. A una perfecta dicción concurren, en lo fundamental, dos factores:  La nitidez con que articulemos las consonantes: coNMiseración; respeCto; traNSferir...  El sonido con que pronunciamos las vocales: cOnsErvAndO; cAfÉ; EscUELA Esto se logra leyendo en voz alta dos o tres minutos diarios, durante dos o tres meses todos los días. PRO - NUN - CIE - MOS y AR - TI -CU - LE - MOS las palabras exagerando el movimiento de los labios. Al principio, además de parecernos ridículo, nos dolerán los músculos que constituyen el labio inferior y superior. Con el ejercicio, adquirirán elasticidad y se hará hábito la correcta pronunciación y articulación. ¡Más trabajo para el taller y la labor en equipo! * La velocidad Es imposible fijar por reloj el ritmo de la pronunciación. Pero el sentido común señala que el auditorio debe entender lo que se expresa. Esto es prácticamente imposible, si el orador no cuida su propia velocidad natural. Aunque la rapidez depende, en buena medida, de la personalidad del orador, de sus ideas y emociones, hay detalles básicos que conviene observar: Seamos más lentos en los pasajes complejos, abstractos, que exigen razonamiento, y más rápidos, cuando contamos tina anécdota, por ejemplo. Recalquemos, por la inflexión o la intensidad de la voz, las palabras o expresiones que deseamos subrayar. Esto es muy propio de la oratoria. Cuidemos la pronunciación de los nombres plurales para que la "S" final suene nítida.

No terminemos las oraciones en un decreciendo que torne las últimas palabras ininteligibles. El ejercicio de la lectura en voz alta nos habituará también a tomar el aire necesario para cada período y a gastarlo gradualmente. Debemos aprender a respirar con corrección: hábito que, en general, no tenemos. * La intensidad Es la fuerza, el volumen sonoro, la proyección de la voz. La regla general es adaptar nuestro volumen a las dimensiones de la sala. El oficio hace que al orador no se le escape este detalle. Es preciso que, en el fondo del local, se nos oiga sin esfuerzo. El micrófono —cuando lo hay- facilita las cosas. No se debe vociferar nunca y, de ordinario, tampoco gritar, salvo en el caso en que el pensamiento expuesto lo exija. La intensidad de la voz no sólo depende de la amplitud del salón: está ligada también a la vehemencia del pensamiento. El ideal es siempre el equilibrio. No comenzar jamás un discurso con gritos; hablar en un tono más bien bajo (es un truco oratorio para obligar al auditorio a concentrar su atención) e ir levantándolo progresivamente. * La variedad. El tono de la voz, en la conversación, recorre toda la escala desde la nota más alta hasta la más grave. ¿Alguien nos enseñó eso? ¡No! Lo hacemos desde niños espontánea y naturalmente. Sin embargo, muchos predicadores, frente al auditorio, hablan con una voz monótona, apagada, insípida. Hay que huir, a cualquier costo, de la monotonía. Con relación a la elocución (= el arte de expresarse), nada atrapa tanto al oyente como la variedad en los tonos, en el registro de la voz, en el ritmo, en la elección de frases: largas, cortas, rápidas, lentas, una pregunta, una exclamación, un estallido de voz, una risa, una lamentación... El más modesto de los predicadores ha de conocer el valor de las inflexiones de la voz y de los silencios. * Inflexiones de la voz Se trata de destacar las palabras importantes pronunciándolas de una manera "especial": levantando o bajando repentinamente el tono de voz (también pronunciándolas más rápida o lentamente). Sin inflexiones en la voz, un sermón es una película en blanco y negro. Con ellas, el mismo sermón se vuelve tecnicolor (Joao Mohana, Cómo ser un buen predicador, Ed. Lumen).

Un ejemplo bastante usado en cursos de dramaturgia nos señala la importancia de las inflexiones de la voz y nos muestra cómo, sin cambiar ninguna palabra, usando sólo los tonos de la voz humana, cambiamos el sentido de lo que queremos decir. Si dijéramos así: "¿Tú vas hoy en auto a la ciudad con tu hijo?". La respuesta sería: "No, voy a mandar a mi empleado". Si decimos: "¿Tú vas hoy en auto a la ciudad con tu hijo?". La respuesta podría ser: "No, iré mañana". Si decimos. "¿Tú vas hoy en auto a la ciudad con tu hijo?". La respuesta puede ser: "No, voy en ómnibus". Si decimos: "¿Tú vas hoy en auto a la ciudad con tu hijo?". Una respuesta posible sería: "No, voy a la chacra". Si decimos: "Tú vas hoy en auto a la ciudad con tu hijo?". La respuesta que podríamos oír sería: "No, voy solo". La acentuación no es arbitraria; su finalidad es resaltar el valor de ciertas palabras, las que dan fuerza al pensamiento que se quiere comunicar. El buen juicio, la sensibilidad del predicador, su propia sintonía con el mensaje que expone sabrán qué palabras acentuar. El principio de la inflexión de la voz —resaltar las palabras con valor— es de vital importancia también en la proclamación de la Palabra de Dios. Toda buena homilía comienza por una impecable proclamación de la Palabra de Dios, de la que es el apéndice. Observando el habitual descuido con que se proclaman las lecturas es forzoso pensar que, para muchos predicadores, lo importante es su palabra, y la de Dios puede ser despachada de cualquier manera. * Pausas y silencios

En íntima relación con las inflexiones de la voz y la velocidad, están las pausas. En un escrito, se identifican por los signos de puntuación; en el discurso oral, por la duración relativa del silencio. El silencio es un instrumento poderoso, demasiado importante para descuidarlo. ¿Dónde hacer las pausas? Imposible establecer reglas fijas e inviolables. Intervienen el temperamento, el buen criterio, el tema, el objetivo del discurso, las características del auditorio. Pero es posible señalar para qué se utilizan las pausas: para separar los grupos naturales de ideas de un párrafo (aquello que, en un escrito, sería el punto seguido, y mucho más, el punto y aparte); para destacar, por anticipado, o a posteriori, la importancia de una palabra, un nombre, una frase; para que el oyente pueda asimilar la idea que se acaba de proponer, o predisponerlo a prestar atención a la que sigue. Nunca debe descuidarse cuando se pasa de un punto a otro. Por ejemplo: Al terminar la introducción y comenzar con el primer punto del desarrollo. De gran efecto es la pausa previa a la conclusión. Recordémoslo: "los silencios son la respiración del lenguaje vivo". * El micrófono ¿Saben cuál es la peor homilía? La que no se oye (Valga esta reflexión para tantas proclamaciones de nuestras liturgias). Poseer un buen equipo sonoro debe ser una prioridad pastoral. Es obvio que el micrófono expulsa lo que el predicador le inyecta. De nada sirve un excelente micrófono delante de un mal voceador. Hay predicadores que tienen del micrófono una idea mágica: creen que es él y no el propio predicador el que produce la fuerza, la nitidez, la variedad de tonos, el colorido, la emoción de la voz... No basta con ponerse delante del micrófono. Hay que aprender a usarlo. Esto consiste, básicamente, en manejar la distancia entre la boca y el micrófono y la altura, tratándose del micrófono de pie. Siempre existe una distancia óptima entre la boca y el micrófono, propia de cada uno. Hay que descubrirla. Esto depende tanto de la voz como del micrófono. Con todo, nunca se debe hablar a menos de diez centímetros de él. Si los labios se acercan demasiado, se producirá un zumbido que dificultará la comprensión; y si se grita como si el micrófono no existiera, el efecto será ensordecedor. Se debe emplear el tono medio que usamos para la conversación con un amigo que tenemos adelante. El arte del micrófono radica en el dominio de la distancia. Observemos a un cantor y veremos con cuánta maestría acerca o aleja el micrófono para

producir distintos tonos y efectos. Esto se aprende practicando... pero sucede que, en los seminarios mayores, tan congestionados de altas y profundas disciplinas, el plan de estudios no logró encontrar; a lo largo de seis años, ni una triste media hora para que los alumnos aprendieran el arte de empuñar con tino el micrófono, un poco causa instrumental de su futura predicación (P. Peñalosa, o. c., p. 136). Si se trata de un micrófono de pie, que es el más inadecuado para la predicación, hay que ubicarlo a la altura de la boca. Nunca está de más probar el micrófono antes de la predicación y adaptar el volumen y el tono, en caso de ser graduales. Puede ocurrir que el micrófono funcione mal, desde el comienzo o en medio de la predicación. En tal caso, hay que prescindir de él. Es preferible que, con un poco de esfuerzo, escuchen algunos, y no que con mucho ruido no escuche nadie.

IV.- LA HOMILÍA I.- ¿De qué se trata? Sabemos que, dentro del amplio campo de la pastoral profética, de la Iglesia, hay tres géneros de predicación —evangelización, catequesis y homilía— que forman idealmente un proceso unitario y sucesivo.

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Etimológicamente, "homilía" viene del griego "omileo, omilein": conversar, tener una charla familiar. Retóricamente, en consecuencia, es un género de oratoria sencillo y familiar, una plática familiar que se caracteriza por su tono fraterno. No es una clase, una conferencia, una arenga. Es la palabra de un hermano que habla a sus hermanos sobre lo que Dios les ha dicho a todos. Litúrgicamente, es una parte integrante de la liturgia de la palabra (SC 35; 52).

Constitutivamente, posee tres dimensiones inseparables:  Un punto de partida: los textos sagrados.  Una relación indispensable: el sacramento que se celebra.  Un lugar de aplicación: la vida concreta. La homilía mantiene su ambiente propio dentro de la celebración litúrgica. Éste es su rasgo característico. Por tanto, la escuchan, en principio, los que son creyentes y están celebrando la eucaristía u otros sacramentos. La homilía no está dirigida a una sola persona, sino a una asamblea, a una comunidad. Su base son las lecturas bíblicas, proclamadas en la celebración; como meta, la invitación persuasiva a traducir lo escuchado a la vida. Es, fundamentalmente, una exhortación, aunque la realidad reclama también otros servicios.

2.- La realidad de la homilía El esquema mencionado —evangelización, catequesis, homilía— posee una lógica interna innegable. O debemos ignorarlo en el momento de programar una predicación orgánica. Pero, en la práctica, ese proceso difícilmente se verifica. Sobre todo en estos tiempos marcados por el secularismo, el materialismo, la indiferencia religiosa. Tiempos claramente de no cristiandad. Los que escuchan la homilía son, habitualmente, bautizados, pero ¿,son creyentes? ¿Están evangelizados? Varios de los que acuden a bodas,

primeras comuniones, confirmaciones y exequias han de considerarse "neopaganos" por su alejamiento de la fe. Surge así la dimensión "evangelizadora" de la homilía, remarcada por Pablo VI (EN 43). Con frecuencia, la homilía ha de ser "catequizadora". ¿Están suficientemente catequizados los que escuchan la hornilla en la misa dominical? Se los podría considerar catecúmenos necesitados de profundizar sus conocimientos de fe (CT 44). La homilía —dominical y diaria— ha de afrontar, también, el servicio de completar la catequesis de los cristianos (CT 48). Todo esto adquiere mayor urgencia, si consideramos que, para la mayoría de los cristianos, la única forma de acceso a la educación en su fe es la celebración del domingo y, dentro de ella, la escucha de la Palabra y la homilía. ¡Cuánto se espera de esos difíciles 10-15 minutos dominicales! El predicador, lejos de desanimarse, ha de obrar con realismo y sentido común. El soberano de la oratoria es el auditorio, y una dimensión esencial de la homilía es estar al servicio del hoy de la comunidad. La evangelización pierde mucho de .su fuerza y de su eficacia, si no toma en consideración al pueblo concreto al que se dirige, si no utiliza su lengua, sus signos y símbolos, si no responde ca las cuestiones que plantea, .si no llega a su vida concreta. (EN 63). En el marco de la triple dirección que caracteriza a la homilía, ella puede asumir cualquiera de las formas señaladas para la predicación en general. La prudencia pastoral asentada en el conocimiento que el predicador ha de tener de su comunidad le indicarán las opciones más convenientes. Es una urgente prioridad del predicador estar insertado en la realidad de su pueblo. - Más sobre la realidad de la homilía A la hora de darle forma a la homilía, conviene tener en cuenta otras posibilidades, además de las ya tratadas. La mayoría de nuestros oyentes son personas sencillas, simples. Cuanto hagamos por simplificar, concentrar y hacer inteligible el mensaje... será siempre poco. Puede ayudar lo siguiente: - Homilía sentencia Es una homilía temática concentrada, potenciada en un solo comprimido bíblico. El predicador toma UN solo versículo que concentra el mensaje que quiere transmitir. El domingo 4° de Cuaresma —Ciclo C— presenta, como tema general, la misericordia de Dios. El Evangelio narra la parábola del hijo arrepentido y perdonado (Cfr. Lc 15, 11-31).

Se podría tocar el tema de la misericordia, en general, basándose en el conjunto de la parábola (con referencia o sin ella a las otras lecturas). Se tendría una homilía temática. Pero también es posible tomar únicamente un solo versículo y poner toda la fuerza del discurso en él. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fine encontrado (v. 24). Aquí se pone de relieve la actitud del padre. Hay otra frase fuerte en ese evangelio que pone de relieve la actitud del hijo arrepentido: Ahora mismo me levantaré e iré a la casa de mi padre (v. 18). La homilía sentencia es recordada fácilmente, asegura la unidad, evita el "divague", que siempre acecha a una predicación temática, logra que el oyente retenga el texto bíblico, se adapta mejor a los escasos minutos que debe tener la homilía y permite que el predicador, cada año, pueda elegir un versículo distinto de un mismo texto, evitando las repeticiones, fáciles de cometer por quien habla con tanta frecuencia al mismo público. - Homilía litúrgica Las fuentes principales de la predicación serán la Sagrada Escritura y la liturgia (SC 35, 2). Se puede tomar un texto del Ordinario o del Propio de la Misa del día (OGMR 65). Si el predicador elige uno solo de los textos litúrgicos, la homilía tomará una de las formas de predicación ya explicadas. Pero, si, por el contrario, trata los textos litúrgicos en su conjunto, extrayendo de ellos el pensamiento unitario que los ensalza y que esa liturgia quiere manifestar, se obtendrá una homilía litúrgica. Es una forma de homilía verdaderamente original: lleva a valorar y aprovechar textos que, de ordinario, ni siquiera se los escucha, y permite realizar con mayor eficacia la tarea mistagógica de la homilía. Trabájese desde esta expectativa la liturgia del miércoles de cenizas, o la conmemoración de los fieles difuntos, incluyendo el Prefacio. * En esta línea, se inscribe también la homilía biográfica.

3.- Triple dimensión de la homilía La homilía, como parte de la liturgia, es ocasión privilegiada para exponer el misterio de Cristo en el aquí y ahora de la comunidad, partiendo de los textos sagrados, relacionándolos con el sacramento y aplicándolos a la vida concreta. Su preparación debe ser esmerada y su duración proporcionada a las otras partes de la celebración (Puebla 930).

La predicación homilética implica un triple servicio: A. Servicio a la. Palabra de Dios; es la dimensión bíblica. B. Servicio al misterio celebrado; es la dimensión mistagógica. C. Servicio al pueblo de Dios peregrino en la historia; es la dimensión vital e histórica. A.- A partir de la Palabra, en fidelidad a ella y a su servicio

La homilía se hace a partir del texto sagrado. Esta afirmación de la "Constitución sobre la sagrada liturgia" se repite en todos los documentos posvaticanos que presentan alguna referencia a la homilía. Por "texto sagrado" se entiende la Sagrada Escritura u "otro texto litúrgico" (Cfr. OLM 24, OGMR 65). Por consiguiente, las fuentes principales serán la sagrada Escritura y la liturgia (SC 35, 2). La homilía no es una predicación libre: está condicionada por las lecturas. Debe ser "fiel a la Palabra" como luego se le pedirá que sea "fiel a la comunidad". De modo que la homilía no es una tribuna para la exposición de cualquier tipo de ideología. Es la explicación de un "texto sagrado" desde un "contexto celebrativo". Se basa en algún aspecto particular de las lecturas bíblicas o en un texto del Ordinario o de la misa del día. No es una predicación independiente. Reconoce la primacía de la Palabra de Dios, es su prolongación o actualización, está a su servicio. La Escritura y la liturgia no son un mero pretexto para hablar, sino el texto portador de la presencia de Cristo que debe ser escudriñado con amor y veneración; no son un simple punto de partida inicial o algo así como un "enganche", sino un punto de partida permanente, una referencia constante. Como san Agustín ha de decir: Lo que os sirvo a vosotros no es mío. De lo que coméis, de eso como yo; de lo que vivís, de eso vivo yo. En el cielo, tenemos nuestra común despensa: de allí procede la Palabra de Dios (Sermón 95, 1). El que realiza la homilía ejerce un papel magistral que no está por encima de la Palabra de Dios, sino a su servicio. La escucha devotamente, la custodia celosamente, la explica fielmente, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo (Cfr. DV 10). No se apoya en algún texto previo al de la Palabra de Dios que pudiera ser más determinante que ella (trozos literarios de tipo profano, lectura de diarios...). Escruta a fondo los signos de los tiempos y los interpreta "a la luz del Evangelio" (Cfr. GS 4). Es, pues, una ley fundamental de la predicación homilética su fidelidad a la Palabra de Dios. Nos enseña a pensar según las categorías de la Escritura propuesta y celebrada en y por la iglesia, a hablar y vivir según el Evangelio. Toda homilía presupone la siguiente convicción de fe: Cristo está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es él

que habla (SC 7). Sin ella la homilía es un discurso humano en el que uno se predica a sí mismo. En la homilía, es Dios quien, con su Palabra, interpela, cuestiona y orienta la reflexión. Se acentúa la iniciativa divina. Todo arranca de la Escritura insertada en el conjunto de la celebración litúrgica, más que de "autores sagrados o profanos, antiguos o modernos" (Cfr. Instrucción Liturgiae insteurationes, 2 a). Otras formas de predicación que se realizan fuera del marco litúrgico, si bien están inspiradas en la Escritura, no tienen idéntica preocupación por su texto explícito. Todo esto afecta muy seriamente al predicador en su relación con la Palabra que ha de predicar. Si no se decide a dar prioridad al "primum officium" de su ministerio (PO 4), no es de extrañar que no encuentre tiempo para su preparación y él mismo se sienta incapaz o insatisfecho de su propia producción. Ante todo, debe conocer mejor la Biblia. No la conocemos bastante. No suelen ser suficientes los estudios que hicimos en nuestros tiempos de formación. Tenemos que echar mano de comentarios serios que nos vayan presentando los libros bíblicos que recorremos a lo largo del año: los sapienciales, los históricos, los proféticos, las cartas y los evangelios. Deberíamos sentirnos discípulos y estudiosos permanentes de la Biblia. Por eso, todos los clérigos, especialmente los sacerdotes, diáconos y catequistas dedicados por oficio al ministerio de la palabra, han de leer y estudiar asiduamente la Escritura para no volverse predicadores vacíos de la Palabra... y han de comunicar a sus fieles, sobre todo en los actos litúrgicos, las riquezas de la Palabra de Dios (DV 25). El predicador, al empezar un libro bíblico nuevo -un evangelista sinóptico, al comienzo de su año, o la lectura continuada de Jeremías o de la carta a los Romanos-, tiene obligación de estudiar, al menos brevemente, el nuevo libro, si quiere ser fiel, en su ministerio, a lo que Dios ha querido transmitir en esa lectura concreta. No basta con que piense en el "cómo" predicar: antes debe asegurarse de "qué" tiene que predicar, porque no depende de él, sino de la Palabra de Dios, y corre el peligro, si es superficial en su plateo, de traicionar o empobrecer, de alguna manera, el mensaje de Dios. El predicador deberá desplegar la "antena" de su atención y su conocimiento hacia la Palabra que explica, y estar al día en los estudios exegéticos serios que clarifican el mensaje de cada libro revelado. Difícilmente podrá ofrecer a la comunidad un servicio profundo, sin antes haber sintonizado él con la Palabra misma que ha de transmitir.

En consecuencia, será necesario un conocimiento más profundo de los libros sagrados y de la historia de la salvación, no sólo como ciencia exegética, sino, también, como saber vivo apoyado en la tradición litúrgica. A la vez, el predicador deberá distinguir la predicación de la exégesis. La homilía no es una lección magisterial. Todo dato erudito no tiene sentido, tampoco las controversias y dudas de los biblistas. No se trata de tumbar la fe y las seguridades de los fieles por un prurito de parecer moderno. Tampoco se trata de una explicación meramente técnica, fría y distante, sino de un esfuerzo por llevar a los hermanos hacia una sabrosa comprensión de la sagrada Escritura (OLM 41), hacia el gusto, "el amor suave y vivo" por los textos sagrados (SC 24). El que realiza la homilía debe tener plena conciencia de que está, ante todo, "al servicio de la Palabra". Tiene que permitir que "hable la Palabra", que es la que posee fuerza en sí misma (Cfr. Is 55, 10-11). Tiene que sentir y mostrar que su homilía y sus explicaciones no son tan importantes como la Palabra misma. No somos dueños de la Palabra, sino sus servidores. B.- Al servicio del pueblo de Dios en su vida concreta

Otra dimensión esencial de la homilía es la vida concreta de la comunidad. No es suficiente explicar, con mayor o menor acierto pedagógico, lo que ha dicho la lectura; es fundamental que los presentes la apliquen a sus vidas, o sea que la palabra resuene con toda su fuerza iluminadora en sus opciones. Éste es el aspecto profético de la homilía: expresar lo que nos dice hoy la palabra, cómo se cumple hoy, cómo se aplica hoy a nuestra vida. Así lo reiteran los documentos de la Iglesia: La predicación sacerdotal..., para que mejor mueva a las almas de los oyentes no debe exponer la Palabra de Dios sólo de modo general y abstracto, sino también aplicar a las circunstancias concretas de la vida la verdad perenne del Evangelio (PO 4). Hay que predicar "la fe que ha de ser creída y ha de ser aplicada a la vida" (LG 25). La homilía, pues, "es necesaria para alimentar la vida cristiana..., teniendo siempre presente..., las particulares necesidades de los oyentes" (OGMR 65). El que ejerce el magisterio homilético "debe conocer bien la mentalidad, las costumbres, las situaciones, los peligros, los prejuicios de las personas y de las categorías a las que predica y adaptar continuamente la firma de su enseñanza a sus capacidades, a su índole, sus necesidades..." (DPME 59). La toma de conciencia del mensaje cristiano se hace profundizando cada vez más en la comprensión auténtica de la verdad revelada. Pero esa toma progresiva de conciencia crece al ritmo de las emergencias humanas individuales y colectivas (Medellín 8. 2. 5).

La fidelidad a la Palabra es dinámica. Por eso la predicación homilética es una explicación viva de la Palabra de Dios (OLM 24), una invitación constante a practicar las exigencias de la vida cristiana (OLM 41), en la experiencia cotidiana, un esfuerzo por devolverle a la Escritura su carácter de Palabra viviente y eficaz en el corazón de la comunidad y de la historia. La homilía tiene una función misionera: va al encuentro de las dificultades del creyente en el mundo, y a la vez, trata de descifrar, en los acontecimientos del mundo, la "historia santa ", el plan de Dios. "Sin caer en confusiones o en identificaciones simplistas", debe tratar de manifestar "siempre la unidad profunda que existe entre el proyecto salvífico de Dios, realizado en Cristo, y las aspiraciones del hombre; entre la historia de la salvación y la historia humana; entre la Iglesia, Pueblo de Dios, y las comunidades temporales, entre la acción reveladora de Dios y la experiencia del hombre; entre los dones y carismas sobrenaturales y los valores humanos (Medellín, 8. 2. 4). Trabajo difícil pero necesario La homilía ha de respetar su propia identidad y ayudar a la comunidad a que se sienta interpelada por la Palabra de Dios en su concreta existencia y en sus circunstancias históricas presentes. Ella es puente entre el Evangelio y la vida. Se trata de un trabajo nada fácil, de una hermenéutica que necesita de la ayuda del Espíritu, el único capaz de conducir a la verdad plena, recordando lo dicho por Jesús (Cfr. Jn 14, 26 y 16, 13). Por un lado, acecha el peligro de la "dicotomía o dualismo" entre la Palabra revelada y la experiencia humana, y, por otro, está la amenaza de las "confusiones" o "identificaciones simplistas" entre la acción divina y la acción humana. De hecho, es relativamente fácil caer en alguno de estos dos defectos. De ahí algunas homilías que resultan piadosas consideraciones sin asidero en la realidad concreta, sermones para ángeles; otras, en cambio, que divinizan la historia humana sin reparar en ambigüedades, absolutizan ciertas opciones o se juegan a muerte por determinadas líneas ideológicas. Los libros de homilías (homiliarios) y los subsidios periódicos que, ciertamente pueden ayudar a preparar la homilía no alcanzan a disipar estos riesgos y lograr una predicación encarnada. No pueden atender a los acontecimientos que se suceden a diario, tanto en el orden civil como eclesial. Es conveniente tener presente lo que hemos dicho sobre la aplicación del mensaje, y, en particular, sobre la colaboración del consejo homilético. Con gran realismo, el Concilio Vaticano II recomienda a los presbíteros estén prontos a escuchar el parecer de los laicos, considerando con interés fraterno sus aspiraciones y alegrándose de su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, de manera que puedan

reconocer juntos los signos de los tiempos (PO 9). Los laicos han de ser, no pasivos ejecutores, sino activos colaboradores de los Pastores, a quienes aportan su experiencia cristiana, su competencia profesional y científica (DP 473). Si la homilía ha de reflejar las particulares necesidades de los oyentes y de la historia presente, no podrá hacerse convenientemente sin algún tipo de participación de la comunidad cristiana o de alguno de sus miembros más representativos. Cuando existe un contacto personal frecuente con la comunidad y el mundo circundante, y el diálogo es franco y cordial, el aspecto misionero de la homilía se nutre espontáneamente. Sin embargo, no están de más algunas instituciones por las que toda la comunidad, movida y guiada por sus legítimos pastores, aparezca como sujeto responsable en el mejoramiento del ministerio homilético. - ¿Y la política? El cristiano desarrolla su vida en una sociedad civil determinada. Está zambullido en lo social, político y económico como el pez en el agua. ¿Puede la Iglesia, puede el predicador refugiarse en un discurso meramente escatológico? La Iglesia, en su predicación, tiene el derecho y el deber de anunciar, con fidelidad y libertad, el Evangelio, proponiéndolo a los hombres y emitiendo juicios morales sobre situaciones concretas, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, utilizando, todos y sólo aquellos medios que sean conforme al Evangelio (GS 76). No está de más recordar que el propio Episcopado suele afrontar este deber profético. Pero si no podemos renunciar al carácter profético y a veces denunciante de la Palabra, lo tenemos que hacer sin partidismos, con equilibrio, sin bajar a soluciones concretas propias de los especialistas, respetando el pluralismo de opciones, con humildad, dejando que sea la Palabra, sobre todo, y eventualmente, el Magisterio el que ilumine y discierna. A la vez, la homilía debe invitar al cristiano, cuando la Palabra lo pide, a ser responsable de la marcha de la sociedad, a trabajar, "en serio y en cristiano", por una sociedad mejor, por estructuras más justas y solidarias. C.- Al servicio y bajo el influjo del misterio celebrado

La homilía es la predicación que surge en y desde un contexto litúrgico. Es su peculiaridad propia. Como parte de la misma liturgia (SC 35, 52), debe estar en estrecha relación con el misterio que se celebra (OGMR, 65). A través de ella, ha de aparecer con claridad la íntima conexión entre la palabra y el rito en la liturgia (SC 35). Es la función mistagógica de la homilía.

La homilía tiende, a partir de la Palabra proclamada en las lecturas del día, a introducir a los fieles en la celebración sacramental, donde se actualiza hoy y aquí la Palabra. La homilía se convierte en "gozne" y punto de entronque que ayuda a todos a comprender la íntima unidad que sostienen las dos partes de la celebración: la liturgia de la Palabra y la liturgia eucarística. La tradición de la Iglesia nos ha llevado a una valoración casi exclusiva de la segunda parte, la eucarística. El Concilio Vaticano II ha recuperado también el aprecio de la Palabra. Ya "el discurso del Pan de vida de Jesús", en Juan 6, pasaba dinámicamente del creer al comer y beber, y en ambos, prometía la vida eterna. ¿Cómo hacerlo realidad? Es fundamental recordar que la homilía es parte de la liturgia. Toda la liturgia ha de ayudar al creyente a experimentar la presencia del Señor, a percibir que cuanto acontece allí es el sacramento de nuestra fe. Los elementos del culto, la ambientación, los cantos, el guión, la proclamación de las lecturas, la selección de la Plegaria eucarística y /o prefacios, la piedad de los ministros y servidores... Todas las acciones, gestos y símbolos han de hacer presente al Señor y facilitar la comunión con él. La homilía no puede aparecer como un cuerpo extraño, sino como un elemento sintonizado desde adentro con el conjunto litúrgico. Éste —con demasiada frecuencia— es un mero contexto cuando debiera ser causa determinante de su realidad interior. El paso al sacramento que realiza la homilía suele resultar más fácil cuando se celebran otros sacramentos: bodas, exequias, bautizos. En estas celebraciones, las lecturas bíblicas son elegidas de acuerdo con el sacramento celebrado. La homilía puede pasar fácilmente, no sólo a la vida, sino también al rito sacramental. No ocurre así con la celebración eucarística cuyas lecturas, a lo largo del año, contienen toda la selección del Leccionario. Sin embargo, la Eucaristía es una realidad muy compleja y rica teológicamente. Con cuidado y creatividad, es posible asociarla a diversas actitudes que surgen de las lecturas: gratitud, alabanza, intersección, servicio, humildad, ofrenda, caridad, reconciliación... Aunque no se alcance el ideal, siempre es posible evitar el mal mayor; que la homilía se vuelva una docta conferencia, una clase de exégesis, una instrucción piadosa, una exposición teológica, un sermón moralizante... cuando su finalidad más radical es llevar a la experiencia de la presencia del Señor, para gustar cuán suave es, conducir a la comunión con él estableciendo una relación de intimidad y afecto; suscitar en los corazones la acción de gracias por la salvación presente y operante; introducir en una vivencia fuerte de comunidad, para beber un nuevo sentido de la fe, de la Iglesia y del mundo.

4.- ¿Cuánto debe durar la homilía? La homilía, por su misma naturaleza, tiene sus propios límites. Es una comunicación breve y encuadrada en el contexto de una celebración ritual. No se puede pedir más de lo que puede dar. Es un género muy concreto y limitado de predicación. Imposible pretender que la homilía supla a otras formas de comunicación del mensaje cristiano más libres y menos ritualizadas. Nos referimos a las diferentes etapas y niveles de evangelización, catequesis y profundización de la fe que una pastoral orgánica no debe ahorrarse. Son largos y anchos el antes y el después de la celebración litúrgica en los cuales hay que programar las otras formas del servicio de la Palabra de Dios. La homilía ha de ser breve. Más que como un límite hay que ver esta condición como un aliciente para no sobrecargar la homilía de contenidos y de datos secundarios. La primera razón para que en la misa la homilía sea breve es el equilibrio y el buen ritmo de la celebración. La misa no es la ocasión para juntar a los fieles y poder predicarles... Toda la celebración es alimento de la fe: las lecturas (¿se las proclama adecuadamente?); las oraciones, en especial, la Plegaria eucarística (¿se rezan o simplemente se leen?); los cantos, el testimonio de los ministros y servidores... La homilía —analizada en el conjunto de la celebración— es el momento final de la Liturgia de la Palabra. Su importancia deriva de su fidelidad a esa Palabra, no de su extensión. Si se piensa en lo que hay antes y en lo que viene después de ella, se comprende que a la homilía le toque en suerte ser breve, a tal punto que lo que pase de 10 o 12 minutos ya asume la categoría de abuso (a lo sumo, nunca debiera exceder de 15 minutos). Es un disparate litúrgico dedicar 2025 minutos a la homilía y despachar apresuradamente el resto de una eucaristía dominical. Esta sólida razón litúrgica se robustece con las leyes psicológicas de la atención. La capacidad auditiva en la escucha directa del lenguaje verbal es muy limitada; y se reduce aún más, cuando hablamos velozmente, cuando las frases nucleares del mensaje se oyen una sola vez y cuando queremos comunicar demasiados mensajes y contenidos. Estudios realizados en Alemania aseguran que los primeros tres minutos tienen un alto grado de atención; disminuye notablemente en los cuatro minutos siguientes, y es, prácticamente nula a partir de los 7/8 minutos (Aldazábal J., El ministerio de la Homilía, CPL, p. 202). La regla de oro asegura que "menos es más"; más valen 10 minutos concentrados bien pensados y organizados, que 20-25 sobrecargados, desordenados e incoherentes.

El que no ha logrado decir algo sustancioso, claro y preciso en esos pocos minutos, no parece que vaya a mejorar la cosa por mucho que siga hablando. El dicho clásico lo resumió bien: "esto brevis et placebis", sé breve y agradarás. Hay que cuidar la duración total de la homilía. Pero también la equilibrada proporción de sus partes. Es un despropósito que la introducción dure más que la parte central, o que el final sea tan largo como el contenido. Aunque este tema no pertenece al terreno de las ciencias exactas, las proporciones de tiempo, para una homilía de 15 minutos, debiera ser aproximadamente las siguientes: 1. Introducción: 2 minutos. 2. Contenido: 10 minutos. 3. Conclusión 3 minutos. Es oportuno recordar la norma que da la Introducción al Leccionario (1981): Con esta explicación viva que es la homilía, la Palabra de Dios que se ha leído puede adquirir una mayor eficacia, a condición de que la homilía sea realmente fruto de la meditación, debidamente preparada, ni demasiado larga ni demasiado corta, y de que tenga en cuenta a todos los que están presentes, incluso a los niños y a los menos formados (OLM 24). La homilía a los niños No hay daño mayor en la cristiandad que descuidar a los niños. Aunque aparentemente resulta fácil y se toma demasiado a la ligera, en la práctica, la predicación a niños y adolescentes reviste especial complejidad, lo cual supone una responsabilidad considerable por parte del predicador. El directorio para las misas con niños afirma: En todas las misas con niños, debe concederse gran importancia a la homilía, por la que se explica la Palabra de Dios (48). La homilía es parte de la liturgia. Sobre todo, en el caso de los niños, es imprescindible asociarla al conjunto de toda la celebración eucarística. La homilía a los niños tiene el raro privilegio de poder arruinar todo lo demás, pero, a la vez, difícilmente pueda subsanar otros desaciertos. Toda la misa debe "predicar" (= anunciar el amor de Dios) y ayudar a que los niños oren a ese Dios en un clima festivo, fraterno y de auténtica participación. Es fundamental iniciarlos en la oración de súplica, acción de gracias, alabanza... La homilía ha de evitar el riesgo de ser una enseñanza más, ha de evitar los conceptos abstractos. Tampoco debe ser demasiado moralizante. Presentar el deber moral como un bien apetecible es un arte que reclama gran cuidado.

El predicador ha de perseguir sin concesiones el objetivo propio de la homilía a los niños: comunicar con alegría fe, el amor de Jesús y a Jesús. Los niños quieren estar alegres y no les gusta ponerse tristes. Quieren ser aplaudidos, reconocidos, y no les gusta ser obligados a hacer algo. No los vacunemos contra la misa: asisten a una celebración; aunque no se trate de una fiesta infantil, ha de ser vivida como celebración. ¿Qué forma puede tomar la homilía a los niños? La más apropiada es el cuento, la anécdota, un hecho de experiencia de los niños. Desde allí, conectar con un determinado hecho/dicho de Jesús, y extraer una aplicación, práctica, de ser posible, deducida (= propuesta) por los propios chicos. La aplicación práctica no hay que presentarla como algo conveniente, ventajoso, agradable. El diálogo bien llevado, a partir de preguntas prolijamente preparadas, puede ser una buena forma de repasar el evangelio y resaltar el hecho/dicho que se desea puntualizar. Mostrar el amor de Jesús y sacar la aplicación. No se confunda esta propuesta con las preguntas improvisadas con que, muchas veces, se inicia la homilía a los niños. No se trata de romper el hielo para luego despachar el discurso. Se trata de hacer participar a los niños a través de preguntas muy bien preparadas para que el hecho/dicho de Jesús impacte a los niños. Las preguntas no deben tomarlos por sorpresa. Antes de proclamar el evangelio, es conveniente advertir a los niños que luego seguirán las preguntas. Cuando el sacerdote o diácono no tenga carisma o una probada habilidad para predicar a los niños, le será muy útil preparar la homilía con el aporte de los catequistas. La atención de los niños decae más rápidamente que la de los adultos. La homilía ha de ser breve (5-7 minutos). Para hacer y decir algo en ese tiempo, es preciso una esmerada preparación. Ya es corriente que, en nuestras comunidades, haya una misa de los niños. A ella acuden muchas adultos. El predicador ha de predicar a los niños. Es "su misa". No es fácil —ni aconsejable— una homilía mixta, en el sentido de ser apta para niños y adultos a la vez. Si se dejara "huérfanos" a los niños, además del aburrimiento durante la homilía, pueden desarrollar una aversión contra toda predicación que será difícil erradicar posteriormente. De modo muy similar y agravada, la problemática se repite con los adolescentes. La proximidad entre los fieles y el que preside es especialmente deseable y eficaz en las misas y homilías con niños y adolescentes, a los que la

distancia afecta vivencialmente. La cercanía corporal les resulta natural y hasta imprescindible. Es importante que el predicador y los catequistas estudien en detalle el Directorio para la Misa (Sagrada Congregación para el Culto). Conviene hacerlo con el Dossier N° 20 del Centro de Pastoral Litúrgica: Celebrar la Eucaristía con Niños. Muy prácticas también son las Orientaciones para la celebración de Misas con niños, de Juan Carlos Pisano, San Pablo. Para el éxito de la predicación a los niños, es decisivo un protagonista: el Espíritu. El Espíritu que habla desde el predicador y el que habita en el corazón de los niños. Entre los factores humanos, el principal, el imprescindible, es que el predicador ame a los niños: a estos niños concretos, hasta el último y el más insignificante de ellos (Baltasar Fischer).

V.- ANEXO I.- La necesaria revisión posterior Muchas de las orientaciones que hemos expuesto pueden parecer razonables y oportunas. El que predica puede creer buenamente que las va cumpliendo, pero, en la práctica, puede que no sea así. "Nadie es buen juez en su propia causa", asegura un viejo refrán. Es imprescindible recurrir a la opinión y el consejo de los de afuera, si querernos progresar, es decir, pulir los defectos y acentuar las virtudes. 1.- Autoevaluación

Pero antes de recurrir al consejo homilético u otras ayudas, el mismo ministro de la homilía se puede hacer a sí mismo algunas preguntas para autoevaluar su propio ministerio profético. Un interrogante general puede ser éste: "¿qué significa crecer en el arte de predicar? ¿Cómo crezco yo en él?" Y una respuesta también general sería ésta: "significa hacerse consciente de las propias posibilidades y, a la vez, examinar la manera de emplearlas más a fondo". Más concretamente: Mi capacidad expresiva, mis conocimientos teológicos y bíblicos, la adecuación de mi lenguaje, mi arte para contar historias, mi habilidad para manejar las fuentes, mi espiritualidad de predicador... ¿se van potenciando cada vez más? El perfeccionamiento se logra a través de la práctica homilética, si la vivirnos con sentido crítico, sin rehuir la revisión. La experiencia de cada domingo es la mejor escuela. Analizarla e identificar las causas por las que esa homilía "fue lo que fue" nos ayudará a la maduración deseada y posible. La asidua reflexión me hará ver mis condicionantes, mis lados fuertes y mis lados débiles; qué me ayuda y qué me dificulta alcanzar un grado óptimo como servidor de la Palabra predicada. El predicar se convertirá en parte importante de mi vida, quizá la más gratificante. Para ello, es preciso no considerar esta tarea pastoral de una manera "funcional", como una actividad más que es preciso liquidar expeditivamente para dedicarse a otras urgencias. Cuando alguien realiza una actividad sin valorarla, sin amarla, se transforma en un cumplimiento externo que se soporta, y así la actividad pierde todo dinamismo y profundidad espiritual. El ministerio de la Palabra es el "primum officium" del presbítero (PO 4). Para vivirlo con un gozo que contagie, el predicador ha de vivir la predicación como una altísima experiencia espiritual (Cfr. Víctor M. Fernández, Teología espiritual encarnada, San Pablo). Esta experiencia espiritual se origina en su

intimidad con Dios y en la profunda convicción acerca de la propia misión, de su valor y eficacia, ya que el mismo Señor lo consideró digno de confianza al colocarlo en el ministerio (1 Tim 1, 12). 2.- Evaluación en equipo

La evaluación en equipo la puede realizar el consejo ho-miletico que intervino en la preparación de la homilía, u otro grupo de personas a criterio del predicador. Es muy conveniente distinguir dos instancias de esta evaluación: la evaluación "íntima" de quienes opinan; y el análisis "objetivo" de la homilía y del predicador. a) Percepción íntima El opinante se mira a sí mismo y manifiesta qué le ha llegado de la homilía, qué le ha impactado, qué logró captar, qué conclusión existencial sacó. b) Análisis objetivo de la homilía y del predicador Al margen de lo que se haya experimentado, la homilía es una pieza oratoria, y el predicador un orador. Es importante analizar, con la mayor objetividad posible, si ambos alcanzan el mínimo deseable. Para opinar con seriedad, es necesario un cierto conocimiento del arte oratorio. Puede ayudar el siguiente cuestionario, forzosamente elemental, que el propio equipo homilético puede completar: La homilía       

¿De qué habló el padre? ¿Tuvo unidad el discurso? ¿Fueron claras las ideas principales? ¿Cuántas fueron'? ¿Se advirtió el comienzo, el contenido y el final? ¿Se emplearon ilustraciones? ¿Tuvo una aplicación concreta? ¿Cuánto duró? ¿Llegó a cansar?

El predicador

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¿Su imagen visual es aceptable? ¿Se lo ve distante, apagado o denota confianza y cordialidad? ¿Logró captar el interés del auditorio? ¿Habla pausadamente o corre demasiado'? ¿La voz es normal? ¿Se le oye bien? La dicción es clara? ¿El lenguaje se adapta al auditorio?

 ¿El estilo es claro, sencillo, concreto, vigoroso?  ¿Los gestos son naturales? ¿Las manos, la mirada, el porte acompañan el discurso?  ¿El predicador transmite convicción, entusiasmo, compromiso con lo que predica? ¿Habla desde el corazón o simplemente expone el tema? Es evidente que la reunión no debe improvisarse, y que debe estar anunciada y preparada con antelación. Con humildad y paciencia, el equipo irá adquiriendo la necesaria capacitación para este importante aporte. Por su parte, el predicador estará en una actitud abierta y receptiva para recoger las críticas que se refieran más directamente a él. También él con humildad y comprensión lo examinará todo y se quedará con la bueno (1 Tes 5, 21 ). Cuando hay madurez y buena voluntad, se superan fraternalmente las posibles (¡y casi inevitables!) susceptibilidades. Lo importante es que todos obren con "recta intención" convencidos de estar buscando la mayor gloria de Dios y el bien espiritual de los hermanos.

II.- El arte de preguntar La pregunta:     

atrae la atención despierta el interés sacude, conmueve crea una respuesta interior estimula la participación

Preguntar es un arte de inmensa utilidad. No se improvisa. Hay que preparar cuidadosamente las preguntas con relación al objetivo que nos proponemos alcanzar. Tipo de preguntas 1.- + Imaginaria: No busca una respuesta directa, sino suscitar un interrogante interior. ¿Saben cuál era la situación de la mujer en la época de Jesús? Es un gran recurso oratorio y puede ser una excelente forma de comenzar el discurso. + Real: La que sí busca una respuesta directa. Se la suele emplear en la misa con niños, en reuniones, en la predicación con grupos reducidos, cuando se quiere estimular la participación.

2.- + Información: Busca precisar los datos que aparecen en la narración: quién, qué, cómo, dónde, cuándo, con quién. Es una pregunta "fácil": los datos están en el texto. Es sencillo localizarlos. + Investigación: Sondea, profundiza el tema, recaba opinión: ¿Qué les parece? ¿A qué se debe? ¿Por qué? ¿Ustedes qué proponen? Los datos no están en el texto. Es necesario pensar, analizar, reflexionar... 3. + Abierta (amplia): No tiene límites. Es muy vasta. No precisa el contenido de la pregunta. ¿Qué dice el Evangelio de hoy? ¿Qué otra sección propondría para la revista? + Cerrada (limitada): Limita y precisa el contenido. ¿Qué le dijo Jesús a Zaqueo? Entre las secciones Liturgia, Catequesis y Biblia ¿cuál desearía ver ampliada? 4.- + Impersonal (general): Se dirige a todo el grupo. No compromete a nadie. ¿Quién desea decir algo sobre esto? + Personal (directa): Se dirige a una persona determinada. Susana, ¿qué opina de esto? (Más suave: Susana, creo que también usted tiene una opinión sobre esto. Nos gustaría escucharla). (La pregunta directa, hábilmente empleada, puede cumplir una importante función estimulante). 5.- + De vuelta: Se devuelve la pregunta a quien nos preguntó, para obligarlo a pensar. ¿Ya usted qué le parece? + De reenvío: Se devuelve la pregunta al grupo, para hacerlo participar. ¿Quién ayuda a "Juan" a encontrar la respuesta? ¿Por qué no encontramos la solución entre todos? 6.- + Transaccional: Es la pregunta que encierra en sí misma la respuesta, o requiere sólo una respuesta por sí o por no: La discusión está agotada: ¿Hacemos o no hacernos la kermés? Usted, Carlos, ¿por cuál alternativa se decide? (Por su facilidad, es una típica pregunta de "estímulo": hace participar sin gran compromiso). FALLAS MÁS FRECUENTES: A) En las reuniones: abuso de preguntas generales, olvidando las preguntas directas (personales) y las de estímulo (¡cuánto bien se puede hacer —con perseverancia— a través de estas preguntas!) Poco o nulo empleo de las preguntas de vuelta y reenvío.

B) En la predicación a los niños: abuso de las preguntas "abiertas" y de "investigación". Poco o nulo empleo de preguntas de "información" y "cerradas". Es evidente que no fueron preparadas ni se persigue un objetivo. Se pregunta, más bien, para hacer entretenida la predicación. METODO SUGERIDO: Conviene comenzar con una pregunta general (impersonal) para no "mandar a nadie al frente". Dicha pregunta deberá ser de "información" y "cerrada" para que el grupo tome confianza, luego, con prudencia y preparación, pasar a las preguntas de "investigación" y "abiertas". Esto es particularmente importante con los niños y auditorios compuestos por gente sencilla.

III.- Subsidios para la homilía I.- Misa Dominical y Ferial - Fernández, Víctor M., El Evangelio de cada día. Comentario y Oración, San Pablo (Ciclo A-B-C). II.- Misa Dominical Weich, Martín, Encuentros bíblicos - A/B/C, Posadas. Rivas, Luis. Jesús habla a su Pueblo - A/B/C, Conf. Episcopal Argentina, Gafo, Javier. Ciclo A. Sanación de Dios. Ciclo B. Dios a la Vista. Ciclo C. En todo amar y servir. Caballero, B. La Palabra del domingo. (A-B-C), San Pablo. Vidal I. Cruañas, Albert, Palabra y Vida (A-B-C), Claret. Cantalamesa, Raniero, La Palabra y la Vida (A-B-C), Ed. Claretiana. Buvinic Martinic, Marcos, Tu Palabra me da Vida (A-B-C), San Pablo. NOTA: 1. Alessandro Pronzato: dos importantes colecciones de homilías que abarcan los tres ciclos, editadas por Ediciones Sígueme (España).

2. En las bibliotecas, se podrán consultar otros autores cuyas obras están agotadas. 3. Editorial San Pablo publica el subsidio Aportes para la celebración. Contiene la homilía dominical y el Guión para la Misa con las intervenciones del sacerdote y el guía. Se entrega como "dossier" de la revista Vida Pastoral. III.- Misa ferial Caballero, B., La Palabra cada día, San Pablo. Milagro, A., El Evangelio Meditado, Ed. Claretiana. Aldazábal, J., Enséñame tus caminos, C.P.L. (Barcelona). Bastin, M. y otros, Dios cada día, Sal Terrae. Quesson, N., Palabra de Dios para cada día, Ed. Claret. IV.- Salmos Quesson, N., 50 Salmos para todos los días (2 tomos), Paulinas. Romero López, R., Canten al Señor un canto nuevo, (6 tomos), Ed. Verbo Divino. V.- Santoral Lodi, E., Los santos del calendario romano, San Pablo. Alves, J., Los santos de cada día, San Pablo. Sgarbosa, M., Un santo para cada día, San Pablo. Amigos de Dios y de los hombres, Ed. Claretiana Fernández, Víctor M., El Evangelio de cada día. Santoral, San Pablo. Servilio Conti, El Santo de cada día, Ed. Bonum. VI.- Sacramentos Ediciones DIDASCALIA, Colección "Catequesis y Liturgia de los Sacramentos". Comprende los siete sacramentos y la Exequias. Centro de Pastoral Litúrgica (Barcelona) Homilía para el matrimonio Homilías exequiales Nuevas homilías para el bautismo

La celebración de las exequias Ilustraciones VII.- Cuentos, anécdotas, fábulas a) Editoriales: San Pablo, Paulinas, Bonum, Patria Grande. b) Autores: Mamerto Menapache, J. Durán, René Trossero, Julio C. Labaké, Anthony de Melo, Carlos Vallés, Alfonso Francia, Juan C. Pisano y otros.

BIBLIOGRAFÍA GENERAL Aldazábal J., El ministerio de la homilía, CPL, Barcelona, 2006. Cabestrero T., ¿Se entienden nuestras homilías?, CPL, 2003. CELAM, La homilía ¿Qué es? ¿Cómo se prepara? ¿Cómo se presenta? Bogotá, 1983. Comes J., La homilía, ese reto semanal, Valencia, Edicep, 1992. Gómez S. y Prado Flores J., Formación de predicadores, México, Kerygma. Graso D., La predicación a la comunidad cristiana, España, Verbo Divino, 1971. Gunthár A., La predicación cristiana, Buenos Aires, Guadalupe, 1968. Jaramillo D., ¿Cómo predicar?, Buenos Aires, Kyrios, 2002. Maldonado L., La homilía, predicación, liturgia, comunidad, Madrid, Paulinas, 1993. Mohaana J., Cómo ser un buen predicador, Buenos Aires, Lumen, 1995. Peñaloza J.A., Manual de la imperfecta homilía, México, Paulinas, 1975. Sertillanges I)., El orador cristiano, Madrid, Studium, 1954, Spang K., El arte del buen decir. Predicación y retórica, CPL, Barcelona, 2002.

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