Cerebro y Conducta

MARTA MIQUEL Concepto 1. CEREBRO Y CONDUCTA El postulado central de las disciplinas neurocientíficas es que la conduct

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MARTA MIQUEL Concepto

1. CEREBRO Y CONDUCTA

El postulado central de las disciplinas neurocientíficas es que la conducta y los procesos mentales están producidos por la actividad del cerebro. Son funciones cerebrales, como la digestión es una función del aparato digestivo (Searle 1985). Sin embargo, la diferencia entre el sistema nervioso y otros sistemas celulares (por ejemplo, las células del estómago), es que el primero consta de unidades especializadas en generar, recibir y transmitir señales moleculares a otras células en función de su propio estado y del circuito en el que se integran (Pueyes 1996). Pero aun más, en el SNC la propia actividad neural modifica la organización y el estado del sistema, y esto no ocurre en otros sistemas celulares. En este sentido, la analogía de Searle (1985), si bien es cierto que tiene un valor didáctico evidente, no refleja las peculiaridades del sustrato nervioso. Tal como hoy lo concebimos, el cerebro no es una unidad funcional, sino un conjunto de sistemas funcionales celulares cuya evolución ha tenido lugar en tiempos diferentes (Damasio 1994; Le Doux 1996; Mesulam 1998). El cerebro de las especies que actualmente existen (evidentemente, con sistema nervioso) es el resultado de la presión selectiva ejercida sobre su material genético por una ambiente cambiante. Es decir, el ambiente plantea "problemas" y los organismos que lo resuelven son los que pueden reproducirse más y transmitir su potencial genético. En cada nivel evolutivo, los problemas básicos a resolver son los mismos: encontrar comida y bebida; detectar rápidamente las situaciones de peligro para poder escapar; y reproducirse. Por tanto, los circuitos cerebrales que permiten realizar estas funciones básicas se han mantenido más o menos intactos en toda la escala evolutiva (Le Doux 1996). Sin embargo, a lo largo del tiempo de la evolución,

algunos

individuos

cuyo

sistema

nervioso

aumentó

su

complejidad, merced a mutaciones aleatorias y un ambiente propicio, se mostraron capaces de llevar a cabo tareas y de resolver problemas que otras poblaciones no habían podido resolver. Sus cerebros desarrollaron la capacidad de realizar funciones nuevas y más complejas. En determinadas condiciones ambientales, la aparición de la corteza cerebral en los mamíferos con regiones especializadas en el análisis de diferentes tipos de energía física, regiones especializadas en el control de la acción y ciertas áreas asociativas que permitían integrar percepción y acción, debió suponer una gran ventaja evolutiva. El desarrollo subsecuente del cerebro se produjo en las áreas asociativas (Pueyes 1996). Estas áreas también se organizaron jerárquicamente,

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quedando en los niveles inferiores las áreas sensoriales y motoras y en los niveles más elevados las áreas de asociación (cortezas temporal-parietal y prefrontal), cuya capacidad funcional demostró ser cada vez más compleja. La evolución del cerebro permitió a algunos mamíferos representarse no solo el mundo presente, sino el pasado y el futuro y organizar sus acciones en consonancia con estas representaciones. El desarrollo progresivo, no sólo estructural, sino de funciones cada vez más complejas puede observarse también en la ontogenia. La participación de las áreas sensoriales del cortex, esenciales en las primeras etapas de formación de los sistemas funcionales, es cada vez menos importante a medida que se avanza en el desarrollo, dependiendo entonces el ejercicio de la función de “un sistema diferente de zonas de trabajo concertado” (Luria 1974), es decir, de las áreas asociativas de rango superior. Una muestra de lo que acabo de exponer queda claramente reflejada en la evolución de la memoria. La plasticidad neural, propiedad de algunos elementos en el sistema nervioso para modificar sus parámetros de funcionamiento con la experiencia, tiene gradientes durante el desarrollo filogenético y ontogenético (Rauschecker 1995; Kolb y Whishaw 1998). Es decir, la plasticidad de las neuronas corticales depende de la maduración y complejidad del cerebro. En estudios de desarrollo comparado entre roedores y primates no humanos, se ha observado que los cambios funcionales provocados por la experiencia en las neuronas de ambas especies son muy similares: aumentos en el grosor de la corteza, en el tamaño neuronal, en la densidad dendrítica, etc. Sin embargo, mientras que en los roedores son las áreas sensoriales primarias las que modifican su estructura y sus parámetros funcionales, en los primates, los cambios a largo plazo se observan en las áreas asociativas corticales (cortex prefrontal, orbitofrontal, temporal y parietal posterior) (Kolb y Whishaw 1998). Asimismo, durante el desarrollo ontogenético las neuronas de las áreas primarias de procesamiento son mucho más plásticas, pero a medida que el cerebro madura, la plasticidad caracteriza a las áreas de asociación de rango superior (Rauschecker 1995). Profundicemos un poco más en el concepto de sistema funcional. Como señalan Luria (1974) y Mesulam (1998), un sistema funcional está formado por muchos componentes distribuidos a distintos niveles con una tarea definida que puede ser realizada por mecanismos variables, llevando todos ellos, sin embargo, a un resultado constante. Es decir, los componentes del sistema se organizan jerárquicamente (cortical y subcorticalmente) y su acción

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coordinada, con bastantes grados de libertad, permite el ejercicio de la función. Aunque esta forma de organización supone redundancia, ofrece mayores garantías para el mantenimiento de la función. Veamos un ejemplo: Escribir la palabra “cerebro”, implica la integración de, al menos, dos funciones, lingüística y motora, y puede llevarse a cabo de diferentes formas. Puedo escribir sobre una mesa en posición horizontal, puedo escribir también la misma palabra apoyando el papel en la pared o puedo escribirla con grandes letras en una pizarra; con un poco de entrenamiento podría, incluso, escribirla con los dedos de los pies, si me faltaran de pronto las manos. La tarea en todos los casos es la misma, representar mediante una actividad motora un concepto determinado. Sin embargo, los componentes nerviosos y musculares que deben activarse para llevar a cabo esta tarea, en cada una de estas situaciones son diferentes: los movimientos de pequeño recorrido de la muñeca y los dedos caracterizan a la escritura en el papel, movimientos realizados por la articulación clavicular, el brazo y el antebrazo, nos permiten escribir en una pizarra. Los componentes de los sistemas funcionales cerebrales están situados en zonas diferentes del cerebro y a menudo bastante distantes, unidos por axones que suelen conectar los componentes bidireccionalmente. Esto supone que la alteración de un componente lleva aparejada, en algún grado, la alteración de la función. Evidentemente, ya que los componentes están jerarquizados, si la lesión afecta a las partes superiores en rango del sistema, la alteración de la función será diferente a la alteración producida si sólo se afectan las partes inferiores. Sigamos con el ejemplo antes expuesto. La lesión de las motoneuronas que inervan los músculos de la mano llevará a la incapacidad de escribir con esa mano, pero como la función expresiva linguística aún estará intacta, podrá ser llevada a cabo por rutas motoras alternativas, por ejemplo, la otra mano o los dedos de los pies. Indudablemente esto requerirá un cambio a nivel representacional en los circuitos implicados (Mezernick 1998). Ahora bien, si la lesión se produce en los centros corticales motores de expresión linguística, a lo largo del sector perisilviano del hemisferio izquierdo, la función de escritura se verá mucho más afectada (Damasio y Damasio 1992). Históricamente, el estudio neurológico de las lesiones locales del cerebro puede considerarse como el origen fundamental de los conceptos modernos de organización funcional (Luria 1974; Jesell 1996). Los planteamientos frenólogicos de Gall ( Milner y White 1987); los trabajos de Flourens sobre las consecuencias de ablaciones en los hemisferios cerebrales (Jaynes 1969; Milner y White 1987); y las

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aportaciones de Broca y Wernicke sobre los centros cerebrales del lenguaje (Luria 1974; Barroso 1994) contribuyeron a la aceptación creciente de una organización cerebral con áreas especializadas. Curiosamente, Flourens no fue un localizacionista, sino un unitarista que creyó en la unidad funcional de la corteza cerebral (Changeux 1985). Sin embargo, fue Jackson, neurólogo de finales del siglo XIX, quien planteó un modelo de organización cerebral en el que los procesos mentales complejos dependían de niveles, más que de áreas particulares de la corteza (Luria 1974; Changeux 1985; Milner y White 1987). De este modo, para Jackson, la localización de la lesión no podía identificarse con la localización de una función, ya que cuanto más complejo era un proceso, más territorios cerebrales implicaba. Uno de los psicólogos más influyentes, Lashley, mantuvo toda su vida una postura unitarista, pero también anticonexionista (Kandel 1996). Lashley no creyó nunca en las subdivisiones especializadas de la corteza cerebral y pensó que lo importante para la función era la masa cerebral global. Las consecuencias de una lesión cerebral dependían, para Lashley, de la cantidad total de tejido cortical destruido. La aplicación de esta concepción al estudio de las bases cerebrales del aprendizaje produjo un enfrentamiento dialéctico entre Lashley y Pavlov, en relación a la teoría de la acción refleja condicionada (Pavlov 1932). Lashley opinaba que la teoría de la acción refleja era determinista y un obstáculo para el conocimiento de la función cerebral (citado por Pavlov 1932). Pavlov disentía de este planteamiento unitarista. Para Pavlov, la ausencia de efecto de las lesiones de zonas localizadas de la corteza en el aprendizaje de las ratas en un laberinto, podría perfectamente deberse a la utilización, por parte de los animales, de distintas señales ambientales para orientarse en dicho laberinto. De este modo, y ya que la representación y análisis sensorial están muy extendidos en la corteza, decía Pavlov, es lógico que la lesión de una zona no afecte a la ejecución de la prueba, porque los animales podrían utilizar rutas sensoriales alternativas para su orientación (Pavlov 1932). Siguiendo la tradición de Jackson, la noción de sistema funcional ha llevado a revisar el concepto tradicional de localización de la función (Luria 1974). ¿Significa esto que las funciones conductuales y cognitivas no están localizadas?. No exactamente. Los datos de lesiones neurológicas, así como las observaciones derivadas de las nuevas técnicas de neuroimagen, avalan la existencia de especializaciones funcionales a nivel cortical (Jessell 1996). Ahora bien, como ya he explicado en párrafos anteriores, un desarrollo adecuado de la función requiere la participación de todos los componentes, cuya localización se sitúa a varios niveles del sistema nervioso ( Luria 1974; Damasio 1994; Le Doux 1996).

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Resumiendo, la visión actual del cerebro que guía el trabajo de los psicobiólogos y de los neurocientíficos en general, implica un conjunto de sistemas funcionales jerarquizados que permiten llevar a cabo, tanto las funciones homeostáticas, como las funciones cognitivas complejas requeridas para la adaptación de esa especie a su entorno. Analicemos ahora el otro término de la definición. Obsérvese que ya desde el principio

de

mi

exposición

he

diferenciado

conducta

de

proceso

mental.

Evidentemente, el término conducta se puede utilizar en un sentido amplio para definir todos aquellos fenómenos manifiestos y encubiertos que implican respuestas observables y no observables al entorno. Sin embargo, en mi opinión, para poder entender la conducta como una de las funciones del cerebro es necesario delimitar los dos fenómenos. Damasio (1994; pp:92-93) ha expresado muy lúcidamente que deberíamos entender por lo mental: “el cerebro puede tener muchos pasos intermedios en los circuitos que median entre el estímulo y la respuesta y seguir careciendo de mente, si no cumple una condición esencial: la capacidad de representar internamente imágenes y de ordenar dichas imágenes en un proceso denominado pensamiento.............poseer una mente significa que un organismo forma representaciones neurales que pueden convertirse en imágenes, ser manipuladas en un proceso llamado pensamiento y, eventualmente, al ayudar a predecir el futuro, planificar en consecuencia y elegir la siguiente acción ”.

La memoria, la emoción o el pensamiento, son procesos mentales que pueden tener o no una expresión manifiesta. Hasta hace relativamente poco tiempo, la única forma de evaluar los procesos mentales consistía en la medición de algún cambio en la conducta o en alguna variable fisiológica periférica, antes, durante y después del proceso. Sin embargo, la conducta no es más que una de las posibles manifestaciones del proceso, pero otra de ellas es la actividad mental, reservada durante muchos años al conocimiento subjetivo. Actualmente, las técnicas de neuroimagen nos permiten observar un correlato central, no conductual, de las funciones mentales y así, separar los procesos neurobiológicos que producen la conducta de aquellos que dan lugar a la actividad mental. Se puede cartografiar la actividad de las áreas cerebrales de un esquizofrénico en plena fase alucinatoria (Silbersweig y cols. 1995) o de un adicto en una situación de abstinencia (Wang y cols. 1999); y podemos observar qué estructuras cerebrales se activan cuando el sujeto está generando un percepto o cuando está imaginando algo (Kosslyn y cols. 1993); y todas estas actividades cerebrales pueden ser sustraídas de las generadas por la ejecución.

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En definitiva, podemos observar un correlato central de los fenómenos mentales sin que se requiera ningún tipo de medición de conducta.

Por otro lado, la aceptación de la existencia de lo mental, no observable, como objeto de estudio ha supuesto un cambio de paradigma decisivo en el estudio de la conducta y de las relaciones entre ésta y el cerebro (Searle 1985; Bunge 1988; Mora 1996; Kandel 1997). El modelo de conducta que asume la Psicobiología es deudor de tres tradiciones psicológicas: el conductismo que abrió la puerta al estudio científico de la conducta (Skinner 1968); la teoría mediacional de Hull y Spence, quienes plantearon modelos explicativos de la conducta basados en variables intervinientes que dependían del estado del organismo (Hull 1966; Spence 1944); y el cognitivismo, que recuperó lo mental como elemento de causación de la conducta (Tolman 1948). Pero sobre todo, la Psicobiología es deudora de D.O. Hebb (1949), quien en su libro: La organización de la conducta, sentó las bases de la integración entre la fisiología y el conductismo, permitiendo que se abriera la puerta al estudio y explicación biológica de la conducta (Milner y White 1987; Wrigth 1991). La Psicobiología, al igual que toda la Psicología científica actual, tiene como marco de trabajo el modelo mediacional: R= f(E,O) (Hull 1966; Spence 1944), pero asume que la capacidad de recibir información del entorno, la capacidad de responder a éste y la actividad cognitiva son todas funciones del sistema nervioso. Partiendo de esta idea se puede reformular el esquema tradicional del modelo mediacional E-O-R:

ORGANISMO

AMBIENTE

Ejecución del comportamiento

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SISTEMAS PERCEPTIVOS

SISTEMAS COGNITIVOS SISTEMAS EMOCIONALES

SISTEMAS DE RESPUESTA: MOTOR; VEGETATIVO Y ENDOCRINO

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2. ALGUNAS CUESTIONES FILOSÓFICAS EN LA PSICOBIOLOGÍA

Mi propósito en este apartado es plantear, muy someramente, tres cuestiones filosóficas que históricamente han impregnado el pensamiento sobre las relaciones entre el cerebro y la conducta, determinando las propuestas teóricas realizadas. Afortunadamente, debido a los inexorables avances de la ciencia y a los esfuerzos integradores de algunos filósofos, estamos asistiendo a una reformulación de estas relaciones que, como Mora (1996) señala, muy probablemente desembocarán en una concepción distinta de la naturaleza humana en el próximo milenio. 1.3.1. El problema mente-cerebro. En el apartado anterior ya me he referido a la cuestión mente-cerebro, presentando lo que a mí entender, constituye la concepción actual que las Neurociencias tienen sobre ésta. Sin embargo, me gustaría detenerme brevemente en la historia de este problema. Este problema se ha expresado de múltiples maneras: mente-cerebro; almacuerpo; conciencia-conducta; espíritu-materia. Pero la cuestión crucial en el estudio de estas relaciones ha sido responder a la pregunta de cuál es la cosa que percibe, siente, recuerda y piensa. En definitiva qué tiene mente, puesto que percibir, pensar o recordar son estados o procesos que no existen en si mismos, sino como estados de alguna entidad (Bunge 1988). Esta pregunta ha recibido tres tipos de respuestas (Bunge 1988; Riviere 1995): la dualista, la monista y la agnóstica. Obviaré el agnosticismo, porque epistemológicamente nos lleva a un callejón sin salida. Si la mente está limitada esencialmente para salirse de si misma y entender su génesis cerebral, entonces solo puede conocer objetos externos. Este postulado, evidentemente, cierra las puertas al conocimiento del “sujeto” como objeto de estudio. Me centraré por tanto, en las soluciones dualistas y monistas. Una parte importante de la tradición occidental del pensamiento ha defendido que mente y cerebro son dos entidades diferentes, siendo la mente una sustancia inmaterial y el cerebro una sustancia corpórea. Desde esta perspectiva, los procesos mentales son producidos por esa sustancia inmaterial, mientras que al cuerpo se le reserva el ámbito de las funciones homeostáticas básicas. Esta postura dualista se ha presentado históricamente en distintas versiones, por otro lado cada vez más sutiles

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(Riviere 1995). El dualismo sustancialista clásico de Descartes, con antecedentes en Platón, y con interpretaciones recientes en Eccles (1980), es fundamentalmente interaccionista al aceptar dos sustancias distintas y hacer depender todas las facultades racionales de la sustancia inmaterial, pero aceptando que de las funciones básicas es responsable la máquina corpórea (Changeux 1985). La tradición cristiana adopta la doctrina platónica y consagra así la noción dualista de un alma inmaterial e inmortal presa de un cuerpo corruptible. Pero hay otras versiones dualistas. Un ejemplo es el dualismo de propiedades de Bechtel, para quien ciertos objetos tienen propiedades mentales que no pueden confundirse con las físicas (Riviere 1995). Otro ejemplo que nos atañe más de cerca es el dualismo fenoménico que defendieron los padres de la psicología como James y Wundt (Riviere 1995) y que, de alguna forma, está presente en buena parte de la tradición psicopatológica y experimental de la Psicología. Esta versión del dualismo acepta que se pueden hallar correlatos fisiológicos de las funciones mentales pero no podemos ir más allá en el conocimiento de las relaciones entre la mente y el cerebro, porque los fenómenos mentales y cerebrales son simultáneos y paralelos. Los enfoques fenomenológico y cognitivo en psicopatología son una muestra clara de este tipo de dualismo (Jaspers 1975; Reed 1988). Este dualismo es un tipo de paralelismo psicofísico (Bunge 1988) que no puede dejar de rendirse a la evidencia científica sobre la existencia de actividad cerebral durante la actividad mental, pero que ignora cualquier relación causal entre ambos fenómenos. Aún, me gustaría referirme a otros dos enfoques que Riviere (1995) engloba como dualismo funcionalista, pero que, sin embargo, Bunge (1988) sitúa dentro de las posturas monistas representadas por el materialismo eliminativo. Estos enfoques están representados por las propuestas de Turing (1950) y la corriente filosófica funcionalista de Fodor (1981). La mente es, para ambos, un sistema de cómputo simbólico, que puede ser desarrollado por “humanos, ordenadores o espíritus incorpóreos” (Fodor 1981). Cierto es, como señala Riviere (1995), que las propuestas de Turing y de Fodor supusieron un importante desafío a la barrera entre el mundo físico y la mente, porque desde esta perspectiva, lo que produce la actividad mental puede ser un soporte, tan físico, como una máquina computadora. Lo que define que un sistema pueda o no tener actividad mental es su organización, no el material del que está hecho (Fodor 1981). Veremos más adelante que esta última idea ha sido asumida por las visiones monistas más actuales. La visión dualista de la relaciones mente-cerebro impregna también el ámbito extraacadémico y popular. Nuestro lenguaje está lleno de expresiones dualistas que

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asumen un paralelismo entre lo mental y lo físico (Bunge 1988): Por ejemplo, “lo tengo en la mente”; “es un problema mental, no físico”. Quizás, como ha señalado Simón (1994), en el comienzo de la concepción dualista de la mente humana se encuentre la experiencia misma del pensamiento, que como experiencia subjetiva tiene apariencia de algo no material. Por tanto, “si yo percibo en mi mismo esa vivencia a la que concibo no material, también los demás, seres humanos como yo, deben de experimentar vivencias similares, y por tanto poseer un principio inmaterial que las sustente”. De esto se debió dar cuenta Descartes cuando escribió “.... he advertido que hay en mí ciertos datos de conciencia que no proceden de los objetos externos ni de la determinación

de

mi

voluntad,

sino

exclusivamente

de

mi

facultad

de

pensar........”(citado por Simón 1994). La historia del monismo es casi tan antigua como la del dualismo. En los presocráticos, Hipócrates y la escuela hipocrática, espíritu y materia no se diferenciaban (Changeux 1985). Por ejemplo, para Demócrito la sensación y el pensamiento tenían una base material, conformada por los átomos psíquicos; y para Hipócrates el cerebro era el lugar de las pasiones. Aristóteles también fue un monista, pero un monista psíquico. Consideraba que la psique era la responsable de todos los aspectos biológicos, incluida la conducta, y por esta razón, cuando el cuerpo moría y la psique le abandonaba el cuerpo se disolvía (Vanderwolf 1998). El problema fue que situó la psique en el corazón, en sintonía con la más pura tradición homérica (Changeux 1985). Algunas de las posturas dualistas entre los científicos dedicados al estudio de los organismos vivos surgieron, muy probablemente, como reacción a un monismo fisicista que ha imperado en una buena parte de la biología desde el siglo XIX (Myers 1998). Para esta corriente, lo mental, al igual que lo biológico, son ambos un conjunto de estados físicos, no diferentes de la materia inanimada. Por tanto, conociendo las leyes que rigen la materia inanimada se puede conocer el origen de la mente. La biología y la psicología se convierten así en una rama de la física (Bunge 1988; Myers 1998). El conductismo también es parte de la tradición monista, pero pertenece a lo que Bunge (1988) denomina monismo eliminativo, porque no considera lo mental como objeto de análisis científico sobre la conducta (Skinner 1938). Sin embargo, ni las posturas dualistas, ni el monismo fisicista, han podido explicar adecuadamente la relación entre el cerebro y la mente. Tampoco el conductismo, que si bien es cierto que posibilitó el estudio científico de la conducta, retrasó algunos años el avance que hubiera supuesto iniciar dicho estudio desde una perspectiva psicobiológica. (Milner y White 1987). No obstante, no podemos olvidar

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que la psicobiología, además de tener una deuda epistemológica con el conductismo, tiene una deuda metodológica indiscutible, ya que muchos de los procedimientos y técnicas de laboratorio que hoy utilizamos son heredados de los laboratorios pioneros en el estudio científico de la conducta. El funcionalismo, y a la postre, todas las analogías del cerebro como una máquina de computación consideran a la mente como una sucesión de procesos de cómputo simbólico. Sin embargo, por lo que sabemos, la representación del mundo que el cerebro lleva a cabo, no siempre es simbólica. Muchas de estas representaciones del mundo, incluidas las del propio cuerpo, son topográficas (Damasio 1994). El SNC traduce las distintas energías físicas del mundo mediante el impulso nervioso. Los estímulos son así representados por patrones de actividad neural según un código espacial y temporal. Muy recientemente, se ha descubierto que en la codificación de determinadas frecuencias musicales bajas (62,5 Hz; nota Do), las neuronas del tracto auditivo tienen un patrón temporal de máxima activación cada 16 ms (Griffiths y col. 1998). Este patrón temporal no es arbitrario, ni tiene nada de simbólico, sino que representa los ciclos de máxima y mínima descompresión de la onda sonora, que a nivel de cóclea son codificados como movimientos laterales de sus células ciliadas. Muy probablemente, frecuencias distintas sean representadas por otros patrones temporales. Otro ejemplo, referido al sistema visual lo tenemos en un trabajo de Tootle y cols. (1988) quienes demostraron, mediante la técnica de c-2desoxy-d-glucosa, que cuando un mono ve un estímulo formado por tres círculos concéntricos atravesados radialmente por líneas, la actividad de la corteza visual estriada se organiza topográficamente, con una pauta muy semejante a la forma del estímulo que el mono está viendo. Por tanto, y al menos respecto a los estados iniciales del procesamiento, el cerebro parece trabajar con representaciones topográficas. Por otro parte, el fisicismo radical tampoco ha resultado adecuado, al no tener en cuenta que la diferencia entre el SNC y otros sistemas físicos no es sólo su complejidad, sino su organización (Bunge 1988; Mayr 1998). Es la organización, asimismo, lo que distingue al SNC de otros sistemas celulares (Damasio 1994). Como ya he dicho en párrafos anteriores, la organización, como un rasgo distintivo de sistemas con capacidad de llevar a cabo funciones complejas, es también una de las ideas clave del funcionalismo (Fodor 1981). Pero ¿dónde se encuentra situada la Psicobiología en este entramado filosófico? El monismo actual, al que se suscribe la Psicobiología, es eminentemente optimista respecto a la posibilidad de conocer el origen cerebral de lo mental, pero defiende que

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para ello no se debe concebir el SNC como un sistema físico, sino como un sistema biológico, dotado de propiedades y organización peculiares. La peculiaridad en la organización del SNC está en la forma en que se comunican sus elementos celulares; en cómo se asocian en redes neuronales; en las posibilidades de reorganización de la estructura y actividad de estas redes; en su capacidad de autoprogramación; y en la redundancia con la que se llevan a cabo algunas funciones. Esta intrincada organización es capaz de llevar a cabo, tanto funciones homeostáticas, como mentales. Así pues, los estados mentales y la conducta están producidos por la estructura del cerebro y realizados en ésta (Searle 1985), y dependen en último término, de la integridad de los sistemas neurales que los sustentan (Pueyes 1996). Algunos autores han denominado monismo emergentista a postulados similares a éstos (Bunge 1988; Mayrs 1998; Riviere 1995). Desde esta perspectiva, las funciones mentales serían funciones emergentes de la organización del SNC que no pueden surgir en sistemas físicos no biológicos, ni tampoco en otros sistemas celulares. La emergencia supone que las propiedades observadas en un nivel no se producen en los niveles inferiores de la jerarquía y, en este sentido, emergen de la organización de los elementos en el nuevo nivel (Bunge 1988; Diez y Moulines 1997; Mayrs 1998). 1.3.2. Los niveles de explicación en Neurobiología de la Conducta. El análisis y explicación de una función cerebral puede y debe hacerse a varios niveles: molecular; celular; sináptico; neuroanatómico y psicológico.

El intento de

explicar un fenómeno partiendo de los niveles inferiores en la jerarquía de análisis es conocido como reduccionismo. La forma extrema de reduccionismo ha sido representada por el monismo fisicista, al defender que el nivel más complejo de esta jerarquía, el nivel mental, puede ser explicado a partir de los niveles inferiores: molecular y celular (Toates 1986). La propuesta fisicista no es enteramente falsa. La comprensión científica de un fenómeno complejo requiere desmenuzar y acotar parcelas

pequeñas

y

más

simples

del

fenómeno

que

sean

abordables

experimentalmente. En este sentido, para comprender lo mental debemos saber cómo se organizan y funcionan los niveles molecular y celular. Pero nuestro conocimiento de los niveles inferiores, por muy exhaustivo que sea, no es suficiente para explicar la función. Como expresa con cierta ironía Changeux (1985), si sólo consideramos el nivel molecular hay que preguntarse ¿cómo una organización peculiar de moléculas es capaz de acabar reflexionando sobre la molécula?. En una explicación adecuada de la función, cada nivel debe ser complementario del siguiente (Mora 1996). Pero para ello, se requieren puentes que permitan unir e

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integrar los conocimientos de un nivel en el siguiente nivel de la jerarquía. ¿Cuáles son estos puentes?. Estos puentes son las teorías científicas o más modestamente los constructos hipotéticos (Hull 1943; Crick 1979). Las teorías, no solo nos permiten integrar un nivel inferior en otro de mayor complejidad, sino que muchas veces, la teoría elaborada en un nivel más molar, resulta ser una guía inestimable para una búsqueda adecuada en el nivel molecular (Hull 1943). ¿Cómo se podrían entender, e incluso obtener, la neuroimagen funcional de un proceso atencional, sin una formulación teórica adecuada de los que es atención y que tipos de atención existen?. ¿Cómo se hubieran orientado los estudios moleculares sobre la habituación en invertebrados sin una formulación previa de qué es la habituación y sin un conocimiento previo del proceso y las técnicas de conducta para medirla?. Otro ejemplo claro de lo expresado anteriormente, lo tenemos en las teorías neurobiológicas sobre el aprendizaje de Donald Hebb. Hebb partió de los datos conductales y buscó los datos neurobiológicos que encajaran con ellos. Si aún no habían sido encontrados estos datos, Hebb los proponía como hipótesis sobre el funcionamiento cerebral (Milner y White 1987). Sin sus formulaciones teóricas, muy probablemente, la historia de la neurobiolología del aprendizaje hubiera sido diferente. La Neurobiología de la Conducta se encuentra en una situación privilegiada para llevar a cabo esta tarea integradora. Dispone de los conocimientos psicológicos sobre la conducta y de una tradición teórica sólida; y dispone también, de los conocimientos y las técnicas de las distintas disciplinas neurobiológicas. Puede, por tanto, suministrar los marcos teóricos que permitarán organizar y comprender los hallazgos de la neurobiología (Milner y White 1987), y ofrecer una explicación adecuada y global de las funciones del cerebro. 1.3.3. Genética-Ambiente El debate sobre lo que hoy denominamos la cuestión de la determinación genética versus ambiental del comportamiento ha sido, y sigue siendo, uno de los debates más largos y emocionales de todos los debates filosóficos en la ciencia. Muchos siglos antes de que la teoría evolutiva de Darwin y los descubrimientos en genética molecular dieran forma científica al debate, esta polémica ya se había manifestado como innatismo versus empirismo. No obstante, la idea de una herencia de los caracteres físicos estaba ya presente en la antiguedad y nunca parece haber sido objeto de polémica. Por ejemplo, Hesíodo y el poeta romano Lucrecio hicieron observaciones al respecto del parecido físico entre los miembros de una familia. Sin

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embargo, el problema surge cuando se trata de la herencia de lo mental (Veá 1982). Los innatistas, representados inicialmente por Platón y luego por el racionalismo cartesiano y kantiano, defendieron que las ideas eran contenidos innatos y apriorísticos. Los empiristas, por el contrario, creyeron que todo el conocimiento era adquirido por los sentidos y nacía de la interacción con el entorno, y de esta forma, la mente no existiría hasta que la “tabula rasa” se llenase con los contenidos de la experiencia. Tras la aparición y desarrollos posteriores de la teoría de la evolución y la genética mendeliana, la polémica innatismo-empirismo se reconvirtió en nativismo versus ambientalismo. La cuestión de fondo, sea cual sea la forma o nombre que tome este debate, es ¿cuál es el origen de las diferencias individuales y de la variabilidad en el comportamiento entre los individuos?. Por lo que respecta al genotipo, no hay ninguna duda de cuáles son los factores responsables la variabilidad. La teoría evolutiva nos enseña que las variaciones se deben por un lado, a la recombinación de genes en la reproducción y por otro, a las mutaciones aleatorias que permiten la adquisición de nuevos caracteres (Veá 1982). Pero, ¿qué factores son los responsables del fenotipo?. En qué proporción contribuye el genotipo y en qué proporción lo hace el ambiente?, ¿cual es el porcentaje de varianza que explica la herencia y cuál el ambiente?. Los investigadores dedicados a estudiar las bases genéticas de comportamiento llevan años aportando pruebas, de que las diferencias individuales en algunos comportamientos y aptitudes cognitivas son mejor explicadas por los factores genéticos, que por los factores ambientales (Rose 1995; McGue y Bouchard 1998). Las pruebas científicas sobre la contribución genética al fenotipo proceden de tres tipos de estrategias metodológicas: los estudios con gemelos, los estudios de adopción y los métodos de identificación genética derivados de la biología molecular (McGue y Bouchard 1998). Los

estudios clásicos de gemelos han

comparado pares de

gemelos

monocigóticos criados juntos, con pares de gemelos dicigóticos en las mismas condiciones de crianza. La asunción teórica es que si un determinado rasgo de comportamiento tiene una base genética debe ser compartido, en mucha mayor proporción, por los gemelos monocigóticos que por los dicigóticos, puesto que los primeros comparten el 100% de su genoma. Los factores genéticos pueden ser aditivos

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o no aditivos (McGue y Bouchard 1998; Bouchard 1998). Un caracter genético aditivo depende de la suma de varios genes (herencia poligénica), por ejemplo, la altura o el color de ojos. El fenotipo vendrá determinado por el alelo que se haya heredado de cada uno de los genes que contribuyen al rasgo. Los factores no aditivos no se transmiten de manera proporcional, sino que los distintos genes se combinan en una proporción tan exacta para dar lugar a ese fenotipo, que si un gen cambia, el fenotipo es totalmente diferente (Bouchard 1998). La proporción del fenotipo que se debe a factores genéticos aditivos es denominada heredabilidad, y su estimación es un índice derivado de la diferencia entre la correlación obtenida por los gemelos monocigóticos para ese rasgo y la correlación obtenida en el mismo rasgo por los gemelos dicigóticos (McGue y Bouchard 1998). Los factores ambientales tampoco pueden considerarse una influencia uniforme. Algunos factores ambientales son compartidos por todos los miembros de la familia, otros son exclusivos de la vida de cada sujeto. Esta diferencia, como veremos más adelante, reviste la máxima importancia (McGue y Bouchard 1998). Desarrollos metodológicos más recientes han afinado las condiciones de estimación de la heredabilidad, mediante variaciones de estos estudios clásicos de gemelos. Una de estas variaciones consiste en la comparación de gemelos homocigóticos expuestos a experiencias ambientales diferentes en cada miembro del par: por ejemplo, la exposición o no a experiencias bélicas. Otra, es la comparación de gemelos monocigóticos monocoriónicos con los dicoriónicos (Beckwith y Alper 1998). El corión o placenta es una membrana desarrollada por el embrión antes de su implantación en el útero. Dependiendo de en qué momento se divide el cigoto, los gemelos monocigóticos pueden o no compartir el mismo corión durante la gestación. La comparación de los monocoriónicos y los dicoriónicos aporta importantes datos sobre el ambiente prenatal. Por último, también se han estudiado las mujeres miembros de un par de gemelos dicigóticos para analizar los posibles efectos prenatales de androgenización (Rose 1998). Es importante resaltar, que estos tres métodos permiten evaluar con más fiabilidad la influencia del ambiente, al delimitar distintos tipos de factores ambientales no compartidos por lo dos miembros de la pareja de gemelos. Junto a los estudios de gemelos, también se han llevado a cabo estudios de adopción. Los estudios de adopción implican determinar el grado en el que un individuo adoptado se parece en determinado rasgo a sus parientes biológicos (McGue y Bouchard 1998).

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Por otro lado, el gran desarrollo que se ha producido en biología molecular ha posibilitado disponer de un conjunto de técnicas, como por ejemplo, las técnicas de análisis de ligamiento genético o de asociación que permiten analizar genotipos concretos (McGue y Bouchard 1998). Aunque mi intención en este apartado no es hacer una revisión de los datos sobre genética del comportamiento, me gustaría presentar un resumen de los resultados obtenidos mediante estas técnicas para los que hay, actualmente, más consenso. Este resumen está basado en la información recogida por tres recientes revisiones sobre el tema, Rose 1995; McGue y Bouchard 1998 y Aroux 1998: a) Respecto a las heredabilidad de la habilidad cognitiva general (CI), la parte de la varianza más importante la explican los factores hereditarios. Los índices de heredabilidad se sitúan en torno a un 0.65 o 0.75 si se tiene en cuenta la edad como factor de covarianza. b) Sin embargo, la heredabilidad de las habilidades cognitivas específicas: verbal, numérica o espacial, es más reducida, entre un 0.38 y un 0.58. c) La parte de la varianza del CI explicada por la genética varía como una función de la edad. Durante la niñez es menor, pero es máxima durante la edad adulta, declinando en la vejez. d) Cuanto más estimulante intelectualmente es un ambiente, más se favorece la expresión de las diferencias genéticas. Esta conclusión se deriva de la observación de que la media de las diferencias de CI entre pares de gemelos dicigóticos, criados en un ambiente estimulante, es superior a la que existe entre los gemelos monocigóticos, criados en un ambiente desfavorecido. Por tanto, el ambiente estimulante agudiza las diferencias genéticas. Es interesante, que resultados análogos hayan sido demostrados para la capacidad de aprendizaje de roedores criados en ambientes enriquecidos o empobrecidos: la crianza en un entorno enriquecido permite que las diferencias genéticas conocidas en aprendizaje se expresen con mucha mayor claridad. El entorno empobrecido tiende a nivelar tales diferencias. e) La parte de la varianza explicada por el ambiente no se debe al ambiente compartido (familiar), sino al no compartido. Ambiente no compartido, puede ser el ambiente placentario o aquellas experiencias vitales que cada miembro de la pareja ha tenido independientemente del otro miembro. f) Aunque la estimación de la heredabilidad de rasgos de personalidad reviste el problema de la medición de estos rasgos, los datos derivados de estudios con los

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autoinformes clásicos de personalidad muestran que las correlaciones para los gemelos dicigóticos son aproximadamente la mitad que para los gemelos monocigóticos, situándose los índices de heredabilidad entre un 0.49 y un 0.35. g) En trastornos como la esquizofrenia o la depresión bipolar, la concordancia en la presencia del trastorno entre gemelos dicigóticos es aproximadamente un tercio de la concordancia obtenidas con gemelos monocigóticos. La concordancia es la probabilidad de que un gemelo tenga el trastorno si el otro lo padece. A pesar del consenso entre los genéticos del comportamiento en cuanto a los datos expuestos, estos no están exentos de críticas. Uno de los argumentos utilizados contra la interpretación que muchas veces se hace de estos estudios es la inadecuación del índice de heredabilidad como una medida de la causación genética del comportamiento (Roubertoux y Carlier 1997). Heredabilidad y hereditario no son sinónimos. Un caracter es hereditario si se puede predecir su transmisión a las generaciones siguientes, siendo, por tanto, un concepto causal (Roubertoux y Carlier 1997). Sin embargo, la heredabilidad es un concepto estadístico que refleja la covariación entre un rasgo fenotípico y las características de un determinado genoma (Roubertoux y Carlier 1997). Se puede calcular la heredabilidad porque hay variabilidad genética. Es decir, si un fenotipo estuviera determinado para toda una población por el mismo genotipo, el índice de heredabilidad sería 0 porque no habría variación, entonces ese rasgo se transmitiría a las generaciones siguientes de forma idéntica y el fenotipo resultante sería el mismo. Por tanto, no es una medida de determinación genética, sino del porcentaje en el que en una población la variabilidad fenotípica depende de la variación en el genotipo. No parece haber ningún rasgo que tenga heredabilidad 0, porque la evolución, al seleccionar en algunos individuos la reproducción sexuada, seleccionó un mecanismo que aseguraba la variabilidad genética. Por tanto, para una población dada, siempre habrá un porcentaje del fenotipo que tenga necesariamente que ser explicado por las variaciones en el ambiente. Cierto es, sin embargo, que cuanto más valor adaptativo tiene un rasgo genético, más presión selectiva se ejerce sobre él, reduciéndose así la variabilidad al aumentarse la selección de ese rasgo frente a otros alelos menos competitivos (Roubertoux y Carlier 1997). La mayor reacción contra los resultados de los estudios sobre genética del comportamiento la provocan los argumentos a favor de una influencia irrelevante del ambiente familiar sobre la conducta (Rose 1995). No hay que olvidar que una buena parte de la tradición psicológica está basada en la demostración de que el

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comportamiento es conformado y modelado por el ambiente, atribuyéndose al ambiente familiar una influencia fundamental en los primeros años de vida. Sin embargo, los estudios genéticos no cuestionan en absoluto la contribución del ambiente a la génesis de las diferencias en el comportamiento, sino que ponen de manifiesto la importancia de las disposiciones genéticas y delimitan cuál es el ambiente que más contribuye a la expresión fenotípica de un rasgo determinado. La biología, la etología y la Psicología comparada han demostrado que en los organismos menos evolucionados el comportamiento queda determinado por los genes. En los organismos más complejos, el código genético crea “disposiciones, no destinos”, en palabras de Richard Rose (1995). Cuanto más evolucionado es el sistema nervioso de un organismo, más grados de libertad existen para realizar la misma función o llevar a cabo un comportamiento determinado y ésto, sin ninguna duda, supone una mayor capacidad adaptativa a un entorno, que muy a menudo genera nuevas demandas (Mayr 1998). ¿Cuál es el mecanismo que permite esta adaptabilidad?. La especie humana representa dentro de la evolución filogenética el máximo ejemplo de plasticidad neural, es decir, de capacidad de reprogramación de los parámetros de actividad y de la organización de su SNC. La plasticidad posibilita el establecimiento de una memoria nerviosa en donde se almacena toda la historia individual de interacción con el ambiente. No obstante, memoria genética y memoria nerviosa están unidas indisolublemente. El sustrato neuronal en el que se representará la memoria individual

es

inicialmente

programado

por

las

instrucciones

genéticas

que

determinarán su organización básica: las neuronas se asociarán en redes y las redes formarán sistemas. Esta organización básica representa la memoria de nuestra especie (Vanderwolf y Cain 1995; Fuster 1997). Sobre esta memoria filética se establece la memoria individual (Vanderwolf y Cain 1995; Fuster 1997). Ya desde los primeros momentos del desarrollo, cada interacción con el ambiente, cada entrada sensorial, reprograma estas redes (Rauschecker 1995; Kolb y Whishaw 1998; Buonomano y Mezernich 1998). La próxima interacción quedará condicionada por la experiencia anterior que ha sido almacenada en forma de mecanismo nervioso. De esta forma, una buena parte de la información que rige nuestro comportamiento está basada en la memoria nerviosa. Pero aún hay algo más. Gracias al desarrollo de la capacidad de comunicación, la memoria individual puede transmitirse mediante un mecanismo lamarkiano, la transmisión cultural (Sabater Pi 1978; Jacob 1982; Veá 1990). La información recibida mediante transmisión cultural es representada en la memoria nerviosa, y

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pasa por tanto, a formar parte de la información relevante para el control del comportamiento. Un estudio reciente (Bartley y cols. 1997) realizado con resonancia magnética nuclear analizó el cerebro de varias parejas de gemelos monocigóticos y dicigóticos adultos, comprobando que el tamaño del cerebro está determinado genéticamente, pero no así el dibujo y la estructura de las circunvoluciones. Los gemelos monocigóticos tuvieron un tamaño idéntico del cerebro, pero un dibujo de circunvoluciones muy variable. Estas diferencias, con toda probabilidad, tienen su origen en factores dependientes de variaciones pre y postnatales propias de la historia ontogenética de cada individuo y que han producido un desarrollo diferente del cerebro. No es nada aventurado suponer que estas diferencias macroscópicas se reflejarán de algún modo en diferencias funcionales. ¿Por qué, entonces, sigue estando esta polémica abierta, si lo arriba expuesto no parece revestir ningún problema para ser aceptado por la psicología?. Quizás porque como Ferrús (1996; 1998) apunta, esta cuestión atañe al problema de la libertad. Atañe, en definitiva, a la antigua creencia sobre el libre albedrío y la indeterminación de la conducta humana. Lo cierto es que cuantos más asuntos humanos abarque un campo científico, más probabilidad existe de que sus teorías entren el conflicto con las tradiciones y creencias (Jacob 1982). De hecho, muchos de los aspectos de este debate no son realmente científicos, sino sociales e ideológicos.

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