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Nicholson Baker La entreplanta Traducción de Miguel Martínez-Lage Título original: The mezzanine © 1986, 1988 by Nich

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Nicholson Baker

La entreplanta Traducción de Miguel Martínez-Lage

Título original: The mezzanine © 1986, 1988 by Nicholson Baker © De la traducción: Miguel Martínez-Lage © De esta edición: 1990, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. Juan Bravo, 38. 28006 Madrid Teléfono (91) 578 31 59 ISBN: 84-204-2583-4 Depósito legal: M. 26.885-1990 Diseño: Proyecto de Enric Satué © Ilustración de la cubierta: Max

A MargaretCapítulo uno

Casi a la una en punto entré en el vestíbulo del edificio en que trabajaba y me di la vuelta hacia las escaleras mecánicas, con un libro de bolsillo Penguin y una pequeña bolsa blanca del CVS, sobre cuya parte superior aún llevaba grapada la factura de compra. Las escaleras ascendían hacia la entreplanta, en la cual se hallaba mi oficina. Eran de esas escaleras exentas: un par de signos de integral que vienen y van entre las dos plantas que intercomunican, sin puntales ni pilares, y sin soportar ninguna carga intermedia. Los días soleados, como aquél, se formaba una escalera de luz diurna, provisional y más empinada, en la intersección de los imponentes volúmenes de mármol y cristal del vestíbulo, que confluía con la escalera real un punto por encima de la mitad, para extenderse por una zona erizada de brillos, en la cual iba a caer contra los paneles laterales de acero lustrado, añadiendo de ese modo una iluminación ulterior y glaseada a cada uno de los pasamanos de goma negra, que retemblaban ligeramente al deslizarse sobre los rieles, como los radianes de lustre negro que cabalgan sobre el ondulante filo de un elepé. Al aproximarse a la escalera mecánica de ascenso, involuntariamente transferí el libro de bolsillo y la bolsa del CVS a mi mano izquierda, de modo que pudiese apoyarme en el pasamanos con la derecha, según era mi costumbre. La bolsa hacía el ruido del papel al crujir, y en el momento de mirarla descubrí que durante unos momentos iba a ser incapaz de saber qué había en su interior, al habérseme enganchado el recuerdo en la factura grapada. Claro que, por descontado, ésa es una de las razones primordiales por las que son necesarias las bolsas de reducidas dimensiones, pensé: así se mantienen en secreto las pequeñas adquisiciones, al tiempo que se indica al mundo en derredor que uno lleva una vida ajetreada, rica, repleta de continuos recados y pequeñas gestiones que de ninguna manera pueden esperar. Algo antes, nada más salir a la hora del almuerzo, había visitado un establecimiento Papa Gino’s, una cadena en la que rara vez solía almorzar, a fin de comprar media pinta de leche con la cual acompañar una galleta de chocolate que inesperadamente había comprado en uno de esos tenderetes que parecen en quiebra, atraído por la idea de pasar unos minutos en plena plaza, delante del edificio en que trabajaba, comiéndome un postre de cuya delectación debería haberme inmunizado con el paso del tiempo, y leyendo mi libro. Pagué el precio del cartón de leche, y la dependienta (la etiqueta decía «Donna») titubeó, dándose cuenta de que echaba a faltar alguno de los componentes de la transacción: me dijo: «¿Quiere usted una paja?» A mi vez, también titubeé... ¿seguro? Mi interés por las pajas para beber todo lo que no fueran batidos había decaído algunos años atrás, probablemente coincidiendo con el año en que los principales establecimientos vendedores de pajas se pasaron de las de papel a las de plástico, es decir, cuando entramos en la incómoda era de la paja flotante 1, 1 La primera vez que una paja se elevó de mi lata de refresco y fue a caer sobre la mesa me quedé mirando como un pasmarote, sin haberme fijado siquiera en el chisporroteo que surgía de la abertura de metal. Sostenía un pedazo de pizza en una mano, con sólo tres dedos, de forma que no se me combase y no vertiese ni queso fundido ni grasa sobre el plato de papel, y el libro de bolsillo lo sujetaba de idéntica forma con la otra mano, luego ¿qué podía hacer? La única función de las pajas, o al menos eso había creído yo, era no verse obligado a dejar sobre la mesa el trozo de pizza para sorber una dosis de Coca-Cola, mientras uno lee su libro de bolsillo. Pronto descubrí, al igual que muchos otros, que había una forma de beber sin manos con estas nuevas pajas flotantes: bastaba con agacharse hasta ponerse a la altura de la mesa y tomar entre los labios la paja, situada en posición casi absolutamente horizontal, reconduciendo el otro extremo al interior de la lata cada vez que se desease dar un sorbo, mientras se forzaba la vista para no tener que apartarla de la línea de la página que uno estuviera leyendo en ese momento. ¿Cómo era posible que los ingenieros dedicados a la fabricación de pajas hubiesen incurrido en un error tan elemental, y que hubiesen diseñado una paja de menor peso específico que el líquido azucarado en el cual tenía que sostenerse? ¡Una locura! Más adelante, sin embargo, cuando volví a pensar en el asunto con mayor detenimiento, llegué a la conclusión de que por más que los ingenieros de pajas probablemente tuviesen toda la culpa, por el mero hecho de fracasar en su cometido de calcular la flotabilidad de

ahora bien, aún me gustaban, ya lo creo, las pajas de plástico con articulación, cuyos cuellos plisados resisten la doblez de una forma muy similar al agarrotamiento que pueden padecer las articulaciones de los dedos si se los mantiene en una misma postura durante un buen rato2. Así, pues, cuando Donna me preguntó si quería una paja para mi media pinta de leche, le sonreí y le dije «no, gracias; en cambio, sí querría una bolsita». «¡Oh, lo siento!», dijo ella, y a toda prisa introdujo la mano bajo el mostrador, conmovedoramente agitada y nerviosa, convencida de haber metido la pata. Era muy nueva en su trabajo; fue fácil adivinarlo por su manera de abrir la bolsa: tres dedos como tres prolongaciones de una anémona, por dentro, que es la forma más lenta de hacerlo. Le di las gracias y me marché, y empecé a preguntarme: ¿por qué le habré pedido una bolsa para guardar un sencillo cartón de leche? No fue lisa y llanamente por una necesidad abstracta, surgida de mi sentido de la propiedad, ni por un deseo de escudar la naturaleza de mi compra a ojos de los demás —aunque éste suele ser un poderoso motivo, que no debe por tanto ridiculizarse—. Los dueños de los pequeños comercios, por lo general padres y madres de familia, solían entender estas cosas, y velaban instintivamente cualquier objeto que uno les comprase —una caja de conchas de pasta, un la paja, el problema era en el fondo mucho más complejo de lo que yo me había imaginado. Cuando reconstruyo ese momento histórico, alrededor de 1970 más o menos, lo sucedido, creo, fue que el material de plástico utilizado en lugar del papel tenía, en efecto, mayor peso específico que la Coca-Cola, sus ecuaciones eran de todo punto correctas, los primeros ensayos de fabricación dieron buenos resultados, y aunque la proporción del peso entre el agua y el plástico estuviese un poco justa, echaron pelillos a la mar y siguieron adelante. Lo que se les había olvidado tomar en consideración, quizá, fue que las burbujas de la carbonatación se adhieren a las asperezas invisibles de la superficie de la paja, e incluso probablemente las genera la turbulencia que tiene su centro en el borde en el que se apoya la paja tan pronto es introducida en el refresco; así, pues, revestida de burbujas, la paja anterior y marginalmente más pesada, reasciende hasta que la superficie que queda sumergida carece de las burbujas necesarias para hacerla ascender más aún. Aunque la primigenia paja de papel, con su costura en espiral, fuese, en efecto, mucho más áspera que la de plástico, y más proclive a atraer la adherencia de las burbujas, era porosa: se empapaba en parte de Coca-Cola, a manera de contrapeso, y permanecía firme en el líquido. Muy bien, un simple exceso de vista, luego ¿por qué se corrigió con el tiempo? ¿No hubiese bastado una composición diferente en el plástico utilizado, o una paja más gruesa? No cabe duda que los mayores compradores, las empresas dedicadas a la fabricación y comercialización de comida rápida de ninguna manera habrían tolerado ver sus restaurantes inundados de pajas más de seis meses. Tuvieron que contar, casi seguro, con la dedicación de departamentos enteros y dispuestos a lograr por todos los medios las concesiones de Sweetheart y de Marcal. Sin embargo, más o menos en esa misma época, los establecimientos de comida rápida tuvieron que ajustarse a una novedad propia: empezaron a ponerse de moda las tapaderas de plástico en todos los refrescos servidos, tanto para llevar como para consumir en el propio establecimiento, lo cual vino a reducir sensiblemente los derramamientos de líquido; hay que tener en cuenta que las tapaderas de plástico tenían y tienen una cruceta en medio, cruceta que fue fuente de cierta infelicidad en la era de las pajas de papel, ya que la cruceta estaba a menudo tan tensa que la paja se arrugaba cuando uno se proponía hacerla pasar por el aro. Los encargados del suministro de pajas en todas las empresas de comida rápida se vieron abocados a una simple elección: o bien a) fabricamos las ranuras en forma de cruceta de manera que sean más fáciles de atravesar, para que así las pajas de papel no se arruguen, o bien b) abandonamos las pajas de papel sobre la marcha y fabricamos las ranuras más tensas aún, de forma que (1) quede negada toda tendencia a la flotabilidad propia de la paja y (2) la costura de la ranura sea tan tensa tras la penetración de la paja que no se derrame ni una gota de líquido, no se manche nadie y nadie se sienta frustrado. Y para ellos (b) era la solución ideal, incluso al margen del atractivo precio que habían ofrecido los fabricantes de pajas al transformar sus factorías, postergando la maquinaria para la fabricación de espirales de papel y adaptándose a la maquinaria de extrusión del plástico, famosa por su elevada velocidad de procesamiento, de modo que se adoptó la paja de plástico sin que nadie parase mientes en que, al tomar semejante decisión, en los restaurantes dedicados (especialmente) a la venta de pizzas que despacharan asimismo latas de refrescos revertirían varias consecuencias de considerable importancia. De buenas a primeras, los distribuidores de productos del papel empezaron a ofrecer a los pequeños restaurantes pajas de plástico flotante y únicamente pajas de plástico flotante, diciendo además que así funcionaba toda gran cadena del sector de alimentación que se preciase de serlo; en consecuencia, los establecimientos menores no se pararon a hacer por su cuenta la prueba de la lata de refrescos, utilizando sin pensarlo dos veces los envases de plástico con tapaderas de ranura en forma de cruceta. De este modo, la calidad de vida, aunque no sea culpa directamente de nadie en concreto, disminuyó un punto hasta que el año pasado, creo recordar, descubrí nada menos que una paja de plástico, hecha de algún polímero más sutil, adornada con un espiral de colores, ¡que permanecía anclada al fondo de mi refresco! 22 Cuando era pequeño, dediqué muchísimo tiempo a pensar en el efecto de la articulación del dedo; di por hecho que si uno aprieta con suavidad para superar esas barreras provisionales, ello equivaldría a una nivelación de las «paredes celulares» reales que la articulación había construido para definir lo que a partir de la ausencia de movimiento propia de cada cual creía identificar como la geografía final y estable de esa región microscópica.

cuarto de leche, una barra de pan— envolviéndolo en una bolsa: todo alimento para comerse en el interior de una casa, creían, debe verse sólo en el interior. Pero es que incluso tras despachar cosas tales como un paquete de cigarrillos o un bombón helado, evidentemente diseñados para un consumo ambulatorio, a menudo preguntaban: «¿Se lo pongo en una bolsita?» Los envoltorios evidentemente se utilizaban para definir el punto exacto a cuyo título pasaba el objeto adquirido a manos del comprador. Cuando estaba en el instituto, solía incomodar a estos tenderos, cuando automáticamente echaban mano de la bolsa en la que iban a envolverme el cuarto de leche que acababa de comprar, alzando la palma de la mano y diciendo oficiosamente: «No me hace falta la bolsa, gracias.» Me marchaba de la tienda con la leche en la mano, como si fuese un grueso libro de referencia que debía consultar tan a menudo que acababa por aburrirme. ¿Por qué habría desairado adrede la convención de los dependientes, cuando la verdad es que desde muy pequeño me han encantado las bolsas, aparte de haber aprendido muy de niño a doblar las más gruesas, las del supermercado, tensando los pliegues y dando unos golpecitos en el centro del doblez, por ambos lados, de modo que la bolsa se plegase sobre sí misma, como si estuviese herida, hasta quedar plana de nuevo? Por entonces habría defendido el desaire diciendo cualquier cosa acerca de los desperdicios innecesarios, los vertederos de basura, etc. Pero la verdadera razón del caso es que por entonces me había convertido en un ávido consumidor de revistas en las que abundaban las fotos en color de mujeres desnudas, que por norma general solía comprar no en los pequeños comercios en los que trabajaban sus propios dueños, papá tendero y mamá tendera, sino en los establecimientos en los que se sirve uno mismo, distribuyendo mis compras en varios, repartidos por toda la zona. Y en estos establecimientos, el tío de la caja registradora tenía por costumbre espetarme a la cara con crueldad, imitando un tono de voz de lo más inocente, el «¿Se lo pongo en una bolsita?», sólo que a veces se tornaba un «¿Para eso te hace falta una bolsa?» —forzándome bien en confesar esta necesidad asintiendo con un movimiento de cabeza o bien a ponerme a la defensiva, decir que no, enrollar la revista de desnudos y ponerla en la parrilla de la bicicleta de forma que sólo se viese el anuncio de contraportada: «Carlton. Bajo en nicotina»3. De ahí que, si a menudo decía que no cuando se me ofrecía una bolsa para envolver un cuarto de leche en la tienda de papá y mamá, haya que interpretar el hecho, a manera de manifestación ante quienquiera que estuviese empeñado en seguir mis movimientos, de que al menos en ese momento, al salir de la tienda, no tenía nada que ocultar, es decir, que de cuando en cuando hacía ciertas compras de lo más normal y corriente, adquisiciones familiares, ajenas al vicio. Y en cambio a Donna le pedí una bolsa para envolver mi cuarto de leche con el fin, a la postre, de lavar la perplejidad que les había causado a todas aquellas mamás y papás, de someterme encantado de la vida a las convenciones, de transmitirlas, por 3 Durante varios años fue inconcebible comprar una de esas revistas cuando era una chica la que estaba tras la caja registradora; sin embargo, una vez lo intenté con todo mi aplomo, miré directamente su rostro maquillado y pedí un Penthouse, por más que en el fondo prefiriese Oui o Club por ser menos pretenciosos, diciéndolo con tanta suavidad que ella entendió «Powerhouse», tras lo cual señaló muy animada la conocida chocolatina, hasta que repetí el nombre de lo que estaba pidiendo. Rompió todo contacto visual conmigo, depositó dicho documento sobre el mostrador que nos separaba —esto era por la época en la que aún aparecían pezones en portada— y lo registró junto con el pequeño paquete de Woolite que quise comprar más que nada para distraer la atención de los presentes: estaba azorada y se condujo con brusquedad, muy posiblemente un tanto excitada, e introdujo la revista en una bolsa, sin preguntarme si «me hacía falta» o si no. Aquella tarde expandí su brevísimo azoramiento hasta pintar una útil viñeta en la cual me convertí en el típico comprador de revistas masculinas una vez por semana, sin faltar nunca a la cita, siempre los martes por la mañana, hasta que un buen día el campanilleo de la puerta, cuando entré en el 7-Eleven, se cargó de temblorosa confusión por parte de uno y de otra, pues empecé a encontrar pequeñas notas manuscritas en las páginas desplegables de la revista, ya en casa, que decían: «¡Hola! Soy la cajera», y «ayer por la noche estuve posando más o menos así delante del espejo de mi cuarto —la cajera—», y «a veces miro estas fotos y pienso en ti cuando las estés mirando —la cajera —». La rotación del personal siempre es un problema en esta clase de establecimientos, y la siguiente vez que fui a hacer mis compras, ella ya no trabajaba allí.

qué no, a alguien que no las había aprendido en Papa Gino’s como debe ser. Ahora bien, existió una razón más sencilla, menos antropológica, por la cual le había pedido específicamente a Donna la bolsa de marras, razón que en los primeros momentos del análisis, según caminaba por la acera, no acerté a aislar del todo, pero que en el momento de dirigirme hacia la escalera mecánica que lleva a la entreplanta, mientras miraba la bolsa grapada del CVS que acababa de pasarme de una mano a la otra, percibí con toda claridad. Parece ser que siempre me ha gustado caminar con una mano libre, incluso cuando llevo una o varias cosas: me gusta dar una palmada cariñosa en la parte superior de uno de esos buzones verdes para uso exclusivo de los carteros, o hacer rebotar el puño con levedad contra el poste de un semáforo, en ambas instancias porque el placer de tocar estas superficies frías y polvorientas con el presto músculo del canto de la mano me resulta intrínsecamente positivo, y porque además me agrada que los demás me vean como un tío encorbatado, sí, pero despreocupado y espontáneo hasta el extremo de hacer lo mismo que hacen los niños cuando van por ahí arrastrando un palo y haciéndolo entrechocar contra los barrotes renegridos de una verja de hierro colado. Sobre todo me gustaba hacer una cosa: me gustaba pasar junto a un parquímetro, pero tan cerca que diese la impresión de que iba a tropezarme con él, y en el último instante levantar el brazo lo justo para que el parquímetro me pasara rozando el sobaco. Todas estas acciones son posibles sólo si se lleva una mano libre; en Papa Gino’s ya llevaba el libro de Penguin, la bolsa del CVS y la bolsa que envolvía la galleta de chocolate. Habría sido tal vez posible sujetar el cuarto de leche contra el libro de bolsillo, y los dobleces de las dos bolsas, la del CVS y la de la galleta, al otro lado del libro, a fin de conservar libre una mano, pero los dedos se me habrían agarrotado al tensarlos en tan difícil postura, con lo cual las paredes celulares se habrían multiplicado, por espacio además de varias manzanas, hasta llegar al edificio al que me dirigía. En cambio, la bolsa en la cual llevaba el cuarto de leche me permitía una solución más ágil: podría enrollar los dobleces superiores de la bolsa de la galleta, la bolsa del CVS y la bolsa de la leche como si fueran una sola y sujetarlas entre los dedos, tal como si llevase a un niño pequeño a dar un paseo. (Una paja que sobresaliera de la bolsa de la leche habría interferido en la operación de enrrollar las tres... ¡por suerte la rechacé!) Luego, podría intercalar el libro de bolsillo en el espacio libre entre los dobleces de papel enrollados y la palma de la mano. Y eso es, en efecto, lo que había hecho. Al principio, noté una cierta rigidez en la bolsa de Papa Ginos, pero muy pronto el mero vaivén del caminar reblandeció un poco el papel, aunque nunca llegase hasta ese estado en que se produce ese silencio absoluto y esa blandura propia de la franela que adquiere una bolsa de papel cuando uno la lleva todo el día de acá para allá, con un asa tan magníficamente arrugada y tan moldeada al perfil de los dedos que la sujetan que, al llegar a casa, uno vacila incluso a la hora de proceder a desenrollarla. Fue sólo en ese instante, cerca del arranque de la escalera mecánica, al ver mi mano izquierda apoderarse automáticamente del libro y de la bolsa del CVS al tiempo, cuando se consolidó en mí el remoto atisbo de comprensión que había sentido quince minutos antes. En ese momento no pudo ser clasificado como un conocimiento susceptible de ser recuperado más adelante, e incluso lo habría olvidado del todo de no haber sido por la visión de la bolsa del CVS, similar en todo caso a la bolsa en que transportaba el cartón de leche por su posibilidad de desencadenar minúsculas vibraciones de comparación activa. Vistas al microscopio, hasta las percepciones más insignificantes, como era el caso de ésta, se revelan a la postre dotadas de un poder incrementicio superior al que, después, uno se siente tentado de otorgarles. Habría sido menos engorroso al relato que aquí trazo, acerca de una determinada hora de almorzar de hace ya varios años, haber fingido que la idea de la bolsa se me había presentado en toda su integridad y «a bote pronto» al pie de la escalera de subida, pero la verdad es que fue tan sólo la última de una secuencia harto prolongada de experiencias parcialmente olvidadas, inarticulables, que por fin ahora llegan al punto en el

que les presto atención por vez primera. En la bolsa grapada del CVS llevaba un par de cordones de zapatos recién comprados.

Capítulo dos

El cordón del zapato izquierdo se me rompió en dos poco antes del almuerzo. A lo largo de la mañana, en un momento determinado, se me había soltado el nudo del zapato izquierdo, y mientras estaba yo sentado ante mi mesa, elaborando un informe, mi pie había percibido su libertad potencial y se había escabullido de la sauna del cordobán negro para apaciguarse mediante una serie de movimientos rítmicos sobre una determinada zona de la moqueta que iba de pared a pared, bajo mi mesa, y que, al contrario que las zonas en las que más menudea el tránsito peatonal, estaba casi tan suave y fibrosa como el día en que la instalaron. Solamente debajo de las mesas y en la sala de reuniones, por lo demás poco utilizada, seguía estando el pelo de la moqueta suficientemente esponjado para conservar las huellas de las hermosas emes y las uves que los encargados de la limpieza dejaban como si las pasadas a golpe de aspirador formasen una serie de ringleras de pelo desprovisto de polvo e inclinadas en una y otra dirección, de manera que iban absorbiendo la luz alternativamente, una franja sí y otra no. El enmoquetado casi universal de las oficinas de este mundo debe de haberse producido a lo largo de mi vida en activo, a juzgar por las películas en blanco y negro y los cuadros de Hopper: desde la invasión generalizada de las moquetas, todo lo que se alcanza a oír cuando se acercan los demás son sus propios ruidos —el aletear de las gabardinas, el tintineo de las monedas que llevan en el bolsillo, los quejidos de sus zapatos, los eficaces ruidos nasales que hacen a fin de indicarnos e indicarse que están de lo más ocupado, caminando, rumbo hacia tal o cual parte, hacia la que por cierto van con sobradas razones, así como el siseo casi supersónico de las recepcionistas al tartamudear, de sus erróneos perfumes, y los carraspeos y las toses encubiertas, amén del chasquear de las lenguas y el sonido que dejan tras su estela las manos enjoyadas de las secretarias que se ponen perfumes de mejor gusto después de posar un instante junto al tubo de los mensajes. Hay en cada oficina uno o dos individuos (en la mía es Dave) que tienen una forma de caminar particularmente pesada, y que todavía consiguen hacerse notar mediante el ruido de sus pisadas, si bien, y al menos en general, hoy nos deslizamos todos en nuestros puestos de trabajo: una mejora impresionante, como bien sabe cualquiera que haya visitado esas zonas de las oficinas que por diversas razones aún tienen el piso de linóleo —las cafeterías, los vestuarios, las salas de las computadoras. El linóleo era tolerable en los tiempos en que la luz eléctrica de las bombillas se contrarrestaba mediante un relumbre suave y apaciguante, pero la combinación de los fluorescentes y el linóleo, que tuvo que estar sin duda muy generalizada durante varios años, en el momento en que coincidieron ambas tendencias, no puede ser nada buena. Así pues, mientras trabajaba, el pie, sin que su gesto lo sancionara en ningún momento mi voluntad consciente, se me había salido del zapato desatado para buscar la grata textura de la moqueta; no obstante, a medida que reconstruyo ahora el incidente me doy cuenta de que en esos instantes había entrado en acción un deseo más específico: al sacar el pie, en este caso enfundado en el calcetín, para posarlo sobre una superficie enmoquetada, las fibras de los tejidos del calcetín y la moqueta se enmarañan y entrelazan de manera que, aun cuando uno crea disfrutar de la textura de la moqueta, disfruta en realidad del roce resbaladizo que se produce entre la superficie interior del calcetín y la planta del pie, experiencia idéntica a la que se siente solamente por las mañanas, cuando uno se pone los calcetines4. 44Ahora, cuando me pongo un calcetín ya nunca lo enrollo antes de ponérmelo, es decir, no recojo el calcetín en

una serie de pliegues telescópicos sobre los pulgares para colocar la rosquilla resultante sobre los dedos de los pies, por más que durante muchos años creyese que éste era un truco de los más inteligentes que nos enseñaban aquellas admirables maestras de rostros relucientes que teníamos en el jardín de infancia, que puso de relieve

Escasos minutos antes que dieran las doce dejé de trabajar, tiré a la papelera los tapones de los oídos y, con muchísimo más cuidado, los restos de mi café matinal, colocando boca arriba la taza de papel, bien encajada en el centro mismo de los haces que constituyen la rejilla que hace de base de la papelera. Grapé la copia de un informe que alguien me había facilitado uniéndola a una copia de un informe anterior que había redactado yo sobre la misma cuestión, y en la parte superior adjunté una nota dirigida a mi jefe, con mi mejor estilo despreocupado: «Abe: ¿sigo machacándoles o lo dejo correr?» Dejé los papeles en una de las bandejas de mesa, sin estar muy seguro de que fuera a llevársela de inmediato a Abelardo. Volví a ponerme el zapato tendiéndolo de costado, enganchándolo con el pie y dándole un par de sacudidas hasta que hubo encajado. Toda esta operación la llevé a cabo mediante la sola información del tacto del pie; al agacharme sobre los papeles de mi mesa a fin de agarrar los cordones desatados, experimenté una vaga avalancha de orgullo por el hecho de ser capaz de atarme los cordones del zapato sin tener que ocupar la vista en ello. En ese instante, Dave, Sue, y Steve, que salían a almorzar, pasaron por delante de mi mesa y saludaron. Por muy atareado que estuviese, en plena operación de atado de los cordones, no habría podido hacerles un gesto con la mano, así que los despedí con un sorprendido, excesivamente animado «¡Que ustedes lo pasen bien!». Desaparecieron, tensé el cordón izquierdo y bingo, se rompió. La curva de resignación e incredulidad que ascendí y descendí en ese momento fue de las que en esta vida solamente provocan determinados acontecimientos, disrupciones de la rutina física, tales como: a.- al llegar al último escalón, uno cree, sin embargo, que falta otro por subir y se estampa contra el rellano; b.- al tirar del hilo rojo que teóricamente ha de liberar una tirita de su envoltorio, se encuentra con que se le ha quedado el hilo en la mano sin haber desgarrado el papel; c.- al arrancar un trozo de cinta adhesiva del rollo que descansa semioculto en el Duesenberg negro y pesado del portarrollos, al oír como desciende levísimamente el susurro del adhesivo al desprenderse de la capa inferior de la cinta para aparecer ante nuestros ojos (el tono desciende porque la cinta, aun cuando amplifica el sonido, se alarga cada vez más a medida que uno tira de ella5), cuando uno se propone desgarrar el trozo escogido haciendo uso de la sierrecilla metálica, resulta que se ha llegado al final del rollo y el segmento que uno ha escogido se desembaraza sin obstáculo ninguno de la carcasa. Sobre todo hoy en día, como el uso indiscriminado y en alza de los «Post-it» ha hecho que los portarrollos negros resulten más opacos, más grandiosos, más Biedermeier y más trágicamente difuntos que nunca, uno llega a creer que jamás le tocará precisamente a él la china de que se le acabe el rollo de cinta adhesiva; cuando se da ese caso, se desata un sentimiento muy próximo, aunque sea brevísimo, al sobresalto además mi vagancia y mi incapacidad de planear las cosas por adelantado, en vez de sujetar el calcetín por las costuras del talón y embutirlo directamente sobre el pie, agitando el tobillo unas cuantas veces para encajar el talón de la prenda en su sitio correspondiente. ¿Y por qué? El enrollado previo, sin duda más elegante, tiene el inconveniente de servir de recogedor de las partículas de suciedad que hayan podido adherirse al pie mientras uno va descalzo de la ducha al dormitorio; en cambio, el método más crudo, más directo, aunque suponga un riesgo, ya que puede desgarrarse fácilmente un calcetín viejo, desprende esta suciedad mientras la planta del pie resbala hacia el interior del calcetín, de modo que más adelante rara vez se siente que haya ninguna partícula irritante dando vueltas bajo la planta, desde el instante mismo en que se sale de casa en dirección al metro. 5 Cuando era pequeño, creía que se llamaba cinta Scotch porque esta palabra, «scotch» imitaba el rasguido

descendente de los primeros papeles de celofán. Del mismo modo que la incandescencia dejó paso a la fluorescencia en la iluminación de todas las oficinas, las cintas Scotch, en tiempos entre amarillentas y trasparentes, se tornaron entre azuladas y transparentes, amén de soberbiamente silenciosas.

y a la pena; d.- al proponerse grapar un grueso informe, en el momento en que uno se dispone a apretar la brontosáurica cabeza de la grapadora6, se siguen inapelablemente tres fases: primera, antes que el brazo de la grapadora haga contacto con el papel, la resistencia del muelle hace que el brazo superior quede suspenso, en alto; segunda, el momento en que la pequeña unidad independiente que hay en el interior del brazo se hinca en el papel y empieza a forzar las dos puntas de la grapa a través del mazo de hojas; tercera, el crujido, como el que se produce al masticar un cubito de hielo, que se produce en el instante en que las dos puntas gemelas de la grapa emergen por la cara contraria de la última hoja del mazo y se curvan por efecto de las dos roderas que hay dibujadas en la base de la grapadora, curvándose hacia dentro, como si fuesen las pinzas de un cangrejo al plegarse abrazando el informe en cuestión, para desembarazarse por último y completamente de la máquina… si bien uno descubre, al inclinarse sobre la grapadora con los músculos del brazo en tensión y la respiración contenida, en el momento en que la máquina cae sobre el papel desdentada, que se ha quedado sin grapas. ¿Cómo es posible que un utensilio tan consistente, tan omnicomprensivo, nos traicione? (Sin embargo, siempre nos queda un consuelo: se vuelve a cargar la grapadora abatiendo el brazo en sentido contrario al de su funcionamiento, para envainar una larga, reluciente hilera de grapas nuevas en su sitio; después, mientras se habla por teléfono, lo normal es juguetear con las grapas sobrantes, las que no hemos podido cargar en la máquina, rompiendo la hilera en segmentos menores, o bien dejándolas caer sobre una gota de pegamento fresco.) Nada más llevarme el lógico disgusto que produce la rotura del cordón del zapato me imaginé a Dave, a Sue y a Steve tal como acababa de verlos y pensé: «¡Vaya panda de 6 Las grapadoras han seguido con un retraso de unos diez años los cambios estilísticos que hemos atestiguado en las locomotoras y los brazos de los tocadiscos, objetos a los cuales se parecen. Las grapadoras más antiguas son de hierro colado y verticales, como las locomotoras de carbón y los tocadiscos accionados por cilindros de cera, invento de Edison. A mediados de siglo, cuando los fabricantes de locomotoras descubrieron el término «aerodinámico», o cuando los diseñadores de tocadiscos alojaron la aguja en una cápsula de plástico de perfil aerodinámico, los responsables de Swingline y Bates no les fueron a la zaga, al haber sentido instintivamente que las grapadoras eran como las locomotoras en que los dientes de la grapa entran en contacto con un par de roderas metálicas que, al igual que los rieles paralelos que discurren bajo las ruedas del tren, les obligan a seguir un camino previsto de antemano, y que eran como los brazos de los fonógrafos en que ambas máquinas, siendo más o menos del mismo tamaño, toman contacto de forma puntiaguda con sus respectivos medios de almacenamiento informativo. En el caso del fonógrafo, la aguja recupera la información, mientras que en el caso de la grapadora, la grapa la configura en una sola unidad, ya sea un pedido, una factura, un recibo: clas, grapada, la unidad; ya sea una carta de protesta, las copias de unos cheques cancelados y las facturas correspondientes, la carta exculpatoria: clas, grapada, la unidad; ya sea, si no, una secuencia de informes y de télex en los que se recoge la historia de alguna controversia interdepartamental: clas, grapada, la unidad. Cuando se trata de problemas grapados antiguamente, se ve en la esquina superior izquierda de la página las marcas de la vacuna de la tuberculosis, en donde las grapas han sido retiradas y vueltas a poner, retiradas y vueltas a poner, a medida que dichos problemas —e incluso los agujeros que las grapas hayan dejado en ellos— han sido copiados y enviados a otros departamentos, a fin de que se tomaran las acciones pertinentes, es decir, la copia de dichos documentos y la subsiguiente operación de grapado. Después llegó la gran era de los conjuntos cuadrados: Bart era el ideal en el caso de los trenes, mientras los tocadiscos que fabricaban AR y Bang & Olufsen pasaron a ser angulares —¡se acabaron las cápsulas plásticas de color crema!— Los responsables de Bates y de Swingline volvieron a quedarse atrás aun cuando siguieran por el mismo camino, despojando sus utensilios de todas las curvaturas y mostrando una tendencia más adecuada hacia el negro, en vez de aquella antigua textura cobriza, por lo demás tan interesante. Hoy día, por supuesto, los trenes de alta velocidad que circulan en Japón y en Francia han recurrido a los perfiles aerodinámicos que tanto recuerdan las ciudades del futuro que aparecían en la cubierta de revistas como Popular Science durante la década de los cincuenta; no pasará mucho tiempo hasta que la grapadora incorpore un frente que ofrezca la mínima resistencia al viento. Por desgracia, el progreso se ha ralentizado en lo que atañe a los tocadiscos, pues todos los compradores que apreciarían un realismos soviético puesto al día en el diseño son compradores de compact dises: ha terminado la era de la inspiración.

gilipollas felices!», ya que probablemente se me había roto el cordón por haber transferido la energía de tipo social de que hube de hacer acoplo a fin de pronunciar un simpático «¡Que ustedes lo pasen bien!» a la fuerza empleada en tirar del cordón. Claro está que más pronto o más tarde se habría desgastado y se habría partido. Era el cordón original, y los zapatos eran nada menos los que mi padre me había regalado dos años antes, poco después de empezar a trabajar en ese despacho, mi primer trabajo una vez concluidos mis estudios en la universidad —así pues, la rotura supuso un hito sentimental de variado jaez. Eché el sillón hacia atrás, haciéndolo rodar, a fin de comprobar el alcance del daño sufrido, e imaginando cómo se desvanecerían las sonrisas de mis tres compañeros de trabajo si de hecho les hubiese dicho «¡Vaya panda de gilipollas felices!», al tiempo que me arrepentía de haber cedido a ese impulso hostil hacia ellos. Tan pronto posé la mirada en los zapatos, sin embargo, me acordé de algo que debiera habérseme ocurrido en el preciso instante en que se partió el cordón. El día anterior, mientras me aseaba para ir al trabajo, el otro cordón, el derecho, también se me había partido en el momento en que lo tensaba para hacer el lazo, es decir, en circunstancias muy similares. Lo arreglé mediante un nudo improvisado, tal como pensaba hacer en ese momento con el izquierdo. Me sorprendió —puede que fuese algo más que una mera sorpresa— pensar que pasados casi dos años naturales los cordones de ambos zapatos se habían partido en un intervalo inferior a los dos días de duración. Aparentemente, mi rutina a la hora de atarme los zapatos era tan variable, tan robótica, que a lo largo de varios centenares de mañanas había infligido idénticos niveles de desgaste en el zapato derecho y en el zapato izquierdo. Esa práctica simultaneidad me resultó muy emocionante —supuso que, de pronto, las variables de la vida privada parecieran fácilmente comprensibles, como si obedecieran a determinadas leyes. Humedecí los cabos deshilachados del cordón roto y los retorcí para formar con ambos un feo, tosco minarete. Respirando a buen ritmo y suavemente por la nariz, gracias a la saliva pude guiar por el ojal el cuero afilado sin mayores problemas. Y volví a sentir una clara incertidumbre. Para que los dos cordones se hubiesen desgastado hasta el extremo de romperse casi el mismo día, era necesario que hubiesen sido atados exactamente el mismo número de veces. Ahora bien, cuando Dave, Sue y Steve pasaron por la puerta de mi despacho, estaba atareado en atar solamente un zapato. Y a lo largo de un día normal y corriente no era ni mucho menos inusitado que uno u otro se me desataran, al margen de lo que sucediera al otro. Por la mañana, claro está, uno siempre se ata los dos zapatos, pero que uno de los dos se desatara al azar a mitad de jornada y, por tanto, fuese necesario volverlo a atar era un detalle que constituía una significativa porción en el desgaste total de los dos cordones rotos: posiblemente, pensé, un treinta por ciento. ¿Cómo iba a estar seguro de que ese treinta por ciento se había distribuido por igual, de que el zapato derecho y el izquierdo se me hubiesen desatado al azar, a lo largo de los últimos dos años, con la misma frecuencia? Procuré recordar algunos momentos, a manera de muestreo, dedicados a atarme un zapato desatado por casualidad, para precisar si un zapato tenía o no mayor tendencia a desatarse que el otro. Descubrí, en cambio, que no había retenido ni un solo engrama específico sobre el acto de atarme los zapatos, o un solo zapato, que datase de una época posterior a los cuatro o cinco años de edad, que es más o menos cuando aprendí cómo hacerlo. Se habían perdido pues, irremisiblemente, más de veinte años de datos empíricos, un banco completo. Supongo, sin embargo, que esto puede asimismo predicarse de los momentos de la vida que luego se recuerdan como avances de cierta importancia: lo crucial es el descubrimiento, y no las ulteriores aplicaciones del mismo. Lo cierto es que los primeros tres avances de importancia acaecidos a lo largo de mi vida —y lo mejor será listar aquí mismo todos estos avances:

1. atarse los zapatos 2. tensar los cordones en aspa 3. apretar la mano contra el calzado al tensar los cordones 4.cepillarse la lengua amén de los dientes 5.ponerse el desodorante después de vestirse por completo 6.descubrir que barrer es divertido 7.encargar un sello de caucho con mi nombre y mi dirección para que el pago de las facturas fuese más eficaz 8.decidir que, en efecto, las células cerebrales tienen que morir están relacionados estrechamente con el acto de atarse los zapatos, aunque no creo que esto sea en modo alguno poco común. Los zapatos son las primeras máquinas adultas que se nos entregan a fin de que las dominemos. Aprender a atarse los zapatos porque alguien nos lo enseña, es algo que no se parece nada al hecho de ver cómo llena un adulto el lavaplatos para preguntar luego al niño, con voz condescendiente, si quiere accionar el cierre y colocar el mando selector (con su inconfundible, molesto ruido de triturador) en posición de «Lavado». Eso es algo absolutamente artificial, mientras que uno sabe de sobra que los adultos quieren que aprendamos por nuestros propios medios a atarnos los zapatos: no les hacía ninguna gracia tener que agacharse a atárnoslos. Hice varios intentos por aprender, pero no llegué a dominar la técnica hasta el día en que mi madre depositó una lámpara en el suelo para que yo viese con toda claridad los cordones negros de un par de zapatos de vestir recién comprados; volvió a explicarme cómo hacer el primer nudo, el nudo de base, que había que empezar en el aire, lejos del zapato, como un lazo en forma de corazón, y que se encogía al tirar de las puntas de los cordones hasta reducirse al tamaño de un simple engarce de menos de medio centímetro de lado, y me mostró después cómo progresar desde esa base hacia la figura principal del nudo, en forma de cotiledónea, que luego resultó ser una ilusión y no un verdadero nudo, un truco que se llevaba a cabo sobre el cordón mediante la doblez de diversos fragmentos provisionales en torno a sí mismos: parecía un nudo y funcionaba como un nudo, pero todo el conjunto era un artefacto en forma de pirámide y además pasmosamente interconectado, que mucho después relacioné con unos versos de Pope: El hombre, como la vid generosa, sostiene la vida: obtiene la fuerza del abrazo que da. Pocas semanas después de aprender la técnica elemental, mi padre me ayudó en mi segundo avance de importancia al poner de relieve la constancia necesaria mostrándome cómo tensar los dos cabos del cordón uno por uno, empezando por abajo y subiendo hacia arriba, posando el dedo índice sobre cada aspa, de modo que al llegar al final uno se encuentra, a manera de recompensa inesperada, con dos cabos de cordón suficientemente largos para hacer el nudo, al tiempo que siente el pie bien fijo, alerta. El tercer avance lo hice por mis propios medios en el patio de recreo, al hacer un alto, sin aliento, para atarme una zapatilla de deporte 7, con la boca sobre la rodilla, que por cierto 7 Los nudos de las zapatillas eran muy distintos a los nudos de los zapatos de vestir: al tensar las dos lazadas al final, la lógica del nudo que se acababa de hacer se tornaba invisible, mientras que en el caso de los nudos en los zapatos de vestir aun después de la operación de tensado era posible seguir mentalmente el camino recorrido por el nudo, como quien imagina montar en la montaña rusa. Es posible imaginar un nudo hecho con los cordones de una zapatilla de deporte y un nudo de un zapato de vestir, el uno junto al otro, pronunciando el juramento de la alianza: el nudo del zapato de vestir no pronunciaría cada palabra en tanto unidad gramatical, entendiéndola en tanto algo más que mero sonido; el de las zapatillas ataría todas las palabras en una única cadena. La gran ventaja de las zapatillas, con eso y con todo, una más de sus múltiples ventajas, era que una vez bien atado el nudo, sin calcetines, y después de haberlas llevado puestas el día entero, y de haberlas humedecido, y al quitárselas antes de meterse en la cama, en la piel del empeine aparecían impresas las marcas de los ojales cromados en dos hileras de huellas rojas, como los ojos de buey de un

despedía un interesante olorcillo, y gozando de un primerísimo plano de los hormigueros y las huellas de otras zapatillas (las mejores, creo recordar que las Keds o las All Star, tenían el perímetro de la suela formado por triángulos asimétricos, y en el centro unas cuantas concavidades que dejaban en el suelo perfectas cúpulas de polvo), cuando descubrí que volvía a atármela automáticamente, sin necesidad de concentrarme en lo que estaba haciendo, como al principio, y, lo que aún es más importante, que en algún momento acaecido a lo largo del año precedente, desde que aprendiera los movimientos elementales, había desarrollado evidentemente por mi cuenta dos etapas subsidiarias que nadie me había enseñado. En la primera sostenía uno de los cabos de la zapatilla ya tensado bajo el pulgar; en la segunda equilibraba la posición de la mano con el dedo corazón apoyado contra el costado de la zapatilla mientras llevaba a cabo las manipulaciones finales. El avance fue simplemente mi reconocimiento de que, independientemente, había desarrollado una refinación de la técnica en un punto de la misma en el que nadie me había indicado que se pudiera introducir ninguna refinación ulterior: había personalizado un procedimiento de por sí adulto.

submarino diseñado por Julio Verne.

Capítulo tres

Los demás progresos de ese estilo no volvieron a darse hasta que tuve más de veinte años. El cuarto de los ocho avances que he listado (a fin de ponernos rápidamente al día, antes de regresar a los cordones de los zapatos que se me habían partido) tuvo lugar cuando me enteré en la universidad de que L. se cepillaba la lengua además de los dientes. Siempre había supuesto que cepillarse los dientes era una actividad estrictamente confinada a los dientes, si acaso a las encías, pero a veces había notado alguna que otra duda pasajera respecto de que la limpieza de dichas partes de la boca fuera suficiente para atacar de frente las causas del mal aliento, que yo situaba en la lengua. Me aficioné a la costumbre de fingir un acceso de tos, cubriéndome la boca con ambas manos, para saber si tenía o no mal aliento; siempre que el resultado de esta prueba me ponía en un aprieto, comía apio. Claro que poco después de empezar a salir con L., ella, encogiéndose de hombros como si fuese un asunto de dominio público, me dijo que se cepillaba la lengua todos los días con el cepillo de dientes. Al principio me estremecí de pura repugnancia, pero lo cierto es que me quedé muy impresionado. Tuvieron que pasar tres años hasta que también yo empezase a cepillarme la lengua con regularidad. En la época en que se me partieron los cordones de los zapatos, me cepillaba con regularidad no sólo la lengua, sino también el cielo de la boca... y no exagero al subrayar que fue uno de los principales cambios acaecidos en mi vida. El quinto de dichos avances fue el descubrimiento de una forma de aplicarse el desodorante por la mañana mientras estaba ya vestido de pies a cabeza, incidente que describiré con todo detalle más adelante, habida cuenta de que tuvo lugar en la mismísima mañana en que me hice adulto. (En mi caso, alcanzar la edad adulta no fue por sí mismo un verdadero avance, aunque sí tuvo cierta utilidad como señal indicadora del camino a seguir.) El segundo apartamento en que residí después de la universidad fue el escenario del sexto avance. El dormitorio tenía por suelo una tarima de madera. En el trabajo, alguien (diría que fue Sue) me dijo que estaba deprimida, pero que de todos modos iría a su casa a hacer la limpieza, porque esa actividad siempre la animaba. Qué raro, pensé; qué manierista, qué interesante por resultar contrario a mis propios instintos y a mis prácticas cotidianas... ¡ponerse deliberadamente a limpiar la casa, habida cuenta del humor que tenía! Pocas semanas después volví a casa un domingo por la tarde, tras haberme quedado a dormir en el apartamento de L. Estaba extremadamente animado, y tras unos minutos dedicados a la lectura me puse en pie no sin antes haber tomado la decisión de que iba a limpiar mi cuarto. (Compartía aquella casa con otras cuatro personas, y por tanto solamente una de las habitaciones era verdaderamente mía.) Recogí la ropa y tiré algunos papeles a la basura; acto seguido me pregunté qué harían a continuación personas tales como L. o la mujer deprimida que trabajaba conmigo. Barrían. En el armario de la cocina encontré una escoba prácticamente sin estrenar (no era una de esas escobas de diseño moderno, de las que tienen las barbas del escobón de material sintético y cortadas al sesgo, sino una de aquellas escobas de cuando era niño, con el escobón hecho de sarmientos amarillos amarrados a un mango azul mediante un alambre perfectamente ceñido) que había comprado uno de mis compañeros de piso. Me puse manos a la obra al tiempo que recordaba toda la subsiguiente cadena de descubrimientos infantiles, tales como utilizar uno de los cartones de las camisas de mi padre a manera de recogedor, o agarrar la escoba por el sobaco para barrer el polvo con una sola mano y echarlo al recogedor que sostenía con la otra; descubrí que barrer alrededor de las patas de la silla y los vaciadores del armario en que estaba el equipo de música y las esquinas

de la librería, perfilándolo todo ello con los movimientos curvos del barrido, como si pusiera entre comillas cada pata de la silla, cada vaciador y las jambas de la puerta, me hacía ver estos conocidísimos rasgos de mi habitación con una refrescada receptividad. Sonó el teléfono cuando acababa de barrer todo el montón de polvo, monedas y tapones de los oídos ya usados, es decir, en el momento en que la habitación se hallaba en su estado de máxima limpieza, del cual era prueba el montón que acababa de reunir. Era L. Le dije que estaba barriendo mi habitación, y que a pesar de sentirme muy animado antes de empezar, el barrido me había dado una animación punto menos que desbocada. Me dijo que ella también se había dedicado a barrer su apartamento. Dijo que, para ella, el mejor momento era el de barrer el polvo hacia el recogedor, empujar hacia lo invisible una serie de líneas trazadas a regla y compuestas por finísimos residuos, una tras otra, cada vez menos gruesas, aunque nunca llegasen a desaparecer por completo. El hecho de que cada uno por su cuenta hubiese decidido barrer su respectivo apartamento aquel domingo por la tarde después de haber pasado juntos el fin de semana me lo tomé como una prueba casi concluyente de que estábamos hechos el uno para el otro. Y desde entonces, siempre que leo lo que dijera Samuel Johnson acerca de la caducidad del ocio y los efectos enaltecedores de la industria, siempre asiento y pienso en escobas. El avance número siete, que se produjo poco después de aquel barrido de un domingo por la tarde, lo ocasionó el haber encargado en un establecimiento dedicado a la venta de material de oficina un sello de caucho en el que figurase mi nombre y mi dirección, para ahorrarme el tener que anotar mi dirección repetidas veces, siempre que pagase las facturas. Aquel día había dejado algunas prendas de vestir en la tintorería, y el día anterior había llevado unas cuantas sillas que había heredado L. a que arreglasen los asientos de anea unos ciegos que tenían un taller en un barrio bastante alejado; también había escrito a mis padres, y había encargado una transcripción de uno de los espectáculos de MacNeil y Lehrer en el que uno de los entrevistados había dicho ciertas cosas que expresaban con especial claridad una forma de pensar con la que yo estaba particularmente en profundo desacuerdo, aparte de haber pedido a la casa Penguin, tal como sugieren en la contracubierta de todos los libros de bolsillo, «una lista completa de títulos disponibles»; dos días antes había dejado los zapatos en el zapatero para que les pusiera tapas nuevas —es asombroso que las tapas se desgasten por cualquier parte de la suela antes de romperse los cordones— y pagué varias facturas (lo cual me hizo pensar en la conveniencia de comprar un sello). Al salir de la tienda de material de oficina me di cuenta del poder de todas estas gestiones de carácter individual, simultáneamente pendientes: por toda la ciudad, y en otros estados en algunos sitios escogidos, por mí empezaban a tener lugar ciertos acontecimientos, o se llevaban a cabo determinados servicios en mi nombre, lisa y llanamente por haberlos solicitado yo y en algunos casos por haberlos pagado por adelantado o por haber acordado el pago tan pronto se hubiese realizado el servicio. (La carta que escribí a mis abuelos no encaja del todo aquí, pero aun y todo contribuyó a dar cuerpo a esta sensación.) Pronto iba a verterse el caucho hirviendo en un molde en el cual se habían incrustado previamente una serie de letras que, escritas al revés, formaban mi nombre y dirección; unos cuantos ciegos empezarían a accionar los dedos con movimientos de clarinetista sobre los agujeros de una silla a medio enrejar, calibrando el grosor de dichos agujeros y el grado de tensión del mimbre; en alguna parte, en algunas salas del Medio Oeste repletas de computadores Tándem y de códigos estadísticos, se estaba reescribiendo el importe de ciertas deudas a mi nombre en un nuevo soporte magnético, importe que se correspondía hasta el último centavo con la cantidad por mí escrita apresuradamente, con un rotulador de punta fina, en mis cheques (después del «con cero centavos» hago el tradicional trazo ondulado sobre la línea de los dólares, igual que vi hacer a mis padres e igual que hicieron antes sus padres); la tintorería no tardará en cerrar, y en una bolsa en algún rincón oscuro, al fondo de la tienda, bien cerrada para separarla

claramente de los demás fardos, tras esos carteles desvaídos que dicen «Para conseguir un apresto genuinamente nuevo», mi ropa sucia pasará la noche: no en vano se la he confiado al tintorero para que tome posesión temporal de la misma, al igual que ellos han confiado en que yo vuelva a la tienda y les pague por haber conseguido que mi ropa parezca nuevecita. Todo esto y muchas otras cosas es lo que puedo conseguir que el mundo haga por mí y, al tiempo que todas esas cosas están en marcha, puedo pasear tranquilamente por la calle, sin tener que soportar las pesadas cargas de la vida de todo individuo, ¡dispuesto a vivir mi vida! Me sentí al pensar todo esto como una cocinera eficaz en la trastienda de un restaurante especializado en comidas rápidas, con ocho o nueve recetas de huevos en el fuego al mismo tiempo, colocando la tostada aquí, la salchicha allá, arreglando la disposición de cada plato, para accionar entonces el interruptor que ilumina el número determinado de una camarera. Y fue el sello de caucho, específicamente, el que culminó el avance, dado que al llevar impreso mi nombre y dirección, el sello aúna toda clase de acciones que se producen alejadas unas de las otras y pasa a ser un acto secundario, encaminado a ordenar una vida, que me había costado tiempo en cierta ocasión, pero que me lo ahorraría más adelante, con cada factura que pagase. El octavo avance, por cierto el último que puedo fechar con anterioridad al día de los cordones rotos, fue un conjunto de cuatro razones por las cuales me pareció positivo que mueran poco a poco las células cerebrales. De una u otra forma me había venido preocupando por la muerte de las células cerebrales desde que tenía unos diez años de edad, convencido año tras año de que a cada minuto que pasaba era más estúpido; cuando además empecé a beber en pequeñas dosis y cuando saltó la noticia (todavía estaba yo en la universidad) de que una sola onza de licor basta para matar mil neuronas (creo recordar que la proporción era más o menos esa), se intensificó en mí dicha preocupación. Un fin de semana le confesé a mi madre por teléfono que llevaba seis meses sumamente preocupado, pues mi potencia cerebral en vatios había disminuido perceptiblemente. A ella siempre le han interesado todas las analogías cognitivas de corte materialista, y se ofreció a darme consuelo, cosa que yo sabía de antemano. «Es verdad», dijo, «que las células individuales de tu cerebro van muriéndose, pero has de saber que las que persisten en funcionamiento desarrollan más y más conexiones, y esas conexiones siguen ramificándose a lo largo de los años; ése es el progreso que has de tener en cuenta. Lo que tiene verdadera importancia es el número de vínculos intercelulares, y no el número de células». Esta observación me resultó de una ayuda inconmensurable. Durante una semana, o tal vez quince días, después de que ella me informara de que las conexiones siguen proliferando a despecho de la carnicería neuronal que se produce en el cerebro, esbocé varias teorías relacionadas entre sí: a) Empezamos, tal vez, con un cerebro que se halla en exceso lleno de pura capacidad de procesamiento, y por lo tanto la muerte de las células cerebrales forma parte de una criba planificada y necesaria que ha de preceder al movimiento ascendente que nos transporte a las más elevadas alturas del intelecto: las más débiles se desintegran, y las fisuras que dejan en su antiguo lugar, una vez reabsorbidas, estimulan el crecimiento de los brotes de las dendritas, que disponen así de terrenos más espaciosos en los cuales manifestar su capacidad; a resultas de todo ello, surgen complejas estructuras correlativas. (O tal vez sea que la propia necesidad que las dendritas tienen de un mayor espacio vital, una vez encumbrada dicha necesidad, provocan una lucha igualadora: entrelazan las cornamentas en otros escálamos más débiles, en busca de las conexiones informativamente más ricas, tomando los mejores atajos por los terrenos intermedios y provocando el marchitarse y el cierre de los escálamos, igual que los vecinos de una población en cuyos aledaños se construye una autopista.) Siendo menor el número total de células, pero

mayor el número de conexiones intercelulares, la calidad del conocimiento sufre una transformación: uno empieza a desarrollar un cierto sentido para determinadas situaciones, las personas de alrededor se encuadran en diversas categorías, los recuerdos del pasado se vinculan entre sí y la propia vida empieza a parecer, al contrario que cuando éramos jóvenes, algo inevitable y que consta de un billón de fracasos y de éxitos minúsculos e interdependientes en su propio crecimiento, por oposición a la típica imagen de la hilera de brillantes abalorios y de momentos ajenos entre sí. Los matemáticos necesitan de todas las neuronas disponibles, y sus trayectorias profesionales empiezan a flaquear cuando flaquean las neuronas, si bien todos los demás deberíamos sentirnos agradecidos por su desaparición, ya que deja espacio a la experiencia. En función de cuál sea el punto de la escala en el que cada cual haya iniciado el proceso, cada cual evoluciona, a medida que el cerebro envejece, hacia un polo más rico, más denso: así, los matemáticos devienen filósofos, los filósofos devienen historiadores, los historiadores devienen biógrafos, los biógrafos pasan a ser prebostes encopetados de tal o cual universidad, los cuales se dedican a ser consultores políticos, los cuales a su vez, con suerte, terminan por dirigir algún despacho. b) Siempre que sean utilizadas con cuidado, las sustancias que perjudican el tejido neuronal, tales como el alcohol, pueden en cambio servir de ayuda al intelecto: se corroe el cromo, entre risitas, del crucigrama... se disuelven algunas partes de la mente con dolor y con veneno, se fuerza a que las neuronas se hagan responsables de sí mismas, y las que tienen alrededor se fortalecen para resistir el desgaste acelerado de esos disolventes artificiales. Tras una noche de veneno, el cerebro despierta por la mañana diciendo: «Me importa un comino saber o no saber quiénes introdujeron la batata en Norteamérica.» El daño infligido termina por sanar, y las zonas cicatrizadas que restan tienen una superficie desacostumbrada, y callos suficientes para erigirse en nódulos en torno a los cuales la sabiduría entreteje sus fibrículas. c) Las neuronas que expiran son las que posibilitan la imitación. Cuando uno es capaz de realizar una tarea de imitación con la debida destreza, la gama de posibilidades ante la que se encuentra es excesivamente grande, pero cuando el cerebro pierde parte de la capacidad disponible para tal fin, junto con la cual se pierde una cierta agilidad, alguna alegría, aparte de la ambición de hacer cosas que no se le adecúan, uno tiene que aplicarse a la postre para hacer bien las poquísimas cosas que el cerebro está en condiciones de hacer bien —todo lo demás ya no ejerce la presión de lo que nos distrae, pues se halla permanentemente fuera de nuestro alcance. La sensación de ser más estúpido de lo que se era, es finalmente lo que nos interesa en todas las cuestiones verdaderamente complejas que se dan en esta vida: en el cambio, en la experiencia, en la forma en que otras personas se han adaptado a la desilusión y a la estrechez de posibilidades. Uno se da cuenta de que no es ningún prodigio, relaja la musculatura y empieza a mirar a su alrededor, a ver el colorido local, que no tiene rival posible en los azulados destellos del álgebra y la abstracción. d) Las ideas individuales padecen lesiones al tiempo que los vínculos por los que viajan. Al desmembrarse y recordarse, una vez olvidado el daño, y al ser después restauradas, se tornan más sutiles, más jerarquizadas, dispuestas en gradientes sobre otros particulares medio postergados. Cuando se desmoronan o resisten el daño, se regeneran más como parte integrante del yo, y no ya como parte de un sistema externo. He aquí los ocho avances principales que he podido cubrir, a fin de regresar, teniéndolos en cuenta, al día de mi vida en que me agaché a arreglar el segundo cordón del zapato que se me había desgastado en menos de cuarenta y ocho horas.

Capítulo cuatro

Después de terminado el nudo de empalme provisional, un bulto con dos cabos deshilachados exactamente debajo del par de ojales superiores, tiré de la lengüeta del zapato —otro de los minúsculos preludios del acto de calzarse que me había enseñado mi padre— y con cautela me propuse atar el nudo de los cordones. Puse especial cuidado en el lazo que tenía que formar ahora que el cordón era más corto, de forma que hubiese sitio suficiente para la presilla sin temor a sufrir otro contratiempo. Contemplé con interés los fluidos, automáticos gestos de mis manos: eran las manos de una persona madura, entreveradas de venas y con una buena cantidad de vello en el dorso, si bien habían aprendido estos movimientos tan bien y hacía tantísimo tiempo, que se diría que ciertos elementos de un yo desbastado y conformado muchísimo antes todavía persistían en ellas. Me fijé también en mis zapatos por primera vez en mucho tiempo. Ya no parecían nuevos: yo seguía considerándolos nuevos porque más o menos los compré cuando empecé a trabajar, pero en ese momento caí en la cuenta de que tenían dos arrugas bastante hondas más o menos en el arranque de los dedos del pie, arrugas que formaban una aguda intersección, más o menos como la línea del corazón y la línea del intelecto en la palma de la mano, tal como la ven los quirománticos. Estas arrugas aparecían siempre en mis zapatos exactamente de la misma forma, hecho asombroso donde los haya y en el que había pensado muchas veces cuando era pequeño — hasta el punto de procurar acelerar la formación de la pareja de arrugas curvando manualmente un zapato recién comprado, al tiempo que me preguntaba por qué, si resulta que el zapato empezaba a curvarse en un punto atípico, a causa de un determinado desperfecto del cuero, nunca termina de marcarse la arruga donde se curvó por vez primera, sino que a la postre adopta la clásica forma de las dos uves enfrentadas por el vértice. Me puse en pie, coloqué la silla en su sitio y di un paso hacia la puerta del despacho, en la cual estaba colgada mi chaqueta durante el día entero, sin usarse a menos que el aire acondicionado se tornase particularmente violento o que tuviese una reunión a la que asistir; ahora bien, tan pronto sentí que daba ese paso, experimenté un agudizarse de la insatisfacción que sentía con toda la idea de que el acto diario de atarse los zapatos pudiese haber bastado para desgastar los cordones hasta que éstos terminasen por romperse. ¿Y la inmensa variedad de minúsculas tensiones que el propio zapato ejerce sobre los cordones cuando voy andando por ahí? El caminar era sin duda responsable único de que se me hubiesen desgastado las tapas de los tacones; el caminar era el causante de las arrugas... ¿Iba a pasar por alto la importancia con que incide el caminar en la rotura de los cordones? Recordé algún primer plano, en alguna película, de la cuerda que soporta todo el peso de un puente al rozarse contra una roca a medida que el puente se balancea por efecto de alguien que lo cruza. Aun cuando el tejido del cordón se moviese tan sólo milimétricamente contra el ojal a cada paso, ese movimiento de aserradero bien pudiera, a la larga, rasgar las fibras externas, por más que el cordón no llegue a romperse del todo hasta que se aplica una fuerza relativamente intensa, como por ejemplo el primer tirón que di al atarme los zapatos. ¡Pues muy bien! ¡Tanto mejor! El modelo de flexión al caminar (al cual me había adaptado por oposición a otro modelo anterior, compuesto de tirones y desgastes por rozamiento) daba buena cuenta de la coincidencia de que entre un día y el día siguiente se me hubiesen partido los dos cordones, o al menos eso pensé. Casi nunca daba saltos, ni pasaba mucho tiempo digamos que delante de una tienda, con un pie cruzado sobre el otro, o bien con un pie flexionado y el otro extendido, siendo todas éstas actividades que bien podrían

haber desgastado uno de los cordones desproporcionadamente en comparación con el otro. Sí que había resbalado en una rampa para minusválidos cubierta por una fina película de hielo el año anterior, y al día siguiente había hecho uso de una muleta de la que no pude prescindir durante toda una semana, con lo cual el pie izquierdo había salido favorecido, si bien cinco días de cojera son probablemente un lapso insignificante; además, no podía estar ni mucho menos seguro de que durante aquella semana llevase estos zapatos, los más nuevos y por tanto los mejores que tengo, dado que dudo mucho que los hubiese arriesgado a que se me mancharan de sal y se me estropearan con el agua. Con todo, reflexioné, si fuera verdad que los cordones se desgastan por la flexión que se produce al caminar, ¿por qué se desgastan invariablemente sólo en contacto con el par de ojales superiores de cada zapato? Hice una pausa de camino a la salida, con la mano apoyada en la concavidad del pomo metálico8, resistiéndome a esta nueva y poco grata confusión. 8 De aspecto tan rematadamente moderno, a decir verdad, que difícilmente merecía el nombre de pomo. ¿Cómo es posible que en casi ningún edificio de oficinas se instalen pomos que tengan verdadera forma de pomo? ¿En qué consiste este modernismo estático que los arquitectos de segunda fila han querido imponernos? ¿Por qué esos pestillos de acero en forma de U, o por qué esos objetos torneados en forma de supercúpulas, en vez de los pomos de bronce, de porcelana o de cristal? Los pomos de las puertas que había en el piso superior de la casa en que pasé mi infancia eran de cristal esmerilado. Al extender los dedos con intención de abrir una puerta, una nube color carne inundaba el cristal como si procediera de la dirección opuesta. Los pomos estaban encajados, sí, pero con cierta holgura, en su correspondiente mecanismo de cierre; esa combinación de solidez y lasitud daba lugar a una experiencia que constaba de multiplicidad de etapas con sólo proponerse abrir la puerta, esto es, girar el pomo: un suave ajustarse que pasa, sin embargo, por algún que otro momento de resistencia intermedia hasta que por fin encaja en la posición deseada. Muy pocos productos norteamericanos han sido capaces, recientemente, de captar esa calidad de articulación, ortopédica (se trata de la misma calidad de las pajas curvables, en sus cierres e interruptores); los japoneses en cambio lo hacen a las mil maravillas: son capaces de instalar un interruptor en un automóvil, o el mando del volumen en un estéreo, de manera que parezcan resistentes, substanciales, aparte de estar exactamente en su sitio —piénsese, por ejemplo, en el excelente interruptor de los intermitentes que lleva el Toyota, a la izquierda del volante, y que se mueve de una a otra posición como si fuese una pata de pollo: se diría que fue diseñado como si el modelo en el que se inspiró no fuese sino el cartílago del codo—. Sin embargo, los pomos de 1905 que había en nuestra casa adolecían de esa misma calidad. Mi padre seguramente les tenía verdadero afecto, porque solía dejar las corbatas colgadas en torno a los pomos. A menudo, era menester abrir una puerta con sumo cuidado, cogiendo el pomo por el filo, con las yemas de los dedos, para no estropear las varias corbatas que pudieran estar allí colgadas. Toda la planta superior de aquella casa tenía el aire de ser el conjunto de aposentos privados de un nabab; al cerrar la puerta del dormitorio, del baño o de un simple armario empotrado, un pesado penacho de variopintas sederías oscilaba en silencio, con elegancia; de cuando en cuando es verdad que se caía una corbata al suelo, por haber sido poco a poco desequilibrada tras tantos giros del pomo. Si le pedía por favor que me prestase una corbata, cuando tuve edad —y sobre todo estatura— de llevar corbata, mi padre se quedaba encantado: me guiaba de visita turística por los pomos de las puertas, extrayendo con sumo cuidado algunas corbatas de lo más prometedor para exponerlas sobre su antebrazo, tal como suelen llevar el trapo los sommeliers. «He aquí una corbata preciosa... Bien, esta otra es en cambio muy sutil... ¿Y qué decir de ésta?» Él me enseñó las principales clasificaciones de las corbatas: la corbata de reps, la corbata lisa, la corbata de cachemira. Y la corbata que me puse el día en que tuve que acudir a la entrevista previa a la consecución del trabajo en la entreplanta era una corbata que extrajo él de uno de los pomos de las puertas: una corbata de seda a punto de resultar crepeada, compuesta por una serie de formas ovales muy pequeñas, cada una de las cuales encerraba un fascinante motivo en forma de salpicadura que parecía inspirado por las hambrientas, titilantes amebas que absorbían el exceso de ácido estomacal en el anuncio de Rolaids, aquél en el que salía un grifo enorme que no cesaba de gotear; mirada más de cerca se detectaba que el perímetro de cada óvalo estaba hecho de unos rectángulos minúsculos, de colores bástate atrevidos, como las típicas hileras de casas que suele haber en los suburbios; era, sin embargo, una frontera a tan reducida escala que la aparente brillantez del conjunto tan sólo aportaba una secreta profundidad y una cierta luminosidad a la coloración en general apagada. Mi padre era capaz de localizar corbatas tan sobresalientes como aquélla aunque padeciese una cierta, débil ceguera para los colores, sobre todo por el extremo verde del espectro cromático; los días en que tenía una entrevista decisiva con un cliente importante solía aparecer por la mañana temprano en la cocina, con tres corbatas previamente seleccionadas, para pedirnos —a mi madre, a mi hermana y a mi— que eligiéramos la que a nuestro juicio le iba más a juego con la camisa: aquella ceremonia constituía una especie de calentamiento previo a su inminente reunión, en la cual también iba a presentar tres posibilidades distintas, remedos de los típicos panfletos de promoción, cada uno de dieciocho páginas por lo menos, o de los informes comerciales destinados a las presentaciones de un producto nuevo que se pretende lanzar al mercado. Una vez que fui a cenar con él y con otros parientes, durante mi primer año de trabajo, me puse para la ocasión la mejor corbata que había comprado hasta la fecha; mientras mi tío conferenciaba con la recepcionista acerca de la mesa que íbamos a ocupar, mi padre se volvió hacia mí, se fijó en la corbata y dijo: —Eh, eh. Muy bonita, sí señor —añadió mientras acariciaba la seda—. ¿Es tuya o forma parte de mi colección?

Jamás me había ocurrido que un cordón se partiera a la altura de uno de los ojales intermedios. Es posible que el máximo sufrimiento, al caminar, recaiga con especial intensidad sobre el lazo hecho encima de los ojales superiores, al igual que la tensión ejercida a la hora de atirantar los cordones en el momento de atarse los zapatos recae sobre ese mismo punto. Era pues concebible, por mucho miedo que diese imaginarlo, que el modelo de fricción por atirantamiento y el modelo del desgaste por la flexión natural del caminar entremezclasen sus coeficientes tan sutilmente que ningún agente humano pueda, de ninguna manera, aportar otras causas importantes en el desgaste. Me acerqué al cubículo de Tina, situado en la pared exterior del tabique en el que estaba situado el soporte de las firmas de entrada y salida, y desplacé el imán verde situado junto a mi nombre a la posición de SALIDA, colocándolo así en línea con los de Dave, Sue y Steve. Anoté «Almuerzo» en el espacio destinado a dar la consabida explicación utilizando un rotulador verde. —¿No vas a echar una firmita en el póster que le hemos hecho a Ray? —dijo Tina dando la vuelta a su silla. Tina tiene muchísimo cabello, todo revuelto, de forma impresionante, alrededor de una cara bonita y pequeña; probablemente estaba en ese instante en su situación de máxima alerta, ya que se encargaba de coger el teléfono por Deanne y Julie, las otras secretarias del departamento, hasta que volviesen de almorzar pasada la una. En la zona más íntima de su cubículo, a la sombra de una repisa y debajo de los fluorescentes que no se utilizaban, había pinchado una foto de su marido con camisa de rayas, otras de algunos sobrinos y sobrinas, una más de Barbra Streisand y un lema fotocopiado, en letra gótica, que decía: «Si no consigues quitártelo de encima, ¡métete de lleno en ello!» Me encantaría disponer de algún tiempo para rastrear el progreso de estos lemas propios del personal de una empresa por todas las oficinas de la ciudad; por ejemplo, Deanne tenía otro en una pared de su cubículo, cuyas mayúsculas estaban en ruinas, desmoronadas, tras una infinidad de fotocopias; decía «¿QUE QUIERE QUE ME DÉ PRISA EN HACER ESTE TRABAJO QUE TANTA PRISA CORRE Y TANTA PRISA ME DOY EN HACER?» —Pues... ¿qué le ha pasado al bueno de Ray? —dije; Ray era el responsable de vaciar las papeleras de cada cubículo y cada despacho, de reponer los útiles del cuarto de aseo, pero no de pasar el aspirador, tarea de la que se encargaba una contrata. Tendría unos cuarenta y cinco años; estaba muy orgulloso de sus hijos, llevaba camisas de cuadros, y en mi interior siempre lo he asociado a la sensación de quedarse trabajando hasta tarde, pues en esas ocasiones oía el gradual acercarse de una serie de crujidos de papel aún distantes junto con los tintineos casi metálicos de las hojas de plástico a medida que Ray recorría los despachos en fila, aproximándose al mío, vaciando cada papelera en una bolsa de basura triangular, de plástico, que llevaba en un soporte con ruedas, y señalando por tanto de forma inapelable que el día laborable había terminado, ya que cualquier cosa que a partir de ese momento se arrojase a la papelera era ya basura del día siguiente. Antes de vaciar la papelera en la correspondiente bolsa de la basura levantaba la segunda, la doblaba y la dejaba preparada en el fondo a fin de —Creo que la escogí hace un rato —dije mientras fingía esforzarme por recordar con dificultad, cuando lo cierto es que me acordaba con claridad de todos los detalles de la compra, de haber vuelto a casa con el envoltorio muy liviano y carísimo, por cierto, ya que no habían pasado ni cinco semanas del acontecimiento. —Una corbata magnífica..., magnífica —se bajó las gafas hasta la punta de la nariz y se inclinó para examinar la corbata más de cerca: una hilera doble de rombos entrecruzados como si fuesen diagramas de Venn, en su mayoría de tonos rojizos. —Esta en cambio no la he visto yo antes, ¿no? —dije acariciando la suya—. Muy bonita. —¿Ésta? —dijo. Le dio un golpe con el dedo, como si también él hubiese recordado en qué circunstancias la había comprado—. Ésta la compré en la tienda de los hermanos Whillock. Estando ya todos sentados en torno a la mesa, me fijé en las corbatas que llevaban mis parientes: me fijé en la corbata de mi abuelo y en la de mi tío, así como en la del padre de mi tía..., y no me cupo ni la más mínima duda de que mi padre y yo llevábamos las dos mejores corbatas de toda la mesa. En mi interior se expandió una súbita oleada de orgullo y de gratitud. Más tarde, una vez que fui a casa de visita, creo recordar que el día de Acción de Gracias, descubrí aquella corbata que había sido mía colgada de un pomo, en medio de todas las corbatas que sí había comprado él, y, a decir verdad, ¡encajaba de maravilla, lo que se dice de maravilla!

ahorrarse unos cuantos movimientos a cada parada; ataba después un nudo muy firme en el plástico de forma que no se le saliese nada, no fuera que al tirar algún objeto de cierto tamaño, como un periódico, fuese a dejar más basura tras de sí que la que iba recogiendo. —El fin de semana se debió de hacer daño en la espalda al intentar desplazar una piscina —dijo Tina. Hice una mueca de dolor. —Confío que fuese una de esas piscinas portátiles. —Uno de esos baldes grandes para niños, por lo visto para su sobrino-nieto. Puede que tarde unos días en venir. —Así se explica que estos días pasados, siempre que tiro la taza de café tenga que hacerla descender por entre ese mullido cojín de plástico. El que se haya encargado de sustituir a Ray no sabe cómo deshacerse del aire que se queda embotado. De todos modos, me lo paso en grande con el efecto... un efecto almohadón. —Seguro que te lo pasas en grande con ese efecto almohadón —dijo mecánicamente, como si quisiera ponerse a flirtear. Me indicó un póster sobre la mesa de uno de los ayudantes que había llamado diciendo que estaba enfermo. —¿Y dónde firmo? —En cualquier parte. Ten un boli. Yo ya había empezado a sacar el mío del bolsillo de la camisa, pero como no quise rechazar su ofrecimiento, titubeé; al tiempo, como ella se había dado cuenta de que ya tenía un bolígrafo, profirió un «oh» y se dispuso a retirar el que me tenía alargado en la mano; entretanto, yo había optado por aceptar el suyo y había soltado ya el del bolsillo, sin registrar, hasta que fue ya tarde, que ella había iniciado el movimiento propio de retirar su ofrecimiento; ella, al ver que yo iniciaba el gesto de tomar el suyo, dejó en suspenso la cancelación de su ofrecimiento, pero es que entretanto yo, una vez procesado su movimiento correctivo, había vuelto a echar mano de mi bolígrafo... de manera que atravesamos un pequeño proceso de lanzadera muy similar al de los mutuos amagos que se intercambiaban con otro peatón que viene de frente a fin de indicarle si tienes intención de pasar por su derecha o por su izquierda. Finalmente, tomé su bolígrafo y observé el póster; representaba, en rotuladores de diversos colores, un jarrón del que sobresalían cinco floripondios. En el jarrón, con una caligrafía digna de sobresaliente en la escuela primaria, ponía: «Ray, te echamos de menos; confiamos en que vuelvas pronto al trabajo.» Y en los pétalos de las flores figuraban las precisas, casi idénticas firmas de las muchas secretarias de la entreplanta, aunque todas ellas variasen el ángulo de la grafía. Entremezcladas con éstas figuraban las firmas, mucho más variadas, de algunos de los directores y ayudantes. No pude contener una exclamación, admirado por la belleza del póster: a fe que era hermoso. —Julie ha dibujado el jarrón, y yo las flores —dijo Tina. Encontré un pétalo disponible en el cuarto floripondio; no quise que fuera uno de los más notorios, pues tuve la sensación de haberme portado de forma tal vez demasiado fría con Ray en los días anteriores —uno atraviesa inevitables ciclos dentro de las amistades forjadas en la oficina—, y preferí que viese antes, más claras, las firmas de las personas de cuyos sentimientos para con él no le cupiesen ninguna duda. A punto estaba de firmar cuando por fortuna descubrí que la firma alta y comprimida en sentido horizontal, la firma de conquistador de Abelardo, mi jefe, abundante en lazadas y orgullosas florituras, estaba estampada en la misma flor que había escogido yo, un pétalo más arriba. Firmar tan cerca de la suya habría supuesto un vago error: podría interpretarse como la afirmación de una especial alianza (por estar más cerca de la suya mi firma que la de Dave, la de Sue o la de Steve, que también trabajaban a las órdenes de Abelardo), o podría parecer que con ello se daba a entender que buscaba adrede la firma de mi jefe por querer figurar cerca de una persona notable, ahorrándome la proximidad de las firmas de las secretarias. A esas alturas

había firmado ya tantos tarjetones de felicitación y de despedida. O tarjetones con los mejores deseos para que una determinada persona se curase cuanto antes, dentro de la dinámica normal de la oficina, que había terminado por desarrollar una malsana sensibilidad acerca de los matices implícitos en el lugar de colocación de una determinada firma. Me desplacé, en consecuencia, a una flor situada en las antípodas de aquélla, cerca de la de Deanne, y firmé en un ángulo que confié resultase original. —Ray se echará a llorar de contento cuando vea este póster, Tina —dije. —¡Qué majo eres! —dijo Tina—. ¿Qué, sales a almorzar? —No, voy a comprar unos cordones para los zapatos. Se me rompió uno ayer y el otro ahora mismo. ¿No te parece una extraña coincidencia? No se me ocurre cómo puede explicarse... Tina frunció el ceño un momento y me señaló. —¿Sabes una cosa? Es de lo más interesante eso que dices, porque fíjate, en casa tenemos dos detectores de humo, ¿sabes? Los tenemos desde hace más o menos un año. La semana pasada se le acabaron las pilas a uno, y empezó a hacer «¡bip... bip... bip...!». Bueno, pues Russ salió a comprar pilas nuevas. Y lo que se dice al día siguiente, por la mañana, estaba yo a punto de salir, con las llaves en la mano, cuando de pronto oigo «¡bip... bip... bip...!». ¡Zas, el otro! Dos días seguidos. —Qué raro. —Lo es, vaya que sí. Sobre todo porque uno salta muchas más veces que el otro, por estar cerca de la cocina y porque, a lo que se ve, no le gusta que me ponga a cocinar. Aso un pollo y... ¡bip, bip! Alerta roja. En cambio, el otro solamente saltó una vez, al menos que yo recuerde. —Quieres decir que no importa que se usen o que no. —Eso es, no importa. Espera un momento. Había empezado a sonar el teléfono; se disculpó alzando una mano. Con voz repentinamente dulce, eficaz, como emitida por una garganta de platino, ligeramente velada, dijo: —Buenos días9, despacho de Donald Vanci. Lo siento, Don no está ahora mismo. ¿Quiere que le tome algún número de teléfono y que se ponga él en contacto con usted? Arrebatándome con toda suavidad el bolígrafo de la mano, localizó su bloc de «Mensajes mientras estaba usted fuera» y anotó un nombre. Luego le oí repetir códigos de algunos productos y cantidades, y empezó a apuntar un complicado mensaje. Yo sentía cierto ligero deseo de marcharme, pero habría sido brusco por mi parte hacerlo en ese momento. Con todo lo del póster para Ray, el pollo asado y demás, nuestro intercambio había franqueado por los pelos los límites de una buena educación elemental en el trato dentro de la oficina para adentrarse en el reino de la conversación humana, y por lo tanto era preciso que terminase en términos conversacionales: la etiqueta requería que esperase a que hubiese cumplido con su deber de telefonista a fin de intercambiar al menos una última frase con ella, a menos que el mensaje que laboriosamente anotaba fuese a durar claramente más de tres minutos, en cuyo caso Tina, que por algo conocía bien las convenciones, me liberase... siempre y cuando primero le diera yo una pista mediante una especie de «Bueno, que me voy», traducido en algún gesto (subirme los pantalones, comprobar que llevaba la cartera encima, un saludo en broma) y seguido por el gesto de mover los labios en un silencioso «’ta luego». Mientras esperaba, eché un vistazo al carrusel de mensajes, a pesar de que me había 9Aunque ya eran las 12:04 según el reloj de mesa de Tina, siempre me ha conmovido que, tras un mañana digna de ser repetida, las secretarias continúen contestando con un «buenos días» durante una hora, o a veces más, hasta bien entrada la tarde, de igual manera que, a menudo, mucha gente pone la fecha del año anterior incluso en pleno mes de febrero; a veces se dan cuenta de la metedura de pata y se excusan en la rutina del «hoy no es mi día» o «¿dónde tendré hoy la cabeza?»; en cierto modo, tienen razón, dado que el verdadero tono de la tarde no comienza a ser efectivo en las oficinas hasta pasadas las dos.

pasado la mañana entera en el despacho y sin lugar a dudas me habrían pasado cualquier llamada que hubiese podido recibir; luego eché mano al cubilete de Tina y cogí un pesado estampador de fechas, cromado. Era uno de esos modelos que reponen por sí solos la tinta necesaria: en posición de descanso, el elemento interior que estampa la fecha, con sus seis cintas de goma, mantiene la numerología de la fecha en curso apretada contra el techo negro y húmedo de la armadura. Para utilizarlo se coloca la base cuadrada sobre el papel que se desea fechar y se aprieta sobre el pomo de madera (¡un genuino pomo!); acto seguido, el elemento interior, guiado por las curvas en «S» hendidas sobre la superestructura en forma de caballete, comienza su gracioso descenso en rotación, dándose la vuelta en el último momento para aterrizar sobre el papel igual que un módulo lunar: toca el papel un instante, deposita la fecha del día en curso y el muelle lo devuelve a su posición de reposo. Al llegar temprano por la mañana a veces miraba (a través del tabique acrÍ9talado de mi despacho) a Tina en el momento de cambiar la fechar del estampador; después de zamparse un donut sin más complicaciones, después de limpiarse las migas adheridas a los dedos sobre el envoltorio plástico del donut, después de haberlo doblado con sumo cuidado hasta formar una especie de sobre y tirarlo a la papelera, abría la cerradura de su mesa y sacaba la grapadora, el cuaderno de los mensajes (objeto con una acusada tendencia a desaparecer a menos que se guarde a buen recaudo) y el estampador, meticulosamente guardado en el cajón del medio, al tiempo que guardaba los sobres de azúcar que le hubiesen sobrado del café en una partición especial de un cajón que no contenía más que sobres de azúcar. Y entonces adelantaba la fecha del estampador un solo dígito, acto con el cual probablemente daba inicio al día, siendo pues su primer acto oficial —exactamente igual que mi gesto de volver la página del calendario de mesa sobre las dos anillas metálicas a lo largo de las cuales se guían los agujeros de las páginas tamaño postal, hasta dejarlo en el día siguiente (cosa que yo hacía a última hora de la tarde anterior, pues me resultaba deprimente encontrarme por la mañana con las citas y las cosas «por hacer» del día anterior), gesto que se había convertido en la vía de escape a través de la cual mi propia vida se propulsaba hacia adelante. Bien; toqué el estampador de fechas, las cintas de números de goma, sostenidas por pequeñas ruedecillas de metal; la cinta correspondiente al día del mes estaba completamente ennegrecida, mientras la cinta correspondiente a la década seguía teniendo el color rojizo del caucho nuevo, salvo el ocho, pegajoso de tinta. Abrí la palma de la mano y me estampé la fecha. —Permítame leerle las cifras, para confirmar —decía Tina—. Lo más interesante del hecho de tener que quedarse ahí parado y esperar a que terminase antes de marcharme a almorzar fue que, aunque estábamos en medio de una conversación cuyo ímpetu interrumpido era lo que me anclaba allí, cuando más tiempo estuviera de pie menos probable era que reanudáramos lo que habíamos dejado en suspenso, pero no porque hubiésemos olvidado el hilo de la conversación, sino por haber tratado de temas ligeros, triviales, y porque ninguno de los dos teníamos ningunas ganas de que se pensara que habíamos dedicado una atención excesiva a dichas cuestiones: deseábamos que mantuviesen su categoría de observaciones casuales que nos había dado por hacer en medio de otro centenar de cuestiones igualmente interesantes que podríamos habernos mencionado el uno al otro con idéntica facilidad. Evidentemente, cuando por fin colgó Tina el teléfono, al darse cuenta de que yo tenía ganas de marcharme, me habló con voz muy distinta de la que impostaba en sus conversaciones telefónicas, es decir, con la suya. —¿Qué, cómo está el tiempo? —se echó hacia atrás para mirar el cuadrado de cielo azul y las dos tensas, vibrantes cuerdas de la góndola de los limpiacristales, visible a través de la ventana de su jefe—10. Oh, tiene una pinta espléndida —dijo—. Ay, tengo tantísimas cosas 10En realidad el cielo no tenía nada de azul, pues era más bien verde; la capa reflectante del cristal desvía los colores de sus matices verdaderos, y ese cambio, en combinación con el siseo procedente de los mostradores que hay debajo de

que hacer que más me vale que Julie llegue a tiempo. Tengo que comprarle un regalo de cumpleaños a mi hija, una tarjeta para el Día de la Madre... —Oh, no. Si se nos ha echado encima sin darnos cuenta... —Sí; además, tengo que comprar un collar antipulgas para el perro y... ¿qué más? Se me olvida algo... —Unas pilas para la alarma de incendios. —¡Eso es! O no, no... Creo que Russ ya ha comprado pilas de repuesto. Es un tío listo... —Un tío listo —dije, dándome unos golpecitos en la sien, tal como había hecho ella—. Dime una cosa: ¿dónde puedo encontrar cordones para los zapatos? —Supongo que en el CVS. Hay un puesto de reparación de calzado al lado de Delicato’s... No, espera; creo que lo cerraron. Pero en el CVS los tendrán seguro, creo yo. —Muy bien —dejé el estampador de fechas en su posición correcta, sobre su mesa—. Hasta luego. —¿Has firmado ya? Le dije que sí. Me señaló con un dedo acusador. —Hay que estar encima de ti a todas horas, ¿eh? Bueno, que almuerces a gusto11. Me dirigí a los lavabos y a encarar la hora del almuerzo que sigue de inmediato.Capítulo cinco

No es en modo alguno acertado decir «de pequeño quería mucho a X», siempre y cuando uno siga queriendo a X en la actualidad. Reconozco que parte del placer que me producía el hecho de montar en la escalera mecánica procedía de los vínculos con la memoria de la infancia que dicha experiencia entrañaba. Otros, en cambio, recuerdan haber disfrutado con los barcos, los coches, los trenes o los aviones cuando eran niños —y a fe que a mí también me gustaban—, pero a mí me interesaban más los sistemas de transporte a pequeña escala: los sistemas de distribución del equipaje en los aeropuertos (esas lunas llenas, de goma, cuyas láminas montan unas sobre otras, que permiten que la banda de goma dura dé la vuelta entera al llegar al final, con las franjas de goma colgantes que marcan la transición entre el luminoso mundo interior de la recogida de equipajes y el mundo exterior, lleno de vehículos y de hombres vestidos con mono azul); las cintas transportadoras que hay en las cajas de los supermercados, accionadas como si fueran máquinas de coser mediante un pedal, con un costurón más parecido a una cremallera que aparece y desaparece según vaya arriba o abajo, de ida o de vuelta; esas otras montañas rusas que se ven en los supermercados y que constan cada ventana, hace que el cielo parezca muy lejano y que la temperatura exterior resulte muy difícil de calcular. Me había dado cuenta de que no se consideraba moderno hacer ningún comentario sobre los limpiacristales en el caso de que uno de ellos pasara por la ventana mientras uno conversase con un compañero de trabajo; se suponía que todos debíamos estar ya tan acostumbrados a verlos por fuera de las ventanas que era imposible dedicarles ningún comentario, ninguna broma. 11Hay dos formas ideales de dar por terminada una conversación ligera con un compañero de trabajo; la primera consiste en lanzar al aire una broma o chiste de menor cuantía, y la segunda estriba en el intercambio de alguna información de poco monta, pero útil en cualquier caso. La primera es más común, pero es preferible la segunda. La charla con Tina fue la conversación más larga que había mantenido yo a lo largo de aquel día (y a la larga iba a resultar la más larga de todas hasta que llamó L. a eso de las nueve de la noche —aunque con eso y con todo fue charla más que suficiente, por raro que parezca, para satisfacer mis instintos de socializar, al menos los propios de un día entre semana —); me agradó el hecho de que terminase cuando ella me indicó que podía comprar los cordones para los zapatos en el CVS. A los dos nos dio la sensación de estar por delante de nuestro tiempo: al azar, al hacer sus recados de cada día, ella había llegado a saber algo que al parecer no sabían todos los demás, y al azar, en ese instante resultó que me transmitió ese conocimiento a mí.

de hileras de rollos verticales dispuestos en forma de U, sobre los cuales los contenedores numerados de plástico gris que transportan los alimentos ya en sus bolsas, pagados, que uno haya adquirido, salen por una portezuela; las máquinas de las embotelladoras de leche que veíamos al ir de excursión, que apresuran la cola de botellas y las tienden sobre unas pistas curvadas, compuestas de rollos laterales de goma que las empujan hacia la máquina que llena de leche los envases y los cierra mediante un aplique de papel; las pistas de bobsleigh y de luge en las Olimpiadas; los sistemas de colgado de la ropa en las tintorerías... circuitos sinuosos de plástico, que reclinan sin cesar (¡NO ES UN JUGUETE! ¡NO ES UN JUGUETE! ¡NO ES UN JUGUETE!) y las ropas apenas visibles que pasan del mostrador hacia las máquinas de planchado, al fondo del establecimiento, abanicando el aire a medida que zigzaguean alrededor de los viejos sentados ante antiguas máquinas de coser que se dedican a poner orden en un montón de pantalones que han caído sobre la mesa al azar, cada cual con su recibo grapado; las filas de lavadoras que dan vueltas a la ropa, en vacío, y que vuelven a darle vueltas una vez secada; el aparato de barbacoa en un escaparate de Woolworth’s, un artilugio inventado para facilitar la rotación y el asado de los pollos anaranjados, dorados, sobre brochetas dispuestas como pivotes; los relojes rotatorios Timex, cada una de cuyas cajas estaba abierta como una almeja; los cilindros sobre los que pasan despacio los perritos calientes, en dirección opuesta, asándose; las ruedas dentadas que (según lo explicaba mi padre), bien engrasadas, al rozar unas con otras, modificaban la fuerza y el sentido del giro al ponerse en funcionamiento. La escalera mecánica compartía ciertas cualidades con todos estos sistemas, con una única diferencia: era el único al que pude subir, el único en el que pude montar y desplazarme. De ahí que mi placer al montar en la escalera mecánica aquella tarde fuese en parte producto de una serie de recuerdos y asociaciones indistintas —conste, no sólo los recuerdos del mundo de mi padre (y mío), un mundo hecho de toda clase de entusiasmos por la mecánica, sino también recuerdos de mi madre, cuando nos llevaba a mi hermana y a mí a los grandes almacenes y nos enseñaba a acercarnos a la escalera mecánica con cautela. Me advirtió que no incrustara el chicle sonrosado, de textura casi molar, en la brecha que separaba un peldaño del siguiente —cosa que yo quise hacer porque quería ver cómo se empequeñecía el chicle por la presión de una máquina grande y poderosa, igual que los camiones de la basura que compactan los cartones hasta hacerlos un amasijo único, un bloque —. Al subirnos a las escaleras mecánicas, mi madre cogía en brazos a mi hermana, sujetando bajo el brazo la ruidosa bolsa de plástico, y la depositaba en un escalón más alto. Yo me agarraba tranquilamente al pasamanos, y con lógica sensatez no se me permitía pasarme al peldaño superior. Al acercarnos al piso siguiente veía un verde resplandor que salía por debajo de la ranura almenada por la cual desaparecían los peldaños de la escalera; tan pronto me bajaba de ésta, tan pronto pisaba sobre el suelo de linóleo inmóvil y la tundra de la moqueta, me llegaban a los oídos los suaves ruidos de alguno de los departamentos de los que no conocía nada, por ejemplo el de «Señoritas»: los ruidos de las perchas con ganchos metálicos y armaduras de plástico, colgadores en modo alguno cargados de trajes de lana para hombre, trajes desprovistos de eco, sino de paquetes textiles dispuestos en estanterías y cercados por círculos de colegialas en torno al letrero que decía: «PASO LIBRE», acompañados de la melodiosa señal del teléfono de «Señoritas», que repicaba y desgranaba lentamente los cuatro tonos, un tono por segundo. Con eso y con todo, aunque sea cierto que mis ideas acerca de las escaleras mecánicas constan tan sólo en un 70 u 80 por 100 de esta clase de recuerdos infantiles, últimamente me he sentido cada vez más incómodo a la hora de incluirlas en las descripciones de esos objetos que adoro —y eso que fue hace tan sólo unas pocas semanas—, varios años después de la hora del almuerzo en que monté en aquella escalera mecánica, vehículo de este recuento, hace pocas semanas que alcancé una postura mucho más firme sobre la totalidad de esta

cuestión. Iba conduciendo con rumbo sur, por el carril central de una amplia autopista, a las ocho menos cuarto de la mañana, un día de invierno brillante, sin nieve, muy azul, de camino al trabajo en el que entré cuando abandoné mi empleo en la entreplanta. Llevaba la visera del parabrisas bajada para escudarme de la luz del sol, que daba de lleno sobre el cristal, tanto que, de hecho, a la izquierda estaba caliente —lo cierto es que había ampliado la sombra de la visera (ese hermoso alerón que abrocha por una esquina para no estorbar la visión por el espejo retrovisor) pasándole por encima un sobre de papel manila doblado por la mitad—, de manera que el cielo, delante, estaba repleto de un purísimo, excelente azul, en tanto el sol no me daba en los ojos. A mi alrededor, los coches y los camiones marchaban gratamente espaciados: cerca unos de otros nada más que lo justo para crear una sensación de compañerismo, de objetivos comunes, pero no tanto como para hacer sentir a los conductores la imposibilidad de cambiar exuberantemente de carril en el momento en que más se desee. Con la mano izquierda agarraba las vértebras del volante y con la derecha una taza de styrofoam equipada con una tapadera especial, de forma que no se derramase ni una gota de café. Me aproximé por detrás a un camión verde que iba unas cinco millas por hora más despacio que yo. Técnicamente era un «camión de la basura», aunque no fuese como esas máquinas urbanas cuya imagen acude a la mente al oír esa expresión (la parte posterior, caída, como la redecilla con que se sujetan el pelo las obreras que trabajan en el sector de alimentación). Era en cambio uno de esos camiones de mucho mayor tamaño, que transportan la basura ya comprimida de alguna planta de procesamiento hasta el vertedero: un enorme contenedor rectangular con una cabina separada del cuerpo. Sé que fuera como fuese la basura iba comprimida porque vi algunos residuos minúsculos comprimidos de forma feroz contra la ranura inferior del panel posterior —es decir, no era basura de una densidad normal, porosa, recién recogida—. Sobre la parte superior del contenedor habían dispuesto unos gruesos cobertores de lienzo verde, asegurados a su vez con cordeles muy estirados, formando ángulos regulares a lo largo de los costados del camión. Los ángulos de los cordeles y la transición entre esas líneas rectas y las tensas curvas festoneadas que marcaban en los cobertores de lona fueron lo que más me agradó al principio. Luego miré por entre los cordajes la superficie del contenedor metálico: las huellas orgánicas de la herrumbre habían sido repintadas de verde, y el orín, activo aún a pesar del antioxidante, había continuado su crecimiento bajo la nueva capa de pintura, de manera que había cuajado una combinación de frescura por la pintura reciente y de desgaste oculto por el óxido. Cuando cambié de carril para adelantarlo me pareció colmado todo ello de una tersa belleza. Y en el momento mismo en que tuve delante de mí más cielo azul que superficie de camión verde, recordé que de pequeño solía interesarme sobremanera el hecho de que cualquier cosa, al margen de lo áspera, lo herrumbrosa, lo sucia o lo desacreditada por cualquier otra razón que pudiera estar, ganaba muchos enteros si se la situaba sobre un trozo de tela blanca o sobre cualquier otro fondo limpio. Ese pensamiento se me ocurrió exactamente con esa misma muletilla antepuesta: «de pequeño», junto con la visión de una clavija de ferrocarril oxidada que había encontrado una vez y que coloqué sobre el suelo de cemento del garaje, que previamente había barrido con sumo cuidado. (En los garajes, el polvo se mete en las imperfecciones del cemento y las rellana cuando uno se pone a barrer, con lo cual se queda una superficie muy lisa.) Este truco del telón de fondo limpísimo, que se me ocurrió más o menos cuando tenía ocho años, es aplicable no sólo a las cosas que me pertenecían, como por ejemplo la colección de fósiles que pegué sobre un cartón de los que venían con las camisas, sino también a los objetos que se custodian en los museos: los encargados colocan las geodas, las primeras lentes fabricadas en Norteamérica o las negras sobre fondos de terciopelo gris o azul, porque siempre que se aparte todo detalle del mundo en derredor, estará en condiciones de alcanzar su verdadera talla en calidad de objeto digno

de concitar la atención del espectador. Sin embargo, fue el camión de la basura que vi a los treinta años de edad en contraste con el cielo azul lo que me recordó mi antiguo descubrimiento sobre los telones de fondo. Aun sencillo, el truco de repente me sorprendió por considerarlo interesante y útil ahora mismo. En consecuencia, la nostalgia «de pequeño» es una pista falsa: resultó, antes bien, algo que de adulto estaba dispuesto a tomarme muy en serio, algo mucho más espeso, menos preciso, más falsamente exótico de lo que era en realidad. ¿Por qué habremos de necesitar cantidades ingentes de nostalgia para permitirnos cualquier placer inducido por los descubrimientos que llevamos incorporados desde la niñez, si tan evidente es que ha pasado a ser un placer adulto? Decidí que, de ahora en adelante, iba ahorrarme por todos los medios esa mirada lejana propia de las descripciones de ciertas cosas que me excitaban, al margen de que hubiesen supuesto en su día algún que otro entusiasmo infantil o no. A manera de recompensa por esta resolución, aquel mismo día, más tarde, estaba yo mirando en una cámara frigorífica, en una tienda de alimentación, cuando vi un sándwich envuelto en plástico transparente y etiquetado como «queso crema con aceitunas rebanadas». La idea de una rodaja de aceituna rellena de pimiento y engastada como un ojo de cacatúa sobre la blanca superficie del queso crema me dejó pasmado por ser perfecta ilustración del mismo principio que había redescubierto por la mañana: por sí solas, las aceitunas son viejas, salobres, avinagradas- pero en contraste con un fondo de queso crema son una pieza de joyería12. Por eso quiero hacer ahora mismo un par de cosas: emplazar la escalera mecánica de la entreplanta sobre un fondo mental bien limpio, en tanto objeto digno de concitar mi atención y de que yo dedique mi tiempo a pensar en él, y afirmar, además, que si bien extraje un elevado porcentaje de mi júbilo de la continuidad que establecía con la niñez ese momento en que monté en las escaleras mecánicas, no pienso de ninguna manera dejarme llevar por un tono proclive a las reminiscencias, como si solamente los niños tuviesen la capacidad de maravillarse ante este fenomenal artefacto.

12 Me interesaba de forma muy especial que el fabricante hubiese incluido la palabra «rebanadas» en la etiqueta del sándwich, quizá sobre el modelo del «sándwich de huevo en rebanadas». Por ejemplo, no es necesario decir «atún y apio rebanado», o ni siquiera «atún y apio»; la razón por la que se hace ondear ostensiblemente la existencia de las aceitunas es que, mientras el atún es desmigable y por tanto agregativo, el queso batido es una pasta unitaria y las aceitunas incrustadas en él requieren un trato igualitario. En verdad la cuestión es mucho menos sutil: las aceitunas, sobre un lecho de queso batido, tienen un sabor mucho más intenso que el apio en medio del fuerte desorden del atún: el apio se utiliza a menudo como simple medio de extender el atún, darle una cierta textura y añadir un barato interés masticatorio, mientras las aceitunas son, al peso, mucho más caras que el queso batido, y por tanto ponen de manifiesto anhelos superiores, intenciones más nobles. ¿Qué es lo que mejor puede refrescar y abrillantar tanta blancura?, se pregunta probablemente el científico especialista en alimentación, dado que se le ha encargado la sencilla tarea de preparar un simple y apetitoso sándwich de queso batido. ¿Champiñones? ¿Cebolletas? ¿Paprika? Entonces... rebana una aceituna que probablemente valdrá dos centavos al por mayor, corta seis trozos, los sitúa bien espaciados sobre el fondo blanco del queso batido y, de repente, toda la picante, sabrosa maldad coctelera del tarro de aceitunas españolas que se guarda en la puerta de la nevera pasa a habitar en el interior del sándwich más barato, más inocente, más infantil que se pueda preparar.

Capítulo seis

Temporalmente intoxicado aún por esta sensación de candor, tengo que reconocer lo siguiente: no importa con cuánto ahínco intente uno evitar que las distorsiones sentimentales le atrapen, que de todos modos se cuelan de rondón y le atrapan antes o después. En el caso de las escaleras mecánicas, probablemente estoy en condiciones de dominar la tergiversación, porque las escaleras mecánicas han existido sin mayores transformaciones (excepto en la época en que apareció la excitante moda de las escaleras mecánicas con laterales de cristal) durante toda mi vida —en ellas, nada desmerece ni se ha echado a perder—. Pero otros objetos, como los surtidores de gasolina, las cubiteras de hielo, los autobuses del transporte público o los envases de leche, sí que han sufrido cambios desorientadores, y el único modo que tenemos de darnos cuenta de la proporción, el grado y el efecto de esos cambios, que constituyen a menudo la textura anónima y cotidiana de nuestras vidas (una textura áspera, como de grava, similar al arcén de una carretera, que normalmente pasa a demasiada velocidad para dedicarle una observación detallada), es recrear cualquiera de las tempranas imágenes que esos objetos adoptan en la memoria infantil —y una vez que se invocan estos recuerdos infantiles, hay que amoldarse a convivir con su constante tendencia a estropear la historiografía fragmentaria de cada cual, echándole malvas en homenaje a las emociones perdidas. Rara vez bebo leche hoy en día. De hecho, el cartón de medio litro que compré en Papa Gino’s para acompañar las galletas fue uno de los últimos: fue una especie de test para averiguar si todavía podía beberme la leche con el mismo placer que antaño. (Uno tiene que poner a prueba sus gustos y aversiones de este modo, tan a menudo como sea posible, para constatar si sus reacciones se han modificado; al menos, eso creo yo). Sin embargo, continúo admirando los cartones de leche, y estoy convencido de que el paso de la leche embotellada y repartida a la puerta de las casas a la leche comprada en el supermercado, en recipientes de cartón con un a modo de tejano puntiagudo, fue un cambio significativo para la gente aproximadamente de mi edad —si hubiese sido más joven me habría aliado por completo con la novedad ya desde el punto de partida, y no habría sentido ninguna sensación de pérdida 13; caso de haber sido más viejo, ya habría agotado mi capacidad de lamentarme en previos cambios de menor cuantía, y me encogería de hombros ante tal evento. Sin embargo, a causa de que estaba yo creciendo mientras la tradición aún se mantenía, sostengo una cierta reserva ante los cartones de leche, responsables de haber llevado la leche a los supermercados, donde estaba todo el resto de productos alimenticios, en recipientes de cartón tratado a la cera en los que ponía «envasado al vacío», bonitas palabras de laboratorio. La primera vez que vi el nuevo invento fue en la nevera de casa de mi mejor amigo, Fred (no recuerdo mi edad exacta, 13 Por ejemplo, no me produce sensación de pérdida el que los médicos ya no hagan visitas a domicilio; sólo una vez vino a verme el médico, cuando tuve el sarampión, después de haber sido presa de una larga racha de alucinaciones en las que la llama inmóvil de la vela que había encima de la mesita de noche se inclinaba hacia mí y me fluía a lo largo del paladar cual pócima hirviente, y era yo tan pequeño cuando me sucedió (tres años, creo) que el maletín negro con sus dos curiosas bisagritas circulares se me aparece hoy como un objeto casi mitológico. A decir verdad, no lo echo de menos. Para mí, el verdadero punto de partida de la medicina se encuentra en la consulta del doctor, esperando a que me pusieran una inyección. Del mismo modo, no me apenan los grandes cambios que han tenido lugar en los procedimientos de préstamo bibliotecario a lo largo de los sesenta; en vez de la fecha límite impresa en una tarjeta que contenía otras fechas límite anteriores (con lo cual era posible conocer la frecuencia con que se había prestado un libro determinado), el ayudante del bibliotecario disponía de (1) la ficha con el título del libro, (2) la propia tarjeta de biblioteca de cada uno, y (3) una tarjeta perforada de ordenador, que llevaba una fecha límite ya grabada, las tres cosas juntas dentro de un gran cajón gris que las fotografiaba al apretar el ayudante un botón desgastado; para mí, la historia de las bibliotecas comienza con los flashes que liberaba el obturador de aquella caja gris. (Al no haber visto una durante mucho tiempo, puede que esté asignándole algunos detalles correspondientes al lector de microfilms, también de color gris.)

probablemente cinco o seis años): la brillante idea según la cual uno cortaba una de las pestañas triangulares del cartón, empujaba hacia atrás sus solapitas como alas, utilizaba la dureza de su propia costura engomada contra sí misma, para forzar así el sello de dentro afuera, sin tener ni siquiera que tocarlo, hasta convertirlo en una abertura con forma de diamante que era el dispensador ideal, mejor incluso que la abertura circular de una botella o la boca de un cántaro, porque se conseguía un finísimo chorro de leche del modo más simple, dejándolo deslizar sobre aquella esquina de ataque, era algo que sin duda yo apreciaba al ir perfeccionando mi capacidad para servirme mi propio vaso de leche o prepararme un tazón de cereales —brillante idea que me llenaba de envidia y de satisfacción a un tiempo. Conservo un único recuerdo de un método «rival», también en cartón, que consistía en la presentación de un canalito de papel, que iba en una de las esquinas de un recipiente con su parte superior plana; sin embargo, la superioridad triunfante del «techo puntiagudo», que con tanta gracia utiliza los medios de cierre como medios de distribución también (al contrario que, por ejemplo, los pequeños dispensadores que llevan en el lateral los paquetes de azúcar Domino o los frascos de detergente para lavavajillas Cascade, los cuales, aunque resulten interesantes intrínsecamente, no guardan en absoluto relación con las solapas de cartón engomadas que hay en sus partes superior e inferior), barrió cualquier otra alternativa. Sin embargo, mantenía también una fascinación de signo opuesto por el sistema de reparto a domicilio, que se las arregló para sobrevivir durante años en plena era ya del envase de cartón. Fue mi primera visión fugaz del contrato social. Un hombre abría la puerta de nuestra casa y depositaba las botellas de leche en el vestíbulo, a cuenta, para llevarse después las botellas vacías que hubiésemos dejado allí —¡eso sí que es confianza mutua!—. Durante el segundo curso nos llevaran en autobús a una central lechera, y vimos botellas de tres cuartos que salían en fila, después de ser lavadas, de unas grandes cubetas de vapor humeante, una máquina similar a una turbina de las que llevan los barcos espectáculo. A pesar de mi intensa- admiración por los cartones, me sentía superior a aquellos que se acercaban al expositor de lácteos en el supermercado y tomaban productos envasados al vacío no sin reconocer ante el mundo entero que no disfrutaban de las ventajas del reparto a domicilio, y que por consiguiente no eran miembros de la sociedad en sentido estricto, sino seres vagabundos y solitarios. Sin embargo, pronto comencé a percibir que no todo iba bien en el reino del reparto a domicilio. Al principio contábamos con la lechería Onondaga, con sus botellas de tres cuartos con tapón de papel fruncido contra el cristal en plieguecitos, y una marca comercial cuyo emblema era un pequeño indio que llevaba un penacho de plumas tipo película del Oeste, aunque dudo yo que alguien, entre todas las tribus del interior de Nueva York, haya llevado alguna vez un tocado semejante. Y entonces comenzaron las fusiones de las lecherías. La leche seguía sirviéndose sin interrupción, pero el letrero del lateral de la camioneta, y la camioneta misma, cambiaban una y otra vez. Los repartos pasaron de ser tres a dos veces por semana. Y lo que es más extraño, las botellas extranjeras de litro y medio — Lechería Keen Way es la única que recuerdo— empezaron a despuntar: una lechería utilizaba las botellas compradas a otras lecherías difuntas, lo que quería decir que el nombre grabado en el cristal ya no coincidía con el nombre impreso en la tapa, una turbadora discordancia. Después se abandonó totalmente el cristal, reemplazado primero por recipientes de plástico blanco con asas rojas, y posteriormente por los mismísimos cartones de envase al vacío que ya se compraban en el supermercado. Bien lejos de la moda, o por reverencia a la tradición, nosotros continuamos recibiéndola a domicilio, incluso aunque la leche de reparto a menudo se agriaba más deprisa, a veces tras un solo día en el vestíbulo, sin refrigeración, mientras mis padres trabajaban y mi hermana y yo asistíamos a la escuela. Y aunque al principio resistí, mi madre acabó comprando algún cartón suplementario en A & P, o me mandaba a mí a comprarlos a la tienda de ultramarinos; mas para mantener a flote (pensábamos) las lecherías de reparto a domicilio en aquellos tiempos de decadencia, respondimos a los tristes panfletos

promocionales que dejaban entre los cartones, diversificándose hacia el jugo de naranja, el batido de cacao, el requesón y la mantequilla. En esta época, la camioneta de reparto ya no tenía nombre alguno pintado en el lateral; éramos la única casa de la calle y quizá la única de toda la vecindad que todavía recibía leche a domicilio, sin duda más bien una molestia que una ventaja: el repartidor, un hombre diferente cada semana, aceleraba bruscamente tan pronto se había colocado de nuevo en su asiento y engranado la primera marcha —tenía que cubrir toda una ciudad llena de sentimentales—. Finalmente, la última lechería absorbida nos dejó una hojita en la que informaba que se abandonaba el servicio a domicilio, y así se completó la transición. Yo diría que fue en el año 1971. ¿Llegué a lamentarlo? Cualquier tristeza que sintiese la sobrepasaba mi vergüenza porque nos habíamos asociado con los perdedores, con servicios que podían ir incluidos en el mismo grupo que los hielos traídos a caballo, los camiones de gasógeno, los limpiadores callejeros de Fuller, y las llamadas telefónicas a través de operadora, en plena era de Brasilia, de Water Piks, de brazos articulados con ruedas que surgían acomodando sus curvos finales de vinilo contra las remachadas puertas de los aviones de pasajeros en descarga, y de las escaleras mecánicas. Pero a causa de que estos cambios graduales se completaron en su totalidad antes de que alcanzase la edad adulta, siempre que pienso en ellos me siento persuadido de abandonar la historia objetiva en favor de todo tipo de equívocos detalles sentimentales. Le llevó a mi madre unos cuantos años el dejar de intentar, con la mente en otra parte, abrir los cartones envasados al vacío por el lado contrario, a pesar de las instrucciones que le impartía yo sobre el hecho de que uno de los picos estaba mucho más engomado que el otro, y su diferencia venía indicada por las palabras «abrir aquí» impresas sobre la silueta de una flecha —hacer caso omiso de esto equivalía a ser incapaz de tomarse el invento en serio. Mi padre solía preparar café con hielo después de pasarse la mañana cortando el césped o trasplantando esquejes, y a menudo se dejaba el cartón encima de la barra de la cocina, ¡con el pico abierto! Y aquí me siento inclinado, a estas alturas ya por voluntad propia, a dedicar algunas consideraciones al grandioso café con hielo que preparaba mi padre: varias cucharadas de café instantáneo y azúcar que, mezcladas con apenas un dedo de agua (hirviendo, para evitar cualquier tipo de granulación), daban por resultado un viscoso sirope semilíquido, y a continuación cuatro o incluso cinco cubitos de hielo, agua hasta la mitad del vaso, y leche hasta arriba: tantos cubitos eran que hasta que se fundían un poco, siseando y crujiendo, mientras la leche giraba en torbellinos difusos a su alrededor, no podía casi meter la cuchara hasta el fondo del vaso para revolverlo14. Su plan era embotellar para su comercialización una 14 La cubitera merece un apunte histórico. Al principio eran bandejas de aluminio con forma de gabarra que contenían una rejilla con compartimentos unida a un asa con forma de freno de mano —una mala solución, pues había que dejar que corriera agua caliente sobre la rejilla durante cierto tiempo antes de que el hielo y el metal se separasen. Recuerdo haber visto cómo las usaban, pero nunca llegué a utilizar yo una. Y de repente, pasaron a ser bandejas de plástico o de goma, en realidad meros moldes de diversos diseños —unos producían cubitos diminutos; otros, grandes bloques polares, o bien cubitos con forma de bañera. Existían sutilezas que uno llegaba a entender con el tiempo: por ejemplo, las pequeñas muescas diseñadas para las paredes interiores, que separaban cada compartimento del resto, permitían que el agua se nivelara por sí sola. Esto quería decir que se podía llenar la cubitera pasando todos los compartimentos rápidamente bajo el grifo sintiéndose uno como si estuviese tocando la armónica, o se podía, por el contrario, abrir el grifo sólo un poco, para obtener así un fino hilo de agua que caía silencioso en ángulo recto y, al inclinar la cubierta, el agua se introducía en un único compartimento, y de ahí pasaba a los adyacentes, uno por uno, colmándose gradualmente todo el recipiente. Las muescas intracompartimentales también cumplían una función cuando la cubitera estaba helada: una vez que se la había arqueado para liberar los cubitos, se podía extraer uno solo en cada ocasión, selectivamente, si se introducía una uña bajo la protuberancia de hielo que se había formado sobre la muesca. Cuando quiera que no se podía alcanzar el borde de esta prominencia porque no se hubiese llenado el compartimento por encima del nivel de la muesca, había entonces que cubrir con la mano todos los cubitos menos uno y darle la vuelta a la cubitera, para que saltase el único cubito que se necesitaba. O, sino, se podían despegar todos los cubitos, y entonces, como si la cubitera fuese una sartén donde estuviésemos dando vueltas a un panqueque, lanzarlos al

versión «moka» de esta bebida, llamada Café Olé, de la cual tuvimos un modelo sobre la chimenea incluso algún tiempo después de que el plan hubiera sido ya olvidado, con una etiqueta cruzada por un dramático logotipo con la figura de El Zorro. Debo incluir también las botellitas subvencionadas de un" cuarto de litro que comprábamos en la escuela a cuatro centavos, corriendo unos tras otros mientras bebíamos del envase en una continuada inhalación que helaba el cráneo —estos cuatro centavos místicos podrían estar unidos tanto a la fotografía de aquel gran vaso de leche que hay en el póster sobre los cuatro grupos de alimentos como a la regla de que hay que beber cuatro vasos de leche al día, una regla que yo seguía a pie juntillas, me bebía los cuatro de golpe justo antes de irme a la cama, si era necesario. Todos estos recuerdos, producto de la nostalgia, emergen de aquel cartón envasado al vacío, desviándome de mi intención, distorsionando lo que yo quiero que sea una simple demostración de gratitud para con un gran diseño de empaquetado que dio la casualidad de que se popularizó siendo yo niño. Deseo fervientemente que llegue el día en que haya pensado ya suficiente sobre la leche y sus derivados como adulto para que no se me mezcle en el tema esta corrupción sentimental no pasteurizable, pero hasta ahora, dejando aparte la reciente creación del queso fresco con aceitunas en rebanadas, se me ha ocurrido tan sólo un único pensamiento lácteo adicional: últimamente estoy en contra de la leche como bebida. En mi primer año de facultad se extendió ampliamente la creencia de que «la leche produce más moco» y de que, por consiguiente, debía evitarse su ingestión cuando se tenía catarro —ahí comenzó mi desencanto—. Poco tiempo después empecé a notar cómo parecía ensuciarse la lengua y darme mal aliento, algo que yo, como ya he dicho, estaba más que ansioso por evitar, y posteriormente, años más tarde, resultó que L. era alérgica a la leche: le producía diarreas moteadas de sangre, y la visión de alguien bebiéndose un gran vaso de leche fría por la televisión le hacía quejarse con verdadero disgusto. Antes de que se diese plena cuenta de que era alérgica físicamente, ella adscribía su aversión a influjos paternos: él, me contaba ella, asociaba los productos lácteos con una especie de brutalidad feliz —operísticos consejeros rubios de acampada con sombreros de cuernos al uso wagneriano, sentados entre las lobas y bebiendo un tazón tras otro, con las rodillas y los pómulos desarrollándose a ojos vista. Recordaba ella cuando su padre citaba oscuramente «Germania», de Tácito, algo acerca de «bárbaros que se aplicaban mantequilla en el cabello» (¿O no era Tácito, sino Amiano Marcelino?) Y yo, influido por su aversión, comenzaba a sentirme incómodo cuando veía la capa semi- traslúcida que se asentaba en los laterales de un vaso de leche medio lleno, estrechándose hacia donde los labios de alguien habían babeado el borde; y mi pena por todos aquellos ataques de diarrea que tuvo que sufrir antes de darse cuenta de su alegría, y también mi profundo deseo de no ser considerado un estusiasta de los mantequilleros del cabello. Cuando tenía ella que usar leche en una receta de cocina, solía inhalar en el cartón abierto con aire de sospecha, insegura sobre su grado de frescura, pero insegura también respecto a si su inseguridad no sería en realidad una aversión a su olor natural; y finalmente decía: «¿Te parece a ti que estará buena esta leche?», alcanzándome el cartón con aquella expresión ceñuda, pragmática, de labios fruncidos, que a mí me gustaba tanto —una expresión como si preguntase: «¿Podría usted tener la amabilidad de corroborar este mal olor?»—; escudriñaba en mi rostro cuidadosamente mientras yo aproximaba la nariz al cartón. Y aquí se mostraba otra grandeza añadida de los cartones de leche: el pequeño pico con forma de diamante ajusta perfectamente a la nariz, concentrando cualquier olor de acidez; ningún borde circular, amplio, de botella de leche, podría ni siquiera haberse aproximado a la utilidad de aquél para aire. Los cubitos salían todos a una por encima de sus habitáculos individuales más o menos un dedo, y la mayoría volvían a su sitio; pero algunos, los más sueltos, volaban más alto, y con frecuencia aterrizaban irregularmente, dejando un borde asible que sobresalía; estos eran los que se usaban para la bebida.

el diagnóstico. Tengo, pues, sólo un pensamiento adulto sobre la leche para contrastar con docenas de pensamientos infantiles. Y esto es cierto de muchos, quizá la mayoría, de los temas que para mí tienen verdadera importancia. ¿Llegará alguna vez el momento en el que no dependa tan completamente de los pensamientos que tuve por vez primera durante la infancia para colmar el archivo de mis comparaciones y analogías y el sentido de los ritmos paralelos de la microhistoria? ¿Alcanzaré un punto donde haya una buena oportunidad, quiero decir una oportunidad a más del cincuenta por ciento, de que cualquier idea que se me introduzca en la conciencia al azar sea una idea que primeramente hubiese venido a mí siendo ya adulto, más bien que cualquier otra que ya tuviera repetidamente cuando era niño? ¿Acaso llegará alguna vez en que el universo de todas las cosas que soy susceptible de recordar o pensar termine de veras por ser un universo mayormente de adulto? Eso espero —de hecho, si pudiese emplazar el momento preciso de mi pasado en el que me convertí en adulto, unos cuantos cálculos me permitirían determinar cuántos años pasarán antes de que alcance este nuevo estado en la vida: el final del reino de la nostalgia, el comienzo de mi verdadera Mayoría de Edad. Y, afortunadamente, sí que recuerdo el mismísimo día en que se inició mi vida de adulto.

Capítulo siete

Sucedió cuando tenía veintitrés años, llevaba cuatro meses en mi trabajo de la entreplanta, en una época en la que solamente disponía de cinco camisas. Todas ellas me las podía poner a lo sumo tres veces, con la salvedad de la azul, que seguía pareciendo recién planchada la cuarta vez que me la ponía, siempre y cuando, eso sí, no me la hubiese puesto antes un día particularmente caluroso. En la tintorería no aceptaban menos de tres camisas cada vez, y además les costaba cuatro días tenérmelas listas, de manera que muy a menudo quedaba una sola camisa colgada en mi enorme, resonante armario, cuando llegaba a casa después del trabajo. Aquella mañana de mi edad ya madura tenía sobre el escritorio un paquete de papel de estraza sin abrir, el cual contenía tres camisas limpias. Quité el cordel desplazándolo hasta la esquina (ya que nunca daba resultado intentar romperlo a esas horas tan tempranas, ni tampoco servía de nada ponerse a enredar con el rápido aunque excelente nudo del tintorero) y dejé caer a mis pies el cordel y el papel de estraza. A veces, mi madre traía de la tienda unos paquetes de papel que contenían jamón de Westfalia cortado en lonchas muy finas, y me dejaba abrirlos, de forma que aquel instante en que abrí las camisas tuvo algo del desvelar aquellos paquetes de jamón de Westfalia, aunque me resultó más placentero si cabe, ya que en este caso redescubría yo a mis queridas compañeras, mis prendas de vestir que tantas veces había llevado con anterioridad, de pronto tan nuevas que a poco más resultaban irreconocibles, ajenas a las arrugas en la zona interior del codo o en torno a la cintura, dobleces producidos por el hecho de haberme metido una y otra vez los faldones por dentro del pantalón, y marcados por unas arrugas hechas de forma poco menos que intencional, precisas como cortes a cuchillo, perpendiculares, que únicamente resaltaban más aún la impresión del planchado, habiéndose producido bien a resultas de la fuerza ocasionalmente indiscriminada de las máquinas de planchar y almidonar (por ejemplo, las patas de gallo que aparecían en la manga y cerca de los puños), o bien a resultas del cuidadoso proceso de doblado final. Y las camisas no estaban meramente dobladas: unas bandas de papel azul claro las separaban de una en una, bien prietas y devueltas a su estado de almacenamiento, los brazos cruzados de forma punto menos que imposible, a la espalda, como si cada cual escondiese un regalo. Las miré las tres —dos blancas más la azul, la más duradera— y decidí que iba a ponerme la que era ligeramente más antigua (tan sólo cuatro meses) de las blancas. ¡Llevaba cuatro meses ya de hombre de negocios! Al mirarlas con detenimiento, estuve seguro de poder detectar un ligero envejecimiento del algodón; parecía empapado de almidón de forma más completa que la nueva camisa blanca. Arranqué la franja de papel azul; quité luego el

cartón duro de la camisa15 y lo deposité sobre la pila de cartones que tenía guardados 16. Sostuve en vilo la camisa que había escogido, suspendida por el cuello del meñique, y le di una sacudida. Hizo el ruido de una bandera izada en el consulado de un país pequeño y rico. Bien, ¿estaba, pues, listo para ponérmela? La camiseta, por descontado, ya me la había metido por dentro de los calzoncillos; a las pocas semanas de entrar en el trabajo ya había descubierto que este minúsculo acto de prevención aumentaba considerablemente la comodidad durante todo el resto del día. Tenía ya el pantalón puesto, pero sin terminar de abrochar; estaba, pues, listo. La camisa siempre resultaba más fría de lo que pudiera esperarse. Empecé a abotonármela por el segundo botón contando desde el cuello, aguantando el dolorcillo que notaba en la yema del pulgar mientras pasaba el botón por el ojal y oía el minúsculo crujir o rechinar que emitía el borde al rozar el perímetro densamente recosido. A partir de ahí fui avanzando por la hilera central de botones, me abroché los pantalones y pasé a los puños. Los dos botones de los puños eran, con diferencia, los más difíciles, dado que para abrocharlos solamente se puede hacer uso de una mano, aparte de que el almidón era más espeso ahí que en cualquier otro punto de la camisa; sin embargo, había conseguido apañármelas para abrocharme los botones sin pararme a pensar en la operación: se pone en posición vertical el botón del puño derecho con la uña del pulgar y se hace pasar el ojal almidonado sobre el botón, cerrando los dedos hipodérmicamente, para propulsar el ojal a su sitio, y acto seguido se repite el procedimiento con el otro puño. Aceleradas, las dos secuencias simétricas de que constaba el abrochado de los puños de la camisa, habrían semejado una de esas rapidísimas danzas típicas de Escocia. El botón superior tenía que abrochármelo delante del espejo, donde adoptaba una expresión de bulldog al adelantar el mentón, de manera que me quedase sitio para acercar las manos al cuello. Luego, la corbata, el cinturón, los zapatos, todo ello subrutinas automáticas. Tenía ya la chaqueta puesta cuando recordé haber olvidado echarme desodorante. Vaya contratiempo. Sopesé la posibilidad de desatarme el cinturón, sacarme los faldones de la camisa, separar la camiseta de los calzoncillos: ¿hubiese valido la pena? Empezaba a hacérseme tarde. Ahí hice un descubrimiento de verdadero peso. Me vino a las mientes una imagen... el retrato de Napoleón que pintó Ingres. Desplacé hacia un lado la corbata, me desaté un botón del centro. Sí, era posible alcanzar la axila introduciendo la mano y la barra de desodorante por el hueco dejado por uno de los botones y llevar la barra después hacia la cavidad pleural, por entre la camiseta y la camisa, hasta estar en condiciones de sostener con un dedo la manga de la camiseta y pasar el desodorante. Me sentí como Núñez de Balboa o como 15 Lo hice mediante ese movimiento de retracción, como el desenvainar de una espada, que había

admirado años atrás en los avezados propietarios de Polaroids: con una facilidad rayana en la negligencia extraían la gruesa placa de película, anterior a la SX-70, por entre los rodillos que infundían la gelatina adecuada para que se fijase la foto; luego echaban a caminar dando vueltas y mirando al cielo, como si estuviesen contando musarañas, para inclinarse por fin sobre la placa y pelar una esquina y, ya con más confianza, el resto de la película protectora, revelando de ese modo la húmeda y resbaladiza fotografía en blanco y negro, y descartando acto seguido la basura estratiforme, compuesta por un negativo encastrado en un molde barroco de múltiples capas de papel, al dorso del cual a menudo se veían interesantes paisajes formados como por líquenes verdosos y azulados por entre los cuales se adivinaba el cartoncillo ocre.

16 Por entonces, ya era un buen montón. Los guardaba porque siempre me había encantado dibujar en los cartones de las camisas de mi padre, aunque aquéllos eran blancos y relucientes por un lado, aparte de tener un tamaño razonable, mientras los míos eran grisáceos y de dimensiones más reducidas; asimismo había descubierto que un cartón de los que vienen en las camisas valía estupendamente para hacer un cucurucho que a su vez haría las veces de receptáculo que me colocaba bajo el mentón cuando me recortaba la barba, práctica a la que me dedicaba con más asiduidad desde que empecé a trabajar. (Y es que, por entonces, aún no había redescubierto su gran utilidad en calidad de recogedor del polvo.)

Copérnico. Cuando estaba en la universidad, me había dejado boquiabierto ver cómo eran capaces las mujeres de quitarse el sujetador sin despojarse de la camiseta que llevaran puesta, mediante el sencillo sistema de desabrochar el cierre posterior apretándolo por encima de la tela, subiéndose luego una manga lo necesario para agarrarse uno de los tirantes y, tras unos breves movimientos de la cintura escapular, sacarse la resbaladiza y retorcida prenda entera, sin inmutarse, por la manga contraria. Mi propio descubrimiento del desodorante conservaba en parte el mismo saborcillo, tan revelador desde el punto de vista topológico, que tenía aquella manera de quitarse el sujetador17. Eché a caminar hacia el metro muy contento conmigo mismo. Los zapatos (por entonces muy nuevos: los cordones sólo habían soportado unos meses de desgaste) hacían un grato ruido granular sobre las aceras. El metro no estaba atestado de gente, así que me situé de pie en uno de los lugares que más me gustaban, con sitio de sobra para poner el maletín entre las piernas. Resultó uno de esos trayectos gratificantes, en los que el bamboleo del tren resulta de lo más apaciguante y la temperatura interior del vagón es agradable y cálida, que no calurosa. Imaginé el vagón del metro como si fuese una barra de pan que se desplazara rápidamente. Se me ocurrió el lema: «Pruébelo con los ojos». Una auténtica pena, pensé, que el pan blanco hubiese caído en desgracia, dado que solamente con pan blanco se pueden hacer estupendas tostadas, y solamente el pan blanco tiene buen aspecto al cortarlo en diagonal. Recordé la extraña y vaporosa sensación de una tostada de pan blanco en el momento de retirarla del tostador —por desvencijado o poco recomendable que fuese el tostador, la tostada siempre salía limpiamente, con suavidad— y los diversos estilos con que puede untarse la mantequilla 17 El punto más antiguo de esta línea temporal y topológica, sin embargo, tuvo lugar cuando tenía yo entre tres y cinco años de edad. Vi cómo mi madre seleccionaba una camiseta para mi hermana sacándola de una estructura de madera, plegable, hecha de pequeñas clavijas sobre las cuales se tendía la ropa a secar. A lo que se ve, la camiseta se había lavado estando del revés; mi madre le dio la vuelta e introdujo una mano por el dorso, como si estuviese pescando algo en el interior de una bolsa harto profunda, y agarró una de las mangas. Luego hizo lo propio con la otra mano y agarró la otra manga. Elevó los codos y la camiseta empezó a caer en torno a las dos mangas, fijas como estaban por sus manos; con una última sacudida resultó estar no ya boca abajo ni del revés, sino de pie y del derecho. Noté que mi cerebro ejercía una inversión análoga, tratando de comprender la aparente imposibilidad y la maravillosa inteligencia de lo que ella acababa de hacer. Sentí un tirón como el que se siente al haber perdido una oportunidad por no haber intentado yo ese truco —y es que hasta entonces, yo me había empeñado en hacer la misma operación con mis camisetas mediante el sistema de probar y de equivocarme de continuo: pasaba una manga por su agujero correspondiente y descubría que así no iba a ninguna parte; probaba a enrollar la parte de abajo sobre la espalda, abría un poco más el cuello y esperaba a que ocurriese el milagro, de modo que solamente cuando pasaban unos cuantos minutos conseguía darle la vuelta a la camiseta, sin que jamás lograra hacerlo de una manera que pudiese recordar a posteriori. Después de observar a mi madre, ensayé sus movimientos hasta entender cómo funcionaba la operación, repitiéndome «dentro..., fuera..., dentro..., fuera...», como si ésa fuera la regla mnemotécnica. Observando a una de las chicas que venían a veces a cuidar de nosotros, descubrí que ese mismo truco se lo sabían también otras muchas personas; de acuerdo con aquella chica, mi madre no se lo había enseñado; lo sabía lisa y llanamente porque de esa manera le daban la vuelta a las prendas de vestir todos los habitantes de la ciudad de Rochester. No tardé en crear un orden dentro de la taxonomía de la destreza humana para englobar esa clase de trucos: era mejor que saber silbar, que hacer chasquear los dedos, que hacer el pino, que abrir y cerrar la cremallera de los pantalones sin pillarse la cola en miniatura que tenía entonces, era mejor que saber partir un huevo con una sola mano o que tocar la canción de Batman en el piano, pues tal destreza se basaba en el salto mental imprescindible para comprender la necesidad de conjunto de preparaciones en apariencia incomprensibles de cara a un único movimiento de transformación que, como la fioritura final del papagayo de la NBC, terminaba por revelar cuál era el propósito final de la maniobra. Retroactivamente ascendí la destreza necesaria para atarse el calzado a esta misma categoría, en la que más tarde incluí (1) sujetar la almohada entre la barbilla y el pecho, encima de la funda limpia de la almohada, en vez de intentar empujar una esquina de la almohada por entre los pliegues cada vez más arrugados de la funda; (2) colocar el abrigo en el suelo, insertar ambos brazos por los agujeros de las respectivas mangas y echarse el abrigo por encima de la cabeza; (3) hacer un nudo sencillo (el nudo básico en el lazo de los cordones de los zapatos) en un cordel mediante el sencillo sistema de cruzar los brazos al igual que Mr. Proper, agarrando ambos extremos del cordel y descruzando los brazos; (4) recoger los pliegues del calcetín antes de ponérmelo, aunque, como ya he dicho, a la larga terminara por prescindir de esa práctica.

sobre la tostada. Se puede untar mediante un movimiento como el de un raspado, liviano, ceñido a la superficie del pan; caso de estar la mantequilla más fría, uno puede verse obligado a incrustarla en la capa inferior a la capa tostada, una capa por cierto más blanda y absorbente; si no, pueden esparcirse unas cuantas astillas de mantequilla sobre la tostada, sin extenderlas, colocar después cara a cara las dos tostadas y cortarlas en diagonal, de manera que la presión del cuchillo contribuyese al fundido de la mantequilla, aparte de partir el pan en dos. Y me digo yo: ¿por qué sería preferible el corte en diagonal que el corte en dos mitades rectangulares? Sencillamente, porque la esquina de un corte triangular proporciona un primer bocado punto menos que ideal. En el supuesto de una tostada rectangular, hay que introducirla esquinada en la boca, tal como se esquina, por ejemplo, un mueble para hacerlo pasar por una puerta estrecha: había que introducir una esquina de la tostada por la comisura de la boca y luego girar con sumo cuidado la tostada, abriendo bien la boca para abarcar toda la tostada, y en ese momento proceder a dar un mordisco. Además, con un corte en diagonal es viable introducir el bocado que se desea por el centro de la boca, exactamente donde se desea al empezar a masticar; con el corte rectangular, en cambio, una fracción del bocado permanece por unos instantes fuera de control, en la parte posterior de la lengua. Una parada de metro antes de llegar a la mía llegué a la conclusión de que existía una clara lógica tras el paso que va del corte rectangular y paralelo al corte en diagonal, y que la convención, al contrario de lo que pudiera parecer, no se debía meramente a una afectación de los cocineros. Entonces empecé a preguntarme qué retraso iba a llevar cuando llegase al trabajo. Una semana antes me habían robado el reloj a punta de navaja, pero conseguí mirar de reojo las manos de los demás pasajeros, agarradas a las arandelas de metal que colgaban del techo. Descubrí muchos relojes, relojes de hombre y relojes de mujer, pero esa mañana en concreto todos me resultaron ilegibles. Uno me lo encontré, por ejemplo, dándome la hebilla, y no la esfera; otros estaban demasiado alejados; los de las mujeres eran reducidos en exceso; otros más carecían de un punto de referencia dentro de la circunferencia, con lo cual eran como galletas Neceo para todo aquel que no fuese su propietario; varios, a su vez, estaban orientados de manera que los reflejos del cristal impedían ver las manecillas o los dígitos. A unos treinta o cuarenta centímetros de mi cabeza vi un reloj de pulsera, perteneciente a un hombre atildadamente afeitado que leía un periódico plegado en pequeñas secciones, pero sólo pude ver exactamente la mitad, y la mitad que me hubiese hecho falta era la que ocultaba el puño de la camisa, de modo que así como sí que pude leer sin ninguna cortapisa la última sílaba de la marca, «get», con una caligrafía alta y esmerada, lo único que pude saber de la hora fue que aún no pasaban de las nueve en punto. Probablemente, el puño de aquella camisa estaba mejor almidonado que los míos. Y en ese preciso instante caí bruscamente en la cuenta de que en ese minuto (imposible, no obstante, decir con exactitud qué minuto) había concluido el crecimiento a gran escala, fuera cual fuese, que iba a cubrir como ser humano, y que me había quedado perpetuamente detenido en una etapa intermedia del desarrollo personal. No me moví, no parpadeé, no emití ninguna señal externa. De hecho, una vez superado el primer estremecimiento que me supuso la sorpresa en crudo, la sensación que me embargó no fue ni mucho menos desagradable. Estaba hecho: era de esas personas que dicen «en realidad» con excesiva frecuencia. Era de esas personas capaces de ir de pie en un vagón de metro y pensar acerca del procedimiento de untar la mantequilla en una tostada —incluso en una tostada de pan con pasas: cuando el paso del cuchillo lo amortiguan de cuando en cuando las suaves ampollas que forman las pasas, e incluso si resulta que se corta transversalmente una pasa, a veces se desprende directamente del pan, intacta y dentada—. Era, pues, una de esas personas cuyos más grandes descubrimientos eran con toda probabilidad pequeños trucos, como el de aplicarme el desodorante estando ya vestido. Era un hombre, pero ni con mucho había alcanzado, ni alcanzaría ya jamás, la magnitud del hombre que había confiado en llegar a ser.

Al subir en las escaleras mecánicas hacia el nivel de la calle, procuré revivir el dolor inicial que supuso el descubrimiento: había oído que muchísimas personas experimentan episodios de súbita percepción, como ése, y yo no había experimentado ninguno aún. Cuando salí a la calle había decidido que acababa de atravesar por algo suficientemente serio y que por tanto justificaba que me concediese algún tiempo, tanto si iba a llegar tarde como si no, para tomarme un café con un donut en la mejor cafetería de la zona. Una vez allí, en cambio, al mirar cómo abría la camarera con gesto experto una bolsita de la cual iba a salir mi taza de styrofoam y el donut envuelto en plástico transparente, con los mismos movimientos sueltos de muñeca que hacía mi madre al sacudir el termómetro (y ése es, por cierto, el sistema más rápido para abrir una bolsa), y al verla acompañar mi consumición con la bolsita de azúcar, el palo de plástico que haría las veces de cucharilla, la servilleta, etc., me entró una repentina impaciencia por llegar cuanto antes al despacho: me entraron unas ganas locas de llegar a tiempo a la ceremonia matinal que celebrarían Dave, Sue, Tina, Abe, Steve y todos los demás, contándose lo que habían hecho la tarde anterior, apoyados unos y otros en los quicios de las puertas o en los tabiques modulares, momento en el cual describía yo la súbita detención que había experimentado el desarrollo de mi personalidad, en el metro, quedándome hecho una persona adulta de pies a cabeza. Me estiré los puños de la camisa y atravesé las puertas giratorias de la entrada.

Capítulo ocho

Me alivió y me disgustó al mismo tiempo comprobar más tarde que no era yo un sujeto tan acabado desde el punto de vista del desarrollo de la persona como me había parecido aquella mañana; aun así, continué convencido de que aquella mañana había sido hito de un cambio notorio, un cambio de los que solamente acontecen una vez en la vida, un cambio de estatus personal. Bien; ahora, con aquellos veintitrés años que tenía entonces fijos en la mente como término definitivo de mi infancia, hemos de asumir que todos y cada uno de los días de mi vida me han pasado por la cabeza un número constante de pensamientos nuevos. (Dichos pensamientos tenían que ser nuevos solamente para mí, es decir, tenía que tratarse de pensamientos que no se me hubiesen ocurrido previamente, al margen de que fuesen o no pensamientos que cualquier otra persona considerase ya trillados o incluso tópicos; el número en que se dieran carece en realidad de importancia —uno, tres, treinta y cinco o trescientos al día, qué más da; dependían de la finura del filtro utilizado para diferenciar las repeticiones de las estrictas novedades, así como para precisar mi propia tasa de nuevos pensamientos—en tanto en cuanto se produjeran de manera constante.) Hemos de asumir que todos estos nuevos pensamientos, una vez se me pasaban por la cabeza, no se descomponían en cuanto hubiesen rebasado un cierto punto, sino que permanecían intactos hasta el extremo de ser susceptibles de una reinserción ulterior en la memoria viva, en cualquier otro momento —por más que pudiera presentarse con posterioridad un acontecimiento concreto o un nuevo pensamiento que me recordasen a un pensamiento dado anteriormente. Y digamos también que mi memoria empezó de repente a funcionar con verdadera consistencia a los seis años de edad. Sobre la base de estas tres sencillas presuposiciones habría almacenado todo lo que hubiese valido la pena a lo largo de diecisiete años (dado que veintitrés menos seis son diecisiete), en su mayoría ideas infantiles hasta el momento en que empecé a ser adulto, en aquel viaje en metro, cuando iba a trabajar. Por lo tanto, según he concluido recientemente 18, necesitaba lisa 18 Llegué a esa conclusión un día en que volvía a casa conduciendo a bastante velocidad, de noche, por la autopista por la que pocos días antes había visto el camión de la basura que me había recordado el truco de la línea discontinua. Había estado pensando que solamente después de irme a vivir a la periferia y de tener que desplazarme, por tanto, a diario para llegar a mi puesto de trabajo me había percatado de la existencia de las colillas de cigarrillo que salían volando de las ventanillas de los otros automóviles, propulsadas por las manos invisibles de otros habitantes de la periferia que habían pasado antes que yo, tal como aterrizaban sobre el frío asfalto de la carretera y proyectaban un brevísimo fuego de artificio, un chispazo de la brasa; había estado pensando en cómo esa visión había tenido sobre mí idéntico efecto que la última toma de una escena de Risky Business: un convoy del metro de Chicago, a altas horas de la noche, despide una llamarada de chispas en la oscuridad, momento en el cual el ruido electrónico, rítmico y apagado, que hacen las ruedas sobre los rieles, se asemeja muchísimo al de un cháston agudo..., con la salvedad de que las chispas de los cigarrillos eran estadillos de despedida por su naturaleza íntima, cálidos aún por el contacto con los labios y los pulmones del fumador en cuestión, tal como aparecían al filo mismo de los faros del automóvil que yo conducía y acto seguido bañados por la luz, al pasar aquellas colillas que se quedaban dando vueltas y trompos, habida cuenta de que su velocidad se ralentizaba mientras la mía permanecía constante, a sesenta y cinco millas por hora. Esto me había recordado cómo solía yo abrir la ventana, cuando era pequeño y viajábamos en coche, para soltar la caroza de una manzana o de una pera en el aire y verla, después, encogerse en la perspectiva de la carretera, tras el coche, dando botes y rápidas volteretas, de pronto, transformada, pues ya no era algo que sostuviese yo en la mano, sino algo que no me pertenecía ya, y que iba a terminar reposando en un trozo de autopista desprovisto de rasgos particulares, un lugar a mitad de camino entre otros lugares propiamente humanos, en calidad de basura; y me preguntaba yo si los conductores que tiran sus cigarrillos en plena oscuridad lo harán sencillamente por preferir ese gesto antes que apagarlos en el cenicero de su coche, por disfrutar de la súbita racha de aire fresco que entra en el habitáculo del coche cuando se desprenden de la colilla, o bien por estar al tanto de los instantes de sublimidad que iba a

y llanamente pensar más ideas nuevas a esa misma proporción hasta que rebasara los cuarenta años (dado que veintitrés más diecisiete son cuarenta), y así, por fin, habría amasado una miscelánea más que suficiente de pensamientos nuevos y maduros para contrapesar e incluso compensar todos los pensamientos infantiles: así habría alcanzado efectivamente mi Mayoría de Edad. Ese era un momento cuya existencia no conocía yo, si bien muy pronto adquirió la estatura de una meta enorme y resplandeciente. Se trata del momento en que realmente empezaré a entender las cosas, el momento en que por fin y a conciencia conseguiré someter el pasado a usos nuevos y bien atemperados; el momento en que cualquier cuestión que someta a una detenida consideración mental contenga toda una gavilla de datos añadidos desde mis veintitantos años, desde los treinta y tantos, acallando así de una vez por todas los balbuceos de colores primarios que datan «de cuando tenía ocho años», «de cuando era pequeño» o «de cuando estaba en séptimo de EGB», balbuceos que por fuerza habían sido tan necesarios. La mediana edad. ¡La mediana edad! Al hacer una breve pausa a pocos pasos de las escaleras mecánicas, al término ya de la hora del almuerzo de aquel día en que se me rompió el cordón del zapato, con mis Meditaciones de Marco Aurelio en la edición de bolsillo de Penguin y la bolsa del CVS en la mano, ya llevaba dos años recorridos del camino que habría de llevarme a tan grandiosa meta, si bien en aquel momento es evidente que no lo había entendido con toda claridad; es decir, dos decimoséptimas partes, o más o menos un doce por ciento, de las ideas de que mi cerebro disponía por entonces eran ya ideas de adulto, mientras el resto eran ideas de la infancia y por tanto tenía que aceptarlas como tales. Resultó que no había nadie entonces en las escaleras mecánicas; no subía nadie ni bajaba nadie, aunque el final del almuerzo era una hora punta. La ausencia de transeúntes, unida al ligero latir que brotaba de las escaleras, aceleró mi apreciación de esta máquina metálica y elevadora. Las superficies marcadas por infinitas ranuras iban asomando por el suelo del vestíbulo y con una gradación de carácter punto menos que botánico iban segmentándose para formar los peldaños separados unos de otros. A medida que ascendía cada peldaño parecía individualizarse y diferenciarse plenamente de todos los demás, pero según proseguía su ascenso era difícil seguirle la pista, dado que el ojo se mueve a saltitos cuando sigue un movimiento extremadamente lento, y a veces uno de estos saltos no consigue dar con su objetivo y se queda en el peldaño anterior y bien pasa al siguiente o al anterior del que se ha escogido para fijar la mirada; uno siempre termina por retroceder al primer tramo de la escalera, ese tramo en el cual los peldaños emergen, en el cual las cosas son bastante más claras. Es muy parecido al intento de seguir una broca que gira lentamente en el taladro, o al propósito de ampliar sólo con el ojo el primer surco de un disco y seguir visualmente la espiral según va girando el disco, perdiéndose casi de inmediato en una serie de sinuosidades grisáceas. Dado que no había nadie en las escaleras mecánicas, podría haberme puesto a jugar a ese juego supersticioso al que jugaba muy a menudo cada vez que hacía uso de una escalera mecánica, cuyo objeto es llegar hasta el piso siguiente antes que ninguna otra persona monte en la escalera mecánica. Mientras mantenía de cara al exterior la debida apariencia de aburrimiento, deslizándome lentamente por la prolongada hipotenusa, por dentro experimentaba un estado de excitación punto menos que histérica, muy similar a la que se crear de cara a los no fumadores que iban tras ello, y entonces si lo hacían en efecto por nosotros. ¿Se habrían fijado en esos momentáneos fuegos de artificio que salían de pronto de los coches de otros fumadores? ¿Acaso con su sentimentalismo y autocomplacencia de adictos asociaban esa cremación a velocidad acelerada con la curva más prolongada de su propia vida... «Lanzado a la oscuridad envuelto en una llamarada de gloria», etc.? Iba rumiando estos pensamientos, algunos de los cuales eran, en efecto, nuevos, mientras otros eran repetidos, cuando me sobrevino dicha conclusión.

siente cuando nos toca el turno de ser los perseguidos en un juego de pillapilla; la premisa, en la cual creía cada vez con más firmeza a medida que se acercaba el final del paseo en las escaleras, era que si alguien subía a las escaleras sin que yo hubiese bajado, esa persona iba a cortocircuitar el fluido eléctrico con lo cual yo quedaría electrocutado. Muy a menudo perdía ese juego, pero como quiera que una vez enzarzado en él pasaba automáticamente a ser una experiencia capaz de ponerme los pelos de punta, me alivió en primera instancia ver la cabeza de un individuo llamado Bob Leary que en ese momento apareció en la parte superior de las escaleras, ya que su presencia hacía imposible al menos por el momento la práctica de dicho juego. Bob y yo nunca habíamos mantenido una de esas conversaciones cuya duración jamás excede un minuto, pero que son suficientes para definir un cierto conocimiento mutuo siempre y cuando ambos interlocutores trabajen en la misma empresa; no obstante, Bob y yo sabíamos recíprocamente bien quién era el otro por el mero hecho de haber visto ambos nombres en las listas de distribución de informes y en las respectivas puertas de ambos despachos; una sensación de inquietud, y casi de culpa, se asociaba al hecho de no haber sido jamás capaces de cumplir con el requisito social elemental de presentarnos, inquietud que evidentemente aumentaba cada vez que nos encontrábamos. En todas las oficinas hay siempre personas digamos residuales que conforman la categoría de los que aún no han sido presentados, los que aún no han mantenido la típica conversación sobre el tiempo que hace con uno o más compañeros de trabajo: ese residuo va reduciéndose poco a poco, y Bob era uno de los poquísimos que me quedaban a mí por saludar. Su rostro me era tan conocido que el hecho de no conocernos personalmente había terminado por azorarme..., y fue entonces cuando la certidumbre de que Bob y yo íbamos a vernos transportados por nuestras respectivas escaleras mecánicas hasta hallarnos cada vez más cerca, él de bajada y yo de subida, destinados a cruzarnos más o menos en el punto medio de nuestras respectivas trayectorias, a unos seis metros sobre el nivel del suelo en la planta baja, bajo la enorme bóveda de mármol jaspeado de rojo, momento en el cual estaríamos naturalmente obligados a trabar contacto visual y a asentir y murmurar alguna cosa, o bien a mirar pétreamente al infinito, o fingir una minuciosa inspección de aquellas pertenencias que fueran susceptibles de ser inspeccionadas en plena escalera mecánica, retorciéndose de pura ansiedad por dejar atrás ese segundo de proximidad forzada tal como si el otro no existiera, y de ese mismo modo, en consecuencia, subrayando dolorosamente el hecho de no haber intercambiado nunca un par de comentarios corteses en un plano de torpeza social más agudizado aún, me consternó y me colmó de una desesperada aversión. Resolví ese arduo problema congelando mis movimientos en plena zancada y en la fracción de segundo en que le vi (en el instante inmediatamente anterior a posar el pie sobre los peldaños de la escalera mecánica); hice un gesto con el dedo índice en el aire, como si me acabase de acordar de algo importantísimo que me olvidaba de hacer y me alejé a buen paso en otra dirección19. 19 Nunca es posible saber a ciencia cierta si los demás detectan o no esta clase de evasiones. Varias semanas más tarde me di de bruces con Bob Leary en la fotocopiadora —dado que la fotocopiadora de su departamento estaba en revisión— y, quizá como reacción a la cobardía que manifesté aquella vez en el vestíbulo, me mostré cordial y amistoso con él, presentándome primero, y después lanzándome en picado a una animada aunque breve conversación acerca de la disminución de los márgenes que se observaba en el ya maduro negocio de las fotocopiadoras, así como la utilización de la succión por aire como elemento determinante del mecanismo alimentador del papel, hecho que nadie habría sido capaz de prever años atrás. Y eso fue todo: desde entonces, estuvimos los dos a nuestras anchas en compañía el uno del otro, sonrientes siempre que teníamos la ocasión de ver- nos en el vestíbulo o en el servicio de caballeros, hasta el punto incluso de trabajar codo a codo sobre una requisitoria interdepartamental de unas treinta páginas de extensión a fin de disponer de todos los datos pertinentes a una flota de camiones. La ignominia que pudiera haber supuesto el hecho de que yo me apartase de la escalera mecánica aquel día para huir de una inminente intersección con él nunca restó brillantez a nuestros años de risas y compañerismo.

Recorrí rápidamente los ascensores por los que se distribuía el tráfico peatonal de las plantas decimocuarta a vigésimocuarta, pasé al otro extremo de la planta baja, dejé atrás el directorio del edificio, un panel bajo y alargado en el que las inscripciones blancas y los números de cada planta relucían sobre un fondo negro (si bien se notaban ciertas imperfecciones en forma de brevísimas ranuras de luz visibles sobre la película negra aquí y allá, dondequiera que una mano poco experta hubiese cambiado los nombres de los anteriores inquilinos), rebasé unos macizos de plantas en los que antes nunca me había fijado, en donde vi a una mujer vestida con traje de chaqueta color azul que repasaba el contenido de un portafolios nuevo, aún rígido, de papel manila, que acababa de extraer de un maletín también recién estrenado20. Di la vuelta trazando un círculo y pasé junto a unos cuantos tíos de la sección de correos del edificio, todos con gafas de sol y haraganeando en unos sofás decorativos (sofás por otra parte destinados para personas como la mujer del currículum, pero no para que hiciese el vago el personal del edificio después de almorzar, pensé con evidente desaprobación). Los conocía desde algún tiempo atrás, de cuando tuve que enviar varios paquetes en el último minuto, y por tanto a través de DHL o de alguna otra compañía de couriers, a Padua, por no sé qué asunto filantrópico en el que se metió la compañía, de manera que les saludé con un gesto. El ruido de la máquina Pitney Bowes, que humedecía y sellaba los sobres aparte de imprimir un desvaído emblema postal de color rojo en el cual constaba la fecha y la hora del estampillado, las alas de un águila y no sé qué exhortación más bien patriótica, sonaba rítmico y con fuerza, y ni siquiera con tapones en los oídos habría conseguido yo soportarlo durante el día entero, tal como hacían a diario aquellos tíos. Uno de ellos me devolvió el saludo, pero antes de darme la vuelta tuve la casi absoluta seguridad de ver por el rabillo del ojo a otro (notorio porque en los días calurosos, es increíble, este hombre llevaba la corbata con un pasador a la altura del segundo botón de la camisa bien abierta, de manera que los brazos de plástico gris del pasador eran visibles a ojos de cualquiera) que se inclinaba hacia sus compañeros mientras los otros me miraban sin quitarme ojo de encima, como si fuese a contarles algo suavemente malicioso acerca de mí, algo del estilo de: «Hace un par de semanas, pasé por delante del despacho de ese tío y ¿a que no sabéis qué le vi hacer? Me lo encontré en plena operación de arrancarse un pelo de la nariz. Lo miro, veo que tira con fuerza, y de repente pone una cara como de... nngg, se le humedecen los ojos y le recorre de la cabeza a los pies un escalofrío que no veas. Seguramente se equivocó y se arrancó tres o cuatro de un tirón.» Supuse que era algo por el estilo porque oí un par de «¡No!» y varias carcajadas exactamente después que les saludase; además, caso de haber estado haciendo el vago en aquellos sofás, como ellos, también habría sentido yo la tentación de soltar alguna maldad de mediano calibre. Por fin volví a aproximarme a las escaleras mecánicas, viéndolas de perfil. Bob Leary había desaparecido; había varias secretarias subiendo o a punto de iniciar el ascenso. Al pie de la máquina, sin embargo, tenía lugar una escenita interesante. Un hombre del equipo de mantenimiento del edificio cuyo nombre desconocía había arrimado en mi ausencia un carrito lleno de útiles y frascos de limpieza, de rollos de papel de limpiar, escobas, un artilugio para 20 Adiviné con toda exactitud qué estaba haciendo, hecho que me complació. Estaba revisando las copias que había hecho de su currículum para cerciorarse de que los ejemplares que en la reunión iba a entregar con gesto despreocupado en cuanto alguien se los pidiese no eran los ejemplares defectuosos, aquellos en los que se le había colado la errata al mecanografiarlos y decía «New Hapmshire» en vez de «Hapmshire», si bien los defectuosos no los iba a tirar, guardándolos para la próxima entrevista que tuviera, seguramente nada más salir del edificio, por si acaso no le diera tiempo a pasar por un establecimiento de fotocopias antes de llegar a su próxima cita, aparte de que casi con toda probabilidad la segunda cita no le apeteciera lo más mínimo. Le hice un gesto al pasar, gesto que podría haberse interpretado como paternalista, pero que partió del propósito de transmitirle una cierta sensación de camaradería, dado que también había pasado yo mi tiempo en los vestíbulos de otros edificios repasando currículos con erratas tipográficas, con un traje nuevo.

limpiar cristales y muchísimas cosas más; y resulta que al acercarme yo aplicó un pulverizador de un líquido verde claro sobre un trapo blanco y arrugado que tenía en la otra mano, para presionar después el trapo contra el pasamanos de las escaleras. No hizo ni un solo movimiento, ni mucho menos el esfuerzo de frotar: se limitó a apoyar el trapo con ambas manos, mirando entretanto a una de las secretarias, mientras el pasamanos móvil se ocupaba solito de sacarse un brillo negro y lustroso. ¡Hay que ver, trabajar en el equipo de mantenimiento de un edificio en el cual uno de los trabajos semanales rutinarios era sacarle brillo al pasamanos de las escaleras mecánicas! La omnicomprensión del gesto, la definición casi completa de lo limpio que había de estar un edificio de oficinas, me resultó poco menos que apabullante. Estuve seguro de que ésa era una de las rutinas de su trabajo que más podían gustarle al de mantenimiento, y no sólo porque se lo pasara en grande viendo a las secretarias, sino por ser una tarea que los encargados de la limpieza no habían hecho a lo largo de los últimos cien años: se habían dedicado en cambio a barrer, a fregar, a encerar, a encontrar la llave adecuada en el gran manojo que llevaban amarrado al cinto, y en cambio hacía muy poco tiempo que habían empezado a sacarle brillo a los pasamanos de las escaleras mecánicas por el simple procedimiento de apoyarse inmóviles con un trapo blanco empapado de limpiador, utilizando la tecnología, si bien utilizándola tan al desgaire, con tal descuido que para todos nosotros era como si estuviesen apoyados, ociosos, sobre sus coches relucientes, a orillas del mar. Aquel tío probablemente se conocía a la perfección todas las muescas del pasamanos de goma tal y como daba vueltas y más vueltas: la esquirla aquella, como si fuese resto de una acción vandálica, el tramo en el que se doblaba por ambos costados hacia fuera, la diminuta cicatriz de fusión, el costurón en el que los dos extremos habían sido fundidos a fin de cerrar el círculo. Sin lugar a dudas, utilizaba uno de aquellos hitos en el pasamanos de goma para asegurarse de que había pasado el trapo sin hacer ningún esfuerzo, pero las suficientes veces para hacerlo brillar. —¿Qué, cómo vamos? —le dije. Y, al fijarme en su carrito de aparejos de limpieza, añadí —: He oído que no ha venido Ray. —Psé, vino la semana pasada y ya se lo dije yo —dijo el encargado de la limpieza—: «Estás loco, hombre, quédate en casa. ¿A qué vas a andar agachándote a todas horas?» Estaba bien claro que le dolía la espalda. No hacía más que agarrarse a todo. —Un espanto. Sorprendentemente, el tío aquel se encogió de hombros. —Se pondrá bien. Además, ya le ha pasado antes. Yo creo que no es nada grave. —¿Conoce usted a Tina, Tina la secretaria? —le dije al tiempo que señalaba a la entreplanta. —Sí, conozco a Tina. —Pues ha preparado uno de esos carteles con los mejores deseos de todo el personal, un poco hortera y así, con flores, en fin, pero le ha quedado muy... Está ahí arriba si quiere usted firmarlo. —A lo mejor subo por ahí luego, por la tarde —levantó el trapo que tenía apoyado y observó la superficie. Los pliegues, formados al azar, estaban ya renegridos en las zonas que habían entrado en contacto directo con la goma. Arrugó el trapo de otra forma distinta, le aplicó más limpiador y volvió a apoyarlo sobre la goma—. Sí, claro que sí; subiré a firmarlo. Nos hace falta a todos que Ray se ponga bien y que vuelva pronto; así yo no tendré que cubrir su trabajo. —Ray era un tío rápido. —Es rápido. Hay que reconocerlo, trabaja a una velocidad del demonio. Nos ponen de cuando en cuando a un chico para que nos eche una mano, pero no vale para nada. Nos dijimos el uno al otro que nos lo teníamos que tomar con calma. Así el pasamanos que no se había dedicado a limpiar (habría sido extraño echar mano del que había limpiado

—habría sido, de hecho, como pasar por un suelo recién fregado: no habría servido más que para subrayar esa sensación de futilidad del trabajo propio que suelen tener los empleados de limpieza y mantenimiento—; hubiese sido en cualquier caso preferible esperar a que el hombre terminase con todo el pasamanos antes de contribuir inevitablemente al proceso de ensuciamiento que a la semana siguiente le obligaría de forma inevitable a limpiarlo otra vez) y monté en la escalera mecánica. Sin tener que bajar la vista pude coordinar el momento en que puse el pie sobre las escaleras en movimiento, de modo que no deposité el pie en una grieta entre dos peldaños, sino en el centro de uno de ellos; aunque cualquier persona de mi edad haya terminado por dominar esta técnica, yo aún me siento orgulloso de mí mismo, tal como me sentía orgulloso de saber atarme los zapatos sin tener que mirar. También sabía por la fuerza de la costumbre qué altura tendría el escalón, aún sin terminar de formarse en su totalidad, cuando mi otro pie aterrizase en él, en parte por calibrar la velocidad de las escaleras mecánicas mediante la mano apoyada en el pasamanos. Una de las cosas que me enseñó mi madre cuando era muy pequeño (hacía muchísimo hincapié en todo lo que tuviese que ver con la seguridad probablemente por el hecho de que las escaleras mecánicas y los ascensores que carecían de ascensorista aún eran por entonces sendas novedades, y por tanto se les consideraba, igual que a las pantallas CRT y a los hornos microondas más adelante, máquinas que encerraban nuevos peligros) fue a cerciorarme de que llevaba los cordones de las zapatillas perfectamente atados antes de utilizar cualquier sistema de transporte vertical. El cordón del zapato suelto, se me dijo, era susceptible de encajarse en la ranura entre dos peldaños; pude imaginarme los resultados: los peldaños empezarían a aplanarse, listos para su descenso trofoniano, y se llevarían a Struwwelpeter con ellos, machacándolo, empezando por el zapato, la pierna, el torso y por último la cabeza, triturándolo al pasar por entre las púas de la parte superior del circuito, y luego apisonándolo más aún en el trayecto descendente, por otra parte difícil de imaginar, por el interior de las escaleras mecánicas. (Esto data de mucho antes que viese unas escaleras desmontadas y en proceso de reparación, tal como las vemos hoy muy a menudo en el metro, donde por cierto se estropean con mayor frecuencia que en un edificio corporativo —¿será por el calor, por la deficiencia de los equipos de mantenimiento, por la cantidad de agua y de suciedad y de chicles que se acumula?—, momento en el cual vi con claridad la forma triangular de los escalones: antes, la transformación de lo que yo había creído que era un bloque rectangular en una superficie bidimensional, como los pliegues de uno de esos despertadores de viaje, me parecía imposiblemente compleja.) Cuando estaba en el instituto, me gustaba subirme a las escaleras mecánicas con los cordones de los zapatos desatados adrede, para así demostrarme cuán seguras son las escaleras mecánicas, con qué despreocupación puede tratárselas 21 —lo cual 21 Y lo cierto es que las escaleras mecánicas sí son seguras: su seguridad es resultado (creo ahora) de la brillante decisión de optar por superficies acanaladas en cada uno de los peldaños, de manera que esos bordes dentados trituran perfectamente en contacto con los peines metálicos de las plataformas superior e inferior, e imposibilitan que cualquier objeto extraviado, ya se trate de monedas o de cordones de zapato, quede atrapados en la ranura que forman los peldaños móviles con el suelo fijo. Aquella tarde no pensé directamente en la superficie acanalada de las escaleras, y es cierto que muy probablemente en aquella época no tuviese yo una opinión concreta formada al respecto —pensaba que su utilidad tendría algo que ver con la tracción, o que posiblemente no fueran sino elementos decorativos, acanalados con el sólo objeto de recordarnos cuán hermosas son las superficies acanaladas, en tanto categoría universal; así, los canalillos que tienen en el vientre las ballenas azules, que sin duda les proporciona alguna clase de ventaja hidrodinámica o tal vez térmica; los surcos que deja un rastrillo al pasar sobre la tierra suelta o un arado en un campo; la única raya que en su caso deja sobre el hielo el filo del patín; los canales de los calcetines, que les permiten estirarse, y los de la pana, por cada uno de los cuales es posible pasar un bolígrafo de punta fina; en fin, las estrías de los discos. Durante aquella etapa en la que subía las escaleras mecánicas con los zapatos desatados, pasaba los inviernos patinando sobre el hielo (incidentalmente, un peldaño de una escalera mecánica semeja sobremanera una hilera de hojas de patín vueltas hacia arriba), dando vueltas y más vueltas en torno a una pista hecha en un estanque, tras los viejos patinadores italianos con cara de uva pasa y uniformes con capucha, que llevaban a la espalda las fundas de los

sucedió durante una fase en la que consentía que se me desatasen los zapatos sin molestarme en atármelos de nuevo, o en la cual incluso llegaba a ponérmelos por la mañana sin preocuparme por atarme los cordones, como si fueran mocasines. Hubo unos cuantos años en los que muchísimos estudiantes iban por ahí con los cordones desatados y sin prestarles mayor atención, más o menos hasta 1977, al tiempo que empezaban a verse bastante las sandalias del Doctor Scholl, creo. Me apropié de dicha práctica convencido de que era de lo más moderno, si bien a mi madre, que por entonces dio la casualidad de que asistía a unas clases en la Universidad de Rochester, le pareció de lo más afectado, aparte de irritante, y por eso se empeñó en convencerme de que renunciase a ella; ahora entiendo sin duda ninguna cómo era posible que la visión de varios grupos de quinceañeros o de chavales incluso patines y que se desplazaban con largas, lentas, invariables zancadas; los veranos, en cambio, los pasaba oyendo discos: una o dos veces por semana, más o menos, subía en unas breves escaleras mecánica a la segunda planta del centro comercial Plaza, y a medida que los peldaños se encogían al llegar arriba disfrutaba de un primer vislumbre, exactamente a la altura de los ojos, del tramo de piso que comprendía las dos cajas situadas a uno y otro lado de la entrada, para detectar los posibles hurtos, del alfombrado reino de Midtown Records. Allí, con un movimiento de los dedos idéntico al de las piernas al caminar, iba revisando los discos: si topaba con múltiples versiones de un mismo álbum solía comprarme un ejemplar de los antiguos, con la típica ilustración de gramola, una copia del estilo de los dibujos animados, en la cual aparecía el artista sentado ante el piano, con aire solemne y pomposo, bajo la orla de Deutsche Gramophon; era corriente que un ligero vacío que se formaba entre la cubierta protectora de un disco y la del siguiente tirase de toda la fila, poco a poco, hasta que toda ella caía hacia delante. Comoquiera que en aquellos tiempos creía a pie juntillas en la simetría, intentaba establecer comparaciones entre las estrías y los surcos que asociaba con cada una de estas actividades de temporada, el patinaje sobre hielo y escuchar discos. Si un equipo de exploradores descendiese a un surco tremendamente ampliado, un surco de los que deja la hoja de un patín en la superficie del hielo, por ejemplo, uno de los surcos que dejaba yo sobre el estanque de Cobb’s Hill, ahora ya irrevocablemente derretido, y se plantasen en ese valle inmenso e inclinado, las barbas blanqueadas por la condensación del vapor, exhaustos a causa de las dos o más horas que les hubiese costado la travesía previa, y las mochilas cargadas de objetos recogidos para su ulterior examen en el laboratorio y que, como pequeños cantos rodados iguales que los que acarrea una morrena, que aún retienen los característicos rasguños paralelos producidos por el rozamiento con otras piedras desplazadas por la fuerza del glaciar, probablemente retuvieran marcas que solamente la hoja de mi patín podría haber hecho, verían oscuros relumbrones aquí y allá, entre las grandes plasticidades producidas por el aplastamiento y el desplazamiento lateral, resultantes del milenio que hubiese durado ese solo golpe de patín, junto a una serie de frágiles crecimientos que vendrían a demostrar lo que los profesores siempre han sostenido, a saber, que el hielo estaba resbaladizo porque momentáneamente se fundió bajo la presión de la afilada hoja para volver a congelarse acto seguido, una vez concluido el contacto, cuajando así una serie de residuos cristalizados y quebradizos que se evaporarían, incluso mientras se observasen, formando una neblina blancuzca. Esos oscuros relumbrones vendrían a resultar, si los observadores se aproximasen más aún para inspeccionarlos de cerca, pequeños trozos de metal erosionado, producto del desgaste de la hoja del patín. Si se toma el negativo de esa imagen, es decir, del valle formado por el paso de la hoja de patín sobre el hielo, nos encontraríamos con un surco discográfico inmensamente ampliado: una foz negra, con ondulaciones asfálticas tan suaves que en ellas quedaría impresa la huella de un zapato con suela de goma blanda, imagen obtenida de un molde maestro que fuese resultado de un punzón forzado a arar la cera a medida que resuelve complejos compromisos mecánicos entre todas las diversas oscilaciones conceptualmente independientes que exige la estereofonía en óptimas condiciones; ondulaciones, pues, tan entreveradas y confusas que solamente tras un día entero de exploración con el debido equipamiento técnico, tras mucho recorrer determinadas distancias y hacer toda clase de cálculos (a cada paso, los pies de los exploradores arrancarían chispazos de electricidad estática), sería posible detectar con un mínimo de confianza e incluso delimitar con un spray de pintura el «clarinete bajo», por ejemplo, en naranja sobre las intermitencias del vinilo, tal como los obreros de Scotchgard pintan las carreteras para indicar la existencia de cables o tuberías debajo. Partículas del tamaño de adoquines, de polvo transportado por el aire, desgraciadas esporas cubiertas de pelos y del tamaño de un coco, así como grandes trozos de obsidiana, en realidad, restos de humo de cigarrillo, se alojan aquí y allá, sobre esa superficie extrañamente carente de ecos, y de cuando en cuando aparece un diamante del tamaño de un canto rodado, arrancado como fuere por el punzón de la suave superficie en que se hallaba incrustado, que reluce en una ladera en la que lo han depositado el curso de las últimas audiciones. Era el resto de la aguja desgastada.

mayores que iban por ahí arrastrando los pies, con los cordones plastificados de sus Wallabees o de las botas Sears desatados y por tanto cliqueteando contra el linóleo, o la visión de los talones enfundados en los calcetines al salírseles del calzado, fuese suficiente para que cerrase los ojos momentáneamente ante la mentalidad de simios que manifiestan a veces los jóvenes. Otra práctica que mantuve incluso ya de adulto era atarme los cordones en la escalera mecánica —convirtiendo dicha tarea en un pequeño reto: ¿en qué momento de la ascensión terminaría de atarme ambos cordones, de manera que no pareciese apresurada mi salida en la parte superior? A la vista de todas estas conexiones, sin duda poderosas, y en cualquier caso preexistentes, que vinculaban las escaleras mecánicas y los cordones de los zapatos, es de Al igual que en el caso del cordón del zapato, que se rompe por desgaste, lo que deseaba en ese punto era pura tribología: el detallado conocimiento de la interacción que se produce entre las superficies que infligen desgaste y las superficies que lo reciben. El patinaje: ¿acaso hay que culpar a determinados impulsos del patinador por el desafilarse de la hoja de los patines? ¿Sería, pues, el esfuerzo de la salida, la frenada en seco, derrapaje incluido? ¿Qué terminaría por desafilar las hojas más deprisa: el hielo muy frío o el hielo con una superficie ya erosionada por el paso de muchas otras hojas? ¿Existiría alguna forma de inferir el total de millas recorridas a partir del desgaste de la hoja del patín? Y en cuanto a los discos, ¿eran las impurezas del vinilo las responsables del desgaste de la aguja, o acaso habría que achacar el desgaste a las ondulaciones del propio vinilo? En el caso de ser por la propia música, ¿podríamos precisar qué clase de timbre y de frecuencia justifican una mayor duración de la aguja? ¿O acaso la mayor parte del desgaste sufrido por la aguja en la práctica se produce antes de llegar a tocar el disco, por la acción del pulgar del usuario? Era una posibilidad digna de ser tenida en cuenta. Si mi hermana hubiese puesto uno de los discos más antiguos de la familia, My Fair Lady, que se nos permitía dejar sobre la alfombra cuando no estaban en el tocadiscos —de hecho eran muy visibles los pelos—, habría un gorro de polvo entre azulado y grisáceo sobre la aguja, hecho al menos en apariencia del mismo material que recubre el filtro de la secadora y el interior de los nidos de los jerbos; esta cosecha inanimada era la que a mí me tocaba recoger. Los grandes hombres de los Laboratorios Hirsch-Houck, con el eco del panfleto del propietario que incluía la aguja Sharp, aconsejaban con vehemencia no realizar dicha recogida de residuos con el estéreo encendido, dado que podrían producirse «transientes» capaces de sobrepasar la capacidad de los, por otra parte poderosos magnetos de cada uno de los altavoces; sin embargo, era menester correr ese riesgo, al menos por lo que a mí me atañe, dado que el acto de la recogida y retirada completa de dichas partículas de suciedad solamente quedaba confirmado por el rasgueo producido mediante el rozamiento de la aguja con el pulgar, cada uno de cuyos propios acanalamientos sonaría amplificado hasta decir basta, por mucha suavidad que se imprimiera a dicho movimiento al pasarlo por debajo de la aguja —que de ese modo tocaba los surcos de la yema del dedo tal como poco después tocaría el disco que recogía la grabación de una determinada sesión única en la vida entera de un pianista—; las pelotillas de polvo generadas por My Fair Lady habían caído ya, dejando al descubierto la minúscula punta por la cual la aguja hacía contacto con el disco, punta curiosamente poco afilada, con la misma forma que el martillo de goma que se utiliza para comprobar los reflejos de un paciente dándole golpecitos en la rodilla, insectívoramente suspensa sobre el vacío, lista para atacar otro Deutsche Gramophon. El álbum estaba aún sellado; ahí era posible experimentar una nueva clase de estría antes de poner el disco en el plato, a saber, la partición insonora y perfectamente desprovista de resistencia física de la funda de plástico en que venía envuelto el disco en el momento de atravesarla con la uña del pulgar y rajarla siguiendo esa estría provisional (entre lo que se sabía bien que eran los dos lados del cartón, aunque tal ranura no fuese visible de antemano), tomándose, eso sí, un instante para considerar las inusitadas propiedades del material de que estaba hecho dicho envoltorio, muy fuerte al tiempo que muy fácil de estirar, capaz de ceder hasta el momento de rajarse y luego casi deseoso de continuar el rasgueo por su cuenta y riesgo, características simpáticamente aprovechada por los diseñadores de los paquetes de cigarrillos, quienes incluyen en el celofán un pequeño cordel de otro color, más resistente, que es el que inicia el rasgueo, así como una banda de plástico, que hace las veces de guía y que de ese modo conduce sin ningún esfuerzo el acto de abrir el paquete. Se extrae, pues, el disco sin haber hecho el menor contacto con las superficies musicales, apoyando los dedos en forma de trípode: el pulgar en el borde y dos dedos en el medio de la etiqueta central. Por nuevo que sea, aun sin estar estrenado, el disco atrae las partículas de polvo suspensas en el aire en el tramo que recorre desde su envoltorio hasta el plato; de ahí que se utilice un sistema limpiador como el que nosotros teníamos, a saber, un utensilio aparte, compuesto por un mango y un cepillo o abanico de cerdas finísimas y que se sitúa delante de un cepillo cilindrico y rojo, capaces entre uno y otro de recoger todo residuo existente en la superficie del vinilo. Este brazo limpiador recorría el disco a una velocidad ligeramente superior a la del brazo real, propulsado

esperar que en el momento en que monté en las escaleras aquella tarde hubiese recordado por la fuerza el problema del desgaste de los cordones en que me había ocupado más o menos una hora antes. Lo cierto es que el determinismo propio de los mecanismos del recuerdo a menudo funciona tenebrosamente; en este caso, el objeto del recuerdo ya se me había ocurrido antes y ya lo había apartado de mi atención durante los breves minutos que estuve en el aseo de caballeros antes de salir a almorzar: a tenor de esta recurrencia, dicho objeto no volvió a planteárseme hasta hace muy poco, hasta que empecé a reconstruir los acontecimientos de aquella hora con el fin de redactar este opúsculo. Después del almuerzo, de nuevo en mi despacho, al abrir la bolsa del CVS desgarrándola por culpa de las grapas y al sacar el plástico que contenía los dos cordones nuevos, al ponérmelos en los zapatos probablemente por sus múltiples y finísimos puntos de contacto (rompecabezas que, la verdad sea dicha, jamás llegué a resolver del todo), y de ese modo terminaba el recorrido unos cinco minutos antes que dejase sonar la música de ese lado. El sistema de limpiar los discos recordaba intensamente las máquinas amarillas que barrían las calles y que se inventaron en mi niñez, con sus surtidores delante, los cuales humedecían la basura, de manera que los cepillos que giraban trazando círculos detrás arrancaban la suciedad de los bordillos, llevándosela a un centro invisible, pero seguramente turbulento, donde un enorme rodillo con cerdas tortísimas la arrancaba de la calle y la arrojaba a un receptáculo construido en el interior de la máquina. Ah, si los sistemas de limpiar discos que utilizábamos entonces hubiesen funcionado tan bien como aquellas máquinas para limpiar las calles, al paso de las cuales quedaba una huella limpísima y decorada con marcas de cepillado en los bordes y con unas pasadas verticales en el centro de esa estela, incluso cuando se desviaban de su curso para esquivar a los coches aparcados, tras lo cual reanudaban su trayectoria para arrancar y hacer desaparecer, con evidente satisfacción, el barro, las hojas y los residuos arrinconados en la cuneta... En cambio, ningún sistema para limpiar discos funcionaba así de bien; casi siempre, la solución antiestática con que se impregnaba el rodillo de terciopelo dejaba a su paso un residuo en cada uno de los surcos, alisando las infinitesimales alegrías de la reproducción sonora. A pesar de los pesares, lo seguíamos utilizando; mojábamos el cepillo con dicha solución y lo colocábamos en su punto de partida antes de hacer girar el disco. Entonces, ignorando el molesto mecanismo hidráulico de descenso de la aguja que obligaba a colocar con escasa precisión el brazo a una altura inusitada sobre el disco, encima del punto sobre el cual se deseaba que se posara la aguja, se apoyaba el canto de la mano sobre la base del plato (de manera muy similar a mi antigua forma de estabilizar la mano contra el borde superior de una zapatilla de deporte antes de atarme los cordones) y se utilizaba el pulgar para ejercer una leve y temblorosa presión ascendente bajo el ala de la cápsula. Los contrapesos, —discos de cromo bruñido sobre tornillos calibrados, que podían ajustarse al milímetro al peso en gramos que se deseara (¡y hay que ver qué controversias se armaban acerca del peso más idóneo!;— unos sostenían que un peso de dos gramos echaría a perder poco a poco, pero sistemáticamente todos tus discos, y en cambio los severos columnistas de la Stereo review afirmaban por su parte que un peso insuficiente permitiría que la aguja hiciese acqua-planning sobre los pasajes más sonoros o que despegase como un esquiador al final de una rampa a causa de las irregularidades de la superficie, para caer fatalmente sobre el pasaje siguiente) hacían que el brazo de la aguja flotase de forma ascendente al menor contacto con el dedo, como si bajo la tapa del plato prevaleciese una especial ley de la gravedad lunar. Al sostener la cápsula sobre los bordes del disco ya en rotación, el lógico alabeo del mismo disco provocaba que la superficie subiese y bajase a menudo al ritmo de un latido cardíaco — Fwoom-hoom, fwoomhoom—, y sobre esa superficie en continuo movimiento vertical, flexible, finalmente se posaba la aguja, estableciendo el contacto más suave de los contactos posibles, de manera que también la cápsula entera empezaba a cabecear al ritmo que marcaba el alabeo del disco, produciéndose de todas todas, al aterrizar, una contusión idéntica a la que se produce al depositar un pesado baúl sobre una alfombra, seguido de un suspiro y de cuanto menos un sonoro «ploc» que reforzaba la sensación ya existente de haber entrado en el microscópico reino de la tecnología, en el cual los sonidos quedaban almacenados de forma físicamente tan reducida que incluso una partícula invisible y aposentada en el interior de un surco más fino que un hilo podría resonar como el chasquido de un látigo en el circo, suspiro durante el cual uno, por cierto, volvía a sentarse a la india encima de la alfombra. Y entonces empezaba a sonar la música. Pasados tres minutos de intensa escucha, tan pronto se desvanecía la emoción de la microscopía y el piano empezaba a internarse por pasajes menos buenos o quizá menos familiares que la obertura, me ponía a leer la carátula y, más tarde aún, me acercaba a la cocina a prepararme un sándwich y a leer la Stereo Review, para regresar unos veinte minutos más tarde, cuando ya terminaba la cara A, a escuchar cómo concluía la tecnología: se recorrían los últimos surcos como si uno viajase en una rickshaw por la populosa capital oriental de la música, y entonces, de repente, como el crepúsculo, uno dejase atrás las puertas de la ciudad para subir a un barco que le aguardaba y que iba a llevarlo sobre las aguas púrpuras y negras de la laguna, en dirección a una isla plana, casi en el centro del agua; rápida y silenciosamente

haciéndolos pasar en zigzag por los ojales, tal como me habían enseñado los dependientes de las zapaterías, y qué duda cabe que en ese momento todo era propicio para recordarme de nuevo el tema, estaba en cambio preocupado por otra cuestión, a saber, si debería hacer una transferencia de 400 dólares a mi cuenta de Chase Visa o si ésa era una cantidad excesiva que por tanto me pondría en aprietos, a juzgar por lo que faltaba hasta que recibiese la próxima paga quincenal, en cuyo caso sería preferible una transferencia de sólo 200 dólares. Después del almuerzo siempre parecía haber tiempo de sobra para pensar en cuestiones prácticas tales como las facturas... y no consigo evitar la tentación de mencionar en este punto el rarificado placer que me producía ocuparme por entonces del estado de mis finanzas, sobre todo el placer derivado del recibir por correo los gruesos sobres en los que me informaban del estado de mis cuentas, de los ingresos y los pagos, en suma, de la historia documental del mes en curso, de las cenas y las extrañas compras que había hecho, compras que uno olvidaría por completo de no ser por esos sobres que con tanto tacto resucitaban el momento del pago: estás por ejemplo en un restaurante por otra parte atestado de gente, te acabas de cepillar un solomillo estupendo en compañía de tu novia, estás sonriente, feliz, con el trasero más bien acalorado por culpa de la absoluta falta de absorbencia propia del vinilo del asiento, sopesando los pros y los contras que supondría el ayudarle a calcular la cuenta —a veces es preferible dárselas de hombre de pies a cabeza y redondear la suma con generosidad, pero a veces conviene departir con ella acerca de los matices existentes entre el 15 y el 22 por 100 que se merece esa noche el camarero o la camarera— y experimentas el placer de anotar la propina y dejarla estampada a través de las diversas capas de papel de calco, apretando con fuerza el bolígrafo sobre la negra bandejita que el restaurante te ha proporcionado para paliar la blandura del mantel y luego, una vez calculado y comprobado el total, firmas con una rapidez mayor que la velocidad normal con que firmarías una carta de negocios porque ahí da lo mismo qué rasgos de tu carácter puedan adivinarse a partir de tu firma, aparte de que, claro está, el vino hace que firmes con mayor fluidez y despreocupación: te comes la mayor parte del apellido con esa especie de ondulación acelerada que traza el cable de un aspirador cuando se aprieta el botón de recogida automática y se aloja en su cajetín 22. Ese momento en que termina la noche regresa por completo, cristalizado en un recibo del tamaño de aquella se atravesaba esa plácida extensión acuática acercándose a la isla circular (en cuyo centro se erigía un tótem druídico de baja estatura, probablemente un calendario), en la cual, sin embargo, nunca se iba a desembocar; la resaca nos llevaba a una extraña velocidad, como un fluido, a los hirvientes alrededores de la ciudad —los colores, la transpiración, el insomnio— y vuelta otra vez a la laguna; la quilla rebotaba contra una orilla, luego contra la otra, y aunque la embarcación se trasladaba con pasmosa rapidez, daba la sensación de dejar detrás tan sólo una costura tenue y luminosa en la negra superficie, a fin de indicar por dónde había hendido las aguas la quilla. Por último, el pulgar levantaba la embarcación y se atravesaba el continente para desaparecer más allá del fin de un mundo plano.

22 A veces es mejor utilizar el bolígrafo que proporciona el empleado del restaurante, que por norma general es uno de esos bolígrafos baratos, incluso aunque el restaurante sea caro y de buen gusto; a veces produce mayor satisfacción esperar con el bolígrafo propio en el bolsillo de la camisa y la mano presta a empuñarlo, hasta que termine la anécdota que se está contando y luego, con un movimiento de cabeza y una risa, retirar del bolsillo el bolígrafo, sentir el «clic» del pasador al desprenderse del tejido del bolsillo seguido de otro «clic», en que suena al destaparlo —siendo estos dos sonidos como los dos «clics» sucesivos y remotos que se oyen al inicio de una conferencia telefónica y que uno termina por relacionar con la voz de la persona que responde—, «clics» audibles incluso en los más ruidosos restaurantes, porque el murmullo de las voces se produce en una banda de frecuencia mucho menor. Y cuando la firma de uno se torna ilegible y se libera por la acción del vino, uno imagina que la tinta de la pluma se adhiere con más firmeza a los minúsculos poros de la superficie de la bola del bolígrafo por haber recibido el calor corporal debido al flujo de la conversación. Es muy poco común que los bolígrafos se queden resecos en un restaurante.

factura cuadruplicada, en el cual la imagen del calco ya no es tan clara y a veces el nombre del restaurante se lee solamente a duras penas, en concordancia con el estado de evanescencia en que tal recuerdo se halla en la memoria. No, fue antes del almuerzo, pocos minutos después que me despidiera de Tina, cuando retomé brevemente el hilo de la teoría de los cordones de los zapatos.

Capítulo nueve

Hay una cuestión de menor cuantía y quizá no muy interesante, si bien me ha venido preocupando de tarde en tarde: ¿en qué momento empieza con toda exactitud la hora del almuerzo: cuando uno se lanza directo a por él y entra en el aseo de caballeros dispuesto a hacer las abluciones previstas, o una vez que se sale del servicio? Al final de uno de los capítulos anteriores dije instintivamente: «Me dirigí a los lavabos y a encarar la hora del almuerzo que le sigue de inmediato.» Fuese o no correcto, así es como veía yo la transición: la parada en el aseo de caballeros formaba parte del trabajo de la mañana, una labor idéntica al resto de los quehaceres que llevaba implícito mi puesto de trabajo y de los que yo era responsable; según esto, aunque esta actividad no contribuyera a que la empresa obtuviese mayores beneficios, esa parte estaba consustancialmente integrada en mi trabajo como no podría estarlo jamás, por ejemplo, una hora al sol, paseando y en completa libertad. Lo que esto entrañaba era que mi empresa me estaba pagando por hacer, por lo general, seis visitas diarias23 al aseo de caballeros, tres por la mañana y tres por la tarde: mis ocupaciones, por tanto, quedaban delimitadas y segmentadas por las paradas que hacía en esa cámara de descomprensión revestida de azulejos en la que solía ajustarme el nudo de la corbata, me aseguraba de llevar los faldones de la camisa bien metidos por dentro del pantalón, me aclaraba la garganta, me limpiaba la tinta del periódico de las manos y orinaba sobre alguna de las pastillas de ambientador con aroma de fresa que había depositadas en el fondo de las cuatro gárgolas de porcelana empotradas en la pared. ¿Hay algún otro lugar, dentro de una oficina moderna, en el que la ingenuidad de la 23 El número de visitas de los empleados de reciente contratación puede alcanzar incluso la cifra de ocho o nueve diarias, porque el aseo colectivo es el único lugar de toda la oficina en el que sabes siempre con toda precisión lo que se espera de ti. Otros muchos sectores de tu cometido no están todavía claros: te han dado un montón de documentos fotocopiados y algunos ficheros para que te vayas leyendo; has ido a la oficina de suministros a ver si tienen el tipo de bolígrafo que prefieres y ya has descubierto que no; las relaciones de poder no te resultan obvias a primera vista; todavía no tienes una placa con tu nombre en la puerta, ni tarjetas de visita impresas; además, eres consciente de que aquellas personas que se muestran más amistosas contigo durante las primeras semanas casi nunca acaban por convertirse en gente que a la larga respetes, gente que de veras te guste, y a pesar de tener esto presente tampoco puedes sustraerte, aun cuando sólo sea por el hecho de llevarte bien con ellos al principio y por más que el resto de la gente parezca evitarles debido al algún motivo que todavía se te escapa, a la convicción de que son figuras capitales dentro de la oficina. Pero a pesar de todo eso, en el interior del lavabo de caballeros sigues siendo todo un profesional ya maduro cuando, como quien no quiere la cosa, dejas caer la mano sobre la cadena con un aire de familiaridad tan despreocupado como el de la gente que lleva ya años en la empresa. En cierta ocasión salí a almorzar con un empleado nuevo y, aunque mientras comíamos nuestros bocadillos no se destacó precisamente por hacer preguntas demasiado pertinentes y fue asintiendo a todo lo que dije sin comprender palabra ni replicar a mis preguntas, en cuanto llegamos a la altura del lavabo de caballeros puso de repente cara de complicidad y me dijo de hombre a hombre: «Tengo que cambiar el agua al canario. Ya nos veremos luego. Y muchas gracias otra vez.» Y yo le contesté: «Por supuesto. Tómatelo con calma» y, aunque a mí también me estuviera haciendo falta entrar, seguí hacia adelante por razones que pronto quedarán aclaradas.

mecánica esté concentrada a tan alto nivel y tan a la vista? Los sistemas telefónicos PBX, las máquinas de escribir y los ordenadores son enseres electrónicamente muy sofisticados y por esa razón carecen de interés en sí mismos. La máquina para humedecer y sellar de marca Pitney Bowes y el mecanismo de alimentación automática de papel que regula las fotocopiadoras de alta velocidad son, a su manera, mucho más interesantes que éstos, aun cuando sólo sea porque constituyen combinaciones de aparatos mecánicos y electrónicos. Pero dejando aparte los tampones que sirven para estampar la fecha, las bolas de la punta de los bolígrafos o los soportes de los cajones de las mesas, mecanismos que uno suele encontrarse muy de vez en cuando, ¿dónde, si no en los lavabos colectivos, podemos admirar la ingeniería mecánica en un estado tan puro? Las válvulas que permiten que una determinada cantidad de agua, ni una gota más, ni una gota menos, se precipite en el inodoro; las formas de porcelana diseñadas de modo que las turbulencias que se produzcan en ellas se combinen formando unas trenzas y remolinos repetidos y casi decorativos (y también altamente eficaces) que, sin duda, habrían entusiasmado a Hopkins24; una pequeña máquina empotrada que deja caer en la palma de la mano un chorro de jabón líquido, de color rosáceo, con un aditivo especial que le proporciona un brillo plateado (según he podido observar, ahora también se utiliza este aditivo en las fórmulas de los champús); el indicador mismo que marca el nivel del jabón, como un ojo de pez de plástico colocado directamente en el recipiente del jabón, que indica al encargado de mantenimiento (ya se trate de Ray o del que estaba sacando brillo al pasamanos de la escalera mecánica) la conveniencia de aflojar ese mismo día el brillante embellecedor de acero y volver a llenarlo; las hermosas cañerías cromadas de los urinarios, que conforman una sucesión de cuatro series idénticas de austeras nudosidades y producen la misma impresión que el acceso a una planta petroquímica, con nombres comerciales inscritos, tales como Válvula Solan o Delany Flushboy, sobre sus casi decorativas uniones en forma de tuerca de seis caras, nombres que llegan a ser completamente familiares conforme más tiempo se permanece en el empleo, pero que de ningún modo nos vendrían a la cabeza si nos preguntaran por ellos. Además, en este lugar, estando como se está rodeado por la austeridad de una oficina enmoquetada y llena de tabiques y particiones tan delgadas como el papel, de carteles de galerías de arte bien enmarcados y de archivadores horizontales, uno se enfrenta de lleno con un auténtico frenesí de desagües colocados a ras de suelo y con un aspecto de lo más industrial. Considérese además todo el laberinto arquitectónico ideado para evitar que cualquiera que pase por casualidad alcance a ver el interior del lavabo —una auténtica mejora sobre el antiguo sistema de puertas dobles— y que es preciso recorrer, una vez que se ha traspasado la puerta, hasta llegar al baño propiamente dicho. El laberinto cumple su papel a rajatabla por muy cerca de la pared del pasillo que uno vaya. Lo sé porque he intentado algunas veces echar una ojeada al Servicio de señoras cuando por causalidad alguien abría la puerta a la vez que pasaba yo, y he deseado llegar a entrever, incluso a pesar de tener mis veinticinco años bien cumplidos, la hilera de lavabos sobre los que se inclinaban las mujeres ante el espejo para ponerse las hombreras en su sitio o pintarse los labios, y he llegado a albergar alguna esperanza de descubrir a cualquiera de ellas presionando su labio inferior sobre los dientes de abajo, a la William F. Buckley Jr., sujetando la barra de labios sin moverla, deslizando después el labio de un lado a otro, bajo la barra, presionando luego ambos labios entre sí, para acabar frunciéndolos y sacándolos hacia afuera, ansiada sucesión de visiones que, en el 24Por ejemplo: «Antes de marcharme miré por última vez cómo rompían las olas, intentando adivinar, según lo que recientemente había observado que solía ocurrir, la forma en que la cresta se fraccionaría en hebras y borlas de tan pequeño tamaño. Vi olas como de piedra tallada, grandes y lisas, hendidas en surcos poco profundos hasta que iban creciendo a medida que el aire refrescaba y estallaban en medio de un círculo de rocas, y una ligera corona de copos de espuma se elevaba a bastante altura sobre la superficie y se quedaba allí, dando vueltas lentamente: esquirlas que se desprendían e iban por los aires, de aquí para allá, alígeras.» (Gerald Manley Hopkins, Diario, 16 de agosto de 1873.)

escenario de un lavabo colectivo, podían añadir algún motivo exótico al recuerdo de mi adorable amada preparándose para ir a una fiesta: el incitante olor de su piel inmediatamente después de la ducha, la certeza de que se maquillaba para resultar más atractiva a otras personas, la forma en que configuraba esa sagrada expresión que las mujeres reservan para cuando están solas ante el espejo, con las cejas suavemente enarcadas, la garganta expuesta y las aletas de la nariz ligeramente levantadas. La sensación de que los aparatos que nos encontramos en el lavabo colectivo tienen algo de doméstico les dota, si uno se para a pensarlo, de un rasgo característico: estos aparatos resultan ser variantes más grandiosas, y en cualquier caso más heroicas, de una serie de mecanismos similares que tan capitales son en nuestra vida, como por ejemplo el lavabo, la jabonera, el espejo y el retrete que hay en los cuartos de baño de las casas. En los cuartos de baño de las casas, los asientos del retrete son óvalos completos, mientras que en los lavabos colectivos tienen forma de herradura; supongo que esa diferencia reduce el problema de las gotas de orina faltas de impulso que acaban cayendo sobre el asiento siempre que algún desaprensivo se empeña en orinar con absoluta desconsideración y sin haber levantado previamente el asiento. Es posible que haya alguna otra razón que justifique esa forma de herradura, quizá algún asunto relacionado con la accesibilidad, pero no estoy seguro. De todas formas, me agrada que alguien se haya tomado la molestia de considerar este asunto, consiguiendo que los productos que fabricaba su empresa se adaptasen al comportamiento real de las personas. (Hasta que aprendí a levantarlo con el pie, yo mismo orinaba en algunas ocasiones sin levantar el asiento y, debido a mi estatura, casi siempre era poco preciso.) Además, el papel higiénico, muy al contrario de lo que sucede con los rollos que se colocan en las casas, estaba aquí protegido por un dispositivo cerrado que solamente permitía la salida del papel ofreciendo una cierta resistencia previa, de forma que era menester tirar lenta y cuidadosamente para evitar que el papel se rompiera por alguna de las líneas perforadas25, con 25 ¡Perforaciones! ¡Grítalo a voz en cuello! ¡El deliberado debilitamiento del papel y el cartón a base de inferirles hileras de agujeros con el objeto de que pueda romperse por una línea predeterminada y deje en cada uno de los nuevos bordes una fila de diminutas bolitas de finas hebras blancas en forma de penacho! Se trata de una asombrosa concepción que pone de manifiesto toda una transformación de una época, la nuestra, tan bien dispuesta hacia las excepcionales propiedades de la fibra de pasta de madera. Y, sin embargo, ¿tenemos alguna fiesta nacional que conmemore esta avance? ¿Se publican volúmenes de artículos en honor de los muertos ilustres en este campo? La gente ve las noticias todas las noches como si fueran robots, pensando que con ello aprenden tal o cual cosa, lo que sea, sobre sus propias vidas, pero sin prestar jamás atención al desarrollo de cosas mucho más inmediatas que, sin anunciarse, llega a ellos unido a las perforaciones del cierre de cremallera del cartón helado, a los cupones de respuesta de la correspondencia de las revistas y el «por favor, devuelva esta parte» que se lee en los bordes de los resguardos de las facturas, a los pliegos de sellos de correos y las hojas de cupones de la revista Publicaciones de la Cámara de Compensación, a las servilletas de papel, a los rollos de bolsas de plástico del supermercado, o a las tiras de etiquetas para colgar de las carpetas del archivador. Las líneas que en la vida de cada cual dividen un año de otro están perforadas, y la sensación mental que se tiene al separar un período de la propia existencia para examinarlo más a fondo recuerda a la manera en que se rasga la junta de una guía perforada que se resiste a ello. La única faceta didáctica de las series Ginn para lectores de la escuela primaria la constituían las páginas perforadas que se arrancaban de los cuadernos de ejercicios: en ellos, después de arrancar la página (habiéndola doblado previamente hacia adelante y hacia atrás para prepararla a ser rasgada) quedaba una pequeña lengüeta unida al cuaderno en la que se explicaba al profesor, escrito en vertical y en letra menuda, lo que dicha página pretendía enseñar al alumno; la página que yo recuerdo del primer curso era un dibujo en el que aparecía Jack de pie, con un carro rojo, en la esquina superior izquierda, mientras Spot le esperaba en la esquina inferior derecha, unidos ambos por una línea de puntos que tenía la forma de una gran Z. Las instrucciones eran: «Haz que Jack lleve el carro hasta Spot» o algo por el estilo, y estaba claro que el alumno no podía de ninguna manera suponer que se debía escoger la ruta diagonal directa de uno a otro, sino que se esperaba que siguiera aquella insustancial Z con el lápiz. La explicación escrita en vertical en la parte adulta de la perforación aseguraba que el camino en forma de Z enseñaba al niño el movimiento ideal del globo ocular para leer: primero una línea de escritura, luego el movimiento transversal de la vuelta de la carretera y,

lo que se conseguía así disuadir a los usuarios más proclives al despilfarro; unido a esto, existe un dispositivo gracias al cual, cada vez que uno de los rollos se acaba, inmediatamente cae otro en su lugar. Por otra parte, estaba yo deseoso de que de alguna manera se me corrigiera mi acusada propensión al despilfarro —antes de que apareciera este dispositivo, a veces había sentido remordimiento al ser capaz de tirar impetuosamente del rollo y hacerlo así girar sobre su eje, desprendiendo una descomunal cantidad de papel, por lo-demás innecesaria; por si fuera poco, si uno está acatarrado y precisa de una masa absorbente con la cual sonarse, el cuidado que hay que poner en tirar muy despacio del papel siempre a punto de desgarrarse puede llegar a ser de lo más irritante. En la entreplanta, nuestro servicio de caballeros estaba situado en un breve pasillo que albergaba también una hilera de máquinas expendedoras dispuestas en un hueco y un tablón de anuncios en el que figuraba la distribución interna de los puestos de trabajo ordenadamente clavada con chinchetas tras un cristal. Desde este pasillo se podía oír la fantasmal actividad de los ascensores que bajaban o subían a través de nuestro piso, aunque desde allí resultaran totalmente inaccesibles, puesto que la entreplanta, aparte de un montacargas y las escaleras de emergencia, sólo contaba como medio de acceso con escaleras mecánicas. (En la entreplanta se hallaban, además de tres de los departamentos de la empresa, un restaurante y las oficinas del pequeño y en tiempos célebre fondo de ayuda mutua.) Desde allí se oían gemir los vientos alisios que circulan en vertical por el hueco de los ascensores, el entrechocar de algo que pudieran ser gruesas cadenas, del calibre de un ancla, y que probablemente fueran cadenas de seguridad que caían formando montones sobre una plataforma de hormigón, en el sótano, cada vez que los ascensores respondían a los botones de llamada. Era todo un placer imaginar esas cajas llenas de seres humanos que, en algún lugar muy cercano a mí, detrás de una de las paredes del pasillo y sin que yo pudiese saber en qué parte concreta de su arquitectura se encontraban, sufrían considerables aceleraciones mientras estaban suspendidos de unas hebras de cable de acero. Algunos de los ascensores debían ir llenos de pasajeros; en otros, me imaginaba, quizá fuese solamente una persona disfrutando de un momento único de auténtica intimidad, mucho más auténtica, de hecho, que toda la intimidad que pueda obtenerse dentro de una de las cabinas del lavabo colectivo, porque ahí sí se puede hablar y cantar sin que nadie nos oiga. L. me contó una vez que, en ciertas ocasiones, cuando estaba sola dentro de un ascensor, se levantaba la falda por encima de la cabeza. Y también tengo que reconocer que, cuando me ha tocado hacer trayectos en solitario en el ascensor, he tratado a veces de moverme como un juguete de cuerda, golpeándome una y otra vez, insistentemente, contra las paredes; he fingido arrancarme una careta de látex del rostro mientras lanzaba unos agónicos alaridos, y he señalado con el dedo a un imaginario personaje al tiempo que le decía: «Oye, muchacho, te voy a quitar ese bocio de un sopapo, así que ¡cuidadito!». La luz del panel de los botones y la progresiva reducción finalmente, otra línea de escritura. Yo despreciaba profundamente este ejercicio, aunque sólo en parte, porque la línea de puntos era, tomándola como algo aislado, idéntica a la línea de puntos que iba impresa sobre las perforaciones de los cupones y, por tanto, intrínsecamente hermosa a pesar del niño y del perro que estaba a cada extremo. Más tarde me enseñaron cosas sobre los indios del estado de Nueva York, sobre la construcción del canal del Erie, sobre Harriet Tubman, George Washington Carver y Susan B. Anthony, pero ¿por qué ni siquiera ahora, después de un montón de años de estudios, tengo una idea clara de cómo se lleva a cabo el proceso de perforación en los cupones de respuesta o en los rollos de papel higiénico? ¡Mis cavilaciones son penosas! ¿Se harán con alguna especie de corta-pizzas circulares con radios de punta de diamante? ¿O con plantillas de circonio terriblemente afiladas al tacto y que van dejando huellas en el papel con sus púas de escribir en Braille? ¿Por qué no figura el nombre del pionero de la perforación cincelado en las fachadas de las bibliotecas, junto a los nombres de Locke, Franklin y el clásico grupillo de enciclopedistas franceses? ¡A ellos les hubiera encantado! Habrían dedicado a este arte una página entera de ilustraciones bellamente reproducidas, con sus «fig. 1» y «fig. 2» correspondientes.

de velocidad son advertencias suficientemente claras para que, antes de que suban otros pasajeros, uno se vuelva a poner las gafas y adopte una expresión tan jeroglífica como le sea posible. Estos momentos de intimidad resultaban impensables en las escaleras mecánicas, pero a pesar de ello prefiero la rara excepción que supone poder llegar a mi oficina gracias a ellas antes que verme obligado, días tras día, a participar de las pequeñas ceremonias del comportamiento propio de los ascensores: en el ascensor hay que levantar la vista a la vez que el resto de la gente para ver cómo van cambiando los números de los pisos; asumir la responsabilidad de mantener apretado el botón de «Puertas abiertas» o el sensor de goma de la puerta, conservando una piadosa expresión mientras se da tiempo a que alguien acceda a la cabina; escuchar cómo las coletillas finales de las conversaciones, que en el conjunto del ruido del vestíbulo no desentonan en absoluto, se convierten de repente en algo intrigante y malicioso sólo porque de golpe flotan por encima de cualquier otro sonido, entre las personas que en ese momento ocupan el ascensor; interceptar con la mano el rayo de luz que va de una a otra de las puertas abiertas para simular que hay algún otro usuario cuando en cualquiera de los pisos no hay nadie que suba o baje y uno pretende acortar el tiempo de la espera; hacer tintinear las monedas; y, finalmente, saludar a los otros pasajeros mediante una explosión silenciosa de los labios, como si los abriésemos y los cerrásemos de golpe. No obstante, me gustaba tocar los números en Braille, impresos junto a los botones, y leer el formulario de inspección técnica, algo borroso por haber sido fotocopiado demasiadas veces; también me gustaba el momento en que las puertas empiezan a abrirse al llegar al piso deseado y admirar así la precisión del ajuste automático de la cabina con el borde del piso correspondiente; y, finalmente, disfrutaba imaginándome los inmensos y sin embargo ágiles contrapesos, al deslizarse igual que las cucarachas sobre unas ruedecillas de tres pulgadas, arriba y abajo, a lo largo de la pared posterior del hueco del ascensor, siempre en sentido contrario al de la cabina. Por tanto, en lugar de la sucesión de puertas de los ascensores, lo que ocupaba el pasillo de la entreplanta era una impresionante hilera de máquinas expendedoras. Aunque bien pudieran haber merecido mi atención, no solía dedicársela cuando pasaba por delante de ellas, por más veces que —de hecho, casi todas las tardes a última hora— me parase delante de alguna a tomar un tentempié (por lo general cuando ya estaba de vuelta de mi quinta visita al aseo de caballeros, eso sí, por cuenta de la empresa) y en ese instante dedicara a una o incluso a varias de las máquinas algún repetitivo, inconcluso y efímero pensamiento. En sí mismas tenían cierta semejanza con unos edificios de oficinas en miniatura, con la única diferencia de que, en ellas, los pedidos de comestibles, al contrario que los ascensores de la realidad, llevaban siempre una trayectoria descendente y jamás se detenían en pisos intermedios, sino que caían directamente al hacer el pedido hasta una serie de vestíbulos y entradas de diseño variable. De todas ellas, la máquina que más se parecía a un ascensor tenía un panel con tres portezuelas y era la que yo usaba con más frecuencia. En ella, cuando ya se había elegido lo que se quería tomar, la sucesión de peldaños metálicos y refrigerados que estaba detrás de cualquiera de las portezuelas se ponía en movimiento, haciendo que pasara hacia arriba otro escalón (creo que era hacia arriba y no hacia abajo) y dejara al descubierto la punta de una barra de helado cuidadosamente envuelta en su papel correspondiente. Al lado de ésta se encontraba la máquina de Pepsi, en la que a menudo había alguna nota que decía cosas como: «¡Esta máquina se ha tragado tres cuartos de dólar que para más inri eran míos! — S. Hollister, x7982.» Y junto a la máquina de Pepsi había una de cigarrillos cortos, una especie de vestigio superviviente de aquella primera época dorada de las máquinas expendedoras automáticas, fabricada por la Compañía Nacional de Comerciantes, con sede en St. Louis, que funcionaba sin electricidad y sin devolver ningún cambio, valiéndose solamente de la fuerza de la gravedad y de la de los muelles 26. Tenía dos filas con once pomos 26 Como solía ser en la época en que mi madre me dejaba comprarle los paquetes de Kent en una máquina que estaba

de plástico de color claro (¿por qué once?) y había que tirar de ellos con una energía suficiente, superior, por ejemplo, a la que era necesaria para sacar la bola en una máquina del millón o para jugar al Foosball, hasta que el paquete de la marca elegida se deslizaba y quedaba parcialmente visible en una amplia ranura de metal. A la derecha de ésta había una máquina de un diseño que recordaba al más clásico estilo de principios de la década de los cincuenta, con mecanismos para tirar hacia fuera y hacia arriba, comida rápida y selección a base de pesca con ganchos, que tenía el aspecto de un surtidor de gasolina y fue fabricada probablemente alrededor de 1970 (las máquinas expendedoras automáticas, lo mismo que las grapadoras, no figuran precisamente a la vanguardia de los movimientos que han supuesto un cambio de estilo): se trataba de una máquina que servía café, té y caldo de pollo calientes, que estaba decorada con un panel de plástico blanco en el que ponía «Bebidas calientes» y Lo más importante para los niños, escrito con la desenvuelta caligrafía de un zurdo, y en el que se veían, además, unos granos de café que caían de una pala que estaba llena de ellos y que tenía, justo detrás, una anacrónica taza de porcelana con su platillo, de los cuales escapaba una nube de vapor (ese tipo de taza que sería imposible encontrar jamás en un lugar de trabajo, con excepción probablemente de las que tengan en el nivel de los altos dignatarios, los ambientes jurídicos o los locales de venta de artículos con mucha clase)27. en el sótano de la oficina de mi padre, cuando el heroico sonido de las trompetas ayudaba al Hombre Marlboro a cabalgar entre los disparos que surcaban el aire de las tierras del oeste y había otro individuo que recorría el interior minimalista de una colilla de cigarrillo aumentada unos cientos de veces de tamaño (creo que era True o alguna otra de esas marcas de una sola sílaba) e iba señalando al espectador de televisión, con ayuda de un puntero, las características de su sistema patentado de barreras del Doctor Caligari, diseñadas por una ginecóloga para obligar al humo a dejar atrás, en los planos irregulares de este filtro, parte de sus resinas más adherentes.

27 Creo que en versiones posteriores de este modelo que llegué a ver en algún otro lugar, la excesivamente delicada taza de café que se veía al fondo, impresa en el panel iluminado por detrás, dio paso a una taza alta de mayor tamaño y aspecto más cómodo, a la vez que las tazas y los platillos se fueron convirtiendo en algo extraño en nuestras vidas, en objetos que aparecen sólo al final de las cenas de compromiso, mientras van chocando entre sí en las bandejas en medio de un incómodo silencio (después de oírse un ruido de cacerolas provocado por la acción de buscar la bandeja al otro lado de los batientes de la puerta de la cocina). La proliferación de las tazas altas ha sustituido gradualmente a las tazas convencionales porque, en mi opinión, pueden ser sostenidas de una manera más estimulante y el mayor tamaño de sus asas permite, a su vez, una mayor diversidad de formas a la hora de agarrarlas, como, por ejemplo, la posibilidad de hacerlo con dos, o en ocasiones, con tres dedos alrededor del asa (mientras que las tazas convencionales sólo permiten introducir un dedo), o de usar esa solución tan socorrida que consiste en enganchar el asa con un dedo mientras el pulgar y el resto de los dedos se apoyan como un trípode sobre el cuerpo de la taza, o incluso sujetarla con las dos manos, ignorando por completo el asa, según el estilo que utilizan las actrices cuando representan el papel de señora que en la vida real mantiene importantes conversaciones ante la mesa de la cocina. La taza convencional provocaba en la mano un gesto forzado, remilgado y excéntrico, e incluso llegaba a producir dolores en la falange del dedo corazón, que era preciso hacer servir de apoyo al bolígrafo o al lápiz en algún otro momento, y todo a causa de la exagerada distancia entre el asa de la taza y el peso central del líquido que contenía. Además, las tazas altas, como los parachoques y las camisetas, se han convertido en lugares aptos para que la gente proclame sus lealtades, nombres, aficiones, héroes o gustos gráficos. Debido a que, por lo general, sólo se tiene una taza alta decorada con cada uno de los temas, en contraposición con todo un juego de tazas convencionales, idénticas, que cuelgan de sus ganchos en una estantería Rubbermaid de color blanco, es posible llegar a tenerles un cierto cariño a cada una de las tazas altas por separado, y así se intenta dar a todas una oportunidad para que contengan tu café de vez en cuando, incluso a las que menos te gustan, y se puede así llegar a sentir por las tazas altas más horribles que hayan pasado por las manos de cada cual lo que se siente por los libros con un mal diseño de cubierta pero cuyo contenido nos gusta e incluso profesarles algún cariño por esa pequeña muestra de fealdad y de mal gusto. Ahora mismo, media hora antes de que acabe el horario de trabajo, la taza alta que uso en ocasiones como taza suplente permanece todavía, desde anteayer, en el alféizar de la ventana: se trata de una bonita pieza blanca, que tiene la superficie perfectamente alisada y fue fabricada por la empresa Pacific Trend, de Los Angeles, hacia 1982, que decoró este modelo con un total de treinta batidoras idénticas, modelo años cincuenta, cuyos cables de conexión tienen enchufes redondos, lo cual me lleva a plantear una seria pregunta a los visionarios talentos creadores de la empresa Pacific Trend, a saber: ¿por qué

La última máquina expendedora que había antes de llegar a la puerta de los aseos era una adquisición reciente. Este aventurado palacio del tentempié —diseñado en plena era del Centro Pompidou y de los numerosos atrios y centros comerciales en los que se admira la belleza de los tubos HVAC, que son considerados como elementos de ornamentación arquitectónica y más parecen gigantescas reproducciones de los conductos de aire de las aspiradoras y los secadores— ostentaba por ello sus mecanismos interiores a la vista y permitía observar, protegido por un cristal, su inventario completo de productos colocados sobre espirales metálicas que empezaban a girar una vez introducida la adecuada combinación de dos caracteres, una letra y un número, en un pequeño teclado. Así como las viejas máquinas de dulces (que, con sus tiradores, tenían un aspecto similar al de las máquinas de cigarrillos) ofrecían nada más que ocho posibilidades de elección, aparte de un menú alternativo a base de chicles, la máquina a que me refiero ofrece treinta y cinco posibilidades, incluidas las patatas fritas o galletas saladas en resistentes bolsas y a disposición del público. El producto que se elige es lanzado al espacio por la espiral de servicio y después se precipita desde una considerable altura a una cavidad profunda y oscura, y por eso las bolsas acolchadas de patatas fritas están puestas en las espirales más elevadas, para que, si caen desde allí, sufran un deterioro menor, por ejemplo, que el de un paquete de Lorna Doornes o de galletas de queso y mantequilla de cacahuete; sin embargo, y eso sí que es raro, creo haber visto (e incluso comprado) tabletas de cereales recubiertos de miel que estaban ¡en la espiral superior izquierda! Por la experiencia que he tenido con ella, puedo afirmar que esta máquina presenta dos dificultades: una, que la protección triangular de color negro que era preciso burlar para poder retirar después el tentempié elegido resultaba excesivamente pesada, de torpe manejo y con unos muelles excesivamente duros, probablemente para evitar con ello el hurto mediante el uso de perchas dobladas; como consecuencia, la operación casi exigía necesariamente la utilización de las dos manos —una para mantener abierta la protección y la otra para coger los Lorna Doornes—, por más que al usuario sólo le quedase una única mano disponible si, como sucedía a menudo, se daba tuvieron que esperar hasta que los enchufes evolucionaran de la forma redonda a la cuadrada y las reproducciones de batidoras fabricadas por Braun y Krups, que podrían haber servido ya en su época dorada para ilustrar un tebeo sobre batidoras antiguas, les parecieron al fin adecuadas para aparecer como parte de uno de sus diseños más vanguardistas, sobre las tazas de color blanco? ¿Por qué han de envejecer estas imágenes antes de que les cojamos cariño? De todas maneras, me gusta esta taza con una intensidad que nunca podría conseguir una taza de té, esta taza que nunca formará parte de un juego completo: tiene estilo y, con frecuencia, recurro a ella al decidir qué taza utilizaré una determinada mañana, a pesar de la desaprobación que, en teoría, debería producirme su aspecto pretencioso, aspecto al que me atrevo a aludir aquí solamente porque las excesivas pretensiones, a pesar de que sus restos aún siguen goteando a través de todos los niveles de la estructura social de clases, han quedado hace tiempo devaluadas y el limbo de su degradación se puede menospreciar sin problemas. Por supuesto, por más que la máquina automática de bebidas calientes mostrara en el panel de «consumiciones recomendadas» una taza de porcelana o una taza alta no era cierto que la máquina sirviese nada en ninguna de las dos por menos de treinta y cinco centavos. Por el contrario, el café caía a un receptáculo de cartón bastante pequeño y que no tenía ningún tipo de asidero, ni siquiera una de esas ingeniosas asas de papel doblado en forma de voladizo que, en general y con la excepción de los establecimientos de platos preparados, parecen tender por todas partes a su desaparición frente al dominio del styrofoam aislante. Y uno podría preguntarse: ¿por qué sale del interior de esta máquina automática una taza de papel, en lugar de una de styrofoam, más barata y moderna? Cuando me planteaba esta cuestión por las tardes, mientras esperaba a que la señal de «Espere su café» se apagara, la única respuesta que se me ocurría era que las tazas de styrofoam quizá pudieran resultar excesivamente ligeras y adherentes como para deslizarse por los conductos internos de la máquina hasta el lugar adecuado, debajo de la espita, y que, con la tendencia del styrofoam a pegarse, a la máquina le tendría que costar demasiado trabajo separar una taza del resto. Sea así o no, el resultado es que el cartón de las tazas se calentaba de un modo casi intolerable y que, al cogerlas, tenías que moverte con mucho cuidado, sujetándolas por el borde menos caliente y tratando de mantenerte a salvo de los empujones.

cuenta de que le apetecía un paquete de Lorna Doornes justo después de haber sacado un café de 35 centavos de la máquina de bebidas calientes que había al lado; el resultado entonces era que uno se encontraba con que una mano agarraba precariamente un envase caliente y lleno de café, que rebosaba por el borde y que, al no contar con ninguna superficie cercana a excepción del suelo, se veía obligado a mantener abierta la protección o trampilla de color negro con los huesos y los tendones del dorso de la mano prácticamente despellejados, a agarrar en esta posición los Lorna Doornes, a retirar después la mano y, en medio de tanta incomodidad, a maravillarse de que las venas que se entrecruzan en diagonal con esos huesos y tendones no se hubieran rasgado o no se hubiera aplastado su débil protección epidérmica al apoyársele encima el pesado y redondeado borde de plástico. Y dos, el mecanismo de la espiral, aunque ingenioso, no era infalible, porque a menudo solía ocurrir que uno adquiría con sus últimos 55 centavos una bolsa de galletas saladas y, al estar arrugada por el calor, acababa quedándose prendida de un saliente en lo alto de su trayectoria, situación que se veía agravada por la imposibilidad material de inclinar o sacudir una máquina tan inmensa. De este modo, la siguiente persona obtendría como premio una bolsa extra cuando la espiral empujara a la vez la tuya con la suya. No solía pensar en estas máquinas cuando pasaba por delante de ellas, pero alguna fracción agradecida de mi conciencia sí era capaz de reconocer su presencia, una fracción que, por su función, era equivalente a la de la persona encargada del raccord en los títulos de crédito de las películas y cuyo trabajo consiste en asegurarse de que, si un actor lleva una tirita y está sentado delante de tres pasteles durante un determinado día del rodaje, al día siguiente los pasteles y la tirita sigan teniendo exactamente el mismo aspecto. Lo que me pasaba es que yo sólo dependía de estas máquinas como se puede depender de un seto determinado y recortado en forma de bulbo, que se encuentra en una esquina determinada, o de un descolorido y determinado cartel expuesto en un determinado escaparate de alguna tintorería determinada y que viene a suponer una especie de mero alimento visual en el camino hacia casa. Y cuando dos años más tarde volví a atravesar aquel pasillo y me di cuenta de que la máquina de cigarrillos, un aparato estrechamente emparentado con la tintineante y newtoniana máquina expendedora de bolas de chicle y con el parquímetro, tronco primario de la innovación y punto de arranque a partir del cual habían ido apareciendo todo el resto de aparatos de venta automática, había sido sustituido (de conformidad con un más que discutido plan establecido para hacer de mi empresa, en tres fases, un ámbito libre de humos) por un enorme cajón heterodoxo que vendía yogures, cajas de zumo de arándanos, bocadillos de atún y manzanas enteras, y mantenía todo ese conjunto dando vueltas en un carrusel central de varios pisos al que se accedía a través de portezuelas individuales de plástico, confieso que me pasé aproximadamente toda una semana lamentando sin paliativos esa pérdida a razón de, por lo menos, una vez al día.

Capítulo diez

Desde el aseo de caballeros llegó el rugido del correr del agua en un urinario, seguido inmediatamente por la melodía de la canción Yankee Doodle Dandy silbada con infecta alegría y con infinidad de trinos rococó, entre los que conviene destacar la difícil técnica del yodel tirolés especialmente utilizada, en este caso, en la «i larga» de «dandy», momento en el que quien silba consigue que sus labios produzcan mediante la sola expulsión del aire un sonido binario a caballo entre el tono básico y otro sonido más agudo que, según tengo entendido, debe encontrarse en algún punto intermedio entre una tercera mayor y una cuarta perfecta e inmediatamente superior (el enigma de por qué no es perfectamente armónico, en lugar de sonar tan perceptiblemente fuera de tono, a menudo me ha desconcertado: ¿tendrá algo que ver con la materialidad física de los labios fruncidos?). Este despliegue de virtuosismo sólo puede disculparse dentro del aseo de caballeros y no, como algunos de los dependientes parecen creer, en las zonas de trabajo relativamente silenciosas, en las que todo el mundo se quedaba paralizado y el odio contenido goteaba por el filo de los cuchillos cada vez que a alguien le daba la vena de pasar silbando. En el aseo de caballeros, las melodías algunas veces se sucedían ininterrumpidamente durante el día entero, continuadas por sucesivos usuarios o recordadas otra vez por el antiguo usuario tan pronto volvía a notar en el cuerpo la vitalidad propia del recinto embaldosado. En una ocasión, encontrándome drogado por la ingestión de varias tazas de café, me puse a silbar a gran volumen esa obertura llena de energía que empieza con «Lo único que quiero es encontrar un lugar en alguna parte» y, acto seguido, me detuve avergonzado al caer en la cuenta de que, sin advertirlo, había interrumpido con mis huracanados y desentonados trinos un suave clásico de la música rock que alguna otra persona estaba silbando con menos fuerza y más maestría. Pero sin embargo, aquel mismo día, cuando ya había pasado un buen rato, todavía pude escuchar junto a la máquina de fotocopias una versión de mi melodía, embellecida con gran estilo por alguien que debía haber estado en alguna de las cabinas del aseo mientras tuvo lugar por mi parte aquella torpe interrupción al rockero armonioso. Me apoyé con bastante fuerza en la puerta del aseo de caballeros con objeto de abrirla y, al hacerlo, sorprendí al hombre del «Doodle Dandy», que resultó por cierto ser Alan Pilna, del servicio de marketing internacional, aunque su cara, cuando surgió al abrirse la puerta, ya no estaba fruncida en forma del típico morro del silbador, sino en una momentánea mueca de sorpresa. —¡Ep! —dijo él. —¡Ep —dije yo'. Después se apartó y sujetó la puerta para que pasara. —Gracias, Alan —le dije yo entonces. Me moví con eficacia, esquivando obstáculos a derecha e izquierda, en busca de la luz y la calidez del lavabo. Éste estaba decorado con azulejos de dos colores, de esos tonos híbridos de los que nunca logré saber el nombre, a los que habría que añadir el color rojo, un tono como el del mármol del pasillo, que tenían la repisa de los lavabos y las separaciones entre los urinarios y entre las diversas cabinas. Me detuve ante el espejo para asegurarme de que mientras charlaba con Tina no había sufrido ningún contratiempo humillante con la nariz ni llevaba ninguna mancha de tinta: pensaba que ella me hubiese dicho seguramente lo de la tinta, porque de ningún modo habría mencionado el asunto de la nariz. A unos cuantos lavabos de distancia de donde yo estaba había un vicepresidente llamado Les Gus- ter cepillándose los dientes. Estaba mirando directamente al espejo y, casi con seguridad, debía estar observando en su rostro la misma expresión y los mismos abultamientos móviles en sus

mejillas que había visto al cepillarse los dientes desde que tenía ocho años. Parpadeaba con frecuencia y cada parpadeo era ligeramente más lento que el que seguramente habría llevado a cabo mientras leía o hablaba por teléfono, probablemente porque los grandes movimientos que desarrollaba el cepillado de dientes interferían en la autonomía del ritmo de su parpadeo. Tenía el grifo abierto. En cuanto me detuve frente a mi lavabo, Les se inclinó hacia el suyo y, aunque resultaba evidente que aún no estaba preparado para enjuagarse y escupir, se apretó la corbata contra el estómago con la mano que tenía libre para proteger así su sentido de la intimidad de mi intrusión en la superficie del espejo. No estábamos obligados a saludarnos porque el ruido de su grifo y el correr del agua en el urinario de Alan Pilna nos definían como dos seres que existían a la vez en reinos completamente diferentes. Me impresionaba la gente como Les, que tenía la valentía de cepillarse los dientes en el trabajo (¡incluso antes de comer!), por lo increíblemente poco formal que resultaba ese acto; por eso, para dejarle bien claro que no creía que estar cepillándose los dientes fuese en absoluto llamativo o cómico e incluso que, en realidad, yo me había desentendido por completo de su presencia, me incliné hacia el espejo y simulé estar estudiando algún defecto de mi rostro para pasar, acto seguido, a aclararme la garganta de un modo tan desagradable que ya no dejaba ninguna posible duda sobre el hecho de que su acción me resultara absolutamente indiferente. Finalmente me di la vuelta y me situé ante el urinario. A punto estaba de relajarme hasta ese extremo en que se empieza a orinar cuando ocurrieron dos cosas. Primero, Don Vanci se colocó en posición a dos urinarios de distancia de donde yo estaba, tras lo cual, un instante después, Les Guster cerró el grifo. Entonces, como fondo del repentino silencio que se produjo, se empezó a escuchar con claridad una amplia variedad de sonidos que venían de los retretes: largos suspiros, descorazonados y exhaustos, o manipulaciones con el papel higiénico, o periódicos que se doblaban y se depositaban de un golpe en su sitio y, por supuesto, distintos ruidos absolutamente despreocupados como, por ejemplo, escandalosos salpicotazos de proyectiles sobrecomprimidos, seguidos de repentinos y urgentes pedos de un sonido similar al del aire que escapa de la chapa de una botella de cerveza, y cuya causa estaba centrada en lo que allí constituía la actividad principal28. Entonces empecé a padecer un problema de índole doméstica, ya que, en medio de aquel relativo silencio, caí en la cuenta de que Don Vanci iba a estar en óptimas condiciones de oír con toda claridad el momento exacto en que empezara 28 La total ausencia de reserva o de cautela que mostraban los hombres, mis propios compañeros, sobre sus miserias en el retrete, había supuesto para mí una inesperada sorpresa que me proporcionó el mundo de los negocios. Admiraba en cierta manera esta franqueza, y pensaba que yo también, dentro de quince años, quizás iba a ser capaz de pasar períodos de quince minutos en retretes colectivos como éste haciendo sonidos que antes creía reservados únicamente a gente con cuadros extremos de gripe o a despreocupados traseros que gustaban de usar los servicios de las bibliotecas municipales. De momento, y sin embargo, usaba los retretes lo menos posible y nunca con verdadera comodidad, leyendo la sección de deportes que el anterior ocupante hubiera dejado allí o sintiéndome feliz por encontrarme el asiento ya caliente. En una ocasión, estando encerrado en el retrete, corté sin querer una conversación entre un miembro de la junta directiva y un ilustre visitante con un pedo ruidoso y breve como el sonido de un golpe en un hongo. Los dos interrumpieron su conversación momentáneamente y, un poco más tarde, la reanudaron sin haberse inmutado. —Se trata de una joven muy, muy capaz. No me cabe ninguna duda. —Es toda una esponja, una esponja que absorbe información por donde quiera que pasa. —Sí, desde luego. Y es dura, ahí está lo bueno. Parece que lleve una auténtica coraza encima. —Desde luego, supone una baza muy importante a nuestro favor. Etcétera. Por desgracia, la grotesca intromisión de mi pedo me resultó divertida y, sentado como estaba en el retrete, tuve que aguantarme la risa con la parte trasera del paladar, y esta presión contenida provocó la irrupción de otro pedo de menores dimensiones. Entonces, en silencio, empecé a darme golpes en la rodilla, completamente bizco y amoratado por esa explosión de histeria contenida.

yo a orinar. Y, lo que aún tenía mayor importancia, también me di cuenta de que tenía perfecta consciencia del hecho de que yo aún no había empezado a orinar. Cuando él entró en los aseos, yo estaba de pie en el urinario y, en consecuencia, lo normal era que estuviera ya funcionando a pleno rendimiento en aquel instante. ¿En qué consistía, pues, mi problema? ¿Acaso era tan tímido que me resultaba imposible mear a dos urinarios de distancia de otra persona? Durante un rato estuvimos allí de pie, en medio de aquel silencio intermitente, sin que se produjera ninguna variación. Aunque nos conocíamos bastante, no dijimos nada. Entonces, tal como sabía que iba a acabar ocurriendo, oí cómo Don Vanci empezaba a orinar con energía. En esas ocasiones mi problema se agudizaba. Empezaba a sonrojarme. Hay otros que parecen no tener el menor inconveniente para relajar los conductos urinarios en los lavabos colectivos. Algunos incluso se encontraban tan escandalosamente cómodos que eran capaces, uno al lado del otro, de seguir adelante con sus conversaciones. Sin embargo, hasta que desarrollé la técnica de imaginar que orinaba sobre la cabeza de otra persona, a mí me resultaban auténticamente espantosos esos yermos segundos que pasaba mirando fijamente a la marca Eljer mientras aguardaba un acontecimiento que sabía que no iba a tener lugar: en cuanto había otra persona, unos cuantos músculos pequeños, temerosos y tercos hacían que la carga de mi vejiga se bloqueara, por más desesperadamente necesitado de vaciarla que estuviera las más de las veces. Entonces solía fingir que había terminado, carraspeaba, me cerraba la bragueta y salía de allí odiándome a mí mismo, convencido de que la otra persona, mientras hacía repiquetear la porcelana con el fluir de sus propias toxinas, debía pensar: «¡Espera un momento! ¡Me parece que, en realidad, no he oído que este tipo hiciera nada de nada! ¡Me parece que se ha pasado ahí un minuto largo, fingiendo que meaba, para vaciar después la cisterna y largarse con viento fresco! ¡Qué raro! Ese tipo tiene un verdadero problema.» Después tenía que volver a escondidas, soportando el dolor de la urgencia, y agacharme en el retrete para orinar sin riesgos (para que así no resultara visible mi cabeza). Esto pudo ocurrir unas cuarenta y cinco veces, hasta que una noche descubrí un truco en el lavabo abarrotado de un cine. Cuando alguien se coloque a tu lado, alcances a oír sus resoplidos nasales y percibir su contrastada capacidad de orinar en público una vez tras otra, y al mismo tiempo sientas cómo tus propios músculos se cierran sobre sí mismos como un cangrejo ermitaño que se recoge en su concha, debes imaginarte que te das la vuelta y orinas desapasionadamente sobre su cabeza. Imagina tu aparatoso chorro, que traza unos cambiantes surcos en su pelo, exactamente iguales que los que se forman en el césped cuando intentas regarlo con una manguera a demasiada presión. Imagínate que le dibujas una X en plena cara, que él te observa defendiéndose del chorro con el brazo, resoplando y balbuciendo algo para evitar que se le meta en la boca; imagina sus protestas: «¿Perdone? ¿Qué está usted haciendo? ¡Eh! Pff, pff, pff.» Esto es algo que nunca falla. Tan sólo si me encontraba en circunstancias extremas, flanqueado a ambos lados por compañeros que me saludan y se ponen con confianza a la faena, quizá me fuese imprescindible acentuar un poco la imagen y pasar a imaginar que orinaba directamente en una de las cuencas de sus ojos desorbitados por la sorpresa. Y en esta ocasión que comento, a medida que se prolongaba el silencio, recurrí a esta técnica con Don Vanci. Después de un breve retraso mecánico, un grueso cordón líquido digno de conquistar el universo del amoniaco fue escurriendo por la blanca pendiente de porcelana. Finalmente, le propiné un segundo impulso desde el diafragma y se acabó. Don Vanci y yo acabamos casi a la vez, nos dimos la vuelta para dejar el urinario y nos saludamos, justo antes de que descargáramos las respectivas cisternas casi al unísono. —Don. —Howie. Les Guster salía en ese mismo momento con el cepillo de dientes guardado en un neceser

de viaje de plástico. Nos hizo una inclinación de cabeza. —Caballeros. Don Vanci salió detrás de Les Guster sin lavarse las manos.

Capítulo once

Hasta que alguien salió de los retretes dispuse de cuatro lavabos para mí solo; escogí el que no estaba rodeado por charcos. Deposité mi libro de bolsillo al lado y dejé las gafas encima; me lavé brevemente las manos, emborronando y consiguiendo desleír la fecha que me había estampado en la palma, aunque no llegase a quitármela del todo. Sin cerrar el grifo, hice uso de una toalla de papel para secarme las manos. Contábamos con el mejor dispensador de toallas de papel disponible en el mercado, creo yo. Era del tipo que suele verse a menudo en unos lavabos colectivos: un elemento arquitectónico casi de la altura de una persona normal, una banda de acero pulido casi a nivel de la pared en la cual se había abierto, recidida, una oquedad en forma de rombo que se encargaba de ofrecer la siguiente toalla de papel e, inmediatamente debajo, toda una región dedicada a recoger los deshechos, en la cual se arrojaba la toalla después de usada. El hombre encargado del mantenimiento abría el panel frontal de esta unidad —puede que con la misma llave con la que abría el dispensador de jabón, pero puede que no—, vaciaba la bolsa de basura llena de toallas de papel usadas y cargaba centenares de toallas recién sacadas del envoltorio, en lenta y continua expansión, formando una fila perfecta por encima de la abertura en forma de diamante. Las propias toallas de papel eran de la mejor clase que se pueda imaginar: tendrían unos treinta centímetros de ancho, estaban plegadas formando ondulaciones, eran blancas y contaban con dos pliegues que facilitaban sobremanera su extracción de la oquedad —hasta el punto de que era un honor utilizarlas. Dado que el coste del papel se ha incrementado una barbaridad a lo largo de esta última década, algunas empresas que en tiempos utilizaban estas amplias toallas han optado por instalar un adaptador en el interior de la máquina dispensadora que permite expender toallas más pequeñas y, por tanto, más baratas. Otros encargados de las instalaciones se ha manifestado más radicales aún, instalando exactamente al lado de la ciudad fantasma en que ha terminado por convertirse la máquina dispensadora de acero pulido, otro mecanismo que va equipado con una pequeña palanca, como una máquina tragaperras, de la cual hay que tirar incluso cuatro veces hasta que avance el rollo de papel, total para obtener un trozo aceptable de áspero papel marrón que se desgarra sobre una hilera de dientes metálicos con un satisfactorio sonido. Otra versión de esta máquina sustitutoria es la que va equipada con una manivela rotatoria que gira calculadamente a muy escasa velocidad y con una amplitud de giro mínima: confían que uno se harte bien pronto de darle a la manivela y utilice así menos papel. En la zona más baja de la tabla clasificatoria, sin embargo, aunque en tiempos (de pequeño) me pareciera un símbolo emocionante del futurismo y del progreso, está la máquina en la cual la enfermedad es un riesgo, el secador que funciona con un chorro de aire caliente. Ahora ya no se encuentra solamente en los restaurantes de las autopistas, sino también en los servicios de los Wendy’s, los MacDonalds, los Howard Johnson y otras grandes cadenas. Lo que se diría que han hecho, al menos durante un breve período —me refiero a los sin duda bienintencionados pero en el fondo engañados directores y responsables de haber calculado defectuosamente el coste de los cuartos de baño dentro de estas cadenas, es decir, hipnotizados por la cháchara de los vendedores de aparatos de aire caliente— ha sido sencillamente arrancar de cuajo los dispensadores de toallas de papel, instalar infinidad de aparatos de aire caliente y después desmantelar todas las papeleras. Lo que llenaban las papeleras eran las toallas de papel; en los restaurantes ya no se ofrecen toallas de papel al usuario, ergo ya no existe la necesidad de pagar a buena parte del personal por vaciar las papeleras. Ahora bien, al desmantelar las papeleras han retirado la única excusa, la excusa inaplazable que invitaba a los miembros del personal a cerciorarse de que el cuarto de baño estaba en condiciones al menos una vez

durante cada turno, a raíz de lo cual los cuartos de baño han terminado por convertirse en basureros. Entretanto, habrá que hacerse una pregunta: ¿están los clientes de veras contentos con los aparatos de aire caliente? Uno golpea la seta metálica que sirve para encenderlo, tal como indican las instrucciones; acto seguido, «Frótese las manos suavemente» bajo el chorro de aire. Para secárselas a conciencia, empero, tal como las secaría en un santiamén con una toalla de papel, hay que ponerse a suplicar bajo el susodicho chorro por lo menos durante medio minuto, es decir, un tiempo muy superior a la paciencia del más pintado; así pues, es inevitable que uno salga del cuarto de baño con agua entre los dedos, en tanto el chorro de aire sigue caldeando la estancia. En el supuesto de que uno decida permanecer con las manos bajo el chorro durante todo el tiempo que éste dura, ha de saber que el fabricante (World Corporation, por ejemplo) ha tenido la delicadeza de proporcionar un breve texto con el cual es posible pasar el rato. Ahora me cisco yo en ese texto, pero cuando era pequeño me pareció que estaba hecho a la medida de la intencionalidad oracular propia de esos profetas cuyo valor y confianza les han capacitado para hacer borrón y cuenta nueva de toda su vida anterior y empezar desde cero: arquitectos y urbanistas dedicados a la renovación de viejas construcciones, ingenieros expertos en el fluido del tráfico, precursores del monorraíl, de la ropa de papel, de los alimentos en cápsulas, del aprendizaje programado, de las cúpulas que iban a dominar Hong Kong y Manhattan. Solía leerlo en silencio como si estuviese recitando una cuarteta de las Rubaiyatas, y llegué a leerlo tal cantidad de veces que hoy tiene, para mí, ciertas Ur-resonancias procedentes del «programa conscientemente aplicado de higiene oral y de atención profesional continuada» de Crest. Dice: Para mejor servirle a usted ... hemos instalado estos secadores por chorros de aire caliente, de ninguna manera contaminantes, para así protegerle del riesgo de contraer enfermedades que pueden transmitirse por las toallas de papel deshechables. Este rápido y eficaz método sanitario seca las manos más a fondo, impide la aparición de grietas en la piel... y mantiene los servicios libres de desperdicios de toda clase. En uno de los rincones del letrero que soporta ese texto, la World Company ha hecho imprimir en cuerpo muy reducido esa letra griega que parece una hamburguesa vista de perfil, el símbolo del movimiento ecologista, símbolo que cuando estaba en la escuela primaria recorté yo de un trozo de fieltro verde para pegarlo nada menos que cinco veces sobre otros tantos brazaletes de fieltro blanco que mis amigos y yo nos pusimos aquella vez que salimos provistos de bolsas de basura a recoger los desperdicios que hubiesen quedado esparcidos por Milburn Street, cerca de la escuela (y eso que sorprendentemente encontramos muy poca basura, si bien sí percibimos la enormidad de la ciudad cargada de basura a nuestro alrededor) durante la celebración del primer Día Mundial de la Tierra, no sé si fue en 1970 o en 1971. Ahora bien: ¿tiene algo que ver el movimiento ecologista y la protección del medio ambiente con la razón por la cual el restaurante de la cadena Wendy’s en el que estaba yo el 30 de septiembre de 1987 (con objeto de copiar la leyenda del secador, mientras contaba mentalmente hasta sesenta a fin de asegurarme de que, en efecto, el aire caliente soplaba durante un lapso de treinta segundos, tal como yo había estimado) había hecho instalar dicha máquina en el cuarto de baño? No. ¿Se trata, de hecho, de un aparato eficaz desde el punto de vista de la conservación del medio ambiente, que utilice la energía eléctrica generada por la combustión de materiales fósiles? No: ni siquiera existe un botón mediante el cual sea posible interrumpir el flujo de aire caliente, que dura treinta segundos tanto si son necesarios como si no, de manera que uno se ve obligado a participar en semejante despilfarro. Además, ¿de veras impide la aparición de grietas en la piel? ¿El aire caliente? ¿Y es rápido? Es imposible ser más lento. ¿Es más concienzudo? Mucho menos. ¿Nos protege del riesgo de contraer

enfermedades? Es más fácil cogerse un resfriado por culpa del pomo metálico que hay que apretar para poner en funcionamiento la dichosa máquina que por tirar de un pedazo de papel esterilizado, cobijado por un dispensador automático, en el que ningún ser humano ha puesto jamás las manos, con el cual uno se las seca para tirarlo después a la papelera. ¡Mundo, un poco de sensatez, que ya va siendo hora! El tono de autoridad y de vigor para con el público que rodea esta clase de falsedades es lisa y llanamente ultrajante. ¿Cómo es posible permitir que los encargados de marketing sigan sosteniendo reivindicaciones que suenan exactamente igual que aquellos anuncios de finales del siglo pasado, o incluso como esos anuncios de medicamentos patentados o de pulseras de cobre electroactivo que aparecen pegados a las mesas de fórmica de los restaurantes Wendys? Lo que venden, ojo, es una máquina de aire caliente que funciona bien y que dura décadas sin necesidad de ninguna reparación: una medida simple y puede que justificable para que las cadenas de restaurantes dedicados a la comida rápida ahorren una buena partida en productos de papel. O se dicen así las cosas, o mejor no se dice nada. De mucha mayor importancia que ese absurdo texto adherido a la máquina es el hecho de que al cambiar las toallas de papel por ese secador, cuyo embudo es por cierto inmóvil, las cadenas alimentarias a las que tanto ha ayudado la retórica de empresas como World’s fingen creer que lo único que se hacía con las toallas de papel era secarse las manos. ¡Nada más lejos de la realidad! Las toallas de papel son necesarias para limpiarse una mancha de salsa de una manga de la camisa, para limpiar las gafas o para secarlas después de haberlas lavado, e incluso para limpiarse la cara. Cuando uno tiene la cara algo grasienta, una calurosa tarde de verano, en una sala más calurosa aún por culpa del dichoso secador de aire caliente, y decide lavarse la cara antes de pedir la clásica Big Burger, ¿qué hacer? A fuerza de pura desesperación, de una desesperación real y verdadera, como la que yo al menos he experimentado varias veces, uno recurre al papel higiénico. Se utilizan tales cantidades de papel higiénico en los cuartos de baño equipados con secadores de aire caliente que algunos de aquellos mismos encargados de instalaciones que creyeron de lo más inteligente la reducción de costes implícita en la instalación de secadores de aire caliente, han empezado a pensar en términos exactamente opuestos por lo que atañe a los dispensadores de pañuelos de papel, llegando a instalar gigantescos rollos de papel higiénico, del tamaño de neumáticos de automóvil, en cada uno de los retretes. Aún así, el papel higiénico no es lo más idóneo para una serie de usos ajenos a su reducido abanico de actividades. Uno entra en un retrete y saca un buen puñado (siempre y cuando los retretes no estén ocupados, cosa que suele ocurrir a menudo) y vuelve con él al lavabo. Tan pronto se humedece con agua caliente, se transforma en una especie de puré semitransparente e imposible de manejar. Al pasarse este plasma goteante por la cara, minúsculos pedazos se adhieren a las mejillas o la frente, con lo cual es preciso juntar otro buen puñado para quitarse de la piel esas escamaduras mojadas..., claro que, ¡ah! Uno se encuentra con que tiene los dedos humedecidos, de modo que al intentar sacar más papel de ese rollo, que tendrá un centenar de metros de longitud, el trozo que se agarra se disuelve al contacto con los dedos, desgarrándose prematuramente. Decidido a dejar que la cara se seque con el aire, uno se pone a buscar un sitio adecuado en el que arrojar el amasijo de papel macerado que tiene entre las manos, momento en el cual descubre que la papelera ha desaparecido. Así pues, lo tira a un rincón en el que hay otra miscelánea de desperdicios, o bien lo deja caer vengativamente en un retrete ya de por sí atestado. Y es por esto que considero un honor trabajar en un centro en el que aún se utilizan los clásicos dispensadores de toallas de papel. Sin embargo, algunas veces, al sacar varias toallas de papel, o una vez que abrí un armario de acero gris en el que se guardaba toda clase de material, repleto en concreto de tijeras con los mangos recubiertos de plástico negro, de recambios de calendario, de cajitas imantadas y llenas de clips, de grapadoras, de esos artilugios para quitar grapas que parecen cobras, de cajas y más cajas de bolígrafos, o bien

cuando recibo un informe en cuya cubierta figuran por lo menos cincuenta nombres, de pronto me entran dudas: ¿de veras puede la empresa permitirse todo esto? Me paro a pensar en las personas de mi departamento, un departamento más de los sesenta y tantos de que consta la empresa: visualizo mi nómina, más la de Tina, la de Abelardo, la de Sue, la de Dave, la de Jim, la de Steve y las de diez o quince más, ninguno de los cuales hace nada que provoque automáticamente ningún ingreso, e imagino una hilera de números que dan vueltas a tal velocidad que resultan imposibles de ver, e intento calibrar la cantidad de dinero que ha costado cada uno de los segundos que hemos dedicado a trabajar. Nuestras nóminas tenían por base una semana de treinta y cinco horas laborables: piénsese, pues, en la cantidad de dinero que la empresa pagaba a diario tan sólo para financiar las horas que sus empleados dedican a almorzar. Presa de ciertos estados de ánimo, me resultaba imposible pasar de mis impresiones personales acerca de la pequeña y carísima subunidad de la empresa a la red general de cifras de ingresos que a que teníamos acceso cada quince días en los informes de ganancias que elaboraba el departamento de coordinación internacional —qué difícil resultaba creer que el dinero entraba casi a espuertas, o por lo menos al mismo ritmo al que salía. Y esta duda a veces llegaba a extenderse sobre todas las empresas de la ciudad: todo un cúmulo de rascacielos de gastos extralimitados, todo un estrato de empresas existente a un coste desmesuradamente elevado, el coste del papel empleado en las toallas en vez del coste de los secadores de aire caliente. Cuando a veces me daba por decirles a Dave o a Sue que muy a menudo me interrogaba acerca de cómo era posible que nosotros, o cualquier otra empresa, pudiera permitirse tales gastos operativos, me dedicaban una caritativa sonrisa y me decían, por ejemplo: «No te preocupes, que sí que podemos permitírnoslo. Créeme.» Sin embargo, no sabían mucho más de lo que sabía yo. Por el mero hecho de que sea una convención disponer de un millar de tarjetas de visita a la semana siguiente de ser contratado y aunque, a menos que uno sea vendedor o se dedique a fondo a las relaciones públicas, probablemente nadie consiga endosar a los clientes o a quien sea más de treinta tarjetas mientras dure el tiempo de su contratación, habida cuenta de que la mayor parte de las tarjetas serán entregadas a lo largo del primer año a la parentela, y después solamente en aquellas ocasiones en las que el intercambio de tarjetas de visita sea tímida ironía de un intercambio real, por más que la posesión de dichas tarjetas de visita no tenga en realidad más función que la de manifestar buena fe por parte de la empresa, a fin de que uno se sienta en su puesto por derecho propio y desde el principio mismo, sin importar cuán carente de valor se considere uno a lo largo de los primeros tres meses, y simplemente porque dicho nivel de lujo es convencional, así como porque las tarifas de los impresores se abaratan a medida que aumenta la cantidad del encargo, ello no quiere decir que lo de las tarjetas, así como cosas por el estilo, se baste para derribar de un plumazo toda esa estructura de gastos desmesurados e incomprendidos, producto de una convención heredada29. Llegábamos a trabajar todos los días y se nos trataba 29 Al abandonar un trabajo, una de las decisiones más difíciles que hay que tomar a la hora de limpiar la

mesa es qué hacer con esa especie de ataúd o bandeja que contiene 958 tarjetas de visita que todavía huelen a nuevo. No es posible tirarlas así como así —pues las tarjetas, junto con algunas copias de la nómina, constituyeron la prueba, para uno mismo, de que durante una buena temporada apareció en dicho edificio todos los días a fin de resolver complejos, absorbentes problemas; por desgracia, los propios problemas que en tiempos nos obsesionaron y ocuparon la mayor parte de nuestro tiempo, hasta el punto de hacernos trabajar hasta avanzadas horas de la noche e incluso hablar en sueños, han resultado hueros: pasadas dos semanas después del último día de trabajo se han contraído de tal manera que parecen meramente perdigones, cincuenta veces más pequeños del tamaño que tuvieron en su día; uno se descubre incapaz de recrear qué sentido tenía aquello que estaba en juego, pues se diría que solamente ha sido ese ritmo húngaro, un 5 / 2, propio de la semana laborable, en que por sí solo ha mantenido cada crisis hinchada hasta el punto indescriptible de complejidad interdepartamental. Coterminalmente, en tanto se desmoronan los problemas por cuya solución se nos pagaba, el gesto de saludo del guarda de seguridad, su libro de firmas, la ascensión en las escaleras

a cuerpo de rey: un nuevo portafolios de papel manila para cada nuevo asunto, carísimos servicios de mensajería y courier, taxis gratuitos, viajes para asistir durante tres días a un determinado congreso por mil quinientos dólares, a fin de mantenernos al día en nuestros respectivos campos profesionales; hasta los más superficiales informes se nos mecanografiaban, se fotocopiaban, se distribuían y se archivaban; contábamos con transparencias en el techo y en la parte superior de las paredes para que hasta el encuentro más casual tuviese el aire de una reunión oficial e importante; todas las papeleras de la empresa, en total más de diez mil papeleras, se vaciaban y se equipaban con una nueva bolsa de plástico todas las noches; los cuartos de baño estaban provistos al menos con un lavabo más de los que hubiese sido concebible utilizar a la vez, todos ellos ornamentados con lajas de mármol que habrían hecho justicia a los cuartos de baño del Vaticano... ¿En qué estábamos participando?30 A pesar de esta especie de metaescrúpulo periódico, ciertamente disponía de las toallas de papel cada vez que me era necesario. Con un brusco movimiento saqué cinco, una detrás de otra, de la abertura en forma de rombo; una para lavarme la cara, dos para aclarármela, una cuarta para secármela y una quinta para secar las gafas después de pasarlas por debajo del grifo. Cada vez que tiraba de una aparecía otra idéntica, ofreciéndose a un nuevo tirón: si cerrarse los ojos en el momento preciso, habría sido imposible saber que se trataba de una toalla distinta de la que había estado mirando antes, pero lo era. Esta renovación de la novedad, ya fuese la aparición de otra tableta Pez idéntica a la anterior en el cuello del elevador de las tabletas Pez, o la visión de un paracaidista tras otro a medida que se plantan un instante en la mecánicas, los objetos sobre la mesa de trabajo, la visión de los compañeros y sus despachos, sus rostros vistos desde una serie de ángulos característicos, los rasgos de los servicios comunitarios, todo ello se expande milagrosamente: de esta manera, todo aquello que fue vertebral y todo aquello que fue incidental terminan por experimentar una exacta reversión. 30 Y después de esta pompa y este lujo regresamos a casa cada noche para quedarnos sudorosos ante una

cómoda, algunos de cuyos cajones están abiertos, sin estar ninguno equipado con los rodamientos adecuados para abrirlos y cerrarlos con suavidad, y dejamos el maletín y la bolsa de turno en el suelo al tiempo que empezamos a sacarnos de los bolsillos puñados de monedas sueltas y papeles de caramelos, o incluso un paquete de Vela- mints sin terminar, obligados a inclinarnos un poco hacia adelante a fin de recoger todas las monedas sueltas que hemos ido recogiendo a lo largo del día por el mundo, dado que perezosamente hemos utilizado billetes enteros para pagar cada adquisición, dejando las cálidas monedas, las llaves y los recibos de los cajeros automáticos, así como los desperdicios, en un platillo que ya está lleno a rebosar de monedas, adoptando a continuación otra especial pose de contrapposto para sacarnos la cartera del bolsillo posterior, bulto ligeramente humedecido que durante todo el día ha representado una simple molestia subliminal aun sin haber sido capaces de precisar en qué consistía dicha incomodidad hasta este preciso momento en que depositamos ese pegajoso bulto de plástico y de cuero sobre la desmoronadiza pila de monedas y sentimos refrescarse instantáneamente la nalga correspondiente, aliviada por fin tras diez horas ininterrumpidas de lastrada propincuidad. Y luego colgamos los pantalones, asegurándonos de que los dobleces quedan en su debido sitio y que es así posible volver a utilizarlos otro día, mediante el sencillo sistema de suspenderlos cogidos por las perneras y pasarlos por el triángulo de la percha para colocarlos sobre la barra de cartón especialmente tratado para impedir que ninguna prenda resbale y se caiga al fondo del armario, a sabiendas de que por más que estén algo sudorosos estarán en perfectas condiciones de uso pasado mañana, cuando nos haga falta volver a ponérnoslos. Luego damos una vuelta en calzoncillos y camiseta, hasta decidir prepararnos unos ravioli de lata. ¿Acaso esta velada desorganizada, basada en el principio del «hágalo usted mismo», puede formar parte de la misma vida limpia y noble que llevamos en los edificios de oficinas?

puerta del avión, antes de saltar, o la bola metálica de las máquinas de «flippers» cuando se coloca en posición de lanzamiento, después de haber perdido la anterior, o una pegajosa rodaja de plátano desplazada del lugar al que se había adherido, sobre el cuchillo, por acción de la siguiente rodaja, o la aparición de un nuevo peldaño en las escaleras mecánicas, era para mí una de las principales fuentes de felicidad que puede ofrecer el mundo artificial. Y sigue siendo para mí cuestión de una cierta frustración personal que los restaurantes de comida rápida, que tantos ejemplos ofrecen de esta renovación estructurada y mecánica (por ejemplo, los agujeros que contienen un muelle que propulsa la aparición de una nueva taza de styrofoam), interfieran impenitentemente en el placer que podría producirnos todo ello por a) no ser capaces de inculcar en sus empleados la noción de la extremada importancia que tiene cargar los dispensadores negros y cromados de las servilletas con servilletas que apunten en la dirección adecuada, es decir, ni del revés, con los pliegues ocultos, en cuyo caso para sacar dos servilletas hay que pellizcar al menos unas seis y luchar contra ellas, prendidas en la boca de cromo, dejando las sobrantes, culpables, encima del servilletero, lugar del que nadie las recogerá para utilizarlas, dado que nadie se fiará de ellas; o, si no es eso lo que hacen, por b) permitir que el personal llene el servilletero muy por encima de su capacidad, llevados por la aparentemente inmensa cantidad de servilletas que es capaz de albergar, de manera que el doblez del que uno ha de tirar se desgarra o hace que la máquina retiemble sobre sus pies de goma al desplazarse con torpeza por encima de la mesa, hecho más frustrante si cabe, porque por algo se trata de un invento duradero, sencillo, vivo, ingenioso, capaz de proporcionar uno de esos pequeños placeres que pasan casi sin notarse cuando uno se decide por una comida rápida, a pesar de lo cual, por descuido o ignorancia, su grandeza queda traducida a la inversa, a resultas de lo cual millones de servilletas de papel se echan a perder sin que hayan servido al propósito para el cual están pensadas. Tengo fe, sin embargo, en que las cadenas de comida rápida se den cuenta a tiempo de este craso error e instruyan al personal de tal manera que los trabajadores recién contratados lleguen a entonar el cántico de «¡Dobleces al frente! ¡Dobleces al frente!» De esa forma, con suerte, volverán a cambiar los secadores de aire caliente por los riesgos de las toallas de papel, tal como a la paja flotante se le ha dotado, al menos por parte de algunos vendedores, del peso específico necesario para quedarse clavada en un medio líquido carbonatado31. 31 Permítaseme mencionar otro importante avance en la historia de la paja. Recientemente me he fijado, y he recordado haberme fijado a medias a lo largo de varios años, hace tiempo, en que el envoltorio de papel, que en tiempos tan fácilmente resbalaba a lo largo de la paja de plástico para formar un gurruño comprimido en forma de concertina, que se utilizaba para presentar los típicos trucos de barra de bar o de colegio mayor, ahora ya no resbalaba en modo alguno. Se abraza tan estrechamente a la superficie de la paja que aunque ésta sea sin duda más rígida que la antigua paja de papel, el plástico, a veces, termina por ceder bajo la presión que se aplica al intentar deslizar el envoltorio de papel tal como se hacía antes. Todo un método de desenvolver las pajas — con una sola mano, muy similar a los golpecitos que se dan a un cigarrillo sobre una superficie plana para cerciorarse de que el tabaco está firmemente inserto en el cilindro de papel— ha dejado de funcionar, y nos vemos ahora obligados a pellizcar el borde que sobresale del envoltorio y desgarrarlo con ambas manos recorriendo longitudinalmente la costura del envoltorio, como quien abre una carta publicitaria. Sin embargo, aún tengo fe en que este error sea corregido; puede que algún día volvamos a sentir nostalgia por aquel período que duró varios años, en el cual las pajas eran objetos difícilmente extraíbles de sus envoltorios. Es imposible predecir todo lo que ha de ir mal en estas minúsculas innovaciones, y lleva tiempo considerarlos males endémicos sobre los cuales es preciso actuar. Asimismo, a veces, hay que contar con añadiduras inesperadas a ciertas formas menores del desarrollo. ¿Qué fabricante de envoltorios para el azúcar podría haber previsto que al usuario le guste sacudir el envoltorio de un lado a otro, a fin de centrifugar el contenido del sobre al fondo del mismo y abrirlo más fácilmente por el lado contrario? La desnudez de una simple novedad en el embalaje previo a las porciones se ha evitado con un rodeo y se ha suavizado hasta que una simple adaptación gesticulativa

Desplegué la primera de las cinco toallas de papel bajo el chorro de agua caliente, la plegué al tenerla medio mojada y deposité encima media gota de jabón rosado, que disolví mediante otra rápida pasada bajo el grifo. Luego, inclinado sobre el lavabo, la corbata a salvo al tenerla recogida bajo la axila, alcé el folio goteante con ambas manos y me cegué en su calor. Me froté la cara. Me cerré las aletas de la nariz presionándomelas con los meñiques. «Dios», dije al papel empapado, sintiéndome inmensamente sosegado. Lavarse la cara es una actividad que funciona tal como se dice que funciona la acupuntura: las súbitas señales de calidez inundan el cerebro a partir de los nervios faciales, sobre todo desde los párpados, sueltan por un instante las amarras del pensamiento, desalojan la atención de todos aquellos pensamientos que estuvieran en marcha y llevan al cerebro al azar y hacia atrás, hasta el primer punto fijo que localice la memoria —a menudo un asunto que uno haya dejado sin resolver ese mismo día, previamente, que regresa entonces como una imagen aumentada sobre la negrura granulosa de los párpados cerrados. En mi caso, la imagen que quiso regresar fue la del cordón del zapato que se me había roto tal y como me lo encontré antes de proceder a repararlo, en mi despacho, siete minutos antes. En aquel momento, la pregunta había sido la que sigue: ¿cómo había sido posible que se me rompieran los cordones de los dos zapatos en un lapso de unas veintiocho horas, tras dos años de uso ininterrumpido? Reviví la primera sensación de tirar de los cordones para tensarlos antes de iniciar el nudo: se trataba de un tirón que al menos en apariencia afectaba a cada centímetro de cordón, con lo cual todo él padecía la misma fricción. Lo comparé con la importancia del segundo tirón, a menudo mucho más fuerte, que efectuaba a fin de apretar el nudo de la base. Este segundo tirón se realizaba en dirección al suelo, y la fricción se diría confinada a unos siete u ocho milímetros de cada uno de los extremos del cordón —así que ese segundo tirón, pensé, era el responsable de la fricción concentrada, del verdadero desgaste de los cordones. Tuve la sensación de estar avanzando. Al aclararme la cara con la segunda y tercera toallas de papel, intenté de nuevo incorporar en mi explicación de la rotura dual de los cordones la contribución adicional de las flexiones que se producían al caminar, activas sobre la longitud total de los cordones, dado que las apoyaduras y las cargas del caminar, si bien individualmente muy pequeñas, se repetían cientos de veces —por ejemplo, incluso el desplazarme desde mi despacho hasta el servicio, debía de haber flexionado cada zapato y por lo tanto debía de haber ejercido una cierta tensión sobre cada uno de los cordones al menos unas treinta o cuarenta veces. Cerré el grifo y procedí a secarme la cara con la cuarta toalla sin pensar en nada. Lo que en el fondo necesitaba era una vía a través de la cual discriminar entre el desgaste inflingido mediante el acto de tirar de los cordones y el desgaste producido al caminar. Y en ese momento tropecé con lo que a primera vista parecía un perfecto test basado en disyuntivas: o... / o... Dado que mis pies constituyen imágenes especulares el uno del otro, (posiblemente inspirada en el movimiento que se hace al apagar una cerilla después de encender un cigarro) le ha otorgado su sentido; la conveniencia así da lugar a un movimiento de ballet, y el sonido que produce el gesto de sacudir un sobre de azúcar a primera hora de la mañana en las mesas próximas no es precisamente de los que yo estaría dispuesto a renunciar, ni siquiera aunque tome el café sin azúcar. Nadie habría podido predecir que los encargados de mantenimiento sacarían brillo al pasamanos quietos, sin moverse, ni tampoco que los estudiantes descubrirían que se pueden arrojar los envases de mantequilla de tal manera que se queden adheridos a las paredes, ni que los comerciantes iban a descubrir la sabiduría que implica el gesto de guardarse el lapicero detrás de la oreja, ni que más tarde dejarían de guardarse el lapicero detrás de la oreja, ni que los limpiaparabrisas iban a convertirse en lugares perfectos para dejar panfletos publicitarios. Una invención técnica de modo alguno pretenciosa —la paja, el sobre de azúcar, el lapicero, el limpiaparabrisas— se ha enriquecido mediante la ornamentación que le adscribe un mudo folclore de intenciones conductistas, intenciones no registradas, no patentadas, adoptadas y afinadas sin ulteriores comentarios.

dado que no padezco ninguna cojera, el desgaste inducido por un modelo de flexión causado por el acto de caminar tendría que alcanzar su grado máximo bien en el interior o bien en el exterior de ambos zapatos, sobre todo en la zona superior de los primeros agujeros —y nunca, digamos, en el agujero interior del zapato izquierdo y en el agujero exterior del zapato derecho. Con los brazos, por otra parte, ejerzo una tensión asimétrica, no sólo por tener más fuerza en el brazo derecho que en el izquierdo, como bien sabemos por las películas y las novelas de misterio, sino también porque sujeto los extremos derecho e izquierdo de cada cordón de una forma sutilmente distinta, preparado para los movimientos que habré de efectuar al trazar las dos lazadas. Ello nos permite determinar con gran facilidad si resulta dominante el modelo de la flexión crónica producida por el caminar o el modelo agudo del tirón al atarme los zapatos. Demos por sentado, me dije, que el cordón del zapato derecho que se rompió el día anterior por la mañana, en mi apartamento, se hubiese partido en la zona correspondiente a la izquierda, es decir, al interior, del primer agujero. Según el modelo del caminar, siempre hubiese dicho que el cordón que se encontraba en el agujero derecho, o interior, del zapato izquierdo, se hubiese partido hoy, manteniendo de ese modo la simetría. A la inversa, bajo el modelo del desgaste por tracción, habría esperado que el agujero izquierdo del zapato izquierdo hubiese resultado el punto lógico de la ruptura. En cambio, no recordaba con precisión cuáles eran los dos agujeros implicados. Aclaré las gafas rápidamente bajo el grifo, ansioso por estudiar de nuevo y con un cierto detalle mis zapatos; limpié bien los cristales curvos con la quinta toalla, haciendo movimientos concéntricos con el índice y el pulgar, uno por cada cara de la lente, hasta dejarlos bien secos. Uno de los retretes empezó a rugir. Me separé del lavabo y me llevé las gafas hacia la cara, disfrutando de la paulatina aproximación de esas dos reservas naturales de discernimiento amplificador; al calzarme las patillas sobre las orejas enarqué ambas cejas por razones desconocidas32. En ese momento pude verme los zapatos. Lo que vi fue un zapato izquierdo en el cual era ostentoso el trozo de cordón roto y reparado mediante un nudo provisional sobre el agujero superior izquierdo, y un zapato derecho en el que también era notorio un trozo de cordón roto y reparado mediante un nudo provisional sobre el agujero superior izquierdo. Aquello en modo alguno era simétrico, de manera que era menester considerar dominante el modelo de desgaste inducido por la tensión producida al tirar de los cordones y descartar el modelo de desgaste por la flexión producida al caminar. Bien. Empero: estos resultados me obligaban a reconsiderar la totalidad del problema previo, es decir, cómo comprender el elevado porcentaje de ocasiones en las que a diario uno y otro zapatos se desataban y era, por tanto, preciso volver a atar. Y en ese punto tuve que abandonar mis cavilaciones, porque Abelardo, el director de mi departamento, salió de un retrete. —¿Y a ti qué te parece, Howie? —dijo: era una de sus habituales maneras de saludar, una de las que a mí más me agradaban. —Abe, la verdad es que no sé qué pensar —dije yo; léase, mi respuesta habitual. Me ajusté las gafas mirándome al espejo, para que no se me quedaran torcidas, aun a sabiendas de que en cuestión de minutos volverían a adoptar su habitual grado de inclinación. —¿Qué, sales a almorzar? —dijo Abe frotándose las manos. —Sí. Tengo que comprar unos cordones para los zapatos. Uno se me rompió ayer, otro hace un rato. —Vaya, vaya. 32 Se diría que todo el mundo enarca las cejas cuando se lleva algo cerca de la cara. El primer sorbo de la primera taza de café, por la mañana, nos hace enarcar las cejas; he visto a ciertos individuos que desplazan la totalidad del cuero cabelludo al tiempo que mueven las cejas cuando se llevan el tenedor a la boca. Una explicación posible es que alzar las cejas es una forma de indicar al cerebro que no active la reacción natural e instantánea que por norma general acciona el acercamiento de objetos móviles a las proximidades de la cara.

—Me deja boquiabierto. ¿Te ha pasado alguna vez? —No. Todos los días estreno unos cordones nuevos. —¡Vaya! ¿Los compras en el CVS o en otro sitio? —Que va; me los mandan por paquetes. Me los fabrica un indio de Texas. Mezcla alpaca con otros materiales finos, y luego los recubre de krylon. —Qué suerte —uno de los secretos fundamentales para trabajar con Abe y llevarse bien con él era darse cuenta de que nada de lo que dijera, al margen de los asuntos de la empresa, debía tomarse en serio—. Bueno, hasta luego. —Hasta luego. Al acercarme a la puerta, empecé a silbar a todo volumen. Cogí el pestillo; la puerta se abrió hacia mí sin ofrecer la menor resistencia. —Eepa —dije. —Eepa —dijo Ron Nemick, que entraba en ese momento. Le sostuve la puerta para que pasara. Al salir al pasillo, me di cuenta de que la melodía que acababa de empezar a silbar era Yankee Doodle Dandy. Desde dentro, oí que Abe empezaba animadamente con Conocí a una vieja que se tragó una mosca.

Capítulo doce

Menos de una hora después había adoptado la pose de George Washington al cruzar el Potomac, con un pie en el escalón superior, la mano sobre el pasamanos, elevándome a buen ritmo sobre la diagonal que formaban el punto de arranque de la escalera y mi destino. El ruido del motor de las escaleras automáticas había terminado por ser indiscernible, aunque sí sentía un débil y regular traqueteo bajo los pies, traqueteo que achaqué a los eslabones de la cadena que me llevaban hacia arriba y que enganchaban en los engranajes de uno y otro extremo; los ruidos del vestíbulo también se habían desvanecido al asimilarse a un ruido de vestíbulo universal, como si cada uno de los tacones de los puntiagudos zapatos de las secretarias fuesen una única punta de un pincel untado de pigmento en el acto de colorear una acuarela, desvaneciéndose y cada vez más pálidos al extenderse sobre el papel. Desde la altura a la que me encontraba, la altura de la sociología y las estadísticas, los empleados en escorzo discurrían a través de estructuras bien visibles: entraban propulsados en el vestíbulo a velocidad uniforme por efecto de las puertas giratorias, se congregaban ante los ascensores cuyas luces indicadoras de llegada se encendían en ese instante, renovaban de continuo la cola de cuatro personas que se formaba ante el cajero automático; de cuando en cuando, dos de ellos, cuyas apresuradas trayectorias se interseccionaban, en un punto determinado, levantaban jubilosos los brazos para intercambiar breves cortesías al tiempo que trazaban un claro rodeo en sentido de las agujas del reloj para evitar el impacto y seguir de espaldas su camino, cada uno de ellos atraído momentáneamente por el campo gravitatorio del otro para,de mutuo acuerdo, completar el rizo dándose la vuelta y seguir a toda prisa. No había movido la mano del lugar en el que cayó sobre el pasamanos de la escalera mecánica, pero dado que el pasamanos avanzaba hacia arriba a una velocidad imperceptiblemente más lenta que las escaleras (¿por desajuste?), el brazo se me había quedado en una posición distinta, el codo más torcido, que al empezar. Volví a colocar la mano por delante del cuerpo. Qué extraño pensar que a causa de la diferencia existente entre ambas velocidades los peldaños adelantan periódicamente el segmento del pasamanos que los acompaña: como el desajuste de aquella escalera rondaba los treinta centímetros por trayecto, es decir, unos sesenta centímetros cada ciclo completo, y como el pasamanos tendría en total una longitud estimada de treinta metros, cada trozo del pasamanos era alcanzado de nuevo por el peldaño correspondiente a cada cincuenta revoluciones —como esos coches de competición que cada vez llevan menos pegatinas y que uno cree van a la par con Foyt y Unser, pero que en realidad van muchas vueltas por detrás, conducidos por ¿qué clases de pilotos? Hombres tristes, disgustados, piensa cualquiera instintivamente, aunque bien pudiera tratarse de fanáticos o de novatos, encantados de estar cuando menos en carrera. Que el pasamanos no avanzase exactamente a la misma velocidad que los escalones era una observación que debía a un hábito recientemente adquirido, a saber, permanecer quieto y dejarme llevar por la ascensión, en vez de subir las escaleras a la vez que éstas subían. Había optado por permanecer quieto solamente después de llevar un año entero trabajando para la empresa. Antes de empezar el trabajo hacía uso de las escaleras mecánicas con una frecuencia relativamente escasa, en los aeropuertos, centros comerciales, en algunas salidas de las bocas de metro y en los grandes almacenes, ocasiones en las cuales había desarrollado paulatinamente firmes creencias acerca del modo más indicado de subir en unas escaleras mecánicas. Lo propio era subir a la velocidad normal a la que uno sube cualesquiera otras escaleras, permitiendo que el motor refuerce, pero no sustituya, los esfuerzos físicos propios de la ascensión. Otis, Montgomery y Westinghouse no se habían propuesto de ninguna manera que uno trastabillara en las escaleras mecánicas de su fabricación para detenerse al

final del trayecto, llegando así al piso superior más tarde de lo que se hubiese llegado caso de subir por una escalera fija y no electrificada. Jamás habrían dedicado sus fortunones y años enteros de trabajo, años de ingenuidad mecánica, para construir una máquina que externamente poseyese todas las características de unas escaleras normales y corrientes, incluidos los peldaños individuales, un grado de inclinación practicable y una balaustrada reluciente, sólo para que las personas saludables, como era mi caso, permanecieran en un estado de animación suspendida, los ojos con la típica mirada ausente, hasta ser depositadas en el piso superior. No se habían inspirado en las sillas de arrastre que hay en las estaciones de esquí, ni en los trenes de cremallera, sino en el ciclomotor, a bordo del cual uno se ayuda con el pie cuando se trata de subir una cuesta. Con todo, la gente se niega, al parecer, a entenderlo. Era frecuente que en los grandes almacenes me quedara bloqueado tras dos pasajeros inmóviles, acuciado por las ganas de darles un golpecito en el hombro para meterles prisa, como si fuese un instructor de un programa de Límites Exteriores, y dijera: «Annette, Bruce... Esta no es la Tierra de los Comedores de Loto. Estáis en una escalera mecánica. Sentid pues cómo se funden vuestros pasos sin esfuerzo en el inextinguible adelanto de las escaleras. Observad los ángulos que forman el suelo y el techo de las escaleras allá arriba y alrededor, ved cómo se alteran sus puntos de fuga a una velocidad gelatinosa que en modo alguno tiene correlación con las sensaciones que os transmiten las piernas. ¿No os dáis cuenta de que al detenernos los dos a la par no sólo me estáis bloqueando el paso a mí? ¿No os dais cuenta de que así, y aun sin quererlo, indicáis a todos los que montan ahora en las escaleras, allá abajo, tímidos y en busca de alguna fuente de inspiración, que si les da por empezar la ascensión a buen paso también terminarán por alcanzarnos y verán abortado su avance? ¡Estaban dudosos! ¡No sabían si quedarse quietos o si emprender el ascenso, y acabáis de mediatizar sus voluntades! ¡Les habéis forzado a perder el tiempo, les habéis quitado la posibilidad de elegir por sí mismos! Y ellos a su vez impiden el paso de los que les siguen —con lo cual estáis perpetuando una estructura de indolencia y de congestión que puede persistir durante varias horas. ¿Es que no os dais cuenta?» A veces optaba por detenerme descortésmente en el peldaño inmediatamente inferior al que ellos ocupaban, esbozando una caricatura facial de la impaciencia más irresistible, siguiéndoles muy de cerca hasta que (a menudo con ruidos de sorpresa y alguna que otra vaga disculpa) se ponían uno delante del otro para dejarme pasar. Era más sencillo abrirse paso en la bajada, dado que el rápido ruido de mis pasos les asustaba y les hacía echarse a un lado. Ahora bien, tras un año entero de tomar las escaleras mecánicas para subir a trabajar había cambiado. Me había convertido en pasajero forzoso de la escalera mecánica durante cuatro veces al día —a veces seis, a veces incluso más, caso de verme obligado a bajar al vestíbulo para coger el ascensor y subir a alguno de los departamentos de la empresa, situados en los pisos vigesimosexto y vigesimoséptimo—, y los pensamientos de costumbre, los que me había provocado previamente la experiencia, terminaron por serme demasiado conocidos. Se ahondó así mi apreciación total de la escalera mecánica, llegando a la postre a engastarse en mi columna vertebral, aunque cada uno de los trayectos individuales que realizaba ya no supusiera ninguna garantía a la hora de accionar un fragmento de teoría bien elaborado ni tampoco un estado de irritación. Empezó a importarme cada vez menos que la intención original del invento hubiese sido emular la escalera normal y corriente o no. Y pasados los primeros meses de trabajo, cuando volví a unos grandes almacenes, contemplé las espaldas inmóviles de los consumidores por delante de mí, contemplé la inclinación de la escalera repleta de personas con renovado interés, y opté por relajarme con ellos: era natural, era comprensible, era incluso digna de defensa su actitud hierática, permanecer como una de las estatuas de la Isla de Pascua en trance de una ascensión motorizada por las arquitecturas propias de la venta al detall. Muy temprano, de camino a la sección de Menaje del Hogar para

comprar una sartén Revere con la cual alternar mi sartén Teflon y completar así mi cocina 33, incluso llegué a dejar mi bolsa de plástico (que contenía por cierto un traje, una camisa, una corbata y, en una bolsa de menor tamaño, aparte, un cable de teléfono bien largo) en el peldaño en que me hallaba. El nuevo placer proporcionado por el hecho de permanecer inmóvil en una escalera mecánica me lo llevé a las escaleras mecánicas del trabajo; a la larga, experimenté una reversión absoluta: ya nunca más puse fin por adelantado a mi trayecto de placer mediante unos cuantos pasos propios, disfrutándolo en cambio como los usuarios del ferrocarril disfrutan el intervalo fijo de su trayecto en tren —y cuando alguien pasaba a mi lado, subiendo o bajando a toda velocidad, lo observaba con simpatía. En situaciones especiales, a veces regresaba la antigua irritación, sobre todo en las escaleras mecánicas del metro; sin embargo, al sentirla repartía la culpa entre los peatones detenidos en plena escalera y los diseñadores originales de la máquina: es evidente que los ingenieros habían hecho unos peldaños demasiado altos, y esa altura debilitaba la correspondencia funcional que debiera existir entre las escaleras mecánicas y las escaleras normales y corrientes, de manera que los usuarios no acertaban a sentir de forma innata que de ellos se esperaba que subieran con toda normalidad, peldaño tras peldaño. Estaba ya a punto de rebasar los dos tercios de las escaleras que habrían de llevarme a la entreplanta. Tras de mí, en la base de las escaleras, el encargado de mantenimiento había desplazado el trapo de la limpieza al pasamanos en que me apoyaba yo —pasado otro ciclo completo, mis huellas dactilares habrían desaparecido bajo la húmeda presión del trapo. A cada pocos pasos, mi mano pasaba por encima de un disco saledizo de metal bruñido y fijado a la cuesta existente entre la escalera ascendente en la que iba yo y la escalera descendente, a mi izquierda. Seguí dichos discos con la mirada, a medida que los iba rebasando. Nunca había adivinado cuál pudiera ser su función. ¿Serían las tapaderas de unos grandes cierres o pernos estructurales, o simplemente tenían por objeto desaconsejar el uso de la cuesta intermedia, situada entre ambas escaleras, a modo de tobogán? Este interrogante, comprimido en una burbuja de curiosidad familiar, se me ocurría una o dos veces cada quince días, aunque nunca con la urgencia necesaria para recordarlo con posterioridad y dedicarle el tiempo necesario para esbozar una respuesta. Lo cierto es que el disco metálico al que me aproximaba hallábase medio iluminado por la luz del sol. Al proyectarse desde las polvorientas altitudes del cristal térmico, desde una estructura lumínica con centenares de vanos, unos cien metros de longitud, e invisible por el 33Durante aquellos primeros meses en que tuve que prepararme la comida, tras varios años de comer cenas preparadas de encargo por Seiler’s y ARA, estudié con renovado interés cómo se originan las burbujas de la cocción en una cacerola Revere mientras esperaba a echar al agua las conchas de pasta Ronzoni: en el momento mismo en que rompe el hervor, los granos de mercurio se libran de la superficie y se elevan solamente en ciertos puntos especiales de la cacerola, de manera que es necesario un pequeño rasguño o una irregularidad en el metal para albergar ese cambio de fase; más tarde hay varias cortinas de esferas o abalorios de un tamaño medio que corren allí donde las curvas paralelas de la resistencia estaban prácticamente en contacto con la parte inferior de la cacerola; más tarde aún, a medida que aparecen unos globos viscosos, como sapos, con el hervor ya en su punto máximo, se me empañaron las gafas —y recordé cómo me despertaban mis padres muchos años atrás, cuando estaba inmerso en sueños en los que intentaba por todos los medios beber unos batidos muy espesos a través de unas pajas imposiblemente delgadas. Mi padre me llevaba a la cocina y me apaciguaba fácilmente; tenía el pelo despeinado, y me sujetaba cerca del hilo de humo que salía de la pequeña kettle que mi madre había puesto al fuego. Inhalaba el vapor; el deseo de croar se fundía en las ramificaciones de detrás del esternón, y al respirar pensaba felizmente en la azulada llama de gas que calentaba la parte inferior de la kettle, la misma llama sobre la cual pocos años después se me permitía cocinar perritos calientes, dándoles vueltas con un tenedor de cocinar: la grasa de las salchichas caía sobre la llama y provocaba breves y fieros resplandores, que se veían mucho mejor con la luz apagada, aunque también eran notorios por sus efectos de un amarillo más pálido, a la luz del día, y el calor churruscaba los dos extremos curvados de la salchicha. En cualquier caso, cuando me hube limpiado las gafas eché las conchas de pasta Ronzoni sobre el agua tumultuosa: se oyó un siseo y acto seguido un momento de calma absoluta, con el agua blanca del todo. A menos que uno se pusiera a revolver en ese momento, descubrí que la ración de conchas disminuía, dado que unas cuantas se pegaban al fondo de la cacerola.

hecho de que nadie la miraba, suspendida y parecida a una reja metálica como las de las antiguas bandejas de cubos de hielo, tras atravesar las desoladas medianerías del vestíbulo, la luz del sol bañaba la escalera mecánica en que yo me encontraba y desde allí, disminuida en tres cuartas partes, proseguía su camino hasta caer sobre un quiosco de prensa inserto en los muros recubiertos de mármol, en la parte posterior del vestíbulo. Sentí que ascendía hacia el perfil de la luz: la mano se me tornó de oro, de mis párpados destellaron coronas iridiscentes de proteínas golpeadas por un potente foco; una de las bisagras de mis gafas resplandeció como si solicitara más atención. La transformación no fue instantánea; pareció prolongarse tanto como tardan las resistencias de un tostador en ponerse anaranjadas. Fue el último destello de la hora del almuerzo; posiblemente era el mejor momento del ascenso en la escalera mecánica. Mi sombra, móvil, pareció de pronto muy alejada, deslizándose por el suelo del vestíbulo, y acto seguido comenzó a plegarse sobre las pilas de revistas inundadas por el sol que rodeaban el quiosco —revistas tan gruesas como libros de texto, divididas por separadores de madera: Forbes, Yogue, Playboy, Glamour, PC World, M—, tan recargadas de anuncios que hacían un ruido como el de una piscina al salpicar cuando uno ojeaba las páginas frescas y satinadas. Incitadas por esa brillante textura y por la calidez se me ocurrieron cuatro imágenes bien diferenciadas, las cuatro en rápida sucesión, siendo tres bien conocidas y una nueva, y teniendo en cuenta, eso sí, que cada una de ellas me sugirió la siguiente. Me imaginé: 1. Las relucientes líneas de color caramelo en que se convertían los escuetos lomos de los discos colocados en hilera y envueltos por sus fundas de plástico tal y como aparecían todas las tardes, cuando llegaba a casa después del trabajo. 2. Un paquete de cigarrillos terminado y envuelto aún en el papel de celofán; específicamente, la delicia que supone pasar el cortacéspedes por encima, esparciendo así el papel y los destellos del celofán en miles de pedacitos sobre la hierba seca. 3. Los restos segados de una especie de sandwich que había visto una vez, una simpática mañana de sábado, de camino al metro. Era un sándwich del tamaño de una patata, en el cual reconocí uno de esos rollitos de pan insípido y adorable que van incluidos gratuitamente cuando uno encarga una cena para llevar en un restaurante chino. Le había pasado por encima una segadora cortacéspedes y había ido a parar a la empinada cuesta que moría en el arranque de la acera (en algún momento del pasado era evidente que se había procedido a ensanchar la calle): al mirarlo, me imaginé el instante de indecisión que se habría pintado en la sudorosa cara del empleado municipal: «¿Será una piedra? No. Un trozo de pan. ¿Paro? No, en esta cuestecilla me costará trabajo arrancar la máquina. Adelante.» Y .acto seguido el ruido del motor, más grave al triturar el panecillo, y el ruido como de baraja esparcida que se habría producido después, dejando en lugar del rollito chino una precisa distribución de blancos fragmentos.

Una gigantesca palomita de maíz al estallar en el espacio interestelar. Se trataba de un concepto que nunca había llegado a visualizar anteriormente de forma aislada. Su breve aparición a lomos del rollito por el cual había pasado la segadora (imagen que en cambio se me ocurría cada tantos meses) probablemente se explicase por el hecho de haber comprado y haberme comido una bolsa de palomitas poco antes, a la hora del almuerzo.Capítulo trece

No me había propuesto comprar una bolsa de palomitas. Por el ímpetu de un hombretón de cuello robusto y de una mujer que entró a toda prisa tras él, las puertas giratorias del vestíbulo daban vueltas a una velocidad ligeramente excesiva; cuando me tocó el turno de atravesarlas, me aproveché de la inercia existente colándome en mi pedazo de pastel correspondiente sin imprimirle ninguna fuerza adicional, al tiempo que me remangaba una manga. Fuera, era ya mediodía. ¡Mediodía! Quince árboles flamantes, saludables y esbeltos, crecían en la misma plaza de ladrillo, adentrándose un trecho en el azul del cielo, inmediatamente delante de mi edificio; cada uno de ellos proyectaba una abigarrada disposición de pequeñas sombras troceadas en forma de patata frita en torno al protector de hierro que tenían colocado alrededor del tronco. («Fundiciones Neenah Co. Neenah, Wisconsin.») Los hombres y mujeres, sentados en diversos bancos, al sol, cerca de los macizos de flores plantadas por la corporación municipal (siemprevivas, creo que eran), se dedicaban a desenvolver diversas delicias que llevaban en bolsas de plástico de un blanco deslumbrante. Los vendedores ambulantes echaban mano de los productos depositados en los diversos compartimentos de sus carricoches, abriendo y cerrando las portezuelas metálicas. La parte posterior de un camión cuyos laterales estaban hechos de trozos de muy diversas chapas de metal estaba llena de sándwiches, pastelillos, grifos de bebidas y latas de refrescos metidas en cubos de hielo, cuyo propietario sacaba el cambio de un monedero que llevaba amarrado al cinto, o llenaba tres tazas de café al tiempo sin tener que abrir y cerrar la espita, señalando al cliente a quien le tocaba la vez acto seguido, todo ello mediante gestos ampulosos y circulares de ambos brazos, tal como imagino que hacían las operadoras de teléfonos cuando trabajaban en aquellas antiguas centralitas llenas de cables y de enchufes por todas partes —vendía sus mercancías a la muchedumbre que todo lo desgarraba, con la excepción de las vigas y la fachada del edificio de enfrente—. Por cierto, yo tenía hambre, pero sumido en aquel humor propio de un mediodía que iluminaba con fuerza el sol, necesitaba algo más bien a un tiempo insustancial y enaltecido, como una lata pequeña de zumo de pomelo Bluebird o medio pastelillo de arrurruz, o tres alcaparras que dieran vueltas por un plato de papel, o bien: palomitas. Llevado por ese primer impulso, deposité un dólar entero sobre la mano de la vendedora de palomitas de maíz y levanté acto seguido una bolsa llena de palomitas, cerrada mediante un hábil doblez, extraída de detrás del cristal de su carrito, decorado con las típicas letras al estilo de 1890 y con las no menos típicas lámparas caloríficas de color amarillo, así como la cámara de compresión suspendida sobre el recipiente del maíz, de la cual saltaban sin cesar cientos de palomitas henchidas, blancas, individualizadas, golpeteando contra una tapadera metálica y provista de bisagras, como si representaran un número circense para diversión de la atónita muchedumbre que conformaba su público, y no obtuve ninguna moneda a cambio, ninguna calderilla, en absoluto, que me tintineara contra el muslo al caminar, ninguna calderilla que fuese a parar a mi ya repleto platillo aquella noche, cuando llegara a casa. Mientras fui cruzando no sin imprudencia las diversas calles que me separaban del CVS, dejando caer al pasar las dos o tres partículas que inevitablemente excedían la capacidad de mi boca, en comparación con el puñado que acababa de tomar de la bolsa, pasando por entre automóviles cuyo lacado se antojaba caluroso en exceso, esquivando a los peatones con sus blusas blancas o con sus camisas de

botones en el cuello, me sentí en cierto modo como una palomita de maíz en el momento de explotar: una bicúspide desecada de grano de cereal norteamericano que se deja caer sobre un líquido traslúcido, dorado, obtenido de la compresión de otros granos hermanos míos y menos afortunados, que es sometido al calor y que de pronto tiene la posibilidad de florecer hacia el exterior produciendo una detonación instantánea con una retroacción carente de peso; un asteroide de styro- foam, de mucho mayor tamaño pero en apariencia de masa muy inferior que antes, compuesto por exfoliaciones que al reventar su caparazón externo se ven transformadas en amebas y cachemir, en baobabs y en Fibonaccia de un blanco semejante, gracias a la desaparición de sus pétalos castaños (que más tarde se abrían paso hasta adherirse a los espacios intermedios, entre los molares y las encías), formas en cualquier caso bastante brasileñas, en modo alguno emparentadas con una semilla de carácter tan norteamericano y que parecen, a pesar de dar por sentado cuál era su estado final, a pesar de la convulsa explosión a que tan lentamente terminaban por llegar, harina amasada o champiñones criados bajo tierra34. 34 Cualquiera podría pensar que, tras una explosión de estas características, el resultado de la misma requiere cierto tiempo para aposentarse en las repisas destinadas al enfriamiento, pero no, no es así; se pueden comer los resultados de esas explosiones inmediatamente después de producirse, o pueden en cualquier caso comerse después de dejarlos reposar en una de las repisas cubiertas de sal que caldea la lámpara calorífica con su rostro helado y cegador y la parte posterior pintada de un material negro y reflectante que abunda en minúsculas ranuras, a través de las cuales se derrama el calor de los vatios correspondientes. Como necesitaba probar de hecho unas palomitas de maíz con objeto de confirmar estos recuerdos relativos a aquel día, recientemente anduve buscando por los cajones de la cocina y encontré una bolsa de Jiffy Pop —ojo, no de esas nuevas palomitas Jiffy Pop preparados para hacerse en un microondas, si no de aquellas antiguas Jiffy Pop que venían en un paquete de aluminio, una reliquia de la edad dorada del aluminio, de aquella época en que se envolvía con papel aluminio el pavo tras desgarrar el envoltorio de plástico en que venía preparado, con objeto de congelarlo, tras aplastar las arrugas con la uña del pulgar y quitar así mismo los últimos, crujientes restos de un soufflé de espinacas, que se había adherido a los costados—... que en cierto modo eran mucho más que una mera reliquia: las palomitas Jiffy Pop constituían uno de los mejores ejemplos de todo el conjunto de envoltorios de aluminio, un paquete inspirado en la misma sartén, cuyo mango es así mismo el gancho del que se cuelgan en la tienda donde se venden, un mango —o gancho— con un remolino de aluminio en la parte superior que, sometido a la subversión de los granos en el momento de explotar, primero por las colisiones directas de los granos y después mediante un levantamiento indirecto del volumen total debido a la expansión de la celulosa potenciada por el calor, va gradualmente desdoblando su cúpula arrugada, girándose lentamente a su gradual expansión el aspecto de una versión a cámara lenta, perfectamente comprensible, del proceso invisible que experimenta instantáneamente bajo el envoltorio cada partícula de maíz en erupción. Cuando la cúpula queda por fin desprovista de todas sus arrugas (lo noté por el sencillo sistema de agitarla sobre las resistencias eléctricas de la cocina), resulta que la lámina de aluminio de los rollos que fabrica Reynolds —y uno cae en la cuenta de que el único motivo por el cual resiste las primeras, directas andanadas del maíz al explotar, radica en que ha sido fortalecida mediante esa espiral de arrugas (salvo en la parte del centro, plana y por tanto vulnerable). Para servir las palomitas una vez hechas, se desgarra esa fina película de aluminio formando triángulos, haciendo florecer de ese modo una flor que jamás fertilizaría ninguna abeja: la eflorescencia manierista y definitiva, la segunda derivación del maíz originariamente recolectado. Además de las palomitas Jiffy Pop, cuando yo era pequeño teníamos, antes incluso, aquellas que se llamaban Jolly Time y TV Time —un par de tubos de plástico, uno de los cuales contenía los granos de maíz y el otro un aceite hidrogenado que se vertía en la sartén—, y además nos regalaron una sartén especial para hacer palomitas de maíz, por cierto que dificilísima de limpiar. Retrospectivamente, empero, la invención de Jiffy Pop me parece muy superior a cualquier otro producto relacionado con las palomitas de maíz, incluidas las palomitas especiales para hornos microondas; de hecho, me parece uno de los ejemplos más sobresalientes de la ingenuidad humana que haya visto en toda mi vida, hasta el punto de que, tras zamparme unos cuantos puñados de palomitas, fui a una biblioteca universitaria y descubrí el nombre del inventor, Frederick Mennen, hice fotocopias de las patentes más relevantes («... un cobertor de aluminio arrugado debidamente y adaptado a su extensión por la correspondiente expansión de los contenidos en el momento de cocinarse...»), e incluso descubrí una fotografía suya que databa de 1960, en la cual sonreía con ojos algo tristones en su fábrica de La Porte, estado de Indiana,

Me costó diez minutos llegar al CVS. Antes de entrar tiré lo que me quedaba de la bolsa de palomitas a una papelera cuadrada que había en la puerta, una papelera provista de una tapadera móvil dispuesta a acoger las latas de refrescos; el truco necesario para su uso era aprovechar el objeto del que uno fuera a desprenderse para abrir la tapadera, dejarlo caer y retirar la mano con la rapidez necesaria para que la tapadera no cayera encima, técnica que en este caso concreto no funcionó a la perfección, pues el recipiente estaba lleno hasta los topes y me vi obligado a empujar la bolsa de palomitas contra la basura ya existente en la papelera, con objeto de que la tapadera pudiera cerrar como es debido. Me cepillé la sal de las palomitas que se me había quedado en las manos en el interior de los bolsillos del pantalón e ingresé en el fresco interior de los almacenes. No tenía la menor idea de en qué zona podría encontrar los cordones de los zapatos, si bien era entonces cliente habitual de los CVS que hay por toda la ciudad, hasta el punto de considerarme ya todo un experto en su manera de exponer los objetos de consumo, así como en sus extravagantes sistemas de clasificación. En los letreros suspendidos del techo pude leer rótulos como «productos para la higiene ocular», «dolores de cabeza», «caída del cabello», con ese truco que en tiempos resultó tan pegadizo, y ahora ya tan sobado, de ahorrarse las mayúsculas; muy pocos, pensé, eran capaces, como yo, de encontrar tapones para los oídos en uno de los pasillos más alejados de la entrada, bajo un rótulo que decía «botiquín», cerca de las pinzas para la nariz que utilizan los nadadores, las rodilleras de marca Acex, el Cruex, el Caladryl, el champú contra piojos de marca Li-Ban y las estanterías llenas de tiritas. De hecho, la familiaridad que había adquirido en los almacenes CVS procedía de mis regulares adquisiciones de tapones para los oídos. Utilizaba una caja, o puede que más, por semana, y con el pasar de los años había terminado por agradarme su rebuscada colocación, con lo cual se daba a entender, y a menudo es muy cierto, que el oído es una afección, un síntoma que es menester curar antes o después. Aquel pasillo, aún es más, nunca estaba lleno de cajas de píldoras, al contrario que el de los «dolores de cabeza», y todas aquellas cajas de tiritas, tan próximas, todavía razonablemente selladas, abundantes en formas óptimas para las heridas menos frecuentes, aparte de esa hilera de tiritas miniatura, gratuitas, que incluía cada caja, tiritas que los adultos suelen aplicar incluso en cortes bastante profundos, como los que se hace uno al cortar un pastelillo ya cortado de antemano por el fabricante, por el mero hecho de ser menos ostentosas y menos dignas de conmiseración que las de tamaño normal, se me antojaban talmente el corazón mismo de la farmacia entera. Por cierto que, si uno abre una caja de tiritas, despedirá un olor (tal como he descubierto hace bien poco, pues me hizo falta una tirita para aplicar sobre un corte minúsculo, pero sorprendentemente feo) 35 capaz de mientras a sus espaldas unas cuantas mujeres vestidas con las típicas batas de laboratorio vigilaban la cinta transportadora. La primera patente apareció en la U. S. Patent Gazette en 1957, pocos meses después de mi fecha de nacimiento. Llamé a información, obtuve el número de teléfono de Mennen y llamé para darle la enhorabuena, treinta años después de su descubrimiento, aparte de querer preguntarle si se sentía orgulloso por la invención del paquete en espiral o por ¡a invención de la elegantísima máquina que había inventado para dar forma al susodicho paquete. El teléfono sonó seis veces; a cada timbrazo me sentí más y más tímido y apocado, y, temiéndome que hubiese muerto, terminé por colgar, deseoso de ahorrarme la espantosa y frágil respuesta de su viuda.

35 Pedí prestada la caja de tiritas en el apartamento de L., pus yo no tengo una caja de tiritas. Y es verdad

que a menudo se ve a las mujeres estudiar muy pensativas las estanterías de las tiritas en los CVS; es posible que estén pensando, si me compro estas tiritas, que tendré que guardarlas en el armarito de las medicinas, para poder vendar las heridas que se haga el buen hombre que tal vez conozca en el futuro; en lo sucesivo, allí estarán muy a mano, para ponérselas, cuando se hagan un rasguño en el codo o en la rodilla, a los niños que tenga con él.

transportarle en un santiamén a los cuatro años de edad 36 aunque, conste, ya no tengo excesiva confianza en este mecanismo olfativo de la memoria, porque me da la sensación de que no es sino un obstáculo dentro de la red neuronal del sentido del olfato, o si acaso una especie de vínculo de categoría inferior, que subyace a estratos más sutiles del lenguaje y de la experiencia, situado entre el olfato propiamente dicho, la visión y la estima de uno mismo, que algunos escritores han exaltado erróneamente como si de hecho fuese algo dotado de mayor realidad, de más pureza y de significación más sagrada que la que tiene la memoria intelectiva, exactamente igual que las burbujas de metano que desprenden algunos pantanos y que algunos policías temerosos en su día confundieron con OVNIS. Utilizaba muchísimos tapones de los oídos, no sólo para dormir, sino también para trabajar, pues había descubierto que los ruidos amplificados, casi en «Sensurround», de mis propias mandíbulas y de mis dientes, así como la sensación que me embargaba los oídos, una sensación de estar sumergido bajo el agua, junto con la amortiguación de todos los ruidos del exterior, incluso los producidos cuando accionaba mi propia calculadora o por el deslizarse de una hoja de papel sobre otra, me ayudaban sobremanera a concentrarme. Algunos días, al redactar apasionados informes para mis superiores de administración, me pasaba la mañana y la tarde enteras con los tapones puestos —me los dejaba puestos incluso al ir a los lavabos—, y solamente me quitaba uno al hablar por teléfono. A las horas de comer nunca me los ponía; posiblemente ello explique por qué mis pensamientos pasaban por una clase distinta de armonía superior durante los almuerzos; no era, pues, solamente por la luz del sol y por el brillo en los cristales, sino también por percibir auditivamente el mundo con toda claridad desde que me había metido en el metro, por la mañana. (Y es que también me ponía los tapones en el metro.) Solía usar tapones de silicona, de la marca Flents Silaflex. Solamente desde 1982, más o menos, han estado estos tapones soberbios a disposición del público en general, al menos en los establecimientos que yo frecuento. Antes usaba los antiguos tapones Flents, los de la caja naranja —hechos de algodón impregnado en cera, por otra parte tan excesivamente grandes que era preciso cortarlos en dos con unas tijeras para conseguir darles una forma que permitiera ponérselos sin que se cayeran de continuo, y tenían el inconveniente de manchar los dedos de una especie de grasa rosada que desprendía la parafina—. A L. le daban muchísimo asco; tenía por costumbre almacenar los que me dejara en el alféizar de la ventana, junto a la cama, en un pastillero en el que había pintada una escena rural, y la verdad es que no se lo echo en cara. Más o menos entonces, una marca llamada McKeon Products empezó a abrirse paso en el mercado; comercializaron los tapones Mack’s Pillow Soft R —unas bolas de una masa transparente y gelatinosa que posibilitaban un cierre tan perfecto que los tímpanos dolían ligeramente cuando uno aflojaba la presión de los dedos, pues generaban un vacío en cada uno de los canales auditivos..., ¡un vacío, nada menos! ¡Y todos sabemos, más que de sobra, lo mal que se transmiten los sonidos en el vacío!—. Así, pues, estos nuevos tapones no se limitaban exclusivamente a bloquear las ondas sonoras y a impedirles el paso, sino que alteraban las características sónicas del aire 36 A esa edad, una vez le clavé a mi mejor amigo, Fred, unas cizallas en la base del cuello, enrabietado

porque a él le habían regalado la caja más grande de lápices de colores —unos Crayola que eran en total sesenta y cuatro, incluidos el dorado y el plateado— y porque no quiso dejarme mirar con detenimiento la caja, para ver cómo habían colocado el sacaminas junto a las hileras de lápices. Durante los diez días que siguieron al incidente, Fred, muy reservado y altivo, fue pasando por todas las tallas y todas las formas de tiritas que fabricaba Jhonson & Jhonson (y es que su familia, bastante adinerada, podía permitirse la adquisición de la caja de tiritas variadas, en la cual se incluían algunas que ya no se fabricaban, al menos que yo sepa), negándose en redondo a dejarme ver la por lo demás minúscula herida, con lo cual aguijoneaba más mi culpa y mi curiosidad, hasta el extremo de ponerse al final la tirita más pequeña de todas, un minúsculo huevo frito de menos de un centímetro de diámetro, aun cuando yo supiera con toda seguridad que ya no le quedaba más que un asterisco de cicatriz.

que se había quedado en el canal auditivo. Su fama fue transmitiéndose boca a boca, de un establecimiento a otro. Y yo los usé hasta que terminé por olvidar cómo eran los sonidos de verdad. Flents pasó al contraataque de inmediato y sin andarse por las ramas, introduciendo su modelo anatómico Silaflex —una versión cilindrica y de color carne del Mack’s—, al tiempo que retiraba poco a poco del mercado y dejaba de fabricar aquellas espantosas bolas de cera y algodón. Los tapones Silaflex, como los Mack’s, se vendían en una caja portátil, de fácil apertura, como las cajas de rapé balsámico; esa caja la llevaba yo en el bolsillo de la camisa, para que no me faltaran los tapones de oídos en ningún momento, dondequiera que estuviese. Puede que por temor a un pleito judicial, Flents prosiguió aumentando el tamaño del nuevo producto, de manera que, aunque en el paquete se leía un rótulo que decía «tres pares cómodamente empaquetados», yo partía en dos cada cilindro y me salían seis pares perfectos. En la cama, le daba a L. un beso de buenas noches mientras ella anotaba los acontecimientos del día en un cuaderno de espiral; entonces seleccionaba yo un tapón particularmente prometedor de los que tenía colocados en la mesilla de noche, poniéndomelo en la oreja que iba a dejar boca arriba en primer lugar. Caso de que ella me hiciera una pregunta después de haberme colocado yo el tapón y haberme puesto de costado, tenía que levantar la cabeza de la almohada y exponer la oreja que se había quedado debajo para oírla con propiedad. Anteriormente, había intentado dormir con tapones en ambos oídos, de manera que estuviese a salvo de todo ruido mientras daba vueltas en sueños, sin importar qué oído expusiera al aire, pero descubrí que de ese modo el oído que se me quedaba comprimido contra la almohada me dolía bastante por la mañana; por eso terminé por aprender a cambiarme el tapón de un oído a otro a medida que daba vueltas mientras seguía durmiendo. Por entonces, L. se había resignado a que yo usase tapones para los oídos en la cama; a veces, cuando quería manifestar una especial ternura, cogía las pinzas de madera que utilizaba para sacar las tostadas del tostador, cogía con ellas un tapón, lo dejaba caer sobre el oído mío que hubiese quedado mirando al techo antes de que yo me diera la vuelta para hacer lo propio y me lo apretaba en su debido sitio, diciéndole: «¿Lo ves? ¿Ves cuánto te quiero?» 37. 37Aunque los tapones para los oídos sean esenciales para conciliar el sueño, más avanzada la noche carecen por completo de utilidad, sobre todo cuando uno despierta debido a sus ansiedades y temores nocturnos y cuando el cerebro parece impregnado de un mal jugo fluorescente. Mientras estuve en la universidad nunca tuve problemas para dormir; en cambio, el nuevo puesto de trabajo trajo consigo frecuentes insomnios con los cuales dio comienzo una larga temporada de probaturas y errores, hasta que di con las imágenes que mejor me ayudaban a conciliar de nuevo el sueño. Empecé con la secuencia de los títulos de crédito que pasaban en la película de los lunes: un nombre como «MEMORANDUM» o como «CALAMARI», en grandes letras de molde curvadas y tridimensionales, bordeadas y flanqueadas, o subrayadas, con unas líneas cromadas y unas estrellas parpadeantes, que hacía rotar simultáneamente sobre dos ejes. Tenía la intención de haberme quedado dormido antes de llegar a la «O» en expansión, o al ventanuco de la segunda «A». Este truco no funcionó durante demasiado tiempo. Con la firme creencia de que otras imágenes más sustanciales, de estructura menos abstracta, me conduciría mejor al estado óptimo para conciliar el sueño, me imaginaba conduciendo un coche a gran velocidad, o despegando de un portaviones en un cazabombardero velocísimo, o bien escurriendo una toalla empapada de agua dentro de un sótano inundado. La imagen que mejor funcionaba era la del avión, aunque tampoco resultó ser la panacea. Y entonces, asombrado por el hecho de que me hubiese costado tanto tiempo acertar con ello, recordé la famosa convención de contar ovejas. En los dibujos animados de Walt Disney, encima de la imagen del personaje recién metido en la cama aparece una escena en la cual unas ovejitas saltan despreocupadamente en fila india, por encima de una valla que aparece posada sobre una nube, mientras una serie de violines acompañan, en la banda sonora, a una suave voz sacada de uno de aquellos discos de 78 r.p.m., que canturrea «Una, dos, tres, cuatro...» Recordaba los documentales informativos que pasaban por televisión en la época dorada de los dibujos animados; en los estudios Disney, aparecía la benigna y concentrada cara del dibujante mientras coloreaba con sumo cuidado el perfil de una oveja suspendida y estilizada en un determinado fotograma de los que iban a componer el arco que trazaría la oveja al saltar por encima de la valla; aparecía la cálida luz de su flexo de trabajo, pinzado al borde de la mesa de dibujo, que hacía brillar las chinchetas y el rollo de cinta adhesiva transparente, así como el especial

Inmediatamente encima de los tapones de los oídos estaban los alargados frascos de disolvente para la cera de los oídos, frascos que yo solía comprar más o menos una vez al año. Al descubrir, en el momento de quitarme el tapón que había utilizado de noche después que hubiese sonado el despertador, que no oía excesivamente mejor después de quitármelo, me quedaba en cama y me aplicaba en el oído la fría solución de peróxido carbonatado; después permanecía inmóvil, esperando a sentir una sensación de burbujeo, de fermentación más táctil que auditiva. Luego me duchaba. Es cierto que este minúsculo chorro de reactivo no resultaba ni la mitad de eficaz que el potente chorro de agua templada que utilizan las enfermeras: el utensilio con que lo aplicaban constaba de dos ganchos en forma de jeringa y un émbolo accionado por la presión del pulgar, de manera que proyectaba un chorro de agua lápiz de acetato que empuñaba con una mano... no tardaba demasiado en quedarme dormido. Pero aunque esta versión disneyana me ayudase a conseguir mi propósito, no me sentía del todo satisfecho: me imaginaba las ovejas, qué duda cabe, pero la convención del truco que quería respetar a toda costa exigía que las contase. Y, sin embargo, no sentía yo la menor necesidad de ponerme a contar las ovejas que evidentemente y en realidad conformaban un mismo conjunto de fotogramas idénticos y animados, reciclados una y otra vez. Tuve, pues que atravesar los dibujos animados y crear una procesión de ovejas ciertamente diferenciables unas de otras. Así, pues, me concentraba en cada una de ellas a medida que se aproximaban al obstáculo y las registraba con objeto de precisar sus rasgos individuales... una determinada prominencia en la lana, un pedazo de barro reseco en el flanco. A veces, adjudicaba varios rasgos a la oveja que estaba en trance de saltar la valla y le ponía un nombre digno del derby de Kentucky: Brunch Commander, Nosferatu, I antes que E, Wee Willie Winkie, o el que fuera. Y le obligaba a dar el salto con extremada lentitud, de manera que pudiese estudiar con detenimiento cada una de las fases —los trozos de barro que flotaban lentamente, despedidos en dirección a la lente de la cámara, o los labios apretados aunque blandos, la oleada que sacudía de punta a punta la lana en el instante en que aterrizaba al otro lado. Si para entonces no me había quedado ya como un tronco, daba marcha atrás y reconstruía el día entero que acababa de vivir la oveja en cuestión, pues no en vano había descubierto que era precisamene la aproximación al salto, la preparación del salto, lo que en realidad me servía como inductor del sueño, y no el salto en sí. Algunas de las ovejas habrían empezado su faena diaria a eso del mediodía y a varias ciudades de distancia, desgreñadas y sucias. A eso de las dos de la tarde, mientras estaba en la oficina, en previsión de que la noche iba a ser agitada, había (según imaginaba) telefoneado a uno de los despachos de ovejas: ¿podría, por favor, enviarme un determinado número de ovejas, que dejaba a su elección siempre y cuando no fuese superior a una treintena, de manera que llegasen a mi apartamento más o menos a las 3,30 de la madrugada, con objeto de que las contara? El dedo avezado del tratante de ovejas repasa todo su rebaño y las señala una por una: «Tú, tú, tú...»Repite mi dirección una y otra vez a sus súbditos, y quince minutos después sale mi rebaño personal, provisto de un recibo que ha de ser firmado a la entrega. Durante toda la tarde atraviesan prados, valles, pueblos; vadean riachuelos, trotan por esos valles encajonados que forman las medianas de las autopistas. Mientras ceno en compañía de L. aún están a muchas millas de distancia, pero ya a la hora de acostarme, a las 11,30, las veo llegar, con ayuda de los prismáticos, por una loma lejana: minúsculas formas que cabecean y oscilan cerca de un letrero ampliado que dice «Red Roof Inn», aún en el condado vecino. Y a las 3,30 de la madrugada, cuando ya las necesito con verdadera vehemencia, aparecen todas a la vez, exhaustas, pero animadas tras el largo trayecto: dejo a un lado la carta de agradecimiento que había empezado a redactar con ciertas dificultades, hago pasar a las ovejas y les pago su tarifa correspondiente, momento en el cual las primeras de la fila empiezan a pasar por los tablones que he dispuesto para que no me ensucien el piso, todas ellas con la sonrosada lengua fuera, bien visible por el esfuerzo, al tiempo que a todas se les ve lo blanco de sus ojos de oveja: una, dos, tres... y ya me he convertido en un director de anuncios publicitarios de suavizante para la ropa que ha tenido verdadero éxito: la agencia necesitaba unas fotografías lujosas de unas ovejas saltando; la lana tenía que parecer dorada a la luz del crepúsculo, los verdes de la campiña tenían que resultar inconcebiblemente aterciopelados. Baño con champú, yo en persona, a cada una de las ovejas; consuelo a las que lloran; una vez reunido el rebaño, les leo unos parajes del volumen titulado Idea de una universidad del cardenal Newman, para enaltecer su noción de la gracia y su propósito, tras lo cual les explico en detalle cómo deseo que lancen al aire sus torsos mullidos, cómo quiero que levanten por el aire sus cuartos traseros para subrayar la potencia del salto, cómo me propongo que echen la cabeza hacia atrás para darle mayor dramatismo a la representación, y que siempre, siempre, aterricen tras saltar la valla con la pata delantera izquierda. Les doy las instrucciones, que previamente he anotado en un papel que llevo pinzado en mi portafolios: «Muy bien, a ver, número cuatro... A ver si caes con más ligereza. Venga, adelante. A-rriba. ¡Esas patas traseras! ¡Más esfuerzo! ¡Que se te vean bien los dientes! ¡A ver! A-rriba.» Últimamente he descubierto que la última imagen que permanece en mi mente antes de reanudar la inconsciencia del sueño es una sola oveja solitaria, perdida, que tras haber librado el obstáculo que le puse y

templada casi irresistible hacia el interior de la cabeza, desprendiendo todas las impurezas adheridas al conductor auditivo, que de ese modo caían en una palangana sujetada a tal efecto a la altura del cuello. Después de limpiarme una vez las orejas de semejante forma, oí longitudes hertzianas que probablemente no había vuelto a oír desde que era un recién nacido; el mayor placer que me produjo oír ese nuevo campo de trigo repleto de crujidos nuevos y superpuestos a los sonidos normales fue el ser capaz de poder aislarme de ello por el sencillo método de colocarme otro par de tapones Silaflex. Sin embargo, me daba vergüenza pedirle a una enfermera que me limpiase los oídos con aquel aparato, dado que con toda seguridad vería manar las impurezas de mis oídos, y por eso terminé por recurrir al frasco de disolvente que adquiría en un CVS, y después me duchaba y contaba hasta sesenta con la cabeza inclinada de tal forma que el agua caliente me entrase primero en un oído y después en el otro de forma tan directa, tan arrasadora como me fuera posible. Los almacenes farmacéuticos CVS vendían esta clase de productos más o menos secretos y sin lugar a dudas muy importantes, artículos sumamente especializados y capaces de aprestar el cuerpo humano y de hacerlo presentable ante la civilización de los hombres. En un CVS, hombres y mujeres se miran unos a otros de manera harto curiosa —entran en funcionamiento fuerzas de atracción, instintos furtivos por lo demás poco comunes—. Había artículos en venta cuya utilización requería de la desnudez y de la más estricta privacidad. Era un establecimiento más para mujeres que para hombres, aunque a los hombres les estaba permitido ir de un lado a otro y espiar con absoluta libertad de movimientos alrededor de estanterías llenas de productos que relucían con un resplandor escueto, mensurable en determinadas unidades, por ejemplo en curios, de espeluzno sensacionalista. Uno pasa junto a una mujer que está leyendo el prospecto de un equipo de usar y tirar para aplicarse duchas de vinagre. Y ella siente pasar al desconocido. ¡Escalofrío! Otra mujer contempla un frasco de Aspercreme..., ¿para qué? Una tercera trata de decidirse por un rizador de pestañas Revlon, un utensilio que parece un cruce entre un colador de té y una catapulta medieval. Las pastillas de jabón pesadas y torneadas, como Basis y Dove, aunque se vendan en cajas cuadradas y de colores muy chillones, tendrán que salir de sus envoltorios para estar presentes en la ducha de esta misma noche; las marcas inscritas en esas cremosas superficies terminarán por desgastarse a causa de la fricción a que serán sometidas contra estómagos y extremidades femeninas 38. Cuando era yo más joven de lo que debiera, solía robar toallas higiénicas de la caja que estaba guardada entre los zapatos en el armario de mis padres, donde estaban dobladas como si fuesen ropa de tenis dentro de un cajón, y me las llevaba al cuarto de baño, en el cual, no sin ciertas dificultades, con un lápiz o un cepillo de dientes, abría un agujero a través del cual introducía mi pene, aún del grosor de un lápiz, para orinar en el retrete —y los CVS conservan parte de esta incertidumbre, de estas chifladuras infantiles, por el mero hecho de mezclar infinitas clases de privacidad en un mismo establecimiento público—. Aun cuando uno solamente haya entrado con intención de comprar un anticatarral o, como era mi caso, unos sencillos cordones para los zapatos, se siente hipnotizado, fascinado por el lugar en sí: los carteles de Coppertone que utilizan como si fuesen papel pintado, esos metros cuadrados de hombros, rodillas y rostros bronceados; o el papel pintado que representan los anuncios de Krazy Nails, o bien los de Maalox y de desodorantes, o los de complejos vitamínicos y los de tonificantes, e incluso esas zonas en las que los carteles se superponen unos a otros, después de haber aprobado la prueba, aliviada y feliz por la misión cumplida, a menudo echa a correr por las laderas más alejada para llegar a toda prisa a su próxima misión, que consistirá en saltar a cámara lenta una hilera de plantas aromáticas para delectación de L., que está despierta con sus propias preocupaciones a mi lado.

38No existe una buena palabra para designar el estómago, así como tampoco la hay para designar novia. Estómago es a novia como vientre es a amante, como abdomen es a consorte y como tripa es a amiguita.

oscurecidos aquí y allá por los espejos circulares, cóncavos, de antirrobo. En las mismísimas narices de cualquier cliente se susurran nombres profundamente confidenciales, en todos los pasillos se oyen sin querer los Anbesol, Pamprin, Evenflo, Tronolane, esos magistrales salpicotazos de perversidad y de sabiduría doctoral, el dibujo y los colores de cada envoltorio repetido hasta la saciedad, en pilas de a cuatro, de a ocho y de a diez por todas las estanterías. Aquello era todo un Estambul de productos médicos, aislado de la calle por la inocencia de la Cruz Roja y la pureza del letrero del CVS. ¡Y los champús! ¿Ha existido alguna vez, en serio, la necesidad de estudiar el pasado histórico de Chandragupta de Pataliputra, o de Harsha de Kanauj, el esplendor de los reyes Chola de Tanjore y la caída de los reyes Pallava de Kanchi, que en tiempos construyeron las Siete Pagodas de Mahabalipuram, o la desolación final y la ruina absoluta de la gran metrópolis de Vijayanagar, cuando contamos de hecho con las transformaciones dinásticas, las turbulencias y una gran abundancia de espuma a lo largo de los últimos veinte años, debido todo ello a la gran herencia que nos han dejado los antiguos hindúes, oséase, el champú? Sí, sí que ha existido. Con todo, no cuesta trabajo detectar ciertas analogías emocionales entre la historia de la civilización, por una parte, y la historia interior de los establecimientos farmacéuticos CVS por otra, sobre todo nada más fijarse en un champú que otrora fue grande, como es el caso de Alberto V05, o de Prell, hoy desvalidos vasallos situados en la parte inferior de una estantería situada al final del pasillo 1 B, arrasados por ulteriores hordas de mongoles, musulmanes y chalukyas —Suave, Clairol Herbal Essence—, ¡eh!, hay que ver qué bien te huele el pelo —Silkience, Finesse—, y frascos y más frascos de Akbaresque Flex. Hoy, el verde de Prell nos resulta un verde simple en extremo, aparte de que el falso nombre de procedencia francesa ha pasado a ser de lo más kitsch, y en modo alguno chic: así como en otros tiempos lo envolvía, al menos en mi mente, por completo empapada de televisión, un halo de inmediatez y de voces profundas y femeninas, hoy ya va bien avanzado su declive, aunque apenas se haya notado, por haber descendido año tras año a través de las espesas, higroscópicas emulsiones de nuestra estima, como aquella enorme perla descendente que se utilizaba en uno de sus mejores anuncios, uno de los primeros, con objeto de manifestar cuán voluptuosamente exquisito resultaba. (Bueno, creo que aquel anuncio era de Prell..., ¿o acaso era de Breck, o de Alberto V05? 39. Recuerdo a las hermanas mayores de algunos amigos míos que usaban aquellos champús, recuerdo muy en especial a una de aquellas hermanas, nada más haberse lavado el pelo con Elberto V05, con el pelo lleno de pequeñísimos rulos de una especie de espuma rosada, con tres latas de cola RC, sentada en la mesa de la cocina y dispuesta a tomarse el desayuno, mientras nosotros dos (a los nueve años de edad) comíamos cebolletas y leíamos libros de Fester Bestertester. Pienso en aquellos antiguos directivos de la rama de productos, mirando fijamente por la ventana como si fuesen la viva imagen de Proust, recordando los viejos tiempos en que gozaban de generosos presupuestos para anuncios televisivos, aquellos tiempos en los - que todo iba de bote en bote y a las mil maravillas, hoy confinados a hojear revistas del ramo para mantenerse al día de las últimas novedades en productos para el cabello, como si fueran recién llegados. Pronto, muy 39¿Era un anuncio de Prell concentrado o era de Head & Shoulders aquél en que a la dependienta se le escapaba de los dedos (¡Uoops!) el frasco irrompible, que iba a caer contra el mostrador de cristal, tras rebotar en el cual lo tomaba en ambas manos el marido, que pasaba a estudiarlo con cara de pasmo? Manejabilidad... el aire romántico de dicha noción retornaría si hiciese un alto en el pasillo de los champús: una palabra tan propia de Harold Geene la murmuraban tan sólo modelos cuyo pelo parece totalmente el de Samantha en Embrujada. Y recordaría asimismo a la familia que, más triste que encolerizada, decía al unísono al padre que dejara de ponerse el blazer azul marino por culpa de la caspa, hasta que por fin el buen señor decidía lavarse el pelo con Head & Shoulders (un nombre de champú poco menos que repulsivo si nos paramos a pensarlo, sólo que nunca nos paramos a pensarlo); me acordaría también de aquella mujer que llevaba una vida tan ajetreada que utilizaba un champú en aerosol, que se aplicaba en la intimidad de un ascensor, cepillándose el pelo acto seguido, para salir veinte plantas más arriba con el cabello reluciente como si saliera de la peluquería.

pronto, ya nadie sabrá que fueron ellos quienes introdujeron un plástico de mejor calidad en la fabricación de sus frascos de champú, un tipo de plástico de una tonalidad ligeramente mate, parecida al metal de las armas, en vez de aquella desagradable brillantez correosa, reflectante, propia de los esfuerzos por entonces en boga para lograr la debida transparencia; nadie sabrá que con ese cambio consiguieron llevar sus productos al primer lugar en la lista de los más vendidos. Con el tiempo, una vez hayan fallecido todas aquellas personas que utilizaron una determinada marca de champú que careció de continuidad, de manera que termine por desgajarse de la memoria viva, ya nadie la entenderá como es debido, nadie la situará correctamente en la periferia de la vida; quedará convertida lisa y llanamente en uno de los múltiples y caprichosos frascos que se ven en los escaparates de los anticuarios de las pequeñas poblaciones del medio rural: nadie la entenderá mejor que una baratija decimonónica encontrada quién sabe dónde, ni mejor tampoco que la costa de Coromandel. No me enorgullece en especial el hecho de que los principales ingredientes de mi historia emocional aún puedan adquirirse hoy en día en los establecimientos CVS. Ese hecho me resulta particularmente desconcertante, ya que la mía ha sido siempre y por completo la emoción que siente el espectador: yo nunca utilicé ninguno de aquellos grandes champús, sino que, al contrario, agoté innumerables pastillas de jabón Ivory aplicándomelas en el pelo (a medida que disminuían, aquellas pastillas iban tornándose cóncavas, con lo cual me ajustaban mejor a la superficie del cuero cabelludo), por lo menos hasta que ya llevaba más o menos un año en mi trabajo de la entreplanta, que es cuando empecé a notar los efectos de una calvicie incipiente y, en un desesperado esfuerzo por deshacer las consecuencias de aquellos larguísimos años de aplicarme en el pelo la aspereza del jabón de pastilla, en los cuales probablemente habría que detectar la causa de la calvicie, me pasé al champú infantil de Johnson. A la sazón, a medida que año tras año continúan lanzándose al mercado nuevos productos, el panteón originario de los champús, o bien el panteón de la pasta de dientes, o el de las máquinas expendedoras, o el de las revistas, o el de los coches, o el de los rotuladores, empiezan a verse infiltrados por la novedad, y uno puede descubrir que empiezan a escapársele los puntos de referencia, que cada vez le cuesta más trabajo colocar un determinado producto dentro del enjambre de marcas conocidas, pues los otros nombres todavía son estrenos, todavía están sin asimilar. En lo que atañe a los champús, mucho me temo que he llegado a ese punto: la familia de los Flex terminó por agotarme, y creo que ahora vivo exclusivamente en el pasado: ante la escasez de productos verdaderamente espectaculares, cualquier producto posterior a los Flex (como esa mezcla de alerce y camomila que hacen los suecos, Hálsa) es para mí como si estuviera muerto, como si fuera externo a mi propia vida, sin importar cuántas veces lo vea en una estantería. Teoréticamente, supongo que también existe un punto en el cual el volumen combinado de toda la miscelánea de historias en miniatura que se han ido depositando en paralelo dentro de mi memoria, y que comprenden una cierta cantidad de los distintos pasillos del CVS e incluso buena parte de los artificios variados de la civilización, llegará a un punto crítico y me dejará saturado, desasosegado, incapaz de sentir ningún entusiasmo por ninguna novedad; supongo que tal cosa acaecerá cuando los propios CVS resulten tristones, pasados de moda, como ya les pasó antes a los Rite Aids o a los Oseos: las letras rojas y las bolsas blancas y grapadas agacharán la cabeza ante algo que ni siquiera podemos imaginar, algo más limpio si cabe, más electrizante, más animado y jovial40. 40Ya empieza la disrupción: las últimas veces que acudí a un CVS a hacer una compra jamás me habían grapado la bolsa, por más que la grapadora estuviese muy a mano de la dependienta, junto a la caja registradora, pues habían empezado a utilizar una bolsa de plástico equipada con un par de asas en la abertura, de manera que resultase muy parecida al peto de unos pantalones de tirantes, de un plástico imposible de grapar con un mínimo de eficacia. Me pregunto si una detenida observación y un estudio

Y es que ahora, con todo, las farmacias CVS están más próximas al centro de la vida que, por ejemplo, Crate & Barrel o Pier 1, los restaurantes, los parques nacionales, los aeropuertos, los triángulos de investigación, los vestíbulos de los edificios o las propias oficinas, o incluso los bancos. Estos lugares constituyen las novelas de un período determinado, mientras que el CVS es su dietario. Y en algún lugar dentro de este establecimiento en concreto, de acuerdo con lo que dijo Tina, que por algo lo conocía mucho mejor que yo mismo, existía un par de cordones de zapatos, incluidos en el inventario a fin de hacer frente al condenado día en que los míos se rompieran por el desgaste. Fue una decepción que en el pasillo cuyo cartel decía «productos de podología» se ofrecieran tan sólo paquetes de apósitos y arandelas para los callos, limas para las callosidades, pinzas, tijeras de uñas, alivios para las uñas encarnadas y toda la gama de productos del doctor Scholl. Eché un vistazo donde el cartel decía «calcetería», pero sólo encontré medias. Estaba a punto de convencerme de que en el CVS no iba a encontrar lo que necesitaba cuando, al dar la vuelta por el pasillo 8 A, «productos de limpieza», los vi, colgados encima de latas de crema Kiwi, junto a las esponjas y los guantes de látex. Eran de la marca de la casa, CVS, «cordones de recambio para zapatos», a sesenta y nueve centavos el par. Un ligero brillo me llevó a sospechar que su precio reducido obedecía a que estaban hechos de fibras artificiales, claro que al nivel de detalle propio de unos zapatos, nadie iba a exigir genuino algodón. Una tabla inscrita en la parte posterior del cartón del paquete mostraba la correlación entre el número de pares de agujeros del zapato en cuestión con la longitud del cordón: conté los míos (cinco) y elegí unos cordones de veintisiete pulgadas de longitud. Noté que tenía los zapatos algo sucios, y a punto estuve de comprar una lata de crema Kiwi negra —me atraía el arcaísmo de la lata—: era inconfundiblemente americano, aunque tan bueno como las latas de aceite de oliva de Filippo Berio, y existía una grata semejanza entre el Kiwi que figuraba en su semicírculo blanco y el pingüino blanco e inscrito en un círculo del libro de bolsillo, que llevaba bajo el brazo. Recordé, empero, que tenía varias latas de Kiwi negro en casa —nunca ha dejado de extrañarme que la casa Kiwi le saque partido a este negocio, habida cuenta de lo mucho que dura cada lata—: las latas terminaban por perderse en el fondo del armario mucho antes de haberse agotado. Había colas en todas las cajas registradoras. Estudié la técnica de las cajeras y escogí la que me pareció más lista de todas, una mujer india o pakistaní vestida con un jersey azul, aun cuando la cola de su caja era dos o tres personas más larga que las otras, pues había llegado a la conclusión de que el diferencial existente entre las velocidades de procesamiento de una cajera lenta y de otra más lenta era, cuando menos, de tres transacciones a una, tal es la variación de las capacidades humanas y de la inteligencia innata; a veces, dicho diferencial era de cuatro a una si se trataba de transacciones más sofisticadas, del estilo de las devoluciones, o si incidía la aparición de un artículo cuyo precio hubiese que buscar en el inventario alfabético por no estar marcado. Aquella india, o pakistaní, era una verdadera profesional: colocaba los artículos en la bolsa correspondiente a medida que los iba tecleando en la caja, ahorrándose así la necesidad de trasladarlos dos veces consecutivas, y no se molestaba en esperar a ver si el cliente disponía del importe exacto de la compra: había aprendido por experiencia propia que aun cuando el tipo en cuestión dijera «¡Un momento! Creo que tengo suelto», existían múltiples posibilidades de que después de que terminase la pesca de monedas en su bolsillo, después que terminase de contarlas en la palma de la mano, la combinación de monedas sueltas resultase inadecuada y acabara, pues, por decir «Lo temporal de los movimientos tanto de los dependientes como de los clientes habría puesto en conocimiento de la dirección del CVS que, como los establecimientos estaban per manentemente escasos de personal, la elevada incidencia de los pequeños hurtos sería a todas luces contrarrestada mediante una funcionalidad más rápida de las cajeras, que así no tendrían que perder unos preciosos segundos extra en la labor de grapar las bolsas. -

siento», para entregarle un billete de veinte dólares. Cerraba la caja registradora de un caderazo y rasgaba el ticket casi en el mismo instante, y su manera de usar la grapadora de mango cromado que estaba amarrada al mostrador era exactamente lo que uno desea cuando le toca el turno de que le cobren y le grapen la bolsa de su adquisición. Su única dificultad se produjo cuando, al darle las vueltas a la mujer que iba delante de mí en la cola (pinzas, Vaseline Intensive Care, chicles Trident y un cartón de Marlboro Light extralargos), se quedó sin monedas de diez centavos.

El paquete de monedas estaba hecho de un plástico comprimido. Le costó diez segundos de inexpresivos gestos, de inclinarse y apretar con fuerza el paquete, hasta que consiguió desprender cuatro monedas y vertirlas en el cajetín correspondiente41. Incluso a pesar de este contratiempo, llegué a la caja con mis cordones de los zapatos mucho más rápido de lo que hubiese llegado en cualquiera de las otras colas. (A decir verdad, la había observado otras veces, siempre que fui a comprar tapones para los oídos, y así había descubierto que era la más veloz de todas.) Le di un billete de diez dólares. Ella depositó sobre la palma de mi mano los billetes correspondientes, y acto seguido depositó las monedas sobre el canalillo formado por los billetes —que era la forma más arriesgada, más habilidosa, aparte de permitirme tener una mano libre para sostener la bolsa y de evitar ese contacto, a veces tan embarazoso, con la cálida mano de un desconocido—. Quise decirle cuán hábil me parecía, quise decirle que de veras apreciaba que hubiese descubierto los movimientos más abreviados, los atajos que hacían de una simple transacción de caja un hecho del que aún era posible disfrutar, pero no me pareció que existiese ninguna forma de decírselo que no resultase por sí sola embarazosa. Ella sonrió y asintió ceremonialmente, y yo salí del establecimiento con mi recado cumplido.Capítulo catorce

El camino de vuelta a la oficina se me hizo más largo que a la ida. Me tomé un perro caliente con choucroute que compré en un puesto callejero (una combinación tan sabrosa que aún me hace estremecerme) al tiempo que caminaba a buen paso, decidido a ahorrarme todo el tiempo posible para sumarlo a los veinte minutos de mi hora del almuerzo que dedicaba siempre a la lectura. Un puesto de galletas por delante del cual pasé estaba libre de clientes; en menos de treinta segundos había comprado una galleta de chocolate, flexible y de gran tamaño, por ochenta centavos. Mientras esperaba a que se abriese un semáforo, aún a cinco manzanas de mi edificio, di un mordisco a la galleta; de inmediato sentí la intensa necesidad de tomar un poco de leche a manera de complemento, así que entré en Papa Gino’s y compré un cartón de media pinta. Provisto de esta forma, sumido en diversos pensamientos relativos a los aspectos rituales de los envoltorios, volví a la plaza de ladrillos y me senté en un banco al sol, cerca de la puerta giratoria. Era un banco neovictoriano, hecho de finos listones de madera fijados a unas curvas de hierro adornado y pintado de verde —un tipo de bancos que 41 Le perdoné por completo este retraso: esos paquetes plastificados habían supuesto un infeliz avance en

la vida de una cajera. Los paquetes de monedas envueltos en papel tenían una belleza palmaria: colores interesantes, un papel de envolver suave y, sin embargo, pesado por la densidad de las monedas que contenía, y las buenas cajeras sabían cómo abrirlos dándoles un simple golpe contra el borde de un cajetín, para verter sus contenidos exactamente en su sitio en menos de cinco segundos. Con eso y con todo, la primera vez que vi los paquetes plastificados (alrededor de 1980) sentí una cierta emoción, un acelerarse del pulso: por los cantos de las monedas apiladas dentro era más fácil saber de qué monedas se trataba, aparte de que dicho plástico era probablemente producto de alguna especie de clasificador / contador / empaquetador que había en el banco. El plástico, a menos que se fabrique con un grosor tal que resulte punto menos que imposible de manejar, y al contrario que el papel, se desgarra con facilidad una vez que ha sufrido un rasguño, una simple muesca (como es el caso, por ejemplo, de los envoltorios plásticos de los discos) —y es evidente que las monedas pequeñas se transportan en grandes bolsas llenas de paquetes—: así, quienes defendieran los paquetes plastificados evidentemente se vieron forzados a adoptar un material de considerable grosor que a su vez supuso una no menos considerable exasperación periódica en la vida de la cajera, especialmente si tenía las uñas largas. Lo que hubiese hecho falta era más bien una especie de lengüeta que recorriese toda la longitud del paquete, similar al hilo de los envoltorios de las tiritas, sólo que más funcional.

hoy pueden parecer un tanto pasados de moda, pero que en aquella época parecían excepcionales aparte de muy hermosos, dado que solamente entonces empezaron los arquitectos a prescindir de las malvadas planchas de hormigón armado o de granito pulido que servían como asiento (o, más bien, como lugar en el que desmadejarse, dado que carecían de respaldo) en esta clase de zonas de uso público, después de unos veinte largos y regresivos años. Dejé a mi lado la bolsa del CVS y abrí el cartón de leche, no sin antes colocar la bolsa que me había dado Donna bajo el muslo, de manera que no se la llevase el viento. Desde el banco disfrutaba de una visión que comprendía las tres cuartas partes de mi edificio: la entreplanta, un entramado de cristales verde oscuro y de acentos verticales de mármol, era el último de los pisos de cierta anchura antes de que la fachada trazase un ángulo y despegase, desafiando la peor torce- dura de cuello, hacia un escorzo de neblina azul. La sombra del edificio había alcanzado uno de los extremos del banco en que me había sentado. Hacía un día perfecto para leer durante un cuarto de hora. Abrí el Penguin Classic por el marcapáginas (un ticket de caja que de momento coloqué unas cuantas páginas más adelante), le di un mordisco a la galleta y un sorbo al cartón de leche fría. Hasta ajustar los ojos, las páginas fueron montículos cegadores, ilegibles, tintados por imágenes idénticas en las que aparecían los verdes y los violetas de la retina. Parpadeé, mastiqué. La independencia del pedazo de galleta por una parte, y del sorbo de leche por otra, empezaron a mezclarse placenteramente en mi boca; otra infusión de leche pura me ayudó a tragar con todo frescor aquella suave masa42. Encontré el lugar que buscaba en la página resplandeciente y leí: Obsérvese, en breve, cuán transitoria y trivial es la vida de los mortales; ayer, una simple gota de semen, mañana un puñado de especias y cenizas. ¡Erróneo, erróneo, erróneo! Eso pensé. ¡Destructivo, inútil, desencaminado y completamente falso! Sin embargo, inofensivo, placenteramente sosegante, para un hombre sentado en un banco de color verde, en una plaza enladrillada en espinapez, cerca de quince árboles espaciados, saludables, a la distancia de un grito de la puerta giratoria, de sus gruñidos de goma estrujada. ¡Era capaz de absorber todo amago de estoicismo brutal que cualquiera quisiera arrojarme al cuerpo! En vez de proseguir, empero, le di otro mordisco a la galleta y otro sorbo a la leche. Ese era el problema de la lectura: siempre hay que empezar de 42 Una tarde, mi madre me había dicho inesperadamene, estando sentados los dos a la mesa de la cocina

(yo estaba leyendo Dear Abby mientras me terminaba un bocadillo de mantequilla de cacahuete y un vaso de leche; ella leía Lecciones de Filosofía de las Ciencias Sociales, lectura obligatoria de un curso en el que se había matriculado), que no era buena idea dar un sorbo de lo que uno estuviese bebiendo antes de haber tragado lo que en ese momento estuviera masticando, y no, me explicó cuando yo le pregunté por qué, porque así hubiese más probabilidades de atragantarse, sino lisa y llanamente por estar considerado de mala educación; sin embargo, era de mala educación, sí, pero al parecer lo era de manera más sutil que el hábito infantil de hablar con la boca llena, o de hacer ruido con la boca, pues aunque uno no hiciese nada que pudiera parecer desagradable o molesto a quienes estuvieran presentes, sí que se les permitía hacer alguna que otra inferencia detallada y en modo alguno premeditada acerca de la mezcla aplastada del bolo alimenticio, acerca del movimiento peristáltico que tenía lugar tras los labios cerrados. La sola idea de haberme portado como un perfecto maleducado, ante mi propia madre y en la mesa de la cocina, me resultó de lo más doloroso; nunca más volví a beber, en público, mientras estaba masticando, y noté que se me encogía el estómago al ver que otras personas sí lo hacían, a veces; ahora bien, como quiera que en el caso de la leche y las galletas la simultaneidad es la única forma disponible de amortiguar el dulzor asesino de la galleta y de camuflar la cremosidad de la leche, propia del Pepto-Bismol, seguí adelante, relativamente protegido de la curiosidad de los viandantes, allí en el banco, dando alternativamente mordiscos a la galleta y sorbos al cartón de leche.

nuevo exactamente por aquel mismo pasaje que el día anterior hubo que dejar en suspenso. Una reluciente mención en la Historia de la moral en Europa, de William Edward Hartpole Lecky (libro que, mientras echaba un detenido vistazo por una librería un sábado por la mañana me había llamado poderosamente la atención, tanto por la ambición implícita en el título como por el lujuriante incidentalismo de las notas a pie de página 43) fue lo que me llevó a pararme en los anaqueles que iban del techo al suelo, repletos de clásicos Penguin, durante la hora del almuerzo, unas dos semanas atrás, y echar mano del delgado volumen que contenía las Meditaciones de Marco Aurelio, situado por cierto en la estantería superior, haciendo caso omiso del escabel disponible, enganchando pues el dedo índice en la parte superior del lomo y tirando del volumen, de tal manera que me cayese en la palma de la 43En una nota a pie de página, por ejemplo, Lecky cita una biografía francesa de Spinoza, con objeto de poner de manifiesto que al filósofo le divertía dejar caer las moscas que se había dedicado a atrapar en las telas de araña que encontrase; disfrutaba tanto de la batalla subsiguiente que, a veces, se echaba a reír a carcajadas. (Historia de la moral en Europa, vol. 1 pág. 289.) Lecky aprovecha estas golosas menudencias para ilustrar su opinión, según la cual la sofisticación de los sentimientos morales no es ni mucho menos constante en una determinada persona, ni en una cultura determinada uno puede ser elocuentemente virtuoso en una esfera determinada y, a la par, tolerante para con la bajeza, o incluso bajo y ruin, en otra esfera —cuestión tal vez sobradamente conocida, si bien previamente jamás se había articulado en torno al ejemplo de Spinoza, al menos que yo sepa—. También a Hobbes, según puede leerse en una selección — editada por Penguin, cómo no— de las Vidas de John Aubrey (pág. 228), mientras estuvo en la universidad (en ese Oxford «fullero y albo rotado») le gustaba levantarse pronto por la mañana y cazar cornejas con cordeles empapados de liga, usando trozos de queso rancio como cebo, y verlas aletear, indefensas y con el plumaje deteriorado, aparentemente por la simple diversión que tal hecho le procuraba. ¡Dios Santo! Si nuestro concepto de estos filósofos entraña estos detalles domésticos y anecdóticos, difícilmente podremos evitar que la estima en que les teníamos disminuya un tanto a causa de estos empeños menores, sí, pero crueles. También a Wittgenstein, según he leído en alguna biografía, le encantaba ver películas de vaqueros: era capaz de irse al cine todas las tardes a ver a los vaqueros hartarse de pegar tiros y a los indios hartarse de ensartar a flechazos a los vaqueros. ¿Cómo es posible tomarse en serio su teoría del lenguaje toda vez que llega a nuestro conocimiento que le deleitaba la machaconería y el tedio de las películas de vaqueros? De vez en cuando, pase, pero ¿todos los días? Sin embargo, aun cuando estas minúsculas verdades relativas a las personas de tres filósofos (de los cuales, si he de ser honrado, he leído muy poca cosa) hayan redundado por lo menor provisionalmente en la desaparición de todo el interés que pudiera tener por profundizar más en su lectura, lo cierto es que me consumo por conocer más detalles de esta especie. Tal como dijo Boswell: «Mientras duró esta excursión, cuando íbamos de paseo, él [Johnson] calzaba botas, y llevaba un gran capote, muy ancho y de mucho vuelo, hecho de un tejido pardo, equipado con unos bolsillos en los que bien habrían podido caber dos volúmenes de su diccionario en folio; en la mano portaba un gran bastón de roble inglés. No quisiera que se me censurase por mencionar tan menudos particulares. Todo cuanto atañe a tan gran hombre es digno de observación. Recuerdo que el doctor Adam Smith, en las retóricas conferencias que pronunciase en Glasgow, nos dijo que le alegraba que Milton llevaba zapatos de cordones, y no zapatos de hebilla» (Boswell, Diario de un viaje por las Hébridas, Penguin, página 165. Hay que pensarlo despacio:/Afí7ío« usaba zapatos de cordones!). Boswell, al igual que Lecky (lo digo por volver al punto de esta nota al pie) y que Gibbon, adoraba las notas a pie de página. Sabían perfectamente que la superficie exterior de la verdad no es lisa, que no se hincha ni se transfiere de un párrafo a otro párrafo bien moderado, sino que, antes bien, está teselada por una gruesa corteza de citas, comillas, itálicas y frases en lenguas extranjeras, pues constituye una capa variadísima de «ibid.s», y de «cf.s» y de «vid.s» que es de hecho el escudo que cubre el purísimo fluir del argumento tal como vive durante un instante en la mente de cada cual. Conocían perfectamente el placer por adelantado que da el percibir mediante la visión periférica, mientras se pasa la página, un légamo grisáceo de ejemplos ulteriores y de cualificaciones que aguardan a ser leídas, en cuerpo menor, en la parte inferior de la página. (Tenían constancia, en términos generales, de la inmensa utilidad del cuerpo menor a la hora de resaltar el júbilo de lectura de ciertas obras de abstrusa erudición: la densidad tipográfica requiere del lector una postura agazapada, como la de Robert Hooke o Henry Cray, sobre el afán, el ajetreo intrincado de la verdad expresa por escrito.) Les encantaba ir decidiendo al hilo de la lectura si iban a tomarse o no la molestia de consultar una determinada nota al pie, si iban a leerla en su contexto preciso o antes de llegar al pasaje del que se desprendiera, a manera de

mano: un Penguin más delgado que la mayoría, reluciente, poco o nada flexible, como nuevo. Llevado por otros efímeros entusiasmos por los clásicos, había comprado previamente, aunque después no llegara a pasar de la página 20, las ediciones de clásicos Penguin de autores como Arriano, Tácito, Cicerón y Procopio: me complacía ver los volúmenes alineados en el alféizar de la ventana, exactamente encima de la repisa en la que guardaba los discos; me gustaban en parte porque, al haber llegado a la historia a través de los álbumes de discos, asociaba el color negro de los clásicos con el vinilo de los discos 44. Lecky había alabado a Marco Aurelio en tales términos que la lectura de sus aforismos se había tornado, para mí, irresistible:

entremés. Sabían perfectamente que los músculos del ojo prefieren los itinerarios verticales; el recto externo y el recto interno terminan por entumecerse al ir de acá para allá trazando las «zetas» que nos enseñaron en la escuela primaria; la nota al pie de página funciona como un interruptor, ofrece la satisfacción de coger el tren del pensamiento mediante una cifra o un asterisco a manera de superíndice que conduce la ruta de la lectura, a veces por extenso, a través de estaciones abandonadas y sumergidas, por túneles que rezuman agua. La digresión —un movimiento que se aparta del gradus o de la ascensión propia del argumento— es, a veces, la única vía posible si se quiere ser cabal, y las notas a pie de página son las únicas formas de digresión gráfica sancionada por varios siglos de artes tipográficas. Con eso y con todo, la Hoja de Estilo de la Modern Language Association que tenía yo cuando estaba en la universidad desaconseja el uso de notas al pie de una extensión excesiva, es decir, de notas al pie prácticamente en forma de «ensayos». ¿Se habían vuelto majaras? ¿A dónde va a ir a parar la erudición? (Han retirado esta imperfección de las ediciones ulteriores.) Es muy cierto lo que dijo Johnson, a propósito de las notas exegéticas en textos de Shakespeare: «La mente se enfría mediante la interrupción; los pensamientos se desvían de su principal asunto; el lector se siente fatigado sin siquiera sospechar el porqué, y termina por arrojar el libro que con excesiva diligencia se había aplicado a estudiar.» («Prefiero a Shakespeare»). Johnson, sin embargo, aquí se refería a un caso muy especial, el de los comentarios que hace un escritor sobre otro; ciertamente, ¿a quién no se le enfría la mente varios grados centígrados cuando los editores de la Norton Anthology of Poetry nos aclaran todos los versos que puedan hipotéticamente resultar confusos, sin llegar a comprender que el placer que siente el estudioso de poesía estriban, en parte, en la fronda de sustantivos que no consigue emplazar en su sitio y en las alusiones que tan sólo reconoce a medias? ¿De veras nos es estrictamente necesario que los «innúmeros y enormes pólipos» que menciona Tennyson aparezcan traducidos en una nota al pie que dice: «3. Animales parecidos al pulpo?» ¿De veras nos es estrictamente necesario que hasta el mismísimo título de ese poema («The Kraken», impreso en páginas 338-339 de la edición revisada y abreviada de dicha antología) se nos explique minuciosamente? ¿Y de veras necesitamos que la frase con que se abre Los norteamericanos, de James, en la cual se menciona el «Salón Carré» del Museo del Louvre, experimente la acción corrosiva de la seda dental? (Para más inri, en la edición de la Penguin American Library se da una ayuda tan desmoralizante como la que sigue: 1. Se trata del corazón de las galerías existentes en el gran museo nacional de Francia; es una sala que contiene, aparte de las obras de los antiguos maestros que James menciona más adelante, la «Mona Lisa» de Leonardo.) Ahora bien, las grandes notas a pie de página, notas eruditas o anecdóticas, de Lecky, de Gibbon o de Boswell, escritas por el autor del libro en persona con objeto de complementar, e incluso de corregir, las sucesivas ediciones del volumen, todo lo que dice personalmente en el texto primario, no constituyen sino otras tantas aseveraciones de que la búsqueda de la verdad no está delimitada por ningún lindero exterior visible; las reafirmaciones, los desacuerdos y ese mar de autoridades citadas que todo lo envuelve se extienden sin solución de continuidad. Las notas a pie de página son las superficies perfectamente limpias y alisadas que permiten la adherencia de los párrafos tentaculares a la más amplia realidad de la biblioteca.

44También me gustaban los Penguin negros porque en la primera página aparecía una nota biográfica relativa al traductor, exactamente en el mismo cuerpo de letra que la nota biográfica relativa a la importantísima figura histórica cuya obra había vertido al inglés, emparejamiento que daba a esas vidas menores y a esos períodos intensamente dedicados a la traducción, en lugares como Dorset o Leeds, una importancia semejante a las vidas de los antiguos, tan a menudo repletas de asesinatos, malicias y conspiraciones. Al parecer, los traductores de los Penguin eran muy a menudo amateurs, y no académicos, que tras obtener una ristra de sobresalientes se hubiesen dedicado a una vida tranquila, al

Puesto a prueba por los altibajos habidos a lo largo de un reinado que duró diecinueve años, al frente de una sociedad profundamente corrupta y de una ciudad notoria por su libertinaje, la perfección de su carácter conminó a permanecer callados incluso a los peores difamadores, y el sentimiento espontáneo de sus súbditos hizo de él más un dios que un simple mortal. Son muy pocos los hombres que hayan vivido a lo largo de los siglos y que nos permitan hablar con tan grande confianza acerca de su vida interior. Sus Meditaciones constituyen uno de los libros más impresionantes, pero también uno de los libros más fieles a la verdad que se puedan encontrar dentro de la extensa variedad de la literatura religiosa. Y qué duda cabe; lo primero que leí al abrir las Meditaciones al azar dentro de la librería me dejó boquiabierto por su finura. «Manifiestamente», leí (el ruido tergiversado de una sartén recién aclarada al golpear contra la pared de la fregadera resonó dentro de la mi cabeza). Manifiestamente, ninguna circunstancia de la vida puede mejor adaptarse a la práctica de la filosofía que ésta en la que el azar ha querido verte hoy por hoy. ¡Uau! Me encantó la débil torpeza y el arcaísmo de la frase, repleta de giros que ya nunca acuden de forma natural a labios de los hablantes, aunque en otro tiempo sí fueran moneda corriente: «circunstancia de la vida», «mejor adaptarse a», «el azar ha querido», así como ese inesperado, aunque apto y sutil apresuramiento de la cadencia en pos de una entonación exclamativa, ya al final de la frase. Principalmente pensé que aquella afirmación era una extraordinaria verdad, y que si adquiría aquel libro y aprendía a actuar en consonancia con esa sola frase, me vería transportado hacia los elaborados y complejos dominios del entendimiento, aun cuando continuara haciendo, de puertas afuera, exactamente lo mismo que había hecho siempre, es decir, ir al trabajo, salir a almorzar, volver a casa, hablar con L. por teléfono o pasar la noche con ella. Tal como sucede a menudo, me gustó aquella primera y decisiva frase mucho más que cualesquiera otras con las que topé en ulteriores lecturas. Había paseado el libro durante dos semanas consecutivas; lo había sacado bajo el brazo cada vez que salí a almorzar; había terminado por desgastársele el lomo más por el transporte que por la lectura, aunque era una sola la línea blanquecina que hendía precisamente el lomo, lo cual hacía que se abriese automáticamente por la página 168, en la cual figuraba la frase relativa a la «circunstancia de la vida»; a esas alturas, desencantado, harto de ojear y manosear las páginas, estaba a punto de abandonarlo del todo, hastiado por la morbidez implacable de las negaciones de sí mismo que repetía Marco Aurelio. Aquella última observación acerca de que la vida de los mortales no es sino esperma y cenizas fue demasiado. Volví a colocar el ticket de caja en la página correspondiente, en la cual ha permanecido hasta hace bien poco, y cerré el libro. Aún me quedaba por beber la mitad del contenido del cartón de leche. Sintiéndome de nuevo conquistado por el sabor de la misma, lo terminé de un trago; y entonces recordé un hábito de la niñez, hice una pelota con el papel de la galleta, bien arrugado, un papel por cierto delgado, crujiente, embutiéndolo acto seguido en la boca del cartón de leche. Me frente del negocio que regentaran sus padres, o en calidad de párrocos rurales, traduciendo por las noches; es sumamente probable que buen número de ellos fueran homosexuales: esa clase de hombre excelso en clave menor cuyos logros, juzgados por criterios exteriores, son más bien escasos, si bien soporta la civilización y nos la transmite mediante un conocimiento perfectamente equilibrado, accesible y considerado, de todo lo que puede saberse acerca de ciertos brevísimos períodos de la historia holandesa, o del florecimiento de alguna tradición particularmente rica de pipas de terracota.

quedaban por delante diez minutos de la hora del almuerzo. Como no iba a seguir leyendo, pensé que lo mejor sería aprovechar el tiempo colocándome en su sitio los cordones de los zapatos que acababa de comprar. El sol, en cambio, calentaba la plaza tanto que me desaconsejó tal actividad: incliné el rostro hacia el sol y permanecí sentado, cerrados los ojos, extendidos los brazos sobre el respaldo del banco y las piernas cruzadas sobre los tobillos; acerqué los pies, retrayéndolos, cada vez que sentí pasar cerca a un transeúnte, no fuera a estar bloqueándole el paso. Mi mano derecha, a la sombra, se apoyaba sobre la fría cúpula de un adorno neovictoriano; mi mano izquierda, al sol, reposaba sobre la pintura verde del banco, lisa al tacto; una corriente de absoluto y apacible contento conmigo mismo empezó a fluir de la mano a la sombra a la mano al sol, pasando a través de mis brazos y mis hombros, enredándose como un remolino en mi cerebro a mitad de trayecto. «Manifiestamente», repetí, como si me estuviese regañando, «ninguna circunstancia de la vida puede mejor adaptarse a la práctica de la filosofía que ésta en la que el azar ha querido verte hoy por hoy». Quiso la casualidad que ese día, tras haber trabajado durante la mañana entera para ganarme el pan, tras haberme roto el cordón de un zapato, tras haber conversado con Tina, tras haber orinado con éxito en unos lavabos comunitarios, tras haberme lavado la cara, haberme comido una bolsa de palomitas, haber comprado unos cordones nuevos para los zapatos, haberme comido un perrito caliente y una galleta acompañada de un poco de leche, quiso la casualidad que me encontrase sentado al sol en un banco de color verde, con un libro de bolsillo en el regazo. Filosóficamente, ¿qué se suponía que había de hacer yo con todo aquello? Miré el libro otra vez. En la cubierta figuraba un busto del emperador. ¿Quién compraba un libro de tales características? ¿Gente como yo, me pregunté, es decir, personas dispuestas a mejorarse esporádicamente a sí mismas, más que nada a la hora del almuerzo? ¿O solamente los estudiantes? ¿O tal vez los taxistas, deseosos de contar con alguna anécdota gracias a la cual encarecer sus tarifas, un libro que destacar encima del salpicadero? A menudo me había entrado la duda de si la casa Penguin verdaderamente sacaba beneficios de la venta de tales libros de bolsillo. Y entonces pasé a considerar la frase «a menudo me había entrado la duda», «a menudo me había preguntado si». Con la sensación de que Marco Aurelio me presionaba para que practicase la filosofía sobre los escasos materiales en crudo que me ofrecía mi propia vida, me pregunté exactamente con qué frecuencia me había preocupado por los beneficios de los Penguin Clas- sics. El mero hecho de decir que uno a menudo se preocupa por tal o cual cosa no constituye ninguna indicación veraz acerca de la prominencia que desempeña en la propia vida semejante estado de mente. ¿Acaso se trataba de algo que hacía aparición cada tres horas? ¿O una vez al mes? O, ¿no aparecería más bien cada vez que un conjunto de condiciones determinadas me lo recordaban? Ciertamente, no me paraba a pensar en la situación financiera de Penguin cada vez que mis ojos se posaban en uno de sus libros. A veces, pensaba sobre qué podía tratar en concreto aquel libro en particular, sin que de momento me interesase en modo alguno quién fuese el editor; a veces, había dado en pensar en el hecho de que las novelas de Penguin, las de cubierta y lomo anaranjados, palidecían al sol exactamente igual que los carteles de la tintorería, y a menudo me decía que era asombroso que un sistema de colores intrínsecamente cuestionable, como el que se basa en el naranja, el blanco y el negro, hubiese terminado por parecerme maravillosamente sutil, íntimamente relacionado con la idea que nos hemos hecho de la novela inglesa, solamente porque resulta que alguien de la casa editora ha decidido utilizar esos colores como formato estándar. A veces, la cubierta naranja me llevaba a pensar en el primer Penguin que había leído, Mi familia y otros animales: mi madre me lo había dado un verano, y no solamente me habían interesado los lagartos, los escorpiones y la luz del sol, sino que también terminé por interesarme, a medida que me abría paso por el grueso de las páginas, por un código impreso en letra minúscula, a cada veinte páginas más o menos, en el margen inferior izquierdo de las

páginas impares: «FOA-7», «FOA-8», «FOA-9», etc. Pensé que se trataba de algún giro de la jerga privada de los encuadernadores —«Fabricante Opuesto Alternativa 7», o «Facultativo Organizado Ascendente 7», tal vez—. Mucho después, cuando volví a fijarme en este rasgo propio de los Penguin, mediada la lectura de una novela de Iris Murdoch titulada A Fair Honourable Defeat («F.H.D.-6», etc.), y cuando caí en la cuenta de que se trataba simplemente de las iniciales del título, de una manera rápida de impedir que se mezclaran unos pliegos con otros en el proceso de fabricación del libro, sentí una especie de cariño retroactivo por aquel misterio previamente irresuelto, y sentí una indudable gratitud hacia la casa Penguin, por el hecho de proporcionarnos un conjunto de hitos gracias al cual medir nuestro progreso a través de un libro, y es que cuando uno llega a una marca como por ejemplo «F.H.D.-14» (y es que hasta ese punto conseguí llegar en aquel Murdoch en concreto, por mucho que, debo de reconocerlo, me guste su manera de escribir), siente que el progreso realizado tiene una confirmación mucho más objetiva que si simplemente alcanza un nuevo capítulo. Todas estas observaciones particulares y relacionadas en concreto con los Penguin contaban con sus distintos ciclos de recurrencia, y por tanto arrojaban microscópicas diferencias de peso sobre mi personalidad, y entonces me dio la impresión de que necesitamos una medida de la periodicidad con que regresan regularmente ciertos pensamientos, expresada, por así decir, en el número de veces en que dicho pensamiento hace su aparición a cada año. Puede que llegara a preguntarme por la situación financiera de la casa Penguin unas cuatro veces por año. Así pues, «una periodicidad de 4»: la frase tiene un retintín por lo menos científico. Una vez al año, cuando el muzak de la megafonía se pasa a los villancicos, pensaba: «qué curioso que "God Rest Ye Merry, Gentlemen” esté compuesto en clave menor». Cada vez que tropezaba con la punta del pie contra la pata de una silla, por ejemplo, pensaba: «es asombroso que los dedos de los pies de los seres humanos puedan soportar tales batacazos sin romperse»..., y la verdad es que tropezaba con la punta del pie contra un determinado objeto tal vez ocho veces al año. Cada vez que me tomaba una pastilla de vitamina C, unas quince veces al año, mientras llenaba el vaso de agua pensaba: «...vivo de dexis, vitamina C y cocaína...» Si pudiéramos asignar un número de periodicidad de esta guisa a cada pensamiento recurrente de cada persona, ¿qué no llegaríamos a saber? Llegaríamos a saber, por ejemplo, la frecuencia relativa de sus pensamientos a lo largo de un determinado lapso de tiempo, dato que bien pudiera resultar más revelador que cualquier afirmación de creencias que pudiera hacer, más incluso que una sección congelada de pensamientos disponibles, potenciales (en el supuesto de que tal cosa fuese posible) en un momento particular. Así como en inglés las palabras más frecuentes son las más vulgares, como «of», «in»,o «the», los pensamientos más frecuentes suelen ser pensamientos templados y ansiados, como «picor de cara», «[imagen sexual pasajera]» o «¿me huele el aliento?». Ahora bien, bajo el nivel de pensamientos y de vocabularios incardinado en los «of» y los «in» existe todo un conjunto de ideas de mediana frecuencia. Me las imaginé en forma de tabla, algo como por ejemplo:

Materia considerada

Número de veces en que dicho pensamiento ha acaecido al año (en orden decreciente)

L. Familia

580,0 400,0

Cepillarse la lengua Tapones para los oídos Pago de facturas'

150,0 100,0 52,0

Aspiradoras Panasonic de tres ruedas, grandeza de las El sol nos pone de buen humor Frustración por motivos de tráfico Libros de bolsillo Penguin, en general ¿Debería dejar mi empleo? Amigos, no tengo ninguno Matrimonio, posibilidad del Máquinas expendedoras Las pajas no salen bien de su envoltorio El brillo en los objetos móviles ¿Tenía McCartney más talento que Lennon? Los amigos son más listos, más capaces que yo Dispensadores de toallas de papel «Esas cosas que se piensan a menudo, pero que nunca...», etc. Las personas son muy distintas Árboles, belleza de los Aceras Los amigos que tengo no me merecen Gemelos idénticos y separados al nacer, estudios de rasgos semejantes

Materia considerada Inteligencia, rapidez de la Rampas para sillas de ruedas, sus peligros El instinto asesino La invención del ascensor Las personas son muy parecidas «En mi casa, no» Hoy en día, las pajas flotan DJ: ¿sería feliz si lo fuera? «Si no consigues quitártelo de encima, ¡métete de lleno en ello!» Rotuladores, punta de fieltro Gasolina, agradable olor de la Rotuladores, punta de bola Equipos estéreo Miedo a ser asaltado en la calle otra vez Grapadoras «Las cucarachas llegan, pero ya nunca se van» Cena en un restaurante, imagen de una Zapatos Bolsas Butz, Earl Barrer, escobas, etc. Silbar, el truco del yodel «Comérselo con los ojos»

45,0 40,0 38,0 35,0 34,0 33,0 32,0 31,0 28,0 25,0 23,0 19,0 19,0 18,0 16,0 15,0 15,0 15,0 14,0 Número de veces en que dicho pensamiento ha acaecido al año (en orden decreciente) 14,0 14,0 13,0 12,0 12,0 11,0 10,0 9,0 9,0 9,0 8,0 8,0 8,0 7,0 7,0 6,0 6,0 6,0 5,0 4,0 4,0 4,0 4,0

Fluido para limpieza en seco, olor del Cierres de cremallera Palomitas de maíz Los pájaros regurgitan la comida y alimentan a las crías cort los restos Kant, Inmanuel

3,0 2,0 1,0 0,5 0,5

Ahora bien, la compilación de dicha lista, tal como entendí tan pronto empecé a esbozarla mentalmente, no constituía el iluminador proceso de abstracción que yo me había esperado: los pensamientos eran demasiado fluidos, demasiado difíciles de nombrar y, una vez nombrados, resultaban demasiado difíciles de clasificar, de forma que mi estimación de su frecuencia relativa no significaba gran cosa. Además, eran demasiados, tantos que difícilmente resultaba una lista manejable. Con todo, esta clasificación de la periodicidad, en tanto descripción ideal, fue lo mejor que pude hacer aquella tarde. La introspección era la única actividad levemente filosófica que me sentía capaz de practicar, sentado en aquel banco al sol, en espera del último minuto antes de la hora de volver al trabajo; además, la atribución de una determinada frecuencia a los pensamientos en cuestión sí que me condujo a una interrogación de mayor amplitud: «¿En qué pienso?» Todo el mundo parecía sumamente similar si se imagina a cada persona dentro de su horario cotidiano, o bien si se le ve caminar hacia la puerta giratoria (tal como Dave, Sue y Steve, sin fijarse en mi presencia, hacían en aquellos momentos), aunque si se imaginase una tabla de frecuencia de pensamientos bien detallada en el caso de cada uno de ellos, y si se procura comparar una tabla con otra, se tendría de pronto la sensación de estar comparando seres tan distintos unos de otros como distintos son un cable de teléfono y una hoja de parra. L. me dijo en cierta ocasión que ella pensaba «en todo momento» (le pedí que especificara más y dijo que pensaba en ello al menos una vez cada tres semanas) en un chiste particularmente molesto que alguien le había contado cuando tenía tan sólo once años, y que dice así: «Pregunta: ¿Cuál es la descripción de la mujer perfecta? Respuesta: [Con la mano a la altura de la cintura.] Así de alta y con la cabeza bien plana, para poder dejar encima la jarra de cerveza.» Hasta hace uno, dos o tres años, según me dijo, y desde que tenía unos diez años, muy a menudo en contra de su voluntad, pensaba varias veces por semana en una adivinanza que dice así: De camino a las Mercedes, me encontré con un hombre que tenía siete mujeres; cada mujer con un cesto, en el cesto siete huevos: entre huevos, cestos y mujeres, ¿cuántos iban para las Mercedes? Cada mes y medio, según me dijo, pensaba con verdadero placer en una descripción, leída en Daniel Deronda, de una habitación en la cual todo era de color amarillo; antes, nunca había imaginado una estancia en una casa victoriana decorada de ese color. ¡Y yo, en cambio, no pensaba en ninguna de tales cosas! 45 Los dos nos conocíamos bien; teníamos los dos la 45 Cosa que ya no es ni mucho menos cierta. Desde que me contó la adivinanza de Las Mercedes, ha ocupado un lugar propio en mi carrusel de pensamientos: me fastidia que la respuesta deba ser: «Ninguno, so bobo: el hombre que me encontré venia de Las Mercedes», porque: a) ciertamente, se puede «encontrar» a alguien de camino por el sencillo procedimiento de alcanzarle y seguir con él al paso, y b) no queda ni mucho menos claro si el hombre tiene siete mujeres que están «con» él allí mismo, de camino, o si meramente es responsable de sus siete mujeres en tanto circunstancia vital propia. Por tanto, me preocupa el grado de perplejidad que una adivinanza como ésa pudo provocar en niños en cuyas casas existiera la costumbre de contar adivinanzas; me preocupa calibrar si me hubiese sentado bien esa perplejidad cuando era niño en el supuesto de haber estado expuesto a ella (en vez de, digamos, haber estado expuesto a los cuentos de Jack y Spot); me preocupa determinar cuál fue la intención de quien hubiese inventado la adivinanza, aparte de qué

sensación de ser muy semejantes en aspectos sin duda importantes, a los dos nos encantaba esa sensación de formar un tándem, si bien las tablas de pensamientos repetidos y de su periodicidad correspondiente revelarían sorprendentemente una minúscula zona de intersección en el tramo de las frecuencias medias. Por encima de la periodicidad de los pensamientos solitarios, internos, dependiente de ella si bien existente en un plano por completo al margen, estaba la periodicidad de la conversación, por teléfono y en persona. Unas veinte veces al año, L. y yo hablábamos del hecho de que los personajes femeninos en las comedias del cine funcionaban casi siempre como hombres sin más complicaciones con un talante completamente cómico. Veinticinco veces al año nos preguntábamos cómo habrían sido las cosas si mis padres hubiesen seguido casados o si los suyos hubiesen decidido divorciarse. Cincuenta veces al año hablábamos de los efectos de la promiscuidad en el aspecto externo de las personas, en sus personalidades, aduciendo ejemplos tomados de ciertos amigos comunes. De cuando en cuando sometiamos a nuestra consideración las zonas de la ciudad en las que más nos gustaría vivir, y en qué tipo de casa, si fuésemos ricos. La acción afirmativa gozaba de una periodicidad de 4; la hereditariedad de los rasgos mentales, de 12. Dos veces por verano nos preguntábamos si en la naturaleza son armónicos los colores o si se hallan en flagrante conflicto. Cuando aparecía un tema recurrente, notábamos su familiaridad aun de forma harto indistinta: casi siempre surgía (es decir, parecía digno de comentarse de nuevo) sólo cuando ya no éramos ninguno de los dos capaces de recordar cuáles habían sido nuestras respectivas opiniones sobre el tal asunto —recordábamos vagamente, y sin posibilidad de atribuirlos a uno u otro, los puntos más reveladores que habíamos comentado la vez anterior, pero a menudo subvertíamos nuestras posturas, dado que cada vez nos sentíamos uno y otro más entusiastas para con los argumentos más frescos que hubiese aducido el otro la vez anterior, y menos convencidos, en cambio, por los que adujo uno mismo. Existían además periodicidades sobreimpresionadas al plano de la conversación: los ciclos de excitación periodística, de amplitud nacional, acerca de tal o cual asunto; las correcciones generacionales y las reacciones y contrarreacciones pendulares; por encima de éstas, la periodicidad de las bibliotecas y de los clásicos de Penguin, más lentas si cabe, resurgimientos y decaimientos del interés por una cierta investigación, por un determinado estilo, por el pensamiento de un siglo o del siguiente, la exposición renovada de una determinada verdad que se hubiese extraviado en las nuevas lenguas vernáculas. En todos estos planos, pensé, la alternancia de negligencia y de atención que se concede a una idea era como el ciclo del encerado y bruñido, del apagarse del brillo y de la subsiguiente tarea de sacar el brillo de nuevo, del lijado de las capas y de la aplicación de una nueva capa, de todas las cosas sucedidas durante los largos periodos que pasan sin supervisión ninguna. En ese preciso instante, por sexta vez en el plazo de dos semanas laborables, acababa de concentrar mi atención en una idea, en una frase de Marco Aurelio, por espacio de uno o dos minutos, extrayéndola por tanto del almacenaje artificial de los Penguin y haciéndola pasar transitoriamente a la memoria viva, y es que de no haber sido porque ocupó mis pensamientos, durante esos minutos ni una sola persona en toda la ciudad, ni tal vez en el mundo entero, le hubiese dedicado la menor atención. También hoy, por vez primera en los últimos veinte años y en dos ocasiones distintas, había recordado el acto de atarme los cordones de los zapatos (mejor dicho, en tres ocasiones, si contamos el momentáneo orgullo que me embargó un instante antes de que se me partiera el cordón), lo cual supone una periodicidad media, a lo largo de toda la vida, de una décima parte de recuerdo por año, aunque ese número no sea buen indicador, dado que las frecuencias deberían, según tengo decidido, medirse sobre intervalos más breves, como por ejemplo un puesto pudo ocupar en esta vida —pienso en todo ello más o menos unas diecinueve veces al año.

lustro, con objeto de resultar significativas, al menos hasta el momento de haber fallecido. Era imposible precisar cuál de los dos, si Marco Aurelio o los cordones de los zapatos, alcanzaría un rango más elevado en toda la periodicidad vital que clasificase mis pensamientos hasta la hora de mi muerte46. Era la hora de entrar. Sentí algo pegajosos los dedos de la mano expuesta al sol. Me los froté contra el pulgar hasta que cobró ser un minúsculo cilindro gris oscuro compuesto de aceite de palomitas de maíz, suciedad urbana, piel y azúcar de galleta. Lo tiré. Me percaté de que la fecha seguía siendo visible en la palma de mi mano, si bien habría desaparecido la próxima vez que me lavase las manos. No sin cierto esfuerzo pude arrugar la bolsa de Papa Gino’s y apretarla hasta que cupo, por lo menos la mayor parte del papel, dentro del cartón de 46 Ahora tengo la casi absoluta seguridad de que los cordones de los zapatos llegarán más arriba. En el curso de preparación del recuento de aquel mediodía a caballo entre Marco Aurelio y los cordones de los zapatos, pasé un riguroso mes a lo largo del cual la cuestión de anudarse los cordones de los zapatos y del desgaste de los mismos surgió en 325 ocasiones, mientras que el sentimiento de Marco Aurelio rondó tan sólo las 90 ocasiones. Mucho me temo que muy probablemente jamás volveré a concentrar mi atención en ninguna de las dos cuestiones, dado que personalmente he desgastado al máximo una y otra idea. Sin embargo, estas súbitas y tardías apariciones de la idea bien pudieran no contar en la tabla, puesto que se trata de recuperaciones duplicadas artificiosamente con objeto de comprender cómo habían surgido aquellas primeras recuperaciones de ambas ideas. La última ocasión en que surgió la idea de los cordones de los zapatos fue como refiero a continuación: estaba por casualidad en mi despacho ojeando los Informes de Investigación relativos a los años 1984-1986 que publica el Laboratorio de Fabricación y Productividad del MIT, y me apercibí de que por entonces estaba en marcha un proyecto activo sobre la materia de la «patología de los cordajes desgastados». La investigación se presentaba como sigue:

Se han reunido numerosos cordajes marineros procedentes de muy variados lugares, en los cuales queda representada una amplia gama de sistemas de trenzado y de períodos de exposición a factores erosivos. Se detectaron y cuantifica- ron diversas estructuras de deterioro químico y mecánico; en el caso de algunas variedades específicas se han tipificado los principales mecanismos de deterioro. En la actualidad empiezan a simularse algunos modos de degradación del material para aplicarlos a otros tantos modelos estructurales de cordajes, con el fin de establecer un criterio válido que anticipe el cese de la utilización de los mismos. ¡En la actualidad empiezan a simularse algunos modos de degradación del material! ¡Yuuuju! Aparte de decidir, muy brevemente, que tenía que dejar mi trabajo y matricularme como aprendiz en un proyecto de investigación tan apasionante, me pregunté si los resultados a que habían llegado S. Baker y M. Seo podrían adaptarse de tal forma que, aun cuando fuese aproxima damente, fuesen aplicables al caso de mis propios cordones de los zapatos. Descubrí con gran sorpresa por mi parte que en la biblioteca no existía un ejemplar de las mencionadas Actas del Tercer Simposio Australo-]aponés sobre la medición objetiva y sus aplicaciones al diseño industrial y al control de procesos, de septiembre de 1985. Solicité por escrito una reimpresión o una fotocopia, pero entre tanto fue tamaña mi impaciencia que me llevó a proseguir la indagación. No tardé en descubrir que había sido una estupidez por mi parte pensar que la enrevesada patología de los cordajes marineros tuviese nada que ver con la patología hilada de los cordones de los zapatos. Consulté el volumen 07.01 de las pautas y directrices de la Sociedad Americana de Probaturas y Materiales, y encontré un comentario sobre los procedimientos e instrumental necesarios para calibrar la resistencia a la abrasión de diversos productos textiles. Las máquinas de abrasión representadas en las figuras parecían productos de los años treinta, pero en el reino de la abrasión, el efecto bien conocido de una máquina de probaturas ya establecida, pensé, seguramente es más importante que disponer de una instrumentación sofisticada. Pues esto también resultó estar muy lejos de la verdad. Empecé a frecuentar la literatura periódica especializada y tuve conocimiento de la Microon I, la Probadora Instron Ten- sile, la Probadora de Abrasión por Aceleración y la Probadora de Desgaste Universal Stoll Quarter Master, o SQMUWT. (Para más datos sobre esta última, véase Textile Techology Digest, 05153/80; Pal, Munshi y Ukidre, del Laboratorio de Investigación y Tecnología de Algodón, han utilizado dicha máquina en la determinación de la abrasión por flexión de los hilos utilizados en las costuras de sus productos.) No obstante, tal como apuntan H. M. Eider, T. S. Ellis y F. Yahya, de la Unidad de Fibras Textiles, del Departamento de Química Pura y Aplicada de la Universidad de Strathclyde, Glasgow: «Es dudoso que pueda

la leche; noté una oscura satisfacción por la reversión de dentro a fuera experimentada en este logro. Recogí mis pertenencias, la bolsa grapada del CVS y mi libro de bolsillo, y me puse en pie. Tiré el cartón de la leche relleno de papel; por decirlo con más exactitud, lo coloqué Con sumo cuidado en la cima de un montón de basura, de residuos comestibles de lo más apetitosos para las abejas, a punto de desbordar un bidón, asegurándome, eso sí, de que el cartón de leche no fuera a caer, al menos hasta que me hubiese alejado, apretándolo brevemente con las yemas de los dedos en su precario asentamiento. No pude hacer disminuir el volumen de la basura situada más abajo, tal como había hecho una hora antes a la puerta del CVS, porque si hubiese la más mínima presión habría hecho desintegrarse el montón entero. De una taza de papel iluminada por el sol se elevó una abeja, seguramente de camino a la fabricación de miel arrabalera a partir de alguna cerveza sin alcohol que hubiese encontrado dentro de la pila. Entré en el vestíbulo y me dirigí hacia la escalera mecánica.

llegar a desarrollarse una determinada máquina capaz de duplicar el complejísimo abanico de intensidades abrasivas, con sus respectivas proporciones, a que es sometido un material textil en condiciones normales de uso» (/. Text. Inst., 1987, N° 2, pág. 72). Este característico escepticismo escocés me produjo un inmenso júbilo, dado que corroboraba lo que ya había sospechado yo en aquellos primeros momentos, en mi despacho, después que se me hubiese roto el segundo cordón del zapato. Y entonces, repasando los índices de los World Textile Abstraéis relativos a 1984, me encontré con la entrada 4522: Métodos para evaluar la resistencia a la abrasión y la deslizabilidad de los nudos en los cordones de los zapatos Z. Czaplicki Technik Wlokienntczy, 1984, 33, N° 1, 3-4 (2 páginas). En polaco. Se describen e investigan pormenorizadamente dos dispositivos mecánicos para probar la resistencia a la abrasión y la deslizabilidad de los cordones de los zapatos. Se comentan los criterios vigentes en Polonia al respecto. [C]1984/4522 Se me escapó un débil gritito y di una palmada sobre la página. Posiblemente, la alegría que me embargó sea para más de uno difícil de comprender. Había topado con un hombre, un tal Z. Czaplicki, que había decidido averiguarlo. No estaba dispuesto a abandonar el problema, a zanjarlo con un suspiro motivado por la complejidad del mismo y las limitaciones del ser humano tras haberle dedicado un minuto de sus pensamientos, al contrario que yo, para irse después a almorzar: no, él iba a hacer de la solución del problema la obra a la que consagrase toda su vida. No estoy dispuesto a admitir que se dedicase a ello por haber recibido el encargo de alguna comisión para que trabajase en una forma nueva y más duradera de entrelazar las hebras de los cordones de los zapatos de cara al mercado de la exportación. No, de ninguna manera. Se le había roto el cordón del zapato una determinada mañana, y en vez de ir a comprarse un par de cordones de recambio en la farmacia de la esquina para olvidarse del problema hasta la próxima vez, había construido una máquina en la cual había ido introduciendo centenares de cordones de zapatos de todas clases, desgastándolos poco a poco, en un apasionado esfuerzo por obtener una noción más sutil, más exacta, de las fuerzas que entran en acción en dicho desgaste. Y había ido más allá aún: había construido otra máquina para determinar qué textura superficial era la que mejor servía para sujetar los nudos practicados en el cordón, de manera que la humanidad toda no se viera obligada a atarse una y otra vez los cordones de los zapatos, a lo largo del día, y de manera que los susodichos cordones de los zapatos no se desgastasen antes de tiempo. ¡Un gran hombre! Salí de la biblioteca con un gran alivio. El progreso seguía en marcha. Alguien se estaba ocupando del problema. El señor Czaplicki, allá en Polonia, conseguiría resolverlo antes o después.

Capítulo quince

Al final del trayecto en las escaleras mecánicas, vi por el rabillo del ojo un cigarrillo que daba vueltas y que golpeteaba contra el peine metálico en el cual desaparecían las ranuras de los peldaños. Bajé en la entreplanta y me di la vuelta a observarlo por espacio de unos segundos. Su movimiento era una versión acelerada de la rotación de los frascos de mayonesa, de mantequilla de cacahuete o de aceitunas, de las latas de zumo de naranja o de sopa, cuando se quedan prendidas al final de la cinta transportadora de los supermercados; las etiquetas giran y giran sin cesar —¡Hellman’s! ¡Hellman’s! ¡Hellman’s!—, lo cual es algo que me había encantado mirar cuando era pequeño. Contemplé el gran glaciar plateado del vestíbulo. El encargado del mantenimiento estaba al pie de las escaleras. Le saludé con la mano. Levantó el trapo blanco por un instante y volvió a apretarlo con fuerza contra el pasamanos de goma.