AUMONT El Rostro en El Cine

Jacques Aumont El rostro en el cine ,10 PAIDÓS Barcelona • Buenos Aires • México ~1" Título original: Du visage al

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Jacques Aumont

El rostro en el cine

,10 PAIDÓS

Barcelona • Buenos Aires • México

~1"

Título original: Du visage al, cinéma Publicado en francés por Editions Cahiers du Cinéma/Éditions de l'Etoile, París Esta obra se ha publicado con la ayuda del Ministerio Francés de Cultura

Traducción de José Ángel Alcalde Cubierta de Mario Eskenazi

1' edición, 1998 Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del «Copytight», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento inforrotitico, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. © 1992 by Editions Cahiers du cinéma/Éditions de l'Etoile, París CI de todas las ediciones en castellano, Ediciones Paidós Ibérica, S. A., Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona y Editorial Paidós, SA1CF, Defensa, 599 - Buenos Aires,

ISBN: 84-493-0478-4 Depósito legal: B-45.948/1997

Impreso en Liberduplex, S.L., Constitució, 19- 08014 Barcelona Impreso en España - Printed in Spain

Para Anne-Marie Fau.x-, de todos modos

L

Sumario

-

-1

, N

A

Agradecimientos Prólogo

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1. A propósito de un rostro La cuestión del rostro Rostro y representación El rostro captado por la fotografía Cine: ¿Mehr Gesicht?

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2. El rostro ordinario del cine El cine sonoro, o el retorno del actor La boca habla ...y el ojo mira Ordinariedad de lo ordinario El glamour: un suplemento anodino Rostro primitivo

47 48 54 58 62 66 68

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3. El rostro en primer plano Rostro legible, rostro visible Los conceptos del rostro mudo El rostro mudo: un rostro-tiempo

4. El hombre retrato El deseo de durar El desquite de lo real El rostro humano Rostro, voz; persona A propósito del retrato al fin posible Posludio

5. El rostro descompuesto La re ificaci ón El no-rostro bajo el rostro El no-rostro como «fin» del rostro

6. ...A la ruina Fin del rostro representado Rostro, rostreidad, entropía (no se puede perder lo que ya se ha perdido) Muerte del tiempo, muerte de la muerte

Epílogo

81 82 96 105 115 116 118 121 126 131 141 153 153 159 165 183 184 188 197 203

Bibliografía

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Créditos fotográficos

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Índice analítico y de nombres

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Agradecimientos

El autor desea expresar su agradecimiento a todos los que lo han ayudado a escribir este libro, y especialmente a Raymond Bellour, Nicole Brenez, Jean-François Catton, Marc Cerisuelo, Daniel Dobbels, Philippe Dubois, Jean-Pierre Esquenazi, Mojdeh Famili, Krank Kessler, Dominique Païni, Stojan Pelko, Kamel Regaya y Patrice Rollet.

Prólogo

Fue hace treinta arios. Los estómagos estaban llenos, se empezaba a construir autopistas. La Francia del crecimiento industrial hacía lo posible por olvidar. Olvidar Montoire y Auschwitz, olvidar Hiroshima, olvidar Dien-Bien-Phu, Argelia. El estructuralismo comenzaba a disputar la primera plana de las revistas a la Nueva Ola. Fue en 1963, o tal vez en 1962, y una joven lloraba en el cine. En ese mundo que quería olvidar la derrota, todas las derrotas, aturdido de nuevo por el progreso sin fin de la vida material, ¿qué podía provocar todavía las lágrimas de una joven, un reguero de lágrimas irreprimibles, desamparadas, casi voluptuosas? Evidentemente la contemplación de un rostro, y nada más; un rostro en gran primer plano, cortado monstruosamente de su cuerpo, terriblemente doliente, torturado, aislado sobre un fondo blanco que resaltaba su desamparo. Las lágrimas eran el signo evidente de que algo de ese sufrimiento pasaba a la que lo miraba, la traspasaba: que se había identificado con ese sufrimiento, que le había llegado. El rostro de la joven llorando era también el primer plano de un filme: Anna Karina, la Nana de Vivir su vida, en contracampo de Falconetti,

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la Juana de Arco de Dreyer. Más allá de treinta y tantos arios, en los que se habían jugado tantas cosas en la historia del cine y en la historia del mundo, aún era efectivamente posible un encuentro entre esos dos rostros de mujer, con tal de que un empalme los uniese. La pasión de Juana de Arco, que entonces se exhibía en una versión deteriorada, de sonorización pastosa, ya era el monumento imperecedero que ha llegado a ser. Himno al alma, a la humanidad del alma humana —a pesar del kitsch sulpiciano de los planos de vidrieras añadidos por Lo Duca—, parecía creado para hacer visible, de una vez por todas, esa tremenda y esencial desnudez del alma, del rostro del alma. ¿El alma tiene un rostro? Sí, responden los místicos, el del «hombre interno», que vive después de la muerte. Su rostro, su cara, se convierten entonces en una imagen, semejante «a su afección dominante o a su Amor reinante» de la que ésta no es más que la forma exterior: Todos, cualesquiera que sean, son reducidos a ese estado, de hablar como piensan, y de mostrar con su rostro y sus gestos cuál es su voluntad. De eso resulta pues que las caras de todos los Espíritus se convierten en las formas y las efigies de sus afecciones. (Swedenborg, El cielo)' sus maravillas y el infierno)

Es este rostro que se pretende absoluto, «con todos los pensamientos, las intenciones, los placeres y los temores que lo habían agitado», el que presentaba Dreyer, acercándose mucho a esa utópica perfección del rostro humano, la transparencia. En ese rostro absoluto se sumergía Nana hasta el extremo físico de las lágrimas (Godard hace treinta arios todavía creía que el alma puede hablar al alma). Al final del primer cuadro de Vivir su vida, Nana y Paul terminan su discusión durante una partida de «millón». Paul (André Labarthe) cuenta a Nana una sentencia infantil que encuentra divertida. Su voz, de repente más cercana, abandona el ambiente del café, y recita: «La gallina es un animal que se compone del exterior y del interior. Si se le quita el exterior, queda el interior, y cuando se le quita el interior, entonces se le ve el alma». Un ario antes, Bruno Forestier, el «soldadito», revelaba a la misma Anna Karina (que entonces decía llamarse Veronika Dreyer), mientras la fotografiaba: «Cuando se fotografía un rostro, se fotografía el alma que hay detrás». El tiempo ha pasado sobre todo esto, y no solamente como una leve sospecha. ¿De verdad puede el alma hablar al alma, la humanidad de un rostro a la de otro rostro? ¿Puede creer aún el cine en este efusivo encuentro, mostrarlo simplemente, como algo evidente'? De ningún modo: la carga de humanidad, de alma ya no son un don en el cine, y no

PRÓLOGO

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sólo porque el alma se haya convertido en una noción ambigua. En realidad, es en el cine europeo, donde había sido el valor más eminente, donde se echó a perder más rápidamente. Apenas unos arios después de las lágrimas de Nana, otro filme prodigaba los primeros planos de un rostro de mujer al borde de la crisis. Pero ya nada era simple, inmediato, ya nada caía por su peso, ni siquiera las lágrimas. Esta mujer en crisis ya no tenía frente a ella la imagen mítica, sacralizada de un Alma absoluta y santa, sino a otra mujer, frágil y retorcida, que tan pronto le tendía un espejo acusador y despiadado, como amenazaba su ser hasta el punto de intercambiar con ella nombres y rostros, disputándole siempre el espacio del plano. Además, ya no era una humilde prostituta ingenua e idealista, que se deshacía en simpatía por un gran dolor, sino una actriz célebre, llevada a la afasia por el dolor del mundo sin que pudiera entenderlo, y menos aún, olvidarlo. El mismo título del filme, Persona, lo decía: era una historia de máscaras, sin un alma detrás donde se mantuviese la verdad. La verdad no era más que un reflejo imperceptible, que pasaba de rostro en rostro sin detenerse nunca. En los primeros planos del filme, se veía a un niño tal vez muerto intentar en vano dar un alma a unos rostros gigantes, tocándolos con los dedos; en los últimos planos, el niño vacilante seguía ahí, los rostros no dejaban de escapársele de las manos, definitivamente. El filme era la explicación de esos rostros, pero sólo exponía esto: un rostro es una pantalla, una superficie. No hay nada detrás, y lo que se incribe en ella le es extraño —puede además incribirse en otra parte, sobre otro rostro (o los rostros pueden sumarse, superponerse, unirse como dos superficies in-diferentes)—. ¿Será que algo (¿qué?) ha basculado de repente en el poco tiempo que separa los dos filmes? Y si Vivir su vida es el revelador que añade la lupa de sus primeros planos a los de Dreyer para hacer resurgir un alma de sus bandas, ¿qué film actual permitiría iluminar las monstruosas ampliaciones de Bergman? ¿Sería necesario remontarse hasta el cine primitivo y a sus «cabezas gordas»? ¿O por el contrario, buscar cerca de nosotros, en la glacial ausencia de profundidad bajo los rostros que a veces nos sorprende en los recovecos de los filmes, las últimas muestras, por fin reveladas, de un antihumanismo que Bergman no habría más que presentido genialmente? Este libro no es una historia del rostro, ni una historia de las representaciones del rostro. Sólo pretende preguntarse, tomando al cine por testigo, por el sospechoso papel desempeñado por unas artes de la representación eminentemente humanistas en la muy actual sensación de

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desamparo del rostro y de lo humano. En resumidas cuentas, intenta preguntarse cómo la representación ha afectado, extremadamente, a su objeto más querido. Si hubiese una tesis, podría ser que, a fuerza de ser blanco de miradas, el rostro acaba desfigurado. Los cinco arios que separan el filme de Godard del de Bergman condensan esta pérdida, que ahora será preciso desdoblar, exponer para tratar de comprenderla un poco. Y para eso, en primer lugar, hay que remontarse mucho antes de Godard, mucho antes de Dreyer, a la cuestión del rostro planteada por toda la eternidad humana...

J. A propósito de un rostro

A imitación de la forma del universo, que es redonda, los dioses encadenaron las revoluciones divinas, que son dos en total, en un cuerpo esférico que ahora llamamos cabeza, que es nuestra parte más divina y gobierna a todas las demás. Luego, después de haber ensamblado el cuerpo, lo pusieron por completo a su servicio, sabiendo que participaría en todos los movimientos posibles. Por último, temiendo que al rodar sobre la tierra, que está sembrada de prominencias y cavidades, se viera impedida de salvar unas y salir de las otras, le dieron el cuerpo como vehículo para facilitar su marcha. Por eso el cuerpo ha recibido una talla elevada y le han crecido cuatro miembros extensibles y flexibles, que los dioses idearon para previsiones del alma, decidiendo igualmente que la parte que se encuentra naturalmente delante participaría en la dirección. Platón, Timeo

La cuestión del rostro La cuestión del rostro lo es todo salvo una cuestión, ya que el rostro lo es todo salvo el objeto de una cuestión. Independientemente de lo

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que utilicemos para definirlo, siempre se encontrarán los siguientes rasgos: el rostro es humano, y sólo se habla de rostro para un animal, una cosa o un paisaje en referencia a un sentido profundo de la humanidad; el rostro está en lo alto del cuerpo, en la parte delantera, es la parte noble del individuo; principalmente, es el lugar de la mirada. Lugar desde donde se ve y desde donde se es visto a la vez, razón por la que es el lugar privilegiado de las funciones sociales —comunicativas, intersubjetivas, expresivas, lingüísticas—, pero también soporte visible de la función más ontológica: el rostro es del hombre. No es extraño que lo hayan exaltado siempre todas las formas de humanismo, convirtiéndolo a la vez en lo más vivo y lo más significante de lo que ofrezco al prójimo, y, paradójicamente, en la máscara que permite no dejar ver nada, no dar nada de nada. A la vez el lugar enmascarado de la verdad, parte posterior del rostro cuyo rostro es la máscara, y el lugar desde el que veo al prójimo exponiéndose a mí. ¿Cómo se define el hombre? Por el hecho de que tiene conciencia de ser hombre. ¿Dónde se manifiesta esta conciencia? En cien puntos, pero todos relacionados con el rostro. El primer hombre supo que era hombre, pero nosotros sabemos que lo supo porque enterró a sus muertos. Ahora bien, el primer hombre, precisamente, sólo enterraba el cráneo de estos muertos. La risa definitiva del cráneo es la primera eternidad del rostro —aunque, en cualquier rostro, puedo leer la muerte acechando: Ella permanece en la oscuridad, en la oscuridad no se ven las lágrimas. Pero él está a plena luz y ella observa, con una tierna melancolía, cómo la luna esculpe la muerte en su rostro. Durante largo rato, ella no consigue apartar su mirada de esa visión. Con paciencia infinita, el más grande de los escultores cubre nuestros rostros de finos pequeños rasgos que anuncian la muerte. Todos posarnos para un escultor de la muerte. Pero un día, el escultor pierde la paciencia y de repente deja caer el cincel; el cambio es inmediato. (Stig Dagerman, Preocupaciones nupciales) Si el rostro es hombre, si el hombre es rostro, ¿qué decir de la imagen del hombre? Las imágenes del hombre —las que se inventa, las que le representan— son analogías, semejanzas. Independientemente de su grado de esquematización, el hombre sólo ha hecho de sí imágenes analógicas, en el sentido de que esas imágenes comparten algún rasgo o carácter con lo que representan. Ahora bien, ¿de dónde viene la analogía? Naturalmente, no faltan en el mundo animal, incluso vegetal, ejemplos de analogías funcionales, señuelos y camuflajes en todas las

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especies, insectos disfrazados de ramitas o de estiércol, mariposas que lucen falsas manchas venenosas, por no hablar de las mil artimañas de la mascarada sexual. Pero esta analogía es inocente, mientras que la del hombre es astuta e inquieta. La analogía humana viene de una experiencia primordial, la del doble, cuyos mitos (hasta el Romanticismo, que los avivó con evidente delectación) están basados en el espejo o en la sombra. Ahora bien, lo que fascina y seduce en el doble es que su forma es humana, que es ese otro que Yo soy. Es Narciso enamorado de sus facciones en el espejo, cuya historia vuelven a escribir un día u otro todos los adolescentes. Es el sentimiento de que un personaje que sea mi doble sólo puede tener mi rostro, quizás invertido o sutilmente transformado. Pero en un sentido más real, además, el rostro es siempre el origen de la analogía, toda representación se fundamenta verdaderamente en el deseo del hombre de representarse a sí mismo como un rostro. Por eso el esto-se-parece es la primera experiencia de la representación: el rostro se parece a sí mismo, y, hay que añadir, a este respecto, interior y exteriormente. El rostro es, en efecto, la única parte de mi propio cuerpo que no veo nunca, más que en el espejo; no obstante, éste me da una visión falsa, diferente de la que tienen los otros de mí. Pero esa visión ópticamente falsa es subjetivamente verdadera, ya que al volver del revés izquierda y derecha (y no la parte superior y la inferior, comunes a todos, objetivas) como se vuelve un guante, proyecta así sobre el espacio exterior la estructura de la mirada interior. Lo que denominamos representación no es otra cosa que la historia más o menos compleja de esa semejanza, de su oscilación entre dos polos, el de las apariencias, de lo visible, del fenómeno, de la analogía representativa, y el de la interioridad, de lo invisible o de lo ultravisible, del ser, de la analogía expresiva. El rostro es el punto de partida y el punto de fijación de toda esta historia. Las representaciones sólo sirven para representar el rostro del hombre. Es este origen de la representación en el rostro el que le da sus propiedades: la representación es funcional y analítica, asegura la reconocibilidad de lo representado, cómo debe reconocerse el rostro para asignarse identitariamente a un individuo; también es sintética y global, aspira a la emoción, y tal vez de ese modo llegue a la rememoración, exactamente igual que un rostro puede conmover de un vistazo y desde ese momento existir, inconfundible, como entidad. Así, ningún lugar de imágenes ha sido más sensible que el rostro a las variaciones históricas de las nociones mismas de representación y de imagen. En la imagen medieval, el rostro se aparta de los valores de

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semejanza analógica para convertirse en un signo, en un símbolo. El hombre es a imagen de Dios; por otra parte, Dios ha tomado apariencia humana. Por consiguiente, todo rostro vale exclusivamente por su referencia a lo divino, eludiendo el referente humano, el rostro del hombre terrenal, que no es sino engaño de las apariencias. Solamente cuando aparezcan juntas la creencia en el hombre (elaborada, con mucha más lentitud de lo que habitualmente se ha dicho, para crear la categoría de sujeto), la epifanía de la mirada y el culto de las apariencias visibles, dando paso a la fase moderna de la noción de representación, el rostro asumirá su papel actual. Y la historia continúa. La era moderna ha establecido, en la representación, dos exigencias en parte contradictorias: el privilegio de lo visual, que no ha hecho más que acentuarse, desde la invención de la perspectiva artificialis hasta la de la fotografía y el cine; y la disposición de una norma ideal de la representación, encarnada de manera diversa aunque equiparable por lo Bello, lo Sublime y sus derivados. Luego, si se privilegia lo visual, lo visible debería ser la norma, pero siempre se tratará de una visualidad ideal, que quiere transformar lo visible para someterlo a un modelo abstracto, que se pretende siempre universal. Por lo tanto, lo que se ha bautizado de manera singular como «posmoderno», indudablemente no es más que la transformación radical de esa doble referencia a lo visual y a lo ideal, como consecuencia de una crisis de lo visible y de una crisis de lo ideal. Simultáneamente, ha cambiado el sentido de lo histórico; lo posmoderno no rehace el pasado, lo cita o lo tergiversa, lo inscribe como histórico y no universalizable. El rostro y sus representaciones adquieren aquí un estatuto complejo; si la era moderna ha sido la de la constitución del rostro, también es la de su derrota, a través de muchos medios indirectos. Vuelta del tipo, de lo genérico: el individuo sólo interesa en cuanto pertenece a una clase o a un grupo; la representación del rostro excluye la expresión, o sólo la incluye si fortalece el tipo, lo transindividual. Extensión de la rostreidad: heredera del viejo fantasma de que somos mirados, permanentemente y en todas partes, la rostreidad alcanza a todo, potencialmente —animales, máscaras, paisajes, partes del rostro—. Disgregación del rostro, rechazo de su unidad: partes del rostro recortadas, pegadas, devueltas a la superficie de la imagen. Magnificación infinita, monstruosidad del tamaño, o a veces, por el contrario, liliputización. Toda suerte de daños, tachaduras, desgarraduras; se araria, se desgarra, se quema, se tira. Esto no es solamente un catálogo del museo de arte contemporáneo, se encuentra en todas partes, en la prensa, en los anuncios, en la televi-

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sión, síntoma vistoso de la de-rota.' Ese rostro que ya no se quiere representar como un rostro, ¿es aún humano? Si el rostro ya no es rostro, ¿qué significa esta pérdida? ¿Y de dónde viene? Si el rostro es origen de la analogía, la historia de las imágenes seguramente tendrá algo que ver. Una vez más hay que volver a empezar desde los inicios.

Rostro y representación La imagen, en lo que nos concierne, habría aparecido en Grecia, al mismo tiempo que la escritura, hacia el ario 800 a.d.C. De entrada, está vinculada a lo divino, que, sin embargo, le es todavía inconmensurable: es lo que manifiesta el ídolo primitivo. Además el ídolo apenas es aún una imagen (o no es de ningún modo una imagen si «imagen» ha de implicar analogía). Según Jean-Pierre Vernant, se diferencia de ella en casi todos los planos: su origen no es humano, no importa su forma, sino su materia; su visión no es ni permanente ni pública, sino iniciática y ritual. El ídolo en absoluto tiene un rostro representado, lo que no quiere decir que no tenga rostro; pero ese rostro no es del orden de lo visible, es el —literalmente inimaginable— de las fuerzas naturales con las que se identifican los dioses. El rostro representado aparece con el templo y la religión pública, en la que el cuerpo humano y su rostro son expresión visible de los accidentes de la sustancia divina, que reflejan para darlos a ver. Así, la extraordinaria sonrisa de las estatuas arcaicas no tendría nada de sonrisa humana, sino que sería una actualización sensible de la gracia, la charis. En la misma época, las estelas funerarias comienzan a incorporar la figura del finado; ésta equivale, sin duda, a la persona tal como había sido definida en vida, pero manifestando una idea abstracta, el hecho de que esta persona es ahora un muerto que mora en el más allá y en lo invisible. La representación del rostro, en esta civilización, apareció a medida que esos objetos particulares que eran las imágenes (todas religiosas) pasaron de la intención puramente mágica a una intención más ampliamente espiritual. Así, aparecen al mismo tiempo la propia noción de figuración, la noción de forma, con sus valores propios, y antes que nada su valor expresivo, y, por último, la noción de representación, 1. El sustantivo défaile tiene un significado básico de «derrota» o «fracaso», aunque también, como adjetivo aplicado al rostro, significaría «descompuesto», por lo tanto, sustantivando, «descomposición». (N. del t.)

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la idea de que una figura, una imagen pueda hacer las veces de divinidad, o de la persona del muerto (cada vez según un aspecto particular y para cierto público). Pero, como todo momento de la historia humana, éste se caracterizó por mirar hacia atrás, y no hacia adelante. Por eso la imitación de la apariencia visible que supone la figuración se vivió como una crisis de la imagen en el sentido esencial, es decir, de la imagen divina. Platón debía aún, mucho más tarde, manifestar claramente su reticencia hacia la idea misma de figura de la divinidad, así como su nostalgia de la forma antigua, más pura en cuanto más abiertamente invisible, de los símbolos divinos. Pero la verdadera naturaleza de esta crisis se manifiesta mucho más claramente, para nosotros, en su repetición dentro del cristianismo y del arte cristiano. Desde el punto de vista intelectual, la Edad Media comenzaría con Plotino, su retorno a las esencias platónicas y a sus tres hipóstasis (lo Uno, el Intelecto, el Alma), modelo que los filósofos cristianos adaptarán sin demasiadas dificultades. En lo tocante a la imagen, este encuentro se traduce en un acentuado retorno a la teoría de la imagen como expresión de una esencia, y, sólo a título accesorio, contingente, como imitación de la apariencia. La representación del hombre cristiano se concibe así como expresión de la profundidad de la vida interior. Luego deja de lado la búsqueda de una armonía de las proporciones del cuerpo, a la que había llegado el arte griego, y se concentra, por el contrario, en la parte más interior de la apariencia exterior, en el rostro. Simultáneamente, el concepto de imagen se ve casi de nuevo redefinido. Para Boecio, en el siglo vi, la imagen es una forma traspuesta en la materia; su apariencia sensible es así importante, forma parte de su definición, pero la imagen participa más de la forma que de la materia. Progresivamente, esta definición se sutiliza, ampliándose y precisándose a la vez la concepción que se hace de la materia de la imagen. La luz se convierte rápidamente en una de las modalidades privilegiadas, que será glorificada por el arte de las vidriera, evidentemente porque la luz, aun siendo materia, está cerca de la esfera de las esencias (como postulará de mamera más sistemática la «metafísica de la luz» de los filósofos árabes). Al mismo tiempo, el concepto de imagen se extrae de Ia esfera de lo perceptivo, sin alcanzar por ello, como hará en los tiempos modernos, lo psicológico-subjetivo, sino más bien adquiriendo un estatuto «lógico» (Jean Wirth), filosófico. La fórmula general, articulada por Hugues de Saint-Victor, es la de la «similitud desemejante»: la imagen es desemejante de lo espiritual y no obstante es una imagen legítima, se le parece por algún rasgo formal. Lo visible y lo invisible se asimilan respectivamente de forma de-

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finitiva a lo profano y lo sagrado. El verdadero rostro no es el que se ve, sino la forma espiritual a la que alude lo visible. Todas las teorías medievales de la imagen tendrán en cuenta esta realidad fundamental para fijar otros tantos términos medios entre la naturaleza espiritual de la imagen y su apariencia sensible. El más célebre, el más importante de estos términos medios, es el sistema del icono. El icono bizantino, y sus sucesores en el transcurso los siglos, establece un término medio entre una forma antropomorfa y una fuerte codificación simbólica que hace del icono un verdadero sustituto de lenguaje inmaterial. Un elemento constante de estos códigos es especialmente destacable: el icono sólo admite el rostro de frente, y no el perfil. Este último, poco habitual; casi siempre denota la insignificancia o el carácter negativo de los personajes (en una representación de la Cena, Cristo y los once apóstoles tendrán una cara; sólo Judas, el traidor, tendrá un perfil). Lo más significativo del arte bizantino son las representaciones de Cristo. El rostro bizantino de Cristo no evoca más que muy lejanamente la imagen a la que estamos acostumbrados, la del Salvador benévolo cuyas facciones y expresión exudan amor, bondad y también sufrimiento. El Cristo bizantino tiene la mirada aterradora, la boca apretada, profundamente marcados los rasgos de la frente y de las-mejillas. Él es el juez, justo pero severo, que veremos el último día, y a la vez el Jehová del Antiguo Testamento. Esta imagen destinada a inspirar admiración, respeto y terror ocupa el más alto grado de los ábsides de las iglesias. Imagen gigante situada en el punto crucial de la arquitectura, para que todos la vean, que nos impone sin flaquear nunca su rígida Faz, su mirada terebrante; es la materialización de la estabilidad divina, opuesta a la inestabilidad de todo lo humano. Esta imagen tiene tan poco de imagen terrestre que se puede considerar seriamente prescindir de ella, como predicaron los iconoclastas. Ese rostro que hoy en día sentimos corno expresivo, antes que nada, sin duda estaba destinado a ser comprendido, no sentido, dentro del sistema lógico que le dio origen. La enorme cara erística ignora la representación de los accidentes de la sustancia, ignora el tiempo y el espacio, para no representar más que la relación del mundo terrestre con el mundo celeste mediante la generación del Verbo. Ignora el color mismo de las cosas terrestres para traducir el color de las cosas espirituales: no más rosa para la carne, sino ocre, el ardor de la carne se hace ardor del espíritu. Por lo que se refiere a los iconos propiamente dichos, a las pinturas sobre tabla de madera, es sabido que aquellas que representan a Cristo se refieren a un origen mítico que le da por entero su va-

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br. La Faz de Cristo que está pintada ahí no es una representación, sino la reproducción idéntica de una imagen no hecha por la mano del hombre, ofrecida directamente, milagrosamente, por Dios (el mandilón del rey de Edesa, el Lienzo de la Verónica). La justificación última del icono erístico era sin duda política, de manera que, defendiendo su imagen, la Iglesia se defendía a sí misma (z,cómo podría ser en este mundo imagen de Cristo si no hay imagen?), pero esto no tiene importancia. Lo importante es que el rostro representado en todos los iconos y, más allá del icono, en todas las imágenes del Occidente medieval, haya sido un rostro suprahumano, haya sido siempre, en última instancia, el rostro de Dios. Este rostro no es tanto un rostro como una Faz, se descompone en partes, observando cada una de ellas cánones estrictos, aunque es como entidad inanalizable que equivale a la idea de la parte divina que hay en lo humano. Este rostro es el más allá del rostro. (Una película, Iván el terrible [Ivan grozny, 19451, se dedicará a explorar este más allá, de manera que los rostros que, a causa de la tematización opresora del complot, a menudo se han tomado por máscaras, están en este filme enteramente contaminados por la presencia insistente, visual y espiritual, indistintamente, de la Faz divina: en los muros y en los techos, en los sucesivos rostros de Iván, y más profundamente en la mirada frontal de la cámara.) En la era humanista, el rostro seguirá siendo representado algunas veces de frente. Serán éstas unas imágenes bastante raras, tal vez huellas de lo sobrenatural, de un resto alusivo de presencia de lo divino. Pero muy pronto, este valor residual ya no será apreciable, ya que la representación del rostro se habrá vuelto representación individual; a lo sumo el retrato de frente mantendrá un valor un poco más esencialista, como si quisiera petrificar un poco, monumentalizar o solemnizar, librar al sujeto retratado de su contingencia, de lo lastimoso de su exilio humano, solamente humano. Con respecto al perfil, evitado por el icono, se convertirá en otra imagen privilegiada del rostro, la de las medallas, los retratos emblemáticos o vexilares: una imagen numismática, que hace, a su vez y en otro registro, en este caso terrestre, una abstracción (fiduciaria) del rostro. Más tarde, el perfil será el de los contornos realizados con el fisionotrazo, el de las siluetas; los primeros sellos de correos reproducirán este perfil de los soberanos. En los tiempos modernos el perfil es una moneda de cambio, un símbolo de riqueza, de poder, de estatus social o simplemente de aserción identitaria; ni siquiera el célebre, muy humano retrato de Jean le Bon escapa completamente a ello. Si el rostro de frente es un retrato que se pretende sobrehumano, el rostro de perfil

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es a menudo algo diferente de un retrato (aunque pueda haber, como ha recalcado Walter Friedlaender, una intención en el retrato de perfil: significar que el sujeto nos evita, no nos incumbe). El retrato como imagen vinculada a la persona existe desde muy pronto. André Grabar ha señalado, por ejemplo, que la época paleocristiana conoció diversos tipos de retrato, aunque no se buscaba en ellos ningún parecido físico, por lo que de retrato no tienen más que el nombre. Para que haya retrato en el sentido moderno, hace falta otra cosa. Se necesitan usos del rostro que escapen en parte a lo simbólico, a la solemnización, a la monumentalización, así como al intercambio fiduciario: es preciso que haya una historia del rostro civil. Esta historia no es fácil de hacer, y como toda historia que afecta a la cotidianeidad, sólo se puede acometer de un modo indirecto. Courtine y Haroche, que han ofrecido un esbozo de ella, la imician con la emergencia de la noción de expresión, en todos los sentidos, ya que con la nueva «civilidad» que caracteriza al Renacimiento aparecen la preocupación por la comunicación, a la vez lingüística y gestual-mímica, y también la preocupación por observar el rostro humano como revelador de una interioridad, de algo oculto, de una profundidad: el lema de este rostro es in facie legitur homo. El hombre renacentista no era el primero ni en comunicarse, en conversar con sus semejantes, ni en expresar sus sentimientos a través de los pliegues del rostro, pero la sociedad en que vivía fue la primera en reconocer la importancia social de estas funciones, en codificarlas, en hablar de ellas, en dar razones y modelos, en pocas palabras, en comenzar su historia, si es que sólo puede hablarse de historia a partir de los documentos. La historia del rostro en la era moderna tal vez sea (según la división escogida por Courtine y Haroche) a la vez la de su expresividad, de la libre inscripción de las pasiones sobre su superficie, así como la de su civilidad, de la retención, del pulido y de la codificación de esa inscripción para permitir la conversación. Sería la historia de los movimientos «simpáticos» y de los movimientos «voluntarios», recogiendo la oposición de Bichat (1800). Así es, en todo caso, como se define el rostro representado por el arte, unas veces se hará hincapié en la expresión, el carácter, la personalidad, otras, por el contrario, en la máscara social, la caracterización, la adecuación al decoro, la decencia. El rostro, en toda su historia pictórica y teatral moderna, sigue dos caminos, la exteriorización de las profundidades de lo íntimo, o bien la manifestación de la pertenencia a una comunidad civilizada. La historia del rostro representado no es sino la de las proporciones relativas de

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uno y otro, una dialéctica entre lo permanente y lo momentáneo que Gombrich evidenció al oponer la máscara al rostro (la máscara, que tiende a una tipología construida, social, diferenciable, comunicante o simbólica, llega a dificultar la percepción del rostro individual, innato, personal, expresivo, proyectivo, empático). Hacia el final de esta historia pictórica y teatral del rostro, se acrecientan las tensiones. A finales del opresivo siglo xix burgués, el rostro educado llega a ser aún peor que una máscara, una tapadera, un apagador que la presión contenida de los hervores consigue levantar de vez en cuando, al tiempo que se escapa un soplo de expresión verdadera. Todo el mundo sabe de qué manera la pintura alemana de principios de siglo, que no por casualidad se bautizó como expresionismo, gustaba de estos soplos, hasta el punto de prodigarlos sin cesar, de ver en ellos el momento por excelencia de la verdad, luego de la belleza. Nuestro siglo comenzó, pues, por este estallido del rostro en sus capas superpuestas, conteniendo la exterior, aunque de una manera cada vez más deficientes, las interiores, como en esta célebre página de Rilke: Hay mucha gente, pero aún más rostros, porque cada persona tiene varios. Algunos llevan un rostro durante años. Naturalmente éste se gasta, se ensucia, revienta, se arruga, se da como unos guantes que se han llevado de viaje [...1. Otras personas cambian de rostro con una rapidez inquietante. Se prueban uno tras otro y los usan. Les parece que serán para siempre, pero apenas han llegado a la cuarentena ya están en el último [...]. No están acostumbrados a cuidar de los rostros: después de ocho días el último está gastado, agujereado por algunas partes, fino como el papel, y además, poco a poco, aparece el forro, el no-rostro, y salen con él a la calle. Pero la mujer había caído completamente por sí misma, hacia delante, sobre sus manos. [...1 Muy deprisa, muy violentamente, de forma que su rostro quedó entre ellas. Podía verlo, ver su forma vaciada. Me costó un esfuerzo inaudito no ir más allá de sus manos, no mirar lo que se le había caído. Me estremecía al ver así un rostro por dentro, pero tenía aún mucho más miedo de la cara desnuda, desollada, sin rostro. (Los apuntes de Malte Laurids Brigge)

La definición de rostro representado en la era humanista podría ser, pues, aunque se trate de un rostro representado por sí mismo y ya no por un más allá, una trascendencia. Pero si este rostro no acabó de laminarse, ¿qué quiere decir «por sí mismo»? El retrato es la respuesta a esta pregunta, y, como toda respuesta a una pregunta contradictoria, es una suma de términos medios. ¿Qué es un retrato? La representación, si se trata de representar, o la descrip-

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ción, si se trata de describir, de una persona. Representación no es descripción, y el retrato pictórico no es el retrato literario: uno muestra, el otro evoca. Aunque también hay evocación en el retrato pintado, y el retrato escrito no renuncia a enseñar. Barthes, al leer como cuadros los retratos balzaquianos de Sarrasine, o Diderot, al poner como condición del buen retrato un potencial de descripción y de narración, no decían otra cosa que lo siguiente: lo pintado y lo escrito definen juntos, en su contaminación recíproca, la norma del retrato. Que ni lo uno ni lo otro sea esencial en la definición de retrato es consecuencia de que siempre se trata, en el fondo, de encontrar, a través de una relación íntima con la persona, una forma que se le pueda fijar y transmitir. El retrato es un género expresivo, y además su historia está estrictamente de acuerdo con la de la idea misma de expresión. Para acometer un retrato, hay que creer que podrá expresarse algo, que se le podrá hacer salir a la fuerza de su corteza sensible, ofrecerlo a la vista o al entendimiento, aunque sea con dificultad. El retrato tiene relación con la verdad. No es que prometa forzosamente decir la del sujeto retratado, sino que siempre dice que hay una verdad. El hecho mismo de intentar un retrato quiere decir que se cree en la posibilidad de una verdad. Además, retrato no implica rostro. Hay retratos sin rostro y, por supuesto, rostros sin retrato (entendamos por el momento: rostros pintados). Pero la exigencia de verdad, la necesidad fundamental de una suposición de verdad depositada en la representación, vincula el retrato al rostro, si es que el rostro está él mismo vinculàdo a la verdad, si es la verdadera ventana del alma. Es evidente que el retrato es el acto más importante que se pueda concebir respecto al rostro, ya que implica la unidad de ese rostro en su verdad, o al menos con vistas a su verdad, debiendo ser esa unidad contradictoria y tener en cuenta las laminaciones del rostro. Aunque no estemos en condiciones de descifrar esos signos, todo retratista que reflexione sobre su arte puede confirmar esta aserción: un retrato pintado al natural y bien hecho confiesa por sí mismo que es verdad, es decir, que no se trata de un producto de la imaginación. Pero, ¿en qué consiste esta verdad? Sin duda alguna, en una proporción definida de cada una de las partes del rostro con todas las demás, para expresar un carácter individual que contiene un fin oscuramente representado [el subrayado es mío]. (Kant, Filosofia de la historia)

El retrato debe desdeñar las máscaras, los rostros sucesivos que Rilke veía levantatarse como capas de cebolla, tiene que ver con el rostro

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que está bajo los otros y los fundamenta a la vez que fundamenta lo humano en el hombre. Aunque el rostro no pueda escribirse, decirse ni representarse, es, sin embargo, el fundamento de la locución, la inscripción y la representación: es el advenimiento del sentido. (Jacques Cohen)

Luego sólo hay retrato si se cree en el hombre exaltado por su unicidad, su individualidad, por muy compleja que sea. Hasta tal punto esto es verdad que sólo se puede hablar de retrato de grupo, de retrato colectivo, de retrato de familia, por una metáfora a veces difícil de admitir, como si el grupo, al ser retratado, se unificase en una persona, tomase rostro. Es la pintura, el arte de la pintura, la que ha inventado y difundido la imagen-retrato, por lo que hay una sorprendente concomitancia entre la historia de los conceptos pictóricos y la de los conceptos del retrato. La pintura ha puesto de manifiesto en él, en efecto, sus tres mayores talentos: la puesta en escena, la elección del encuadre y la fijación de lo accidental. Puesta en escena: un decorado, un momento, una gestualidad, una mímica, una colocación. La puesta en escena pictórica no es otra que la del teatro, con la que siempre coincide, pero también tiene su propia historia. En el retrato, ésta sería, en el fondo, la historia de un continuo recentramiento. El retrato comienza en los márgenes, como un garabato en el borde de la hoja, o una firma bajo la copia, pero rápidamente penetra en el campo definido por la perspectiva. Es la época del retrato de assistenza, en el que el pintor o el donante son retratados en una zona excéntrica de la escena (en 1568, Vasari enumera ochenta autorretratos de este tipo). Más tarde, ocupa toda la escena; este centramiento no terminará aquí, sino que llegará a ser tan intenso que hacia el fin de la historia del retrato humanista, la escena explotará, o implotará, como en los retratos cubistas o futuristas. Elección del encuadre: está aún más ritualizado, más determinado por códigos, que la puesta en escena. Códigos sociales y afectivos de distancia, de decencia y de licitud, de etiqueta o de cortesía, que llevarán a Hyacinthe Rigaud a representar a Luis XIV de pie, a una distancia respetuosa, mientras que Ingres representa a Granet en plano medio, a una distancia de tuteo. Codificaciones del punto de vista y del ángulo de visión, que extienden el registro de aprehensión: de frente, de medio lado, de tres cuartos, hasta casi de espaldas, como hizo Mo-

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net para Madame Gaudibert (1868). Juegos de la mirada misma, según lo que hace con ella el modelo, que puede devolverla al pintor, esquivarla apenas, olvidarla resueltamente, ignorarla deliberadamente, aceptarla o rechazarla. En pocas palabras, el retrato organiza entre pintor y modelo los mil ardides de la seducción o de la elusión, dando lugar a otras tantas situaciones retratísticas. Lo accidental: a la vez lo circunstancial, lo que depende del lugar y del instante, y lo fugitivo, lo que atraviesa el rostro con aires de contingencia; pero el arte del retrato consiste en captarlo, en establecer su necesidad. El retrato es un arte del indicio, y dan el ejemplo los mismos rasgos del rostro, que son otras tantas fijaciones de lo contingente hecho necesario (hecho alma, persona), en todas las concepciones dominantes de la expresión del rostro, del siglo XVI al siglo xix. El retrato, tras siglos de existencia, sobre todo después del culto que le profesó la burguesía ascendente, ha llegado a ser para nosotros un género fácil de aceptar, evidente, la manifestación suprema del rostro en la imagen (se trata siempre, por el momento, de la imagen fija), incluso, y quizás especialmente, cuando no se considera enteramente como retrato, o se considera en realidad como otra cosa. Los retratos de los Médicis en la Adoración de los Magos de Botticelli o en la de Benozzo Gozzoli (en la que Proust también reconocía el personaje de Swann) aprovechan la astucia un poco ingenua de su diegetización para enfatizar, solemnizar y quién sabe si eternizar un poco más las facciones de los individuos retratados. Más perverso, el retrato encubierto de Marie d'Agoult, que fue entre otras cosas la amante de Liszt, retratada como Virgen al pie de la cruz (por Henri Lehmann, en 1847), muestra la paradoja y la capacidad de seducción de una mujer mundana representada como virgen dolorosa. Aunque más cándidos, los innumerables retratos de burgueses holandeses en su hogar apenas alejan el retrato de su trivialidad, excepto cuando la teatralización se hace patente, cuando la puesta en escena y la mirada acentúan ostensiblemente las candilejas que nos separan de las figuras. En resumen, el rostro ha llegado a ser, en y por el retrato, la apuesta más clara del arte pictórico, pero el retrato no ha hecho más que exacerbar un estatuto que el rostro hubiera obtenido de todos modos. El juego del retrato con la puesta en escena, el teatro, la mirada, en el fondo no dice más que esto: lo que está pintado me mira, por haber sido ya mirado. Si es al rostro al que corresponde decirlo, es porque es el lugar donde se fundamenta el sentimiento mismo de lo otro y de lo semejante, de la pertenencia a una comunidad de semejantes y de la dificultad de relación con el prójimo (en los siglos xvm y xix, «semejantes» quie-

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re decir seres humanos, pero la comunidad que significa el retrato puede ser mucho más reducida: un grupo, una orden, una clase, una religión, una familia).

El rostro captado por la fotografía La primera tarea de los fotógrafos, en el siglo xtx, la más urgente, fue adaptar el retrato. Ambigua adaptación, ya que quiso a la vez democratizar su práctica, permitiendo a los burgueses e incluso al pueblo llano «hacerse un retrato», y" preservar su atractivo, su prestigio y casi su magia, reproduciendo en el retrato fotografiado, tan fielmente como fuera posible, las puestas en escena y los encuadres de la pintura. Claro está que semejante ambigüedad era casi insostenible, no menos insostenible que la asimilación de lo fotográfico a lo pictórico, por lo que la foto no tardó en separar prácticas y concepciones del retrato. Prácticas menores, la «tarjeta de visita fotográfica» de Disdéri, los retratos nupciales y de primera comunión, el fotomatón, todas las prácticas identitarias; prácticas mayores, que definieron un arte fotográfico del retrato al mismo tiempo que los fotógrafos repensaban el rostro en general. Las primeras estereotiparon progresivamente las proposiciones de la pintura en materia de puesta en escena hasta reducirlas a su mínima expresión: mirada interminablemente devuelta al objetivo, pose rígida, imposición de una media sonrisa. Las segundas tuvieron que inventar nuevas apariencias para las mismas formas. Los artistas se encontraron de nuevo, principalmente, con el problema de toda representación del rostro, el de la verdad. En fecha reciente, el fotógrafo François Soulages todavía hacía hincapié en que la «gran foto» es «la que reconoce su incapacidad para captar el rostro, y obliga a verlo de otra forma». Representar un rostro para hacer su retrato (pertenezca o no al género pictórico conocido como «retrato») es buscar dos cosas, a veces contradictorias: la semejanza y otra vez la semejanza. La semejanza visual, verificable empíricamente con la vista, ajustable con los instrumentos de estudio, analizable en similitudes locales, en proporciones, y la semejanza espiritual, o simplemente personal, que no se verifica pero se siente, que no se analiza pero arranca la convicción. Gombrich, al hablar de la imagen analógica, distingue en ella dos relaciones con la realidad visual, guiadas por dos miras psicológicas, la del reconocimiento, que lleva a cultivar la analogía más elaborada, y la de la rememoración, que lleva a buscar estructuras simplificadas bajo lo visible

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que dan lugar a esquemas. Esto es, por ejemplo, lo que se ha dicho del pintor Thomas Couture (el profesor de Manet): Su dibujo era somero, no mostraba ni la observación exigente de Ingres ni las complejidades del método colorista de Delacroix, ese dibujo «del interior», según la expresión de Baudelaire. Lograba reflejar la apariencia de las cosas con éxito seguro, adaptando con el mínimo posible de deformaciones cierto número de fórmulas elaboradas con esmero. El método es particularmente notable en sus retratos, en los que el esquema convencional sigue siendo aparente bajo los detalles más minuciosos que aseguran el parecido con el modelo. Este procedimiento es exactamente el inverso de la laboriosa progresión de Ingres, que parte de una observación atenta del modelo para obtener una forma abstracta, nueva y singular. (Charles Rosen y Henri Zerner)

Pero aquí no se trata de esta bipartición: las dos miras de Gombrich en el arte del retrato forman parte de la primera semejanza, a la que regulan y definen. El arte del retrato va más allá, mejor aún, comienza en este más allá. Un retrato mostrará un parecido, sin duda, si reconozco en él a la persona retratada, trazo por trazo y esquema por esquema, pero ese mismo reconocimiento, a diferencia del juicio de semejanza referido a un paisaje, a una naturaleza muerta, incluso a una escena panorámica, significa que he encontrado en la imagen algo de la persona: ese no-sé-qué que Diderot convirtió en la esencia de la pintura y que es inmaterial e invisible. La analogía y la esquematización son, una y otra, indispensables para el retrato, ya que permiten, la primera, fundamentar la impresión de reconocimiento de la persona retratada, y la segunda, evitar la individualidad absoluta, la singularidad irreductible, remitirlas a los géneros que integran la especie. Pero al mismo tiempo, estos dos principios no dejan de tropezar uno con otro. La esquematización choca contra las exigencias de la singularidad, del no-sé-qué y de lo inefable que guían el reconocimiento, mientras que la semejanza encuentra su límite en el esquema excesivo, el de la caricatura, la deformación (que busca, en el fondo, una esencia del rostro). Y ambas están siempre sometidas, en última instancia, a esa necesidad superior de dar cuenta, de modo inmediato, de una interioridad. Hay que complicar, pues, la noción de retrato, al menos en dos sentidos. En primer lugar, subrayando su trabajo de ficcionalización, más o menos complejo, más o menos completo. La ausencia de ficción, el documental puro, es casi inconcebible en pintura (aunque la problemática

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práctica del estudio «del natural» haya tenido su lugar en ella, como se sabe, desde el principio de los tiempos modernos). Más exactamente, la pintura ya sólo puede imitarlo, en un incremento de la ficción del que proporcionó muchos ejemplos la pintura francesa del XVIII. Vienen a la memoria los brillantes análisis de Michel Fried acerca de las figuras de la absorción y del olvido fingido del espectador en obras de Chardin, de Greuze o de Fragonard, que muestran la implicación literalmente retorcida de una puesta en escena semejante, ya que para producir el equivalente del documental es necesario incrementar la puesta en escena. Por lo demás, Diderot venía a decir lo mismo al comentar, por ejemplo, su propio retrato realizado por Louis-Michel Van Loo: Lo vemos de frente. Tiene la cabeza descubierta. [...] La falsedad del primer momento influyó sobre todo lo demás. Esa excesiva Madame Van Loo, que venía a cotorrear con él mientras lo pintaban, le dio ese aire y lo echó todo a perder. Si se hubiese sentado ante su clavicordio y hubiera tocado o cantado [...], el sensible filósofo habría adoptado un carácter muy diferente, y el retrato lo hubiese notado. O mejor aún, había que dejarlo solo, abandonado a sus ensueños. Entonces, su boca se habría entreabierto, su mirada distraída se habría posado en la lejanía, el trabajo de su muy ocupada cabeza se habría dibujado sobre su rostro, y Michel hubiera hecho algo bueno. (Salón de 1767)

Frente a esta apariencia de reportaje, la pintura a veces admite, por el contrario, el teatro, la ficción, como en la Virgen de Lehmann, o como en esas inmensas dramatizaciones retratísticas tan del gusto de Goya o Ingres. En pocas palabras, la imagen pictórica juega ya con su ficción: la asume o, por el contrario, la niega, hace ostentación de ella o, por el contrario, la disimula. Pero esta primera complicación sólo tiene sentido relacionándola con otra que la acompaña. Si el retrato es más o menos ficticio, es que contiene un cierto grado de fingimiento, y que su astucia, o por el contrario su candor, tendrán por resultado separar más o menos tanto lo que resalta del modelo como lo que resalta del sujeto. ¿Quién es el modelo del retrato? Sólo hay una manera de concebirlo: el modelo es ese cuerpo que se encontraba frente al ojo del pintor, es un punto de partida y una garantía, o, dicho de un modo más exacto, lo que se denomina un referente. Pintar el modelo es pintar lo que ha estado ahí, luego suponer que alguien ha estado ahí. Pero también es indicar que el envite de la obra está en otra parte, porque el retrato no debe expresar las cualidades profundas del modelo, sino de aquello que hay que denominar sujeto.

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Todo retrato tendría, pues, a la vez, un modelo (aquello de lo que parte) y un sujeto (a lo que se encamina), distinción estética fundamental que nada tiene que ver con el hecho empírico de que sujeto y modelo «son» frecuentemente la misma persona. La historia del retrato pintado, naturalmente, ha hecho lo posible para confundir modelo y tema, ya que el género se ha sustentado, social y filosóficamente, en su coalescencia. Para alcanzar al sujeto del retrato pintado en su verdad (simbólica, como en el Luis XIV de Rigaud, psicológica, como en el Monsieur Bertin de Ingres, fenomenológica, como en el retrato de Madame Cézanne, social y filosófica a la vez, como en el autorretrato de Poussin), incluso simplemente para poder pretenderlo, hay que disponer efectivamente del modelo. Inversamente, la presencia del modelo ante el pintor no tiene otro sentido que pretender un sujeto, hasta, incluso, en las desfiguradas transformaciones de la pintura del siglo xx: aunque el sujeto del retrato cubista o de un retrato de Bacon, por ejemplo, ya no sea el sujeto pleno del humanismo eso no lo anula como sujeto (casi se podría hacer una historia de la categoría de sujeto en el siglo xx a partir de su seguimiento pictórico a través del retrato pintado). El retrato es el género pictórico que declina la noción misma de sujeto. En ese campo de operaciones sobre la persona humana, sobre su rostro, debió situarse la fotografía en el momento en que se ponía al corriente con respecto al retrato. La fotografía admite que el modelo es, como en pintura, el cuerpo de encuentro que se halla ante al objetivo. El gusto aún vigente por la pose en el retrato fotográfico es una especie de conjuración de lo aleatorio, de lo casual de este encuentro: cuajar al modelo es afirmar su presencia efectiva, tan importante en un arte de las apariencias y de lo visible. Pero, sin embargo, el retrato fotográfico, al menos en sus modos artísticos mayores, también ha de tener que ver con el sujeto, so pena de no ser más que una apariencia de retrato. Muy pronto asumió así, pues, las mismas dificultades, y también reivindicó la misma nobleza que su precursor: Lo que tampoco se aprende es la comprensión moral de vuestro sujeto, esa toma de contacto rápida que os pone en comunicación con el modelo, os lo hace juzgar y orientar hacia sus costumbres, sus ideas, según su carácter, y os permite ofrecer, nunca trivialmente ni al azar, no una indiferente reproducción plástica al alcance del último ayudante del taller, sino la más familiar y favorable de las semejanzas, la semejanza íntima. (Nadar)

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Sobre todo, asumió los mismos fines: representar al sujeto humano en su humanidad, representar el valor más profundo del rostro. Esto se encontró con dificultades, y a los contemporáneos les faltó sarcasmo para ridiculizar aquellos retratos al daguerrotipo que no sabían más que reproducir mecánicamente el rostro, sin encontrar nada humano que leer en él: Examinad los retratos hechos al daguerrotipo: de cien, no hay ni uno tolerable. ¿Por qué? Porque lo que nos sorprende y fascina no es la regularidad de las facciones, sino la fisonomía, la expresión del rostro, porque todo el mundo tiene una fisonomía que nos seduce a primera vista y que una máquina nunca reflejará. Lo que hay que comprender y reflejar de la persona o del objeto que se dibuja es, pues, sobre todo, el espíritu. (Eugène Delacroix, septiembre de 1850)

Pero desde el fin del siglo xix, se había consumado la inversión que, por el contrario, hacía de la fotografía la técnica milagrosa capaz de llegar de forma infalible a la verdad a través de la apariencia. Al fijar automática y fielmente esas apariencias, al ser, en suma, como más tarde dijo muchas veces André Bazin, una huella de la realidad, la fotografía creyó disponer de los medios más rápidos, más poderosos, más inmediatos para alcanzar la verdad. La atracción que la fotografía ejerce sobre nuestras emociones [...] se debe ampliamente a sus dotes de autenticidad. El espectador acepta su autoridad y, al verla, cree necesariamente haber visto esa escena o ese objeto exactamente del mismo modo que si hubiese estado ahí. (Edward Weston, 1945)

Esto suponía olvidar que, para que una verdad se inscriba en una imagen, es necesario que alguien la inscriba. Al hacer tanto hincapié en la verdad fotográfica, se nos condenaba, pues, a buscar en ella la escritura de Alguien: Dios, lo real, el mundo. La foto sólo es verídica en tanto se espera leer en ella la palabra escrita de una trascendencia, y esta «autoridad» aceptada de la fotografía no es tal si no remite, precisamente, a un «autor». Esta misma dificultad la encontró Barthes en La cámara lúcida, cuando tuvo que reafirmar a la vez su antigua fórmula sobre la naturaleza de la fotografía (el noema de la fotografía es el «esto ha sido»: autoridad de la fotografía que confirma el ser, mejor, el haber-sido de lo representado) y dejar paso a su sentimiento de que lo que da valor a la

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fotografía es otra cosa, el deseo obstinado de encontrar en ella un parecido absoluto, completamente íntimo y personal, que va más allá de la apariencia física y alcanza a la persona misma. Ni siquiera Barthes va demasiado lejos, ya que la semejanza absoluta es, para él, lo que se percibe si no se conoce del modelo más que su persona, su mito. Ahora bien, habría que hablar más bien de absoluto respecto de esa sensación de semejanza experimentada ante el retrato de alguien del que no se sabe nada de nada, o casi nada, ni siquiera el mito. La semejanza absoluta es ese afecto que, ante ciertos retratos, nos embarga, se gana nuestra convicción sin que sepamos por qué. No la produce nuestra intención, sino que es ella la que viene a buscarnos. Barthes tendría que haber reconocido en ella la forma más violenta del punctum. No es una casualidad que la fotografía haya conocido tantos episodios pictorialistas. A pesar de su gran seguridad y su autoridad de doble automático y perfecto, no podía dejar de estar obsesionada, subterráneamente, por la conciencia de que, en el dominio de la semejanza absoluta, su propia indicialidad la situaba en posición de inferioridad, ya que parece condenada a no ser más que la huella, por perfecta que sea, de lo real. El pictorialismo fotográfico está hoy poco menos que desprestigiado, pero la actitud pictórica en fotografía no se limita a él, ha alcanzado, y todavía afecta, a toda la herencia de la puesta en escena, del encuadre, de la composición, e incluso a la cuestión del instante y su afilada virtud (pregnante, decisiva). repetimos, corresponde al fotógrafo encontrar la pose que conviene al modelo, medir y disponer la luz; es ahí donde debe demostrar realmente su sentido artístico y su personalidad [...]. Evidentemente, para comprender y sobre todo para seguir sus condiciones, siempre difíciles de satisfacer, hay que tener un profundo sentimiento de la belleza y del arte, imaginación, gusto, destreza, un espíritu ingenioso, el ojo pronto y seguro, en una palabra, ser artista por nacimiento y por conocimiento; pero aquí sólo hablamos del fotógrafo artista, y no del simple operador. (Alexandre Ken, 1864) Los acontecimientos suelen ser tan ricos que giramos a su alrededor a medida que se desarrollan. Se busca una solución. A veces se encuentra en algunos segundos, a veces lleva horas o días; no hay solución estándar, ni recetas; hay que estar listo, como en el tenis. II...1 Es necesario llegar, mientras se trabaja, a la conciencia de lo que se hace. [...] Se construye casi al mismo tiempo que se aprieta el disparador y, según se sitúa la cámara más o menos lejos del motivo, se resalta el detalle, se le subordina o bien nos tiraniza. [...] La composición ha de ser una de nuestras preocupaciones constantes, pero en el momento de fotografiar no puede sino ser intuitiva, porque nos enfrentamos a unos instantes fugaces

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EL ROSTRO EN EL CINE en los que las relaciones son inestables. Para aplicar la razón de la sección aérea, la medida del fotógrafo no puede estar más que en su ojo.2 (1-lenri Cartier Bresson, 1953)

Se completa así un ciclo histórico; pintura y fotografía no son más que un único arte del retrato, un arte a la vez de lo concertado y de lo milagroso, un a4 tanto de fijar el tiempo como de sorprender («Así pues, manténte así, ¡eres tan bello!»). Pero esta historia también está bloqueada en ese funcionamiento demasiado perfecto en el que el arte del retrato utiliza lo absoluto de la verdad y lo fugitivo del instante, con el rostro como motor y envite de esta tensión.

Cine: ¿Mehr Gesicht? Leída retrospectivamente como invención de una «imagen-movimiento», la invención del cine debería dar la impresión de tomar parte en esta genealogía, encontrarse a la vez con la pintura y la fotografía y, en el campo del retrato, emplear esa superioridad para fijar el movimiento en el instante, perfeccionando así la huella y corrigiendo algunos de sus defectos. Por desgracia, es ésta una impresión puramente teórica. De todos los dispositivos precinematográficos inventados hacia el fin del siglo xix, solamente dos se plantearon también la cuestión del retrato, al menos si se cree en su autodenominación como «retrato vivo». Pero estas dos tentativas, la del inglés William Friese Greene y la del francés Georges Demeny, fueron, desde todos los puntos de vista, fracasos absolutos. De los dos, fue Demeny quien se acercó más al retrato: no es que su dispositivo fuera mejor que otros (tenía una deuda enorme con Marey), pero fue el único de los exploradores del movimiento de la figura humana que tuvo la idea de realizar una fotografíaen-movimiento de un rostro. Todas las historias del cine reproducen ese rostro, esas dieciocho imágenes de un rostro que pronuncia «Te quiero». Curiosa elección la de esta frase. Para iluminar correctamente el sujeto, se concentró sobre él la luz solar mediante dos espejos, de manera que, cegado, tuvo que cerrar los ojos, por lo que su postura «era un verdadero martirio». No es extraño que dijese la frase «con cara de circunstancias». En realidad, el error de Demeny no se debió tanto a sus insuficiencias técnicas, a su inexperiencia financiera, como a este

2. El reconocido fotógrafo francés juega con la expresión avoir le compas &ras I 'oeil, que significa «tener buen ojo». (N. del t.)

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fallo: hacer decir «Te quiero» a un hombre al que el sol quema los ojos, y no saber sacar provecho de ello, contentándose con obtener «dieciocho imágenes durante el segundo que tardó en articularlo». Deveny había bautizado su aparato como fonoscopio, para «recordar su parentesco con el fonógrafo: uno permitía oír la voz, el otro la dejaba ver sobre los labios». El «retrato animado», fotografía en movimiento de una voz, tocaba el punto sensible, articulaba uno de los puntos implícitos importantes del retrato: ese hálito que sale de las bocas abiertas de los retratos pintados de repente podía leerse corno palabra, como voz. Para saberlo, para saber que el «retrato vivo» planteaba la cuestion del retrato, hubiera sido preciso no ofuscarse tanto. Pero el cine no lo inventaron personas con una visión normal, sino miopes. El efímero «retrato vivo» no tuvo continuidad alguna, se vio rápidamente desbordado por el cinematógrafo, por Lumière-Méliès, el documental y la fantasmagoría: no más retratos sino paisajes, la vida-talcomo-es, y finalmente la ficción, nada más que la ficción. En una historia del cine bloqueada rápidamente por las excesivas exigencias de la industria, el retrato nunca llegó a ser un género, y todo lo que se le acerca se mantuvo cuidadosamente en los márgenes de la industria, en los peldaños de la historia. El Cinématon de Gérard Courant, con toda su capacidad inventiva alimentada por más de mil participantes, es un indiscutible perfeccionamiento de los logros de Demeny. En él los sujetos se presentan conscientemente como sujetos, se parecen, a veces más de lo razonable. Sin embargo, la mayoría de las veces ese retrato se conforma con el programa trazado por el título, es un retrato robot, abiertamente calcado del vulgar fotomatón, y también de aquellos otros retratos, también robots, que realizaba Warhol en su Factory en los arios sesenta. Del mismo modo, los rostros célebres que se ven en Gil/naces, o en Stars, del pintor Erró, a mediados de los arios sesenta, sólo son retratos en un sentido muy paródico. Si existe en alguna parte una eclosión del retrato animado, en el fondo habría que buscarla en el inagotable tesoro del cine privado, aunque el cine de aficionado, como la fotografía de aficionado, está por definición fuera de la historia del arte. Partiendo del factótum Demeny, el retrato en movimiento se ha acomodado a los fines del interminable bricolage de los aficionados: yo, usted, todos. Millones de retratos de los que no hay nada que decir fuera del círculo familiar, por amplio que sea éste. ¿Y el cine, el cine reconocido como arte? ¿Qué ha hecho del rostro? A decir verdad, ha tenido que hacer mucho para saber cómo tratar el rostro, porque en principio se preocupó de otras cosas. Tal vez por no

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haberse dedicado conscientemente a ello desde sus comienzos, el cine, al prodigar los atajos, los callejones sin salida, los rodeos en su tratamiento del rostro, se ha debido encontrar de nuevo, sin estar preparado para ello, con los problemas pictóricos (y fotográficos) del rostro, incluido el del retrato. Además, a las respuestas que ha aportado les ha faltado muy poco para poder incluirse en las vicisitudes y contratiempos del rostro representado en el siglo xx. Pero no anticipemos cosas. Y retornémoslas allá donde el cine mismo las tomó: justo un poco después del apogeo del rostro humanista, en el momento en que, dominando aún aparentemente de forma exclusiva, estaba muy cerca, sin embargo, de dejar ver su fisura. Para comprender mejor el papel que desempeña el cine en el resquebrajamiento, fragmentación o desaparición de este rostro, veamos primero cómo lo perpetuó. Hablemos en primer lugar del rostro ordinario del cine.

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Vivir su vida, de Jean-Luc Godard

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Old Wives for New, de Cecil B. De Mille

Le jour se lève, de Marcel Carné

La circulación

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Sally, la hija del circo, de David W. Griffith

Los muelles de Nueva York, de Josef von Stemberg

...de la palabra y de la mirada

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Joan Crawford en un filme no identificado (hacia 1926)

La Venus rubia, de Josef von Sternberg

El rostro destacado: del glamour hollywoodiense

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La palabra, de Carl T. Dreyer

Persona, de Ingmar Bergman

...a la luz del alma... o de la neurosis

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The Lady and the Mouse, de David W. Griffith

Prunella, de Maurice Tourneur

La interpretación del actor:

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Histoires d'Atnérique, de Chantal Akerman

Zelig, de Woody Allen

...de la pantomima a la práctica «mimética»

-16

Au hasard Balthazar, de Robert Bresson

Dalle nube alia resistenza, de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet

¿Un rostro por detrás sigue siendo un rostro?

2. El rostro ordinario del cine

No es que sólo el hombre público tenga una vida interior cargada de posibilidades. Sería ridículo afirmarlo. ¡Cuántos hombres privados, convencidos de ser «privados», merecen una estima más sincera que los otros! Se convendrá que no se les puede tomar como objeto de estudio, más que en los casos fortuitos en que sea posible entrar en su intimidad. Pero lo que llamamos, a imitación de los ingleses, «el hombre de la calle», se presta poco a estas indagaciones. Vive en estado de intercambio, de compromiso. Para llegar ã serei digno ciudadano de un país o de una civilización, el individuo empleará la mayor parte de sus fuerzas en reprimir las manifestaciones molestas de su personalidad. El horno-civis típico es el hombre que ha conseguido, en parte por atavismo, en parte por convencimiento interior, eliminar toda singularidad de su persona. Pierre Abraham, 1929 Yo sé lo que pretenden los técnicos del cine. Pretenden que el actor tenga que vivir su personaje sin preocuparse de lo demás. Y, en cuanto a las reacciones del público, dicen que es el director el que tiene que preverlas, provocarlas y «asegurar su rendimiento» imponiendo a los actores tal movimiento, tal entonación, tal gesto, en una palabra, unas reglas de juego que les parecen de una infalibilidad absoluta.

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Ahora bien, ¿por qué les parecen infalibles? Porque están verificadas. Porque ya las han experimentado mil, diez mil veces. Etiquetan y clasifican entonaciones y mímicas ¡y se enorgullecen de haberlas «estandarizado»! Sacha Guitry, 1936

Si existe una estandarización cinematográfica, hay que buscarla primero en lo que ha dominado durante mucho tiempo, en lo que todavía hoy sigue emergiendo del pasado, en el cine clásico. Al igual que la modernidad, el clasicismo cinematográfico no se deja encerrar en fechas, en definiciones. Se le puede definir por la ficción, por la puesta en escena y la dramaturgia, por la transparencia, por la adecuación entre un modo de producción y un modo de visión, por la excelencia del medio, qué más da: cada uno tiene su definición, pero el cine clásico existe, y es americano.

El cine sonoro, o el retorno del actor El clasicismo americano conoció al menos un acontecimiento capital, una verdadera revolución, la del sonoro. Ahora bien, esta revolución zanjó muchas cosas, como cualquier revolución, pero en primer lugar, y paradójicamente, en la imagen cinematográfica. La imagen muda se veía tentada a menudo por la imagen, la metáfora, lo figurado, si no lo simbólico. El sonoro, hoy, es contemplado, frecuentemente, como una especie de liberación de la imagen, que ya no tiene que representar serenamente el mundo sin transmitir su pesantez significante, respondiendo al fin a esa muda súplica de los personajes de la pantalla: que se les dote de palabra. A la larga se siente casi una irritación por el obstinado mutismo de esas siluetas gesticulantes. Dan ganas de gritarles: pero, ¡decid algo! (Adolphe Brisson, 1908) A ese filme supuestamente mudo le faltaba desesperadamente la palabra. Los protagonistas reclamaban el lenguaje y ya no se contentaban con su propia apariencia; exigían su expresión verbal. (Alexandre Arnoux, 1944)

Esta tesis es muy conocida, la propuso en su época André Bazin, y la ha resucitado recientemente con entusiasmo Alain Masson (que no tiene palabras lo bastante contundentes para la onerosa y abrumadora

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visualidad de la imagen muda). Es dudoso que un cambio profundo de tal magnitud haya podido dejar completamente intacto el lugar del hombre en la imagen y sus modalidades. El rostro del sonoro se distingue del rostro del mudo —todo rostro parlante de todo rostro mudo, con minúsculas excepciones— en que ya no tiene la palabra a su cargo. Ésta viene dada por separado, materialmente, por lo que el rostro ya no tiene que traducirla en signos articulados, como había tenido que esforzarse en hacer el cine primitivo, ni que obviarla para buscar zonas alingüísticas, zonas de pura expresión o de pura contemplación. El rostro parlante se acopla a la palabra, funciona con ella, y de ello se puede deducir, primero, que funciona, que actúa. O, dicho de otro modo, que la primera problemática del rostro parlante, del sonoro a secas, es la del actor. La problemática del actor está cargada de historia, de tradiciones a veces insistentes y excesivas, pero a las que el cine, hasta entonces, sólo había sabido hacer frente como enemigas. El actor de teatro, la teatralidad, fueron otros tantos epónimos de cine malo, de cine desnaturalizado, para todos los paladines del arte mudo. Para quien hubiera olvidado la querella del teatro filmado, que movió pasiones a mediados de los arios treinta en Francia, lo recordó de nuevo, con innumerables resurrrecciones más recientes, en los años cincuenta a propósito de Guitry o Cocteau, a propósito de Rivette, de Rohmer, de Straub, especialmente Straub. El teatro, que era el enemigo, deja de serlo para convertirse en un modelo, o más exactamente una fuente estética, por medio de una noción, la de escena. La cuestión del teatro, la del actor, que es su primera traducción práctica en todos los primeros pasos del cine hablado, se plantean esencialmente en torno a los equivalentes que inventará el cine, de la escenicidad y de la presencia escénica. La noción de escena tiene, como mínimo, dos caras: atañe a la extensión, al área de representación, al espacio, pero también a la duración, a la unidad dramática, al tiempo. El cine inventará unos equivalentes con arreglo a estas dos dimensiones, y se planteará, desde el inicio de los arios treinta, a la vez, la cuestión de la reproducción del espacio en continuo, o sea, del plano, y la cuestión de la reproducción de la continuidad, con o sin elipsis, pero de forma articulada, es decir, la cuestión de la secuencia. Ahora bien, estas dos cuestiones, ricas en desarrollos para la estética cinematográfica en general, también han delimitado el dominio de los problemas del actor de cine sonoro. Existe, en el interior del plano, una forma de interpretar específicamente cinematográfica, pero esta especificidad no es original, no es

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nueva. La interpretación hablada es ante todo una forma de transformar la interpretación teatral para hacerla cinematográfica. Primer factor de esta transformación: la atenuación. Esta idea no nació con el sonoro, y los actores de los años diez y veinte sabían perfectamente que ante la cámara no se interpretaba igual que ante la platea, sino con mucha menor intensidad. Esto tenía una sencilla explicación, a partir de una constatación topográfica: por lo general, la cámara estaba mucho más cerca que el espectador de teatro. No era, pues, necesario exagerar los efectos para que fuesen perceptibles; toda exageración era, por el contrario, forzosamente excesiva, ridícula, perjudicial. El sonoro no hace más que confirmar esta idea, convirtiéndola en la verdad de todo el arte del actor, incluida la dicción. En escena, un actor debe, en conformidad con el sentido de cierto pasaje, murmurar algunas palabras. Sin embargo, no le es posible murmurar de verdad, ya que tiene que hacerse escuchar por la persona que está en la última fila de las localidades de platea, que ha pagado su entrada como los demás y que tiene todo el derecho a que se le tenga en cuenta. Hablará, pues, en el tono correspondiente a la convención teatral del murmullo. El actor de cine ha de murmurar realmente sus réplicas, porque su público eventual está cómodamente sentado en lo que corresponde a la primera fila del patio de butacas. (Lionel Barrymore, 1939)

La interpretación cinematográfica se atenúa a través de su emisión vocal, de su mímica. Pero nada altera su esencia teatral, en el sentido de que la interpretación teatral debe ser contemplada por el espectador de una manera confortable, satisfactoria y plena. El rostro ordinario del cine es, en primer lugar, un rostro transitivo, fático, debe hacerlo todo para ser visto y oído por su destinatario. Pero este primer principio se complica con un segundo factor, más propiamente fílmico, la fragmentación. La interpretación del actor cinematográfico es fragmentada, en efecto, al menos en dos sentidos. Se reparte, en primer lugar y espectacularmente, entre varios planos, cuyo conjunto compone la escena y ha de mantener alguna homogeneidad. Pero además es fragmentada, de un modo menos evidente aunque igual de importante, por la repetición. El plano, o lo que se llama de forma más precisa, una vez acabado el filme, un plano, es en realidad casi siempre sólo una parte de las múltiples tomas que se han tenido que rodar para obtener ese plano. El actor, obligado a producir a su gusto cada fragmento de interpretación, a idear una técnica para eso, debe ser también capaz de producirlo dos, diez, cincuenta veces (y no es una ci-

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fra metafórica, sino que está demostrada por algunos rodajes «heroicos» de Renoir, de Bresson). El oficio de actor, y también el de ese «director de actores» que es el realizador, se identifica ante todo con el arte de la toma. Según una anécdota relatada por Mary Pickford: Yo debía sollozar amargamente [...]. Las lágrimas [...] han de dar una impresión de realidad, ser expresivas, en una palabra [...]. Comencé, pues, a llorar quince minutos antes del inicio del rodaje y de la grabación del sonido de la escena. Lloré hasta que mis mejillas estuvieron empapadas de lágrimas. Cuando llegó el momento de la escena en la que debía ser asesinada, estaba completamente preparada. Lágrimas, risas, cólera, terror, todo ha de producirse a voluntad. Pero la mímica ya no basta, se necesita una realidad sensible, casi tangible, que la toma pueda tomar, es decir, nuevas técnicas interpretativas. ¿Qué es la toma? La palabra sugiere captura: hay que atrapar algo. Pero, ¿qué? La naturaleza, la realidad, indiscutiblemente, y lo que obsesiona a todos los actores en los inicios del sonoro es conseguir ser naturales. A un actor [...] se le puede pedir interpretar una escena en un decorado en el que no hay nada más que un árbol, pero es un árbol auténtico que funciona como un árbol con perfecta naturalidad. No es un accesorio que el público vaya a aceptar como árbol. Por eso el actor está obligado a competir con esa realidad y a tener tanta soltura en su naturalidad como el árbol. (Lionel Barrymore)

La idea circuló mucho por Hollywood y obsesionó a los actores durante toda la edad de oro. Spencer Tracy la formuló de un modo irónicamente lacónico —«El único método: saber tu texto y evitar chocar con los muebles y los demás actores»— que comparten todos los actores intuitivos. Una fórmula que hicieron suya John Wayne o Robert Mitchum, y que prevaleció hasta la aparición del Método y del Actors Studio. En El desprecio (Le mépris, 1963), un filme que es una especie de oda (fúnebre antes que triunfal) al cine clásico, Jean-Luc Godard dirige a Brigitte Bardot y reconoce, como un pérfido cumplido, que actúa «con una naturalidad perfectamente vegetal». De este punto final a la valoración de la naturalidad «semejante al árbol» data el fin del clasicismo. Pero la toma no captura solamente la naturalidad, o al menos no la captura sola. Lo que toma es también la naturalidad del tiempo que pasa, el paso del tiempo al natural. ¿Evidencia? No del todo. El cine fue

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inventado, evidentemente, para representar el tiempo, pero el cine mudo, a menudo, buscó antes picos de tiempo, movimientos, saltos, que el simple paso del tiempo, en particular sobre un rostro. Y sobre todo, los usos poéticos del rostro en la estética muda pretendían, como se verá, convertir el tiempo en una expresión visible, visualizar el tiempo y casi detenerlo. El rostro parlante, que apenas se pone en juego en el plano, es, por el contrario, el que deja pasar el tiempo. Registra el paso del tiempo para devolverlo al espectador en forma de tiempo pasado, sin determinar nada de sí mismo. Pero este carácter transmisivo aún está más claramente acentuado en la relación entre planos sucesivos, en el montaje de la secuencia. El rostro se convierte ahí en un medio de hacer pasar el sentido, de un plano al siguiente, del conjunto de los planos a la secuencia, de la secuencia al espectador. Lo que se ve sobre el rostro viene de las necesidades del relato, de la obligación de la continuidad semántica y semiótica de un plano al siguiente, pero también de la exigencia de claridad. Este rostro se utiliza para ser comprendido. Esta última observación también es muy común, ya que el valor que cobra el rostro en esta concepción del cine todavía es el estado ideológico dominante del rostro cinematográfico. Un soporte narrativo que hace pasar el sentido de mano en mano, un valor de cambio destinado a circular en el mercado de la representación cinematográfica, una figura siempre intercambiable por otras figuras: así es este rostro. El efecto-Kulechov (lo llamaremos «efecto-K» para no confundirlo con las míticas experiencias del profesor Kulechov) es un emblema, y también un epónimo, de este valor de cambio, de esta circulación del rostro como ficha del juego semiótico. El efecto-K es maravillosamente ambiguo, ya que puede leerse de dos modos muy diferentes, sea como un efecto de contaminación, sea como un efecto de globalización diegética. Ante la famosa sucesión de planos del rostro de Mosjukín y, por ejemplo, de un plato de sopa, de un cadáver, de una mujer desnuda (una de las versiones canónicas de la experiencia), se podrá leer sobre este rostro, por contaminación y respectivamente, el hambre, el miedo, el deseo. O bien se podrá, simplemente, comprender una lógica de la mirada y restituir una más o menos compleja situación diegética. De modo un poco sorprendente, es este segundo aspecto el que se observa, como han demostrado algunos dispositivos experimentales recientes (particularmente, el de Martine Joly y Marc Nicolas). Este aspecto también se ve privilegiado en las glosas teóricas del efecto-K, aun en aquellas que, con André Bazin, aborrecen al máximo la idea de que sea posible, mediante una sucesión artificial de planos como la an-

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tenor, obtener, gracias a la magia del montaje, una unidad imaginaria. Lo que es innegable es la construcción de un sentido global de la escena vía la transmisión de algo por el rostro, aun cuando en el mito, digamos, pudovkiano del efecto-K, sea el primer aspecto el que se dé como central, el hecho de que el rostro, afectado por su vecindad, adquiere la expresión. Esta ambigüedad es muy valiosa. Delimita con mucha exactitud, aunque de un modo muy esquemático, la división entre dos valores del rostro, entre los que osciló constantemente el cine de la época muda. Si no se temiese el lado simplista de una dicotomía como ésta, se podrían etiquetar esos dos valores como un valor de uso y un valor de cambio: un valor de uso que hace del rostro un objeto excepcional, un lugar de expresividad tendencialmente inmóvil (no es el rostro el que se mueve, ya que no es más que una superficie destinada a recoger, para inscribirlo, aquello que difundirá en él el mundo —diegético— circundante); un valor de cambio que, por el contrario, lo convierte en un puro operador de sentido, de relato y de movimiento, el pivote de la narratividad y el vínculo de la diégesis. En ambos casos se olvida el actor, su cuerpo e incluso su rostro, en beneficio de una abstracción. Tal vez Gérard Legrand no estuviese equivocado al decir esto de la experiencia de Kulechov: Despreciaba a priori al actor, y parece que no tenía otra pretensión que beneficiar un sistema «imperialista» con respecto a los actores, sistema que ha sido, después, el de Hitchcock.

(El final de Frenesí [Frenzy, 1972], con ese plano en el que el falso culpable, manivela mortífera en mano, y el comisario de policía intercambian una mirada cargada de diez significados en uno, en presencia de un cadáver de mujer desnudo, desorbitado y grotesco, es una especie de apogeo cómico del efecto-K.) Esta distinción entre «cambio» y «uso» es una caricatura, es evidente. Sobre todo, como advirtió Jean Baudrillard, que la utilizó antaño a propósito de los objetos sociales, es sesgada, ya que no puede establecerse más que desde el punto de vista ideológico dominante, siempre el del valor de cambio. Por eso, desde el punto de vista del sonoro, desde el punto de vista de los estándares cinematográficos que están forzosamente más cerca del nuestro, un supuesto valor de uso del rostro (mudo) no podrá ser más que una anomalía estética, una monstruosidad, como en el slapstick o en el expresionismo, en el mejor de los casos un valor no delimitable y de empleo incierto, como la fotogenia, o un suplemento perfectamente inofensivo, como el glamour.

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La boca habla... ¿Qué es un actor? Un cuerpo que se desplaza, que imita, que vale por un personaje. Llegado el caso, en algunas variantes como el método Stanislavski o el del Actors Studio, un ser que sufre, que expresa, que trata de significar por todos los medios que vive, que es presa de emociones. Un cuerpo, en toda su complejidad. Fuera del cine, el arte del actor tomará de vez en cuando, por haber prestado excesiva atención a ese cuerpo, un cariz de ritual, de ascesis, de chamanismo, como en el teatro europeo de finales de los arios sesenta, Grotowski, el Living Theatre. El cine hablado, sin duda, tiene que ver con todos estos aspectos del actor. Recordamos que, en el cine americano de los arios cincuenta-ycinco-sesenta, el Método (el del Actors Studio de Lee Strasberg) se convirtió en una consigna, un dogma o un milagro; pero a menudo, también, sus esfuerzos contorsionistas se entendieron como la prueba de su impotencia para producir realmente cuerpos. Además, ninguna estética práctica del cine se ha cimentado nunca sobre una consideración real del cuerpo de los actores. Lo que caracteriza a todos los actores de Hollywood —y también a sus actrices— es que su cuerpo, ágil, bien adiestrado, bien alimentado, bien vestido también, pasa, la mayoría de las veces, desapercibido, en un amable no man's lancl de la corporeidad en el que se escabulle sabiamente intentando no llamar demasiado la atención. Criatura eminentemente singularizada, aunque sea para trabajar sobre su tendencia al anonimato, tal corno atestigua poderosamente Jane Wyman en Sólo el cielo lo sabe [Ali That Heaven Allows, Douglas Sirk, 19551, su rostro liso y blanquecino, sus expresiones indefinidas y su discreto hieratismo transforman su aspecto en la pantalla hasta que puede llegar a imprimirse en ella el de cualquier mujer americana de cuarenta arios; cuerpo corno cualquier otro cuerpo atravesado por el colectivo y que excede por eso la obra en la que participa, el actor [...1, al fin, apela a lo universal. (Nicole Brenez)

El cuerpo del actor clásico está ahí en lugar de cualquier otro cuerpo que el espectador quiera superponerle o sustituirle (el suyo, el de su «raza», de su clase, de su tipo). Este valer-por no es ni inocente ni espontáneo, se obtiene, por el contrario, mediante un trabajo considerable, bien representado en el fondo por la fórmula del actor-árbol. Pero lo esencial del trabajo del actor, lo esencial del trabajo estándar del actor de cine no está ahí, o no solamente ahí, sino en el rostro.

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El rostro ordinario del cine es ese lugar de imágenes en el que el sentido se inscribe fugitiva y superficialmente para poder circular. Sobre todo ese rostro no debe abrirse demasiado, ya que de este modo el sentido se imprime profundamente en él, lo esculpe, lo marca con arrugas duraderas. El rostro ordinario es idealmente liso, los signos codificados de una emoción deben pasar por él como las ondulaciones sobre el agua (la interpretación de Paul Newman en La gata sobre el tejado de zinc [Cat on Hot Tin Roof, 1958], de Warren Beatty en Esplendor en la hierba [Splendour in the Grass, 19611, de Marlon Brando en Un tranvía llamado deseo [A Streetcar named Desire, 19511, hoy son vistos como testimonios de una época pasada). Este rostro está hecho para hacer pasar, para emitir y, correlativamente, para recibir. Sólo deben funcionar en él —siempre— la palabra (la boca) y la mirada (el ojo). La boca habla. Esto parece un poco simple en su evidencia. Pues, en verdad, una boca no habla: es la voz la que transmite la palabra, no la boca; esta última puede, a lo sumo, emitir sonido. Lo propio del rostro parlante es justamente que la boca llegue a imaginarse como el lugar de emisión de una palabra, como la sede visible de un invisible ligado al alma: la voz. La cuestión de la voz no es, sin duda, propia del cine, más bien es el psicoanálisis el que la ha acometido en fechas recientes con mayor seriedad. Pero esta cuestión ha aparecido, a menudo, como una de las cuestiones estéticas fundamentales del cine, porque es el origen de una serie de problemas que manifiestan a la vez la dificultad de pensar la presencia corporal en la imagen fílmica, la dificultad de pensar la 'voz como emanación del cuerpo en general, y la preeminencia concedida a la palabra por el cine sonoro. Dicho de otro modo, este rostro parlante que denominamos rostro ordinario del cine es, desde este punto de vista, el momento de unidad que se supone perfecta entre boca, palabra y voz, pero bajo la férula de la palabra. Primer aspecto de esta sumisión: el olvido, o el desdén, en el que se mantiene la imagen vocal. Toda voz se reconoce por una imagen que no se limita a su timbre pero en la que éste toma parte. Hasta cierto punto, una voz es, al igual que un rostro, un «objeto» con el que la comunicación se sitúa, de entrada, en el nivel más íntimamente humano. Conozco a alguien cuando conozco su rostro, pero puedo además conocer a alguien por su voz, sin perjuicio de que los dos no casen demasiado bien. Cada uno encontrará sus propios ejemplos de esto, pero se puede citar, genéricamente, el de la gran rival del cine sonoro, la radio. El ente radiofónico no me es conocido más que por su voz, y de esta voz puedo inferir mucho, pero, evidentemente, no una imagen exacta

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del rostro. La cuestión es, pues, la siguiente: el rostro por una parte, la voz por otra, son las dos vías principales que me permiten acceder a la humanidad del otro hombre. Ahora bien, ¿qué relación puede haber entre un rostro y la voz de ese rostro (si se hace la pregunta desde el punto de vista del cine, de la imagen), entre una voz y el rostro de esta voz (si se hace desde el punto de vista de la radio, del sonoro)? Éste será, sin lugar a dudas, el problema más importante del cine de posguerra. Incluso en los filmes finalmente más artificiosos de la Nouvelle Vague, que no tienen más que una herencia lejana del neorrealismo, esta relación está prácticamente en el centro de la concepción del trabajo del actor. La voz de Belmondo en Al final de la escapada (À bout de souffle, 1959), voz infantil bastante ligera, irónica pero insegura, templa su rostro de boxeador maltratado, mientras que la voz de Jeanne Moreau en Jules y Jim (Ju'es et Jim, 1961), por el contrario, confirma y aumenta la carga sexual de su rostro. Más recientemente, esta preocupación se verá sistematizada, en un Straub por ejemplo, en el que la relación rostro-voz se incluye en una dialéctica generalizada del actor y del personaje. Pero el rostro ordinario escamotea este problema. No es que los actores no tengan voz. Las prescripciones relativas a esta voz, por implícitas e inefables que hayan sido siempre en Hollywood, fueron también excepcionalmente vigorosas, como supieron por propia experiencia aquellas estrellas del mudo a las que las pruebas de voz devolvieron de un día para otro a su origen teatral (como Jannings), al anonimato (como Pola Negri) o a la decadencia (como John Gilbert). La voz del rostro ordinario debe, a la vez, estar marcada y no marcada: tener un timbre reconocible, un ligero acento si se tercia, pero no ser demasiado característica. Debe, pues, mantenerse prudentemente en una reducida gama de timbres, de acentos, de tesituras. Pero, además, debe no contradecir al rostro, ni comprometer su funcionalidad (Gilbert no purgó tanto una voz de falsete, como se ha dicho, como una voz que no se adaptaba a su mirada de seductor). Las demostraciones, aquí, son casi demasiado simples, comenzando por la observación, vulgar pero esencial, de que es el cine del rostro ordinario el que inventó el doblaje y la postsincronización. La invención, sin duda, estuvo motivada por razones económicas y técnicas, ya que la difusión de filmes en versión original creaba una intolerable Torre de Babel y el sistema de versiones múltiples era costoso y complicado, por lo que desde ese momento la lógica capitalista había de imponer el doblaje. Pero esta solución, elegante técnica y económicamente, es estéticamente criminal, y si la práctica del sonido directo no basta por sí mis-

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ma para garantizar que una voz se corresponda bien con un rostro, la del doblaje, con toda seguridad, lo impide. El doblaje, en efecto, confirma la absoluta sumisión, si no de la voz al rostro, al menos de la imagen vocal a la imagen a secas. La voz del actor que dobla un cuerpo, un rostro, debe situarse obligatoriamente en un registro imaginario que es el que define, siempre en referencia a los ideales dominantes de la persona y de los tipos, la imagen de ese rostro. La mayoría de las veces se propondrán como voces dobladoras voces en exceso neutras, que imitan a veces la tesitura, incluso el timbre del actor doblado, pero evitando producir la más mínima impresión personal, limitándose al grado cero de la voz. Gary Cooper, John Wayne y Robert Mitchum doblados al francés o al español tendrán, de forma absurda, poco más o menos la misma voz. Esto aún se aprecia mejor en la simple postsincronización, en la que el actor «se dobla a sí mismo»: en efecto, se dobla y se desdobla, ofreciendo unas veces su voz, otras su rostro, pero sin poder ofrecer los dos simultáneamente y, por lo tanto, abriendo una brecha entre ambos, una dehiscencia en la que siempre sufre la voz. De vez en cuando (pocas veces), algunos cineastas se han esforzado en jugar con ella: en El signo de la muerte (Grand Jeu, 1934), de Jacques Feyder, Marie Bell interpreta dos papeles, y en uno está doblada por una voz «grave y ronca [...] de manera que el malestar que embarga al protagonista al oír una voz que no coincide completamente con el rostro del que emana se traducía en nuestro malestar ante el procedimiento» (Bardèche y Brasillach). Pero está claro que, en este caso, es la diferencia de la voz con el rostro, y no su conformidad, lo que se utiliza positivamente para producir un efecto. El doblaje implica una técnica, la del lipping (,cómo traducirlo: «labiaje»?), o sea, una coincidencia lo más perfecta posible entre movimiento de labios y fonación, que significa a su vez que no es la voz la que va primero, sino la palabra. Aunque la profundamente perversa disconformidad de una voz y de un rostro puede ser a veces soportable, uno nunca se habitúa a la desincronización del movimiento de los labios. La boca habla: esto quiere decir que queremos que hable visiblemente, que los ojos sean jueces de lo que escuchan los oídos. El lipping fue inventado como técnica realista, pero es un intrumento de la mayor irrealidad, ya que permite volver a unir una voz a un cuerpo. El rostro hablante es, pues, el que ha dominado y casi acabado con todos estos problemas. Su voz está sometida, canalizada: la palabra va primero, y la boca debe acomodarse a ella, haciéndose ella misma discreta. Por lo demás, existen excepciones a esta discreción, pero se to-

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leran precisamente como exceso, tipología, excentricidad... Las bocas grandes, carnosas, están proscritas, salvo en algunos casos. Entonces se hacen tanto más obscenas: véase a Al Jolson (aunque su boca demasiado grande parezca estilizada, recuerdo del minstrel show), véase a Maurice Chevalier (aunque su obscenidad crudamente sexual está casi fuera de lugar, aceptable a causa de su tipología, por otra parte un poco ridícula, de french ¡ayer). Las voces, más aún que las bocas, deben mantenerse en una restringida gama que no se haga notar demasiado, con las evidentes excepciones del exotismo (Dietrich, Garbo), del burles que (Fields, Lewis), del «secundario» un poco caricaturesco (Walter Brennan)...

... y el ojo mira Más trivial todavía: el ojo está hecho para mirar, pero también para ver. Quien dice «mirada» puede pensar también en el sujeto que mira, y en lo que le aporta su mirada. No es en este sentido en el que el rostro hablante utiliza sus ojos. Por el contrario, el ojo siempre debe desempeñar en él, como la boca, la función de un emisor-receptor: emite y recibe comunicación. Todo Quai des brames (1938) está hecho para inducir un intercambio de miradas, los ojos en los ojos («¿Sabes que tiene unos bonitos ojos? —Bésame...»); todo el principio de Les visiteurs da soir (1942) se dedica a oponer la mirada fascinada de Marie Déa sobre Alain Cuny a su incapacidad para mirar a los enanos deformes presentados por el trovador. El valor de cambio atribuido al rostro ordinario se manifiesta, así pues, también a través de esto: el ojo no es un lugar de interioridad, sino el soporte y el origen visible de una vectorización, la de la mirada concebida como pura funcionalidad. En esto, más aún que en razón de su movilidad, se diferencia el rostro ordinario del cine del rostro pintado. En efecto, la boca, móvil y parlante en uno, inmóvil y muda en el otro, no es la misma en la pintura y en el cine; lugar de paso de la palabra en este último, en la primera es un elemento expresivo importante, y sólo el dibujo animado habría sido capaz de reconciliar estos dos valores, especialmente en los personajes caricaturescos, animales antropomórficos a lo Disney, personajes grotescos a lo Betty Boop o Popeye. En cambio, el ojo desempeña en ambos una función comparable, la de soporte y vector de la práctica, de la estrategia de las miradas. Ahora bien, ¿qué mira la mirada representada? En la pintura y en el cine clásicos, potencialmente, dos objetos: o bien otro personaje, otra

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mirada, o bien el espectador, también otra mirada, pero inconmensurable. Es cosa de dirección y de distancia mutuas de la mirada representada con otra mirada: la del pintor o la de la cámara En este nexus de miradas desplazadas en el tiempo y el espacio se reconoce lo que urde la situación representativa en general, definida corno institución y establecimiento de relación entre espacios. Se encontrarán, pues, los problemas de puesta en escena y de encuadre, poco más o menos idénticos, tanto en el cine como en la pintura. La pintura ha puesto en escena sus figuras, incluidas las de los retratos. Ha creado puras ficciones, figuras disfrazadas, o bien ha transformado el modelo en símbolo. En todos los casos, ha debido decidir entre ciertas respuestas a las mismas preguntas. El modelo ¿debe mirar hacia el pintor —y el personaje hacia nosotros— o bien evitar mirar? ¿Debe devolver la mirada o bien ponerla en juego dentro de un campo diegético? ¿Se tomará de lejos, de cerca, de frente, de tres cuartos, de perfil, incluso de espaldas? Los arios veinte y treinta fueron un período de exploración sistemática de los ángulos y de las distancias de cámara con respecto al rostro que habla o que mira, eclipsando, este interés por los ángulos y las distancias, la mayoría de las veces, todo posible interés por los ojos, la boca misma, ya que estas variaciones y exploraciones están determinadas por esa obligación a la que nada escapa: hacer circular. La mirada del rostro ordinario está ocupada en un trabajo interminable, solamente comparable a la circulación de las palabras. Uno de los géneros dominantes de los arios treinta será la screwbull comecly, esa especialidad logorreica del cine americano que ilustraron Capra y Hawks, en la que el problema de la palabra consiste en ir lo bastante deprisa como para atrapar la fuga entrelazada de las miradas. Pero la circulación es la regla absoluta, nada, ningún género escapa de ella: [...] un director es un señor que cuenta una historia con imágenes, igual que un novelista escribe con palabras. Por ejemplo, observad cómo Becker cuenta en Fa/balas (1945) una escena de ruptura entre dos amantes. La cámara pasa de un personaje a otro, se detiene, se pone de nuevo en marcha, subraya un diálogo, evidencia un sentimiento. Una mirada, una boca que se crispa, un parpadeo, una frente tensa. Es un lenguaje, una gramática, una matemática maravillosamente sugestiva. (Alexandre Astruc, 1945)

Gramática, matemática: la puesta en escena del rostro ordinario es cosa de reglas y cálculo. En éste, como en muchos otros puntos, el dibujo animado realista enunció crudamente la verdad del sistema que

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debe reproducir conscientemente. Dos colaboradores de Walt Disney resumen su doctrina hablando de la «animación» de las expresiones y del diálogo: no hay que decir demasiado en un dibujo (hay que dejar que se constituya el sentido en la circulación y en el cambio); no hay que dejar que la expresión contradiga el diálogo (este último, fundador y director, va primero); la expresión debe ser recogida por todo el cuerpo a la vez que por el rostro (este último no es más que la cristalización de un cambio en el que está empeñado el cuerpo entero). Algunas observaciones más específicas insisten en el papel de los ojos, de la boca: Como cada vez que nos enfrentábamos a un nuevo problema, íbamos directamente a lo esencial: el rostro, los ojos, las cejas. [...I Un intercalado mal colocado o mal dibujado puede pasar por alto un brazo o una pierna, pero nunca un ojo. Como ha dicho Walt, el público mira los ojos, y es en ellos en los que hay que gastar tiempo y dinero si se quiere que el personaje actúe de forma convincente. (Frank Thomas & Olhe Johnston)

No podría haberse dicho mejor (incluido el vínculo expresamente establecido entre norma estilística y norma económica, y también entre labor de los ojos y poder de convicción). Lo que distingue el papel de la mirada en este rostro es también el debilitamiento o la desaparición de su referencia al antecampo. En la historia del retrato abundan los rostros que coquetean más o menos cándidamente, más o menos audazmente con el eje del antecampo. Casi todos los Ingres, como la mayoría de los Bronzino, nos miran. De un modo más general, habría casi un dispositivo canónico que implica una distancia media, una posición ligeramente oblicua del torso, una mirada que roza la del pintor: esto aún se observa en el retrato fotográfico hasta la frontera del siglo xx (tras lo que la foto de retrato tenderá a acercarse, obligando a un trabajo aún más riguroso con el eje de mirada). El rostro cinematográfico está atrapado en otro dispositivo escénico cuya figura privilegiada sería el campo-contracampo, en el que el objetivo es sesgado, y la mirada, representada por el cruce de otra mirada representada. El antecampo cinematográfico no pertenece al rostro ordinario. Es el muy conocido tabú que afecta la mirada a la cámara, que confirman y refuerzan todas las excepciones reseñadas. Así, al darse cuenta, durante su estudio de Marnie, la ladrona (Marnie, 1962) de una mirada de la protagonista hacia el antecampo, Raymond Bellour le dedica un largo comentario, como a un hecho relevante: ahora bien,

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esa mirada, que «dura» dos o tres fotogramas, apenas es perceptible en la pantalla. Marc Vernet (que propuso el término «de este lado» para sustituir una expresión «confusa»), que apunta a su vez otros ejemplos, advierte que esta mirada en muchas ocasiones se dirige de hecho a otro personaje, que se descubre gracias a un movimiento de cámara o al montaje, o que se supone gracias al diálogo. Pero en el otro extremo, el retrato pintado ha jugado mucho con la desaparición, o elusión absoluta, de la mirada del modelo. Modelo que ignora o que finge ignorar al pintor, como en las figuras «abstraídas» de Chardin o de Fragonard; elusión del valor simbólico de la mirada, en el retrato de perfil; juego con la ausencia de representación de esa mirada, en esos retratos —más recientes, en general posteriores a la fotografía— en los que el modelo es tomado «de nuca», si no resueltamente de espaldas, como Bonnard en su estudio de Cannet, perdido en la contemplación de su lienzo e ignorando el objetivo de Gisèle Freund. Al cine se le permite todo esto, al menos en teoría, aunque el cine clásico apostó extraordinariamente poco por estos registros. El perfil es, en el filme de ficción ordinario, una pose rara, nunca mantenida (en De entre los muertos [Vertigo, 1958], la escena en la que Scottie reconoce a Madeleine en la silueta de perfil de Judy ante la ventana se presenta precisamente como una excepción a esta regla). El encuadre de tres cuartos de espaldas se reserva prácticamente para los personajes más indefinidos, mientras que un segundo rostro, en el mismo encuadre, se verá de tres cuartos de frente. Estos ángulos, en realidad, no son funcionales, ya que el rostro que comunica debe presentar, bastante visibles, los dos lugares de la comunicación, el ojo y la boca. (Su no-utilización se percibe frecuentemente casi tan transgresiva corno su ocultamiento. Véase, por ejemplo, el poderoso desasosiego que provocan, en la escena de la autopsia de El hombre del cráneo rasurado [De man die zijn haar kortilet knippen, 1965], los planos de Miereveld, de frente, sin poder ocultar su rostro a lo que no quiere ni ver ni, menos aún, mencionar.) Este juego de ángulos, de distancias, de encuadres, finalmente más restringido en el filme que en el cuadro, ha 'sido, sin embargo, cien veces más comentado y mucho más frecuentemente teorizado. Evidentemente, esto se debe a que el filme se fundamenta, más que el cuadro, en la exactitud de estos efectos. El éxito del filme, no como obra de arte, sino simplemente como representación narrativa eficaz, pasa por la consideración de las relaciones de mirada y de palabra, por lo que no es sorprendente que también se haya procurado, muy a menudo, leer es-

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tas relaciones según sus consecuencias espectatoriales.' Los términos privilegiados hace poco por esta lectura, los de la identificación, no son los únicos posibles, y el paralelismo, frecuentemente esbozado, entre el cambio permanente de punto de vista y de encuadre, la variación continua de los fenómenos de focalización, y por último las microvariaciones de la identificación «secundaria», sólo son una manera de decir que lo que importa en el encuadre cinematográfico es que encarna la posibilidad de un ojo móvil, o mejor, variable. El rostro ordinario del cine es, pues, ese rostro parlante y observador, observado él mismo sin cesar por un ojo aéreo, y que remite a un sujeto de ficción, atrapado en una red comunicacional y social. Es el soporte de todas las prácticas de la enunciación y la narración, pero también el soporte de la identificación, el de la experiencia fílmica. Es un rostro que trabaja sin cesar, de plano a plano y en el plano, con vistas a un intercambio de rostro a rostro. Esta definición es un poco decepcionante, ya que no parece caracterizar ningún período en particular de la historia del cine. Presenta el carácter de evidencia de los fenómenos ideológicos pregnantes, como si el rostro parlante fuera algo evidente, algo que se satisface con una reproducción naturalista del rostro natural. A lo sumo parece sugerir un contraste entre los inicios del sonoro o apogeo del mudo, donde el rostro se consumiría en el cambio, y todas las concepciones del rostro cinematográfico que han acentuado más su valor de expresión o de contemplación. Esta definición tiene todos los defectos de las definiciones de lo ordinario.

Ordinariedad de lo ordinario Hablar de ordinario es, pues, muy fácil, pero «ordinario» es uno de esos términos que la historia del lenguaje ha recargado de sentido, hasta el punto de convertirlos en contradictorios. Este término, en su uso corriente, ya no designa más que lo no-extraordinario, lo mediocre. Ya no tiene más que una débil resonancia de lo que entrañó de orden, de ordenamiento, es decir, de medio para hacer escapar lo común de lo común. Sería preciso poder conservar esta ligera resonancia, aunque no 1 Aquí, y en otras partes de este libro, se utilizan los términos «espectatorial» y «creatonal» en el sentido que ha concedido a estos neologismos el Instituto de Filmología de Étienne Souriau: respectivamente, «que reside subjetivamente en el espíritu del espectador» y «radicado esencialmente en el pensamiento, sea individual, sea colectivo, de los creadores del filme».

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fuera más que para no confundir el rostro ordinario con un rostro medio, por ejemplo. Hubo un momento de la historia del cine en el que se puso de manifiesto, más que en otros, un deseo de orden, de regularidad. Los arios treinta y cuarenta, sobre todo los treinta, y en el cine americano en particular, fueron, dentro del lenguaje cinematográfico, los de la comunicación, del intercambio de plano a plano y de rostro a rostro. La rapidez de estos intercambios aumenta poco después de mediada la década de los treinta: especialmente, la frecuencia de los raccords basados en el cruce de miradas crece regularmente (de un veinte por ciento en 1920 hasta casi un cuarenta por ciento a principios de los arios cuarenta). Estos datos en cifras significan, sin duda, mucho menos de lo que esperan los estadísticos miopes, pero no obstante pueden confirmar ligeramente lo que indica el análisis estilístico: el filme de los arios treinta está compuesto de planos relativamente cortos, que se comunican entre ellos abundantemente, por el juego de miradas cruzadas. Todo esto no basta, o apenas basta, para representar un periodo, un sistema. Incluso se podría afirmar que la década de los treinta no es diferente del conjunto de la edad clásica del cine americano, ya que no hace más que estimular un poco más ciertas tendencias ya presentes en el cine mudo, que perduran aún después de la guerra. Se puede encontrar exagerada la tesis de David Bordwell, según la cual de 1917 a 1960 no habría ninguna modificación capital en los principios esenciales del estilo clásico. Pero, indudablemente, algunos de estos principios se han mantenido, y en todo caso, los que atañen a la escenicificación (equilibrio, centramiento, frontalidad, ausencia de primerísimos planos que autonomicen el rostro) y a la continuidad espacio-temporal (mantenimiento del centramiento en el tiempo, sistema de entradas y salidas, «regla de los 180 grados», etc.). Lo que ayuda a comprender el libro de Bordwell, Staiger y Thompson es por qué los arios treinta tienen ese estatuto privilegiado. El marxismo de Staiger juega aquí con ventaja, hace coincidir prosperidad del studio system y prosperidad de la regularidad estilística: hubo regla, y estricta, porque hubo división sociotécnica del trabajo; esta regla favoreció el estilo continuo y escénico porque era el que permitía una división de este tipo. Hollywood ha sido verdaderamente el epítome de cine, también su prototipo, para bien y para mal. Pero esto puede entenderse de dos modos: Hollywood, «la Meca del cine» (Cendrars) hacia la que se volvían todos los cineastas mundiales, ha sido un modelo por la fuerza del modelo capitalista; pero este modelo no salió de la nada, como tampoco se

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generalizó por el mero poder de los dólares, sino que se constituyó como una herencia, una regla tradicional. El 'cine ordinario de Hollywood y de otros lugares ha tratado el rostro como sólo él podía tratarlo, como atributo de un sujeto libre e igual en derecho a todos los otros, pero que debe siempre volver a poner en juego su libertad y su igualdad confrontándola con la de los otros sujetos libres e iguales. El rostro ordinario del cine es también el de la democracia occidental, es decir, americana y capitalista. Es uno de los rasgos del imperialismo, su ordinariedad es un orden. El rostro ordinario, estado ideológico de la representación del rostro, no puede más que mentir sobre sí mismo, a menos que en eso se haga pasar por neutro, transparente, que lo haga todo para no ser visto. Los críticos americanos de preguerra, en particular los de los arios treinta, se mostraron, como ha señalado Bordwell, singularmente ciegos a todos los rasgos definitorios del estilo clásico. Se podría añadir que fueron ciegos ante la transitividad de los rostros, y sobre todo ante el hecho de que esta transitividad no es innata. De hecho, sólo hubo teorías generales, que iban más allá del cine, que partían de problemáticas bastante más amplias, de orden filosófico y literario, por ejemplo. Hoy casi no tiene mérito distinguir esto: el rostro ordinario del cine, forjado entre 1920 y 1940, y que sobrevive luego con más o menos fortuna (hasta en la ciénaga de los telefilmes y otros seriales melodramáticos), no llegó a ser concebible hasta después de 1940, y más bien en la posguerra. Ya que estamos redondeando, se podría poner como origen del marco conceptual que será el del rostro comunicante el libro de Sartre L'imaginaire (1940). La noción sartriana de imaginario no es nueva, y además, se podrían aplicar muchas de las observaciones de Sartre, indistintamente, al cine hablado y al más simbolista de los filmes mudos. No obstante, si el cine mudo salía de una búsqueda de imágenes, el sonoro, en lo esencial, abandonó ese mundo del símbolo y de la imagen para situarse en el mundo de lo imaginario. La cuestión central para Sartre es saber si hay conciencia de una presencia real (como en el arte perceptivo) o creencia en una presencia imaginaria. Pero estos dos estados son dos estados de conciencia más, y la reflexión de Sartre rechaza de antemano todas las consideraciones sobre una «presencia mágica» del universo fílmico, tan fuerte que «anularía el juicio». La creencia es un estado de conciencia vinculado a la conciencia imaginaria (de la cual la «conciencia fílmica» de J.-P. Meunier no es más que una variante).

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No hay mundo imaginario. En efecto, sólo se trata de una cuestión de creencia. [...1 Lo único que queda es que cada imagen se dé como rodeada de una masa indiferenciada que se erige como mundo imaginario.

La consecuencia es bien conocida: las tentativas de racionalizacion, en orden más o menos disperso, del Instituto de Filmología de Étienne Souriau; la recuperación y desarrollo, por parte de Bazin, del tema de Ia creencia; el éxito al fin de este mismo tema desde otro punto de vista, el psicoanalítico, que se prolongó unos quince arios. En este último aspecto la descendencia teórica de Sartre, lejana y la mayoría de las veces involuntaria, estuvo más cerca de una teoría del rostro ordinario, esencialmente en torno a la cuestión crucial de la mirada, o más ampliamente, en torno al nudo imaginario (trenzado en lo simbólico, en lenguaje lacaniano) entre las tres miradas: de la cámara, del espectador y del personaje. Hubo incluso la tentativa, aunténticamente sartriana, de Jean-Pierre Meunier —tan desfasada en el tiempo que pasó inadvertida—, que, en 1969, elaboró una teoría de lo espectatorial en la que la identificación tiene dos funciones psicológicas esenciales: comprender las conductas percibidas, o al menos comprender el sentido que tienen dentro de la historia en curso, y participar («estar-con» o «sercomo», según el caso). Este enfoque parece tanto más pasado de moda cuanto que, en 1969, el cine preocupado por la artisticidad precisamente procuraba escapar a la noción de personaje. Pero a toda la teoría del cine le ha costado trabajo librarse de la referencia al cine de lo «ordinario», cuando no ha reforzado, implícitamente, los presupuestos de este cine. Los estudios del relato cinematográfico, por ejemplo, ¿se distinguen del estudio del relato literario por otra cosa que la referencia a la mirada como vector de la narración o al funcionamiento de una palabra fílmica? Esto no quiere decir que nada haya cambiado en las teorías cinematográficas. Pero, en la medida en que lo ordinario participa del orden de las cosas, no ha sido el objeto de la teoría, sino su presupuesto. La ausencia de una teoría de lo ordinario como tal, al mismo tiempo, su presencia infusa en el corazón mismo de las aproximaciones más preocupadas por apoyarse en otro corpus que el clasicismo hollywodiense, son los síntomas más evidentes de su estatuto mismo de ordinario. Del mismo modo en que la mirada y la voz mueven a su antojo el rostro, lo imaginario mueve a su antojo el cine, y no hay más que decir, o casi.

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El glamour: un suplemento anodino

O casi: si el rostro ordinario no sirviera para nada más que para comunicar de la pantalla a la pantalla, su funcionamiento sería insoportablemente abstracto. Ha habido, pues, que inventar algo que lo hiciera más concreto, más carnal. Ese algo fue el glamour. El glamour es hijo de la naturaleza mediática del cine, luego de la necesidad que ha tenido de publicitar sus filmes. El cine primitivo hacía esta publicidad con ampliaciones de fotogramas, que reproducían escenas intrigantes o espectaculares de los filmes. Con motivo de la invención de la estrella, debió aparecer un nuevo tipo de fotografía publicitaria, que reproducía un rostro. De hecho, se sabe que las cosas tardaron un poco más de tiempo en concretarse. La primera estrella fue anónima, conocida en 1910 solamente como «The Biograph Girl» (su nombre, Florence Lawrence, interesó más tarde a los historiadores). Pero los primeros retratos de estrellas no se hicieron hasta los arios veinte. Ahora bien, con la foto de la estrella aparece, o mejor, se difunde a escala masiva ese peculiar efecto que es el glamour. Glamour quiere decir «encantamiento», en todos los sentidos, incluido el más literal, y encanto (hipnótico) sería un equivalente bastante exacto (es verdad que glamour es una bonita palabra, que casi rima con amor). Lo cierto es que, a partir de 1920, se convirtió en un valor inevitable en la fotografía, que tuvo sus ritos, sus procedimientos, sus periodos. A un glamour «dulce», que daba a los rostros un aspecto soñador, predominante durante los arios veinte, sucedió un estilo más directo, más duro, más dramatizado y, hay que decirlo, más expresionista. Es este segundo período el que corresponde al reinado del rostro ordinario en el cine. El rostro pierde en ese momento sus caracteres soñadores, y adquiere, también en fotografía, un valor ya dramático, comunicacional. El glamoul; en primer lugar, se generaliza en el entorno del filme, en la fotografía, en la publicidad. Refuerza el mito naciente de la estrella; David Bordwell ha señalado que, a menudo, la foto con glanzour produce máscaras, no rostros —es decir, tipos sociales y expresiones estandarizadas—, y que, para reconocer el rostro bajo la máscara, hay que conocer la identidad de la estrella. Pero el glamour es, sobre todo, una sensualidad registrada en la foto, en la misma materia fotográfica, como luz, como centelleo (glamour/glimmer), que aumenta y pone de relieve la sensualidad de las materias fotografiadas, seda y satén, carne, ojos lánguidos, bocas generosamente maquilladas. Esta sensualidad, por otra parte, sólo es la de cierta fotografía, forzosamente en

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blanco y negro: como también ha señalado recientemente Claude Chabrol, es imposible «glamourizar» un primer plano en color, por ejemplo. Pero, ¿qué hay del glamour fílmico? No es usual, aunque tampoco verdaderamente raro, que un filme se tome el tiempo de prodigar, en el transcurso de sus escenas, efectos de foto-glamour. Son éstos momentos de acentuación de las expresiones, y es frecuente ver cómo en ellos el rostro cae en el catálogo de expresiones estandarizadas que la iconografía de la estrella le ha hecho casi consustanciales. Más frecuentemente, el filme diseminará, autonomizándolos, los procedimientos materiales del glamour, con independencia de su uso. Antes de 1930, predomina un efecto ventajoso, el soft focus generalizado, cercano al fiou artístico, con el que también el cine europeo diluía los rostros. También se utilizará el recorte de perfiles (y especialmente de cabelleras) mediante un pequeño haz luminoso oblicuo, y de una manera más general, todos los efectos de dramatización luminosa. Además, se encontrarán elementos de glamour, efectos de glamour, en la ropa, el maquillaje, las poses. Al afectar a todos los aspectos de la puesta en escena, el glamour se convierte en una característica general de todo el estilo hollywoodiense. Un filme como El extraño caso del doctor Jekyll (Doctor Jekyll and Mister Hyde, la versión de 1941, con Spencer Tracy e Ingrid Bergman), por ejemplo, es un mixto típico de rostro comunicante y rostro glamourizado. El operador de esta hibridación es la luz, o más precisamente la iluminación, y es interesante que su utilización inevitablemente parezca tener muy graves consecuencias. Primero, parece reinar una fácil simbología, nimbando de luz, al principio del filme, el rostro bueno de Jekyll. El rostro de Tracy, sosegado, sin arrugas, está completamente conforme con su imagen habitual de varón americano, amable, bonachón, lleno de humor, con la imagen glamour de sus retratos de estudio. Durante su primer encuentro con Ivy, la carne de la joven prostituta está casi jaspeada por la iluminación, entreverada de Bien y de Mal, mientras que su propio rostro, siempre liso, se hace ya un poco más sombrío. El filme deja así adivinar muy pronto cuál será su itinerario: un oscurecimiento generalizado y acelerado desdoblado en profundización, oscurecimiento y profundización que, arrastrados por la lógica de su movimiento, superarán todo glamour para llegar a una especie de proyección del rostro malo de Hyde (cada vez más arrugado, cubierto al final por una especie de lepra) sobre Jekyll, sobre la desdichada Ivy, contaminada visiblemente por su bestialidad, y por último sobre el espacio de la habitación amueblada en la que está reteni-

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da Ivy, sobre el del laboratorio, verdaderos.careeri d'invenzione estriados de sombras, horadados por luces difusas. El riesgo del glamour es el expresionismo. El glamour es un suplemento, un valor añadido al rostro fílmico. Tal vez ha aspirado, inconscientemente, a corregir lo que podía tener de peligroso el encierro del rostro en la simple preocupación de la comunicación. Pero ha quedado como un efecto añadido, manipulatorio, extrínseco, que insiste sobre una materialidad —luminosa incluso— de la imagen. El glamour no es propio, pues, del rostro del filme, sino del rostro cinematográfico, es decir, de la industria cinematográfica (esto no había pasado desapercibido a Vladimir Nilsen, el operador soviético, que le dedicó —bajo el engañoso nombre de «fotogenia»— un acerbo capítulo de su libro de 1937). Operación sin revelación, que produce, en el mejor de los casos, una belleza externa al filme, y también al rostro: una belleza de estrella, promocionable, vendible, consumible, en una palabra, una mercancía. El valor de uso del rostro ordinario es, en última instancia, un valor comercial.

Rostro primitivo Para definir el rostro ordinario del cine, habría que comenzar por circunscribirlo allá donde predomina, en la edad de oro clásica. Es preciso terminar por decir, al menos en líneas generales, de dónde proviene, o mejor, a qué sucede. Imaginad, pues, lo que se denomina el cine primitivo. Al cerrar los ojos para evocarlo mejor, nacen en nosotros mil imágenes, que se convierten en una sola, la de un movimiento. Mil pequeñas sacudidas (que a veces no son sino las de las malas proyecciones, de la sombra pálida del cine de los primeros tiempos), un hormigueo, unos ademanes. Imágenes de movimientos, acelerados, bruscos, imágenes de cuerpos-movimiento, habría que decir. Estos cuerpos se mueven deprisa, pero con una infinita precisión, porque ni el movimiento ni su sentido deben detenerse nunca. El cine primitivo es un perpetuum móvil. El movimiento alimenta su significación, al mismo tiempo que se nutre de ella. Este cine arrastra todo en su zarabanda, los objetos, los vehículos, los trajes, los pies y las manos, y, naturalmente, los rostros. Ya que no tiene tiempo para detenerse, su tentación permanente, como también apunta Hugo Münsterberg, es la exageración del gesto significante, del gesto-signo —y de la mímica-signo—, favorecida por la velocidad y también por el montaje. Este rostro no es nada más que signos. Tan

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pronto, cogido al vuelo por una cámara documental, se convertirá totalinente en signo, en bloque, a la manera de una tipología, por ejemplo, como, por el contrario, forjado laboriosamente rasgo a rasgo, se presentará como un ensamblaje, una construcción, un montaje de signos. En todos los casos, sólo es válido porque permite aislar la expresión, el sentido, en un significante global o una red de significantes. Es siempre legible. Esta legibilidad afecta en bloque al cuerpo y al rostro, que deben significar simultáneamente. Por eso el rostro primitivo tiene un estatuto legítimo y sólo uno, que es estar soldado al cuerpo, y ser mostrado al mismo tiempo que él. Todo lo demás es ilegítimo. Es el caso, en particular, del primer plano. Desde los primeros tiempos se han producido planos cortos de los rostros; hay algunos ejemplos célebres, como tal beso monstruoso o tal candoroso estornudo. A pesar de las muchas leyendas, no parece que estos planos hayan provocado nunca reacciones de incomprensión, salvo tal vez en algunos espectadores excepcionalmente susceptibles. Nunca nadie ha pensado seriamente que de este modo se quería representar personajes decapitados o cortados por la mitad del cuerpo. Por lo menos, la larga tradición del retrato, incluso en el ambiente popular, lo habría impedido. En cambio, numerosas reacciones demuestran que, al menos hasta el inicio de los arios diez, estos planos fueron recibidos como feos, antiestéticos, de mal gusto, obscenos, repugnantes o estúpidos. En contextos tan diferentes como podrían ser los del cine americano y el cine ruso, se ha podido así tomar nota de prohibiciones muy similares formuladas en contra del plano corto o del primer plano por parte de críticos preocupados de no permitir al cine violar cierto buen gusto tradicional y general. Fórmulas típicas, intención reprobadora: «El rostro es presentado aparte», «El rostro es extraído de la escena» (críticas rusas, citadas por Yuri Tsyviane). Ahora bien, es probable que la razón de esta prohibición no sea únicamente estética, y que lo que esté en tela de juicio sea la coherencia y la unidad de un sistema de significación y legibilidad. Lo que es juzgado ilegítimo, inadmisible o malsano en el primer plano del rostro, es precisamente esa «extracción de la escena», esa «presentación aparte» que le permiten eludir su función de comunicación y de significación, y pretender existir por sí mismo, fuera del movimiento y del sentido. Fuera del movimiento: es un reposo, un éstasis injustificados, se diría que inmerecidos, y peligrosos en cuanto favorecen la aparición de otros valores con los que no se sabe qué hacer. Fuera del sentido: aún más grave, es el riesgo de debilitar la coherencia general de este senti-

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do, demostrando que el cambio permanente acaso no sea tan indispensable. El primer plano, la «cabeza grande», en general, no actúa. En eso no forma parte del rostro primitivo. (Por lo que se refiere a los valores del cine mudo, la fotografía en particular, está igualmente lejos de dejarlos presagiar: es demasiado inmóvil, y muy falto de sutileza.) Dentro del cine primitivo, hay otro rostro que tampoco actúa: es el tipo. Este rostro no actúa porque no tiene ninguna necesidad, aunque no es exactamente un rostro en la acepción propia del término. La tipología es un emblema, no remite a un individuo sino a una categoría, moral, psicológica o, más frecuentemente, social. El rostro primitivo, con su valor pleno, es, pues, ante todo, un rostro que actúa, articulado como un sistema expresivo, aunque incluido dentro de un sistema mayor que es el del conjunto del cuerpo-rostro. Ahora bien, la época en la que se constituye este tipo de interpretación es también la que presencia el fin de un reinado secular, el de la fisiognomonía, la antigua «ciencia» de las pasiones, reactualizada y reconsiderada por última vez por Lavater y Gall a fines del siglo xvm, teóricamente pulverizada por Hegel (se volverá sobre esto en el último capítulo), aunque frecuentada durante todo el siglo xix —véase Balzac—. Las fisiognomonías, cualquiera que sea su intención, se fundamentan en la noción de una representatividad analítica del cuerpo. Se trata siempre de extraer, indistintamente del cuerpo y del rostro, unos elementos significantes. Su historia es larga, comienza en la Antigüedad, para proseguir y concluir, en el siglo xx, en la «ciencia» de la susodicha comunicación no verbal, que ya no pretende una lectura del carácter en los signos corporales y faciales, sino una interpretación más prudente de la mímica en términos de sentimientos o de humores. Para los especialistas de la comunicación no verbal, en un rostro se pueden leer muchas cosas. Paul Ekman, una de las autoridades en la materia, lee al menos la identidad personal, el sexo, la pertenencia familiar y racial, el temperamento y la personalidad, la belleza, el sex appeal, la inteligencia, la enfermedad, y, naturalmente, las emociones. Pero, aún más importante e impresionante que esta relación es la afirmación de que existe un vínculo natural entre el signo y el significado (por ejemplo, entre un movimiento facial y una emoción). Esta «naturalidad» es el fundamento de toda fisiognomonía, pura o aplicada, que remite al mito inmemorial de la empatía, de la contaminación emocional por la emoción visible, o incluso a un alcance todavía más elemental:

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Más antigua que el lenguaje es la imitación de los gestos, que se hace involuntariamente y que, a pesar del retroceso generalmente impuesto a la mímica y de la adquisición del control muscular, es todavía tan importante hoy en día que no podemos mirar los movimientos de un rostro sin experimentar una inervación del nuestro. (Friedrich Nietzsche, Humano, demasiado humano)

La mayoría de las veces, el sistema fisiognomónico se completa y perfecciona con una referencia a la vieja teoría de las pasiones, basándose entonces en un catálogo simple de sentimientos básicos, de los que derivan todos los demás, y resumiendo así una vieja creencia innatista. En todo caso, es la misma herencia que se encuentra en toda una tradición del arte de la interpretación y de la mímica, cuya manifestación más importante para nosotros son las enseñanzas de François Delsarte. Este cantante y actor había fundado, a mediados del siglo xix, una academia de declamación que se hizo pronto célebre, y que tuvo una influencia importante sobre los actores de teatro. Delsarte no dejó ningún escrito, y su doctrina fue difundida por discípulos como Alfred Giraudet que, en 1895 (¡1895!), publicó un método delsartiano «para servir a la expresión de los sentimientos». Ahora bien, aunque la influencia de esta corriente sigue siendo incierta en Europa, está comprobada en los Estados Unidos, donde Delsarte llegó a ser un personaje más o menos mítico, siendo aplicados sus principios tras el cambio de siglo, en la formación de oradores, en la danza (por Isadora Duncan, por ejemplo), en el teatro... y en el cine. La interpretación del actor en el cine primitivo, particularmente el americano, fue, así, idealmente, y a través de Delsarte, el último heredero de los fisiognomonistas. Los primeros diez o quince arios del cine americano vieron así el dominio de un estilo de interpretación «semafórico», caracterizado por gestos a la vez amplios (para ser óptimamente perceptibles en plano general) y muy codificados: doble característica procedente de la pantomima delsartiana, con las mismas exigencias de perceptibilidad y de no ambigüedad. Las dos manos llevadas a la frente significan desesperación, tan unívocamente como que la mano sostenida en horizontal a cierta altura por encima del suelo significa un niño (por lo general, «Tengo un niño»). Kristin Thompson, que ha dedicado algunas páginas a la evolución de la interpretación del actor del mudo, ve constituirse desde 1909 un estilo de transición en el que la pantomima se modifica, se hace más naturalista, con algunos gestos no convencionales, pero también se exagera, sin duda a causa precisamente de este carácter no convencio-

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na! (lo que no está codificado debe forzarse para comprenderse). Simultáneamente, la cámara se acerca, se filma más en plano americano. Más tarde, hacia 1913-1914 —todo va muy deprisa—, un estilo todavía más renovado yuxtapone planos generales o planos americanos, con utilización de una mímica que se ha vuelto más discreta (particularmente, por el progreso de la iluminación) y planos cortos en los que la expresión natural del rostro es, sin duda, el vehículo del sentido. Todo esto está muy bien, pero es insuficiente. Como siempre que se trata de dar cuenta de la evolución estilística, la referencia a los factores técnicos, sin duda justificada en parte, sigue siendo insuficiente. Más convincente —a pesar de los también bastante conocidos inconvenientes de la teoría de los grandes hombres— es la atribución de la paternidad de este nuevo estilo a Griffith, o mejor, a su sistema. Mejores actores, gracias a mejores salarios, una compañía estable, todo esto, sin duda, favoreció la atención hacia la interpretación en general, la expresión del rostro en particular. Pero la propia Thompson señala que Griffith «experimentó un método de interpretación centrado en el rostro, el plano mantenido mientras se suceden una serie de expresiones». Una descripción como ésta, desde luego, no apunta directamente hacia ese rostro ordinario que iba a promover obstinadamente Hollywood. Arte de la interpretación. Si el cine quería efectivamente alumbrar un «arte de la interpretación», debía abandonar la pantomima: [...] nada de la pantomima que, de la Roma de Augusto hasta nosotros, no tiende más que a la representación de algunos estados de ánimo elementales de codicia, de satisfacción o de despecho. (Ricciotto Canudo, La fábrica de imágenes, 1926)

Pero, en cambio, y por más que diga el propio Canudo, no podía abandonar tan fácilmente el teatro. Estéticamente hablando, el fenómeno capital de esta transición hacia un estilo nuevo es, aunque parezca imposible, el retorno o la llegada del teatro como referencia y corno modelo. Griffith había propuesto, en resumidas cuentas, un sistema más complejo, más ambiguo que la simple adaptación del trabajo escénico teatral, ya que junto a éste incluía los famosos planos de un rostro «en el que se suceden una serie de expresiones». Estas expresiones que se suceden son infravaloradas por el trabajo escénico, o se reintegran en un conjunto que incluye el cuerpo entero. Esta contención volverá al corazón mismo del rostro ordinario en forma de efecto-glamour. Y será éste principalmente el que hará que una parte del cine mudo cultive otros valores, un concepto muy diferente del rostro.

-r

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Six et demi onze, de Jean Epstein

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Los estragos de la luz

Un condengdp a muerte se ha escapado, dé Robbrt art§sod

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Avaricia, de Eric von Stroheim (escena cortada)

Liberte la mtit, de Philippe Garrel

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William S. Hart en The Patriot

Mary Pickford en un filme no identificado (hacia 1920)

Fotogenia

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Asta Nielsen en La tragedia de la calle, de Bruno Rahn

Marie Valera en Grandeur et décadence d'un petit commerce, de Jean-Lue Godard

... y rostreidad

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France Tour Détour Deux Enfants, de Jean-Luc Godard

El diario de un cura de campai-ia, de Robert Bresson

Rostros de niños

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L'enfance nue, de Maurice Pialat

Bellísima, de Luchino Visconti

... o la inocencia imposible

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Vargtimmen, de Ingmar Bergman

La glace à trais faces, de Jean Epstein

¿Un rostro en primer plano sigue siendo un rostro?

3. El rostro en primer plano

Efectivamente, es el rostro el que resuelve con mayor perfección esa tarea de producir, con un mínimo de modificaciones de detalles, un máximo de modificaciones en la impresión general. Para resolver el problema esencial de toda actividad artística —hacer mutuamente inteligibles los elementos formales de los objetos, interpretar lo visible a través de sus correlaciones con lo visible—, es el rostro el que parece mejor dotado, ya que en él cada rasgo es, en su destino, solidario con cada uno de los otros, es decir, con el todo. La razón de esto —y al mismo tiempo la consecuencia— es la formidable movilidad del rostro: en términos absolutos, esta última no dispone, sin duda, más que de desplazamientos mínimos, pero, por la influencia de cada uno de ellos sobre el habitus general del rostro, suscita en cierto modo la impresión de modificaciones de potencia considerable. Se podría decir, incluso, que hay también una cantidad máxima de movimientos invertidos en su estado de reposo, o al menos que el reposo no es más que ese instante, desprovisto de duración, en el que han convergido innumerables movimientos, del que partirán innumerables movimientos. Georg Simmel

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—What 'ave you ever seen in 'im to love? —It may be that I sees the soul in 'im... that 'e don't know 'e's got 'imself. Intertítulo de Maldad encubierta (a propósito del rostro de Lon Chaney)

Rostro legible, rostro visible El rostro ordinario del cine no se inventó, pues, de repente; precisó al menos de los arios de elaboración del cine primitivo. Pero, en plena transición de una legibilidad a otra, más discreta, se producía, en la parte del cine mudo que intentaba encontrar una personalidad más artística, una reacción tanto más violenta en cuanto que sólo fue temporal, y en todo caso minoritaria. No obstante, esta reacción fue esencial, ya que no forjó tanto un uso como un concepto de rostro, y porque fue el origen de todas las exaltaciones, de todos los entusiasmos, de todos los errores y de todas las nostalgias. Ahora bien, ¿en qué se oponía este tratamiento a la vez al rostro primitivo y al rostro clásico? En su negativa a dejarse leer para dejarse ver mejor. Reivindicar el estatuto de objeto sólo visible es una ambigua reivindicación. Lo visible sería ese dominio inerte, todavía inestructurado, dominado por las apariencias puras, anteriores a la inteligencia que les impone el acto perceptivo. Pero este más acá de la intelección, de la conciencia, eS también un más allá del sentido. Esto se le reveló al arte occidental por medio cie la aventura cezanniana, y de ello se hacen profetas en los arios veinte algunos artistas de vanguardia como Laszlo Moholy-Nagy. Mostrar el mundo y su realidad tal corno son antes de nuestra mirada y, por decirlo así, fuera de ella, es desear establecer con lo visual una relación diferente de aquella que pretende comprenderlo. En ese momento de la historia de las artes de la imagen, querer ver sin leer no es una regresión hacia la ausencia de significación, sino, por el contrario, un avance hacia el corazón mismo de las cosas, y a menudo un arrinconamiento del sujeto y de su conciencia, que se hacen embarazosos. El cine de los arios veinte, en realidad, no se implicó en una empresa filosófica tal. Estuvo, sin duda, en manos de artífices de toda clase y calibre, de los que tal vez ninguno fue consciente, ni entonces ni después, de la revolución de la visión en la que intervenía. Por eso las coincidencias de fechas han de tomarse en principio como tales. ¿Qué pudo significar, así, la oposición entre lo legible y lo visible aplicada al

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rostro cinematográfico? En primer lugar, indudablemente, una oposición entre lo inmediato y lo mediato. Lo visible es evidente, no tiene que hablar para existir ni para imponerse, ésta es al menos su ideología. Es signo sin estar compuesto de signos, se fundamenta en la inmediatez de su manifestación. El rostro mudo es un rostro inmediato, en uno u otro sentido. Se ofrece entero y de golpe, se expone a la intuición, no al desciframiento. No es un montaje, un compuesto concertado como el rostro primitivo, sino algo orgánico, vivo. Inmediato, orgánico, luego forzosamente verdadero, no porque sea más verdad que otro, sino porque propone una relación con la verdad. Este rostro mudo fue uno de los divos de los años veinte. Apareció en todas partes, hasta en el cine hollywoodiense, que no cesó de rechazarlo como un indeseable parásito de la fluidez narrativa (después de haber sido tal vez su inventor, si es que La marca del fuego [The Cheat, 1915] y la interpretación de Sessue Hayakawa, entendida entonces como transparente, fueron verdaderamente los primeros instigadores delfim d'oil europeo). Las formas que asumió son tal vez numerosas e, indudablemente, es difícil aislarlo en su estado puro excepto en momentos especiales, forzosamente fugaces. Pero ese estado de pureza, siempre huidizo en los filmes, se encuentra casi idealmente en la reflexión que suscitó entonces el cine, y que muy a menudo se confunde con una reflexión sobre el rostro cinematográfico. Existen varios conceptos del rostro mudo: esto es tanto más relevante en cuanto son prácticamente los únicos conceptos del rostro cinematográfico. No deja de ser paradójico que un modo de representación minoritario dé lugar al pensamiento más articulado, al más serio, al más profundo. Por lo demás, se puede ver una lógica en esta paradoja: si el rostro mudo ha quedado como práctica rara, ¿no es porque se ha pensado demasiado? O, de un modo más positivo, si se ha podido pensar tan detenidamente, ¿no es porque no había una práctica real, sólida, capaz de obstaculizar las extravagancias, las divagaciones que impidiesen que el pensamiento crítico se hiciera teórico? Los conceptos del rostro mudo, por lo general, nacieron en Europa. Afirmar que acompañaron al florecimiento del cine europeo mudo sería mucho decir. A menudo hay una correspondencia muy débil entre estos conceptos y lo que glosan. Incluso algunas veces se tiene la sensación de que no se aplican a ningún filme, no están hechos para aplicarlos a cualquiera; sólo habría una especie de adecuación vaga, genérica, de unos con el otro. Inversamente, a estos conceptos les sería difícil dar cuenta del cine mayoritario, proceda de Hollywood o de Neubabelsberg. De vez en cuando, los intentos de la crítica de adaptar

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unos a otros tienen extraños resultados, como cuando Epstein erige a Chaplin como paradigma de la fotogenia, o cuando Balázs busca fisonomías en los filmes de Asta Nielsen. Pero no anticipemos las cosas. La hipótesis de lo visible podría proceder, al menos en parte, de un título, el del célebre primer libro de Béla Balázs. Cuando en 1924 aparece Der sichtbare Mennsch [El hombre visible], hace ya tiempo que Balázs es crítico de cine. Ése es el motivo de que el libro apenas sea más que un título: redactado en fragmentos bastante cortos —no más de algunos párrafos—, prácticamente recoge, a veces hasta con puntos y comas, algunas críticas publicadas en el transcurso de los arios 1922 a 1924 en el periódico Der Tag. Luego no es un libro de teoría: no hay tesis debidamente conformada, no hay razonamiento articulado, y a veces tiene contradicciones. A pesar de ello, en este patchwork estéticocrítico se encuentra la exposición más precisa que concebirse pueda de una primera aproximación al rostro, de una primera constelación temática, recogida y solidificada a lo largo de las páginas. El rostro cinematográfico es doble, porque el actor a la vez se representa a sí mismo y a otro: primer tema, que da lugar a una constelación secundaria. El desdoblamiento del rostro tiene primero un aspecto pragmático, que responde a unas necesidades creativas, a las preocupaciones del cineasta. Para representar al actor y al personaje, el rostro no tiene más que una apariencia. Hay, pues, que descargarlo de una parte de la tarea, escogiéndolo ad hoc. Esta idea parece obvia, se manifiesta frecuentemente en la época en forma de oposición entre el actor de teatro y el actor de cine. Georg Otto Stindt (Das Lichtspiel ais Kunsorm, 1924) es más concretamente explícito que Balázs cuando constata que, mientras que el rostro del actor de teatro, soporte virtual de innumerables máscaras, no tiene, en el fondo, rasgos particulares, el actor de cine expresa (ausprãgt) una máscara, una sola, por lo que su rostro debe tener unos rasgos salientes, marcados. El actor cinematográfico, afirma, debe poseerlo todo de forma innata: La belleza, el coraje o la concupiscencia deben ser visibles en el filme, no pueden suplirse por coadyuvantes.

El maquillaje, por añadidura, no debe destruir ese rostro innato; en lo que respecta al realizador, su tarea es hacer actuar al actor «dentro de sus límites», de manera unívoca (eindeutig). Balázs evoca más globalmente el funcionamiento del tipado: un rostro nunca es, por entero, un rostro propio; lo que procede del indivi-

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duo debe unirse siempre con lo que procede del tipo. El tipo puede ser un empleo, un carácter, un signo de clase; todo esto se encontrará, poco después, casi tal cual, en la práctica de los cineastas soviéticos. Balázs añade, de un modo hoy extrañamente exótico, la raza (die Rasse): la raza es a la personalidad lo que el tipo es al individuo. Más tarde, este desdoblamiento tendrá otros nombres. Parecerá oponer, aún conjuntándolos, ora el Es y el Ich, ora lo innato y lo adquirido, ora el fatum y la voluntad, ora el destino y el alma. Balázs gira constantemente alrededor de esta idea, la reviste de cien maneras, tomando elementos de todos los modelos posibles, de Freud a la Gestalttheorie, de Hebbel al trasfondo tradicional de las religiones occidentales. De nuevo en otra parte, la metáfora se propondrá al fin crudamente: el rostro es doble porque superpone una especie de máscara transparente a otro rostro más profundo, «luego» más verdadero. Esta referencia implícita y quizás inconsciente al tras-rostro rilkeano dice que lo que el rostro deja ver y esconde al mismo tiempo es lo que hay debajo de él, lo invisible que él hace visible. El rostro provoca la visión, es visión. Si el rostro vale por dos rostros, superpuestos o fundidos uno en otro, es igualmente múltiple en un sentido muy diferente, ya que es capaz de expresar varios sentimientos a la vez. Hay, dice Balázs, una polifonía del rostro, porque éste expresa «acordes» de sentimientos, en el sentido musical de la palabra. Del mismo modo en que una música polifónica sigue varios discursos, varias lineas simultáneamente, el rostro cinematográfico puede decir varias cosas a la vez, ya que al actuar en el espacio y en el tiempo no está condenado a la linealidad de una escritura. Varias líneas simultáneas: al menos la posibilidad de la doble interpretación, como en ese filme en el que Jannings, debiendo encarnar a un simpático bandido, interpreta a la vez los dos términos, bandido y simpático. (O más exactamente, bandido pero simpático, ya que en el filme tomado como ejemplo por Balázs, el bandido finalmente resulta ser bueno.) Esta interpretación vale para cualquier filme un poco ambicioso, incluso americano, y muchos filmes cuentan historias de personajes dobles para permitir a sus actores desplegar un rostro bajo otro, pasar incesantemente de uno a otro. Un actor como Lon Chaney («The Man With A Thousand Faces»), en su breve carrera, hizo de esto una especialidad, y la mayoría de sus filmes lo presentan, al menos, desdoblándose. En Maldad encubierta encarna a dos hermanos, «Blackbird», el mirlo, bandido de los bajos fondos, y «Bishop», el obispo, beato deforme. En el transcurso del filme, se sabrá que los dos personajes no son

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más que uno, devolviendo así a la diégesis, pero sin empequeñecerla por eso, la representación de la transformación visible del cuerpo y del rostro del actor (una transformación tanto más evidente en cuanto el rostro de Chaney, soñador, redondo, ingenuo y bueno en su estado natural, es además de una sorprendente elasticidad, que le permite producir instantáneamente cualquier máscara). El cine hablado aún recordará bastante tiempo este tema, pero el desdoblamiento del rostro será en él más a menudo un arte menor, el del maquillador, como demuestra de manera caricaturesca el final de El extraño caso del doctor Jekyll, de Fleming, con sus primeros planos frontales encadenados mediante leves fundidos para mostrar las etapas de la última transformación, de una máscara a otra (en El profesor chiflado [The Nutty Professor, 1963], Jerry Lewis ofrecerá su última versión, reconocida como máscara y maquillaje). Desdoblamiento interminable del rostro: une lo individual y lo «dividual», pero este primer doble aún está atravesado, en el rostro mudo, por la práctica polifónica de las expresiones. Todo eso es dado a ver, se mantiene visible y estrictamente visible, tan inmediato y verídico como sea posible, orgánico. La polifonía de las expresiones que actúa sobre el rostro es, pues, todo salvo un montaje. Nada de reparto de las labores expresivas entre las partes del rostro, una ceja encargada de expresar la cólera mientras la comisura de los labios da un matiz de ironía: este bricolage, este meccano del sentido está bien para el teatro oriental, para Eisenstein, o para el rostro primitivo del cine. La polifonía balázsiana es, a la vez, más sutil y menos analizable, ya que cada una de las líneas musicales afecta, o puede afectar, a la superficie entera del rostro. Es todo el rostro de Jannings (o de «131ackbird») el que lo caracteriza como bandido, y todo su rostro el que irradia simpatía, aunque, indudablemente, el bandido se vea más en ciertos puntos y la simpatía en otros. ¿Cómo es eso teóricamente posible? Balázs no explica este milagro, si no es en referencia a la flogística del pensamiento cinematográfico de los arios veinte, la movilidad. El filme está dotado de movilidad, o mejor, de variabilidad en el tiempo. Por consiguiente, está capacitado para fijar lo que es esencialmente móvil, esencialmente variable. En particular, puede sólo reproducir en tiempo real la labilidad de algunos sentimientos. Ahora bien, éstos se definen precisamente, dice Balázs, por su carácter fugitivo, escurridizo, y también por su ritmo, su velocidad. Por consiguiente, para representar la polifonía de estos sentimientos, el filme está dotado de armas superiores. El razonamiento se cierra, aunque a costa de la circularidad.

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La apología del cine como imagen móvil, como imagen también del tiempo (hay que recalcar que en un sentido muy diferente del de la «imagen-tiempo» deleuziana) es el puente de los asnos de la crítica de los arios veinte. El mediocre libelo de un tal Hermann Vieth (Der Film: Ein Versuch, 1926) pretende, por ejemplo, que la fotografía reproduzca la realidad tal cual (hasta el punto de que, para él, la foto artística sólo podría ser la fotografía de objetos artísticos), que el material del filme sea el movimiento ya expresivo al que el filme no añadirá nada por sí mismo, pero que reproducirá fielmente. Esta manida idea, no obstante, llega a ser interesante en el cuasi-sistema balázsiano, en razón misma de su insistencia sobre la inmediatez y sobre la verdad. Lo que se reproduce en tiempo real sin que haya que analizarlo para reconstruirlo será verídico, la comprensión no estará mediatizada por ello. Lo móvil ya no es esencia ni fin en sí, sino medio de una causa, la de lo verdadero. El actor es él mismo y otro, el cine es el arte de lo móvil: dos temas que, tomados aisladamente, son simplistas o poco originales. No obstante, Balázs enuncia sobre esta base, y apuntalándola con multitud de ejemplos rápidos, su tesis principal, la que lo hizo célebre y que concierne al concepto de fisonomía. Por otra parte, decir «concepto» no es exagerado. Para el mismo Balázs, la fisonomía es «una categoría necesaria de nuestra percepción» atribuida a todo espectáculo y que la califica. Es la cualidad, el valor del objeto visto. Este enunciado es falsamente simple, y supone, de hecho, mucho, ya que, tornándolo en serio, cualquier objeto del mundo visto como espectáculo (es decir, representado) adquiere una cualidad que, ppr añadidura, es de orden fisonómico, 19 que significa que ésta se per'cibe igual cine se percibe la cualidad de un rostro a través de la configuración de sus facciones. La fisonomía es, pues, entre otras cosas, una moral. Ofrece de entrada la Verdad sobre su portador, ya que, para este heredero de los últimos «fisonomistás» o fisiognomistas, la posibilidad de iodas las modificaciones del alma está inscrita desde el principio en un rostro. (Balázs hace suya esta fórmula de Hebbel: «Was aus einem werden kann, das ist er schon», es decir, todo lo que puede ocurrir a alguien, ya está en él). Balázs va muy lejos, demasiado lejos en la confianza que deposita n esta categoría mágica. La historia del término, la de las creencias que oculta, hubiera podido incitarlo a la prudencia si hubiese tenido cuidado. Hubo, por otra parte, quien no se privó de mofarse de su tendencia a fisonomizarlo todo, a rostrificarlo todo. «¡Todo tiene un rostro!», exclama irónicamente Rudolf Harms en 1926 (lo que no le impi-

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de hacer suyas algunas consecuencias de las tesis de Balázs sobre lo individual y lo típico, o también la observación de que un gesto o una mímica inconscientes pueden revelar mucho más que unas palabras). La rostrificación a ultranza, sin duda, es risible, a menos que se decida encontrarla inquietante. Sin embargo, es su mismo exceso el que permite a Balázs ir más allá del simple catálogo de comprobaciones sensatas al que se limita la estética propuesta por la mayoría de sus contemporáneos. Si todo tiene una fisonomía, por ejemplo (y esto es importante) el decorado, habrá que procurar que las fisonomías parciales de una escena cinematográfica no se contradigan: La fisonomía general de un rostro es variable en todo momento por un uso mímico, que hace del tipo general un carácter particular. La fisonomía de la indumentaria y del entorno inmediato no es tan inestable. Se necesita, pues, una prudencia muy especial, un tacto muy especial 1. .J para no dar a este segundo plano estable más que unos rasgos que no contradigan los gestos animados y vivos.

Con esta exigencia de unidad expresiva del filme en sus componentes, Balázs se sitúa mucho más allá de las aporías a las que conduce, por ejemplo en Harms, la anticuada oposición entre lo bello y lo característico, entendidos como manifestaciones respectivas de la unidad orgánica, progresiva y armoniosa, y del impedimento de esta unidad, por la interrupción y la irregularidad. La unidad expresiva (orgánica si se quiere) incluye en Balázs, que por lo menos en esto asimiló la lección de la pintura, lo bello y lo «característico», yendo más allá de ellos. (Es muy instructivo, en este punto, el modo en que zanja la cuestión de la belleza de los actores. Si las estrellas de cine deben ser bellas —muestra muy poco interés por las estrellas masculinas— es porque, en el cine, la apariencia no es puro decorativismo, sino una interioridad. La belleza de las estrellas es ya, en el cine, la belleza a secas, ese símbolo del bien vaticinado por Kant, pues se trata de una expresión fisonómica). La fisonomía es, pues, a la vez, la apariencia, el rostro de las cosas, de los seres, de los lugares, y la ventana de su alma. De estas prolíferas fisonomías, hay una absolutamente privilegiada: el rostro humano. Filmar un rostro es plantearse todos los problemas del filme, todos sus problemas estéticos, luego todos sus problemas éticos. Este lugar privilegiado concedido al rostro humano justifica, en el sistema de Balázs, el lugar igualmente central otorgado a una forma, el primer plano. Definición: el primer plano es «la condición técnica del arte» cinematográfico. Habría que insistir en cada palabra, porque si el arte

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comienza con el primer plano, necesita el primer plano, esta condición calificada como «técnica», indudablemente, no es suficiente. Pero la justificación propuesta por Balázs decepciona un poco, ya que no encuentra otro apoyo para esta importante ecuación que la vulgar oposición entre cine y teatro. En el teatro, las palabras me distraen de los rostros; además, distraen igualmente al actor, que debe declamar, luego no puede concentrarse en la expresión de su rostro; por otra parte, estamos situados demasiado lejos. En el cine, pasa lo contrario: no hay discurso verbal parásito, tanto el espectador como el actor son libres de pensar en los rostros, de no pensar más que en los rostros, en sus expresiones, en sus fisonomías. Y por otra parte, ya que el cine nos dota de una ubicuidad virtual y mágica, podemos estar tan cerca como sea preciso. La proximidad (psíquica o perceptiva, es aparentemente lo mismo) es esencial: Es preciso que un rostro sea comprimido [gerückt] tan cerca de nosotros, tan aislado de todo entorno que pueda alejarnos de él [...], es preciso que podamos persistir mucho tiempo en su contemplación [Anblick] para poder efectivamente leer en él [algo].

Distancia material, distancia psíquica: nos sumergimos en ese rostro sin que nada nos distraiga. Y también, proximidad temporal: es preciso poder mantener, o sostener, la contemplación, suspender el tiempo (de la acción) para adaptarse mejor al tiempo (del rostro), sin distancia. En ese caso el rostro lo dirá todo, es decir, mucho más que un simple rostro. Cuando el primer plano expone un rostro sobre toda la superficie de la imagen, ese rostro llegará a ser el todo en el que el drama está contenido. Sencillamente, lo que no ve Balázs, lo que nadie ve en aquellos tiempos, salvo quizás Eisenstein, es la premisa, y al mismo tiempo la conclusión, de esta ecuación. Un rostro filmado intensivamente está siempre en primer plano, aunque esté muy lejos. Un primer plano siempre muestra un rostro, una fisonomía. Luego «primer plano» y «rostro» son intercambiables, y lo que está en su raíz común es la operación que produce una superficie sensible y legible a la vez, que produce, como dice Deleuze, una Entidad. Balázs evita esta idea, de la que, sin embargo, ha descrito mejor que nadie los efectos. El rostro es hasta tal punto el lugar de la operación estética propia del filme que este lugar es mágico, que suscita el milagro permanente. Milagro de la fisonomía, que no necesita materializarse en una mímica concreta para existir, para ser visible. En este asombroso trabajo sobre el invisible rostro (Ant/itz: el término alemán

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encierra un matiz intraducible de nobleza), afirma Balázs, provoca la aparición incluso del alma: Así la mímica del rostro tiene también la posibilidad de expresar lo no-mostrado, e, igualmente, de manifestar, entre sus rasgos, lo invisible. También la fisonomía tiene sus pausas y sus paréntesis significativos. Y más claro, en cuanto más significante que cualquier otro, es el rostro invisible. («Das unsichtbare Antlitz», 1926)

Además, esto es normal, ya que a diferencia del actor de teatro, tras el que se encuentran el poeta y su verbo, el actor de cine es la sustancia más interior del filme, su ser es el contenido humano de éste, sus gestos son su estilo. [...] El actor cinematográfico es el único creador de sus figuras (Gestalten), y por esa razón su personalidad, como en los poetas, significa estilo y Weltanschauung. Es el aspecto del ser humano el que nos habla sobre su consideración del mundo. (1924)

Como más importante paradigma de esta intensidad, de esta inmediatez, aparece un ejemplo: el rostro de Asta Nielsen. Este rostro «irradia una intensidad, "en sí", sin objeto», que nos sobrecoge desde su aparición en primer plano, antes incluso de que nos hayamos metido en la historia que cuenta el filme, antes incluso de que sepamos qué personaje encarna la actriz. Poco a poco, otras actrices llegarán a formar parte del panteón crítico de Balázs: Pola Negri, Lillian Gish, incluso Gloria Swanson. Pero ninguna podrá equipararse a Asta Nielsen, porque, como dice a propósito de Pola Negri: Se comporta de manera excelente, pero ella hace lo que Asta Nielsen es, sencillamente. (1924)

El arte de Nielsen es, en primer lugar, admirable cuantitativamente, por la impresionante variedad, «devastadora», de expresiones que sabe crear. Pero, sobre todo, lo que es excepcional en ella es su naturalidad: una naturalidad infantil, que la hace mil veces más erótica que aquella bailarina entonces célebre, una naturalidad vegetal, que la hace inocente incluso en los papeles más oscuros. Una vez más, la infancia es la imagen y casi la clave de la expresión fotogénica. En efecto —es el milagro repetido—, no sólo es capaz de hacer el alma visible bajo el rostro, o mejor, sobre él, sino tam-

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bién de paliar la gran carencia del cine mudo, la ausencia de comunicación verbal. La mímica de Asta Nielsen, como la de los niños pequeños, imita durante la conversación los semblantes del prójimo. Su rostro no es sólo portador de su propia expresión, sino que la expresión del otro, apenas revelada (aunque siempre perceptible), se refleja en él como en un espejo. (Der sitchbare Mennsch)

Por este último rasgo, la estética de la fisonomía evita perderse en la contemplación, en el solipsismo del rostro, llega a ser el milagro consumado del rostro. En el mismo momento, en el mismo campo, pero en otro lugar —tan lejos que Balázs no habla nunca de él— se despliega otra reflexión sobre el rostro cinematográfico, en torno a un término lo bastante trillado ya como para ser problemático: la fotogenia. Desde el momento en que se preocupa de definir su fotogenia, el cine debe aprender a administrar su herencia fotográfica. Desde los photogenic drawings de Fox Talbot, simples impresiones, en blanco y negro, de una situación luminosa, el término, en efecto, había tenido una larga historia. En los primeros tiempos de la fotografía, la fotogenia es sólo el poder que tienen algunos objetos de ofrecer una imagen nítida, contrastada (Littré: «Un vestido blanco no es fotogénico»). Pero, en la época del cine, ya se refería tanto al poder más o menos inexplicable que tiene la fotografía de revelar la realidad, de «añadir la verdad a los hechos desnudos» (Henry Peach Robinson, 1896), como a la propiedad de algunos objetos, y especialmente de algunos seres, que, por una especie de poder mágico, adquieren, una vez fotografiados, cualidades inauditas, un encanto, así como también esa cualidad, compleja y única, de sombra, de reflejo y de doble que permite a las potencias afectivas propias de la imagen mental fijarse sobre la imagen resultante de la reproducción fotográfica. (Edgar Morin, 1956)

Noción compleja, confusa, que acerca quizás excesivamente la fotografía a la magia, al milagro, a algo inefable; solamente se puede apreciar que está cerca de una concepción del cine como revelación, pero también como añadido (la foto, el cine en tanto que imagen fotográfica, añaden [unas cualidades] a lo que es). Se entiende que su recuperación a propósito del cine no haya sido incontestable. Louis Delluc, nombre de cita obligatoria, ya que tituló

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Photogénie a una de sus obras (1920), nunca supo definirla más que con rodeos: Nuestros mejores filmes son a veces espantosos por obedecer a un exceso de conciencia laboriosa y artificiosa. Cuántas veces [...] lo mejor de una velada ante la pantalla está en los noticiarios de actualidades, en los que unos pocos segundos nos causan una impresión tan fuerte que los consideramos artísticos. No se puede decir lo mismo del filme dramático que viene a continuación. Poca gente ha entendido el interés de la fotogenia. Por otra parte, ni siquiera saben lo que es. Me encantaría que se creyera en una armonía misteriosa de la foto y del genio. Pero, ¡ay!, el público no es tan tonto como para creer en algo así. Nadie podrá persuadirlo de que una foto puede tener lo inesperado del genio, ya que nadie, que yo sepa, está totalmente convencido de ello. (Cinéma et cie, 1919)

Se trata de un comentario sibilino, y nos deja al mismo nivel que ese público cualquiera que «ni siquiera sabe qué es» la fotogenia. A lo sumo retendremos dos cosas: en primer lugar, la fotogenia se define mejor negativamente, ya que radica en lo no-pretendido, lo no-artificioso, lo no-fabricado, lo no-consciente y lo no-laborioso. A continuación, se asocia, más positivamente, a lo imprevisto y a lo fugitivo, como en esos casos en los que surge en algún rincón de una cinta documental (en 1925, Jean Epstein presenta en el Vieux-Colombier, con el título de Photogénies, un filme de montaje compuesto por descartes y fragmentos de noticiarios de actualidades). No es, pues, en Delluc, sino en su amigo Epstein, donde quizá se encuentre la clave de la «fotogenia». No es que las concepciones de Epstein sean siempre mucho más firmes; en pocos arios, sufren cambios considerables (a veces con razón: en 1928, advierte que, al haber progresado los espectadores en su comprensión de los filmes, hay que conseguir que estos últimos sean más rápidos, so pena de que parezcan demasiado lentos). Pero, tras su estilo lírico y sus aparentes vacilaciones, propone varias tesis lo bastante justificadas como para repetirlas a veces con más de veinte arios de distancia. Primera de estas tesis: la fotogenia no existe más que en el movimiento (variante: en el tiempo). Sólo puede concernir a los aspectos móviles del mundo. Vive en lo inconcluso, en lo inestable, en lo que tiende a un estado sin alcanzarlo. Es esencialmente lábil, fugitiva, discontinua. Así, el plano de un rostro sólo podría ser fotogénico por instantes, con motivo de un movimiento, de una expresión tal que lo atraviese como un relámpago atraviesa el cielo. Por eso, dice Epstein, los

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rostros fotogénicos (entiéndase: fácilmente fotogénicos) a menudo son rostros nerviosos, «nerviosistas», como el de Charlot. Corolario: no son los objetos, ni los propios rostros, los fotogénicos, sino sus transformaciones o sus variaciones. «Un rostro nunca es fotogénico, pero su emoción lo es a veces.» Otro corolario: los planos fotogénicos no lo son continuamente. En particular, un primer plano puede, e incluso debe, ser breve, ya que no contiene más que un instante, o, en el mejor de los casos, unos instantes de fotogenia, más allá de los cuales es inútil proseguir. Esta tesis, tan importante como evidente, es síntoma, como todas las de la literatura de la época que se le parecen, de una fascinación compartida por la novedad que era todavía el cine. Fija el movimiento, lo móvil, el instante, la duración: el tiempo. Lo que distingue a Epstein es la importancia que concede a este tema. En todos sus últimos escritos, particularmente en L'Intelligence d'une machine (1946), hace del cine algo mucho mayor y mejor que una simple máquina de representar el tiempo, una «máquina de pensar el tiempo», el instrumento y el origen de una filosofía sai generis. El cine tiene que ver con el tiempo, de un modo absoluto y en todos los órdenes, ontológico y fenomenológico, pero también estético e incluso ético. Éste es el objeto de la segunda tesis epsteiniana. La imagen fílmica es un revelador psíquico. Esta tesis, también potencialmente corriente, gana en agudeza y en originalidad al tomarse completamente en serio. Ya no se trata del vago poder revelador que suponía en sus orígenes el gastado término de fotogenia, sino de una revelación importante, precisa, práctica e incluso socializable. Dos anécdotas, recurrentes con diez y veinte arios de intervalo, avalan esta creencia: la anécdota de las jóvenes que son filmadas por vez primera y que, al verse en la pantalla, no se reconocen; la anécdota del juez americano que, como un nuevo Salomón, debe reconocer entre dos mujeres a la verdadera madre de un niño y consigue identificarla filmando las reacciones del niño ante cada una de las dos madres putativas. Esta doble ilustración de la tesis parece paradójica. ¿No contradice la segunda anécdota a la primera? ¿No se toma el cine como el instrumento tan pronto de un reconocimiento como de un desconocimiento? En realidad, esta paradoja es la misma de la fotogenia, y en un sentido más amplio, de todo el cine. La fotogenia lee el rostro de nuevo, como nunca había sido leído —de ahí el desconocimiento, y sobre todo el autodesconocimiento—, pero al hacerlo libera una verdad, o quizá la verdad.

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La imagen es un revelador psíquico y también un revelador moral. Como en la conocida definición de 1923: ¿Qué es la fotogenia? Yo denominaría fotogénico a cualquier aspecto de las cosas, de los seres y de las almas que aumenta su calidad moral a través de la reproducción cinematográfica. («De quelques conditions de la photogénie»)

Y como esta definición amenaza con ser todavía poco firme, enseguida se aúna a la primera tesis, la de la movilidad: Ahora digo: sólo los aspectos móviles del mundo, de las cosas y de las almas pueden ver su valor moral aumentado por la reproducción cinegráfica.

Consecuencia inmediata: el trabajo del cineasta, su trabajo de obtención de una fotogenia, no es un trabajo formal, ni siquiera solamente estético, es un trabajo psicológico y moral. En La chute de la inaison Usher (1927), mediante el empleo de los ralentís, «se consigue una nueva perspectiva, puramente psicológica» (el subrayado es mío). Lo móvil y la moral se designan así respectivamente como el dominio y la intención de la fotogenia, es decir, del cine. Quedan por precisar sus medios: esto será objeto de una tercera tesis. El cine es una máquina, «un ojo fuera del ojo», cuyo poder de visión supera al nuestro y se le suma. Lo que ningún ojo humano es capaz de atrapar, ningún lápiz, pincel o pluma es capaz de fijar, la cámara lo atrapa sin saber qué es y lo fija con la escrupulosa indiferencia de una máquina. (R. Bresson)

En sus momentos de mayor ímpetu, Epstein ya no pone límites a este poder: el cine tiene relación, directamente, con el espíritu: Sería posible que no fuese un arte, sino otra cosa, pero mejor. Lo que lo distingue es que a través del cuerpo registra el pensamiento. Lo amplifica e incluso a veces lo crea donde no estaba.

O bien tiene relación con el alma, a veces, al fin, con el Ser mismo, con la vida. Es «animista», «elimina las barreras entre lo muerto y lo vivo», «convierte una naturaleza muerta en una naturaleza viva» , es «místico», tiene su filosofía.

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¿Qué afirma en el fondo esta concepción del cine? Antes que nada, que la fotogenia es un valor que concierne al psiquismo, vertiente psicológica y vertiente moral. A continuación, que este valor es el resultado de un rendimiento, de un añadido que produce la representación cinematográfica, la cinematografización: el cine aumenta lo que filma del mismo modo en que el pensamiento aumenta aquello sobre lo que reflexiona. Éste es el sentido de la «inteligencia» atribuida a la máquina, también producida por un instrumento privilegiado, el aumento. Aumento, ampliación espacial del primer plano, además, aumento, ampliación temporal de la Zeitlupe, del ralentí. Al igual que Balázs, y aún más claramente gracias a la metáfora de la máquina, Epstein contempla la operación de amplificación como esencial al primer plano, así pues como motor mismo de la máquina-cine. El cine es una máquina de aumentar, de amplificar, pero como aumenta y amplifica el pensamiento. Este tema de la amplificación es tan importante que llega a menudo a disociarse incluso de toda limitación de la fotogenia en un rostro. Los filmes de Epstein —que no hay que confundir con sus escritos, pero que a pesar de todo son complementarios— hablan naturalmente de una fotogenia animal, de una fotogenia de la tierra, del agua, sobre todo del agua, su tema favorito. En La chute de la maison Usher, el mundo animal, y más aún el mundo vegetal y el elemento acuoso, son objeto de secuencias enteras, organizadas en torno a motivos: el intrincado entrelazado vegetal, el agua estancada recorrida por un leve chapoteo, el paisaje brumoso; más tarde, la pareja de sapos y el misterioso búho luminiscente. Esta organización en motivos prevalece sobre todo deseo de verosimilitud, y es más sencillo establecer relaciones entre el agua, las ramas enmarañadas, el barro de los planos iniciales (llegada del amigo a la posada) y los planos de la naturaleza que dan cadencia al entierro, por ejemplo, que reconstruir mentalmente un panorama coherente de las inmediaciones del castillo. De una forma aún más evidente, la protagonista de La Belle Nivernaise (1924) es el agua centelleante del canal, y no los insulsos jóvenes cuya historia cuenta el filme. Al lado de estos efectos, en los que la fotogenia se reúne confusamente con la música, el empeño del cineasta Epstein por filmar rostros parece más forzado. El efecto del pensamiento-cine, del cine como pensamiento, sobre un rostro, tendría que ser la revelación de aspectos desconocidos, inéditos, invisibles de ese rostro, es decir, la visión de los afectos, del espíritu, del alma, pero eso apenas se manifiesta en sus filmes. Es cierto que el cine es «un psico-análisis foto-eléctrico», pero

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para que esta fórmula de 1946 no sea una simple acumulación gongorina de los vocablos del siglo, habría que saber lo que se desea analizar. El discurso de la fotogenia, que habla tanto de psicología, no suple, sin embargo, un pensamiento plausible del actor. No es una casualidad que sea en un ámbito completamente diferente, en un cineasta muy poco preocupado por la teoría, obstinado, por el contrario, en hacer circular, rápida e incesantemente, el afecto en los filmes, donde se descubran, con Faces (John Cassavetes), rostros en primer plano que conjugan el movimiento y la revelación sin transferirlos nunca al haber de una inteligencia «maquínica» (sino, por el contrario, siempre al haber de la emocionalidad del cineasta y de sus actores).

Los conceptos del rostro mudo Al mismo tiempo que Balázs y Epstein, otros, sin duda, se acercaron a esta definición del rostro mudo, aunque los únicos «otros» en los que se puede pensar inmediatamente, los soviéticos, lo hiciesen en un terreno diferente. Pudovkin y Kulechov, presos de «americanidad», buscaban ya el rostro ordinario; Vertov, casi único en su especie, quería un rostro anónimo; Eisentein, tal vez... (pero nos volveremos a encontrar con él). Por otra parte, fotogenia y fisonomía son difíciles de localizar en los filmes, arriesgados, a menudo decepcionantes (,cómo, sólo era eso?). Los jóvenes cineastas de la Primera Ola francesa que, con Epstein, Gance y L'Herbier al frente, buscaron el efecto-fotogenia, usaron y abusaron de los flous, de los movimientos de cámara vistosos, de los ralentís. Sólo consiguieron una fotogenia elaborada, voluntarista, alejada del ideal (salvo en su demostración de que la fotogenia también es una cuestión de técnica, de artefacto, de pericia). La fisonomía, que parece ser que ningún cineasta quiso producir conscientemente, es, con mucho, cuestión de sensibilidad crítica. Su presencia es aún más aleatoria, frágil. En sus cruces y sus renonancias, estos dos conceptos precisan, no obstante, el contorno de una estética del rostro cinematográfico. Estética idealista, si la hay, se fundamenta en la esperanza de una revelación, que considera posible ya que cree profundamente en el rostro como unidad orgánica, infrangible, total. La forma de esta revelación es ante todo el instrumento mágico que ya hemos citado, el primer plano. El primer plano es, pues, esa condición «técnica» del arte cuyo uso, al servicio de la fisonomía, de la fotogenia, del rostro, ha producido

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una condición artística, o mejor, un modo de visión. Efectivamente, no se trata tanto de hacer primeros planos como de ver en primer plano, lo que significa, en primer lugar, una visión total de la superficie de la pantalla, e incluso una visión totalitaria. Se ha dicho que en el primer plano la pantalla investida por completo, invadida, ya no es un ensamblaje de elementos de representación dentro de una escena, sino un todo, una entidad. Si ese primer plano es el primer plano de un rostro, la pantalla se hace toda rostro. Esta invasión, este investimiento no necesitan siempre el recurso técnico de un primer plano, de un encuadre muy cerrado. Un plano medio, a veces incluso un plano bastante general, pueden producir el mismo efecto, con tal de que impliquen un objeto que, por una propiedad peculiar, se difunda por toda la imagen y le confiera por completo su fisonomía. Aunque ninguno de los dos lo designase ni denominase (fue su contemporáneo Eisenstein quien se encargó de ello), tanto Balázs como Epstein admitieron este efecto primer-plano. Huelga decir que se localiza frecuentemente sobre un rostro, aislado y resaltado por un juego de luz, por una posición relevante dentro del decorado, pero también puede provenir de otro objeto, de un fragmento de decorado, con tal de que irradie, que emane un encanto: con tal de que se comporte como un rostro, que tenga una fisonomía. (El rostro ordinario comunica, eventualmente puede seducir, pero su papel es hacer circular palabras: contraseñas. El rostro en primer plano impresiona, fascina, es siempre un poco Mabuse, impone su mundo.) El aspecto totalitario de la visión en primer plano tiene otra consecuencia: no se dedica a ver más que una cosa a la vez, olvidando todo lo demás. Ver una cosa y sólo una, aunque a menudo esto signifique ver un rostro, una fisonomía, luego el funcionamiento de una polifonía expresiva. Lo esencial es que no se ve nada más que este pequeño mundo cerrado. El ejemplo ideal de esta visión exclusiva es un objeto de visión: los niños y los animales, a los que asocian muy a menudo los autores alemanes, como un paradigma perfecto. Niños y animales logran unos primeros planos ideales, porque son siempre eindeutig, unívocos (Stindt), porque siempre actúan «dentro de sus límites», sin necesidad de añadir nada a lo que les es innato. Son «representantes no-espirituales» (Harms), cosas que sólo quieren estar ahí y se comportan «según una ingenuidad simple, que no conoce el pensamiento sino sólo la acción y la vida». Para el mismo Balázs, «su muy peculiar atractivo reside en que manifiestan una naturaleza original, no influida en absoluto por el

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hombre», una naturaleza tanto más natural cuanto que no es la que vemos en nuestra vida normal (y nos acordarnos de que Asta Nielsen es elogiada, particularmente, por su virtud infantil, que la hace inocente y la justifica, la hace justa). En suma, este papel de exemphun que se le atribuye significaría lo siguiente: la visión en primer plano, visión aumentada, es también una visión de lo que es «grueso», evidente, simple, «unívoco». El efecto primer-plano es contradictorio: prende, sobre los rostros, lo complicado, lo maléfico, para soñar mejor con lo simple, lo idflico, con el buen salvaje. Tal vez sea que la esencia misma de este efecto no reside ni en lo uno ni en lo otro, ni en la relación totalitaria y a veces un poco terrorista con el espectador, ni en la tentación de ver el mundo corno colección de cosas unívocas. Tal vez lo esencial del efecto primer-plano sea lo más indefinible, lo que tiende a la producción de un encanto, con toda la preciosa ambigüedad del término. El germanófono Balázs tuvo la ventaja de disponer de un término para denominar ese encanto. Stimmung es una palabra mágica, todavía más mágica que «fisonomía». La experiencia fisonómica incumbe, más o menos lejanamente, a toda la cultura occidental, y es bien conocido que la Stimmung sólo es comprensible en terreno alemán. Por tanto, la palabra es intraducible, y ni «talante», ni «atmósfera», ni «armonía» desprenden todo su aroma. No tiene importancia, la Stinunung existe al menos desde el Romanticismo, que popularizó y quizás inventó esta -loción. Es, en primer lugar, la que difunde, a partir de una fuente, una especie de irradiación invisible, aurática, etérea. Si esta irradiación es intensa, se extenderá con facilidad, contaminará los objetos cercanos, y se asentará progresivamente sobre todo el espacio. La Stimmung es contagiosa, pues el término procede también de stimmen, estar en concordancia. El primer plano, saturado por la Stimmung, amplifica su resonancia y vibra con una cualidad única, intensa. En un capítulo de La imagen-movimiento, Gilles Deleuze señala dos polos de la presencia del rostro en el cine mudo, que denomina respectivamente «rostro reflexivo» y «rostro intensivo». Sería burdo ver en esta división un calco de la oposición entre un rostro-primitivo (en vías de normalización, de ordinarización) fundamentado en el sentido y el intercambio, y un rostro-mudo fundamentado en la presencia y la contemplación. (El mismo Deleuze en modo alguno basa así su distinción, ya que mete en un mismo saco todos los rostros anteriores al sonoro, griffithianos, primitivos, teatrales, fotogénicos). La división entre reflexivo e intensivo se realiza según otras líneas de fuerza.

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Pero, indudablemente, el rostro mudo definido por la conjunción fisonomía-fotogenia estaría del lado de lo intensivo: un rostro cuyos rasgos no están «agrupados bajo el dominio de un pensamiento fijo», sino más libres, presa de ese funcionamiento que «hace pasar de una cualidad a otra» sin cesar. El rostro intensivo es aquel que, en términos de técnica retratística, escapa del contorno rostrificante para dejar aflorar y reinar libremente unos «rasgos de rostreidad», está del lado de la «potencia», no de la «cualidad». El rostro en primer plano sería, pues, una presencia del rostro en el filme que permanecería en lo emotivo, en lo afectivo, sin caer nunca en la semiótica. Por esta razón, por raro que sea en estado puro, es el modelo, el tipo del rostro mudo. [...] el plano psicológico, el primerísimo plano, como lo llamamos, es el pensamiento mismo del personaje proyectado sobre la pantalla. Es su alma, su emoción, sus deseos. El primer plano, en realidad, es la nota impresionista, la influencia pasajera de las cosas que nos rodean [...]. Germaine Dulac (1924)

Se sabe que el primer plano ha sido, por otro lado, el estímulo teórico genérico de toda una filiación, de una familia de teóricos, para los que fue el instrumento, y el emblema a la vez, de una concepción «heterológica» (Pascal Bonitzer) del cine. Entre Balázs y esta concepción, hay líneas paralelas, y también unas cuantas pasarelas. El primer plano, para uno y otros, es un factor de proximidad perceptiva y psíquica, se merece plenamente su nombre (Eisenstein: «Mi primera impresión consciente fue un primer plano»). También es, tal como se acaba de describir, operador de totalización, que se desliza fácilmente hacia el totalitarismo (otra vez Eisenstein: «Una cucaracha filmada en primer plano parece más temible que una manada de elefantes en plano general»). Pero un enorme obstáculo les separa: aquellos nunca buscan, muy al contrario, la unidad fisonónaica que fundamenta la sensibilidad balázsiana. Para ellos, el primer plano es un instrumento de desmembramiento, como en esa pesada ensoñación postetílica que cuenta Eisenstein: ... hace tiempo, después de una copiosa comida en casa de la familia Poudov, bajo un sol frío y húmedo proyectado sobre un río sin nombre, tuve la extraña impresión de ver aparecer ante mis ojos, tangibles, en extraña farándula, aquí una gigantesca nariz que se movía sola, acá una gorra animada por una vida propia, allá toda una guirnalda de bailarines, acullá una pareja de exagerados mostachos, o sólo las pequeñas cruces

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bordadas sobre el cuello de una camisa rusa, o la visión lejana del pueblo, engullido poco a poco por la oscuridad y después, de nuevo, aumentado desmesuradamente, la borla azul de un ceñidor de seda apretando un talle, o un colgante prendido en un bucle de cabello, o una mejilla roja...

El primer plano fractura el discurso fílmico, y sirve así para evitar aquello que horroriza a Eisenstein, el monologismo. Por otra parte, un primer plano nunca viene solo, no es presentado ni contemplado por sí mismo, como un momento de estasis y de excepción, como pretendía Balázs. Para Eisenstein, que en 1926 le reprochó «olvidar las tijeras», entra, por el contrario, dentro una lógica, en una combinatoria, como en su relato onírico (y también como en algunas secuencias de montaje de La línea general [Staroie i novoie, 1929] y de Octubre [Oktiabr, 1927]), o sobreviene como acmé, momento de éxtasis, puntuación dinámica (como los de El acorazado Potemkin [Bronenosets Potemkin, 19251). ¿Por qué esta diferencia entre dos contemporáneos, ambos de cultura alemana, ambos marxistas? Pues bien, precisamente a causa del rostro. El primer plano balazsiano sólo es válido porque es un sinónimo de «fisonomía» y de Stimmung, se cierra sobre sí mismo como un rostro puede cerrarse, bastarse. Su fundamento estético e ideológico es, pues, y para Eisenstein es fácil subrayarlo, de un idealismo embarazoso, y todo eso concede demasiada confianza a lo inefable. Sin embargo, al jugar la carta del rostro y de su unidad como humanidad por excelencia, ese mismo idealismo crea la estética más coherente del mudo, a pesar de sus límites o a causa de ellos. Aquí se aprecia de forma solapada la influencia de Georg Simmel, el sociólogo que, con el cambio de siglo, había marcado la vida intelectual europea. Simmel fue redescubierto hace una década, y precisamente por su trabajo, considerado menor en su tiempo, sobre la sociología de lo cotidiano. Releer hoy su artículo de 1901 «El significado estético del rostro» nos remite indefectiblemente a Balázs: Hay [...] una cantidad máxima de movimientos investidos en su estado de reposo, o mejor, el reposo no es más que ese instante, desprovisto de duración, en el que han convergido innumerables movimientos, del que partirán innumerables movimientos. Y si las expresiones fugitivas del rostro se sedimentan en una ex-

presión permanente (lo que sólo es una trivialidad desde el adveni-

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miento de la psicología), ésta, a su vez, sólo existe como reserva de expresiones fugitivas, las mismas que perseguirá Balázs. Más esencialmente, el artículo de Simmel articula con solidez el tema de la unidad del rostro. Éste es «la parte del cuerpo que más domina la propiedad de unificación», hasta el punto de que «una mínima modificación de detalle produce en él la modificación máxima de la impresión general», y «la modificación de una parte alcanza a todas las demás», o mejor, hasta el punto de que «cada rasgo es, en su destino, solidario [...] con el todo». El rostro expresa así «una espiritualidad individualizada», imposibilitando la «centrifugalidad» y la «desespiritualización». Enseguida se ven las consecuencias (y se reconocen sus huellas en Balázs): el rostro humano no puede tratarse como un rompecabezas, ya que sus partes son interdependientes y están siempre dentro de la dependencia del Todo. Unidad eminentemente orgánica, que garantiza espiritualidad y autenticidad, el rostro no puede construirse con aiTeglo a un vocabulario. Al mismo tiempo, esta unidad es dinámica, ya que no sólo está en movimiento permanente —al menos virtual—, sino que, incluso detenida, sus dos mitades actúan una respecto a la otra, en una relación de semejanza desemejante que todavía acusa (a diferencia de la escultura) la representación pictórica, obligada como está a presentar de manera diferenciada esas dos mitades. La expresión del rostro lo es, pues, todo salvo un recorrido de postura en postura, es la movilidad misma. Apenas sorprende que, en 1901, Simmel tenga la fácil tentación de remitirse a la distinción escultura/pintura. Después de todo, la famosa tesis de Adolf Hildebrand (Das Problem der Form in der bildenden Kunst, 1893) no queda muy atrás. Pero nos vemos tentados de añadir a este respecto que, para Balázs, el cine es a la foto lo que la escultura es a la pintura, la posibilidad de un punto de vista variable, envolvente, múltiple, que integraría además la movilidad intrínseca de la expresión del rostro, sus variaciones en el tiempo, o, pura y llanamente, su manera de ser en el tiempo. Se entiende perfectamente que no se trate de reducir este dinamismo, sin conservar del rostro más que su inmovilidad para incluirlo en un montaje. También es comprensible que, aunque la noción de fotogenia sea más universal que las categorías —fisonomía, Stinunung— que utiliza Balázs, sea, sin embargo, su enfoque tan germánicamente europeo el que tuviese mayor repercusión en el arte del cine mudo. Si el vencido rostro de Lon Chaney en He Who Gets Slapped (1924) llega a ser algo tan patético que elimina toda psicología, todo trabajo de actor en provecho de armónicos «fisonómicos», tal vez sea simplemente que la fi-

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sonomía cruzó el océano con Sjtistrom. Si los árboles «fisonomizados», si todo el paisaje maléfico y eminentemente personificado mira a Blancanieves durante su huida por el bosque (en la versión del estudio Disney), quizá sea a causa de los hermanos Grimm, pero con toda seguridad es una reminiscencia de lo demoníaco alemán, todavía de moda en el Hollywood de 1937. De la fotogenia a la fisonomía hay muchos matices. Su concepto de dinamismo, en particular, del movimiento y de su papel en la aparición de los valores propiamente cinematográficos, es harto diferente. Unas veces se trata de buscar, más o menos a tientas, una coincidencia, un destello de verdad, otras veces se trata de construir una polifonía, una red de líneas temporales. Pero el objetivo común es registrar una realidad de la que se supone que tiene algo que revelar; el cine es un operador sistemático de verdad, que no añade nada de sí mismo, sino su poder mágico, inefable de revelación. Si la fotogenia es el otro nombre de este poder mágico, la fisonomía es una encarnación sensible, sensorial de la verdad puesta al día, su rostrificación. Esta posición es relevante por muchos motivos. Es imposible decir, entre otras cosas, hasta qué punto se aleja tanto del expresionismo como del simbolismo. El cine está particularmente capacitado para el advenimiento de la expresión del mundo (i:,o de «la naturaleza»?): el expresionismo no podría ser en él, pues, sino una desviación más o menos perversa, en la que no se registra más que una expresión fabricada, la expresión del expresionismo. (Ni Balázs ni Epstein se mostraron demasiado cariñosos para con el susodicho cine expresionista.) Por lo que se refiere al simbolismo, éste desconcierta a Balázs, tentado a veces de reconocer y de ratificar la estética del cuadro o de la metáfora visual. Pero esto no será nunca para él lo esencial del cine, como demuestran otra vez sus dos ensayos ulteriores, uno inmediatamente posterior a la llegada del sonoro (1930), y otro escrito justo después de la guerra (1945), cuya tesis y cuyo tono difieren muy poco de los de Der Sichtbare Mennsch. Revelación: este término cargado de connotaciones lleva a Balázs, Epstein y al concepto de rostro-mudo hacia un sentido muy particular, que ilustró el Kracauer de Teoría del cine (1960), para quien el cine es esencialmente una extensión de la fotografía, y por consiguiente comparte con ella una marcada afinidad por el mundo visible que nos rodea. Los filmes cumplen su misión cuando registran y revelan la realidad física.

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La diferencia es que el mudo no pretende tanto la realidad física como una realidad humana, incluso metafísica. (Epstein puede dar gato por liebre con sus páginas sobre la «máquina», con el cine entendido como instrumento «inteligente», pero se verá que en resumidas cuentas es aún más radicalmente idealista, además de irrealista.) Una vez más, se trata ante todo del rostro. El efecto-primer plano, afirma de nuevo Deleuze, hace perder al rostro sus aspectos individuante, socializante, comunicante, para conferirle la impersonalidad del afecto. Pero la metáfora del afecto hace pensar demasiado en la clausura de un rostro que, hecho Entidad por efecto del primer plano, se cerraría totalmente sobre sí mismo. El rostro-mudo, por el contrario, se abre a una circulación potencialmente infinita, puesto que equivale al mundo, puesto que es rostro-paisaje, rostro-mundo, reflejo y, al mismo tiempo, suma del mundo. El primer plano del rostro es, pues, el lugar de una relación privilegiada, al mismo tiempo un poco desplazada, con lo que se representa. Si, como aseguraba Epstein, el cineasta que mira en primer plano escapa a la visión como dominio y perspectiva para practicar, con la ayuda de un ojo maquínico, un nuevo modo de ver y de sentir, el espectador, entonces, se ve arrastrado a su vez en esa comunión del ojo con las cosas. Atrapado bruscamente por la imagen, a semejanza del cineasta atrapado bruscamente por el mundo, se encuentra en una «intimidad» absoluta con ella, la «huele», la «come», la hace objeto de una transubstanciación sacramental (Epstein), o la experimenta como música, como «polifonía» (Balázs). Pero, de todos modos, al sumergirse en la imagen, se zambulle al mismo tiempo, directamente, en el corazón del mundo representado, en su vibración misma. (Solamente un paso más y esta visión llegaría a ser actualización de una reserva, de una virtualidad que está en las cosas, en el mundo, la «fotografía que ya está en las cosas» de la que habla Bergson revisado por Deleuze. Pero este paso no se ha dado, y no llega más allá de una idea difusa del «mundo». Sobre todo, si la vista nos transporta, con la cámara, al mundo rostrificado de las cosas, es a nosotros, siempre a nosotros, a quienes transporta.) El primer plano nos proyecta en un mundo que es, reversiblemente, un rostro. Lo que revela es, pues, un psiquismo: un alma. También este tema va mucho más allá de los años veinte. Desde el librito de Münsterberg (1916), se le encuentra, erráticamente, revoloteando sobre el asunto de la empatía. Al admitir que existe, para el cine, otra posibilidad, más «distanciante» (pero muy poco utilizada en el cine que conoce), Münsterberg plantea que la emoción del espectador cinematográ-

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fico refleja la del personaje; más aún, «tenemos la impresión de ver directamente la emoción misma». Vibramos con los rostros representados, en el corazón mismo de esos rostros; el cine es esa vibración. El mismo tema se encuentra de una manera más evidente, tras la guerra, en Edgar Morin, que hará del cine el ámbito del hombre imaginario: el hombre visible de Balázs, revisado e «imaginarizado» a través de la fenomenología y la filmología. Morin, sensible al poder «psicoanalítico» del cine, hace suya de buen grado la idea de Epstein de que el cine convierte lo que representa a la vez en lo mismo y en otra cosa (por eso no se interesa por la autoscopia, o bien, filmado, posa). Para él, todavía, el cine, vía primer plano, es lo que hace descubrir el rostro y permite leer en él. Ahora bien, impecable silogismo, el rostro es el espejo del alma, que es el espejo del mundo: lo que ve el primer plano es, pues, más aún que el alma, el mundo en la raíz del alma. Morin dice, conciliando así a Epstein y Balázs, que hay transferencias continuas entre microcosmos y macrocosmos, rostro y paisaje, objetos antropomorfizados y rostros cosmomorfizados. El rostro tiene un alma, los objetos tienen un alma (como demuestran, sin distinción, los filmes de objetos de los años veinte), el cine, por fin, tiene un alma. Pero este exceso de alma no le gusta apenas a Morin, que recupera a Epstein para invertir su axiología: si el mundo visto en el cine es/tiene alma, es falso, como el alma. «Qué es el alma: los procesos psíquicos en su materialidad naciente o su residualidad decadente.» El cine no nos muestra, pues, finalmente más que a nosotros mismos, y aun así en nuestras regiones más inciertas. Lo que proyectamos sobre la pantalla, o, lo que es lo mismo, lo que nos proyecta sobre la pantalla, es del alma, ahora y siempre, y a fin de cuentas, toda esa alma, de la que el cine y nuestra época en general están «embadurnadas», no nos deja ver... El mismo poder, exactamente, se concede al filme, al primer plano, pero con conclusiones opuestas. Sin duda, al llegar después del neorrealismo, después de la guerra, al llegar al mismo tiempo que Bazin, Morin ya no puede ver como un valor positivo el «irrealismo» preconizado por Epstein, corno tampoco puede contentarse con aceptar tal cual una «revelación» («revelación», se dice también, particularmente en 1950, «apocalipsis»). El libro de Morin, afectado por su mismo desfase, confirma esta paradoja del primer plano, del rostro-mudo: deseo de realismo y de irrealismo a la vez, deseo de ver al hombre y deseo de su imagen a la vez, deseo de contemplar la incontemplable movilidad, deseo de detener el tiempo y, a la vez, de dejarlo correr.

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El rostro mudo: un rostro-tiempo La forma del rostro-mudo, su reino, es el primer plano. Pero esta forma esconde otra, o quizá la deja percibir, teniendo en cuenta de nuevo que el primer plano no es una cuestión de distancia, sino de ampliación. En la obsesiva elegía que compone Epstein al ralentí se aprecia, crudamente, una intuición central, que el primer plano es el aumento de nuestra experiencia sensible, de toda nuestra experiencia, incluido el tiempo. Zeitlupe, primer plano temporal. El rostro-mudo es un rostro ampliado, pero también, más profunda y más inmediatamente, un rostro del tiempo, un rostro-tiempo. No se trata, en efecto, de ver el rostro como un libro sobre el que se escribirían las huellas del paso del tiempo (corno en la serie de autorretratos de Rembrandt). Se trata de hacer ver el tiempo mismo. Éste es el sentido de la conocida observación de Balázs, de Epstein, de todos sus contemporáneos, acerca de que la fotogenia, o el arte del cine en general, concierne a lo móvil y a lo lábil, de que el cine es consustancial a ciertos sentimientos de los que representa la fugitividad, la movilidad. Si encarna ese cine, el rostro-mudo se define por lo que pasa sobre él sin detenerse, por el tiempo. A este respecto, habría que comentar ampliamente un filme. Es sabido que La chute de la 'liaison Usher es a la vez una ilustración práctica del ralentí elegíaco y revelador y un empleo del rostro a través del tema del retrato. A través de una transposición del célebre motivo de El retrato oval, el protagonista del filme, Roderick Usher, pinta un retrato de su esposa, Madeline, sin apercibirse de que el cuadro, mágicamente, se nutre de la propia sustancia vital de la joven. Cuando finalmente termina el lienzo, y mientras exclama «¡Es la vida misma!», ella cae muerta (tiene poca importancia que un final harto arbitrario la haga volver al mundo de los vivos). Ahora bien, conscientemente o no, el tratamiento del retrato de la joven es muy singular. El cuadro está ricamente enmarcado, con un marco dorado y muy adornado, pero tanto puede verse, en ese marco, a la actriz que interpreta el papel de Madeline, como un esbozo toscamente pintado, o como, incluso, nada de nada. De hecho, el filme reflexiona realmente sobre el hecho del retrato, pero desplazándolo: el filme no trata del retrato del modelo, sino del pintor. Pintar en general está relacionado con el tiempo, ya que el gesto del pintor se incribe en él, y, más fundamentalmente, la pintura es eternización de lo que se pinta, suspenso del vuelo del tiempo, transformación de un tiempo material en un tiempo trascendental. Pero aquello de lo que habla Epstein va más allá de esa relación genérica de la pintura con el tiempo: ya no se trata solamente de pintar en el tiempo, con él o contra él,

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sino de pintar el tiempo, de hacerse tiempo, de ser tiempo con el tiempo. El pintor Roderick Usher no procura tanto capturar la vida, la semejanza vital y absoluta (como en los «motivos» de Poe de los que parte Epstein), como igualarse al tiempo mismo, identificarse con él, inmiscuirse en él. Hay una serie de imágenes que resulta singularmente significativa. Comienza tras un intertítulo, que indica que «después del entierro de Madeline, las horas, los días, transcurrían en espantosa monotonía, entre un silencio abrumador», y repite los pasajes «musicales» que un poco antes ilustraban la melancolía de Roderick. Pero a esta repetición le sigue una larguísima secuencia en la que se introduce una nueva serie, ésta sobre los instrumentos del tiempo, en forma de grandes primeros planos de partes de un reloj: el péndulo (filmado oblicuamente y al ralentí), la parte alta de la esfera, el timbre y el martillo de la campana, los engranajes móviles del interior. Esta constelación es esencial, ya que asocia la melancolía y la música con el tiempo, a través de tres imágenes de éste. Los instrumentos mecánicos que miden su paso, filmados desde muy cerca, producen la idea de que se penetra dentro del tiempo; el ralentí, que «despersonaliza el movimiento» (Deleuze), lo relaciona, así, con el Tiempo, con su pulsación íntima representada por el enorme y angustioso péndulo (quién sabe si una resonancia lejana de El pozo y el péndulo); por último, un desdoblamiento, una vibración que se propaga por el aire y alcanza cosas y lugares, la guitarra, la galería. Esta última imagen del tiempo es la más singular: el tiempo se presenta como presa de un eco que resuena y que puntúa la dilatación del ralentí. La imagen deleuziana del cristal, de su poder de doble refracción, se impone sin duda al entendimiento, pero el filme resulta en este punto igualmente coherente en otro sentido, y ese admirable temblor del tiempo debe considerarse como la actualización por fin demostrada de aquello de lo que la primera serie, el pasaje temporal y «musical», era la metáfora, y sólo la metáfora. Así —y sólo así, si no se quiere leer en ellos un simple gesto— deben entenderse los planos, también realizados al ralentí, repetitivos, obsesivos, del rostro de Roderick pintando, esos célebres primeros planos del rostro del actor Jean Debucourt en los que se inscribe la imagen de un éxtasis superado (tal y como se habla de un coma superado). Roderick, y a través de él quizá la casa Usher, es el verdadero sujeto del retrato. Los motivos del filme, sus series (la música, el paisaje, el tiempo desdoblado y resonante) son el procedimiento de este retrato, que la lógica epsteiniana, como se ha dicho, convierte en un único procedimiento, el tiempo, o lo que es lo mismo, el cine, la imagen-tiempo. Hay retratos pintados al óleo, pero lo que da a ver Epstein es, en acto, un retrato pintado «al cine».

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La aventura, de Michelangelo Antonioni

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Sandra, de Luchino Visconti

La religiosa, de Jacques Rivette

Retratos: la belleza al servicio...

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Rue Fontaine, de Philippe Garrel

Au hasard Balthazat; de Robert Bresson

...de la verdad, o a la inversa

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Inflexiones de la voz: el grito, el canto

Vargtimmen, de Ingmar Bergman

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Mon cher sujei, de Anne-Marie Miéville

Soigne ta droite, de Jean-Luc Godard

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Metrópolis, de Fritz Lang

Bellísima, de Luchino Visconti

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Rostros en la multitud

Éxodo, de Otto Preminger

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¿Se puede leer la edad en un rostro .

Les baisers de secours, de Philippe Garrel

Les rendez-vous d'Anna, de Chantal Akennan

5. El hombre retrato

Además, aunque sea imposible encontrar en cada hombre una esencia universal que sería la naturaleza humana, existe, no obstante, una universalidad humana en la condición. No es casual que los pensadores de hoy hablen más gustosamente de la condición del hombre que de su naturaleza. Por condición entienden, con mayor o menor claridad, el conjunto de límites a priori que esbozan su situación fundamental en el universo. Las situaciones históricas varían: el hombre puede nacer esclavo en una sociedad pagana, o señor feudal, o propietario; lo que no varía es su necesidad de estar en el mundo, de estar en el trabajo, de estar entre los otros y de ser mortal. Los límites no son ni subjetivos ni objetivos o, mejor dicho, tienen un lado objetivo y un lado subjetivo. Son objetivos porque se encuentran por todas partes y son reconocibles en todos los dominios, y subjetivos porque son vividos y no son nada si el hombre no los vive, es decir, no se determina libremente en su existencia respecto a ellos. Y aunque los proyectos puedan ser diversos, al menos ninguno me es todavía completamente extraño, pues todos aparecen como un ensayo para salvar estos límites, o para alejarlos, o para negarlos, o para acomodarse a ellos. En consecuencia, todo proyecto, por individual que sea, tiene un valor universal. Jean-Paul Sartre

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Cuando se produjo la segunda (o tercera) gran revolución de la historia del cine, la de la posguerra, alcanzó también forzosamente al rostro. Pero, lejos de producir un retorno imposible al cine mudo, transformó el rostro ordinario impuesto por el sonoro. En consecuencia, esta revolución, sobre todo localizada en el terreno estético e ideológico, puramente europea, no tuvo apenas una incidencia inmediata sobre la industria hollywoodiense. En la propia Europa, ni siquiera la crítica, polarizada entre el sentimiento de la urgencia y el de la historicidad, llegó a divisarla claramente. Jacques Rivette, que sin duda fue el primero en hablar de «modernidad» a propósito de Rossellini, esbozaba en ese tiempo los límites de un clasicismo cinematográfico encarnado idealmente por Howard Hawks. Hoy en día, después de La imagen-tiempo, después de las Histoire(s) du cinéma, se hace fácil delimitar una definición que sirva para todas las circunstancias de la modernidad cinematográfica. Ésta aparecería con la guerra, con el nuevo sentido que provocó su horror, conduciendo al cine, vía documental, a un nuevo realismo. El mito neorrealista del no-actor cobra aquí todo su sentido: se trataría de un cine del cuerpo humano vivido realmente, sin la mediación del actor y casi sin la del personaje, de un cine del rostro inocente e íntegro. En el fondo, este rostro sería el primer rostro propiamente humano del cine, que escapa tanto a la mecánica del sentido como a la inmersión en lo inefable. Pero, ¿qué puede querer decir «humano»? (¿No era el rostro, de todos modos, humano?)

El deseo de durar Las revoluciones no caen del cielo, y esto es cierto también tanto para el neorrealismo como para el sonoro. Este último venía preparándose desde hacía mucho tiempo por un uso parlante del rostro y de sus atributos, mientras que el primero aparece después de cierto número de transformaciones estilísticas internas del clasicismo, que le prepararon el camino. En lo esencial, se trata de la aparición de un nuevo registro de interpretación, de nuevas relaciones dramático-espaciales, es decir, de nuevas modalidades potenciales del rostro cinematográfico, que resultan, entre otras, de esa figura de la que Bazin hizo defensa, ilustración y clave ideológica, con la apología del binomio plano-secuencia/ profundidad de campo. La tendencia a la dilatación de los planos es perceptible, desde 1939, en el único cine estudiado estadísticamente, el de Hollywood. Filmes

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como Luna nueva (His Girl Friday, Hawks, 1940) o La carta (The Letter, Wyler, 1949) son tanto más significativos en este aspecto en cuanto, por otro lado, no utilizan ninguna nueva disposición de los actores, no establecen ninguna novedad técnica. Esta dilatación se hará más espectacular, y será más comentada, cuando, a partir de 1940, se sume a algunas modificaciones de la propia puesta en escena, con el uso de focales cortas —Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1940), El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942), La loba (The Little Foxes, 1941)—, y sobre todo de cámaras móviles, que serán la mayor preocupación del decenio. En 1945, Minnelli utiliza «por primera vez» una grúa en un filme que no es una comedia musical, The Clock (en el que los planos son muy largos). Entre 1946 y 1948 se inventan varios modelos de crab dolly, esa pequeña plataforma rodante muy manejable y poco aparatosa cuya marcha de «lado» le permite atravesar las puertas o meterse por los rincones: Hitchcock hará un gran uso de ella en La soga (The Rope, 1948) y Atormentada (Under Capricom, 1949). Pero fuera de estos casos especiales y célebres, la movilidad de la cámara es una tendencia verificada por muchos filmes de esos arios, que culminará y concluirá con la generalización del zoom, después de 1960. El zoom aparece en 1949, pero sólo se popularizará su uso cinco arios más tarde (gracias a Aldrich). El primer objetivo variable de buena calidad, el Pancinor de SOM-Berthiot, lo utilizará ampliamente el inagotable Rossellini, para Fugitivos en la noche (Era notte a Roma) y ¡Viva Italia! (Viva l'Italia!), en 1960. Después predominará el Angénieux, que llegará a su punto álgido con el Lelouch zoomaníaco de Un hombre y una mujer (Une homme et une femme, 1966), filme que introduce en Hollywood una moda rápidamente agotada. Todas estas modificaciones, a pesar de estar escalonadas en el tiempo, no forman más que una: en todos los casos se trata de añadir tiempo y movilidad al espacio, de captar éste con una duración, de no remitirse ya a la exploración analítica típica de la edad de oro clásica. Con esta duración concedida al espacio, cambia un poco el estatuto del rostro, incluso en el cine narrativo convencional. El intercambio, contenido en la duración del plano, se manifiesta de manera diferente, y en menor cantidad, ya que la práctica de la mirada ya no se reitera sistemáticamente por el sistema fuera de campo + corte. El reencuadre —con el zo'om o la dolly, es indiferente— permite seguir al rostro por sí mismo, enfocarlo para extraer bruscamente algo de él. La duración de los planos permite mantener algunos tiempos muertos, ya no someter al rostro, a cada segundo, a la férrea ley de la comunicación.

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Este cambio puede ser superficial. En Atormentada, la larga escena central de la confesión de Lady Harrietta está filmada en un plano único de una decena de minutos, con reencuadres constantes de Ingrid Bergman mediante mínimos desplazamientos de la cámara, instalada sobre una dolly. El resultado es esencialmente una continuación de la lógica escénica del rostro clásico, puesto que Hitchcock casi no permite respiraciones, ni en el texto del monólogo ni en la mímica de la actriz (desde este punto de vista, los planos-secuencia de Ciudadano Kane iban más lejos, al poner en relación los rostros con espacios mayores, que les añadían incertidumbre). Pero, en otro lugar, desembocará decididamente en otra lógica, como en Sandra (Vaghe stelle dell'orse, 1965), filme en el que los bruscos efectos de zoom llegan a horadar el plano-secuencia, sin desgarrarlo. Estos gestos de la cámara (casi todos acercamientos rápidos, con dos excepciones) fueron calificados, por el propio Visconti, de pseucloraccords: reemplazan al verdadero raccord, al cambio de plano, no tanto por economía corno para garantizar que, en ambas partes de esa cesura, el rostro se encuentre idéntico a sí mismo, para reforzar su expresividad.

El desquite de lo real Todo esto no basta, sin embargo, para hacer escapar al rostro de su estatuto clásico. Si se puede hablar de un nuevo papel, de un valor nuevo para el rostro de posguerra, no será tanto a causa de estos cambios estilísticos como de la aparición de una nueva poética del cine. Esto se dilucida en Europa, en forma de un violento retorno de lo real. El cine de los años veinte y treinta no había estado desprovisto de realismos, pero ninguno de ellos había escapado a la tentación de confundir lo real y la imagen poética de lo real. El cine francés conoció las brumas y la negrura del realismo «poético». El cine realista alemán, denominado por aproximación Nueva Objetividad —Abschied, Menschen am Sonntag (1929)—, se acercó más al documental, pero en 1928 el género internacional del documental apenas se distinguía de la reconstrucción poética, impresionista a veces, que se pretendía futurista en otras partes (véase el opus de Joris Ivens). Por lo que se refiere a Hollywood, no se concebía sino espectacularizado: véase Y el mundo marcha (The Crowd, 1928). En pocas palabras, había espacio para una estética realista diferente, que suprimiese algunos intermediarios entre lo real y su imagen.

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Es un lugar común decir que los realismos de los años cuarenta fueron más prosaicos porque se enfrentaban a una realidad demasiado negra como para que precisase ensombrecerse aún más. Pero la diferencia más notable es que aquellos realismos no se producen en el vacío, como imitaciones lejanas de movimientos extracinematográficos. El movimiento realista, en el cine de posguerra, es más crítico que fílmico, va acompañado de garantes intelectuales, ideológicos, filosóficos. La ideología realista más destacada, nacida con forceps en la anteguerra, y que, hasta ese momento, seguía siendo discreta en la Europa occidental, parece prometer aún en1950 una buena carrera. El realismo socialista, dogma para unos, será combatido por otros, que sólo ven en él regresión contenutista. En Francia, pintura y poesía, en las que militan muchos compañeros de viaje del PCF, debatirán con aspereza durante varias temporadas sobre sus verdades y sus mentiras. Pero este debate concernirá poco al cine. El modelo soviético de realismo socialista, el único que existió en cine, seguía teniendo poca difusión. Además, no había ninguna «abstracción», ningún «formalismo» cinematográfico a los que se pudiera oponer eficazmente. Las querellas se vieron, pues, desplazadas al campo minado del «contenido de clase» de los filmes, y la guerra fría hizo doblar las campanas por toda discusión seria. Por encima de todo, el terreno se vio rápidamente ocupado por otro realismo, más atractivo. Umberto Barbaro, el crítico marxista italiano defensor del realismo socialista, lo abandona en cuanto habla de cine. Este incondicional del realismo plantea este silogismo (en 1951): el cine es un arte, ahora bien, si «arte = realismo», entonces el realismo no es una tendencia, sino la estética misma del cine, una estética por lo demás harto idealista: Y ya que no se puede penetrar y conocer la realidad por fragmentos (lo que llevaría al naturalismo: ¡tranche de vie! [en francés en el texto]), se hará arte sólo partiendo de una idea, y será la presencia de esta idea, de esta concepción del mundo, la que califique los frutos de la fantasía humana como artísticos o menos artísticos.

Existen pocos filmes realizados según este canon: Le point du jota(1949), tal vez, Vivir en paz (Vivere in pace, 1946), y quizá ni siquiera eso. Los filmes que Barbaro trata de forma favorable, en realidad pertenecen casi todos a esa tendencia que pronto se llamará, gracias a él, neorrealismo, y que ya no consiste en ilustrar semididácticamente un ideal de sociedad, sino en evidenciar los mecanismos de la sociedad real:

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Como si no fuese un esfuerzo moral muy- elevado querer convertir en completamente adecuado, completamente actual y vivo un mundo representado, sin forzarlo, sin falsearlo, en su apariencia exterior y en sus resortes subterráneos, que lo orientan tan pronto hacia el bien como hacia el mal.

André Bazin, menos optimista que Barbaro sobre la posibilidad de una expresión exacta de los «resortes subterráneos», habló de un «realismo fenomenológico, en el que la realidad no se corrige con arreglo a la psicología y a las exigencias del drama», es decir, casi un realismo de las apariencias, pero profundamente justificado: La relación se encuentra en cierto modo invertida entre el sentido y la apariencia: esta última se nos propone siempre como un descubrimiento singular, como una revelación casi documental que conserva su carga pintoresca y detallista. El arte del director consiste entonces en su capacidad para hacer surgir el sentido de este acontecimiento, al menos el que le atribuye, sin ocultar por ello sus ambigüedades. El neorrealismo así definido no es, pues, de ningún modo propiedad de una ideología determinada, ni siquiera de un determinado ideal, como tampoco excluye a ningún otro, de la misma manera que la realidad no pertenece a nadie en exclusiva.

Para él, lo esencial no está, pues, en la obra, menos aún en su contenido, sino en su génesis, en los medios de la filmación. Este desplazamiento de la condición del realismo foto-cinematográfico le permite superar las aporías a las que parecían condenarle sus maestros, de Sartre a Malraux, para quienes fotografía y cine sólo pueden llegar a ser artes amoldándose a la pintura. Para Bazin, la esencia de la fotografía es su naturaleza de rastro, de huella luminosa que «obtiene más que la semejanza, una identidad», luego la credibilidad del espectador; por otra parte, si la fotografía y el cine son artes, no es por aspirar a una belleza que sería un atributo de lo imaginario (como quiere Sartre), sino por aspirar a una belleza del mundo, latente, que nuestra intervención ayuda a expresar. En el arte foto-cinematográfico, el hombre no «supera» (Sartre) la naturaleza, sino que «va en busca de su historia y de su destino al hacer frente a las apariencias en su propio terreno» (Dudley Andrew). El realismo es, pues, un «arte de lo real», de la «formación de lo real», como dirá la provocadora fórmula de Michel Mourlet. Es conocida la suerte posterior de esta idea, con las transformaciones de la noción-fetiche de puesta en escena. En 1978, Gérard Legrand distingue dos componentes visibles de esta última, la dirección de actores y el «ordenamiento del espacio y del tiempo en el que actúan», pero entre

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Bazin y él, algunos críticos como Éric Rohmer, Jean Douchet y Serge Daney ya habían modificado la idea misma, en torno a la tesis de un documentalismo fundamental del cine. Hoy casi se ha olvidado que ya se había propuesto de forma literal en un breve ensayo de 1944, de René Barjavel, en el que se puede leer: «Un filme dramático [...1 es siempre un documental». El ensayo de Barjavel no era desconocido por Bazin, y el cinema total del primero tendría eco dos arios más tarde (1946) en su artículo de la revista Critique «Le mythe du cinéma total». Este «cine total» es un futurible del que se cumplieron la mayoría de los elementos hacia1970: color, relieve, difusión hertziana, estesias varias. Sin recoger los detalles concretos (a menudo sorprendentes por su precisión anticipadora) de su antecesor, sin, por lo demás, nombrarlo nunca (era sospechoso por su actitud durante la Ocupación), Bazin está de acuerdo con él al pensar que ese «cine total» será la actualización de un sueño inmemorial, el sueño de la reduplicación perfecta del mundo (de las apariencias), y que si es arte, será arte de la formación de lo real, que, según apuntan, el mero progreso técnico será incapaz de garantizar. Este realismo es absoluto. Va mucho más allá de las oposiciones momentáneas entre realismos locales, todos descendientes lejanos de las ideologías estéticas, literarias y pictóricas de la segunda mitad del siglo xtx. Pero si el cine llega a ser un fantasma, casi una magia que aumenta Ias apariencias ad libitum, ¿qué ocurre con el hombre del cine, qué ocurre con su rostro? ¿Cómo acepta esta magia la dictadura de lo humano?

El rostro humano Pues, sencillamente, abandonándose a esta dictadura del concepto de lo humano. La idea de cine que nace tras la guerra está enteramente centrada en la persona, en lo humano representado como humano: El Charlot de Vida de perro [A Dog's Life, 19181, el Monsieur Lange de Renoir, el soldado negro de Paisà [1946] de Rossellini, me obsesionan por su presencia corno seres humanos. (Raymond Barkan, 1950) Y lo que se le pide [al actor] no es interpretar, sino vivir. La cámara escudriña despiadadamente. No se detiene en el gesto, rompe las máscaras, va a buscar lo humano en lo más profundo. [...] Su talento [de nuevo el del actor] es la cualidad de su sustancia humana. (R. Barjavel, 1944)

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De estas últimas frases de Barjavel, las dos primeras parecen sacadas de Epstein, y también la idea de una cámara «rompedora de máscaras»; pero la exigencia de una «sustancia humana» es nueva, viene a sustituir a los mecanismos «psicoanalíticos» tan del gusto de Epstein. Lo humano está a la orden del día, es lo que hay que «buscar profundamente», desalojar, y si es preciso suscitar. Qué mejor papel para el rostro cinematográfico que el de rostro humano: cargado de humanidad, apropiado para satisfacer el humanismo renacido de la posguerra. (El mismo cine americano no escapó de ello completamente: véase el hoy sorprendente eco que suscitó un filme como El pequeño fugitivo [The Little Fugitive, 1953]). El rostro humano, antes de ser el rostro de alguien, es el rostro del hombre en general. Por característico que sea (y lo es, la mayoría de las veces), sigue siendo siempre un poco un rostro anónimo. Si el nombre atribuido a un rostro es lo que permite entrar en relación simbólica con otros rostros, el cine de los cincuenta comienza por querer olvidar ese nombre. Presenta al individuo humano idealmente (y en algunos casos límite, por otra parte célebres, realmente) como ser humano, voluntariamente no dotado de la cualidad artificial de personaje. En la oposición individuo/personaje, se reconoce de nuevo una faceta del pensamiento de Bazin, allí mismo por donde va más allá de Sartre: para Bazin, el personaje cinematográfico no es interesante más que como individuo, de lo que se resienten las apariencias, lo verosímil: Con respecto a los intérpretes, ni uno de ellos tenía la menor experiencia cinematográfica. El obrero es de casa Breda, el chaval fue descubierto en la calle, entre los curiosos, la mujer es una periodista. (a propósito de Ladrón de bicicletas [Ladri di biciclete, 19481

Así, los protagonistas de Ladrón de bicicletas puede que sean tipos, son con toda seguridad individuos, pero en ningún caso actores/personajes. Naturalmente, estos individuos son individuos cinematográficos, y la pretendida generalidad de su estatuto no contradice sus particularidades (hay un eco lejano de este curioso estatuto en Soigne ta droite [1982], filme en el que el Individuo se distingue cuidadosamente del Hombre). Particularidades físicas que el filme explotará para crear sus imágenes, pero imágenes creadas en lo real, con él y a partir de él, como ésta:

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Antes de decidirse por ese niño, De Sica no le hizo pruebas de interpretación, sino únicamente de manera de andar. Quería, junto al andar silencioso del hombre, el trotecillo del chico, la armonía de esa discordancia que es [por sí sola] de una importancia capital para la comprensión de toda la puesta en escena. [...] No sería excesivo decir que Ladrón de bicicletas es la historia de la marcha de un padre y de su hijo por las calles de Roma.

Esta última frase condensa toda la ideología del neorrealismo a lo Bazin: anonimato de los figurantes, importancia de su ser físico en cuanto revela algo de su ser profundo, pregnacia de los grandes temas humanistas. (Para Emmanuel Lévinas, la relación padre-hijo ejemplifica la relación con el prójimo en general como relación de responsabilidad, única susceptible de superar la relación de objeto.) El rostro humano, humanista, tampoco actúa, es. No significa, si «significar» quiere decir considerarse una pieza intercambiable en el acto de la comunicación, o sea, en el cine, ser un rostro para otros rostros cinematográficos. El rostro humanista, tal como lo define el neorrealismo baziniano, no es para otro rostro cinematográfico, ya que es para mí. Por otra parte, el radical cambio de estatuto que produjo este rostro también es, en primer lugar, un cambio de espectador, y Bazin no iba desencaminado al insistir tanto en la creencia que determina el filme neorrealista: ya no se trata de comprender un diálogo, una comunicación, sino de creer, de comprender lo que se dice calladamente, de entrar en comunicación directa con el mundo del filme. Este rostro investido de una nueva función tendrá, pues, nuevos valores. La belleza ya no será la de la fotogenia, abstracta y fría, menos aún la del glamour, fabricada y engañosa, sino una belleza personal, interior, verdadero reflejo del alma. Ésta es la apuesta completa de un filme cuyo título es ya programático, Bellísima (Bellissima, 1951). El personaje epónimo de la niña se hace muy bello (bellissima) a nuestros ojos al mismo tiempo que se le abren los ojos a su madre: no tiene una belleza de futura estrella, una belleza de cine, sino la simple belleza de una niña, en un rostro más bien poco afortunado de muñequita. La madre, una Magnani ya convertida en monstruo sagrado, debe desnudar su rostro, despojarlo de los afeites de la actriz para ofrecer su verdad, como en la escena en la que, al volver a su casa tras la agotadora sesión en la academia de danza, se quita su blusa, quedándose en una combinación negra que resalta su carne, pero con una castidad que hace que su rostro, de repente, parezca desnudo, desarmado, simplemente un rostro de mujer.

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Ésta será también, sin duda, la apuesta de los Rossellini-Bergrnan del sorprendente final de Europa 5l (Europa 1951, 1952), en el que tan-; bién Ingrid Bergman se despoja de la actriz para dejar aflorar una emoción más verdadera; de La paura (1954), en el que un perverso guión opera sobre ella el mismo trabajo. Un reto aún más arriesgado que requiere aún más trabajo para llegar aún más hondo, no sólo bajo el maquillaje sino bajo la expresividad natural de un rostro, el de Ingrid Bergman, que posee mucha. O también, en otros filmes, la apuesta inversa, la de la fealdad, una verdad de la fealdad que puede ser ya la bondad o la nobleza, ya la ignominia, la decadencia (el viejo actor homosexual de Los inútiles [I vitelloni, 1953], ese plano sublime en el que se vuelve, máscara maquillada de sonrisa abismal, sin dientes: «Forse ti faceio paura?», máscara del miedo, en efecto, de la angustia inexpresable, Medusa que hay que devolver rápidamente a la oscuridad). Ésta será, más que cualquiera, la apuesta de los filmes sobre niños, víctimas o asesinos (o víctimas y asesinos, como los protagonistas de sucesos que inspiraron a Cayatte y luego a Antonioni —No matarcís y luego 1 Vinti (1952)—), cuya belleza será tanto más conmovedora cuanto más criminales sean. Niños-y-animales eran fotogénicos por su inocencia en la Alemania muda, pero en Alemania año cero (Germania anno zero, 1947), la inocencia misma se convierte en criminalidad. El joven Edmund es agraciado físicamente, a pesar de sus piernas demasiado largas y de su boca demasiado pequeña (el mechón rubio, los ojos grises lo hacen olvidar todo). Pero esta misma gracia hace más comprensible, si no más violenta, su exclusión: es rechazado incluso del más minimo trabajo, situado fuera de la ley por los fuera-de-la-ley, mantenido a distancia por los otros niños, expulsado de su familia por la sorda, irremediable incomprensión de loa anhelos que le consumen. Es la gracia de un asesino, de un suicida, doble pecado mortal que el filme disfraza bajo un tercero, filmando a Edmund como si se prostituyese. Degradación de la belleza a la que ésta se resiste, inmarchitable (el niño rubio que se arroja al vacío: por un instante, se diría que va a desplegar sus alas). Belleza, fealdad: en este cine, apenas se trata ya de oponerlas, ni siquiera de representar la belleza de la fealdad, según la antigua indistinción romántica. Se trata de señalar, como valor de la representación del rostro en las ficciones cinematográficas, la excelencia de su condición de rostro como lugar mismo de la humanidad. La belleza, la fealdad, son secundarias, cada vez menos esenciales que la humanidad de lo humano. Por esta razón son siempre medianas: el individuo, demasiado bello, demasiado feo, escaparía a esta esencialidad.

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El individuo es anónimo por añadidura, sólo porque es humano. Por eso el anonimato de su rostro se distingue con dificultad de otro anonimato, el de la multitud, que, como él, tiene "un rostro. En las multitudes neorrealistas no hay tipología a lo cine mudo. La tipología dispersa, forma una colección, un conjunto de rostros con pequeñas diferencias dentro de su gran semejanza. El rostro de la multitud es más bien un «rostro» único, cuyos elementos están por todas partes, incluso fuera de los rostros: en los gestos, las ropas, los ritmos. En Bellísima, es el coro siempre murmurador de las madres de las chiquillas, con «rostro» un poco esquemático, reducido a veces a las secas sacudidas de improvisados abanicos, coro que rima con el de la RAI como fondo de los créditos, filmado como una persona, como contracampo de la cantante solista. En el mismo filme, véase particularmente el grupo de estupendas donnone, las «señoras gordas», las vecinas que frecuentan la escalera del inmueble invadiendo continuamente con su parloteo el pequeño piso. Pero también el colectivo de pescadores de La terra trema (1948) o Stromboli (Stromboli, terra di Dio, 1949), el de las plantadoras de arroz de Arroz amargo (Riso amaro, 1948). El rostro de la multitud es un rostro sin nombre, no tanto compuesto como simbiótico. Sólo existe por lo que entraria de humanidad. Lo que distingue a todos estos rostros, individuales y colectivos, de todos los otros valores del rostro cinematográfico es esa mezcla de anonimato y humanidad esencial. Están hechos para verse atrapados en redes de rostreidad: la desnudez y el desnudarse, pero también la risa y el deseo, el llanto y la angustia y, sobre todo, como revelaba entonces el existencialismo, el-ser-para-la-muerte. Naturalmente, ni el neorrealismo ni la posguerra tuvieron la exclusividad de esto. El Renoir de La golfa (La chienne, 1931) o de Una partida de campo (Une partie de campagne, 1936) busca la humanidad de la expresión del rostro; Bresson, en nombre del mismo ideal de verdad humana (entendida de un modo un poco diferente), rechazará al actor en beneficio del modelo («Modelo que, a pesar de sí mismo y de nosotros, distingue al hombre verdadero del hombre ficticio que habíamos imaginado»). Lo que hace sólida esta concepción del rostro cinematográfico en la posguerra es que no es solamente propia del extremo más avanzado del arte cinematográfico, sino de todo el cine. La identificación entre rostro cinematográfico y rostro humano es entonces tan intensa que quedará como una especie de evidencia, la herencia de ese momento de la historia. (Lo que curiosamente se llama «cine moderno» no es más que su continuación, por otros medios.)

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Rostro, voz, persona Queda un aspecto inevitable de esta herencia: el rostro humano ha de tener forzosamente relación, también, con la voz. Se ha dicho que el cine del periodo clásico se fundamenta en una doble preeminencia, convertida en evidencia: del rostro sobre los otros objetos visuales, de la palabra sobre los otros objetos sonoros. • Lo primero que resalto, cualquiera que sea el encuadre, es lo primero que se mira: los rostros. La posición del rostro determina el encuadre. (Hitchcock)

Michel Chion, que cita estas frases de Hitchcock, habla a este respecto de «vococentrismo»: En el cine «tal como es», para los espectadores «tal como son», no hay sonidos y, entre ellos, la voz humana. Están las voces y todo lo demás. Dicho de otro modo, en cualquier magma sonoro, la presencia de una voz humana jerarquiza la percepción en torno a ella.

Pero este vococentrismo sólo es evidente si se privilegia la voz, no la palabra. El cine ordinario, como se ha visto, corta la imagen del cuerpo (y del rostro) de la imagen de la voz, para volverlas a pegar después de manera más o menos artificiosa, más o menos monstruosa. No alcanza, pues, nunca «el todo de la persona» (Chion), ese todo que la radio conseguía sólo con la voz y el cine mudo sólo con el cuerpo. Las tesis de Michel Chion han planteado con mucha viveza la cuestión, durante mucho tiempo evitada y siempre difícil, de la relación del sonido con la imagen. Por eso, ponen en juego unos presupuestos que no son inocentes estéticamente. Chion opone dos grandes concepciones del cine sonoro: un cine de diálogo, en el que el cuerpo representado es investido por una palabra que organiza el découpage y hace progresar la acción (lo que aquí se ha designado como «valor de cambio»), y un cine de la presencia, de la «emanación» («cuando el diálogo es una especie de secreción de los personajes»), de la persona, que indudablemente nunca se ha realizado pero cuya utopía está en el horizonte del «cine total» de la posguerra. Emanación: en un sentido un poco diferente, sin duda, el término sería el que caracteriza en realidad al cine de la posguerra, en cuanto procura asegurarse que el que habla y el que es visto son en verdad una sola y misma persona. Es, pues, a partir de este modo de ser del rostro, que se pretende propiamente humano, que hay que replantearse la do-

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ble cuestión de la voz: cuestión interna, cuestión externa: cuestión de la imagen vocal, cuestión del sincronismo. Lo que se denomina sincronismo se puede comprender desde dos puntos de vista, uno más teórico, otro más histórico. Pregunta teórica: ¿cuándo hay sincronismo?, ¿es perceptible por el espectador o, por el contrario, sólo puede asegurarlo un coup de force en la esfera «creatorial»? ¿O quizás es uno consecuencia del otro? Esta última postura parece forzosamente la más razonable: el sincronismo sólo puede verse garantizado por ciertas condiciones de la filmación, pero sólo existe para mí, espectador, si el filme me comunica pragmáticamente el saber necesario para recibir ese filme como síncrono, hasta tal extremo es verdad que incluso el espectador sagaz puede equivocarse sobre este punto. En efecto, no existe un criterio absoluto que permita comprobar sensorialmente la sincronía entre la imagen de un sonido y la imagen de... ¿de qué, por otra parte?, ¿de una boca? (aunque el sonido, se ha dicho antes, no sale de la boca, sale de más adentro). El sincronismo no podría ser, pues, más que la asignación fantasmática a la voz de un lugar de emisión que es una boca, aunque sabiendo eventualmente, por otro lado, que la boca no es más que el orificio de paso del sonido que materializa la voz. Todas las reflexiones teóricas recientes que han procurado superar el estadio de invención de un vocabulario y una tipología han chocado con este obstáculo: la voz se imagina que pertenece a la boca. Serge Daney, que estableció (en 1977) una distinción entre las voces «exteriores a lo que es visto» y las voces «emitidas en la imagen», ha comentado ampliamente esta figura: la voz que sale del cuerpo sin que se vea la boca: Su estatuto es enigmático, su doble visual es el cuerpo en su opacidad, en su expresividad, entero o por fragmentos.

Esta fórmula afirma algo esencial: en el cine, nada, excepto un acto de fe, vinculará nunca la imagen de la voz a la imagen del cuerpo. Veamos el plano inicial de Moses und Aron (1975), de Straub-Huillet: Moisés (el cantante de ópera Günther Reich), en primer plano, invoca a Dios, todopoderoso e irrepresentable. Doble escándalo de este plano: se escucha la voz, diáfana, difundida por toda la naturaleza terrestre, de este Dios invisible, y la voz del cantante, para llegarnos, debe literalmente atravesar su nuca, o rebotar, quién sabe si sobre la voz de Dios (¿de los ángeles?), todo ello en un cineasta de conocido culto al sin-

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cronismo. Veamos, en Vivir su vida (Vivre sa vie, 1962), la escena del café entre Paul y Nana, filmada de espaldas. En ella, de nuevo las voces nos llegan del espesor de los cuerpos, aunque ayude a reflejarlos el gran espejo que tenemos enfrente. Entre los gestos, los pequeños estremecimientos y las palabras, muchas veces parece haber casi coincidencias, pero sigue existiendo la misma obtusidad de las nucas, de manera que aquí, de nuevo, hay que creer sin ver (los ruidos ambientales, que indican de forma agresiva la toma de sonido directo, inducen a esta creencia). Esto también se puede apreciar, aunque inversamente, en el Don Giovanni (Don Giovanni, 1979) de Losey, en la escena del recitado de Donna Anna a Ottavio, al final del primer acto. El canto, iniciado con un asincronismo perceptible, continúa mientras los actores giran y seguimos su marcha hacia el fondo de una habitación. Ya no podemos suponer que la voz sale de sus bocas; su origen, primero incierto, acaba propagándose como si emanase, no de los cuerpos, sino del lugar, de la arquitectura. (Exactamente lo contrario de la decisión tomada en Othon [1969], en el que se ve a Lacus y Martian hablar mucho tiempo de frente antes de seguirlos de espaldas, en un largo travelling, aceptado en consecuencia como síncrono.) Cuestión de fe, la cuestión del sincronismo depende pues, ampliamente, de las estéticas que lo han regido. El sonido síncrono no es patrimonio del período «realista» del cine, especialmente en su variante neorrealista, que practicó, por el contrario, una ágil postsincronización. Se encontraría una primera estética de éste en Renoir, como respuesta a su deseo de respetar al actor como persona (se vio claramente cuando una restauración estúpida de Le crime de Monsieur Lange [1935], supuestamente en nombre de la comprensión de los diálogos, se olvidó de respetar las voces). Se encuentra una segunda en el cine directo, ese que encarna, hacia finales de los arios sesenta, una especie de matrimonio ideal de la virtud documental y de la virtud manipuladora (estética entendida, por Jean-Louis Comolli, en 1969, como posición política, marginal pero activa). O también en el empleo de Rivette, de Rohmer, de Straub, del sonido directo como garantía de verdad sobre el cuerpo filmado y su relación con el espacio: Al rodar con sonido directo, no se puede mentir sobre el espacio: se debe respetar, y al respetarlo se ofrece al espectador la posibilidad de reconstruirlo. (J.-M. S traub)

El sincronismo como conformidad imposible, y sin embargo deseada, de la voz y del cuerpo. Bresson:

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Barbarie ingenua del doblaje. Voces sin realidad, disconformes con el movimiento de los labios. A contrarritmo de los pulmones y del corazón. Que «se equivocaron de boca».

La boca, los labios, sí: pero como indicios de una corporeidad profunda, los pulmones, el corazón (el corazón-ritmo, pero además, cómo dudar de ello, el corazón centro de las pasiones, del alma). Esta conformidad también es, más intensamente, el problema de la imagen vocal. ¿Cómo representar la imagen de una voz? Hay casi una contradicción en los términos, entre lo que es del cuerpo y de la presencia —la voz— y lo que es de la vista y del parecer —la imagen—. La imagen vocal se comprende espontáneamente como resultante del misterio de la presencia humana, de una encarnación. De nuevo Bresson: De la elección de los modelos. Su voz me dibuja su boca, sus ojos, su semblante, me hace su retrato completo, externo e interno, mejor que si estuviese ante mí.

La voz es manifiestamente del cuerpo; Merleau-Ponty no tenía duda de ello, fustigando esos doblajes en los que los gordos eran doblados por voces de delgados y viceversa. En el otro extremo, el de la imagen, se plantea la mayoría de las veces la reproducción sonora como no-representación, como simple rastro. Casi siempre, su poder de presencia se sobreestima ingenuamente, como si no hubiera reproducción, representación, imagen. Ahora bien, ¿por qué no habría, como para toda imagen, un proceso analógico, con sus convenciones y umbrales de aceptabilidad, con su propio poder expresivo? Es verdad que esta imagen actúa sobre un registro poco amplio, ya que es poco modulable. Un párametro como la banda pasante' es poco sólido, es menos importante que la sensibilidad de la película para la imagen visible, ya que incluso la escucha telefónica no priva a la voz de su reconocibilidad, de su presencia. Sería más eficaz el dominio del registro del sonido, la elección de micro, de la distancia a la que situarlo, de la reverberación provocada por el entorno. Pero los efectos de la imaginería sonora, mientras no llegue al irrealismo puro y simple, seguirán siendo menores que los de la imaginería visual. Siempre es la voz misma, el «objeto» representado, el que aportará la presencia, la expresión, y no su reproducción. 1. Banda de frecuencias que un dispositivo o aparato deja pasar sin producir ninguna atenuación apreciable. (N. del t.)

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La imagen vocal en el cine, cuando la hay, la mayoría de las veces se desea tan neutra como sea posible. Si la fotogenia.ha podido imaginarse como lo que se agregaba discretamente al rostro al revelarlo a sí mismo, entonces, no hay ninguna fotogenia de la voz, ninguna «fono_ genia»: no hay intermediario entre la toma de sonido completamente plana, monótona, y la deformación expresiva. En la mayoría de los filmes, los diálogos se toman en plano corto, incluso en primer plano, para favorecer su comprensión. Esto es todavía más cierto en los filmes doblados, en los que todo lo que puede quedar aún del relieve de la toma de sonido es aplanado, uniformizado. Conocemos el carácter de nuestros allegados tanto por su forma de hablar como por sus gestos y su rostro. En las películas estándar todo esto se unifica. Los diversos personajes hablan del mismo modo. Se han repartido el diálogo en tajadas. Cada cual debe masticar su parte. (Barjavel)

¿Cómo usar la imagen vocal? El cine, desde hace cincuenta años, lo ha intentado esencialmente en tres sentidos: •Valorando el timbre de las voces. Hace falta algo de audacia, y no temer las trampas de la afectación. Jean Cocteau, al filmar a María Casares en Olfeo (Orfeo, 1950), no quiso reprimir el temblor de su voz, siempre quebrada, en exceso grave, que puede conmover o, si se sospecha su complacencia, irritar. Resultado: Casares tendrá el único rostro interesante del filme, un rostro inmóvil, blanco, maquillado como una máscara, más que una máscara y sin embargo aquejado de ese temblor, un rostro casi siempre temeroso de descomponerse; que se descompone, por lo demás, al final del filme. Este tipo de voces suelen gustar a pocos, sin duda porque es muy indiscreto descubrir el secreto de una voz, de una persona. (O en ese caso serán filmes «en primera persona», y si los ensayos filmados de Godard conmueven, también es por el inconfundible tono de su voz, triste y suave, y a veces un poco amanerada, como la de Verlaine). •Recurriendo de nuevo a la estética del cine directo. En el cine directo, la imagen vocal implica una definición de la voz en tanto que emitida en un lugar, y afectada por sus cualidades materiales, acústicas, por la atmósfera, el «ambiente» que éste aporta. Se ha comentado frecuentemente la decisión, tomada por Straub en Othon, de hacer leer el texto de Corneille a dos actores de acusado acento. El acento es un componente simple, «grueso» de la imagen vocal. Pero además, en Othon, los acentos son casi modelados, modulados, de forma diferente en cada plano, por la manera en que el cuerpo y su voz se instalan en el

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lugar. Distancias, del semilejano al muy cercano, espacios abiertos, invadidos por el rumor cacofónico de la ciudad, o espacios semicerrados: cada lugar modifica las voces, cambia su imagen aunque preserve, gracias a los acentos, su inmediatez. Las conocidas escenas de bar en los filmes de Godard no funcionan de manera diferente, ni, de un modo más oscuro, las escenas de conversación de Rohmer o de Rouch. •Llevando al límite extremo la práctica de la palabra. O, en un cineasta como Bergman, aún más allá de todo límite, como en esas escenas de confesión impúdica de las que ha hecho una especialidad. En Como en un espejo (Sasom i en spegel, 1961), al final de la cruel y siniestra velada de reencuentro familiar que abre el relato, tienen lugar dos conversaciones-confesiones entre el marido y la mujer. En la primera, Max von Sydow y Harriet Andersson, en plano medio, hablan detenidamente, pero a contraluz. Sus rostros apenas se distinguen, toda la gravedad de la escena pasa por las inflexiones de la voz. Después encontramos a la pareja en la cama, en un dilatado plano corto de sus rostros, vueltos hacia nosotros, en horizontal, y luego uno por encima del otro en el espacio del cuadro. Encuadre sofocante, habitual en Bergman, en el que se nota el deseo, no de desrealizar, de deshumanizar (como es el caso de algunos filmes recientes), sino, por el contrario, de filmar en continuidad la relación compleja, humana en exceso, de dos seres que se hablan sin herirse. (La misma idea se recoge en la escena siguiente, el despertar de la pareja a la mañana siguiente; la cámara, sencillamente, ha pasado al otro lado de la cama) En todos los casos, se trata siempre de hacer concordar una voz con un cuerpo, la imagen de una voz con la imagen de un rostro, de centrar la representación a la vez sobre uno y otro. El «vococentrismo» corresponde al centramiento sobre los rostros, ya que tanto uno como otro sólo son maneras del «centrismo» generalizado que caracteriza la era del sujeto moderno. Esta era del declive del Texto, es, como ha señalado Michel Foucault, la del advenimiento de la palabra que sale de cada cual, del individuo, del sujeto, como glorificación de ese sujeto en contra de la evidencia misma de su «sujeción». Con este rodeo la modernidad cinematográfica que proviene del neorrealismo encuentra la «modernidad» a secas. (El cine, o el viejo arte moderno.)

A propósito del retrato al fin posible Rostro-humano, rostro-voz: en el cine, desde la posguerra, el rostro se estudia como lugar de acceso a una «verdad» profunda de la perso-

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na. Para este tratamiento del rostro, no hay mejor término que retrato. Ahora bien, a pesar de la abundancia de filmes de los que la crítica ha tenido la impresión de que eran retratos (de la estrella, del director, de la época), no es tan evidente hablar de retrato en el cine. Para delimitar, en el cine, lo que podría ser el retrato de una manera diferente a la imprecisión de la aproximación metafórica, lo más oportuno sería examinar uno a uno los rasgos definitorios del género del retrato ahí donde nació y donde lo encontramos, en la pintura. Referencia al individuo, descripción acompañada de mostración, expresividad sostenida por un deseo de veracidad, condiciones vinculadas al dispositivo retratístico (diegetización, mirada, singularización): esta sencilla lista ya pone de manifiesto una división entre criterios más externos, independientemente de su importancia —las condiciones de la puesta en escena—, y una perpectiva esencial que sería, por el contrario, el más definitorio de los rasgos definitorios. Es interesante considerar criterios formales, pero tal vez no lleven muy lejos. ¿Cómo, desde qué punto de vista, a qué distancia, con qué relación con el entorno circundante, con qué constreñimientos o con qué libertades en el uso de las miradas recíprocas, se filma el rostro humano? Ésta sería poco más o menos la pregunta infinitamente subdividida que sugeriría el paralelismo con el retrato pintado. Ahora bien, la variedad de soluciones cinematográficas a estas cuestiones es tan amplia, estas mismas cuestiones están tan cerca de las que definen la puesta en escena del cine en general, que es muy dudoso que se logre delimitar así, en los filmes, los momentos del retrato; a fortiori, que se logre determinar qué filmes contienen retratos. El plano de Bellísima que muestra a Anna Magnani y a la niña mirando juntas la prueba que esta última ha efectuado podría, extraído de la banda fílmica, enmarcarse ventajosamente como retrato. Su iluminación contrastada, que reparte significativamente la sombra entre los dos rostros unidos, la intensidad de la mirada al frente, el aspecto preocupado y afligido del adulto, el aire ausente y despreocupado del niño, compondrían uno de esos retratos donde el sujeto dice a la vez un poco de su persona social y mucho de su verdad subjetiva (en unas proporciones inversas a las de la foto Harcourt analizada por Barthes). Sin embargo, este plano no aparece así en el filme, al menos no únicamente así. Aflicción y despreocupación, por ejemplo, actúan una en relación a la otra (este plano subraya decisivamente la relación enrarecida que se ha establecido entre los dos personajes: el aire retraído de la niña es la respuesta, negativa, ofrecida al fin a las maquinaciones de la madre), pero también en relación a lo que ocurre entre la pantalla de la

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prueba y ese «plano-retrato» (la sala de proyección donde estallan las gruesas risas del equipo). Este tipo de dificultad ha llevado, muy lógicamente, a buscar una definición más estricta del retrato cinematográfico, del momento retratístico en el filme. En su estudio del «hombre de cine», Nicole Brenez propone así definir tantas figuras del retrato como modos de representación del hombre en el cine. Ahora bien, ella advierte con razón que, si no se quiere entrar en el peligroso terreno (en tanto que formalista) de una definición del retrato cinematográfico como fragmento separable, hay que renunciar a la aparente simplicidad de la equivalencia con el retrato pintado. Hay que renunciar a buscar únicamente el retrato en la estasis, en la secuencia sin acción. No porque no haya filmes para los que sea ésta la mejor definición, ya que se quisieron así, como Le Silence de la niel- (1949), en el que los primeros y primerísimos planos de Howard Vernon, muy estáticos, en unas posturas extremadamente poco naturales, parecen extenderse en el tiempo de modo indefinido, mezcla de fotogenia (de una fotogenia de fotógrafo y de técnico en iluminación) y de retrato. Pero estos retratos se presentan demasiado lisa y llanamente como tales para concederles otra credencial que no sea estrictamente formal. Además, el origen pictórico de este principio no está completamente probado, porque olvida que el retrato pintado también tiene que ver con el tiempo, en forma de captura del momento favorable. Un gran retratista del siglo xvn, digamos Van Dyck, comenzaba por disponer a su modelo, por acomodarlo a un decorado: primer montaje, a cuyo término conseguía la actitud expresiva deseada. Van Dyck era famoso por su rapidez de ejecución; en unas horas de pose estaba hecho lo esencial del retrato: el rostro estaba pintado. Después, un ejército de ayudantes se ocupaba, uno de la ropa, otro de las manos (las excelentes manos que fueron la gloria del pintor y que a menudo no eran las del modelo). Segunda serie de operaciones, segundo montaje. Todo está montado, fabricado, pero para el rostro se juega la carta de la destreza, el pintor sólo es excelente si trabaja con rapidez, antes de que la pose y la expresión sugerentes que ha conformado empiecen a desaparecer. Dos siglos después, Ingres, que se creyó el continuador de los clásicos, llevaba el sistema a su paroxismo: Tened por entero en los ojos, en la mente, la cara que queréis representar, que la ejecución no sea más que el cumplimiento de esta imagen ya poseída y preconcebida.

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Lo que está «en los ojos» es lo que sale del espíritu; son conocidas, por otra parte, las crisis de llanto y de furia que sufría Ingres ante sus modelos, en tanto no podía llegar a hacer corresponder uno con otro. Pero la coincidencia se producía, aunque sólo fuese en el tiempo de una exhalación, y enseguida el retrato estaba casi hecho (es la conocida anécdota contada por Monsieur Bertin, ante el que Ingres había llorado y gemido mucho, y que un día, habiendo adoptado por casualidad la postura que sería la de su retrato, vio al pintor abalanzarse sobre él y decirle: «Venid mañana, vuestro retrato está hecho»). El retrato de Monsieur Bertin es de 1832, y la fotografía ya está en ciernes. Igual que un cazador, el fotógrafo [...] no dispone más que de un instante. Necesita acechar a su presa para captar con un disparo la expresión reveladora. Conseguida la foto, desaparece. [...] El cometido de un buen retratista es serei instrumento sensible gracias al cual se revela una personalidad.

Estas líneas de Gisèle Freund casi podría haberlas escrito el pintor que supo captar de golpe la personalidad de Monsieur Bertin, en el instante crucial. En la fotografía y en la pintura, el retrato es cuestión de aprehensión. Pero el cine no capta instantes, solamente duraciones (una de las aporías de la fotogenia es haber pretendido captar un instante crucial). No tiene, pues, que calcar minuciosamente, sobre el retrato fotopictórico, la idea de un retrato cinematográfico. De modo un poco idealista, se partirá, pues, antes que de similitudes formales, del valor del retrato, haciendo hincapié en la relación de verdad que se supone que presenta. El retrato cinematográfico, así, llegaría a su plenitud en las circunstancias fílmicas en las que se perfila una expresividad individualizada y que no busca más que la veracidad. En este sentido, sin duda demasiado general, el cine de la posguerra parece buscar el retrato mejor que otros, puesto que tiene que ver, más que los demás ideales del rostro cinematográfico, con un ideal de verdad. Sobre todo, no hay que trivializar esta tesis. Puede parecer evidente, en efecto, que un cine cuya preocupación estético-ética se dirige al fondo de lo real apunte a lo real del hombre, o sea, si nos atenemos al término, a su verdad. Ahora bien, lo importante sería sobre todo plantear, negativamente, que no hay retrato cinematográfico —con todas las excepciones que se quieran— fuera del tratamiento del rostro humano que promovió el realismo de la posguerra y que hizo de él un rostro-retrato. Criterio esencial, no está cortado del cuerpo, como fre-

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cuentemente está el rostro fotogénico o glamouroso, sino que él solo expresa el conjunto de la persona, rostro-expresión que resume y que hace visibles, para quien quiera ver, las cualidades profundas del modelo. O, mejor que del modelo, del sujeto. La primera y más manifiesta diferencia entre retrato pictórico y retrato cinematográfico sería, efectivamente, que este último no podría confundir modelo y sujeto. El modelo está del lado de lo profílmico, en el sentido pleno de este término de la filmología («lo que está dispuesto delante de la cámara con vistas a la filmación»), mientras que el sujeto es aludido en lo fílmico o en sus alrededores (la diégesis, por ejemplo, siempre en el sentido exacto de la filmología, es decir, «en la intelección»). Ahora bien, ¿qué define al sujeto del retrato? ¿La singularidad, tal vez? Éste era indiscutiblemente el caso de la pintura: Si la pintura es una imitación de la naturaleza, lo es doblemente con respecto al retrato que no representa solamente un hombre en general, sino tal hombre en particular que se distinga de todos los demás. (Roger de Piles)

Pero, ¿qué singularidad se retrata en el retrato cinematográfico? La respuesta a esta sencilla pregunta no es sencilla, y no se conseguirá salir del apuro identificando, por muy tentador que sea, el modelo con el actor, el sujeto con el personaje. El propósito mismo del cine en el que se produce el retrato es enturbiar esta separación entre actor y personaje. Los filmes de Rossellini se ven al menos como una descripción tanto de Ingrid Bergman como de Irene Wagner, de Karin, de Katherine Joyce. O, si se encuentra la conjunción Rossellini-Bergman poco convincente por estar demasiado cerca de la confesión indecente, no se tiene más que sentir a la misma Anna Magnani, con su rostro, su cuerpo, sus gestos, hasta sus manierismos, como objeto de Bellísima, de L'Anzore, de Mamma Roma (Mamma Roma, 1962). Esta participación del actor en el sujeto del retrato es incuestionable, si se le prefiere otra vez, en Renoir, que, según sus propias declaraciones, no acometió Nana, La carroza de oro (La carrosse d'or, 1952) o Elena y los hombres (Elenne et les hommes, 1953) más que para poder rodar con Catherine Hessling, Anna Magnani e Ingrid Bergman, y hacer su retrato. La conjunción Rossellini-Renoir evoca al punto otros nombres de cineastas, toda una filiación encarnada sobre todo en dos generaciones de cineastas franceses: la de Rivette y Pialat, y esa otra más joven que

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reivindica a su vez a estos dos maestros. Jacques Rivette sería el transmisor. Después de haber admirado, como joven crítico, a ambos, sistematizó, uniendo la improvisación rosselliniana con la pasión por la dirección de actores de Renoir, esa forma de vampirismo que consiste en nutrir a los personajes de la sustancia viva de los actores. Éstos están obligados a inventar ininterrumpidamente, a extraerlo todo de su saber, y se diría que de su vida misma. Es difícil que otro método de puesta en escena hubiera logrado, por ejemplo, la escena tremendamente desasosegadora en la que Sébastien desgarra su ropa mientras llora en L'amour fou (1968), en un largo plano fijo en el que las lágrimas tienen que brotar continuamente. Al cotejarla con cualquier escena de violencia parecida, pongamos con Paul Newman representando a Tennessee Williams, se comprobará que el Método, por el contrario, en tanto que tiende a una expresividad acmeica e instantánea, no hubiera podido crear nada semejante, que dure, que se eternice. El método rivettiano es además retorcido, ya que deja creer al actor vampirizado que todo sale de él. En L'amour fou, Rivette permitió a Jean-Pierre Kalfon llevar realmente a escena a Racine ante la cámara... para hacerle olvidar más fácilmente quién era el auténtico director. (En La bella mentirosa [La belle noiseuse, 1993], el personaje de Frenhofer es también un metteur en scène, incluso un maístre en scene, que no vacila en tratar con brusquedad el cuerpo de su modelo para hacerle expresar su verdad. Metáfora apenas encubierta, casi didáctica, un poco irónica, de la figura del cineasta que Michel Piccoli interpreta con gran conocimiento de causa.) La captación ejecutada por Pialat es, en cierto sentido, más inocente, más confesa, pero su naturaleza apenas difiere de la anterior. Un filme como A nuestros amores (À nos amours, 1983) prodiga los momentos de verdad y las «escenas-trampa» (Alain Philippon), en las que el actor es conminado, de improviso, por la puesta en escena, a sustituir al personaje (trampa temible cuando el actor es un no-profesional que actúa muy cerca de su propio personaje, como es, por ejemplo, el caso de Jacques Fieschi durante la escena del banquete de boda). Por lo que se refiere al retrato de Sandrine Bonnaire en el mismo filme, es casi imposible decir lo que concierne a la actriz y lo que concierne al personaje de la chica. Se pasa, de forma convincente, de episodios que son retratos de personaje (los tres fragmentos de On ne badine pas avec l'amour, al principio del filme, visiblemente destinados a mostrar el progreso de la joven, incluso en su rostro), a otros que retratan a una joven de dieciséis arios en su primer filme (el célebre plano-secuencia entre padre e hija, que concluye en un momento de indescriptible com-

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plicidad a propósito de un hoyuelo desaparecido). El retrato es ambiguo, refleja exactamente la ambigüedad del papel del padre, que es también el director. Puesta en escena retorcida en Rivette, perversa en Pialat: el retrato del sujeto-actor es difícil de alumbrar, como prueba, a cuál mejor, el cine de algunos de sus contemporáneos. Éric Rohmer, cuyos filmes han absorbido la sustancia vital de varias jóvenes actrices, ha elaborado para conseguirlo una trampa de otra índole. A partir de un plan narrativo, discute con ellas, para después integrar sus ideas en un texto que interpretará desde ese momento el papel de obligación, pero una obligación aceptada, deseada. Así, el retrato es doble, indisociable. El amigo de mi amiga (L'ami de mon amie, 1987), por ejemplo, nos hace el retrato, no de Emmanuelle Chaulet ni de Sophie Renoir, sino de Emmanuelle Chaulet como Blanche, de Sophie Renoir como Léa: ni la actriz ni el personaje, sino la actriz en el personaje (la actriz, específicamente, los actores no interesan a Rohmer del mismo modo). Jean-Marie Straub no pretende, hablando con propiedad, hacer retratos, pero el vampirismo sigue campando a sus anchas en su cine, desde que lo reivindicara a propósito de la interpretación de Juan Sebastián Bach por parte de Gustav Leonhardt en Chronik der Anna Magdalena Bach (1967). El cine de Straub-Huillet, por lo general, se cimenta en la estrecha relación entre un texto y un lugar, pero una relación que no es dada de antemano, que el texto permite pero no fuerza, y que el actor se encargará de hacer efectiva. Para eso el actor tendrá indefectiblemente que darse por entero, y los filmes registran también cuerpos, no torturados, pues la palabra sería excesiva, sino vejados. Adriano Aprà en el papel de Othon ofrece un cuerpo que se mantiene rígido, nunca en reposo, enteramente tenso, tal vez por la dificultad de la dicción y la memorización, sin ninguna duda por la dureza física del rodaje, el calor, el sol. También en Moses und Aran, Der Tod des Empedocles (1986) o Schwarze Siinde (1988) proliferan las imágenes de pieles demasiado expuestas al sol, y en el citado en último lugar, un actor asmático profiere largos parlamentos tumbado sobre un suelo lleno de guijarros. Anteriormente hemos dado con una definición de la puesta en escena como arte de la dirección de actores y del ordenamiento del espacio y del tiempo de su actuación (G. Legrand). El cine de Straub-Huillet, tan cercano a los de Rivette, Pialat o Rohmer por su preocupación común por sacar provecho del actor (tanto y más que por dirigirlo), deja ver más claramente quizás el «vínculo» existente entre el actor y su escena, la escena donde lo sitúa la puesta en escena, el vínculo entre cre-

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encia en una verdad liberada por el actor y creencia en la puesta en escena como motor estético (ético, además) del cine. En lo concerniente al actor, este cine recoge exactamente, como se ha visto, una concepción muy extendida en la posguerra. El papel del actor es asimilar el diálogo y las descripciones para hacer una reconstrucción total en carne y hueso; pero una reconstrucción posible entre una infinidad de otras. Ése es el maravilloso papel del actor: da un alma al personaje, de manera que el autor del filme no puede dejar de experimentar una angustiosa aprensión ante la primera proyección en pantalla, durante su encuentro con su personaje, del que hasta ese momento no conocía más que manifestaciones a decir verdad sin vínculo en el que poder creer; en lo sucesivo se ha resuelto un enigma: ese hombre es el personaje. [...] La dirección de un actor por parte del director consiste, pues, en proporcionar al actor «recuerdos» de un ser que no es el suyo, desde luego, pero de un ser que sólo es un ser si le da el suyo propio. (Pierre Bailly, 1950)

En cuanto a la puesta en escena, ha sido, más que un concepto, una consigna, un grito de guerra, el de los jóvenes críticos de Cahiers du cinéma durante los arios cincuenta. Que la primera palabra del primer artículo firmado por Jacques Rivette aparecido en Cahiers da cinéma fuese «evidencia» evoca suficientemente cuál era el ideal defendido por esa consigna. El artículo, titulado «Génie de Howard Hawks», abordaba, naturalmente, el aspecto espacio-temporal de la puesta en escena, pero la famosa fórmula sobre «la cámara a la altura de la mirada del hombre» no hablaba tanto del dominio del espacio como de la mirada del cineasta sobre sus actores. (Todavía hoy, Jacques Rivette se resiste a filmar un rostro en primer plano, por miedo, según confiesa él mismo, a la división del cuerpo, por rechazo del cine de montaje, en pocas palabras, por respeto a la globalidad del movimiento del cuerpo.) Durante los diez arios siguientes, esta escuela crítica defendió de forma sistemática el cine americano, lo prefirió al cine francés por acercarse más al ideal de la puesta en escena: saber mirar a un actor interpretando, es decir, casi corolariamente, saberle «hacer» actuar, dirigirlo. En realidad, el estilo de puesta en escena practicado por Rivette en sus propios filmes no es más que una activación del aspecto documental que implicaba, al seguirla hasta el final, la consigna de la puesta en escena. Así se explicaría esa paradoja de una Nouvelle Vague más europea de lo normal cuando para sus autores no había otra cosa que Hollywood: la puesta en escena, en la lectura de Rivette, de Mourlet, de Legrand, es la aplicación, trasladada consciente o inconscientemen-

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te al cine americano, de un ideal nacido en Europa, nacido de la guerra europea. (Quedaría por precisar por qué el ideal de la puesta en escena no ha podido desarrollar, en terreno hollywoodiense, ese aspecto documental, y, por consiguiente, por qué la cuestión del retrato no se ha planteado allí: evidentemente a causa de la economía —y de la economía simbólica— del actor, que está condenado a seguir siendo modelo, siempre modelo.) Así, existe un cine en el que el actor es tanto sujeto como modelo, en el que es el objeto del retrato que dibuja el filme. A la inversa, el personaje puede superar al sujeto para formar parte del modelo. Aquí se impone un tipo de filmes que atraviesa los géneros, el de la biografía, el «retrato de un gran hombre» (N. Brenez). El objeto de El Evangelio según san Mateo (II Vangelo secondo Mateo, 1964), de Pasolini, es el Cristo que interpreta el actor Enrique Irazoqui. Pero, ¿no se puede decir, más fácilmente, que el filme retrata a ese actor (un aficionado, un estudiante sin experiencia) pretendiendo encarnar un modelo que es Cristo? Cristo es, de entrada, un modelo complejo, ya que sólo puede incluir las innumerables figuras de Cristo forjadas por la iconografía o por la patrística, por lo que se puede pensar que la perspectiva es en este caso particularmente indirecta. Pero el principio seguiría siendo el mismo en cualquier retrato cinematográfico de un gran hombre que no tuviera relación con este hombre mismo, sino con la infinita nebulosa de sus imágenes ya constituidas. Los ejemplos son numerosos, ya que el cine siempre ha tratado de resucitar las grandes figuras del pasado histórico en cuerpos de actores. Pero hay biografías filmadas en las que el actor no debe tenerse en cuenta, como la célebre serie producida a finales de los años treinta por la Warner Bros, que hizo pasar a Paul Muni indistintamente de Pasteur a Émile Zola y a Juárez. Lo que interesa al cine moderno, por el contrario, es la persistencia del actor como cuerpo, como persona completa, tras la imagen del gran hombre aludido. Todo está íntimamente relacionado en el cine. Que el actor encargado de encarnar a un personaje histórico [...] no cuente nunca con el maquillaje. [..] El alma de un héroe o de un monstruo no se puede maquillar y eso es lo que hay que captar. Ambición desmedida, desproporción entre la realidad del gran Hombre y la ficción del actor. Que este último no confíe demasiado en los contornos de los personajes históricos que le son ofrecidos, sino que se esconda discretamente tras la ilusión que nos quiere dar de ellos. (Fernand Ledoux, 1949)

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Por otra parte, la modernidad sólo tiene, a este respecto, fronteras vagas, pues las increíbles representaciones plásticas de Nicolai Cherkassov, encarnando con pocos arios de diferencia no solamente a Nevski y al Terrible, sino también al tsarevich Alexei (en Petr 1[1937 -19391), a Ivan Pavlov, a Mussorgski y a Don Quijote, hacen del cuerpo de este actor un extraordinario intermediario en la expresión de estos ilustres modelos. No hay, pues, ecuación simple de la pareja actor-personaje a la pareja modelo-sujeto. El cine salido del neorrealismo cultiva, en el ámbito de la retratización del rostro humano, las ambigüedades y las formaciones intermedias. En Francesco giullare di Dio (1950), la representación de san Francisco y de sus compañeros por parte de unos simples frailes frustra toda certeza. Rossellini no hace el retrato de los frailes como individuos, pero tampoco como personajes históricos. El filme retrata, de hecho, a alguien que no es ni san Francisco ni el actor anónimo que le presta su cuerpo, o mejor dicho, que es uno y otro a través de su condición común de fraile franciscano. Lo que no es ambiguo es la mirada, idealista, esencialista, extremadamente humana, a punto de contemplarse a veces, finalmente, como casi ultrahumana. Esto, por ejemplo, y aunque sea un poco excesivo, es lo que se dice a propósito de El diario de un cura de campaña (Le journal d'un curé de campagne, 1950): Y lo que ve Dios, en el filme de Bresson, lo que ve el sacerdote en sus feligreses, no es su rostro de circunstancias, el que presentan a sus allegados, o mejor el que les crean sus sentimientos cuando se creen sinceros, sus intereses cuando disimulan: los personajes ofrecen aquí su verdadero y profundo rostro, el que se manifiesta al sacerdote, el que llevan ante Dios, esa imagen de sí mismos que condenarán o salvarán, pero de la que no podrían despojarse. [...] Y se les reprocha no ser naturales, no encontrar a cada instante la expresión que ilustre tan rigurosamente como sea posible la configuración presente de su pensamiento, como si, en lo sobrenatural, hubiera tiempo para hacerse natural, como si, ante Dios, se pudiese poner cara de circunstancias, corno si, en esa instancia suprema, hubiera ocasión de preparar la más refinada de las mentiras, la naturaleza. (Oswald Ducrot, 1951)

El rostro y la eternidad, al fin encontrada.

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Posludio La eternidad tiene corta duración, y el cine no pudo evitar que le alcanzara la contingencia, su época, el pequeño apocalipsis que sufrieron los países ricos a finales de los arios sesenta. Una vez más, fue ante todo cosa de Europa, del cine de arte y ensayo, indudablemente. Pero no sólo eso, pues era también época de exilios, de viajes. Renoir y Rossellini habían peregrinado a la India diez arios antes, pero ahora eran América y África las que acababan de crear sus redes de afinidades secretas en la vieja Europa. (El Cinema Nôvo brasileño, durante una época, no existía en ninguna parte tanto como en el triángulo París-Venecia-Karlovy Vary; es también el momento en el que Jean Rouch realiza un filme titulado Afrique sur Seine [1969]). El rostro no podía pasar por todo esto, el apocalipsis y las penurias, sin quedar marcado. Dos filmes, uno un poco antes, el otro justo después del cambio de década, serían, de forma conjunta, un cómodo emblema de todo esto, al poner de manifiesto con sus títulos, sus proyectos, su insistencia sobre el rostro, lo esencial de lo que concernía entonces al rostro cinematográfico. El primero es obra de un americano de apellido griego (pero que fue sobre todo reconocido en Francia, primero en la forma casi clandestina del «culto»). Faces (1968), rostros, el título es todo un programa, cumplido por el propio filme. Largas escenas de conversación, prolijas, interpretadas en un estado de empatía ajeno a la realidad, colman los rostros de emociones, los hacen rebosar, siempre al límite de la descomposición, para enseguida recuperar el dominio de sí mismos. La cámara torrencial de Cassavetes sale en su busca, se hace con ellos, los extrae en dilatados primeros planos, todavía más magnificados por la textura del dieciséis hinchado. Son mostrados como presas pasivas de todo aquello que los atraviesa, de todo lo que fluye y se derrama, las lágrimas, la palabra, la emoción. Nada hay de esto hay en Les hautes solitudes (1974). Los primeros planos de Jean Seberg no son, en este filme, las agitadas palpitaciones de un rostro en continuo movimiento, arrastrado por las corrientes del amor (lovestreams). Por el contrario, los planos son inmóviles; el rostro mismo más bien parece esforzarse por contener, por reprimir las emociones que lo agitan; la materia ya no es una danza de granos luminosos, sino que evoca la piedra porosa de la que están hechos los sueños. Grandeza y soledad: el rostro es exaltado pero está solo, es una mujer joven que sufre y a la que, por eso, Philippe Garrel erige un monumento.

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La distancia entre estos dos filmes es grande. Ahora bien, en este espacio se producen varios filmes significativos, que, en su conjunto, hacen pasar el rostro filmado de la exaltación a la soledad, sin abandonar el registro común, el de la angustia. El rasgo más evidente, el más impresionante de todos estos filmes, es la crueldad. La filmación se convierte en una trampa; la cámara, en una máquina infernal. La cámara de Cassavetes aún salía al encuentro de los rostros, iba a buscar en ellos los afloramientos de la emoción, de la expresión. Pero la cámara es mucho más temible todavía si no se mueve, si se fija, si mira frontalmente, sin desviarse. Bergman y Godard fueron los primeros en aventurarse en esa dirección. Una de la últimas escenas de Persona (Persona, 1966) es el cara a cara entre las dos mujeres durante el que la enfermera explica, en un largo monólogo asertivo, la causa de la locura de la otra. Toda la escena está construida sobre una doble figura del desdoblamiento. El monólogo, en primer lugar, se repite dos veces, de manera idéntica, una primera en voz en off, mientras vemos el rostro de Liv Ullmann (ella se esfuerza en huir de la frontalidad, intenta evitarla de vez en cuando ofreciendo su perfil), después una segunda, simétricamente, sobre el rostro de Bibi Andersson. Las dos veces, el encuadre se cierra para acabar en gran primer plano. Al final de la escena, la simetría y la reiteración son tales que pueden inscribirse en el espacio de un único encuadre: rostro compartido, collage de dos mitades de los rostros de una y otra (Alma intenta, en vano, exorcizar esa identificación absoluta: «¡No, yo no soy tú!»). Godard recoge frecuentemente esta idea de la trampa y de la identidad: sencillamente, el discurso ya no será el de la psicología, el de la empatía entre los personajes, sino el frío discurso de la política, la mala conciencia, el arrepentimiento, la vergüenza. La cámara se hace aún más rígida, aún más frontal, como en esos efectos de fotomatón que se ven en La chinoise (1967: Jean-Pierre Léaud y Juliet Berto recitando un pasaje de Mao), en Week-end (Week-end, 1968: el discurso «cruzado» de los dos proletarios del tercer mundo), en Todo va bien (Tout va bien, 1972: los clichés de identidad de Yves Montand y Jane Fonda, al inicio del filme). Poco después, la Jeanne Dielman (1975) de Chantal Akerman se encierra también en un armazón de planos largos, en un decorado elegante, cargado de sentido (el kitsch pequerioburgués). Sus gestos monótonos están sujetos a la férrea ley de las perpendiculares: líneas rectas de los marcos de las puertas, del suelo, frontalidad absoluta de la cámara, rigidez del encuadre. La impresión es más sofocante todavía

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en cuanto ya no es la cámara la que se encarga de encuadrar al personaje, sino que es éste el que se reajusta incesantemente (sin otra alternativa: el encuadre no se moverá nunca, y el gran angular, necesario dada la exigüidad del pequeño apartamento bruselense de dos habitaciones, no vacila en cortar las cabezas de los actores que quieren escapar de ese centro). No es extraño que la dicción, el discurso, sean también tan monótonos, una larga letanía de la vida gris, que desgrana también, siempre bajo el signo de lo rígido, de lo perpendicular, News ,from Home (1976). Ni siquiera Maurice Pialat escapa completamente, en esa época, de producir rostros casi atrapados en una trampa. Es cierto que L'enfance m'e (1967) mostraba ya, como nunca hasta entonces, la cerrazón de un rostro infantil, su soledad, su prisión. Pero Nous ne vielleirons pas ensemble (1972) retorna a las historias adultas, a la más corriente: una pareja se separa. La ruptura, con sus moratorias, sus intermitencias afectivas, es puntuada por escenas de discusión o de pelea; escenas de cama, escenas de coche, especialmente de coche. Personajes encerrados en el lugar privilegiado del individualismo, el asiento delantero de un coche. Dentro del armazón de vidrio, de metal, de molesquín, la violencia de las escenas (que en otro lugar se manifiesta en los gestos de impotencia nerviosa de Jean Yanne) ha de mantenerse contenida. Entonces golpea los cuerpos, y aún más los rostros, que se mantienen rígidos; la inexpresividad de Marlène Jobert, de repente, adquiere sentido: su rostro ya no es nada, no más expresivo que una superficie en la que por el contrario viene a imprimirse algo, la palabra del otro, la palabra anónima, pobre, previsible que los rige a ambos. El aprisionamiento del rostro, el primer plano, la perpendicularidad, tienen, pues, finalmente este sentido: arrebatarle la posibilidad de ser el exterior visible de un interior invisible, hacer de él una superficie de inscripción material, sensible a algo que lo afectará, por decirlo así, desde fuera, a un texto. En La maman et la putain (1972), los tres protagonistas —sobre todo Jean-Pierre Léaud y Françoise Lebrun— disertan sobre sus pasiones, pero como si les fuesen ajenas, como si las examinasen, las citasen. El monólogo final de Veronika (casualmente, el nombre de Karina en El soldadito [Le petit soldat, 1963]) es muy dilatado; el texto, sabiamente trufado de modismos del momento, se sigue casi con puntos y comas, aunque no se descuida su carga trágica. El rostro de la actriz (para ella, además, era su primer filme) ha de dejar pasar el texto, someterse a él, ser la página en la que se lee, pero no puede evitar que lo descomponga. Personaje, actriz, modelo, sujeto: to-

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dos lloran, pero ningún gesto de la cámara recoge esas lágrimas, como en Cassavetes. El texto, en su rigor, es la base de varios filmes de esos arios. En Othon, de Straub-Huillet, la obra de Corneille impone de entrada su presencia. En el segundo plano, Othon habla muy deprisa; nada permite olvidar que recita, pero no se le ve, sólo se ve la circulación de los automóviles más abajo del Palatino. En el tercer plano, está presente en la imagen, con su confidente, aunque de espaldas, iluminado por reflectores, y las voces llevan el texto a través de los cuerpos. En el quinto plano, el rostro está de perfíl, muy ceñido por el encuadre, que le sigue mientras que el actor anda. Etcétera. Siempre prima el texto, y cuando se muestran los rostros, éstos no expresan nada: exhiben el texto. Este rígido principio no impide, por otra parte, la variedad, como se aprecia en la propia Othon, en la que los rostros son otras tantas tablillas hechas con ceras diferentes. Del mismo modo, ese principio empleado en otras obras operará con arreglo a formas diferentes, como en Jaime le soleil (1971), de Marguerite Duras, filme en el que la dicción es, por el contrario, uniformemente lenta, obsesiva, pero en el que los rostros también se observan fijamente, abandonados presa del esfuerzo de declamar el texto (cada uno de esos rostros de actores de teatro se vuelve entonces una máscara). En este abandono progresivo de la humanidad manifiesta del rostro, los buenos viejos tiempos del cine clásico se han perdido para siempre. ¿Qué malos nuevos tiempos deberá afrontar, entonces, el rostro cinematográfico?

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L'amour fott, de Jacques Rivette

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Shadows, de John Cassavetes

La mamai, et la putain, de Jean Eustache

El rostro exaltado

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Les hautes solitudes, de Philippe Garrel

Persona, de Ingmar Bergman

...y vaciado

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El rito, de Ingmar Bergman

Nosferatu, el vampiro, de F. W. Murnau

La máscara: la muerte, el terror

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Satyricon, de Federico Fellini

Los ojos sin ¡ostro, de Georges Franju

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Muerte en Venecia, de Luchino Visconti

Nueva ola, de Jean-Luc Godard

El rostro descompuesto:

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La religiosa, de Jacques Rivette

Van Gogh, de Maurice Pialat

... el agotamiento

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Nihon no yoru tokiri, de Nagisa Oshima

2001: una odisea del espacio, de Stanley Kubrick

El rostro descompuesto: la violencia

5. El rostro descompuesto

El público se escandalizó porque Manet pintaba un rostro exactamente de la misma manera que un sombrero. Charles Rosen y Henri Zerner Cualquiera que haya seguido las aventuras de la imagen habrá asistido, en los últimos diez, veinte o treinta arios, a la extraña «retirada» del rostro humano. Los filmes que tienen éxito son decorativos, mitológicos, ecológicos. Las estrellas se marchitan, la cirugía estética (o sea, la publicidad) se extiende, el cuerpo fluctúa en un mercado desregulado de prótesis y de signos. La guerra ya no es ésa en la que un soldado descubre dentro de una trinchera, en el rostro del otro, que no puede matarlo (pienso en un viejo filme de Lubistch, Remordimiento [Broken Lullaby, 19321: la guerra se convierte en el triunfo de lo visual sobre el fondo de un rostro perdido. S erge Daney

La reificación En una parte, tal vez marginal pero seguramente significativa, de la producción cinematográfica reciente, el rostro se trata, de manera in-

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sistente, corno prohibía la tradición: como un objeto. Su propia belleza, su significación, su expresión misma son eliminadas. Desprovisto de sentido, desprovisto de valor, ese rostro apenas entra en un intercambio cualquiera e impide la contemplación. Ese rostro cinematográfico, más aún que los de los años veinte y cincuenta, es poco frecuente en estado puro. Insiste, errático, parcial, en forma de efectos pertinaces cuya característica común es parecerse a una pérdida, a un abandono, a una derrota. Cierta inclinación del cine, digamos, de los arios setenta y ochenta, habría desrostrificado el rostro. Un filme reciente se ha presentado como una especie de muestrario de estos efectos. A Mala sangre (Mauvais sang, 1986), segunda película del más ambicioso de los jóvenes cineastas franceses, no le faltan ni complacencia ni afectación. Pero, del mismo modo en que esta ansia de maestría sale a la luz sin ambages en el filme, éste muestra un trabajo más consciente que otros sobre la materia fílmica y también sobre la materia del rostro. Describir los aspectos más llamativos de este trabajo dará un primer catálogo del «no-rostro») En cierto momento del filme, en una escena de desenfreno, dos rostros (los de Michel Piccoli y Denis Lavant) se aplastan uno junto al otro contra un cristal, justo delante de la cámara. Las narices y las bocas se ensanchan, los ojos se cierran, las carnes se aplanan. (No deja de ser interesante que este aplastamiento evoque una correspondencia extracinematográfica, la del arte xerográfico del autorretrato, bastante en boga en 1985.) Pero que los rostros se aplasten sobre un cristal también significa, casi de una manera muy literal, un aplastamiento generalizado contra el cristal del cuadro. No hay ya profundidad apreciable como tercera dimensión espacial imaginaria, sino solamente como una posibilidad plástica más, la del trabajo sobre la profundidad de campo (y seguramente no «profundidad del campo», pues no se trata en modo alguno de una utilización dramática de la profundidad). Por ejemplo, los flous que se prodigan a lo largo del filme no tienen nada que ver con el fiou artístico de los arios treinta. Así, se filma al menos dos veces una escena de persecución con un travelling hacia atrás en el eje, de manera que uno de los actores aparece nítido y el otro borroso. El procedimiento, naturalmente, no está exento de significado (una focalización, al menos tosca, de la narración y de la atención). Pero predomina el efecto 1 Hemos traducido dé-visage por «no-rostro». No obstante, se ha de tener en cuenta que el verbo dévisager significa en francés mirar fijamente o escrutar, pero también desfigurar. (N. del t.)

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plástico, casi físico, sensorial: aplanamiento, aplastamiento del espacio, que comprime los rostros. Los bordes del cuadro cambian de valor, ya no son límites de un encuadre sino de una superficie. El filme ya no está sujeto a la ley de la gravedad que sigue la mirada ordinariamente humanizada de la cámara. Los objetos colocados dentro del cuadro —entre ellos, los rostros— podrán, pues, contradecir la verticalidad, como el rostro de Juliette Binoche, que aparece de repente en la horizontal de uno de los bordes laterales. Asimismo, el volumen del cuadro ya no es del todo asignable a un punto de vista. Los primerísimos planos, que se multiplican, ya no son aproximación sino ampliación, recobrando así una de las impresiones más frecuentemente evocadas ante los filmes primitivos, como ya atestiguaba Arnheim en 1931. Si la imagen es una superficie, ésta ya no jerarquiza sus partes como si fuese una ventana. Todas las zonas vienen a ser lo mismo o, al menos, valen lo que vale su situación plástica. Los rostros se tratan en igualdad de condiciones, ni más ni menos, que las otras partes de la imagen. El mismo modo de representar, la misma sorprendente plasticidad de la superficie, vuelven a encontrarse en otros filmes, por ejemplo en estos dos (por lo demás, totalmente distintos): •Puissance de la parole (Godard, 1988), en el que se colocan, uno al lado del otro, y luego uno sobre otro, el cráneo de un joven y la imagen de la tierra vista desde un satélite. Superposición metafórica (el cerebro creador de mundos, la palabra que sale del cerebro para dar la vuelta a la tierra), pero encarnada con la fuerza de la inmediatez visible por la superposición plástica, como si la tierra fuera el cerebro saliendo de su pared de hueso, extraiiación sublime y mórbida a la vez; — Nikita (Luc Besson, 1990), cuya penúltima escena, una escena de cama, ofrece una serie de campos-contracampos de los rostros de Anne Parillaud y Jean-Hugues Anglade, en primerísimos planos horizontales. Aquí, la sensación aberrante y tremenda que crean los pies contra la cabeza, la pérdida contra natura de la espacialidad humana, se ve amplificada técnicamente por la proyección en pantalla ancha, que agiganta en sumo grado estos rostros, y sobre todo retóricamente, por el mantenimiento, también contra natura, de la figura de la alternancia. El campo-contracampo, la alternancia, figura de la comunicación, de la mirada intercambiada, hecha pura mecánica lógica, yuxtaposición, subrayada por la horizontalidad. (La horizontalidad, por sí misma, no determina una pérdida de las referencias espaciales ni dramáticas, como ha demostrado el ejemplo de Como en un espejo citado anteriormente: Bergman cree en el espacio como profundidad).

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El montaje, a su vez, ya no se fundamenta en el respeto obligatorio por el rostro como unidad (la unidad del rostro se ha roto, y además, e1 rostro ya no es una «unidad» de montaje). Esto se traduce en una comprensión nueva de la fragmentación, de la división, de la desconexión. Mala sangre cultiva caprichosamente la cesura libre, arbitraria, en pleno rostro, manteniendo aquí una oreja y un poco de mejilla, allí la frente y un arco superciliar, etcétera. Esto también procede de las artes plásticas, en este caso más bien de la fotografía, particularmente la de los arios veinte o treinta, recientemente recuperada. Pero en el caso de un Lerski, paladín de estos desgloses, cada fragmento es autonomizado escrupulosamente, convertido en expresivo, arreglado, cultivado por su materia, que compensa la privación originada por el arrebatamiento del Todo facial. En Carax, por el contrario, el fragmento se conserva como fragmento, ya no hay un todo al que remitirlo, se resalta el corte, sin hacerlo por eso expresivo. (Hay primicias de este desmembramiento, por ejemplo, en la escena del peluquero de El hombre del cráneo rasurado [De man die zijn haar kortilet knippen, 19651: primerísimos planos que cortan, en el rostro neutro, blanco de Senne Rouffaer, aquí un ojo y una oreja, allí la cúspide del cráneo, los ojos. Pero en Delvaux, este desglose se mantenía fuertemente unificado por el símbolo: la navaja que despoja del cuero cabelludo, el rostro sepulcral del inquietante peluquero.) El rostro de Mala sangre, incluso visto por entero, nunca llega a funcionar a la manera clásica del embrague, corno soporte del uso narrativo de las miradas. La escena del flechazo durante el encuentro en el coche es ejemplar. En ella, el rostro de Denis Lavant se ve sumergido continuamente en un ruido visual glauco —glaukos: blanco, verdoso, lechoso—, mientras que el de Juliette Binoche es borrado, barrado, escondido, obstaculizado por cien artificios renovados (reflejos, accesorios interpuestos, puntos de vista incompletos, desviados, imposibles). No parece que haya, entre estas dos parodias de rostros (parodia de expresión para uno, parodia de escenicidad para el otro), el menor intercambio dramático. De nuevo aquí la carga metafórica potencial es patente, y su principio, trivial (el objeto de amor visto a una distancia enorme, maravillosa, fabulosa), pues el cineasta pone todo su celo en la construcción original de lo metafórico, en detrimento de la rostreidad. Con sus medios, quizá más perfeccionados, en todo caso más automáticos, el vídeo ha trabajado mucho en un efecto parecido, en tanto en cuanto vuelve a negar también el rostro como unidad: una imagen sobre otra, en otra, que devora y transforma a la otra. Es conocida la afición de Godard por el procedimiento de la mezcla de imágenes, que le

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permite componer un montaje-col/age evolutivo. Pero se pueden descubrir muchos otros ejemplos, y otros procedimientos, en el videoarte, de aspecto a veces más brutal. El más depurado de todos esos procedimientos sería la incrustación, como en la segunda de las Three Transitions de Peter Campus (1973), en la que aparece un rostro bajo un rostro —el mismo— como si se deshojara la imagen, como si el primer rostro fuera una piel, una película que hubiese que despegar. (Pero lo que hay bajo el rostro-película tampoco es un rostro, se ve perfectamente que se podría a su vez incrustarlo, despegarlo, mezclarlo.) La deformación es, en Mala sangre y en general, el efecto más lúdico, el más pueril, propio a veces de los concursos de muecas de la escuela primaria, como en el plano, ya citado, de los rostros aplastados graciosamente contra el cristal. También existen algunos ejemplos más sutiles, como esa figura, muchas veces repetida, del rostro sacudido por el movimiento: un personaje corre, la cámara lo filma en primer plano y lo acompaña con un trave/ling. La carrera sacude el rostro, lo convulsiona, hace que se tambalee en todas direcciones, tal como el rostro del astronauta a los mandos de su nave, al final de 2001, una odisea del espacio (2001: A Space Oddissey, 1968). La deformación es la base de la pérdida del rostro, por lo que podríamos citar mil ejemplos, algunos muy burdos. Ciertos cineastas han hecho de ella una especialidad fácil, y sigue siendo una tentación permanente, al alcance de la mano, que no se debería confundir con ningún tipo de fealdad, ni siquiera moral. Bazin recordaba, a propósito de los horribles rostros de Los olvidados (1950), de los malos chicos «olvidados» de Buriuel, que «los rostros más repulsivos no dejan de ser a imagen del hombre». La deformación, por el contrario, apunta al monstruo, al no-humano, con riesgo de tener que recurrir, a veces, a un fantastique de pacotilla para encontrarlo. La luz, el color de Mala sangre participan del mismo proyecto de disgregación de los rostros. El cine clásico hollywoodiense perfeccionó un esquema de iluminación que se normalizó rápidamente. Este famoso esquema estaba basado en la presencia simultánea de tres tipos de luz, la primera para el decorado, la segunda para los personajes, la última destinada a proporcionar un efecto de contorno y subrayado de las siluetas. Esto quería decir, está claro, que se trataba de iluminar rostros sobre fondos o en ambientes, y eso era perfectamente coherente con el papel central reservado al rostro en la economía narrativa y representativa de ese tipo de cine. Poco queda de ese esquema en Mala sangre. Unas veces la luz lo invade todo, decorado y rostros por igual, sin ningún efecto de contor-

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no, incluso, de vez en cuando, con un aplanamiento voluntario de los volúmenes. Otras veces, por el contrario, sólo hay escasas zonas luminosas en un volumen de penumbra o de sombra, y los rostros se ven entonces estriados, cortados sin piedad por la sombra, o rayados por la luz, sin atenciones especiales. Esas luces, tanto en su violencia como en su atenuación, son irrealistas, pero su irrealismo es todavía más acentuado debido a la utilización de decorados excesivamente naturalistas (nada que ver con el irrealismo de algunos filmes del clasicismo tardío, digamos, para permanecer en una atmósfera cercana a la de Leos Carax, Los cinco mil dedos del doctor T [5.000 Fingers of Doctor T, 1953], en el que el irrealismo de las luces está justificado por el del decorado, los personajes, la historia). Todo transcurre, pues, como si luces y colores preexistiesen a los rostros que atrapan- en redes, en trampas, o como si tuvieran vida propia y autónoma, más animada que la de los rostros. Este efecto es hoy, sin duda, el más extendido, el más trivializado, y el cine internacional ha cultivado a menudo el surgimiento permanente de los rostros a partir de un claroscuro más o menos estructurado. Se podría hablar casi de un no-rostro ordinario del cine, el de Blade Runner (Blade Runner, 1982), Nikita, Doble cuerpo (Body Double, 1984), tantos filmes cuya referencia común ya no está en este caso en el ámbito del arte sino en el de la publicidad, la «comunicación». En fin, el filme en el que se descompone el rostro es a menudo un filme de formato gigantesco, fuera de norma. La pantalla muy grande, tipo Imax o análogas, pretende renovar en su fuerza primera la impresión de presencia mágica y excesiva, pero una presencia que es, además, y sobre todo, la de la imagen misma en su materialidad un poco monstruosa. La gran pantalla del Rex, en París (bautizada como Grand Large), suspendida a diez metros de altura y vista desde el anfiteatro, ofrece de entrada una imagen abrumadora, violenta en su mismo modo de aparición, por la pérdida provocada de las referencias espaciales, la sensación de estar peligrosamente suspendido al borde de un abismo, el vértigo, si se quiere. Además hay que añadir las importantes distorsiones óptico-geométricas, pocas veces compensadas: siempre se está demasiado cerca, demasiado sesgado, como ante una anamorfosis desproporcionada y flotante. Por otro lado, y de una forma más discreta, el vídeo, que es uno de los ámbitos en los que se persigue esta fabricación del no-rostro, es también una curiosa maquinaria. La imagen vídeo es un centauro, un híbrido de imagen-luz y de imagen opaca; es más diáfana que la imagen de película, pero también menos asertiva, más huidiza. Aunque, fe-

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nomenológicamente hablando, no se distingue de la imagen cinematográfica más que por su centelleo, es verdad, sin embargo, que se produce en otra parte, es vista en otra parte, que el contrato firmado con su espectador es diferente. El singular modo de presencia-ausencia que entraria obsesiona a veces al cine, sin que éste lo reconozca. En todas estas manifestaciones, se exhibe siempre el propio mecanismo del cine, se pone en práctica el mismo principio, extremar, forzar la representación más allá de sí misma. Siempre se convierte en excesivo un elemento del lenguaje cinematográfico, produciendo así un exceso de presencia de la imagen como tal. Demasiada luz o demasiada sombra, demasiado cromatismo o demasiado color desvirtuado, demasiadas formas inquietantes o demasiado montaje, demasiada superficie o demasiado grano. (Es evidente que esto no es un nuevo expresionismo, pues el expresionismo es la acentuación, no del material ni de la forma, sino del decorado, del maquillaje, de lo extracinematográfico en el filme. Realmente se ha verificado un cierto retorno del expresionismo, pero en otra parte, como habrá apreciado cualquiera que haya visto Le déjeuner du matin, La femme qui se poudre o L'homme qui tousse. Pero estos filmes no descomponen ningún rostro, ya que producen máscaras.) La derrota2 del rostro iría a la par —¿es tan sorprendente?— con la pérdida de toda transparencia de la representación.

El no-rostro bajo el rostro Un último rasgo, que concluye este primer resumen, sería, pues, que ese retorno del mecanismo en la representación cierra un ciclo de la historia del cine. El filme de Leos Carax es también, la crítica lo ha señalado frecuentemente, el fruto un poco perverso de una cinefilia obsesiva. Dicho de otra forma, si en un solo filme pueden producirse tantos efectos, si ese filme puede convertirse en un catálogo, es que está obsesionado por el catálogo por excelencia, el de la historia del cine: precisando, de la historia cinefílica y francesa del cine. De modo más general, el fracaso del rostro no viene solo: es el éxito de la(s) historia(s) del cine. Primer fragmento: la pantalla ancha. La historia de la pantalla ancha, más generalmente de la gran pantalla, de la pantalla extensa, es 2 El autor juega a lo largo del texto con la palabra défdite que, en su sentido clásico, significa derrota o fracaso, pero que aplicada al rostro también significa «descompuesto» en sus dos acepciones. (N. del t.)

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una historia retardada, como podría haber dicho Jean-Louis Comolli. Las invenciones técnicas utilizadas datan de los arios veinte y treinta: cámaras tipo VistaVision, objetivos anamórficos, incluso esas técnicas anexas, el sonido estereofónico o el rodaje con varias cámaras acopladas. Como siempre, el «retraso» en la invención tiene una explicación económica, de manera que estos inventos más o menos extravagantes empezaron a interesar cuando tuvieron la posibilidad de contribuir a reactivar una industria ahogada. Primera ola durante los arios veinte, rápidamente agotada (el Magnascopio, una pantalla más grande que las otras, pero con las mismas proporciones: poco aumento de la espectacularidad, e incluso una pérdida de nitidez). Segunda ola, más rica y decisiva, entre 1950 y 1960, la del CinemaScope y sus variantes. El ochenta por ciento de las salas americanas se equipan para proyectar en Scope en 1957: las pantallas anchas, las películas anchas pasan a ser un hecho habitual, para no dejar de serlo nunca más. Estéticamente, el destino de la pantalla ancha fue más curioso. El motivo pareció primero claro: entrañaría el desarrollo de un estilo sin montaje (las experiencias de Hitchcock en La soga y Atormentada estaban aún en la memoria de todos), y al mismo tiempo de un estilo fundamentado en la anchura, ya no en la profundidad: Parece que la historia de la puesta en escena se confunde con la exploración obstinada del estrecho corredor de espacio que hasta ahora se encerraba sobre el ojo del cineasta tan pronto como éste se inclinaba sobre el borde del visor [...] pero también con la obsesión, que recorre secretamente la obra de los más grandes, de una ostentación, de un despliegue de esta puesta en escena, el deseo de una perpendicular perfecta a la mirada del espectador. 1...] La utilización de la profundidad, en la que una mirada deformante impone a los protagonistas un más o un menos a menudo arbitrarios, dominados por la desproporción, la desmesura, la irrisión, ¿no va vinculada al sentimiento del absurdo, así como la de la amplitud a la inteligencia, al equilibrio, a la lucidez y, mediante la franqueza de las relaciones, a la moral? (Jacques Rivette, 1954)

De hecho, los planos comenzaron por alargarse, las estadísticas nos lo confirman. Pero el estilo clásico hollywoodiense iba a imponerse de nuevo en poco tiempo, y desde 1955, el montaje de estos filmes volvió a ser casi clásico; correlativamente, la imagen en Scope siguió fundamentándose en los mismos efectos de profundidad, de ajustes de profundidad, denunciados por Rivette. Es en otro lugar, y más tarde, cuando el Scope llega a ser el instrumento de un estilo no clásico, de un

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estilo esta vez de disrupción, de ataque, de ruptura del clasicismo: en Kurosawa, Godard, Oshima o Jancsó. En todos esos usos que inventó el cine de arte y ensayo europeo (Japón inclusive), aparece una constante, no prevista por Rivette: la ironía. El encuadre en Scope imposibilita, salvo extrema ingenuidad o gran astucia —que supieron mostrar, imperturbables, los norteamericanos—, la identificación del encuadre con una ventana o punto de vista. El Scope está hecho «para las serpientes y los entierros» (Fritz Lang, en El desprecio); por otra parte, el primer teórico que lo consideró favorablemente fue un aficionado a la escritura, el Eisenstein del «Cuadrado dinámico» (1930). En pocas palabras, el formato de proporciones plásticamente improbables propicia el juego. Fue Sergio Leone, un reconocido maestro de los arios sesenta, quien extremó sistemáticamente todas las formas concebibles a partir de su uso, en particular los encuadres, en particular los primerísimos planos, que hizo exageradamente grandes. No es indiferente que esto pretendiese afectar a los rostros de los protagonistas: escrutados muy de cerca, por una cámara escudriñadora de arrugas, de pliegues de ojos, de barbas, de sudor que brota de los poros: des-figurados3 ya, transformados en cosas sucias, monstruosas, tan referencialmente repulsivas como retóricamente agradables. Se sabe que el placer retórico de los espectadores de Leone fue, también, indefectiblemente sádico, y que la herida, la tortura procustiana infligida al rostro humano no es más que el primer estadio de una violencia que, por distanciada que la quisiese, redunda igualmente en las ficciones y la puesta en escena de sus filmes. En el mismo momento, algunos cineastas japoneses también sacaban partido del extremo poder de desrealización de ese encuadre. Sus filmes nos llegaron mucho más tarde, pero hoy en día basta con evocar simultáneamente Seishun zankoku monogatari [Cuento cruel de juventud/Juventud desnuda] (Oshima, 1960) y Akai satsui [Llamada al homicidio] (Imamura, 1964) para comprender que les une una misma fascinación, medio juguetona, medio perversa, por ese poder. Algunos movimientos de cámara, por ejemplo, rompen en ellos aún más fácilmente la identificación clásica de la cámara con un ojo en cuanto engendran un malestar físico (como algunos movimientos giratorios en torno a un eje vertical que utiliza Imamura). A pesar de algunos encuadres aumentados espectacularmente, aquí el rostro tal vez es menos inmediatamente, menos visiblemente maltratado que en Leone. Claro 3 Juego de palabras de imposible traducción provocado por la polisemia del término dévisagés,

«escrutados», y dé-visagés, «des-figurados». (N. del t.)

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que si lo que se ataca es más bien el principio de la representación misma, si afecta al rostro de una manera más indirecta, tal vez los efectos no sean ahí sino más devastadores. Los grandes primeros planos de El bueno, el feo y el malo (I1 buono, il brutto, ii cattivo, 1966) se parecen exteriormente a los de Epstein, o aún más a los de Eisenstein (en La línea general). Pero este parecido sólo es el del aumento, y quizá ni eso. La geometría del encuadre los contiene de forma diferente, los resuelve de forma diferente en uno y otro. Los rostros mismos no tienen el mismo valor, e incluso el kulak deforme y grotesco de Eisenstein conserva un rostro de tipo humano, mientras que los protagonistas de Leone no son más que paisajes abstractos, surcados por cationes y coronados por una barba sucia. La ironía, que alcanzaba a la persona, alcanza ahora al rostro mismo, en tanto que objeto representado. La pantalla ancha no tiene siempre este extremo poder de desrealización, pero se presta a ello. Segundo fragmento: el montaje. Dos rasgos formales capitales, aparecidos justo antes y justo después de la guerra, desempeñaron un papel esencial en la evolución del estilo cinematográfico: el plano largo, el efecto zoom. Estos rasgos, salidos ambos de los estudios hollywoodienses, pero glosados por la crítica europea, fueron cultivados abundantemente por el cine de arte y ensayo europeo de los arios cincuenta y sesenta. ¿En qué afectan a los rostros? Esencialmente en que desmontan, o por lo menos frenan, el buen mecanismo del raccord clásico. La escena tradicional, cimentada en un master shot y su posterior desglose, es sustituida por una escena aparentemente más continua gracias al plano-secuencia. Pero sólo en apariencia, ya que si el master shot es lo que hace siempre posibles todas las costuras escénicas, e incluso ya de una manera implícita, el plano-secuencia acentúa la complejidad y la arbitrariedad del encuadre, conjugado con el zoom, se convierte decididamente en una forma perversa, que conjunta un realismo de principio (no hay corte en el velo de la realidad) con un irrealismo de hecho (todo plano largo es en el fondo un laberinto). Ya los grandes virtuosos del movimiento envolvente, digamos el Max Ophuls de Lola Montes (Lola Montes, 1954), habían sabido explotar esa paradoja en un sentido perverso, y los largos planos en movimiento de este filme, lejos de facilitar analíticamente la visión, la impiden o la confunden. Además, habría numerosos ejemplos de filmes en los que el montaje, gracias a la complicidad del plano largo y del efecto zoom, estira el espacio-tiempo representado, lo articula excesivamente, destruye la fluidez, el continuo poder de comunicación que fundamenta el cine clásico. Pero en este punto se impone la referencia a Visconti.

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En Sandra, el plano largo hace escapar los rostros de toda fotogenia, de toda belleza, al menos de toda belleza clásica (Visconti habló, a propósito de este filme, de la «animalidad» de Claudia Cardinale, de su rostro «etrusco»). Para eso, sencillamente los obliga a existir en la duración, pero sin la ayuda de una conversación permanente, como había sido el caso de El cuarto mandamiento, o, a fortiori, de La soga. Los rostros filmados son entonces presa de un perpetuo ensimismamiento, a la vez que, por otra parte, la materia de la imagen, muy presente, los devora con granos luminosos, y finalmente los arruina. Por lo que se refiere a los efectos zoom, que Visconti empleará a partir de este filme, son, aún más brutalmente, otros golpes dirigidos a la integridad del rostro: Encontramos a lo largo del filme esos travellings hacia adelante [sic] sobre el rostro de Claudia Cardinale. Creemos acercarnos a un ser, pero precisamente es para descubrir que no está ahí, que su cuerpo es un envoltorio vacío. Quizá hay que ver en ello el secreto de la magnífica sensualidad que Visconti ha sabido transmitir a su intérprete. La carne está presente, mil veces más presente cuando la mente está en otra parte, cuando los párpados pesan sobre una mirada perdida. (Jean Collet, tras el estreno del filme)

Lo que da al filme su poder de desasosiego, no es pues, tanto que los personajes sean neuróticos e incluso locos, incestuosos, atormentados por un pasado demasiado gravoso, como la excesiva opacidad, siempre sin llegar a la significación o más allá de ella, de los rostros de Claudia Cardinale y de Jean Sorel, corroborada y reforzada por otras opacidades, sobre todo la de las pieles (piel blanca y porosa de Michael Craig, piel lisa y mate de Claudia Cardinale, en la escena de cama entre los esposos), y también, en el mismo sentido, por la sutil incomodidad que provocan la desincronización y el destimbrado, debidos al doblaje. Visconti nunca se adhirió al ideal neorrealista, que sólo pareció encontrar en sus primeros filmes por casualidad, o casi. Por eso, su trayectoria es un ejemplo de esta derrota del rostro que procede de una especie de demasiado-lleno. Al centrar fuertemente, visiblemente, con insistencia, la representación en los rostros, al hacer de estos rostros supuestamente cargados (de interioridad, de expresividad) el centro o la bisagra de los planos largos, parte del ideal de verdad del cine «moderno» pero para amplificarlo excesivamente, para caricaturizarlo, para transformarlo en algo grotesco. Cinco arios más tarde, en Muerte en Venecia (Morte a Venezia, 1971), el fenómeno será todavía más central, más denso y más amplio a la vez. El filme se inicia con sinuosas panorámicas-zoom, que exploran

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la jungla abigarrada del salón del Hôtel des Bains. Nada de efectoszoom, sino, por el contrario, un trabajo muy tranquilo, insidioso, que pierde al espectador en la profusión del detalle todavía con más seguridad que Ophuls. O mejor dicho, perdiéndolo sólo para hacerle encontrarse más fácilmente con el rostro, ya enfermo bajo la lisura del traje, de Aschenbach. El filme termina con unos planos fijos sobre un rostro totalmente descompuesto, caricaturescamente destrozado, a la vez maquillado en exceso (el plano en la peluquería en el que Aschenbach, de repente, con el pelo pegado y oscurecido, el rostro emblanquecido, está entre la máscara nô y el luchador de sumo) y chorreante (la escena final, el diluvio, la peste). Visconti repetirá posteriormente, sin llegar a intensificarlo, pero haciéndolo cada vez más grosero, cada vez más obsceno, el mismo efecto de mortificación de la carne del rostro (mortificar, dar muerte, es también, en francés, el término culinario que designa el suplicio de la carne de venado que se hace adobar, durante largo tiempo, en alcohol y plantas aromáticas, para que se deshaga). La totalidad de La caída de los dioses (La caduta degli dei, 1969), de Luis lIde Baviera (Ludwig, 1973), muestran el mismo gusto por lo mortuorio, aún más acrecentado por más desincronización, más destimbrado, más doblaje. Los itinerarios paralelos de Fellini y Bergman (que ciertamente no procede del neorrealismo, sino de un naturalismo teñido de Kammerspiel) también serían sintomáticos de esta tendencia a una descomposición interior del rostro, corno si ya no pudiese contenerse más, como si su ser lo consumiese (y aquí, naturalmente, la literatura tendría algo que decir, de Kafka a Sartre). Bergman, en particular, es un cuasi-especialista en esta corrosión. Más sistemático que otros, más obsesivo también, ha dado varias representaciones al respecto, al menos estas cuatro (de las que se encontrarán ejemplos recurrentes en La vergüenza [Skammen, 1968], en Como en un espejo, en Los comulgantes [Nattvardsgasterna, 1962], en Persona): •El rostro comprimido, en el sentido de Balázs, pero de una forma más excesiva todavía: comprimido por el encuadre, preferentemente por medio de otro rostro que acentúa la compresión, la sobreocupación del espacio (incluso otros dos rostros, como en la escena BjõrnstrandAndersson-Ullmann de Persona). •La conjunción/oposición de un rostro de frente y de un rostro de perfil (variante de un rostro en primer término y de un rostro en segundo término); en algunos casos, sólo uno de esos rostros está nítido, el otro está borroso. •El rostro de frente, en plano corto o muy corto: rostro que juzga o se confiesa: siempre una relación con la Ley, especificada por la

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mirada, unas veces alzada, otras veces baja (variante: el rostro durante un desliz, como el de Karin en Corno en un espejo, cuando lee el diario íntimo de su padre y un travelling hacia adelante subraya su pecado). •El rostro consumido, repartido entre la luz y la sombra, pero siempre en beneficio de esta última. Esta última figura, la más simple, es también la más emblemática. Lo que le ocurre al rostro en este fin del clasicismo que lo une a la herencia «moderna» es que se consume interiormente, se abandona a la sombra y al mal, a una muerte sin gran esperanza de eternidad. También Kubrick dio una imagen sobrecogedora de esta devoración, con las escenas finales de 2001, una odisea del espacio, haciendo envejecer, arrugarse, «morir» ante nuestros ojos al astronauta que representa a la humanidad entera. El no-rostro ocurre bajo el rostro, la necrosis, la gangrena, la ruina.

El no-rostro como «fin» del rostro «El fantasma que no vuelve»: este viejo título de un filme mudo (Prividenie, kotoroie vosvrascaietsja, Abram Room, 1930), ¿a qué se podría aplicar mejor que a Nueva ola (Nouvelle Vague, Jean-Luc Godard, 1990), donde lo que vuelve y no vuelve es el espectro de un rostro, el del personaje de Roger, a través de Richard Lennox, y el de Alain Delon, ex galán viscontiano, a través de esos dos papeles? Del mismo modo, hay una filiación directa del rostro humanista de la posguerra con este no-rostro cuyo espectro persigue al cine desde hace veinte arios, como si el muy humano retrato neorrealista volviera, o viniera, bajo la caricatura del rostro y su reificación. De todos modos, la acumulación de humanidad sobre un rostro tenía que acabar con una implosión. Pero esto no concierne sólo al momento neorrealista, las cosas deben venir de mucho más atrás. Sería preciso volver a tomar distancia rápidamente, volver a decir lo que ha sido el cine: el arte de una época que hereda a la vez el romanticismo y los realismos, el apogeo de un momento de la historia del arte y de la representación caracterizado por la importancia concedida a unos nuevos valores (móvil versus inmóvil, horrible versus bello, histórico versus eterno), resumiendo, el momento de la consideración efectiva (ya no teórica), actual (ya no virtual) del tiempo de la representación, a la vez por sus efectos y, más directamente, como duración o como instante. Que el tratamiento del tiempo en la representación ci-

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nematográfica haya cambiado profundamente, como propone Deleuze, significa que ese nuevo momento de ruptura, la posguerra, separó el tiempo de su acontecimiento para hacer de él un tiempo puro, moldeable y modulable. Pero el rostro es presa del tiempo en todo el cine, y no solamente en esa «imagen-tiempo» que cultivó el cine de arte y ensayo europeo. Efectos del tiempo: ¿un envejecimiento de los rostros, que ocasiona en ciertos casos su extrema fealdad? Indudablemente. Pero también se trata, sobre todo, de una sumisión más constante, más sutil y más profunda del rostro al tiempo, de la producción de un rostro en el tiempo, mejor, del paso de un rostro-en-el-tiempo a un rostro-para-el-tiempo, como podría decir una fenomenología un poco paródica. Lo esencial no es el envejecimiento, la transformación natural, visible y orgánica del rostro, sino la amenaza, irracional, invisible, inorgánica, que le alcanza permanentemente, y que no es la amenaza de muerte (la muerte no es una amenaza sino un horizonte), sino algo así como la amenaza de ni-muerte-ni-vida. Más que oponer radicalmente sucesivas ideas del rostro cinematográfico (lo que hemos fingido hacer de un modo didáctico), ahora simplemente habría que establecer una distinción entre los modos de tratamiento del rostro en el cine, que, reduciéndolos a lo esencial, no son más que dos. En primer lugar, el modo del acontecimiento. El rostro, portador de acción, está atrapado en un flujo actancial más que verdaderamente temporal, participando en la circulación del sentido. El emblema de este rostro es el plano americano, un encuadre que representa el rostro como «parte anterior de la parte superior del cuerpo», como lo que está orientado-hacia, subrayando sin cesar el papel del conjunto mirada + palabra + gesto, en detrimento del movimiento mismo, y también de la inmovilidad. Esta descripción es la del rostro-primitivo, ligado indivisiblemente a un cuerpo-semáforo, que no hace más que proferir (=llevar delante), sin decir otra cosa que ese cuerpo. Es la del rostro ordinario del cine sonoro, en el que todo, rostro y cuerpo, conduce a la palabra: rostro de la mirada y del espacio, rostro de la escena corno bloque de acontecimientos. Pero cómo no ver que también es la descripción canónica del rostro humano desde que se preocuparon de convertir lo humano en un valor absoluto, es decir, desde el romanticismo. Además, el rostro en plano americano es la transposición literal de los tres criterios somáticos con los que Fichte definía al ser humano a fines del siglo xvin: la verticalidad («el rostro orientado hacia el cielo»), la mirada (el ojo hu-

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mano no es un instrumento pasivo, un «espejo muerto») y por último la boca, «insignificante bajo el arco de una frente meditabunda», y no tan prominente como la boca animal, porque sirve para poner en relación al hombre con su semejante. Así, en nombre de una tradición todavía apreciada, la tradición romántico-moderna, el cine somete, en su mayor parte, el rostro a la comunicación, al acontecimiento, a la incesante ternura del encuentro con un rostro distinto. Ese rostro se exterioriza cada vez más, pero tiene cada vez menos interioridad que exteriorizar. En segundo lugar, el modo de la contemplación. El rostro no es portador de nada en absoluto más que de tiempo y, por consiguiente, de expresión: es visto por sí mismo, para bien y para mal. Ahora bien, si el modo de los acontecimientos comunicacional es archidominante en la historia del cine, ¿ese rostro contemplado tiene una historia? ¿O bien no es más que el reverso de la historia? La fisonomía y la fotogenia, de manera diferente pero del mismo modo, llegan a la estasis cuando ya nada tiene lugar, ni siquiera el tiempo, inmovilizado. Porque incluso en el ideal de la fotogenia, que incluye la movilidad, siempre hay un instante fatal, el del parpadeo fotogénico, en el que se suspende el tiempo, por un acmé temporal que es el de un goce (se goza de la coincidencia entre el rostro y él mismo). Ahora bien, esta suspensión también propicia, de un modo frecuentemente incontrolable, la aparición de la mueca, de lo feo, de lo obsceno, o peor, la pérdida de la forma humana. Lo obsceno o la mueca conciernen más a menudo a la boca, porque en tanto que origen de la palabra, como el ojo lo es de la mirada, es más material, al mostrar más del interior del cuerpo, al abrirse más sobre el interior impensable. Pero si la mueca que obtiene (expresamente o por error) la fotogenia es apertura sobre un interior del cuerpo, no puede dejar de llevar a sentir la inhumanidad de ese interior (Proust, cuestionando la distinción entre peligros externos e internos en lo relativo al cuerpo afirmaba: «Al menos yo no hablo así más que por la comodidad del lenguaje. Pues el peligro interno [...] es también externo. Y tener un cuerpo, ésa es la gran amenaza del espíritu»). Si la fealdad «fascinante» (M. Gagnebin) viene de un exceso de humanidad, la mueca pone en peligro lo humano. El rostro, también ahí, puede perderse. ¿Y el retrato, ese retrato que buscó el cine de la posguerra y que se quiso expresivo, plenamente humano, precisamente? El hombre retratado por el cine evita la mueca, pero no la fealdad, la obscenidad. La forma plena de un rostro, la que hace justicia a la interioridad que desvela, ya no tiene posibilidad de idealizar, negándose ese derecho. El

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primer plano, herencia fatal del primer plano mudo, no puede dejar de exagerarlo todo, belleza y fealdad, y el tiempo hará el resto. Todo lo que se mantiene en el tiempo es excesivo, si no se concibe expresamente como una idealidad. El rostro humano buscado por el cine ha acabado perdiendo su humanidad por no haber sido bastante ideal. Hablar de un no-rostro, de una pérdida del rostro en la representación cinematográfica, siempre topará no obstante con la sensación profundamente arraigada de que el cine, en cuanto que es de naturaleza fotográfica, no puede des-hacer nada. Si conserva forzosamente su antigua esencia de rastro, si su ontología es como es, y si hay no-rostro —o existe, puesto que puede encontrarse— será forzosamente fuera del cine y a su pesar. De hecho, es muy fácil observar que es en la pintura, y desde hace bastante tiempo, donde se ha iniciado o forjado esa dermta del rostro. El catálogo de sus modalidades es casi inconcebible, hay demasiados casos particulares, muy diferentes, por lo que no se puede más que aventurar una lista reducida y aproximativa de lo que ha hecho, en ese sentido, la pintura de este último siglo: Lo explosivo/implosivo. Bajo esta subdivisión, cualquiera pensaría en el cubismo, pero los retratos pintados por Braque o Picasso no rompían los rostros tanto como haya podido parecer. Se ha dicho y repetido que esos retratos tenían su origen en la desmultiplicación de puntos de vista, como si un mismo rostro se viera muchas veces a un tiempo: por tanto, aunque parezca imposible, aún es un rostro, y si explota, es a fuerza de atención. Lo que descubre esa explosión es la creencia también espontánea, ingenua, de que bajo la apariencia se esconde el interior, la esencia, lo real (la lección cézanniana sobre el dejar-aparecer se aplica aquí rigurosamente). La disgregación. Un grado más, y el rostro ya no queda fraccionado por la ubicuidad de la mirada virtual dirigida a él, sino esparcido por todo el lienzo, como por efecto de un empuje interno que lo llevaría a perderse en la materia pictórica. Marcel Duchamp, en varias telas del ario 1911, parodió eficazmente en esa dirección la explosión cubista. El Joven triste en un tren, aun con el mismo principio formal aparente que el célebre Desnudo bajando una escalera, tiene otro sentido, no ya el de una desmultiplicación temporal de la figura, sino el de una acumulación instantánea de rostros, quizá nacidos todos de la misma tristeza del propio joven, pero exteriores unos a otros. El doble retrato de sus hermanas, Yvonne y Magdeleine despedazadas, también de 1911, disemina las partes de los rostros para recomponer varias veces sus perfiles. Es también lo que indican algunos retratos de Juan Gris (por ejem-

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pio, el retrato de su madre de 1912), sin aplicar tan deliberadamente el efecto a-todo-lo-largo, y lo que creará, más automáticamente, la técnica del colla ge. El retorcimiento. Mil juegos con la apariencia, la cara, el rostro, que hacen que parezca maleable, un rostro de goma, o como si se pudiese borrar por partes. Un pintor hizo de estas distorsiones su especialidad: Francis Bacon, que no representa ningún rostro en el que no falten o estén deformadas algunas partes, como si hubiera sido mordido, comido, roído, pero desde dentro, un poco como el retrato cubista, pero con una violencia distinta, que ya no produce un rostro cristalizado, sino la lepra, el cáncer. La tachadura. En lugar de hacer desaparecer o de alterar el rostro mediante tensiones internas, también se le puede atacar desde el exterior, rasparlo, materializar una herida, o a veces su cicatriz, en un procedimiento gráfico y plástico, rabioso o aplicado. La posguerra fue pródiga en esas alteraciones, como mostró hace algunos arios una exposición justamente titulada La escritura arañada (Museo de Arte Moderno de Saint-Étienne, 1991). Atlan, Dubuffet, Lam, Brauner, Michaux, hasta Giacometti o los Cobra, representan rostros que nacen de sus propios arañazos, de sus tachaduras, de lo que debería impedirlos. (La tachadura ha llegado a ser, en ciertos artistas, más sistemática, más cínica también, como una especie de marca de fábrica: véase, sobre todo, Arnulf Rainer.) El desenfoque. Más raro, sin duda, seguramente más reciente, el desenfoque sólo ha invadido verdaderamente la representación pictórica después de que ésta haya afrontado y tratado de fagocitar la representación fotográfica. Es frecuente en algunas pinturas de los años setenta realizadas a partir de fotografías (ejemplo notable: algunos lienzos de Gerhard Richter), y, como en fotografía, es ambiguo, pues equivale a la vez a una especie de nimbo, que proviene de la tradición del viejoflou artístico, y a una pérdida de definición, es decir, una especie de deformación. La ampliación. Aún más reciente y propia de la pintura neofigurativa, en la medida en que ésta integra deliberadamente algunos procedimientos fotográficos. El pop art fue, tal vez, uno de los primeros en practicarla, pero especialmente sobre algunos objetos o detalles de objetos. Más recientemente, los gigantescos «retratos» de Chuck Close, copiados de fotos polaroid, producen una impresión de frialdad, de irrealidad y de inhumanidad, que se debe a la voluntaria ausencia de expresión de los modelos (ojos vacíos, boca neutra) y a la frialdad de la técnica (hiperobjetiva), pero también al hecho mismo de la ampliación,

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que hace perder humanidad a la figura. (La miniaturización es más rara, y casi nunca afecta al rostro. Quizá esto tenga que ver con el hecho de que la miniaturización, la mayoría de la veces, tiene un efecto cómico, mientras que la gigantización provoca angustia, incluso terror.) Podríamos perfeccionar estas descripciones, evidenciar procedimientos más peculiares, algunas combinaciones. Pero la dirección seguiría siendo la misma, la de un abandono de la referencia al rostro como concentrado expresivo de humanidad, e incluso, en la mayoría de las ocasiones, la de una destrucción deliberada de esa referencia. Los cubistas todavía coqueteaban con las posibilidades expresivas del rostro humano mientras destruían sus apariencias. Algunos, quienes lo encontraron demasiado tímido, no se dejaron engañar por eso: Se ha de reconocer que las tradiciones pictóricas que nos preceden —la figura y el paisaje— están cargadas de influencias. [...] Para verlo claro ha sido preciso que el artista moderno se aparte de ese dominio sentimental. Nosotros hemos salvado ese obstáculo: el objeto ha reemplazado al sujeto, el arte abstracto ha llegado como una liberación total, y se ha podido considerar la figura humana no como un valor sentimental, sino únicamente como un valor plástico. Éste es el motivo de que, dentro de la evolución de mi obra desde 1905 hasta ahora, la figura humana sea siempre voluntariamente inexpresiva. Sé que esta concepción radical de la figura-objeto escandaliza a mucha gente, pero no lo puedo remediar. (Fernand Léger, 1949)

Pero después de su «retorno» a la figuración, la pintura es todavía más radical. Ya no se trata de figuras «inexpresivas», sino de figuras en las que se destruye la posibilidad misma de una expresión (aun cuando se ataca de un modo menos espectacular a las apariencias). Ahora bien, ¿en qué concierne esto al cine? ¿En qué pueden estar relacionadas estas sofisticadas transformaciones de una institución compleja, la del arte occidental, con la historia de un inedia popular como el cine, que sólo ha conseguido ser considerado como arte en el resentimiento y el malentendido, y a costa de un irrecuperable retraso temporal? Es forzoso hacer constar, en primer lugar, que la relación no es inmediata, que Chuck Close, Gerhard Richter o Christian Boltanski no tienen exactamente el mismo público que Leos Carax. Las instituciones que los exhiben respectivamente siguen estando aún muy separadas, aun cuando la circulación de una a otra, por el aumento del consumo cultural, les proporcione numerosos espectadores comunes.

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¿Cómo explicar, entonces, lo que a pesar de todo ha de considerarse corno un encuentro? ¿En términos de influencia? No precisamente. La pintura ha influido a veces directamente en los filmes, pero casi siempre es un efecto que se agota rápidamente en la cita o el pastiche (eso no quiere decir que este efecto nunca sea interesante, sino que sólo concierne indirectamente al cine). Muy a menudo, la posibilidad misma de influencia está mediatizada, luego diluida, por la publicidad y el grafismo, que han adquirido en los últimos diez arios una enorme importancia en nuestra sociedad, y que se confunden cada vez más fácilmente con los márgenes del arte, o, en otra vertiente, por las formas televisadas, confundidas a menudo con el vídeo, y que tienen, unas y otro, sus propios puntos tangenciales con la pintura. En pocas palabras, no es imposible que, en su tratamiento del rostro, esos filmes recientes se apropien de las ideas o de los procedimientos que se han creado en el campo pictórico. Pero esta apropiación, la mayoría de las veces, no tendrá lugar más que cuando estas ideas hayan desbordado ya su campo original para introducirse en el maelstrom de la circulación cultural. Por eso se diría, mejor, que el cine está como atrapado en una nebulosa, una galaxia que arrastra en un mismo movimiento a la pintura, la fotografía y el vídeo, que hace circular infinitamente las imágenes entre ellos, que hace «pasar» de una imagen a otra: una galaxia que se podría denominar, a imitación de Raymond Bellour, la Entre-imágenes. Lo que se repite siempre, en la reflexión sobre esos pasos de la imagen de una modalidad a otra, es la afirmación de un mundo casi autónomo en el que unas fuerzas pueden migrar de una imagen a otra, de un tipo de imágenes a otro. Bellour ha insistido mucho en el hecho de que, en este paso, los efectos importantes se producen, la mayoría de las veces, en un entredós: entre lo móvil y lo inmóvil, entre la representación y la no-representación (y, añade, entre pintura y literatura). De ahí un cierto número de efectos que demuestran la fascinación del cine por la inmovilidad, es decir, por la ampliación fotográfica, su rigidez, su frialdad (y además, recíprocamente, la fascinación de la fotografía por la expresión del movimiento), o, por otra parte, su tentación por la no-representación, como por el retorno de un viejo exiliado de su historia, el cine «experimental», el dibujo animado. La idea es seductora: que el cine se vea atrapado, por algunas de sus caras, en una espiral expansiva que es la de todas las imágenes artísticas, satisface, sin duda, una antigua necesidad de unificación de la estética, al empequeñecer los rasgos irremediablemente específicos de la imagen cinematográfica. Según esta perspectiva, un filme prodría considerarse interesante, ya no sólo en virtud de la ideología anticuada y li-

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mitativa de la puesta en escena, sino en función de su pertenencia a un tipo o un proyecto de imágenes que excede ampliamente el cine. Pero otra cosa es explicar estos pasos, estas migraciones. ¿Por qué el cine, que ha estado tanto tiempo apartado de las corrientes artísticas de su siglo, encontraría de repente el medio, sentiría la necesidad de reunirse con ellas? La explicación, evidentemente, no se encuentra en la esfera artística, sino en su más acá y su más allá. Si las formas circulan, es, de este lado, porque los canales de circulación se multiplican y activan, y, por consiguiente, hay cada vez más transmisores. Personalidades tan diferentes como Paul Goude o David Lynch, por ejemplo, realizan espectacularmente ese ideal de facilidad del «paso», en un desfile del 14 de julio en el que planeaba la sombra de Bob Wilson, o en un serial televisado (Twin Peaks) que integra irónicamente referencias al hiperrealismo fotográfico-pictórico. A causa de esto, los filmes de Lynch, los anuncios de Goude, son astutos híbridos que resultan válidos sobre todo en el territorio intercalar que exploran. Pero más allá, si hay pasos de imágenes, es que lo que pasa es, más radicalmente, una entidad inmutable, la Imagen. Las transformaciones del rostro cinematográfico, así, son un síntoma entre otros —con el mísmo título que los síntomas artísticos— de un retorno de la Imagen bajo la representación (pero ésta es otra historia). El estatuto del rostro hoy en día, dentro de lo que se llama aún imágenes, no procede, pues, de una historia, sino de varias. Historia del rostro social, civil, comunicacional. Historia de las concepciones del rostro. Historia de los rostros en el arte. Ahora bien, el rostro cinematográfico tiene relación con todas estas historias. El rostro cinematográfico en general, de Le gotlter du bebé (1895) hasta Nueva ola, procede de una ideología de las prácticas figurativas que se caracteriza por tres preocupaciones mayores: lo real, la expresión y el tiempo. Hay que repetir, una última vez, cómo eso sitúa al cine en la dependencia de un movimiento de ideas anticuado, pero todavía no superado. La teoría del arte, hacia fines del siglo xvm, está dominada por la lucha entre dos concepciones, la de la belleza ideal y la de la especificidad pictórica. La primera lleva a plantear la representación como una síntesis, que reúne en una misma criatura imaginaria las partes perfectas de cuerpos diferentes; los mayores ejemplos van de Rafael y su certa idea hasta Poussin. La segunda somete la representación, no ya a una belleza ideal juzgada demasiado literaria, sino a unas reglas propiamente pictóricas, ligadas al goce específico que proporcionan tales combinaciones de formas. El fin de siglo vio el triunfo, definitivo has-

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ta ese día, de la segunda concepción, pero apenas conseguido es desplazado por la aparición de dos corrientes (realismo y romanticismo) que tienden a sustituir toda referencia a la idealidad por la referencia a la realidad y a la subjetividad. Yendo un poco más allá, el romanticismo añade una defensa en toda regla de lo feo frente a lo bello, cuya fórmula canónica está en el prefacio de Cromwell: Lo bello no tiene más que un tipo: lo feo tiene mil. Y es que lo bello, hablando humanamente, no es más que la forma considerada en su razón más elemental, en su simetría más absoluta, en su armonía más íntima con nuestro organismo. Por eso nos ofrece siempre un conjunto completo pero limitado, como nosotros. Lo que llamamos lo feo, por el contrario, es un detalle de un gran conjunto que nos escapa y que armoniza no con el hombre, sino con la creación entera. Ése es el motivo de que nos presente siempre aspectos nuevos, pero incompletos. (Victor Hugo)

Hubo después muchas otras rupturas, pero ninguna que rompiese ni con la pérdida de lo bello ideal, ni con la referencia a lo real, ni con el «principio de subjetividad interna» (por el que Hegel definió el Romanticismo). Al mismo tiempo, el culto de la Imagen abstracta, la sumisión de la pintura a una Idea de la pintura o a una Idea de lo real, indican que tal vez cambiamos de época, o que ya hemos cambiado. El rostro está exactamente en el corazón de estas cuestiones, de estos cambios. Lo bello ideal pretende sobre todo la representación del cuerpo entero, más fácilmente sintetizable por porciones y trozos, como en el famoso apólogo que muestra a Zeuxis valiéndose de fragmentos tomados de cinco modelos para su retrato de la bella Helena. El rostro pintado no ha escapado completamente al ideal-de-lo-Bello, aunque es a propósito de un rostro, el de la figura del Laoconte en el célebre grupo escultórico epónimo, que Lessing desarrolla la idea de la especificidad pictórica (si este rostro, despreciando lo verosímil, sólo expresa un dolor muy contenido, dominado, es porque el grito verdadero de su dolor deformaría demasiado sus facciones, porque la boca demasiado abierta provocaría en el rostro una desagradable mancha oscura). Realismo y Romanticismo se adueñarán a su vez del rostro humano, llevarán el retrato a extremos propios del arte del siglo xx, en los expresionistas (Meidner singularmente, o Gerstl) y sus herederos, de Bernard Buffet a Lucian Freud. Perder lo Bello para ganar lo pictórico, lo realista, lo subjetivo: el rostro está en el centro de esta aventura del siglo xx. Murielle Gagnebin, que glosa ese paso de un siglo a otro,

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enuncia la hipótesis de que no se trata tanto de la pérdida de lo bello como de la emergencia de la fealdad como valor positivo; al ser la fealdad, para ella, «la piel del tiempo», de lo que se trata es de un profundo cambio axiológico relativo al tiempo: en lugar de que el hombre haya de pasar por el tiempo como por una prueba, tal como mandaban las tradiciones judaica y cristiana, el tiempo se convierte en el «único lugar que permite la expansión del hombre». El retrato, expresión realista de un rostro-sujeto, es, pues, la aventura de un rostro, su expansión en el tiempo. Tras estos problemas de la expresión, de lo real, del tiempo, de la fealdad asumida en tanto que expresiva, cultivada en tanto que realista, se reconocen los conceptos del rostro sobre los que se fundamentó la parte voluntariamente más artística del cine, de Epstein a Visconti. De este rostro, de la mezcla de pintura y cine, procede la derrota cinematográfica del rostro. La cuestión es, pues, finalmente la siguiente: si el no-rostro cinematográfico es el fin más o menos lógico, en todo caso asumible, de un rostro cinematográfico que hereda la fascinación del siglo xix (y del xx) por lo real, la expresividad, la fealdad, el tiempo; si, simultáneamente pero en otra temporalidad, la derrota pictórica del rostro se ha verificado en un mundo presa de un retorno de la Imagen del modo más idealista, más abstracto, más intelectual posible; entonces, ¿dónde y cómo ocurre, cómo se explica esta simultaneidad? No-rostro aquí, no-rostro allí: ¿se trata en verdad del mismo?

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Spot publicitario para Marithé et François Girbaud de Jean-Luc Godard

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Tachadura, borradura, ampliación: el rostro destruido

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Página anterior: Six fois deux En esta página: Masculin Fémázin y King Lear, de Jean-Lue Godard

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In the Clutches of a Gang, de Mack Sennett

Jerry Calamidad, de Jerry Lewis

El rostro a veces no es

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Soigne ta droite, de Jean-Luc Godard

Passe ton bac d'abord, de Maurice Pialat

.... más que una parte del cuerpo

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Lennny contra Alphaville y Alleinagne 90 Neuf Zéro, de Jean-Luc Godard

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rentends plus la guitare, de Philippe Garre!

La supervivencia

Les baisers de .vecours, de Philippe Garrel

Mon clier sujei-, de Anne-Marie Mié ile

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Mejor decírselo enseguida: no les envidiamos. No les envidiamos en absoluto. Hemos leído sus libros. Hemos escuchado a sus sacerdotes y mercaderes. No encontramos nada envidiable en su estado: rostros en los muros, rostros en las pantallas, rostros en los periódicos. Han hecho de todo con su rostro. Lo han adorado, lo han cubierto de escupitajos. Han emborronado con él sus espejos, lo han pintado al oro en sus iglesias y parece ser que hasta lo han impreso sobre su dinero.¡Cómo les compadecemos! Christian Bobin, L'autre visage Della: Las mujeres son cariñosas, y los hombres solitarios. El doctor: Entonces, ¿por qué están siempre juntos? El PDG: Porque se roban mutuamente la soledad y el amor. Della: Eso se ve en la cara. El doctor: ¡En la cara, en la cara! ¡La cara está hecha para los gilipollas ! Jean-Luc Godard, Nueva ola

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Fin del rostro representado La pérdida del rostro se ha producido fuera del arte, antes del arte, algunas veces contra él. El arte, la representación, habrían sido, de hecho, el ámbito donde el rostro se ha mantenido durante más tiempo; habrían sido el último espacio en el que hacer actuar todavía un rostro como rostro, totalmente. La historia del rostro pintado es, pues, la de una derrota del interior de la pintura como, paralelamente, la historia del rostro cinematográfico. Y si estas dos historias tan diferentes se parecen, es porque una y otra traducen, más o menos fielmente, la misma derrota: como dos traducciones de un mismo texto en dos lenguas diferentes (pero no más). La pérdida del rostro, en una y otra, no es más que un aspecto de su pérdida de prestigio, de credibilidad en general, y la importante diferencia entre ambas tal vez no sea superior a la del cine y la pintura como instituciones y como discursos. Por violentas que sean sus manifestaciones, por crudas y atroces (véanse los cuellos cortados, los rostros llenos de brechas sanguinolentas de Bacon), el ataque pictórico al rostro mantiene siempre una distancia tangible respecto a esta barbarie: la distancia del gusto, del refinamiento, del arte. Bacon pinta el apocalipsis del rostro, pero su trazado es pulido, su pintura es serena, sin nerviosismo alguno. Cualquier cosa, todo en ella confirma la aplicación, el esmero puesto al pintar, la minuciosidad, incluso, en su caso, la obsesión (no es una casualidad que no quisiese que se le viera pintando) que hace que los peores horrores sean representados a través de un trabajo infinitamente apacible, seguro de sí y seguro de pertenecer al arte. John Berger, el crítico y escritor marxista inglés, ha reprochado a Bacon lo pulido de sus pinturas más horribles, cuyo carácter ha comparado a las redondeces de Walt Disney, que acaba confundiendo en una misma inocuidad. La crítica no es acertada, porque tiene poco en cuenta las diferencias pragmáticas, en términos tanto institucionales como intencionales; no obstante, da muestras de una intuición en absoluto falsa. Es evidente que el no-rostro de Bacon atenta contra la humanidad del rostro humano. Pero, pensándolo bien, ¿no está ese atentado más o menos deliciosamente justificado y casi disimulado por la inteligencia de su posición dentro de la historia y la ideología pictóricas? ¿Y no disfrutamos de él con ademanes de estetas cultivados? Se alegará que el ejemplo de Bacon no basta, porque el pintor inglés, en su gusto por el horror, sigue siendo expresionista, luego romántico, luego humanista. Pero el arte subsiste aun cuando el humanismo se elimine de un modo más radical y deliberado. Pongamos el

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trabajo de un artista como Roman Opalka: encerrado cada día unas horas determinadas en una sala de su castillo, donde todo, luz, caballete, brochas, pigmentos, es exactamente igual que la víspera, pinta. Desde 1965 pinta, día tras día, la misma cosa (incluso si esa «cosa» está en constante proceso): la serie de los números, del uno al infinito, encadenados como en un cuaderno escolar. Cada lienzo prosigue la serie allí donde la había dejado el anterior: el pintor simplemente añade un poco de blanco en sus cifras, que se hacen cada vez más pálidas, cada vez más similares al fondo sobre el que las inscribe. Al mismo tiempo, pronuncia esos números con una voz monocorde, que registra en un aparato, y realiza a intervalos regulares fotografías de su rostro, completamente inexpresivo. Un ejemplo tal puede que sea extremo. Por eso, confirma perfectamente el deseo antihumanista del que procede; dentro de su tosquedad, la comparación entre la serie infinita de números —serie finita, no obstante, ya que será interrumpida por la muerte— y la serie de fotos del rostro, que no tiene tampoco otro término que la muerte, es conmovedora. El rostro no es más que eso, un momento indefinidamente repetible e indefinidamente variable de una serie monótona, que no viene de ninguna parte, que no va a ninguna parte, que no tiene otro sentido que el de su vectorización. Ni que decir tiene que aquí ya no hay humanidad, ya no hay pasión ni disfrute, ni siquiera los de una máquina, como hay aún en Warhol («I want to be a machine»). Eso, sin embargo ¿no es estimable (se ha hecho un filme sobre ello, premiado en algunos festivales), no puede un miembro del gran círculo de los pequeños aficionados al arte disfrutar de ello como de cualquier otra obra? La huella fotográfica, sea inmóvil o animada, no ha llegado a ser arte más que lenta, penosamente, a contracorriente. Toda la preocupación de lo que se llama cine, de lo que se llama fotografía, es equipararse en cierto modo a lo que se llama pintura, sin que esa ecuación pueda ser nunca una igualdad. En efecto, contrariamente a la pintura, esas artes, una vez constituidas y reconocidas, no dejan de descansar por ello en una técnica documental, de.indicios, automática. En ese automatismo está atrapado el tratamiento del rostro por la imagen fotográfica. En los inicios, el camino principal de la fotografía que quería llegar a ser arte fue, debido al auge del retrato, la figura humana. Cien o ciento cincuenta años después, la figura humana sigue siendo el motivo privilegiado del arte fotográfico. Simplemente, la afirmación de arte, en lugar de pasar por la exaltación de la humanidad de lo humano, se sostiene por completo en su negación o su degradación. Existirían innu-

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merables ejemplos (la fotografía como arte ha conocido un desarrollo institucional muy rápido en los últimos veinte arios), pero es curioso que la mayoría giren en torno de dos mismos polos: el rostro enfermo o muerto, el rostro rotundamente inhumano, inexpresivo o monstruoso. Enfermos y muertos: R. Schaffer va a la morgue de Berlín a fotografiar rostros de cadáveres de sonrisa angelical, muertos demasiado dulces para ser humanos. Philippe Bazin fotografía rostros enfermos: No se trata de hacer un panorama sociológico de la enfermedad, sino de verificar que en los entornos médicos y paramédicos, la máscara se cae, no existe en ellos ninguna necesidad de representación. Esta situación me permite evitar el retrato tradicional para descubrir el rostro en estado puro. A fin de cuentas, lo que me interesa es evidenciar, en todas las edades vitales, una permanencia del rostro humano, un estado anterior a su expresividad, el rostro del cuerpo [sic], desvelando la animalidad que es el fundamento de la apariencia de todos.

Otro se especializa en los hospitales donde se trata el cáncer, ocupándose preferentemente de los niños; rostro consumido pero aún vivo, cabeza calva por la quimioterapia. Nicholas Dixon sigue fotográficamente, mes a mes, la evolución del sida en el rostro de los enfermos. La lista es larga. Rostro monstruoso o inexpresivo: entre las exposiciones fotográficas de 1991, se encontraba la de Nancy Burson, que mostraba retratos ficticios, «generados» por ordenador y reproducidos en soporte polaroid. En la presentación de su trabajo, la galerista Michele Chomette apuntaba: Esa extrañeza sobrenatural, ese deslizamiento a lo fantástico, parecen revelar un profundo trastorno de la personalidad de sus «sujetos», de manera que la fotografía, considerada a priori como verista, los hace salir de sí mismos, los pone fuera de la ley, los exhibe con esa especie de lógica figurativa del crimen que esboza los rasgos de las personas buscadas: Wanted! ¡ Y qué decir de ese derecho monstruoso que se arroga Nancy Burson de compilar las razas, los sexos, las edades, los órganos, las normas, las taras, y modelar, mezclar esa masa humana para crear sus criaturas! Deux ex machina que instrumentaliza su arte con ayuda de un programa infernal. No es una casualidad que todos sus retratos sean Untilled (sin título), esos «seres» anónimos, apátridas, a la vez prisioneros de la red antropomórfica que los ha urdido y evadidos de toda contingencia existencial, nos parecen, sin embargo, casi clínicamente viables.

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Todo está ahí: el anonimato identitario del policía, del psicólogo o del médico, una genericidad absoluta que ya no es muestra ni siquiera de géneros basados en lo social, en lo humano, y, a la vez, la más resuelta de las afirmaciones artísticas. Se podría copiar fácilmente este discurso y aplicarlo a otros miles de rostros inexpresivos, vistos en muchas exposiciones recientes. En resumen, la fotografía ha encontrado ahí el pretexto para seguir su tendencia mortal, su inclinación letal y anuladora. El cine, más bien, ha representado el exceso de «vida». Por otro lado, y por considerable que haya sido su evolución hacia la artisticidad (en los términos que se quiera: intencionales-creatoriales o institucionales-espectatoriales) sigue aún marcado como el bastardo de las artes, el plebeyo, el innoble. Incluso los filmes en los que se ejecuta con la más exquisita delicadeza la desrostrificación del rostro son, pues, hoy en día obra de cineastas infinitamente sensibles al espíritu de la época, capaces de sacar provecho de cualquier cosa por vulgar que sea: la tira cómica, el clip, la publicidad, la televisión y, aún más alejadas de la esfera artística, las formas más cotidianas de la cotidianeidad. Los artistas cinematográficos más reconocidos no son, ya no son los que piratean las artes legítimas, sino los transmisores, prestidigitadores capaces de transmutarlo todo en oro cinematográfico. La historia del cine esbozada en las páginas precedentes nos lo ha mostrado empeñado en cuatro grandes modos de representación, que lo superan en mucho porque constituyen la trama de la historia reciente de la representación en general, pero de los que encarna alternativamente las transformaciones más convincentes. En los dos primeros, el rostro ha servido para transmitir unos rasgos narrativos, unas conexiones, unas puntuaciones, unas focalizaciones, unos grados de intensidad narrativa: se trata de comunicar, siempre lateralmente, nunca frontalmente. Dentro del modo retratístico, el rostro se representa por sí mismo, comunica los rasgos significantes de un sujeto a través de un modelo. Ese rostro está ocupado en una concepción de la diégesis como espacio penetrable, incluso íntimo: está ahí para hablar al espectador transversalmente. La verdad que promete a este espectador es lo que lo distingue fundamentalmente del tercer modo, el modo expresivo, en el que el rostro se considera interesante porque produce un suplemento (fotogénico, fisionómico u otro). La hipótesis seguida aquí es que el cine ha llegado a la forma desestructurante que caracteriza a una parte de la producción reciente por una concentración excesiva en una de estas dos últimas formas. En el

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fondo, por haber querido exprimir el rostro cada vez más, como un limón añejo y ya sin jugo —en el sentido de la expresión o de la verdad, poco importa— que habría llegado a representar como definitivamente vacío: de interioridad, de expresión, de rostreidad. Esto, evidentemente, es, en cierto sentido, lo que se ha producido también en pintura, y puede decirse de la parte que se prentende más artística del cine. Pero el desfase histórico del cine, esa especie de retraso congénito que lo afectó en su nacimiento, hace que haya tenido que resignarse muy deprisa a estas etapas, sin distancia y sin ironía, sin la buena conciencia que sigue confiriendo a la pintura su antigua connivencia con toda la aventura del espíritu humano. En realidad, el cine es una vez más víctima de la paradoja. Último refugio evidente, después de Hiroshima, después de Auschwitz, de una creencia en el hombre, el exceso mismo de esta creencia lo ha llevado a maltratar, a destruir el rostro, al mismo tiempo que, arte ingenuamente asegurado por una técnica, ha sido fácil presa para todos los espíritus de la época, ante todo los que han impuesto el comercio y la comunicación. Fragilidad del cine, tan fuerte, tan poderoso para representar las cosas en el tiempo que esa misma capacidad se vuelve contra él, obligándole a hacer del tiempo un arma mortal, cuando el tiempo, al fin, ya no es lo que era.

Rostro, rostreidad, entropía (no se puede perder lo que ya se ha perdido) Prosigamos. El rostro, singularidad humana, es lo que define al hombre. Es lo que le define esencialmente, con el mismo título que la postura erguida o el uso de la mano. Indudablemente, en tanto que singularidad humana, también ha sido determinado por la historia, o mejor, por la evolución. Por otra parte, como ha señalado Pierre Changeux a propósito de la oposición entre izquierda y derecha, lo que hoy se define como innato, ¿no es el resultado de una larga selección? Sólo cuando concluye la evolución puede comenzar la historia del rostro propiamente dicha, como historia del rostro en las sociedades humanas, es decir, como historia de las formaciones discursivas a propósito del rostro. Pero esta historia es casi imposible de escribir, ya que para ello habría que afrontar sesgadamente todas las concepciones del rostro, de sus funciones, de su valor (Courtine y Haroche, en su libro, no han exa-

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minado, en resumidas cuentas, más que un tipo de formaciones discursivas, las que tratan del rostro como lugar de significación codificada, para respetar o interpretar, haciendo así la historia de las concepciones explícitas del rostro. Al hacer eso, se olvidan, por supuesto, las sociedades sin discurso explícito, pero también los discursos implícitos, en particular los de la esfera artística). Hay que repetirlo: estamos interesados por el punto más reciente de esta historia en la pintura, el cine y la representación en general. La derrota del rostro sobreviene en las imágenes a fines del periodo moderno, o al menos se inicia en ese fin de la modernidad. Hay, por otra parte, varias modernidades, relativas y sucesivas, compartimentadas y contradictorias, y su único punto en común sería esa «tradición de ruptura» (De Duve) que pasa por todas ellas y fundamenta la modernidad en general. Pero si la modernidad es la era de la ruptura continua, es normal que afecte a esa plenitud humana que es el rostro, desestabilizándolo, desestructurándolo. La modernidad podría definirse entonces como el momento en el que comienza una derrota universal del rostro, sin duda mucho más allá de la simple esfera del arte, tan más allá, o más acá, que las manifestaciones más fundamentales de esa derrota hay que buscarlas en otra parte, en la circulación, común o especializada, pero de todos modos extraartística, de las imágenes. Primer elemento de derrota: el retorno (o la nueva llegada) del tipo, del rostro genérico, sustraído de su individualidad. Una interesante exposición, dedicada hace unos cuantos años al tema de la identidad en la fotografía, evidenció claramente el papel desempeñado por la fotografía en ese retorno. Antropometría, patología clínica, bertillonado,' Charcot y Duchenne de Boulogne, todos los catálogos de rostros desposeídos de su ser-de-rostro, reducidos a no ser ya más que muestras de tal o cual artículo, de tal o cual variedad. En este registro, como en muchos otros, la fotografía desempeñó un papel más importante que el que autorizaba su simple estatuto artístico. A fines del siglo xlx, la fotografía persigue todavía una legitimación, ni los retratos considerados admirables de Nadar, ni las escenas de género de Henry Peach Robinson pueden pretender hacer competencia, menos aún superar ni renovar la pintura. En el mismo momento, en cambio —justo antes de la tentación pictorialista— la fotografía no renunció a cultivar su esencia documental. Así, pues, como medio documental, fuera del arte e inferior a él, interviene en el proceso de 1. En referencia a Alphonse Bertillon, sabio francés nacido en París (1853-1914) que imaginó un método antropométrico de identificación de los criminales. (N. del t.)

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anonimización de los rostros. Es destacable que el cine, por el contrario, cuando siga su inclinación documental, lo haga frecuentemente para individualizar, para sustraer a un individuo de su tipo (véase Nanuk, el esquimal [Nanook of the North, 1.922], mientras que el tipo cinematográfico tomará la forma fabricada de la tipología, de la que los soviéticos hicieron uso declarado, pero que, sin embargo, Hollywood no utilizó conscientemente. Ahora bien, si la tipología, según la precisa fórmula eisensteiniana, no es un actor, si la «tipología no actúa», sencillamente es porque procede de los catálogos fotográficos elaborados a fines del siglo xix. El catálogo, el rostro genérico, la tipología, tienen en común que el rostro se hace en ellos anónimo, ya no pertenece a un sujeto, apenas a un individuo, sino mucho más a una clase, un grupo, una categoría social, incluso psicológica. El rostro no se ve forzosamente afectado por la inhumanidad, es la humanidad misma la que se hace sospechosa, o, al menos, se define de otro modo. El catálogo Bertillon hace así de la humanidad una colección de criminales (potenciales o efectivos). Charcot y Duchenne de Boulogne ya no quieren ver ahí más que enfermos mentales. Por lo que se refiere a la tipología eisensteiniana, es una estructura abstracta dividida en bloques «de clase», como en el ejemplo harto caricaturesco de los burgueses de Octubre. En todos los casos, se ve superada la definición cuasi tautológica de lo humano por lo subjetivo y viceversa, en beneficio de definiciones funcionales, históricas y políticas, cuando no totalmente abstractas. Este intento de cortar el antiguo vínculo entre rostro e individuo, continúa y se amplía en el siglo xx. Una noción como la de identidad, hoy enteramente policial (connotaciones psicológicas incluidas, competencia de rectificadores del yo de todo género), oculta perfectamente un aspecto de esta pérdida: el rostro ha de ser idéntico, no al sujeto, sino a su definición. Ya no es la ventana del alma, sino un cartel, un eslogan, una etiqueta, un badge. Hay en esto, si se quiere, una paradoja, ya que la identidad, que es etimológicamente aquello que garantiza la continuidad del individuo, su coincidencia consigo mismo, se ha convertido en un indicio de su alienación, de su conformación a unos moldes o unas tablas. Pero esta paradoja es sólo la continuación y la evidenciación de otra paradoja, la del sujeto. El sujeto, como expuso Michel Foucault en Vigilar)' castigar-, es ese ser que, en la época de las luces y de la reivindicación de una sociedad no sometida a lo arbitrario, es objeto de una vigilancia racionalizada, generalizada, que lo encierra de una manera más democrática pero más segura que cualquier Bastilla.

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Huelga decir que el siglo xx ha acelerado el movimiento, refinándolo. La vigilancia ya no es directa, ya no está localizada, sino que es indirecta, omnipresente. Sobre todo, ha dejado mayoritariamente de ser óptica, para volverse informática y telemática, y aún más ideológica. Como ha observado con razón Gilles Deleuze, el control ha sustituido a la vigilancia. Ya no hay ni vigilantes ni vigilados, cada uno es a la vez controlador y controlado; el control ya no se vectoriza, según el modelo del panopticon de Bentham que Foucault adoptó como emblema, sino omnidireccional; su -estructura es la de una red, no la de un panorama. Es decir, los instrumentos y canales de difusión y control —son los mismos— cumplen un cometido esencial. La difusión de rostros por la televisión, especialmente, tiene como consecuencia, si no como intención, un efecto de masificación, de saturación, a la vez que un efecto de conformación (que facilita y justifica ideológicamente el control). Millones de rostros, cercanos o lejanos, nítidos o imprecisos, se exhiben en ella sin cesar, directamente («Yo estoy ahí, él me mira, yo lo veo»), sin parangón con lo que ningún otro medio de comunicación haya podido imaginar. La paradoja adquiere aquí una forma específica, que requiere que esos rostros tengan que considerarse corno rostros, y no como la abyecta y absurda marabunta que en realidad son. Habrá, pues, que encontrar medios para singularizarlos, y la gran preocupación de los media, de la publicidad, de lo que hoy se denomina genéricamente la «comunicación», es la singularización. No hay ningún campo donde esto sea más evidente que en la publicidad, que ha transformado profundamente sus estrategias desde el fin del siglo xix. En Au bonheur des clames, Mouret basa deliberadamente su publicidad en la necesidad de imitación, en el gregarismo (y también, hay que decirlo, en el reflejo eterno del «buen negocio»), y es que en el fondo se dirige a una clientela acomodada, a las «damas», que adquieren o, en todo caso, solucionan su individualización en otra parte. En una sociedad en la que, por el contrario, el consumo es y debe ser para todos, la publicidad ha de insistir más de lo conveniente en la diferenciación aparente. La estructura de esta diferenciación, siempre la misma, es perfectamente conocida, pero muy reveladora: sea usted; para eso, utilice los chismes de todo el mundo (entre otros mil ejemplos, véanse los consejos sobre maquillaje en las revistas femeninas, que atañen directamente al rostro.) Ahora bien, en esta estructura, el primer término, el «usted», se acentúa sistemáticamente. Eso ya lo había advertido, en 1964, Raymond Borde en su libelo L'extricable:

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EL ROSTRO EN EL CINE Sí, usted, dice el dedo del cartel gaullista, el que elegirá al Presidente de la República. Con Tergal, parecerá más joven, y Simca ya ha pensado, con sus doscientos modelos de capotas inglesas,2 en su estilo de conducción. La locutora de televisión le mira fijamente a los ojos y la técnica básica de la radio consiste en farfullar e improvisar para engancharlo a la asquerosa emisión que usted engulle como un estofado de carne.

Todo está ahí (vulgaridad incluida), y el Barthes de las Mitologías, como el Godard sociólogo de Una mujer casada (Une femme maride, 1964) o de Deux o trois choses que je sais d'elle (1966), han proporcionado illustraciones célebres de ello, pero fue Althusser quien, en 1970, puso nombre al instrumento de esta estrategia: la interpelación al sujeto. La interpelación, sin duda, no se inicia con la posguerra. De alguna manera, la publicidad siempre ha interpelado a su destinatario. Lo que es constante, en cambio, en ese período que se ha visto marcado por el fin del clasicismo cinematográfico, distinguiéndolo de los períodos anteriores, es que el destinatario es interpelado «en persona», es decir, que el envite es esa falsa singularizacion de sujetos progresivamente normalizados por su comportamiento. Consecuencia sobre el rostro: debe hacer alarde más ostensiblemente, mediante un trabajo cada vez más artificial, de una singularidad que posee cada vez menos. El rostro del comercio (en el sentido que el capitalismo ha impuesto a esa palabra, que designó antaño las relaciones más plenamente humanas), el rostro publicitario es, la mayoría de las veces, en primer lugar, una tipología en general erótica o cómica. Pero debe además subrayar imperceptiblemente cierto número de rasgos que «individualizan», que «subjetivizan»: un semblante pensativo, un semblante seguro de sí mísmo, un semblante astuto o inocente, cualquiera con tal de que se haga notar. El anuncio acertado es el que nos convence rápidamente de que hay individuo bajo el rostro. Además, los analistas y creativos de mensajes publicitarios son perfecta y cínicamente conscientes de ello (la revista Jardin des modes, por ejemplo, incluye una sección de «Images de pub»: en marzo de 1991 podía leerse en ella un artículo titulado «Figures de l'autre», en el que el autor, con la ayuda de una gran cantidad de citas de Lévinas y de Finkielkraut, analizaba la dialéctica entre humanidad y alteridad de las figuras representadas en algunos anuncios publicitarios de pantalones de dril azul). 2 Aquí el autor juega con el doble sentido, ya que, popularmente, capotes anglaises significa «preservativos». (N. del t.)

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Es corriente, pero esencial, decir que esto va acompañado de algún perjuicio para la creencia en la humanidad del rostro humano, y que la publicidad es uno de los medios más manifiestos de nuestra entrada en Ia era de la sospecha. Aunque hubiera tenido medios para desearlo, el arte no tendría capacidad de resistir al comercio, a la comunicación, al identitarismo, al tipado, al rebuscado anonimato de los rostros. El rostro, despersonalizado y cosificado, hecho indiferente, ha sido simultáneamente discutido como valor. Discusión normal, originada por una pregnancia que se considera abrumadora de la rostreidad, pero cuyos efectos repiten, en terreno esta vez filosófico, los de la publicidad y el comercio, a los que sin embargo se oponen en otro plano. El ataque más frontal y más vehemente procede de un célebre trabajo, subtitulado Capitalismo y esquizofrenia. En un capítulo singularmente salvaje de Mil mesetas titulado, precisamente, «Rostreidad», Gilles Deleuze y Félix Guattari aseguran que el rostro no es un universal, sino, por el contrario, un valor propio de la civilización occidental y cristiana. El rostro es «el propio hombre blanco», y, más adelante, «Cristo es el rostro». Ven el rostro como «una política» que conduce a la inhumanidad («el horror del rostro»). Luego, «si el hombre tiene un destino éste será más bien escapar del rostro», de la máquina abstracta de la rostreidad, máquina que funciona en la significancia y en la subjetivación, y sirve también para seleccionar los rostros, produciendo o alimentando de paso el racismo y el etnocentrismo. Muchos arios después de la publicación de este texto, las utopías a las que apela —la banda, la tribu, la «desterritorialización» en general— tienen manifiestamente menos relaciones concretas con la vida de sus lectores occidentales. En realidad, poco importa la eventual veracidad de tales tesis (que se pretenden provocativas, desarrolladas como parte de un ataque general contra el subjetivismo y el subjeto-centrismo), en vista de su fuerza sintomática. Estos filósofos que aborrecen el capitalismo le agregan, le atribuyen el valor-rostro descuidando o considerando inesencial todo aquello, precisamente del capitalismo, que ha alcanzado irremediablemente al rostro humano, a la rostreidad. (i,Pero no les da la razón el cine, cuyo rostro ordinario es tan exactamente el rostro del imperialismo, del orden mundial construido obstinada y pacientemente por el capitalismo?) El periodo moderno concluye con esta crítica que se quiere política de la rostreidad, con esta acusación de arrogancia en contra de un rostro presentado como extremadamente conquistador. El periodo se había abierto con otra crítica, a medio camino entre la psicología y la me-

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tafísica. Al principio del siglo xtx, una reacción directa y enérgica contra el auge de la fisiognomonía (o de variantes como la frenología), lleva a Hegel a dedicar varias páginas de la Fenomenología del espíritu a criticar la idea de que un rostro expresa una personalidad. Su crítica está articulada en dos tiempos. Por una parte, la expresión de la interioridad a través de los órganos del cuerpo, singularmente la expresión fisonómica, es ambigua: no hay vínculo entre expresado y expresante, dicho de otro modo, nunca se puede estar seguro de lo que expresa un rostro. El rostro es un signo indiferente con respecto al significado, y en verdad, no significa nada. La individualidad se resiste a ser ese ser «reflejado en sí mismo» que se supone está expresado en los rasgos del rostro, y establece por el contrario su esencia en la obra del hombre. Luego, segundo tiempo, ver la expresión del individuo en su rostro es dejar a un lado su obra, en beneficio de una búsqueda de la «pura» vida interior que tal vez nunca se realice. Ahora bien, el individuo asegura verdaderamente su destino por las «obras que deja en el mundo». Buscar la expresión del individuo en su cuerpo en tanto que es para el prójimo (en tanto que es visible) es, por consiguiente, una vana reflexión sobre lo que el individuo no ha hecho. Entre la intención y la operación, la fisiognomonía escoge lo primero por interior y verdadero, pero la intención es intraducible en obras. Imposible, pues, en la era moderna y en todos sus estados, percibir el rostro como el simple afloramiento de lo humano en el hombre. El rostro, embaucador, ilusorio, da menos de lo que promete, no es el signo verídico de una interioridad; además, la promesa misma de interioridad es falsa y peligrosa, ya que, en el mejor de los casos, revela esa abominación, el individuo. Pasado por el tamiz de esas dos críticas simétricas, el valor de la rostreidad queda, por así decirlo, infinitamente rebajado, casi anulado. Aunque el rostro se encierre peligrosamente y con arrogancia en la subjetividad, aunque, por el contrario, siga siendo indiferente, por insuficiencia, a esa subjetividad, siempre pierde su valor más elemental, la expresividad. Situación paradójica, en la que la expresividad ya no se reconocería en el rostro más que en un discurso, el del comercio, que sabe utilizarla como resto muerto de una ideología humanista, que sabe producirla, si es necesario, pero que no sabe justificarla. En este espacio paradójico, algunas formas están más adaptadas que otras a la supervivencia. La reviviscencia de la máscara, sobre todo, casi no tiene otra razón. ¿Qué es la máscara? Una transformación del rostro que trata justamente de anular su valor de rostreidad (se en-

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tienda en el sentido de Deleuze y Guattari o en el sentido de Lévinas). Es, pues, exactamente, la única forma de rostro que no me mira: un rostro no rostro, no «faz-tibie». Desde Picasso y el arte negro (o desde la fascinación de los pintores franceses anteriores a 1900 por la máscara japonesa), a la pintura le han gustado las máscaras. Pintores como Brauner o incluso Klee casi sólo han creado máscaras. Por lo que se refiere al teatro, ha usado y abusado de ellas. Pero el fenómeno es aún más aparente donde el material se presta menos a ello: en la imagen fotográfica. El cine, sobre todo desde hace veinte o treinta arios, ha encontrado de ese modo, en las diversas formas de la máscara, un sucedáneo duradero y eficaz del valor de expresividad universal del rostro del cine mudo, tanto más eficaz cuanto que existen muchos modos de producir cinematográficamente la máscara o su equivalente. Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage, Georges Franju, 1960): un cirujano demoníaco, frío, heredero del doctor Frankenstein, arranca la piel de un rostro vivo para injertarla en otro rostro, que ha perdido la suya. Un plano del filme muestra la operación en el mismo instante en que la piel, apenas retirada, se sostiene en el aire para pasar de un rostro al otro: superficie de piel delgada y flexible, aún viva pero ya muerta, privada de toda movilidad propia, de toda expresión (temporalmente, si el injerto tiene un resultado satisfactorio; definitivamente, si fracasa). Aquí la máscara es ese intermediario un poco mágico por el que la vida podrá pasar de un rostro a otro, la vida, y la identidad: [...] ya que la protagonista, declarada muerta, espera de la operación una segunda vida: «Nuevo rostro, nueva vida», le dice su padre. Y a la que ha escalpado [sic] el rostro, la entierra clandestinamente, ya no es nadie. (François Flahault)

(Pero, contrariamente a la opinión de Flahault, no hay «un rostro para dos»: la máscara de carne es moldeable, plástica, se adapta al rostro en el que se coloca.) Don Giovanni (de Mozart, Da Ponte y Joseph Losey): el personaje se presenta vestido ridículamente con una máscara-tocado-traje, que hace del cantante un cuerpo sin rostro. La máscara de Don Juan, nariz aguileña, ojeras violáceas, intrincada peluca que hace resaltar el cráneo, mandíbula prominente, boca como un agujero negro, y casi igual a la de Leporello. Este último nombre, en italiano, significa lebrato, cría de liebre, pero en latín lepus, la liebre, es similar a lupus, el lobo:

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Leporello, Don Juan. Este juego de significantes, sin duda intencionado por parte de Da Ponte, es traducido literalmente en imágenes por Losey, con sus dos máscaras apenas diferentes, sólo un poco más fláccida, más insignificante, más timorata en el criado, más dura, más mordiente y más lúbrica en el caso del amo. La traducción es a veces excesivamente insistente, por ejemplo al principio del segundo acto, con la evidenciación de que Leporello es el doble de Don Giovanni a través de un personaje suplementario, el servidor mudo que tiene dos máscaras semejantes, una para cada uno. La máscara, aquí, está bastante cerca del ideal del antirrostro que vieron Deleuze y Guattari en las máscaras de los «primitivos»: «Incluso las máscaras aseguran la pertenencia de la cabeza al cuerpo antes que enaltecer un rostro». Jerry Lewis: maquillaje y gestos de máscara móvil y elástica. El gesto lewisiano está dentro del dominio de la máscara, porque no desempeña ninguna de las funciones normales del gesto: comunicación o expresión. La comunicación queda bloqueada por el gesto, que exterioriza incesantemente una falsa interioridad, como en esa escena de El terror de las chicas (The Ladies' Man, 1961) en la que Herbert, al tropezar con Katie a la vuelta de un pasillo, no le hace caso, sino que sigue hablando solo y gesticulando de cara a las paredes. Pero, por otro lado, el gesto es negado como expresión, ya sea por la caricatura (en el mismo filme, la réplica «Let me think!» va acompañada de un gesto, y «Let me think harder!», del mismo gesto más acentuado), por la diferencia (cuando Herbert descubre la traición de su novia Faith, reacciona con dos gestos sucesivos, incompatibles, uno que lo transforma fugazmente en Mr. Hyde, otro que le hace caerse lentamente de espaldas, como si el viento le empujase) o por la parodia (tiene «la misma cara» que su madre, interpretada también por Lewis). Máscara de goma, más impresionante que las máscaras de cera, acaso también más eficaz para vaciar el rostro de su poder de rostro. Sin contar, por supuesto, todas las máscaras-prótesis puras y simples, la del juerguista al inicio de Le plaisir (1952), de Ophuls, la de Los crímenes del museo de cera (House of Wax, De Toth, I953)... Dentro de su variedad y de sus evidentes o sutiles diferencias, todas estas máscaras se acercan, desigualmente, al ideal de inexpresividad expresiva que encarna casi perfectamente la máscara de nô (de la que se ha escrito que «la quintaesencia radica en un expresionismo temperado por el deseo de abrir infinitas posibilidades, de permitir múltiples manejos» [Nobutaka Konparu]). Se trata siempre de dejar en el rostro una expresividad, pero casi vaga, sin relación necesaria con lo que haya bajo él.

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(También en este punto, sería infinitamente engañosa toda cronología: la máscara no sucede al rostro, se produce al mismo tiempo que él, como su extensión o su impugnación. Se ha podido leer, por ejemplo, el rostro de Marlene Dietrich en los filmes de Sternberg corno una cara, una máscara inexpresiva por la que no pasa casi ningún estado de ánimo: En plena situación significante e incluso gravosamente significante, un rostro paralizado como una máscara Se mueve lentamente. O todavía más: lo que Marlene trabaja [...], lo que tergiversa es el melodrama como género con sus sentimientos convencionales; y esto a fin de producir puro movimiento insignificante [...1. (Jean-Pierre Esquenazi) La insignificancia, la a-significancia corno la otra vía por la que el cine ha atacado al rostro.)

Muerte del tiempo, muerte de la muerte Pérdida del rostro, por todas las partes. El cine ha desempeñado ahí su papel, en primer lugar, presentándolo dividido en trozos, agredido, deformado, neutralizado, arrastrándolo hacia la insignificancia. Pero hay más, y más profundo, pues lo propio del cine es haber utilizado, para todo eso, su íntima y esencial relación con el tiempo. El rostro en general es un signo, un indicio del paso del tiempo, que inscribe sobre una superficie, para lo mejor o para lo peor. Sin embargo, no tiene relación inmediata con el tiempo, igual que cualquier otro signo del paso, del flujo, igual que cualquier otro objeto biológico, igual que el hombre mismo no tiene relación simple ni directa con el tiempo. El tiempo, divino, natural, cósmico, como se quiera y como se ha querido, es fundamentalmente exterior al hombre biológico, lo supera. Este último no sabe acercarse al concepto de tiempo más que de modo empírico, se sienta presa de relojes internos o derive esa experiencia de la de sus propias acciones y del hecho de que evolucionen temporalmente. (Piaget dijo claramente que los niños pequeños sólo conciben el tiempo encarnado en cambios, mediatizado por algunas nociones como la de velocidad; en cuanto al adulto, sabe que girar la cabeza o levantar la mano requieren tiempo, y que hay que esperar a que el azúcar se disuelva.) El cine habría podido ser, ha podido ser un medio documental de mostrar lo más superficial, la inscripción del tiempo, su paso sobre un

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rostro. En el cine clásico (en éste como en muchos otros puntos, proyección simplificada y a menudo caricaturesca de todo el cine), es la forma anodina del falso envejecimiento, obtenido mediante maquillaje. Tanto en Sueño de amor eterno (Peter Ibbetson, 1935), esa obrita sin pretensiones tan apreciada por los surrealistas, como en Gertrud (Gertrud, 1961), de Dreyer, los actores «envejecen» a lo largo del filme ante nuestros ojos (aunque sólo este último incluye también un cierto envejecimiento auténtico de los verdaderos cuerpos). El cine de posguerra, preocupado por preservar las huellas de este ser en el tiempo del rostro, permitió a veces a algunos cineastas ir más lejos, más directamente. Después, la modernidad ha podido consistir en reflejar justamente esta inscripción, como en ese proyecto de Jean Eustache, muchas veces reformulado, de un filme cuyo protagonista sería su hijo en varias edades de la vida (una versión más documental y más sistemática de lo que Truffaut esbozó con la serie de Antoine Doinel). El cine, inventado en una sociedad que hubiera aceptado serenamente el humanismo del rostro, que no hubiera querido perturbarlo, tal vez no hubiera tenido más que reflejar apaciblemente el tiempo, que hacer de sus rostros espejos de ese tiempo que arrastra y trabaja la figura humana. En lugar de eso, lo que ha producido —aunque fuese minoritaria y localmente— es infinitamente más improbable, menos evidente, más terrible: ha producido un rostro-tiempo, un rostro que ha querido hacerse tiempo. A contralógica de lo que es el cine, la fotogenia, el primer plano en general, han provocado la relación más íntima, luego la más devastadora, entre un rostro y el tiempo. Así es como se ha desnaturalizado el rostro. El cine mudo más artístico está en el corazón de este problema. El primer plano en sus diversas manifestaciones siempre es en sí mismo un medio, para el filme, de hacer tiempo, de equipararse al tiempo, o, lo que viene a ser casi lo mismo, de escapar del tiempo (de escapar del tiempo común, objetivo, produciendo un tiempo propio, nuevo, dominable y sobre todo sensible). El primer plano pinta el tiempo, se identifica con el tiempo, lo exagera o a veces quiere detenerlo, a menos que constituya un espacio sustraído al tiempo. Evidentemente, es un caso límite, pero dice bien a las claras que el cine mudo ataca al tiempo. ¿Por qué? Porque es el cine de la aparición, y porque siempre hace falta un tiempo para aparecer, sea allmáhlich, poco a poco, como pensaba Balázs, o, por el contrario, en una exhalación, como pretendía Epstein. Lo importante es que ese tiempo para aparecer lo fabrique el propio filme (pero no según el modelo dramatizado, articulado teatralmente, del

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tiempo fabricado por el cine clásico, que no es, en última instancia, más que una proyección del espacio sobre el tiempo), y también que esté siempre destinado a imprimir un rostro. El llamado cine «moderno» tratará el tiempo de modo diferente, de manera aparentemente más plana, preocupándose de una sola cosa, la duración. Lo que aparece en un filme de Rossellini, de Rivette, de Pialat, incluso de Garrel, no aparece ni en un instante mágico, acméico, obtenido lentamente, ni fugitivamente, con la vivacidad del destello, sino que aparece siempre como algo que dura, y a menudo como algo que ya estaba ahí (las lágrimas de L'amour fou, la indescriptible complicidad padre-hija en A nuestros amores, etcétera). Al aumentar la duración, este cine gana tiempos muertos, y eso a menudo ha podido dar la impresión de que volvía al documental, de que se ajustaba simplemente al tiempo real, «objetivo». Pero esta impresión es engañosa, porque los mismos tiempos muertos, por aleatorios que sean, por indominables por parte del director, son, no obstante, lo que ha querido producir (aun cuando no hubiera estado ahí más que para dejarlos producirse, según ese ideal de la puesta en escena corno ausencia o adormecimiento del director que defiende y encarna tan perfectamente Rivette). El tiempo del filme ya no se modela del mismo modo que en la época muda, pero no por eso deja de seguir siendo modelado, puramente fílmico, provocado por el mismo deseo de equipararse al tiempo. Ahora bien, también ha cambiado, mucho, rápidamente y de muchas maneras, la sensación del tiempo. El ritmo de los actos de la vida cotidiana se ha acelerado tanto en las dos o tres últimas décadas como durante toda la historia anterior de la humanidad. Paralelamente, el tiempo no deja de estar ahí, en esa vida cotidiana, en forma de marcadores omnipresentes. Los intrumentos de visualización del tiempo se multiplican, agregados a veces como simples ornamentos a casi todos los instrumentos o aparatos; o bien se convierten en algo que el comercio ofrece como «regalo» en cualquier ocasión, como en otras sociedades se regalarían conchas o pieles de conejo; o también, transformados en objetos simbólicos por cualquier mercancía del arte, se amontonan en esculturas, se contonean en complicadas formas, se anulan en gadgets. Pero también puede ser que hayan cambiado las formas del tiempo, y entre ellas, aquellas con las que el cine había estado ocupado durante mucho tiempo, en tanto que heredero del siglo xix. Kafka, a principios de siglo, se quejó de que el cine no fuese verdaderamente realista, porque no mostraba el verdadero movimiento de las cosas, sino que «añadía a las cosas la inquietud de su propio movimiento». Este diagnóstico a contracorriente (i en 1912!) quizás era simplemente profético,

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y su exactitud aún más manifiesta si se dice que es la inquietud de su propio tiempo lo que el cine ha añadido a las cosas, a todo lo que representa: entre otras cosas, al rostro. El rostro ha sufrido por todas partes, ha sido arrinconado, puesto en duda, denunciado, agotado por la publicidad, por las artes, por la filosofía, por el documental. En ningún ámbito estos estragos han afectado al ser del rostro en el tiempo tan violentamente como en el cine. Una obra de 1982, seis minutos de vídeo producidos por el INA y firmados por Claus Holtz y Hartmut Lech, emblematizaría bastante bien todo esto. Reuniendo las perspectivas anónimas tanto del cine como de la fotografía, 36976 portraits (ése es el título de la obra) hace sucederse, cada vez más deprisa (al final, varios centenares por segundo), fotos de rostros de visitantes habituales del Centre Georges-Pompidou. Todo está ahí, o casi: el frenesí de una velocidad sin otra razón que ella misma, la acumulación, la indiferencia, la insignificancia. Rostros que se arremolinan en un tiempo «puro», puramente dominado y computado, pero que ya no tienen ninguna relación con el tiempo humano. Pero, si el hombre no tiene relación inmediata con el tiempo, ¿qué es un tiempo humano? ¿Qué permitiría decir que tal sentimiento, tal forma de tiempo son más humanos que otras, luego, qué significaría una «humanidad» del tiempo? Únicamente esto: el tiempo humano es aquel que lleva a la muerte. Ahora bien, lo que fuerza a captar el contratiempo del tiempo es que la muerte misma tal vez no es un universal. Además, la destrucción del sentido del tiempo por su infinito desglose y su incesante modelado sólo es tan terrible porque significa también, forzosamente, una pérdida del sentido de la muerte. La muerte, única certeza en el fundamento de las sociedades humanas; de todas las sociedades humanas sin excepción, y no sólo del Occidente cristiano y de las religiones del Libro; pero también en el horizonte de cada hombre en tanto que hombre, incluso si ese horizonte ha podido imaginarse de muy diferentes maneras (corno un final, como un principio —doble sentido del mismo término «horizonte»— o también como un tránsito, como un estar). Para Heidegger [...] es certeza por excelencia. Hay un a priori de la muerte. Heidegger considera la muerte cierta hasta el punto de ver en esa certeza de la muerte el origen de la certeza misma, y se resiste a hacer nacer esa certeza de la experiencia de la muerte de los otros. (Emmanuel Lévinas)

Ésta es, en efecto, la lección de El ser y el tiempo: el hombre es el único ente que «anticipa su propio final, su propio estar-cumplido, co-

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mo lo que constituye la posibilidad extrema de su ser, y no como un simple accidente que le llegaría del exterior» (Françoise Dastur). Pero más cerca de nosotros, en 1970, Jacques Lacan comenzaba una conferencia interpelando así a sus oyentes: «Naturalmente, la única certeza que tienen ustedes es la muerte». Ahora bien, esa certeza, sin poder evidentemente desvanecerse por completo corno saber racional, está extinguiéndose como creencia y como experiencia. La muerte sería la única cosa que pueda pertenecer al hombre, y mi propia muerte la única cosa que puede pertenecerme, ya que la siento en mí incesantemente, en los movimientos más infinitesimales del cuerpo, de la mente, de la psique, del alma. En verdad, es la vida misma. Ahora bien, aquí estoy, desposeído de mi muerte de tantos modos indirectos burdos o sutiles. Materialmente, ya que se me escapa por la sobremedicalización, cuya consecuencia más extrema es el rechazo de la eutanasia. Ya no se muere en casa sino en el universo concentracionario y carcelario del hospital, como se nace en un entorno cada vez más medicalizado, en medio de la fontanería (los tubos, las perfusiones) y de los bip-bip de la electrónica, entre esa curiosa mezcla de arcaísmo y de futurismo que es la práctica médica. La muerte ya no es una aventura, algo que ocurre y que afronto o deseo, sino un término, desgraciado o previsible, dentro de un cómputo. No es extraño que tantos escritores contemporáneos se vean arrastrados por el frenesí de la escritura cuando la máquina médica los atrapa: escribir es también resistir, pretender conservar la propiedad de su muerte, mirarla. Simbólicamente, la muerte se nos escapa aún más en la indiferenciación del tiempo, en su saturación, en su acumulación. Pero también en algunos fenómenos más limitados y compactos: antes que nada, el auténtico furor biográfico que afecta a Occidente de tantas formas, que hace proliferar los relatos de vida, las firmas y los créditos (esta vez en el sentido de los créditos cinematográficos y televisivos, esa polvareda de nombres que nadie lee pero que están ahí, nombres propios proferidos... ¿en la cómica esperanza de vivir un poco más?). El género «biografía», en la mayoría de sus manifestaciones actuales y a diferencia de las grandes obras que antiguamente lo definieron, sólo es ya una faceta más de la publicidad, por la misma razón que la entrevista o la firma. En cada entrevista, en cada firma impresa, en cada biografía o autobiografía publicada, una persona se vende un poco más, a más ejemplares, más caro. Cada vez se niega un poco más el secreto sobre el que reposa mi vida, no tanto porque unos hechos, unos acontecimientos se vean expuestos públicamente, como porque una perspectiva acumuladora,

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computable, intercambiable sustituye al horizonte inefable, privado, absoluto de la muerte. El romántico (quedaban muchos de ellos al inicio de nuestro siglo) moría un poco cada día a la vez que moría el mundo: aceptaba morir de verdad cuando el mundo, decididamente, difería demasiado de su mundo interior. Ese ritmo, sin duda, ya es insostenible, por lo que, por último, los cambios que se producen en la muerte, el modo en que se nos escapa de las manos, todo ello es más imaginario que otra cosa. Y aquí se encuentra el rostro, si es que la posibilidad del rostro es la posibilidad de conocer su propia muerte. El rostro es la apariencia de un sujeto que se sabe humano, pero todos los hombres son mortales: luego el rostro es la apariencia de un sujeto que se sabe mortal. Lo que se busca en el rostro es el tiempo, pero en tanto que significa la muerte. La pérdida del rostro, si hay pérdida, tiene, para acabar, ese significado: es la muerte perdida, la privación de la muerte. El cine, la muerte trabajando: la famosa fórmula de Cocteau es la de alguien que tiende por entero hacia la muerte como horizonte humano, personal, íntimo: de La sangre de un poeta a Le testament d'Orphée (1960), se trata siempre de comtemplar ese momento maravilloso del óbito, momento de tránsito y de encuentro que el filme dilatará al límite de lo soportable (véanse también, de manera diferente pero con la misma intensidad, las figuras de la muerte de Maya Deren). La muerte que actúa ahora en el cine es, por el contrario, la muerte de la muerte.

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En un ario en el que todavía se proyectan tantos filmes en las pantallas, ¿puede ser que el cine ya no exista? ¿Serán los filmes americanos que continúan llegándonos sólo una vaga caricatura de la arriesgada inspiración que entusiasmó a dos generaciones de críticos inmediatamente después de dos grandes guerras (de la misma manera, y quizás esto no tenga nada que ver con lo anterior, en que la guerra del Golfo fue la caricatura de dos guerras «mundiales»)?

A pesar de esto, hay filmes. El cine ha llegado a su fin, pero en ninguno de sus fines se detiene. Algunos de estos filmes —lo son aquellos de mayor importancia— son como el paisaje después de una batalla. En Allemagne 90 Neuf Zéro (1991), Jean-Luc Godard filma paisajes como rostros. Cosa normal tratándose de Alemania. Pero estos paisajes están devastados, asolados, picados de viruelas, se corresponden infinitamente con el rostro de plesiosaurio de Eddie Constantine, inmóvil, casi disecado a veces, en el que ni siquiera los ojos pueden vivir, o solamente pueden hacerlo al ralentí. La Alemania de los apocalipsis, de las revelaciones, donde Godard retorna al fin como a un origen (habría, entre Godard y

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Alemania, la misma relación que entre la Alemania de los románticos y Grecia). Pero Godard, precisamente, aún es de una generación que puede remontarse a unos orígenes, que sabe localizarlos a tientas, con seguridad de ciego. Ahora bien, el desastre, puede ser precisamente el hecho de no tener ya origen, tener la impresión de un presente que no sería más que presente, que nunca diría nada de ningún pasado. «Yo sé —dice Godard— que para ver un filme de Garrel puedo proyectar un filme de Hawks y viene a ser lo mismo»: Garrel no es forzosamente consciente de ello. Quizá porque no lo sabe, porque no sabe que J'entends plus la guitare (1991) es un remake de Río Bravo (Rio Bravo, 1959) (como un poquito antes Nueva ola fue un remake de Tener y 170 tener [To Have and Have Not, 1944]), ha puesto en su filme tantos rostros, rostros que no terminan de cambiar en un presente interminable. Allemagne 90 Ne«f Zéro muestra los estragos de Hitler y de Stalin en el país de Bach y de Goethe; J'entends plus la guitare habla de otros estragos, de otra vergüenza, sus rostros no se descomponen, porque están descompuestos de una vez por todas, como las ruinas de un país que hubiera sido olvidado. Pero no los ha desfigurado ningún Hitler, y lo que vuelve a aparecer a través de ellos está bastante más lejano, es bastante más arquetípico que Bach o Goethe. El cine de Garrel es, desde siempre, un cine de arquetipos, y también un cine de lo figural. Lo notable de este filme es que esas figuras ya no procuran captar sólo rostros, y también que tomadas juntas dibujan una figura más vasta, disponen un plan donde inscribir, al descubierto, la suerte del rostro. Primera figura: el silencio. Figura familiar del cine de Garrel, desde que Le révélateur (1968) hiciera su exposición concertada. Para él, el silencio no es, como lo ha sido para Bergman por ejemplo, el silencio de Dios, sino el silencio del Hombre, la incapacidad mutiladora de hablar (en Les ministè res de l'art [1987], insistencia sobre esta afasia, en el episodio con Leos Carax, grueso guión bajo el brazo, perdido, mudo, insistiendo ostensiblemente en la pérdida y la mudez). No obstante, el silencio no es sólo negativo, no es sólo incapacitador. En un largo plano fijo, Gérard y Aline están juntos en la cama, completamente vestidos todavía; por su mirada ininterrumpida debe pasar toda la panoplia del deseo, del amor, de la admiración, de la incredulidad, de la certeza incierta: no se escucha ni un sonido. Después, un plano fijo ofrece el contracampo: lo que se ve por la ventana, un cielo con nubes. Y se vuelve al primer encuadre, en el que reina el mismo silencio inalterado, místico.

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El silencio no es, a su vez, más que una de las modalidades quizá de una figura más esencial, que habría que llamar la del entero, el bloque. El bloque —ésta sería la lección que pretende el filme— es primero y sobre todo el bloque del amor; se ama en bloque (y de golpe: como un rayo, pero tranquilo, sin tormenta: Aline es el extremo de esta política; ella ama a Gérard a primera vista porque la atrapa una certeza súbita; más radicalmente, porque el bloque coincide en ella con el amor maternal («Cada uno tiene su parte y todos lo tienen por entero»). El bloque de la madre, que hace piña con el niño nacido de ese cuerpo sin molicie, estatuario (apréciese, por ejemplo, la diferencia con la madre joven, frágil, igual a su hijo, casi asustada por él, en Man cher sujet [19871). La integridad del bloque es la obsesión de los personajes de J'entends plus la guitare, quizás a causa de una idea esquizofrénica de la dispersión, de la fragmentación. Una de las primeras escenas, aquella en la que se presenta a Martin y a Lolla, concluye con este diálogo: «"¿No me miras jamás por entero?" "Nunca." "Entonces, tú nunca me amas por entero"». Es una clara alusión a una célebre escena de El desprecio (Camille, que ha hecho decir a Paul que ama cada parte de ella: «Entonces, tú me amas por entero»), pero estas réplicas son casi un emblema dentro del filme. Amar es amar enteramente, en un bloque sin fisuras, y de eso son conscientes las mujeres, sean capaces de verbalizarlo, como Aline, o solamente de sentirlo instintivamente, como Marianne (los hombres se encuentran siempre fuera de esta comprensión, de esta certeza, como en la conversación desesperada y bufa entre Martin y Gérard, abandonados por sus compañeras). Lo propio del bloque es ser inquebrantable y eterno. Este filme, en el que debe planear el pájaro de hielo de la muerte, es un filme sobre la irrealidad de la muerte, sobre su ineficiencia para quebrantar lo inquebrantable. La muerte es ineficiente puesto que nada, nunca, cambia en lo más visible. Los rostros, sobre todo, encarnan esa eternidad, ese eterno presente de lo que cambia sin cambiar. Sobre los de Benoit Régent y Johanna Ter Steege se posan algunas máscaras —máscara de la desesperación, máscara de la droga, máscara de la incomprensión o de la fatiga— pero sin modificarlos. No es éste el primer filme que hace envejecer de este modo a los personajes sin que los actores cambien: se pensará inmediatamente en la apuesta más manifiesta, la de Straub en su filme sobre Bach. El propósito de Garrel no está lejos (aunque, en el fondo, el propósito de Straub era en parte inverso al suyo: hacer aparecer una máscara —mortuoria, naturalmente— progresivamente y desde dentro, de alguna manera por contaminación, del personaje de Bach al actor Leonhardt).

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Al mismo tiempo, los rostros del filme (excepto uno) aparecen como otros tantos rostros de la muerte. Rostro expresionista, invadido progresivamente por algunos reflejos dorados y verdes, por la presencia de la carroña en la carne deseable: todo lo que pasa en los cuerpos de Rembrandt, de Rubens, pasa en el rostro de Marianne: hasta los ojos se inyectan o se orlan de rojo. Máscara de muerte, la cara aviesa de la abuela (la melosa bondad de sus frases, como la bruja de Blancanieves cuando ofrece la manzana envenenada). Máscara de muerte, el perfil prognato de Linda, rostro que se abandona a la invasión de la sombra, de los agujeros negros (como los efectos grotescos de Leonardo, los mendigos de Murillo). Figura de la muerte como promesa humana por excelencia, el rostro de la madre, el de Aline. (Se ha dicho que había una excepción: el rostro de Adrienne, cuya superficie es revelada por la filmación en primer plano como agitada por un ligero temblor incesante, por ondulaciones, por tenues accesos que alzan aquí una ceja, crispan allá fugitivamente una comisura. El estremecimiento de la vida, mostrado sintomáticamente como estremecimiento hueco, sin plenitud: no hay otra plenitud que la de la muerte.) Lo que dibujan estos rostros, casi siempre en primer o en primerísimo plano, ya no es, pues, una perspectiva fotogénica, ni una fisonomía, ni una humanidad, ni una verdad. Trazan unas figuras, un destino de las figuras (en el que no se puede dejar de apreciar que el cineasta también desea inscribirse). Rostros humanos, demasiado humanos por la ingenua audacia con la que se ofrecen a todos los golpes, filmados como levemente monstruosos, pero a pesar de ello con optimismo. El rostro de Yann Collette, filmado tan a menudo, como los otros, en primer plano (ahí donde Eisenstein, en El acorazado Potemkin, sólo podía mostrar como una exalación el ojo de la institutriz) expresa este optimismo: rostro roto pero no vencido, el único, con el de Aline, por el contrario, en no descomponerse nunca de principio a fin del filme, porque en él la osamenta se reconoce, se encuentra. El filme de Garrel se presenta como el filme de un superviviente. Entiéndase: superviviente de una guerra en la que el rostro ha sido motivo y víctima a la vez. El primer plano del cine mudo se pretendía un medio de hacer tiempo, de equipararse al tiempo, aunque fuese escapando de él. En Garrel, no se puede ni escapar al tiempo ni equipararse a él: hay que habitarlo. Pero habitar el tiempo, mantenerse cerca, es también el medio de hacerlo inoperante, como muestra el poema que lee Marianne, y que resume así: «Es la historia de un hombre viejo que espera a su amor y un día se muere, pero eso no es grave».

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La pintura sobrevive a la pérdida del rostro porque en general sobrevive, mal o bien. El rostro ha sido para ella un objeto entre otros muchos. En el caso de los últimos pintores que todavía la creen una de las Bellas Artes, se satisface igualmente con la plenitud humanista del rostro (los autorretratos de Zoran Music) o con su vacío inhumano (los de Bacon). El cine no tiene ninguna opción. Será con la figura humana o no será («el» cine: la vía Lumière del cine, definitivamente tomada aquí, hay que destacarlo finalmente, como la que ha definido más propiamente el arte del cine). Tentado por la ruina del rostro, como por todo lo referente a la pintura, no puede ignorar, por otra parte, que esa ruina confirmaría la suya. Debe continuar, pues, produciendo rostros sin cesar, aunque los haya extenuado. El cine de Godard, el de Garrel son ejemplares en cuanto lo alejan de toda histeria (la histeria es el resultado habitual del joven cine de arte y ensayo francés, en Doillon, en Téchiné o Assayas). Se cultiva el ritmo lento de los gestos y las palabras, la ausencia de enervamiento de los planos, para que el tiempo, por este retraso, exista verdaderamente. El rostro que se erige sobre el fondo de este tiempo estático (o, si se quiere, estratigráfico) ya no desempeña ninguno de los papeles que la historia del cine había inventado. No obstante, existe: es lo que queda del rostro cuando el cine ya lo ha olvidado y destruido por completo.

Jacques Aumont El rostro en el cine

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Jacques Aumont El rostro en el cine

Todos tenemos un rostro o, por lo menos, todos estamos convencidos de tenerlo. Y de ese mismo hecho procede, desde hace mucho tiempo, la más simple y banal definición del ser humano: aquel que tiene un rostro y puede, ofreciéndolo a otro, tanto comunicar y expresar sus emociones como darse a conocer en sociedad. Pero, ¿y nuestras imágenes? ¿Qué hacen con ese rostro en el que nos reconocemos? ¿Cómo se sirven de su humanidad o, por el contrario, :r,, ,,,,-, ,.— hacen para ri..mientiende,,, das. rk 1 1l'1é'

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Es, pues, el destino del rostro en el cine lo que aquí se pone en cuestión. Porque el cine es la única de las nuevas artes que nos ha acompañado durante todo este siglo. Y porque su estatuto estético, incierto, ambiguo, propio de un arte joven, lo ha convertido en la más sensible de las formas de representación. La razón de que, después de haberlo exaltado y glorificado, el cine se agarre hoy en día al rostro para desfigurarlo y vaciarlo es que ese viejo objeto, el rostro (y también ese viejo concepto: la humanidad), ya no es el mismo de siempre. Por ello, y como contrapunto del texto en sí, el libro también obliga a dialogar a los rostros y a sus representaciones en un montaje fotográfico que incluye filmes de Godard, Dreyer, Bergman, Bresson, Garrel, Pialat... Jacques Aumont fue crítico de Cahiers du cinéma desde 1967 a 1974. Actualmente es profesor de Estética del Cine en la Universidad de La Sorbonne Nouvelle y dirige el College d'Histoire de l'Art du Cinéma de la Cinématheque Française. Entre sus libros, pueden citarse Estética del cine (con Michel Marie, Alain Bergala y Marc Vernet), Análisis del film (con Michel Marie), La imagen y el ojo interminable, todos ellos también publicados por Paidós.

ISBN 84-493-0478-4 34085

11 9 788449 304781

Diseño: Mario Eskenazi