Cartas Peligrosas - Marco Denevi

CARTAS PELIGROSAS El ordenanza le entregó el sobre con una sonrisita ambigua y Tununa leyó, en el anverso: "Para la Srta

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CARTAS PELIGROSAS El ordenanza le entregó el sobre con una sonrisita ambigua y Tununa leyó, en el anverso: "Para la Srta. Tununa", más abajo la dirección del Banco y todavía más abajo, en el ángulo inferior izquierdo, "Estrictamente personal". Las señas del remitente, en el dorso del sobre, la intrigaron: "D.C. Pichincha

2110 piso 2° departamento 12 Buenos Aires". No recordaba conocer a nadie que viviese en la calle Pichincha y cuyo nombre coincidiera con las iniciales D.C. Durante toda la mañii.na tuvo tanto trabajo que no encontró un minuto para

leer esa carta que le enviara no sabía quién, por lo visto alguien que no estaba

al tanto de su apellido ni de so domicilio. La leyó al mediodí� en el café de

la esquina, mientras almorzaba un té con leche y un sándwich tostado.

En un primer momento no entendió nada y debió leer dos veces esa hoja de papel de estraza toda cubierta por una caligrafía prolija y diminuta. Quien le escribía era Donald Corey. Donald- Corey le escribía desde dónde, desde la cárcel. Donald Corey le escribía desde la cárcel para decirle qué. Que estaba preso. Pero no le decía por qué estaba preso. Y entonces para qué le escribía, qué quería. Tununa se sintió aturdida y vagamente alarmada.

Hacía un año que Donald Corey había dejado de ser c1iente del Banco, pero

apenas Tununaleyó su nombre lo recordó. Era un inglés que no parecía inglés porque era bajo y rechoncho, sin pescuezo, con la cabeza redonda y rapada de marinero hundida entre hombros de boxeador. Además los ingleses se visten como ingleses y tienen un carácter que combina la cortesía y la indiferencia. En cambio Carey tenía el temperamento sanguíneo y extrover­ tid8' de un italiano y se vestía como un porteño enriquecido de golpe: telas brillosas, colores fuertes, oro en los puños de la camisa, en la corbata, en las muñecas, en los dedos y se perfumaba hl!-sta apestar. Ni siquiera chapurreaba el español: hablaba como un porteño y usaba palabras del lunfardo. En cuanto a la educación, tenía la de un ex marinero que ahora se dedica a negocios en

los que ha prosperado. Pero era un tipo muy popular en el Banco, muy simpático, y manejaba gruesas sumas de dinero. Venía todos los días, con varios cheques. Saludaba a todo el mundo, buscaba conversación, hacía bromas en voz alta (por lo general demasiado alta) que él era el primero en festejar con grandes risotadas que terminaban en accesos de·tos. A fin de año les traía regalitos. Cuando canceló la cuenta corriente y dejó de hacerse ver, su desaparición fue muy comentada. J:?espués lo olvidaron. Y ahora ese Donald Carey resucitaba para escribirle una carta, justamente a ella, desde la cárcel: Por qué a mí, se preguntó 'fununa con aquel vago malestar. Al fin y al cabo no había habido entre los dos ninguna amistad. Buenos días, biJ.enas tardes, cómo le va, hace frío, hace calor, diálogos triviales sin ninguna importancia entre una cajera y un cliente que no podía estar callado. Cierto, pero al fin de año Carey no le obsequiaba, como a las demás empleadas, un frasquito de perfume. Para Tununa había un libro en encuader­ nación de lujo, con una dedicatoria cuyo laconismo trasuntaba un gran respeto: "A la Srta. Tununa de su agradecido servidor Dona�d Carey". Ella lefa el libro, siempre algún best seller norteamericano y después, si

¡oe

presentaba la oportunidad, lo comentaba con Carey. Pero se daba cuenta de que a él no le interesaban los libros, no leía libros. De todos modos, que le regalase un libro, y que antes lo hiciera encuadernar en cuero de Rusia o en piel de nonato, era una especie de homenaje. 1·ununa se sentía halagada aunque.no le hubiese disgustado un frasco de perfume.

Y ahora ese Donald Carey le escribía desde la cárcel. No le revelaba por qué estaba preso pero dejaba entender que sería por n1uchos años. O tal vez exagerase, porque agregaba: "Aquí un día no pasa nunca, un. mes es una eternidad", A la tercera lectura Tununa pescó con qué intenciones Corey le dirigía ,. aquella carta: ''No tengo familia, ya no tengo amigos, no recibo visitas n i correspondencia.

�oy lo que aquí llaman un paria, despreciado por todos".

Estaba bien claro: ese individuo pretendía cartearse con alguien (a quien, más

adelante, le pediría que lo vii,;itase) y la elegía a ella. ¿Con qué derecho? Tununa experimentó una mezcla de temor, alarma e irritación. Si Corey estaba preso, por algo sería. Porque había cometido algún crimén, un robo, una estafa, o porque era un terrorista. Que se aguantase ahord las consccuen� cias pero que no la comprometiese a ella. Ella no era su amiga ni nada por el estilo. De modo que no le contestaría. Bueno fuera cartearse con un delincuente. Durati.tc el resto del día se :.intió disgustada, intranquila y como bajo una amenaza de extorsión. No podía quitarse de la cabeza la idea de que C.orey, d�sde la cárcel, se había propuesto envolverla en alguna matufia tenebrosa. Pero a la JlOChe, en su departamento, volvió a leer la carta y se sorprendió de lo bien escrita que estaba. Era una carta delicadamente redactada, en un tono y con un vocabulario que costaba asociar al Donald Corey de un año atrás. EJ infortunio lo había mejorado. "Señorita Tunuña: No tengo la esperanza de que se acuerde de rrú, ni merezco que me recuerde. En cambio yo nunca la he olvidado, y ahora menos 'que nunca porque ahora no dispongo de otra felicidad que la que puedan proporcionarme los recuerdos. Y entre mis recuerdos el más hennoso es el que guardo de usted. "Tununa sospechó, en un relámpago, que esa frase

lisonjéra escondía una trampa. Y en seguida, en otro relámpago,

que Core�siempre había estado enamorado de ella. El párrafo final la conrnovió: "Lo tenible de mi situación no consiste en

estar privado de libertad. Lo realmente insoportable es que mi desgricia

ocurra ante la indiferencia total de los hombres, del universo y acaso de Dios. Cuanto a mí me sucede no le quita el sueño a nadie. No tengo familia, ya no tengo amigos, no recibo visitas ni corresponden­ cia.·Soy lo que aquí llaman un paria, despreciado por todos. Y usted no se imagina qué suplicio espantoso puede ser, en una prisión, el desprecio de los que están adentro, guardiacárceles y reclusos, sín que nada ni nadie venga deSde afuera a decimos que todavía somos un ser humano".

A Tununa los ojos se le llenaron de lágrimas. Sí, podía imaginarse al pobre >

Donald Corey, antes tan alegre, tan vital, tan conversador, tan generoso, encerrado ahora en una celda desnuda, vestido con el traje a rayas del Penado

14, quizá con grillos en los pies, condenado a no hablar con nadie, a sufrir las burlas y las humillaciones de los demás presos y de los guardianes, que le harían la vida imposible. No me importa lo que haya hecho, pensó Tut,iuna. Un hombre que es capaz de escribir una carta así quizás haya cometido algún desliz en sus negocios pero no es ningún delincuente. Donald Carey no podía ser un asesino, un sujeto de aver(a. Y ni" hablar de terrorisma tratándose de un inglés de cincllenta años. Le contestaría la carta. Después de todo ella no corría ningún peligro: Carey estaba entre rejas por mucho tiempo y desde su encierro en qué podía perjudicarla, en nada. Se sentó y escribió durante un largo rato en una hoja de papel azul que tenía impresas sus iniciales artísticamente entrelazadas: T.M. Una especie de repentina abnegación, el deber de mostrarse magnáni­

ma con un pobre desdichado, las ganas de probar que el mundo no se ensañaba con él, le dictaron el encabezamiento: nMi querido Donald�. Después, a medida que se internaba en la carta, la conmiseración por Corey se le entusiasmó: "No sabe la inmensa alegría y al mismo tiempo el hondo pesar que me causó su atenta del 18 del corriente mes. Alegría de que se haya acordado de mí, que tanto lo he estimado siempre. Pesar por su actual situación, que e.'>pero se solU:cione pronto y de la manera más feliz". No se daba cuenta, pero escribirle a un preso le producía un vago placer voluptuoso: Corey, preso, se había revestido de una especie de virilidad temible y violenta. Cuando iba por la mitad de la carta ya se había olvidado del Donald Corey pelirrojo, de hombros de boxeador y un metro y medio de estatura, y le escribía a un personaje imaginario, novelesco, a una suerte de bandido romántico injustamente encerrado dentro de una mazmorra. ·En la

despedida se desató: "Contésteme lo más rápido que le sea posible, querido

Donald. No sabe con cuánta impaciencia estaré aguardando unas líneas suyas. Y si necesita algo de mí, si hay algo que yo pueda hacer por usted, dígamelo y lo complaceré volando. Su amiga, Tununa�. En el dorso del sobre

estampó su nombre y apellido y las señas de su domicilio particular. Lo que no conseguía entender era que la carta de un recluso no consignase el número de calabozo sino, tan campante, piso 2" departamento 12, conio si la prisión fuese una casa de_departamentos. Varios días después, para salir de dudas, pasó por Pichincha y Ca�eros y comprobó que Ja dirección correspondía no más a la cárcel y- que el edificio no tenía ilada de lúgubre. Cor ey parecía haber tenido preparada su segunda carta, porque Tununa la recibió por correo expreso (vaya, pensó, dispone de dinero para gastar) dos días después de haber despachado ella la suya. El �Querida Tununa" le cayó confianzudo. Una cosa era que ella lo llamase Donald a secas o querido Donald, porque eso formaba parte de la caridad que hay que tenerJe -a un preso, y otra cosa es que un hombre alzado contra la ley y contra la sociedad se dirija a una mujer decente como de igual a igual. Pero el resto de la carta conservaba el tono respetuoso de la anterior, aunque un poco más animado y decididamente más optimista. Después de deshacerse en agradecimiento, Corey le proponía mantener entre ambos una "asidua correspondencia, así, como si conversáramos todas las tardes mientras tomamos el t.é juntos, porque Je prevengo, Tununa, que nadie más que yo leerá sus cartas. En mi actual situación procesal mi correspondencia no está sometida a censura y puedo enviar y recibir cartas con absoluta libertad, de modo que por ese lado esté tranquila". En el último párrafo le hacía un inesperado pedido: que le mandara un libro, "pero no novelas, no tengo paciencia para leer novelas, sino algún libro de cuentos". Tununa leyó, asombrada: "Si fuese pasible, cuentos de Maupassant". Le envió un grueso volumen de Cuentos escogidos de Maupassant, en edición rustica (le habría gustado hacerlo encuadernar, pero tampoco quería hacer esperar a Corey) con una larga dedicatoria. Junto con los cuentos le mandó una carta en la que, para distraerlo, le contaba algunos chismes del Banco, noticias periodísticas y cosas así, en un tono desenvuelto como si le escribiese a un amigo de toda la vida. Hubiese querido preguntarle, sin dar mayor importancia al asunto, por qué estaba preso. Pero Corey jamás rozó

el tema (salvo en una oportunidad en que Tununa no sacó nada en limpio) y ella, por discreción, tampoco. En cuanto al otro punto delicado {que él le pidiese que l o visitara) no hubo nunca la menor insinuación. Por suerte, porque -Tununa se habría muerto antes de entrar en una cárcel de hombres. Corey le comentó los cuentos de Maupassant en una forma que la descon­ certó: "Los que más que gustaron son Dos Amigos, La señorita Perla y El collar de perlas. Parece mentira que un hombre tan dominado por la más baja sensualidad haya sabido expresar sentimientos tan finos, tan puros". El libro no llevaba ningún prólogo. ¿De dónde sacaba Corey ese dato sobre Maupas­ sant'? El Donald Corey cliente del Banco daba la impresión de no haber leído un libro en toda su vida y, por lo pronto, a ella le regalaba esa clase de novelas que compra la gente que no sabe nada de literatura. Y ahora, en la cárcel, se le daba por Maupassant, dejaba traslucir ciertos cono�imientos previos. También le decía: "No se moleste, Tununa querida, en tenerme al tanto de la actualidad. Aquí podemos leer diarios y toda clase de revistas". Vaya, pensó Tununa, no lo pasa tan mal que digamos. Varias líneas má� abajo se topó con una frase que la sobresaltó: "Si uste " d me viese no me reconocería. Antes pesaba cerca de cien quilos. No se notaba

porque soy alto. Ahora peso a gatas setenta quilos. Claro que así, delgado y con nú estatura; parezco todavía más joven. Dentro de todo aJgo tengo que agradecerle a la cárcel•. Tununa a.o podía creer lo que leía. ¿Alto, Donald Corey? ¿Desde cuándo era alto aquel enano? ¿Y qué quería significar con eso de que "parezco todavía más joven"? Cómo, todavía más joven, un hombre de cincuenta años. ¿Se burlaba de ella'?¿O se había vuelto loco'? De golpe Tununa tuvo-la sensación de que el Corey que le escribía no era el mismo Corey que ella había conocido. Y entonces ¿quién era'? Corrió a cotejar Ja carta con las dedicatorias estampadas en los best seller: la caligrafía coincidía. Durante un par de semanas hubo un intercambio de,correspondencia que puede resumirse así:

Donald Corey

Tununa "Me llama la atención que esté tan

"Acuérdese de cuando una vez le

versado en literatura. Nunca me lo

dije, en el Banco, que mi verdadera

hubiera imaginado. Más le digo: te­

vocación era ser escritor. No debo

nía la idea, ahora veo que equivoca­

perder las esperanzas. Al fin y al

da, de que no le atraían los libros de

cabo Cervantes concibió el Quijote

ficción."

en la cárcel."

"Esa broma sobre su estatura me

"No le he hecho ninguna broma

hizo gracia. Compruebo, complaci­

sobre mi estatura, Tununa querida.

da, que conserva el buen humor."

¿O ya se olvidó de mí?

"No me olvidé para nada de cómo

"No me extraña que me describa

es usted: de mediana estatura, de

como me describe. Para una mujer

mediana edad."

alta, ningún hombre es alto. Y para una mujer joven, un hombre que le Heve - algun�s años es de mediana edad."

Tununa parpadeaba

estupefacta. Aquello era el colmo de

la desfachatez

o de la demencia. Otra carta añadió nuevos delirios o nuevas bromas: �Los !otros me persiguen. Como saben que entré por violeta y soy alto y buen mozo, �sos miserables no me dan tregua. Pero no quiero entristecer a un ángel como usted, con historias tan sórdidas". Tununa se sintió aterrada. Por empezar, ese léxico ininteligible -los !otros, entré por violeta, ¿o será por Violeta? ¿Violeta era una mujer que lo había arrastrado a delinquir? - Ie producía repulsión. Y que Corey se empeñase en que era alto y buen mozo, que hablase de ella como de una joven también aJta, terminó de espantarla. No le escribiría nunca más. Porque una de dos: o Carey tenía las facultades

mentales alteradas o la hacía objeto de una estúpida chacota; peor, de alguna confabulación quién sabe con qué intenciones. Muchas gracias, ella no quería saber nada con ese Corey que no le traería sino dolores de cabeza. Lamentaba haberle dado su dirección. Pero tal vez, si ella no le contestaba las .cartas o se las devolvía sin abrirlas, se dejase de molestar. Está visto que no se le puede dar confianza a nadie y menos a un preso. Como viven encerrados sin hacer nada, vaya una a adivinar las ideas que se forjan. Corey

debía.de estar chifla40. O sería unfacineroso de marca mayor que desde la

cárcel se había propuesto usarla a ella para alguna maniobra del hampa, quizá contra el Banco, qué horror. Sondeó discretamente a sus compañe . ros. Quienes no habían olvidado a

Corey lo describieron tal como e11a lo recordaba: bajito, rollizo, CJ pelo color sangre cortado al rape, nada de buen mozo ni siquiera de cara y. en cuanto a la edad, cincuentón. Tununa, que había empezado a dudar de su memoria,

ya no dudó más: Corey le había mentido deliberadamente. Y si no le había mentido, disparataba en pleno desorden mental. Transcurriero.n veinte días sin que llegase ninguna carta. Tununa rogaba a Dios que Corey se diese por aludido e interrumpiera definitivamente la correspondencia. Pero sospechaba que no se libraría de él con tanta facilidad. Dicho y hecho: llegó un nuevo sobre. Estuvo todo el dia vacilando· entre abrirlo y no abrirlo (y devolvérselo, cerrado, metido dentro de otro sobre sin señas del remitente). Al fm lo abrió. La carta era breve pero embebida en melancolía y mortificación. El estilo volvía a ser el de ·1a primera carta, humilde, casi avergonzado. "Señorita Tununa: Su silencio quizás obedezca a otra causa, enfermedad, un viaje, pero yo no puedo evitar atribuirlo a que usted se ha hartado de rrú. No se lo reprocho. Más bien me sorprende que no haya ocurrido antes. Tanta felicidad no podía ni debía continuar. Pretender lo contrario implicaría, en

mí, una audacia

rayana

en la insolencia. Perdóneme si estos renglones

parecen garabatos y si la tinta está corrida. Es que casi no veo lo que escribo porque estoy llorando como una criatura. No la molestaré más. Rece por mí.

Donald Carey." Tununa se sentó a la mesa y de un tirón, arrebatada por un impulso ciego como un ataque de cólera, llenó tres pliegos de papel azul. Las mejillas le. ardían. Otra vez aquel

espasmo voluptuoso le manoteaba las entrañas, pero

ahora el placer iba unido a una sensación de superioridad, de discrecionali­ dad. El DonaJd Corey loco o mafi.oso se le esfumó y reapareció el bandido romántico y de virilidad temible. Pero ahora el bandido lloraba, pedía perdón, se había convertido en una especie de esclavo, de vasallo que quizás haya estrangulado a alguna pérfida Violeta pero que arrepentido, abandona­ do, vencido, se rinde a los pies de una reina y está dispuesto a obedecer todo lo que ella le ordene. Con una letra deflagrada por la impaciencia y por la ira Tununa escribió:

�Le prohíbo en forma terminante que, porque estuve dos semanas sin escribirle, se ponga a pensar disparates. ¿O se cree que no tengo otra cosa qué hacer?" De media carilla en ese tono despótico pasó a toda una página atravesada por vagas tristezas neuróticas: "No se queje, señor Corey,.nada más que porque está privado momentáneamente de la libertad. Yo estoy libre y sin embargo mi corazón rebosa de amargura. Me he desvivido por usted, le he prestado-toda la ayuda que me pidió, pero usted jamás me preguntó si soy feliz, jamás se interesó por lo que me pasa a nú en otra cárcel que es el mundo. Sépalo: como en el verso de Daría, a veces lloro sin querer. Siento una angustia, no sé, unas tremendas ganas de morirme". En el último pliego azul con las iniciales entrelazadas la inundó una especie de dese$perado apasionamiento: "Escrlbame, Donald querido. Escn'bame todos los-días y hasta todas las horas. Si estuve dos semanas sin contestarle fue para ponerlo a prueba. Y le confieso que esas dos semanas de silencio me hicieron sufrir no menos que a usted y acaso más. Taínbién yo he ])orado portj'ue creí que era usted el que estaba harto de mis cartas". En la despedida recobró el despotismo: "Entérese, señor Carey: si no me escribe más, no seré yo quien envíe una esquela mojada por las lágrimas. Ahora la iniciativa es suya. Adiós. Tununa".

La respuesta de Corey no se hizo esperar. Del principio al fin, desde el "Mi queridísitna, mi n1aravillosa, mi admirable Tununa, sanla mía" del encabe­ zamiento hasta el "Me arrodillo, Tununa querida, delante de usted� que precedía a la firma, toda la carta estaba como envuelta en una música de cascabeles, en trinos, en campanillas, en tintineos de triángulo y salpicaduras de celesta. Por ahí le decía, siempre en aquel tono jubiloso: "Yo, a 111i vez, Je prohíbo que esté triste. No, usted no puede estar triste. Pícara, ¿cree que no me di cuenta? Quiere hacerme creer que está triste para solidarizarse conmigo. Pero yo no estoy de ninguna manera triste. Desde que recibí su carta estoy más alegre que unas ca:.tañuelas.

Canto todo el día y me río por

cualquier motivo. Los guardias.y los reclusos ahora me respetan. Gracias a usted he dejado de ser unparian. Le decía, tan1bién: "¿Có1no pudo imaginar, cabecita loca, que no me intereso por su vida? Lo que ocurre es que no me atrevía a pedirle que me hiciera cofifidencias. Per9 ahora la conmino, ¿me oye?, la

oonmino

a que me cuente con lujo de detalles todo lo que quiera

contarme de usted".

A partir de entonces las cartas fueron un ir y venir de informes minuciosos de lo que cada uno hacía desde que se levantaba hasta que se acostaba, de lo que cada uno sentía, pensaba, imaginaba y soñaba. Pero en una de las cartas Corey escribió: "Tununa, de ahora en adelante vatnos a tener que tutearnos y hacer ver qu'e somos novios. Las autoridades del penal han decidido que los reclusos sin manga"- ¡,qué quería decir con eso de los reclusos sin manga?­ _ "sólo podemos recibir correspondencia de parientes o a lo sumo de alguna novia. Yo, sin sus cartas, me suicidarían. También le pedía otro libro de cuentos, esta vez de Jack London, de Hemingway o de un tal O'Henry. Tununa le Satisfizo todos esos deseos. Tutearlo, hacerse pasar por su novia, por una novia tan enamorada que no le importaba "todo lo sucedido" y tan fiel que lo esperaba con el ajuar de bodas listo para el día en que él saliese en libertad (pero que, curiosa1nente, no iba nunca a visitarlo, ¿las autoridades del penal no desconfiarían?), redactar una carta así, aunque todo {uese una farsa, Je produjo una sensación de irrealidad, pero de una irrealidad irresponsable

y excitante como la del teatro. La respuesta de Corey le hizo temblar las manos. No satisfecho con tutearla le daba apodos cariñosos, en diminutivo, y le arrojaba a la cara un vocabu­ lario tan íntimo que Tununa se sofocó y debió interrumpir varias veces la lectura para que se le aquietase el latido de las sienes. La despedida era audaz; "Te besa, tu Donald". Cuando terminó de leer se le figuró que cartearse con Corey ya no era una temeridad, como había creído alguna vez. Ahora se transformaba en un pecado, en una inmoralidad. Pero una inmoralidad de la que nadie se enteraría. Un pecado clandestino, secreto. terriblemente tenta­ dor porque sólo ellos dos lo conocían y no debían rendir cuentas a nadie. Razonó que a Corey no le revisaban la correspondencia que él enviaba. De lo contrario no habría puesto al descubierto, en la carta anterior, la impostura del noviazgo entre ambos. Corey no tenía necesidad de fingir nada. Y sin embargo fingía. ¿Sí, fingía?Quizá tampoco le revisaban la correspondencia que recibía y todo era una excusa pa · ra poder esi:ribirle esas cartas ardorosas sin que ella protestase, para que ella le respondiese como una novia enamorada y hacerse así la ilusión de que su amor era correspondido. A la encomienda con los libros le había dedicado i:uatro palabritas distraídas. El resto era una catarata de frases demasiado vehementes como para haber sido escritas nada más que para guardar las apariencias.-Me ama, pensó Tununa, siempre me amó y ahora encuentra por fin la posibilidad de confesármelo. O acaso Corey, así como fabulaba consigo mismo, soy joven, .soy alto, i;oy buen·mozo, también quería fabular con ella, inventarse un idilio y refregár­ selo por las narices a los demás reclusos. A m{ qué me in1porta, pensó Tununa. En cualquiera de las dos alternativas, la del amor verdadero y la del amor simulado, ella no perdía nada con secundar ese juego después de todo bastante inocente. Tres meses después la carpeta donde Tununa guardaba las cartas de Corey estaba colmada de epístolas amorosas. tan ardientes que más de una vez tuvo que pedirle un poco de moderación: A menudo, por la noche, las releía y siempre le provocaban un vacío en el estómago como de vértigo o de hambre.

¿Qué haría él con las que ella le mandaba? ¿Las guardaría, también, en algún escondite a cubierto de miradas indiscretas? Tununa no se cansaba de recomendarle: "Por Dios, Donald querido, que ningún otro ponga sus ojos en lo que voy a escribirte". A continuación le escribía las frases tiernas que se le soltaban, casi sin proponérselo, en una especie de vahído, de alucinación, o co1no si entonceS dejara de ser ella y se transfonnara en otra, en esa novia separada del hombre a quien amaba tan apasionadamente y a quien seguía amando a través de los muros y de las rejas de la cárcel.

Cada tanto Corey le escribía: "para que no te olvides de mí: mido un metro ochenta de estatura; tengo el pelo negro y ondulado; los ojo& grises. Adelgacé. Estoy flaco pero todavía conservo mis anchas espaldas. Estoy, también, pálido". Tununa comprendió, por fin: Carey no saldrá nunca en libertad. Por eso fabulaba: para que ella, olvidándose del ridículo y grosero Donald Corey real, consintiese en cartearse con ese otro Donald Carey ficticio, alto, buen mozo, moreno, esbelto, de ojos grises y espaldas de Marlon Brando. Sí, al fin comprendía la razón de un simulacro que hasta entonces le había parecido inexplicable. Y quizá también él necesitaba fantasear con ella. "Donald mío, el viernes es mi cumpleaños. Veintisiete años, ya. ¿No te pareceré una vieja, cuando vuelvas a verme? ¿No te desilusionarás? Por las dudas me cuido. Los otros días me encontré la primera cana. Aunque con mi pelo tan rubio no se me notaba, igual me la teñí, no te rías. ¿Debo recordarte, también yo, cómo soy? Rubia, alta, de ojos verdes". Él, como si tal cosa, señal deque el engaño l e gustaba, contestó: "Tununamía, felicitaciones. ¿Veintisiete años? Yo creía que ibas a cumplir veinticinco. ¿No te habrás agregado uno o dos afiitos para emparejar tu edad con la núa? Adorada, no necesito que te describas, llevo tu imagen tan guardada en mi corazón que cierro los ojos y te veo. Te veo como el día en que nos conocimos en el Banco y ahí no más te dije que me habías flechadon. Cuando se cumplieron diez meses desde la llegada de la primera carta, Tununa ya no l e escribía a ningún inglés maduro, pelirrojo, rasurado, bajito y charlatán. Se había olvidado de ese Donald Corey nada seductor y en su

lugar ponla al hombre alto, delgado, de pelo negro y ojos grises que al,guna vez, en algún sueño, había aparecido en el Banco y le había declarado su amor instantáneo y fogoso. A nadie más que a él le mandaba las cartas, nadie sino él le inr.piraba esas frases desatadas, esos desvaríos, hasta esa impudicia de

escribirle "te beso, te beso, te beso y no me canso de besarte y soy tuya y no seré de ningún otro". )'cuando Cárdenas, el jefe de la sección Depósitos a plazo fijo, la aco1npañó al subterráneo y empezó. a decir: "Mendicute, hace años que nos conocen1os, tengo por usted el mejor de los conceptos y pienso que también yo le merezco alguna consideración, así que me he tomado el atrevimiento de aspirar a que lleguemos a ser algo más que simples amigos y compañeros de trabajo", Tununa

se

sobresaltó como pillada en falta y

balbuceó en un tono seco, casi ofendido: "Perdone, pero tengo novio". Hasta que llegó una carta muy escueta, una especie de telegrama en un estilo casi burocrático: "Tununa: creo que el lunes me sueltan. Ese nlÍsmo día iré a visitarte en tu departamento. Saludos, Donald".

Por primera vez la

caligrafía no era diminuta y prolija sino unos nerviosos ganchos tra7.ados por una mano sacudida por la emoción. Ese día, lunes, Tununa llamó por teléfono al Banco y dijo que no iría a trabajar porque se sentía indispuesta. Como nunca había sucedido antes, le creyeron. Después fue a la peluquería de donde dos horas más tarde salió rubia y con un peinado que la rejuvenecía. Después hizo algunas co1npras. A las doce ya estaba tnaquillada con todos aquellos productos caros que le

avivaron el rostro y se lo volvieron casi irreconocible. Se puso el trajecito juvenil, un poco atrevido. Se calzó los audaces zapatos de taco tan alto que le aumentaron la estatura en diez centímetros. Se perfumó con unas gotas de Labyrinthe legítimo. Y sin probar bocado, sin poder pensar en nada. se sentó en uno de los sillones de cretona del minúsculo living y esperó. Debió esperar hasta la noche. A las nueve de la noche oyó la chicharra del portero eléctrico, oyó en el auricular una voz masculina: ¿Tununa?, sin responderoprintló el timbre y regresó al living encendió las dos lámparas con pantalla de seda rosada, hizo brotar del tocadiscos la música melosa d.e

Extraños en la noche por Mauriat y se apostó tras la puerta de entrada. Desde ahí oyó el ruido del ascensor, en seguida el 1imbre. . Tu nuna abrió la puena. Donald Corey la miraba y le sonreía. Era joven, aJto, esbelto, n1uy pálido, con el pelo negro y undulado y los ojos grises. Tununa, rubia y maquillada, no pudo contenerse: Je tendió los brazos.

A la mañana sig'uiente el encargado le trajo la carta. Decía: "Tununa, ángel mío: malas noticias. El abogado no me consiguió la excarcelación. Pacien­ cia. Debemos seguir esperando

un

tiempo más y, n1ientras tanto, nos

cartearemos corno ha�ta ahora. Tuyo, Donald." Tununa permaneció un buen rato con ese papel en la mano. Lo releyó varias veces. Hasta que volvió al dormitorio donde el hombre de pelo negro y ojos grises dormía despatarrado, sin una cobija que le cubriese la espléndida desnudez. Entonces Tununa rompió ia· carta en pedacitos y la arrojó por la ventana a la calle, cuidando de no hacer ruido para no despertar a Donald Corey.

(1981)