Boris Groys Poetica Vs Estetica

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Boris Groys Selección de textos Poética  vs.  Estética  (2010)   Las  políticas  de  la  instalación  (2008)   Los  trabajadores  del  arte:  entre  la  utopía  y  el  archivo  (2013)   La  producción  de  sinceridad  (2008)   Sobre  el  activismo  en  el  arte  (2014)   Bajo  la  mirada  de  la  teoría  (2012)   Arte  y  dinero  (2011)   El  universalismo  débil  (2010)  

Poética vs. Estética Boris Groys (2010) Introducción al libro Volverse Público (Going Public) El tópico central de los ensayos incluidos en este libro es el arte. En el periodo de la modernidad - el periodo en el que aun vivimos- todo discurso sobre arte es automáticamente subsumido bajo la noción general de la estética. Desde la Crítica del juicio de Kant en 1790, se volvió extremadamente difícil para cualquiera que escribiera sobre arte escapar a la gran tradición de la reflexión estética y escapar a ser juzgado de acuerdo a los criterios y expectaciones formados por esta tradición. Ese es precisamente la tarea que persigo en estos ensayos: escribir sobre arte de manera no-estética. Esto no significa que deseo desarrollar algo como una “anti– estética”, porque toda anti–estética es obviamente sólo una forma más específica de la estética. Más bien, mis ensayos evitan del todo la actitud estética, en todas sus variaciones. En cambio, están escritos desde otra perspectiva: aquella de la poética. Pero antes de caracterizar esta otra perspectiva con mayor detalle, quiero explicar por qué tiendo a evitar la actitud estética tradicional. La actitud estética es la actitud del espectador. Como tradición filosófica y disciplina universitaria, la estética se relaciona y reflexiona sobre arte desde la perspectiva del espectador, del consumidor de arte – quien demanda del arte la así llamada experiencia estética. Por lo menos desde Kant sabemos que la experiencia estética puede ser una experiencia de la belleza o de lo sublime. También puede ser una experiencia de placer sensual. Pero también puede ser una experiencia desagradable “anti– estética”, de frustración provocada por la obra de arte que carece de todas las cualidades o atributos que la estética “afirmativa” espera que posea. Puede ser la experiencia de una visión utópica que conduzca a la humanidad fuera de su condición actual a una nueva sociedad en la cual reina la belleza; o, en términos de alguna manera distintos, puede redistribuir lo sensible de una manera que refigura el campo de visión del espectador al mostrarle ciertas cosas y dándole entrada a ciertas voces que en su momento estaban ocultas o en la oscuridad. Pero también puede demostrar la imposibilidad de proveer experiencia estéticas en el seno de una sociedad basada en la opresión y explotación sobre la comercialización y mercantilización del arte, que desde un comienzo, socava la posibilidad de una perspectiva utópica. Como sabemos, estas dos experiencias estéticas aparentemente contradictorias son capaces de proveer un goce estético equivalente. Sin embargo, para experimentar goce estético de cualquier tipo, el espectador debe ser educado estéticamente, y esta educación necesariamente refleja el medio social y cultural en el cual el espectador nació y en el cual él o ella viven. En otras palabras, la actitud estética presupone la subordinación de la producción del arte al consumo del arte y así la subordinación de la teoría del arte a la sociología. La actitud estética es la actitud del espectador. En tanto tradición filosófica y disciplina universitaria, la estética se vincula al arte y lo concibe desde la

perspectiva del espectador, del consumidor de arte, que le exige al arte la así llamada experiencia estética. Al menos desde Kant, sabemos que la experiencia estética puede ser una experiencia de lo bello o de lo sublime. Puede ser una experiencia del placer sensual. Pero también puede ser una experiencia “antiestética” del displacer, de la frustración provocada por la obra de arte que carece de todas las cualidades que la estética “afirmativa” espera que tenga. Puede ser una experiencia de una visión utópica que guíe a la humanidad desde su condición actual hacia una nueva sociedad en la que reine la belleza; o, en términos un poco diferentes, que redistribuya lo sensible de modo tal que reconfigure el campo de visión del espectador, mostrándole ciertas cosas y dándole acceso a ciertas voces que permanecían ocultas o inaccesibles. Pero también puede demostrar la imposibilidad de proveer experiencias de una estética afirmativa en medio de una sociedad basada en la opresión y la explotación, basada en la absoluta comercialización y mercantilización del arte que, en principio, atenta contra la posibilidad de una perspectiva utópica. Como sabemos, estas experiencias estéticas a primera vista contradictorias pueden proveer el mismo goce estético. Sin embargo, con el objeto de experimentar algún tipo de placer estético, el espectador debe estar educado estéticamente, y esta educación necesariamente refleja el milieu social y cultural en el que nació o en el que vive. En otras palabras, la actitud estética presupone la subordinación de la producción artística al consumo artístico y, por lo tanto, la subordinación de la teoría estética a la sociología. Es más, desde un punto de vista estético, el artista es un proveedor de experiencias estéticas, incluyendo aquellas producidas con la intención de frustrar o alterar la sensibilidad estética del espectador. El sujeto de la actitud estética es un amo mientras que el artista es un esclavo. Por supuesto, como demuestra Hegel, el esclavo puede manipular al amo –y de hecho lo hace– aunque, sin embargo, sigue siendo esclavo. Esta situación cambió un poco cuando el artista empezó a servir a un gran público en lugar de servir al régimen de mecenazgo representado por la iglesia o los poderes autocráticos tradicionales. En ese momento, el artista estaba obligado a presentar los “contenidos” –temas, motivos, narrativas y demás– dictados por la fe religiosa o por los intereses del poder político. Hoy, se le pide al artista que aborde temas de interés público. En la actualidad, el público democrático quiere encontrar en el arte las representaciones de asuntos, temas, controversias políticas y aspiraciones sociales que activan su vida cotidiana. Con frecuencia, se considera a la politización del arte como un antídoto contra una actitud puramente estética que supuestamente le pide al arte que sea simplemente bello. Pero, de hecho, esta politización del arte puede ser fácilmente combinada con su estetización, en la medida en que se las considere desde la perspectiva del espectador, del consumidor. Clement Greenberg señala que un artista es libre y capaz de demostrar su maestría y gusto, precisamente cuando una autoridad externa le regula al artista el contexto de la obra. Al liberarse del problema de qué hacer, el artista puede entonces concentrarse en el aspecto puramente formal del arte, en la cuestión de cómo hacerlo, es decir, en cómo hacerlo de modo tal que sus contenidos sean atractivos y seductores (o desagradables y repulsivos) para la

sensibilidad estética del público. Si, como ocurre generalmente, se concibe la politización del arte como un hacer que ciertas actitudes políticas resulten atractivas (o repulsivas) para el público, la politización del arte se vuelve algo totalmente supeditado a la actitud estética. Y finalmente, la aspiración es formatear ciertos contenidos políticos en una forma atractiva estéticamente. Pero, por supuesto, a través de un acto de compromiso político real, la forma estética pierde su relevancia y puede ser descartada en nombre de la práctica política directa. Aquí el arte funciona como propaganda política que se vuelve superflua en cuanto alcanza su cometido. Este es solo uno de muchos ejemplos sobre cómo la actitud estética se vuelve problemática cuando se aplica a las artes. Y de hecho, la actitud estética no necesita del arte ya que funciona mucho mejor sin él. Habitualmente se dice que todas las maravillas del arte palidecen en comparación con las maravillas de la naturaleza. En términos de experiencia estética, ninguna obra de arte puede compararse a una sencilla y bella puesta de sol. Y por supuesto, el aspecto sublime de la naturaleza y de la política puede ser experimentado por completo solo cuando se es testigo de una verdadera catástrofe natural, una revolución, o una guerra, no al leer una novela o mirar una imagen. De hecho, esta era la opinión compartida por Kant y los poetas y artistas románticos, por aquellos que fundaron el primer discurso estético influyente: el mundo real, no el arte, es el objeto legítimo de la actitud estética y también de las actitudes científicas y éticas. Según Kant, el arte puede convertirse en un objeto legítimo de contemplación estética solo si es creado por un genio, entendido como una encarnación de la fuerza natural. El arte profesional solo sirve como herramienta para la educación del gusto y el juicio estético. Una vez que esta educación se ha completado, el arte puede dejarse de lado como la escalera de Wittgenstein, y el sujeto confrontarse con la experiencia estética de la vida misma. Visto desde una perspectiva estética, el arte se revela como algo que puede y debe ser superado. Todo puede ser visto desde una perspectiva estética; todo puede servir como fuente de la experiencia estética y convertirse en objeto del juicio estético. Desde la perspectiva de la estética, el arte no ocupa una posición privilegiada sino que se ubica entre el sujeto de la actitud estética y el mundo. Una persona adulta no necesita de la tutela estética del arte, puede simplemente confiar en su propio gusto y sensibilidad. El uso del discurso estético para legitimar al arte, en verdad, sirve para desvalorizarlo. Pero entonces, ¿cómo explicar el dominio del discurso estético durante la modernidad? La razón principal es estadística: en los siglos XVIII y XIX, cuando se inició y desarrolló la reflexión sobre el arte, los artistas eran minoría y los espectadores, mayoría. La pregunta acerca de por qué alguien debe producir arte resultaba irrelevante ya que, sencillamente, los artistas producían arte para ganarse la vida. Y esta era una explicación suficiente para la existencia del arte. La verdadera pregunta era por qué la otra gente debía contemplar ese arte. Y la respuesta era: el arte debía formar el gusto y desarrollar la sensibilidad estética, el arte como educación de la mirada y demás sentidos. La división entre artistas y

espectadores parecía clara y socialmente establecida: los espectadores eran los sujetos de la actitud estética, y las obras producidas por los artistas eran los objetos de la contemplación estética. Pero al menos desde comienzos del siglo XX esta sencilla dicotomía comenzó a colapsar. Los ensayos que siguen describen diversos aspectos de estos cambios. Entre ellos, la emergencia y el rápido desarrollo de los medios visuales que, a lo largo del siglo xx, convirtieron a un inmenso número de personas en objetos de vigilancia, atención y observación, a un nivel que era impensable en cualquier otro período de la historia humana. Al mismo tiempo, estos medios visuales se volvieron una nueva ágora para el público internacional y, en especial, para la discusión política. El debate político que tenía lugar en la antigua ágora griega presuponía la presencia inmediata y en vivo, así como la visibilidad de los participantes. Actualmente, cada persona debe establecer su propia imagen en el contexto de los medios visuales. Y no es solo en el famoso mundo virtual de Second Life donde uno crea un “avatar” virtual como un doble artificial con el que comunicarse y actuar. La “primera vida” de los medios contemporáneos funciona del mismo modo. Cualquiera que quiera ser una persona pública e interactuar en el ágora política internacional contemporánea debe crear una persona pública e individualizable que sea relevante no solo para las élites políticas y culturales. El acceso relativamente fácil a las cámaras digitales de fotografía y video combinado con Internet –una plataforma de distribución global– ha alterado la relación numérica tradicional entre los productores de imágenes y los consumidores. Hoy en día, hay más gente interesada en producir imágenes que en mirarlas. En estas nuevas condiciones, la actitud estética obviamente pierde su antigua relevancia social. Según Kant, la contemplación estética era desinteresada ya que el sujeto no estaba preocupado por la existencia del objeto de contemplación. De hecho, como ya ha sido mencionado, la actitud estética no solo acepta la noexistencia de su objeto, además presupone su eventual desaparición, cuando ese objeto es una obra de arte. Sin embargo, el que produce su persona pública e individualizable, obviamente está interesado en su existencia y en su capacidad para llegar a sustituir el cuerpo “natural” y biológico de su productor. Hoy en día, no son solo los artistas profesionales, sino también todos nosotros los que tenemos que aprender a vivir en un estado de exposición mediática, produciendo personas artificiales, dobles o avatares con un doble propósito: por un lado, situarnos en los medios visuales, y por otro, proteger nuestros cuerpos biológicos de la mirada mediática. Es claro que una persona pública no puede ser resultado de fuerzas inconscientes y cuasi naturales del ser humano –como ocurría en el caso del genio kantiano. Por el contrario, tiene que ver con decisiones técnicas y políticas por las cuales el sujeto es ética y políticamente responsable. Así, la dimensión política del arte tiene menos que ver con el impacto en el espectador y más con las decisiones que conducen, en primer lugar, a su emergencia.

Esto implica que el arte contemporáneo debe ser analizado, no en términos estéticos, sino en términos de poética. No desde la perspectiva del consumidor de arte, sino desde la del productor. De hecho, la tradición que piensa al arte como poiesis o techné es más extensa que la que lo piensa como aisthesis o en términos de hermenéutica. El deslizamiento desde una noción poética y técnica del arte hacia un análisis estético o hermenéutico fue relativamente reciente, y ahora llegó el momento de revertir ese cambio de perspectiva. De hecho, esta inversión ya empezó con la vanguardia histórica, con artistas como Wassily Kandinsky, Kazimir Malevich, Hugo Ball o Marcel Duchamp, que crearon narrativas públicas en las que actuaron como personas públicas colocando al mismo nivel artículos periodísticos, docencia, escritura, performance y producción visual. Vistas y juzgadas desde una perspectiva estética, sus obras se interpretaron, fundamentalmente, como una reacción artística a la revolución industrial y a la agitación política de la época. Claro que esta interpretación es legítima. Al mismo tiempo, parece incluso más legítimo pensar estas prácticas artísticas como transformaciones radicales desde la estética a la poética, más específicamente hacia la autopoética, hacia la producción del propio Yo público. Es evidente que estos artistas no buscaban complacer al público o satisfacer sus deseos estéticos. Pero los artistas de vanguardia tampoco buscaban poner al público en estado de shock y producir imágenes desagradables de lo sublime. En nuestra cultura, la noción de shock está ligada fundamentalmente a las imágenes de la violencia y la sexualidad. Pero ni el Cuadrado negro (1915) de Malevich, ni los poemas fonéticos de Hugo Ball o el Anémic Cinéma (1926) de Marcel Duchamp exhiben violencia o sexualidad de un modo explícito. Estos artistas de vanguardia tampoco infringieron un tabú porque nunca existió un tabú que prohibiera los cuadrados o los monótonos discos rotatorios. Y no sorprendieron, porque los discos y los cuadrados no sorprenden. En su lugar, demostraron las condiciones mínimas para producir un efecto de visibilidad, a partir del grado cero de la forma y el sentido. Estas obras son la encarnación visible de la nada o, lo que es lo mismo, de la pura subjetividad. Y en este sentido son obras puramente autopoéticas, que le otorgan forma visible a una subjetividad que ha sido vaciada, purificada de todo contenido específico. La tematización de la nada y de la negatividad en manos de la vanguardia no es, por lo tanto, un signo de su “nihilismo” ni una protesta contra la “anulación” de la vida en el capitalismo industrial. Es simplemente signo de un nuevo comienzo, de una metanoia que mueve al artista desde cierto interés por el mundo externo hacia la construcción autopoética de su propio Yo. Hoy en día, esta práctica autopoética puede ser fácilmente interpretada como un tipo de producción comercial de la imagen, como el desarrollo de una marca o el trazado de una tendencia. No hay duda de que toda persona pública es también una mercancía y de que cada gesto hacia lo público sirve a los intereses de numerosos inversores y potenciales accionistas. Es claro que los artistas de vanguardia se convirtieron en una marca comercial hace tiempo. Siguiendo esta

línea de argumentación, es fácil percibir cualquier gesto autopoético como un gesto de mercantilización del Yo y por lo tanto, iniciar una crítica a la práctica autopoética como una operación encubierta, diseñada para ocultar las ambiciones sociales y la avidez por el dinero. Aunque a primera vista parece convincente, surge otra cuestión. ¿A qué intereses responde esta crítica? No hay dudas de que, en el contexto de la civilización contemporánea casi completamente dominada por el mercado, todo puede ser interpretado, de un modo u otro, como un efecto de las fuerzas del mercado. Por este motivo, el valor de tal interpretación es casi nulo ya que lo que sirve como explicación para todo, deja de explicar lo particular. Mientras la autopoiesis puede ser usada –y lo es– como un medio de comodificación del Yo, la búsqueda de intereses privados detrás de cada persona pública implica proyectar las realidades actuales del capitalismo y el mercado más allá de sus fronteras históricas. Se producía arte antes de la emergencia del capitalismo y del mercado del arte, y cuando desaparezcan, el arte continuará. Se produjo arte durante la época moderna en lugares que no eran capitalistas y en los que no había un mercado de arte, como es el caso de los países socialistas. Es decir que el acto de producir arte se ubica en una tradición que no está totalmente definida por el mercado del arte y, por lo tanto, no puede ser explicado exclusivamente en términos de crítica del mercado y de las instituciones del arte capitalista. Aquí surge una pregunta más amplia que concierne al valor del análisis sociológico en la teoría general del arte. El análisis sociológico considera cualquier arte concreto como algo que emerge de cierto contexto social concreto –presente o pasado– y manifiesta ese contexto. Pero esta comprensión del arte nunca ha aceptado completamente el giro moderno desde el arte mimético al arte nomimético, constructivista. El análisis sociológico todavía considera al arte como un reflejo de cierta realidad dada de antemano, que es el campo social “real” en el que el arte se produce y distribuye. Sin embargo, el arte no puede explicarse completamente como una manifestación del campo cultural y social “real”, porque los campos de los que emerge y en los que circula son también artificiales. Están formados por personas públicas diseñadas artísticamente y que, por lo tanto, son ellas mismas creaciones artísticas. Las sociedades “reales” están integradas por personas reales y vivas. Y por lo tanto, los sujetos de la actitud estética también son personas reales, vivas, y capaces de tener experiencias estéticas reales. Es más, es en este sentido que la actitud estética cierra el abordaje sociológico del arte. Pero si alguien aborda el arte desde una posición poética, técnica y autoral, la situación cambia drásticamente porque, como sabemos, el autor está siempre muerto o, al menos, ausente. Como productor visual, uno opera en un espacio mediático en el que no hay una diferencia clara entre los vivos y los muertos ya que ambos están representados por personas igualmente artificiales. Por ejemplo, las obras producidas por los artistas vivos y las producidas por los muertos habitualmente comparten los mismos

espacios en los museos –el museo es, históricamente, el primer contexto del arte construido artificialmente. Lo mismo puede decirse sobre Internet como espacio que tampoco diferencia claramente entre vivos y muertos. Por otra parte, los artistas habitualmente rechazan la sociedad de sus contemporáneos, así como la aceptación del museo o los sistemas mediáticos, y prefieren, en cambio, proyectar sus personalidades en el mundo imaginario de las futuras generaciones. Y es en este sentido que el campo del arte representa y expande la noción de sociedad, porque incluye no solo a los vivos sino también a los muertos e incluso a los que todavía no nacieron. Este es el verdadero motivo de las insuficiencias del análisis sociológico del arte: la sociología es una ciencia de lo viviente, con una preferencia instintiva por los vivos por sobre los muertos. El arte, en cambio, constituye un modo moderno de sobrellevar esta preferencia y establecer cierta igualdad entre vivos y muertos. Volverse Público, Caja Negra Editora Traducción de: Paola Cortes Rocca http://www.cajanegraeditora.com.ar/libros/volverse-p%C3%BAblico-0 Tomado del blog de Eterna Cadencia: http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/39846 Going Public, Sternberg Press http://www.sternberg-press.com/index.php?pageId=1296

Las políticas de la instalación Boris Groys (2008) El campo del arte hoy en día es frecuentemente equiparado con el mercado del arte, y la obra de arte se identifica primordialmente como una mercancía. Que el arte funciona en el contexto del mercado del arte, y que toda obra de arte es una mercancía, no cabe duda; aun así, también se hace y exhibe arte para aquellos que no quieren ser coleccionistas de arte, y son en efecto estas personas las que constituyen la mayoría del público del arte. El típico visitante de exhibiciones rara vez mira a la obra exhibida como mercancía. Al mismo tiempo, un número de exhibiciones de gran escala –bienales, trienales, documentas, manifestas—está en constante crecimiento. A pesar de las grandes cantidades de dinero y energía invertidos en estas exhibiciones, no existen primordialmente para los compradores de arte, sino para el público –para un anónimo visitante que quizás jamás comprará una obra de arte. Del mismo modo, las ferias de arte, aunque en apariencia existe para servir a los compradores de arte, se encuentran ahora cada vez más transformados en eventos públicos, atrayendo a una población con poco interés por comprar arte, o sin la capacidad financiera para hacerlo. El sistema del arte se encuentra por lo tanto en vías se formar parte de la misma cultura de masas que por tanto tiempo había buscado observar y analizar a la distancia. El arte se está volviendo parte de la cultura de masas, no como una fuente de obras individuales que se intercambian en el mercado del arte, sino como una práctica de exhibición, combinada con la arquitectura, el diseño y la moda –así como se visualizaba por las mentes pioneras de la vanguardia, por los artistas de la Bauhaus, los Vkhutemas, y otros que datan desde la década de los veinte. Por lo tanto, el arte contemporáneo puede entenderse sobre todo como una práctica de exhibición. Esto quiere decir, entre otras cosas, que se está volviendo cada vez más difícil hoy en día, diferenciar entre dos principales figuras del mundo del arte contemporáneo: el artista y el curador. La división del trabajo tradicional dentro del sistema del arte era claro. Las obras serían producidas por los artistas y luego seleccionadas y exhibidas por los curadores. Sin embargo, por lo menos desde Duchamp, esta división del trabajo ha colapsado. Hoy en día, ya no hay una diferencia “ontológica” entre hacer y presentar arte. en el contexto del arte contemporáneo, hacer arte es mostrar cosas como arte. de modo que surge la pregunta: ¿es posible, y si es así, cómo es posible diferenciar entre el papel del artista y el del curador, cuando no existe diferencia entre la producción de arte y la exhibición de arte? Ahora bien, yo argumentaría que esta distinción sigue siendo posible. Y me gustaría hacerlo, analizando la diferencia entre la exhibición estándar y la instalación artística. Una exhibición convencional como una acumulación de objetos de arte se coloca una enseguida de la otra en un espacio de exhibición para ser visto en sucesión. En este caso, el espacio de exhibición funciona como una extensión del espacio urbano neutral y público –algo como un callejón al lado, para el cual el transeúnte puede ingresar

una vez que pague la cuota de admisión. El movimiento de un visitante por el espacio de exhibición sigue siendo similar al de aquel que camina por la calle y observa la arquitectura de las casas a la izquierda y la derecha. No es coincidencia que Walter Benjamin construyó su “Arcades Project” alrededor de esta analogía entre un paseante urbano y el visitante de una exhibición. El cuerpo del espectador en este escenario sigue por fuera del arte: el arte ocurre frente a los ojos del espectador –como un objeto de arte, un performance, o una película. Del mismo modo, el espacio de exhibición se entiende aquí como un espacio público vacío, neutral –una propiedad simbólica del público. La única función de dicho espacio es hacer que los objetos de arte que se colocan en su interior sean fácilmente accesibles a la mirada de los visitantes. El curador administra su espacio de exhibición en nombre del público –como representante del público. Del mismo modo, el papel del curador consiste en asegurar su carácter público, mientras lleva a las obras a este espacio público, haciéndolas accesibles al público, publicitándolas. Es obvio que una obra individual no puede asegurar su presencia por sí sola, obligando al espectador a verla. Carece de la vitalidad, la energía y la salud para hacerlo. En su origen, tal parece, la obra de arte está enferma, indefensa; para poder verla, los espectadores deben ser llevados a ella, como los visitantes son llevados hacia el paciente encamado por medio del staff del hospital. No es casualidad que la palabra “curador” está etimológicamente relacionada con “curar.” Curando curas la impotencia de la imagen, su inhabilidad para mostrarse a sí misma por sí misma. La práctica de la exhibición es, por lo tanto, la cura que sana a la imagen, originalmente enferma, la que le otorga su presencia, su visibilidad; la lleva a la vista del público y la convierte en el objeto del juicio público. Sin embargo, uno puede decir que la curaduría funciona como un suplemento, como un pharmakon, en el sentido derrideano: tanto cura a la imagen como contribuye a su enfermedad. El potencial iconoclasta de la curación se aplicaba inicialmente a los objetos sagrados del pasado, presentándolos como simples objetos de arte en los espacios neutrales y vacíos del museo moderno o la sala de arte. Son los curadores, de hecho, incluyendo curadores de museos, quienes originalmente produjeron arte en el sentido moderno de la palabra. Los primeros museos de arte –fundados a finales del siglo XVIII y principios del XIX y se expandieron en el transcurso del siglo XIX debido a conquistas imperiales y el pillaje de las culturas no-europeas— recolectaron todo tipo de objetos funcionales “bellos” previamente usados para ritos religiosos, decoración de interiores, o manifestaciones de riqueza personal, y las exhibieron como obras de arte, esto es, como objetos autónomos desfuncionalizados, montados con el simple propósito de ser vistos. Todo arte se origina como diseño, sea éste diseño religioso o el diseño del poder. En el periodo moderno, igualmente, el diseño precede al arte. Al ver el arte moderno en los museos de la actualidad, uno debe darse cuenta que lo que está siendo visto ahí como arte es, por encima de todo, fragmentos de diseño desfuncionalizados, sean estos diseños de la cultura de masas, desde el urinario de Duchamp hasta las cajas Brillo de Warhol, o diseño utópico –desde Jugendstill hasta Bauhaus, desde la

vanguardia rusa hasta Donald Judd—buscaban darle forma a la “nueva vida” del futuro. El arte es diseño que se ha vuelto disfuncional porque la sociedad que proporcionó la base para ello sufrió un colapso histórico, como el imperio Inca o la Rusia Soviética. En el transcurso de la era Moderna, sin embargo, los artistas comenzaron a afirmar la autonomía de su arte –entendida como autonomía de la opinión pública y del gusto público. Los artistas requirieron el derecho de tomar decisiones soberanas con respecto al contenido y la forma de su obra, más allá de cualquier explicación o justificación, en relación con el público. Y se les otorgó este derecho –pero sólo hasta cierto grado. La libertad para crear arte de acuerdo con una voluntad soberana propia no garantiza que la obra de un artista también será exhibida en el espacio público. La inclusión de cualquier obra de arte en una exhibición pública debe ser –por lo menos potencialmente—explicada y justificada públicamente. Aunque el artista, el curador y el crítico de arte tienen la libertad de discutir a favor o en contra de la inclusión de algunas obras, toda explicación y justificación socava al carácter autónomo y soberano de la libertad artística que el arte Modernista aspiraba a obtener; todo discurso que legitime una obra de arte, su inclusión en una exhibición pública como sólo una entre muchas en el mismo espacio público, puede verse como un insulto a dicha obra de arte. Es por esto que el curador se considera como alguien que sigue colocándose entre la obra y el espectador, quitándole el poder al artista y al espectador por igual. De ahí que el mercado del arte parece ser más favorable que el arte de museo, o de Kunsthalle o el moderno y autónomo. En el mercado del arte, las obras de arte circulan singularizadas, descontextualizadas, no curadas, lo cual aparentemente les ofrece la oportunidad de demostrar su origen soberano sin mediación. El mercado del arte funciona de acuerdo con las reglas del Potlach, como fueron descritos por Marcel Mauss y por Georges Bataille. La decisión soberana del artista para hacer una obra más allá de cualquier justificación es aniquilada por la decisión soberana de un comprador privado que paga por esta obra una cantidad de dinero más allá de cualquier comprensión. Ahora, la instalación artística no circula. Más bien, instala todo lo que normalmente circula en nuestra civilización: objetos, textos, filmes, etc. Al mismo tiempo, cambia de manera muy radical el papel y la función del espacio de exhibición. La instalación opera por medio de una privatización simbólica del espacio público de una exhibición. Puede parecer una exhibición curada y estándar, pero su espacio se diseña de acuerdo con la voluntad soberana de un artista individual que se supone no tiene que justificar públicamente la selección de los objetos incluidos, o la organización del espacio de instalación en su totalidad. A la instalación se le niega frecuentemente el estatus de una forma específica de arte, porque no resulta obvio el medio que se utiliza para la instalación. Los medios tradicionales del arte se definen todos por un soporte material específico: lienzo, piedra o película. El soporte material del medio de la instalación es el espacio en sí. Eso no quiere decir, sin embargo, que la instalación sea “inmaterial.”

Por el contrario, la instalación es material por excelencia, ya que es espacial –y ser en el espacio es la definición más general de ser material. La instalación transforma al espacio vacío y neutral en una obra individual –e invita al visitante a vivir este espacio como el espacio holístico y totalizante de una obra. Todo lo que se incluye en dicho espacio se vuelve parte de la obra simplemente porque es colocado dentro de este espacio. La distinción entre objeto de arte y objeto simple se vuelve insignificante en este contexto. En cambio, lo que resulta crucial es la distinción entre un espacio de instalación marcado y un espacio público no marcado. Cuando Marcel Broodthaers presentó su instalación Musée d’Art Moderne, Département des Aigles en la Kunsthalle de Düsseldorf en 1970, colocó una señal enseguida de la exhibición que decía: “Esta no es una obra de arte.” en su totalidad, sin embargo, su instalación demuestra una cierta selección, cierta cadena de elecciones, una lógica de inclusiones y exclusiones. Aquí, uno puede ver una analogía de la exhibición curada. Pero eso es precisamente el punto: aquí, la selección y el modo de representación es la prerrogativa soberana del artista. Se basa exclusivamente en decisiones personales soberanas que no necesitan una explicación o justificación adicional. La instalación artística es una manera de expandir el dominio de los derechos soberanos del artista del objeto de arte individual al del espacio mismo de exhibición. Esto quiere decir que la instalación artística es un espacio en el cual la diferencia entre la libertad soberana del artista y la libertad institucional del curador se vuelven inmediatamente visibles. El régimen bajo el cual opera el arte en nuestra cultura occidental contemporánea se entiende generalmente como una que le otorga libertad al arte. Pero la libertad del arte significa cosas distintas para el curador y para el artista. Como he mencionado, el curador –incluyendo el llamado curador independiente—finalmente elige en nombre del público democrático. En realidad, para poder ser responsable ante el público, un curador no necesita ser parte de cualquier institución fija: él o ela ya son una institución, por definición. Del mismo modo, el curador tiene una obligación, la de justificar públicamente sus elecciones –y puede suceder que el curador no logra hacerlo. Claro, el curador supuestamente tiene la libertad de presentar su argumento al público –pero esta libertad de la discusión pública no tiene nada que ver con la libertad del arte, entendida como la libertad de tomar decisiones artísticas privadas, individuales, subjetivas y soberanas, más allá de cualquier argumentación, explicación o justificación. Bajo el régimen de la libertad artística, todo artista tiene un derecho soberano para hacer arte exclusivamente de acuerdo a una imaginación privada. La decisión soberana para hacer arte de esta o de otra manera se acepta generalmente en la sociedad occidental liberal, como una razón suficiente para asumir que la práctica de un artista sea legítima. Claro, una obra de arte también puede criticarse y rechazarse –pero sólo puede ser rechazada como una totalidad. No tiene sentido criticar cualquier elección, inclusión o exclusión en particular, hecha por un artista. En este sentido, el espacio total de una instalación artística también puede sólo rechazarse como una totalidad. Para regresar al ejemplo de Broodthaers: nadie

criticaría al artista por haber pasado por alto a esta u otra imagen particular de esta u otra águila particular en su instalación. Puede decirse que en la sociedad occidental, la noción de libertad es profundamente ambigua –no sólo en el campo del arte, sino también en el campo político. La libertad en Occidente se entiende como permitir que se tomen decisiones privadas y soberanas en muchos dominios de la práctica social, tales como el consumo privado, la inversión de nuestro capital, o la elección de nuestra religión. Pero en algunos otros dominios, especialmente en el campo político, la libertad se entiende principalmente como la libertad de discusión pública, garantizada por ley –como una libertad no-soberana, condicional e institucional. Claro, las decisiones privadas y soberanas en nuestras sociedades son controladas hasta cierto punto por la opinión pública y las instituciones políticas (todos conocemos el famoso slogan “lo privado es político”). Aun así, por otro lado, la discusión política abierta es una y otra vez interrumpida por las decisiones privadas y soberanas de actores políticos y manipuladas por intereses privados (los cuales entonces sirven para privatizar lo político). El artista y el curador encarnan, de una manera muy conspicua, estos dos tipos distintos de libertad: la libertad soberana, incondicional y públicamente irresponsable de la producción artística y la libertad institucional, condicional y públicamente responsable de la curaduría. Adicionalmente, esto quiere decir que la instalación artística –en la que el acto de producción de arte coincide con el acto de su presentación—se convierte en el terreno experimental perfecto para revelar y explorar la ambigüedad que se encuentra en el centro de la noción occidental de libertad. Del mismo modo, en las últimas décadas hemos visto la emergencia de proyectos curatoriales innovadores que parecen empoderar al curador para actuar de manera autoritaria y soberana. Y también hemos visto la emergencia de prácticas artísticas que buscan ser colaborativas, democráticas, descentralizadas y des-autorizadas. Efectivamente, la instalación artística muchas veces se ve como una forma que permite al artista a democratizar su arte, de tomar responsabilidad pública, de comenzar a actuar en nombre de cierta comunidad o incluso de la sociedad en general. En este sentido, la emergencia de la instalación artística parece marcar el final de la posición modernista de la autonomía y la soberanía. La decisión del artista, de permitir que la multitud de visitantes entren al espacio de la obra de arte se interpreta como una apertura del espacio cerrado de una obra de arte hacia la democracia. Este espacio encerrado parece ser transformado en una plataforma para la discusión pública, la práctica democrática, la comunicación, las redes, la educación y así sucesivamente. Pero este análisis de la práctica del arte instalación tiende a pasar por alto el acto simbólico de privatizar el espacio público de la exhibición, el cual precede al acto de abrir el espacio de instalación a una comunidad de visitantes. Como he mencionado, el espacio de la exhibición tradicional es una propiedad pública simbólica, y el curador que maneja este espacio actúa en nombre de la opinión pública. El visitante de una exhibición típica sigue estando en su territorio, como el propietario simbólico del espacio

donde se presentan las obras para su mirada y juicio. Por el contrario, el espacio de una instalación artística es la propiedad privada simbólica del artista. Al entrar a este espacio, el visitante deja el territorio público de la legitimidad democrática y entra al espacio del control soberano y autoritario. El visitante está aquí, en tierra ajena, en exilio. El visitante se convierte en un expatriado que debe someterse a una ley foránea –una que se le otorga por parte del artista. Aquí el artista actúa como legislador, como un soberano del espacio de instalación –incluso, y quizá especialmente por ello, si la ley dada por el artista a una comunidad de visitantes es democrática. Uno incluso podría decir que la práctica de la instalación revela el acto de la violencia incondicional y soberana que inicialmente instala cualquier orden democrático. Sabemos que el orden democrático nunca se lleva a cabo de manera democrática –el orden democrático siempre emerge como el resultado de una revolución violenta. Instalar una ley significa romperla. El primer legislador nunca puede actuar de manera legítima –él instala el orden político, pero no pertenece a este. Permanece externo al orden aun cuando decide someterse a este después. El autor de una instalación artística es también ese legislador, que le otorga a la comunidad de visitantes el espacio para constituirse y define las reglas a las que esta comunidad debe someterse, pero lo hace sin pertenecer a esta comunidad, permaneciendo por fuera de esta. Y esto sigue siendo verdad incluso si el artista decide unirse a la comunidad que él o ella han creado. Y uno tampoco debería olvidar: después de iniciar cierto orden –una cierta politeia, cierta comunidad e visitantes—el artista de instalación debe depender de las instituciones de arte para mantener este orden, vigilar la politeia fluida de los visitantes a la instalación. Con respecto al papel de la policía en un estado, Jacques Derrida sugiere en uno de sus libros (La force des lois) que, aunque se espera que la policía supervise el funcionamiento de ciertas leyes, también se involucran de facto en crear las mismas leyes que ellos sólo supervisan. Mantener una ley también siempre significa reinventar permanentemente esa ley. Derrida trata de mostrar que el acto violento, revolucionario, soberano de instalar la ley y el orden nunca puede borrarse por completo después –este acto inicial de violencia puede y siempre será movilizado nuevamente. Esto es especialmente obvio en la actualidad, en nuestra época de exportación, instalación y aseguramento violento de la democracia. No debemos olvidar: el espacio de instalación es movible. La instalación de arte no es de sitio-específico, y puede instalarse en cualquier lugar y durante cualquier cantidad de tiempo. Y no deberemos estar bajo ninguna ilusión de que pueda haber algo como un espacio de instalación completamente caótico, dadaísta, fluxista, libre de cualquier control. En su famoso tratado Français, encore un effort si vous voulez être républicains, el Marqués de Sade presenta la visión de una sociedad perfectamente libre que ha abolido toda ley existente, instalando sólo una: todos deben hacer lo que él o ella quieran, incluyendo el cometido de crímenes de cualquier tipo. Lo que es especialmente interesante es cómo, al mismo tiempo, Sade discute sobre la necesidad del reforzamiento de la ley para prevenir los intentos reaccionarios de algunos ciudadanos tradicionalistas que deseen regresar

al viejo estado represivo en el cual la familia es asegurada y los crímenes prohibidos. De modo que también necesitamos a la policía para defender los crímenes en contra de la nostalgia reaccionaria del viejo orden moral. Y no obstante, el acto violento de constituir una comunidad democráticamente organizada no debería ser interpretada como una contradicción de su naturaleza democrática. La libertad soberana es obviamente no-democrática, de modo que también parece anti-democrática. Sin embargo, incluso si nos parece paradójico a primera vista, la libertad soberana es una precondición necesaria para la emergencia de cualquier orden democrático. Nuevamente, la práctica del arte instalación es un buen ejemplo de esta regla. La exhibición de arte estándar deja a un visitante individual solo, permitiéndole confrontar y contemplar indidivualmente los objetos de arte exhibidos. Al moverse de un objeto a otro, este visitante pasa por alto necesariamente la totalidad del espacio de exhibición, incluyendo su propia posición dentro de este. Una instalación artística, por el contrario, construye una comunidad de espectadores precisamente debido al carácter holístico y unificado del espacio de instalación. El verdadero visitante de la instalación de arte no es un individuo aislado, sino un colectivo de visitantes. El espacio de arte como tal sólo puede percibirse por una masa de visitantes –una multitud, si se quiere—con esta multitud volviéndose parte de la exhibición para cada visitante individual y viceversa. Existe una dimensión de la cultura de masas que muchas veces pasamos por alto, que se vuelve particularmente manifiesta en el contexto del arte. Un concierto de música pop o una exhibición de cine crea comunidades entre sus asistentes. Los miembros de estas comunidades transitorias no se conocen –su estructura es accidental; sigue siendo poco claro de dónde vienen y a dónde van; tienen poco qué decirse los unos a los otros; carecen de una identidad conjunta o de una historia previa que pudiera proporcionarles memorias comunes qué compartir; sin embargo, son comunidades. Estas comunidades se parecen a las de los viajantes en un tren o en un avión. Para decirlo de otro modo: estas son comunidades radicalmente contemporáneas –mucho más que las comunidades religiosas, políticas o laborales. Todas las comunidades tradicionales se basan en la premisa de que sus miembros, desde el principio, están vinculados por algo que viene de sus pasados: un lenguaje común, una fe en común, una historia política común, una crianza común. Tales comunidades tienden a establecer límites entre ellos y los extraños con los cuales no comparten un pasado común. La cultura de masas, por el contrario, crea comunidades más allá de cualquier pasado común –comunidades incondicionales de nuevo tipo. Esto es lo que revela su vasto potencial para la modernización, frecuentemente pasada por alto. Sin embargo, la cultura de masas en sí misma no puede reflejar y desdoblar por completo este potencial, porque las comunidades que crea no están lo suficientemente conscientes de ellos mismos como tal. Lo mismo puede decirse de las masas que se circulan los espacios estándares de exhibición de los museos

contemporáneos o las Kunsthalles. Muchas veces se dice que el museo es elitista. Siempre me ha asombrado esta opinión, tan contraria a mi experiencia personal de formar parte de una masa de visitantes que fluyen a través de la exhibición y las salas del museo. Cualquiera que se haya puesto a buscar estacionamiento cerca de un museo, o ha tratado por lo menos de dejar un saco en el registro del museo, o que haya necesitado el baño del museo, tendrá razón suficiente para dudar del carácter elitista de esta institución –particularmente en el caso de museos que se consideran particularmente elitistas, como el Metropolitan Museum o el MoMA en Nueva York. Hoy en día, los flujos de turistas globales hacen completamente ridícula la afirmación de elitismo. Y si estos flujos evitan una exhibición específica, su curador no estará para nada contento, no se sentirá elitista sino decepcionado por haber fallado en alcanzar a las masas. Pero estas masas no se reflejan a sí mismas como tal –no constituyen ninguna politeia. La perspectiva de los fans de la música pop o los que van al cine es demasiado unidireccional –hacia el escenario o la pantalla—como para permitir que perciban adecuadamente y que reflejen el espacio en el que se encuentran o las comunidades a las que han formado parte. Este es el tipo de reflexión que el arte actual de avanzada provoca, ya sea como arte-instalación, o como proyectos curatoriales experimentales. La separación espacial relativa proporcionada por el espacio de instalación no quiere decir un alejamiento del mundo, sino más bien una des-localización y desterritorialización de las comunidades transitorias de cultura de masas –de manera tal que las asiste en una reflexión sobre su propia condición, ofreciéndoles una oportunidad para exhibirse a sí mismas. El espacio de arte contemporáneo es un espacio en el que las multitudes pueden verse y celebrarse a sí mismos, como, en otros tiempos, Dios o los reyes eran vistos y celebrados en las iglesias y los palacios (el libro de Thomas Struth, Museum Photographs captura esta dimensión del museo muy bien –esta emergencia y disolución de las comunidades transicionales). Más que cualquier otra cosa, lo que ofrece la instalación a las multitudes fluidas y circulantes es un aura del aquí y ahora. La instalación es, encima de todo, una versión de cultura de masas de un flânerie individual, como lo describe Benjamin, y por lo tanto, un sitio para la emergencia del aura, para la “iluminación profana.” En general, la instalación opera como el reverso de la reproducción. La instalación toma una copia a partir de un espacio abierto y no marcado de circulación anónima y la coloca –aunque sólo temporalmente—dentro de un contexto fijo y cerrado del topográficamente bien definido “aquí y ahora.” Nuestra condición contemporánea no puede reducirse a una situación de “pérdida de aura” a la circulación de la copia más allá del “aquí y ahora,” como lo describe el famoso ensayo de Benjamin “La obra de arte en la era de su reproducción mecánica.” Más bien, la era contemporánea organiza un intercambio complejo de dislocaciones y relocalizaciones, de desterritorializaciones y reterritorializaciones, de desauratizaciones y reauratizaciones. Benjamin compartía la creencia del arte modernista elevado, de un contexto único y normativo para el arte. Bajo este presupuesto, la pérdida de su contexto único y

original significa que una obra deba perder su aura para siempre –convertirse en una copia de sí misma. Reauratizar una obra de arte individual requeriría una sacralización de todo el espacio profano de la circulación de masas de la copia, no determinada topológicamente –un proyecto totalitario, fascista, seguramente. Este es el principal problema que encontramos en el pensamiento de Benjamin: percibe el espacio de circulación masiva de una copia –y la circulación de masas en general—como un espacio universal, neutral y homogéneo. Insiste en el reconocimiento visual, en la autoidentidad de la copia conforme circula en nuestra cultura contemporánea. Pero estas dos presuposiciones principales en el texto de Benjamin son cuestionables. En el marco de la cultura contemporánea, una imagen está permanentemente circulando de un medio a otro medio, y de un contexto cerrado a otro contexto cerrado. Por ejemplo, un fragmento de película puede presentarse en el cine, luego convertido a formato digital y aparecer en la página web de alguien, o mostrarse durante una conferencia como ilustración, o vista privadamente en una televisión en la sala de una persona, o colocada en el contexto de una instalación de museo. De esta manera, por medio de diferentes contextos y medios, este trozo de película se transforma por distintos lenguajes de programas, distintos software, distintos enmarcados en la pantalla, distintas colocaciones en un espacio de instalación, y así sucesivamente. Todo este tiempo, ¿estamos hablando de la misma película? ¿Es la misma copia de la misma copia de la misma original? La topología de las redes actuales de comunicación, generación, traducción y distribución de imágenes es extremadamente heterogénea. Las imágenes son constantemente transformadas, reescritas, reeditadas y reprogramadas conforme circulan a través de estas redes –y con cada paso son visualmente alteradas. Su estatus como copias de copias se vuelve una convención cultural, como fue previamente el caso con el estatus de la original. Benjamin sugiere que la nueva tecnología es capaz de producir copias con una fidelidad cada vez mayor hacia la original, cuando de hecho el caso es opuesto. La tecnología contemporánea piensa en generaciones –y transmitir información de una generación de hardware y software a la siguiente es transformarla de manera significativa. La noción metafórica de “generación” como se usa hoy en día en el contexto de la tecnología es particularmente revelador. Donde hay generaciones, también hay conflictos edípicos generacionales. Todos sabemos lo que significa transmitir una cierta herencia cultural de una generación de estudiantes a otra. Somos incapaces de estabilizar una copia como copia, así como somos incapaces de estabilizar un original como un original. No hay copias eternas así como tampoco hay originales eternos. La reproducción es igualmente infectada por la originalidad como la originalidad es infectada por la reproducción. Al circular en varios contextos, una copia se convierte en una serie de originales distintos. Todo cambio de contexto, todo cambio de medio puede ser interpretado como una negación del estatus de la copia como copia –como una ruptura esencial, como un nuevo comienzo que abre un nuevo futuro. En este sentido, una copia nunca es realmente una copia, sino más bien un nuevo original, en un nuevo contexto. Toda copia es en sí misma un flâneur, experimentando una y otra vez sus propias

“iluminaciones profanas” que la convierten en un original. Pierde viejos auras y adquiere nuevos auras. Sigue siendo quizás la misma copia, pero se convierte en distintos originales. Esto también nos muestra un proyecto postmoderno de reflejar el carácter repetitivo, iterativo, reproductivo de una imagen (inspirada por Benjamin) como igual de paradójico que el proyecto moderno de reconocer el original y lo nuevo. Esto es igualmente la razón por la cual el arte postmoderno tiende a verse muy nuevo, aun cuando –o en realidad debido a—que se dirige contra la misma noción de lo nuevo. Nuestra decisión por reconocer cierta imagen ya sea como original o como copia depende del contexto –de la escena en la cual se toma la decisión. Esta decisión es siempre una decisión contemporánea –una que pertenece no al pasado ni al futuro, sino al presente. Y esta decisión es siempre una decisión soberana –de hecho, la instalación es un espacio para dicha decisión, donde el “aquí y ahora” emerge y toma lugar la iluminación profana de las masas. De modo que uno puede decir que la práctica de instalación demuestra la dependencia de cualquier espacio democrático (en donde las masas o multitudes se demuestran a sí mismas) sobre las decisiones privadas, soberanas, de un artista como su legislador. Esto fue algo muy conocido para los pensadores griegos antiguos, como lo fue para los iniciadores de las primeras revoluciones democráticas. Pero recientemente, este conocimiento de alguna manera se suprimió por el discurso político dominante. Especialmente después de Foucault, tendemos a detectar la fuente de poder en las agencias impersonales, las estructuras, reglas y protocolos. Sin embargo, esta fijación sobre los mecanismos impersonales del poder nos llevan a pasar de lado la importancia de las decisiones y acciones individuales y soberanas que ocurren en los espacios privados, heterotópicos (para usar otro término introducido por Foucault). Del mismo modo, los poderes modernos, democráticos, tienen orígenes meta-sociales, metapúblicos, heterotópicos. Como se ha mencionado, el artista que diseña cierto espacio de instalación es un outsider para este espacio. Él o ella son heterotópicos para este espacio. Pero el outsider no es necesariamente alguien que tiene que estar incluido para empoderarse. También existe un empoderamiento por exclusión, especialmente auto-exclusión. El outsider puede ser poderoso precisamente porque él o ella no están controlados por la sociedad, y no están limitados en sus acciones soberanas por cualquier discusión pública o por alguna necesidad de autojustificación pública. Y nos equivocaríamos si pensáramos que este tipo de condición poderosa de ser outsider puede ser completamente eliminado por medio del progreso Moderno y las revoluciones democráticas. El progreso es racional. Pero sin ser accidental, un artista es supuesto por nuestra cultura como un loco – por lo menos obsesionado. Foucault pensó que los médicos brujos, las brujas y los profetas no tienen un sitio prominente en nuestra sociedad, que se convirtieron en marginados, confinados a las clínicas psiquiátricas. Pero nuestra cultura es por encima de todo una cultura de la celebridad, y no puedes convertirte en una celebridad sin estar loco (o por lo menos pretender que lo estás). Obviamente, Foucault leyó demasiados libros científicos y sólo unas cuantas revistas de sociedad y de farándula, porque de lo contrario hubiera sabido dónde los locos hoy en día

tienen su verdadero sitio social. También es muy conocido que la elite política contemporánea es una parte de la cultura global de la celebridad, lo cual quiere decir que es externa a la sociedad que gobierna. Global, extra-democrática, transestatal, externa a cualquier comunidad organizada democráticamente, paradigmáticamente privada, esta elite es, de hecho, estructuralmente enloquecida –vuelta loca. Ahora bien, estas reflexiones no deben malinterpretarse como una crítica de la instalación como una forma de arte, demostrando su carácter soberano. La finalidad del arte, después de todo, no es la de cambiar las cosas –las cosas cambian por sí solas todo el tiempo, de todos modos. La función del arte es, más bien, la de mostrar, hacer visible las realidades que generalmente pasamos por alto. Al asumir una responsabilidad estética de una manera muy explícita para el diseño del espacio de instalación, el artista revela la dimensión soberana oculta del orden democrático contemporáneo que la política, la mayoría del tiempo, trata de ocultar. El espacio de instalación es donde somos inmediatamente confrontados con el carácter ambiguo de la noción contemporánea de libertad que funciona en nuestras democracias, como una tensión entre libertad soberana e institucional. La instalación artística es, por lo tanto, un espacio de desocultamiento (en el sentido heideggereano) del poder heterotópico, soberano que se oculta detrás de la transparencia oscura del orden democrático. Una versión de este texto fue ofrecida en una conferencia en la Whitechapel Gallery, Londres, el 2 de octubre de 2008. Libre traducción a cargo de: Alejandro Espinoza http://artecontempo.blogspot.com/2011/05/boris-groys.html Originalmente publicado en la revista e-flux: http://www.e-flux.com/journal/view/31

Los trabajadores del arte: entre la utopía y el archivo Boris Groys (2013) El tema de este ensayo es el trabajo artístico. Por supuesto, yo no soy artista. Pero a pesar de ser muy específico en algunos aspectos, el trabajo artístico no es completamente autónomo. Depende en las condiciones más generales –sociales, económicas, técnicas y políticas—de la producción, distribución y presentación de arte. Durante las décadas recientes, estas condiciones han cambiado drásticamente, debido, primero que nada, al surgimiento de internet. En el periodo de la modernidad, el museo fue la institución que definía el régimen dominante bajo el cual funcionaba el arte. Pero en nuestros días, el internet ofrece una posibilidad alternativa para producción y distribución de arte, una posibilidad que el creciente número de artistas –crecimiento que es permanente—acoge. ¿Cuáles son las razones para que nos guste el internet, especialmente para artistas, escritores y así sucesivamente? Obviamente, nos gusta el internet, en primer lugar, porque no es selectivo –o por lo menos es mucho menos selectivo que un museo o una editorial tradicional. Efectivamente, la cuestión que siempre ha preocupado a los artistas en relación con el museo gira alrededor del criterio de elección: ¿por qué unas obras sí entran a los museos mientras otras no? Sabemos de las, por así decirlo, teorías católicas de selección de acuerdo a la cual las obras de arte deben merecer ser elegidas por el museo: deben ser buenas, bellas, inspiradoras, originales, creativas, poderosas, expresivas, históricamente relevantes; uno puede citar miles de criterios similares. Sin embargo, estas teorías colapsaron históricamente porque nadie podía explicar por qué una obra era más bella u original que otra. De modo que comenzaron a surgir otras teorías, teorías más protestantes, incluso Calvinistas. De acuerdo a estas teorías, las obras de arte son elegidas porque son elegidas. El concepto de un poder divino perfectamente soberano y que no necesita ninguna legitimación se transfirió al museo. Esta teoría protestante sobre la elección, la cual enfatiza el poder incondicional de quien hace la elección, es una precondición para la crítica institucional: los museos fueron criticados por cómo usaron y abusaron de su supuesto poder. Este tipo de crítica institucional no tiene mucho sentido en el caso de internet. Claro, hay ejemplos de censura en internet, practicada por algunos estados, no obstante, no existen censuras estéticas. Cualquiera puede poner cualquier texto o material visual de cualquier tipo en internet, para hacerlo globalmente accesible. Claro, los artistas muchas veces se quejan de que su producción artística se ahoga en un mar de datos que circulan en internet. El internet se presenta como un enorme bote de basura, en donde todo desaparece, incapaz de mantener el grado de atención pública que uno espera lograr. Pero la nostalgia por ese pasado en que la censura estética del museo y del sistema de galerías, la cual velaba por la calidad,

la innovación y la creatividad del arte, no nos lleva a ningún lado. Finalmente, todos buscan información en internet sobre nuestros amigos –qué están haciendo hoy en día. Uno sigue ciertos blogs, revistas electrónicas, y sitios web... e ignora todo lo demás. El mundo del arte es solo una parte pequeña de este espacio público digital, y el mundo del arte en sí mismo está muy fragmentado. De modo que si existen muchas quejas sobre la ausencia de observancia en internet, nadie está realmente interesado en una observación total: todos buscan información específica –y está preparado para ignorar todo lo demás. Aun así, la impresión de que el internet en su totalidad no sigue una observación más rigurosa define nuestra relación con éste; tendemos a pensar en ella como un flujo infinito de datos que trasciende los límites de nuestro control individual. Pero, de hecho, el internet no es un sitio de flujo de datos: es una máquina para detener o revertir el flujo de datos. La no observancia de internet es un mito. El medio de internet es la electricidad. Y el suministro de electricidad es finito. De modo que el internet no puede soportar un flujo infinito de datos. El internet está basado en un número finito de cables, terminales, computadoras, teléfonos móviles y otros equipos. La eficiencia de internet está basada precisamente en si finitud y, por lo tanto, en su observancia. Motores de búsqueda tales como Google demuestran esto. Hoy en día, uno escucha repetidas veces sobre el creciente nivel de vigilancia, especialmente a través de internet. Pero la vigilancia no es algo externo a internet, o algún uso específico de internet. El internet es, por su esencia, una máquina de vigilancia. Divide el flujo de datos en operaciones pequeñas, rastreables y reversibles, exponiendo así a todo usuario a la vigilancia – real o posible. El internet crea un campo de visibilidad, accesibilidad y transparencia total. Claro, los individuos y las organizaciones tratan de escapar de esta visibilidad total, con la creación de passwords sofisticados y sistemas de protección de datos. Hoy en día, la subjetividad se ha convertido en una construcción: el sujeto contemporáneo es definido como el dueño de una serie de passowrds que él o ella conoce... y que otros no. El sujeto contemporáneo es primordialmente alguien que guarda un secreto. En cierto sentido, esta es una definición muy tradicional del sujeto: el sujeto fue desde hace mucho definido como conocedor de algo sobre sí mismo que solo Dios sabía, algo que otras personas no podrían saber porque estaban ontológicamente prevenidas de “leer nuestros pensamientos”. Hoy en día, sin embargo, ser un sujeto tiene menos que ver con la protección ontológica, y más que ver con los secretos técnicamente protegidos. El internet es un lugar donde el sujeto está originalmente constituido como un sujeto transparente y observable –y solo después comienza a estar técnicamente protegido, para poder ocultar el secreto originalmente revelado. Sin embargo, toda protección técnica puede quebrantarse. Hoy en día, el hermeneutiker se ha convertido en hacker. El internet contemporáneo es un sitio donde se desarrollan guerras cibernéticas en las cuales el premio es el secreto. Y saber el secreto es controlar al sujeto constituido por este secreto –y las ciberguerras son las guerras de esta subjetivación y des-subjetivación.

Pero estas guerras solo pueden ocurrir porque el internet es originalmente el sitio de la transparencia. ¿Qué significa esta transparencia original para los artistas? A mí me parece que el verdadero problema con el internet no es el internet como un sitio para la distribución y exhibición de arte, sino el internet como un sitio para trabajar. Bajo el régimen del museo, el arte era producido en un lugar (el taller del artista) y se mostraba en otro lugar (el museo). El surgimiento de internet borró esta diferencia entre la producción y exhibición de arte. El proceso de producción de arte, en la medida que involucra el uso de internet, siempre está permanentemente expuesto – desde su inicio hasta su fin. Anteriormente, solo los trabajadores industriales operaban bajo la mirada de otros – bajo el tipo de control tan elocuentemente descrito por Michel Foucault. Los escritores y los artistas trabajaban en aislamiento, más allá de un control panóptico, público. Sin embargo, si el llamado trabajador creativo usa el internet, él o ella están sujetos al mismo o incluso a un mayor grado de vigilancia que el trabajador foucaultiano. La única diferencia es que esta vigilancia es más hermenéutica que disciplinaria. Los resultados de la vigilancia son vendidos por las corporaciones que controlan el internet, porque son los dueños de los medios de producción, la base materialtécnica de internet. No deberíamos olvidar que el internet es de propiedad privada. Y las ganancias vienen más que nada de publicidad dirigida. Aquí, nos confrontamos a un fenómeno interesante: la monetización de la hermenéutica. La hermenéutica clásica que buscaba al autor detrás de la obra fue criticada por los teóricos del estructuralismo y de la “lectura cercana”, quienes pensaron que no tenía sentido ir en busca de secretos ontológicos que son, por definición, inaccesibles. Hoy en día, esta vieja hermenéutica tradicional renace como un medio para la explotación económica en internet, donde todos los secretos son revelados. El sujeto aquí ya no está oculto detrás de su obra. El valor excedente que dicho sujeto produce y es apropiado por las corporaciones es este valor hermenéutico: el sujeto no solo hace algo en internet, sino que también se revela como un ser humano con ciertos intereses, deseos y necesidades. La monetización de la hermenéutica clásica es uno de los procesos más interesantes que hayan surgido en décadas recientes. A primera vista, parece que para los artistas, esta exposición permanente tiene más aspectos positivos que negativos. La re-sincronización de la producción de arte y de exposición de arte a través de internet parece hacer que las cosas sean mejores, no peores. Efectivamente, esta re-sincronización significa que un artista ya no necesita producir algún producto final, alguna obra de arte. La documentación de los procesos para hacer arte ya es en sí mismo una pieza de arte. La producción, presentación y distribución coinciden. El artista se convierte en blogger. Casi todos en el mundo del arte contemporáneo actúa como blogger – artistas individuales, pero también instituciones de arte, incluyendo los museos. Ai Weiwei es paradigmático en este sentido. El artista de Balzac, que jamás puede presentar su

obra maestra, no tendría problema ante estas condiciones: la documentación de sus esfuerzos, por crear una obra maestra sería su obra maestra. Así, el internet funciona más como la Iglesia que como el museo. Después que Nietzsche famosamente declaró, “Dios ha muerto”, continuó diciendo: hemos perdido al espectador. El surgimiento de internet significa el retorno del espectador universal. De modo que parece que estamos de vuelta en el paraíso y, como santos, hacemos la obra inmaterial de la existencia pura bajo la mirada divina. De hecho, la vida de un santo puede ser descrita como un blog leído por Dios y que sigue ininterrumpido incluso después de la muerte del santo. Entonces, ¿para qué necesitamos más secretos? ¿Por qué rechazamos esta transparencia radical? La respuesta a estas preguntas depende de la respuesta a una pregunta más fundamental con respecto a internet: ¿Acaso internet efectúa el retorno de Dios, o del malin génie, con su ojo malagüero? Yo podría sugerir que el internet no es el paraíso sino más bien, pues, el infierno – o si quieres, el paraíso y el infierno al mismo tiempo. Jean-Paul Sartre dijo que el infierno son los otros – la vida bajo la mirada de los otros. (Y Jacques Lacan dijo después que el ojo del otro siempre es un ojo maligno). Sartre sostenía que la mirada de los otros nos “objetiva”, y de esta manera, niega la posibilidad de cambio que define nuestra subjetividad. Sartre definió la subjetividad humana como un “proyecto” dirigido hacia el futuro, y este proyecto tiene un secreto ontológicamente garantizado, porque no puede ser revelado aquí y ahora, sino solo en el futuro. En otras palabras, Sartre entendió a los sujetos humanos como aquellos que luchan contra la identidad que la sociedad les otorga. Esto explica por qué interpretó la mirada de los otros como el infierno: bajo la mirada de los otros, vemos que hemos perdido la batalla, y permanecemos prisioneros de nuestra identidad, socialmente codificada. De este modo, tratamos de evitar la mirada de los otros por un tiempo, para poder revelar nuestro “verdadero ser” después de cierto periodo de encierro – para reaparecer en público bajo una nueva forma. Este estado de ausencia temporal constituye lo que nosotros llamamos proceso creativo – de hecho, es precisamente lo que llamamos proceso creativo. André Breton nos cuenta una historia sobre un poeta francés que, cuando se iba a dormir, colocaba un letrero en la puerta que decía: “Por favor guarden silencio: el poeta está trabajando”. Esta anécdota resume el entendimiento tradicional del trabajo creativo: el trabajo creativo es creativo porque ocurre más allá del control público –e incluso más allá del control consciente del autor. Este tiempo de ausencia puede durar varios días, meses, años –incluso toda una vida. Solo al final de este periodo de ausencia se espera que el autor presente un trabajo (quizá se encontró póstumamente en sus escritos) que hasta entonces sería aceptado como creativo, precisamente porque pareció emerger de la nada. En otras palabras, el trabajo creativo es el trabajo que presupone la desincronización del tiempo para trabajar del tiempo de exposición de sus resultados. El trabajo creativo es practicado en un tiempo paralelo de encierro, en secreto, de manera que exista un efecto sorpresa cuando este tiempo paralelo se re-

sincroniza con el tiempo del espectador. Es por eso que el sujeto de la práctica artística tradicionalmente quiso ocultarse, volverse invisible, darse un tiempo libre. La razón no fue que los artistas habían cometido un crimen u ocultaban algún sucio secreto que querían ocultar de la mirada de otros. Experimentamos la mirada de los otros como un ojo maligno no cuando quiere penetrar en nuestros secretos para hacerlos transparentes (dicha mirada penetrante es más bien halagadora y emocionante) sino cuando niega que tenemos algún secreto, cuando nos reduce a lo que ve y registra. La práctica artística es entendida como algo individual y personal. Pero ¿qué significa lo individual y personal? Lo individual se entiende muchas veces como diferente de los otros. (Por ejemplo: en una sociedad totalitaria, todos son iguales. En una democrática, todos son diferentes, y son respetados por ser diferentes.) Sin embargo, aquí el punto no es tanto la diferencia de uno con respecto a los otros, sino la diferencia de uno de uno mismo –el rechazo a ser identificado de acuerdo a los criterios generales de la identificación. Efectivamente, los parámetros que definen a nuestra identidad socialmente codificada y nominal, son completamente ajenos a nosotros. No elegimos nuestros nombres, no estuvimos conscientemente presentes en la fecha y lugar de nuestro nacimiento, no elegimos el nombre de la ciudad o de la calle en la que vivimos, no elegimos a nuestros padres, nuestra nacionalidad, etc. Todos estos parámetros externos de nuestra existencia no tienen significado para nosotros –no se correlacionan con ninguna evidencia subjetiva. Nos indican cómo nos ven los otros pero son completamente irrelevantes para nuestras vidas internas, subjetivas. Los artistas modernos se rebelaron en contra de las identidades impuestas por los otros –por la sociedad, el estado, la escuela, los padres. Querían el derecho a una auto-identificación soberana. El arte moderno era la búsqueda del “verdadero yo”. Aquí la cuestión no es si el ser verdadero es real o simplemente una ficción metafísica. La pregunta sobre la identidad no es una cuestión sobre la verdad sino una cuestión sobre el poder: ¿Quién tiene el poder sobre mi propia identidad, yo mismo o la sociedad? Y más generalmente: ¿quién tiene control sobre la taxonomía social, los mecanismos sociales de identificación –yo mismo o las instituciones del estado? Esto quiere decir que la lucha contra mi propia persona pública e identidad nominal, en nombre de mi persona soberana, mi identidad soberana, también tiene una dimensión pública, política, ya que está dirigida contra los mecanismos dominantes de la identificación –la taxonomía social dominante, con todas sus divisiones y jerarquías. Es por eso que los artistas modernos siempre decían: No me mires a mí. Mira lo que estoy haciendo. Ese es mi verdadero ser – o quizás ningún ser en realidad, quizás la ausencia de ser. Posteriormente, los artistas en su mayoría se dieron por vencidos en la búsqueda del ser oculto y verdadero. En cambio, comenzaron a usar sus identidades nominales como readymades, organizando un juego complicado con ellos. Pero esta estrategia aun presupone la desidentificación de las identidades nominales,

socialmente codificadas, para poder reapropiar, transformar y manipularlas artísticamente. La modernidad fue la época del deseo por las utopías. La expectativa utópica significa nada menos que el proyecto de descubrir o construir al verdadero ser llega se logra –y se vuelve socialmente reconocido. En otras palabras, el proyecto individual de buscar al verdadero ser adquiere una dimensión política. El proyecto artístico se convierte en un proyecto revolucionario que apunta a la transformación total de la sociedad, y la erradicación de las taxonomías existentes. Aquí, el verdadero ser se vuelve resocializado –al crear la verdadera sociedad. El sistema del museo es ambivalente hacia este deseo utópico. Por un lado, el museo ofrece al artista una oportunidad por trascender su propio tiempo, con todas sus taxonomías e identidades nominales. El museo promete llevar la obra del artista al futuro –es una promesa utópica. Sin embargo, el museo traiciona esta promesa al mismo tiempo que la cumple. La obra del artista es llevada al futuro, pero la identidad nominal del artista se reimpone en su obra. En el catálogo de museo, leemos el mismo nombre, fecha y lugar de nacimiento, nacionalidad, y así. Es por eso que el arte moderno quería destruir al museo. Sin embargo, el internet traiciona la búsqueda del verdadero ser de una manera aún más radical: el internet inscribe esta búsqueda desde su inicio –y no solo en su final—de vuelta a una identidad nominal, socialmente codificada. A su vez, los proyectos revolucionarios se vuelven historiados. Podemos ver hoy en día, conforme la anterior humanidad comunista se renacionaliza y se reinscribe en las historias rusas, chinas y demás. En el llamado periodo posmoderno, la búsqueda del ser verdadero y, del mismo modo, la verdadera sociedad en la cual este ser verdadero podría revelarse, se proclamaban como obsoletas. Por lo tanto, tendemos a hablar sobre la posmodernidad como un tiempo post-utópico. Pero esto no es totalmente cierto. La posmodernidad no se rindió en la lucha contra la identidad nominal del sujeto –de hecho, incluso radicalizó esta lucha. La posmodernidad tuvo su propia utopía, una utopía de la auto-disolución del sujeto en flujos infinitos y anónimos de energía, deseo o del juego de significantes. En vez de abolir al ser nominal y social, al descubrir al verdadero ser por medio de la producción de arte, la teoría de arte posmoderna invirtió sus esperanzas por una pérdida completa de identidad, a través del proceso de reproducción: una estrategia distinta que busca la misma meta. La euforia utópica posmoderna que provocó la noción de reproducción en su momento, puede ilustrarse por el siguiente pasaje del libro On the Museum’s Ruins, de Douglas Crimp. En este conocido libro, Crimp sostuvo, refiriéndose a Benjamin, que “Por medio de la tecnología reproductiva, el arte posmodernista se deshace del aura. La ficción del sujeto creador da paso a la confiscación franca, a la cita, el

extracto, la acumulación y repetición de imágenes ya existentes. Las nociones de originalidad, autenticidad y presencia, esenciales para el discurso ordenado del museo, son socavados.”1 El flujo de las reproducciones inunda al museo –y la identidad individual se ahoga en este flujo. El internet se volvió por un tiempo el lugar donde fueron proyectados estos sueños utópicos posmodernos, sueños sobre la disolución de todas las identidades en el juego infinito de significantes. El rizoma globalizado tomó el lugar de la humanidad comunista. Sin embargo, el internet se ha convertido no en un lugar para la realización de utopías posmodernas, sino su cementerio –mientras el museo se convirtió en un cementerio para las utopías modernas. Efectivamente, el aspecto más importante de internet es que cambian fundamentalmente la relación entre original y copia, como lo describe Benjamin, y por lo tanto, convierte al proceso anónimo de reproducción en algo calculable y personalizable. En internet, todo significante liberado tiene una dirección. Los flujos desterritorializados de datos se reterritorializan. Es conocido que Walter Benjamin distinguió entre el original, el cual es definido desde su “aquí y ahora”, y la copia, la cual no tiene sitio, es topológicamente indeterminada, carece de un “aquí y ahora”. La reproducción digital contemporánea no es de ninguna manera un ejercicio sin sitio, su circulación no es indeterminada topológicamente, y no se presenta a sí misma bajo la forma de una multiplicidad, como la describió Benjamin. Todas las direcciones de los archivos de datos en internet nos refieren a un lugar. El mismo archivo de datos con una dirección distinta es un archivo de datos distinto. Aquí, el aura de la originalidad no se pierde, sino que más bien es sustituido por un aura distinta. En internet, la circulación de datos digitales no produce copias, sino nuevos originales. Y esta circulación es perfectamente rastreable. Piezas individuales de datos nunca son desterritorializados. Además, toda imagen o texto en internet tiene no solo su lugar singular y específico, sino también su tiempo singular de aparición. El internet registra cada momento en que alguien le da click a cierto dato, cuando te gusta, cuando ya no te gusta, o lo transfieres o lo transformas. Del mismo modo, una imagen digital no puede ser simplemente copiada (como puede hacerse con una imagen análoga, mecánicamente reproducible) sino que siempre solo es nuevamente escenificada o ejecutada. Y cada ejecución de un archivo de datos es fechada y archivada. Durante la época de la reproducción mecánica, escuchamos frecuentemente sobre el deceso de la subjetividad. Escuchamos de Heidegger que die Sprache spricht (“el lenguaje habla”), y no tanto que el individuo usa el lenguaje. Escuchamos de Marshall McLuhan que el medio es el mensaje. Después, la deconstrucción derrideana y las máquinas deseantes de Deleuze nos enseñaron a deshacernos de nuestras últimas ilusiones concernientes a la posibilidad de identificar y estabilizar

la subjetividad. Sin embargo, ahora nuestras “almas digitales” se han vuelto rastreables y visibles nuevamente. Nuestra experiencia de la contemporaneidad está definida no tanto por la presencia de cosas ante nosotros como espectadores, sino más bien por nuestra presencia ante la mirada del espectador oculto y desconocido. Sin embargo, no conocemos a este espectador. No tenemos acceso a su imagen –si es que la tiene. En otras palabras, el espectador oculto universal del internet puede pensarse solo como un sujeto de conspiración universal. La reacción a esta conspiración universal toma necesariamente la forma de una contra-conspiración: uno protegerá su alma del ojo maligno. La subjetividad contemporánea ya no puede depender para su disolución del flujo de significantes, porque este flujo se ha vuelto controlable y rastreable. Por lo tanto, surge un nuevo sueño utópico –un sueño verdaderamente contemporáneo. Es el sueño de una palabra codificada irrompible que por siempre puede proteger nuestra subjetividad. Queremos definirnos como un secreto que sería aún más secreto que el secreto ontológico –el secreto que ni siquiera Dios puede descubrir. El ejemplo paradigmático de dicho sueño podemos encontrarlo en WikiLeaks. La meta de WikiLeaks muchas veces es vista como el flujo libre de información, como el establecimiento de un acceso libre de secretos de estado. Pero al mismo tiempo, la práctica de WikiLeaks demuestra que el acceso universal puede ser proporcionado solo bajo la forma de una conspiración universal. En una entrevista, Julain Assange dice: “Si entonces tú y yo estamos de acuerdo sobre un código encriptado en particular, y éste es matemáticamente fuerte, entonces las fuerzas de todo súper poder al que se le presente este código no podrá romperlo. De modo que un estado puede desear hacerle algo a un individuo, pero simplemente no es posible que el estado lo haga –y en este sentido, las matemáticas y los individuos son más fuertes que los súper poderes.”2 La transparencia se basa aquí en una no-transparencia. La apertura universal está basada en el cierre más perfecto. El sujeto se vuelve oculto, invisible, se toma el tiempo para volverse operativo. La invisibilidad de la subjetividad contemporánea está garantizada, en la medida que su código encriptado no sea hackeado –en la medida que el sujeto permanezca anónimo, no-identificable. Su invisibilidad, protegida por una contraseña, es la que garantiza el control del sujeto en torno a sus operaciones y manifestaciones digitales. Aquí, estoy discutiendo sobre el internet tal y como lo conocemos ahora. Pero las próximas guerras cibernéticas cambiarán radicalmente al internet. Estas guerras cibernéticas ya han sido anunciadas –y destruirán o dañarán seriamente al internet como un mercado dominante y como un medio de comunicación. El mundo contemporáneo se parece mucho al mundo del siglo XIX. Ese mundo fue definido por las políticas de los mercados abiertos, un capitalismo creciente, una cultura de la celebridad, el retorno de la religión, terrorismo y contra-terrorismo. La Primera

Guerra Mundial destruyó a este mundo e hizo imposible las políticas de un mercado abierto. Al final, los intereses geopolíticos y militares de las naciones estado se mostraron más poderosos que los intereses económicos. Veamos lo que sucederá en el futuro cercano. Me gustaría concluir con una consideración más general sobre la relación entre utopía y archivo. Como he intentado demostrar, el impulso utópico siempre está relacionado con el deseo del sujeto por salir de su propia identidad, históricamente definida, para dejar su lugar en la taxonomía histórica. En cierto sentido, el archivo le otorga al sujeto la esperanza de sobrevivir a su propia contemporaneidad, revelando su verdadero ser en el futuro, porque el archivo promete sostener y hacer accesibles los textos o las obras de este sujeto después de su muerte. Esta promesa utópica, o por lo menos heterotópica, es crucial para la habilidad del sujeto de generar un distanciamiento y una actitud crítica en torno a su propio tiempo y su propia audiencia inmediata. Los archivos son muchas veces interpretados como un medio para conservar el pasado –para presentar el pasado en el presente. Pero al mismo tiempo, los archivos son máquinas para transportar el presente en el futuro. Los artistas siempre hacen su obra no para su propio tiempo sino para los archivos del arte – para el futuro, en el cual la obra del artista permanecerá presente. Esto produce una diferencia entre la política y el arte. Los artistas y los políticos comparten el “aquí y ahora” común del espacio público, y ambos quieren transformar el futuro. Esto es lo que une al arte y a la política. Pero la política y el arte transforman el futuro de maneras distintas. La política entiende el futuro como resultado de acciones que ocurren aquí y ahora. La acción política tiene que ser eficaz, tiene que producir resultados, debe de transformar la vida social. En otras palabras, la práctica política transforma al futuro, pero desaparece en y a través de este futuro, termina totalmente absorbido por sus propios resultados y consecuencias. La meta de la política es volverse obsoleta –y dar lugar a la política del futuro. Pero los artistas no trabajan dentro del espacio público de su tiempo. También trabajan dentro del espacio heterogéneo de los archivos de arte, donde sus obras son colocadas entre las obras del pasado y futuro. El arte, tal y como funcionó en la modernidad y aun funciona así en nuestra época, no desaparece después que se haya terminado el trabajo. Más bien, la obra de arte sigue estando presente en el futuro. Y es precisamente esta presencia de futuro anticipado del arte la que le garantiza su influencia en el futuro, su oportunidad para moldear el futuro. La política moldea el futuro para su propia desaparición. El arte moldea el futuro para su propia presencia prolongada. Esto crea una brecha entre el arte y la política – una brecha que se demostró muchas veces a través de la historia trágica de la relación entre arte de izquierda y política de izquierda en el siglo XX. Nuestros archivos están estructurados históricamente, claro está. Y nuestro uso de estos archivos sigue estando definido por la tradición historicista del siglo XIX.

Por lo tanto, tendemos a reinscribir a los artistas póstumamente, en los contextos históricos desde los cuales en realidad querían escaparse. En este sentido, las colecciones de arte que precedieron al historicismo del siglo XIX –las colecciones que querían ser colecciones de instancias de belleza pura, por ejemplo—parecen ingenuas a primera vista. De hecho, son más fieles al impulso utópico original que sus contrapartes históricas más sofisticadas. Nos estamos volviendo más interesados en la decontextualización y re-escenificación de fenómenos individuales del pasado que en su recontextualización histórica, más interesados en las aspiraciones utópicas que llevan a los artistas a salir de sus contextos históricos, que en estos contextos por sí mismos. Y a mí me parece que este es un buen proceso, porque fortalece el potencial utópico del archivo y debilita su potencial para traicionar la promesa utópica, potencial inherente a todo archivo, independientemente de lo estructurado que sea. 1. Douglas Crimp, On the Museum’s Ruins (Cambridge, MA: MIT Press, 1993), 58. 2. Hans Ulrich Obrist, “In Conversation with Julian Assange, Part I,” e-flux journal 25 (May 2011). Artículo original: Boris Groys, “Art Workers: Between Utopia and the Archive” E-flux journal, 45, mayo 2013 http://www.e-flux.com/journal/art-workers-between-utopia-and-the-archive/ Traducción publicada en: http://artecontempo.blogspot.com/2013/06/lostrabajadores-del-arte-entrelautopia.html Libre traducción: A. Espinoza

La producción de sinceridad (Diseño de sí mismo y responsabilidad estética) Boris Groys (2008) En estos días, caso todos parecen estar de acuerdo que la época en que el arte trató de establecer su autonomía –con éxito o sin éxito—ha terminado. Aun así, este diagnostico se hace con sentimientos encontrados. Uno tiende a celebrar la disponibilidad del arte contemporáneo para trascender los confines tradicionales del sistema del arte, como si esta movida fuera dictada por una voluntad para modificar las condiciones sociales y políticas dominantes, para hacer un mundo mejor –si la movida, en otras palabras, es éticamente motivada. Uno tiende a deplorar, por otro lado, que los intentos por trascender el sistema del arte nunca parecen ir más allá de la esfera estética: en vez de cambiar el mundo, el arte solo lo hace verse mejor. Esto causa una gran frustración dentro del sistema del arte, en el cual el ánimo predominante parece cambiar casi perpetuamente, para adelante y para atrás, entre las esperanzas por intervenir en el mundo más allá del arte, y la decepción (incluso desesperanza) que trae la imposibilidad de lograr dicha meta. Mientras que este fracaso muchas veces se interpreta como una prueba de la incapacidad del arte por penetrar la esfera política como tal, argumentaría en vez de esto que si la politización del arte tuviera una intención y una práctica serias, la mayor de las veces tiene éxito. El arte, en efecto, puede entrar en la esfera política y, efectivamente, el arte ha entrado en ésta muchas veces en el siglo XX. El problema no es la incapacidad del arte por hacerse verdaderamente político. El problema es que la esfera política actual ya se ha vuelto estetizada. Cuando el arte se vuelve político, está obligado a hacer el desagradable descubrimiento de que la política ya se ha convertido en arte –que la política ya se ha situado en el campo estético. En nuestra época, cada político, héroe de los deportes, terrorista o estrella de cine genera un gran número de imágenes, porque los medios automáticamente cubren sus actividades. En el pasado, la división del trabajo entre la política y el arte eran muy claras: el político era responsable de la política y el artista representaba estas políticas por medio de la narración o la representación. La situación cambió drásticamente desde entonces. El político contemporáneo ya no necesita a un artista para cobrar fama o inscribirse dentro de la conciencia popular. Toda figura y evento político es inmediatamente registrada, representada, descrita, esbozada, narrada e interpretada por los medios. La máquina de cobertura de los medios ya no necesita una intervención artística individual o decisión artística para echarse a andar. En efecto, los medios masivos contemporáneos han emergido hasta ahora como la más grande y más poderosa máquina productora de imágenes –mucho más extensa y efectiva que el sistema del arte contemporáneo. Constantemente somos alimentados con imágenes de guerra, de terror y de catástrofes de todo tipo, en un nivel de producción y distribución con el cual las habilidades artesanales del artista ya no pueden competir.

Hoy en día, si un artista logra ir más allá del sistema del arte, este artista comienza a funcionar de la misma manera como ya funcionan los políticos, los héroes del deporte, los terroristas, las estrellas de cine y otras celebridades menores o mayores: a través de los medios. En otras palabras, el artista se convierte en la obra. Mientras que la transición del sistema del arte al campo político es posible, esta transición opera primordialmente como un cambio en el posicionamiento del artista con respecto a la producción de la imagen: el artista deja de ser un productor de imágenes y se convierte en una imagen en sí mismo. Esta transformación ya había sido registrada a finales del siglo XIX por Friedrich Nietzsche, quien declaró que es mejor se una obra de arte que un artista. Claro, convertirse en obra de arte no sólo provoca placer, sino que también la ansiedad de ser sujeto de una manera muy radical a la mirada del otro –a la mirada de los medios funcionando como super-artistas. Yo caracterizaría esta ansiedad como de auto-diseño, porque obliga al artista –así como casi cualquiera que llegue a ser cubierto por los medios—a confrontar la imagen del ser: corregir, cambiar, adaptar, contradecir esta imagen. Hoy en día, uno muchas veces escucha que el arte de nuestro tiempo funciona cada vez más como un diseño, y hasta cierto grado es cierto. Pero el problema final del diseño tiene que ver no con cómo diseño el mundo exterior, sino como me diseño yo –o, más bien, cómo lidio con la manera como el mundo me diseña. Hoy en día, esto se ha convertido en un problema general y dominante, que todos –y no sólo los políticos, las estrellas de cine y las celebridades– confrontan. Hoy en día, todos están sujetos a una evaluación estética –se requiere de todos tomar la responsabilidad estética de sus apariencias en el mundo, de su auto-diseño. Donde fue una vez privilegio y carga para unos cuantos elegidos, en nuestra epoca el autodiseño se ha convertido en la práctica cultural de masas por excelencia. El espacio virtual de Internet es primordialmente una zona en la cual mi página en Facebook está permanentemente diseñada y rediseñada para ser presentada en Youtube, y viceversa. Pero de la misma manera en el mundo real –o, digamos, análogo—se espera que uno sea responsable de la imagen que presentamos a la mirada del otro. Incluso podría decirse que el auto-diseño es una práctica que une al artista y al público por igual de la manera más radical: aunque no todos producen obras de arte, todo mundo es una obra de arte. Al mismo tiempo, se espera que todos sean sus propios autores. Ahora bien, todo tipo de diseño –incluyendo el auto-diseño—es considerado primordialmente por el espectador no como una manera de revelar cosas, sino como una manera de ocultarlas. La estetización de la política se considera igualmente como una manera de sustituir sustancia con apariencia, temas reales con una fabricación superficial de imagen. Sin embargo, mientras que los temas cambian constantemente, la imagen permanece. Así como uno puede fácilmente convertirse en prisionero de su propia imagen, nuestras convicciones políticas pueden ser ridiculizadas como si fueran un simple auto-diseño. La estetización

muchas veces se identifica con la seducción y la celebración. Walter Benjamin obviamente tenía este uso de término “estetización” en mente cuando opuso la politización de la estética a la estetización de la política al final de su famoso ensayo “La obra de arte en la era de la reproducción mecánica.” Pero uno podría decir, por el contrario, que todo acto de estetización es ya una crítica del objeto de estetización, simplemente porque este acto llama la atención a la necesidad del objeto por un suplemento que le permita verse mejor de lo que ya es. Dicho suplemento siempre funciona como un pharmakon derrideano: mientras que el diseño hace que el objeto se vea mejor, de la misma manera levanta sospechas de que este objeto se vería especialmente feo y repelente si la superficie de su diseño se llegara a extraer. En efecto, el diseño –incluyendo el auto-diseño—es principalmente un mecanismo para inducir a la sospecha. El mundo contemporáneo del diseño total muchas veces se describe como un mundo de seducción total, desde donde el carácter desagradable de la realidad ha desaparecido. Pero yo argumentaría, en cambio, que el mundo del diseño total es un mundo de sospecha total, un mundo de peligro latente que acecha por debajo de las superficies diseñadas. La meta principal del auto-diseño, entonces, se convierte en una neutralización de la sospecha de un posible espectador, de crear el efecto de sinceridad que provoca la confianza en el alma del espectador. En el mundo actual, la producción de sinceridad y confianza se ha convertido en la ocupación de todos –y no obstante fue, y sigue siendo, la principal ocupación del arte a través de toda la historia de la modernidad: el artista moderno siempre se ha posicionado como la única persona honesta en un mundo de hipocresía y corrupción. Investiguemos brevemente cómo la producción de sinceridad y la confianza ha funcionado en el periodo moderno, para poder caracterizar la manera como funciona hoy en día. Uno podría decir que la producción modernista de sinceridad funcionó como una reducción del diseño, donde la meta fue la de crear un espacio en blanco, vacío, en el centro del mundo diseñado, para eliminar el diseño, para practicar el grado cero del diseño. De esta manera, la vanguardia artística quería crear áreas libres de diseño que pudieran percibirse como áreas de honestidad, de alta moralidad, sinceridad, y confianza. Al observar todas las superficies diseñadas de los medios, uno espera que el espacio oscuro, oscurecido debajo de los medios, de alguna manera, se traicione o se exponga a sí mismo. En otras palabras, estamos esperando un momento de sinceridad, un momento en el cual la superficie de diseño se abra para ofrecer una vista a su interior. El diseño Cero intenta producir artificialmente este quiebre para el espectador, permitiéndole ver las cosas como realmente son. Pero la fe rousseana en la ecuación de la sinceridad y el cero-diseño se ha desvanecido en nuestro tiempo. Ya no estamos dispuestos a creer que el diseño minimalista sugiere algo sobre la honestidad y sinceridad del sujeto diseñado. La aproximación de la vanguardia en torno al diseño de la honestidad se ha

convertido, por lo tanto, en un estilo entre muchos estilos posibles. Bajo estas condiciones, el efecto de la sinceridad es creado no al refutar la sospecha inicial dirigida hacia toda superficie diseñada, sino al confirmarla. Esto quiere decir que estamos listos para creer que una ruptura en la superficie diseñada ha sucedido – que somos capaces de ver las cosas como realmente son—sólo cuando la realidad detrás de la fachada se muestra muchísimo peor de lo que habíamos imaginado. Confrontados a un mundo de diseño total, sólo podemos aceptar una catástrofe, un estado de emergencia, una ruptura violenta en la superficie diseñada, como razón suficiente para creer que se nos permite un vistazo de la realidad que se encuentra por debajo. Y claro, esta realidad también, debe mostrarse como una realidad catastrófica, porque sospechamos que está pasando algo terrible destrás del diseño –manipulación cínica, propaganda política, intrigas ocultas, intereses creados, crímenes. Seguido de la muerte de Dios, la teoría de conspiración se convirtió en la única forma sobreviviente de metafísica tradicional, como un discurso sobre lo oculto e invisible. Donde una vez tuvimos a la naturaleza y a Dios, ahora tenemos diseño y teoría de conspiración. Aun cuando estamos generalmente inclinados a desconfiar de los medios, no es accidental que estamos inmediatamente dispuestos a creerle cuando nos habla sobre una crisis financiera global o nos presenta las imágenes del once de septiembre, directo en nuestros departamentos. Aun los teóricos de la simulación más comprometidos comenzaron a hablar sobre el regreso de lo real, mientras veían las imágenes del once de septiembre. Existe una vieja tradición en el arte de occidente, que presenta al artista como una catástrofe andante y –por lo menos desde Baudelaire en adelante—los artistas modernos fueron expertos en crear imágenes del mal que surgían detrás de la superficie, lo cual inmediatamente les otorgó la confianza del público. En nuestros días, la imagen romántica del poète maudit es sustituida por la del artista siendo explícitamente cínico –codicioso, manipulador, de orientación empresarial, que busca sólo la ganancia material, e implementando al arte como una máquina para engañar al público. Hemos aprendido esta estrategia de auto-denuncia calculada –un autodiseño de autodenuncia—a partir de los ejemplos de Salvador Dalí y Andy Warhol, o de Jeff Koons y Damien Hirst. No obstante qué tan vieja, esta estrategia rara vez ha dejado de hacer mella. Al ver la imagen pública de estos artistas, tendemos a pensar, “Qué atroz,” pero al mismo tiempo, “Qué cierto.” El auto-diseño como auto-denuncia sigue funcionando en una época en la que el vanguardista diseñocero de la honestidad fracasa. Aquí, de hecho, el arte contemporáneo expone cómo funciona toda nuestra cultura de la celebridad: por medio de revelaciones y autorevelaciones calculadas. Las celebridades (incluyendo los políticos) son presentados al público contemporáneo como superficies diseñadas, a las cuales el público responde con sospecha y teorías de conspiración. Por lo tanto, para hacer que el político se vea confiable, uno debe crear un momento de revelación –una oportunidad para atisbar a través de la superficie para decir, “Ah, este político es tan malo como siempre supuse que iba a ser.” Con esta revelación, la confianza en el sistema se restaura por medio de un ritual de sacrificio simbólico y auto-

sacrificio, estabilizando el sistema de las celebridades al confirmar la sospecha a la que necesariamente ya está sujeta. De acuerdo con la economía del intercambio simbólico que Marcel Mauss y George Bataille exploraron, los individuos que se muestran especialmente repugnantes (esto es, los individuos que demuestran el sacrificio simbólico más sustancial) reciben mayor reconocimiento y fama. Este hecho por sí solo demuestra que esta situación tiene menos que ver con una visión verdadera que con un caso especial de auto-diseño: hoy en día, decidir presentarse uno mismo como éticamente malo es tomar una decisión especialmente buena en términos de auto-diseño (el genio es lo mismo que un cabrón). Pero también existe una forma más sutil y sofisticada de auto-diseño y autosacrificio: el suicidio simbólico. Siguiendo esta estrategia más sutil de auto-diseño, el artista anuncia la muerte del autor, esto es, su propia muerte simbólica. La obra resultante no se proclama a sí misma como mala, sino como muerta. La obra resultante, entonces, se presenta como colaborativa, participativa y democrática. Una tendencia hacia la práctica colaborativa y participativa es innegablemente una de las principales características del arte contemporáneo. Numerosos grupos de artistas alrededor del mundo están afirmando una autoría colectiva, e incluso anónima, para sus obras. Adicionalmente, prácticas colaborativas de este tipo tienden a estimular al público a unirse, a activar el ámbito social en el que se desenvuelven estas prácticas. Pero este autosacrificio que renuncia a la autoría individual también encuentra su compensación dentro de una economía simbólica de reconocimiento y fama. El arte participativo reacciona ante el estado moderno de la cuestión, con un arte que fácilmente puede describirse de la siguiente manera: el artista produce y exhibe arte, y el público ve y evalúa lo que está exhibido. Este arreglo parecería beneficiar primordialmente al artista, que se muestra como un individuo activo, opuesto a un público pasivo y anónimo. Mientras que el artista tiene el poder de popularizar su nombre, las identidades de los espectadores siguen siendo desconocidas, a pesar de su papel de proporcionar la validación que facilita el éxito del artista. El arte moderno, por lo tanto, fácilmente puede malinterpretarse como un aparato para manufacturar la celebridad artística a expensas del público. Sin embargo, muchas veces se pasa por alto que en el periodo moderno, el artista siempre ha sido entregado a la misericordia de la opinión pública –si una obra no es favorecida por el público, entonces es reconocida de facto como carente de valor. Este es el principal déficit del arte moderno: la obra de arte moderna no tiene un valor “interno” propio, no tiene mérito más allá de lo que el gusto del público le otorga. En los templos antiguos, la desaprobación estética no era una razón suficiente para rechazar una obra. Las estatuas producidas por los artistas de esa época era consideradas como las encarnaciones de los dioses: eran reverenciadas, uno se arrodillaba frente a ellas para rezar, uno buscaba una guía y se les temía. Ídolos pobremente elaborados e iconos mal pintados eran de hecho parte también de este orden sacro, y deshacerse de alguno de ellos hubiera sido un sacrilegio. Por lo tanto, dentro de una tradición religiosa específica, las obras de arte tienen su

propio valor individual, “interno,” independientemente del juicio estético del público. Este valor deriva de la participación tanto del artista y del público en las prácticas religiosas comunales, una afiliación común que relativiza el antagonismo entre artista y público. Por contraste, la secularización del arte conlleva a su devaluación radical. Es por eso que Hegel afirmó al inicio de sus Lecciones sobre estética que el arte era cosa del pasado. Ningún artista moderno podría esperar que alguien se arrodillara para rezar enfrente de su obra, exigir asistencia práctia de ésta, o usarla para apartar al peligro. Lo más que uno está preparado a hacer hoy en día es sentir que una obra es interesante, y claro, preguntar cuánto cuesta. El precio inmuniza a la obra de arte del gusto público hasta cierto grado –si las consideraciones económicas no hubieran sido un factor que limita la expresión inmediata del gusto público, gran parte del arte que se encuentra en los museos hoy en día hubiera terminado en la basura desde hace mucho tiempo. La participación comunal dentro de la misma práctica económica, por lo tanto, debilita la separación radical entre artista y público hasta cierto grado, incitando una cierta complicidad en la cual el público está obligado a respetar una obra de arte por su precio, aun cuando dicha obra no es muy apreciada. Sin embargo, sigue habiendo una diferencia significativa entre el valor religioso de una obra de arte y su valor económico. Aunque el precio de una obra de arte es el resultado cuantificable de un valor estético que se ha identificado con éste, el respeto que se le otorga a una obra de arte a partir de su precio de ninguna manera se traduce automáticamente en cualquier forma de apreciación vinculante. Este valor vinculante del arte, por lo tanto, puede buscarse en las prácticas no comerciales, si no es que directamente anti-comerciales. Por esta razón, muchos artistas modernos han intentado recuperar una base común con sus públicos, al atraer a los espectadores para que salgan de sus roles pasivos, al unir la cómoda distancia estética que permite a los espectadores que no se involucran a juzgar una obra de arte imparcialmente desde una perspectiva segura y externa. La mayoría de estos intentos están relacionados con un compromiso político o ideológico de algún tipo u otro. La comunidad religiosa, por lo tanto, es reemplazada por un movimiento político, en el cual los artistas y los públicos participan comunalmente. Cuando el espectador se involucra en la práctica artística desde el inicio, toda crítica enunciada se convierte en autocrítica. Es así como las convicciones políticas compartidas hacen que el juicio estético sea parcial o completamente irrelevante, como fue el caso con el arte sacro del pasado. Para decirlo sin rodeos: hoy en día, es mejor ser un autor muerto que un autor malo. Aunque la decisión del artista de renunciar a la autoría exclusiva parecería principalmente que es del interés de un empoderamiento del espectador, este sacrificio finalmente beneficia al artista, ya que lo libra a su obra de la mirada fría del juicio no involucrado del espectador. Una versión de este texto se presentó como conferencia en el Frieze Art Fair, Londres, el 16 de octubre de 2008.

Boris Groys, “Self-Design and Aesthetic Responsibility (Production of Sincerity)” Revista e-flux, 68, junio 2009. http://www.e-flux.com/journal/view/68 Traducción libre de A. Espinoza publicada en: http://artecontempo.blogspot.com/2013/06/lostrabajadores-del-arte-entrelautopia.html

Sobre el activismo en el arte Boris Groys (2014) Las discusiones recientes sobre el arte se centran mucho en la temática del activismo en el arte –esto es, en la habilidad del arte para funcionar como un foro y un medio para la protesta política y el activismo social. El fenómeno del activismo en el arte es central para nuestra época, porque se trata de un fenómeno nuevo, muy distinto del fenómeno del arte crítico con el que nos familiarizamos en décadas recientes. Los arte activistas no sólo quieren criticar al sistema del arte o a las condiciones políticas y sociales bajo los cuales funciona este sistema. Más bien, quieren cambiar estas condiciones por medio del arte, no tanto desde el interior del arte sino por fuera, en la realidad misma. Los arte activistas tratan de cambiar las condiciones de vida en áreas económicamente en vías de desarrollo, tratan de poner sobre la mesa problemáticas ambientales, ofrecen acceso a la cultura y la educación para las poblaciones de países y regiones pobres, atraen la atención hacia la lucha de los migrantes ilegales, mejoran las condiciones de la gente que trabaja en las instituciones del arte, y así sucesivamente. En otras palabras, los arte activistas reaccionan ante el colapso cada vez mayor del estado social moderno y tratan de reemplazar el estado social y las ONG’s que, por razones diversas, no pueden o no quieren cumplir con su papel. Los arte activistas quieren ser útiles, cambiar al mundo, crear un mundo mejor, pero al mismo tiempo, no quieren dejar de ser artistas. Y este es el punto en el que surgen los principales problemas teóricos, políticos e incluso puramente prácticos. Los intentos del arte activismo por combinar el arte y la acción social fueron atacados desde estas dos perspectivas opuestas, las tradicionalmente artísticas y las tradicionalmente activistas. La crítica artística tradicional opera de acuerdo a la noción de calidad artística. Desde este punto de vista, el activismo en el arte parece ser no muy bueno artísticamente: muchos críticos dicen que las intenciones moralmente buenas del activismo en el arte sustituyen la calidad del arte. Esta clase de crítica es, en realidad, fácil de rechazar. En el siglo XX, todo criterio de calidad y de gusto fue abolido por distintas vanguardias artísticas, de modo que, hoy en día, no tiene sentido apelar a ellas nuevamente. Sin embargo, la crítica del otro lado es mucho más seria y exige una respuesta crítica detallada. Esta crítica opera primordialmente de acuerdo a nociones de “estetización” y “espectacularidad”. Cierta tradición intelectual, con raíces en los escritos de Walter Benjamin y Guy Debord sostiene que la estetización y la espectacularización de la política, incluyendo la protesta política, son cosas malas, porque distraen la atención de las metas prácticas de la protesta política y las dirige hacia su forma estética. Y esto quiere decir que el arte no puede ser usado como un medio para la protesta política genuina, porque el uso del arte para la acción política necesariamente estetiza a dicha acción, la convierte en espectáculo y, por lo tanto, neutraliza el efecto práctico de dicha acción. Como ejemplo, basta con recordar la reciente Bienal de Berlín, curada por Artur Żmijewski, y la crítica que provocó,

descrita como tal por distintos lados ideológicos como un zoológico para artistas activistas. En otras palabras, el componente de arte del arte activismo es visto muchas veces como la razón principal por la que dicho activismo fracasa en el nivel pragmático, práctico, en el nivel del impacto social y político inmediato. En nuestra sociedad, el arte es tradicionalmente visto como inútil. De manera que esta inutilidad cuasi ontológica parece infectar al arte activismo y lo condena a su fracaso. Al mismo tiempo, el arte es visto como algo que en última instancia celebra y estetiza al status quo –socavando, por lo tanto, nuestra voluntad para cambiarlo. De modo que la salida de esta situación es vista más que nada como el abandono general del arte –como si el activismo social y político nunca fracasa siempre y cuando no se infecte por el virus del activismo. La crítica del arte como algo inútil y por lo tanto moral y políticamente malo no es nueva. En el pasado, esta crítica obligaba a muchos artistas a abandonar el arte, para comenzar a practicar algo más útil, algo moral y políticamente correcto. Sin embargo, el activismo contemporáneo en el arte no se apresura por abandonar el arte, sino más bien, trata de hacer que el arte mismo sea útil. Esta es una posición histórica nueva. Su novedad es muchas veces relativizada por una referencia al fenómeno de la vanguardia rusa, que famosamente quiso cambiar al mundo por medios artísticos. Me parece que esta referencia es incorrecta. Los artistas de la vanguardia rusa de la década de 1920 creían en su habilidad para cambiar el mundo, porque en aquel entonces su práctica artística fue apoyada por las autoridades soviéticas. Ellos sabían que el poder estaba de su lado. Y tenían la esperanza de que este apoyo no cesara con el paso del tiempo. El activismo contemporáneo en el arte, por el contrario, no tiene razón para creer en un apoyo político externo. El arte activista actúa por cuenta propia –depende sólo de sus propias redes y en un apoyo financiero débil e incierto, generado por instituciones de arte de mentalidad progresista. Como lo dije anteriormente, ésta es una situación nueva, que merece una nueva reflexión teórica. La meta central de esta reflexión teórica es esta: analizar el significado preciso y la función política de la palabra “estetización”. Yo creo que dicho análisis nos permitirá clarificar las discusiones alrededor del arte activista y el sitio en el que se encuentra y en el que actúa. Podría decir que, hoy en día, la palabra “estetización” se usa mayormente de una manera confusa y confundida. Cuando uno habla de “estetización”, se refiere a operaciones teóricas y políticas distintas y en ocasiones opuestas. La razón por estas confusiones es la división de la práctica artística contemporánea en dos dominios diferentes: arte en el sentido apropiado de la palabra, y diseño. En estos dos dominios, la estetización quiere decir dos cosas distintas. Analicemos esta diferencia.

La estetización como Revolución En el dominio del diseño, la estetización de ciertas herramientas técnicas, de ciertas mercancías o de ciertos eventos, está relacionado con un intento por hacerlos más atractivos y seductores para el usuario. Aquí, la estetización no previene el uso de un objeto estetizado, diseñado –por el contrario, tiene la meta de mejorar y expandir este uso al hacerlo más agradable. En este sentido, en realidad deberíamos ver a todo el arte del pasado premoderno no como arte sino como diseño. Efectivamente, los griegos antiguos nos hablaban de la techne –sin diferenciar entre arte y tecnología. Si vemos el arte de la antigua China, podemos encontrarnos con herramientas bien diseñadas, que se usaban para las ceremonias religiosas, así como objetos bien diseñados que se usaban para los funcionarios de la corte y los intelectuales. Lo mismo puede decirse del arte de Egipto y del Imperio Inca: no es arte en el sentido moderno del término, sino diseño. Y lo mismo puede decirse del Antiguo Régimen de Europa antes de la Revolución Francesa; aquí también encontramos sólo diseño religioso, o el diseño del poder y la riqueza. Bajo condiciones contemporáneas, el diseño se volvió omnipresente. Casi todo lo que usamos está profesionalmente diseñado para hacerlo más atractivo para el usuario. Es a lo que nos referimos cuando hablamos de un producto bien diseñado: es una “verdadera obra de arte”, como podemos decir del iPhone, de un bello avión y así sucesivamente. Lo mismo puede decirse de la política. Estamos viviendo una época de diseño político, de la fabricación personal de la imagen. Cuando uno habla, por ejemplo, de la estetización de la política en referencia a, digamos, la Alemania Nazi, entonces uno realmente se refiere a la estetización como diseño –como un intento por hacer que el movimiento Nazi sea más atractivo, más seductor. Uno piensa en los uniformes negros, la fakelzüge nocturna, y demás. Aquí es importante ver que este modo de entender la estetización como diseño no tiene nada que ver con la noción de estetización como solía usarlo Walter Benjamin, cuando hablaba del fascismo como la estetización de la política. Esta otra noción de estetización tiene sus orígenes no en el diseño sino en el arte moderno. En efecto, la estetización artística no se refiere al intento por hacer que el funcionamiento de cierta herramienta técnica sea más atractivo para el usuario. Al contrario, la estetización artística significa la desfuncionalización de dicha herramienta, la anulación violenta de su aplicabilidad y eficiencia prácticas. Nuestra noción contemporánea del arte y de la estetización del arte tiene sus raíces en la Revolución Francesa –en las decisiones tomadas por el gobierno revolucionario francés, concernientes a los objetos que este gobierno heredó del Antiguo Régimen. Un cambio de régimen, especialmente un cambio radical como el que introdujo la Revolución Francesa, normalmente viene acompañado de una ola de iconoclastia. Uno podría seguir estos oleajes en los casos del protestantisno, la conquista española de América, o la caída de los regímenes socialistas en Europa del Este. Los revolucionarios franceses tomaron un camino distinto: en

vez de destruir los objetos sagrados y profanos pertenecientes al Antiguo Régimen, los desfuncionalizaron o, en otras palabras, los estetizaron. La Revolución Francesa convirtió al diseño del Antiguo Régimen en lo que ahora llamamos arte, esto es, en objetos que no sirven más que para la pura contemplación. Este acto violento y revolucionario de estetizar el Viejo Régimen fue el que creó el arte que hoy conocemos. Antes de la Revolución Francesa, no había arte, sólo diseño. Después de la Revolución Francesa, emergió el arte... como la muerte del diseño. El origen revolucionario de la estética fue conceptualizado por Emmanuel Kant en su Crítica al Juicio. Casi al comienzo del texto, Kant deja claro su contexto político. Escribe: “Si alguien me preguntara si el palacio que ahora veo me resulta más bello, bien podría decir que no me gustan ese tipo de cosas...; en un estilo verdaderamente Rousseauiano, incluso hasta podría vilificar la vanidad de los grandes que desperdician el sudor del pueblo en cosas tan superfluas... Todo esto podría ser aceptado y aprobado por mí; pero este no es el tema en cuestión... Uno no debe ser parcial en lo más mínimo, a favor de la existencia de la cosa, sino ser completamente indiferente en este sentido, para poder jugar el rol de juez en cuestiones del gusto.”1 Kant no está interesado en la existencia del palacio como representación del poder y la riqueza. Sin embargo, está dispuesto a aceptar el palacio como algo estetizado, esto es, negado, vuelto inexistente para todo efecto práctico, reducido a una pura forma. Aquí surge la pregunta inevitable: ¿Qué es lo que uno debería decir sobre la decisión de los revolucionarios franceses, de sustituir la desfuncionalización estética del Antiguo Régimen con una destrucción totalmente iconoclasta? Y: ¿Acaso la legitimación teórica de esta desfuncionalización estética que se propuso casi simultáneamente por Kant, como signo de la debilidad cultural de la burguesía europea? Quizá sería mejor destruir por completo el cadáver del Viejo Régimen en vez de exhibir este cadáver como arte, como un objeto de pura contemplación estética. Yo diría que la estetización es una forma mucho más radical de muerte que la iconoclastia tradicional. Ya desde el siglo XIX, los museos muchas veces se comparaban con cementerios, y los curadores de museos con sepultureros. Sin embargo, el museo es mucho más un cementerio que cualquier cementerio de verdad. Los cementerios de verdad no exponen los cadáveres de los muertos; los ocultan. Esto también aplica para las pirámides egipcias. Al ocultar los cuerpos, los cementerios crean un espacio oscuro y escondido de misterio, y por lo tanto nos sugieren la posibilidad de resurrección. Todos hemos leído acerca de fantasmas, vampiros que abandonan sus tumbas, así como otras criaturas que merodean por las noches en los cementerios. También hemos visto películas sobre las noches en los museos: cuando nadie los ve, los cuerpos muertos de las obras de arte cobran vida. Sin embargo, el museo a la luz del día es un sitio de muerte definitiva que no permite la resurrección, ni el

retorno al pasado. El museo institucionaliza la violencia verdaderamente radical, atea y revolucionaria que muestra al pasado como incurablemente muerto. Es una muerte puramente materialista sin posibilidad de retorno –el cadáver material estetizado funciona como testimonio a la imposibilidad de resurrección. (De hecho, esta fue la razón por la que Stalin insistió tanto en exhibir permanentemente el cuerpo muerto de Lenin al público. El Mausoleo de Lenin es una garantía visible de que Lenin y el leninismo han muerto definitivamente. Es por eso que los líderes actuales en Rusia no se apresuran en enterrar a Lenin – contrario a las peticiones hechas por muchos rusos para que lo hagan. No quieren el regreso del leninismo, el cual sería posible si entierran a Lenin.) Por lo tanto, desde la Revolución Francesa, el arte ha sido entendido como el cadáver del pasado, desfuncionalizado y exhibido públicamente. Este entendimiento del arte determinó las estrategias postrevolucionarias del arte... hasta ahora. En un contexto de arte, estetizar las cosas del presente significa descubrir su carácter disfuncional, absurdo, inviable, todo lo que los hace inutilizable, ineficiente, obsoleto. Estetizar el presente significa convertirlo en un pasado muerto. En otras palabras, la estetización artística es lo opuesto a la estetización por medio del diseño. La meta del diseño es mejorar estéticamente el statu quo, de hacerlo más atractivo. El arte también acepta al statu quo, pero lo acepta como cadáver, después de su transformación en una simple representación. En este sentido, el arte ve la contemporaneidad no sólo desde la perspectiva revolucionaria, sino la postrevolucionaria. Uno puede decir: el arte moderno y contemporáneo ven la modernidad y la contemporaneidad como los revolucionarios franceses vieron al diseño del Antiguo Régimen –como algo ya obsoleto, reducible a una pura forma, como algo que ya es un cadáver. Estetizar la Modernidad De hecho, esto aplica especialmente para los artistas de la vanguardia, que muchas veces han sido mal interpretados como heraldos de un nuevo mundo tecnológico – como si quisieran impulsar la vanguardia del progreso tecnológico. Nada más alejado de la verdad histórica. Claro, los artistas de las vanguardias históricas estaban interesados en la modernidad tecnológica, industrializada. Sin embargo, estaban interesados en la modernidad tecnológica sólo por la meta de estetizar la modernidad, desfuncionalizándola, para revelar la ideología del progreso como algo fantasmal y absurdo. Cuando uno habla de la vanguardia en su relación con la tecnología, uno normalmente tiene una figura histórica específica en mente: Filippo Tomaso Marinetti y su “Manifiesto Futurista”, publicado en la primera plana del periódico Figaro en 1909.2 El texto condenaba al gusto cultural “passéistic” de la burguesía, y celebraba la belleza de la nueva civilización industrial (“... un automóvil rugiente, que parece correr sobre la ráfaga, es más bello que la Victoria de Samotracia”), glorificaba la guerra como “la higiene del mundo”, y deseaba “destruir los museos, las librerías y cualquier tipo de academia”. La identificación con la ideología parece estar completa aquí. Sin embargo, Marinetti

no publicó el texto del “Manifiesto Futurista” aislado, sino que incluyó dentro de éste una historia que comienza con una descripción sobre cómo él había interrumpido una larga charla sobre poesía con sus amigos, invitándolos a que se levantaran y que manejaran lejos en un auto veloz. Y eso fue lo que hicieron. Marinetti escribe”: “Y nosotros, como jóvenes leones, nos pusimos a perseguir a la muerte... No hay nada para lo que valga la pena morir, más allá del deseo por finalmente despojarnos de la valentía que se había convertido en una carga”. Y sucedió el despojo. Marinetti describe un poco más el paseo nocturno: “¡Qué ridículo! ¡Qué fastidio!... pisé los frenos con fuerza y para mi disgusto las ruedas se separaron del suelo y volamos hacia una zanja. ¡Oh, una madre de zanja, hasta el borde de agua lodosa! ... Cómo me deleité con ese fango, dador de fuerza, que tanto me recordó a los sagrados pechos negros de mi enfermera sudanesa”. No me detendré mucho en esta figura del retorno al vientre de la madre y a los pechos de la enfermera después de un frenético paseo en coche rumbo a la muerte –es suficientemente obvio. Baste decir que Marinetti y sus amigos fueron sacados de la zanja por un grupo de pescadores y, tal y como lo escribe, “unos gotosos viejos naturalistas” –esto es, por los mismos passéists contra los cuales se dirige el manifiesto. Así, el manifiesto abre con una descripción del fracaso de su propio programa. De modo que no nos sorprende que el fragmento de texto que sigue al manifiesto repita la figura de la derrota. Siguiendo la lógica del progreso, Marinetti visualiza la llegada de una nueva generación para la cual él y sus amigos resultarán, a su vez, como los odiados passéists que debían ser destruidos. Pero escribe que cuando los agentes de esta generación por venir tratan de destruirlo a él y a sus amigos, los encontrarán “en una noche de invierno, en una choza humilde, lejos, en el campo, con una lluvia incesante golpeando, y nos verán a todos apiñados ansiosamente... calentando nuestras manos alrededor de las llamas vacilantes de nuestros libros presentes”. Estos pasajes nos demuestran que, para Marinetti, estetizar la modernidad impulsada por la tecnología no quiere decir glorificarla o tratar de mejorarla, de hacerla más eficiente por medio de un diseño mejor. Por el contrario, desde el comienzo de su carrera artística, Marinetti veía a la modernidad en retrospectiva, como si ya se hubiese colapsado, como si ya se hubiera convertido en algo del pasado—imaginándose a sí mismo en la zanja de la Historia, o en el mejor de los casos, resguardado en el campo bajo una lluvia postapocalíptica incesante. Y en esta visión retrospectiva, la modernidad impulsada por la tecnología y orientada por el progreso parece ser una catástrofe total. Difícilmente estamos hablando de una perspectiva optimista. Marinetti visualiza el fracaso de su propio proyecto – pero entiende este fracaso como un fracaso del progreso mismo, el cual sólo nos deja con escombros, ruinas y catástrofes personales. He citato a Marinetti en extenso porque es precisamente Marinetti al que Benjamin llama el testigo crucial cuando, en el epílogo de su famoso ensayo “La obra de arte en la era de su reproducción mecánica”, Benjamin formula su crítica

de la estetización de la política como el proyecto fascista por excelencia –la crítica que sigue pesando mucho en cualquier intento por juntar al arte y a la política.3 Para explicar su punto, Benjamin cita un texto posterior de Marinetti sobre la guerra en Etiopía, en la que Marinetti establece un paralelo entre las operaciones de guerra modernas y las operaciones poéticas y artísticas usadas por los artistas del Futurismo. En este texto, Marinetti habla sobre la “metalización del cuerpo humano”. “Metalización”, en este contexto, tiene sólo un significado: la muerte del cuerpo y su transformación en cadáver, entendido como objeto de arte. Benjamin interpreta este texto como una declaración de guerra por el arte en contra de la vida, y resume el programa político fascista con estas palabras: “Fiat art –pereas mundi” (Deja que exista el arte –deja que el mundo perezca). Y Benjamin escribe, además, que el fascismo es la culminación del movimiento l’art pour l’art. Claro, el análisis de Benjamin sobre la retórica de Marinetti es correcto. Pero todavía tenemos una cuestión crucial: ¿Qué tan confiable es Marinetti como testigo? El Fascismo de Marinetti es ya un fascismo estetizado –un fascismo entendido como la aceptación heroica de la derrota y la muerte. O como forma pura –una representación pura que un escritor tiene del fascismo cuando este escritor está solo y sentado bajo una lluvia incesante. El verdadero fascismo quería, claro está, no la derrota sino la victoria. En efecto, a finales de la década de los 20 y 30, Marinetti se volvió cada vez menos influyente en el movimiento fascista italiano, el cual practicaba, precisamente, ya no la estetización de la política sino la politización de la estética, al usar el Novecento y el Neoclasisismo y, sí, también el Futurismo para sus fines políticos –o, podríamos decir, para su diseño político. En su ensayo, Benjamin se opone a la estetización fascista de la política hacia la politización comunista de la estética. Sin embargo, en el arte ruso y soviético de la época, se demarcaban las líneas de una manera mucho más complicada. Hoy día hablamos de la vanguardia rusa, pero los artistas y poetas rusos de aquella época hablaban sobre el Futurismo Ruso –y luego el Suprematismo y el Constructivismo. En estos movimientos, encontramos el mismo fenómeno de la estetización del Comunismo Soviético. Ya en su texto “Sobre el Museo” (1919), Kazimir Malevich no sólo hace un llamado a sus camaradas a quemar la herencia artística de las épocas previas, sino también a aceptar que “todo lo que hacemos está hecho para el crematorio”.4 El mismo año, en su texto, “Dios no está abatido”, Malevich sostiene que lograr las condiciones materiales perfectas de la existencia humana, como planeaban los comunistas, es igual de imposible que lograr la perfección del alma humana, tal y como la iglesia lo quería previamente.5 El fundador del Constructivismo Ruso, Vladimir Tatlin, construyó el modelo para su famoso Monumento para la Tercera Internacional que se supondría iba a girar, pero no pudo, y posteriormente, un avión que no se pudo volar (el llamado Letatlin). Nuevamente, aquí, el comunismo soviético se estetizó desde la perspectiva de su fracaso histórico, de su muerte por venir. Nuevamente, en la Unión Soviética, la estetización de la política después se convirtió en la politización de la estética –esto es, en el uso de la estética de las metas políticas, como diseño político.

Por supuesto, no quiero decir que no existe diferencia entre fascismo comunismo; esta diferencia es inmensa y decisiva. Sólo quiero decir que oposición entre fascismo y comunismo no coincide con la diferencia entre estetización de la política enraizada en el arte moderno y la politización de estética enraizada en el diseño político.

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Espero que la función política de estas dos nociones, divergentes e incluso contradictorias, de la estetización –la estetización artística y la estetización de diseño—se hayan vuelto ahora más claras. El diseño quiere cambiar la realidad, el statu quo, quiere mejorar la realidad, hacerla más atractiva, que mejore su uso. El arte parece aceptar la realidad tal y como es, acepta el statu quo. Pero el arte acepta el statu quo como disfuncional, como algo ya fallido, esto es, desde la perspectiva revolucionaria o incluso postrevolucionaria. El arte contemporáneo pone nuestra contemporaneidad en los museos de arte, porque no cree en la estabilidad de las condiciones actuales de nuestra existencia –a tal grado que el arte contemporáneo ni siquiera intenta mejorar estas condiciones. Al desfuncionalizar el statu quo, el arte prefigura su vuelco revolucionario por venir. O una nueva guerra global. O una nueva catástrofe global. De cualquier modo, un evento que hará obsoleta la cultura contemporánea en su totalidad, incluyendo todas sus aspiraciones y proyecciones, tal y como la Revolución Francesa hizo obsoletas todas las aspiraciones, proyecciones intelectuales y utopías del Antiguo Régimen. El activismo contemporáneo en el arte es el heredero de estas dos tradiciones tan contradictorias de estetización. Por un lado, el activismo en el arte politiza al arte, usa al arte como diseño político, esto es, como una herramienta de las luchas políticas de nuestro tiempo. Este uso es completamente legítimo –y cualquier crítica de este uso sería absurda. El diseño es una parte integral de nuestra cultura, y no tendría sentido prohibir su uso por movimientos políticos opuestos, bajo el pretexto de que este uso nos lleva a la espectacularización, la teatralización de la protesta política. Después de todo, hay un buen teatro y un mal teatro. Pero el activismo en el arte no puede escaparse de una tradición mucho más radical y revolucionaria de la estetización de la política: la aceptación de nuestro propio fracaso, entendido como premonición y prefiguración del fracaso por venir del estatus quo en su totalidad, sin dejar lugar a su posible mejoría o corrección. El hecho de que el activismo en el arte contemporáneo está atrapado en esta contradicción es algo bueno. Primero que nada, sólo las prácticas autocontradictorias son verdaderas, en el sentido más profundo de la palabra. Y segundo, en nuestro mundo contemporáneo, sólo el arte indica la posibilidad de revolución como cambio radical más allá del horizonte de nuestros deseos y expectativas actuales.

La estetización y la vuelta en U Y así, el arte moderno y contemporáneo nos permite ver al periodo histórico en el que vivimos desde la perspectiva de su finalidad. La figura del Angelus Novus como la describe Benjamin depende de la técnica de estetización artística tal y como se practicaba en el arte europeo postrevolucionario.6 Aquí tenemos la clásica descripción de la metanoia filosófica, o el reverso de la mirada, el Angelus Novus da la espalda hacia el futuro y vuelve a ver el pasado y el presente. Se sigue moviendo hacia el futuro –pero hacia atrás. La filosofía es imposible sin esta clase de metanoia, sin este regreso de la mirada. Del mismo modo, la pregunta filosófica central fue y sigue siendo: ¿Cómo es posible esta metanoia filosófica? ¿Cómo puede el filósofo regresar su mirada del futuro al pasado y adoptar una actitud reflexiva y verdaderamente filosófica en torno al mundo? En tiempos más antiguos, la respuesta la daba la religión: Dios (o dioses) se entendían como los que abrían en el espíritu humano la posibilidad de dejar el mundo físico –y de verlo desde una posición metafísica. Posteriormente, la oportunidad para una metanoia la ofreció la filosofía hegeliana: uno podía volver la mirada si resultaba que uno estaba presente en el final de la historia –en el momento en que el progreso posterior del Espíritu humano se volvía imposible. En nuestra era postmetafísica, la respuesta ha sido formulada más que nada en términos vitalistas: uno regresa la mirada si uno alcanza los límites de su propia fortaleza (Nietzsche), si el deseo de uno es reprimido (Freud) o si uno experimenta el miedo a la muerte o el aburrimiento extremo de la existencia (Heidegger). Pero no hay indicación de un punto de inflexión tan personal y existencial en el texto de Benjamin, sólo una referencia al arte moderno, a una imagen de Klee. El Angelus Novus de Benjamin la da la espalda al futuro simplemente porque sabe cómo hacerlo. Sabe porque ha aprendido esta técnica del arte moderno –también de Marinetti. Hoy en día, el filósofo no necesita ningún punto de inflexión subjetivo, ningún evento real, ningún encuentro con la muerte o con algo o alguien radicalmente otro. Después de la Revolución Francesa, el arte desarrolló técnicas para desfuncionalizar el estatus quo que fueron adecuadamente descritas por los Formalistas Rusos, tales como “reducción”, el “dispositivo cero”, y la “desfamiliarización”. En nuestra era, el filósofo sólo tiene que ver al arte moderno, y él o ella sabrá qué hacer. Y esto es precisamente lo que Benjamin hizo. El arte nos enseña cómo practicar la metanoia, una vuelta en U en el camino hacia el futuro, el camino hacia el progreso. No es coincidencia, cuando Malevich le dio una copia de uno de sus libros al poeta Daniil Kharms, escribió lo siguiente en la dedicatoria: “Ve y detén al progreso”. Y la filosofía puede aprender no sólo la metanoia horizontal –la vuelta en U en el camino del progreso—sino también una metanoia vertical: el reverso de la movilidad en ascenso. En la tradición Cristiana, este reverso llevaba el nombre de kenosis. En este sentido, la práctica del arte moderno y contemporáneo puede llamarse kenótica.

Efectivamente, tradicionalmente, asociamos el arte con un movimiento hacia la perfección. Se supone que el artista debe ser creativo. Y ser creativo significa, por supuesto, traer al mundo no sólo algo nuevo, sino también algo mejor –de mejor funcionamiento, de mejor apariencia, más atractivo. Todas estas expectativas tienen sentido –pero como ya he dicho antes, en el mundo actual, todas ellas están relacionadas con el diseño y no con el arte. El arte moderno y contemporáneo quiere que las cosas no sean mejores sino peores –y no relativamente peores sino radicalmente peores: hacer cosas disfuncionales a partir de cosas funcionales, traicionar las expectativas, revelas la presencia invisible de la muerte donde solemos ver sólo vida. Es por eso que el arte moderno y contemporáneo no es popular. No es popular precisamente porque el arte va en contra de la manera normal como las cosas supuestamente deben ser. Todos estamos conscientes del hecho que nuestra civilización está basada en la desigualdad, pero tendemos a pensar que esta desigualdad debe corregirse por medio del ascenso social, dejando que las personas desarrollen sus talentos, sus dones. En otras palabras, estamos listos para protestar en contra de la desigualdad dictada por los sistemas existentes del poder, pero al mismo tiempo, estamos listos para aceptar la noción de la distribución desigual de los dones y talentos naturales. Sin embargo, es obvio que la creencia en los dones naturales y en la creatividad es la peor forma de darwinismo social, de biologismo y, de hecho, de neoliberalismo, con su noción del capital humano. En sus conferencias sobre el “nacimiento de la biopolítica”, Michel Foucault enfatiza que el concepto neoliberal de capital humano tiene una dimensión utópica, y constituye, en efecto, el horizonte utópico del capitalismo contemporáneo.7 Como nos muestra Foucault, el ser humano deja aquí de ser visto simplemente como fuerza laborar vendida al mercado capitalista. En cambio, el individuo se convierte en propietario de un conjunto no alienado de cualidades, capacidades y habilidades que son parcialmente hereditarias e innatas, y parcialmente producidas por la educación y el cuidado –primordialmente por nuestros padres. En otras palabras, hablamos aquí de una inversión original hecha por la naturaleza misma. La palabra “talento” expresa esta relación entre naturaleza e inversión lo suficientemente bien, siendo el talento un obsequio de la naturaleza y al mismo tiempo cierta suma de dinero. Aquí, la dimensión utópica de la noción neoliberal del capital humano se vuelve clara. La participación en la economía pierde su carácter de trabajo alienado y alienante. El ser humano se convierte en valor en sí mismo. Y lo que es más importante, la noción de capital humano, como nos muestra Foucault, borra la oposición entre consumidor y productor –la oposición que se arriesga en desgarrar al ser humano bajo las condiciones estándares del capitalismo. Foucault indica que, en términos de capital humano, el consumidor se convierte en productor. El consumidor produce su propia satisfacción. Y de este modo, el consumidor deja crecer su capital.8

A principios de la década de los setenta, Joseph Beuys se inspiró por la idea del capital humano. En sus famosas Lecciones de Achberger, publicadas bajo el título Art=Capital (Kunst=Kapital), nos dice que toda actividad económica debería entenderse como práctica creativa, de modo que todo mundo se convierte en artista.9 Así, la noción expandida de arte (erweiterter Kunstbegriff) coincidiría con la noción expandida de economía (erweiterter Oekonomiebegriff). Con esto, Beuys trata de superar la desigualdad que, para él, se simboliza por la diferencia entre obra creativa y artística, y el trabajo no-creativo y alienante. Decir que todos son artistas implica para Beuys, que debe introducirse una igualdad universal por medio de la movilización de aquellos aspectos y componentes del capital humano de todas las personas, pero que permanecen ocultos e inactivos bajo las condiciones estándares del mercado. Sin embargo, durante las discusiones que siguieron a estas lecciones, se volvió claro que el intento de Beuys por basar la igualdad social y económica en la igualdad entre la actividad artística y la no artística en realidad no funciona. Y la razón de esto es muy sencilla: de acuerdo con Beuys, un ser humano es creativo porque la naturaleza le otorgó el capital humano inicial; precisamente, la capacidad para ser creativo. De modo que la práctica artística sigue siendo dependiente de la naturaleza, y por lo tanto, de la distribución desigual de dones naturales. Sin embargo, muchos teóricos socialistas y de izquierda permanecieron bajo el encanto de la idea de la movilidad social –sea esta individual o colectiva. Esto puede ilustrarse por la famosa cita al final del libro de Leon Trotsky, Revolución y Literatura: “La construcción social y la autoeducación psicofísica serán dos aspectos del mismo proceso. Todas las artes –literatura, teatro, pintura, música y arquitectura, le otorgarán a este proceso una forma bella... el Hombre se volverá inconmensurablemente más fuerte, más sabio y más sutil; si cuerpo será más armónico, su movimiento más rítmico, su voz más musical... el tipo humano promedio se elevará a las alturas de un Aristóteles, de un Goethe o de un Marx. Y por encima de esta cumbre, surgirán nuevas crestas.”10 Es este alpinismo artístico, social y político –bajo sus formas burguesas y socialistas—del cual trata de salvarnos el arte moderno y contemporáneo. El Arte Moderno está hecho en contra del don natural. No desarrolla el “potencial humano” sino que lo anula. Opera no por expansión sino por reducción. Efectivamente, no puede lograrse una transformación política genuina de acuerdo a la misma lógica o talento, esfuerzo y competencia en la que está basada la actual economía de mercado, sino sólo por medio de la metanoia y la kenosis –por una vuelta en U contra el movimiento del progreso, una vuelta en U contra la presión de la movilidad social. Sólo de este modo podremos escapar de la presión de nuestros propios dones y talentos, los cuales nos esclavizan y agotan, empujándonos a escalar una montaña tras otra. Sólo si aprendemos a estetizar la falta de dones así como la presencia de los mismos, de modo que no se distinga

entre victoria y fracaso, sólo así nos escaparemos del bloqueo teórico que pone en peligro el activismo en el arte contemporáneo. Sin duda vivimos en una era de estetización total. Este hecho muchas veces se interpreta como señal de que hemos llegado a un estado después del final de la historia, o un estado de total agotamiento, que hace que cualquier acción histórica posterior sea imposible. Sin embargo, como he tratado de demostrar, el nexo entre estetización total, el fin de la historia, y el agotamiento de las energías vitales, es ilusorio. Al usar las lecciones del arte moderno y contemporáneo, somos capaces de estetizar totalmente al mundo –esto es, de verlo ya como un cadáver—sin ser necesariamente situado al final de la historia o al final de nuestras fuerzas vitales. Uno puede estetizar al mundo –y al mismo tiempo, actuar dentro de éste. De hecho, la estetización total no bloquea a la acción política; la estimula. La estetización total significa que vemos el statu quo actual como algo ya muerto, ya abolido. Y significa además, que toda acción que sea dirigida hacia la estabilización del statu quo finalmente lo logrará. Por lo tanto, la estetización total no sólo no excluye a la acción política; crea el horizonte final para una acción política exitosa, si esta acción tiene una perspectiva revolucionaria. 1. Immanuel Kant, Critique of the Power of Judgment, ed. Paul Guyer (Cambridge: Cambridge University Press 2000), 90–91. 2. F. T. Marinetti, “The Foundation and Manifesto of Futurism,” in Critical Writings (New York: Farrar, Strauss and Giroux, 2006), 11–17. 3. Walter Benjamin, “The Work of Art in the Age of Mechanical Reproduction,” Illuminations (New York: Schocken, 1992). 4. Kazimir Malevich, “On the Museum,” in Essays on Art, vol. 1 (New York: George Wittenborn, 1971), 68–72. 5. Kazimir Malevich, “God is Not Cast Down,” ibid., 188–223. 6. Walter Benjamin, “Ueber den Begriff der Geschichte,” in Gesammelte Schriften, vol. 1–2 (Frankfurt am Main: Suhrkamp Verlag, 1974). 7. Michel Foucault, The Birth of Biopolitics: Lectures at the Collège de France 1978– 1979 (New York: Palgrave Macmillan, 2008), 215ff. 8. Ibid., 226. 9. Joseph Beuys, Kunst=Kapital (Wangen/Allgäu: FIU-Verlag, 1992). 10. Leon Trotsky, Literature and Revolution, ed. William Keach (Chicago: Haymarket Books, 2005), 207. Boris Groys, On Art Activism E-flux journal, junio 2014 http://www.e-flux.com/journal/on-art-activism/ Traducción libre de A. Espinoza publicada en: http://artecontempo.blogspot.com/2014/10/sobre-el-activismo-en-el-arteboris.html

Bajo la mirada de la teoría Boris Groys (2012) Desde comienzos de la modernidad, el arte comenzó a manifestar cierta dependencia a la teoría. En aquel entonces –e incluso mucho después—la “necesidad de explicación” del arte, como Arnold Gehlen caracterizó esta ansia por la teoría, fue, a su vez, explicada por el hecho de que el arte moderno es “difícil” – inaccesible para el público general.1 De acuerdo con este punto de vista, la teoría juega un papel de propaganda –o mejor dicho, de publicidad: el teórico surge después que la obra se produce, y explica esta obra de arte a un público sorprendido y escéptico. Como sabemos, muchos artistas tienen sentimientos encontrados en torno a la movilización teórica de su propio arte. Están agradecidos con el teórico por promover y legitimar su obra, pero irritados por el hecho de que su arte es presentado al público con una cierta perspectiva teórica que, como regla, parece que es demasiado estrecha, dogmática e incluso intimidante para los artistas. Los artistas buscan tener más público, pero la cantidad de espectadores informados teóricamente es muy pequeña – de hecho, incluso más pequeña que el público para el arte contemporáneo. Por lo tanto, el discurso teórico se revela como una forma contraproductiva de publicidad: reduce al público en vez de ampliarlo. Y esto es verdad hoy más que nunca. Desde el principio de la modernidad, el público en general ha estado en reticente paz con el arte de su tiempo. El público de hoy en día acepta al arte contemporáneo aun cuando no siempre tiene el sentimiento de que “entiende” este tipo de arte. La necesidad de una explicación teórica del arte, entonces, parece ser definitivamente passé. Sin embargo, la teoría nunca fue tan central para el arte como lo es ahora. De modo que la pregunta es: ¿Por qué es este el caso? Yo sugeriría que, hoy en día, los artistas necesitan una teoría para explicar lo que están haciendo –no a otros, sino a sí mismos. En este sentido, no están solos. Cualquier sujeto contemporáneo constantemente se hace estas dos preguntas: ¿Qué tiene que hacerse? y la más importante, ¿cómo puedo explicarme a mí mismo lo que ya estoy haciendo? La urgencia de estas preguntas resulta de un colapso agudo de la tradición que vivimos hoy en día. Nuevamente, tomemos al arte como ejemplo. En tiempos anteriores, hacer arte significaba practicar –bajo una forma en constante modificación—lo que las generaciones previas de artistas habían hecho. Durante la modernidad, hacer arte significaba protestar en contra de lo que estas generaciones previas hicieron. Pero en ambos casos, fue más o menos claro lo que pareciera tradicional –y, del mismo modo, qué forma tomaría una protesta contra esta tradición. Hoy en día, nos confrontamos a miles de tradiciones flotando alrededor del mundo –y con miles de formas distintas de protesta contra éstas. Por lo tanto,

si alguien ahora quiere convertirse en artista y hacer arte, no le queda inmediatamente claro lo que su arte es en realidad, y lo que el artista supuestamente debe hacer. Para poder comenzar a hacer arte, uno necesita una teoría que explique lo que el arte es. Y dicha teoría le otorga al artista la posibilidad de universalizar, globalizar su arte. Un recurso hacia la teoría libera a los artistas de sus identidades culturales –del peligro de que su arte fuera percibido sólo como una curiosidad local. La teoría abre una perspectiva para que el arte se vuelva universal. Esta es la razón principal del surgimiento de la teoría en nuestro mundo globalizado. Aquí la teoría –el discurso teórico, explicativo—precede al arte, en vez de surgir después del arte. Sin embargo, una duda sigue sin resolverse. Si vivimos en una época en la que toda actividad tiene que comenzar con una explicación teórica de lo que esta actividad es, entonces uno puede llegar a la conclusión de que vivimos después del fin del arte, porque el arte estuvo tradicionalmente opuesto a la razón, a la racionalidad, a la lógica –cubriendo, se decía, el dominio de lo irracional, lo emocional, lo teóricamente impredecible e inexplicable. Efectivamente, desde su comienzo, la filosofía de occidente fue extremadamente crítica del arte, y rechazó abiertamente al arte, nada más que como una máquina para la producción de ficciones e ilusiones. Para Platón, para entender al mundo – para lograr la verdad del mundo—uno tiene que seguir no su imaginación sino su razón. La esfera de la razón fue tradicionalmente entendida como algo que incluye lógica, matemáticas, leyes morales y cívicas, ideas sobre lo bueno y lo malo, sistemas de gobierno de estado –todos los métodos y técnicas que regulan y subyacen en la sociedad. Todas estas ideas podrían entenderse por la razón humana, pero no pueden ser representadas por alguna práctica artística porque son invisibles. Por lo tanto, se esperaba que el filósofo pasara de el mundo externo de los fenómenos a la realidad interna de su propio pensamiento –para investigar este pensamiento, para analizar la lógica del proceso de pensamiento como tal. Sólo de esta manera, el filósofo alcanzaría la condición de la razón como el modo universal de pensamiento que une a todos los sujetos razonables, incluyendo, como dijo Edmund Husserl, a dioses, ángeles, demonios y humanos. Por lo tanto, el rechazo del arte puede entenderse como el gesto originario que constituye la actitud filosófica como tal. La oposición entre filosofía –entendida como el amor por la verdad– y el arte (constituido como la producción de mentiras e ilusiones) informa toda la historia de la cultura occidental. Adicionalmente, la actitud negativa hacia el arte, se mantuvo por la alianza tradicional entre el arte y la religión. El arte funcionó como un medio didáctico en el cual la autoridad trascendente, incomprensible e irracional de la religión se presentaba a los seres humanos: el arte representaba a dioses y a Dios, los hacía accesibles a la mirada humana. El arte religioso funcionó como un objeto de confianza –uno creía que los templos, las estatuas, iconos, poemas religiosos y performance ritual eran los espacios de la presencia divina.

Cuando Hegel dijo alrededor de 1820 que el arte era una cosa del pasado, se refería a que el arte había dejado de ser un medio de verdad (religiosa). Después de la Ilustración, nadie debería o podría ser engañado por el arte, ya que la evidencia de la razón fue finalmente sustituida por la seducción por medio del arte. La filosofía nos enseñó a desconfiar de la religión y del arte, para que confiemos mejor en nuestra razón. El hombre de la Ilustración odiaba el arte, y creía sólo en sí mismo, en las evidencias de su propia razón. Sin embargo, la teoría crítica moderna y contemporánea no es nada más que una crítica a la razón, la racionalidad y la lógica tradicional. Con esto, me refiero no sólo a ésta o aquella teoría en particular, sino al pensamiento crítico en general, conforme se ha desarrollado desde la segunda mitad del siglo XIX, tras la caída de la filosofía hegeliana. Todos conocemos los nombres de los primeros teóricos paradigmáticos. Karl Marx comenzó el discurso crítico moderno, al interpretar la autonomía de la razón como una ilusión producida por la estructura de clase de las sociedades tradicionales –incluyendo la sociedad burguesa. El imitador de la razón lo entendía Marx como un miembro de la clase dominante, y por lo tanto, liberado del trabajo manual y de la necesidad de participar en la actividad económica. Para Marx, los filósofos podían volverse inmunes a las seducciones mundanas sólo porque sus necesidades básicas ya estaban siendo satisfechas, mientras que los trabajadores manuales sin privilegios eran consumidos por una lucha de supervivencia que no les daba oportunidad de practicar una contemplación filosófica desinteresada, para imitar la razón pura. Por otro lado, Nietzsche explicó el amor de la filosofía por la razón y la verdad, como síntoma de la posición poco privilegiada del filósofo en la vida real. Veía la voluntad hacia la verdad como efecto del filósofo que sobrecompensa una falta de vitalidad y de poder real, al fantasear sobre el poder universal de la razón. Para Nietszche, los filósofos son inmunes a la seducción del arte, simplemente porque son demasiado débiles, demasiado “decadentes” como para seducir y ser seducido. Nietzsche niega la naturaleza pacífica y puramente contemplativa de la actitud filosófica. Para él, esta actitud es simplemente un frente usado por los débiles para lograr el éxito en la lucha por el poder y la dominación. Detrás de la aparente ausencia de los intereses vitales, el teórico descubre una presencia oculta de la voluntad de poder “decadente” o “enferma.” De acuerdo con Nietzsche, la razón y sus supuestos instrumentos están diseñados sólo para subyugar a otros personajes, no filosóficamente inclinados –esto es, apasionados, vitales. Es este gran tema de la filosofía nietzscheana que posteriormente fue desarrollado por Michel Foucault. Y así, la teoría comienza a ver la figura del filósofo meditativo y su propia posición en el mundo, desde la perspectiva de, a saber, una mirada normal, profana, externa. La teoría ve al cuerpo viviente del filósofo a través de aspectos que no son accesibles a la visión directa. Esto es algo que el filósofo, como cualquier otro

sujeto, necesariamente pasa por alto: no podemos ver nuestro propio cuerpo, sus posiciones en el mundo y los procesos materiales que ocurren dentro y fuera de éste (físicos y químicos, pero también económicos, biopolíticos, sexuales y demás). Esto quiere decir que no podemos realmente practicar una autorreflexión en el espíritu del dictum filosófico, “conócete a ti mismo.” Y lo que es más importante: no podemos tener una experiencia interna de las limitaciones de nuestra existencia temporal y espacial. No estamos presentes en nuestro nacimiento –y no estaremos presentes en nuestra muerte. Es por ello que todos los filósofos que practicaron la autorreflexión llegaron a la conclusión de que el espíritu, el alma y la razón son inmortales. Efectivamente, al analizar mis propios procesos de pensamiento, nunca puedo encontrar evidencia de su finitud. Para descubrir las limitaciones de mi existencia en el espacio y el tiempo necesito la mirada del Otro. Leo mi muerte en los ojos de los Otros. Es por eso que Lacan dice que el ojo del otro siempre es un ojo maligno, y Sartre dice que “el infierno son los otros.” Sólo por medio de la mirada profana de Otros puedo yo descubrir que no sólo pienso y siento –sino que también nací, viví, y moriré. Descartes dijo brillantemente “Pienso, luego existo.” Pero un espectador externo, de mente crítico-teórica, diría sobre Descartes: él piensa porque él vive. Aquí, mi autoconocimiento es radicalmente opacado. Quizá sepa lo que pienso. Pero no sé cómo vivo –ni siquiera sé que estoy vivo. Ya que nunca me he experimentado a mí mismo como muerto, no puedo experimentarme a mí mismo como vivo. Tengo que preguntarles a otros si y cómo vivo yo –y eso quiere decir que también debo preguntar lo que en realidad pienso, porque mi pensamiento es ahora visto como determinado por mi vida. Vivir es exponerse como viviente (y no como muerto) ante la mirada de los otros. Ahora, se vuelve irrelevante lo que pensamos, planeamos o esperamos –lo que se vuelve relevante es cómo nuestros cuerpos están moviéndose en el espacio bajo la mirada de Otros. Es de esta manera como la teoría me conoce mejor que lo que yo me conozco. El sujeto orgulloso e iluminado de la filosofía ha muerto. Me quedo con mi cuerpo – y soy presentado a la mirada del Otro. Antes de la Ilustración, el hombre fue sujeto a la mirada de Dios. Pero después de esa era, estamos sujetos a la mirada de la teoría crítica. A primera vista, la rehabilitación de la mirada profana también implica una rehabilitación del arte: en el arte, el ser humano se convierte en una imagen que puede ser vista y analizada por el Otro. Pero las cosas no son tan simples. La teoría crítica critica no sólo la contemplación filosófica, sino cualquier tipo de contemplación, incluyendo la contemplación estética. Para la teoría crítica, pensar o contemplar es lo mismo que estar muerto. En la mirada del Otro, si un cuerpo no se mueve sólo puede ser un cadáver. La filosofía privilegia a la contemplación. La teoría privilegia la acción y la práctica – y odia la pasividad. Si yo dejo de moverme, me salgo del radar de la teoría, y a la teoría no le gusta eso. Toda la teoría secular, post-idealista, es un llamado a la acción. Toda teoría crítica crea un estado de urgencia – incluso un estado de emergencia. La teoría nos dice: somos simples organismos mortales, materiales, y tenemos poco tiempo a nuestra

disposición. Por lo tanto, no podemos perder el tiempo con la contemplación. En cambio, debemos actuar aquí y ahora. El tiempo no se espera y no tenemos tiempo suficiente para demorarnos más. Y mientras es, claro está, cierto que toda teoría nos ofrece cierta visión general y explicación del mundo (o explicación de porqué el mundo no puede explicarse), estas descripciones teóricas y escenarios sólo tienen un papel instrumental y transitorio. La verdadera meta de toda teoría es la de definir el campo de acción que fuimos llamados a emprender. Aquí es donde la teoría demuestra su solidaridad con el sentimiento general de nuestros tiempos. En tiempos previos, la recreación significaba contemplación pasiva. En su tiempo libre, las personas iban al teatro, al cine, los museos, o se quedaban en casa a leer libros o ver la tele. Guy Debord describió esto como la sociedad del espectáculo –una sociedad donde la libertad tomó la forma de tiempo libre asociado con la pasividad y el escape. Pero la sociedad actual es distinta a esa sociedad espectacular. En su tiempo libre, la gente trabaja, viaja, practica deportes y hace ejercicio. No leen libros, pero escriben en Facebook, Twitter y otros medios de socialización en la red. No ven arte pero toman fotos, hacen videos, y los envían a sus parientes y amigos. Las personas se han vuelto efectivamente activas. Diseñan su tiempo libre haciendo muchos tipos de trabajos. Y mientras que esta activación de humanos se correlaciona con las principales formas de los medios de la era, dominados por las imágenes en movimiento (ya sean de cine o video), uno no puede representar el movimiento del pensamiento o el estado de contemplación a través de estos medios. Uno no puede representar este movimiento incluso a por medio de las artes tradicionales; la famosa estatua de Rodin, el Pensador, en realidad nos presenta a un tipo descansando después de hacer ejercicio en un gym. El movimiento de pensamiento es invisible. Por lo tanto, no puede ser representado por una cultura contemporánea orientada a recibir información visualmente transmisible. De modo que uno puede decir que el desconocido llamado a la acción de la teoría se acomoda bien dentro del entorno mediático contemporáneo. Pero claro, la teoría no nos hace un simple llamado a la acción, rumbo a una meta específica. Más bien, la teoría llama a la acción que ejercería –y extendería—la condición misma de la teoría. Efectivamente, toda teoría crítica no es solamente informativa sino también transformativa. La escena del discurso teórico es de una conversión que se excede a los términos de la comunicación. La comunicación en sí no cambia a los sujetos del intercambio comunicativo: he transmitido información a alguien, y alguien más ha transmitido información a mí. Ambos participantes permanecen idénticos en sí mismos durante y después del intercambio. Pero el discurso teórico crítico no es sólo un discurso informativo, ya que no sólo transmite ciertos conocimientos. Más bien, nos hace preguntas concernientes al significado del conocimiento. ¿Qué significa que yo tenga cierto nuevo extracto de conocimiento? ¿Cómo este conocimiento me ha transformado, cómo ha influido en mi actitud general sobre el mundo? ¿Cómo este conocimiento ha cambiado mi personalidad, ha modificado mi modo de vida? Para responder

estas preguntas, uno tiene que ejecutar la teoría –para mostrar cómo cierto conocimiento transforma nuestro comportamiento. En este sentido, el discurso crítico es similar a los discursos religiosos y filosóficos. La religión describe al mundo, pero no está satisfecho con este papel descriptivo nada más. También nos llama a creer esta descripción, y a demostrar esta fe, y actuar con base en nuestra fe. La filosofía también nos llama no sólo a creer en el poder de la razón, sino también a actuar razonablemente, racionalmente. Ahora, la teoría no sólo quiere que creamos que somos cuerpos vivientes y primordialmente finitos, sino también quiere demostrarnos esta creencia. Bajo el régimen de la teoría no es suficiente vivir: uno también debe demostrar que vive, uno debe ejecutar el acto de estar vivo. Y ahora, podría decir que en nuestra cultura, es el arte el que ejecuta este conocimiento de estar vivos. Efectivamente, la meta principal del arte es mostrar, exponer y exhibir modos de vida. Del mismo modo, el arte ha jugado muchas veces el papel de ejecutar el conocimiento, de mostrar lo que significa vivir con y a través de cierto conocimiento. Es bien sabido que, como Kandinsky explicaría su arte abstracto al referirse a la conversión de masa en energía en la teoría de la relatividad de Einstein, vio su arte como una manifestación de este potencial en un plano individual. La elaboración de la vida con y a través de las técnicas de la modernización fueron manifestadas de manera similar por el Constructivismo. La determinación económica de la existencia humana tematizada por el marxismo se reflejó en la vanguardia rusa. El surrealismo articuló el descubrimiento del subconsciente que acompañaba a esta determinación económica. Un poco después, el arte conceptual atendió al control más cerrado del pensamiento y comportamiento humano por medio del control del lenguaje. Claro, uno puede preguntarse: ¿Quién es el sujeto de dicho performance artístico de conocimiento? Para ahora, hemos escuchado sobre las muchas muertes del sujeto, del autor, del hablante y demás. Pero todos estos obituarios le concernían al sujeto de la reflexión y autorreflexión filosófica, pero también el sujeto voluntario del deseo y la energía vital. Por contraste, el sujeto performativo está constituido por un llamado a actuar, a demostrarse a sí mismo como alguien vivo. Yo me reconozco como el destinatario de este llamado, y me dice: cámbiate a ti mismo, muestra tu conocimiento, manifiesta tu vida, toma acción transformativa, transforma al mundo, y así sucesivamente. Este llamado es dirigido hacia mí. Así es como yo sé que puedo, y debo, responderlo. Y por cierto, el llamado a actuar no está hecho por un llamador divino. El teórico es también un ser humano, y no tengo razón para confiar completamente su intención. La Ilustración nos enseñó, como ya lo he mencionado, no confiar en la mirada del Otro, sospechar de Otros (sacerdotes y demás) al perseguir sus propias agendas, ocultas detrás de su discurso apelativo. Y la teoría nos enseñó a no confiar en nosotros, y en la evidencia de nuestra propia razón. En este sentido, toda ejecución de una teoría es al mismo tiempo una ejecución de la desconfianza de

esta teoría. Ejecutamos la imagen de la vida para demostrarnos como vivos ante los otros –pero también para protegernos del ojo maligno del teórico, para ocultarnos detrás de nuestra imagen. Y esto, de hecho, es precisamente lo que la teoría quiere de nosotros. Después de todo, la teoría también desconfía de sí misma. Como Teodoro Adorno dijo, lo total es falso y no hay vida verdadera en lo falso.2 Dicho esto, uno también deberá tomar en consideración el hecho que el artista puede adoptar otra perspectiva: la perspectiva crítica de la teoría. Los artistas pueden, y de hecho lo hacen, adoptar esto en muchos casos; se ven a sí mismos no como ejecutantes de conocimiento teórico, usando la acción humana para preguntarse acerca del significado de este conocimiento, sino como mensajeros y propagandistas de este conocimiento. Estos artistas no ejecutan, sino que más bien se unen al llamado transformativo. En vez de ejecutar la teoría llaman a otros a hacerlo; en vez de volverse activos quieren activar a otros. Y se vuelven críticos en el sentido de que la teoría es exclusiva hacia cualquiera que no responda a su llamado. Aquí, el arte toma un papel ilustrativo, didáctico, educativo –comparable al rol didáctico del artista en el marco de, digamos, la fe Cristiana. En otras palabras, el artista hace propaganda secular (comparable a la propaganda religiosa). No soy crítico de este giro propagandístico. Ha producido muchas obras interesantes en el curso del siglo XX y sigue siendo productivo ahora. Sin embargo, los artistas que practican este tipo de propaganda muchas veces hablan de la inefectividad del arte, como si todos pueden y deben ser persuadidos por el arte, aun cuando él o ella no sea persuadido por la teoría. El arte de propaganda no es específicamente ineficiente; es sólo que comparte los éxitos y fracasos de la teoría que propaga. Estas dos actitudes artísticas, el performance de la teoría y la teoría como propaganda, no sólo diferentes sino también entran en interpretaciones conflictivas e incompatibles del “llamado” de la teoría. Esta incompatibilidad produjo muchos conflictos, incluso tragedias, dentro del arte de la izquierda –y efectivamente en la derecha—en el transcurso del siglo XX. Esta incompatibilidad, por lo tanto, merece una discusión atenta por ser el conflicto principal. La teoría crítica –desde sus inicios en la obra de Marx y Nietzsche—ve al ser humano como un cuerpo finito, material, desprovisto de acceso ontológico a lo eterno o lo metafísico. Esto quiere decir que no hay una garantía ontológica, metafísica, de éxito para cualquier acción humana, así como no hay tampoco garantía de fracaso. Cualquier acción humana puede ser en cualquier momento interrumpida por la muerte. El evento de la muerte es radicalmente heterogéneo en relación con cualquier construcción teológica de la historia. Desde la perspectiva de la teoría viva, la muerte no tiene que coincidir con la realización. El fin del mundo no tiene que ser necesariamente apocalíptico y revelar la verdad de la existencia humana. Más bien, conocemos la vida como no-teológica, sin un plan divino o unificador al cual

pudiéramos contemplar y sobre el cual podríamos depender. Efectivamente, nos sabemos involucrados en un juego incontrolable de fuerzas materiales que convierten a cualquier acción en contingencia. Observamos el cambio permanente de las modas. Observamos la avanzada irreversible de la tecnología que posteriormente hace obsoleta cualquier experiencia. Por lo tanto somos llamados, continuamente, a abandonar nuestras habilidades, nuestro conocimiento, y nuestros planes, por estar caducos. Lo que sea que veamos, esperamos sus desapariciones más rápido que tarde. Lo que sea que planeemos hoy, esperamos que cambie mañana. En otras palabras, la teoría nos confronta con la paradoja de la urgencia. La imagen básica que la teoría nos ofrece es la imagen de nuestra propia muerte –una imagen de nuestra mortalidad, de una finitud radical y una falta de tiempo. Al ofrecernos esta imagen, la teoría produce en nosotros el sentimiento de urgencia – un sentimiento que nos impulsa a responder a su llamado a la acción ahora en vez de después. Pero al mismo tiempo, este sentimiento de urgencia y de falta de tiempo nos previene de hacer proyectos al largo plazo; de basar nuestras acciones en una planeación al largo plazo; de tener grandes expectativas personales e históricas con respecto a los resultados de nuestras acciones. Un buen ejemplo de esta ejecución de la urgencia puede verse en Melancholia, de Lars Von Trier. Dos hermanas ven su muerte próxima bajo la forma del planeta Melancholia mientras éste se acerca a la tierra, a punto de aniquilarla. El planeta Melancholia las mira, y leen sus muertes en la mirada neutral y objetivante del planeta. Es una buena metáfora para la mirada de la teoría, y las dos hermanas son llamadas por esta mirada para que reaccionen a ésta. Aquí nos encontramos con un caso moderno y secular típico de la urgencia extrema –inescapable, y al mismo tiempo puramente contingente. La lenta aproximación de Melancholia es un llamado a la acción. Pero ¿qué tipo de acción? Una hermana trata de escaparse de esta imagen, para salvarse ella y su hijo. Es una referencia a la típica película apocalíptica hollywoodense, en donde el intento por escapar de una catástrofe mundial siempre se logra. Pero la otra hermana le da la bienvenida a la muerte, y es seducida por esta imagen de la muerte al punto del orgasmo. Más que pasar el resto de su vida evitando la muerte, ella ejecuta un ritual de bienvenida, el cual la activa y excita dentro de la vida. Aquí encontramos un buen modelo de las dos maneras opuestas de reacción al sentimiento de urgencia y a la falta de tiempo. De hecho, la misma urgencia, la misma falta de tiempo que nos empuja a actuar, nos sugiere que nuestras acciones probablemente no lograrán ninguna meta, o producirán algún resultado. Es una idea que fue bien descrita por Walter Benjamin en su famosa parábola, usando el Angelus Novus de [Paul] Klee: si vemos hacia el futuro vemos sólo promesas, mientras que si vemos hacia el pasado sólo podemos ver las ruinas de estas promesas.3 Esta imagen fue interpretada por los lectores de Benjamin como algo mayormente pesimista. Pero en realidad es optimista, en cierta medida, esta imagen reproduce una temática de un ensayo

mucho anterior, en el que Benjamin distingue entre dos tipos de violencia: divina y metafísica.4 La violencia mítica produce destrucción que nos lleva de un viejo orden a nuevos órdenes. La divina violencia solamente destruye, sin establecer un nuevo orden. Esta destrucción divina es permanente (similar a la idea de Trotsky de la revolución permanente). Pero hoy en día, un lector del ensayo de Benjamin sobre la violencia inevitablemente se preguntará, ¿cómo es que la violencia puede ser eternamente infligida si sólo es destructiva? En algún momento, todo sería destruido, y la violencia divina en sí se volverá imposible. De hecho, si Dios ha creado el mundo de la nada, también puede destruirlo completamente, sin dejar rastro. Pero el punto es precisamente este: Benjamin usa la imagen del Angelus Novus en el contexto de su concepto materialista de la historia, en el cual la violencia divina se convierte en violencia material. Por lo tanto, se vuelve claro porqué Benjamin no cree en la posibilidad de la destrucción total. En el mundo secular, puramente material, la destrucción sólo puede ser una destrucción material, producida por fuerzas materiales. Pero cualquier destrucción material sigue siendo parcialmente efectiva. Siempre deja ruinas, rastros, vestigios detrás, precisamente como lo describe Benjamin en su parábola. En otras palabras, si no podemos destruir totalmente el mundo, el mundo tampoco puede destruirnos totalmente. El éxito total es imposible, pero igualmente el fracaso total. La visión materialista del mundo abre una zona más allá del éxito y el fracaso, la conservación y el aniquilamiento, la adquisición y la pérdida. Ahora bien, esta es precisamente la zona en la cual el arte opera, si es que quiere ejecutar su conocimiento sobre la materialidad del mundo, y de la vida como proceso material. Y mientras que el arte de las vanguardias históricas también ha sido acusado de ser nihilista y destructivo, la destructividad del arte de vanguardia fue motivada por su creencia en la imposibilidad de una destrucción total. Uno puede decir que la vanguardia, mirando hacia el futuro, vio precisamente la misma imagen que el Angelus Novus de Benjamin vio cuando miró hacia el pasado. Desde el principio, el arte moderno y contemporáneo integraron las posibilidades del fracaso, la irrelevancia histórica, y la destrucción dentro de sus actividades. Por lo tanto, el arte no puede ser conmocionado por lo que ve en el espejo retrovisor del progreso. El Angelus Novus de la vanguardia siempre ve lo mismo, ya sea que mire hacia el futuro o hacia el pasado. Aquí la vida se entiende como un proceso no-teológico, puramente material. Practicar la vida significa estar consciente de la posibilidad de su interrupción en cualquier momento por la muerte, y por lo tanto evitar la búsqueda de metas definitivas y objetivos, porque dichas búsquedas pueden ser interrumpidas por la muerte en cualquier momento. En este sentido, la vida es radicalmente heterogénea, con respecto a cualquier concepto de la Historia que pueda ser narrado sólo como instancias dispares de éxitos y fracasos. Durante mucho tiempo, el hombre fue ontológicamente situado entre Dios y los animales. En aquel entonces, parecía ser más prestigiado ser colocado más cerca de

Dios, y más lejos del animal. Dentro de la modernidad y nuestro tiempo presente, tendemos a situarnos entre el animal y la máquina. En este nuevo orden, parecería que es mejor ser animal que máquina. Durante los siglos XIX y XX, pero también en la actualidad, había una tendencia a presentar la vida como desviación de cierto programa, como la diferencia sólo entre un cuerpo viviente y una máquina. Cada vez más, sin embargo, conforme se asimiló el paradigma maquínico, el ser humano contemporáneo puede verse como un animal actuando como máquina, una máquina industrial o una computadora. Si aceptamos esta perspectiva foucaultiana, el cuerpo humano viviente –la animalidad humana—efectivamente se manifiesta por medio de la desviación del programa, a través del error, de la locura, el caos y la imprevisibilidad. Es por esto que el arte contemporáneo tiende muchas veces a tematizar la desviación y el error, todo lo que rompa con la norma y perturbe el programa social establecido. Aquí, es importante señalar que la vanguardia clásica se colocaba más del lado de la máquina que del lado del animal humano. Los vanguardistas radicales, desde Malevich y Mondrian hasta Sol LeWitt y Donald Judd, practicaron su arte de acuerdo a programas maquinales, en los cuales la desviación y la discordancia estaban contenidas por las leyes generativas de sus respectivos proyectos. Sin embargo, estos programas eran internamente distintos de cualquier programa “real,” porque no eran ni utilitarios ni instrumentalizadores. Nuestros programas sociales, políticos y técnicos reales se orientan hacia lograr cierta meta, y son juzgados de acuerdo a su eficiencia o habilidad por lograr esta meta. Los programas de arte y las máquinas, sin embargo, no son de orientación teológica. No tienen una meta definitiva; simplemente siguen y siguen. Al mismo tiempo, estos programas incluyen la posibilidad de ser interrumpidos en cualquier momento sin perder su integridad. Aquí, el arte reacciona a la paradoja de la urgencia producida por la teoría materialista y su llamado a la acción. Por un lado, nuestra finitud, nuestra falta ontológica de tiempo nos obliga a abandonar el estado de contemplación y pasividad y comenzar a actuar. Y no obstante, esta misma falta de tiempo dicta una acción que no está dirigida hacia una meta en particular, y puede ser interrumpida en cualquier momento. Dicha acción es concebida desde el principio como algo que no tiene un final específico, a diferencia de una acción que termina cuando se logra su meta. De ahí que la acción artística se vuelve infinitamente continuable y/o repetible. Aquí la falta de tiempo es transformada en un excedente de tiempo, de hecho, en un excedente infinito de tiempo. Es característico que la operación de la llamada estetización de la realidad es efectuada precisamente por este giro, de una interpretación teológica a una interpretación no teológica de la acción histórica. Por ejemplo, no es accidental que el Che Guevara se convirtiera en el símbolo estético del movimiento revolucionario: todas las empresas revolucionarias de Che Guevara terminaron en fracasos. Pero esa es precisamente la razón por la que la atención del espectador cambia, de la meta de la acción revolucionaria a la vida de un héroe revolucionario

que no fracasa en el logro de sus metas. Esta vida, entonces, se revela como brillante y fascinante, sin considerar los resultados prácticos. Dichos ejemplos pueden, claro, ser multiplicados. En el mismo sentido, uno puede decir que el performance de la teoría por parte del arte también implica la estetización de la teoría. El surrealismo puede interpretarse como la estetización del psicoanálisis. En su primer Manifiesto Surrealista, Andre Breton propuso famosamente una técnica de escritura automática. La idea era escribir tan rápido que ni la conciencia ni la inconciencia pudieran estar a la par con el proceso de escritura. Aquí, la práctica psicoanalítica de la libre asociación es imitada, pero desapegada de su meta normativa. Posteriormente, después de leer a Marx, Breton exhortó a los lectores del Segundo Manifiesto sacar un revólver y disparar al azar entre la multitud: nuevamente la acción revolucionaria se vuelve sin propósito. Incluso anteriormente, los dadaístas practicaron el discurso más allá del sentido y la coherencia, un discurso que podía ser interrumpido en cualquier momento sin perder su consistencia. Lo mismo puede decirse, de hecho, de los discursos de Joseph Beuys: eran excesivamente largos pero podían ser interrumpidos en cualquier momento porque no estaban sujetos a la meta de llegar a un argumento. Y lo mismo puede decirse sobre muchas otras prácticas artísticas contemporáneas: pueden ser interrumpidas o reactivadas en cualquier momento. El fracaso, entonces, se vuelve imposible, porque los criterios para el éxito están ausentes. Ahora, muchas personas en el mundo del arte deploran el hecho de que el arte no es y no puede ser exitoso en la “vida real.” Aquí la vida real es entendida como historia, y el éxito como éxito histórico. Anteriormente, les mostré que la noción de historia no coincide con la noción de vida –en particular con la noción de “vida real”—ya que la historia es una construcción ideológica basada en un concepto de movimiento progresivo hacia cierto telos. Este modelo teológico de historia progresiva tiene raíces en la teología Cristiana. No corresponde a la visión post-Cristiana, post-filosófica y materialista del mundo. El arte es emancipador. El arte cambia el mundo y nos libera. Pero lo hace precisamente al liberarnos de la historia –al liberar la vida de la historia. La filosofía clásica fue emancipadora porque protestó en contra del dominio religioso, aristocrático y militar que suprimió a la razón –y al ser humano individual como el que carga con la razón. La Ilustración quería cambiar el mundo liberando a la razón. Hoy en día, después de Nietzsche, Foucault, Deleuze y muchos otros, tendemos a creer que la razón no nos libera, sino que nos suprime. Ahora queremos cambiar el mundo para liberar a la vida, misma que se ha vuelto una condición más fundamental de la existencia que la razón. De hecho, la vida nos parece a nosotros como sometida y oprimida por las mismas instituciones que se proclaman como modelos de progreso racional, con la promoción de la vida como su meta. Liberarnos del poder de estas instituciones significa rechazar sus reclamos universales basados en preceptos más viejos de la razón.

Por lo tanto, la teoría nos llama a cambiar no sólo este o aquel aspecto del mundo, sino el mundo en su totalidad. Pero aquí surge la pregunta: ¿Acaso es posible ese cambio total, revolucionario, y no sólo gradual, particular, evolutivo? La teoría cree que toda acción transformativa puede efectuarse porque no existe una garantía metafísica y ontológica del status quo, de un orden dominante, de realidades existentes. Pero al mismo tiempo, tampoco existe una garantía ontológica de un cambio total exitoso (ni divina providencia, pode de naturaleza o razón, dirección de historia u otro resultado determinable). Si el marxismo clásico seguía proclamando la fe en una garantía de cambio total (bajo la forma de fuerzas productivas que explotarán las estructuras sociales), o Nietzsche creyó en el poder del deseo que explotará todas las convenciones civilizadas, hoy en día tenemos dificultad para creer en la colaboración de dichos poderes infinitos. Una vez que rechazamos la infinitud del espíritu, parece poco probable sustituirlo con una teología de la producción o del deseo. Pero si somos mortales y finitos, ¿cómo podemos exitosamente cambiar el mundo? Como ya lo he sugerido, los criterios para el éxito y el fracaso son precisamente los que definen al mundo en su totalidad. De modo que si cambiamos –o incluso mejor, si abolimos—estos criterios, efectivamente cambiamos al mundo en su totalidad. Y, como he tratado de demostrar, el arte puede hacerlo. Y de hecho ya lo está haciendo. Pero claro, uno puede preguntarse además: ¿Cuál es la relevancia social de tal performance artístico, no instrumental, no teológico, de la vida? Yo podría sugerir que es la producción de lo social como tal. Efectivamente, no deberíamos pensar que lo social está desde siempre ahí. La sociedad es un área de igualdad y semejanza: originalmente, la sociedad, o la politeia surgió en Atenas, como una sociedad de lo equitativo y lo similar. Las sociedades griegas antiguas –que son un modelo para toda sociedad moderna—estaban basadas en el interés común, tales como la formación, el gusto estético, el lenguaje. Sus miembros eran efectivamente intercambiables por medio de la realización física y cultural de valores establecidos. Cada miembro de la sociedad griega podía hacer lo que los otros también podían, en los campos del deporte, la retórica o la guerra. Pero las sociedades tradicionales basadas en intereses comunes ya no existen. Hoy en día, vivimos no en una sociedad de semejanza, sino más bien en una sociedad de diferencia. Y la sociedad de la diferencia no es una politeia sino una economía de mercado. Si yo vivo en una sociedad en la que todos somos especializados, y cada uno tiene su identidad cultural específica, entonces yo ofrezco a los otros lo que tengo y sé hacer, y recibo de ellos lo que tienen y pueden hacer. Estas redes de intercambio también funcionan como redes de comunicación, como un rizoma. La libertad de comunicación es sólo un caso especial del libre mercado. Ahora, la teoría y el arte que ejecuta la teoría, producen similarmente más allá de las diferencias que son inducidas por la economía de mercado –y, por lo tanto, la teoría y el arte compensan la ausencia de los intereses comunes tradicionales. No es casualidad que el llamado a la solidaridad humana es casi siempre acompañado en nuestro tiempo no por una apelación de los orígenes

comunes, el sentido común y la razón, o el interés común de la naturaleza humana, sino el peligro de la muerte común por medio de la guerra nuclear o el calentamiento global, por ejemplo. Somos diferentes en nuestros modos de existencia, pero similares debido a nuestra mortalidad. En tiempos antiguos, los filósofos y los artistas querían ser (y se entendían así) seres humanos excepcionales, capaces de crear ideas y cosas excepcionales. Pero hoy en día, los teóricos y los artistas no quieren ser excepcionales –más bien, quieren ser como todos los demás. Su tema preferido es la vida cotidiana. Quieren ser típicos, no-específicos, no-identificables, no-reconocibles en una multitud. Y quieren hacer lo que todo mundo hace: preparar comida (Rirkrit Tiravanija) o patear un bloque de hielo por la calle (Francis Alÿs). Kant ya sostenía que el arte no es una cuestión de verdad sino de gusto, y que puede y debería ser discutido por todos. La discusión del arte está abierta a cualquiera porque, por definición, nadie puede ser especialista en arte –sólo puede ser un diletante. Esto quiere decir que el arte desde sus inicios es social, y se vuelve democrático si uno derriba los límites de la high society (aun sigue siendo un modelo de sociedad para Kant). Sin embargo, desde la época de las vanguardias en adelante, el arte se volvió no sólo un objeto para la discusión, libre de los criterios de la verdad, sino una actividad universal, no específica, no productiva y generalmente accesible, libre de cualquier criterio de éxito. El arte contemporáneo de avanzada es básicamente una producción artística sin producto. Es una actividad en la cual todo mundo puede participar, es incluyente y verdaderamente igualitaria. Al decir esto, no estoy pensando en estética relacional. Tampoco creo que el arte, si se entiende de esta manera, puede ser verdaderamente participativo o democrático. Y ahora trataré de explicar por qué. Nuestro entendimiento de la democracia está basado en una concepción de la nación-estado. No tenemos un marco de democracia universal que trascienda los límites nacionales –y nunca tuvimos ese tipo de democracia en el pasado. De modo que no podemos decir a qué se parece realmente una democracia verdaderamente universal e igualitaria. Adicionalmente, la democracia es tradicionalmente entendida como la regla de la mayoría, y claro, podemos imaginar la democracia como algo que no excluye a ninguna minoría y que opera por consenso –pero aun así, este consenso necesariamente incluirá sólo personas “normales, razonables.” Nunca incluirá a los “locos,” a los niños y así. Tampoco incluirá a los animales. No incluirá a los pájaros. Pero, como sabemos, San Francisco de Asís daba sermones a los animales y a los pájaros. Tampoco incluirá a las piedras –y sabemos de Freud que existe un impulso en nosotros que nos obliga a convertirnos en piedras. Tampoco incluirá a las máquinas –incluso si muchos artistas y teóricos quisieran convertirse en máquinas. En otras palabras, un artista es alguien que no es simplemente social, sino supersocial, para usar el término acuñado por Gabriel Tarde en el marco de su teoría de la imitación.6 El artista imita y se establece como similar e igual a demasiados organismos, figuras,

objetos y fenómenos, que nunca formará parte de un proceso democrático. Para usar una frase muy precisa de Orwell, algunos artistas son, efectivamente, más iguales que otros. Mientras que el arte contemporáneo es muchas veces criticado por ser demasiado elitista, no suficientemente social, en realidad el caso es lo contrario: el arte y los artistas son supersociales. Y como Gabriel Tarde correctamente sostiene: para ser verdaderamente supersocial uno tiene que aislarse de la sociedad. 1. Arnold Gehlen Zeit-Bilder. Zur Soziologie und Aesthetik der modernen Malerei, (Frankfurt: Athenaeum, 1960). 2. Theodor Adorno, Minima Moralia: Reflections from Damaged Life, trans. E.N. Jephcott (London: Verso, 1974), 50 and 39 respectively. 3. Walter Benjamin, “On the Concept of History,” in Selected Writings, vol. 4: 1938-40, ed. Howard Eiland and Michael Jennings (Cambridge: Harvard University Press, 2003), 389-400.. 4. Benjamin, “Critique of Violence,” in Selected Writings, vol. 1: 1913-26, ed. Marcus Bullock and Michael Jennings (Cambridge: Harvard University Press, 1999), 236-52. 5. Gabriel Tarde, The Laws of Imitation (New York: H.Holt and Co., 1903), 88. Boris Groys, “Under the gaze of theory” e-flux journal, #35, mayo 2012 http://www.e-flux.com/journal/under-the-gaze-of-theory/ Traducción libre de A. Espinoza publicada en: http://artecontempo.blogspot.com/2012/05/bajo-la-miradade-la-teoria-borisgroys.html

Arte y dinero Boris Groys (2011) La relación entre arte y dinero puede entenderse por lo menos de dos maneras. Primero, el arte puede interpretarse como la suma de obras que circulan en el mercado del arte. En este caso, cuando hablamos de arte y dinero, pensamos sobre todo en las transformaciones espectaculares en el mercado del arte que ocurrieron en décadas recientes: las subastas de arte moderno y contemporáneo, las enormes sumas que se pagaron por las obras, y demás –lo que los periódicos reportan mayormente cuando quieren decir algo sobre el arte contemporáneo. Ahora no cabe la menor duda que el arte puede verse en el contexto del mercado del arte y toda obra de arte puede verse como mercancía. Por otro lado, el arte contemporáneo funciona en el contexto de las exhibiciones permanentes y temporales. El número de exhibiciones temporales de gran escala – bienales, trienales, Documenta, Manifestas—está constantemente creciendo. Estas exhibiciones no son primordialmente para compradores, sino para el público en general. Del mismo modo, las ferias de arte, supuestamente con la intención de servir a los compradores de arte, se convierten cada vez más en eventos públicos, atrayendo a personas con poco interés en, o las finanzas para, comprar arte. Ya que las exhibiciones no pueden comprarse y venderse, la relación entre arte y dinero asume aquí otra forma. En las exhibiciones, el arte funciona más allá del mercado del arte, y por esta razón requiere de apoyo financiero, sea éste público o privado. Me gustaría enfatizar un punto muchas veces pasado de lado en el contexto de las discusiones contemporáneas sobre las exhibiciones. Estas discusiones muchas veces sugieren que el arte puede existir aun cuando no se muestra. La discusión sobre la práctica de la exhibición se convierte por tanto en una discusión sobre lo que es incluido y lo que es excluido por cierta exhibición –como si las obras excluidas pueden de alguna manera existir en alguna parte, aun cuando no son exhibidas. En algunos casos, las obras pueden ser almacenadas u ocultas al público y siguen existiendo mientras esperan ser mostradas posteriormente. Pero en la mayoría de los casos, no mostrar una obra de arte simplemente significa no permitirle que ésta llegue a ser. Efectivamente, por lo menos desde los readymades de Duchamp, han surgido las obras de arte que sólo existen si son exhibidas. Producir una obra de arte significa precisamente exhibir algo como arte –no hay producción más allá de la exhibición. No obstante, cuando la producción de arte y la exhibición coinciden, las obras resultantes rara vez pueden circular en el mercado del arte. Ya que una instalación, por definición, no puede circular con facilidad, se entiende que si el arte instalación no recibe un auspicio, simplemente dejaría de existir. Podemos ver ahora una diferencia crucial entre auspiciar una exhibición de, digamos, objetos

tradicionales de arte y auspiciar una exhibición de instalaciones de arte. En el primer caso, sin un auspicio adecuado, ciertos objetos no serán accesibles al público en general; no obstante, estos objetos siguen existiendo. En el segundo caso, un auspicio inadecuado significaría que las obras, entendidas como instalaciones de arte, no llegarían a suceder. Y eso sería una lástima, por lo menos por una razón importante: las instalaciones artísticas y curatoriales funcionan cada vez más como sitios para atraer cineastas, músicos y poetas que desafían el gusto del público de su tiempo y no pueden volverse parte de la cultura comercializada de masas. Los filósofos, también, están descubriendo a la exhibición de arte como el territorio para sus discusiones. La escena del arte se ha convertido en un territorio en el cual las ideas y los proyectos políticos que son difíciles de situar en la realidad política contemporánea pueden ser formulados y presentados. La exhibición pública, por lo tanto, se ha convertido en el lugar donde emergen las preguntas interesantes y relevantes, concernientes a la relación entre arte y dinero. El mercado del arte es –por lo menos formalmente—una esfera dominada por el gusto privado. Pero ¿qué sucede con las exhibiciones de arte que son creadas para un público más amplio? Escuchamos en repetidas ocasiones que el mercado del arte, distorsionado por el gusto privado de los coleccionistas ricos, corrompe la práctica de la exhibición pública. Claro, esto es en cierta medida verdad. Pero entonces, ¿qué es este gusto público, no corrompido, puro, que se piensa que domina una práctica de exhibición que sobrepasa los intereses privados? ¿Es un gusto de masas, un gusto fáctico de públicos más amplios, característico de nuestra civilización contemporánea? De hecho, el arte instalación muchas veces es criticado precisamente por ser “elitista,” por ser un arte que los públicos más generales no quieren ver. Ahora, este argumento –especialmente porque se escucha tanto—merece un análisis cuidadoso. Primero que nada, uno tiene que preguntarse: si el arte instalación es elitista, ¿cuál es la élite que supuestamente sería el público natural de este tipo de arte? En nuestra sociedad, si hablamos de élite, comprensiblemente nos referimos a la élite financiera. Por lo tanto, si alguien sugiere que el arte es “elitista,” parecería implicar que este arte es hecho para espectadores que vienen de las clases privilegiadas y opulentas de nuestra sociedad. Pero, como ya he intentado demostrar, lo contrario es verdad en el caso del arte instalación. Los coleccionistas opulentos y privilegiados compran objetos de arte caros que circulan en el mercado internacional, y no están tan interesados en el arte instalación, el cual funciona principalmente como parte de las exhibiciones de arte público y no puede venderse fácilmente. Y es normalmente el caso que, después de declarar que el arte instalación de avanzada es elitista, las autoridades responsables invitarán a los coleccionistas de dinero para mostrar sus colecciones privadas dentro de un espacio público. La noción de la élite, por lo tanto, se vuelve sumamente confusa, ya que nadie puede entender quién es supuestamente esta “élite” implicada en las acusaciones de elitismo.

En un intento por clarificar lo que la gente pudiera dar a entender por la palabra “elitista,” dirijámonos al ensayo de Clement Greenberg, “Vanguardia y Kitsch” (1939), un texto que se convirtió en un conocido ejemplo sobre la denominada actitud elitista en torno al arte. Hoy en día, a Greenberg se le conoce más como un teórico del arte modernista que acuñó el concepto de superficialidad (i.e. la “superficie” del lienzo), pero “Vanguardia y Kitsch” aborda otra cuestión: ¿Quién puede apoyar financieramente al arte de avanzada bajo las condiciones del capitalismo moderno? De acuerdo con Greenberg, el arte de vanguardia bueno trata de revelar las técnicas que los viejos maestros usaban para producir sus obras. En este sentido, un artista de vanguardia puede verse como comparable a un conocedor bien entrenado, que se preocupa menos con el tema de una obra de arte individual – como lo plantea Greenberg, este tema es dictado al artista principalmente desde afuera, por la cultura en la cual el artista vive—que los medios artísticos a través de los cuales el artista trata dicho tema. La vanguardia, en este sentido, opera principalmente por medio de la abstracción –extrayendo el “que” de la obra para revelar su “como.” Greenberg parece suponer que el grado de conocimiento que permite al espectador estar atento a los aspectos puramente formales, técnicos y materiales de la obra de arte es accesible sólo a miembros de la clase dominante, a las personas que “pudieran comandar el ocio y el confort que siempre viene de la mano con cierto tipo de cultivación.” Para Greenberg, esto significa que el arte de vanguardia sólo puede esperar obtener su apoyo financiero de los mismos mecenas “ricos y cultivados” que históricamente han apoyado el arte. El arte de vanguardia, por tanto, sigue apegado a la burguesía "por el cordón umbilical del oro.” Estas formulaciones se mantuvieron con muchos de los lectores de Greenberg, y definieron la recepción e interpretación de su texto. Pero lo que sigue haciendo interesante al ensayo de Greenberg, y que le da su relevancia hoy en día, es el hecho de que, después de plantear su creencia de que sólo los “ricos y educados” –esto es, la élite en el sentido tradicional de la palabra—pueden ser capaces y dispuestos a apoyar al arte de vanguardia, Greenberg inmediatamente rechaza esta creencia y explica porqué está mal. La realidad histórica de la década de los treinta lleva a Greenberg a la conclusión de que la burguesía es incapaz de proveer una base social para el arte de vanguardia, por medio de su apoyo económico y político. Para mantener su verdadero poder económico y político bajo las condiciones de la sociedad de masas moderna, la élite gobernante debe rechazar cualquier noción o incluso cualquier sospecha de tener un “gusto de élite” o de apoyar al “arte de élite.” Lo que la élite moderna no quiere es ser “elitista” –ser visiblemente distintivo de las masas. De la misma manera, la elite moderna debe borrar cualquier distinción de gusto y crear una ilusión de solidaridad estética con las masas –una solidaridad que oculta las verdaderas estructuras de poder y las desigualdades económicas. Como ejemplos de esta estrategia, Greenberg cita las políticas culturales de la Unión Soviética bajo el régimen de Stalin, de la Alemania Nazi, y de la Italia Fascista. Pero también

sugiere que la burguesía estadounidense sigue la misma estrategia de solidaridad estética con la cultura de masas, para prevenir a las masas de ser capaces de identificar visualmente a su enemigo de clase. Al aplicar el análisis de Greenberg a la situación cultural actual, uno puede decir que las elites contemporáneas coleccionan precisamente el arte que suponen que es lo suficientemente espectacular como para atraer a las masas. Es por ello que las grandes colecciones privadas parecen ser “no elitistas,” y lo suficientemente bien ajustadas como para volverse atracciones turísticas globales cada vez que son exhibidas. Vivimos en un tiempo en el que el gusto de la elite y el gusto de las masas coinciden. No debemos olvidar que, en el momento actual, una riqueza significativa sólo puede obtenerse con la venta de productos que tienen un atractivo masivo. Si las elites contemporáneas de pronto se vuelven “elitistas,” también perderán contacto con las expectativas de las masas en sus prácticas de negocios y, del mismo modo, perderán su riqueza. Es así como surge la pregunta: ¿Cómo es posible un arte “elitista” en estas condiciones? El mismo ensayo de Greenberg sugiere una respuesta a esta pregunta. Si la vanguardia no es más que un análisis del arte tradicional desde su lado productivista, entonces el arte “elitista” es lo mismo que un “arte para artistas” – esto es, arte hecho primordialmente para los productores de arte y no exclusivamente para sus consumidores. El arte de avanzada quiere demostrar cómo el arte es hecho –su lado productivo, su poética, los dispositivos y prácticas que lo llevan a ser. Greenberg le otorga al arte de vanguardia una definición que lo arroja más allá de cualquier posible evaluación por parte del gusto, sea este popular o de elite. De acuerdo con Greenberg, el espectador ideal del arte de vanguardia está menos interesado en este como fuente de deleite estético que como fuente de conocimiento –de información sobre la producción de arte, sus dispositivos, sus medios, y sus técnicas. El arte deja de ser una cuestión de gusto y se convierte en una cuestión de conocimiento y maestría. En este sentido, uno puede decir que, como técnica moderna, el arte de vanguardia es, generalmente, autónomo –lo cual quiere decir, independiente de cualquier gusto individual. Por lo tanto, las obras de arte deben ser analizadas de acuerdo a los mismos criterios que usamos para objetos tales como carros, trenes o aviones. Desde este punto de vista, ya no existe una diferencia clara entre arte y diseño, entre una obra de arte y un simple producto técnico. Este punto de vista, constructivista, productivista, abre la posibilidad de ver el arte no en el contexto del ocio y de una contemplación estética informada, sino en términos de producción –esto es, en términos que se refieren más a las actividades de los científicos y trabajadores que al estilo de vida de la clase ociosa. En un ensayo posterior, “El Problema de la cultura” (1953), Greenberg insiste aun más radicalmente en torno a esta visión productivista de la cultura. Citando a Marx, Grenberg sostiene que el industrialismo moderno ha devaluado al ocio – incluso los ricos deben trabajar, y están más orgullosos de sus logros conforme

disfrutan de su tiempo libre. Es por ello que Greenberg simultáneamente está de acuerdo y en desacuerdo con diagnóstico que T.S. Eliot hace de la cultura moderna en su libro de 1948, La unidad de la cultura europea: notas para la definición de la cultura. Greenberg concuerda con Eliot, de que la cultura tradicional, basada en el ocio y el refinamiento, llegó a un periodo de decadencia, cuando la industrialización moderna obligó a todas las personas a trabajar. Pero al mismo tiempo, Greenberg escribe: “La única solución para la cultura que concibo bajo estas condiciones es la de cambiar su centro de gravedad, lejos del ocio y colocándolo justo en el centro del trabajo.” Efectivamente, el abandono del ideal tradicional de cultivo por medio del ocio parece ser la única manera posible de salida de innumerables paradojas que fueron producidas por el intento de Greenberg para conectar este ideal con el concepto de la vanguardia –el intento de que emprendió y luego rechazó en “Vanguardia y Kitsch.” Pero incluso si Greenberg encontró esta salida, fue demasiado cuidadoso como para seguirla. Escribió algo más sobre la solución propuesta: “Sugiero algo cuyos resultados no puedo imaginar.” Y nuevamente: “Más allá de tales especulaciones, que reconozco como esquemáticas y abstractas, no puedo ir…Pero por lo menos ayuda si no perdemos la esperanza de las consecuencias últimas para la cultura y el industrialismo. Y también ayuda si no nos detenemos en nuestro pensamiento en el punto en el que Spengler y Toynbee y Eliot se detienen.” Se vuelve obvio que cuando decimos que el arte de vanguardia es “elitista,” lo que uno quiere decir realmente por la palabra “elite” no se refiere a los gobernantes y a los ricos, sino a los productores: los mismos artistas. Se entendería, entonces, que el arte “elitista” quiere decir aquel arte que está hecho no para la apreciación de los consumidores, sino más bien para los mismos artistas. Aquí, ya no estamos lidiando con un gusto específico –sea éste de elite o de las masas—sino con el arte para artistas, con una práctica del arte que sobrepasa al gusto. Sin embargo, ¿este tipo de arte que sobrepasa el gusto realmente es un arte “elitista”? O para plantearlo de otro modo: ¿Son los artistas realmente una elite? De una manera muy obvia, no lo son, ya que simplemente no son lo suficientemente ricos o poderosos. Pero las personas que usan la palabra “elitista” en relación con el arte producido para artistas en realidad no quieren sugerir que los artistas dominan al mundo. Simplemente quieren decir que ser artista significa que perteneces a una minoría. En este sentido, el arte “elitista” significa realmente un arte “de minorías.” ¿Y los artistas son realmente esta minoría en nuestra sociedad contemporánea? Yo diría que no. Quizá ese haya sido el caso en la época de Greenberg, pero hoy en día no lo es. Entre finales del siglo XX y principios del XXI, el arte ingresó a una nueva era – principalmente, una era de producción masiva de arte, seguida de una era de consumo masivo de arte. Los medios contemporáneos de producción de imágenes, tales como el video y las cámaras de celulares, así como medios de redes sociales

para la distribución de imágenes, tales como Facebook, YouTube y Twitter, le otorgan a las poblaciones globales la posibilidad de presentar sus fotos, videos y textos de una manera que no puede distinguirse de cualquier otra obra de arte post-conceptual. Y el diseño contemporáneo le otorga a estas mismas poblaciones la posibilidad de moldear y vivir sus propios cuerpos, departamentos o espacios de trabajo, como objetos artísticos e instalaciones. Esto quiere decir que el arte contemporáneo definitivamente se ha convertido en una práctica cultural de masas. Adicionalmente, quiere decir que el artista actual vive y trabaja primordialmente entre productores de arte –no entre consumidores de arte. O para usar la frase de Greenberg, el artista es finalmente colocado justo en el centro del contexto de la producción. Esto sitúa al arte contemporáneo profesional por fuera del problema del gusto, e incluso por fuera de la actitud estética como tal. Bajo estas nuevas circunstancias económicas y sociales, el artista no debería sentir vergüenza en presentarse como alguien interesado en la producción y no en el consumo –ya que ser un artista hoy en día significa pertenecer no sólo a una minoría sino a una mayoría de población. Del mismo modo, un análisis de la producción masiva de imágenes tiene que sustituir el análisis del arte del pasado como llegó teorizarlo Greenberg. Y esto es precisamente lo que los artistas contemporáneos profesionales hacen –investigan y manifiestan la producción masiva de arte, no el consumo elitista o masivo de arte. La actitud estética es, por definición, la actitud del consumidor. La estética, como tradición filosófica y disciplina académica, se relaciona y reflexiona en torno al arte desde la perspectiva del consumidor de arte –el espectador ideal de arte. Este espectador espera recibir la llamada experiencia estética del arte. Por lo menos desde Kant, sabemos que la experiencia estética puede ser una experiencia de belleza o de lo sublime. Puede ser una experiencia de placer sensual. Pero también puede ser una experiencia “anti-estética” de desagrado, de frustración provocada por una obra de arte que carece de las cualidades que la estética “afirmativa” espera que tenga. Puede ser la experiencia de una visión utópica que lleva a la humanidad a extraerse de su condición actual, hacia una nueva sociedad en la cual reina la belleza; o, en términos un tanto distintos, puede redistribuir lo sensible de manera tal que refigura el campo visual del espectador, al mostrarle ciertas cosas y darle acceso a ciertas voces que anteriormente se hallaban ocultas u oscurecidas. Pero también puede demostrar la imposibilidad de ofrecer experiencias estéticas positivas en medio de una sociedad signada por la opresión y la explotación –sobre una comercialización total y mercantilización del arte que, desde el comienzo, socava la posibilidad de una perspectiva utópica. Como sabemos, ambas experiencias estéticas, aparentemente contradictorias, pueden proveernos el mismo disfrute estético. Sin embargo, para poder experimentar un disfrute estético de cualquier tipo, el espectador debe estar estéticamente educado, y esta educación necesariamente refleja los ámbitos sociales y culturales en los cuales el espectador nació y en el que vive. En otras palabras, la actitud estética presupone la

subordinación de la producción de arte al consumo de arte –y por lo tanto la subordinación de la teoría del arte a la sociología. De hecho, la actitud estética no necesita del arte, y funciona mucho mejor sin él. Muchas veces se dice que las maravillas del arte palidecen en comparación con las maravillas de la naturaleza. En términos de experiencia estética, no hay una obra de arte que pueda siquiera compararse con una caída de sol medianamente bella. Y, claro, el lado sublime de la naturaleza y de la política pueden ser vividos completamente sólo al ser testigos de una verdadera catástrofe natural, de una revolución o de la guerra –no leyendo una novela o viendo una pintura. De hecho, esa fue la opinión compartida de Kant y los poetas y artistas Románticos que lanzaron los primeros discursos estéticos influyentes: el mundo real es el objeto legítimo de la actitud estética (así como de las actitudes científicas y éticas) –no el arte. De acuerdo con Kant, el arte se puede convertir en un objeto legítimo de contemplación estética sólo si es creado por un genio –entendido como la encarnación humana de la fuerza natural. El arte profesional sólo puede servir como un medio de educación, en nociones de gusto y de juicio estético. Después de terminada esta educación, el arte puede ser arrojada, como la escalera de Wittgenstein, para confrontar al sujeto con la experiencia estética de la vida misma. Visto desde la perspectiva estética, el arte se revela como algo que puede, y debe, superarse. Todas las cosas pueden verse desde una perspectiva estética; todas las cosas pueden servir como fuentes de experiencia estética y convertirse en objetos del juicio estético. Desde la perspectiva de la estética, el arte no tiene una posición privilegiada. Más bien, el arte está entre el sujeto de la actitud estética y el mundo. Una persona madura no tiene necesidad de la tutela estética del arte, y simplemente puede depender de su propia sensibilidad y gusto. El discurso estético, cuando se usa para legitimar al arte, efectivamente sirve para aminorarlo. Nuestro mundo contemporáneo, sin embargo, es primordialmente un mundo artificialmente producido –en otras palabras, es producido principalmente por trabajo humano. Sin embargo, aun si las poblaciones más amplias de la actualidad producen obras de arte, no investigan, analizan y demuestran los medios técnicos con los cuales las producen –a no decir de las condiciones económicas, sociales y políticas bajo las cuales las imágenes son producidas y distribuidas. El arte profesional, por otro lado, hace precisamente eso –crea espacios en los cuales puede efectuarse y ponerse de manifiesto una investigación crítica de la producción masiva de imágenes en la contemporaneidad. Es por ello que este tipo de arte crítico y analítico puede ser apoyado: si no es apoyado, estará no sólo escondido y descartado, sino que, como ya lo he sugerido, puede que ni siquiera pueda llegar a ser. Y este apoyo debería ser discutido y ofrecido más allá de cualquier noción de gusto y de consideración estética. Lo que se encuentra en juego no es una estética, sino una dimensión técnica, o, si se quiere, poética, del arte. Un buen objeto y ejemplo de dicha investigación puede encontrarse en la poética de internet –el medio dominante de la producción masiva en nuestra época. El

internet muchas veces seduce al espectador promedio –e incluso a algunos teóricos serios—para hablar acerca de la producción inmaterial, de trabajadores inmateriales y demás. Y efectivamente, para alguien sentado en un departamento, oficina o estudio, viendo la pantalla de su computadora, esta pantalla se le presenta como una apertura, como una ventana hacia ese mundo virtual, inmaterial, de significantes puros y flotantes. Aparte de las manifestaciones físicas de la fatiga, inevitablemente después de unas horas frente a la pantalla, el cuerpo de una persona que usa la computadora es inconsecuente. Como usuario de computadora, nos enfrascamos en una comunicación solitaria con el medio: caemos en un estado de auto-extinción, una extinción de nuestro cuerpo análoga a la experiencia de leer un libro. Pero también nos extinguimos en el cuerpo material de la computadora en sí, los cables, la electricidad que consume, y demás. Pero la situación cambia drásticamente si la misma computadora es colocada en una instalación, o, más generalmente, en un espacio de exhibición. Una exhibición de arte extiende la atención y enfoque del visitante. Ya no nos concentramos en la pantalla solitaria, sino que vagamos de una pantalla a otra, de una instalación de computadora a la otra. El itinerario del visitante dentro del espacio de exhibición socava el aislamiento tradicional del usuario de internet. Al mismo tiempo, una exhibición que utiliza la red y otros medios digitales hacen visible el lado material y físico de estos medios: su hardware, los elementos de los que está compuesto. Toda la maquinaria que entra en el campo visual del visitante destruye, por lo tanto, la ilusión de que el ámbito digital está confinado al espacio de la pantalla. La exhibición estándar deja al visitante individual solo, permitiéndole confrontar y contemplar individualmente los objetos de arte exhibidos. Pasando de un objeto a otro, este visitante necesariamente pasa por alto la totalidad del espacio de exhibición, incluyendo su posición dentro de esta. Una pieza de arte instalación, por el contrario, construye a una comunidad de espectadores, precisamente debido al carácter holístico y unificador del espacio producido por la instalación. El verdadero visitante de la instalación no es un individuo aislado, sino una colectividad de visitantes. El espacio de arte como tal, sólo puede ser percibido por una masa de visitantes –una multitud, si se quiere—y esta multitud se vuelve parte de la exhibición para cada visitante individual, y viceversa. El visitante, por lo tanto, encuentra a su propio cuerpo expuesto a la mirada de los otros, quienes a su vez se hacen conscientes de este cuerpo. Una exhibición que usa y convierte en su temática el equipo digital, escenifica un evento social, mismo que es material y no-material. La instalación se le niega frecuentemente el estatus de forma de arte específica, porque el medio de una instalación no se identifica con obviedad. Los medios artísticos tradicionales son todos definidos por un soporte material específico: lienzo, piedra o filme. El soporte material del medio de la instalación es el espacio mismo –aunque esto no quiere decir que la instalación sea “inmaterial.” Por el contrario, la instalación es material por excelencia, porque es espacial –ya que estar en el espacio es la

definición más general de ser material. La instalación transforma al espacio público vacío y neutral en una obra individual –e invita al visitante a vivir este espacio como el espacio holístico y totalizante de una obra de arte. Todo lo que se incluya en dicho espacio se vuelve parte de la obra, simplemente porque es colocada dentro de este espacio. Uno incluso podría decir que las prácticas de instalación revelan la materialidad y composición de las cosas en nuestro mundo. Regresando al inicio de mi discusión, aquí se encuentra el carácter crítico e iluminador de un arte verdaderamente contemporáneo: mientras que las mercancías producidas por nuestra civilización circulan en los mercados globales de acuerdo a su valor monetario y simbólico, con su pura materialidad manifestando, en el mejor de los casos, por medio de su consumo privado –es el arte contemporáneo por sí solo el que puede demostrar la materialidad de las cosas de este mundo, más allá de su valor de intercambio. Boris Groys, “Art and money” E-flux journal, #4, abril 2011 http://www.e-flux.com/journal/art-and-money-2/ Traducción libre de A. Espinoza publicada en: http://artecontempo.blogspot.com/2011/04/boris-groys.html

El universalismo débil Boris Groys (2010) En estos tiempos, sabemos que todo puede ser una obra de arte. O mejor dicho, que todo puede convertirse en una obra de arte por un artista. No existe la oportunidad de que un espectador distinga entre una obra de arte y una “simple cosa” sólo sobre la base de la experiencia visual del espectador. El espectador debe conocer un objeto particular primero para ser usado por un artista en el contexto de su práctica artística para identificarla como obra de arte o como parte de una obra de arte. Pero, ¿quién es este artista, y cómo es que él o ella se distingan de un no-artista –si acaso es posible esta distinción? Para mí, esto me parece una pregunta mucho más interesante que la de cómo diferenciamos entre una obra de arte y una “simple cosa.” Mientras tanto, tenemos una larga tradición de crítica institucional. Durante las últimas décadas, el papel de los coleccionistas, curadores, miembros de consejos, directores de museos, galeristas, críticos de arte y así sucesivamente, ha sido extensamente analizado y criticado por los artistas. Pero ¿qué pasa con los artistas? El artista contemporáneo es claramente también una figura institucional. Y los artistas contemporáneos, en su mayoría, están dispuestos a aceptar el hecho de que sus críticas a las instituciones del arte son críticas desde el interior. Hoy en día, el artista podría ser definido simplemente como un profesional que cumple cierto rol en el marco general del mundo del arte, un mundo que está basado –como cualquier otra organización burocrática o corporación capitalista—en la división del trabajo. Podría decirse también que parte de este rol es el de criticar al mundo del arte con el objeto de hacerlo más abierto, más incluyente, y mejor informado, y debido a esto, también más eficiente y más redituable. Esta respuesta es ciertamente plausible –pero al mismo tiempo no muy persuasiva. 1. Desprofesionalizar el arte Recordemos la conocida máxima de Joseph Beuys: “Todo mundo es un artista.” Esta máxima tiene una larga tradición, retrocediéndose hasta los principios del marxismo y la vanguardia rusa, y es por lo tanto casi siempre caracterizada hoy en día –y ya estaba siendo caracterizada en los tiempos de Beuys—como utópica. Esta máxima es normalmente entendida como expresión de una esperanza utópica de que, en el futuro, la especie humana que actualmente consiste predominantemente en no-artistas se convierta en una humanidad que consista de artistas. No sólo podemos estar de acuerdo ahora que dicha esperanza es imposible, sino que yo jamás sugeriría que es utópica si la figura del artista se define de esta manera. Una visión del mundo completamente girada en torno al mundo del arte, en la cual todos los seres humanos tienen que producir obras de

arte y competir por la oportunidad de exhibirlas en esta u aquella bienal, de ninguna manera es una visión utópica, sino bastante distópica –de hecho, una verdadera pesadilla. Ahora puede decirse –y efectivamente, muchas veces se dijo—que Beuys tenía una comprensión Romántica y utópica de la figura y papel del artista. Y también se dice muchas veces que esta visión romántica y utópica está pasada de moda. Pero este diagnóstico no me resulta muy persuasivo. La tradición sobre la cual funciona nuestro mundo del arte contemporáneo –incluyendo nuestras actuales instituciones de arte—fue formada después de la Segunda Guerra Mundial. Esta tradición se basa en las prácticas artísticas de la vanguardia histórica –y en sus actualizaciones y codificaciones durante los cincuenta y sesenta. Ahora bien, uno no tiene la impresión de que esta tradición haya cambiado mucho desde entonces. Por el contrario, a través del tiempo se ha vuelto más y más establecida. Las nuevas generaciones de artistas profesionales encuentran sus accesos al sistema del arte sobre todo por medio de la red de escuelas de arte y programas educativos que se han globalizado cada vez más en décadas recientes. Esta educación artística, globalizada y más o menos uniforme, se basa en el mismo canon de la vanguardia que domina a otras instituciones de arte contemporáneo –y eso incluye, claro está, no sólo la producción de arte de vanguardia en sí, sino también el arte que fue hecho posteriormente, siguiendo la misma tradición de vanguardia. El modo dominante de la producción de arte contemporáneo es la vanguardia academizada del periodo tardío. Es por ello que me parece que, para ser capaces de responder a la pregunta de quién es el artista, uno debe primero regresarse a los comienzos de la vanguardia histórica –y al papel del artista que se definió en aquel entonces. Toda educación artística –como la educación en general—tiene que basarse en ciertos tipos de conocimientos o una cierta maestría que supuestamente será transmitida de una generación a otra. Por lo tanto, surge la pregunta: ¿qué tipo de conocimiento y maestría se transmite en las escuelas de arte contemporáneas? Esta pregunta, como todos sabemos, produce mucha confusión hoy en día. El papel de las academias de arte pre-vanguardias estaba muy bien definida. Ahí, uno tenía que dedicarse a los bien establecidos criterios de la maestría técnica –en pintura, escultura y otros medios—que pudiera enseñarse a los estudiantes. Hoy en día, las escuelas de arte regresan parcialmente a este entendimiento de la educación artística –especialmente en el campo de los nuevos medios. Efectivamente, la fotografía, el cine, el video, el arte digital, y demás, requieren de ciertas habilidades técnicas que las escuelas de arte pueden enseñar. Pero claro, el arte no puede ser reducido a la suma de habilidades técnicas. Es por ello que ahora vemos la reemergencia del discurso sobre el arte como forma de conocimiento –un discurso que se vuelve inevitable cuando el arte comienza a enseñarse. Ahora, la idea de que el arte es una forma de conocimiento no es de ninguna manera nueva. El arte religioso tuvo el propósito de presentar las verdades religiosas en una forma visual y pictórica, a un espectador que no podía

contemplarlas directamente. Y el arte mimético tradicional pretendía revelar al mundo natural y cotidiano de las maneras que permitieran que el espectador común pudiera verlo. Ambas ideas fueron criticadas por muchos pensadores, desde Platón hasta Hegel. Y ambas fueron auspiciadas por muchos otros, desde Aristóteles hasta Heidegger. Pero cualquier cosa que pueda decirse sobre los beneficios y desventajas filosóficas correspondientes, ambas ideas en torno a que el arte es una forma específica de conocimiento fueron explícitamente rechazadas por la vanguardia histórica –junto con los criterios tradicionales del dominio conectados a estas ideas. Por medio de la vanguardia, la profesión del artista se desprofesionalizó. La desprofesionalización del arte ha puesto al artista en una situación incómoda, porque esta desprofesionalización es interpretada muchas veces por el público como un retorno del artista a un estatus de no-profesionalismo. Del mismo modo, el artista contemporáneo comienza a ser percibido como un profesional noprofesional –y al mundo del arte como un espacio de “conspiración de arte” (para usar el término de Baudrillard). 1 La efectividad social de esta conspiración parecería presentar un misterio que sólo puede ser descifrado sociológicamente (ver los escritos de Bordieu y su escuela). Sin embargo, la desprofesionalización del arte emprendida por la vanguardia no debería malinterpretarse como un simple retorno al no-profesionalidad. La desprofesionalización del arte es una operación artística que transforma la práctica general de las artes, más que simplemente causar que un artista se regrese a un estado original de no-profesionalidad. Por lo tanto, la desprofesionalización del arte es en sí misma una operación altamente profesional. Discutiré posteriormente la relación entre desprofesionalización y la democratización del arte, pero debo comenzar preguntándome cómo el conocimiento y la maestría son necesarios para poder desprofesionalizar desde el principio. 2. Los signos débiles de la Vanguardia En su libro más reciente, The Time that Remains, Giorgio Agamben describe – usando el ejemplo de San Pablo—el conocimiento y dominio que se requería para convertirse en un apóstol profesional.2 Este conocimiento es un conocimiento mesiánico: el conocimiento de la llegada del fin del mundo tal y como lo conocemos, de contraer el tiempo, de la escasez del tiempo en que vivimos –la escasez de tiempo que anula toda profesión, precisamente porque la práctica de toda profesión necesita una perspectiva de longue durée, la duración del tiempo y la estabilidad del mundo como tal. En este sentido, la profesión del apóstol es, como escribe Agamben, la de practicar “la constante revocación de toda vocación.”3 Uno también puede decir “la des-profesionalización de todas las profesiones.” La contracción del tiempo empobrece, vacía todos nuestros signos y actividades culturales –convirtiéndolas en signos cero o, mejor dicho, como Agamben las llama, señales débiles.4 Tales señales débiles son las señales de la llegada del fin del

tiempo que está siendo debilitado por dicha llegada, que ya manifiesta esa carencia de tiempo que se necesitaría para producir y contemplar señales fuertes, ricas. Sin embargo, al final del tiempo, estas señales débiles mesiánicas triunfan por encima de las señales fuertes de nuestro mundo –señales fuertes de autoridad, tradición y poder, pero también señales fuertes de revuelta, deseo, heroísmo, o conmoción. Al hablar de las señales débiles de lo mesiánico, Agamben está pensando obviamente en el “mesianismo débil” –un término introducido por Walter Benjamin. Pero uno también puede recordar (aun cuando Agamben no lo hace) que, en la teología griega, el término “kenosis” caracterizaba a la figura de Cristo –la vida, pasión y muerte de Cristo como una humillación de la dignidad humana, y un vaciado de las señales de la gloria divina. En este sentido, la figura de Cristo también se convierte en una señal débil que puede ser fácilmente malinterpretada como una señal de debilidad –un punto extensamente discutido en El Anticristo de Nietzsche. Ahora, me gustaría sugerir que el artista de vanguardia es un apóstol secularizado, un mensajero del tiempo que lleva al mundo el mensaje de que el tiempo se contrae, que hay una escasez de tiempo, incluso una falta de tiempo. La modernidad es, efectivamente, una era de pérdida permanente del mundo conocido y de las condiciones tradicionales de vida. Es un tiempo de cambio permanente, de rupturas históricas, de nuevos finales y nuevos comienzos. Vivir dentro de la modernidad significa no tener tiempo, experimentar una escasez permanente, una falta de tiempo que se debe al hecho de que los proyectos modernos son mayormente abandonados sin ser realizados –cada nueva generación desarrolla sus propios proyectos, sus propias técnicas, y sus propias profesiones para realizar dichos proyectos, que luego son abandonados por la siguiente generación. En este sentido, nuestro tiempo presente no es un tiempo postmoderno sino ultramoderno, porque es el tiempo en el que la escasez de tiempo, la falta de tiempo, se vuelve cada vez más obvia. Lo sabemos porque todo mundo está ocupado hoy en día: nadie tiene tiempo. A través de la era moderna, vimos que todas nuestras tradiciones y estilos de vida heredados, fueron condenados a su caída y desaparición. Pero hoy en día, tampoco confiamos en nuestro tiempo presente –no creemos que sus modas, sus estilos de vida, o maneras de pensar tendrán algún tipo de efecto duradero. De hecho, en el momento que emergen nuevas modas, inmediatamente imaginamos que tarde que temprano llegará su inminente desaparición. (Efectivamente, cuando llega una nueva moda, el primer pensamiento que entra en la mente es: ¿pero cuánto durará? Y la respuesta es siempre que no durará mucho.) Uno puede decir que no sólo la modernidad, sino incluso –y a un grado mayor—nuestro propio tiempo, es crónicamente mesiánico, o, mejor dicho, crónicamente apocalíptico. Vemos casi automáticamente que todo lo que existe y todo lo que emerge desde la perspectiva de su inevitable caída y desaparición. La vanguardia muchas veces se asocia a la noción de progreso –especialmente de

progreso tecnológico. De hecho, pueden encontrarse muchas declaraciones de artistas y teóricos de la vanguardia que se dirigen en contra de los conservadores e insistiendo en la futilidad de la práctica de viejas formas de arte bajo nuevas condiciones determinadas por nuevas tecnologías. Pero esta nueva tecnología fue interpretada –por lo menos por la primera generación de artistas de vanguardia— no como una oportunidad para construir un mundo nuevo y estable, sino como una máquina que promete la destrucción del viejo mundo, así como la permanente autodestrucción de la civilización tecnológica moderna como tal. La vanguardia percibió las fuerzas del progreso como predominantemente destructivas. De tal modo que las vanguardias se preguntaban si los artistas podían continuar haciendo arte en medio de la permanente destrucción de la tradición cultural y el mundo conocido, por medio de la contracción del tiempo, que viene siendo la principal característica del progreso tecnológico. O, si lo ponemos de otra manera: ¿Cómo pueden los artistas resistir la capacidad destructiva del progreso? ¿Cómo puede hacerse arte que se escaparía del cambio permanente –arte que fuera atemporal, transhistórico? La vanguardia no quería crear el arte del futuro –quería crear arte transtemporal, arte para todos los tiempos. Escuchamos y leemos repetidas veces que necesitamos un cambio, que nuestra meta –también en el arte—debería ser la de cambiar el estatus quo. Pero el cambio es nuestro estatus quo. El cambio permanente es nuestra única realidad. Y en la prisión del cambio permanente, cambiar el estatus quo sería cambiar el cambio –escaparse del cambio. De hecho, toda utopía no es más que un escape a este cambio. Cuando Agamben describe la anulación de todas nuestras ocupaciones y el vaciado de todos nuestros signos culturales por medio del evento mesiánico, no se pregunta cómo podemos trascender la frontera que divide a nuestra era de la que viene. No se hace esta pregunta porque el Apóstol Pablo no se la pregunta. San Pablo creía que una sola alma –siendo inmaterial—sería capaz de cruzar esta frontera sin perecer, incluso hasta después del fin del mundo material. Sin embargo, la vanguardia artística no buscaba salvar el alma, sino el arte. Y trató de hacerlo por medio de la reducción –reduciendo los signos culturales al mínimo absoluto para que pudieran ser contrabandeados a través de las rupturas, los giros y los cambios permanentes en las modas y corrientes culturales. Esta reducción radical de la tradición artística tuvo que anticipar todo el grado de su inminente destrucción en manos del progreso. Por medio de la reducción, los artistas de la vanguardia comenzaron a crear imágenes que parecían ser tan pobres, tan débiles, tan vacías, que sobrevivirían a toda posible catástrofe histórica. En 1911, cuando Kandinsky habla en Sobre lo espiritual en el arte sobre la reducción de toda mímesis pictórica, toda representación del mundo –la reducción que revela que todas las pinturas son en realidad combinaciones de colores y formas—quiere garantizar la supervivencia de su visión de la pintura a través de toda posible transformación cultural futura, incluyendo hasta las más

revolucionarias. El mundo que representa una pintura podrá desaparecer, pero no la propia combinación de colores y formas contenidas en una pintura. Y eso se relaciona no sólo con la pintura, sino también con todos los otros medios, incluyendo la fotografía, y el cine. Kandinsky no quiso crear su propio estilo individual, sino que más bien usó sus pinturas como una escuela para la mirada del espectador –una escuela que permitiría que el espectador viera los componentes invariables de todas las posibles variaciones artísticas, los patrones repetitivos que subyacen en las imágenes del cambio histórico. En este sentido, Kandinsky sí entiende su propio arte como eterno. Posteriormente, con Black Square, Malevich emprende una reducción aun más radical de la imagen, hacia una relación pura entre imagen y marco, entre objeto contemplado y campo de contemplación, entre uno y cero. De hecho, no podemos escapar del cuadrado negro –cualesquier imagen que veamos es simultáneamente el cuadrado negro. Lo mismo puede decirse acerca del gesto de readymade introducido por Duchamp: lo que sea que queramos exhibir y lo que sea que vemos como lo que se exhibe presupone este gesto. Por lo tanto, podemos decir que el arte de vanguardia produce imágenes trascendentales, en el sentido kantiano del término, imágenes que manifiestan las condiciones para la emergencia y contemplación de cualquier otra imagen. El arte de la vanguardia es el arte no sólo del mesianismo débil, sino también de un universalismo débil. No sólo es un arte que utiliza signos cero vaciados por el evento mesiánico que se acerca, sino que es también el arte que se manifiesta por medio de imágenes débiles –imágenes de una visibilidad débil, imágenes que son necesariamente, estructuralmente pasadas por alto cuando funcionan como componentes de imágenes fuertes con un alto nivel de visibilidad, imágenes como las del arte clásico o la cultura de masas. La vanguardia negó la originalidad, ya que no quería inventar sino descubrir la imagen trascendental, repetitiva, débil. Pero claro, todos esos descubrimientos de lo no original fue entendido como un descubrimiento original. Y como en la filosofía y la ciencia, hacer arte trascendental también significa hacer arte universalista, transcultural, porque cruzar una frontera temporal es básicamente la misma operación que cruzar una frontera cultural. Toda imagen hecha en el contexto de cualquier cultura imaginable es también un cuadrado negro, porque se parecerá a un cuadrado negro si es borrado. Y eso quiere decir que –para una mirada mesiánica—siempre ya se veía como un cuadrado negro. Esto es lo que hace de la vanguardia una verdadera apertura hacia un arte universalista y democrático. Pero el poder universalista de la vanguardia es un poder de debilidad, de auto-borrado, porque la vanguardia sólo se volvió universalmente exitosa al producir las imágenes más débiles posibles. Sin embargo, la vanguardia es ambigua de una manera que no lo es la filosofía trascendental. La contemplación filosófica y la idealización trascendental son

operaciones que se pensaron efectuadas sólo por filósofos para filósofos. Pero las imágenes trascendentales de la vanguardia son mostradas en el mismo espacio de la representación artística –en términos filosóficos—que las imágenes empíricas. Por lo tanto, pude decirse que la vanguardia coloca lo empírico y lo trascendental en el mismo nivel, permitiendo que lo empírico y lo trascendental sean comparados en una mirada unificada, democratizada. El arte de vanguardia expande radicalmente el espacio de la representación democrática al incluir en ella lo trascendental, que fue previamente objeto de ocupación y especulación religiosa o filosófica. Y eso tiene aspectos positivos, pero peligrosos. Desde una perspectiva histórica, las imágenes de la vanguardia se ofrecen a la mirada de un espectador no como imágenes trascendentales, sino como imágenes específicamente empíricas que manifiestan su tiempo específico y la psicología específica de sus autores. De ahí que la vanguardia “histórica” simultáneamente produjo clarificación y confusión: clarificación, porque reveló patrones repetitivos de imágenes detrás de los cambios en los estilos y corrientes históricas; pero también confusión, porque el arte de vanguardia se exhibía junto a otra producción artística de manera que le permitiera ser (mal)entendida como un estilo histórico específico. Puede decirse que la debilidad básica del universalismo de la vanguardia ha persistido hasta ahora. La vanguardia es percibida por la historia del arte actual como creadora de imágenes arte-históricas fuertes –y no como creadora de imágenes débiles, transhistóricas, universalistas. De esta manera, la dimensión universalista del arte que la vanguardia intentó revelar sigue siendo pasada por alto, porque el carácter empírico de su revelación la ha eclipsado. Incluso ahora, uno puede escuchar en las exposiciones del arte de vanguardia: “¿Por qué esta pintura,” digamos, de Malevich, “debe estar en el museo si mi hijo puede hacerla –e incluso lo hace?” Por un lado, esta reacción a Malevich es, claro, correcta. Nos muestra que sus obras siguen siendo experimentadas por el público en general como imágenes débiles, no obstante su celebración arte-histórica. Pero por otro lado, la conclusión a la que la mayoría de los visitantes de la exhibición llegan es incorrecta: uno piensa que esa comparación desacredita a Malevich, mientras que la comparación puede usarse, en cambio, como una manera de admirar al hijo que tenemos. Efectivamente, por medio de su obra, Malevich abrió la puerta hacia la esfera del arte para las imágenes débiles –de hecho, para todas las posibles imágenes débiles. Pero esta apertura puede ser entendida sólo si el autoborrado de Malevich es debidamente apreciado –si sus imágenes son vistas como trascendentales y no empíricas. Si el visitante a la exhibición de Malevich no puede apreciar la pintura de su hijo o hija, entonces tampoco puede este visitante apreciar verdaderamente la apertura de un campo del arte que permite que las pinturas de este niño sean apreciadas. El arte de vanguardia, hoy en día, sigue siendo impopular por default, aun cuando se exhibe en los principales museos. Paradójicamente, es visto generalmente como un arte no-democrático, elitista, no porque sea percibido como un arte fuerte, sino

porque es percibido como un arte débil. Lo cual quiere decir que la vanguardia es rechazada –o mejor dicho, pasada por alto—por públicos más amplios y democráticos, precisamente por ser un arte democrático; la vanguardia no es popular porque es democrática. Y si la vanguardia fuera popular, sería nodemocrática. Efectivamente, la vanguardia abre una manera para que una persona promedio se entienda a sí mismo como artista –para entrar en el campo como productor de imágenes débiles, pobres, sólo parcialmente visibles. Pero una persona promedio no es popular, por definición –solo las estrellas, las celebridades y las personalidades excepcionales y famosas pueden ser populares. El arte popular es hecho para una población que consiste de espectadores. El arte de vanguardia es hecho para una población que consiste de artistas. 3. La repetición del gesto débil Claro, aquí nos surge la pregunta sobre lo que ha ocurrido con el arte de vanguardia trascendentalista, universalista. En la década de los veinte, este arte fue usado por la segunda ola de movimientos de vanguardia como un supuesto cimiento estable para construir un nuevo mundo. El fundamentalismo secular de esta segunda ola de vanguardia fue desarrollada en los veinte por el Constructivismo, Bauhaus, Vkhutemas y así sucesivamente, aun cuando Kandinsky, Malevich, Hugo Ball y otras figuras principales de la primera vanguardia rechazaron este fundamentalismo. Pero incluso si la primera generación de la vanguardia no creía en la posibilidad de construir un nuevo mundo concreto sobre la base débil de su arte universalista, aun creían que ellos efectuaban la reducción más radical, y produjeron obras de una debilidad mucho más radical. Pero mientras tanto, sabemos que esto fue también una ilusión. Fue una ilusión no sólo porque estas imágenes podían ser hechas más débiles que lo que fueron, sino porque su debilidad fue olvidada por la cultura. De la misma manera, desde la distancia histórica nos parecen o muy fuertes (para el mundo del arte) o irrelevantes (para todos los demás). Eso quiere decir que el gesto artístico débil, trascendental no puede ser producido de una vez y para todos los tiempos. Más bien, debe repetirse una y otra vez para mantener visible la distancia entre lo trascendental y lo empírico –y resistirse a las imágenes fuertes del cambio, la ideología del progreso, y las promesas de crecimiento económico. No es suficiente revelar los patrones repetitivos que trascienden al cambio histórico. Es necesario repetir constantemente la revelación de estos patrones –esta repetición en sí debe ser vuelta repetitiva, porque cada repetición del gesto débil y trascendental produce simultáneamente clarificación y confusión. Por lo tanto, necesitamos más clarificación que nuevamente produzca una posterior confusión, y así sucesivamente. Es por esto que la vanguardia no puede ocurrir una vez y para todos los tiempos, sino que debe repetirse permanentemente para resistirse al cambio histórico y a la falta crónica de tiempo.

Este gesto, repetitivo y al mismo tiempo fútil, abre un espacio que me parece que es uno de los espacios más misteriosos de nuestras formas democráticas contemporáneas: redes sociales como Facebook, MySpace, Youtube, Second Life y Twitter, los cuales ofrecen a las poblaciones globales la oportunidad de subir sus fotos, videos y textos de manera tal que no pueden distinguirse de cualquier otra obra de arte conceptualista o post-conceptualista. En un sentido, entonces, este es un espacio inicialmente abierto por el arte conceptual de la neovanguardia radical de los sesenta y setenta. Sin las reducciones artísticas efectuadas por estos artistas, la emergencia de la estética de estas redes sociales sería imposible, y no pudieran ser abiertas a un público democrático masivo de la misma manera. Estas redes son caracterizadas por la producción masiva y colocación de signos débiles de baja visibilidad –en vez de la contemplación masiva de signos fuertes con alta visibilidad, como fue el caso durante el siglo XX. Lo que estamos experimentando hoy en día es la disolución de la cultura de masas comercial como la describieron muchos teóricos influyentes: como la era del kitsch (Greenberg), la industria cultural (Adorno), o una sociedad del espectáculo (Debord). Esta cultura de masas fue creada por las élites políticas y comerciales dominantes para las masas –masas de consumidores, de espectadores. Ahora, el espacio unificado de la cultura de masas está pasando por un proceso de fragmentación. Seguimos teniendo a las estrellas, pero ya no brillan como antes. Hoy en día, todo mundo escribe y postea imágenes –pero, ¿quién tiene el tiempo suficiente para verlas y leerlas? Nadie, obviamente, o sólo un círculo pequeño de coautores con ideas similares, conocidos, y parientes mayormente. La relación tradicional entre productores y espectadores como lo establece la cultura de masas del siglo XX se ha invertido. Mientras que antes, sólo unos cuantos elegidos producían imágenes y textos para millones de lectores y espectadores, millones de productores producen textos e imágenes para un espectador que tiene poco o nada de tiempo para leerlos o verlos. Anteriormente, durante el periodo clásico de la cultura de masas, se esperaba que uno compitiera por recibir la atención del público. Se esperaba que uno inventara una imagen o texto que sería tan fuerte, tan sorprendente, y tan conmovedor que capturaba la atención de las masas, aun cuando fuera por un periodo corto de tiempo, a lo que Andy Warhol famosamente se refería como los quince minutos de fama. Pero al mismo tiempo, Warhol produjo películas como Sleep o Empire State Building que duraban varias horas y eran tan monótonas que nadie podía esperar que los espectadores permanecieran atentos durante toda la película. Estas películas también son buenos ejemplos de signos mesiánicos y débiles, porque demuestran el carácter transitorio del sueño y de la arquitectura –que parecen peligrar, puestos en la perspectiva apocalíptica, listos para desaparecer. Al mismo tiempo, estas películas en realidad no necesitan de una atención dedicada, o de hecho, no necesitan ni siquiera de un espectador. No es accidental que ambas

películas de Warhol funcionan mejor no en una sala de cine sino en una instalación, donde como regla son presentadas en constante repetición. El visitante de la exhibición puede verlas por un momento –o quizás ni siquiera verlas. Lo mismo puede decirse de los sitios en Web de las redes sociales –uno puede visitarlos o no. Y si uno sí los visita, entonces sólo esta visita como tal es registrada, no cuánto tiempo se mantuvo esa persona viendo la página. La visibilidad del arte contemporáneo es una visibilidad débil, virtual, la visibilidad apocalíptica del tiempo contraído. Uno queda ya satisfecho con que cierta imagen pueda verse o de que cierto texto pueda ser leído –la facticidad de ver y leer se vuelve irrelevante. Pero claro que Internet también puede volverse –y parcialmente se ha vuelto—un espacio para imágenes y textos fuertes que han comenzado a dominarlo. Es por esto que las generaciones más jóvenes de artistas se interesan cada vez más en la visibilidad débil y en los gestos públicos débiles. En todos lados, somos testigos de la emergencia de grupos artísticos en los cuales los participantes y los espectadores coinciden. Estos grupos hacen arte para ellos mismos –y quizás para los artistas de otros grupos si están dispuestos a colaborar. Este tipo de práctica participativa quiere decir que uno se puede convertir en espectador sólo cuando uno ya se ha convertido en artista –de lo contrario, uno simplemente no podría ser capaz de obtener acceso a las prácticas artísticas correspondientes. Regresemos ahora al comienzo de este texto. La tradición de la vanguardia opera por medio de la reducción, produciendo de esta manera imágenes atemporales y universalistas. Es un arte que posee y representa el conocimiento mesiánico secular de que el mundo en que vivimos es un mundo transitorio, sujeto a cambios permanentes, y que la duración de vida de cualquier imagen fuerte es necesariamente corta. Y también es un arte de baja visibilidad que puede compararse con la baja visibilidad de la vida cotidiana. Y esto, claro, no es accidental, porque es principalmente nuestra vida cotidiana la que sobrevive a las rupturas históricas y los cambios, precisamente debido a su debilidad y baja visibilidad. Hoy en día, de hecho, la vida cotidiana comienza a exhibirse a sí misma –a comunicarse como tal—por medio del diseño o por medio de redes contemporáneas de participación en comunicación, y se vuelve imposible distinguir la presentación de la cotidianeidad de lo cotidiano en sí mismo. Lo cotidiano se convierte en una obra de arte –ya no existe una vida a secas, o, mejor dicho, la vida a secas se exhibe como artefacto. La actividad artística es ahora algo que el artista comparte con su público en el nivel más común de la experiencia cotidiana. El artista ahora comparte el arte con el público así como ella o él lo compartían con la religión o la política. Ser artista ya ha dejado de ser un destino exclusivo, convirtiéndose en cambio en una práctica cotidiana –una práctica débil, un gesto débil. Pero para establecer y mantener este nivel cotidiano de arte, uno debe repetir permanentemente la reducción artística –resistiéndose a las imágenes

fuertes y escapándose del estatus quo que funciona como un medio permanente para el intercambio de estas imágenes fuertes. Al inicio de sus Lecciones de Estética, Hegel afirmó que en su época, el arte ya era una cosa del pasado. Hegel creía que, en los tiempos de la modernidad, el arte ya no podía manifestar nada verdadero acerca del mundo como tal. Pero la vanguardia ha mostrado que el arte sigue teniendo algo qué decir acerca del mundo moderno: puede demostrar su carácter transitorio, su falta de tiempo; y para trascender esta falta de tiempo por medio de un gesto débil y mínimo, se requiere poco tiempo, o incluso nada de tiempo. Boris Groys, “The weak universalism” e-flux journal, #15, abril 2010 http://www.e-flux.com/journal/the-weak-universalism/ Traducción libre de A. Espinoza publicada en: http://artecontempo.blogspot.com/2010/05/boris-groys.html