Bernard Renee - El Placer de Una Dama

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El Placer de una Dama

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Renee Bernard

El Placer de una Dama

RENEE BERNARD

EL PLACER DE UNA DAMA 1º Serie Histórica

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Renee Bernard

El Placer de una Dama

ÍNDICE

Argumento.................................................................................4 Capítulo 1..................................................................................5 Capítulo 2................................................................................13 Capítulo 3................................................................................19 Capítulo 4................................................................................25 Capítulo 5................................................................................28 Capítulo 6................................................................................38 Capítulo 7................................................................................44 Capítulo 8................................................................................54 Capítulo 9................................................................................66 Capítulo 10..............................................................................77 Capítulo 11..............................................................................83 Capítulo 12..............................................................................92 Capítulo 13............................................................................102 Capítulo 14............................................................................108 Capítulo 15............................................................................118 Capítulo 16............................................................................124 Capítulo 17............................................................................133 Capítulo 18............................................................................142 Capítulo 19............................................................................150 Capítulo 20............................................................................156 Capítulo 21............................................................................167 Capítulo 22............................................................................172 Epílogo..................................................................................180

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ARGUMENTO

La historia de una mujer que, buscando venganza, descubre lo placentera que puede llegar a ser la falsa identidad... A la señorita Everett siempre la han visto como una criatura tímida y dócil, pero por una noche, Merriam la ratoncita se convierte en una seductora que disfruta desenfrenadamente con el arrogante conde que una vez la menospreció, para después dejarle abrasado por la lujuria. Un buen plan ¡si no fuera porque ha seducido al granuja equivocado! Drake Sotherton se marchó de Inglaterra por oscuras razones y ahora ha vuelto para vengarse de Julian Clay, el hombre que cree que mató a su mujer. Convencido de que la belleza enmascarada que le sedujo es un títere de Julian, Drake la sigue y le propone que sean amantes durante una temporada. Cada deseo libidinoso, cada anhelo secreto será explorado... y satisfecho.

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Capítulo 1

«No tengo interés alguno por las viudas de cara lechosa ni por las vírgenes lánguidas.» Recordó aquellas mordaces palabras con una claridad ácida. Instantes después de haber conocido a un hombre que le había hecho arder de deseo, haciendo que se preguntara si todos los años de deseo insatisfecho habrían llegado a su fin, ese mismo hombre, Julian Clay, el conde de Westleigh, había dirigido estas palabras a su acompañante. Inconsciente de la devastadora explosión que había provocado en la trémula alma que se encontraba tras la columna, se había reído entre dientes de la respuesta que su acompañante había mascullado, poniendo en marcha las ruedas del destino. No cabía duda de que aquellas palabras ilustraban el efecto que ella había producido sobre aquel conocido vividor, o, al menos, era la impresión que le había dado a Merriam, que contaba con la cruel precisión de la vasta experiencia. Merriam «la ratita», ese era el apodo que su padre le había puesto y que había perdurado durante toda su juventud, e incluso durante la desoladora pesadilla de su matrimonio con un viejo indiferente. Su marido la fastidiaba utilizando su nombre de animal cuando quería que su apacible esposa se retirara y así poder volver a sus importantes y urgentes asuntos; asuntos entre los que se encontraban sus negocios, interminables cartas y acostarse con sus sirvientas. Pero la ratoncita le había sobrevivido y aquella noche Merriam estaba decidida a probar los placeres prohibidos con los que las viudas de cara lechosa y las vírgenes lánguidas sólo podían soñar: lujuria y venganza. Julian Clay sería suyo y ella le enseñaría de qué pasta están hechas las ratoncitas, y después lo dejaría abrasado por el deseo y el dolor, una satisfacción que sólo ella saborearía. Postraría al vividor más célebre de Londres a sus pies y después... se marcharía. El baile de máscaras de lord Milbank era conocido por sus indecentes y vergonzosos deleites. Ningún miembro respetable de la alta sociedad londinense aceptaría jamás asistir a ese baile, lo cual significaba que nadie con una invitación en sus manos se lo perdería por nada del mundo. Era la invitación más codiciada de la temporada social1. La propia Merriam sostenía su propio sobre adornado atado con cintas rojas, sorprendida por la firmeza de sus dedos. Para ella, las sucesivas semanas de preparativos culminarían aquella noche. Tras días de meticuloso estudio y noches de perturbador deseo, la ratoncita se había transformado. Aquella noche ella sería el gato. —¿Ha llegado Merlín? —preguntó ella. 1

N. de la T.: Temporada social: en el siglo XIX, el periodo comprendido entre enero y junio en el que la alta sociedad londinense se reunía para celebrar eventos sociales tales como bailes, fiestas, cenas, se asistía a obras teatrales, a la ópera, etc. Estos escenarios servían, entre otras cosas, para que las jóvenes casaderas se dieran a conocer y encontraran marido.

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—Sí, señora —contestó el mayordomo. —¿Podrías pedirle a uno de los sirvientes que vaya a buscarle y le diga que su amiga ya está aquí? —ordenó, tratando de ignorar el nudo que se le había hecho en el estómago al pronunciar aquella descarada petición. El mayordomo asintió y dijo: —Como usted diga, señora. Merriam sonrió. Vamos, la señora desea enseñarle al hechicero algo de magia. Vestida de seda negra y envuelta en terciopelo, entró en la sala abarrotada. Entre vistosos vestidos de colores y opulentos destellos de joyas, Merriam sabía que llamaría la atención. Con aquel vestido que personificaba toda una burla al recato, los rastrojos más oscuros de una viuda se habían transformado en una sensual invitación. La máscara de terciopelo negro y las orejas de gato eran sencillas, pero los lazos negros que las unían y sujetaban a su cabello eran, deliberadamente, demasiado largos y caían sobre su clavícula acentuándole los hombros desnudos y la sinuosa carne que sobresalía del corpiño. Sus ondulantes curvas se subrayaban con unas sencillas líneas, que acababan en un impactante satén rojo que sobresalía bajo el terciopelo negro. Todas las miradas se desviaban hacia el destello de color bajo el que se insinuaban las piernas y los delgados tobillos, que asomaban por las aberturas hechas estratégicamente en la falda. Había llegado tan lejos, que hasta se había puesto un mechón carmesí entre el pelo castaño casi azabache, para que hiciera juego con el vestido. El último consejo de madame de Bourcier resonó en su cabeza: «Debes sentirte atractiva, invencible. Emanarás una especie de ardor, la esencia que desprenden las mujeres cuando están preparadas, accesibles y dispuestas. Debes sentir ese poder y luego atraerlo hacia ti». Rodeó la sala evitando las conversaciones triviales e ignorando las sutiles llamadas de atención de los invitados más osados. A cada uno de sus sedosos pasos, podía sentir un remolino de electricidad entre las piernas que le recorría toda la espalda. Pero transcurrieron unos minutos interminables y la confianza empezó a desvanecerse. Había analizado la distribución de la casa y hasta tenía localizado dónde tendría lugar el encuentro pero... ¿qué pasaría si la información que tenía sobre el disfraz que él llevaría era falsa? ¿Qué pasaría si él no asistía a la fiesta? ¿Qué pasaría si...? —Debes tener más cuidado. —Su voz le asaltó por la espalda, aquel gruñido profundo y masculino la hizo estremecerse—. Pensaba que los amigos deben estar cerca del anfitrión. Ella se giró para mirarlo. —Oh, pero si estoy cerca ¿no? Era más alto de lo que recordaba, pero el temor puede afectar a la percepción e, incluso vestida de gata, sabía que aquel juego podía dar muchas vueltas. Él llevaba una máscara y el pelo peinado hacia atrás con purpurina para hacer juego con la seda gris de su gabán, que estaba adornado con cuentas y antiguos símbolos de magia bordados. Era un Merlín asombrosamente atractivo y ella no hizo nada por ocultar aquel pensamiento, observándole de pies a cabeza, como si Julian Clay ya fuera suyo. Al fin, sus ojos se encontraron con el destellante calor de los de él traspasando la máscara y el disfraz; sintió la primera sensación de victoria. Es mío. Él la observó, fascinado por su desafiante mirada. ¿Quién era aquella mujer que se presentaba como una sensual ofrenda de los dioses y a la que no recordaba haber adorado

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antes? —Nunca estarás lo suficientemente cerca como para suscitar queja alguna en mí, querida amiga —contraatacó suavemente, tratando de recordar que, independientemente de quién fuera, no podía olvidar las normas de la corrección. Ella dio un lento paso hacia él, alzando la cabeza para mirarlo y a él se le cortó la respiración. Era como una pantera magnífica en la selva, y las manos le ardían por tocar cada una de las curvas ocultas de su cuerpo. —¿No? Veamos, hechicero, lo que una mujer se te puede acercar hasta hacer que... te quejes. —Con un sutil giro, pasó junto a él y miró hacia atrás, invitándole a que la siguiera mientras se dirigía hacia un pasillo privado, lejos de las luces de la fiesta. Él la siguió sin dudarlo, eludiendo todo pensamiento de precaución o cautela. La veracidad de los rumores de que había meretrices mezcladas entre la multitud en la infame fiesta de Milbank le pareció ahora posible. Observó el balanceo hipnótico de las caderas de aquella gata dirigiéndolo hacia las sombras del vestíbulo de la casa de su anfitrión. Supuso que lo llevaba hacia uno de los dormitorios de la casa, pero ella lo agarró, haciéndole entrar en una esquina oculta tras unas pesadas cortinas. La luz de la luna entraba por la ventana y los envolvía entre sombras desde el blanco más puro, hasta la oscuridad más absoluta, pasando por el gris y vio que aquel pequeño espacio secreto tenía un asiento convenientemente adornado con cojines, junto a la ventana y que era lo suficientemente amplio como para el encuentro. Él corrió las cortinas y se giró para volver a observar a aquella criatura vestida de terciopelo y satén, con la piel tan blanca como la nata, invitándolo a beber de ella con el mentón desprendiendo pura valentía. Pero el instinto le dijo que allí no había ninguna cortesana, ni ninguna hastiada prostituta. A la luz de la luna, reparó en el detalle de que su «seductora» se mordía el labio inferior y parecía dudar sobre lo que hacer con aquellas temblorosas manos que denotaban poca experiencia. Ella le siguió la mirada y trató de ocultar las manos entre el vestido, pero él las agarró sin esfuerzo alguno, tratando de desvelar el misterio que latía de puro deseo tras aquella máscara. Tenía las manos sedosas y finas y las uñas suaves. Eran las manos de una dama anhelando escapar, sin poder ocultar su nerviosismo. No, no se trataba de una meretriz experimentada, ni siquiera, sospechaba, era una criatura lasciva que había perdido ya la cuenta de las camas en las que había estado. Se trataba de otra cosa completamente diferente, pero, exactamente qué, no podía decirlo. —¿Cómo puedo complacerte, señor? —ronroneó, apartando la atención de sus manos, obligándose a plantarle cara en aquel frío y escondido mundo de terciopelo y piedra que compartirían mientras durara aquel juego. —¿Me permites sugerirte cómo hacerlo? —Sí. —¿Y mostrarte cómo? Ella tragó. El corazón se le aceleró con las inesperadas imágenes que aquella pregunta le había evocado. Tras horas y horas de charla en casa de madame de Bourcier sobre la mejor manera de seducir a un rufián, había llegado la hora de la verdad. Merriam se preguntó cómo había llegado hasta allí, cómo se le podía haber ocurrido algo tan estúpido, tan ridículo. Pero

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entonces él la rodeó con sus brazos y su boca se posó sobre la de ella, saboreándola, incitándola, consumiéndola. Ella se apoyó sobre el robusto calor de su torso y de sus brazos, disfrutando del fuego sensual de sus besos, devorando aquel brutal placer, jadeando, asombrada al comprobar en aquel primer envite que podía haber subestimado su propio deseo, su propia hambre. Él acarició el terciopelo del vestido con una mano, tanteando la parte superior del corpiño, sumergió los dedos debajo del mismo hasta tocar un pezón y liberó uno de los pechos de todo confinamiento. Merriam echó la cabeza hacia atrás, sorprendida por la corriente eléctrica que se había disparado al rozar él su pecho, arqueándose hasta que sintió una punzante sensación entre las piernas. Dios, quería que su boca llegara hasta allí... a todas partes. —¿Quién eres, gatita? Ella agitó la cabeza, luchando contra el deseo y el impulso de decirle algo... lo que quisiera con tal de que él le besara la sensible punta de coral del pecho. —Por favor... —El suspiro entrecortado traspasó sus labios. Él le recorrió la barbilla con la boca, siguiendo su deseo. Suavemente, aprovechó la desnudez de su garganta, notándole el pulso y bajando hacia el escote, hasta llegar al pecho, atrapando entre sus labios aquella punta impertinente que le sobresalía de entre los dedos. Rodeó con la lengua aquella carne tersa y erizada, haciendo lo mismo con el otro pecho, atrapando entre los dientes aquella receptiva punta, mordisqueándola. Ella arqueó la espalda y la respiración se le aceleró mientras él trataba de mostrarle todo lo que sabía sobre el placer. El suyo y el de ella. Él probó sus pechos, chupándolos, absorbiéndolos como si ella fuera la vida y el placer personificados. Los suaves suspiros y gemidos elevaron la tensión y excitación que él sentía, haciéndole perder el control, traspasando cualquier recuerdo o pensamiento. Alargó el brazo para deslizarlo por el muslo, levantándole la pierna y colocándosela alrededor de la cintura, echándose hacia delante para ejercer presión sobre su falda. Rozó con el miembro la humedad de entre sus piernas. Ella se pegó a él y éste apartó los labios de sus pechos al recibir el anhelante e inexperto mensaje de aquellos movimientos hasta casi deshacerse. Él le agarró una de las manos que le sujetaban las solapas del gabán y las soltó suavemente... rozando con la lengua la punta de sus dedos, como lo había hecho con sus pechos, absorbiendo cada hendidura, hasta que sintió que recuperaba el control. —Qui... quiero tocarte. —Aquel susurro acabó con su estrategia en un fugaz suspiro. Los ojos de la gata destellaron a la luz de la luna y él aceptó una nueva definición de la palabra «rendición». —Entonces, tócame. No le ofreció ayuda alguna, simplemente soltó la mano a la que había rendido honores con los labios. Una mano que comenzaba ahora a memorizar el paraje de músculos y huesos bajo los suaves pliegues de la camisa y que buscaba implacablemente su premio. Ella rezó para que no notara el temblor de las manos, pero se olvidó de todo cuando tocó la inconfundible longitud, la poderosa tensión de su deseo apretada contra los botones de los pantalones. Merriam apartó la mirada, cautivada por la visión de sus manos acariciándole descaradamente a través de la ropa. ¿De quién son estas manos tan descaradas? ¿Soy yo quien lo está haciendo? ¿La que ansía tocarle más? ¿La que anhela tomarlo? ¿Quién es esta mujer?

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La fuerza de aquellas preguntas la mareó, y sin que nada la urgiera a ello, lo liberó de su ropa. Los botones cedieron con facilidad. La austera luz y las sombras revelaron la erección en todo su esplendor. Merriam sonrió al verla; estaba sorprendida por la longitud y el grosor de su miembro, ya que era mucho mayor que el de su difunto marido. Recorrió con los dedos la piel aterciopelada, tocándola, agarrándola, acariciándosela, cambiándole el ritmo de la respiración. Aquel calor la abrasaba y quedó deleitada ante la dureza y las sacudidas con las que la palma de la mano le hinchaba el miembro, que suplicaba más caricias, que se entregara a él. De repente, ella también quiso más, madame de Bourcier le había dicho que existía una forma de someter a un hombre: volverlo loco, pero Merriam había descartado mentalmente aquella parte de la lección, por estar fuera de su alcance. Sin embargo, ahora lo único que quería era saborearlo y se preguntaba cómo sería tener aquella cabeza inflada en la lengua, en el interior de su boca. Merriam se arrodilló, y la falda se abombó a su alrededor. —Qué bonita es —murmuró ella. A continuación besó el miembro, extrayendo lentamente una perla de humedad color marfil de aquel extremo abultado y bebió de aquella sustancia salada antes de abrir la boca para rodearlo. Él emitió un gruñido al sentir aquella sensación, al verla arrodillada, al sentir el roce de su aliento sobre la erección, al escuchar aquella exclamación sobre su belleza. Dios, no sabía cuánto podría aguantar hasta explotar. Sus inexpertos labios, su boca, su lengua, ¡Dios! sus dedos rodeándole, ejerciendo aquella exquisita presión, y el entusiasmo de sus besos hicieron que le temblaran las piernas. Ella cerró la boca de nuevo y empujó lentamente el miembro hacia el calor de su interior, acariciando con la punta de la lengua el sensible anillo. Los dedos de él se enredaron en su cabello; ella abrió la boca, decidida a prolongar aquello. Eso no es juego limpio, gatita, pensó mientras la alzaba, besándola prolongadamente, utilizando la lengua y los dientes para tomar el control; el aliento de ambos se entremezcló, hasta que ella se rindió a él en un suspiro. Él la mantuvo en pie mientras estiraba el brazo para rodear la suave curva de su trasero, deslizándose hacia delante, hasta que la parte trasera de aquellas femeninas rodillas tocaron el asiento de la ventana. Suavemente, él la sentó sobre el cojín, colocándola al borde del diván, y se arrodilló frente a ella. Con las manos, desplegó sus muslos y se acercó a los tobillos para alzarle las enaguas. La tela se deslizó, ascendiendo hasta quedar sobre las rodillas, rozando las oscuras medias ligadas con unos atrevidos lazos rojos, lo cual revelaba que aquella gata era una criatura provocadora, después de todo. El huidizo resto del vestido negro y carmesí fue mostrando que, por encima de las medias, no llevaba nada. Lo saludaron unos rizos relucientes y húmedos sobre unos labios exuberantes y suculentos. —¿Qué...? ¿Qué estás haciendo? Él sonrió con picardía. Aquella inocente pregunta exhalada casi sin respiración le hizo preguntarse de nuevo por el misterio de una mujer que vestía de forma tan provocativa, sin ropa interior y con medias de seda y cintas, que temblaba como una virgen sin mácula ante la perspectiva de recibir los besos más íntimos de un hombre. —Pensaba que pretendíamos averiguar cuánto puede acercarse un hechicero a una mujer hasta «quejarse». —Oh. Apenas se oyó nada tras aquella respuesta; él mantenía la boca planeando sobre ella, el aire de sus palabras fueron el primer roce que sintió en el húmedo satén de su piel.

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—Pero si eres tímida —dijo suavemente—, veamos lo que podemos hacer. Él agarró una de las capas de las enaguas de seda roja, deslizando la suave tela de nuevo sobre su piel, cubriéndola para crear la leve ilusión de que había una barrera entre su tacto y ella. Entonces, él acercó la boca a la tela y le mostró la forma en que, mediante una ilusión, un hechicero puede cumplir sus deseos. Con la lengua, siguió el borde de sus húmedos pliegues, la seda roja se humedeció en unos segundos al sentir el tacto de su boca, con el líquido de su deseo, con el cuerpo listo para poseerlo. Pero, de momento, lo único que sentía era la incitante presión de su lengua a través de la enagua; calor y presión, incluso el frío y el calor alternos de su aliento, todo a través de la seda. Merriam agarró los cojines, luchando y gozando a la vez. Que la tocaran sin ser del todo tocada. Era como para volverse loca. —¿Eres tímida? —le susurró mientras le acariciaba la endurecida yema del clítoris con la lengua. Merriam tuvo que morderse la palma de la mano para no gritar de placer. La ratoncita ha resultado ser tímida... nunca separaría las piernas... nunca las apartaría lo suficiente como para que le dolieran los músculos, para darle a un hombre el acceso que desee... nunca le pediría que la penetrara... que apartara la maldita seda... Ah, pero aquella noche era diferente... —No... no soy tímida —alcanzó a decir entre dientes, elevando las caderas para mantener el contacto, maldiciendo la existencia de la seda en el mundo. La recompensa por aquella afirmación llegó rápidamente cuando aquella tela húmeda se retiró, deslizándose por su piel, haciéndola jadear cuando el aire golpeó la delicada piel expuesta. Él sopló un aire fresco sobre el borde de la seda mientras la apartaba. Entonces, ella ardió con el tacto de su boca, la realidad de su boca, su lengua, sus dientes contra ella, sin nada que le impidiera saborearla completamente, explorar los contornos y texturas de su sexo. Merriam se retorció contra los cojines al sentir que la penetraba con uno de los dedos al compás de los movimientos de la lengua, que bailaba sobre el clítoris, un roce suave y sutil que contrastaba con la creciente presión y fuerza del dedo. Una deliciosa tensión, un ascua al rojo vivo, empezó a ascender, y ella tensó la cabeza, tirándole del cabello, buscando instintivamente más. Más presión, más caricias. Él añadió otro dedo, haciendo que ella se tensase. El dolor y el placer hicieron que sus ojos volaran mientras el osado baile de su lengua continuaba. Finalmente, las ascuas estallaron; ella se estremeció al sentir la oleada de éxtasis, y encogió todos los músculos, apretándose contra sus dedos, que aún la acariciaban. Merriam gritó cuando la oleada parecía acumular fuerza. Arqueó la espalda con aquel flujo; él apartó la boca y se alzó para besarla, introduciendo y extrayendo los dedos mientras ella sentía el clímax. Ella pudo sentir el sabor de su propio sexo en la lengua de él, y aquel pensamiento encendió las llamas de nuevo, provocando otra cascada de placer. Él apartó la mano, y Merriam gimió al sentir el calor húmedo de la erección en su aún trémula piel. Ella aún estaba en éxtasis cuando le separó las piernas y se colocó para penetrarla. Merriam sintió un latigazo de temor ante la realidad de semejante miembro penetrándola. Tuvo el fugaz pensamiento de que su cuerpo no podría complacer al de él. —Es... espera. —Trató de recobrar el aliento, de serpentear y apartarse, pero él la agarró de las caderas, reteniéndola. Él cogió la otra mano y la acarició con su propio miembro hinchado, y su cuerpo reaccionó, otro temblor le sacudió las caderas y Merriam supo que lo deseaba. De repente, quería agarrarse a él para que le diera más, aunque la partiera en dos, quería poseerlo.

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—Di que sí —le pidió, apretándose contra ella. —Sí. —Ella le mantuvo la mirada. Su cuerpo se tensó al sentir aquella nueva presencia, la primera muestra de la inmediata penetración, tratando de escapar aún cuando un empujón hacia sus caderas la hizo temblar y se inclinó hacia arriba tratando de poseerlo por completo. Él se detuvo, apenas en su interior, y ella pudo sentir cómo temblaba por el esfuerzo de mantenerse inmóvil. —Di que sí —le volvió a pedir. —Sí. —Y fue recompensada con otro poquito, unos gruesos y tensos centímetros más; él observó que había comprendido que había mucho más y que estaba en su mano recibirlo. Aun teniendo el cuerpo en posición de dominio, él le cedió el control para que se abandonara completamente y lo poseyera o, aún en ese momento, ella tendría el poder para rechazarlo. Así que él le preguntó con la voz severa y grave. —¿Sí? —¡Sí! ¡Vamos! ¡Sí!, ¡Sí!, ¡Sí!, ¡Sí! Se sumergió en ella, penetrándola completamente, insuflándole fuerza con la boca a aquel grito de sorpresa y placer. Luego, lentamente, él empezó a moverse, con la mandíbula abierta por el calor y la fricción de su cuerpo, tan tenso, como el estrecho pasadizo de una virgen, pero no... ella le rodeó con las piernas, atrayéndole con los tobillos para que la tomara, más hondo, más rápido, más fuerte. Su gata no era virgen. Ella respondió a cada uno de sus movimientos, atrayéndolo, atrapándolo, gritándole para sentirle desde su más profundo interior, y él deseaba prolongar aquello. Quería que la magia durase, la encantadora esencia y la sensación de su cuerpo debajo, las caderas meciéndolo con los músculos contraídos, succionándolo, absorbiéndolo. —¡Oh! ¡Oh, Dios...! —Le clavó las uñas en la espalda—. ¡Me está pasando otra vez! La cándida sorpresa ante su capacidad para alcanzar otro clímax hizo que se esfumara la ilusión de que era ella quien tenía el control. Por Dios, quería verla gritar de placer. Quería ser él quien le enseñara que podía llegar una y otra vez, hasta que desapareciera la frontera entre el dolor y el placer. La tomaría hasta que no existiera ilusión alguna entre ellos, nada excepto la permanencia del deseo. Entonces él no pudo contenerse por más tiempo, un abrasador orgasmo le desagarró, descargando en ella, aterrizando sobre su sensible clítoris y sintiendo la inconfundible tensión y los espasmos del clímax de ella, como respuesta al suyo propio. El juego había dado un giro definitivo, pero aun entonces, la vuelta de Merriam a la realidad quedó demorada por las dulces oleadas del orgasmo, y por el placer y el calor abrasador que surgían de entre sus piernas, provocándole otro torbellino de deseo, hasta que él se movió suavemente, retirando el miembro aún erecto unos pocos centímetros para liberarla de su peso. Un quejido de protesta escapó de su garganta y ella apretó los muslos para mantenerle cautivo entre sus piernas. Él le besó el cuello, sin intención alguna de suplicar piedad. —Entonces, ¿te quedas conmigo? —bromeó, mientras ella se tensaba, consciente de que no podía quedarse ahí; consciente de que era hora de que la gata liberara a su presa. Ella se apretó contra él, estremeciéndose ante la sensación de pérdida, la sensación entre las piernas, con la piel aún vibrante de deseo. Ella giró la cabeza, tratando de recuperar la compostura, la victoria era suya y, por lo menos, el recuerdo de aquella gata la mantendría caliente durante las frías noches venideras. Merriam, la ratoncita se estiró el vestido,

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reajustándose el corpiño, poniéndose de pie para alisar las arrugas de la falda, negándose a responder directamente a aquella mirada de curiosidad. El temblor en sus manos era la única prueba de su azoramiento. —Dime quién eres —le dijo suavemente. Ella dio un paso atrás con una extraña sonrisa negando con la cabeza. —Debo darte las gracias. No pensé que fuera a ser tan... maravilloso. —No tiene gracia —le dijo más audiblemente—, quiero saber tu nombre. Necesito verte otra vez. Ella alzó la barbilla en actitud desafiante; tras la máscara de terciopelo, le brillaron los ojos llenos de lágrimas. —Me verás. La próxima vez tendrás que ser tú quien me corteje a mí en público. Me encantará recordar lo de esta noche y hacerle saber que esta viuda de cara lechosa le está agradecida por haber tenido el honor de recibir sus atenciones. Dando un profundo y entrecortado suspiro, irguió los hombros y se transformó en una mujer a la que ya no podía tocar, una mujer que jamás permitiría a un hombre libertades como tocarla bajo el claro de luna, ni proferirle caricias prohibidas. —Buenas noches, señor y adiós. Antes de que él pudiera protestar, ella se deslizó entre las cortinas y se marchó. ¿Viuda de cara lechosa?, se preguntó. ¿A qué demonios se estaba refiriendo?¿Él la cortejaría la próxima vez? Tras ocho años exilio autoimpuesto, había vuelto a Inglaterra hacía sólo dos semanas. Drake Sotherton, el duque de Sussex, se encontró solo en aquella alcoba, con el olor de ella impregnándole aún la piel y la ropa. Se mesó el pelo tratando de averiguar el significado de aquellas últimas palabras. Era un hombre acostumbrado a tener siempre lo que quería y no tenía idea alguna de lo que acababa de ocurrir allí, pero ella no escaparía tan fácilmente.

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Capítulo 2

—Eres un miserable, Drake. El duque sonrió por la irónica acusación de su amigo, consciente de que, en este caso, aquellas palabras no iban en serio, emitidas en medio de una partida de cartas. —Imagínate lo agradecido que estoy de que un santo como tú admita mi compañía en público. La risa de lord Colwick retumbó, atrayendo varias miradas de desaprobación de otros miembros del club, dirigidas a la elegante pareja sentada junto al fuego. Mientras que la vestimenta de Drake era oscura y severa, la de Alex era mucho más liviana. —¡Un santo! ¡Gracias Drake! Debes de ser el primero y último en mencionar mi canonización, pero admitiré gustoso el inmerecido título. ¿Qué dirán mis colegas si me oyeran fanfarroneando sobre él? Drake negó con la cabeza, sonriendo, sin captar la oscura tormenta de su mirada. —Dirían que los santos suelen ser también mártires, Alex. La alegría de lord Colwick se disipó un poco al rememorar el doloroso recuerdo del pasado que aún planeaba sobre su compañero. —Te lo tomas demasiado a pecho, Drake, ya han pasado ocho años y está claro que ya has pagado por todos los delitos imaginarios que hayas podido... —No fue un delito imaginario, Alex —le interrumpió Drake con frialdad, disgustado por el giro que había tomado la conversación. Reunió las monedas y cartas de la mesa. —No fue culpa tuya, Drake. ¡Al diablo! Dejémoslo pasar. Drake se levantó, metiéndose en el bolsillo las ganancias con un ágil movimiento, como un enorme felino al que han molestado en la selva mientras yacía junto al fuego.

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—A su tiempo, Alex, todo a su tiempo, pero por ahora, permítele a este miserable que escape antes de que inflija algún daño irreparable. Creo que has estado expuesto a suficiente infamia esta noche. —¡Drake, venga! —Alex se levantó; su estatura y atractivo igualaban a los de su amigo—. Vete si tienes que hacerlo, pero si me he extralimitado sacando a relucir el pasado, entonces perdóname. Somos amigos desde hace demasiado tiempo para estas historias. Drake negó con la cabeza. —No ha sido eso, Alex, he estado solo durante mucho tiempo y a nadie puedo culpar excepto a mí mismo. Alex relajó la postura y él sonrió. —Bueno, entonces te dejaré con tu mal humor, y cuando tengas ganas de un poco de vida social, házmelo saber —dijo, inclinando la cabeza y dejando a Sotherton solo. Desde la niñez, Alex había respetado el deseo de Drake de estar solo, lo cual respondía al estrecho vínculo que existía entre los dos hombres. —Buenas noches, Colwick. —Sotherton asintió levemente con la cabeza y se giró para salir del club de caballeros y adentrarse en la noche. El aire fresco resultó reconfortante y Drake respiró profundamente, en un esfuerzo por despejarse antes de subir al carruaje que le aguardaba y ordenarle al conductor que le llevara a casa. Así que poco había pasado en los últimos ocho años desde que se había marchado de Inglaterra, pero se dio cuenta de que, a su vez, muchas cosas habían cambiado. Él había cambiado. Se había preparado para lo peor y había descubierto que la prudencia es la mejor compañera de la sabiduría. El duque de Sussex era una novedad en las fiestas y salones, pero no se le consideraba una persona respetable. Nada más lejos de la realidad. Los atractivos rasgos de Drake se transformaban en una amarga sonrisa cuando pensaba en su dudosa notoriedad, lograda por ser el «duque letal». Los rumores que le habían forzado a marcharse ocho años atrás se habían reavivado con su retorno. Aparte de unos cuantos amigos como Colwick, que se había mantenido a su lado, los caballeros mantenían las distancias, en los límites de lo cortés, pero todas las mujeres sin excepción se mantenían alejadas de su camino. ¿Por qué iba una mujer a solicitar la atención de un asesino? El recuerdo del terciopelo negro y los suaves gemidos de la mujer resonaban en su cabeza como respuesta a su silenciosa pregunta, y Drake suspiró de frustración. Su misteriosa «gata» era una distracción inoportuna, pero su cuerpo y su mente eran incapaces de borrar el placer al recordar aquel encuentro. Ahora que estaba decidido a concentrarse en sus planes, comprendió que no tenía manera de defenderse del embriagador recuerdo de su piel, el sabor de su clímax en su boca, el inocente temblor de sus dedos, tratando de tocarle. ¿Quién era? ¿Quién era aquella criatura que se divertía con el juego de seducir a un extraño para después desaparecer sin dejar rastro? ¿La había insultado inconscientemente, engatusándola? Él agitó la cabeza ante aquel pensamiento absurdo, a sabiendas de que jamás había cortejado públicamente a una mujer, ni viuda ni de ninguna otra clase. Así que parecía claro que le había confundido con otro hombre. Estaba claro que ella no tenía mucha experiencia en aquel tipo de juegos. Aun así, la novedad de una mujer que se arriesgara a acercarse a un hombre en público era demasiado deliciosa como para ignorarla.

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Drake inspiró profundamente, soltando el aire lentamente, preguntándose si sería necesario llegar a algún arreglo para impedir que aquel nuevo misterio le distrajera de sus planes actuales. Sonrió cuando el carruaje se detuvo suavemente frente a su casa en Londres. Drake entregó abrigo y sombrero a un sirviente y se dirigió al tranquilo refugio de su despacho. —¿Ha cenado, señor? —preguntó Jameson desde el umbral de la puerta, una sombra leal que había seguido a Drake hasta su santuario. Su señor negó con la cabeza. —No tengo hambre. —Y se sirvió un brandy. —Mandaré a que le suban la cena... —No, Jameson —le interrumpió Drake—, estoy bien —se giró, suavizando el tono deliberadamente—, gracias por ofrecerte, pero dile a los de la cocina que se retiren, hasta mañana no tocaré la campanilla. —Como desee, señor. Jameson inclinó la cabeza suavemente, con una expresión difícil de interpretar; Drake tensó la mandíbula al percibir la significativa compasión en los ojos de su mayordomo. Él se giró, aguardando hasta escuchar el sonido de la puerta al cerrarse, entonces tomó un largo y lento trago. El licor le dejó un rastro de calor y una potente languidez en la garganta y Drake suspiró de frustración al darse cuenta de que aquella bebida color ámbar no borraba el tenor de sus pensamientos. Se sentó en su escritorio y observó los libros de cuentas y cuadernos que yacían ordenadamente apilados, esperando ser atendidos. La ilusión de organización y control no había desaparecido en Drake. Se le había dado bien en el Caribe, invirtiendo en diferentes negocios. Su astillero en Inglaterra había impulsado sus negocios en las Américas. Su reputación de ser un hombre despiadado en los negocios se había visto reforzada por sus desgracias personales. Los rumores sobre el asesinato de su mujer le habían dado ventaja en las mesas de negociación. Cuando miraba a un hombre fríamente y le informaba de que vigilaba sus cuentas muy de cerca y que no perdonaba a los que trataban de engañarle o de hacerse con algo suyo, los hombres le creían. No se había hecho sumario alguno. Nadie le había culpado o condenado por el crimen. Drake estaba muy lejos, en viaje de negocios en Escocia, y las autoridades le habían descartado como sospechoso. No había nada que reprocharle, pero los rumores habían sido muy persistentes y su decisión de marcharse para llorar en paz había resultado ser un grave error, ya que, involuntariamente, había dado la imagen de alguien culpable tratando de huir de sus crímenes. Para cuando se había dado cuenta de aquello, se había quedado paralizado por el amargo recuerdo y el insistente deseo de darle la espalda a todo. Julian Clay era intocable, muy conocido entre sus iguales y Drake no tenía prueba alguna en su contra, ni la más mínima pista, más allá de su instinto y experiencia. Acusarle abiertamente hubiera sido un enorme error. Lily Fue Julian quien le había acusado y Drake llegó a comprender que la fuente de su veneno era demasiado personal. Julian la amaba, o al menos había puesto empeño en acostarse con ella. Con el tiempo, a Drake se le vino a la cabeza que puede que hubiera sido Julian quien le

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había quitado la vida a su mujer. Quizá en una discusión entre amantes, por celos, o quizá cuando Lily comprendió que no era más que un títere en otro de los estúpidos planes de Julian para herir a Drake. La realidad era que Julian estaba en la ciudad cuando la asesinaron, había tenido acceso a la casa y había sido el primero en acusar a Drake. Habían sido amigos y rivales y, delante de Lily, Drake se había reído de la necesidad que sentía Julian de ser mejor que él. Jamás imaginó que aquel juego le llevaría a asesinar a su mujer. Cualquier atisbo de su presencia en la casa hacía tiempo que había desaparecido. Se giró en la silla para observar la habitación, con aquellos colores oscuros y severas líneas. Ella nunca llegó a darle el toque femenino a aquella habitación, a pesar de su inclinación por redecorar la casa con sedas de colores, valiosas porcelanas e interminables adornos. Él le había dado carta blanca para todas las habitaciones excepto para dos: su despacho y el dormitorio. Tras su muerte, había ordenado que vaciaran todas sus casas y las redecoraran. Todas las habitaciones excepto aquellas dos. Drake rellenó el vaso al darse cuenta de la ironía de aquella última decisión. Después de todo, el dormitorio era la habitación donde ella había muerto. Si lo que pretendía era hacer desaparecer su presencia, debería haber empezado por ahí. Quizá, si se hubiera quedado en Inglaterra, se hubiera ocupado de ello, sin embargo, ahora era un santuario que él tenía el extraño deseo de conservar, aun teniendo a todo el vecindario escandalizado preguntándose cómo podía dormir en paz en aquel lugar. Pero él no había vuelto a Inglaterra para escapar del pasado, sino que había venido para abrazarlo. Un leal contacto comercial le había escrito a principios de año para decirle que la fortaleza económica y de poder de Clay tenían una fisura, una grieta de vulnerabilidad. Fue la primera señal que hizo que Drake volviera la vista hacia su amada Inglaterra. Julian, el intocable, se estaba debilitando. Había sido cuestión de tiempo, la tónica de su obsesión durante los muchos años de exilio autoimpuesto: la venganza. Y ahora que trataba de reunir todas sus energías para aquel fin, se veía atormentado por una mujer enmascarada de dedos trémulos y hechiceros que le había impregnado el cuerpo de deseo y temor. Dios, quería poseerla de nuevo, sin máscaras, sin ninguna barrera; deseaba volver a poseerla y desahogarse en aquella húmeda y sedosa piel. Al parecer, los hombres muertos son capaces de sentir deseo, algo que él creía imposible. Había enterrado tantas cosas de sí mismo; se había olvidado de aquellos tiempos en que alzaba una copa fingiendo brindar por la gélida quietud de su semblante. La insensibilidad era la prueba de que en aquellos años había perdido mucho más, aparte de a su mujer y su reputación. Él pensaba que aquel era el precio que debía pagar; que, al fin y al cabo, Lily le había castigado por su dejadez, por su fracaso como marido y como hombre. Un precio alto y cruel, pero Lily jamás le había brindado la oportunidad de negociar. Si él lo hubiera sabido, ¿le habría suplicado piedad al destino? Es más, ¿le habría vendido su alma al diablo simplemente por volver a sentir dolor, por sentir algo que le hiciera traspasar el muro que lo separaba del resto de los humanos? Incluso había comprendido que el deseo de venganza no era más que hielo en sus venas. Sacaría a la luz lo que Julian era realmente y lo destruiría. Lo haría con la paciente precisión de un cirujano. No creía que fuera a sentir regocijo cuando lo lograra, ni tampoco sentía emoción ante la perspectiva de vencerle.

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¡Maldita sea! ¿Quién era aquella mujer que le había hecho perder la cabeza? Era una sirena y si no se amarraba a tiempo, pronto... La decisión de entrar en acción quedó sellada con un largo e irregular suspiro que le hizo tensar el cuerpo de deseo. Buscaría y descubriría a su seductora enmascarada y lo sabría todo. Se dijo a sí mismo que se trataba estrictamente de un asunto de atracción física y deseo. Desenmascararía a aquella «viuda de cara lechosa» para después continuar con sus planes de venganza y liberarse del pasado. Se irguió decididamente y tomó otra copa.

Merriam se mantenía inmóvil mientras su doncella devolvía aquellos rizos castaños a su peinado habitual, luchando contra el deseo de llorar por la rapidez con que le habían devuelto su yo de siempre. Dos días después del baile de Milbank, el reflejo de su rostro en el espejo no revelaba su hazaña. Ahí estaba la ratoncita de nuevo, mirándola desde aquel espejo de tocador. La ratoncita tenía un cabello castaño y apagado y unos ojos entre grisáceos y azulados que, en su opinión, eran demasiado grandes, similares a los de un búho. Se miró los labios, quizá demasiado gruesos y sin la forma deseable de un pequeño arco perfecto. Merriam cerró los ojos para no seguir haciendo el inútil inventario de todos sus defectos y carencias. —¿Se encuentra bien, señora? —le preguntó la doncella con dulzura— ¿Otra vez ese dolor de cabeza? —N... no —Merriam abrió los ojos y sus mejillas se ruborizaron—, es sólo que estoy algo cansada. Celia sonrió, relajando con alivio la expresión. —Anoche salió hasta muy tarde, señora ¡no está acostumbrada a esas salidas! —Los dedos de la doncella volvieron a su tarea con eficiente práctica y añadió—: De todas formas, fue muy amable por su parte ofrecerse como carabina en casa de lady Palmer. ¿Se divirtió, señora? Merriam sonrió y miró a Celia a través del espejo, decidida a dar fin a aquella conversación. —Sí, estuvo muy bien. —Estoy segura de que impresionó mucho con su nuevo vestido —insistió la doncella, inocentemente. Merriam sintió el rubor de sus mejillas, pero logró mantener el gesto neutro. —El azul fue un acierto, pero dudo mucho que una carabina pueda llamar la atención de nadie. —Se detuvo rápidamente, por miedo a no ser capaz de continuar la conversación si no la desviaba pronto. Mentir al servicio sobre su destino aquella noche, quitarse el traje y ponerse el disfraz en la Bella Carmesí, el burdel de madame de Bourcier, aunque necesario, había sido la parte más arriesgada del plan. En aquel momento, Merriam dudó sobre si realmente esa había sido la parte más arriesgada; llegar hasta la puerta trasera de un burdel de Londres para transformarse en otra mujer parecía ahora algo sencillo, en comparación con haber tenido que salir de aquella alcoba con las piernas temblando y los músculos más íntimos anhelantes por haber rendido su piel a la de él.

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Lo había conseguido, había conquistado a uno de los canallas más grandes de todo Londres y se había marchado dejándolo suplicando su nombre. Tampoco es que lo hubiera dejado exactamente en estado de frustración, tal como había planeado, ¿pero acaso no había sido mejor disfrutar ella también y haber podido saborear la experiencia de dejarse llevar, abandonándose a sus deseos más íntimos? —¿...la cena de esta noche, señora? —¿Q... qué? —El estómago le dio un vuelco al ver la mirada de Celia llena de curiosidad por el extraño comportamiento de su señora. —Le preguntaba que si ya ha decidido lo que se va a poner para la cena de esta noche en casa de los Markham, señora. —E... el de seda gris está bien —contestó rápidamente, maldiciendo el temor que se filtraba en su voz. Tratando de contrarrestarlo, dijo más incisivamente—. Eso es todo, Celia, tomaré un almuerzo ligero en mi salón y pídale a Geoffrey que el coche esté preparado a las ocho. Celia hizo una pequeña reverencia y salió rápidamente. Merriam esperó hasta que la puerta estuvo cerrada para sentarse de nuevo en la silla con un gemido de frustración. Todo era tan aburrido: cenar con los Markham, buenos amigos de su difunto marido que, por compasión, la incluían en sus reuniones. Después, durante los siguientes días haría una ronda de visitas, asistiría a una conferencia sobre música y participaría en la reunión mensual del Club de Damas de la Caridad a la hora del té. Luego, en quince días, asistiría a la visita anual de la Sociedad Botánica de Damas del Gran Londres en el jardín botánico de Londres. La vida real, los eventos rutinarios de su agenda eran como una oleada sofocante que amenazaba con volverla loca. En lugar de gozar recordando su breve escapada y lujuriosa conquista, deseaba gritar por los grises días que le aguardaban, infinitos. El recuerdo del reluciente terciopelo negro, de la seda color escarlata y de las manos de Julian en su piel era como un sueño que comenzaba a desvanecerse, alejándose fuera de su alcance. En lugar de reconfortarse con el recuerdo, se preguntaba cuánto tiempo tendría que pasar hasta que su cuerpo olvidara aquello. ¡No! Se había acabado. Llamaría por última vez a madame de Bourcier para pagarle las lecciones y agradecerle su ayuda. Le daría la mano a su mentora y daría un portazo a todo lo ocurrido. Era demasiado peligroso recordar a Julian. Era demasiado peligroso pensar que podía albergar semejante secreto. Dejaría que los recuerdos se fueran difuminando y olvidaría que, por un fugaz instante, había resucitado en los brazos de un hombre.

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Capítulo 3

—¿Qué es qué? —Viuda —respondió Drake con aire tranquilo, mirando a lord Milbank fijamente a los ojos. —Es... es una petición poco habitual, excelencia. —La voz de lord Milbank sonó aguda e irregular, dejando en evidencia sus nervios—. Mis listas de invitados son privadas y los que asisten... suelen pedirme que proteja su... Drake le interrumpió haciendo un gesto con la mano. —He estado fuera muchos años, milord, y no tengo intención alguna de causarle problemas con sus estimados invitados y amigos. Y no sé muy bien qué decirle para convencerle, sin tener que contarle demasiado de la causa y naturaleza de mi interés —se detuvo para darle un efecto más dramático, consciente de la reputación que tenía el descarado anfitrión por los romances ilícitos que sus fiestas generaban—, pero aquella dama... —¿Sí? —Milbank se inclinó en el borde de su asiento, ansioso. —Me intrigó —le contó Drake, con una enigmática sonrisa, rezando por que su estrategia no se fuera al traste—, y simplemente quiero saber quién es. Me preguntaba si usted podría ayudarme a encontrarla. —Es obligación de una dama eludir a un admirador, excelencia. —Así como es la mía perseguirla, se lo aseguro, lord Milbank; aquella dama me dio señal inequívoca de que soy bien recibido como admirador. Pero nuestra conversación se vio interrumpida por la casualidad, y perdí su rastro entre la multitud. Milbank se quedó boquiabierto por la sorpresa ante semejante y deliciosa confesión de un posible romance. ¡Y viniendo del mismísimo «duque letal»! ¿Quién hubiera pensado que aquello era posible? ¿Quién hubiera imaginado que...? —¿Debo entender que me ayudará? —presionó Drake, arqueando las cejas. —¡Sí, por supuesto! —Milbank se dirigió con sorprendente rapidez a su escritorio, a pesar de su enorme diámetro. Sacó la lista de invitados con un ostentoso ademán. Los ojos le brillaban de emoción por la situación. Releyó las páginas y nombró a las mujeres que podían haber captado la atención del duque. —Uhm... —Milbank iba profiriendo información adicional— demasiado vieja... vino disfrazada de sirena... esa... llevaba un perrito, ¿le suena? Con cada descripción, Drake iba reduciendo la impresionantemente larga lista, hasta que al

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final quedaron dos nombres en el aire: lady Millicent Forsythe y la señora Merriam Everett. —No recuerdo el disfraz de ninguna de las dos, lo siento —dijo Milbank sin aliento—, pero ambas son relativamente jóvenes, si la memoria no me falla. Drake no se inmutó. —¿Está usted seguro de que ambas asistieron a la fiesta? Milbank se encogió de hombros. —Es difícil de decir, con una sala llena de disfraces y máscaras, ambas enviaron confirmación y se esperaba su asistencia, pero, la verdad es que si tuviera que definir a alguna de las dos como «intrigante» yo diría que es a Millicent. Es una criatura muy vivaz y deseable, con mucha vitalidad. —¿De qué color tiene el pelo? —Castaño rojizo. Milbank se inclinó en el asiento ¿le suena? El recuerdo de un mechón rojo acentuando aquellos rizos oscuros le vino a la mente y Drake sintió un gran alivio al pensar que su búsqueda finalizaría tan fácilmente. —Es posible. —No recuerdo nada en absoluto destacable en la señora Everett, es una persona bastante aburrida y poco atractiva, a mi parecer. —Me sorprende que invitara a alguien aburrido a su fiesta —le interrumpió Drake con sequedad. —Ah, bueno —volvió a encogerse de hombros—, Grenville era un amigo del colegio ¡y la verdad es que tampoco me esperaba que fuera a venir! La conocí un día en una reunión y recuerdo que pensé que hasta el mantel era más animado que ella. ¡Pero Millicent es puro ardor!, ¡yo apostaría por ella! El regocijo de Milbank al poseer semejante chismorreo era palpable y Drake le permitió regodearse un poco hasta que concluyó aquella peligrosa laguna en sus planes. —Le agradezco su ayuda, lord Milbank. Naturalmente, todo esto queda entre nosotros. —¡Oh, naturalmente! —Milbank asintió rápidamente, pero su tono de voz no engañó a ninguno de los dos. La sonrisa de Drake se evaporó, su expresión se fue volviendo más fría, una mirada muy ensayada, cuyo efecto intimidatorio le era bien conocido. —Si oigo hablar de este asunto fuera de esta habitación, sabré que proviene de usted y me veré obligado a dejarle claro a todo aquel que lo quiera escuchar que su lista secreta de asistentes al gran baile está disponible para todo aquel que la solicite y que usted se ha lucrado con ello. —¡No... no se atreverá! ¡Sería una calumnia! Drake lanzó unas cuantas monedas sobre el escritorio de Milbank. —En absoluto. Se levantó y giró sobre sí mismo, dejando a lord Milbank temblando y balanceándose tras su escritorio, como un pajarillo aterrorizado.

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Jocelyn sonrió al ver los esfuerzos que su alumna hacía por ocultar su nerviosismo mientras ponía un sobre repleto de billetes sobre la mesita que tenía delante. La conocían como madame de Bourcier y había desarrollado una suerte de amistad con aquella tímida dama enviudada que le había pedido consejo y algo de orientación. Con el buen ojo que la caracterizaba, se percató del rubor en las mejillas de Merriam y se dio cuenta de que desviaba la mirada, lo cual daba infinita información a una maestra tan experimentada como ella. —Debo entender que la velada fue un éxito ¿no? Merriam alzó el mentón y Jocelyn percibió su mirada triunfante. —Fue mucho más de lo que esperaba. Jocelyn notó que aquel triunfo se desvanecía e instintivamente comprendió el nuevo dilema ante el que se encontraba su alumna. Se sentó con elegancia en el diván junto a Merriam y le otorgó unos segundos para que se recompusiera, sirviendo dos copas de jerez. —Oh, es demasiado pronto para beber jerez y no debería... —Una mujer puede quedar asfixiada bajo el peso de los «no debería» retumbando constantemente en su cabeza. Y ya hemos descubierto que no eres del tipo de mujeres que se amedrentan ante una o dos rebeldías —Jocelyn le dio un vaso a Merriam, ignorando su protesta, parodiando un brindis—, una vez hecha la conquista, ¡a por la siguiente batalla! —¡ No... no habrá siguiente batalla, madame de Bourcier! —Merriam enderezó la espalda, a la defensiva. —Ya veo —Jocelyn se echó atrás, era una muestra de lánguida sensualidad deliberadamente incitadora, en contraste con los gestos nerviosamente controlados de su refinada invitada—. Entonces, puede que me haya perdido algo, acabas de decir que fue mucho más de lo que esperabas. —¡Lo fue! —Merriam agarró el pequeño vasito de jerez, consciente del rubor de su rostro —. ¡Pero creí que había quedado claro que sólo sería una vez! —Dos veces por semana durante cuatro semanas; lo acordamos aquí sentadas en esta misma habitación, y estoy bastante segura de que fui igualmente clara. —Tus consejos fueron... —Merriam luchaba por hallar la palabra adecuada para describir el efecto que aquellas sesiones habían provocado en ella. El simple hecho de sentarse junto a una amiga ataviada con aquella ostentosa y atrevida vestimenta le había resultado difícil desde el principio. Pero luego, las charlas sobre actos de los que Merriam únicamente tenía una vaga idea habían sido una liberación—. Tus consejos me resultaron valiosísimos. Jocelyn echó la cabeza hacia atrás y se rió. —¡No tienes precio! Merriam se quedó boquiabierta de la sorpresa, después se le arqueó la boca, dibujando una sonrisa. La risa de aquella joven y bella señora era peligrosamente contagiosa. —¿Preferirías otro tipo de piropo? —Jocelyn se recuperó un poco, sorbiendo del vaso y dejándolo sobre la mesa—. Aquí sentadas, la primera tarde, te dije que cada experiencia nueva, para bien o para mal, cambia a una mujer. Te dije que aquel canalla sería tuyo, que podrías tener al hombre que quisieras, pero que tenías que deshacerte de tus reservas, sin

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abandonarte a tus propios deseos. Merriam se ruborizó.

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—Lo hice, funcionó y todo te lo debo a ti. —No, espera. —Jocelyn se inclinó hacia delante para coger el vaso de jerez de la mano de Merriam para colocarlo junto al suyo—. Señora Everett, me temo que no hay vuelta atrás. Merriam se apartó y pudo sentir cómo el calor que le había inundado las mejillas retrocedía rápidamente. —Te equivocas, todo esto ha sido... ya tuve mi aventura y ahora, a menos que te haya malinterpretado o que me estés amenazando, tengo la intención de dar todo esto por concluido. —Se puso en pie, pero una mano la agarró, impidiéndoselo. —No te estoy amenazando —la voz de Jocelyn sonó suave pero firme, obligando a su alumna a permanecer en su asiento—, puedes salir de esta habitación con la opinión que quieras sobre mí, pero la pasión nos transforma. —Hizo un gesto de indiferencia ante las cuestiones de reputación u honor—. No me equivoco, señora Everett. Merriam negó con la cabeza. —Aquí acaba todo. Yo... yo ya he arriesgado demasiado. Te agradezco mucho la ayuda y te agradezco aún más que no te hayas reído de mí, que jamás me hayas ridiculizado por haber acudido a ti. Pero la transformación ha sido fugaz, no permanente. Sigo siendo, la misma mujer de siempre. —Ya veo. —Jocelyn la soltó con una sonrisa—. ¿Volverás a ser la de siempre? Merriam se levantó y alargó el brazo. —Jamás dejé atrás mi vida, madame de Bourcier, tan sólo he cambiado su curso de manera temporal. Jocelyn le dio la mano a Merriam, aceptando la formalidad de aquel gesto y la despedida que implicaba. —Si alguna vez me vuelves a necesitar, sólo házmelo saber. Buena suerte señora Everett. Jocelyn la observó mientras se marchaba; acto seguido, se giró para hacer sonar la campanilla y pedir que le preparan el baño. Jocelyn, de hecho, era más joven que su protegida, aunque existía un abismo de experiencia y estatus entre las dos. Mientras se desvestía, se preguntó si realmente se podía modificar el destino. Pensó en los extraños giros que su vida había dado, en todas las mentiras que había tenido que aprender a contar para sobrevivir. Luego, se sacudió todas las penas y dudas ya conocidas, que empezaban a nublarle la conciencia. Jocelyn eligió deliberadamente uno de sus vestidos más provocativos... como armadura. Era una guerrera eligiendo la ropa de camuflaje para que nadie pudiera vislumbrar sus secretos. Agitó la cabeza al pensar en la ironía de las enseñanzas proferidas a la señora Everett. —Te queda tanto por aprender, señora —dijo en voz alta en medio de aquella habitación vacía—. A las dos, supongo.

Julian Clay se acomodó en su asiento con una ceja arqueada por la pésima mano que le

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había tocado en aquella partida. Reprimió un suspiro. Al parecer, la mala racha no había llegado a su fin y los dioses de la fortuna insistían en bailar lejos de su alcance. En el pasado, las cartas habían sido un canto de sirena emocionante, pero últimamente era como si todo lo que tocaba hiciera que se le escapara el dinero de entre los dedos, directo hacia los bolsillos de sus adversarios. Aun así, tenía demasiada experiencia en el juego como para permitir que se le notara el nerviosismo. Mantuvo el gesto de aburrimiento para dar la impresión de un hombre con la mente en cosas más importantes que una partida de cartas. Le dirigió una sonrisa cansada a lord Andrews, que se encontraba al otro lado de la mesa, haciendo el gesto de que necesitaba coger carta y lanzando una moneda para hacer su apuesta. —¿Lo igualas, amigo, o es que te estás durmiendo en los laureles? El comentario no era malintencionado y Julian se preguntó si alguien más se habría dado cuenta de que llevaba meses perdiendo de manera espectacular. Aunque ya estaba acostumbrado a los altibajos en las mesas de juego, Julian se estremeció ante el pensamiento de que sus colegas se pudieran llegar a enterar de las dificultades económicas que estaba atravesando. Un hormigueo de aburrimiento e inquietud le recorrió el cuerpo. Necesitaba distraerse. —¿Qué te cuentas, Elton? Apenas comentas nada de los cotilleos locales. Me pregunto si no será que tu mujer te ha tenido mucho tiempo en casa últimamente. —Sussex ha vuelto. —¿Qué? —A Julian se le heló la sangre y un torbellino de adrenalina lo invadió—. ¡Eso es imposible! Eso es un rumor sin sentido, Andrews. La indiferente mirada de aburrimiento de lord Andrews se encontró con la de Julian, impertérrita. Lord Andrews estaba hasta las cejas de alcohol, pero seguía siendo implacable con las cartas, y con la información. —Bueno, pues resulta que vi al rumor, de lejos, ayer en White's, estaba sacando una cantidad de dinero lo bastante sustanciosa como para pensar que se tratase de una habladuría, Clay: su fortuna se ha multiplicado desde que invirtió en las Indias. Julian apretó las cartas, aunque mantuvo el tono sereno y ligeramente contrariado. —Vaya sorpresa, el exiliado ha vuelto. —Parece que ha vuelto para enfrentarse a sus viejos fantasmas, y con el dinero suficiente para hacer que todo el mundo olvide la razón de su huida. Julian tensó los hombros. Por experiencia propia, sabía que poco puede hacer un hombre para enfrentarse y vencer el pasado, pero si Drake lo hubiera logrado... pensar que su antiguo enemigo había vuelto al tablero de juego lo puso aún más nervioso. Colocó las cartas boca abajo sobre la mesa y firmó otra nota para dar su conformidad con la deuda de aquella tarde. —Si me disculpa, lord Andrews. Sin esperar la respuesta de su compañero, mayor que él, Julian se levantó de la silla y se dirigió hacia el pasillo, pasando a través de las cortinas de terciopelo que ocultaban las salas de juego del resto de la casa. —¿Qué desea, señor? Observó la habitación, entornando los ojos para evaluar los atributos de todas las mujeres.

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Éstas se encontraban en diferentes grados de desnudez, con el fin de incitar y seducir a los hombres y que las eligieran para acompañarlas al piso de arriba hasta alguna de las habitaciones del burdel. Julian sonrió al localizar a una prostituta de cabelló color fresa y hombros redondeados, que le recordaba a un fantasma del pasado por el que Drake y él una vez compitieron, pelearon y que finalmente compartieron. —Me llevo a esa.

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Capítulo 4

—¿Me puedes repetir por qué estamos aquí? —preguntó Alex, divertido por la respuesta huraña que le acababa de dar su amigo. —Tú eres el que quería que averiguara algo más —respondió Drake distraídamente, revisando la habitación—. Además, también eres el único respetable de los dos, y el que cuenta con invitación. ¿De qué otra manera se supone que puedo lograr que el beau monde se entere de que soy un hombre nuevo? —Ah, sí. —Lord Colwick sonrió—. Acechar como un león en busca de una gacela herida es un método que jamás le aconsejaría a nadie, pero de todas formas, si las jovencitas casaderas no se ponen a llorar ni se desmayan, al menos puede resultar divertido. Drake suspiró y recompuso la expresión de su rostro, riéndose entre dientes al comprender que, una vez más, su amigo tenía razón. En su búsqueda se interponían las consecuencias de su actual reputación. Si realmente quería que la gente dejara de temer al «duque letal», dedicarse a acechar y asustar a las jovencitas de la fiesta no le iba a ayudar mucho, especialmente teniendo en cuenta que no había sido invitado y que venía como acompañante de lord Colwick. —En serio, Drake. —Alex se acercó y bajó la voz para evitar que lo oyeran—. ¿Por qué hemos venido? Me pongo enfermo sólo de pensar que de repente te dé por ponerte a bailar valses con las jovencitas y todas sus madres tengan que salir corriendo a buscar sus sales. Drake agitó la cabeza, con una irónica sonrisa dibujada en el rostro. —¿Qué? Pero si me encanta bailar. —Lo detestas tanto como yo; en una ocasión me dijiste que preferirías comer grava y estiércol. —Desgraciadamente, se trata de una afirmación que probablemente sigo sosteniendo, pero ya que estamos aquí, podré reencontrarme con algunas personas y darme una vuelta por la casa, luego nos escabulliremos antes de que las jovencitas casaderas se den cuenta de que entre ellas hay un santo disponible. —Muy gracioso, aunque me alegro de que al menos seas consciente del riesgo al que me enfrento por ti. —Lord Colwick también era un buen partido y, si no hubiera sido porque Drake había insistido, hubiera evitado asistir a aquella reunión—. Guárdate tus secretos, Sotherton, nos damos una vuelta y nos vemos en la puerta de la biblioteca. —Ambos pusieron el gesto serio cuando vieron que su anfitrión se dirigía hacia ellos entre la multitud, en dirección a Drake. —Mejor márchate ahora mientras yo distraigo a lord Chaffordshire; a menos que desees

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pasarte toda la tarde hablando del negocio del café. Drake le lanzó a su amigo una mirada de agradecimiento mientras este se alejaba e inició su búsqueda. Lady Millicent Forsythe. De acuerdo con las discretas pesquisas que había realizado, supuestamente, ella iba a asistir. La respetable reunión de lord Chaffordshire contrastaba notablemente con el baile de Milbank, y Drake se preguntó si su gatita echaría en falta la libertad que le otorgaba su disfraz enmascarado entre las inflexibles normas sociales que ahora les rodeaban. Se entremezcló entre los invitados mientras escuchaba discretamente alguna indicación sobre el paradero de Millicent. Observando a los bailarines, estaba convencido de que la reconocería al instante, que le bastaría con verle las manos o la curva de la nuca para estar seguro de que era ella. —¡Qué abanico más bonito, lady Forsythe! Aquel almibarado cumplido captó completamente su atención; Drake se detuvo con el corazón casi paralizado y se giró en dirección hacia aquella voz masculina. El sonido de un abanico cerrándose de golpe y golpeando juguetonamente en el hombro de aquel hombre completó la escena y terminó con todas las especulaciones de Drake. —¡No esperaba que se fuera a fijar en el abanico! Creí que iba a alabar mis ojos respondió la señora.



Lady Forsythe no era la mujer misteriosa que buscaba en absoluto. Con sólo un vistazo observó su pequeña y bien ataviada estatura, su sinuosa figura, sus amplias caderas y su busto sobresaliente, pero el tono ácido de su voz le revolvió el estómago y culminó su desfavorable impresión. Cuando escuchó aquella estridente risa después de que su potencial pretendiente le hubiera susurrado algún comentario ingenioso al oído, definitivamente eliminó su nombre de la búsqueda con el más dulce de los alivios. Drake se marchó rápidamente. Así que, después de todo, se trataba de la «aburrida y poco atractiva» señora Everett, a menos que su conquistadora le hubiera mentido sobre su condición de viuda y estuviera jugando al ratón y al gato con él. Quedaba también la posibilidad de que fuera una actriz que hubiera jugado con él por pura diversión, lo cual significaría que su instinto le había fallado completamente, y Drake no estaba en absoluto dispuesto a cuestionar su instinto. No, se repitió a sí mismo, habría tiempo de sobra para determinar la naturaleza de aquel engaño y la razón del mismo, cuando la encontrara. El instinto en el que tanto confiaba se activó en señal de alarma. Sin mucho esfuerzo. Frunció el ceño ante la doble revelación que siguió a aquel pensamiento. Primero, que dada la facilidad con la que había logrado averiguar su identidad, la escurridiza señora Everett tenía poca habilidad y escasa destreza en el arte del engaño. Pensar en aquella vulnerabilidad le produjo un nudo en la garganta por las emociones que suscitaba, pero Drake tragó y se liberó de aquellos sentimientos. Después de todo, también era probable que ella deseara ser cazada y hubiera dejado un rastro sencillo para continuar con aquel juego de seducción con su presa.

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Reflexionó sobre la segunda revelación: si la señora Everett era la mitad del misterio, entonces la identidad del hombre al que ella pretendía seducir era la otra mitad. Sin esa pieza del puzle, Drake sabía que las reglas del combate podían cambiar drásticamente. Recorrió mentalmente la cadena de acontecimientos que se había producido en el baile de Milbank, hasta que su memoria siguió y recuperó el hilo que buscaba. Un criado se le había acercado y le había dicho: —¿Es usted Merlín, señor? Aquella señora desea informarle de que su amiga ha llegado. —¿Mi amiga? —Sí señor. Está ahí, en las mesas de aquella parte; la gata negra, señor. La había localizado, era una forma quieta y oscura en medio de todo aquel movimiento y opulento colorido y las venas le habían comunicado que habría que estar muerto o ser imbécil para ignorar la osada llamada de una mujer, así que fue junto a ella. Merlín. El modisto le había jurado que su disfraz era exclusivo, pero estaba claro que otro hombre había elegido uno parecido y que, finalmente, lo había descartado, o que en el último momento había decidido no asistir al baile. Sería suya. Pero Drake decidió que, antes de arrinconar a su presa, descubriría la identidad del Merlín al que ella realmente buscaba. Mientras se dirigía a la puerta de la biblioteca para esperar a Alex, sonrió sombríamente. Si a lord Colwick el plan de aquella noche le había parecido inusual, qué pensaría su amigo cuando se enterara de que planeaba pasar los siguientes días visitando modistos y sastres por todo Londres. No tenía ninguna intención de admitir ante Alex que su comentario sobre la cacería no iba desencaminado.

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Capítulo 5

—¡Seiscientas libras! —exclamó lady Sedgewold, subrayando cada sílaba, para asegurarse de que todo el mundo la escuchaba—. ¡Cuando oí que había donado semejante cantidad altruistamente, apenas pude contener mi admiración y asombro! Merriam logró dar la respuesta adecuada y suspiró ante el inusitado arranque de «generosidad» del marido de su interlocutora, aunque estaba distraída porque los zapatos le apretaban y tenía jaqueca. Los chillidos y el parloteo de los demás invitados a la fiesta en el jardín de lord Dixon le hacían apretar el gesto en frustrada determinación. Había pasado una semana desde el baile y aquella era la vida a la que, según había asegurado a madame de Bourcier, estaba encantada de volver. Merriam lanzó una sonrisa forzada; nadie que la mirara podría ver otra cosa que una mujer perfectamente satisfecha con la tranquila y formal vida que llevaba. Nadie podía detectar el calor y el fuego que la recorrían cada vez que se acordaba de... —¡El conde de Westleigh! ¡Mire señora Everett! Es el galante conde que tuve el placer de presentarle hace varias semanas. ¿No se acuerda? ¡Madre de Dios! ¡Es tan atractivo! Merriam sintió como si se le hubiera helado el cuerpo y después hubiera ardido. Miró al otro lado del jardín, siguiendo la trayectoria de la mirada de lady Sedgewold y lo vio al instante. Julian Clay. El hombre al que se había propuesto seducir y humillar. El hombre al que había perseguido osadamente y al que se había entregado anónimamente en un rincón, tras unas cortinas. Observó cómo se desenvolvía ágilmente entre la multitud con su cuerpo delgado y atractivo, el cabello color ámbar como el de un león, con un aire sofisticado y muy varonil. Le miró las piernas y sintió cómo se le aceleraba el corazón al recordar cómo aquellos muslos musculosos se habían entremezclado con los suyos; al acordarse de lo fuerte que había demostrado ser y la habilidad con que... —¿...no es así? Merriam se dio cuenta de que había perdido el hilo de los comentarios de lady Sedgewold, y lo que es peor, que no sabía qué responderle. Se ruborizó. —Lo siento, lady Sedgewold, ¿qué decía? Su compañera se rió. —Tomaré su distracción e incapacidad para apartar los ojos de aquel caballero como una muestra de que no es del todo inmune al atractivo de un hombre. Merriam se irguió en señal de protesta y se obligó a mirar a su interlocutora. —Me malinterpreta, lady Sedgewold, simplemente estaba tratando de ubicar al señor Clay

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en mi memoria y recordar en qué ocasión me lo ha presentado. —¡Ah! —contestó lady Sedgewold, a la que no había logrado engañar—. En ese caso, veamos lo que se puede hacer para que se reencuentren. Antes de que Merriam pudiera emitir protesta alguna, lady Sedgewold ya había levantado la mano ostentosamente para llamar a Julian. Merriam agarró la varilla de su sombrilla como si se tratara de la empuñadura de una espada, diciéndose que daría toda su fortuna por que los dioses del destino abrieran la tierra y ésta se la tragase antes de que él llegara. Le entró el pánico. ¿Se acordará de mí? ¿Se dará cuenta de que soy la mujer que le llevó hasta la alcoba? ¿Me hará algún gesto? ¿Seré capaz de articular palabra? —Me honra, lady Sedgewold. —Julian se inclinó galantemente mientras se acercaba, y les regaló una sonrisa. —¿Se acuerda de mi amiga, la señora Everett, señor Clay? —Por supuesto —contestó, dándole exquisitamente la mano enguantada para completar el obligado ritual, con la expresión neutra e inmutable. Cuando se irguió y le soltó los paralizados dedos, Merriam se dio cuenta de que era peor aún volver a ser invisible para él, después de lo que habían compartido. Se mordió el interior de la boca y acalló el aguijonazo de orgullo. ¿Acaso no era cierto que casi le da un ataque al corazón al pensar que pudiera reconocerla sin el disfraz? Aquello era señal de que había hecho bien en escapar de él. La ratoncita sabe cuándo estarse quietecita para sobrevivir. Lady Sedgewold suspiró, acostumbrada a la timidez de Merriam. —Bailaron juntos un vals en mi gala anual. —Claro, querida, ¿cómo olvidarlo? —Desvió su atractiva mirada durante un instante hacia la señora Everett, como para dar prueba de su magnífica memoria y Merriam alzó la barbilla para dar prueba de la suya. Logró sonreír antes de comprender que el destino es aún más cruel de lo que imaginaba. Aunque Julian Clay era más guapo de lo que recordaba... ¡no era el mismo hombre! Una tormenta de detalles le asaltó la mente. Una peluca hubiera explicado la diferencia de cabello y la máscara le había impedido mirarle el rostro, pero no había disfraz posible que ocultara el indiscutible hecho de su altura. A menos que Julian hubiera perdido varios centímetros, estaba claro que había seducido a otro hombre. ¡No! ¡No podía ser! Merriam lo había visto sólo una vez antes del baile, había pensado que era el hombre más atractivo que había visto en su vida y él la había insultado. Pero en casa de Milbank estaba segura de que era más alto; había supuesto que era el miedo lo que lo hacía parecer más alto, y sus hombros más anchos de lo que recordaba. Después de todo, tan sólo había sido un breve encuentro. Si habían sido los nervios y él se había puesto unas botas con tacón la noche del baile, aún cabía alguna esperanza. Su cerebro empezó a sondear buscando explicaciones que descartaran la pesadilla de haber cometido un terrible error. —Me alegro de verle haciendo vida social, lord Westleigh. Mi difunto marido solía decir que usted parece estar contando los días para que la «tediosa vida social» le permita salir a cazar y jugar —continuó lady Sedgewold, ajena a la lucha interna de su joven amiga. —En absoluto. Soy incapaz de abandonar la agradable vida social de Londres. Hay tiempo

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de sobra para la caza y las persecuciones varoniles cuando llegue el otoño. ¡Oh, Dios! Hasta la voz es distinta. ¿Cómo he podido ser tan estúpida? Se recriminó Merriam. Las rodillas empezaron a temblarle al ir adquiriendo certeza de su error. Aquellas manos, aunque delgadas, no eran las manos que recordaba. No eran los mismos dedos alargados que le habían acariciado la piel y le habían sacado los pezones del corsé, ni esas eran las manos que le habían separado los muslos, descubriendo la suave piel de entre sus piernas... El mundo se tornó gris. —¡Querida! ¿Se encuentra mal? —La voz de Sedgewold atravesó la neblina y Merriam se dio cuenta de que ahora estaba sentada en un banco de piedra con Julian Clay aguardando cortésmente. —Estoy... ¡estoy bien! —Merriam evitó la mirada de Julian, por miedo a provocar otro ataque de pánico. —¿Un vaso de ponche? —ofreció él. Su expresión era de pura cortesía, pero Merriam notó con desesperación que su mirada reflejaba aburrimiento y desinterés. —No, pe... pero gracias. —Se deshizo de las manos de Sedgewold, que la sujetaban, para mostrar su independencia—. Estoy completamente recuperada y no quisiera abusar. Dios mío, no era Julian... —Me alegro de que se encuentre mejor. Bueno, si me disculpan —saludó con la cabeza, aprovechando la oportunidad para escapar—, les dejo para que sigan disfrutando de la fiesta. —Volvió a saludar a lady Sedgewold y se giró para dirigirse hacia un colorido grupo, entretenido en otros menesteres más vivaces. Merriam lo observó mientras se alejaba, tratando de tragar el tórrido arranque de resentimiento que amenazaba con ahogarla. ¡Aquel maldito al menos podría haber insistido en quedarse con ella y atenderla! Por lo que se ve, las viudas de cara lechosa solían desmayarse en su presencia bastante a menudo, dándole otra razón para evitar el tedio de su compañía. El arranque de ira se fue difuminando rápidamente cuando volvió al horror de su comportamiento en casa de Milbank. Si aquel hombre no era Julian, ¿quién era? —Debería haber suspirado y aceptar su ponche, querida —le advirtió lady Sedgewold, junto a ella, bajando la voz con tono de confidencialidad—, lo ha echado. —Estoy segura de que no lo he echado —Merriam se puso de pie, decidida a poner tanta distancia como fuera posible entre ella, el miserable y cualquier otra «amiga» dispuesta a darle consejos—, ¡y tampoco soy yo la que lo ha llamado! Lady Sedgewold se quedó sorprendida por la respuesta y Merriam apretó los puños, de la frustración. —Lo siento, lady Sedgewold, yo... la jaqueca ha contribuido a mi mal humor, me voy a marchar. —Hizo una reverencia, cogió su sombrilla y emprendió una digna marcha atravesando el césped de Dixon, alejándose de los asistentes. Tanto si aquello era una partida, como si era una huida, Merriam sabía que ninguna de las dos podría alejarla del descubrimiento que acababa de hacer. ¡Había seducido al hombre equivocado! Le sobrevino una arcada cuando el rincón más frío y oscuro de su mente le indicó que, si no se trataba de Julian, podía haber sido prácticamente

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cualquiera. Un extraño al que no conocía o, aún peor, alguien a quien conocía. El marido, hermano o padre de alguna amiga. ¿Qué pasaría si la reconocía en público? Un sudor frío le recorrió la frente y Merriam se inclinó sobre la baranda, tratando de recuperar el aliento. Que se volviera a encontrar con él era inevitable, pero ella había confiado en que el disfraz impediría que la pudiera reconocer posteriormente. Únicamente sus últimas palabras la podrían haber traicionado si el conde recordaba el insulto y ataba cabos. Pero ahora... Las palabras de madame de Bourcier retornaron con un peso profético: «No hay vuelta atrás».

Paciencia. Drake hacía todo lo posible por aferrarse a una virtud que jamás había llegado a dominar. Su informante, Peers, tenía un estilo pausado que le enervaba, pero aquel hombre era uno de los mejores en su campo. El duque había hecho todo lo posible, incluso urgió a su amigo Alex para que hiciera algunas pesquisas preguntando a quienes de otro modo se habrían negado a compartir información con un hombre con la reputación de Drake. La idea de rastrear el disfraz de hechicero había derivado en una enorme lista de tiendas y posibles lugares y le estaba muy agradecido a su amigo por haberse involucrado, aunque lord Colwick ni siquiera conociera sus verdaderas intenciones. Peers concluyó su «informe» sobre la señora Everett, consciente de que la mayor parte de la información no era lo que un hombre en la posición del duque esperaría escuchar. Respiró profundamente antes de continuar: —Sus sirvientes son leales, algo protectores, pero conseguí enterarme de que la señora tiene una agenda muy apretada. La señora Everett participa como voluntaria en proyectos de caridad y acaba de empezar un nuevo proyecto, un ciclo de conferencias o algo así, los martes y jueves por la mañana temprano en la sala de ciencias de Chesham. —No se ofenda, Peers, pero si cree que todo esto me llena de excitación y que voy a suplicarle que acepte un pago extra, o ha omitido algo, o es que ha bebido. —Excepto por el hecho de que no existen conferencias matutinas en Chesham estos días, ni las ha habido durante las cuatro semanas que lleva «asistiendo». Una de las cocineras me dijo que su señora tenía un amante y me contó que habían cruzado los dedos por que estuviera viéndose con alguien. Drake arqueó las cejas, interesado. —¿Una aventura? Peers asintió con la cabeza. Su confianza se vio fortalecida por la expresión del duque. —Por lo visto se ha acabado. Un pretendiente respetable hubiese estado yendo a su casa, a mi parecer. Si se estuviera viendo con un hombre por diversión, hubiera sido fuera del alcance de las miradas y oídos del servicio. ¿Un amante? ¿Lo había confundido por su amante secreto en el baile? ¿Es que no era capaz de distinguir a su amante de un extraño? —¿Existe alguna posibilidad de descubrir dónde ha estado yendo estas semanas? —Drake no podía evitar seguir presionando para obtener más información.

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—Estoy en ello, pero no va a ser fácil, porque parece que ha tomado muchas precauciones. Ha estado utilizando coches alquilados en lugar de utilizar a su conductor habitual por las mañanas, es por eso por lo que sus sirvientes empezaron a sospechar, diría yo. A Drake le inundó una emoción desbordante. Su gata había estado viéndose con alguien en secreto, había evitado a su propio servicio y estaba traveseando con algún tipo de juego. Instintivamente, supo que todo estaba relacionado con su Merlín. Trató de ignorar el odio irracional por su rival, pero la identidad de aquel hombre seguía siendo una pieza imprescindible del puzle. Todavía se movía en terreno inestable en Londres y quería estar atento a cualquier riesgo que pudiera encontrarse en el camino. No podía permitirse un paso en falso que obstaculizara su objetivo final. Pero tampoco tenía intención alguna de abandonar a la mujer que le había seducido. —Sé que harás todo lo que esté en tu mano, Peers. —Drake se levantó de golpe, impaciente por concluir el juego y exigir su premio. —Sí, señor. Volveré en cuanto tenga algo. Drake le pagó un dinero extra, una cantidad suficientemente generosa como para asegurarse de que su detective se impusiera aquel asunto como prioridad. —Date prisa, Peers —le advirtió al hombre al salir. Drake se giró hacia las ventanas, con los pensamientos rondando en su cabeza una y otra vez, como el amplio círculo de un halcón buscando a su presa. Alguien tocó a la puerta y supo que sería Jameson, que habría decidido volver a asegurarse de que iba a cenar. —No quiero cenar, gracias —afirmó, sin darse la vuelta siquiera. —¡Maldita sea! ¡Estoy hambriento! —Las relajadas formas de Alex sacaron a Drake de sus oscuros pensamientos—. Amigo, al menos me debes una cena decente, después de haberme tenido todo el día deambulando por todo Londres. —Te debo mucho más que una cena, Colwick. —Estoy de acuerdo, pero nosotros los santos debemos tomar las migajas que se nos ofrecen. —Alex se sentó con elegancia en una silla junto al escritorio de Drake, estirando sus largas piernas en una muestra hiperbólica de agotamiento. —Estoy seguro de que el servicio estará encantado de conseguirnos unas cortezas de pan y algo de caldo frío para complacerte. Drake se giró para coger la campanilla y pedir una cena mucho más suntuosa de lo que le había descrito a su invitado. —Espera.

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La orden fue tranquila, pero inesperada, y la mano de Drake cayó antes de tocar el cordón bordado. Alex se irguió en su asiento, con el gesto serio. —No pretenderás quedarte mucho tiempo después de... —¿Después de qué? —Drake dejó claro que no estaba de humor para adivinanzas. Pero a Alex no le intimidaba el mal humor de Drake.

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—¿Qué vas a hacer en Londres, amigo? ¿Qué tienes entre manos? Drake se quedó quieto durante un momento, luego tomó asiento frente a lord Colwick. —Nada que incumba a un santo como tú. —Has dicho algo de dejar el pasado atrás, Drake. Es lo mejor que podrías hacer, pero si se trata de una venganza... —¿De qué demonios estás hablando? ¿A qué viene todo esto? —La voz de Drake tenía un tono de culpabilidad y no hizo nada por ocultárselo a su amigo, pero el favor que le había pedido a Alex no tenía nada que ver con la venganza. Le sorprendió que Colwick sacara el tema, pero no tenía intención alguna de desvelar sus planes y, lo que es más importante, no quería implicar a su amigo en caso de que las cosas salieran mal. —El disfraz que estabas buscando —empezó a decir Alex con calma—, estaba en la tienda de LeBlanc. Me contó que se lo habían encargado para la fiesta de Milbank, pero que nadie fue a recogerlo. —¿Quién lo encargó? Lord Colwick lo miró, aguardando la tormenta. Drake comprendió instantáneamente. —No puedes estar hablando en serio. La mirada de caoba de Alex se mantuvo impertérrita. —¡Maldita sea! Si me estás diciendo que Westleigh... —¿Qué está pasando? —volvió a preguntar Alex—. El conde no se está escondiendo de nada, ¿por qué tomarse tantas molestias para averiguar si ha encargado o no un estúpido disfraz de Merlín para una fiesta? De toda la gente que se puede buscar, en nombre de Dios ¿por qué lo estás buscando a él? —¡Déjalo, Alex! —La furia de Drake les sorprendió a los dos. Colwick contuvo la respiración durante un momento, dejando que el silencio distendiera algo la conversación. —No, tienes que dejarlo ya, Drake. Sean cuales sean los planes que hayas hecho, no puedes creer de verdad que todo esto pueda traer nada bueno. —Puedo creer lo que me venga en gana. —Drake trató de calmarse—. Te estoy pidiendo como amigo que respetes mis deseos y dejes este asunto. Eres el único aliado que tengo en esta tierra, pero no te daré explicación alguna sobre mi comportamiento. Ambos se miraron, tratando de darse tregua. —Ya veo. —Alex se levantó con agilidad. —Lo siento. —La voz de Drake sonó casi inaudible—. Si hubiera sabido que se trataba de él no te habría pedido que me ayudaras. Alex dejó salir el aire entre los dientes al sentir el aguijonazo de la confesión de su amigo. —No niegas tener un plan... sólo me dices que lamentas que yo tenga una vaga idea de cuáles son tus intenciones, y eso me duele, amigo. Pensaba que confiabas en mí. —En ese caso, lo lamento aún más. —Drake no tenía intención de dar su brazo a torcer. Dejó que Alex se marchara sin intercambiar palabra, con la única esperanza de que lord

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Colwick no le hiciera ningún desmán públicamente la próxima vez que se vieran. Pero la preocupación por su amistad se vio superada por el nuevo giro que había tomado aquel juego. La segunda parte del misterio estaba resuelta, para furia de Drake, pero también para su regocijo. Así que su gata quería entregarse a Julian Clay. La coincidencia era demasiado agridulce. Tras años de rechazo y castigo, sin pretenderlo, le había quitado algo a Julian. En el pasado, Drake siempre había sido el que llevaba las de perder, aunque jamás había llegado a comprender el extremo al que aquel juego podía llegar. No hasta que encontró a su mujer muerta. ¿Era aquella viuda ya propiedad de Julian? ¿Estaban confabulados de alguna manera? ¿Se había anticipado Julian a su llegada y estaba utilizando a aquella mujer para alcanzarle o distraerle? Su vuelta a Inglaterra no era precisamente un secreto. Drake había tratado deliberadamente de dar la impresión de que no había subterfugio alguno en sus acciones; de que no existían motivos ocultos en su vuelta a Londres ni en sus esfuerzos por reestablecerse. Nadie sabía de sus teorías sobre la muerte de su mujer, ni del deseo de vencer a Julian. Pero, hay que mantener a los amigos cerca y a los enemigos aún más cerca y, en ambos casos, traería aquel lustroso, pequeño y trémulo cuerpo hasta él. Aquella mujer ya no era una distracción mientras consumaba su venganza, sino que se había convertido en la pieza central de su plan.

Era un dilema; cómo acercarse a ella. Ella seguía siendo un misterio para él, de la misma manera en que lo era aquella noche, quizá incluso más. Estaba relacionada con su peor enemigo, pero no estaba seguro de la verdadera naturaleza de su relación. No podía creer que se hubiera acostado con Julian, quizá aquel iba a ser el primer encuentro clandestino, el comienzo de una seducción, o incluso la culminación de un coqueteo. Pero entonces, la forma en que ella lo había dejado no parecía encajar. Quizá aquella muestra de temperamento había sido sólo algo estudiado. Se le dibujó una irónica sonrisa al comprender lo efectivo que había sido atraer con malas artes la atención de un hombre para luego escapar. Maldita sea, estaba decidido. Pero le había salido peor de lo que esperaba... y él había encontrado el medio de darle a Julian su merecido. ¿Cómo se acerca un hombre a una mujer a la que nunca le han presentado? Aun habiéndola desnudado y saboreado; una mujer cuyos suaves gemidos aún le asaltaban al recordar el orgasmo que le había sobrevenido, explotando en el interior de ella y los espasmos de placer femenino que se habían apoderado de los dos. Observó la elegante piedra, la pequeña puerta de hierro forjado y las sencillas ventanas. La señora Everett tenía un poder adquisitivo aceptable, y Peers le había contado que le permitía vivir bien. Su marido, a su muerte, le había dejado excéntricamente todas sus propiedades, movido más por el odio feroz a sus distantes parientes varones que por el amor a su esposa. Su fortuna era suficiente para atraer a hombres ambiciosos, pero la viuda había llevado su sombrío atuendo durante dos años y no mostraba interés alguno en volver a contraer matrimonio. Era muy celosa de su reputación y recatada en su vida social. La aburrida lista de sus reuniones y relaciones le sorprendió. Obtenidos los tristes datos de su existencia, a Drake cada vez le costaba más unir las dos caras que había visto en ella. Tan

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sólo el terrible recuerdo del estruendoso cacareo de lady Forsythe le hacía aferrarse a su línea de acción, en lugar de admitir que podía hallarse en un error. Sólo necesitaba verla para estar seguro. De todas formas, reencontrarse con ella era una dificultad menor. Él había mostrado su tarjeta con la certeza de que, con sólo ver el título nobiliario, lo admitiría. Pero el mayordomo había dejado claro que la señora Everett no recibía a nadie de quien no tuviera referencias, independientemente de su título. La mujer que lo había seducido lo estaba evitando. Aquel simple pensamiento le encendió; era un cazador incitado a cazar. Su plan era forzar un encuentro con ella y ponerla a prueba en el interior de una salita, para ver si le ofrecía té y pastel. Quería comprobar si le temblarían las manos o palidecía al mencionarle al conde de Westleigh. ¿Cuántos segundos o minutos tardaría en reconocerlo? ¿Interpretaría su papel de dama reservada de gran virtud y lo negaría todo, o confesaría su disipado comportamiento y lo volvería a seducir? Ahora estaba ahí, sentado en su coche, con la fantasía de aquel encuentro en la salita desvaneciéndose rápidamente. Entrecerró los ojos para observar las ventanas de la planta de arriba. Escóndase, señora Everett, pero al final tendrá que salir y yo la estaré esperando.

Tras días de espera, la frustración de Merriam le acabó royendo los nervios. Necesitaba actuar. Se detuvo frente a la ventana y observó el descuidado jardín que se extendía junto al muro. Las escandalosas consecuencias de su fracasada aventura acechaban, pero ¿cuándo caería la espada sobre ella? Se preguntó si los hombres condenados a muerte sentirían también aquella horrible sensación de limbo entre la sentencia y su terrible final. No había salido desde la fiesta en el jardín de lord Dixon. Desde aquel último encuentro con el elegante conde de Westleigh, y tras haber descubierto hasta qué punto había caminado por una senda prohibida, Merriam no sabía qué hacer. Se sintió presa del pánico, esperando lo peor. Su último encuentro con madame de Bourcier le volvía a la cabeza una y otra vez: «La pasión nos transforma», le había dicho su mentora con la misma tranquilidad con que le había ofrecido té. Pero Merriam no pretendía cambiar, tan sólo había querido probar una vida que envidiaba y demostrar al gañán de Julian Clay que no se la podía subestimar. Cerró los ojos al recordar a aquel hombre enmascarado agachándose para lamerla y rememorar la visión de su cabeza entre los muslos, humedeciéndola hasta tener que suplicarle que... —Disculpe señora. —La interrupción de la doncella la obligó a girarse hacia ella y Merriam hizo todo lo posible por recomponer el gesto y darle un poquito de serenidad al mismo. —¿Qué ocurre, Celia? —La señora Hamlett me ha pedido que le entregara las tarjetas de esta mañana, señora. ¿Seguimos disculpando su asistencia? —La doncella sujetaba la pequeña bandeja con las tarjetas y notas enviadas por el pequeño círculo social de su señora. Merriam hizo un gesto sin querer siquiera mirar el exiguo montoncito.

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—No quiero visitas, di... diles que estoy indispuesta. —Sí señora, como usted desee. —Se inclinó con mirada compasiva. Al darse cuenta de ello, Merriam se irguió. —¿Celia? —Detuvo a la chica impulsivamente. Sabía que estaba rompiendo el protocolo de la meticulosamente orquestada relación entre señora y doncella, pero los días de aislamiento y la confusión mental la llevaron a continuar—. ¿Qué... qué dicen de mí... abajo? —¿Perdón? ¿Qué quiere decir? —La confusión de Celia era evidente. —Sobre mí... ¿qué dicen de mí? Celia se ruborizó bastante, pero contestó con valentía. —Estamos preocupaos por usted, señora. Durante un tiempo parecía... más feliz y algunos pensaron que tenía usted un pretendiente; como salía más y parecía un poco más... animada. Pero ahora... —Su voz se fue apagando, no quería herir a su señora. —¿Pero ahora? —le urgió delicadamente a seguir. —No quisiera entrometerme, y no es mi intención ser chismosa, pero estos últimos días la encuentro más callada y perdida que nunca. Sea lo que sea lo que la ha herido, odiaría verla tirar la toalla. Que... queremos que sea feliz, señora. Es usted demasiado joven para estar sola... si me permite el comentario. —Celia volvió a inclinarse suplicando que la dejara marchar. Merriam le hizo un gesto casi imperceptible, dejando partir a la doncella, que salió de la habitación lo más rápido que pudo. Querían que fuera feliz. Merriam contuvo el aliento durante unos instantes, meditando. Ella también quería ser feliz, ¿no? Lo había deseado, pero entonces... ¿Era felicidad lo que había sentido en los brazos de aquel extraño? Lujuria, aquella dulce liberación, libertad, hambre y aquella inequívoca satisfacción; había sentido todas aquellas cosas, para después dejarlas atrás y volver a su «vida». —Soy una tonta —se dijo, mirando el jardín bajo su ventana. Merriam sintió que aquel peso se aligeraba un poco, que la tensión disminuía de sus hombros. Se había estado castigando durante suficiente tiempo ¿no? Había cedido, se había sacrificado, se había conformado, y no había calculado el coste de la sumisión. El alcoholismo de su padre, las malas inversiones y una deuda creciente la habían llevado a un matrimonio convenido a los diecisiete años con el socio de su progenitor, Grenville Everett. En gratitud por haberle entregado una joven y dócil esposa, le había perdonado varias deudas, dejándole vía libre para beber hasta matarse. Vendida como una mercancía, Merriam no estaba segura de qué había sido peor, si haber sido entregada en matrimonio con semejante indiferencia, o haber descubierto aún más indiferencia en su esposo. Había sido una hija y esposa obediente y, por una vez, sólo una vez, había sido una libidinosa amante impúdica. Inspiró profundamente y sonrió. El miedo se fue disipando. La locura temporal que inicialmente había impulsado su fantasía estaba ya olvidada. Al ver a Julian Clay en aquel jardín, tan atractivo y tan distante, había asumido que ningún juego de engaños cambiaría el curso de su vida para atraerlo hasta ella. Jamás sabría de la mujer que se había convertido en cazadora y había soñado con apresarle. No, el conde de Westleigh continuaría con sus sorprendentes lances amorosos y ella sofocaría un grito de horror fingido cuando los sórdidos detalles fueran desvelados entre susurros en los salones y cenas. «¿Eres tímida?» le había preguntado su amante enmascarado y, ¡oh! ¡de qué manera se

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había deleitado negándolo, demostrándole que podía ser mucho más que la tímida y poco memorable mujer que tenía miedo hasta de su propia sombra! Fuera quien fuese aquel hombre, jamás volvería a verlo y, con toda seguridad, tampoco la estaría buscando. Aunque hubiera suscitado curiosidad en él, estaba segura de que su disfraz había sido muy efectivo. Buscaría a la gata en los teatros, en las comedias, no en las conservadoras calles arboladas de la plaza Bellingham. Buscaría a una mujer desvergonzada que vistiera de terciopelo y no llevara ropa interior y que se maravillara ante la belleza de un miembro entre sus manos. La gata no vestía una gabardina gris, ni pasaba una hora todos los días escribiendo naderías inútiles a aburridos parientes lejanos, ni mediando entre el mayordomo y el ama de llaves en sus disputas sobre el precio del carbón y las velas. Si la buscara, miraría entre la multitud en Covent Garden, lo distraerían y la olvidaría enseguida. No habría escándalo, ni repercusión alguna. Se había acabado.

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Capítulo 6

—¿No les parece el Apostasioideae más impresionante que hayan visto jamás? La pregunta había sido lanzada con seca autoridad, por lo que no invitaba a respuesta alguna. La viuda noble, lady Florence Corbett-Walsham, lideraba el grupo de viudas ataviadas con trajes de paño por el jardín botánico de Londres; una bandada de gansas en el luto de sus amplias y apagadas faldas color vino y enaguas almidonadas. Aquella salida de la Sociedad Botánica de Damas del Gran Londres era el orquestado resultado de un año de planificación y lady Corbett-Walsham se apresuró a recordarles que aquella era la salida inaugural para ellas, mujeres de buena cuna que poseían la elegante afición por una ciencia aceptablemente distinguida. Aquel invernadero de hierro forjado y cristal era uno de los mayores del mundo, y en su interior se hallaban plantas y árboles, e incluso aves de todos los confines del vasto imperio de su majestad. Aunque normalmente estaba atestado de gente, las damas del club habían reservado una visita para una de las tardes en que el lugar estaba cerrado al público. —¡Vamos señoras! —exclamó la viuda con aire altivo—. Estas orquídeas las venden como las más bellas y completas de toda Inglaterra. Por supuesto, no tuvieron en cuenta mi propia colección. —¡Claro que no! Si el encargado del jardín hubiera visto su Cypripedium, ¡estoy segura de que le habría suplicado que le contara su secreto! —arrulló una mujer mayor, consciente de que las únicas interjecciones que su anfitriona y presidenta aceptaba eran aquellas que elogiaran sus gustos y aficiones. —Jamás se lo contaría, pero es muy amable por su parte mencionar el enorme valor de mi invernadero. —Lady Corbett-Walsham recorrió con la mirada aquel pequeño mar de cabezas asintiendo, disfrutando del consenso y la atención que le eran proferidos, hasta que notó que una de ellas se había vuelto a distraer—. ¡Señora Everett! Merriam dio un respingo al oír el ladrido de la mujer, ruborizándose al ver que dieciocho pares de ojos la miraban, con diferentes grados de desaprobación y asombro. —Perdóneme, lady Corbett-Walsham... yo... —Se mordió el labio inferior, dudando sobre si se había perdido alguna pregunta o si debía simplemente contestar uno de sus habituales «sí, ¡qué bonita!». El busto de la viuda se alzó de exasperación. —Se ha vuelto a perder, señora Everett. Si una exposición de la flora en toda su belleza no es capaz de atraer su atención, me pregunto qué otra cosa podría lograr semejante hazaña.

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Merriam no habría hecho sugerencia alguna ni por todo el oro del mundo. —Por favor, discúlpeme, excelencia —murmuró. El rubor de sus mejillas retrocedió y sintió un arranque de ira. Reprimió aquella sensación y mantuvo ese rostro imperturbable durante tantos años empleado. —No me encontraba bien. Es abrumadoramente bello, pero me cuesta respirar con este aire cálido tan húmedo. Tan sólo necesito descansar un momento, pero no quisiera retrasar al grupo, por favor, continúen sin mí, las alcanzaré enseguida. La viuda pareció apaciguarse. —¡No se entretenga demasiado, señora Everett o se perderá la muestra de helechos sudamericanos! Merriam esperó a que el grupo se alejara y se sentó rígida en un banco de piedra para «recuperarse». La mentira le asaltó la conciencia, pero una hora de monótona diatriba de lady Corbett-Walsham era razón más que justificable para provocar un buen dolor de cabeza a cualquier mujer con algo de sentido común. Merriam se permitió sonreír con malicia al escuchar el eco de la voz de su excelencia entre los robustos troncos, mientras la comitiva giraba por un sendero enlosado: —Por supuesto, como experta puedo apreciar las sombras verdosas únicas que distinguen la Vanilla planifolia de las demás, pero desafortunadamente no todo el mundo está bendecido con mis avezados ojos. —Ni con unos pulmones capaces de calentar un invernadero —murmuró Merriam para sí. —Semejante irreverencia viniendo de una dama —exclamó una voz masculina. Merriam dio un salto mientras profería un grito de sorpresa, y se giró hacia el intruso. Apareció por el caminito enlosado. No era el jardinero, ni el encargado, era un caballero vestido de forma impecable, el corte de sus pantalones y su abrigo desvelaban su riqueza y buen gusto. Sus amplios hombros y altura no eran nada comparados con la robusta y masculina belleza de sus rasgos cincelados, ni con la paralizante intensidad de su mirada. Tenía el pelo negro como el carbón, y sus ojos color avellana brillaban bajo unas cejas oscuras en un arco perfecto. El escrutinio que hizo de ella provocó que su ya acelerado corazón se pusiera al galope. Ella trató de leer la expresión de su rostro, ¿era de desaprobación por el comentario que había hecho? ¿La había tomado por una vulgar intrusa, desconociendo la presencia autorizada de su club? Jamás se había visto sometida a examen por un hombre como aquel. Él continuó y su mirada se volvió más cálida y sarcástica. —Es usted muy ingeniosa, señora Everett. La respiración la traicionó, evidenciando su sorpresa, al comprobar que semejante hombre pudiera conocer su nombre. —Así es —contestó, alzando un poco la barbilla, lanzándole su mirada más recatada e intimidatoria—; aunque no sé quién es usted para hacer comentario alguno, señor, sobre mis virtudes. —Esperaba que él se viera reprendido, o incluso ofendido por la poco elegante riña que había osado lanzarle. —No nos han presentado, señora Everett —dio un paso hacia ella. Ella dio un paso atrás para tratar de recuperar la distancia, pero se topó con el borde del

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camino bajo los talones. Retirarse hacia el césped resultaría demasiado dramático, pero estaba sola y nadie podía verles. ¿Cuáles eran sus...? Abrió los ojos de par en par cuando le vino a la cabeza una posibilidad impensable. ¡No podía ser él! Merriam lo miró fijamente, volvió a mirarlo como si fuera la primera vez. Su sonrisa le hizo perder las fuerzas y le incendió la piel. El mentón angulado, los hombros anchos, la altura; el recuerdo de la abrumadora y deliciosa altura y envergadura que la habían empujado hacia unos cojines de seda; por último, dirigió la mirada hacia las manos. Sus dedos fuertes, ligeramente bronceados, su forma y contorno inconfundiblemente familiares, inmutables desde las eróticas imágenes que la asaltaban en sueños. Merlín. Su primer impulso fue la negación. —Nun... nunca lo he visto... se... se ha confundido... La expresión de él era puro pecado y la mentira dicha entre dientes de Merriam murió en su garganta. No lo hará, ¿a plena luz del día, en semejante lugar? ¡No se atreverá! —Retírese ahora mismo o... El espacio entre ambos se evaporó cuando él la cogió entre sus brazos. Las bocas se juntaron y el arrebato de deseo que le evocó provocó un gemido en ella. Respondió, ciega a todo, excepto a aquel hombre que le llenaba la mirada y conquistaba sus sentidos. El baile de su lengua en el interior de su boca, la indagatoria exploración, tan dulce; su sabor, tan dulce que su cuerpo clamó por el éxtasis que prometía. Todo lo que él había despertado en ella en el baile, todo los que desde entonces ella había reprimido, volvió a la vida entre sus brazos. Él le deslizó la mano por la espalda para apretarla contra su cuerpo, moviendo el muslo para que se acercara más. A través de las enaguas y la resistente y gruesa gabardina, pudo sentir la potencia de su erección. El líquido y resbaladizo deseo suplicaba ser satisfecho por su vigor, con la profundidad de sus empellones, pero la fuerza de su anhelo la obligó a volver a la realidad. Ella lo empujó y él la liberó instantáneamente, separándose con quieta elegancia que contradecía la enorme erección y el pulso errático, visible en su garganta. Aunque ella había sido quien se había resistido, su retirada le produjo una sensación de aflicción y confusión aún mayor. Se ruborizó por la vergüenza e intentó recuperar la compostura. Era más difícil de lo que estaba dispuesta a admitir, especialmente ahora que se enfrentaba a la imagen de él mirándola con serenidad, como si no le hubiera afectado lo que acababa de ocurrir entre ellos. La furia la azotó, seguida del asombro y Merriam les dio rienda suelta. —¿Qué está haciendo? —protestó—. ¿Quién se cree usted que es para abordarme de esa manera? En un instante, él estaba junto a ella, presionándole los labios con las yemas de los dedos interrumpiendo su regañina; ella se sorprendió por la facilidad con la que él la alcanzó y por la manera en que su cuerpo respondió al de él. Él alzó la otra mano hacia sus propios labios, imitando el gesto. —Chsss, las damas la oirán.

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Un pánico gélido sustituyó a la indignación. Se había olvidado completamente de las mujeres que se encontraban en el otro extremo del invernadero. —Usted... —Merriam contuvo el aliento y comenzó a respirar de nuevo suavemente, aterrorizada ante la idea de que lady Corbett-Walsham pudiera volver en cualquier momento y presenciar semejante humillación. »Quiero que se marche. Él no se inmutó, continuó mirándola, como si fuera lo más natural del mundo robarle el aire de los pulmones a una mujer, amenazándola, mirándola directamente a los ojos con tal ardor que a ella le costaba recordar por qué estaba mal aquello. Merriam se obligó a mantenerle la mirada, decidida a demostrarle que, si se trataba de un duelo de determinación, ella podía llevarse el gato al agua. —Le he dicho que quiero que se marche. —¿Eso es todo lo que quiere, señora Everett? Aquella pregunta inesperada la dejó helada. —Qui... quiero... que me deje en paz. Arqueó una ceja ante la evidente mentira; aparte de eso, su atractivo torturador no hizo esfuerzo alguno por retirarse. La ira de Merriam retornó. —¡No me ignore! Ante la angustia de sus ojos, su quietud cesó. Le sujetó la cara con las manos, el calor de sus dedos la dejó sin aliento. La sujetaba de manera suave y autoritaria. —Jamás, te prometo que entre todas las cosas que te voy a hacer, jamás te ignoraré, Merriam. Él abrió lentamente la boca, y los ojos de ella comenzaron a parpadear, anticipando el beso, para acto seguido abrirse de par en par ante la sorpresa de sentir que él le rozaba los labios, dibujando su contorno y, a continuación, le recorría el cuello con la punta de la lengua. Ella trató de reprimir un gemido, pero cuando él le acarició los pechos, el calor de su tacto la abrasó; a pesar de llevar la gabardina bordada y el corsé, ella jadeó y le empujó. —¡Es... está usted yendo demasiado lejos, señor! Él se apartó con una risilla. —Usted y yo hemos llegado mucho, mucho más lejos, señora Everett. La bofetada fue inevitable, aunque él pareció mucho más preparado para recibirla que ella para darla. Impresionada ante aquella reacción, se quedó boquiabierta y empezó a debatirse entre la culpa y la furia que la había llevado a hacerlo. Jamás había pegado a nadie, jamás se había atrevido. Merriam respiró profundamente para calmarse, decidida a no disculparse por la furiosa señal colorada que sus dedos le habían dejado en la mejilla. —Creo que he sido lo suficientemente clara, señor. Quiero que se marche. —Lo único que está claro, señora Everett, es que —entrecerró los ojos peligrosamente, apartándola del sendero y llevándola bajo un grupo de palmeras, hasta que la espalda de ella dio con la corteza inmóvil de una Arecaceae— lleva el vestido equivocado.

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Él recorrió con las manos el recatado vestido, partiendo del cuello, pasando por sus pechos. —Este papel no le va nada. —Le presionó el vientre con una mano, con los dedos extendidos provocándole fuegos artificiales por todo el cuerpo—. Prefiero el vestido —con la otra mano comenzó a alzarle la falda, rozándole las medias hasta llegar a la piel suave y desnuda entre sus muslos— que llevaba la noche del baile. Los ojos se le cerraron, temblando ante la magia de aquellos dedos sobre la resbaladiza seda de su piel. —N... no —susurró mientras sus caderas se resistían a la tensa mano de él y su traicionera piel anhelaba la fricción contra el tenso bulto que latía expectante. Él halló con facilidad la apertura de su ropa interior, moviendo el pulgar sobre el borde del deseo, rozando la punta hinchada de su clítoris, lo cual la hizo estremecerse de placer. —Di que no otra vez, Merriam y pararé al momento —advirtió, aumentando el ritmo de los dedos— o levanta la pierna, rodéame la cintura con ella y déjame que te muestre lo compasivo que puedo llegar a ser. —¡Oh, yo...! —El cuerpo le obedeció antes de que la razón pudiera imponerse a la abrasadora tensión creciente bajo aquellas manos. Separó las piernas y él agarró la pierna aún cubierta por la media para colocársela alrededor de la cintura, apoyándola contra el árbol, premiándola al instante por su osadía, introduciendo un dedo dentro de ella. Cambió de postura para que el pulgar pudiera continuar su movimiento implacable sobre la sensible cima. Fue mágico, irreflexivo, una poderosa magia, el hechizo de sus manos, la presión y el movimiento de su tacto. Extrajo el dedo y volvió a introducirlo, una lenta retirada y una invasión igualmente pausada que la obligaron a morderse el labio para reprimir un gemido. Volvió a repetir el movimiento, un poco más fuerte, un poco más rápido, un poco más hondo, aumentando la presión hasta que añadió un segundo dedo y ella se arqueó suplicándole en silencio más. —¿Aún deseas que te deje en paz, Merriam? —¿Quién eres? El abanico de su aliento fue otra caricia. El deseo de llegar era tan agudo, tan dulce, que Merriam creyó que se le saltaban las lágrimas. Él se detuvo, retirando los dedos y las manos. Sin decir una palabra, se desembarazó de la pierna de ella y le recolocó la falda. —Esta conversación la podemos tener más tarde ¿no crees? Después de todo, no quisiera que me acusaras de ignorar tu deseo o de ser incapaz de satisfacerte sólo porque estamos en un lugar público. Mi tarjeta y mi dirección, señora Everett. Te esperaré a medianoche. Y se marchó.

¡Miserable! ¿Cómo se atreve? Su furia no tenía límite. Merriam dio un portazo y echó la llave de su dormitorio. Con un grito estrangulado de frustración, se arrancó el sombrero arrojándolo contra la pared. «Te esperaré a medianoche.» ¡Ya se podía morir esperándola! ¡Que se pudriera esperándola en su maldita casa! No necesitaba su socarrona y arrogante boca, esa boca de firmes labios y traicionera lengua, por no hablar de sus manos... La punzada entre sus muslos y la quieta piel húmeda que latía y le ardía se burlaron de su

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ira. Merriam se estremeció por el deseo frustrado y por la indiscutible realidad del deseo. ¿Quién era? Estaba claro que la insistencia que había mostrado en que se produjera un encuentro a semejante y escandalosa hora en su residencia privada distaba mucho de una relación respetable. Él sabía de su deseo, conocía sus secretos, y la invitaba a recorrer un camino que la llevaría a la perdición. Pero ¡oh! Qué dulce camino sería... Ya lo había arriesgado todo, se había entregado al hombre equivocado y se había expuesto a las críticas más destructivas y, ¿para qué? ¿Para que Julian le recordara públicamente que jamás vería en ella otra cosa que a una deprimente viuda por la que no merecía la pena malgastar su tiempo ni su atención? Pero este hombre la deseaba. ¡No! Merriam se hundió, sentándose en el asiento acolchado a los pies de la cama, negando lentamente con la cabeza. No, dejaría al arrogante hechicero esperando en vano. ¿Quién era él para insultarla con sus perversas proposiciones e insinuársele, con la vida tan respetable y ordenada que ella llevaba? Podía quedarse esperando una eternidad, se dijo, ignorando el latido entre sus muslos y la tensión implacable de sus pechos. ¡Al infierno! ¡Aquel hombre imposible se podía convertir en polvo antes de aparecer por su puerta!

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Capítulo 7

Drake sirvió el brandy, observando a través del vaso de cristal el líquido color ámbar que se arremolinaba en diminutas corrientes. Trató de ignorar el repique del reloj en la sala de abajo, dando la hora. Era medianoche y aún no había llegado. Se dijo a sí mismo, saboreando lentamente la potente bebida, que las probabilidades de que la señora Everett viniera jamás fueron significativas. La sensatez de una mujer puede anular hasta los planes de seducción más elaborados. —Una dama desea verlo, excelencia. —Jameson se retiró sin querer opinar sobre las mujeres que se presentan a unas horas a las que las más respetables y sensatas ya se han retirado a sus casas. —Tráela arriba y ocúpate de que no nos molesten —ordenó Drake. El mayordomo se inclinó levemente y, en unos segundos, ahí estaba ella. Temblando e insegura, de luto, con la cara pálida y los ojos brillantes, ocultando cualquier rastro de la mujer con la que había tenido el encuentro en casa de Milbank. La observó, ella no dio ni seis pasos en la habitación y se detuvo, rígida como un junco, distante. Pero había calculado mal, todo en ella lo atraía. —He... he venido para... —Le mostró su tarjeta, los dedos le temblaban y Drake sintió que se le tensaba y endurecía el cuerpo entero al ver cómo se mordía aquel labio inferior generoso y carnoso, gesto que revelaba su nerviosismo. Él se obligó a mirar la hoja de papel sostenida por aquellas manos enguantadas. Ella le siguió la mirada y, acto seguido, la levantó para justificarse—. Sea el que sea el juego al que pretende jugar, he venido para decirle que no estoy interesada, señor. Él se quedó quieto, analizándola y preguntándose cómo era posible que semejante mujer pudiera tener tal efecto sobre él. No era una belleza sin igual, su tez era suave y entre el brillo y las luces de la clase alta estaba claro que pasaba inadvertida. Pero la mayoría de los hombres no sabrían distinguir entre la belleza de una perla y el vidrio o la vulgar bisutería. El fugaz regocijo que Drake sintió al darse cuenta de que él no era como «la mayoría de los hombres» se desvaneció rápidamente, al recordar que no era el único que lo había sabido ver: Julian Clay también debía de haberse percatado. Aquel pensamiento reforzó su determinación y le hizo desearla aún más. Si se había aliado con Clay, no merecía piedad, pues no era inocente. Como en el invernadero, admiró el equilibrio de sus rasgos, las cejas arqueadas y los amplios ojos. Sus labios generosos y lustrosos estaban ahora presos en un gesto de nerviosa desaprobación. Su piel era como la nata y recordó su tacto en las yemas de los dedos. Ella

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había elegido un vestido modesto, seguro. Pero ningún traje podría ocultarle las dulces curvas de su cuerpo, había visto demasiado como para lograr engañarle. Ella hizo caso omiso de su examen, adentrándose algo más en la habitación y acercándose a él. —He venido para devolverle su tarjeta. Él negó con la cabeza, cogió la tarjeta y la tiró sobre la alfombra. —Esa no es la razón por la que ha venido, señora Everett. —¡Por supuesto que sí! —Merriam insistió alzando el mentón, retándole a que la llamara mentirosa—. ¿Quién es usted? —¿Desea una lista completa de mis títulos y propiedades? Va a ser difícil que consiga referencias deslumbrantes, pero si insiste, puedo inventármelas. —¡Basta ya! Si pretende humillarme, ya lo ha conseguido. Ya se ha divertido a mi costa, señor. Ahora le ruego que ponga fin a este juego. —No hay juego alguno, señora Everett. Desde el baile, cuando usted se negó a darme su nombre, he estado... intrigado. —Fue un... error —respondió fugazmente, odiando las hondonadas de deseo que le recorrían el cuerpo al oír mencionar la fatídica noche—. Un error que no pretendo repetir. —¿De verdad? —Drake observó que se sonrojaba por la mentira, entonces deliberadamente se cruzó con ella dirigiéndose hacia las sillas que había junto al fuego, como si aquel asunto no tuviera importancia para él. La estratagema funcionó a la perfección. Pudo ver en ella la confusión con tal facilidad, que se tuvo que morder el interior de la boca para evitar sonreír triunfante y echar a perder la deliciosa ilusión que había creado mientras ella se acercaba a él. —De verdad —repitió ella. Se puso firme, al ver que, posiblemente, aquel duque no la estaba tomando en serio—. Fue un momento puntual de debilidad que nunca... —¿Y en el invernadero? —comentó con tono casual. —U... usted me pilló con la guardia baja. —Sus ojos se desviaron hacia la alfombra estampada, con culpabilidad. Aun sabiendo que aquel no era un caballero, su disposición a provocar en ella reacciones ilícitas la hicieron sentir indefensa. Maldito, se dijo a sí misma, ¡no se trataba de demostrar sus habilidades para la seducción!—. Tiene usted una idea equivocada de mí, excelencia. —¿De verdad? —Drake se apoyó en la repisa de la chimenea, ofreciéndole toda su atención—. ¿Y qué impresión se supone que tengo? —U... usted parece creer que yo... —Merriam vaciló, preguntándose cómo demonios había llegado hasta allí, a aquel lugar, a aquella conversación, a aquel momento—. Yo no... no tengo por costumbre... acercarme a extraños en las reuniones sociales... ni permitirles que... en público... —Dio un pisotón de frustración—. ¡Sabe perfectamente, canalla, de qué impresión estoy hablando! Está usted tratando de ponérmelo más difícil. Él agitó la cabeza. —En absoluto ¿podría explicarme qué impresión tengo de usted, señora Everett? Ella negó con la cabeza, pero sus pies no se movieron.

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El se limitó a sonreír. —Si insiste. —Se acercó hasta colocarse frente a ella. Su mirada le acarició la cara y después, el resto del cuerpo, mirándola como si la poco elegante gabardina antigranujas y el práctico paño no estuvieran ahí. Merriam contuvo el aliento por la ambigua sensación de vulnerabilidad y poder. —Lo que yo vi fue a una mujer que quería explorar sus deseos y no tenía temor alguno a ser deseada. Vi a una mujer muy valiente. Ella jadeó al escuchar aquellas palabras inesperadas. —No soy valiente, señor, no soy... —Y ahora, se ha presentado voluntariamente en mi casa, consciente del riesgo, e incluso del peligro que eso entraña. Aun así, el riesgo no la ha detenido, señora Everett. No son acciones que se correspondan exactamente con las de una mujer que se ajuste completamente a las normas sociales. —¿Peligroso? —preguntó con una suave risa—. Me parece que está siendo usted un poco melodramático. Está haciendo una montaña de... —Soy el duque de Sussex, Merriam. ¿Me está diciendo que no ha oído los rumores? —Su mirada se ensombreció y ella sintió un escalofrío. ¿Rumores? ¿De qué estaba hablando? Nunca le habían gustado los chismes, pero... aquel nombre y el título le resultaban vagamente familiares. Aun así, en aquel momento no logró recordar nada. Lo observó detenidamente, tratando de juntar las piezas del puzle, con la cabeza algo ladeada. —Debo de haberme perdido las historias sobre usted acechando tras palmeras brasileñas en invernaderos ingleses acosando viudas. Él se estremeció, relajando el gesto al acercarse. —Ah, fugaz llama. —¿Qué quiere? —susurró—, quiero decir... seguro que ya ha saciado su «curiosidad». Ya ha descubierto quién soy, me ha obligado a admitir mi... indiscreción... ya ha demostrado que puede... —Se interrumpió a sí misma, incapaz de reconocer que él le había demostrado en el invernadero que podía seducirla cuando quisiera. —Te deseo —contestó él, con creciente fulgor en su mirada. —¿Q... qué? —Agitó la cabeza con escepticismo, luego, se rio de forma nerviosa. Él frunció el ceño —¿Te parece divertido? —Yo... pensaba que iba a chantajearme, señor —dijo tragando con dificultad; al apretarse el bolsito se escuchó un tintineo, desvelando su contenido al instante. La gatita había traído dinero para comprar su silencio. —¿Chantaje? —Drake ni se molestó en señalar las opulentas riquezas de su salón, ni en mencionar la majestuosidad de su casa—. Las apariencias engañan. —Quizá no lo hacía por necesidad, sino por diversión... —¿No le parece el deseo un motivo suficiente?

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—¡No está hablando en serio! —Merriam se sentó en una de las sillas, las piernas finalmente cedieron a aquella penetrante mirada—. Tiene usted un sentido del humor inmoral. Drake sonrió al oír aquello. —Inmoral —repitió lentamente—, me lo tomaré como un cumplido. —Tómeselo como quiera. —Tomó aire de nuevo, lanzándole su mirada más recatada e intimidatoria—. He... he venido hasta aquí para arreglar este asunto con usted, para dejarlo todo claro. Estoy segura de que detesta los escándalos como cualquier hombre y... —No. —¿Q... qué? —El escándalo no me preocupa en absoluto. ¿Le apetece beber algo? ¿Brandy? ¿Un jerez? ¿Un oporto tal vez? —¡No, gracias! —Se obligó a mantener las manos quietas sobre su regazo—. No entiendo lo que pretendía... Él eludió deliberadamente el tema del escándalo. —¿Qué hacías en el baile de Milbank, Merriam? ¿Qué pretendías hacer aquella noche? —¡Oh! —Fue como si él hubiera ordenado al mundo que se detuviera—. No... no creo que eso tenga importancia... —A mí sí me importa. —La interrumpió sosegadamente y ella, de repente, recordó la advertencia que le había hecho sobre el peligro de haber venido hasta allí. Su mirada era incitante, como si la deseara, pero también era como si quisiera romperle el cuello. —Yo... —El impulso de mentir fue demasiado poderoso; prefería morir antes que admitirle toda la verdad a un hombre que ya sabía demasiadas cosas de ella—. Fue una rebelión algo infantil... pensé que... quería ver cómo sería... no ser yo por una noche. Su mirada permaneció impasible. —Así que su elección fue al azar. —¡Sí! —Aprovechó aquella ayuda para elaborar una excusa—. Lo... lo vi aquella noche y me pareció... muy atractivo. Jamás... pensé que usted... me encontraría después... Drake no la creyó, pero saboreó la agridulce confirmación de que aquella mujer no era lo que parecía. En un principio había planeado prolongar todo aquel asunto, para ir hilvanando sus «planes» y luego ganarse su respaldo como hiciera falta. Pero de repente olvidó la estratagema. La frustración y la lujuria se enroscaron en el deseo primario de atraerla, castigarla por aquella mentira y tratar de extraer cualquier rastro de Julian Clay de su cabeza, y su cuerpo. Ella lo miró, trémula y desafiante, tan bella y exuberante que se le estremeció todo el cuerpo; y la odió por ello. Le había tocado cuando ninguna otra mujer habría... y ahora la quería oír gritar de deseo por que él la volviera a tocar. Él se levantó y se colocó tras ella, posando sutilmente las manos sobre sus hombros. —No debería... Él se inclinó para susurrarle al oído, interrumpiendo su protesta. —Esa palabra no existe, gatita. Aquí no hay lugar para el «debería» ni para el «tendría».

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Aquí vamos a terminar lo que hemos empezado esta tarde... aquí. —Con la lengua siguió el dibujo de su oreja y después presionó el latido tras ella—. Aquí, gatita mía no necesitas máscara alguna. —¡Dios! —«Gatita mía», el corazón le dio un vuelco al escuchar aquellas palabras. Estaba jugando con fuego, con las manos entrelazadas sobre su regazo se dio cuenta de que estaba en su mano parar aquello; pero él empezó a deslizar las suyas desde los hombros, acariciándole suavemente la garganta, hacia arriba, hacia abajo, rozándole el cuello, tocando cada centímetro de piel desnuda. Ella cerró los ojos, apoyándose en el respaldo de la silla, suplicando una exploración más osada. Sus dedos no se detuvieron, moviéndose en espiral a lo largo de aquella piel, empujándola suavemente hacia la rendición. Su voz volvió a escucharse, suave y profunda contra la pantalla de su oreja, provocándole escalofríos por toda la espalda. —Desabróchate los botones. —¡Oh! —La exclamación apenas fue audible, la sorpresa ante aquellas palabras se desvaneció con el calor que le recorrió todo el cuerpo. Los pezones se le endurecieron, rozando la rígida tela del corsé. Deseaba que aquellas manos la recorrieran entera. Deseaba que aquellos dedos le acariciaran los pechos y los pezones. Pero desnudarse ante él... ¿no sería demasiado descarado a la luz de la chimenea? No habría sombra alguna para ocultarse. Se sintió vulnerable, pero bajo el tacto de sus manos, una poderosa energía emanó de su cuerpo. —No te tocaré nada que no hayas destapado para mí, Merriam. Sólo le tocaría lo que hubiera desnudado para él. Como en la noche del baile, él había conseguido el control de la situación. Ella se movió lentamente, quitándose los guantes y dejándolos caer con el bolsito sobre el suelo, junto a la silla. Una parte de ella se sorprendió por la facilidad con la que sus dedos desnudos podían desabrochar los pequeños botones y soltar el corpiño del vestido, dejando su piel al descubierto. Él siguió con los dedos los ribetes del vestido, haciéndola gemir al acariciarle los hombros, suavemente deslizó las palmas de las manos sobre las curvas desnudas de sus pechos, por encima del corsé. Ella se estremeció en la silla, previendo las caricias, preparándose para el dulce impacto de sus manos sumergiéndose en ella y liberándole los pezones, para jadear al ver que él retiraba las manos y las volvía a colocar sobre sus hombros. —Pero... —Sólo lo que desnudes para mí, Merriam. Los corchetes y cintas del corsé eran más difíciles de manejar, las manos le temblaban por la frustración y el deseo. La duda y la inseguridad comenzaron a acechar, como si pudieran sentir la batalla interna de Merriam. Drake de repente se inclinó sobre el respaldo de la silla, hallando su oreja de nuevo con los labios, provocando fuego y calor húmedo con la lengua, hasta que no pudo pensar en ninguna otra cosa que no fuera entregarse a él. No se resistió cuando él le acarició los pechos, encontrando con los dedos los tensos y sobresalientes pezones, que se endurecían bajo su tacto. Merriam gimió, arqueando la espalda, apretando los pechos contra aquellas manos. Él

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respondió acariciándole la piel, pellizcándole los pezones suavemente y haciendo que ella se estremeciera. Sus manos abandonaron los pezones para acariciar la cálida parte inferior de los pechos y después recorrerle el talle con ligeras caricias, haciendo que se retorciera en la silla. Osadamente, ella le alzó las manos para que le tocara los pechos, ofreciéndoselos para que les rindiera tributo. —Más... por favor... Él le lamió rítmicamente la oreja con la lengua mientras le presionaba los pezones con los pulgares y Merriam jadeó, imaginando aquella boca presionando cada uno de sus pechos, lamiéndola como lo hizo aquella noche. Su tacto era maravilloso, pero no era suficiente. Ella se desnudó hasta la cintura y él ejercía con los dedos la más deliciosa presión imaginable sobre sus pechos y pezones, pero aquello no era suficiente. Que Dios me asista, no es suficiente. Cada centímetro de placer y delectación enviaba una corriente de candente deseo hacia el anhelante arroyo de entre sus muslos y su palpitante clítoris. —Más —suplicó sin aliento, deseando que él comprendiera y tomara el control—. Tómame... necesito que me toques. —Ya conoces las reglas, gatita mía —contestó, dirigiéndose a la otra oreja, dejando que sus dedos bailaran por la cintura de la falda y por el borde de las enaguas—. Súbete las enaguas, Merriam, álzalas lentamente y abre las piernas para mí. La desobediencia era una opción lejana e impensable. No existía nada más que la urgencia del deseo y la nueva experiencia de la sumisión, no a sus órdenes, sino a su propio deseo. Aquel momento no se parecía a ningún otro momento en su vida. Él la tocaba incesantemente, los labios le recorrían las orejas; la única parte que ella podía alcanzar eran sus manos, pero no tenía intención de interferir en el provechoso esfuerzo que él hacía por volverla loca. Ya no había marcha atrás. Ella, agarró los bajos de la falda y comenzó a alzársela hasta la cintura. Se estremeció al mostrar sus formales y prácticas medias, que le llegaban hasta las rodillas, alcanzándole la ropa interior. Quizá, desde donde él estaba, no vería la sencilla ropa interior... quizá se limitaría a levantarla de la silla y llevarla hasta la cama. —Únicamente lo que dejes al descubierto —le susurró, y sintió el calor de su aliento en el oído—, date prisa. Ella se desató las bragas y se levantó unos centímetros para dejarlas caer al suelo, alzando un poco los tobillos para deshacerse de aquel confinamiento. La sensación del trasero desnudo en contacto con la tapicería de seda resultaba inmoral. Comenzó a desatar los lazos de las ligas cuando él la detuvo. —Déjatelas. Él volvió a tocarle los pezones con caricias fugaces y ella reaccionó moviendo las caderas, separando las piernas, invitándole a probar lo que ella había dejado al descubierto para recibir sus atenciones. —Drake, por favor. —Ábrelas bien para mí —contestó— quiero tocarte, Merriam. Ella separó un poco más las piernas hasta apoyar las rodillas en los brazos acolchados de la

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silla. Merriam se sintió completamente vulnerable, tan expuesta y abierta a él. El calor de la chimenea danzaba en su piel y pudo oler el dulce almizcle de su cuerpo. No había nada que pudiera ocultar su excitación ante él. Pero el atrevimiento y la osadía de todo aquello le insuflaron más valor. —Sí —susurró—, tócame. Pudo escuchar cómo se arrodillaba y el murmullo de su ropa contra el respaldo de la silla y la alfombra. Merriam cerró los ojos con impaciencia, aguardando la invasión de aquellos dedos, las caricias y la fricción que le provocarían el orgasmo que tanto anhelaba. Él movió las manos sobre la falda y las enaguas arremangadas, rozándole las caderas y las curvas de unos muslos desnudos, dirigiéndose hacia el interior, hasta que extendió una mano sobre su vientre henchido para colocarla bien, mientras con la otra exploraba su aterciopelada hendidura. Uno de los dedos empezó a agitarse de arriba abajo, extrayendo la miel de su abertura, hasta cubrirla completamente, y ella pudo sentir que la humedad llegaba hasta el orificio virgen de su trasero, como si no hubiera parte en ella que no suplicara por él. Arriba y abajo, pero jamás tocando su endurecido clítoris, él la acarició hasta que cada vez que movía el dedo hacia arriba ella empezó a levantar las caderas, guiándole. Gritó de frustración. Al fin, sus dedos tocaron el hinchado clítoris, acariciándolo suavemente, manteniendo un ritmo comedido y lento, dándole suficiente placer como para hacer que se retorciera. Entonces lo sintió, aquel instante en que las brasas en su interior se pusieron al rojo vivo, una tensión tan exquisita y tirante que se le saltaron las lágrimas. Merriam comprendió que aquel placer era únicamente suyo y que cuando el orgasmo llegara, sería cosa suya tomarlo y deleitarse. Él había dicho que no tocaría nada que ella no hubiera dejado al descubierto. Se soltó del asiento y, con manos temblorosas siguió el sendero que las manos de él había recorrido. Se apretó los pechos, maravillándose de la sensación de su peso en las palmas de las manos, atreviéndose a tocar lentamente los pezones, gimiendo al tirar de ellos, pellizcándoselos rítmicamente con el roce que continuaba entre sus piernas. Sus dedos fueron bajando lentamente hasta encontrar los de él para añadir el ligero peso de sus manos sobre los de él, y guiarle suavemente hacia su hambrienta piel. Cada vez más rápido, sus manos se afanaban en su sexo, acariciando cada vez más suavemente el tenso clítoris y tocando con mayor fuerza la ávida hendidura que ella le entregaba y acercaba. El ángulo era nuevo y extraño y su cuerpo parecía deleitarse ante la magia de aquel juego de amantes ocultos y descubrimiento de sí misma. Estar con un hombre y no estar con él... Drake era inaccesible a su tacto y lo único que tenía al alcance era su propio cuerpo, y aquello era placer puro. Un juego al que una ratoncita jamás jugaría. Oh, pero sí una gata, pensó con una leve sonrisa al sentir los primeros temblores del orgasmo, que se sucedieron en una cascada de fundidas corrientes que iban de las manos de él hasta las de ella; desde su húmedo sexo hasta las ardientes puntas de sus pechos. Al fin llegó, en un arrebato de placer, gritando ante la potencia del orgasmo, el fogonazo de éxtasis rasgándole el cuerpo entero y haciéndola temblar y retorcerse entre las manos de Drake. Sus ojos se agitaron, abriéndose al darse cuenta de que él se había puesto delante, sintiendo

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en los muslos el roce de su chaqueta. Aunque los coletazos del éxtasis le impedían concentrarse, su cambio de posición y lo que éste implicaba, la sorprendió. Ella comenzó a cerrar las piernas y a bajarse la falda, por timidez a que él viera su sexo hinchado y húmedo, aunque nada podía ocultar de su hambrienta mirada. Incluso en el momento más osado de la noche en el baile de Milbank, había confiado en las sombras para reunir valor. —No debes... Él le agarró las rodillas con firmeza. —No Merriam, te equivocas, debo. —Presionando suavemente, empezó a separarle las piernas, desvelando todo lo que ella había tratado de ocultarle—. Debo verte, y tocarte, y saborearte hasta que estés lista y tan ávida de mí que me supliques que te posea. Ella jadeó al volver a sentir sus manos rozando la cara interior de sus muslos, aquellos elegantes dedos, tan fuertes y oscuros sobre su suave y blanca piel. La imagen de él arrodillándose entre sus piernas, como un depredador dispuesto a devorarla, hizo que su cuerpo anhelara acogerle en su interior. La desigualdad de condiciones (él estaba vestido) sólo la volvían más ávida. —Tómame —logró decir, con la voz entrecortada por el deseo—, e... estoy lista, Drake, no... Su sonrisa fue como el haz de un relámpago de picardía y supo que él no iba a ceder tan fácilmente. Antes de poder reiterar la súplica o imaginarse alguna forma de seducirle para que se apresurara, él inclinó la cabeza, recorriéndole el borde de su sexo con la punta de la lengua, comenzando por la parte trasera y terminando con un rápido movimiento en su henchido clítoris. Merriam apretó las piernas contra los brazos de la silla, elevando las caderas sin querer perder el contacto con la lengua y los labios. El dulce juego de su boca aumentó el ritmo y ella supo que, fuera el que fuera el control que él le hubiera cedido, se había vuelto a apoderar del mismo. Haría lo que hiciese falta por aliviar la creciente tensión en su interior, por alcanzar el orgasmo que sólo él podía darle. Hundió los dedos en los sedosos rizos de su cabello, agarrándole y sujetándole la cabeza, con el aliento cada vez más jadeante con cada uno de los movimientos en su blanda piel. Merriam echó la cabeza hacia atrás y sintió la deliciosa corriente apoderándose de ella. Drake trató de controlarse al verla sucumbir, arqueando la espalda hacia él; aquel sabor en su lengua era tan arrebatador y suntuoso que lo hizo desear lamerla hasta que hubiera bebido cada una de las embriagadoras gotas de su éxtasis. El juego de darle placer con la silla en medio casi lo llevó al límite. Pero aquello era un opio cuyo potencial había subestimado. Ella estaba ida de deseo, balbuceando suavemente conforme la excitación iba aumentando y Drake no iba a ser capaz de aguardar mucho. Él alzó la cabeza, utilizando los dedos para no perder el ritmo. Se colocó delante de ella, extendida y lista, con los bellos y relucientes pétalos de su sexo abiertos a él, los pechos elevados y firmes y aquellos ojos azul grisáceo, que se encontraron con los suyos, entreabiertos de fuego y desenfreno. Se había vuelto a transformar, de una mojigata nerviosa y tímida a una espléndida criatura a la que había probado por primera vez a través de una seda roja; deseaba gritar a los siete vientos aquel triunfo. Fuese un juego o no, ella era suya, por ahora. —Drake, por favor —suplicó suavemente. Voy a... voy a...ven... —Al carajo —maldijo, incapaz de contenerse por más tiempo, dominado por unos

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pensamientos tan primarios, tan crudos que supo que en aquel coito no habría dulzura alguna. Quería enterrarse hasta el fondo, en su interior, y surcarla hasta hacerla gritar. Las buenas maneras y los esquemas habían sucumbido a su deseo de saquear los ardientes confines de su cuerpo. Él se levantó y, con la mano libre, se extrajo el endurecido pene, que le sobresalía de las caderas, tan tenso e hinchado que creyó que eyacularía con sólo tocarla. Ella abrió los ojos, parecía beber de aquella imagen, inclinándose hacia delante y se lamió los labios previendo lo que venía a continuación. Su impaciencia fue el último latigazo a su frenético deseo. Él ni se molestó en quitarse la ropa; se las arregló para deslizarla hasta el borde de la silla, liberándole las piernas de los brazos del asiento. A continuación, sin intercambiar palabra, la levantó y la colocó sobre su regazo, empalándola con un empellón deliciosamente enérgico. Las piernas de ella cayeron hasta rodear su cintura y gritó y Drake gimió ante el agarre imposible de sus músculos y el abrasador calor de su cuerpo en el miembro. El mundo se había reducido a la mujer que tenía entre los brazos. Merriam comenzó a cabalgar sobre él, elevándose para dejarse caer; ella sabía que sería una carrera reñida hacia el clímax. Drake la agarró de las caderas, acompasando sus movimientos y aumentando la fricción, entrando en ella hasta el fondo. Él se perdió en el sabor de sus pechos en la boca, ella sintió los primeros espasmos del orgasmo, siendo penetrada tan profundamente que la sensible punta del pene tocó la boca del útero. Ella le mordió el hombro y él alcanzó el clímax en un aplastante torrente, proyectando su cálida sustancia en su interior, mientras ella gritaba, sintiendo las caderas de él, que seguían moviéndose, incapaces o reacias (Drake no sabía exactamente) a detenerse. Tras unos instantes, él ralentizó el movimiento, dándoles a ambos algo de tregua para recuperarse un poco. —¡Oh, oh, Dios mío! —suspiró suavemente, y él hundió la cabeza entre sus pechos para ocultar la sonrisa que el débil eco de inocente sorpresa en la voz de ella le había provocado. Su encanto, su fingida ingenuidad eran imposibles. Su gata tenía encanto. Se irguió sin soltarla, con el miembro medio erecto aún en su interior. Él la agarró del trasero y se rió entre dientes por sus jadeos. —¡Ba... bájame Drake! —dijo tensando los brazos alrededor de su cuello, tratando de mantener el equilibrio. A pesar de su protesta, se le aceleró el pulso al sentir que las caderas de ella bailaban sobre él. Él se puso de pie con cuidado y empezó a llevarla hacia la cama con dosel. —Enseguida, querida. Ella miró por encima de su hombro, después volvió la vista hacia él abriendo los ojos. —D... Drake, no creo que pueda... Él la silenció con un lento y tierno beso, dejándola sobre la cama. El tacto de ella bajo él hizo que se hinchara en su interior. —Demasiada ropa, esta vez... —susurró mordisqueándole la oreja, sonriendo al ver que ella ladeaba la cabeza para que él pudiera alcanzarle el cuello y los senos—, nuevas reglas. Tú te has despojado de la ropa, ahora desnúdame y decidimos juntos lo que puedes hacer, si te tranquilizas.

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El recorrió sus tensos pezones sonrosados con los labios, dejando la boca planeando sobre ellos, rozándola con su aliento cada vez que ella elevaba el pecho hacia su lengua, sin lograr alcanzarla. —¿Sí? —Sí —ronroneó, arqueando la espalda, alcanzándole la boca para que la lamiera. Drake se deleitó en la palabra, iniciando la siguiente parte del juego... Sí, sí, sí.

Se despertó antes del alba, con los sentidos a flor de piel. Bajo la suave luz grisácea de la habitación, se maravilló de lo inocente y vulnerable que parecía ella. Mientras dormía, Merriam había rodado hasta su lado con los tobillos cruzados de una forma que le hizo sonreír. Era un estudio de elegantes curvas y dulces e incitantes hendiduras, la esencia de su perfume y el ligero almizcle de su sexo impregnando la cama. Su largo cabello era de un color indefinible, castaño claro con mechones caoba y cobre. Le sobrevino el extraño pensamiento de que le sentaba mejor que el exagerado tinte negro y rojo que llevaba en el baile. Analizó sus imperfecciones, sintiéndose aún más atraído por ella. Admiró las minúsculas líneas de su rostro, la mancha de nacimiento en forma de bellota bajo el pecho derecho y el asimétrico arco de sus cejas... hasta la fina y esbelta forma de sus manos le sobrecogía. Es la seductora más inverosímil que jamás hubiera imaginado. Pero, se recordó a sí mismo, las apariencias engañan. Se movió cautelosamente para no molestarla y logró salir de la cama, ignorando el abultado peso de su pene en erección y el deseo de despertarla para aliviarse de nuevo dentro de ella. No, se contuvo para no volver a mirarla. Quería reunir fuerzas y prepararse para la mañana que se presentaba, y para la siguiente pequeña batalla que se iba a producir cuando ella se diera cuenta de todo el terreno que había cedido ante él. Se despertaría y, sin duda, trataría de escapar. Pero él tenía otros planes. Encontró la bata y se la puso, luego se dirigió descalzo hacia la puerta, deteniéndose al sentir algo extraño bajo sus pies. Miró hacia abajo y vio el filo blanco de su tarjeta sobre la alfombra. Se agachó para recogerla, sonriendo al recordar el momento en que ella se la había arrojado. Negó con la cabeza y divisó su monedero bajo la silla; se arrodilló para meter la tarjeta en la bolsa adornada. Ya se la devolvería otro día... pero no hoy. Hoy aceptaría ser suya. Y después la utilizaría para atraer a Julian y hacerle dar la cara.

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Capítulo 8

Sus sueños se fueron difuminando lentamente y Merriam fue tomando conciencia de que los eróticos recuerdos que veía en sueños no eran las ilusiones habituales de todas las mañanas. Se sentó repentinamente, con el sol incidiendo en el borde de las sábanas; atravesando la habitación y la cama. El corazón se le aceleró cuando el torrente de la realidad la inundó. Estaba sola, desnuda entre sábanas de seda ¡en la cama de él, en su dormitorio, en su casa! Había ido a verlo aquella noche y se había presentado como una puta desvergonzada. No le había negado nada, suplicándole que la tomara una y otra vez, dejándole ver el poder que tenía sobre ella. Sintió la entrepierna dolorida y los leves cardenales en la piel, provocados por la furia de la cópula. Merriam se ruborizó completamente y comenzó a buscar frenéticamente sus cosas por toda la habitación. Vine para acabar con todo esto, se lamentó en silencio, pero una parte de ella se revolvió contra aquella mentira. Has venido para que él acabara lo que había empezado en el invernadero. Has venido por la lascivia, por el deseo de que sus manos te vuelvan a tocar y sentir su increíble miembro entre las piernas. Gimió, dejando a un lado el debate interno sobre sus increíblemente inapropiadas acciones y salió de la cama, deslizándose con cautela, llevándose con ella las sábanas, por pudor, y comenzó a buscar su ropa. Se vestiría y saldría de allí y, si Drake Sotherton osaba siquiera a mirarla en público, le helaría la sangre con la mirada. Ella... ¡Se vería obligada a abandonar la casa envuelta en una sábana si su ropa no aparecía! Merriam se mordió el labio inferior, perdiendo parte de la fuerza de su mojigata diatriba. Su ropa se había esfumado. La idea de hacerle frente desnuda le resultó inaceptable. Se obligó a sentarse, decidida a pensar fríamente y al menos recuperar un poquito de dignidad. En silencio barajó las opciones que tenía. Podía tocar la campanilla y pedirle al primer sirviente que apareciera que le trajera la ropa. Se estremeció ante la humillación de admitir ante un sirviente que había perdido la ropa en el dormitorio de su señor. Pasó mentalmente a la siguiente opción: podía salir a hurtadillas y buscar la ropa tratando de evitar encontrarse con Drake o con el servicio de la casa. Una débil sonrisa se le escapó de los labios al imaginarse bajando la escalera de puntillas envuelta en una sábana. ¿Cómo demonios he llegado hasta aquí? Por propia voluntad. La amable advertencia de madame de Bourcier le volvió a la mente al instante: «Todas las experiencias cambian a las mujeres. No hay forma de escapar de ello». Merriam se mordió el labio inferior pensando en el dilema en el que ella solita se había

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metido. Pero, la noche del baile en casa de Milbank ella había cambiado ¿o quizá, es que, de alguna manera, siempre había sido aquella mujer ávida por recibir las ardientes atenciones de un hombre? —Disculpe, señora. —Una voz de mujer joven la interrumpió sutilmente, provocando que Merriam diera un respingo de sorpresa, levantándose de un salto, apretando la sábana que la envolvía, sintiendo el intenso rubor de sus mejillas por la vergüenza. La doncella la miró cautelosamente durante un instante desde el umbral de la puerta. —N... no pretendía asustarla, señora, soy Peg. —¡N... no! Yo estaba... estaba... —Merriam tragó con dificultad, horrorizada y aliviada por haber resuelto, de alguna manera, el punto muerto al que había llegado sobre qué hacer—. Estaba buscando mis cosas. La doncella, bajita, de rizos pelirrojos y ojos azules, permanecía en el umbral. —Las están planchando. Su excelencia dijo que no las necesitaría enseguida. Voy a darle una bata y acompañarla hasta abajo para que desayune. Merriam tuvo que reprimir una agria réplica por lo imprudente que había sido su excelencia al decretar que no necesitaría la ropa. Sintió que enrojecía al tratar de contenerse. —N... no tengo hambre, Peg. Por favor, tráeme la ropa y ocúpate de que... —¡Oh, no! —La doncella negó vehementemente con la cabeza, con mirada temerosa y saliendo apresuradamente de la habitación—. Insistió en ello y me temo que así debe ser. Antes de que Merriam pudiera pensar en la respuesta adecuada a la extraña lógica de «así debe ser», Peg continuó: —Por favor, espere aquí, le traeré una bata. —La chica se marchó por una puerta revestida que había junto a la chimenea, dejando de nuevo a Merriam sola, cada vez más furiosa. ¡La arrogancia de aquel hombre no tenía límites! Se había llevado su ropa deliberadamente y se creía que iba a bajar con tan sólo una bata puesta a desayunar con él. Está bien, cogería una chaqueta del mayordomo y saldría por la puerta principal antes de poner un pie en su... La reentrada de Peg le interrumpió la fantasía de tirarse a las calles de Londres con tan sólo una chaqueta de mayordomo puesta. —Tome, señora. —La chica le mostró una bonita seda color lavanda con lazos franceses y volantes de organdí—. Creo que esto le quedará bien. Hay medias y zapatillas a juego. —¿De quién son? —El estómago le dio un vuelco al ver aquel atuendo, prueba evidente de que en aquella casa habitaba otra mujer—. ¿Está su excelencia casado? —susurró horrorizada. —No, señora —continuó Peg, acercándole la bata—, se compró hace años, pero jamás se la ha puesto nadie. La está esperando. Parecía contraproducente rechazar aquello, cuando la otra opción era la sábana. Merriam comenzó a coger las prendas, pero Peg la condujo hasta el biombo que había en una esquina. —Permítame ayudarla, señora. —La doncella colgó la ropa del biombo y se acercó rápidamente para desenrollar a Merriam de su capullo de protección. El pudor perdió la fugaz batalla frente a la eficiencia de Peg, y Merriam se sorprendió ante la pericia de la doncella para vestirla en una danza en la que no derrochaba ni tiempo ni

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energía. —Es una suerte para mí que su excelencia haya contratado a una doncella tan maravillosa —dijo Merriam, preguntándose si tal vez ella sería tan sólo una más de las muchas mujeres que visitaban su alcoba. Peg miró al suelo. —En absoluto, su ilustrísima es muy generoso al mantenerme aquí, ya que hace ya mucho que no hay ninguna mujer en la casa, ni nadie a quien servir. —Yo... yo... —Merriam se tranquilizó un poco, sintiéndose ligeramente tonta y aliviada—. Qué interesante. —Ya está, señora —las mejillas de Peg se sonrojaron un poco—, ya está lista. Merriam se miró y admiró la bata. La seda color lavanda le acariciaba el cuerpo y el chal le resaltaba la figura con aquel fajín amplio, a juego con los volantes. Peg se adelantó para completar el conjunto atándole una gargantilla color lavanda alrededor del cuello. Merriam alzó la mano para tocar el suave cordón de tela, comprendiendo que, a pesar de sus protestas, se sentía inexorablemente bella. —¿Desea algo más, señora? —No —logró responder Merriam, luchando todavía con la ilusoria sensación de que su vida ya no era suya. Bueno, un desayuno con Drake serviría para solucionar aquello. Se despediría con corrección y, luego, se alejaría lo más humanamente posible. Y mientras se juraba no volver a asistir a ninguna reunión más del club de botánica, se preguntó si sus caminos volverían a cruzarse. Ignoró el nudo que tenía en la garganta a causa del nerviosismo e irguió los hombros—. Ya termino yo y, luego, por favor, llévame hasta su excelencia, te... tengo muchas cosas que hacer esta mañana y me hará falta un coche para ir a casa. Peg asintió. —¿Me puedes ayudar con el pelo? Normalmente me lo peino en un simple... —Ah, déjemelo a mí, señora —la interrumpió Peg amablemente—, tengo muy buena mano para estas cosas. —Extrajo un cepillo del bolsillo del delantal y Merriam se puso en sus manos. La joven doncella la peinó rápidamente sin darle un solo tirón. —Ya está —anunció Peg unos instantes después, apartando el cepillo y las horquillas—, ya sólo faltan las zapatillas; él la espera. Peg le colocó las zapatillas junto a los pies y la ayudó a ponérselas. Al levantarse para marcharse, Merriam se echó un vistazo en el espejo de cuerpo entero que había al otro lado de la habitación y se quedó helada al ver el reflejo de una atractiva mujer vestida con románticos lazos y elegantes volantes. En lugar de su estilo habitual, con la raya en medio y el pelo recogido en una coleta, Peg le había hecho una sencilla trenza alta formando un moño con otras largas trenzas. La mujer del espejo no se parecía a ella. Sus labios estaban aún hinchados y tensos tras una noche de sensual desenfreno y mantuvo los ojos bien abiertos sin pudor. ¿Dónde estaba la ratoncita? Aún ahí, susurró una parte de ella, ahí escondida. —Por favor, sígame, señora.

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Merriam alzó el mentón y siguió a Peg por las majestuosas salas, bajando por las espaciosas escaleras, recorriendo la ostentosa y bonita casa profusamente decorada del duque de Sussex. Apretó los dientes al acordarse de que lo había tomado por un chantajista buscando dinero. Desvió la mirada al pasar junto a los sirvientes, ocupados en sus tareas, consciente de lo que pensarían de ella. Empezó a sentirse más fuerte al empezar a meditar el discurso que le iba a lanzar a su audaz anfitrión sobre su arrogante hospitalidad, con la que forzaba a mujeres respetables a desfilar por su casa indecentemente vestidas. —Es ahí dentro, señora. —Las instrucciones de Peg la arrancaron de sus pensamientos y Merriam sintió el primer latigazo de nerviosismo ante la perspectiva de volver a verlo. Aun así, no parecía haber otra opción. Era sólo que, justo en ese momento, se dio cuenta de que, realmente, no sabía qué podía esperar de él. ¿Le daría las gracias por los placeres nocturnos y charlaría con ella comedidamente antes de despedirla? O lo que es peor, ¿y si no hacía alusión alguna a lo ocurrido entre ellos, esperando que ella hiciera lo mismo? Un tiempo atrás, hubiera preferido la última opción, pero ahora ya no estaba tan segura. Empujó las puertas y se detuvo al ver la mesa y las sillas dispuestas en el centro del solárium. A diferencia del resto de las habitaciones que había visto, ésta estaba decorada como un oasis árabe, incitante y tranquilizador, con grandes y coloridos cortinajes de seda protegiendo el soleado interior y evocando una tienda beduina. Una alfombra de cañizo y diversos detalles orientales le deleitaron la vista, y se sorprendió ante el ecléctico gusto de su extraño anfitrión. Se dirigió hacia la mesa, puesta para dos, con el servicio de plata y la cristalería, preguntándose qué pensaría Drake de una mujer que utilizaba los platos más comunes cuando estaba sola en casa, siendo el ahorro y la privación la norma a la hora de elegir el servicio de mesa. Bueno, resolvió con una triste sonrisa, el ahorro, la privación y el temor a que el fantasma de su difunto marido volviera para perseguirla si rompía uno de sus espantosos platos de porcelana. A decir verdad, nada le había resultado apetitoso en la porcelana de Everett. —Empezaba a pensar que iba a tener que ir a buscarte yo mismo, señora Everett. —Su voz surgió tras ella, Merriam se giró lentamente para mirarlo y el impacto de su presencia le asaltó los sentidos. Iba implacablemente vestido con un batín muy apropiado, como si esperase invitados en cualquier momento, con su atractivo rostro en un gesto difícil de definir. —No tenía nada que ponerme, hasta que tu doncella me trajo esto y me dijo que habías insistido en que te acompañara en el desayuno. ¿Y bien? —preguntó en su tono más frío y autoritario. Sus ojos la evaluaron, adquiriendo calidez al verla con la bata que le había prestado. —Eres como un sueño, Merriam. Quiso gritar al sentir aquellas palabras rozándole la piel, provocándole un rubor que él detectó. ¡Maldito sea! ¿Es que no podría tener un aspecto un poco menos viril, dejar de distraerla y darle tregua para poder ponerlo en su sitio? —Quiero que me devuelvas mi ropa, por favor. —¿Para qué? —preguntó con falsa ingenuidad—. Este color es mucho más favorecedor y, por lo que parece, es mucho más cómodo que la jaula de lana con corsé de ballenas en la que acostumbras a embutirte.

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—¡No es de mi forma de vestir de lo que estamos hablando! —dijo, cruzando con furia los brazos—. ¡No tienes ningún derecho a retenerme aquí! Necesito mi ropa. —Como quieras. Te puedes poner lo que quieras, a mí me da igual, creo que estoy más interesado en verte sin ropa que con ella. Vamos, Merriam, al menos eso ya deberías saberlo. —¡Lo único que sé es que mis criados van a pensar que me han secuestrado! —Nada de eso —contestó sereno y tranquilo—, me he tomado la libertad de enviar una nota diciendo que tuviste que ausentarte y que tienes que quedarte con una amiga. Mi sirviente llegará en una hora con tus cosas, así que, por favor, siéntate y tómate algo, Merriam. Tenemos mucho de qué hablar, tú y yo. Se quedó boquiabierta al escuchar aquel sereno anuncio. Se había tomado la libertad, decía. Le fallaron las piernas y se sentó torpemente en la silla que él le había ofrecido. Necesitó unos segundos para reponerse y poder responder. —No... no me voy a quedar aquí. ¡No puedo quedarme bajo ningún concepto! Él se sentó frente a ella y comenzó a servir el café. —¿Nata? ¿Azúcar? Ella abrió los ojos al notar la sensual curva de sus labios, la quieta indiferencia ante el desastre que planeaba sobre ella. —¡Mi reputación, Drake! Si se enteraran de que vine aquí sola y que me quedé... la gente pensará... se darán cuenta de que... Arqueó una de sus oscuras cejas al verse incapaz de mencionar su «delito». —Te preocupas por tonterías, Merriam y, aunque sé que el aguijón de la opinión de los demás puede ser un azote brutal, es una vana amenaza en lo que a mí respecta. —¿Una vana amenaza? ¡El escándalo! ¡Drake, por favor! —Ah, el escándalo —repitió con la mirada iluminada con traviesa indiferencia—; me temo que reafirmo lo que te dije anoche: es la última de mis preocupaciones. —Y se reclinó con despreocupación, dándose cuenta de que, al hacerlo, ella le miró las piernas y el bulto endurecido entre ellas. Verla con aquello puesto había hecho que sus pantalones le empezaran a apretar incómodamente, pero él estaba decidido a llevar aquella conversación hasta el final —. No tengo ninguna necesidad de pasarme la vida entera evitando escándalos cuando, al parecer, resultan inevitables. Ella lo miró con la cara encendida. —El escándalo no es inevitable. Estás deliberadamente... —Se levantó de la mesa, decidida a ignorar su ávida mirada, que provocaba fuego en su interior. Era pleno día, el lugar era tan elegante, tan exquisito y extraordinario y en lo único en que podía pensar era que quería volver a sentir aquellos labios sobre su piel, que sus manos ascendieran deslizándose bajo su falda y...—. Me voy a casa. En ese mismo instante, Drake estaba junto a ella; la fachada de su perezosa indiferencia se había esfumado. La cogió del brazo con expresión sombría. —Quédate. —No... no puedo... estaré perdida. La gente hablará... —Olvídalos —le instó suavemente con voz seductora, pero firme—. ¿Qué tiene la

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tranquila y monótona existencia de una joven viuda solitaria para que trates de protegerla de ese modo, Merriam? ¿Es que te vas a perder las reuniones del comité? ¿El té con viudas rancias y solteronas abandonadas? ¿Las miradas compasivas de conocidos que luego te arrinconan en las reuniones y se olvidan de que estás? ¿O es que te vas a perder las insidiosas insinuaciones de hombres desapasionados? ¿Es eso lo único que te cabe esperar? Las lágrimas brotaron de sus ojos al escuchar aquellas preguntas, cada una de ellas la fue partiendo por la mitad al escuchar los detalles de su monótona vida, expuestos fríamente por sus cáusticas palabras. En aquel momento, le odió por ello. —Déjame marchar, Drake. —Ya no eres aquella mujer, Merriam. Quizá, jamás lo fuiste. Se le paró la respiración. —N... no. —Se atragantó a mitad de la protesta, incapaz de mentir—. ¿Qué quieres de mí? —Te quiero a ti, Merriam. Te quiero en mi cama. Te quiero en mi casa —le dijo, apretándole el brazo posesivamente—. Quédate. —¿Y jugar a ser tu querida? Él sonrió al escuchar aquellas palabras saliendo de sus labios, pero decidió que su gata tenía que aceptar las reglas de combate. No fingiría ningún falso sentimiento, ni la acosaría con un romance vacío. Pero no tenía intención alguna de dejarla marchar. —No será un juego. Ella gimoteó pero no se zafó de él. Drake vio transcurrir unos segundos mientras ella se debatía, sopesando las implicaciones de lo que le estaba proponiendo. —¿Qui... quieres que sea tu... amante? —¿Durante el resto de la temporada? —le urgió él, siguiendo su instinto y aprovechando el factor sorpresa—. Piénsalo, gatita mía, ¿qué es una noche? ¿Un interludio? Una cruel provocación, por muy satisfactorio que haya sido el encuentro. Ninguno de los dos espera verse en esa situación, pero yo, por una vez, no estoy dispuesto a renunciar a ti tan fácilmente. Ella negó con la cabeza. —Estás loco. Drake le soltó el brazo, sintiendo los primeros signos de victoria. Aún no le había abofeteado. —Quédate. Ella bajó la mirada y se mordió el labio, costumbre que empezaba a encontrar peligrosamente sensual. Drake se tuvo que recordar que la estaba adquiriendo como herramienta, nada más. —No sé casi nada de ti —argumentó vagamente. —Estoy seguro que para el fin de la temporada podremos solucionar eso. —Deslizó las manos por sus hombros para acariciarle los brazos—. Por supuesto, por cada pregunta que me hagas espero que tú me contestes otra a mí. Merriam frunció un poco el ceño al escuchar aquellas últimas palabras; no tenía ninguna gana de compartir los horribles detalles de la vida de una ratoncita con aquel vibrante hombre.

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—Todo es demasiado repentino —susurró, devolviéndole nerviosa la mirada. —No es repentino, Merriam —dijo, atrayéndola hacia su torso— sospecho que llevas mucho tiempo esperando un poquito de pasión, experimentar la verdadera intimidad. Vive esta aventura conmigo, gatita mía. Sé que hay que ser valiente para dar ese paso —Drake la besó suavemente en la frente antes de continuar—. Pero te he visto dar otros pasos como éste y esta vez no estás completamente sola. Ella ladeó la cabeza. —El riesgo... —No es nada —mintió suavemente, besándole las sienes para mirarla después a los ojos, tratando de hacerla ver las posibilidades—. Puede que después tu agenda esté menos abarrotada de terribles comidas y veladas donde te pidan que hagas de carabina de jovencitas con cara de hurón, pero tu vida te estará esperando igual que la dejaste. Mientras tanto, revolucionaremos a la alta sociedad con tu atractivo y todo el mundo se preguntará cómo no se había dado cuenta de la belleza incomparable que llevo cogida del brazo. El poder de sus palabras, el delicioso santuario de sus brazos y los suaves, casi inocentes besos que le profería sobre la piel le mermaron las ganas de discutir. ¿Qué estaba defendiendo? Tenía razón. No echaría de menos ninguna de las aburridas bondades de su tranquila y respetable existencia. Toda su vida había respetado las reglas y había mostrado tal inclinación a camuflarse y evitar meterse en problemas, que nadie se había molestado en volver a mirarla. Movida por el temor, Merriam se había apartado de cualquier amenaza a sus preciadas rutinas y a su sosegada agenda. La ratoncita había aceptado su destino. Hasta que apareció Julian Clay. Hasta que ignoró las normas y se topó con los brazos de Drake. —No... no quiero contrariar a la alta sociedad, Drake. Él inclinó la cabeza hasta que sus labios se colocaron sobre los de ella sin rozarlos, sus alientos se entremezclaron hasta que no quedó espacio para el miedo. —Entonces piensa sólo en mí, Merriam. Quédate conmigo. —Esto es una locura, Drake —su voz sonó suave pero firme—, tengo veintinueve años. Hay mujeres más jóvenes que podrían... complacerte. Y no soy ninguna belleza... La besó, dejando un sabor absorbente y abrasador que barrió sus protestas. Merriam cedió al ímpetu de su boca, tocándole la lengua con la suya, apretándola, succionándola, como si lograra sostenerse con su tacto. Cuando sus rodillas se doblaron, él dejo libres sus labios; su sonrisa, una enternecedora promesa de lo que estaba por venir si aceptaba aquella perversa proposición. —Déjame darte pasión, gatita —susurró, con la voz más desigual, llevando las manos de ella hacia el bulto de su miembro para que pudiera sentir su erección a través de los pantalones. »Una sola indecente temporada social en Londres y te dejaré marchar. Pero durante los meses que quedan, consentirás ser mía, completamente. —¿Tuya completamente? —Su voz sonó suave y firme, tratando de imaginarse entregándole más de lo que ya le había entregado. ¿Qué más podría haber? —Completamente —gruñó con determinación.

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Sería suya... durante una temporada.

Más tarde llegó su ropa enviada desde casa, el valor de Merriam flaqueó un poco al ver sus baúles y equipaje. Eran inertes centinelas del mundo que ella había consentido abandonar temporalmente, pero su aspecto era muy real, e irreal al mismo tiempo. Peg supervisó a las dos sirvientas mientras sacaban la ropa, la colgaban en el armario del vestidor y organizaban sus posesiones. Ropa, suspiró Merriam, deseando con tristeza haberse defendido mejor cuando Drake había criticado su armario la noche anterior. Ahora, al observar la aburrida marea de vestidos grises y negros, admitió que sus prácticos y recios vestidos no eran exactamente adecuados para la aventura que había acordado vivir. Cada traje subrayaba lo poco que le iban aquellas impulsivas decisiones. Demasiado tarde. Aunque les ordenara que lo volvieran a empaquetar todo y devolverlo todo a casa, los sirvientes hablarán y todo el mundo se enterará de lo que he hecho. Merriam sacudió la cabeza ante el frenesí de actividad a su alrededor mientras Peg abría el último baúl y realizaba un mudo inventario de su nada moderno guardarropa. A diferencia de sus iguales, obsesionadas por la moda, Merriam siempre había temido elegir algo nuevo, evitando la inmisericorde evaluación que parecía acompañar cada medida y arreglo. Cada vestido implicaba una docena de decisiones y a ella le resultaba una penosa labor. Si hubiera dominado alguna de las artes de la moda, sería el arte del camuflaje. Drake se puso tras ella. —Haré llamar a una modista, tienes que comprarte algunas cosas. Las manos de Merriam se agarraron al poste de la cama con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. ¡Aquel hombre era imposible! Tampoco es que planeara escaparse, se recordó a sí misma. Maldito sea. Drake observó el rayo de brío en su mirada y contempló brevemente lo mucho que se divertía con el vivaz juego al ver cómo se debatía por ocultar su enfado. Pero él conocía una manera mejor de aprovechar el fuego de esa lucha interna. Era hora de calmar y aplacar a su amiga. Era el día inaugural de su acuerdo, al fin y al cabo. Él se acercó y se agachó para besarla castamente en la mejilla, vacilando antes de decirle suavemente —Relájate, gatita mía. Pudo sentir que la tensión la abandonaba ante sus palabras, las miradas cruzadas, llenas de tácitas preguntas dispuestas a esperar. —Odio que me tomen medidas para hacerme ropa nueva, Drake. —Bueno, veamos si somos capaces de hacer de eso una experiencia divertida para ti. Quizá una vez se hayan marchado las doncellas, pueda ayudarte con tus elecciones. —Su mirada le provocó puro caos ardiente en la espalda. Aquel hombre era demasiado atractivo y la experiencia de estar entre sus manos resultaba abrumadora... y liberadora. Merriam gimió.

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—Las damas no permiten... —Perdió la fuerza al ver su mirada socarrona—. Quiero decir, que no creo que fuera apropiado que tú... —Te he prometido una temporada indecente. —Sí, pero no veo qué tiene eso que ver con mi ropa, Drake. —Y tú prometiste ser completamente mía —dijo, levantándole una de las manos para besar las puntas desnudas de sus dedos; luego, sin apartar la mirada de ella, se dirigió a la doncella. —Peg, eso será todo. Tú y las demás podéis terminar más tarde. En unos instantes, estaba sola de nuevo. Dio un paso atrás y empezó a inspeccionar la colección de artículos sobre la cama, levantando una de sus sencillas bragas de lino, examinándolas con curiosidad burlona. —Quizá podamos renunciar a sustituir esto cuando pidamos la ropa nueva. Merriam dio un paso hacia él con un atisbo de rebelión en la mirada. —Drake, en la ropa interior no hay mucho donde elegir. —Te quiero tal como te encontré, Merriam. Preparada para mí en todo momento. —Eres incorregible. —No creo que me hubieras elegido si mi comportamiento hubiera sido más adecuado, Merriam. El rubor en sus mejillas fue la respuesta que buscaba. —Pórtate mejor y podría sorprenderte. Ella lo contempló, tratando de convencerse de que el giro que había dado su vida en las últimas veinticuatro horas era totalmente real. Ayer a esa misma hora, él la había dominado en el invernadero, enviando todo su mundo a una salvaje espiral de deseo y placer. No parecía real que, incluso ahora, se hubiera librado de su vida como ratoncita y fuera la amante de Sotherton. —¿En qué piensas, gatita? —La observó con recelo, provocando que se le disparara el pulso, al comprobar la extraordinaria habilidad que tenía para leerle la mente. Su Merlín tenía sus propios métodos mezquinos. —Me estaba preguntando si realmente no serás un hechicero. No me puedo creer nada de lo que... nadie podrá creerlo... Sus palabras se difuminaron tristemente, al verse incapaz de mencionar sus temores. Cogió uno de los vestidos de alepín y crepé. —La gente mantiene relaciones discretas, Drake. Cre... creo que para mí sería más adecuado... —¿Secretos? —Su expresión se tornó ilegible—. La vergüenza no alimenta el deseo, Merriam. La culpabilidad es una mejora temporal, como mucho, y no veo por qué tenemos que acogernos a las sombras por unas circunstancias que no puedo controlar. ¿Tan rápido te retractas de tus promesas, gatita? —¡No! No es eso —le contestó mirándolo y deseando que sus ojos no tuvieran el poder de debilitarle la razón. Estaba acabada. Debería estar llorando amargamente, no ruborizándose y

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contando los segundos para que la volviera a tocar de nuevo. Él se sentó frente a ella en la cama, cogiéndole las manos. Le rodeó suavemente los dedos con sus largos y masculinos dedos. —El mundo puede esperar, Merriam. Tenemos tiempo de sobra para ocuparnos de los vestidos y demás detalles. ¿Me permites que te distraiga de tus pensamientos? —Ya lo haces sin ningún esfuerzo —le reprendió, con el rubor traicionando la honestidad de aquella confesión. »Quizá, como amante tuya, deba aprender a devolverte el favor. Él se rió. —Esperaré ansioso semejante tormento, querida. Una pícara sonrisa le iluminó el rostro al venirle a la cabeza un osado pensamiento. —Estaba pensando en la manera en que ayer me dejaste a medias deliberadamente en el invernadero. Bajó la barbilla y le lanzó una coqueta mirada tras las pestañas, emulando a una experimentada seductora. —Estaba pensando en el juramento que un día me hice de hacerte pagar en especie. Él se quedó sin respiración y Merriam se estremeció, encantada al comprobar el efecto que provocaba sobre él. Ella se acercó deliberadamente para ponerse entre sus rodillas. Se arrodilló en la alfombra, a sus pies, sin apartar la mirada de él. —¿Tienes intención de dejarme a medias? —preguntó receloso, preguntándose si ella podría llegar a comprender lo difícil que le había resultado dejarla en el invernadero. —Tengo intención de castigarte. Quizá ahora te toque a ti suplicar, excelencia. Merriam le puso las manos sobre las rodillas, maravillada al verlo, con la mirada puesta en su recompensa. Bajo los pantalones abultaba el inconfundible perfil de su miembro hinchado. Ella sonrió, mojándose los labios al pensar en su tacto y su sabor. Antes del baile de Milbank, jamás había sido tan atrevida, jamás se había parado siquiera a pensar en que la erección de un hombre podía ser tan atractiva. Se mordió el labio inferior, y tomó una decisión, después de todo, cada juego debe tener sus propias normas. —Tienes que mantener las manos en el costado —le ordenó con un ronroneo—, si te mueves para tocarme o interferir, me detendré inmediatamente. —Malvada criatura—contestó, moviéndose inmediatamente para obedecer sus órdenes; soltó la mano y la posó sobre la colcha y las sábanas que había debajo, preparándose para resistir el dulce asalto. Ella deslizó los dedos por sus muslos con una tímida determinación en la mirada. Sí, ahora le tocaba a él suplicar, aunque, sabía que ninguno de los dos se quedaría a medias esta vez. Pasó lenta y suavemente las uñas alrededor de los testículos, deleitándose con las reacciones de aquel cuerpo rendido a sus favores. Su respiración ya se entrecortaba y, bajo las yemas de los dedos, pudo sentir el calor que traspasaba la tela. Tenía la verga tan dura y

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ansiosa por ser liberada, que su excitada punta apenas podía ser contenida bajo los botones de los pantalones. —Ya me has torturado bastante, Merriam —gimió, apretando las caderas contra la presión, ligera como un susurro, de sus manos, que se extendían a ambos lados del miembro—. Tócame. Ella sonrió con malicia; una impía y bella sonrisa que le aceleró el pulso y le hizo hervir la sangre; subió los dedos lentamente hacia los botones. Sacó apresuradamente la lengua, relamiéndose el contorno del labio superior, mientras daba un tirón para desabrochar el primer botón. —Merriam, oficialmente, estoy suplicando. Ella rió para sus adentros. —No puedes fingir suplicar para salirte con la tuya, Drake, pero supongo que, ya que has sido tan bueno... hasta ahora... Empezó a manipular los botones, el segundo, luego el tercero, el cuarto, más rápido que antes, pero manteniendo un ritmo calculado que lo llevó a al límite. Maldita sea, había aprendido rápido cómo volverle loco. Merriam se dio cuenta de que su propia respiración se aceleraba; resultaba imposible disfrazar su excitación. Su pene tenía una belleza imposible y la abrasadora tensión en el interior de sus caderas latía y palpitaba ante aquella potencia y fuerza en carne viva. Siguió con los dedos los varoniles senderos de venas y músculos, deleitándose con la vaina aterciopelada de piel, tan suave y dulce que sollozó al pensar en que él pudiera introducirla dentro de ella. Ella aumentó la presión y empezó a mover la mano, que ascendía y descendía sobre el grueso y endurecido miembro, era el ariete final de placer y dolor, y la visión de aquello entre sus manos hizo que la sedosa carne entre sus piernas se humedeciera. Tenía un color tan oscuro, y la punta, casi morada en contraste con las palmas de sus manos, se sacudía y estiraba de tal manera al tocarla, que parecía tener voluntad propia y ella estaba hambrienta por consumirla y dominarla. Olvidaron el juego cuando ella se inclinó para utilizarla boca. Sus labios se posaron sobre él en un beso muy suave, arrastrando el sensible contorno de su labio inferior sobre la hinchada punta, hasta que sus sonrosados labios quedaron cubiertos con la sedosa sal de masculino deseo. Luego, profundizó el beso, empujándolo hacia el cálido y expectante refugio de su boca, adorando la fuerza y belleza de aquel cuerpo. Mientras lo saboreaba, paladeaba el ardiente tacto de la punta en su lengua, Merriam utilizó las manos para rodearle el miembro, acariciándole el resto, para luego arremolinar suavemente los dedos sobre el glande, regalándole sutilísimas caricias, que contrastaban con el firme masaje en la verga. Él inclinaba las caderas hacia las manos y la boca de ella, tratando de recuperar algo el control. Su respuesta la guiaba, provocándole un deseo que trascendía todo pensamiento, excepto el del placer mutuo, mientras rendía tributo a su carne sin límite. Merriam se la introducía cada vez más profundamente en la boca, moviendo rápidamente la lengua sobre la unión entre el miembro y la rebosante punta, para después descender aumentando la presión; los gemidos y respiración de él se acompasaron con el deseo de ella. —Merriam, espera...

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Pero no había espera... ella sabía lo que estaba a punto de ocurrir y lo deseaba. Quería ver cómo se rendía, cómo eyaculaba. Quería beber su dulce y cálida esencia y exprimirle hasta el final. Fue aumentando la velocidad de sus movimientos sobre la erección, ignorando todo lo que no estuviera en el pequeño torbellino de sensaciones que había provocado. Eyaculó sobre la cama, ignorando las consecuencias. Hundió las manos en su pelo, presionándola contra sí, perdiendo la batalla por demorar o impedir la imparable potencia del clímax. Llegó en un estallido que lo hizo gritar al sentir cómo Merriam succionaba cada uno de sus espasmos y se bebía su orgasmo, hasta creer que se le iba a hacer trizas el corazón de puro éxtasis. Por fin, la mente volvió con el cuerpo cubierto de sudor y Drake abrió los ojos para vislumbrar la atractiva e inolvidable visión de una satisfecha y orgullosa gata limpiándose la crema de los labios, para lamerse la última gota de las puntas de sus dedos. —¿Merriam? —susurró con la garganta seca. —¿Sí, Merlín? —preguntó, agitando las pestañas con aire travieso. —¿Puedo suplicar ahora? Mientras ella reía, deleitándose sin pudor de su victoria, él la atrajo hacia sus brazos.

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Capítulo 9

—¿Estás aún nerviosa? Merriam trató de lanzar una sonrisa arrogante, pero sólo logró un vacilante hipido. Ignorando la existencia de las docenas de libélulas gélidas que le revoloteaban en el torso, se obligó a mostrarse impúdica. —¡En absoluto! —dijo lanzándole una irónica mirada—. Lo cual me hace dudar de si no me habrás echado algo en el té esta mañana en el desayuno. —Jamás lo sabrás, un mago debe guardar sus secretos, querida. Estaban en Hyde Park, era su primera aparición en público desde que habían desaparecido en el interior de aquella casa hacía una semana. Merriam era consciente de que si hace un mes alguien le hubiera dicho que saldría a cabalgar sin pudor con un hombre, como amante suya y delante de toda la alta sociedad de Londres, lo hubiera echado de ahí en un abrir y cerrar de ojos. No era ajena a las miradas y murmullos a su alrededor, pero Drake era la viva imagen de la indiferencia. Sólo podía rezar por que él le transmitiera tranquilidad y calmara su nerviosismo. Después de todo, ¿qué tenía que temer, cuando él se mostraba tan indiferente? ¡Todo! Pero estaba decidida a no desfallecer ahora. Drake tenía un aspecto impecable y todas las miradas se dirigían a la pareja, tratando de averiguar quién era ella y dónde podían haberla visto para así forzar un encuentro. Probablemente, que él fuera acompañado de una sencilla viuda era toda una novedad, especuló ella. Sólo esperaba no parecer demasiado fuera de lugar. Era ridículo... y erótico. Había hecho una excepción a la condición que le había impuesto de apenas llevar nada bajo la ropa, y le había permitido ponerse la ropa de montar. Ella llevaba pantalones de montar bajo la falda, pero aquella excepción había resultado ser más desquiciante de lo que había previsto. Durante los últimos días, se había acostumbrado a no llevar nada sobre sus delicadas curvas, ni sobre la suave ondulación de su trasero. El ante de los pantalones la hacía retorcerse, ya que la presión la mantenía en un sofoco constante por el deseo reprimido. Y lo que es peor, cuando él se daba cuenta de aquellos contoneos, le lanzaba una mirada con la promesa de quitarle la ropa en cuanto pudiera. Su amante demostró ser maravillosamente entretenido. Drake le había jurado que aprendería lo que era la pasión y Merriam se preguntaba cómo había podido vivir sin ella hasta entonces. Su marido la había informado de que un verdadero caballero no «molestaba» a su esposa más de una o dos veces al año y, dado que las visitas de Grenville a su alcoba

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durante los diez años de matrimonio no resultaban ser más que una molestia, ni se le había pasado por la cabeza contradecirle, por mucho que él sí encontrara apropiado «molestar» a las doncellas con bastante mayor frecuencia. Tras su muerte dos años atrás, Merriam estaba convencida de que su deseo era antinatural. La prueba que la había llevado hasta la casa de Milbank debería haberlo confirmado, pero, en lugar de ello, había descubierto que existía recompensa para las mujeres que se rebelan. Tras una semana, el apetito de Drake por ella no había disminuido y la ratoncita había descubierto que su capacidad para el placer era, aparentemente, ilimitada. Era insaciable y estaba ávida de él, aunque se preguntaba si existiría un equilibrio entre la locura y la sensatez. Examinó a su amante y el cuerpo se le tensó de deseo, sin poder reprimir la sonrisa que le vino a los labios. Drake vigilaba discretamente a Merriam, encaramada, orgullosa y con la espalda recta sobre su montura. Independientemente de lo que hubiera dicho, sabía que aquel era un enorme paso para ella. Una mujer que, aparentemente, llevaba una vida regida por las sutilezas predeterminadas de la sociedad, estaba comportándose de manera abiertamente osada. Ni sus jueguecitos secretos de alcoba con Clay podrían haberla preparado para el huracán que se avecinaba. Pero apartó aquellos pensamientos, ya que, aquella mañana, no le apetecía pensar en Julian. Tenía tiempo suficiente para mover la siguiente ficha contra su adversario. Drake, simplemente, quería centrarse en su objetivo actual de exhibir a su encantadora aprendiz de hechicero y asegurarse de que se extendían las murmuraciones no sólo sobre el retorno del duque de Sussex a Inglaterra, sino sobre que había rehecho su vida completamente. Él le devolvió la sonrisa a su gata vestida con su formal traje de montar de terciopelo. Ella había hecho un esfuerzo por romper el luto poniéndose un echarpe de seda color turquesa. El color le realzaba los ojos y la piel a la perfección y la hacía parecer casi etérea. Estaba radiante, aunque no vibrante. No, Merriam brillaba trémulamente, su belleza era sutil y difícil de definir. Él se había propuesto hacerla destacar, pero como una perla de valor incalculable, no como una baratija. Otros pavos reales y fantoches pasaban cabalgando con plumas teñidas en los sombreros y brillantes joyas, con ostentosos accesorios y modelos poco prácticos. Pero la paloma que montaba a su lado en su yegua les hacía parecer vulgares y de mal gusto. Su estratagema estaba funcionando. Drake advertía la oleada de especulaciones sobre la elegante criatura a su lado. Era perfecto. Ahora, sólo tenía que esperar hasta que... —¡Excelencia! —El saludo llegó en el momento justo y Drake ralentizó el paso para que lord Andrews los alcanzara—. Estaba seguro de que lo había visto en White's a principios de mes, pocos me han creído, pero ahora no habrá nadie que me lo discuta. —¿Y por qué deberían dudar de mi retorno? —contestó Drake. El gesto de Andrews perdió algo de jovialidad y su expresión se volvió algo más reservada, mostrándose más cauteloso para no ofender al «duque letal». Se encogió de hombros. —¿Quién sabe? Yo, por mi parte me alegro de verlo de nuevo con compañía. Drake se rio entre dientes. —Debes de ser el único, Elton.

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Fue imposible no darse cuenta de la evaluación que lord Andrews hizo de Merriam. Drake aprovechó aquella tácita oportunidad para cumplir con sus obligaciones sociales. —Perdóneme, lord Andrews, permítame que le presente a la señora Merriam Everett. Señora Everett, este es lord Andrews, le advierto que es del tipo de hombre que hará todo lo posible por hacer que comparta con él sus secretos más ocultos y así poder luego distraer a la gente cuando esté jugando a las cartas. Es un truco endiablado, tenga cuidado. ¿Aún funciona, Elton? —Mano de santo, Drake. —Andrews sonrió, luego se tocó el sombrero para saludar a Merriam—. Su excelencia exagera, señora Everett. —¿De veras? —dijo, lanzándole a Drake una mirada interrogativa—. No estoy tan segura. —Jamás, en toda mi vida, he inducido a nadie a que comparta conmigo sus secretos — continuó diciendo lord Andrews—, simplemente tengo un rostro que invita a las confidencias. Merriam tuvo que morderse la lengua para no reírse ante aquel comentario, ya que a lord Andrews difícilmente le confundiría nadie por un cura o un confesor. Tenía el aspecto de un hombre que se había abandonado a innumerables placeres durante muchos años. Drake agitó la cabeza. —Tal como he dicho, es un hombre peligroso. Lord Andrews sonrió. —En absoluto —se inclinó hacia delante para mirar a Merriam—, como amiga suya, debe convencerle de que se pase por mi casa o, si no quiere, entonces quizá pueda usted darle una lección al duque, desafiarle y venir sin él. ¿Para cenar quizá la semana que viene? Pongamos, ¿el jueves por la noche a las diez? —¿Pretende hacerse con algún secreto, lord Andrews? —preguntó Merriam. —En absoluto, pero si tiene usted alguno, tráigaselo consigo. Le enviaré una invitación, espero verla allí. —Espoleó el caballo y los dejó solos en su paseo matinal. Transcurrieron unos instantes de silencio hasta que le preguntó a Drake en voz baja. —¿Por qué debería ser lord Andrews el único que se alegra de verte acompañado? —No lo tomes al pie de la letra. —Drake se esforzó por tratar de ocultar su admiración por la perspicacia que había demostrado poseer y trató de desviar su curiosidad. Alargó el brazo para apretarle la mano enguantada y la mirada de ella se tornó más cálida al encontrarse con la de él—, lo tenías comiendo de tu mano, señora Everett. Ella se sonrojó. —Sólo estaba tratando de pescar algún chismorreo. Drake le soltó la mano, irguiéndose para controlar mejor la montura. —Eres el pez más adorable de todo el estanque, querida. ¿Qué se siente al ser el centro de atención? Ella se tensó, escudriñando recelosamente los rostros más próximos a ellos. —No creo que yo sea el centro de atención, Drake. —Te subestimas, Merriam.

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—Andrews tenía razón —replicó—, exageras. Él sonrió un instante, disfrutando de la conversación. —¡Señora Everett! —Una atónita voz de mujer procedente de un carro parado y abierto atrajo inmediatamente la atención de Merriam, y varias cabezas se giraron en su dirección, mientras el saludo retumbaba en el aire matinal—. ¿De veras es usted? El breve arrebato de confianza de Merriam se evaporó al ver aquel rostro familiar en el interior de aquel sofisticado carro. La cortesía les obligó a detenerse para intercambiar algunas palabras, reprimiendo el impulso de espolear al caballo y escapar al galope de lo inevitable. Era lady Sedgewold. Merriam no la había vuelto a ver desde la fiesta al aire libre de lord Dixon y el desastroso segundo encuentro con el conde de Westleigh, cuando había descubierto lo que realmente había ocurrido en la mascarada. Y lo que es más importante, a diferencia de los extraños con los que se había cruzado en el parque, lady Sedgewold representaba un obstáculo que le impediría volver a su tranquila y respetable vida. —Lady Sedgewold —logró mantener la voz firme—, qué agradable sorpresa. —Ese echarpe —no dudó en comentar lady Sedgewold— le favorece extraordinariamente. La alta costura le sienta muy bien, ¡vaya cambio! Casi no la reconozco. —Su voz se fue apagando mientras escudriñaba a Drake, ansiosa como un pajarillo por recibir alguna explicación sobre el hecho de que hubiera salido de paseo con un amigo sin carabina. —Lady Sedgewold, permítame que le presente a su excelencia, el duque de Sussex. El chillido fue de puro asombro y malintencionado descubrimiento. —¡No puede ser! Drake se tocó el sombrero, saludando sutilmente a lady Sedgewold, exclamando: —Sí puede ser. A lady Sedgewold no le convenció el gesto. —¡Esto sí que no me lo esperaba! Y presentado por mi querida y joven amiga. — Entrecerró los ojos, dejando entrever claramente sus pensamientos—. Señora Everett, no me había contado que era amiga del duque de Sussex. No puedo creer que olvidara mencionar semejante e ilustre relación. —Yo... yo —Merriam no estaba del todo segura de por qué la identidad de su acompañante provocaba semejante reacción. —Acabamos de conocernos —intervino suavemente Drake. La única nota que revelaba su desagrado por el tono empleado por lady Sedgewold fue que sus ojos castaños se ensombrecieron—. Desde mi vuelta a Londres, la señora Everett ha tenido la amabilidad de añadir su círculo social a mi magro círculo. Es un honor conocerla. Al parecer, hubiera sido un honor que lady Sedgewold se hubiera marchado tan contenta, pero sus ojos revolotearon de los de Drake a los de Merriam, extrañados por el hecho de que se conocieran. —Tengo entendido que ha estado fuera de Inglaterra un tiempo, señor. —Ocho años —añadió—. Pero añoraba demasiado Inglaterra como para quedarme fuera. Lady Sedgewold pareció no quedar convencida, aunque también pareció quedarse sin

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respuesta. Finalmente, recuperó el habla y se dirigió directamente a Merriam. —Mañana pasaré a visitarla, señora Everett. —Se trataba más de una advertencia que de una promesa. —¡Oh! —Merriam se quedó paralizada ante la tremenda velocidad de su hundimiento. Drake, por el contrario, estaba lo suficientemente enojado como para acelerar el ritmo de la conversación. —Sea como sea, debe darle instrucciones a su cochero para que se dirija a mi residencia, lady Sedgewold, de otro modo, me temo que su regañina no podrá llegar a la persona deseada. El gritillo de Merriam eclipsó el de lady Sedgewold. Todo rastro de bravuconería traviesa desapareció de su expresión, al ver el impacto de las palabras de Drake sobre ella. El mundo pareció detenerse conforme los segundos pasaban. Estaba oficialmente «perdida». —Vamos, querida. —La sutil orden de Drake atravesó la bruma de sus sentimientos y ambos se alejaron de la atónita mujer cabalgando. Merriam mantenía la espalda bien recta, tratando de conservar la compostura. Drake, prudentemente, le otorgó unos minutos. Al cabo de un tiempo, suspiró y le lanzó una vacilante sonrisa. —Se te dan muy bien las palabras, Drake. Él encogió los hombros, complacido al ver que recuperaba el ánimo. —Es un don —bajó la voz a modo conspirativo—, muy útil a la hora de estropearle la diversión a esa vieja entrometida de ser la primera en contar el chisme; podría seguir presentándote como mi amante durante el resto de la mañana. Ella trató débilmente de sonreír y lo azotó juguetonamente con la fusta. —Gracias, pero no, eso no será necesario. —¿Es suficiente por esta mañana? Merriam negó con la cabeza, incapaz de admitir su derrota. —Acabemos el recorrido. A menos que alguien empezara a lanzarnos tomates, me resulta difícil creer que las cosas puedan ir a peor. Además, creo que sobreviviré a esta terrible experiencia, ¿tú no? —Con absoluta calma —contestó de buena gana—, recuérdame que te compense después. Ella se retorció inconscientemente sobre la montura. —Eres incorregible. —No paras de repetir eso, como si fuera algo terrible, Merriam. Ella sonrió, algo aliviada. —Malvado. Siguieron adelante sin hablar, con los caballos a paso lento, avanzando entre la alta sociedad, mientras a su alrededor se hacían presentaciones, se extendían invitaciones y se establecían y rompían relaciones. Merriam miró a su alrededor y sintió algo de consuelo en aquella imagen, ya que su drama personal tan sólo era un instante sin importancia en medio de todo aquello. Lamentarse de su decisión no tenía sentido alguno. La tormenta pasaría y

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Merriam se recordó a sí misma que, después de todo, ella era la que había rezado por que lloviera. Al menos, se dijo, a peor no pueden ir las cosas. Entonces lo vio. Era Julian Clay, montando a horcajadas un semental zaino; venía por el otro lado del amplio camino, dirigiéndose hacia ellos. El conde de Westleigh no pasaba inadvertido con su gallardo sombrero, su brillante cabello dorado y el atractivo corte de la chaqueta sobre sus amplios hombros. Si Drake personificaba el meticuloso estudio de una meditada, oscura y fornida sensualidad, Julian seguramente era el esbozo accidental de la elegante belleza masculina. Merriam se agazapó un poco, haciendo caso omiso a la razonable voz en su interior que le indicaba que él no se acordaría de ella, ni la reconocería, ni mucho menos se molestaría en saludarla. ¡Y desde luego no quería que lo hiciera! Había albergado la esperanza de no volver a verlo jamás tras la humillación en casa de los Dixon, pero ahora, presentarse ante él como la amante de Drake ¡no podía ser! Unos pasos más y se cruzarían. Merriam contuvo la respiración. —¡Sussex! Julian refrenó al caballo y se dirigió hacia él. El trío efectuó una conspicua parada en la hierba, mientras el desfile de jinetes continuaba sin ellos y el puño de Merriam se cerraba con tanta fuerza sobre las riendas que se le entumecieron los dedos. —Westleigh —dijo Drake, devolviendo el saludo, con tono neutro pero suave—, no te tenía por el tipo de hombre que disfrutara de los paseos matinales por Hyde Park. ¿Desesperado por socializar? Merriam se quedó boquiabierta y soltó un gritillo ante aquel explícito insulto, tan sorprendida por la animadversión de Drake, como por el hecho de descubrir que se conocían. Al oírla, Julian clavó los ojos en ella, luego, volvió a posarlos sobre su adversario. —Resulta gracioso, yo podría haber dicho lo mismo de ti y haberte hecho la misma pregunta. Drake entrecerró los ojos amenazadoramente, luego espiró profundamente, relajando el gesto. —He vuelto para empezar de nuevo. Perdona, Julian, las malas costumbres nunca se olvidan. Clay lo miró con recelo, evaluando la potencial sinceridad de las palabras de Drake. No esperaba que fuera en son de paz. —Así es. Volvió a mirar a Merriam y ella pudo notar el preciso instante en que la reconoció. El rubor le atravesó la piel y recordó las razones por las que había decidido conquistarlo. La leve sorpresa y la abierta aprobación de su nuevo aspecto le aceleraron el pulso. La había mirado en otras ocasiones, pero esta era la primera vez que realmente lograba captar su atención. Hacía unas semanas lo habría considerado un triunfo... pero con Drake a su lado, le pareció una estrambótica pesadilla. —La señora Everett ¿no es así? —apuntó rápidamente el conde, mirándola intensamente,

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ignorando a Drake durante unos instantes. —Sí —Merriam hizo un triste intento por sonar indiferente—, aunque me sorprende que se acuerde de mí. —Por supuesto —refutó Julian con una dulce sonrisa—, quizá fue por el calor inusual de aquel día en el jardín, espero que esté completamente recuperada. Abrió los ojos de par en par al oír aquel comentario. A pesar de las circunstancias, le halagaba que se acordara de ella. Se le ruborizaron las mejillas ante el coqueteo en su mirada y por los celos que pudo notar en Drake. Era toda una revelación sentir aquel pequeño estremecimiento ante el carisma de Julian, sentir los ojos de Drake puestos en ella, ardiendo de sentimiento de posesión, todo aquello era una experiencia nueva, experiencia que no había previsto. ¿Realmente me habré convertido en una persona tan libertina? ¿Puede una mujer desear a dos hombres a la vez? La áspera interrupción de Drake concluyó sus pensamientos. —Me temo que es tarde, Julian, buenos días. —Tiró de las riendas de su caballo, obligando al conde de Westleigh a retirarse para evitar chocar. No había duda de que Drake desaprobaba las atenciones que Julian había proferido a Merriam, ni de la mirada de advertencia que le había lanzado a su rival—. Vamos Merriam. Se puso en camino a un enérgico medio galope y ella se vio obligada a seguirlo. —Buenos días, señor. Julian Clay observó divertido aquella apresurada retirada. Así que el duque letal quería volver a empezar ¿no? Ah, pero las malas costumbres nunca mueren, viejo amigo, y Drake lo sabía. Julian había percibido un destello de temor en su rostro. Aparentemente, Drake no quería jugar otro asalto. Por lo visto había decidido escoger una criaturita sencilla que no removiera el pasado, alguien que no atrajera su atención. Pobre señora Everett, ¿quién iba a imaginar que debajo de aquellos espantosos sacos de paño había una criatura a la que merecía la pena seducir? Julian sonrió y azuzó al caballo para volver al camino. Él se encargaría de conseguir que la señora Everett acabara en su cama y se aseguraría de que nadie, y mucho menos el duque de Sussex, olvidara el pasado. Ocho años de exilio no son nada, Drake. Los asesinos deben pagar con su vida o, al menos, no se debe tener piedad con ellos.

Salieron del parque en silencio, la siniestra mirada de Drake resultó ser una fuerza impenetrable que obligaba a Merriam a mantenerse en silencio. Cuando llegaron a la mansión, esperaba que él desmontara del caballo y entrara airadamente en la casa, sin ella. Pero, una vez más, Drake demostró tener un don especial para sorprenderla. Se bajó del caballo antes de que se parara y le indicó al lacayo que se encargaría personalmente de la señora Everett. Mientras se acercaba a ella, su expresión resultaba ilegible y Merriam sintió un escalofrío de temor y deseo al verlo. Fuera cual fuera la

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interpretación que hubiera hecho de su conversación con Julian, estaba segura de que podría resolverlo rápidamente una vez se quedaran a solas. Sabía que era mejor no intentarlo delante de los sirvientes. Ella soltó las riendas y le dio la mano para que la ayudara a bajar. Al instante, Drake dio un paso adelante y la agarró firmemente de la cintura, deslizándola por encima de su hombro y volteándola de tal manera que se sintió reducida a un peso insignificante en su espalda. Ella chilló al verse inesperadamente boca abajo con el trasero al aire, sujetándose con las manos en su espalda para mantener el equilibrio. —¡Drake, bájame ahora mismo! Pero en lugar de eso, él le dio una palmada en el trasero para sujetarla mejor y, sin responder, se dirigió hacia la casa y empezó a subir las escaleras. El impulso de forcejear dejó sabiamente paso al deseo de no provocar una caída en las escaleras. Pero la gata no iba a ceder tan rápidamente. —¡Drake! ¿Cómo te atreves a tratarme así...? Su regañina se evaporó cuando la mano que tenía en el trasero le apretó las capas de terciopelo y tela mientras que la otra le levantó la falda y le tocó uno de los muslos revestidos de cuero. —D... Drake... —Merriam le empujó por la espalda para tratar de inclinarse hacia delante, decidida a no animarlo—. ¡Para! No puedes arrastrarme arriba cuando tú quieras. Alcanzó el primer rellano y él, dando prueba de que no estaba sin aliento por el esfuerzo, le contestó con tono neutro. —Sí que puedo. Merriam no sabía qué otra razón darle a aquel hombre, que no daba su brazo a torcer y no parecía tener intención alguna de cederle el control. Empujó la puerta del dormitorio y le dio una patada para que se cerrara; el portazo y la vibración renovaron sus temores. —¿Qué vas a hacer? Él mantuvo el mismo impulso enérgico y siguió caminando; ella reconoció el camino que llevaba hasta la cama. —Voy a castigar a una niña muy traviesa. Ella se estremeció al oír aquellas palabras; una parte de ella estaba convencida de que, al menos a partir de ese momento, estaba en territorio conocido. Sus celos lo habían llevado al deseo. En unos minutos, la penetraría con aquella hermosa verga y ella tendría el orgasmo que tanto anhelaba. —Sí —ronroneó—, pero primero bájame, Drake, quiero... En un instante la sentó y, mientras la sangre le bajaba de la cabeza y se tambaleaba por el repentino movimiento, él le volvió a inclinar el mundo, empujándola boca abajo sobre su regazo y sentándose en la cama. Merriam soltó un aullido cuando sus pies volvieron a tocar tierra firme. —¡Drake!

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Se tambaleaba, la realidad de verse con el trasero al aire sobre sus muslos, con la falda levantada, los pechos suspendidos sobre el suelo y los dedos agarrados a la cama y a sus botas era mareante. No había nada de qué tirar para erguirse y tratar de levantarse. Estaba indefensa y él le presionaba la espalda con una mano, mientras con la otra le agarraba firmemente el trasero. —¡Drake, deja que me levante! Sus muslos se separaron ligeramente, dándole mayor apoyo al torso y apretándola contra sí para estabilizarla. La mano que se encontraba en el trasero se levantó y Merriam sintió cómo empezaba a alzarse el terciopelo de su largo traje de montar, descubriéndole las piernas. Se deshizo rápidamente de las botas y ella dejó de forcejear. El pulso se le aceleró con las eróticas sensaciones que sus movimientos suscitaban. Sus siguientes palabras quedaron ahogadas en su garganta, superadas por un gemido cuando él deslizó las manos sobre los cálidos pantalones de cuero, recorriendo las curvas de su trasero, siguiendo la costura de los pantalones, tocando el húmedo pliegue de entre sus piernas. —¡Oh, Dios mío...! La mano de Drake era implacable, le rodeó la cadera para tirar de los cordones de los pantalones. Ella alzó el trasero para ayudarle, deseando quedarse desnuda ante aquellos complacientes dedos. Él empleó ambas manos para despegar la impertinente barrera, dejando que sus manos se deslizaran por cada centímetro de piel que iba dejando al descubierto. Tiró los pantalones en medio de la habitación y ella reprimió una risilla al darse cuenta de que no era la única que tenía prisa. Así, trató de girarse para verle la cara. —Drake, esta no es precisamente la mejor postura para... El aguijón de la palma de la mano sobre su trasero fue una sensación sin parangón. Ella arqueó la espalda; el sobresalto la dejó sin palabras. No se le había pasado por la cabeza que el castigo que él tenía en mente incluiría un azote. En su ingenuidad, aquella no era una posibilidad ni en sus imaginaciones más salvajes. Jamás, en toda su vida, la habían azotado, ni siquiera cuando era pequeña. La tímida ratoncita nunca había precisado ser castigada... hasta ahora. La ultrajante mano que la sujetaba se volvió a levantar para aterrizar con dulce precisión sobre la parte más ansiosa de su cuerpo con otra rotunda palmada. El aliento de Merriam silbó entre sus dientes apretados al sentir el calor que irradiaba por todo su cuerpo. Se sujetó para recibir la siguiente palmada, pero sólo sintió que él empezaba a acariciarle suavemente sus curvas. Él rodeó sus mejillas y con la otra mano, le separó los muslos unos centímetros, rozándole el sexo cubierto de néctar, evitando deliberadamente la sensible protuberancia. La confusión se arremolinó en la neblina de sensaciones, pero el deseo se reafirmó, anhelante por lo que estaba por venir. —Es la hora de tu castigo, señora Everett. —Su voz sonó en un amenazador susurro que la hizo humedecerse aún más, rindiendo su cuerpo ante él. Las yemas de los dedos tentaron los escurridizos pliegues, mientras que la otra mano adoraba los enrojecidos cachetes, rodeándolos y acariciándolos con la mano abierta para aumentar su excitación. Círculos eléctricos surgían de cada uno de los puntos de contacto hacia sus sensibles pezones y el latente clítoris, y su cuerpo perdió la capacidad para

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distinguir las fuentes de tales sensaciones, ya que todo ocurría demasiado deprisa. Todo lo que le estaba haciendo, se traducía en una dulce tensión que iba creciendo en su interior y se unían a la fuerza del clímax que se acercaba. Al fin, él movió los dedos sobre el clítoris, cubriéndolo y descubriéndolo con ligera presión y acariciándolo ligeramente, haciéndola gemir y contonearse sobre su regazo. —Más... —Resultaba humillante suplicar, pero valía la pena sacrificar su orgullo. Él la volvió a azotar, algo más fuerte esta vez para después acariciarla y calmar cada palmada. Su aliento se acompasó con el de ella, y su excitación crecía con la de ella. La irritante suma intermitente de dolor y las ondas de fuego que el dedo sobre el clítoris le producía parecían llevarla al límite. Ella se retorció sobre él y soltó un chillido ante la gloriosa invasión que sintió cuando él deslizó un largo y grueso dedo en el interior de su húmedo pasaje. —¡Sí!, ¡Drake... por favor! Le suplicó que le diera más, sin importarle lo que sus súplicas pudieran provocar. El ritmo de sus manos cambió mientras él manipulaba su piel y aumentó la fricción que ella tan desesperadamente necesitaba. Él añadió otro dedo, profiriéndole algunas caricias antes de introducir un tercer dedo, dilatándola, penetrándola mientras ella montaba sobre su mano, incitándole a seguir azotándole el firme trasero con la otra mano e introducirle los dedos hasta el fondo. Cada vez más fuerte, cada vez más hondo, sus dedos obraban en el pasadizo interior, él comenzó a azotarla con el mismo fervor. El dolor y el placer se aunaron y pudo sentir la acerada longitud de su verga contra el estómago. La velocidad aumentó, cada vez más rápida, hasta que ella gritó por el aplastante orgasmo que la traspasó, con los músculos internos tensándose en espasmos de fundido éxtasis. El estómago de Drake se tensó al sentir en los dedos el orgasmo, percibiendo la esencia de su almizcle tan salado, tan dulce, que supo que había sobrepasado los límites de su propio aguante. Aquel «castigo» sólo podía tener un final. La levantó por los muslos para arrojarla rudamente boca abajo al borde de la cama. Ella aún estaba contoneándose y gritando en medio del orgasmo, casi sin percatarse de él. Drake observó aquel hermoso cuerpo mientras ella se agarraba con fuerza a las sábanas. Le subió la falda, dejándole el trasero al descubierto, enrojecido e hinchado, mostrando las señales de su mano en la rica crema de sus curvas gemelas. La vagina resplandecía, en su orgasmo, excitada, sonrosada, como pétalos abiertos, suplicando tácitamente por su miembro. Se arrancó los botones de los pantalones, dejando al aire su henchida verga. Le empujó las piernas, separándolas aún más, presionando el pene contra el cálido líquido de su sedosa hendidura, alineando su cuerpo con el de ella. Sin duda ni ternura, la penetró con un largo empellón, gimiendo al saborear el tenso agarre que su vulva hacía de él. Ella gritó y él pudo sentir cómo el orgasmo de ella continuaba. Pero incluso sus gritos se tornaron distantes y secundarios cuando la oleada de lascivia se apoderó de él y le arrebató de las manos el poco control que le quedaba. La penetró, cada vez más rápido, cediendo a la más oscura necesidad primaria de llegar al orgasmo. Ella se movía, elevando las caderas para que él pudiera acceder a lo más profundo de su interior; los únicos sonidos que se escuchaban en la habitación era su respiración entrecortada, el palmoteo de su

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piel contra la de ella y la húmeda colisión y retirada de su sexo. Él eyaculó dentro de ella en un orgasmo que pareció interminable. Drake se obnubiló cuando el clímax le sobrevino hasta derrumbarse sobre el cuerpo de su amante. Se levantó, deshaciéndose suavemente del agarre del cuerpo de ella. Él sonrió al ver la sensual imagen que presentaba, revolcándose sobre el aplastado traje de montar de terciopelo; moviéndose dolorida, con marcas que delataban la tosquedad del encuentro. —¿Estás... bien? —preguntó tanteándola, consciente de que, en algún punto del camino, había perdido toda percepción de sí mismo como ser humano civilizado. Sólo esperaba no haberle hecho daño de verdad, ni haberla asustado. El rubor de ella le excitó, pero movió la mano para contenerse el miembro y ocultarlo de la vista de ella. —No creo que me apetezca salir a montar en un día o dos —contestó con timidez, para después sonreír—. Eres incorregible. Hizo caso omiso de la extraña palpitación que sintió en el pecho al escuchar aquella acusación, ya tan familiar. Debía tener cuidado. Era demasiado encantadora, y cualquier sentimiento hacia ella podía resultar fatal. La empujó suavemente hacia el borde de la cama. —Ve y hazte esas misteriosas abluciones femeninas —le besó la mano—, luego vuelve a la cama y holgazanea conmigo. Ella se levantó, agradeciéndole con la mirada que se hubiera anticipado a sus necesidades. Peg había colocado el biombo para que tuviera intimidad y Drake se desvistió, introduciéndose en la cama para esperarla. Volvió rápidamente y se quitó con sutileza el traje de montar por los hombros, desnudándose, dejándose el corsé y las medias de seda, consciente de que a él le gustaba verla sólo con eso puesto. Se unió a él bajo el edredón, enroscándose con naturalidad a su lado. Drake le acarició el pelo y los hombros desnudos. Los haces de luz de la primera hora de la tarde sesgaron la habitación, como brillantes pilares etéreos; mientras, él la observaba luchando entre sus brazos contra el sueño. —¿Drake? —Su voz se deslizó hacia él pesada por el cansancio. —¿Sí, gatita mía? —¿Por qué estás tan enfadado con Westleigh? —preguntó suavemente, a punto de dormirse. Aquel nombre lo atravesó. Acababa de conquistar su cuerpo y les había llevado hasta el agotamiento y, de alguna manera, ahí seguía Clay, pensaba en él mientras se dormía. Él cerró los ojos y se resignó al castigo de una verdad a medias. —Una deuda pendiente, nada más. Ahora duerme, mi traviesa amiga. Ella sonrió apoyada en su torso y le obedeció con un suspiro de pura satisfacción.

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Capítulo 10

La siguiente mañana, Drake se encontró paseando en su despacho, dándole vueltas al encuentro con Julian en el parque. Rememoraba mentalmente la escena, topándose con cada chillido y rubor que habían traicionado a su gata. Repasó los posibles detalles de cada amenaza y revisó su propio comportamiento. Aún sabiendo que Merriam y Julian habían tenido una relación, le había afectado la innegable realidad de comprobarlo de primera mano. No había duda del interés que ella tenía por Julian, ni del de él por ella. La reacción de Drake ante aquellas ardientes miradas y el «castigo» que había seguido lo habían tomado por sorpresa casi tanto como a Merriam. Pero Drake estaba decidido a, en adelante, no salirse de sus planes. Se había jurado no permitir que sus emociones volvieran a controlarlo. La gélida determinación de destruir al asesino de su esposa sería el escudo que lo protegería ante cualquier flaqueza. La salida había tenido un efecto mucho más vertiginoso del que jamás hubiera soñado. Tras la rabieta de lady Sedgewold, había estado a punto de llevarse a Merriam a casa, contento con que el chisme llegara hasta Clay en menos de cuarenta y ocho horas. En lugar de eso, el propio diablo había hecho acto de presencia. Drake lo había desafiado y, otra vez, había interpuesto a una mujer entre ellos, retando a Julian a iniciar otra caza. Si a Julian le había sorprendido que Drake le hubiera usurpado su trofeo, apenas había tratado de ocultarlo. Había admitido conocerla y el rubor de Merriam había confirmado las sospechas de Drake de que eran algo más que simples conocidos. Puede que Julian se hubiera propuesto instruirla, pero era Drake el que la había convertido en su aprendiz. Drake había interpretado impecablemente el papel del amante celoso y había puesto las cartas sobre la mesa. Los mantendría separados y haría que Merriam estuviera fuera del alcance de Julian. Si el conde la perseguía, facilitaría los otros esfuerzos de Drake por destruirlo. Si Julian trataba de utilizar el poder de Merriam sobre él como arma, Drake le haría ver lo duro que es accionar la palanca equivocada. Seguiría manteniendo a Merriam cerca y se aseguraría de que no tuviera nada útil que contarle a Clay. Simplemente, tenía que asegurarse de que Merriam no tuviera sus propios planes. Drake hizo sonar la campanilla y esperó unos segundos hasta que Jameson apareció por la puerta. —¿Desea algo, excelencia? —¿Ha enviado la señora Everett alguna carta desde aquí?

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—No, señor —contestó Jameson sin vacilar—, ni ha recibido ninguna, que yo sepa. —Si enviara alguna carta o nota desde aquí, primero has de dármela a mí, ¿entendido? —Entendido, excelencia —confirmó Jameson; el tono de su voz no reveló opinión alguna al respecto. Llevaban juntos demasiados años como para que Drake esperara otra cosa. Despidió al mayordomo y se sentó en el escritorio, apoyando la frente en las manos. Recuerdos inesperados de Lily y unas instrucciones similares que había hecho volvieron acechando. —Quiero ver todas las cartas que escriba y reciba mi esposa, ¿me has oído, Jameson? —Sí, excelencia. Poco había cambiado. Quizá estaba destinado a completar el círculo, después de todo. No, Drake se corrigió a sí mismo. ¡Al diablo con los círculos y el destino! Era una deuda pendiente... nada más. Y Julian era el que pagaría.

—Lady Sedgewold desea verla, señora Everett. —Aunque Jameson hizo el anuncio con un tono neutro, Merriam casi se desmaya. Aunque lady Sedgewold había amenazado con visitarla cuando se encontraron en Hyde Park, Merriam estaba segura de que no se arriesgaría a ir a buscarla hasta allí. El escandaloso comportamiento de Drake había descartado aquella posibilidad de su mente, pero, al parecer no amilanó a una mujer del carácter de lady Sedgewold. —¿Está el duque arriba? —Sí, señora, en su despacho. ¿Le informo de la visita? —se ofreció Jameson. —¡No! Lo que quería decir es que, seguramente, su excelencia preferirá que no le molesten. —Merriam se alisó la falda con manos nerviosas—. La recibiré en el solárium. Encárgate de que se sirva el té, ¿lo harás? —Por supuesto, señora. —Jameson hizo una reverencia y se retiró para asegurarse de que todo quedara dispuesto para aquella visita imprevista. Si había notado su inquietud, no había dado muestras de ello. A Merriam sólo le cabía esperar que lady Sedgewold llegara y se marchara antes de que Drake se enterara de aquella visita. Otra escena entre la dama y Sotherton sólo empeoraría las cosas. Lo mismo ocurriría si tenía a la charlatana dama esperando más de lo necesario. Merriam se repasó el pelo y la ropa y se apresuró hacia el solárium, ralentizando el paso sólo en el último momento para recuperar el aliento y recomponerse. Tras contar cuidadosamente hasta tres, empujó las ornamentadas puertas, pidiendo en silencio fuerzas. —Lady Sedgewold, es un placer... —¡Tonterías! Está tan horrorizada de verme como yo de estar aquí. —Lady Sedgewold lanzó su ataque sin preámbulo alguno. Se mantuvo alejada de la elegante mesa y de las sillas, como rehusando a siquiera sentarse para evitar contaminarse con el estado de desgracia de Merriam.

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—¡Oh! Estoy... —Merriam estaba algo perdida—. Siento que se haya tomado la molestia entonces. —Si no me hubiera propuesto cuidar de usted cuando su querido Grenville encontró su final no me habría molestado ni un segundo. —Lady Sedgewold inspiró profundamente para recuperar energías y Merriam empezó a pensar que debería haber permitido que Jameson fuera a buscar a su señor. Cualquier esperanza de recibir sólo un sutil reproche se esfumó al instante—. ¡Dígame que ha perdido la cabeza, que ese diablo la ha drogado con opio y la ha secuestrado; que ha olvidado su nombre o, mejor aún, que es una impostora fingiendo ser mi dulce, tranquila y modesta joven amiga, que ha sido seducida por un completo canalla! —No sé qué decir. Sé que todo esto debe de parecer... —¿Increíble? ¿Totalmente demente, viniendo de una mujer de su posición, alejarse de su buen nombre y respetabilidad? —añadió lady Sedgewold fríamente. —Drake no es el diablo que usted cree —contestó Merriam. —¿Qué le ha pasado? No parecía ser el tipo de persona que busca su ruina con relaciones sentimentales. Le advertí a Grenville que pasaba demasiado tiempo encerrada entre novelas. ¡Sussex es exactamente el tipo de rufián al que glorifican esos libros! —Drake no es ningún rufián y estoy segura de que mis lecturas no tienen nada que ver con... —Merriam se interrumpió, consciente de que todos los derroteros conducían a las mismas peligrosas confesiones—. Soy más feliz de lo que he sido en toda mi vida. Por favor... compréndalo. La mujer no quedó convencida; tenía los labios tan apretados que la línea de su boca pareció desaparecer antes de contestar. —Está ciega, Merriam. ¿Qué puedo decirle para hacerla entrar en razón y que salga de esta casa conmigo en este mismo instante? —Yo... yo sé que podríamos haber sido un poco m... más... decorosos con esta relación. No creo que eso justifique su... Lady Sedgewold elevó su aristocrática ceja, instando a Merriam a continuar defendiendo lo indefendible. ¿Qué podía decir? ¿Que si lady Sedgewold se enteraba de toda la verdad nada sobre la faz de la Tierra podría hacerla tratar de salvar a Merriam? ¿Que Merriam había entrado en la marginación social al salir de aquel jardín? ¿Qué había interpuesto sus propios deseos por encima de todo lo demás y había ignorado las consecuencias? ¿Que Drake estaba haciendo que su existencia fuera cada vez más vital y que, aunque fuera el mismo diablo, seguiría buscando sus caricias y sus feroces besos? ¿Que sabía que todo aquello terminaría en lágrimas y no le importaba? El impulso de arrastrase o disculparse se evaporó, ya que le traía sin cuidado distanciarse de ella. —Es usted una buena amiga al haber venido, lady Sedgewold. Ha arriesgado su reputación por venir a verme y jamás olvidaré su amabilidad. —Merriam bajó la mirada e hizo una reverencia, dando por finalizada la conversación. Se extendió el silencio y a Merriam sólo le cabía aguardar. Al fin, la anciana se aclaró la garganta y dio un paso hacia ella.

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—Me... me importa, señora Everett. Le suplico que se olvide de todo esto, que lo abandone ahora que aún está a tiempo. Aunque estaba convencida de que había tomado la mejor decisión, Merriam sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas, pero mantuvo la cabeza gacha para que lady Sedgewold no pudiera captar la miríada de complejos sentimientos que la asaltaban. —Como usted desee. No seré yo quien prosiga con las estúpidas murmuraciones, ni quien difunda insidiosos cuentos sobre usted, pero dejaré muy claro que ya no tengo relación alguna con usted. Es su perdición, simple y llanamente, señora, pero es una perdición a la que usted misma se ha abocado. Lady Sedgewold se retiró y Merriam oyó el contundente portazo tras ella. La tranquilidad de la sala la envolvió. Aun así, permaneció completamente inmóvil, abrumada por los sentimientos. Ya estaba hecho. Los grupos y los clubes, los tés y las visitas sociales con los que la ratoncita se había construido una vida, y todos los vacuos vínculos que la habían hecho sentir conectada con el mundo se habían esfumado al fin. No había sentido pesadumbre por ello hasta que había visto a lady Sedgewold de pie entre las sedas arábigas de Drake en el resplandeciente solárium. Milagrosamente, aún respiraba, algo que la ratoncita jamás hubiera creído posible. Las puertas se abrieron tras ella y Merriam habló sin mirar. —No va a ser necesario el té, Jameson. —¿Estás segura? Se volvió al escuchar la inesperada caricia de la voz de Drake. Estaba de pie en el umbral de la puerta, sujetando una bandeja de té como en una ofrenda pagana. —He puesto tus galletas favoritas. —Serías un sirviente excelente. —Se mordió el labio inferior ante la atractiva imagen de él colocando la bandeja y situándola para que ella pudiera alcanzarla. Se sintió frágil y un poco desconcertada tras la tormenta de desaprobación de lady Sedgewold y el extraño poder de aquella advertencia de que escapara. Merriam sabía que sus humedecidas mejillas transmitirían una impresión equivocada, quizá él malinterpretaría sus lamentos. —Ven, siéntate conmigo, gatita mía, vamos a tomarnos el té como la gente civilizada. — La invitó a tomar asiento en los sillones bordados de seda. Empezó a servir, dejándole algo de tiempo para que se recompusiera. Se sentó amargamente y se fijó en el baile de sus manos, fornidas y masculinas, sujetando la delicada porcelana blanca. —Tengo la impresión de que haría falta algo más que un té para civilizarte suspiró.



—Ah, pero en ocasiones me gusta fingir —le acercó una de las frágiles tazas—, así desconcierto a mis enemigos. Merriam, al darse cuenta de que ahora ella también tenía enemigos, comentó: —No creo que hubieras logrado desconcertar a lady Sedgewold, aunque tampoco creo que sea un té lo que ella esperaba. —Podía haberla sorprendido y haberle ofrecido un whisky —contestó con sequedad, echando un terrón de azúcar en su taza—, o haberme presentando vestido únicamente con una maliciosa sonrisa.

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Merriam se estremeció de horror, luego logró soltar una risilla al imaginarse a Drake en toda su gloria presentándose ante aquella vieja entrometida. —Jamás le sugeriría semejante cosa a una malvada mente como la tuya. —¡Ay de mí! Me temo que me inspiras. —Tomó con cuidado un sorbo y la observó por encima de la taza profiriéndole una cálida mirada de aprobación—. En cualquier caso, ya has recuperado algo del color que la visita de tu amiga te había arrebatado. Merriam se puso una mano sobre la mejilla. —Oh, bueno. Tendré que acordarme de la rima infantil esa sobre las palabras y el viento la próxima vez que me cruce con ella. —El viento puede clavarse y hacer algo de daño. Tendrías que haber mandado a buscarme. No tenías por qué enfrentarte sola a ella, Merriam. Ella le respondió con una tímida sonrisa. —Te estaba protegiendo. —¿De lady Sedgewold? —Su expresión delató su sorpresa. Merriam alzó el mentón. —Nunca subestimes a una solterona, ni a una viuda. Drake entrecerró los ojos y ella sintió inesperadamente un escalofrío al verlo, pero su expresión cambió de nuevo antes de que pudiera captar el cambio. —Jamás te subestimaría, gatita, jamás. —Bueno —hizo todo lo que pudo por volver al fugaz coqueteo entre ellos—, procuraré mantener alejadas al resto de la Sociedad Botánica de Damas cuando aparezcan con sus sombrillas y sales a punta en ristre. Drake se preguntó si su amiga tenía idea alguna del peligroso juego en el que estaban metidos. Debía de tenerla. Su amante estaba demostrando ser un templado enigma en muchos sentidos, y cada vez que le daba una respuesta contradictoria, confirmaba su sospecha de que tenía que ser algo más que un títere. Sólo era cuestión de tiempo que Clay tratara de ponerse en contacto con ella. Quizá una o dos apariciones en público más serían tentación suficiente. Mientras tanto, estaba decidido a mantenerla cerca de él. —¿Era muy amiga tuya? —le preguntó suavemente. Merriam bajó la mirada hacia sus manos. —Supongo que no. Era la madrina de mi marido y siempre se interesó por nuestras vidas. Siempre nos daba consejos y se responsabilizaba de algunas cosas. —Dejó el té—. La mayor parte de nuestro círculo era gente madura. Grenville consideraba que era lo más apropiado. —¿Apropiado? —Para nuestra reputación, para sus negocios y... yo no era muy buena anfitriona. Grenville decía que tenía la vitalidad de un trapo. —Se encogió de hombros, apartando el pasado con las manos, como si fuera un mosquito invisible al que pudiera espantar—. No se equivocaba, pero, en secreto, tras su muerte me di cuenta de que no estaba preparada para que se me asignara el estatus de marchita viuda. —Por supuesto que se equivocaba. Me cuesta creer que un hombre pueda poseerte y no

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darse cuenta del fuego que late en tu alma. Eres una mujer bella y apasionada, Merriam, es sólo que ahogándote en paño negro y rodeada de viejas entrometidas, te olvidaste de ello. Ella se tocó la mejilla, ruborizándose al escuchar aquel cumplido. —¡Vamos, por favor! —se rió—. Antes no me conocías... Él ladeó la cabeza, analizándola abiertamente, como si fueran dos adversarios en el campo de batalla y no dos amantes compartiendo una simple taza de té. —No, supongo que no. Me despierta curiosidad. —¿Curiosidad? —Pensar en cómo hubiera sido verte. —¿Qué demonios te hubiera gustado ver? —preguntó atónita. —A ti. El increíble paso que diste aquella noche en casa de Milbank. Teniendo en cuenta cómo eras antes... semejante salto, Merriam, de la sosegada frustración a la imponente seducción, me pregunto qué te llevó a hacerlo. —Oh —pareció no tener respuesta, le mudó el color—, yo... no estoy... segura. Quizá todas las mujeres... en el fondo desean cambiar y ser libres. —Ah, claro, libres. —Dejó la taza, deseando tener el poder de hacerla confesar su relación con Clay. Escucharla confesar la conspiración le libraría de toda la culpa que le acechaba cuando tenía la guardia baja. Tenía la capacidad de hacerle olvidar y Drake se había propuesto no olvidar jamás... ni perdonar—. Es muy extraño que seas tan independiente. Hay tantas mujeres que parecen condenadas a esperar que las rescaten, que otra persona las cambie. No tienen el valor de actuar completamente solas. Ella desvió la mirada durante un revelador segundo y Drake sintió un peso en el estómago: era su pasión por Clay lo que la había hecho cambiar, le estaba mintiendo. —Me haces sentir muy valiente —admitió, mirándolo con un brillo en los ojos que amenazaba con desbaratar sus planes. Era demasiado. Logró sonreír, luego se levantó para escapar. —Debo volver arriba al trabajo —la besó en la frente, retirándose antes de que el aroma de su cabello y el simple roce de sus labios en la piel pudieran excitarlo—, nos vemos esta tarde. —Estaré esperándote —contestó suavemente, dándole la fugaz impresión de que se quedaba algo decepcionada por su marcha. La dulce muestra de aquel sentimiento le hizo sentir al rojo vivo y acorralado. Incapaz de explicarse aquella reacción, se obligó a darse la vuelta y salir sin mediar palabra.

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Capítulo 11

Peg estaba de pie tras Merriam, sentada ante el adornado tocador del baño, marcándole los rizos y esforzándose por sacarle el máximo partido a su cabello. Drake le había dicho que irían a la ópera aquella noche y Peg estaba decidida a que su nueva señora diera la talla entre los opulentos asistentes. Grenville la había llevado a la ópera, una vez se hubo asegurado de que era algo absolutamente respetable. Pero ella estaba segura de que una velada del brazo de Drake no tendría nada que ver con la sombría salida que había soportado junto a su marido. Nada en Drake le recordaba a su marido. —Tienes mucha maña, Peg —la halagó, mirándose en el espejo, hipnotizada por los complicados movimientos de manos de Peg al hacerle las trenzas—. ¿Llevas mucho tiempo en casa del duque? —Diez años —respondió quietamente Peg-—, era la doncella personal de su esposa. A Merriam no le hizo falta mirarse en el espejo para darse cuenta de que se había puesto pálida. Sintió cómo la sangre se le arremolinaba en el estómago. Era ridículo. ¿Por qué no podía haber tenido esposa? Ella había tenido marido, ¿no? ¿Qué más daba? ¿Cómo no iba a haber estado casado un hombre como Drake? El apetito de aquel hombre hacía parecer irrisoria cualquier idea de solitaria abnegación. No se podía explicar por qué le importaba tanto. No podía decirse que fueran los celos la explicación a la incomodidad y sentimiento de posesión que la atravesaron. Sabía tan pocas cosas de él. Casi nada. Su nombre impreso en una tarjeta. Que había estado fuera de Inglaterra y que acababa de volver. Drake no le había contado nada de su pasado y ella jamás lo había presionado, aliviada de no tener que revelar el suyo, distraída con el cambio de sus propias circunstancias personales. Pero ahora que sabía que Drake había tenido una esposa, quería saber más. —¿Es viudo el duque? Peg asintió, con una mirada triste y distante. —Desde hace ocho años. No hablamos de ello, señora. —Eres tan joven —vaciló Merriam, deseando que Peg hablara de ello—, casi me cuesta creerlo. Peg sonrió. —Tenía catorce años cuando ella vino. Me eligió por mis delicadas manos, dijo. —Las usas con mucha delicadeza —coincidió Merriam suavemente—. ¿Era una buena

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ama? Peg se encogió de hombros, cerrando los ojos. —Era muy hermosa. Merriam se preguntó si el filo de un frío cuchillo habría resultado menos doloroso. —Oh —susurró, apartando la mirada del espejo para no ver sus defectos, comparados con la belleza imaginada que le asaltó el pensamiento. La bata que jamás se había puesto nadie debía de haber sido suya. Toda curiosidad sobre la difunta esposa de Drake se evaporó al prever que iba a ser muy duro tener que escuchar las respuestas hasta a las preguntas más sencillas. ¿Realmente quería escuchar hablar sobre las virtudes y gracias de aquella mujer? ¿Sobre su buen gusto o sus notables cualidades? No, la ratoncita se irguió. Aquella no era una conversación para personas con poca autoestima. —Me gustan los tirabuzones que me has puesto —dijo Merriam estirando el brazo para tocarse la cabeza—, me hacen sentir majestuosa. A Peg le brillaron los ojos. —Me alegro, señora. Vamos a vestirla. Merriam se levantó y se dirigió hacia la chimenea alargando las manos para calentarlas mientras Peg cogía el vestido que había elegido para su aparición en la ópera. La doncella volvió rápidamente y empezó a trabajar, vistiendo a Merriam frente a las refulgentes llamas. Era uno de sus mejores vestidos de noche, aunque algo austero para la mayoría. Sin ornamentación, era un tejido delicado y vaporoso, gris azulado, con unas enaguas azules que asomaban con el movimiento. Los colores iban con el azul grisáceo de sus ojos y la hacían sentir como de otro mundo. Cediendo a la petición de Drake, se había puesto un corsé de medio cuerpo que le acentuaba la figura, pero la hacía sentir desnuda bajo la ilusión de una fría elegancia. Debajo, no llevaba nada. Empezaba a adorar aquella combinación. —Va a cambiar de idea y se van a quedar en casa esta noche cuando vea lo guapa que está —le advirtió la doncella con una sonrisa. —Gracias, Peg —dijo, ruborizándose—, eso será todo por esta noche. La doncella hizo una reverencia. —Que lo pase bien, señora. Se quedó quieta un momento, como si quisiera decir algo más, pero se volvió y se marchó. Drake jamás había hablado de su esposa. No había recuerdos en aquella casa que indicaran que hubiera existido. Había prohibido a los sirvientes que se la mencionara. Merriam suspiró. Drake debía de haberla amado profundamente, concluyó. Un destello de dolor se apoderó de ella. Jamás había querido a Grenville, jamás había sabido lo que era estar «enamorada». Perder a tu alma gemela era un dolor que no podía entender, y tampoco estaba segura de querer entenderlo. Le asustaba pensar en aquel tipo de vulnerabilidad. Los celos que habían estallado en su interior al principio fueron apartados por voluntad propia. Drake se lo contaría cuando quisiera, si es que alguna vez quería, se corrigió al instante. La malograda duquesa no era asunto de su actual amante. Si les había prohibido a los

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sirvientes que hablaran de ella, tampoco le agradaría que le preguntaran sobre ella. Además, ¿qué le podía decir: sé que tu mujer era hermosa? No, no quería entrometerse. Quería ganarse su confianza, era lo menos que él se merecía, después de todo lo que le había dado. Le había brindado una vía de escape a las asfixiantes restricciones de su vida. Se quedó mirando fijamente el fuego y se dio cuenta de que no se había parado a pensar en cómo volvería a la vida que había dejado atrás. No le había dado tiempo ni a respirar desde que había entrado en aquella casa, hecho muy significativo, sospechó. ¿Realmente echo algo de menos? Se hizo esa pregunta al volver al dormitorio, mientras esperaba expectante algún arrepentimiento. Llegó el dolor, pero no por la seguridad y la tranquilidad de su rutina, ni por las invitaciones que perdería. Llegó por su amistad con madame de Bourcier y las singulares lecciones y conversaciones que habían compartido. Se sintió aislada. Realmente no tenía a nadie con quien hablar sobre las transformaciones que estaba experimentando, ni de los extraños cambios en su relación con Sotherton. Pero madame de Bourcier la entendería. Quizá podría salir un momento para... La entrada de Drake interrumpió sus pensamientos. Ella hizo una fingida reverencia mientras él admiraba el esfuerzo que había hecho su modista. —Mi amiga está encantadora esta noche. —Le besó la mano enguantada antes de que ella pudiera responder. —Gracias, Merlín. De su espalda sacó una pequeña cajita negra de satén. —Para esta noche. Abrió la caja y ella reaccionó exactamente como el joyero había predicho. —¡Oh, Dios mío! ¡Esto es demasiado, Drake! —Dio un paso atrás, aunque él se dio cuenta de que no podía apartar los ojos de la magnífica hilera de perlas salpicadas de granadas y filigranas de plata que le adornarían el escote. La cadena era perfecta para el conjunto de aquella noche, el lustre de las perlas y las granadas resaltaban el color de su piel. —Merriam —dijo, sujetando el presente frente a ella—, eres mía durante toda esta temporada, ¿te acuerdas? La pregunta captó su atención. —S...sí, pero no sé qué tiene que ver eso con que te gastes una pequeña fortuna en... Él avanzó y la tomó entre sus brazos, buscando sus labios, la lengua sobre la de ella y saboreándola hasta que ella suspiró. Alzó la cabeza lentamente. —Mi amante, Merriam, a la que desear y adorar, a la que vestir y malcriar, a la que adornar y exhibir como yo quiera. —Pero... —Me lo prometiste, Merriam. Y yo juré que te proporcionaría una indecente temporada. Ahora, ¿cómo puedo hacerlo si me rechazas hasta un pequeño presente como éste? —Levantó

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la cajita de nuevo antes de que ella pudiera hacer comentario alguno sobre su concepto de «pequeño», con la mirada triunfante y guasona—. Si no aceptas mis presentes, Merriam, me voy a sentir ofendido. Su mente aún nadaba en aquel beso y le resultaba imposible contradecir su pecaminosa lógica. Finalmente, se rió y se rindió ante su generosidad. —Eres incorregible. —Le dejó ayudarle con la filigrana, y el beso que recibió en la nuca al apretar el cierre hizo exhalar un suspiro entre los labios, prendiendo una estela de fuego que le atravesó la espalda hasta desembocar entre sus piernas. Se dirigió al espejo para admirar el regalo, consciente de que él la observaba a través del mismo. Él estaba absolutamente maravilloso vestido con aquel traje y, cuando la miró con aquellos ojos castaños hundidos en una tormenta de fundido deseo, logró que se esfumaran todas sus inseguridades y temores. Era suya. Aquel collar era un símbolo de su nuevo estatus. Una mujer que había huido de todo lo respetable. No necesitaba peroratas como la de lady Sedgewold para entender las implicaciones de aquello, pero en lugar de sentirse avergonzada o temerosa, se sentía deseada y demasiado segura. La había elegido para la temporada, y eso bastaba. Tenía que bastar.

Merriam se armó de valor con la estudiada indiferencia de Drake e hizo todo lo posible por contagiarse de su fortaleza e ignorar los murmullos y los incontables binoculares que apuntaban hacia su palco. Pero aquello era peor que el parque. El valor del que se había congratulado en casa la había abandonado al entrar en el teatro. Un paseo a caballo en público era algo demasiado inocente como para ser malinterpretado, pero no había duda del significado de las joyas que lucía en su cuello, ni de la forma en que Drake rodeaba posesivamente el respaldo de su silla. Sólo esperaba que una vez hubiera empezado el espectáculo, este superaría la novedad de que el duque de Sussex se hubiera presentado con una nueva amante. —Drake —susurró—, ¡todo el mundo nos mira! Él sonrió y luego, para su desesperación, le cogió la mano y le besó los dedos. —Debe de ser por el collar. Ella trató de no sonreír, intentando no animarle a seguir, mientras más anteojos ornamentados se giraban hacia ellos. Merriam se imaginó lo que aquello debería parecer, las cabezas juntas, el inconfundible e íntimo interés de la mirada de Sotherton, visible a cualquier distancia. —¡Drake, por favor, compórtate! Le soltó suavemente la mano con fingida contrición. —Si insistes —dijo, reclinándose en su asiento—, pero me temo que voy a tener que castigarte cuando lleguemos a casa por ser tan cruel conmigo en público. Merriam jadeó al escuchar aquella erótica amenaza y la cara le empezó a arder. —Tú...

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El ruido de un mozo en la puerta la interrumpió instantáneamente, y rezó por que no los hubieran oído. —Disculpe, excelencia, pero un tal lord Colwick quisiera verlo unos minutos. Está abajo, en la sala de caballeros. La expresión de Drake se endureció al instante. —Ya bajo. Espérame en la puerta. —Se giró hacia Merriam—. Perdona, querida, vuelvo enseguida. —Le besó la mejilla y siguió al mozo, saliendo del palco. Merriam osó lanzar un vistazo al público para comprobar si había descendido el número de mirones por obra del Señor. Le aterrorizaba la idea de estar ahí sentada, sola, mientras un teatro atestado de gente se quedaba mirándola con la boca abierta. Toda una vida practicando la manera de pasar inadvertida no era nada comparado con la tortura de estar siendo expresamente analizada y comentada por sus iguales. Esperaba que fuera una urgencia por lo que Drake la había dejado sola, y aun así... Se giró nerviosa, haciendo todo lo posible por fijarse en los actores. Cruzó las manos y mantuvo el gesto neutro. Desafortunadamente, la ópera italiana era difícil de seguir y Merriam se empezó a preguntar si a los cantantes no les daría dolor de cabeza tantos chillidos y aullidos. Oyó que la puerta se abría tras ella y suspiró de alivio. Sin girarse susurró. —Me alegro de que hayas vuelto. Creo que todo el teatro estaba haciendo apuestas sobre cuánto tardarías en... —Señora Everett. —Julian se sentó a su lado y Merriam casi da un salto en su asiento. Sólo saber que la gente la estaba observando ávidamente la mantuvo quieta. Aun así, pudo escuchar el sordo rumor de interés suscitado por la llegada del conde de Westleigh a su lado. Sus esperanzas de que la novedad se fuera disipando se esfumaron inmediatamente. Julian se había asegurado intencionada o inintencionadamente de que el segundo acto de aquella pesadilla se produjera. —¡Señor! Sotherton no está y no creo que sea el lugar ni el momento más apropiado para presentarse... —He esperado deliberadamente a que saliera. Es difícil encontrarla a solas. Sólo quiero que me disculpe por haber hecho enfadar a Sotherton cuando nos encontramos en el parque. No era mi intención interponerla en medio de una antigua rencilla. —Está usted perdonado, buenas noches. La sonrisa de Julian tras tratar de echarle del palco de Sussex le provocó a Merriam un cosquilleo en el estómago. Su atractivo a tan poca distancia era demasiado. —Señora Everett, probablemente me lo merezco. —¿Qué se merece? —dijo frunciendo el ceño, desconcertada. Siguió mirando nerviosa hacia la puerta, Drake aparecería en cualquier momento—. ¡Por favor, señor! Si Dra... si su excelencia lo ve aquí, puede malinterpretar sus intenciones. Le pido que sea clemente. Sólo puedo soportar un escándalo al día, señor. Julian suspiró al darse cuenta del creciente número de mirones, luego devolvió la atención hacia ella con indiferencia. —Si insiste, señora Everett. Me voy, pero debemos vernos en otra ocasión. Es de suma

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importancia. —Le cogió la mano enguantada y se la besó galantemente. Merriam apartó la mano, sintiendo su ardor. —Por favor, márchese. —Trató de recuperar la compostura, preguntándose cómo podía una mujer haber acabado en semejante situación absurda. —Está en peligro, señora Everett. Su mirada era tan intensa, tan seria que hablaba por sí sola. Era como si estuviera a punto de embestirla, o de besarla. —En ese caso debe usted salir de aquí inmediatamente. Se levantó. —No es por mí, Merriam. —Su susurro fue tan débil que fue como una caricia en la espalda y luego se marchó. Merriam trató de controlar el temblor de sus piernas. Había sido uno de los encuentros más inesperados y extraños de su vida. ¿Que no era por él? ¿Por quién entonces? ¿Se refería a Drake? La ratoncita en su interior la interrumpió con un chillido. Prácticamente, Drake me ha dicho lo mismo. Sotherton le había advertido la primera noche que era peligroso acercarse a él. Ella había creído que se estaba burlando de ella elogiando su valor y le pareció que simplemente estaba tratando de desconcertarla. Pero las conversaciones en el parque y la forma en que la gente reaccionaba ante él aumentaron su nerviosismo, conforme iba añadiendo nuevas piezas al puzle. Merriam se sacudió. Su imaginación la superaba y se obligó a mirar hacia el escenario, donde una enorme mujer vestida con una toga rosa iniciaba un solo, agarrada a una columna de madera. Merriam se agarró a los brazos del asiento como si se estuviera enfrentando a una ejecución, pero mantuvo la expresión neutra. Le preguntaría a Drake después. Mientras tanto, estaba decidida a permanecer allí sentada aunque el mismísimo Belcebú se sentara a su lado y le preguntara por la ópera.

—¿De qué se trata, Colwick? —Drake no desperdició ni un segundo, ya que una parte de él estaba nervioso por haber dejado a Merriam sola y expuesta en público. Ella había realizado un enorme esfuerzo por ocultar sus dudas, pero él sabía que a su amante no le hacía ninguna gracia toda la atención de la que estaba siendo objeto—. No es propio de ti sacar a un hombre del teatro para charlar. —Sotherton, yo no soy nadie para interferir, hemos sido amigos durante muchos años. Drake empezó a sospechar la razón de aquel encuentro. —¿Me estás diciendo que algo ha cambiado? Hasta donde yo sé, aún somos amigos, supongo que es tu costumbre de entrometerte lo que ha cambiado. —¿Quién es, Drake?

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—¿Y eso qué importa? —Sí que importa. Habías renunciado a las mujeres. Recuerdo tus interminables discursos sobre lo usureras y mentirosas que son. ¿Y ahora, a mitad de temporada, te echas una amante? —Alex no continuó por no decir obviedades: que Drake no sólo tenía una nueva amante, sino que, al parecer, se trataba de una amante insólita: una tímida viuda de la que nadie recordaba nada, pero que había disparado todas las conjeturas sobre quién debía de ser aquella «pobre corderita» esta vez. —Un hombre puede cambiar de opinión... —¿Quién es la señora Everett, Sotherton? —Una viuda encantadora que he acogido bajo mi protección —Drake logró mantener el tono tranquilo y neutro—, te estás volviendo un poco entrometido, Alex. Alex entrecerró los ojos; el desagrado de Drake no le resultó convincente. —Es la mujer a la que estabas buscando en casa de lord Chaffordshire aquella noche ¿verdad? la buscaste, igual que estuviste buscando aquel traje de hechicero. —Alex, te lo advierto —dijo Drake, sin alzar la voz. —De alguna manera, ella forma parte de todo. —¿Y qué pasa si es así? —se defendió Drake—. Es asunto mío. —Sotherton, debes entrar en razón antes de que sea demasiado tarde. Sea lo que sea lo que estés haciendo por... —Esta conversación ya la hemos mantenido antes —le cortó Drake impaciente—, y si mal no recuerdo, acabó de mala manera. No tengo ningún interés en repetir la escena. No quiero que te impliques en todo esto, Alex. Su amigo sacudió la cabeza con incredulidad. —¿Después de todos estos años y todavía no confías en mí? —Confío, amigo mío, en que no me vas a dar tu aprobación. —Drake se pasó la mano por el cabello—. Confío en que te mantengas al margen y me dejes hacer lo que tengo que hacer. —¿De verdad crees que Julian la asesinó? ¿Estás seguro, Drake? ¿Vas a darlo todo por la venganza? Drake suspiró y luego, la frialdad se apoderó de su mirada. —Estás haciendo la pregunta equivocada, Colwick. —¿Ah sí? —preguntó Alex arqueando una ceja—. ¿Y cuál es la pregunta acertada, Sotherton? Ilumíname. —Pregúntame lo que estoy dispuesto a arriesgar... pregúntame lo que estoy dispuesto a dar por destruirle, por haber asesinado a Lily. —Muy bien, entro en el juego. ¿Qué vas a arriesgar? ¿Qué vas a dar? La sonrisa de Drake hizo que Alex se estremeciera. —Todo, lo que sea, a quien sea. Ultimo aviso, Colwick, mantente al margen. —No eres el malvado que aspiras ser, Sotherton.

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—No todos podemos aspirar a la santidad, Alex. —Drake hizo un sutil saludo con la cabeza y se marchó sin mirar atrás. Alex dejó que se marchara y se obligó a esperar unos minutos hasta que el torbellino de sentimientos que atronaba en su interior se apaciguara. El brutal asesinato de Lily era una herida abierta y, dijera lo que dijera Drake, Alex no creía que un plan de venganza llevara a nada más que a otra tragedia. Pero también sabía que cualquier deseo de Sotherton por «volver a empezar» estaría manchado mientras sus iguales siguieran pensando que el duque de Sussex había cometido un asesinato impunemente. Aun así, a Alex le resultaba difícil entender la lógica de los planes secretos de su amigo, ni de qué manera una mujer como la señora Merriam Everett podía formar parte de ellos. Cogió el sombrero y el bastón y se dirigió con determinación a la puerta. Drake no era el único que contaba con los recursos necesarios para conseguir información, ni con la voluntad de poner en marcha los acontecimientos. Llegaría al fondo de todo aquello y, ya que Drake no estaba dispuesto a detenerse, haría todo lo posible por impedir que ocurriera lo peor.

Drake subió la escalera hacia su palco lamentándose de nuevo de haberse visto obligado a hacer peligrar su amistad con Colwick. Pero había contado la verdad al decir que estaba dispuesto a sacrificar lo que fuera para alcanzar sus fines. Y ya había ido demasiado lejos como para volverse atrás. Alzó la vista y vio a Westleigh bajando por las escaleras. Supo que aquel no era un encuentro fortuito, cuando vio que Julian ralentizaba el paso al verlo y se dirigía hacia donde él estaba. —¿Me buscabas?—dijo Drake —En absoluto —dijo Julian, lanzándole una sonrisa engreída antes de tratar de pasar. Drake le cogió del brazo. —Déjala en paz, Clay. Julian ni siquiera trató de fingir que no sabía a qué se refería Drake, ni de negar que viniera de ver a Merriam. —Por lo que veo, sigues siendo el mismo de siempre, Sotherton. —Es mía, Julian —dijo Drake, apretándole el brazo—, y esta vez no te vas propasar. —¿Aún crees que las mujeres son algo que puedas poseer o controlar? —¿De eso se trata? ¿De darme una lección sobre la independencia de las mujeres? — Drake le soltó el brazo—. ¿Es esa la lección que crees que debo aprender? Julian se frotó la manga. —Entre otras muchas, sí. —Tú no eres quién. —¿Por qué no me demuestras que has pasado página, Sotherton? —Julian le lanzó una mirada airada—. A diferencia de lo que hiciste con Lily, si me prefiere a mí ¿la vas a dejar

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vivir? Drake agarró a Julian por la solapa, lanzándolo hacia el revestimiento tallado de la escalera. Aquel movimiento cogió a Westleigh por sorpresa y éste se quedó sin aliento al ver que Drake tomaba el control de la situación. —¡No te atrevas a pronunciar su nombre en mi presencia! —¿Tienes miedo de los fantasmas, Sotherton? —Algo tembló en el rostro de Julian—. Yo sí. Drake lo soltó con un gruñido de asco. —Tienes más razones que yo para tenerlo. Julian lo miró a los ojos, lleno de emoción. —Cuando volviste, no me lo podía creer. Pero ahora —se alisó el abrigo y dio un paso atrás—, estoy deseando derrotarte, Sotherton. —Esta vez, Julian, no te daré la espalda. Si quieres algo mío, tendrás que tomarlo abiertamente y cuando fracases, quiero que recuerdes que jamás me llegaste a vencer, Julian, jamás. Julian entrecerró los ojos ante la amenaza. —Su sangre está en tus manos, Sotherton. —Y en las tuyas —dijo Drake, sin inmutarse. Fue Julian quien finalmente se retiró y continuó bajando las escaleras, para salir del teatro. Drake observó que se alejaba, preguntándose si Julian se giraría para comprobar si seguía ahí. ¿Se había referido a la sangre de Lily? ¿O a la de Merriam? Le sobrevino un peso en el pecho al repetirse aquellas preguntas. Porque, pensó, honestamente no lo sabía. Lo único que sabía era que aquel juego se estaba volviendo aún más peligroso.

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Capítulo 12

Una vez de vuelta al palco, Merriam sabía que la gélida expresión en el rostro de Drake era por la visita que Julian le había hecho. Aun así, mientras atravesaban las oscuras calles de Londres en el carruaje, Drake no hizo mención alguna de ello, en su lugar, cuanto más se acercaban al santuario de su mansión, menos tenso parecía. —¿Te ha gustado la ópera, Merriam? —Su tono no denotaba sarcasmo ni atisbo de trampa. —La verdad es que no —confesó, observando cómo reaccionaba ante tanta honestidad, envalentonada por la oscuridad—. Con todo el mundo observándome, me ha resultado difícil no sentirme decepcionante. —Él le cogió de la mano en la penumbra entre los cojines del asiento, apretándole los dedos para insuflarle valor y Merriam continuó, confortada—: Creo que la gente esperaba que fueras a elegir a una mujer con más glamour para presentarte en público. —No debería importante lo que piense la gente. —Oh, ya. —No pudo evitar sonreír, aquello era muy fácil para un hombre, Drake ya había demostrado su indiferencia ante las murmuraciones de la alta sociedad. Pero una mujer, en especial una mujer sencilla con tendencia a la timidez, eso era otra historia. Con transformación o sin ella, la ratoncita siempre formaría parte de ella. Y un ratón sabe que no debe subestimar una ciudad llena de gatos. —Sólo debería influirte la opinión de una persona —continuó, levantándole la mano para quitarle el guante. —¿Sí? —preguntó, fingiendo ignorancia, previendo su respuesta. ¡Típico de un hombre! Ahora diría que la única opinión que contaba era la de él y luego le haría un cumplido para aliviar su maltrecha confianza. —Desde luego —Drake se puso la mano de ella en la boca y la rozó con la lengua antes de besarla—, la tuya. Tu opinión es la única que importa. —¡Oh! —exclamó sin aliento. Antes de que se le ocurriera algo ingenioso que añadir, el carro se detuvo ante la casa. Drake salió primero y luego la ayudó a ella. La acompañó arriba y Merriam lo cogió del brazo con los dedos trémulos. La estaba tratando como un frágil tesoro y la inquietud que había experimentado aquella noche empezó a diluirse. —Me gusta ese vestido —le comentó al alcanzar el santuario del dormitorio, llevándola hasta la enorme cama que compartían—, pareces una sirena, una sirena bajo la luz de la luna con ese vestido.

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Su cuerpo respondió a aquellas palabras; cada fibra de su ser anhelaba personificar a una hechizante sirena que pudiera obligarle a venir hasta ella. La humedad le inundó la entrepierna, traspasando los lazos de seda de las medias, y sus pechos se hincharon en el interior del corsé. Ella se dirigió hacia sus brazos, levantando la cara para que la besara, con una lenta y dulce invitación que sabía él aceptaría. Él inclinó la boca para capturar la suya y fue como un primer beso. Tan reverente y tierno que creyó que rompería a llorar. El suave roce de sus labios fue como el azote más puro de fuego, provocando un gemido desde lo más profundo de su interior. Ella sacó la lengua rápidamente para bailar en el borde de la suya y él tensó los brazos, que la rodeaban, uniendo su lengua a la de ella alimentándose mutuamente de deseo. Drake se obligó a concluir el beso, con la respiración rápida y entrecortada. —Esta noche —dijo antes de llevar los labios hacia su frente y sus sienes— quiero ir lentamente, Merriam. Quiero ir sin prisas y saborearte hasta que se me nuble el pensamiento. A ella le temblaron los párpados al escuchar el sonido de su voz, y sus ojos azul grisáceo destellaron frente al suave fulgor de la chimenea, mientras asumía la promesa de aquellas palabras. Se limitó a asentir. —Sí, yo también quiero que sea así, Drake. Su sonrisa fue como un pausado rayo que la atravesó, un crepitante arco de energía invisible que hizo sentir que sus huesos se tornaban blandos y huecos. —Entonces, un nuevo juego —dijo. —Sí —sonrió Merriam, con un brinco en el corazón, excitada ante la perspectiva de sus imaginativos jueguecitos. Su Merlín ideaba unos juegos maravillosos y a ella le encantaba aprender juegos nuevos que él parecía inventar sólo para ella. —Un juego lento —añadió ella, ignorando el ardor de su deseo. Le había dicho que quería ir lento y saborearla, y no estaba dispuesta a perderse aquel torturador placer. —Sí —aceptó él—, un juego lento. Drake la soltó y dio un paso atrás, observándola. —Quédate ahí, Merriam. —Se sentó al pie de la cama sin dejar de mirarla—. Las normas son que vas a hacer todo lo que yo te diga. Las normas son que me vas a obedecer sin dudar y ambos nos veremos recompensados. Ella trató de no reír. —¡Eso no es un juego, Drake! —dijo poniéndose las manos sobre las caderas, fingiendo traviesa resistencia, aunque no logró engañar a ninguno de los dos. Él enarcó una ceja. —Suena como si estuvieras demasiado asustada para jugar... —En absoluto —sus ojos ardieron de deseo e interés, haciendo que a él se le abultara el miembro—, ordena y manda, señor. Soy toda tuya. —Desnúdate para mí. A Merriam se le paró la respiración durante un momento al escuchar aquellas palabras. Se

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había desnudado delante de él una docena de veces y él la había desnudado otras tantas. Pero, de algún modo, aquello era diferente. Ponerse delante de él y desnudarse, con él mirándola, sujetándola, acariciándola... A Merriam le temblaron las manos y empezó a manipular los diminutos enganches del cuerpo del vestido, soltando la parte delantera, rozando con las yemas de los dedos las curvas internas de sus senos. Una vez había acabado con la parte delantera, no hizo movimiento alguno porque la tela cayera de sus endurecidas puntas. En lugar de ello, desvió la atención hacia los lazos de las mangas, dejándole lanzar fugaces miradas a la piel que tanto ansiaba, consciente de sus anhelos. Alzó unos de los brazos, girándose para asegurarse de que Drake al menos pudiera ver el perfil henchido de sus pechos mientras concluía aquella «inocente» tarea. El agudo jadeo de él fue la recompensa que provocó que le empezaran a temblar las rodillas. Desató las mangas y luego, sin mediar palabra, dejó que el vestido cayera desde los hombros hasta el suelo. Luego se quitó los zapatos, inclinándose con picardía para desatar los cordones, mostrando sus pechos desnudos suspendidos para excitarlo, con los pezones sonrosados que anhelaban que él los tocara. Una parte de ella esperaba que él la instara a apresurarse, pero Drake permaneció en silencio, permitiendo que fuera ella quien marcara el ritmo, ignorando la evidente tensión de su piel; no quería prisas en aquella diversión. Ella se irguió, estirando el brazo hacia la cintura para desatar los cordones de las enaguas, que cedieron con facilidad y tomó aire profundamente antes de dejar que se cayeran al suelo junto al vestido. Les dio una patadita para apartarlos y, a continuación, se giró para ponerse frente a él, ahora sin nada puesto, excepto las medias azul claro atadas con cintas plateadas y un corsé de medio cuerpo a juego que realzaba sus pechos desnudos. Los humedecidos rizos le ocultaban el sexo de la vista y Merriam logró superar el impulso de cubrirse con las manos. —Vamos —le pidió con suavidad. —Ne... necesito que me ayudes con los cordones —admitió, incomodada por estropear el juego. Pero cuando se le acercó ofreciéndole la espalda y el corsé, él colaboró sin quejarse, soltando los cordones, evitando rozarle la piel con los dedos, para luego hacerla girar. —Acaba, Merriam. Estaba más cerca de él, de pie entre sus piernas extendidas y aquella fue una petición que no quería tener que oír dos veces. El corsé se deslizó sobre sus caderas con un pequeño temblor y los pechos rebotaron levemente al hacer el movimiento. Dejó caer la prenda al suelo y vaciló, esperando ver si él se inclinaría para capturar uno de sus impertinentes pezones con la boca. —Las medias también. —Drake tenía la mirada fija sobre la última barrera entre sus manos y aquella piel, pero las mantuvo sobre las rodillas. Resultaba exasperante que no hubiera estirado los brazos para tocarla. El deseo empezó a alcanzar los límites de una dulce y potente frustración innegable. El juego consistía en obedecer todas sus órdenes, pero la manera en que le debía obedecer era cosa suya. Una picara sonrisa le atravesó los labios. Merriam levantó la pierna derecha y la puso sobre la cama, con el tobillo rozando la cara exterior de los muslos de él, ofreciéndole la humedad de su sexo, mientras desataba el lazo que sujetaba las medias. Ella pudo oler su propia excitación

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y sabía que haría efecto sobre los sentidos de él. Una vez desatada la cinta, enrolló la seda, quitándosela, extendiendo los dedos para subrayar el trayecto que deseaba que él siguiera después, mostrándole la piel, ardiente por que él la tocara. Dejó caer la pierna derecha y repitió el mismo proceso con la izquierda; una vez más, él únicamente la premió con una mirada de aprobación y con la dolorosa imagen de su erección luchando en el interior de sus pantalones hechos a medida. Dejó caer la pierna con reticencia y se puso de pie frente a él, completamente desnuda, llevando únicamente el collar de perlas y granates que él le había regalado. Con el corazón palpitándole en el torso, esperó anhelante la siguiente «orden». —Súbete a la cama, Merriam, sobre las almohadas. Una oleada de alivio la atravesó. Se apartó de él y se metió en la cama, reclinándose tímidamente sobre las almohadas, para mirarle mientras él se desvestía para unirse a ella. Drake se levantó consciente de sus expectativas, disfrutando inconmensurablemente. No le apetecía pelearse con el traje después, cuando cediera a su deseo y se sumergiera en aquel cuerpo para perderse en su interior. Se desvistió con quietud, sorprendiéndose de lo mucho que disfrutaba viendo que ella lo recorría con la mirada, observando la manera en que se había estremecido y gemido al verle la verga hinchada sobresaliendo de sus caderas. Ella alargó los brazos. —Apresúrate, Drake. Él agitó la cabeza. —Esta vez será un juego lento. Él se metió en la cama, pero manteniendo algo de distancia, moviéndose hacia el centro, hacia la parte inferior del colchón. Ella se mordió el labio, la rebelión y el ansia luchando en su interior al mirarle la erección. Finalmente, el ansia ganó. —Muy bien. —Su mirada abandonó el endurecido sexo y logró dirigirse hacia la de él—. ¿Qué deseas ahora, Merlín? —Abre las piernas —le ordenó con una voz áspera de lujuria. Merriam separó las rodillas, enroscando los dedos bajo la cubierta y abriéndose ante sus ojos. —Drake... —Ábrelas más. Tras un par de segundos, obedeció hasta que sus muslos se tensaron, revelando los húmedos pliegues carmesí de su sensible entrada. Era vulnerable y estaba increíblemente atractiva y deseable. A Drake no se le ocurría una visión más gloriosa que Merriam reclinada sobre las almohadas, desnuda y abierta ante él. Pero quería más. —Tócate. —¿Q... qué? —dijo con párpados temblorosos por la sorpresa, gesto que a Drake le pareció muy atractivo.

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—Quiero ver cómo te tocas. Quiero ver cómo te das placer. Quiero ver cómo llegas al clímax. El pudor suscitó en ella un impulso de rebelión contra aquella orden. —No... no puedo, Drake, por favor, ven aquí —dijo con un mohín que amenazaba con tomar el control sobre él. Volvió a estirar los brazos—, deja que te sienta dentro de mí. Él negó con la cabeza. —Primero obedece, luego tendrás tu recompensa. —Observó cómo surgía el calor en sus senos y el rubor de sus mejillas al escuchar aquella petición, excitándose aún más. Se alzó, poniéndose de rodillas, su erección apuntando hacia ella. Ella la miró y él pudo ver cómo le temblaban las piernas, los músculos le bailaban en una primitiva danza suplicando que la montara y la llevara hasta el orgasmo—. El juego lento se acelerará, querida, si haces lo que yo te diga. Por favor, Merriam imagínate que tus manos son las mías, por favor. Estaba casi ciega de deseo y sabía que no tenía las fuerzas ni las ganas de luchar contra él. Quería hacerlo. Él la animó con la mirada. Cada segundo que pasaba, su vulnerabilidad se iba transformando en fuerza. Volvió a mirarle el henchido miembro, excitada de sólo mirarlo, una parte de ella estaba maravillada. Quiero hacerlo. Empezó a mover las manos y sus gemidos de placer fueron el último acicate que necesitaba para olvidar sus reservas. Mis manos son tus manos, se repitió a sí misma y la conexión entre ellos fue creciendo cada segundo que pasaba. Se agarró los pechos, alzándolos, apretándoselos y frotándoselos con los dedos, hasta rozar los oscurecidos pezones. Hincó las uñas en sus pezones, pellizcándolos hasta que contorsionó las caderas al sentir el calor arremolinado que sus toscas caricias habían abierto a su latente clítoris. Drake la miró fijamente, con expresión de asombro y de fundida lujuria y Merriam comprendió que no había manera de ir demasiado lejos. Que de una manera u otra, él no apartaría la mirada de ella. Dejó caer una de sus manos y la fue deslizando bajo el vientre, rozando los gruesos rizos de su sexo, hasta que alcanzó el lugar en el que quería sentirle dentro. Primero, sólo se tocó los labios, tan húmedos y suaves que aguardó un instante para adaptarse a la nueva sensación de su propia mano sobre sí misma. Pero quería más y estaba claro que Drake también quería más. Se soltó un pecho, dejando que la mano siguiera la misma trayectoria que la otra. Utilizó los dedos para apartar los labios y encontrar el endurecido botón de su sexo. Con la punta de un dedo, apretó y se acarició la minúscula protuberancia, mordiéndose el labio inferior al sentir que la tensión entre las caderas empezaba a aumentar en latidos cíclicos que cubrieron sus pechos y muslos. Ella descubrió la presión y el ritmo que marcaron el camino que podía llevarla al límite. —Un juego lento, Merriam. —El susurro de Drake le provocó un erótico escalofrío que la atravesó—. ¿Recuerdas? Ella asintió, sola sobre las almohadas, pero increíblemente acompañada por él; la intimidad de su exploración lanzó un hechizo sobre ambos. Ella ralentizó el baile de sus dedos sobre el

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clítoris, retorciéndose y elevando las caderas para asegurarse de que él pudiera ver todo lo que hacía y cada una de las respuestas de su cuerpo. Cerró los párpados al introducirse un dedo, rodeándose el borde pero añadiendo la fricción de aquella invasión al intrincado juego de su otra mano. La deliciosa tensión ascendió en espiral y Merriam supo que no podría reprimir el éxtasis por mucho tiempo. Abrió los ojos para mirarlo y transmitirle su dilema, pero el ardor al ver que la comprendía fue el último empuje que necesitaba. Como por voluntad propia, sus dedos empezaron a moverse más rápidamente y cuando Drake se lamió los labios, se vio incapaz de detener el delicioso desliz de placer cuando la primera oleada del clímax se apoderó de ella. —No te detengas, Merriam —la animó, luego se giró para agarrarle uno de los pies, llevándoselo a la boca. Esto es una locura, gritaba una parte de ella, pero nada parecía hacer que sus dedos se detuvieran, ni que las oleadas de placer dejaran de recorrerle la espalda mientras Drake empezaba a explorarla por su cuenta. Le besó la planta del pie y luego fue siguiendo la curva de la pantorrilla. Se detuvo, entreteniéndose con las corvas y otra oleada la atravesó con aún más fuerza, haciéndola gritar. —D... Drake, por favor... ba... basta... Él sacudió la cabeza. —Sí, más, mucho más. Alargó el brazo para tocar la humedad de su entrepierna, y mientras ella continuaba en su orgasmo, se acercó uno de los dedos para inhalar la dulce seda de la miel de su éxtasis. A continuación, mientras ella observaba, volvió a introducir los dedos en aquella humedad, para luego tocar con los dedos empapados los pezones. —¡Drake! Él se inclinó para paladear el sabor de ella en sus pechos, chupándolos como si fueran el clítoris, inexorable ante aquella tortura. Luego se colocó entre sus piernas, implacable pero suavemente y tomó el control. Sus dedos sustituyeron los de ella. Con la otra mano la agarró de las muñecas para capturarlas y sujetarlas sobre su cabeza. Ahora estaba indefensa y no podía luchar contra la cascada de aquel orgasmo. Se retorció bajo él, luchando más por absorber todas las sensaciones que por lograr soltarse. Estaba atrapada en un triángulo de erótica perfección. El abandono de sus manos sobre la cabeza, él lamiéndole los pechos con avidez acompasada con el movimiento de sus dedos y las implosiones dentro de ella. El orgasmo se alargó tanto, la tomó de forma tan poderosa que no podía respirar, ni gritar, no podía hacer nada más que rendirse al brillante muro de estrellas que la recorría desde su interior y la engullía. Por unos segundos perdió la conciencia, para recuperarla sólo en otra oleada de placer. Drake apartó la mano del clítoris, incapaz de reprimir su propia necesidad de desahogarse. Se agarró el miembro para introducirlo en el húmedo pasadizo que su cuerpo estaba ávido por penetrar. Se la cogió, echando hacia atrás la aterciopelada piel que rodeaba el endurecido glande, e inconscientemente, empezó a frotársela. Había esperado demasiado. Era pedir demasiado. Eyaculó sobre su clítoris y el éxtasis le sobrevino con tal potencia y rapidez que le

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pareció ver estrellas y haces de luz cruzándose ante sus ojos. Llegó sin pensar, penetrándola cuando el último espasmo le atravesaba el cuerpo. La dejó dormida, bajó a su despacho y se sirvió un brandy. «No eres el malvado que aspiras ser.» —Oh, te equivocas —susurró en aquella habitación vacía, contestando a los ecos de la acusación de Colwick. Por primera vez desde que había iniciado aquella aventura, se vio debatiéndose en su interior. La imagen de ella retorciéndose sobre las almohadas, abrasándole con la mirada, confiada, llegando al orgasmo, lo obligaron a tomar otro trago de la copa. El hecho de que pudiera afectarle tan intensamente le provocó un escalofrío. Acostarse con ella se estaba convirtiendo en una actividad adictiva. Drake comprendió que tenía que controlarse, de lo contrario, sus planes podrían irse al traste.

Al día siguiente, por la tarde, Drake aguardaba en su despacho una visita, con el pasado y su actual dilema aún en mente. ¿Cómo había empezado todo aquello? Se sentó en el escritorio y observó los ordenados montones de documentos y los inocuos registros de cuentas que se habían convertido en sus armas. Lily, una vez, le había dicho bromeando que crecía con el orden... pero que en secreto se alimentaba del caos. ¿Cómo había empeorado tanto una simple rivalidad con Julian? «Su sangre está en tus manos, Sotherton.» «Y en las tuyas.» Hubo un tiempo en que habían sido amigos inseparables. Se conocían desde siempre. En la universidad habían sacado lo mejor y lo peor de sí mismos. Los perfectos amigos, los perfectos rivales; dos jóvenes comenzando a buscar su lugar entre sus iguales, sin importarles nada más que el placer del momento y su propia diversión. En un burdel, cuando tenían veintidós años, Drake lo había retado a ver quién aguantaba más. Se acostó con una chica, disfrutó tremendamente y se sentó abajo esperando a que Julian se tomara el reto al pie de la letra y tratara de acostarse con la tercera planta entera de la casa. Luego se había reído cuando Julian cantó a los cuatro vientos su victoria y Drake le indicó que, aunque él también estaba saciado, era Julian el que había perdido un montón de dinero. —¡La victoria siempre tiene un precio! —le había contestado su amigo, indiferente por haber perdido algunas monedas. Pero Drake había negado con la cabeza. —Puede que el precio sea demasiado alto, amigo mío. —Jamás —aseguró Julian con la mirada centelleante. A Drake le encantaba aquel brillo, lo había alimentado desafiando a Julian una y otra vez, para después sentarse y reírse del resultado. Ganara o perdiera, los juegos, por lo general, siempre eran inocentes... al principio. Pero luego Julian le había dicho que no había nada que Drake poseyera que él no pudiera

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arrebatarle si lo deseaba. Estaban ebrios y Drake no hizo mucho caso hasta que, un tiempo después, Julian empezó a robarle las amantes a Drake para después poner los ojos sobre su esposa. Jameson apareció por la puerta. —Su abogado está aquí, excelencia. ¿Le hago entrar? —Sí, gracias, Jameson. Drake se levantó para saludar a su abogado, William Hughes, que portaba su cartera de piel negra, con un aspecto impecable que lo alejaba de cualquier rastro de trivialidad. —Buenas tardes, señor Hughes. Le agradezco su presteza. Hughes le saludó con la cabeza y se adelantó con pasos muy comedidos. —Me enorgullezco de tratar los asuntos de mis clientes más importantes con la mayor presteza, excelencia. —Por favor —Drake le señaló una de las sillas de su escritorio—, empecemos entonces. El abogado tomó asiento. —Me he tomado la libertad de suponer que esta reunión es en relación a ese asunto que ya hemos tratado anteriormente: su deseo de acumular una serie de «deudas» relacionadas con una persona concreta. Drake asintió, aprobando el estilo directo de aquel hombre. —¿Algún progreso? Hughes sonrió con la mirada iluminada de orgullo por el esfuerzo realizado. —El conde de Westleigh no ha sido tan prudente como cabría esperar. Aunque no ha sido fácil hacerme con toda la información —el señor Hughes sacó algunos papeles de la cartera, entregándoselos a Drake—, aquí tiene una lista bastante completa de sus deudas y descubiertos. Drake observó la lista de nombres y cuentas. —¿Y la señales que hay marcadas? —Recibos y notas de apuestas, excelencia. Drake dio un largo suspiro al comprobar que la mitad de los nombres de la lista tenían la significativa cruz al lado. —No creía que fueran a ser tan altas. —Sus posesiones están hipotecadas y está claro, excelencia, que ha sobrepasado el límite de sus posibilidades. Drake dejó la lista sobre el escritorio con una punzada de compasión al ver la vida de un hombre reducida a una larga lista de pérdidas y equivocaciones. Al momento reprimió aquella sensación. Había pagado por sus pecados, por los reales y los imaginarios. Ahora le tocaba a Julian sentir la feroz mordedura de los giros de la rueda de la fortuna. —Proceda entonces. —Drake le mantuvo la mirada a Hughes—. A finales de esta semana quiero ser acreedor de todas sus deudas. Pero, tal como hablamos, quiero que se haga sin que Westleigh se entere.

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—Como desee, excelencia. —Hughes se levantó, era un hombre eficiente entregado a su tarea—. Estoy seguro de que sus acreedores se aliviarán al ver dinero en efectivo. El abogado se marchó y Drake se levantó con la lista en la mano. Había algo en la fría y solapada manera de atacar a Julian que le satisfacía, pero que a su vez le hacía sentir inquietud. Puede que con aquello lograra descubrir ante todos que era un asesino. Quizá, una vez se apoderara de gran parte del porvenir económico de Julian, Drake le ofrecería clemencia a cambio de una confesión. No, apartó aquel pensamiento casi con la misma rapidez con que había surgido. Era más probable que una vez que Julian se diera cuenta de quién llevaba las riendas, le entrara el pánico y atacara a Drake como fuera. Su amiga entraría en juego. Antes, Drake siempre había supuesto que Julian simplemente trataría de repetir el pasado, que trataría de arrebatarle a Merriam, incluso trataría de destruirla para atacar a Drake y vencerlo. Pero en ese instante le asaltó otro pensamiento. Si Merriam era un títere de Julian, si realmente era su cómplice, tal como Drake había creído al principio, entonces puede que el ataque no procediera de Julian. Sería Merriam quien lo atacaría. Y sería un ataque por la espalda. No, una lúgubre voz en su interior lo corrigió, porque no era tan estúpido como para darle la espalda a un gato con garras. No, Julian sentiría su aliento en la nuca cada vez más cerca y cuando llegara el momento, estaría preparado para lo que su antiguo amigo le pudiera lanzar. Aunque le lanzara a la mismísima señora Merriam Everett.

Julian estiró las piernas bajo la elegante mesa de juego tallada, fingiendo indiferencia ante el menguante montón de cartas frente a él. Una partida de cartas con apuestas elevadas probablemente no era la mejor opción para entretenerse, pero debía muchísimo. Las cartas tenían un vago potencial, pero Julian se debatía con el torrente de sus pensamientos, que le distraía. ¿Cómo es posible que Sotherton fuera tan arrogante y pretencioso? Julian aún se irritaba al recordar lo que había comentado sobre el perdón. Era la primera vez que Drake mencionaba aquella palabra, como si fuera a Julian a quien hubiera que perdonar. No, siempre había superado a Drake durante los años de amistad..., y Lily.... Lily Se le cerró la garganta como si su fría mano hubiera venido a posarse sobre su hombro. Drake la había matado sólo para asegurarse de que Julian no volviera a salirse con la suya. —Tu suerte no mejora, Westleigh. —La mirada de su oponente no era tan compasiva como sus palabras. Y, de repente, Julian no se vio de humor para seguir fingiendo indiferencia. —Dame el recibo para que lo firme y vete al diablo.

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Lo firmó bruscamente, moviéndose con rigidez y estampando una firma irregular. Se marchó del club sin mirar atrás y cogió un coche alquilado. —¿Pa dónde, señor? —A La Bella Carmesí —ladró sentándose en los cojines. Era un hombre necesitado de desahogo, y las mujeres de La Bella siempre habían sido complacientes.

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Capítulo 13

—Estará fuera todo el día, señora —informó Peg mirando esperanzada a su señora, buscando alguna señal de que Merriam pudiera aprovechar la ausencia de Sotherton para escapar—, he oído al cocinero ordenar que se le guarde la cena. Merriam no ocultó su desaprobación. —No creo que eso sea asunto tuyo, Peg. La doncella bajó la mirada. —¿Desea la cena en su habitación, señora? Merriam se mordió el labio al venírsele a la cabeza otra idea. —No, voy a ir a visitar a una vieja amiga. El vestido azul de día estará bien. —Haré que Jameson prepare el coche —contestó Peg, algo más alegre. —N... no —dijo Merriam levantándose del tocador—, cogeré un coche alquilado. Llegaré mucho antes que su excelencia y no hay por qué alterar... nada. Peg asintió y se agachó en el armario para coger el vestido azul oscuro. —Querrá también un pañuelo. Hace algo de fresco y puede que llueva. —Sí, gracias, me lo voy a poner. —Merriam abrió un cajón del vestidor buscando un pañuelo que había colocado allí hacía algunos días. Lo pondría sobre el sombrero para ocultar su rostro de la mirada de los curiosos cuando llegara a La Bella Carmesí. Estaba algo nerviosa y se apresuró para vestirse y realizar aquella salida clandestina para ver a madame de Bourcier. Era la primera vez que Drake salía el día entero por trabajo y Merriam no estaba segura cuándo tendría otra oportunidad. No había tiempo que perder. Mientras sus manos se movían entre medias y ropa interior sus dedos tocaron algo familiar. Merriam sacó su monedero, aquella oscura y pesada bolsita de tela, una reliquia de su vida anterior. Lo abrió y vio que aún contenía el gran fajo de libras dobladas, el soborno con el que había pensado comprar la discreción de Sotherton, junto con otras cosas que había considerado esenciales. Sonrió, recordando cómo se había aferrado a aquella bolsita, ahogada por el deseo y el temor. La idea de que una vez Sotherton la hubiera aterrorizado le parecía ahora ridícula. A continuación Merriam vio algo desconocido en la bolsa e introdujo la mano para cogerlo. Era la tarjeta de visita que él le había dado tan imperiosamente en el invernadero. Observó

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las ornamentadas letras que habían anunciado la entrada de Sotherton en su vida, algo doblada por la fuerza con que la había agarrado aquella noche. Juraría que la había tirado al suelo, pero él debía de haberla recogido y colocado con sus cosas. Sonriéndole a aquel pequeño talismán, decidió que la llevaría consigo, para que le diera suerte.

El tiempo jugó a su favor y Merriam llegó al oasis de las habitaciones privadas de la joven madame sin ningún problema ni demora. La lujosa y confortable habitación la tranquilizó y Merriam se alegró de haberse arriesgado a hacer aquella visita. —¡Qué agradable sorpresa, señora Everett! —Madame de Bourcier la guió hasta el diván. Vestida aún de mañana, con una vaporosa bata de seda color esmeralda sobre un camisón púrpura, parecía una exótica mariposa—. Si hubiera sabido que iba a venir... —Debería haber mandado una nota primero —se disculpó Merriam mientras tomaba asiento en el lugar donde habituaba a hacerlo, entre cojines adornados—, pero me temo que ha sido una decisión impulsiva el venir hoy a verla. —¿Necesita alguna lección rápida? —bromeó Jocelyn, inclinándose para empujar una bandeja con algunas bebidas sobre la mesa al alcance de su invitada. —No —sonrió Merriam—, tan sólo quería ver alguna cara amiga. —¿Le faltan? —preguntó Jocelyn algo sorprendida—. ¿Ha ocurrido algo? Merriam asintió con reparo, sintiéndose de repente vacilante sobre cómo comenzar a explicar unos acontecimientos que apenas tenían sentido alguno. Había venido para algo más que para una charla agradable o para pedir consejo femenino. Se dio cuenta de que había venido buscando comprensión. Había venido a escuchar decir a una mujer en la que confiaba que no había destruido su propia reputación para nada. —Tenías razón, en lo de que las cosas cambian. Parece... —Merriam suspiró profundamente para calmarse un poco—; después del baile todo dio un giro que yo no esperaba. Jocelyn se concentró con la mirada de una tigresa protegiendo a su camada. —¿Tu rufián? ¿Te está causando problemas? Merriam reprimió el impulso de reír. —No exactamente. Parece ser que seduje a la persona equivocada. —¡Dios mío! El asombro de Jocelyn fue tan inesperado que Merriam se dio por vencida y cedió a la risa. —Pero al final ha resultado ser el hombre adecuado —se encogió de hombros—, parece que más que venganza, necesitaba pasión. Jocelyn la miró con ojos comprensivos, con una expresión casi de envidia. —Y la has encontrado. —Me prometió que me daría una temporada indecente, una que jamás olvidaré —confesó rápidamente— y está demostrando ser un hombre de palabra. —Me alegro, señora Everett —Jocelyn rellenó los vasos de jerez—, me alegro por ti,

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aunque jamás hubiera previsto esto, eras tan reticente a abandonar tus reservas. —Sí —dijo Merriam, ruborizándose ante aquella confesión, y poniéndose seria de nuevo —, pero no puedo imaginarme las consecuencias. —Se levantó del diván, caminando mientras exponía en voz alta las opciones que tenía—. No quiero pensar en las consecuencias y cuando estoy con él, cuando me mira o me toca, apenas queda espacio para pensar en algo más que en él. —Yo soy la última persona que quisiera impedir que fueras feliz, pero, si puedes, protege tu corazón. —Bueno, sí, por supuesto —Merriam ralentizó el paso para volver a sentarse junto a su amiga—, no hay peligro de eso. Será... será sólo durante una temporada. Jocelyn arqueó las cejas al oírla. —¿Entonces se trata de un acuerdo formal? —Soy su... —Merriam tragó con dificultad, deseando tener el valor suficiente para que las palabras no se le atragantaran— su amante. Jocelyn tomó un sorbo de jerez. —Es un paso muy explícito. —Sí. —Merriam alzó su propia copa. —¿Está casado? Merriam salpicó el vino, por lo inesperado de la pregunta. —¡N... no! —¿Se trata de alguien a quien yo pueda conocer? —preguntó Jocelyn, con curiosidad—. ¿Otro canalla? —Yo no diría tanto —dijo Merriam imitando a una vieja reprimida, sonriendo—, es extraño. Nunca me ha gustado la temporada social, y ahora... —¿Y ahora? Merriam se mordió el labio inferior. —Está pasando demasiado rápido. Jocelyn se inclinó para cogerle la mano, en un gesto de apoyo. —Es lo que suele pasar con las temporadas indecentes. —¿Crees que soy una estúpida? —preguntó Merriam con suavidad. —No, me parece extraño que sepáis por anticipado cuándo os tendréis que despedir — admitió Jocelyn con honestidad, con mirada preocupada. —Todo tiene un final —contestó Merriam en actitud defensiva. —Cierto, y si los dos preferís establecer una fecha para concluir vuestra relación... — Jocelyn fue callando suavemente. —El resto de la temporada... lo... lo tendré, madame de Bourcier. —Por supuesto, señora Everett —Jocelyn movió las piernas y la falda, relajándose con elegancia mientras reconfortaba a su antigua alumna sobre el tema en cuestión—, toda mujer

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debe experimentar alguna vez un gran amor, pero no todas tienen la suerte, o el valor necesario para buscar la ocasión. —Tú debes de haber tenido muchas oportunidades. La misteriosa sonrisa de la madame no reveló nada, y tomó otro sorbo de jerez. —Debes aprovechar todas las oportunidades que se te ofrezcan, Merriam, y dejarnos a nosotras el resto.

Merriam se reclinó sobre los cojines del carruaje, contenta de haber pasado la mañana con madame de Bourcier y por haber tenido libertad para hablar de su situación. Había sido fácil perder la noción del tiempo ahí sentadas como inocentes colegialas, riéndose de sus amores y Merriam se sorprendió de que una joven tan elegante como De Bourcier se hubiera mostrado igualmente emocionada por la visita y la charla. Aun así, no esperaba mostrarse tan cautelosa a la hora de ocultar la identidad de Drake. A la vista de la velocidad y eficiencia de las murmuraciones en Londres, sabía que probablemente había sido absurdo el intento. Pero aun siendo una «amante gratuita», se veía obligada a ser lo más circunspecta que le fuera posible. En los quietos confines del coche, sin embargo, se le vino a la cabeza que, al proteger a Sotherton, también había estado protegiendo estúpidamente los últimos resquicios de su antigua vida. Después de todo, independientemente de lo que pasara, todo llegaría a su fin. El tiempo para estar en los brazos de Drake, en su casa y en su cama, se acabaría. Sintió un nudo en la garganta por unos sentimientos a los que no deseaba poner nombre. Madame de Bourcier le había advertido que protegiera su corazón y Merriam sabía que no era un consejo vano. Hubiera sido fácil confundir la intimidad compartida con Drake con otra cosa. Una persona con menos sentido práctico hubiera cometido ese error, se repitió a sí misma. Pero yo soy más lista que eso. ¿No? Sotherton no era un hombre dado a las relaciones románticas, y había dejado claro que estaba conforme con aquel acuerdo. Había sido sincero sobre lo que quería desde el principio. Y ella había aceptado sus condiciones. Mi corazón no tiene nada que ver con todo esto, se dijo a sí misma con firmeza. El coche llegó a la casa y Merriam descendió con tranquilidad, sin prisas, dejando a Jameson que tomara su pañuelo y la acompañara arriba. Perdida en sus pensamientos, se quitó la bufanda mientras cruzaba la puerta del dormitorio. —¿Te has divertido en tu salida, amiga? La voz de Drake fue tan inesperada que gritó sorprendida. —Yo... yo... Se levantó de la silla y su corazón se sobresaltó al verlo, enérgico y escueto y el sombrío destello en su mirada le causó un escalofrío que le recorrió toda la espalda. —¿Ha sido un encuentro agradable? Oh, Dios. ¿Sabe lo de madame de Bourcier o está sólo jugando conmigo?

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—Una visita a una amiga —contestó, arrojando el sombrero y la bufanda a los pies de la cama—; soy tu amante, no tu prisionera. Oh, Dios. ¿Qué he dicho? ¿Cómo me he atrevido? Su mirada era casi depredadora y a Merriam se le secó la boca ante su propia osadía. Pero su reticencia a revelar la identidad de la madame y la naturaleza de su amistad era puro instinto de supervivencia. La verdad era demasiado reveladora. Fuera lo que fuera lo que pensara de ella, su animadversión hacia el conde de Westleigh era demasiado importante como para ignorarla. Era mejor enfrentarse a su ira contra un «amigo» anónimo que a la furia que preveía si se enteraba de las intenciones que había tenido en el pasado con su rival y el extremo al que había llegado al acudir a la madame. —No —su voz sonó como una caricia—, no eres mi prisionera —se acercó y a Merriam le asaltó fugazmente el pensamiento de que aquello era lo que debían de sentir los pajarillos cuando quedaban hipnotizados por las cobras. Permaneció de pie, paralizada—, sólo era una pregunta. —No pretendía ser desagradable, me dijeron que no volverías hasta después de la cena. —He terminado con mis asuntos pronto y vine corriendo a casa para estar contigo. —Sus ojos la estudiaron intensamente, sin disimulo—. ¿No te emociona? Las mejillas de Merriam se incendiaron, reverberando su debate interno sobre la frívola naturaleza de su acuerdo y los verdaderos sentimientos que aquel hombre despertaba en ella. —¿Y bien? —¿Estás tratando de asustarme deliberadamente? —dijo, reuniendo todo su valor y elevando el mentón. Drake sonrió. —Merriam, nunca he tratado de asustarte, nunca. —Se dirigió a la chimenea, ofreciéndole la preciada ilusión de la seguridad de la distancia entre ellos. Se giró desde allí, era un oponente formidable—. Quiero que te mantengas alejada de Julian Clay. Merriam se quedó boquiabierta, sorprendida por la inesperada orden. —Pero yo... Levantó una mano, interrumpiéndola con elegante gesto. —No te molestes, Merriam. Está claro que tiene interés en ti. —El conde de Westleigh no tiene... —vaciló, preguntándose en qué basar su argumento sin desvelar que, en otro tiempo, había anhelado poderosamente que el conde de Westleigh estuviera interesado en ella. Drake continuó: —Todos mis conocidos se vieron obligados a asegurarse de que me enterara de que visitó nuestro palco en la ópera la otra noche. —Yo no le invité —afirmó Merriam, decidida a aclarar aquel malentendido—, yo no voy detrás de ese hombre. —Lamentó de haber dicho aquello al instante, la contradicción entre su pasado y el presente le atravesaron el rostro en forma de rubor—. Drake, por favor. La socarronería en su mirada resultaba irritante.

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Reprimió el impulso infantil de dar un pisotón de frustración. —No he estado con Julian Clay esta tarde. No pareció en absoluto convencido. —Sea como sea, lo evitarás en el futuro. Ella se cruzó de brazos. —Haré lo que me venga en gana, pero, ya que te complace que evite a ese hombre, puedes congratularte de tu espectacular y pacífica victoria. Drake sonrió desganado y relajó el gesto levemente ante la confesión de su derrota. —Qué generoso de tu parte, querida. La irritación de Merriam se esfumó y, de repente, deseó algo de tregua. Su amante, en todos sus estados de ánimo, resultaba irresistible, pero viendo el fuego latente en sus ojos castaños, no le sorprendió que algunas mujeres deliberadamente trataran de poner celosos a los hombres. El brillo de posesión la encendió hasta las yemas de los dedos. —¿De verdad te apresuraste a volver a casa? Fue recompensada con una risa grave y sorda que alivió la tensión entre ellos. —Y ahora ¿quién está siendo incorregible? —Drake caminó hacia ella y la tomó entre sus brazos. Recorrió con la lengua el lateral de su cuello y con los dedos empezó a desatarle hábilmente la ropa. Fue entonces cuando se dio cuenta de que él no le había preguntado lo que quería Julian aquella noche en la ópera y jamás la había presionado por conocer los detalles de aquella conversación. Era como si ya lo supiera.

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Capítulo 14

Se esperaba que los asistentes fueran elegantes. Fiel a su palabra tras el encuentro en Hyde Park, la invitación de lord Andrews para cenar llegó y Drake se había comprometido a llevar a Merriam. Él había dicho que esperaba que la velada sirviera como pipa de la paz, una salida social menos comprometida para compensar el revuelo de la noche en la ópera. Aquel detalle la había emocionado. Era lo más cerca que había estado de demostrar que era consciente de los temores que tenía ante su nueva situación. Merriam estaba segura de que sería la mujer más gris de todas, pero la mirada de Drake la hacía sentir plena de ardor y poder femenino. La animó mientras la acompañaba hacia el salón. Le apretó la mano. —Estás muy hermosa, Merriam. Ella miró a otro lado y susurró. —Me sentiría más hermosa si estuviéramos a solas, Drake. Dentro de su casa, se sentía protegida de las consecuencias de lo que estaba decidida a ignorar. Era más fácil esconderse en su cama, en sus brazos y abandonarse al lujurioso tacto de su cuerpo. Pero Sotherton era insistente. Una temporada indecente significaba realizar algunas salidas. —Ya tendremos tiempo después de escondernos. —Rió acariciándole el cuello. Qué hombre, suspiró. Era muy inapropiado que le besara el cuello en público, pero era exactamente lo que ella deseaba. Aun así, se esforzó por lanzarle una mirada de desaprobación sólo para recibir la irónica mirada de Drake. A él no lo engañaba. —¡Hombre, por fin, Sotherton! —Lord Andrews se dirigió hacia él para saludarle—. Sabía que no me decepcionaría. —En el fondo lo esperaba, Elton —le corrigió Drake con aire afable. Lord Andrews puso las manos enguantadas de Merriam entre las suyas, haciendo el galante gesto de besarle una de ellas. —Bueno, al menos sé a quién le debo esta feliz ocasión. Buenas noches, querida señora Everett. —No doy crédito, lord Andrews, de que haya tenido la amabilidad de incluirnos... —¡Ja! —Lord Andrews se puso una de las manos de Merriam en el brazo e hizo un vistoso ademán de apartarla de Drake—. ¿Qué sería de la vida social sin el atractivo de la ingeniosa compañía de las mujeres bellas? ¡Únicamente somos una panda de imbéciles que sólo piensan

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en jugar a las cartas! Venga, señora Everett, permítame que le presente a mis amigos ¡y ya me dirá cuál de ellos está más encantado de conocerla! Merriam sólo pudo mirar atrás a Drake, esperando que la rescatara, pero lady Andrews, una gruesa mujer decidida a llevarse su propio premio con el socialmente escurridizo duque de Sussex, lo agarró del brazo. —Elton estaba convencido de que no iba a venir usted, ¡picarón! Yo le dije que se equivocaba y le he preguntado que qué tenía usted que temer de semejante acontecimiento. No se deben desaprovechar las invitaciones, le dije, y veo que está de acuerdo conmigo, señor. —Bueno, cualquier invitación de... —Es usted una joya, querido Sotherton, ¡una joya! Yo sabía que Elton se equivocaba, ¡con todo lo que titubeáis los hombres, es un milagro que las cosas salgan adelante! ¿Es que a los hombres lo único que se os da bien es protestar y rezongar? —Lady Andrews concluyó la pregunta dándole un golpecito en el hombro a Drake con el abanico cerrado. —Como hombre, estoy seguro de que estoy en mi derecho de defender a los de mi género, señora. —Ahora le tocaba a Drake lanzarle una mirada suplicante a Merriam. Pero lord Andrews ya se la había llevado fuera de su alcance y se encontraba solo para defenderse. —¡Por supuesto! ¡Qué audaz es usted, querido Sotherton! —Lady Andrews se rió con el entusiasmo de una chiquilla que acaba de ganar un juego—. Ahora, venga, déjeme enseñarle el retrato que acabo de encargar de mis queriditos. Es tan difícil encontrar a un hombre que sepa apreciar las cosas delicadas. Elton dice que el artista ha pintado a los perritos como chimpancés, usted dirá. Adora a los perros ¿verdad? Por supuesto. Se lo veo en la cara que... Todas las presentaciones se emborronaban y Merriam hacía todo lo posible por ignorar las miradas curiosas de los conocidos de lord Andrews y la gélida indiferencia de sus mujeres. Fiel a su reputación, sabía más chismes que ninguna otra persona que jamás hubiera conocido, y él parecía encantado de compartir detalles escabrosos para hacer que se sonrojara una y otra vez. —¿Ve a ese hombre de allí? —lord Andrews se inclinó a modo conspirativo—, no creo que el barón sepa capaz de recordar el color de ojos de su mujer, ni siquiera su nombre. ¡No la ha visto en doce años! Ella dirige sus propiedades en el norte del país. Por supuesto, eso le viene muy bien a sus amantes. —¡Lord Andrews! —gritó—. ¡Qué cosas dice! Él rió divertido, con la mirada empapada de bondadosa complacencia. —¿Qué es una fiesta sin unas cuantas concesiones y sorpresas? Además, los secretos que más hay que guardar nunca duran mucho. Es un gran servicio que ofrezco a mis amigos, para asegurarme de que no caigan presa de otros personajes indeseables. —¿Y cómo lo consigue, lord Andrews? Merriam sonrió, llevada por el entusiasmo y la actitud desvergonzada del hombre. —Porque, ¿quién les va a sobornar con contarlo todo si yo ya conozco sus secretos y no doy muestras de pretender guardar silencio? Yo soy un amigo de verdad, señora Everett. —Entonces, ¿conoce los secretos de todo el mundo, señor? —Los suyos no, señora Everett —el guiño fue como una luz brillante que la hizo sentir

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expuesta y vulnerable—, porque yo diría que parece que hasta el momento no se dice nada de usted, aparte de que Sotherton podría haberla secuestrado de un convento de clausura, visto, que nadie había oído hablar de usted hasta ahora. ¿Es verdad que era socio de su difunto marido y que ahora es usted su amante para pagar una antigua deuda de juego del señor Everett? Merriam se quedó boquiabierta sin terminar de creerse la explícita invención, una parte de ella enfurecida por la argucia empleada para obligarla a dar detalles sobre su vida personal. —Creo que voy a buscar a Sotherton, señor. —¡Oh, no me lo tenga en cuenta, señora Everett! —Era la viva imagen de la jovial inocencia de nuevo—. Todo hombre debe tener sus aficiones. Venga, vamos, por el momento, guarde sus secretos. Permítame enseñarle el resto de la planta principal y las monótonas galerías de retratos. Veremos unas cuantas caras aburridas y mohosas, haré de perfecto anfitrión y usted me perdonará por tratar de engañarla para que me cuente sus cosas. Resultaba difícil mostrarse enfadada ante aquel sentido del humor y semejante capacidad de persuasión. Lord Andrews estiró el brazo y Merriam se lo cogió tímidamente. —Estoy segura de que sus galerías no serán aburridas en absoluto, lord Andrews. Y su forma de hablar mantendrá alejada cualquier posibilidad de aburrimiento. —Ah, es usted un alma generosa y bondadosa, querida dama. —Fiel a su palabra, se apartaron del resto y le mostró con generosidad las obras de arte y tesoros que había acumulado, haciendo recapitulación de los pecados y hazañas de sus ancestros. Algunas lánguidas notas musicales captaron su atención, haciéndole ralentizar el paso—. Oh, querida, si no le importa, señora Everett, quiero asegurarme de que se han dado a los músicos las instrucciones oportunas sobre los valses. Marie alcanzará el estado de histeria si le estropean la velada con melodías estruendosas. La dejó sin esperar respuesta y Merriam no pudo culparlo por ello, imaginándose lo que debía de ser un ataque de histeria de su esposa. Reprimió una risilla al venírsele a la cabeza que Sotherton podía estar todavía en las garras de lady Andrews evaluando retratos de chuchos. Ah, habría que verlo. Su estoico y elegante Drake atrapado entre aquella entrometida y sus «queriditos», enrabietado. Nada más lejos de la elegante salida que había planeado, pero sería un delicioso y malvado recuerdo de aquella indecente temporada cuando todo hubiera terminado. —¿Se divierte? A Merriam se le cortó la respiración al oír la pregunta de aquella voz tan familiar. Julian se materializó tras el juego de luz y sombra de las cortinas y los cuadros que se alineaban en la galería. Observó anonadada cómo se acercaba, elegante y exquisito como los felinos de la selva. —N... no sabía que era amigo de lord Andrews. No creo que hubiera aceptado asistir si lo hubiera sabido. —Por favor, no me malinterprete, señora Everett —contestó con suavidad—, pero no creo que esté usted en situación de permitirse hacer distinciones. Una mujer que vive al margen de las normas no puede representar el papel de viuda reprimida tan convincentemente como antes. Además, no pretendo establecer relación alguna. Tenemos que hablar.

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—No hay nada que tengamos que hacer, señor. Ya hablamos en la ópera y ya he escuchado bastantes comentarios horribles de su parte. Mientras se acercaba, su sonrisa era de puro pecado. —Esa no es la impresión que usted da, señora Everett. No he tenido la oportunidad de... Ella retrocedió. —No. Algo va mal entre usted y Drake, alguna rencilla. Me niego a que me metan de por medio. —Merriam irguió la espalda—. Debo volver con los demás antes de que... —No voy a esperar, Merriam. Y aunque confiaba en poder ganarme su confianza y su amistad, antes de contarle la verdad —entrecerró los ojos al acercarse—, ya no puedo seguir viviendo con la idea de las consecuencias que podría conllevar continuar aguardando. —¿De qué consecuencias está hablando? —Estaba inquieta con aquel misterioso juego, pero la curiosidad la retenía allí. Julian miró al otro lado de la galería, hacia las puertas del salón, para después mirarla a ella. —Venga conmigo, por aquí. Tenemos que hablar en privado. —La cogió del brazo y empezó a llevarla suave pero persistentemente al otro lado de la galería —N... no. —Merriam se esforzaba en pensar en las razones para no obedecer. Aquel era el último hombre sobre la Tierra con el que quería que la vieran, pero la manera en que le hablaba resultaba convincente—. Sotherton se pondrá furioso. —Sotherton; de eso es exactamente de lo que tenemos que hablar. Julian la llevó hasta una alcoba iluminada con velas antes de que ella pudiera negarse. Había un semicírculo de piedra adornado con un diván y unos cojines que hubiera resultado bastante incitante si no fuera por la desafortunada compañía. Las cortinas de terciopelo que corrió para tener más intimidad le recordaron demasiado a otra alcoba muy familiar. La ironía de hallarse al fin a solas con su «granuja» después de todo lo que había ocurrido resultaba difícil de asimilar. Se paró en seco. —Me voy con el resto. Esto traspasa... —La va a matar, Merriam. La sorpresa y la desaprobación latieron en su interior. Se sentó en el diván. —Está usted loco. Julian se sentó a su lado. —Puedo ser muchas cosas, querida, pero ido no estoy. —Respiró profundamente, expulsando el aire lentamente, como tratando de recapitular sus pensamientos—. Contra cualquier otro hombre comprendo que semejante acusación parecería poco fundada, pero, señora Everett, me cuesta comprender cómo puede sorprenderse al escuchar mi advertencia sobre el duque letal. —¿El qué? —El duque letal —le repitió, arqueando una ceja con incredulidad—. ¿Cómo es posible que no sepa nada de su pasado? Merriam no estaba segura de lo que era posible. Las vagas insinuaciones de Drake, las

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reacciones de las pocas personas con las que había hablado, todo parecía cobrar sentido al repetirse en su cabeza el sobrenombre que Julian le acababa de repetir. El duque letal. Una vez escuchó algo sobre un «duque letal». Nunca había prestado demasiada atención a los rumores y hacía muchos años de aquello. Ah, sí, un hombre muy rico y poderoso que había asesinado brutalmente a su... Merriam abrió los ojos de par en par al desvelarse en sus pensamientos aquella pesadilla. Julian le cogió la mano. —Drake asesinó a su mujer y luego eludió a la justicia porque las autoridades hicieron la vista gorda con aquel crimen. Se marchó de Inglaterra para evitar la repercusión social que tendría y acaba de volver, quizá pensando que su dinero y su título nobiliario bastarán para recuperar su posición social. Se quedó boquiabierta al escuchar aquella advertencia y apartó la mano. —¿Por qué dice esas cosas? ¡Sólo eran rumores, nada más! Si hubiera habido alguna prueba en su contra, si realmente lo hubiera hecho, ¿por qué iban las autoridades a hacer la vista gorda como usted dice? ¿Quién se cree que es para hablar así del dolor de un hombre o para determinar cómo murió su mujer? Julian agitó la cabeza lentamente. —Drake no sabe lo que es el dolor, ni el amor. Y no pretenda ni por un segundo engañarse a sí misma con cualquier invención sobre que murió dormida por unas fiebres o que se cayó por las escaleras. Lily fue brutalmente asesinada y Sotherton fue quien lo hizo. —¡Eso es mentira! Drake jamás... —Merriam trató de recuperar la compostura—. Puede que no recuerde los repugnantes detalles, pero, sean cuales sean los rumores y mentiras que pretende difundir, ya he oído bastante. —No ha oído ni la mitad. Quizá son los detalles lo que más le convenga escuchar. —Julian la agarró de los brazos y le impidió escapar; la fuerza con que la tenía asida igualaba la intensidad con que la miraba. Era como un pajarillo en las garras de un mortífero depredador. —¡Suélteme ahora mismo, Westleigh, o gritaré y haré venir corriendo a toda la casa! No pienso escuchar nada más ¡nada! ¿Me oye? —Drake siempre ha tenido mucho temperamento, Merriam. Lo conozco desde hace muchos años y yo mismo subestimé su furia. Si hubiera tenido alguna sospecha, le hubiera detenido. —La empujó hacia sí imitando el abrazo de un amante—. Pero tendré que vivir con el sentimiento de culpa. Al parecer, Drake ha encontrado una manera de vivir también con ella. —¡Us... usted no puede estar tan seguro, tan convencido de sus sospechas! Habla de aquello como si hubiera estado allí... —Estaba —le dijo suavemente—, Drake y yo estamos enfrentados, tal como usted adivinó, Merriam. Fuimos amigos, éramos muy amigos. Lily era una joven bellísima, inteligente y segura de sí misma. Era muy decidida e independiente y era imposible de dominar. Drake estaba con ella por diversión y empezó a ver adversarios y rivales donde no los había. Me acusó a mí, a su mejor amigo de engañarle con ella; yo me reí. »Quería distender la situación. Aquella fatídica noche, no tenía ni idea de la tragedia que se estaba gestando.

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A Merriam se le cortó la respiración y, de alguna manera, se olvidó de respirar e incluso de pestañear conforme Julian iba relatándole toda la historia. —La asesinó, Merriam. No se confunda. La encontraron más tarde, aquella misma noche. La había matado a golpes. —Le dio un suave apretón de manos—. Ya ha podido comprobar lo celoso y posesivo que puede llegar a ser. No me podrá negar lo que usted misma ha visto con sus propios ojos. —Si está tan claro como usted dice, entonces a Drake jamás le hubieran permitido salir de Inglaterra, lo habrían arrestado, juzgado y ejecutado. —Merriam odió el temblor de su voz al intentar hallar la lógica que podría salvar a su corazón del abismo de sufrimiento que se le avecinaba. —No hubo nadie que se atreviera a seguir adelante. Nadie protestó cuando se declaró inocente y se dedicó a hacer de viudo destrozado. —Nadie excepto usted. —La acusación se le escapó de los labios y Merriam aguardó su furia. Pero la mirada de Julian era sólo de compasión. —Lily era amiga mía, Merriam. ¿Habría usted guardado silencio? —¿Silencio? No, no me habría callado, pero... No hubo testigos. Podría haber sido cualquiera, usted también era amigo de él, Julian. ¿Es que no merecía su lealtad? —¿Lealtad? Lily quedó casi irreconocible por los golpes tan fuertes que le había dado con la pala de la chimenea. Fue un crimen pasional, Merriam. Quienquiera que la atacara, quería hacerle mucho más que daño. Quería destruirla, castigarla, para asegurarse de que no quedara nada de ella. Se encargó de que fuera en su propio dormitorio. Resultaba difícil responderle por el nudo que tenía en la garganta. —¿No... no oyeron los sirvientes los gritos? —Les habían dado la noche libre, qué casualidad ¿no cree? —No. —La voz de Drake fue como un siniestro latigazo que sobresaltó a ambos. Merriam gritó y dio un respingo soltándose de Julian. No había situación más incriminatoria a los ojos de Drake que aquella en la que se hallaba congelada. Sintió que se le helaba la piel, pero mientras los ojos de Drake la evaluaban, el fuego de la culpabilidad le atravesó la garganta y las mejillas. —¡Drake! Julian se levantó con gesto divertido e indiferente. —Tan inoportuno como siempre, Sotherton. Merriam se quedó boquiabierta por la flagrante falta de sentimiento de culpabilidad por parte de Westleigh, pero no sabía qué decir tras ser descubierta en una situación tan comprometida. Dios mío ¿qué habrá oído? Drake no mostró sentimiento alguno con la mirada, aunque tenía el aspecto de un verdugo sediento de sangre. Aunque miraba a Westleigh, alargó la mano hacia ella. —Cada vez soy más oportuno, mientras que a ti te ocurre justo todo lo contrario. Merriam,

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ven. Ella se movió al escuchar aquella fría orden, vacilando durante un significativo instante antes de que uno de sus pies satinados se movieran para obedecerle. Los ojos de Drake no se apartaron de su enemigo al agarrar a Merriam del brazo en actitud posesiva. Julian arqueó una ceja con socarronería. —Esto no va a quedar así; ni mucho menos, Sotherton. Drake empujó las cortinas con dramático ademán y salió tirando de Merriam. —Todo esto va a acabar mucho antes de lo que te crees, Clay. Tras atravesarlas, las cortinas volvieron a caer y Merriam se sintió muy desgraciada junto a Drake. Las acusaciones de Julian habían sido como verdaderos golpes en su mente, pero que Drake la hubiera descubierto en los brazos de Julian, con este susurrándole sórdidas historias... Hasta ahora, no le había dado importancia alguna a sus arrebatos de furia, pero ahora, no podía pensar más que en las terribles consecuencias que podían tener. ¿Debía negarse a marcharse con él y suplicar por su vida y su seguridad? ¿Creía a Julian? ¿Era posible que su vida estuviera realmente en peligro en manos del único hombre que la había devuelto a la vida? Aquellas preguntas la asaltaban atropelladamente y no se veía capaz de contestarlas. Merriam tropezaba por el imposible paso que llevaban, y las rodillas se le tambaleaban hasta que Drake la tranquilizó. —¿Vas a desmayarte? —Drake se detuvo en el pasillo en penumbra. Los candiles de las paredes iluminaron sus rasgos cincelados al mirarla. Merriam deseó poder retroceder para que él no pudiera leer la expresión de su rostro. —N... no —logró decir, tratando de calmarse, inclinando la cabeza hacia atrás para dirigirse a él, comprobando una vez más lo alto y físicamente arrollador que era. Al darse cuenta de que, aún creyendo las acusaciones de Clay, lo seguía deseando, le sobrevino otro arrebato de pánico y sentimientos. ¿Era aquello señal de su inocencia, la sensación de que su cuerpo, al menos, aún confiaba en él y lo deseaba? ¿O era señal de lo profundo que había caído? Él ladeó la cabeza y continuó evaluando su estado. Era evidente que no estaba convencido. —Estás pálida, Merriam, ven —Drake le acarició el mentón con las yemas de los dedos, confundiéndola con aquel tierno gesto—, voy a llevarte a casa. —¿No se sentirá ofendido lord Andrews sin nos marchamos antes de la cena? —dijo, tratando de discernir si el tono tranquilo de su voz ocultaba furia o si le importaba que la mujer con la que compartía la cama se estuviera en ese momento debatiendo sobre la posibilidad de que tuviera un pasado tan sangriento y terrorífico. Agitó sus amplios hombros de manera relajada, haciendo que se le acelerara el pulso. —Dudo que se ofenda fácilmente y, francamente, me arriesgaré a despreciar esta invitación. No me gusta demasiado su lista de invitados. La cogió por la cintura y empezó a llevarla hacia el salón principal, ahorrándole una respuesta. Fue cuando ya habían bajado las escaleras exteriores de la casa y su carruaje estaba en marcha, cuando Merriam se dio cuenta de que se había marchado de aquella casa sin mostrar enfado ni protestar. Estaba haciendo caso omiso a las inverosímiles advertencias de

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Julian. La realidad la agarraba de manera mucho más poderosa. La realidad de las fuertes y cálidas manos de Drake ayudándola a entrar en el lujoso interior de su carruaje; la realidad de su peso en el asiento junto a ella y la calidez de su cuerpo cuando se le acercó. Cuando la puertezuela se cerró y se oyó el cerrojo, ella se estremeció y la oscuridad y las sombras los envolvieron. Estaban solos. Estaba sola con el duque letal. El carro salió del recinto y Merriam impulsivamente decidió que, independientemente de lo que ocurriera, ella saldría adelante. Agazaparse en una esquina no la beneficiaría y lo único que tenía claro era que todo lo que sabía de Drake invalidaba completamente lo que Julian le había contado. Pero ¿debía preguntárselo? ¿Cómo preguntarle semejante cosa? Por favor, dígame, señor, ¿asesinó a su amada esposa en un ataque de ira? El gruñido de seducción de Drake interrumpió el histérico torrente de pensamientos mientras él le apretaba las manos, que se movían nerviosas sobre su regazo. —¿Lo has pasado bien esta noche, Merriam? —No —contestó con sinceridad—, creo que ya está bien de fiestas y chismes para las próximas doce temporadas indecentes. Quizá, la próxima vez alegaré un dolor de cabeza y huiré de semejante tortura. Él le levantó suavemente una de las manos para acercársela a la boca, siguiendo con los labios el perfil de las puntas de sus dedos envueltas en seda. —Fiestas y chismes, ¿es eso de lo único que quieres escapar, amiga? Merriam se mordió el labio inferior al sentir la caricia, su tacto y el explícito tono amenazante. —Tal como dijiste una vez, Sotherton, no soy tu prisionera. Y no... no le tengo miedo, señor. No era del todo cierto, pero rezó por que él no escuchara el torrente de dudas, ni malinterpretara el temblor que acechaba en su espalda. No sabía qué pensar, pero ahí sola en la oscuridad con él, su cuerpo empezó a desear poner fin a todo debate y discusión. Drake comenzó a tirar de las puntas de los guantes, provocando un eco de deseo en su interior. —No, y afortunadamente para mí, no me temes. El guante derecho cedió a sus tirones, deslizándose desde el codo en una caricia que dejó su piel descubierta en el frío aire del carruaje. El terciopelo y las sombras se debatían y los sentidos se enroscaron de deseo, perdiendo el ansia de vencer. Mientras él le besaba la palma de la mano y le mordía el pulso en la muñeca, sólo deseaba rendirse. La atrajo hacia sí tirando de la mano que había desnudado, atrapándola con el cuerpo, para que no pudiera apartarse. Se excitó al escuchar sus suspiros y buscó su boca. Continuó con sus tiernos juegos de seducción y Merriam absorbió cada uno de sus dolorosos besos, irradiando un calor que la atravesaba y se acumulaba entre sus muslos. Con la mano libre le agarró el cuerpo del vestido bajándoselo hasta que sus pechos

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quedaron desnudos ante él. La tela del corpiño le rozaba los pezones, endureciéndolos con la fricción. Ella se retorció para apartarse, pero se dio cuenta de que apenas tenía margen de movimiento. Él le brindó fieras caricias y su cuerpo respondió instantáneamente. Dios mío, pensó. Era el momento de apartarlo y pedirle que hablaran, para hacer que se desvaneciera el temor de estar haciendo el amor con un asesino. Pero el momento trascendió las palabras. Gimió, y Drake apartó la boca para afanarse con enloquecedoras caricias proferidas con los dientes y la lengua en su tenso cuello. Ella se arqueó junto a él, urgiéndole tácitamente a continuar. Aquello era una locura. Él le soltó la mano que tenía agarrada para que no se moviera, para poder alzarle los pechos y lamerlos y pellizcarlos. Pellizcó y frotó uno de los sonrosados pezones al compás de las caricias de dientes y boca. Gritó de frustración, ávida por recibir más, abrumada a su vez por las sensaciones, vacilando sobre si podría soportar la intensidad de sus caricias. El ruido de otro carro cruzándose ahogó un grito exhalado desde sus labios. Merriam abrió los ojos. —No deberíamos... ¿y si nos oye alguien? —¿Cómo lo haces? —Su aliento excitó la piel que acababa de hacer que se humedeciese, provocando que sus pezones anhelaran más contacto. Gruñó al levantarse para apartarla toscamente de sí. Con las manos rodeándole la cintura, la agarró con fuerza para que se volviera a sentar sobre su regazo. Ella soltó un chillido por la desconcertante velocidad de aquel movimiento y ante la inconfundible presión de su erección, que podía sentir a través de la falda. Sus pechos rebotaban con el movimiento del carruaje y Merriam era consciente de que podía haber llegado demasiado lejos. —Tan prudente y discreta —con la boca rozaba la sensible piel de su cuello y sus hombros y ella tembló—, incluso ahora... hay algo que te reprime y contiene, pero esta —la tocó atravesando la barrera de la falda y las enaguas, hallando con precisión la húmeda punta entre sus muslos—, esta parte de ti no miente, amiga. A esta parte de ti no le importa lo que los demás piensen. Ella jadeó cuando él la empujó hacia delante, levantándole la falda y dejándole el trasero al aire. Ella se agarró del asiento vacío de enfrente para evitar caer. Se le ruborizaron las mejillas al verse en aquella extraña postura, tambaleándose en un carruaje, con las cortinas echadas para impedir que entrara el aire de la noche, por una concurrida calle de Londres, con el trasero cerca de la cara de Sotherton. —¡Drake! La agarró de las caderas, extendiendo los dedos por las curvas de su trasero. —Tiembla e interpreta el papel de inocente indefensa, pero tu dulce y tenso sexo no miente. —Se la acercó a la boca durante algunos segundos, probándola pero sin saborearla. Merriam se tensó, gritando por el arrebato de fuego que le atravesó la espalda, con los muslos mojados por su propio néctar. Incluso cuando ella se movió para que él pudiera alcanzarla con la lengua, él la volvió a empujar hacia delante sin contemplaciones. Se le empezaron a doblar las rodillas al perder el erótico contacto y se agarró a los cojines del asiento. Antes de que pudiera emitir protesta

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alguna o ponerse de pie, lo tenía a su espalda, poniéndola de rodillas. Se había extraído el miembro y ella pudo sentir la feroz e hinchada punta presionándola en un violento y mudo empellón, introduciéndose entre sus cálidos pliegues. La penetró con un violento empellón, sin aguardar sus melosas invitaciones, ni a que su piel fuera sucumbiendo progresivamente. Se sintió muy húmeda por dentro, pero al sentir la dura verga entrando en ella, fue como si todo el flujo se hubiera solidificado alrededor de la misma, agarrándola y suplicándole que se convirtiera en parte de ella. Reprimió un grito de gozo al sentir el placer y el dolor de aquel repentino cambio, echándose hacia delante involuntariamente para no entorpecer su invasión. Era como si quisiera castigarla con el cuerpo, pero Merriam sintió cómo el clímax en su interior iba ganando fuerza. Ella gimió al sentir que sacaba el miembro antes de volver a hundirlo en su interior. La fricción era tan dulce que podía saborearla. Cada vez con mayor rapidez y fuerza, él la penetraba arrodillada frente al asiento del carruaje. Tenía la cara enterrada en la tapicería de terciopelo, con los dedos clavados en los cojines para echarse hacia atrás sintiendo el éxtasis de aquel cuerpo penetrándola. Ella gritó cuando el orgasmo finalmente la atravesó haciéndola perder el control, surgiendo una explosión en cascada que la hizo estremecerse y temblar. Más y más, continuó bruscamente con aquellos movimientos, cada vez más veloces, hasta que ella sintió cómo se tensaba. Drake gimió a sus espaldas, y un cálido chorro de pesado líquido suavizó la latente carne en su interior. Su cuerpo la envolvió y tan sólo se escuchaba el entrecortado aliento de ambos, conforme iban recuperando la compostura, y los ruidos de la noche londinense comenzaban a traspasar el carruaje. Encendido, se retiró y empezó a ayudarla a sentarse sobre el asiento. En la oscuridad, en silencio, buscó su pañuelo y se lo puso entre las manos. Merriam instintivamente se apartó de él, limpiándose con el pañuelo de seda la tierna piel. El íntimo acto parecía ahora tan extraño y simple tras la salvaje cópula. Concluyó recomponiéndose la falda, doblando el pañuelo y guardándolo en un bolsillo. Fuera de lo habitual, ella alargó el brazo para tantearse los rizos, horrorizada al ver que lo habían hecho sin perder ni una sola horquilla. Algo así... hubiera salido a la luz después ¿no? Estás en peligro, trató de recordarle la ratoncita. Sí, ahora estaba segura. Pero cómo y por qué e incluso si el monstruo al que temía realmente existía se perdía en la neblina de sus pensamientos. Drake. Drake, que la deseaba y la había hecho sentir viva. Drake, que podía hacerle sentir un placer imposible. Drake, que admiraba su valor y la hacía reír. No era posible que fuera un criminal. ¿Era posible? No hubo respuesta. No dijo palabra alguna durante el resto del trayecto, con la mano posada sobre la de ella discretamente. Cuando la luz de una lámpara atravesó las cortinas, pudo lanzar fugaces miradas a Drake, que la miraba entre las sombras, como un felino aguardando a que el ratón echara a correr.

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Capítulo 15

Peg añadió algunos aceites perfumados al agua caliente de la bañera, tratando de no salpicarle en la cara a Merriam, protegiéndola con una toalla que sostenía con la mano izquierda. —Ahí está, con eso bastará. Merriam suspiró al sentir el remolino de agua perfumada que la rodeaba y cerró los ojos, sumergiéndose, estirando las piernas en el interior de la bella bañera de esmalte. Aquello era una bendición. Quería que se evaporaran los recuerdos de aquella noche. Una vez en casa del duque, él se había retirado a su despacho y la había dejado sola. Había sido una larga noche en blanco, en soledad, debatiéndose aún entre los efectos remanentes del relato de Julian sobre el pasado y la tosca pasión de Drake en el trayecto a casa y su posterior retirada. No había negado nada, pero tampoco es que ella hubiera tenido el valor de preguntárselo. ¿Había tratado de convencerla haciéndole el amor? ¿Era su propia frustración lo que le había hecho poseerla con tal brutalidad, o la culpa por haber estado mintiéndole durante tanto tiempo? Millones de preguntas se arremolinaban en su interior, y era lo único que podía hacer para calmarse y dejar que la magia de un baño caliente matutino hiciera su efecto. —Es bruto con usted. —La voz de Peg surgió desde la puerta, hacia donde se había retirado para darle algo de intimidad a su señora. Merriam se incorporó sobresaltada, salpicando y surgiendo con la cara mojada. —¡N... no! Alargó el brazo para coger una toalla, segura de que si no llega a tener el agua hasta la cadera, habría estallado en llamas por aquel humillante comentario. —No seas impertinente, Peg. La doncella permaneció inmóvil, impasible ante aquella respuesta, mirándola con sus ilegibles ojos azules. —«Los cardenales lo cuentan todo», solía decir mi madre. No es cosa mía, pero ahí están. Merriam no sabía qué era peor: que una doncella señalara las íntimas marcas que tenía en el cuerpo, o que conociera el origen de las mismas por experiencia. ¿Acaso habría visto señales parecidas sobre el cuerpo de su difunta esposa? Merriam se levantó del agua, envolviéndose con la toalla para dar fin a la inspección de la doncella. —No hay nada que contar, Peg, y... no es asunto tuyo. Peg hizo una reverencia y sus rizos rebotaron acompasados con el movimiento, pero no

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apartó sus ojos azules de porcelana. —Nada que contar entonces. Haré un ungüento y se lo dejaré en el vestidor. —¡ Oh! —El gesto de preocupación de Merriam se acentuó. La chica sólo pretendía ser amable—. Gracias Peg, te... te lo agradezco. Volvió a repetir la reverencia, esta vez sonriendo. —Yo cuidaré de usted, señora. No tiene de qué preocuparse. —Peg se dio la vuelta, con la jarra en la mano y dejó a Merriam sola para que terminara de asearse. Al mirarse en el espejo de cuerpo entero que había en la esquina, se mordió el labio al ver todo lo que éste contaba. Al tener la piel tan blanca, los cardenales resultaban mucho más visibles, pero Merriam se ruborizó al ver los débiles cardenales que tenía en las caderas y en la garganta. Sólo le dolían si se apretaba la piel moteada y enrojeció al pensar que la parte que más le dolía estaba completamente fuera de la vista. Una vez seca, se vistió con la bata color lavanda que se había puesto la primera mañana que había pasado bajo el techo del duque. Al salir del lujoso baño de mármol, volvió al dormitorio que compartía con Drake. Enroscada en la silla frente a la chimenea, Merriam comenzó a cepillarse el pelo. Bajo la luz de mediodía que atravesaba la ventana, le resultaba difícil creer que su mundo pudiera ser tan desequilibrado y extraño. Abandonó la tarea de peinarse las trenzas con el cepillo de caparazón de tortuga y se dirigió al tocador. Dejó el cepillo y observó todo lo que había sobre el mueble. Ahí, con la misma belleza radiante, estaban el collar y los pendientes que Drake le había regalado la noche que asistieron a la ópera. Su generosidad ocultaba algo oscuro, de eso estaba segura. Había ocurrido una tragedia y Drake había perdido a su esposa en un violento ataque por parte de un extraño. Si era cierto que en el pasado Clay había sido muy amigo suyo, Merriam supuso que sus acusaciones debían de ser aún más dolorosas para Drake. Al recordar el extraño té que tomaron tras la aparición de lady Sedgewold, Merriam se preguntó si el tema de la amistad había sido la razón por la que Drake se había mostrado tan reservado. Incluso sin haber sido traicionado por un amigo, el que hubieran matado a su esposa era razón suficiente para que un hombre tuviera cambios de humor. ¿Deseaban ambos liberarse del pasado? Merriam suspiró, cogiendo la filigrana de plata con perlas y granates. ¿O estaba de nuevo interpretando el papel de complaciente ratoncita? Jamás le había presionado para que le contestase a las terribles acusaciones que Julian había lanzado. Se había abandonado a la pasión, cuando una mujer con más sentido práctico le habría rechazado. Se había dejado dominar, abandonándose a sus deseos. Y aun así... Hacía que se sintiese como una gata. —¿Te interrumpo? —dijo Drake, apareciendo tras ella, sobresaltándola con sus sigilosos pasos. Le lanzó una mirada cínica—. Discúlpame, no pretendía asustarte... otra vez. Sin pensarlo, ella le dio un golpecito en el torso. —¡No me has asustado! Y deja de tratar de hacerlo, eres un bruto. —Se mordió el labio inferior, sorprendida por su propia osadía—. No obstante, deberías disculparte por haberme abandonado anoche... sin decirme nada. Él retrocedió con una mirada irónica. —No creo que anoche hubiera sido una compañía muy grata, teniendo en cuenta el humor

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en el que me encontraba. Pero me disculpo. La próxima vez que me comporte como un bruto, te pasaré las riendas. Al mencionar la palabra «riendas», a Merriam le sobrevino la imagen de una erótica cabalgada con Drake entre los muslos, lo cual dispersó el discurso que se había estado preparando. Aquel hombre tenía la capacidad de guiar sus pensamientos hacia derroteros bastante más hedonistas. —Drake, deberíamos... —Dejar de mirarte, diría yo. —La interrumpió relajando los hombros, como si de repente hubieran solucionando todos los asuntos importantes. Le ofreció la silla del tocador con la galantería de un hombre en una cena real—. ¿Madame? —¿Qué estás haciendo, Sotherton? Él cogió el cepillo, mirándola a través del espejo. —Ya que tuve un éxito arrollador como lacayo, he pensado que quizá las doncellas puedan recibir deliciosas recompensas también. —¡Ah, no! Voy a llamar a Peg una vez haya logrado volver a parecer yo. —Ya hemos hablado bastante. —Se colocó tras ella, tocándole suavemente los hombros. —Quiero las riendas ahora, señor. —Alargó la mano para que le entregara el cepillo, tratando de imitar a una niñera que no se deja engañar por un niño encantador. —Ya las tiene, madame. —Se inclinó y la besó, esta vez con ternura. Drake saboreó sus labios hasta que inhaló los pequeños suspiros e hipidos de su creciente deseo—. ¿Ves? —Eres incorregible —entonó, preguntándose si alguna vez lograría ganar alguna batalla con aquel pícaro seductor. Con el cepillo, comenzó una lenta campaña contra las trenzas de su largo y húmedo cabello. A la primera de cambio, le acarició el cuello y el cuero cabelludo con las yemas de los dedos, dándole todo el placer posible con tan tediosa tarea. El pelo parecía más oscuro cuando estaba húmedo y contempló sus apagados tonos terrosos y plomizos. Había sido inexcusablemente tosco en el carruaje la noche anterior, ciego de deseo, luchando contra sus sentimientos. Andrews había hecho lo que le había pedido: invitó a Julian y lo preparó todo para que se pudiera quedar a solas con Merriam. Para Clay era como si su compañero de apuestas le hubiera hecho un favor. El plan se había desarrollado mucho antes de lo esperado, pero, en lugar de una conversación conspirativa, Drake se había encontrado con un relato tergiversado de aquella noche fatídica. Siempre supuso que Merriam se había hecho la inocentona en lo que a su pasado se refería. Julian no estaba haciendo nada por tranquilizar a su amante, presentándole a Drake como el duque letal de antes. Sólo había escuchado la última parte. Clay quería hacerse el héroe y rescatar a la damisela de la guarida del dragón. Lo esperaba, pero la imagen de Merriam tan cerca de Julian en aquel lugar le había afectado mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir. Poseyéndola, esperaba haberle quitado a Julian de la cabeza. El simple hecho de que Clay hubiera aparecido como por arte de magia después de que se hubiera llevado a Merriam a la cama sólo confirmaba que sus planes no iban desencaminados. Por lo que Drake suponía, ambos parecían haberse puesto de acuerdo. Ahora se trataba simplemente de lo que Julian pudiera hacer a continuación: o repetir el pasado, o preparar a Drake para una caída aún mayor. Fuera como fuese, no habría sorpresas. Excepto por Merriam. Parecía haberse sentido

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tan culpable cuando apartó la cortina, para después empezar a temblar a su lado cuando se marcharon de la fiesta; Drake casi había perdido los nervios. Independientemente de que ella le estuviera engañando, él la estaba utilizando para sus propios fines, y el sentimiento de culpa estaba empezando a roerle. En el carruaje, una vez más se había visto obligado a quitarse a Julian de la cabeza, ya que en su interior lo único que quería era tenerla cerca, protegerla y, a su vez, castigarla por ponerse de parte de Clay y ocultarle secretos. Si se hubiera peleado con él o lo hubiera abandonado hubiera sido un alivio. Le tenía miedo, pero por las razones equivocadas. Su avidez por ella no parecía disminuir e, incluso cuando le hervía la sangre por poseerla, de alguna manera lograba mantener algo de inocencia y mantenerse fuera de su alcance. Ella acercó la cabeza a sus manos confiadamente y Drake sonrió ante aquel gesto. Era como una gata en muchos sentidos, pidiendo placer, buscando continuamente el gozo. Pero el tiempo se agotaba. El enfrentamiento de la noche anterior le había hecho ver que, tras ocho años de disciplina, no era un hombre paciente, y lo que es peor, a pesar de sus esfuerzos, se había empezado a sentir peligrosamente vinculado a su amiga. Tenía que alcanzar el objetivo de aquel juego... a cualquier precio. —Por cierto, he decidido celebrar una gran fiesta aquí la semana que viene. Merriam abrió los ojos de par en par, reaccionando horrorizada. —¿Una... una fiesta? ¿Aquí! —Sí, he decidido que te voy a demostrar que, después de todo, puedes ser una anfitriona deslumbrante. —Continuó pasándole con cuidado el cepillo por el cabello, manteniéndola cautiva en la silla mientras proseguía con aire distraído dándole la feliz noticia—. Mañana haré que llamen a la modista para que te traiga lo último en moda. Algo apropiado para que mi bella amiga pueda presumir. —Pero si tengo muchos vestidos... una semana es.. —Se está acabando el tiempo y quiero darte una noche que no olvides jamás. —Pudo ver que le mudaba el color de las mejillas y se preguntó en qué medida habría intuido a lo que se refería. Se está acabando el tiempo. Merriam escuchó aquellas palabras como si las hubieran pronunciado desde la distancia y su eco sonaba con más fuerza que el sonido inicial. La temporada social era breve, pero jamás se había parado a pensar en el rápido transcurso de los días y las noches bajo el techo de Sotherton. Por mucho que el terror de organizar la fiesta de Drake la tuviera absorta, algo en su interior logró recordarle el hilo de los acontecimientos que la habían llevado hasta ese punto. Drake era el duque letal. Ella se desembarazó deliberadamente de sus manos y empujó la silla para ponerse de pie y mirarlo de frente. —Drake, tenemos que hablar. Él dejó el cepillo. —Como quieras. —Drake, por favor —le rogó—, háblame de Lily. Aunque no pareció inmutarse, ella pudo sentir cómo se le tensaba todo el cuerpo.

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—No. —Sé que es un tema muy doloroso —probó de nuevo—, pero necesito comprender por qué... —¿Qué es lo que hay que entender? —Su mirada se ensombreció con gélido desdén. —Todas esas indirectas sobre tu reputación —su voz se quebró por la emoción —, yo creía que era porque... —Se tocó los labios, como para detener el conmovido torrente de sus palabras. —¿Por qué? —Drake se inclinó, toda su atención puesta en ella. —¡Porque eras un sinvergüenza! —soltó—. Me imaginaba que eras un rompecorazones o un jugador. Jamás pensé que... y ahora, te niegas a contarme nada de tu esposa. —¿Por qué debería justificarme ante las mentiras de un hombre como Julian Clay? ¿Y por qué, por un solo momento, debería yo creerme que no lo sabías ya? ¿Que tus comentarios sobre tu ignorancia y fingida inocencia no eran más que una manera elegante de desviar un asunto incómodo? ¿No es eso lo que las viudas jóvenes hacen? ¿Sentarse y murmurar sobre las sórdidas y mucho más interesantes vidas de los demás? —Demasiado tarde, pudo sentir que el aguijón de sus palabras había sido mucho más doloroso de lo que pretendía. Ella permaneció ante él pálida y temblorosa. —Sí, exacto. ¿De qué otra forma podría haberme resistido a ti? —Sonó una risa hueca—. ¿De qué otra forma, sin la mística de ser un miserable asesino podrías haberme llevado a la cama? Confiar en tu atractiva personalidad no hubiera funcionado. Él negó con la cabeza. —No soy un asesino. Durante un instante, ella supo que debía responder sin vacilar y asegurarle que le creía. Pero los sórdidos detalles de lo que Julian le había advertido estaban demasiado recientes en su mente, y Merriam se torturaba pensando en lo que se supone que debía decir. —Ah, no hace falta que te des tanta prisa en decirme que me crees, amiga. —Se reclinó de nuevo sobre la mesa, estirando sus largas y fornidas piernas, adoptando deliberadamente la pose de un hombre indiferente ante el tema en el aire—. Evidentemente, los espeluznantes cuentos de Clay han calado en tu corazón. Pero no tienes por qué esperar hasta que tenga la oportunidad de añadir un capítulo más a la sórdida ficción que se ha inventado. Estoy seguro de que tiene más preparados. ¿O prefieres su versión? —Prefiero la verdad. —No cedía—. Cuéntamelo, Sotherton. Cuéntame de nuevo por qué estoy aquí. Transcurrió un instante, y otro, y los segundos se fueron alargando entre los dos. —Porque quiero que estés aquí. —Aquellas palabras casi le emocionaron y tragó ante aquella agridulce confesión. Una parte de él lo instaba a dejarla marchar, insistiendo en que no merecía la pena poner en riesgo su vida para hacer justicia en el mundo. Pero había llegado demasiado lejos. No podía contarle lo de Julian, su teoría sobre cómo Clay había perpetrado el asesinato, ni sus planes de venganza. Ella se lo contaría todo a su adorado Julian y todo se iría al traste. —Cuéntame la verdad. Él cruzó los brazos sobre el pecho.

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—¿No te basta? Bueno, entonces, probemos otra teoría. Si crees al señor Clay, por lo que parece estás aquí para que yo pueda saciar mi sed de sangre y ocuparme de tu inevitable y espantosa muerte. Imagino que te diría que esta vez tendría que ser un poco más creativo para evitar la horca. Quizá si simplemente desaparecieras... Ella detestó el frío que empezó a arraigar en su pecho y se envolvió el corazón con una coraza. —¡Qué inhumano decir semejantes cosas! —¿No me temes, Merriam? ¿No estoy interpretando bien el monstruo que Julian te ha descrito? —¡No! ¡No te tengo miedo y no quiero saber nada de este juego cruel! ¿Quieres que yo tema? ¿Es eso? No me cuentas nada de tu esposa y luego me sueltas retorcidas mentiras y medias verdades, insistiendo en que el único agraviado eres tú. ¿Cómo es posible, Drake? Durante un fugaz instante pudo sentir que se ablandaba, leyendo algo de arrepentimiento en su mirada, pero éste se esfumó antes de que pudiera reconocerlo. —Todo mi pasado me parece imposible, Merriam. Es una dolorosa maraña de la que no voy a discutir contigo, ni ahora, ni nunca. —¿Tú tienes corazón, Drake? Se abalanzó sobre ella, empujándola sobre el duro muro de su pecho. —¡Déjalo! —Tú... tú no eres un monstruo inhumano —alzó la mirada, con aquellos conmovedores ojos grises bajo la luz de la mañana—, pero no puedes pasar por alto todo eso. Por favor, Drake, si te atormenta el pasado... —Merriam. —¿Qué puedo hacer? Dices que me quieres, pero luego... es como si te cerraras en banda, me dices que lo deje, pero me siento tan perdida en medio de todo esto. Sea la que sea la razón por la que Julian y tú estáis enfrentados, fuera lo que fuese lo que ocurrió hace ocho años, ¿por qué no puedes contarme la verdad? —Se le llenaron los ojos de lágrimas y Drake la sujetó con menos fuerza, abrazándola con un poco más de delicadeza. Le acarició los húmedos rizos y la agarró con aire protector contra su pecho. —Quédate —respondió al fin, mirándose con fría distancia en el espejo que tenían detrás, dándole un tono más cálido a su voz—. Tan sólo quería pasar algunas semanas apartado del pasado. Un oasis en medio de interminables años de agonía, Merriam. Tú no sabías, o no te importaban las sórdidas mentiras sobre mi pasado y te deseaba aún más por eso. —La besó en la cabeza, inhalando su aroma, sintiendo un escalofrío de placer que le recorrió toda la espalda—. Por favor, gatita, déjalo por el momento. Te prometo... algún día, quizá pueda revivirlo todo y contestar a todo lo que me preguntes, pero por ahora, déjame solo con ello. Merriam cedió rozándole la garganta desnuda. —Por ahora...

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Capítulo 16

Desde la ópera no sé nada de ti, aunque debo admitir que fui yo quien se propasó. En todos los años que nos conocemos, siempre has sido un absoluto desastre en lo que a sutilezas sociales se refiere. Sea lo que sea en lo que estés metido, no me corresponde interferir. Como amigo tuyo, debo hacer todo lo que pueda por ti. Casi ha terminado la temporada. Mis propiedades en las afueras están a tu disposición. Unos días de caza lejos de las fiestas y bailes que tanto detestas podría ser tentador. No te voy a presionar, pero la invitación queda en el aire, por si quieres aceptarla en algún momento. Tu querido y sagrado amigo San Alex. Drake dejó la nota sobre el escritorio, sacudiendo la cabeza con incredulidad. Sólo Alex podía ser tan tenaz y, a su vez, tan indulgente. Su propuesta de hacer una escapada y marcharse de Londres resultaba tentadora. Durante un segundo, Drake se imaginó llevándose a Merriam al campo y mirarlo a través de sus ojos. Hacerle el amor aislados en sus habitaciones e interpretar el papel de héroe despreocupado, adornándole el pelo con joyas y haciéndola reír... Pero la ensoñación se esfumó rápidamente. De una u otra forma, ella saldría de su vida. Él haría todo lo posible por protegerla de cualquier daño, pero una vez que Julian moviera ficha, todo acabaría. Un golpe en la puerta interrumpió la dolorosa espiral de sus pensamientos. Jameson entró una vez se le dio permiso. —Peers ha vuelto, excelencia. ¿Lo va a recibir aquí o le digo que espere en la biblioteca? —Tráelo aquí, pero por las escaleras de atrás. Si la señora Everett está aún en el solárium tomando el té, no quiero que la molesten. —Como desee, excelencia —dijo Jameson, retirándose. Drake dudó que cuando el detective estuviera investigando a la mansa y bella viuda, ella lo hubiera visto, pero todo estaba a punto de acabar y no quería arriesgarse a que ahora lo viera. Peers entró, inclinando algo la cabeza sin demasiada cortesía, pero, al fin y al cabo, Drake no lo había contratado por sus habilidades sociales. —Buenos días, excelencia, aunque ahí fuera hace un tiempo bastante húmedo y triste.

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—Supongo que no me cobrarás más por la información meteorológica, Peers. A menos que eso sea lo único que me puedas contar hoy. —No, señor. Jamás le haría perder su tiempo... ni el mío. Drake aguardó, dando golpecitos sobre la mesa con impaciencia. —Me pidió que hiciera averiguaciones sobre aquel caballero, el conde de Westleigh y que descubriera la relación que hay entre él y la viuda. —Peers hizo un esfuerzo por ir al grano—. Nada escandaloso. Si él es su amante secreto, ha sido el colmo de la discreción. Un par de encuentros públicos, pero nadie lo ha visto por la casa, según los sirvientes. Se dice que actualmente lord Westleigh no tiene ninguna amante, aunque es un habitual de La Media Luna y La Bella Carmesí. —Nada entonces... —Drake no estaba decepcionado. El conde de Westleigh siempre había sido muy discreto, y sabía de primera mano que Julian podía llegar a ser increíblemente astuto. Aun así, una prueba sólida habría calmado algunas de las dudas que continuaban ahogándole—. ¿Qué tipo de «encuentros públicos»? Peers arqueó una ceja. —La pequeña nobleza acostumbra a eso, ya sabe, todos asisten a las mismas fiestas, bailes y veladas hasta que se hartan de verse. Si le parece algo significativo, entonces tendré que quedarme mirando a todos los caballeros, cuando los vea tambaleándose por la calle. —No, tiene razón —Drake dejó el tema—, ¿y que hay del inexplicable «ciclo de conferencias»? —No he podido averiguar nada, señor. Sea lo que fuera lo que hiciera aquellos días, nadie parece saber nada. —¿Algo más? —Um, bueno, hay otro asunto... —Peers se echó atrás, incómodo por lo que iba a decir—. Me pidió que estuviera atento a lo que se murmuraba en algunas casas clave... sobre los chismes locales y todo eso. —Veamos. —Parece que tiene usted fama de ser un hombre muy celoso y dicen que tiene a su nueva amante atada bien corto. Dicen que teme que Westleigh se la quite delante de sus propias narices y, por eso, se cuida de tenerla encerrada en casa, que cada vez que él aparece en una fiesta usted pone los pies en polvorosa y se la lleva casi sin despedirse. —Peers se fue ruborizando conforme iba hablando—. Se cuenta algo que pasó en la ópera... y en una cena en casa de lord Andrews. Drake no hizo ningún esfuerzo por ocultar su satisfacción. —¿Por casualidad han llegado esos rumores hasta el conde? Peers asintió. —Si es cierto el rumor de que White's va a abrir un libro de morosos, no me sorprendería que su nombre estuviera el primero. —Increíble. —Drake se levantó y rodeó el escritorio para darle la mano a Peers—. En lo relativo a los rumores, no me esperaba que se fueran a extender tan pronto. Pero no me disgusta. —Extrajo algunos soberanos del bolsillo del chaleco—. Tome, por las molestias.

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—E... entonces ¿estoy despedido? —No, quiero que la sigan. Ahí debe de haber dinero suficiente para contratar a uno o dos hombres si hiciera falta. Si sale de casa, no quiero misterio alguno sobre por donde anda. Peers le lanzó una mirada que revelaba duda. —Para protegerla —añadió Drake con firmeza—. Ella es libre de salir y entrar a su antojo. —Como usted diga, excelencia. —El detective hizo una rápida y minúscula reverencia, metiéndose las monedas en el bolsillo—. Volveré para contarle más cosas. —No —Drake volvió a su asiento—, envíame un informe. No hay necesidad de alarmar de nuevo a toda la casa con una visita. —Como desee. —Peers volvió a inclinar la cabeza y se retiró de la sala. Drake miró la nota de Colwick. Alex le había invitado a una cacería para distraerle de las «delicias» de la sociedad londinense. Con lo único con lo que disfrutaba era con Merriam y, mientras le quedara algo de tiempo, no tenía intención alguna de desaprovechar ni una sola oportunidad de disfrutar de ella. Pero cuando todo acabara... Iré, decidió, si sobrevivo...

—Me ha avisado con poca antelación, madame —dijo la modista mientras tiraba del dobladillo para ponerlo en su sitio—, pero estoy segura de que estará terminado a tiempo. Será un milagro, pero, por el duque, se hace que sea posible hasta lo imposible. Él es... impactante, ¿verdad? Merriam forzó una débil sonrisa. «Impactante» resultaba una palabra bastante diplomática para la indecencia e intimidación que sin duda él había empleado para asegurarse la obra maestra que flotaba en torno a su persona. Se dio cuenta de que algún cliente se acababa de quedar sin su encargo tras semanas de espera, ya que el vestido estaba hecho completamente a mano. Su creación había llevado interminables horas. Apagadas hebras de cobre bordaban el satén rojo oscuro, el intrincado dibujo con puntadas a mano de gotas y líneas serpenteantes color ámbar, recorría los bordes de las mangas y del cuerpo del vestido. Incluso el dobladillo brillaba con el bordado color cobre y las relucientes gotas. Era un rojo terroso degradado y se quedaba sin aliento cada vez que se giraba. —Yo... quizá, soy demasiado blanca para este color —sugirió, tocando el delicado hilo de uno de los hombros—. ¿Tiene algo más discreto? —¡En absoluto! —La modista agitó la cabeza, con evidente temor en la mirada—. ¡Parece usted una perla con ese vestido puesto! Una gema. Es un color burdeos muy discreto y el bordado le resalta, los ojos. Además, mírese, señora. Tiene la cintura tan estrecha ¡y el busto! Es de ensueño ¿verdad? De ensueño o una pesadilla, Merriam no estaba segura de poder distinguirlo. El vestido era un triunfo, pero, con él puesto, no se sentía victoriosa. La fiesta se le antojaba como la fecha de ejecución de un condenado. Una cosa era imaginarse cogiendo a Drake del brazo con descaro, o ignorar las miradas de la gente en el parque o una simple reunión social, ¡pero hacer de anfitriona en su casa! Recordar los nombres de los invitados y saludarlos,

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supervisarlo todo, prever cualquier cosa que pudiera provocar un conflicto o una escena, y de alguna manera, que se esperara de ella que diera respuestas ingeniosas y se mantuviera tranquila, disfrazando el pánico, aparentando vitalidad; iba a ser una tortura. A Merriam se le hizo un nudo en el estómago ante la avalancha de responsabilidades de la que Drake esperaba que ella se hiciera cargo. En el pasado, las fiestas de más de diez personas la dejaban deshecha. Drake había enviado invitaciones para más de doscientos invitados. Aquello era una locura. Le había pedido que se quedara y se la había llevado a la cama, donde ella había dejado a un lado todas sus dudas y temores. Abandonándose intencionadamente al santuario de sus brazos, se había negado a pensar en ninguna otra cosa excepto en él y en la confesión de que la necesitaba y que la verdad acabaría desvelándose a su debido tiempo. Pero si su presencia era un oasis para él, deseaba que él se hubiera abstenido de invitar a todo Londres a su retiro privado. Si lo que pretendía era acabar con las murmuraciones sobre su pasado o lograr el perdón de sus iguales, desde luego aquellos pensamientos no los había compartido con ella. Si lo presionaba, él desviaba el tema o acababa con sus preguntas utilizando sus habilidades de seducción, que seguían dejándola sin aliento. Era imposible. Él le había pedido que se quedara y le dejara disfrutar del tiempo que pasaban juntos. ¿Era mucho pedir? Merriam se miró en el espejo, preguntándose si la modista vería lo mismo que ella: a una mujer probándose vestidos y máscaras para otra mascarada. Esta vez, en lugar de engañar a un hombre, tendría que tratar de engañar a cientos de ellos y hacer que pensaran que valía la pena pasar con ella una indecente temporada y que era merecedora de su seductor duque. Peg entró con un jarrón de flores para la mesita, evaluando con la mirada la obra de la modista. —Parece una ilusión con ese vestido, señora. Merriam le dirigió una mirada agradecida. —Lo eligió su excelencia. —Tiene muy buen gusto —añadió la modista, complacida—. Ahora por favor, dese la vuelta y quédese quieta. Peg salió mientras Merriam obedecía las órdenes de la modista, esperando que no le dolieran las rodillas por mantener la misma postura durante lo que se le antojaban horas. Siempre había odiado el proceso de poner alfileres y hacer arreglos. Estar ahí parada frente a la crítica mirada de otra mujer ya era de por sí bastante incómodo en cualquier circunstancia. Miró por encima de la cabeza de la modista mientras ésta se afanaba con el dobladillo de atrás. —¿Va a tardar mucho? —Paciencia, querida señora —musitó la modista desde el suelo—, la perfección no es algo trivial. —¿Les traigo un tentempié, señora? —se ofreció Peg amablemente desde su habitual lugar en el umbral de la puerta—. ¿Le traigo algo para que no desfallezca? —Eso suena estupendamente, Peg. —Merriam observó a Peg saliendo para ocuparse de ello, deseando tener la libertad para poder escapar con la misma rapidez. —Un poco hacia la izquierda —pidió la modista y Merriam obedeció lo mejor que pudo,

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sintiendo un pálpito en los ojos que la distrajo del dolor que tenía en la espalda. Al menos se podía consolar con que sería sólo una noche y únicamente haría falta un vestido nuevo. Drake podría igualmente haber elegido media docena más y nada lo hubiera detenido. Las alegaciones sobre el ahorro o las limitaciones no significaban nada para él. Ella llevaba años aprendiendo a sacar el máximo provecho hasta de un simple trozo de tela, recortando y tiñéndolo según lo que dictara la moda. Pero Sotherton no valoraba su sentido práctico, y prefería mimarla a la primera de cambio y malcriarla de manera irracional «por su propio bien». Para cuando la modista hubo terminado los arreglos y empaquetado el vestido, el dolor de cabeza de Merriam había ido a peor. Peg volvió con algo de comer para asistirla. —Tome señora, esto le ayudará. La menta es tranquilizante. Merriam asintió. —Gracias. Yo... no me encuentro muy bien, Peg. Me temo que me duele mucho la cabeza. —Le diré a su excelencia que está indispuesta. Peg acabó de quitarle las horquillas, sin apartar la mirada de Merriam. —Vamos a acostarla, aunque sólo sea para cerrar los ojos un ratito. Merriam aceptó, ya que el dolor era demasiado severo para fingir compostura. Esos dolores de cabeza la llevaban acosando desde que tenía quince años y les tenía pavor. Merriam sabía que le esperaban largas horas, porque sólo la oscuridad y la tranquilidad le ofrecían algo de consuelo. Peg se ocupó de todo, desvistiéndola con aquellas rápidas y delicadas manos, ayudándola a ponerse un camisón, la arropó bien y bajó la luz, apagando casi todas las velas hasta que sólo quedó el fulgor de la chimenea. Luego trajo la pequeña botellita de color verde oscuro y un minúsculo vaso en una bandeja a juego. Peg vertió el preparado con pulso firme a pesar de la obligada oscuridad. —Tome, con esto podrá descansar y se olvidará del dolor de cabeza. Merriam cogió el vaso, oliéndolo con reparo y guiñó los ojos al percibir el olor ácido de la menta y el licor. La doncella negó con la cabeza. —No hay que olerlo. Bébaselo de un trago... ya verá. Merriam suspiró. El desagradable dolor que tenía en mitad del cráneo la hizo quejarse mentalmente como una niña del mal sabor de un tónico inútil. Se bebería hasta la bebida más fétida conocida por el hombre con tal de que la aliviara un poco. Sin protestar, siguió el consejo de Peg y se bebió el tónico de un trago. La sensación de abrasión en la garganta casi la ahoga, pero Merriam se obligó a tragar hasta que el calor remitió. —¡Oh, Dios mío! —Ya está, señora —la tranquilizó Peg, llevándose el vaso vacío y la bandeja—, ya verá como pronto se encuentra mejor. El calor le atravesó el cuerpo en corrientes invisibles y Merriam se reclinó sobre las almohadas. Aún tenía el latido en la cabeza, pero en unos minutos, los efectos del tónico

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hicieron que se alejara el dolor y pareciera menos importante. El mundo parecía desaparecer y las piernas le pesaban como si fuera imposible moverlas. Peg le pasó las yemas de los dedos por la frente y las mejillas. —¿Ve? —susurró—. Duérmase y deje que el dolor desaparezca.

Lleva el disfraz de seda y terciopelo negro y rojo satén acariciándole la sensible piel; es otra vez una gata. Pero, en lugar de la conocida mascarada o de la alcoba donde atraería a Merlín hasta sus brazos, se encuentra en la ópera. Resulta extraño, pero sola en su palco, está sentada como una reina viendo un espectáculo representado sólo para ella. La música surge de algún lugar, aunque no hay orquesta, ni cantantes, ni actores. Se levanta para mirar el teatro y se da cuenta de que nadie más ha venido a ver el espectáculo. Se hubiera dado la vuelta para marcharse, pero las luces parpadean para indicar que se había acabado el descanso e iba a empezar el siguiente acto. Se sienta sobre los cojines de seda y cuando las luces se apagan, se le inunda el cuerpo de entusiasmo. —Necesitaba verte. Él lleva también un disfraz, una capa negra y ella ve que lleva símbolos mágicos bordados. Es un mago oscuro vestido de cielo nocturno y ella se muestra maravillada por el traje, pero también por el hombre. Lleva una máscara de terciopelo negro con estrellas y ella en ese momento es consciente de que lo ama desde hace mucho tiempo. Aquella noche, tendría a su Merlín. Aquello... Aquello le resultaba familiar. En una alcoba entre sombras, él lo tenía planeado. Una dulce sensación surge entre sus piernas y se retuerce entre los cojines. —Te estaba esperando —dice mirando en derredor de la pequeña sala, dándose cuenta de que la ópera ha desaparecido—, bésame. Él obedece a su dispuesta y bella esclava y ella le agarra de los hombros, atrayéndole hacia los cojines. El beso es pausado y suave y él sabe a clavo y canela. Él desliza las manos por sus brazos y hombros descubiertos, hasta llegar a las puntas de los pechos, quitándole el vestido con tirones suaves y ligeros. —¿Así? —Oh, sí —suspira—, besos así. —¿Y éste? —Tira de los cordones y con las palmas de las manos, de repente, le cubre los senos desnudos, sacándolos del vestido mientras le toquetea con los pulgares los pezones. Lo coge, aumentando la presión hasta que ella se estremece y se retuerce al sentir el dolor y el placer. Hondonadas de placer por el incesante contacto la estremecen hasta lo más profundo, y ella se retuerce y gime pidiéndole más. Él le levanta la falda y las enaguas, apartándolas sobre sus muslos para desnudarla y ella separa las piernas sin pudor. No quiere hacerse la tímida y aparta las piernas para que él pueda

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ver lo excitada que está. Él aparece sobre ella y ella siente cómo posa las manos sobre su vientre y extiende los dedos a lo ancho de toda la cadera. Tiene unas manos grandes y fuertes y él le hace saber todo lo que pueden tocar, alcanzar... y las posibilidades la humedecen aún más. —Vamos, Merlín. Él vuelve a obedecer y ella se maravilla por su potencia. Está a sus órdenes. A sus órdenes. Sus dedos son una fuente de movimiento y fricción, dulce y firme. Ella está abierta a él y él se afana sobre su cuerpo a un ritmo enfervorizado, tocándole la oquedad con empellones huecos que le arañan las sensibles paredes. Otro de los dedos colocado sobre el trasero y cuando otro dedo logra alcanzar el endurecido clítoris, ella echa la cabeza hacia atrás y se abandona a las oleadas crecientes de éxtasis. Llega rápido y con gran fuerza y las manos aumentan su efecto. Ondas y más ondas entran, salen y la atraviesan hasta que le tiemblan los muslos y ella sabe que no puede resistir más. —¿Más? —le oye preguntar, luego, antes de que pueda contestar, la levanta y la pone de rodillas y ella sabe que «más» es exactamente lo que quiere. Ella baja las caderas, dejándole entrar, utilizando las manos para dar más fuerza al movimiento, deslizándose sobre él y poseyéndolo con un ávido cambio de postura. Los músculos en su interior se tensan, comienza otro orgasmo y ella gime al sentir la tensión de su ardiente erección en el húmedo pasadizo. —¿Más? —susurra. Ella asiente, incapaz de contestar, incapaz ahora de moverse, y él la agarra de las caderas y toma el control. La embiste y el impacto de su verga es una sorda sorpresa que la hace gritar. La saca lentamente y ella trata de recuperar el aliento en una espiral de deseo y avidez. De nuevo vuelve a su refugio y ahora es ella quien se mueve, aumentando la invasión, prolongando la retirada. Una y otra vez, se convierte en una brutal danza resaltada por el choque de sus cuerpos y los gritos de ella. —¡Más! —Puede tener otro orgasmo y lo quiere, el mágico éxtasis imposible que la evita ahora... —¡Más! —Oh, sí —le oyó decir a su espalda— y debes recibir lo que quieres, amiga. —Oh, sí —resonó otra voz masculina—, debes recibir todo lo que desees. Ella alza la cabeza y ahí está, pero no vestido con un traje oscuro de cielo nocturno. Este Merlín va vestido de un verde tan exuberante que podría bebérselo. Sus ropas portan los mismos símbolos, pero su máscara está hecha de hojas e hilos dorados. Se quita la ropa, y ella ve la erección, gigantesca, con la punta casi morada. Se menea un poco, luchando contra la gravedad, buscándole desafiante la boca y el dulce abandono de su lengua. Ella separa los labios y lo prueba con la mirada puesta sobre su Merlín verde, mientras Merlín oscuro reinicia su danza, tomándola por la espalda, más lento pero con mayor fuerza y profundidad. El ritmo de ambos comienza a lanzar un hechizo que la sumerge en el sabor, la sensación y el olor de su verga. ¿La de quién? No lo sabe... no le importa, son uno y ella no

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puede ni hablar. Llega el clímax, todos a la vez. Ella saborea la corriente del sedoso sexo derretido en la boca como húmedo fuego bombeado en su interior, y sus propios espasmos se mezclan fuera de control. Es una larga e interminable explosión y todo comienza a difuminarse... —No —musita, al ver que el verde se aparta y, a continuación, antes de poder protestar, el Merlín oscuro también se ha retirado—. No. Ella alza la vista con perezosa mirada, sólo para observar con curiosidad que los dos merlines empiezan a quitarse las máscaras. Drake... Julian... No, Dios, no.

Con la primera luz del día, la habitación era como una fantasmal neblina gris. Merriam se levantó con las mejillas encendidas al recordar el sueño. Alargó el brazo bajo las sábanas para ver si estaba sola. Debió de quedarse dormida por la tarde y haber dormido durante toda la noche. Salió de la cama, abrasada por el roce de las sábanas de seda sobre sus muslos desnudos. No había ocurrido. Se había tratado de un terrible sueño provocado por el tónico para el dolor de cabeza, pero sus efectos eran difíciles de disipar. ¿Acaso podía su cuerpo contener semejantes deseos ilícitos y aquellos anhelos inconfesables? El escalofrío que siguió al calor de las imágenes que le asaltaban la mente fue demasiado. Era una sensación tan extraña de entender que no podía controlarla en absoluto. Después de todo ¿acaso no la había llevado su secreto y su naturaleza calenturienta hasta aquel punto? ¿Qué más era capaz de hacer? Era aterrador pensar en la manera en que había perdido el control en aquel sueño. De repente, tenía que irse. Fue corriendo hacia el armario con las piernas temblorosas, buscando en el fondo para coger uno de sus vestidos. Sintió tranquilidad al tocar la oscura y robusta prenda; la familiaridad de aquel tacto, durante tanto tiempo odiado, la hizo sentir de nuevo entera. Representaba el anonimato, la armadura de la ratoncita y Merriam se sintió agradecida de tenerla. Se vistió, sintiendo que cada capa le insuflaba valor. Puedo hacerlo. Iría a buscar a madame de Bourcier para que la aconsejara una vez más. Se marcharía de aquella casa para poder ganar algo de perspectiva y hallar de nuevo el camino correcto. Merriam estaba segura de ello, si tan sólo lograba escapar, se le aclararían las ideas y sabría qué hacer. Rápidamente, agarró una bolsita de un cajón y vio que un trozo de papel desgastado salía volando y aterrizaba a sus pies. Era su tarjeta. La había llevado como amuleto, o por sentimentalismo. Merriam hizo el además de recogerla y volver a meterla en la bolsa, pero vaciló.

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No tenía sentido cogerla... sólo el instinto de dejarla ahí. Para proteger su buen nombre, pensó. Luego susurró: no. Se acercó a la chimenea y la dejó sobre la repisa. Se quedaría ahí esperándola a que regresara.

—¿Quiere que le traigan el coche, madame?—le ofreció Jameson, claramente desconcertado ante aquel inesperado cambio en su rutina, por la salida a semejante hora—. ¿Quiere que la acompañe un mozo para que le lleve las compras? —No, Jameson —Merriam se puso los guantes, haciendo caso omiso del intento del mayordomo por averiguar sus intenciones, rezando porque su nerviosismo no fuera evidente —, llama a uno de alquiler, volveré... pronto. —Estoy seguro de que a su excelencia preferiría que viajara más cómoda en... —No quiero coger el carruaje del duque. Ahora, por favor, alquila uno o abre la puerta para que lo pueda hacer yo misma. —Le dio a su tono el estilo intimidatorio de lady Sedgewold, insinuando que aquella tarea era responsabilidad de él. —Por supuesto, señora. —Jameson dio un salto para reparar el daño infligido a su reputación y, en un minuto, la estaba ayudando a subir a un coche alquilado. —¿Adonde? —preguntó el cochero mientras Jameson cerraba la puerta, quedándose para despedirla a salvo. Sin mirar al mayordomo, Merriam contestó con firmeza. —Se lo diré cuando estemos en marcha, vámonos. Dicho aquello, dejó atrás a un atónito Jameson y procedió a ejecutar su vespertina huida.

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Capítulo 17

Jocelyn se sirvió una taza de chocolate caliente. Acurrucada en su estudio vestida con un modesto vestido de día, estaba convencida de que eran los pequeños placeres los que endulzaban su vida. Se preguntó lo que harían sus enemigos y rivales si la vieran en sus habitaciones privadas y descubrieran sus secretos. Aquel era un pensamiento en el que rara vez se detenía, ya que una parte de ella creía firmemente que imaginarse lo peor suele ser una invitación a que suceda. Siendo, en el fondo, una intelectual, Jocelyn había estudiado meticulosamente sus elecciones y no era el tipo de persona que se abandonara a sus impulsos, ni al miedo. Su pequeño estudio estaba separado de su dormitorio y del salón con una cortina que lo ocultaba de la vista. Ahí se sentía como un monje pecador entre periódicos y volúmenes encuadernados en cuero. En aquella habitación, que era poco mayor que un armario, había instalado un pequeño y cómodo sofá y una lámpara de gas para poder leer y trabajar. Ahí a veces fingía que La Bella no existía. Sola, en un mundo creado por ella, todo parecía posible. Normalmente, en una mañana como aquella debería estar revisando las cuentas semanales y apuntando lo que podía hacer falta para la semana siguiente. Una mirada al libro de contabilidad daba pistas fundamentales para la lista de la compra. Había un barón al que le gustaban los vinos franceses exclusivos y otras delicias que le apetecía probar sobre los muslos de la chica elegida. Otro de sus clientes habituales esperaría encontrar caros afeites; otro exigía sábanas de seda que no hubieran sido usadas jamás por ningún cuerpo. Otras casas les habrían engañado, escatimando o usando el alcohol para que el cliente no pudiera discernir con claridad, pero La Bella Carmesí no. Jocelyn era celosa de la reputación de su negocio y se encargaba de que sus clientes fueran, por encima de todo, leales y que quedaran satisfechos. El capricho de una taza de humeante chocolate parecía una manera segura de relajarse de su rutina habitual. Aquella mañana se encontraba demasiado nerviosa para hacer frente a las temibles columnas y cuentas de pérdidas y beneficios de los primarios trueques de La Bella. Ramis apartó con su mano de ébano la cortina, aclarándose la garganta, interrumpiendo sus pensamientos. —La señora tiene visita. Ella agarró la taza con culpabilidad. —No espero a nadie. Con enigmática sonrisa, continuó. —Se trata de un caballero.

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Se sentó, poniéndose alerta inmediatamente y desconfiando. —¿Ha dicho su nombre? —preguntó sin muchas esperanzas. Sus clientes no acostumbraban a utilizar el protocolo habitual de entregar sus tarjetas en un sitio como aquel, y preferían entrar y salir de la manera más anónima posible—. ¿Es un cliente? —preguntó, dejando el chocolate con gesto de fastidio. Resultaría una molestia tener que cambiarse y ponerse algo más apropiado. —No lo he visto jamás, pero la señora debe saber que insistió mucho en que quería hablar con la madame de la casa. —Ramis se encogió de hombros—. ¿Le digo que hoy no recibe? Se mordió el labio inferior y pensó. —No, es mejor abordar directamente el problema que vaya a plantear. Es un poco pronto para hacer visitas, pero ocúpate de que Amelia y Jez se levanten y se preparen, por si quiere hacerse una idea de lo que tenemos antes de elegir a una. —Como quiera. —Ramis hizo una reverencia, era la personificación de la discreción. —Dame algunos minutos para que me prepare, luego, tráelo al salón azul. —Miró el líquido, enfriándose en su taza favorita, luego alzó la vista y le lanzó una sonrisa a Ramis—. Ya tendré tiempo de holgazanear otro día. —La señora no suele holgazanear —contestó, defendiéndola con la calidez de un viejo amigo—, y el caballero puede esperar. Jocelyn se rió. —Hoy no. Si ha sido tan insistente, no creo que le siente muy bien que pongan a prueba su paciencia. Tardaré unos minutos, Ramis. —Pasó junto a él bajo el arco mientras se dirigía a su dormitorio para llamar a su doncella—. Madame de Bourcier tendrá el honor de recibirlo. Ramis se retiró, dejando que la cortina cayera para ocultar la pequeña alcoba forrada de libros y dejar que se preparara. Era una maestra de la transformación, y jamás dejaba de fascinarle que su energía contradijera su edad. A veces hasta él mismo la olvidaba. Volvió al salón, percibiendo que aquel hombre no se sentía del todo cómodo en aquel lugar. Se había acercado para mirar las obras de arte de las paredes. En lugar de indicarle que estaba ahí, Ramis aguardó a que el hombre terminara su evaluación y se percatara de su presencia. Era un truco muy sencillo, incomodar al hombre y hacerle saber que, en aquella casa, no era quien tenía el control. Los caballeros ingleses podían ser peligrosamente arrogantes y Ramis los soportaba lo justo. Necesitaba su dinero, pero era su deber primordial ocuparse de que sus exigencias eróticas no dañaran a las señoritas de la casa. El rango y los títulos nobiliarios no significaban nada para él. Ramis lo observó y se preguntó si aquel hombre se sabría comportar.

Alex analizó el cuadro, sorprendido por el discreto tema del mismo. Había estado en algunos burdeles en los viejos tiempos, y recordaba que normalmente se usaban para hacer que los visitantes se tuvieran que dirigir rápidamente arriba con la chica más guapa disponible. Pero en lugar de suculentos desnudos tumbados en lánguidos divanes, o de escenas de sensuales persecuciones, tenía delante un lienzo impresionante de un frío bosque.

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No reconoció al artista y el cuadro no estaba firmado. La desolada escena estaba difuminada como si hubiera tormenta, pero la nevada era tranquilizadora, mientras que el sentido común dictaba que tuviera que parecer amenazante. Transcurrieron unos minutos hasta que presintió que no estaba solo. Alex se giró, sorprendido por la muda presencia del enorme hombre al que se había encontrado antes. Su primera impresión quedó reafirmada tras el retorno del sirviente. Con una altura que se acercaba a los dos metros, era un impresionante hombre de ébano vestido con un traje impecable de seda blanca. A Alex no le cupo duda de que, bajo la inescrutable mirada de aquel hombre, la paz y el orden reinarían en el burdel. La madame debía recompensarle por ello. —No me había dado cuenta de que estaba ahí. —Una virtud imposible viniendo de un hombre con semejante envergadura, lo de moverse de manera tan silenciosa, pensó Alex. —El caballero estaba mirando el cuadro, no quería interrumpirlo. Alex dejó el tema, consciente de que no había excusa para faltar a la etiqueta. Se había presentado en un burdel a una hora intempestiva. No estaba en situación de emitir queja alguna. —¿Está preparada la señora de la casa para verme? —Madame de Bourcier lo recibirá, señor. —La montaña no se movió—. ¿Le apetece tomar algo? ¿Algo caliente en una mañana tan fría o quizá algo más fuerte? —No, se trata de algo urgente. ¿Vendrá aquí? El hombre de color sonrió, sin inmutarse. —Lo recibirá en el salón azul. —Una vez más, no se movió. Alex entrecerró los ojos; deseó tener la capacidad que tenía Drake para mirar a los hombres y hacer que se sometieran a él. —Bueno, entonces, lléveme hasta allí. —Como desee. —Le hizo un amago de reverencia, para erguirse a continuación—. Por favor, sígame. Por fin, gruñó Alex para sí. Podría lograr audiencia con la reina con menos parafernalia. Por el pasillo, lo condujeron por el corazón de la casa, y pudo echar un vistazo a la ostentosa decoración y las fantásticas comodidades que aguardaban a los clientes de La Bella Carmesí. Unos cuantos lienzos más mostraban imágenes más comunes de cuerpos parcamente vestidos y de piel blanca, abandonados a los vapores de la pasión, pero aquí y allá, resplandecían piezas de gran valor y su curiosidad por los gustos de la dueña empezó a incrementarse. Entre los hombres y mujeres con los que se había encontrado en el negocio, la codicia era un denominador común. Los ornamentos normalmente eran de yeso brillante y atractivo, una muestra que ocultaba la verdadera riqueza del burdel. Era más probable que una madame durmiera sobre sus tesoros como un enorme dragón letal, que se dedicara a gastarse el dinero en obras de arte. Se había anticipado a madame de Bourcier y había traído suficiente dinero para asegurarse de que conseguía lo que quería. Ella armaría un numerito y se negaría a compartir información confidencial, pero sabía que una vez viera el brillo del oro, la vieja cacatúa se doblegaría.

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Atravesando una ornamentada puerta en el salón del piso de arriba, Alex subió por la escalera en lo que supuso sería la parte más antigua de la casa. No apartó la vista de la espalda de aquel hombre, no le gustaba demasiado la idea de perderse en los entresijos de La Bella. —¿Está tranquila la mañana? El sirviente le llevó hasta el rellano del último piso. Sin llamar, abrió una gran puerta y se quedó tras Alex. —A la señora le gusta la tranquilidad, señor. Alex hizo caso omiso de aquel comentario y se centró en la conversación que iba a mantener. Irguió los hombros y pasó por la puerta abierta. La habitación era muy colorista y rica en texturas. No estaba sobrecargada ni la decoración era excesiva, sino que se trataba de una cálida y acogedora habitación pequeña decorada en un elegante color azul y marfil. Algunos sutiles detalles exóticos como el aroma del incienso y el perfume aportaban un toque indecente, pero los sofás eran de buen gusto y parecían cómodos, cubiertos de cojines bordados y cobertores con borlas. Era un santuario del relax y se preguntó cuántos privilegiados disfrutarían de sus íntimas comodidades. ¿O acaso su anfitriona ya no estaba en la flor de la vida y utilizaba aquella habitación como refugio ante la falta de clientes? —¿Madame?—preguntó, girándose bruscamente cuando la puerta se cerró enérgicamente a su espalda. Lo asaltó un arrebato de nerviosismo. Se sintió atrapado al acordarse de que no le había contado a nadie sus movimientos ni sus intenciones. —Siento la espera, caballero. Alex se volvió a girar hacia el centro de la habitación al escuchar su voz. Salió de detrás del biombo que había en la esquina. La respuesta se le atragantó al verla. No se parecía en nada al ser que se había imaginado. Joven, demasiado joven, se corrigió, observando el vibrante cabello pelirrojo y los arrebatadores colores de una bata que resaltaba sus ojos verdes de jade y una piel perfecta de porcelana. Era bajita, pero estaba perfectamente proporcionada. Sus suntuosas curvas se realzaban, aunque estaban cubiertas, la insinuación resultaba aún más incitante. Sus rasgos eran delicados, e indicaban que era de buena cuna. Aquella no era una vulgar madame. Era como una elegante ave del paraíso entre el triste gris de los callejones de Londres. Todo en ella transmitía sensual confianza y un control supremo y Alex se preguntó cómo no había oído nunca hablar de ella. —¿Desea tomar asiento? —Le señaló con elegancia el diván, sentándose en un extremo del mismo cerca de la mesita y de la bandeja—. ¿Le puedo ofrecer algo de beber? Procedió a sentarse en el lugar indicado. —No, gracias. Su mayordomo ya me ha ofrecido. —Ramis es plenamente de confianza —sonrió, suponiendo que él sobreentendería sin mucho esfuerzo. Bueno. —Se sirvió una pequeña copa de jerez, tan relajada como si fueran viejos amigos y esperara su llegada. Se reclinó, sorprendiéndole levantando los pies del suelo y ocultándolos bajo la falda. Estaba sentada sobre los cojines como una gata, mirándolo con explícita curiosidad—. Debe contarme qué es lo que le ha traído a La Bella Carmesí y le ha hecho insistir tanto en hablar conmigo. —Supongo que se podrá hacer una idea —contestó, evadiendo responder, tratando de centrarse un poco. La visión de una atractiva sultana mirándolo desde el borde de la copa era más de lo que se esperaba y se le tensó el cuerpo, distraído, ignorando su misión.

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—Por supuesto —confirmó alborozadamente, tomando un sorbito de la copa—. Aunque creo que me he equivocado —se encogió de hombros—, Ramis me ha indicado que tenía usted prisa, por lo que pensaba que querría olvidarse de jueguecitos. Aun así... —Ladeó la cabeza, como tratando de leerle las intenciones—. No tiene usted aspecto de ser del tipo de hombres interesado en jueguecitos. Supongo que habrá venido con un propósito muy concreto, lo suficientemente importante y complicado como para haber venido en persona, en lugar de haber enviado a un mensajero o un mensaje. Visto que actualmente no es cliente nuestro, y que esta no es la hora acostumbrada por los hombres para solicitar citas, supongo que ha venido por algo o por alguien. Él asintió con la cabeza, incapaz de ocultar el regocijo que le provocaban sus pensamientos. —Así es. Ella tomó otro sorbo, luego dejó la copa. —Y visto que no ha venido a protestar por mi establecimiento, y tampoco tiene la mirada desesperada de un hombre metido en algún embrollo amoroso, supongo que busca información. —Bueno, eso era fácil de adivinar —dijo Alex, tratando de no ponerse excesivamente cómodo en presencia de ella, cosa que resultaba imposible—. Se trata de un cliente o amigo de La Bella Carmesí. Esperaba que me pudiera contar si... —No —lo interrumpió con suavidad, sin brusquedad ni tono amenazante. —Estoy dispuesto a pagar una gran cantidad por esa información, madame de Bourcier. —¿Cómo se llama usted? Se quedó boquiabierto; no le agradaba el rumbo que estaban tomando las cosas. —Eso no es relevante. —Ya veo —suspiró, con mirada de decepción—. Y tan sólo está sentado en mis cojines, un acto completamente inocente, ¿no? Imagínese qué pensaría cualquiera de los hombres que disfrutan de los servicios de La Bella si su identidad fuera revelada. —Sacudió la cabeza, chasqueando la lengua con desaprobación de matrona—. Mi negocio se iría al traste si yo fuera indiscreta, como usted pretende. —No tengo interés en las costumbres de alcoba de nadie, ni en los detalles eróticos de sus citas, sólo necesito confirmar que este hombre viene por aquí... que lo conoce. Quizá haya notado algún cambio en él últimamente, o me pueda hablar de él un poco. —Alex respiró profundamente, consciente de que aquello no parecía tener sentido. Su expresión se relajó. —Oh, ¿se trata de eso? —Estoy buscando a un asesino, madame de Bourcier. Odiaría pensar que usted o cualquiera de sus chicas corren peligro. Le cambió la expresión de la cara al instante y sus piernas se deslizaron hasta hallar el suelo, entrecerrando los ojos. —¿Está hablando en serio? —Completamente.

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Se levantó, cruzando los brazos, como sopesando sus palabras. —No he oído nada de eso. Su amigo disfruta asesinando prostitutas ¿es eso? —Se entrevió en su tono preocupación y temor, aunque también un irónico cuestionamiento de su credibilidad. —No —contestó Alex, tratando de no perder terreno, aunque sin intención alguna de desvelar la verdad—. No es que lo sepa... pero hace años... existen sospechas y estoy tratando de averiguar si existe alguna posibilidad o si aquel asunto puede darse por concluido. Los rumores pueden ser una trampa sin fin. Pero un hombre con la guardia baja... si Westleigh ha hecho algún comentario, ha dicho algo extraño sobre ciertos acontecimientos, necesito saberlo. —¿Westleigh?—Su expresión no transmitió nada. —Julian Clay el conde de Westleigh. El nombre retumbó en el sosegado aire matinal; ella permaneció de pie frente a él, con aire resuelto. —No le puedo ayudar. —¿No puede o no quiere? —presionó, levantándose también para estar a su misma altura. —No puedo —repitió, claramente, sin sentirse intimidada, destacando en su pequeña estancia—. Y no lo haré. —¿Lo está encubriendo deliberadamente? —No. —Se encogió de hombros—. Cliente o no, lo mismo da. Lo que me está pidiendo es imposible. —No es imposible. Le estoy pidiendo que me ayude a terminar con todo esto. Si es uno de sus favoritos o cree que es inocente, confío en que me lo demuestre. Pero si es capaz de hacer algo así, quizá usted pueda... —Aquí no vendemos ni sospechas ni rumores. No tengo por costumbre extraer confesiones de nuestros invitados, ni tomar nota de las conversaciones de alcoba. El único propósito de todo esto sería el chantaje y, al contrario de lo que usted pueda pensar de mí, prefiero una vida más honesta. —¿Una vida más honesta? —Alex estaba atónito. Ella alzó el mentón, desafiante. —Ya me ha oído. —A mí no me va a dar lecciones de ética una puta declarada. Sólo trato de descubrir... La brusca respiración al escuchar la palabra «puta» anunció la interrupción. La puerta se abrió y Ramis ocupó todo el umbral. —La señora desea que se marche ahora. Alex se quedó helado al darse cuenta de que aquel hombre había estado ahí fuera todo el tiempo, escuchando a escondidas por la seguridad de la señora. —Madame, disculpe si la he ofendido. —Ramis lo acompañará hasta la puerta. —Su voz era más suave, y la cortés despedida subrayó la ofensa que su mirada revelaba—. Me temo que no puedo facilitarle ninguna cita en

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este momento. Estoy segura de que las chicas quedarán decepcionadas, pero tendrá que buscar la información que busca y entretenerse en otro sitio. Alex hizo un saludo con la cabeza, aceptando su derrota a manos de una tigresa en miniatura. —Entonces debo despedirme de usted. Se marchó sin resistencia, sacudiéndose la mano que Ramis le había puesto en el hombro una vez entraron en el vestíbulo. —No le he hecho ningún daño —le dijo. Ramis no se mostró convencido y su mirada resultaba estremecedora. El camino hacia la salida esta vez fue mucho más directo y bajaron por otras escaleras que conducían a la puerta trasera, cerca de la cocina y Alex se enfureció ante la humillación. Se había sobrepasado otras veces, pero nunca antes le habían enseñado «por dónde está la puerta» literalmente. Se sorprendió al toparse con otra persona que entraba en ese momento, y ante la inesperada visión de una mujer que se estaba quitando el sombrero y la bufanda, evidentemente confiada en que, dentro de la casa, ya no necesitaba el disfraz... Se detuvo bruscamente para evitar chocar con la señora Merriam Everett. La reconoció al momento, pues la había visto en la Ópera Real. —¡Oh! —Su exclamación fue tranquila y apurada, aunque no vio en sus ojos atisbo alguno de reconocimiento, hasta que Ramis lo empujó con su enorme mano para que siguiera caminando. Antes de que pudiera siquiera protestar, ya había sido expulsado por la puerta y apenas pudo mantener el equilibrio, pues el impulso le obligó a bajar tres pequeños escalones a la calle. Su visita a La Bella había concluido, pero, al parecer y, después de todo, se acababa de enterar de algo.

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Ramis respiró profundamente y luego se dirigió a la triste mujer que aguardaba en el vestíbulo. La conocía de sus reuniones con la señora, aunque eso no importaba en aquel momento. —Dios mío. —Volvió a gemir, con la mirada puesta sobre la puerta cerrada, como viendo a través de ella al hombre que se encontraba detrás. Ramis pudo adivinar sus temores sin dificultad. —Con esta luz apenas puedo verla, señora, creo que no tiene motivo por el que preocuparse. —Parecía sorprendido de verme —susurró, preocupada por que el hombre al otro lado pudiera oírla. —Por su propio bien, eso espero. Lo estaba echando. —¿Cuál es su nombre? —preguntó, aún insegura. —No lo sé, pero tampoco conozco el suyo, así que ¿ve? No pasa nada. Si tratara de preguntar por usted aquí, nadie conoce su nombre, sólo la señora, y ella jamás lo revelaría, jamás. Sus hombros se relajaron y Ramis continuó hablando. —¿Ha venido a ver a la señora? —Sí, debería haber avisado, pero... —Veré si recibe hoy. —Le hizo una breve reverencia con la cabeza—. ¿Puede esperar? Merriam asintió y observó a Ramis mientras subía-por las escaleras, hasta que quedó fuera de su vista. Los azulejos de las paredes estaban empañados por el vaho de la cocina y, mientras el tiempo transcurría lentamente, se reprochó no haber planificado mejor las cosas. Si hubiera avisado antes, la demora habría sido menor. Mirar a Drake tras aquel sueño maldito, o tratar de excusarse con alguna mentira para poder salir... era impensable. Aun así, si hubiera avisado de su visita a madame de Bourcier, la habría estado esperando y no habrían permitido que se topara con ningún caballero que se marchara tras un encuentro matutino, o tras una larga noche, se corrigió. Le resultaba vagamente familiar, Pero estaba segura de jamás los habían presentado. Y tampoco era ningún secreto que ella era la amante de Drake. ¿De qué manera podría su presencia allí perjudicarla más de lo que ya estaba? ¿Por qué se sentía como si la presionara un frío y oscuro peso? El nerviosismo empezó a apoderarse de ella y al oír pasos miró aliviada. Pero no era el imponente mayordomo el que entró en la sala.

Una mujer, más o menos de su misma edad, vestida con una bata que no dejaba nada a la imaginación le regaló una alegre sonrisa. Tenía los pechos desnudos sobresaliendo de un corsé muy apretado, con unas bragas opacas que acentuaban sus piernas desnudas y el oscuro triángulo de su sexo.

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—¿Otra lección, cariño? A Merriam se le abrió y cerró la boca, como la de un pez fuera del agua. Se estaba ahogando en un mar de pudor. La traición. ¿Tan evidente había sido? ¿Se habían reído de ella y habían comentado cosas sobre ella? ¿Sabían lo de la viuda patética jugando a juegos estúpidos en mascaradas? Aquello era demasiado. Las lágrimas amenazaban con brotar y Merriam saboreó la amarga derrota. Había venido al santuario de madame de Bourcier para disfrutar de su compañía y sus consejos, pero aquello no era un refugio seguro. Sin mediar palabra, se marchó de La Bella Carmesí como si los gatos del demonio hubieran decidido que aquella ratoncita sería un fantástico desayuno.

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Capítulo 18

El reloj de la mesa daba cuenta imparcial del transcurrir del amortiguado sonido de los segundos. El ahogado tictac testificaba las eternas labores que jamás terminarían. Merriam había vuelto a su casa, a las pequeñas habitaciones y el austero ambiente, tan familiar. Había sorprendido al servicio con su inesperada llegada. Pero si sentían alguna curiosidad por su larga visita a una anónima amiga enferma, no hicieron pregunta alguna. Celia no comentó nada de que no hubiera traído sus baúles, ni de los rumores que pudiera haber oído sobre que la tímida señora Everett había dado un espectáculo en público. Tan sólo le preguntaron si quería tomar el té, para después retirarse y dejarla con sus propios pensamientos. Se marcharon para asegurarse de que hubiera carbón suficiente y continuar con sus cosas, tal como habían hecho durante la ausencia de su ama, como si su presencia no provocara diferencia alguna en su rutina. En su ausencia, habían continuado limpiando y haciendo sus tareas. Estaba sola, como un fantasma en su propio mundo. Deambuló por el estudio de su difunto marido, tocando sus libros, preguntándose si Grenville habría vuelto alguna vez a la casa, tras ser enterrado, y habría sentido lo mismo. Se imaginó a su corpulento espíritu regocijándose de que no hubiera tocado sus cosas, que no hubiera desordenado sus puros, ni sus botellas, ni alterado sus «sistemas perfeccionados». Podría haber buscado y no habría hallado cambio alguno. La había hecho sentir tan insustancial durante sus años de matrimonio. Incluso en su lecho de muerte, se había sentido inútil. Él había ignorado su presencia a su lado y se había dirigido al médico para decir sus últimas palabras. Murmuró algo sobre que tenía sed y que debería haber tenido un perro, «una verdadera compañía hubiera sido reconfortante». Ella hizo un mohín de disgusto al recordar aquello. Le dio un manotazo a una de las pilas de libros que había sobre el escritorio, satisfecha al oírlos golpear la alfombra y verlos salir despedidos. Estaba muerto. Si le molestaba que se hubieran caído, que viniera a recogerlos él mismo. Subió las escaleras y se dirigió a su dormitorio. La visión de las desoladoras sábanas la irritó tras semanas viviendo en la lujosa casa de Drake. En el armario quedaban unos cuantos vestidos de verano y unas gabardinas extragrandes. Repasando los monótonos grises y los colores oscuros resultaba difícil no plantearse la cuestión que planeaba en su pensamiento. ¿Cuándo morí? Antes que Grenville, sospechó. Mucho antes. Había sido un fantasma durante mucho

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tiempo. La ratoncita que se estaba quietecita y dejaba que las obligaciones y rutinas de su vida la mantuvieran a salvo. Ignorada y olvidada. Pero había algo en ella que no había muerto. Incluso en aquel momento no se lamentaba de sus decisiones. Aquella era la casa a la que volvería cuando la temporada terminase. Pero no volvería como un fantasma ni como una mujer con la cabeza gacha por la vergüenza. —Madame —interrumpió Celia—, un tal señor Sotherton desea verla. A Merriam se le cortó la respiración, un arrebato de deseo y temor se apoderó de ella. Se libró de él, en un esfuerzo por tranquilizarse. Venía a por ella. —Ya bajo.

Mientras bajaba las escaleras se sacudió la tela negra de la falda. Lo halló en el salón del piso de abajo, inundando el espacio con sus corpulentos hombros y su altura. Era demasiado robusto y podía hacer peligrar las delicadas e incómodas sillas talladas, por lo que las observaba como quien analiza una posible trampa. —Son antiguallas —le explicó, ruborizada—, yo que tú, no me fiaría mucho. Él se giró para lanzarle una mirada irónica. —Estoy tratando de imaginarme el enorme trasero de lady Sedgewold adornando una de estas sillas y me pregunto cómo lo lograría esa vieja entrometida. —¡Drake! —le gritó con un gemido, antes de que una risilla superara la sorpresa—. Ella... ella prefería el sofá, para tu información. Él calló un momento, mirándola para observar la vestimenta que había elegido y sus rasgos pálidos. —Entonces ¿me has dejado? Ella se quedó helada y deseó correr a sus brazos, pero algo la contenía. —N... no. Han pasado tantas cosas, sólo necesitaba darme un respiro. Ver la casa y asegurarme de que... si temía estallar en llamas cuando cruzara el umbral, estaba equivocada. Él dio un paso hacia ella, con la mirada algo más relajada. —Eso ya te lo podría haber dicho yo. Entro en casas decentes continuamente y jamás he visto siquiera un hilo de humo. Merriam sonrió ante la singular visión de Drake con una estela de humo tras de sí. —Entonces admites que esperabas verlo. Ahora le tocaba a Drake reírse. —En mi situación, no puedo ser muy cauto. Ella se acercó y se encontró con él en el centro de la pequeña sala, estremecida al verlo y olerlo. Aquel horrible lugar parecía vibrar sólo con su presencia y le sobrevino el deseo en estado puro. —¿En tu situación?

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Él asintió solemnemente. —Soy el duque letal, Merriam. —¿Pero eres un asesino? —No. Oh, Dios, se dio cuenta, en un arrebato de emoción, que no le importaba. Había hecho lo que precisamente se había jurado que era imposible. Se había entregado a aquel hombre y, en algún punto a mitad de camino, había perdido la pista de su corazón. Las palabras de cautela de madame de Bourcier no tenían sentido. Las veces que se había repetido que era consciente del riesgo que corría y que aceptaba la naturaleza temporal de su acuerdo eran ideas vacías y huecas. Sólo se había engañado a sí misma. Al mirarlo a los ojos, supo que le creía completamente y que no había esperanza alguna de negarlo ni resistirse a ello. Estoy enamorada de este hombre. Podría ser el peor hombre de todos, pero le amo... y no creo que su respuesta hubiera cambiado eso. Si se lo hubiera confesado en aquel mismo instante, Merriam sabía en el fondo de su corazón que seguiría ahí parada, y cada fibra de su cuerpo seguiría anhelando que la tocara. Era imposible. Impensable. Y cierto. Jamás había soñado con llegar a amar, sólo con la pasión. Pensaba que el deseo era la recompensa. Iba en busca de color y aventura, pero el amor... el amor era para los demás y para las almas valientes. El amor era para la gente temeraria que ignoraba sus consecuencias y no les importaban los escollos del camino. Y aun así, ahí estaba, enamorada al fin. Merriam alargó el brazo para tocarle la cara, rozando con las yemas de los dedos su increíble e imponente belleza. —Drake. —¿Sí, amiga mía? —Sus ojos se ensombrecieron al mirarla. La intensidad de su mirada y las preguntas que Merriam pudo entrever en ella hicieron que deseara reír, bailar y llorar, todo a la vez. —Debemos irnos. Él la atrajo entre sus brazos con un gruñido triunfante, y su boca descendió para probar la de ella. Ella abrió la boca, ávida de él, lamiéndole con la lengua, intensificando el beso. Quería que comprobara su deseo y supiera cuánto le afectaba. Se abandonó a él, sus manos buscaron sujeción y lo agarró del abrigo conforme la habitación comenzaba a girar y a difuminarse. Él alzó la cabeza, soltándola durante un instante. —Debemos irnos. —Volvió a bajarla para darle una hilera de besos en el cuello, su aliento rozándole la oreja—. A menos que quieras estrenar esta habitación. Ella rió y lo apartó suavemente, sus sirvientes no estaban acostumbrados, como los de él, y ella escudriñó la habitación con cautela. Tardó sólo unos segundos en recoger el monedero y el chal; después lo siguió por la puerta sin decirle nada a sus sirvientes. Era una refugiada entre dos mundos, vestida con su ropa de luto por lo que creía era la última vez en su vida. Ya no le servía como disfraz. Drake parecía haberlo superado, y ella también. Al calor del carruaje, ella se estiró junto a él, deshaciéndose lentamente, con la mirada fija en las tácitas promesas y en sensual observación. Ninguno de los dos parecía tener prisa

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alguna y el corazón de Merriam latía con impaciencia. Volvió a tocarle la cara, luego pasó la palma de la mano y las yemas de los dedos por el pulso de su cuello hasta llegar a los hombros. Ella deslizó la otra mano bajo el abrigo y la pechera de la camisa, explorando el calor que emanaba de él, la ropa no era barrera para ellos. La tentación de soltarle los botones del cuello y de la camisa fue demasiado poderosa. Desde el baile de Milbank no se había vuelto a sentir tan osada. Pero ahora era el amor y no la venganza lo que la movía. Con las manos firmes, tiró de los botones del cuello, tomándose su tiempo y rozándole la piel a propósito con la cara anterior de los dedos, mientras se afanaba en su tarea. —Sólo lameré lo que haya desnudado yo —susurró, estremeciéndose con el gemido de placer que salió de él. —¿Y cuándo tendré el honor de devolverte el favor? —preguntó, evidentemente distraído por ella, que se afanaba con los botones de su camisa. Merriam le echó el abrigo hacia atrás y continuó con su sensual tarea. —Cuando lleguemos a tu dormitorio, excelencia... ni un segundo antes. —Eso es mucho esperar —bromeó, y su expresión se fue templando con el tentador ritmo que ella había elegido—. ¿Estás segura? Ella le contestó plantándole un beso en la sensible unión entre la clavícula y el cuello. Su lengua empezó a moverse siguiendo el ritmo de su pulso hasta que le mordió suavemente, haciéndole reaccionar. Él suspiró, abandonándose, echando la cabeza hacia atrás para que ella pudiera acceder donde tanto anhelaba. Con sus tiernos besos le dejó prever el efecto de su lengua y del ardiente y húmedo calor en la piel. Le besó el pecho, apartando la ropa de su corpulento y firme torso para que nada pudiera ocultarlo de su vista, para luego dirigirse a sus tensos pezones oscuros. Tenía los pezones tan sensibles como ella, lo sabía, y se entretuvo deliberadamente en uno de ellos, absorbiéndolo con su aliento. El calor al exhalar y el frío de sus inhalaciones hicieron que él se retorciera y Merriam aguardó hasta que se pusieron duros como una piedra, hasta que él empezó a gemir de frustración, suplicando que los rodeara con la boca. Ella le chupó uno, saboreándolo, tirando de él, hasta que se dirigió al otro pezón para otorgarle idéntica muestra de afecto. —Merriam —gruñó suavemente—, venga. Ella se rió, negándose a mostrar piedad alguna. —No tengo prisa, excelencia. Quizá, cuando te toque a ti en casa, cambies de idea... Su respuesta se perdió al sentir la caricia de aquellas manos sobre su piel, sintiendo cómo le desnudaban el vientre. Casi se quedó sin aliento al verla agarrar los cojines para arrodillarse entre sus piernas, colocándose entre los asientos para que el vaivén del carruaje no la molestara. Se detuvo en sus abdominales, hundiendo la lengua en cada hueco, recorriendo todos sus ángulos con suspiros y besos. Extendió los dedos sobre la cadera, cruzando la creciente presión bajo los pantalones. Pudo sentir cómo la verga saltaba hacia sus manos, como si luchara por llegar hasta ella con la misma avidez que ella sentía por él. Lanzó una pícara mirada para ver la cara de Drake y fue recompensada al ver que estaba completamente rendido a su merced, con los ojos entornados por el deseo. Comenzó a desnudarlo y no halló resistencia alguna en los botones ya muy tensos por la

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presión de su cuerpo. Merriam le hizo cosquillas en la cadera con la boca, le bajó los pantalones de los muslos y se echó atrás para admirar su obra. —Mi dulce Merlín —suspiró. Erecta y bella, liberada de los pantalones, la punta de su miembro estaba tan henchida que la piel brillaba como ébano pulido. La piel parecía de seda, un incitante terciopelo que amortiguaba la fuerza que la sostenía. Músculos y venas anhelantes de deseo recorrían su miembro y ella se maravilló ante la energía latente y su primaria belleza. Seguía creciendo, él movió involuntariamente las caderas para acercarse a sus manos y Merriam se lamió los labios, ansiosa por saborearla y agarrarla. Una sola gota del espeso líquido surgió de la minúscula hendidura en la punta y, sin vacilar, sacó la lengua para lamerla, como un gato robando una gota de nata. El sabor fundido de su excitada verga la hizo hundir los dedos entre sus muslos, complacida. Él volvió a mover la cadera al sentir que ella mantenía la boca quieta, saboreando únicamente la punta, hundiendo la lengua en la minúscula hendidura. —Maldita sea, Merriam —susurró, emocionado por las sensaciones que le provocaba. Dentro y fuera, aumentó la velocidad; el sutil movimiento y el calor que ella despedía sobre él eran enloquecedores. Luego, cuando él estaba a punto de usar la fuerza para tomar el control, ella se introdujo todo el miembro en la boca, presionándole el glande con la lengua, produciéndole puro éxtasis con el vacío de su boca. Le agarró la verga con las manos y la sacudió. Drake estaba seguro de que estaba traspasando cualquier pensamiento racional. Gradualmente, siempre gradualmente, aumentó la velocidad de sus movimientos hasta casi alcanzar el ritmo y la presión que lo llevarían al clímax que ahora tan desesperadamente necesitaba. Pero en lugar de eso, lo soltó y él trató de centrarse y comprender lo que estaba ocurriendo. Se dio cuenta de que el carruaje estaba deteniéndose, estaban llegando a casa. —Esto no puede ir en serio, Merriam. Le voy a decir al cochero que dé un par de vueltas alrededor del parque. —Hizo amago de levantarse para golpear la pared frontal del carruaje, pero ella lo detuvo. —Hemos llegado a casa, excelencia —se inclinó para besarle—, lo cual significa que ahora te toca a ti, pero sólo cuando estemos dentro de la casa ¿de acuerdo? El carruaje se detuvo y Drake comenzó a vestirse lo más rápidamente que pudo. —Ah, sí, me toca. Merriam le lanzó una mirada maliciosa mientras se mesaba el cabello, se alisó la falda con soltura y, cuando la puerta se abrió, salió del carruaje con el grácil paso de una mujer a la que no le importa nada. Jameson aguardaba en los escalones de la casa y Drake se vio obligado a aguardar un momento. —¿Se encuentra bien, excelencia? —preguntó el mayordomo, ignorando que su señor no era capaz de ponerse de pie sin que se le desabrocharan los botones de los pantalones. Drake cerró los ojos y sonrió. Valía la pena su deliciosa seductora, y lo sabía. Demonios, dependía de ella. Tomó aire profundamente y exhaló contando hasta cinco. Las ideas sobre la forma de «castigarla» por su descarado comportamiento no lo ayudaban precisamente a recuperar el control necesario para salir del carruaje. —¿Excelencia?

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Drake abrió los ojos y le lanzó una intimidatoria mirada a Jameson. Sospechó que no había escapatoria, por mucho que se quedara sentado en el carruaje esperando a que se le enfriaran un poco los ánimos. —Échate a un lado, no estoy inválido, sólo estaba... pensando. Drake salió del coche con una falta de coordinación que, sabía, a Jameson no se le escaparía. Entonces se dio cuenta de que Merriam estaba aún en la puerta de la casa, esperándolo y observándolo. Entonces se olvidó de todo, olvidó los juegos y la venganza y las bromas sobre cómo castigarla. Se olvidó de todo menos de ella. Subió por las escaleras a una velocidad que delataba su excitación y ella le dio la mano para entrar con él. Drake se dio cuenta de que la había llevado por las escaleras, la había subido por ellas más de una docena de veces. Pero aquella era la primera vez que era ella quien lo llevaba a él. El cuerpo se le tensó aún más ante aquella revelación, sintiendo algo entre el dolor y el placer. La urgencia por apresurarse lo abandonó. Drake deseaba seguir el ritmo que ella estableciera, fuera el ritmo que fuera: primario frenesí o perezoso remoloneo, lo tendría, y él no deseó otra cosa que conservar el equilibrio para mantenerlos lejos del mundo exterior. Tras traspasar la puerta del dormitorio, se desnudaron con facilidad, disfrutando explícitamente al ver cada centímetro de piel desnudado para el otro. Tenía los pechos firmes y tensos por la excitación, los pezones sobresalían descarados, desafiándole y provocándole. Sus líneas eran curvas exiguas, no eran perfectas ni tan proporcionadas como para que un hombre se maravillara por la forma artificial de los corsés. Pero para él, era muy hermosa y no podía pensar en ninguna otra mujer que pudiera excitarle más. Ella no se ruborizó ni trató de cubrirse, sino que lo miró, evaluándolo de la misma forma, y Drake sintió que se le tensaba el estómago y su erección aumentaba, hinchándose más. La forma en que lo miraba lo hacía sentirse el hombre más atractivo del mundo y gozaba con la sensación de aquella ilusión. —¿Y bien? —preguntó ella, estirándose como una gata, dirigiéndose a la cama—. ¿Qué desea usted, Merlín? —Vamos a ver. —Se deslizó para adelantarla, atrayéndola hacia su torso desnudo, algunos pasos antes de dejarla con ternura en el centro de la cama—. Creo que voy a empezar... por aquí. —La hizo reír cogiéndole la mano derecha y empezando con un formalísimo beso en la mano. —Dios mío —suspiró—. Qué caballeroso... Pero el beso pasó a más y él se perdió en ella. Le besó cada uno de los dedos, y luego la palma de la mano, acariciándole las sensibles yemas de los dedos en un masaje que la hizo chillar de placer. Ascendiendo por el brazo, no dejó de proferirle besos, saboreando el antebrazo antes de continuar. Se halló a sí mismo besándola de pies a cabeza. El trayecto fue dibujándose con pequeños arranques de velocidad cuando se veían incapaces de contenerse, o cuando Drake se daba cuenta de que su amiga era especialmente sensible en algún punto. Al fin, ahí estaba ella, extendida bajo él, como una sirena a la que él no deseaba resistirse. Si su canto hubiera significado la muerte, en aquel momento, habría memorizado la letra y se habría unido a los coros. Resultaba deliciosa y él no quería pensar en otra cosa más que en paladearla y sentirla. La había besado en todas partes excepto en los excitados pétalos de su sexo y en el dilatado

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clítoris. No dijo nada, se inclinó sobre ella para inhalar el dulce almizcle que lo emborrachó de deseo. Sumergió la lengua en aquel estanque y probó su excitación con un escalofrío de placer. Ella se arqueó hacia él y él se movió para explorarla, saboreando cada dulce textura y generosa curva. Pero evitó la minúscula puntita hasta que ella gritó, retorciéndose en su boca y empujándole hacia ella. Ella le dirigía y era dirigida por él y Drake cedió ante ambos impulsos. Besó el firme y minúsculo botón, lamiéndolo y adorándolo con la presión justa para que el clítoris llegara a su punto álgido de excitación. Había tratado de demorar aquello, pero Merriam se estremeció y gritó cuando el climax le inundó todos los sentidos. El bebió de su orgasmo, succionándolo con reverencia para provocar el suyo propio. Una vez no pudo retrasarlo más, se levantó, colocando las caderas entre sus muslos, presionando con su miembro el feroz y puro líquido de satén. —Es mi turno —susurró, y se sumergió en su hogar con un fuerte empellón. Ella lo envolvió y Drake hizo un guiño por la gloriosa sensación de su miembro dentro de ella, que lo capturaba y sostenía con los músculos. Perdió el poco control que le quedaba, enterrándose con cada empujón, cada vez más rápido, dándole sólo lo que ella podía tomar; no podía distinguir dónde acababa él y dónde empezaba ella. —¡Drake! ¡Ahora! Y llegó, el clímax explotó desde la parte baja de la espalda, arrebatándole el aliento con su fuerza y energía. Gritó, con un largo gemido exhalado de entre sus labios, el placer le ahogó nervios y huesos y la agarró por las caderas para no perderse en la corriente. La sensación se amplió en ecos y reverberaciones y Drake siguió moviéndose hasta que tuvo el miembro tan sensible que ya no podía continuar. Había llegado al límite, y se tumbó sobre ella mientras trataba de recuperar el sentido. Ella se retorció bajo él, y él la besó para que se estuviera quieta. —Y ahora ¿quién es el incorregible? —bromeó, mientras le succionaba las suntuosas curvas, recibiendo una carcajada en forma de respuesta.

Después, yacieron en una húmeda maraña de piernas; ninguno de los dos quería moverse de allí. Merriam acercó la mejilla a su torso, absorbiendo los latidos de su corazón y el torrente de aire que entraba y salía de sus pulmones. Aun estando en reposo, él era como una pantera majestuosa, fuerte y siempre en guardia. La pasión lo domaba, pero nada podía cambiar su naturaleza. Ella lo sabía bien. —Estoy aterrorizada por la fiesta, Drake, si acabo escondiéndome en el jardín, prométeme que me mandarás a Peg con un poco de ponche y unos sandwiches para que pueda sobrevivir al sitio. —Lo suavizó un poco, pero aquella confesión era del todo sincera—. No quiero decepcionarte. Él la abrazó algo más fuerte durante un instante, luego la soltó un poco y estiró el brazo para apartarle un rizo húmedo de la cara. —No lo harás. Además ¿de qué habrías de tener tanto miedo? Se trata sólo de una fiesta. Estoy seguro de que haré sin darme cuenta algo tan escandaloso que, junto a mí, parecerás la más dulce de las diosas. Todo hombre se preguntará cómo has logrado sobrevivir y te

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admirarán por tu valentía, por mucho que te escondas por la casa. —¿No... no estarás planeando nada verdad? —Merriam no sabía lo que Drake podía considerar escandaloso y tampoco estaba muy segura de querer averiguarlo entre una muchedumbre de desconocidos. —Por supuesto que no —contestó—, pero ya que la gente va a venir esperando algo así, no vamos a ser tan crueles como para ni siquiera plantearnos dárselo. Ella le pellizcó suavemente. —¡Eres incorregible! —Quizá —contestó, besándole la frente y atrapando una de sus atrevidas manos con las suyas propias—, pero si te escondes en el jardín, te lo vas a perder. Es una vergüenza que no vayas a echarme un ojo. Quiero decir que si estás presente, podría tratar de comportarme bien para complacerte. —No me voy a esconder —cedió, deleitándose en su respiración ahora regular y en él, abandonado al sueño. La fiesta era dentro de dos días y tendría que enfrentarse a sus temores. Quizá, después de todas las cosas a las que ya se había enfrentado, Sotherton tenía razón. Se trataba tan sólo de una fiesta, una reunión de gente muy interesada en relacionarse con el duque letal y vivir indirectamente de su notoriedad. Le había dicho que sería una diosa y a Merriam le apetecía disfrutar de aquella deliciosa blasfemia. Se sentía poderosa cuando estaba con él, seductora. Su amiga. En la fiesta, vestida con aquel vestido rojo tan caro, con cobre en el cabello, iba a resultar sencillo sentirse como una diosa pagana. No habría escondite. Son los pasos osados los que reciben las mejores recompensas. ¿Acaso no había aprendido aquella lección? Acobardándose y anhelando en silencio no había obtenido nada más que años de invisibilidad y miserable tristeza. Pero cuando se puso a buscar el deseo, lo había encontrado. ¿Y qué es lo que deseo ahora? Su corazón, balbuceó la ratoncita. Su amor. Y se le ocurrió. En la fiesta, se ganaría su corazón. Sería una diosa y él sería testigo de su victoria frente al miedo. Presenciaría sus esfuerzos y comprendería que el tiempo no tenía por qué acabar con la felicidad que compartían. Le demostraría que estaba en su mano. Le contaría sus esperanzas y aunque él no estuviera preparado para desprenderse del pasado y aún amara a su esposa, la valoraría por su fortaleza y terminaría amándola con el tiempo. Aquella era una fantasía maravillosa que la hizo sonreír, pero que provocó que se le llenaran los ojos de lágrimas. Durante esta temporada. Suspiró al escuchar el eco de su acuerdo. Merriam tenía los ojos cerrados, la cara enterrada en el calor de su hombro. Le vencería, o acabaría con aquella relación maravillosa e indecente.

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Capítulo 19

—¿Más café, excelencia? —No, Jameson, gracias. —Drake revisó el escritorio y el poco habitual desorden que se había acumulado últimamente. Pedidos y facturas para la gran fiesta del día siguiente, cartas solicitando invitación y una pila de confirmaciones de asistencia que amenazaba con derrumbarse en cualquier momento. Había respetado la norma general de invitar a un tercio más de la gente que realmente se espera que asista, pero la nobleza londinense no parecía estar respetando las normas durante aquella temporada social. No había rastro de disculpa alguna, ni una sola nota explicando que otros asuntos prevalecían sobre su invitación. Su mansión estaría llena a rebosar al final de la noche y Jameson estaba preocupado de que no quedara sitio para los músicos que habían contratado. —Los preparativos ya han comenzado, excelencia. Estamos en ello y estoy seguro de que le complacerán los resultados. —Tengo fe absoluta en usted —entonó Drake con sinceridad—. Por favor, encárgate de que se moleste lo menos posible a la señora Everett con estas cuestiones. No le gustan las reuniones grandes, así que quiero que todo esto sea agradable y fácil para ella. —Por supuesto. —El mayordomo se estaba retirando cuando le vino a la mente algo más —. ¿Va a almorzar aquí en el despacho? Drake negó con la cabeza, tratando de no poner los ojos en blanco. Desde que tenía a Jameson, morir de hambre no era una posibilidad. —Creo que voy a esperar para ver si la dama prefiere un picnic en el botánico esta tarde. —Como desee, excelencia. —Jameson se marchó para disponerlo todo y atender sus tareas. Drake se sentó en el escritorio, decidido a poner algo de orden en aquel caos. Un golpe firme lo interrumpió y un sirviente entró con un gran sobre marrón. —Acaba de llegar esto, excelencia. El mensajero dijo que quería dárselo en mano. —Gracias. —Drake lo cogió y despidió al hombre. Sabía lo que era antes de leer el remitente. Era un informe de Peers. Lo puso en lo alto de la pila de facturas sin abrirlo. No era propio de él eludir las cosas, pero se le hizo un nudo en el estómago al ver el sobre, tan meticulosamente doblado y sellado. Era un objeto discreto sin ninguna característica física reseñable, pero le costaba no mirarlo. Se sentía como un colegial ante el dilema de leer el diario personal de alguien. Seguro que en él no había nada que no supiera ya, o que no hubiera supuesto.

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Probablemente se trataba de alguna otra tontería sobre Julian, o alguna actualización insulsa sobre la última vez que Merriam había salido de compras. Merriam. Había encontrado su tarjeta, desgastada y arrugada, sobre la repisa de la chimenea y se había temido lo peor. Lo había abandonado. Aquella marcha precipitada, el que no se hubiera enfrentado a él, le había puesto nervioso. No había habido discusión alguna, ni había podido tratar de disuadirla, ni había podido prepararse. Se había dirigido a su vestidor para asegurarse de que sus vestidos estaban aún allí, que no había empaquetado todas sus cosas, pero sabía que aquello no significaría nada. Si le había entrado el pánico por la fiesta... o por él, por la razón que fuera, no se habría puesto a empacar sus cosas. No se había siquiera molestado en hablar con Peers, ni con el hombre que la debía de estar siguiendo, tal como había ordenado. La lista de posibles santuarios para su tímida gatita era muy corta. La casa que había compartido con el señor Grenville Everett fue su primera opción. La cacería había durado poco y ella estaba exactamente donde él esperaba. Al salir, realmente se había planteado dejarla marchar. Su instinto le decía que las cosas se iban a poner peligrosas con Julian y que había mucho más que temer en la fiesta que unos cuantos cotilleos. Mientras esperaba en aquel pequeño y triste salón con aquellos tapetes de croché y el descolorido papel de las paredes, se había dado cuenta de lo lejos que había llegado persiguiendo a aquella «entretenida viuda». Unas semanas atrás se había convencido a sí mismo de que, una vez la poseyera, lo dejaría todo a un lado para ocuparse de su deseo de venganza. Pero, oh, las cosas habían cambiado mucho. Todo estaba tan cerca del fin, o del desastre. Le había preguntado por la verdad. Era demasiado tarde. Miró el informe sin abrir sobre el escritorio. Puedo tirarlo al fuego sin leerlo. En unos minutos no quedarían más que cenizas y con una nota para Peers, podría acabar con todo esto y abandonar esta lucha entre Clay y yo. ¿Cómo sería volver a confiar de nuevo en alguien? ¿Permitirse amarla? ¿Qué importaba lo que hubiera en aquel paquete? Importaba porque ella le importaba. Ella se había mostrado dispuesta a olvidar su pasado, dejar las cosas pasar. ¿Sería capaz él de hacer lo mismo? Después de todo, podía destruir a Julian sin aquel juego secundario que implicaba a Merriam como cebo. Fuera la que fuese su relación al principio con el conde, fuera el que fuese el acuerdo al que hubieran llegado, ¿acaso no le había demostrado ya que era suya? Alguien volvió a llamar a la puerta y Drake cerró los ojos por la punzada de fastidio que lo atravesó. Maldita sea, jamás creí que fuera a llegar a echar de menos la tranquila existencia que otorgaba ser el duque letal. —Sí. —Disculpe la interrupción, excelencia, pero lord Colwick ha venido a visitarlo. El fastidio se esfumó instantáneamente. —Déjalo pasar. Drake rodeó el escritorio para darle la mano afectuosamente a su amigo. —Pensaba que estabas en tu casa de campo. Alex negó con la cabeza.

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—He de suponer que es por eso por lo que no me has enviado ninguna invitación a tu fiesta de mañana por la noche. —Tonterías —contestó Drake con una sonrisa—. Dios tiene que habérsela llevado de tu buzón para mantener a su santo favorito lejos de mis garras. —Basta —Alex alzó las manos en un gesto de rendición—, no soy de los que suplican por recibir una invitación y además... —Su expresión se volvió más seria, en su mirada se debatían la reticencia y la pena—. He venido para disculparme. —¿Para disculparte? —Querías que no me metiera en tus asuntos y, como amigo tuyo, simplemente no te podía dejar solo. Drake cruzó los brazos, mirando a su amigo en actitud irónica. —¿Es por los pecados del pasado? ¿O es que has hecho algo que yo ignoro? Alex suspiró, dejando todo el peso sobre los talones mientras trataba de elaborar su respuesta. —Siempre he creído que tienes una visión muy pesimista del mundo, amigo mío. Incluso antes de que las cosas se volvieran tan trágicas. Y cuando volviste y me confesaste que estabas tramando algo, una parte de mí esperaba que te estuvieras equivocando al sospechar de todo el mundo. —Vamos. —Drake mantuvo el tono deliberadamente bajo, sin saber muy bien hacia dónde iba aquella confesión. —Sobre todo en lo relativo a la señora Everett. —Alex se aclaró la garganta antes de continuar—. Mis intenciones eran relajar la situación y darte alguna pista o algún dato que te aliviara. —¿Que me aliviara? —La confusión de Drake era evidente. —En lugar de venganza, esperaba conseguir información suficiente para disuadirte de que continuaras con el misterioso plan que estabas urdiendo. —¿Tan horrible es eso por tu parte, Alex? —Prácticamente, me has dado con la puerta en las narices las dos veces que he tratado de averiguar algo. ¿Tú qué crees? Drake le dio la razón. —Muy bien, has vuelto a meter las narices en un esfuerzo por salvarme de mí mismo, después te has disculpado y me lo has confesado. No entiendo por qué pones cara de verdugo. —He tratado de indagar en la vida de Julian y recopilar algo de información. —¿Qué? —Drake se irguió, sorprendido. No esperaba que a Colwick siquiera se le pasara por la cabeza realizar una acción encubierta como aquella, ni mucho menos esperaba que llegara a hacerla. El hecho de que Drake le hubiera pagado a Peers por hacer lo mismo resultaba irrelevante. —Tenía poco para empezar, pero oí rumores de que había sido visto varias veces en un burdel de moda muy discreto llamado La Bella Carmesí —Alex se sonrojó al hacer la confesión—, así que me pasé por allí ayer por la mañana, con la idea de pagarles por que me contaran cosas de Clay. Fue un intento fallido, fui un estúpido al pensar que las autoridades

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habrían pasado por alto a un hombre que balbuceara entre copas que ha asesinado a una mujer. Drake se quedó boquiabierto. —Si fuera tan fácil, Alex, ¿no crees que lo hubiera emborrachado hasta las trancas en estos ocho años? —¡Al carajo, soy nuevo en esto! —Colwick volvió a cambiar de postura, a la defensiva. —De acuerdo entonces —Drake se mesó el cabello—, el daño ha sido mínimo. Clay sabe que estoy haciendo indagaciones, y aunque se entere de que... —La vi allí. El mundo se paralizó durante un instante para Drake, mientras asimilaba las palabras de Alex. —La viste... —A la señora Everett entrando en La Bella Carmesí —continuó diciendo su amigo, con tono aterrorizado—. La vi en tu palco en la ópera aquella noche y la reconocí cuando nos cruzamos en la puerta trasera. Drake empezó a negar con la cabeza, incapaz de emitir una negativa o pensar alguna razón que explicara la presencia de su gata en aquel lugar. —La esperé en el camino y la seguí. De ahí, se fue a su casa en la plaza Bellingham. — Alex tomó aire—. Parece que es en La Bella... donde se ven, o... A Drake le costó tragar, tratando de impedir que su amigo se diera cuenta de lo mucho que le afectaban aquellas palabras. Le dio la espalda y se dirigió hacia el ventanal, mirando a través del mismo la fachada de la casa y la calle que había delante. —Siempre he sabido que la señora Everett no es lo que parece, Alex. Por favor, no te preocupes por mí. Tenemos un acuerdo, ella y yo. Y en cuanto a mis terribles planes... —Si puedo ayudar —Confía en mí —le cortó Drake—, lo tengo todo bien atado. Alex asintió, se dio la vuelta para marcharse, pero vaciló en la puerta. —Lo siento, Drake. Se marchó antes de que su buen amigo pudiera contestarle. Bueno, entonces... Drake volvió a su escritorio con pasos lentos y pesados. Abrió el informe de Peers, un vistazo que le solidificó el hielo del pecho. El detective la había seguido desde la casa. Insistía en que aquel burdel era frecuentado por el conde de Westleigh y que la señora Everett accedía a través de una entrada trasera menos conocida con la facilidad de alguien familiarizado con la casa. En aquella ocasión se había quedado muy poco tiempo, pero, por la intempestiva hora de su llegada y por el uso de un coche alquilado, el olfato profesional de Peers dedujo que La Bella Carmesí era el destino del misterioso «ciclo de conferencias» de la señora Everett. Siempre lo supe. Pero no era así. Había sospechado, se había enojado, había conspirado y asumido demasiado. Se había imaginado escenas de los dos paseando por un jardín, o de Clay

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reclutándola para su causa para tenderle una trampa al duque letal. Las fantasías movidas por los celos jamás le habían conducido hasta la sencilla y dolorosa verdad. La señora Everett había sido la puta de Julian Clay durante todo el tiempo.

—¿Otro favor? —Lord Andrews se reclinó en su silla de cuero, dejando caer su máscara de jovialidad—. Creo que ya me debe bastante. Julian ni se inmutó. —Si se está poniendo duro con lo de mis deudas de juego... —En absoluto —le cortó Andrews, sorprendiendo a Julian. No era habitual ver al conde de Westleigh desconcertado y Elton se recreó un momento. Fuera lo que fuera el enredo entre Sotherton y Clay, aquello prometía. Había cobrado sus deudas con intereses, aunque, por supuesto, Clay no debía enterarse de eso. Aquello era como una mano de cartas y lord Andrews tenía demasiada experiencia como para comprometerse—. Celebré la fiesta en mi casa. Le permití asistir aún sospechando que era en Sussex en quien usted estaba interesado, y no en el ingenio de mi querida esposa. Julian le lanzó una mirada de puro cinismo. —No creo que hiciera intento alguno por encubrir mis intenciones. En cuanto a su mujer —alzó la copa como brindando—, usted mismo apenas tiene interés en ella. ¿Por qué iba a tenerlo yo? Andrews chasqueó la lengua, pasando por alto la burla sobre su exasperante esposa. —Ah, pero no era con el duque con el que quería encontrarse. —Eso es lo que usted supuso. No me pareció adecuado corregirle. Además, sólo hablamos. El resultado es el mismo. —¿Y la señora Everett? Julian se encogió de hombros, el destello en su mirada se tornó cálido. —Una dulce y sumisa criatura... creo que es mucho más de lo que uno puede imaginar al principio. Un ejemplo de que las apariencias engañan. Andrews mantuvo la mirada fija. —¿He de entender que con la señora Everett tuvo un encuentro mucho más agradable? —Un caballero nunca da detalles. —Ah, pero son los detalles lo que hacen la vida algo fascinante y, en mi opinión, es la única moneda que no pierde valor en este mundo —Andrews no vaciló en buscar su punto débil—. En algún momento fuiste su mejor amigo, ¿no? Julian negó con la cabeza con gélida sorpresa. —Se vende por un chisme, amigo. Lord Andrews le devolvió una enigmática sonrisa. —No sabe hasta qué punto.

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Julian estiró las piernas, aburrido de mantener la compostura y de fingir. Andrews podía hacerse el gracioso o sentarse ante una partida de cartas con la cara de una víbora mortífera, dependiendo del humor del que estuviese, o de las copas que llevara encima. Como aliado, apenas era de confianza, pero en aquella situación, él tenía algo sin lo cual Julian no estaba dispuesto a marcharse. —Necesito su ayuda. Necesito colarme en la velada de Sotherton mañana por la noche. Andrews soltó el aire entre los dientes, mostrando explícitamente su reticencia. —Bueno... puede que no sea muy astuto de su parte. La última vez que lo vio cerca de su amante, salió airadamente de mi casa claramente enfadado. Su reputación lo precede, Julian. Está jugando con fuego. —Su reputación es bien merecida. —Eso dice usted siempre —se encogió Andrews—, pero es que me doy cuenta de que usted es el principal instigador de dicha reputación, incluso ahora, ¿me equivoco? Usted fue el primero en poner el grito en el cielo, y no puedo evitar preguntarme la razón de tanta insistencia. —Cambiemos de tema —dijo Julian agitando la mano con desdén—, para ser un hombre que vive de los chismes tiene usted muy mala memoria. —Se levantó con un movimiento ágil y dejó el whisky—. ¿Me va a ayudar o no? —No soy el responsable de la lista de invitados. —Ya le he dicho que necesito que me ayude a entrar, Andrews. No le he pedido ninguna invitación. —Julian no apartó ni un segundo la mirada de la de su amigo, interminables horas como contrincantes en las mesas de juego le habían enseñado que, si no lo hacía por algo más, Elton jugaba por la emoción... y por la posibilidad de hacerse con algún chisme suculento. Andrews asintió lentamente. —Muy bien, no estoy seguro de poder recordar los recovecos de la casa. Sólo he estado una o dos veces y de eso hace ya algunos años. Julian le respondió con una maliciosa sonrisa. —Yo también estuve hace años... pero los recovecos de aquella casa es algo que jamás olvidaré. Andrews se inclinó para ver cómo Julian dibujaba la planta baja en el reverso de un menú. Mientras lo hacía, se obligó a contener el sentimiento de regocijo al saber más de lo que debía. Oh, sí. Esto promete. Se va a montar una buena escena. Escena que lord Andrews no tenía intención de perderse.

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Capítulo 20

Antes del amanecer, Drake caminaba solo por la casa. En un mar de sombras grisáceas y habitaciones frías, apuntó los últimos preparativos que transformarían la primera planta de su casa en una fantasía invernal de reluciente cristal y oro. Siempre se había mostrado reacio a celebrar fiestas, y había cedido sólo tras semanas de enfado y furia por parte de su primera esposa. La razón para celebrar aquella gran fiesta no era fácil de discernir. Quería dar muestras de su felicidad, un gran derroche que llevaría a Julian al borde de la ira. Había tenido la esperanza de que ocurriera algo: una escena en la que Julian revelara demasiadas cosas o, aún mejor, una muestra de los peligrosos celos de Julian, que le dejarían sin defensa alguna. Ahora aquellas escenas le resultaban absurdas a Drake. No eran necesarias. Trató de calmarse para evitar pensar en la voluptuosa criatura que dormía plácida e inocentemente en su cama, arriba. Había sido una distracción, y un error muy costoso, pero todo acabaría pronto. Entró en su despacho y encendió los candiles. Luego se sentó en el escritorio de madera tallada para terminar una carta dirigida a Hughes. Tardó poco. Releyó la nota, concisa y sin muestra de sentimiento alguno, en la que exigía el pago de todas las deudas del conde de Westleigh de inmediato. Su abogado le había asegurado que todo estaba en orden. Lo único que tenía que hacer era apretar el gatillo. Era una simple venganza sin atisbo de dramatismo, pero llevaría la total destrucción a la puerta del conde y éste no podría sobrevivir. Moviendo una sola ficha acabaría con aquel juego y destruiría completamente a Julian Clay. Cuando Merriam se enterara de la situación de su amante, Drake le contaría que sabía a quién debía lealtad. La echaría de su casa y la abandonaría para que un arruinado Clay cuidara de ella. Una argucia un poco sucia, pero era inevitable. Llevaba años soñando con derrotar a su enemigo y dejar descansar a sus fantasmas. En sus retorcidos planes había estaba dispuesto a arriesgarlo todo... a costa de quien fuera. No se había dado cuenta de que estaba arriesgando sus propios sentimientos. Pensaba que le era todo ajeno, estaba seguro de que, después de Lily, no sería capaz de volver a sentir nada por alguien. Pero estaba equivocado. No había llegado a entender que existía un grado de pérdida, de dolor, desconocidos para él. Merriam lo había arrastrado y él se había olvidado... de todo. Escribió la dirección de Hughes en el reverso de la carta, la dobló y la selló. Luego Drake la envió antes de que el resto de la casa se hubiera despertado.

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El ruido recorría en espiral toda la casa, una jovial concatenación de música y risas, conversaciones y aplausos. Los engalanados asistentes resplandecían en los luminosos vestíbulos y en las lujosas salas, los aglomerados invitados paseaban lentamente disfrutando de todo lo que veían y oían. El solárium era como un paraíso, con faroles de cristal atados a árboles y plantas, y la sala de la orquesta estaba inundada con banderolas azul oscuro y paneles dorados. Tras casi una década despreciando los placeres de la vida social, el duque letal estaba dando la mejor fiesta de toda la temporada. Tal como Jameson había temido, los músicos habían quedado arrinconados en una de las esquinas del salón, pero su retirada a la jungla del solárium era mucho mejor, en opinión de los invitados. Su invisibilidad convertía la fiesta en algo más exótico, ya que la música sonaba de manos invisibles tras una pantalla de palmeras. —¡Un triunfo! ¡Un verdadero triunfo! —dijo lady Andrews, entusiasmada, antes de besar a Merriam en la mejilla—. Debes de estar encantada. ¡Esta noche eres la envidia de todas las mujeres bajo el cielo de Inglaterra! —Es usted muy amable —contestó Merriam, recatadamente, con la certeza de que si hubiera una competición de halagos y exageración lady Andrews no tendría igual—. Está bastante concurrida, creo. —Merriam sonrió por su deliberada humildad. Si el conocido pasado de Drake había alejado a alguien, no había muestra de ello. —¡Bastante concurrida! ¡Dios mío, creo que he visto al menos a cuatro misántropos y una o dos personas que parecen haber vuelto de entre los muertos para no perderse esta fiesta! Es usted demasiado buena, quedándose aquí sin ir a alardear de semejante fiesta. —Al fin, lady Andrews le soltó la mano, desviando su atención hacia el salón—. Ahora, si me disculpa, debo preguntarle a la señora Phelps por sus perros. Merriam asintió. —Por supuesto, disfrute de la velada. —Atrapada en la entrada, se quedó a algunos metros de Drake, mientras cumplían con sus funciones oficiales de anfitriones. Los nervios que esperaba que la asaltaran se habían esfumado y Merriam se sintió casi mareada ante aquella liberación. Trataba de captar la mirada de Drake cuando podía, pero estaba siempre ocupado con una nueva llegada que acaparaba su atención. Tendría que esperar para poder decirle algo en privado. —¡Qué agradable sorpresa! —Lord Milbank apareció frente a ella, un jovial gnomo observando con asombro la casa y la decoración—. Me encanta que la gente deje de esconderse y organice magníficos eventos. Por supuesto, ninguno tan magnífico como el mío, pero ¿cómo iba a perderme el suyo? —Me... me alegro de que no se lo haya perdido. —Trató de calmarse—. ¿Se ha encontrado...? De repente, Drake estaba junto a ella. —Lord Milbank, es un honor. Aunque no sabía que me estuviera escondiendo. —No —la sonrisa de Milbank perdió algo de energía—, no hay nada que esconder. Sólo quería tener la oportunidad de ver a la feliz pareja por mí mismo. Quiero decir... fue tan... —Disfrute de la fiesta —le interrumpió Drake, y Merriam se quedó boquiabierta por su

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brusquedad. Le dio la sensación de que algo fallaba y, aunque no tenía deseo alguno de destacar su infame debut en el baile de máscaras de Milbank, la reacción de Drake fue algo extrema. Me está protegiendo, se dio cuenta con cálido regocijo, debía de estar preocupado por si su invitado me decía alguna indiscreción. Aunque estaba segura de que sólo Drake la había reconocido aun con el disfraz aquella noche. Pero el hecho de que se preocupara por ella e interviniera, eso le daba esperanzas. Cuando Milbank se hubo marchado, Drake le lanzó una mirada y Merriam le cogió del brazo para devolverle una sonrisa. —Estoy segura de que no iba con mala intención. A Drake se le tensó el brazo al sentir su tacto, pero no se apartó. —Parece que he perdido más práctica de la que pensaba. Ella ladeó la cabeza, analizando al nuevo Drake, tan contenido y de un humor extraño. Había estado tan ocupado con los preparativos de última hora para la fiesta que apenas lo había visto el día anterior y, por la noche, había dormido en su despacho. Ella esperaba que no estuviera demasiado agotado. ¿Es posible que estés tú más nervioso que yo? ¿Por eso te comportas de manera tan extraña? Él apretó los dientes, para luego sonreír; ella no podía entender el estado de ánimo que él mostraba. —Estoy haciendo un esfuerzo por comportarme —contestó, asiéndole la mano para besarle los dedos enguantados—. ¿No te gusta? El gestó resultó desconcertante y antes de que pudiera responder, él se apartó y un pequeño grupo de recién llegados puso fin a la conversación. Después, fue como un torbellino. No paraban de llegar invitados y Merriam estuvo saludándolos; aquello resultó tan mareante que sabía que después no podría recordar nada. Todos parecían entusiasmados y encantados de estar allí, y estaba claro que la reticencia del solitario duque a celebrar fiestas había creado cierto halo de misterio. Docenas de personas le contaron que jamás habían estado en aquella casa, ni en sus jardines y estaban encantados de haber tenido la oportunidad de hacerlo. Para cuando ya hubieron llegado la mayoría de invitados, Merriam estaba segura de que medio Londres se hallaba comprimido en las habitaciones. Miró a Drake para comprobar si estaba preparado para permitir que los sirvientes se encargaran de todo. Y le sorprendió mirándola como si jamás la hubiera visto, con una expresión extraña. —¿Va... va todo bien? —Merriam alzó la mano para tocarse el tirabuzón color cobre en un reflejo de nerviosismo—. ¿Voy hecha un desastre? —Todo está como debe. —Drake le ofreció el brazo—. Quería decirte lo hermosa que estás antes de que todo esto se convierta en una locura. Se ruborizó, feliz de ir cogida de su brazo. —Gracias, ¿está listo para disfrutar de su gran fiesta, excelencia? —Sí. —Empezó a llevarla hacia el salón—, veamos nuestro triunfo. Merriam sabía que lucía resplandeciente cuando llegaron a la sala de la orquesta.

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Caminando entre la muchedumbre, en lugar de temor, sólo sintió delectación al sentir el brazo de él bajo sus dedos y un honesto orgullo de ser la mujer que iba a su lado. Todo el mundo había venido para meter las narices y chismorrear, pero no le importaba. Las mujeres fruncían el ceño y los hombres flirteaban, estaban bebiendo mucho y hablaban distendidamente de política, y nada le importaba. Para él, ella era hermosa y deseable y, de pie, junto al hombre que amaba y charlaba con sus invitados, Merriam se sintió muy feliz. La ratoncita había desaparecido por completo y aquella noche le diría cuánto lo amaba. —¡Dios mío! —exclamó una mujer a la que Merriam no conocía—. ¡Qué magnífica idea ocultar a los músicos en la sala del jardín! ¡Pensaba que se trataba tan sólo de habladurías! Merriam rió. —Sotherton puede llegar a tener mucho encanto, pero estoy segura de que la reina Titania rechazó su petición de que le prestara su orquesta para la fiesta. —¿Suele usted escuchar habladurías muy a menudo, lady Meeks? —añadió Drake, y el sarcasmo en el tono que empleó resultó imposible de ignorar. Lady Meeks soltó una risita, toda una hazaña para una mujer de semejante envergadura. —¡Puede ser, rufián! Tras ello, Merriam localizó a lady Andrews y se preparó para la inevitable charla. Miró a Drake y comprendió que, después de todo, los músicos eran su mágica salvación. —Excelencia, ¿le parece que bailemos y demos ejemplo a nuestros invitados? Lady Andrews se les acercó con un resoplido de alivio, emocionada de poder ofrecerles su opinión experta sobre la cuestión. —Oh, no va a bailar, querida. Jamás se le ha visto bailar. —¿Jamás? —preguntó Merriam, sin sorprenderse demasiado—. ¿Ni una sola vez? —Jamás. —Lady Meeks y lady Andrews coincidieron en el momento preciso. Drake les siguió la corriente. —¿Qué tiene de divertido bailar? A Merriam se le ocurrió una ventaja, pero con las damas tan cerca, no podía señalar la ventaja de poder escapar cortésmente del diálogo de besugos que se avecinaba. —¿A qué le tiene miedo? Enarcó una ceja, desafiante. Merriam se inclinó, tocándose el lóbulo de la oreja con descaro, y susurró: —Me prometiste que jamás me ignorarías, Merlín. —Ni te subestimaría —añadió, en un tono difícil de interpretar. Merriam se irguió y las mejillas se le sonrojaron. —Entonces, demuéstramelo y baila conmigo. Por un fugaz instante, creyó que la iba a rechazar, pero, finalmente, cedió. —No puedo garantizar la seguridad de sus pies, señora Everett. —No se lo tendré en cuenta. —Merriam sonrió brevemente a las damas—. Si nos

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disculpan, su excelencia me ha pedido un baile. Él la empujó, dejando a las damas observando la poco habitual y magnífica escena del duque de Sussex dirigiéndose hacia una pista de baile abarrotada. Para tratarse de un hombre que se había pasado toda la vida evitando aquella actividad, Drake cogió el paso de los demás con relativa facilidad. El vals resultaba dificultoso por la cantidad de gente, pero los brazos y la penetrante mirada de Drake distraían a Merriam. Sabían que durarían uno o dos valses, y los giros y pasos la hacían sentir grácil y ligera. —¿Nos mira la gente? —le preguntó discretamente, acariciándole un poco. Él oteó el salón por encima de su cabeza. —No tanto como te gustaría. —¡No me gusta! —Soltó una risilla—. Además, deberías sentirte complacido. Esto es lo que tú querías ¿no? —Lo que yo quería... —repitió, perdiendo el hilo hasta que la miró. —Esta fiesta. Una oportunidad para demostrarles a todos que no eres... —¿Letal? —preguntó, con la mirada tensa, sorprendiendo a Merriam. —Quería decir «insociable». —Pudo ver la furia en su mirada, con curiosidad y deseando que le contara lo que le preocupaba—. ¿Estás seguro de que todo va bien? No quiero presionarte, pero tengo la sensación de que tienes la mente a kilómetros de aquí. —A kilómetros no —contestó, mirando por encima de su hombro para hacer el siguiente giro—, discúlpame si parezco distraído. No recuerdo haber visto jamás tanta gente en esta casa. —Un triunfo, según lady Andrews. —Por el momento. —Drake la hizo girar, lo cual la hizo reír. —No creo que esté todo lo suficientemente seguro como para relajarse. A menos, por supuesto, que tengas el escandaloso plan de hacer después una carrera de sacos en mitad de la borrachera... —Eres incorregible —susurró él, la broma le produjo un destello de tristeza en la mirada. —Drake. Él volvió a dar un giro brusco, y luego, cuando la música terminó la soltó. Le hizo un saludo con la cabeza y ella se vio obligada a responder, reprimiendo todas las preguntas que la asaltaban, hasta que salieron de la pista. Sin música que evitara que pudieran escuchar su conversación, Merriam sabía que no era el momento de presionar. Él estaba claramente contrariado por algo. ¿Podría ser que empezara a temer el fin de la temporada? ¿Se lamentaba de haber acordado acabar con todo tan pronto? A Merriam se le hizo un nudo en la garganta cuando aquella esperanza la asaltó. En el vestíbulo, la pararon para saludarle casi instantáneamente. Merriam trató de retenerle durante un segundo. —Drake, tenemos que hablar. Él asintió, con mirada distante y escalofriante. —Luego.

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Y con aquello, él se giró y la dejó entre el remolino de gente.

Andrews observaba nervioso, vigilando la entrada del jardín del ala sur. Había sido toda una proeza salir sin ser visto y abrir la puerta del jardín de la tapia trasera. El hecho de haber encontrado la puerta reforzaba la sospecha de que Julian conocía demasiado bien la casa del duque de Sussex. A menos que tuviera una memoria prodigiosa, lo cual, tras años viendo jugar a las cartas a aquel pobre chico, sabía que no era cierto, Julian había entrado y salido de la casa con mayor frecuencia que la mayoría. Dudaba de que ni siquiera el propio Drake hubiera podido describir en qué lugar del muro se encontraba la antigua puerta de madera, ni explicarle cómo abrirla sin utilizar ninguna herramienta. Era poco probable que el conde de Westleigh fuera un ladrón, pero sí que hubiera estado coqueteando con la esposa de otro hombre. Aun así, la bebida era dulce y abundante y Andrews sabía que aquella noche ofrecería diversiones jamás imaginadas. Pero no había rastro de Clay... Desconocía la tragedia que había tenido lugar otra noche o en otro lugar y de la que le habría hecho feliz tener conocimiento. No, aquella noche era la saga del duque letal y, si jugaba bien sus cartas, Sotherton iba a estar a la altura de su fama. Pero fueron transcurriendo las horas. Su mujer empezaba a mostrarse cansada, su insistencia en que se marcharan lo estaba poniendo nervioso ¿Dónde demonios estaba Clay? Y, por cierto, ¿dónde demonios estaba Sotherton?

Drake se había marchado al piso de arriba para escaparse un rato. Si tan sólo pudiera aclararse la mente y recordar por qué estaba allí, habría sentido algún tipo de satisfacción, ¿no? Había querido vengarse, y lo estaba haciendo. Esta vez, él era quien le había robado algo a Julian. Se había llevado a Merriam, aunque le irritaba pensar que aquello era una ilusión, ya que ellos dos estaban compinchados. Todo lo referente a ella era una ilusión. Lo había olvidado y ya se sentía débil, previendo el dolor que estaba por llegar. Pero ella jamás lo sabría, y a Julian no le daría esa satisfacción. No. Fuera el que fuese el daño que se había hecho al ligarse emocionalmente a ella, aquella era una herida que guardaría en secreto. Que se fuera al infierno. Hoy, destruiría al hombre al que ella amaba. Clay se precipitaría a la bancarrota y Drake tendría la satisfacción de saber que, de alguna manera, había vengado la muerte de Lily. Estaban en paz y ella dejaría de atormentarlo. Maldita sea, debería sentir algo más que gélido remordimiento. Era paralizante. Durante toda la noche había tratado de tener en mente el informe de Peers, pero Merriam lo había logrado desarmar con cada giro. Era como una aparición, engalanada con aquel vestido rojo que hacía que su piel resplandeciera y sus ojos brillaran. Ella había reído, sonreído y renacido delante de sus ojos, superando su timidez y controlando una sala llena con las personas más cretinas que había podido reunir. Ella había bromeado sobre esconderse en el jardín, pero era

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él el que había estado toda la noche reprimiendo el deseo de huir. Lo detestaba todo. Los rostros maliciosos y las miradas curiosas de sus iguales, todos empapándose de la casa todo lo que podían, quizá esperando echar un vistazo de los recuerdos de su difunta esposa, o ver alguna pista. En lugar de hundir a Julian, estaba resultando ser una tortura autoimpuesta tener que sonreír y responder a sus insípidos comentarios. Durante todo el tiempo, observando a su amiga, consciente de que ya la había perdido. Lo mataba con cada caricia. Ella aún desconocía los calculados males que le había infligido a Clay. Y no tenía fuerzas para regocijarse y contárselo. Lo único que podía hacer era esperar a que la cuchilla cayera. Y se había dado cuenta de que incluso aquello estaba resultando ser demasiado para el duque letal. Se dirigió a la chimenea, inclinándose sobre ella para absorber el calor del fuego. Pero, en lugar de eso, halló la tarjeta que ella había dejado allí hacía sólo dos días. La había dejado allí como si fuera algún tipo de talismán. «He venido para devolverle su tarjeta.» Basta. No tenía que estar allí. Tenía que reunir todas sus fuerzas para la tormenta que se avecinaba. Tenía que irse. Se metió la tarjeta en el bolsillo de la chaqueta y se dirigió hacia las escaleras traseras del servicio. No quería verle la cara cuando ella comprendiera lo «letal» que podía llegar a ser.

—¡Una velada perfecta! —le aseguró otra viuda y Merriam se esforzó en centrarse en el halago y no en el nudo que tenía en el estómago. No había visto a Drake desde que se había marchado, tras el baile. Mientras se encontraba en las conversaciones en las que se veía forzada a participar, o algún invitado importante la engatusaba para otro baile, Merriam había estado escudriñando una y otra vez las salas tratando de encontrarlo. Creía que le había visto en todos los estados de ánimo posibles, pero así no lo había visto jamás. La noche había transcurrido tan bien. Hasta que bailaron. Ella se aferró a su promesa de hablar después. Pasó demasiado tiempo y Merriam supuso que si él estaba preparando alguna confesión sincera sobre su pasado y, esperaba, sobre su futuro, puede que fuera la razón de su extraño comportamiento. Pero las hipótesis la frustraban y se disculpó cortésmente ante un pequeño grupo de damas para darse otra vuelta por las salas. Sonrió al comprender que se habían vuelto las tornas. Aunque dudaba que él estuviera escondido en alguna esquina, temeroso de enfrentarse a la gente; parecía más probable que estuviera distraído en alguna conversación privada en algún sitio y hubiera perdido la noción del tiempo. —¡Señora Everett! Se giró al oír que la llamaban, forzando una amable sonrisa. —Ah, lord Meeks, he tenido el placer de hablar con su esposa antes. Cre... creo que está en

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el comedor, si la está buscando. —Sí, sí—respondió Meeks rápidamente—, porque he oído que están sirviendo pequeños canapés de nata y seguro que mi Violeta se ha guardado bien de estar cerca. Merriam se sonrojó, deseando que los hombres de Inglaterra tuvieran mejor concepto de sus mujeres. Grenville se comportaba de manera similar, y la enfurecía. —Quizá sea por el aburrimiento, parece que la ha dejado abandonada entre la gente. Es muy ingeniosa y me ha parecido de lo más encantadora. Una mirada de respeto inundó sus ojos. —Sí, así es. Debería haberme quedado con ella, pero me distrajeron unos socios de las carreras. —Cambió de postura, un extraño instante antes de acordarse de por qué había atraído su atención—. Un conocido mío me ha dicho que la conoce y he pensado que le gustaría saludarle, a pesar de haber llegado abrumadoramente tarde. —Oh, sí, por supuesto. —Merriam se alivió con aquella petición, aunque no sabía a quién se refería. De todos los invitados de Drake, estaba segura de que conocía sólo a una parte de ellos, y ya había saludado a todas las caras que había podido reconocer. Él la llevó atravesando las puertas en arco hacia el vestíbulo, hacia un hombre que, a primera vista, tan sólo le resultaba vagamente familiar. —Creo que conoce a lord Colwick, querida. Él me ha indicado que ya ha tenido el placer. — ¡Oh! —Extendió la mano; la sorpresa compitió con el gesto amable tantas veces repetido, ya que recordó dónde lo había visto—. Qui... quizá no formalmente, pero Sotherton habla mucho de usted, milord. —Somos muy amigos. —Se inclinó sobre su mano, atravesándola con sus ojos castaños—. ¿Baila, señora Everett? —Oh, bueno... no debería... Antes de que se le ocurriera una razón creíble, se la llevó pasando junto a un atónito Meeks, entrando en el salón de baile, en la pista. Había menos parejas bailando y Merriam se dio cuenta, desesperada, de que casi no había manera de rechazar su invitación sin montar una escena. —Lo... lord Colwick. —Señora Everett —contestó, inclinando la cabeza para iniciar el baile. Ella respondió al gesto y se posicionó para empezar a bailar, mordiéndose el labio inferior y preparándose para lo que él pudiera decirle. —Soy su mejor amigo, ya lo sabe —comenzó a decir, con un tono neutro, sin atisbo de amenaza. —Él... él habla muy bien de un tal lord Colwick. Usted le importa mucho, intuyo. —Drake solía ser muy cauteloso a la hora de elegir sus amigos. —¿Solía? —preguntó ella, detestando el tono defensivo de su voz y el temblor nervioso de sus manos—. Si lo que quiere decir es que ha cometido un error... —No he dicho nada —contestó, bajando la voz para darle a entender que ella no había sido todo lo discreta que debería.

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—¿Qu... qué quiere decir? —Se tensó mientras se desplazaban por la pista—. No va a intimidarme. Él sonrió, con cara sorprendida, y después su expresión se volvió más seria. —Honestamente, sólo quería que me dijera... que no pretende hacerle daño. —¡Por supuesto que no! —exclamó con mirada furiosa y horrorizada—. ¿Cómo puede pensar algo así? Un gesto cínico con la boca le recordó que la había visto en el peor contexto posible. Ella se ruborizó furiosa, luego susurró con voz tensa y queda: —No era... no puedo contarle lo que iba a hacer... —Miró por encima de su hombro para asegurarse de que nadie estaba lo suficientemente cerca como para oírles—. En aquel lugar. —Merriam respiró hondo para calmarse ante el temor del escándalo. Lo miró, rezando por que él pudiera percatarse de la sinceridad de su mirada—. D... Drake me importa más de lo que puedo expresar. Soy consciente de que ir... Sé que resulta muy extraño. A una mujer de mi posición jamás se le ocurriría... Bajó la mirada al darse cuenta de lo mal que se estaba expresando, como si las palabras se hubieran rebelado contra ella. No podía contarle a un extraño lo que hacía allí, hallar conocimiento e intimidad y a una verdadera amiga personificada en una madame de Londres. No sin exponerse a que la juzgara por su lascivia. Era impensable. Lord Colwick intervino, dándole un breve respiro. —Drake me acusa de ser muy inocente y no ver lo engañosas que son la mayoría de las personas. No soy el santo que él insiste en afirmar que soy, pero supongo que sí que tiene razón en eso de que no busco el lado oscuro de todas las personas que conozco. —Mis intenciones no eran deshonestas —dijo, y, a continuación, se mordió el labio inferior—. Es un asunto privado, pero por favor, debe saber que yo... soy la última persona que quisiera hacerle daño. Él le lanzó una mirada desconcertada, luego suspiró, como si el asunto hubiera quedado resuelto. —Drake tenía razón. No tengo talento para las argucias ni los subterfugios. Si me he equivocado... —No le comprendo. —No entendía lo que quería decir, ¿qué argucias? —Le prometí que me mantendría al margen de sus asuntos, pero no soy capaz de mantener mi promesa. Me he tomado este rato para tratar de asegurarme de que era realmente usted la persona a la que vi la otra mañana. —Por favor —fue como si una gélida mano estuviera apretándole la garganta—, por favor no le diga nada a Drake. Te... tenía pensado contárselo todo esta noche... Su expresión se tornó distante, y su mirada castaña se llenó de fría indiferencia. La música terminó y él la soltó. Le había presionado demasiado, lo sabía. Alzó el mentón con aire desafiante. —No me importa lo que pueda usted pensar de mí, yo sé la verdad. Cuénteselo si quiere. No puedo esperar de usted que actúe contra su propia conciencia por mí, ni yo debería pedirle que lo haga. Si algo he hecho mal, ha sido el habérselo pedido.

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Se dio la vuelta, y el remolino color cobre y burdeos acentuaron el desaire en público; le dio la espalda y se marchó con la cabeza bien alta. Alex negó con la cabeza, sin intención alguna de admirar su carácter, sorprendido ante la severa amonestación y su sincera indignación. Si la había acusado falsamente... Pero suspiró. Ya había pasado. Ya estaba hecho y nada podría cambiar las cosas. Las bravatas y quejas de una mujer no ayudarían. Si estaba compinchada con Clay Alex rezó por que éste la supiera defender. Cuando Drake se diera cuenta, resultaría muy difícil disuadirlo. Fueran cuales fuesen los planes que tenía para Clay, fueran cuales fuesen sus intenciones, Alex tenía la sensación de que Drake estaba decidido a hacer uso de su reputación.

Se despachó a los últimos invitados bien entrada la media noche y Merriam estaba exhausta, tanto física como emocionalmente. —¿Has visto a su excelencia? —preguntó a Jameson, nerviosa. —Creo que se retiró arriba hace rato, no lo he vuelto a ver. Merriam subió las escaleras, sintiendo que le pesaban las piernas por el miedo. Si Colwick ya le había contado algo, eso explicaría aquel extraño comportamiento y las miradas. Oh, Dios, pensó, suplicante. ¿Cómo voy a arreglar todo esto? Si había malinterpretado su comportamiento, podía pasar cualquier cosa. Aun así, no parecía furioso ni completamente fuera de sí, así que se animó a sí misma con la esperanza de que escucharía ahora lo que tenía que decirle. Existía una posibilidad. Después de la intimidad y los momentos compartidos, sabía que sólo podía confiar en Drake el secreto de las lecciones, su deseo de aprender a ser más valiente. La comprendería cuando ninguna otra persona podría comprenderla. Él la había ayudado también a perder la vergüenza, que la había mantenido atrapada durante tantos años. Podría entender lo que la había llevado hasta aquella maestra tan poco convencional. Después de todo, ¿en qué otro lugar podría haber preguntado lo impronunciable y expresar un deseo que, antes de conocer a madame de Bourcier, no podría ni haber mencionado? Si él quería, ella se ofrecería a presentarle a la joven madame. Ella lo confirmaría todo... Incluso la identidad del objeto inicial de su deseo. Incluso aquello. Ésa era la razón que la había empujado al engaño hasta tal extremo. Una confesión hubiera sido fácil, excepto por aquel aspecto. Si tan sólo Drake no odiara tanto a Clay. Pero lo odiaba, y ella sabía que aquel sería el punto que la llevaría a la perdición. Él podía no querer oír hablar de su amor si se enteraba de que, de primeras, ella se había sentido atraída por Clay. Pero por entonces no conocía a Drake. Tenía la esperanza de que él pudiera ver aquello como la cruel coincidencia que era. Abrió la puerta del dormitorio y preguntó: —¿Drake? Distinguió la silueta de un hombre sentado en una de las sillas junto a un fuego, casi extinto, dio un paso hacia él, luego vaciló, sintiéndose de repente poco segura de sí misma. —¡Drake! ¿Estás bien?

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—No soy Drake, Merriam. Y no estoy bien. Merriam chilló al ver que se trataba de Julian Clay.

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Capítulo 21

—¿Qué hace usted aquí? —acertó a decir con voz queda y aterrorizada, dividida entre la necesidad de gritar para que todo el mundo acudiera a su rescate y el inefable temor a lo que Drake pudiera pensar cuando viera a Julian Clay en su dormitorio, a solas con ella. —¿Dónde está, Merriam? —El tono de Julian no admitía discusión—. ¿Dónde demonios está Drake? —Es... estaba buscándolo. —Dio un paso atrás—. No lo sé, pero debería marcharse... Julian se inclinó en la silla con aire desafiante. —No lo creo. Ya ves, Drake y yo tenemos un asunto pendiente. Y, aunque desgraciadamente me he perdido la fiesta debido a... —le temblaron las manos al pasárselas por los rizos de la cabeza— un malentendido financiero, tengo que verlo, es un asunto de vida o muerte. —¿Y si llamo para que nos traigan algo de beber? Quizá le apetezca un brandy o un oporto... —Merriam se giró para tirar de la cuerda mientras hablaba. —No. Una sola palabra, y se quedó helada. Había algo tan frío, tan aterrador en su voz, que obedeció al instante. —Siéntate. Se estremeció, pero se dirigió a la pequeña silla del tocador. Era el asiento más alejado que había de él y una parte de ella se preguntó si podría localizar un arma improvisada si le hiciera falta. —Se está usted comportando de manera muy inapropiada. Sea cual sea la razón de su enfado, no va a mejorar las cosas presentándose aquí... de esta forma. Conmigo. —Añadió con un susurro, asaltada por el miedo. —¿Me tienes miedo, Merriam? —le preguntó, manteniendo la distancia. Ella asintió. —¿Le tienes miedo a él? —le preguntó, acercándose. Ella negó con la cabeza. —No... no realmente. Él no es... Él negó con la cabeza, la pena le suavizó la expresión. —No logré convencerte y ahora, de alguna manera, me otorgas el papel de malo. No va a

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funcionar, señora Everett. —Entonces márchese. —No —dijo, sentándose en el borde de la cama, como si fuera lo más natural del mundo acechar en el dormitorio de otra persona y esperarle en mitad de la noche—. Ya lo verás, volverá, y entonces podrás comprobar lo que es y lo que no es. Por una vez, no tengo intención de dejar que se escabulla. Esta vez no. —E... eso no tiene sentido. Está loco. —Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero se agarró con fuerza del borde de la mesa para reunir fuerzas—. Drake... no es un asesino. —¿Estás segura? —Ella empezó a asentir, pero él volvió a preguntarle lo mismo, con una voz tan suave, hipnótica y aterrorizadora—. ¿Estás completamente segura de eso? Oh, Dios. No, no estaba segura, pero ya había tomado una decisión. Él lo había negado y ella le creía. Y ahora... ahora no sabía a quién temer, ni qué pensar. —Por favor... —¿Interrumpo una tierna escena, o acaso debo esperar en el rellano a que terminéis? —La voz de Drake retumbó como un látigo cortando la tensión que inundaba la habitación y Merriam tembló de sorpresa. —¡Drake!, gracias a Dios que estás aquí. Clay estaba... No la miró; tenía los ojos fijos en Julian, con tal odio que la expresión de su cara era casi demoniaca. —Cuando no te vi en la fiesta, debía haber supuesto que probarías algo menos explícito y un poco más dramático, Julian. —Miserable. Lo tenías todo planeado y te has dedicado a ir brindado por ahí con nuestros conocidos, dejando que tu abogado hiciera el trabajo sucio. ¿Por qué, Sotherton? ¿Es que no te podías enfrentar a mí cara a cara? ¿No podías luchar contra la verdad, así que decidiste destruir a tu acusador y acallarme enviándome a la casa de caridad? —Casi escupió a Drake —. Eres un cobarde, amigo mío. Siempre lo fuiste. Drake se tiró hacia él, para estrangularle en un ataque de ira. Julian le pegó un puñetazo en el estómago y ambos rodaron por la cama, cayendo al suelo por el otro lado. Merriam saltó de la silla y vio cómo empezaban a pegarse en serio. Drake, de alguna manera, había levantado la mano y recibió un vil puñetazo en la cara, Julian se tambaleó y tropezó. Pero Drake no le dio cuartel, lo siguió, golpeando a Julian a cada paso que daba. Los golpes de sus puños le repugnaron y Merriam gritó: —¡Para! ¡Drake, por favor, lo vas a matar! Pero su amante estaba sordo de ira. Cuando Julian cayó al suelo, Drake se tiró con él, golpeándole sin piedad. —¡Mataste a Lily, hijo de perra, y pagarás por ello! —¡Drake, no! Como si aquello fuera una pesadilla, vio cómo Julian alargaba el brazo para coger el atizador de la chimenea. Lo agarró y antes de que pudiera gritar a Drake para avisarle, el arma se alzó y casi le alcanza el cráneo. El impulso les separó, y se vio obligado a defenderse. —¡Drake, por favor, basta!

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Julian se puso en pie, apuntando con el atizador a Drake, lanzándole una sonrisa maligna. —Parece que yo le preocupo más a tu amante que tú. No me sorprende. ¿A que no nos sorprende, Drake? Drake hizo un movimiento ciego, imposible de predecir. Se dirigió hacia Julian en un intento por desarmarlo tirándose hacia él. Merriam giró la cara, cubriéndose los ojos con las manos, incapaz de seguir mirando. Pero al escuchar un extraño sonido, como un gemido de Drake, se arriesgó a mirar. Todo se difuminó cuando vio a Drake apoyándose en la silla con el atizador saliéndole del costado, con la punta atravesándole las costillas. Su expresión era de sorpresa y Merriam supo que jamás olvidaría aquello en lo que le quedaba de vida. Era una escena que sobrepasaba el espanto. Julian estaba de pie, luchando contra su propio dolor, con los ojos abiertos de par en par por lo que había hecho. —E... eso es lo que utilizaste para matarla, ¿verdad? Resulta irónico ¿no crees? Drake se extrajo el atizador y lo dejó caer al suelo. —No lo sé, Julian, no estaba allí. —Embustero —le acusó Julian, más suavemente, pero con cierto tono de desesperación. —Oh, Dios mío —susurró ella, al ver la sangre que le brotaba del costado. —No estaba allí, pero tú sí. —Vas a morir, amigo —logró decir Julian, sonriendo, aunque las piernas empezaban a fallarle. —No.—Drake se puso una mano en la herida. Merriam corrió hacia él. —¡Maldita sea, basta ya! Agarró a Drake del brazo, tratando de llevarle hacia la cama, con los ojos anegados en lágrimas. Pero Drake no quería y se desembarazó de ella de un violento tirón. Desprevenida, se calló hacia atrás, tropezando con el borde de la alfombra, y se golpeó la cabeza con el borde de la mesa. La habitación empezó a dar vueltas y ella no pudo explicarse cómo se pudo entretener observando el hermoso artesonado del techo. Por un fugaz instante, se olvidó completamente de los dos hombres, y una oleada de dolor le nubló el pensamiento. —Señora, ¿se encuentra bien? —Peg estaba junto a ella y Merriam trató de decirle que sólo estaba aturdida, que estaba confundida, pero entonces vio la pistola. —¿P... Peg? —Merriam se levantó lentamente, segura de que aquello era un sueño. La respiración entrecortada de los hombres era lo único que se escuchaba en el repentino silencio y a Merriam sólo le cabía esperar que aquella surrealista escena continuara. —Detesto esta habitación —declaró la doncella, echándose hacia atrás para que todos se mantuvieran quietos, dentro de su campo de visión—. Al principio no. Drake habló suavemente.

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—Peg, no... pretendíamos hacer daño a Merriam. Este asunto es entre Julian y yo. Ahora, deja la pistola. La doncella negó con la cabeza, con la expresión quieta e imperturbable. —No, jamás lo arreglaron. Ninguno de los dos lo hizo, y estoy cansada de esperar. —¿De esperar? —preguntó Julian, tratando de emular su tranquilidad. Pero su encanto quedó ensombrecido por la expresión de su rostro, deshecho por los puñetazos de Drake—. ¿Esperar a qué? —Era la mujer más bella que jamás había visto, era como un ángel. Yo la amaba —la voz de Peg sonó apremiante—, pero vosotros no. —Apuntó con la pistola a Drake—. Se casó con usted por su título nobiliario y por su dinero, pero a usted le daba igual. Le daba igual. A Drake se le desencajó la cara de dolor, pero se mantuvo en silencio. Peg continuó, implacable. —Usted sabía que tenía amantes y no decía nada. Yo lo odiaba por ello. Se enredó con su mejor amigo para tratar de llamar su atención y también lo odié por ello. Se giró hacia Julian, con una mirada claramente despectiva. —La utilizaste para después abandonarla. Lo vi todo. La manejabas como si fueras su dueño y fornicabas con ella hasta quedar cubiertos en sudor, pero ella no te importaba. ¡No era una puta! —No. —Julian negó con la cabeza, sorprendido—. No lo era. —Recuerdo todas las cosas bonitas que me decía: que tenía las manos muy suaves, y que el color de mi pelo era casi el mismo que el suyo, y yo la amaba y quería que lo supiera. Estaba muy triste y lloró después de que la abandonaras. Al final, reuní el valor para decírselo. Sabía que la haría sentir mejor y que se daría cuenta de que había permanecido a su lado todo el tiempo. Pero se rió en mi cara. Estaba bebida, deprimida. Se... se abrió la bata, separó las piernas y me dijo que podía probar gratis si quería. Yo... yo sólo quería que me amara. Pero ella... Peg con la pistola resultaba aterradora. Merriam se dio cuenta de que tenía la mano demasiado firme, con la mirada fría e ida. Si tan sólo temblara, pero la letal calma los mantenía a todos quietos. —La maté, y estuve esperando a que vinieran a por mí. Pero no lo hicieron. A Merriam se le hizo un nudo en la garganta; acababa de entender el dolor de Peg. Ser tan invisible como para poder amar sin ser visto. Luego cometer el peor de los crímenes y que nadie mire hacia ti. Era como una muerte en vida. —Peg... Empezó a estirar el brazo, tratando instintivamente de consolarla. Pero la doncella la miró y Merriam se dio cuenta de su error. Drake habló, pálido por la sorpresa y por la pérdida de sangre, tratando de mantenerse erguido. —¿Por qué no dijiste nada? ¿Por qué no les dijiste a las autoridades que Julian era el hombre que había estado en mi casa aquella noche? ¿Qué tú la mataste? —Porque los dos teníais que pagar por lo que le hicisteis. Porque quería ver cómo os

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castigaban, por haberla tenido y sin embargo, haber mirado a otro lado. —Se volvió a girar hacia Merriam—. Ha sido tan dulce, señora. Pero él no la ama. —Asintió mirando a Julian—. Un viejo truco, fue como hacer leña del árbol caído. —Peg, por favor... —Merriam lo intentó de nuevo, con los ojos llenos de amargas lágrimas por la vacua mirada de la joven. —Y a su excelencia —Peg lo miró durante un instante— no le importa. Sé lo del acuerdo. La temporada social ha terminado y ahora la tirará a la basura. La ha convertido en una puta. —Volvió a mirar a Merriam—. A veces uno mata a la gente porque la ama. A veces — levantó la pistola y apuntó al pecho de Merriam—, lo haces para salvarla. Drake gritó, pero fue Julian quien llegó primero. Apartó a Merriam cuando Peg apretó el gatillo y la pistola resonó. La doncella bajó el arma para volver a dispararle mientras caía, pero Drake logró desviarle el brazo hacia arriba, por lo que el segundo disparo convirtió al techo en su víctima. Luego, el caos. Jameson y otros dos sirvientes corrieron a la habitación para inmovilizar a Peg, quitándole la pistola antes de que pudiera volver a disparar. Gritaba descontroladamente. —¡No! ¡No! ¡La destrozarán como pasó antes! ¡La amaba! ¡La amaba! Jameson empezó a gritar órdenes. —¡Un médico! ¡Necesitamos un médico! ¡Busca a un guardia y manda ayuda! Los sirvientes arrastraron a la doncella fuera de la habitación; estaba pateando y gritando, moviéndose rápidamente para someterla, pero también para ir a buscar ayuda para los heridos. Drake alzó la vista indefenso, mientras Merriam corría hacia un inmóvil y yaciente Julian Clay. —Le... le ha disparado —Merriam se arrodilló junto a él, luego miró a Drake, con lágrimas rodando por su mejilla—. Le ha disparado. Drake no pudo hacer más que tratar de sentarse en la cama, despreciando los torpes intentos de Jameson por ayudarle. —Por favor, su excelencia, permítame que vea eso. ¿Le ha apuñalado, señor? Él asintió, incapaz de acusar a su rival, posiblemente muerto, de ningún otro crimen. No podía hacer nada. Drake se sentó inundado por el dolor de ver a Merriam llorando y asistiendo a su amado Julian, asumiendo cuánto había perdido. Había estado tan equivocado en tantas cosas. Pero en lo de su querida amiga y Clay... Fue un golpe que jamás podría superar y sabía que su corazón jamás se recobraría. Ella lloraba y lo único que él podía hacer era mirar.

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Capítulo 22

Giró la tarjeta una y otra vez. Ahora era un papel estropeado y patético, manchado y maldito. Era un recuerdo extraño y no lograba reunir fuerzas para destruirlo. Sería tan fácil como lanzarlo al fuego, pero algo se lo impedía. «He venido para devolverle su tarjeta.» Fuera. Se había marchado. Se había ido sin llevarse ni los vestidos ni las joyas que le había regalado. Una mujer más pragmática habría dejado la habitación sin nada de valor por el infierno en que la había metido, y él se sintió mezquino por tener aquel pensamiento. No, sólo se había llevado su pesada ropa de viuda de paño, con telas de crespón y horribles botones negros, y aquel feo monedero, también negro. Se había ido de la casa en medio de una tormenta y hasta se negó a que Jameson la llevara. No había querido nada que fuera de él o que procediera de él. Drake lo sabía. Habían pasado semanas desde aquella noche. Semanas de lenta recuperación, al principio en la casa de campo de Colwick para huir de las interminables preguntas que le habían llovido. Luego había vuelto a la ciudad para guardar las apariencias. No volvería a comportarse como un cobarde, ni a esconderse. Los periódicos habían explotado la historia con salaz fervor y, si cabía algún consuelo, era el de haber perdido su sobrenombre. La desdichada de Peg era la que se había llevado la peor parte, aunque la relación que él había mantenido con una viuda fue mencionada repetidas veces para aportar cierto tono picante a los reportajes. Drake había podido ver con impotencia que el destino es muy cruel. A Julian se le trató como el valiente héroe que había entrado para salvar a su «buen amigo» y se hizo un malicioso y morboso seguimiento detallado de su milagrosa recuperación. Drake no pudo evitar hallar cierta ironía en el hecho de que él hubiera vuelto a parecer malvado, mientras que Julian seguía disfrutando de su talento natural para mantener su reputación intacta. Aun habiendo perdido temporalmente toda su fortuna, el conde de Westleigh seguía resultando encantador y salió victorioso de todo aquello. Drake suspiró. Era una batalla perdida. Una parte de él deseaba haber mantenido a Peers. Así podría saber si Merriam se había marchado con Julian, si era demasiado tarde. Pero ya no tenía a sus espías y sólo podía imaginar lo que ella pensaría de él tras el enfrentamiento con Clay tras la increíble confesión de Peg. «He venido para devolverle su tarjeta.» Drake se preguntó cuánto valor le había hecho falta para hacer aquello. Ir hasta él y devolverle aquella tarjeta, a sabiendas de que era una excusa.

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Bueno, quizá era el momento de averiguarlo por sí mismo.

Merriam releyó el pasaje sobre los festivales indianos, pero terminó dejando el libro a un lado. La distracción sobre exóticos lugares no estaba resultando eficaz hoy. Se estaba convirtiendo en una experta en evasión o, mejor dicho, en cosas que no lograban atraer su atención. Había redecorado el salón y había encargado algunas telas para el resto de la casa. El triste y polvoriento tono de la vivienda estaba siendo destronado en una rebelión gradual. Merriam había decidido que, aunque su reino fuera relativamente pequeño, sería ella quien lo dirigiría a su antojo. Se había mantenido ocupada llenando el armario de vestidos de colores, aunque eran claramente más modestos y prácticos que los que había dejado en casa de Sotherton. Había donado o quemado todos los vestidos negros y los monótonos conjuntos de luto. Merriam no había vuelto a su vida anterior, sino que había comenzado una nueva. —Le he traído una bandeja, señora —ofreció Celia, entrando con timidez—. No ha tocado el desayuno y Cook está más que preocupada. —Gracias, Celia, dile que estoy bien y avísame cuando traigan las muestras de tela para el dormitorio. —Merriam se colocó ahora el libro sobre el regazo y comenzó a servirse un té. —Han cambiado tantas cosas —comentó Celia. Merriam le lanzó una mirada interrogativa. —¿Te parece mal? —¡Oh, no! Me parece estupendo... animar la casa, si me permite el comentario. La doncella hizo una reverencia y se marchó, mientras, Merriam se reprimió una carcajada. Toda una vida tratando de complacer a los demás, y aún no podía dejar de preguntarle a su doncella si le parecía bien. Suspiró. Otro hecho que había que aceptar: no importaba cuánto cambiaran las cosas, gran parte de ellas seguirían siempre siendo igual. Oyó el lejano repicar de la campana, aunque no le prestó atención. Las visitas del vecino solían hacer sonar alegremente su campana por las tardes. Por supuesto, ya nadie llamaba a su puerta. Tampoco es que antes recibiera una marea de visitas, tal como Drake perspicazmente había adivinado, unos pocos amigos avejentados de su difunto marido, un miembro o dos del comité y, de vez en cuando, mujeres haciendo visitas por la caridad constituían la mayor parte de sus invitados. Tal como también había supuesto, tampoco podía mentir afirmando que realmente los echara de menos en exceso. Así que, con decisión, se había entregado al exilio. Había algunas ventajas prácticas, como que al personal de la cocina ya no se le molestaba pidiéndoles un té repentino ni sandwiches de pepino. Y ahora tenía más tiempo para leer y escribir en sus diarios. Ahora se dedicaba a dar largos paseos por el parque y ya había dejado de preguntarse si alguien la reconocería por su «indecente temporada». El ser una marginada le confería cierta independencia, pero el aislamiento que acompañaba día y noche a la nueva soledad era lo más difícil.

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El resto de sus temores jamás llegaron a tomar forma. Jamás llegó la vergüenza. No se arrepentía de casi nada. Casi. Pero ya se le pasaría. ¿Y si no se le pasaba? La gata que había en su interior la presionaba. ¿Qué haría si el deseo y su anhelo por él jamás desaparecían? ¿Y si se veía obligada a tener que aceptar el enorme vacío que había dejado su ausencia? ¿A morder la almohada durante la noche para sofocar los gemidos mientras se complacía con las manos pensando sólo en Drake? Pero no había nada que pudiera hacer. Había sido tan horrible, una escena tan terrible. La sangre de Julian por todas partes, los gritos de Peg y Drake de pie, herido, con la mirada impenetrable. Había empaquetado sus cosas y huido en las horas posteriores; las autoridades insistieron en interrogarlos y Drake les repitió que debían dejarla marchar, que no le correspondía estar allí. Al principio, ella había tenido la esperanza de que él la siguiera, que hubiera tratado de evitar su marcha, pero aquello no sucedió. Y no lo culpaba por ello. El trauma había sido tan abrumador y él, probablemente estaba aún tambaleándose por la dolorosa colisión entre su pasado y su presente. Ahora, ella sólo le recordaría todo lo ocurrido aquella noche. Él merecía ser feliz y ella debía liberarle del embrollo de su espeluznante relación. Aunque la mayor parte de la relación para ella había sido un sueño, reconocía que la temporada acordada había terminado irrevocablemente. —Señora —Celia interrumpió sus pensamientos con una bandejita con una tarjeta de visita en el centro—, tiene una visita. Merriam miró la bandeja; conocía muy bien aquella tarjeta. Manchada y maldita, era su tarjeta. Era su tarjeta. —Déjale pasar. Se levantó para prepararse, alisándose nerviosa los pliegues color lavanda de la falda estampada con ribetes color jade, luego, se mesó el pelo. Por fin había venido, pero Merriam se negó a suponer si sería para regodearse o para comprobar que había sobrevivido. Entró inclinando fugazmente la cabeza, y a ella se le cortó la respiración al verlo. Era más atractivo de lo que se había permitido recordar, e inundó la habitación con su masculina energía, haciendo que el nuevo el mobiliario pareciera más vulgar y pequeño. —¿Te... te apetece... un té? —Le hizo un gesto, invitándole a sentarse, sin saber cómo llevar una conversación cortés con un hombre que la había hecho perder la conciencia por la potencia de sus orgasmos. Era como una farsa, sólo que no tenía el guión—. ¿O un brandy? Él arqueó una ceja al oír la segunda oferta; su sentido del humor seguía intacto. —Quizá más tarde. Te lo agradezco de todos modos. Se sentó donde ella le había indicado, y Merriam se sentó frente a él recatadamente, nerviosa, pero decidida a contenerse. —Espero que te encuentres mejor. He oído que te marchaste a la casa de campo de lord Colwick, pero no tenía la dirección, habría enviado... —Merriam. —La interrumpió con una mirada demasiado intensa como para aguardar más —. Necesito decirte... lo que he venido a decirte, si no, jamás lo haré.

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—Oh, bueno —se mordió el labio inferior—, como quieras entonces. Tomó aire lentamente y comenzó a decir lentamente: —Hay muchas cosas que quería decirte. Pero la escena de Peg me afectó tanto que no estaba preparado, y además, me convencí de que, probablemente, no querrías escucharme. Pero precisamente es esa impresión la que puede dejarle a uno aislado y lejos de cualquier perdón. Debería saberlo. Parece que soy todo un experto en obtener conclusiones equivocadas y en hacer las acciones más atroces. Drake se levantó de la silla y caminó por la pequeña habitación, como una pantera enjaulada describiendo la selva de sus recuerdos. —Yo no amaba a Lily... al principio. Me casé por la misma razón que la mayoría de los nobles lo hacen: por el deber, por el honor de la familia y por la esperanza de tener un heredero; se trataba simplemente de cumplir un trámite. Necesitaba una esposa y Lily me pareció una elección apropiada. Era una mujer bella, acaudalada y de buena familia, jamás miré más allá. Jamás me paré a pensar en que había algo más detrás de aquella pequeña criatura malcriada y encantadora que había elegido como la duquesa de Sussex. Con aire distraído, cogió una cajita tallada de una mesita, examinándola sin verla. —Me volvió loco con sus jueguecitos coquetos y su errático apetito sexual. Era una provocación constante y me torturaba incesantemente. —Se encogió de hombros y volvió a poner la cajita sobre la mesa—. Tras un año de matrimonio le confesé que la amaba y ahí fue cuando todo se fue al traste. Cambió completamente de actitud. Al principio fue un cambio muy sutil, después resultó más evidente. Empezó a mostrar desinterés, o más bien aburrimiento, de hecho, insistió en que durmiéramos en habitaciones separadas, pero, como no tenía heredero, me negué. Aun así, ella contaba con otros métodos para mantenerse alejada. Empezó a animarme expresamente a que le dedicara más tiempo a mis negocios, que fuera más al club, que estuviera en cualquier otro sitio alejado de ella. —Oh, Dios mío. —A Merriam le dolió aquello. Sabía lo que era sentirse despreciado, pero por alguien a quien se ama... le resultaba inimaginable. —Lily no quería que la amaran, Merriam, quería que la persiguieran —retrocedió hacia la alfombra—. No sospeché de Julian hasta que pasó todo, cuando fue el primero en acusarme de haberla asesinado, cuando vi que, de todos mis amigos, era el más consternado, fue entonces cuando empecé a asimilarlo. »Luego resultó tan evidente que no me podía creer no haberme dado cuenta antes. Después de todo, Julian era un cazador nato. Lily vivía para la caza. ¿Cómo no se iban a cruzar sus caminos? —No se me puede ocurrir nada peor —susurró Merriam, incapaz de reprimirse. Él se rió sin ganas y negó con la cabeza. —Oh, yo sí. Hay cosas mucho peores. Lo peor de todo es que le fallé. No traté de luchar por ella. Yo sabía qué era lo que ella deseaba por encima de todo, pero, resentido y con el orgullo herido, deliberadamente no la perseguí. Cuando me dejó claro que no me quería, hice todo lo que pude por castigarla, por mostrarle que yo era más fuerte y que podía vivir perfectamente sin ella. Viviría felizmente fuera de su alcance hasta que me suplicara perdón y me rogara que la amara. Después, ya estaba muerta. —Se volvió a sentar en el sofá, exhausto. —¿Por qué nunca se te llegó a acusar formalmente?

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—Tenía una coartada... que no podían desmontar —respiró profundamente—. Estaba en viaje de negocios por Inglaterra y llevaba un mes fuera. Julian alegó que estaba seguro de que yo había contratado a alguien... o que había regresado en secreto a Londres para destapar la infidelidad de mi esposa. —El sabía que te era infiel... —Porque él estuvo con ella aquella noche —añadió Drake, mirándola sin tratar de ocultar su angustia—. Julian se acostaba con mi mujer porque disfrutaba arrebatándome cosas que eran mías. Lily sólo era un instrumento en aquel juego e, irónicamente, él le hizo daño de la misma manera en que ella me lo había hecho a mí. Puede que una parte de mí conociera sus intenciones, que fuera consciente de lo que pasaría entre ellos. Pero permití que ocurriera. Dejó caer los hombros, aquella confesión lo dejó sin fuerzas. —Por eso me marché de Inglaterra. Sabía que me había apartado y había dejado que él la destruyera. Me imaginé una pelea entre amantes celosos por su inevitable marcha y estaba seguro de que yo tenía parte de culpa. —Pero parecías tan enfadado... —La ira llegó después —admitió con amarga sonrisa—. Convenientemente, decidí olvidarme del resto. —¿Por qué me cuentas todo esto? —Porque me comporté como un cobarde antes. Porque es muy fácil limitarse a darle la espalda a estas cosas y, cuando le di la espalda al asesinato de Lily, tan sólo alimenté mi ira y dejé que se apoderara de mí durante todos estos años. —Se inclinó, acercándose, reduciendo la distancia entre ellos, y la cogió de las manos—. Porque no quiero salir huyendo esta vez. Tú amas a Julian y mis planes y mi ceguera podrían haberte alejado de él. Otro hombre mejor podía darte lo mismo. Pero hemos compartido algo, tú y yo. Y no voy a ignorarlo. Voy a luchar por ganarme tu corazón, por mantenerte a mi lado, por merecerte. —¡Dios mío! —Merriam se quedó boquiabierta, sorprendida. —Pero hay una cosa que todavía no alcanzo a comprender, y espero que me lo puedas explicar. Ella aguardó, sintiendo en su interior temor y esperanza a la vez. —¿Qué tienes que ver con La Bella Carmesí? —Fu... fui a que me dieran clases. —Merriam se agarró la falda—. Ma... madame de Bourcier fue muy... ilustrativa. —¿A un burdel? —¿Dónde si no? Mi matrimonio no me dio experiencia que me apeteciera recordar o repetir. Tampoco podía preguntar en las reuniones de la Sociedad Botánica de Damas. ¿Te imaginas a lady Corbett-Walsham hablando sobre las partes más sensibles de la anatomía de un hombre? O, mejor todavía, ¿te la imaginas explicándonos cómo masturbar a un hombre? Él sonrió sin querer. —El número de miembros se habría incrementado, sin duda. —¡Drake! —exclamó—. No es para tomarlo a broma. —Eres tú la que ha mencionado a la vieja, no yo.

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Merriam se mordió el labio inferior, nerviosa. —Oí a unos hombres que hablaban sobre La Bella y la afamada madame de Bourcier. Así que, en secreto, la busqué y le pedí que me ayudara. Nos hicimos amigas y yo quería ser discreta, para protegernos. Incluso fui tras haber aceptado lo de pasar la temporada juntos, pero sólo porque necesitaba alguien más con quien poder hablar. Sé que su profesión es... inmoral, pero para mí ella es una igual. Drake suspiró. —Me estremezco de pensar en qué otro sitio podrías haber buscado ayuda con éxito. —Pero, ¿te das cuenta del dilema? —Sí. —Respiró de nuevo profundamente antes de continuar—. Aún no estoy seguro de entender en qué momento Westleigh entra en todo esto. ¿Él era...? —Drake se detuvo, irguiéndose, como para sostener una pesada carga—. ¿Era sólo para practicar? ¿Una demostración visual... para las clases? Ella abrió los ojos de par en par, sorprendida ante aquella atrevida y novedosa idea. —¡N...no! Yo... él estuvo en el baile de lord Sinclair. Fue... —Trató de tranquilizarse, el momento de la verdad se acercaba—. Me pareció atractivo. Parecía tan... de mundo. Pero le oí diciendo algo desagradable y me di cuenta de que yo era la pálida criatura a la que estaba insultando junto a su amigo. Me sentí ofendida y atraída y... furiosa. —¿Dijo que eras una viuda de cara lechosa? —Sí, y en ese momento me juré que se había acabado lo de ser ignorada. Durante toda mi vida, he sido la ratoncita. —¿La ratoncita? —Merriam, la ratoncita. Mi padre me llamaba así porque era muy poco atractiva, anodina y apacible. ¡Lo detestaba! Era invisible, no era nada y cuando Grenville me lo repetía tras casarnos, lo odiaba por ello. Yo... —Dio algunos pasos, aborreciendo lo infantil que sonaba todo ahora—. Cuando el conde de Westleigh me hizo sentir tan insignificante, tomé la decisión de demostrarle que podía ser otra cosa. Que podía romper las reglas y por fin ser quien tomara el control. —Así que te transformaste —se sentó, dejándole espacio para que caminara—, en una gata. —Con la ayuda de madame de Bourcier. Decidí atormentarle y provocarle. Planeé lograr que Clay me deseara para luego dejarlo... antes de... —Antes de la consumación —añadió él, un poco impresionado. —¡Quería hacerle saber que él no era nada para mí! —Pero hubo un error y una confusión de identidades... —Sí, en lugar de a Westleigh, me encontré contigo. Y, como bien sabes, el plan no salió exactamente... Esta vez, suspiró con aire soñador, ruborizándose al recordarlo. —Fue mágico. Él contuvo el aliento al oír aquello, asumiéndolo.

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—Así que Julian y tú nunca... Ella sonrió. —En una palabra: no. Cuando nos presentaste en el parque, la única razón por la que me recordaba de la fiesta en el jardín de Dixon era porque casi le vomito en los zapatos al darme cuenta de que no era él a quien había abordado en casa de Milbank. Me hubiera llevado el secreto a la tumba, fui tan insensata; pero parece que mi Merlín tenía sus propios planes y vino a buscarme. —Ah —ahora le tocaba a Drake abandonarse a sus placenteros recuerdos—, el invernadero. —El invernadero —repitió ella—. Bueno, ya sabes lo que sigue, Drake. Se levantó y se acercó para cogerle las manos. —Dios mío, ha sido la historia más aterradora que he oído jamás. —¡No lo es! —protestó ella, tratando de no reírse por la mirada irónica de él. —Por supuesto que lo es. Estuve a punto de ponerme el disfraz de pirata aquella noche. Merriam puso los ojos en blanco. —Eres un canalla, lo sabes ¿verdad? —Oh, sí —la abrazó—, y está claro que tengo que estar bajo una vigilancia constante, amiga mía. —Sólo le rozó los labios, un beso provocador, atormentador, fantasmal—. Soy un hombre malvado sin remedio. Vuelve conmigo. —No lo dices... —Pestañeó, tratando de no perder el control, los dedos ardiéndole por tocarlo. En lugar de eso, ella le empujó, liberándose de él suavemente—. Pero yo... a pesar de todo lo que ha ocurrido, no me veo con fuerzas para volver a ser tu amante. No se trata tanto de valor como de... no creo que vaya conmigo, Drake. —Se le llenaron los ojos de lágrimas —. Me muero sin ti, pero... creo que soy demasiado sensata para vivir en un escándalo constante. Alargó el brazo para secarle las lágrimas de la mejilla. —Merriam... —Por favor, perdóname, Drake. —Empezó a apartarse, pero él la agarró del brazo para que permaneciera ahí. —¿Va contigo ser mi esposa? El universo entero se tambaleó, se detuvo y Merriam creyó que se le paraba el corazón. —¿Q... qué? —Quizá haga falta más valor para ser mi duquesa que para ser mi amante, pero si hay alguien que tenga valor y capacidad para atarme con deliciosas cuerdas sin esfuerzo alguno, diría que esa eres tú. —Se arrodilló frente a ella, sujetándole las manos, como si se tratara de un pajarillo al que no se atrevía a soltar, pero al que estaba decidido no herir—. Cásate conmigo. —Oh. —Se quedó sin palabras. —¿Debo interpretar ese sonido como un sí, o debo iniciar una campaña que, sin duda, seguirá arruinando tu reputación de viuda sensata, bella y de comportamiento irreprochable?

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—Tú no... —Merriam sonrió, imaginándose las maravillosas formas de cortejo que Drake utilizaría. —Como desees. Creo que comenzaré con un largo baño de burbujas. ¿No hay una fuente fuera, en la plaza Bellingham? —¡Oh, no, no! ¡Me casaré contigo sólo para asegurarme de que te comportas correctamente, Drake Sotherton! —Empezó a reírse, lo ayudó a levantarse y se abrazaron. La habitación empezó a dar vueltas mientras él giraba con ella celebrándolo. —¡Sí, Merriam, dime que sí! —¡Sí, sí, oh... sí!

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Epílogo

—¿Qué estás haciendo? —Dejando unas flores. —Merriam se levantó para apartarse un poco del ramo de flores silvestres recién cogidas que había dejado en el césped frente a la lápida—. He pensado que debía hacerlo. Se lo debo... es una deuda. —¿Una deuda? —Drake la miró con ternura, algo receloso. Había enterrado allí a Lily hacía nueve años en el cementerio familiar de su antigua casa de campo. Durante el paseo, no tenía intención de detenerse, pero Merriam miró con curiosidad la hermosa capilla de piedra y se había desviado del camino—. No estoy seguro de entenderte. —Lily... —Merriam se sonrojó al confesar sus extraños sentimientos—. Quiero que esté en paz. Me siento como si le hubiera robado una felicidad que le correspondía a ella. Él sonrió y se le acercó, rodeando con el brazo a su nueva y bella duquesa. —Tú no has robado nada, Merriam. Si hay alguien en deuda, debería ser yo. Me convertí en un canalla, y por motivos infundados... Le dio con el codo, mirándolo de reojo. —Sotherton, no hay motivo alguno para ser un canalla. Fastidias a los demás, ¿lo comprendes? —Aun así, me sigues queriendo. —Su mirada era de pura inocencia y Merriam sintió aquel calor en las venas, tan familiar. —Es usted incorregible, su excelencia. —No veo qué tiene eso de malo, amiga mía. —Le sonrió, concluyendo la broma—. Un hombre de mejor carácter jamás habría vuelto a confiar de nuevo, ni hubiera buscado la felicidad cuando menos se la merecía, y, por supuesto —se inclinó poniendo la boca a la altura de la de ella—, jamás haría esto en público. —¡Drake! —susurró Merriam, aterrada, echando una fugaz mirada a la lápida de mármol blanco que había a su lado, como si Lily estuviera mirándolos horrorizada—. ¡No debemos! La atrajo hacia sí, con un destello pícaro en la mirada que la incitó de la cabeza a los pies. —¿De qué otra forma vamos a mantener nuestra escandalosa reputación? —¿Acaso hemos...? ¿Se habla de un nuevo escándalo? —¿No te has enterado? —Le puso un dedo bajo la barbilla para que echara la cabeza hacia atrás, bajando la voz, con un seductor gemido—. El duque de Sussex está locamente

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enamorado de su esposa y a duras penas puede tener las manos quietas. Es inaudito... de lo más inapropiado. —Oh. —Le mudó el color cuando un pícaro destello respondió al de él—. He oído que se casó con su amante... una criatura de lo más indecente, loca por él día y noche. La besó imponentemente, haciendo que se le derritieran los huesos, haciendo que se apoyara en él. Perdieron la noción de dónde estaban; el mundo desapareció hasta que nada pudo distraerles las miradas de sus mutuas miradas. —Oh, Dios mío. —Él le cogió la cara con las manos—. ¿Ves? El escándalo es inevitable. —Sí, amor mío —suspiró, feliz—. Supongo que sí.

Fin

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