Charles Taylor

Tomás Flores Charles Taylor – El multiculturalismo y “la política del reconocimiento” III Según el planteamiento que si

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Tomás Flores

Charles Taylor – El multiculturalismo y “la política del reconocimiento” III Según el planteamiento que sigue Taylor, las políticas de dignidad igualitaria habrían emergido en la civilización occidental de dos maneras, que podríamos asociar con los nombres de Rousseau y Kant. Taylor ya había planteado (fin de la primera sección) que Rousseau podría ser visto como uno de los originadores del discurso del reconocimiento, uno de los que comienza a pensar la importancia del respeto igualitario y que, de hecho, lo considera indispensable para la libertad. Rousseau opone la condición de libertad-en-igualdad a aquella caracterizada por la jerarquía y la dependencia de otros.

La conexión entre estos dos últimos aspectos estaría dada porque para Rousseau una persona que depende de otros sería un “esclavo de la opinión”, y esta necesidad de que los otros tengan una buena opinión de mí será comprendida por él dentro del marco de la concepción tradicional del honor. Es por el lugar crucial que tiene el honor en la “depravada condición de la humanidad” que esta última consistiría en una combinación paradójica de propiedades, tales como el que seamos desiguales en poder, y aun así todos dependamos de los otros –“no solo el esclavo del amo, sino que también el amo del esclavo” (Taylor, 1993, p.70) Rousseau identifica el orgullo (amor propio) –determinado por la buena opinión de los otroscomo una de las principales fuentes del mal. Sin embargo, cuando se observa la descripción que hace de una buena sociedad, se puede ver que la estima sigue jugando un rol, en la medida que en esa situación ideal las personas seguirían estando expuestas a la mirada pública. En este contexto, alcanzar la gloria y el reconocimiento público aun tendría mucha importancia. Para comprender que esto sea así a pesar de que el honor sea considerado una fuerza negativa, se debe recurrir a la noción de igualdad, o más bien, a la balanceada reciprocidad que está a la base de la igualdad.

Así, tomando como ejemplo el teatro y los festivales públicos, Rousseau llega a afirmar que la identidad entre actor y espectador es la clave para una unión virtuosa entre las personas. De manera que el argumento implícito en los planteamientos de Rousseau sería el siguiente: Una reciprocidad perfectamente balanceada “libera del veneno” de nuestra dependencia de la opinión, y la hace compatible con la libertad.

De modo que Rousseau está en el origen de un nuevo discurso sobre el honor y la dignidad. Así, se podría pensar que Rousseau toma prestado el lenguaje de denuncia del discurso contra el orgullo, pero finalmente no renuncia totalmente a la importancia que tiene la estima de los demás. Esta nueva crítica del orgullo, que lleva no a la mortificación solitaria sino que a políticas de dignidad igualitaria, es lo que tomó Hegel e hizo famoso con su dialéctica del amo

y el esclavo, tomando como un aspecto fundamental el que solo podamos “florecer” en la medida que somos reconocidos. _______________________________________________________________________

Taylor argumenta que la solución entregada por Rousseau ante el problema del honor y ligada a la inauguración de una nueva política de la dignidad igualitaria, falla en un punto crucial, y es que alcanzar una estima igualitaria requiere una firme unidad de propósito, lo que parece ser incompatible con cualquier tipo de diferenciación. Para Rousseau la clave para llegar a una sociedad libre es la exclusión de toda diferenciación de roles. En el Estado del contrato social, la gente debe ser soberana y a la vez sujeto. Lo cual nos llevaría a pensar, según Taylor, que en Rousseau tres cosas deben ir necesariamente de la mano: libertad (entendida como no dominación), ausencia de roles diferenciados y un firme y compacto propósito común. Debemos depender todos de la voluntad general, para evitar formas bilaterales de dependencia. Desde el punto de vista de Taylor esta ha sido la fórmula detrás de las formas más terribles de tiranía homogeneizante, partiendo con los Jacobinos y extendiéndose a los regímenes totalitarios del siglo XX1. Ahora bien, el autor plantea que la propuesta rousseauniana ha seguido siendo influyente incluso dejando de lado el tercer elemento referente al propósito común y manteniendo solamente la alineación entre la libertad igualitaria y la ausencia de diferenciación. Taylor ve ejemplos de este modo de pensar en el feminismo pero también en la política liberal.

IV A partir de este análisis Taylor llega a la conclusión de que bien podríamos querer distanciarnos del modelo rousseauniano de dignidad ciudadana, en la medida que implica siempre la anulación de las diferencias. Se hace entonces la pregunta respecto a si es que el otro modelo propuesto de dignidad igualitaria, vale decir, el modelo que Taylor caracteriza como kantiano, que opera una separación de la libertad igualitaria de los otros dos elementos presentes en la “trinidad” rousseauniana, sería igual de homogeinizante que el rousseauniano.

Taylor plantea que este modelo se da a través de un liberalismo centrado únicamente en la igualdad de derechos de los ciudadanos, y constata que, incluso como es pensado por algunos de sus defensores, otorga un reconocimiento muy restringido a identidades culturales distintas. Y es por ello que el asunto para Taylor consistiría en determinar si es que esta forma restrictiva de ver la igualdad de derechos sería el único modelo interpretativo posible en cada caso en que el reconocimiento igualitario está en cuestión.

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Si bien es cierto que se puede establecer una conexión más o menos directa entre el pensamiento rousseauniano y los jacobinos, me preguntaría si es que esta es una consecuencia que necesariamente se sigue de la fórmula planteada por Rousseau o si más bien el problema ahí radicó en la interpretación que se hizo de ella o el modo de llevarla a la práctica.

Con este fin, Taylor analiza el caso de la adopción, en 1982, de la Carta Canadiense de Derechos, que de cierta forma habría alineado (a este respecto) el sistema político de Canadá con el estadounidense, en el sentido de tener una cédula de derechos que ofrece “una base para la revisión judicial de la legislación en todos los niveles de gobierno” (Ibid., p. 79). Según lo que refiere Taylor, a partir de allí habría surgido la pregunta respecto a cómo relacionar esta cédula con “las exigencias de diferenciación formuladas por los francocanadienses” (p. 79), por un lado, y por los aborígenes, por el otro. Pone como ejemplo el caso de Quebec, donde se habrían aprobado una serie de normas referentes al idioma: “Una de ellas regulaba quién puede enviar a sus hijos a escuelas de lengua inglesa (no los francófonos ni los inmigrantes); otra exigía que las empresas con más de 50 empleados se administraran en francés; una tercera proscribió la firmas en documentos comerciales en cualquier idioma que no fuera el francés” (p. 80). En otras palabras, el propio gobierno de los quebequenses les impuso restricciones en nombre de un fin colectivo de supervivencia, lo que en otras comunidades canadienses podría ser fácilmente prohibido en virtud de la Carta. Finalmente, la pregunta respecto a si esta variación a la hora de interpretar la Carta era aceptable o no, surgió a partir de la propuesta de una enmienda constitucional, que recibió el nombre del lugar en que se llevó a cabo la conferencia en que esta fue redactada por primera vez: el Lago Meech. La enmienda Meech proponía que se reconociera a Quebec como una “sociedad distinta”, y quería hacer de este reconocimiento una de las bases para la interpretación judicial del resto de la constitución, que incluía la Carta. Respecto a la Carta Canadiense, Taylor plantea que esta “sigue la corriente de la segunda mitad del siglo XX, y ofrece una base para la revisión judicial en dos esferas básicas” (Ibid., p. 79). Primero, define un conjunto de derechos individuales que son muy similares a los protegidos en otras cartas y declaraciones de derechos en democracias occidentales, siendo un ejemplo, Estados Unidos. En segundo lugar, garantiza un trato igualitario de los ciudadanos en una variedad de respectos- con independencia, por ejemplo, de la edad o del sexo-. Para Taylor esto no es accidental. Estas dos clases de provisiones son ahora bastante comunes en cédulas de derechos establecidas que entregan las bases para la revisión judicial. “En ese sentido, el mundo occidental (y tal vez todo el mundo) sigue el precedente de Estados Unidos” 2 (p. 80).

Así, para un número considerable de gente de la “Canadá Inglesa” el que una sociedad política adoptara ciertas metas colectivas específicas constituía una amenaza de ir contra las provisiones básicas de la Carta Canadiense de no discriminación y defensa de los derechos individuales, o incluso contra cualquier declaración de derechos aceptable. Pero en segundo lugar, incluso si no fuera posible pasar por encima de los derechos individuales, abrazar metas 2

Respecto a esta idea es interesante pensar el tema de las revoluciones americana y francesa, y como una influyó en la otra. Pero al mismo tiempo, cómo las ideas del iluminismo (incluyendo a Rousseau) influyen en el curso de estos dos acontecimientos que de cierta forma perfilaron el modo de pensar político de la modernidad.

colectivas en nombre de un grupo nacional podría ser pensado como algo inherentemente discriminatorio. Y fue esta idea de que la Carta chocaba con la política básica de Quebec la que otorgó uno de los fundamentos para la oposición al acuerdo de Meech Lake en el resto de Canadá.

Para Taylor, aquellos que tienen la visión según la cual los derechos individuales siempre deben ir primero y, junto con las provisiones de no discriminación, deben tener precedencia sobre metas colectivas, hablan generalmente desde una perspectiva liberal que se ha expandido cada vez más en el mundo angloamericano. Existirían varias formulaciones de esta misma idea, pero para Taylor, sería Ronald Dworkin en su artículo “Liberalismo” quien la habría expresado más claramente. Allí Dworkin distingue dos tipos de compromiso moral. Uno que diría relación con las visiones personales que tenemos respecto a cuál es la finalidad de la vida, qué es lo que constituye una buena vida, y aquello “por lo que nosotros y los demás debemos esforzarnos” (Ibid., p.83). Y un segundo tipo de compromiso que tiene que ver con tratarnos de manera justa e igualitaria, independientemente de cómo concibamos personalmente nuestros fines. Según Dworkin, una sociedad liberal es la que adopta este segundo tipo de compromiso.

A partir del análisis que desarrolla Taylor, se puede ver que habría profundas suposiciones filosóficas subyacentes a esta visión del liberalismo, y que estarían enraizadas, según él, en el pensamiento de Immanuel Kant. Según este punto de vista el agente humano sería básicamente un sujeto que lleva a cabo elecciones auto-determinadas o auto-expresivas, visión del ser humano que habría alcanzado gran popularidad, lo que explicaría por qué este modelo de liberalismo sería tan poderoso. Pero una sociedad como la de Quebec, con metas colectivas, violaría este modelo, y en vez de ello habrían optado por otro modo distinto de liberalismo. Para ellos, una sociedad puede ser organizada en torno a una definición de vida buena sin que esto sea visto como una actitud despreciativa hacia quienes no comparten personalmente dicha definición. En los casos en que la naturaleza del bien buscado requiere que lo sea en común se justifica que sea un asunto de políticas públicas.

Desde este punto de vista, una sociedad con fuertes metas colectivas puede ser liberal en la medida que sea capaz de, al mismo tiempo, respetar la diversidad, especialmente cuando debe lidiar con quienes no comparten sus metas comunes; y siempre que pueda ofrecer salvaguardas para los derechos fundamentales.

Por lo tanto, habría aquí dos visiones aparentemente incompatibles de lo que es una sociedad liberal. Hay un modo de hacer políticas de respeto igualitario consagrado en un liberalismo de derechos, y que es inhospitalario con la diferencia, porque “(a) insiste en una aplicación uniforme de las reglas que definen esos derechos, sin excepción, y (b) desconfía de las metas colectivas” (Ibid., p. 88). Pero habría otro modelo de sociedad liberal que aspira a una meta colectiva (b), que (a) de manera casi inevitable requerirá ciertas variaciones en los tipos de leyes que se consideran permisibles desde un contexto cultural a otro.

Taylor considera que el primer modelo sería efectivamente culpable de los reproches que le dirigen los partidarios del segundo, y se muestra a favor de estos últimos defensores de una política de la diferencia.

V Las políticas de respeto igualitario, entonces, al menos en su versión más hospitalaria, pueden ser liberadas de la carga de estar homogeneizando la diferencia. Sin embargo, Taylor piensa que hay otra carga que sí puede serles adjudicada, y que es provocada por la afirmación según la cual esta forma de hacer política podría ofrecer un terreno neutral en el que supuestamente la gente de todas las culturas podría encontrarse y coexistir. Afirmación que para Taylor sería equivocada, en la medida que el liberalismo, incluso en la forma más hospitalario a la que él en principio adscribiría, más que un terreno de encuentro para distintas culturas, es la expresión política de un cierto rango de culturas, y bastante incompatible con otros rangos. En ese sentido el liberalismo no puede ni debería atribuirse neutralidad cultural completa, sino que se deben establecer límites y distinciones substanciales respecto a qué aspectos de otras culturas serán tolerables. Y a pesar de que estas distinciones en política son inescapables, la controversia, desde su punto de vista, sigue siendo perturbadora.

Dicha controversia lleva a Taylor a abordar finalmente el asunto del multiculturalismo como se lo debate usualmente en el presente, que tiene mucho que ver con la imposición de algunas culturas sobre otras, y con la supuesta superioridad posibilitada por esta imposición. Así, vemos que no es el reconocimiento del valor igualitario lo que estaba en cuestión en la sección anterior, sino que determinar si es que la supervivencia cultural podría ser reconocida como una meta legitima (como en el caso de Quebec y la Carta Canadiense), es decir, si podría permitirse que los fines de una cierta colectividad fueran consideraciones legítimas en la revisión judicial u otros propósitos de política social. La exigencia en ese caso era permitir que las culturas se defendieran dentro de límites razonables. Pero la exigencia de la que se trata ahora es la de que “todos reconozcamos el igual valor de las diferentes culturas, no sólo que las dejemos sobrevivir, sino que reconozcamos su valor” (Ibid., pp. 94-95).

Ahora bien, para Taylor esta exigencia ha estado operando durante cierto tiempo sin ser formulada explícitamente. Se habría dado de un modo en sí y aun no para sí, haciendo uso de la terminología hegeliana. En ese sentido, lo que sería novedoso actualmente es que esta exigencia de reconocimiento ahora se habría vuelto explícita3.

Una idea que para Taylor es clave en este contexto es la planteada por Frantz Fanon, según la cual la lucha de los subyugados sería por un cambio de la autoimagen impuesta por el grupo 3

Aquí se puede apreciar nuevamente la influencia del pensamiento hegeliano en el concepto de “reconocimiento”. Y a partir de lo que está planteando Taylor, se puede decir que el volverse explícito del reconocimiento diría relación con el para-sí de la reflexión, alcanzando su constitución esencial solo en este punto de su desarrollo como concepto.

dominante, lucha que tendría lugar tanto al interior de los grupos subyugados como contra el grupo dominante. Y en la actualidad, el lugar central de este debate se daría en el mundo de la educación, entendida en un sentido amplio. En los contextos escolar y universitario se han propuesto cambios curriculares que apuntan a la inclusión de autores pertenecientes a otras culturas, de otras razas distinta a la caucásica o de autores de género femenino4. Y lo que motiva estas propuestas no es (o no principalmente) el que todos los estudiantes se estén perdiendo algo importante por la exclusión de cierto género, raza o cultura, sino más bien que a las mujeres y los estudiantes de grupos excluidos se les está otorgando, ya sea directamente o por omisión, una imagen humillante de sí mismos, como si toda la creatividad y valor fuera inherente a los hombres de proveniencia europea.

Si bien por otro lado, y a pesar de que no se plantee de manera clara, la lógica detrás de estas demandas parece depender de la premisa de que le debemos igual respeto a todas las culturas. Desde la perspectiva de Taylor, sigue habiendo algo de válido en esta presunción, pero ello no significa que no sea problemática, además de involucrar un cierto acto de fe. Taylor destaca que llamar a esto una “presunción” tiene que ver con que es una hipótesis de partida, a través de la cual debemos aproximarnos al estudio de cualquier otra cultura. Pero la validez de la afirmación tiene que demostrarse de manera concreta en el estudio efectivo de la cultura en cuestión. Y lo que se argumenta desde el multiculturalismo es que le debemos a todas las culturas aquella presunción inicial. Taylor va a retomar esto más adelante, pero en principio esta presunción le sirve para mostrar cómo es que las demandas del multiculturalismo se construyen sobre la base de los principios ya establecidos por las políticas del respeto igualitario. Sin embargo, Taylor no está seguro de que sea válido “exigir esta presunción como un derecho” (Ibid., p.100), ya que si bien para él tiene sentido exigir como un asunto de derecho el que nos aproximemos al estudio de una cultura desde una presunción de su valor, no lo tiene exigir como un asunto de derecho el que se llegue al “juicio concluyente de que su valor es grande o igual a los demás” (p.101). Esto a pesar de estar consciente de la fuerte controversia respecto a la “objetividad” de los juicios en este ámbito, o respecto a si hay efectivamente una “verdad del asunto” como parece haberla en las ciencias naturales, o si es que incluso en las ciencias naturales la “objetividad” pudiera ser considerada un espejismo. Pero este es un tema que el autor se detiene a analizar con más detalle en Las fuentes del yo y no tanto en el presente artículo.

Aun así, para Taylor, esta exigencia de un juicio favorable da cuenta de un acto de condescendencia más que de genuino respeto, e incluso, si se pudiera hacer esta exigencia a los intelectuales eurocéntricos, probablemente lo que menos se querría es obtener un juicio positivo de personas que no han estudiado suficientemente esas culturas hacia las cuales estaría dirigido dicho juicio. Por otro lado, la demanda apremiante de un juicio de valor favorable es paradójicamente –quizás “trágicamente”- homogeneizante, en la medida que

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Un equivalente de esto en el contexto chileno del conflicto huinca-mapuche es la exclusión del mapudungun de los currículums de enseñanza, así como la posibilidad de su extinción definitiva como lengua.

implicaría que nosotros ya contaríamos con los estándares que se requieren para llevar a cabo tal juicio.

Por todos estos aspectos, esta forma de articular la exigencia de reconocimiento resultaría inaceptable, y lo que haría falta según Taylor sería algo intermedio entre la inauténtica y homogeneizante exigencia de reconocimiento del igual valor, por un lado, y el amurallamiento dentro de los estándares eurocéntricos, por el otro. Sin embargo, con lo que sí contaríamos sería con una presunción del igual valor, pero del modo en que se la describía anteriormente: como una actitud abierta que deberíamos adoptar al embarcarnos en el estudio de los otros5. Para Taylor un fundamento que puede otorgarse a esta presunción así entendida es que es razonable suponer que las culturas que han provisto de un horizonte de significado a un gran número de seres humanos, de diversos caracteres y temperamentos, por un largo período de tiempo, de seguro tienen algo que merece nuestra admiración y respeto6, incluso si va acompañado de mucho que tendríamos que aborrecer y rechazar7. De modo que habría finalmente aquí, un asunto de carácter moral. En la medida que, para aceptar esta presunción, solo necesitaríamos asumir el sentido de nuestro limitado papel en la historia del ser humano.

Referencias Taylor, C. (1993). El multiculturalismo y "la política del reconocimiento". México, D. F.: Fondo de Cultura Económica. Bibliografía Taylor, C. (1993). El multiculturalismo y "la política del reconocimiento". México, D. F.: Fondo de Cultura Económica. Taylor, C. (1994). Multiculturalism: Examining the politics of recognition. New Jersey: Princeton University Press.

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Esto dice relación con el concepto de “fusión de horizontes” acuñado por Gadamer. Aparentemente aquí la propuesta tiene un cierto carácter “humanista”, en el sentido de que finalmente uno podría pensar a partir de allí que es la condición de humanos dotados de un horizonte de sentido la que permitiría valorar a los miembros de otras culturas. ¿No es esto una homogenización en el sentido de que a través de este recurso a lo que podemos encontrar de humano en los miembros de otras culturas se desplaza la pregunta por la diferencia en tanto tal, anulándola como problema? 7 Aquí puede surgir la pregunta respecto a si no hay algo trágico también en la propuesta de Taylor, en la medida que la apertura de horizontes de todas maneras surge desde un cierto eurocentrismo en que son los miembros de la cultura occidental los que establecen los parámetros según los cuales se va a definir qué es valorable de una cierta cultura que es considerada “diferente”. Además de que aparentemente la iniciativa de ampliar los horizontes proviene desde occidente y es pensada desde sus beneficios para el hombre occidental, dejándose de lado la pregunta respecto a qué incidencias ha tenido en el horizonte subjetivo de las culturas dominadas el encuentro con el hombre blanco (pensando por ejemplo en el fenómeno de sincretismo cultural post colonialismo). 6