Carmen Laforet

Agustín Cerezales Laforet, nacido en M a drid en 1957. Estudios de filología francesa en la Facultad de Filosofía y Letr

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Agustín Cerezales Laforet, nacido en M a drid en 1957. Estudios de filología francesa en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense. Premio Nacional Miguel de Cervantes (1974) para estudiantes de bachillerato. Traductor de Perceval, de Chrétien de Troyes (Novelas y Cuentos. E M E S A . Madrid); Los chuanes, de Honorato Balzac (Novelas y Cuentos. E M E S A . M a drid), y Telémaco, de Fenelón, próximo a publicarse. Guionista de cine y colaborador literario en A B C ; «Disidencias», suplemento literario de «Diario 16».

© Copyright 1982

ISBN: 84-7483,258-6 Depósito legal: M. 31.436-1982 Reservados todos los derechos MINISTERIO DE CULTURA. DIRECCION GENERAL DE PROMOCION DEL LIBRO Y LA CINEMATOGRAFIA Printed in Spain. Closas-Orcoyen, S. L. Polígono Igarsa Paracuellos del Jarama (Madrid)

D

A MODO DE INTRODUCCION

E pronto la alegría contagiosa de la naturaleza le invita a dar unos cuantos saltos. Despreocupadamente, alarga la mano hasta el suelo y recoge algo que luego reconoce con la misma sorpresa de siempre: una sorpresa indefiniblemente atenuada por la complicidad. No es su primer trébol de cuatro hojas, ni será el último. A decir verdad, es una persona extraordinariamente dotada para encontrarlos. Parece que ellos mismos la buscan, deseosos de cobijarse entre las páginas de sus libros o en la carta a un ser querido. No vendría a cuento hablar de esta especie de don de mi madre si no sirviera para ilustrar algo sin lo cual es imposible entender su manera de ser y, por extensión, la textura íntima o aparente de su obra. Creo que la generosidad con que la naturaleza obsequia tréboles de cuatro hojas a Carmen Laforet obedece a una norma de cortesía, y es una respuesta a la actitud con que ella misma vive la naturaleza. Creo que entre ellas existe un acuerdo profundo, y que de este trato privilegiado nace buena parte de la belleza y el sentido de su obra, en la cual, por otro lado, no es difícil encontrar testimonios de ello. Pero este sentimiento de la naturaleza es, por fuerza, algo más complejo de lo apuntado. Va ligado esencialmente a otros dos, que forman con él un trinomio dinámico, motor y código que determinará tanto la vida como la obra de la novelista. La soledad 5

y la libertad son los dos alfiles de la naturaleza. En soledad surgen los fantasmas, y en soledad experimentan sus transformaciones los protagonistas de sus novelas. Y la libertad es la elección o la necesidad de Andrea o Marta al huir del marco familiar, de Martín cuando concibe su futuro entregado al arte, o de Paulina, sometiéndose a Dios. Pienso que no hay que buscar la filiación de esta libertad en un superestrato ideológico. Nace directamente de la experiencia estética de la naturaleza, y su expresión no es conceptual y directa, aunque la palabra «libertad» aparezca muchas veces, lisa y llana. Como las casas en que habitan los personajes, no está descrita, sino implícita en los movimientos físicos o morales de sus habitantes. Para Carmen Laforet la libertad no es un deseo o una utopía, sino el único espacio en que se puede respirar. Matilde Ras señalaba, en un análisis grafotécnico fechado en enero del 67, que la «cualidad —o, mejor dicho, condición— esencial, principal, sobresaliente» de la Selva Encantada (como gustaba llamarla) era la Independencia, subrayada y con mayúsculas. A l final del mismo añadía: «No veo en el sorprendente y paradójico grafismo de La Forét-Enchantée ningún signo de egoísmo —caso más raro de lo que parece—. Somos tan complicados que ahí es el único punto donde la abnegación —que no otra cosa es la ausencia de egoísmo, por llamarla con un tono positivo en vez del negativo— puede entrar en conflicto con la independencia. Y . . . ¿quién ganaría en el conflicto, de haber caso?» Matilde Ras daba en el clavo, con las solas armas de la grafología, señalando, amén de otros muchos matices que no tienen ahora espacio, dos rasgos que habrá que tener muy en cuenta si queremos aproximarnos a la personalidad de Carmen Laforet. Dicho lo cual, creo que estamos en situación de abordar h historia de su vida desde un enfoque adecuado.

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INFANCIA La Virgen pintada por Murillo tiene una sonrisa indefinible, velada por el humo del puro que sostiene en su mano. Entra una luz agradable en la biblioteca. Coloreada por la placidez, el ajetreo leve de la calle Pérez Galdós. En el sofá de cuero, que le presta su frescor, se acurruca una niña rubia y algo redondita. Hasta hace poco no podía tragar alimentos sólidos, por el descuido de una criada que confundió una botella de potasa con otra de agua. E l hambre consiguiente le ha dado quizá ese aire un tanto serio de niña reflexiva. Pero ahora se desquita y, cuando todos han terminado de almorzar, hace valer sus derechos en la cocina y despacha un buen tazón de gofio con plátanos. Después de lo cual la vida recupera su fisonomía, o al menos la que tiene en Las Palmas de Gran Canaria: armonía, claridad. Le gusta entonar los ojos y medir las distancias, escuchar el latido de la casa. Puede imaginar a «Cow-boy», el gran-danés, meditando en la azotea, junto al cuarto de los juguetes y el laboratorio fotográfico de su padre. O sentir el trajín silencioso de los delineantes en el estudio (también de su padre), abajo, en el entresuelo, junto al zaguán y el patio, cuyos colores llegan envueltos 7

en aromas vegetales a través del corredor. Y también puede imaginar a doña Encarnación Rodríguez de Alfaro, su bisabuela, de cuya casa sevillana viene la Virgen de Murillo, amamantando en su patio, públicamente, como prueba irrefutable, a su único hijo, ya que su maternidad podría ser puesta en duda, a la vista de los cincuenta años bien cumplidos que tenía la dama cuando se casó con Eduardo Laforet, de veinte años, aprendiz de dorador de cuadros, cuya llegada a España también «recuerda» su bisnieta: el largo viaje de una mujer joven con dos niños, Eduardo y Elisa, desde Francia, donde había muerto su marido (antiguo soldado de Napoleón), hasta Sevilla de nuevo, a la casa de su hermana, donde moriría la misma noche de su llegada, después de haberse acostado con toda tranquilidad, remitiendo para el día siguiente el relato de sus aventuras. La imaginación de la niña no se pierde en el dédalo de los antepasados: su abuela Carmen hace con ellos una narración fluida y pintoresca, siempre nítida, tanto si habla de la familia de su marido como de la suya propia, de su padre, Mariano Altolaguirre, sobrino carnal de Tomás y Miguel Zumalacárregui, militar como ellos, o de su madre, Carlota Segura, hija de un fabricante sevillano de tabaco, a la que un incendio en la fábrica de su padre hizo enfermar del corazón cuando era niña, y que moriría de otro susto, al ver al ama de su única hija, Carmen, defenderse del cuchillo que blandía un hombre ebrio escudándose en el cuerpo de la criatura. La abuela Carmen adora viajar, al contrario que su marido, y ha pasado un año entero en Canarias. Le ha transmitido éstas y otras historias que nunca olvidará. Se las ha transmitido con la misma naturalidad con que la niña entretiene a sus dos hermanos, Eduardo y Juan José, contándoles cuentos por las tardes. Y en la niña, como un mapa donde encontrar alguna que otra clave de sí misma, han quedado grabadas las anécdotas, los detalles humanos más significativos, a veces nimios, pero que bastan para el reconocimiento de una cualidad determinada, de una manera de ser, a veces de

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C a r m e n Laforet y su h e r m a n o E d u a r d o en C a n a r i a s ,

1924

toda una existencia. (Esta abuela Carmen es la misma cuya casa en Barcelona, donde nació la niña, será visitada algunos veranos, constituyéndose, con el taller del abuelo, pintor, y los viejos recuerdos de familia, en su norte y objetivo, una 9

vez que, desvanecido el puro en las manos de la Virgen, comprobada la realidad de un simple desgarrón en el lienzo, Carmen Laforet acuda a la llamada del continente, de la tierra abierta.) El tabaco de pipa de mi abuelo Eduardo tiene un olor intenso y embriagador: su hija se revuelve en el sillón al sentir el aroma invadiendo la casa y levantando cierto revuelo. Si en la casa de la playa la llegada del «caballero» de su baño diario en el mar implica que una criada se aposte en el mojón para dar aviso con un grito, que otra criada recoge y transmite a la cocinera, de la urgencia de poner al fuego su huevo pasado por agua, en la ciudad también su presencia desencadena un mecanismo perfectamente engrasado. Todo se pone alerta, y es que todo, en definitiva, le pertenece: coche, balandro, cuadros, libros, pistolas, criadas, piano, niños y madre son suyos. Y en el aroma un poco avasallador de la pipa queda enganchada toda la simbología de su dueño, de una vitalidad que puede resultar apabullante, como el terrible rugido de su motocicleta, o artística como su profesión, la arquitectura. Hay en él un amor contagioso por la naturaleza y el arte, y también un despotismo a veces ilustrado, otras menos. Así, pretenderá, por ejemplo, tener autoridad sobre el hambre de su hija, pues no quiere que engorde, y al mismo tiempo le abrirá las puertas de la biblioteca sin restricciones. De la misma manera pretenderá que estudie piano y practique el tiro a pistola, dos cosas que a la niña le horrorizan, pero nunca se le ocurrirá pensar que por ser mujer no tenga derecho a estudiar una carrera universitaria. Tengo para mí que entre padre e hija tuvo que existir una fuerte corriente de simpatía vital. No puedo dejar de relacionar el marcado sentido de la independencia que Matilde Ras detectaba en la grafía de mi madre con el egoísmo vital y visceral con que imagino a mi abuelo. Sólo que del egoísmo a la independencia hay un paso: la libertad. Y este paso tampoco puedo dejar de relacionarlo con alguien que, sin embargo, se distinguió aparentemente por la sumisión. 10

í

Carmen Laforet en la playa de la Laja (Las Palmas de Gran Canaria) 1929

En efecto, las volutas de la pipa de m i abuelo no sólo invaden la casa, sino que son atrapadas en ella. L a vitalidad un poco ciega entra, sí, como una brisa escaleras arriba, pero el espacio donde se enreda, y se hace dorada la brisa, la armonía y el bienestar, la delicadeza con que objetos y personas componen figuras estéticas, limpias relaciones, el afecto mismo de la sociedad exterior, la sonrisa del porvenir, no son suyas. Suyas y de su incumbencia son los objetos y las personas, la sociedad, el porvenir. Pero la delicadeza, el afecto, la 11

salud de todo ello son de mi abuela Teodora. Y, pienso, esa «generosidad rayana en la prodigalidad» que también señalaba el análisis grafotécnico, que hunde sus raíces en la ausencia de egoísmo, en la abnegación, y sin la cual no existe libertad posible. Escribo sin olvidar hasta qué punto mis suposiciones no pasan de ser una aproximación más que subjetiva. No son, sin duda, las mismas que haría mi madre, por io que la responsabilidad es mía. Aunque pueden considerarse avaladas por nuestra proximidad natural y por las cosas que yo le he oído contar. En compensación, un dato objetivo: el 11 de septiembre de 1934, coincidiendo con su treinta y tres cumpleaños, muere Teodora Díaz Molina. Lejos de su tierra, Toledo, y de su familia de campesinos, dejando una envidiable estela de simpatía. (Aún hoy la recuerdan los hijos de quienes la conocieron.) Sea como fuere, la infancia de Carmen, objetivamente, cinco días después de cumplir los trece años, ha terminado.

ADOLESCENCIA En el instituto hay una ventana por la que, sigilosa, se descuelga Carmen a la hora del recreo. Tiene catorce años y prefiere pasar el rato en la playa, sola, antes que en el patio donde se desatan las niñas, al amparo de una fugaz liberación. El mar es la única compañía que Carmen desea en esos momentos: más que de una huida a la soledad, se^ trata del cumplimiento de una cita deseada. Tiene sólo el tiempo justo para desnudarse, nadar un rato y secarse al sol. Las criadas comprueban luego, al lavar su ropa, que Carmencita «suda sal, y el hecho de bañarse en enaguas que a ella le parece del todo natural e inocente, escandaliza a algunos. Cosa que, por otro lado, le importa poco. No le gusta escandalizar, y nunca lo pretenderá, pero su moral propia es lo bastante clara y robusta como para asumir las consecuencias. 12

El mar son muchas cosas para Carmen, y lo serán siempre. No es sólo la fuente del aliento vital, el inspirador de una plenitud de la alegría de vivir. Es, quizá, su más serio interlocutor. En él se cifra la belleza, la totalidad, la esperanza. El es quien hace de las islas un lugar paradójicamente apto para la libertad y la esclavidad al mismo tiempo. Si hay algo que le haga fruncir el ceño a Carmen es pensar que el mar le impide salir al mundo. No le asustan los caminos, confía plenamente en la posibilidad de avanzar con un pie detrás del otro. El hecho inexcusable de tener que tomar un barco para salir de la isla entraña una desagradable relación de dependencia. Hace falta dinero. Pero el mar es también, en cierto sentido, un cerco protector. Mi madre recuerda Las Palmas como un lugar donde las puertas de las casas estaban siempre abiertas: al menos ella nunca las encontró cerradas, ni siquiera cuando los amigos a quienes quería visitar estaban ausentes. Reina la confianza. Este clima de placidez social es uno de los tesoros que su memoria retiene con más celo. Pero hace tiempo que su decisión está tomada. Cada vez que escucha la sirena de los barcos, puede cerrar los ojos y saborear de antemano el día en que por fin deje su isla. Yo no me inclinaría a rastrear aquí un espíritu romántico, como no sea lo que tienen de románticos los diecisiete años. Puede más la llamada del nómada, quizá heredada o al menos refrendada por su abuela Carmen. Y no faltan tampoco las consideraciones prácticas. La casa de su padre, en efecto, ya no tiene fuerza para retenerla. Una vez desaparecida la trama sólida que Teodora le prestaba al curso de los días, no parece que Eduardo Laforet acierte a conducir los suyos. Su matrimonio con una mujer histérica (encontraremos su huella en las novelas) firma a un mismo tiempo la separación definitiva de su hija. Carmen no es persona que pretenda imponer sus criterios, pero tampoco se le pueden imponer a ella. El resultado es la ruptura y también la renuncia a todo lo que pudiera pertenecerle en la casa. Y también, en cierto modo, la 13

ocasión para empezar a poner en práctica toda una filosofía de la vida, la que nos lleva a tener muy poco equipaje. Mientras tanto, la literatura está ya encarnada en ella, lo que significa que la realidad es afrontada con espíritu poético. Pero cuando las sirenas de los barcos pronuncian su promesa, rutinaria y siempre emocionante, de otros continentes, el mundo que se le ofrece no es precisamente un mundo risueño, disfrazado de simples ilusiones. Es, sobre todo, un mundo abierto, rico en modos de vida, en conocimientos y sorpresas, que Carmen codicia acuciada por una vivísima curiosidad intelectual. Curiosidad que no le abandonará nunca, y que es indisociable de su personalidad, y que está reñida con los prejuicios establecidos. Aprovecharé la digresión para señalar que es un rasgo saliente del carácter de mi' madre el establecer aprioris fundados en la intuición. Pero también lo es que este rasgo de carácter, a veces desconcertante, se funde con el de carecer en absoluto de cualquier idea a priori fundada en una ideología. Así, las personas no le resultarán agradables o desagradables en virtud de sus ideas contrarias o coincidentes, de su clase social ni casi de su comportamiento, sino, ante todo, por una sensación física, un detalle significativo, cuya primacía se le debe a lo que podemos llamar una sensibilidad inteligente. Sus dotes literarias, mientras tanto, destacan en el instituto (apenas si asiste, por temporadas, a otro tipo de asignaturas), en cuya cátedra de literatura encuentra pronto un aliento. Consuelo Burell estimulará su vocación y le pondrá al tanto de la actualidad cultural del país. Proviene de la Institución Libre de Enseñanza, lo que bastaría para dar fe de su competencia como profesora, si la larga amistad que nace entre ellas no me permitiera atestiguar personalmente su valía intelectual y humana. El fin de la guerra civil, por último, coincide con el de su bachillerato, de modo que se dan todas las circunstancias para ir a estudiar Filosofía y Letras a Barcelona. La oposición paterna al proyecto se estrellará contra una voluntad más firme 14

Ultimo día en Canarias. Foto hecha en el Puerto de la Luz la víspera de la partida hacia Barcelona (septiembre, 1939) en compañía de Lola de la Fe. (Carmen La}oret viste traje claro; Lola, oscuro)

y cargada de razón. Carmen no dice adiós a las islas con tristeza, sino con la espléndida sonrisa que aún podemos contemplar en una fotografía. Sabe que no volverá. De hecho, lo hará una sola vez, con motivo de una conferencia, pocos años más tarde: lo suficientemente pronto como para no alterar el recuerdo con el contraste de la realidad actual. Hoy en día, si alguien se asombra de que no quiera volver a la isla donde vive su hermano Juan y conserva tantas y tan buenas amistades, es posible que mamá le dé la explicación: el recuerdo de aquella tierra, que fue un paraíso sin sentirlo, ocupa un lugar demasiado hermoso en su memoria. Es tan cristalino, completo, que sería una verdadera tontería arries15

garlo en la inútil aventura de un reencuentro imposible. En ella no hay nostalgia porque no hay autocompasión.

JUVENTUD «Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado, y no me esperaba nadie. Era la primera noche que viajaba sola, pero no estaba asustada; por el contrario, me parecía una aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche (...).» Es inevitable poner en relación el principio de Nada con la llegada de la propia Carmen Laforet a Barcelona. Como en Andrea, no hay duda de que en mi madre tuvo que darse también el choque entre una persona sin guerra y una ciudad devastada por ella. Contraste que le permitiría aislar el conflicto y ver cómo la guerra sigue latente, enquistada como una larva en el ánimo y las costumbres de los hombres que la rodeaban. Los tres años que pasan en Barcelona, alojada en la casa de sus abuelos (muerto él y muy anciana ella), se caracterizan por un afianzamiento progresivo de su personalidad en un medio hostil. Su reacción ante la España supurante fue todo lo contrario de lo que se puede esperar de una sensibilidad virgen. Lejos de encerrarse o marchitarse su curiosidad por los demás, adopta la inequívoca actitud de quien busca para encontrar. El marco de la universidad es en esos momentos el único que se sustrae a los tintes trágicos. Ahí es donde hará sus primeras amistades. (Respecto al tema de la amistad, quiero resaltar que para conquistar la de mi madre hay que tener suerte, en un doble sentido: por un lado, porque su amistad, una vez dada, es casi imposible que la retire, y por otro, porque a pesar de su trato, generalmente amable con todo el mundo, se reserva en el fondo para muy pocos.) 16

De Linka Babecka, su primera amiga en Barcelona, podemos ver en este libro una fotografía, en Polonia, del año 1966. En casa de Linka encontró Carmen el clima familiar, alegre y distendido, que sin duda escaseaba tanto en las familias españolas de clase media. La de Linka, polaca y emigrada, trabajaba en pro de sus compatriotas refugiados, lo que a su vez producía una buena cantidad de historias trágicas o cómicas. Y, curiosamente, otro grupo de refugiados, esta vez de jóvenes catalanistas que tienen que volver de su exilio en Montpellier al estallar la segunda guerra mundial, es en el que actúa Concha Ferrer, hoy viuda del gran escultor Joan Rebull, mujer luchadora, que trabaja por partida doble, estudiando de nuevo el bachillerato, ya que el nuevo régimen invalida sus títulos de la República catalana, y sacando gente de los campos de concentración. Más que el paralelismo, al fin y al cabo casual, de que sus dos mejores amigas actúen en estas áreas, me importa subrayar el carácter de aventura que de un modo u otro tienen estas dos amistades. Frente a la sociedad exhausta de la posguerra, Carmen no duda en dar con personas despiertas y activas, que oponen a la derrota su alegría de vivir y su actividad cooperante. Esta capacidad para captar en todo momento y cualquier circunstancia lo que vulgarmente se llama la belleza de la vida, es lo que hará que en sus novelas el lector encuentre siempre una solución estética y emocional. Es decir, una esperanza. De lo que resulta una realidad ofrecida en toda su desnudez, sin dulcificaciones, pero dignificada. Por eso nunca me asombrará lo más mínimo que toda una generación de lectores se enamorara de lo que al fin y al cabo era una visión directa de la misma realidad que ellos estaban viviendo, que no les ocultaba nada, pero que les desvelaba algo más. Arrastrado por la escritura, estoy hablando de Nada. Estamos ya, por tanto, en Madrid, que fue donde se escribió la novela. Imagino que el cambio de Barcelona a Madrid tuvo que ser profundo. A l menos como para procurar a la escritora una perspectiva que le permitiera escribir su primera 17 2

Con Carmen Castro de Zubiri y Consuelo Borrell en Madrid, 1946

novela. Antes de trasladarse, quizá como medida preventiva de toma de oxígeno, vendió su único abrigo y empleó el dinero pasando una semana en la playa. E n Madrid se acogió a la hospitalidad de su tía Carmen, hermana de su madre, y se matriculó, por libre, en Derecho. L a tía Carmen era una de esas personas que, como Teodora y no sé si todos los Díaz, saben vivir la pobreza con alegría y la abundancia con sencillez. E n su casa fue escrita Nada, de enero a septiembre del 44, dos años después de su traslado a Madrid. Anteriormente, cuando estaba en Barcelona, había mandado unos cuentos a la revista «Mujer», y se los habían publicado, «pese a no sostener correspondencias espontáneas», según le confesó su director a vuelta de correo. También había escri-

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to un cuento para un amigo en apuros, confiando en que su apellido lo hiciera pasar como cuento francés, que era lo que aquél necesitaba. Ese cuento, La última noche, está incluido en varias de sus antologías, pese a que mi madre no lo aprecia en absoluto. Lo que da una idea de la poca importancia que le presta a veces a su literatura. Esto viene a cuento si pensamos en el éxito que obtuvo el primer premio «Nadal». Pienso que la sociedad tuvo que transformarse repentinamente a su alrededor, quizá de una forma que no le agradara tanto como se pueda pensar. En aquel momento no podía tener capacidad de respuesta al fenómeno de la popularidad. La solución final llegaría años más tarde, cuando decidió no volver a conceder ni una sola entrevista, y abandonó prácticamente toda correspondencia que no fuera personal. Actitud necesaria para quien sabe que carece de aptitudes de actriz. (Nota: Mi madre no está en absoluto de acuerdo con esto; me ruega que haga constar su disconformidad. Se lamenta de no saber «hacer de secretaria de mí misma», admira a quienes sí lo saben, y desearía tener quién le ordenara sus papeles y contestara sus cartas.) Pero al margen de este problema, que ni siquiera debió hacerse sentir entonces, no cabe duda de que el éxito de Nada, aparte de un desahogo económico, abrió definitivamente las puertas a una vocación que quizá no necesitara tanto estímulo. En cualquier caso, aquella joven rubia y simpática que frecuentaba el Ateneo y se escapaba en cuanto podía para conocer Toledo, Avila o Aranjuez, inaugurando una suerte de turismo pobre, que consistía principalmente en muchas horas de un tren al que había que subir o del que había que apearse muchas veces por la ventanilla, aquella joven, digo, encantadora, que me figuro como una sorprendente y deliciosa ave raris en el mundillo universitario de la época, se convirtió de la noche a la mañana en una escritora consagrada. La idea de mandar el premio al «Nadal», que se convocaba aquel año por primera vez, fue de Manuel Cerezales. 19

Linka, que también se había trasladado a Madrid, se lo presentó a Carmen pensando que él podría orientarla, ya que él tenía una pequeña editorial de libros de historia. A Manuel Cerezales le gustó inmediatamente el libro, y le aconsejó enviarlo al premio, prometiéndole de todos modos publicarlo si no ganaba. Era un hombre de inteligencia refinada, y a este atractivo se unía algo que bien podía considerarse como excepcional por aquel entonces: había hecho la guerra, pero no había aprendido a odiar. La anécdota de su negativa a fusilar a unos prisioneros de guerra con quienes había convivido durante un mes es elocuente al respecto. Las pocas personas que no llevaban odio dentro de sí tenían que simpatizar por fuerza. Manuel y Carmen se casaron un año después.

MADUREZ Desde el año de su boda, 1946, hasta el año 1952, Carmen Laforet trae al mundo cuatro hijos: María, Cristina, Silvia y Manuel, lo que basta decir para dar una idea de cuál fue su vida en este período, y también una razón de su escasa productividad literaria a lo largo del mismo. Inicia una colaboración regular en la revista «Destino», en el año 51, y en el 52 publica su segunda novela, La isla y los demonios, y una colección de cuentos, «La muerta». A mi juicio, La isla y los demonios supone un avance neto respecto a Nada, en el sentido de que la técnica novelística alcanza mayor perfección, sin que su manera de contar pierda frescura. Antes bien; han desaparecido algunas cosas que podrían achacársele a Nada, como el tratamiento a veces un poco simple de algunos personajes secundarios. En La isla y los demonios, acción y descripción se aunan para componer un relato vivo, en el que se consigue recoger, intacta, toda la sensibilidad de una adolescencia limpia y rebelde. Ciñéndonos a un aspecto característico de la narrativa de Carmen 20

Linket Babecka y Carmen Laforet, turistas en Polonia en 1966

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Laforet, como es la localización del espacio, el sentido del espacio en cuanto algo concreto, casi palpitante, y desde luego determinante de las posibilidades y reacciones de los protagonistas, veremos cómo en esta novela se nos da, a través de un recurso clásico, el de la descripción, que se nos presenta con todas las trazas de una técnica consumada: sobriedad, oportunidad y expresividad. Respecto a este punto, cabe señalar que a lo largo de su obra asistiremos a una constante evolución. Una vez coronada esta etapa, tributaria del oficio, encontraremos, por ejemplo, en La insolación, una manera nueva de darnos el espacio que ya es absolutamente personal, y en la que este espacio prácticamente no es descrito, sino que queda inscrito, por así decirlo, en los movimientos de los personajes, en el ritmo de los acontecimientos, en los accidentes mismos del estilo, sin perder un ápice de la fuerza de su presencia, antes bien, acrecentándola hasta el punto de ocupar una dimensión nueva en la estructura narrativa. En 1951, Carmen tiene una experiencia especialísima, que va a influir notablemente en su vida, de la que encontraremos huellas en La mujer nueva, publicada cuatro años después. Me parece oportuno señalar que hasta el día en que sufrió la revelación no había en ella inclinación alguna por los asuntos religiosos. Su carácter era más pagano que místico, y aunque respetuosa con las creencias de los demás, nada hacía prever el vuelco repentino de sus convicciones. Me aventuro a imaginar que su inclasificable descubrimiento (tan vivamente novelado en el primer capítulo de la segunda parte de La mujer nueva, que incluyo en la antología), de haberse producido en otras circunstancias externas, hubiera tenido consecuencias muy distintas. Pero si a la atmósfera de plúmbea beatería que reinaba entonces en España añadimos el carácter público de su personalidad y la inocencia con que Carmen dio a conocer su brusca revelación, comprenderemos que era difícil escapar. ¿Escapar de qué? Sencillamente de todo lo que por temperamento ella 22

nunca podría entender ni asumir. El fanatismo, en una palabra. Entran en conflicto, entonces, las fuerzas de que hablaba Matilde Ras, la independencia y la abnegación. Y se inicia un duro proceso que durará siete años, durante los cuales empleará ardientemente sus energías en anularse a sí misma a favor de una idea cuya moralidad adyacente se creía en la obligación de defender a pesar de repugnarle. Durante este tiempo publica «La llamada», colección de novelas cortas, entre las que tenemos Un noviazgo, cuya calidad nada tiene que envidiar a sus novelas largas, y, un año después, en 1955, La mujer nueva, novela que no contó con el apoyo de la crítica, pero que era la más ambiciosa hasta el momento, y que quizá encierre sus mejores páginas. A juicio de Gerald Brenan, ningún libro publicado en español desde hacía muchos años merecía el premio que le habían concedido como La mujer nueva. (No sé si se refería al Menorca o al Nacional de Literatura.) Si hay que buscarle un fallo a este libro, quizá éste radique en la falta de perspectiva con que fue escrito. La autora estaba demasiado cerca del problema que quería contar: una cierta distancia le hubiera permitido, sin duda, redondear el tratamiento de un tema que de por sí ya es muy complejo. El período «religioso» de mi madre duró, como he dicho, siete años, durante los cuales la abnegación no consiguió vencer a la independencia, y ella no consiguió integrarse realmente en una comunidad ideológica (que no espiritual), a la que por naturaleza no pertenecía. Durante todo este tiempo, sin embargo, me consta que no pretendió imponer a nadie lo que a ella misma le fanatizaba. Además, salió de este período tan limpia como había entrado: su respeto por la religión sigue siendo el mismo que tenía antes, una vez resuelto el problema de su fe personal, que en vez de quebrarse por rechazo a cierto aspecto de la Iglesia, se asienta a partir de entonces con naturalidad. Al contrario de la mayoría de los fanáticos, una vez rotas las cadenas, 23

no hay en ella ni resentimiento ni ganas de echarle la culpa a nadie. El final de su fanatismo por la Iglesia oficial llegó de la manera en que suelen ocurrirle las cosas a mi madre, es decir, de mano de la casualidad y la intuición a un tiempo. Aquejada durante esos años de fuertes molestias en el hígado, se decidió un buen día a consultar a un especialista. Cuando éste le aseguró que tenía el hígado en perfecto estado, y que podía tratarse de un problema de vesícula, descubrió repentinamente el origen de su dolencia: su organismo protestaba porque se estaba engañando a sí misma. Desde luego, a nadie más hubiera podido engañar, ya que, como hemos dicho, es absolutamente incapaz de fingir nada. Tomó entonces su determinación, y el mal fue desapareciendo como por arte de magia. Un año antes de todo esto, el 2 de mayo de 1957, había nacido yo, Agustín, sin duda decidido a no permitir que mi querido hermano Manuel se criara rodeado únicamente de mujeres. (Vivían también en casa Julia y Eugenia, dos personas extraordinarias, madre e hija, que entraron como tatas y son ahora familia.) A propósito de la vida familiar, quiero decir que nuestra infancia estuvo siempre jalonada de veranos larguísimos y paradisíacos, en la montaña o el mar, enteramente dedicados al ejercicio de la libertad. Esta es una de las cosas que mi madre, corrieran años de vacas gordas o flacas, procuró siempre para nosotros, y que nunca le agradeceremos lo bastante. De uno de aquellos veraneos queda la mitad de un cuento, que yo arranqué de una revista, cuya referencia, por desgracia, he perdido. Se titula Los perros y, aunque incompleto, lo incluyo en esta antología. El amor de mi madre por los perros es tremendo e inalienable, hasta el punto de que a veces hay que reconvenirla, ya que a su amparo cometen todas las perrerías domésticas que sus amos nunca les permitiríamos. «Cuando una puede ver con sus ojos las cosas simpáticas que hace «Soli» no se puede menos que dejarla dormir en las butacas de lona destinadas a los 24

En el Rei irò de Madrid, 1963

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humanos. Se lo merece.» Argumentos como este que escribía en el año 1964 no tienen, como es lógico, respuesta. Y los perras toman buena nota de ello. En el año 1963 publica La insolación, su última novela hasta el momento, y en mi opinión la mejor de todas. Es la primera de una trilogía anunciada con el título de «Tres pasos fuera del tiempo», cuyo segundo tomo ha llegado a estar en galeradas, sin que se haya decidido a autorizar la publicación. De cualquier forma, y sin descartar la aparición de los tomos restantes, La insolación se basta a sí misma. Con la novedad de un protagonista masculino, asistimos al inicio de una etapa en la que los elementos autobiográficos se diluyen hasta la ausencia, salvo en el personaje secundario de la madrastra. Señalo esto sin considerar que tenga mucha importancia, salvo como síntoma de cambio, ya que hacer de los elementos autobiográficos en la novela un tema de discusión es sencillamente ridículo. Una novela no es tal por lo que cuenta, sino por cómo lo cuenta. Donde se detecta un paso, y muy notorio, es en la presencia del paisaje, casa, espacio, inscrita, como apunté antes en recovecos, entre líneas, no se sabe bien cómo, pero desde luego, y por mucho que yo no me atreva a diseccionarlos críticamente, gracias a unos recursos estilísticos insospechados. La insolación es también la novela que más me ha costado trocear para esta antología. Desprovista de altibajos, arrastra con su corriente toda pretensión de decir: «Aquí empieza esto, allá termina.» En realidad, la dificultad ha sido grande en todas: no hay compartimentos estancos, y todo se enlaza sin dar tiempo a separar las cosas que en la vida, efectivamente, van juntas. Había pensado en un principio buscar trozos representativos de temas que un análisis somero basta para deslindar como más insistentes: libertad, naturaleza, mujer, soledad, amistad, etc. Como puede ver el lector, he renunciado a la idea, aunque probablemente el proyecto original haya dejado su huella en la selección de textos. 26

En 1965, invitada por el Departamento de Estado, recorre los Estados Unidos. Del viaje nace un libro, Paralelo 35, cuyo título está impuesto por el editor, y cuyo principal encanto radica en la ligereza con que se lee y en las observaciones que aquí y allá, a salto de mata, aparecen a propósito de los temas más dispares. Es el libro de una novelista de vacaciones, sin ánimo de análisis y también sin ideas preconcebidas respecto al país que visita, de cuya diversidad e idiosincrasia deja un testimonio convincente y original. Dos años después viaja a Polonia, y manda crónicas a «La Actualidad Española». La «alegría de carromato», su espíritu nómada, se renueva considerablemente en este período. Tres años después se separa de su marido, lo que en cierto modo significa que este espíritu nómada acaba por imponerse. Y también, como es lógico, se cierra una etapa y se abre otra en lo que a mí me gusta llamar su «reconquista», proceso que pudo iniciarse en el mismo momento en que la fama se le echó encima. Una fama que le aburre ahora más que nunca. Durante el año 1971 escribirá artículos para «ABC», pero luego se traslada a Roma, quién sabe si decidida a enfrentarse radicalmente a la soledad. Sin perder nunca el contacto con sus hijos y seres queridos, imagino que afronta una soledad más fuerte que nunca. «Pour vivre il faut mourir un peu.» Una de las cosas que dan idea de hasta qué punto quiso llevar su catarsis, por otra parte necesaria, es que, llegado un momento, renuncia a la literatura. De la quema nacerá una persona fortalecida y con una curiosidad intelectual y vital redoblada. Observará con asombro cosas que antes nunca había visto y tomará contacto con realidades sociales que ignoraba absolutamente, como pueden ser los movimientos juveniles o la supervivencia de los exiliados. Roma es una de las ciudades mejor hechas para disfrutar, y mi madre encuentra en ella esa «alma cibdat» donde se dan cita todas las grandezas de la civilización con todas sus elocuentes y a veces divertidas miserias. 27

Carmen Lajoret con sus hijos, Marta, Cristina, Silvia, Manuel y Agustín

En cuanto al problema de la literatura, creó que se establece una tregua, pues, siendo del todo imposible que deje de vivir en ella, decide con muy buen criterio que no tiene ninguna urgencia por escribir. A pesar de lo cual van amontonándose notas y papeles, de los cuales cualquier día pueden surgir tanto l a segunda parte de Tres pasos fuera del tiempo, un libro sobre sus «Encuentros en el Trastévere», donde ha hecho tantos buenos amigos, u otro sobre «El gineceo», idea que le ronda desde hace mucho tiempo y que pienso que es el germen de algo verdaderamente importante. Estoy convencido de que aún no ha escrito sus mejores páginas, por la sencilla razón de que hasta hoy no se habían dado las circunstancias precisas para ello. E l tiempo dirá quién tiene razón, pues para ella la cosa no tiene demasiada

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importancia. Se complace en disfrutar de la vida con risueña pereza, y puedo imaginarla perfectamente leyendo estas líneas, haciendo un gesto de burla cariñosa, mientras sostiene en la mano sus gafas, que ha logrado encontrar después de un buen rato de búsqueda, y está dispuesta a perder inmediatamente. Hace unos dos años acompañó a una amiga a unos baños termales. Su amiga sanó de sus dolencias, pero mi madre, que estaba perfectamente bien, contrajo una, y muy dolorosa, en la columna vertebral. A consecuencia de ello estuvo postrada varios meses. Si he conseguido dar al menos una idea de cómo es mi madre a lo largo de esta semblanza, el lector comprenderá que el asunto sólo podía tener un final sorprendente. Y así fue: curó gracias a una lámpara maravillosa, eléctrica, cuyo calambrazo fue tan vivo que le hizo dar un gran salto. A partir de ese momento las vértebras reconsideraron su postura o, mejor dicho, ella comprendió que podía curarse, y afortunadamente se quedó sin excusa para no escribir. Hasta el punto de que este último año, cuando paseaba por Santander, llegaron a confundirla con una señora extranjera, reciente campeona de unas pruebas de atletismo. No es raro que en su país suelan pensar que es extranjera. Tiene ese aire despreocupado que tan poco abunda aquí. Lo que quizá dio pie a que un pobre hombre la increpara, tildándola de vieja, porque iba fumando por la calle. Su respuesta fue expresiva: «Querido señor, en efecto, soy casi tan vieja como usted, pues acabo de cumplir los noventa años. Llevo fumando desde la infancia y le aseguro que me sienta estupendamente.» De esta juventud de espíritu yo no puedo sino esperar una cosecha excelente. En las numerosas bolsas de plástico donde amontona sus papeles, que van de un lado a otro con ella, y a veces se queda allí donde han llegado, hay muchos personajes, historias, climas que ella aún no se ha molestado poner en limpio, pero que dan fe de un trabajo constante, que ni siquiera una pereza mimada puede detener. Si hay 29

algo que no tiene más remedio que aceptar como una imposición del destino son esos papeles, esos personajes, que no la abandonan. En ellos late una libertad que no sólo nació con ella, sino que ella misma tuvo el valor de reconquistar. Madrid, noviembre de 1981

AGUSTÍN CEREZALES LAFORET

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Según apunté antes, esta antología estaba prevista por orden temático. Renuncié a esta idea al comprobar que o la obra no era troceable o yo al menos no sabía hacerlo. En consecuencia, he procedido a dar unas cuantas muestras de todos y cada uno de los libros publicados por Carmen Laforet. Los he colocado por orden cronológico.

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De «NADA»

Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado, y no me esperaba nadie. Era la primera noche que viajaba sola, pero no estaba asustada; por el contrario, no parecía una aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después del viaje largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas entumecidas, y con una sonrisa de asombro miraba la gran estación de Francia y los grupos que estaban aguardando el expreso y los que llegábamos con tres horas de retraso. El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad grande, adorada en mis ensueños por desconocida. Empecé a seguir —una gota entre la corriente— el rumbo de la masa humana que, cargada de maletas, se volcaba en la salida. Mi equipaje era un maletón muy pesado —porque estaba casi lleno de libros— y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de mi ansiosa expectación. Un aire marino, pesado y fresco, entró en mis pulmones con la primera sensación confusa de la ciudad: una masa de casas dormidas; de establecimientos cerrados; de faroles como centinelas borrachos de soledad. Una respiración grande, dificultosa, venía con el cuchicheo de la madrugada. Muy cerca, a mi espalda, enfrente de las callejuelas misteriosas 32

que conducen al Borne, sobre mi corazón excitado, estaba el mar. Debía parecer una figura extraña con mi aspecto risueño y mi viejo abrigo que, a impulsos de la brisa, me azotaba las piernas, defendiendo mi maleta, desconfiada de los obsequiosos «camálics». Recuerdo que, en pocos minutos, me quedé sola en la gran acera, porque la gente corría a coger los escasos taxis o luchaba por arracimarse en el tranvía. Uno de esos viejos coches de caballos que han vuelto a surgir después de la guerra se detuvo delante de mí y lo tomé sin titubear, causando la envidia de un señor que se lanzaba detrás de él desesperado, agitando el sombrero. Corrí aquella noche, en el desvencijado vehículo, por anchas calles vacías y atravesé el corazón de la ciudad lleno de luz a toda hora, como yo quería que estuviese, en un viaje que me pareció corto y que para mí se cargaba de belleza. El coche dio la vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo que el bello edificio me conmovió como un grave saludo de bienvenida. Enfilamos la calle de Aribau, donde vivían mis parientes, con sus plátanos llenos aquel octubre de espeso verdor y su silencio vivido de la respiración de mil almas detrás de los balcones apagados. Las ruedas del coche levantaban una estela de ruido, que repercutía en mi cerebro. De improviso sentí crujir y balancearse todo el armatoste. Luego quedó inmóvil. —Aquí es —dijo el cochero. Levanté la cabeza hacia la casa frente a la cual estábamos. Filas de balcones se sucedían iguales con su hierro oscuro, guardando el secreto de las viviendas. Los miré y no pude adivinar cuáles serían aquellos a los que en adelante yo me asomaría. Con la mano un poco temblorosa di unas monedas al vigilante y, cuando él cerró el portal detrás de mí, 55 3

con gran temblor de hierro y cristales, comencé a subir muy despacio la escalera, cargada con mi maleta. Todo empezaba a ser extraño a mi imaginación; los estrechos y desgastados escalones de mosaico, iluminados por la luz eléctrica, no tenían cabida en mi recuerdo. Ante la puerta del piso me acometió un súbito temor de despertar a aquellas personas desconocidas que eran para mí, al fin y al cabo, mis parientes, y estuve un rato titubeando antes de iniciar una tímida llamada a la que nadie contestó. Se empezaron a apretar los latidos de mi corazón y oprimí de nuevo el timbre. Oí una voz temblona: «¡Ya va! ¡Ya va!» Unos pies arrastrándose y unas manos torpes descorriendo cerrojos. Luego me pareció todo una pesadilla. Lo que estaba delante de mí era un recibidor alumbrado por la única y débil bombilla que quedaba sujeta a uno de los brazos de la lámpara, magnífica y sucia de telarañas, que colgaba del techo. Un fondo oscuro de muebles colocados unos sobre otros, como en las mudanzas. Y en primer término la mancha blanquinegra de una viejecita decrépita, en camisón, con una toquilla echada sobre los hombros. Quise pensar que me había equivocado de piso, pero aquella infeliz viejecilla conservaba una sonrisa de bondad tan dulce que tuve la seguridad de que era mi abuela. —¿Eres tú, Gloria? —dijo cuchicheando. Yo negué con la cabeza, incapaz de hablar, pero ella no podía verme en la sombra. —Pasa, pasa, hija mía. ¿Qué haces ahí? ¡Por Dios! ¡Que no se dé cuenta Angustias de que vuelves a estas horas! Intrigada, arrastré la maleta y cerré la puerta detrás de mí. Entonces la pobre vieja empezó a balbucear algo, desconcertada. — ¿ N o me conoces, abuela? Soy Andrea. —¿Andrea? 34

Vacilaba. Hacía esfuerzos por recordar. Aquello era lastimoso. —Sí, querida, tu nieta... No pude llegar esta mañana, como había escrito. La anciana seguía sin comprender gran cosa cuando de una de las puertas del recibidor salió en pijama un tipo descarnado y alto que se hizo cargo de la situación. Era uno de mis tíos, Juan. Tenía la cara llena de concavidades, como una calavera, a la luz de la única bombilla de la lámpara. En cuanto él me dio unos golpecitos en el hombro y me llamó sobrina, la abuelita me echó los brazos al cuello con los ojos claros llenos de lágrimas y dijo «pobrecita» muchas veces... En toda aquella escena había algo angustioso, y en el piso un calor sofocante como si el aire estuviera estancado y podrido. A l levantar los ojos vi que habían aparecido varias mujeres fantasmales. Casi sentí erizarse mi piel al vislumbrar a una de ellas, vestida con un traje negro que tenía trazas de camisón de dormir. Todo en aquella mujer parecía horrible y desastrado, hasta la verdosa dentadura que me sonreía. La seguía un perro, que bostezaba ruidosamente, negro también el animal, como una prolongación de su luto. Luego me dijeron que era la criada, pero nunca otra criatura me ha producido impresión más desagradable. Detrás del tío Juan había aparecido otra mujer flaca y joven con los cabellos revueltos, rojizos, sobre la aguda cara blanca y una languidez de sábana colgada, que aumentaba la penosa sensación del conjunto. Yo estaba aún sintiendo la cabeza de la abuela sobre mi hombro, apretada por su abrazo, y todas aquellas figuras me parecían igualmente alargadas y sombrías. Alargadas, quietas y tristes, como luces de un velatorio de pueblo. —Bueno, ya está bien, mamá, ya está bien —dijo una voz seca y como resentida. Entonces supe que aún había otra mujer a mi espalda. Sentí una mano sobre mi hombro y otra en mi barbilla. Yo 55

soy alta, pero mi tía Angustias lo era más y me obligó a mirarla así. Ella manifestó cierto desprecio en su gesto. Tenía los cabellos entrecanos que le bajaban hasta los hombros y cierta belleza en su cara oscura y estrecha. —¡Vaya un plantón que me hiciste dar esta mañana, hija!... ¿Cómo me podía yo imaginar que ibas a llegar de madrugada? Había soltado mi barbilla y estaba delante de mí con toda la altura de su camisón blanco y de su bata azul. —Señor, Señor, ¡qué trastorno! Una criatura así, sola... Oí gruñir a Juan. — ¡ Y a está la bruja de Angustias estropeándolo todo! Angustias aparentó no oírlo. —Bueno, tú estarás cansada. Antonia —ahora se dirigía a la mujer enfundada de negro—, tiene usted que preparar una cama para la señorita. Yo estaba cansada y, además, en aquel momento me sentía espantosamente sucia. Aquellas gentes, moviéndose o mirándose en un ambiente que la aglomeración de cosas ensombrecía, parecían haberme cargado con todo el calor y el hollín del viaje, de que antes me había olvidado. Además, deseaba angustiosamente respirar un soplo de aire puro. Observé que la mujer desgreñada me miraba sonriendo, abobada por el sueño, y miraba también mi maleta con la misma sonrisa. Me obligó a volver la vista en aquella dirección y mi compañera de viaje me pareció un poco conmovedora en su desamparo de pueblerina. Pardusca, amarrada con cuerdas, siendo, a mi lado, el centro de aquella extraña reunión. Juan se acercó a mí: — ¿ N o conoces a mi mujer, Andrea? Y empujó por los hombros a la mujer despeinada. —Me llamo Gloria —dijo ella. Vi que la abuelita nos estaba mirando con una ansiosa sonrisa. 36

—¡Bah, bah!... ¿qué es eso de daros la mano? Abrazaos, niñas... ¡así, así! Gloria me susurró al oído: —¿Tienes miedo? Y entonces casi lo sentí, porque vi la cara de Juan que hacía muecas nerviosas mordiéndose las mejillas. Era que trataba de sonreír. Volvió tía Angustias autoritaria. —¡Vamos!, a dormir, que es tarde. —Quisiera lavarme un poco —dije. —¿Cómo? ¡Habla más fuerte! ¿Lavarte? Los ojos se abrían asombrados sobre mí. Los ojos de Angustias y de todos los demás. —Aquí no hay agua caliente —dijo al fin Angustias. —No importa... — ¿ T e atreverás a tomar una ducha a estas horas? —Sí —dije—, sí. ¡Qué alivio el agua helada sobre mi cuerpo! ¡Qué alivio estar fuera de las miradas de aquellos seres originales! Pensé que allí el cuarto de baño no se debía utilizar nunca. En el manchado espejo del lavabo —¡qué luces macilentas, verdosas, había en toda la casa!— se reflejaba el bajo techo cargado de telas de araña, y mi propio cuerpo entre los hilos brillantes del agua, procurando no tocar aquellas paredes sucias, de puntillas sobre la roñosa bañera de porcelana. Parecía una casa de brujas aquel cuarto de baño. Las paredes tiznadas conservaban la huella de manos ganchudas, de gritos de desesperanza. Por todas partes los desconchados abrían sus bocas desdentadas rezumantes de humedad. Sobre el espejo, porque no cabía en otro sitio, habían colocado un bodegón macabro de besugos pálidos y cebollas sobre fondo negro. La locura sonreía en los grifos torcidos. Empecé a ver cosas extrañas, como los que están borrachos. Bruscamente cerré la ducha, el cristalino y protector hechizo, y quedé sola entre la suciedad de las cosas. 57

No sé cómo pude llegar a dormir aquella noche. En la habitación que me habían destinado se veía un gran piano con las teclas al descubierto. Numerosas cornucopias —algunas de gran valor— en las paredes. Un escritorio chino, cuadros, muebles abigarrados. Parecía la buhardilla de un palacio abandonado, y era, según supe, el salón de la casa. En el centro, como un túmulo funerario rodeado por dolientes seres —aquella doble fila de sillones destripados—, una cama turca, cubierta por una manta negra, donde yo debía dormir. Sobre el piano habían colocado una vela, porque la gran lámpara del techo no tenía bombillas. Angustias se despidió de mí haciendo en mi frente la señal de la cruz, y la abuela me abrazó con ternura. Sentí palpitar su corazón como un animalillo contra mi pecho. — S i te despiertas asustada, llámame, hija mía —dijo con su vocecilla temhlona. Y luego, en un misterioso susurro a mi oído: —Yo nunca duermo, hijita, siempre estoy haciendo algo en la casa por las noches. Nunca, nunca duermo. Al fin se fueron, dejándome con la sombra de los muebles, que la luz de la vela hinchaba llenando de palpitaciones y profunda vida. El hedor que se advertía en toda la casa llegó en una ráfaga más fuerte. Era un olor a porquería de gato. Sentí que me ahogaba y trepé en peligroso alpinismo sobre el respaldo de un sillón, para abrir una puerta que aparecía entre cortinas de terciopelo y polvo. Pude lograr mi intento en la medida que los muebles lo permitían y vi que comunicaba con una de esas galerías abiertas que dan tanta luz a las casas barcelonesas. Tres estrellas temblaban en la suave negrura de arriba, y al verlas tuve unas ganas súbitas de llorar, como si viera amigos antiguos, bruscamente recobrados. Aquel iluminado palpitar de las estrellas me trajo en tropel toda mi ilusión a través de Barcelona, hasta el momento de entrar en este ambiente de gentes y de muebles endiablados. Tenía miedo de meterme en aquella cama pa38

recida a un ataúd. Creo que estuve temblando de indefinibles terrores cuando apagué la vela. (Capítulo I, pp. 11-19.)

El cuarto de Gloria se parecía algo al cubil de una fiera. Era un cuarto interior ocupado casi todo él por una cama de matrimonio y la cuna del niño. Había un tufo especial, mezcla de olor a criatura pequeña, polvos para la cara y a ropa mal cuidada. Las paredes estaban llenas de fotografías, y entre ellas, en un lugar preferente, aparecía una postal vivamente iluminada representando dos gatitos. Gloria se sentaba en el borde de la cama con el niño en las rodillas. El niño era guapo y sus piernecitas colgaban gordas y sucias mientras dormía. Cuando estaba dormido, Gloria lo metía en la cama y se estiraba con delicia, metiéndose las manos entre la brillante cabellera. Luego se tumbaba en la cama, con sus gestos lánguidos. —¿Qué opinas de mí? —me decía a menudo. A mí me gustaba hablar con ella porque no hacía falta contestarle nunca. —¿Verdad que soy bonita y muy joven? ¿Verdad?... Tenía una vanidad tonta e ingenua que no me resultaba desagradable; además era efectivamente joven y sabía reírse locamente mientras me contaba sucesos de aquella casa. Cuando me hablaba de Antonia o de Angustias, tenía verdadera gracia. —Ya irás conociendo a estas gentes; son terribles, ya verás... No hay nadie bueno aquí, como no sea la abuelita, que la pobre está trastornada... Y Juan, Juan es buenísimo, chica. ¿Ves tú que chilla tanto y todo? Pues es buenísimo... Me mira y, ante mi cerrada expresión, se echaba a reír... — Y yo, ¿no crees? —concluía—. Si yo no fuera buena, Andreíta, ¿cómo les iba a aguantar a todos? 39

Yo la veía moverse y la veía charlar con agrado inexplicable. En la atmósfera pesada de su cuarto ella estaba tendida sobre la cama igual que un muñeco de trapo a quien pesara demasiado la cabellera roja. Y por lo general me contaba graciosas mentiras intercaladas a sucesos reales. No me parecía inteligente, ni su encanto personal provenía de su espíritu. Creo que mi simpatía por ella tuvo origen el día en que la vi desnuda sirviendo de modelo a Juan. Yo no había entrado nunca en la habitación donde mi tío trabajaba, porque Juan me inspiraba cierta prevención. Fui una mañana a buscar un lápiz, por consejo de la abuela, que me indicó que allí lo encontraría. El aspecto de aquel gran estudio era muy curioso. Lo habían instalado en el antiguo despacho de mi abuelo. Siguiendo la tradición de las demás habitaciones de la casa, se acumulaban allí, sin orden ni concierto, libros, papeles y las figuras de yeso que servían de modelo a los discípulos de Juan. Las paredes estaban cubiertas de duros bodegones pintados por mi tío, en tonos estridentes. En un rincón aparecía, inexplicable, un esqueleto de estudiante de Anatomía sobre su armazón de alambre, y por la gran alfombra manchada de humedades se arrastraban el niño y el gato, que venía en busca del sol de oro de los balcones. El gato parecía moribundo, con su flaccido rabo, se dejaba atormentar por el niño abúlicamente. Vi todo este conjunto en derredor de Gloria, que estaba sentada sobre un taburete recubierto con tela de cortina, desnuda y en postura incómoda. Juan pintaba trabajosamente y sin talento, intentando reproducir pincelada a pincelada aquel fino y elástico cuerpo. A mí me parecía una tarea inútil. En el lienzo iba apareciendo un acartonado muñeco tan estúpido como la misma expresión de la cara de Gloria al escuchar cualquier conversación de Román conmigo. Gloria, enfrente de nosotros, sin su desastrado vestido, aparecía increíblemente bella y blanca entre la fealdad de todas las cosas, como un milagro del 40

Señor. Un espíritu dulce y maligno a la vez palpitaba en la grácil forma de sus piernas, de sus brazos, de sus finos pechos. Una inteligencia sutil y diluida en la cálida superficie de la piel perfecta. Algo que en sus ojos no lucía nunca. Esta llamarada del espíritu que atrae en las personas excepcionales, en las obras de arte. Yo, que había entrado sólo por unos segundos, me quedé allí fascinada. Juan parecía contento de mi visita y habló de prisa de sus proyectos pictóricos. Yo no le escuchaba. Aquella noche, casi sin darme cuenta, me encontró iniciando una conversación con Gloria, y fui por primera vez a su cuarto. Su charla insustancial me parecía el rumor de la lluvia que se escucha con gusto y con pereza. Empezaba a acostumbrarme a ella, a sus rápidas preguntas incontestadas, a su estrecho y sinuoso cerebro. —Sí, sí, yo soy buena... no te rías. Estábamos calladas. Luego se acercaba para preguntarme: — ¿ Y de Román? ¿Qué opinas de Román? Luego hacía un gesto especial para decir: —Ya sé que te parece simpático, ¿no? Yo me encogía de hombros. A l cabo de un momento me decía: — A ti te es más simpático que Juan, ¿no? Un día, impensadamente, se puso a llorar. Lloraba de una manera extraña, cortada y rápida, con ganas de acabar pronto. —Román es un malvado —me dijo—, ya lo irás conociendo. A mí me ha hecho un daño horrible, Andrea —se secó las lágrimas—. No te contaré de una vez las cosas que me ha hecho porque son demasiadas; poco a poco las sabrás. Ahora tú estás fascinada por él y ni siquiera me creerías. Yo, honradamente, no me creía fascinada por Román, casi al contrario, a menudo le examinaba con frialdad. (Fragmento, pp. 34-37.)

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Cuando me desperté del todo, sentada en el borde de la cama, me encontré en uno de mis períodos de rebeldía contra Angustias; el más fuerte de todos. Súbitamente me di cuenta de que no la iba a poder sufrir más. De que no la iba a obedecer más, después de aquellos días de completa libertad que había gozado en su ausencia. La noche inquieta me había estropeado los nervios y me sentí histérica yo también, llorosa y desesperada. Me di cuenta de que podía soportarlo todo: el frío que calaba mis ropas gastadas, la tristeza de mi absoluta miseria, el sordo horror de aquella casa sucia. Todo menos su autoridad sobre mí. Era aquello lo que me había ahogado al llegar a Barcelona, lo que me había hecho caer en la abulia, lo que mataba mis iniciativas; aquella mirada de Angustias. Aquella mano que me apretaba los movimientos y la curiosidad de la vida nueva... Angustias, sin embargo, era un ser recto y bueno a su manera entre aquellos locos. Un ser más completo y vigoroso que los demás... Yo no sabía por qué aquella terrible indignación contra ella subía en mí, por qué me tapaba la luz la sola visión de su larga figura y sobre todo de sus inocentes manías de grandezas. Es difícil entenderse con las gentes de otra generación, aun cuando no quieran imponernos su modo de ver las cosas. Y en estos casos en que quieren hacernos ver con sus ojos, para que resulte medianamente bien el experimento, se necesita gran tacto y sensibilidad en los mayores y admiración en los jóvenes. Rebelde, estuve largo rato sin acudir a su llamada. Me lavé y me vestí para ir a la Universidad y ordené mis cuartillas en la cartera antes de decidirme a entrar en su cuarto. En seguida vi a mi tía sentada frente al escritorio. Tan alta y familiar con su rígido guardapolvo como si nunca —desde nuestra primera conversación en la mañana de mi llegada a la casa— se hubiera movido de aquella silla. Como si la luz que nimbaba sus cabellos entrecanos y abultaba sus labios gruesos fuera aún la misma luz. Como si aún no hubiera retirado los dedos pensativos de su frente. 42

(Era una imagen demasiado irreal la visión de aquel cuarto con luz de crepúsculo, con la silla vacía y las vivas manos de Román, diabólicas y atractivas, revolviendo aquel pequeño y pudibundo escritorio.) Noté que Angustias tenía su aire lánguido y desamparado. Los ojos cargados y tristes. Durante tres cuartos de hora había estado proveyendo de dulzura su voz. —Siéntate, hija. Tengo que hablarte seriamente. Eran palabras rituales que yo conocía hasta la saciedad. La obedecí resignada y tiesa; pronta a saltar, como otras veces había estado dispuesta a tragar silenciosamente todas las majaderías. Sin embargo, lo que me dijo era extraordinario: —Estarás contenta, Andrea (porque tú no me quieres...); dentro de unos días me voy de esta casa para siempre. Dentro de unos días podrás dormir en mi cama, que tanto envidias. Mirarte en el espejo de mi armario. Estudiar en esta mesa... Anoche me enfadé contigo porque lo que sucedía era inaguantable... He cometido un pecado de soberbia. Perdóname. Me observaba de reojo al pedirme un perdón tan poco sincero que me hizo sonreír. Entonces se le quedó la cara tiesa, sembrada de arrugas verticales. —No tienes corazón, Andrea. Yo tenía miedo de haber entendido mal su primer discurso. De que no fuera verdad aquel anuncio fantástico de liberación. —¿Adonde te irás? Entonces me explicó que volvía al convento donde había pasado aquellos días de intensa preparación espiritual. Era una Orden de clausura para ingresar en la cual hacía muchos años que estaba reuniendo una dote y ya la tenía ahorrada. A mí, mientras tanto, me iba pareciendo un absurdo la idea de Angustias sumergida en un ambiente contemplativo. —¿Siempre has tenido vocación? —Cuando seas mayor entenderás por qué una mujer no debe andar sola en el mundo. 43

—¿Según tú, una mujer, si no puede casarse, no tiene más remedio que entrar en el convento? —No es esa mi idea. (Se removió inquieta.) —Pero es verdad que sólo hay dos caminos para la mujer. Dos únicos caminos honrosos... Yo he escogido el mío, y estoy orgullosa de ello. He procedido como una hija de mi familia debía hacer. Como tu madre hubiera hecho en mi caso. Y Dios sabrá entender mi sacrificio... Se quedó abstraída. «¿Dónde se ha ido —pensaba yo— aquella familia que se reunía en las veladas alrededor del piano, protegida del frío de fuera por feas y confortables cortinas de paño verde? ¿Dónde se han ido las hijas pudibundas, cargadas con enormes sombreros, que al pisar —custodiadas por su padre— la acera de la alegre y un poco revuelta calle de Aribau, donde vivían, bajaban los ojos para mirar a escondidas a los transeúntes?» Me estremecí al pensar que una de ellas había muerto y que su larga trenza de pelo negro estaba guardada en un viejo armario de pueblo muy lejos de allí. Otra, la mayor, desaparecería de su silla, de su balcón, llevándose su sombrero —último sombrero de la casa— dentro de poco. Angustias suspiró al fin y me volvió a los ojos tal como era. Empuñó el lápiz. —Todos estos días he pensado en ti... Hubo un tiempo (cuando llegaste) en que me pareció que mi obligación era hacerte de madre. Quedarme a tu lado, protegerte. Tú me has fallado, me has decepcionado. Creí encontrar una huerfanita ansiosa de cariño y he visto un demonio de rebeldía, un ser que se ponía rígido si yo lo acariciaba. Tú has sido mi última ilusión y mi último desengaño, hija. Sólo me resta rezar por ti, que ¡bien lo necesitas!, ¡bien lo necesitas! Luego me dijo: —¡Si te hubiera cogido más pequeña, te habría matado a palos! 44

Y en su voz se notaba cierta amarga fruición que me hacía sentir a salvo de un peligro cierto. Hice un movimiento para marcharme y me detuvo. —No importa que hoy pierdas tus clases. Tienes que oírme... Durante quince días he estado pidiendo a Dios tu muerte... o el milagro de tu salvación. Te voy a dejar sola en una casa que no es ya lo que ha sido... porque antes era como el paraíso y ahora —tía Angustias tuvo una llama de inspiración— con la mujer de tu tío Juan ha entrado la serpiente maligna. Ella lo ha emponzoñado todo. Ella, únicamente ella, ha vuelto loca a mi madre..., porque tu abuela está loca, hija mía, y lo peor es que la veo precipitarse a los abismos del infierno si no se corrige antes de morir. Tu abuela ha sido una santa, Andrea. En mi juventud, gracias a ella, he vivido en el más puro de los sueños, pero ahora ha enloquecido con la edad. Con los sufrimientos de la guerra, que, aparentemente soportaba tan bien, ha enloquecido. Y luego esa mujer, con sus halagos, le ha acabado de trastornar la conciencia. Yo no puedo comprender sus actitudes más que así. — L a abuela intenta entender a cada uno. (Yo pensaba en sus palabras: «No todas las cosas son lo que parecen», cuando ella intentaba proteger a Angustias... pero ¿podía yo atreverme a hablar a mi tía de don Jerónimo?) —Sí, hija, sí... Y a ti te viene muy bien. Parece que hayas vivido suelta en zona roja y no en un convento de monjas durante la guerra. Aun Gloria tiene más disculpas que tú en sus ansias de emancipación y desorden. Ella es una golfilia de la calle, mientras que tú has recibido una educación... y no te disculpes con tu curiosidad de conocer Barcelona. Barcelona te la he enseñado. Miré el reloj instintivamente. —Me oyes como quien oye llover, ya lo veo... ¡infeliz! ¡Ya te golpeará la vida, ya te triturará, ya te aplastará! Entonces me recordarás... ¡Oh! ¡Hubiera querido matarte 45

cuando pequeña antes de dejarte crecer así! Y no me mires con ese asombro. Ya sé que hasta ahora no has hecho nada malo. Pero lo harás en cuanto yo me vaya... ¡Lo harás! ¡Lo harás! Tú no dominarás tu cuerpo y tu alma. Tú no, tú no... Tú no podrás dominarlos. Yo veía en el espejo, de refilón, la imagen de mis dieciocho años áridos encerrados en una figura alargada y veía la bella y torneada mano de Angustias crispándose en el respaldo de una silla. Una mano blanca, de palma abultada y suave. Una mano sensual, ahora desgarrada, gritando con la crispación de sus dedos más que la voz de mi tía. Empecé a sentirme conmovida y un poco asustada, pues el desvarío de Angustias amenazaba abrazarme, arrastrarme también. Terminó temblorosa, llorando. Pocas veces lloraba Angustias sinceramente. Siempre el llanto la afeaba, pero éste, espantoso, que la sacudía ahora, no me causaba repugnancia, sino cierto placer. Algo así como ver descargar una tormenta. —Andrea —dijo al fin, suave—, Andrea... Tengo que hablar contigo de otras cosas —se secó los ojos y empezó a hacer cuentas—. En adelante recibirás tú misma, directamente, tu pensión. Tú misma le darás a la 'abuela lo que creas conveniente para contribuir a tu alimentación y tú misma harás equilibrios para comprarte lo más necesario... No te tengo que decir que gastes en ti el mínimo posible. El día que falte mi sueldo, esta casa va a ser un desastre. Tu abuela ha preferido siempre sus hijos varones, pero esos hijos —aquí me pareció que se alegraba— le van a hacer pasar mucha penuria... En esta casa las mujeres hemos sabido conservar mejor la dignidad. Suspiró. — Y aún. ¡Si no se hubiese introducido Gloria! Gloria, la mujer serpiente, durmió enroscada en su cama hasta el mediodía, rendida y gimiendo en sueños. Por la tarde me enseñó las señales de la paliza que le había dado 46

Juan la noche antes y que empezaban a amoratarse en su cuerpo. (Fragmento, pp. 99-104.)

Me viene ahora el recuerdo de las noches en la calle de Aribau. Aquellas noches que corrían como un río negro, bajo los puentes de los días y en las que los olores estancados despedían un vaho de fantasmas. Me acuerdo de las primeras noches otoñales y de mis primeras inquietudes en la casa, avivadas con ellas. De las noches de invierno con sus húmedas melancolías: el crujido de una silla rompiendo el sueño y el escalofrío de los nervios al encontrar dos pequeños ojos luminosos —los ojos del gato— clavados en los míos. En aquellas heladas horas hubo algunos momentos en que la vida rompió delante de mis ojos todos sus pudores y apareció desnuda, gritando intimidades tristes, que para mí eran sólo espantosas. Intimidades que la mañana se encargaba de borrar, como si nunca hubieran existido... Más tarde vinieron las noches de verano. Dulces y espesas noches mediterráneas sobre Barcelona, con su decorado zumo de luna, con su húmedo olor de nereidas que peinasen cabellos de agua sobre las blancas espaldas, sobre la escamosa cola de oro. En alguna de esas noches calurosas, el hambre, la tristeza y la fuerza de mi juventud me llevaron a un deliquio de sentimiento, a una necesidad física de ternura, ávida y polvorienta como la tierra quemada presintiendo la tempestad. A primera hora, cuando me extendía, cansada, sobre el colchón, venía el dolor de cabeza, vacío y bordoneante, atormentando mi cráneo. Tenía que tenderme con la cabeza baja, sin almohada, para sentirlo encalmarse lentamente, cruzado por mil ruidos familiares de la calle y de la casa. Así, el sueño iba llegando en oleadas cada vez más perezosas hasta el hondo y completo olvido de mi cuerpo y de mi alma. Sobre mí el calor lanzaba su aliento, irritante como 47

jugo de ortigas, hasta que oprimida, como en una pesadilla, volvía a despertarme otra vez. Silencio absoluto. En la calle, de cuando en cuando, los pasos del vigilante. Mucho más arriba de los balcones, de los tejados y las azoteas, el brillo de los astros. La inquietud me hacía saltar de la cama, pues estos luminosos hilos impalpables que vienen del mundo sideral obraban en mí con fuerzas imposibles de precisar, pero reales. Me acuerdo de una noche en que había luna. Yo tenía excitados los nervios después de un día demasiado movido. Al levantarme de la cama vi que en el espejo de Angustias estaba toda mi habitación llena de un color de seda gris, y allí mismo, una larga sombra. Me acerqué y el espectro se acercó conmigo. A l fin alcancé a ver mi propia cara desdibujada sobre el camisón de hilo. Un camisón de hilo antiguo —suave por el roce del tiempo— cargado de pesados encajes, que muchos años atrás había usado mi madre. Era una rareza estarme contemplando así, casi sin verme, con los ojos abiertos. Levanté la mano para tocarme las facciones, que parecían escapárseme, y allí surgieron unos dedos largos, más pálidos que el rostro, siguiendo las líneas de las cejas, la nariz, las mejillas conformadas según la estructura de los huesos. De todas maneras, yo misma, Andrea, estaba viviendo entre las sombras y las pasiones que me rodeaban. A veces llegaba a dudarlo. Aquella misma tarde había sido la fiesta de Pons. Durante cinco días había yo intentado almacenar ilusiones para esa escapatoria de mi vida corriente. Hasta entonces me había sido fácil dar la espalda a lo que quedaba detrás, pensar en emprender una vida nueva a cada instante. Y aquel día yo había sentido como un presentimiento de otros horizontes. Algo de la ansiedad terrible que a veces me coge en la estación al oír el silbido del tren que arranca o cuando paseo por el puerto y me viene en una bocanada el olor a barcos. 48

Mi amigo me había telefoneado por la mañana y su voz me llenó de ternura por él. El sentimiento de ser esperada y querida me hacía despertar mil instintos de mujer; una emoción como de triunfo, un deseo de ser alabada, admirada, de sentirme como la Cenicienta del cuento, princesa por unas horas, después de un largo incógnito. Me acordaba de un sueño que se había repetido muchas veces en mi infancia, cuando yo era una niña cetrina y delgaducha, de esas a quienes las visitas nunca alaban por lindas y para cuyos padres hay consuelos reticentes... Esas palabras que los niños, jugando al parecer absortos y ajenos a la conversación, recogen ávidamente: «Cuando crezca, seguramente tendrá un tipo bonito», «Los niños dan muchas sorpresas al crecer». Dormida, yo me veía corriendo, tropezando, y al golpe sentía que algo se desprendía de mí, como un vestido o una crisálida que se rompe y cae arrugado a los pies. Veía los ojos asombrados de las gentes. A l correr al espejo, contemplaba, temblorosa de emoción, mi transformación asombrosa en una rubia princesa —precisamente rubia, como describían los cuentos—, inmediatamente dotada, por gracia de la belleza, con los atributos de dulzura, encanto y bondad, y el maravilloso de esparcir generosamente mis sonrisas... Esta fábula, tan repetida en mis noches infantiles, me hacía sonreír, cuando con las manos un poco temblorosas trataba de peinarme con esmero y de que apareciera bonito mi traje menos viejo, cuidadosamente planchado para la fiesta. «Tal vez —pensaba yo un poco ruborizada— ha llegado hoy ese día.» Si los ojos de Pons me encontraban bonita y atractiva (y mi amigo había dicho esto con palabras torpes, o más elocuentemente, sin ellas muchas veces), era como si el velo hubiese caído ya. «Tal vez el sentido de la vida para una mujer consiste únicamente en ser descubierta así, mirada de manera que ella 49 4

misma se sienta irradiante de luz.» No en mirar, no en escuchar venenos y torpezas de los otros, sino en vivir plenamente el propio goce de los sentimientos y las sensaciones, la propia desesperación y alegría. La propia maldad o bondad... (Fragmento, pp. 212-215.)

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De «LA ISLA Y LOS DEMONIOS»

CAPITULO XVI La majorera, sola entre la penumbra, el calor y las flores, hizo un gesto maquinal; sacó su paquete de cigarros amarillos, se metió uno en la boca y aspiró el humo negro. Sintió luego que se le apagaba, allí, prendido al labio. Oyó la voz de Teresa: «—Vicenta, no fumes esa porquería... ¡Oh!» Llevaba muchos años oyendo la voz de Teresa. No se extrañó ni se movió. A Teresa no le gustaba el olor de aquel tabaco. Sin embargo, Vicenta había ido varias veces a la tabaquería por orden suya para comprarle egipcios, y ella los fumaba nerviosa e indolente a la vez. Casi siempre los dejaba a la mitad... Su voz era despótica: «Vicenta, no fumes»; sus ojos se volvían en seguida risueños. Era tiránica en la casa, y lo quería todo a su gusto. Se hacía obedecer sin rechistar, frunciendo las cejas, pero no tenía ni pizca de orgullo. Orgullosa era Marta, aunque nunca mandase nada. Orgullosos todos los señoritos nuevos, que tratan bien a las criadas, que no las riñen ni se meten en sus vidas, pero pasan los ojos sobre ellas como si fueran leños. Teresa era guapa, derecha como una palma, coqueta y sensual... Por eso quizá, como son las verdaderas mujeres, era humilde. Vicenta había visto a Teresa llegar a arrodillarse a los pies de su marido, suplicándole... Teresa exigía de Vicenta todo: trabajo, horas de sueño, fidelidad constante. Lo aceptaba con naturalidad, como si no le diese nada, pero también con Vicenta era humilde. Se 51

confiaba a ella, se inclinaba a su vida con interés real, ansioso. «—Cuéntame, por Dios... Mira, estoy impresionada. Cuéntame todo, Vicenta.» Sus grandes ojos se abrieron espantados más de una vez al relato de su vida. La majorera sólo para ella había hablado, y nunca para nadie más. A nadie le importaban sus cosas, su vida oscura, como tantas vidas. • «—Vicenta, ¿cómo era tu pueblo?» No llegaba a ser aquello un pueblo. Unas casas agrupadas junto a las dunas de una gran playa desértica. Recordaba que detrás de las casas, hacia las tierras de labor, se veía muy clara la silueta de tres grandes palmeras, una de ellas de dátiles. También se recortaban en el aire las aspas de madera de un molino. La vegetación de los alrededores estaba compuesta de tuneras, tabaibas y llorones. Las casas, construidas casi todas de piedras sueltas colocadas unas sobre otras. Había algunas encaladas. La de Vicenta era una casa encalada con tres habitaciones y un patio pequeño. Las cercas del patio estaban formadas de piedras y de tuneras. V i centa tenía tierras, aunque muchas veces la tierra no servía para vivir. Sobre las casas, sobre Fuerteventura entera, un cielo implacable y sin agua se inclinaba sobre las entrañas secas de aquella tierra. Eriales que en los años de lluvia daban buen fruto. En las sequías prolongadas, el hambre y la sed llegaban hasta a hacer morir a hombres y a animales. V i centa había crecido sabiendo que la gran riqueza es el agua, pero también un dios maligno que puede desatar fuerzas dormidas. De joven fue a servir a Puerto de Cabras, la ciudad de su isla. Allí se hizo mujer, allí fregó escaleras y patios, allí aprendió cocina y se hizo alta de estatura, fuerte y decían que hermosa también. Su cabello era negro y rizado, sus pechos altos le henchían las blusas y se llevaban las miradas de los hombres cuando, un año de lluvia y de abundancia, 52

la madre la mandó a buscar para llevarla al pueblo. Aquel año fue el de su boda. Se celebró con jolgorio, alegría y guitarras. Después vino un tiempo de oscuridad y miseria. En el cielo, durante siete años, ni una nube con agua. La majorera conoció el hambre en su aldea y se familiarizó, entre hambre, con el duro trabajo de sacar cada año un hijo de su cuerpo y de amamantar a aquellos hijos con las espaldas doloridas a cada tirón de sus bocas en un pecho exhausto. Se acostumbró también a verlos morir. Se le murieron los cuatro varones que tuvo y una hembra. Le quedaron las dos hijas mayores, quizá porque ella estaba más fuerte cuando le nacieron, porque no había maldecido al tenerlas, o porque las mujeres, que, según dicen, valen menos que los varones, son como la mala hierba, más fáciles de criar. < A la vuelta de aquellos siete años el marido se le embarcó para América, sin despedirse. Una mañana cogió el camino polvoriento que lleva a la ciudad, y nadie nunca más le volvió a ver por allí. A l principio, a ella le dijeron que estaba en la Gran Canaria, trabajando. Muchos hombres hacen lo mismo. Y Vicenta no encontró en este proceder motivos para demasiada extrañeza. Por lo demás, todo el mundo sabe que las mujeres solas se las arreglan mejor para sacar adelante a las criaturas, aunque sea pidiendo por los caminos. Ya no hay en la casa quien dé palizas, ni quien vuelva a castigar el vientre con otro hijo... Hay mujeres que se vuelven locas por los hombres y les persiguen para lograr sus caricias; pero ella no era de estas mujeres. Ella aborrecía a su marido como no había aborrecido a nadie en el mundo, como no aborrecía ni a los ricos que tienen pozos y los guardan para ellos, para sus cabras y sus camellos, cuando la gente muere de sed... Ahora, ¡qué extraño!, al cabo de los tiempos, ella no sabía ya cómo fue la cara de aquel hombre, su marido. Podía encontrárselo por las calles y no lo reconocería. Ni un 53

rescoldo de rencor le quedaba... Podía él tener otra mujer y otros hijos allá en América, a ella poco se le importaba. En sus tiempos fue un hombre bien plantado, ella lo había podido elegir. Pero, ¿qué recordaba de él? Las ropas sucias que le lavaba cuando podía lavárselas, las vomitonas de ron, las palizas a ella y a los niños, y el arrimo de su cuerpo, que había acabado por odiar. De él sólo le gustaba el tabaco que traía en los bolsillos y que le robaba viciosamente. El año en que aquel hombre desapareció la tierra fue feraz. Como si hubiera estado esperando aquella marcha, el cielo retuvo al fin las nubes, se hincharon los pozos y los estanques, y hubo cosecha. Vicenta compró dos cabras. Empezó a mirar con agrado las caras churretosas de sus hijas. Sin proponérselo, empezó a pensar alguna vez en ellas, y pensando, las encontraba bonitas. A la mayor, cuando tuvo edad, la mandó a servir, como había servido ella, y luego a la otra, pero menos tiempo, por ser la preferida y porque las cosas le iban bien. El poblado progresó lentamente en los años. Se hizo una casa nueva a la salida, cerca de las tres grandes palmeras. Allí se instaló una tienda humilde que causaba admiración y atraía la envidia. Esto fue una sensación muy grande. Otra sensación del pueblo fue cuando, en un trozo de tierra vendida por Vicenta a un rico, se abrió un pozo con mucha agua. La familia dueña del tenducho tenía un hijo en América que les enviaba dinero. Otros dos varones les quedaban allí para ayudar a los padres, y las mozas de los alrededores se los disputaban. Los hombres hablaban de ellos con una risa de desconfianza, porque estaban bien comidos y eran pendencieros. Fue un triunfo cuando la hija mayor de Vicenta se hizo novia de uno de aquellos muchachones durante las fiestas del Santo. A los dos años hubo lluvia y feracidad, y se casaron. La majorera, desde que se realizó aquella boda, conoció lo que era la envidia a su alrededor. Envidia escondida en 54

el interior de todas aquellas casas humildes y acechándola en todos los ojos. Sus consuegros, quizá por chismes que les llevaban y traían, no vieron nunca bien a Vicenta. Encontraban que el hijo había traído poca cosa a la casa con aquella muchacha de labios frescos y grandes ojos negros. A ella le iban con los cuentos, y se sonreía. Su hija estaba bien. Engordaba detrás del mostrador de la tienda que era una hermosura. Y ¿qué, si no la dejaban venir a ella? Ella estaba bien. Y ¿qué, si la consuegra apenas saludaba a Vicenta y no la quería en casa?... Ella le tenía guardada una buena sorpresa. La otra hija era más bonita aún que la mayor, tenía quince años ya, y Vicenta sabía lo que sus consuegros ignoraban. Sabía que el otro hijo de ellos andaba loco por la suya. Todo iba bien. El agua que se encontró en sus terrenos atraía compradores a otras tierras suyas. Por aquel tiempo iba ella algunas veces al pueblo más cercano, que tenía iglesia, para aconsejarse con el cura acerca de sus asuntos. Hacía las cosas tranquila y marrullera, y se iba defendiendo. Ahora había quitado de servir a la pequeña y la tenía con ella. Decían que le estaba comprando telas para hacerle la dote de la boda y que la misma niña las bordaba. Decían que la estaba malcriando como a una señorita, que aquello iba a acabar mal. Vicenta dejaba decir. Le gustaba el desplante de su hija, su gracia, su coquetería con aquel ceñudo y mal encarado hijo de los tenderos. El no se decidía a hablarle en serio; quizá temía el disgusto de los padres. Ella no se daba por aludida tampoco. Vicenta vivía interesada con estas cosas. Le gustaba sobre todo ver contenta a la niña. Un día asintió a una decisión de la hija: —Mañana vamos a la «taifa», yo quiero bailar. Había fiesta en un poblado cercano. Hasta algunos señoritos de Puerto de Cabras llegarían para bailar con las muchachas del pueblo y pagarían por ello a la entrada del 55

baile. La hija de Vicenta preparaba sus trajes, excitada. Pero la madre tuvo un mal presentimiento. —Mira que ése te amenaza. Tú ten cuidado. —¿Qué se me importa? ¿Es mi novio acaso? —Pues vamos. Ella se sintió parrandera viendo a la hija. Cuando V i centa le contaba a Teresa cómo era su hija, le parecía tenerla delante otra vez. Era finita, de buen color, con los ojos grandes y las manos suaves de caladora. Daba gusto mirarla. Al andar levantaba la cabeza, balanceaba el talle, con los ojos bajos. A Vicenta le daba gusto mirarla y sabía que despertaba envidia en otras mujeres. El día de la fiesta salieron aún de noche de su casa para no quemarse con la luz del sol. Ella nunca olvidó ese día. Pararon en casa de un pariente en el otro pueblo. Los hombres, desde la mañana, cuando salió la procesión, ya estaban bebiendo. El ron corría como en buen año que era, y los ánimos andaban alborotados y alegres. El pueblo estaba lleno de hombres. Había algunos venidos del interior, pastores, que tenían los ojos brillantes sólo del olor de las mujeres, que desde hacía meses no habían sentido. Había labradores. Estaban algunos señoritos ciudadanos parranderos. Dominaban en número los hombres por las calles, enardecidos, juerguistas desde el amanecer, con sus guitarras y sus cantos. Las mujeres, detrás de las ventanas, con los ojos bajos, se reían contentas. Vicenta estaba contenta también. Ella de joven fue seria, arisca y de poco «enralo», pero ahora se le calentaba la sangre tardíamente viendo a su hija. Le parecía como si su cuerpo brotara y se reverdeciera, como un árbol seco al que pueden salirle hojas. Sentía con la carne y la vida de la muchacha. Estaba detrás, como su sombra, para defenderla. Por la tarde, en la «taifa» no se podía respirar, pero ella, sentada en su silla, arrimada contra la pared, fumaba y ayudaba a la música con el calor de su cuerpo y una especie de grito melódico que se le formaba en la garganta. 56

Todas las mujeres de respeto se alineaban, como Vicenta, a lo largo de las paredes de aquella habitación cuadrada, casi sin ventilación. Sólo dejaban un espacio a los tocadores, y en el centro, un vacío para las parejas sobre tierra apisonada. Las paredes estaban encaladas de blanco y añil y adornadas con guirnaldas de papel que las moscas habían ensuciado. Sobre los músicos, tocadores de guitarras y timples, había un espejo cubierto con una tarlatana rosa. Cuando terminaba una tanda de baile, las mujeres bebían vasitos de anís y comían turrón de miel. Los hombres y muchas viejas preferían el ron. Los hombres iban entrando por tandas, después de pagar. Mientras una tanda de hombres bailaba, una cola se iba formando a la puerta con los nuevos aspirantes. Dos hombres forzudos armados de garrotes vigilaban el orden. Lo que es la animación de la «taifa» entre la juventud en fiesta nadie lo sabe si no lo ha vivido. Hombres afeitados, con la camisa limpia, que bien pronto empapaba el sudor. Mujeres empolvadas, con todas sus galas encima, como ídolos. Los compañeros de baile tienen la delicadeza de extender su pañuelo en la espalda de las mujeres para no mancharles el traje con la manaza sudada. Olor de vino y de cuerpos, y polvo, y ardiente calor, mientras la música sube frenética haciendo dar vueltas, agitarse sin espacio para ello a aquella masa de bailarines. Vicenta veía bailar a su hija con unos y con otros. Oyó una crítica y le subió una contestación. — ¿ Y qué que se agarre el señorito? ¿Es que tiene novio que se lo estorbe? — N i tendrá. —¿Usted qué sabe, cristiana, lo que es eso? Se hubiera enzarzado. Hubiera mordido, se hubiera peleado si en el paroxismo del baile, en aquel momento, una mujer no hubiese caído al suelo con una pataleta histérica, reclamando oportunamente la atención, haciendo que se for57

mase a su alrededor un coro de caras excitadas, congestionadas ante sus ojos en blanco. — A ver, cristianos; el zapato de una María o de un Juan... ¡Venga! ¡Un zapato! El zapato aplicado a la nariz despertó los sentidos de la accidentada antes de que la llevaran a la calle. Ya luego, el aire ardiente y limpio acabó por espabilarla, y también las palabras y las bromas de los hombres que esperan su turno fuera. Las mujeres seguían incansables bailando, mientras los hombres se renovaban, cada vez más excitados y sombríos, o más jocosamente alegres por el ron. Dos señoritos ciudadanos se habían mezclado en la fiesta. La muchacha más halagada resultó ser la hija de Vicenta; con su cintura delgada y sus caderas llenas. Ardía de bonita la muchacha. Detrás de su agitación había un despecho, porque su pretendiente no llegaba nunca. La madre sabía este despecho tan bien como ella, y tenía la saliva amarga; los ojos enfurecidos a la más pequeña insinuación. —Dicen que Perico el del tendero está bebiendo. — ¿ Y a mí qué se me da? —Dicen que está diciendo que buen provecho te hagan los señoritos. La hija de Vicenta se encogía de hombros y bailaba. Cuando le vio llegar miró para otro lado y se agarró a bailar con el primero que le hizo una seña. El se quedó junto a la puerta estorbando a los bailarines, con la cabeza baja, en gesto de embestir. Un hombre guapo y moreno, con la faja bien apretada a la cintura y la cara congestionada de alcohol. De pronto le dio al hombre como una furia, y Vicenta se puso en pie al verle avanzar entre aquella masa de los bailarines, abriéndose paso entre las parejas y parando el baile. 58

— A mi novia la querré bailar yo, ¿no es verdad? .—Dispense, amigo, no se enroñe... La hija de Vicenta miró con rabia a aquel Juan Lanas que" no sabía pleitear por sus ojos bonitos, y se entregó sin más al abrazo del pretendiente. Vicenta volvió a sentarse, con una sensación de orgullo, de ardiente triunfo, mientras los pies de las parejas volvían a levantar el polvo de la tierra, y los oídos se ensordecían, más que con la música de los instrumentos, con aquel taconeo endiablado, subido de tono, frenético, que llegaba a la histeria. Había quien lanzaba gritos. Y de pronto, un grito agudo, y otros; unos gritos salvajes, cortados por un silencio de espanto, la hicieron ponerse en pie otra vez, lanzarse a aquel apretado corro humano. Luego, cuando aquellas gentes le abrieron una brecha entre ellos, fue ella la que gritó, con un grito tremendo, con un aullido como ningún nacimiento ni ninguna muerte de sus hijos le había hecho lanzar. Ella fue la que cogió a la hija en los brazos, quitándosela a los hombres que la llevaban. La muchacha tenía tres cuchilladas en el cuerpo, y por la garganta se le iba la vida. Se le murió en los brazos antes de que tuvieran tiempo de tenderla en una cama. La sangre de ella le empapó los vestidos a la madre, de tal manera, que las moscas verdes que van a las carroñas, al día siguiente intentaban posarse en el cadáver, y también intentaban chupar en los vestidos de Vicenta la sangre de la hija. Desde entonces se le hizo amarga Fuerteventura a V i centa. Aquellos llanos, aquellas peladas montañas, aquella desolada playa de su lugar donde el viento ardiente movía las dunas... A l principio, ella no tuvo conciencia de esta amargura, sino de otras. En el lugar, dos casas estaban de luto. La suya y la del homicida, que fue llevado a presidio. En la otra casa de luto,-en la casa de los tenderos, la única hija que le quedaba estaba encerrada, sumisa al marido y a la suegra, y no vino 59

a verla. Todos los conocidos de aquel lugar y de otros le llenaron la casa y su hija no vino. Se fue quedando muy sola entre las cuatro paredes recién albeadas. Muy sola en su cama, que no compartía con nadie. Muy sola con sus animales, y con el trabajo de buscarles comida, y muy sola con los atardeceres cuando veía una labor empezada y abandonada en su costurero... Su hija había sido como una señorita, había bordado y había calado. Ella, al ver las labores, veía siempre aquel fino cuello por el que salía a golpes la sangre, el pecho partido por la hoja del cuchillo canario bien hundido hasta el puño. Una noche .de luna llena, un hombre del pueblo se santiguó viendo a una figura oscura y trágica sentada en pleno campo, con las dunas blancas cegadoras detrás. Reconoció a Vicenta y lo contó en su casa. —Para mí que echaba mal de ojos. Estaba mirando para la tienda. Dos días más tarde apareció muerta la mejor cabra de los tenderos. A Vicenta le fueron con la noticia, y ella se encogió de hombros. No se le daba nada. Tan entontecida andaba aquellos días, que ni se figuró que aquella desgracia se achacaba a sus artes. A poco le vinieron con la nueva de que a los tenderos se les morían las gallinas a montones, como si alguien les hubiera echado «maleficio»... Desde entonces sí que echó de ver Vicenta que los vecinos le saludaban con recelo y le quitaban a los chiquillos de delante de los ojos. Le tenían miedo. Vicenta era entonces, como ahora, alta, canosa, con la cara de barro cocido. En su juventud, con el hambre y los hijos, perdió de golpe la frescura, pero luego los años no podían con ella. Era más fuerte entonces que de muchacha. Trabajaba en el campo, si había labor para mujer, aguantaba las cargas como un camello. A sus hijas las había cuidado como se deben cuidar las niñas solteras, con todo el regalo que pudo darles, pero ahora no tenía a nadie a quien 60

cuidar. Los chiquillos se escapaban delante de su cara impenetrable, de sus ojos feroces. Una noche encontró en su casa a una mujer. Estaba en sombra la habitación, pero no tardó en reconocerla ni un minuto... Salió al patio y estuvo echando el agua que traía sobre la cabeza en una lata, a una gran taya donde la almacenaba. Mientras tanto, la visita estaba sentada junto a la mesa, muy enlutada y llorosa. Volvió Vicenta con una luz y estuvo examinando la cara hinchada de la hija, sus negros cabellos, y las manos, que retorcía una contra la otra. — ¡ O h ! ¿Qué viento te trajo a ver a tu madre, mi hija? Ya yo creía que tú no tenías madre. La hija empezó a llorar, a llorar. Vicenta la miraba asombrada. —Estás preñada, tú. Ya me lo dijeron. A mí me vienen con todos los cuentos. La hija tenía miedo de ella también. Escondía el vientre, como si sus ojos pudieran maldecirle aquello. —¿Para qué viniste? La hija se le puso de rodillas de pronto. —Madre, si usted no se va del pueblo, mi marido se marcha a América con el hermano. Madre, mi suegra está maldita, muñéndose. ¿No tiene compasión de mí? Se nos murieron los animales; todo nos sale mal desde aquella muerte... Nadie en la casa tuvo culpa de aquello, sino mi hermana misma... Usted sabe, madre, que con los hombres no se juega. Y ella, ella era... Vicenta, sin compasión ninguna de aquella mujer gruesa que arrodillada pugnaba por levantarse agarrándose a una silla, la cogió por el moño y le dio dos bofetadas fuertes, sonoras, en la cara. La vio huir despavorida, dando gritos, entre las casuchas. Ella pasó la noche sentada en una silla. (Pp. 242-254.)

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A l día siguiente, un domingo dos de abril, Marta tuvo un gran compromiso con las «niñas». Subían todas al campo para celebrar juntas con una merienda el fin de la guerra. No iban a la finca de Marta, pero sí muy cerca, a la casa que los padres de Anita tenían para pasar el verano. El sol regaba los caminos, sacaba su color a las flores. Daba una impresión de intimidad y alegría, como si la isla fuera un gran jardín cerrado y cálido. Marta sentía esta intimidad, este calor. Le parecía que algo había florecido en ella, algo que después de mucho tiempo de tristeza le diera ganas de canturrear sin pensamientos. Llevaba un paquete con su merienda envuelto en una servilleta y se lo echaba descuidadamente al hombro. Este gesto, sin saber por qué, parecía colmarla de libertad, naturalidad y ligereza. La casa de Anita era un gran edificio antiguo pintado de rojo y estaba cerca de la carretera principal. Era tan grande que aun en verano la mitad de aquella casa quedaba deshabitada, porque la familia no necesitaba tanto espacio. «Las niñas» habían cogido para ellas una de aquellas salas deshabitadas y en el verano anterior habían instalado allí varios muebles sobrantes y una alfombra para tenderse en el suelo. Allí habían pasado muchos ratos de reunión. La habitación aquella tenía un nombre puesto por Marta. Se llamaba el cuarto bohemio. La verja del jardín estaba entreabierta. Un viejo regaba una gran pradera de margaritas y le informó a Marta que las niñas habían llegado ya. Marta sonrió asintiendo. Oía sus voces desde la casa. La ventana del cuarto bohemio en la planta baja estaba abierta. Marta se acercó despacio, quería aparecer súbitamente en la ventana. Muchas cosas de la vida de Marta estaban unidas a aquella pradera florida, a aquel cuarto bajo, acogedor, hacia donde iba. Aquel día se sentía envuelta de una inconsciente dulzura, cogía aquellos matices tiernos, suaves, de las cosas. Se daba cuenta de que a ella le había sido concedido este regalo de la vida que es la amistad. Hay seres que van solos 62

siempre en todas ocasiones. Ella había tenido aquel cuarto bohemio, aquellas muchachas con las que leía libros, comía fruta y soñaba esos sueños tranquilos que se pueden tejer en alta voz. Oía sus voces distintas. Veía sus trajes de colores. Estaban agrupadas sosteniendo una discusión. Se acercó sonriente. Entonces oyó su nombre y se detuvo. No se ocultaba; estaba en el jardín a plena luz, cerca de la ventana, detrás de la que aparecían ellas, mirándolas. Si hubieran vuelto la cabeza, las niñas también habrían visto a Marta. Ella no se movía; oía sus charlas, pero lo hacía sin ningún misterio. —Lo sabe todo el mundo. Son novios. Nosotras hemos sido las últimas en enterarnos. Eso es una falta de amistad... —Pero lo de los besos no lo creo. —Lo vio mi hermana. —Pero tenemos que decirle algo... Esa calamidad no se- da cuenta nunca de que todo el mundo la critica. — Y lo peor es que después creen que todas las de la pandilla somos iguales... Se lo tenemos que decir. Hubo una pausa. Marta suspiró en el jardín. Oyó la voz de Anita, que siempre era justa: —Todas nos hemos besado con nuestros novios... Y Flora, que no tenía novio: — ¡ N o digas eso...! ¡Tú...! ¡Que lo digas tú...! De ti nadie pudo decir nada nunca. —Porque lo hice a escondidas, en el jardín... Todas protestaron. — ¡ E s distinto! —Además lo tuyo es una cosa formal. Es distinto. Se lo tenemos que decir. Mi madre, fíjate tú, está empeñada en ir a hablar con su familia... Como ella se ha criado sin madre... Anita dijo: —Yo se lo diré luego. ¡Es tan raro que ella nunca se dé cuenta de nada! Como siempre va distraída y no se fija en nadie, se cree que nadie se fija en ella. 63

Hubo otra pausa. —Voy a poner un disco. Tenían una gramola en el cuarto bohemio. Marta aprovechó aquel cambio de cosas para acercarse a la ventana. Estuvo allí de codos un minuto sin que la vieran, ocupadas todas en la tarea de mirar el álbum de discos. Aún dijo Flora: —Niñas: ¿ustedes creen que estará enamorada? Anita contestó, segura: —Una mujer no besa a un hombre nunca sin estar enamorada. No va a perder así su dignidad. ¡Qué tontería! Claro que está enamorada. Ella conoce a Sixto de toda la vida. Marta, allí, quieta, estaba un poco turbada cuando volvieron la cabeza hacia ella. Y las otras se sobresaltaron también. Marta pensaba que esta dulzura, este olvido que tenía desde el día anterior quizá era estar enamorada. Pero lo pensaba por primera vez. Se sentía también un poco heroína de novela. Ella había ayudado siempre a otros seres en sus noviazgos y había permanecido un poco al margen de aquello, con curiosidad y con ternura a un tiempo. También había leído muchas novelas, y algunas terribles y crudísimas, en compañía de estas mismas muchachas. Cuando la madre de Anita el verano anterior se acercaba por allí algunas tardes, a todas les fastidiaba un poco. Era una señora joven y frágil. Se asomaba un momento, con su cigarrillo en la mano, y les sonreía. —Niñas, ¿no tienen un libro para mí? —Esta no es la clase de libros que te conviene, mamá. No son lecturas para ti. Vaya... Vete... Esto no lo puedes entender tú —decía Anita. Las mujeres que aparecían en estos libros tenían complicaciones que en nada se parecían a esta novela suya con Sixto, en la que por primera vez, pensó débilmente, se veía envuelta. Todas las muchachas entendían las crudas complicaciones de los libros; mientras las cosas sucedieran en papel impreso les parecían naturales, pero es distinto de la 64

vida. En la vida se comprende menos... Callada, apoyada en la ventana, con un aspecto joven, desamparado y risueño, Marta recogía la visión de aquellas caras tiernas, de aquellos ojos puros. Fue una fracción de segundo y se le quedaron grabadas todas, así como estaban, dentro de ella. Se le quedaron quietas, como en una fotografía, en aquel instante en que pensó que en verdad lo extraordinario y lo irreal eran ellas, sus amigas, su dulce buena fe, su adaptación sin esfuerzo a la felicidad bien regida entre normas inatacables. Esta idea a Marta casi la mareó. Luego se olvidó de ella. Tomó un impulso y, como había hecho infinidad de veces, subió a la ventana. Y así, provocando risas, ella misma cayó dentro del círculo mágico. (Fragmento, pp. 163-166.)

Marta estuvo varios días encerrada en casa. Era un encierro soportable. Podía salir al jardín y vagar por la finca, y sólo le estaba prohibido transponer la verja de hierro —por otra parte siempre abierta— del portón de entrada. Marta sentía su impaciencia como el rumor de un mar que avanza en la marea, y su imaginación corría rápidamente. A l pronto esperó que sus tíos preguntaran por ella, pero los días fueron pasando y tuvo que desengañarse. Seguramente tenían ellos suficiente tarea con preparar su viaje de vuelta para ocuparse de la niña. Ella no intentó más llamadas por teléfono, convencida al fin de que no servirían para nada. Marta comía silenciosamente entre sus hermanos y silenciosamente obedecía a Pino cuando le encargaba alguna tarea de la casa. Esperaba que le levantaran el castigo en vista de su buen comportamiento. Pero su paciencia se iba agotando. Lo más irresistible era la obligación de sentarse a coser, por las tardes, frente a Pino. A su cuñada le gustaba mortificarla, y en efecto, Marta sufría. Pero no por las palabras de la otra mujer, sino por no poder estar sola, por 65 5

tener que contestar alguna vez, aunque fuese con monosílabos, para no irritarla demasiado. Llevaba quince días de encierro cuando supo que no podía aguantar más. —Vaya un novio que tienes, ni te manda un recado, ni intenta verte... Pino le decía estas cosas. Estaban las dos sentadas junto a una ventana, con un cestón de ropa por repasar. Marta cosía inhábilmente, fastidiada como nunca. Se encogió de hombros. —Yo no tengo novio, pero si lo tuviese, ¿sería un crimen? —Díselo a tu hermano. —Ya te digo que no lo tengo. No sé por qué estoy aquí encerrada. — ¿ N o lo estoy yo también y me aguanto? Si tu hermano lo manda, te fastidias tú.también. —Yo no estoy casada con mi hermano. Estaban en el comedor, bajo los ventanales. El viento agitaba el jardín en la tarde y el reloj hacía sonar su tic-tac. —No —dijo Marta—. No me aguanto. Se puso en pie y tiró la costura al cesto. —¡Ven aquí inmediatamente! —No tengo por qué obedecerte. Pino empezó a gritar furiosa. Marta se escabulló escaleras arriba a su cuarto, se encerró con llave y se echó sobre la cama a llorar. Aquellos quince días de encierro la habían vuelto nerviosa y desequilibrada. Sabía por la majorera que Sixto había llamado por teléfono varias veces. Pero eso poco consuelo le proporcionaba; no quería nada con Sixto. Al oscurecer oyó el automóvil de José en el jardín, y al poco rato sintió que su hermano llamaba a la puerta de su cuarto. Marta le abrió. —¿Se puede saber qué le has hecho a Pino? Dice que le has pegado. — ¿ Y tú lo crees? José se desconcertó. 66

—Tienes que obedecerla, ¿entiendes? —No sé por qué. —Te pesará si no lo haces. —¡Como no piensen ustedes envenenarme! Más de lo que hacen, no me pueden hacer. —Te has portado como una sinvergüenza teniendo un novio a mis espaldas. —Te digo que no tengo novio... Te lo he dicho mil veces, pero si me tienen encerrada así, sin dejarme estudiar ni vivir, entonces sí me escaparé con él y, para que te enteres, me casaré depositada. Sé muy bien mis derechos. Marta se detuvo asustada de ella misma. Estaba tan harta, desesperada y triste de tantos días inactivos y monótonos, que se había vuelto feroz y descarada. Estaba segura de la furia de José por esta contestación. Se sorprendió cuando vio que él cruzaba la alcoba para asomarse a la ventana dándole la espalda. Siempre que algo le hacía reflexionar tomaba esta actitud. Los hombres se asustan siempre cuando se invoca al derecho, a la ley, pero Marta no lo sabía y miraba con asombro la larga figura de José, en un silencio tan tolerante, dándole la espalda a ella. Habló al fin sin mirarla. —Nadie quiere secuestrarte... ¿Entiendes? Pero cuando llegue el momento de casarte, seré yo quien te busque un novio que te convenga. Ese viene por el interés. Es un imbécil. A Marta se le ocurrieron muchas cosas. Echarse a reír o contestar una grosería, por ejemplo, pero quedó callada, esperando. Como se prolongaba el silencio, preguntó al fin: —¿Cuándo puedo volver al Instituto? —Mañana, si quieres —fue la sorprendente respuesta—. Pero tienes que prometerme que no vuelves a ver a ese idiota. José investigaba su cara; Marta sintió que una alegría muy grande la llenaba, de tal manera que no acertaba a de67

cir nada. Al fin le prometió lo que él quería, asintiendo apresurada con la cabeza para dar más fuerza a sus palabras. —Ya te dije que él no me importa. —Mejor... Pero mucho cuidado con lo que haces. La cena fue desagradable con Pino, nerviosa y ofendida, delante de ella. Marta, desde su nueva seguridad, empezó a comprender que Pino fuera tan mal pensada y tan mezquina. El aburrimiento dé su vida era enorme, y no hay nada peor que ese aburrimiento mediocre, triste, sin lucha, para el espíritu. Envejecer en esta casa, sin interés de ninguna clase por ella, éste era el porvenir de Pino. Y Pino por eso la miraba a ella con una grisácea envidia de la que ni siquiera se daba cuenta. Pino estaba enferma de envidia por todos y de todo. Aquella enfermedad le volvía los ojos brillantes y las manos temblonas como una fiebre. Había discutido con José. Pino hubiera querido que José arrastrara a Marta por los cabellos y le pegara una paliza tremenda. Marta la había oído gritar estas cosas sin inmutarse. Le parecía que sólo le importaba aquel hecho de haber perdido quince días de su vida metida allí obediente y callada... No perdería ni uno más. Estremecida de horror, pensó que su vida, el año próximo, cuando ya no tuviese pretexto de los estudios, sería la vida que había llevado estos días en la casa, si ella no lo remediaba y dejaba escapar la única oportunidad de la marcha de sus parientes para irse con ellos. Durante aquella cena no tuvo hambre. Comía sólo para disimular sus pensamientos, porque le parecía que su hermano y su cuñada podrían leérselos en la cara. Y, así, bajaba la cabeza y tragaba lentamente los alimentos. Preguntó, cuando pudo: —¿Se sabe ya cuándo se van los tíos? —Sí, ya tienen los pasajes para el 12 de mayo... ¿Por qué? —Ya sabes que yo quería irme con ellos. 68

Pino se echó atrás en su silla, excitada. Esperaba una buena contestación de su marido para Marta. Cualquier pequeña cosa tomaba para ella proporciones tremendas. Su ojo izquierdo, estrábico, le daba un aire maligno. José no se inmutó. — T ú tienes muchos pájaros en la cabeza, Marta. Bastante es que no te vuelva a meter interna. —Interna... —en la voz de Pino vibraba un rencor apasionado—; interna en un buen colegio... En un correccional es donde tendría que estar... Marta suspiró hondamente mientras Pino comenzaba su habitual ataque de nervios. Como siempre, mezclaba las acusaciones a Marta con inculpaciones a su marido y denuestos a Teresa. Como siempre, José preguntaba, perdidos los estribos: —¿Qué tiene eso que ver? Marta pensaba escabullirse sin ruido. —¿Qué tiene que ver, criminal...? ¡Criminal! Que me tienes aquí encerrada mientras otras se ríen... ¡Mira cómo se ríe ésta, mírala, que la mato! Pino se puso en pie y arrojó un cucillo a la cabeza de Marta. La chica se agachó rápidamente y el cuchillo pasó por encima de ella. José, asustado ya, fue a calmar a su mujer, que sollozaba ahora en su fase depresiva. «Doce de mayo... —pensó Marta rápidamente—. Me quedan dos semanas poco más o menos. Si sale todo bien, me veré libre de esto muy pronto. Nunca más veré estos ataques de nervios. Nunca más oiré el tic-tac de este reloj. Nunca más...» Estas palabras, «nunca más», le regaban el espíritu, se lo vigorizaban, lo hacían hervir al pensarlas. Y estaba allí junto a la mesa, un poco pálida, muy seria, con los ojos brillantes. (Fragmento, pp. 180-185.)

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De «LA MUTER NUEVA»

Año 1936. El 25 de enero cumplió Paulina veinte años. Era una chica con aspecto algo salvaje entonces. El aspecto salvaje se debía a su cabello. Lo había respetado siempre, y hasta que forzosamente, y por razones sanitarias, lo hicieron en la cárcel, nunca se lo cortó. Ella imaginaba que lo llevaría siempre largo. Estaba orgullosa de él: suelto, le llegaba más abajo de la cintura. Nadie tenía un cabello así entonces y resultaba extraño. Se hacía una sola trenza, gruesa, que le caía sobre el pecho como algo vivo, brillante, sedoso. En mayo de 1936, Paulina obtuvo su licenciatura en Ciencias Exactas. La abuela Bel convidó a Víctor a un almuerzo familiar para celebrarlo. Allí se habló, muy en serio, de los proyectos de los jóvenes. Paulina debería volver a Madrid en octubre para preparar oposiciones a cátedras. — Y tú, hijo mío, ya es hora de que prepares las tuyas; tienes treinta años... Víctor afirmó que estaba decidido a trabajar y hasta a comunicar oficialmente sus relaciones al feroz don Pedro Goya, ya que la madre de Paulina había muerto hacía años... Sí, ya era hora de pensar en casarse. La abuela Bel hizo la señal de la cruz sobre la frente de su nieta y, sonriendo con gran bondad y condescendencia, permitió a Víctor que la acompañase él solo a la estación del Norte cuando Paulina se fue de vacaciones. Los novios se besaron en el andén. —Aquí —dijo Víctor— es un buen sitio para hacerlo. Nadie sabe si eres mi mujer o mi hermana. 70

—Eso es una tontería, Víctor. Casi lo dices en serio. ¿Qué importa lo que piense nadie? —Sin embargo... —Víctor estaba extrañamente convencional desde que se había decidido el matrimonio—. Sin embargo, vivimos en el mundo y... Paulina empezó a reírse. Le hizo reír a él también. Le hizo prometer muchas veces que dejaría un poco aquel vicio de hablar durante horas y horas en el café con los amigos y trabajaría. —Mira que yo voy a trabajar mucho. Un rato más tarde, subida a la plataforma del tren, decía adiós con la mano a un hombre alto, de expresión bondadosa, con el que pensaba casarse. Un rayo de sol clareaba el cabello de Víctor. Ella le sonreía. Le parecía que le tenía un gran amor. Se hubiese horrorizado si alguien le hubiese dicho entonces que Víctor no significaba nada en su vida, que lo olvidaría sin la menor nostalgia, que olvidaría hasta la forma de sus facciones, en el tiempo... Fue entonces cuando Víctor tuvo aquel violento y raro impulso de correr detrás del tren que arrancaba, en seguimiento de la muchacha. Se contuvo, extrañado de sí mismo y de sus estúpidas intuiciones. Se contuvo riéndose de su estúpida idea de que ella se escapaba. Jamás volvieron a verse. Paulina entró en un departamento vacío. La perspectiva de ir hacia la casa de su padre —más abandonada que nunca desde la muerte de Isabel— le disgustaba como siempre. El pueblo le producía un tedio mortal. Ella no entendía la belleza del campo. Le parecía estar hecha para la ciudad, para su agitación, sus preocupaciones intelectuales, su intensa, agitada y hasta —para ella— divertida vida política, de la que no participaba más activamente por las desesperaciones de mamá Bel, siempre espantada de las huelgas de estudiantes, de los guardias y de la palabra socialismo, que tanto le gustaba a Paulina. 71

A Paulina le gustaban las perspectivas ciudadanas, las casas donde mil vidas distintas e inesperadas se esconden. Le gustaba la noche en la ciudad, su río de luces, los anuncios, los faros de los automóviles, los cafés llenos de gentes que charlan vivamente, discuten, vibran hasta las altas horas de la mañana. Cerró los ojos, abstraída en sus pensamientos. Un viajero que había colocado un periódico en el asiento de enfrente al de Paulina llegó desde el pasillo y se instaló en su sitio, sin que ella lo advirtiese. Paulina fue un buen rato así, con los ojos cerrados, el ceño ligeramente fruncido, pensando en sus cosas. Llevaba las piernas cruzadas una sobre otra. Nada más lejos de ella, en ese momento, que el deseo de ser provocativa. Sin embargo, enfrente, precisamente en el asiento de enfrente, al otro lado de la ventanilla, Eulogio Nives se fijaba asombrado en la bonita línea de sus piernas. Siempre le había gustado algo esta chiquilla del ingeniero Goya, aunque no sabía por qué le gustaba, ya que era fea (o al menos hasta este momento la había considerado fea) y, según decía su madre, poco distinguida y hasta cursi, con aquella trenza ridicula... ¿Ridicula? Sus piernas eran femeninas, jóvenes, bien hechas. Sus manos, suaves; su boca sin pintar, sonrosada únicamente por la juventud... El sol poniente caldeaba a gusto el departamento. Iba vacío, aparte de Eulogio y Paulina. Paulina abrió los ojos y casi se asustó al encontrar a Eulogio Nives sonriéndose enfrente. —No me había dado cuenta de que eras tú el que entraba antes. —Ya lo sé, Paulina... No me saludaste. Eulogio era feo. Tenía una gran nariz, sus ojos de un brillante azul, redondos como los de su madre, eran algo saltones. Su boca resultaba pequeña, aunque cuando se reía enseñaba unos dientes muy blancos y unos colmillos de lobo 72

joven. Estaba tostado por el sol, llevaba un inmaculado traje de verano sin corbata... Se notaban sus anchos hombros y la fuerza y la gracia de su cuerpo de deportista. A Paulina le hizo el efecto de que era la primera vez que le veía. En realidad, era la primera vez que le veía sin pensar para nada en que fuese el hijo de Mariana... Paulina sacó de su bolso una caja de cigarrillos. Un tesoro que ocultaba cuidadosamente a mamá Bel. — ¿ N o te molesta que fume? —preguntó tontamente. Eulogio se echó a reír. —No me molesta que fumes, claro que no. — ¿ T ú quieres? —No, yo fumo muy poco. Un amigo mío, tú lo conoces, Pepe Vados, dice que eso es una debilidad de mujeres. Paulina se interesó. — M i padre quedaría asombrado si oyese esa teoría. —Ya. «Desprecia a mi padre», pensó Paulina, «no le tiene miedo, como Víctor, sino que le desprecia». Después de esta sobria conversación, estuvieron dos horas en silencio viendo el paso de las estaciones, uno frente a otro. Esas dos horas fueron las más extrañas de la vida de Paulina. No sabía lo que le pasaba; fumaba a ratos, a ratos cerraba los ojos o los entrecerraba... El la estaba mirando, o leyendo un periódico, y a veces mirando abstraído hacia el paisaje. «Está pensando en mí, está pensando en mí, está pensando en mí.» Las ruedas del tren decían eso. El cerebro de Paulina martilleaba. Todo su cuerpo se imantaba de una ligera, suave, apasionante electricidad. No pensaba en nada más. De pronto, Eulogio se inclinó hacia adelante en su asiento, mirándola. Ella, sin siquiera darse cuenta de lo que hacía, le tendió sus dos manos abiertas. Eulogio las cogió y por primera vez Paulina sintió su fuerza que la llenaba. Cambiaron una corriente de magnetismo tan profundo, que 73

a Paulina le parecía que algo le sacaba de ella misma, la absorbía, la anegaba. No se dio cuenta de cómo se habían juntado las bocas de los dos. Había recibido en su vida centenares de besos y era la primera vez que la besaban, que besaba... Fue difícil abrir los ojos y encontrarse la tapicería desteñida del vagón achicharrado del sol de la tarde. Sonaban unos golpes furiosos, escandalizados, en los cristales del compartimento que daban al pasillo. Eulogio y Paulina se volvieron. Habían abierto la puerta y una señora gruesa, de aspecto severo, y un joven vestido de negro, que casi desaparecía detrás de su volumen, estaban en aquella puerta, mirándolos. La señora también iba vestida de negro. Tenía la cara sudorosa, enrojecida por la emoción de haber sorprendido aquel beso, y llevaba un sombrero con una pena de gasa colgando. Ella era la que golpeaba en el cristal. Eulogio enrojeció como un cangrejo. Paulina también. La señora entró entonces resoplando, gruñendo algo entre dientes y se acomodó, retadora, junto a Paulina. Su hijo —indudablemente el jovenzuelo era su hijo— se sentó frente a ella y abrió rápidamente un periódico. —Vamos, Paulina —dijo Eulogio. Se puso de pie y la cogió de la mano, arrastrándola. La llevó fuera del departamento, buscó otro en que había asientos libres. La dejó instalada y él volvió por el equipaje de los dos. No estuvieron solos ya en todo el viaje, pero Eulogio se sentó al lado de ella. No hablaron al sentirse uno junto a otro. Sus cuerpos tenían un lenguaje especial, joven y viejo como el mundo, como la primavera, como el ardiente calor del verano. Paulina deseaba que él cogiese su mano otra vez. No lo hacía, pero sabía que él también lo deseaba. A veces se miraban, riendo. Llegaron a León ya de noche. Se iban a bajar en León. Paulina pensaba continuar al pueblo en una línea de autobuses que salía a la mañana siguiente muy temprano. 74

—Yo tengo unos primos míos que me esperan con su coche —dijo Eulogio—. Les voy a dar el esquinazo y me marcho contigo. —No. —¿No? No sabía por qué lo había dicho, cuando en realidad le parecía maravilloso quedarse muchas horas en León con Eulogio. Pero estaba segura de que hacía bien al decirlo... No era la misma seguridad seca y firme que tenía para ciertas cosas con Víctor, pero... —No, Eulogio. Vete con tus primos. Yo iré mañana en el autobús... De todas maneras, mañana estaremos los dos en Villa de Robre. — Y tu casa tiene un huerto que linda con el de la mía. Paulina enrojeció de asombro. —¿Pero es cierto? ¿La casa que yo veo desde el balcón de atrás...? ¿Quieres creer que nunca me había dado cuenta? Nunca te he visto allí, ni a nadie de tu casa, y como la entrada principal está tan lejos... —Yo sí que te he visto muchas veces. Muchas veces, en verano, te he visto leyendo en ese balcón. (Fragmento, pp. 64-68.)

I Era como una cuna. Tchak, tchak, tchak... Un movimiento acompasado, monótono, profundamente monótono... Algo la abrazaba, la envolvía, la acunaba en el sueño. Algo que, al final, acabó por despertarla. Estaba en el tren. Se había desnudado, se había puesto su pijama y había logrado meterse entre sábanas en una cama del tren... Puesto que así se despertaba. Unos instantes disfrutó de esta voluptuosidad de ir así, mecida sobre las ruedas, con su cuerpo distendido, cómodo. 75

Por las rendijas de las cortinillas pudo ver una ligera claridad. Debía de estar amaneciendo. Sentía calor... Echó las mantas hacia abajo. Se arrastró luego perezosamente hacia los pies de la cama y, así, tumbada boca abajo, se apoyó sobre la almohada que había rechazado a los pies por la noche, y descorrió la cortinilla, recibiendo una pura y serena impresión de belleza que la dejó mucho rato quieta, sonriente. Absorta. A l guien, como una esponja, había borrado su congoja de la noche antes, cuando llegó a acostarse entre lágrimas, rendida. Ahora no pensaba en nada. Su cabeza, su cuerpo, sus sentidos todos, estaban serenos en este momento puro del despertar. El campo estaba amarillo y quemado. Un mundo amarillo. Era un enorme campo liso, totalmente diferente al que acababa de dejar hacía unas horas. Las alondras levantaban el vuelo entre las rastrojeras. Ni un ser humano entre todos aquellos kilómetros de meseta que abarcaba la vista... Un árbol, solitario, lejanísimo. Un palo de telégrafo, un mojón, todo tenía su dibujo preciso y nítido en la amanecida. Paulina se imaginó a sí misma andando, pequeña como una hormiga, por entre los surcos de aquella llanura amarilla y parda. Su nariz recibiría mil aromas de hierbas secas y humildes... Conocía el cantueso, el tomillo, el romero de Castilla... Sabía que a esa hora, antes del sol, el cuerpo, tonificado por el aire puro y vivo, no sentiría cansancio aunque anduviese mucho... Muy lejos se veían montañas como sombras azules. Muy lejos habían quedado los montes de León... Lejos, la vida... Toda aquella ardorosa, vulgar, pequeña intriga que era la vida. Lejos, el dolor del cuerpo y del alma... Lejos todo, menos las inmensidades de la tierra y del cielo, alto y puro. Una casita humilde que parecía pegada a la llanura, casi confundida con ella, entre las grandes sábanas del firmamen76

to y la tierra, la conmovió al pasar... Sobre aquella pobre habitación humana se encendía la última estrella, ennobleciéndola con una temblorosa poesía. Paulina tuvo un caprichoso, fuerte y fugaz anhelo de vivir en aquella casa de tierra, con su corralina de piedras superpuestas y barro seco... De vivir en un sitio así, rodeada de lo inmenso, para siempre olvidada y sola. Esta idea extraña le venía como con un deseo hondísimo de paz... No. Más que eso... Era un deseo de poder saborear, quietamente y sin interrupciones, esta paz que le estaba llenando por momentos. Porque, como una marea, en pequeñas y lentas oleadas, la paz invadía su espíritu. Era una sensación divina. La tuvo como transportada esa sensación, medio inclinada en su cama, sin vestirse, absorta en el espectáculo de la llanura. Veía aquellos colores pardos y amarillos de la tierra seca en agosto. Veía un rojizo resplandor, a cada minuto más espectacular, amplio y poderoso, rodeado de nubes pequeñas doradas como llamas, en el horizonte... Imaginó el canto frío y dulce de los primeros pájaros, y el fresco de la mañana... Y todas estas cosas las siguió teniendo delante de los ojos, cosquilleándole los sentidos, cuando tuvo la sensación de que veía todos los espacios del mundo a aquella hora: los anchos, solitarios espacios de las llanuras de toda la tierra y las soledades de las grandes montañas, altas, azules, espolvoreadas de nieve. Y los mares cálidos que, a aquella hora, se llenaban de sol hasta burbujear su belleza en manchas de color de plata, en mil espejeos de luz, en un suave, impalpable, tembloroso vapor... Se imaginó también los mares fríos, con sus grandes sombras junto a las rocas, y los chorros de espuma de su oleaje, y los animales de los abismos, desplegando su color, su vida, a tanta lejanía de la mirada humana y, sin embargo, perfectos hasta el último detalle de su colorido y sus caprichos y sus instintos... 77

El corazón de Paulina se sentía también misteriosamente unido al de los hombres y las mujeres de todo el mundo, con su capacidad de daño y destrucción y también esa otra capacidad, esa otra sed, esa otra búsqueda que a veces se pierde... La búsqueda del amor. Vio cómo ella misma y cómo todos los hombres, hasta los que lo niegan, hasta los que le dan la espalda y, exasperados, lo disfrazan de crimen, buscan el amor. Lo buscan a veces con la elementalidad de las bestias y a veces con dolor y ceguera, y a veces con un odio de su rastro y de su nombre... A veces el amor les suena hermosamente; parece que va a ser como un mar rompiente e infinito... Luego se quedan los hombres sin llegar a él, en un pequeño charco cualquiera, que espejea... Los seres humanos aman estos charcos, se ahogan en ellos, se pierden en ellos, se mueren en ellos, a dos pasos de ese rumor más lejano, más difícil, de ese mar de amor, inmenso, que existe, que espera... Paulina, absorta, bajó lentamente la cortina de su ventana. El tren pitaba al entrar en una estación. A ella no le hacía falta ahora mirar hacia la llanura. Era como si le hubiese quedado dentro aquel amanecer hermoso. Mientras se lavaba y se empapaba de colonia los cortos cabellos negros, el espejo del lavabo le devolvió su imagen delgada y ella no la estaba viendo... Ni por un momento dejaba de inundarla aquella gran marea de belleza que había llenado su alma en la mañana. Ahora, la sensación de la plena belleza del mundo se le hizo más completa y más pura... Veía ella las ciudades donde los seres humanos sufren, hacinados, y se desean o se odian sin querer mirar aquello que en verdad anhelan, aquel colmo de su vacío que buscan, aun cuando se matan, y que sólo puede llenar el amor. Veía el dolor de muchos, aquel dolor tan puro, tan alegremente ofrecido, de sus amigas carmelitas... Un dolor que alcanza su objeto de amor... Y sentía que otros muchos hombres son obstáculos conscientes para que sus hermanos no sientan y no contemplen el amor 78

necesario, y sintió cómo a éstos les ayudaba un espíritu de cobardía y de mal. Tuvo la intuición de seres humanos que son como vivos canales por donde el amor corre y fructifica, y estos hombres y estas mujeres son aquellos cuya vida se cumple enteramente, aunque en apariencia puedan ser feos y pobres o enfermos; su vida humana se cumple como se cumple la de las flores al dar color, aroma, y convertirse luego en fruto; y como se cumple la de las humildes hierbas del campo de Castilla, en su olor tónico y puro. De pronto se dio cuenta de que todo esto se le derramaba en el espíritu en vivos ríos de comprensión, que nada tenían de sentimentales, porque la hubieran ahogado. Estaba sonriente, tranquila. Con todo aquello dentro o envuelta en todo aquello. Se vio a sí misma, dándose cuenta de que se pintaba los labios frente al espejo del lavabo, haciendo mil equilibrios con el traqueteo del tren. Sus ojos estaban profundamente serenos. Con una serenidad que no tenían hacía muchos años. «¿Qué te pasa, Paulina?» Lo preguntó suavemente, a media voz, dirigiéndose a la imagen suya del espejo... Pero, en verdad, materialmente, no le sucedía nada. Alrededor suyo no sucedía absolutamente nada. De nuevo volvió a la ventanilla y la abrió. Entonces recibió en la cara el fresco aroma, el viento que la velocidad del tren producía, los chirridos de los pájaros, los fuertes colores de la tierra, que el sol caldeaba ya y que se confundían en el brillante amanecer. El amor —notaba el alma de Paulina—, el amor es algo más allá de una pequeña pasión o de una grande, es más... Es lo que traspasa esta pasión, lo que queda en el alma de bueno, si algo queda, cuando el deseo, el dolor, el ansia han pasado. El amor se parece a la armonía del mundo, tan serena. A su inmensa belleza, que se nutre incluso con las muertes y las separaciones y la enfermedad y la pena... El amor es más que esta armonía; es lo que sostiene... El amor 79

recoge en sí todas las armonías, todas las bellezas, todas las aspiraciones, los sollozos, los gritos de júbilo... El amor dispone la inmensidad del Universo, la ordenación de leyes que son matemáticamente las mismas para las estrellas que para los átomos; esas leyes que, en penosos balbuceos, a veces descubre el hombre. El Amor es Dios —supo Paulina—; Dios, esa inmensa hoguera de felicidad y bien en la que nos encontramos, nos colmamos, a la que tendemos, a la que tenemos libertad para ir y vamos si no nos atamos nosotros mismos piedras al cuello... Paulina tenía una cara casi contraída por la atención. Veía acercarse un pueblecito como dibujado con tinta china en la mañana. Un grupo de casas color de tierra, un campanario de iglesia, y, en lo alto, un nido de cigüeñas. Las campanas volteaban y, según el tren se iba acercando, pudo oírlas. De repente, sintió como una llamarada de felicidad... Mucho más que eso. Lo que sentía no cabe en la estrecha palabra felicidad: Gozo. Por primera vez en la vida, Paulina supo lo que es el gozo. Algo sin nombre le había ocurrido, le estaba ocurriendo fuera de toda la experiencia de cosas humanas que le hubiesen sucedido en su vida... Como si un ángel la hubiese agarrado por los cabellos y la hubiese arrebatado hasta el límite de sus horizontes pequeños de siempre, y hubiese abierto aquellos horizontes, desgarrándolos y enseñándole un abismo, una dimensión de luz que jamás hubiese sospechado... La dimensión de la vida que no se encierra en el tiempo ni en el espacio y que es la dorada, la arrebatada, la asombrosa, inmensa dimensión del Gozo. El porqué del Universo. La Gloria de Dios. El Gozo. Jamás Paulina, hasta entonces, había entendido el Cielo. Es cierto, tampoco se lo había querido imaginar, y las pueriles palabras con que se lo habían explicado los hombres le habían causado risa, y le habían producido imágenes ab80

surdas... «Angelitos tocando el arpa», «quietud»... Y le pareció que si alguna vez ella intentase explicarlo, su explicación sería también pueril y limitada. Como si alguien quisiese dar idea del color y la luz a un ciego de nacimiento, así sería su explicación para quien no lo hubiese entendido antes. Pero ella se empapaba de la misteriosa y a la vez tranquila y arrebatada comprensión de la hoguera de gozo a que, maravillosamente, el hombre ha sido llamado. Aquella Hoguera de Amor que ha dado esa chispa al alma humana, su insatisfacción, su ansia de buscar... —¡Dios mío —dijo Paulina—, Dios mío!... ' Y por primera vez, sus palabras no eran una costumbre mecánica, sino algo lleno de reverencia y significado. Nada le sucedía. Sus nervios estaban tranquilos, su carne en paz, mientras aquella profunda sabiduría se le metía en el espíritu. Y era al mismo tiempo la comprensión de Dios, Felicidad Infinita, Amor Eterno, al que toda nuestra vida tiende, para El que existimos, para El que crecemos, amamos, sufrimos, anhelamos y nos moldeamos... Y era también el sentimiento de este mismo Dios infinito metiéndose en el alma para prender en ella esta sabiduría... Y, además, aún, la seguridad de que Dios mismo, El que espera y llama, El que entra en el alma y la arrebata, Dios enseña el camino de este deseo... Dios se nos ha dado como palabra humana. Con cuerpo de hombre. Dios vivo y Hombre vivo, para deletrear en el lenguaje de los hombres el secreto del Universo. Sentía a Dios único como llamarada que llama y crea. Sentía a Dios, que se mete en el alma, Espíritu Santo. Sentía a Dios, camino de Dios mismo, conductor de la vida desde el anhelo que pone en ella el Espíritu Santo hasta la Hoguera del Gozo, a Dios Hijo, a Cristo. Sentir es una palabra inadecuada; pero no encuentro otra en mi idioma, hoy, para describir aquel estado beato y suave en que Paulina iba sabiendo estas cosas. No estaba quieta ni arrobada... Ni era todo esto algo pasajero, sino

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como una comprensión, pura y simple, que permanecía en ella... Ella que hacía, mientras tanto, cosas tan prosaicas como arreglar su maleta y cerrarla sin que le temblasen las manos... No le costaba el menor esfuerzo sentirse inundada de esta Fe, consolada por esta sabiduría absoluta. Era como si solamente en esta aura de amor, de comprensión, de fe, pudiese vivir... Algo natural, como el aire que respiraba. Como el respirar y el gemir le es natural a un recién nacido, aunque el tránsito desde la placenta materna al mundo no deje de ser extraordinario. Unos minutos después de cerrar su maleta la miró como aturdida. Después, lentamente, comprendió sus gestos y se puso de rodillas, sobre el traqueteo del tren, y dio gracias a Dios por la Vida que notaba en oleadas... Gracias por todo lo que hubiera podido preparar aquel nacimiento a la luz, por aquella larga y dolorosa gestación de su alma, en la que ella no había hecho esfuerzo... Gracias por esta vida nueva que, sin mérito alguno por su parte, esta mañana de Dios, precisamente esta mañana, le estaba siendo dada. En el pasillo del tren se oyó la campanilla que agitaban los mozos del comedor anunciando el desayuno. Paulina sonrió, asombrada, al descubrir su cara de entre las manos que la ocultaban, de sentir hambre. Siempre con aquella impresión de nacimiento, de vida natural y limpia, se asomó al pasillo del tren, con la cara llena de alegría. En el pasillo tropezó con dos p tres personas, a las que saludó con una sonrisa iluminada... Después se encontró en el restaurante, frente al primer desayuno que iba a hacer en compañía de Dios. No se lo ofreció ni dio las gracias con palabras, como —ya lo había olvidado— hacían sus padres, pero en el fondo de su espíritu el Amor seguía prendiendo su llamarada. En la misma mesa de Paulina y frente a ella, un señor bajito, calvo y malhumorado, carraspeaba. Ella empezó a sonreír como entre nubes. El señor se interesó, se le encendieron un poco los ojos e intentó algo así como un piropo... 82

Se desconcertó, luego, al ver que Paulina no le contestaba ni se enteraba. Paulina estaba mirando ahora hacia el paisaje, con la misma cálida e íntima felicidad con que antes lo había mirado, mientras mordisqueaba su pan con mantequilla. «Siempre algo muy grande me sucede en el tren»... Pensó esto, pero se avergonzó de su pensamiento. El amor sentido hacia Eulogio estaba en un orden de cosas que ni podía compararse a este otro Amor que la llenaba. Otra cosa, otra dimensión... Nada... Estaba en otro mundo de esta dimensión serena... En otro mundo, lo mismo que la arrebatada angustia que la llenó unas horas antes y que sus jadeantes palabras en brazos de un hombre. Buscó los cigarrillos en su bolso. El caballero, que estaba a la expectativa, prendió fuego al cigarrillo de Paulina. Murmuró algo que la mujer no oyó, pero conocía aquella expresión animal y vanidosa de su cara... El hombre, en aquel momento, le pareció más triste y más sucio que un cerdo en su pocilga. Le dio pena... Se levantó. Además... Quería estar en su departamento, volver a su bendita soledad. Comprendió qué inmensa suerte tenía en el lujo de ir sola. Sabía que lo mismo le hubiese ocurrido, entre una multitud, aquel advenimiento de Amor... Ni por un momento se apagaba dentro de ella el Gozo... Comprendía que aquello que empujaba su vida y que se le abría dentro era algo que podría entrar cuando quisiese en cualquier vida humana... Comprendía que era una fuerza más viva que el recogimiento, más poderosa que la atracción entre los seres de sexo distinto, más cálida que un incendio... Sabía todo esto, pero estaba contenta de tener, precisamente en aquellos momentos, un departamento individual, un sitio donde poder cerrar su puerta, fumar plácidamente en soledad... Cuando recordó la historia que tantas veces su abuela Bel le había contado de San Pablo cayendo de su caballo, fulminado por el amor de Cristo cuando iba persiguiéndolo lleno de odio, Paulina empezó a llorar. Ella había recibido 83

su nombre de cristiana porque había nacido precisamente el día en que la Iglesia conmemora este hecho... Le cayeron unas lentas lágrimas gozosas por las mejillas. Era tan inocente, tenía tan absoluto desconocimiento de lo que es la misteriosa, personal y extraordinaria aventura de la vida humana en gracia, que se creyó, como otro San Pablo, invulnerable ya para siempre en este inmenso descubrimiento que acababa de hacer... El paisaje había cambiado. Lo miraba con una placidez y un encanto infinitos. El tren pasaba por entre los barrancos de la sierra del Guadarrama. La ventanilla enseñaba manchones de un verde amarillento, morado, negro en las rocas. Allá abajo, en un pequeño valle, dos toros inmóviles, negros y brillantes, rodeados de palomas blancas, parecían el asunto de un cuadro de Picasso... Un par de horas más tarde, el tren pitaba en la playa de raíles, antes de la entrada de la estación del Norte. Madrid, brillando debajo de un sol como oro líquido, recibió a una Paulina de treinta y tres años. Recién nacida. (Capítulo I de la 2.* parte, pp. 106-112.)

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De «UN NOVIAZGO»

CAPITULO PRIMERO Acababan de dar las cinco cuando aquella tarde repiqueteó el teléfono interior en el despachito de Alicia. En seguida escuchó ella la voz de su jefe, el señor De Arco. —Ven cuando puedas... ¿Tienes mucho trabajo? —No, nada importante. —Bien, pues cuando tú quieras; yo estoy aquí hace un rato. Alicia dejó el auricular. Cerró la novela que estaba leyendo y la guardó cuidadosamente en un cajón de su mesa. La correspondencia que debía firmar De Arco estaba preparada en una carpeta. La habitación respiraba paz y orden. Apenas llegaba una algarabía de pájaros desde detrás de los cristales de la ventana, en el jardín interior. Gracias a ese jardín, el despachito de Alicia tenía una luz dorada, ahora que el otoño enrojecía los grandes árboles. En primavera, la luz era de un verde tierno; en verano se hacía submarina, fresca; en invierno las ramas desnudas dejaban pasar toda la claridad, todos los rayos de sol. El despachito de Alicia era íntimo como una casa, con aquella ventana y la gran temperatura que había siempre en él. No era una habitación muy grande. Las paredes estaban recubiertas de armarios-ficheros, y aparte de eso no había más muebles que la mesa de trabajo y las dos maquines de escribir que Alicia usaba: una grande, de carro, siempre fija allí; otra, portátil, para llevar al despacho de De Arco, en caso de que fuese necesario. Esta eventualidad, 85

cada vez más rara. De Arco, en los últimos años, había ido abandonando sus asuntos en manos de sus sobrinos. Su prodigiosa actividad se había ido borrando. Tener aquella secretaria particular resultaba ya un lujo... Un lujo que De Arco se podía costear perfectamente y que pagaba mal. Por lo demás, Alicia se ocupaba también de la biblioteca, y mantenía un maravilloso orden en sus ficheros. Era una persona inapreciable en aquella casa. Ella lo sabía. Sentada aún a su mesa, abrió su bolso de mano y sacó la polvera. El espejito redondo le devolvió una carita ovalada de facciones correctas, frías, rodeadas por unos cabellos discretamente teñidos de rubio. El tiempo había comenzado en aquel rostro una indefinible labor de destrucción, pero lo hacía de una manera muy especial, fría y correcta como la misma Alicia. No había allí arrugas violentas, ni bolsas bajo los ojos. No lanzaba aquella cara gritos de alarma en favor de una belleza declinante. Tampoco la vida había impreso ninguna dulzura especial, ninguna huella de risa ni de ceño. Había quien decía que Alicia, a los cincuenta años, se conservaba prodigiosamente como a los veinte. La misma Alicia así lo pensaba. Y, sin embargo, nada más distinto, a pesar del asombroso parecido de las facciones, que esta Alicia de hoy y una fotografía de Alicia cuando muchacha. Alicia se empolvaba con cuidado y sin coquetería. Siempre se había puesto muchos polvos, y esto formaba parte de su persona, como el peinado perfecto de sus cabellos, como la limpieza impecable de sus trajes. Ni una mancha, ni una arruga... Era su lema. Y era bastante difícil lograr aquel perfecto planchado en los trajes complicados que Alicia llevaba. Era amiga de volantes, plisados y toda clase de adornos de los vestidos. Jamás se había decidido a trajecitos oscuros con puños y cuellos blancos para el trabajo. Los trajes «estilo secretaria» le daban horror. Como era muy cuidadosa, y como su situación económica era estrechísima, no dando lugar a renovar el guardarro86

pa más que muy de tarde en tarde, Alicia solía parecer un figurín de la moda más acusada, con varios años de retraso siempre. Su figura delgadita, rígida, acentuaba aún más esta impresión antigua y melancólica de maniquí. Cuando terminó su tocado, Alicia recogió la carpeta de correspondencia para llevarla al despacho de De Arco. Atravesó con seguridad una inmensa biblioteca, donde ella, entre los millares de volúmenes acumulados por la curiosidad intelectual y luego por la inercia de tres generaciones, resultaba una cosita muy pequeña vestida de verde pálido... Años atrás, cuando Alicia atravesaba aquella habitación, se sentía invariablemente tímida y sofocada por los latidos de su corazón, le parecía que jamás acabaría de llegar al otro lado, a la puerta del despacho de De Arco. Ahora las inmensas estanterías encristaladas, las estatuas de mármol blanco, las mesas de roble donde nadie apoyaba nunca un libro para leer, toda aquella fría suntuosidad de museo se había convertido en algo habitual y poco impresionante. Empujó con ligereza una puerta de cuero y se encontró en el despacho. De Arco no estaba en su sillón detrás de la gran mesa tallada, sino de pie junto a una de las ventanas, mirando desde otro ángulo el mismo jardín al que daba la ventana del despacho de Alicia. Separadas por un razonable espacio y por varios árboles y una fuente, aquellas ventanas debían quedar una frente a la otra. Alicia lo sabía muy bien. De Arco era un hombre corpulento, en plena decadencia. Desde hacía dos o tres años se derrumbaba como una torre. Había pasado de una juventud largamente sostenida a una decrepitud física que causaba asombro en los que le conocían. Ahora parecía de más edad de la que tenía realmente. Tenía la nariz aguileña y su cabello era espeso, pero completamente blanco. Blancas también las cejas y, debajo de ellas, una última y viva juventud en los ojos negros le hacían muy simpático.

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Estaba de pie junto a la ventana y se apoyaba en un bastón. Acababa de pasar un terrible ataque reumático, y aún se resentía. Se volvió apenas al sentir a Alicia y la llamó. —Deja esa tremenda carpeta sobre la mesa y ven aquí. Hay algo interesante. Su voz, como sus ojos, estaba llena de vida y de simpatía. Alicia pareció no oír. Preguntó desde lejos: —¿Cómo se encuentra hoy? — ¡ Rejuvenecido! De Arco sonreía, y en aquella sonrisa había un poco de ironía y mucho encanto. —Bueno, acércate. Tienes que ver cómo juegan los perros. Te voy a regalar uno de los cachorros. En el patio jugaban, en efecto, una pareja de setters y tres crías. —Ya sabe usted, De Arco, que en casa no tengo sitio para perros. —Bueno... Pero ¿no te gustan? —Sí... Alicia no sabía si los perros le gustaban o no. Se había pasado la vida diciendo que adoraba a estos animales y había acabado por creérselo. A De Arco le gustaban mucho. Alicia se había acercado muy circunspecta a la ventana, dejando un buen espacio entre ella y el jefe. Miraba aplicada y seriamente hacia el jardín; la expresión de su cara menuda era la misma que cuando estaba ante la mesa de trabajo. De Arco la contempló. —Pareces una niña, Alicia. Es curioso. Alicia enrojeció ligeramente. —Soy mucho más joven que usted. De Arco golpeó impaciente con el bastón. —No me refería a tu edad... Y ahora que estamos solos, como siempre, por más señas, quisiera que me explicases cuándo vas a dejar de llamarme de usted... Es bien ridículo entre nosotros. Alicia le miró. Tenía los pómulos enrojecidos. 88

—No sé qué pretende, De Arco. Jamás he sido para usted otra cosa que una secretaria... Y que yo sepa no le he dado permiso nunca para tutearme. —¡Válgame Dios!... Nos conocemos hace treinta años, me has salvado la vida en una ocasión, has velado el cadáver de mi hijo. Y no puedo llamarte de tú... Eres una ridicula... Los ojos de Alicia resultaban casi siempre apagados. Ahora brillaron. —No soy como las demás mujeres que usted está acostumbrado a tratar, eso es todo. En las ocasiones a que usted se refiere me limité a cumplir mi deber. Soy su secretaria, como antes. Le trato con todo respeto y exijo respeto también. —¡Bravo, señor! Ahora hay que aplaudir, ¿no es cierto? De Arco bromeaba, mientras Alicia seguía seria. El levantó el bastón señalándola, sin que la secretaria perdiera su rigidez. —¡Tonta de capirote!... Hubo un pequeño silencio. — ¿ N o quiere repasar su correspondencia? —No, no quiero repasar mi correspondencia. Quiero charlar contigo. Vamos a sentarnos, porque me duele el pie, y vas a pedir que nos sirvan la merienda allí, junto a la chimenea... ¿Cuántas veces hemos merendado juntos aquí, Alicia? —Desde que usted se aburre, muchas. —Treinta años viéndote... ¿Te das cuenta de que esto resulta ya una especie de matrimonio? Nadie sabe tantas cosas de mí como tú... Esto es un descanso... Suspiró mientras se sentaba en la butaca. —Me es muy agradable verte... Creo que nos tenemos cariño, ¿no? Alicia no contestó a esto. Había llamado, y luego habló discretamente con una gruesa señora vestida de negro. 89

Al cabo de unos minutos tenían la merienda servida junto a la chimenea. —Bueno, ortiga; dime algo de ti. Frente a él, Alicia, sentada en el borde de un sillón, parecía realmente una ortiga dispuesta a pinchar si De Arco acercaba una mano para tocarla. A pesar suyo sonrió. —Sabe usted tanto de mí como yo de usted, señor De Arco. Acentuó mucho el «señor». —Eso sí que no es verdad... Nunca he tenido tus confidencias, y a veces hasta me pregunto si alguien las tuvo jamás. Alicia siguió sonriendo misteriosamente; y se miró la punta del zapato. Tenía unos pies pequeñitos, delicados, que eran su orgullo, y los llevaba muy bien calzados. Después de una pausa, Alicia dijo algo que sorprendió a De Arco: — ¿ L e han interesado a usted mis confidencias acaso alguna vez? —Me interesan ahora... Es muy misterioso estar con una persona durante años y que no nos cuente nunca nada. La ortiga se dulcificó un poco. En la chimenea estaban encendidos unos leños; fuera de las ventanas, la luz había palidecido. El reflejo de las llamas le daba a Alicia suavidad y vida. —No es cierto, De Arco. Usted conoce, desde el principio al fin, toda mi vida. —Sí, señora...; descediendo de héroes y heroica e intachable siempre..., pura como un capullo cerrado. Todo eso lo sabemos y, ¿qué más? —Me parece que le estoy dando pie para que se burle. —¡Pero si no me burlo!... Muchas veces he pensado eso: que eres como un capullo misterioso... Por eso te dije antes que parecías una niña. Alicia miraba desconfiada los ojos brillantes de aquel hombrachón de cabellos blancos. Parecían burlones, la ver90

dad; pero también tenía una chispa de ternura. Una débil oleada de calor la invadió recordando que años atrás, por una conversación de tal intimidad con este hombre, ella hubiera dado trozos enteros de su vida. —Me siento viejo, Alicia. Me aburro, se me cae la casa encima, no tengo ganas de viajar... Mis sobrinos me miran esperando que de un momento a otro les deje la fortuna... Me siento un anciano achacoso sin tener edad para sentirme así. Sólo contigo me rejuvenezco un poco; me parece que hasta me consideras peligroso... —Eso es una tontería. —Bueno, pues tutéame de una vez, mujer... Hoy me sentía tan bien, que hasta se me había ocurrido invitarte a cenar en algún sitio. Alicia se irguió. —No acepto invitaciones de mis jefes. —¿Ves tú...? ¡Eres una delicia!... ¿Se puede saber por qué? — ¿ E s que me ha presentado usted alguna vez a sus amistades para que si nos ven juntos puedan pensar algo diferente que yo soy su amante de turno? De Arco se reía sin chispa de disimulo. —Hija mía..., ¡si estoy hecho un carcamal!... En cuanto a ti..., pensar que alguien pueda tomarte por... ¿Ves? ¡Me rejuveneces! Alicia miró, muy seria, su reloj de pulsera. —Tengo quehacer en mi casa; si no manda otra cosa, De Arco. —Chits, quieta...; sí mando, sí mando... Quédese diez minutos más, señorita... Entonces, ¿no hay cena? —Naturalmente que no. De Arco adoptó una actitud de niño compungido. —Entonces no podré declararte mi amor esta noche. Alicia se sintió herida. Estaba bien segura de que De Arco no ignoraba el amor que durante años y años gastó inútil, silenciosa y abnegadamente en él; hay cosas imposi91

bles de ocultar. Pero cualquier referencia a aquello, a la señorita Alicia le dolía como una bofetada. —Está usted enfermo; pero abusa usted de mi paciencia con bastante mal gusto. Siento no poder quedarme ni un minuto más. De Arco, con la punta del bastón, impidió que Alicia se levantase. Era muy cómico verla furiosa y desconcertada. —Siéntate, insensata... Puesto que no me das lugar a hacerlo en otro sitio, ni con mayores preparativos, tengo el gusto de pedir ahora mismo tu blanca mano... Vaya, no es broma... Creo que es la mejor idea que se me ha ocurrido en la vida... Bien, ¿qué dices? Alicia veía que era en serio. Notó que se ruborizaba. Le ardían las orejas. Algo le oprimía el pecho. No podía pensar. Al fin se rehízo. —Está usted aburrido en esta enfermedad y se le ocurren locuras. —¿Por qué locuras?... Más de una buena amiga me ha aconsejado que me case. He estado demasiados años solo... Esta casa necesita una dueña... Y yo, tú lo sabes de sobra, también necesito quien me cuide y me atienda con cariño... A temporadas me convierto en un viejo medio inválido... No soy ninguna ganga... Quizá quedes pronto viuda. Pero te dotaré bien... Aún sentía Alicia un desacompasado latir en su corazón; pero algo duro, frío, sustituía la impresión primera. —No siga usted, De Arco. Ya sé que es usted millonario, y que detrás de su nombre pueden escribirse varios títulos. Ya sé que me considera usted tan insignificante que ni siquiera puede suponer en mí otra reacción que la de caer desmayada de felicidad a sus pies al oír una proposición de matrimonio... —¡Cállate, estúpida!... Nada más suave y calmoso, pero nada tampoco más firme que esta orden. Alicia quedó callada en seco. 92

—Lo único que me ha hecho pensar en casarme contigo y en que tú aceptarías es que sé muy bien cuánto me has querido y me quieres. Creo que no hay nada más importante para vivir juntos dos personas. A l menos a nuestra edad... Vamos, ¿qué dices? Alicia miraba la chimenea sin verla. Se sentía mal. Le salió una voz muy débil. —No sé... No puedo pensar nada... Usted me permitirá que lo piense... Tengo, tengo que consultar con mi madre... Los ojos de De Arco volvieron a brillar de tierna y sonriente ironía. —Es una respuesta muy tuya, Alicia... Consulta con tu mamá y mañana me traes la respuesta. ¿Te parece? Alicia no sabía por qué se sentía tan absurda. A l llegar a la calle aún le daba vueltas la cabeza. (Capítulo I, pp. 127-136.)

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De «LA MUERTA»

A L COLEGIO Vamos cogidas de la mano en la mañana. Hace fresco y el aire está sucio de niebla. Las calles están húmedas. Es muy temprano. Yo me he quitado el guante para sentir la mano de la niña en mi mano y me es infinitamente tierno este contacto, tan agradable, tan amical, que la estrecho un poquito emocionada. Su propietaria vuelve hacia mí la cabeza, y con el rabillo de los ojos me sonríe. Sé perfectamente la importancia de este apretón, sabe que yo estoy con ella y que somos más amigas hoy que otro día cualquiera. Viene un aire vivo y empieza a romper la niebla. A todos los árboles de la calle se les caen las hojas, y durante unos segundos corremos debajo de una lenta lluvia de color tabaco. —Es muy tarde; vamos. —Vamos, vamos. Pasamos corriendo delante de una fila de taxis parados, huyendo de la tentación. La niña y yo sabemos que las pocas veces que salimos juntas casi nunca dejo de coger un taxi. A ella le gusta; pero, a decir verdad, no es por alegrarla por lo que lo hago; es, sencillamente, que cuando salgo de casa con la niña tengo la sensación de que emprendo un viaje muy largo. Cuando medito una de estas escapadas, uno de estos paseos, me parece divertido ver la chispa alegre que se le enciende a ella en los ojos, y pienso que me gusta infinitamente salir con mi hijita mayor y oírla charlar; que la 94

llevaré de paseo al parque, que le iré enseñando, como el padre de la buena Juanita, los nombres de las flores; que jugaré con ella, que nos reiremos, ya que es tan graciosa, y que, al final, compraremos barquillos —como hago cuando voy con ella— y nos los comeremos alegremente. Luego resulta que la niña empieza a charlar mucho antes de que salgamos de casa, que hay que peinarla y hacerle las trenzas (que salen pequeñas y retorcidas, como dos rabitos dorados debajo del gorro) y cambiarle el traje, cuando ya está vestida, porque se tiró encima un frasco de leche condensada, y cortarle las uñas, porque al meterle las manoplas me doy cuenta de que han crecido... Y cuando salimos a la calle, yo, su madre, estoy casi tan cansada como el día en que la puse en el mundo... Exhausta, con un abrigo que me cuelga como un manto; con los labios sin pintar (porque a última hora me olvidé de eso), voy andando casi arrastrada por ella, por su increíble energía, por los infinitos «porqués» de su conversación. —Mira, un taxi. —Este es mi grito de salvación y de hundimiento cuando voy con la niña... Un taxi. Una vez sentada dentro, se me desvanece siempre aquella perspectiva de pájaros y flores y lecciones de la buena Juanita, y doy la dirección de casa de las abuelitas, un lugar concreto donde sé que todos seremos felices: la niña y las abuelas, charlando, y yo, fumando un cigarrillo, solitaria y en paz. Pero hoy, esta mañana fría, en que tenemos más prisa que nunca, la niña y yo pasamos de largo delante de la fila tentadora de autos parados. Por primera vez en la vida vamos al colegio... A l colegio, le digo, no se puede ir en taxi. Hay que correr un poco por las calles, hay que tomar el metro, hay que caminar luego, en un sitio determinado, a un autobús... Es que yo he escogido un colegio muy lejano para mi niña, ésa es la verdad; un colegio que me gusta mucho, pero que está muy lejos... Sin embargo, yo no estoy impaciente hoy, ni cansada, y la niña lo sabe. Es ella ahora la que 95

inicia una caricia tímida con su manita dentro de la mía; y por primera vez me doy cuenta de que su mano de cuatro años es igual a mi mano grande: tan decidida, tan poco suave, tan nerviosa como la mía. Sé por este contacto de su mano que le late el corazón al saber que empieza su vida de trabajo en la trararar y que el colegio que le he buscado le gustará, porque me gusta a mí, y que, aunque está tan lejos, le parecerá bien ir a buscarlo cada día, conmigo, por las calles de la ciudad... Que Dios pueda explicar el porqué de esta sensación de orgullo que nos llena y nos iguala durante todo el camino... Con los mismos ojos ella y yo miramos al jardín del colegio, lleno de hojas de otoño y de niños y niñas con abrigos de colores distintos, con mejillas que el aire mañanero vuelve rojas, jugando, esperando la llamada a clase. Me parece mal quedarme allí; me da vergüenza acompañar a la niña hasta última hora, como si ella no supiera ya valerse por sí misma en este mundo nuevo, al que yo la he traído... Y tampoco la beso, porque sé que ella en este momento no quiere. Le digo que vaya con los niños más pequeños, aquellos que se agrupan en un rincón, y nos damos la mano, como dos amigas. Sola, desde la puerta, la veo marchar, sin volver la cabeza ni por un momento. Se me ocurren cosas para ella, un montón de cosas que tengo que decirle, ahora que ya es mayor, que ya va al colegio, ahora que ya no la tengo en casa, a mi disposición a todas horas... Se me ocurre pensar que cada día lo que aprenda en esta casa blanca, lo que la vaya separando de mí —trabajo, amigos, ilusiones nuevas—, la irá acercando de tal modo a mi alma, que al fin no sabré dónde termina mi espíritu ni dónde empieza el suyo... Y todo esto quizá sea falso... Todo esto que pienso y que me hace sonreír, tan tontamente, con las manos en los bolsillos de mi abrigo, con los ojos en las nubes. Pero yo quisiera que alguien me explicase por qué cuando me voy alejando por la acera, manchada de sol y niebla, y 96

siento la campana del colegio, llamando a clase, por qué, digo, esa expectación anhelante, esa alegría, porque me imagino el aula y la ventana, y un pupitre mío pequeño, desde donde veo el jardín y hasta veo clara, emocionantemente, dibujada en la pizarra con tiza amarilla una A grande, que es la primera letra que yo voy a aprender... («Al colegio», cuento publicado en La Muerta, recojo de las pp. 205-208 de «La Niña».)

ROSAMUNDA Estaba amaneciendo, al fin. El departamento de tercera clase olía a cansancio, a tabaco y a botas de soldado. Ahora se salía de la noche como de un gran túnel y se podía ver a la gente acurrucada, dormidos hombres y mujeres en sus asientos duros. Era aquél un incómodo vagón-tranvía, con el pasillo atestado de cestas y maletas. Por las ventanillas se veía el campo y la raya plateada del mar. Rosamunda se despertó. Todavía se hizo una ilusión placentera al ver la luz entre sus pestañas semicerradas. Luego comprobó que su cabeza colgaba hacia atrás, apoyada en el respaldo del asiento y que tenía la boca seca de llevarla abierta. Se rehízo, enderezándose. Le dolía el cuello —su largo cuello marchito—. Echó una mirada a su alrededor y se sintió aliviada al ver que dormían sus compañeros de viaje. Sintió ganas de estirar las piernas entumecidas —el tren traqueteaba, pitaba—. Salió con grandes precauciones, para no despertar, para no molestar, «con pasos de hada» —pensó—, hasta la plataforma. El día era glorioso. Apenas se notaba el frío del amanecer. Se veía el mar entre naranjos. Ella se quedó como hipnotizada por el profundo verde de los árboles, por el claro horizonte de agua. 97 7

—«Los odiados, odiados naranjos... Las odiadas palmeres... El maravilloso mar...» —¿Qué decía usted? A su lado estaba un soldadillo. Un muchachito pálido. Parecía bien educado. Se parecía a su hijo. A un hijo suyo que se había muerto. No al que vivía; al que vivía, no, de ninguna manera. —No sé si será usted capaz de entenderme —dijo, con cierta altivez—. Estaba recordando unos versos míos. Pero si usted quiere, no tengo inconveniente en recitar... El muchacho estaba asombrado. Veía a una mujer ya mayor, flaca, con profundas ojeras. El cabello oxigenado, el traje de color verde, muy viejo. Los pies calzados en unas viejas zapatillas de baile..., sí, unas asombrosas zapatillas de baile, color de plata, y en el pelo una cinta plateada también, atada con. un lacito... Hacía mucho que él la observaba. —¿Qué decide usted? —preguntó Rosamunda, impaciente—. ¿Le gusta o no oír recitar? —Sí, a mí... El muchacho no se reía porque le daba pena mirarla. Quizá más tarde se reiría. Además, él tenía interés porque era joven, curioso. Había visto pocas cosas en su vida y deseaba conocer más. Aquello era una aventura. Miró a Rosamunda y la vio soñadora. Entornaba los ojos azules. Miraba al mar. —¡Qué difícil es la vida! Aquella mujer era asombrosa. Ahora había dicho esto con los ojos llenos de lágrimas. —Si usted supiera, joven... Si usted supiera lo que este amanecer significa para mí, me disculparía. Este correr hacia el Sur. Otra vez hacia el Sur... Otra vez a mi casa. Otra vez a sentir ese ahogo de mi patio cerrado, de la incomprensión de mi esposo... No se sonría usted, hijo mío; usted no sabe nada de lo que puede ser la vida de una mujer como yo. Este tormento infinito... Usted dirá que por qué le cuento todo esto, por qué tengo ganas de hacer confidencias, yo, 98

que soy de naturaleza reservada... Pues, porque ahora mismo, al hablarle, me he dado cuenta de que tiene usted corazón y sentimiento y porque esto es mi confesión. Porque, después, de usted, me espera, como quien dice, la tumba... El no poder hablar ya a ningún ser humano..., a ningún ser humano que me entienda. Se calló, cansada, quizá, por un momento. El tren corría, corría... El aire se iba haciendo cálido, dorado. Amenazaba un día terrible de calor. —Voy a empezar a usted mi historia, pues creo que le interesa... Sí. Figúrese usted una joven rubia, de grandes ojos azules, una joven apasionada por el arte... De nombre, Rosamunda... Rosamunda, ¿ha oído?... Digo que si ha oído mi nombre y qué le parece. El soldado se ruborizó ante el tono imperioso. —Me parece bien... bien. —Rosamunda... —continuó ella, un poco vacilante. Su verdadero nombre era Felisa; pero, no se sabe por qué, lo aborrecía. En su interior siempre había sido Rosamunda, desde los tiempos de su adolescencia. Aquel Rosamunda se había convertido en la fórmula mágica que la salvaba de la estrechez de su casa, de la monotonía de sus horas; aquel Rosamunda convirtió al novio zafio y colorado en un príncipe de leyenda. Rosamunda era para ella un nombre amado, de calidades exquisitas... Pero ¿para qué explicar al joven tantas cosas? —Rosamunda tenía un gran talento dramático. Llegó a actuar con éxito brillante. Además era poetisa. Tuvo ya cierta fama desde su juventud... Imagínese, casi una niña, halagada, mimada por la vida y, de pronto, una catástrofe... El amor... ¿Le he dicho a usted que era ella famosa? Tenía dieciséis años apenas, pero la rodeaban por todas partes los admiradores. En uno de los recitales de poesía vio al hombre que causó su ruina. A . . . A mi marido, pues Rosamunda, como usted comprenderá, soy yo. Me casé, sin saber lo que hacía, con un hombre brutal, sórdido y celoso. Me tuvo en99

cerrada años y años. ¡ Y o ! . . . Aquella mariposa de oro que era yo... ¿Entiende? (Sí, se había casado, si no a los dieciséis años, a los veintitrés; pero ¡al fin y al cabo!... Y era verdad que le había conocido un día que recitó versos suyos en casa de una amiga. El era carnicero. Pero, a este muchacho, ¿se le podían contar las cosas así? Lo cierto era aquel sufrimiento suyo, de tantos años. No había podido ni recitar un solo verso, ni aludir a sus pasados éxitos —éxitos quizá inventados, ya que no se acordaba bien; pero...—. Su mismo hijo solía decirle que se volvería loca de pensar y llorar tanto. Era peor esto que las palizas y los gritos de él cuando llegaba borracho. No tuvo a nadie más que al hijo aquél, porque las hijas fueron descaradas y necias, y se reían de ella, y el otro hijo, igual que su marido, había intentado hasta encerrarla.) —Tuve un hijo único. Un solo hijo. ¿Se da cuenta? Le puse Florisel... Crecía delgadito, pálido, así como usted. Por eso quizá le cuento a usted estas cosas. Yo le contaba mi magnífica vida anterior. Sólo él sabía que conservaba un traje de gasa, todos mis collares... Y él me escuchaba, me escuchaba... como usted ahora, embobado. Rosamunda sonrió. Sí, el joven la escuchaba absorto. —Este hijo se me murió. Yo no lo pude resistir... El era lo único que me ataba a aquella casa. Tuve un arranque, cogí mis maletas y me volví a la gran ciudad de mi juventud y de mis éxitos... ¡Ay! He pasado unos días maravillosos y amargos. Fui acogida con entusiasmo, aclamada de nuevo por el público, de nuevo adorada... ¿Comprende mi tragedia? Porque mi marido, al enterarse de esto, empezó a escribirme cartas tristes y desgarradoras: no podía vivir sin mí. No puede, el pobre. Además es el padre de Florisel, y el recuerdo del hijo perdido estaba en el fondo de todos mis triunfos, amargándome. El muchacho veía animarse por momentos a aquella figura flaca y estrafalaria que era la mujer. Habló mucho. Evocó un hotel fantástico, el lujo derrochado en el teatro el día de 100

su «reaparición»; evocó ovaciones delirantes y su propia figura, una figura de «sílfide cansada», recibiéndolas. — Y , sin embargo, ahora vuelvo a mi deber... Repartí mi fortuna entre los pobres y vuelvo al lado de mi marido como quien va a un sepulcro. Rosamunda volvió a quedarse triste. Sus pendientes eran largos, baratos; la brisa los hacía ondular... Se sintió desdichada, muy «gran dama»... Había olvidado aquellos terribles días sin pan en la ciudad grande. Las burlas de sus amistades ante su traje de gasa, sus abalorios y sus proyectos fantásticos. Había olvidado aquel largo comedor con mesas de pino cepillado, donde había comido el pan de los pobres entre mendigos de broncas toses. Sus llantos, su terror en el absoluto desamparo de tantas horas en que hasta los insultos de su marido había echado de menos. Sus besos a aquella carta del marido en que, en su estilo tosco y autoritario a la vez, recordando al hijo muerto, le pedía perdón y la perdonaba. El soldado se quedó mirándola. ¡Qué tipo más raro, Dios mío! No cabía duda de que estaba loca la pobre... Ahora le sonreía... Le faltaban dos dientes. El tren se iba deteniendo en una estación del camino. Era la hora del desayuno, de la fonda de la estación venía un olor apetitoso... Rosamunda miraba hacia los vendedores de rosquillas. —¿Me permite usted convidarla, señora? En la mente del soldadito empezaba a insinuarse una divertida historia. ¿ Y si contara a sus amigos que había encontrado en el tren una mujer estupenda y que...? —¿Convidarme? Muy bien, joven... Quizá sea la última persona que me convide... Y no me trate con tanto respeto, por favor. Puede usted llamarme Rosamunda... no he de enfadarme por eso. (Cuento publicado en La Muerta, recojo de las las pp. 174-179 de «La Niña».)

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De «LA INSOLACION»

CAPITULO III Nunca se explicó Martín por qué tuvo que ser el jueves precisamente, ni por qué aquel jueves le dejaron solo en casa, a media tarde, con el encargo de cuidar de que ningún gato entrase en la cocina, donde estaban las fuentes de empanadillas y croquetas, pescado frito y huevos rellenos, tapadas con paños blancos. Se quedó solo en la casa y en el jardín. Hasta la caseta del perro estaba vacía. El perro se lo había llevado el asistente para entrenarlo —según explicó a Martín— en vistas a la próxima temporada de caza. —Nene, si te aburres, riega los geráneos... Pórtate bien, ¿sí? No te comas nada, que he contado las cosas. Adela se marchó en la tartana. Martín se encogió de hombros cuando la vio desaparecer. Adela le irritaba mucho. No es que la odiase, pero le irritaba. Y no pensaba regar los geráneos, naturalmente. Era media tarde y no sabía qué hacer. A l fin se acercó al pozo y lanzó el cubo hacia la hondura hasta que notó que se hundía en el agua y que pesaba. Lo alzó lentamente con ayuda de la polea, lo sujetó con esfuerzo cuando llegó al brocal y vertió agua en la regadera. Sintió placer al salpicarse de agua el traje limpio y las sandalias. Las sandalias eran ahora como las de un franciscano, porque el asistente las había cortado por las punteras con una navaja. Así los largos dedos de Martín salían libres. Parecían los de un Cristo románico. 102

En aquel momento le pareció sentir «el acecho». Ningún silbido, pero sí «el acecho». Alguien vivo, mirando. Apretó los dientes y no quiso desconcertarse como otras veces. No quería inventarse personajes inexistentes, como en sus noches de niño cuando la abuela tenía que entrar en su cuarto para tranquilizarle. Estuvo a punto de decir para sí mismo aquella palabra que empleaba siempre su 'padre: «cono». Quizá fuese un alivio pronunciarla. Pero recordó que no sólo su padre empleaba la palabra. Todo el mundo decía eso cuando estaba enfadado. Hasta Adela. El no necesitaba ese alivio. Prefería callarse si el taco en su boca tenía que resultar tan histérico y repugnante como en boca de Adela. Levantó la regadera con fuerza y se dirigió al pie del muro comenzando a volcar el agua sobre las hojas carnosas requemadas en los bordes, sobre las flores, rojas algunas, rosadas otras, sobre los pequeños caracoles que se aferraban a los tallos, sobre las resistentes telas de araña que se doblaban al peso del agua y no se rompían. Entonces empezó a oír las risas. Sonaban casi encima de su cabeza y tuvo que mirar. Quedó con la boca entreabierta, con una expresión de asombro que a los otros les hizo reír más. Estaban a horcajadas sobre el muro. Un chico y una chica. Uno delante de la otra, erguidos como si fuesen a caballo. El chico llevaba pantalones de pescador remangados hasta un poco más abajo de la rodilla, una blusa blanca con las mangas cortadas y abierta sobre el pecho. La chica llevaba un trajéenlo estampado, como de tela de cortina, sin mangas. La falda le subía descuidadamente hasta medio muslo, y aunque los brazos eran flacos, muy tostados por el sol, la pierna que veía Martín era una pierna suave y fuerte de mujer. A los dos les llameaba el pelo con el sol y los dos calzaban alpargatas. El muchacho, para reírse, volvía la cabeza hacia su hermana. Martín supo en seguida que eran hermanos, aunque no tuvo tiempo de saber si se parecían o no se parecían 103

en el primer momento. Ella fue la que habló con la boca llena de risa y el ceño fruncido. —¡Chico, eh chico! ¿Eres el hijo del capitán? Sucios de tierra como iban, vestidos de aquella manera y la chica con los pelos tiesos y revueltos encima de la cabeza, se les hubiera podido tomar por unos golfillos, por unos gitanos. Y sin embargo, no se les podía tomar por golfillos ni por gitanos. Y aquel acento de la muchacha resultaba muy especial, medio andaluz —el abuelo Martín era andaluz y Martín conocía de sobra el acento—, medio extranjero. Martín no contestó. No preguntó tampoco «¿quiénes sois?» No dijo nada. Estaba allá abajo, flaco y larguirucho, con sus ojos profundos —un poco hundidos en las cuencas, como los del abuelo Martín—, con su pelo tieso cayéndole sobre la frente, la boca entreabierta y una mano apretando la mejilla, rozando aquella mejilla con los dedos, frotándola de arriba a abajo. El chico se inclinó un poco hacia él en tono de mando. —Vamos, contesta a Anita. ¿Cómo te llamas? Anita, sin más preámbulos, pasó la otra pierna por encima del muro y se descolgó en el jardín. En medio minuto su hermano la siguió, y cuando Martín lo tuvo delante pudo darse cuenta de que era alto y bien formado, como un hombre, aunque su cara no tenía bozo alguno. —Somos Carlos y Anita Corsi. La chica hizo la presentación mientras Martín seguía callado. Carlos movió la cabeza. Llevaba el pelo recortado a cepillo, como un alemán. Quizá Martín pensó en un alemán porque Carlos tiraba a rubio, mientras que su hermana era morena. —Este no entiende español. Parlez-vous français? Do you speak English? Entonces Martín sonrió con aquella amplia sonrisa que le iluminaba la cara. —Me llamo Martín Soto. —¿Martín?, ¡martín pescador! 104

—¿Martín pescador? —Martín Soto. —Martín pescador. Ya decíamos que tenías cara de martín pescador. ¡Es extraordinario! Los dos hablaban a la vez llamándole martín pescador, y Martín no sólo no estaba ofendido, sino que se divertía. —Desde luego, martín pescador. —Bueno, pues martín pescador. Aquello se había convertido en una especie de juego de despropósitos. Anita echó a correr hacia el brocal del pozo y se asomó a la oscuridad gritando su propio nombre para ver si le contestaba el eco. —Nosotros también tenemos pozo —dijo Carlos—, pero el agua es muy mala. Hacemos traer carros de agua mineral para beber. Carros enteros. — ¿ E s que vivís en la finca del inglés? —¡Claro que vivimos en la finca del inglés! Tienes que estar harto de oír hablar de nosotros. Llevamos quince días en la maldita finca y ya nos han echado de todas partes... Mira, mira lo que hace ahora la niña esa. La niña esa, Anita, tenía una figura como de bailarina dentro del trajecillo descolorido; una cintura muy estrecha. A veces caminaba de puntas sobre las alpargatas. Desde luego no era ninguna niña, pero no se podía decir que fuese una mujer. En aquel momento sacudía la tela metálica del gallinero. Martín, sin saber cómo, se encontró también sacudiendo la tela metálica del gallinero junto a Carlos. Los tres estaban haciendo lo mismo, riéndose al mismo tiempo del cacareo frenético de las gallinas. —¡Bah! —dijo Anita—, cuidado que sois tontos... En realidad no sé cómo puedo soportaros. Sois un par de crios. Y ya estaba ella sentada en los escalones del porche. Se dio aire a la cara con el borde de su falda. Los chicos estaban de pie delante de ella. Los miró con el ceño ligeramente fruncido y una sonrisa especial en la boca apretada y mala que tenía. 105

Martín no pensaba nada. Se limitaba a mirar a la muchacha sin juzgarla. Le hubiera parecido feúcha, con su cara redonda, a no ser por los ojos magnéticos que tenía debajo de unas cejas severas. Estos ojos hacían que Anita no se pareciese a nadie en el mundo. Martín no tenía elementos de comparación para juzgar su belleza o su fealdad. Carlos, en cambio, era guapo. Saltaba a la vista aquella perfección de los huesos, las facciones, el color dorado de la piel y del cabello. Martín, que había visto tantas fotografías de cuadros célebres inspirados en la mitología griega y romana, tantas fotos de estatuas en los libros de don Narciso el médico, pensaba en los héroes y dioses adolescentes al mirarle. También parecía un cartel de propaganda de la juventud alemana. Era alto, varios dedos más alto que Martín. —Este martín pescador me parece poco serio para nosotros, Carlos; me parece demasiado pequeño. —Sí, ya lo había notado. A ver, ¿qué edad tienes? A Martín le ardieron de repente las orejas con la larga mirada de Carlos. Eran unos ojos distintos de los de Anita, menos fuertes, quizá más hermosos, alargados, contrastando con el gesto despectivo de la boca, en su manera de mirar. Cuando Martín dijo que iba a cumplir quince años, Carlos manifestó un asombro que casi era de enfado. —Pretende tener quince años el pequeñajo este. —No es de tu exclusiva esa edad... Martín, me gustas. Te tomo por esclavo. — A h , no te precipites. No le hemos probado aún. Para ser nuestro esclavo, hay que merecerlo... Qué, pescador, ¿te atreves a luchar conmigo? —Desde luego que me atrevo a luchar. —No, no, es una lata cuando te pones a luchar, Carlos. Estamos olvidando lo que nos trajo aquí. Dilo, Carlos, di a qué hemos venido. —Queremos ver tu casa. —¿Mi casa? Pero si es muy fea. ¿Por qué os interesa mi casa? 106

—Somos espías alemanes. ¿No te lo han dicho en el pueblo? Todo el mundo sabe que somos espías... Mira, Carlos, se ríe. ¡Qué simpático este martín pescador! —No estoy tan seguro yo de que sea simpático. —Hablad alemán —ordenó Martín. Carlos se encogió de hombros. Anita le miró y dijo muy de prisa: —Charles, reponds moi vite, salaud, il faut trotnper le petit. —Anita, imbecile, je sais parler mieux que toi et plus vite, le pécheur restera bouche-beé. Se reían. Y Martín también. Anita se puso en pie de un salto. Era tan alta como Martín. No más alta, lo que resultaba un consuelo, porque a Martín le había parecido más alta al principio. —Vamos a ver tu casa, martín pescador. Carlos no pudo lograrlo en los días en que aquí no hubo nadie. Subió por el poste de la luz hasta la azotea y vio la habitación de los baúles, pero me dijo que la puerta de la escalera al otro lado de la terraza estaba cerrada, de modo que yo no me molesté en trepar por el palo. —¿Que no te molestaste? Eres una perezosa y una cobarde, eso es lo que eres. —¡Cochón! ¿Sabes lo que estoy pensando? Pues que martín pescador va a ser más guapo que tú en cuanto crezca un poco. —¡Puah! Anita se echó a reír. Carlos y Martín la siguieron al interior de la vivienda. Martín notó entonces una sombra de su antigua vergüenza y timidez. Porque Martín tenía un sentido exigente de la belleza y nunca le habían gustado los muebles entre los que había vivido. Ni los de los abuelos ni los de su padre tampoco. No es que supiera qué muebles deseaba tener a su alrededor para vivir a gusto, pero quizá hubiera preferido las paredes desnudas; sobre todo en aquel momento, para que Anita y Carlos no vieran lo demás. 107

La mecedora de Adela quedó balanceándose en el porche al empuje de Anita. El recibidor, con su tresillo de mimbre y sus sillas duras, apareció en la penumbra, un arco lo separaba del comedor, que estaba lleno de muebles barnizados muy nuevos y pretenciosos; afortunadamente el comedor estaba a oscuras, sólo brillaba en un rincón la bandeja moruna y encima la tetera labrada. Entonces Anita dijo: —¡Extraordinario! Y Carlos repitió: —¡Extraordinario! Martín estuvo a punto de lanzar la misma exclamación. En realidad ninguna de aquellas cosas conocidas resultaban las mismas cosas de todos los días. La panoplia con armas moras que adornaba la pared del recibidor resaltaba con un aire especial, el aire oscuro de la casa —las maderas cerradas de las ventanas parecían incendiadas por fuera, con una llama que se metiese por las junturas—, el olor a lejía de la limpieza general hecha recientemente, el jarro con geráneos en el centro de la mesa, que no tenía puesto el hule, sino un gran tapete de ganchillo aquella tarde; todo resultaba distinto. Y la vergüenza desapareció, se hundió en algún lugar del espíritu de Martín y no volvió a salir. Anita dio otro grito en la cocina. Carlos fue más expresivo. —¡Caramba, cuánta comida! Ana y yo estamos hambrientos. ¿Verdad que llevamos siglos hambrientos? Martín descubrió las fuentes con aire de potentado. Anita se precipitó a las croquetas, Carlos metió en su boca en dos mordiscos un huevo relleno. —Hum, el aceite es malo. —Sí —dijo Martín—, es muy malo. Cada uno de ellos llevaba una empanadilla en la mano cuando subieron la escalera de cemento camino de la azotea. —Es fea esa torrecilla. No va con el estilo de la casa. Y esos vidrios de colores, ¿habéis visto algo más feo? Sin embargo, dentro, con la luz, hace un efecto... Ya veréis. 108

—Ya lo conozco. Ah, mira, Ana, han puesto una cama aquí. ¿Es tu cama, pescador? Anita suspiró. —¡Qué suerte! La torre del inglés está cerrada. Al llegar le pedí a la guardesa que cogiera otra habitación de la casa para guardar los tesoros de míster Pyne, pero no me hizo caso y la torre sigue cerrada. ¿De modo que tú vives aquí? Anita se tumbó un momento sobre la cama de Martín y la cara se le coloreó de rojo y azul por el sol que venía de la ventanilla del poniente. — L a cama es dura —criticó. En un momento, el cuarto transformado. Aquel grandón de Carlos se subió en los baúles. Sentado en el más alto, sacó una armónica del bolsillo y trató de encontrar la melodía de «Chaparrita». El intento no duró. Anita, de pie sobre la almohada de Martín, miraba mientras tanto por el ventanillo del este. —Es como si tuviéramos gafas de colores. ¡Extraordinario! Martín tenía en las manos su álbum de dibujos. No sabía qué hacer con aquel álbum. Estaba deseando que ellos se fijaran y no sabía qué hacer al mismo tiempo. Acabó tirándolo sobre la cama y subiendo también él a lo alto de los baúles. Pero Carlos abandonó su sitio en aquel momento y se precipitó sobre la cama, sobre el álbum, abriéndolo tal como había deseado Martín, que se notó sofocado. Recogió la armónica de Carlos, le limpió la saliva del chico aquel y trató de sacar algún sonido del instrumento, con sus ojos fijos en el álbum de dibujo entre las manos de su amigo. Anita ahora también miraba. Pasaban las hojas los dos hermanos, miraban. Pero no decían nada. Estaban de rodillas en la cama con las cabezas juntas —la morena y revuelta de Anita, la rubia y bien marcada de Carlos— mirando. Pero se cansaron y tiraron el álbum. Corrieron a la azotea cogidos de la mano y se detuvieron en el borde que miraba hacia la finca del inglés. 109

—Es raro; no se ve la casa. —Míster Pyne debía de ser espía para estar tan oculto. —Ese viejo arrugado qué va a ser espía. —¿Conocéis vosotros al inglés? Martín ya estaba junto a ellos, anhelante. Decepcionado por el desprecio a su álbum y olvidando ya el desprecio. —Sí —dijo Carlos—, le conocimos en Tánger. —No —dijo Anita—, le conocimos en Gibraltar. —Ana, recuerda que fue en Berlín. —Carlos, recuerda que fue en la Patagonia. —Anita, íbamos en el Zeppelin durante nuestra vuelta al mundo. —¡Aquel cigarro puro! ¡Lo recuerdo!... Este martín pescador ni siquiera ha montado en avión, no hay más que verle la cara. Estaban ahora representando una comedia mirando a Martín. Y Martín intervino: —Estáis equivocados. He subido a un bombardero durante la guerra. Iba con mi padre: era un Yunker... Tirábamos las bombas y las veíamos caer como pelotas. Estallaban. Volábamos cabeza abajo muchas veces. Los otros se miraron. Anita frunció el ceño. —No se llaman así los aviones. No se llaman como has dicho. —¿Yunker? Sí, estoy bien seguro. Y entonces se rieron los tres. De esta manera Martín había entrado en el juego. Lo divertido no eran los disparates, sino la manera de decirlos. Pero Carlos no estaba contento. —Oye, tú, pescador. Si quieres ser amigo nuestro, tienes que ser pacifista como nosotros. No nos gusta la guerra, y al que le guste la guerra lo matamos. De modo que no te pongan en muchas, porque luchando cuerpo a cuerpo te pulverizan. —Bueno —dijo Anita—, ¡pulverízalo! 110

Martín se puso en guardia. Reunió dentro de él toda su excitación y energía para la lucha. Carlos, quieto aún, dándose masaje en los brazos, le insultaba entre dientes. —Sale bète, poule mouillée. Martín decía interiormente: «Vamos, guapo. A ver qué te crees», pero de su boca no salía un sonido. Apretó las quijadas al mismo tiempo que su labio superior dejaba ver un filo de sus dientes blancos. Anita en aquel momento se puso entre ellos y los separó antes de que hubiesen comenzado. —Dejadlo ahora... Aún no hemos visto todo. Vamos abajo. Carlos lanzó una especie de grito guerrero cuando bajaba las escaleras. Martín gritó también. Anita hizo bocina con las manos: «¡Locoooos!» Y su grito resonó más que el de ellos. Ya no razonaban. Ahora no hacían más que correr alrededor de la mesa del comedor y luego atravesaron el recibidor, tropezando con los muebles, lanzándose al pasillito estrecho y asomando a lo que iba a ser el salón de Adela y aún no era nada, sino el reino de un pequeño tresillo forrado en terciopelo oscuro con flores estampadas. En el lavabo, Carlos cogió la brocha de afeitar de Eugenio Soto, la mojó en agua y la embadurnó de jabón. Después persiguió con aquella brocha a Martín y a su hermana. Martín conectó la luz de la alcoba de su padre. Se encendió la lámpara central y las velas del tocador que estaba lleno de frascos de vidrio decorado con purpurina. —¡Merde! —dijo Anita, añadiendo incongruentemente—: Esto es precioso. La enorme cama relucía, el armario de luna relucía, la colcha de seda morada relucía y el cojín de raso amarillo, que tenía cosido un muñeco de trapo, un polichinela vestido de seda, encima de él, relucía también. Carlos cogió el cojín y lo tiró al aire; Martín lo recogió y lo volvió a lanzar como una pelota.

Carlos descorrió la cortina morada y abrió la ventana de par en par. La luz eléctrica palideció al entrar el rojo poniente. La ventana abría a las dunas, no frente al mar, sino frente a la misma Beniteca que aparecía muy lejos llena de chispas de cristales encendidos, o quizá de luces. Carlos jadeaba un poco, la camisa suelta del todo, abierta del todo ahora sobre el torso joven y tostado por el sol. Sonreía. Empezó a tantear los muelles de la cama y se sentó en ella. Así sentado, con las piernas muy rectas, empezó a saltar. Un salto seguía a otro. La cabeza de Carlos subía y bajaba tapando el crucifijo colgado en la cabecera de la cama y volviendo a dejarlo al descubierto. Martín se fijó en Anita. Anita aparecía reflejada en el espejo del tocador, entre las velas eléctricas encendidas, y era otra Anita. Una Anita femenina y desconocida. Los grandes, singulares ojos de Anita, no eran oscuros ahora, sino de color ámbar claro, más claro que su piel, pero llenos de reflejos rojizos. Un gesto de placer y de vanidad satisfecha llenaba aquella cara. La mano de Anita, pálida y pequeña, tomó la gran borla de los polvos de Adela y empezó a empolvarse la nariz una y otra vez hasta dejarla completamente blanca. Ella parecía entusiasmada de este arreglo. Cogió el perfumador y empezó a apretar la pera de goma, perfumándose el pelo y el escote mientras el aire se llenaba con aquel olor a violetas sintéticas, fuerte y pegajoso. Y ella, encantada. Tan abstraído estaba Martín que no oyó los pasos de Adela hasta que la tuvieron encima, hasta que entró en el recibidor hablando con sus amigas. La oyeron todos a la vez. Carlos saltó hacia la ventana, pero se detuvo para esperar a Anita. Anita lanzó una exclamación de pánico al caérsele el perfumador al suelo. —¡Zut! —dijo—, ¡zut! Martín tuvo una rápida visión de su espanto, que resultaba cómica en aquella cara de payaso llena de polvos. Pero 112

saltó rápidamente por la ventana y desapareció. Carlos estaba saltando aún cuando entró Adela. De esta manera tan sencilla, los Corsi, descolgándose por el muro, se metieron en la vida de Martín, y Martín recibió unos cuantos coscorrones y una bofetada por culpa de ellos y se quedó sin cenar la noche de los invitados. Cuando Martín corrió hasta su cuarto escapando de un puntapié de su padre, gracias a que los amigos de Eugenio lo sujetaban, iba profundamente aturdido, pero no asustado. Eugenio le juró ajustarle las cuentas y darle una paliza soberana más tarde. Pero no se sentía asustado. Tenía la cabeza muy clara, extraordinariamente clara, según le parecía. Esta era la palabra que ellos empleaban: ¡extraordinario! «Poule mouillée»... ¿Conque gallina mojada, eh? Vaya una expresión estúpida. ¿Eran franceses los chicos? A pesar de que se insultaban en francés, a Martín no le parecían franceses. Poule mouillée, ¡tenía gracia! Sentía no haber luchado con Carlos. Deseaba luchar con él. Tenía la impresión de que a pesar de ser Carlos más alto y más fuerte, él le vencería. No para humillarle, naturalmente, sino para hacerse admirar. Su deseo era tan fuerte que le ayudaría a vencer. Un calor muy grande llenaba el cuerpo de Martín. Se quitó las sandalias y la camisa y anduvo por la azotea fingiendo un match de boxeo contra el aire cálido de la noche, y al fin terminó cansado. Se asomó jadeante hacia los pinares. Ni un soplo de aire conmovía a aquellas ramas. Ni un silbido en la quietud. Una luz, sí, allá en el centro de la pinada, la luz de una ventana en la que nunca se había fijado. Allí vivían Anita y Carlos. ¿Cómo había exclamado Anita cuando cayó al suelo el perfumador? ¡Zut! A saber qué idioma era. Todo lo demás le parecía francés, y desde luego de alemán no sabían los Corsi una palabra. Poco a poco la excitación fue cediendo. No tenía idea de la hora. No había oído la corneta de la Batería ni para la retreta ni para el silencio, y, sin embargo, allí estaba la noche rodeándole con todas sus estrellas, con toda su pleni113

tud. Y los invitados de abajo ya habían acabado de cenar, puesto que ahora oía a las señoras charlando bajo el porche mientras que las voces de los hombres continuaban en el comedor. Y él estaba cansado, muy cansado. Empezó a desear que todos los invitados se marchasen y que el padre subiese al fin a darle la paliza prometida. Pensaba aguantarla a pie firme, sin rechistar. Poule moulllée... ¡Ya verían! Deseaba llevar marcada la cara cuando encontrase nuevamente a sus amigos. No sabía por qué, pero lo deseaba. Nuevamente se inclinó hacia las voces de abajo. Una mujer decía: «Si quieres, te enseño a hacer una mañanita para recién nacida. Es una monada.» Y Adela contestó: «Yo no quiero niña. Mi mamá me escribió que por las cuentas yo tendré un varón.» Después las mujeres hablaron todas a la vez, como siempre ocurría. Martín bostezó. Una voz masculina llegó desde la ventana de abajo: «Veinte en copas.» Martín se echó en su cama. A l otro lado de la cama, abierto en el suelo, estaba el álbum de dibujo. El chico, las manos cruzadas bajo la cabeza, se fue adormilando. Se espabiló con cierta angustia al marcharse los invitados. Oyó sus voces y sus pasos calle adelante. Los pasos del padre y de Adela en el jardín, luego la voz de Adela: —La cursi esa de la comandanta tiene a menos venir a las reuniones. Después cerraron las maderas. Martín escuchaba. De pronto se oyeron nuevos gritos de Adela; llegaban clarísimos a pesar de las ventanas cerradas. —¡Mi perfume, huele, huele, Eugenio, todo el perfume desperdiciado! Asquerosos, sinvergüenzas... La guardia civil tenía que echar a ésos de la casa del inglés. ¡Mal rayo les parta! Y al escuchimizado de tu hijo también. —¡Cono, calla ya con el perfume! Ya se comprará otro. ¡A dormir, cono, a dormir que no es para tanto! El perfume debía de llenar toda la casa. Martín aún lo sentía en la nariz. 114

Pero el padre no subió a pegarle. Cerró las puertas y apagó las luces. Martín quedó en tensión unos momentos hasta que el gran silencio se apoderó de todo y poco a poco volvieron los ruidos de la noche a sus oídos, los grillos, los ladridos espaciados y también el olor, aquel olor del jazminero invisible que llegaba a ráfagas. (Capítulo III, pp. 37-51.)

Martín se había enterado de una cosa que le turbaba: sus amigos tenían una madre loca. Quizá, a pesar de toda su alegría, Anita y Carlos eran desgraciados. Quién sabe si la loca les perseguiría con gritos por toda la casa. Quizá se asomaría a las ventanas enrejadas de la finca, sacudiendo los barrotes en las noches de luna. Los pinos del inglés estaban llenos de calor y cantos de chicharras cuando los miró desde la azotea. Su alcoba era el centro de un ardiente arco iris lleno de sofoco y vacío a la vez. Martín se echó en la cama notando que empezaba a sudar. Seguía sintiendo como un resentimiento oscuro y triste que ya no era miedo a paliza alguna, sino algo así como si tuviese demasiado llena el alma y le desbordara anegando y diluyendo aquella alegría de la tarde anterior. Horrorizado, se dio cuenta de que ni siquiera recordaba cómo eran aquellos chicos, los Corsi. Quizá no los volvería a ver jamás. Sólo recordaba sus siluetas a caballo en lo alto del muro, pero aquellas figuras ahora no tenían cara. Habían venido a ver la casa, lo dijeron claramente. Y ya la habían visto. Llegaron y desaparecieron. Hablaban en francés, muy de prisa, fingiendo que el francés era alemán. Martín no entendió todo lo que ellos decían en francés, pero entendió muchas cosas y le había parecido que utilizaban este idioma para insultarse, especialmente para insultarse. Subieron hasta esta misma habitación de las ventanas de 115

colores. Los dibujos de Martín no les interesaron, y ahora sus dibujos le parecían a Martín como algo muy ajeno a su vida, algo de otros tiempos. Querían ver la casa y lo tocaron todo, como hacen los monos. Después desaparecieron. Por la puerta entraba una lengua de sol blanca e hirviente que se mezclaba al ambiente coloreado. Las chicharras cantaban dentro de la cabeza de Martín. Su cuerpo, humedecido por el sudor, olía vagamente a peces recién cogidos en la red. Tenía un brazo bajo su nariz y respiraba aquel olor. En aquel momento se oyó un largo y claro silbido. Una pausa y otro silbido más. Dando saltos —se quemaba los pies descalzos en los ladrillos— corrió Martín hasta aquel borde de la azotea, junto al poste de la luz. Ellos estaban allá abajo, en un claro entre los árboles de la finca del inglés, y le hacían señas con los brazos. Tal vez creían que no los estaba viendo. Carlos volvió a meterse los dedos en la boca y volvió a silbar. Martín les hizo señas, a su vez, de que esperasen. Batió un récord de velocidad al meterse las sandalias y la camisa. Ellos seguían abajo, esperando. Estaban impacientes, se les notaba en la manera de moverse, de señalar hacia el poste de la luz. Martín comprendió. Se deslizó por aquel palo de la luz hasta el jardín, junto a la cocina. De un salto alcanzó con las manos el borde del muro, y sujetándose como pudo con el vientre, con las sandalias, logró trepar. Esta vez fue Martín quien se encontró allá arriba, quien saltó a la otra finca un minuto más tarde. Cayó mal con las manos y las rodillas en tierra, pero se sacudió sin notar apenas las gotitas de sangre que empezaban a brotar de sus arañazos. Carlos y Anita anduvieron alrededor suyo mirándole con curiosidad, haciéndole volverse en todas direcciones para contemplarle a gusto de ellos. —¿Qué te dije-, Carlos? No es cobarde martín pescador. —¿Por qué no voy a hacer lo que vosotros? 116

Se miraron y se rieron, y después Anita le condujo a un lugar del muro lleno de huecos como escalerillas cavadas, por donde se podía subir perfectamente. —Esta parte que da a la finca es mucho más alta que el otro lado del jardín. Por aquí se puede salir, pero conviene que entres por la puerta. —¿Por qué le enseñas? Todavía no sabemos si nos quedaremos con él. —Mala bestia. Este Carlos es una bestia sucia. Siempre tiene celos... Ven, martín pescador. —¿Me habéis acechado algunas veces subiéndoos al

muro?

No le contestaron, le estaban mirando fijamente, y al fin Carlos le dijo que habían pensado en llevarle con ellos aquella tarde a pescar lagartos en el pedregal. —¿Qué habéis hecho por la manaría? ¿No os bañáis? —Martín pescador, eres tonto, ya lo creo que nos bañamos. Solemos ir bajo el faro a bañarnos. No somos tan perezosos como tú. Pero esta mañana Carlos ha estado muy malito. Salimos anoche con los pescadores y Carlos el pobrecito se puso verde y estuvo vomitando todo el rato en la barca. Esta mañana hemos tenido que acostarle y darle aire encima. No se puede salir con niños. —Vamos —dijo Carlos—, vamos a los lagartos. ¿Has comido lagarto asado, pescador? Algunos se comen. Tengo que preguntar qué lagartos se comen, pero tú puedes probar el que pesquemos hoy y así sabremos si hacen daño o no. Primero los asaremos bien entre las piedras. Te prometo que estarán riquísimos. —No le hagas caso. Está celoso. Martín miraba alternativamente la cara de los hermanos. De pronto le pareció que Anita estaba preocupada. Se alejaba un poco entre los pinos y tomaba la actitud de escuchar como si llegase algún sonido desde la casa oculta en la espesura. —¿Pasa algo? 117

—Nada... Sólo que tenemos que tener cuidado. Vamos a bordear el muro hasta el portón de la carretera. Por nada del mundo debe saber nadie que has entrado aquí esta tarde, Martín —dijo Anita—. Por nada del mundo. —Jura, pescador, que no lo dirás a nadie. Martín pensó en la loca. Había algo en la actitud de los hermanos que no le parecía completamente serio. Pero pensó en la loca. —No tengo necesidad de jurar. Si queréis vuelvo a saltar el muro y os espero en la carretera. Pero Anita ya había comenzado una marcha al estilo de un indio de película que avanza con sigilo hacia el campo enemigo. Carlos la imitó siguiéndola. Martín también, aunque con menos precauciones y bastante desconcertado. Casi no se oía el rumor de sus pasos sobre la pinocha. Durante un momento Martín pensó quedarse atrás, marcharse. Pero se dio cuenta de que no podía hacerlo. Así llegaron hasta el portón de la carretera, que estaba entreabierto. Desde la puerta subía una avenida ancha para automóviles, pero hacía un recodo y la casa no se veía. Martín iba unos diez pasos detrás de ellos. Cuando salió a la carretera, Anita y Carlos, uno a cada lado de la puerta, dieron un grito y empezaron a aplaudir. —¡Bien, martín pescador! Te contratamos. Te admitimos en la compañía —dijo Anita—. Tú también puedes ser un comparsa de nuestro teatro. Martín estaba parado con una media sonrisa de decepción. Carlos cruzó la carretera a grandes zancadas internándose en el pedregal. Anita miraba a Martín con curiosidad y con ironía. Cuando menos lo esperaba el muchacho, le dio un afilado pellizco en el brazo y le dijo: —¡Espabila! Ella también echó a correr. Martín vaciló un momento. Luego, con el alma revuelta, siguió a los dos hermanos. (Fragmento, pp. 59-62.)

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Eugenio se sirvió el vaso de vino que tenía frente a su cubierto y lo tomó en dos tragos, mientras con su mano izquierda movía el cochecito de la niña, para que no se impacientase. En esta actitud vio Martín a su padre al entrar en el comedor lleno de luz a mediodía. Adela seguía a Martín con la fuente de la comida, que dejó en el centro de la mesa. Eugenio chasqueó los labios después de beber y miró a su hijo. —Martín, tengo que hablarte. — ¿ A mí? Martín, moreno de todo el verano sobre su moreno natural, con sombras oscuras en el bigote y las patillas, el cabello tieso creciendo sobre las orejas y la frente, flaco, con los hundidos ojos brillantes, parecía sobresaltado. —Apártate, Martín. No puedo aguantar tu olor. Es que tengo ganas de vomitar ahora mismo... Allí, tu sitio está al otro extremo de la mesa... ¡Dios, qué mortificación estar preñada y tener que aguantar en casa al hijo de otra que le apesta a una! —Cono, calla ya con los olores, Adela. Si éste no sólo está limpio, sino hasta desgastado con tanta agua de mar... Eh, chiquita. No llores tú, cono, que estás con papá, preciosa... Adela, esta niña necesita su biberón. —Después le doy la papilla, Eugenio. Primero vamos a comer nosotros. Yo me muero de hambre con mi embarazo. Esta vez es varón, Eugenio... Qué desgracia no poder criar a la niña ahora, pero si es varón lo doy todo por bien empleado. Adela sirvió los platos, y Martín mientras tanto se tranquilizó. Le pareció que era completamente imposible el que su padre adivinase las muchas cosas que bullían en su imaginación, el entusiasmo y también la repugnancia secreta que le inspiraba el proyecto de aquella noche. Desde hacía tres días Martín no pensaba en otra cosa que en lo que aquella noche había que realizar. 119

Desde hacía tres días era como si el verano hubiese comenzado de nuevo. Hubo un momento en que el verano empezó a temblar como la llama de una vela que se apaga, pero resurgió con toda su fuerza en los tres últimos días. Todo coincidió en aquel resurgimiento: el sol cayendo de nuevo sobre el mar y los pedregales después de unos días nublados y lluviosos y aquella animación de Carlos y Anita al recibir a Martín cuando llegó a la playa. Aquel primer día de sol fue también el primero en que Carlos se bañó en el mar, ya con su brazo limpio de escayola y sano, aunque un poco torpe aún de movimientos. Anita desde aquel día fue otra vez la Anita del verano anterior. Y Martín tenía la sensación, a veces, de que el invierno que había separado los dos veranos no había existido nunca. Así eran los Corsi. Nunca podía estar seguro de sus reacciones. Tampoco podía estar Martín seguro de sus propias reacciones frente a ellos. Cuando Anita le dijo aquella mañana en la playa que entre los dos —Martín y Anita— debían ayudar a Carlos a ejercitar su brazo, Martín, que tanto había deseado el alejamiento de la muchacha, se sintió ganado por ella. Y cuando Carlos le echó el brazo por el hombro un rato después y le dijo casi al oído que Anita era magnífica, mucho mejor de lo que ellos creían, y que más tarde la misma Anita revelaría un gran secreto a Martín, Martín en vez de sentir envidia notó que un contento generoso le desbordaba el alma. Carlos y Anita estaban unidos de nuevo, pero no excluían a Martín de aquella unión. Ahora vivía pendiente de aquel secreto de Anita. Ella, teatral y romántica siempre, le había hecho jurar no revelar jamás aquel secreto, ni antes de que se realizase el proyecto de venganza, ni después, ni siquiera en la hora de su muerte. Martín se hubiese reído, pero se sentía demasiado alterado aquellos días para reírse. Y después de haber jurado aquel secreto tuvo miedo de que notase Frufrú en su cara que le sucedía algo extraño. Frufrú no notó nada. Aquellos días 120

estaba muy contenta con la nueva amistad que notaba entre Carlos y Anita y no se fijaba en Martín. Tampoco Adela y Eugenio se habían molestado en mirar la cara del muchacho. Y aunque se hubieran fijado, ¿qué novedad podrían encontrar ellos en la expresión tensa y reconcentrada del muchacho? Martín siempre estaba metido en sus pensamientos. A veces le parecía imposible haber sido tan niño alguna vez como para que Eugenio hubiera contado en su vida como la persona a quien quería admirar y que debía regir su destino. Eugenio no era ahora para él más que una especie de maniquí de hombre fuerte y sano dominado por su mujer —otro maniquí—, a los que Martín veía como a través de una niebla. Y de pronto la niebla se disipó. —Sí, chico, tengo que hablarte porque he recibido carta de doña María. A Martín se le pusieron encendidas las orejas. Un moscardón que tropezaba contra los cristales de la ventana del comedor le parecía al muchacho que tropezaba contra su propio cráneo. —¿Doña María? —preguntó débilmente. —Cono, sí, doña María, tu abuela, que pareces atontado. Adela intervino. Tenía en su regazo a la niña, y la pequeña, con los grandes ojos verdes fijos en la comida de su madre, consolaba su hambre y sus ganas de llorar con el chupete. —Tú tienes la culpa, Eugenio, ¡a ver! Le llamas doña María a esa finolis de tu primera suegra... ¿Por qué no le llamas abuela, como le llamas a mi madre? ¿O es que es menos señora mi madre? Si le hubieras llamado abuela a esa doña María, hasta el alelado de tu hijo hubiera entendido. Los duros latidos del corazón de Martín fueron cediendo poco a poco. —¿Qué quiere la abuela? Todavía falta mucho para empezar el curso. 121

—¡Caramba, que falta mucho, dice!... Dos meses te has tirado aquí de vacaciones comiendo a todo comer y apestándome las sábanas de tu cama. —Cono, Adela, que te calles, déjame hablar con mi hijo... No se trata de eso, hombre, tu abuela está contenta de que sigas aquí hasta finales de septiembre. Es que me pide consejo porque se le ha presentado un comprador para el solar que tiene en Alicante. Y como tú eres el que va a heredar los cuatro cuartos de tus abuelos, pues la mujer quiere que yo le diga si me parece bien que se remedie con esta venta o si me parece que ese solar puede valer más el día de mañana y sería mejor no venderlo y reservarlo para ti. —Que lo vendan y se dejen de tanta pamplina. Que den de comer al nieto y no me lo manden muerto de hambre los veranos. Y tú, tanto si venden como si no venden, diles que no les mandas una perra más, Eugenio. Menudo gasto tenemos con éste en las vacaciones, nos ha fastidiado... Calla, calla tú, bonita. Ahora comerás tú, cielo, ahora te da mamá unas patatas aplastaditas y un biberón. —Bueno, Martín, di lo que te parezca. Yo no sé qué decirle a doña María. A lo mejor ese terreno tiene una mina dentro, y aunque ahora parece que no vale nada, sería una pena haberlo vendido. —La abuela dijo siempre que si encontraba comprador para el solar lo vendería. Yo no tengo nada que decir, papá. De pronto le llegó a Martín la imagen de su abuela tan vivida, tan cercana, que se estremeció. Nunca recordaba a su abuela los veranos. Durante los veranos no recordaba a nadie; pero la abuela existía. Se llamaba doña María, como la mujer de don Clemente, y como la mujer de don Clemente vestía de negro, pero eran muy distintas. Ahora le parecía asombroso a Martín haber preferido este Eugenio colorado, grueso —este año estaba grueso lo mismo que Adela estaba gruesa— y tosco, a doña María y al abuelo Martín. En aquel momento se dio cuenta que la abuela, tan lejana y tan olvidada, estaba más cerca de él que su padre. 122

—Cono, no te quedes con esa cara de pasmarote pensando si quieres o no quieres que tu abuela venda el solar. Martín se encogió de hombros. —Eugenio, escríbele que venda, caray. Que le den de comer a éste y que te quiten la carga a ti. ¿No le quieren tanto los abuelos? ¡Ojalá se lo lleven de veraneo a San Sebastián el año que viene! —Cono, Adela, ¿qué te estorba a ti el muchacho? Este verano a ver cómo hubiéramos ido al cine si él no llega a estar aquí. —Eso es culpa del gurrumino del capitán. ¿Quién le mete a prohibir que duerman los asistentes en casas de sus oficiales? —Ya sabes por qué duermen este año los asistentes en el cuartel, cono. Y ya sabes que no quiero hablar delante de nadie de este asunto. La niña comenzó a llorar. Adela la dejó en brazos de Eugenio y fue a la cocina a prepararle su papilla. Desde la cocina siguió discutiendo con su marido. Martín, callado, comió su ración de patatas y huevos duros. Otra vez con sus pensamientos lejos de aquel comedor, lejos de los lloros de la niña y de las voces de sus padres, lejos del hule manchado de comida, de su vaso de vino y de las moscas. (Fragmento, pp. 194-199.)

Los días eran cortos efectivamente. Al menos más cortos que a principios de verano. Pero hubo cuatro o cinco días tan hermosos que valían por todos los vividos. El baño de mar en el solarium, con más oleaje que en otros meses y el agua más caliente que en julio, era una hermosura. Una de aquellas mañanas, Martín estaba tendido en la arena del solarium, cara al mar, según la costumbre de Anita, y junto a sus amigos. El sol enjugaba las gotas de agua que se deslizaban por su cara y sus hombros. Anita estaba arrodi123

liada a su lado, y Carlos, tendido junto a él, le miró sonriente. Martín dijo con voz ahogada: —¿Vosotros os dais cuenta de que sois felices? Yo me doy cuenta de la felicidad estos días. Cada minuto, cada segundo de estos días. Carlos le miró. A Martín le pareció que Carlos iba a decirle algo muy importante. Carlos tenía las pupilas muy negras, achicándosele al sol como a los gatos. Mirando hacia aquellas pupilas, Martín esperó. Anita lo estropeó todo. Dio un leve tirón a los cabellos de Martín y lo llamó tonto. —Eres un poco atrasado, martín pescador. Eres como un niño. Esas cosas las pensaba yo cuando era muy pequeña. Carlos no dijo nada. Y una tarde, en que volvían de una visita a las gentes del faro, se acabó el verano de pronto. Se acabó el verano aunque la tarde era cálida y roja en el crepúsculo, aunque el jazmín olía con su olor de estío. En la explanada, junto a la fuente seca de la casa del inglés, encontraron el taxi que el señor Corsi alquilaba en Murcia para toda su familia. Un coche enorme y polvoriento. Anita y Carlos se precipitaron al interior de la casa llamando a su padre a gritos, y Martín quedó solo en la explanada y vio cómo cambiaban los colores del crepúsculo. Sin saber qué hacer, se acercó al balancín de Frufrú. Se sentó allí y esperó a que le llamasen mientras una verde oscuridad sustituía al rojo inflamado del cielo. Vio que se iluminaba el comedor de la casa a través de las rejas de la ventana. Vio una sombra de mujer que pasaba por allí sosteniendo una pila de ropa en las manos. Poco a poco se acostumbró a aquella mancha amarilla de luz del comedor. Estaba balanceándose suavemente en el banco, entre la sombra. Cuando se encendió el farol que daba luz a la explanada, el corazón empezó a latirle ásperamente. Pero no salió de la casa el señor Corsi, sino Carmen con una mesa 124

plegable y un mantel, seguida de Frufrú, que llevaba una bandeja llena de cristalería. — Y no se ponga nerviosa, mujer. ¿No ha salido todo como usted quería? ¿Por qué tanto llorar? Le digo a usted que Corsi ha dicho que si usted no quiere que él se entere de nada, él no se ha enterado. ¿Qué más quiere? Martín se puso en pie, saliendo de la sombra, y Carmen lanzó un pequeño grito, apoyándose luego sobre la mesa que acababa de colocar. —¡Si es el pescador, mujer! Vaya, vaya a preparar todo a la cocina... Creí que te habías marchado, Martín. ¿Quieres saludar a Corsi? Ahora vendrá en seguida. Tenemos que cenar pronto para que Corsi y los niños se acuesten; salimos muy temprano por la mañana. Carmen, el chófer y yo tenemos tarea para rato. Y Corsi, pobrecillo, está rendido. Figúrate, niño, que el pobre Corsi ha tenido que pagar lo que debíamos a todo el mundo esta tarde. Llegó tan cansado que daba pena. Se dio un baño y acababa de meterse en cama cuando llegaron esos demonios de Anita y Carlos a no dejarle descansar. De pronto Frufrú dio una palmada con sus manitas, como siempre que cambiaba de idea, y dijo: —Perdona, pescador. Soy una vieja charlatana y tengo mucho que hacer... Hasta luego, niño. Se quedó solo otra vez, esperando. Tenía metido en los ojos el dibujo de aquella casa que veía enfrente, con sus viejos tejados, su torrecilla, sus ventanas enrejadas y la pintura roja y descascarillada en los lugares donde los muros no estaban cubiertos con enredaderas de jazmín o de flores azules. Aquella casa empezó a hacérsele extraña a Martín, extraña y enemiga. Carmen volvió a la explanada con una bandeja llena de platos y cubiertos, que colocó en la mesa delante de Martín, pero sin decir a Martín una palabra. Luego se fue. Se sentía terriblemente solo cuando oyó las voces del señor Corsi y de sus amigos. Instantáneamente recordó al se125

ñor Corsi y supo que iba a hablarle en su tono especial dirigiéndole aquellos vocablos italianos que no solía emplear con ninguna otra persona. «Sentí, caro», «pescatore»... La frivolidad de lo que iba a decirle el señor Corsi le hizo daño al compararla con la amargura que sentía. Cuando vio la sombra de alguien que iba a salir de la casa; sin saber lo que hacía, emprendió una retirada velocísima corriendo pinos arriba, con desesperación, hasta llegar al muro de su casa. Se detuvo jadeante, dándose cuenta de su absurdo. Se apoyó contra aquel muro que había visto la paliza de don Clemente, tranquilizándose. Esperó la llamada de sus amigos. Escuchó a ver si oía el silbido de Carlos. Tenían que haberle visto correr si salieron en el momento que Martín pensaba. No se oían más que los rumores de la noche. El cricrí monótono de un solo grillo cerca de Martín. Por encima de los pinos Martín veía el guiño intermitente de la luz del faro. Según pasaban los minutos, el cielo iba ganando en resplandor de estrellas y los pinos en oscuridad. Nadie llamó a Martín. Aún no había sonado el toque de retreta. Faltaba mucho, quizá, para la cena de su casa. Pero él se decidió. Con los dientes apretados trepó por el muro que le separaba de su jardín. Aquella noche casi no pudo dormir. Esperó mucho tiempo en la azotea una llamada, un aviso. Esperó bajo una agria luna en cuarto menguante a que los Corsi se acordasen de despedirse de él. Cuando se apagó aquella luz amarilla entre los pinos, que indicaba a Martín que aún había alguien despierto en la casa del inglés, Martín se fue a la cama. Durmió a rato, y algunas veces escuchó el llanto de su hermana en el piso de abajo. Se despertó con un sobresalto cuando apenas amanecía. Había oído en sueños el ruido de un motor de automóvil. Se puso en pie y salió a la azotea en calzoncillos, estremecido por el fresco mañanero. 126

Aunque venía del mar una luz verde y rosácea, aún no había salido el sol. Los pájaros se despertaban en el bosque del inglés. Martín atendía a todos los rumores mirando fijamente hacia aquel bosque. Después corrió hacia la fachada delantera de su casa, desde donde veía, al final de la callecita, la carretera. No había nadie. Ningún vehículo turbaba la paz de aquella hora. Y, sin embargo, Martín supo que sus amigos se habían marchado ya. Se habían ido sin que él pudiese ver, siquiera, el automóvil que los llevaba. (Fragmento pp. 251-274.)

LOS PERROS Este bosque es el paraíso de los perros. Muy temprano despiertan a la gente de nuestra casa los ladridos de Golfo. Los mayores maldicen a Golfo y se tapan los oídos o encienden un cigarrillo. Los ladridos de Golfo son profundos, aunque es un perro joven que acaba de mudar la voz y a veces aún suelta algún gallo de adolescente. Los ladridos de Golfo tienen el don, además, de aparecer en el sueño de los niños sin despertarlos. Alguien abre la puerta de la casa y ve cómo surge el esplendor del sol detrás de los pinos allá donde está el mar. Golfo empieza a gemir, a saltar, a enloquecer de alegría, y hay que llevarlo lejos para que los otros durmientes no sufran la tortura de sus ladridos y su escándalo. Y en seguida que sale al camino viene Soli, la perrita manchada de blanco con carita puntiaguda, ojos dulces y orejas de gacela, que procede de no se sabe qué cruces. Golfo se parece tanto al personaje de La dama y el vagabundo, que por eso ha conquistado ese nombre. Golfo apareció un día en medio del camino. Con sus patas grandes y blandas de cachorro y sus ojos inocentes y 127

su gracioso hocico tierno perseguía el vuelo de una mariposa. Alguien dijo que Golfo era un perro graciosísimo, y Golfo lo oyó. Y así, desde aquel momento en que vino a acariciarnos a todos, se metió en nuestra casa y formó parte de la familia. Y una serie de problemas complicados cayeron sobre todos nosotros, como si hubiéramos recogido a un niño. El paseo mañanero con Golfo y Soli por entre los pinares, sucios de papeles que dejaron los excursionistas y de sus latas herrumbrosas y, a pesar de la suciedad, magníficos, tal como los soñó el cardenal Belluga cuando los mandó plantar hace poco menos de un siglo; ese paseo que empieza a regañadientes por alejar los ladridos de la casa donde tantos duermen, se convierte en algo muy interesante al cabo de un momento. La naturaleza está bañada de rocío y de sol, y los pinos dan su olor primero, y los pájaros cantan de tal manera que Golfo llora arañando con sus patazas el tronco de un árbol porque quiere trepar. Esa es la gran ventaja de los gatos salvajes, a los que Golfo y sus amigos persiguen a veces. Ese trepar velocísimo, con el lomo erizado, les deja con tres palmos de narices, llorando al pie de los troncos o del muro que otros han saltado. Golfo y Soli juegan, se muerden las orejas, se acechan. Y en seguida los ladridos de otros amigos se unen a ellos. Aquí están Doro y Pinet, dos hermanos pequeñitos y negros como el betún, brillantes y juguetones, y aquí está Canela, la perrilla vieja y chillona, y ese perro blanco de cara de oveja a quien llamamos el Antefeo porque aún hay otro más feo que él, un ser negro y despeluchado, feroz con hombres y con perros y a quien Soli ha conseguido hacer sociable después de algunos días de trato. Soli, nuestra amiga, es la que se sienta en nuestras tumbonas y duerme en ellas tranquilamente si la dejamos; la que viene a beber el agua fresca destinada a Golfo y le hace compañía, porque es una especie de alma caritativa entre los perros. Si hay un lisiado, un triste o un vagabundo, ella lo protege, lo presenta a los 128

demás, hace esfuerzos por que se unan a la comunidad que ladra y juega. Cuando ataron a la perrita Linda, gorda y traviesa cachorra, Soli le hacía compañía, intentando además roer la cuerda que sujetaba a su compañera. Cuando una puede ver con sus ojos la scosas simpáticas que hace Soli, no se puede por menos que dejarla dormir en las butacas de lona destinadas a los humanos. Se lo merece. Hace unos días venía también Mus, el perro policía. Ahora no viene. Su amo le ha prohibido todo trato con los otros perros. Este Mus es un tesoro. Un perro que salvó varias veces la vida a su amo durante la guerra de Argelia. Una de ellas, impidiéndole que entrase en su automóvil, donde habían colocado una bomba de plástico. Mus sólo obedece a su amo y sólo ataca si su amo se lo ordena y sólo come lo que el amo le da. No hay posibilidad de envenenamiento. Se puede intentar ofrecerle cualquier manjar. Aunque fuera un mismísimo hueso de carroña de esos que Golfo arrastra entusiasmado a veces, y que nos obliga a taparnos las narices, aunque fuese eso, Mus no consentiría ni probarlo. También tenemos a Johnny, el setter rojizo, elegante y ligeramente cojo desde que le pilló un automóvil, y a Eva, la perrita de cara triste y alargada. (Fragmento de artículo publicado en revista cuya referencia se ha perdido.)

LOS PESCADORES CANARIOS Desde Houston a Nueva Orleáns desfiló todo el día el paisaje por delante de la ventanilla del tren, volviéndose más húmedo, más verde oscuro, más triste, según se acercaba al trópico. En el salón del tren encontrábamos a todas horas a la misma muchacha vestida de cow-boy, que no se quitó, ni por casualidad, el sombrero de alas anchas un solo minuto 129

de aquel día. Eliana me dijo que estas muchachas cow-boy pertenecen a una clase social definida, con un nombre característico, pero no pudo recordarlo para decírmelo. El aire de Nueva Orleans es pesado y húmedo. Da sueño. Dormí en una habitación grande del hotel Serathon Charles y me despertó el teléfono y una voz española. Era la de una señora americana de origen español y eslavo. Pero más que nada, española y con nostalgia de España. —Me han dicho que se interesa usted por los habitantes de la isla Delacroix. Yo los conozco. Creo que la isla desapareció o al menos está arrasada después del ciclón Betsy, pero encontraremos a sus canarios. — ¿ D e veras son españoles canarios? Un compañero de viaje en el barco que me llevó a Estados Unidos me había contado que un grupo de descendientes de náufragos españoles conservaban el idioma en una pequeña isla de la desembocadura del Mississippi, pero yo ignoraba que descendiesen de gentes de mis islas. —Voy a buscarla en seguida. Me reconocerá sin dificultad por mi volumen y porque mi coche es también muy grande y está muy sucio. Nunca tengo tiempo de limpiarlo. La señora O. F. me gustó en cuanto la vi al volante de su coche. Era rubia y muy sonriente, llena de encanto y vitalidad. Hacía una mañana espléndida, y la señora O. F. condujo el automóvil hacia las afueras por una carretera entre los bayou, los canales de los meandros pantanosos del Mississippi. La isla Delacroix y otras son producto del arrastre de tierras por esta desembocadura. Entre los canales estancados hay caimanes, serpientes y nutrias, y los cazan para aprovechar las pieles. Me pareció, al saberlo, que olía a caimanes, serpientes y nutrias, y lo que olía era el fango humeante al sol. O. F. me señaló las huellas del terrible huracán: árboles tumbados con las raíces al aire. Casas destrozadas que habían

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volado por encima de los alambres telegráficos, un cementerio de aparatos domésticos recién rescatados del río y automóviles destrozados sobre el fango. El ciclón había pasado sobre Nueva Orleáns dos meses antes. La ciudad quedó cubierta de barro y en las calles se vieron caimanes arrojados de sus guaridas por la inundación, despavoridos. Hubo muchas víctimas y no en aquella parte del Mississippi, aunque los destrozos fueron incalculables. Allí pudo advertirse a los habitantes que abandonasen sus casas. En otros lugares el mayor número de víctimas se debió a la inundación imprevista, de madrugada, por la parte del lago. En un campamento de casas rodantes se habían refugiado familias que quedaron sin vivienda por el huracán. El Gobierno les había prestado aquellas casas y dinero para reconstruir las suyas, dinero que tenían que ir devolviendo mes por mes. A la señora O. F. le parecieron «españoles» los que se veían en aquellos autos-viviendas. Nos acercamos, les hablamos en español y, en efecto, contestaron con acento canario. Eran los habitantes de Delacroix, pescadores descendientes de los náufragos. Los más viejos ni siquiera hablaban inglés, y todos conservaban el dejo de nuestras islas Canarias, y ninguno las había visto jamás. Ninguno de aquellos con quienes hablé había nacido en España, ni los más ancianos. El español con acento canario era como un idioma de tribu, de intimidad. En la isla Delacroix lo adquirían por herencia y por matrimonio. —Hay muchos, muchísimos apellidos españoles en Nueva Orleáns, pero en su mayoría afrancesados o americanizados. ¿No sabías que Nueva Orleáns, en su origen, tuvo tanta influencia española como francesa? EL «VIEUX CARRE» Y E L JAZZ Nueva Orleáns fue una ciudad muy acogedora para mí. Todos los días teníamos invitaciones Eliana y yo. 131

El día de Acción de Gracias comimos en el chalet elegantísimo de una familia judía adinerada y de gusto exquisito para el adorno de su casa: los señores Feibleman. Por la noche decidimos ir por nuestra cuenta a ver las calles del barrio viejo y a comer ostras allí. En la calle Bourbon, hormigueante de luz y de gente, nos encontramos con las caras cambiantes de color por la luminosidad de los anuncios que nos llamaban a los locales de diversión. Se oía música. Teníamos que empujar a los paseantes, nos asomábamos a los cabarets, en los que, desde la puerta, veíamos cómo algunas mujeres, a las que no se hacía demasiado caso, bailaban sobre una tarima haciendo strip-tease como por obligación. En un bar pedimos aquellas enormes ostras que nos tentaban. En verdad no eran ostras, eran ostrones. A l tragarlas casi me puse enferma. No sabían a mar, como nuestras ostras. Aquel molusco sabía a babas y a fango. Era natural que los sirviesen fritos o cocinados de mil maneras. Huimos de ellos. En plena calle de Bourbon oí mi nombre. Un español me preguntó qué hacía allí, y, no sé si por las gafas negras que él llevaba o por mi despiste habitual, no lo reconocí; pero, cogida por sorpresa, me sentí obligada a darle toda clase de explicaciones sobre mi presencia en Nueva Orleáns. Luego me enfadé conmigo misma, y Eliana se reía. —Vamos al Vieux Carré a oír jazz. Fuimos al Vieux Carré. Pagamos un dólar y entramos en un pasillo y luego en una gran sala vieja y destartalada. Cerca de la orquesta había una cuantas filas de bancos sin respaldo totalmente ocupados, y detrás mucha gente de pie, y nosotras entre ella. Por un dólar se podía estar allí toda la noche si se quería. Olía a polvo de viejas tarimas. Los músicos tomaban coca-cola fresca y se limpiaban el sudor. Eran todos negros, menos el muchacho que tocaba el banjo, que me parecía un americano de raza nórdica, aunque Eliana no estaba 132

segura de eso. De lo que Eliana estaba segura era de que la pianista, una señora gruesa, era «negra» también, a pesar del color de su piel y de su pelo, teñido de rubio. —Fíjese en sus facciones, si no. De pronto los músicos empezaron a afinar los instrumentos. En la calle, detrás de las ventanas, abiertas por el calor, se agrupaba la gente. Empezaron el ritmo, los sonidos. La vida mágica del blue nos invadió y los músicos improvisaban, creaban, se crecían a cada pieza, sudaban, reían, seguían tocando. Y nosotros, los espectadores, no nos marchábamos, de pie sobre aquella tarima de tablas viejas. El tiempo no tenía sentido. Escuchábamos, vivíamos la música, llegábamos con ella hasta las entrañas de un mundo desconocido. Lejano. Nos arrastraba como un amor, como una ola. Cuando los músicos descansaban, respirábamos de otra manera, parpadeábamos como deslumhrados. Queríamos más. Sudábamos. No nos atrevíamos a ir en busca de bebidas frías para no perder el nuevo comienzo del ritmo. Estábamos fascinadas. Creo que pasamos horas allí. Creo que me llegó al fin el turno de sentarme en uno de los bancos sin respaldo. Los espectadores entraban y salían en los descansos. La gente de la calle se renovaba y yo seguía allí.

EL «MUSGO ESPAÑOL» Nueva Orleáns, con su aire cálido y húmedo, pesado y soñoliento, sus barrios residenciales entre jardines, sus parques con árboles arrancados de cuajo por el huracán, su lago de color fangoso en algunos lugares y azul en otros y aquellos peces enormes e inofensivos (pero que no debe de ser agradable que jugueteen entre las piernas si uno se baña en la orilla), el inmenso dédalo de los bayou de la desembo133

cadura del Mississippi y los caimanes, las serpientes y los árboles oscuros con sus barbas parásitas del «musgo español» cayendo entre las ramas como un abrazo grisáceo y lánguido, y el encanto del barrio antiguo, perezoso; los balcones de hierro calado y los patios exuberantes de árboles y plantas, y su vida nocturna, y los círculos cerrados de su sociedad y la música de jazz. Y sus iglesias. Y su historia. Y sus nombres franceses y sus nombres españoles y la cordialidad de las personas que me recibieron allí, quedó atrás un mediodía. Eliana y yo nos sentíamos cansadísimas. Mojadas de sudor. Yo atribuía mi cansancio a vejez de mis huesos, pero Eliana contaba poco más de veinte años. —Es este clima, señora Laforet. Ibamos a la península de La Florida. A Coco Beach, para visitar Cabo Kennedy. Una tarde y una noche en tren hasta llegar a Jacksonville. En mi diario de viaje tengo anotado que el tren se mueve y traquetea más que los trenes españoles. Y otra anotación añadida en España: «No es cierto.» No era cierto. Me había acostumbrado en Estados Unidos a otras líneas mejores. Los trenes americanos son excelentes y la escala de valores de una española cambia al utilizarlos. Aquel tren no era como el tren formidable que tomamos para ir al Cañón del Colorado. Simplemente era un tren inferior. A l volver a casa me di cuenta de que era bueno. En Jacksonville, a las once de la mañana, subimos a un cómodo bus con destino a Coco Beach. Llegamos a las tres de la tarde y un taxi nos llevó a la playa, al motel donde nos reservaban habitaciones. Había una piscina estupenda en el patio adonde daban las habitaciones. Fuimos a ver el mar, allí a dos pasos. La larga playa se parecía a algunas del Mediterráneo. Estaba solitaria en la tarde, fresca y reconfortante. Por la noche .introduje unas monedas en un aparato mecánico. La cama vibró profunda y suavemente un largo 134

rato. La vibración desentumece los miembros de los automovilistas que llegan al motel fatigados. Y desentumeció los míos. («Los pescadores canarios», «El "vieux carré' y el jazz» y «Musgo español» son apartados del capítulo «Nueva Orleáns» de Paralelo 35, páginas 247-250; 252-254; 261-263.)

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