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Infancias cambiantes, medios cambiantes: nuevos desafíos para la educación mediática DAVID BUCKINGHAM* Institute of Educ

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Infancias cambiantes, medios cambiantes: nuevos desafíos para la educación mediática DAVID BUCKINGHAM* Institute of Education, University of London

Resumen Este artículo proporciona una revisión de los recientes cambios en la infancia y en el entorno de los medios, señalando sus implicaciones para los educadores mediáticos. Se comienza considerando dos análisis contrastantes de estos cambios: la tesis de “la muerte de la infancia” y la noción de la “generación electrónica”. Se pasa a resumir temas recientes en el trabajo sociológico sobre la infancia, prestando particular atención a la experiencia familiar, escolar y grupal de los niños. La tercera parte del artículo ofrece un resumen paralelo de los cambios en el entorno de los medios, destacando las tecnologías, la economía, las formas textuales y las audiencias. Se finaliza sometiendo a discusión algunas de las implicaciones de estos cambios para aquellos profesionales relacionados con la educación mediática. Palabras clave: Infancia, medios de comunicación, educación, posmodernidad, comercialismo.

Changing childhoods, changing media: New challenges for media education Abstract This paper provides an overview of recent changes in childhood and in the media environment; and points to their implications for media educators. The paper begins by considering two contrasting analyses of these changes: the ‘death of childhood’ thesis, and the notion of the ‘electronic generation’. The paper goes on to summarise recent themes in sociological work on childhood, focusing particularly on children’s experience of the family, the school and the peer group. The third section provides a parallel summary of changes in the media environment, focusing on technologies, economics, textual forms and audiences. The paper concludes with a discussion of some implications of these changes for those concerned with media education. Keywords: Childhood, media, education, postmodernity, commercialism.

Correspondencia con el autor: Centre for the Study of Children, Youth and Media, Institute of Education, University of London, 20 Bedford Way, London WC1H 0AL. E-mail: [email protected] © 2000 by Fundación Infancia y Aprendizaje, ISSN: 1135-6405

Cultura y Educación, 2000, 20, 23-38

24 Es muy fácil sumergirse en la retórica del cambio al llegar a estos momentos finales del siglo veinte. Esa retórica se ha impuesto en demasiadas prácticas sociales y en la gran mayoría de los entornos educativos y académicos. Nuestra época enfatiza más el cambio que la continuidad, más la inestabilidad y la incertidumbre que la permanencia de la tradición, más las promesas y amenazas de lo nuevo que la predictibilidad de lo viejo. Aunque me gustaría resistirme a la tentación de esta retórica, es casi imposible evitarla al hablar sobre los niños y la educación. Añadamos a ellos los medios y las tecnologías y tenemos la receta de la especulación futurista que nos hará inevitablemente despegar hacia el hiperespacio. Estas líneas entrarán pues inevitablemente en la retórica del cambio. Intentaré evitar no obstante tanto las fantasías utópicas como las pesadillas apocalípticas características de los debates sobre estos problemas. Intentaré plantear algunas cuestiones fundamentales sobre las relaciones cambiantes entre niños, medios, y educación: • ¿Está desapareciendo la infancia, tal como la conocemos? Y, si es así ¿son responsables de alguna manera los medios de ello? ¿O estamos más bien asistiendo a la emergencia de una nueva generación electrónica, liberada y potenciada por nuevas tecnologías de comunicación? • ¿Son las infancias actuales simplemente “infancias mediáticas”? ¿Están hoy las experiencias infantiles y el propio significado de infancia determinadas en gran parte por los medios electrónicos? ¿O podemos situar la discusión de estos problemas en un marco más amplio de análisis de la vida social de los niños? • Y, cualquiera que sea nuestra interpretación de estos cambios, ¿qué implicaciones tendrá para nosotros, en cuanto educadores en los medios? ¿Necesitamos nuevos estilos de enseñanza, nuevas concepciones del aprendizaje, nuevas fórmulas institucionales de educación? Y en ese caso, ¿cuáles, cómo serían? ¿Muerte de la infancia? Me gustaría abordar este problema valorando dos perspectivas enfrentadas que han tenido una fuerte influencia en el debate tanto académico como popular. Por una parte tenemos la idea de que la infancia, tal como la conocemos, está muriendo o en proceso de desaparición y que son los medios la causa fundamental de ese proceso. Por otra parte la idea de que los medios son una fuerza liberadora para los niños y que están creando una nueva “generación electrónica”, más abierta, democrática y consciente socialmente que la generación de sus padres. En algunos aspectos ambas perspectivas se oponen frontalmente pero, con todo -y ésta es mi propuesta- se dan también entre ellas ciertas similaridades. La idea de que los medios están destruyendo la infancia se suele asociar con el libro de Neil Postman (1983) The Disappearance of Childhood (La desaparición de la infancia), aunque también es un tema recurrente en muchos otros libros. A principios de los ochenta, y antes de la salida del libro de Postman, algunos psicólogos bien conocidos como Marie Winn (1984) (en Children Without Childhood —Niños sin infancia—) y David Elkind (1981) (en The Hurried Child —El niño Acelerado—) planteaban ya un tema similar. Además, desde entonces, esa tesis ha reaparecido bajo diferentes formas en la obra de autores como Joshua Meyrowitz (1985), Barry Sanders (1995) y, más recientemente, en una colección denominada Kinderculture (cultura infantil) dirigida por Shirley Steiberg y Joe Kincheloe. Aunque se dan algu-

25 nas diferencias entre estos autores, todos ellos comparten las grandes líneas de argumentación. Quizá sea el argumento de Postman el que sea más familiar a los lectores. Sostiene básicamente que nuestra moderna concepción de la infancia fue una creación de los medios impresos y que los nuevos medios, especialmente la televisió n, la están realmente destruyendo. Fundamentalmente esto se debe según Postman al acceso del niño a la información. Mientras que adquirir la alfabetizació n impresa exigía un largo período de aprendizaje, no es preciso aprender a leer o a interpretar la televisión. La televisión es, afirma, un “medio plenamente evidente”, y hace accesibles a todos los que fueron secretos de los adultos. Como resultado de ello, sugiere, hoy los niños adquieren conocimiento de ciertos aspectos de la vida adulta —como sexo, drogas, violencia— que previamente se hallarían escondidos bajo el código especializad o de la imprenta. Y, como resultado los niños se comportan cada vez más como adultos y exigen acceso a los privilegios de los adultos. Niños y adultos comparten gustos similares en la comida, llevan el mismo tipo de ropa, les gusta ver las mismas cosas en televisión. La tesis es que los niños se han hecho prematuramente adultos, pero que también los adultos se han infantilizado. Los argumentos de Postman son fácilmente discutibles si nos atenemos a las evidencias disponibles, tanto sobre la incidencia de los fenómenos que describe como en cuanto a las explicaciones causales que aporta. Por ejemplo, el hecho de que los adultos lleven hoy ropa similar a los niños —al menos en ciertos medios sociales— ¿significa que necesariamente han desaparecido también las diferencias fundamentales entre ellos? ¿Eran realmente tan inocentes respecto al sexo, los niños de épocas anteriores, y son hoy tan plenamente expertos? ¿Contamos realmente con alguna evidencia de que la televisión es la causa primaria de los cambios que se dan en la estructura familiar, o de que fomente el consumo de drogas o la precocidad sexual? A otro nivel, nos enfrentamos aquí a varias suposiciones subyacentes que podríamos poner en cuestión. En primer lugar, cuestiones sobre la infancia. Postman no cree que nuestra definición contemporánea de la infancia sea un fenómeno atemporal, sino que sostiene claramente que la “invención de la infancia” constituyó un avance altamente positivo, algo así como un tipo de proceso civilizador. Muchos historiadores de la infancia desearían rebatir esa postura, o matizarla. En segundo lugar, se dan supuestos sobre los medios de comunicación, tanto sobre los usos de los medios como sobre las destrezas o competencias necesarias para darles sentido. Por ejemplo, es una exageración de bulto sugerir que la televisión ha reemplazado, simplemente, al libro, o que atribuir sentido a la televisión es un proceso natural y no aprendido. En tercer lugar están los problemas correspondientes a las relaciones entre los dos anteriores supuestos. La posición de Postman es de determinismo tecnológico: se considera que la tecnología produce cambios sociales (y de hecho psicológicos), independientemente del modo en que se utilice o de las representaciones que vehicule. Y por último está la cuestión de las implicaciones de la tesis en términos políticos. La postura de Postman es a este nivel muy cercana a la de los Luditas: quiere erradicar la tecnología o encontrar un medio para vivir sin ella (se extenderá en su obra posterior mucho más sobre este punto). Así, al tiempo que trata de distinguirse de la llamada Mayoría Moral, Postman desea claramente el retorno a una imaginaria Edad de Oro de las estructuras familiares y los valores morales tradicionales, reforzando así la autoridad y el control adulto.

26 La generación electrónica La segunda tesis que quiero comentar es en cierto sentido una imagen especular de la primera. Es una tesis que aparece en toda una serie de libros recientes de autores como Don Tapscott (1998) (Growing Up Digital), Douglas Rushkoff (1996) (Playing the Future), Seymour Papert (1996) (The Connected Family) y Jon Katz (1997) (Virtuous Reality). También en este caso se dan diferencias en los autores en las que no entraré aquí por falta de espacio, pero que no afectan al argumento general que es compartido por todos. De alguna manera estos autores comparten el diagnóstico propuesto por Postman y otros autores, aunque ellos lo interpretan de una manera muy distinta. Coinciden en que las fronteras entre la infancia y la edad adulta se están difuminando; y en que las tecnologías mediáticas —y en especial la tecnología digital— es la principal responsable de ese cambio. Pero en lugar de lamentar ese cambio, estos autores lo consideran una forma de liberación para los niños. Los medios digitales —y en especial Internet— serían una forma de “potenciación” para los jóvenes. Según Tapscott —el baluarte del optimismo entre estos autores— Internet ha dado a los niños “nuevas y poderosas herramientas para la investigación, el análisis, la expresión propia, la influencia y el juego”. Por supuesto la diferencia que se da entre estos dos grupos de autores se corresponde en parte con la diferencia que se da en las tecnologías. Mientras Postman y los primeros buscan fundamentalmente culpar a la televisión, los segundos miran al ordenador como la esperanza para el futuro. De hecho Tapscott plantea una oposición directa entre la televisión e Internet. Mientras que considera pasiva la televisión, ve la red como activa; la televisión “enmudece” a sus usuarios, mientras que la red afila su inteligencia; la televisión emite una visión singular y única del mundo, mientras que la red es democrática e interactiva; la televisión aísla, mientras que la red construye comunidades; y así sucesivamente. De la misma manera que la televisión sería la antítesis de la red, la “generación de la televisión” —los niños del “baby boom” como los llaman los norteamericanos— sería la antítesis de la “generación de la red”. Los valores de la “generación de la televisión”, al igual que la tecnología que controlan, son crecientemente conservadores, “jerárquicos, inflexibles y centralizados”. Por el contrario, los miembros de la “generación de la red” están “hambrientos de expresión, de descubrimiento y de su propio auto-desarrollo”: son agudos, independientes, analíticos, creativos, inquisitivos, abiertos a la diversidad, socialmente conscientes, orientados a lo universal; y todo ello, a lo que parece, debido a su intuitiva relación con la tecnología. Aunque todos los autores que he mencionado consideran a los medios contemporáneos como agentes de una cierta liberación de los niños, no todos están de acuerdo con esta oposición entre las tecnologías. Mientras Seymour Papert se pone lírico cuando habla del “enamoramiento” del niño con el ordenador, Douglas Rushkoff y Jon Katz ven parecidas posibilidades democráticas y liberadoras en las nuevas formas culturales que las que podríamos llamar “viejas” tecnologías han hecho hoy accesibles. Por ejemplo Katz ve la música rap, los talk shows y la televisión por cable —lo mismo que Internet— como “una de las grandes explosiones creativas de la cultura moderna” y sostiene que representan un creciente desafío para el centralizado control adulto. También en este caso se pueden discutir estas tesis contrastándolas con las evidencias. En este caso buena parte de las evidencias son anecdóticas y no representativas; lo que quizá es inevitable, ya que estos autores tratan de predecir el futu-

27 ro más que describir el presente. Pero en todo caso, lo que vemos es una retórica generacional: un descontrolado optimismo sobre la juventud que se parece mucho al género de habla de los vendedores. Y se deja fuera del cuadro una parte importante de la imagen. Por ejemplo podríamos argumentar que los talk shows y la televisión por cable no caracterizan la democratización del debate político sino, por el contrario, el declive de la esfera pública. A medida que se desarrollan los nuevos medios va pareciendo cada vez más cuestionable que Internet sea ya ahora más “democrático” que los medios anteriores o que estos nuevos medios sean realmente “interactivos”. Podríamos por ejemplo recordar el creciente control comercial de Internet y las tremendas desigualdades en el acceso. Volveré sobre estos problemas más adelante. A pesar de las diferencias entre ellos, este segundo grupo de autores comparte muchas de las limitaciones teóricas que se manifiestan en la tesis de “la muerte de la infancia”. También en este caso se da una especie de “determinismo mediático”, aún cuando no esté siempre explícitamente ligado a tecnologías concretas. Al igual que en la argumentación de la “la muerte de la infancia” se asocia una cierta mitología sobre las tecnologías mediáticas con una mitología paralela sobre la infancia o la juventud. Por supuesto, la naturaleza de esa relación se explica de manera muy distinta. Mientras Postman y el primer grupo de autores ven al niño como vulnerable, inocente y necesitado de protección frente a la influencia inhumana y corruptora de las tecnologías mediáticas, Tapscott y el segundo grupo contemplan a los niños como naturalmente sabios, como “alfabetizados mediáticos” innatos, como su tuvieran una sed innata por el conocimiento que las tecnologías de los medios pueden satisfacer. Mientras Postman desea volver a una situación en que los niños conocían su lugar, Tapscott y el segundo grupo sostienen que los adultos deberían tratar de “ponerse al nivel” de sus niños. Mientras los primeros ponen su fe en la autoridad de los adultos, los segundos contemplan a la tecnología como solución única a nuestros problemas sociales. Pero en última instancia estos argumentos aparentemente contrarios son las dos caras de la misma moneda. Ambos tienen un innegable atractivo: cuentan historias simples que apelan directamente a nuestros miedos y esperanzas sobre el futuro de nuestros hijos. Pero ambos están basados en visiones igualmente sentimentales y esencialistas de la infancia y en supuestos en ambos casos generalizados y determinísticos sobre las tecnologías de los medios. Lo que no quiere decir que no haya verdades en ambas posturas, pero debemos ser conscientes de que, si queremos desarrollar unos cimientos convincentes para las políticas sociales y educativas, necesitamos una comprensión más compleja de las relaciones de niños y jóvenes con los medios. Las infancias cambiantes Me gustaría ahora entrar en una historia bastante distinta sobre la infancia y sobre los medios así como sobre la relación entre ellos. Puesto que es un problema sobre el que hay tanto que decir, deberé limitarme aquí a los “titulares”. Me gustaría antes de nada avanzar que en los últimos veinte o treinta años se han dado cambio significativos en la infancia; tanto en el significado que atribuimos a ésta como en la realidad material de la vida de los niños, aunque sería erróneo generalizar tales cambios. No estoy seguro de hasta qué punto los cambios que yo pudiera detectar para el Reino Unido pudieran ser aplicables por ejemplo a Italia. Concretando más —y ésta es una de mis ideas centrales— no podemos hablar sobre

28 los niños considerándolos una categoría homogénea: qué significa infancia, y cómo se vive ésta, depende obviamente, de otros factores sociales como el género, la “raza” o etnia, la clase social, la localización geográfica, etcétera. Es posible sin embargo identificar varios aspectos generales en que las vidas de los niños han cambiado a lo largo de la segunda mitad del último siglo, especialmente en las dos o tres últimas décadas. Estos cambios atañen tanto al lugar de los niños en la vida familiar como a sus experiencias fuera de la familia: en la escuela y en la esfera del ocio. Por un parte coincidiría con Postman y los otros autores en que se están haciendo borrosas las fronteras entre los niños y los adultos, aún cuando en otras dimensiones sin embargo se están reforzando. De cualquier forma está claro que el estatus del niño en cuanto grupo social distintivo y las relaciones de poder y de autoridad entre los niños y los adultos se han vuelto cada vez más problemáticas. Trataré de aclarar el sentido de los que está ocurriendo mediante cinco palabras clave: Podríamos decir que, en un primer nivel, las infancias actuales están señaladas por un grado de inestabilidad mucho mayor del que nunca ha habido (al menos en la historia reciente). Una inestabilidad que se manifiesta claramente en cómo experimenta el niño su vida familiar. Hemos asistido durante las tres últimas décadas a una escalada del divorcio y una transición hacia estructuras familiares no tradicionales de diverso tipo: fundamentalmente la familia uniparental. Es probable que en algún momento de su vida un alto porcentaje de niños, en muchas partes del mundo, experimentará una rotura familiar y pasará a ser educado por un adulto o por adultos distintos a sus padres biológicos. Se da a la vez una creciente incertidumbre sobre los principios básicos de la crianza y sobre la autoridad de los padres. Durante los últimos cincuenta años se ha venido produciendo una huida cada vez más intensa de los modelos conductistas y autoritarios, hacia un modelo más igualitario y nutricio, aún cuando este proceso varía muy fuertemente según la clase social. Ahora se muestran sin embargo señales de una creciente preocupación respecto a un paternazgo “inadecuadamente” o excesivamente “permisivo”, y se hacen llamadas a la intervención de los gobiernos. Se argumenta que los niños precisan de una disciplina más estricta y en el Reino Unido se han puesto en marcha movimientos a favor de toques de queda para los niños y de exigir cuentas a los padres si sus hijos no dedican el total del tiempo de deberes en casa asignado, o incluso si no duermen lo suficiente por la noche. Por otra parte, el maltrato infantil ha pasado a ser un problema crecientemente significativo para las políticas sociales, aún cuando quizá ello se deba simplemente a que aumenta la sensibilidad por el fenómeno más que a un incremento en su incidencia real. Se ha ensanchado sin embargo el abanico de conductas que se definen hoy como “maltrato infantil”. Puede perseguirse hoy a padres y maestros no sólo por abuso sexual o crueldad manifiesta, sino también por abofetear a un niño; algo que en los años anteriores se veía como aceptable e incluso como claramente positivo para los niños. No se contempla ya la autoridad adulta como un derecho necesario, sino como algo muy peligroso para el niño si se utiliza mal. Si contemplamos estos cambios en conjunto, se ve claramente que la familia no es ya la experiencia segura y estable que conciben los políticos conservadores o incluso aquellos que lamentan la muerte de la infancia. Se da además una auténtica incertidumbre sobre cuál sería el lugar apropiado de los adultos y de los niños y sobre los límites de la autoridad adulta. Algunos de estos elementos de tensión se muestran aún con mayor claridad si dirigimos nuestra mirada más allá de la familia. Podemos identificar por una

29 parte un proceso de individualización: una especie de extensión de los derechos de ciudadanía a los niños. En este sentido se contempla a los niños como a uno de entre esos diversos grupos sociales (como a las mujeres, las minorías étnicas, las personas con discapacidad) a los que previamente se había excluido del ejercicio del poder social al que hoy se les brinda acceso. Así, los niños disfrutan hoy derechos de educación, de representación legal y de recursos de bienestar que antes se les negaban; y se adscriben recursos económicos significativamente grandes dedicados a su crianza y ocio. Muchos países han aprobado nuevas leyes de protección de los derechos del niño, tanto ante las familias como frente a las agencias gubernamentales, siguiendo la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño. Los niños están disfrutando al fin de los derechos “adultos” y sus voces comienzan a ser oídas. También están experimentando cada vez un mayor número de facetas de lo que ayer se contemplaba como vida “adulta”, continúen o no legalmente prohibidas esas experiencias. La cultura del grupo de iguales de los chicos mayores parece ser cada vez más resistente al control parental, y el inicio de la “rebelión juvenil” se va haciendo constantemente más precoz. Por ejemplo los jóvenes practican hoy el sexo —y de hecho maduran físicamente— a una edad cada vez más temprana; y las drogas y el alcohol han pasado a ser una faceta de las experiencia de ocio de los adolescentes que se da por supuesta. Desde ese punto de vista sí que podríamos argumentar que el fin de la infancia llega hoy antes de lo que antaño lo hacía. Por otra parte, quizá como una reacción contra esto, se ha sometido a los niños a un proceso de institucionalización creciente y a la vigilancia y al control de los adultos. La investigación en el Reino Unido sugiere, por ejemplo, que es hoy más probable que los niños estén confinados en sus hogares, y que tienen menos movilidad e independencia que hace veinte años. Ello es en parte el resultado de los temores de los padres a la violencia contra los niños, aunque también influyan la amenaza del tráfico, que continúa su exponencial crecimiento. El ocio para los niños ha sido entretanto privatizado y ha disminuido la disponibilidad de espacios públicos para el juego. Como resultado, cada vez es más frecuente que los padres equipen la habitación del niño como una alternativa tecnológicamente enriquecida frente a los peligros percibidos en el mundo exterior. Mientras tanto se han venido alargando de manera sostenida los años de escolarización obligatoria y la proporción de jóvenes que la continúan en una educación posterior a la obligatoria, a lo que no puede considerarse ajeno el desempleo juvenil. También han crecido las cifras de la educación preescolar en sus diversas modalidades. Todo ello viene acompañado de un creciente énfasis en la competitividad, tanto entre los colegios como entre los niños individualmente. Al tiempo se extiende el supuesto de que los padres deben estar implicados en la educación de los niños dentro del hogar, de modo que se ha producido una expansión masiva del mercado del libro infantil; también el ordenador para el hogar está siendo comercialmente promocionado presentándolo a los padres como un recurso educativo. Cada vez más se considera que la tarea de la infancia es educarse y que no puede permitirse que esa labor educativa se detenga cuando los niños salen por la puerta del aula. Los niños quedan sometidos a formas de justicia de lo criminal cada vez más autoritarias. Aunque esto responde en gran parte a la percepción del riesgo, se trata de una preocupación con un doble filo: se percibe a los niños simultáneamente como amenazados y como amenazantes. Así, en los debates sobre maltrato infantil es cada vez más frecuente construir una imagen del niño como vícti-

30 ma indefensa que precisa de una protección especial por parte de los adultos (y de los miembros de la familia) que son los que constituyen la causa primaria de riesgo; mientras que en los debates sobre delincuencia infantil, se identifica explícitamente a los niños como un peligro para el resto de la población. Por ejemplo hemos visto aparecer en el Reino Unido nuevas medidas mucho más punitivas para afrontar la delincuencia infantil, como la disminución de la edad con responsabilidad criminal y la edificación de nuevas prisiones infantiles. Así, mientras se va gradualmente facilitando el acceso de los niños a los experiencias y derechos adultos —tanto buenos como malos— se les segrega a la vez cada vez más de ellos y se les somete a la vigilancia y disciplina de los adultos. Quienes favorecen esta segunda tendencia, no ven que sea positivo para el desarrollo la experiencia aparentemente prematura de las facetas de la vida “adulta”, sino que lo consideran un síntoma de trastornos más profundos del orden social. En esa perspectiva deberíamos temer, más que celebrar, que se vuelvan borrosas las fronteras entre infancia y adultez, puesto que su resultado es la restricción, más que la intensificación, de las llamadas a la “libertad” del niño respecto del control adulto. Pero también estas dos tendencias están marcadas por la comercialización a medida que se da un creciente reconocimiento de los niños (y sus padres) como mercado potencial. Los niños no sólo están logrando el reconocimiento como ciudadanos, sino también como consumidores: de hecho cada vez es más difícil separar ambos aspectos. De igual modo que, se dice, el capitalismo crea “los teenagers” en los años 50, hoy la apelación se intensifica a los niños en cuanto mercado de consumidores por propio derecho y no sólo como medio para alcanzar a sus padres. Por ejemplo, se valora actualmente el mercado infantil del Reino Unido en diez billones de libras por año, erigiéndose en foco de la competencia comercial. Hasta cierto punto podríamos considerar esto como un mecanismo de compensación: a medida que los padres dedican cada vez menos tiempo a sus hijos, valoran cada vez más ese tiempo que dedican e invierten más dinero en él, de modo que “el tiempo de calidad” (quality time) es una especie de mercancía cuyo valor depende en parte de la cantidad de dinero que se invierte en ella. Como sostendré más adelante, este proceso de comercialización se ha extendido también a la educación, no sólo a los medios, y tanto en casa como en la escuela. Se trata de un proceso paradójico que parece respaldar a las dos tendencias que hemos identificado antes. Por una parte, se reconoce al niño como consumidor por derecho propio, y se da una competencia cada vez más intensa por identificar y abastecer sus gustos y preferencias; pero por otra, tal actividad consumidora se ha vuelto cada vez más privada y fomenta la permanencia del niño dentro de la aparente seguridad del hogar familiar. Por último, es importante ver que este proceso no afecta a todos por igual. Muy al contrario, muchos países industrializados han asistido a una creciente polarización entre los ricos y los pobres durante las dos últimas décadas: y ese proceso se marca con más intensidad en el caso de los niños. Estamos asistiendo a la creación de una creciente clase inferior en cuyo seno los niños están desproporcionadamente representados. La pobreza infantil está creciendo, y no sólo en los países en vías de desarrollo, sino también en el mundo industrializado. Hemos asistido a un significativo crecimiento de jóvenes sin hogar en muchas grandes ciudades como resultado muchas veces del maltrato parental. La pobreza, debemos subrayarlo, tiene profundas implicaciones para la calidad de vida. Ese creciente número de niños empobrecidos tiene menores oportunidades educativas y sus resultados escolares son peores; tienen oportunidades de ocio más escasas y menor movilidad; y , por supuesto, están en desventaja a la

31 hora de comprar el tipo de bienes de consumo y servicios que algunos consideran los símbolos que definen a la infancia actual. Tomados conjuntamente, estos factores sugieren que los niños pobres y los niños ricos están, cada vez más, viviendo infancias distintas. Los medios cambiantes Se han ido produciendo también, mientras tanto, cambios significativos en el entorno mediático de las últimas décadas. Como ya he indicado, sería simplista considerar los medios como causa primaria de estas profundas transformaciones en la vida de los niños. Con todo, es importante valorar el grado en que podrían o no contribuir a reforzar algunas de las tendencias señaladas. Intentaré también en este caso dibujar un panorama muy general de estos cambios con especial atención a sus implicaciones para los niños. Me gustaría resaltar que niños y jóvenes están, en muchos sentidos, en la vanguardia de las actuales transformaciones en los medios electrónicos. Ellos constituyen uno de los mercados más significativos de las nuevas tecnologías y las nuevas formas culturales; y los materiales que se producen para ellos, que podrían parecer incomprensibles para nosotros, apuntan de algún modo hacia el futuro que nos aguarda. Es tentador caracterizar la situación actual como simplemente inestable e incluso caótica. Efectivamente, la aparición de las nuevas tecnologías digitales, combinadas con la desregulación de los medios y la globalización comercial de la cultura parecen haber creado un entorno más incierto. Se ha producida una proliferación masiva de nuevos canales mediáticos y nuevas terminales al igual que una creciente convergencia de la información y de las tecnologías de la comunicación. La pantalla doméstica se está convirtiendo en el punto de distribución de toda una nueva gama de nuevos medios y servicios: video, cable y televisión por satélite, juegos de ordenador, CD-Roms, Internet, compras on-line, etcétera. Y se dice que a medida que se da este proceso se van deshaciendo las fronteras entre la producción y el consumo y entre la comunicación de masas y la comunicación interpersonal. En la misma línea, los postmodernistas sostienen que las distinciones convencionales entre medios y entre géneros se han vuelto redundantes y que en ese proceso las jerarquías establecidas de valor cultural, los modos convencionales de expresión, y la formas tradicionales de identidad, son ahora irrelevantes. Se sostiene, en esa línea, que los actuales medios se han hecho más alusivos1, autoreferenciales e irónicos y más profundamente entretejidos con los sistemas de intertextualidad; aunque al mismo tiempo mucho más profundamente ligados a los procesos de merchandising y mercantilización. Y se hacen también defensas de la interactividad que las tecnologías digitales han posibilitado, considerando que hipertexto, CD-Roms y juegos de ordenador parecen difuminar la distinción entre lector, escritor y jugador. Aunque muchos de estos argumentos se dejan aplicar con especial fuerza a aquellos medios dirigidos a niños y jóvenes, existe el peligro de fijarse en las características superficiales de los medios. Muchas de las nuevas formas textuales más innovadoras —como los juegos de ordenador— comenzaron como formas destinadas a los niños y sólo después alcanzaron el mercado adulto. De manera parecida, la televisión infantil actual es muy diferente de las nuevas generaciones. Si comparamos las series de animación actuales con las de hace treinta años —por ejemplo, Los Simpson con Los Picapiedra— nos sorprende la rapidez

32 del cambio, su alusividad y su intertextualidad, su juego complejo con la realidad y la fantasía, su ironía y su autoreferencialidad: en cierto sentido constituyen la quintaesencia del texto postmoderno. Pero los programas de televisión no son simplemente programas de televisión: son también películas, documentos, cómics, juegos de ordenador y juguetes, sin olvidar las camisetas, los pósters, la comida lista para llevar, las bebidas, los álbumes de cromos, la comida y una miríada de productos más. La cultura mediática infantil cruza cada vez con más frecuencia las fronteras entre los textos y entre las diversas formas mediáticas tradicionales, como ocurre con fenómenos como Las Tortugas Ninja (Teenage Mutant Ninja Turtles), Super Mario Brothers, o los MightyMorphin Power Rangers y por supuesto, de la manera más espectacular, como Disney. Entretanto, la proliferación de los medios y de los terminales mediáticos y la expansión de los “nichos de mercado” puede estar produciendo una fragmentación de la audiencia. Puede que estemos contemplando el declive de la emisión de masas (broadcasting) y de la “cultura común” que posibilita, y el paso a una emisión restringida (narrowcasting), de la misma manera en que los textos se dirigen (y se comercializan) cada vez más a audiencias más especializadas y pequeñas. Claro que es muy dudoso que esta proliferación de los actuales medios produzca más oportunidad de elección en el consumidor. Es posible que tal elección sea un engaño. Parece claro sin embargo que, en el caso de la televisión, estas nuevas tecnologías ofrecen al menos muchas más oportunidades para ver las mismas cosas, lo que ya es en sí mismo un cambio. Es muy distinta la experiencia de ver la televisión en una época de 100 canales que en la época de cuatro o cinco, que es lo que la mayoría de nosotros sigue teniendo en el Reino Unido. Por eso, en términos generales, a la inseguridad que he sostenido que caracteriza a las infancias actuales se adosa en paralelo la inseguridad del entorno mediático contemporáneo. Pero quedarnos en eso es renunciar a un intento de explicación. Mi impresión es que se dan más paralelismos y que necesitamos comprender las tendencias contrarias en juego si deseamos avanzar hacia una respuesta más eficaz para los educadores. Es así posible señalar hacia un tipo parecido de individualización de la audiencia infantil. Como señalaba antes, en las últimas décadas se ha “descubierto” al niño como un nuevo objetivo de mercado. El niño no se veía inicialmente como una audiencia especialmente valiosa por la televisión comercial. Pero en la actual era de nichos de mercado los niños han adquirido de pronto mucho más valor: se sabe que tienen una influencia muy fuerte sobre las decisiones de compra de sus padres, además de sustanciosos ingresos a su disposición. De modo que niños y padres se cuentan entre los mercados más interesantes para los nuevos medios. El despegue de la televisión por cable y por satélite, del vídeo y de los ordenadores domésticos es proporcionalmente más alto en los hogares en los que hay niños, y gran parte de la publicidad y las ventas se venden una mística popular sobre la afinidad natural de los niños con las tecnologías. En la mayoría de los países industrializados la mayoría de los teenagers tiene ya televisión en su cuarto y vídeo una parte significativa de ellos, al tiempo que crece rápidamente la penetración de ordenadores domésticos y consolas de juegos. Así que sigue creciendo la competencia para conseguir audiencia infantil. Por ejemplo, en el Reino Unido tenemos actualmente cinco canales de cable especializados que rivalizan en su oferta a los niños. De hecho, si no en la calidad, si se ha dado un significativo incremento en la cantidad total de oferta televisiva a los niños.

33 Podría valorarse todo esto como una forma de potenciación (empowerment) o incluso de “soberanía del consumidor” que demuestra que los niños ya no pueden ser marginados del mundo del consumo: aún cuando carezcan de un ingreso autónomo, al menos son contactados considerándolos consumidores autónomos a quienes se alienta a tomar sus propias decisiones sobre lo que comprar, ver y leer. Las cadenas públicas no pueden mantener el dar a los niños lo que piensan que es bueno para ellos, sino que se ven obligadas a responder mejor a sus necesidades y demandas; en especial a su interés por la teenager “cultura juvenil” y la de los adultos jóvenes. Se están borrando por tanto, hasta cierto punto, las fronteras entre niños y adultos: los niños aumentan su acceso a materiales que antes estaban limitados a los adultos, el vídeo, Internet y la televisión por cable y satélite ponen los “secretos adultos” —por emplear el término de Postman— a disposición de los niños con un alcance aún mayor que el logrado por la emisión televisiva. Ahora, vía Internet, pueden comunicarse entre sí y con los adultos mucho más fácilmente y sin necesidad de identificarse como niños. Incluso en los contenidos producidos directamente para niños aparecen reflexiones sobre facetas del mundo que antes se consideraba inapropiado que los niños vieran o conocieran. Algunos piensan que todo esto hace necesario reforzar de nuevo las fronteras: controlar a los niños y ponerlos otra vez en su lugar. Este miedo a que los niños tengan acceso no autorizado a los medios “adultos” se manifiesta con mayor claridad en los debates sobre el impacto del sexo y de la violencia en los materiales audiovisuales, o sobre la pornografía en internet: en ambos temas se hacen llamadas a favor de un control más estricto, bien mediante una censura más rigurosa, bien mediante software de bloqueo o “injertos tecnológicos” como el chip V. Y sin embargo también podemos valorar estas transformaciones, en todos los casos, como una reafirmación de las fronteras. A medida que aumenta el acceso del niño a las tecnologías ya no se ven obligados a ver o leer lo que los padres eligen. A medida que crece la importancia del “nicho de mercado” de la infancia, se posibilita que, especialmente los niños más pequeños, se confinen a sí mismos en el marco de los medios producidos para ellos específicamente. De hecho, las nuevas formas culturales “postmodernas” que caracterizan la cultura infantil y juvenil son en muchas de sus características altamente exclusivas frente a los adultos, ya que dependen de competencias culturales específicas y de un conocimiento previo de los textos propios de los medios (es decir, de una modalidad de “alfabetizació n mediática”) mucho más accesibles a los jóvenes. Al tiempo que los niños comparten cada vez más una cultura mediática global con los otros niños de otras partes del mundo, comparten cada vez menos con sus propios padres. Ya he sugerido que estas transformaciones viene en gran parte impulsadas por el comercialismo. Tanto en el Reino Unido como en toda Europa se ha venido produciendo la gradual privatización de los medios de servicio público. Las ideologías del “libre mercado” de los gobiernos nacionales y su resistencia cada vez mayor a regular, al menos en áreas que no sean estrictamente la moralidad, han fomentado el creciente dominio de un pequeño número de corporaciones globales —fundamentalmente, pero no sólo, radicadas en los Estados Unidos—. También las industrias mediáticas se han visto sometidas a la lógica de la doble integración vertical y horizontal, es decir, tanto de los medios de producción y distribución como de los propios medios antes independientes. Se extiende cada vez más la modalidad de que los bienes y servicios culturales que consumen los niños deban pagarse estrictamente al contado. Los espacios públicos para la infancia —tanto los espacios físicos para el juego como los espa-

34 cios virtuales de emisión— han disminuido dramáticamente o han sido devorados por el mercado comercial. Una consecuencia inevitables de estos cambios es que los mundos social y mediático de los niños se vuelven cada vez más desiguales. La disminución de los recursos para el sector público y la comercializació n de los medios refuerza la polarización entre ricos y pobres. Se ensancha y ahonda de manera constante la grieta abierta entre “tecnologías ricas” y “tecnologías pobres”, entre quienes “tienen” y “no tienen” medios. Y no sólo respecto del ordenador familiar, sino también respecto del cable y la televisión por satélite que (pese a tener una imagen de “mercado bajo”) tienen un acceso mucho más limitado en los hogares de renta baja. Los niños más pobres, simplemente, tienen menor acceso a los bienes y servicios culturales: no es que vivan en diferentes mundos sociales, viven también en diferentes mundos mediáticos. Lejos de haber abolido las distinciones de clase, los medios pueden estar contribuyendo a crear una nueva sociedad de clases en que las desigualdades del capital económico refuerzan y son reforzadas por las desigualdades del capital cultural. Con todo estas transformaciones abren también importantes oportunidades creativas y democráticas, especialmente porque ofrecen un gran potencial para que los niños se conviertan en productores de los medios por derecho propio. Las nuevas tecnologías ponen al alcance de los niños oportunidades hasta ahora innaccesibles para la comunicación y la expresión cultural, y pueden posibilitar que su puntos de vista y maneras de pensar se conozcan de manera más amplia. Pero esos avances no se producirán automáticamente o como mero resultado de la accesibilidad del equipo. Es muy posible, por el contrario, que sea la educación la que deba desempeñar en ello un papel especial. El lugar de la educación mediática2 Sólo me resta el espacio para ofrecer algunas “provocaciones” generales de cara a la educación para los medios y espero que este número pueda constituir un foco de discusión. La filosofía y la práctica de la educación en relación con los medios varía por todo el mundo en función de las tradiciones y políticas nacionales; siendo honesto, no conozco lo bastante el problema de la educación y los medios en España como para poder aportar otra cosa que observaciones generales. Dicho esto, confío en que podamos comenzar compartiendo el supuesto de que el objeto de la educación mediática es preparar más que proteger a los jóvenes en sus relaciones con los medios. En el Reino Unido y en muchos otros países la historia de la educación mediática se ha caracterizado por una especie de actitud defensiva y proteccionista, manifestada bajo diversas formas. Ya en los años 60, en los primeros días de la educación mediática, una especie de proteccionismo cultural era la motivación fundamental: el objetivo de la enseñanza sobre los medios era el de exponer sus limitaciones, su deshonestidad y su falta de valores culturales y llevar por tanto a los alumnos hacia lo que se veía como más altos fines. Los 70 contemplaron la aparición de un cierto tipo de proteccionismo político; se veía a los medios como agente de la ideología dominante y responsables por tanto de imponer a los alumnos una falsa conciencia, de modo que el fin de la enseñanza era su “desmitificación” para así conducirlos hacia el verdadero camino de la política. También se da un cierto proteccionismo moral en algunos otros países, como en los Estados Unidos, donde el fin de la enseñanza mediática es hacer frente a los mensajes, presentes en los medios y moralmente insanos, del

35 sexo y la violencia; se argumenta que así de podrá detener la conducta inmoral que los medios parecen promover. La experiencia en el Reino Unido nos ha enseñado que este enfoque proteccionista no es eficaz, entre otras cosas porque no comprende ni la naturaleza de las relaciones de los jóvenes con los medios ni la naturaleza de su aprendizaje. Concibe a los alumnos como víctimas o primos y a los profesores como sus salvadores. Opera como un medio de propaganda hacia los alumnos y se ejecuta muchas veces desde una base de ignorancia o de falta de respeto por lo que los jóvenes consideran su propia cultura. No es así sorprendente que los alumnos se resista a esta versión de educación mediática. Pero si argumentamos contra el proteccionismo no es para sugerir que lo que sencillamente debemos hacer es celebrar el contacto de los niños con los medios o estimularles a compartir su entusiasmo en la clase. Es esencial que respetemos y valoremos los conocimientos y disfrutes culturales de los alumnos, pero el fin de la educación es también el de proporcionarles una perspectiva más amplia. Será preciso tener en cuenta todos los puntos que he ido esbozando si queremos preparar a los alumnos para enfrentarse a las complejidades del nuevo entorno mediático. Es necesario preparar a los alumnos para explorar y reflexionar sobre sus propias experiencias como consumidores, y para que puedan comprender la diferencia entre ellos mismos y las otras personas. Pero necesitan también comprender el plano general: la naturaleza cambiante de las industrias mediáticas y las fuerzas culturales, comerciales y tecnológicas implicadas. La educación mediática no se limita a la experiencia subjetiva de los alumnos; ni al análisis estilístico y literario de textos, sino que también debe extenderse a las relaciones entre tecnologías, instituciones, textos y audiencias. Y ante esa tarea y como decía antes, las nuevas tecnologías digitales presentan una amalgama de peligros y de oportunidades. La parte positiva es que los medios digitales tienen un gran papel de cara al trabajo productivo que puede darse en el aula. Cuando, al final de los 70, comencé a dar clase en la escuela sólo teníamos cámaras Super-8 y —si teníamos suerte— vídeo portátil, pero que era tan pesado que no se le podía considerar tal. La tecnología era escasa, cara y difícil de usar. Aunque estamos aún lejos de que las escuelas dispongan de equipo adecuado, la situación está, poco a poco, cambiando. No sólo es ahora más barata y accesible la producción con medios, dentro y fuera de la escuela, sino que muchas de las facetas del proceso son ahora más fáciles de controlar. Puede editarse vídeo o hacer complejas manipulaciones de imagen en ordenadores estándar, lo que permite que muchos de los procesos conceptuales generales —como la selección y manipulación de imágenes— pueden ahora explorarse de una manera práctica y accesible. Se comienza así a abolir la división entre “teoría” y “práctica”, que ha venido siendo un problema importante en la educación mediática. Pero estas tecnologías tienen potencialmente la capacidad de individualizar el proceso de producción. En la era multimedia la producción puede convertirse en una interacción silenciosa entre el alumno individual y la pantalla del ordenador: una sala con hileras de ordenadores en lugar de un animado diálogo alrededor de la cámara de video. Considero sin embargo importante subrayar, desde un punto de vista político y educativo, la naturaleza social de la producción creativa, tanto en cuanto permite trabajar en grupo y discutir lo que se quiere hacer como en cuanto facilita pensar en la audiencia a la que se destina la producción y cómo se quiere que la interprete dicha audiencia. Es preciso, en este asunto, resistirse a la tendencia a la privacidad. Otra cuestión abierta es cómo debería responder la educación mediática a las experiencias mediáticas cada vez más fragmentadas, y cada vez más desiguales, de

36 los alumnos. Si realmente se está dando la polarización entre los “tecnológicamente ricos” y los “tecnológicamente pobres”, algunos alumnos llegarán al aula con una experiencia cultural más amplia que los otros. Quienes tengan acceso a la televisión por cable y por satélite, a Internet y a los CD-Rom, a las cámaras de video y al video digital, están de hecho viviendo vidas culturales distintas de los que no. Se trata posiblemente de una “infraclase mediática” que se está quedando rezagada por la velocidad del cambio. Una parte de la función escolar en este nuevo contexto debería ser la de igualar el acceso, es decir, ofrecer oportunidades a aquellos a quienes se han negado. Pero no se trata sólo del acceso a los equipos, sino también del acceso al capital cultural —las habilidades y capacidades— necesarias para usar esos equipos creativa y constructivamente. “Cablear” las escuelas no supondrá en la pràctica ninguna diferencia, ya que los alumnos seguirán llegando a clase con experiencias muy diferentes y con muy distintas orientaciones hacia la tecnología, es decir, con tipos de capital cultural muy distintos. Estas transformaciones exigen en el fondo que miremos más allá de lo que es la escuela como institución y contemplemos todos los tipos de educación que proporcionan hoy los medios. Una de mis preocupaciones actuales se centra en los cambios en los espacios educativos (changing sites of education), es decir, que la educación no está ya confinada al aula y que cada vez más se contempla como algo que tiene lugar en el hogar. Por supuesto y en cierto modo, siempre ha sido así, pero el gobierno hace hoy mucho más hincapié en el Reino Unido en las responsabilidades educativas de los padres. Por ejemplo se pone más eénfasis en que los niños hagan los deberes en casa, en que los padres lean con sus hijos, y todo ello acompañado de una crítica cada vez mayor a los padres que simplemente dejan a sus hijos viendo la televisión. Me preocupan bastante algunas de estas tendencias. Por un lado creo que suponen una especie de puritanismo, como si toda la vida del niño debiera ser un modo de trabajo y no tuvieran derecho (como sí lo tienen los adultos) a disfrutar del ocio. Me preocupa por otro lado que ese énfasis contribuya a fomentar cierta forma de desigualdad en lugar de reducirla —como parece ser su intención—. Porque algunos padres estarán claramente en mejor posición que otros para ayudar a sus hijos educativamente en el hogar, y no ya porque dispongan de medios económicos para hacerlo comprando libros, ordenadores y programas, sino porque ya poseen el capital cultural que se requiere para ello. Planteandolo de manera más básica: me preocupa la idea que se propugna de educación desde esas tendencias. Una de las transformaciones más sorporendentes de los últimos años ha sido la expansión de los medios “edutainment” para niños: las programaciones “educativas” de televisión han ido haciéndose cada vez más rápidas y menos didácticas; los libros infantiles son ahora más visuales y preocupados por el diseño; y el software educativo para niños emplea cada vez más modelos tomados de los juegos de ordenador. Lo que la investigación sugiere es que, mientras los padres invierten en ordenadores con propósitos “educativos”, los niños los usan como una fuente de “entretenimiento” (entertainment, de ahí edutainment). La distinción entre ambos niveles no es significativa o significa algo distinto para los niños que para los adultos. Quizá siempre ha ocurrido eso. Marshall McLuhan solía decir que quienquiera hable de la distinción entre educación y entretenimiento no sabe lo principal de ninguna de ambas cosas. Por una parte todo entretenimiento es educativo, en el sentido de que enseña cosas a la gente; por otra, toda educación debería entretener, al menos si se pretende que los alumnos aprendan con ella. Pero la difuminación de esa frontera debería llevarnos a cuestionar las formas básicas de educa-

37 ción y hacernos pensar que en el futuro necesitaremos una perspectiva mucho menos didáctica de lo que es realmente enseñar y aprender. Necesitamos también pensar sobre las formas institucionales de educación de una manera más radical, especialmente poner nuestras miras más allá de las actuales limitaciones de la escuela. Los desafíos que he detallado aquí —el desafío que suponen las nuevas tecnologías y los desafíos que plantean su comercialismo y su privatización— exige que pensemos de manera más imaginativa y radical sobre qué tipo de esferas educativas públicas podrían ayudar a contrapesar esas transformaciones. Existe un potencial democrático importante en las nuevas tecnologías mediáticas: ellas pueden poner al alcance de mucha más gente los medios de producción y de comunicación. Pero no podemos permitirnos depender solamente del funcionamiento de las fuerzas del mercado si deseamos que ese potencial se realice. Necesitaremos para ello crear instituciones públicas nuevas y repensar las viejas. Pienso que las escuelas jugarán en esto un papel importante. No estoy de acuerdo con quienes señalan a Internet como la escuela del futuro, o con quienes sostienen que la escuela ya no es importante. De haber algún cambio será hacia una mayor importancia de la escuela: tanto en cuanto medio para igualar el acceso como en cuanto medio para desarrollar un diálogo social continuado —un diálogo cara a cara— con los medios. Pero necesitamos concebir la educación mediática de manera más amplia, como un proceso que dura toda la vida, como algo que tiene lugar en un abanico mucho más amplio de espacios institucionales y no sólo en encuentros entre profesores y alumnos. Más que insistir en la vieja fórmula de la escuela como algo separado de la vida social y cultural de los alumnos necesitamos trabajar duro para romper esas barreras entre la escuela y el resto de la vida. Y eso exige algo que algunos considerarían pensamiento utópico. Sin ignorar cuales son los desafíos y las dificultades inmediatas de nuestro trabajo como educadores, confío en que nos demos a nosotros mismos la oportunidad de algún tipo de pensamiento utópico más allá de estas páginas.

Notas * David Buckingham es catedrático de Educación en el Institute of Education, University of London, donde dirige el Centre for the Study of Children, Youth and Media (www.ccsonline.org.uk/mediacentre). Es autor de numerosos libros, entre ellos: Children Talking Television (1993), Moving Images (1996), The Making of Citizens (2000) y After the Death of Childhood (2000). 1 N. del T. Aunque se ha hecho la traducción denotativa más directa, el término cubre en inglés habitualmente (al igual que en castellano, pero en este caso el uso infrecuente lleva a emplear otros términos): sugerente, connotativo, pleno de referencias e implicaciones indirectas. 2 Media education es difícilmente traducible. Es evidente que articula educación y medios, pero la preposición que podría explicar esa articulación no es evidente o no existe una claramente dominante: para, en, de, con, podrían ser igualmente relevantes. Se ha utilizado pues la preposición más propiada contextualmente en cada caso, pero no se propone una concreta, sino mantener la riqueza de las conexiones, que quizá quedarían más explícitas —y también más torpes— con una conjunción: educación y medios, o una perífrasis: educación en relación con los medios. La brevedad de educación mediática, —pese a la arrogante fonética de mediática— quizá sea en último término lo más práctico, per debe alertarse al lector de que se trata de un compromiso de traducción y no de un término etiqueta semánticamente cargado por el autor.

Referencias ELKIND, D. (1981). The Hurried Child: Growing Up Too Fast Too Soon. Reading, MA: Addison Wesley. KATZ, J. (1997). Virtuous Reality: How America Surrendered Discussion of Moral Values to Opportunists, Nitwits and Blockheads like William Bennett. Nueva York: Random House.

38 MEYROWITZ, J. (1985). No Sense of Place: The Impact of Electronic Media on Social Behaviour. Oxford: Oxford University Press. PAPERT, S. (1996). The Connected Family. Atlanta, GA: Longstreet. POSTMAN, N. (1983). The Disappearance of Childhood. Londres: W.H. Allen. RUSHKOFF, D. (1996). Playing the Future: How Kids Culture Can Teach Us to Thrive in an Age of Chaos. Nueva York: Harper Collins. SANDERS, B. (1995). A is for Ox: The Collapse of Literacy and the Rise of Violence in the Electronic Age. Nueva York: Vintage. TAPSCOTT, D. (1998). Growing Up Digital: The Rise of the Net Generation. Nueva York: McGraw Hill. WINN, M. (1984). Children Without Childhood. Harmondsworth: Penguin.