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Cada día me gustas más Varias autoras © HULEMS, 2016 © Cada día me gustas más, 2016 Todos los derechos reservados. Q

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Cada día me gustas más Varias autoras

© HULEMS, 2016 © Cada día me gustas más, 2016 Todos los derechos reservados.

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PRÓLOGO Sara R. Directora de Hay una lesbiana en mi sopa www.hayunalesbianaenmisopa.com He estado dándole muchas vueltas a cómo comenzar este prólogo y al final me he decidido por contar una historia personal. Veréis, tengo menos de treinta años, y vivo en una ciudad mediana de España en la que jamás he visto un libro dirigido a mujeres LGBT en el escaparate de una librería. Una vez, cuando era adolescente, escuché en la radio que existía un libro titulado Más que amigas, que estaba dirigido a mujeres lesbianas. Y yo, claro, quería leerlo sobre todas las cosas, porque, aunque no tenía muy claro que yo fuera lesbiana, intuía que algo había. Estuve meses pensando cómo conseguirlo, cómo hacer que llegara a mis manos para saber qué ponía, qué cielo se me podía abrir con esa lectura. Las opciones, la verdad, eran bastante limitadas, por no decir que se reducían a dos: ir a la biblioteca y pedir que lo trajeran (desestimado, señoría) o ir a la librería y comprarlo yo. Recuerdo que me dio tanta vergüenza ir a buscarlo que pedí que me lo envolvieran para regalo, como si no fuera para mí. Incluso hice algún comentario del tipo: «Le va a gustar mucho». De esto hará más o menos quince años. En este tiempo la situación ha cambiado de un modo tan revolucionario que esa adolescente que quería leer a Jennifer Quiles estaría dando botes de alegría y, por supuesto, no tendría esa angustia vital que le supuso el ir a la librería a comprar un libro. Cada vez hay más y más historias con las que podemos sentirnos identificadas, con las que podemos emocionarnos. Y es que cada vez hay más autoras como nosotras que escriben para personas como nosotras. Tenemos mucho que agradecer a aquellas que tomaron la iniciativa, a las pioneras, a todas las que escribían historias sabiendo que tenían pocas posibilidades de llegar a su público final. Ellas abrieron el camino para que hoy tengas este libro (o ebook: los tiempos cambian) entre manos. Cada día me gustas más es la culminación de ese camino construido entre todas, autoras y lectoras, que ha hecho de la literatura lésbica lo que es hoy en día: un género que está consiguiendo desbordarse a sí mismo y lograr que todos los públicos lo disfruten. En esta antología de relatos hemos logrado, gracias a su enorme generosidad, reunir por primera vez a muchas de las más grandes voces del nuevo panorama literario realizado por y para mujeres LGBT:

Miriam Beizana Vigo, Marta Catalá, Valerie Col, Thais Dutie, Vanessa Ejea, Clara Asunción García, Eley Grey, Erika Hav, A.M.Irún, Mila Martínez y Emma Mars, son ejemplos, precisamente, de ese cambio. Once autoras con once estilos diferentes, que demuestran que la literatura lésbica es dinámica, que fluye, y qué lejos está ya de ese recuerdo de novela romántica encasillada en una historia mil veces contada. Son autoras que, partiendo de sus inquietudes y sus vivencias, cuentan nuestras historias. No quería cerrar este prólogo sin agradecer de corazón a estas escritoras que han invertido parte de su valioso tiempo en regalarnos sus relatos para que hoy estén aquí. A ti, lectora, espero de verdad que disfrutes tanto como nosotras de la lectura esta antología y que sigas apoyando esta literatura para que a diario siga creciendo en cantidad y calidad.

Las cosas que hacen clinc pop Clara Asunción García Siempre ella, a la misma hora, con la misma rutina. La rubia de los pantalones color vino. Ocho y media de la tarde, mesa junto a la barra, libro y pinta de Fuller’s London Porter. Invariablemente: 1. Saludo amable (de sonrisa y ojos fijos). 2. Pedido. 3. Hora de lectura y cerveza. 4. Devolución de libro. 5. Despedida amable (con ídem sonrisa y mirada). Sus gustos literarios se enredan, a buen compás, entre la novela negra y la ciencia ficción. Un binomio, ya de por sí, espectacular. Observa, inalterable, el mismo ciclo alternante: Sue Grafton y su serie de Kinsey Millhone, con las series combinadas de Terramar y Ekumen de Úrsula K. Le Guin. Me pregunto qué hará cuando se quede sin libros que alternar. Tal vez, buscarse nuevos autores con serie larga. Aunque sé que los escogerá con mucho cuidado… *** —Se acabó Scott Card —me dijo una tarde lluviosa de noviembre, cuando todavía no se había liado literariamente con Sue y Úrsula, deslizando un ejemplar de la serie de la saga de la Sombra sobre el mostrador—. No tanto porque ya se me empieza a hacer cansino como por ser un capullo homófobo, racista y misógino. —No jodas —exclamé, sorprendida. —¿No jodas a qué? —me replicó—. ¿A lo de cansino o a todo lo demás? —Todo lo demás —dije—. Lo primero ya lo sabía. Orson había estirado a sus insectores más que un españolito medio la paga a fin de mes. Entre la saga de Ender, la de la Sombra y la de la Primera Guerra Insectora, el tío llevaba más de una docena de libros. Mamá siempre decía que en una serie no se podían tener más libros que huevos (de los producidos por las gallináceas y si establecemos en doce la medida estándar de huevera) porque, una de dos, salvo honrosas excepciones, o se le agotaban las ideas al autor o el respeto al lector. Y en el caso de Card no había ni honra ni excepción.

—Pues ahora ya sabes también que es lo otro —dijo ella —. ¿Has leído su blog? —No. —¿Padeces problemas digestivos? ¿Úlcera? —Ahmm… no. —Vale. Pues si entras aquí —me citó la página de un diario electrónico— y lees este artículo — dijo el titular—, empezarás a padecer de unos y otra. Toda esa mierda salió a raíz del estreno de la adaptación al cine de El juego de Ender. —Oh, lo leeré. Gracias. En cuanto salió del local entré en la web y leí el artículo y cuando al día siguiente regresó al bibliocafé (a su hora de siempre, con sus costumbres de siempre) le dije: —Tenías razón, pero te faltó mencionar una cosa en tu advertencia. —¿El qué? —preguntó ella. —Las náuseas — respondí, ceñuda—. ¿Buggers1? ¿En serio? —Bufé—. Mi madre ya ha empezado a retirar sus libros. Scott Card ha pasado a ser autor non grata en el Birras and Books. Lo de la presión para mantener el sexo entre homosexuales en el Código Penal fue la gota que colmó el vaso. «Él sí que no puede ser un ciudadano aceptable en nuestra sociedad», decía mientras metía sus libros en una caja. Carmen (porque la rubia de los pantalones color vino se llamaba así, lo sabía por su ficha) rio con ganas. —Tu madre debería ser un hashtag: #MamáDice. —Se le formó una sonrisa pícara cuando añadió—: Ahora es cuando te alegras de que la adaptación del libro fuese tan mierder… —Alivia en parte la inmensa decepción que sentí cuando la vi, sí —dije, igualando su sonrisa —. Las adaptaciones son siempre un riesgo. Yo espero que Spielberg no la fastidie con Ready Player One. —¡Oh, me encanta ese libro! —exclamó ella entusiasmada. —¡Y a mí! —Por favor —gimió—, que no le salga un churro como Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal... —Menudo bluf —concordé, haciendo una mueca. Ella me miró con una expresión divertida y, señalándome, preguntó: —¿Alien 3? —Abominación. —¿Tron 1982 o 2010? —¡1982, por supuesto! —¿Star Trek? —Solo a partir de San J. J. Abrams.

—¿Trilogía de precuelas de Star Wars? —y aquí los ojos se le convirtieron en dos rendijitas, como si fuese la pregunta de preguntas en el cuestionario de cuestionarios. —No sé de qué me hablas —dije yo muy seria al cabo de un solemne segundo. Y, entonces, sonrisa estratosférica (ella). Y, entonces, sonrisa tímida (yo). Y silencio, y un segundo de más del límite de tiempo considerado como correcto, y… Pop. POP, ¿sabéis? POP. Como cuando la tapadera ajusta, el zapato encaja, el tapón entra, el pomo de la pieza de puzle conecta con el hueco y como cuando el adaptador de acoplamiento presurizado interconecta nave espacial con módulo. Ese pop. La sensación de encaje. Y es que ese largo segundo de más lo dedicamos a mirarnos a los ojos como si estuviésemos buscando en ellos algo que, hasta ese momento, no sabíamos que podíamos encontrar… Aunque no me dio tiempo a detenerme en el perturbador pensamiento, porque ella dijo entonces: —Es el eterno dilema. —¿Dilema? —pregunté, desconcertada—. ¿Qué dilema? ¿Dedicarnos a mirarnos a los ojos como si estuviésemos buscando en ellos algo que, hasta ese momento, no sabíamos que podíamos encontrar?, pensé, aturrullada. ¿Hacer pop? —Me refiero a cuando te encuentras con algo así —continuó—. Alguien de quien admiras su obra pero descubres que es un capullo. ¿Qué haces, en ese caso? —Ah, sí —balbuceé, algo desconcertada por el brusco cambio de tema y rogando al mismo tiempo para que el feroz sonrojo que sentía en mis orejas (esa parte de mi cuerpo con vocación de baliza de emergencia) no llegase hasta mis mejillas. Que a ver cómo lo explicaba yo… Que Alien, Tron y las cosas que hacían pop, ¿sabéis? —Como si —continuó ella, ajena a mi batalla con la dilatación de mis vasos sanguíneos— admirar Las señoritas de Avignon y marcarse un baile con Beat it significase justificar la misoginia y la pederastia, ¿comprendes? —Sí, sé a qué te refieres. Pero mi respuesta tuvo más de acto contemporizador que dialéctico, porque en realidad yo seguía enganchada a lo que había ocurrido antes, que todavía no sabía a ciencia cierta qué había sido… si realmente había sido algo, claro. Esa tarde de noviembre, aprovechando que poca gente parecía tener ánimos de desafiar el frío y la lluvia para tomarse un café o leer un libro, terminamos enfrascándonos en una conversación en la que acabamos mezclando conflictos de conciencia con cazas TIE, Samurai Jack, cervezas de alta, baja y espontánea fermentación, libros que nunca deberían haber sido escritos (y mucho menos considerados libros), devoción por Barbijaputa y razones por las que montar un café-biblioteca en la era de la transferencia inalámbrica y los mundos virtuales.

Y cuando Carmen se despidió ese día, esa tarde, con su sempiterna sonrisa pintada en el rostro, cuando dijo: «Hasta mañana», con una mirada que a mí se me antojó popera total, entonces, fue cuando me di cuenta de la cosa tan tonta que me había pasado. Y la cosa tan tonta que me había pasado es que tuve fundadas sospechas, ese día, esa tarde, de que me estaba enamorando de Carmen. POP. *** Yo no sé si fue la sintonía por lo de Card, por lo de la chapuza de Fincher con octavos pasajeros o porque llevaba el color del trigo maduro en su pelo, pero probablemente no todo fue allí, ese día, esa tarde, en esa charla, sino que a ciencia cierta tendría su inicio antes, mucho antes, y ocurriría del modo que suceden estas cosas: inconscientes y clandestinas, en un silencioso proceso maquinado por ese algo en nuestro interior que nos hace reparar en lo que nunca hasta ese momento habíamos advertido; en detenernos para atender a ese pequeño ruidito (clinc, clinc, clinc) que había estado siempre ahí, de fondo, en un ignorado segundo plano sepultado por todas las demás cosas que hacían cataplum. ¿Y quién es capaz de escuchar ese infinitesimal clinc si no es que su interior ha empezado a sintonizar en la misma frecuencia, eh? (o hacer pop, que para el caso es lo mismo). La cuestión es que fue esa tarde de noviembre, esa, cuando el señor Proceso Interior se plantó delante de mis narices con un campanazo que ríete tú del de la apertura y cierre de operaciones en Wall Street, y lo hizo para decirme que hiciera el maldito favor, de una maldita vez, de aceptar lo que había: que Carmen, la rubia del pantalón color vino, me gustaba. Porque si las cosas hacían clinc pop… Y para qué negarlo, una vez tuve los hechos delante de mí. Cómo hacerlo, si tenía las abrumadoras evidencias dando frenéticos saltitos para hacerse ver por encima del mostrador. Para qué, si estaba claro que se me había sintonizado el interior con frecuencias y asuntos clincpoperos. Porque la verdad era que, desde que esa chica se había abierto una cuenta en el ByB.… … Yo era perfectamente consciente de su presencia cuando aparecía por el local, más que de la de cualquier otro cliente habitual. … Y cuando se acercaba su hora de llegada habitual levantaba con expectación la mirada o me giraba hacia la puerta cada vez que esta se abría. … Y corría a leer los libros que ella leía (y en algunos casos releía, porque, ¡ay, emoción!, compartíamos bastante sobre gustos literarios… y ahora, ¡ay, doble emoción!, también cinematográficos). … Y procuraba no quedarme nunca, nunca, nunca sin reservas de Fuller’s London Porter.

NUNCA. Y porque la verdad es que… …. En el fondo, una puede ser tonta pero tiene sus límites, ¿sabéis? *** Y es que yo, hasta ese día, esa tarde, lo era; tonta, muy tonta. De esas ceporras a las que les pasa algo en la vida que las deja como una papa arrugá y lo único que se les ocurre es lanzar el mando a distancia por la ventana. ¿Sabéis de lo que os hablo? Eso de no-me-gusta-lo-que-echan-por-latele, a-tomar-por-saco-el-mando… cuando lo más inteligente sería cambiar de cadena. Ese ceporrismo. Porque la cuestión es que esa cosa yo ya no me la esperaba (¡clinc, pop!), y el mando a distancia ventana abajo representaba la decisión de renunciar a darle al ON de nuevo al arrugao de mi corazón (el de verdad, el que realmente importa, no el de la sucesión regular de sístoles y diástoles; el otro: el arrebatado, el pendenciero, el blandito, el estúpido, el erróneo, el certero, el eterno; el que se alboroza, brinca, exalta, muerde y muere), porque a ese lo perdí yo un siete de mayo de 2015 a las 23:12 h, día, mes, año, hora y minuto en que me lo arrancó de cuajo un programador informático de sonrisa fácil y (demasiado tarde lo supe) bragueta ídem, al que pillé en nuestra cama practicando el innoble arte de la infidelidad con una señorita que no se quitaba los zapatos para fornicar (único detalle que mi atribulado cerebro registró antes de salir escopetada de la habitación, no sin antes dejar constancia del acuse de recibo por parte del infiel de que había sido testigo de su infame amancebamiento y que, a partir de ese instante, disponía de menos de dos minutos para abandonar mi habitación, mi casa y mi vida). Lamentable inconveniente fue que, al irse, se llevara con él, junto a su flamante Mac Pro de seis núcleos y sus calcetines blancos, la parte inmaterial de mi confiado órgano cardíaco (la que se alboroza, brinca, exalta, muerde y muere), condenando a este a una existencia cardíaca OFF por debajo de las setenta y cinco palpitaciones por minuto. Y así había sido hasta ahora, y no es que Programador Informático de Sonrisa Fácil y Bragueta Ídem fuera pasmosamente inolvidable, sino porque era la segunda… no, tercera… la tercera vez que me jugaban al ping-pong con el corazón y, claro, lógico el mosqueo de aquí el órgano vital, su recelo, y que no me quisiera hacer bum-bum, bum-bum por encima de la frecuencia cardíaca normal. Hasta ahora, en realidad, no lo había echado de menos. ¿Para qué? Tenía veinticinco años, mi trabajo en el ByB, una suscripción a Netflix; tenía a Lola (mi preciosa dracaena marginata) y tenía mis paseos vespertinos por la playa de un Mediterráneo infinito, luminoso y siempre fiel. Bah, ¿quién necesitaba bum-bums por encima de setenta y cinco con todo eso, eh? Decidme, ¿quién?

Pero, oh, qué traidor. Oh, qué infame. Así como no me consultó para marchitarse tras Míster Mac Pro, tampoco el arrebatado, pendenciero, blandito, estúpido, erróneo, certero y eterno lo hizo para reverdecer por Carmen (la de los pantalones color vino). Maldito tunante. La cuestión es que de ese hecho, del ON, del rebasamiento de la barrera de la frecuencia cardiaca, empecé a ser consciente aquel día, aquella tarde lluviosa de noviembre. Cuando capullo homófobo, y chapuza fincheriana, y Ready Player One y San J. J. Abrams. Y no me preguntéis por qué justo en ese momento, porque no tengo ni idea. Solo que fue ese. *** Y aquí estoy, sin saber qué hacer. Razonablemente desconcertada, irracionalmente ilusionada. No por el hecho de que el motivo de la activación de mi taquicardia sea por una mujer (¿o sí?), ni por el color de sus pantalones (que, vaya, es uno de mis favoritos), ni, supongo, por ninguna otra consideración de tipo físico y/o espiritual (bueno, el físico tal vez, tal vez, sí. Un poquito). Es porque, simple y llanamente, de verdad que no sé qué hacer. Es que no lo recuerdo. Cuando te enamoras…. a ver, ¿qué? ¿Qué se hace? ¿Se le dice algo al sujeto (sujeta, en este caso) objeto de tu enamoramiento? ¿Mantengo, por el contrario, un discreto acecho a la busca y captura de detalles que incriminen una hipotética armonía físico y/o espiritual por su parte más allá de las que ya hay, que justifiquen que le diga algo? ¿O me limito a no hacer nada y esperar a ver por dónde van los tiros cardíacos? (que, todo puede ser, se trate tan solo de una anomalía puntual y fugaz, con fecha de caducidad, y esté una aquí haciendo la gilipollas con una de las clientas habituales del negocio familiar). Pero… pongamos por caso que dejo por un momento aparcado mi ceporrismo; pongamos por caso que dejo a un lado todas las consideraciones que suponen «Freno» y me centro en las que dicen «Adelante»; pongamos también que bajo a la calle a recoger el mando, cinta americana en ristre, y de paso me compro unas anteojeras de «Que le zurzan a todo, yo tiro p’alante»… Pongamos por caso todo eso, ¿vale? ¿Qué podría hacer? Pues, hacer podría: 1. Cuando Carmen me salude, al llegar y al irse, mirarla a los ojos con intención. Esta intención, a ser posible, debería denotar: a.1) chata, me pones. a.2) tú, cuando me miras como me miras y me sonríes como me sonríes, ¿por qué es? (puede servir también que me informes, por ejemplo, de si es la misma combinación eyes/lips que usas con

el charcutero de tu barrio. Ahí ya me haría yo una idea de si lo tuyo es tan solo que tienes una natural predisposición a mostrarte amable y solidaria con los comerciantes de tu entorno y así me ahorraba yo el chasco cardíaco). a.3) si me miras como me miras y me sonríes como me sonríes por cosas que hacen clinc pop … ¿qué, hacemos algo? ¿Mueves ficha tú o lo hago yo? 2. Averiguar más acerca de ese posicionamiento crítico con la homofobia. ¿Es Carmen de natural concienciada y solidaria, así, en general, o, más bien su posición manifiesta una implicación más concreta y personal? b.1) es decir, ¿es lesbiana? b.2) si es lesbiana, ¿le gusto yo? b.3) si le gusto yo, ¿va a hacer algo o me va a dejar agonizar de pura expectación? b.4) a todo esto: ¿yo lo soy, eso? ¿Lesbiana? b.5) porque es que, hasta ahora, solo me fijaba en seres con cilindrín. b.6) y entonces va a ser que soy bisexual. b.7) y pues vale. 3. Una vez averiguado b.1 y asumido b.7, e imbuida del espíritu de todo el punto A, meterle una notita entre las páginas de su próxima lectura, una que yo misma le recomendaría y que sería algo que rebasara las mil páginas, para que así me diera tiempo a centrarme, a envalentonarme mientras lo leía, y entonces, cuando llegara a la página 811(que es donde le dejaría la nota y que diría algo así como: «Si te mola la dueña* del ByB, ¿te importaría hacérselo saber? Gracias»), pues que fuese el destino el que decidiera. *[«¡La hija, no la madre!»]. Esas cosas podría hacer, ¿no? ¿Cómo lo veis? *** Pero no me atreveré. Veréis como no lo haré. Que me cuesta a mí eso de ligar más que a Telecinco tener programas de calidad en su parrilla. Porque seguro que lo estropeo. Porque seguro que ella no está en la misma sintonía. Que vale que gustos cinematográficos en común y tal, pero que no, quenoqueno. ¡Que a ver si yo digo «¡guau!» y ella «¡miau!»! Que es que yo tiendo a la fantasía. Que a los arcoíris. Que a montarme películas. Y que todo es muy bonito en ellas, anda que lo es, pero la vida te da

más vergonzantes «Perdona, ¿es a mí?» que sintonía de violines pre títulos de crédito, ¿sabéis? Y no veáis qué corte. QUÉ CORTE. Y que la puedo perder, a la rubia de los pantalones color vino de la mesa junto a la barra. Que me quedaría sin mi pasiva y contemplativa fantasía de color rosa, que seguro que mi metedura de pata haría que cancelase su ficha en el Birras and Books y dejarían de venir ella y sus pantalones y el trigo de su pelo; y que el proveedor de Fuller’s London Porter se cortaría las venas y se me mustiaría mi Lola al ritmo de mi propia marchitación y qué más da las cosas que hacen clinc pop cuando el riesgo es que todo te haga ¡Crac! ¡Crash! ¡Cronch! ¡Chof! ¡Boom! Y que yo ya tuve bastante con lo del programador de los calcetines blancos, de verdad. ¿Qué necesidad tengo yo de arriesgar mi capital cardíaco, a ver, con lo a gustito que está una arrastrándose por la vida como un gusano que ni siente ni padece? ¿Eh? A ver. Que no, que no, que yo me quedo en la casilla de salida. Con mi Lola, mis tranquilitos setenta y cinco por minuto y mis paseítos a la orilla del mar. Las cosas que hacen clinc pop, para otras. *** Ah, pero Terry Pratchett. Ah, pero el bueno del viejo Terry Pratchett, obrando milagros desde el más allá. Porque por ahí fue por donde equilibró Carmen su exquisito trenzado fantapolicíaco: con gnomos, enanos de dos metros llamados Zanahoria y aprendices de La Muerte liándola parda. —He terminado con todo lo de la Le Guin —me dijo un 3 de diciembre a las 20:35 h. Sí, la concreción es importante, mucho, porque fue la fecha, fue el día, mes, año, hora y minuto que vino a sustituir (patear, licuar, enterrar y mandar a la mierda) a la anterior fecha y día, mes, año, hora y minuto clavados en mi calendario vital. Porque ese día, Carmen preguntó: —¿Tienes algo de Pratchett? —¿Quieres leer a Pratchett? —inquirí yo a mi vez, admirada. —¿Hay alguien que no querría? —replicó ella, alegre. —Eres la primera mujer que me lo pide —dije, maravillada—. Chica, joven o adulta. La primera. Y ella, dejando pasar un segundo, un segundo en el que su mirada fue la misma de la de aquel otro segundo en el que nuestros ojos encontraron algo que no sabíamos que podíamos buscar, dijo: —Pero eso no es así, ¿no? Y clinc. ¡Clinc clinc clinc!

Porque aquí fue, aquí. Su particular notita entre las páginas. Su A, B, C. Fue aquí y fue ella. Porque lo preguntó con una mirada preñada de clincs y pops, ahora lo sé. —¿No? —le pregunté, algo despistada—. ¿Por qué? —Porque no creo ser la primera —respondió—. No en el Birras, al menos. ¿Me equivoco? — continuó con un tono contagiado de su mirada. Y como vio que yo no respondía, aclaró: —Tú. Tú también lees a Pratchett, ¿no? —Oh, sí. —Y, no sé por qué, me ruboricé hasta el infinito y más allá. (Bueno, sí lo sé. ¡¡Quién coño le había dado al ON, joder?!). —¿Quieres saber por qué lo sé? —continuó ella, sonriendo, con una mirada que hacía toda clase de ruiditos de toda clase de cosas encajando. Y en ese momento tuve la sensación de que la rubia de los pantalones color vino y la pinta de Fuller’s estaba acomodando la postura en la línea de salida; que colocaba en tierra rodilla y manos, los pulgares formando una V con el resto de dedos, la pierna adelantada en tensión, los tacos bien pegados al suelo, esperando el disparo del árbitro que daría inicio a la carrera. —Vale —fue lo único que se me ocurrió decir, tonta de mí. (Porque os aseguro que mi dracaena marginata tenía en esos momentos más habilidades sociales que yo. Muchas, muchas más). Pero no lo hizo, Carmen no contestó a su propia pregunta. No ese día, que le saqué El color de la magia y lo anoté en su ficha. Ese día se limitó a sonreír de forma misteriosa, coger su cerveza y su nuevo libro y sentarse en la mesa junto al mostrador, dejándome a mí tonta perdida, cardíaca, inquieta, perpleja, con mil preguntas en la cabeza y revolviendo frenética un cajón lleno de mandos a distancia tratando de averiguar cuál era el que podría sintonizar con lo que acababa de pasar. Y no encontré el correcto, la tecla adecuada, hasta pasadas un par de semanas (que soy lenta yo para estas cosas, madre) cuando me di cuenta de que Carmen sabía tantas cosas de mí como yo podía saber de ella, y que las sabía porque en el ByB no era yo la única que se había dedicado al innoble arte de la pasiva observación de clienta habitual (en su caso, hija de la dueña). Que sabía que yo leía a Pratchett. Y que bebía Alhambra en botellín. Que me gustaba la novela negra, la ciencia ficción y la fantasía. Y que se podían averiguar muchas, muchas cosas de la chica de la barra si te sentabas cerca de ella. Y, así, partiendo del punto A.a.1, Carmen, siendo B.b.1 y teniendo claro el B.b.2, había decidido aplicar el A.a.3. Y bien que lo aplicó a partir de ese 3 de diciembre. Y así…

… Setenta y seis. … Setenta y ocho. … Ochenta y cinco. … ¡Pasando de noventa! Bum-bum, bum-bum. Clinc. Pop.

Clara Asunción García Escritora porque no puede remediarlo. Dadle un libro, una cerveza y el Mediterráneo y será feliz. Algunas de las cosas que no ha podido remediar: El primer caso de Cate Maynes, La perfección del silencio, Elisa frente al mar, Los hilos del destino, Tras la coraza. Twitter: @clarasungarcia

El guisante de la princesa A.M. Irún 1. Desbocada La chica bajó aún somnolienta por las sinuosas escaleras. En el comedor principal, la Reina y el Príncipe la esperaban con un delicioso desayuno sobre la mesa: huevos revueltos, escalfados y en tortilla, jugoso jamón cocido cortado en lonchas, cereales variados y frutas, zumo de naranja, leche, café, cacao y pastas, dulces y saladas. La chica no se sorprendió al ver aquel banquete. Había optado por dejarse llevar. Lo que empezó siendo una pesadilla acabó convirtiéndose en un sueño idílico. Aquella madrugada se había despertado bajo las sábanas de una extraña cama en una de las habitaciones del castillo de la Reina. Fue raro. Estas cosas de palacio siempre son raras. El día de antes, la chica, hermosa y delicada, había salido a pasear con su caballo aprovechando aquella tarde tan cálida y desoyendo la advertencia del mozo de cuadra que le decía que iba a caer una tormenta de las que hacen historia. Cuando llevaban paseando media hora, el cielo comenzó a ennegrecerse y la chica decidió emprender el camino de vuelta. Pero un relámpago rompió la tierra de manera repentina y el caballo salió disparado sin una dirección concreta. Se salió del camino y se introdujo en los bosques. La chica dio por perdido el control del corcel y se abrazó a su cuello para mantener la cabeza más baja que la del animal. Este notó la fuerza con la que la chica le apretaba la garganta, aumentó el ritmo y corrió ciego a ninguna parte. Las nubes se abrieron y el agua cayó en tromba. Cuando parecía que el paso del caballo aminoraba, se oía un nuevo relámpago y el animal galopaba como si se lo llevara el demonio. Al galope recorrieron media comarca, o toda la comarca, o quizá llegaron hasta otra comarca. El caso es que ni animal ni dueña podían más. Estaban al límite de sus fuerzas. Agotado, el caballo atisbó una tenue luz a lo lejos y corrió hasta ella. Cuando llegó a lo que resultó ser el farolillo de la entrada a un castillo, se desplomó. La chica hacía tiempo que había perdido el sentido de la gravedad. Los dos cayeron en la mullida hierba que daba la bienvenida al edificio. El guardia salió raudo a auxiliarles. Llamó a los mozos para que llevaran al caballo a las cuadras y metió a la chica en el palacio. 2. Invitada de honor El ajetreo en el hall despertó a la dueña del castillo. ¿Cómo era posible tal actividad si ella no había ordenado nada? Bajó la gran escalinata y se encontró con la escena: una muchacha yacía

tumbada en el suelo y algunos de sus sirvientes la arropaban con mantas. —¿Qué ocurre aquí? —preguntó a unos metros de la escena. Los sirvientes se separaron de la chica y bajaron la cabeza. El guardia habló. —Mi reina, verá… Esta chica ha galopado hasta aquí bajo la tormenta con su caballo. Se ha desmayado, o quizá ha venido ya sin sentido. Se ha desplomado en el patio de entrada de palacio. La Reina miró a la chica que tenía el pelo empapado de agua, la piel pálida y los labios morados. Estaba envuelta en mantas, como un bebé abandonado a las puertas de un convento. En realidad, no tenía ni idea de qué hacer ante esa situación, pero no quería dar esa sensación de inseguridad ante su servicio. Su hijo apareció en lo alto de la escalinata. —¿Qué pasa? ¿Qué es todo este ruido? —dijo peinándose su sedosa melena de recién levantado. La madre se giró y pidió a su hijo que bajara. Cuando el Príncipe llegó al hall, vio a la chica empapada en agua, con la silueta marcada por los ropajes mojados pegados al cuerpo y brillante como una luna llena. La expresión de sueño del heredero fue sustituida por una sonrisa conforme le contaron su extraña aparición. —Debería acostarse en una de nuestras cámaras. Es obvio que está enferma. Ahora es nuestra responsabilidad —dijo finalmente—. ¿Está la habitación de los somieres preparada? —Lo está, señorita… señor, perdón —respondió una ayudante de cámara. El Príncipe le fusiló con la mirada. —Pues llevadla allí. Y ofrecedle el mejor trato. Como si fuera una princesa. La madre alzó una ceja y carraspeó. El servicio no se movía si la orden no procedía de ella. El príncipe le apremió con un gesto de la cabeza. —Adelante —ordenó la Reina. —Que se quede una ayudante con ella toda la noche. Y avisadme si se despierta. El servicio se llevó a la chica, y la Reina y el Príncipe se quedaron solos en el vestíbulo. —Espero que sepas lo que haces. —Nada que no hayamos hecho antes ya. Mañana saldremos de dudas, madre —sonrió el Príncipe. 3. Una noche extraña La chica se despertó en la madrugada y lo que vieron sus ojos la descolocó por completo: tenía el techo a escasos cuatro palmos de su cara, lo justo como para poder incorporarse sin pegar con la cabeza en él. Enseguida se dio cuenta de que estaba en una cama alta, una especie de litera. Lentamente, y sin hacer ruido, se asomó desde lo alto de su colchón y vio dónde estaba durmiendo esa noche. Estaba tumbada en una cama de tres metros de altura, una estructura de colchón sobre

colchón apuntalada por un dosel que mantenía firme el inestable lecho. Un vistazo al resto de la habitación le permitió hacerse una idea de dónde podría estar. El precioso y carísimo mobiliario y la ayudante de cámara que dormía con el cuello torcido en una chaise longue le hablaban de una casa de personas ricas. Una mansión, un palacio, o quizá… —¡El castillo de la Reina! —susurró la muchacha con gran sorpresa. La ayudante de cámara se revolvió en su sillón, pero no llegó a despertarse. La chica subió las delicadas sábanas de seda virgen hasta la nariz y permaneció inmóvil. Intentó reconstruir sus últimas horas consciente. El agua fría le caía por el cuerpo y le calaba los huesos. Estaba tan agarrada a su caballo que ya no sabía dónde acaba su piel y empezaba la del animal. En algún momento de la huida perdió el conocimiento porque ya no recordaba nada más. Supuso que su caballo la llevaría hasta aquí y la Reina, la acogió en una de sus estancias. La chica dudó de esta última deducción puesto que la fama de su Majestad no era la de ser la persona más acogedora de la comarca. Quizá su hija, la Princesa, la convenciera. Pero desconocía el carácter de la niña, que ya debía ser mujer, pues poco se sabía de ella una vez llegó a la adolescencia. Quiso repensar su nueva situación, pero el agotamiento le invadía y le costaba mantener los ojos abiertos y la mente clara. Además, al ya complicado escenario se le sumó una preocupante incomodidad en la espalda, un dolor impertinente que se había instalado sobre los riñones como si tuviera una canica bajo la piel. Se palpó la espalda en busca del origen, pero no encontró nada. Ni un grano, ni una tensión muscular. Nada. De nuevo, el agotamiento pudo más que el dolor y dio esta causa también por perdida. —Será mejor que duerma. Mañana será otro día. Y así, la muchacha volvió a dormirse. 4. La decisión final La chica se había sentado a un extremo de la larga mesa del salón y devoraba el desayuno que tenía delante. La Reina y el Príncipe le miraban con una mezcla de diversión e interés. —Pensaba que usted era una chica —le dijo la muchacha al Príncipe entre bocado y bocado. —Sólo yo decido qué soy —obtuvo como única respuesta del heredero de la comarca. La Reina, inquieta, decidió llevar la conversación por otros derroteros. —¿Has dormido bien, muchacha? —preguntó. La chica, que trataba de saciar su hambre de la manera más recatada posible, respondió con sinceridad. —Me pudo el agotamiento y caí rendida, pero una molestia en la espalda me ha impedido descansar cómodamente. —¿Cómo una molestia? —preguntó la Reina.

—No lo sé, como si tuviera una canica bajo la ropa, pero no encontré nada —respondió la chica, que se encogió de hombros. La respuesta de la chica gustó a su Majestad que no ocultó una media sonrisa de satisfacción. —Tan delicada como para notar un guisante bajo veinte colchones —dijo par sí la Reina. —Quizá tenga alguna contractura fruto de la carrera de ayer con mi caballo —razonó la chica algo confusa por la sonrisa de la Reina—. Por cierto, ¿cómo está? —Tu caballo está perfectamente—respondió el Príncipe—. ¿Es un semental? Tiene una excelente estructura y unos músculos muy poderosos. La cara de confusión de la chica era ya más que evidente. —Las niñas no saben de esas cosas… hijo —dijo la Reina para tranquilizar a la que sería su futura nuera y la próxima Princesa del Reino de Comodia. —Pues deberían. Todas las mujeres deben saber cuándo tienen ante sí a un semental de calidad... Como es tu caballo —respondió el Príncipe dedicándole una inquietante sonrisa a la chica. El Príncipe comenzó a juguetear con un guisante que había sobre el mantel. Era probable que fuera un resto de la cena de anoche. Y era muy posible que la Reina tomara nota mental de aquel imperdonable descuido de su servicio. El joven heredero comenzó a darle vueltas sobre la mesa con su dedo corazón. En un momento lo tocaba con la uña, al siguiente con la yema. —Los sementales son muy cotizados. Al fin y al cabo, aseguran la perdurabilidad de una raza superior... —comenzó a explicar el Príncipe. La joven quedó hipnotizada en seguida con el juego del guisante. Enfocó la mirada en la bolita verde, en su brillo, su textura y cómo la humedad se mezclaba y colaba en las rugosidades, nudos y vetas tanto de la madera de la mesa como de las yemas de los dedos del Príncipe. —Son animales vigorosos, musculosos, con nobleza, que no temen tomar las riendas de sus obligaciones. Los círculos que hacía el guisante sobre la mesa eran cada vez más grandes y el Príncipe incorporó su dedo índice en el juego. Al momento, cambió el movimiento y pasó de círculos a líneas un tanto dispersas. De arriba a abajo, de izquierda a derecha, de una esquina a otra. Soltando y posando la yema del dedo distraídamente. Sin embargo, lo hacía con tal delicadeza que el guisante permanecía rígido. Quizá más duro que al comienzo del juego. —¿Sabes cuáles son sus obligaciones? —le preguntó el Príncipe a la chica. Esta tragó saliva lentamente y se pasó la lengua por los labios para responder con un escueto “No”. Pero nada salió de su boca. Una bola de fuego se había instalado en su bajo vientre y subía y bajaba desde su entrepierna hasta la garganta al ritmo del baile del guisante que comenzó a soltar gota a gota el jugo que contenía en su interior y que se colaba como diminutos ríos y remolinos en

la madera de la mesa. La chica negó con la cabeza. Hacía tiempo que su respiración había aumentado el ritmo. —Las obligaciones de un semental son, principalmente, dos —adelantó el Príncipe, que movía rápidamente los dedos para cazar al escurridizo guisante mojado por su propio jugo. La joven se acaloró y su palidez dio paso a unas mejillas sonrojadas. La Reina se dio cuenta de lo que ahí estaba ocurriendo y llamó la atención del Príncipe con una mirada incendiaria que su hijo no captó por estar demasiado ocupado con el guisante. —Una es la de mantenerse fuerte y vigoroso el máximo tiempo posible. La respiración entrecortada de la muchacha se oía al otro lado de la mesa. La Reina comenzó a dar pataditas a su hijo por debajo de la mesa para ordenarle que parara con aquella escena. —La otra es follar mucho para asegurar sus genes. —¡¡Alfonso!! —intervino la Reina incorporándose de su silla de un brinco. Pero Alfonso siguió unos segundos más con su juego del guisante, lo justo para que la muchacha jadeara agarrada a los cantos de la mesa, con los dedos blancos de tanto apretar. El dedo del príncipe estaba mojado y seguía dando vueltas sin parar sobre el guisante. —¡¡¡Alfonso!!! —gritó esta vez la chica dejando salir por su boca esa bola de fuego que había recorrido todo su cuerpo. El Príncipe espachurró el guisante que escupió el jugo contra la mesa, y mostró una amplia sonrisa. —Es ella, madre. Que toquen campanas de boda. La futura Princesa de Comodia dejó de jadear lentamente y se recostó extasiada sobre la silla sin dejar de ocultar una risita bobalicona que ni la cara desencajada de la Reina pudo borrar.

A.M. Irún A. M. Irún nació en Zaragoza, aunque no con ese nombre. Tras el pseudónimo se esconde una periodista licenciada por la Universidad Complutense de Madrid. Por el momento, ha publicado Nico, por favor (septiembre 2015), El sentido de la vida de Carla Pi (abril 2016) y Aquí se quisieron Carla y Nico (agosto 2016). Está ansiosa por contar todas las historias que le rondan en la cabeza. De momento, para 2017 espera publicar dos novelas más con nuevos personajes. Su principal sueño es vivir con su pareja, tener un buen sofá y pasar el finde viendo deportes. Twitter: @nicoporfavor http://www.nicoporfavor.com/

El año de las mariposas Eley Grey Te conocí el año de las mariposas, me lo dijo mi madre. Me confesó que lo había escuchado en la tele. Que es algo que pasa cada mucho tiempo, y cuando pasa el cielo se cubre de mariposas blancas, que no pesan. Esas mariposas no entienden de frío ni de calor y se pasan todo el año volando y apareciendo por todos sitios: debajo de los vasos, en los armarios, dentro de los calcetines tendidos en la terraza o entre las sábanas de la cama. No tienen miedo y por eso se acercan tanto a los humanos, eso dijeron en aquel programa. Mi madre me lo contaba sorprendida porque habíamos tenido la suerte de poder vivirlo, el año de las mariposas. Pasa cada trescientos años, hemos sido afortunadas, eso me decía. Tú no lo sabías, te lo conté después, pasados los meses. Porque el principio fue tan emocionante que no tuve tiempo de contarte más que los lunares de la espalda cada mañana antes de clase. No me importaba nada más, Paula, ni las mariposas, ni los vasos donde se escondían, ni la ansiedad de esperarte escondida tras la puerta del baño. Por no importarme, ni mi madre me importaba, que de tantos miedos que tiene no soportaba pensar que su hija se había enamorado de una chica. Por eso tampoco me importó ocultárselo. El curso pasó rápido, pero el verano fue lo peor. Me pareció tan largo y te eché tanto de menos que me juré a mí misma no volver a pasar nunca más un verano separadas. Y así fue como nos independizamos al año siguiente, con sólo dieciocho y toda la vida por delante. Claro que tuvimos que mentir, cómo si no íbamos a hacerlo. Si hubiéramos dicho la verdad, ni la paranoica de mi madre ni el facha de tu padre nos habrían permitido volver a vernos. Estoy segura de que tu padre te habría enviado a estudiar lejos, muy lejos, por lo menos a Japón, si hubiera sabido que te acostabas conmigo. Si hubiera sabido que solo tenías ojos para mí, que bebías los vientos por mí como nunca antes los habías bebido por nadie. Menos mal que nunca lo sospechó, porque entonces se habría enfadado tanto que me habría hecho desaparecer del mapa y ya no habría hecho falta que te enviara a Japón ni a ninguna otra parte. El año de las mariposas nos enamoramos como dos locas. Todo pasó tan rápido que tuve vértigo cada segundo de cada uno de los días de aquel mágico año. Sentía el estómago en un tobogán cada mañana y me marchaba al instituto sabiendo que solo podría digerir tus besos, así que no intentaba comer nada más. La adrenalina corría por cada rincón de mi cuerpo mientras cruzaba cada semáforo que me encontraba en el camino de mi casa al instituto. Nunca quedábamos para ir juntas, nos encontraremos allí, en los baños, eso me decías. No querías tentar a la suerte y que tu padre pudiera encontrarnos en su trayecto al cuartel, hubiera sido el final. Por eso corría los últimos metros, ya sin aliento y muerta de hambre, y me dirigía fugaz a los baños, dando empujones a todo

aquel que se interpusiera en mi camino. Te comía a besos antes incluso de poder cerrar la puerta, me daba igual que no hubiera cerrojo (una chica intentó suicidarse el año anterior encerrada en el baño y por eso los quitaron todos). Después, por la tarde, cuando nos despedíamos, sentía un vacío en el pecho que oprimía el estómago. Las tardes eran eternas, menos mal que en aquella época no tenía insomnio y las noches pasaban más rápido. No hubiera podido soportar tantas horas consciente de la distancia que nos separaba. Alguna noche me costaba conciliar más el sueño y entonces me calmaba escribirte. Te escribía cartas, con papel y boli bic. Escribía en verde, me recordaba a tus ojos. Así conseguía que el sueño llegara antes y soñaba con miles de mariposas que nos rodeaban mientras nos abrazábamos en un páramo verde, cubierto de hierba fresca. En mi sueño nos abrazábamos al aire libre, sin temor a tu padre ni a mi madre. Lo hacíamos sin pensar, como si solo existiéramos tú y yo. Porque en mi sueño solo estábamos el bosque, tú y yo. A veces olvidaba entregártelas, las cartas. Las olvidaba en algún cajón, sabes que he sido siempre muy desastre para mis cosas, pero eso a ti nunca te ha importado. Te hace extraordinaria, eso me decías, ese desapego tuyo por lo material. Te vuelve divina. Lo decías entre risas, y tu carcajada retumbaba en mis tímpanos y se transformaba en música barroca. Yo la masticaba despacio, como mastico los postres caseros de almendras y nueces, para que al tragármela se deslizara lenta y pausada por mi garganta y me sentara bien, a pesar del torbellino de oxitocina que centrifugaba junto a mis jugos gástricos. Después del sueño del bosque llegaba la mañana y ya podía llover, tronar o diluviar, que yo nunca llegaba tarde. Si algún día suspendían las clases, nosotras mentíamos para poder vernos y los fines de semana nos inventábamos una biblioteca inexistente de un barrio cualquiera para justificar las noches de estudio en vela fuera de casa. Nos servía cualquier rincón para dormir nuestro amor, macerándolo en aceite y frutos secos. Para hacerlo añejo, fuerte y con cuerpo. Cuando tienes diecisiete años todo es un poco así, precipitado. Porque tienes la sensación de que el mundo puede acabarse en cualquier momento y no quieres. Y tienes prisa y miedo al mismo tiempo. Y a veces todo da vueltas porque en tu cabeza la vida pasa más rápido que en la realidad. Pero eso pasa cuando tienes diecisiete. Ahora sé que fue una suerte vivir en una ciudad pequeña, porque eso nos dio la excusa perfecta para marcharnos a otro sitio desde el primer año de carrera. Eso y que conseguimos becas que nos ayudaron a costear el alquiler del piso compartido. Aunque nos costó encontrarlo, ¿te acuerdas, Paula? Nadie quería a dos chicas que compartieran habitación. Era raro en aquella época. Cómo han cambiado las cosas, ¿verdad? Pero al final resultó que no éramos tan especiales y conocimos a más chicas como nosotras. Fue una bendición elegir Granada para estudiar. Encontramos el mejor recipiente para conservar nuestro amor: junto al Albaicín, en la falda de Sierra Nevada. Era un piso muy pequeño y la habitación que compartimos durante aquellos años era ínfima, minúscula, pero tan

acogedora, que todavía se me inundan los ojos cuando la recuerdo. Allí vivimos unos años mágicos, aunque evoco con sabor agridulce la visita de rigor de mi madre cada navidad. Al principio no sabía cómo decirle que no viniera, que estaba todo bien y no necesitaba nada, pero fue imposible persuadirla. Todavía no sé cómo pudo creerse que venías de visita al mismo tiempo que ella. Vaya coincidencia, eso decía cada año la mujer. ¿Pero esta muchacha no tiene familia que visitar en estas fechas tan señaladas?, me lo preguntaba a escondidas, para que no te ofendiera su comentario. Me inventé una historia donde habías perdido a tus seres más cercanos y los más lejanos estaban lejos de verdad. Le conté que vivías en la más absoluta soledad y que nunca ibas a verlos porque el billete era carísimo. Se lo creyó. Pero lo peor de todo fue el año que coincidieron tu padre y mi madre para Nochebuena. Mi madre ya estaba haciendo su visita habitual, pero tu padre llegó por sorpresa. Quería ver lo bien instalada que estaba mi niña, llevamos mucho tiempo sin vernos. Eso dijo el hombre, con esa cara delgada cargada de tonos grises que le caracteriza. No imaginaba que vivías en un cuartucho, hija. Yo temblaba frente a él, aunque no le veía la boca mientras hablaba porque ese bigote a lo Poirot le tapaba los labios en aquella época. Pero aun así yo temblaba. Sentía un pánico irracional, supongo que por todo lo que me contabas de él. Que fuera militar influía, la verdad, pero su metro noventa y esa planta seria y cenicienta que tiene era lo que más me intimidaba. Ahora, que han pasado tantos años desde aquel momento, me río en silencio recordándolo. Hoy, que sigue manteniendo ese aire misterioso y tétrico de detective polifacético, que sigue tan sigiloso y callado, todavía me impone. Ahora, que ya está jubilado, sigue causándome respeto. Y mi madre, pobre mujer, nos miraba con los ojos fuera de las órbitas. No entendía nada, pero conseguimos inventarnos una mentira (otra más) que nos salvó del aprieto. Por suerte tú tomaste a tu padre de la mano en un movimiento fugaz y te lo llevaste a pasar un par de días fuera. Nuestra compenetración hizo que pudiéramos idear un plan sin necesidad de haberlo hablado previamente y cada una contamos que el familiar de la otra tenía problemas mentales y requería atención y medicación. Mi madre se creyó la historia a la primera, aunque tu padre fue más difícil de convencer. Pero, si ha llamado “hija” a la otra chica, te cuestionaba. Claro, papá, te digo que tiene delirios y mi amiga no hace más de acompañarla a diario a la residencia de donde se escapa continuamente. Cuando parecía que le empezaba a cuadrar la historia de mi madre, empezó con las dudas sobre tu lugar de residencia. Te empeñaste en negar que vivieras en aquel piso conmigo y fabricaste otra historia donde tu verdadero piso estaba cerrado porque estaban fumigando. Le contaste que yo te había invitado a pasar esos días conmigo porque en algún sitio tenías que dormir. Le dijiste que éramos compañeras de clase. Es lo bueno de vivir en una ciudad pequeña como la nuestra, que aunque fuera pequeña, ni tu padre me conocía a mí, ni mi madre a ti. El tiempo en la universidad pasó rápido, las clases, los exámenes y las visitas turísticas por los alrededores de Granada cada fin de semana ayudaron a vivir aquellos años como un suspiro. Ojalá

lo hubiéramos aprovechado más, ojalá hubiéramos vivido más y dormido menos. Recuerdo las mañanas de domingo, cuando no queríamos levantarnos y la luz cegadora y caliente del sol andaluz entraba por la ventana y quemaba nuestros pies. Yo te empujaba, Paula, animándote a despertar, confiando en que cuando lo hicieras, me despertarías a mí, tan imposible veía la tarea. Quizás fuera por las largas noches de amor apasionadas en aquel pequeño cuarto cargado hasta el techo con los libros y los apuntes de ambas. O por el embrujo del sur, que nos cautivó nada más llegar, con ese duende que se respira en cada calle y en cada bar. En cada piedra de cada muro, que guardan siglos de historias secretas como solo los muros saben guardar. Historias de besos robados sobre sus grietas; de borracheras y canciones de madrugada, con una botella en cada mano. De rincones mágicos y olor a piedra y a frío y a tierra roja, como la Alhambra. De rincones blancos como el mirador de San Nicolás, como la sierra cargada de nieve blanca, como las casas del Realejo. Quizás fue por todo eso o quizás es que tenía que ser así, pero ahora me arrepiento de no haber vivido más. Cuando volvimos a nuestra pequeña ciudad lo hicimos con la ilusión renovada de quien ha olvidado la realidad. De quien ha vivido en un mágico sueño y le cuesta despertar. Pronto fuimos conscientes de que teníamos que marchar para seguir viéndonos y amándonos. Yo no soportaba tener que seguir escondiéndome de tu padre y tú no aguantabas más mis miedos y tus propios temores. La idea, sin embargo, no fue de ninguna de las dos. Fue, como suele decirse, un regalo que cayó del cielo. Te llamaron para trabajar en aquella multinacional y no nos lo pensamos dos veces. A mi madre casi le da un infarto cuando le dije que volvía a irme. Pero te vas sola otra vez, hija, con lo peligrosa que es la ciudad. Barcelona es grande, pero para ella era infinita, inabarcable, inhumana y espeluznante, abarrotada de peligros y engaños. Repleta de víctimas potenciales como yo, su pequeña e indefensa niña. Estaré bien, tranquila, las cosas no son como imaginas, no estaré sola ni caminaré por calles peligrosas. Mi madre se crio en la montaña, alejada de toda civilización hasta los quince años, en un cortijo de Sierra Morena. La juventud le regaló, sin saberlo, una preciosa melena rubia y un cuerpo de modelo, del que nunca fue consciente. Conoció a mi padre, algo que yo no hice jamás, en la estación de tren más cercana. Él era conductor, o eso me contó ella, y quedó prendido de su belleza nada más verla. Le prometió una vida de lujos y amor, la cautivó con su palabrería y le robó la inocencia antes de su siguiente viaje. La dejó tirada y dolorida en un cuartucho de mala muerte, lleno de polvo y miseria, donde se guardaban los cubos y las fregonas viejas con las que limpiaban los trenes. Demasiado bien te ha criado, la pobre. Te referías a mi madre. No la critiques, bastante hace, la mujer. Y bastante hizo, es cierto. Nunca entendí que la defendieras, con la rabia que te dan sus cuentos de vieja y esas supersticiones que nunca van a ningún lado, más que a meter el miedo en el cuerpo. Bastante hizo, es cierto, porque me crio como buenamente pudo, desde cría buscándose la vida conmigo a cuestas. Limpiando casas y haciendo horas recorriendo nuestra pequeña ciudad

en autobús para seguir limpiando más casas. Llegábamos a final de mes de milagro, eso lo sabía yo porque me lo decía ella casi a diario, desde bien pequeña. No puedo culparla, y lo sabes. Ahora ya no la culpo. Ya no culpo a nadie de nada, para qué, de qué me sirve. Tú siempre la defiendes o por lo menos tratas de entenderla. Algo que yo, sin embargo, no hago con tu padre. Y de verdad que lo intento, comprender su rechazo, su altanería y hasta su constante mal humor. Pero es que pienso que tu padre debería intentar comprenderte, aunque yo no le comprendo a él. Y a veces, aunque no culpo a nadie, me culpo a mí misma por no ver más allá y tratar de saber qué le preocupa. Sí, me culpo, Paula, por no hacer el esfuerzo y entender de dónde viene su mal genio. A veces pienso que es porque enviudó muy joven, con un bebé tan pequeño que la vida se le cayó encima y todavía está buscando la luz detrás de los cascotes mientras se sacude el polvo. Por eso todo es gris en su persona y sus ojos guardan esa tristeza inalcanzable de las estrellas fugaces, que aunque parece que las has visto, ya han pasado de largo para siempre. Hasta esa mancha que le cruza la cara de norte a sur es gris. Si hasta su nombre es serio y gris: Salvador Martínez. Pero te prometo que hago un esfuerzo y analizo sus gestos a escondidas, siempre a escondidas, para aprenderme su lado amable, su parte humana, que sé que la tiene. Después de lo de Granada tuvimos que tener más cuidado que nunca, pues ya me conocía. Y no me explico cómo todavía no nos han descubierto, porque mi madre, la pobre, vive en una burbuja de auto victimismo y pena que le hace aislarse completamente del mundo que le rodea. Pero tu padre, que siempre anda ojo avizor, ha cometido muchos fallos, eso le diría su superior si se enterara. Le diría, cabo Martínez, ha cometido usted errores imperdonables. Porque recuerdo perfectamente aquella noche. Después de Granada no nos dejábamos ver juntas en ningún sitio, ni siquiera en la calle. Pero la mala suerte hizo que me topara con tu padre cerca del estadio, justo cuando terminaba el partido y todo el mundo salía. Cómo iba a pensar que el buen hombre pasaría frente a mí en aquel momento. En el preciso instante en que nada ni nadie podía cubrirme o camuflarme. Te insistí tanto, te dije tantas veces que sí, que me había reconocido, que al final casi te convenzo. Imposible, me decías, él siempre va a la suya y después de un partido, más. Y seguías explicándome que no le gusta ir con nadie al fútbol por eso, porque le gusta pensar en las jugadas, meditar sobre lo sucedido en el campo, qué se yo, cosas suyas. También recuerdo el día de tu cumpleaños, el que celebramos antes de venirnos a Barcelona, ¿te acuerdas? Pasé a por ti en coche porque me aseguraste que no había peligro. No pasa nada, de verdad, que está de viaje, me dijiste. No vuelve hasta mañana. Pero volvió, claro. Un inepto me ha cambiado el vuelo a última hora, hija. Ahora le llaman errores humanos, pero no ha sido más que el inútil del día, que me ha tocado a mí, pero dame un beso, que es tu cumpleaños. Yo lo escuchaba todo desde el armario empotrado que hay en el pasillo de tu casa. A escondidas analizaba cada uno de sus movimientos, porque con la puerta entreabierta tenía completa visión de su habitación y podía ver cómo deshacía la maleta mientras te preguntaba qué planes tenías para celebrarlo.

Cuando se metió en la ducha aproveché para huir. Pensé que aquella vez era la definitiva, estuvo muy cerca. Después ha sido todo más sencillo, cuando nos vinimos a Barcelona. Aquí no hemos tenido visitas inesperadas ni encontronazos desafortunados. Estar aquí es sencillo gracias al anonimato de la gran urbe. Ha sido una liberación descubrir otra forma de vida, sin ahogos, sin miedos. Nos ha dado tanto esta ciudad que no sabría por dónde empezar. Hemos sido tan felices aquí, ¿verdad? Hacíamos especiales cada día, cada momento. Hemos necesitado poco para sentirnos bien, Paula, y sin embargo, la vida ha decidido por nosotras. Ha decidido ser cruel a estas alturas, después de tantos años. Si tu padre estuviera aquí me diría que no, que no ha sido la vida, que ha sido un inepto, un desgraciado que se ha cruzado al carril contrario. Me diría, no, no te equivoques, ha sido un hijo de puta borracho que ha dejado huérfana a una pequeña de dos años y a una viuda que no merecía. No ha sido la vida, ha sido esa maldita carretera llena de curvas que no está bien señalizada. Ha sido esta niebla, que es criminal en las noches de invierno. No le eches la culpa a la vida porque no es así. Yo agacharía la cabeza, porque de tanto miedo que le tengo a tu padre me entrarían ganas de llorar. Aun así, a pesar del derroche de adrenalina cada vez que han estado a punto de descubrirnos, del temor que nos paralizaba, de escondernos siempre de todo y de todos, me arrepiento de no haber vivido más, de no haber aprovechado mejor el tiempo, nuestro tiempo. El que pasa y no vuelve jamás, porque, mírame, Paula, aquí sentada a una hora indeterminada, imposible de predecir sin consultar un reloj. Esta hora donde el horizonte empieza a aparecer más allá del puerto. Este momento en el que se dibuja una delgada y borrosa línea al final del mar y al principio del cielo y separa en dos colores ambos elementos. Esta hora donde los barcos vuelven y yo ya no sé si voy o vengo. A veces creo que voy, porque me alejo de aquí, de ti y de mí. Y revivo nuestra historia una noche más, como esta noche. Otras veces vengo, porque cansada de dar vueltas por esta ciudad, que no es pequeña como la nuestra, llego a tu lado con las manos vacías. Vacías de sueño pero cargadas de esperanza, creyendo que alguna de esas veces me esperarás despierta, o me mirarás incrédula, como cuando te cuento mi última aventura en la cocina y te ríes de mí y de mi torpeza con el horno y el fuego. Me dirás que estoy loca por venir corriendo junto a ti, ni que fuera a escaparme, me dirías. A qué vienen tantas prisas. Y todo sería una pesadilla, un horrible y trágico mal sueño. Pero ahora te veo frente a este amanecer difuso, como mis recuerdos en una noche en vela, difusos. Conectada a todos esos cables que informan con pitidos estridentes a las enfermeras que no paran de entrar y salir, siempre cargadas con miles de cacharros y en silencio, de cómo evolucionan tus constantes, tu latido, tu sangre. Tocan a la puerta. Ya han entrado cinco veces en lo que va de noche, algún otro cambio en la medicación, supongo. Cómo imaginar que no es una enfermera, ni un celador, ni siquiera alguien que se ha equivocado. La última persona en el mundo que esperaba entra y me saluda desde la

puerta. Está envejecida desde la última vez que nos vimos y se ha cortado su larga melena, no parece ella sin su pelo. Ha adelgazado un poco, pero definitivamente, lo que más me sorprende no es su aspecto físico, sino su mirada: serena y en paz. Hija, me dice, ¿cómo estás? ¿cómo habéis pasado la noche? Y yo me quedo muda porque no consigo comprender cómo se ha enterado de todo, cómo ha venido hasta aquí ella sola ni cómo puede actuar con tanta naturalidad. No le contesto, porque no me salen las palabras por la boca. Mi garganta está tan seca que no pasa la saliva. Siento una mezcla de vergüenza y miedo que no puedo explicar ni sé de dónde vienen. Supongo que es algo inevitable, como un adolescente al que sorprenden fumando o bebiendo por primera vez. No es agradable esa mirada adulta que te recrimina. Pero mi madre no me recrimina. Sus ojos acuosos desbordan paciencia y amor, tanto amor que casi puedo verlo, en forma de sendero de tierra con árboles a ambos lados moviendo las ramas. Me avisó Salvador, me dice, no me mires así, que no soy un fantasma. Yo no me doy cuenta de que la miro como a un fantasma, es solo estupor, congoja y unas ganas de llorar que no me aguanto. Me dan ganas de decírselo así, pero sigo callada, expectante. No es posible que Salvador tenga el teléfono de mi madre. Sé lo que estás pensando, me dice ella, pero es que aunque está jubilado tiene amigos en todos sitios y le han llamado los de la guardia civil en cuanto ha salido el nombre de su hija en el acta del atestado. A mí todo me da vueltas, las imágenes se atropellan en mi cabeza: la cara gris de Salvador, el coche del revés abandonado en el terraplén de la carretera secundaria, la ambulancia que nos ha traído al hospital y la voz de mi madre, que golpea mis oídos como la pelota de un niño en el parque. Uno de esos niños que practica solo frente a una pared y chuta millones de veces seguidas a lo largo de la tarde y se te clava el sordo golpeo en lo más profundo de los sesos. Y no, no estaba pensando en eso, mamá, por fin le digo. Intentaba averiguar desde cuándo os conocíais, Salvador y tú. Pero la respuesta de mi madre se queda en un intento cuando Paula mueve un pie, ¿o es la pierna? No veo la diferencia ni me importa, solo llamo a gritos a la enfermera para que venga y me (nos) explique qué pasa. La llamo y vuelvo a llamarla, pero el interfono no parece funcionar, sigo gritando mientras abro la puerta dispuesta a salir corriendo hasta el punto de control de enfermería que está al principio del pasillo, pero me doy de bruces con él. Por supuesto que está aquí, está aquí desde el principio. Entonces lo entiendo todo: las visitas a Granada, las cartas escritas a Paula olvidadas en el cajón que nunca más aparecieron, las miradas de mi madre detrás de la taza de café mientras le contaba que me iba, mientras me preguntaba que con quién y yo me inventaba amigas imaginarias. Y, como en una película a cámara lenta visualizo el rostro de Salvador mientras deshacía la maleta aquella noche de tu cumpleaños, y yo en el armario temblando. Ese rostro manchado de arriba a abajo. Y él mirándome de repente, en un movimiento rápido, casi imperceptible. Pero algo tuve que ver porque ahora lo recuerdo. Me vio, sabía que estaba ahí y aun así se fue a la ducha. Y me asaltan las miradas de mi madre otra vez, cuando en Granada insistía: “¿Y esta muchacha no tiene familia?”. Su mirada me preguntaba cosas que su boca no decía, pero

yo no lo supe ver, tan metida estaba en mi mundo contigo, tanto miedo tenía que la alejé de mí sin saber. La alejé de nosotras. Sigo paralizada con la mano en el pomo de la puerta frente a Salvador y el grito en la punta de la lengua, pero no hace falta que diga nada porque la enfermera ya viene corriendo. Me aparto, no quiero molestar. Quiero dejar hacer, que todo fluya, no quiero mirar a nadie, solo a Paula. Todos miramos a Paula, pero un médico llega y cierra la puerta, nos deja fuera en el pasillo. Nos deja fuera y solos, juntos pero solos, con nuestros miedos, con nuestros prejuicios. El silencio está tan presente que siento que me voy a romper, por ellos y por mí. Por Paula, por la vida. El tiempo se detiene, pero en realidad avanza, como siempre. Avanza y no espera a nadie. El tiempo se hace eterno, pero solo pasan unos minutos hasta que vuelve a abrirse la puerta. Los tres avanzamos un paso expectantes y antes incluso de ver al doctor, antes de que el primer zueco blanco aparezca tras la puerta, una mariposa pequeña, blanca y ligera vuela hacia mi cara y con un suave aleteo roza mis labios. Me deja un sabor a sal y fresa, a jazmín y sándalo, a bergamota y peonia. Y yo quiero chuparlos porque sé que es tu sabor, lo sé antes de probarlo, lo sé porque lo huelo. Saldrá de esta. Paula saldrá de esta, eso dice el médico con una sonrisa en la boca. Una sonrisa como nunca antes he visto, sincera, alegre y llena de esperanza. Una sonrisa que nunca jamás volverá a ser desconocida, la primera sonrisa de mi nueva vida. La primera sonrisa de nuestra nueva vida. Nuestra vida entera.

Eley Grey Eley Grey es profesora y educadora, pero ante todo creadora de historias. Ha escrito dos libros con la editorial La Calle lgtb: Las mujeres de Sara (2014) y Todas están locas (2016). Colabora con medios digitales publicando artículos de opinión y cuentos en Hay una lesbiana en mi sopa, Revista Mirales, El Cotidiano y Universo Gay. Actualmente está escribiendo su tercera novela. eleygrey.wordpress.com @EleyGrey https://www.facebook.com/eley.grey Instagram: https://www.instagram.com/eleygrey/

El deseo Erika Hav Año 2037 Sentada en la sala de espera de la Doctora en Psiquiatría Lena Crown, aguardaba Diana Haro. Miró a su alrededor con suspicacia. De algún modo, siempre cargó contra aquellos que decidieron forjar su autoestima a golpe de cincel en el diván de un psicoanalista. Individuos que nunca lograron discernir por sí solos; incapaces de alzarse ante el resto con un criterio propio, y requerían de otros que les dijeran qué hacer, qué sentir, cómo sentir. Sujetos que buscaban opinión en libros de autoayuda, en artículos de revistas, en charlatanes. A fin de cuentas, en los demás. No obstante, Diana no se hallaba allí para que nadie explorara su subconsciente y le trajera a la conciencia lo reprimido o lo olvidado. Tampoco para que le ayudaran a tomar decisiones, le iluminaran con verdades como puños o le guiaran por el sendero de la vida. A sus cincuenta años ya había salido airosa de todo aquello; con cicatrices, sí, pero de esas que solo molestan cuando cambia el tiempo. La razón de su presencia en la consulta de la doctora Crown correspondía a otro tipo de cuestión. Una un tanto peculiar. La misma mujer que la recibiera y le acomodara mientras llegaba la hora de su cita se acercó de nuevo. Diana la siguió admirada y complacida a partes iguales por la puntualidad. Detestaba la informalidad; con ello la gente que la practicaba solo dejaba al descubierto el nulo respeto que sentían hacia los demás y por el tiempo ajeno. En el umbral de la puerta le esperaba la doctora; de rostro afable y una edad similar a la suya, estrechó su mano. Tomó asiento en la butaca confidente, que ella le indicó con cortesía. Le gustaban las personas amables, las que desplegaban buenos modales y mostraban consideración hacia su interlocutor desde el comienzo. Después de todo, nunca se cuenta con una segunda oportunidad para causar una primera impresión. Y aquella mujer supo aprovechar la suya. Años lidiando con adultos con comportamientos propios de un infante malcriado, caprichoso e impertinente, a los que se vio obligada a recordar lo que era la buena educación, la deferencia y la gentileza, la dejaron exhausta. —Cuénteme, señora Haro, ¿en qué puedo ayudarla? El hecho de que supiera a quién se dirigía, sin servirse de ninguna anotación en un papel que le ayudara a no cometer un error, volvió a conquistarla. —Deseaba encontrarme con alguien de mi pasado. —¿Me está usted solicitando una regresión? ¿Lo he entendido bien? —Sí, efectivamente. —No sé si sabe, señora Haro, que no es conveniente realizar una regresión por el mero hecho de

satisfacer una curiosidad o por la aparente necesidad que uno crea tener de reencontrarse con alguien porque ya no esté entre nosotros, si eso poco afecta a su vida actual. —Diana dirigió la vista detrás de ella, más allá de los cristales que proporcionaban una espectacular panorámica sobre Central Park—. Dígame, ¿en qué considera que influye en su presente? Y siento adelantarle que echar de menos a un ser querido no lo encuentro un argumento de peso para someterla a ese proceso. —No sabría decirle en qué, solo sé que lo hace. De no ser así, no habría cruzado el océano Atlántico para tener una entrevista con usted. —Tal vez debió consultarme antes de emprender el viaje. —Pensé que sería mejor exponérselo en persona. —No me cabe la menor duda. De todos modos, el problema es que usted no me está exponiendo nada, salvo que quiere reencontrarse con alguien de su pasado. Así, sin más. Sin ningún tipo de razonamiento que respalde el motivo de su petición. —Preciso de una respuesta —confirmó Diana. —¿De qué tipo de respuesta estamos hablando? —De nada ilegal, se lo garantizo. La doctora sonrió abiertamente por primera vez, provocando en Diana una insólita sensación de plenitud. No recordaba haberse sentido jamás así a través de una simple sonrisa que, por otro lado, no era más que la impaciencia aflorando en los labios de la mujer sentada frente a ella. —Le ruego confíe en mí y en que nada de lo que usted me cuente saldrá de este despacho. Ahora, intentémoslo de nuevo. ¿Qué le ha traído exactamente a mi consulta en Nueva York? —Hace unos años conocí a alguien por quien sentí una especial fascinación. La relación terminó de una manera tan repentina e inexplicable como se originó. Siempre me he preguntado qué hubiese sucedido de haber contado con la oportunidad de hablarlo cara a cara. —Lamento lo ocurrido, señora Haro, y también el vacío o sentimiento de pérdida que eso pudo ocasionarle, pero me temo que yo no me dedico a hacer posible reencuentros entre antiguos amantes. Si así fuera, créame, la cola de gente esperando a que les atendiera llegaría hasta el sur de Manhattan. —Sin embargo, sí hace reencontrarse a otras personas con el dolor, la angustia y el trauma — repuso Diana con rapidez. —No es lo mismo. —Por supuesto que no. Lo mío es más sencillo. En mi caso solo hay incertidumbre. Solo busco un porqué. —Me encantaría ayudarla, pero entraría en conflicto con mi ética profesional. Existen cientos de terapeutas de dudosa moralidad que estarían encantados de llevarla donde usted quiera. Si lo desea, puedo facilitarle el nombre de alguno de los que considero más profesionales y rigurosos,

pese a lo poco o nada que converjo con ellos en ciertas prácticas. —Usted es una eminencia en esta materia, doctora Crown. Y yo quiero hacerlo con la mejor, deseo hacerlo con usted. No he venido hasta aquí para reunirme con segundones. Le he traído todo tipo de análisis y pruebas para que pueda verificar que me encuentro en plenas facultades físicas y mentales. —Señora Haro… —exhaló Lena Crown, aceptando la carpeta que Diana dejó sobre la mesa. —Y le diré más, doctora Crown. No solo quiero hacerlo con usted, sino que deseo someterme a una regresión virtual. —¿Dónde ha oído ese término? —preguntó la doctora, sin disimular su asombro. —Llevo años siguiendo su trabajo y sus investigaciones al respecto. —Entonces sabrá que son de carácter confidencial. Dígame, ¿cómo lo sabe? —Porque mi padre es su principal inversor. —¿Es usted hija de…? —Sí, de Alai Martínez de Haro —interrumpió Diana con simpatía—. Acorté mi apellido, cuestión de practicidad. Me resultó más sencillo a la hora de deletrearlo por teléfono cuando solicité la cita con usted. —¿Y no le ha informado su padre de que nos hallamos en fase experimental? —Experimente conmigo, doctora Crown. —De ningún modo. —Hágalo, se lo ruego. ¿Qué podría pasarme? Firmaré cualquier documento que garantice que me presto voluntariamente a esta terapia experimental y que le exculpe a usted de cualquier contingencia, síntoma, secuela, que pudiera sucederme antes, durante y después del proceso. —¿Sabe su padre que está usted aquí y del propósito de su visita? —¿Cree que tengo quince años? —Por su obstinación, aseguraría que sí. Diana rio. Le gustaba la gente ágil y ella lo era. También los que liberaban el fastidio a través del sarcasmo y ella lo hacía. —Doctora Lena Crown, usted ha experimentado consigo misma. No una ni dos ni tres veces, sino en varias ocasiones. Desde que comenzó este estudio lo ha hecho cada vez que la compañía de mi padre le ha proporcionado mejoras tanto a nivel de software como de hardware. He leído detalladamente cada uno de sus informes y en ninguno de ellos hace referencia a ningún tipo de sintomatología. ¿Por qué habría de pasarme a mí? Los ojos claros de la doctora la escudriñaron durante unos largos segundos. Luego, se dispuso a leer las pruebas médicas que le entregara. Que al fin decidiera revisarlas otorgó a Diana un ápice de esperanza. Al menos, lo estaba considerando. La observó en silencio. Sabía que no pasaba por alto el más mínimo apunte. Examinaba por ambas caras cada hoja y le pareció que hasta se detenía

en el número de colegiado de los especialistas. En un momento dado, levantó la vista hacia ella. —¿Necesita que le traduzca algo? —preguntó Diana incapaz de interpretar la expresión de su mirada. —Hablo su idioma, señora Haro —respondió la doctora con un español impecable. —Maravillosamente, por lo que veo. Podría habérmelo dicho antes, se hubiera ahorrado el horror de soportar mi espantoso acento. —Me gusta su acento, no se preocupe. —¿Lo dice en serio o solo para evitarme un futuro complejo? —Lo digo absolutamente en serio. Me gusta mucho su acento español hablando mi lengua. ¿Por qué lo duda? —Ya no lo hago. De hecho, tal vez sea lo único que le guste de mí. La doctora rio explícitamente, y la espontaneidad de su risa abrigó a Diana de nuevo. Era lo más parecido a una tarde de invierno junto al calor de una chimenea escuchando el crepitar de la leña arrojada en el fuego. —¿Podría venir a verme mañana a las nueve? —Muchas gracias, doctora Crown. —No cante victoria, aún falta una cosa más. —Diana la miró expectante—. Quiero un correo por parte de su padre donde señale que es conocedor de su pretensión de someterse a una regresión virtual. No requiero de su beneplácito ya que, como usted bien dice, hace mucho que dejó de ser una niña, pero sí deseo saber que él está al tanto de ello. —Disculpe, ¿cómo dice? —Si no tengo ese correo en mi buzón de entrada para mañana a las nueve, le sugiero que no se tome la molestia de regresar. —¿Si yo no fuera quien soy seguiría siendo una condición indispensable recibir dicho comunicado por parte de mi progenitor? —Desde luego que no. En tal caso, haría un buen rato que habría abandonado mi consulta. Diana aceptó con humor la ironía de su sonrisa. Se puso en pie y la doctora la imitó. A continuación, extendió su mano hacia ella y notó que Lena Crown se la estrechaba con afecto. —¿Puedo preguntarle dónde se aloja? —habló la doctora mientras la acompañaba a la salida. —¡No me irá a decir que también lo considera competencia de mi querido padre! —No, solo era una curiosidad personal. —En el Essex House. Cinco minutos antes de que dieran las nueve en el reloj, Diana Haro llamó al timbre de la consulta de la doctora Lena Crown en la planta 27 del edificio art déco situado en el número 25 de Central Park West. La distancia a cubrir desde su hotel era un agradable paseo de apenas diez

minutos bordeando el emblemático parque. La mujer afroamericana del día anterior abrió la puerta y la saludó con cordialidad. Esta vez, se fijó en la identificación que anunciaba su nombre: Alison Hall. Optó por ocupar otro asiento cuando la condujo a la sala de espera. No le gustaba en exceso repetir pautas. ¿Cómo obtener una nueva perspectiva si siempre se escogía el mismo banco? —Buenos días, señora Martínez de Haro —dijo la doctora, apareciendo de la nada. Pensó que la señorita Hall la conduciría hasta ella, pero no fue así y Lena Crown se personó en la sala. —Buenos días, doctora Crown. Recorrió junto a ella el camino hasta una nueva estancia. Entraron. De proporciones semejantes al despacho de la doctora, poseía ciertas similitudes con la sala de reanimación de un hospital. A un lado, dos divanes en cuero negro esperaban ser ocupados. Miró en dirección a las gafas que descansaban en un módulo; su apariencia no distaba mucho de las que los jóvenes utilizaban para sumergirse en los videojuegos de realidad virtual. La doctora le extendió un documento y le pidió que lo leyera con calma antes de firmarlo. —Aquí no figura ninguna cláusula que la exima de cualquier responsabilidad —señaló Diana. —Ni lo pretendo. —No me parece justo. No es lo que acordamos. —Que yo recuerde lo único que convine con usted fue lo que anoche recibí por parte de su padre. Con eso es suficiente. De hecho, acabé manteniendo una charla muy interesante con él. —Espero que no fuera acerca del motivo por el que deseo hacer la regresión —dejó caer Diana, rubricando el papel. —En absoluto. Diana esperó en balde algo más de información que complementara su sucinta respuesta. No ocurrió y la doctora se alejó tras aceptar el documento firmado. La contempló al encaminarse hacia el extremo opuesto de la habitación. La noche anterior, mientras cenaba sola en el restaurante del hotel, pensó en ella. Fue algo extraño. De pronto, se vio fantaseando en cómo sería compartir una cena con ella o disfrutar de su compañía fuera de las paredes de aquella consulta. —¿Está usted bien? —Diana caminó hacia ella y dejó que la guiara hasta uno de los divanes—. Es normal sentirse nerviosa, aunque no hay problema si está reconsiderándolo. —Deseo hacerlo. —Entonces, no se inquiete, yo le acompañaré. —No comprendo. —Viajaré con usted a donde le lleven sus recuerdos. —Disculpe, doctora Crown, pensé que su cometido aquí sería inducirme a la relajación para ayudarme a la correcta evocación de los mismos o conducirme hacia ellos asegurándose al mismo tiempo de mi bienestar físico, emocional o como quiera llamarlo.

—Y lo seguiré haciendo. Sin embargo, tras la conversación que mantuve con su padre, ambos acordamos que lo más apropiado es que vaya con usted. —¿Y alguno de los dos ha considerado la posibilidad de tomar en cuenta mi opinión? —Desde luego que sí. Mi informe se basará estrictamente en los resultados de este experimento, nunca en su contenido. Así se lo comuniqué a su padre y él se mostró de total acuerdo. —Me temo que soy yo la que está en desacuerdo. ¿Por qué no me ha avisado antes? —Intuía que no le agradaría. —Pues ha acertado, doctora. Me parece una encerrona. —No quiero que lo vea así. La regresión virtual se halla en fase experimental, avanzada, sí, pero no por ello aprobada aún para su utilización en este tipo de terapias. En otras palabras, bajo ningún concepto podría usarla con usted o con cualquier otro paciente que viniera a mi consulta. No obstante, por ser usted quien es y por mostrarse abiertamente dispuesta a someterse a ella, hemos decidido hacer una excepción. Eso sí, dicha excepción conlleva una condición. —Que venga conmigo. —Así es, señora Martínez de Haro. —Diana, por favor. Y más ahora que va acceder a las páginas secretas de mi diario. —¿Es eso lo que le preocupa? —No en exceso. Solo pensé que lo haría sola y ahora necesito acostumbrarme a que tendré una compañera de viaje. —Tómese su tiempo, entonces. —Estoy lista, doctora Crown. —Lena —dijo ella con amabilidad—. Le contaré cómo funciona este milagro fruto de la unión de la ciencia y la tecnología. A través de sus recuerdos el sistema construirá ante usted de forma real el escenario donde tuvo lugar la acción. Será una reproducción exacta de tal y como usted lo recuerde. Está a punto de entrar en una dimensión desconocida para el ser humano. Nada comparable a la realidad virtual que ofrecen los videojuegos, por muchos avances que haya habido hasta la fecha. —Si el programa recrea mis recuerdos, ¿cómo podrá acompañarme usted? —Sometiéndome a ellos. Dejando mi mente a su entera voluntad. Si un recuerdo prevalece, el resto claudicará progresivamente ante el dominante. ¿Ve esa máquina? Ambas estaremos unidas a ella y, a su vez, yo lo estaré a usted a través de un sistema electrosensorial. —Ahora comprendo su cambio de actitud hacia mí. Pasó de una absoluta reticencia a dejar entrever una posibilidad. No ha encontrado a nadie más que le permitiera visitar sus recuerdos, ¿no es cierto? —Aún está a tiempo de echarse atrás. —Confío en usted, doctora. Pese a todo, supongo que será un placer convertirme en parte de su

experimento. Una cosa más. —Lena la miró con atención—. Si consiguiera interactuar con esa persona en mi recuerdo, ¿podría desencadenar una alteración en los acontecimientos que modificara mi presente? —De eso precisamente iba a hablarle ahora. Cuando ayer me dijo que buscaba una respuesta, la visualicé haciéndolo y me asaltó la misma duda. Si al brindarse la oportunidad de hablar las cosas se originara una variación en la decisión que tomó su amante con respecto a usted, ¿afectaría a su vida actual? Desconozco la respuesta. Por ese motivo quiero acompañarla y por esa razón es muy importante que sea cauta. Podremos hacer varias sesiones, no tiene por qué tomar una determinación a la ligera. Ante la eventualidad de que eso pudiera acontecer, creo que debería meditarlo muy seriamente antes de despejar la incógnita. Quizá no ocurra nada o tal vez regrese a casa y esa persona esté esperándola. ¿Hasta qué punto le importaría que eso sucediera? —¡Cómo saberlo! —Diana murmuró para sí—. Bueno, si no me convence siempre podría abandonarla yo ahora —rio con una fingida malicia. —Otra opción muy interesante —rio Lena también—. ¿Cuál es su nombre? —Camila. —¿Preparada para reencontrarse con Camila, Diana? Recostada sobre el diván alzó la vista hacia el techo. Inspiró y espiró mientras la doctora Crown ponía en funcionamiento los monitores. A continuación, se ajustó las gafas que le entregó y se apartó el cabello para que pudiera adherirle los electrodos. Miró la negrura ante sus ojos. Perdió la visión por completo; incluso la periférica. La opacidad le produjo una desconexión con el entorno. Agudizó el oído en busca de la doctora. La pantalla aún apagada solo ofrecía una puerta hacia el abismo y sintió pánico por primera vez. La voz de Lena dirigiéndose a ella la tranquilizó. Hizo un esfuerzo por eludir el miedo que advirtió empezaba a acorralarla y pensó en lo que le había llevado hasta allí. Ella frotó la lámpara de Aladino y el genio apareció para concederle su deseo. —Respire hondo, Diana —oyó decir a la doctora—. Lo primero que visualizará es un pasaje de color verde. A partir de ese instante, recuerde. Solo tiene que recordar. Concéntrese en un recuerdo en concreto y lo verá erigirse ante usted. ¿Lista? —Creo que sí. —La voz de Diana tembló y Lena buscó su mano para serenarla. —Necesito un sí. Uno con convencimiento para poder continuar. —¡Sí, pero ni se le ocurra soltarme la mano! —No lo haré —aseguró la doctora con ternura. Cerró los ojos con fuerza y cuando los volvió a abrir se encontró al comienzo del camino que Lena mencionara. Tenía profundidad, parecía que pudiera recorrerlo. Comprendió en ese momento la elección de aquel color; aunque seguía siendo el pasadizo que le haría cambiar la certidumbre por la incertidumbre, de alguna manera aquella tonalidad invitaba a dar el paso. Pensó en Camila, en cuando el móvil avisaba por un nuevo mensaje recibido y corría a corroborar que era ella. Y lo

era. Jamás se equivocaba. No solo el terminal lo anunciaba, sino que el latido de su corazón también. Abstraída, tardó en darse cuenta de la construcción que iba tomando forma a lo lejos. Se sobresaltó al reconocer sus manos. Sus dedos tecleaban con agilidad sobre el teclado en respuesta a Camila. Reía. Las respuestas de Camila siempre le hacían reír. Era rápida, perspicaz e ingeniosa. Muy aguda en sus observaciones y demasiado inteligente para un mundo atestado de mediocridad. Miró su fotografía, la que ella misma le pidiera que pusiera en su perfil. Adoraba aquella instantánea; la admiraba durante horas. En más de alguna ocasión le confesó que lo hacía, pero nunca estuvo segura de si Camila sabría la de horas que invirtió en contemplarla ni los verdaderos sentimientos que le suscitaba. Era guapísima, de belleza enigmática. Nada que ver con los estereotipos basados en una simple simetría del rostro o en una correcta ubicación de los componentes que conforman una cara. Aquellos, en su mayoría, le resultaban insulsos, carentes de identidad. Ella no. Su belleza no solo radicaba en la magnificencia de sus facciones, sino en su carisma. Poseía un rostro con personalidad, de inconmensurable atractivo. De ojos inescrutables y pensamientos insondables, Diana logró ver en su mirada la travesía de su alma. Y quizá por ser capaz de atisbar en su iris café las cicatrices de sus múltiples batallas y de las que aún le faltaban por librar, ella cayó al vacío. —Continúe recordando, Diana —dijo Lena a su lado. La visión de ella misma se descomponía y buscó en su memoria un nuevo recuerdo al que aferrarse. Una sucesión de imágenes aparecían y desaparecían. En unas lloraba; en otras regresaba al teclado, aporreándolo bajo la impotencia o la ira. Se desesperaba; luego, reía otra vez. Mensajes de texto corrían a gran velocidad, entre ellos algunas palabras destacaban sobre otras. Y todas tenían que ver con el rechazo de Camila tras haber compartido momentos de intimidad. Sintió el orgasmo entre sus piernas mientras yacía en el diván. No podía ser. La escena se dibujó con nitidez contra su voluntad: ella masturbándose con la voz de Camila hablándole al oído a través del auricular. Trató de escapar de esa secuencia, no pudo; seguía estimulándose en el sofá de su casa y los gemidos de Camila al otro lado de la línea reverberaran en su cabeza. —¡Basta! —gritó, arrancándose las gafas. —Cálmese, Diana. No pasa nada, ¿me oye? No hay absolutamente nada de lo que tenga que avergonzarse. Beba un poco, por favor. —Diana aceptó el botellín de agua fría—. Por hoy ha sido suficiente. —No creo que lo haga de nuevo, doctora. —No diga eso. No volveré a acompañarla si es lo que le incomoda. Ahora que sabe cómo funciona, y al no haber perdido el contacto con la realidad, propicia que la siguiente vez pueda dejarla ir sola. ¿No le ha parecido extraordinario? —No —negó Diana con asertividad. —No sea infantil. —Lena Crown sonrió para sí—. El sexo es la cosa más natural del mundo. Es

inherente al ser humano; el desearlo, el practicarlo. Creo que lo único que ha ocurrido es que no ha sabido controlar sus recuerdos. Piense en Camila, recuerde las veces que estuvo con ella. No en la intimidad, sino en otras ocasiones, en paseos, en noches de cenas románticas, en lo que sea. —No puedo. —¿Cómo no va a poder? Lo acaba de hacer. Solo que en lugar de recordar su relación con ella a través del teléfono, hágalo cuando ambas se hallaban físicamente juntas. —No tengo esos recuerdos. —Tal vez los esté bloqueando. No obstante, siguen estando ahí, en usted, en su memoria. —No, Lena. No se trata de encontrar algo que mi mente haya anulado, sino de que no puede haber en mí lo que nunca existió. —No le sigo —dijo la doctora con cautela. —Nunca nos conocimos en persona —confesó Diana. Hubo un silencio. Observó a la doctora, ya no miraba sus ojos. Sabía que estaba pensando, estrujándose el cerebro en busca de algo, aunque desconociera el qué. —Me lo está poniendo muy difícil, Diana —habló Lena tras un largo rato sumida en un férreo mutismo. —Lo siento. —No se disculpe. Lo que no termino de entender es por qué quería hacerlo si le constaba que solo podía acceder a su pasado de la mano de sus recuerdos. Si no hay recuerdos no hay virtualidad posible de recrear. —No lo sé. Supongo que pensé que podría alterar esos recuerdos. Regresar a donde hacíamos planes para conocernos. Hablábamos de ello, pero nunca concretábamos nada. Imagino que albergaba la esperanza de que el desenlace fuera distinto al que fue. A ella le fascinaba Nueva York. A mí también. Camila no conocía la ciudad, yo ya la había visitado varias veces. Compartíamos la misma ilusión, reunirnos aquí. —¿Cree que lo habrá hecho a lo largo de este tiempo? —Espero que sí. Conocer Nueva York siempre fue su sueño. ¿Por qué lo pregunta? —¿Ha venido acompañada? —No —respondió Diana intrigada por la misteriosa actitud la doctora—. He venido sola. —¿Le gustaría cenar conmigo esta noche? —Me encantaría. En primera instancia, la doctora sugirió recoger a Diana en el hotel, pero ella la rebatió. Después de un largo día de trabajo, no quería que Lena tuviera que perder tiempo en idas y venidas, por lo que sería ella quien pasaría a buscarla. Intuía que la doctora tenía algo en mente, que la pregunta que dejó sin contestar tenía un porqué, y la necesitaba lo menos cansada posible para que

el agotamiento propio de la jornada laboral no tirara por tierra su repentina iniciativa de tal vez comunicárselo durante una cena. Bajo la pérgola marrón de entrada, la esperaba Diana. A las siete en punto de la tarde, las puertas doradas se abrieron y Lena salió a la calle. Mantuvo su mirada mientras la doctora caminaba a su encuentro. —¿Le gusta el marisco? —preguntó con simpatía. Diana afirmó con una sonrisa. Fijó la vista en ella cuando a mano alzada detuvo un taxi. Era increíblemente atractiva. Subieron. El destino no era otro que Rockefeller Plaza. El trayecto, que en circunstancias normales no excedía de los ochos minutos, se convirtió en media hora por el denso tráfico. No le importó. Disfrutó del paseo y de la cercanía de Lena dentro del habitáculo del coche. Se apearon en la 6ª Avenida y avanzaron por la calle 50, dejando atrás el inigualable Radio City Music Hall. —¿No encuentra esta zona demasiado turística para usted? —preguntó Diana. —¿Y qué es usted sino una turista? —Lo decía porque siempre oí que los neoyorquinos evitaban este tipo de sitios, que se movían por otros sectores. —Es posible. Pero en ningún caso podría llevarla a esos lugares, su marcado acento me delataría. —Diana rio. Le gustaba su humor, que hiciera bromas a su costa—. Quería ver el árbol de Navidad —admitió Lena. Ella lo hizo la misma tarde que aterrizara en el John F. Kennedy, aunque no lo reveló porque le gustó que a Lena le apeteciera admirarlo en su compañía. Entraron en un restaurante ubicado en la misma plaza. Las acomodaron en una mesa junto a los ventanales que dejaban ver el inmenso árbol en todo su esplendor. Pidieron langosta y vino blanco. «Uno español en su honor», le dijo Lena al sumiller. Estaba diferente, divertida. Fue Lena quien dijo de tutearse y Diana lo agradeció. Hacía rato que quería proponérselo, pero por respeto no se atrevió. —Tal vez exista una forma de que te reúnas con Camila —anunció de pronto la doctora. La declaración pilló por sorpresa a Diana, percatándose de que había olvidado por completo la razón por la cual cenaba con Lena. Inmersa en ella y en su conversación, nada más parecía faltarle. Pensó en Camila, su imagen se desvaneció en su mente antes de que terminara de completarse. Los ojos de Lena la estudiaron con curiosidad. Apartó la vista temiendo que la doctora descubriera que ya Camila no importaba. Regresó a sus pupilas dilatadas por la carencia de luz, y apreció en ellas lo mismo que se negó a ver desde que se reencontraran aquella tarde. Un brillo distinto parpadeaba en su mirada. Uno, que supuso, era idéntico al que lo hacía en la suya. Dejó que Lena le contara. Ella escuchó con atención. La pregunta sin respuesta le fue respondida. Sí, existía una posibilidad de ver en persona a Camila. Un nuevo programa en fase confidencialmente avanzada podría lograrlo. Era una combinación de espacio y tiempo. Bastaba

con que ambas hubieran estado en el mismo lugar aunque fuera en momentos dispares. El sistema llevaba más de diez años registrando día a día cada calle, cada plaza, cada parque del primer mundo. No quedaba enclave por recóndito que fuera que no estuviera almacenado en su memoria. Ahora restaba saber cuál y cuándo. Se vio obligada a descartar Nueva York. Su relación apenas duró tres meses y por entonces Camila aún no lo conocía. Era probable que hoy en día sí lo hiciera, pero adivinar en qué momento lo hizo durante el periodo transcurrido era una tarea inviable. Camila no había viajado mucho y los escasos lugares de los que hablaran, ella nunca los visitó. —La Fontana de Trevi —murmuró Diana. Se acordó de la fotografía; era otra de las que más le gustaba de Camila. Fue tomada durante un viaje que hizo años antes de que su relación comenzara. Nunca le contó mucho sobre él, aunque lo cierto es que Camila nunca se extendía en nada. La mayoría de las veces era parca en palabras. Dominaba la habilidad de moverse entre monosílabos. Y a Diana eso le agotaba. Le resultaba extenuante dialogar con alguien a quien tenía que extraerle las palabras con sacacorchos. —¿Cuándo fue eso? —Verano. Julio de 2031. —Lena se cruzó de brazos, apoyando los codos sobre la mesa. Acercándose, clavó en los suyos unos ojos burlonamente indagadores. Supo lo que quería; más concreción por su parte—. El ocho o nueve de julio. Roma no es tan grande. Estoy segura de que fue una de las primeras cosas que visitó. —Me fascina la gente con buena memoria. Y las que la tienen excepcional como en tu caso, más. —Diana sonrió halagada—. ¿Y tú cuándo estuviste? —Antes y después de esa fecha. He estado varias veces. —Intentémoslo. —¿Ahora? —Ahora —confirmó Lena. Hacía frío. Para ser principios de diciembre en Nueva York, la temperatura se mantenía relativamente templada hasta que caía la noche. Otro taxi las condujo de vuelta al despacho de Lena Crown. En la entrada, chocó sin querer con ella por culpa de una pareja que abandonaba con prisa el edificio. Le gustó cómo la miró Lena en la proximidad cuando ella se disculpó. En el ascensor, de camino a la planta 27, no pudo evitar permanecer atenta a sus movimientos. Con la espalda descansando contra la pared del fondo, advirtió en su rostro la emoción de lo que pretendían hacer. Quizá debió decirle en ese instante que el fantasma de Camila se había esfumado. Sin embargo, por no borrar de su cara aquel entusiasmo, resistió callada. Caminó a su lado por el pasillo y entró tras ella en la suite 2709. Las luces apagadas y el rastro ausente de Alison Hall concedían a la consulta una atmósfera de intimidad. Lena abrió una puerta y accedieron a una nueva estancia. Diana, maravillada, observó los servidores alineados a lo largo de la habitación. En el centro,

una pantalla descansaba sobre un mueble y, frente a ella, cuatro sillones individuales. Ocuparon los dos del medio. Lena se hizo con un teclado inalámbrico y encendió el monitor. Indescifrables composiciones de números y letras iban surgiendo bajo los dedos de la doctora; ella trató de hallar algún significado en los códigos. El sistema pitó. Lena se dirigió hacia una luz verde que pestañeaba con mayor intensidad que las otras. La vio manipular algo. —Aquí está —sonrió, girándose hacia ella y mostrándole una diminuta tarjeta—. Haré una copia. Sumida bajo la más absoluta perplejidad, Diana la seguía con la mirada. Impensable concebir que la existencia de todos los seres humanos estuviera recogida en pequeños rectángulos de plástico con filamentos dorados. Cada segundo de sus vidas, desde hacía diez años, comprimidos en tarjetas de memorias. ¿Cuántas podría haber allí? Millones. Era el mayor sistema de seguridad conocido por el hombre; al mismo tiempo, también suponía el mayor asalto a la privacidad de las personas jamás visto. Lena introdujo cuidadosamente las tarjetas en las gafas. Semejantes a las que utilizara esa misma mañana, estas contaban con botones táctiles en la estructura. Con las gafas ajustadas, reflexionó sobre la inminencia de lo que iba a hacer. En el pasado, a menudo imaginaba cómo sería tener a Camila frente a ella, verla en 3D, apreciar la diferencia de estatura y dejar atrás la proyección plana de una fotografía. Escuchar su voz, su risa, en directo; sin dispositivos de por medio. Siempre sospechó que la falta de contacto físico precipitó el deterioro. La distancia puede llegar a ser un arma letal si no se sabe manejar con destreza. Y Camila supo usarla. Y lo hizo en su beneficio, hiriendo de muerte la relación con su estocada final. Consciente de que Lena, sentada en el sillón contiguo, esperaba su aprobación para iniciar el viaje, ella se la otorgó. Al fin y al cabo, ¿cuántas personas podían viajar en el tiempo sin desplazarse físicamente? Ella era una afortunada. La Fontana de Trevi con su Neptuno domando las aguas emergió ante ella. Le seguía impresionando su monumentalidad y la estrechez de la plaza en donde se erigía. Coincidía con aquellos que la calificaban como la fuente más bella del mundo. Escondida entre callejuelas, nunca dejó de sobrecogerse cuando se topaba de bruces con ella. Al mirar a su alrededor comprendió que era parte de aquel escenario. Nada tenía que ver con visionar fotograma a fotograma secuencias previamente grabadas; ahora ella era un personaje más de la película. Veía los rostros de la gente que le rodeaba; sus ropas, los mapas que consultaban. Diversos idiomas se solapaban unos con otros. Avanzó hacia la fuente. Podía andar, dirigirse donde deseara. Giró sobre sí misma para admirar la perspectiva completa. Se le agitó la respiración. La mano de Lena cubrió la suya. Su tacto le estremeció, como ocurrió por la mañana cuando le regalara el mismo gesto. No quiso pensar en ello. Sin embargo, ahora lo hacía. Refugiada en su calor, reanudó el paso. Un reloj en la parte superior derecha de la pantalla marcaba la fecha y hora. Camila podría aparecer en cualquier momento. Localizó un bar en la esquina este de la plaza; se encaminó hacia él. Entró. Parapetada

tras la puerta de cristal, dominaba la fuente. No importaba por cuál de las tres calles accediera a la misma; ella lo controlaría. Un grupo de cinco personas ocupando el ancho de la estrecha calle le hizo fijar la vista. Escudriñó a sus componentes. Dos hombres, tres mujeres; y una de ellas era, sin lugar a dudas, Camila. Caminaba en el extremo derecho, más separada del resto. Vestida de riguroso negro si no fuera por unas zapatillas blancas, pisaba el empedrado con desgana. Portaba una mochila a sus espaldas y unas gafas de sol ocultaban sus ojos de miradas indiscretas. —¿Es ella, verdad? —preguntó Lena a su lado. —Sí. Extrañada de haberla distinguido con tanta facilidad entre la multitud, no perdió la ocasión de estudiarla. Una camiseta de verano dejaba al descubierto sus brazos y unos pantalones cortos, las piernas. —Sal —oyó decir a la doctora cuando el grupo alcanzaba el centro de la plaza. Escabulléndose entre la gente, acortó la distancia. Decenas de cámaras capturaban la majestuosa obra del Barroco esculpida en mármol de travertino, y la de Camila no era menos. Enfrascada en la búsqueda del enfoque perfecto, aprovechó para situarse más cerca. Se había quitado las gafas de sol, y Diana contempló su perfil en la proximidad. Si alargaba el brazo podría tocarla. No lo hizo. Permaneció inmóvil entre la aglomeración, preguntándose por qué no sentía nada. La de veces que recreó su mente tenerla así, delante de ella, compartir el mismo espacio, el mismo aire, y ahora que sucedía, la indiferencia era lo único que transpiraba su piel. —Háblale. No dejes que se marche. Camila se alejaba junto a sus amigos, descendía las escaleras que conducían al epicentro de la creación. Diana bordeó el mirador, se detuvo ante la barandilla que permitía divisar la grada que circunvalaba la blanca fuente. La visita no se completa si no se lanza alguna moneda, y Camila, como el resto de los turistas amontonados abajo, lo hizo. Al girarse para quedar de espaldas al monumento, fue cuando pudo ver su rostro de frente. —Llámala —instó la doctora apretando su mano—. Hazlo. —Adiós, Camila —susurró Diana antes de desprenderse de las gafas. —¿Por qué lo has hecho? —preguntó Lena levantándose de su asiento. —Porque ella ya no importa. —No lo entiendo. Buscabas una respuesta, viniste para eso. Era tu deseo. —Hay deseos que expiran, Lena. Hay cosas que se rompen en mil pedazos antes de que impacten contra el suelo. El silencio reinó en la estancia. —Entonces, regresas a casa. —Lena fue la primera en romperlo. Diana alzó la vista hacia ella. Había detectado la sombra del desánimo en el tono de la doctora. —Creo que no voy a hacerlo —dijo con calma, intentando que su mirada completara lo que sus

labios no habían dicho. El esbozo de una incipiente sonrisa iluminó la expresión de Lena. —Eso sería estupendo. El brillo de su mirada le dio a Diana el valor que precisaba para pronunciar sus siguientes palabras: —¿Te gustaría cenar conmigo mañana? Y la sonrisa igualó en luz a su mirada cuando Lena respondió con dulzura: —Me encantaría. *** Mi agradecimiento a Clara Asunción García, por su tiempo, apoyo y sugerencias. Gracias por tu generosidad. Gracias por tu amistad.

Erika Hav Erika Hav (Bilbao, 1969). Autora de la novela Lorna (EdítaloContigo, 2014) y del relato Un epitafio con nombre de mujer en la antología Personajes de novela (Editorial Playa de Ákaba, 2016). Ha vivido en Irlanda y en Estados Unidos. Durante más de quince años ha trabajado en la televisión privada, siendo directora de programación y producción de un canal temático conocido internacionalmente. Ha producido y coproducido cerca de setenta documentales. Le encanta viajar por mar, tierra, y aire, y aún más, si el destino es un lugar ubicado en la costa.

El discurso de Tilbury Thais Duthie ―Cobro por adelantado y en efectivo. Mila la observó por enésima vez, estudiándola. Se fijó en su rostro de facciones duras y en su pelo negro azabache. La chica no dejaba de relamerse el labio inferior, lo cual le hizo preguntarse si estaría nerviosa. ―Me parece bien. ¿Las tarifas son las que hablamos por teléfono? ―dijo Mila casi en un susurro, sintiéndose una directora ejecutiva antes de cerrar un negocio millonario. ―En efecto ―Pero la voz de la chica sonaba segura, tajante―. ¿Tiene alguna pregunta? A Mila le molestó que la tratara de usted. ¿No se suponía que aquellas cosas funcionaban mejor con una relación amigable y cercana? Además, ella no era tan mayor. Dudó de la morena por un momento. ―Sí. Pareces muy joven, ¿tienes experiencia? La chica soltó una carcajada y se colocó un mechón carbón detrás de la oreja, dejando a la vista sus pendientes de perlas. Seguro que le pagaban bien. A Mila, al menos, le había exigido una cifra cuantiosa por su trabajo durante un mes. La chica la miró a los ojos, sosteniéndole la mirada ceniza. ―Más de cinco años. Le daría referencias, pero no me parece apropiado ir dando información personal de la gente. Créame, todo el mundo está muy satisfecho con mis servicios y suelen repetir. Mila tragó saliva y asintió un par de veces, bajando la cabeza. Con la voz entrecortada, preguntó: ―¿Cómo te llamas? La chica abrió mucho los ojos ante aquella pregunta e hizo un gesto a modo de disculpa. ―Perdona, he olvidado por completo decírselo al llegar: me llamo Nina. Mila pensó que le venía como anillo al dedo. «Un nombre peculiar y bonito, como ella». Nina aprovechó el silencio que se había instalado en la conversación para darle un sorbo a su café americano. La mujer, en cambio, observó las gotas que salpicaban los cristales de la cafetería donde se encontraban. ―¿Quiere comenzar ahora? Podemos ir a algún lugar más tranquilo ―irrumpió Nina, posando sus ojos plomizos sobre los labios de Mila. ¿Ahora? ¿Ya? ¿Tan pronto? Notó cómo sus latidos se encabritaban de golpe. No podía ser ahora, tenía que mentalizarse. ―Prefiero empezar otro día ―confesó―. Es la primera vez que hago esto y preferiría ir poco a poco. ―Como usted desee, Mila. ¿Puedo llamarla Mila? ¿O prefiere Milagros?

El “usted” se le clavó a Mila como un cuchillo en el estómago, causándole un ligero sentimiento de rechazo. ―Mila está bien. ―En tal caso, creo que es hora de irme. Parece que la lluvia ha amainado un poco y como no tengo paraguas debería aprovechar. ―Claro, no te preocupes. Antes de que pudiera pedirle más detalles acerca de su primer encuentro, Nina se ocupó de disipar las dudas: ―Nos veremos en mi casa, allí estaremos tranquilas. Le pasaré la dirección por correo electrónico. El martes a las siete, ¿le va bien? Que fueran a verse en casa de la joven solo hizo que inquietar a Mila. De todos modos, aquello también tenía una ventaja: que se sumergiría por completo en el entorno más íntimo de Nina y quizá aquello le permitiría conocerla mejor. Esa idea consiguió calmarla un poco. ―Perfecto, muchas gracias. Nina se puso la americana sobre la camisa blanca y cogió el bolso que había dejado colgado del respaldo de la silla. Miró hacia la puerta, Mila supuso que para asegurarse de que la lluvia no había regresado, para luego volverse hacia ella: ―Adiós. Y no se preocupe por el refresco ―dijo, señalando la Coca-Cola de la mujer con los ojos―, yo invito. ¡Hasta el martes! ―Hasta el martes, Nina ―se despidió, esbozando una sonrisa sincera. Mila se moría de ganas de que llegara el día. *** El hogar de Nina era pequeño pero acogedor. Mila cruzó la puerta con algo de temor, aunque enseguida se sintió reconfortada por el cálido papel de pared que decoraba la entrada. A decir verdad, la entrada era también el salón y casi la cocina: la joven vivía en un estudio con estanterías por paredes. Todas ellas estaban repletas de libros de diversos colores y tamaños y Mila se preguntó si los habría leído todos. ―Puede dejar la chaqueta aquí ―dijo Nina divertida, poniendo las manos sobre un perchero. La mujer colgó su abrigo y se dio media vuelta con algo de nerviosismo. ―Antes de empezar quería decirte que tengas paciencia conmigo… Ya te comenté que era mi primera vez y estas cosas me cuestan ―Hizo una breve pausa y luego retomó su discurso―. No se me dan bien, de hecho. Seguro que piensas que soy demasiado mayor para esto… ―En absoluto ―la interrumpió, negando―. Conozco a varias personas incluso mayores que usted y también nos vemos para ayudarles. No es la única en esta situación, no se preocupe. Comenzaré yendo muy despacio y, cuando se sienta cómoda, me lo dice y podemos aumentar el ritmo.

Aquello dejó más tranquila a Mila. Sonrió y miró a Nina a los ojos, aunque sintió una punzada de vergüenza que la obligó a apartar la vista rápidamente. ―Vale. ¿Dónde nos ponemos? ―dijo, para romper la tensión. ―En la mesa. Nina tomó asiento enseguida y Mila la siguió, sentándose a su lado. Sus miradas se encontraron durante varios segundos, suficientes para que la mujer bajara la cabeza, avergonzada. Pensó que ya podía ponerse nerviosa, pero lo cierto es que llevaba así un buen rato, casi desde que había salido de su propia casa. ―¿Empezamos? ―preguntó la joven. Mila asintió un par de veces y sacó una liberta de anillas blancas del bolso, que todavía retenía con fuerza entre sus brazos. La abrió por la primera página y miró a Nina, expectante. ―Bien, viene preparada. Eso es bueno ―Sonrió. Aún sentía nervios y temió que ella se diera cuenta cuando cogió el bolígrafo, dispuesta a apuntar lo siguiente que saliera de su boca. ―Me dijo que tenía problemas con la Edad de Oro ―susurró, esperando que Mila se lo confirmara. Cuando vio que asentía, siguió―. Lo primero que debe saber, por ahora, es que Elizabeth I era la hija de Enrique VIII Tudor (el de las seis esposas) y Ana Bolena. La mujer hizo un esbozo rápido en la libreta, intentando que pareciera un árbol genealógico. ―Fue una de las pocas reinas que no contrajo matrimonio, por eso se la conoce como la Reina Virgen. De hecho, el estado de Virginia se llama así en su honor ―añadió, riendo. Mila también dejó escapar una leve sonrisa. «Tenía razón, tiene experiencia. Sabe cómo enseñar y va despacio», pensó. Comenzaba a sentirse más cómoda, aunque seguía habiendo algo que le hacía estar en guardia. No sabía si se trataba de un sentimiento que le despertaba Nina o de uno que nacía en su interior. ―Algo muy famoso y representativo de Elizabeth I fue su discurso en el fuerte de Tilbury. Fue en el 1588, cuando su ejército estaba a punto de luchar contra la Armada Invencible. A diferencia de otros reyes, ella lo guiaba y estaba dispuesta a dar la vida en el campo de batalla ―explicó, guiándole el ojo a su alumna―. En su discurso dijo algo así como ―Carraspeó, tomó aire y se acomodó para meterse en el personaje― : “Sé que tengo el cuerpo de una mujer floja y débil, pero tengo el estómago y el corazón de un rey y, sobre todo, de un rey de Inglaterra”. ―Creo que vi ese discurso en una película ―dijo Mila, intentando ganarse la confianza de la profesora. Nina sonrió, asintiendo. La alumna no pudo evitar fijarse en la curva que formaban los labios de la otra; parecían tener un tacto aterciopelado. ―Sí, se han hecho varias adaptaciones de la vida de Elizabeth I. ¿Cómo besaría? ¿A qué sabrían sus labios? ¿Serían tan suaves como parecían? Aquellas

preguntas comenzaron a revolotear por la cabeza de Mila. Se sonrojó por pensar aquello de su profesora y trató de recuperar la concentración, oyendo la voz de Nina de fondo. ―… lo cierto es que la reina tuvo una infancia muy dura. Su padre no la quería demasiado porque era una mujer. Al no haber sido varón, no podría continuar con el linaje de los Tudor. Por eso ella, cuando se ocupó del reino, adoptó muchas actitudes masculinas. La mujer asintió, todavía con la mirada perdida. Por no hablar de su concentración, que se había esfumado por completo. No había conseguido arrinconar las ganas de conocer la respuesta a las preguntas que antes se había planteado y, por puro instinto, acercó su cuerpo hasta estar lo suficientemente cerca de Nina. Notó su aliento tan próximo que sintió un escalofrío recorriendo su cuerpo de norte a sur. De pronto, la reina Elizabeth I no le interesaba lo más mínimo, la Edad de Oro le parecía el asunto más tedioso del planeta y la historia de Inglaterra le hacía sumirse en un aburrimiento casi doloroso. Tan solo quería pensar en una reina: la que tenía delante. Tuvo miedo al pensar que Nina fuera a rechazarla, pero seguían muy cerca, mirándose con deseo. Si no lo quisiera, ¿no se habría separado ya? Aquel fue el empujoncito que necesitó Mila para sellar los labios de la chica con los suyos. Los saboreó con cautela y exploró su boca despacio, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Al principio, la otra no la correspondió, pero luego comenzó a devorar a su alumna con un deseo irrefrenable. Mila no fue consciente de en qué momento se pusieron de pie, dejaron las sillas a un lado y sintió el peso del cuerpo de Nina sobre el suyo, empujándola contra la mesa. La profesora la agarró por las muñecas mientras lamía y mordía su cuello delirante, arrancando un gemido tras otro de los labios de la mujer. Después, la liberó de su agarre para quitar los botones de su camisa y seguir mordisqueando la piel recién descubierta. Ella parecía más experimentada en aquello que Mila y se ocupó de quitarle los pantalones y la ropa interior en cuestión de segundos. Su compañera abrió las piernas alentándola a adentrarse en su cuerpo y le dio la bienvenida con un sonoro suspiro. Nina exploró los pliegues de la mujer con sus dedos hábiles notando una humedad inesperada. Sonrió y prosiguió, introduciendo uno de ellos en el interior de la alumna. Sus dedos danzaron con elegancia dentro de Mila al ritmo de una partitura a tempo Prestissimo. Ambas perdieron la noción del tiempo y se entregaron a los suspiros, al calor, a los movimientos frenéticos. Poco tiempo le llevó a la alumna experimentar el clímax, que hizo temblar su cuerpo y lo inundó de placer. La alumna no se había dado cuenta, pero llevaba mucho rato deseando que su profesora la tocara. Nina dejó caer su cuerpo sobe el de la otra y respiraron entrecortadamente. Una vez el orgasmo se fue disipando, Mila empezó a sentir remordimientos. Era su profesora, ¿qué narices había hecho? ¿Cómo habían llegado hasta aquel punto? ¿Por qué no había podido

controlarse? ―Me tengo que ir ―declaró. Nina, sorprendida por las palabras de la mujer, se incorporó buscando sus ojos y haciendo una mueca de tristeza. ―¿Tan pronto? ―Sí, lo siento. La profesora se puso en pie, colocándose bien la ropa antes de tenderle las bragas y los tejanos. La observó mientras se vestía, sin saber qué hacer o qué decir. Finalmente dio con algo: ―Ha estado bien, ¿no? ―dijo, mirándola―. Ha sido mutuo. Sé que es extraño. En realidad, yo nunca lo había hecho con un alumno, pero me ha gustado. Y me encantaría volver a verla. ―Después de esto podrías dejar de tutearme ―bromeó Mila. Vaciló unos instantes y continuó―. Está bien. Te llamaré. Ahora tengo que irme, en serio. Necesito algo de tiempo para procesar lo que ha ocurrido. La profesora asintió. Su compañera se abotonó la camisa a toda prisa, bajó de la mesa y cogió el bolso. Sacó un billete y lo dejó sobre la mesa. ―¿Esto es por el sexo o por la clase? Los ojos grisáceos de Nina se clavaron en el rostro de la mujer de forma violenta. ―No… no lo sé. ―No soy una prostituta ―aclaró con contundencia. ―Ya. Es por tu tiempo ―susurró, antes de coger su abrigo del perchero y abrir la puerta―. Gracias por todo. Quizá volvamos a vernos la semana que viene, no me ha quedado claro el discurso de Tilbury…

Thais Duthie Thais es escritora de erótica, sex blogger y amante de la cosmética. Escribe para varios medios de comunicación, entre ellos el diario El Món, la revista MíraLES, la web Hay una lesbiana en mi sopa o el blog de la reconocida marca Lelo, Volonté. Twitter: @ ThaisDuthie http://thaisduthie.blogspot.com.es/

Sin más Valerie Col —¿Más vino? Pedro, con una botella de Ramón Bilbao en la mano, se llenó su propia copa antes de buscar con la mirada al resto de sus amigos. Para nada era un gesto de descortesía: todos se conocían desde hacía años, y habían pasado tantas cosas juntos que este tipo de detalles no tenían ningún tipo de importancia. Estaban todos: Teresa, la novia de Pedro, que ejercía de anfitriona junto con él; Marco, que había venido desde París; María y Juan (sin el niño); Alejandro y Javi, con una tarta que había cocinado este último; y Paula, que para sorpresa de todos había llegado a la hora convenida. Sólo faltaba una persona. — ¿Alguien sabe algo de Fiona? —dijo María. Como cada año, la pandilla se juntaba. Era la única vez al año que todos podían estar juntos, y no es que se hubieran distanciado. Simplemente, la vida que una vez les unió en la facultad de derecho les había llevado por derroteros diferentes, y poco a poco se habían tenido que forzar a coordinar las agendas para poder disfrutar los unos de los otros. Era normal: ya no eran los adolescentes de antaño, sino hombres y mujeres de provecho que sobrepasaban ampliamente la treintena. Ninguno se acordaba de los demás en el primer día de clase. Entre tantas decenas de alumnos recién llegados a la universidad, difícilmente iban a ser capaces, pero lo que sí recordaban con meridiana claridad fue el segundo día, cuando el profesor de Derecho Romano decidió que serían grupo de trabajo para todo el curso. Inseparables se quedaba corto para describirlos, y más cuando, a partir de tercero, se fueron a vivir a pisos contiguos: ellos por un lado y ellas por otro. Fue entonces cuando Fiona aterrizó en Madrid, nunca mejor dicho. Gracias a una beca Erasmus, la inglesa cambió el ambiente mohíno de Liverpool por las fiestas día sí, día también, de esos pisos en la Calle del Pez, en el corazón de Malasaña. Acostumbrada a la rectitud inglesa, el cambio se le antojó no sólo maravilloso, sino que marcaría el rumbo de su vida para siempre. Ya no volvería a su hogar familiar salvo en Navidad. —Yo he hablado con ella antes y me ha dicho que salía y venía directa —dijo Paula—. Pero ya la conocéis, se habrá distraído con cualquier cosa. La mayor fiesta de cuantas celebraron había sido también la última. Todos, estudiantes formales, terminaron la carrera a su debido tiempo, y un día de junio se encontraron con que ya no iban a vivir juntos nunca más. Ni siquiera se les había pasado por la cabeza que eso pudiera ocurrir tan pronto, pero la vida adulta había llamado a su puerta.

Alejandro se fue a vivir con Javi a un nidito de amor solamente para los dos, y Marco decidió aprovechar la oferta de su abuelo de pagarle ese máster carísimo en Bruselas. Los otros chicos se vieron sin capacidad de pagar el alquiler y tampoco les apetecía mucho ponerse ahora a vivir con extraños. Ellas, por otro lado, tuvieron peor suerte, y el casero decidió por todas cuando les comunicó que su hija mayor se casaba e iba a pasar a ocupar el piso. Por eso ese día iba a ser especial, tenía que serlo, y a partir de entonces decidieron que, pasara lo que pasara, cada 30 de junio se reunirían. Justo en ese último día estaba pensando Pedro, embobado, cuando sonó el timbre de la puerta. —¡Ya voy yo! —dijo Teresa, mientras se secaba las manos en un trapo de cocina. A los pocos instantes, la melena morena de Fiona aparecía por la puerta. —Perdón, perdón, perdón, perdón, que he parado a comprar una cosa —dijo, mientras iba dando un beso a cada uno de sus amigos—. Es que llevo toda la tarde pensando en traer un stilton azul para picar. Sorry. ¿Donde te dejo el abrigo y la bufanda, Peter? —Trae, que te la guardo en mi cuarto. —¿Tu cuarto? ¿Aún es sólo tuyo? —Javi se acercó a Teresa para darle un toquecito en el hombro—. ¿Aún no lo has engañado para vivir juntos? Pero si lleváis más años juntos que los Beckham… —Shh, calla, que poco a poco voy trayendo cosas y no se da ni cuenta. —Teresa se acercó a darle un beso a Pedro—. Tú sigue pensando que es tu casa, sigue… —Mira, guapa, nos va fenomenal, y sabes que es porque tenemos… —”Cada uno su espacio” —repitieron todos a coro—.¿Cuantos millones de veces has dicho lo mismo? —apuntó Alejandro—. Llevas quince años con la misma milonga. —Y tengo toda la razón. Venga, a la mesa, que esto ya está. Durante su etapa en el piso de Pez, Pedro empezó a encontrarle el gusto a cocinar. Era algo refrescante entre ese mar de pizzas precocinadas y comida china en el que vivían, pero su faceta de gourmet nació por dos motivos. El primero fue Teresa. ¿Qué mejor para impresionar a una chica que cocinarle los platos que le gustan? La estrategia fue todo un éxito y años después ella admitiría al fin lo que todos sabían: que al principio quedaba con él porque le cocinaba unas cenas fantásticas (y le hacía un poco de gracia, aunque esto tardaría más en admitirlo). La segunda razón fue que meterse en la cocina se desveló un relajante natural durante la etapa en la que estudió sus oposiciones de técnico comercial del Estado. Su padre se había empeñado, él era joven e inocente, y los cinco años que pasó con la nariz en los libros se hicieron un poco más llevaderos entre solomillos Wellington y natillas de la abuela. Aparte de ser un cocinillas, era verdaderamente dispuesto, y para este año había pensado preparar en su casa un menú compuesto por platos que había visto en algún programa de la

televisión, todos formados por al menos cuatro palabras y elementos como “aire”, “tierra” y “esencia”. Conforme iba explicando lo que llevaba el postre (capricho de tarta de queso con coulant de frutos rojos y perlas de grosella), Teresa no pudo reprimir una sonrisa, ni las ganas de levantarse y darle un beso. Fue entonces cuando se acordó de algo que había visto hacía poco. –¡Ay! ¡El otro día encontré una cosa que os va a encantar! —gritaba mientras se perdía por el pasillo—. ¡Ya veréis! A su vuelta, traía entre las manos un álbum de fotos. —Haced sitio un momento en la mesa, que lo abro y lo vemos todos. —¿De donde has sacado esta reliquia? —dijo Juan—. ¿Son las fotos de tu comunión? — Ja, ja, qué gracioso eres. Lo encontré el otro día cuando traje una caja. ¡Son las fotos de los últimos días en Pez! —¡Hostias! ¿Pero hay fotos de eso? —preguntó María, mientras se sentaba en el regazo de su marido—. Yo pensaba que se habrían perdido. —Para nada, lo que pasa que revelé las fotos y ya no me volví a acordar hasta que las vi el otro día. Todos se agruparon sobre las fotografías, intentando ver lo máximo posible entre las cabezas de los demás. —¡Mira qué pelo, tía! ¿Pero cómo me dejabais llevarlo así? —Paula se tapaba la cara con las manos—. ¡Qué horror! ¡Lo recordaba mucho mejor! —Qué va mujer, lo mío sí que era un crimen, que tenía tres pelos y me atrevía a llamarlo barba. —Javi seguía teniendo tres pelos—. Y mira este, con esos bracitos. Menos mal que te convencí para que fueras al gimnasio. —No voy porque tú me lo digas —replicó Alejandro—. Voy para ver a los que se preparan para bombero. ¡Que es broma! —Una carcajada le estalló en los labios, para alivio de su novio. —Oye, pues esta foto es muy bonita, y casi no tenemos de cuando empezamos a salir, Juan. —María impedía que los demás pasaran de página—. ¿Nos harás una copia? —Claro, os la escaneo ahora. ¡Ay, mira! ¡La fiesta del último día! ¿Pero cuánta gente vino? ¡Si no sé ni cómo cabíamos! ¡Y mira, vosotros dos dándoos el lote en esa esquina! —dijo, señalando a Juan y María. —Que va, si yo me lo perdí todo. ¿No ves que me bebí una de J&B casi entera yo solo? A las siete de la tarde estaba en mi cama. —Pues... pues.. ¿Pues quiénes son? —Teresa acercó la nariz a la fotografía—. Esa camiseta… —¡ES PAULA, ES PAULA! —exclamó Alejandro—. ¡Es Paula! ¡Ahora me acuerdo, que las pillé enrollándose en el baño! No me había vuelto a venir a la cabeza hasta ahora.

—¿En el baño? No, no, te equivocas —afirmó Pedro—. Además, no era ese día, fue otro, que yo también las vi en la cocina. —Yo también las vi una vez en pleno momento mujer contra mujer, pero fue en un bar, haciendo la coña. —Ahora que lo decís… La cara de Paula era un poema en ese momento. Intentaba articular palabra, pero, por algún motivo, las órdenes que el cerebro le mandaba a sus labios no terminaban de llegar. Y exactamente lo mismo le pasaba a Fiona, cuyo habitual color de piel había mutado hasta el rojo más intenso que uno podría imaginar. El silencio se hizo en el salón, mientras las dos mujeres hacían grandes esfuerzos por dejar de balbucear cosas incomprensibles. —Ehm.. La verdad que bueno... Pues… —Sí, sí… —Y nada…—Nada... —Di algo tú, ¿no? —Brrr... Uhmpf… —Pues resulta... Uhmmm... que... estábamos ahí, ¿verdad? Y las cosas… —Sí, una cosa, la otra... pues... total que... eso… —Pero vamos, que sin más. —Sí, sin más... Un momento, ¿cómo que sin más? ¡De sin más nada! ¡Sin más, dice! —Que no, que no quería decir eso… Las miradas de sus amigos, sin pestañear, estaban puestas en las dos mujeres. ¿Qué más daba toda la discusión, si era obvio que se trataba de un juego entre las dos, de algo que ocurría solamente cuando había mucho alcohol en las venas? Porque Fiona y Paula no se gustaban. ¿No? —Oye, ¿tú sabes si alguna de estas dos ha tenido novio alguna vez? —le susurró Alejandro a su novio — porque siempre he pensado que pasaban de los tíos, pero… pero no así… Mientras las dos seguían elevando el tono de la discusión, Pedro volvió a coger la botella de vino, pero esta vez no tuvo que esperar: todos le acercaron la copa sin apartar la vista del teatrillo que se había montado en mitad del salón. —Sin más, dice la tía. ¡Vaya, hombre! — Fiona gesticulaba, visiblemente enfadada—. Sin más. Lo que hay que escuchar. Es que de verdad... De verdad lo que te aguanto. —Cariño, que ha sido una expresión, que no quiero decir que fuera sin más, de verdad que no, que yo… —Pues si el primer beso fue sin más, no sé cómo serían los demás. —Fiona... que lo estás sacando de quicio, que…

Paula no pudo terminar la frase: Fiona pegó sus labios a los suyos, impidiéndole continuar. —¿Y este? ¿También sin más? ¡Es que hay que ver, doce años igual! ¡Siempre escondiéndote! ¿Sabéis que pasa? —dijo la inglesa, dirigiéndose a sus amigos—. Que aquí Mrs. Paula nunca encuentra el momento para contaros que estamos juntas “porque no quiere eclipsar las reuniones anuales”. Siempre igual, SIEMPRE IGUAL. Nadie supo qué decir, ni siquiera Paula. Afortunadamente, Pedro era un anfitrión maravilloso y siempre encontraba las palabras correctas para solventar un silencio: —¿Alguien quiere repetir postre?

Valerie Col Empezó a escribir porque las historias le desbordaban y seguirá escribiendo hasta que deje de ser divertido, lo que planea que no suceda nunca. Ha publicado tres libros: En fuera de juego, Diez relatos y La Tempestad. Siempre está planeando el cuarto. https://www.facebook.com/loslibrosdevaleriecol/

La mano de Lucy Marta Català Alfred, el gato, me miró con sus ojos redondos y amarillos. Agradecía que alguien llegara por fin para alimentarlo. Le rasqué la cabeza y acepté sus ronroneos de bienvenida. Después de prepararle una bandeja con una generosa variedad de comida húmeda, me premié con un aperitivo de Camembert y una cerveza de importación de la nevera. El viaje había sido largo, y aunque las circunstancias eran tristes, no había querido desaprovechar la oportunidad de escapar de mi rutina. Por unos días dejaba atrás el pequeño cuartucho donde editaba vídeos a cambio de un puñado de euros en un apartamento de cuarenta y cinco metros cuadrados en una ciudad-dormitorio sin parques ni jardines. Recorrer 900 kilómetros para alimentar a un gato en una casa situada en un paraíso natural en la costa, no parecía tan mal plan. La casa de Alba, la amiga más próspera de mi infancia, era la más extraordinaria de mi, por otra parte, sencillo círculo social. Y lo era a lo grande: una chalet de diseño que sobrepasaba el millón de euros. Era imposible no envidiar a Alba, la vida siempre le había sonreído, desde niña. Una sensación agridulce me subió por la garganta al recordar que aquella semana todo había cambiado dramáticamente para mi amiga. Me fijé en una nota que Alba había dejado sobre la isla de la cocina. Tenía una mancha rojiza, como de vino y las letras bailaban desordenadamente en el papel: “Gracias por ocuparte de Alfred. Él entra y sale libremente por la gatera de la puerta. Dale solo la ración que le toca y no dejes que se tome confianzas. Cierra tu habitación por las noches o intentará meterse en tu cama a toda costa”. Animé al gato a dar un paseíto y salí a la terraza. En esa época del año, refrescaba y el día era muy corto. La coqueta pérgola de madera, que albergaba las reuniones de verano, estaba cerrada con un toldo. Atardecía y las masas de pinos en torno a la casa empezaban a adquirir un uniforme color verde oscuro. Además de la de mi amiga, solo había otra casa por allí, a unos trescientos metros, una construcción sencilla de paredes encaladas y enredaderas verdes. Una luz amarillenta brillaba en una de las ventanas. De vez en cuando, los faros de un coche iluminaban la carretera. La mayoría del tiempo se escuchaba a los insectos zumbar. Caminé por el jardín. Por un momento, me imaginé dueña de la casa. Inspeccioné los alrededores a la luz de esta fantasía. Lo que más llamaba la atención desde el exterior era el perímetro de tela metálica ondulante que envolvía la vivienda como una cáscara y que era un capricho de mi amiga. El día que Alba y Lucy presentaron oficialmente su casa, todos nos quedamos admirados por la osadía. La construcción combinaba la precisión arquitectónica de Alba, devota del deconstructivismo de Frank Gehry, y la sencilla sensibilidad de Lucy. La

residencia estaba dividida en dos plantas. Abajo, la sala de estar, la cocina y la habitación de las chicas. Arriba, dos dormitorios para invitados, un baño y un despacho. Pero lo más espectacular era el salón, con su techo acristalado abierto al cielo. Absolutamente nadie podía quedar indiferente a ese efecto. Algo cruzó por delante de mí, haciendo crujir la pinocha y devolviéndome al momento presente. Era Alfred. Me agaché para acariciarlo, pero él se apartó y sacudió la cabeza. Me di cuenta de que llevaba algo grande apresado entre los dientes y me levanté de un respingo. Prefería no saber de qué se trataba. Al regresar al interior fui plenamente consciente de la razón de mi visita. Sentí una gran congoja. El piano de Lucy, un magnífico Steinway negro de cola, tenía demasiado protagonismo en la sala. Un póster enmarcado en la pared recordaba un mítico concierto de Lucy en el Albert Hall, en otoño de 2006. Eso fue antes de conocer a Alba. Tras el flechazo, Lucy se instaló en España y desde entonces las dos habían sido la imagen de la felicidad. En la estantería había una bonita foto de Lucy con las manos juntas a la altura de los labios. Tenía una sonrisa divertida y miraba directamente a cámara. Me aguijoneó un sentimiento de culpa. A veces me había burlado de Lucy y su languidez británica. Su piel blanquísima, sus finas manos, su melena rubia y sus ojos claros, pero ¿qué nos quedaba al resto de mortales excepto fastidiar un poco a Alba por su suerte? Porque ella había encontrado a una compañera para toda la vida, no como nosotros, definitivamente no como yo. Había que reconocer que el destino había sido muy cruel con ellas. Me tumbé en el sofá. El cansancio me estaba pasando factura. Miré hacia el techo de cristal. La luz del salón empezaba a crear un efecto de espejo y me veía a mí misma, tumbada, inmóvil. Debí de dormir un rato. Mi sueño se vio interrumpido por una presión a la altura de los tobillos, como si me agarraran. Abrí los ojos. Alfred había subido al sofá en busca de calor y se estaba enroscando a mis pies. Volví a relajarme y un timbrazo me sobresaltó. Era el teléfono fijo. Localicé el aparato y levanté el auricular. Había mucho ruido de fondo, pero reconocí la voz de Alba. —Quería comprobar que habías llegado y darte las gracias antes de embarcar —dijo—. No podía llevarme a Alfred y nuestra única vecina, la señora Reus, es una mujer muy mayor. Me haces un gran favor. El gato y Lucy estaban muy unidos desde que ella lo rescató de un callejón de Dulwich. —No tienes que agradecerme nada. Lo hago con mucho gusto: me encanta el estilo inglés de Alfred. Además, a mí también me viene bien cambiar de aires. Siempre encerrada con mis vídeos, la cosa me estaba empezando a afectar. El otro día, sin ir más lejos, el portero vino a buscarme. Los vecinos se preocupaban porque no me habían visto en días. Creían que me encontrarían muerta o algo así —Me corté: esa no era la conversación adecuada–. Bueno, aun así me he traído trabajo a cuestas, no puedo permitirme parar, ya sabes, la pasta.

—Ya… —hubo un silencio. Comprendí que Alba estaba perdida en sus pensamientos. —Dime, ¿cómo estás? —pregunté. —Las pastillas ayudan mientras trato de hacerme a la idea. A veces creo que solo está de viaje, que volverá en cualquier momento con su coche, parará frente a la entrada y vendrá a por mí y a por el gato —escuché un sollozo—. Fui yo quién la animó a sacarse el carnet, le dije que el mundo no tenía límites, que lo veríamos todo… —¿Cómo ibas a saber tú que podía pasar algo así? No te tortures, por favor. ¡Fue un accidente! —Pasó en una de las curvas que llevan al cabo. La muerte fue instantánea. El golpe fue tan fuerte que el cuerpo quedó irreconocible. Sentí un ligero mareo. —No lo pienses más, Alba, eso no arregla nada. —Escucha, tú siempre has sido la más imaginativa de la pandilla. Tu fantasía nos alimentaba a todos de niños, ¿recuerdas aquellas historias que nos contabas? Lo recordaba. Cuentos de chiquillos sacados de revistas de misterio. Estaba a punto de mencionar que ella era la única que nunca se asustaba, la más incrédula, pero Alba siguió hablando: —Siento que eres la única a la que puedo contarle esto y necesito hacerlo—la voz de mi amiga era imperiosa:— Conservo algo de Lucy. —Claro, sus cosas, todos los buenos recuerdos. Ella siempre estará contigo. —No es eso, ¡no seas típica, por Dios, tú no! —me gritó con impaciencia. —Está bien, perdóname. Te escucho. —Vale, porque esto es fuerte: cuando llegué al lugar del accidente ya habían levantado el cadáver. Como te he dicho, me dijeron que murió en el acto, sin sufrir. Yo andaba como loca por allí, gritando, pidiendo a Dios que me la devolviera, hasta que, inesperadamente, algo llamó mi atención entre los arbustos. Me acerqué siguiendo una corazonada y descubrí… la mano izquierda de Lucy, que había quedado seccionada por el impacto. Estaba junto a la cuneta, a unos metros de lo que quedaba del coche. Era blanca, preciosa, como de marfil. La policía trataba de poner orden y controlar el tráfico, por lo que no me prestaba mucha atención. Iba a avisarles, pero después me dije que aquello era lo único que iba a tener de ella, y que no era casual que yo la hubiera encontrado, así que… me la llevé. —¿Y qué hiciste con ella? —Fui a un taxidermista, uno de esos que no se impresionan fácilmente y le pedí un tratamiento conservante. Ha hecho un trabajo perfecto, una obra de arte. No me canso de mirarla. Es como tener a Lucy aún conmigo, ¿lo entiendes? —¡Pero no te dejarán subir al avión! —dije, tratando de asimilar aún lo que me había contado— Quiero decir que, imagino, que hay legislación… bueno, no estoy segura… es que lo que me cuentas es… no es habitual.

—Claro que no me dejarían y yo no me arriesgaría a que me la arrebataran. Por eso no la llevo conmigo. Está en casa. —¿Aquí? —sentí un escalofrío— ¿Dónde? —En realidad no sé dónde. —¿Qué quieres decir con que no lo sabes? —Verás: al cabo de unos días, me empecé a obsesionar con la mano, la quería cerca en todo momento, le hablaba, le pedía consejo, pretendía que reaccionara a mis caricias, llegué a sentir que… tenía vida propia. Corría el peligro de perder la razón. Así que la guardé en una caja y ayer le pedí a nuestra vecina, la señora Reus, que la escondiera ese mismo día en algún lugar de la casa mientras yo estaba fuera y que no me dijera dónde. Se comprometió a hacerlo. Es una mujer solitaria y encantadora que se desvive por ayudar a los demás. De este modo ahora sé que la mano de Lucy está en casa, pero no siento la tentación de tenerla conmigo todo el rato. No sabía qué decir. ¿Era posible que mi amiga se hubiera trastornado por completo? Ella siempre había sido tranquila, equilibrada, la persona más cuerda que yo conocía. ¿Cómo debía reaccionar ante su historia?, ¿de verdad pensaba que mi imaginación era suficiente para aceptar aquel extraordinario relato? —Recuerda que Alfred es un pesado —volvió a decir Alba con un tono calmado y rutinario—. No dejes que te tiranice. Lucy decía que era un gato muy bromista —Se escuchó un rumor de megafonía—. Oye, anuncian mi vuelo. Te dejo. Volveré pronto. Alba colgó. Al principio, la revelación de mi amiga me pareció una extravagancia. Sin duda, se encontraba aún bajo la impresión por la pérdida de Lucy y no tardaría tiempo en darse cuenta de que tenía que recuperar el control y la normalidad. Ya era tarde y salí a llamar a Alfred. Se había levantado un poco de viento. La luz del porche no era suficiente para iluminar las pinadas que rodeaban la casa. La luna llena me permitía ver el camino, solitario en ese momento. La luz de la vecina estaba apagada. Fui consciente de lo apartada que estaba la casa y busqué con la mirada mi viejo coche, aparcado junto a una palmera. Me preparé algo de cenar. La despensa de Alba estaba muy bien nutrida con manjares exquisitos y muchos productos ingleses. Abrí un armario en busca de un vaso y noté una tirantez en el pecho. La mano de Lucy estaba escondida en la casa. ¿Y si me la encontraba de pronto? Cerré el armario. No podía ponerme aprensiva. Alba había dicho que estaba en una caja. La vecina habría guardado el encargo en alguna habitación. ¿O no? Intenté tomarme el asunto con calma, pero de pronto todo me recordaba a la mano de la difunta. La foto de Lucy, el piano, sus chocolatinas de caramelo. ¡Hasta el mando a distancia de la tele! Imaginaba la extremidad, cortada a la altura de la muñeca… ¿y qué quería decir Alba con que tenía

vida propia? Opté por sintonizar algún programa cómico y dejé un concurso de aspirantes a chef. Así me tranquilicé y me fue entrando sueño. Me despertó un ruido que silbaba, junto a la puerta. Miré hacia la entrada y vi la gatera oscilando. Llamé a Alfred, pero no acudió a mi llamada. Me dije que seguramente acaba de salir. Entretanto, el programa de talentos había acabado y la teletienda intentaba vender cuchillos de carnicero. Apagué la televisión y subí al piso de arriba. El pasillo estaba oscuro y lo atravesé deprisa. La casa, entregada al silencio y a la noche, me intimidaba más que nunca. Me encerré en mi habitación. Era muy espaciosa con un gran ventanal junto a la cama a través del cual podía ver las copas de los pinos y la luna, redonda y atravesada de vetas azules. Corrí las cortinas, me metí en la cama, me tapé y apagué la luz. No tardé mucho en empezar a ser consciente de cada ruido de la casa, los crujidos de la madera, la dilatación del cristal de la ventana, alguna piña cayendo al suelo en el jardín… Mis sentidos magnificaban cualquier señal. Me dije que estaba siendo una cría, me ordené calmarme y poco a poco, conseguí relajarme. Los sonidos pasaron a ser más tenues y mi respiración más pausada. Me di la vuelta y ya estaba entrando en un sueño cuando de pronto, escuché una nota del piano. Me incorporé hasta sentarme. ¡El piano! Agucé el oído: tal vez lo había imaginado… Era imposible que… y de nuevo, otra tecla, “dong”. Contuve la respiración: ¿había entrado alguien en la casa? La sangre se me heló en las venas. Tenía que pensar con claridad. Aquello había sido un sonido torpe, como de golpe. Salté de la cama, salí al pasillo, encendí las luces y grité: “Hay alguien?” Bajé como una exhalación, pero el salón estaba tranquilo y la puerta bien cerrada. El teclado del piano estaba levantado. ¿Lo había levantado yo al curiosear en mi llegada? No lograba recordarlo. “Puto gato”. Tenía que ser Alfred, en uno de sus paseos nocturnos. Habría saltado sobre el teclado… pero el animal no estaba a la vista. Tal vez se había asustado al escucharme bajar corriendo dando voces. Regresé a la habitación y volví a la cama. Durante un rato, todo permaneció tranquilo. No había conseguido conciliar el sueño cuando esta vez escuché un golpecito en la puerta. Procedía del exterior de la habitación. Me acerqué a la puerta y esperé un minuto con la mano en el picaporte. El sonido se repitió, ahora como algo raspante, que se deslizaba por el inferior de la puerta. Con el corazón acelerado abrí la puerta . Alfred estaba ahí. Maulló. —Eres un inglés bastante cabroncillo —dije y lo cogí en brazos—. ¿Te has propuesto que me dé un infarto? Se acabó la fiesta por hoy. Tú y yo vamos a dormir juntos. El gato pareció conforme con el trato y se instaló en mi cama. Con toda tranquilidad se estiró y no tardó en empezar a roncar. Sus plácidas maneras me tranquilizaron. Si dormía así de feliz todo estaba en orden. El problema con Alfred, y esto no tardé en comprobarlo, era que si cerraba la puerta de la habitación, él se empeñaba en salir y si estaba fuera quería entrar, así que para cortar el juego tuve que dejar la puerta entornada… La entreabrí lo justo para que cupiera el animal y

hasta que caí dormida más tarde estuve con la mirada fija en la puerta, como si temiera que algo que no fuera Alfred pudiera entrar por allí. Con la llegada del día, todos mis miedos me parecieron irrisorios. Si se lo contaba a Alba le iba a arrancar una sonrisa. ¡Me había sugestionado tanto su historia! Me preparé un café y mientras lo tomaba vi a través de la ventana a una mujer, algo encorvada, con un pañuelo rojo en la cabeza, que se alejaba camino abajo. Tenía que ser la vecina, la señora Reus, la única que sabía donde estaba… eso. Decidí dar un paseo hasta el cabo. La mañana estaba nublada, pero era muy apetecible hacer algo de ejercicio, así que dejé el coche. Caminé a paso rápido por la carretera, que ascendía curva tras curva. A veces creía llegar a mi destino, pero aparecía una nueva curva, que me obligaba a subir más. Llegué agotada hasta el cabo y me detuve unos instantes en un mirador. A unos metros de distancia, dos coches se cruzaron en una maniobra peligrosa. Fue inevitable acordarme de Lucy y su accidente. Abordé el resto del camino indicado por la señalización y me acerqué hasta el límite del acantilado para contemplar las vistas. Enfrentada a la inmensidad del mar, un recuerdo acudió a mi mente. Era la fiesta de inauguración de la casa. La primera vez que yo veía a Lucy. Ella hablaba con un grupito de gente. Su conversación era fluida, su mirada serena, sus gestos hipnóticos. Todo el mundo le prestaba atención. Al percatarse de mi llegada el grupo se calló y Lucy me miró como si nadie más en el mundo existiera. Le dije que era amiga de Alba. Entonces ella extendió la mano hacia mí con un gesto sinuoso de la muñeca. No sé si pretendía que me acercara o solo ser amable, pero yo retuve su mano por un momento y la besé. Era suave y ligeramente perfumada a lavanda. Ella sonrió, más con la certeza de obtener la respuesta adecuada que con sorpresa. “Mano de pianista…” dije. Entonces Alba, que pasaba por allí, me dio un empujón cariñoso: “Pero bueno, ¿quién te crees que eres, David Niven? Ya nadie besa la mano, mujer. Ves demasiadas películas en blanco y negro”. Ahora de Lucy solo quedaba eso: una mano. Una mano fría y muerta en algún lugar de la casa. Una presión en mi espalda me sobresaltó. Unos dedos aferraban con fuerza mi hombro. Me di la vuelta. Una mujer con un ridículo gorro de pesca y una gabardina me extendió un teléfono y se arrimó a otra mujer, excesivamente bajita y sonriente: —¿Le importa hacernos una foto? Empezaba a llover cuando emprendí el regreso. En un instante el cielo se convirtió en una bóveda negra. Los coches bajaban con los faros encendidos y me ayudaban a divisar el camino. No había tenido la precaución de llevar conmigo una linterna y ahora lo lamentaba. Anduve entre las sombras mientras crecía mi descontento. Lo que había empezado como una alegre excursión era ahora una penosa travesía en la oscuridad y la lluvia. Aunque no había motivos para ello, empecé a sentir un miedo indefinido… El bosque, junto a la carretera me parecía siniestro y las curvas,

diabólicamente dispuestas para esconder malévolas sorpresas. De pronto, al otro lado de la carretera, entre los arbustos, algo se sacudió. Escuché las hojas al moverse y entreví algo de color oscuro, cerca del suelo. Aceleré el paso, pero fuera lo que fuera aquello avanzaba de forma paralela a mí, como una sombra animada. Comencé a correr, tratando de dejarlo atrás, pero la cosa seguía mi trayectoria desde el otro lado. Una luces me cegaron y un claxon me aturdió. Había invadido la calzada al tratar de escapar. Miré al otro lado de la carretera, el coche iluminaba la zona. Ahora no veía rastro de la sombra entre los árboles. Seguí corriendo sin detenerme. Me refugié en la casa, furiosa conmigo misma: me había alterado por un poco de oscuridad y un entorno desconocido. No había ni rastro de Alfred, claro que seguramente aparecería a la hora de cenar. Estaba aún inquieta y decidí trabajar un rato con mi portátil. Me pasé las horas añadiendo subtítulos a un cortometraje coreano, uno de mis encargos. Al principio, la monotonía consiguió devolverme la serenidad. Sin embargo, la película era bastante violenta y pasado un rato mi concentración empezó a resquebrajarse. Sangre. Y yo veía en mi mente la mano de Lucy. Un cuchillo alzado. Volvía a ver la mano. Dejé el trabajo sin rematar. Mi estado emocional me estaba condicionando. Caía la noche. ¿Y dónde estaba el maldito gato, la razón de que yo estuviera allí? Era incapaz de relajarme y entones entendí cuál era mi problema: no podría descansar a menos que diera con ella, con la mano. Era la incertidumbre de ignorar su ubicación la que me perturbaba tanto y me hacía imaginar cosas raras. Si la encontraba, nada podría asustarme. Pero, ¿dónde buscarla? Entré en la habitación de Alba y Lucy, segura de que allí daría con ella. Me sorprendió la decoración antigua y recargada. Sobre un tocador clásico había dos muñecas con la cara de porcelana. A una de ellas le faltaba una mano. Aquella casa era de locos. Me obligué a superar mis aprensiones y abrí los cajones de la cómoda: ropa interior y sábanas. No había ninguna caja, ningún recipiente que pudiera contener una mano. Abrí todos los cajones: joyeros, carpetas con documentos, una radiografía médica; zapatos, muchos zapatos, pero ninguna mano. Revolví toda la habitación: busqué debajo de la cama, encima del armario, detrás de las mesitas de noche… nada. Cuanto más buscaba, más crecía mi ansiedad y mi necesidad de encontrarla. Subí a la carrera a la planta de arriba y registré mi habitación, sin suerte. Hice lo mismo en el otro cuarto de invitados: arranqué las sábanas, aparté el colchón, volteé todos los cajones. En el despacho tampoco tuve éxito: registré el archivador, aparté los libros de sus estantes, vacié todas las cajoneras, miré en cada rincón. Los baños tampoco resultaron la respuesta, ni el cobertizo, ni el porche. ¡Y el jardín era inmenso! Sudaba y las sienes me palpitaban. Entré a la casa, enloquecida. La sala principal… seguro que había estado ahí todo el tiempo, en cualquier sitio. Saqué los almohadones del sofá, aparté las

sillas, abrí el piano y lo estudié al milímetro. Pateé las baldosas del suelo buscando algún escondrijo secreto. Frustrada, di un manotazo a la lámpara de pie, que volcó, dejándome a oscuras y solo eso consiguió detenerme. Cuando me di por vencida, la casa estaba patas arriba y yo extenuada. Me senté en el suelo, con la espalda apoyada en el sofá. La luna ofrecía algo de claridad, pero las nubes me entregaban a las sombras cada poco segundos. Quería levantarme y encender otra luz, pero sentía que pesaba toneladas, me dolían los músculos y notaba el cuello agarrotado. Eché la cabeza atrás y la apoyé en el sofá. Alfred no había regresado. Soñé con Lucy. Alba le cortaba la mano y me la lanzaba y yo la besaba con deleite. Alfred esperaba su turno y al final yo le ofrecía la mano “buen provecho, campeón. Mano de pianista”. Alfred jugueteaba con su presa, pero después los dedos se estiraban y el gato se alejaba, asustado. Entonces, la mano reptaba y se acercaba a mí. Subía por mi pierna, me apretaba y después me soltaba, ¿era una caricia o un intento de hacerme daño? Yo quería soltarme, pero el tacto de esa mano era agradable, subía por mi muslo… me presionaba el abdomen… después se deslizaba por debajo de mi camiseta. Trepaba por mis costillas. Ascendía hacia mi garganta, presionaba mi cuello… Abrí los ojos y traté de situarme en la oscuridad. El cuello me dolía y recordé que estaba apoyada en el sofá. El sueño continuaba muy presente en mí. Entonces noté un aroma como de tierra húmeda y de lavanda y sentí una caricia en la mejilla, suave. Y grité. Escuché un ruido, algo atravesaba el salón golpeándose con los objetos. Corrí a encender la luz. Todo estaba revuelto, pero no había nadie. La puerta de la gatera todavía se movía. No vi al gato por ningún lado. Me dirigí a zancadas a la casa de la vecina. Las luces estaban apagadas, era tarde, aunque nada de eso me importaba. Aporreé la puerta. Una anciana de rostro ingenuo me contempló desde una ventana junto a la puerta. Tras estudiarme por unos instantes, me abrió: —¿Sucede algo grave? —Señora Reus, no se asuste, soy amiga de su vecina. ¿Puedo pasar? La mujer me precedió hasta el salón, un lugar confortable, caldeado y muy hogareño. En la mecedora estaba Alfred hecho un ovillo. La señora Reus siguió mi mirada: —Le gusta hacerme compañía. Algunas noches duerme aquí. —¿Cuándo ha venido? —Lleva horas ahí, es un dormilón. No pensé que usted se preocuparía, de haberlo sabido… —Señora Reus, ¿dónde está la mano de Lucy? Ella abrió los ojos sin comprender. —Quiero decir la caja que Alba le pidió que guardara —dije—, dígame donde la escondió, por favor. —¡Ah, eso! Alba estaba muy alterada y yo la quiero como a una nieta. También apreciaba mucho a Lucy, pobre chica. La caja parecía muy importante para ella, pero aún no he tenido tiempo de

ocuparme de ese asunto. Mi única hermana está muy enferma y estoy muy preocupada. —¿Quiere decir que… aún está aquí? La señora Reus se encogió de hombros: —Exactamente donde ella la dejó. En la mesita, junto a la mecedora, al lado de Alfred. El gato abrió un ojo al escuchar su nombre. Me fijé en una caja de madera tallada. La señora Reus me dio la espalda y avanzó hacia el cofre con una decisión renovada. —¡No la abra! —de nada sirvió mi súplica. La mujer dio un respingo y un grito de sorpresa. El corazón me latía muy deprisa cuando la señora Reus se giró hacía mí con la caja abierta. —Está claro que la pobre Alba está trastornada —dijo con tono apenado—, ¿por qué si no querría esa muchacha confiarme una caja vacía?

Marta Català Marta Català Vila es escritora. Su última novela, Vendrá la noche, es una historia de romance llena de misterio. Twitter: @ _mcatala

Circunferencias Vanessa Ejea Cuando ese día no salió el sol, solo ella se dio cuenta. Había ido a buscar el mar muy temprano, por la mañana, confiando en que la previsión meteorológica se cumpliera y el Atlántico la esperara crispado. Posó la tabla de surf en la arena y se recogió los mechones rubios, ondulados, en una diminuta coleta alta. Luego recuperó la tabla y se adentró en el agua. Nadie le había enseñado a surfear. Eva era autodidacta en eso como en todo. Tampoco nadie le había enseñado a vivir. Si acaso su madre, que le preparaba la cena, y a veces también el desayuno, cuando le hacía una visita de tres o cuatro días. Vivir era muy parecido, en cualquier caso, a mantener el equilibrio sobre esa tabla que desafiaba la fuerza del mar, mantener el equilibrio sin caerse, o caerse y levantarse de nuevo. Hacía solo un par de años que practicaba el surf, pero conocía su océano, y esa mañana el agua se notaba distinta: más húmeda y fría, como si fuera la luna, y no el viento, quien levantara las olas. Hasta que no se quitó el traje negro y se tumbó sobre la toalla, para secarse, no fue consciente de lo que pasaba. La toalla estaba fría, la arena estaba fría y el pelo húmedo se le pegaba en las mejillas y le recorría sinuosamente el cuello: no había ni rastro de calor. Miró al Este, hacia esa tierra de Levante que había abandonado durante unos días, y no vio ni un solo rayo naranja ni sobre el agua ni tras los acantilados verdes. El sol, sencillamente, no estaba allí. Al poco rato llegaron unos amigos suyos, con sus tablas, y más tarde los primeros bañistas. Nadie hizo alusión a la ausencia del sol, ni tampoco apareció ninguna expresión de incógnita en los ojos de todas aquellas personas que forzosamente, en algún momento, debían de haber mirado al cielo. Así pues, se mantuvo callada y se guardó tan extraño acontecimiento para ella, mientras escuchaba las risas de sus amigos, húmedas y frías como la arena, sentada con ellos a la mesa del único chiringuito de la playa. A más de 1000 km de distancia, al Este, Ruth salió a la terraza para comprobar la temperatura de esa mañana de finales de agosto. Hacía frío y el viento sacudía con fuerza los toldos, los pinos, las palmeras. Enrolló y ató su toldo mientras observaba a las gaviotas trazar circunferencias en el cielo. Luego volvió a la cocina, retiró la cafetera del fuego en cuanto subió el café y vertió su contenido en la taza de leche recién extraída del microondas. Se bebió el café con leche a pequeños sorbos, rodeada de un silencio que se le pegaba a las mejillas y le bajaba por el cuello como una tela húmeda y fría. Y se dio cuenta de que su vida era como una de esas circunferencias dibujadas por las gaviotas: una línea invisible cuyo inicio se

fundía con su final. Allí estaba ella otra vez, en casa de sus padres, como si todos los años previos no hubieran existido, más que por un peso nuevo instalado entre los pulmones y una sombra, apenas perceptible, en los ojos. Mientras pensaba esto, miró de nuevo a la ventana y tuvo una sensación extraña que no supo identificar. Salió a la terraza. El viento seguía azotando las copas de los árboles y las gaviotas habían desaparecido, reemplazadas por palomas. Las farolas de la calle de enfrente le indicaban, como balizas amarillentas, el camino hacia el Oeste. Quizá, si Ruth hubiera tenido unos zapatos rojos, se habría animado a seguir ese camino hasta el pedazo de horizonte pintado de verde y azul que emergía entre los bloques de edificios y anunciaba la posibilidad de un Oz, allá lejos, que le devolviera la luz a sus ojos. En ese momento las farolas se apagaron y la sensación extraña que la había impulsado a salir por segunda vez a la terraza se acrecentó. Buscó con la mirada, hacia atrás, la luz anaranjada que debería percibirse ya entre los edificios. Acto seguido, miró al bloque blanco, alto, en el que habitualmente se reflejaba la esfera solar, ese sol de la infancia que había visto ponerse tantas veces desde aquella terraza, pero la superficie de ladrillo blanca permanecía uniforme, sin ningún destello. Se percató entonces del azul grisáceo y tenso, como a punto de romperse, que cubría el cielo, y pensó que amenazaba tormenta. Así, sin reflexionar más sobre ello, regresó al interior del piso, recogió los cacharros del desayuno, se vistió y salió a la calle con un paraguas en el bolso. Cuando llegó a la editorial, repartió algunas sonrisas y se sentó ante la pantalla del ordenador. No había mucho trabajo esos días. Se acumularía todo a principios de septiembre, cuando se rumoreaba que llegarían dos nuevos editores de refuerzo. Así, las horas pasaron con cierta monotonía, y en diversas ocasiones clavó su mirada en las ventanas que daban a la calle. El día se mantuvo gris, pero ni una gota de agua cayó del cielo. Ester estaba recogiendo sus últimas maletas cuando Eva llegó a su piso de Valencia. —No hacía falta que te fueras, ya te dije que me iría yo. —No quiero quedarme aquí. Se me cae la casa encima, no sé si lo entiendes. Sí, claro que lo entendía. Ella misma se había presentado a una entrevista de trabajo en Barcelona porque necesitaba alejarse y empezar de cero. No obstante, replicó: —¿Y qué pasa con Irene? —Irene encontrará enseguida otras compañeras de piso. —¿Y adónde te vas? —Por aquí cerca. —¿Y tú? —preguntó Ester con vacilación. —Yo me voy dentro de tres días a Barcelona. Me han dado el puesto en la editorial. —¡Felicidades! —respondió Ester; pero, aunque trató de sonar alegre y generosa, en su voz se

oía ya la distancia. “¿Te has dado cuenta de que no sale el sol?”, se atrevió a preguntar por fin Eva. Sin embargo, la pregunta se enredó con el ruido de la llave en la cerradura y Eva contempló resignada cómo Ester sacaba las maletas al rellano y se despedía, muda, de ella. Eva empezó a deshacer, sin convicción, su propia maleta y a meter en la nevera las fiambreras con comida que le había preparado su madre y que sería casi un milagro que hubieran llegado en buen estado. Por suerte, la ausencia de sol había provocado también una bajada de temperaturas y, pese a los cientos de kilómetros recorridos, esa noche pudo cenar una sopa de caldo casero. Luego salió al balcón y miró hacia el Este. En esas calles abigarradas del barrio del Carmen, mirar al Este significaba poco más que mirar otros balcones y espiar vidas ajenas, pero Eva igualmente se imaginó Barcelona, a 400 km de distancia, y se preguntó si allí brillaría el sol. Ruth tardó casi una semana en advertir la falta de sol. Había sido una semana gris, en muchos sentidos. Había pasado más horas de las necesarias en la oficina, dejándose mecer por la monotonía de la revisión de últimas pruebas, de la recepción de originales y de la paginación de los próximos proyectos. El día transcurría encerrada plácidamente entre aquellas paredes, como en un útero materno, y cuando salía caminaba velozmente hasta la boca de metro y luego hasta su casa, sin levantar la vista más allá de los discos de los semáforos. Con todo, ese viernes, aprovechando que era el día que llegaba más pronto a casa, después de comer y de dormir una siesta corta decidió salir a la terraza a leer. Se puso una chaqueta fina, pues hacía algo de frío, y aunque no había mucha luz consiguió alargar la lectura más que las últimas veces. Desde que se había separado le costaba llevar a cabo cualquier actividad que supusiera un contacto consigo misma, con su interior; no obstante, la historia de Siddhartha logró acaparar su atención durante más de una hora, hasta que alzó la vista del libro y se fijó en el cielo. Este continuaba estando de un azul sucio y quebradizo, como la última vez que lo observó. Entonces se inquietó. Miró la hora y comprobó que eran casi las ocho. Se levantó de la silla y de pie, con las manos apoyadas en la baranda de piedra, deslizó su mirada por el camino de farolas hasta posarla en la silueta verde de Collserola que asomaba al fondo, al Oeste, y por la que tantas veces había visto ponerse el sol. Pero el sol no estaba allí ni apareció en los días sucesivos. Eva comprobó, primero con desolación, luego con la misma indiferencia que sus conciudadanos, que el cielo persistía en Barcelona tan gris como en Valencia, Cádiz o Portugal. Echó un último vistazo a la calle a través de su habitación recién alquilada y fue caminando hasta la oficina. Se había levantado exageradamente pronto, aunque solo tenía media hora de camino a pie, para no llegar tarde a su primer día de trabajo. No había aún nadie cuando ella llegó, excepto el director editorial y una chica de pelo rizado,

contenido con horquillas, que parecía absorta mirando a los ventanales cuando Eva y el director entraron en la sala. Al percibir su presencia, devolvió la mirada rápidamente a la pantalla del ordenador y la volvió a desviar para sonreír a Eva cuando el director las presentó. Se llamaba Ruth, y Eva constató a lo largo de la mañana que la vista se le iba a los ventanales con mucha frecuencia. Se sumó al grupo de desayuno de Ruth y otras compañeras, incluida la otra editora recién incorporada. Bajaban a la calle, se metían en un bar cercano y hablaban de trabajo, de películas, de educación. Eran los minutos más agradables del día. Luego volvía a casa, se cruzaba con sus compañeras de piso, salía a veces a tomar algo con ellas. Se apuntó a un gimnasio y pronto hizo un par de amigos. Pero la imagen de Ruth, callada casi siempre, sonriendo en el bar, mirando con insistencia por la ventana, regresaba a su mente como un bumerán por mucho que intentara mandarla lejos. Ruth se decidió a verla a solas. Desde el día que la vio entrar en la sala de edición, había notado en ella algo distinto. Quizá fue la manera en que, ocasionalmente, Eva miraba a la calle, como si esperara ella también que un rayo de luz cruzara en cualquier momento los cristales. Así que, cuando vio que ese día Eva no bajaba a desayunar con el grupo, ella tampoco bajó alegando que tenía trabajo urgente por hacer. De esta manera le propuso a Eva salir más tarde a desayunar juntas. Se sentaron a una mesa cerca de la entrada porque las mesas del fondo estaban ocupadas. Ruth, de espaldas a la calle, tenía enfrente a Eva, que no paraba de hablar. Le explicó su experiencia docente previa, sus temporadas en otras editoriales. Ruth se atrevió a preguntarle cuánto tiempo llevaba viviendo en Barcelona y, en los segundos de duda que precedieron a la respuesta, percibió una huida y quizá también una sombra, parecida a la suya propia, en esos ojos verdes que desafiaban la escasa iluminación del bar. Sí que se percató Ruth, con claridad, de que la mirada de Eva se desviaba frecuentemente a la calle. Primero pensó que era por timidez, tal vez porque también, como ella, estaba nerviosa; hasta que se convenció de que lo que impulsaba a Eva a mirar a la calle una y otra vez, tanto en la oficina como en esa cafetería, era la misma incógnita con la que llevaba viviendo Ruth durante casi tres semanas. —Tú también te has dado cuenta, ¿verdad? —le preguntó con gesto tranquilo. —Sí —contestó al momento Eva, como si los pensamientos de Ruth desfilaran transversalmente por un teleprompter situado más allá de su cabeza. —¿Y por qué? O sea, ¿desde cuándo? ¿Y por qué no lo ve nadie? Eva se encogió de hombros. “Yo estaba en la playa el primer día que no amaneció”, añadió. Determinaron las dos ir esa misma tarde a la playa. La alegría de no ser, cada una, la única consciente de aquel extraño fenómeno se vio superada en pocos minutos por el ansia de desentrañar

el misterio: dónde estaba el sol… Resolvieron ir directamente, nada más salir del trabajo, a la playa de Badalona, que imaginaron menos concurrida que las de Barcelona, para buscar los rayos solares en algún punto del horizonte. Salieron juntas de la oficina y caminaron hasta plaza Catalunya para coger la Renfe. Ruth se sentía cómoda caminando a su lado; algo nerviosa, por la emoción del descubrimiento —del descubrimiento de que, efectivamente, no había sol; del descubrimiento de Ruth—, pero tan cómoda como si el caminar al lado de Eva fuera un aprendizaje que hubiera hecho años atrás, en su infancia, y que por fin hubiera podido poner en práctica. Aún había gente en la playa cuando bajaron del tren, algunos tumbados en las toallas, otros jugando a voleibol, la mayoría ya recogiendo para volver a sus casas. Hacía un poco de frío y el cielo seguía gris. Accedieron las dos a la arena y se sentaron cerca del agua, allí donde no alcanzaban las olas, a esperar. Esperaron hasta las ocho, las ocho y cuarto, las ocho y media. Escrutaron el horizonte. Se alternaron para mirar la una al cielo, la otra al mar. Miraron al Este y al Oeste, conjeturando que tal vez fueran los puntos cardinales los que estuviesen equivocados. Se miraron también a los ojos. Eva detectó en la mirada de Ruth un brillo apagado, una especie de humo procedente de algún ascua prendida aún en sus pulmones. Ruth pudo fijarse mejor en los ojos verdes de Eva y, con la luz clara de la luna que ya las iluminaba, comprobó que no había ninguna sombra en ellos, sino que era el mar el que estaba allí, de un azul gris y eléctrico, infinito, abrazando sus pupilas. Olvidó por un momento el sol y sus rayos ausentes y el frío, y deseó nadar en ese mar. Fueron unos segundos antes de ponerse en pie y decidir que era hora de volver a casa. Caminaron silenciosas hasta la estación de tren. A su alrededor no había nadie o casi nadie. De noche, la ausencia de sol era menos perceptible y el aire fresco resultaba incluso agradable. Las farolas iluminaban el paseo marítimo y parecían indicar el camino a casa, o a alguna parte. Ruth espió las ondas rubias del cabello de Eva, que escapaban al pañuelo con que envolvía su cuello, y el humo de sus ojos se desvaneció al instante. Ya en el tren, Ruth se atrevió a preguntar: “¿Y mañana?”. (¿Mañana te veré?, ¿mañana volverás a iluminarme los ojos?, ¿mañana me dejarás entrar por fin en ese mar que llevas atado dentro?). “Pues… mañana supongo que todo continuará igual: seguirá sin amanecer y nadie se dará cuenta”, contestó con resignación antes de añadir, unos segundos después: “Pero podemos volver a la playa y continuar esperando”. La mirada de Ruth se iluminó otra vez. “¿Esta es tu parada?”. “Sí”, contestó Eva. El tren fue frenando paulatinamente a la vez que el corazón de Ruth se aceleraba, trazando una circunferencia de velocidades inversas que solo podía interrumpirse de una única manera. “Nos vemos mañana, ¿no?”, preguntó Eva. Ruth afirmó con la cabeza y, justo antes de que Eva pulsara el botón de apertura de puertas, le rodeó la cintura con un brazo y le dio un beso en los labios. Eva se quedó paralizada unos segundos, con un pie ya en el escalón de bajada pero el corazón todavía en el tren.

“¿Te acompaño a Sants?”, aún preguntó antes de descender al andén. “Nos vemos mañana”, le contestó Ruth, sonriente, tras negar con la cabeza. Eva se despertó mucho antes de que sonara el despertador. De hecho, no podía afirmarse que hubiera dormido. Había pasado la noche en duermevela, pensando en Ruth, recordando su beso, temiendo y deseando el momento en que se encontraran en la oficina. ¿Qué le diría? No estaba preparada para estar con nadie. Acababa de abandonar una vida que la limitaba y de la que llevaba huyendo más de un año. Y, sin embargo, sus rizos ordenados, su forma de callar mientras desayunaban todas juntas durante la jornada de trabajo y, sobre todo, su manera de sonreír siempre, siempre, la habían cautivado desde los primeros días. Apenas habían hablado, pero la secuencia del beso se repetía como una letanía en su memoria y en su piel. No la conocía y, sin embargo, sentía que en esa ciudad, en esa fecha, Ruth había estado esperándola desde siempre. Salió al balcón con un café con leche y lo apretó un buen rato entre sus manos antes de dar el primer sorbo. La mañana se había despertado cálida y tranquila. Se sentó en una de las sillas de madera y observó el paso de los primeros transeúntes, rápidos como estrellas fugaces. Entonces lo vio: primero tímido y sin fuerza, como si le costara retomar el ritmo después de tanto tiempo de inactividad; luego enérgico y pletórico, pintando la ciudad de naranja. Eva posó la taza aún humeante en la mesita y se incorporó para buscar entre las nubes la constatación definitiva de que el sol había vuelto. Elevó la cabeza y contempló el cielo, azul, blanco, amarillo. Y supo que Ruth también estaba mirándolo.

Vanessa Ejea Vanessa es escritora. Su primera novela, La chica transparente (Ediciones Oblicuas, 2014), obtuvo una muy buena recepción de la crítica. La autora también ha publicado relatos cortos (Cuento de Navidad en primavera, Châtelet de fleurs, Superele) y un poemario (Si fue soñada). Twitter: @ EjeaVanessa

Un cadáver exquisito Emma Mars Nadie se sorprendió cuando volvió a ocurrir. No verdaderamente, se diría que incluso lo estaban esperando con infinita resignación, como uno de esos acontecimientos que integras en tus vivencias más brutales. Pese a la inquietud que esto les causaba, generaciones enteras lo vivían como un macabro suceso a incluir en el calendario anual. Esperaban la Navidad, aguardaban el tránsito de las estaciones, la caída de las hojas, las nieves del invierno, los aniversarios y los cumpleaños. Y, aunque con menor entusiasmo y mayor temor, la esperaban también a ella. De ahí que nadie se sorprendiera cuando los viejos del pueblo aseguraron que aparecería de nuevo. Un año más, decían que ella volvería. En varios siglos solo había faltado a su macabra cita una vez. Se cerraron persianas, se aseguraron los pestillos de las puertas y el consejo escolar barajó la posibilidad de cerrar las instalaciones del colegio para que los pequeños permanecieran en sus casas. Agrupados en la plaza del pueblo, los niños hacían preguntas que ningún adulto deseaba contestar. Preguntaban con la mirada brillante y las mejillas encendidas: ¿Quién es ella, papá? ¿Por qué vuelve cada año? ¿Es peligrosa? —Vamos, niño, no hagas tantas preguntas. Lo entenderían cuando crecieran y la guadaña de los años hubiera cercenado su inocencia. Pero no ahora, pues incluso a los adultos les costaba comprenderlo. Pero ella aparecería. Hasta los más incrédulos lo sabían. *** Adriana llevaba varias horas conduciendo en círculos, casi estaba segura de que así era. A la una de la tarde había salido de Madrid en un coche de alquiler para tomar la autovía del Noroeste. Comió una porción de tortilla fría en una gasolinera de la meseta central, bebió un refresco de cola, un café, pagó la cuenta y siguió su trayecto hasta las húmedas tierras del norte. Estaba previsto que llegara al anochecer a su destino, pues había salido demasiado tarde de Madrid, pero no que casi al final del trayecto acabara perdiéndose en una carretera secundaria en la que el navegador no encontraba ninguna señal. Una ola de remordimiento la recorrió al advertir la interminable hilera de árboles que se levantaba ante sus ojos. Se había empeñado en cerrar el trato ella sola. Quería demostrarle a su socio que podía manejar la situación y decidió, por cuenta propia y sin consultárselo, alquilar un coche y citarse con su cliente para persuadirle de firmar el acuerdo cuanto antes. Qué estúpida. Qué insensata. Qué absurda vanidad la había impulsado a conducir hacia el norte

cuando todas las previsiones anunciaban la llegada inminente de una ciclogénesis explosiva. Las primeras gotas de lluvia empezaron a estamparse contra la luna del vehículo y Adriana conectó con preocupación el limpiaparabrisas. Quiso ver el estado del cielo, pero las frondosas copas de los árboles se lo impidieron. Se enredaban en lo alto, como enormes nidos de pájaros, y proyectaban lúgubres sombras sobre la carretera mojada. Adriana tuvo la sensación de haber visto este paisaje unos minutos antes. Los troncos teñidos de un verde oscuro, mohoso. La maleza creciendo descontroladamente a ambos lados de la carretera. El asfalto en unas condiciones pésimas que le impedían circular a gran velocidad. Incluso la furgoneta que advirtió súbitamente por el espejo retrovisor. Era blanca, sin logotipos, como las que usaban los maleantes que luego aparecían en los periódicos. La rebasó a tal velocidad que tuvo que aferrarse con fuerza al volante para evitar que el coche de alquiler descarrilara. Casi podía decirse que también la sensación de miedo le pareció grotescamente familiar. Seguía sin tener ni idea de qué iba a hacer, pero el sol se ocultaría pronto, demasiado pronto, y si para entonces no había llegado a su destino no le quedaría más remedio que dormir en el coche o circular hasta que el tanque de gasolina se vaciara por completo. Aturdida, probó a marcar un número en su teléfono móvil. Su hermano sabría qué hacer. A estas horas estaría sentado frente a su ordenador, trabajando; él siempre estaba trabajando. Le pareció la persona indicada para darle instrucciones acerca de su paradero. Si conseguía decirle el nombre de la carretera secundaria, podría buscarle el modo de salir de allí. Sobra decir que fue en vano. Al igual que todo lo demás, la cobertura de su teléfono había quedado engullida por la espesa maleza que rodeaba la carretera. Recorrió varios kilómetros o eso le pareció, tal vez solo eran unos cuantos metros, en ese momento no podía estar segura, hasta que atisbó la primera señal de vida. Una casa gris, de cemento que nadie se había molestado en pintar. La propiedad estaba cercada por una valla de madera comida por la humedad. Tenía los bordes ennegrecidos y parecía a punto de derrumbarse. Adriana deceleró la marcha, sacudida por una brizna de esperanza. Quiso detener el coche, poner la palanca en punto muerto y bajarse a preguntar. Llamaría a la puerta y preguntaría dónde, exactamente, se encontraba y cómo llegar al núcleo urbano más cercano. Pero al observar detenidamente la vivienda comprobó con dolorosa frustración que las persianas estaban cerradas y que tenía igual aspecto de abandono que la valla. Nadie viviría en un lugar así. No debía dejarse dominar por la impaciencia, pero empezaba a estar preocupada. Tuvo la sensación de ser el único bípedo en varios kilómetros a la redonda y en su mente imaginó ciervos, jabalíes, incluso búhos, observándola con ojos muy abiertos y atentos, ojos amarillos, picos y hocicos emitiendo sus ruidos nocturnos como risas maquiavélicas que se reían de su desgracia y soledad. ¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta allí? El último recuerdo que tenía era el desvío que había tomado por indicación del navegador. Al salir de

la carretera principal empezó a adentrarse por lugares cada vez menos transitados. Dejó una población tras otra, circulando a cincuenta por hora, y barajando la idea de retroceder mientras el paisaje cambiaba, hasta que el navegador perdió la señal y ya fue demasiado tarde para regresar. Estúpida, estúpida, estúpida. Detuvo el coche en un acto desesperado. Se bajó y respiró el aire frío y húmedo que hinchó sus pulmones hasta marearla. El olor de la tierra húmeda lo sentía intenso y dulce en las ventanillas de su nariz. Adriana se apoyó contra la carrocería del coche y miró a su alrededor en busca de un coche o alguien que transitara por allí. Cualquier señal de vida la ayudaría a recuperar la calma y tenía la vaga esperanza de que la furgoneta de color blanco volviera a pasar. Esperó unos minutos escuchando su propia respiración, cada vez más pesada, y el incansable roce de las hojas de los árboles, pero lo único que advirtió fue el ulular de unos pájaros y las gotas de lluvia estrellándose cada vez con mayor intensidad contra el asfalto. Subió de nuevo al coche y retomó la marcha, mientras pensaba que a Mateo, su socio, todo esto no le haría ninguna gracia. *** Noticia publicada en el diario local La Época, Rañestres, Galicia, el día 1 de noviembre de 1953 DESAPARECIDO HOMBRE EN RAÑESTRES Vecinos de Rañestres, lugar de Ourense, nos ruegan que hagamos constar en estas páginas que un caballero de esta misma localidad desapareció en la noche de ayer, lluviosa y tormentosa, sin dejar constancia de su paradero o de lo acaecido. El vecino responde al nombre de Armando Suanzes Folgado, esposo de Rosaura Yáñez Nogueira, de estatura y corpulencia media, trabajador responsable del matadero de As Quintas, fue visto por última vez en las inmediaciones del regato de Moura en tanto que se dirigía a su casa para reunirse con su esposa y sus cinco hijos. Si alguna persona tuviera información en lo relativo a su paradero, ruego de ponerse en contacto con la familia o los redactores de este periódico.

El reloj del salpicadero marcaba las diez de la noche cuando Adriana divisó las primeras luces a lo lejos. Hacía tiempo que la negrura del crepúsculo había engullido el paisaje. Ya no era capaz de ver los árboles, solo imaginarlos, aunque quisiera ya no podría percibir esos pájaros tétricos que antes sobrevolaron, ufanos, su cabeza. Pestañeó un par de veces creyendo haber imaginado las luces que rompían la noche con su resplandor amarillento y líquido. Pisó el acelerador a fondo hasta rebasar la primera farola de la población. No consiguió fijarse en el letrero que daba la bienvenida al poblado, pero no importaba, necesitaba adentrarse cuanto antes en su interior. Pasó un bloque de casas y había un vecino acodado en el balcón de su pequeña terraza. Disfrutaba de la última calada de su cigarrillo. El hombre la miró con ojos llenos de sospecha. Una extraña, una forastera en su población. Apagó el cigarrillo y lanzó la colilla al vacío, antes de regresar al interior de su vivienda y cerrar a cal y canto la puerta. Allí no era bienvenida.

La plaza central de la población consistía en un pequeño espacio rodeado de casas bajas construidas con piedras que se mezclaban con otras modernas, de ladrillo, un poco más altas. El único local abierto en sus inmediaciones era una cafetería en la que entraban y salían hombres de avanzada edad. Adriana aparcó su vehículo y caminó con largas y apresuradas zancadas hasta la entrada. Se trataba de un trayecto corto, apenas cruzar una calle, pero cuando rebasó la puerta se dio cuenta de que completamente empapada. Las fichas de dominó golpeaban con dureza las mesas de madera, pero el ruido cesó tan pronto ella hizo acto de presencia. Se dio cuenta enseguida de que varias decenas de ojos la observaban. Grandes, pequeños, de largas pestañas y también cortas. Ojos velados por la fina piel de las cataratas, verdes, azules, del más común de los marrones. La miraban de arriba abajo, reparando en su traje de chaqueta y los tacones, un poco altos, en su melena castaña, ahora mojada, tintada con algunas mechas, en su aspecto de forastera. Adriana estiró imperceptiblemente la espalda, dispuesta a no dejarse amedrentar por aquel silencioso e incómodo recibimiento. Caminó hasta la barra en donde una mujer de espesas cejas y generoso busto secaba con dedicación unos vasos descoloridos en los bordes, gastados de tanto uso. Se aclaró la garganta para despejar el nudo que la atenazaba. —Buenas noches. La mujer respondió con un gesto de cabeza. Dejó el paño a un lado y apoyó sus manos de gruesos dedos sobre la barra. —Me he perdido. Mi coche… —Hizo ademán de señalar por encima de su hombro—. Se me ha hecho tarde y no sé dónde estoy. —En Galicia, ¿dónde va a estar? —replicó la mujer con sorna. Algunos clientes rieron. —Sí, eso lo sé. Me refería a que no sé en qué lugar exacto de Galicia me encuentro. Verá, tenía que reunirme esta noche con un cliente en… —Adriana sacó la agenda del interior de su bolso. Sabía de memoria el nombre de la localidad, pero la mirada inquisitoria de la camarera le hizo dudar—. A Touza. ¿Sabe dónde está? ¿Queda muy lejos? Un hombre que estaba sentado en un taburete cercano quiso tomar parte en la conversación. —Está bien cerca. Pero esta noche no llegará —dijo. —Disculpe, creo que no le he entendido. ¿Qué es lo que no llegará esta noche? —¡Que no puede irse hoy hasta allí! —aclaró la camarera. Tenía una voz atronadora, la voz de alguien acostumbrado a tratar con borrachos y echarlos a patadas de su local—. ¿Es que no ve la que está cayendo? Si quiere matarse, allá usted, pero esa carretera estará encharcada. —Comprendo. —Adriana introdujo de nuevo la agenda en su bolso. Quería realizar una llamada a Mateo para decirle que no contara con ella en la oficina al día siguiente. Se pondría hecho una furia, estaban en la peor época de trabajo, pero así eran las cosas—. ¿Me pone un café con leche, por favor? Tengo que hacer una llamada. Templado. Tomó su teléfono móvil y se apartó disimuladamente de los clientes, que retomaron su partida de

dominó haciendo tronar las fichas contra las mesas, de manera que tuvo que taparse un oído para escuchar los tonos de la llamada. Mateo tendría que entenderlo, aquella cuenta era importante para ellos y estaban ya desesperados por cerrarla. Una visita al domicilio del cliente le había parecido indispensable, pero, claro, todo habría resultado más sencillo si el cliente viviera en un lugar menos recóndito. —Por supuesto que entiendo lo que me quieres decir —aseguró Adriana, subiendo el tono de su voz. No deseaba mantener aquella conversación—. Sí, sé que ha sido una irresponsabilidad por mi parte, tendría que habértelo consultado (...) Yo solo quería… —Pausa—. Escucha, no tengo tiempo para esto ahora, tengo poca batería, estoy calada hasta las cejas, me he perdido en algún lugar de Galicia y casi no me queda gasolina en el coche. Ya hablaremos de ello cuando regrese. Ahora tengo que buscar un sitio donde dormir (…) ¿Por qué crees? Porque hace un día de perros. Las carreteras están encharcadas, es de locos ahí fuera (…) Sí, te avisaré cuando regrese (…) De verdad, tranquilo, estaré bien, ya se me ocurrirá algo (…) Por favor, Mateo, déjalo ya… por favor… Cuando colgó seguía inquieta por la conversación, porque él no debería preocuparse de ese modo, ya no. Regresó a su café con leche, que esperaba por ella en la barra. Humeante. Adriana se llevó la taza a los labios con sumo cuidado por miedo a quemarse. La camarera robusta seguía secando vasos. —Disculpe, ¿sabe de algún lugar donde pueda pasar esta noche? ¿Hay algún hotel por aquí? —Sí. —¿Sí? ¿Dónde? Le estaría muy agradecida si me dijera uno. Me vale con cualquier cosa, una pensión incluso. —Sí, claro. La camarera no parecía dispuesta a colaborar o eso pensó Adriana, que la miró de hito en hito, fijándose en sus mejillas moteadas de pequeñas venas que formaban minúsculas telarañas de color rojo y azulado. Esperó una respuesta que no acabó de llegar. —¿Y bien? ¿Qué lugar es ese? ¿Cómo puedo llegar hasta él? —Está usted en él. —¿Aquí? —Adriana se giró en redondo para observar atentamente el local. El miedo, la ansiedad y el frío le habían impedido hacerlo antes. Las paredes pintadas de un desteñido color mostaza tenían desconchones en las esquinas; la superficie de las mesas estaba gastada por el trajín de los vasos, tazas, codos y fichas de dominó sobre ellas, y el aire circulaba enrarecido, se mezclaban en él los aromas de diferentes comidas, el olor a barril, a cerveza, a madera. —¿Qué tiene de malo aquí? —preguntó la camarera, claramente ofendida. Miró a Adriana con ojos desconfiados, convertidos en rendijas; la retaban a poner pegas. —Nada. Es perfecto. ¿Tiene alguna habitación libre?

*** Programa de televisión Cuarto Milenio. Emitido el 30 de octubre de 2015 ¿Quién está tras las desapariciones de esta localidad de Galicia? —Entonces, estaríamos hablando de una aparición, un ser, que lleva siglos atemorizando a toda una población. —El presentador cambia el peso de su cuerpo de una pierna a otra. Es evidente que el tema no es de su agrado. El trabajo está bien pagado, pero a veces piensa que debería haberse dedicado a otra rama de su profesión, periódicos, concursos o telediarios, porque los casos que suele abordar con sus invitados le provocan virulentas pesadillas nocturnas. —No es tanto que la población esté atemorizada como que está resignada. Nadie puede explicar con certeza lo que ocurre allí. Pero la leyenda local se cumple: cada año suceden cosas extrañas. Una desaparición, un muerto, una desgracia. Y cada año es siempre en la misma fecha. El invitado habla del tema con distancia. Parece que no va con él o le es indiferente. Es jactancioso. Le han pagado una buena suma de dinero para que asista al programa y está dispuesto a inventar el relato más fantástico, exagerado y retorcido con tal de tener a la audiencia con la nariz pegada a la pantalla del televisor. Al invitado le gusta llamar la atención, ser el centro de todo. Sonríe al sentirse escuchado. —¿Qué dice la leyenda local? ¿Ella hará su presencia este año? —Sin ninguna duda. Solo ha faltado a su cita una vez en varios siglos. —El invitado mira a la cámara. Ve la luz roja encendida, señal de que le está enfocando en ese momento. Esboza una gran sonrisa que le ha costado parte de sus ahorros arreglar. Sus dientes son tan blancos que desentonan con la tonalidad morena de su piel—. Ella aparecerá. Puede ser hoy o mañana. Puede ser la semana que viene. Pero aparecerá. Siempre lo hace en torno a estas fechas.

Se diría que la habitación llevaba semanas cerrada. Olía a humedad y al desagradable aroma de los armarios llenos de naftalina. Un catre no muy cómodo, una mesita de noche, una lámpara de tulipa amarillenta y un armario de roble era todo el mobiliario de la estancia. Pese a todo, Adriana dejó sus escasas pertenencias (una pequeña maleta) a los pies de la cama y se tumbó sobre ella, aliviada de haber encontrado un lugar donde pasar la noche. Hizo una llamada a su cliente para informarle de que la cena quedaba cancelada. Lo sentía de veras, pero dadas las condiciones climatológicas, hasta el día siguiente no podría hacerle la visita acordada. Se dio una ducha rápida y se dejó llevar por el momento de paz al sentir el agua caliente resbalando por sus extremidades desnudas. Un espontáneo suspiro de alivio brotó de su garganta mientras se vestía con unos cómodos vaqueros y un jersey de lana blanca. El viento empezó a ulular tétricamente, golpeando las contraventanas de la habitación, y una furiosa lluvia provocaba que el cristal de las ventanas se tambaleara y ondulara, como si estuvieran a punto de partirse en pedazos. Adriana se acercó con pasos vacilantes y echó un asustado vistazo al exterior. En la oscura noche los árboles de la plaza central se doblegaban serviles al viento y una lluvia inclinada arreciaba con fuerza las calles desiertas. Cerró las cortinas para no tener que ver aquel paisaje apocalíptico y desolador. Estaba a salvo, no tenía que

preocuparse por nada, pero sentía un hueco en el estómago, una aguda punzada de hambre que le hizo retorcerse de dolor. Bajó las escaleras que conducían a la taberna con la esperanza de que la camarera aceptara servirle algo de cenar. Lo primero que advirtió fue lo mucho que había cambiado el ambiente en el interior del local. Los jugadores de dominó se habían esfumado, casi como si hubieran sido producto de su imaginación o alguien los hubiera convocado súbitamente en otro lugar. La taberna se encontraba ahora vacía, a excepción de una mujer de avanzada edad que ocupaba una mesa apartada. Se encontraba inmersa en un programa que emitían por televisión. Pese a todo, el resto seguía pareciendo real, la pintura de color mostaza, la camarera de busto generoso, voz de sabueso y mirada bovina, el olor a barril y las pegajosas manchas de alcohol desperdigadas por el suelo. Se acercó hasta la barra con pasos vacilantes. La mujer le desagradaba profundamente, pero consiguió esbozar una sonrisa casi tan hambrienta como su estómago. —La habitación es muy acogedora, gracias. —Le dijo, zalamera, con la esperanza de que la camarera aceptara el cumplido y sonriera. A cambio solo obtuvo un desinteresado asentimiento de cabeza. La mujer llevaba puesto ahora un delantal lleno de sombras de grasa. Adriana se aclaró la garganta—. Me preguntaba si tendría algo de comer. —Ahí tiene la carta. —Le indicó una pizarra que colgaba de la pared de color mostaza. Los ojos de Adriana se perdieron en ella con avidez—. No tenemos cecina ni queso de tetilla. El resto puede pedir lo que quiera. Chorizo, morcilla, jamón serrano, lomo. La pesadilla de todo vegetariano. —¿Tienen algo que no haya estado vivo? —bromeó Adriana. —Muchos, en el cementerio —replicó con sorna la adusta camarera. Y sonrió como si le hiciera mucha gracia su propia broma. Era la primera vez que la veía sonreír y le pareció una mueca tan grotesca como espantosa. La vieja que ocupaba la mesa apartada también esbozó una sonrisa. Apretó con fuerza la empuñadura de su bastón y lo estampó contra el suelo. Adriana dio un respingo, asustada. —Un poco de pan con queso curado está bien. Por ahora solo eso, gracias —le pidió, encogiéndose de dolor. La certeza de que tendría que haber hecho una comida más copiosa se desplegó con profundo sufrimiento en su interior. —Flacuchas de ciudad —murmuró la anciana. Dio un sorbo a una taza de vino que sostenía entre sus artríticas manos y siguió mirando la televisión. Su melena blanca caía despeinada sobre sus hombros como una cascada plateada. Adriana alzó las cejas con sorpresa y sonrió de pura resignación. Se inclinó sobre la barra para hojear unas revistas pasadas de fecha. Una cantante folklórica caída en desgracia. El hijo de una famosa de medio pelo que aseguraba no haber engañado a su esposa. La familia real posando en los jardines de un fabuloso palacio. Los consejos de una modelo para maquillarse correctamente los ojos, efecto ahumado,

en tu propia casa. Nada de lo que allí figuraba tenía una mínima conexión con la rocambolesca escena que estaba viviendo. Le pareció haberse caído por una honda madriguera que la hubiera llevado a un mundo totalmente diferente al suyo. Y, repentinamente, tuvo la sensación de que alguien podría colgarle un cartel en la espalda que dijera «inocente, inocente». La camarera apareció en ese momento con su bocadillo de queso. Lanzó el plato delante de ella con fastidio y siguió inmersa en sus tareas. Limpiaba vasos, siempre parecía estar limpiando vasos o secándolos, aunque no hubiera clientes que los usaran. —¿Adónde ha ido todo el mundo? —se interesó Adriana tras darle el primer mordisco a su bocadillo. El pan estaba delicioso, hacía tiempo que no probaba uno igual—. Esto se ha quedado muerto. —Y más muerto se va a quedar —apreció la anciana desde la trinchera de su mesa. —Sssssshhhh. ¡Calla, insensata! Chocha, que cada día estás más chocha —la reprendió la camarera. —¿Callar por qué? ¿No digo la verdad? Digo la verdad y la seguiré diciendo aunque muchos me queráis callar —protestó la vieja mujer—. Que estoy loca, dice... ¡Locos los que no quieren ver! Los ojos de la camarera se quedaron blancos, había rodado su globo ocular en un ángulo imposible. Sus dedos aplicaron con frustración más fuerza al paño; los vasos llevaban minutos secos, pero ella seguía frotándolos. —¿A qué se refiere? —Adriana se dirigió a la anciana. Le despertaba curiosidad su esencia, esa alma vieja tan extraña como fascinante. Se la imaginó al pie de una hoguera, bramando un conjuro, haciendo una queimada, invocando a los espíritus. Esto consiguió estremecerla, pero la curiosidad era ya demasiado poderosa—. Hable, a mí me interesa. La sonrisa de la anciana se desvaneció. Dio un nuevo bastonazo al suelo y en ese momento un golpe de viento abrió súbitamente la puerta del establecimiento. Una corriente de aire frío penetró por los bordes de su inmaculado jersey y le hizo estremecer. El viento, tenía que haber sido el viento, pensó Adriana mirándola. La camarera, molesta por haber tenido que interrumpir sus quehaceres con el paño, se acercó para cerrarla de un manotazo. Adriana estaba tan concentrada observándola que no advirtió que la anciana se había colocado a su lado. Se sobresaltó al girarse y notar su nariz tan cerca que casi podía rozarla. Sus ojos cansados brillaban ahora con furia desafiante y la miraba con interés, como si pretendiera apoderarse de su alma o robarle su juventud. Ríos de sudor helado recorrieron su espalda. Estaba tensa, pero ni siquiera así pudo dejar de mirarla. Esa mirada… —Conque la flacucha quiere saber, ¿eh? —dijo—. Bien, pero antes quiero que sepas en qué te estás metiendo viniendo aquí esta noche. —¡Dolores, no! —Dolores no, Dolores no —se burló la vieja de la reprimenda de la camarera—. Dolores no, ¿qué? La nena[1] quiere saber y tiene derecho a saberlo. Está aquí, ¿o no lo está? No puede ser casualidad.

Los ojos de la camarera se entornaron y se clavaron sobre la vieja como dos alfileres prendidos a una tela. Adriana tuvo la sensación de que era una seña, una advertencia velada. No le cuentes nada, ni se te ocurra hacerlo. Qué vergüenza, qué vergüenza. Trataban de disfrazar un odio extraño, aunque seguía pendiente de la conversación. La anciana hizo un gesto desdeñoso con la mano que acompañó de un poderoso gruñido y otro golpe de su bastón. Tomó del brazo a Adriana y la atrajo hacia sí. Tenía los dientes picados, le faltaban algunas piezas en su sonrisa destartalada, y un desagradable aliento brotaba de la cueva de su boca. —Es como vivirlo todo de nuevo, ¿sabes, nena? En este pueblo no gusta que lo recordemos, pero nadie puede evitarlo —dijo al sacar un blanco pañuelo que llevaba escondido entre sus esmirriados pechos. Se sonó ruidosamente la nariz y miró con sumo regocijo a la camarera—. Pero ni olvidamos ni tampoco nos permite hacerlo. —¿Quién? ¿Quién no se lo permite? —Déjame que te cuente algo, nena. Pareces muy joven, a lo mejor demasiado joven para entender ciertas cosas. Los jóvenes… Os comportáis como si lo supierais todo, pero lo cierto es que no sabéis absolutamente nada. No me mires así, Consuelo, y ponme un poco más de vino, tacaña, que cada día estás más tacaña. —Meneó su taza de vino blanco en el aire para apremiar a la camarera y la posó de nuevo sobre la barra—. Ese jersey es muy bonito, nena, muy bonito. ¿Vienes de muy lejos? Adriana posó los ojos involuntariamente sobre las mangas de su jersey blanco. La mirada atenta de la vieja, las hondas arrugas que la enmarcaban, le provocó un inexplicable frío. Se estremeció y cruzó los brazos frente a su pecho. —Gracias —replicó con sequedad—. Soy de Madrid. La camarera rellenó la taza de la vieja. Un fuerte aroma alcoholizado viajó hasta las fosas nasales de Adriana. —Conque de Madrid. En las ciudades no ocurren estas cosas, dicen. Pero se equivocan. Ocurren, vaya si ocurren, porque habelas, hailas y están en todas partes. Diferente es que la gente esté demasiado ocupada para darse cuenta. —La vieja vació la taza de un lingotazo y se relamió los labios—. Demasiado ocupados… —Escuche, le agradezco que me cuente todo esto, pero quizá no sea de mi incumbencia. —¡Ja! —dijo la vieja—. La flacucha se cree que no es asunto suyo —repitió en un tono jactancioso y remilgado, imitando su manera de hablar—. ¿Oíste[2] eso, Consuelo? La camarera simplemente alzó las cejas. —Es de la incumbencia de todos, y de ti, más. Estás aquí, ¿no? Estás aquí… —dijo y a Adriana le pareció que una risa maquiavélica empezaba a gestarse en sus cuerdas vocales. Afortunadamente, la anciana solo dijo sentirse muy cansada. Arrastró una silla baja, de respaldo muy recto, y se dejó caer sobre ella con cansancio. «Los huesos», afirmó taciturna. «A ti también te acabarán doliendo, nena, hasta que dejen de doler y entonces ya estaremos muertos».

Así comenzó su relato: —Por supuesto, era una pareja extraña. Toda la familia era muy extraña. Él trabajaba en una granja no muy lejos de aquí, descabezaba pollos y cosas así, era parte de su patrimonio. Creo que el contacto con tanto animal muerto le hizo ser todavía más extraño cuando entró en la edad adulta. No me malinterpretes, ya era un muchacho raro cuando nació, pero nada como lo que vino después. Dicen que se paseaba de noche con una gallina desplumada en la mano, que siempre había sangre bajo sus uñas y olía a algo picado. Yo no lo sé, tal vez solo sean leyendas locales. Hay momentos en los que me pregunto qué tiene todo esto de cierto, ¿sabes, nena? Ocurrió hace demasiado tiempo, mucho, mucho tiempo, nadie puede estar del todo seguro. Hace una pausa y se coloca la larga y negra falda para cubrirse las rodillas. Las medias cortas y transparentes no consiguen tapar del todo sus piernas llenas de varices. Adriana ha dejado el bocadillo a medias. Escucha con atención, embelesada por esas palabras mágicas, tan anacrónicas que tienen que ser otra época. La vieja le hace una seña a la camarera. Quiere más vino para que se le suelte la lengua y frunce el ceño, como si los recuerdos le provocaran un inusitado cansancio o fueran demasiado borrosos y necesitara esclarecerlos en su gastada mente. »También dicen que ella era todo lo contrario. Una muchacha risueña, de familia pobre, eso sí, antes todos éramos pobres como piojos menos unos pocos privilegiados. Y qué guapa era. Preciosa. Tenía los cabellos largos y de color ceniza, ojos verdes, grandes pero sinceros. Cuando la flor de la vida prendió en ella, todos los muchachos del pueblo empezaron a pretenderla y él estaba enfermo de amor, vaya que sí, moribundo, porque esta es la peor de las enfermedades, ¿comprendes, nena? No comía, no dormía, no articulaba palabra y, para vergüenza de su familia, se negó a casarse si no era con aquella chica de origen humilde. »Antes de que la muchacha creciera, su padre ya estaba seguro de que haría un buen negocio con ella. Era un borracho, escoria humana, pero sabía cómo ganarse unos duros haraganeando. A él no le gustaba que su hija cantara o sonriera, pensaba que tenía demasiados pájaros en la cabeza. Pero nada de eso le parecía un obstáculo. Ya aprendería cuando llegara el momento. Ya la vida se ocuparía de ponerla en su sitio. Ya él se ocupaba de azotarla con un palo de madera cuando volvía a casa después de haber pegado unos buenos lingotazos. Dicen que la boda sucedió muy rápido. Tan pronto la niña se convirtió en mujer, y el padre se aseguró de que era doncella (vaya si lo hizo, con sus propias manos), las dos familias llegaron a un acuerdo. La pareja se mudó a una casa muy cerca de aquí, un poco a las afueras, cerca del regato de Moure. Era un lugar muy señorial aquel, con su granja propia, sus terrenos, hasta una mujer que se ocupaba de ayudar a la señora. Él quería asegurarse de que a su esposa no le faltaba de nada. La vieja se interrumpe y vuelve a fruncir el ceño sedienta de vino. La taza está vacía. Golpea su bastón con furia para llamar la atención de Consuelo, que la reprende: —¿No cree que ya ha bebido demasiado, vieja chocha? —Tú calla y ponme más vino. ¿Qué más te da? Si esto no me mata, lo hará otra cosa.

Desde fuera llega al interior de la taberna el ruido sibilante del viento. Se cuela por debajo de la puerta, hace que la amplia cristalera se ondule peligrosamente. Adriana está segura de que acaba de ver una rama arrastrada por el furioso vendaval, pero a lo mejor se lo ha imaginado. Todo parece un sueño, se toca, se pellizca, y siente dolor, y pese a todo no está segura de encontrarse despierta. —Continúe, por favor. —Sí, ¿por dónde iba? Ah, la boda. Asistió todo el pueblo, claro. Creo que algún registro habrá de eso en la iglesia, digo yo que el párroco estaría presente, por si quieres investigarlo o comprobar que no miento. Yo nunca miento. —«¡Chocha!», grita entonces Consuelo. Ella sigue a sus vasos, que empiezan a cobrar un brillo especial, casi sobrenatural—. Y no estoy chocha, eso también lo sé, nena. No estoy chocha… Pero la boda, sí… y la casa donde se mudaron. ¿Qué hay de verdad en todo esto? Como te dije, nadie puede saberlo. Los primeros años vivieron como una pareja casi normal. Él seguía siendo un poco extraño, pero le vino bien la influencia de su esposa. Empezó a peinarse y a tener las uñas limpias, ahora ya saludaba a la gente por la calle. Ella decoró la casa con flores, que brotaban por todo el jardín, era la más bonita del pueblo, y tuvieron su primer hijo, un varón, que salió fuerte como esos robles que hay a las afueras. Un bebé bien lindo, el orgullo de la familia, el marido estaba encantado. Lo mostraba a todo el que quisiera verlo y a los que no, también. «¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Este es mi hijo!». Casi se diría que tanta felicidad no podía durar, ¿verdad? Nunca dura, siempre hay algo que tuerce nuestros destinos. »Debió de ocurrir unos años después, que la felicidad se fue de ese hogar sin avisar, por la puerta de atrás, y él empezó a mostrarse taciturno y agresivo, volvieron las manchas de sangre a la ropa, ahora le gruñía a los vecinos. Algunos decían que era porque no podían tener más descendencia, algo feo tuvo que pasar, que el vientre de la mujer se secó y el único hijo crecía sin compañía. Una desgracia para la época, una vergüenza para la esposa, que ya no sonreía como antaño. Tenía ojeras y estaba pálida, frágil de salud. Empezó a pasar demasiado tiempo en la casa y como tenía gusto de hacer recetas para ayudar a los pobres del pueblo a curarse de sus males y resfriados, la gente empezó a decir que era una bruja. ¡Una bruja! Una muchacha tan bonita como aquella, tan bonita, con su pelo dorado y esa cintura estrecha y ademanes tan elegantes. Ya ves, nena, una bruja… A todas las mujeres sabias se les tachaba de brujas. »Vete tú a saber lo que ocurrió aquella noche, nadie está muy seguro del todo, no existen más que rumores de la época que nos hemos ido contando uno a otros, ¿sabes? El caso es que él tenía reunión con los hombres del pueblo y no se le esperaba en la casa hasta más tarde. Cruzó el jardín de flores preciosas, realmente tenían que serlo para que la gente hablara de ellas, ¿verdad?, y a lo mejor pisó una por error, y se agachó para enderezarla, pudo ser una advertencia para que no entrara. »Dijo: “¡Estoy en casa!” Como el que se anuncia muy pomposamente, algo así imagino yo, y ella no respondió. El salón se encontraba a oscuras y caminó como movido por un funesto presentimiento. Entonces empezaron a escucharse los gritos y él se detuvo un momento, asustado porque el corazón le latía muy deprisa. Agarró lo primero que encontró a mano, un cuchillo bien afilado, a lo mejor el mismo que usaba para descabezar pollos, que sé yo. Pero los gritos no tardaron en convertirse en gemidos. AH,

AH, AH. Y aunque hacía tiempo que lo escuchara por última vez, él conocía muy bien ese gemido de su esposa, tan bien que la sangre le subió a la cabeza y le tembló la mano con la que empuñaba el cuchillo. Abrió la puerta del dormitorio de una patada y allí estaba ella… yaciendo con otra mujer, una muchacha bellísima, un poco más joven, una vecina. »“¡PUTA!”, gritó él. “¡PUTA, ZORRA, BRUJA!”. Bruja, bruja, bruja. Los gritos se oyeron en todo el vecindario. Virgen santa, qué susto. Salieron algunos vecinos de sus casas, preguntándose qué era aquello, por Dios, qué era, y los espantosos alaridos de ella cuando el marido se abalanzó sobre la cama con el cuchillo en la mano. Terrible. La anciana menea la cabeza y se detiene en este punto. Adriana se ha llevado la mano a la boca, la tiene tapada, de pronto su apetito se ha esfumado. Se imagina a su ex, postrado en una cama, ella tumbada a su lado, no están haciendo nada, solo hablan, porque la llama de la pasión se extinguió hace mucho tiempo entre ellos, pero alguien irrumpe en la habitación para acabar con sus vidas. —¿Las mató? —No, no las mató él. No pudo hacerlo. ¿No te dije que estaba enfermo de amor? Se echó a llorar como un niño y el cuchillo se le cayó al suelo. —¿Entonces? —Los vecinos llegaron, preocupados por los gritos en la noche. Parecían querer romper las estrellas —explica la vieja relamiéndose los labios manchados de vino—. Fueron ellos quienes las quemaron, unos días después. Las quemaron vivas. En la hoguera. Por brujas, por rameras. Por lesbianas. Por quererse. —¿Te vas a callar ya, vieja loca? —protesta Consuelo, aunque sabe que ya no hay remedio. Se avecina el final de la historia y sería una pena dejarla a medias. Incluso ella, ahora, ya quiere escucharla. Hacía mucho tiempo que nadie la contaba y Dolores es quien mejor lo hace. Ella vendrá. ¿Esta noche? U otra. Pero vendrá. Siempre vuelve. —No me callo ni puedes obligarme —dice la anciana. Le baila un poco la lengua, pero esto no le impedirá seguir hablando. En el fondo cree que necesita sacar esta historia de su interior, contarla una vez más, antes de ir a dar con sus huesos en el cementerio. Sí, eso le hace sonreír. Le pide más vino a Consuelo. —¿Y qué ocurrió después? —pregunta Adriana. Tiene los ojos tan abiertos que teme que se le caigan y empiecen a rodar por el suelo mugriento. Le hace una seña a Consuelo para que también a ella le sirva una copa de vino. La tormenta no ha amainado ni un poco. Se diría que incluso está más virulenta ahora como el presagio de algo a punto de ocurrir. —Después nadie lloró la muerte de la mujer, todos estaban convencidos de que era una bruja, así que ¿para qué? —explicó la vieja—. Eso fue hace muchos años, en torno a estas fechas, siempre en torno al Día de los Muertos. Y desde entonces…

—Desde entonces, ¿qué? Es Consuelo quien contesta: —Desde entonces dicen que todos los años vuelve el espíritu de la esposa, porque todos los años suceden cosas malas en estas fechas. Una muerte, una desaparición, una casa que se incendia… Cosas así. Para vengarse. Algunos están mal de la chaveta y hasta dicen haberla visto. Pamplinas, pamplinas. Yo no creo en los muertos vivientes, por eso abro, me da igual que estos días no haya muchos clientes. ¿Has acabado ya, vieja loca? —De hablar, sí. Con el vino, no. Ponme otra que estoy seca. *** Noticia publicada en el diario local La Región, Galicia, el día 3 de noviembre de 1998 APARECE EL CADÁVER DE UN HOMBRE DEGOLLADO El cadáver de un vecino de O Viñao ha sido hallado hoy en un monte cercano a esta localidad ourensana ubicada junto a un pequeño riachuelo. El hallazgo ha tenido lugar alrededor de las 14:00 horas cuando varios operarios de la Brigada Verde municipal realizaban labores de desbroce del citado monte y han encontrado el cuerpo con escasos signos de violencia, si bien fuentes policiales apuntan que tenía un profundo corte en el cuello. Hasta el lugar se ha desplazado un equipo de la Policía científica y varias dotaciones de la Policía Nacional y Local, además del juez de guardia, que ha procedido al levantamiento del cadáver sobre las 17:30 horas. El alcalde, Roberto Freire, ha explicado a Efe que el cuerpo llevaba pocas horas en el lugar donde ha sido encontrado, según le ha trasladado el equipo de forenses. El edil ha señalado que el cuerpo podría pertenecer a un hombre de 38 años de edad, vecino de la localidad, cuyas siglas corresponden con A.V.P., desaparecido anoche en O Viñao. «Todo apunta al degollamiento como la causa de la defunción, aunque habrá que esperar el resultado de la autopsia para corroborarlo», apuntó Freire. Por el momento el cadáver ha sido ya trasladado hasta la sede del Instituto Anatómico Forense, en donde se realizarán más pruebas que permitirán continuar con la investigación. El cadáver apareció vestido con un esmoquin y estaba perfectamente peinado. La Guardia Civil desconoce cuál es el móvil del crimen de este hombre al que algunos medios ya han bautizado como «un cadáver exquisito».

—¿Un cadáver exquisito? —Sí, con su pajarita y todo. Aunque estaba perdida de sangre, claro. Pero así lo llamaron, vaya usted a saber por qué. A mí me tuvieron que explicar qué significaba eso. Los finolis estos de la prensa… —se lamentó Consuelo meneando la cabeza—. Eso fue hace muchos años, que yo recuerde no ha vuelto a pasar nada parecido. —¿Cómo no? ¿Y el niño de la Hortensia? ¡Toleou[3]! ¿Y la cosecha del de O Prado? ¡Toda quemada! —le recordó la vieja con vehemencia. Su cara había enrojecido, no se sabe si a causa del enfado o de los

efectos del vino. —Bah, bah, bah. —Consuelo alzó la mano en un ademán de impaciencia—. Pamplinas, puras pamplinas. Este pueblo ha escuchado demasiadas historias de viejos. Adriana miró a las dos mujeres con desconcierto. Las leyendas locales no la impresionaban, pues tenía muy presentes los entretenimientos de aquellas generaciones que carecían de móvil, radio, televisión, internet. Se imaginó estas historias transmitidas de boca en boca, las madres avivando el fuego o cocinando sus caldos, la familia sentada alrededor de las lareiras[4] en lóbregas y húmedas casas de piedra, iluminadas apenas por una trémula vela, mientras el abuelo contaba historias que a su vez le habían transmitido sus antepasados. Y, pese a ello, la noticia del «cadáver exquisito» la había dejado revuelta e inquieta. Tamborileó los dedos contra la barra para llamar la atención de las dos mujeres. —¿Cuándo sucedió eso? Lo del cadáver que encontraron vestido de gala. Consuelo frunció el ceño como si le costara recordar. Dijo: «Hace unos diez años». «¿Qué van ser dez anos, muller? ¡Hai vinte anos polo menos, eu aínda non levaba este trasto![5]», replicó la vieja agitando su bastón como si el cayado de madera representara la medida de todas sus vivencias. Siguieron discutiendo durante un rato, mientras diseccionaban los detalles de aquel asesinato que nadie había conseguido resolver. Adriana las escuchaba con cierta fascinación, pero empezó a sentirse cansada de tanta desgracia ajena y anheló en silencio la intimidad de su cuarto. Hizo ademán de ponerse en pie para despedirse, pero recibió una llamada en ese preciso momento. —Dime. —Se alejó un poco, dejando a las mujeres inmersas en su carrusel de desgracias. ¡Te digo que fue así! ¡No lo fue! ¡A usted es que ya empieza a fallarle la memoria! —¿Has encontrado ya un lugar donde dormir? —Sí, eso creo. —Adriana miró a su alrededor, dudosa de que aquel fuera el mejor sitio para pernoctar. Pero si suspiró fue porque estaba cansada de girar en círculos, de que él se negaba a escucharla. ¿Hasta cuándo?—. No tienes que hacer esto… —¿Hacer qué? ¿Preocuparme por ti? Sí. Sí. Eso. Exactamente eso. —Mateo, ya no estamos juntos. Somos socios, ¿recuerdas? Solo socios. Él hizo una pausa al otro lado del teléfono. Siempre le regalaba un silencio cuando ella se lo recordaba. Adriana sintió que luchaba para hacerle comprender que su relación había cambiado porque de pronto se notó más cansada que antes. Se frotó los ojos, exhausta. —Escucha, yo… No quiero hacerte daño, pero tienes que dejar de tratarme como si fuera tu novia, por favor. Ya lo hemos hablado. —Infinidad de veces lo habían discutido y Mateo seguía teniendo la descabellada pretensión de reconquistarla. Pero lo suyo sí que era un cadáver exquisito, el más elegante y correcto de todos, un muerto en vida que le provocaba una crónica desazón. Adriana se sintió, una vez más, incómoda y disgustada por no poder corresponder sus sentimientos. —Tienes razón —dijo él, aunque sonaba resignado. Suspiró hondamente—. Perdóname, solo quería

saber que estabas bien. —Gracias. Estoy bien. —Conduce con cuidado mañana, ¿de acuerdo? —Así lo haré. Adriana cerró los ojos cuando la llamada se cortó. El funcionamiento de su organismo se empezó a regular, todavía estaba ligeramente alterada, pero se concentró en serenarse. No fue tal y como lo cuentas, yo te lo explico. Las voces de las mujeres le recordaron dónde estaba y por qué. Pagar la cuenta, despedirse, subir a la habitación. Se estaba dando estas órdenes a sí misma cuando un chasquido interrumpió de pronto la discusión y la taberna se quedó completamente a oscuras. Su respiración se aceleró entonces, hasta casi llegar a ser un jadeo. La oscuridad reinante le impidió enfocar la escena durante unos segundos, pero advirtió que Dolores y Consuelo se habían quedado muy calladas y se las imaginó pálidas y asustadas, como si acabaran de contarles una noticia espeluznante. —¿Qué ha pasado? —Se fue la luz. —Volverá. Tranquilas, que volverá. Consuelo empezó a enredar con el cuadro eléctrico. Arriba, abajo, arriba, abajo, se escuchaba el clac, clac, clac de los fusibles sin consecuencia alguna. En la oscuridad el sonido de la lluvia y los silbidos del viento parecían haberse intensificado. La camarera siguió intentándolo en vano y entonces el espeluznante sonido de la campanilla de entrada, el viento caracoleando por el suelo, haciendo círculos y empujando el miedo y algunas hojas al interior de la taberna. Se escuchó el traqueteo de la puerta al cerrarse, mientras una silueta se perfilaba contra la escasa luz que llegaba del exterior. La vieja golpeó su bastón como intentando espantar aquella presencia sobrecogedora y la luz regresó en ese momento para permitir que las tres mujeres la admiraran en todo su esplendor. Cabellos largos y de color ceniza, los ojos claros, grandes pero sinceros, de un verde enigmático. No eran ojos de hechicera pero podrían haberlo sido. La cintura esbelta y unas piernas largas que parecían no tener fin. Adriana contuvo un momento la respiración. Ella volverá. —¿Puedo ayudarla? —preguntó Consuelo. Era la única que no parecía asustada. Dejó el trapo a un lado y miró a la mujer directamente a los ojos. —Me han dicho que aquí tienen habitaciones. ¿Puede ser? Consuelo se puso a trajinar tras la barra, buscaba la agenda donde anotaba las pernoctaciones de los huéspedes (total para nada, ni tenía licencia de alojamiento ni declaraba esos ingresos) y una llave. La nueva clienta, mientras tanto, ocupó el taburete contiguo al de Adriana. Le dedicó una sonrisa bellísima y sincera, como si le alegrara poder disfrutar de su compañía. —Yo también tomaré uno —afirmó risueña, señalando la taza que contenía el vino de Adriana.

*** La idea se le ocurrió con total naturalidad una noche de cena con dos amigas. Estaban debatiendo acerca del placer, qué era exactamente, qué lo causaba, la conveniencia de un hombre bien dotado o de otro no demasiado, pero galante y entregado. Rosa opinaba que ambos tenían su encanto. Ana, por el contrario, se decantaba por «un macho», lo definió con estas palabras. «Cuanto más barbudo, musculoso y grande, mejor. Y con una buena herramienta de trabajo, ya sabéis a qué me refiero». El comentario les provocó una carcajada. Tras haber estado hablando de cine, política y series, lo de siempre, las tres convinieron que una pizca de banalidad marinaba muy bien con el excelente vino que habían pedido. Adriana se llevó la copa a los labios y fue entonces cuando la idea se plasmó con total nitidez, como si así pudiera evitar que Rosa, la cotilla insufrible de Rosa, desviara la conversación para preguntarle qué tal con Mateo. No quería mentir, pero tampoco deseaba confesarle que llevaban meses sin hacer el amor, que la simple idea de volver a sentirle así le provocaba una nausea virulenta. Decirlo en voz alta sería como convertirlo en algo real. Sus ojos brillaron cuando dijo: —¿Y una mujer? ¿Qué opináis de hacerlo con una mujer? ¿Lo habéis probado? Rosa enredó nerviosamente los dedos en su gargantilla de oro. Había dejado su bolso de Prada convenientemente colocado sobre una esquina de la mesa. Su sonrisa impecable mostraba el gran trabajo de su dentista. Siempre llevaba la manicura perfecta y las manos bien hidratadas. Las movió con nerviosismo, abrió ligeramente la boca, pero no consiguió articular palabra. —Yo nunca —dijo Ana sonriendo. La idea le pareció tan graciosa como descabellada. —Ya os imagináis que yo tampoco —se animó Rosa—. No es que sea una antigua, pero a mí eso no me va demasiado… Eso que no le iba demasiado a Rosa rondaba, no obstante, la cabeza de Adriana cuando menos se lo esperaba. Había noches en las que se despertaba empapada en sudor, algo desorientada, recordando un sueño repetitivo en el que una mujer sin rostro la tomaba por la cintura, la empujaba contra una pared, le bajaba las bragas y le hacía el amor de una manera desenfrenada y salvaje. A veces la mujer sin rostro era morena, otras rubia, y en ocasiones sus ingles latían tan deprisa, su pubis temblaba con tal desenfreno, que no reparaba en el color de su cabello. Pero todas las veces se despertaba inquieta y hambrienta, presa de un deseo y una curiosidad que no sabía de qué sombrío rincón de su alma procedía. Al mirar a la extraña que había hecho su aparición en la oscuridad de la tormenta sus ojos brillaron con suavidad. Supo que esa noche soñaría con ella. Se presentó con un largo y cálido apretón de manos. —Me llamo Manuela.

Y en principio, Manuela parecía la descripción en vida de “ella”. Los mismos ojos de la leyenda, los mismos rasgos, la misma belleza antigua y cautivadora que parecía esconder algo. Adriana se puso muy recta en el taburete, podía sentir su espalda trazando un perfecto ángulo recto. El corazón le palpitaba descontroladamente y una película de fino sudor descendía por la base de su cuello, mientras el miedo crecía en ella como una criatura descontrolada. Le pareció que los ojos de Manuela centelleaban de manera maléfica y observó sus manos de dedos finos, dedos de pianista, dedos que bien podrían enroscarse como pequeñas culebras alrededor de su cuello y partirlo de un solo movimiento. CRAC. Inocente, inocente. Un cadáver exquisito. Un cuerpo carente de vida pero vestido de gala para acudir al guateque eterno de los muertos. Adriana creyó que podría convertirse en eso, en el más elegante de los cadáveres jamás hallados en los confines de una Galicia mágica. Intercambió una mirada dudosa con las otras dos mujeres y pudo sentir el miedo agazapado tras sus pupilas mientras el viento se empeñaba en tintinear de manera funesta la campanilla de la puerta. Se retorció las manos, sin saber qué hacer con ellas, su corazón latía penosamente, con golpes sordos que batían contra sus sienes. Trató de no mirar a Manuela, de fijar la vista en aquellos aburridos cuadros de tazas y granos de café que pendían de las paredes de color mostaza, o condenar sus ojos a no separarse de la superficie de madera de la barra. Allí estaría segura, si no la miraba, estaría a salvo de aquel grave error que sus entrañas la empujaban a cometer. Hazlo, déjate. Como si la sangre que fluyera por sus venas la incitara a volver una y otra vez a ella, a dejarse poseer. Sí, eso era lo que le ocurría, una excitación latente, la necesidad de que Manuela abriera bruscamente sus vaqueros, le clavara las uñas en la espalda y la tomara allí mismo, sobre el suelo mugriento, jadeando con ferocidad. Crecía en su interior la tentación de huir escaleras arriba, pero tenía una hoguera en el pecho que la mantenía estática. Sus dedos se aferraron al taburete. —Oye… ¿No tienes nombre? —le preguntó con una sonrisa en sus incitantes labios. —Sí. Adriana, me llamo Adriana. —Me encanta ese nombre. —Manuela observó que ya había consumido casi todo su vino—. Te invito a otra. ¿Quieres? ¿Quiero? Súbitamente, Adriana había dejado de resistirse. La vieja las miraba espantada. Pero en un nivel subconsciente olvidó la leyenda, los cuentos de brujas, las familias sentadas en torno a una hoguera, las palabras susurradas a voz en cuello de generación en generación, y se dejó arrastrar por los ojos de Manuela, sus gestos pausados, el modo en el que parecía desnudarla con cada palabra que pronunciaba. De modo que era eso… Una mujer, hacerlo con una mujer, comerla con la mirada. Llevaban más de media hora charlando y la vieja seguía observándolas con ojos entornados. Adriana sabía lo que estaba pensando. No te fíes, nena, no te fíes. Pese a todo, era incapaz de apartar los ojos de Manuela. Escuchó su relato con atención, olvidando por completo su intención previa de dar la jornada

por concluida. A la extraña de ojos cautivadores la tormenta también la había dejado varada en las entrañas de aquel pueblo escondido entre la maleza. No especificó adónde iba o de dónde procedía, y su acento era extraño, demasiado plano para localizarlo en un mapa de la Península, pero nada de esto le importaba de veras. Los ojos de Manuela le provocaban un cosquilleo diabólico cada vez que se posaban en ella y su belleza de corte antiguo la tenía hechizada. ¿Y una mujer? ¿Qué opináis? —Son un poco raras, ¿no? —Manuela señaló a la vieja y la camarera. Adriana rio con franqueza. —Solo al principio, al cabo de un rato te encariñas con ellas. —Me han contado cosas muy extrañas de este pueblo. —¿Extrañas? —preguntó Adriana, fingiendo inocencia. Había algo en los ademanes de Manuela que le hacía ponerse en guardia, pero a esas alturas de la noche el vino le había hecho olvidar sus temores previos—. ¿Qué quieres decir? —No lo sé, extrañas. Apariciones y cosas así. ¿Has escuchado algo de eso mientras estabas aquí? Adriana miró a la vieja, que la miró a su vez con una mueca descompuesta. Ten cuidado, ten mucho cuidado, no te fíes. —No, ni idea. En ese momento Consuelo le hizo una seña para que se acercara al extremo de la barra donde cuchicheaba con la anciana. Adriana interrumpió la conversación para sumarse a las dos mujeres. —Nena, escúchame con atención. Hay algo raro en esa mujer y es la viva imagen de ella. ¿No lo notaste? Mírala bien, nena, mírala. —Los dedos de Dolores atraparon su brazo convertidos en una garra. Lo apretaron. Dolía—. Es ella, nena, ten cuidado, esto no es coincidencia, estoy segura. Adriana le sonrió con candidez. No quería ser quien hiciera añicos las fantasías de una anciana. Toda la vida de Dolores parecía haber girado en torno a aquella leyenda de fascículo barato y le pareció que, aunque lo intentara, no lograría hacerla entrar en razón. Miró a Consuelo pensando que en ella encontraría la complicidad y el resquicio de racionalidad que tanto necesitaba, pero la camarera parecía igual de preocupada que la anciana. Se había contagiado de su ansiedad y ahora miraba a Adriana con ojos bovinos llenos de lástima. —Os agradezco la advertencia, pero creo que sabré arreglármelas sola. —Echó un vistazo al otro lado de la barra y vio que Manuela le estaba sonriendo—. Solo está perdida. Igual que yo. No va a visitarnos ningún fantasma sanguinario esta noche, ¿de acuerdo? Eso ya lo veremos mañana, nena, parecieron decirle los ojos de la vieja, que se puso en pie anunciando que no deseaba quedarse para presenciarlo. Se despidió con un apretón en el brazo y caminó a trompicones hasta la salida, con la espalda encorvada, arrastrando un poco los pies, su peso apoyado en el bastón que hacía toc, toc, toc. —Me miran como si hubieran visto un fantasma —bromeó Manuela cuando regresó a su lado.

—¿Cómo sabes que es a ti? A lo mejor es a mí a quien miran —bromeó Adriana, sonriente. —Bueno… Eso sí lo entendería. Yo tampoco puedo dejar de mirarte. Adriana sintió en la boca el sabor del vino y en la piel erizada el significado de aquellas palabras. Avergonzada, bajó la vista hasta su regazo, y se miró las manos. Le temblaban ligeramente, como si necesitaran tocar algo. Tocarla. Podía extenderlas y rozar el rostro de Manuela con las yemas de los dedos, atraerla hacia ella de manera ansiosa, casi virulenta, y aceptar la invitación que le tendían ahora sus misteriosos ojos. ¿Qué se siente? ¿Y una mujer? ¿Se atrevería? ¿Pero y si tenían razón? Es ella… Es ella… —Creo que estoy un poco cansada. Ya ni sé el tiempo que llevo aquí. —Te he incomodado. —No, no, para nada, no es eso. —Sí, te he incomodado —insistió Manuela—. Lo siento. A veces soy demasiado impulsiva. Quiso decirle que en realidad era maravilloso sentirse así de viva. Deseada y deseosa. Trepidante. Adriana no recordaba la última vez que había sentido algo parecido. Desde luego, no con una extraña, una mujer, y mucho menos con Mateo. Fue algo parecido a hacer funcionar el mecanismo de sus sentidos por primera vez. El olor a madera, a barril, se intensificaba ahora en las ventanillas de su nariz. Sentía sus pulmones llenos de oxígeno. Los ojos muy abiertos, le pareció que sus pupilas ardían cuando se miraban. Las manos trémulas. El deseo de tocarla, de sentir, de cometer una estupidez. Solo una. Una en la vida. Atrévete. Hubo un silencio prolongado en el que las dos mujeres se observaron un poco dubitativas. Adriana se puso finalmente en pie sintiendo la tensión del momento empujando por ella hacia abajo. Consuelo las miraba desde la atalaya de su barra, convencida de que esas dos tramaban algo, oh, sí, algo tramaban, pensó mientras contaba los billetes de la caja. —La verdad es que yo también estoy cansada —dijo Manuela, que se dispuso a seguir sus pasos. La escalera que conducía hacia las habitaciones estaba en penumbra y se podían escuchar los crujidos de los peldaños de madera. Crac, crac, crac, un rítmico sonido que acompañaba las oleadas de pánico recorriendo su interior. Manuela la seguía de cerca, podía sentir su presencia a su espalda y también en sus pezones, ahora rizados de pura excitación; le pareció percibir su aliento lamiendo el comienzo de su nuca y tuvo que respirar hondo para no girarse y acabar con aquella dulce tortura de una vez. Se detuvieron en la primera de las puertas del estrecho pasillo escasamente iluminado por una lamparita de pared. Estaban solas envueltas por la penumbra, paralizadas, como si no quisieran despedirse, no realmente. —Siento lo de antes. Yo no… Fue un impulso involuntario. La necesidad de acallar una disculpa innecesaria la llevó a poner un dedo en los labios de Manuela y susurrar un bajo “sshhhhhhhhh” que languideció en la longitud del pasillo. Las pupilas de Adriana se ensancharon al topar con aquellos ojos… Esos ojos que la tenían

hechizada… Manuela agarró con dulzura el dedo cruzado en sus labios y le dio un beso en la punta. En el exterior se escuchó un trueno y su resplandor plateado y líquido se reflejó en las pupilas de Adriana. Pero no tenía miedo, la anticipación y excitación de lo que estaba a punto de suceder era lo que la mantenía en pie. —No soy de acostarme con cualquiera una noche… —Bueno.... Yo tampoco. Manuela la miró solo un instante más, uno solo que se perdió muy pronto en las esquinas del corredor. Observó sus movimientos con mirada hambrienta: los labios separados, los ojos, esos ojos verdes entornados por el deseo, y casi pudo sentir el beso antes de que impactara contra su pecho como una potente detonación. Adriana escuchó la puerta abrirse con violencia, de una patada, y siguió a Manuela hasta el interior de la habitación como poseída por un encantamiento. Si estaba a punto de hacer el amor con el diablo, quería descender al infierno y arder en sus llamas lo que restaba de noche. Ese fue el momento en el que perdió el control. Sonriendo, a tropezones, y con el corazón latiendo a cien kilómetros por hora, se dejó arrastrar hasta la cama con prisas, sintiendo que todo le estorbaba, deseando arrancarse a jirones los vaqueros y el jersey blanco. Muy bonito, qué jersey tan bonito, nena. Ni rastro de vergüenza, duda o arrepentimiento. Aprisionó a Manuela contra su cuerpo en una súplica muda de que no se detuviera. Estaba temblando. Cuando los besos acabaran pensaba pedirle que la tomara con fuerza. Suya, que la hiciera suya. Eran las sucias fantasías que aquel demonio le provocaba. Quiso ordenarle que la besara, vientre contra vientre, que se convirtiera en la mujer de los sueños que la atormentaban y le hiciera el amor. Los pantalones fuera, lanzados con descontrol sobre el parqué, el jersey, el sujetador, las bragas que se deslizaron furiosamente hasta los tobillos. —Tócame —le dijo al oído—. Tócame entera. Tómame. Manuela lo hizo y se escuchó aquel gemido jadeante, doloroso y dulce, que no pudo contener más cuando sus pieles desnudas entraron en un contacto salvaje hasta comprender que la tormenta ya no estaba fuera; se había trasladado a su lecho y a su interior. Ya era suya. Suya. Un cadáver exquisito, ella sería el siguiente. Morir de esa manera. Pero qué muerte tan dulce aquella… *** En la habitación, el silencio era completo. La tormenta había amainado. Ya no se escuchaba la lluvia ni el viento. Se miró las manos y vio que estaban intactas. Se palmó el cuerpo y no encontró sangre o heridas en ningún centímetro de su piel. Las sábanas estaban blancas, un poco amarillentas debido al uso, pero ni rastro de una señal de un negruzco color escarlata. Se incorporó de manera lenta y permaneció atenta, con gesto dubitativo; quería asegurarse de que, en

efecto, se encontraba sola en la habitación donde la noche anterior había estallado su propia tormenta. Nada. Se quedó petrificada mirando el espacio, consciente de la sensación de vacío de saberse sola. Y qué salvajes las imágenes que comenzaron a desfilar por su mente. La piel. Las caricias. La respiración jadeante y descontrolada. Manuela, una sucia fantasía, mirándola mientras la sujetaba con fuerza y los pinchazos en sus extremidades provocados por aquella ardorosa sesión nocturna. Adriana sonrió con melancolía, diciéndose a sí misma que lo mejor era restarle importancia. Había hecho el amor con una mujer, ¿y qué? ¿Se asustaría Ana? ¿Dejaría Rosa de ser su amiga? Qué más daba. Lo importante es que seguía estando viva. Pamplinas, pamplinas. Decidió darse una ducha, y pese a ello el dulce olor de Manuela seguía prendido en sus dedos. Recogió sus escasas pertenencias y bajó por las escaleras que conducían a la taberna. Consuelo ya estaba trajinando tras su barra. La miró con una sonrisa misteriosa y ladeada cuando advirtió su presencia. Había otro cliente degustando un copioso desayuno, pero se encontraba ocupado leyendo el periódico. —Habrá descansado bien, espero. —Comentó Consuelo cuando tomó asiento en un taburete y ella le pidió algo que llevarse a la boca. Tanto ejercicio nocturno le había despertado un hambre voraz. —No demasiado, pero lo suficiente, gracias. —Eso creí… por los ruidos que escuché. Me pareció que no era la tormenta —replicó la camarera con su fuerte retranca gallega. Adriana sonrió con complicidad, controlando el rubor que amenazaba con teñir sus mejillas. —Había truenos, sí, pero no era la tormenta, es verdad. —Bueno, lo importante es que está viva. Verá cuando se entere la chocha de Dolores. Qué disgusto se llevará. —Dolores non o pode saber xa [6]—dijo el otro cliente. Sujetaba un palillo entre los dientes y meneó la cabeza con tristeza. —¿Qué dices tú? —¿Non enteraste? La encontraron anoche, le dio un ataque o algo cuando volvía a casa. La muy chocha se había puesto un vestido de fiesta, vete tú a saber por qué. Pobre diaño[7]. Las dos mujeres recibieron la noticia sin saber qué pensar. Se miraron como quien comparte un secreto o el temor anticipado a un acontecimiento fatal. ¿Podría ser que…? Pero era demasiada coincidencia, demasiada casualidad. Recordó a Dolores, la última vez que había contado su historia, su caminar resignado al irse de la taberna, y advirtió un inmenso dolor en los ojos de Consuelo y en la mueca desencajada de sus labios. Después de todo, no podía ocultar el cariño que le tenía a la anciana. Pese a todo, se recompuso de inmediato, mujer robusta como era. Pamplinas, pamplinas de viejos. Ella no creía en esas cosas. Le preguntó al hombre: —¿Cuándo la entierran, oh?

—Esta tarde. ¿Cierras? —Y qué remedio… —Se fue a por el paño con el que limpiaba los vasos, aunque estuvieran brillantes e inmaculados. —Lo siento de veras —dijo Adriana con torpeza. La camarera le respondió con varios asentimientos de cabeza. Ya, ya. Sacó el monedero de su bolso y pidió la cuenta, tenía prisa por largarse cuanto antes de aquel pueblo, le pareció que ya estaba tardando en hacerlo. Consuelo tomó un lápiz, mojó la punta con la lengua y empezó a hacer sumas en una libreta. Se despidieron con un gesto de cabeza, pues las palabras no alcanzaban ya, pero al hacer ademán de girarse, Adriana comprendió que daba igual si optaba por huir otra vez más: aquel inexplicable vacío la acompañaría allá donde fuera. ¿Se habría marchado temprano? ¿Cómo? ¿Adónde? Y su olor prendido a su piel… Observó a la camarera un instante, pensando que ella comprendería, pero cuando la miró por segunda vez no encontró la valentía que necesitaba. Finalmente se dio media vuelta, con la duda cosida a su corazón, y caminó taciturna hasta la puerta, tratando de centrarse en lo único que importaba: su cliente esperaba. Tenía la mano en el picaporte cuando Consuelo la llamó: —¿Oes[8], nena? Adriana se giró, creyendo que se había dejado algo sobre la barra. Pero tenía el bolso aprisionado contra su axila y la maleta rodaba tras ella. ¿Qué era? Qué. —¿Sí? —La chica esa, la de anoche, dejó algo para ti. Se fue temprano esta mañana, pero me pidió que te diera esto. Los ojos de Adriana brillaron llenos de esperanza. Se acercó a la camarera, tomó un trozo de papel arrugado y lo desdobló con manos temblorosas. Un número de teléfono, un desvío de la carretera de su vida. Podía tomarlo si así lo deseaba o pasarlo de largo sin prestarle demasiada atención. Miró a Consuelo y no le hizo falta que le dijera lo que estaba pensando. —¿Llamarás? —le preguntó sin ambages. Adriana le dedicó una sonrisa cómplice. —Puede. Sí, eso creo. —Bien. Pero ándate con ojo, eh, no vaya ser que tú también aparezcas un día vestida de gala. —Eso haré. —Sonrió—. Hasta siempre, Consuelo. Salió entonces al exterior, envuelta en un entusiasmo desconocido, y advirtió la bóveda negra que seguía ensombreciendo aquel misterioso pueblo gallego. Y esas nubes le parecieron preciosas, magníficas, el mejor sombrero de todos para engalanar el cielo. Pero no estaba muerta ni iba a convertirse en el próximo cadáver exquisito. De hecho, bajo el peso de

aquellas nubes de tormenta, comprendió con asombro que jamás se había sentido tan viva.

Emma Mars Emma Mars estudió Periodismo, profesión que ha ejercido sobre todo en el ámbito de la prensa escrita. Tras participar en la fundación de HULEMS, decidió centrar sus inquietudes creativas en escribir novelas de corte chick-lit en las que sus protagonistas son siempre mujeres fuertes y decididas. Hasta el momento Emma ha publicado Políticamente Incorrectas 1 y 2, Será nuestro secreto (Egales), 101 razones para odiarla y Lo nuestro es de otro planeta. Twitter: @unachicademarte

Ensayo sobre la fragilidad del amor Miriam Beizana Vigo Nunca fue tan difícil existir. Los peldaños de las escaleras que tengo enfrente son empinados, blancos; se me antojan fríos y brumosos. Por más que eleve el cuello e intente mirar hacia arriba no encuentro el final, el desenlace. No estoy segura de querer, realmente, encontrarlo y saber cuál es, saber de qué se trata. La ignorancia dulce de no conocer la finitud de la existencia es una guinda brillante y muy jugosa. Vale, lo admito, soy una ignorante, una más en medio de esta masa gris que sigo todos los días. Voy al trabajo, como en el bar de enfrente un plato combinado hipercalórico con un agua mineral, vuelvo del trabajo, voy a casa, me ducho, ceno una manzana y veo la televisión hasta caer dormida en el sofá. El fin de semana salgo a andar por la ciudad, sin rumbo ni propósito. Es lo único que hago, lo único que llevo haciendo los últimos tres años. Soy joven pero me siento vieja. Esas malditas escaleras van a hacerme perder la cabeza. Al caminar hacia el aparcamiento siento que me duelen las rodillas, los tobillos, siento una tensión punzante en la espalda y una jaqueca crónica que me fulmina las sienes. Parezco un esqueleto escuálido. Esta blusa me queda floja y está arrugada. Los pantalones azules están algo desteñidos. Llevo unas deportivas negras porque odio llevar zapatos. En la oficina no me han dicho nada, posiblemente nadie se haya fijado. Soy invisible al fin y al cabo. Estoy sentada ante el volante de mi viejo Renault Megane gris. Pongo la llave en el contacto y empieza a sonar una melodía clásica en la radio, pero se escucha con interferencias. Lo que podría ser un bello sonido se convierte en algo desagradable que empeora mi humor a ratos. Arranco y conduzco entre las columnas. La luz es casi inexistente y los faros devoran la oscuridad. En el exterior es de noche, una noche clara y llena de estrellas. No miro hacia ellas. Solo puedo pensar en las escaleras. Hace tiempo, mucho tiempo, cuando era feliz, solía atreverme a subir algún peldaño, anhelante de saber lo que había en el futuro. Ella, se llamaba Clarisa, era una camarera del Café Central. Tenía la figura esbelta, el cabello enredado y los ojos negros como la noche. Su sonrisa era dulce y tibia, cercana. Una persona que semejaba ser muy humana. Por aquel entonces, yo frecuentaba aquel lugar. Al salir del trabajo acudía allí para mitigar mi soledad fingiendo que leía el periódico. No conocía a nadie en Madrid y me sentía bastante sola y aturdida. Clarisa empezó a hablarme y yo empecé a hablarle a ella. Poco a poco nos acercamos más y más, hasta unir nuestros corazones. Giro la calle y me detengo en un semáforo en rojo. Bostezo, agotada, pero sé que apenas podré dormir. Gimo en voz baja y me siento más abatida que nunca. Hoy parece que ha sido un día extraño pero temo que la noche aún será peor. Siento que todo es irreal y que vivo en una alucinación. Esta mañana no he hecho otra cosa que atender llamadas y responder e-mails. No hay mucho trabajo y empiezo a pensar que

peligra mi puesto en la aseguradora. Quedarme sin nómina sería una catástrofe. Recuerdo la primera vez que invité a Clarisa a cenar. Yo estrené aquella blusa a rayas y un lazo rojo del que me sentía muy orgullosa, incluso fui a la peluquería unas horas antes. Habíamos quedado en un japonés, porque ella insistió en que era su comida favorita y que debería de probarla. No me entusiasmaba esa gastronomía, pero por ella habría ido al fin del mundo de ser necesario. Sólo era una muchacha de veinticinco años que estaba sola en una gran ciudad, que no dejaba de sentir pena por mí misma. Clarisa no dejó de hablar en todo momento y, aunque su aspecto mostraba un cansancio crónico, parecía vital y entusiasma. Yo la escuchaba embelesada, siguiendo con la mirada el movimiento sinuoso de sus labios brillantes y carnosos. Durante la cena, el deseo se fue haciendo más intenso y, después de unos chupitos de licor de lagarto, me atreví a proponerle que durmiera conmigo. Aparco el coche en una callejuela gris y húmeda y resoplo. Cojo mi maletín y salgo del vehículo pesadamente. Me acerco a mi portal, de un color verde oxidado e introduzco una llave larga y pesada. Gira con dificultad. Frente a mí, las mismas escaleras que habitan en mi imaginación agónica. Estas sí que puedo subirlas, al menos de momento. Al menos hoy. Al llegar a mi apartamento, me quito la chaqueta y la lanzó sobre el sofá, lleno de otros objetos. El desorden reina en mi espacio vital, junto con la suciedad acumulada debido a la falta de limpieza. No recuerdo cuándo fue la última vez que hice alguna tarea doméstica. Es mi hermana la que, de cuando en vez, viene e intenta poner orden en mi caos. Detesto que ella venga, me hace sentir culpable y miserable. Me desnudo y voy hacia la ducha. El agua caliente me abrasa la piel y se enrojece casi de manera instantánea. Cierro los ojos y sigo pensando en Clarisa. Subimos a mi casa. Yo por aquel entonces vivía en un piso decente a las afueras. Un ático amplio y con grandes ventanales, luminoso, brillante y, en cierto modo, feliz. Evocaba, en cierta manera, a mi hogar infantil y me hacía sentir mejor estar allí. En el ascensor íbamos cogidas de la mano y yo, como una cría, no era capaz de dejar de temblar. Clarisa, mi dulce y amada Clarisa, no dejaba de hablar como si entonara una melodía. Al entrar, se dirigió hacia el tocadiscos y buscó qué poner. Me llenó de ternura verla merodear por mi hogar y, pensé, que concordaba a la perfección allí. Y quise, con todas mis fuerzas, que esa mujer hermosa fuera mía. Bailamos, bebimos vino y hablamos. En determinado momento, se lanzó hacia mí y nos desnudamos. E hicimos el amor de una forma tan natural, sincera y silenciosa, que me pareció una experiencia totalmente nueva y exótica. Durante un tiempo, aun después de que ella se hubiera dormido en mi pecho, sentía que flotaba en medio de la inmensidad. No dejé de mirarla y de besarla mientras dormía junto a mí. Y fui, esa noche, la mujer más feliz de todo el mundo. Al terminar de ducharme, me siento en la mesa de la cocina, cojo una manzana y empiezo a comerla. El sonido de mis dientes al masticar es trágico y patético. Tomo el teléfono móvil, el cual siempre dejo en casa y lo reviso. Mi hermana me ha llamado cinco veces, tengo algunos mensajes de unos compañeros

y varios e-mails. No quiero hablar con mi hermana, pero sé que tengo que hacerlo. Pulso el botón de rellamada con pereza. —¿Por qué coño no llevas el teléfono? La voz de Beatriz brama en mi oído. Me revuelvo, incómoda. —Perdona. —¿Dónde estás? —Acabo de llegar a casa. ¿Quieres algo? —Sí, sí que quiero algo. —Parece exasperada. Los chillidos de los niños se escuchaban de fondo. — Clarisa ha estado en mi casa esta tarde. Me quedo petrificada, como un muerto. De repente siento que mi cuerpo se ha detenido y mi corazón no funciona. La manzana se resbala entre mis dedos y rebota en la mesa, haciendo un ruido grave y casi mudo. Titubeo, sin saber qué puedo decir. Quiero echarme a llorar de repente, quiero saber qué ha dicho, quiero verla. ¿Acaso está en la ciudad? La última noticia que tenía es que se había ido al extranjero, a Finlandia. Ahora ella trabajaba allí. ¿Por qué había venido a Madrid? ¿Por qué había ido a ver a Beatriz? —Rebeca, ¿Estás escuchándome? Las escaleras son cada vez más empinadas. —Clarisa —repito, como una idiota —. Voy a tu casa. —No está aquí —me avisa. —¿Dónde está? —Quiere verte, Rebe. Ha vuelto a España y estará unos días en Madrid. Pero ha venido a hablar conmigo porque quería saber lo que se iba a encontrar. —¿Qué? —Le dicho que tú no eres la mujer que ella dejó. —¿Por qué le has dicho eso? —Han pasado tres años. Y esa puta te ha hundido la vida. —No es asunto tuyo. —Tú eres asunto mío. No seas imbécil. —¿Dónde puedo verla? —Te llamará mañana. Le he dado tu teléfono. Le he dicho que sales del trabajo a las ocho. Creo que querrá cenar contigo en un japonés. No hagas ninguna tontería, por favor. Esa mujer no te conviene. Le cuelgo con la palabra en la boca y me siento desvanecer. Quedan veintitrés horas para ver a Clarisa y todo mi mundo gira vertiginosamente, gira rápidamente, gira tanto que todo a mi alrededor se vuelve difuso. Nunca fue tan sencillo existir.

Volver a Madrid después de tantos años es, con toda seguridad, lo más difícil y doloroso que he hecho en mi vida. De hecho, durante las horas de avión, siento que camino hacia mi suicidio integral. Es absurdo pero no he dejado de llorar y he tenido que decirles a las azafatas que mi viaje era por motivo de la muerte de un familiar para no quedar en ridículo. Una mujer, vestida de ejecutiva, con unas enormes gafas de sol y un libro de Saramago bajo del brazo no puede permitirse llorar. Y yo, que pretendo ser dura como el acero e inquebrantable, en realidad soy más frágil que el cristal y opaca como la porcelana. En mi alma están grabados, a fuego, los últimos meses de mi existencia. Las cosas no me han ido bien desde que dejé España, no he podido más que arrepentirme de haberme ido y haber perdido a Rebeca. No he dejado de pensar en ella desde que todo se rompió, maldiciéndome a mí misma por no ser capaz de enmendar mis errores, de pedirle perdón y regresar a su lado. Pero tenía miedo de todo lo que sentía y tenía miedo de ella y de cómo dominaba mi vida. Fui una egoísta, sí, una persona con el corazón podrido y el alma encadenada a sus propias mentiras. Nunca me imaginé que yo iba ser una de esas mujeres que pueden considerarse frívolas y malvadas. De esas que hacen daño a otras personas. Sé que le destrocé la vida a Rebeca cuando la hice enamorarse de mí y que casi la mato al irme y dejarla sin apenas darle explicaciones. No sabría dárselas. Aún ahora no sé qué es lo que le voy a decir. Temo lo que pueda encontrarme y temo que al vernos no tengamos nada qué decirnos. El silencio impuesto. A lo mejor nos vemos y solo somos dos desconocidas. A lo mejor, al internar abrazarla, siento que ya no queda nada. Y los años han quemado los sentimientos. O, tal vez, Rebeca no quiera verme. Tendré que asumirlo, será un castigo merecido del que no podré renegar. Soy una despiadada, a fin de cuentas. ¿Por qué he vuelto? A donde fui no encontré nada. Y no tengo otro lugar al que acudir. Iré a ver a Beatriz. Ella me ayudará, aunque me odie, aunque siempre me ha odiado. Pero quiere a su hermana con toda su alma y hará lo posible por ayudarle y que sea feliz. Quiero saber si sigue soltera, no quiero entrar en su vida si ya ha conseguido rehacerla. Por un lado anhelo que así sea, me evaporaré y no la buscaré. Pero, por otra parte, deseo con toda mi fuerza que no haya sido capaz de olvidarme ni de volverse a enamorar. Me deleito en ese pensamiento y me embriaga una extraña sensación cálida que me estremece e, incluso, me excita. Y pienso en cuando hacíamos el amor en su piso, sobre la alfombra. En mis años trabajando en el Café Central conocí muchas caras, muchos rostros. Entablé muchas conversaciones. Algunas banales, otras más profundas. Es curiosa la cantidad de diálogos que pueden mantenerse entre una camarera y una clienta que se sienta en la barra. Dos desconocidas, que nunca serán nada, charlando despreocupadamente sobre política, literatura, cine o sobre el tiempo. A mí me encantaba hablar, y no me importaba con quién. Pero desde que empecé a conocer a Rebeca, tan sólo era capaz de sentirme estimulada con su fluida conversación. Cojo un taxi y le indico la dirección del hotel. Madrid me engulle, acogiéndome de nuevo. Detesto y adoro esa ciudad. Ahora me encuentro muy cansada y apenas puedo mantener los ojos abiertos para

contemplar las calles y sus gentes, pero en mi pensamiento ese paisaje gris sigue latente y nítido, como una diapositiva. Dormito en el asiento de atrás, mecida por el calor de la calefacción. Sueño con ella durante los pocos minutos que consigo conciliar el sueño. El conductor me despierta con cierta grosería. Le pago y salgo a la calle. El frío es cruel. Me siento pequeña y frágil y me inundan de nuevo unas terribles ganas de lloriquear. Avanzo hacia la puerta y la empujo. El interior es cálido, pero está vacío. Camino con torpeza hacia recepción, arrastrando la escueta maleta en la que llevo mi vida. Doy mi nombre y digo que tengo una reserva. La recepcionista es una chica hermosa y sonriente, con aires profesionales. Espero con paciencia mientras observo el lugar con curiosidad. Después de hacer el amor y me dormí junto a ella, toda mi vida fue diferente. Al día siguiente, al despertarme desnuda a su lado, supe que iba a entregarme a Rebeca, que ya nunca jamás podría escapar de la droga que me había dado. Una adicta a su esencia, a sus movimientos, a su forma, su trato, su voz, su latido, su personalidad. Me aferré a ella con fuerza y hasta fue doloroso despedirme para irnos al trabajo al día siguiente. Entonces, sólo contaba las horas para volver a verla. En apenas una noche, me había hecho suya. Y ella era mía. Voy a ver a Beatriz después de comer un tentempié en la cafetería del hotel que me revuelve el estómago. Es una joven con aspecto envejecido y con varios kilos de más. Siempre he sentido admiración por su fuerza. Es una madre soltera que saca adelante a dos gemelos endiabladamente inquietos. Me sorprendo al verlos tan crecidos, a veces se me olvida que ya han pasado varios años. Los críos no me reconocen y eso me duele como una puñalada. Intento disimularlo con una sonrisa falsa, de plástico. Ella se muestra reacia. Me reprocha mi aparición de la nada, me reprocha mi cinismo y me reprocha haber matado a su hermana de pena. A duras penas logro contener la compostura y mantenerme firme, a pesar de que lo que más quiero es irme de allí y no aguantar ese sermón. Me siento avergonzada frente a mi antigua cuñada y le pido perdón con la mirada, pero no salen palabras de mis torpes labios. Llega un momento en el que Beatriz deja de hablar y suspira con pesadumbre. Entonces se inclina y me abraza de manera familiar. Yo, aturdida aún por el insólito gesto de cariño, también la rodeó con mis brazos y susurro un perdón que no estoy segura de si ha sido audible. —Parece que el tiempo se congeló cuando te fuiste. Rebeca no ha avanzado nada desde entonces. Jamás la vi tan hundida. Lo siento, Clarisa, pero debo de ponerte en sobre aviso. Parece una muerta — aclara. Pero luego duda, y me examina con recelo—. A decir verdad, tú tampoco luces muy bien. Sacudo la cabeza. Me gustaría desahogarme con ella pero no tengo ese derecho. —La vida tortura a todos. —A algunos más que otros. No respondo. Me despido con un ademán, llevando el teléfono de Rebeca anotado en la palma de la mano. Mientras camino hacia el hotel, reprimo mis ganas de llamarle de inmediato. Contenerme así casi me resulta doloroso.

La fragilidad del amor Rebeca permanece sentada en la mesa en la que cenaron por primera vez. Sólo ha pedido un vaso de agua y éste está intacto. Se remueve en su asiento, nerviosa, más de lo que jamás ha estado en su vida. Carraspea repetidas veces y mira hacia la puerta de manera obsesiva. La hora de la cita acordada será en pocos minutos. Pero allí no hay ni rastro de Clarisa. Si no viene la buscaré por toda la ciudad. Así se me vaya la vida en ello. Hace calor ahí dentro y el olor a comida es fuerte y molesto. A Rebeca le desagrada bastante esa gastronomía oriental, pero eso carece de importancia real ahora. Con toda probabilidad, de hecho, no sea capaz de comer bocado. Cuando Clarisa, su fantasma del pasado, se siente frente a ella, únicamente tendrá energías para contemplarla y soportar el impacto psicológico. Esperaba poder guardar la compostura, mantenerse templada, serena, distante. Con ciertos aires de mujer dolida y, al mismo tiempo, impasible. No quería demostrarle que ella no le importaba, pero sí que había conseguido estar bien. Por desgracia, nunca se le había dado bien mentir. Bebe un trago de agua. En ese insignificante momento en el que se distrae, una mujer entre en el local y lo atraviesa. Cuando ella levanta la mirada, Clarisa está enfrente. Pero no es Clarisa. Es decir, sí que es Clarisa, pero parece otra Clarisa. Sigue siendo hermosa, sigue siendo profundamente hermosa, pero ha perdido su encanto vital, ha perdido su alegría, ha perdido un brillo que la rodeaba siempre. Sus ojos ya no emitían vida, si no que de ellos parecían brotar brumas que tensan el ambiente. Está pálida, como un muerto. Sus ojeras son violetas y afean su expresión hasta darle un aspecto casi enfermo. Lleva puesta una gabardina detectivesca y unos zapatos de tacón ancho. Está elegante, pero no atractiva. Rebeca se levanta en silencio. Ella se detiene y vacila. Ninguna sonríe, ninguna habla, no se tienden ni la mano. Durante unos instantes demasiado largos, únicamente se dedican a mirarse, como si intentasen reconocerse. Clarisa es la primera que mueve los labios, lo hace varias veces hasta que consigue articular palabra. —Hola, Rebeca. Siente que su nombre es extraño en sus labios. Tres años y esas son sus primeras palabras. Su expresión exhibe dolor, angustia y tristeza. Comprueba, además, como su constitución esbelta y definida se ha convertido ahora en un saco de huesos poco lúcido. —Hola. Siéntate —dice ella, al fin. —Gracias. Se sientan como un ritual torpe, pero siguen mirándose.

—Has cambiado mucho —susurra ella, con temor. —Y tú. —Ambas hemos cambiado —rectifica Clarisa—. Pero me alegro ver que sigues entera. —Ahora sí —se atreve a decir. Aquella respuesta resulta cortante y vuelve a levantar un muro de hielo entre ambas. Un camarero se acerca y Clarisa pide vino para las dos, le indica que en seguida pedirán la cena. Rebeca no es capaz de dejar de mirarla, rota y embelesada. Quiere hacer algo, lo que sea, para fingir que el tiempo no ha pasado, que esa es su primera cita y que el amor los rodeaba como un abrazo infalible. El amor infalible. El amor nunca falla. ¿Clarisa le había fallado? —¿Qué quieres cenar? Ella ha sufrido, pero es capaz de estar allí y actuar con normalidad. —Pide tú. —Muy bien. —¿Por qué te fuiste? ¿Por qué lo hiciste? Clarisa se muerde los labios. Ahora sus ojos brillan, pero es debido a las lágrimas. —Tenía que hacerlo. —¿Por qué? —No lo sé. —¿Y para eso has venido aquí? —Creo que buscaba algo —aclara ella, con la voz temblorosa—, algo que sentía que me faltaba. Pero no lo encontré. Es más, cuánto más me alejaba de ti, más perdida y vacía me sentía. —Pudiste haber vuelto antes. Yo te estaba esperando. Te perdonaría. —Y ahora Rebeca, ¿Ahora podrás perdonarme? Se queda callada. Clarisa suplica con la mirada, casi de forma humillante. Ella aparta los ojos por primera vez, sintiendo cómo algo se rompía en su interior. —No lo sé. —Ya no somos nosotras. Ya no hay forma de recuperar lo perdido. Es muy duro de asumirlo pero, ¿tú también lo ves? hemos cambiado, las anteriores Clarisa y Rebeca han desaparecido. Ya no somos nosotras. Es como si hubieran muerto. Dime, Rebe, ¿Qué puedo hacer? —Nunca he dejado de quererte —le espeta ella, con los dientes apretados hasta hacerlos rechinar. —Yo a ti tampoco. —Tú me abandonaste. —Tenía que irme, Rebeca. Tenía miedo. Todo lo que estaba sintiendo contigo era muy fuerte, nunca me había pasado algo así. No quería sufrir, no quería quererte. Pero en estos tres años no he dejado de hacerlo. —No te entiendo.

—No es sencillo. —Podría serlo. —El amor no es sencillo. —No hables de amor, no sabes lo que es —le reprocha. —¿Quieres que me vaya? —No. No te vayas. No. Entonces Rebeca busca sus manos y se las aferra con fuerza. Están heladas, pero a través de ellas siente cómo corre la sangre de sus venas y cuán intenso es el latido de su corazón. Aquel contacto físico parece hacer (re)nacer algo que ambas creían muerto y, al mismo tiempo, sonríen. —No me iré —susurra ella —. Tal vez quería huir de todo, buscar la eternidad. Tal vez la eternidad está aquí, en Madrid, contigo. Siento haber necesitado tres años para reflexionar. Lo siento de verdad. —Estoy dispuesta a escucharte. A perdonarte. Estoy dispuesto a todo. Incluso a volver a ser la Rebeca que ha muerto, a resucitarle si tú quieres. —Si es posible, sí. —Será posible.

Miriam Beizana Vigo. Nació en A Coruña, el 20 de agosto de 1990, de madrugada. Fuera, un tren devoraba las vías. Posiblemente fue el primer sonido que escuchó en su vida. Administrativa financiera de profesión, es una ávida lectora y fanática escritora. Desde su más tierna infancia escribe relatos, puñados de borradores de novelas y ensayos personales. En el año 2015 autopublica su primera novela, Marafariña. Libro Primero, una obra de ficción autobiográfica. En 2016 presentó al Concurso Indie de Amazon su novela corta Todas las horas mueren. También realiza críticas literarias en el portal literario A Librería. Twitter: @marafarinha

Paladares Mila Martínez Un hilo de claridad aleteó en mi frente y me obligó a despegar un párpado, el que no presionaba contra la almohada. Con los ojos entornados, alcé la cabeza para observar la penumbra que adormecía la habitación. A través del margen que me dejaba la persiana medio bajada pude contemplar una estrecha franja de cielo anaranjado. Apenas había amanecido. Con todo, al moverme también vi algo que me sobresaltó. No estaba sola. Eché un vistazo al cuerpo que descansaba boca abajo al otro lado de la cama. No tenía ni idea de quién era. Recorrí el área de piel desnuda que la sábana permitía al recreo de la vista: unos glúteos redondeados, no demasiado exuberantes, y la espalda cubierta en su mayor parte por una melena rubia salvajemente despeinada. Deduje que la noche debió de ser movida, dado el aspecto totalmente exhausto de la mujer que respiraba pausadamente junto a mí. Desde donde estaba ni siquiera podía verle la cara, ya que la mantenía vuelta hacia el lado contrario. Yo tampoco me encontraba en el mejor de mis momentos. Me levanté con cuidado para no despertarla y fui hasta el baño. El espejo me devolvió la imagen de un rostro marcado por la fatiga, el alcohol y, por qué no reconocerlo, el hastío. Mis propios ojos me observaban carentes de brillo, desdibujados por la escasa pintura que había sobrevivido a la batalla. Introduje mis dedos en el pelo, acariciando el cuero cabelludo, y peiné los largos mechones cobrizos hacia atrás. Definitivamente tenía que dejar de hacer aquello: salir, beber y llevarme a casa a alguien de quien ni siquiera sabía su nombre y que, probablemente, tampoco tenía ningún interés en descubrir. Tras lavarme la cara con agua muy fría, agarré la bata colgada junto a la puerta y me la puse. No quería enfrentarme a ella desnuda. El cuerpo enredado entre las sábanas cobró vida en cuanto entré en la habitación y se dio la vuelta para mirarme. Era guapa. —Buenos días —susurró remolona. Me acerqué hasta la ventana y subí la persiana en un gesto indiscutible que tenía la pretensión de poner fin al corto idilio. Sin embargo, ella mostró un amago de resistencia. —¿Por qué no vuelves a la cama…? —sugirió, cubriéndose los ojos con una mano para protegerse de la luz inesperada. —Lo siento, tengo que trabajar. Me miró un instante. —Comprendo. Se levantó sin decir una palabra, fue recolectando su ropa, que estaba esparcida en distintos puntos de la habitación, y se encerró en el baño que yo acababa de abandonar. Al cabo de unos minutos apareció compuesta y con media sonrisa resignada. —Por si te apetece llamarme algún día… —dijo entregándome un trozo de papel. Rozó mi

mejilla con los labios y salió de mi vida sin mirar atrás. Raquel. Se llamaba Raquel. Observé el número de su móvil escrito en aquella pequeña hoja y lo arrugué con un suspiro. Necesitaba un café cargado. Desde la ventana de la cocina atisbé los primeros rayos de sol que incidían sobre los cristales del edificio de enfrente. Iba a ser un día luminoso. La cafetera estaba preparada. Coloqué la cápsula en el receptáculo, cerré la tapa, y le di el botón que iniciaba el sonido familiar de la caída del líquido ligeramente amargo y humeante sobre la taza. Apoyada en la pared junto al ventanal, bebí un pequeño sorbo paladeando despacio ese primer contacto con el café caliente. Un gusto carnoso a melocotones maduros sorprendió a mi cerebro confundido. Aparté la taza de mi boca y la observé con extrañeza. El líquido oscuro tenía el aspecto correcto, pero el sabor no se parecía en absoluto a lo esperado. Dudando de mi propia percepción, volví a probar una mínima cantidad de aquel café extraño, pero el mismo aroma exótico y aterciopelado inflamó mis receptores gustativos. ¿Cómo era posible?, me dije incrédula. Abrí la palanca y retiré la cápsula de la cafetera para analizarla con detenimiento. No hallé nada inusual en su aspecto, por lo que deduje que debía de tratarse de una confusión de la empresa que fabricaba el producto. Precisamente el día anterior había comprado café porque mis suministros eran ya escasos, y me sentía incapaz de subsistir sin aquella droga tan necesaria. Estaba convencida de que debían de haber cometido un error en el proceso de encapsulado, vertiendo el contenido que correspondía a alguna modalidad nueva con sabor a fruta. De inmediato preparé otro, pero el resultado tuvo idénticas consecuencias. Malhumorada, tuve claro que la remesa entera que me habían vendido estaba defectuosa. Tendría que renunciar a un desayuno en condiciones si me quedaba en casa, así que me di una ducha y me vestí. Era hora punta en la cafetería de la esquina y ya comenzaba a llenarse de gente. Sentada en un rincón apartado, esperé al camarero y le pedí un café con tostadas de aceite, lo cual depositó en mi mesa escasos minutos después. Por fin tenía el ansiado café delante de mí. Agarré la taza con avidez y le di un buen trago. Necesitaba sentir sus efectos con urgencia. Como una bofetada, el tufo denso a melocotón me golpeó sin contemplaciones. Miré con asco el líquido negruzco y me dije que aquello no podía estar ocurriéndome. ¿Qué estaba pasando? ¿Todo el mundo había comprado la misma partida alterada? Me sentía aturdida. Deseché la idea de pedir otro café, conformándome con hincarle el diente a las tostadas, así que eché sal sobre el pan y lo rocié con aceite de oliva. En cuanto me lo metí en la boca, el imposible sabor dulzón se reprodujo en mi lengua. Me llevé tal susto que la rebanada se me cayó de las manos. Miré con rapidez hacia las otras mesas, pero todo el mundo parecía disfrutar de su desayuno sin reparos. No pude encontrar ningún signo extraño entre las personas que compartían aquel espacio conmigo. Pagué como una autómata y salí del local con una sensación rara en la boca del estómago. Aquello me daba mala espina. Al malestar de la resaca se había agregado el pavor a lo que me estaba sucediendo. De regreso en mi casa, decidí

probar con otro alimento. Sobre un trozo de pan coloqué una loncha de jamón serrano. Lo aproximé despacio a mis labios, casi con miedo, y mordí. De forma incomprensible, los duraznos maduros acudieron al asalto. En aquel momento me asusté de verdad. Recordé algo que había leído sobre la alteración de los sabores y su posible relación con un tumor en el cerebro. Sin pensarlo dos veces, me subí a un taxi y le pedí que me llevara hasta la puerta de urgencias del hospital. El facultativo que me asignaron escuchó con atención mis extrañas explicaciones, anotando cuidadosamente en la historia lo que le iba diciendo, para acabar solicitando una serie de pruebas diagnósticas. A media tarde, varias horas perdidas después, volví a mi casa con el alivio de no estar muriéndome, pero con un hervidero dentro de mi cabeza. Los resultados fueron determinantes: no existía rastro alguno de tumor, ni de ninguna otra alteración en mi organismo. Y más rotunda fue la conclusión de mi médico: según su opinión, podría tratarse de algo psicológico, una reacción del subconsciente ante algún problema. Perfecto, me estaba volviendo loca. Me recomendó que consultara con un profesional de la psiquiatría para averiguar el fundamento de semejante rebelión del paladar, aconsejándome que hasta que no encontrara la clave intentara ignorar los sabores. Como si fuera fácil. Esa noche ingerí la cena con aversión, y me fui a la cama con el firme propósito de acabar con la pesadilla frutal que me perseguía por doquier. Pasé varias horas totalmente desvelada. Mientras me aprendía las molduras del techo de memoria, recapacité despacio en torno a lo sucedido. Tenía que tomar una decisión pero, desde luego, no iba a ser la visita a un psiquiatra. Lo que me estaba ocurriendo era debido al estrés. Eso era. Resolví que lo que me convenía era un alejamiento de mi entorno habitual, así que, ante la imposibilidad de dormir, salí de la cama y me dispuse a preparar la maleta. Tenía la intención de pasar unos días en la costa, en un pueblecito mediterráneo donde solía perderme a menudo. En aquella época del año, bien entrado el otoño, la afluencia de turistas era nula. Los visitantes ya habían vuelto a sus orígenes con la depresión del final del verano a cuestas. Buscando en internet, alquilé un pequeño apartamento frente al mar y fui hasta allí con la idea de recluirme a escribir sin ningún tipo de interrupciones. Porque a eso me dedicaba, a intentar sobrevivir con el fruto de mis libros. Abrigaba el deseo de terminar, de una vez por todas, mi última novela. Se me había atragantado hasta tal punto, que había tenido que alejarme de sus páginas un par de meses. Esa noche, pertrechada con una copa de mi vino preferido, brindé con la luna por el retiro voluntario que me había autoimpuesto. En cuanto el delicado borde humedeció mis labios, el sabor a melocotón se me enredó en la lengua. Pensé, con cierta dosis de humor negro, que no tenía que haberme molestado en comprar una botella tan cara; un vino de mesa vulgar hubiera cumplido idéntica función. Cada día mi paladar me sometía a una nueva tortura al ir anulando, uno tras otro, los sabores que solían pintar notas de color en mi vida solitaria. Al final de la primera semana de encierro,

resignada a mi gama monocorde de alimentos, salí con la intención de cenar en un sitio de los muchos que invadían el paseo marítimo. Fui caminando hasta casi exceder los límites del pueblo, lo que me permitió perderme por la playa durante un buen trecho. Por fin vi un pequeño restaurante bastante aislado en el que no había reparado antes. En cuanto entré en el establecimiento me sorprendió la algarabía reinante, en contraste con el placentero rumor de las olas que me había acompañado durante el paseo. Una decena de personas celebraba algún tipo de encuentro en el local. Me acomodé en un rincón y pedí a la camarera que trajera la carta. A pesar de mi limitación gustativa, tenía la intención de encargar la comida que más me apeteciera. Aún podía disfrutar con la vista. Por fortuna, todavía me acordaba de los sabores asociados, aunque debía reconocer que con el paso de los días se iban desdibujando en mi memoria. Me esforcé en paladear cada porción de alimento intentando retener su esencia, pero resultaba inútil. El gusto aterciopelado que me poseía contaminaba todo aquello que tocaba mi boca. Para rematar mi peculiar tormento, me dispuse a sorber despacio el café que pretendía ser el culmen del nada estimulante banquete. Tenía que olvidarme del problema, así que mi atención se dirigió hacia la mesa ruidosa que ocupaba la mayor parte del comedor. Un joven, cuyas sienes empezaban a clarear, llevaba las riendas de la conversación en aquel momento. Gesticulando exageradamente, narraba una anécdota del viaje que acababa de hacer a Egipto. De vez en cuando era interrumpido por otros dos que matizaban sus intervenciones entre risas. Sin poder evitarlo, mis ojos se desviaron al notar una mirada penetrante. La mujer que atrapó mi atención estaba sentada junto al primer hombre. Me sonrió con complicidad, dirigiendo de nuevo la vista al centro del grupo, lo que me permitió observarla detenidamente. Llevaba el pelo castaño oscuro suelto sobre los hombros y un foulard de color naranja en torno al cuello. La barbilla, partida en su centro, aumentaba el atractivo de un rostro cuyos expresivos ojos color avellana dejaban adivinar una mente incisiva. Sus manos eran largas y delicadas, sin ningún tipo de ornamento. Manos de artista, pensé. Volvió a mirarme, esta vez seria, concentrada en lanzarme un mensaje que yo no quise descifrar. Pagué la cuenta en la barra y salí por la puerta del restaurante sin volver la vista atrás. La noche se había vuelto fría. Abrochándome el chaquetón, comencé a caminar de regreso con paso resuelto. Lo que menos necesitaba era retornar a mi vida anterior. Había venido a aislarme del resto del mundo y a terminar mi novela, así que no iba a dejarme engatusar por la primera mujer guapa que se cruzara en mi horizonte. No obstante, a medida que iba avanzando rumbo al apartamento, no dejaba de preguntarme dónde la había visto. Además de interesante, me había parecido familiar. El rostro de la desconocida volvía una y otra vez a mi cabeza, de tal forma que esa noche me dormí con su recuerdo clavado en la retina. A la vista de los acontecimientos, por la mañana decidí encerrarme en casa y escribir. Sin embargo, cuando la luz comenzaba a agonizar a última hora de la tarde, no pude más y me escapé a la calle. Precisaba aire fresco, sentir la brisa cargada de salitre en la cara. Y no negaré que muy

adentro albergaba la esperanza de volver a verla. Anduve varios minutos por la playa desierta, luchando contra el viento frío y la resistencia de la arena en los pies. Tan sólo una figura borrosa en la lejanía rompía la homogeneidad del paisaje. Sin un objetivo claro, me dirigí hacia allí. Los contornos de la figura se fueron perfilando a medida que me acercaba, hasta descubrir que se trataba de una mujer pintando en un caballete. Un pañuelo le sujetaba el pelo a la nuca, aunque mechones inoportunos se empeñaban en jugar delante de sus ojos dificultándole la tarea. Cuando me encontraba a unos diez metros de distancia, levantó la cara hacia mí y me quedé sin aliento. Caí entonces en el color de su foulard. La mujer del restaurante cubrió el lienzo con una tela antes de que yo pudiera examinarlo con detenimiento, dejó los utensilios sobre la arena, a su lado, y me sonrió como la primera vez. No me había equivocado en mi percepción: era bellísima. Y tampoco sus manos me habían engañado; por lo poco que me dejó entrever, poseía una sensibilidad especial para la pintura. —Las casualidades no existen —dijo sin pestañear. Tenía una voz grave que me subió por la espina dorsal sin remedio. —¿Nos conocemos? —pregunté, procurando disimular mi azoramiento. —Todavía no. Se tomó un instante para proseguir, analizando mi reacción. —Desde que te vi en el restaurante supe que volveríamos a encontrarnos —sentenció, por fin, mirándome directa. —Vaya, eres vidente —dije con cierto tono provocador. —¿Me vas a decir que tú no deseabas volver a verme? —me lanzó. Sonreía con la expresión más seductora que he visto en mi vida; y puedo dar fe de que me he topado con bastantes. Intentando sobreponerme a su embrujo, decidí tomar la iniciativa, aunque no sabía a ciencia cierta hacia dónde me llevaba aquello. —No, no lo voy a decir ¿Y qué propones? —Que cenes conmigo. Cocino yo. Con un destello sutil de ironía, pensé que por muy mal que lo hiciera no me iba a importar demasiado. Mi paladar traidor se encargaría de ocultar la afrenta. La seguí por la arena hasta una casita blanca que estaba muy cerca de la playa. Cuando entramos, me pareció totalmente acogedora y decorada con muy buen gusto. El salón tenía una puerta acristalada que se abría a la terraza. Advertí con agrado que, a pesar de no estar abierta, llegaba hasta nosotras sutilmente el rumor de las olas. Intuí que aquella podía ser una noche distinta a las que estaba acostumbrada. No solía compartir esa clase de intimidad doméstica con una desconocida. Mientras ella preparaba la cena, no pude dejar de contemplar el movimiento de sus manos, unas manos delicadas hechas para el arte. Mi mente se distrajo imaginando qué otros menesteres

dominaría igual de bien, y un calor repentino e inesperado se instaló en mi cuerpo. Pareciendo adivinarlo, ella me ofreció, melosa, un canapé. Aunque en apariencia se trataba de una exquisita mezcla de paté y queso, aquello se convirtió en mi boca en un jugoso, carnal y obsceno melocotón almibarado. Abrió una botella de vino que, como era de esperar, resultó más afrutado de lo conveniente, aunque su efecto catalizador permaneciera intacto. Me preguntó si me gustaba y yo mentí, por supuesto, sintiéndome irremediablemente embriagada por sus ojos, pero sobre todo por sus manos. Me lancé a saborear con fingido deleite lo que ella había preparado, toda una serie de platos que iban a constituir una sublime orgía gastronómica dedicada a la fruta de mi suplicio. Intenté consolarme pensando que al menos una de las dos disfrutaría de los manjares que había elaborado con empeño. Estábamos sentadas muy cerca una de la otra y yo le devolví el gesto que me había regalado al principio, cortando un pedacito de carne de mi plato. Unté uno de los bordes con la salsa espumosa que la acompañaba, aproximando el trozo a sus labios. Jugué un poco con ellos y sentí que le gustaba, pues se demoró en separarlos para albergar el bocado ofrecido. Por fin, para mi delirio, los entreabrió y atrapó el regalo con una lentitud exasperante. No pude ver signo alguno de que apreciara el contenido de la ofrenda, ya que masticaba sin apartar sus ojos de mi boca. Estaba más interesada, quise pensar, en aguardar el momento en que se rindiera para ella. Era su turno. Prendió con dos dedos un apetecible tomate cherry y, en un lento movimiento, lo paseó por el plato para embeberlo todavía más con el aliño preparado de aceite de oliva, sal y albahaca. Contemplé extasiada el fruto brillante acercándose, aprisionado entre sus yemas deseadas, y sentí de súbito el roce oleoso. Ella fue recorriendo la superficie de mis labios, lubricando la piel sensible, aguardando una apertura anhelada que yo no hice esperar. Atrapé dulcemente el sempiterno melocotón sin soltar sus dedos atrevidos, que se vieron envueltos con sorpresa por el calor acogedor del interior de mi boca. La vi deglutir, incapaz de decir una palabra. Al tomate siguió un edulcorado trozo de entrecot, y yo la premié, impaciente, con un apetitoso pedazo de pan untado en el jugo de la carne. Así fuimos alimentando algo más que los instintos, hasta que no quedó ya nada comestible con lo que saciar nuestra hambre. Entonces la acompañé, solícita, a trasladar los restos de la cena a la cocina. Sabía qué iba a pasar, pero no sabía cuándo. En uno de esos viajes me dejó sin latido al bloquearme la salida con su cuerpo. Las puntas de sus dedos buscaron mi abdomen y empujaron, guiándome despacio hasta que mi espalda tropezó con el frío alicatado. Ella se hizo dueña del momento, haciéndome callar con sutileza al atrapar mi atención con su mirada. Deslizó las manos creadoras bajo mi camisa, entregadas ahora a viejas artes, consiguiendo despertar células que ya no recordaba que tenía. Sentí aproximarse sus labios y me atenazó el miedo a hallar el mismo sabor perenne que me venía atormentando. La caricia de su lengua hizo estallar tormentas olvidadas. Tenerla tan cerca aguzó

mis sentidos. Olía a hierba, a césped recién cortado, sabía a… —¡Sabes a moras negras! —estallé emocionada. —Y tú a melocotones —susurró, resistiéndose a apartarse de mi aliento—. Hace tanto tiempo que no noto otro sabor que el de las moras… Ni siquiera reparé en esta última frase mientras me arrastraba hasta su lecho. Bebí con ansia, en cada recoveco de su cuerpo, el jugo recién descubierto. El fruto negro rezumaba de sus poros y mi lengua cobraba nuevos bríos, anhelando resarcirse de la triste monotonía. Arrebatada, ella libó mi néctar con descaro, saturando sus papilas hasta agotar el último reducto de melocotón en mis entrañas. Horas más tarde, entrelazados los cansancios, buscamos apagar la otra sed con el resto del vino de la cena. Y entonces se produjo el milagro que estaba pidiendo a gritos: mi boca, tarareando una vieja canción relegada en la memoria, se encontró de improviso con la uva, el roble y las esencias que perfuman los caldos criados con esmero. —Has roto la maldición —le revelé emocionada. —¿Qué maldición? —preguntó con los ojos muy abiertos. —El sabor a melocotón se había apoderado de mi vida. Nunca conocí su origen, aunque creo que me alcanzó a fuerza de hastío. —A mí el mismo cansancio me llevó hasta las moras negras. Moras negras por doquier — confesó—. Ahora comprendo —añadió pensativa tras unos segundos. —¿Cómo? —pregunté asombrada. —Ahora comprendo la razón por la que he estado acudiendo día tras día a ese restaurante, durante meses. En cuanto descubrí el lugar tuve el convencimiento de que en él me libraría de mi fijación gustativa. Pero no tenía ni idea de cómo iba a suceder. Tenías que ser tú. En cuanto te vi, lo supe. Alguna extraña fuerza te llevó al fin hasta mí. —¿El restaurante en el que nos vimos? —¿No recuerdas su nombre? —inquirió enigmática. Me quedé mirándola con extrañeza, pero de repente una luz se encendió en mi cerebro y vi con claridad el letrero sobre la puerta; el viejo cartel con grandes letras de forja, la causa de que entrara allí y no en ningún otro sitio. Al contemplar mi cara asintió, cerrando los ojos para saborear su respuesta, y como si estuviera revelando un secreto muy antiguo, se acercó y susurró en mi oído: Conjuros del paladar.

Mila Martínez

Mila Martínez nació en Valencia y allí estudió la carrera de Derecho. A su primera novela No voy a disculparme (Egales, 2009), la cual dio inicio a una serie, le siguieron Tras la pared (Egales, 2010), Autorretrato con mar al fondo (Egales, 2011) y La daga fenicia (Egales, 2013). Esta última fue galardonada con el Premio Fundación Arena de narrativa LGTBQ en su octava edición. Con el relato Sin tocarte ha participado, junto a otras once autoras, en la antología titulada Donde no puedas amar, no te demores, que conmemora los 20 años de la Editorial Egales. Mis noches en el Ideal Room es su primera novela independiente de la serie. A través de su blog, Beso de Luna (milamartinez.blogspot.com), mantiene vivos a sus personajes. Twitter: @MilaMartnez [1] Habla en gallego: “Niña, chica, muchacha”. [2] En gallego no existen los verbos compuestos. Como resultado, los habitantes de esta región española cometen errores gramaticales cuando hablan en castellano. Durante el relato veremos que tanto Consuelo como Dolores, así como otros habitantes de este pueblo, omiten el uso de algunos verbos compuestos en sus diálogos. [3] Tolear en gallego significa enloquecer.

[4] Chimenea. [5] Habla en gallego: “¿Cómo van a ser diez años, mujer? Hace veinte años por lo menos. Yo todavía no llevaba este trasto”. [6] “Dolores ya no lo puede saber” [7] Diablo [8] Oyes