Cavernas y Palacios- Diego Golombek

Cavernas y palacios En busca de la conciencia en el cerebro por Diego Golombek Colección Ciencia que Ladra… Siglo XXI

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Cavernas y palacios En busca de la conciencia en el cerebro

por Diego Golombek

Colección Ciencia que Ladra… Siglo XXI Editores 2008

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El cerebro es más amplio que el cielo y más hondo que el mar. EMILY DICKINSON

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4 Las puertas de la percepción

¿Cómo abrir la puerta de la conciencia para ir a jugar? Dado que los fenómenos mentales no se caracterizan por ser precisamente sencillos de estudiar (al menos, hasta el advenimiento de las tecnologías de análisis de imágenes por métodos no invasivos) una estrategia posible es la de acercarnos de la misma manera en que nos llega el mundo: a través de los sentidos. Conocer el funcionamiento de los sentidos es, entonces, abrir las puertas de la conciencia o, en términos más poéticos, the doors of perception: aquellas puertas de la percepción que nos abrieran alguna vez William Blake y Aldous Huxley1 y que inmortalizó Jim Morrison con el grupo californiano The Doors2. El mundo, para el sistema nervioso, no es más (ni menos) que una colección de estímulos que le llegan a través de los sentidos. Claro está que cada sentido tiene sus propias particularidades, pero existen principios generales de la fisiología sensorial que podremos aplicar a cada uno de ellos. Básicamente, los sentidos tienen que arreglárselas para transformar la energía de los estímulos que conforman el mundo en algún tipo de energía aprovechable por el sistema nervioso. Como acabamos de ver en el capítulo 3, esta última será una energía de tipo eléctrica; el proceso mediante el cual se transforma la energía de los estímulos –radiación electromagnética (visión), compresión de aire (audición), partículas químicas disueltas en agua (gusto) o aire (olfato), estímulos mecánicos (tacto)– a cambios eléctricos identificables por las neuronas se denomina transducción. El “mundo” es, entonces, lo que nuestros sentidos y sus receptores “transducen”, lo que en definitiva no deja de ser un proceso de abstracción. Pero a fin de cuentas, con cualquier sentido pasa siempre lo mismo: provoca una respuesta (percepción) a través de un proceso de transducción.

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Es importante diferenciar los conceptos de “sensación”, el fenómeno sensorial puro, como la respuesta de un receptor visual o auditivo frente al estímulo, que entonces se vuelve consciente, y el de “percepción”, que ocurre cuando el estímulo pasa a ser explicable e interpretable. Un buen ejemplo es considerar la sensación de unas manchas blancas sobre un fondo celeste: esta sensación puede ser percibida como un cielo con nubes. Para entender bien los conceptos vale la pena imaginar situaciones en los cuales ocurra una y no la otra: por ejemplo, los sueños son buenos ejemplos de percepción en ausencia de un estímulo externo, o sea, sin sensación. Por otro lado, el final de “El corazón delator”, de Edgar Allan Poe, con la alucinación del sonido del corazón latiendo, es otro excelente ejemplo de percepción sin sensación. Esta distinción no es nada nueva: si bien utiliza una definición diferente de la actual, ya en 1764 Thomas Reid nos decía que:

“los sentidos externos poseen una capacidad dual: la de hacernos sentir y la de hacernos percibir. Nos brindan una variedad de sensaciones, algunas placenteras, otras dolorosas, otras indiferentes. Al mismo tiempo nos proveen de un concepto de los objetos externos y de una invencible creencia en que éstos existen. A este concepto y esta creencia los denominamos percepción, mientras que al sentimiento que acompaña a la percepción lo llamamos sensación. Cuando huelo una rosa, se producen tanto sensación como percepción”. 3

La rosa parece ser también un ejemplo muy popular a la hora de entender los límites de cómo la percepción y la sensación van delineando un universo consciente, constituido por ideas y nombres. Cuando Julieta se entera de que su apuesto Romeo es un maldito Montesco y ello dificultará sus planes amorosos, se pregunta “¿Qué hay en un nombre? Por más que la llamemos de otra manera, la rosa seguirá teniendo su dulce perfume”. 4

Como bien afirma Gregory Bateson , cuando pensamos en (o miramos) cocos o cerdos, no tenemos cocos o cerdos en el cerebro. Sin embargo, la distinción lógica entre el mapa y el territorio, o entre el nombre y la cosa nombrada, a veces se desdibuja, ya que podremos identificar imágenes con conceptos absolutamente concretos (dice Bateson que aquél que quema una bandera, en realidad está quemando el concepto que identifica esa bandera), pero en fisiología sensorial el principio es estricto. No sólo los estímulos se codifican para recorrer las vías de los sentidos, sino que a medida que se asciende por estas mismas vías se extrae cada vez más información hasta llegar a una interpretación absolutamente abstracta del estímulo a nivel de la corteza cerebral (algo que recuerda vagamente cómo el pintor Piet Mondrian partía de un bosque de álamos hasta llegar a un dominó de colores con formas rectangulares). Obviamente, el desafío mayor consiste en entender cómo a partir de ese conjunto de abstracciones llegamos a identificar patrones que nos signifiquen algo a nivel consciente4. El estudio de las sensaciones es sin duda la entrada al conocimiento de los procesos mentales. En definitiva, la “mente” es aún un misterio, una caja negra a la que al menos podemos definirle una señal de entrada y una de salida. Esta vía de salida es bastante aburrida; el cerebro en general sólo puede responder de dos maneras frente a una estimulación: ordenando una respuesta motora o bien secretoria. La señal de entrada, por el contrario, es más misteriosa: ¿será que el mundo que está ahí afuera es sólo lo que nuestros sentidos nos permiten que sea? Es más, ¿será que el mundo está ahí afuera?5 Lo que es seguro es que ese mundo se construye a partir de los distintos tipos de información sensorial que recibe el cerebro:

a) la exterocepción, percepción del mundo a través de los sentidos tradicionales; b) la interocepción, percepción del ambiente interno del cuerpo;

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c) la propiocepción, percepción de los movimientos y posición del cuerpo en el espacio.

De las tres, la exterocepción es la única forma puramente consciente (más allá de que, como veremos, a veces se la puede engañar). En todos los casos se sigue una vía que va desde un receptor (especializado en recibir la información, aunque en muchos casos ya puede procesarla al menos parcialmente) hasta zonas en la corteza cerebral que podrán decidir si nos están acariciando o preparando el zarpazo. Los modernos del siglo XIX decidieron que es en las sensaciones donde reside todo el problema y la explicación de lo mental. Aunque un tanto extremistas en sus apreciaciones (según Locke, la mente humana no es al nacer más que una tabula rasa, un papel en blanco que sólo será escrito paulatinamente mediante la experiencia sensorial – “todo el conocimiento llega a través de los sentidos”), estos empiristas a ultranza sentaron las bases de lo que luego sería la psicología experimental. En otras palabras: si queremos saber qué pasa en esa cabecita de novia, no alcanza con irse a la plaza a pensar y tomar unos mates sino que habrá que realizar los experimentos adecuados. Lo cual, ni para el siglo XIX ni para ahora, ya el XXI, es poca cosa. Sin embargo, estos mismos experimentos echaron por tierra la tabula rasa de los empiristas: el cerebro ya viene de fábrica con instrucciones más o menos precisas, y hasta con una garantía a prueba de leyes de Murphy. Nuestro “mundo” no es exclusivamente un conjunto de huellas que dejan marcadas los primeros estímulos: es una combinación entre esos estímulos y la información que tiene el cerebro para procesarlos. En la balanza sensorial tenemos, entonces, que pesar los kilos adecuados de la psicofísica que estudie las características del estímulo y su percepción, junto con los paquetes de fisiología sensorial que analicen las consecuencias nerviosas de la sensación y, finalmente, su percepción. Estas reglas preexistentes –pero modificables por la experiencia– que en cierta forma limitan el mundo que nos ofrecen los sentidos (el “preconocimiento” de Kant) son 6

las que ordenan la información que viene de a parches (un cuerpo de forma aproximadamente redonda, color madera, que huele a jamón y queso y tiene gusto a pan con mayonesa y jamón y queso deberá ser, de acuerdo a estas reglas, un sándwich).

Volvamos a los principios sensoriales, los que una vez conocidos serán aplicables a cualquiera de los sentidos. Comencemos diciendo que cada sentido se caracteriza por una cierta modalidad sensorial. Así, el sistema sensorial “visión” es el que capta luz, “audición” es el que capta sonidos y así sucesivamente. Sin embargo, hay una pequeña trampa en todo esto. Para resolverla podemos realizar el siguiente experimento: tóquense suavemente el párpado de un ojo cerrado con un dedo. El resultado es que, además de sentir el roce del dedo (un estímulo mecánico, captado por el sentido del tacto), en muchos casos “vemos” luz (o bien una mancha oscura). Algo anda mal en el imperio de los sentidos: ¿estamos viendo un estímulo puramente mecánico? Si en lugar de tocarnos el párpado solamente lo acariciamos, entonces no veremos esa luz o mancha oscura. Podemos repetir este experimento iluminando el ojo con mucha luz (el equivalente a tocarnos o apretarnos levemente el párpado) o con una cantidad ínfima de luz, por ejemplo, un fotón6 (equivalente a acariciarnos levemente el párpado): en ambos casos, la respuesta del sistema será la de “ver” luz en mayor o menor grado. La diferencia parece ser cuantitativa; la visión responde más a una menor intensidad de luz que a un estímulo mecánico. La luz es el estímulo adecuado frente al cual el sistema visual responde más fácilmente o, en términos más técnicos, responde con mínimo umbral. Esto no quiere decir que haya intensidades adecuadas como para “ver” sonidos o “escuchar” temperaturas, porque los receptores sensoriales no responden a cualquier estímulo. Sin embargo, comprender cómo es que un sistema sensorial determinado capta principalmente un tipo particular de energía que ande dando vueltas ayuda a encauzar las ideas sobre la entrada a la conciencia.

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En cuanto a la localización de los estímulos en el espacio, es justo considerar que el cuerpo representa un verdadero mapa del mundo. Así, los estímulos que lleguen a distintas partes del organismo serán representados en forma absolutamente diferente. Volvamos a los experimentos de entrecasa: si pinchamos con dos alfileres el dorso de la mano del enemigo que tengamos más cerca y la distancia entre los alfileres es suficientemente pequeña (de aproximadamente 1 centímetro) la percepción corresponderá a un solo pinchazo. Si repetimos el mismo procedimiento pero pinchando la espalda, la distancia para que se produzca el mismo efecto es mayor: la espalda discrimina mucho menos los estímulos táctiles. Estas diferencias en cuanto a la representación de los estímulos constituyen verdaderos mapas que se mantienen todo a lo largo de la vía sensorial. El principio básico al que nos estamos refiriendo puede denominarse “algotopía”, donde “algo” se reemplazará por el sentido en cuestión: retinotopía (visión), tonotopía (audición), somatotopía (sistema somatosensorial –encargado de percibir y sentir el tacto, la temperatura y el dolor), etc. La “algotopía” es la que permite mantener esa representación casi geográfica del cuerpo a medida que los sentidos van siendo procesados por las diferentes estaciones de peaje a lo largo de las vías, hasta llegar a la corteza cerebral. En la corteza, entonces, también habrá cajones en donde guardar las distintas informaciones sensoriales, y cada parte del cuerpo tendrá su propio dominio o, más precisamente, sus propios dominios “geográficos”. A esta representación geográfica en la corteza se la denominó durante mucho tiempo el homúnculo sensorial: un hombrecito bastante particular, ya que sus formas se correspondían con la sensibilidad sensorial que representaban. Así, el homúnculo poseía labios y pulgares enormes y piernas más cortas que las de las mentiras. Si bien el concepto de homúnculo ha sido dejado de lado paulatinamente (entre otras cosas, porque se comprobó que no existiría una representación única de los sentidos en la corteza sino representaciones múltiples), el debate acerca del localizacionismo cerebral (una forma elegante de decir dónde está cada cosa en el cerebro) está particularmente activo en estos tiempos y nos referiremos a él en otro capítulo. 8

Los sistemas sensoriales no son capaces de percibir al mundo, o a los estímulos que lo forman, de manera absoluta. Un sentido está preparado para captar diferencias. Podemos realizar un nuevo miniexperimento para comprobarlo. Pongamos en un sobre una moneda (sobre 1) y en otro sobre, dos monedas (sobre 2). Elijamos al voluntario de turno, coloquemos sobre las palmas de sus manos los sobres y pidámosle que determine cuál pesa más, siempre con los ojos cerrados. Sin mucho esfuerzo, nuestro voluntario optará por el sobre 2, muy feliz de poder comprobar sus capacidades sensoriales intactas. Ahora, repitamos el experimento, pero colocando cada sobre dentro de algo más pesado, por ejemplo, un zapato. Al colocar los zapatos sobre las manos de nuestro ya no tan feliz voluntario, éste dudará mucho al momento de tener que elegir cuál de las dos cargas resulta más pesada. Supongamos que cada moneda tiene un peso de “1”, y cada zapato un peso de “10”. En términos numéricos hemos pedido, en el primer caso, que se identifique una diferencia de 1 contra 2, o sea, del 100%. En el segundo caso, la diferencia ha sido de 11 contra 12, alrededor del 10%. El sistema está preparado para captar diferencias superiores a cierto valor mínimo o umbral. Esto no es exclusivo de monedas, sobres y zapatos. El ojo está todo el tiempo percibiendo diferencias: de ahí su movimiento continuo, un reflejo llamado “nistagmo fisiológico”. Si interrumpimos este reflejo, fijando mecánicamente el globo ocular (se recomienda no utilizar voluntarios para esta comprobación), el ojo deja de ver, porque la imagen se fija en un solo punto de la retina, que al poco tiempo deja de responder. El sistema sensorial, además de poder ser un buen geógrafo, tiene que poder determinar la duración del estímulo y responder en forma concordante. El estímulo comienza a ser representado allí donde es captado, y los captadores son los denominados receptores sensoriales, que son neuronas especializadas presentes en la piel, en la retina, en la lengua y en todos los comienzos de las vías sensoriales. Los receptores, como bien lo indica 9

su nombre, responden frente a los estímulos de la única manera que puede responder una célula nerviosa: modificando su lenguaje bioeléctrico. Sin embargo, si el estímulo es suficientemente largo, el receptor deja de responder, y a ese proceso lo llamamos adaptación del receptor. En algunos casos el receptor se adapta lentamente, y en otros lo hace dinámicamente, respondiendo al comienzo y al final de un estímulo. Veamos un ejemplo: si uno se pone un par de medias, el tejido roza la piel y estimula los receptores sensoriales. Pero al cabo de cierto tiempo, los receptores se “adaptan” al estímulo y dejan de responder: uno no siente que tiene las medias puestas. Pero luego, una observación como: “¡Qué lindas medias que usa!”, lleva implícita una orden que hace que los receptores vuelvan a responder. La medida del lapso entre la respuesta de los receptores y el momento en que dejan de hacerlo es una forma de determinar cuánto dura el estímulo.

Por último, mencionaremos dos principios complementarios de este entramado que significa la fisiología sensorial. Al igual que lo que ocurriría en una empresa, la información llega a mesa de entradas en donde se le pone un sello que corresponde a cuándo llegó y de qué tipo es, canalizándola así por las vías correspondientes. La información –para exasperación de los clientes– pasa a través de numerosas estaciones de relevo: los empleados, los jefes de sección, los gerentes, y así hasta el directorio y la presidencia. Cada una de estas estaciones le pone su propio sello a los expedientes y extrae más y más información (que ya viene predigerida): cada nivel “sabe más” que el anterior. Este es el principio de jerarquía de los sistemas sensoriales: la señal asciende por vías específicas, en las que se va obteniendo cada vez mayor información mediante la abstracción de diversos componentes. En la visión, por ejemplo, la retina ya tiene una idea bastante completa de algunas cualidades del estímulo: su forma, su movimiento, su color.

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La información llega así a otras zonas del cerebro –en el caso de la visión (y de la mayoría de los sistemas sensoriales) a una estructura subcortical denominada tálamo– que van extrayendo otras propiedades del estímulo: detalles finos, sentido del movimiento, contrastes delicados. Finalmente llegamos a la presidencia, situada en las cortezas sensoriales: en la corteza visual, existirán neuronas capaces de discriminar los detalles más íntimos del estímulo y de asociarlo así con recuerdos y otras informaciones sensoriales para darle un sentido final. Pero hecha la ley, hecha la burocracia: el mismo expediente que llegó a mesa de entradas puede llegar hasta el directorio a través de múltiples caminos alternativos. Una queja por un producto determinado podrá encaminarse hacia la sección de ventas o a la del servicio técnico, dando así oportunidad para que el sistema extraiga mayor información del expediente (o, en los casos más acabados de sistemas empresariales, llegar a perder el expediente inicial, para que así haya que comenzar de nuevo todo el proceso…). Con los sentidos ocurre algo similar: la información proveniente del mundo puede ser procesada a través de vías alternativas, de acuerdo al principio de paralelismo. Un roce de la piel, de acuerdo a sus características, podrá ascender por diferentes vías somato-sensoriales de la médula espinal, que informarán cualidades tales como intensidad, calor o vibración.

Con esta desmitificación de las vías sensoriales hemos intentado explicar los sentidos a través de las bases que todos ellos tienen en común, así sea la visión de una rosa, su olor a rosa o su gusto a rosa (lo que trae aparejada la tarea para el hogar de probar alguna vez las famosas codornices en pétalos de rosa). Todos estos procesos están basados en mecanismos físicos y, por lo tanto, explicables. Sin embargo, cuando queremos explicar la “rositud” de una rosa, empezamos a tener problemas.

Una mosca patas arriba 11

Un experimento excelente que nos dice que mucho más hay en el cielo y en la tierra que lo que nos informan nuestros sentidos, fue realizado hace más de 50 años por el neurofisiólogo inglés Roger Sperry, dotado de sapos, moscas y bisturíes adecuados. Antes de describirlo brevemente, debemos asumir que, para el experimento, un sapo no es más que una certera máquina de cazar moscas. Así, al colocar al insecto en su campo de visión, el sapo saca la lengua apuntándole directamente y se lo come7. Sperry estaba interesado en los procesos de desarrollo y los sapos son muy buenos modelos para estudiar la regeneración neuronal: en determinados estadíos de su vida estos animales pueden soportar lesiones en su estructura y crecer casi normalmente. Por ejemplo, se puede tomar un renacuajo, tirar y cortar el borde del ojo, darle media vuelta (un giro de 180 grados) y volverlo a su posición original. Este renacuajo puede convertirse en un hermoso sapo y ser el objeto del experimento. El mismo consiste, sencillamente, en taparle un ojo al sapo y colocarle una mosca enfrente. Si la ve con el ojo sano, se la come como cualquier sapo de vecino. Pero si ve el apetitoso manjar con el ojo operado, saca la lengua con un error de 180 grados: si la mosca está arriba y adelante, la lengua irá a buscarla atrás y abajo. Una interpretación de este experimento es que para el sapo, o para cualquier organismo, no hay un mundo externo en términos absolutos, sino una representación interna8 entre el lugar donde la información es recibida por los sentidos y las acciones a tomar en consecuencia. Para el sapo del experimento el conjunto de imágenes internas que simbolizan “mosca” se ha representado en un lugar del espacio distinto al real, por lo tanto la lengua recibe la orden de dirigirse hacia allí, y por más que repitamos el experimento, el animal no aprende y sigue papando moscas donde no las hay. Ese conjunto de correlaciones o representaciones responden a una estructura determinada: en otras palabras, la experiencia sensorial depende de la anatomía misma de los órganos de los sentidos. Recordemos el juego que permite determinar el llamado punto ciego: si se dibuja en un papel un punto, y a una distancia de 5 cm. hacia la derecha, una 12

cruz, y cerramos el ojo derecho observando la cruz con el otro, acercando y alejando el papel lentamente el punto desaparecerá como por arte de magia9. La explicación es sencilla: a cierta distancia, la imagen del punto se ubica en una zona de la retina en donde nace el nervio óptico, carente de fotorreceptores. Esta experiencia pone en evidencia la limitación anatómica del reino de los sentidos. Estos límites, sin embargo, no son fijos, y pueden ser modificados por la experiencia, que va moldeando la capacidad representativa de los sistemas sensoriales. Un gatito criado en un mundo compuesto por rayas verticales exclusivamente, perderá la capacidad de “ver” fenómenos horizontales en su mundo de adulto. Por el contrario, un sistema sensorial estimulado constantemente por todos los sentidos es un sistema mucho más desarrollado y, por lo tanto, capaz de generar una mayor variedad de respuestas.

El mundo de los qualia

Sin embargo, hay características subjetivas de los estímulos que no son tan fácilmente explicables por los principios básicos o las limitaciones anatómicas de los sentidos. No es lo mismo afirmar que percibimos un color, o un olor, o hasta que algo “duele”, que poder determinar la sensación subjetiva del rojo, o del perfume, o de un pinchazo. A esas sensaciones subjetivas se las llama qualia. Una de las formas en que se expresa el problema de la conciencia es en la explicación de cómo aparecen sensaciones subjetivas en cerebros hechos de neuronas y es en esta cuestión donde surgen en la actualidad las posturas más disímiles. Hay quienes afirman que existen neuronas individuales capaces de responder ante qualia determinados; otros, más cautos, dejan esta capacidad subjetiva librada al arbitrio de grupos de neuronas y sus relaciones características. Finalmente, el grupo de los escépticos afirma que la neurofisiología no está (y tal vez no llegue a estar nunca) preparada para explicar estos fenómenos: habrá siempre un problema 13

difícil (hard problem) más allá de las consideraciones físicas del funcionamiento cerebral. Obviamente, los primeros le achacan a estos últimos un cierto aire místico y vitalista que no les cae nada simpático, pero de todas estas rencillas domésticas nos ocuparemos en el capítulo siguiente. El problema de los qualia fue advertido hace varios siglos. Es interesante que alguien que sabía bastante acerca de observar la naturaleza, Galileo Galilei, afirmara que (palabras más, modernismos menos) “los gustos, olores, colores y demás propiedades de una cosa no son más que nombres en lo que respecta al objeto que representan y residen solamente en la conciencia”10. O sea que las impresiones sensoriales, la “sensación”, sería un proceso eminentemente subjetivo. El qualia de “rojo” que pueda sentir una persona frente a distintas situaciones, o bien diferentes personas frente a un mismo estímulo será, con un alto grado de probabilidad, muy distinto. No sólo habrá diferencias de qualia a nivel personal: también parece haberlos en un sentido histórico. En el siglo pasado, Goethe observó que a lo largo de toda La Ilíada y La Odisea no existe el término “azul”: el cielo puede ser hierro o bronce, el mar oscuro, borravino, gris, púrpura, pero nunca azul. El término kyanos, que en la actualidad significa “azul”, es en las epopeyas de Homero un adjetivo que corresponde a oscuro, sombrío. Héctor, el héroe troyano, tenía el pelo kyanos, y no parece sensato interpretar que los héroes troyanos se tiñeran el pelo de azul como algún punk de Londres en los años ochenta. Algo similar ocurre con chloros, que luego se asociaría con “verde”; en La Ilíada, por ejemplo, la miel es chloros y esto, junto con otras observaciones, ha sido propuesto como una indicación de que el término, así como kyanos representaba lo oscuro, simbolizaba lo nuevo o lo fresco. Sabemos que los griegos no eran daltónicos ni ciegos para el color, entonces podemos suponer que los qualia asociados a los diferentes colores eran diferentes en esas épocas. El uso de los términos para representar a los colores no parece ser metafórico sino literal: para algunos autores, los griegos veían algo con cierta frescura (como un árbol, o lágrimas) y así veían “verde”. 14

En realidad, el uso y abuso de ejemplos visuales para la explicación de los fenómenos sensoriales y los qualia no es casual. Como buenos bichos diurnos, la visión es probablemente nuestro sentido principal y es a través de la visión como han aparecido muchas hipótesis acerca de la conciencia. Siempre fue así: la suerte del mundo dependía de los ojos de Ra (el dios-sol de los egipcios) y los ojos de los mortales también poseían su propia luz. Para San Matías “la luz del cuerpo son los ojos” y para los griegos contemporáneos de Homero, no sólo podía desprenderse una cáscara y llegar a la pupila sino que además una luz salía de los ojos para iluminar el mundo11 (de hecho, si observamos el ojo del vecino, veremos esa “cáscara” como una imagen en la pupila).

Mirar no cuesta nada

La visión es posiblemente la puerta de entrada a la conciencia acerca de la cual más se conoce. En principio, debe aceptarse que la visión es un proceso de abstracciones y construcciones sucesivas, así como de engaños de los que no siempre somos conscientes. ¿Qué quiere decir esto de “engaños”? Las llamadas ilusiones ópticas son en el fondo juegos que ponen en evidencia las limitaciones a las que nos somete la visión. Dado que este tipo de efectos ópticos es bastante conocido12, no nos detendremos demasiado en ilustraciones y juegos de líneas y formas que aparecen o desaparecen. Todas estas imágenes tienden a demostrarnos la idea central de este capítulo: el “mundo” es lo que nuestros sentidos nos permiten que sea. Por otra parte, la visión es un sentido particularmente útil para determinar las diferencias entre los procesos de percepción y de sensación. Otra característica de la percepción y sensación visuales es la capacidad de generar una idea de conjunto a partir de elementos aparentemente dispersos. Algo de esto sabían los psicólogos de la Gestalt: pensaban en una psicología abarcativa en la que la percepción es una propiedad emergente de los elementos básicos que se perciben. Nuevamente, el 15

todo es más que la suma de las partes13. Esta percepción gestáltica es absolutamente intuitiva: un chico puede dibujar una casita con cuatro trazos y el cerebro, en lugar de interpretarlo como 4 líneas, o un cuadrado y un triángulo, lo identifica como “casita”. Existen situaciones de déficits neurológicos en los cuales se pierde la capacidad de abstracción, no se es capaz de reconocer formas abstractas. Pero sin embargo, también puede suceder lo contrario: en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Oliver Sacks narra el caso de un paciente que pierde su capacidad de formarse imágenes concretas a partir de figuras geométricas abstractas:

“…una claridad chocante, un color, una forma captaban su atención y provocaban comentarios… pero no percibió en ningún caso la escena en su conjunto”.

El tratamiento propuesto por el neurólogo Sacks para este sujeto fue de lo más simple y creativo: le sugirió que dedicara su tiempo a la música, en la que su afán de sensaciones abstractas se vio completamente satisfecho.

En el cuadro La alegría de vivir de Matisse hay un grupo central muy pequeño de cuatro o cinco personas tomadas de las manos (el mismo grupo luego daría origen al cuadro La danza). Si recortamos cada una de estas personas y las miramos por separado, puede dar la impresión de que están paradas, o corriendo, o bien haciendo algún extraño tipo de gimnasia. Sin embargo, el efecto de conjunto es muy diferente: está claro que están bailando y, además, transmite una idea de alegría que proviene justamente de esa unión particular que Matisse les impregnó con pocos trazos. Por un lado, es un buen ejemplo de esa propiedad gestáltica de la visión: es el conjunto lo que da una cierta subjetividad a la imagen. Por otro lado, tal vez ésa sea una buena analogía de una propiedad emergente del cerebro: las neuronas individuales pueden poseer una neurofisiología particular pero las relaciones entre ellas son las que le darán sentido al proceso mental. Quizá Matisse tuviera 16

una imagen semejante cuando afirmaba “creo en Dios cuando pinto” o, más temerariamente, “soy Dios cuando pinto”.

Visión a ciegas

Una situación en la cual la visión nos puede servir de puerta de entrada a la conciencia es, justamente, la ceguera. Ante todo debemos recalcar que la ceguera es una condición de lo más heterogénea. Supongamos un caso de ceguera total, en el que el individuo realmente no ve nada. Algunas de estas situaciones son modificables por cirugías, por ejemplo, por transplante de córnea. Los pacientes así recuperados tienen que “aprender a ver” nuevamente y las descripciones de este aprendizaje no son necesariamente agradables. El mundo no aparece como una explosión de luces y formas claramente identificables sino como una amenaza que suele disparar severas crisis en algunas de estas personas. Aprender a ver no es un fenómeno sencillo, y recrear los circuitos necesarios para identificar visualmente al mundo es una tarea que puede llevar años. Esto recuerda a los experimentos de deprivación sensorial en animales, sobre todo en gatos: parece existir un período crítico durante el cual si el gatito no es estimulado visualmente, quedará ciego como adulto. El daño producido por la falta de estimulación temprana puede ser irreversible. No necesariamente se produce una ceguera total por fenómenos de deprivación temprana: ya hemos visto que un gatito que sea estimulado exclusivamente por un mundo hecho de rayas horizontales, cuando sea un señor gato no podrá responder a ningún estímulo compuesto por rayas verticales. Entonces, para “ver” la luz exterior, podemos pensar que requerimos de una “luz interior”: nuestro sistema debe estar preparado para poder percibir y sentir la información ya que, de lo contrario, ésta carecerá de sentido. ¿Será esta luz interior la misma que mencionamos anteriormente, la que no sólo

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está en la Biblia (“la luz del cuerpo son los ojos”) sino también la que según los griegos se desprende de la retina para iluminar al mundo?

Un fenómeno muy interesante es el de la llamada ceguera visual o agnosia visual.14 Aunque sabemos poco de los mecanismos de esta condición, los casos más frecuentes son aquéllos derivados de accidentes traumáticos o de la presencia de tumores que afecten a zonas corticales relacionadas con las áreas secundarias de la corteza visual. En la ceguera visual (blindsight) se pierde la percepción pero algunos aspectos de la sensación parecen quedar intactos. Cuando ocurre una lesión en la corteza occipital, la visión puede quedar afectada parcial o totalmente, aunque es más frecuente que la lesión sea circunscripta y se origine así un agujero negro en el campo visual del paciente. El agujero negro es el punto ciego que mencionamos anteriormente. Todo lo que caiga en el punto ciego será invisible a los ojos, como la rosa del principito. El punto ciego está allí todo el tiempo, pero dado que nuestra percepción se basa en comparaciones, compensaciones entre ambos ojos y movimientos continuos, nos arreglamos bastante bien. En las personas con una lesión en la vía visual, particularmente en la corteza, habrá una zona del mundo definitivamente invisible. Y la gente con estas lesiones es, por lo tanto, ciega frente a este pedazo del mundo. Si se le pide a uno de estos sujetos que identifique un estímulo visual en esa zona de su campo sensorial, seguramente se enojará y dirá “¡pero si ya le dije que no veo nada!”. Sin embargo, si nos armamos de paciencia y les pedimos que adivinen si se está produciendo el estímulo, en qué zona de su campo ciego y hasta a qué se parece este estímulo (por ejemplo, si es un cuadrado o un círculo), lo más sorprendente es que pueden adivinar con una frecuencia bastante más alta a la debida a una elección al azar. No lo ven, pero saben que el estímulo está allí (y también ellos se sorprenden de lo acertado de sus intentos). Aunque parezca cosa de magos y brujos, habría una explicación neuroanatómica para este fenómeno. Pensemos en un Houdini que recorre los pueblos con su ayudante y se 18

dedica a adivinar, con los ojos tapados con una venda, los objetos que eligen sus espectadores. El truco es sencillo: al formular las preguntas, su ayudante le irá dando pistas acerca de la naturaleza del objeto a adivinar: se estará llegando a una explicación visual por caminos alternativos. La información visual puede llegar por diversas vías a distintas regiones del cerebro, y aun en el caso de que haya determinadas zonas de la corteza occipital dañadas, habrá una redundancia en las vías de comunicación y esta información llega a otras zonas corticales, pese a que el sujeto no parece advertirlo.

En la ceguera visual, entonces, se percibe la información visual (los pacientes le aciertan a la opción correcta que representa el estímulo), pero ésta no es procesada correctamente a nivel consciente (los pacientes niegan haber visto algo). Existen, además, otras situaciones que los psicólogos aprovechan para disfrazar información visual y entender cómo el cerebro la identifica, en forma consciente o no. Otra forma de confundir a la conciencia son las llamadas imágenes híbridas, que combinan dos figuras manteniendo algunos detalles pero filtrando otras características relativamente groseras (de acuerdo con las frecuencias altas y bajas de colores y contrastes). De esta forma, dependiendo de la distancia y el ángulo de la visión, se podrán percibir imágenes completamente diferentes. Más allá de su posible uso en publicidad, esta percepción híbrida también ayuda a entender cómo el cerebro reconoce al mundo en forma visual y, de paso, cuánto de este reconocimiento es consciente. Se cuenta que uno de nuestros ciegos más famosos, Borges, le pidió a un amigo que lo llevara al cine en Londres. Su amigo respondió: “¿Al cine? Si usted no ve, Borges”, y el escritor insistió: “Cierto: no veo lo que pasa de verdad, pero eso no me impedirá ver lo que se inventa”15. Este fenómeno de la agnosia visual está siendo ampliamente estudiado como un trampolín para el mundo de las invenciones internas, el mundo de la conciencia. Una pregunta posible sería la de qué grupos de neuronas son responsables de este proceso de la sensación visual consciente. Nuevamente, puede ser 19

necesario reformular la pregunta antes de buscar una respuesta: ¿será que hay neuronas responsables de estos fenómenos conscientes, o bien éstos están generados por grupos de células que actúan concertadamente? Esta cuestión tan básica está lejos de ser comprendida en su totalidad: como ya dijimos, para algunos investigadores (Crick y Koch, entre otros) existirían las neuronas individuales capaces de responder “conscientemente”, mientras que para otros los procesos de integración sólo podrán ser llevados a cabo por patrones de interrelación neuronal. En los monos parece haber grupos de áreas que podrían responder a dos preguntas muy bien definidas: “¿Qué es lo que estoy mirando?” y “¿Dónde está eso que estoy mirando con respecto a donde estoy yo?”. La relación entre bananas y neuronas miradoras de bananas nos acerca a la cuestión de los llamados correlatos neurales de la conciencia, a los que justamente hemos llegado por la puerta grande: las puertas de la percepción. Pero esto es tema de los capítulos siguientes.

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