CB-178 La misericordia en la Biblia - Catherine Vialle

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Contenido Portada Prólogo Portadilla Obertura: los obreros de la hora undécima I – Las palabras que expresan la misericordia Etimología y definiciones En la Biblia hebrea En los LXX y en el Nuevo Testamento Conclusión

II – El Dios de misericordia en el Antiguo Testamento Un Dios justo y misericordioso En el núcleo del Pentateuco En los profetas En los Salmos

III – Lucas, el evangelio de la misericordia Visión de conjunto Los evangelios de la infancia, un relato programático El reino de Dios, curación de los corazones y del cuerpo

IV – Jesús, expresión de la misericordia de Dios En el evangelio de Mateo En las cartas de Pablo En las otras cartas

Para saber más Lista de recuadros Créditos

CB 178

Catherine Vialle

La misericordia en la Biblia

«J

esucristo es el rostro de la misericordia del Padre. El misterio de la fe cristiana parece encontrar su síntesis en esta palabra»1. Estas palabras del papa Francisco, que abren el documento que invita al «Año de la Misericordia», inaugurado el 8 de diciembre de 2015 y clausurado el 20 de noviembre de 2016, merecen mantenerse en la memoria. A lo largo de ese año, numerosos comentarios han invitado a los cristianos a releer las Escrituras para buscar el sentido de la palabra «misericordia», tan rico en sus variaciones hebreas o griegas, plasmado en relatos extraordinarios y cantado por himnos y salmos. Y se ha podido constatar que la realidad sobrepasa la comprensión que se tiene de ella en el cristianismo: el judaísmo medita sobre las obras de la salvación de Dios con respecto a su pueblo, el islam califica al Creador como «Misericordioso y Clemente». Clausurado el año, la lectura de las Escrituras debe continuar. Por esta razón presentamos un Cuaderno a la vez ambicioso y sencillo. Ambicioso porque recurre al conjunto de las Escrituras; sin embargo, para evitar las generalidades, hace hincapié en determinados pasajes del libro del Éxodo, del Levítico, de los libros de Oseas, de Jonás, del Salterio, de los evangelios de Lucas y de Mateo, o de las cartas de Pablo. Sencillo porque, renunciando a los análisis demasiado detallados (que se encuentran especificados en la bibliografía), adopta un tono familiar y da la palabra a la Palabra, citando extensamente las Escrituras. Tal es el enfoque que Catherine Vialle, autora de este número, ha dado a sus numerosas sesiones y conferencias sobre la misericordia a lo largo del pasado año. Todo un despliegue de alegría, todo celebrado con una finalidad. Pero su resultado permanece en los corazones y los cuerpos, evocando la gracia y la salvación realizadas por Jesús. Este número acompaña, por consiguiente, el retorno a la vida cotidiana, y permitirá volver a los motivos redescubiertos, y a los que aún quedan por descubrir y por completar. En la alegría que, cada año, marca la Navidad, a la espera de ser celebrada en la Pascua. GÉRARD BILLON Catherine Vialle, casada, madre de tres hijos, es profesora de Antiguo Testamento y de Hebreo Bíblico en la Universidad Católica de Lille. Su tesis doctoral se titula Une analyse narrative comparée d’Esther dans le texte massorétique et la Sep​tante. Regard sur deux récits d’une même histoire (Peeters, 2010). Desde entonces, ha publicado varios artículos en una perspectiva narrativa y ha colaborado en diversas obras científicas como Psaumes de la Bible, psaumes d’aujourd’hui (Cerf, 2011), Révéler les œuvres de Dieu. Lecture narrative du livre de Tobie (Lessius, 2014) o Sagesse biblique et mission (Cerf, 2016). Su última obra publicada, breve y deliciosa, se titula Ce que dit la Bible sur… L’arbre (Nouvelle Cité, 2016).

1 P APA FRANCISCO, Misericordiæ vultus, Bula de Convocación del Jubileo Extraordinario de la Misericordia, 11 de abril de 2015, n. 1.

La misericordia en la Biblia La misericordia en la Biblia

«Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). Esta orden de Jesús prolonga las Bienaventuranzas y las enraíza en Dios. Después de una puesta a punto de la variedad del vocabulario y de su significado, este Cuaderno se centra en el Antiguo Testamento. En la Torá como en los Profetas y en los Salmos, «justicia» y «misericordia», asociadas entre sí, se explican recíprocamente. El evangelio de Mateo las retoma y las exalta. El de Lucas las enriquece con los motivos de la salvación y del perdón de los pecados. Pablo, consciente de haber sido salvado por la misericordia divina, dirige la mirada sobre aquello que se mantiene en la historia como su signo más grande: la cruz. CATHERINE VIALLE

Obertura: los obreros de la hora undécima La misericordia de Dios, tal como se presenta en la Biblia, no es necesariamente fácil de comprender ni de acoger, como lo muestran numerosos pasajes de la Escrituras que estudiaremos. A modo de entrada en materia, propongo la lectura de una parábola del evangelio de Mateo, la denominada parábola de los «obreros de la hora undécima» (Mt 20,1-16). Una parábola es una historia didáctica. Pero no solamente. Implica al destinatario con todo cuanto es, con su historia, sus emociones —y no únicamente su espíritu—, para invitarle a entrar en el relato y dejarse cambiar. Por esto enseñó mucho Jesús en parábolas. La parábola de Mt 20,1-16 se sitúa en el contexto de la subida a Jerusalén de Jesús, justo después del episodio del joven rico (Mt 19,16-30), que concluye con un discurso de Jesús y con sus palabras: «Muchos primeros serán últimos y muchos últimos serán primeros» (Mt 19,30). Este versículo se retoma casi idénticamente al final de la parábola de Mt 20, como un modo de marcar el vínculo entre los relatos. Pero si el relato del joven rico invita a relativizar la importancia de los bienes materiales ante la venida del reino de los Cielos, la parábola va más lejos, pues evoca el mismo reino de los Cielos: «El reino de los cielos puede compararse al amo de una finca que salió una mañana temprano a contratar jornaleros para su viña» (Mt 20,1). El reino de los Cielos es evocado por el amo de la finca y por su modo de actuar. Por consiguiente, debe constituir el primer sujeto de nuestra atención. ¿Cómo actúa? Sale a contratar jornaleros, contrata a algunos y acuerda con ellos un salario. Más tarde, durante la jornada, vuelve a salir cuatro veces, encuentra a obreros que no tienen trabajo, los contrata, y, en esta ocasión, les promete darles «lo que es justo» (Mt 20,4), sin más precisión. Al anochecer, le dice a su capataz que pague a los que llegaron en último lugar. Sin duda, para que los primeros vean lo que reciben estos últimos. Encontramos un indicio aquí de que el segundo punto de atención de esta parábola se centra en la reacción de los primeros contratados. Entonces se produce la estupefacción, tanto para los personajes del relato como para los oyentes de Jesús, y, a menudo, también para nosotros: ¿los últimos reciben el mismo salario que los primeros? El reino de los Cielos es como un amo de una finca que da el mismo jornal

a cada uno, independientemente de la hora de su llegada… Se trata de una bella forma de narrar qué es la misericordia de Dios, que llega a rebasar nuestra concepción de la justicia, sin ser injusta por ello: ¿no reciben los primeros lo convenido de común acuerdo? En principio, nadie sale perjudicado, porque lo que se le da a los últimos llegados es tomado de los bienes del amo, no del salario de los otros jornaleros. Entonces, ¿por qué les resulta tan difícil de aceptarlo a los jornaleros de primera hora? Sin duda, porque, según su concepción de la retribución, el salario debe ser proporcional al esfuerzo hecho. Pero ¿quiénes son ellos para juzgar de verdad el esfuerzo de sus colegas, que se han quedado todo el día angustiados de no poder encontrar trabajo para satisfacer las necesidades de su familia? ¿Quiénes son para criticar el modo en el que el amo dispone de sus bienes? En el fondo de su reacción se alojan finalmente la envidia y la mezquindad que conducen a encerrar la misericordia y la justicia de Dios en nuestras categorías humanas. Sin embargo, la misericordia de Dios rebasa precisamente nuestras categorías humanas y, sobre todo, nuestra concepción de la justicia. Sin duda, esto explica por qué resulta tan frecuentemente difícil de aceptar y de poner en práctica. Trabajo personal o en grupo La parábola de los obreros de la hora undécima (Mt 20) «1 El reino de los cielos puede compararse al amo de una finca que salió una mañana temprano a contratar jornaleros para su viña. 2

Convino con los jornaleros en pagarles el salario correspondiente a una jornada de trabajo, y los envió a la viña. 3 Hacia las nueve de la mañana salió de nuevo y vio a otros jornaleros que estaban en la plaza sin hacer nada. 4 Les dijo: “Id también vosotros a la viña. Os pagaré lo que sea justo”. 5 Y ellos fueron. Volvió a salir hacia el mediodía, y otra vez a las tres de la tarde, e hizo lo mismo. 6 Finalmente, sobre las cinco de la tarde, volvió a la plaza y encontró otro grupo de desocupados. Les preguntó: “¿Por qué estáis aquí todo el día sin hacer nada?”. 7 Le contestaron: “Porque nadie nos ha contratado”. Él les dijo: “Pues id también vosotros a la viña”. 8 Al anochecer, el amo de la viña ordenó a su capataz: “Llama a los jornaleros y págales su salario, empezando por los

últimos hasta los primeros”. 9 Se presentaron, pues, los que habían comenzado a trabajar sobre las cinco de la tarde y cada uno recibió el salario correspondiente a una jornada completa. 10 Entonces los que habían estado trabajando desde la mañana pensaron que recibirían más; pero, cuando llegó su turno, recibieron el mismo salario. 11 Así que, al recibirlo, se pusieron a murmurar contra el amo 12 diciendo: “A estos que solo han trabajado una hora, les

pagas lo mismo que a nosotros, que hemos trabajado toda la jornada soportando el calor del día”. 13 Pero el amo contestó a uno de ellos: “Amigo, no te trato injustamente. ¿No convinimos en que trabajarías por esa cantidad? 14 Pues tómala y vete. Si yo quiero pagar a este que llegó a última hora lo mismo que a ti, 15 ¿no puedo hacer con lo mío lo que quiera? ¿O es que mi generosidad va a provocar tu envidia?”.16 Así, los que ahora son últimos serán los primeros, y los que ahora son primeros serán los últimos». Pistas para trabajar con el texto Para comenzar una reflexión sobre la misericordia de Dios en la Biblia, intentemos visualizar interiormente esta parábola:

¿Cómo me sitúo en esta parábola? ¿En lugar de qué personaje(s)? ¿Cuáles son mis sentimientos? ¿Qué me dice este relato sobre la misericordia de Dios y sobre el reino de los Cielos?

I – Las palabras que expresan la misericordia En la lengua española, la palabra «misericordia» tiene varios sentidos que conviene tener en cuenta. En hebreo y en griego, es traducida por un cierto número de palabras o de expresiones que evocan varios aspectos de lo que significa la misericordia en la Biblia.

Etimología y definiciones La palabra «misericordia» es una palabra muy utilizada en la lengua española. Tiene una acepción obsoleta y otras de curiosos significados que apenas se emplean hoy en día. Sin embargo, en su sentido general y religioso, forma parte del vocabulario habitual. La palabra procede del latín misericordia, traducido por «compasión», «piedad». Está formada por miser («miserable», «desgraciado») y cor («corazón»). Por tanto, tiene el sentido de «tener el corazón cerca del desgraciado», de donde derivan las traducciones en español. El diccionario de la RAE, en línea, y la página española de Wikipedia proponen varias definiciones (véase recuadro «Definiciones de “misericordia”»). Notemos que las definiciones ponen de relieve el sentido ético y teológico del vocablo. ¿Existe tal vez un vínculo con el año de la Misericordia proclamado por el papa Francisco? Notemos también que, pese a la brutalidad que implica rematar a los heridos de muerte, la misericordia connota la idea de piedad, tanto el caso de la pieza del coro de la iglesia como en el de la daga: piedad para quien, cansado, enfermo o demasiado anciano, encuentra dificultades para mantenerse en pie por largo tiempo durante los oficios, piedad igualmente para el derrotado o el moribundo. La página del Centro Nacional de Recursos Textuales y Léxicos, en francés, añade otros significados que, sin oponerse a los anteriores, aportan un matiz complementario. En definitiva, la misericordia connota la piedad, el perdón y la compasión, pero evoca también la bondad de un Dios que es gracioso, en vinculación con su designio de salvación para la humanidad.

Definiciones de «misericordia» Diccionario de la RAE, en dle.rae.es «1. f. Virtud que inclina el ánimo a compadecerse de los sufrimientos y miserias ajenos. 2. f. Pieza en los asientos de los coros de las iglesias para descansar disimuladamente, medio sentado sobre ella, cuando se debe estar en pie. 3. f. Puñal con que solían ir armados los caballeros de la Edad Media para dar el golpe de gracia al enemigo. 4. f. Rel. Atributo de Dios, en cuya virtud perdona los pecados y miserias de sus criaturas. 5. f. p. us. Porción pequeña de alguna cosa, como la que suele darse de caridad o limosna». Wikipedia – Misericordia (véase estilete, arma), en https://es.wikipedia.org/wiki/Estilete_(arma) «El estilete, que también recibiera el nombre de “misericorde” (misericordia), comenzó a ganar fama durante la Alta Edad Media, donde era utilizado como arma secundaria por los caballeros. Era utilizada para acabar con los caídos o los oponentes gravemente heridos que contaban con pesadas armaduras y que no se esperaba que sobrevivieran… Un oponente seriamente herido, con escasas probabilidades de supervivencia, recibía entonces un misericordioso “golpe de gracia” (en francés coup de grâce), de ahí el nombre de misericorde». Centre national de resources textuelles et lexicales (extracto), en www.cnrl.fr «1) Compasión por la miseria ajena. 2) Generosidad que conlleva el perdón, la indulgencia por un culpable, un vencido. 3) En el ámbito religioso: bondad mediante la que Dios muestra su gracia a los hombres».

En la Biblia hebrea La palabra misericordia en hebreo se corresponde con varias palabras y expresiones que poseen por sí mismas una pluralidad de significados. Raḥam Este verbo significa literalmente «tener entrañas de madre», puesto que, partiendo de la misma raíz, se forma el sustantivo reḥem, que significa «matriz», «útero». Por consiguiente, raḥam evoca un sentimiento materno, el que siente una madre por sus hijos, y, por extensión, el de un padre. En general, se traduce por «tener compasión», «tener piedad», «hacer misericordia». Se emplea frecuentemente con Dios como sujeto, que tiene compasión de su pueblo, en piel, que es una de las formas de conjugación del hebreo antiguo. Así, después del episodio del becerro de oro, Dios se revela con estas palabras a Moisés en Ex 33,19: «Haré pasar delante de ti todo mi esplendor. Delante de ti proclamaré mi nombre: “El Señor”. Tendré misericordia de quien quiera y seré compasivo con quien me plazca» (para un uso parecido, véase también Dt 13,18; 30,3; Is 9,16; 30,18; 2 Re 13,23, etc.).

Pero en la forma qal, el verbo raḥam se traduce también por «amar» y puede implicar la ternura. Así leemos en el Sal 103,13-14: «Como un padre es tierno con sus hijos, el SEÑOR es tierno con aquellos que le temen. / Sabe bien de qué pasta estamos hechos, recuerda que somos polvo». Y el Sal 18,2: «Él [David] dice: “Yo te amor, SEÑOR, mi fuerza”». Con referencia a la compasión y la misericordia encontramos también la palabra raḥamim, que es un plural de reḥem («matriz», «útero»), pero que puede aplicarse también a un hombre, con el sentido de «entrañas», y además de «piedad», de «compasión» e incluso de «corazón». Se predica muy frecuentemente de Dios, como en el Sal 77,10: «¿Habrá olvidado Dios su gracia, o habrá sellado con ira su corazón [raḥamîm]?». El verbo raḥam y el sustantivo raḥamîm aparecen unidos a menudo, como en el oráculo de Jr 42,12: «Haré que se os tenga piedad [raḥamîm]: cuando se os tenga piedad, él [el rey de Babilonia] os dejará en vuestra tierra». En esta ocasión el sujeto es el rey de Babilonia, por tanto un ser humano. A partir de la misma raíz se forma igualmente el adjetivo raḥum, que significa «misericordioso»: «Pues el SEÑOR tu Dios es un Dios misericordioso [raḥum]: no te abandonará, no te destruirá, no olvidará la alianza jurada a tus padres» (Dt 4,31). Ḥesed El término «misericordia» traduce también el hebreo ḥesed, que posee una pluralidad de significados y una gran densidad teológica: «fidelidad», «lealtad», «amor», «bondad», «gracia», «misericordia». Pertenece ante todo al registro de la alianza y de las relaciones deri​vadas de ella. Por consiguiente, «practicar el ḥesed» connota la idea de justicia, de responsabilidad de las partes vinculadas por una misma alianza y que se deben fidelidad y lealtad recíprocas. Además, de ḥesed deriva el adjetivo ḥasîd, al que pueden aproximarse las palabras ḥen y ḥanum. El ḥesed. Es una de las cualidades principales del Dios de alianza tal como se presenta en el Decálogo, en Ex 20,4-6: «4 No te harás escultura alguna o imagen de nada de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra, o en el agua debajo de la tierra. 5 No te postrarás ante ellas, ni les rendirás culto; porque yo, el SEÑOR, tu Dios, soy un Dios celoso que castiga en sus hijos, nietos y biznietos la maldad de los padres que me aborrecen; 6 pero con los que me aman y guardan mis mandamientos, soy fiel [ḥesed] por mil generaciones». Dios es fiel y exige fidelidad a quienes se comprometen en la alianza que él propone. Del mismo modo, en Dt 7,9, Moisés exhorta a los hijos de Israel antes de entrar en la tierra prometida: «Reconoce, entonces, que el SEÑOR tu Dios es realmente Dios. Él es Dios fiel [ḥesed], que a lo largo de mil generaciones mantiene su alianza y tiene misericordia [ḥesed] de aquellos que lo aman y cumplen sus mandamientos». Es un Dios fiel con quien puede contarse en todo tiempo y en toda situación, como lo celebra el salmista repetidas veces:

«Eterno es su amor [ḥesed]» (Sal 106,1; 118, 1-4; 136,21-26). A veces se unen los términos ḥesed y raḥamîm para expresar la misericordia de Dios, como en Is 63,7: «Voy a recordar los favores [ḥesed] del SEÑOR, voy a cantar sus alabanzas, lo que hizo por nosotros el SEÑOR, sus muchos beneficios a Israel; lo que hizo lleno de ternura [raḥamîm], conforme a su gran misericordia [ḥesed]» (véase también Jr 16,5; Lam 3,32; Sal 51,3). Después del episodio del becerro de oro, Dios acepta restaurar la alianza rota con los hijos de Israel. En este contexto, se manifiesta a Moisés, como definiéndose a sí mismo, con estas palabras: «El SEÑOR pasó delante de él y proclamó: “El SEÑOR, el SEÑOR, Dios misericordioso [raḥum] y bondadoso [ḥanun], lento a la ira, lleno de fidelidad [ḥesed] y de lealtad» (Ex 34,6). Ḥanun y ḥasid. La palabra ḥanun, que se traduce a menudo por «bondadoso», «gracioso», es de la misma raíz que la palabra ḥen («gracia»), y tiene un significado muy próximo. De la misma raíz que ḥesed, el adjetivo ḥasîd, «fiel», «el que ama», aparece 32 veces, de las que 25 se encuentran en los Salmos. Puede referirse tanto al beneficiario como al artífice del ḥesed; se trata de aquel que se esfuerza en ser fiel a Dios, no sin haber tenido previamente la experiencia de la fidelidad divina: «Sabed que el SEÑOR ha puesto aparte a su fiel [ḥasîd]; cuando invoco al SEÑOR, él me escucha» (Sal 4,5). Como este vínculo implica también la compasión, la bondad y la misericordia, se relaciona con el amor, especialmente en lo que concierne a la relación que une a Dios a los hombres.

En los LXX y en el Nuevo Testamento En los LXX y en el Nuevo Testamento, son varias las palabras y los verbos que expresan la idea de misericordia. Splanchna. Como en el Antiguo Testamento, las «entrañas» (splanchna) representan también la misericordia que procede del corazón. Así es como aparece en el cántico de Zacarías al comienzo del evangelio de Lucas: «Por la bondad profunda de nuestro Dios nos ha visitado el sol naciente que viene de lo alto» (Lc 1,78). Lo que la TOB (Traduction œcuménique de la Bible) traduce por «bondad profunda» podría traducirse más literalmente por «entrañas de misericordia» (splanchna eleous). Pablo exhorta a los colosenses en estos términos: «Puesto que habéis sido elegidos, santificados, amados por Dios, revestíos con los sentimientos de compasión [splanchna oiktirmou], de bondad, de humildad, de dulzura, de paciencia» (Col 3,12). Oiktirmos. Esta palabra expresa la «misericordia», la emoción, el dolor, la «compasión» y la

«bondad»: «No digas: “Su misericordia [oiktirmos] es grande, me perdonará la multitud de mis pecados”, porque la piedad [eleos] como la ira le pertenecen y sobre los pecadores se abatirá su cólera» (Sir 5,6). «Por el amor entrañable [oiktirmos] de Dios os lo pido, hermanos: presentaos a vosotros mismos como ofrenda viva, santa y agradable a Dios. Ese ha de ser vuestro auténtico culto» (Rom 12,1). Eleos o ileôs. La palabra eleos y la afín ileôs evocan la «piedad» y la «misericordia». Traducen a menudo el hebreo ḥesed, pero también la palabra ḥen («gracia»). También puede significar «bondad»: «Cuando lo supo Jeremías, les reprendió en estos términos: “Ese lugar debe permanecer ignorado, hasta que Dios haya reunido a su pueblo y le haya manifestado su misericordia [ileôs]”» (2 Mac 2,7). Es la expresión que encontramos en el Magnificat: «Su bondad [eleos] se extiende de generación en generación sobre los que le temen… Ha venido en ayuda de Israel, su siervo, acordándose de su bondad [eleos]» (Lc 1,50.54). El verbo eleeô, de la misma raíz, es traducido a menudo por «tener piedad de» o «hacer misericordia». Así aparece en las Bienaventuranzas según Mateo: «Bienaventurados los misericordiosos [eleêmones] porque se les hará misericordia [eleêthêsontai]» (Mt 5,7). De la misma familia, encontramos el sustantivo eleêmosynê, que expresa la piedad, la compasión, pero también, en los LXX y en el Nuevo Testamento, el don caritativo y la limosna, lo que la tradición cristiana, siguiendo a santo Tomás, denomina las «obras de misericordia».

Conclusión Como hemos visto, cuando se habla de la misericordia, el sujeto es a menudo Dios. La misericordia a la que está llamado el creyente adquiere así su modelo de la misericordia divina. Jesús mismo, después del discurso de las Bienaventuranzas, exhorta a sus oyentes en estos términos: «Sed misericordiosos [oiktirmones] como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). Esta orden prolonga las Bienaventuranzas, las enraíza en Dios y en su misericordia. Y, como para concretar en qué consiste ser misericordioso, prosigue Jesús diciendo: «No juzguéis a nadie, y tampoco Dios os juzgará. No condenéis a nadie, y tampoco Dios os condenará. Perdonad, y Dios os perdonará. Dad, y Dios os dará: él llenará hasta los bordes y hará que rebose vuestra bolsa. Os medirá con la misma medida con que vosotros midáis a los demás» (Lc 6,37-38).

II – El Dios de misericordia en el Antiguo Testamento Más allá de la cuestión del vocabulario, debemos ser conscientes de que la realidad de la misericordia, en particular la de Dios, rebasa ampliamente los pasajes en los que se encuentran las diferentes palabras mencionadas. Es decir, encontramos la misericordia de Dios en acción a lo largo del Antiguo Testamento aun cuando no se use la palabra. El estudio exhaustivo de la misericordia en la primera parte de la Biblia exigiría el espacio de varios libros. Por esta razón nos centramos en algunos ejemplos fundamentales tomados de diferentes partes del Antiguo Testamento. Pero, previamente, se imponen algunas consideraciones para evitar caer en el irenismo.

Un Dios justo y misericordioso No siempre se dice que «Dios» sea misericordioso. Con frecuencia, los cristianos contraponen al Dios juez del Antiguo Testamento con el Dios del amor de Jesús. Pero, también a menudo, no conocemos bien el Antiguo Testamento y las riquezas que oculta. Olvidamos que el Dios revelado por Jesucristo no es diferente del que se fue revelando poco a poco a lo largo de la historia del pueblo de Israel. El Antiguo Testamento narra esta revelación progresiva de Dios a un pueblo que aprenderá poco a poco a conocer al Dios que hace una alianza con él. El fruto de esta historia se inscribe también en una evolución: tuvieron que pasar varios siglos para dar origen a la Biblia, tal como se nos ha transmitido, y los pasajes que la componen reflejan los diferentes estratos de su historia. Es importante, por consiguiente, recordar que la imagen de Dios evolucionó durante la historia del pueblo de Israel. En un primer momento, los hebreos comprenden a su Dios al modo de los pueblos de su entorno: posee los atributos de un soberano antiguo, todopoderoso, poco misericordioso y a veces caprichoso. Esta imagen evoluciona poco a poco con el descubrimiento progresivo de la justicia de Dios, y después de la justicia y de la misericordia divinas. En efecto, en el Antiguo Testamento, uno de los atributos fundamentales de Dios es la justicia.

Dios crea y gobierna un mundo armonioso regido por su justicia, que se expresa, a la vez, en las leyes de la naturaleza que gobiernan el universo y en la Ley, la Torá, dada a Israel: «4 Porque recta es la palabra del SEÑOR y toda acción suya es sincera. 5 Él ama la justicia y el derecho, el amor del SEÑOR llena la tierra. 6 Con la palabra del SEÑOR se hicieron los cielos, con el soplo de su boca el cortejo celeste. 7 Él embalsa como un dique las aguas de los mares, guarda en depósitos las aguas del abismo. 8 Que toda la tierra venere al SEÑOR, que lo respeten los que moran en el mundo, 9 porque habló y todo fue hecho, él dio la orden y todo existió» (Sal 33,4-9). Puesto que Dios gobierna el universo y es justo, todo cuanto acontece es considerado como el resultado de sus decisiones justas. En consecuencia, pertenece al orden de lo creado que el justo sea recompensado y el malvado castigado. La Biblia está llena de pasajes que lo afirman recurriendo a lo que se denomina la «justicia retributiva», contraponiendo la suerte del justo y la del injusto o del impío: «27 El respeto al Señor prolonga la vida, los años del malvado se acortan. 28 El porvenir del justo es alegre, la esperanza del malvado perece. 29 El camino del Señor es refugio para el recto, ruina para los malhechores» (Prov 10,27-29). En esta perspectiva se relee el exilio a Babilonia como un castigo de Dios por las infidelidades continuadas de los reyes de Judá y del pueblo. Al menos esta es la interpretación que encontramos al final del libro de los Reyes (2 Re 24,1-4) y en el profeta Jeremías: «2 Así dice el SEÑOR del universo, Dios de Israel: Vosotros sois testigos de las desgracias que he traído sobre Jerusalén y sobre todas las ciudades de Judá, que aún siguen arruinadas y deshabitadas, 3 debido a las maldades que cometieron: me irritaron quemando ofrendas de incienso y dando culto a dioses extraños que ni ellos, ni vosotros ni vuestros antepasados conocían. 4 Os envié continuamente a mis siervos los profetas para que os dijeran: “No cometáis esas abominaciones que tanto odio”. 5 Pero no quisisteis escuchar, no obedecisteis mi mandato de abandonar la maldad y dejar de quemar ofrendas de incienso a otros dioses. 6 Por eso estallaron mi ira y mi cólera, que prendieron en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén, dejándolas desoladas y arruinadas hasta el día de hoy» (Jr 44,2-6). Se requerirá tiempo para que la imagen que tienen los israelitas de Dios evolucione y para que descubran, por una parte, la importancia de la responsabilidad humana en el curso de los acontecimientos y, por otra, la misericordia de Dios. Dios no es responsable de todo lo que acontece y es un Dios que muestra misericordia. Gradualmente, en efecto, la concepción que se tenía de la justicia de Dios y del universo gobernado por él se ve socavada. ¿Dónde está la justicia de Dios cuando el inocente es quien sufre mientras que el malvado prospera, dirán Job y Qohelet? Pues la simple observación contradice lo que los antiguos sabios dijeron sobre la justicia divina. En este sentido, replica Job a sus amigos: «30 El malvado se libra el día del desastre, se encuentra a salvo el día de la cólera. 31 ¿Quién le reprocha su conducta o le pide cuentas de lo que ha hecho? 32 Es conducido al cementerio, la gente vela junto a su tumba, 33 no siente el peso de la tierra. Tras él desfila todo el mundo, lo precede una turba innumerable. 34 ¿A qué entonces me consoláis con vaciedades? ¡Si tan solo argumentáis con engaños!» (Job 21,30-34).

Y Qohelet no es más optimista con respecto a la justicia que reina en el mundo: «1 Volví a considerar todas las opresiones que se comenten bajo el sol. Ahí está el llanto de los oprimidos, ¡y no encuentran consuelo! La fuerza en manos de sus opresores, ¡y no encuentran consuelo! 2 Y estimé a los que ya habían muerto más afortunados que los que aún vivían; 3 pero todavía estimé más afortunados a los que aún no existían, porque no podían contemplar los atropellos que se cometen bajo el sol» (Qoh 4,1-3). La Biblia no da respuesta a sus cuestiones, sino que nos confronta con el misterio del sufrimiento del justo, de la desgracia del inocente, manteniendo al mismo tiempo la fe en la justicia de Dios. Debe re​conocerse, por tanto, como Job al final, cuando se encuentra ante Dios, que esta justicia escapa con frecuencia a nuestra comprensión: «2 Reconozco que todo lo puedes, que ningún proyecto se te resiste. [Dijiste:] 3 “¿Quién es ese que confunde mis designios pronunciando tales desatinos?”. Sí, hablé de cosas que no sabía, de maravillas que superan mi comprensión. [Dijiste:] 4 “Escucha y déjame hablar; te preguntaré y tú me instruirás”. 5 Te conocía solo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos; 6 por eso, me retracto y me arrepiento, tumbado en el polvo y la ceniza» (Job 42,2-6). Queda solo entonces la esperanza en la misericordia de Dios, que acaba llegando para ayudar al justo. Tal es la lección del libro de Job, pero también de los libros tardíos del Antiguo Testamento como Tobías o Judit: el creyente sabe que no puede comprender todos los proyectos de Dios, sus designios le sobrepasan; pero sabe que puede contar con la misericordia y la justicia divinas. En consecuencia, solo cabe esperar del creyente que mantenga el rumbo de la justicia, incluso en la noche más cerrada. Por eso el libro de Qohelet no concluye con una última constatación de que todo es puramente vanidad, sino, más bien, con estas palabras1: «Conclusión del discurso: todo está dicho. Respeta a Dios y guarda sus mandamientos, pues en eso consiste ser persona. Porque Dios juzgará toda acción, incluso las ocultas, sean buenas o malas» (Qoh 12,13-14). El libro de la Sabiduría, probablemente el último escrito en el Antiguo Testamento, proyecta esta esperanza más allá de la muerte, en la vida eterna prometida al justo: «Los justos vivirán eternamente, porque reciben del SEÑOR su recompensa y es el Altísimo quien cuida de ellos. Por eso obtendrán un reino glorioso y una hermosa diadema de manos del SEÑOR. Él los protegerá con su diestra, los defenderá con el poder de su brazo» (Sab 5,15-16). Esta evolución no es presentada en el Antiguo Testamento de manera cronológica, puesto que los textos no están clasificados según su fecha de redacción, sino, más bien, según su contenido (Pentateuco, libros históricos, libros poéticos y sapienciales, y libros proféticos), y, además, cada uno es el resultado de una larga elaboración progresiva de varios siglos. Así pues, podemos encontrar en diferentes lugares de la Biblia, y, a veces, en el interior de un mismo libro bíblico, textos que reflejan fases muy diferentes de la evolución de la teología de Israel. Además, cada libro posee su propia comprensión de Dios, dependiendo más o menos de la época en la que fue escrito. Así, el libro de Oseas, uno de los profetas más antiguos (siglo VIII a.C.), contiene las páginas más bellas para describir la ternura y la misericordia de

Dios.

En el núcleo del Pentateuco La misericordia de Dios aparece sutilmente en la trama del relato del Pentateuco, comenzando por el Génesis. En efecto, los primeros once capítulos de la Biblia narran, ante todo, la tendencia reiterada de los seres humanos a la violencia, a la envidia, a la negación de la alteridad que llega hasta el asesinato y hasta querer ser iguales que Dios. Sin embargo, aun cuando castiga, Dios termina siempre perdonando a la humanidad y dándole la posibilidad de un nuevo comienzo: fuera del jardín del Edén, Adán y Eva son protegidos de las intemperies y de la mirada hostil del otro por las túnicas de piel hechas por Dios; Caín es protegido de la violencia de sus compañeros por la marca que le hace Dios; los habitantes de Babel son protegidos de la uniformidad estéril; los seres humanos son protegidos de la violencia gratuita y destructora antes y después del diluvio… Más allá del castigo necesario, estos relatos presentan a un Dios misericordiosos, que cuida de su creación y de sus criaturas. Esta misericordia, como veremos, se inscribe en el núcleo mismo de la estructura del Pentateuco. Sobre todo, se ejerce en el perdón que Dios concede sin cesar a los hijos de Israel, pese a sus constantes infidelidades, y también, a otro nivel, en las medidas de protección a favor de los desfavorecidos que encontramos en la ley dada por Dios en el Sinaí. En la estructura del Pentateuco El Pentateuco reagrupa los cinco primeros libros de la Biblia: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. Conjuntamente, estos cinco libros constituyen la primera parte de la Biblia, que también se denomina Torá, un término que a menudo se traduce por «la Ley», pero que evoca sobre todo una enseñanza. El Nuevo Testamento habla en varias ocasiones de la ley de Moisés o de «la Ley y los Profetas». De hecho, el Pentateuco constituye, de alguna manera, el fundamento, el núcleo del Antiguo Testamento, una parte que todo lector de la Biblia debe haber leído obligatoriamente para comprender lo que le sigue. El Pentateuco fue elaborado progresivamente, durante varios siglos; se considera que más o menos entre los siglos X y V a.C. No obstante, en su forma final, tal como se presenta actualmente, aparece organizado según una estructura muy estudiada que contiene un mensaje teológico esencial. El libro del Levítico se encuentra claramente colocado en el centro, con el ritual del Gran Perdón: en el núcleo del don de la Ley, Dios prevé ya la posible transgresión y el perdón.

La estructura del Pentateuco

Thomas RÖM ER, Jean-Daniel MACCHI y Christophe NIHAN (eds.), Introduction à l’Ancien Testament, Labor et Fides, 2009, p. 139.

El Génesis y el Deuteronomio están situados en paralelo como un marco exterior del Pentateuco. El Génesis cuenta la historia de los orígenes del mundo y la de los patriarcas, mientras que el Deuteronomio se presenta como una serie de discursos de Moisés en el momento en el que los israelitas van a entrar en la tierra prometida. Sin embargo, estos relatos, muy diferentes a primera vista, contienen en su capítulo penúltimo una bendición (Gn 49; Dt 33). Esta bendición es dada por los personajes principales que definen la identidad de Israel, Jacob y Moisés, y que mueren inmediatamente después. Finalmente, el discurso del SEÑOR a Moisés en Dt 34,4 es una cita literal de la primera promesa hecha por Dios a Abrahán en Gn 12,7. El Éxodo y Números se ponen también en paralelo. El itinerario de Números presenta la trayectoria inversa al del Éxodo, y ambos libros contienen varios relatos y temas paralelos, especialmente el tema del descontento (de las «murmuraciones») del pueblo en el desierto. En el centro se encuentra el Levítico, y, en particular, el capítulo 16, que describe la celebración del Gran Perdón (ha kippurim o Yom Kippur), por las faltas que no se habían reparado durante el año. Así pues, en el corazón mismo del don de la Ley, Dios tiene en cuenta la debilidad humana: él prevé la transgresión y el olvido y la posibilidad, siempre existente,

de obtener el perdón para el que lo desea con sinceridad. Por consiguiente, en el núcleo de la Torá, de la Ley de Moisés, en el centro del Levítico, el libro por excelencia dedicado al ritual, se encuentra la misericordia de Dios, que, precisamente, supera todos los rituales. Un Dios que perdona El Pentateuco no carece de episodios en los que aparece en escena la misericordia de Dios, comenzando, como hemos visto, por los primeros once capítulos del Génesis. Pero es sobre todo durante el tiempo del desierto en el que Dios se afirma como misericordioso frente a las múltiples infidelidades de los hijos de Israel. En el Antiguo Testamento, el desierto es, por excelencia, el lugar de la prueba y del encuentro. En efecto, en el desierto no hay nada o apenas nada. El ser humano se ve obligado a volverse a lo esencial, lo vital: lo que es necesario para sobrevivir y lo que da sentido a su vida. Por esta razón, el relato de la estancia en el desierto y en el Sinaí contiene un buen número de episodios que evocan el hambre, la sed, la inseguridad, pero también la idolatría. En múltiples ocasiones, ante las carencias de todo tipo, el pueblo guiado por Moisés critica a Dios e incluso llega a echar de menos la esclavitud en Egipto. Estos episodios de recriminaciones se denominan a menudo las «murmuraciones». Después de la salida de Egipto, Dios responde a las murmuraciones dándole al pueblo lo que necesita: agua potable, en Mará (Ex 15,22-25), y después en Masá y Meribá (Ex 17,1-7); comida, el maná y las codornices (Ex 16,1-36); e incluso la victoria contra los enemigos, los amalecitas (Ex 17,8-16), Se trata del cuidado del pueblo que ha elegido para hacer una alianza con él. Una vez concluida la alianza en el Sinaí (Ex 19,1–24,11), las murmuraciones no son ya acogidas de igual manera: provocan de entrada la cólera de Dios, porque aparecen como faltas de confianza hacia él, y, por tanto, como una traición de la alianza. Sin embargo, también en estos casos se manifiesta la misericordia de Dios: estos relatos de las murmuraciones, narrados en el libro de los Números, se desarrollan siempre según un esquema similar que lo muestran perfectamente (véase recuadro «Las “murmuraciones” en el libro de los Números»). Las «murmuraciones» en el libro de los Números

Capítulos

11

12

14

17

20

21

1. Necesidad y queja del pueblo

1a

1-3

1-4

6

2-5

5

2. Reacción y castigo del SEÑOR

1b

4-10

11-12

9-10

6

3. Arrepentimiento y súplica de Moisés

2a

11-12

(40)

11ss

7

4. Intercesión de Moisés al SEÑOR

2b

13

13-19

11ss

6

8a

5. Eficacia de la intercesión

2b

14

20

15

7-11

8b-9

Félix GARCÍA LÓPEZ , Comment lire le Pentateuque, Labor et Fides, «Le monde de la Bible», n. 53, 2005, p. 257

Podemos ver cómo el arrepentimiento del pueblo y la intercesión de Moisés son necesarios para que Dios conceda su perdón. En este contexto, que es el de alianza, la misericordia divina no se da automáticamente: necesita también una iniciativa de los hijos de Israel. En efecto, la alianza es un compromiso recíproco que implica a las dos partes; en consecuencia, toda ruptura de la alianza necesita igualmente una iniciativa de las dos partes en causa para que sea restaurada. Es lo mismo que ocurre en el episodio del becerro de oro, cuyo desafío es la idolatría (Ex 32,1–34,35). Dios solo acepta perdonar a su pueblo realmente cuando este manifiesta de verdad que desea regresar de nuevo a él, gracias al ejemplo y a la intercesión de Moisés: «7 Moisés trasladó la Tienda y la plantó fuera del campamento a cierta distancia, y la llamó “Tienda del encuentro”. Si alguien quería consultar al Señor, salía del campamento e iba a la Tienda del encuentro. 8 Cuando Moisés se dirigía a la Tienda del encuentro, todo el pueblo se levantaba y permanecía en pie a la entrada de su propia tienda, siguiendo con la mirada a Moisés hasta que entraba en ella. 9 En cuanto él entraba en la Tienda del encuentro, la columna de nube descendía y se situaba en la puerta mientras el Señor hablaba con Moisés. 10 Y cada uno del pueblo se postraba a la puerta de su propia tienda cuando veían la columna de nube detenida a la entrada de la Tienda. 11 El Señor hablaba cara a cara con Moisés, como lo hace uno con un amigo» (Ex 33,7-11). En su diálogo con Moisés, a la pregunta de este Dios se presenta en los términos que retoman en parte la propia presentación formulada en el marco del Decálogo (Ex 20,5-6): «Moisés suplicó: “¡Déjame ver tu gloria!”. Y el SEÑOR le respondió: “Haré pasar delante de ti todo mi esplendor. Delante de ti proclamaré mi nombre: ‘El SEÑOR’. Tendré misericordia de quien quiera y seré compasivo con quien me plazca» (Ex 33,18-19). Esta autodefinición de Dios se encuentra un poco más adelante, en términos casi idénticos, en el momento en el que

Dios manifiesta efectivamente su gloria a Moisés: «El SEÑOR pasó delante de él proclamando: “¡El SEÑOR! ¡El SEÑOR! ¡Dios misericordioso y benévolo, lento a la ira y rico en amor y fidelidad» (Ex 34,6). Así pues, la gloria de Dios, aquello que es en todo su poder, es, en cierto modo, su misericordia. La misericordia de Dios en acciones La misericordia de Dios se manifiesta en las leyes que protegen a las personas en situación de precariedad, en particular la viuda, el huérfano y el inmigrante. En efecto, ellos comparten la facilidad de ser aislados, social y afectivamente, y de no tener a menudo los medios de subsistencia propios y de ser víctimas de la miseria. En una sociedad patriarcal, en la que es el hombre el que trabaja fuera, la viuda, a menos que tenga fortuna, se encuentra rápidamente en una situación de pobreza y de dependencia, sobre todo si sus niños son aún pequeños o no tiene hijos que se hagan cargo de ella. Asimismo, el huérfano, sobre todo de padre, tiene una suerte parecida. El caso del inmigrante es algo diferente. No obstante, él también se ve debilitado porque no se beneficia de la protección del clan. Si le sobreviene una dificultad, también él se ve obligado a la recurrir a la caridad pública. En la ley que el SEÑOR da a los hijos de Israel en el monte Sinaí está escrito: «20 No maltrates al inmigrante ni abuses de él, porque también vosotros fuisteis extranjeros en Egipto. 21 No hagas daño al huérfano ni a la viuda 22 porque, si se lo haces, ellos clamarán a mí y yo los atenderé. 23 Mi ira se encenderá contra vosotros y haré que muráis a espada. Entonces serán vuestras mujeres y vuestros hijos quienes se quedarán viudas y huérfanos» (Ex 22,2023). El atributo de Dios en el que se hace hincapié en este pasaje es la justicia: Dios ve lo que pasa y no deja sin castigar el delito, e invita al creyente a actuar igual. Pero la justicia se ejerce en nombre de la misericordia a favor de los más pobres. Pero esto no es todo, pues el texto del Éxodo prosigue extendiéndose sobre los necesitados y endeudados: «24 Si prestas dinero a alguien de mi pueblo, al necesitado que vive contigo, no te comportes con él como un usurero; no le exijas intereses. 25 Si te da su manto como garantía del préstamo, se lo devolverás antes de ponerse el sol, 26 porque es lo único que tiene para cubrirse. ¿Con qué si no se tapará para dormir? Yo soy compasivo [ḥanun] y, si clama a mí, lo escucharé» (Ex 22,24-26). De nuevo se evoca la justicia de Dios, pero no solamente, puesto que también es una cuestión de su misericordia. Estos preceptos no son leyes aisladas; encontramos otros parecidos en el Levítico, en el libro de los Números y en el Deuteronomio (por ejemplo, Dt 10,18; 14,28-29; 16,9-12; 24,1213.17-22; 26,12-15; 27,19; pero también Sal 146). Destacamos especialmente el siguiente pasaje del Levítico: «33 Cuando un extranjero resida en vuestra tierra con vosotros, no lo oprimáis; 34 deberá ser considerado como un nacido en el país y lo amarás como a ti mismo, porque también vosotros fuisteis extranjeros en el país de Egipto. Yo soy el SEÑOR, vuestro

Dios» (Lv 19,33-34). Se trata, por consiguiente, de amar al inmigrante como a uno mismo. Y esto se manifiesta de manera concreta: «Deberá ser considerado como un nacido en el país», «No lo oprimáis», en relación con la fe en Dios: «Yo soy el SEÑOR, vuestro Dios». Estos versículos se encuentran por cierto en Lv 19, que comienza con esta orden: «Sed santos, porque yo soy santo, el SEÑOR, vuestro Dios». Dicho de otro modo, porque soy vuestro Dios, y porque soy santo, actuaréis de esta manera, a mi imagen. En el Deuteronomio leemos con respecto a las viudas y los huérfanos: «19 Cuando siegues la mies de tu campo, si olvidas en él una gavilla, no vuelvas a buscarla. Déjala para el inmigrante, el huérfano y la viuda. Así el Señor tu Dios te bendecirá en todo lo que hagas. 20 Cuando varees tus olivos, no rebusques en las ramas; lo que quede, déjaselo para el inmigrante, el huérfano y la viuda. 21 Cuando vendimies tu viñedo, no te dediques al rebusco; los racimos que queden déjaselos para el inmigrante, el huérfano y la viuda. 22 Recuerda que fuiste esclavo en Egipto; por eso te ordeno que obres de este modo» (Dt 24,19-22). El espigar está permitido, pero es reservado a quienes no tienen campos propios. El libro de Rut muestra que este precepto se ponía en práctica con más o menos generosidad, puesto que se describe a Boaz, un rico propietario, ordenando a sus servidores que dejaran voluntariamente una cierta cantidad de espigas para favorecer a Rut, una viuda pobre que recoge espigas detrás de los segadores. Vemos, pues, que estas leyes manifiestan la misericordia de Dios invitando al mismo tiempo al creyente a ponerlas en práctica, actuando igualmente a imagen de Dios, mostrando también así su misericordia.

En los profetas El Dios que anuncian los profetas es a la vez justo y misericordioso. Justo porque, a través de los oráculos proféticos, Dios proclama que la injusticia y a la iniquidad no son tolerables y no pueden quedar sin castigo. Misericordioso porque cuida de los seres humanos y perdona, y llama a cada uno a hacer lo mismo. Según él, ningún pecado es imperdonable para quien dé pruebas de un arrepentimiento sincero y se convierta. El derecho de Dios y el de los seres humanos Hablando en nombre de Dios y de la fidelidad a la alianza, los profetas denuncian a menudo la injusticia, la opresión del pobre por el rico, la hipocresía, las malversaciones y la corrupción. Así leemos en Amós: «4 Escuchad esto, los que aplastáis al pobre y queréis eliminar a la gente

humilde del país 5 diciendo: “¿Cuándo pasará la fiesta del novilunio para que podamos vender el cereal, y el sábado para dar salida al trigo? Usaremos medidas trucadas, aumentaremos el peso del siclo y falsearemos las balanzas. 6 Compraremos al indigente por dinero y al pobre a cambio de un par de sandalias; incluso haremos negocio con el salvado del trigo”. 7 Pues bien, el SEÑOR ha jurado por el honor de Jacob que nunca se olvidará de esas acciones» (Am 8,47). Podría decirse, en general, que el principio que guía a los profetas en la toma de su posición es la defensa de los derechos de Dios y de los seres humanos, dos realidades intrínsecamente vinculadas. El profeta Miqueas resume perfectamente esta idea: «6 ¿Con qué me presentaré ante el Señor y me postraré ante el Dios de lo alto? ¿Me presentaré ante él con holocaustos, con novillos que tengan un año? 7 ¿Agradarán al Señor miles de carneros? ¿Le complacerán diez mil ríos de aceite? ¿Le entregaré mi primogénito por mi delito, el fruto de mis entrañas por mi pecado?» (Miq 6,6-7). El fiel que es presentado en el oráculo está encerrado en una relación mercantil con un dios a priori hostil y cuyos favores se compran. Para hacer que este dios sea favorable hay que ofrecerle lo mejor que se tiene: cuanto más se ofrezca a este dios, más concederá sus favores, y, llegado el caso, perdonará su pecado. Esta lógica es mortífera: lleva al fiel a sacrificar a su propio hijo —que representa a la vez el futuro y una vida inocente— para obtener el perdón de su pecado. El profeta Miqueas se levanta contra esta concepción de Dios. Antes que todo acto cultual, lo que agrada a Dios es la justicia, el respeto del derecho como también la bondad y la fidelidad, cosas todas que permiten la cercanía con Dios: «Se te ha hecho conocer lo que está bien, lo que el Señor exige de ti, ser mortal: tan solo respetar el derecho, practicar con amor la misericordia y caminar humildemente con tu Dios» (Miq 6,8). Para los profetas, no puede haber una relación justa con Dios sin la existencia de una relación justa y buena, o misericordiosa, con el prójimo, con el hermano. Podemos ir más lejos incluso y decir que, para los profetas, la ética y, por tanto, la actitud hacia el prójimo, es el lugar por excelencia de la aplicación y de la verificación de la fe. En este sentido, el pueblo de Israel se muestra además innovador con respecto a los pueblos de su entorno, para los que la relación con los dioses se vivía casi exclusivamente a través de la mediación del culto. Honrar a los dioses cananeos, egipcios y mesopotámicos significaba, casi en exclusiva, darles escrupulosamente el culto prescrito. Según los profetas, honrar a Dios se hace también a través del culto, ciertamente, pero también, y al menos con igual de importancia, mediante la actitud que se adopta con respecto al prójimo. Ahora bien, esta actitud implica justicia y misericordia, de igual manera que Dios es justo y misericordioso. ¿No fue creado el ser humano, desde el primer capítulo de la creación, a imagen de Dios? Por tanto, no sorprende que sea llamado a configurar su acción con la de Dios. A lo largo de la historia de Israel, los profetas se hicieron los portavoces de este Dios justo y misericordioso: Dios es justo y exige que su pueblo tenga un comportamiento justo, pero

también es un Dios que perdona. Por grave que sea la falta del pueblo, el perdón divino es siempre posible. Estos dos aspectos están muy presentes en los textos proféticos. Así, si Dios amenaza a su pueblo con castigos muy severos, en los oráculos de amenaza, no debe olvidarse que lo que se busca es ante todo la conversión del pueblo. Así lo muestra, por ejemplo, la historia del rey Ajab y el libro de Jonás, en el que Dios perdona a quienes han hecho mal, y, después de arrepentirse, renuncia al castigo anunciado. Ajab, el peor monarca del reino de Israel El reinado de Ajab es relatado en los capítulos 16-22 del primer libro de los Reyes. Hijo de Omrí, es conocido sobre todo como el esposo de la reina Jezabel y el adversario del profeta Elías. Veamos cómo lo presenta el libro de los Reyes al comienzo de su reinado: «29 Ajab, hijo de Omrí, comenzó a reinar sobre Israel el año trigésimo octavo del reinado de Asá en Judá. Reinó en Samaría durante veintidós años. 30 Ajab, el hijo de Omrí, ofendió al Señor más que todos sus antecesores. 31 Imitó los pecados de Jeroboán, hijo de Nabat, y aún lo superó, pues se casó con Jezabel, la hija de Etbaal, rey de Sidón, y llegó a servir y a adorar a Baal. 32 Levantó un altar a Baal en el templo que le había construido en Samaría. 33 Levantó además una columna sagrada y siguió irritando al SEÑOR, Dios de Israel, más que todos los reyes de Israel que lo habían precedido» (1 Re 16,29-33). Después de esta presentación tan poco favorecedora, el relato continúa contando las infidelidades y las prevaricaciones del rey Ajab y de su esposa Jezabel, y en especial la persecución que hacen contra los profetas del SEÑOR. Este retrato sombrío culmina con el relato de la viña de Nabot (1 Re 21). Ajab, que desea la viña de uno de sus súbditos, Nabot, para hacer un huerto, le propone comprársela. Pero este se opone: no puede disponer libremente de la heredad de sus padres, porque le fue atribuida por el SEÑOR cuando la conquista de Israel: «¡Dios me libre de cederte la herencia de mis padres!» (1 Re 21,3). Como todo israelita, solo la posee en usufructo. Ajab, que debería comprender la situación, sin embargo se opone a resignarse. Se las arregla entonces para manipular a su esposa, Jezabel, de modo que sea ella la que organice el asesinato de Nabot. Al terminar un juicio amañado, con la implicación de testigos falsos, el desdichado Nabot es lapi​dado. Ajab no tiene más que tomar posesión de su viña, sin ni siquiera haber tenido que mancharse las manos. Todo está organizado en el relato para suscitar la indignación del lector. Así, el narrador insiste sobre las órdenes de Jezabel y la ejecución, para que el lector sienta fuertemente la injusticia de la situación. El juicio que organiza la reina es una parodia que se realiza en el marco de un ayuno público. El pueblo, y Dios mismo, son tomados como testigos de la regularidad aparente del proceso. Pero son unos sinvergüenzas pagados por la reina quienes acusan falsamente a Nabot, que muere lapidado. Pero el lector, Nabot y Jezabel saben que esta muerte es injusta. En ningún momento del relato toma la palabra Nabot. Solo dice una frase al comienzo, para explicar por qué se opone a vender su viña. Pero esta frase es justa. Él

personifica al justo o el inocente asesinado. En resumidas cuentas, el relato describe un deseo, el de Ajab, que se transforma en codicia ante el rechazo de Nabot. Si el deseo es una fuerza positiva, la codicia es firmemente letal y, como vemos, conlleva manipulación, mentira y asesinato. En el fondo se encuentra el olvido del Dios verdadero, al que, como se nos dice, Ajab se deja arrastrar siguiendo a Jezabel. Así pues, el olvido de Dios va parejo con la codicia y la negación del otro. Pero Dios no olvida a Nabot ni lo que han hecho Ajab y Jezabel. Elías es enviado por Dios para que le comunique un mensaje al rey. Dios ha visto el crimen y este no quedará sin castigo: «18 Baja al encuentro de Ajab, el rey de Israel, que vive en Samaría. Ahora está en la viña de Nabot, adonde ha ido a tomar posesión. 19 Le dirás lo siguiente: “Así te dice el SEÑOR: ¡Has asesinado para robar!”. Y añadirás: “Pues el SEÑOR te anuncia que en el mismo sitio donde los perros lamieron la sangre de Nabot, lamerán también la tuya”» (1 Re 21,18-19). Y, un poco más adelante, el oráculo prosigue en estos términos: «21 El SEÑOR descargará sobre ti la desgracia, aniquilará tu descendencia y exterminará en Israel a todo varón de la familia de Ajab, esclavo o libre. 22 Tratará a tu dinastía como a la de Jeroboán, hijo de Nabat, y a la de Basá, hijo de Ajías, por haber provocado su indignación y haber hecho pecar a Israel» (1 Re 21,21-22). Así pues, en un primer momento se pone de relieve la justicia de Dios: se ha cometido un crimen, este debe denunciarse e imponerse un castigo para hacer justicia. Observemos que Dios reprocha a Ajab no solo su crimen, sino también haber dado, de esta manera, un mal ejemplo al pueblo de Israel. En cuanto rey, debe ser altamente irreprochable pues se supone que guía al pueblo y debe hacer reinar la justicia. La sentencia es mucho más severa. Después de este veredicto transmitido por el profeta Elías, en el que también Jezabel recibe su parte, el narrador recuerda la gran iniquidad de Ajab, sin duda el peor rey conocido por Israel: «25 Ciertamente no hubo nadie como Ajab que ofendiera tan gravemente al SEÑOR con sus acciones, incitado por su esposa Jezabel. 26 Procedió, además, de manera infame siguiendo a los ídolos, como habían hecho los amorreos que el SEÑOR había expulsado ante los israelitas» (1 Re 21,25-26). A priori, este juicio aparece como formando una inclusión con el que abre el reinado de Ajab. Parece, por consiguiente, que todo está dicho, y que solo cabe aplicar la sentencia del SEÑOR contra este rey, que no es mejor que los peores enemigos de Israel. Y, sin embargo, cuando todo parece ya determinado, se produce lo inesperado y este rey perverso hace penitencia: «Cuando Ajab escuchó esas palabras, se rasgó las vestiduras, se vistió de saco y ayunó; se acostaba con el saco y se mostraba afligido» (1 Re 21,27). ¿Es realmente sincero este arrepentimiento inesperado? Parece que sí, puesto que, para gran sorpresa del lector, Dios lo tiene en cuenta y modifica su sentencia: «28 Entonces, el SEÑOR envió este mensaje a Elías, el tesbita: 29 “¿Has visto cómo se ha humillado Ajab ante mí? Por haberse humillado así, no lo castigaré mientras viva. Castigaré a su familia en vida de su

hijo”» (1 Re 21,28-29)2. Aparece así otro aspecto de Dios, y que, de igual modo, Elías, su profeta, es llamado a transmitir a Ajab: Dios no es solamente justo, sino también misericordioso. El perdón es posible para quien muestre un arrepentimiento sincero, incluido el peor canalla que es Ajab, rey asesino e idólatra. A riesgo de provocar la desaprobación del lector… Es importante mantener esto en mente cuando leemos los oráculos de juicio de los libros proféticos, cuyo objetivo es, ante todo, provocar la conversión, en la línea de este oráculo de Isaías: «6 Buscad al SEÑOR mientras es posible encontrarlo, invocadlo mientras está cercano; 7 que el malvado abandone sus proyectos y la persona inicua sus planes; que se convierta al Señor misericordioso, a nuestro Dios, rico en perdón. 8 Mis planes no son vuestros planes, mi proyecto no es vuestro proyecto —oráculo del SEÑOR—. 9 Cuanto se alza el cielo sobre la tierra, así se alzan mis proyectos sobre los vuestros, así superan mis planes a vuestros planes. 10 Como bajan la lluvia y la nieve del cielo y no vuelven sin antes empapar la tierra, preñarla de vida y hacerla germinar, para que dé simiente al que siembra y alimento al que ha de comer,11 así será la palabra que sale de mi boca, no volverá a mí sin cumplir su cometido, sin antes hacer lo que me he propuesto: será eficaz en lo que la he mandado» (Is 55,6-11). Jonás o la dificultad de aceptar la misericordia divina A diferencia de los otros libros proféticos, el libro de Jonás no es una colección de oráculos de un profeta que hubiera vivido realmente. Se trata, por el contrario, de un relato ficticio, lleno de hipérboles, escrito en prosa, para servir a un mensaje. Es un escrito tardío cuya fecha de redacción es difícil de determinar con seguridad, puesto que no contiene ningún dato cronológico ni menciona un acontecimiento histórico real. En consecuencia, las opiniones divergen y los comentaristas sitúan la redacción de Jonás entre el siglo V y el siglo III a.C., es decir, después del retorno del exilio y antes del siglo II a.C., puesto que es posiblemente conocido por el autor del Sirácida que menciona a doce profetas, lo que deja suponer que el corpus de los «Doce» (profetas menores) estaba ya formado en su época (cf. Sir 49,10). Estructura y contenido del libro de Jonás La mayoría de los exégetas concuerdan en dividir el libro de Jonás en dos partes, correspondientes a un cambio espacial: los capítulos 1 y 2 se desarrollan en el mar, al oeste, mientras que los capítulos 3 y 4 se sitúan en la tierra, al este. De ahí la estructura, relativamente clásica, del libro: I. Primera parte (Jon 1,1–2,11)

1,1-2 Orden del SEÑOR a Jonás. Debe ir a Nínive a anunciar la destrucción de la ciudad. 1,3–2,11 – En el mar, al oeste 1,3-16 Desobediencia de Jonás, huida por mar. Tempestad y oración de los marineros, que reconocen la soberanía del SEÑOR sobre los elementos y arrojan a Jonás al mar para aplacar la cólera divina. 2,1-11 SALMO de Jonás en el vientre del pez. II. Segunda parte (Jon 3,1–4,11) 3,1-2 Repetición de la orden del SEÑOR a Jonás. 3,3–4,11 – En la tierra, al este 3,3-10 Obediencia de Jonás que llega a Nínive y anuncia el juicio sobre la ciudad. Arrepentimiento de los ninivitas que reconocen la soberanía del SEÑOR sobre la ciudad. El SEÑOR renuncia a destruir la ciudad. 4,1-4 QUEJA de Jonás, que reprocha al SEÑOR haber cambiado de opinión sobre Nínive. 4,5-11 Conclusión del conjunto del libro: diálogo final entre Jonás y Dios. Ernst Axel Knauf, «Jonas», en Thomas Römer, Jean-Daniel Macchi y Christophe Nihan (eds.), Introduction à l’Ancien Testament, Labor et Fides, 2009, p. 504.

¿Quién es este famoso profeta Jonás que da nombre al libro? ¿Se trata de Jonás «hijo de Amitay, de Bat Jéfer» (2 Re 14,25), del que no sabemos nada excepto que profetizó durante el reinado de Jeroboán II (siglo VIII a.C.)? Jonás significa «paloma» en hebreo, un animal asociado al retorno a la paz en el relato del diluvio (Gn 8,8-11), a la belleza en el Cantar de los Cantares e incluso al Espíritu Santo en el Nuevo Testamento (cf. el relato del bautismo de Jesús en Mt 3,16; Mc 1,10; Lc 3,22; Jn 1,32). En Os 7,11, la paloma es también considerada un animal tonto: «Efraín es como una paloma, ingenua y atolondrada» (único uso peyorativo del nombre de este animal). En resumidas cuentas, es posible que el autor del libro haya recurrido a un profeta poco conocido y, por consiguiente, adecuado para ser utilizado en el marco de una ficción, sobre todo porque su nombre aporta una dimensión irónica complementaria: a diferencia de la paloma de Noé, el Jonás de Nínive no lleva la paz, sino la amenaza de la destrucción de la ciudad, para, finalmente, rehusar aceptar el perdón de Dios. ¿Debemos aproximarlo a la paloma de Oseas? El lector decidirá. En todo caso, Jonás funciona aquí como una caricatura de profeta y el libro contiene numerosas hipérboles, exageraciones y detalles absurdos. Así, si Dios se compadece de Nínive, el profeta quiere rehusar a su misión y parte para los confines de la tierra (Tarsis), aunque reconoce, más tarde, que sabe que su Dios ha hecho el mar y la tierra. A lo largo del relato, los paganos se muestran mucho más disponibles a la conversión que Jonás y hacen lo que es justo a los ojos de Dios sin ni siquiera preguntar al profeta, que, incluso al final del relato, se preocupa más de su cabeza que de la gran ciudad y de todos sus habitantes.

El libro de Jonás es una parábola destinada a hacer reflexionar a sus oyentes. La parábola pone de relieve precisamente la dificultad del profeta en aceptar que Dios se preocupe de Nínive, que quiera la salvación de esta ciudad. Jonás no quiere la conversión de Nínive: por esta razón intenta no ir y acaba en el vientre de un pez que lo vomita… en Nínive. Y, una vez allí, al ver que toda la ciudad —rey, súbditos y animales— se convierte después de su predicación y Dios perdona a todos, Jonás no se siente satisfecho. Incluso se encoleriza: ¿no son paganos y encima enemigos? Este profeta caricaturesco fue, sin duda, creado en parte como reacción a los profetas que, como Nahúm, Abdías y otros, anunciaban con alegría la destrucción de las naciones. En contraste, Jonás relata su conversión y la acogida de Dios de esta conversión a través del cambio radical de Nínive, la gran nación pagana por excelencia. Dicho de otro modo, frente a una corriente profética que pone el acento únicamente en la justicia de Dios, que venga los sufrimientos soportados por su pueblo en el exilio destruyendo a sus enemigos, encontramos otra corriente de pensamiento, representada por Jonás, pero también por el Segundo Isaías, el libro de Rut y otros, que, al contrario, contemplan la conversión y la salvación de las naciones en nombre de la misericordia de Dios. Esta evolución debe conectarse, probablemente, con el monoteísmo que se afirma después del exilio: puesto que solo existe un único Dios, este es necesariamente el Dios de todos y el ofrecimiento de salvación adquiere una dimensión universal. Esta universalización permite también poner el acento en la misericordia de Dios, que, desde entonces, puede perdonar a todos, incluidos los peores enemigos de Israel. Pero esto no resulta fácil de aceptar, como lo cuenta el libro de Jonás a través de las reticencias del mismo profeta. Esto se complica mucho más en el caso de Nínive, la capital del reino asirio, enemigo por antonomasia de Israel, puesto que Asiria fue la responsable de una verdadera catástrofe: la caída del reino de Israel, en el 722 a.C. A partir de entonces, solo queda en pie el reino de Judá, vasallo de Asiria hasta el 587 a.C., fecha de su caída bajo el ataque de los babilonios. Ahora bien, en la época en la que se escribió el libro de Jonás, después del exilio a Babilonia, Nínive había sido destruida (612 a.C.) y no existía. ¿Es que el autor del libro y sus destinatarios no lo sabían? Ciertamente sí, porque la caída de una de las metrópolis de la época haría mucho ruido. Entonces, ¿cómo debemos entender el relato de la conversión de Nínive y del perdón de Dios en el libro de Jonás? Hacernos esta pregunta implica olvidar que se trata de un relato ficticio que cuenta lo que nunca ha ocurrido. No obstante, el libro nos dice que Dios habría podido perdonar, incluso a Nínive, si se hubiera convertido. De igual modo que Samaría y Jerusalén habrían podido probablemente evitar la destrucción si hubieran escuchado a los profetas y se hubieran convertido. El libro de Jonás se dirige al lector de cualquier época: ¿está dispuesto a recibir la misericordia de Dios y a actuar en consecuencia, como lo hicieron los ninivitas del relato? ¿Está dispuesto a ser el artífice de la conversión de las naciones pecadoras? ¿Está dispuesto a dar gracias a Dios por la conversión de los pecadores, aunque se trate de sus peores

enemigos? La respuesta corresponde al lector, a cada generación, a cada individuo. Sin duda, por esta razón el libro de Jonás tiene un final abierto (véase recuadro «El final abierto del libro de Jonás (Jon 4)»), como la parábola del hijo pródigo que trata de hecho de la temática de la misericordia de Dios para el pecador y de la dificultad de aceptarla por aquel que se cree justo. Frente a la interpelación de Dios, el relato no desvela cuál será finalmente la reacción de Jonás. ¡Nos toca inventarla a cada uno! Aún hoy, el libro de Jonás se lee durante la fiesta del Yom Kippur, una de las más importantes del judaísmo. Se celebra con un ayuno de casi veinticuatro horas, respetando las prescripciones del sabbat y asistiendo a varios oficios en la sinagoga. Se lee Lv 16 y 18 y Jonás. Es habitual resolver los conflictos y las disputas durante la vigilia de este día, pues si la celebración permite obtener el perdón de las faltas cometidas contra Dios, las faltas cometidas contra el prójimo necesitan obtener el perdón de este. Esto nos da una indicación sobre la manera de leer este libro; se trata de un libro que habla de perdón: perdón para darlo, para recibirlo y para aceptarlo. Este aspecto es particularmente fundamental en el libro, porque el que se encuentra en dificultad con respecto al perdón no es la gran ciudad pecadora, sino Jonás, el profeta elegido por Dios y que, sin duda, simboliza a Israel. El final abierto del libro de Jonás (Jon 4) «1 Entonces le invadió a Jonás un profundo malestar, se enojó 2 y oró al SEÑOR con estas palabras: “¡Oh, SEÑOR! ¿Acaso no era esto lo que yo me decía mientras estaba en mi tierra? Por esto me apresuré a huir hacia Tarsis, porque yo sabía que tú eres un Dios benévolo y compasivo, lento para enojarte y lleno de amor; yo sabía que te retractas del castigo. 3 Así pues, SEÑOR, te ruego que me quites la vida, porque prefiero morir a vivir”. 4 El SEÑOR contestó a Jonás: “¿Piensas que haces bien en enojarte de esta manera?”. 5 Jonás, por su parte, salió de la ciudad y se instaló al oriente de la misma; hizo allí una cabaña y se sentó bajo su sombra

esperando a ver qué sucedía en la ciudad. 6 Entonces, el Señor Dios hizo crecer un ricino por encima de Jonás para dar sombra a su cabeza y librarlo de su enojo. Una gran alegría invadió a Jonás a causa del ricino. 7 Pero al apuntar la aurora del día siguiente, Dios hizo aparecer un gusano que dañó el ricino hasta secarlo. 8 Luego Dios hizo soplar un viento tórrido del oriente al tiempo que el sol, desde lo alto, abrasaba la cabeza de Jonás; este se sintió desfallecer y se deseó la muerte diciéndose a sí mismo: “¡Mejor me es morir que vivir!”. 9 A lo que Dios replicó: “¿Piensas que haces bien en enojarte por lo sucedido con el ricino?”. “¡Claro que hago bien en enojarme hasta desear la muerte!”, respondió Jonás. 10 Le dijo entonces el SEÑOR: “Tú te lamentas por un ricino en cuyo crecimiento no has intervenido, que en una noche

creció y en la siguiente se secó. 11 ¿No voy yo a compadecerme de Nínive, esa gran ciudad en la que viven más de ciento veinte mil niños y en la que hay mucho ganado?”»

Oseas, profeta de la misericordia de Dios Oseas, uno de los primeros profetas denominados «escritores», ejerce su actividad profética en el siglo VIII a.C. en el reino de Israel, que tiene Samaría por capital. En su conjunto, el libro denuncia ante todo la infidelidad de Israel que corre tras los baales y otras divinidades cananeas, como también tras alianzas comprometedoras con naciones extranjeras. Para Oseas, más bien que las vanas alianzas, solo la fidelidad al SEÑOR puede aportar la salvación a Israel: «Pero yo soy el SEÑOR, tu Dios, desde el país de Egipto, tú no conoces a otro Dios ni tienes otro salvador fuera de mí» (Os 13,4). Debido a su infidelidad, Oseas anuncia la destrucción de Samaría, y, después, finalmente, su sal​vación gracias al amor infinito que Dios siente por su pueblo. Puesto que este amor prevalece finalmente sobre la cólera y el castigo, y porque recurre a un estilo único para describirlo, Oseas es llamado a veces «el profeta del amor de Dios». En el libro que lleva su nombre, utiliza numerosas imágenes para describir la actitud del pueblo, pero también la de Dios. Estas imágenes proceden del mundo de las relaciones humanas (padre e hijos, marido y mujer) o del mundo animal o vegetal (paloma, viña, etc.). La relación entre Dios e Israel se expresa en particular a partir de dos metáforas que encontraremos en otros profetas después de él: el SEÑOR es descrito a veces como padre o madre, y otras como marido de Israel. Levantar a un niño hasta sus mejillas. En el pasaje siguiente, el SEÑOR se describe como un padre o una madre que acogen y cuidan a su niño: «1 Cuando Israel era niño, yo lo amé y de Egipto llamé a mi hijo. 2 Pero cuanto más los llamaba, más se apartaban de mí: ofrecían sacrificios a los baales y quemaban ofrendas a los ídolos. 3 Fui yo quien enseñó a andar a Efraín sosteniéndolo por los brazos; sin embargo no comprendieron que era yo quien los cuidaba. 4 Con lazos humanos y vínculos de amor los atraía. Fui para ellos como quien alza a un niño hasta sus mejillas; me inclinaba hacia ellos para darles de comer» (Os 11,1-4). Esta metáfora pone de relieve la ternura de Dios, cuánto ha cuidado a Israel y, por el contrario, hace emerger la ingratitud de este. Perdonar a una esposa infiel. Es en el libro de Oseas donde aparece por primera vez la alegoría de la mujer de corazón fiel o infiel cómo símbolo de Israel que rechaza o se entrega a su Dios. Los primeros tres capítulos del libro están especialmente dedicados al tema de la mujer infiel, presentada como la esposa del profeta: «Comienzo de la palabra del Señor por medio de Oseas. El SEÑOR dijo a Oseas: “Anda, cásate con una prostituta y engendra hijos de prostitución, porque el país se ha prostituido, apartándose del Señor”» (Os 1,2). Es difícil saber en qué medida estos capítulos tienen una dimensión autobiográfica. Sobre todo, porque se conocen realmente muy pocos elementos de la vida del profeta: no cuenta su procedencia ni tampoco el relato de su vocación. Oseas es así el tipo mismo del enviado que se oculta totalmente tras su mensaje, porque este es lo que importa.

Independientemente de su historicidad, es innegable el aspecto simbólico de la historia narrada en Os 1,1–3,5. Se trata de una especie de mise en abyme del conjunto del libro: los diferentes episodios de rupturas y reconciliaciones de la pareja resumen, de alguna manera, la alternancia de oráculos de crisis y de perdón que caracteriza al conjunto del libro (Os 4,1– 14,10). Si la unión del profeta con la prostituta es una especie de pantomima de la relación del Señor con un pueblo infiel, los nombres de sus hijos evocan el juicio divino: Yizréel significa «Dios sembrará». Sus sonidos recuerdan el nombre de «Israel». Se trata de una ciudad situada en la llanura fértil del sur de Galilea. Fue aquí donde un siglo antes, en el 841 a.C., Jehú eliminó a su adversario Jorán y a toda su descendencia para hacerse con el trono (2 Re 9,1–10,36). Si el libro de los Reyes describe positivamente el episodio —Jehú actúa en nombre del SEÑOR—, el libro de Oseas hace una lectura más bien crítica. Lo-Ruhama («aquella que no obtiene misericordia», «no querida») anuncia que Dios apartará su misericordia de Israel. Este nombre se construye a partir de la palabra reḥem, que, como hemos visto, designa la matriz y, en plural, la entrañas, pero también la piedad, la misericordia. Lo-Ammi («no mi pueblo») significa la anulación de la alianza: «Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ex 6,7; Jr 31,33; Ez 36,28). Sin embargo, este oráculo de destrucción vinculado a los nombres de los tres hijos es seguido directamente por un oráculo de restauración acompañado de un cambio radical de estos nombres (Os 2,16-25). Ante este doble oráculo que tiende a afirmar que la catástrofe anunciada no es quizá inevitable, el lector es conducido a esperar lo que sigue. Y, de hecho, lo que sigue abre a la reconciliación e inaugura el paso del pecado al perdón, no sin pasar por la purificación en el desierto (Os 3,1-5). «Te desposaré para siempre» (Os 2) «16 Pero he aquí que voy a seducirla: la llevaré al desierto y le hablaré al corazón. 17 Le devolveré sus viñas y haré del valle de Acor una puerta de esperanza; y ella me responderá allí como en los días de su juventud, como el día en que salió de Egipto. 18 Y ese día —oráculo del SEÑOR— me llamarás “marido mío” y nunca más “baal mío”. 19 Quitaré de su boca

los nombres de los baales y no los recordará más. 20 En aquel día estableceré a favor de ellos un pacto

con las bestias del campo, con las aves que surcan el cielo y los reptiles que se arrastran por la tierra; en el país quebraré el arco, la espada y la guerra para que puedan descansar seguros. 21 Te desposaré para siempre;

te desposaré en justicia y en derecho, con amor y con ternura. 22 Te desposaré en fidelidad y me reconocerás como Señor. 23 Aquel día —oráculo del SEÑOR— me dirigiré a los cielos que darán su respuesta a la tierra; 24 y la tierra dará el trigo, el vino nuevo y el aceite que serán para Jezrael. 25 Estableceré a mi pueblo en la tierra. Amaré a Lo-Ruhama —la-no-amada—, y a Lo-Ammi —no-mi-pueblo— le diré: “Tú eres mi pueblo” y él responderá: “Y tú mi Dios”.»

La tentación de los cultos cananeos. El relato del matrimonio de Oseas con la prostituta Gómer pone igualmente en escena el dilema agudo que comparte Israel entre el Dios de la alianza y la religión cananea de los baales. Para la religión cananea, la fecundidad se debe al matrimonio de Baal con la tierra. A este mito remite el rito de la unión sagrada por la que se entablaban relaciones en los templos con las prostitutas sagradas. Al casarse con una de ellas. Oseas intenta mostrar en qué es signo de Dios el amor humano. Como el amor de Dios es gratuito, también lo será el de Oseas: su esposa no es elegida por su mérito, sino por ella misma. Y este amor es indefectible. Lo mismo que Oseas no conoce con su esposa más que contratiempos, de igual modo comenta los grandes momentos de la historia de Israel y muestra que fueron todos tiempos de rechazo. Pero esto no menoscabó en absoluto la fidelidad del Señor, que sigue acompañando a Israel a través de las peripecias de su historia. ¿Encontrará finalmente un corazón abierto que sepa responder a su misericordia? El desafío profético. El desafío de la predicación de Oseas consiste en demostrar a sus destinatarios que no conocen realmente quién es Dios: el SEÑOR, Dios de Israel, es muy diferente de un baal, a quien le basta que se le dé un culto adecuado para estar bien con él. El profeta remite a sus destinatarios a la alianza para que reflexionen a partir de esta historia conocida. Su objetivo es suscitar la conversión de sus destinatarios, haciéndoles descubrir la misericordia y la ternura de Dios.

En los Salmos Una palabra humana dirigida a Dios Si los oráculos proféticos son ante todo palabras que Dios dirige a los seres humanos, los salmos son palabras que estos dirigen a Dios. En efecto, el Salterio se compone de oraciones en las que el salmista o la asamblea se dirigen a la divinidad para alabar, suplicar, pedir, meditar. Se trata, por consiguiente, de una palabra humana, asumida como tal, compuesta para decirse a Dios o para meditar sobre el ser y el actuar divinos. En contra de las apariencias, los ciento cincuenta salmos que componen el Salterio no están yuxtapuestos uno detrás de otro por azar: paso a paso, el libro hace que su lector haga un recorrido, que va desde la súplica a la alabanza. Permanecer en el camino del justo Los dos primeros salmos forman el pórtico de entrada de este conjunto, colocando el libro bajo el signo del combate dramático entre, por una parte, el SEÑOR y sus fieles, y, por el otro, sus enemigos. A primera vista, si nos atenemos al contenido de estos salmos, el mundo aparece como divido en dos en función de la posición que cada uno elija adoptar frente al mal. Sin embargo, la continuidad del Salterio matiza considerablemente lo que esta introducción podría tener de simplista: en todo momento, el justo puede dejarse seducir y tomar el camino de los malos, y el pecador convertirse y ponerse a meditar la Ley. La realidad es compleja y las fronteras son porosas. Es lo que expresan las numerosas invitaciones, a lo largo del libro, a evitar a los malvados y apartarse de ellos, y la evocación de la tentación que su prosperidad y su éxito representan. Salmo 73, comienzo «1 En verdad es bondadoso Dios con Israel, con los que tienen limpio el corazón. 2 Pero mis pasos casi se tuercen,

mis pies por poco resbalan, 3 pues envidié a los soberbios al ver la dicha de los malos. 4 No se angustian por su muerte, todo su cuerpo está sano; 5 ignoran las fatigas humanas,

no sufren su azote como los demás. 6 Por eso, el orgullo ciñe su cuello, un manto de violencia los cubre.

7 La maldad surge de sus entrañas,

la ambición desborda su corazón. 8 Se burlan y hablan con malicia,

se expresan con arrogante tiranía. 9 Ofenden al cielo con su boca, con su lengua a los que habitan la tierra. 10 Por eso el pueblo los sigue y bebe con deleite su enseñanza. 11 Dicen: “¡Qué puede saber Dios! ¿Está el saber junto al Altísimo?”. 12 Mira, estos son los malvados: viven en paz y atesoran riqueza».

Frente a la tentación, que constituye la prosperidad de los impíos, el salmista pide a Dios que le cuide para no seguirlos, permaneciendo en sus caminos y guardando sus mandamientos. Es el tema principal del salmo 119, pero también un motivo recurrente en otros salmos: «4 Hazme conocer tus caminos, SEÑOR; enséñame tus senderos. 5 Hazme caminar hacia tu verdad y enséñame, por tú eres el Dios que me salva» (Sal 25,4-5). La súplica Desde el salmo 3 hasta el 83 el tema dominante es la súplica del hombre amenazado. El salmista vive en angustia y en la noche de la fe, siente que Dios se ha distanciado y debe hacer frente a enemigos poderosos. Pero su oración está ya traspasada por la experiencia de la bondad del SEÑOR. Así, la memoria de Israel celebra las liberaciones realizadas por Dios para nutrir la esperanza: lo que Dios hizo, puede volver a hacerlo. Al mismo tiempo, este recuerdo genera también la frustración: ¿por qué no actúa Dios ahora? Así lo expresa el salmo 22: «2 Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Está lejos mi salvación y son mis palabras un gemido. 3 Dios mío, te llamo de día y no me respondes, de noche y no encuentro descanso. 4 Tú eres el Santo, el que se sienta en el trono, rodeado por las alabanzas de Israel. 5 En ti confiaron nuestros antepasados, confiaron y tú los liberaste; 6 te imploraron y quedaron libres, confiaron en ti y no fueron defraudados». La alabanza Los salmos 84 hasta el 150 aún se hacen eco de la súplica, pero la tonalidad principal es, a partir de hora, la de la alabanza. Esta culmina en el final «Aleluya» a partir del salmo 104, que reaparece en los salmos 135, 136 y 140, hasta el 150. La frase entera última del Salterio amplía esta alabanza a «todo lo que respira»: «¡Que todo lo que respira alabe al Señor! ¡Aleluya!» (Sal 150,6). Esta segunda parte del Salterio se abre con la subida al santuario (Sal 84), lugar de la

presencia de Dios, que será de nuevo subrayada en los «cánticos de las subidas» (desde Sal 120 hasta Sal 134). La alabanza es motivada, una vez más, por la memoria de Israel, que evoca los relatos fundamentales de la creación, de las grandes obras de salvación y del perdón del pueblo pecador (Sal 103; del 104 al 107; 118; 135; 136): «1 Bendice, alma mía, al SEÑOR y todo mi ser a su santo nombre. 2 Bendice, alma mía, al SEÑOR, no te olvides de sus favores. 3 Él perdona todos tus pecados, él sana todos tus males; 4 él libra tu vida de la fosa, te corona de amor y de ternura; 5 colma de bienes tu existencia, y tú te rejuveneces como un águila. 6 El Señor imparte justicia y derecho a los oprimidos. 7 Mostró sus caminos a Moisés, a los hijos de Israel sus proezas» (Sal 103,1-7). Otro tema importante de esta segunda parte es el de la felicidad concedida al hombre que observa la Ley (Sal 84; 111; 112; 119): «1 ¡Aleluya! Feliz quien venera al Señor y se complace en sus mandatos. 2 En la tierra será poderosa su estirpe, se bendecirá el linaje de los rectos. 3 Riqueza y bienes habrá en su casa, su justicia permanecerá por siempre. 4 Brilla en la os​curidad, es luz para los rectos, es clemente, es compasivo, es justo» (Sal 112,1-4). «La tierra está llena del ḥesed del SEÑOR» La palabra hebrea ḥesed, que, como hemos visto, puede traducirse por «fidelidad», «amor» o «misericordia», está en el núcleo del Salterio: «6 Recuerda, Señor, tu misericordia y tu amor que desde siempre existen; 7 olvida mis faltas de juventud y mis pecados, recuérdame en tu amor, por tu bondad, Señor» (Sal 25,6-7), y un poco más adelante: «Las sendas del Señor son amor y verdad para quienes respetan su alianza y sus mandatos» (Sal 25,10). Porque los mandamientos, que son las cláusulas de la alianza, son el medio dado por Dios a aquellos que desean conformar su acción según la acción de Dios, y, por consiguiente, poner en obra su misericordia en las relaciones humanas. «Él ama la justicia y el derecho, el amor [ḥesed] del Señor llena la tierra» (Sal 33,5). «Su fidelidad [ḥesed] es para siempre», o, en la traducción litúrgica, «eterno es su amor», proclama el salmista en los salmos 106,1 y 118,1-4. El salmo 136 está marcado por la repetición (26 veces) de esta exclamación, que celebra verdaderamente el ḥesed de Dios. Este salmo permite también percatarse bien de lo que significa la misericordia de Dios en el Antiguo Testamento: esta noción engloba la bondad de Dios, que creó el cielo y la tierra, pero también su justicia y su acción liberadora, puesto que hizo salir a su pueblo de Egipto, liberándolo de la opresión de los egipcios, después de sus enemigos, para conducirlo a la tierra prometida. Esta misericordia se ejerce hacia todos: «El Señor da sustento a toda criatura, porque es eterno su amor. ¡Alabad al Dios del cielo porque es eterno su amor!» (Sal 136,25-26). Observemos que, salvo este final que amplía considerablemente la perspectiva, el punto de vista del salmista es exclusivamente israelita. Solo progresivamente veremos cómo la misericordia de Dios —o al menos la percepción que de ella tienen los autores del Antiguo Testamento— se amplía hasta integrar a las otras naciones. Los salmos de David

Pero, sobre todo, el salmista proclama que ha experimentado personalmente la misericordia de Dios: «8 Por tu amor me alegro y me regocijo, porque tú has mirado mis pesares, tú conoces mis angustias. 9 No me entregaste al enemigo, me mantuviste en lugar seguro» (Sal 31,8-9). «Señor, Dios mío, de todo corazón te alabaré, por siempre glorificaré tu nombre porque ha sido grande tu amor conmigo, del reino de los muertos me sacaste» (Sal 86,12-13). Estas acciones de gracias recorren todo el Salterio. La experiencia de la misericordia de Dios es alabada por Israel en cuanto pueblo. Así, a propósito de las rebeliones durante la estancia en el desierto: «Él, misericordioso [raḥum], perdonaba su pecado y no los destruía; su ira contenida una y otra vez, no desplegaba todo su furor. Recordaba que eran humanos, un soplo que pasa y no vuelve» (Sal 78,38-39). A menudo, estas acciones de gracias se ponen en labios del rey David. En efecto, se le atribuyen nada menos que 73 salmos. La tradición judía posterior terminó incluso por designar a David como el autor del conjunto del Salterio. De hecho, siguiendo la tradición bíblica, David es a menudo representado como músico y compositor de cantos. Es de esta manera como entra en la corte del rey Saúl para tocar la cítara y tranquilizar el espíritu atormentado del monarca (1 Sm 16,14-23; 18,10; 19,9). Dos textos del segundo libro de Samuel muestran a David «entonando una elegía» por Saúl y Jonatán (2 Sm 1,17-27) o por Abner, el jefe del ejército de Israel (2 Sm 3,33-34). Debe aún notarse el texto de 2 Sm 6, en el que David participa activamente en la liturgia del traslado del arca a Jerusalén, y 2 Sm 23, donde aparece como compositor ante el SEÑOR. Mucho tiempo después del retorno del exilio, en el momento en el que se desarrolla el culto en el Templo de Jerusalén, se atribuye otra función al rey David, el de organizador del canto litúrgico. El libro de las Crónicas le atribuye la creación de los levitas cantores (1 Cr 15,16), a quienes confía el cargo de componer y tocar salmos e himnos, algunos de los cuales se citan explícitamente (1 Cr 16,4-36; Esd 3,10-11). Por amplificación sucesiva se llega a atribuir a David la composición de 73 salmos (en la Biblia griega, también llamada los LXX, se le atribuyen doce más) y a relacionar con diversas situaciones de su vida trece de entre ellos (3; 7; 18; 34; 51; 52; 54; 56; 57; 59; 60; 63; 142). En estos, David es presentado claramente como el autor y el primer usuario de estos salmos. Sal 3,1: «Salmo de David cuando huía de su hijo Absalón». Se trata de una alusión a la rebelión de Absalón (2 Sm 15,13-18) que provocó una verdadera guerra civil y obligó incluso al rey a abandonar durante un tiempo su capital, antes de que su ejército derrotara al del rebelde. Sal 18,1: «Al maestro del coro. De David, siervo del Señor, que dirigió al Señor las palabras de este cántico el día que el Señor lo salvó de todos sus enemigos y de Saúl». Las circunstancias son claras.

Sal 51,1-2: «1 Al maestro del coro. Salmo de David. 2 Cuando, tras haber mantenido relaciones con Betsabé, lo visitó el profeta Natán». Esta vez, el título evoca el adulterio de David con la mujer de su general, Urías el hitita, el asesinato posterior de este y la intervención del profeta Natán en nombre de Dios (2 Sm 11,1–12,31). El recuerdo de este episodio muestra que el Salterio no retoma necesariamente los episodios más gloriosos de la vida de David. En efecto, en este caso, David merece la atención ante todo por su capacidad de arrepentirse. La atribución de los salmos a David no tiene fundamento histórico, pero significa, sobre todo, que la comunidad creyente se reconoció en la historia llena de cambios, de altos y bajos, de este rey. Como él, esta comunidad se sabe elegida por Dios; es perseguida por enemigos implacables; como él, ella recibe de Dios la promesa de la salvación, y, enfrentada a su propio pecado, sabe que puede esperar en su gran misericordia. En toda circunstancia, la comunidad de los creyentes puede ponerse en el lugar de David para orar con los salmos recordando las diferentes circunstancias de la vida del gran rey. «La limosna libra de la muerte» Como ya en el Pentateuco y en los libros proféticos, encontramos, en el Salterio, una llamada a practicar la misericordia con el prójimo. Así aparece al comienzo del salmo 41: «2 Feliz quien atiende al desvalido, el SEÑOR lo salvará en el día adverso. 3 El SEÑOR lo protegerá, le hará vivir feliz en esta tierra y no lo dejará a merced del enemigo». En el mismo sentido, encontramos en los textos tardíos del judaísmo, como Tobías o el Sirácida, la convicción de que la limosna salva de la muerte. Es decir, compartir los bienes con los más necesitado es una vía de acceso a la vida eterna. Así lo expresa el ángel Rafael, justo antes de regresar junto a Dios: «7 Haced el bien, y así el mal nunca llegará a vosotros. 8 Mejor es la oración sincera y la limosna hecha con generosidad, que el acumular riquezas con maldad. Más vale dar limosna, que amontonar oro. 9 La limosna libra de la muerte y purifica de todo pecado. Quienes dan limosna, disfrutarán de larga vida. 10 Los que practican el pecado y la injusticia son enemigos de su propia vida» (Tob 12,7b-10). De igual modo, en el Sirácida: «Por ardiente que sea un fuego, el agua lo apaga; socorrer al necesitado, obtiene el perdón de los pecados» (Sir 3,30). Le sigue un extenso desarrollo en el que Ben Sira exhorta a su interlocutor a practicar la caridad y la justicia (Sir 3,31–4,10). Esta insistencia en la limosna, que puede parecernos legalista o simplista, se fundamenta, en cambio, en una convicción profunda: el gesto con el pobre tiene una dimensión teológica. No puede separarse el amor a Dios del amor al prójimo. Los libros sapienciales se hacen eco: «Quien oprime al débil, ultraja a su Creador, pero quien tiene piedad del pobre lo honra» (Prov 14,31). Practicar la limosna y compartir humaniza más, y, por tanto, acercan más a Dios. Dar limosna

es, por consiguiente, una de las vías por las que el ser humano es llamado a vivir a imagen de Dios, un Dios del que el libro de la Sabiduría dice: «1122 El mundo entero es ante ti como un peso insignificante, como gota de rocío que cae al amanecer sobre la tierra. 23 Porque todo lo puedes, de todos te compadeces, y no miras los pecados de los seres humanos, a ver si se arrepienten. 24 Amas cuanto existe y nada de lo que has hecho aborreces: si algo te resultara odioso, no lo habrías creado. 25 ¿Cómo podría subsistir algo que tú no quisieras? ¿Cómo permanecería si no lo hubieras llamado a existir? 26 Pero tú eres indulgente con todo lo creado, porque todas las cosas son tuyas, Señor que amas la vida, 12 1 y tu espíritu inmortal está en todos los seres» (Sab 11,22–12,1).

1 Aun cuando este final de Qohelet sea una adición, como afirman a menudo los exégetas, es así como nos lo han transmitido las tradiciones judía y cristiana. 2 Los primeros lectores sabían que la dinastía de Ajab se extinguió efectivamente en la generación siguiente. El autor del relato explica este hecho histórico situándolo en una lógica de retribución «transgeneracional», según la cual los hijos pagan los pecados de los padres. En nuestra época, y después de las críticas de Jeremías (Jr 31,29-30) y de Ezequiel (Ez 18,1-20) contra esta concepción de la retribución, no daríamos ya una explicación así: Dios no castiga los pecados de una persona en su descendencia.

III – Lucas, el evangelio de la misericordia Lucas, tanto en su evangelio con en los Hechos de los Apóstoles, insiste en las opciones sorprendentes de Dios y en su proclamación por los discípulos. En su evangelio, el mensaje de Jesús se centra en primer lugar en los pequeños, los pobres y los pecadores; Jesús es el mensajero de la misericordia de Dios, como lo indica el lugar central de las parábolas de la misericordia (Lc 15). Es presentado como «el amigo de publicanos y de pecadores» (7,34); inaugura su ministerio declarando que Dios lo ha consagrado para anunciar la Buena Noticia a los pobres (4,18) y proclama que ha sido enviado para los pecadores y no para los justos (5,32). El tema de la pobreza y del pecado es igualmente esencial en Lucas, con otro tema relacionado con el anterior, el del peligro de las riquezas, como lo indica, por ejemplo, la parábola del rico y del pobre Lázaro (16,19-31).

Visión de conjunto A todos los Teófilos La obra de Lucas es un díptico formado por el evangelio y por los Hechos de los Apóstoles. Son como los dos volúmenes de una misma obra: cada uno comienza por una referencia a un tal Teófilo, un nombre que, en griego, significa «el que ama a Dios» o «el que es amado por Dios». No tenemos ninguna información sobre este misterioso destinatario. ¿Discípulo? ¿Mecenas? ¿Curioso que busca información? ¿Existió realmente? Como quiera que sea, esta dirección a Teófilo permite a todo lector en busca de Dios, por consiguiente, a todo «teófilo», en el sentido etimológico del término («el que ama a Dios»), sentirse como el destinatario de la obra lucana. Teófilo significa también «amado por Dios». Se trata, por consiguiente, de un Dios amante que es presentado de entrada al lector en el momento en el que se adentra en el mundo del relato. Y el lector es, a su vez, invitado a dejarse amar por Dios y a ser, finalmente, un «teófilo», en los dos sentidos del término.

Narrar el despliegue de la salvación de Dios Al comienzo de los Hechos, el autor alude a su primer volumen e introduce el segundo: «1 Querido Teófilo: En mi primer libro me ocupé de lo que hizo y enseñó Jesús desde sus comienzos 2 hasta el día en que subió al cielo, una vez que, bajo la acción del Espíritu Santo, dio las oportunas instrucciones a los apóstoles que había elegido. 3 A estos mismos apóstoles se presentó después de su muerte y les dio pruebas abundantes de que estaba vivo, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios» (Hch 1,1-3). Le sigue el relato de la Ascensión durante el que Jesús anuncia la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles y, a continuación, después de la sustitución de Judas por Matías, se narra la donación del Espíritu en Pentecostés. A partir de entonces, se producen numerosas conversiones y se expande la Buena Noticia. El objetivo de la obra de Lucas es, por tanto, presentar el cumplimiento y el despliegue de la obra de la salvación de Dios en el tiempo de Jesús, y, después, en el tiempo de la Iglesia. Para Lucas, en efecto, el tiempo de Israel, el tiempo de Jesús y el tiempo de la Iglesia forman un todo: la historia de la salvación de Dios en la que Jesús ocupa el centro. Lucas escribe, según se piensa, para una comunidad formada esencialmente por no judíos, fuera de Israel. Varios pasajes muestran que conoce poco la región y sus costumbres. Una de sus preocupaciones será la siguiente: ¿pueden aplicarse a los paganos las promesas hechas al pueblo judío? El tema de los paganos herederos de la Promesa será, así, central desde el comienzo de su evangelio. Evangelio de la ternura de Dios, el relato de Lucas es también el de la alegría mesiánica y el de la alabanza a Dios. Finalmente, el Espíritu Santo tiene una función particular en la obra lucana, en el evangelio y más aún en los Hechos, del que a veces se dice que es su personaje principal.

Los evangelios de la infancia, un relato programático Los dos primeros capítulos del evangelio de Lucas, llamados «evangelios de la infancia», constituyen, de alguna manera, un prólogo al conjunto del relato. Como en todo prólogo, se dan al lector los elementos esenciales para que comprenda lo que sigue. El tono dominante es la alegría: alegría de los padres de Juan, alegría de María, después, la alegría de los pastores y la de los ángeles en el momento del nacimiento, y, más tarde, la de Ana y Simeón en el Templo. El nacimiento de Jesús, presentado como salvador, es, ante todo, una buena noticia, la del advenimiento del reino de Dios.

Este es presentado como la expresión de la misericordia de Dios para la humanidad. Esta misericordia adquiere aspectos muy concretos, desde el comienzo del evangelio. Así, más allá de todas las interpretaciones ricas que puedan hacerse de los personajes de Isabel y de Zacarías, que simbolizan, especialmente, la espera de Israel, son los padres ancianos y estériles de los que nacerá el que prepara la venida del Mesías, Juan, cuyo nombre, en hebreo, significa «Dios concede gracia». Como en los profetas, la misericordia de Dios conlleva una dimensión política, proclamada por María en el Magnificat, himno lleno de referencias al Antiguo Testamento, en particular a la oración de Ana, madre del profeta Samuel (1 Sm 2,1-10): «50 y que siempre tiene misericordia [eleos] de aquellos que le honran. 51 Con la fuerza de su brazo destruyó los planes de los soberbios. 52 Derribó a los poderosos de sus tronos y encumbró a los humildes. 53 Llenó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías. 54 Se desveló por el pueblo de Israel, su siervo, acordándose de mostrar misericordia [eleos], 55 conforme a la promesa de valor eterno que hizo a nuestros antepasados, a Abrahán y a todos sus descendientes» (Lc 1,50-55). La salvación es presentada, ante todo, como el perdón de los pecados, descritos como oscuridad y sombra de muerte en la profecía de Zacarías en el momento del nacimiento de su hijo Juan: «76 En cuanto a ti, hijo mío, serás profeta del Dios Altísimo, porque irás delante del Señor para preparar su venida 77 y anunciar a su pueblo la salvación mediante el perdón de los pecados. 78 Y es que la misericordia entrañable de nuestro Dios nos trae de lo alto un nuevo amanecer 79 para llenar de luz a los que viven en oscuridad y sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por caminos de paz» (Lc 1,76-79). Jesús mismo nace «en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada» (Lc 2,7), por consiguiente, en una situación de precariedad. Los primeros informados de su nacimiento son pastores, una profesión considerada marginal en la época y realizada por gente no digna de confianza.

El reino de Dios, curación de los corazones y del cuerpo Al comienzo de su vida pública, la primera predicación de Jesús en una sinagoga es narrada en estos términos: «16 Llegó a Nazaret, el lugar donde se había criado, y como tenía por costumbre, entró un sábado en la sinagoga, y se puso en pie para leer las Escrituras. 17 Le dieron el libro del profeta Isaías y, al abrirlo, encontró el pasaje que dice: 18

El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado

para llevar a los pobres la buena noticia de la salvación; me ha enviado a anunciar la libertad a los presos y a dar vista a los ciegos; a liberar a los oprimidos 19 y a proclamar un año en el que el Señor concederá su gracia. 20

Cerró luego el libro, lo devolvió al ayudante de la sinagoga y se sentó. Todos los presentes lo miraban atentamente. 21 Y él comenzó a decirles: “Este pasaje de la Escritura se ha cumplido hoy mismo en vuestra presencia”» (Lc 4,16-21). Esta cita explica perfectamente cuál es el reino de Dios inaugurado en Jesucristo: buena noticia para los pobres, liberación para los cautivos y oprimidos, curación para los enfermos y los discapacitados, cumplimiento de las Escrituras, puesto que el pasaje leído por Jesús no es sino un oráculo del profeta Isaías recogido en Is 61,1-2. Notemos que la lectura que hace Jesús se detiene en la primera parte del v. 2 del capítulo 61. En el libro de Isaías, el versículo sigue con estas palabras: «el día de la venganza de nuestro Dios, consolar a los afligidos». Sin duda, es intencionada la ausencia de la referencia a la venganza de Dios en el texto de Lucas: el Dios que él evoca es, ante todo, misericordia, perdón y liberación. La acción de Jesús, durante su vida pública, lo manifiesta, puesto que está cerca de los pobres de todo tipo, practica numerosas curaciones y libera a un buen número de personas de los demonios que las oprimen. Así, después de la curación de la suegra de Pedro, leemos: «40 A la puesta del sol, llevaron ante Jesús toda clase de enfermos, y él los curaba poniendo las manos sobre cada uno. 41 Muchos estaban poseídos por demonios, que salían de ellos gritando: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”. Pero Jesús los increpaba y no les permitía que hablaran de él, porque sabían que era el Mesías» (Lc 4,40-41). Invita a sus discípulos a hacer lo mismo: «8 Cuando lleguéis a un pueblo donde se os reciba con agrado, comed lo que os ofrezcan. 9 Curad a los enfermos que haya en él y anunciad: “El reino de Dios está cerca de vosotros”» (Lc 10,8-9). «Él encumbró a los humildes» Jesús no rechaza a nadie: el reino de Dios está abierto a todos. No obstante, muestra una predilección por los pobres y los humildes, en la misma línea que los profetas: «Bienaventurados vosotros los pobres, pues el reino de Dios os pertenece» (Lc 6,20). Los humildes son a menudo oprimidos por los poderosos, o simplemente por la pobreza. Ahora bien, el reino de Dios es también fuerza de liberación. Así, Jesús se compadece de la viuda de Naín que entierra a su único hijo y lo resucita (Lc 7,11-17).

En general, Lucas desconfía de las riquezas que saturan el corazón y lo enferman, y su evangelio es el que más insiste en los peligros que representan. En este sentido, es el único que cuenta la parábola del rico y del pobre Lázaro (Lc 16,19-31), que evoca, finalmente, la carencia de misericordia del rico que deja morir a Lázaro en la puerta de su casa con absoluta indiferencia: «Deseaba llenar su estómago con lo que caía de la mesa del rico y hasta los perros se acercaban a lamerle las llagas» (Lc 16,21). La versión lucana de las Bienaventuranzas no solo contiene la correspondiente a los pobres, sino también una malaventuranza dirigida a los ricos: «Pero ¡ay de vosotros los ricos, porque ya habéis recibido el consuelo que os correspondía!» (Lc 6,24). Jesús invita a sus interlocutores a acoger el reino de Dios como los niños: «15 Llevaron unos niños a Jesús para que los bendijese. Los discípulos, al verlo, reñían a quienes los llevaban; 16 pero Jesús, llamando a los niños, dijo: “Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis, porque el reino de Dios es para los que son como ellos. 17 Os aseguro que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él”» (Lc 18,15-17). El amigo de los publicanos y de los pecadores La llegada del reino de Dios es Buena Noticia para los pecadores, que son precisamente los que más necesidad tienen de la misericordia de Dios. Por eso Jesús se dirige a ellos de manera privilegiada, aun cuando eso le ganara la ira de los «biempensantes» de la época. Come con las prostitutas y los publicanos. Incluso llama a uno de ellos a seguirle: «27 Después de esto, Jesús salió de allí y vio a un recaudador de impuestos llamado Leví, que estaba sentado en su despacho de recaudación de impuestos. Le dijo: “Sígueme”. 28 Leví se levantó y, dejándolo todo, lo siguió» (Lc 5,27-28). En cambio, el notable rico, que era perfecto en todos los aspectos, no lo sigue (Lc 18,18-23). Todo esto no deja de suscitar las críticas: «30 Los fariseos y sus maestros de la ley se pusieron a murmurar y preguntaron a los discípulos de Jesús: “¿Cómo es que vosotros os juntáis a comer y beber con recaudadores de impuestos y gente de mala reputación?”. 31 Jesús les contestó: “No necesitan médico los que están sanos, sino los que están enfermos. 32 Yo no he venido a llamar a los buenos, sino a los pecadores, para que se conviertan”» (Lc 5,30-32). Por esta razón llega Jesús hasta perdonar los pecados, que era una prerrogativa divina. En el episodio de la pecadora perdonada que lava los pies de Jesús en casa de Simón el fariseo, leemos: «44 Y volviéndose a la mujer, dijo a Simón: “Mira esta mujer. Cuando llegué a tu casa, no me ofreciste agua para los pies; en cambio, ella me los ha bañado con sus lágrimas y me los ha secado con sus cabellos. 45 Tampoco me diste el beso de bienvenida; en cambio ella, desde que llegué, no ha cesado de besarme los pies. 46 Tampoco vertiste aceite sobre mi cabeza; pero ella ha derramado perfume sobre mis pies. 47 Por eso te digo que, si demuestra tanto amor, es porque le han sido perdonados sus muchos pecados. A quien poco se le perdona, poco amor manifiesta”. 48 Luego dijo a la mujer: “Tus pecados quedan perdonados”.49 Los demás

invitados comenzaron, entonces, a preguntarse a sí mismos: “¿Quién es este, que hasta perdona pecados?”. 50 Pero Jesús dijo a la mujer: “Tu fe te ha salvado. Vete en paz”» (Lc 7,44-50). Y después de la conversión del publicano Zaqueo, dice: «Pues el Hijo del hombre ha venido para buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 9,10). El amor a los enemigos La misericordia de Dios, cuya imagen es Jesús, llega hasta el don de su propia vida que anuncia durante la última cena: «Después tomó pan, dio gracias a Dios, lo partió y se lo dio diciendo: “Esto es mi cuerpo, entregado en favor vuestro. Haced esto en recuerdo de mí”. Lo mismo hizo con la copa después de haber cenado, diciendo: “Esta copa es la nueva alianza, confirmada con mi sangre, que va a ser derramada en favor vuestro”» (Lc 22,19-20). Jesús mismo vive el amor a los enemigos hasta en la cruz: «Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”» (Lc 22,34). «Dadles vosotros mismos de comer» Todos los que escuchan a Jesús son invitados, a continuación, a manifestar la misma misericordia: «Vosotros, por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio. De este modo tendréis una gran recompensa y seréis hijos del Dios Altísimo, que es bondadoso incluso con los desagradecidos y los malos» (Lc 6,35). Al jurista que le pregunta «¿Quién es mi prójimo?», Jesús le responde con la parábola del buen samaritano (Lc 10,25-27). Mi prójimo es aquel que me necesita y al que elijo acercarme. Así lo hizo el samaritano, y así le pidió Jesús que actuara a su interlocutor. Y observemos que no es ciertamente por azar que uno de los protagonistas sea un samaritano: el prójimo, aquel a quien uno debe aproximarse, o quien está dispuesto a aproximarse a nosotros —si bien es necesario que nosotros lo aceptemos—, no es necesariamente un israelita. Puede incluso ser un hereje, que es lo que eran, en esta época, los samaritanos para los judíos. En la parábola, es el samaritano quien ayuda al judío. Quizá se nos quiera decir que a veces es más difícil aceptar dejarse ayudar por alguien que no se ha elegido, que salir libremente a ayudar a otro. Y Jesús pide a su interlocutor imitar al samaritano, algo que no debía ser evidente para él. En el relato de la multiplicación de los panes, Jesús hace esta petición a sus discípulos: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). Con vistas al envío misionero de los discípulos les da esta orden: «Cuando lleguéis a un pueblo donde se os reciba con agrado, comed lo que os ofrezcan. Curad a los enfermos que haya en él y anunciad: “El reino de Dios está cerca de vosotros”» (Lc 10,8-9). En adelante, a los discípulos les compete continuar la misión de Jesús y de ser, en consecuencia, mensajeros, con palabras y hechos, de la misericordia de Dios.

Trabajo personal o en grupo Las «parábolas de la misericordia» El contexto El capítulo 15 se sitúa casi en el centro del evangelio de Lucas, en la sección que narra su viaje desde Galilea hasta Jerusalén (Lc 9,51–19,28). El tema de la salvación es fundamental en ella. Se ofrece a los pobres y a los excluidos, y se promete a los paganos. Esto provoca la oposición de un importante número de personas, en particular entre los teólogos de la época, los escribas y los fariseos. En efecto, si Dios es justo, ¿cómo puede ofrecer la salvación a los pecadores y a los paganos? ¡Esta concepción de la misericordia de Dios y de su salvación es totalmente inaceptable! El texto (Lc 15,1-32) «1 Todos los recaudadores de impuestos y gente de mala reputación solían reunirse para escuchar a Jesús. 2 Al verlo, los fariseos y los maestros de la ley murmuraban: “Este anda con gente de mala reputación y hasta come con ella”. 3 Jesús entonces les contó esta parábola: “¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y se le pierde una de ellas, no deja en

el campo las otras noventa y nueve y va en busca de la que se le había perdido? 5 Cuando la encuentra, se la pone sobre los hombros lleno de alegría 6 y, al llegar a casa, reúne a sus amigos y vecinos y les dice: ‘¡Alegraos conmigo, porque ya encontré la oveja que se me había perdido!’. 7 Pues yo os digo que, igualmente, hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesiten convertirse”. 8

“O también, ¿qué mujer, si tiene diez monedas y se le pierde una de ellas, no enciende una lámpara y barre la casa y la busca afanosamente hasta que la encuentre? 9 Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: ‘¡Alegraos conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido!’. 10 Pues yo os digo que, igualmente, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta”». 11 Y les contó también:

“Había una vez un padre que tenía dos hijos. 12 El menor de ellos le dijo: ‘Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde’. El padre repartió entonces sus bienes entre los dos hijos. 13 Pocos días después, el hijo menor reunió cuanto tenía y se marchó a un país lejano, donde lo despilfarró todo de mala manera. 14 Cuando ya lo había malgastado todo, sobrevino un terrible período de hambre en aquella región, y él empezó también a padecer necesidad. 15 Entonces fue a pedir trabajo a uno de los habitantes de aquel país, el cual lo envió a sus tierras, a cuidar cerdos. 16 Él habría querido llenar su estómago con las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. 17 Entonces recapacitó y se dijo: ‘¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen comida de sobra, mientras yo estoy aquí muriéndome de hambre! 18 Volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra Dios y contra ti, 19 y ya no merezco que me llames hijo; trátame como a uno de tus jornaleros’. 20 Inmediatamente se puso en camino para volver a casa de su padre. Aún estaba lejos, cuando su padre lo vio y,

profundamente conmovido, salió corriendo a su encuentro, lo estrechó entre sus brazos y lo besó. 21 El hijo empezó a decir: ‘Padre, he pecado contra Dios y contra ti, y ya no merezco que me llames hijo’. 22 Pero el padre ordenó a sus criados: ‘¡Rápido! Traed las mejores ropas y vestidlo, ponedle un anillo en el dedo y calzado en los pies. 23 Luego sacad el ternero cebado, matadlo y hagamos fiesta celebrando un banquete. 24 Porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y lo hemos encontrado’. Y comenzaron a hacer fiesta. 25 En esto, el hijo mayor, que estaba en el campo, regresó a casa. Al acercarse, oyó la música y los cánticos. 26 Y llamando a uno de los criados, le preguntó qué significaba todo aquello. 27 El criado le contestó: ‘Es que tu padre ha hecho matar el becerro cebado, porque tu hermano ha vuelto sano y salvo’. 28 El hermano

mayor se irritó al oír esto y se negó a entrar en casa. Su padre, entonces, salió para rogarle que entrara. 29 Pero el hijo le contestó: ‘Desde hace muchos años vengo trabajando para ti, sin desobedecerte en nada, y tú jamás me has dado ni siquiera un cabrito para hacer fiesta con mis amigos. 30 Y ahora resulta que llega este hijo tuyo, que se ha gastado tus bienes con prostitutas, y mandas matar en su honor el becerro cebado’. 31 El padre le dijo: ‘Hijo, tú siempre has estado conmigo, y todo lo mío es tuyo. 32 Pero ahora tenemos que hacer fiesta y alegrarnos, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y lo hemos encontrado’”». Pistas para trabajar el texto 1. ¿En qué contexto pronuncia Jesús estas tres parábolas? Mirad en vuestras Biblias en qué parte del evangelio de Lucas se encuentran. 2. ¿A quién se dirige Jesús? ¿Nos da claves para entender cómo deben leerse estos tres relatos? 3. ¿Cuáles son los personajes de cada uno de estos relatos? ¿Cuáles son sus características principales? ¿Qué hacen? No dudéis en tomar nota de los verbos empleados. 4. ¿Qué os hace sentir cada uno de estos personajes? ¿Empatía, simpatía, antipatía? ¿Por qué razones? 5. ¿Qué palabras o elementos comparten las tres parábolas? ¿Con qué diferencias? ¿Qué pertinencia tienen para comprender estos relatos? 6. ¿Cómo comprender el personaje del hijo mayor teniendo en cuenta el análisis previo? ¿Qué nos dice esta última parte del relato sobre la misericordia?

IV – Jesús, expresión de la misericordia de Dios El tema es considerable y abarca todo el Nuevo Testamento. Pero, en general, lo que encontramos en los otros evangelios no es fundamentalmente diferente de lo que hemos descubierto en Lucas: a través de su palabra, sus gestos y toda su persona, Jesús revela la misericordia de Dios. No obstante, hay matices interesantes, en particular en el evangelio de Mateo, para el que ocupa un puesto central la reflexión sobre la relación entre la Ley y la salvación y la misericordia de Dios. Para Pablo, la cruz, núcleo de su teología, constituye el signo más grande de la misericordia divina.

En el evangelio de Mateo Un Mesías que trastoca las expectativas (Mt 1,1–2,23) Como en Lucas, los dos primeros capítulos del evangelio de Mateo constituyen su prólogo. Narran las circunstancias del nacimiento de Jesús como también los acontecimientos de su infancia. La alegría y la acción de gracias no son las tonalidades dominantes en estos capítulos. Al contrario, encontramos, por una parte, el rechazo y la amenaza de muerte por parte de Jerusalén, donde reina Herodes, y, por otra parte, la acogida en Galilea y por las naciones. No obstante, este prólogo de Mateo revela, en general, quién es Jesús, y establece su autoridad y su misión: él es «Cristo» (1,16.17.18; 2,4), «hijo de David», «hijo de Abrahán», «salvador» (1,21), «Emmanuel» (1,23), «rey de los judíos» (2,2), «jefe y pastor» (2,6), «hijo de Dios» (2,15). Se inscribe en la historia de la salvación de Israel, que es llamado a revivir. En esta perspectiva, se presenta como un nuevo Moisés y su nacimiento inaugura el cumplimiento de todos los oráculos mesiánicos. El prólogo explica también la paradoja que hace de Jesús a la vez «hijo de Dios», concebido por el Espíritu Santo, e «hijo de David», del mismo linaje que José. La genealogía de Jesús que presenta Mateo (Mt 1,2-17) interpela al lector por la presencia de

cuatro mujeres en una lista que está formada por hombres: Tamar, Rajab, Rut y Betsabé. Estos nombres resultan mucho más sorprendentes, porque no son los de las matriarcas ni siquiera los de las consideradas como heroínas de Israel. Pero cada una tuvo un destino particular. Tamar llega incluso a disfrazarse de prostituta para concebir un hijo de la descendencia de Judá, hijo de Jacob. Judá mismo la declara «justa» (Gn 38). Rajab, una extranjera, una prostituta (Jos 2 y 6), es la primera, después de cruzar el Jordán, que confiesa que «el SEÑOR, vuestro Dios, es Dios arriba en los cielos y abajo en la tierra» (Jos 2,11). Así, aparecerá como ejemplo de fe en la carta a los Hebreos, junto a diversos personajes de la historia de Israel (Heb 11,31), y como ejemplo de justicia en la carta de Santiago (Sant 2,25). Con su acción valiente permitió la captura de Jericó, y, así, la entrada de los hijos de Israel en la tierra prometida. Rut, aunque extranjera, moabita, y pese a la maldición que pesa sobre su pueblo, se une a su suegra y regresa a Belén con ella, «protegida bajo las alas del Dios de Israel» (Rut 2,12). Termina casándose con Boaz, un notable de Belén. La cuarta mujer no es llamada por su nombre, sino solo por la expresión «la mujer de Urías», al igual que en 2 Sm 11,1–12,31, como para recordar el adulterio cometido con David. Después de enviudar y de perder al hijo fruto del adulterio con David, se casa con el rey y se convierte en la madre de Salomón, a quien ayudará más tarde para que se haga con el trono (1 Re 1,1–2,46). Puede observarse que, en el episodio del adulterio, ella realiza sobre todo una función pasiva, siendo David el que domina la escena. De hecho, Natán hará recaer sobre él el peso de la culpa. Mediante la evocación de «la mujer de Urías», el narrador hace una explícita alusión a este pecado de David. Esto podría indicar que la justicia de Dios no solo tiene en cuenta a los judíos, sino también a las naciones, puesto que, en este episodio, el veredicto de Dios proferido por Natán denuncia la injusticia cometida por el rey David contra Urías «el hitita», por consiguiente, un extranjero procedente de las «naciones» (2 Sm 12,9-10). En suma, estas cuatro mujeres han jugado, todas, un papel extraordinario en la historia de Israel, y, más precisamente, en la del linaje de David, y en unas circunstancias difíciles que implicaban un cierto riesgo. Además, en estos relatos, los personajes, y el lector a su vez, son invitados a ver más allá de los prejuicios y de las apariencias desfavorables. ¿Pero no es este un elemento esencial de la actitud de la misericordia? La presencia de estas mujeres en la genealogía de Jesús prepara, sin duda, la mención de María en el v. 16: ella también evoca un aspecto esencial de la historia de la salvación, el del nacimiento del Mesías que constituye su cumplimiento. También ella vive una situación peligrosa y difícil, pues, como Tamar o la mujer de Urías, corre el riesgo de ser acusada de adulterio, al menos a juzgar por las apariencias. Finalmente, puede notarse que, como en el caso de las cuatro mujeres de la genealogía, la situación problemática o peligrosa que vive María termina bien. Al comienzo del evangelio de Mateo, Jesús se presenta, por tanto, como un Mesías sorprendente, que trastoca las expectativas del lector, así como las de los personajes del relato: si es «hijo de David» lo es por adopción; su concepción acontece de forma inhabitual,

en la que el lector, como José, es invitado a ver más allá de las apariencias, como ha tenido que hacer ya el lector en los casos de Tamar, Rajab, Rut y Betsabé. Los primeros que le adoran son paganos, los magos, y crecerá finalmente en Egipto, y, después, en Galilea, lejos de Jerusalén. En consecuencia, desde el principio del relato, el lector es llamado a identificarse con José y los magos, que acogen el nacimiento de Jesús como la venida del Mesías, y, como ellos, a dejarse perturbar y desconcertar por la interpretación que dará Jesús del título de Mesías y de la salvación de Dios a lo largo de la narración. «Bienaventurados los misericordiosos» En la versión que hace de las Bienaventuranzas, Mateo dedica un versículo, que no se encuentra en Lucas, a la misericordia: «Bienaventurados los misericordiosos [eleêmones], pues se les hará misericordia [eleêthesontai, literalmente «serán misericordiados»]» (Mt 5,7). En este pasaje, formado por nueve bienaventuranzas, aparece en quinto lugar, es decir, ocupa el lugar central. La llamada a la misericordia ocupa así el centro del discurso de Jesús. Y a la misericordia del creyente responde la de Dios: «se les hará misericordia». Notemos que, en el Nuevo Testamento, los términos «misericordioso» y «hacer misericordia» son esencialmente mateanos. Fuera de Mateo, el adjetivo solo se encuentra en Heb 2,17. Mateo habla dos veces de la misericordia de Dios (5,7; 18,33), cinco veces de la de Cristo (9,27; 15,22; 17,15; 20,30-31), y otras cinco de la del discípulo (5,7; 9,13; 12,7; 18,33; 23,23). Así pues, este tema es particularmente importante en su evangelio. Cuando los discípulos de Juan van a ver a Jesús para preguntarle si era él el que tenía que venir, Jesús resume toda su vida pública refiriéndose a Is 61,1: «los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia» (Mt 11,5). Así, la venida del Mesías que inaugura el reino de Dios se manifiesta, principalmente, por la realización concreta de la misericordia divina. Y esta se inscribe en el cumplimiento de las Escrituras. La misericordia se encuentra en el centro de la vida y del mensaje de Jesús. Es la encarnación de la misericordia de Dios y constituye incluso lo esencial de la ley. Esta perspectiva se inscribe en el marco de la relación difícil de Mateo con la Ley de Moisés. En efecto, el evangelista plantea de manera aguda la siguiente cuestión: ¿debe renunciarse a respetar la Ley judía para seguir a Jesús? Puede comprenderse la importancia de la cuestión dado que los destinatarios de Mateo eran esencialmente judíos. Después de las Bienaventuranzas, en el mismo discurso inaugural de su ministerio, Jesús afirma que la Ley no es abolida: «17 No penséis que yo he venido a anular la ley de Moisés o las enseñanzas de los profetas. No he venido a anularlas, sino a darles su verdadero significado. 18 Y os aseguro que, mientras existan el cielo y la tierra, la ley no perderá ni un

punto ni una coma de su valor. Todo se cumplirá cabalmente» (Mt 5,17-18). Después, exhorta a sus destinatarios a respetar la Ley, pero a hacerlo mejor que los escribas y los fariseos, y encadena una serie de antítesis («Habéis oído… pero yo os digo») que explican su proyecto de un día nuevo: la aplicación estricta de la Ley no es suficiente; debe ir acompañada con las disposiciones interiores justas con respecto a Dios, con respecto al prójimo y con respecto a uno mismo. Y esto lleva lejos, muy lejos, hasta el amor a los enemigos: «43 Sabéis que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. 44 Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen. 45 Así seréis verdaderamente hijos de vuestro Padre que está en los cielos, pues él hace que el sol salga sobre malos y buenos y envía la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,43-45). Así pues, la misericordia se convierte en el cumplimiento verdadero de la Ley. «Es la misericordia lo que quiero, no el sacrificio» En este contexto debe colocarse la exigencia destinada a los fariseos en dos ocasiones: «Es la misericordia lo que quiero, no el sacrificio» (Mt 9,13; 12,7). Se trata de una cita de Os 6,6. La primera vez aparece en el relato de la llamada de un cierto publicano llamado Mateo (Mt 9,9-13). Después de llamarlo para que le siguiera, Jesús se encuentra a la mesa con él y con numerosos publicanos y pecadores, lo que suscita la reacción negativa de los fariseos que preguntan a los discípulos: «¿Por qué vuestro maestro come con publicanos y pecadores?» (Mt 9,11). A lo que Jesús responde: «12 No necesitan médico los que están sanos, sino los que están enfermos. 13 A ver si aprendéis lo que significa aquello de “Es la misericordia lo que quiero, no el sacrificio”. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9,12-13). La segunda ocasión se produce como respuesta a una controversia, de nuevo con los fariseos, sobre qué está permitido hacer en sábado. A sus detractores, que reprochan a sus discípulos haber arrancado y comido espigas de trigo un día de sábado, les responde Jesús: «7 Si hubierais entendido lo que significa aquello de “Es la misericordia lo que quiero, no el sacrificio”, no condenaríais a los inocentes. 8 Porque el Hijo del hombre es dueño del sábado» (Mt 12,7-8). Jesús se erige aquí en «dueño del sábado». El precepto del respeto sabático, central en el judaísmo, no pasa, por ello, a un segundo plano: debe vivirse, ante todo, como puesta en acción de la misericordia, que, para Mateo, es el atributo principal de Dios y lo que debe primar por encima de toda otra prescripción. Y esta misericordia se manifiesta en primer lugar a los pecadores. Posteriormente, en un discurso en el que interpela duramente a los escribas y los fariseos, Jesús les dice: «¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos hipócritas, que ofrecéis a Dios el diezmo de la menta, del anís y del comino, pero no os preocupáis de lo más importante de la ley, que es la justicia, la misericordia y la fidelidad! Esto último es lo que deberíais hacer,

aunque sin dejar de cumplir también lo otro» (Mt 23,23). Justicia, misericordia y fidelidad se encuentran en el centro de la Ley, y sin ellas toda prescripción carece de sentido.

En las cartas de Pablo Testigo de la misericordia de Dios La cruz se encuentra en el centro de la predicación de Pablo, inseparablemente de la resurrección y de la misericordia de Dios manifestada en su gracia. Es el contenido de lo que se le ha transmitido y de lo que él mismo ha experimentado y de lo que, a su vez, da testimonio: «1 Quiero recordaros, hermanos, el mensaje de salvación que os anuncié. El mensaje que recibisteis, en el que os mantenéis firmes 2 y por el que estáis en camino de salvación, si es que lo conserváis tal como yo os lo anuncié. De lo contrario, se habrá echado a perder vuestra fe. 3 Primero y ante todo, os transmití lo que yo mismo había recibido: que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a lo anunciado en las Escrituras; 4 que fue sepultado y que resucitó al tercer día, conforme a esas mismas Escrituras; 5 que se apareció primero a Pedro y, más tarde, a los Doce. 6 Después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, de los cuales algunos han muerto, pero la mayor parte vive todavía. 7 Se apareció después a Santiago, y de nuevo a todos los apóstoles. 8 Finalmente, como si se tratara de un hijo nacido fuera de tiempo, se me apareció también a mí, 9 que soy el más pequeño entre los apóstoles y que no merezco el nombre de apóstol, por cuanto perseguí a la Iglesia de Dios. 10 Pero la gracia divina ha hecho de mí esto que soy; una gracia que no se ha malogrado en cuanto a mí toca. Al contrario, me he afanado más que todos los otros; bueno, no yo, sino la gracia de Dios que actúa en mí. 11 De cualquier modo, sea yo, sean los demás, esto es lo que anunciamos y lo que vosotros habéis creído» (1 Cor 15,1-11). Pablo evoca lo que le ha sido transmitido, pero remite también a lo que ha vivido, a su experiencia de la misericordia de Dios. Esta experiencia se narra tres veces en el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 9,1-19; 22,5-16; 26,9-18). Esta experiencia impregna todo su pensamiento, toda su obra. Hace referencia explícita a ella en la primera carta a Timoteo: «12 Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, que me ha sostenido con su fuerza y se ha fiado de mí, confiándome este ministerio. 13 Y eso que antes fui blasfemo y perseguí a la Iglesia con violencia. Pero como estaba sin fe y no sabía lo que hacía, Dios nuestro Señor tuvo misericordia de mí 14 y me colmó de su gracia junto con la fe y el amor que me une a Cristo Jesús. 15 Es esta una palabra digna de crédito y que debe aceptarse sin reservas, a saber, que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, entre los cuales yo soy el primero. 16 Precisamente por eso, Dios me ha tratado con misericordia de manera que Cristo Jesús ha puesto de manifiesto su generosidad conmigo antes que con nadie, para ejemplo de quienes,

creyendo en él, alcanzarán la vida eterna» (1 Tim 1,12-16). Tanto en su enseñanza como en la solicitud por las comunidades que acompaña, Pablo se hace sin cesar agente de esta misericordia divina que él ha experimentado en sí mismo. La gracia de la salvación «Cuando san Pablo, gracias a la experiencia de Cristo resucitado, toma conciencia de lo que le ha pasado, es tanta la salvación recibida que le perturba que le provoca un cambio radical de su idea de Dios. Se da cuenta de pronto que Dios no solo no lo castiga, sino que ni siquiera le pide cuentas, pues le “justifica” a causa de Jesús. “Ante la gravedad del pecado, Dios responde con la plenitud del perdón” (P APA FRANCISCO, Misericordiae vultus, n. 3). Dios ha juzgado y ha emitido la sentencia: en forma de “pena”, Dios le ofrece su perdón que debe acoger, puesto que “la misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona” (MV, n. 3). Y es la acogida de este “amor que perdona” lo que suscita una conversión, su cambio de vida. También se derrumba la imagen que el ex Saulo tenía de Dios. Cambia de actitud con respecto a los creyentes en Jesucristo. De perseguidor que era se hace discípulo. De fariseo seguro en sus obras se transforma en un hombre despojado ante Dios. Pero la mayor conversión que realiza es aceptar que Dios no fuera el que imaginaba. Dios es misericordioso. “Si Dios se detuviera en la justicia dejaría de ser Dios” (MV, n.12)». Bernard MICHOLLET , «La justice de Dieu est son pardon», Lettre aux communautés. Mission de France, n. 286, 2016, p. 18.

El signo más grande de la misericordia de Dios La cruz es el signo más importante y fundamental de la misericordia de Dios y de su victoria sobre la muerte. En la carta a los Romanos, Pablo desarrolla su reflexión sobre la misericordia, que evoca en numerosas ocasiones. No obstante, en el himno a Cristo de la carta a los Filipenses es donde encontramos la teología de la cruz más completa, presentada como la expresión última de la misericordia de Dios. La justicia de Dios revelada en Jesucristo no es para Pablo una justicia que castiga y condena, sino que nos justifica ante Dios, por pura gracia, sin ningún mérito por nuestra parte, gratuitamente e incluso pese a nuestros pecados. Se nos concede, no por nuestras buenas obras, sino por nuestra fe (Rom 1,17; 3,21s; 3,28; 9,32; Gal 2,16; 3,11). Puesto que Dios es un Dios misericordioso y de amor: «¿Quién podrá arrebatarnos el amor que Cristo nos tiene? ¿El sufrimiento, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, el miedo a la muerte?» (Rom 8,35). Liberados, reconciliados con Dios, nos convertimos en una criatura nueva: «7 Quien vive en Cristo es una nueva criatura; lo viejo ha pasado y una nueva realidad está presente. 18 Todo se lo debemos a Dios que nos ha puesto en paz con él por medio de Cristo y nos ha confiado la tarea de llevar esa paz a los demás. 19 Porque sin tomar en cuenta los pecados de la

humanidad, Dios hizo la paz con el mundo por medio de Cristo y a nosotros nos ha confiado ese mensaje de paz» (2 Cor 5,17-19). San Ireneo, en la segunda mitad del siglo II, llega a decir incluso que Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios1. La misma muerte es vencida por la resurrección de Cristo, que nos abre el camino. Así, en la cruz, la misericordia de Dios ha conseguido definitivamente la victoria: «La muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿dónde tu venenoso aguijón?» (1 Cor 15,54-55). Himno a Cristo (Flp 2,5-11) «5 Comportaos como lo hizo Cristo Jesús, 6 el cual, siendo de condición divina no quiso hacer de ello ostentación, 7 sino que se despojó de su grandeza, asumió la condición de siervo y se hizo semejante a los humanos. Y asumida la condición humana, 8 se rebajó a sí mismo hasta morir por obediencia, y morir en una cruz. 9 Por eso, Dios lo exaltó sobremanera y le otorgó el más excelso de los nombres, 10 para que todos los seres, en el cielo, en la tierra y en los abismos, caigan de rodillas ante el nombre de Jesús, 11 y todos proclamen que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.»

En las otras cartas Las otras cartas evocan igualmente en varias ocasiones la misericordia de Dios que nos salva de la muerte y nos hace renacer a una vida nueva. Así, en la primera carta de Pedro leemos: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo que, por su inmensa misericordia y mediante la resurrección de Jesucristo triunfante de la muerte, nos ha hecho renacer a una esperanza viviente» (1 Pe 1,3). La primera carta de Juan expresa, en el fondo, el mismo mensaje que Pablo con respecto a la misericordia de Dios: «Pues, si nuestro corazón nos acusa, Dios es más grande que nuestro corazón y discierne todo» (1 Jn 3,20). Es por lo que Juan puede decir sintéticamente: «Dios es Amor» (1 Jn 4,8.16).

1 «El Verbo se hizo hombre y el Hijo de Dios se hizo Hijo del hombre para que el hombre, entrando en comunión con el Verbo y recibir así la comunión divina, llegue a ser hijo de Dios» (Adversus haereses, III, 19, 1).

Para saber más Exégesis

Michel BERDER, «“Si vous aviez compris ce que signifie : Je veux la miséricorde et non le sacrifice…” Quelques réflexions sur la miséricorde à partir de Mt 12,7», Bulletin d’information biblique 86 (2016) 2-14. http://www.bibleservice.net/extranet/current/pages/200447 Eberhard BONS (dir.), «Car c’est l’amour qui me plaît, non le sacrifice… », Recherches sur Osée 6,6 et son interprétation juive et chrétienne, Brill, 2004. María E. ESTÉVEZ LÓPEZ (ed.), Jesús misericordia entrañable, Reseña Bíblica 89, Verbo Divino, 2016. Andrés GARCÍA SERRANO (ed.), El evangelio de Lucas: relato de la misericordia, Reseña Bíblica 90, Verbo Divino, 2016. Pierre GIBERT, Ce que dit la Bible sur… La miséricorde, Nouvelle Cité, 2014. Alain MARCHADOUR, Dieu de miséricorde. Voyage au pays de la Bible, Bayard, 2016. Xavier PIKAZA y José Antonio PAGOLA, Entrañable Dios, Verbo Divino, 2016. Chantal REYNIER, Paul et la miséricorde, Éditions du Cerf, 2016. Jean-Pierre SONNET, «Justice et miséricorde. Les attributs de Dieu dans la dynamique narrative du Pentateuque», Nouvelle revue théologique 138 (2016) 3-22. Teología

Walter KASPER, La misericordia. Clave del Evangelio y de la vida cristiana, Sal Terrae, 2012. Christoph SCHÖNBORN, Hemos encontrado Misericordia. El misterio de la Divina Misericordia, Palabra, 2012. Magisterio

JUAN PABLO II, Dives in misericordia, 1980, http://w2.vatican.va/content/john-paul-

ii/es/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_30111980_dives-in-misericordia.html PONTIFICIO CONSEJO PARA LA PROMOCIÓN DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN, Los salmos de la misericordia, San Pablo, 2015. PAPA FRANCISCO, Misericordiæ http://w2.vatican.va/content/francesco/es/apost_letters/documents/papafrancesco_bolla_20150411_misericordiae-vultus.html

vultus.

— Misericordia et misera. http://w2.vatican.va/content/francesco/es/apost_letters/documents/papa-francesco-letteraap_20161120_misericordia-et-misera.html

Lista de recuadros La parábola de los obreros de la hora undécima (Mt 20) Definiciones de «misericordia» La estructura del Pentateuco Las «murmuraciones» en el libro de los Números Estructura y contenido del libro de Jonás El final abierto del libro de Jonás (Jon 4) «Te desposaré para siempre» (Os 2) Salmo 73, comienzo Las «parábolas de la misericordia» La gracia de la salvación Himno a Cristo (Flp 2,5-11)

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Cuadernos bíblicos 178

Traducción: José Pérez Escobar. Título original: La miséricorde dans la Bible. © Les Éditions du Cerf © Editorial Verbo Divino, 2017. Printed in Spain. Edición digital: José M.ª Díaz de Mendívil Pérez. ISBN: 978-84-9073-319-6 (ISBN de la versión impresa: 978-84-9073-318-9) Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917 021 970 / 932 720 447).