BARCENA, F (Et Al.) - La Autoridad Del Sufrimiento. Silencio de Dios y Preguntas Del Hombre - Anthropos, 2004

F. Bárcena, C. Chalier, E. Lévinas, J. Lois, J.M. Mardones, J. Mayorga La autoridad del sufrimiento Silencio de Dios y

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F. Bárcena, C. Chalier, E. Lévinas, J. Lois, J.M. Mardones, J. Mayorga

La autoridad del sufrimiento Silencio de Dios y preguntas del hombre

AMIENTO

CRÍTICO



PENSAMIENTO

ANTHROPOJ

UTÓPICO

El punto de partida es un oratorio compuesto por el dramaturgo Juan Mayorga con textos tomados del Libro de Job y de tres supervivientes de los campos de exterminio en los que el sufrimiento de los inocentes se hace preguntas tales como ¿dónde está Dios?, ¿dónde está el hombre?, ¿es posible hablar de justicia de espaldas al sufrimiento del hombre?, ¿cuál es el lugar de la compasión en la política? Los testimonios que se aportan en esta obra son estremecedores, y su talante ético es admirable frente a la injusticia y a las indebidas penalidades de su vida. De este modo, un libro y su escritura no sólo centran su contenido en la comunicación social del conocimiento o en la trasmisión de determinadas habilidades cognitivas y prácticas, sino que también es capaz de narrar puntualmente el dolor y el sufrimiento humanos. Un texto éste, pues, que testimonia el valor de la vida y el dolor experimentado injustamente. Una obra analítica y dramática que abre a la comprensión más peculiar de la singularidad de la experiencia humana. Colaboran en la obra Fernando Barcena (filósofo de la educación), Emmanuel Lévinas (filósofo), Catherine Chalier (filósofa), J ulio Lois (teólogo), J osé M. Mardones (filósofo) y J uan Mayorga (dramaturgo).

EXCMO. AYUNTAMIENTO DE ÁVILA ÁREA DE CULTURA

F. Bárcena, C. Chalier, E. Lévinas, J. Lois, J.M. Mardones, J. Mayorga

LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO Silencio de Dios y preguntas del hombre

Con la colaboración de la Cátedra Santo Tom ás y el patrocinio del E xa no . A yuntam iento de Ávila

A

LA AUTORIDAD del subim iento: Silencio de Dios y preguntas del hombre / Fernando Báncena, Catherine Chaiicr, Emmanuel Lévinas. Julio Lois Fernández. José M. Mantones, Juan Mayorga. — Rubí (Barcelona): Anthropos Editorial, 2004 159 p .; 20 cm. — (Pensamiento Critico / Pensamiento Utópico; 146)

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ISBN 84-7658-715-5 , I. Sufrimiento - Aspectos religiosos 2. Silencio - Aspectos religiosos - Judaismo 3. Sufrimiento - Aspectos morales 4. Sufrimiento - Aspectos sociales I. Cátedra ! Santo Tomás (Ávila) II. Bárcenn, Femando III. Chaiicr, Catherine IV. Lévinas, Emmanuel V. Lois Fernández, Julio VI. Mantones, José M. Vil. Mayoign. Juan vm . Colección 216 I

Prim era edición: 2004 O Fernando B áiten ae /a /., 2004 O Anthropos Editorial, 2004 Edita: Anthropos Editorial. R ubí (Barcelona) wvvw.an thropos-editoiial.com ISBN: 84-7658-715-5 Depósito legal: B. 47.868-2004 Diseño, realización y cootdinación: Plural, Servicios Editoriales (Nariflo. S.L.), Rubí. Tel. y fax 93 697 22 96 Im presión: Novagrítfik. Vivaldi, 5. M onteada i Reixac Im preso en E spaña - Printed in Spain Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser rcpuxtucidn. ni en todo ni en porte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquimico. electrónico, magnético, elcctroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

PRÓLOGO

La II edición de la Cátedra Santo Tomás, cuyo contenido encontrará el lector en esta nueva publicación, arrancó con un «oratorio» compuesto por el dramalurgo Juan Mayorga basado en textos de Job, de un superviviente del Holocausto (Elie Wiesel), de una víctima de Auschwitz (Etty Hillesum) y de un relato escrito por el último combatiente del gueto de Varsovia (Yósel Rákover) a punto de morir. El tema de esa composición dramática, representada en la Iglesia del Con­ vento de Santo Tomás, es el sufrimiento de los inocentes. En la primera parte de la obra el protagonista es Job, el hombre bueno y servidor de Dios, a quien éste pone a prueba con toda suerte de desgracias. Job no se resigna, no calla, sino que se enfrenta a Dios pidiéndole una explicación por todo ese sufrimiento. Job representa a todas las víctimas inocentes que, como él, protestan contra una injusticia. Es la reacción más humana y normal. Porque el día que el inocente se resigne y acepte que el mal es un destino fatal, ese día el hombre habrá renunciado a su dignidad y se habrá entregado a la barbarie. Las preguntas no acaban ahí, en Job. La obra, en un crescen­ do imparable, da una vuelta de tuerca en la segunda parte que narra la historia de un joven ahorcado en un campo de exter­ minio en represalia por un sabotaje en el que él no ha partici­ pado. Ante los estertores de muerte de un niño en el patíbulo alguien se pregunta «pero ¿dónde está Dios?» y otra voz res­ ponde «ahí está, ahorcado». El hecho tuvo lugar y fue presen­ ciado por su narrador, el hoy premio Nobel de la Paz, Elie Wiesel, y entonces prisionero de quince años en un campo de 5

muerte. Hemos pasado de un Job que proclama su inocencia y pide la respuesta del Dios justo, a la pregunta «¿donde está Dios?». A Job le interesaba la justicia divina; a Elie Wiesel, por el contrario, le preocupa saber si Dios está con el hombre, cerca de él, o está en el limbo. ¿Sufre Dios con el hombre o es un ser impasible que observa al hombre con la distancia con que un científico analiza los movimientos de una mosca? Esa pregunta por el lugar de Dios va a tener una primera respuesta en la tercera parte, ubicada en los últimos momen­ tos del ghetto de Varsovia, cuando la resistencia está a punto de ser sofocada. Yósel Rákower sabe que tiene los minutos contados. Va a morir, pero antes quiere decir al Dios de su pueblo, Israel, un par de cosas. Le dice que él, como tantos otros, le han servido lealmente, pero no han recibido nada a cambio. Todos los suyos han ido muriendo a manos de los verdugos. No le pregunta por qué no ha intervenido a tiempo, sino algo mucho más grave: «¿porqué nos has abandonado?». Jahvé ha ocultado su rostro, dejando a los hombres solos con sus peores instintos. Rákover saca una conclusión: aunque te has empeñado en que nos alejemos de ti, seguiré creyendo en ti, pero, eso sí, «creeré más en la Ley que en Ti». Lo que eso significa lo aclara en el último acto del «orato­ rio» Etty Hillesum, la joven holandesa asesinada en Auschwitz. Esta joven mundana empieza escribiendo un diario por afi­ ción literaria que acaba siendo un conmovedor tratado místi­ co. Los hechos que vive Europa bajo el fascismo se convierten en una escuela de sabiduría. Pronto descubre que más impor­ tante que pedir cuentas a Dios es salvar lo divino que hay en el hombre. Si hubo un tiempo en que Dios era visto como el juez supremo que castiga a los malos y premia a los buenos, había llegado la hora de que el hombre cargara con la responsabili­ dad absoluta de hacer frente al mal en el mundo. Somos res­ ponsables de todo lo que ocurre. Del silencio de Dios nace en ella la idea de la responsabilidad absoluta. Queda por señalar lo esencial. Esta nueva edición de la Cá­ tedra Santo Tomás, dedicada a la reflexión política, moral y religiosa, del sufrimiento, no es algo que incumba sólo a cre­ yentes convencidos. Interesa al hombre. Si resulta, en efecto, que, a diferencia de lo que hacen Job, Wiesel, Rákover o Hillesum, dejamos de preguntamos por el mal, porque nadie 6

responde, entonces tendríamos que aceptar que si alguien su­ fre es porque se lo merece, que no hay sufrimiento inocente, que no hay injusticia en el sufrimiento, es decir, tendríamos que reconocer que el mal es imbatible. Si renunciamos a seguir preguntando, si abandonamos la esperanza de obtener una res­ puesta, entonces estamos perdidos. Y algo más: si reconoce­ mos que el sufrimiento del inocente es una injusticia causada por el hombre, todos somos responsables de ese daño y cada uno está obligado a luchar contra él. Eso es la manifestación de «lo divino» en el hombre: la conciencia de una responsabilidad absoluta. Pensemos en Irak, en todos esos documentos de tor­ tura que estamos conociendo. Allí no está sólo enjuego la res­ ponsabilidad de los agentes implicados. Todos estamos impli­ cados y no sólo porque esas prácticas inhumanas desacreditan los valores occidentales que decimos defender, sino porque esas aberraciones son parte integrante de los proyectos de conquis­ ta o invasión que conforman la historia de Occidente. En el Aula Magna del Convento de Santo Tomás se fueron repasando sosegadamente estos y otros interrogantes, gracias a las conferencias que siguieron a la representación del orato­ rio en días sucesivos. José María Mardones, investigador del CSIC, se fijó en la dimensión política del sufrimiento abogan­ do por una democracia compasiva; Julio Lois, teólogo del Ins­ tituto de Pastoral de Madrid, profundizó en las preguntas que Job dirige a Dios, y Femado Bárcena, pedagogo de la Univer­ sidad Complutense, habló de lo que supone como desafío a la humanidad el aprendizaje del dolor. Esta segunda edición de la Cátedra de Santo Tomás en Ávila ha demostrado, de nuevo, que cuando se va a la raíz de los problemas todas las aproximaciones serias, hechas desde la religión, la política o la pedagogía, se encuentran, se fecun­ dan y salen enriquecidas. Lo que más divide y separa es la banalidad. Fr. Marcos Ruiz O.P. Director de la Cátedra

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EL SILENCIO DE DIOS Y EL SUFRIMIENTO DEL HOMBRE (A vueltas con Job y con Auschwitz: posibilidad o imposibilidad de la teodicea)

Juliü Lois Fernández

I. Introducción Desde el amanecer del tiempo hasta hoy mismo, pasando muy singularmente por Auschwitz, ante la realidad del mal —sobre todo el concretado en sufrimiento del inocente— nu­ merosos seres humanos han experimentado, de forma distin­ ta pero real, el «silencio», la «ausencia», el «ocultamiento» o el «abandono» de Dios y, en consecuencia, aquf y allá ha bro­ tado incontenible la pregunta ¿dónde está Dios? Job, Wiesel, Rákover y Etty Hillesum' son testigos excep­ cionales de la inevitabilidad de esa pregunta y, al mismo tiem­ po, de la posibilidad de seguir creyendo sin dejar de pregun­ tar o incluso de interpelar de forma airada al Dios confesado e inconcebiblemente ausente. En Job la pregunta brota de la imposibilidad de conciliar el propio e inesperado sufrimiento padecido con la concien­ cia clara de su inocencia. En los otros tres la interpelación surge desde el dolor supremo experimentado por las víctimas del Holocausto.12 1. Esta ponencia fue presentada en el Encuentro organizado por la Cátedra Santo Tomás en el Real Monasterio del mismo Santo (Ávila) en mayo de 2004. El punto de partida de dicho encuentro fue un «oratorio» compuesto por el dram atur­ go Juan Mayorga con textos tomados del Libro de Job y de tres testigos —Wiesel, Rákover y Etty Hillesum— de los horrores vividos en los campos de exterminio en los que se consumó el Holocausto. 2. Se ha hablado mucho de la singularidad única de la Shoah. A Cohén la describe asi: «Algo le ocurrió al pueblo judio, algo único en los anales de la brutalidad humana: fiie especialmente destinado al exterminio... Todos los judíos —cualquiera que tuviera

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Todos ellos parecen coincidir en un punto: no es posible trasladar el problema al ser humano atribuyendo el sufrimiento padecido a un justo castigo por la supuesta culpa cometida. Esa es la convicción de Job. que se sabe inocente y que, desde su inocencia, pregunta e increpa a su Dios. Y es convicción de todos los demás, sin duda bien representados por uno de ellos, Rákover, cuando afirma: «no hay pecado alguno que merezca el castigo que ha sufrido el pueblo judío». Eliminada esa pretendida explicación, el subimiento de los inocentes fuerza a Dios «a dar la cara». Al menos desde una perspectiva creyente, la honradez con lo real obliga a plan­ tearse las preguntas que J.B. Metz formula: «¿Cómo puede hablarse de Dios, de la creación y de la salvación, teniendo en cuenta las abismales experiencias de sufrimiento que hay en nuestro mundo? ¿Cómo puede esperarse un futuro halagüeño para la humanidad?3 La historia del mal —y muy especialmente, insisto, la con­ cretada en el sufrimiento de los inocentes— urge al creyente a replantearse el problema de la teodicea, ya no necesariamen­ te entendida como el intento de «justificar apresuradamente a Dios», sino más bien como la búsqueda de un lenguaje que nos permita «hablar de Dios después de Auschwitz». Y tal bús­ queda obliga igualmente a repensar, desde la profundidad abisal del mal, quién es ese Dios y qué demanda, si realmente de Él se puede seguir hablando.4 Pero volvamos a la pregunta central: ¿es posible conciliar de forma razonable la afirmación de Dios con la existencia del sufrimiento de los inocentes? Recordemos brevemente la respuesta de nuestros cuatro testigos. una gota de sangre judia— tenían que ser exterminados... Había que liquidar lo judio como tal, en cualquiera de sus manifestaciones. El carácter absoluto y total del geno­ cidio lo hace tan extraordinariamente siniestro que supera toda capacidad de com­ prensión racional, y el mismo hecho de desbordar la capacidad racional humana, de llevar hasta el extremo la crueldad, de sobrepasar todas las reglas de la razón histórica convencional, es lo que me ha impulsado a utilizar el término tremendum para descri­ birlo» (cf. «Lo tremendum de los judíos», en Conciliunt, n.° 195 (1984), p. 188; cf. tam­ bién R. Mate, Por los campos de exterminio, Ed. Anthropos, Barcelona, 2003, pp. 51-75. y J.B. Metz, Más allá de la religión burguesa, Ed. Sígueme, Salamanca, 1982, pp. 25-26). 3. Cf. El clamor de la tierra, Ed. Verbo Divino, Estella (Navarra), 1996, p. 5. 4. Es claro que «las abismales experiencias de sufrimiento» que se han dado y siguen dándose en nuestro mundo exigen igualmente repensar al hombre y al mun­ do mismo. Aquí nos contentaremos con repensar a Dios.

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Job, que parece incapaz de dar, ante el Dios en quien fírmemente cree, una explicación satisfactoria de la desgracia que le aflige, terminará sometiéndose, sin respuesta alguna a sus an­ gustiosas y hasta airadas preguntas,3a la grandeza inabarcable del misterio de ese Dios que sigue confesando, movido por una iluminación que no se explícita pero que le permite afirmar: «te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos» (4,25). Wiesel se limitará a responder, abrumado por el sufrimiento del niño inocente ejecutado y por el silencio y pasividad de Dios, que el único Dios en quien ya puede creer está ahí, col­ gado del patíbulo, identificado con la víctima. Rákover habla indignado, desde su fe inconmovible en el Dios de Israel, del ocultamienío injusto de su rostro. Se inclina sí, como Job, ante su grandeza, pero se sabe incapaz, dice, de «besar el látigo con que es azotado» y hasta siente la necesidad de advertir­ le «que no tense más la cuerda porque podría romperse». Etty Hillesum parece aproximarse a la respuesta de Wiesel e insiste en la debilidad o indefensión que implica para Dios el ser sólo amor ante el ser humano y la historia. Por eso habla de la necesidad de «ayudar y hasta perdonar a Dios» en cuyos bra­ zos se siente y promete «buscarle alojamiento y lecho en ella misma y hasta en el mayor número de casas posible». En nuestros cuatro testigos parece que, como indica R. Mate, «las preguntas son más fuertes que las respuestas» y por eso «las preguntas se mantienen aunque falten las respuestas».56Y parece igualmente que la experiencia que tienen de Dios y su confianza en Él están tan arraigadas en lo más profundo de sus vidas que se hace innecesaria para seguir creyendo la ex­ plicación razonable del mal que padecen. ¿No deberíamos terminar nuestro discurso aquí? Parece que hay varias razones que aconsejan, tras lo ya dicho, dar paso al respetuoso silencio. Una primera razón que parece inclinar al silencio estaría vinculada a la complejidad de la problemática del mal, que 5. La mayoría de los estudiosos del libro de Job coinciden en señalar esa falta de respuestas. No faltan, sin embargo, los que piensan lo contrario, al considerar que. finalmente, Job sf obtiene respuestas convincentes a sus angustiosas pregun­ tas (cf., por ejemplo. G. Gutiérrez, Hablar de Dios desde el sufrim iento del inocente. Una reflexión sobre el libro de Job, Ed. CEP, Lima, 1986). 6. Cf. Por los cam pos..., op. cit., p. 83.

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autoriza a pensar en la imposibilidad de encontrar para ella una explicación racional satisfactoria. Como indica M. Cabada «es perfectamente posible... que la reflexión humana no logre alcanzar nunca una explicación englobante y definitivamente satisfactoria de los males del existir».78 Otra razón remite a la insuficiencia de toda solución teóri­ ca de la cuestión del mal, aun en el caso de que pueda existir. En efecto, algunos piensan, que toda respuesta al mal situada en el nivel teórico puede constituir «un mero intento de ate­ nuar su incómoda y desgarradora experiencia», sobre todo cuando se teoriza sobre el sufrimiento ajeno. ¿No se correrá en este caso el riesgo de que «la reflexión y las palabras pue­ dan llegar a resultar incluso alienantes, frfvolas o fuera de lu­ gar», al no estar directa e inmediatamente afectadas por la experiencia del sufrimiento sobre el que se reflexiona?* Sin embargo, y como tendremos ocasión de ver, algunos piensan —sin dejar de reconocer la complejidad de la cuestión y la hondura del misterio que implica— que no es imposible avanzar seriamente en la búsqueda de una explicación satisfac­ toria del mal. Es más, llegan a pensar que tal búsqueda es nece­ saria si no queremos caer en el más puro fideísmo, dejando así nuestra fe desamparada en el seno de un contexto cultural que no puede ya sustraerse a las exigencias de la razón ilustrada. Por otra parte, incluso aquellos que consideran que es im­ posible que pueda encontrarse una solución al problema del mal en forma de respuesta plenamente satisfactoria, suelen, no obstante, hablar de la necesidad de una «nueva» teodicea. Y lo cierto es que la cuestión del mal contemplada en relación con la afirmación de Dios, a pesar de su complejidad, o tal vez precisamente por ella, ha estimulado hasta hoy la búsqueda incesante, al menos en el seno de la teología judía y cristiana. 7. Cf. El Dios que da que pensar. Acceso ftlosáftco-antropológico a la divinidad, Ed. BAC, Madrid. 1999, p. 524. 8. Cf. ibíd., p. 493. J. Sobrino se plantea expresamente si las «no-victimas» pue­ den decir algo válido y significativo asumiendo la perspectiva de las victimas. Y responde: «En la solidaridad con las victimas, en el llevarse mutuamente en la fe, se abren los ojos de las no-victimas para ver las cosas de diferente manera. Que esa nueva misión coincida a cabalidad con la de las victimas es algo que, pienso yo, nunca llegaremos a saber del todo. Pero creo que nuestra perspectiva puede cam­ biar porque las victimas nos ofrecen una luz especifica para "ver'» (cf. La fe en Jesucristo. Ensayo desde las victim as, Ed. ‘frolta, Madrid. 1999, pp. 19-20).

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Hablamos de una búsqueda cargada de preguntas diver­ sas. Para algunos, las preguntas, más o menos reformuladas, son las preguntas de siempre, las que han informado los in­ tentos de la «vieja» teodicea, a las que no dejan de añadirse otras que brotan de la nueva situación en que nos encontra­ mos. Para otros, esa «vieja» teodicea se ha acreditado ya como imposible y es preciso postular otra «nueva» centrada no en la explicación del mal —su origen y su alcance—, ni tampoco en la «justificación» de Dios, sino más bien en la recomposi­ ción del lenguaje teológico —roto o interrumpido singular­ mente por Auschwitz— y en destacar las implicaciones prác­ ticas que para el creyente tiene ese nuevo lenguaje. Voy a intentar presentar algunas de las más significativas respuestas que se han dado y se siguen dando a esa compleja problemática del mal, contemplada en relación con la afirma­ ción de Dios. Son respuestas que, como ya queda insinuado, se sitúan en ámbitos distintos: en el de la explicación del ori­ gen y entidad del mal, en el de la justificación de Dios, en el de la necesaria reinterpretación del lenguaje teológico, en el de la práctica que combate el mal... Para mayor claridad, me atrevo a presentar una sencilla tipología de tales respuestas, con el riesgo de simplificarlas, al no poder detenerme en mayores matices. Una tipología, pues, de trazos gruesos, centrada en los énfasis diferenciadores, aunque procuraré al final destacar también las coincidencias que se dan en la mayoría de las po­ siciones presentadas. II. Hacia una tipología de respuestas a la problemática del mal Un primer tipo de respuesta podría caracterizarse por la impug­ nación de Dios, que puede conducirá postular su eliminación, incluso por piedad con el ser humano. Como indica A. Gesché, «la forma primera, y sin duda la más antigua y universal, de reaccionar ante el problema del mal es la de denunciar a Dios. Malum, ergo non est Deus».9La afirmación 9. Cf. Dios para pensar. I: El mal • el hombre, Ed. Sígueme, Salamanca, 1995, p. 20. 13

de Dios, al menos de un Dios bueno y omnipotente, al no resistir la confrontación con el mal, queda invalidada, se piensa. Tal convicción, como bien se sabe, aparece brillantemente expresada por Epicuro en su famoso dilema: «O Dios quiere suprimir los males y no puede, o puede y no quiere, o ni quie­ re ni puede, o quiere y puede. Si quiere y no puede es débil, lo que no corresponde a Dios; si puede y no quiere es envidioso, lo que también es ajeno a Dios; si ni quiere ni puede, es a la vez débil y envidioso y, por tanto, no es Dios; si quiere y pue­ de, lo único que conviene a Dios, ¿cuál es entonces el origen de los males y por qué no los suprime?».10 Epicuro, distante de Job, no representa la crisis de un creyen­ te. sino más bien las aporías de un pensador que cuestiona pro­ piamente cierta forma habitual de comprender la naturaleza de Dios, más que su misma existencia. De hecho Epicuro se queda con sus dioses que no se preocupan de los seres humanos y que alimentan su felicidad viviendo precisamente al margen de ellos. Muchos siglos más tarde, A. Camus, en su conocida obra «Los justos», hace una formulación semejante a la de Epicuro: «Se conoce la alternativa, o bien no somos libres y Dios todopodero­ so es responsable del mal, o bien somos libres y responsables del mal, pero Dios no es todopoderoso. Todas las sutilezas de escue­ la no han añadido o quitado nada a lo decisivo de esta paradoja». Confrontado con el sufrimiento intolerable de los niños ino­ centes, Camus postula, como señala Fraijó, «un ateísmo de pie­ dad con el ser humano»,11contraponiendo así al silencio divino la rebeldía humana en lucha contra el mal.12 10. Es Lactancio, en De ira Dei, 13,20-21, quien afirma que el dilema asi formula­ do es obra de Epicuro (cf. JJt. Busto Salz, El sufrimiento, ¿roca del ateísmo o ámbito de la revelación divina?, Ed. Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 1998, p. 10). 11. Cf. A vueltas con la religión, Ed. Verbo Divino, Estella (Navarra), 1998, p. 126. 12. Para una consideración m is amplia de la posición de Camus cf.J.A. Estrada, La imposible teodicea. La crisis de la fe en Dios, Ed. Trotta, Madrid, 1997, pp. 321326. Como se sabe, la lista de los pensadores que postulan la negación de Dios «por piedad con los seres humanos», con la convicción de que éstos, liberados de Dios, concentrarían mejor sus energías en la lucha contra el mal, podría ampliarse en gran medida. Incluiría, por supuesto, a los llamados grandes maestros de la sospe­ cha (Feuerbach, Marx, Ñietzsche, Freud) y, con diferencias muy notables de matiz, a tantos otros que coinciden en postular la sustitución radical de la teodicea en antropodicea. Como dice Estrada —en la obra citada en esta misma nota, p. 293— para todos ellos «el mal está ahf, como algo que se opone al hombre, pero tras la 'm uerte de Dios’ en la conciencia occidental, no hay ya posibilidad de preguntarle ni de acusarle por el mal existente. El hombre está sólo ante el mal y la justificación

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Una posición semejante, y paradójicamente distante, la en­ contramos con anterioridad en el gran novelista ruso F. Dostoievski, quien se mueve entre la necesidad de Dios y el ateísmo de protesta. La impugnación de Dios brota de la existencia de un mundo inaceptable por el dolor de las víctimas, es decir, es el resultado de una indignación ética sentida ante el llanto de los niños o el desgarro de sus madres. «Yo no me rebelo contra mi Dios —dirá— sino que no acepto su mundo». Como ha he­ cho ver con agudeza J.A. Estrada, Dostoievski «oscila entre la rebelión y la fe, entre el rechazo de la teodicea y su manteni­ miento como pregunta, entre el repudio del creador y la postulación de un redentor». Y añade: «A pesar del mal, opta por Dios y se abre a Él, como Job, aunque no encuentra una respuesta coherente y sigue impugnando la creación en lugar de callar ante la apologética dogmática... Conjuga así la opción por Dios con el no saber, actualizando el mito de Job».13 Interesaba recordar esa posición de Dostoievski porque nos remite, como queda dicho, a Job y también a nuestros testigos de Auschwitz. En efecto, tampoco ellos encuentran respuesta alguna válida ante el Holocausto y, sin embargo, mantienen con radicalidad sus preguntas desconcertadas dirigidas a Dios sin dejar de creer incondicionalmente en Él. Su posición con­ figura la segunda respuesta que consideramos seguidamente. Un segundo tipo de respuesta podría caracterizarse por la incre­ pación a Dios desde el ahondamiento y radicalización de las preguntas. Se mantiene tafeen ese Dios al que se increpa, pese a la carencia de soluciones racionalmente satisfactorias. Arthur Cohén, conocido teólogo judío, afirma que «el Dios de la Escritura existía mucho antes que el imperio de la razón hubiera comenzado el proceso de atar al Señor con las cade­ nas de la reflexión y el juicio. Ese Dios —el más antiguo de todos los seres— era percibido bajo aspectos tan diversos y complejos, tan emparentados con la tragedia y el pathos de la racional de Dios se transform a en la impugnación de la praxis histórica, ya que es el hom bre el que tiene que justificarse ante la pervívencia del mal. Se pierde la referencia a Dios, para sustituirla por una filosofía de la historia que tiene al hom­ bre como agente, cuya tarea es construir una sociedad emancipada». 13. Cf. ib(d., pp. 306-309.

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mitología, tan marcado con rasgos de poder y majestad sin límites, que podía considerarse como tremendum, majestuo­ so, monstruoso, siniestro, fascinante, pavoroso y horrendo, en una palabra: santo. Lo santo como tremendum consistía precisamente en esa composición de poder positivo y negati­ vo que conviene al dueño y señor de un universo antiguo».1415 Estas palabras de Cohén nos sitúan muy probablemente ante una imagen de Dios que, desde la perspectiva de la revelación cristiana, tiene que ser profundamente revisada. Pero mal ha­ ríamos si no las tuviésemos muy en cuenta en lo que tienen de invitación apremiante a recordar aquello que K. Rahner repe­ tía con insistencia: que el misterio de Dios sigue siendo miste­ rio, aun después de la revelación que de Él se nos ha hecho en Jesús de Nazaret. Y que el misterio —y esto es lo que interesa subrayar para nuestro propósito— no se somete sin más al imperio de la razón. Gerd Neuhaus señala, por su parte, que «la acusación con­ tra Dios, lanzada contra Él a la vista del sufrimiento histórico, adquiere sólo en la edad moderna una autocomprensión atea. Desde el punto de vista de la historia de las religiones, el pro­ blema de la teodicea fue más un problema de fe que un proble­ ma de incredulidad. En su forma transmitida por la Biblia, ese problema tiene el carácter de una interpelación a Dios que se queja y quiere saber por qué Él obró maravillas con los ante­ pasados pero ahora oculta su rostro... Por eso el problema de la teodicea, según se ha transmitido bíblicamente no pregunta sobre Dios, sino que se dirige a Dios».11 Las respuestas que hemos agrupado en este segundo tipo no son propiamente respuestas, o son, si se prefiere, respues­ tas que se limitan a preguntar. Son, por lo demás, las que se nos dan en buena parte del Primer Testamento y de la teolo­ gía judía hasta hoy mismo. La reacción ante el mal incomprendido, al carecer de res­ puesta satisfactoria, se convierte en una radicalización tal de las preguntas que, en ocasiones, se llega a una increpación dirigida a Dios que bordea la misma blasfemia. Baste recor­ dar la figura mítica de Job, que representa a los seres huma14. Cf. «Lo tremendum de los judíos...», art. cit., p. 188. 15. Cf. La teodicea. ¿abandono o pulso para h fe? Una aproximación a partir de ejemplos selectos de la literatura, en J.B. Metz (dir.). Elclamorde la tierra..., op. cit., p. 3$. 16

nos acosados y desconcertados por el sufrimiento injusto. Sus hondas increpaciones lanzadas hacia Dios se convierten en acusaciones: «Vivía yo tranquilo cuando me trituró, me aga­ rró por la nuca y me descuartizó, hizo de mí su blanco...» (16, 12-14; cf. también 6.4; 7. 19; 13, 13-15; 30,20-22); «me turbo en su presencia y me estremezco al pensarlo; porque Dios me ha intimidado, el Todopoderoso me trastorna» (23, 15-16). La angustia existencia! que padece Job le llevará incluso a mal­ decir su nacimiento (3, 11-16,20-23; 10, 10, 18-19). Hay, pues, un claro rechazo al comportamiento divino que le lleva a lla­ mar a juicio al mismo Dios (16, 19-21; 17, 3; 24, 1; 29, 2-5). Y sin embargo, como indica Estrada, «no es Prometeo en rebe­ lión contra el Dios indiferente y malo, sino el creyente que invoca a Dios contra Dios... No maldice a Dios, ni rompe con Él. Recurre a Dios contra Dios, es decir, rehúsa alejarse de él y, a pesar de que se le muestra la ira divina, sigue confiando en un Dios incomprensible».16 Tampoco Wiesel encuentra explicación alguna a la proble­ mática del mal. Como él mismo indica, refiriéndose al Holo­ causto, «lo que yo no puedo, como otros han intentado hacer, es explicar el Hecho. ¿Qué vamos a decir sobre Auschwitz? Todo lo que digamos es equivocado... A veces lo único que podemos hacer es llorar o rezar, cerrar los ojos para rezar en silencio. Cualquier comentario, cualquier interpretación, y sobre lodo cualquier explicación están condenadas de antemano al fraca­ so». Y a la pregunta ya teológica de si podemos hablar de Dios después de Auschwitz responde: «Yo no creo que podamos ha­ blar de Dios, sólo podemos —como ya dijo Kafka— hablar a Dios. Incluso cuando hablo contra él, le hablo a él. E incluso cuando estoy furioso con Dios, trato de mostrarle mi furia. Pero justamente en ello hay una profesión de fe en Dios, no una negación de Dios. La cuestión de si se puede seguir creyendo en Dios después de Auschwitz es una de las cuestiones más graves que me he planteado en todos estos años. No ha sido fácil conservar la fe. Puedo decir sin embargo que, pese a todas las dificultades, a todos los obstáculos, nunca me he apartado de Dios. He tenido, y sigo teniendo, grandes problemas con él. Por eso protesto contra él. A veces entablo un juicio contra él. 16. Cf. La imposible teodicea..., op. cir.,p . 85.

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Y sin embaído, todo lo que hago sucede desde el interior de la fe, no desde fuera. Cuando se cree en Dios se le puede decir Lodo. Se puede estar furioso, se le puede alabar, se le pueden exigir cosas. Sobre todo se le puede exigir que sea justo... Para mí, para el hombre que soy yo, es posible estar con Dios, estar a favor de Dios. Y hasta es posible seguir siendo fiel a mí mis­ mo y estar contra Dios, pero nunca sin Dios». La teodicea, en­ tendida como justificación de Dios, es, pues, concebida como tarea enteramente imposible: «Dios y los campos de la muerte: no lo entenderé jamás... No hay ningún libro mío en que no intente aproximarme a las cuestiones en el plano divino, lo que quiere decir, preguntar a Dios que pasó y por qué, por qué, por qué. Siempre acabo fracasando. Nunca llegaré a entender».17 Wiesel piensa, como se ve, que la teodicea y aun la teolo­ gía tienen poco que decir. Explicar el mal y hablar sobre Dios después de Auschwitz no le parecen tareas posibles. Sólo res­ ta hablar a Dios y hacerse responsables los unos de los otros y hasta del mismo Dios, puesto que es su voluntad «que sea­ mos responsables de su creación, de sus criaturas y del pro­ pio creador». La increpación a Dios, desde la experiencia del sufrimien­ to que ha supuesto el Holocausto y desde el no-saber creyen­ te, alcanza su máxima intensidad en Yósel Rákover, otro de los testigos judíos de excepción. En sus desgarrados diálogos con Dios rechaza todas las argumentaciones exhibidas ante el mal concreto existente por cierta teodicea al uso: ¿Tú dices que hemos pecado? Seguramente es cierto. ¿Dices que por eso somos castigados? También puedo comprender­ lo. Pero quiero que me digas si existe en el mundo una falta que merezca un castigo como el que hemos recibido. ¿Tú dices que pagarás a nuestros enemigos por lo que nos han hecho? Estoy convencido de que así será. ¿Qué vas a pa­ garles implacablemente? Tampoco lo dudo. Pero quiero que me digas si existe en el mundo algún castigo que pueda expiar el crimen cometido con nosotros. ¿Tal vez digas ahora que no se trata de falta y castigo, sino de un «ocultamiento» de tu rostro, de una situación en la que 17. Cf. W.AA.. Esperar a pesar de todo. Ed. Trotta, Madrid, 1996, pp. 84,97,99.

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abandonaste a los hombres a sus instintos? Entonces quiero preguntarte, Dios, y esta pregunta quema en mí como un fue­ go: ¿qué más, sí, qué otra cosa debe ocurrir para que vuelvas a mostrar Tu rostro al mundo?... ¿Dónde están los límites de tu paciencia? Nada más que preguntas tiene Rákover. Y sin embargo la fe permanece inconmovible: «Yo creo en el Dios de Israel pese a todo lo que Él hizo para que dejara de creer en Él... Y voy a seguir creyendo en Ti, voy a seguir amándote siempre, a pesar de Ti».18 Una vez más la afirmación de Dios desde el sufrimiento injusto padecido se hace al margen de todo intento de expli­ cación razonable del mal concretamente existente. La tara de la teodicea aparece aquí como imposible, pero también como innecesaria para mantener la fe. Willi OelmUller, después de recordar la posición de Job y de Wiesel, se plantea esta cuestión: «Los cristianos cuya idea monoteísta de Dios concuerda en muchos puntos, como sabe­ mos hoy, con la idea de los judíos acerca de Dios, y ante la enormidad de lo que es el hombre, ante su grandeza y su mi­ seria, y ante la experiencia de sufrimiento en la naturaleza, en la historia y en la sociedad humana, ¿podrán decir "más” que los judíos, más que Job?». Después de indicar que esta pregunta fue planteada con fre­ cuencia en los coloquios de filósofos y teólogos cristianos cele­ brados recientemente en Alemania —centrados sobre temas como «el sufrimiento», «la teodicea: ¿Dios ante el tribunal?» y «aquello sobre lo que no es posible callar»—, recuerda que las respuestas de los teólogos en dichos coloquios «oscilaban en­ tre "¡claro que sí pueden!" y "tendríamos que poder decir más"». No obstante, él sigue preguntándose: «¿Será capaz un teólogo cristiano de decir "más" que los judíos ante el sufrimiento, la muerte y la destrucción?». Y añade por su cuenta: «Las espe­ culaciones de las diversas teodiceas de la edad moderna, desa­ rrolladas desde Leibniz, ¿no estarán sumamente distanciadas de quienes realmente sufren y de las preguntas y de las quejas 18. Todos los textos entrecomillados citados se encuentran en el conocido rela­ to «Yósel Rákover habla a Dios», creación literaria de Zvi Kolitz.

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de los hombres, incluso de aquellos que, en un mundo "en el que la redención no puede anticiparse” (G. Scholem), buscan la experiencia de la cercanía de Dios que redime?»19 Estas preguntas de Oelmtiller son de decisiva importancia. Precisamente las restantes respuestas que nos quedan por con­ siderar, correspondientes a pensadores cristianos, son un inten­ to de decir «más» sobre la cuestión del mal a la luz que procede de la revelación de Dios que se nos ha hecho en Jesús de Nazaret. Personalmente pienso que sí se puede y debe decir algo «más», pero siempre que: • se asuman en toda su profundidad las preguntas judías; • no se olvide que la luz que puede aportar el Nuevo Testa­ mento no permite ignorar la herencia que procede del Primer Testamento; • se procure, en todo caso, que la reflexión que intente ofre­ cer ese «plus» de aportación se haga desde la solidaridad real con las víctimas.20 Pasemos ya a las siguientes respuestas y juzguemos des­ pués si realmente ofrecen ese «más» al que se refiere Oelmüller. El tercer tipo de respuestas se caracteriza por defender la posibi­ lidad de una teodicea que intente explicar de forma razonable la existencia del mal en el mundo y poner de manifiesto, en conse­ cuencia, su compatibilidad con la afirmación de Dios. Esta posición perfora la historia de la reflexión cristiana. Para mostrarlo podrían aducirse las consideraciones al respec­ to de S. Agustín, S. Anselmo o Sto. Tomás, por citar algunos ejemplos señeros, aunque ninguno de ellos utiliza todavía el término «teodicea».21Alcanza una formulación considerada de 19. Cf. «No callar sobre el sufrimiento. Ensayos de respuesta filosófica», en J.B. M etz(dir.),£/c/a»ior..., o p .cit., pp. 92-93. 20. Sobre la necesidad de que la teología cristiana después de Auschwitz «debe poner de relieve la dimensión judia de la forma de fe cristiana y superar la barrera impuesta a la herencia judia dentro del cristianismo», cf. los trabajos de J.B. Metz: M is altd de la religión burguesa.... op. cit., pp. 25-39, y «Teología cristiana después de Auschwitz», en Concitium, n.“ 195 (1984), pp. 209-222. 21. Para una consideración de la historia de esta posición, cf. J.A. Estrada, La imposible teodicea.... op. cit., pp. 109-182; M. Cabada, El Dios que da que pensar..., op. cit., pp. 500-503,512-516; A. Gesché, Dios para pensar..., op. cit., pp. 121-128. 20

forma unánime como «clásica» con Leibniz, que es el primero precisamente en utilizar, en su famosa obra Ensayos de teodicea sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal, escrita en 1710, ese término—«teodicea»—para designar la tarea de «justificar» a Dios ante los distintos males —metafísico, físico y moral— que se dan en el mundo por Él creado. El conocido «optimismo» leibniziano, del que informan sus Ensayos de teodicea, arranca de una convicción creyente: «La suprema sabiduría, junto a una bondad que no es menos infinita que ella, no ha podido dejar de escoger lo mejor» y, por tanto, entre todos los mundos posibles «es necesario que Dios haya escogido el mejor, dado que Él no hace nada sin actuar en seguimiento de la suprema razón» (VI 107). Tal «imposibilidad» por parte de Dios, que no permite ha­ blar de un mundo creado por Él que no sea el mejor de los posibles, es propiamente «moral» y no «metafísica», ya que brota de su bondad, libertad y racionalidad. ¿Cómo explicar entonces el mal? Para Leibniz tres son los males existentes: «el mal metafísico que consiste en la simple imperfección, el mal físico en el sufrimiento y el mal moral en el pecado» (VI115). El primero, el metafísico, que tiene su expresión más clara en la muerte del ser humano, es inevitable, al estar vinculado esencialmente a la condición de criatura. En otro caso la cria­ tura se convertiría en el mismo Dios. Dicho de otro modo: una criatura perfecta sería una contradicción esencial, al igual que un círculo cuadrado. En esa imperfección necesaria está la raíz o causa del mal, de todo mal, puesto que de ella derivan tam­ bién tanto el mal físico como el moral. Leibniz establece ade­ más una conexión estrecha entre el mal moral y el físico, pues­ to que el primero, el moral, es origen de males físicos. A partir de tal visión del mal, la justificación de Dios se hace considerando que el mal físico puede ser visto como «medio» utilizado por Dios para conseguir bienes mayores y que el mal moral puede ser «permitido» por idéntica razón. En todo caso, ocurre siempre lo mejor. Pero el optimismo leibniziano introduce además como algo característico lo que Cabada llama «la dimensión evolutiva, procesual o diacrónica del conjunto de la realidad». Con la incorporación de tal dimensión, Leibniz «podrá sostener que 21

el mundo actual o “presente" es el mejor de los mundos, justa­ mente porque además de "presente" es también “futuro”, es decir, tiene futuridad o capacidad de progreso».22 El mundo está, pues, informado por una dinámica evolutiva de carácter enteramente abierto, indefinido, que justifica considerarlo como el mejor de los posibles. Así lo expresa el mismo Leibniz: «Alguien dirá que es imposible producir lo mejor, dado que no existe criatura perfecta y que siempre es posible producir una que lo sea más. Mi respuesta es que lo que se puede decir de una criatura o de una sustancia particular, que siempre puede ser superada por otra, no puede aplicarse al universo, el cual, debiendo extenderse por toda la eternidad futura, es un infinito» (VI232). Para muchos el optimismo leibniziano tiene el grave in­ conveniente de que pretende explicar de forma acabada lo que en realidad es, al menos en gran medida, inexplicable. Tal pre­ tensión parece ahogar de forma precipitada las preguntas y no permite ahondar en la negatividad de los males concretos existentes, en el cuestionamiento radical que plantean. Inclu­ so los que consideran que cabe y es deseable una reflexión filosófica sobre el mal, piensan que Leibniz concedió dema­ siado éxito a su reflexión, excesiva capacidad de respuesta. Contamos con un poderoso y matizado esfuerzo de reinterpretación del optimismo leibniziano que quisiera igual­ mente presentar en apretado resumen, recogiendo, más de una vez de forma literal, sus propias consideraciones. Me refiero al realizado entre nosotros, aquí en España, por A. Torres Queiruga. Su posición puede conectarse con la mantenida por Leibniz, ciertamente, pero no puede sin más identificarse con ella. A mi entender el teólogo gallego prolonga y enriquece seriamen­ te su pensamiento. Torres Queiruga se lamenta de que en esta cuestión de Dios y del mal tanto «las teologías como las filosofías, incluso las más abiertas, cedan con tamaña facilidad a los tópicos here­ dados y acudan al discurso emocional en lugar de enfrentarse al rigor del concepto». En una situación así considera que aun «sin aspirar a la transparencia plena» se impone un esfuerzo de clarificación razonable, ya que «una prohibición, sancio22. Cf. El Dios que da que pensar..., op. cit., pp. 506-507.

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nada religiosamente, de plantearse la cuestión de la teodicea hace el juego al ateísmo».23 Considera que la reflexión sobre la cuestión del mal está 'viciada por «dos elementos perturbadores de muy difícil erra­ dicación: un fantasma y una ilusión».24 El fantasma consiste en «la concepción imaginaria y acrítica de la omnipotencia divina», unida «a una retórica teológica del “misterio" que coquetea con el absurdo de su­ poner un fondo oscuro, terrible y aun maligno de Dios». La ilusión es la del paraíso en la tierra, es decir, «dar por supuesto como algo evidente y que no se discute... que es po­ sible un mundo sin mal».2S Si se afronta el dilema de Epicuro con esos dos elementos perturbadores no hay salida lógica alguna. En efecto, el «fan­ tasma» de la omnipotencia imaginaria y acrítica, abstracta, lleva a pensar que «Dios podría, si quisiera, evitar todo el mal del mundo». Queda entonces comprometida su bondad, ya que «¿quién con una mínima decencia, se negaría, si estuvie­ se en su mano, a barrer del mundo el hambre de los niños, el dolor incurable o el horror de las guerras, fuesen cuales fue­ sen los misteriosos motivos que tuviere para hacerlo?».26 Desde tales supuestos, para seguir afirmando la bondad de Dios parece indispensable negar su omnipotencia. Esto es lo que ha hecho un sector de la teología actual que recurre a la «impotencia» o «debilidad» de Dios y al «Dios sufriente». Para Torres Queiruga esta solución «agravaría el problema de la criatura» ya que a la miseria del ser humano se añadiría la im­ potencia de Dios para superarla.27 Se impone con fuerza revisar este fantasmagórico presupuesto fundamental: «el de un Dios que podría, pero no quiere». Para 23. Cf. Del terror de Isaac al Abbú de Jesús. Hacia una nueva imagen de Dios, Ed. Verbo Divino. Esteila (Navarra), 2000, pp. 166-167. Para el resumen de su pensa­ miento que aquí presento seguiré el capitulo IV del libro citado, centrado en el tema de Dios y el mal. Pero esta cuestión ha sido igualmente considerada por el autor en otras de sus muchas publicaciones. Cf., por ejemplo. Recuperar la salvación. Pora una interpretación liberadora de la existencia cristiana, Ed. Sal Terrae, Santander, 1995. pp. 87-155; Creo en Dios Padre: el Dios de Jesús, como afirmación plena del hombre, Ed. Sal Terrae, Santander. 1986, pp. 109-149. 24. Cf. ibtd., p. 168. 25. Cf. ibtd.. pp. 168-169. 26. Cf. ibtd.. p. 179. 27. Torres Queiruga cita en apoyo de su rechazo a Rahner. Metz y Tilliete.

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ello se sugiere un nuevo planteamiento que supone dos pasos. «El primero —la ponerología— analiza el problema del mal en si mismo, con anterioridad estructural a cualquier cuestionamiento religioso o ateo. Ese cuestionamiento, con el tipo de respuesta que en cada caso se adopte, constituye un segundo paso —la pisteodicea—, que debe afrontarse a partir del primero».28 El primer paso —la ponerología— es una exigencia de la secularización, y al considerar el mal en y por sí mismo se plantea la cuestión de su procedencia: ¿de dónde viene? Para responder en primera instancia a esa pregunta clave, Torres Queiruga se refiere a Leibniz por ser el primero en ini­ ciar un planteamiento correcto con su posición sobre la inevitabilidad del mal. Es preciso admitir con él «que una realidad finita y en realización es necesariamente carencial y está ine­ vitablemente abierta al choque y a la competencia».29 Aplicado ese principio de la inevitabilidad del mal a la libertad humana habrá que sostener que por ser finita, aun no siendo mala sin más, es incapaz de evitar toda culpa. La finitud de la libertad es el dato que hace inevitable la aparición del mal en la historia. El segundo paso —el de la pisteodicea (de pistis • fe)— pue­ de tener un sentido todavía racional o filosófico referido al modo de configurar de forma última el sentido de la vida, puesto que en este punto tan «fe» es al respecto la actitud atea, como la agnóstica o religiosa, modos distintos de situarse ante la problemática del mal. El camino que elige nuestro teólogo para adentrarse en la pisteodicea, considerada ya desde una perspectiva propiamen­ te cristiana y supuesta por otros caminos la fe en Dios, es do­ ble. En primer lugar parece necesario mostrar que el mal no rompe la coherencia de esa fe. Después, habrá que analizar las consecuencias que la existencia del mal tiene para una com­ prensión creyente de Dios y de la omnipotencia divina. Para realizar esa doble tarea se parte de lo adquirido en el primer paso (ponerología): «No es que Dios "no pueda” crear y mantener un mundo sin mal, sino que eso sencillamente no es posible». Dada esa imposibilidad parece insensato preguntar por qué Dios no ha creado un mundo perfecto. Las preguntas perti28. Cf. Del terror de.... op. cit., p. 188. 29. C f.ib(d.,p . 191.

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nentes podrían formularse así: «¿por qué Dios, sabiendo que, de crear un mundo, este iba a estar inevitablemente mordido por el mal, lo ha creado a pesar de todo?». «¿Por qué hay algo así (tan duramente herido por el mal) y no más bien nada?»30 El poder de Dios —informado siempre por el amor, moti­ vo único, según la fe cristiana, de la acción creadora de Dios— sigue intacto y, en consecuencia. Dios no es «impotente», «pero ha dejado de ser el regidor que todo lo manipula, para revelár­ senos como el creador capaz de entregar la criatura a sí mis­ ma...: su poder consiste en dejarla ser de acuerdo con su lega­ lidad intrínseca... acompañándola en el respeto exquisito de su libertad y en la entrega de un amor incansable».31 Ese amor informante de todo el actuar de Dios no permite hablar de «apatía divina». Ciertamente el mal no se introduce en Dios pero no puede considerarse externo o ajeno a Él. Pre­ cisamente por su amor Dios se ha hecho vulnerable. La presencia amorosa y acompañante de Dios no resulta evidente y su captación queda oscurecida por la presencia te­ nebrosa del mal. Esto explica la queja de Job. Pero, argumen­ ta Torres Queiruga, «Job no era todavía una figura cristiana». Es del Jesús crucificado, que muere entregándose confiada­ mente en las manos amorosas del Padre, y de la resurrección de Jesús, confirmación por parte de Dios de esa su fe-confian­ za en la cruz, de donde brota la fe cristiana que confía incan­ sablemente en la presencia amorosa de Dios, por más que aparezca eclipsada por el mal. Esa dinámica positiva de la fe cristiana requiere una remo­ delación profunda de la imagen de Dios. En efecto, la revela­ ción cristiana nos muestra el rostro de un Dios «que crea única y exclusivamente por amor, que se vuelca sobre la cria­ tura apoyándola "hasta la sangre" en su lucha contra las difi­ cultades físicas y morales que se oponen a su realización, que acaba rescatándola en la generosidad inaudita de la co­ munión final... El Dios verdadero es el Anti-mal, es decir, el que está siempre a nuestro lado contra el mal; ese mal que idénticamente se opone a nosotros y a Él en su acción crea­ dora y salvadora. Este Dios es, como magníficamente expre30. Cf. ibíd., pp. 205-208. 31. C f.ibíd.,pp. 210-211.

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só Alfred North Whitehead, "el gran compañero, el camara­ da en el sufrimiento, que comprende"».31 A todas estas consideraciones, Torres Queiruga añade lo que él llama el «costado práxico» de la cuestión, que —dice— «res­ pecto del mal efectivo es, en definitiva, el final y decisivo». En realidad, «confesar a un Dios Anti-mal, activo y operante en la historia no tiene sentido más que cuando se entra en su dina­ mismo». Y añade: «En la conducta de Jesús de Nazaret se ofre­ ce el ejemplo más claro y al mismo tiempo más duramente rea­ lista. Creer es aquí, por definición, actuar, insertándose en la acción creadora y salvadora de Dios, combatiendo lo que se opone a nuestra realización y a la de los demás».3233 Elcuarto tipo de respuestas se caracteriza par postular una «nue­ va» teodicea. Agrupamos aquí posiciones diversas, pero que tienen en común los rasgos siguientes: • Renuncian a buscar explicaciones satisfactorias de la exis­ tencia del mal —de su origen y entidad concreta—y de su com­ patibilidad con la afirmación de Dios. Consideran que tales explicaciones —tarea de la «vieja» teodicea— son inalcanzables. • Juzgan, no obstante, que es importante ahondar en las preguntas que brotan de la presencia inexplicable del mal, de­ jando incluso espacio para la impugnación vigorosa dirigida a Dios. Piensan que de esa forma es más posible encontrar aque­ llas respuestas que se necesitan para situarse de forma ade­ cuada y práctica ante el mal, en orden a luchar contra él, aun sin poder explicarlo de forma acabada. 32. Cf. ib(d., p. 234. Lo que sucede es que esa «lucha» de Dios contra el mal no se realiza con intervenciones «categoriales», ejerciendo una providencia «intmsista>, puesto que respeta la autonomía creatural en sus diversos órdenes. 33. tbtd., p. 236. Para orientar esa lucha contra el mal. Torres Queiruga, si­ guiendo en este punto a P. Ricoeur, se refiere a «otro costado» del problema, el del «sentir», es decir, «el de la respuesta vivencial y emotiva del problema». Se trata de «la necesidad de transform ar los propios sentim ientos de acuerdo con lo que Dios representa de verdad ante el mal». Desde tal necesidad, cuestiona «esa especie de moda que a raíz de la tragedia del holocausto se extendió entre algunos pensadores judíos y pasó a algunos teólogos cristianos: la de creer en Dios a pesar de Él o la de ayudarle aunque Él no nos ayude a nosotros» (cf. pp. 239-245).

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• Insisten además en la búsqueda de una «nueva» teodicea centrada fundamentalmente en la reinterpretación de la ima­ gen de Dios, incorporando, como momento interno de la mis­ ma, la cuestión del mal o el sufrimiento de las víctimas. Natu­ ralmente que al estar esa búsqueda informada por la fe cristiana, consideran que es indispensable volcar la mirada hacia Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado. Piensan que sólo median­ te tal reinterpretación se puede hablar honesta y coherente­ mente del Dios que confiesa la fe cristiana, teniendo en cuenta los males experimentados por la humanidad. He optado, para presentar este cuarto tipo de respuestas, por resumir muy brevemente las consideraciones de tres teólo­ gos que han tratado nuestra cuestión con repetida insistencia y con rigor. Me refiero a J. Moltmann, J.B. Metz y J.A. Estrada. Para presentar la posición de J. Moltmann me limitaré a resumir lo que podríamos llamar el «momento positivo» de su «nueva» teodicea, centrado en su reinterpretación de Dios como «Dios crucificado».3435 En el prólogo de la obra que lleva ese mismo título afirma rotundamente: «El Jesús abandonado de Dios o es el fin de toda teología, o marca el comienzo de una teología y una existencia específicamente cristianas y, por tanto, críticas y liberadoras. Cuanto más en serio se toma la "cruz de la realidad" tanto más se convertirá el crucificado en el criterio definitivo de la teología».33 Al situar la muerte de Jesús en el centro de la teología cristia­ na nos encontramos con un Dios que es, en el sentir de Pablo, «escándalo para judíos y locura para paganos» (cf. 1 Cor 1,2325). Esa dimensión de escándalo y locura se percibe al explicitar lo que supone la incorporación de la cruz al discurso teológico: • Supone la superación del Dios inmutable. Moltmann, ci­ tando a Althaus, hace ver que la incorporación de la cruz a la reinterpretación de la imagen de Dios, la gran tarea de la «nue34. Cf. E l Dios crucificado. La cruz de Cristo com o base y critica de toda teología cristiana, Ed. Sígueme, Salamanca, 1975. 35. Cf. ibfd., pp. 13-14. W. Kasper séllala, por su parte, que «la teología de los siglos XIX y XX es una magna tentativa de someter, partiendo... de la cruz de Jesu­ cristo, el concepto de Dios y su inmutabilidad a una reinterprctación para dar un nuevo realce a la concepción bíblica del Dios de la historia» (cf. El Dios de Jesucris­ to, Ed. Sígueme, Salamanca, 1985, p. 225).

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va» teodicea, «rompe el antiguo concepto de su inmuta­ bilidad».3637Y recogiendo la objeción de Nicea que afirma que Dios no se muda, responde: «No se trata de una sentencia absoluta, sino de una comparación. Dios no se muda al modo que lo hace la criatura. No hay que deducir de ello que Dios sea inmutable en absoluto, pues la determinación negativa lo único que dice es que Dios no está sometido a ningún constre­ ñimiento por algo no divino».” • Supone la superación del Dios omnipotente y omnipre­ sente con su providencia intervencionista y la necesidad consi­ guiente de incorporar al ser de Dios la «impotencia» y la «debi­ lidad». En efecto, para Mollmann «un Dios exclusivamente omnipotente es en sí un ser imperfecto, por no poder experi­ mentar la impotencia y el desvalimiento. Es cierto que los hom­ bres impotentes pueden hambrear y venerar la omnipotencia, pero nunca se la puede amar, sino sólo temer. ¿Qué clase de ser será, pues, un "Dios omnipotente” tan sólo? Un ser sin expe­ riencia, sin destino, un ser al que nadie ama».38 La Biblia nos habla de que «Dios es ciertamente todopoderoso, pero no es el poder. Él es amor». Y ese amor es el que hace pasar a la omnipo­ tencia de Dios por la impotencia de la cruz de Jesús. El amor, podría decirse, templa la omnipotencia de Dios a la hora de actuar en la historia y hace que se detenga ante la libertad del ser humano para así contar con él en la realización de su sueño salvífico y liberador. Se podría decir, con Jüngel, que el amor no conoce la alternativa entre potencia e impotencia. • Supone la superación de la apatía e impasibilidad de Dios y la necesidad de incorporar al ser de Dios el sufrimiento: «Un Dios que no puede sufrir es más desgraciado que cualquier hombre. Pues un Dios incapaz de sufrimiento es un ser indo­ lente. No le afectan sufrimiento ni injusticia. Carente de afec­ tos, nada le puede afectar, nada conmoverlo. No puede llorar, pues no tiene lágrimas. Pero el que no puede sufrir tampoco puede amar. O sea que es un ser egoísta». Y refiriéndose al testimonio de Wiesel que veía a Dios colgado del patíbulo, co­ menta: «Hablar aquí de un Dios impasible lo convertiría en un 36. Cf. ibld., p. 286. 37. Cf. ib tí., pp. 323-324. 38. Cf. ib tí., p. 312.

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demonio. Hablar de un Dios absoluto, lo convertiría en una nada destructora. Hablar aquí de un Dios indiferente conde­ naría a los hombres a la indiferencia».39 • Supone, finalmente, la superación de la alternativa entre presencia y ausencia de Dios en la historia, porque «quien es capaz de reconocer la presencia y el amor de Dios en el aban­ dono de Dios presente en el Hijo crucificado, le reconoce tam­ bién en todas las cosas».40 Incluso es capaz de reconocerle en Auschwitz pues «habrá que decir que como la cruz de Cristo, también Auschwitz se halla en Dios mismo, es decir, incorpo­ rado en el dolor del Padre, en la entrega del Hi jo y en la fuerza del Espíritu. Jamás significará esto una justificación de Auschwitz y lugares de parecida atrocidad, pues la cruz es nada menos que el comienzo de la historia trinitaria de Dios... Dios en Auschwitz y Auschwitz en el Dios crucificado: este es el fun­ damento de una esperanza real... y la base para un amorque es más fuerte que la muerte. Es la razón de vivir con los miedos de la historia y de su final y, sin embargo, permanecer en el amor y contemplar lo venidero abierto al futuro de Dios».41 Permítaseme, antes de continuar con la posición de J.B. Metz, abrir un brevísimo paréntesis para decir que esta imagen de Dios que nos presenta Moltmann es muy cercana a la que Etty Hillesum nos ofrece con sus consideraciones sobre el Dios «débil» que necesita ser ayudado por los seres humanos y so­ bre el Dios ausente «incapaz» de modificar las situaciones de las que brota el sufrimiento humano. Al intentar resumir el pensamiento de Metz empecemos por presentar su malestar hacia toda teodicea que tenga la pretensión de explicar y comprender la existencia del mal, y más particularmente, de los males concretos realmente exis39. Cf. ib tí., pp. 311 y 392-393. Para una consideración m ás amplia de la cues­ tión de la impasibilidad de Dios en J. Moltmann, Cf. ib tí., pp. 320-333. Cf. también, por ejemplo, D. Bonhoeffer, Resistencia y sum isión, Ed. Ariel, Barcelona, 1971, p. 210. Sobre su famosa afirmación clave «sólo un Dios sufriente puede ayudamos», cf. las magnificas reflexiones de J. Sobrino en La fe. en Jesucristo. Una reflexión desde las victim as, Ed. Trotta, Madrid, 1999, pp. 134-135. 40. Cf. J. Moltmann, Hablar de Dios como m ufery como hombre, Ed. PPC, Ma­ drid, 1994, p. 37. Cf. también al respecto, D. Bonhoeffer, Resisleneiay sum isión..., op. cit., pp. 209-210. 41. Cf. E l Dios crucificado.... op. cit., p. 399.

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lentes. Situándose concretamente ante Auschwitz —ese mal concreto que es para él ineludible referencia—, afirma rotun­ damente: «Hacer frente a Auschwitz no significa —de ningún modo— comprenderlo. Quien quiera comprender aquí, no comprenderla nada. Incomprensible, tal como nos sale al en­ cuentro desde nuestra historia reciente, Auschwitz se sustrae a todo intento de reconciliarse con él equitativamente y, de esa manera, de despedirlo de nuestra conciencia».42 Tampoco la tarea de la teodicea puede consistir en «justifi­ car» o «exculpar» a Dios, atribuyendo el mal, como los ami­ gos de Job, exclusivamente a la culpa del ser humano. Para Metz «sería un atentado contra el mismo Dios que la teología intentara encontrar, respecto de él, una justificación del sufri­ miento del hombre y, si fuera posible, exponerla doctrinal­ mente. Porque si existe una justificación de. Dios —así nos lo enseñan todas las tradiciones bíblicas— es la de que Dios se justifica ya por su presencia...».43 Pero si la tarea de la teodicea no consiste, como su historia pudiera insinuar, «en el intento de una tardía y, en cierto modo, obstinada "justificación de Dios" por la teología en vista de los males, de los sufrimientos y de la maldad que hay en el mundo», ¿qué tarea asignarle en el momento presente? La respuesta de Metz es clara y contundente: «Se trata —y, por cierto, exclusivamente— del problema sobre cómo se puede hablar de Dios en vista de la abismal historia de sufrimientos del mundo, el mundo de Dios».44 Tal vez podría decirse que para Metz, como para tantos otros, hubo un Dios que «murió» en Auschwitz. Pero si no se acepta esa muerte como definitiva es preciso reconsiderar su imagen, aquella que quedó sepultada entre los escombros de Auschwitz. Para ello será necesario partir de tales escombros y someterse a la «autoridad» del sufrimiento del que fueron mudos testigos: «Considero que cualquier teodicea cristiana... y cualquier palabra sobre el "sentido" respecto de Auschwitz, que tenga su punto de arranque fuera o por encima de esta catástrofe, es una blasfemia».45 42. Cf. Más allá de la religión.... op. cil., p. 27. 43. Cf. W.AA., La provocación deldiscursosobre Dios. Itolta. Madrid, 2001, p. 60. 44. Cf. W.AA., E l clam or de la tierra..., op. cit., pp. 8-9. 45. Cf. Más allá de la religión..., op. cit., p. 27.

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La cuestión radica entonces en si, después de Auschwitz, es posible hacer teología. Y si es posible, ¿cómo hablar de Dios, qué puede decirse de Él? Auschwitz se presenta enton­ ces como «la gran ocasión para el autocuestionamiento radi­ cal de la teología y del cristianismo».46 En un interesante diálogo mantenido con E. Schuster, Metz respondió a preguntas de este calibre: «¿En qué T ¡os pode­ mos seguir creyendo, entonces, cuando se asume seriamente ese hecho de “vivir después de Auschwitz”? ¿En el Padre aman­ te? ¿En el Dios salvador? ¿En el Dios sufriente?».47 En sus respuestas nuestro teólogo muestra su actitud crí­ tica respecto a la imagen de un Dios sufriente. La razón que invoca es la del riesgo de banalizar el sufrimiento humano: «El sufrimiento es un misterio negativo, el misterio, intrans­ ferible, del hombre. ¿No estaremos subestimando la negatividad del sufrimiento? El sufrir es, en su raíz, algo total­ mente distinto de un victorioso y solidario com-padecer. Tampoco es simplemente síntoma y expresión del amor, sino, en mucho mayor medida, indicio sobrecogedor de que ya no se puede amar. El sufrimiento conduce a la nada si no es un sufrimiento a causa de Dios... Esa es para mí una de las ra­ zones por las que tengo mis dudas sobre este discurso sobre el Dios sufriente».48 A la razón indicada añade Metz, siguiendo a K. Rahner, que un Dios sufriente y débil difícilmente podría otoñarnos la salvación prometida, que implica finalmente el poder de liberar de todo sufrimiento.49 46. No es posible seguir aquí a Metz en el desarrollo de esc autocuestionamiento. Me limito a indicar que es precisamente el que le ha llevado a proponer y realizar una «nueva» teología política orientada a desarrollar el potencial de resistencia critica y el núcleo práctico del mensaje cristiano (cf., por ejemplo. Más allá de la religión..., op. cit., pp. 30-34). 47. Cf. W.AA.. Esperara pesar..., op. cit., p. 61. 49. Cf. ibtd., pp. 61-62. 43. J. Sobrino piensa que el Dios cristiano se nos manifiesta, al mismo tiempo, como un Dios sufriente y un Dios que tiene poder para suprim ir el subim iento, es decir, un Dios cercano, afín, que puede com partir nuestro sufrimiento, que se nos revela en Jesús crucificado, y un Dios «distinto», con alteridad absoluta y con po­ der para salvarnos de nuestra condición subiente, que se nos revela en Jesús resu­ citado (cf. Hablar de Dios desde ta experiencia de tas victim as, en W.AA. Vivir en Dios, hablar de Dios hoy, Ed. Verbo Divino, Estella [Navarra) 2004, pp. 182-183, y La fe en Jesucristo..., op. cit., pp. 134-135).

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Por estas razones Metz, frente a Mollmann y Bonhoeffer —teólogos que respeta y comprende, sin poder compartir su posición en este punto—, prefiere seguir hablando de un Dios omnipotente, pero advirtiendo, eso sf, «que no hay que olvidar que los atributos divinos llevan también una referencia temporal-escatológica. La concepción de un Dios creador en posición de descanso que... contempla desde lo alto los sufrimientos de su creación, es una concepción ab­ solutamente contradictoria que sólo puede llevar al cinis­ mo y a la apatía. Pero... todos los predicados divinos, to­ dos los predicados ontológicos sobre Dios, incluida la afirmación de S. Juan "Dios es amor”, llevan una referen­ cia temporal que obliga a la teología a hablar también del poder creador de Dios en la figura de la teología negativa. La creación no es simplemente un estado ya "superado por nosotros”».50 Importa destacar que en esa búsqueda de nuevo lengua­ je teológico, demandada por Auschwitz, el teólogo alemán se muestra más bien vacilante, lleno d,e humildad, inclina­ do claramente hacia una teología negativa, cargado de pre­ guntas más que de respuestas. «¿Qué pasa —se pregunta— con la llamada cuestión teodiceica? ¿Ha quedado resuelta sin más mediante la doctrina cristiana de la redención? Yo, por mi parte, tengo cosas que preguntar a Dios y para esas preguntas tengo un lenguaje pero ninguna respuesta. Entre ellas está la pregunta siguiente, que es seguramente la pre­ gunta primigenia y auténtica de la teodicea: ¿Por qué el pe­ cado, por qué la culpa? Ya aprendí con Karl Rahner que la respuesta escolástica habitual ("Dios tuvo que permitir el pecado en aras de la libertad”) no convence. En nuestra fe cristiana también tiene cabida, indudablemente la libertad libre de pecado de la criatura. ¿Por qué entonces, oh Dios, esa criatura pecadora, culpable? Parece que ésta es la pre­ so. Cf. Esperara pesar..., op. cit .pp. 62-63. En la misma dirección observa agu­ damente M. Fraijó que «la omnipotencia de Dios no es, en la Biblia, constatación de un logro, sino la expresión de una esperanza. Más que una presencia, la omnipoten­ cia es un anhelo. Es algo aún por llegar. Buena prueba de ello es que la creación y la resurrección, expresión máxima del poder de Dios, son aún dimensiones de futuro» (cf. A vueltas cott la religión..., op. cit., pp. 142-143).

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gunta que hizo también Guardini, a la hora de la muerte.51 Yo la he hecho mía: como oración».5253 En suma, Metz considera «que el problema de la teodicea, según se ha transmitido bíblicamente, no pregunta sobre Dios, sino que se dirige a Dios». Por eso prefiere quedarse con Job formulando sus preguntas y no apresurarse a dar respuestas. Prefiere utilizar el lenguaje de la oración que se dirige a Dios que «conoce el increíble ancho de banda de los enigmas de la existencia humana y su cuestionabilidad de cara a Dios» y que «visto en su totalidad y no limitado solamente a las oraciones que se recitan, es por lo general mucho más dramático y más rebelde que el lenguaje nivelador y sopesado de la teología que habla sobre Dios». Y concretando más añade: «Ese lenguaje de la plegaria me parece mucho más radical, mucho más capaz de resistir, es un lenguaje que rechaza de plano la adaptación; no busca el consenso ni la aprobación de los hombres, y mu­ chas veces acaba en un puro clamor, o también en un mudo suspiro de la criatura. Ese lenguaje no conoce barreras. A Dios, al fin y al cabo, puede decírsele todo, incluso que no se es ca­ paz de creer en él: sólo hay que intentar decírselo. Y en este sentido, ese lenguaje sabe mucho más sobre lo que he dicho antes, a saber, que en el tema de Dios aún queda algo por saber y que también los teólogos deberíamos respetar absolutamen­ te este hecho».51 Nos resta ya por considerar, dentro de este cuarto tipo de respuestas, la posición de J.A. Estrada. Tal vez su reflexión sobre la problemática del mal podría resumirse en los puntos que siguen: • La teodicea es una tarea imposible si se entiende como el intento de explicar de forma satisfactoria la existencia de 51. W. Dirks, relata los últimos momentos de Gimrdini, diciendo lo siguiente: • En el juicio final, él (Cuardini) no sólo dejaría que le hicieran preguntas, sino que las haría también; y esperaba con confianza que el ángel, en esa ocasión, no le nega­ ría la verdadera respuesta a la pregunta a la que no le había podido responder ningún libm. ni siquiera la Sagrada Escritura, ningún dogma y ningún magisterio eclesiásti­ co, ninguna ‘teodicea" ni teología, ni siquiera la propia: ¿por qué, oh Dios mío, para la salvación los terribles rodeos, el sufrimiento de los ¡nocentes. La culpa?» (texto tomado de W. Oelmtlller, «No callar sobre el sufrimiento...», art. cit., pp. 77-78). 52. Cf. Esperar a pe tar de lodo..., op. cit., p. 64. 53. Cf. ibfd., p. 58. 33

los males concretos que se dan en nuestro mundo o si preten­ de justificar a Dios ante tales males. • No obstante, es preciso mantener y ahondar las pregun­ tas que brotan de la problemática del mal y, desde ellas y con la luz que nos proporciona la revelación cristiana, reinterpretar la fe en Dios y explicitar lo que nos pueda aportar para situar­ nos coherentemente ante ese mal inexplicable. • Lo realmente decisivo para todo creyente cristiano en esta cuestión es combatir el mal, teniendo como referencia vinculante la vida y el mensaje de Jesús de Nazaret. La teodicea —nos dice—, en cuanto intento especulativo de justificar el mal existente y hacerlo racionalmente compatible con el postulado de un Dios bueno y omnipotente, es un fraca­ so. El problema del mal en cuanto a su origen, su entidad y su significación no tiene una repuesta lógica. El mal se resiste a cualquier explicación y es lo no racionalizablc por antonomasia. La conciencia de que este problema es irreversible se ha ido abriendo paso en la filosofía actual. Cualquier especulación sobre el mal tropieza con su dimensión existencial y cae en el ridículo ante el sufrimiento del hombre concreto inocente.54 Sin embargo, y pese al fracaso de todo intento de explica­ ción, no es válido rechazar las preguntas que nos plantea la exis­ tencia del mal, que coinciden con las preguntas de Job. «Son preguntas sin respuestas posibles, pero que el hombre no puede evitar plantearse. No son cuestiones teóricas de las que se puede prescindir arbitrariamente sino cuestiones existenciales sin res­ puestas satisfactorias. Por eso, la teodicea es necesaria en cuan­ to pregunta y en cuanto queja existencial, aunque sea irrealiza­ ble en cuanto respuesta». No hay, pues, respuestas en el sentido indicado, pero sí hay preguntas. Y «es mejor permanecer afe­ rrado a las propias preguntas, sabiendo que no hay respuestas clarificadoras, que renunciar a ellas por miedo o por desidia».55 54. Cf. La imposible teodicea..., op. cit., p. 341. Con mayor concreción afirma en otra de sus obras: «El cristianismo no tiene respuestas últimas convincentes acerca de por qué es el mundo como es, de por qué hay tanto mal y de cuál es su origen y significado. Todas las soluciones son insuficientes, aunque algunas sean mejor que otras en el intento de racionalizar el mal» (cf. Razones y sinrazones de la creencia religiosa, Ed. Trotta, Madrid, 2001, p. 146), 55. Cf. La imposible teodicea..., op. cit., pp. 342 y 343.

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Es precisamente manteniendo y radicalizando las pregun­ tas como se puede sentir con más vigor la urgencia tanto de repensar o reinterpretar la imagen de Dios desde la cruz de Jesús —y, en consecuencia, desde el sufrimiento injusto de las víctimas— como de pasar a la práctica de lucha contra el mal. El creyente cristiano tratará de realizar esas tareas buscan­ do la iluminación de la revelación bíblica, culminada en el acon­ tecimiento de Jesús de Nazaret. En realidad la versión cristia­ na del enigma del mal se encuentra en el silencio de Dios en la cruz de Jesús y en su actuación en su resurrección.54 Estrada, como Moltmann y tantos otros, subraya que la imagen cristiana de Dios tiene que asumir su silencio, su no actuar en la cruz: «La doble dinámica de un Dios trascen­ dente y omnipotente recibe una clarificación fundamental a partir de la revelación de Dios en el crucificado, como con­ junción de la trascendencia divina en la inmanencia huma­ na. En la cruz se revela la “impotencia" divina ante la capa­ cidad humana de mal y, al mismo tiempo, su sorprendente trascendencia. Dios no se revela en el trono del César, sím­ bolo por excelencia del poder divino en la época romana, sino en el crucificado del Gólgota. Al afirmar que el crucifi­ cado es el Hijo de Dios, se achaca a Dios una nueva e incom­ prensible encarnación, precisamente en la víctima del mal. Dios no interviene para impedir la acción humana pero se solidariza con la víctima. Dios está en el crucificado y en todos los masacrados de la historia, incluyendo el que colga­ ba en las alambradas de Auschwitz. Desde ahí se llama a que el ser humano abandone la violencia y deje de ser lobo del hombre. Hay aquí una sorprendente teología de la historia: encontrar a Dios donde nadie lo espera, en la impotencia ante la agresión, en la indefensión de la víctima, en la nega­ ción misma del poder. Dios se implica en el mal no desde el poder sino desde el amor... No elimina la muerte pero ofre­ ce, desde ella, la vida... Ni hay un final feliz intrahistórico, al que tienden las ideologías del progreso, ni tampoco una teodicea racional que justifique el valor y el sentido del su­ frimiento. Sólo hay el anuncio de un Dios identificado con la víctima, que ofrece perdón y vida a todos. Es omnipotente56 56. Cf. J. Sobrino, la fe en Jesucristo.... op. cit., pp. 134-135.

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en cuanto triunfa sobre todo mal (el moral, el físico y el metafísico) y ofrece la salvación desde el crucificado... La diná­ mica profética y mesiánica del cristianismo impugna a la religión burguesa, porque rechaza que Dios esté en el poder. Su dinámica se desarrolla desde el sufrimiento irredento de las víctimas, a las que responde la doble tradición del mesianismo judío y de la parusía cristiana». En suma, «la vida, muerte y resurrección de Jesús se convierten así en el com­ pendio de la respuesta cristiana al problema del mal».ST Pero esta interpretación, tan cercana a Moltmann como decíamos, no lleva a Estrada a compartir sus puntos de vista sobre el Dios sufriente: «En la actualidad la teología tiende a resaltar la bondad de Dios, a costa de su omnipotencia, para dirimir el problema especulativo de Epicuro, que no tiene, en cuanto tal, solución posible... Se remite, incluso, a la idea de un Dios que sufre con el Hijo en la cruz para, a partir de ahí, presentar una esencia divina que haga compatible el amor con el escándalo de la cruz. La intencionalidad de es­ tas teologías "del sufrimiento de Dios", tanto judías como cristianas, es coherente con un Dios solidario con el hom­ bre, rechazando la impasibilidad e indiferencia de la divini­ dad griega. Sin embargo, hay que mantener la prohibición kantiana de especular sobre Dios y el rechazo de la teología negativa a nuestros antropomorfismos. Las especulaciones de estas teologías sobre la presunta esencia divina, a la luz del mal y del sufrimiento, son proyecciones y antropo­ morfismos con los que el hombre intenta justificar a Dios. Se trata de teologías —y filosofías— que funcionan como teodiceas, aunque dejan sin resolver la pregunta de por qué hay sufrimiento en la divinidad».5758 El fracaso de la teodicea en su intento de explicar el mal no impide que podamos y debamos clarificar el cómo situamos prác­ 57. Cf. La imposible teodicea..., op. cit., pp. 395-394,396,398. 58. Cf. ib(d., p. 397. A las razones aquí aducidas para rechazar la •teología del sufrimiento de Dios», Estrada añade otras. En prim er término la presentada por Rahner y Mctz: hablar de un Dios impotente y sufriente parece eliminar la posibi­ lidad de nuestra salvación. Por otra parte, considera que «esta limitación de Dios (la que implica su condición de sufriente) condenarla de antemano muchos de los esfuerzos humanos para luchar contra el problema del mal y cerrarla el paso a las utopias de sentido. En última instancia declara el problema irresoluble, lo cual genera pesimismo y escepticismo» (Cf. ibtd., pp. 38-39).

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ticamente ante él. Esta es una tarea indispensable puesto que «lo que justifica al hombre, al abordar el mal, es la lucha contra él... Hay que rechazar cualquier doctrina que genere la resignación o el fatalismo ante el mal». En realidad, «es posible rechazar la teodicea, en cuanto justificación de Dios ante la razón humana, y conciliar la existencia de Dios y la lucha contra el mal, en una interacción de la razón práctica y de la razón religiosa».99Y es que precisamente porque no debemos «disimular las aportas al hablar de Eios como amor, mientras los hombres mueren, son infelices y su reino nunca llega... la oración, sobre todo la peti­ ción de que "venga tu reino”, forma parte de la teodicea cristia­ na, que se plasma en la solidaridad práctica con los que sufren».5960 III. Conclusiones Quisiera terminar recogiendo, a modo de conclusiones, algunas coincidencias fundamentales que pueden observarse en aquellas respuestas que, iluminadas por la fe cristiana, han sido recogidas en este trabajo. En primer lugar puede decirse que todas las respuestas refe­ ridas están de acuerdo en señalar que la cuestión del mal plan­ tea algunas preguntas que no pueden ser respondidas de forma acabada con una explicación racional, aunque las diferencias que median entre ellas en este punto concreto son muy notables. Los que, siguiendo las huellas de la teodicea leibniziana, buscan y creen obtener respuestas satisfactorias, no dejan, sin embargo, de reconocer la «hondura del misterio» y la «fuerza abisal» de las preguntas que la existencia del mal plantea. Esta es, por ejemplo, la postura de Torres Queiruga, quien se queja de que su posición sea vista como expresión de «racionalismo», carente de respeto al «misterio». Por eso se defiende molesto de tales interpretaciones de su pensamiento y afirma que su posición «es la más humilde, puesto que no piensa desde Dios, sino de lo que acerca de él y su misterio permite entrever la estructura de la realidad mundana».61 59. Cf. ibtd.. pp. 343. 346. 60. Cf. ibíd., p. 398. 61. Cf. Del tenor de Isaac..., op. cit.. pp. 208-209.

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También puede decirse, en segundo lugar, que todos, inclui­ dos los más renuentes a la posibilidad de una explicación racio­ nal satisfactoria de la problemática del mal, dada su condición de misterio insondable, consideran que es preciso al menos avan­ zar en la búsqueda de una reinterpretación de la imagen de Dios desde el mantenimiento y radicalización de las preguntas que plantea la existencia del mal con los sufrimientos injus­ tos que genera. Reconocen, en suma, que «el sufrimiento hu­ mano, cualesquiera que sean sus causas —sociales, personales u otras— es una gran cuestión para el discurso teológico».6263 En ocasiones pudiera parecer lo contrario, dado el rechazo rotundo que a algunos —Metz y Estrada, por ejemplo— les merece la teodicea, a la que no dudan en calificar de imposible. Sin embargo, la lectura atenta de sus obras permite saber que ese rechazo inequívoco se refiere a la que hemos repetidamen­ te llamado «vieja» teodicea, con su pretensión de explicar el origen y entidad del mal o de «justificar» a Dios. En realidad, y como hemos visto, no cesan de reivindicar la necesidad de una teodicea distinta que intente reinterpretar la imagen de Dios para no derivar hacia el más radical de los fideísmos. En tercer lugar, todos coinciden en destacar la especial im­ portancia que tiene lo que pudiéramos llamar el «momento» práctico de la teodicea, al margen de la diversidad de las tareas que de carácter más bien teórico se le asignen. Torres Queiruga, poco sospechoso de la importancia que concede al esfuerzo teó­ rico de búsqueda, afirma sin vacilación que «el costado práxico... respecto del mal efectivo es, en definitiva, el final y decisivo».61 Quisiera detenerme algo más en la consideración de ese «cos­ tado» práctico de la cuestión del mal, tan decisivo, puesto que hasta ahora no se han hecho de él más que breves referencias. Creo que podría decirse, sin miedo a exagerar, que la mejor manera de «justificar», o mejor, de afirmar a Dios es precisa­ mente el combatir el mal. ¿No es cierto que la falta de compro­ miso en la lucha contra el mal por parte de quienes afirmamos teóricamente a Dios es un factor decisivo del ateísmo e indife­ rencia crecientes? Como bien indica J. Sobrino, «en un mundo de víctimas, poco se conoce de un ser humano por el hecho de 62. Cf. G. Gutiérrez, Hablar de Dios..., op. cií., p. 221. 63. Cf. Del terror de Isaac..., op. cit., p. 236.

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que éste se proclame creyente o increyente, hasta que no se añada en qué Dios no cree y contra qué ídolos combate».6465 Teniendo en cuenta la importancia decisiva concedida a este costado de la cuestión no puede extrañar que, a partir de la consideración de los sufrimientos injustos de las víctimas de la historia, haya surgido la exigencia de una teología políti­ ca crítica y liberadora, esencialmente vinculada a la praxis de lucha contra el mal. Para Metz, recuérdese, Auschwitz es la ocasión decisiva para un autocuestionamiento del cristianismo y de la teología. Y tal autocuestionamiento debe conducir, entre otras cosas, al des­ cubrimiento del déficit crítico y práctico del que padecen mu­ chas teologías cristianas. El teólogo alemán, desde la conside­ ración de Auschwitz, es decir, desde la contemplación de la historia desde el sufrimiento de las víctimas, insiste en que el cristianismo no es «en primera línea una doctrina que hay que mantener lo más "pura" posible, sino una praxis que hay que vivir lo más radical posible». Por eso precisamente «la fe cristiana debe ser creída de tal modo que nunca sea meramen­ te creída, sino hecha en la praxis mesiánica del seguimiento».63 ¿Y no ha sido el clamor de los «pueblos crucificados» lo que ha llevado a numerosos teólogos y teólogas del llamado Tercer Mundo a tomar conciencia de la necesidad de ir hacia una teología de la liberación? Sí, la cuestión de la teodicea está en el origen del surgimiento de todas esas teologías. Tales teologías están informadas por una nueva metodología caracterizada por lo que se ha convenido en llamar la «ruptura epistemológica». Con esa expresión se hace referencia a una «rup­ tura» en virtud de la cual la relación del sujeto que hace teología con el mensaje revelado supone la mediación necesaria del com­ promiso de lucha contra el mal, contra toda forma de sufrimien­ to injusto que sea susceptible de ser superado. Sólo así se produ­ ce la ruptura necesaria que se necesita para superar la hybris propia del conocimiento abandonado a la lógica del discurso ra­ cional natural y para liberar, en consecuencia, a la teología de su cinismo. Estamos, pues, ante una metodología esencialmente vin­ culada a la cultura de la memoria que demanda el recuerdo del 64. Cf. El principio-misericordia. Bajar de la crin a los pueblos crucificados, Ed. Sal Terrae, Santander, 1992, p. 24. 65. Cf. Más allá de la religión..., op. cit., pp. 33-34.

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sufrimiento acumulado a través de la historia y que no permite, en consecuencia, el olvido o la invisibilización de las víctimas.64 En el fondo de todas estas teologías cristianas está la referen­ cia vinculante a la memoria del crucificado y resucitado, memo­ ria subversiva y subyugante que permite intuir al creyente qué es lo que su Dios quiere de él en relación con el mal existente. Algo aparece claro a partir de la vida y el mensaje de Jesús, de su muerte y de su resurrección: Dios, su Dios, como señala E. Schillebeeckx, es el Anti-mal. Ésta es la gran aportación de la fe cristiana al problema del mal. Al situar Jesús en el centro de su vida y mensaje el servicio a un Reino de justicia y de fraterni­ dad, la lucha contra el mal se convierte en componente esencial de la vida de todo seguidor de Jesús. Como señala Estrada: «teológicamente la idea del Reino de Dios implica que el orden de la creación está incompleto. Dios no se contenta con un mun­ do en el que existe el mal físico y moral, y viene a poner un término a esa situación (Mt 22,1-14; Le 12.32; 22,29). Éste es también el sentido de las Bienaventuranzas: Dios no es neutral ante los conflictos humanos, ni impasible ante el sufrimiento. Siempre se pone de parte de las víctimas (Mt 5,3-12; Le 6,20,26). En los Evangelios no se afirma que el sufrimiento sea algo que­ rido por Dios, mucho menos causado por él... Vivimos en un mundo que es obra de Dios, pero en el que existe el mal. Este orden actual no es querido por Dios... El reinado de Dios se convirtió en la respuesta jesuana al problema del mal».6667 Jesús, que no ofreció una explicación del mal —aunque sí rechazó que pudiera sin más atribuirse a la culpa de los seres humanos— luchó contra sus manifestaciones. Y nos invitó a seguir su camino, asumiendo, con él y como él, esa dimensión «duélica» de la existencia que nos sitúa contra el mal. «Debe­ mos reconocer que Jesús no propone ninguna teoría sobre el origen del mal. No hace ningún discurso sobre las causas de la desgracia —la no provocada por el hombre— ni sobre las cau­ sas del sufrimiento de los inocentes. Si el libro de Job nos deja con la miel en los labios con relación a esta cuestión (Job ha 66. Cf., por ejemplo. J.B. Mctz, ta fe e n la historia..., op. cit., pp. 119-126. 67. Cf.La imposible teodicea.... op. cit., p. 354. Para la consideración de la obje­ ción que supone la persistencia de la imagen sombría de Dios en la Biblia, incluido el Nuevo Testamento, Cf. iblil., pp. 361-368.

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visto, pero no sabemos qué ha visto), también nos deja igual el Nuevo Testamento. Cristo deja también a Job con la miel en los labios. No responde a sus preguntas. Sin embargo, coge a Job del umbral de la puerta donde se encuentra, en su calidad de contemplador frente a Dios, para conducirle a otra parte. Cris­ to coge a Job, y a todos los Job, para hacerles caminar en el camino de la lucha contra el mal y el sufrimiento. Y en esto hay, efectivamente, algo nuevo. No sólo por la resurrección, pues mal contextualizada e integrada puede convertirse en una coar­ tada nefasta. Él coge a todos los Job para caminar por la vía de la lucha contra el mal, con la esperanza, garantizada por la fe, de que en esta ocasión se consigue la victoria. Que se vence en la lucha contra el mal, como él ya ha vencido, aunque no sepa­ mos siempre de dónde procede el enemigo, el mal. Pues lo que cuenta, de hecho, no es saber de dónde viene el mal, sino ven­ cer en la lucha a muerte contra él; lo que cuenta es vivir».68 Me gustaría concluir con una constatación gozosa. Parece cierto que se va consolidando el deseo de conseguir un acuerdo centrado en la conveniencia de forjar un ecumenismo, sin fron­ tera alguna, en tomo a la humanidad sufriente. Un acuerdo que pretende incluir a creyentes con credos religiosos diversos y también a personas que se sitúan al margen de toda confesión religiosa, es decir, a todos los seres humanos que desean «en­ contrarse en el mismo afán de ir paso a paso suprimiendo, cer­ cenando, corrigiendo los males que nos sean asequibles, dis­ puestos a sufrir con dignidad aquellos que no podamos evitar».69 ¡Ojalá que tal deseo crezca y se vaya concretando en prác­ ticas acertadas de lucha contra el mal!

68. Cf. J. Asurmendi, Job. Experiencia del mal, experiencia de Dios. Ed. Verbo Divino, Estella (Navarra). 2001, pp. 128-129. 69. Cf. I. Sotelo, «Notas sobre el problema del mal*. en Iglesia Viva, n." 175/176 (1995), p. 37. Sobre esta misma cuestión cf. J. Lois. «El cristianismo ante el siglo XXI: una reflexión desde las víctimas», en WAA.. Justicia y solidaridad, semillas de esperanto,Cuadernos Verapaz,n.“ 19.pp. 80-82. 41

SUFRIMIENTO HUMANO Y RESPUESTA POLÍTICA

José María Mardones

CS1C, Madrid

¿No parece fuera de todo planteamiento razonable preten­ der relacionar la política con el sufrimiento? Si la política es el arte de lo posible, que se desliza fácilmente por senderos maquiavélicos para lograr sus objetivos, ¿cómo puede estar relacionada con el sufrimiento? Que la política, la mala políti­ ca, las malas actuaciones de los políticos, producen violencia, guerras y mucho dolor, está fuera de toda duda. No hay más que asomarse a nuestro mundo y constatar, tristemente, esta realidad. Ahora bien, aquí quisiéramos relacionaren sentido positivo el sufrimiento con la política. Ver de qué manera una política que se considere realmente tal y con pretensiones humanizantes no puede prescindir del trato y del aprendizaje que conlleva el sufrimiento. Dicho con cierto tono poético, la política que quiera ser algo más que administración de las personas tendrá que «ponerse a la escucha del sufrimiento» (Lytta Basset).1Vamos a tratar de justificar este aserto y de ver el enriquecimiento que para la misma política procede de esta relación. 1. Las condiciones de la política Partamos de algunas reflexiones clásicas sobre la política. Nos daremos cuenta de que la política exige un ámbito de libertad que si se empuja consecuentemente desemboca en 1. Cf. Lytta Basset. Guirrir de Mahleur, Albín Michel, 2000,108.

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unas condiciones sociales que exigirían la superación del su* frimiento en cuanto dolor gratuito y evitable. De ahí que la política esté siempre enfrentada a la opresión y dominación de cualquier género. La política es emancipación para entrar en el ámbito de la libertad. La política de la libertad Desde los tiempos de Aristóteles la política tiene que ver con la vida de unos con otros en un espacio determinado, con la polis. Organizar la vida de la ciudad, polis, equivale a velar por la vida buena de un colectivo humano plural, dispar, dife­ rente. Hay que procurar poder vivir en común y de la mejor forma posible, facilitando a todos una vida verdaderamente humana. Esta actividad presuponía para el mundo griego que los hombre poseían la palabra y la libertad de disponer de ella (iisegoría). Es decir, se encontraban y relacionaban libremente en plan de igualdad en el uso de la palabra sin coacciones. Como ha señalado una analista atenta al mundo griego y su concepción de la política, como H. Arendt,23la política, en este sentido, ni ha existido siempre ni es una cualidad natural e ineludible del hombre. La política realmente empieza cuando se ha terminado con la necesidad material y la violencia física. Por esta razón, la política la podían ejercer realmente en el mundo griego sólo los hombres libres que estaban descarga­ dos de las tareas de la violencia de la penuria de la vida coti­ diana merced al trabajo de los esclavos, y que disfrutaban de la libertad de la palabra frente a los bárbaros que eran consi­ derados no poseedores de la palabra. Ahora bien, la vida humana no se presenta lisa y sin obstácu­ los, más Lien, ofrece una faz siempre amenazada y extremada­ mente vulnerable.1Amenazada por la naturaleza, con frecuen­ cia inhóspita y extraña, y por los demás hombres; vulnerable a los zarpazos del medio ambiente y de los intereses de los co­ lectivos o pueblos cercanos, cuando no puesta en peligro por 2. Cí. H. Arendt, ¿Q ui es polflica?, Paidós, Barcelona, 2001,71. 3. Cf.J. Habermas, Aclaraciones sobre la ética de! discurso, Trotta, Madrid, 2000, 18; extrema vulnerabilidad que depende de las formas de vida socio-culturales en las que necesariamente tiene que individualizarse y vivir el ser humano.

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los mismos miembros desde el interior de la propia sociedad. La vulnerabilidad, o como diría Hobbes, la incapacidad del ser humano para seguir los «preceptos de la recta razón», hace que los seres humanos para poder vivir en una «multitud re­ unida a través de pactos», tenga que acudir a la política, enten­ dida como contrato y sometimiento. Nos encontramos ante un sesgo moderno introducido en la concepción de la política dado el realismo descarnado y duro de la consideración de la vida humana amenazada por la dominación. Ya vemos que la política tiene la alta misión de encontrar una solución a la necesidad de convivir entre sí de los seres humanos. La política será justamente la relación entre los hu­ manos que conduce a un modo de organización y de vida, teniendo siempre presente el carácter vulnerable del ser hu­ mano y su insaciable deseo de libertad. La política se ha entendido desde el mundo griego tenien­ do que ver con la libertad. Sin libertad no hay política. Donde domina la violencia o la coacción, donde no se quiere arries­ gar la libertad, no se dan las condiciones para el ejercicio de la política. Estamos todavía en la pre-política. Por esta razón, cuando en la modernidad cercana enormes proyectos ideoló­ gicos han conducido a millones de seres humanos hacia el sacrificio de la libertad en pro de la consecución de un fin al que lleva o conduce la corriente de la historia, se ha negado la política e introducido el totalitarismo. Y cuando en las luchas revolucionarias en pro de las cues­ tiones sociales de la superación de la desigualdad y la miseria, se ha empleado la violencia no estábamos todavía, a decir de H. Arendt,4 estrictamente en la política, sino luchando por liberarse de las ataduras y de las condiciones que no permi­ tían acceder al ámbito de la libertad y al ejercicio del libre hablar y actuar. La política así entendida como ámbito de la libertad está presuponiendo como condición una sociedad libre, igualitaria y justa. La política conlleva una utopía social y unas condi­ ciones humanas. Sin ellas, estaremos avanzando o esforzán­ donos por alcanzarlas. Se puede discutir hasta el cansancio si esta definición de política no es en exceso purista y si po4. Cf. H. Arendt, sobre la revolución, Alianza, Madrid, 1988,93.

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demos distinguirla, en la realidad, tan nítidamente de los aspectos denominados pre-políticos. Pero, en cualquier caso, nos sirve para darnos cuenta de que la política dice relación necesariamente con aspectos que tienen que ver con la vida de los seres humanos en su libertad, igualdad y justicia y/o su carencia de ellas. Dado que, y aquí entraría el realismo hobbesiano, todo ser humano está sometido permanentemente al peligro de la do­ minación y la muerte por carecer o no tener aseguradas las condiciones de libertad, igualdad y justicia, vemos que no es­ tamos tan lejos de los espacios donde se juega mucho del su­ frimiento humano. El sufrimiento humano comienza a apa­ recer como el lado oscuro de una situación donde no predomina la política democrática o de la libertad. . La política como emancipación Si la política exige como condición fundamental el respeto a la libertad, está claro que la política dice estrecha relación con la crítica de la dominación. Allí donde se instaure la do­ minación que oprime, no deje ser libre y cause incontable su­ frimiento, nos encontramos indefectiblemente confrontados con la política. Ésta es la concepción de la Teoría Crítica. La Teoría Crítica de Horkheimer y Adorno* trató de acla­ rar, en la situación de los años treinta y cuarenta del pasado siglo, los procesos de dominación en los que estaba inmerso el ser humano de esta modernidad. El ingente desarrollo cien­ tífico técnico de la modernidad había conducido a úna domi­ nación de la naturaleza que amenazaba, al independizarse de todo control, con dominar y sojuzgar al hombre y hasta con someter de modo opresor su naturaleza interior. Una política realista y atenta es una política alertada hacia los procesos de dominación y, consiguientemente, de sufri­ miento. De ahí que se sienta estrechamente vinculada con una teoría crítica de la sociedad. Estará rastreando siempre la dominación del hombre sobre el hombre —el dolor manifies-5 5. Cf. M. Horkheimer, Th. Adorno, La dialéctica de la Ilustración. TVotta, Ma­ drid, 1994.

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to o escondido en la propia organización social—y no acepta­ rá jamás «las leyes eternas de la dominación» de las que ha­ blaba Tito Livio. En el fondo, late la sed de emancipación, como el otro lado de la superación de la dominación. La experiencia de la políti­ ca lleva hacia la libertad, es decir, tiende a hacer desaparecer la dominación. En esta concepción vemos que lo político se pre­ senta como una lucha sin tregua frente a la dominación. Pero sería un reduccionismo inaceptable quedarse presos de este momento negativo, sin avistar la relación esencial entre políti­ ca y libertad. La salida de la dominación significa la entrada en el terreno de la libertad, de la política verdaderamente. La permanente amenaza del totalitarismo La política, en cuanto ámbitcídel ejercicio de la libertad, lo estamos viendo, no es un estado al que se llega y se instala uno feliz y definitivamente. Siempre está la amenaza de caer bajo «lo otro» de la política, de su negación. Por esta razón, se requiere siempre la vigilancia crítica y la atención a la salvaguarda de las oc t.JIcIones de la libertad para no dege­ nerar en su contrario. La-historia del siglo XX nos ofrece su­ ficientes casos como para afirmar el hecho recurrente de la dominación, aun dentro de las formas democráticas. Hoy mismo estamos viendo cómo formas de autoritarismo, de control policiaco, de engaño y manipulación de la informa­ ción, pueden desvirtuar el espacio de la libertad política. El mismo aparato del Estado puede usarse para ejercer la do­ minación y corromper la política. La política es un bien frá­ gil que se puede destruir o degenerar fácilmente en formas de Estado autoritario. En las sociedades modernas altamente diferenciadas, la dominación adopta formas cada vez más complejas que se camuflan bajo manifestaciones de libertad. De ahí que haya que mantener la tensión entre la búsqueda de emancipación y su contrario. Una política sana debe poseer algunos antídotos contra el autoritarismo y la dominación. Pensamos que la sensibilidad ante el subimiento que produce víctimas es uno de ellos. 47

El pragmatismo actual como amenaza de la libertad En un brevísimo diagnóstico de la situación actual de la política tendríamos que hacer referencia a dos hechos que marcan la tonalidad de la política actual: la caída del muro de Berlín y los sucesos del 11-S. A partir de la caída del muro de Berlín se establece el pre­ dominio de un único sistema mundial: el de la democracia del capitalismo neoliberal. Sus consecuencias más manifiestas son el fin de la bipolaridad mundial y, con ella, de la política en­ tendida como pasión. Entramos en una política despojada de mesianismo donde predomina un enorme pragmatismo. Pareciera que a los go­ bernantes sólo^es interesa permanecer en el poder y para ello satisfacer las buqnas impresiones de una opinión pública inmediatista y efímera. La política entra así en unas formas ramplonas y de corto alcance, sin amplitud de miras y guiada por los intereses económicos. La política pierde tensión mo­ ral y utópica. Una política que ha liquidado la confrontación ideológica seria, quizá se libere de los peligros adscritos a las grandes visiones de la Filosofía de la Historia que se entendieron a menudo de forma determinista, pero ahora corre el riesgo de entretenerse magnificando de forma desabrida las pequeñas diferencias. Se ocultan así los verdaderos problemas y se crea una atmósfera de demonización del contrario, de creación de miedo e inseguridad general a propósito de la oposición, etc. Quizá no sea exagerado decir que late en el horizonte un cier­ to «fascismo de centro». El 11-S, en vez de colmar la esperanza de una etización de la globalización (A. Giddens) como respuesta al fanatismo te­ rrorista, ha venido a confirmar las peores expectativas: la jus­ tificación de un autoritarismo de Estado6 mediante los con­ troles policiales a los ciudadanos, la sospecha generalizada, un secretismo obsesivo, el recorte de derechos y la justifica­ ción de presuntas «guerras preventivas» contra el «eje del Mal» y los enemigos de la civilización cristiana. Vuelve a aparecer, con sorpresa, el uso legitimador de lo religioso dentro de lo 6. R. Rorty, «Fundamentallsmo: enemigo a la vista», El País (29-04-04), 11-12. 48

político. Las instituciones democráticas, como afirma R. Rorty, se han vuelto muy frágiles. Si estas reflexiones no son mera creación arbitraria y res­ ponden a los datos de la realidad, no estamos viviendo buenos tiempos para la política de la libertad. Al contrario, nos ame­ naza el peligro de un autoritarismo larvado que mina el cora­ zón de la política democrática desde dentro. ¿Qué puede apor­ tar a esta situación el apelar al sufrimiento de los seres humanos? 2. ¿Qué aporta el sufrimiento? Atendamos ahora al concepto que tratamos de poner en relación con la política: el sufrimiento. Permítasenos hacer una serie de consideraciones o pequeña fenomenología del sufrimiento para ir captando la cercanía de una relación que ya intuimos desde la misma idea de política democrática o de la libertad. El sufrimiento como condición humana Hay un dato que difícilmente podemos poner en cuestión: el hecho de que todos los seres humanos nacemos llorando y sufrimos en determinados momentos de la vida. £1 dolor no se le ahorra al ser humano. Podemos, incluso, desde una pers­ pectiva objetiva, científica, abundar en la necesidad del dolor para la supervivencia y pervivencia de la vida. Sin dolor incu­ rriríamos en peligros de muerte mucho mayores. El dolor cor­ poral nos avisa de que estamos pasando unos límites o de que tenemos una disfuncionalidad, etc., el dolor sirve así a la vida. Pero existe también un dolor que provoca el vivir con otros, la carencia de satisfacción de necesidades, el establecimiento de unas relaciones que nos hieren, nos vejan o nos someten a condiciones de vida no verdaderamente humanas. Si llamamos a este dolor causado por la vida con otros subimiento, tenemos que afirmar que la experiencia da que no existe vida humana que se pueda escapar del sufrimiento. Hay una universalidad del sufrimiento. De ahí que podamos 49

añadir que los seres humanos estamos unidos en nuestra con­ dición de sufrientes. Si añadimos el desgarro inevitable de la muerte, tendremos que terminar afirmando que la herida del sufrimiento y el desgarro de la muerte nos hermana. El punió cero de ¡a solidaridad humana Los seres humanos confraternizamos, antes que en cual­ quier otra condición o comunidad familiar, cultural y aun genética, en esta condición de seres heridos y rotos por el do­ lor, el sufrimiento y la muerte. Estamos ante lo que pudiéra­ mos llamar la solidaridad más elemental; el punto cero de toda solidaridad humana. Nos unifica el sufrimiento y la angustia de la muerte. Nos estrechamos unos a otros en el clamor de nuestro dolor y en el desgarro ante la muerte. M. Horkheimer7ve surgir el sentimiento de la solidaridad a la vista de la infelicidad real de los otros. Del sufrimiento de los otros surge como una apelación hacia nosotros que en­ cuentra eco en nuestro mismo destino y en el deseo de supe­ rar el sufrimiento. Porque, en el fondo, ansiamos la felicidad y experimentamos el sufrimiento como negación de una con­ dición hacia la que tendemos. De esta felicidad truncada bro­ ta el sentimiento de solidaridad. Es, por tanto, una solidari­ dad en la finitud. Una comunidad histórica de sufrimiento Compartimos un sufrimiento que se produce no por una condición antropológica general sino por causas históricas. Es la vida humana misma, en su configuración histórica concreta, la que aparece amasada por las relaciones injustas, desiguales, inhumanas. La barbarie es una realidad, como vio W. Benjamín, que acompaña al proceso civilizatorio. No hay civilización sin un pasado horroroso. 7. Cf. M. Horkheimer, Sociedad en transición: estudios de filosofía social. Penín­ sula, Barcelona. 1976,31,41,53.

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No tenemos más que echar una mirada al siglo que hemos terminado para tener una constatación de esta verdad. Mon­ tañas de cadáveres acompañan el discurrir del siglo XX y se calcula que entre los dos Sarajevos de 1 9 1 4 y el de 1 9 9 5 casi cien millones han perecido a manos de la guerra, del hambre, de la deportación, del asesinato, de la enfermedad. Estamos, lo queramos o no, vinculados por esta condición de víctimas y culpables con la que la civilización y la barbarie nos une. No estamos lejos de E. Lévinas cuando sitúa la fraterni­ dad en la socialidad antes que en el ser ontológico. El uno para otro de la fraternidad surge más claramente de esta par­ ticipación y solidaridad sufriente en la finitud humana que en las consideraciones abstractas y esencialistas sobre el ser humano. La pregunta por el sentido ¿Qué sentido tiene la vida? Ésta es la pregunta que brota del subiente. No estoy ansiando la felicidad, ¿por qué, enton­ ces, el sufrimiento? ¿Estaremos mal hechos, o acaso será el ser humano una causa perdida? El interrogante de la vida y el sentido se agarra fuertemen­ te a las entrañas del subimiento intentando desvelar el secre­ to que rodea a esta condición negativa de sufrientes, víctimas y culpables. Desde aquí, incluso renace el anhelo de la bús­ queda de una superación de esta condición porque, aunque adoptemos posturas resignadas o desesperadas, el sufrimien­ to no es integrable sin más dentro del insaciable deseo de feli­ cidad. Permanece un aguijón que nos espolea a la búsqueda de una respuesta, mejor,' de una situación donde nuestra an­ sia de bien se aquie' e. El sufrimiento que se hace compasión activa Un sentimiento compartido surge ante la solidaridad en el sufrimiento: la compasión. Ante la experiencia de la felicidad truncada y del anhelo de otra cosa, nace la compasión. Com­ pasión por la triste condición humana, de los otros y mía. La 51

compasión es sufrimiento compartido, con-pasión con el otro por la situación o estado en que nos encontramos. La capacidad de sufrimiento compartido engendra com­ pasión. Y ésta lo primero que pone de relieve es el estado en que se encuentran los seres humanos. Nos orienta hacia una mirada que se hace cargo de la negatividad de una situación y resalta las carencias de una vida. Es decir, la compasión agudiza la vista para caer en la cuenta de lo que nos falta. Ya se advierte que la compasión funciona desde el anhelo de otra cosa. Padece con los otros porque no acepta como nor­ mal la condición humana de sufriente. Toma conciencia de lo que pudiera ser de otra manera y es causa de miseria, de injus­ ticia y de dolor. La compasión vive del anhelo de una situación diferente donde el sufrimiento no existiera. Atisba una realiza­ ción humana que no puede contentarse con lo que hay. De ahí que, como se ha señalado con frecuencia, en el fon­ do de la compasión late un sentido global de justicia* No se acepta la situación de sufrimiento. En la historia del pensamiento no tiene, como sabemos, demasiado buena fama la compasión. Para E Nietzsche era pura debilidad que manifestaba más bien la preocupación por sí mismo; para Séneca era pusilanimidad que se derrumbaba ante el sufrimiento ajeno. Y es verdad que la compasión que se queda en formas de sentimentalismo esconde miedo y egoís­ mo. Se ha insistido en que a los espíritus fuertes ante el sufri­ miento y las condiciones de injusticia les brota la indigna­ ción. Creemos, sin embargo, que el sentimiento de compasión es anterior: primero está la identificación con el que sufre. Ésta es la condición de posibilidad de la indignación. En pri­ mer lugar nos encontramos con la humanidad compartida que se refleja en la compasión. Después, en segundo lugar, nace el rechazo e indignación contra la injusticia que provoca el su­ frimiento. Cuando la compasión se hace consciente y no se queda en mero sentimiento, empuja hacia el cambio de la situación y el bien del otro. La compasión efectiva moviliza, más allá de la indignación, hacia el cuidado del otro. El bienestar del otro es8 8. Hille Haker, «'La compasión", ¿program a m undial del cristianismo?», Concilium. 292 (2001), 555-572.564.

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el resultado de una compasión que no se queda en la mera afectividad. A menudo se dice que la compasión es efímera. Pero, si hemos comprendido bien, la compasión que acompaña a la solidaridad de la finitud humana no tiene por qué ser un mero efluvio pasajero; antes, por el contrario, se convertirá en un permanente impulso para luchar contra la erradicación de las formas de dominación, opresión e injusticia que producen sufrimiento. De ahí que la compasión puede ser vista como el incentivo permanente de una praxis moral que se traduzca en impulso emancipador. 3. Sufrimiento y política Ya hemos visto la cercanía que se establece entre la políti­ ca de la libertad y el sufrimiento humano evitable. Son como el haz y el envés. La verdadera política democrática o de la libertad, cuando no es ingenua ni ilusa, se confronta con su opuesto, la dominación, que está en el origen de mucho su­ frimiento humano innecesario. De ahí que defendamos la te­ sis de que una verdadera política de la libertad mida sus señas democráticas y de verdadera libertad mediante su lucha en pro de la extirpación del sufrimiento. El sufrimiento aparece así como el indicador que denuncia la carencia de un verda­ dero ámbito político o de libertad democrática y como el interpelador que emplaza a una verdadera política de la liber­ tad y la justicia. El sufrimiento enseña a ver ¡a realidad y facilita una actitud emancipatoria Hay aspectos de la realidad que únicamente se perciben si hay un cambio de actitud en los ojos que los miran. En esta línea epistemológica está el refrán de la sabiduría africana cuando dice que «hay cosas que sólo se ven tras haber llora­ do». El sufrimiento proporciona así una actitud y un sesgo en la mirada que propicia el descubrimiento de aspectos de la realidad que de otra manera quedarían ocultos. 53

Aplicado a una política emancipatoria, en cuanto preocu­ pación y cuidado por la vida de los hombres en la sociedad, ayuda a ver mejor los problemas de la sociedad. Contemplar aquellos «rincones oscuros» de los que hablaba B. Brecht y a los que no somos nada inclinados los seres humanos, menos, desgraciadamente, los hombres encargados de administrar el poder. El sufrimiento es un educador de la vista: nos ayuda a fijar los ojos en el dolor de esta sociedad y así nos descubre lo que habitualmente no se ve. La solidaridad en el sufrimiento es también un educador del corazón. La experiencia de los analistas de los verdugos de Auschwitz, por ejemplo Gilbert, en El diario de Nuremberg, es que hombres como Rudolf Hóss eran hombres normales desde un punto de vista afectivo pero que, en este caso, apare­ cía «sumido en una apatía esquizoide, en la insensibilidad y en la incapacidad de compartir los sentimientos del otro».’ Y habrá que decir con I. Kertész que esta «apatía esquizoide» no es sólo un producto individual, sino que lo peligroso es cuando degenera en una enfermedad colectiva. ¿No decimos qué actualmente crece un individualismo consumista con una insensibilidad ante los problemas socia­ les, es decir, el sufrimiento de los demás? ¿No es éste un indi­ cador preocupante para una política democrática? El sufrimiento compartido es, por tanto, como decía Ador­ no frente a Popper, el lugar que desvela los verdaderos proble­ mas de la sociedad. Estos problemas no surgen de la conside­ ración intelectual ni de las contradicciones lógicas o mentales, sino de las contradicciones reales existentes en la sociedad. El indicador de tales contradicciones es, sin duda, el cufrimiento. La contradicción social se manifiesta en forma de dolor, miseria, injusticia que pudiera ser evitable. Ahí está la contra­ dicción social y el problema que debe abordar una política que tenga como horizonte la emancipación, es decir, la liber­ tad y la justicia. i El sufrimiento tienj la virtualidad de orientar hacia los lu­ gares de la dominación y opresión. A una política emancipatoria le indica hacia dóndj dirigir la vista y la atención preferente.9 9. Cf. Imre Kertész, Diario de la galera, Acantilado, Barcelona, 2004,24.

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No le mostrará, sin el esfuerzo del análisis y la sabiduría de las decisiones, cómo atajar la dominación, pero sí le señala las huellas a seguir para encontrarse con el enemigo a combatir. Hay que sospechar, con fundamento, que mucha de la ce­ guera social de la política y de los políticos procede del aleja­ miento de los lugares del sufrimiento. La denominada «deri­ va irenista» de la política, que ofrece, incluso a nivel intelectual, una insistencia en una intersubjetividad sin aristas, sin dra­ mas ni sinuosidades, es una consecuencia de la ocultación del sufrimiento y del hecho de la dominación.101El raquitismo y la corrupción que se achaca a los políticos en nuestros días, su carencia de sensibilidad, honradez, austeridad y solidaridad frente al paro, la marginación, la soledad miserable de los ancianos con pensiones ridiculas, etc., ¿no proceden de una insensibilidad moral propiciada poruña ceguera y alejamien­ to ante los problemas de la realidad? ¿No denotan una lejanía e insensibilidad ante el subimiento las reuniones o convenciones mundiales para abordar el pro­ blema del hambre o del sida en el mundo y donde los países o regiones ricas, dígase por ejemplo Europa, se comprometen a colaborar por la erradicación del hambre en África pensando a quince años vista? ¿Cómo sería la prisa que se tomarían, dados los medios de que disponemos, si esas lacras nos afec­ taran en la propia carne? El fundamento de una política crítica y emancipatoria y el peligro actual Tendríamos que decir, como H. Marcuse en el lecho de muer­ te, que ya sabemos dónde está la raíz y fundamento de una teoría crítica y emancipatoria: en la compasiór., ante el sufri­ miento, «en nuestro sentimiento por el dolor de los otros»." Esto es aplicable a la política. 10. Cf. M. Abensour. «¿Filosofía política critica y emancipación?*, conferencia en el Instituto de Filosofía, CSIC, 29 enero 2004. 11. Cf. J. Habermas, Perfiles fitosófico-potllicos, Tauros, Madrid, 1984,296; este autor cuenta la anécdota de su encuentro con Marcuse, antes de morir, en una sala de cuidados intensivos de un hospital de Frankfurt donde habla sido internado poco antes de cum plir ochenta afios.

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Sin sufrimiento compartido la política se queda en ges­ tión burocrática y es lenta e insensible para los problemas de la gente que los sufre. Actualmente se habla de un 11 % de marginados en nuestras sociedades ricas de Occidente. Un «subproletariado», como lo denomina R. Dahrendorf,12que no tiene ya importancia social, económica ni política. Es una «tentación política» prescindir de quienes no tienen peso so­ cial ni político. Es triste tener que afirmar que la única ma­ nera de que cuenten estos grupos es a través de la presión social, del miedo a los giros hacia una derecha radical, como la de Le Pen en Francia, o bien, mediante la presión de los movimientos alternativos a la globalización, como sucede desde Seattle hasta Davos. Dahrendorf mismo se pregunta si fenómenos como la des­ trucción de la vida comunitaria, el creciente auge de un indi­ vidualismo consumista, la presencia cada vez más fuerte de un darwinismo social, una fuerte sensación de inseguridad social, no radican en la ausencia de un movimiento equiva­ lente al movimiento socialista del siglo XIX. El individualismo ha transformado no sólo a la sociedad civil, sino también los conflictos sociales. Muchas personas pueden estar sufriendo por el mismo destino, pero cuando no hay una explicación unificada y unificante, los conflictos se quedan en meros pro­ blemas individuales y son mucho más difíciles de solucionar. La degradación social está a la mano y crece la tentación de actuar al margen de la sociedad. La carencia de solidaridad con el sufrimiento afecta a la política y su ejercicio. En primer lugar, la vuelve burocrática e insensible al dolor.'3La organización, la burocracia, no perci­ be el mal ni las contradicciones dolorosas, precisamente a causa de su misma organización. La denunciada incapacidad de la política actual para apuntar al mal de la sociedad14quizá 12. Cf. R. Dahrendorf, La cuadratura del circulo. Bienestar económico, cohesión social y libertad política, FCE, México, 1996,52 s. 13. Cf. H. Habermas. Aclaraciones sobre la ética del discurso, o.c„ 124, donde insiste en un aspecto poco acentuado, hasta ahora, por este autor: el aprendizaje «de las experiencias dolorosas y del sufrimiento irreparable de los humillados y ofendi­ dos. de los heridos y asesinados», a través de movimientos sociales y luchas politicas, para superar la universalidad falsa, los principios universalistas obtenidos selectivamente y aplicados de modo insensible al contexto. 14. Cf. J.C. Guillebaud, Le golit de l'avenir, Scuil, París, 2003.21 s.

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radique en esta consideración presuntamente aséptica, obje­ tiva, burocrática, de la sociedad. Donde no hay bien ni mal, no hay juicio moral y estamos a un paso de la política pura­ mente pragmática sin elán moral. Una política de este género no sólo es peligrosa por desconocer el mal social que produce sufrimiento, sino que prepara el camino de un conformismo social enormemente despolitizador y peligroso, caldo de cul­ tivo de reacciones fanáticas de un presunto bien. En segundo lugar, una política insolidaria con el sufri­ miento es fácilmente manipulable. En estos momentos, los políticos ávidos de poder pueden manejar hábilmente las políticas autoritarias: ofrecen seguridad ciudadana al pre­ cio de la libertad. Se acallan las quejas de la opinión crítica con el recurso a la eficacia frente a la inseguridad, las exi­ gencias del proceso económico, etc.; se ocultan actividades a la opinión pública en nombre del bien común, etc. Crece una especie de neofeudalismo, como vemos hoy en la Rusia de Putin, en China y en el Sureste de Asia y hasta son visi­ bles los gestos de este tipo en la política estadounidense, italiana, etc. Sin duda, como vemos, la existencia del sufrimiento solo no soluciona las contradicciones sociales y ni siquiera indica el modo de abordarlas. Se requiere un catalizador ideológicomoral que haga de unificador. Pero quien tiene la inquietud y la compasión efectiva que proporciona el sufrimiento, se sen­ tirá impulsado al análisis desvelador de las causas estructura­ les del sufrimiento y a buscar los modos adecuados de su su­ peración. Tenderá sobre todo a la mirada conjunta y no al atomismo individualista. Un estilo en el modo de gobernar que crea ciudadanía Ya hemos señalado, que cuando las grandes cuestiones ideo­ lógicas han desaparecido del horizonte, crece el peligro de magnificar el gesto y aumentar las pequeñas diferencias a es­ cala gigantesca. Pero también crece la atención a la cuestión del estilo de gobernar o hacer política. Comienza a ser central el modo de presentarse, hablar, dirigirse al público, la simpa­ tía, la proximidad o no del gobernante. 57

Nos podemos quedar en una cuestión superficial y de cos­ mética. Pero no hay duda de que la consideración de la volun­ tad popular, el respeto a la libertad, son cuestiones de talante que denotan un estilo. Se comprende desde aquí que se haya dicho con Camus que la política es una cuestión de acento. La solidaridad con el sufrimiento aporta un estilo a la políti­ ca. La mirada hacia los que sufren y están abajo o en la marginación social, hace que la política se vuelva un lugar don­ de se crea un estilo de atención al de abajo. Las medidas de la política desde las infraestructuras hasta la cultura, toman una coloración y tinte que al mirar hacia el sufrimiento de los menos favorecidos les devuelve, con su atención y respeto, dignidad y autoestima. Habría que afirmar sin paliativos que un estilo de política atenta a las contradicciones sociales y a quienes las su­ fren es una política que genera ciudadanía y contribuye a una elevación de la moral de la sociedad. Es decir, proporciona con­ ciencia de la valía del ser humano por el hecho de ser humano; da sentido de la igualdad radical de todas las personas e incita a la superación de la miseria, la injusticia y la desigualdad. Y al contrario, una política que de hecho menosprecia al caído o hundido es una política que crea parías sociales. Ge­ nera un conformismo fatalista frente a las situaciones que es el mejor caldo de cultivo de cualquier política de dominación. El reciente premio Nobel húngaro-judío I. Kertész15suele in­ sistir machaconamente en que el mayor peligro para la políti­ ca democrática es el conformismo: «las masas humanas no se vuelven nazis —o similares— por rebelión, sino por su opues­ to, el conformismo». El sufrimiento que humaniza el poder La limitación es la marca de la finitud. El sufrimiento lle­ va consigo también las señales de la fragilidad humana. Cuan­ do el ser humano, en cualquier faceta de la vida, dígase sexua­ lidad, ciencia, poder, etc., actúa sin limitación ni barreras, se conforma a la naturaleza, como decía G. Bataille, es decir, se vuelve no tanto divino como animal. 15. Cf. Imre Kertész, Diario de la galera, o.c., 52 s.

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Las masacres de la humanidad han ocurrido cuando las barreras de la prohibición han caído ante la afirmación ilimi­ tada del poder que se transforma en violencia arbitraria. Se mata o tortura porque sí, simplemente. Se precisa del control y la limitación expresados en la voluntad democrática. Inclu­ so, como nos recuerda H. Arendt invocando la experiencia histórica, la coerción violenta aplicada presuntamente para restaurar un desequilibrio social o hacer justicia a las vícti­ mas, suele degenerar en un festival de revanchismo y muerte. ¿Cómo hacer justicia, entonces, a las víctimas del sufri­ miento? El sufrimiento solidario pide hacer justicia sin crear más víctimas. Aquí se sienta una restricción radical sobre la violencia que orienta hacia una política de la libertad y del respeto incluso del enemigo. Hay barreras de humanidad que no se pueden traspasar. La justicia de las víctimas demanda un respeto a la humanidad reconocida incluso en el verdugo. Sólo de esta manera se puede defender el poder de la tenta­ ción de la arbitrariedad; sólo así podremos defendemos de la inclinación del poder a conceder el estatuto de lo humano se­ gún su discreción. Cuando esto ocurre, cuando declaramos a alguien «no hombre», lo reducimos a cosa, estamos ante el principio del totalitarismo y de la barbarie.16 La medida de la democracia La superación del sufrimiento es la medida negativa de la política de la libertad. Allí donde permanece la dominación en cualquier forma, estamos ante un grito que niega la realidad de la libertad. Basta una víctima, diríamos parodiando a Adomo, para afirmar que todavía no habríamos alcanzado la libertad. Es difícil y peligroso definir positivamente la libertad. In­ currimos fácilmente en utopías que cierran la historia impo­ niendo límites al futuro, o bien, negativamente! pretendiendo alcanzar como realización de la historia una visión corta y restringida de lo humano. Es preferible el camino negativo. La dialéctica negativa no sabe qué es la realización de la liber­ té. Cf. A. Finkielkraut, Im humanidad perdida. Ensayo sobre el siglo XX, Anagra­ ma. Barcelona, 1998,8 s.

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tad, perú sí qué es lo que la impide y la socava. Desde aquí podemos proceder a eliminar obstáculos y facilitar la anda­ dura de la política de la libertad. Con sensibilidad introducida por las consideraciones de la filosofía y teología de la liberación, podemos decir que el ini­ cio de la verdadera democracia y libertad se habrá alcanzado cuando podamos presentar un mundo sin explotación y sin pobres. J. Rawls” pide que las instituciones justas en las so­ ciedades democráticas logren realizar el llamado «principio de la diferencia»: «las desigualdades económicas y sociales han de ser estructuradas de manera que sean para mayor be­ neficio de los menos aventajados, de acuerdo con un princi­ pio de ahorro justo». Para una sensibilidad que mira al sufri­ miento de los pobres, la medida de la libertad política de nuestro mundo es la justicia que asegura unos .mínimos para todos. Mientras tanto, estaríamos en el reino de la domina­ ción y de la política no realmente democrática ni libre. Conclusión Hemos mirado las relaciones que existen entre la política democrática y el sufrimiento humano. Hemos llegado a la conclusión de que una política que se abstenga de tener muy presente el sufrimiento humano no es política de la libertad. El sufrimiento funciona como el contrapunto y el recuerdo crítico para la democracia: mientras exista el clamor de un grito humano no hay verdadera libertad. Una política que ol­ vida el sufrimiento es temible porque ha olvidado finalmente que trabaja en pro de la humanización de la vida y de la mis­ ma libertad.

17. J. Rawls, Teoría de la justicia, FCE, Madrid. 1978.

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El

LA PROSA DEL DOLOR entllizaje de un instante preciso violento de soledad

Femando Barcena

Universidad Complutense

El vicio supremoes la superficialidad. Todo lo que se comprende está bien. O scar W il d e , De p ro fa ná is

El cuetpo da tugar a la existencia. J ean -L uc N ancy , Corpus

Hay un tipo de sabiduría que obtenemos del placer y una sabiduría escondida en el dolor. El dolor un instante preciso y violento de soledad, como ha escrito Tahar Ben Jelloun. En la intensidad del dolor (y del placer) nos quedamos sin palabras, adentrándonos en la experiencia, casi infantil, de la inefabilidad: La sensación de dolor, parcialmente señalada en las ciencias humanas, los testimonios literarios, y sobre todo los de enfer­ mos o heridos, es en primer lugar un hecho intimo y personal que escapa a toda medida, a toda tentativa de aislarlo o descri­ birlo, a toda voluntad de informar a otro sobre su intensidad y su naturaleza. El dolor es un fracaso del lenguaje.1 Y aunque podemos hablar del dolor y del placer ajenos, en realidad se trata de experiencias íntimas. Quizá no podemos sentir el dolor ni los placeres de la «humanidad», aunque sí podemos —en el caso del dolor— disponemos para que vaya adquiriendo una silueta concreta cuyos rasgos alcancen la propia figura: «Aun­ que sea a través de otros, tiene que apoderarse de ti de modo que no logres eludir su aguijón», dice Rafael Argullol.2 1. D. Le Bretón (1999). Antropología del dolor, Barcelona, Seix Barra!. 2. R. Argullol (2004), El puente de fuego. Cuaderno de travesía, 1996-2002, Bar­ celona, Destino, p. 32. 61

Voy a hablar del hombre sufriente a través de un cuerpo traspasado por la experiencia de un dolor que, aunque sea exclusivamente físico, nos deja instalados en un sufrimiento moral, psíquico y existencial indecible. Si la salud es, como decía el cirujano Leríche, el «silencio de los órganos», al aden­ trarnos en el territorio del dolor el cuerpo nos devuelve di­ mensiones desconocidas hasta entonces para nosotros.3 Es entonces cuando el cuerpo parece hablamos con un lenguaje que no es palabra, sino grito y llanto. El poeta portugués Al Berto, atacado de un cáncer mortal con apenas cuarenta años, dejó escrito lo siguiente en uno de sus libros más hermosos: Y en el centro de la ciudad, un grito. En él moriré, escribien­ do lo que la vida me deja. Y sé que cada palabra escrita es un dardo envenenado, tiene la dimensión de un túmulo, y todos tus gestos son una señalización en dirección a la muerte — aunque siempre sea absurdo morir.45 El dolor, como un acontecimiento de la existencia, nos re­ cuerda que somos lo que padecemos. El hombre es un ser patético. Como Epimeteo, aprendemos «después de»: después de haber padecido, después de haber visto, después de haber leído todo el relato. Comprendemos no antes, sino después que el relato, la narración (mythos), se ha establecido. Es por la narración, y la experiencia que en ella hacemos, que apren­ demos y entendemos como sujetos de la pasión. La experien­ cia no la captamos desde una lógica de la acción, sino del recibimiento de lo que nos acontece, ni tampoco desde una reflexión sobre nosotros mismos, sino desde una conciencia herida que nos vuelve sujetos afectados por lo que nos pasa.1 En esta afectación hay también comprometido un tipo de mirada sobre el sufrimiento humano. El ejercicio que propongo es difícil, como lo es cualquier intento de traducción de sentimientos, emociones y experien­ cias vividas con un cierto grado de densidad existencial. La rea­ 3. Cf. R. Leríche (1949), Chirugie de la douleur, Parts, Masson, p. 10. 4. Al Berto (1999). Lundrio, Lisboa. Assfrio & Alvim, 2.* edición, p. 168. 5. Cf. J. Larrosa (2004), «Experiencia y pasión (Notas para una patética de la formación)», en La experiencia de la lectura. Estudios sobre literatura y formación, 2* edición revisada y aumentada, México, Fondo de Cultura Económica, p. 96.

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lidad, que parece única, la podemos decir de muchas mane­ ras; por eso la experiencia siempre es un acto individual que, para comunicarse, busca sus propios modos de expresión. Los relatos y narraciones, así como las construcciones simbóli­ cas, al final no son más que meros intentos de interpretación de esa experiencia. La palabra, la imagen, el gesto apenas cons­ tituyen una forma posible de comunicación de lo que nos pasa. Pero el resultado de estos ejercicios puede llegar a ser sor­ prendente, sobre todo cuando el intento de comunicar las ex­ periencias es de naturaleza artística. He elegido hablar del dolor no como especialista en esta materia, porque no lo soy, sino como alguien que también ha sido recorrido por sus propios momentos de sufrimiento, y como lector. He seleccionado algunos textos literarios, por­ que a menudo la literatura plantea las mismas cuestiones que se plantearía un médico para quien el dolor no es sólo un he­ cho de la materia sino un acontecimiento del existir. Además, la literatura ofrece a menudo respuestas y elementos de re­ flexión que pueden orientar nuestra necesidad de compren­ der el dolor humano.6 Me voy a referir a tres cuestiones principales: 1) en la pri­ mera parte trataré de interpretar algunos aspectos de nuestra relación moderna con el dolor, indicando qué condiciones ha­ cen que nuestra relación con el sufrimiento se despersonalice. 2) En la segunda, hablaré de la intimidad del subimiento, es decir, me ocuparé del dolor como experiencia y como aconte­ cimiento de la existencia. Para ello utilizaré referencias de tipo literario. Citaré no sólo ficciones, donde un autor intenta na­ rrar la ficción de un dolor, sino autoficciones, el registro dolo­ roso de escritores que han tratado de dar cuenta de su propio sufrimiento y, al hacerlo así, nos han transmitido ese saber imposible y secreto de la experiencia de su propio sufrimien­ to. 3) La última parte la dedicaré a proponer un tipo de mira­ da sobre el dolor que, más que sostenerse en la intencionalidad del ojo que mira, se abandona sin recelos a la misma experien­ cia de una mirada poética. 6. Cf. G. Danou (1994). Le corps souffrant. Lilliralure el mide cine, París, Champ Vallon - PUF, p. 11.

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1. Nuestra relación con el dolor. Héroes, víctimas y artistas Se ha dicho que el dolor nos amenaza, al menos, desde tres puntos: desde el cuerpo, que parece condenado a la deca­ dencia y la aniquilación; del lado del mundo exterior, ya que muchos de nuestros padecimientos provienen de fuerzas des­ tructoras que no podemos controlar; y por último, del lado de las relaciones con los demás.78Aunque conozcamos las causas de las que provienen muchos de nuestros malestares y dolo­ res, al final «el dolor se conoce por experiencia», y nos recuer­ da nuestra propia «finitud».* Decir que somos «finitos» (y «contingentes») significa que muchas de las cosas que «nos pasan» se escapan a nuestro control (a nuestro poder, a nuestro saber, a nuestra capacidad de acción, a nuestras disposiciones racionales). Parece que ningún saber «científico» o «especializado» que del dolor dis­ pongamos nos protege del acontecimiento del dolor, de su ex­ periencia brutal. El dolor es una cierta punción que nos hiere en lo más íntimo, una lesión que fractura la realidad de la unidad completa que nos configura, un «mal» que ataca nues­ tro sentido del «placer». Allí donde se manifiesta el dolor, el ser se diluye como absorbido por él: todo lo que constituye la subjetividad se esfuma, como dice Michel Onfray, en su fulgu­ rante aparición.9Cuando surge el dolor, nada más parece exis­ tir: ni la razón, ni el análisis, ni la reflexión, ni la paciencia, ni nuestro coraje. Susan Sontag, ella misma tratada de cáncer, ha explicado el lado sombrío de esa ciudadanía humana que es la «enfermedad» de este modo: La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. Atodos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aun­ que preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada 7. Cf. S. Freud (1997), El malestar de la cultura, Madrid, Alianza, p. 45. 8. Cf. S. Natoli (2002), L'esperiema del dalore. Le forme del partiré nella cultura occidentale, Milán, G. FeUrinelli Editores, p, 7; J.-C. Mélich (2002), Filosofía de la finitud, Barcelona, Herder. 9. Cf. M. Onfray (2003), Féeries anatomiques. Ginialogie du corps fauslien, Pa­ rís, Grasset, p. 286.

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uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar.10* Y sin embargo, de modo sorprendente en el dolor parece que somos más reales. Por el dolor parece que somos: él nos recuerda que existimos y que somos nuestro cuerpo. Hay una especie de «superioridad» en el estado de dolor del cuerpo y en la enfermedad. Una superioridad que es, también, nuestra miseria. El escritor Rafael Argullol lo explica así: El dolor corporal intenso nos convierte en seres superiores si por superior se entiende estar más allá de la moral, de todo amor, de todo lo que sucede fuera de nuestra piel, más allá del recuer­ do y del presente, y en especial más allá del dolor de los demás. En esta superioridad estriba precisamente nuestra miseria." Bajo esta superioridad, sólo hay cuerpo. La sensación es que, de un modo evidente, somos y hemos sido cuerpo. El es­ critor americano Harold Brodkey, afectado de sida, al recibir la noticia del diagnóstico fatal por boca de un amigo médico, declaraba: «Las palabras no modificaron la estructura de mi yo, la sensación de que era mi cuerpo y había sido mi cuerpo toda la vida no se disolvía, como se disolvería dentro de poco».12 El dolor, que es una experiencia del todo sensible, a la vez que nos hace sentir con plena intensidad el sufrimiento rompe nuestros vínculos con los demás y con el mundo: Apenas tenía interés por el futuro. Los momentos cobraban una extraordinaria falta de dimensión; no es que no tuvieran valor, pero eran chatos y mucho más vacíos. Cuando uno se entera de que está fatalmente enfermo el tiempo se vuelve confuso, quizá anodino, incluso.13 Hay, pues, en el dolor, un exceso de existencia. O quizá se trate de un exceso de vida que es aún vivible, pero inhumana. Cada individuo, en estado de sufrimiento, puede recurrir a 10. S. Sontag (1996), La enfermedad y sus metáforas, Madrid, Taurus. 11- R- Argullol (2004), El puente de fuego, ob. cit., pp. 88-89. 12. H. Brodkey (2001), Esta salvaje oscuridad. Historia de mi muerte, Barcelo­ na, Anagrama, p. 21. 13. I!. Brodkey (2001), Esta salvaje oscuridad, ob. d i., p. 23.

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diversas estrategias para elaborarlo y mantener esa vida del cuerpo sufriente. La cultura contiene algunas de estas estra­ tegias, que podemos ordenar en tomo a tres modelos simbóli­ cos. Primo Levi decía en Los hundidos y los salvadosw que la comprensión de lo que nos pasa implica una suerte de «sim­ plificación» del mundo tal y como lo percibimos desde esa experiencia de vemos afectados por lo que nos pasa. Al servi­ cio de esta comprensión están el lenguaje y el pensamiento conceptual. No obstante, hay estados cuya naturaleza hacen casi imposible este trabajo de comprensión y simplificación. En ellos, nos adentramos en un espacio de asombro inaudito. Se trata de situaciones que se escapan a cualquier modelo ex­ plicativo previo. No obstante, hay formas culturalmente esta­ blecidas relativamente paradigmáticas de relación personal ante la experiencia del sufrimiento, del padecimiento e inclu­ so del placer. Quiero referirme, brevemente, al modelo heroi­ co, al modelo victimista y al modelo estético.** a) El modelo heroico supone, o bien una moral basada en el valor intrínseco del dolor y del sufrimiento como condición de grandeza del espíritu (como por ejemplo ocurre en el estoi­ cismo), o bien una moral asentada en la grandeza liberadora por medio del uso de los placeres. En todo caso, este modelo supone una idealización de sí como sujeto capaz de vencer los límites de su propio cuerpo. b) El modelo victimista se asienta en una imagen sacrificial de sí mismo. Este modelo proviene de una actitud determinista en relación al sufrimiento, o en relación al placer, y viene a señalar que nacemos para sufrir o nacemos para gozar. En todo caso, somos víctimas de un destino. Así, el drogodependiente, condenado al placer que le supone el consumo de dro­ gas, en virtud de su estado de dependencia grave, exhibe la lógica de una moral hedonista según la cual la finalidad de la vida está predeterminada como ley de la naturaleza: la bús­ queda del placer.145 14. P. Levl (2001), Los hundidos y los salvados, Barcelona, Muchnik Editores, 2.a edición, p. 33. 15. Cf. C. Da Agrá (2001), •Genealogía da afec^ao. Exercicio de psicopoiése», en W AA., Dor e sofrimimto. Urna perspestiva interdisciplinar. Porto, Campo das Letras, pp. 171-172. 66

c) El modelo estético toma el dolor como materia de cons­ trucción de sí, dentro de una matriz antropológica que se par­ ta tanto del determinismo victimista como del indeterminismo heroico. El sujeto que sufre tiende a elaborar el sentido de su dolor como un arte y como una estética de la existencia, como un ingrediente del arte de la vida (aquí el epicureismo es un buen ejemplo). En los momentos de dolor por causa de enfermedad y do­ lencias prolongadas, en epidemias y situaciones de profundo sufrimiento psicológico, en crisis sociales y políticas o en ca­ tástrofes naturales, el sufrimiento humano se presenta como un analizador existencial que nos interpela. Entonces, el suje­ to, transformado por el sufrimiento en una especie de filósofo de la existencia, se embarca en la constitución de una nueva estructura de vida. Es evidente que sólo quien es capaz de espantarse (admirarse, maravillarse, asombrarse) con el he­ cho de sentir puede reunir las condiciones para, en el aconte­ cimiento del dolor, adentrarse en esa aventura.16 Leyendo los textos de los «torturados excepcionales», como un conocido ensayista francés los ha llamado,17se evi­ dencia la naturaleza de este último modelo. Así, constata­ mos que muchos de nuestros padecimientos y sufrimientos no son nuevos, aunque la experiencia de subir sí sea singu­ lar y propia. En su novela El volcán, Klaus Mann explica muy bien esta idea a través de un personaje, una refugiada ale­ mana en el París de la Segunda Guerra Mundial, que al dra­ matizar poemas clásicos hace percibir a su auditorio hasta qué punto sus propios miedos y dolores forman parte de una sabiduría del arte: Ni nuestras penas ni nuestras ideas son tan modernas y tan nuevas como solemos creer en nuestro entusiasmo primero. Otros ya han sufrido y pensado antes, y han tenido que en­ frentarse a los mismos problemas que nosotros. Sin embar­ go, sus ideas y su dolor se han transformado en belleza. A 16. Cf. C. Da Agrá (2001), «Genealogía da afecfao. Ejercicio de psicopoiése», ob. cit., p. 175. 17. Cf. P. Bruckner (2001), La euforia perpetua. Sobre el deber de ser feliz, Ma­ drid. Tusquets. pp. 193 y ss.

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nosotros nos han dejado el gran legado de su sabiduría y su dolor convertido en arte.18 En De profundis, la carta que desde la cárcel escribió Oscar Wilde a su amante, el aristócrata Lord Alfred Üouglas, trans­ mite esta percepción estética del dolor: Ahora veo que el dolor, por ser la suprema emoción de que es capaz el hombre, es emblema y prueba de toda gran Arte. Lo que siempre busca el artista es el modo de existencia en don­ de alma y cuerpo integren una indivisible unidad; en donde la Forma revele.19 En el dolor padecemos un cierto mal, pero cabe preguntar­ se qué ocurrirfa sin fuésemos incapaces de sentir, afrontar y mirar nuestro propio dolor, es decir, si se nos educase para re­ tirar la mirada de él o simplemente negarlo. Si no podemos vivir la experiencia de nuestro propio dolor, o si estamos edu­ cados para interpretar como un signo de debilidad y de flaque­ za cualquier manifestación de nuestras heridas, las del cuerpo o las del alma, quizá, entonces, acabaríamos humillando a los demás a fin de apoderamos, en el otro, del dolor que nos he­ mos acostumbrado a negar en nosotros. Aquí, por tanto, ha­ bría que poder analizar las condiciones, culturales y de todo tipo, que hemos establecido y que influyen en nuestra capaci­ dad o incapacidad para efectuar un aprendizaje del dolor.20 En el dolor, como en el placer más intenso, nuestro yo se vuelve plástico, un espacio sumamente susceptible de crea­ ción de sentido y de representación simbólica. Rafael Argullol, en su relato Davalú, o el dolor, recurre a imágenes que compo­ nen todo un bestiario fantástico para tratar de aprehender el mal que le tortura, un fortísimo ataque de cervicales que le deja casi paralizado (el cangrejo, el escorpión, el pulpo), imá­ genes que, sin embargo, parecen asentarse en una especie de iconografía colectiva del dolor.21Turguéniev se comparaba con 18. K. Mann (2003), El volcán, Barcelona, Crítica. 19. O. Wilde (2000), De profundis, Madrid, Siruela, p. 75. 20. Véase F. Bárcena (2001), La esfinge muda. El aprendizaje del dolor después de Auschwitz. Barcelona, Anthropos. 21. Cf. R. Argullol (2001), Davalú, o el dolor. Barcelona, RBA.

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un «plátano» y Daudet, en sus virulentos ataques de ataxia motriz, en los que perdía el control de sus piernas, se recorda­ ba así mismo con un «afilador»: Estar pendiente de caminar en línea recta, temer que me dé uno de esos ataques lancinantes... que me dejan clavado en el sitio, o me retuercen, me obligan a subir y bajar la pierna como un afilador.*2 Pero nuestra relación moderna con el dolor y el sufrimien­ to tiene unas características peculiares que hace que sea a la vez posible e imposible una actitud estética o artística ante el sufrimiento. Algunos autores han señalado que la antigua in­ tegración del dolor en la economía de la vida cotidiana nos resulta hoy extraña, casi podríamos decir que la considera­ mos perversa. Esta relación problemática que la modernidad mantiene con el dolor parece enfrentada a la vieja tolerancia al dolor, cuyo asiento era la convicción de que el mismo «con­ cernía a un destino que en principio era una condición so­ cial».2223 Quizá hoy nuestro nivel de tolerancia al dolores me­ nor a medida que nuestras sociedades se han transformado en sociedades analgésicas. Nuestra relación con el cuerpo siem­ pre ha sido, al menos en el plano de la reflexión filosófica, muy discutida, y esto afecta también a nuestra relación con el dolor. Porque tendemos a distinguir entre «dolor», como algo referido a la carne, y el «sufrimiento», como algo vinculado a la mente o a nuestra vida psíquica. En todo dolor no sólo que­ da afectado el cuerpo, sino que lo que queda directamente atacado es el individuo, al deshacer la evidencia de su rela­ ción con el mundo. En términos filosóficos, el pensamiento clásico presentó un «dualismo» en el que el «alma» se opone a su «cuerpo» —re­ cordemos la condena platónica del cuerpo en el Fedón—, pero la modernidad ha radicalizado esta oposición haciendo del cuer­ po el doble del hombre sufriente. El momento inaugural de esa ruptura del sujeto y su cuerpo quizá surge con la tentativa de las primeras disecciones de los anatomistas del siglo XVI, que 22. A. Daudet (2003), En la tierra del dolor, Barcelona, Alba Editorial, p. 24. 23. D. Le Bretón (1999), Antropología del dolor, ob. cit., p. 201. 69

abren realmente unos cuerpos que aíslan del hombre para trans­ formarlos en objeto o máquina. En su novela Opus Nigrurn, Marguerite Yourcenar nos ofrece una imagen exacta de esta etapa cuando Zenón, médico próximo a Vesalio, se inclina con su compañero médico sobre el cadáver de un joven, hijo de aquél. Allí podemos leer: En la habitación impregnada de vinagre donde disecamos a este muerto, que ya no era más el hijo ni el amigo, sino sola­ mente un bonito ejemplar de la máquina humana, sentí por primera vez —dice Zenón—la impresión de que la mecánica, por una parte, y el Gran Arte, por otra, no hacen más que apli­ car al estudio del universo las verdades que nos enseñan nues­ tros cuerpos, en los que se repite la estructura del Todo.24 Lo que de un modo más claro explica la forma moderna de relación con el cuerpo y lo que le acontece es el criterio de racionalidad. Ésta necesita, para tener éxito, elaborar cons­ tantes abstracciones conceptuales. Sólo mediante tales abs­ tracciones el «fenómeno» puede ser aprehendido. Este acceso al conocimiento del mundo es un acceso despersonalizado. Esta estrategia vale también para el caso del dolor y del cuer­ po. Antes que el hombre sufriente y que el cuerpo doliente, lo que esa racionalidad percibe es la pura dolencia, que con me­ dios técnicos cada vez más sofisticados puede llegar a objetivarse. La tendencia dominante del pensamiento filosófico, que pien­ sa el mundo al margen del cuerpo, contribuye a nuestra inca­ pacidad para pensar la condición del sujeto doliente. En el relato de su propio padecimiento físico, Argullol escribe so­ bre esta incapacidad filosófica para pensar el dolor al margen de categorías racionales y lógicas lo siguiente: Pienso en las notas que tomé ayer y que me sirven para tran­ quilizarme. En realidad, durante todos estos días de nada me ha servido cualquier recurso a visiones filosóficas. La filoso­ fía no sirve frente al dolor. Quizá sí frente a la muerte y la destrucción; no respecto al aguijón del cangrejo, no respecto a la actividad frenética, barroca e intensa de Davaló. Sirve más la esgrima, el cruce de espadas, sirve más la comedia, la 24. M. Yourcenar (1994). Opus Nigrum, Madrid, Alfaguara, p. 123.

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burla, la representación. La filosofía es demasiado etérea, de­ masiado abstracta. Los conceptos, las nociones no tienen ca­ bida en este campo de batalla. Son impotentes frente a la fuerza concreta, plástica, de las sensaciones.29 £1 mismo sentimiento tenía Daudet cuando, en su diario del dolor, declaraba lo siguiente: ¿De qué sirven las palabras para todo aquello que se siente a fondo en el dolor (y también en la pasión)? Aparecen cuando todo ha acabado ya, se ha calmado ya. Nombran recuerdos estériles o mendaces. Ninguna idea general acerca del dolor. Cada paciente se hace la suya, y el padecimiento cambia, igual que la voz del can­ tante según la acústica de la sala.2* Aislado del hombre, en toda su densidad existencia!, el cuerpo, tratado como objeto de conocimiento y experimenta­ ción, no es más que un objeto cuyas marcas hay que borrar y eliminar, como disimulando que el paso del tiempo deja sus huellas en él. Así, resulta revelador que gran parte de la medi­ cina moderna se ocupe más del cuerpo-objeto enfermo que del hombre-sujeto que experimenta existencialmente un subimien­ to. Este último es un resto, a menudo un estorbo para la efica­ cia de la acción médica, algo de lo que quizá deben ocuparse otros especialistas, como los psiquiatras. Aquí habría que re­ cordar que la dignidad es una relación social. No existen estados indignos, tratándose de enfermos o de moribundos, sino quizá miradas indignas q¿sJuzgan y dicen el desprecio o la indiferencia.252627 El dolor, que-no tiene la evi­ dencia de la sangre que fluye ni la de un miembro fracturado, exige una capacidad de observación comprometida en una mi­ rada distinta. El dolor no puede «de-mostrarse», sólo se expe­ rimenta. Para aprehender la intensidad del dolor del otro, entonces, es preciso transformarse en otro, asumir el desafío de la alteridad, porque tratar de ver el dolor del otro es aden­ trarse en su alma. Y se trata de un ejercicio difícil, pues exige el 25. R. Argulloi (2001), Davalú, o el dolor, ob. cit. 26. A. Daudet (2003), En la tierra del dolor, ob. d t.. p. 34. 27. Cf. D. Le Bretón (1999), • Experiéncia dos limites», en Un cálice de dor, Lisboa. Cantara Municipal de Lisboa, p. 26.

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abandono del yo que ve para adoptar la posición de la expe­ riencia de una mirada distinta: la experiencia poética del mirar mismo. Me pregunto si una visión del dolor que tiende a ver antes los resultados de las pruebas clínicas que el rostro del hombre que sufre, que mira antes las objetivaciones de la do­ lencia que el sufrimiento de un cuerpo doliente, no acabará haciendo que el médico, como un eslabón más en la cadena del derecho al bienestar, contribuya a cristalizar más aún el dolor. Un ejemplo de la pérdida moderna del significado personal de la enfermedad, del dolor y de la muerte nos lo proporciona Rainer María Rilke en Los apuntes de Malte Lauríds Brigge: Ya en la época del rey Clodoveo se podía morir en algunos lechos. Ahora se muere en quinientas cincuenta y nueve ca­ mas. En serie, naturalmente. Es evidente que, a causa de una producción tan intensa, cada muerte particular no queda tan bien acabada, pero esto importa poco. El número es lo que cuenta. ¿Quién concede todavía importancia a una muerte bien acabada? Nadie. Hasta los ricos, que podrían sin embargo permitirse ese lujo, comienzan a hacerse descuidados e indi­ ferentes; el deseo de tener una muerte propia es cada vez más raro. Dentro de poco será tan raro como una vida personal.2* Frente a esta despersonalización del dolor y de la muerte en la sociedad moderna, es al mismo tiempo emocionante y sobrecogedora la novela-diario de Hervé Guibert Al amigo que no me salvó la vida-}9 Me preocupaba menos —dice Guibert— conservar una mira­ da humana que adquirir una mirada demasiado humana, como la de los prisioneros de Nuil et brotiillard, el documental so­ bre los campos de concentración.10 En otro momento, recurre al referente de Auschwitz para tratar de expresar lo que siente al ver la imagen de su rostro maltratado por el sida que le devuelve el espejo:28930 28. R.M .Riíke(i996), Los apuntes de Malte laurids Brigge, Madrid, Alianza, p. 10. 29. Sigo aquí a E. Vitela (2000), «Cuerpos escritos de dolor», Revista Complutense de Educación, vol. 11, n.° 2, pp. 83-106. 30. H. Guibert (1998), A/amigo que no me Stl/vd/a vúia. Barcelona. Tiisquets.p. 14.

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Ese cuerpo descamado que el masajista malaxaba brutalmente para devolverle vida y que dejaba jadeante, caliente, hormi­ gueante, como transportado de júbilo por su trabajo, volvía a encontrármelo yo en panorámica auschwitziana todas las mañanas en el gran espejo del cuarto de baño. Guibert escribe su relato desde el campo de batalla de su propio cuerpo. Su cuerpo vivido como muerte y como dolor. Guibert no escribe tras haber pasado por un infierno, sino que registra lo que le acontece desde el infierno de la enferme­ dad, a partir de las sensaciones que percibe. Al hacerlo así, no recurre a una memoria racionalizada, sino a una memoria inmediata. Una extrañeza le somete: hay un otro-en-mí. Guibert es un extraño para sí mismo, y no se reconoce: tiene que apren­ der las dimensiones nuevas que su cuerpo y la vivencia de su nueva identidad en transformación le ofrecen. Tiene que objetivar lo que le sucede con palabras, a veces, duras, muy duras, pero no por ello menos humanas: Hoy, día en que comienzo este libro, el 26 de diciembre de 1988, en Roma, adonde he venido solo contra viento y marea, huyendo de ese puñado de amigos que, inquietos por mi sa­ lud moral, han intentado convencerme de no hacerlo, hoy, día festivo en que todo está cerrado y en que cada transeúnte es un extranjero, en Roma, lugar donde compruebo definitiva­ mente que no amo a los seres humanos, y donde, dispuesto a todo para huir de ellos como de la peste, no sé con quién ni dónde comer [...] yo que acabo de descubrir que no amo a los seres humanos, no, decididamente no los amo, los odio más bien, lo cual lo explicaría todo, ese odio tenaz que he sentido desde siempre... Comienzo un nuevo libro para tener un com­ pañero, un interlocutor, alguien con quien comer y dormir, al lado del cual soñar y tener pesadillas, el único amigo que en este momento puedo soportar.11 En El protocolo compasivo, donde evoca la relación médi­ co-enfermo, Guibert hace ver cómo toda la sensación de exis­ tir y estar vivo le es recordada en las escasas ocasiones en que consigue eficazmente, pese a su extrema debilidad, estimular-31 31. Ibíd. 73

se sexualmente. Como si la ausencia de placer, del placer pu­ ramente físico y carnal, fuese de hecho sinónimo de una muer­ te en vida: Me tiro todo el día dormitando en un sillón del que me cuesta gran esfuerzo alzarme, ya no aspiro sino al sueño, me dejo caer sobre la cama, pues ya no puedo meterme en ella o salir de ella con el esfuerzo de mis músculos, o me agarro los mus­ los con las manos para hacer de palanca o me echo de costa­ do para acabar sentado tras haber dejado caer las piernas, el cuerpo era la única cosa voluptuosa, ahora que la deglución me da un dolor horrible y cada bocado se ha vuelto una tortu­ ra y un tormento y resulta que. desde hace tres días, el simple hecho de estar acostado en la cama me causa dolor, porque ya no puedo darme la vuelta, tengo los brazos demasiado débi­ les, las piernas demasiado débiles, tengo la impresión de que son trompas, de que soy un elefante amarrado, de que el edre­ dón me aplasta y de que mis miembros son de acero, hasta el reposo se ha vuelto una pesadilla y ya no tengo otra experien­ cia vital que esa pesadilla, ya no folio, ya no tengo la menor idea sexual, ya no me masturbo, la última vez que volví a in­ tentarlo no me bastaba con una mano, tuve que poner las dos, hacía semanas y semanas que no me había corrido y me asom­ bró la abundancia seminal que devolvía de pronto a mi cuer­ po un impulso juvenil.32 La misma extrañeza ante las dimensiones enigmáticas que el cuerpo devuelve en estado de sufrimiento la encontramos ahora en la protagonista de un texto literario, El último cuer­ po de Úrsula, de la escritora peruana Patricia de Souza. La novela cuenta la historia de una mujer joven que padece una parálisis que le hace vivir el dolor como una humillación y un desprecio, una herida profunda a su propio cuerpo que le obli­ ga a tener que aprender de nuevo de él, bajo una nueva condi­ ción que antes de la parálisis le era desconocida, y a humillar a todos los otros cuerpos, los de sus amantes. Escrita en pri­ mera persona, casi en forma de un diario personal, la prota­ gonista del relato medita al comienzo de la novela en estos términos: 32. H. Gulbert (1992), El protocolo compasivo, Barcelona, Tusquets, pp. 10-11.

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Hasta el día en que sufrí mi primera parálisis, mi vida era un conglomerado de hechos más o menos con sentido y armo­ nía. Entendía la contradicción, y hasta el dolor, como parte de esa confrontación entre el mundo y lo que soy en el tiempo y en cada una de esas partículas que lo componen; pero cuan­ do ocurrió el accidente, comprendí algo que estaba más allá de todas las ideas que podía haber aprendido o hasta inventa­ do; comprendí que existía únicamente como carne, materia, moléculas condenadas a transformarse en partículas que ig­ norarían la sutileza de mis sentimientos; comprendí que den­ tro de mí estaba la muerte, y así conocí el odio que nace de esa frustración. Cuando ocurrió el accidente, entendí lo esen­ cial: que el final comienza por la ausencia de placer.31 2. El dolor como acontecimiento. La intimidad del sufrimiento He dicho que, como aquello «que nos pasa», el dolor es un acontecimiento de la existencia que nos liga al cuerpo de un modo especial.54Pero nada contraría más al principio de iden­ tidad (nuestro sentido de ser alguien) que esta experiencia, hasta el punto que el dolor se convierte en una realidad de difícil expresión por el lenguaje humano. Esto es particularmente cierto en el caso de los supervivien­ tes de situaciones extremas, donde al dolor de los cuerpos se une un sufrimiento psíquico alucinante y un sentimiento de derrota y abandono indescriptibles. Bajo el dominio del dolor, el diálogo resulta imposible: sólo existe un monólogo interior de carácter mutista. El dolor, entonces, nos hace vivir el tiempo como un instante cruel y el cuerpo sufriente irrumpe con una violencia totalitaria. Como dijo Daudet en su diario del dolor: Dolor, has de serlo todo para mí. Deja que encuentre en ti todas esas tierras extranjeras que no me dejarás que visite. Sé mi filosofía, sé mi ciencia.55345 33. P. De Souza (2000), El último cuerpo de Úrsula, Barcelona. Seix Barra!, p. 9. 34. Un desarrollo más detenido de la experiencia del acontecimiento se encuen­ tra en su último libro: F. Bárcena (2004), El delirio de las palabras. Ensayo para una poética del comienzo, Barcelona, Herder. 35. A. Daudet (2003). En la tierra del dolor, ob. cit., p. 58.

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Cuando se presenta el dolor, y sobre todo si el dolor es intenso y nos inhabilita para el ejercicio de nuestra actividad humana, nuestro ser corporal se impone con absoluta necesi­ dad, creando una especie de pasividad primaria. Ya lo dijo Thomas Mann en La montaña mágica: «Por regla general es el cuerpo lo que domina, lo que acapara toda la vida, toda la importancia y se emancipa del modo más repugnante. Un hombre que vive enfermo no es más que cuerpo». En su vertiente más extrema, el subimiento transforma toda nuestra sensibilidad en vulnerabilidad, nos retrae, hace que se rompan nuestros vínculos con el mundo y nuestro es­ tado de incomunicación irrumpe en la comunidad de la que formamos parte de forma violenta haciendo que, en parte, se deteriore. El dolor es, entonces, una interrupción del hábito y de las rutinas de la vida, una fractura del mundo y de la reali­ dad, del mundo de la vida. Marcel Proust expresaba este sen­ timiento al recordar el impacto subido en una visita que le hizo a su amigo Daudet, ya muy enfermo de sífilis: Recuerdo hasta qué punto el dolor físico —tan liviano com­ parado con el suyo que en él habría resultado un respiro—me había hecho sordo y ciego para los demás, para la vida, para todo salvo para mi maltrecho cuerpo, por el que mi cabeza sentía una pertinaz debilidad, como un hombre enfermo y postrado en cama con la cara vuelta a la pared. Ivan Ilich, el protagonista del relato homónimo de Tolstoi, se da perfecta cuenta muy pronto de esta misma situación: Aunque trataban de disimularlo, él se daba cuenta de que era un estorbo para ellas (su esposa e hija) y de que su mujer había adoptado una concreta actitud ante su enfermedad y la mantenía a despecho de lo que él dijera o hiciese.36 ¿Qué nos aporta esta literatura del dolor que estoy citan­ do? A través de la lectura de este tipo de textos literarios po­ demos activar una suerte de «imaginación literaria» o, lo que es lo mismo, nuestra «imaginación sensible», que es una clase 36. T. Tolstoi (1998), La muerte de ¡van Ilich, Madrid, Alianza, pp. 30-51.

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de compasión, en el sentido en que nos la explica Milán Kundera en La insoportable levedad del ser: Tener compasión significa saber vivir con otro su desgracia, pero también sentir con él cualquier otro sentimiento: ale­ gría, angustia, felicidad, dolor. Esta compasión [...] significa también la máxima capacidad de imaginación sensible, el arte de la telepatía sensible; es en la jerarquía de los sentimientos el sentimiento más elevado.37 La práctica de la «compasión», permite establecer una es­ pecie de semántica de cordialidad en la comunidad, impres­ cindible para aprender a adoptar el punto de vista y la mirada del otro que sufre, más allá de las buenas intenciones y la buena conciencia. La pregunta que, en cualquier caso, pode­ mos formular es la siguiente: ¿qué se puede hacer cuando ya no hay nada que hacer, cuando el cuerpo y el hombre se adentran en el lado nocturno de la ciudadanía humana, en el territorio del dolor? Aquellos escritores que han podido dejar testimo­ nios literarios de sus propios padecimientos nos dicen que, al menos, queda la posibilidad de la escritura, de hacer de la escritura una morada más habitable, aunque precaria y muy provisional, hacer de ella un gesto de resistencia, un gesto tes­ timonial y un modo de apaciguar las heridas de la contingen­ cia. Leyendo sus escritos podemos establecer una suerte de pacto testimonial, aprendemos a practicarla «compatía», como la llamó Octavio Paz, y tal vez huimos de la indiferencia mo­ ral.3* Así, podemos leer en La muerte de Ivan Ilich de Tolstoi: Lo que más torturaba a Ivan Ilich era que nadie se compade­ ciese de él como él quería. [...] Quería que le acariciaran, que le besaran, que lloraran por él, como se acaricia y consuela a los niños.39 Quisiera terminar esta parte de mi exposición resumiendo las tres dimensiones que explicarían el dolor como aconteci­ I

37. M. Kundera (2003), La insoportable levedad del ser, Barcelona, Tusquets, p. 28. 38. Cf. O. Paz (2003), Ideas y costumbres (La letra y el cetro. Usos y símbolos}. Obras completas VI, Barcelona, Galaxia Gutenbcrg / Circulo de Lectores, p. 600. 3 9.1. Tolstoi (1998), La muerte de ¡van tlich, ob. cit., p. 69.

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miento de la existencia: a) es lo que da a pensar, b) es lo que permite hacer experiencia; y c) es lo que rompe la continuidad de la vivencia del tiempo y la historia personal. Lo que da a pensar. La percepción del dolor del otro nos abre a un pensar inédito, porque crea unas condiciones nue­ vas para la reflexión. Es lo que da a pensar, y no aquello acer­ ca de lo cual pensamos para obtener un saber que nos proteja del impacto que provoca el acogimiento en nosotros del sufri­ miento del otro. Ante un acontecimiento traumático cargado de dolor y sufrimiento psíquico, todo el saber del dolor que podamos haber elaborado es insuficiente para protegernos del impacto. Juan David Nasio describe muy bien este aspecto de la cuestión al recordar el caso de una de sus pacientes que, tras lograr un embarazo largamente deseado, pierde repenti­ namente a su hijo: Todo mi saber sobre el dolor —he de precisar que, en aquella época, estaba escribiendo el presente libro— no me protegió del impacto violento que sufrí al recibir a mi paciente inme­ diatamente después del accidente. En aquel momento, nues­ tro vínculo se reducía a poder ser débiles juntos. Clémence, fulminada por la pena, y yo, sin dominio sobre su dolor. Me encontraba desestabilizado por la impenetrable angustia del otro. La palabra, entonces, me parecía inútil, razón por la cual me veía reducido a hacer resonar, como un eco, su grito des­ garrador. Sabía que el dolor irradia y envuelve a quien lo es­ cucha. Que, en un primer momento, yo no tenía más que ser aquel que, por su sola presencia —aunque fuera silenciosa—, pudiera disipar el subimiento recibiendo sus irradiaciones. Y que esta impregnación, más acá de las palabras, podría inspi­ rarme justamente las palabras adecuadas para decir el dolor y, por fin, calmarlo.40 Hacer experiencia. El dolor no nos hace «tener» más expe­ riencia, sino que a partir de él hacemos experiencia en noso­ tros. No se trata, entonces, de que el dolor del otro nos permi­ ta ensayar o experimentar con él nuevas formas para aliviarlo. Hay un punto en el que el cuerpo del otro ya no puede seguir siendo tratado como un campo de experimentaciones para 40. J.D. Nasio (1998), El libra del dotar y del amor. Barcelona. Gedisa, p. 15.

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mostrar la eficacia técnica de nuestros conocimientos sobre el dolor y la enfermedad. En su novela Nadie me verá llorar, Cristina Rivera Garza describe muy bien este asunto en la ex­ periencia que hace Joaquín Buitrago, un adicto a los narcóti­ cos y fotógrafo de mujeres en psiquiátricos y de prostitutas en burdeles. Al descubrir el cadáver de una mujer asesinada en las calles de Santa María La Ribera, Joaquín Buitrago descu­ bre la experiencia del dolor: En la oscuridad, Joaquín descubrió el dolor. No fue una pala­ bra ni una sensación, sino una imagen: el rostro de una mujer en rigor mortis. La descubrió tirada sobre la calle poco antes de que llegara la policía con sus linternas y sus gritos. Se de­ tuvo frente a ella y, sin pensarlo, le pasó las manos por los cabellos humedecidos de lluvia y sangre. Después se sentó a su lado, sobre el asfalto. La observó, sus labios estaban reven­ tados a golpes, y los brazos y piernas se doblaban en ángulos tortuosos. Trató de rezar pero no recordaba ninguna oración. El mundo era, tal como se lo había imaginado, un lugar sin piedad y sin solución. El rostro de la mujer se clavó en su memoria. Ésa fue su primera fotografía.41 Discontinuidad. El dolor introduce la discontinuidad en la experiencia del tiempo vivido y en nuestras relaciones con el mundo y con los demás. Lo sorprendente de todo aconteci­ miento está en la toma de conciencia que hacemos de un modo repentino. Aprendemos de nuevo y aprendemos en serio. Darse cuenta, prestar atención, es descubrir sin movemos del sitio una vieja novedad. En la toma de conciencia del acontecimien­ to sabemos hasta qué punto nos concierne lo que nos pasa. Nos tomamos «en serio» el asunto de que se trate, sea la muerte o la vida. Tomarse «en serio» algo es no tomarlo a la ligera. Tomarse en serio a alguien es tomar conciencia de su densi­ dad existencia!. Es acogerlo como acontecimiento en uno, como otro en mí que me da a pensar. En El protocolo compa­ sivo, Hervé Guibert, enfermo de sida, describe como al caer de bruces en una cafetería habitual de su recorrido es ayuda­ do por dos camareros sin mediar palabra, gesto que le enfren­ ta en términos de discontinuidad frente a sí mismo ante la 41. C. Rivera Garza (2003), Nadie me verá llorar, Barcelona, TUsquets. p. 32.

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habitual antipatía que reconoce haber sentido siempre por ellos. Al relatarle el caso a su amigo Jules, comenta este últi­ mo: «Siempre has pensado que todo el mundo era malo, pero ya ves que no es cierto y que la gente está más que dispuesta a ayudarte». Guibert prosigue en estos términos su reflexión en relación a su médico: Una vez, después de que mi médico me hubiera examinado, no pude alzarme por mis propias fuerzas de la camilla, entonces se inclinó sobre mí para que lo rodeara con los brazos en tomo al cuello, tuve la impresión de ser un niño, de ser el viejo irra­ diado y descarnado al que la joven enfermera está lavando en la foto de Eugene Smith, y la situación era tan conmovedora, que me reí de buena gana, yo, que me siento mayor que mi médico, pese a que él es siete años mayor que yo, de verme ante él en esta posición de abandono total, me reí con alegría, como un niño feliz y despreocupado, era el mundo al revés.42 3. Ver el dolor. Una poética de la mirada Dar a ver el dolor sólo es posible a través de formas de expre­ sión realmente subjetivas. En un texto recientemente recupe­ rado a propósito del centenario de su nacimiento, María Zambrano ha dejado escritas unas líneas sobré el lugar de la visión en la experiencia humana de existir; se trata de un bre­ ve fragmento que nos dice que somos lo que nos pasa y como consecuencia de una cierta experiencia de la mirada, y por tanto del cuerpo, y no sólo de la razón: La experiencia es desde un ser, éste que es el hombre, éste que soy yo, que voy siendo en virtud de lo que veo y padezco y no de lo que razono y pienso. Porque el hombre se padece a sí mismo y por lo que ve. Lo que ve le hiere, le puede herir aun prodigiosamente para que su ser se le abra y se le revele, para que vaya saliendo de la congénita oscuridad a la luz, esa que ya hirió sus ojos —heridas— cuando los abrió por primera vez, cuando salió de su sueño o vio su sueño.43 42. H. Guibert (1992), Elprotocolo compasivo, ob.cit.,p. 13. 43. M. Zambrano (2004), Los bienaventurados, Madrid, Siruela, p, 30. 80

En esta última parte quiero referirme a la experiencia de una mirada transformada, una que modifica nuestra relación visual con el mundo, sobre todo cuando depositamos una mi­ rada peculiar en el dolor de los otros. Esta mirada está vincu­ lada a una cierta idea del comienzo. Al principio no fue la ra­ zón, sino la palabra. En el comienzo estaba la música la palabra, el canto, el movimiento, el color. Al principio fue la poesía, pero ese acto por medio del cual sentimos poéticamente el mundo, es tanto gloria como condena. Como dice António Mega Ferreira: En un mundo tan minuciosamente descrito, identificado, ca­ talogado como es el nuestro, la poesía sólo es posible como tentativa desesperada de nombrar otro mundo —la no espe­ sura de la materia, la esencia inexpresable de los lugares. La búsqueda de una transparencia ilógica, absurda —y, sin em­ bargo, necesaria.44 ¿Qué experiencia contiene esta mirada de la que hablo? Me van a permitir que me entretenga con etimologías. En fran­ cés, mirar es guardar; «garder». La mirada aquí evoca una visión orientada, cuya raíz designa no tanto el acto de ver como la espera y la consideración. El prefijo «re»(-garder) conecta la mirada a una visión dirigida hacia algún punto, pero tam­ bién significa «volver a tomar bajo guardia o custodia».45Mi­ rar es, entonces, tener cuidado, guardar, tener miramientos con lo que se ve: cuidar lo que se ve y protegerlo. En este sen­ tido original, mirar es cuidar lo que se ve, poner cuidado con lo que se mira y prestando atención a la intención que se pone en el ojo que mira.46 La raíz germánica del verbo «guardar», proveniente de warten (to ward, en inglés), no está tan lejos de lo que en francés desemboca en el verbo «curar» (guérir): pro­ teger, garantizar. La palabra francesa «mire», para designar al médico, indica aquel que mira atentamente (de «mirare»), todo lo cual atestigua el parentesco entre el arte de pintar, el 44. A. Mega Ferreira (2003), O que hd-tle voltura pasear, Lisboa, Asslrio & Alvim. p. 14. 45. J. Starobinsky (2001), El ojo vivo, Valladolid, Cuatro Ediciones, p. 19. 46. «La mirada que todo lo nacido ha de recibir al nacer y por la cual el naciente forma parte del universo.» M. Zambrano (1993), Claros del bosque, Barcelona. Seix Barral, 133.

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arte de mirar y el arte de cuidar.47 ¿Será, entonces, mirar aco­ ger lo que se ve tal y como es, sin mpdificaciones? ¿Habría una ética de la mirada que es como un decir la verdad de lo contemplado con unos ojos que protegen, que saben cuidar la dignidad de lo visto? ¿Una mirada que deja ser lo visto? La vista llega antes que las palabras. Primero vemos; luego decimos, nombramos. Por la vista establecemos nuestro lu­ gar en el mundo y establecemos un lazo vivo con los otros.48 Por la vista instauramos, entonces, nuestra primera relación de alteridad con el mundo. Llegando al mundo por el naci­ miento, como cuerpo entre otros cuerpos, nos expresamos y aparecemos ante los otros y confirmamos lo que somos des­ pués con cada acción y cada palabra. En este aparecer se re­ vela nuestra «existencia» como fomia que puede ser vista, to­ cada, nombrada: «Amar, morir —declara Starobinsky—, es ser presa de una mirada, y a veces de la misma mirada».49 El acto de ver puede ser una actividad «patética» o una acti­ vidad «poética». Lo primero, porque hay miradas que nos re­ ducen, que nos someten y que nos inmovilizan. Es como si de ese ejercicio de ser mirados resultase una imperfecta apro­ piación de nosotros mismos. Este mirar el ojo que nos mira no implica gloria, sino vergüenza. Y lo segundo, porque hay modos de ver en los que la mirada deja ser al otro en lo que es. Se trata de una mirada que se desliza en el silencio. Podría­ mos sugerir que esa mirada necesita que la memoria excesiva calle en su ruido para permitir el silencio y la escucha de una mirada poética. Me estoy refiriendo a una mirada infantil. Una mirada que, recuperando la belleza del mundo, aceptándola e instalándose en ella, parece «matizar» en parte la angustia existencial que proviene del acecho de la nada, de la enfermedad y de la muer­ te, pero sin negarlas. Más bien tiene en cuenta lo que se escapa al control del hombre, y de algún modo anticipa la muerte con el objeto de amar más la vida y afirmar el inmenso placer de vivir. Esa vida instalada en esta mirada —tan difícil de todos modos— experimenta la vida «muriendo», pero en esa vida va­ 47. J. Clair (1999), Elogio de lo visible, Barcelona, Seix Barral, pp. 89*90. 48. Cf. i. Bcrger(2000). Modos de ver, Barcelona, Gustavo Gili, p. 130. 49. J. Starobinsky (2001), El ojo vivo, ob. cit., p. 27.

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mos sabiendo que tras cada aparente final existe la posibilidad de un recomienzo. En su novela El viajero magnífico, el es­ critor Yves Simón expresa muy bien esta relación entre el enig­ ma del comienzo y la experiencia de la muerte: Los inicios son misteriosos. Precisa, dolorosa, lacerante, la muerte siempre es determinable; es un trazo brutal en el mapa del tiempo y del espacio. Destruye en un instante un conjunto de lazos visibles o invisibles que, a veces, llevaron años, si­ glos, entretejiéndose. Sin embargo, a pesar de o por causa de esto, es la condición necesaria para que la vida continúe, se involucre, creando órdenes provisionales que retrasan con fre­ cuencia el desorden del mundo: cada agonfa de un sistema, por muy cruel que sea, es indispensable para poder establecer nuevas conexiones, más fuertes, más sutiles, diferentes. La muerte fabrica el tiempo.5051 Por el hecho de aparecer y desaparecer, por el hecho de llegar y de partir, por el hecho de experimentar el mundo, so­ mos del mundo, y no sólo estamos en él. Y porque estamos destinados a ser vistos, oídos, tocados, olidos, el mayor drama consiste en que nada dé testimonio de nuestra presencia en el mundo. Porque ello es así podemos decir que todos los muer­ tos y desaparecidos, ocultados, escondidos buscan salir de las sombras. Como escribe magníficamente Cristina Rivera Gar­ za en su novela Nadie me verá llorar, una novela en la que el asombro de la visión está estrechamente ligada a veces a la náusea que causa el dolor ante la contemplación de los cadá­ veres de hombres y mujeres en la morgue: «En la fosa común ninguno tenía nombre, edad o historia; y todos yacían ahí, iner­ tes y abiertos, liberados quizá, relajados frente a ojos ajenos» Todo lo que puede ver desea ser visto, todo lo que puede oír emite sonidos para ser escuchado, todo lo que puede tocar se muestra y se expone para ser tocado. Porque todo lo que está vivo, todo lo que existe, siente una necesidad propia de apare­ cer, de introducirse en el mundo y exhibirse como individuo. Somos del mundo de las apariencias y por eso somos vistos y vemos; y por ello nos expresamos, y lo que expresamos es ni 50. Y. Simón (2000), O viajante magnifico, Porto, In-Libris, p. 25. 51. C. Rivera Garza (2003), Nadie me verá llorar, ob. cit., p. 32.

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más ni menos que a nosotros mismos desplegándonos, exten­ diéndonos en el mundo como prolongación de lo que somos. Hay miradas que se protegen de lo que ven, y miradas que, tomando bajo custodia lo que contemplan, parecen caer en aque­ llo en lo que se abandonan. Existe una mirada que, cuidando de lo que ve, al mismo tiempo que mira también narra y ofre­ ce un testimonio. Se trata de una mirada original, una mirada sorprendida. Esta mirada supone una visión que ve siempre desde alguna parte, pero sin encerrarse del todo en su propia perspectiva. Al ver el mundo lo habitamos y entonces las co­ sas se constituyen en moradas abiertas a la mirada. Habla­ mos aquí de miradas que se derraman, que se abandonan, que parecen desplomarse. Unas miradas que parecen olvidar­ se de un yo instalado en el ojo que ve y que se dejan sorprender por lo otro. Miradas que se depositan, en una especie de aban­ dono, en aquello que contemplan, y lo contemplado parece acoger todo ese mirar. Si cifrar algo en palabras consiste en proyectar el mundo sobre su intimidad, colocarlo en imáge­ nes entraña algo así como una proyección de la propia intimi­ dad en el mundo. Aquí, la mirada es un espacio de comunica­ ción; hace del espacio un elemento de la comunicación; su materia específica.32 Pero hay que saber mirar lo que vemos para sentir que nuestra mirada es acogida. Aprender a ver lo que vemos es mirarlo de otro modo, no con la mirada necesa­ riamente fría de la ciencia, sino con una mirada a la vez teme­ rosa, curiosa y apasionada del comienzo. Esa mirada que se sumerge profundamente en lo que se dispone a ser visto es una mirada cargada de infancia. El tiempo de la infancia es el tiempo del puro acontecer, decía el poeta Rilke; el tiempo donde la palabra por conquistar se da siempre en el curso de una locura de la lengua que busca poner nombre a lo que nos pasa; nombrar el miedo de los co­ mienzos, nombrar la forma que deseamos darnos, nombrar callando los silencios que nos pueblan, nombrar con mirada nueva lo que vemos, nombrar el cuerpo que existimos, nom­ brar, en fin, el arte mismo en que consiste confirmar la vida. Vivir es también procurar estos nombres, o esas palabras, y al fin guardarlas dentro, para que nos acompañen y nos cuiden52 52. B. Noel (1988), Journaldu regará, Parts, POL. p. II. 84

como, quizá desde la infancia, siempre hicieron. Palabras que sirven para caminar en lo arduo, para la travesía y el viaje. El comienzo, pese a la muerte, o precisamente por ella. En toda llegada por el nacimiento se supone un viaje previo, y por tan­ to una preparación, y hay un comienzo, la posibilidad de una mirada nueva y muchas decepciones también, la obligación de un silencio que acalla los ruidos que llevamos dentro y el anun­ cio de una lengua que se puede pronunciar por boca de nadie bajo el soporte del cuerpo que somos. Y es que la primera pa­ labra deliró el comienzo. «¿Estamos destinados a no ser sino comienzos de verdad?», escribió René Char.” La mirada cargada de infancia es la mirada de niño que abre los ojos a lo que hay. Se dispone ese mirar a lo que se ofrece a nuestros ojos, y se llena de mundo como por primera vez en ausencia de una palabra previa que signifique ese mi­ rar. Es una mirada original, entonces, porque contempla lo que hay desde un tiempo-acontecimiento que es su incipit, su comienzo. El único decir que es posible tras esa primera mi­ rada es un decir balbuciente, un decir que deletrea lo visto. Esta mirada, posible porque ya fue, aunque la hayamos olvidado, al mismo tiempo nos resulta un ejercicio imposible como adul­ tos. Lo «imposible» de esta mirada tiene que ver con la pérdi­ da definitiva de la infancia en nosotros. Henri Michaux5354es­ cribió en sus Pasajes lo siguiente sobre esta mirada: Miradas de la infancia, tan particulares, ricas en no saber; ricas de extensión, de desierto, grandes por ignorancia, como un río que fluye [...], miradas todavía no atadas, densas de todo aquello que se les escapa, plenas de lo todavía indesci­ frable. Miradas del extranjero...55 El recurso a esta mirada infantil no es ni retórica ni acci­ dental. Estamos acostumbrados a ver lo que hay sabiendo de antemano qué es y qué significa lo que vemos. Así, estamos informados de la existencia de los muertos por la violencia, por la reiteración de las imágenes, pero no entendemos bien el sentido de su ausencia. Esa mirada nuestra, mirada adulta. 53. R. Char (2002), Furor y misterio, Madrid, Visor, p. 225. 54. Cf. H. Michaux (1963), Passages, París, Gallimard. 55. Citado por A. Pizamik (2001), Prosa completa, Barcelona, Lumen, p. 210.

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es una mirada que pone sus ojos en la necesidad de significar el sentido de lo que vemos cuanto antes. Pero a ese mirar le falta algo. Le falta la experiencia de una mirada inédita capaz de apreciar lo nuevo, la singularidad del caso, su expresión como acontecimiento. Podemos recordar aquí la mirada que perseguía Zaratustra: la mirada del niño que, avisado de que está a punto de recibir un regalo, entreabre y entrecierra los ojos como si al mismo tiempo quisiera y no quisiera ver lo que se le va a dar. Ese mirar entreabierto mira, por así decir, no el objeto, sino el instante del regalo, mira y ve la sorpresa, el devenir inocente de la sorpresa. Es una mirada sorprendida que captura, en un instante, la sorpresa misma. Lo visible es una mansión del sentido: contiene el mundo y la vista. Si todo lo que se muestra tiene dos lados (lo que ve­ mos y lo escondido), lo mismo le ocurre al espacio. Así, entre la presencia y exhibición de lo que se nos muestra y el saber y la mentalidad en la que estamos, la mirada se desgarra, y de ese desgarro, de esa fractura, es de donde nace el pensamien­ to. Pensar surge de una grieta abierta entre lo que vemos y lo que sabemos, pues ni lo que vemos es todo lo que se muestra ni lo que sabemos es todo lo que el objeto es.

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DIOS DESPUÉS DE LA SHOAH

Catherine Chalier

«Mi biografía», dice Emmanuel Lévinas (1906-1995), «está dominada por el presentimiento y el recuerdo del horror nazi».1 Y obviamente esa biografía no es extraña a su filosofía. Esa filosofía, construida completamente y de un modo paciente lejos de las corrientes dominantes y a menudo violentas de las ideologías del siglo, se dirige en particular a aquellos a quie­ nes estremece el horror de este siglo. No, obviamente, para incitarles a profesar el nihilismo, sino para transmitirles una orientación de la vida y del pensamiento que deja en la boca un gusto distinto al de las cenizas o al de la resignación ante la malignidad de los hombres. O incluso para testimoniar, to­ mando este término tan central en su filosofía, una atención a la alteridad que nos previene ante la tentación de una racio­ nalidad cerrada a todo exceso de trascendencia. Al igual que su contemporáneo Hans Jonás (1903-1993), Lévinas juzga que aquella Catástrofe impone a los filósofos y a los teólogos una revisión desgarradora de su conceptualidad. Este trabajo es­ peculativo es parte de lo que se debe a los desaparecidos, y los dos pensadores se separan de todos aquellos que, sean filóso­ fos o teólogos, perseveran en el pensamiento como si aquella Catástrofe no constituyera una ruptura radical y como si fue­ ra posible continuar reflexionando como antes. Su atención al pensamiento de su tiempo va pareja a un cuestionamiento de una racionalidad que rehuye inquietarse por las voces de aque­ llos que desaparecieron sin dejar huella. 1. E. Lévinas, Diffíeile liberté, Parts. Albín Michel, 1976, p. 374.

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Estos dos testimonios judíos del desastre de la Shoah y, desde el Fin de la guerra, de las innumerables violencias, des­ trucciones y dolores que quedan sin consuelo (pues su peso es tan grande que la mayoría de los hombres prefiere la distrac­ ción para olvidarlos cuanto antes), predican la causa de un pensamiento exigente, de un pensamiento no conciliador, de un pensamiento desgarrado. No por complacencia o por acep­ tación de la desgracia, sino por el deseo de llevar hasta el nú­ cleo de la conceptualidad teológica y filosófica la irreductible tensión de una responsabilidad infinita. Quisiera, en el marco de esta conferencia, analizar los si­ guiente puntos: 1) La reflexión de Lévinas sobre la historia judía. 2) El pensamiento de un Dios sin poder en Lévinas y eo Jonás. 3) La responsabilidad humana en Lévinas y Jonás. 1. El pensamiento de Lévinas sobre la historia judía Pensar la historia del pueblo judío, tras la Shoah, lleva a Lévinas a preguntar: «¿Entramos en un momento de la histo­ ria en el que el bien debe amarse sin promesa? [...] ¿Estaría­ mos a las puertas de una nueva forma de fe, de una fe sin triunfo como si el único valor incontestable fuera la santidad y cuando el único derecho a la recompensa es no esperarla?».1 Desde la Biblia, la perspectiva de una era prometedora —de paz, de justicia, de libertad— acostumbró a los espíritus a pensar que el tiempo va hacia algún lugar y que las desgracias presentes, a falta de servir para algo, tendrán un final, un fi­ nal feliz. «Europa ha edificado su visión del tiempo y de la Historia bajo esta convicción y esta atención: el tiempo pro­ metía algo».1 A pesar de su resuelto rechazo de toda trascen­ dencia, el marxismo y las ideologías que de él parten aún eran herederas de esta concepción. Realmente la humanidad occi­ dental ha buscado dar sentido a los sufrimientos soportados 2. E. Lévinas. A ltiriti el trascettdance. Montpellier. Fata Morgan», 1995, p. 119. 3. E. Lévinas. le s imprévus de VhisUnre, Montpellier. Fata Morgana, 1994, p. 207.

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por los hombres subordinándolos a una finalidad metafísica o histórica. La justificación de los sufrimientos desde la mira­ da de Dios —la teodicea— ha hecho surgir la esperanza de que esos sufrimientos se insertarían en un «plan de conjun­ to», pero que al menos para los justos tendrían una compen­ sación o una recompensa en el fin de los tiempos. Las filoso­ fías de la historia no renunciarán a esta idea que, poco a poco, toma la forma de una creencia en el progreso. Según Lévinas, la teodicea constituye una tentación del hombre, le ayuda a mantener una cierta tranquilidad del alma a pesar del desam­ paro de la vida, le ahorra el cara a cara con el abismo del sufrimiento. Esta teodicea ha persistido en el progresismo ateo persuadido de que las ideas de justicia y de bien vencerían algún día a la injusticia y al mal, merced al mero desarrollo de las leyes naturales e históricas. Sin embargo, continúa Lévinas, las desgracias del siglo XX prohíben seguir pensando así y ello obliga a revisiones desgarradoras. El siglo XX «que en treinta años ha conocido dos guerras mundiales, los totalitarismos de derecha y de izquierda, hitlerismo y stalinismo, Hiroshima, el goulag, los genocidios de Auschwitz y de Camboya. Siglo que se termina en la obse­ sión del retorno de todo lo que esos nombres bárbaros signifi­ can»,45impone el quedarse sin habla de cara a tanto mal inflingido de una manera tan deliberada y ultrajante. Para Lévinas, si Auschwitz constituye el paradigma de este mal es porque allí se muestra «su horror diabólico». «La afirmación de Nietzsche sobre la muerte de Dios ¿no cobraría en los cam­ pos de exterminio el significado de un hecho casi empírico?»,3 nos pregunta Lévinas, No obstante, al renunciar a la teodicea y a la esperanza de que la historia algún día otorgue sentido a los sufrimientos del presente, Lévinas no opta ni por el nihilismo ni por la resigna­ ción ante el estado violento e injusto del mundo. Él busca com­ prender de otro modo la relación entre el bien y el curso visi­ ble de la historia. El trauma de la Shoah sacude con violencia las categorías tradicionales de la fe pero, según el filósofo, no 4. E. Lévinas, Entre nous, París, Grassct. 1991, p. 114. [Hay traducción en cas­ tellano: Entre nosotros. Valencia, Pre-textos, 1993.] 5. tbtí.. p. 115. 89

destruye esa fe. Obliga a pensarla y a vivirla, no únicamente por fidelidad muda hacia el pasado de sus padres, sino por obligación aumentada hacia la elección de Israel. Lejos de menospreciar al ateísmo, Lévinas lo acepta como una prueba obligada. La desarmada bondad de los justos y de los santos no recibe ninguna salvación visible en la historia, es maltratada, humillada y asesinada. £1 Eterno no se mueve para socorrerlos. No les envía a ningún Moisés para ayudarles a atra­ vesar mar y desierto. La tierra prometida permanece inaccesi­ ble. No obstante, esto no significa para Lévinas ni la ausencia del Eterno ni una descarada burla de la elección de Israel. Esto exige pensar una fe que no espera ni ayudas ni triunfo. En efec­ to, dice Lévinas, el mundo está marcado, aunque se quiera ne­ garlo, por la profunda desesperanza y el desamparo de aquello que advino en el momento de la Shoah. Por ello, tal y como muestra Vida y destino, la novela de Vassili Grossman que Lévinas gusta tanto de citar, si la memoria de los supervivien­ tes permanece atormentada por esta desgracia, debe recordarse también que en el seno mismo del Apocalipsis, quizás en los mismos campos de concentración, hubo de manera desintere­ sada gestos de pura bondad —de bondad sin ideología— a pe­ sar de la completa impotencia de aquellos que los hicieron. Pues bien, esta «bondad descubierta en el tormento», justo cuando las instituciones humanas que se considera que defienden el bien se habían hundido, ¿no es «el signo de un Dios inaudito pero que, sin prometer nada, toma sentido más allá de las teo­ logías de un pasado que nos empuja con fuerza al ateísmo?».6 ¿Qué sentido dar a este «signo de un Dios inaudito» y qué relación mantiene con la historia judía? En sus distintas versiones la tradición de Israel mantiene que el Eterno acompaña al pueblo judío en los sufrimientos del exilio. Desde esta perspectiva, Rachi interpreta el verso del Exodo (3:14): «Seré el que seré» (éieh acheréieh), no como un enunciado ontológico sobre el ser de Dios (que es la lectu­ ra que se suele hacer), sino como Su promesa de estar al lado de su pueblo. Con todo, una promesa semejante no se acom­ paña de ninguna garantía de que ese pueblo vencerá clara­ mente a sus perseguidores en el curso de la historia. Esa pro­ 6. E. Lévinas, A l'heure des nations, París, Minuil, 1988, p. 103.

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mesa tampoco significa que el mal presente constituya una ilusión sin importancia. Simplemente dice que el Eterno esta­ rá con Israel en sus sufrimientos, incluso si Israel llega a olvi­ darle o a no poder pensarle. Por su lado el Zohar (120 b) dice: «Los sufrimientos de Israel son los tabernáculos del Santo, bendito sea, en el exilio y porque la Chekhina (la presencia de Dios) está con ellos, el Santo, bendito sea, se acuerda de ellos para aliviarlos y hacerles salir del exilio». Lévinas, del mismo modo, piensa que un sentimiento irreductible marca la religiosidad de Israel: «el sentimiento de que su destino, de que la Pasión de Israel, desde la esclavitud en Egipto hasta Auschwitz en Polonia, de que su Historia san­ ta, no es sólo la de un reencuentro entre el hombre y el Absolu­ to y una fidelidad, sino que es, si se puede decir así, constituti­ va de la misma existencia de Dios».78El sentido del verbo «ser» aplicado a Dios no se comprende, según Lévinas, refiriéndolo a una construcción especulativa, lógica o teológica. Este verbo toma sentido a través de las contradicciones, las caídas y las elevaciones de la historia judía. Como si, continúa Lévinas, «la historia de Israel fuera la "divina comedia" o incluso la "divina ontología”». Como si «las pruebas de los justos, a pesar de sus desfallecimientos [...] fíeles hasta morir», pertenecieran a «la semiótica de la palabra Dios». Esto no quiere decir que esta historia dé a los filósofos la prueba que aún nos falta de la exis­ tencia de Dios, sino que esa historia es más bien el «despliegue concreto hasta la Diáspora en el que. según un decir enigmáti­ co de los doctores talmúdicos. Dios siguió a Israel».* Dios no es, adviene y deviene en las palabras de aquellos que elige para un servicio sin remisión y sin fin. Este es el significado de la elección para Lévinas: una responsabilidad infinita, una vocación para responder por el pobre, por la viu­ da y por el extranjero antes de tomar la palabra para afirmar sus derechos a ser. Es mediante la voz de sus testimonios, voz frágil y ya hecha añicos, voz tan a menudo a punto de desapa-' recer en la historia, que la gloria del Eterno se glorifica. Pero, ¿de qué gloria estamos hablando para que Lévinas la compa­ re con una «divina comedia»? Netsah Israel, la eternidad y el 7. E. Lévinas, Au-delá du verse!, Parts. Minult, 1982. p. 20. 8. Ib(d.. pp. 20-21. 91

triunfo de Israel, sería, pues, como una «comedia», pero ¿por qué? Y esta comedia ¿fue divina?, ¿debería mover a risa? ¿Por qué Lévinas escogió esta comparación por la que la his­ toria judía, nos dice, recuerda a una Pasión? La divina comedia de Dante y sus tres partes, el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, habla de la larga metamorfosis inte­ rior que era necesaria para que el poeta pudiera soportar la visión gloriosa de Beatriz, su bien amada. No obstante, al fi­ nal del libro Beatriz desaparece y sólo queda, escribe Dante, «el amor ardiente que mueve al sol y a las demás estrellas».9 Con todo, a pesar de la alusión explícita a Dante, Lévinas tam­ bién se refiere al Banquete de Platón, y a este respecto explica que llama «comedia» a todo amor que no se refiere más que a sí y hace desaparecer la alteridad. La comedia del amor no merecería el nombre de divina sino a condición, precisamen­ te, de hacer imposible ese proyecto. Y esto no es factible más que si Dios —el Deseable— escapa al deseo del hombre y re­ mite a todo aquel que quisiera gozar de Su proximidad con completa tranquilidad a la inquietud por la suerte de otro hombre. Entonces el hombre no puede volver a sí y de este modo Dios cuida de su trascendencia. Es «trascendente hasta la ausencia, hasta su posible confusión con la agitada cotidianeidad del hay», es decir, con el horror y el ahogo por el peso del ser silencioso y despersonalizador, ese al que a menudo llevan a pensar las páginas trágicas de este siglo. Mas, sin duda es ahí, en la noche oscura de la fe, donde comienza la comedia divina: «comedia en la ambigüedad del templo y del teatro, pero donde la risa se os atraganta con la proximi­ dad del prójimo, es decir, de su rostro o de su abandono».10 ¿Por qué elige Lévinas esta comparación para evocar la his­ toria judía? Esa historia que es constitutiva de la existencia de Dios tal y como él mismo nos asegura. El vocablo «comedia» no supone ninguna frivolidad, por el contrario, «todo es jue­ go», nos dice también Lévinas. Esa «comedia» lleva toda la gravedad, todo el peso o toda la gloria (cavod) de una respon­ sabilidad irrecusable que, precisamente, permite calificarla 9. Dante, La divina comedia (tr. A. Crespo), «El Paraíso», canto 33, verso 145, Barcelona. Planeta, 1990. 10. E. Lévinas, De Dicu que vient á l'idie, París, VHn. 1982, p. 115. IHay traduc­ ción en castellano: De Dios que viene a la idea, Madrid, Caparrós Editores, 1995.]

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de «divina». La palabra «Dios» no cobra sentido merced a la firmeza de una construcción teológica o al ardor de una pro­ fesión de fe. No se deduce de los éxitos visibles en la historia, éxitos que se supone que dan la razón a unos para quitársela a otros. Nadie tiene derecho, insiste Lévinas, a valerse de Dios para justificar sus guerras y triunfar sobre el otro. Por el con­ trario, la palabra «Dios», cuando llega a la boca como un momento de excepción en el ser, hace su entrada en el lengua­ je humano de manera poco seria, cómica incluso para aquel que asocia el ser y el bien y ve en la perseverancia en el ser lo que en último término está enjuego de la vida. Dios se enun­ cia por el Decir de su testimonio, sin nadie que le traiga de fuera, por un Decir que no dice palabra pero significa; por un Decir donde el sujeto, antes que el ser, deviene un signo para otro. Como el «aquí estoy» que lejos de todo triunfo en el ser, testimonia la gloria del Infinito según el filósofo. La resistencia espiritual del pueblo judío en la historia visi­ ble, una historia donde las instituciones, ideologías y los hom­ bres se glorifican de ser, frecuentemente ha sido confundida con una retirada insolente o con una insignificancia histórica. Muchos judíos incluso abandonaron esta retirada confundida con una inexistencia en tanto que parecía que no tenía impac­ to sobre el curso de la historia. Pero una retirada no es una inexistencia más que para aquellos que ignoran su sentido. La resistencia del pueblo judío, «resistencia con la nuca rígida y desnuda, en la sangre y las lágrimas», para Lévinas constituye, por el contrarío, «la posibilidad más humana de la condición humana»." En efecto, esa resistencia nos mantiene a salvo de aquella retirada de la conciencia que se exige a todos, judíos y no judíos, cuando en cada momento se quiere juzgar la histo­ ria sin dejarse alienar por el espíritu del tiempo que se consi­ dera que justifica el mal en nombre de un final feliz. 2. El pensamiento de un Dios sin poder Pero ¿cómo pensar a ese Dios cuya idea viene al espíritu con la conciencia de su propia e infinita responsabilidad cuando ni 11. E. Lévinas. Les imprivus de l'histoire, p. 182.

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siquiera es una garantía para el hombre en su profundo desam­ paro? ¿Cómo no extrañarse de que el hombre continúe pensan­ do y dirigiéndose a Él cuando una desgracia absoluta prohíbe toda esperanza? ¿No se impondrá más bien la lucidez atea? Estas preguntas evidentemente obsesionan a muchos hom­ bres, pero, tras la Shoah, se imponen a los judíos que, como Lévinas y Jonás, se niegan a someterse a lo apologético. En esta preocupación, poco después del fin de la guerra, se publi­ có en Israel un texto —Yósel Rákover se dirige a Dios—1213que aun siendo una ficción se presentaba como un documento escrito en las últimas horas de la resistencia del gueto de Varsovia. Este texto «bello y verdadero, verdadero como solamente puede serlo la ficción», retiene de inmediato la atención de Lévinas. En el estudio que le consagra, Amar la Torah más que a Dios, explica como esta ficción permite a «cada una de nuestras vidas de supervivientes» reconocerse «con vértigo». ¿Qué dice Yósel Rákover? Yósel Rákover recuerda que ha servido a Dios con devoción sin pedirle a cambio nada más que continuar pudiendo servir­ le. Puesto que ha perdido a todos los suyos en el gueto y sabe que va a morir, es por lo que se dirige a Dios pero no, como Job, para pedirle un esclarecimiento sobre sus pecados puesto que ya se ha hecho imposible pensar la desgracia como un castigo. «Ha acontecido algo completamente especial y eso se llama Hastores Ponim: Dios ha ocultado Su rostro».12 Los hombres han sido abandonados a «sus instintos feroces» y lógicamente han elegido como sus primeras víctimas a aquellos que «testi­ monian al Divino y a lo Puro». Yósel Rákover no espera mila­ gros, ni siquiera reza a Dios para pedir piedad. Mira al mundo con «esa clarividencia particular que en raras ocasiones es pro­ pia del hombre y solamente ante su muerte». Confiesa su orgu­ llo de ser judío precisamente a causa de la actitud del mundo a su respecto. «Sentiría vergüenza de pertenecer a los pueblos que han engendrado y elevado a los Malvados culpables de los crímenes cometidos contra nosotros.» Afirma su felicidad por pertenecer a un pueblo «para el que la Torah representa la más 12. Zvi Kolitz, Yossel Rákover s'adresse á Dieu (tr. L. Marcou), Parts. Maren-Sell Calman-Levy, 1988. El texto de Lévinas, Aimerla Torah plus que Dieu, reproducido en esta edición, fue publicado en Dificile liberté, en 1963. 13. Ibtí., p. 20.

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elevada, la más hermosa de todas las leyes y de todas las mora­ les». Y ello hace que esta Torah, humillada y mancillada con tanto celo por sus enemigos, sea más santificada y perpetuada. «Creo», continúa, «en el Dios de Israel, incluso si ha hecho de todo para que no crea en Él. Creo en Sus leyes, incluso si no puedo encontrar justificación a Sus actos [...] Inclino mi cabe­ za ante Su grandeza, pero no evitaré las varas con las que me golpea. Le amo. Pero amo aún más Su Torah». A continuación Yósel Rákover pregunta a Dios qué desgracias deberá aún so­ portar antes de que Él muestre de nuevo Su rostro al mundo. Y le exige que perdone a aquellos que, al cabo de los sufrimien­ tos, se han alejado de Él al igual que a aquellos que han querido olvidarle para ser felices. «Les has sometido a prueba tan dura­ mente que ya no pueden pensar que eres su Padre y ni siquiera que tienen un padre». Yósel Rákover dice hablar «sinceramen­ te» a Dios pues cree en Él. El. efecto. Dios no puede ser el Dios de los asesinos. «Si los que me odian, los que me castigan son de semejante negrura, ta i malvados, ¿qué soy yo, pues, sino un ser que encama un poco de Til luz y de Tu bondad?» «Te has cuidado bien de quitarme todo lo que más amo y todo aquello que tengo por lo más precioso del mundo, de torturarme hasta la muerte —creeré siempre en Ti. Te amaré siempre, siempre —¡a pesar de Tí!» Lévinas se detiene morosamente en este texto. Es claro, dice, que a la vista del sufrimiento inconmensurable de los inocentes, «la reacción más simple, la más común consistiría en concluir en el ateísmo». Pero esta reacción se apoya sobre la idea muy primitiva de un Dios que retribuye a cada uno en su justa medida. Con la desaparición de este Dios, Dios, diga­ mos, estaría muerto. Pues bien, la certeza de Dios para Yósel Rákover nos presenta un orden muy diferente: «si Yósel Rá­ kover existe es para sentir sobre sus espaldas todas las res­ ponsabilidades de Dios».14 «Un Dios adulto precisamente se manifiesta mediante el vacío del cielo infantil.» Éste sería, según Lévinas, el significado de la idea de que Dios se cubre la cara. «Esta idea revela un dios que, al renunciar a toda mani­ festación de seguridad, hace llamamiento a la madurez plena 14. E. Lévinas. Aimer la Torah plus que a Dieu, p. 105 de la edición del libro de Z. Kolitz. Véanse las siguientes páginas para el resto de las citas.

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del hombre responsable por entero.» Pero esto significa tam­ bién que ese Dios lejano «viene de dentro». «Por mi pertenen­ cia al pueblo judío que sufre, el dios lejano se convierte en mi dios». Por ello, lejos de ser una blasfemia, la afirmación de Yósel Rákover —«amar la Torah más que a Dios»— expresa esa confianza «que no reposa en el triunfo de ninguna institu­ ción, [esa] evidencia interior de la moral que la Torah apor­ ta». «Dios es concreto no porque se encarne, sino por la Ley». Por ello es preciso que Dios desvele su rostro, «es necesario que la justicia y el poder se reúnan, son necesarias institucio­ nes justas sobre esta tierra». Pero, precisa Lévinas y este pun­ to es fundamental para toda su filosofía, «sólo puede exigir este desvelamiento el hombre que ha reconocido al Dios vela­ do». Y, concluye, «amar a la Torah más todavía que a Dios, eso es precisamente acceder a un dios personal contra el que uno se puede rebelar, es decir, por el que se puede morir». No obstante hay una idea del texto que Lévinas no com­ parte: «¡Qué poderoso debes de ser para que ni siquiera la catástrofe actual tenga sobre Ti ningún efecto determinante!», dice Yósel Rákover.15La tradicional certeza del poder de Dios hace que, en efecto, resulte pavoroso el abandono de los hom­ bres. ¿Cómo es que un Dios que se supone que es bueno, justo y poderoso puede dejar a sus más fieles servidores a merced de tantas angustias? Esta pregunta se asienta sobre postulados teológicos: el poder, la bondad y la justicia constituirían atributos del Dios bíblico. Pues bien, en la pregunta última que plantea la Shoah, ahí, afirman Lévinas y Jonás, esa teología se hunde. ¿Aún se pueden pensar unidos la bondad y el poder de Dios? Lévinas lo niega y en la medida en que la palabra Dios le viene al espí­ ritu no es nunca en relación con la idea de poder. Con todo, más que una razón para entregarse a la tristeza mortal del mundo de la cual hablaba el apóstol Pablo, como en un asco de Dios, Lévinas ve en esta pregunta última que plantea la Shoah el presentimiento de una devoción nueva o de un retor­ no a su antiguo secreto. Amar la Torah más que a Dios no es, efectivamente, amar a un poder que, llegado el caso, nos pro­ tegerá o nos castigará; es estar disponible para una exigencia 15. p . 32. 96

infinita y solamente asf, en un desinterés que nada espera para sí, amar a Dios es ayudarle a permanecer vivo entre nosotros. Pero “ste infinito en el cual la obra del filósofo reflexiona so­ bre el significado ético, nos obliga a renunciar al poder de Dios. De un modo muy diferente supone una llamada a la gratuidad humana nunca irreconciliable con el mal. «El espíritu es la gracia, pero comienza en el hombre»,16dice Lévinas. «La frase en la que Dios se mezcla con las palabras no es "yo creo en Dios". El discurso religioso previo a todo discurso religio­ so no es el diálogo. Es el "aquí estoy" dicho al prójimo ante el que me entrego y donde anuncio la paz, es decir, mi responsa­ bilidad por el otro.»17 El infinito se ordena al prójimo, no se expone en un discurso sobre los atributos de Dios. En tanto Lévinas habla de él, lo asocia en todos los casos a uno de esos atributos: la bondad. Una bondad sin ningún otro poder que el de despertar al hombre a sus exigencias infinitas, pero una bondad que no puede llevar el peso del mundo sobre sí. Tal es el significado de eso que Lévinas llama el a-Dios, a-Dios que no es un discurso sobre Dios sino un despertar a las exigen­ cias de Su aviso para estar en el siempre frágil cara a cara con otro hombre. Despertar que no espera recompensa ninguna. Gloria de Dios dice, pues, Lévinas. Igualmente, para Hans Jon^s, el concepto de Dios que so­ brevive a la Shoah obliga a una revisión teológica desgarradora. El filósofo busca comprender por qué, a pesar de la bondad de Dios, los hombres sufren de manera tan inconmensurable. Como se ha dicho, a este antiguo desafío teológico las religio­ nes han solido responder con la idea de la teodicea: el mal al que se abocan tantas existencias inocentes no sería un escán­ dalo sino la expresión del pecado y, por aquí, la justicia, la bondad y el poder de Dios quedarían a salvo. Pues bien, al igual que Lévinas, Jonás piensa que la desmesura del mal im­ puesto a las víctimas de la historia prohíbe todo recurso a esta explicación tradicional. Cercano a la mística judía. Jonás ela­ bora aquí un mito por el cual trata de pensar cómo el acto creador—antes de cualquier falta humana— lleva en sí mismo 16. Véase aquí la contribución «le E. Lévinas al encuentro sobre el escándalo del mal del 2 de febrero de 1986 publicado en Les nouveaux cahiers del verano de 1986. n.°85, p. 17. 17. E. Lévinas, De Dieu qui vient á Vidée. cit., p. 123. 97

el nesgo del mal. Como si el secreto del sufrimiento se encon­ trara ya, previo a toda vida, incluso antes de la falta humana, en el acto divino de donde surge la creación. En efecto, afirma Jonás, al dar vida a otras realidades distintas a la suya, Dios ha debido apartarse para dejarles sitio. Se reconoce aquí el tema lourianico del tsimtsoum, de la necesaria retirada de Dios para que suijan vidas diferenciadas.18Y en la brecha abierta por esta retirada —o por este ocultamiento, como dirá en una interpretación menos radical R. Shneour Salman de Liady, el fundador de la corriente hasídica habad— las fuerzas del mal entran con violencia. El orgullo humano confunde esta retira­ da con una inexistencia, y decide adueñarse del origen sustitu­ yendo su poder por la libertad creadora. El concepto de Dios que se deduce de este mito no recuerda al de una teología fun­ dada en la ontología que se le suele asociar tradicionalmente. Dios no es un Ser supremo, impasible, eterno y todopoderoso. Está sometido —por su propio acto creador— al riesgo de su­ frir la mala conducta humana. Y se priva a Sí mismo de cual­ quier posibilidad de intervenir en razón de su indispensable retirada para la emergencia de las criaturas. La omnipotencia, ese atributo divino tan evidente para muchos hombres, no tie­ ne, pues, ningún sentido desde la perspectiva de la reflexión de Jonás que, con todo, al igual que Lévinas, salva la bondad de Dios de este naufragio teológico. Una bondad sin poder, una bondad que no libera a aquel que clama su pesar y espera en vano la seguridad, pero una bondad a la que todavía desde el mismo fondo del abismo alcanzan signos de inteligibilidad procedentes de gestos y de palabras humanas que a veces de un modo incomprensible permiten, hasta lo más recóndito del alma, no caer en la desesperación. «Es por Lorenzo», escribe P. Levi, «que aún debo estar vi­ viendo hoy, no tanto por su ayuda material cuanto por haber­ me recordado constantemente, mediante su presencia, me­ diante su manera tan sencilla y fácil de ser bueno, que todavía existe, alrededor del nuestro, un mundo justo de cosas y de seres aún puros e íntegros en quienes, al ser ajenos al odio y al miedo, ni la corrupción ni la barbarie han contaminado algo 1S. Véase H. Jonás. Le concept de Dieu apris Auschwiti, París, Rivages, 1994. Y en ese libro mi ensayo Dieu satis puissartce.

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indefinible, como una lejana posibilidad de bondad por la cual valía la pena mantenerse vivo»-19 No se trata, obviamente, de confundir este gesto de bondad humana con una prueba cualquiera de la existencia de Dios. Sino, de un modo más humilde, de pensar que estos gestos, surgidos en un mundo nihilista y bárbaro, traen al espíritu, vacilante y tenue, la idea de que a pesar de su radicalidad el mal ni es absoluto ni es el final de todas las cosas. «Una lejana posibilidad de bondad por la cual valía la pena mantenerse vivo», dice P. Levi. Una posibilidad que, por tanto, no nos permite escapar del peligro, del hambre de la tortura y de la inminencia de la muerte, una bondad que no presupone ciertamente nin­ guna fe en Dios, pero que lleva a pensar que si la vertiginosa profundidad del mal no ha tomado a todas las almas es porque, a pesar de su tenebroso poder, el mal no puede erradicar la anterioridad inmemorial de la bondad. Esto es decir de otra manera que con semejantes testimonios de bondad (inconmen­ surables más allá de la conciencia que sus autores pueden dar­ les pues su sentido escapa a todo recogimiento reflexivo) se desorientan aquellos que no creen en el poder, el dominio y el interés como motor del comportamiento humano. Esos testi­ monios nos dirigen hacia una verdad que escapa a la racionali­ dad científica y técnica, una verdad que permite cuidar el se­ creto de lo humano precisamente porque aquel que es animado por esa verdad no busca apoderarse de ella. Dios no es el Todopoderoso del cual los hombres esperan o ya no esperan, no viene a enjugar las lágrimas de los rostros ni a salvar a los cuerpos amenazados de morir. ¿Pero la muer­ te de este Dios implica el ateísmo? No de un modo cierto, puesto que puede que la muerte de este Dios sea la muerte de un ídolo elaborado por el desamparo y el imaginario humaT nos. ¿No serán ese desamparo y ese imaginario precisamente la medida del Infinito? El Dios que se pregunta para sí, come dice Lévinas, en consonancia con la tradición judía,20¿no debe abandonarse por ser un ídolo? Jonás no usa este lenguaje pero el concepto de Dios que deduce del mito que elabora implica 19. P. Levi. Si. c'est un homme, París, Julliard, 1987, p. 130. [Hay traducción castellana: S(. esto es un hombre, Barcelona, El Aleph. 1998.] 20. Véase le traitides Pires, 1.3; Maimónides, Le livre de la connaissance (Ir. V. Nikiprowetzky), París, PUF, pp. 420-423. 99

ese abandono. A menos que admitamos, nos dice, que por ra­ zones desconocidas Dios decide no socorrer a los hombres y prefiere dejar a las fuerzas del mal apoderarse del mundo—lo que supondría la idea de una divinidad terrorífica e incom­ prensible—, deberíamos pensar que Dios no puede ayudar a los hombres. Esto no significa que desaparezca toda relación con Él dejando a cada uno a su abandono, sin sombra de con­ suelo, sino que esto supone una inversión de los papeles. «Si Dios cesa de ayudarme, me corresponderá a mí ayudar a Dios»,21 escribe Etty Hillesum en su diario antes de su deportación a Auschwitz donde será asesinada. Jonás dice que descubrió este diario con emoción: este Dios del que Etty Hillesum no espera nada, al que no pide nada, le parece el único al que los hom­ bres todavía pueden rezar. «IVataré», escribe Etty Hillesum, «de ayudaros. Dios, a detener el agotamiento de mis fuerzas, aunque yo no pueda responder a su decaimiento. Pero para mí hay una cosa que es cada vez más clara: la evidencia de que no podéis ayudamos, que debemos ayudaros a ayudamos. ¡Pero si parece que apenas podéis apañaros con las circunstancias que nos rodean, con nuestras vidas! Ya no os tengo por respon­ sable. No podéis ayudamos, pero nosotros, nosotros debemos ayudaros, debemos defender vuestro lugar dentro de nosotros hasta el fin». Para Etty Hillesum y Primo Levi, como para Lévinas y Jonás, el silencio de Dios que testifica sobre su impotencia para salvar al justo y al inocente, no constituye ni una eviden­ cia ni una oportunidad para la libertad. Ni siquiera si lo pro­ claman alto y fuerte aquellos que por sus daños, sus ultrajes y sus perversiones, ponen precisamente ese silencio de relieve. Para los autores aquí citados, este silencio constituye una cues­ tión dolorosa y, paradójicamente, una incitación a pensar to­ davía en Dios e incluso a rezarle. No para, como dicen los detractores de esta actitud, «engancharse» a É como a una última ilusión que por tanto debería dejar su sitio a la lucidez atea, sino para decir, a tiempo y contra-tiempo, cuán insepa­ rable es el tormento de Dios de la noche, de la nada en la que se abisman tantos hombres y mujeres. Pero si este tormento 21. Etty Hillesum, Une vie bouleversée (diario 1941-1943) [tr. Ph. Noble], París, Seuil, 1985, p. 160.

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no es un consuelo —como es claramente el caso de los autores citados hasta el momento—, ¿qué significa, pues? ¿Cómo, en la noche que todavía tan trágicamente pesa sobre las almas, recoger a la vez ese pensamiento de Dios y esa oración que no esperan nada para sí? 3. La responsabilidad humana Este tormento es una pregunta; pues bien, aun sin atreverse a menudo a formulársela a sí mismo, en tanto las decepciones son profundas, toda cuestión espera una respuesta (techouva, dice el hebreo). ¿Qué respuesta se esboza desde los pensamien­ to de Lévinas y de Jonás? Para apreciar mejor el sentido de su respuesta conviene en primer lugar, de modo previo, formular la cuestión que este tormento plantea. El Dios cuyas tres primeras manifestacio­ nes, según la Biblia, son actos en dirección a la alteridad dife­ renciada de las criaturas —Él crea (bara), Él habla (vaiomer) y Él mira (vaiaré)—, se habría vuelto silencioso. En una histo­ ria víctima de todas las violencias y los horrores imaginables, ¿cómo podrían realmente percibir los hombres el mundo como Su creación, escuchar Su llamada y sentir Su mirada sobre ellos? ¿Cómo podrían salvar la esperanza (tiqva) en tanto que la confusión (tohu bohu) impone su dominio sobre la reali­ dad, los corazones y las inteligencias? Si es cierto que la espe­ ranza emerge en el relato de la creación, al ritmo de las dife­ renciaciones (qav) que la palabra introduce, ¿qué sucede cuando esta palabra se calla o se hace inaudible?, ¿no prevale­ ce la radicalidad de una noche oscura como nunca que inclu­ so empuja la pregunta de Dios hacia las tinieblas donde se supone que desaparecerá para siempre? La lengua hebrea forma las palabras «esperanza» (tiqva) y «diferenciación» (qav) a partir de una misma raíz (q.v.), y al hacer esto se sugiere que un pensamiento de lo neutro, el elo­ gio de la confusión y de la ausencia de discernimiento, cierra a los hombres todo horizonte de esperanza. Pues bien, al man­ tener viva la pregunta de Dios (precisamente hasta las tinie­ blas propias del desamparo de constatar Su impotencia para salvar visiblemente a los hombres de su abandono y de su 101

agonía), Lévinas y Jonás continúan cuidando del discernimien­ to y, por este camino, quizás de la esperanza. En efecto, este angustioso cuidado testimonia su resistencia al dominio de la noche del tohu bohu, o de lo que Lévinas llama «la agitada cotidianeidad del hay» sobre las almas y los cuerpos. Tanto uno como otro saben a ciencia cierta que confundir la ausen­ cia de Dios y esta agitada cotidianeidad es lo que precisamente constituye la tentación por antonomasia, en tanto su eviden­ cia parece imponerse. Pero también saben que ceder a la fuer­ za de esta tentación que en mucho parece irresistible implica, en tanto el oprobio del mal prevalezca en este mundo, y como en el infierno de Dante, renunciar a toda esperanza. Es bien cierto que aquella inscripción sobre la puerta del Infierno que describió el poeta —«Perded toda esperanza al traspasarme»—22 estaba claramente inscrita sobre la puerta de los campos en los que murieron millones de hombres, de mujeres y de niños. Esta inscripción continúa dejando estupefactas a muchas vi­ das, pero aquella certeza dolorosa, en el caso de Lévinas y Jonás, no implica tanto abandonarse a la misma en la renun­ cia para pensar otra cosa, cuanto un imperativo a pensar to­ davía a Dios. Al contrario que confundiéndole con aquella ausencia pura, pero al contrario también que confundiéndole con un Dios para nosotros. Dios se convierte ahora en su propia pregunta en noso­ tros, o aun en el tormento suplementario de nuestro desam­ paro. Pues, según Lévinas y Jonás, solamente de este modo el hombre puede entenderle sin idolatría, ya que es solamente así que Su llamada alcanza todavía al espíritu de aquellos que no caen en la confusión del tohu bohu. ¿Cómo comprenderle? Según ambos filósofos, una reflexión sobre la responsabili­ dad humana —es decir, la respuesta a una pregunta— permite trazar las líneas del discernimiento. Los dos insisten sobre la gravedad de esta responsabilidad que no recae exclusivamente en aquello que el hombre ha hecho con total conciencia y en completa libertad. Lévinas y Jonás hablan de cómo los actos, las palabras y los pensamientos humanos llevan a consecuen­ cias que están más allá de lo que la conciencia quisiera creer para tranquilizarse y ahorrarse todo tormento. Nuestra respon­ 22. Dante, La divina comedia, cit., «El Infierno», canto III, verso 9. 102

sabilidad, dice Jonás, sobrepasa los limites del saber y del que­ rer pues el comportamiento humano más nimio resuena, más allá de su facticidad, sobre el mundo y también sobre Dios. Idea que, por otro lado, recuerda un tema mayor de la mística judía en el que ésta reflexiona sobre el sentido de la elección.13 El hombre, añade Jonás, ha sido creado para la imagen de Dios; puede destruir o construir esta imagen; con ella lleva la respon­ sabilidad. Y si la responsabilidad no tiene sentido sino frente a lo que es frágil —no existiría la imagen de Dios en nosotros, o su idea, de manera responsable si al ser le fuera evitada siem­ pre toda amenaza—, es necesario incluir la imagen de Dios en nosotros, o su idea, entre estas existencias frágiles. No se trata, pues, de pensar a Dios como una realidad fuerte, imperecedera y eterna hacia la que el deseo humano tendería para escapar del dolor de los vivientes, sino de afirmar que al ser lo perece­ dero el objeto de la responsabilidad, la responsabilidad por la imagen de Dios no escapa a esta regla puesto que también pue­ de perecer y su idea morir en nosotros. El poder fascina al hombre, quien se apasiona ante las proe­ zas técnicas y su poder cada vez más creciente de dominación de la alteridad de las cosas y de las personas. El hombre sueña con apropiarse del origen para acabar con la enigmática alteridad de la que surge la vida. Con los datos actuales de la biología se sabe que algunos se enaltecen ante la perspectiva de poder llevar a cabo técnicamente este fantasma, ligado al odio hacia la alteridad, y expulsar de una vez del campo de sus vidas y de sus pensamientos la idea de una alteridad irreductible, aquella que sin duda las religiones bíblicas llaman Adonai. Fren­ te a esto Jonás opone la infinita responsabilidad por la fragili­ dad de las criaturas a merced de la tiranía que autoriza ese poder humano con tanto de altivez y de desprecio. Y entre es­ tas existencias frágiles conviene, nos dice, contar con la del Crea­ dor mismo que ruega al hombre que tome cuidado de su ima­ gen en la Creación, como si supiera el riesgo que corre; convertirse en una pura nada para el hombre, ser olvidado por el hombre como si se tratara de una insignificancia. Este sería entonces el triunfo del tohu bohu, esto es, de la indiferenciación23 23. Véase, por ejemplo, R. Halm de Volozin, L'ánie de la vie (tr. B. Gross). Lagrasse, Verdier, 1986. 103

y del silencio a pesar del ruido que hacen aquellos que creen por fin haberse apoderado del origen. El principio de responsabilidad plantea así «lo perecedero en tanto que tal» como el objeto de la responsabilidad humana. Jonás privilegia el ejemplo del niño: «en él se manifiesta de manera ejemplar que el lugar de la responsabilidad es estar hundido en el devenir, entregado al carácter perecedero y ame­ nazado de perecer».2425Al igual que Lévinas, Jonás piensa que la responsabilidad es asimétrica: sabemos —con un saber irrecusable y sin pruebas— que no debemos dejar morir a los niños aun cuando no puedan hacer nada a favor o en contra de nosotros. Es un deber irrecusable, no una elección, añade. Es una elección, dice Lévinas, pues la fragilidad del otro, su mor­ talidad posible a cada instante es una llamada para mí. El ros­ tro vulnerable de otro clama su miseria —aun cuando no lo sepa—, me solicita. Y este imperativo que me hace responsable no se sostiene sobre pruebas teóricas en mayor medida que en el caso de Jonás. No obstante, Lévinas dice escuchar el «no matarás» bíblico en el Infinito de la trascendencia del rostro, de ese rostro que me llama. Lévinas piensa que el rostro huma­ no está en «la huella»23 de aquel que, en el Éxodo (33), no se muestra sino por su huella, y del que ir hacia Él «es ir hacia los Otros que se tienen en la huella». Si Jonás no se arriesga a estas afirmaciones, sí que insiste sobre el carácter imperioso de la solicitud de responsabilidad: la fragilidad de las criaturas tiene el poder de «movilizar por su simple existencia (no por cuali­ dades particulares) la puesta-a-su-disposición de mi persona a resguardo de todo deseo de apropiación. Y lo puede manifies­ tamente pues de lo contrario no habría sentimiento de respon­ sabilidad al respecto de una existencia tal».26 Ni Jonás ni Lévinas pretenden estar describiendo el com­ portamiento empírico de los hombres al hacer esto: bien saben que los niños todavía son abandonados a su hambre y su des­ amparo, saben que todavía son asesinados sin que por otra parte los poderosos de este mundo encuentren gran cosa que decir. Y 24. H. Jonás, Le principe responsabiliii, Parts, Cerf, 1990, p. 186. [Hay traduc­ ción castellana: El principio de la responsabilidad, Barcelona, Herder, 1995.] 25. G, Lévinas, «La trace de l'autre>, en En découvrant l'existence avec Husserl el Heidegger, París, Vrin, 1967, pp. 187 a 202. 26. Le principe responsabilili.p. 126. 104

cuando lo admiten pura y simplemente niegan que ello sea de su incumbencia; la mayor parte de los hombres además desea que su responsabilidad quede dentro de los límites de su liber­ tad. Por ello la reflexión de los dos filósofos a contracorriente de todo nihilismo —y en respuesta al ultrajante abandono de las víctimas de las masacres de ayer y de hoy—, ¿no es acaso aquello que aún proporciona a los hombres, más allá de toda prueba y de toda resignación a los hechos, la esperanza de que el mal no constituye la última palabra de las cosas? No obstante, y al contrario de un cierto arrebato entusiasta propio de la modernidad, esta esperanza no reside en el domi­ nio científico y técnico de la realidad. Jonás, por delante de Lévinas, se muestra atento a los posibles peligros de un poder tecnológico del que nadie es capaz de representar sus efectos a largo plazo. Sabe que el desarrollo tecnológico puede poner en marcha procesos que es fácil que nadie domine y es por ello por lo que insiste en la necesidad de que en los inicios de estos procesos nos cuidemos de «acordar una prioridad a las posibi­ lidades de desgracia fundadas de manera suficientemente se­ ria [...] en relación a las esperanzas».27La naturaleza, los niños aún por nacer, no nos pueden perdonar nuestras malas accio­ nes, la responsabilidad de cara a ellos debe preceder a su des­ esperanza. La heurística debe conducir al hombre a pregun­ tarse; ¿qué le pasará a esta existencia frágil o aún por nacer si yo no me ocupo de ella? Según Jonás, cuanto más oscura es la respuesta más clara es la responsabilidad. Se trata, pues, de dejarse afectar por la cuestión de la salvación o de la desgracia de otro —otro en el cual se comprende también a aquellas ge­ neraciones porvenir. Que esta pregunta no tenga una respues­ ta verificable científicamente no significa que sea absurda o la herencia de espíritus renuentes al progreso de la ciencia, más bien obliga a pensar que la ciencia no detenta el monopolio de la razón y del significado. Lévinas y Jonás oponen, pues, la responsabilidad infinita del hombre a las desgracias del siglo. Es verdad que el «aquí 27. Ibfd. p. 56. Véase también G. Anders, Nous, fils d'Eichmann (tr. Contille y P. Ivemel). París, Rivages, 1999. p. 68: «Anteriormente ya he calificado ai fracaso de nuestras tentativas de representación como una 'oportunidad'. Es por ello que jus­ tamente gracias a ese fracaso nuestros ojos se abren (...) estamos advenidos de no tom ar ningún camino que escape al alcance de nuestra vista».

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estoy» (Hinneni) del hombre a otro hombre parece un muro débil frente a la barbarie y el nihilismo. Deja también abierta la herida del recuerdo de tantas existencias eliminadas de la tierra sin que un Dios viniera en su auxilio. Por ello, dice Lévinas, es en esos momentos frágiles en los que el hombre sabe, con un saber irreductible a toda teoría, que no puede de ninguna manera abandonar a otro hombre a su miseria, cuan­ do Dios viene al espíritu. Y este Dios sin poder visible ni tan­ gible, este Dios cuya bondad consiste en obligar al hombre al bien más que en vencer su deseo, no es una idea de la razón, sino una palabra. Palabra que hace oír, en lo más íntimo del psiquismo, como cargada con un pasado inmemorial, aquella antigua pregunta: «¿Qué has hecho de tu hermano?» (Ge 4, 9). Oír esa palabra cuando el horripilante hay impone su do­ minio sobre las vidas no prueba que Dios exista pero da senti­ do a la palabra Dios. Tal es la revelación que sobrevive a Auschwitz, ella es la que me hace salir de la sombra en la que podría eludir mi responsabilidad, ella es la que atrapa mi psiquismo —como los profetas eran atrapados por la Pala­ bra— y ella me obliga a decir, «aquí estoy». Y «este decir per­ tenece a la misma gloria que testimonia».28Esto significa que el «aquí estoy» es indisociable de la gloria (cavod) de Dios. Pero el poder de esta gloria no reside en otra parte más que en su enigmática capacidad para obligar a los hombres, sin pro­ meterles por otra parte ni castigo ni recompensa. La respues­ ta nos hace pasar al tiempo del Otro, nos libera de un sí con­ sagrado a sí como el fin de las cosas y es solamente así que la respuesta es para el Nombre.

28. E. Lévinas, Autrement qu'itre ou au-delá de l'essence. París, 1974, p. 234.

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AMAR A LA TORAH MAS QUE A DIOS*

Emmanuel Lévinas

Entre las publicaciones recientes consagradas en Occiden­ te al judaismo hay numerosos textos bellos. En Europa abun­ da el talento. Sin embargo, los textos verdaderos son raros. El agotamiento de los estudios hebraicos, desde hace cien años, nos ha alejado de las fuentes. El saber que todavía se produce no descansa en una tradición intelectual: es autodidacta, aun­ que no improvisado. ¡Y qué corrupción para un escritor ser leído solamente por quienes saben menos que él! Sin censores ni sanciones los autores confunden esta no resistencia con la libertad, y esta libertad con el rasgo del genio. ¿Debemos sor­ prendemos de que los lectores no crean ya en ellos, y vean en el judaismo, a! cual todavía están ligados algunos millones de impenitentes en el inundo, un montón de argucias meramen­ te materiales carentes de interés y de importancia? Acabamos de leer un texto bello y verdadero, verdadero como sólo puede serlo la ñcción. Publicado en un diario israe­ lita por un autor anónimo, traducido por Amold Mandel bajo el título «Yósel, hijo de Dóvid Rákover de Tamopol, habla a Dios» para La Iérre Retrouvée —periódico sionista de París—, parece haber causado emoción en quienes lo han leído. Mere­ ce más aún: el texto manifiesta una solidez intelectual más esclarecedora que algunas lecturas de intelectuales; más, por ejemplo, que los conceptos tomados en préstamo a Simone Weff última moda de la terminología religiosa en París, como * O texto original en francés: Édls. Albin Michel. TVaducción del francés de Alejandro Katz.

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es bien sabido. Ese texto muestra, por el contrario, una cien­ cia judía, púdicamente disimulada pero segura, y traduce una experiencia de vida espiritual profunda y auténtica. El texto se presenta como un documento, escrito durante las últimas horas de la resistencia del gueto de Varsovia. El narrador habría sido testigo de toda suerte de horrores; habría perdido en condiciones atroces a sus pequeños hijos. Único sobreviviente de su familia, aunque sólo por algunos instantes, nos deja como legado sus pensamientos finales. Ficción litera­ ria, por cierto; pero ficción en la cual cada una de nuestras vidas de sobrevivientes se reconoce vertiginosamente. No vamos a relatar los hechos, aun si el mundo nada ha aprendido y todo lo ha olvidado. Nos rehusamos a transfor­ mar en espectáculo la Pasión de las Pasiones y a obtener, en calidad de autor o director, alguna vanagloria de esos gritos inhumanos. Ellos retumban y repercuten, inextinguibles, a través de la eternidad. Escuchemos tan sólo el pensamiento que se articula en ellos. ¿Qué significa este sufrimiento de los inocentes? ¿No es tes­ timonio acaso de un mundo sin Dios, de una tierra en la que sólo el hombre mide el Bien y el Mal? La reacción más simple, la más común, consistiría en elegir el ateísmo. Y sería igual­ mente la reacción más saludable para todos aquellos a quienes hasta entonces un Dios un poco elemental distribuía premios, infligía castigos o perdonaba faltas y que, en su bondad, trataba a los hombres como a eternos niños. ¿Pero con qué demonio obtuso, con qué extraño mago habían poblado entonces su cie­ lo, ustedes que hoy lo declaran desierto? ¿Y por qué bajo un cielo vacío buscan ahora un mundo sensato y bueno? Yósel, hijo de Yósel, experimenta la certidumbre de Dios con una fuerza nueva bajo un cielo vacío. Porque si él existe tan profundamente sólo es para sentir sobre sus espaldas todas las responsabilidades de Dios. En el camino que conduce al Dios único hay una estación sin Dios. El verdadero monoteísmo está obligado a responder a las legítimas exigencias del ateísmo. Un Dios de adultos se manifiesta precisamente por el vacío del cie­ lo infantil. Momento en que Dios se retira del mundo y oculta Su rostro (según Yósel, hijo de Yósel). «Abandonó a los hom­ bres a sus impulsos más salvajes», dice nuestro texto. «Y cuan­ do la fuerza primordial de los impulsos domina el mundo, re108

sulta desgraciadamente natural que las primeras victimas sean aquellos que representan lo puro y lo divino.» Dios que oculta Su rostro no es, pensamos, ni una abstrac­ ción de teólogo ni una imagen poética. Es el momento en que el justo rio encuentra ningún recurso exterior, cuando ningu­ na institución lo protege, cuando la presencia divina en el sen­ timiento religioso infantil también niega su consuelo, cuando el individuo no puede triunfar más que en su conciencia, es decir, necesariamente, en el sufrimiento. Sentido específica­ mente judío del sufrimiento que no asume nunca el valor de una expiación mística por los pecados del mundo. La condi­ ción de las víctimas en un mundo en desorden, vale decir en un mundo en el que el Bien no consigue triunfar, es el sufri­ miento. Este sufrimiento revela un Dios que, al renunciar a toda manifestación caritativa, apela a la plena madurez del hombre íntegramente responsable. Pero al mismo tiempo este Dios que oculta su rostro y aban­ dona al justo a su justicia sin triunfo —ese Dios lejano— viene de adentro. Intimidad que coincide, para la conciencia, con el orgullo de ser judío, de pertenecer concretamente, histórica­ mente, con la mayor simpleza, al pueblo judío. «Ser judío es ser [...] un eterno nadador contra la miserable y criminal co­ rriente humana. [...] Me siento feliz de pertenecer al más des­ dichado de todos los pueblos, a aquel cuya Torah representa la más sublime de las leyes y las morales.» La intimidad con el Dios viril se conquista en una prueba extrema. Porque perte­ nezco al pueblo judío que sufre, el Dios lejano se vuelve mi Dios. «Ahora sé que Tú eres mi Dios. Porque [...] no puedes ser el Dios de aquellos cuyos actos son la expresión más atroz de una ausencia militante de Dios.» El sufrimiento del justo por una justicia sin triunfo es vivido concretamente como judais­ mo. Israel —histórica y corporal— se torna categoría religiosa. Dios que oculta Su rostro y que, a la vez, es reconocido como presente e íntimo, ¿es posible? ¿Se trata de una cons­ trucción metafísica, de un paradójico salto moríale al estilo de Kierkegaard? Pensamos, al contrario, que allí se manifiesta la fisonomía particular del judaismo: la relación entre Dios y el hombre no es una comunión sentimental en el amor de un Dios encarnado, sino una relación entre espíritus por inter­ medio de una enseñanza: la Torah. Es precisamente una pala­ 109

bra no encamada de Dios la que asegura un Dios vivo entre nosotros. La confianza en un Dios que no se manifiesta por medio de ninguna autoridad terrestre no puede descansar más que sobre la evidencia interior y sobre el valor de una ense­ ñanza. Para honra del judaismo, aquella confianza no es en absoluto ciega. De allí esa frase de Yósel, hijo de Yósel —pun­ to culminante del monólogo y que es un eco de todo el Talmud—: «Yo lo amo, pero más amo Su Torah... Y aun si me decepcionara de Él seguiría observando los preceptos de Su Ley». ¿Blasfemia? Al menos, protección contra la locura de un contacto directo con lo Sagrado no mediado por razones. Pero sobre todo, confianza que no descansa en el triunfo de ninguna institución, evidencia interior de la moral contenida en la Torah. Camino difícil, en el plano del espíritu y de la verdad, y que ya nada tiene que prefigurar. ¡Simone Weil, us­ ted nunca comprendió nada de la Torah! «Nuestro Dios es el Dios de la venganza», dice Yósel, hijo de Yósel, «y nuestra Torah está repleta de amenazas de muerte por las más peque­ ñas faltas». Y sin embargo bastaba que el Sanedrín, «su Tri­ bunal Supremo condenase una sola vez en setenta años a una persona a la pena de muerte para que se pudiese gritar a los jueces: ¡Asesinos! El Dios de otros pueblos, en cambio, llama­ do "Dios del amor", ordenó amar a todos los seres creados a su imagen y semejanza. Pero en su nombre se nos asesina sin piedad día tras día, desde hace casi dos mil años». La verdadera humanidad del hombre y su dulzura viril entran en el mundo con las palabras severas de un Dios exi­ gente; lo espiritual no se da como una sustancia sensible, sino como ausencia; Dios se hace concreto no por la encamación, sino por la Ley; y Su grandeza no es el soplo de su misterio sagrado. Su grandeza no provoca temor y temblor, sino que nos colma de los más altos pensamientos. Ocultar el rostro para exigir del hombre —sobrehumanamente— todo, haber creado un hombre capaz de responder, capaz de enfrentar a su Dios como acreedor y no sólo como deudor: ¡qué grandeza verdaderamente divina! El acreedor, después de todo, tiene por excelencia fe, pero es también el que no se resigna a las evasivas del deudor. Nuestro monólogo comienza y termina con ese rechazo a la resignación. Capaz de confiar en un Dios ausente, el hombre es también el adulto que mide su propia 110

debilidad: la situación heroica en que se encuentra confiere valor al mundo, pero también lo pone en peligro. Madurado por una fe que surge de la Torah, el hombre reprocha a Dios su desmesurada Grandeza y su exigencia excesiva. Lo amará a pesar de todo lo que Dios haya intentado para desalentar su amor. Pero, exclama Yósel, hijo de Yósel, «no tenses demasia­ do la cuerda». La vida religiosa no puede concluir en esta si­ tuación heroica. Necesita que Dios devele su rostro, necesita que la justicia y el poder se encuentren nuevamente, necesita sobre esta tierra instituciones justas. Mas sólo el hombre que hubo reconocido al Dios oculto puede exigir ese develamiento. Qué vigorosa dialéctica establece la igualdad entre Dios y el hombre, en el seno mismo de la desproporción entre los dos. Estamos asi tan alejados de la cálida y casi sensible comu­ nión con lo Divino como del orgullo desesperado del hombre ateo. ¡Humanismo integral y austero, ligado a una difícil ado­ ración! ¡Y a la inversa, adoración que coincide con la exalta­ ción del hombre! Un Dios personal, un Dios único no se reve­ la como una imagen en una cámara oscura. El texto que acabamos de comentar muestra cómo la ética y el orden de los principios instauran una relación personal digna de ese nombre. Amar a la Torah más que a Dios es, precisamente, acceder a un Dios personal contra el cual uno puede rebelar­ se, es decir, por el cual es posible morir.

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JOB ENTRE NOSOTROS

Juan Mayorga

En su ensayo «El Libro de Job y el pájaro», que cierra el libro El hombre y lo divino, María Zambrano se preguntaba si el texto bíblico había sido representado alguna vez en re­ cinto sacro. Según Zambrano, el Libro de Job tiene forma de auto sacramental y posee el poder convocante del teatro. Parece concebido para ser pronunciado en voz alta, dice Zam­ brano; en distintos tonos, en diferentes voces. Nos hemos propuesto el desafío de ganar a Job para el teatro. Su soledad ante un sufrimiento que no merecía, su in­ cesante búsqueda del sentido de ese dolor, su escándalo ante la injusticia, hacen de Job un personaje mayor, que debería interesar a cualquiera, creyente o no. Su experiencia y sus preguntas son universales. En distintos lugares, en distintos momentos, muchos hombres han conocido a Job o han hecho suyas sus preguntas. Las preguntas de Job volvieron a ser pronunciadas, desde luego, ante aquella catástrofe europea que conocemos como el Holocausto, en que millones de inocentes fueron sacrifica­ dos. Muchos hombres se han preguntado desde entonces: ¿dónde estuvo Dios en Auschwitz? ¿Dónde estuvo el hombre en Auschwitz? En diálogo con el profesor Reyes Mate, nuestro interlocutor permanente en esta experiencia de teatro y de memoria, hemos leído los testimonios de Elie Wiesel, los diarios de Etty Hillesum y el relato de Zvi Kolitz «Yósel Rákover habla a Dios». Elie, Etty, Yósel: seres humanos que, como Job, interpelan a un Dios que parece ocultarles su rostro en el momento de peligro. 113

Con todo respeto, nos hemos atrevido a intervenir en esos textos, así como en ei Libro de Job. No con afán de enmendar­ los, sino intentando cubrir la distancia que va desde la pala­ bra que nace para ser leída en soledad hasta aquella otra que debe ser encarnada por el actor. Y hemos dado una composi­ ción a voces tan diversas, poniendo en diálogo las de esas víc­ timas de nuestro tiempo con la intemporal palabra de Job. Job se estrenó el 11 de mayo de 2004, en el Real Monaste­ rio de Santo Tomás (Ávila), bajo la dirección de Guillermo Heras, con el siguiente reparto: José Tomé Narrador Jordi Dauder J ob E lifaz, Bildad, S ofar y E lihú Ramón Barea ángel Solo H ombre Esperanza Elipe M ujer

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JOB (A partir del Libro de Job y de textos de Elie Wiesel, Zvi Kolitz y Etty Hillesum) I Narrador—Érase una vez un hombre llamado Job, que vivía en el país de Us. Era un hombre íntegro, temeroso de Dios y apartado del mal. Tenía siete hijos y tres hijas. Poseía siete mil ovejas, tres mil camellos y quinientas yuntas de bue­ yes, quinientas burras y numerosos siervos. Sus hijos acos­ tumbraban celebrar juntos las fiestas. Una vez acabados esos días de fiesta, Job los llamaba para purificarlos; y al día si­ guiente, de madrugada, ofrecía un holocausto por cada uno de ellos, pues pensaba que quizá hubiesen pecado contra Dios en su corazón. Un día en que los ángeles fueron a presentarse ante Dios, apareció entre ellos Satán. Preguntó Dios a Satán: «¿De dónde vienes?» Satán respondió: «De pasearme por la Tierra.» Dios preguntó a Satán: «¿Te has fijado en mi siervo Job? Es un hombre íntegro, temeroso de Dios y apartado del mal.» Respondió Satán: «¿Crees que Job teme a Dios por nada? Lo has rodeado de protección, a él y a todas sus posesiones. Has bendecido sus obras, y sus rebaños se extienden por el país. Pero pon la mano en sus bienes y te maldecirá a la cara.» Dios contestó a Satán: «Ahí tienes a Job. En tus manos dejo cuanto posee. Pero a él no le pongas la mano encima.» Y Satán se retiró de la presencia de Dios. A los pocos días, llegó un mensajero ante Job. Mensajero—Estaban los bueyes arando y las burras pas­ tando, cuando han caído sobre ellos los sabeos y se los han llevado, después de pasar a tus siervos a cuchillo. Sólo yo he podido escapar para contártelo. 115

Narrador—Todavía estaba éste hablando, cuando llegó otro con el siguiente mensaje: Mensajero—Ha caído del cielo el fuego de Dios abrasan­ do a tus ovejas y a tus pastores. Sólo yo he podido escapar para contártelo. NARRADOR—Todavía estaba éste hablando, cuando llegó otro con el siguiente mensaje: Mensajero—Los caldeos se han llevado tus camellos des­ pués de matar a tus siervos. Sólo yo he podido escapar para contártelo. Narrador—Todavía estaba éste hablando, cuando llegó otro con el siguiente mensaje: Mensajero—Tus hijos e hijas estaban comiendo en casa del hermano mayor cuando se levantó un gran viento que sa­ cudió la casa y ésta se derrumbó sobre los jóvenes. Todos han muerto. Sólo yo he podido escapar para contártelo. Narrador—Al escuchar esto, Job rasgó su manto y se rapó la cabeza. Cayó en tierra y dijo: Job—Desnudo salí del vientre de mi madre, desnudo vol­ veré a él. Dios me lo ha dado y Dios me lo ha quitado. Bendito sea el nombre de Dios. Narrador—Otro día en que los ángeles fueron a presen­ tarse ante Dios, apareció entre ellos Satán. Preguntó Dios a Satán: «¿De dónde vienes?» Satán respondió: «De pasearme por la Tierra.» Dios preguntó a Satán: «¿Te has fijado en mi siervo Job? Es un hombre íntegro, temeroso de Dios y apartado del mal. Me incitaste para que le hiciera daño sin motivo, pero él persiste en su integridad.» Respondió Satán: «Cualquier hombre da por su vida todo lo que tiene. Pero ponle la mano encima, dáñalo en la carne y en los huesos y te maldecirá a la cara.» Dios contestó a Satán: «Ahí tienes a Job. En tus manos lo dejo. Pero respeta su vida.» Y Satán se retiró de la presencia de Dios y fue en busca de Job, y lo hirió con llagas malignas desde la planta del pie has­ ta la cabeza. 116

Job se sentó sobre las cenizas y cogió una piedra para ras­ carse. Su mujer no comprendía su silencio. Mujer—¿Aún no dices una palabra contra Dios? Maldice a Dios y muere. JOB—Hablas como una necia. Si aceptamos de Dios el bien, ¿no vamos a aceptar el mal? NARRADOR—Ttas amigos de Job se enteraron de su desgra­ cia y acudieron desde sus países a compartir su pena y conso­ larlo. Se llamaban Elifaz de Temán, Bildad de Súaj y Sofar de Naamat. Al verlo, no lo reconocieron. Llorando, se sentaron en el suelo a su lado durante siete días y siete noches, sin diri­ girle una palabra, viendo su terrible dolor. No fue hasta el final de la séptima noche cuando Job, por fin, abrió la boca. Job—Muera el día en que nací. Que Dios, desde lo alto, no lo eche en falta. Que ese día se vuelva tiniebla. Que la luz no brille sobre él. Que la sombra se apodere de él. Que un eclipse lo oscurezca. Que no contemple el parpadeo del alba. Ojalá Dios hubiera cerrado las puertas del vientre de mi madre. ¿Por qué no morí antes de nacer? Ahora descansaría en paz. Ahora dormiría tranquilo allí donde van a parar pequeños y gran­ des, allí donde el esclavo se libra de su amo. ¿Por qué diste luz a un desdichado, a un hombre sin futu­ ro, a un hombre al que tú mismo cierras el paso? Narrador—Elifaz de Temán tomó la palabra para respon­ der a Job. Eufaz—Tú que a todos dabas lecciones. Tú que corregías al que vacilaba. Ahora que te toca, no aguantas. Ahora que es tu tumo, te quejas. Piensa: ¿qué inocente ha sido castigado? En cambio, quienes siembran desgracia, la cosechan. Ésos perecen ante el aliento de Dios, ante el soplo de su cólera. El dolor no sale del polvo, ni el sufrimiento brota de la tierra. Es el hombre quien engendra el sufrimiento, como el águila nace para volar. Busca a Dios, Job. ¡Dichoso el hombre a quien Dios corrige! No desprecies la lección de Dios, porque él hiere y cura, golpea y sana. Busca a Dios, Job. JOB—¡Si se pudiese medir mi tristeza! Mis males pesan más que la arena del mar. Mi carne está cubierta de costras y de gusanos, mi piel se agrieta y se deshace, mis días se consu­ men sin esperanza, mis ojos no volverán a ver la dicha. Por 117

eso, no puedo contener mi lengua. Necesito dar palabras a mi angustia, necesito dar voz a mi amargura. Todas las noches me digo: «¿Cuándo llegará el día?». Y al levantarme, me pre­ gunto: «¿Cuándo se hará de noche?». Si pienso: «La noche me consolará», Dios me aterra con pesadillas espantosas. Tengo clavadas tus flechas, mi vida se ahoga en tu veneno. Pero, ¿qué daño te hice? ¿Por qué me has hecho blanco tuyo? Ojalá me otorgues pronto lo que espero; ojalá me tomes en tu mano y me remates. Si me matases ahora, tendría al menos un consuelo: ni siquiera en la tortura te habría rechazado. ¿A qué esperas para dejarme descansar? Narrador—Fue Bildad de Súaj quien le respondió. BIL.DAD—¿Hasta cuándo hablarás de ese modo, como si Dios te hubiese tratado injustamente? ¿Puede Dios hacer algo injusto? Piensa, Job: ¿crece el junco fuera del agua? Fuera del agua, el junco se seca. Así es la suerte de quien se olvida de Dios, así muere la esperanza del impío, que pisa un suelo frá­ gil como una telaraña. Pero Dios ni echa una mano al malva­ do ni deja sin justicia al justo. Busca a Dios, Job, y dirígele tu súplica. Él llenará tu boca de risas; él colmará tu corazón de júbilo. Busca a Dios, Job. JOB—¿Puede el hombre tener razón frente a Dios? ¿Es po­ sible entablar pleito contigo? ¿Quién que te haya hecho frente ha salido indemne? Tú mueves los montes con tu cólera. El sol no resplandece si tú lo ordenas. Tú has desplegado los cie­ los, tú has creado las estrellas. Si pasas junto a mí, no te veo; pero si me apresas, ¿quién me arrancará de tus manos? ¿Pue­ do yo preguntarte: «Qué haces»? No eres un igual para decirte: «Comparezcamos juntos en un juicio». Si hubiera un árbitro que se pusiese entre noso­ tros, yo hablaría sin temor, pues no creo ser culpable. Te diría: «No me condenes sin explicarme por qué me condenas». Pero tú eres el juez. Aunque yo tuviese razón, tu boca me condenaría. Aunque me lavase con agua de nieve y limpiase mis manos con lejía, tú me restregarías por el lodo. Aun sien­ do inocente, me declararías culpable. Tú destruyes igual al inocente y al culpable. Me hiciste de barro y al polvo me devolverás. ¿Por qué desprecias la obra de tus manos? Ellas me formaron; ¿por qué ahora me destruyen? Me concediste el don de la vida. 118

cuidaste mi aliento. Desde entonces me has vigilado. Sabes que no soy culpable y que nadie va a arrancarme de tus ma­ nos. ¿Por qué entonces me das caza?, ¿por qué diriges hacia mí tu cólera?, ¿por qué me atacas sin cesar? Multiplicas mis heridas sin dejarme recobrar el aliento. Has hecho que odie mi vida. Déjame gozar un poco antes de que marche al país de las tinieblas. ¿Me escuchas? ¿Por qué no me respondes? Narrador—Entonces habló Sofar de Naamat, el tercero de ios amigos que habían ido a visitarlo. SOFAR—Yo te responderé, charlatán. Dices: «Mi conducta es pura, soy irreprochable a los ojos de Dios». ¡Ojalá Dios abriese sus labios para responderte! Sabrías entonces que Dios te pide cuentas por tus faltas. Él distingue a los perversos, él conoce a los malvados. Si te apartas del mal, si tiendes tus manos hacia él, entonces él te dejará alzar la frente limpia, te sentirás firme y sin miedo y volverás a dormir tranquilo. JOB—Elifaz, Bildad, Sofar, tenéis fama de hombres sabios, pero, ¿quién no sabe todo eso que proclamáis? Ya sé que uno se convierte en burla del vecino cuando cla­ ma a Dios en busca de respuestas. Ya sé que si un hombre justo es derribado y mira al cielo, la gente dice: «¡Un golpe más al que se tambalea!». Hasta las aves del cielo saben, hasta los reptiles saben, hasta los peces saben que todo lo hizo la mano de Dios, que en su mano está el hálito de todo lo viviente, el alma de todo ser humano. En él residen todo el poder y toda la sabiduría. Lo que él destruye nadie podrá reconstruirlo. A quien él encierra, ése no podrá escapar. Si él retiene las aguas, todo se seca. Si él suelta las aguas, todo se pierde. Él engendra naciones y las deshace, ensancha a los pueblos y los aniquila. Él debilita a los fuertes, derriba a los que se sienten seguros, hace estúpi­ dos a los jueces y vuelve locos a los ministros. Pierde a los reyes, haciéndoles caminar como borrachos. Todo eso lo sé. Lo que vosotros sabéis, yo también lo sé. Pero es con Dios con quien yo quiero hablar. No encontra­ ré un sabio entre vosotros. ¿Creéis estar defendiéndole? ¡Oja­ lá enmudecierais, así demostraríais ser sabios! Sé que podrías matarme en este instante, pero yo no tengo otra esperanza que defenderme ante ti, cara a cara. Un impío 119

no osada comparecer ante ti. Yo sé que soy inocente. ¿Cuáles son mis culpas? Hazme saber mi pecado. Y si he pecado, ¿por qué no pasas por alto mi culpa, si pronto yaceré en tierra y nadie me hallará aunque me bus­ que? El hombre es corto en dfas y largo en miserias. ¿Por qué sobre un ser así abres tus ojos? Si sus días están contados, si le has fijado un límite que no traspasará, aparta de él tu mira­ da. ¿Por qué asustas a una hoja que vuela? ¿Por qué persigues la paja ya seca? Hay quien muere colmado de dicha y hay quien muere harto de amargura. Pero juntos yacerán en el polvo, cubiertos de gusanos. ¿Qué es el hombre para que pon­ gas en él tu pensamiento? ¿Para que lo visites cada mañana y a cada instante lo pongas a prueba? ¿Por qué vigilas cada uno de sus pasos? ¿Dejarás alguna vez de miramos, centinela de los hombres? Narrador—Elifaz de Temán se adelantó para responder a Job. Elifaz—Te defiendes con palabras huecas, Job. Tu espe­ ranza está en la oración. Pero en vez de orar, adoptas el len­ guaje de los cínicos. Tu propia boca te condena, tus labios testifican contra ti. La pasión te domina y te vuelves furioso contra Dios. ¿Naciste tú el primero de los hombres? ¿Has asistido al consejo de Dios y has asimilado su sabiduría? ¿Qué sabes tú que nosotros no sepamos? Deberías escucharnos, pues hay entre nosotros hombres más viejos que tú. ¿Qué es el hombre para creerse puro? Si ni los cielos son puros a sus ojos, ¡cuánto menos este ser abominable, el hom­ bre que se ahoga en corrupción! ¿Puede un hombre ser justo ante su creador? Si él ni siquiera confía en sus ángeles, si has­ ta en ellos percibe defectos, ¿cómo mirará a los que viven en casas construidas sobre el polvo? El hombre es aplastado igual que un insecto y desaparece sin que nadie lo advierta. ¿Qué es el hombre para creerse inocente? La vida del malvado discurre entre tormentos. Por alzar su mano contra Dios y atreverse a retarlo, acaba viviendo entre tinieblas, y en sus oídos se escuchan voces de terror. Sólo Dios puede consolarte, Job. Vuelve tus ojos hacia él. ¿Te parece poco el consuelo de Dios? JOB—¿No veis que el llanto enrojece mis ojos y una sombra de muerte pesa sobre mis párpados? La tristeza me consume, 120

mi cuerpo se desvanece en la sombra, l lamo al sepulcro «pa­ dre», «madre» a los gusanos. ¿Me queda alguna esperanza? La felicidad, ¿volveré a conocerla? ¿Por qué la cólera de Dios no me da descanso? ¿Por qué Dios rechina sus dientes contra mí? Yo vivía en paz, pero tú me agarraste por la nuca y me derribaste, y lanzaste sobre mí a todos tus ejércitos, y me en­ tregaste a los injustos, me arrojaste a los pies de los malvados. ¿Por qué, si no hay en mis manos injusticia y mi oración es sincera? Hablo y hablo sin que las palabras calmen mi dolor, pero más me duele callar. No puedo dejar de hablarte, nada puede frenar mis gritos. Mis lágrimas son mi abogado en este pleito entre un hombre y Dios. Y tú mi único testigo, el único que puede defenderme. N —Bildad de Súaj respondió así. B —¿No callarás? ¿Crees que puedes engañamos, fin­ giendo inocencia? El malvado se mueve a oscuras por un ca­ mino lleno de trampas. Él mismo se mete en la red. él mismo cierra el cepo que lo apresa. Entonces, el azufre devora su piel, la muerte roe su cuerpo y el recuerdo de su nombre se desvanece. Así acaba el hombre que desconoce a Dios. JOB—¿Hasta cuándo vais a atormentarme? Ya me habéis insultado mil veces. ¿No os sentís hartos de mi carne? ¿Por qué sumáis vuestro acoso al acoso de Dios? Tened piedad de mí, es la mano de Dios la que me ha herido. Grito «¡Auxilio!» y no me respondes; pido «¡Ayuda!» y ca­ llas. ¿Por qué me ocultas tu rostro? Has puesto en mi camino un muro infranqueable, has llenado mi senda de oscuridad. ¿Por qué me tratas como a tu enemigo? Mis huesos se pegan a la piel. Mi aliento repugna a mi esposa, doy asco a mis herma­ nos, mis parientes me evitan. Me he vuelto extraño a los ojos de todos. Hasta los niños se burlan de mí. Y vosotros, mis amigos, venís a ofenderme. Os decís: «Mirad qué queda del orgulloso Job. ¿Qué le queda al malvado?». Pero yo sé que un defensor vendrá en mi socorro. Sí, él vendrá finalmente. NARRADOR—Sofar de Naamat le replicó así: SOFAR—¿No sabías tú que, desde siempre, desde que el hombre fue puesto en la Tierra, es breve la alegría del impío? Aunque su cabeza alcance las nubes, el malvado desaparece como estiércol. Le sabía dulce la maldad, pero ese manjar se arrado r

il d a d

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corrompe, se transforma en veneno en sus entrañas. Dios le hace vomitar las riquezas que devoró. Sus tesoros no lo salva­ rán de la miseria. Dios hará llover flechas sobre él. Si escapa del hierro, el bronce lo matará. El cielo desnudará su culpa y la tierra se alzará contra él. Un diluvio arruinará su casa el dfa de la ira. Ésta es la suerte que Dios reserva al malvado, ésta es la herencia que destina para él. JOB—¿Creéis que hablo sin razón? Decidme: ¿por qué tan­ tos malvados mueren viejos y poderosos, rodeados de hijos, en un hogar en paz, sin miedo, sin probar el castigo de Dios? ¿Por qué son felices los malvados? Los mismos que dicen a Dios: «Fuera de aquí. ¿Quién eres tú para servirte?». Te ríes de la angustia de los inocentes y dejas la Tierra en poder de sus verdugos. Dejas que al justo lo invada la desgra­ cia mientras los que insultan tu nombre viven tranquilos. Pero, ¿quién puede juzgarte a ti, que juzgas a las estrellas? Narrador—Entonces tomó la palabra Elifaz de Temán. Elifaz—¿Te castiga Dios por tu piedad? ¿No será por tu maldad?, ¿no será por tus culpas? Habrás despojado de sus ropas al desnudo, no habrás dado de beber al sediento, ha­ brás negado pan al hambriento. El malvado se dice: «¿Qué sabe Dios? Las nubes no le dejan ver. Está muy lejos de mí. ¿Qué puede hacerme?». Haz las paces con él, Job. Alza a Dios tu oración y volverá a ti la luz. Él humilla al arrogante, pero levanta a quien se humilla ante él. Job—¡Si supiera cómo llegar a tu morada, para exponer ante ti mi causa! Pero no sé dónde estás. Voy a Oriente y no te hallo. Voy a Occidente y no te encuentro. Te busco al Norte y no apareces. Voy al Sur y no te veo. ¿Dónde está Dios? No te veo, pero sé que tú sí me ves. Tú conoces mi conduc­ ta. Ponme a prueba y me encontrarás limpio. Mis pies se aferran a tus huellas, sigo tu camino sin torcerme. Mas, si tú has decidido, ¿qué te hará cambiar? Lo que tú hayas elegido para mí, eso se cumplirá. Las tinieblas cubren el mundo. Miles de hombres vagan desnudos en el frío, hambrientos y sedientos. Piden socorro, pero tú no los escuchas. Mientras, se extienden los que no quieren pisar tus caminos, los rebeldes a la luz, los hombres de la noche. Buscan sus presas desde el amanecer, dan caza a los débiles. Son los asesinos del alba. 122

Narrador—Bildad de Súaj tomó la palabra por tercera vez. Bildad—Dios suspendió la Tierra sobre la nada y cubrió el cielo de estrellas; contuvo al mar y venció a la serpiente. ¿Quién puede contar las tropas de Dios? ¿Quién puede esconderse de su luz? Ante sus ojos, ni siquiera el sol tiene brillo. ¡Cuánto menos el hombre, ese gusano! J ob—Conozco la fuerza de Dios, conozco mi debilidad. Pero hasta la muerte proclamaré mi inocencia. No me avergüenzo de ninguno de mis días. ¡Dios que niegas mis derechos! ¡Dios que me hartas de amar­ gura! Mientras siga respirando y me anime tu aliento, juro que mis labios no te negarán, juro que mi lengua no te ofenderá. No escucharás las protestas del impío cuando sobre él se abata la angustia. Yo, en cambio, hasta el final esperaré tu respuesta. NARRADOR—Entonces fue Sofar de Naamat quien habló. SOFAR—Ésta es la suerte que Dios reserva al malvado. El oro que acumuló, otro lo disfrutará; el inocente heredará su plata. Se acuesta rico y, al despertar, no tiene nada. Y todos aplauden su ruina, todos escupen el camino por donde pasa. Su nombre no será recordado. Sus hijos no tendrán paz y su viuda no lo llorará. Dios troncha como a un árbol al injusto. Le da confianza, pero vigila sus pasos y, de pronto, lo derriba. No hay otra sabiduría que la que viene de Dios. El hom­ bre entra en el interior de las montañas, abre canales en las rocas y saca a la luz ocultos minerales. Mas la sabiduría, ¿de dónde viene? No se compra con oro ni con plata. Desconoce­ mos el camino que lleva hasta ella. Sólo Dios conoce ese ca­ mino. Porque sólo su mirada abarca el mundo. Sólo él ve cuanto hay bajo los cielos. Cuando calculó el peso del viento y señaló una medida a las aguas, cuando impuso una norma a la lluvia y una ley al relámpago, entonces dijo al hombre: «La sabiduría es temer a Dios». JOB—Siempre te temí. Nunca te negué. Y ahora, te pido auxilio y no respondes. Te pido ayuda y no contestas. Ojalá pudiera recuperar el tiempo pasado, las horas en que me protegías. Todos me tenían respeto. Los más sabios calla­ ban para escucharme. Ahora, en cambio, se ríen de mí hom­ bres a quienes antes no habría dejado cuidar a mis perros. Hombres viles escupen a mi paso. Dios me ha dejado solo y los peores me humillan sin que nada los frene. 123

Te has vuelto cruel conmigo. Tu mano se ceba en mí. ¿Es que yo volví la mía contra el débil? ¿No lloré con quien sufría? ¿No tuve piedad del pobre? ¿No ayudé al huérfano y a la viu­ da? ¿No fui ojos para el ciego, pies para el cojo, abogado del inocente? ¿No abrí mi casa al extranjero? ¿Acaso me alegré del mal del enemigo? Yo esperaba la dicha, pero mira mis ojos. Camino entre las sombras, hermano de chacales, con la piel ennegrecida, los hue­ sos consumidos por la fiebre, las entrañas hirviéndome sin tregua. Hice promesa de ser justo, y me dije: «Moriré cargado de días, vigoroso y digno». Pensé que reservabas desgracia al malvado, felicidad al justo. Tú llevas la cuenta de mis pasos. Dime entonces: ¿Cuándo he faltado contra ti? Pésame en tu balanza. Si en algo fui injusto, que otro se lleve mi felicidad. Si puse mi confianza en el oro, si fui insensible a la necesidad del débil, si no di mi pan al hambriento, si no partí mi ropa con el desnudo, si alcé mi mano contra el huérfano, ¡que mi brazo se rompa por el codo! NARRADOR—Viendo que Job no dejaba de proclamar su inocencia, aquellos tres hombres ya no le contestaron más. Entonces tomó la palabra un cuarto hombre, Elihú, hijo de Baraquel el buzita, del clan de Ram. Hasta entonces, había guardado silencio, pues los otros eran mayores que él. Pero al ver que callaban, dijo: Elihú—Os he escuchado, pensando: «Que hable la edad. Los ancianos dirán palabras sabias». Pero no son los años los que dan sabiduría. Es un soplo de Dios lo que da la sabiduría al espíritu del hombre. Ninguno habéis sabido refutar a Job. Yo lo haré. No temas, Job, no pondré mi mano sobre ti, será mi lengua quien te responda. Animado por un aliento incon­ tenible, me siento lleno de palabras con que refutarte. Escú­ chalas, Job, y replícalas si puedes. Pías dicho: «Soy puro, sin delito; soy inocente, sin pecado. Pero Dios busca excusas contra mí. Vigila mis pasos y pone trampas a mis pies». Así has dicho, Job, pero te equivocas. Ol­ vidas que Dios es más grande que tú y que cualquier hombre. ¿Puede un hombre ser útil a Dios? Si pecas, ¿en qué le afecta a Dios? Si eres justo, ¿qué le das con ello? Te quejas porque él no responde a tus palabras. Dios nos habla de muchas formas, aunque no siempre le oímos. Dios 124

nos habla de muchas formas, y el dolor es una de ellas. Hi­ riéndonos en los huesos, también así nos habla. Pero si el he­ rido ruega a Dios y Dios le otorga su favor, entonces verá el rostro de Dios y dirá: «He pecado, pero Dios no me ha pagado con la misma moneda. Ha llenado mi vida de luz». Así hace una y otra vez Dios con el hombre. Te he oído decir: «Soy inocente, pero Dios me niega todo derecho. Me castiga sin haber pecado. De nada vale al hom­ bre hacer el bien». Así has dicho, Job. Pero lejos de él está la injusticia. Dios paga al hombre con arreglo a sus obras, a cada uno retribuye conforme a su conducta. Nunca tuerce el dere­ cho. Dios no hace nunca el mal. Dime, Job, ¿quién le dio el gobierno de la Tierra?, ¿quién le confió el universo? Si él retirase del mundo su aliento, toda la carne moriría al instante y todos los hombres volverían al polvo. Él no favorece al grande frente al débil, ni al rico frente al pobre, porque todos son obra de sus manos. Él conoce a todos los hombres, no hay sombra lo bastante espesa para ocultarse a sus ojos. Y, de pronto, hiere al malvado. A veces esconde su rostro, pero sigue velando sobre hombres y nacio­ nes, para evitar que reine el impío. Dios no castiga al que le dice: «Me arrepiento. No volveré a obrar mal». Tú, sin embargo, rechazas su juicio. Cualquier sabio te diría: «Respondes como un malvado. Multiplicas tus palabras contra Dios. A tu pecado añades rebeldía». ¿Crees que es justo decir: «Soy inocente ante Dios»? O decir: «¿Qué gané con no pecar?». Dices: «Dios no me escucha. Le expuse mi causa y en vano espero su respuesta». No añadas más palabras necias, Job. Dios no responde a los malvados arro­ gantes. Pero si el hombre escucha y se somete, sus días aca­ ban felices. También a ti, Job, te sacará de las fauces de la angustia. Pero si defiendes la causa del malvado, de un golpe te abatirá. ¿Fue la opulencia lo que te corrompió, Job? ¿Acaso tus riquezas te dan auxilio en la desdicha? No escondas tus accio­ nes en la sombra, Job, por ellas te ha probado la desgracia. No hay otro maestro que Dios. ¿Quién puede señalarle el ca­ mino a seguir? ¿Quién se atreverá a decirle: «Has hecho mal»? Dios es tan grande que no lo conocemos. La suma de sus años es incalculable. Él hace maravillas incomprensibles. ¿Co125

noces tú el misterio de Dios? Piensa en ello, considera los prodigios de Dios. ¿Cómo alimenta a los hombres? ¿Cómo sus manos se llenan de relámpagos que dirige contra los im­ píos? ¿Cómo castiga a los pueblos o los favorece? ¿Cómo extiende la bóveda del cielo? ¿Cómo hace que el sol brille? ¿Cómo sostiene las nubes? ¿Cómo desata el huracán? ¿Cómo ilumina la noche con sus rayos? ¿Cómo forma el hielo con un soplo? Dice a la nieve: «Cae sobre la tierra», y la nieve interrumpe el trabajo de los hombres para que todos admi­ ren su creación. Dios es muy alto para el hombre. Él es infinito en su poder, infinito en su rectitud, él es maestro de justicia. Mira el re­ lámpago que cruza del cielo a la tierra; escucha el trueno que sale de su boca. Nada puede retener su voz cuando retumba. NARRADOR—Fue entonces cuando, desde la tormenta. Dios habló a Job: «¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la Tierra? ¿Sabes quién fijó sus medidas? ¿Quién marcó límites al mar. quién encerró el orgullo de sus olas? ¿Has llegado hasta las fuentes del océano?, ¿has paseado por el fondo del abismo? ¿Se te han abierto las puertas de la muerte? ¿Alguna vez has dado órdenes a la mañana, o has señalado su lugar a la aurora? ¿Sabes dónde habita la luz, dónde las tinieblas? ¿Sabes cómo se reparte la luz por el mundo? ¿Has llegado a los silos de la nieve?, ¿has visto los graneros de granizo que yo guardo para tiempos de angustia? ¿Tiene padre la lluvia? ¿Levantas tu voz a las nubes y la masa de aguas te obedece? ¿Quién engendra las gotas del rocío? ¿De qué vientre sale el hielo? ¿Quién pare la escarcha? ¿Saltan a tus órdenes los relámpagos? ¿Puedes atar los lazos de las estrellas o hacer que salgan a su hora? ¿Conoces las leyes de los cielos? ¿Has asistido al parto de las ciervas? ¿Quién procura alimento a las crías del león y del cuervo? ¿Están las bestias dispuestas a servirte? ¿Puedes atar­ las a tu arado y hacer que abran los campos para ti? ¿Das tú al caballo su bravura? ¿Vuela el halcón porque tú le enseñas? ¿Conoces al hipopótamo? Sus huesos son tubos de bronce; sus vértebras, de hierro. Nada en la tierra ni en el agua le produce temor, nadie bajo el ciek> le hizo frente. ¿Jugarás con él como con un pájaro? ¿Conoces al cocodrilo? Sólo su vista aterra, hasta los más fuertes le temen. En su piel no se clavan 126

la espada ni el dardo ni la lanza, la flecha no le hace huir, el hierro es para él como paja, el bronce como madera podrida. ¿Quién logró abrir su coraza?, ¿quién ha abierto sus fauces? ¿Acudirá a ti con gesto humilde? ¿Conoces al avestruz, que abandona sus huevos en el suelo para que la arena los incube, sin temer que un pie pueda pisarlos? «¿Callas? ¿No tienes bastantes años para responder a mis preguntas? ¿No tienes un brazo como el brazo de Dios?, ¿una voz como la voz de Dios? Si tienes un brazo como el de Dios, una voz como la de Dios, da rienda suelta a tu cólera, derriba con una mirada al arrogante, humilla al soberbio, aplasta a los calvados donde se hallen, cúbrelos de polvo. Haz todo eso y yo te honraré. «¿Callas? ¿No quieres discutir mi derecho? ¿No me vas a condenar, para ser tú absuelto? ¿No vas a contestarme, cen­ sor de Dios? ¿Qué tienes que decirme, acusador de Dios?» Job—Me doy cuenta de que todo lo puedes. Quiero que me instruyas. Te dije palabras sin sentido. Hablé sin razón de ce­ sas que no comprendo. Retiro mis palabras y me arrepiento en polvo y en ceniza. Hablé una vez y nada añadiré. Narrador—Job puso sus manos en su boca, para taparla. Dios se dirigió entonces a los hombres que acompañaban a Job. Les dijo: «Estoy enfadado con vosotros, porque no habéis hablado de mí como ha hablado mi siervo Job. Tomad siete terneras y siete carneros y, ante mi siervo Job, ofrecedlos en holocausto. Mi siervo Job intercederá por vosotros. En consideración a él, no os infligiré castigo por no haber hablado de mí como ha hecho mi siervo Job». II Narrador—Ésta es la historia de Job. Al menos, así es como yo la recuerdo. Pienso en ella a menudo. Pienso en Job cada vez que oigo esa pregunta: ¿Dónde está Dios? «¿Dónde está Dios?», se pregunta Job. ¿Dónde está Dios? Recuerdo haber oído esa pregunta hace muchos años. Recuerdo esa pregunta y la respuesta que en­ tonces encontré. 127

Me habían enviado a un campo de trabajo, éramos sete­ cientos detenidos allí. Habíamos tenido suerte. El hombre al mando era un holandés. Jamás recibimos un golpe de su mano, ni un insulto de su boca. El holandés tenía a su servicio un niño que siempre lo acom­ pañaba. Un día, no lejos de allí, una central eléctrica saltó por los aires. La Gestapo determinó que se trataba de un sabotaje. Alguna sospecha los condujo hasta nuestro campo. Y allí en­ contraron armas escondidas. El holandés fue arrestado. Lo torturaron, pero él no les dio ninguna información acerca de aquellas armas. Lo vimos par­ tir hacia Auschwitz. Nunca más supimos de él. El niño, su criado, permaneció en el campo. Lo tortura­ ron, (pero tampoco él les dijo lo que querían saber. Un día, a la vuelta del trabajo, vimos que los SS habían levantado tres horcas en el patio. Al poco, trajeron a tres en­ cadenados. Dos adultos y un niño, el criado del holandés. Un comandante de las SS leyó la sentencia. Los SS hicieron que cada condenado subiera a una silla, al pie de la horca, y les pusieron las cuerdas en el cuello. Los dos adultos gritaron: «¡Viva la libertad!». El niño callaba. Entonces oí a mi espalda aquella pregunta: «¿Dónde está Dios?». A una señal del comandante, las tres sillas cayeron. Se hizo un silencio absoluto. El comandante nos gritó: «¡Descubrios!». En el horizonte, el sol se escondía. Yo me di cuenta de que estaba llorando. Me sorprendió, porque en el campo no llorábamos nunca. Nuestros cuerpos secos habían olvidado llorar. El comandante gritó: «¡Cubrios!». Y nos hizo desfilar a to­ dos ante las tres horcas. Los dos adultos murieron inmediatamente. Pero la tercera cuerda siguió moviéndose durante largo rato. Cuando yo pasé ante él, el niño todavía luchaba con la muerte. Entonces escuché aquella pregunta por segunda vez: «¿Dónde está Dios?» No sé dónde encontré fuerza para responder: «Ahí. Ahí está. Colgado de esa horca.» 128

ni Narrador—«¿Dónde está Dios?» En aquellos días, muchos hombres se hicieron esa pregunta: «¿Dónde está Dios?». En Varsovia, la pregunta resonó por todos los rincones del gueto. Este hombre está allí, en el gueto. Las llamas crecen alrede­ dor de la casa desde la que ha combatido durante siete días y siete noches. Tiene ante sí dos botellas de gasolina. Hombre—Dos botellas de gasolina: ésta es toda la munición que me queda. Una es para los asesinos. La otra la reservo para mí. Esta casa está a punto de caer, pero a mí no me cogerán vivo. Voy a prenderme fuego, pero antes deja que te diga unas palabras. Deja que te diga esto: yo sigo creyendo en ti pese a todo lo que tti has hecho para que yo dejase de creer en ti. ¿Puedes comprenderme? ¿Puedes comprender los senti­ mientos de un hombre que muere abandonado por su Dios, en quien creía con tanta fuerza? Igual que Job, al mirar mi pasado puedo decir, hasta don­ de un hombre puede estar seguro de sí mismo, que la mía fue una vida justa y que te amé con todo mi corazón. Alguna vez fui bendecido por la fortuna, pero la fortuna nunca me enva­ neció. Siempre miré mis bienes como algo extraño, de modo que, si me robaban, era como si se apropiasen de cosas sin dueño. Mi casa estaba abierta a los necesitados y me sentía dichoso cuando podía ayudar a alguien. Yo te servía, y lo úni­ co que te pedí fue que me permitieses seguir sirviéndote con todo mi corazón y con todas mis fuerzas. Mi vida ha cambiado. Mi fe en li, no. Antes, tú no cesabas de hacerme favores, y yo siempre estaba en deuda contigo. Hoy, sigo siendo deudor tuyo. Pero ahora también tú tienes una deuda conmigo. Una deuda muy grande. Job le pidió que le señalases sus pecados para conocer la causa de su sufrimiento. Yo no. No existe una falta que merezca un castigo como el que he­ mos recibido. No, no se trata de un castigo por haber pecado. Es algo muy distinto lo que está teniendo lugar en el mundo. No se trata de faltas y de castigos, sino de un ocultamiento de tu rostro. Has apartado tu rostro del mundo. Has abando­ nado a los hombres a sus impulsos más salvajes. La fuerza de los instintos domina el mundo. 129

¿Oyes a ese perro que aúlla entre los cadáveres? Está ham­ briento. Está enfermo. Está loco. Las llamas y los disparos lo han vuelto loco. Pero yo siento envidia de él. Me gustaría ser ese pe­ rro. Me gustarla ser un animal. Siento vergüenza de ser hombre. Mira este niño que yace a mi lado. Lo miro y me avergüen­ zo de ser hombre. Hemos luchado desde esta casa durante siete días y siete noches. Todos mis compañeros han caído silenciosa, serena­ mente. También este niño. Apenas debe de tener cinco años, sólo tú sabes cómo llegó hasta aquí. ¿Verdad que su boquita parece sonreír? ¿No parece que se está riendo de mí? Se ríe de mí con esa sonrisa de la gente sabia. Este niño ya lo sabe todo, ya todo le resulta claro. Ya sabe por qué nació aunque debía morir tan pronto. Y si no lo sabe, sabe que saberlo o no carece de importancia en ese mundo en que ahora se encuentra, en brazos de sus padres asesinados. Dentro de poco, también yo voy a saberlo. Y si mi rostro no es devorado por el fuego, también en mí verás esa sonrisa. Mi hijo pequeño tendría hoy la edad de este niño. Primero perdí a mi mujer. Luego, uno a uno, a todos mis hijos. Tú no me ayudaste a esconderlos de sus perseguidores. Hoy la luz sólo vale para descubrir las huellas de quienes huyen. Uno a uno los perdí, a cada uno de ellos. Ahora llega mi tumo. Llega mi turno y veo la vida desde una perspectiva tan clara como casi nunca le es otorgada a un hombre a punto de morir. Sé que nuestro destino no es decidido por cálculos terre­ nos, sino por otros que no pertenecen a este mundo. Hay una gran aritmética divina, frente a la cual el dolor humano no cuenta nada. Pero eso no significa que tú y tu sentencia seáis justos. No, no nos merecemos los golpes que recibimos. Mira a este niño que yace a mi lado y dime: ¿qué más debe ocurrir para que muestres tu rostro al mundo? Nosotros, los burlados, los ofendidos, los humillados, los torturados, los violados, los asesinados, los asfixiados, los en­ terrados vivos, los quemados vivos, ¿no tenemos derecho a saber? ¿No tenemos derecho a saber dónde están los límites de tu paciencia? ¿Eres tan grande que nada de lo que nos pase puede con­ moverte? 130

¿Hasta cuándo manifestarás tu grandeza permitiendo que se golpee a los pequeños, a los inocentes? ¿Dejarás que el mundo se devore en su maldad? ¿Dejarás que el mundo se ahogue en su propia sangre? ¿Hasta dónde vas a seguir tensando la cuerda? No tenses más la cuerda. Podría romperse. Ya hay muchos que, en su desventura y en su furia, se han apartado de ti. Perdónalos. Has transformado nuestra vida en un combate tan interminable, que los cobardes huyen donde sus ojos los lleven. No los castigues por eso. A los cobardes no se les castiga, se les compadece. De ellos, apiádate más que de nosotros. Perdona a los que renegaron de li, a los que se vol­ vieron indiferentes respecto de ti. Los has golpeado tanto que ya no creen que seas su padre. Yo, en cambio, creo en ti más que nunca. Ahora más que nun­ ca sé que tú eres mi Dios. Porque no eres, no puedes ser, el Dios de aquellos cuyos actos son expresión de la ausencia de Dios. Si tú no fueses mi Dios, ¿el Dios de quién serías, el Dios de los asesinos? Aún tengo dos botellas. Estos días he lanzado muchas. Nunca imaginé que la muerte de otros hombres, aunque fuesen ene­ migos, y enemigos como éstos, pudiera alegrarme tanto. Al va­ ciar el fuego sobre ellos, sentí una alegría tan honda como si comenzase una nueva vida para mí. Ardían como los inocentes a los que ellos han quemado en los hornos, ardían como ellos, pero gritaban mucho más. Nunca imaginé que la venganza pudiera alegrar tanto mi corazón. Ahora sé que la vengan­ za siempre será el último recurso de lucha de los oprimidos. Tú, mi Dios, eres un Dios de la venganza. Pero hoy no te pido venganza. No hay en el mundo un cas­ tigo que pueda expiar el crimen cometido con nosotros. No, no te pido que castigues a los asesinos. Y si lo haces, castiga antes a los que silencian el asesinato. A los que dan gracias al asesino por el trabajo que hace para ellos. Tampoco te pido nada para mí. No espero milagros. Ocul­ taste tu rostro a mis hijos. Has ocultado tu rostro a millones de hombres. ¿Por qué ibas a mostrármelo a mí? La muerte no puede esperar más. El sol llega a su ocaso y yo te agradezco que no volveré a verlo. Un resplandor de in­ cendios cubre la ciudad y el cielo parece una catarata de san­ 131

gre. Dentro de muy poco estaré con mi familia y con los millo­ nes de asesinados, en ese mundo donde tú eres el único señor. Muero golpeado, pero no de rodillas. Con la frente inclina­ da ante tu grandeza, pero sin besar el látigo con que me azotas. El mundo se ha llenado de hombres que te odian y que me persiguen por tu causa, pero yo he seguido sirviéndote, he ob­ servado tus preceptos, he santificado tu nombre. Has hecho todo lo posible para apartarme de ti, pero si piensas que con las pruebas a que me sometes vas a lograr que me desvíe de tu senda, te advierto que no lo conseguirás. Puedes quitarme todo lo que poseo, puedes humillarme, puedes atormentarme. Mue­ ro tal como he vivido, siguiendo tu ley. Creo en ti pese a todo lo que has hecho para que dejase de creer en ti. Sigo amándote, a pesar de ti. Yo te amo, pero más amo tu ley. Y cuantos más morimos por tu ley, más inmortal te haces tú. IV Narrador—«¿Dónde está Dios?», se pregunta Job. ¿Lo sabe esta joven?, ¿sabe ella dónde está Dios? Tiene ante sí una car­ ta cerrada. Llevaba meses esperándola y ayer, por fin, la reci­ bió. No necesita abrirla para saber lo que contiene: su orden de deportación. Tal día, a tal hora, habrá de presentarse en la estación de ferrocarril. Sólo podrá llevar consigo una maleta. MUJER —Ha sido una noche de espanto. Me he quedado despierta en la oscuridad, con los ojos ardientes. Todas las imágenes del sufrimiento humano han desfilado esta noche ante mí. Han sido horas de espanto, pero ya empiezo a estar en paz. Ya sé lo que tengo que hacer. Voy a abrir esta carta. Voy a leerla lentamente, como se lee una buena noticia. Luego, sin decir nada a nadie, voy a reti­ rarme al rincón más silencioso de la casa, voy a cerrar los ojos y voy a reunir toda mi fuerza, toda la fuerza de mi cuerpo y de mi alma. Luego voy a hacer mi equipaje. Una Biblia. Ninguna foto. Prefiero irme con el recuerdo de sus rostros y de sus gestos, me acompañarán siempre. Lo último que haré, antes de salir a la calle, será cortarme el pelo y tirar mi lápiz de labios. Luego iré a despedirme de mis padres, pero antes me arreglaré las muelas con caries, sería grotesco tener dolor de 132

mudas allí. Luego sí, luego iré a casa de mis padres a llevarles palabras de consuelo. Por último, visitaré al hombre con quien querría haber vivido toda mi vida. No sé cómo reaccionaré cuando me despida de él para siem­ pre. En el fondo de mí, me cuesta creer que tengo que sepa­ rarme de él. El otro día, cuando caminábamos de la mano, pensé: ¿por qué no podemos seguir juntos? Debo quitarme esa esperanza de la cabeza. Debo aceptar que seguiré mi camino separada de él y de todos aquellos sin los cuales no creo poder vivir. Debo desatar los lazos exterio­ res para atar los interiores. Así, a pesar de la separación, per­ sistirá una unión íntima. En este mundo desolado, los cami­ nos más cortos de un ser a otro son los caminos interiores. Buscar una vida para dos, eso sólo puede hacerse interior­ mente en este mundo desolado. Sé que mis padres no van a ponérmelo fácil. Me dirán: «Usaremos nuestras influencias. Tenemos amigos que nos ayudarán a ganar tiempo. Hay que resistir hasta que esos ani­ males pierdan la guerra». En eso depositan su esperanza. Pero hay que separarse de toda esperanza fundada en el mundo exterior. Mis padres no entienden esto, dicen que soy pasiva, que me abandono sin lucha, que me he resignado. No es resig­ nación. No es que yo vaya a la muerte con una sonrisa en los labios. Se trata de otra cosa. Se trata de que yo acepto la vida, la acepto siempre y siem­ pre la encuentro buena, aun en los peores momentos. Por eso, yo no me preocupo jamás por el mañana. Tampoco ahora, cuando estoy a punto de tomar un tren que no sé adónde me llevará. Sólo sé que, allí donde me lleven, descubriré un nuevo estado de mi alma. Así ha sido hasta ahora. En cada situación he descubierto un nuevo estado del alma. Una parte de mí, hasta entonces en silencio, de pronto habla. Ayer sucedió. Ayer fue un día muy duro. Desde hace años, cada día está más lleno de pena que el anterior, y ayer tuve que soportar mucho. Pero está hecho, y yo he ganado todo eso que se me vino encima. Y hoy me siento capaz de afrontar un poco más que ayer. Eso es lo que me da esta alegría. La certeza de que soy capaz de llegar hasta el final, sola y sin que mi cora­ zón se consuma de amargura. Y mis peores momentos de tris­ teza dejan en mí surcos fértiles y me hacen más fuerte. 133

Mis padres no lo entienden. Me dicen: «Piensa en ti mis­ ma». Eso es lo que hacen todos hoy, pensar en sf mismos. Cada uno intenta pasar a través de los hilos de la red. Pero, ¿de qué vale que uno escape si otro es aniquilado? Mis padres se enfadan cuando digo que no importa si soy yo o es otro el que sube a uno de esos trenes. Me dicen: «Tienes que cuidar­ te. Tenes tantas cosas que hacer en la vida. Tanto que dar.» Sé que tengo mucho que dar. Pero eso que tengo que dar, lo daré donde me halle. Aquí o en el campo de concentración. Cuando me oyen hablar así, mis padres dicen que me com­ porto como si no supiese lo que me espera. Sé lo que me espe­ ra, hasta en los más pequeños detalles. Conozco las terribles posibilidades que pueden realizarse sobre mi pequeña perso­ na. Y, sin embargo, estoy tranquila. Ellos dicen: «¿Cómo pue­ des tomártelo así? Ni siquiera los insultas. ¿Es que-no te enfu­ rece el trato que dan a los seres humanos?». Yo les digo que los acontecimientos han tomado proporciones demasiado enormes, demoníacas, para que uno pueda reaccionar con rencor o con rabia. Esa reacción es pueril, inadecuada al ca­ rácter fatal de las cosas. Hoy sólo vale la aceptación de lo in­ evitable y la convicción de que, sin embargo, nada nos puede ser arrebatado. La Tierra se está convirtiendo en un inmenso campo de concentración del que nadie quedará fuera. No es el momento de salvar la vida cueste lo que cueste. Mis padres me dicen: «Tienes que escapar de sus garras». Pero yo no me siento en las garras de nadie. Yo sólo me siento en tus brazos, mi Dios. También en el campo, acechada por los SS, me sentiré en tus brazos. Tendré que soportar sufri­ mientos que ni siquiera soy capaz de imaginar, tal vez seré presa de la desesperación. Pero todo eso es poco comparado con mi confianza en ti. Si tú crees que yo todavía tengo mucho que dar, lo daré también después de atravesar las mismas pruebas que otros. Y si hago lo que es justo, descubriré un nuevo valor en mí. Y si no sobrevivo, mi manera de morir dará una respuesta a la pregunta: «¿Quién soy yo?». ¿Quién soy yo? Muy pronto voy a saberlo. Tú lo verás en mis ojos. Cuando mi rostro esté devastado por el sufrimiento, mi aliiia se con­ centrará en mis ojos. 134

Te prometo una cosa, poca cosa. Prometo que te voy a ayu­ dar a no apagarte en mí. No eres tú quien nos puede ayudar, sino nosotros a ti, y al hacerlo nos ayudamos a nosotros mis­ mos. Eso es todo lo que nos es posible saber en esta época y lo único que cuenta. Un poco de ti en nosotros, mi Dios. Y tal vez podamos también ayudar a ponerte en los corazones martirizados de los otros. Tú pareces tan incapaz de modificar la situación... Por eso, yo no te pido cuentas. Si tú no puedes ayudamos, nos corres­ ponde a nosotros ayudarte y defender la morada que te abriga en nosotros. Hay gente, ¿puede creerse?, que en el último momento trata de poner en lugar seguro las cucharas de plata, en vez de pro­ tegerte a ti. Y hay gente que busca proteger su propio cuerpo. Dicen: «Yo no caeré en sus garras». Olvidan que uno no está en las garras de nadie mientras está en tus brazos. Hablar contigo me da calma. Tendré muchas conversacio­ nes contigo allí donde me llevan, para impedirte que me de­ jes. Conocerás también momentos de necesidad en mí. Pero, créeme, seguiré obrando por ti, te seguiré siendo fiel, no te expulsaré de mi recinto. Sé que no me falta fuerza para afrontar el gran subimien­ to. Me dan más miedo las pequeñas preocupaciones que asal­ tan á veces como miserias ardientes. Pero yo me diré cada día: «Un día más. No tienes excusa. Utiliza cada instante de este día, conviértelo en un momento fructífero, en piedra so­ bre la que apoyar los días de angustia que nos esperan». La tempestad de esta noche ha destrozado el jardín. Sus flores brotan desparramadas en los charcos. Pero, en alguna parte de mí, ese jardín sigue floreciendo y esparce su aroma en torno a tu morada. Tú ves cómo te cuido. No te ofrezco solamente mis lágrimas en este día gris, también te doy un jardín perfumado. Quiero hacerte un refugio lo más agrada­ ble posible. En una celda estrecha, viendo una nube pasar al otro lado de los barrotes, yo te daría esa nube. No puedo garantizar nada, pero ya ves que mis intencio­ nes son las mejores del mundo. Si tú no puedes ayudarme, me tocará a mí ayudarte a ti. Y si estoy para ti, también estaré para los otros. Voy a ayudarte, mi Dios, ése es el principio que me he marcado. Ahora voy a abrir esta carta y voy a leerla con 135

calma, palabra por palabra, como una buena noticia. Y luego, voy a consagrarte este día y voy a verterme entre los hombres. V Narrador—Pienso en ellos cada día. Pienso en esa mujer que va a tomar un tren hacia la muerte, pienso en ese hombre rodeado de muerte, pienso en ese niño. Cada noche pienso en ese niño que lucha en el aire contra la muerte. Intento pensar en Job. Cuentan que sus heridas se cerraron y la fortuna volvió a sonreírle. Cuentan que llegó a poseer ca­ torce mil ovejas, seis mil camellos, mil yuntas de bueyes y mil burras, y que tuvo siete hijos y tres hijas, y a la primera puso por nombre «Paloma», a la segunda «Acacia» y a la tercera «Perfume». Cuentan que no había en todo el país muchachas tan hermosas como las hijas de Job. Cuentan que Job conoció a sus nietos y bisnietos y murió anciano tras una larga vida.

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SELECCIÓN DE TEXTOS

LA NOCHE* Elie Wiesel Presencié otras ejecuciones.'Nunca vi llorar a uno solo de esos condenados. Hacía tiempo que esos cuerpos resecos ha­ bían olvidado el sabor amargo de las lágrimas. Salvo una vez. El oberkapo del comando 52 de los cables era un holandés: un gigante que superaba los dos metros. Se­ tecientos detenidos trabajaban bajo sus órdenes y todos lo querían como a un hermano. Nadie había recibido nunca una bofetada de su mano, un insulto de su boca. Tenía a su servicio aun niño, un pipel, como se los denomina­ ba. Un niño de cara fina y hermosa, algo increíble en ese campo. (En Buna odiaban a los pipel: a menudo se mostraban más crueles que los adultos. Un día vi a uno de ellos, de trece años de edad, golpear a su padre porque no había hecho bien su cama. Como el viejo lloraba calladamente, el otro rugió: «Si no dejas de llorar enseguida, no te daré más pan. ¿Entien­ des?». Pero el pequeño ayudante del holandés era adorado por todos. Tenía la cara de un ángel desdichado.) Un día, saltó la central eléctrica de Buna. Llamada al lu­ gar, la Gestapo llegó a la conclusión de que era un sabotaje. Se descubrió una pista. Ella conducía al bloc del oberkapo ho­ landés. ¡Y allí se descubrió, en un registro, una cantidad im­ portante de armas! * En E. Wiesel, La noche, Muchnik Editores, 1975. 137

El oberkapo fue detenido inmediatamente. Fue torturado durante semanas enteras, pero en vano. No delató ningún nom­ bre. Fue trasladado a Auschwitz. Y no se oyó hablar más de él. Pero su pequeño pipel quedó en el calabozo del campo. Torturado igualmente, también permaneció mudo. Entonces los SS lo condenaron a muerte, como asimismo a otros dos detenidos a quienes se les habían encontrado armas. Un día que volvíamos del trabajo, vimos tres horcas levan­ tadas en el recinto de llamada, tres cuervos negros. Llamada. Los SS a nuestro alrededor, con las metralletas apuntándo­ nos: la ceremonia tradicional. Tres condenados encadenados y, entre ellos, el pequeño pipel, el ángel de los ojos tristes. Los SS parecían más preocupados, más inquietos que de costumbre. Colgar a un chico ante millares de espectadores no era poca cosa. El jefe del campo leyó el veredicto. Todos los ojos estaban fijos en el niño. Estaba lívido, casi tranquilo, y se mordía los labios. La sombra de la horca lo cubría. El lagerkapo, esta vez, se negó a servir de verdugo. Tres SS lo reemplazaron. Los tres condenados subieron a sus sillas. Los tres cuellos fueron introducidos al mismo tiempo en las sogas corredizas. —¡Viva la libertad! —gritaron los adultos. Pero el pequeño callaba. —¿Dónde está el buen Dios, dónde está? —preguntó al­ guien detrás de mí. A una señal del jefe de campo, las tres sillas cayeron. Silen­ cio absoluto en todo el campo. En el horizonte, el sol se ponía. —¡Descúbranse! —aulló el jefe del campo. Su voz estaba ronca. Nosotros llorábamos. —¡Cúbranse! Luego comenzó el desfile. Los dos adultos ya no vivían. Su lengua colgaba hinchada, azulada. Pero la tercera soga no es­ taba inmóvil: el niño, muy liviano, vivía aún... Más de media hora quedó así, luchando entre la vida y la muerte, agonizando ante nuestros ojos. Y nosotros teníamos que mirarlo bien de frente. Cuando pasé delante de él todavía estaba vivo. Su lengua estaba roja aún, sus ojos no se habían apagado. Detrás de mí oí la misma pregunta del hombre: —¿Dónde está Dios, entonces? 138

Y en mí sentí una voz que respondía: —¿Dónde está? Ahí está, está colgado ahí, de esa horca... Esa noche, la sopa tenía gusto a cadáver. YÓSEL RÁKOVER APELA A DIOS* Zvi Kolilz En las ruinas del gueto de Varsovia, bajo montones de pie­ dras y huesos humanos calcinados, escondido y oculto en una pequeña botella, fue hallado el siguiente testamento, escrito en las últimas horas del gueto por un judío llamado Yósel Rákover: Varsovia, 28 de abril de 1943 Yo, Yósel, hijo de David Rákover de Tamopol, seguidor del rabino de Ger y descendiente de los justos, sabios y santos de las familias Rákover y Meisls, escribo estas líneas mientras las casas del gueto de Varsovia están en llamas, y el edificio en el que me encuentro es uno de los últimos que aún no arden. Hace ya unas horas que estamos sometidos a un rabioso fue­ go de artillería, y a mi alrededor los muros se quiebran y re­ vientan con estruendo bajo la lluvia de granadas. Dentro de poco, también esta casa, como casi todas las del gueto, se ha­ brá convertido en la tumba de sus defensores y moradores. Los rayos del sol, relampagueantes e incandescentes como la brasa, que penetran en mi habitación a través de la pequeña ventana a medio tapiar, desde la cual hemos disparado día y noche contra el enemigo, me indican que el sol está a punto de ponerse y pronto caerá la noche. Probablemente, el sol ni siquiera sabe cuán poco lamento no volver a verlo jamás. Peculiar es lo que nos ha sucedido: todos nuestros concep­ tos y sentimientos se han transformado. La muerte súbita, rápida e instantánea, se nos antoja como un redentor, como un libertador que rompe nuestras cadenas. Las bestias del bosque me son tan caras y queridas que me duele en el alma oír que a los criminales que ahora dominan Europa se les com­ para con bestias. No es cierto que Hitler tenga atributos de * En Z. Kolitz, Yósel Rákover apela a Dios, Nueva Galaxia Gulcnberg, S.A., 2001.

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bestia. Es —y de ello estoy profundamente convencido— un típico hijo de la humanidad moderna. La humanidad en su conjunto lo ha engendrado y criado, y él es la expresión since­ ra y desenmascarada de sus más íntimos y recónditos deseos. Una noche, habiéndome escondido en un bosque, me cru­ cé con un perro enfermo, famélico, loco tal vez, con el rabo entre las piernas. Ambos sentimos enseguida lo común de nuestra situación, pues la de los perros no era ni es un ápice mejor que la nuestra. Se me arrimaba, hundía su cabeza en mi regazo y me lamía las manos. No sé si alguna vez he llora­ do como aquella noche; me abracé a él y sollocé como un crío... Nadie se sorprenderá si recalco que en ese momento envidié a las bestias. Es más, sentí vergüenza. Vergüenza ante el perro de no ser un perro, sino un hombre. En efecto, así es, y a tal estado del espíritu hemos llegado: la vida es una desdicha; la muerte, un redentor; el hombre, una plaga; la bestia, un ideal; el día, un horror; la noche, un sosiego. Millones de personas en este grande y ancho mundo, ena­ morados del día, del sol y de la luz, no saben ni sospechan siquiera cuántas tinieblas y desdichas ya nos ha deparado el sol, convertido en un instrumento en manos de los criminales. Lo han utilizado como un foco que ilumina las pisadas de los que de ellos huyen para salvarse. Cuando me escondí en los bosques con mi mujer y mis hijos, que entonces eran seis, la noche, y sólo la noche, nos acogió en su seno. El día nos entre­ gó a los perseguidores que acechaban nuestras almas. ¡¿Cómo podré olvidar jamás el día en que los alemanes derramaron aquella lluvia de fuego sobre miles de refugiados en la carrete­ ra de Grodno a Varsovia?! Con el sol del amanecer ascendie­ ron sus aviones, que luego nos masacraron sin cesar, durante un día entero. En esa matanza perpetrada desde el cielo su­ cumbieron mi mujer y nuestro pequeño de siete meses en sus brazos, y el mismo día dos de mis otros cinco hijos desapare­ cieron sin dejar rastro. Se llamaban David y Yehuda, uno tenía cuatro años, el otro seis. Con la puesta del sol, los escasos supervivientes prosiguie­ ron su marcha en dirección a Varsovia. Pero mis otros tres hijos y yo rastreamos los bosques y los campos para buscar a los dos que habían desaparecido en el lugar de la matanza. «¡David!... ¡Yehuda!» Durante toda la noche nuestros gritos 140

cortaron como cuchillos el silencio de muerte que nos rodea­ ba, pero sólo nos contestaba el eco del bosque, desvalido y compasivo, con la voz plañidera de un lejano llanto fúnebre que desgarraba el corazón. No volví a ver a mis dos niños, y en un sueño se me exhortó a dejar de preocuparme por ellos, pues se encontraban ya en manos del Señor del cielo y de la tierra. Mis otros tres hijos murieron en el gueto de Varsovia en menos de un año. Raquel, mi hijita de diez años, había oído decir que en los cubos de basura de la ciudad, al otro lado de los muros del gueto, podían encontrarse restos de pan. El gueto pasaba ham­ bre, y por las calles yacían los muertos de inanición tirados como trapos. La gente estaba dispuesta a morir de lo que fue­ ra, menos de hambre, tal vez porque en una época en la que las persecuciones sistemáticas matan poco a poco toda ansia intelectual, el deseo de comer es lo último que le queda a uno, incluso cuando ya se anhela la muerte. Así le sucedió, según me contaron, a un judío que desfallecía de hambre y le decía a otro: «¡Ay qué bien me sentiría si antes de morir pudiera co­ mer una última vez dignamente, como un hombre!». Raquel me había ocultado su plan de salir a hurtadillas del gueto, un crimen que era castigado con la muerte. Junto con una amiga, una niña de su edad, emprendió el peligroso cami­ no. Era noche cerrada cuando se marchó de casa, y al salir el sol las dos fueron descubiertas ante las puertas del gueto. Los centinelas de los nazis, secundados por docenas de cómplices polacos, enseguida se lanzaron a la caza de las niñas judías que habían osado buscar un trozo de pan en un cubo de basu­ ra para no consumirse de hambre. Las personas que presen­ ciaban la cacería no daban crédito a lo que veían. Hasta en el mismo gueto aquello era algo inédito. Uno hubiera dicho que se perseguía a prófugos peligrosos, al contemplar cómo la jau­ ría homicida se echaba tras las escuálidas niñas de tan corta edad. Las criaturas no pudieron resistir mucho tiempo la ca­ rrera y una de ellas, mi hija, habiendo agotado sus últimas fuerzas, se desplomó exhausta. Los nazis le perforaron el crá­ neo. La otra consiguió escapárseles de entre las manos, pero murió dos semanas más tarde. Había perdido el juicio. Jacob, nuestro quinto hijo, un chico de trece años, murió de tuberculosis el día de su Bar Mitzvá. La muerte fue su re141

dención. El último de mis descendientes, mi hija Eva, pereció a los quince años en una Kinderaktion, una matanza de niños, que comenzó al alba del último Rosh-Hashaná y terminó con la puesta del sol. En el transcurso de aquel dfa de Año Nuevo, cientos de familias judías perdieron a sus hijos. Hoy me ha llegado la hora, y puedo decir como Job —sin ser yo el único que pueda decirlo—: desnudo regreso a la tierra, desnudo como el día en que nací. Tengo cuarenta y tres años, y si vuelvo la vista atrás, a los años pasados, puedo constatar con seguridad —es decir, en la medida en que un hombre puede estar seguro de algo— que he llevado una vida honesta. Mi corazón estaba henchido de amor a Dios. Recibí la bendición del éxito, pero éste nunca se me subió a la cabe­ za. Mi hacienda llegó a ser abundante, y sin embargo poseí como quien no posee: siguiendo el consejo de mi rabino en­ tendí que mi fortuna no tenía dueño. Si ésta inducía a al­ guien a hacer suya una parte de la misma, no había de consi­ derarse como hurto, sino como el acto del que se apropia de un bien mostrenco. Mi casa estaba abierta al necesitado, y me sentía dichoso cuando podía prodigar favores. He servi­ do a Dios con devoción, y únicamente le pedí que me permi­ tiera servirle «con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas». Ahora bien, no puedo decir —después de todo lo que me ha tocado vivir— que mi relación con Dios no haya cambiado. Pero sí puedo afirmar con seguridad absoluta que mi fe en Él no ha variado en lo más mínimo. Antes, cuando me iba bien, mi relación con Él era como la que se tiene con alguien que nos ofrece dádivas sin cesar, y con el cual por lo tanto estamos siempre en deuda. Ahora mi relación con Él es como la que se tiene con alguien que también nos debe algo a nosotros, y no poco. Y porque siento que también Él está en deuda conmigo, pienso que tengo el derecho de apremiarlo. Pero no digo como Job que Dios ponga Su dedo en mi pecado para que sepa por qué merezco esto. Pues personas mejores y de mayor talla que yo están firmemente convencidas de que lo de ahora ya no es una cuestión de castigo por los pecados y las faltas cometidas. Es más bien algo muy particular lo que ocurre en el mundo, y tiene un nombre: Hastores Ponim, que significa que éstos son los tiempos en que Dios oculta Su rostro. 142

Dios ha cubierto Su rostro ante el mundo entregando asf a los hombres a sus propios impulsos e instintos salvajes. Por eso pienso que cuando las Fuerzas de los malos impulsos do­ minan el mundo es, por desgracia, completamente natural que las primeras víctimas tengan que ser aquellos que encarnan lo puro y lo divino. Para el individuo, esto tal vez no sea un con­ suelo. Pero del mismo modo que el destino de nuestro pueblo depende no de cálculos terrenales, sino de leyes de otro mun­ do, que no son ni materiales ni físicas, sino espirituales y divi­ nas, el creyente debe interpretar estos sucesos como parte de la gran cuenta de Dios, en la que incluso las tragedias huma­ nas tienen poco peso. Sin embargo, esto no significa que los piadosos de mi pueblo simplemente aprueben la sentencia y deban decir «El Señor es justo, y Sus designios son correc­ tos». Decir que merecemos los golpes que recibimos significa­ ría injuriamos a nosot ros mismos. Sería una blasfemia al Shem Hanteforash: un ultraje a Su sagrado nombre, un sacrilegio contra el nombre «judío», una profanación del nombre «Dios». Es una misma cosa. Cuando nos injuriamos a nosotros, inju­ riamos a Dios. En tal estado, naturalmente, no espero milagros ni le rue­ go a Dios que se apiade de mí. En absoluto. Que se comporte con respecto a mí con la misma indiferencia de rostro cubier­ to que ya ha demostrado frente a tantos millones de Su pue­ blo. No soy una excepción a la regla. No espero ningún tipo de favoritismo. Ya no intentaré salvarme ni huir de aquí. Incluso rociaré mis ropas con gasolina para facilitarle al fuego su tra­ bajo. Tengo aún en reserva tres botellas después de haber va­ ciado unas cuantas docenas sobre las cabezas de los asesinos. ¡Qué gran momento de mi vida fue aquél! ¡Qué risa tan salvaje solté! Nunca hubiera podido imaginarme que la muer­ te de seres humanos, aunque fueran enemigos —e incluso enemigos de esta laya—, pudiera llegar a producirme tanta alegría. Digan lo que digan algunos humanistas dementes, la venganza y el deseo de la vindicación siempre han sido los últimos resortes de la resistencia de los oprimidos; y esto no cambiará nunca, pues nada les proporciona mayor satisfac­ ción en el alma. Hasta ahora nunca había entendido bien aque­ lla frase del Talmud que dice: «La venganza es sagrada porque se menciona entre dos nombres de Dios, pues escrito está: 143

Dios de la venganza es el Señor». Ahora la entiendo. Ahora la siento, y ahora sé de qué se regocija mi corazón cuando me acuerdo de que ya hace milenios que invocamos a nuestro Dios de esta manera: «ElNekome Adono}... ¡Dios de la vengan­ za, oh Señor! ¡Dios de la venganza, álzate!». Y ahora que soy capaz de contemplar la vida y el mundo desde esta perspectiva tan clara que sólo en contadas ocasiones se le ofrece al hombre antes de morir, se me antoja que he aqut la peculiar y esencial diferencia entre nuestro Dios y el Dios en el que creen los pueblos de Europa: mientras que nuestro Dios es el Dios de la venganza y nuestra Torah amenaza con la muer­ te a quienes cometen la más leve falta, cuenta el Talmud que en los tiempos en que el sanedrín era el tribunal supremo de nues­ tro pueblo —cuando todavía vivíamos libres en nuestra tie­ rra—, la única pena de muerte que éste dictó en setenta años bastó para que se increpara a los jueces con gritos de «¡Asesi­ nos!»... El Dios de los gentiles, en cambio, al que se llama «Dios del amor», mandó que fuera amada toda criatura hecha a su imagen y semejanza; y no obstante, nos asesinan en su nom­ bre, sin piedad y día tras día, desde hace ya casi dos mil años. Sí, he hablado de venganza. Raras veces hemos conocido la venganza verdadera, pero cuando la hemos experimentado ha sido tan benéfica y tan dulce, una satisfacción tan profun­ da y una dicha tan enorme que me pareció cbmo si hubiera comenzado para mí una nueva vida. En una xrasión, un tan­ que había irrumpido en nuestra calle, y desre todas las casas fortificadas que había a su alrededor fue bombardeado con botellas de gasolina encendidas. Pero na ¿lie lo acertó como era preciso, por lo que el tanque, imperturbable, siguió su camino. Entonces esperé con mis amigos hasta que pasó ru­ giendo, bajo nuestras narices literalmente, y en ese instante lo atacamos todos a una, a través de las ver tanas medio tapia­ das. El tanque enseguida prendió fuego, y le su interior salta­ ron seis nazis ardiendo. ¡Ay, cómo ardían! Ardían como los judíos que ellos quemaban, pero gritaban n ás que los judíos. Los judíos no gritan. Aceptan la muerte como a un redentor. El gueto de Varsovia muere en la lucha, se hunde disparando, combatiendo, ardiendo..., pero sin griterío. Pues sí, aún me quedan tres botellas de gasolina, y son tan preciadas para mí como lo es el vino para el bebedor. Cuando 144

dentro de poco haya vaciado sobre mi cuerpo una de ellas, meteré en la botella vacía las hojas en las que estoy escribien­ do estas líneas para esconderla entre los ladrillos de la pared bajo la ventana. Si alguna vez alguien las llegase a encontrar y leer, entenderá tal vez la sensación de un judío, uno entre mi­ llones, que murió abandonado por Dios, en quien tan firme­ mente creía. Las otras dos botellas las haré explotar sobre las cabezas de los bandidos cuando llegue mi último momento. Al comenzar la rebelión, éramos doce personas en esta ha­ bitación, y hemos luchado durante nueve días contra el enemi­ go. Todos mis once camaradas han caído. Han muerto en silen­ cio. Incluso este muchachito que tendrá tal vez cinco años y que sólo Dios sabe cómo llegó hasta aquí, ahora yace muerto a mi lado. En su hermosa carita ha quedado dibujada una sonri­ sa, como la que aparece en las facciones de los niños cuando sueñan plácidamente. Ha muerto con tanta serenidad como sus camaradas mayores. Sucedió esta mañana. La mayoría ya había perdido la vida. El chico había trepado sobre la montaña de cadáveres para echar una mirada al exterior a través de la rendija de la ventana. Durante unos minutos estuvo así, de pie junto a mí. Luego, de repente, cayó de espaldas, rodó hacia abajo sobre los cuerpos de los caídos y se quedó inmóvil como una piedra. Entre dos rizos negros asomó una gota de sangre en su pequeña y pálida frente. Fue un tiro en la cabeza. Nuestra casa es uno de los últimos bastiones del gueto. Ayer por la mañana, cuando con los primeros rayos del sol el enemigo abrió su fuego infernal contra nosotros, aún estába­ mos todos vivos. Había cinco heridos, pero seguían luchando. Entre ayer y hoy han caído todos, uno tras otro, uno sobre otro. Se fueron relevando para montar guardia y dispararon hasta que las balas del enemigo los derribaron. No tengo más munición que estas tres botellas de gasoli­ na. De los tres pisos superiores siguen disparando intensa­ mente. Pero ya no pueden mandarme ayuda, porque según parece, la escalera ha sido destruida por las granadas. Creo que pronto la casa entera se derrumbará. Escribo estas líneas tumbado en el suelo. A mi alrededor, mis amigos muertos. Miro sus caras y tengo la impresión de que cierta ironía se ha derramado sobre ellas, una mansa ironía levemente burlona, justo como si quisieran decirme: «Ten un poco de paciencia, 145

necio, sólo unos minutos más y también tú comprenderás». El mismo aire irónico se ve esbozado en los labios del peque­ ño que está tendido igual que un durmiente junto a mi mano derecha. Su boca sonríe como si estuviera riéndose en sus adentros. Y yo, que aún vivo y aún siento y aún pienso como un ser viviente de carne y hueso, tengo la sensación de que soy el objeto de su risa, de que conoce mis intenciones. Tan silenciosa y elocuentemente se ríe de mí como suelen hacerlo los sabios cuando hablan sobre el saber con gente que, no sabiendo nada en absoluto, cree saberlo todo. Ahora el niño ya lo sabe todo, ya lo ha comprendido todo. Sabe incluso por qué nació para morir tan tempranamente, y por que murió a sólo cinco años de haber nacido. Y aunque no lo sepa, sabe que el saberlo o ignorarlo es del todo irrelevante e insignifi­ cante a la luz de la revelación de la magnificencia divina de aquel mundo mejor donde ahora se encuentra..., tal vez en los brazos de sus padres asesinados, a los que ha retomado. Dentro de una o dos horas, también yo lo sabré. Y si el fue­ go no consume mi cara, tal vez tras mi muerte se dibuje una sonrisa similar en mis propias facciones. Pero todavía estoy vivo. Y por eso quiero, antes de morir, hablar una vez más a mi Dios como un viviente: como un hombre sencillo y pletórico de vida que tuvo el grande y desdichado honor de ser judío. Estoy orgulloso de ser judío, no a pesar de la relación que el mundo tiene con nosotros, sino precisamente a causa de esta relación. Me avergonzaría de pertenecer a los pueblos que engendraron y criaron a los criminales responsables de las acciones que cometieron contra nosotros. Sí, estoy orgulloso de mi condición de judío. Pues ser ju­ dío es una proeza. Ser judío es difícil. No es ningún mérito ser inglés, americano o francés. Es tal vez más fácil y más cómo­ do ser uno de ellos, pero no es en absoluto más honorable. En efecto, ser judío es un honor. Creo que ser judío significa ser un luchador, un eterno na­ dador contra la burbujeante y criminal corriente humana. El judío es un batallador, un testigo de sangre, un apegado a Dios: Su propiedad sagrada. Vosotros, nuestros enemigos, decís que somos malos. Pero yo creo que somos mejores que vosotros: más distinguidos. Y aunque fuéramos peores, me hubiera gus­ tado ver qué papel habríais hecho en nuestro lugar. Soy di146

chuso de formar parte del más desdichado de todos los pueblos de la Tierra, del pueblo cuya Torah contiene la ley supre­ ma y la moral más bella. Ahora esta Torah ha sido glorificada y eternizada una vez más por la manera como los enemigos de Dios la han debilitado y profanado. Creo que ser judío es innato, que se lleva en la sangre. Uno nace judío como nace artista. No puede uno librarse de ser judío. Ésta es la marca de Dios que llevamos sobre nosotros, que nos distingue como Su pueblo elegido. Los que no lo en­ tienden, nunca comprenderán el sentido sublime de nuestro martirio. «No hay cosa más entera que un corazón roto», dijo una vez un gran rabino; y tampoco hay pueblo más elegido que uno permanentemente azotado. Si no pudiese creer que Dios nos designó para ser Su pueblo elegido, creería, sin em­ bargo, que fuimos elegidos por nuestros sufrimientos. Creo en el Dios de Israel aunque haya hecho todo para que no crea en Él. Creo en Sus leyes aunque no pueda justificar Sus hechos. Ahora mi relación con Él ya no es la de un siervo con su señor, sino como la de un discípulo con su maestro. Me inclino ante Su grandeza, pero no besaré la vara con la que me pega. Me es querido, pero más quiero a Su Torah. Aunque me hubiese engañado con Él, yo seguiría guardando Su Torah. Dios quiere decir religión, pero Su Torah significa una mane­ ra de vivir. Y cuanto más morimos por esta forma de vida, tanto más inmortales seremos. Permíteme por lo tanto, Dios mío, que antes de mi muerte, completamente libre de todo miedo, sin el más mínimo temor y con la más absoluta seguridad y paz interior, Te pida expli­ caciones por última vez en mi vida. ¿Dices que hemos pecado? ¡Evidentemente! ¿Y es por eso por lo que se nos castiga? Si fuera así, podría entenderlo. ¡Pero quiero que me digas si hay pecado alguno en el mundo que merezca el castigo que nosotros hemos recibido! ¿Dices que nuestros enemigos te lo pagarán? Tampoco lo dudo. Estoy convencido de que se lo harás pagar sin miseri­ cordia, despiadadamente. Pero quiero que me digas si puede haber castigo alguno en el mundo capaz de desagraviarnos por los crímenes que cometieron con nosotros. ¿Dirás entonces que lo de ahora no es una cuestión de pe­ cado y castigo, sino que es lo que sucede cuando Te cubres el 147

rostro y abandonas a los hombres a sus impulsos? Pero en­ tonces quiero preguntarte. Señor, y esta pregunta arde en mí como un fuego que me consume: ¿qué más, oh dínoslo, qué más tiene que suceder para que vuelvas a descubrir Tu rostro ante el mundo? Quiero decirte clara y llanamente que ahora, más que en cualquiera de los escalones anteriores de nuestro calvario in­ terminable, nosotros, los atormentados, los ultrajados, los aho­ gados, los enterrados y quemados vivos, nosotros, los humilla­ dos, los escarnecidos, los burlados, los masacrados a millones, que ahora más que nunca tenemos derecho a saber dónde es­ tán los límites de Tu paciencia. Y quiero decirte otra cosa: ¡no tenses demasiado la cuer­ da! Pues podría romperse. La tentación ante la que nos has colocado es tan grave, tan insoportablemente grave, que de­ bes y estás obligado a perdonar a aquellos de Tu pueblo que, sumidos en su desdicha y su ira, se han apartado de Tí. Perdona a los que en su desdicha se han apartado de Ti, pero también a aquellos de Tu pueblo que en su dicha Te han dado la espalda. Has transformado nuestra vida en una lucha tan infinitamente terrible que los cobardes entre nosotros han tenido que intentar esquivarla, escapar de ella por la primera salida que se les presentaba. ¡No los golpees por eso! A los cobardes no se los golpea, se tiene piedad de ellos. ¡Señor, ten más piedad de ellos que de nosotros! Perdona también a aquellos que blasfemaron contra Tu nombre: a los que fueron a servir a otros dioses, a los que se tornaron indiferentes hacia Ti. Tan duramente los has puesto a prueba que ya no creen que eres Su padre, ni siquiera que tienen un padre. Te digo todo esto sin ambages porque creo en Ti, porque creo en Ti más que nunca..., porque ahora sé que eres mi Dios. Pues no serás, no puedes ser el Dios de aquellos cuyos actos son la prueba más atroz de su ateísmo beligerante. Pues si no fueras mi Dios, ¿qué Dios serías entonces? ¿El Dios de los asesinos? Si los que me odian y me asesinan son tan tenebrosos y tan malvados, ¿quién soy yo entonces sino uno que encama algo de Tu luz y de Tu bondad? No puedo alabarte por los actos que toleras, pero Te bendigo y alabo por Tu mera existencia, 148

por Tu terrible grandeza. ¿Qué inmensa debe de ser si ni si­ quiera todo lo que ahora sucede acaba de impresionarte? Pero precisamente porque Tú eres tan grande y yo tan pe­ queño, Te niego —¡Te advierto!— por mor de 1\i nombre que no corones ya más Tu grandeza permitiendo que se siga gol­ peando a los desdichados. No Te mego que golpees a los culpables. La terrible lógica de lo inevitable implica que sus acciones al final se volverán contra ellos mismos..., porque matándonos se ha matado la conciencia del mundo, porque asesinando a Israel se ha asesi­ nado a un mundo. El mundo será devorado por su propio mal, en su propia sangre se ahogará. Los asesinos ya han pronunciado la sentencia sobre sí mis­ mos y no podrán eludirla. Tú, sin embargo, ¡pronuncia Tu veredicto de culpabilidad doblemente severo sobre aquellos que silencian el asesinato! Sobre aquellos que con su boca condenan el asesinato mien­ tras sus corazones se regocijan con él. Sobre aquellos que en sus corazones infames se dicen a sí mismos: conviene manifestar que es malvado el tirano, pero al fin y al cabo nos hace una buena parte del trabajo, por lo que siempre le estaremos agradecidos. En Tu Torah está escrito que un ladrón debe ser castigado más severamente que un bandolero, si bien el ladrón no asal­ ta a su victima ni amenaza su integridad física y sólo trata de robarle furtivamente su propiedad. El bandolero, en cambio, asalta a su víctima en pleno día. Teme a los hombres tan poco como a Dios. El ladrón teme a los hombres pero no a Dios. Por eso su castigo debe ser más duro que el del bandolero. No me importa, por tanto, que trates a los asesinos como a los bandoleros porque su conducta frente a Ti y frente a noso­ tros es la misma. No ocultan sus asesinatos y crímenes. O los que silencian los asesinatos, aquellos que no tienen temor de Tí y sí temen lo que dirán los hombres (¡insensatos que igno­ ran que los hombres no dirán nada!), los que expresan su com­ pasión con el que se está ahogando y se niegan a salvarlo, ¡a ésos, ay, a ésos, Dios mío, Te suplico que los castigues como a los ladrones! 149

La muerte ya no puede esperar, de modo que tengo que poner fin a la escritura. Los disparos de los pisos superiores van amainando con cada minuto que pasa. Ahora caen los últimos defensores de nuestro bastión, y con ellos cae y mue­ re la Varsovia judía, la grande, la bella, la temerosa de Dios. Ahora se pone el sol, y gracias a Dios no volveré a verlo jamás. El resplandor del fuego infernal reverbera a través de la ven­ tana, y el trocito del cielo que diviso está anegado en un rojo llameante como una catarata de sangre. Dentro de una hora, a lo sumo, estaré con mi familia... y junto a los millones de víctimas de mi pueblo, en un mundo mejor donde ya no exis­ ten dudas y donde tan sólo reina la mano de Dios. Muero en calma y en paz, pero no tranquilo ni satisfecho; derrotado, vencido, pero no esclavizado; amargado, pero no decepcionado. Un acreedor y creyente, no un deudor ni un peticionario, ni un suplicante ni un orante. Uno que ama a Dios, pero no dice ciegamente sí y amén a cuanto hace. He caminado en pos de Él, aunque me haya desechado. He observado sus preceptos, aunque me haya golpeado a cambio. Lo he querido, he estado enamorado de Él y sigo estándolo, aunque me haya humillado hasta hacerme morder el polvo, aun­ que me haya mortificado a muerte y expuesto al escarnio y a la vergüenza. Mi rabino siempre solía contar la historia de un judío que había escapado con su mujer y su hijo de la Inquisición espa­ ñola y en una pequeña barca había atravesado las procelosas aguas del mar, hasta llegar a una isla rocosa. Entonces estalló un rayo y fulminó a la mujer. Luego se levantó un vendaval y arrastró a su hijo a la mar. Solo, mísero, arrojado como una piedra, desnudo y descalzo, azotado por la tempestad, espan­ tado por truenos y relámpagos, el cabello revuelto y las ma­ nos alzadas a Dios, el judío continuó su camino por el agreste islote y se dirigió a Dios en estos términos: «Dios de Israel», dijo, «he huido hasta este lugar para po­ der servirte sin perturbaciones, para cumplir Tus mandamien­ tos y santificar Tu nombre. Pero Tú haces todo lo posible para que yo no crea en Tí. Si piensas, empero, que con estas tenta­ ciones conseguirás apartarme del buen camino, elevo mi voz para decirte, mi Dios y Dios de mis mayores, que de nada te valdrá. Por más que me ofendas, por más que me fustigues, i 50

por más que me despojes de lo más preciado y de lo más su­ blime que tengo en la Tierra, y me sometas a suplicios de muer­ te, yo siempre creeré en Ti. Siempre Te amare, siempre... ¡a pesar Tuyo!». Y éstas son también mis últimas palabras para Ti, mi Dios iracundo: ¡De nada te servirá! Has hecho todo lo posible para trastornarme, para que yo no crea en Ti. Pero muero precisa­ mente tal como he vivido, con una imperturbable fe en Ti. Alabado sea eternamente el Dios de los muertos, el Dios de la venganza, de la verdad y de la justicia, que pronto descubri­ rá Su rostro ante el mundo y sacudirá sus fundamentos con Su voz todopoderosa. «Shmá Israel! ¡Escucha Israel! ¡El Señor, nuestro Dios, el Se­ ñor es Uno! ¡En Tus manos, oh Señor, encomiendo mi espíritu!» DIARIO* Etty Hillesum (Entre I9l4y 1943, en Amsterdam, una joven judía de veinti­ siete años lleva un diario. El resultado: un documento extraordi­ nario, tanto por la calidad literaria, como por la fe que de él ema­ na. Una fe inquebrantable en el hombre, al tiempo que él comete sus más negros crímenes. Porque, si esos años de guerra buscaban la exterminación de los judíos en Europa, son para Etty años de desarrollo per­ sonal y de liberación espiritual. Esto que ella escribe en 1942, «Ya sé todo. Y, por lo tanto, considero esta vida hermosa y ple­ na de sentido. A cada instante», describe su moral propia y la justificación de su existencia en la afinnación de un altruismo absoluto. Habiendo partido el 7 de septiembre de 1943 del campo de tránsito de Westerbork, desde donde envía cartas admirables a sus amigos de Amsterdam, Etty Hillesum muere en Auschwitz el 30 de noviembre del mismo año.)

* E. Hillesum, fragmentos del Diario. 1914-1943. 151

Sábado 11 de julio de 1942, 11 de la mañana

Uno no puede hablar de cosas últimas, de cosas que son las más graves de esta vida, más que si las palabras fluyen de ti, tan simple y naturalmente como el agua de una fuente. Y, si Dios deja de ayudarme, me tocará a mí ayudar a Dios. Poco a poco, toda la superficie de la tierra no será más que un inmenso campo y nadie, o casi nadie, podrá habitar fuera. Es una fase que hay que atravesar. Aquí los judíos cuentan cosas alegres: en Alemania los judíos son sepultados vivos o exter­ minados con gases asfixiantes. ¿No es demasiado malicioso divulgar ese género de historias y por añadidura suponer que, si estas atrocidades suceden verdaderamente bajo una forma u otra, no somos nosotros los que debemos responder? Desde ayer en la noche, las trombas de agua tienen algo de demoníaco. Ya vacié un cajón de mi escritorio. He caído so­ bre una foto de él que había desaparecido desde hace casi un año, pero que yo siempre tuve la convicción de encontrar. Y hela aquí, estaba en el fondo de un cajón en desorden. Todo depende de mí: siempre tengo la certeza de que ciertas cosas, grandes o pequeñas, se arreglarán por sí mismas. Este senti­ miento es muy fuerte sobre todo en la vida práctica. No me preocupo jamás por el mañana; sé, por ejemplo, que deberé dejar muy pronto esta casa hacia un destino sobre el cual no tengo la menor idea; y las finanzas están en lo más bajo, pero yo no me preocupo jamás por mí misma: yo sé que «algo» se presentará. Cuando uno proyecta de antemano su inquietud sobre todas las cosas que vendrán, les impide desarrollarse orgánicamente. Tengo una inmensa confianza en mí misma. No es la certeza de ver que la vida exterior cambia para mi bien, sino la de continuar aceptando la vida y encontrarla buena, aún en los peores momentos. Me sorprendo preparándome psicológicamente para la vida en un campo de trabajo, hasta en los más pequeños detalles. Ayer por la noche, caminaba con él en el largo muelle, calzada con cómodas sandalias, y de pronto pensé: «Me llevaré tam­ bién estas sandalias, me las podré poner de tiempo en tiempo para descansar de los zapatos más pesados». ¿Qué pasa, en­ tonces, en mí en ese momento? ¿De dónde viene esa alegría ligera, casi frívola? El día de ayer ha sido duro, muy duro, y 152

yo he tenido que soportar y que asumir mucho. Pero está he­ cho. He absorbido una vez más todo eso que me asaltaba y soy capaz de afrontar un poco más de cosas que ayer. Es pro­ bablemente eso lo que me da esa alegría y esa paz interior: soy capaz de llegar al final de todo, sola y sin que mi corazón se consuma de amargura, y mis peores momentos de tristeza, aun de desesperación, dejan en mí surcos fértiles y me hacen más fuerte. No me hago muchas ilusiones sobre la realidad de la situación y hasta renuncio a pretender ayudar a los otros; tomo como principio «ayudar a Dios» en cuanto sea posible y, si lo logro, estaré ahí también para los otros. Pero no nos ha­ gamos ilusiones heroicas sobre este punto. ¿Qué haría yo realmente, me pregunto, si tuviera en el bol­ sillo mi orden de requisición para Alemania, con la perspectiva de partida en una semana? Supongamos que esta carta llegara mañana: ¿qué harías tú? Yo empezaría por no decirle nada a nadie, me retiraría al rincón más silencioso de esta casa, entra­ ría en mí misma y reuniría mis fuerzas desde los cuatro puntos cardinales de mi cuerpo y de mi alma. Me cortaría los cabellos y tiraría mi lápiz labial. Durante esa semana trataría de termi­ nar las Cartas de Rilke. Con el retazo de paño que me queda, me haría un pantalón y un chaleco corto. De seguro querría ir a ver a mis padres y les hablaría de mí durante mucho tiempo. Les diría palabras consoladoras y, cada minuto que me queda­ ra, querría escribirle a él, al hombre al que mi muerte causará ausencia y pesar. Ya, en ciertos momentos, creo morir pensan­ do que deberé dejarlo y ya no sabré qué le sucederá. En unos días iré al dentista a arreglarme las muelas con caries. Sería grotesco tener dolor de muelas allá. Será necesario conseguir una mochila. No llevaré más que lo estrictamente necesario, pero todo deberá ser de buena calidad. Llevaré una Biblia; en cuanto a los pequeños volúmenes de las Cartas a un joven poeta y de El libro de las horas, encontraré un medio de colocarlos en un rincón de mi mochila. No llevaré fotografías de mis seres queridos, prefiero tapizar mis grandes muros interiores con los rostros y los gestos que he reunido en mi numerosa colec­ ción y que me acompañarán siempre. Y esas dos manos me acompañarán con sus dedos expresi­ vos que son como jóvenes ramas vigorosas. Frecuentemente, esas manos se extenderán sobre mí en la oración en un gesto 153

protector, ellas no me abandonarán hasta el final. Y esos ojos negros me acompañarán con su mirada dulce y perspicaz. Y, cuando las lineas de mi rostro estén afeadas y devastadas por el mucho sufrimiento y un trabajo demasiado duro, toda la vida de mi alma podrá reflejarse en mis ojos y todos [...]* se concentrarán en mis ojos. Eí caetera. Esto no es evidentemen­ te más que un estado del alma, uno de esos estados del alma numerosos y cambiantes que uno descubre en sí mismo en esta nueva situación. Pero es también una parte de mí misma, una de mis posibilidades. Una parte de mí misma que habla más y más alto. Pero, en resumen: un ser humano que no es más que un ser humano. Ya ejercito mi corazón para aceptar la idea de que seguiré mi propio camino, separada de aqué­ llos sin los cuales creo no poder vivir. A cada instante aflojo un poco más nuestros lazos exteriores para concentrarme más fuertemente en una supervivencia interior, la persistencia de una unión interior a pesar de la peor de las separaciones. Y, sin embargo, cuando caminábamos de la mano por el largo muelle (ese muelle que ayer por la noche había tomado un aire otoñal y tempestuoso) o que, en su pequeña habitación, sus detalles generosos y dulces me calentaban el corazón, una esperanza y un deseo completamente humanos se apodera­ ron de mí: ¿por qué no podemos quedarnos juntos? Nada ten­ dría importancia si nos quedáramos juntos, no quiero dejar­ lo. Pero me llega un pensamiento: tal vez es más fácil orar por alguien desde lejos que verlo sufrir a dos pasos de uno. En este mundo desolado, los caminos más cortos de un ser a otro son los caminos interiores. En el mundo exterior esta­ mos arrancados uno del otro, y los caminos que podrían re­ unimos están tan profundamente enterrados bajo las ruinas que, en muchos casos, uno no encontrará jamás su huella. Mantener el contacto, buscar una vida para dos, eso no puede hacerse más que interiormente. Y, ¿no conserva uno siempre la esperanza de reencontrarse un día sobre esta tierra? Yo no sé, evidentemente, cómo reaccionaría yo cuando me enfrentara realmente a la obligación de dejarlo. Todavía escu­ chó su voz cuando me ha llamado por teléfono esta mañana; esta noche cenaré en su mesa, mañana por la mañana pasea* Falta una palabra en el manuscrito del Diario. 154

remos, comeremos en casa de Liesl y Wemer, después, por la tarde, haremos música. Es siempre así. Y, en el fondo de mí tal vez no creo verdaderamente que tenga que separarme de él y de los otros. Un ser humano es poca cosa. En esta nueva situación será necesario, de entrada, aprender a conocerse. Mucha gente me reprocha el ser indiferente y pasiva, y pre­ tenden que me abandono sin reaccionar. Ellos dicen: «todas las personas que tienen una oportunidad de escapar de sus garras tienen el deber de intentarlo». Debo pensar en mí mis­ ma, dicen ellos. Pero su cálculo no es exacto. En este momen­ to, cada uno está ocupado pensando en sí mismo y en intentar pasar a través de los hilos de la red; ahora bien, ¡hay un núme­ ro elevado, muy elevado que debe partir! Y lo más extraño es que yo no me siento bajo sus garras. Que me quede aquí o que sea deportada. Es una idea tan convencional, tan primitiva, ese razonamiento no me toca más, yo no me siento bajo las garras de nadie, yo me siento solamente en los brazos de Dios, para decirlo con un poco de énfasis. Aquí y ahora, en este querido escritorio tan familiar, donde en un mes, oprimida en alguna parte del barrio judío, o trabajando en un campo bajo la vigilancia de los SS, yo creo que me sentiría siempre en los brazos de Dios. Podrán tal vez lastimarme físicamente, pero eso es todo. Y tal vez seré presa de la desesperación, deberé soportar privaciones que soy incapaz de imaginar ni en mis sueños más vanos, pero todo eso es poco comparado con mi inmensa confianza en Dios y en mis capacidades de vida inte­ rior. Puede ser que subestime lo que me espera. Vivo cada día con la conciencia de las terribles posibilida­ des que podrían realizarse en todo momento sobre mi peque­ ña persona y que ya han llegado a ser la realidad para un grande, un muy grande número de gente. Me doy cuenta de todo, hasta de los menores detalles. Creo que en mis discu­ siones interiores mantengo los pies sobre la tierra, sobre el duro suelo de la dura realidad. Mi aceptación no es ni resig­ nación ni abdicación de la voluntad. Siempre hay lugar para la más elemental indignación moral ante un régimen que tra­ ta así a los seres humanos. Pero los acontecimientos han to­ mado a mis ojos proporciones demasiado enormes, demasia­ do demoníacas para que uno pueda reaccionar a ellos mediante un rencor personal o una hostilidad exacerbada. 155

Esa reacción me parece pueril, totalmente inadaptada al ca­ rácter fatal del acontecimiento. Con frecuencia se enojan cuan­ do digo que importa poco si soy yo u otro el que parte, lo que cuenta es ¿cuántos miles de personas deben partir? No es verdad que yo quiero ir hacia mi aniquilación con una sonri­ sa de sumisión en los labios. Tampoco es eso. Es el senti­ miento de lo inevitable, su aceptación y, al mismo tiempo, la convicción de que de hecho ya nada nos puede ser arrebata­ do. No es un tipo de masoquismo el que me lleva a desear absolutamente partir, a desear ser arrancada de los funda­ mentos mismos de mi existencia, pero ¿estaré realmente fe­ liz de poder sustraerme a la suerte impuesta a tantos otros? Me dicen: «alguien como tú tiene el deber de cuidarse, tú tienes todavía tantas cosas que hacer en la vida, tanto que dar». Pero eso que yo tengo para dar, ¿no podría darlo donde estuviera, aquí, en un pequeño círculo de amigos o en otra parte, en un campo de concentración? Es una singular forma de sobrestimarse creer que uno es tan valioso como para no compartir con los otros una «fatalidad de masa». Y si Dios cree que yo todavía tengo mucho que hacer, yo lo haría todo también después de haber atravesado las mismas pruebas que los otros. El valor humano presente en mí resulta­ rá de mi comportamiento en esta situación enteramente nueva. Aun si no sobrevivo, mi manera de morir dará una respuesta a la pregunta «¿quién soy yo?». No es el momentode mantenerse, cueste lo que cueste, fuera de una situación dada. Se trata sobre todo de saber cómo reaccionar a toda situación nueva, cómo una sigue viviendo. Lo que es justo que haga, yo lo haré. Mis riñones siguen supurando y mi vejiga sigue haciendo de las suyas. Voy a conseguir un certificado si es posible. Me recomiendan, en efecto, tomar un pequeño empleo de «tapadillo» en el Consejo judío.* El Consejo ha contratado no menos de ciento ochenta personas la semana pasada, y, aho­ ra, los desesperados se presentan en racimos humanos. Se diría que es como un trozo de madera que flota, tras el nau­ fragio, sobre la inmensidad del océano, y al que intentan aga­ rrarse los más posibles. Pero me parece absurdo e ilógico in­ * Los miembros del Consejo judio estaban exentos —al menos provisionalmen­ te— del «trabajo obligatorio*. 156

tentar esta gestión. No va conmigo aprovecharme de relacio­ nes bien situadas. Por otro lado, parece que el Consejo es el teatro de toda clase de manejos turbios, y la hostilidad públi­ ca contra este extraño órgano-tapadera crece de hora en hora. Y además: los miembros del Consejo tendrán su turno, des­ pués de los otros. Pero, se dirá, para ese momento los ingleses tal vez hayan desembarcado. Es la opinión de aquellos que aún tienen una esperanza política. Yo creo que uno debe se­ pararse de toda esperanza fundada en el mundo exterior; es inútil dejarse llevar por esos sabios cálculos de duración. Y, mientras tanto, pongamos la mesa. Oración del domingo por la mañana. Son tiempos de es­ panto, mi Dios. Esta noche, por primera vez, me quedé des­ pierta en la oscuridad, los ojos ardientes, las imágenes de sufri­ miento humano desfilaban sin parar delante de mí. Te voy a prometer una cosa, mi Dios, oh, una nadería: yo evitaré colgar del presente, como si fueran pesos, las angustias que me inspi­ ra el futuro; pero para eso se necesita cierto entrenamiento. Por el momento, cada día tiene suficiente pena. Yo te voy a ayudar, mi Dios, a no apagarte en mí, pero no puedo garantizar nada de antemano. Una cosa por el momento me aparece más y más clara: no eres tú quién nos puede ayudar, sino nosotros los que te podemos ayudar, y al hacerlo, nos ayudamos a noso­ tros mismos. Eso es todo lo que nos es posible saber en esta época y es también la única cosa que cuenta: un poco de ti en nosotros, mi Dios. Tal vez podamos también contribuir a po­ nerte en los corazones martirizados de los otros. Sí, mi Dios, pareces tan poco capaz de modificar una situación, insepara­ ble finalmente de esta vida. Yo no te pido cuentas, te corres­ ponde a ti llamamos a rendirte cuentas un día. Me parece cada vez más claramente, con cada latido de mi corazón, que tú no puedes ayudamos, sino que nos corresponde a nosotros ayu­ darte y defender hasta el final la morada que le abriga en noso­ tros. Hay gente, ¿puede creerse?, que en el último momento trata de poner en lugar seguro las aspiradoras, los tenedores y las cucharas de plata, en vez de protegerte a ti, mi Dios. Y hay gente que busca proteger su propio cuerpo que, sin embargo, no es más que el receptáculo de mil angustias y mil odios. Di­ cen: «¡Yo no caeré bajo sus garras!». Olvidan que uno nunca está bajo las garras de nadie mientras uno está en tus brazos. 157

Esta conversación contigo, mi Dios, empieza a darme un poco de calma. Tendré muchas otras contigo en un futuro próximo, impidiéndote así que me dejes. Conocerás también, sin duda, momentos de necesidad en mí, mi Dios, en los que mi confian­ za no te nutrirá tan ricamente. Pero, créeme, seguiré obrando por ti, te seguiré siendo fiel y no te expulsaré de mi recinto. No me falta la fuerza para afrontar el gran sufrimiento, el sufrimiento heroico, mi Dios, temo más bien las mil pequeñas preocupaciones cotidianas que asaltan a veces como miserias mordientes. En fin, yo me froto desesperadamente y me digo cada día: un día más sin problemas, los muros protectores de una casa acogedora brillan jen tomo a tus hombros como ropa conocida, que has llevado por mucho tiempo; tu colcha está lista para hoy, y las sábanas blancas y las mantas mullidas de tu lecho esperan una noche de más. No tienes, por tanto, excusa alguna para desperdiciar el menor átomo de energía en esos pequeños cuidados materiales. Utiliza conscientemente cada minuto de este día, conviértelo en una jomada fructífera, en piedra angular de los cimientos donde se apoyarán los días de miseria y de angustia que nos esperan. Detrás de la casa, la lluvia y la tempestad de los últimos días han destrozado el jaz­ mín. Sus flores blancas flotan desparramadas en los charcos negros sobre el techo del garaje. Pero, en alguna parte en mí ese jazmín sigue floreciendo, tan exuberante, tan tierno como en el pasado. Y esparce su aroma en tomo a tu morada, mi Dios. Tú ves cómo te cuido. No te ofrezco solamente mis lágri­ mas y mis tristes presentimientos, en esta mañana de domingo ventosa y grisácea, te doy también un jazmín perfumado. Y te ofrecería todas las flores encontradas en mi camino, y ellas son legión, créeme. Quiero hacer tu refugio lo más agradable posi­ ble. Y para poner un ejemplo al azar: enferma, en una celda estrecha y viendo una nube pasar del otro lado de mis barrotes, yo te daría esa nube, mi Dios, si al menos tuviera la fuerza. No puedo garantizar nada de antemano, pero las intenciones son las mejores de mundo, tú lo ves. Ahora me voy a consagrar a este día. Hoy voy a verterme entre los hombres, y los malos rumores, las amenazas me asal­ tarán como soldados enemigos a una fortaleza inexpugnable. \ 158

ÍNDICE

Prólogo, por Fr. Marcos Ruiz, O.R......................................... El silencio de Dios y el sufrimiento del hombre. (A vueltas con Job y con Auschwitz: posibilidad o imposibilidad de la teodicea), por Julio Lois Fernández.......................... Sufrimiento humano y respuesta política, por José María Mardones................................................. La prosa del dolor. El aprendizaje de un instante preciso y violento de soledad, por Femando Bárcena____ Dios después de la Shoah, por Catkerine Chalier._______..... Amar a la Torah más que a Dios, por Emmanuel Lévinas---Job entre nosotros, por Juan Mayorga__ ......— .....----- -— Job, de Juan Mayorga...................................................... Selección de textos................................................................. La noche, de Elie Wiesel.................................................... Yósel Rákover apela a Dios, de Zvi Kolitz......................... Diario, de Etty Hillesum..................................................

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