Charles Taylor - Democracia Incluyente

VOL. 5/NÚM. 18/pp. 24-37 METAPOLÍTICA Democracia incluyente La dinámica de la exclusión democrática* CHARLES TAYLOR **

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VOL. 5/NÚM. 18/pp. 24-37

METAPOLÍTICA

Democracia incluyente La dinámica de la exclusión democrática* CHARLES TAYLOR **

La democracia liberal es una gran filosofía de la inclusión. Sin embargo, también hay algo en la dinámica de la democracia que empuja hacia la exclusión, cuyas variedades —incluyendo aquellas supuestamente “neutrales” que emanan del llamado modelo procedimental— Taylor explora incisivamente en el presente ensayo, en el que presenta también alternativas a la exclusión democrática.

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a democracia liberal es una gran filosofía de la inclusión. Es el gobierno del pueblo, por el pueblo, y para el pueblo, y hoy día se entiende que “pueblo” incluye a todos, sin las restricciones tácitas que en otros tiempos excluían a campesinos, mujeres o esclavos. La democracia liberal contemporánea ofrece el espectáculo de la política más incluyente en la historia humana. Sin embargo, también hay algo en la dinámica de la democracia que empuja hacia la exclusión. Esto era completamente aceptable en las democracias anteriores, así como en las repúblicas antiguas, pero en la actualidad es causa de un gran malestar. Quiero explorar esta dinámica, para escudriñar entonces varias formas de compensarla o minimizarla.

¿Cuál es la fuente de este impulso hacia la exclusión? Podríamos ponerlo de este modo: la democracia es incluyente porque consiste en el gobierno de todo el pueblo; pero, paradójicamente, esta es también la razón por la cual la democracia tiende a ser excluyente. En sociedades autogobernadas, la exclusión es un subproducto de la necesidad de un alto grado de cohesión. Los estados democráticos requieren algo así como una identidad común. Podemos ver el porqué en cuanto ponderamos los elementos involucrados en el autogobierno. El modo básico de legitimación de los estados democráticos implica que ellos están fundados en la soberanía popular. Ahora bien, para que el pueblo sea soberano, se requiere que

* Publicado originalmente con el título “The Dynamics of Democratic Exclusion”, en The Journal of Democracy, vol. 9, núm. 4, octubre de 1998. Traducido del inglés por Alfredo Echegollen Guzmán. ** Profesor de filosofía en la Universidad de McGill, en Montreal, Canadá. Autor de numerosos libros y artículos, entre los que destacan Multiculturalism: Examining the Politics of Recognition (1994), y Reconciling the Soltitudes: Essays on Canadian Federalism and Nationalism (1993).

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conforme una entidad y que tenga una personalidad. Este requisito se puede expresar así: suponer que el pueblo gobierna significa que sus miembros constituyen una unidad de toma de decisiones, un cuerpo de agentes considerados iguales y autónomos, que toma decisiones conjuntas por consenso, o al menos por medio del voto mayoritario. No es “democrático” para algunos ciudadanos el estar bajo el control de otros. Esto podría facilitar la toma de decisiones, pero no es democráticamente legítimo. Para constituir una unidad de toma de decisiones como la exigida aquí sus miembros no sólo deben decidir juntos, sino deliberar juntos. Un Estado democrático está enfrentando constantemente nuevas cuestiones, y aspira a formar un consenso en torno a ellas, no meramente para reflejar el balance de las opiniones individuales. Una decisión conjunta que emerge de la deliberación conjunta requiere que la opinión de cada participante pueda tomar forma o ser reformada a la luz de la discusión con otros. En alguna medida, los participantes deben conocerse y entenderse entre sí. Si nunca se han visto, o realmente no pueden entenderse entre sí, ¿cómo podrían involucrarse realmente en la deliberación conjunta? Si por ejemplo, un subgrupo de “la nación” considera que los demás no están atendiendo, o son incapaces de entender su punto de vista, inmediatamente se considerará excluido de la deliberación. La soberanía popular exige que vivamos bajo las leyes emanadas de tal deliberación. Cualquiera que esté excluido, no tendrá parte en las decisiones emergentes, y éstas, consecuentemente, carecerán de legitimidad para él. Un subgrupo no escuchado de la nación está, en algunos aspectos, excluido de ella,

pero por la misma razón, no está ya vinculado por la voluntad de la nación. Por lo tanto, para funcionar legítimamente, un pueblo debe estar constituido de tal forma que sus miembros se escuchen efectivamente unos a otros, o al menos que se acerquen lo suficiente a esa condición a fin de frenar los desafíos a su legitimidad democrática provenientes de algún subgrupo. En la práctica, normalmente se requiere algo más. Nuestros estados aspiran a perdurar, así que queremos una garantía de que podremos seguir siendo capaces de escucharnos unos a otros en el futuro. Esto exige cierto compromiso mutuo. De hecho, una nación sólo puede garantizar su estable legitimidad si sus miembros están fuertemente comprometidos entre sí por medio de una lealtad compartida a la comunidad política. Es la conciencia compartida de este compromiso la que crea la confianza entre los diversos subgrupos de que serán realmente escuchados. En otras palabras, un Estado democrático moderno presupone un “pueblo” con una identidad colectiva fuerte. La democracia nos obliga a mostrar mucho más solidaridad y mucho más compromiso mutuo en nuestro proyecto político común que los que demandaban las sociedades jerárquicas y autoritarias de antaño. En los días de auge del Imperio Austro-húngaro, los campesinos polacos en Galicia podían ser por completo ignorados por los terratenientes húngaros, los burgueses de Praga, o los trabajadores de Viena sin que ello amenazara en lo más mínimo la estabilidad del Estado. Esta situación se vuelve inviable sólo cuando las ideas sobre el gobierno popular comienzan a circular. Este es el momento en el que los subgrupos que no quedarán, o no podrán estar vinculados a la

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nación comienzan a exigir estados propios. Esta es la era del nacionalismo, de la caída de los imperios. Diversos pensadores de la tradición cívico-humanista, desde Aristóteles a Hannah Arendt, se han percatado de que las sociedades libres requieren un nivel más alto de compromiso y participación que las despóticas o autoritarias. Los ciudadanos tendrían que hacer por ellos mismos, si así fuere, lo que los gobernantes harían por ellos. Pero esto ocurrirá sólo si estos ciudadanos tienen fuertes lazos de identificación con su comunidad política, y por tanto, con sus conciudadanos. Asimismo, las sociedades libres demandan un fuerte compromiso con el trabajo comunitario. En virtud de que una situación en la que sólo algunos llevan el peso de la participación mientras que los

demás sólo disfrutan de los beneficios sería intolerable, las sociedades libres requieren también un alto nivel de confianza mutua. Tales sociedades son extremadamente vulnerables si algunos ciudadanos creen que otros no están cumpliendo realmente con sus compromisos; por ejemplo, que no están pagando sus impuestos, o que se están beneficiando en forma fraudulenta, o están prosperando como empleadores debido a las ventajas del mercado laboral sin asumir ninguno de los costos sociales implicados. Este tipo de desconfianza genera tensiones extremas, y amenaza con destejer toda la madeja de hábitos que las sociedades democráticas requieren para operar.

LAS VARIEDADES DE LA EXCLUSIÓN

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as discusiones sobre la relación entre la nación y el Estado frecuentemente asumen que siempre es la nación la que busca proveerse de un Estado. Pero el proceso a veces se mueve en la dirección opuesta. A fin de garantizar su viabilidad, los estados a veces buscan crear un sentimiento de pertenencia común. Este es un tema importante en la historia de Canadá, por ejemplo. Para conformar un Estado, en la era democrática, una sociedad se ve forzada a asumir la difícil e interminable tarea de definir su identidad colectiva. ¿Cómo es que la necesidad de identidad común genera exclusión? Lo hace en una infinidad de maneras. En primer término, en sociedades con un alto grado de unidad étnica, el sentido de comunidad ha estado tanto tiempo ligado a la lengua, la cultura, la historia y los antepasados comunes, que la gente siente cierta inco-

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modidad en cuanto a darle cabida a conciudadanos con orígenes distintos. Una sociedad homogénea puede ser completamente reacia a conceder el status de ciudadano a los forasteros. El mejor ejemplo de esto es Alemania, con su tercera generación de “trabajadores huéspedes” de origen turco, que sólo hablan fluidamente el alemán, cuyo único hogar familiar está en Frankfurt, pero que permanecen en calidad de residentes extranjeros. Pero hay también formas sutiles y más ambiguas en las cuales puede operar esta incomodidad. Tal vez los extranjeros adquieran automáticamente la ciudadanía tras un periodo de espera estándar, o exista incluso una política oficial para su integración, ampliamente acordada por los miembros de la población “original”. Aún así, esta última está tan acostumbrada a funcionar políticamente ensimismada que le cuesta trabajo adaptarse. Por ejemplo, aún se debaten cuestiones públicas en los medios electrónicos o en la prensa como si los inmigrantes no fueran parte de la conversación. Así, se discute cómo la sociedad puede beneficiarse con la llegada de “los nuevos”, o cómo pueden evitarse las consecuencias más negativas de esa llegada, pero hablan de los inmigrantes como de “ellos”, como de aquellos que no son compañeros potenciales en el debate. El lector podrá adivinar que el ejemplo en el que estoy pensando aquí es el de mi nativa Quebec. No pretendo exagerar. La situación está cambiando, y tengo grandes esperanzas de que mejorará. Toma tiempo aprender los reflejos de la inclusión, pero se están aprendiendo. El problema es algo peor entre los nacionalistas extremos, ya que ellos abrigan un sueño independendentista que no comparten sino los quebequenses más tradi-

cionalistas. Es natural que este segmento del espectro ideológico de Quebec presente mayores dificultades en cuanto a abrirse a los forasteros. Este ejemplo ayuda a ilustrar justo lo que está en juego aquí. No estoy afirmando que la democracia indefectiblemente conduzca a la exclusión. Eso sería aconsejar la desesperación, y la situación está lejos de ser desesperada. También he acentuado que hay un impulso hacia la inclusión en la democracia moderna, tal como está expresado en el slogan de que el gobierno ha de ser “de todo el pueblo”. El punto es, que aunada a esta afirmación, hay una permanente tentación excluyente, que emerge del hecho de que las democracias funcionan bien cuando las personas que conforman “el pueblo” se conocen, confían, y comparten entre sí un sentido de compromiso. El ingreso de nuevos tipos de gente en el país, o en la condición de ciudadanía activa constituye un reto. Los contenidos exactos de la mutua comprensión, las bases de la confianza mutua, y la forma del compromiso compartido tienen que ser redefinidos o reinventados. Esto no es fácil. Hay una comprensible tentación de volver a las viejas formas y soslayar el problema, ya sea mediante la simple exclusión de dichos subgrupos de la ciudadanía (como en Alemania), o mediante la inercia en las formas de hablar, pensar, y actuar políticamente en términos de “ellos y nosotros”. Esta tentación es tan fuerte en virtud de que la sociedad tradicional puede tener que renunciar, al menos durante un periodo de transición, a ciertas ventajas derivadas de la mayor cohesión del pasado. Quebec ilustra este hecho claramente. Durante los recientes y agónicos intentos del gobierno de esta provincia por

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acabar con su galopante déficit presupuestal, el premier1 organizó conferencias “cumbre” de “decisores” (decision makers) provenientes de los ámbitos empresarial, laboral y otros segmentos de la sociedad. No sólo el hecho de que el intento fue considerado en general valioso, sino la atmósfera de consenso, o al menos el serio esfuerzo por lograr acuerdos, reflejaron la naturaleza abigarrada (tightly-knit) de la sociedad quebequense de nuestros días. Naturalmente, en esta fase los decisores fueron desproporcionadamente reclutados del segmento “originario” de esta sociedad. La misma operación podría no ser tan fácil de repetir dentro de 20 años. Existe un fenómeno análogo en sociedades más mezcladas étnicamente. Piénsese en la historia de EUA, en donde las sucesivas olas de inmigración fueron percibidas por muchos ciudadanos estadounidenses con más larga residencia como una amenaza para la democracia y el american way of life. Este fue el destino de los irlandeses a principios de la década de 1840, y posteriormente en el siglo de la inmigración desde Europa del Este y del Sur. Y por supuesto, la población negra, establecida hacía mucho tiempo en EUA, aun cuando obtuvo derechos de ciudadanía por primera vez después de terminada la Guerra Civil, estaba en realidad excluida del voto en buena parte de los “viejos” estados sureños de la Unión hasta la llegada de la legislación sobre derechos civiles de la década de 1960. En alguna medida, esto obedecía a ciegos prejuicios, pero no totalmente. De 1

hecho, los inmigrantes irlandeses —como después los europeos— no pudieron integrarse inmediatamente a la cultura política angloamericana. Los nuevos inmigrantes frecuentemente conformaron “bancos de votos” para diversos jefes y maquinarias políticas en las ciudades, lo cual fue muy cuestionado y combatido por los progresistas y otros grupos interesados en lo que debía entenderse como ciudadanía democrática. Nuevamente, en este punto, se dio una transición exitosa, y emergió una nueva democracia en la cual se recrearon altos niveles de entendimiento, confianza y compromiso mutuos (aun con la trágica excepción de los afroamericanos). Se puede argumentar que el precio pagado por tal éxito, fue el desdibujamiento de los ideales originarios de la república de ciudadanos, y el triunfo de la “república procedimental”, para usar la designación de Michael Sandel.2 En todo caso, por un tiempo la tentación de la exclusión fue muy fuerte, y en parte era motivada por el mismo compromiso con la democracia. La exclusión puede operar también en otro eje. Precisamente a causa de la importancia de la cohesión y de una cultura política común, las democracias han intentado algunas veces constreñir a sus ciudadanos a un molde único. La tradición jacobina de la Revolución francesa provee el mejor ejemplo de esto. Aquí la estrategia es, desde el inicio, formar al pueblo en una forma rigurosa e intransigente. El entendimiento común se logra y se mantiene a base de definiciones claras sobre lo que es la política y lo que implica la ciudadanía, lo cual, a su vez,

Cargo equivalente al de gobernador de un estado de la Federación en México [nota del traductor]. M. Sandel, Democracy’s Discontent: America in Search of a Public Philosophy, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1996. 2

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define la lealtad primaria de los ciudadanos. Tal entendimiento común es entonces vigorosamente defendido en contra de todo extraño o enemigo ideológico, y cuando es el caso, contra los inmigrantes. La exclusión no opera aquí primordialmente contra gente definida de antemano como outsider, sino contra “otras” formas de ser. Esta fórmula prohibe “otros” modos de ciudadanía; castiga como antipatriótica una forma de vida que no subordina las “otras” facetas de la identidad a la ciudadanía. En Francia, por ejemplo, los republicanos radicales adoptaron una solución para el problema de la relación entre religión y vida pública, que consiste en desterrar la primera de la segunda, y han tenido una enorme dificultad aun para imaginar que puede haber otras formas de salvaguardar la neutralidad e inclusividad del Estado. De ahí la exagerada reacción de muchos franceses ante el uso del velo en la escuela por parte de adolescentes musulmanas. La fuerza de esta fórmula consiste en el hecho de que ha sido dominante por tanto tiempo como para impedir, o al menos minimizar el otro tipo de exclusión, referida a los recién llegados. Todavía causa sorpresa entre los franceses (y entre otros más) enterarse, a través de alguien como Gérard Noiriel, que al menos uno de los abuelos del 25 por ciento de los franceses nació fuera de Francia.3 En este siglo, Francia se ha convertido en un país de inmigrantes sin pensar en sí misma como tal. La política de asimilación ha topado con una barrera en el caso de los norafricanos, pero funcionó muy bien con los italianos, polacos, checos, y otros llegados en el periodo de entreguerras. A esta gente nunca se le ofreció la opción, y se 3

volvieron indistinguibles de los franceses “originarios”. Hay quienes argumentan que otra versión de tal “exclusión interna” ha operado en función de líneas de género, no sólo en sociedades “jacobinas”, sino en todas las democracias liberales, en las que las mujeres invariablemente accedieron al voto después de los hombres. El argumento es que el estilo político y el tono del debate público han sido establecidos por una sociedad política constituida exclusivamente por varones, y que aún no han sido apropiadamente modificados para incluir a las mujeres. Una mirada a algunas de nuestras legislaturas mayoritariamente masculinas, que frecuentemente se asemejan al bullicioso recreo de una escuela de niños, deja en claro que hay algo de razón en el alegato. La cultura política no puede incluir completamente a las mujeres sin experimentar algún cambio, aun cuando no tengamos certeza con respecto a la magnitud de ese cambio.

NUEVOS PUNTOS DE LLEGADA Y NUEVAS ACTITUDES

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spero haber expresado con alguna claridad lo que entiendo por dinámica de la exclusión en la democracia. Podríamos describirla como una tentación a excluir que nace de simpatías cerradas o del prejuicio histórico, pero también de la misma regla democrática del entendimiento, confianza y compromiso mutuos. Ella puede tornar difícil integrar a los outsiders y desembocar en el trazo de una frontera alrededor de la comunidad originaria. Pero puede llevar

G. Noiriel, Le Cruset français: histoire de l’immigration, XIXe-XXe siécles, París, Le Seuil, 1988.

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también a lo que he llamado “exclusión interna”, que consiste en la creación de una identidad común basada en una fórmula política y de ciudadanía rígida, la cual rehusa dar cabida a cualquier alternativa y demanda imperiosamente la subordinación de otros aspectos de las identidades de los ciudadanos. Es claro que estas dos modalidades no son mutuamente excluyentes. Las sociedades basadas en la exclusión interna pueden llegar a expulsar a los outsiders —como lo muestra la fuerza detentada por el Frente Nacional en Francia—, mientras que las sociedades cuyo principal reto histórico ha sido la integración de aquellos, pudieron haber recurrido a la exclusión interna como un intento de crear alguna unidad en medio de su diversidad. El actual drama de la Canadá anglófona (o de Canadá fuera de Quebec) ilustra muy bien esta situación. A lo largo de la década pasada, las actitudes en la Canadá anglófona han llegado a ser regularmente más rígidas en cuanto a dar cabida al deseo de los quebequenses de obtener un status diferente para su provincia. Esto se debe en parte a la angustia de los viejos canadienses con respecto a la identidad nacional, pero también en parte al sentimiento de fragmentación que comparten algunos canadienses como consecuencia de la rápida diversificación de la población del país; sentimiento que es frecuentemente agudizado, más que mitigado por la afirmación quebequense de su diferencia. La tragedia canadiense consiste en que justo en el momento en que se vuelve más necesario hacer algo con respecto al status de Quebec en la Federación, también se vuelve cada vez más políticamente imposible hacer algo significativo. Esta creciente rigidez se hace evidente, por ejemplo, en la insistencia de que

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todas las provincias sean tratadas en forma idéntica. Este tipo de uniformidad es, de hecho, ajena a la historia de Canadá, pero ahora parece ofrecer a muchos la única forma de recrear la confianza y el entendimiento comunes entre diversas regiones, algunas de las cuales guardan resentimientos entre sí. Esta rigidez dificultará darle cabida no sólo a las demandas de los quebequenses, sino también a las de otros grupos autóctonos que claman por nuevas formas de autogobierno. Ahora bien, un hecho obvio de nuestra era es que el reto de los recién llegados se está generalizando y multiplicando en todas las sociedades democráticas. El alcance y la tasa de inmigración internacional está convirtiendo cada vez más a todas las sociedades en “multiculturales”. Al mismo tiempo, la respuesta “jacobina” a este desafío —la insistencia en una asimilación rigurosa a una fórmula que implica una intensa exclusión interna— se está volviendo cada vez menos viable. Este último punto no es fácil de explicar, pero me parece un hecho innegable. Ha habido un sutil cambio en la mentalidad de nuestra civilización, probablemente a partir de la década de 1960. La idea de que uno debe suprimir lo que lo hace diferente en aras de caber en un molde dominante se ha erosionado considerablemente. Ante esto, feministas, minorías culturales, homosexuales, y grupos religiosos exigen que la fórmula imperante sea modificada para darles cabida. El caso de los hispanos en EUA es muy elocuente en este respecto. No se trata de que ellos no quieran convertirse en estadounidenses angloparlantes. Ellos ven obvias ventajas en hacerlo, y no tienen intenciones de renunciar a ellas. No obstante, frecuentemente exigen escuelas y servicios en español porque quieren que

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ese proceso sea lo menos doloroso posible, y porque ellos quieren conservar lo más que puedan de su cultura original. Todos ellos eventualmente aprenderán a hablar en inglés, pero también modificarán en alguna medida el significado predominante de lo que se asume como ser estadounidense, tal como lo hicieron las anteriores oleadas de inmigrantes. La diferencia consiste en que ahora los hispanos parecen estar operando con una conciencia de su rol en la codeterminación de la cultura, mientras que tal conciencia sólo emergió retrospectivamente en los inmigrantes anteriores. La diferencia entre la anterior experiencia de asimilación —casi totalmente exitosa— de los europeos del Este en Francia, y su actual dificultad para asimilar a los norafricanos puede ser reflejo de muchos otros factores —por ejemplo, mayores diferencias culturales y religiosas, y el colapso del mercado laboral—, pero creo que también refleja la nueva actitud entre los inmigrantes. El anterior sentido de sincera gratitud hacia los países que les brindaban refugio y oportunidades —que hacía aparecer como injustificada o fuera de lugar cualquier afirmación de lo que los hacía diferentes— ha sido reemplazado por una perspectiva que parece evocar la antigua doctrina, central para muchas religiones, de que la tierra fue dada a todos los seres humanos en común. Un territorio determinado no pertenece irrestrictamente sólo a la gente que nació en él, así que no es simplemente algo “suyo”, que puedan dar o compartir. En retribución a la recepción, uno no está moralmente obligado a aceptar cualquier condición que ellos —los “nativos”— quieran imponer. De este cambio emergen dos nuevos rasgos. En primer término, la noción que

atribuí anteriormente a los hispanos en EUA —la idea de que la cultura a la que se unen está en continua evolución, y de que ellos tienen una oportunidad de codeterminar su futuro— se ha extendido, y está convirtiéndose cada vez más en el entendimiento subyacente a los decretos en materia de inmigración. En segundo término, la tendencia —de larga data— de ciertos grupos de inmigrantes a funcionar moral, cultural y políticamente como “diáspora”, no sólo se ha intensificado, sino que se ha llegado a considerar como completamente “normal”. Esto se viene dando desde hace mucho —piénsese, por ejemplo, en “la Polonia del exilio” dispersa en muchos países. Pero mientras antes ese tipo de conducta hacía fruncir el entrecejo de mucha gente en las sociedades huéspedes —que murmuraba sobre “lealtades duales”—, hoy se está tornando cada vez más aceptable. Hoy día, uno puede considerarse, digamos, un “buen canadiense”, mientras continúa fuertemente involucrado con el destino del país de origen.

LOS ATRACTIVOS DE LA REPÚBLICA PROCEDIMENTAL

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i lo anterior es cierto, entonces las sociedades democráticas van a tener que comprometerse en un proceso constante de (auto)reinvención en el presente siglo, redefiniendo sus entendimientos comunes para incluir nuevos grupos de gente, y revisando sus culturas políticas tradicionales para dar cabida a identidades variadas, tanto “autóctonas” como “recién llegadas”. ¿Cómo deberán de conducirse al respecto? No hay mucho que pueda decirse con provecho, y

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menos aún que provenga del estudio de la filosofía. En este punto, probablemente sería prudente concluir deseándole la mejor de las suertes en sus esfuerzos a la gente de buena voluntad. Pero dado que tengo una irrefrenable tendencia a empujar los límites de la filosofía más allá de donde deberían estar, quisiera desarrollar dos puntos relevantes para este proceso de reinvención democrática. El primero tiene que ver con lo que entendemos por democracia. A la luz de la necesidad de articular tantas diferencias de cultura, origen, experiencia política e identidad, hay una tentación natural a definir la idea común de democracia cada vez más en términos “liberales”, y no en términos de autogobierno; esto es, en términos de derechos individuales y procedimientos jurídicos, más bien que en virtudes cívicas. En suma, la tentación consiste en optar por lo que Sandel llama “república procedimental”. Esto ya se ha hecho evidente en Canadá. Mencioné anteriormente la tendencia, en la Canadá anglófona, y frente a la creciente diversidad cultural, a considerar ciertos aspectos de la cultura política como centrales para la identidad nacional. El elemento central escogido para tal propósito fue la Carta de Derechos, introducida en la Constitución canadiense en 1982. La idea subyacente es que, independientemente de las diferencias que dividen a los canadienses, al menos pueden compartir la adhesión a un conjunto de derechos y procedimientos imperativos. Esta tendencia parece tener un buen fundamento pragmático, pero también tiene raíces filosóficas profundas. Antes

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En el sentido de eudaimonia [nota del traductor].

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de abordar la cuestión de sus méritos prácticos, intentaré la extracción de sus raíces filosóficas, ya que creo que una perspectiva inadecuada en este nivel tiende a oscurecer nuestra apreciación de las opciones prácticas. La alternativa se plantea frecuentemente así: ¿queremos una democracia que se centre en la elección y la libertad individual, o una que lo haga en la participación y el autogobierno? Ambos elementos han estado presentes en la democracia liberal durante los dos pasados siglos y permanecen en la actualidad. El balanceo entre ambos se ha inclinado tan fuertemente en la dirección del individualismo que el elemento cívico corre el riesgo de ser completamente olvidado. ¿Por qué ha prevalecido cada vez más el énfasis en la elección? Hay una serie de razones, pero algunas de ellas reflejan poderosas tendencias en nuestra tradición filosófica. Tal como lo he discutido en otro lugar, ha habido un desplazamiento de una ética de la vida buena4 hacia una ética basada en algo diferente, que presuntamente es menos polémico, y con respecto a lo cual es más fácil lograr un acuerdo general. Esto explica en parte la popularidad tanto del utilitarismo, como de las teorías deontológicas derivadas de Kant. Ambos enfoques logran abstraer de entre diversas opciones, cuál es la forma de vida más valiosa, más admirable y más humana; y remontarse hacia el que parece ser el más sólido fundamento para ella. En el caso del utilitarismo, tomamos en cuenta las preferencias de todos por igual, independientemente de la calidad de las metas que cada quien persiga. En el caso de las teorías kantianas, podemos

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hacer abstracción de las preferencias y concentrarnos en los derechos del agente que elabora preferencias. Tres importantes consideraciones favorecen esta estrategia de abstracción. En primer lugar, en una época marcada por el escepticismo en torno a las perspectivas morales, implica la retirada de un terreno en el que los argumentos parecen ser más dependientes de nuestras interpretaciones, y por ende, más polémicos, y menos capaces de ganar aceptación universal. En contraste, podemos estar presumiblemente de acuerdo en que, permaneciendo lo demás igual, es preferible permitir que la gente obtenga lo que desea, o respetar su libertad de elección. En segundo término, el rechazo a adoptar una perspectiva particular sobre la vida buena deja esa elección al individuo, lo cual congenia con el antipaternalismo de la edad moderna, y en ello anida un tipo de libertad. En tercer lugar, dadas las tremendas diferencias de opinión y perspectiva en la sociedad moderna, tanto el utilitarismo como la deontología kantiana al parecer prometen una vía para decidir sobre las cuestiones que enfrentamos en común sin favorecer la postura de unos u otros. Ahora bien, las dos primeras consideraciones están basadas en argumentos filosóficos, acerca de lo que puede o no ser conocido y demostrado, y acerca de la naturaleza de la libertad, respectivamente. Ambos han sido ampliamente abordados y debatidos por los filósofos. Pero la tercera es un argumento político. Independientemente de quién tenga la razón en la disputa entre la ética procedi-

mental y la ética de la vida buena, podemos estar razonablemente convencidos, sobre bases políticas, de que la mejor fórmula para el gobierno democrático en una sociedad compleja es una forma de “liberalismo neutral”. Este es el argumento que tiende a predominar hoy día, tal como se aprecia en los trabajos recientes de John Rawls, cuya teoría de la justicia se presenta ahora como “política, no metafísica”.5 Esta reorientación también corresponde con la percepción universal en cuanto a que la diversidad se ha convertido en una dimensión más importante de la sociedad contemporánea, la cual, a su vez, proviene —como afirmé anteriormente— en parte del actual incremento en la diversidad de la población, mediante la inmigración internacional, y en parte de la creciente demanda, enarbolada por las feministas y otros grupos, de ser tomados en serio. Así, la cuestión deviene la siguiente: ¿qué concepciones de la libertad, la igualdad, la justicia, y de las bases para la coexistencia social son, no correctas en abstracto, sino factibles para las sociedades democráticas modernas? ¿Cómo puede la gente convivir en la diferencia en un régimen democrático bajo condiciones de justicia e igualdad? La república procedimental arranca con una ventaja en este respecto. Si nuestro entendimiento de los roles y derechos de los ciudadanos abstrae de cualquier perspectiva de la vida buena, entonces evita adoptar la opinión de unos a costa de la de otros. Aún más, existe un terreno común en el que todos pueden coincidir: “respétame y reconóceme derechos

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Taylor se refiere aquí a un trabajo célebre de Rawls: “Justice as Fairness: Political, non Metaphysical”, en Philosophy and Public Affairs, vol. 14, 1985, pp. 223-251. Para más detalles sobre el pensamiento anterior y reciente de Rawls, véase la sección “Perfiles Filosófico-Políticos” en Metapolítica, vol. 2, núm. 6, 1998 [nota del traductor].

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únicamente en virtud de mi condición de ciudadano(a), independientemente de mis características, perspectiva, o metas, para no hablar de mi género, raza, orientación sexual, etcétera”. Ahora bien, nadie en su sano juicio negaría que esta es una importante dimensión de cualquier sociedad liberal. El derecho al voto, por ejemplo, se otorga únicamente sobre criterios de ciudadanía en una forma que es “ciega” ante diferencias del tipo de las mencionadas arriba. La cuestión está en si este es el único fundamento para la convivencia en un Estado democrático, si tal fundamento es válido en todo contexto, y si “nuestro” liberalismo se perfecciona en la medida en que tratamos a la gente en formas que abstraen de lo que la gente es, mientras que los “otros” liberalismos no lo hacen. A primera vista, parece que esta forma de tratar a la gente al menos facilita la convivencia y el sentirse parte de una empresa común. Lo que todos tenemos en común es que elegimos, optamos por ciertas cosas en vez de por otras, y queremos ser apoyados, no obstaculizados, en el logro de nuestros fines. De este modo, un esfuerzo que promete fomentar el plan de vida de cada uno, sobre bases justas, parece ser el terreno común ideal. De hecho, es difícil percibir cómo podría ser de otro modo.

UN MODELO ALTERNATIVO

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n este punto, me parece que la filosofía sufre de una carencia de modelos alternativos para la cuestión de cómo la gente puede vincularse en la diferencia sin abstraer de sus diferencias.

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Pero existe tal modelo, al que yo me adhiero, y el cual me gustaría delinear aquí. Ha sido invocado, entre otros, por Johan Gottfried von Herder y por Emile Durkheim, pensadores claramente divergentes en otros aspectos. La idea clave es que la gente puede vincularse no a pesar de sus diferencias, sino a causa de ellas. Pueden sentir que las diferencias entre ellos enriquecen a cada parte, y que sus vidas son más restringidas y menos plenas si están solos que si se asocian con alguien más. En este sentido, la diferencia define una complementariedad. Que esta idea de complementariedad puede ser la base de una potente teoría de la libertad individual puede apreciarse en On the Limits of State Action, de Wilhelm von Humboldt. 6 En vez de plantear el clásico argumento libertario a favor del derecho de cada persona a elegir sus propios fines o metas, Humboldt enfatiza el crucial interés moral que cada uno de nosotros tenemos en el auténtico desarrollo del otro. En virtud de que cada vida individual sólo puede realizar una pequeña parte del potencial humano (Humboldt acepta el principio goethiano de que tenemos que “estrecharnos” para lograr cualquier cosa), sólo podremos beneficiarnos del rango total de los logros y capacidades humanas si vivimos en íntima asociación con gente que ha tomado “otras vías”. El intento de imponer la uniformidad implica autocondenarnos a una vida más estrecha y pobre. La perspectiva de Humboldt se remonta a la idea cristiana de humanidad, como algo a ser realizado no en cada ser humano individual, sino en la comunión con otros seres humanos. La esencia de

W. von Humboldt, On the Limits of State Action, Londres, Cambridge University Press, 1969.

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la humanidad no es algo que pueda ser realizado en la vida de una sola persona. Esto no se debe simplemente a la finitud o las limitaciones de esta vida, ya que estas limitaciones no pueden ser trascendidas mediante la “superposición” de otras vidas, si cabe, tras la cual se agotara la variedad de lo humano. La plenitud de lo humano no proviene de sumar las diferencias, sino del intercambio y la comunión entre los humanos. Los seres humanos no llegan a la plenitud individualmente, sino juntos. Herder usó la metáfora de un coro, pero la figura de la orquesta funciona igualmente. El clímax de la plenitud se logra cuando las diferentes voces o instrumentos se conjugan armónicamente. Cuando, a la luz de lo anterior, se enfoca la cuestión de qué clase de entendimiento común se ha de procurar, la superioridad de la república procedimental sobre la república cívica ya no parece tan evidente. De hecho, el modelo procedimental y “ciego” a las diferencias puede llegar a ser, en última instancia, motivo de discordia. En virtud de que no estoy afirmando que este modelo nunca sea apropiado, quiero argumentar en favor de una versión un tanto más compleja y variada del liberalismo. Fijémonos en las formas divergentes en que los dos modelos nos animan a responder a la diferencia. El modelo procedimental nos pide abstraer de la diferencia en nuestra interacción políticojurídica con otros, sobre dos tipos de fundamento: a) en el nivel político, porque tomar en cuenta las diferencias sería insidioso, o fomentar la división, o injusto, o una combinación de ellos; b) en un nivel más filosófico, porque lo que es realmente importante acerca de las personas es aquello que comparten con

alguien más, llámese su poder para elegir sus propios fines y guiar sus vidas; su autonomía. Lejos de animarnos a aprender acerca de las perspectivas de otros, este modelo parece sugerir que mientras menos sepamos de la gente, será más fácil tratarla con equidad; sus opiniones reales pueden ser tan ofensivas para nosotros que nos sería difícil ignorarlas si las conociéramos en todo su repulsivo detalle. Odio al pecado, amor para el pecador. El santo kantiano apartará su mirada de las no muy edificantes perspectivas que la mayoría de la gente elabora para sí, manteniéndola firmemente en el agente que es en última instancia responsable de ellas. Por otra parte, en la medida en que operemos en el modelo herderiano, hay un fuerte incentivo para aprender acerca de los otros. Para expresarlo llanamente, o teleológicamente: se trata de comprendernos mutuamente. Este entendimiento mutuo conduce al crecimiento y la plenitud. Ahora bien, la mayoría de nosotros opera en alguna medida en ambos modelos. Tratamos las diferencias en forma diferente. Ninguno de nosotros es un agente kantiano puro incapaz de apreciar alguna diferencia y de actuar de acuerdo con ella. Así que la cuestión consiste en cómo deberíamos responder en ciertos casos concretos. Y en este punto los dos modelos de vínculo asociativo determinan enfoques muy diferentes. A falta de espacio para entrar en detalles, me limitaré a una sola ilustración de porqué el modelo procedimental puede no ser siempre el que funcione mejor. Nadie ha descubierto hasta ahora un procedimiento que todo mundo considere neutral. Los procedimientos (y lo mismo vale para cartillas de derechos o principios distributivos) están pensados para

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DEMOCRACIA INCLUYENTE

eludir el sinuoso terreno de las diferencias entre las formas de vida, pero en la práctica no hay forma de asegurar que eso se logrará. La experiencia estadounidense con la separación entre iglesias y Estado es elocuente en este sentido. Lo que se intenta como un acercamiento procedimental, neutral para las partes involucradas, se convierte en algo abierto a diferentes interpretaciones, algunas de las cuales son consideradas muy lejanas de la neutralidad por parte de importantes segmentos de la sociedad. La disputa en torno a la oración en las escuelas es un caso de esto. Se podría argumentar que la insistencia en una solución procedimental —en este caso, una resolución constitucional tipo “todo o nada” en favor del “ganador”— está calculada precisamente para inflamar la división, tal como parece haber ocurrido. Más aún, a diferencia de una solución política basada en la negociación y el compromiso entre las demandas en contienda, este enfoque procedimental no da la oportunidad para que la gente en cada bando aprecie los aspectos sustantivos de la posición contraria. Peor aún, al ser declarada inconstitucional la demanda de la parte perdedora, su programa se deslegitima en una forma que tiene amplias resonancias en la sociedad estadounidense: “no sólo no podemos otorgarte lo que pides, sino que además eres primitivo y antiestadounidense por demandarlo”. En resumen, argüiré que la actual Kulturkampf7 estadounidense se ha exacerbado, antes que mitigado por vía del recurso a la resolución constitucional.

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MULTICULTURALISMO Y POSMODERNISMO

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i segundo punto se refiere al “multiculturalismo”, término usado frecuentemente para designar las furibundas disputas en torno a la cultura y la identidad que se han dado en las universidades de Norteamérica (EUA y Canadá), cargadas retóricamente con un sentido de opresión y agravio históricos. Buena parte de este conflicto es obviamente estéril, e incluso destructivo. Pero tal vez valga la pena tratar nuevemente de aclarar porqué. La lucha por el reconocimiento adopta frecuentemente en este contexto la postura de la víctima. Por ciertas razones profundas, el rol de víctima tiene un inmenso prestigio en nuestra civilización contemporánea. Nietszche habría apuntado sin dudar hacia el cristianismo como la fuente de tal prestigio; y en cierto sentido tendría razón, pero la condición de víctima no gozó del mismo prestigio a lo largo de la historia de la cristiandad. Hasta hace relativamente poco tiempo, el poderoso y el exitoso no deseaban en absoluto presentarse a sí mismos como víctimas. Hoy día parece que todo mundo compite por la nominación del más sufrido. Pero caracterizarse a sí mismo como víctima de su interlocutor es destructivo para el esfuerzo de construir un proyecto político común que pueda generar confianza y compromiso mutuos. Esto último requiere de intercambio franco, pero entre la víctima-acusadora y el opresoracusado el tráfico es unidireccional. La meta es que el acusado finalmente admi-

Lucha cultural, o lucha entre paradigmas culturales [nota del traductor].

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ta su culpa y muestre constricción, tal vez incluso que ofrezca reparación del daño. Ahí donde ha habido una terrible injusticia histórica está precisamente el preludio para alguna colaboración en un esfuerzo común, pero no puede ser por sí misma la base para tal empresa. Cualquier participante en el debate público que permanece anclado al rol de víctima quedará por siempre atado a lo que, en el mejor de los casos, contribuirá a una operación preliminar, y nunca podrá ser parte de la creación efectiva de confianza y compromiso mutuos. Esta es la razón por la cual mucho de este debate acusatorio es estéril. Atrincherarse en la posición de víctimaacusadora no provee ni siquiera los preliminares de lo que serían las nuevas bases de la colaboración. De hecho, frecuentemente se llega a negar que tales bases sean posibles de construir, ya que todo se presenta como una lucha por el poder, en la cual el otrora dominante tiene que ser derrocado por un nuevo y victorioso poder. Es claro que esta perspectiva no da cabida a una colaboración genuina en el marco de una empresa común libre de explotación y abuso. Por lo tanto, llego a la conclusión de que la mejor aproximación para redefinir nuestra vida política será, en primer término, ser escépticos con respecto a la aplicabilidad universal del modelo procedimental, y en segundo lugar, ser muy claros en cuanto a la naturaleza destructiva de ciertas modalidades política identitaria (identity politics). Esto puede sonar como dos recomendaciones muy diferentes que apuntan a dos diferentes objetivos. Si bien los con-

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servadores frecuentemente meten a “posmodernistas” y “multiculturalistas” junto con “liberales” en el mismo saco, nada podría ser más injusto. De hecho, lo mismos “posmodernistas” atacan a los infortunados liberales con mucho más gusto8 que el que despliegan contra los conservadores. No obstante, yo argüiría que ambos tienen algo en común, y por lo tanto los objetivos mencionados convergen en parte. El discurso de la víctima-acusadora se basa, en última instancia, en ciertas raíces filosóficas que el posmodernismo comparte con el liberalismo procedimental —en particular, un compromiso con la libertad negativa y/o una hostilidad hacia el modelo herderiano-humboldtiano del vínculo asociativo. Es por ello que las políticas enmarcadas en el lenguaje del “posmodernismo”, comparten usualmente ciertos rasgos con las políticas de sus enemigos liberal-procedimentales. La lucha para redefinir nuestra vida política, con miras a contrarrestar los peligros y tentaciones de la exclusión democrática, sólo se intensificará en el presente siglo. No hay soluciones fáciles. Ni fórmulas universales que garanticen el éxito en esta lucha. Pero al menos podemos evitar caer bajo la sombra de formas de pensamiento ilusorias. Esto significa, en primer lugar, que debemos comprender la tendencia a la exclusión (así como la vocación incluyente) que entraña la política democrática; y en segundo término, que debemos luchar libres de algunas de las ilusiones filosóficas más poderosas de nuestra era. Este ensayo es un intento de empujar un poco nuestro pensar. M

En español en el original [nota del traductor].

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