Carlos Astrada Temporalidad (1)

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TEMPORALIDAD

QUEDA HECHO EL DEPOSITO QUE INDICA LA LEY N9 11.723 Copyrigkt bu Ediciones Cultura Viva

DEL AUTOR

EL PROBLEMA EPISTEMOLÓGICO EN LA FILOSOFÍA ACTUAL s

(1927) HEGEL Y EL PRESENTE (1931) PROGRESO Y DESVALORACIÓN EN FILOSOFÍA 'Y LITERATURA

o o o o o o o o

(1931)

O EL JUEGO EXISTENCIAL (1933) 17Eis, ru:

GOETHE Y EL PANTEÍSMO SPINOZIANO (1933) IDEALISMO FENOMENOLÓGICO Y METAFÍSICA EXISTENCIAL (1936) LA ETICA FORMAL Y LOS VALORES (1938)

Acabóse de imprimir el 20 de Octubre de 1943

EL JUEGO METAFÍSICO ARTES GRAFICAS ROVITO & Cía. Av. Juan B. Justo 4065 — Buenos Aires

(1942)

PRÓLOGO

presente libro es el periplo, aún abierto, de una problemática que, en la preocupación del autor y a lo largo de más de veinticinco años, se ha venido desplazando de planos y hasta de puntos de enfoque a medida que aguzaba sus aristas y concretaba sus aporías. Por su carácter y por su continuidad de desarrollo, a través de las etapas de la labor personal, ella está dos veces inscripta en la estructura esencialmente precaria de la temporalidad, dimensión de nuestra existencia y, a la vez, rumbo de la inquietud filosófica. Su título, TEMPORALIDAD, trasunta, pues, no obstante la diversidad de sus temas —mejor diríamos, aspectos de un solo problema—, la unidad espiritual, el estilo especulativo de este conjunto de ensayos. Desde el primero hasta los últimos, late en distintos estratos y con diversas motivaciones la misma temática, y siempre bajo el signo del Fugit Tempus. En "La Noluntad de Obermann", el problema del destino del alma individual toma el camino del ideal moral y desemboca en la antinomia de

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Queda prohibida la reproducción total o

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acción y contemplación, decidiéndose, en la vida del personaje del poema filosófico de Sénancour, por una actitud contemplaitva llena de dolorosa incertidumbre. El mismo problema, la antinomia de lo general y Za singularidad individual, en función del tiempo, se hace presente en las consideraciones sobre lo estético y lo vital; se remplantea, temporalizándose en una proyección metafísica fundamental, en Zas reflexiones acerca de la existencia humana y el significado de las estructuras objetivas (ideas, valores, etc.); en los ensayos relativos a la cosmovisión poética, reaparece determinando el núcleo de una apetencia ontológica SUI GENERIS; para, finalmente, en las elucidaciones sobre el misticismo telúrico rilkeano, definir el llamado de una posibilidad insobrepasable, el imperativo de fidelidad a un destino terreno consubstanciado con nuestra finitud, avatar, este último, que no supone ciertamente un ensalmarse de la inquietud metafísica que aguijonea el espíritu, ya que ésta nos lleva a un reiterado planteamiento del problema, al constante hacerse y deshacerse de Zas respuestas que le damos. Las aspiraciones de la vida moral, ávidas de un orden permanente, el ideal de la belleza, apuntando a una intemporalidad indesplazable; el impulso de las creaciones del pensamiento y del arte y la congoja de la vivencia mística, urgidos de eternidad, todas estas direcciones del afán espiritual, tan pronto tratan de lograr concreción se

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sienten vulnerados, en el propio despliegue del esfuerzo que los lleva a su meta, por la mutabilidad y acabamiento del tiempo de la existencia humana, quedan apresados en su órbita finita. Y así surge la antinomia, que se transforma en lucha agoniosa en la intimidad del espíritu, el que a pesar de su anhelo de permanencia no consigue trascender la estructura móvil y transitoria en que va implicado. Este es su sino en tanto es espíritu humano, en tanto está adscripto al destino del hombre, para recordarle que es el junco pascaliano, floreciendo desde Za raíz de su fragilidad misma. Está, sin duda, en la esencia de Zas aspiraciones morales, del anhelo religioso, del ideal de la belleza que por ellos, alentándolos en su espíritu, el hombre siempre trate de trascender su finitud, el límite de su propia existencia. Así, él va, en Za idea, más allá de su fin, se proyecta hacia el más remoto futuro y, aún por encima del tiempo, a la eternidad; pero esto no significa que pueda &aseendje realmente como ~ad conclusa de duración. Suponerlo es ignorar o-escamotear los términos del problema, considerar que el fin, la muerte, es una mera representación que cabe sobrepasar, superar, aboliendo el tiempo existencial, el que de hecho se temporaliza como finito. Hay que distinguir, para no caer en semejante error, entre una totalidad real de duración y una totalidad ideal. Precisamente, de esta antinomia, aguzada en una situa-

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ción límite como insupei .able posibilidad existencial, se engendra en el seno del espíritu del hombre un combate, una escisión agonal. De este combate, de su substancia espiritual, de sus dramáticas tensiones y peripecias tenemos que vivir y morir. Sólo merced a él podemos totalizar en cada instante nuestra existencia y, así, defenderla de las situaciones y posibilidades aisladas que, al desperdigar y desintegrar sus momentos en un mero transcurrir, amenazan su unidad, su totalidad conclusa.

TEMPORALIDAD

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II

EL FUGIT TEMPUS

LA NOLUNTAD DE OBERMANN mos", afirma Simmel; vale decir, que nuestra vida carecería de unidad, de identidad concreta, sería, en fin, un cúmulo de momentos vitales desperdigados, sin nexo, si éstos no fuesen enhebrados en el hilo tenso de la muerte propia, si todos ellos no se integrasen con ésta en un todo concluso y dinámico. La unidad no le es dada a nuestra existencia, no es su remate estático, sino que ella tiene que ser conquistada mediante el constante adentrarse en la muerte propia. En el fondo, para Rilke, la única manera de existir auténticamente, o sea, de un modo personal, intransferible, es ahondar en la muerte propia, a la que se pliega la vida propia como el vestido al cuerpo, adoptando su forma. El cuerpo lleva el vestido, y éste delata en cada pliegue la recóndita dinámica de lo que cubre y vela. Vivimos y existimos desde nuestra muerte propia, y ésta late y crece en nosotros. Ella nos pide que le seamos fieles, que con la pulpa y la sangre de nuestra vida —pulpa caediza en virtud de su hueso mismo— le demos plena realidad en cada uno de los instantes de vigilia telúrica de nuestra existencia. La muerte propia implica una maduración, un crecimiento, la progresión inquieta y angustiosa de un desarrollo (sino, ¿por qué sería pequeñita la muerte de los

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niños?) . Madurémosla, viene a decirnos Rilke, sobre nuestra parcela de destino, propia, inalienable, parcela que se labra una sola vez y sólo sabe de los jugos de la tierra y de un sol que sobre ella nace y dentro de sus breves límites se pone. El labriego, consignado a la tarea de hacer aflorar la muerte propia, es, para Rilke, un ser de exclusivo destino telúrico, idea que constituye el meollo mismo de la mística rilkeana. Precisamente, en la novena de las DUINESER ELEGIEN, Rilke concreta el mensaje de la Tierra, uno de cuyos términos no es otro que el de la muerte íntima, confidencial. El poeta le dice a la Tierra: "Desde lejos e innominadamente estoy decidido por tí —Siempre tuviste razón y tu santa inspiración es la muerte confidencial"; o sea la muerte que a los hombres incumbe hacerla suya, propia. Esta muerte propia da a la existencia humana unitaria totalidad. No sólo existimos desde nuestra muerte y por ella, sino que también existimos para ella. Somos, como enseña (que ha asido filosóficamente en su raíz el problema de la muerte), un ser para el fin; fin que, porque está presente en cada momento de nuestra duración existencial, tiene la virtud de determinar la integralidad de nuestro ser, haciendo de él un todo. Tal muerte, su vivencia plena, recoge nuestra existencia de su posible dispersión, y la unifica y totaliza. Este ser, al plegarse a la exigencia de la muerte propia, existe, como si cada instante fuese

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LA MUERTE PROPIA

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el último, condición indispensable para que nuestra existencia sea, en cada instante, unidad y totalidad conclusa; mónada incólume, lanzada sobre la ruta de la nada, obediente a su propio impulso, finito y solitario. Ahora bien, la muerte propia, preconizada por Rilke, es lo que, como posibilidad auténtica e insobrepasable de nuestra existencia, da plenitud y acabamiento a la vida propia. De aquí que, para Rilke, la muerte no sea, de acuerdo a su sentido cristiano, un fin, que es a la vez comienzo, estación de tránsito a otra vida, sino totalización de la existencia, sin la inconclusión que llevaría a un existir distinto del terreno, proyectado sobre una perspectiva de beatitud. La muerte propia no implica, pues, el final de la vida terrena, como principio de una vida infinita, final que dejaría a nuestra existencia incompleta y trunca, sino que ésta sólo por la muerte se hace plena, totalizándose como existencia. Así el existir humano cobra el sentido definitivo de un todo concluso. En una de sus más sugestivas cartas de Muzot, la que dirige a Witold von Hulewicz, Rilke, al explicar el entrañado sentido de las ELEGÍAS DEL DUINO, afirma que la verdadera forma de la vida abarca vida y muerte; "que no hay ni un más acá, ni un más allá, sino la gran unidad" (1), unidad que el hombre ha de (1) Briefe aus Mu pot

1921-1926, pág. 333, Insel-Verlog, 1936.

esforzarse por realizar, tendiendo siempre hacia ella con máxima y tensa conciencia. Pero esta existencia, de tal modo plenificada, acababa, es, para el poeta, finita e irreiterable; es una única e impermutable oportunidad terrena, que hay que agotar en toda su posibilidad inmanente e insobrepasable: la muerte propia, el morir que se desprende de nuestra vida. A la vivencia de esta oportunidad única da Rilke, en la novena elegía, forma y voz: "Porque ser aquí (en la tierra) significa ya mucho, y, en apariencia, a nosotros —todo lo terreno nos necesita, éste marchitarse--, singularmente nos concierne. A nosotros, los más perecederos. —Una vez cada uno, y sólo una vez. Una vez, y no más—. Pero éste haber sido una vez, aunque sólo una vez: haber sido de esta Tierra, parece irrevocable". Esta radical irreiterabilidad de la existencia humana está en función de la Tierra y de su "santa inspiración", la muerte confidencial, propia, que es desvelo humano por la única plenitud sin declive ni caducidad. Pero, con este afán, transido de desazón y angustia, no se agota la tarea del hombre sobre su parcela solitaria de destino, sino que él está llamado a cumplir una misión indeclinable, la de acoger a la Tierra en la intimidad de su ser, absorbiendo las esencias telúricas para darles la consistencia de la verdad y la diafanidad de la belleza. El carácter de este mandato y su realiza-

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ción —que según Rilke, es el "premioso encargo" de la Tierra misma—, constituye el capítulo fundamental de la mística rilkeana, su vivencia medular. i convenimos, con los grandes teóricos de la experiencia mística, que el misticismo es la tendencia a estar y sentirse moral y espiritualmente junto al Absoluto en virtud de haberse logrado un peculiar acceso cognoscitivo a éste, entonces Rilke, por la intensidad y raíz cósmica de su visión, es un místico de estirpe. El autor de "EL LIBRO DE HORAS", ELEGÍAS DEL Dupro" y " LOS SONETOS A ORFEO" nO es, pues, sólo un artista que expresa y articula poéticamente estados místicos y cosmovisionales, sino que también es un místico cuya intuición encuentra sutil y perfecto órgano expresivo en la poesía, siendo, a la vez, su sentimiento del Absoluto suprema vivencia poética. Para él, poesía y mística, en pos de una y la misma substancia, son caminos que conducen a una sola meta, a la misma plenitud extática, a la esencia invisible y omnipresente del Todo, vivida y contemplada en el ámbito del verso. Sólo que el sentido del misticismo de Rilke es, como tendremos ocasión de comprobarlo, uno nuevo entre las variedades o fases de la experiencia mística de Occidente. El Dios de la apasionada búsqueda rilkeana no es el Dios trascendente de la revelación y la

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Escritura. En uno de sus aspectos —en su punto de arranque quizás-- la intuición mística de Rilke entronca con el espíritu del misticismo cristiano, tal como éste, enraizando en suelo abonado por la fermentación doctrinaria del neoplatonismo, se formula inicialmente en la obra del Pseudo Dionysios Areopagita, piedra angular de la mística cristiana. Sé trata, en dicha obra, de un Dios que escapa a todas las determinaciones conceptuales y que, por lo mismo, es inefable e ininteligible. Es el Dios de las tinieblas, de que nos habla Dionysios, y cuyo conocimiento consiste en un "acto de sublime ignorancia", por el que el místico adquiere la certeza de que Dios no es absolutamente nada de lo que existe, y que sólo es dable "contemplar esta sobrenatural obscuridad, que está disimulada a nuestros ojos por lo que encontramos de luminoso en el resto de los seres" (TEOLOGÍA MÍSTICA, II). Pero este Dios, presente en la contemplación, es entrañado por la vivencia y llega a ser, en la fusión mística con él, inmanente a al conciencia. Aquí, sin duda, tiene su remoto origen el "Dios vecino", "cercano", que invoca Rilke. Es el Dios al que el poeta, en persistente esfuerzo de develadón, eleva la magnífica sinfonía de su "LIBRO DE HORAS". A través de las imágenes y nominaciones de Dios, él quiere llegar hasta Dios mismo: "Sólo un delgado muro nos separa (Nur eine schmale Wand ist zwischen un,s .) , por azar; mas podría suceder que por un llamado de tu boca o

de la mía él se derrumbe sin ruido, en silencio", porque este muro "está construido por tus imágenes", y "tus imágenes están ante ti como nombres". Pero no basta nombrar enfáticamente a Dios, acudiendo a las grandes palabras, para acercarse a su presencia: "TÚ tienes, pues, una manera tan delicada de ser (Du hast so eine leise Art zu sein...) que aquellos que te consagran sonoros nombres, están ya olvidados de tu vecindad'. (Aquí percibimos una nota de la mística de Meister Eckhart, para el que "Dios es un idioma sin idioma y una palabra sin palabra"). Esto nos dice que la intuición del poeta aspira a atravesar la corteza de imágenes y las correspondientes nominaciones conceptuales en que Dios es explicitado, para sentirse en su entera y viviente cercanía. "Yo giro en torno de Dios, en torno a la antiquísima torre (Ich kreise um Gott, um den uralten Turm...), y giro milenios; y todavía no sé si soy un halcón, una tempestad o un gran canto". Pero es aquí precisamente donde comienza la lucha por la aproximación, por llegar sin interposiciones a la real vecindad divina, emeño que se resuelve y acendra en lacerante comate interior. Mas el sentimiento de vecindad no es todavía el de la presencia divina; falta el signo revelador, el golpe de luz en la penumbra de la búsqueda: "Yo te escucho siempre (ich horche immer...). Hazme una pequeña seña. Estoy muy cerca".

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El poeta percibe la palpitación y el sentido de su propia vida, de sus angustias y temores innominados; descubre que su pequeñez, aunque trasunto de lo más frágil y efímero, algo debe significar por cuanto desde ella busca a Dios y, a través de dudas, obscuridades y derrotas, se encamina hacia él: "Soy en el mundo demasiado insignificante y sin embargo no lo bastante pequeño (Ich bin auf der Welt zu gering und dock nicht klein genug), para ser ante ti como una cosa obscura y avisada"... "Yo quiero siempre espejarte en forma total y no ser jamás ciego o demasiado viejo para soportar tu grávida y vacilante imagen". Pero esta tarea única prescribe al ser del poeta (al hombre en una dimensión total), a su alma aparentemente inerme, un crecimiento, un devenir, un voluntarioso erguirse en su transida nihilidad. Sólo así puede sentirse mónada viviente, capaz de espejar y soportar sobre el hilo de luz de bisel, sin quebrarse, el peso de la enorme y vacilante imagen del Dios anhelado, buscado y frente al cual el ser efímero ha de advenir a su recóndito sentido. Por eso él canta: "Quiero desarrollarme (Ich will mich entfalten...). En ninguna parte quiero permanecer doblegado, pues donde estoy doblegad, allí estoy falseado. Y quiero que mi sentido sea verdadero ante ti". Pero el sentido del ser efímero sólo puede verificarse ante Dios cuando tal ser se desenvuelve, crece y deviene porque la divinidad, que no es estática, también deviene y crece, en la vecindad del hombre: "También, aunque no que-

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ramos, Dios madura" (Auch wenn wir nicht wollen: Gott reift). Vale decir, si ese sentido ha de ser viviente, tiene que adecuarse, estar alerta al devenir y maduración de la divinidad. Aún más, tal sentido, para afirmarse en sí mismo, tiene que ser recogido, implicado, vivido por el ser de Dios: "Si tu eres el soñador, yo soy tu ensueño (Wenn du der Tráumer bist, bin ich dein Traum ) Pues si tu quieres velar, yo soy tu voluntad". Mas acontece que el anheloso ensueño del ser finito sueña a Dios, lo construye, lo vivifica ensoñándolo, haciendo verdadero, con su propio y deficiente sentido, el sentido total e inefable de la divinidad: "Obreros somos nosotros (Werkleute sind wir . ) : aprendices, discípulos, maestros, y te construimos, tú alta nave central". No obstante, cuando el poeta quiere medir su vida desde la altura de la divinidad y osa proyectar sobre ésta una lumbre de intelección, la débil luz de su inteligencia, siente su anihilación frente al sumo ser: "Tu eres tan grande que yo ya no soy más (Du bist so gross, dass ich schon nicht mehr bin) cuando sólo en tu cercanía me coloco". Es dando un paso más en esta dirección, es encaminándose al encuentro del Dios vecino que Rilke infiere una recíproca dependencia entre su propia existencia, dueña de su sentido inalienable, y el ser de la divinidad: "Qué harás tú, Dios, si yo muero (Was wirst du tun Gott, wenn ich sterbe?...) ...Soy tu hábito y tu oficio, conmigo

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pierdes tu sentido". Resuena aquí un eco bien perceptible de la mística de Angelus Silesius: "Yo no soy fuera de Dios, y Dios no es fuera de mi, soy su brillo y su luz, y él es mi ornamento" (Ich bin nicht ausser Gott, und Gott nicht ausser mir, Ich bin sein Glanz und Licht, und er ist meine Zier). Rilke vuelve constantemente, mediante nuevas transcripciones metafóricas, a una de sus intuiciones medulares, la de la correspondencia entre el sentido del ser finito y la maduración de la divinidad, es decir, la de que concebir a Dios es dilatar su reino en nosotros, para que él abarque todo lo terreno y transitorio, valorándolo, incorporándolo a nuestra invisible e irreiterable esencia telúrica: "Pero yo quiero concebirte, como la tierra te concibe (Ich aber will dich begreifen, wie dich die Erde begreift ) ; con mi madurar madura tu reino". Aquí, con notas bien acusadas, la vivencia mística de Rilke se vuelve hacia lo terreno. "Nada de esperar un más allá y nada de mirar hacia el otro lado (Kein Jenseitswarten und kein Schaun nach drüben . ), sólo anhelo de no escapar a la muerte, y servicialmente ejercitarse en lo terreno". Todo lo de aquí abajo, todas las cosas que nos son familiares, en síntesis, todo lo telúrico, con su mensaje todavía no descifrado, debe surgir en nosotros como vocación esencial y definitiva. En la novena de las ELEGÍAS DEL Dm/go, el poeta canta: "Tierra, no es esto lo que tú quieres: Surgir

invisible en nosotros? (Erde, ist nicht dies, was du willst: unsichtbar in uns erstehn?...). No es tu sueño, ser invisible una vez?... ¿Qué es tu premioso encargo, sino transformación?". Es que la tierra es no sólo nuestra morada y nuestro hábito inalterado, el único rumbo de nuestro destino humano, sino también la esencia invisible que en nosotros cotidianamente crece hasta absorbemos y transmutamos en fieles depositarios de su encargo, de su tácito mandato, conforme al pindárico: "llega a ser lo que eres!". Tan apegados, ontológicamente, estamos a ella, tan humus de su ser inefable esencialmente somos que, como lo expresa en "la primera elegía": "Sin duda es extraño, no habitar más la tierra (Freilich ist es seltsam, die Erde nicht mehr zu bewohnen...), no ejercitar más los usos apenas aprendidos, a las rosas y otras cosas propiamente promisorias no darles humana significación futura". En sus dos famosas cartas "Sobre Dios" (1), Rilke explicita poética y conceptualmente el sentido de lo terreno, que había aprisionado y decantado a través de sus metáforas místicas. La desvaloración de lo terreno, continuada sistemáticamente a través de centurias, tiene, para él, como consecuencia un creciente saqueo de la vida, entendiendo por ésta todo lo de aquí bajo con sus tareas y afanes, inclusive ese, para los poetas, irreiterable presente de las rosas, inscripto en el pre-

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(1) Ueber Gott-Zwei Briefe,

Inael Verlag, 1934.

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en la conclusa maduración de la existencia, desde ese momento se acelera cada vez más nuestro pequeño movimiento orbital, exclusivamente terreno, y se sofoca y anula su germinal plenitud, que queda irremisiblemente transferida, bajo el signo de un nunca más, a lo ulterior, a lo otro, a lo tardío. Se vió en esto un progreso y, en tal suposición, se lo erigió en el acontecimiento de un mundo intimidado y en sí perplejo; mundo que, así escindido de lo divino y mirando allende la muerte-, olvidó con demasiada ligereza que él, cualquiera sea la posición que adopte, "estaba desde el comienzo sobrepasado por la muerte y por Dios". A lo humano sólo se le otorgaba signficación merced a tal disyunción, a la proyección extra-terrena de Dios y a la externidad de la muerte, como si ésta fuese una mera sombra incidente en el espíritu y por encima de la cual se pudiera saltar en dirección a un más allá. El nódulo dinámico y concluso de la vida humana tendría su sentido y describiría su parábola aquí abajo a condición de quedar mediatizado por un Dios remoto y por una muerte que nos llega de fuera, arrojando su sombra sobre nuestro día terreno para acortarlo y hacer de él un simple tránsito, interfiriendo precisamente una órbita que comienza y se cierra en su luz, breve pauta de tiempo, sin duda, pero el necesario para que la Tierra surja invisible en nosotros. Sólo cuando esto último ha acontecido, conoce el nombre el éxtasis de lo irreiterable y emerge en su espíritu cuerpo místico de la Tierra.

sente humano y sin significación futura más allá de sí mismo. "¡Qué locura —nos dice— distraer: nos hacia un más allá, cuando nosotros aquí es' tamos rodeados de tareas y espectativas y futuros! ¡Qué fraude, sustraer imágenes del encanto de aquí abajo para venderlas en el cielo detrás de nuestras espaldas!" (1). Tan es una unidad Mescindible la vida del hombre, en tanto plenitud que gravita hacia lo terreno, que, para Rilke, no cabe operar una dicotomía en el amor de los seres en virtud de la supuesta bipolaridad de lo de aquí abajo y de un más allá: "...Los amantes no viven merced a una segregada existencia terrena; como si jamás hubiera sido realizada una división ellos echan mano al inmenso acervo de sus corazones; a su respecto se puede decir que para ellos Dios es verdadero y que la muerte no los daña; pues están llenos de muerte porque están llenos de vida" (2). De la unidad telúrica y totalizadora que es la vida humana se ha creído que es posible, por una especie de reflexión, mantener alejados a Dios y la muerte, pero, piensa Rilke, ellos están adentrados en aquélla, nutriendo e impulsando el movimiento orbital que esa unidad describe sólo aquí abajo. Tan pronto creemos que Dios y la muerte, extrañados de lo terreno, son algo ulterior, lo otro, lo tardío que no cabe implicar en lo de aquí abajo, (1)

Op. cit., pág. 32.

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Op. cit., pág. 20.

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"Pero —se pregunta el poeta— ¿qué quiere significar lo otro, sino que nuestro semblante y la faz divina, que miran hacia fuera en la misma dirección, son uno? . " (1). Romper esta unidad es crear dualidades aparentes, ya que, para Rilke, no cabe afirmar el sentido de la existencia terrena, limitada por él ahora y aquí, mediante una referencia a lo otro extraño y remoto, considerando no sólo a Dios, sirio incluso a la muerte extrínsecos a nosotros. Es precisamente lo que hizo ese mundo perplejo, empeñado en buscar el sentido de lo humano, de lo esencialmente telúrico, donde no podía hallarlo, so pena de sustraerlo a su destino: "Dios y la muerte eran, pues, externos, eran lo otro, y lo propio (lo intransferible) era nuestra vida, la que ahora al precio de esta escisión pareció ser humana, pareció ser, en un sentido concluso, la nuestra, íntima, posible, realizable" (2). Uno de los temas fundamentales de las "ELEGÍAS DEL DUINO" es el cumplimiento del encargo de la Tierra y los caminos que a esta meta conducen. Asistimos aquí a lá sutil alquimia místicopoética por la que se opera la transformación de lo visible, familiar y cotidiano en lo invisible, tarea presidida por el Angel —símbolo de la transmutación que Rilke, según lo confiesa, no lo ha tomado del cielo cristiano, sino que procede más bien de las formas „angélicas del Islam. En la no(1)

Op. cit., pág. 15.

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Op. cit., pág. 18.

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vena elegía culmina el misticismo telúrico del poeta. Es la Tierra, morada y misión de lo humano, de nuestra existencia impermutable e irreiterable, la que pide y sueña ser inscripta totalmente en nuestro destino, ser instaurada, en nosotros, en su esencia invisible, transformada en el único rumbo y punto de referencia intríseco de nuestra trayectoria finita: "Tierra... ¿No es tu sueño ser invisible una vez? ¡Tierra! invisible!". La tierra incorporada, así al ámbito del espíritu ___19~ter Rilke, el único Absoluto, pero inmanente, en torno stencia, en trance de consubsdel cual nue17e7--ra tanciación con él, describe una sola vez su órbita, la que arrancando de la Tierra visible y palpable, con sus cosas y sus usos, retorna a ella para diluirse en su cuerpo místico. En el último año de su vida, Rilke adquiere plena conciencia del giro peculiar de su vivencia místico-poética, cuyo telos no es otro que totalizar el cumplimiento de la tarea del hombre como misión exclusivamente terrena. En carta, con sello postal de fecha 13 de Noviembre de 1925, al crítico y catedrático polaco Witold von Hulewicz, respondiendo a unas preguntas que éste le formula, el poeta dice que él no es quizás el más indicado para dar una precisa explicitación a las "ELEGÍAS" porque éstas lo sobrepasan infinitamente; pero, no obstante, con categórica concisión, nos comunica algo fundamental acerca del íntimo sentido del

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poema y también del que anima a la intuición esencial de su vivencia artística, de lo que podemos llamar su mundividencia. Ante todo percibe que lo transitorio, lo perecedero, lo que va caducando en el declive propio de todo lo terreno es absorbido en un profundo ser, el que, en última instancia, es el ser con que, a través de cada uno de los momentos de su devenir, se identifica lo terreno y temporal por su transitoriedad misma, como el proyectil que está ya aprisionado por la fuerza atractiva de la tierra en todos los puntos de la trayectoria de su curva. "La caducidad se precipita por doquiera en un profundo ser. De aquí que a todas las formas de acá abajo hay que tomarlas no sólo como temporalmente limitadas, sino que, en la medida en que nos sea posible, incluirlas en aquellas significaciones superiores de que participamos. Pero no en sentido cristiano (del que siempre más apasionadamente me alejo), sino que, con una conciencia puramente terrena, profundamente terrena, beatíficamente terrena, es necesario introducir todo lo contemplado y palpado en este mundo en el más amplio ámbito. No en un más allá, cuyas sombras entenebrecen la tierra, sino en un todo, en el todo. La naturaleza, las cosas de nuestra convivencia y uso son provisorias y caducas, pero, mientras permanecemos en esta tierra, ellas son nuestra posesión y nuestra amistad, consabedoras de nuestras penas y nues-

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tras alegrías, como ya fueron las confidentes de nuestros antepasados. Por esto no sólo no hay que calumniar y rebajar todo lo de aquí abajo, sino que justamente a causa de su provisoriedad, que ellas comparten con nosotros, estas manifestaciones y cosas deben ser concebidas y transformadas por nosotros con una comprensión muy íntima. ¿Transformadas? Sí, pues nuestra tarea misional es grabarnos esta Tierra provisoria y caduca tan profunda, tan dolorosa y apasionadamente, que su ser resurja "invisible" en nosotros" (1). A nosotros, seres temporales, ¿se nos ofrece, acaso, otra posibilidad de plenificar nuestra vida que no sea ahondando el surco, abierto ya por nuestro destino impermutable en la blandura del cuerpo telúrico? Y a la Tierra, que nos dió su humus y con este moldeó e imprimió su signo en nuestra pulpa caediza, ¿qué otra salida le queda que hacerse presente en la llama existencial de nuestro cuidado, de nuestro espíritu transido de finitud? "La Tierra no tiene otra escapatoria que llegar a ser invisible: en nosotros, que, con una parte de nuestro ser, participamos en lo invisible, que tenemos billetes (por lo menos) de participación en él, y podemos aumentar nuestra posesión en lo invisible durante nuestra residencia aquí abajo. Sólo en nosotros se puede realizar esta ín(1) Briefe aus Muzot, 1921-1926, pág. 334, Insel-Verlag, 1936.

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EL ENCARGO DE LA TIERRA

tima y constante transmutación de lo visible en lo invisible, y no dependiente, por más tiempo (que el de esta residencia), de lo que es visible y asible, como nuestro propio destino llega a ser, continuamente en nosotros, a la vez, realmente presente e invisible" (1). En segura y plena posesión del íntimo sentido de sus "ELEGÍAS" y "SONETOS A ORFEO", Rilke nos previene contra toda posible errónea interpretación: "Si se comete el error de atenerse, en las "ELEGÍAS" O "SONETOS", al concepto católico de la muerte, del más allá y de la eternidad, uno se aleja completamente de su punto de partida y se cae en la más radical incomprensión de los mismos" (2) . Entrañar la tierra en su espíritu es, para el hombre, la única manera de adueñarse de la substancia y de la expresión irreiterables de su destino finito. Habitar una sola vez la tierra, nutrirse de sus jugos, transformarla, adentrándola en nuestro ser, identificarse con lo transitorio, pulsar en el "ahora y aquí", enhebrar, dándoles unidad, en la "muerte propia" los sucesivos instantes de nuestro decurso telúrico para recogerlos en el último, cerrando así el círculo de la única plenitud que nos es accesible, todo esto es . . . humano destino, es grabar, en la caducidad de nuestra existencia, el ser milenario de Telus y, a la vez, ins-

cribirnos en él, es alentar, con definitiva interinidad, en la vibración de su arcilla y, a la vez, transubstanciamos en su plasticidad, que es olvido de toda huella, de toda destreza de artesanía. De este humus está hecho el cáliz de nuestra existencia, en él que apuramos el irrevocable "una vez y no más", cumpliéndose así el misterio de nuestra transubstanciación. En rompiéndose el vaso, al apurar en el instante totalizador la finitud de su existencia, el hombre ha de paladear el sabor de la arcilla primigenia. Es quizás lo que ha pregustado y sentido Rilke en la plena lucidez de su agonía. En su última carta, las breves lineas que dirige a Supervielle el 21 de Diciembre, ocho días antes de morir, dice: "...je pense encore le monde, pauvre débris d'un vase qui se souvient d'etre de la terre" (1). Rilke, después de la intuición nietzscheana de "eI sentido de la tierra", explicitada en parte filosóficamente, y de otras adivinaciones del Zarathustra, es el primer vate y oficiante del culto místico, del misterio de nuestra transubstanciación, al que se accede mediante un éxtasis sui generis. El trance se cumple en la vivencia del poeta, la que, asida en su medularidad, decantada en su substancia lírica, se vuelca en el ámbito del verso, última morada de la vía mística, lleno de la difí-

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(1) (2)

Op. cit., pág. 336. Op. cit., pág. 337.

(1) Op. cit., pág. 395.

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el transparencia de una belleza que es pura expresión de este misterio. El poeta, como iniciado y revelador del misterio telúrico, del resurgir invisible de Telus, se yergue, con su canto, en medio de la caducidad de la existencia, prestando voz a la interinidad de las cosas humanas, las que, así, advienen a su propio ser para convivir confidencialmente con nosotros. Liberado de deseos y de ansias, el poeta las recrea en su esencia transitoria y efímera y, como lo proclama en uno de "Los SONETOS A ORFEO" (13 parte, III), el canto es supremo testimonio del existir: "Canto, como tu lo enseñas, no es deseo ni ansia de algo finalmente ya alcanzado; cantar es existir. . ." (Gesang, wie du ihn lehrst, ist nicht Begehr, —nicht Werbung um ein endiich noch Erreichtes—; Gesang ist Dasein )

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nuevo clima, una nueva sensibilidad es piritual irrumpe en el estrato histórico en que se asientan las viejas posiciones filosóficas, las viejas y las renovadas. Y este clima ha favorecido el advenimiento de una concepción filosófica de la envergadura y del influjo de la que hoy representa el genial filówfo Martín Heidegger, y otros pensadores más o menos Ahora bien, Fri clima espiritual que favorece la vigencia y expansión de una determinada doctrina filosófica no está hecho sólo de postulados tácitos de una sensibilidad, sino que a la formación del mismo concurren otros factores: la literatura con sus vivencias, el arte, la poesía, la religión y la especulación religiosa animada por un sentido místico. N

Ya antes de que la posición existencial surgiese con la fuerza y la hondura con que Heidegger la ha fundamentado, había un clima existencial difuso, en el cual el hombre —sobre todo el de la cultura europea— comenzaba a vivir inmerso. Y la existencia de este clima, de este cambio, de esta radical mutación en la sensibilidad especulativa, estética e histórica tiene una de sus primeras ma-

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nifestaciones en un gran pensador de nuestro idioma, don Miguel de Unamuno. Su obra, sobre todo DEL SENTIMIENTO TRÁGICO DE LA VIDA, está en la tesitura anímica de lo que hoy, en acepción lata, podemos llamar "filosofía existencial". Desde sus primeros ensayos, y en todas sus obras, rnamuno ha sido uno de los primeros, y ciertamente el más vehemente, en protestar contra la concepción de hombre que hace de éste un ente anónimo, un hombre que no es de esta época ni de la otra. A ese hombre abstracto, a esa entelequia, perfeccionada y sublimada por Hegel, Unamuno contrapone el hombre de carne y hueso; este hombre que sabe que ha de morir y que, en pugna con esta certidumbre, se enciende en anhelo de inmortalidad personalj El pensamiento de Unamuno es el grito de ese sentimiento trágico de la vida, por él emocionalmente develado y al que trata de dar expresión literaria. Unamuno no fundamenta esta posición. Antes que un,_lielasador, podemos decir que es un se idor, un intuitinalY Unamuno no plantea —a pesar de la gravi ción de ese espíritu incontrastable del individualismo español— el problema solamente desde el punto de vista individual. 7La obra a que nos referimos se titula realmente DEL

ligiosa que, según él, contempla ya por imperativo dogmático no al hombre abstracto, sino al concreto, y se abraza al catolicismo hispano, mejor dicho, a una interpretación hispana del catolicismo. Ese imperativo dogmático es la resurrección de la carne; y cuando Unamuno nos habla del sentimiento religioso de los españoles, de las interpretaciones que el arte español nos ha dado de Cristo, no oculta sus preferencias por ese Cristo que, según él sostiene, nació en Tánger. Son los "Cristos" sanguinolentos, demasiado humanos y sufrientes de los escultores y pintores españoles. El Cristo de Velázquez no es el Cristo tal como podría concebirlo un pintor o escultor nórdico, ni siquiera francés o italiano, sino ese Cristo que constantemente agoniza en su cruz y, según Unamuno, agoniza para el pueblo español. Tenemos una pr221,uua manifestación existen7

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y en el último capítulo Unamuno, al afirmar el hombre concreto, trata de 'soldar su posición existencial, vital, con una concepción reEN LOS PUEBLOS,

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cialenpsmtodUaun.Nsejamos, empero, llevar por el equíyóco que implicaría tal atribución a Unamuno. En filosofía, una cosa es percibir una realidad en el orden espiritual, dictaminar acerca del comportamiento de la misma, y otra muy distinta mostrar los fundamentos en que reposa esa realidad, es decir, poner al descubierto su ser. Y esto último Unamuno no lo hizo. Y -iiósotros sabemos que el filósofo es el hombre que, por vocación, siempre se encamina al co-, mienzo subsistente de las cosas, a su fundamenta ;,, tal como lo deja establecido Platón en el Libro VII

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de LA REPÚBLICA cuando del filósofo nos dice que es el hombre que sale en busca del ser primero, del fundamento, de lo que está al comienzo, de todo lo que es realidad para el pensamiento. Si echamos una mirada a la vida cultural europea en general, veremos que en sus capas espirituales se abre camino la nueva sensibilidad --rhistórico-especulativaltntes de que Heidegger elucidase los fundamentos filosóficos de la posición existencial, había en los pueblos europeos, sobre todo nórdicos, Alemania, Austria, una preferencia bien pronunciada por las obras de Kierkegaard, el místico danés, precursor del existencialismo en su expresión religiosajLa lectura de Kierkegaard, podemos decir, estaba de moda. Y lo que un hombre lee, o un círculo lee, o un pueblo lee, es un indicio seguro de lo que ese pueblo, ese círculo, ese hombre piensa o desea pensar y sentir y valorar. Además, en el arte mismo, en la poesía, también había manifestaciones de este cambio, de esta mutación del clima histórico. Sólo que tratándose de poetas, de artistas, de grandes escritores, acontece lo mismo que con ciertas estrellas muy remotas, que, después de haber hecho un largo trayecto de su órbita, recién sabemos de ellas cuando llegan con su luz hasta nosotros. Recién ahora, por ejemplo, se lee a Rilke, buscando orientación en sus adentradas vivencias; recién se descubre que lo que este poeta dice es lo que el hombre contemporáneo siente en su hondón existencial. it dos poetas, es-

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tos escritores son pre-anuncios geniales de la instauración de •una nueva concepción de la vida, de otro clima emocional, de una atmósfera condensada casi exclusivamente en torno al hombre y su destino terreno. Ellos mismos ignoraron los fundamentos de sus intuiciones y anticipaciones y no se det vieron a reflexionar en su contenido y alcance Ahora, teniendo todo ello en cuenta, no es un azar que estos "prodromos" de la filosofía existencial hayan sido comienzos un tanto difusos y rapsódicos, y que se acusasen, antes que en el terreno doctrinario yuro, en la literatura, en la poesía, en la religión. Antes de que lograse concreción la filosofía existencial, había un existencialismo religioso latente y hasta insinuado, cuyo representante en España fué Unamuno; en los países nórdicos, Kierkegaard; y en Francia, un pensador y literato de bastante jerarquía, Gabriel Marcel, quien trató de con ___ eta vuelta del hombre hacia si mismo, de explicarla en términos entre filosóficos y provenientes de la experiencia mística. Por ser Marcel un discípulo de Josiah Royce, no es raro que su meditación tenga un tinte religioso. Está influido directamente por aquella filosofía de la "fidelidad" preconizada por Royce, filosofía de inspiración místico-cristianajAntes de que se escribiesen libros sobre filosofía existencial, después de Kierkegaard, Gabriel Marcel formuló el sentido de la nueva actitud en un ensayo titulado Existencia y Objetividadfl no logra tampoco fundamentar

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en sus estructuras peculiares la posición existencial, aunque barruntó su razón de ser. Sostiene que la elevación del hombre, en tanto espíritu cognoscente, a las gélidas alturas de la objetividad ha sido posible porque él ha perdido el lastre de su personalidad concreta, asentada en la existencia; pero este hombre existente siente la necesidad de renunciar a vivir alojado en el espíritu objetivo, para retomar a su propio ser. Con todo, la palabra existencia no cobra todavía, en su acepción filosófica el pleno significado que va a tener después en Heideggerj, De acuerdo a las preferencias de estos escri-- tores o poetas, existencialismo religioso asume manifestaciones disímiles, pero apuntando todas ellas al mismo fin. Así, el misticismo de Unamuno, su reacción existencial, es el de la congoja mística desesperada, pasional, violenta. En el plano ya de la vida histórica, civil, soñó Unamuno con una restauración integral de un culto heroico; soñó con la vuelta de Don Quijote. En cambio, Marckl., de temperamento netamente galo, inspirado en los cánones de claridad y medida, propios del pensamiento francés, se desliza a una mística pura. Trata, así, de llegar, sin discontinuidades bfuscas, al hombre concreto. El testimonio de esta mística es la fe; la fe que da al hombre la certeza de ser un hombre existente, y no abstracto. Esta es la posición de Marcel, que ha desembocado en el catolicismo, donde su inquietud inicial parece encal-

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marse y haber encontrado su meta. Y los que en Alemania, en el Norte, se inspiran en el apasionado pensamiento kierkegaardiano toman los carriles conocidos de una determinada dirección del cristianismo, la protestante. Es así que, influidos por Kierkegaard, teólogos y pensadores eminentes tratan de renovar, en el sentido existencial, no sólo la dogmática protestante, sino de galo rizar el sentimiento básico del alma protestantej Todos estos signos configuran la realidad de un clima especulativo que hace tiempo —antes de que hubiese encontrado formulación la filosofía existencial— comenzó a ser el medio vital del espíritu europeo. Y todos aquellos precursores coinciden en una idéntica actitud; todos dan la espalda a ese gran,polo que durante centurias haabadó la inquietucrespeculativa de Europa, de Occidente, canalizándola en una sola y excluyente dirección; todos dan la espalda a ja_objetividad, y tratan de retornar a la existencia para centrarse en sus exigencias concretas, en sus estructuras básicas. i Ahora, si reparamos en un poeta como Rilke, hoy tan leído, desgraciadamente tan de moda, notaremos que en su poética está en germen toda una temática existencial; y hasta podríamos establecer ciertos pendants entre conceptos heideggerianos e intuiciones poéticas rilkeanas.rÉn la exigencia de Rilke de una "muerte propia", es decir, que el hombre ha de tener una muerte propia, y que ésta es un coronamiento de una "vida propia", --

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esta última se corresponde con el concepto de Heidegger de la "existencia propia", o sea la existencia que se centra en sí misma y que, una vez asentada en sus estructuras peculiares, trata de aprehenderse en su totalidad y encuentra que sólo lo puede lograr cuando, anticipándose, se apodera de su fin, de su muerte. Lo que Heidegger llama "el fin", el ser para la muerte, no es, pues, otra cosa que el postulado poético de Rilke de la "muerte Hasta las consecuencias existenciales (que todavía no se han sacado) que se derivan de un misticismo terreno, sugestivamente insinuado en las vivencias poéticas rilkeanas, el que se aparta de las grandes vías del misticismo cristiano; hasta ese posible misticismo y sus consecuencias inéditas están implícitas en Rillte.tri el hombre si descubre en su más íntima vivencia que la muerte no es un tránsito a otra existencia ultra-terrena, y que si ha de vivir auténticamente tiene que morir también auténticamente como hombre concreto, recogiendo en el ápice de una muerte propia el transcurso inalienable de su existir, entonces ello quiere decir que en Rilke se presenta la existencia humana circunscrita por su destino terreno, como una órbita conclusa, cerrada, plenificada en el éxtasis de lo irreiterabli Inscribirse en esta órbita es, para Rilke, un imperativo telúrico, y en su obra ELEGÍAS DEL Dupro alumbra de trecho en trecho, en ciertas intuiciones muy pum-

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zantes, este misticismo terreno. En el hombre actual, todavía agobiado por el peso de conceptos milenarios, quizás suena a maravilla (o a herejía) esto de identificarse con el oculto sentido de la tierra, nutrirse espiritualmente de sus jugos y cerrar su trayectoria con una muerte propia, como acto de suprema devoción a Telus. Totalizar estas vivencias es cumplir un destino, que es el único dado al hombre como posible de realizar. Pero en la medida en que el hombre se entrega a este destino, que es existencial, tiene que renunciar a muchas ilusiones, concebidas por encima de su verdadera esencia. -Si el, -hombre llega a tener esta intuición de que su destino es alumbrar un minuto sobre la tierra y desaparecer; y que en intuir plenamente esta realidad, y plegarse a ella, existe la única recompensa y que ésta es muy alta y maravillosa, entonces esta vivencia es suficiente para poner en el espíritu de los hombres de esta época un germen de potente misticismo, de un giro hasta hoy insospechad9j Ciertamente, tal misticismo no es accesible a todo el mundo.1) Que no es una experiencia que cualquiera puede tentar, es evidente. Pero, sin duda, en lo que concierne a la minoría, es una tentación muy fuerte para ese espíritu selectivo que ha caracterizado al Occidente, desde Grecia. rgería pedir demasiado suponer que tal misticismo, iniciado por los poetas y explicado por los filósofos, pueda ser en un momento dado un estado de ánimo casi religioso para el mayor número. fContem...k

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piando este clima y estado de alma difuso en que originariamente enraizó la filosofía existencial, y que hoy es ya un atmósfera en que respira el hombre contemporáneo, cabe inquirir por los caracteres generales de la vida; vista desde las estructuras indesplazables de la existencia, y preguntarse si los hombres pueden vivir orientándose en este rumbo, que no condt __lceá_lac•lDjetividad, que no apunta más al mundo de las ideas platónicas, ni tampoco al mundo semi-inerte de presuntos valores absolutosy eternos. Los mismos pensadores y qtscritores que hemos citado nos dan la respuesta. No se trata de una vida desproblematizada y fácil, sino que, por el contrario, el vivir surge y se devela como una tarea existencial; una tarea presidida por el cuidado, o preocupación alerta, y sobresaltada constantemente por la angustia. Sólo que debemos evitar diluir esta angustia en fácil tópico literario, eludiendo la punzada de su aguijón. Recordemos que, para Kierkegaard, la angustia, la verdadera y no la literaria, es el maestro perfecto de la fe. Cuándo, según Kierkegaard, el hombre descubre que es una síntesis —y aquí estamos en una posición intermedia entre la pura exlistencialidad y la pura objetividad— cuando descubre que no es del todo finito porque también es infinito; cuando se concibe como una síntesis de finitud e infinitud, síntesis que se realiza, para el místico d és, en el hombre concreto, entonces empieza el bre 1._anzustiarse. Pero hay que hacer de esta

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necesidad virtud, hay que aprender a angustiarse porque por este camino renace en el hombre la fe. Kierkegaard toma esta dirección, la de la fe desesperada, que se expresa por la paradoja absoluta. La posición de Kierkegaard es la de un existencialismo místico, de sentido neta y exclusivamente cristiano. En otros órdenes, en el cotidiano de la vida civil y política, también se acusan exigencias semejantes. Ser hoy ciudadano en un pueblo, de una determinada comunidad es una tarea que está lejos de ese carácter pasivo e impersonal que, como reiteración de un anónimo molde racional, le asignó la ideología del siglo XIX. Por el contrario, el hombre percibe cada vez más su propia existencia concreta, en tanto referida a la comunidad, como una tarea de la que no puede desentenderse, transfiriéndola a los dictados de una supuesta voluntad general. .1

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