Capitulo Blanco Mene

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2PRIMERA PARTEBLANCOIDORNARON La Plaza para la fiesta. Palmas verdes de cocotero imprimieron unaalegre estilización selvática a la avenida y trajeron su frufrú de seda hasta la puertamisma de la capilla.En La Playa, desde le víspera, estaba la comisión de los notables estirando la manocordial a los recién llegados. Sobre la onda rizada balanceábase la Linda , y desde su panetaazul se tendía una escala de risas hasta la orilla de barro oleaginoso. Contraste agudo decasacas negras y fajas amarillas entre el verde impaciente de la decoración.Bajó primero el cura, gordo, zambo, risueño, y las cañas del cimbrado malecóngimieron bajo sus botines. Detrás, el maestro de canto y los músicos de la orquesta. Porúltimo, los capitalinos locuaces, una concurrencia gárrula y acicalada con ínfulasconquistadoras. — Venga, padre, por aquí. ¿Ya como que olvidó el camino? ¡Qué cabimero este! La socarrona familiaridad ponía chiquiticos los ojos de las pueblerinos al abrazar a lagente ciudadana. Se les salía el alarde vanidoso de ofrecerles su hospitalidad. — Hombre, Rudecindo: ¡qué gordo estáis, criatura! Ya se ve que las cosas andanbuenas por la capital. — ¡Epa, compadre Ángel! ¿Como que no conocéis? Por allá te espera la comadre. — A ver: contáme, ¿cómo está ese Maracaibo? Y las muchachas ¿como que no vienena la fiesta? — Decime: ¿Cirita y que se casó? — ¿Qué hubo de la casa? ¿La vendieron por fin? — ¿Trajeron gallos, ah? Por aquí hay una cuerdita, y de Lagunillas y La Rita vienen losgalleros. Habrá unas cuantas peleas buenas. — ¿Cómo está el ahijado, compadre?Rompió a tocar la orquesta a la llegada de un señor caballero en un pollino. El cura fuea su encuentro. Se abrazaron. — ¿Cómo está ese jefe civil? —

tronó el levita — . Creí que te habías muerto sin laabsolución. Y tu gente, ¿qué tal? ¿Mucha animación para la fiesta?Hombre flaco, con cara de profeta endomingado, el Jefe Civil posó en el polvo susbotines engrasados y sacóse el ancho fieltro. — Ya lo veis, padre: como siempre. Este pueblo no quiere nada con su Virgen. La quehe tenido un poco quebrantada es a Zulema, pero ya está otra vez parapetada. Si queréiscogemos para allá enseguida, a menos que no vais primero a la iglesia. — Sí, pasemos por la iglesia: quiero ver como está la sacristía. ¿Hiciste componer eltecho? — ¡Cómo no! Ya no se llueve. Pero aquí, cada día me convenzo más de que hace faltaun cura. La gente pobre se muere sin confesión. Ya sabéis lo que nos cuesta a nosotrosmismos un viaje a Maracaibo o a La Rita; lo estamos pensando un año. ¿Qué dice el obispo?Echaron a andar por la calle polvorienta, orillada de frondas. Abrían la marcha el jefe,cuyo burro traía del diestro un asistente de peinilla terciada, y el cura. Detrás de ellos la A 3orquesta reestrenaba un vals regional seguida por la prolongada fila de casacas negras y fajasamarillas. Las arrugas del baúl cabrilleaban bajo el sol enternecido del atardecer. Cohetestímidos estallaban sobre las cabezas destocadas y desde las puertecitas de las casuchasdispersas, semiescondidas entre cujíes y matapalos, pañuelos vehementes saludaban. Lamorena mano del levita dibujaba bendiciones. — Todo se andará — ofrecía — . Pero hay que tener paciencia. Después de todo no tepodéis quejar, no te podéis quejar: el año pasado penaban todavía por un boticario; pues bien,ya el bachiller N ava les ha puesto una botica…

No te impacientéis. Te he dicho cómo esMonseñor: sus resoluciones son repentinas. Cuando menos lo piense, coge y me dice: «Andá,Nectario, vete para Cabimas». — Ojalá, porque ya este pueblo tiene cierta importancia. Vos sabéis que con nosotrospodéis contar. De eso hemos hablado muchas veces en casa del compadre Trinidad; y ¿sabéislo que me ha dicho? Pues, oí: «Esas tres vacas de vientre que tengo apartadas en La Puntaestán destinadas exclusivamente para el padre que nos manden, que no debe tardar mucho». Ysi es la comadre Celesta, tiene no sé cuánto para la casa cural. De mí no se diga: lo poco queposeo es de la iglesia.Gravemente aprobaba el sacerdote. Y repetía: — Paciencia, paciencia. Ahora cuando regrese volveré a entrarle a Monseñor, pero seríabueno que ustedes le mandaran cualquier fineza: ya sabéis cómo le gusta el pan cabimero.Jóvenes y viejos salían a recibir las bendiciones. La excelente pupila del levita ibaidentificando rostros: — ¿Qué tal, Chinca? ¿Cómo estáis de males? — Hombre, Primitivo: no te ponéis viejo, cristiano.En el amplio trapecio de la plaza cercana a la iglesia, una pandilla de muchachoszagueros se adelantó al cortejo y se puso a remolinear por delante de los magnates: — ¡Viva el padre Nectario! — ¡Viva! — coreaba el grupo. — ¡Viva el jefe Casiano! — ¡Vivaaa! — ¡Viva la virgen del Rosario! — ¡Vivaaaaa!En la puerta misma de la capilla les cortó el paso un hombrachón de cara dura yaspecto bochornoso: — ¿Qué hay, padre? ¿Cómo le va? —

saludó con bronca voz. — Bien — fue esquiva la respuesta — . Y vos ¿quién sois?El hombre le miró con insolencia: — Usted no me conoce, porque nunca había venido a la fiesta. ¿Para qué? Punta Gordaestá muy lejos y yo soy hombre de trabajo. Pero ayer el señor jefe civil mandó a arrear a unoobligado para venir a saludarlo a usted; y aquí me tiene. Ya está complacido el jefe.La aludida autoridad cambiaba de colores. Le miró el cura estupefacto, pero, recobradoel aplomo, se puso a reír. —No digáis… ¿Qué te parece, Casiano? El jefe miraba con odio al hombre. Hizo señas al asistente que le cuidaba el asno y lehabló en voz baja. El cómitre empuñó su peinilla y abordó al intruso: —Quedáis arrestado. Seguí… La comitiva miraba en suspenso. El cura entró en la iglesia vivamente y Casiano en possuyo.