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Germán Arciniegas AMERICA tierra firme Germán Arciniegas AMERICA tierra firme PLAZA & JANES, Editores-Colombia Ltda

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Germán Arciniegas

AMERICA tierra firme

Germán Arciniegas

AMERICA tierra firme

PLAZA & JANES, Editores-Colombia Ltda.

4a. Edición la. en Narrativa Colombiana

Cubierta, “Tempestad en el Caribe” (Theodoro de Bry, Americae Pars Quarta, 1594)

(c) 1937 - 1982, Germán Arciniegas (c) 1982, PLAZA & JANES. Editores-Colombia Ltda. Calle 23 No. 7-84, Bogotá, Colombia.

Impreso y encuadernado por Printer Colombiana S. A. Printed in Colombia

A Gabriela Bogotá, 1937

INDICE INTRODUCCION ......................................................... 11 I. BREVE DEFENSA DE LOS HUITOTOS .... 17 La esencia de la moral es una cuestión de gramática 17 El hogar ............................................................................. 24 La más humilde y nueva de las ciencias ......................... 26 La Sociología y el Derecho ............................................ 26 Digresión sobre los ingleses .......................................... 28 La Sociología se debe a América.................................... 29 La cuestión americana.................................................... 32 La tercera dimensión ..................................................... 36 Americanos y europeos .................................................. 40 II. NOTAS SOBRE LAS PUERTAS Y VENTANAS ....................................................... 42 De la edad del bejuco a la edad del cerrojo ................. 42 Puertas de la avaricia y de los celos ................................ 46 De la finiestra a la ventana ............................................. 53 III. EL ALMA DE AMERICA VISTA EN UN CALABAZO .......................................... 59 En el siglo XV nadie descubrió la América ................ 59 El proceso del cubrimiento ............................................. 59 “Nunca crió Dios tan conocida gente de vicios” . 64 El mundo visto a través de sus borrachos ................... 67

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Teoría del calabazo ........................................................ 70 De la España gótica al México precolombino .... 72 De México al Cuzco........................................................ 76 IV. BODEGON CON GRANADILLAS Y NARANJAS ........................................................ 81 Del Reino de Granada al de la Granadilla ................... 81 Limones de Castilla y curubitas indias ............................. 87 De las uvas de Málaga a las uchuvas ............................... 90 El tropel de las naranjas .................................................. 91 Cambio de color en el paisaje ......................................... 93 V. LOS CABALLITOS DE RAQUIRA ...................... 95 Chiquinquirá o la juguetería ............................................ 95 Ráquira o el indio y el barro ............................................ 99 La Candelaria y el desierto ............................................ 103 VI. LA FRONDA GENEALOGICA........................... 107 Llegan las primeras damas ............................................ 107 Primeros trabajos del amor ............................................ 109 Lecciones de economía doméstica ................................. 111 Las damas suben el río .................................................. 113 En Tunja, la beatífica ................................................... 115 El imán de doña Jerónima ............................................ 117 La dama y la bruja ........................................................ 119 Locura que el rey contiene ............................................ 121 VIL EL CAPITALISMO EN LA CONQUISTA DE AMERICA .................................................... 123 La corona de Castilla y los usureros .............................. 123 Venturas y desventuras de los Gobernadores .... 129 Los empresarios y la sociedad anónima ......................... 130 VIII. INTRODUCCION A LA VIDA DE SANTA FE ................................................... 133 Se demuestra ad-absurdum la fundación de Santa Fe............................................................. 13^

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Los chibchas, pueblos de cultura híbrida....................... 138 Dios y los caballos ....................................................... 139 “Cómo se deben castigar los homes” ............................ 142 De vagabundos a curas, o el tránsito de la acción a la meditación ...................................................... 145 La paz de Santa Fe ....................................................... 147 IX. LOS MOSCAS, INDIOS SUCIOS Y LADRONES ...................................................... 149 Una discusión académica ............................................. 149 Visión panorámica del reino mosca .............................. 151 El indio sí se lavó la cara .............................................. 157 El proceso de la mentira .............................................. 161 X. LA PRIMERA REVOLUCION LIBERAL... 166 Iñigo de Loyola y Carlos III ........................................ 166 “El despotismo ilustrado” ............................................. 168 El liberalismo en América ............................................ 170 XI. LOS ALEGRES FANDANGOS DE QUITO 174 Escenas del Romanticismo ........................................... 174 Teatro de gazmoñería ................................................... 176 La inexperiencia amorosa de Caldas ............................. 179 XII. EL LENGUAJE DE LAS TEJAS ....................... 183 Del techo pajizo a los tejados ....................................... 183 Tiempos de paja, barro y cañabrava .............................. 187 Los tejares de España ................................................... 190 Guerra civil, guerra de caballeros feudales .................. 195 Escala de tres colores ................................................... 197 XIII.

PERFIL ESPIRITUAL DE DON FRANCISCO PIZARRO ................................... 199 Pizarro es Pizarro ......................................................... 200 “Que han hecho ricos y ladrones de España” .... 202 El fin de los conquistadores ........................................................ 203 Porquerías de la historia ............................................... 204

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Lope de Aguirre o el Nocturno del Amazonas ... 208 El tuerto Orellana, alborada del Amazonas .................. 211 Después de Orellana, nada: M. de la Condamine . 215 XIV. NOVELIN DEL NUEVO AMAZONAS... 219 El paisaje ...................................................................... 219 Los coreguajes se ríen de nosotros ............................... 222 Sobre el reloj de la selva .............................................. 226 De Oxford al país de los ticunas ........... . .. . ................ 226 El culto del tótem en Londres y en el Amazonas 229

INTRODUCCION Este libro fue escrito cuando había recrudecido la moda de presentar a nuestra América como el continente enfermo. En todos los países latinoamericanos aparecían libros para demostrar la infelicidad de estas tierras, estériles para la democracia. Por aquel entonces Hitler gobernaba a su antojo en la más avanzada nación de Europa arrasando todas las conquistas de la civilización, y por acá se le encontraba cierta grandeza respetable. En cambio se tenía por monstruosa cualquier dictadura que cerraba un diario o mantenía en cárceles hediondas a unos cuantos centenares de presos políticos. Estábamos acostumbrados a las grandes matanzas europeas que pasaban a los libros de historia con todos los honores del bronce y el mármol. Nuestro complejo de inferioridad crecía en el mismo grado que la arrogancia occidental. En Colombia los ensayistas temían quedarse atrás si no arrimaban leña seca a la hoguera de una diatriba incendiaria. Un eminente profesor de la Facultad de Medicina presentó a la Academia un estudio con este título, que si mal no recuerdo no tenía interrogantes: Nuestras razas decaen. El tema entusiasmó tánto que la cuestión de la degeneración de la raza pasó a ser plato del día. El autor del papel había estudiado en París y en Berlín. Aquello que entonces tuvimos por original, luego se ha visto que no era sino eco de un nativo a la afirmación muchas veces secular de que la civilización termina donde comienza algo que no sea europeo. De esta arrogancia se han hecho colonos deslumbrados todos los seres del planeta. Un afán

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de asimilar cultura ajena, de hablar bien francés, de ser capaces de leer filósofos alemanes más o menos incomprensibles para nosotros, torturaba a los pobres nativos de la América tropical, los torturó muchísimos años, sigue siendo el ideal de hoy mismo, y lo será en los tiempos por venir. Había un goce masoquista en sentirse de la región más infeliz del mundo. Entonces, cuando quise adentrarme en los fondos más oscuros de mi tierra, pensé que vivía en un tiempo excepcional de pesimismo colectivo. La vida ha ido enseñándome que el desprecio ha sido vieja constante continental para mirar desde las alturas de los letrados a los abismos de nuestros pobres analfabetos. El mismo gusano de la superioridad que daña a los blancos que se quedaron en el viejo mundo, se reproduce en sus descendientes que tuvieron la audacia de poblar en América. Con mis compañeros de generación, tuvimos la suerte — pienso yo— de poner en tela de juicio la literatura de quienes señalaban nuestra degeneración, y para tomar el argumento en su fuente original, provocamos un debate nacional pidiéndole al autor del papel académico una más amplia exposición de sus ideas para someterlas a la crítica de sociólogos, educadores, políticos, estadistas, historiadores. Tal fue el origen de lo que se llamó los viernes culturales del Teatro Municipal. Tanto fue el interés que despertó el debate que el teatro se llenaba hasta el tope cada viernes. Fue fortuna grande lo radical del planteamiento. Hubiera sido más prudente el académico en su presentación, y su memoria habría pasado inadvertida. Hay que convenir en que las diez conferencias de aquel memorable debate contradictorio sirvieron para despertar en nosotros una especie de misión inesperada: devolverle al continente su carácter original de "Tierra Firme". La cosa parecía audaz, pues se había formado conciencia del tremedal americano. Hoy han cambiado los términos del problema. Entonces el indio era el indio bestia, el negro el negro, y el mestizaje y la mulatería la hez del género humano. Todavía la cosa es

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discutible, pero en forma relativa. Se ha alterado la imagen por la extensión de la ciudadanía a los de abajo. Ha nacido la adulación para los de abajo por quienes buscan clientela electoral. Por los años veinte, la situación era tan cruda que el más elocuente y demoledor de los oradores nacidos en Colombia, volvió al teatro con un par de conferencias — duraron tres horas— asoladoras. Con mucha erudición alemana demostró no sólo que las tres razas de nuestro mundo cósmico eran, cada una, lo peor que habían producido una Europa en la parte hispánica miserable, el Africa envilecida, y el más infeliz de los indios americanos... Avanzando más, acabó con la geografía. Colombia era el país de las tierras estériles, los páramos inclementes, el infierno verde, la manigua y la erosión. Lo único digno de admirar era la oratoria. No andaba del todo equivocado el orador, porque a la vuelta de unos tántos años llegó a la presidencia de la república. No es fácil explicarse algunas cosas buenas que a través de los siglos han sucedido en América. De haber escrito las páginas que forman este libro a formarme una idea más clara de las cosas, he tenido que recorrer durante cincuenta años muchos procesos históricos. La América, tierra firme que me atrevía a presentar en 1937 no era sino el rudimento^ rio comienzo de un estudio. Acercándome a las zonas mas humildes traté de explicarme su evolución y sus desventuras. En libros posteriores fui aclarando los hallazgos de mi propia curiosidad. La primera sorpresa que aquí ha tenido siempre el estudioso es la contradicción notoria entre el tiempo que parece caminar hacia adelante, y la historia que avanza y retrocede. Cada año que pasa, históricamente no es un escalón de ascenso. Hay revoluciones que implican marcha hacia atrás. La conquista de los derechos humanos ha sido un esfuerzo de siglos en busca de restablecer la dignidad del hombre, o asegurarla. Para gozar de libertad suficiente, haciendo la crítica de cuanto disminuye al ser humano dentro de la sociedad civil, ha sido necesaria una

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valerosa insurgencia en que se han jugado la vida —y aun la han perdido— muchos hombres selectos. Cuando han pasado años y siglos de estas jornadas libertadoras, y ya parece que la ley acaba por inclinarse en un sentido humanitario y justo, aparece un conductor diabólico, lo borra todo, y precipita al mundo en las tinieblas de su violencia organizada. Es natural de la política provocar reacciones y lo reaccionario puede detener procesos en que los pueblos fincaban sus mejores esperanzas. Los americanos mismos —hablo de los nuestros— han ayudado a crear el concepto universal que nos coloca en la escala del subdesarrollo. Queriendo atenuar el sentido de la palabra, hablamos de estar en vía de desarrollo. Pero el lentísimo avance para participar de las ventajas del progreso no proviene de nuestra pereza sino de la resistencia de los grandes a dejarnos surgir. Somos un continente de desarrollo contenido, contrariado, al que se le cierran los caminos obligándolo a pagar precios que no conocieron para levantar sus industrias Europa, Estados Unidos, Rusia, ni Japón. Coincidió la aparición de América con la formación de los imperios en los tiempos modernos. Fue América misma razón de que se volvieran imperiales España, Portugal, Inglaterra. El destino nuestro ha sido una larga lucha antiimperialista, cinco siglos de forcejeo de nuestros pueblos contra el imperio español, que continúa contra el imperio de la Santa Alianza, pasa a enfrentarse con el imperialismo yanqui y ahora se convierte en defensa contra el imperialismo moscovita. La falla que suele señalarse en la formación de nuestras razas o en el rigor de nuestros climas, ¿no podría buscarse mejor en la desigualdad impuesta por esos imperios de tan claro origen europeo? Como explicó Jesucristo, los hombres son todos semejantes. Pero entre esos semejantes ha habido algunos que hacen de los otros sus des-semejantes. Durante unos

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cuantos siglos el ser esclavo era una suerte que corrían los blancos vencidos por otros blancos. Decía Aristóteles: unos hombres nacieron para mandar y otros para obedecer. La esclavitud africana nació de un pacto entre comerciantes de Inglaterra y príncipes del Africa. Los del Africa cazaban a otros negros dentro de sus propias selvas, para ofrecerlos a los ingleses a cambio de ron y pólvora. El negocio duró tres siglos. Con ese trato, el progreso del hombre, en el sentido de afirmar su signi- dad, fue marcha hacia atrás. En el siglo XVIII, cuando la máquina hizo menos productiva la esclavitud, en la propia Inglaterra empezó a hablarse contra ese negocio, y lo mismo en Francia y en toda Europa. La liberación ocurrió en América. Primero en las islas francesas, que eran negras, luego en América española, por último en Estados Unidos. La historia fue moviéndose en un sentido liberador que partió de Haití, pasó a los discursos de Bolívar y a las leyes de la Gran Colombia y terminó en los tiempos de Lincoln. Un poco al revés de como pasaban las cosas en otros campos del progreso... No hace muchos años Papini escribió su famosa diatriba señalando la ninguna contribución de nuestra América al progreso de la humanidad. Hizo el mismo discurso que era de rigor en nuestros ensayistas inmediatamente anteriores, los del continente enfermo y las razas degeneradas. Lo de Papini provocó una reacción continental. Pero ¿qué significan los trabajos de tántos líderes de la política en tierras que tratan, a través de las internacionales, de buscar el progreso a la sombra de lejanos imperios o de ambiciosas ligas ultramarinas? ¿No continúa expresándose la falta de seguridad en sí misma de una América que se considera menos bien dotada que los otros continentes en sus hombres o en sus tierras? Publicar una nueva edición de "América, tierra firme" es cosa que no tendría sentido si esta clase de penetraciones en la entraña de nuestro pueblo estuvieran de más por haberse

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avanzado tánto en la comprensión de los humildes que otro intento resultara inútil. No lo creo, y por eso he autorizado a Plaza y Janés para que se haga esta reimpresión. Si el libro lo escribiera hoy, sería muy distinto. He cambiado bastante mi manera de escribir. He preferido, sin embargo, conservar el aire juvenil original, que dejará ver al lector la obra de un simple estudiante. El Autor Bogotá, febrero de 1982.

I BREVE DEFENSA DE LOS HUITOTOS Doy licencia y facultad a cualquiera personas naturales destos dichos Rey nos, para que libremente se puedan casar con mujeres naturales desa dicha isla syn caer ni yncurrir por ello en pena alguna. D. Fernando — año 1514.

LA ESENCIA DE LA MORAL ES UNA CUESTION DE GRAMATICA En un librito de René Maunier, escrito como prolegómenos a la sociología, dice: “Antes se hablaba, corrientemente, acerca de las leyes de la sociedad. Hoy decimos: las sociedades, y con esto estamos expresando la voluntad de examinar el fenómeno de las agrupaciones humanas, acondicionándolo a las circunstancias geográficas o históricas que pueden intervenir para modificarlas.” Ya no existe “la familia”, como reza el código civil, o la doctrina, sino “las familias”. El tipo de organización familiar que tenemos en Bogotá, ni se rige por los mismos principios que la familia en Londres o en Nueva York, ni se parece a las familias en las tribus del Amazonas, ni tiene que ver con las familias de la Edad Media europea. De igual manera, el Estado, como lo entiende nuestro dere-

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cho constitucional, puede ser contingente y fugaz: hizo su aparición en un momento preciso de la historia, y es susceptible de desaparecer cualquier día. Hoy, mejor que del Estado, podemos hablar de los Estados. En ellos hallamos formas contradictorias y disímiles. Esta pequeña diferencia gramatical, el fenómeno de agregar “S” a una palabra, invierte el orden de ideas con que trabajábamos hasta ahora los estudiantes de ciencias morales y políticas. Al desenvolver esta idea, me he preguntado si la minucia gramatical puede llevarse un poco más allá. Si es posible hablar de “la moral” y “las morales”. El texto del padre Ginebra, S. J., que estudiamos en la escuela, decía: “Moral, según la etimología de la palabra, derivada del nombre latino mos (costumbre), es la ciencia de las costumbres.” Para una persona que tenga de la moral la noción absoluta de nuestras propias normas de gobierno no hay nada más inmoral que las costumbres. Apenas si aceptamos las costumbres de nuestra propia ciudad, con restricciones, y únicamente para la época en que vivimos. Para nosotros las “costumbres buenas” no son sino las costumbres que sirvieron de formación a nuestro criterio moral cuando, de niños, empezábamos a conocer el mundo. Las costumbres “que llegan”, las que van precipitándose sobre nosotros como consecuencia de los tiempos modernos, nos espantan, y parecen inmorales. Son costumbres para las cuales nos hallamos desacostumbrados. Todo esto va relacionado con la teoría de lo blanco y de lo negro. De lo que es bueno y de lo que es malo. La descripción de cómo vive la mayor parte de los pueblos que nos son extraños, es decir: que no nos son “próximos”, “prójimos”, nos llena de zozobra. Lo bueno, lo blanco es lo nuestro. Lo malo es lo vuestro. Esa pequeña distancia que va de la primera persona a la segunda es una frontera, es la raya entre dos mundos opuestos, entre dos comportamientos humanos antagónicos. División tre

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menda desde el punto de vista de la moral, si a esta palabra se le da un sentido absoluto. Pero división natural desde el punto de vista de la sociología, que da el grado de tolerancia necesario para mirar a todos los hombres como a la gente que desde la ventanilla del tren vamos dejando en cada estación: imágenes momentáneas de la vida que pasa, expresiones de la moral relativa que determinan para cada caso el tiempo y los meridianos geográficos. El hombre de la moral —de la moral singular, absoluta— , es presuntuoso y dogmático, feroz, intransigente; odia o desprecia a sus semejantes, a quienes llama prójimos, sin tenerlos por tales. Cuando mucho, los ve con lástima, Ies tiene compasión. Se halla en la dificultad en que se encontraron los teólogos del siglo XVI, cuando no acertaban a decidir si el americano era hombre o bestia. El hombre de “las morales”, se inclina sin prejuicios a ver al indio, al esquimal, al europeo, como expresión de procesos históricos o circunstancias geográficas, y puede ligarse con vínculos de simpatía a todos ellos. El acercamiento, y a veces hasta el amoral prójimo, no lo da la moral sino la ciencia. Quien está engreído en el dogma de que no hay sino una sola grandeza, que es la suya; de que no hay sino una cultura, que es la suya; de que no hay sino una civilización, que es la suya; no pasa de ser el más limitado de los hombres, impotente para ver lo que apunta más allá de sus fronteras. En la moral cristiana empeñada en perfeccionar las costumbres de una cierta y particular manera, el hogar doméstico aparece como fundamento de la familia. Doméstico viene de domus, que significa “casa”. La casa es lo primero que define a la familia. Parece natural que el hombre parta de esta rudimentaria noción para elevarse a conceptos cada vez más ambiciosos. Que funde los primeros principios de su idioma en las toscas experiencias que se presentan a sus ojos, términos inmediatos a que puede referirse. Lo que se salga de esta ley de su formación

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intelectual, entra en la región del mito y la fábula, o es abstracción mística que tendrá que ir rectificando a medida que afirme su racionalidad. Si la casa es el principio de la sociedad doméstica, por la diversidad de formas que presenta en todos los tiempos y en todos los países, se puede inducir la multiplicidad de tipos familiares. Müller-Lyer ha visto cómo lo que nosotros consideramos el tipo de las familias civilizadas, apenas si ha estado en vigor durante un período de tiempo casi insignificante. “Hoy sabemos que los tiempos primitivos — dice— han transcurrido (en su mayor parte por lo menos) en la época terciaria y que, según todas las probabilidades, han tenido una duración mayor que todas las demás fases juntas. Si para materializar las circunstancias temporales tomáramos un metro que simbolizara el tiempo, podríamos tal vez atribuir los primeros 70 centímetros a los tiempos primitivos, 20 centímetros a los otros períodos de la existencia salvaje, 6 ó 7 centímetros a la barbarie y sólo dos o tres a la civilización.” En términos más gráficos: T. P.

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Sobre la vasta perspectiva que abre esta consideración, acabamos por encontrar pobre la hipótesis cristiana de ver “su” familia como “la” institución de derecho natural. El propio Müller-Lyer, dice: “Ya en las mentes superiores de la antigüedad aparece el pensamiento del origen social del hombre. Siendo el hombre un ente social, zoonpolitikon, sólo podía realizarse el devenir humano dentro de un complejo social. ‘Por eso debe imaginarse al Estado, de acuerdo con su natura- leza, como anterior a la familia y al individuo’, dice la sentencia —de tan hondo sentido— del gran Aristóteles. Pero con la ruina de la cultura antigua surgió de nuevo el

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mito primitivo de la pareja única, primigenia, y predominó ya a través de los siglos... Constituye el mérito inmortal de Darwin— y, en el terreno sociológico, de Bachofen y de Morgan— el haber resucitado la doctrina del origen social del hombre y el haber intentado aportar pruebas de su legitimidad con una serie de descubrimientos, algunos de ellos verdaderamente sorprendentes. Un gran número de sociólogos más importantes les siguieron, y no sólo establecieron la teoría del origen social del hombre, sino que, en parte, defendieron también el punto de vista de que los hombres primitivos o prehombres no debieron vivir en matrimonios constantes, ni en familias diferenciadas, sino en un régimen de comunidad de hembras, de promiscuidad.” Para el europeo el proceso de la familia no está a la vista. En el radio de observación en que se mueven sus ojos no hay sino un tipo familiar casi idéntico. En América tenemos la posibilidad de observar, desde el tipo familiar de los indios que habitan en el Amazonas o en la Guajira, hasta el de nuestras capitales, que se acercan al tipo europeo contemporáneo. Los españoles, que traían la idea familiar de las Siete Partidas, al encontrarse delante de los indios caribes o araucanos dijeron que se comportaban como bestias y que vivían en pavorosa promiscuidad de sexos. Ya en las cartas de Colón, se dicen cosas elocuentes de las mujeres de la Española. La expresión corriente en el lenguaje de los colonizadores de “domesticar” indios, de hacerlos animales “domésticos”, muestra la tendencia a reducir a los vagos, que vivían en promiscuidad de sexos, sujetándolos a la norma cristiana del matrimonio “viri et mulieri conjunctio”, “ayuntamiento de marido e de muger”. Los catequizado- res, y hasta los cronistas, se escandalizaban ante las formas primarias de relación sexual en que vivían ciertas naciones indígenas. Entre los habitantes de Chile fue frecuente encontrar al indio juntándose, separándose,

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multiplicándose y dividiéndose de acuerdo con esa feliz expresión que hallamos en los nuevos sociólogos: el “va- gus concubitus”. A tiempo que así vagaban los indios, la casa, el “domus”, no podía levantarse. “¿Cómo iba a tener el chileindiano —dice Agustín Venturino— amor a la casa y crear una arquitectura, si la misma naturaleza se encargaba de probarle la inutilidad de sus esfuerzos?” En Chile los terremotos, los maremotos, borraban en un minuto cuanto podía representar el esfuerzo de muchos meses de previsión. La casa, la “ruca” fue un adminículo transitorio, algo así como toldo de beduino, que no alcanzaba a durar una vida, pero que era bastante para una aventura. Pero no es indispensable acudir a la historia para advertir las disimilitudes en la vida social. Basta la vida en torno. Comparar entre las sociedades que tenemos a la vista, entre las experiencias históricas que nos son más próximas. El matrimonio es una costumbre relacionada con el proceso histórico. El estudio de ciertas naciones indígenas contemporáneas, obliga a buscar alguna explicación a las que para nosotros son uniones irregulares —es decir: fuera de nuestra regla—. De explicación en explicación podría llegarse a afirmar esto: que el derecho natural no es sino un capítulo de la biología. Que las ciencias naturales son el fundamento de las ciencias morales, He aquí un caso aducido por Jorge Simmel: “En las montañas del Tíbet reina la poliandria, con ventaja para la colectividad, como reconocen incluso algunos misioneros. El suelo es tan infecundo en ellas que un crecimiento rápido de la población produciría la mayor miseria, y la poliandria es un medio excelente para prevenirla.” En Nueva York, el hogar se forma por acuerdo directo entre dos personas: el novio y la novia. El novio llega en un automóvil a la puerta de la casa de la novia y da dos o tres pitazos de su máquina. La novia sale y echan a correr

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por teatros o restaurantes, sin testigos. Sin que a los padres de la novia les importe una higa lo que ella haga, ni la manera como se defienda. La responsabilidad se ha trasladado de la familia al individuo. El novio conoce a su novia, y eso basta. No entran en juego ni el hermano, ni el primo, ni el tío, ni las “señoras de la casa” de nuestra América española, pandillas de viejas que cuelgan de todas las ramas del árbol genealógico, hasta el décimo grado si fuere necesario. Los americanos de Nueva York miran con curiosidad y sorpresa, sin explicárselos, estos matrimonios nuestros en donde el novio se casa con toda la familia de la novia. En Nueva York la familia se acaba en el primer grado. Dentro del código civil, primera ley de nuestras repúblicas, heredaban hasta los parientes en sexto grado. ¿Sabe usted lo que es un pariente en sexto grado? Si usted es hispanoamericano y ha vivido en un villorrio, seguramente sí. Para un neoyorquino el sexto grado es problema de cálculo infinitesimal, abstracción superior a su imaginación. El precepto bíblico “creced y multiplicaos” es un programa de gobierno propio de ciertas circunstancias en que el aumento de población no sólo es deseable, sino posible. En una ciudad populosa, bajo la presión de una vida difícil en que el trabajo es duro y el lucro escaso, el sistema de multiplicación del rey David sería el mayor cataclismo imaginable. Las familias se reducen a los matrimonios, y ni cultivan relaciones con los parientes, ni procrean como las aves del cielo o los peces del mar. Tienen un hijo, o dos, el día en que económicamente pueden sostenerlos? El resto es “Birth Control”. ¿En qué se parece una familia de hoy a la familia de mi abuela, o de la suya, querido lector? ¿Cuál no sería el grito de escándalo que ellas hubieran llevado hasta el cielo, si les hubiéramos presentado un cuadro familiar como el descrito? Los ojos no pueden dirigirse ni hacia atrás ni

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hacia adelante. ¡Cuidado con el árbol genealógico! Cuando el mundo dice a crecer, porque está despoblado y las cosechas son abundantes, el hombre se riega y los campos se llenan de criaturas. Los autores eclesiásticos explican como permisión especial de Dios la poligamia en tiempos del rey David. Pasado el diluvio, necesitándose repoblar premurosamente el mundo, hubo que recurrir a expedientes extraordinarios. Del diluvio a las bodas de Caná, hubo un ancho paréntesis que relatan los libros santos. Esos tiempos se fueron.

LA MAS HUMILDE Y NUEVA DE LAS CIENCIAS Bertrand Russell ha explicado lo nuevo que es el criterio científico como medio de investigación de la verdad. “El panorama científico”, demuestra cómo en el mundo antiguo no hubo propiamente ciencia, sino especulación filosófica. De los dos métodos que se usan para llegar al descubrimiento de lo que es verdadero, los antiguos se valieron más del deductivo, que el inductivo. El deductivo les permitía formular grandes concepciones filosóficas, establecer leyes que no eran sino un producto de su elaboración intelectual, y deducir las consecuencias particulares que debían regular la conducta de los hombres. Se colocaban en el Olimpo, y del Olimpo descendían para imponer unos puntos de vista que adquirían prestigio celestial. Así nacía una autoridad divina. Hoy la autoridad la da el autor, el que induce la ley y la formula desde la costra rugosa y contradictoria del planeta. El método inductivo parte de los hechos inmediatos. La ley, que relaciona una serie de fenómenos ya investigados, es apenas una hipótesis de trabajo, sin presunciones dogmáticas, que se formula con la reserva de su contingencia, esperando a que un estudio posterior la modifi-

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que, cercene o amplíe. El amor a la experimentación, el bajarse de las nubes para empezar a construir una concepción que arranque de la tierra es cosa de ayer. Russell llega a fijarle fecha al acontecimiento: el día en que Galileo hizo sus primeras demostraciones. Los tiempos modernos se caracterizan por haber hecho un mayor empleo del método inductivo, dándole preferencia para llegar a este término de las conquistas científicas que caracteriza a nuestra época. Del mismo modo, la metafísica fue la conquista y expresión de la inteligencia en un mundo que discurrió por celestiales pistas. En el mundo antiguo existió un profundo desdén hacia el trabajo material. La ciencia, la experimentación, obligan a que los ejercicios de la mente se combinen con cierta destreza manual, con cierta resignación a manejar aparatos mecánicos que humanicen las tareas de la inteligencia. Así como nos parece, cuando hacemos filosofía pura, que estamos desprendiéndonos de nosotros mismos, asistiendo a un desdoblamiento arrobador, al entrar en el terreno de la ciencia nos centramos, cavamos nuestra intimidad, la penetramos, tocamos como los ciegos las cosas inmediatas que nos rodean para tener certeza de no equivocarnos. El proceso de que nos habla Russell, es exacto para describir el caso europeo. Es evidente que, sin usar de términos absolutos, preponderó en el mundo antiguo el método deductivo y la especulación metafísica, y en los tiempos modernos se ha preferido el inductivo para conquistar un mundo de ciencias que, si no son precisamente exactas, son al menos experimentadas. Posiblemente no pueda generalizarse la teoría de Russell, para los demás pueblos. Es verosímil suponer que haya habido culturas cuyo proceso ocurra a la inversa de lo que pasó en Europa. El mundo europeo es un mundo, pero no el mundo. Los incas partieron de una realidad muy diferente a la que sirvió de marco a griegos y romanos. Fue menos

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benigna para con ellos la naturaleza, y debieron servirse ante todo de las humildes conquistas del suelo, y ceñirse a una organización muy estricta, para conservarlas. Su constitución política fue más humana que la de los europeos. Su manera de conducirse en la vida, más científica. El griego pudo darse el lujo de presentar acabados los más opuestos sistemas filosóficos. Cuando las comprobaciones no son sino el producto de la dialéctica, cuando el sofisma es arma acaso más aguda y certera que el silogismo escolástico puede llegarse a cualquier conclusión, y todas serán presuntuosas y tan exclusivas como un dogma de fe. El peruano debió contentarse con fijar ciertas normas de racionalización del trabajo. Pero obrando así, llegó a producir una cultura que no es inferior a las europeas que le fueron contemporáneas.

LA SOCIOLOGIA Y EL DERECHO Mientras el mundo se transformaba radicalmente, el derecho no marchaba al mismo compás. El Estado que hace el derecho a su imagen y semejanza tuvo interés en conservar los fundamentos del derecho romano. Al nacer el mundo moderno occidental, los nuevos Estados, las grandes potencias que se iban perfilando para servir a la corriente del mercantilismo y de la industrialización, encontraban un buen modelo en el derecho romano, como ya lo tuvo la iglesia. Para hacer el código civil de Napoleón, no había sino que retocar unas cuantas disposiciones de la legislación romana. La curiosidad en materia de asociaciones humanas, el explorar un nuevo mundo con el ánimo de estimarlo, no tenía interés para los europeos que iban a ejercer, como los romanos, un derecho colonial.

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A la sociología se le ha señalado una fecha muy reciente de aparición en el mundo de las ciencias modernas. No hace cien años que Augusto Comte lanzó a publicidad el nombre de la nueva ciencia. Apenas en nuestro siglo han venido a generalizarse las cátedras de sociología en las universidades de Europa y de América. Por el momento, no se tienen leyes de aceptación universal en materia de sociología. La afirmación de que apenas vamos obrando en el campo científico sobre simples hipótesis de trabajo se cumple en esta disciplina con mayor exactitud que en ninguna otra. Cada autor trata de reducir a un esquema la materia sociológica y presenta un prospecto diferente. Jorge Simmel y Vilfredo Pareto tienen dos obras en donde se tratan materias completamente distintas que sólo se unen por un nombre lleno de atractivos: no hay tema de nuestro tiempo que atraiga tanto como la sociología. Es curioso que, habida esta novedad e indecisión de la sociología, se le esté dando una importancia tal que, para las reformas universitarias en las escuelas de derecho, en vez de tenerse como materia prima de los estudios el civil o el romano, se coloque en su puesto a la sociología. Mientras el civil o el romano imprimen en la conciencia del universitario la idea de un tipo determinado de familia, o una manera de formación en la sociedad jurídica, el sociólogo se liberta de prejuicios y pasa a considerar esas formas de derecho como categorías históricas, hechos que hoy son y mañana pueden no ser, cosas que están provisionalmente acomodadas a un medio social que no es ni habrá de ser eterno. El estudiante pasa de estar servilmente sometido a una ley, a limitar su alcance a lo transitorio y perecedero de todas las formas sociales. Se introduce así un principio revolucionario en las ciencias jurídicas. Hay un cambio de meridiano en lo que hacía hasta ayer criterio de autoridad. Los códigos pasan a ser leyes acondicionadas a una circunstancia histórica. Hay la posibilidad de penetrarlos con un sentido crítico

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implacable. Y el derecho entra en el campo mudable de las cosas que van pasando del singular al plural, para ganar en comprensión y elasticidad. Ya no hay “el derecho”, sino “los derechos”. Es así como va legitimándose la idea que tienen de familia el ticuna, el coreguaje o el guajiro; así como ingresan orondas y tranquilas a los escenarios de la jurisprudencia esas organizaciones humanas en que la vieja familia nuestra cede su campo a otros estilos de juntarse los hombres, en donde parece disolverse la idea que hoy tiene su calculada expresión en nuestras leyes civiles.

DIGRESION SOBRE LOS INGLESES Los ingleses están tan cerca de lo particular, de la circunstancia inmediata, que nunca han sufrido los trastornos de una imaginación desbordada. Para ellos la vida en una pensión de familia es un campo suficiente para hacer sus experiencias del mundo. Saber lo que hace y lo que piensa el vecino es el “hobby” propio de cada inglés; los mejores detectives del mundo están en la Isla. Un inglés es el fundador de los “boyscouts”. La afición a lo individual, a lo pormenorizado, ha hecho que los ingleses no se preocupen por construir ideas abstractas, sino por coleccionar cosas. El coleccionista es un tipo inglés de nacimiento. Todos los ingleses son coleccionistas. De estampillas, de monedas, de cerraduras viejas, de cucharitas, de mariposas, de orquídeas, de estampas. En cada persona ilustrada de la Isla hallaréis siempre esta alma de museo. La sociología ha encontrado, como es lógico, su campo de expansión natural en los ingleses. La sociología, como toda ciencia, es empírica. Parte de esa labor humilde y limitada de coleccionar hechos, y nadie podría ser

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tan adecuado para este objeto como un inglés. Si os detenéis a recordar lo que fue Spencer, si os trasladáis por un momento a sus libros, encontraréis precisamente en ese caballero de la ciencia al inglés más perfecto. Su obra es el museo social del siglo XIX. Allí están las mejores descripciones de cómo viven los hombres hasta en el último cacho del globo. Jamás hombre alguno tuvo la paciencia y minuciosidad de este sociólogo famoso, a quien en realidad tienen que referirse hoy los historiadores de estos trabajos con más frecuencia que a Augusto Comte.

LA SOCIOLOGIA SE DEBE A AMERICA Pero una cosa es la sociología y otra son sus orígenes. Comte y Spencer no llegan sino al final de un proceso, cuyos orígenes hay que buscarlos en el descubrimiento de América. Es el Nuevo Continente el aperitivo indispensable para estimular investigaciones sobre la vida de las sociedades humanas. Nosotros éramos la materia sociológica. Desde el clan hasta el imperio, los cronistas tuvieron ante sus ojos todo el proceso de una larga elaboración social. El fraile que se internaba en las Indias occidentales y que recogía en volúmenes colecciones de palabras, de ritos, de maneras de vivir, estaba anticipándose a Spencer. Y es así, repasando esos volúmenes, como comienza a descubrirse que la ciencia de Augusto Comte fue muy anterior a él, y lo fue no sólo por el número de observaciones que hicieron a todo lo largo de los siglos XVI y XVII los cronistas de América, sino por las tesis mismas que desde entonces trataron de sostener los eruditos, y que luego, y ahora mismo, solemos ver traídas y llevadas por libros, cátedras y gacetas, como cosa nueva y sin antecedentes. Si tomáis cualquiera de los libros o relaciones del descubrimiento y conquista de América, hallaréis en las

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introducciones pequeños programas de sociología, como los que ahora se están inventando para el mismo efecto. En la primera carta enviada por Hernán Cortés a la reina doña Juana y al emperador Carlos V, en julio de 1519, decía el conquistador: “Trataremos aquí desde el principio que fue descubierta esta tierra hasta el estado en que al presente está, porque vuestras magestades sepan la tierra que es, la gente que la posee y la manera de su vivir, y el rito y ceremonias, seta o ley que tienen...” Estas mismas palabras se encuentran en todas las relaciones, a partir de las de Colón. Al contacto con las naciones salvajes, los europeos iban a poder construir eslabones perdidos para la historia natural de los hombres. Los espíritus curiosos que llegaron hasta nuestras tierras en los siglos que siguieron al descubrimiento llenaron volúmenes describiendo a los indios. De estos datos están cuajadas las décadas de Herrera, la historia de Gómara, la del fraile Las Casas... y así, hasta Humboldt. La Historia Natural del jesuíta Joseph de Acosta, publicada en Sevilla en 1590, es un museo de curiosidades, y ya era cosecha de otras anteriores. La del padre Bernabé Cobo, hasta donde es posible conocerla, encierra las más preciosas descripciones. Y así podría llenarse un catálogo de cien nombres para colocarlos a la cabeza de la sociología americana. Lo único que ha permitido al hombre de ciencia iniciarse en la proyección de una sociología general ha sido la contemplación del fenómeno americano, y en más vastos términos, del fenómeno que en el lenguaje europeo se denomina “el mundo colonial”. La vida europea, por más que se la trate de penetrar a través de la historia y la prehistoria, no suministra sino un capítulo del problema. El europeo que tiende a fijar normas absolutas sobre la constitución del Estado, de las familias o de la sociedad, lo hace partiendo de sus experiencias propias, pero no de la experiencia universal. Es irritantemente limitado en

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sus conclusiones, cae en exclusiones apenas concebibles dentro de una inteligencia rica, pero no las advierte, dominado como se halla por los primeros términos que tiene ante sus ojos. La sociología cristiana está circunscrita, minuciosamente ceñida a describir un tipo especial de sociedad: la sociedad cristiana. Esta sociedad nació ayer, y no tiene sino un ámbito limitado de acción en las naciones contemporáneas. La familia o sociedad que describe se refieren, pues, a un fenómeno del momento, de la llamada civilización occidental, que sería peligroso generalizar en el tiempo o en el espacio, so pena de caer en profundas contradicciones. La sociología cristiana, como la sociología europea ha pretendido fijar en tesis absolutas algo así como los arquetipos de los grupos sociales. El europeo, coincidiendo con los cristianos de la alta Edad Media, que le dieron fisonomía peculiar al dogma católico, supone que existen hombres superiores, razas superiores, ideas superiores, que son las suyas propias. Contraría esto el criterio científico que debe inclinarse con el mismo respeto, o al menos con la misma curiosidad, para ver cómo proceden los ingleses o los lapones, los huitotos o los germanos. El descubrimiento de ciertas semejanzas entre unos y otros —todos los hombres son semejantes, como dice la doctrina— permitirá entonces atenuar el rigor de ciertos principios o entrar por una puerta menos estrecha al estudio del hombre social. Persiste en el lenguaje familiar americano una expresión traída del siglo XVI, en donde se revela una actitud europea frente al fenómeno del indio que vieron los conquistadores. Es común entre nosotros decir: “indio bruto”, “indio animal”, “indio bestia”. La palabra bruto, como animal o bestia, tiene un valor entendido para el hombre que viene de la Edad Media. El bruto es un ser contrapuesto al hombre. Los brutos pueden formar una

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familia de caballos o lobos: jamás de entes racionales, de sujetos que tengan alma y cuerpo. El conquistador no podía entender, ni le convenía, que el indio americano tuviera que ver con la especie humana. Hubo una larga y dolorosa polémica en los colegios episcopales, en las cortes, en las universidades, encaminada a establecer el hecho de si el indio americano podía incorporarse dentro de la sociedad humana. Las consecuencias que de aceptar esta teoría iban a desprenderse son tan grandes que aún hoy no suelen ser aceptadas sino por espíritus demasiado amplios, comprensivos, liberales. Si el indio no era bestia, sus costumbres serían tan humanas como las de los europeos o las de los cristianos. Pero la moral que nosotros hemos aprendido en las escuelas no es una ciencia de las costumbres; la ciencia de las costumbres es la sociología. La moral, nuestra moral, es una especie de filosofía o de especulación de la inteligencia, que se ha fundado en el estudio o descripción de un tipo particular de sociedad: la sociedad cristiana. Una sociedad que ha querido deshumanizarse a través de los heroicos esfuerzos de la mística. La ciencia, en cambio, está colocada en un nivel inferior: en el nivel de la realidad, definitivamente humano.

LA CUESTION AMERICANA América tiene una doble ventaja para abordar el problema de la sociología general. Por una parte, sobreviven aún en el continente tipos de organizaciones sociales de muy diverso desarrollo, lo cual constituye el mejor campo de experimentación imaginable. Tener a la mano lo mismo huitotos que cristianos es disponer de laboratorio social. Por otra parte, nuestra condición de mestizos nos permite valorar con idéntica simpatía dos tipos contrapuestos de hombres: el europeo y el indio. El hecho que

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anota Waldo Frank, de que el mestizo tenga una doble alma; su misma indecisión que unas veces le mueve a sobreestimar las virtudes del europeo y otras las del indio; la veleidad que le es propia, y que proviene de no haber podido asentarse aún como tipo de una personalidad individualizada, están predicando su capacidad exclusiva para dominar ese mundo incógnito que se abre al hombre de estudio cuando se acerca al problema de las razas. Los estudios de Pittard, que han tenido popularidad en América, muestran la capacidad del profesor ginebri- no para estudiar al hombre blanco, y aun al hombre que ha intervenido en la formación del europeo, como el asiático o el africano. Pero cuando llega al punto en donde los americanos nos hallamos, y aborda el caso de los mestizos, leemos sus páginas y no nos reconocemos en ellas. Se ve la imposibilidad suya para penetramos. Todos los europeos son, claro está, mestizos. Váyase, sin embargo, a fijar ahora la cantidad de asiático que tiene cada alemán, o la de africano que tiene cada español y nadie la alcanzará a ver. La mezcla es remota. La historia de los hunos vaga. Las invasiones de los llamados bárbaros están muy atrás para que se las alcance a valorar. El europeo aparece, después de las mezclas más contradictorias en donde participaron tres continentes a prorrata, como un tipo puro, el tipo superior de que hablan los tratadistas. Pero el hecho cierto y definitivo es el que, con evidente melancolía, proclama Gobineau en el capítulo final de su obra sobre la desigualdad de las razas: “La especie blanca, considerada abstractamente, ha desaparecido de la faz del mundo.” “En la actualidad — agrega— sólo está representada por híbridos.” En América es difícil aprovechar la disposición especial en que nos hallamos para hacer una sociología objetiva. La ciencia universitaria sigue siendo colonial. Hay profesores que no son sino colonos de la Sorbona. Y esto es precisamente sensible cuando el profesor americano

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está dominado por el problema de los tres cuartos: cuando tiene una cuarta parte del blanco y tres cuartas de mestizo. Para éste, valorar, sobreestimar, exaltar su pobre cuarto de europeo viene a constituir un pequeño drama que se resuelve humillándose ante lo ultramarino, como quien dice: Yo sí comprendo a estos blancos. De aquí ha nacido ese capítulo de algunos mestizos que se han empeñado en demostrar la inferioridad de nuestras razas o su decadencia. Cuando se toma un período de formación histórica, de amalgamación humana, todo es dramático en el hombre. Hay instantes en que parece que el animal biológico no resistirá el experimento, que el molde va a romperse en el curso de una gesta casi milagrosa. Son estos períodos los más interesantes; en ellos adquiere intensidad vital la lucha del hombre sobre el planeta. Si volvemos los ojos hacia lo que fue Europa en días de gesta, hallaremos al hombre más vil. Léanse las leyendas de los primitivos germanos, los fabliau del medioevo, y se verán desfilar por Europa gentes hambreadas, andrajos de hombres, ladrones, asesinos, leprosos, lisiados de toda laya, que constituyen el tipo normal de entonces y que son los ascendientes de estos blancos superiores, que ahora se olvidan de sus padres para rajarnos la cabeza a los americanos. En cualquier pueblo de los que han alcanzado algún puesto de importancia en la historia del mundo, encontraréis en sus orígenes mezcla de razas. Por esta mezcla se le duplican o triplican al hombre sus horizontes. El negro que se mete dentro del blanco o del indio para dar un zambo o un mulato muestra al blanco o al indio un mundo desconocido para ellos. “E1‘ manantial de que han brotado las artes —dice Gobineau— es extraño a los instintos civilizadores (del blanco), yace oculto en la sangre de los negros. Este poder universal de la imaginación que vemos envolver e impreg

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nar a las civilizaciones primitivas no tiene otra causa que la influencia siempre creciente del principio melanio.” El hombre de raza pura avanza como el caballo de coche, con tapaojos, que no le dejan ver sino la vida que tiene por delante, y no la que le circunda. El inca, el azteca, el chibcha fueron tipos superiores en América, porque fueron indios de tres caras, que subieron a la eminencia de los procesos raciales mezclando sus sangres en tres fuentes distintas. Para llegar al tipo incaico hubo previamente la invasión de una cultura que, arrancando de la vertiente oriental de los Andes, por la cuenca del Amazonas, llevó al Perú una experiencia contrapuesta a la que tenían los inmigrantes del litoral Pacífico, cuando ascendiendo por el flanco occidental se juntaron a los andinos y orientales. El mismo proceso se cumplió entre los chibchas, que fueron fusión de caribes, pamperos y andinos. Y el mismo ocurrió para los habitantes de México, fusión de los olme- cas, venidos del noroeste, y los nahoas, que avanzaron por el Colorado y California, hasta dar unos y otros con los hijos de la meseta, tal vez con corrientes migratorias que avanzaron de sur a norte. Eso pudo verse en las primeras capas de población en Europa. En términos generales, Europa puede considerarse como el cabo del mundo en donde se recogieron y aglutinaron los hombres de Asia, Africa y Europa misma. Y la mezcla, que fue decisiva en tiempos prehistóricos, continuó verificándose hasta en vísperas de nuestra época con las invasiones de los hunos y los árabes. Del propio modo como el conocimiento del Asia —el ir a ver qué es lo que es el Asia—, ha sido decisivo en todos los momentos de evolución europea —ejemplos: las conquistas de Alejandro, el cristianismo, las cruzadas, la época de los descubrimientos—, así también la intervención de la sangre asiática le ha dado al europeo una fuerza imaginativa —Gobineau diría creadora— que constituye la mitad de su carácter. Europa es continente de mestizos,

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triángulo de razas y culturas, que sufrió en su tiempo las mismas vacilaciones que ahora América para superarse a sí propia, para librarse de las culturas unilaterales. Él mestizo se considera repugnante por su falsía, por la doblez de su alma, y es ahí en donde está su virtud. ¡Claro que el mestizo es doble! Y si se fomentan nuevas corrientes de inmigración, la doblez aumentará y con la doblez la inestabilidad y el equívoco. Más embusteros que los europeos de la Edad Media no lo hemos sido nosotros nunca, ni más dobles o triples. Pero por inconveniente que esto resulte para quien trata a los mestizos, y aún para los mestizos mismos en su régimen interior, no hay que olvidar lo estupendo de ese proceso en que una alma se dobla, se duplica, llega al filo de la montaña para ver a diestra y a siniestra, a oriente y a occidente, con ansia de plenitud.

LA TERCERA DIMENSION El error que padecen nuestros sociólogos está en olvidar estos factores históricos, que dan a los problemas humanos su profundidad, su tercera dimensión. El investigador que dogmatiza en nuestras universidades se sitúa dentro de su tiempo y no se cuida de observar ni lo que viene de atrás ni cómo se han producido los desarrollos sociales en otros pueblos, haciendo una sociología de superficie de fatales conclusiones. Si es psicólogo, se entrega a ahondar en lo que integra la personalidad de nuestro tipo humano, y lo encuentra pobre, desvalido, fatigado, sin caer en la cuenta de que es un hombre que va de camino. Si es geógrafo, mira el paisaje en torno, y le parece que no hay sino manigua, páramos, desiertos: no advierte que es un paisaje que va también en marcha, que el campo se modifica lo mismo que los tipos humanos y

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que donde hubo un día la civilización de Ur, hoy puede no encontrarse sino un arenal. A las regiones del globo les toca por turno ir sirviendo de asiento a las culturas. Es precipitado formular tesis fatalistas sobre la insuficiencia del trópico, para sustentar al hombre. Alguna vez, un profesor afirmaba que en la región comprendida entre el Ecuador y los 15 grados de latitud norte nunca podría llegarse a tener una tierra de humanidad. Fundaba su aserto en la observación de que al tomar un mapamundi no se encontraba sobre esa faja del mundo ciudad alguna de importancia. “Vosotros observaréis —decía— que ni Roma, ni Atenas, ni Londres, ni París, ni Buenos Aires, han podido formarse sino en donde la tierra está libre de la maldición de ser o el infierno verde de la selva amazónica, o los páramos yermos de la meseta andina.” Si a este mismo sabio le hubiese tocado por desventura vivir en lo que hoy es Holanda o Dinamarca, hacia el siglo V de la era cristiana, habría podido con idéntico raciocinio, decir. “El mundo está destinado a no prosperar sino dentro de los paralelos que han formado el corredor del Mediterráneo. Fijaos en Cartago, Fenicia, Tartessos, Atenas, Esparta, Roma. Las civilizaciones de Babilonia, de Egipto, del Imperio Macedónico, del Imperio Romano, se desenvuelven rigurosamente dentro de una faja de tierra que sólo traspone el hombre a riesgo de perder todo vínculo con las formas superiores de la vida social.” Y ahondando más el soliloquio, agregaría el sabio: “En estas regiones nórdicas no se encuentra sino la barbarie. Pueblos carniceros, incapaces de ningún refinamiento, que apenas han podido, en casos excepcionales, mostrar cierta brillantez bajo la férula del amo latino, como colonias de los pueblos superiores. Aquí el mar convierte en un lodazal la tierra y no habrá poder humano capaz de encadenar al Océano para señalarle un límite a su imperio. Los ríos se derraman por cien bocas, hacien

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do de su delta de móviles islas un lugar inhabitable para el hombre. Detrás, hacia el sur, no hay sino la selva negra habitada por pueblos irreductibles a ninguna idea generosa. En las ínsulas y penínsulas del norte, los normandos forman la brigada de fieras del mar, que sólo entienden la vida como una lucha en que el hombre es un lobo para el hombre. ¿Accidentes de una circunstancia histórica? ¡Jamás! Fatalidad de un sino geográfico que no ha permitido que civilización alguna prospere por estos extremos del mundo. Fijaos en una carta geográfica (que habría que suponerla para el servicio de este sociólogo precoz) y ¿qué hallaréis? Al oriente, la estepa helada, sobre cuya llana soplan el hambre, la desolación y la miseria. Al occidente, y cruzando el mar incógnito, en un continente que ni siquiera se ha incorporado a la civilización, los bosques azarosos, adonde apenas suele llegar el indio cruel, provisto de flechas envenenadas...”, etcétera. El pobre sabio, aparentemente feliz por la riqueza de su imaginación, resultaría cruelmente burlado a la vuelta de unos siglos, viendo que la manigua en donde vivió antes se había transformado en la maravillosa Holanda, que es toda un jardín de tulipanes. Que la más estupenda de las democracias se organizó a un lado, en la península de Dinamarca. Que Londres, Estocolmo, París, Nueva York... estrellas todas de una nueva constelación urbana, vinieron a levantarse justamente entre paralelos que nunca antes conocieron la gentil silueta de un señor de los que se llamaron en su día civilizados. La mano del hombre suele construir y destruir ciudades, poblar desiertos y abandonar centros populosos, al compás de circunstancias históricas que es necesario penetrar para hallar una explicación al desarrollo de la jpciedad. De una generación histórica, a la que le sigue, el mundo suele cambiar tanto que sería difícil reconocerlo para quienes volvieran a la vida. Los habitantes de Tía- huanaco, de la Isla de Pascua, de MachuPicchu, de San

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Agustín, no podrían reconocer en los paisajes desolados de hoy, en los desiertos o en las selvas, los lugares que ellos llenaron con el ruido de sus rústicos cinceles, cuando en un afán creador se reunían allí reyes, obreros y sacerdotes para levantar templos y esculpir las imágenes de unos dioses tan bravos como poderosos. Vemos el paisaje como si siempre hubiera sido idéntico al través de los siglos. Es común, en Bogotá oír a los habitantes alabar el marco esmeraldino con que la “naturaleza” ha rodeado a la ciudad. Es una sabana pulida en su verdura, por donde culebrea el río adormecido en voluptuosos meandros. La leyenda de los historiadores ha llegado a decir que el conquistador Quesada, a la vista de tan apacible rincón de tierras venturosas, detuvo la planta como invitando a sus compañeros a demorar en ese paraíso. La verdad es que no había entonces tal sabana de verdura, ni semejante río de deliciosas curvas, ni tierra propiamente dicha. Como en el caso de Holanda, esta sabana que hoy existe ha sido obra de la mano del hombre. Cuando a ella llegó Quesada, los indios eran anfibios, porque el río, al derramarse sobre la tierra indefensa, la convertía en colcha de pantanos. Pantanos y maleza: he aquí lo que tuvo a su vista el conquistador. El nuevo habitante fue sujetando la corriente del río entre dos diques, la tierra se fue puliendo y desbrozando, y la perfección que hoy se ve no sólo es un caso de cultura geográfica, sino que presenta el más tremendo contraste con lo que la naturaleza nos entregó. Vidal de la Blache, creador de la geografía humana, señala las manchas que forman en el mapamundi la distribución de los cereales, el reparto de la población, las culturas organizadas de acuerdo con lo que el hombre puede aprovechar de la flora, de la fauna o de los minerales, para mostrar que el problema de las culturas es cuestión de acomodamiento al medio natural. Por compensaciones o coordinaciones cada vez más vastas, se va

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anchando el espacio en que la tierra virgen se convierte en fecunda tierra de humanidad.

AMERICANOS Y EUROPEOS Entre el americano y el europeo tiene que haber siempre una diferencia fundamental. Mientras el europeo presenta con orgullo las obras acabadas de su civilización, el americano se detiene en la vida que nace. El europeo enfermara de plenitud, de hartazgo. El americano de ansia, de deseo de ascender, de alcanzar al europeo, de superarlo. Cuando en una caravana llegan a París americanos del norte o del sur, se ríen de ellos los europeos porque los ven sudorosos, con los ojos abiertos, queriéndose tragar de un golpe la civilización, escudriñando los museos, tocando la piedra negra de las catedrales. Son americanos que desean saltarse las etapas de varios siglos para alcanzar tales grados de cultura. Hay mucho de ingenuo en su actitud, pero tienen un espíritu fáustico: al natural deseo de progresar, unen la contemplación de una realidad esplendorosa que les muestra hasta dónde han podido llegar los europeos. Sus gestos son rudos y vulgares, porque no han tenido siglos de perfeccionamiento que pulan su conducta. Qué diferencia más grande entre los viajes de turismo de los americanos y las vacaciones de los londinenses, que ni siquiera se preocupan por ir a conocer monumentos de las edades que guardan las ciudades vecinas. Europa, y el europeo, tienen conciencia de su culminación. Más que anhelar niveles más altos, se interesan por conservar los que ya ganaron en una lucha de siglos. Este libro no es sino un itinerario a través de las cosas humildes, un examen de conciencia que sólo puede apoyarse en lo fugaz y transitorio. Aquí no hay arquitectura,

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ni geometría, sino paisaje. En la portada de un libro, Eugenio D’Ors recordó la fórmula: “Quien no sepa geometría, no siga adelante.” Yo diría al generoso lector “Si ya sabes geometría, ¡por Dios!, no sigas adelante.”

II NOTAS SOBRE LAS PUERTAS Y VENTANAS "Si uno supiera el dolor que el amor le trae el alma, a la puerta por donde entra no le quitara la tranca." Anónimo.

DE LA EDAD DEL BEJUCO A LA EDAD DEL CERROJO En un libro sobre el hombre primitivo escribió La- grange: “El primer golpe de genio y el primer rasgo de audacia no fue la conquista y la invención de sílex de Thenay, sino con toda seguridad la invención de las puertas, la colocación de una piedra gigantesca en medio de la entrada, por cuyos lados pudiera pasar el hombre y ninguno de sus grandes y voluminosos enemigos.” Tenía que decirlo un francés: Jamás a un nativo del trópico se le hubiera ocurrido nada semejante. El francés tiene sentido del ahorro, de la economía. Defiende el“sou”, el maravedí, el centavo; pone su ingenio al servicio de la guarda de

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su propio capital. Y esto está bien. La vida en la zona templada ha impuesto al hombre esa política de previsión. Pero Lagrange, al querer hacer una filosofía universal apoyándose en el invento de las puertas, se ha limitado a presentamos una fotografía psicológica local, que posiblemente no nos servirá de base para analizar un proceso semejante tomando a América como punto de partida. Mirando en tomo al paisaje primitivo de América no veo la puerta sino como una invención posterior en el desarrollo intelectual del hombre. Esa puerta de pura roca, útil en el caso de ciertos pueblos, no debió generalizarse en otros sino cuando su lucha pasó de ser la defensa de la especie para convertirse en la lucha del hombre contra el hombre. Sin pretender afirmar, con Ameghino, que en América hubo hombres desde la época terciaria, me agrada la idea de suponer que América es un nuevo continente para la humanidad, que por estos sitios anduvieron en todo caso hombres primitivos. Nuestra historia debe empezar, como todas, por hombres que ofrecen el espectáculo délo rudimentario en el más incipiente género de vida. Lo atestiguan no sólo hallazgos arqueológicos, sino el documento vivo de tribus contemporáneas. Pero a todos nuestros hombres primitivos no se les debió ocurrir colocar una puerta de roca a la entrada de una caverna porque la caverna no debió ser el tipo de sus habitaciones, ni siempre dispusieron de rocas al alcance de la mano. Treparse a un árbol puede ser una solución mejor que encerrarse en una cueva. Lo mismo en las épocas prehistóricas que en las actuales, de una zona a otra cambian la flora, la fauna, el paisaje. Es muy verosímil que hubiesen existido hombres primitivos no cavernarios. Esta afirmación entristecerá a muchos que desearían tener progenitores de las cavernas para exhibir prosapia de tipo europeo y justificar ancestralmente sus ideas: infortunadamente en buena parte de

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estas Américas no se ha encontrado ascendencia de este rango y es probable que no se tenga. Traje del Amazonas, y la conservo, una piedrecilla del tamaño de un grano de maíz. Su mérito consiste en que es la roca de mayor tamaño que se puede hallar en esas regiones. Cuando los ríos se desprenden de la montaña, suelen arrancar piedras tan grandes como un templo que las aguas van lamiendo y van limando, y cuando llegan, si es que llegan, al mundo de la selva o infierno verde, apenas si les sirven como de nueces, a los micos, para jugar. Los indios del Amazonas, si topan una piedrecilla, la guardan como joya. Los americanos vivimos en un mundo arbitrario, en países exóticos, en un gongorismo geográfico, que elude las clasificaciones. Quitadle al señor Lagrange su roca y su caverna y se le derrumbarán los cimientos del mundo forjado por su imaginación. Habladle de gentes primitivas que no conocieron las puertas, y su espíritu quedará sumido en confusiones. Aquí, el pueblo de los chibchas, en Colombia, pasó a la edad de oro sin conocer la de piedra, fundió tunjos con primor de filigrana sin haber conocido el hacha de sílice, se organizó en una confederación vastísima sin haber vivido antes entre las rocas, ni haber tenido que defenderse contra monstruos inmensos que no conoció. Ahora, mi propósito es el de hablar del pueblo que no tuvo puertas. Lo mismo sobre el tope de las cordilleras que abajo en el reino de la selva, la defensa de los hombres no tuvo por qué acudir al invento de las puertas. Para librarse de un tigre, le basta al amazónico trepar por una liana a los brazos de una ceiba. Y cuando la habitación permanente se inventó allí para fijar el domicilio de un grupo humano, o para tener un sitio en donde conservar vivo el fuego, esa habitación se redujo, como se reduce hoy, a un piso alto del suelo, y a un techo de paja, si mucho con una pared central para hurtarle el cuerpo a las

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lluvias. Pero, como es obvio, esa casa era y es una casa sin puertas. Y lo propio diré de nuestros progenitores en el altiplano. Aquí no hubo leones, ni chacales, sino una fauna menor, de la cual se defendían las habitaciones primitivas con cualquier chamiza. Y los pueblos crecieron y las puertas no se desarrollaron. Los hombres, antes, eran honrados, por la ausencia de la propiedad privada. Cuando los españoles llegaron, las gentes eran honradas y semicomunistas. Las que pudiéramos decir “puertas”, que no lo eran, se amarraban con bejucos. El paso de los bejucos al cerrojo marca una de las etapas fundamentales en el desarrollo de la vida americana. Es, como si dijéramos, la raya que divide las dos épocas: la de la lucha del hombre contra la naturaleza, y la de la lucha del hombre contra el hombre. Para la primera época, la más sencilla precaución fue más que suficiente. Para la segunda, las trancas y cerrojos, las fallebas, las aldabas y pestillos, las barras y candados, los herrajes, los clavos, las piedras y los perros, fueron poco. Palafox y Mendoza, obispo de la puebla de los Angeles, escribía de los indios, en la remota época en que los conoció: “Conténtanse con un pobre jacal por casa, y en sus tierras, donde no hay sino indios, no tienen más cerradura en sus puertas que la que basta a defenderlas de las fieras, porque entre ellos no hay ladrones, ni qué hurtar, y viven en una santa lev, sencilla y como era la de la naturaleza.” Así también era la vida en la sabana de Bogotá. Sólo que, no habiendo tampoco fieras, cualquier cosa bastaba a impedir que los animalillos de los rastrojos entraran a las habitaciones de la gente. Cuando los españoles se presentaron a los cercados de Tunja, que eran los mejor guarnecidos, le bastó al alférez mayor Antón de Olaya cortar con la espada los nudos que amarraban unos bejucos para dejarles franco el paso a los soldados e invadir la casa del cacique. Pero ¡qué iban a ser aquellas

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puertas para librarse de bestias que no existían o para defender de los hombres capital alguno, si las riquezas se dejaban en la calle! Cuando los españoles avanzaban sobre la ciudad, dice el cronista que ya el sol iba adelante en su camino,

Cuyos rayos herían los buhíos, y dellos resultaban resplandores de láminas y piezas de oro fino pendientes de las puertas, y tan juntas, que siendo de los vientos meneadas daban unas en otras, y formaban retinte de sabor a los oídos...

PUERTAS DE LA AVARICIA Y DE LOS CELOS De puertas y de puertos quedó guarnecida América al día siguiente de la conquista. Los de Castilla quisieron hacer de este continente un castillo adonde nadie que no fuese de su gusto, nadie que no fuese su vasallo, pudiese nunca entrar. Se amurallaron las ciudades de la costa y se tuvieron las primeras manifestaciones cavernarias en las puertas de piedra para los puertos de agua. Hubo también puertos secos, como Buenos Aires, donde las puertas del mar se clausuraron, para cerrar el comercio al inglés y echar toda la vida por los caminos de tierra. Como una hebilla, cerrando el cinturón de las murallas, se labró en Cartagena una puerta monumental, llamada del Reloj, tal vez porque murieron sobre ella las horas libres. A los relojes de sol que usaron los mexicanos y que aquí se han visto en la comarca de los quimbayas, sucedieron las máquinas eclesiásticas de contar el tiempo en copas de bronce que, colgadas en torres o espadañas, les

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recuerdan a los fíeles su condición de fidelidad o servi- dumbre a Dios y al Rey, palabras ambas que llevan mayúscula inicial. Eran las puertas una expresión de clase, en el momento en que las clases vinieron a instalarse dejando para los unos el demonio de la riqueza y para los otros las tentaciones de la pobreza; una muralla de defensa detrás de la cual hacían los ricos una segura vida regalada. A los chibchas —felices con su comunismo a medias, libres de tentación suntuaria por la prohibición que del lujo se consagró en las leyes de Nomparem—, debió sorprender el afán que pusieron los ladrones de la conquista en montar aserríos, prender fraguas, empujar carpinteros, labrar piedras, e instalar esas máquinas ruidosas de los candados y las cerraduras... al día siguiente de haber enseñado a los indios el arte de robar, que si hasta entonces les fue desconocido, aprendieron pronto dando prueba elocuente de su poder de asimilación. Sorprenderá el hecho de que se diera a las puertas tanta importancia, cuando los cofres hubieran bastado para guardar el oro. En las colecciones de muebles coloniales, se ven arcas o baúles de la mayor solidez, asegurados con toda laya de cerrajes, ceñidos de zunchos que se entrecruzan como la palma en las esteras, y provistos de juegos de cerrojos que son inventos de mecánica apenas igualados en arte por los relojeros. Pero el oro no era la gran riqueza en ciudades como Santa Fe de Bogotá. El oro se recogía a cántaras en los cercados de los caciques. Con oro herraron sus caballos los Federmanes, los Robledos, los Belal- cázares. Don Basilio Vicente de Oviedo lo veía en tanta abundancia, que llegó a asegurar que lo sacaban a cincel de los filones en Zipaquirá y que los muchachos lo recogían en pepitas en los caños de Santa Fe. Durante cinco o diez siglos los indios de América habían lavado las arenas de todos los ríos, y cavado en la entraña de los montes para tenerles servido el plato a los conquistadores. Basta

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ba la orden de un capitán para que se juntasen joyas que formaran un montón de varios metros de altura. Mucho más rara que el oro, y mucho más codiciada, había otra riqueza: la carne morena de las mujeres de España. A Santa Fe llegan tres ejércitos de ciento sesenta hombres cada uno, para fundar la ciudad, y no viene con ellos ni una sola mujer. Debieron pasar muchos meses, debieron pasar años, para que aparecieran las primeras españolas —cinco apenas— mezcladas a otro grupo expedicionario: el de Jerónimo de Lebrón. Y de estas cinco, una llegó de días nacida, porque vio la primera luz cuando llegaba su madre, mitad de la jornada, a las playas del Magdalena. Eran aquellas mujeres aventureras sabrosas que se mezclaban a la tropa para jugar la gran parada de hacer el viaje al continente de los indios desnudos. Pensad por un instante en lo que cinco o diez de estas damas podrían ser en Santa Fe recién nacida, y en medio de quinientos o seiscientos conquistadores golosos que batían con furia sus corazones. Que digan las puertas celosas de qué máquinas se servían el capitán Olalla u otro cualquiera para guardara su mujer y a sus hijas. La gracia de la sangre sevillana eran también desgracia. Pero en qué medio, en cuáles circunstancias el fuego de unos ojos quemaba como estopa en el corazón de un soldado de la conquista. Hubo un día en que la alarma cundió en el Escorial. Los cronicones, ya no digamos de Santa Marta o de Cartagena: de la helada Tunja o de la pacata Santa Fe, iban como naves alegres a volcarse de risa en los adustos palacios de Carlos V y de los Felipes. Y los reyes empezaron entonces a dictar órdenes severisimas, para evitar que ningún funcionario pasase a estos reinos sin proveerse de legítima mujer en la Península, a excepción, claro está, de los clérigos. Pero ¡qué cuento de órdenes, ni qué diablos de cédula! Cuando empezaron a pronunciarse los reyes, era ya más agudo el problema que entre los romanos la víspera de su primer

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enlace colectivo. Y mientras se montaban los grandes portones en las casas, anduvieron locos los maridos, los padres y los novios. Si no, que lo diga nuestra leyenda de doña Jerónima de Urrego, con aquel bravo señor que la enclaustró en una Anca de la sabana para guardarla del mundo, y con aquel ardiente galán que construyó la calzada de occidente para poder llegar a ella aprovechando los remos de su corcel andaluz. Todos estaban en trance de demencia. Vinieron, pues, las puertas. Y los portones y los contraportones, y los portillos y las puertas falsas, y las puertas de campo, todo muy amplio, como para disimular el recelo, pero todo muy fuerte como para detener a un intruso. Cuando no había malicia, las puertas del amor se abrían por un modo sencillo y delicioso. Asi en los tiempos del indio americano. Decía Palafox: “El modo con que se explican los mancebos en su pretensión de casarse, es modestísimo y honestísimo. Porque el indio mancebo que pretende casarse con alguna doncella india, sin decirle cosa alguna, ni a sus deudos, se levanta muy de mañana y le barre la puerta de su casa, y en saliendo la doncella con sus padres, entra en ella, limpia todo el patio, y otras mañanas les lleva leña, otras agua, y sin que nadie le pueda ver, se la pone a la puerta, y de esta suerte va explicando su amor.” Mayor llaneza no es posible. Así lo hacen hoy los salvajes del Amazonas. En cambio, de España nos vinieron esas costumbres que han hecho que casi toda la literatura erótica no suelte nunca de la mano la palabra prisión. Presa la mujer del hombre, por prisionera había de darse en todos los estados de su vida. Era en los días en que los voluptuosos impulsos del Renacimiento, los paseos que con sus tropas había emprendido por Italia el emperador Carlos, y el despertar del lujo en medio de las cortes, servían como tres piedras al fogón en donde se inflamaba la tradicional pasión de los españoles. Los que venían en las carabelas habían visto más co

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sas que Cleofás cuando el Diablo cojuelo levantó para su recreo, a media noche, los techos de las casas de Madrid. Los chapetones eran el ímpetu del Mediodía desatado en el Trópico. Con qué material humano iban a habérselas los hombres que tenían la guarda de una mujer. La ventana del cuarto de San Alejo era una manera de que las mozas espiaran a los galanes que tocaban a la puerta, del propio modo que en las viejas ciudades flamencas se ven “les épions”, pequeños espejos que permiten ver a los dueños de la casa la facha de quien llama para entrar. O también pudo el San Alejo ser una “celada” de que se sirvieron los viejos celosos para defenderse de los mozos audaces. Ya en el portón, había una ventanilla enrejada que se abría sobre una de las hojas principales: el dueño, al ver previamente quién llamaba, se ponía a cubierto antes de descorrer las aldabas y cerrojos del portillo por donde debía pasarse inclinando la cabeza, ya que la obra laboriosa de descorrer las trancas y de meter las llavonas de la cerradura escandalosa para abrir las hojas principales sólo podía hacerse en el día, cuando entraban al patio empedrado las recuas de bestias llevando leña para la cocina y cargas de papas y de maíz con que henchir los graneros. En los zaguanes quedaba detenida la chusma, y la pobrería aguardaba la sopa repasando con los ojos bizcos y rojos como un tomate —los ciegos con el regatón de sus bastones— ciertos dibujos de piedrecillas y de huesos de cordero que decoraban el piso y mostraban las cifras del año en que se concluyó la construcción. Los zaguanes, al propio tiempo, fueron antesala para que los hombres que no eran de confianza pasaran a la “pieza del zaguán”, sin cruzar los corredores de la casa: así conversaban con el señor sobre cosas de la hacienda o los negocios, sin mirar a las niñas en el patio. ¡Portones de la colonia, portones formidables, pero que fueron burlados por oidores, oficiales y hasta por virreyes, mientras el amo corría la verbena en las afueras

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o se pegaba de la mesa de tresillo hasta el amanecer! Grandes máquinas metidas entre el marco de piedra labrada, con sus jambas, potentes vigas terminadas en espigas de hierro, que al girar berreaban como galgos, y el aparato monumental de los tablones aferrados al bastidor de bien acuñados maderos. Portones de clavos de cabeza aplastada como pegotes de cera o lindamente decorados por un encaje de hierro como en las iglesias, y el gato familiar, estilizado, que levantaba la cola en el golpeador. Bocallaves que fueron el mayor arte de los cerrajeros, lindas bocallaves de la ciudad de Río Negro, que figuran la granada de nuestra heráldica, chalanes petulantes y fanfarrones, borriqueros y aguadores, los caballos asustadizos o briosos, empinados sobre las patas traseras; bocallaves vaciadas a cincel y repulidas con lima, donde el orín ha impuesto en tres o cuatro siglos hábito de carmelita. Hornacinas desde donde vigilaba la Virgen para evitar que la mancha del pecado se metiese por las rendijas y tiñera de hollín las veladas del hogar. Faroles que descubrieran el paso de los ladrones. Ruidos medrosos de las llaves, cuando los gatos tropezaban en la noche con el llavero al tirarse por una columna. Casonas santafereñas, almacenes de sombras, escondrijos de ruidos siniestros. Casonas de celo y de recelo, celosas casonas, maquinarias de trampas, donde cada portón, al plegar las alas, era como el cuervo del nunca más. Cuenta Bernal Díaz del Castillo que para salir de la península Florida, que era envenenada y bravia, no teniendo a la vista sino árboles, unos pocos caballos, y el hierro de las raras herramientas que de este metal traían de España, en obra de meses hicieron los soldados de todo ello los tablones, los herrajes, las velas y hasta los odres para llevar agua dulce, para el navio que los condujo a la isla de Cuba. Así las puertas de Santa Fe, suma fueron de las cosas que a la mano se tenían para cerrarlas casas y las alcobas. Todo el arte de tres siglos quedó

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estampado en estas alas del ingenio, que al abrirse simulaban la confianza de los dueños, y al cerrarse dejaban escapar el chirrido de sus goznes, de aquellos goznes rudimentarios de dos argollas, en donde el ruido se molía en la forma nada graciosa de que es imagen la palabra rechinar. Si de madera labrada, aquellas puertas solían mostrar en sus tableritos, dispuestos en series de ocho a diez en cada hoja, el mayor triunfo de la carpintería, oficio que entonces iba como aparejado al arte de los ebanistas. Molduras y flores y conchas, y óvalos estampados en fila, hacían de la puerta un escaparate para exhibir la maestría artesana. Se pintaban de azul o rojo, con borde dorado al fuego, como los sillones de la sala o las molduras que enmarcaban los iconos benditos. Otras veces eran las puertas de cuero. El cuero, como la madera, fue el material que más a la mano se tuvo en una región de ganaderos y de agricultores. Traían los españoles, y mejor si eran los de Córdoba, una técnica muy avanzada en el trabajo de las pieles. El cuero se incorporó a las puertas a manera de tiradores que se hacían de rejo; o servía en la misma forma para darle impulso a la campanilla que anunciaba a los visitantes; o era la palanca que levantaba las aldabas; o el resorte que mantenía cerradas las abras: una piedra metida entre un zurroncillo y suspendida del dintel por una correa, servía para que suavemente se entornaran. Pero donde el arte prosperó más fue en las vaquetas repujadas, labradas y pintadas con que se forraron los bastidores de las puertas, en donde se veían paisajes, cacerías de venados, fiestas de toros, animales heráldicos, trabajado todo con tanto arte como en el espaldar de los sillones destinados a los hacendados y a los curas.

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DE LA FINIESTRA A LA VENTANA Suele creerse que el uso de los patios se introdujo en la arquitectura colonial como ciega importación de las construcciones españolas. Y nuestros críticos se admiran de que los españoles no hubiesen advertido que en ciudades tan frías como Santa Fe o Tunja se necesitaba algo más cerrado, íntimo, recogido. Parece, en realidad, que se hubiese confundido el clima ardiente de Andalucía —tan propio por su luminosidad para una distribución de casas al estilo oriental— con el miserable cierzo que envían los frailejonales de Oriente a los hijos de Santa Fe de Bogotá. Y, sin embargo, los colonizadores obraron con todo cálculo. Ellos quisieron que sus mujeres no respirasen el aire de la calle. Eran los celos quienes levantaban las murallas, quienes negaban las ventanas, quienes oponían esa cara de muerte de los enormes muros encalados como una defensa contra el ojo curioso de los transeúntes. Y cerrada la casa por fuera, tenía que abrirse por dentro para recoger el aire y la luz. La casa colonial era muy semejante a la de las ciudades de la Edad Media. En la Edad Media europea el piso bajo estaba destinado para los obrajes: allí se curtían cueros, se montaban telares, se almacenaban granos, se comerciaba, mientras que en la parte alta se organizaba la vida familiar. Aquí también, en los sonoros patios empedrados se volcaba la riqueza de la hacienda. Las indias y los chicuelos de la casa hacían coro alrededor de los montones de maíz que desgranaban con sus manos. Maíz de arroz, lechoso y transparente; maíz pintado más alegre que los frisoles barcinos; maíz pintado de harina, de un esmalte más blanco que la yuca. Los terciadores lo volcaban abriendo sobre el hombro la boca del costal, y caía en ruidosa cascada, sabrosamente, sobre las piedras del patio. En grupo aparte se tejían los costales y se remendaban las enjalmas. Las manos morenas de los indios se veían

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más morenas entre las madejas del fique, rubias como melcochas. Las bestias —el perro, el burro, la vaca de la casa— solían mezclarse en estos ajetreos. Con la llamada de las primeras misas, empezaban a henchirse las botijas con el vellón de espuma de la leche —¡ah, la leche al pie de la vaca!— . Rica leche, y leche dulzarrona de las cabras para curar al niño de la tos ferina, leche de burra para los entecos, leche de yegua aconsejada por la bruja o la comadre. Entraban los mayordomos enseñando a los potros el pasito menudo y bien timbrado, pasito de señora; arrastraban luego las espuelas al bajarse, y tiraban las monturas en un rincón del corredor. Obrajes, ruidos, industrias, que eran como el cimiento de la casona, mientras arriba se movían sin ruido y sin descanso las muchachas y las viejas. Hasta las palabras se hacen ligeras a medida que la arquitectura sube de los cimientos al alero. Alero, alar, en donde parece que quisieran echarse al vuelo los canes que sostienen la corona de las cornisas. Cornisa, que definen los gramáticos “el cuerpo coladizo de las molduras”. Y balcones, que también se dijeron mirandas porque son en el cuerpo de la casa como los ojos en la fábrica humana, puestos en alto para que dejen escapar la luz del alma. Pero mejor que los alares y los aleros y las cornisas y las mirandas, están las finiestras y las ventanas. En español antiguo se decía fíniestra por ventana, de manera semejante a como se dice en italiano finestra o en francés fenétre, que son palabras todas nacidas del verbo griego “pliainó” que traduce iluminar. Entre nosotros se cumplió a perfección el mismo proceso que va de la fíniestra a la ventana. Esas viejas ventanas coloniales, no eran ventanas. Eran por allá unos huecos que le dejaban a la luz difícil paso, como las claraboyas o los tragaluces. Por eso los postigos quedaban a buena altura, y nuestras abuelas preferían colocar en los ángulos de la sala unas papayas para perfumar el aire, en vez de que la pieza se

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aireara. Ahí estaban los corredores para que las mozas respiraran, sin tener que asomar las narices a la calle, por donde transitaban vagabundos y bellacos. La casa era el claustro, y la vida claustral. La lucha de sexos impuso estas cosas. Como impuso las “celosías”, para que cumplieran las finiestras su misión de un modo más rotundo, y las fuertes rejas de hierro y de madera que completan la fortaleza colonial. La mujer hallaba siempre los muros interpuestos entre su ambición y el celo masculino. Como el hombre ardía de pasiones, no hay por qué suponer a las mujeres venidas de Sevilla, monjitas heladas, sin nervio y sin pasión. El fuego prendía en todas partes. Muchas veces el toque de oración era toque a rebato en el corazón de las mujeres contenidas. La señora del marqués de San Jorge era “la Jerezana”, cuyas coplas y contradanzas hacían reventar de gusto a los espectadores en el teatro de Tomás Ramírez. “La Cebolino” era tan linajuda y bailadora como “la Jerezana”. Las tapadas, en los días de procesión o de fiestas, con velos tupidos y hablando en falsete corrieron las ardientes aventuras. El hombre construía las casas e impuso un moderado equilibrio en la Colonia. Se vio auxiliado de la escasez de materiales para construcción. La auténtica ventana, que es como "window", porque viene de viento; la que le podía dejar paso franco a la luz cerrándoselo al viento y la que podía abrirse también con menos temeridad de los hombres, sólo ocurrió cuando la independencia trajo libertad de comerciar con los ingleses. En Chile, a mediados del siglo XVIII: “ninguna ventana tenía vidrios”. Todavía estaban por surgir las fábricas de vidrios en San Ildefonso y en otros puntos de España y los reyes dictaban reales órdenes para asegurarles por el monopolio alguna utilidad sin alcanzar por esto a exportar para las ventanas de América. Uno de los mayores gustos que le dio a los neogranadinos la guerra

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de independencia y el libre comercio con los ingleses, fue el traer vidrios planos. Todavía vemos carteles en el comercio de Bogotá en donde se grita: “¡Tenemos vidrios ingleses!” Hasta hoy sentimos el entusiasmo de haber conseguido esas láminas transparentes con que se tapan los agujeros de las ventanas, en vez de los postigos de madera, de cuero o de trapo. La costumbre de mantener a las mujeres enclaustradas debió de sorprender a los indios. Ellos no eran recelosos; tenían una manera sencilla de casarse. Bastaba ofrecer al padre de la novia una suma por ella.

Y si la cantidad no les contenta el comprador añade por dos veces la mitad más de lo que dio primero; y si de la tercera vez no compra, busca mujer que sea más barata.

El indio veía con sus ojos, en la mujer, la gracia, el complemento de su vida, y compraba estas cosas como una mercancía. Vinieron los españoles y les dieron sus casas por cárcel a todas las mujeres. La arquitectura de los conventos, de las cárceles y de las casas de habitación en nada se diferenciaban. Los hombres tenían que casarse a ciegas. Cada matrimonio era una puerta que se abría al misterio. Se casaban “a la tapada”. Y el juego de intereses era contrario en indios y blancos. El cura Castellanos saca la conclusión de que los indios ... Van por diferente camino del que por acá llevamos, pues para salir desta mercancía hemos de dar dineros al esposo.

El viejo sistema, con todo, no fue sino una comedia de equivocaciones. Por donde no entraba el aire, se metían

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los hombres; a donde no llegaba la luz, llegaban los billetes amorosos. Candorosas trampas que inventaba el ingenio de nuestros padres para dar a los huecos de los paredones cualquier destino diferente del que pudiera conducir a mirar las gracias femeninas. Llenaban de geranios el antepecho, para que en vez de ver el hombre de la calle la flor de una mujer, mirara un jardín. Hasta el gato tenía espacio para colocarse entre las rejas en condiciones de ver hacia afuera: sólo la mujer debía quedarse en la penumbra del claustro. En las grandes fiestas, por el Corpus o por Semana Santa, los balcones se abrían a manera de palcos para presenciar el desfile religioso, pero para evitar tentaciones, el arquitecto había construido los balcones, poniendo tableritos de madera al pie de las barandas, que alcanzasen a cubrir hasta la rodilla de las damas. Militaba en favor de los hombres la religión. Los padres de la Iglesia han considerado a la mujer como una tentación de pecado. En el colegio de San Bartolomé se prohibía a una mujer pisar los claustros bajo pena de pecado mortal. La vida interior era señalada como el ideal en donde crecía el encanto de la mujer haciéndose tan blanca como la porcelana. Mi abuela les decía a sus hijas: “Niñas, hay que evitar los resplandores.” Las niñas no podían ni salir al patio. Y de ahí viene todo el prestigio de la finiestra o de la ventana colonial. Prestigio de misterio y de reserva, prestigio de celos y celosías; huecos, embudos musicales por donde se metieron las serenatas en solicitud de amor, a que respondían los geranios sacando la cabeza y los gatos durmiéndose en ovillos de terciopelo. En la ventana está la paradoja, el juego, el retruécano del amor romántico. En la ventana, el trampolín desde donde brinca el corazón de la Colonia. Rejas, postigos y macetas de flores, he aquí la sencilla maquinaria en donde se cumplen los

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acertijos deliciosos de una edad difícil para que los sexos anduvieran cogidos de la mano. ¡Loemos las ventanas coloniales!

III EL ALMA DE AMERICA VISTA EN UN CALABAZO Por su ignorancia del cristianismo, de la escritura, del dinero, del hierro, de la rueda, de la pólvora, de la monogamia, de muchas plantas y animales, los indios aparecieron como bárbaros ante los españoles. Por su destrucción de andenes, caminos, terrazas, templos, ciudades, graneros y tributos; por su rapiña, su crueldad, su lascivia y hasta su superioridad guerrera, los españoles aparecieron como bárbaros ante los indios. Jorge Basadre.

EN EL SIGLO XV NADIE DESCUBRIO LA AMERICA La afirmación de que los españoles descubrieron la América a finales del siglo XV y principios del XVI es inexacta. No es posible considerar como descubridores a quienes, en vez de levantar el velo de misterio que envolvía a las Américas, se afanaron por esconder, por callar, por velar, por cubrir todo lo que pudiera ser una expresión del hombre americano.

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Entre la posición que adopta el investigador de nuestro tiempo frente a lo desconocido, y la que adoptaba el hombre del siglo XV, hay dos criterios que se oponen fundamentalmente. Nuestra curiosidad se dirige a buscar el alma de las cosas; no tenemos la pretensión de hacer que el negro o el amarillo o el piel roja se expresen a nuestro modo; sólo queremos conocer el proceso espiritual que se produce en las razas que no nos son cercanas. Para que se vea hasta dónde esta actitud difiere de la de los pretendidos descubridores de la América, bastaría detenerse a pensar lo que haría uno cualquiera de nosotros que fuese a descubrir un mundo. Pensemos en este propio instante, por ejemplo, en un sector escondido de la ciudad, en una barriada pobre que, no por estar a diez pasos de las calles principales, deja de ser un mundo totalmente desconocido. Se albergan allí mujeres de mala vida, y grupos de obreros mal pagados y peor educados, que se emborrachan el sábado y dejan para el domingo la huella de sangre de que hablan los periódicos el lunes. Hay familias desventuradas, perros en las aceras, puercos en los solares, grupos de comunistas que sueltan su lengua los domingos en tribunas improvisadas. Si me propongo descubrir lo que hay en el fondo de esta barriada, no me presento como un conquistador para imponer mis maneras, mi idioma, mi religión y mis gustos. Todo lo contrario. Como una sombra me arrastraré contra las paredes, acallaré mis voces, abriré mucho los ojos del cuerpo y más aún los del alma, pondré el oído en acecho, me sentaré con los borrachos en la taberna, entraré en la casa de las vagabundas, iré buscando la imagen espiritual de los vecinos hasta tener de ella la copia más fiel. Pensemos ahora en lo que querían los españoles de América. Cuando ellos llegaron, había aquí una civilización igual, inferior o superior a la que existía en la Península. Era otra civilización. Del fondo de los lagos emergían ciudades gigantescas, como en México; sobre el

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lomo de los Andes; la mano de los hombres había puesto esa estrella de piedra de las cuatro calzadas que arrancaban del Cuzco y ataban las más distantes provincias de los incas; las religiones habían alcanzado a labrar la imagen de sus dioses en estatuas y pirámides que todavía se conservan y que empiezan a descubrirse en las regiones mayas, en San Agustín, en Tiahuanaco, en Machu-Pic- chu, en la Isla de Pascua. Todo esto vino a ocultarlo el español. En primer término, ante sus propios ojos; y luego, ante los ojos del resto del mundo. Hasta las relaciones literarias de América se ocultaron en los Archivos de Indias, para que no llegaran a conocimiento de los europeos. Era la lógica de los tiempos. En España, sobre todo, dominó el signo fatídico de los antidescubridores. Carlos V, en los palacios árabes, hizo en toda su materialidad el “cubrimiento”. El emperador, para adaptar a sus necesidades los palacios que habían sido de los moros, cubrió la ornamentación —hecha en ese estuco fabricado con polvo de mármol y que sólo conocieron los árabes—, en donde se perpetuaban versículos del Corán, cubrió todo el arte del pueblo vencido, con argamasa, y sepultó para cuatro siglos la más fina expresión de aquel pueblo de poetas y gustadores de la vida. Apenas ahora empiezan los descubridores a desenterrar la gracia que enterró el ilustre rey don Carlos. ¿Por qué el conquistador iba a ser descubridor? Descubrir y conquistar son dos posiciones opuestas en el hombre. Descubrir es una función sutil, desinteresada, espiritual. Conquistar, una función grosera, material, sensual. Había diferentes categorías entre los hombres que trajeron las naves españolas. Hubo descubridores entre los estudiantes que venían por curiosidad a conocer el Nuevo Mundo. Entre los cronistas no faltaron sociólogos y observadores. Pero esos estudiantes y cronistas fueron dominados por negociantes, soldados y oficiales de la Corona, en quienes dominó el ser conquistador. Por

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este motivo el XVI, que es el siglo en donde empieza a verse la gran empresa española en América, puede considerarse como el siglo del cubrimiento del Nuevo Continente. De esa fecha en adelante, el alma de América se esconde, las manifestaciones suyas se ocultan, y pasarán siglos —dos, tres, cuatro, quizás cinco— antes de que resurjan nuestras naciones para expresarse con entera libertad.

EL PROCESO DEL CUBRIMIENTO ¿Qué vinieron a hacer por estas tierras los capitalistas, los empresarios, los encomenderos, los gobernadores, los virreyes? A imponer un sistema económico, un dogma religioso, un tipo de arquitectura, una raza, que eran cosa distinta de la economía, la religión, la arquitectura, la raza americanas. Nosotros teníamos en la América meridional el ayllu peruano, la repartición anual de las tierras, el Estado listo para sostener a la viuda y al hijo menor, a los desvalidos, a los estudiantes, a los sabios, a los guerreros y a los sacerdotes; una organización para favorecer a quienes perdían sus cosechas, un sistema democrático de trabajo. El conquistador, fraile o encomendero, trajo el latifundio, la economía del empresario, tributos, mita, alcabala, diezmo, almojarifazgo, cosas todas que correspondían a una concepción económica europea, colonial, entre cuyas manos desaparecieron y se olvidaron los sistemas típicos de América, los sistemas adecuados al desarrollo natural de estas naciones. La vieja arquitectura fue proscripta para inaugurar edificaciones que rompían la tradición de estos pueblos. La cúpula reemplazó a la pirámide; el arco romano de medio punto a los bloques escalonados que usaron los mayas y a las puertas trapezoides de Cuzco; los viejos

El alma de América vista en un calabazo 63 caserones de Castilla y los patios andaluces y el trazo de las calles españolas vinieron a reproducir aquí pueblos de la Península, mientras la superstición y el afán de imponer el alma conquistadora derrumbaban ciudades de piedra, como la ciudad monumental de los aztecas, como Tiahuanaco, cuyas piedras pasaron a los templos católicos. Se suprimió la arquitectura y se suprimió al hombre mismo. No se ha podido suministrar una teoría exacta para explicar la desaparición de las razas que poblaron este continente. Las hipótesis que suelen presentarse son más ingeniosas que científicas. La trabazón de la sangre dio nacimiento al mestizo americano, que es uno de los casos más interesantes en la etnografía universal. Ese mestizo es el último depositario de lo que queda de una raza que el conquistador abatió, sin quererlo tal vez, por la necesidad de que le sirviese como esclavo. Pero el hecho real y casi material del drama de las razas en América al tiempo de la conquista fue un intento de yuxtaposición: la superposición de un nuevo grupo étnico que dominase todo el panorama de las tierras ganadas para la Corona de España. Los mayas tenían escrita en libros la historia de sus hechos más notables. Fray Diego de Landa, en su Relación de las cosas de Yucatán, escrita a mediados del siglo XVI, dice: “Hallárnosles gran número destos sus libros, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio se los quemamos todos, lo cual a maravilla sentían y les daba pena.” El papel que juegan los frailes en esta etapa de la vida de América es notorio. Su poder era espiritual, y a ellos correspondía borrar las huellas del alma americana. En el reino de los chibchas quemaban todas las semanas piras de ídolos que los indios tenían labrados en madera. Siendo la altiplanicie un centro geográfico que podía alimentarse más fácilmente de maderas que de piedra, y que en

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la madera hallaba el material más adecuado para las construcciones, aquí los templos, las habitaciones y las esculturas se hicieron de madera. El templo más famoso, el de Sugamuxi, parece que estaba construido sobre vigas de guayacán y esterado con hilos de oro; en Tunja las casas eran techadas de paja, pero láminas de oro puestas a la entrada musicalizaban el paso de los vientos, como lo recuerdan los versos de Castellanos. Ese oro fue fundido para transformarlo en monedas y en custodias. Los ídolos de madera se quemaron para ahuyentar al demonio. Así desapareció la plástica americana. En México, ya que destruir las piedras era asunto difícil y enojoso, se resolvió enterrarlas. Una de las manifestaciones más estupendas del espíritu americano fue sepultada y apenas hace pocos años vino a descubrirse el calendario azteca, que no fue un hallazgo para el siglo XVI, por obra de los frailes, sino para el XIX por arte de la casualidad. Haciendo una alcantarilla.

“NUNCA CRIO DIOS TAN CONOCIDA GENTE DE VICIOS” La idea que del ser humano se tenía en España en el siglo XVI explica muchos de los fenómenos de la conquista. Hoy creemos que hay algo valioso hasta en las más recónditas, en las más oscuras manifestaciones de los seres que no han gozado o sufrido de nuestra civilización. Hay coleccionadores de música negra; poetas que encuentran en las leyendas de las tribus raudales de ternura; sociólogos que estudian con cariño las más rudimentarias manifestaciones sociales. Estas delicadezas quedan fuera de la inquietud intelectual de España en el siglo XVI. El español tenía formado un arquetipo del individuo, a cuya imitación debían dirigirse todos los afanes del

El alma de América vista en un calabazo 65 hombre. Ese hombre modelo era el que podía vivir más cerca de la divinidad. El pobre mortal tenía que no apartar los ojos de la aureola de los beatos para alcanzar la plenitud de la consideración social. Esta concepción radical de la vida condujo a extremos de exclusivismo, de exclusión, que hoy desconciertan. Entre el cristiano y el no cristiano se abrió un abismo imposible de cruzar, ni aun en alas de la caridad. El infiel era un perro maldito; el fiel gozaba de privilegios que lo autorizaban para hacer de los infieles esclavos. Deshumanizada así la idea del hombre, los americanos que adoraban el Sol, que rendían culto al agua en las lagunas, se tuvieron por irracionales, y el mayor conflicto teológico surgido en las academias de España a raíz del descubrimiento de América fue el que ocasionaron los defensores de los indios delante de quienes sostenían que éstos carecían de alma. Esta controversia —que nunca está de más el recordar— nos ha demostrado, cuando menos, la posibilidad de que a los infieles se les tuviese por animales, con todas las consecuencias que de aquí suelen deducir quienes no alardean de ser protectores de bestias. Hoy los ingleses, por ejemplo, estiman en más a un perro o a un caballo que a un hombre. La protección de animales es una de las modalidades del pueblo inglés que se ha sentido más próximo de las bestias que ningún otro de la tierra. La doctrina de Darwin pudo prosperar con ternura en el alma de muchos de los hijos de la Isla. Pero, piénsese ahora en el abismo que existe entre un punto de vista como el de los ingleses de hoy, que todavía son crueles con los aborígenes, y el punto de vista español del siglo XVI. El español, que nunca ha sentido piedad para las bestias, extendía entonces el radio irracional de la zoología hasta invadir zonas anchísimas de la humanidad. Los toros y las hogueras de la Inquisición eran un par de fiestas que tenían idéntico brillo e importancia. Cuando los españoles llegaron por primera vez a las Anti-

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llas, vieron una muchedumbre que no estaba purificada por las aguas del bautismo: luego era una muchedumbre de bestias. Y siendo una muchedumbre de bestias, podía tratársela con el rigor consiguiente al impiadoso criterio de esos tiempos. Pocas cosas hay tan decisivas como la correcta formación de un silogismo... Tomás Ortiz, el célebre fraile dominico, presentó al Consejo de las Indias aquel memorial que trae la historia de López de Gómara, y que reza así: “Los hombres de tierra firme comen carne humana, y son sodométicos más que generación alguna. Ningún pudor entre ellos; andan desnudos; no tienen amor ni vergüenza; son como asnos, abobados, alocados, insensatos. No tienen en nada matarse y matar; no guardan verdad si no es en su provecho; son inconstantes; no saben qué cosa sea consejo; son ingratísimos y amigos de novedades; précianse de borrachos; contienen vinos de diversas yerbas, frutas, raíces y grano; emborráchanse también con humo y con ciertas yerbas que los saca de seso; son bestiales en los vicios; ninguna obediencia ni cortesía tienen mozos a viejos, ni hijos a padres; no son capaces de doctrina ni castigo; son traidores, crueles y vengativos, que nunca perdonan; inimicísimos de religión, haraganes, ladrones, mentirosos y de juicios bajos y apocados; no guardan fe ni orden; no se guardan lealtad maridos a mujeres, ni mujeres a maridos; son hechiceros, agoreros, nigrománticos; son cobardes como liebres, sucios como puercos; comen piojos, arañas y gusanos crudos donde quiera que los hallan; no tienen arte ni maña de hombres; cuando se olvidan de las cosas de la fe que aprendieron, dicen que son aquellas cosas para Castilla y no para ellos, y que no quieren mudar costumbres ni dioses; son sin barbas, y si algunas les nacen, se las arrancan; con los enfermos no usan piedad ninguna, y aunque sean vecinos y parientes los desamparan al tiempo de la muerte, o los llevan a los montes a morir con sendos pocos de pan y

El alma de América vista en un calabazo 67 agua; cuando más crecen se hacen peores; hasta diez o doce años parece que han de salir con alguna crianza y virtud; de allí adelante se tornan como brutos animales; en fin digo que nunca crió Dios tan conocida gente de vicios y bestialidades, sin mezcla de bondad o policía. Juzguen ahora las gentes para qué puede ser cepa de tan malas mañas y artes. Los que los hemos tratado, esto habernos conocido de ellos por experiencia, mayormente el padre Fray Pedro de Córdoba, de cuya mano tengo escrito todo esto, y lo platicamos en uno muchas veces con otras cosas que callo.”

EL MUNDO VISTO A TRAVES DE SUS BORRACHOS Aun teólogos piadosos hallaban tal grado de bestialidad en los indios que fue aventura romántica, y lo fue la del padre Las Casas, probar que el indio era al menos persona en potencia. Tan empapados se hallaron los conquistadores de su verdad católica que solían, delante de una nación nueva, enviar a un heraldo para que preguntase a los indios, en el diáfano lenguaje de Castilla, si ellos aceptaban al Dios eterno, uno y trino, concebido de la virgen María, que había resucitado de entre los muertos y que vendría a juzgar a los vivos y a los muertos a la hora del Juicio Final. Los conquistadores se sorprendían de que los indios no absolviesen en seguida la cuestión, no comprendiesen un idioma tan claro y se mirasen unos a otros con aire de estupor... indubitable prueba de su estulticia. Hay algo más. Los cronistas no se detienen en la demostración de que los indios fuesen animales. Para ellos eso es tan patente que no exige comentarios. Les basta presentar algunos aspectos de la bestialidad, para

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dar más colorido a sus relatos. Dicen que hay naciones de indios con hocicos de perros, o que los tutamuchas de California “tienen las orejas tan largas que les arrastran hasta el suelo y que debajo de una de ellas caben cinco o seis hombres”. Que en Jamocohuicha, “por no tener vía ordinaria para expeler los excrementos del cuerpo, se sustentaban con oler flores, frutas, y yerbas, que guisan sólo para eso”. Pero lo decisivo para el cronista es versus cultos, la manera como adoran al diablo y las orgías y borracheras que marcan el cénit de sus ceremonias pavorosas. No he podido explicarme la sorpresa de los españoles por las borracheras de los indios. Los borrachos incurren en las mismas necedades en todos los pueblos de la tierra, desde Inglaterra hasta Alemania y desde Noé hasta nuestros contemporáneos. Cada pueblo se emborracha con lo que puede. El que tiene uvas, exprime las uvas y hace que el vino fermente en los odres. El que sólo dispone de cebada, penetra las entrañas de este grano de aspecto eucarístico y le arranca el zumo de donde brota la rubia cerveza. Hasta de la cáscara de los árboles han podido los hombres sacar algo que les lleve ardores alcohólicos al cuerpo. Ignoro si ha nacido el pueblo que no se haya emborrachado. O el que no haya aprovechado la oportunidad de una fiesta aun religiosa, para hundir su espíritu en filtros báquicos. La misma torpeza y estupor de idiotas que veía Homero en los borrachos de la "Ilíada", la reproduce en "Los borrachos" Velásquez. Quienquiera que haya entrado en contacto con los indios de América, ebrios de chicha, hallará que esas caras estúpidas que se inclinan con risa maliciosa sobre las totumas, son las propias del lienzo de Velázquez. Puede trazarse un itinerario espiritual de los griegos a los indios de América... En la carta alcohólica del mundo, América tenía que presentarse con un licor propio. Si algo caracteriza, más que la lengua, más que la religión, más que la indumenta-

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ría, a un pueblo, es su cerveza, o su vino, o su whisky, o su vodka, o su chicha; es decir: su licor. Al decir: vodka, cerveza, vino, whisky, ya hemos trazado un mapa, una carta geográfica inconfundible. Si pensáis en la cerveza, tendréis a la Europa Central vista de cuerpo entero. ¿Quién puede decir, dentro de un pequeño reino híbrido como Bélgica, hasta dónde llega la influencia de Alemania y en dónde principia la de Francia, si no es viendo hasta dónde llega la cerveza y desde dónde principia el vino? Es el vodka lo que ha modelado el alma de los rusos; suprimid el vodka, y la mitad de la literatura de ese país resulta incomprensible. Las jornadas francesas en todas las revoluciones, la formación de los ejércitos napoleónicos al regreso de Elba, la marcha del pueblo de París hasta el palacio de Versalles, la traída del rey Luis XVI en medio de una manifestación hostil desde el remoto pueblo de Varennes hasta París, todo, hasta la última caída del gabinete, es una manifestación del vino, que produce esas reacciones. América fue así. Se emborrachaba con moras, con pulque, con chicha de maíz. Los españoles estaban creyendo que todas las borracheras debían desenvolverse bajo los emparrados del Mediodía. Imposible interpretación más limitada del alma de un pueblo... Los españoles, emborrachándose lejos de los indios y viendo a los indios borrachos mientras ellos gozaban del uso de sus cinco sentidos, hallaron una bestialidad diabólica en los pueblos conquistados. Bernal Díaz del Castillo se rinde ante la perplejidad que le causa el ver que haya un pueblo en donde la bacanal dure lo que dura la cosecha de las moras. La mora es una fruta tan bella como la misma uva: en una sola frutilla hay tanta perfección como en todo el racimo de la vid, perfección que encierra en una miniatura de burbujas henchidas de sangre negra. El labio que exprime las moras se tiñe de alegría y las manos que desgranan los racimos quedan pintadas, como si hubiese asistido a la orgía donde se exprimiera el corazón

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de las montañas. No sé si emborracharse sea una virtud o un vicio. Pero esos pueblos errabundos que se detenían durante un mes en el país de las moras para embriagarse pueden ser juzgados como más libres, más amigos de la luz y del sol, que los otros, los pueblos de la taberna, que se acomodan en los bodegones para apurar licores a la sombra que hace bailar sin tino la llama rojiza del petróleo.

TEORIA DEL CALABAZO España conquistadora consideró a los indios no cristianos, bestias y fue borrando la obra de esas bestias hasta el extremo de que hoy, para rehacer lo que fue el panorama americano anterior a la llegada de los europeos, tenemos que acudir a los cacharros de tierra cocida que dejó abandonados la codicia en los cementerios de indígenas. No hace muchos días tuve entre mis manos cierto calabazo traído del Amazonas. Una serie de dibujos —tropeles de llamas, figuras de indios, una linda ornamentación de flores, enmarcando las figuras— me dio la más emocionada representación de la vida americana. Sobre las paredes de la vasija estaba pintada una escena del Perú incaico. El calabazo llegó al Amazonas cruzando la cordillera ecuatoriana y la selva, y repitió jornadas frecuentes hace cuatro siglos. He leído cosas extraordinarias de las misiones de jesuitas en el Amazonas. Conozco mapas como el del padre Samuel Fritz o como el que trazó en las “cárceles de Lisboa” el padre Weigel, que indican la grandeza de las obras culturales hechas en la Colonia por los hijos de la Compañía. Pero ¿qué quedó de aquello? ¿No retrocedió el mundo amazónico con las misiones hasta quedar convertido otra vez en el infierno verde? ¿Qué fue de las

El alma de América vista en un calabazo 71 culturas indígenas que ahora mismo tratan de volver a la vida los arqueólogos? En una de las primeras relaciones que tenemos de las culturas amazónicas encuentro que topó el conquistador pedazos de loza tan lindamente esmaltada, que el cronista dijo sería envidiada por quienes trabajan loza en España. ¿Reparáis en lo que esto significa? ¿Sabéis que hoy mismo no ha podido la ciencia descubrir de qué procedimiento maravilloso se valieron los de España, contemporáneos a la conquista, para dar esos fondos metálicos en el azul esmalte de los platos de Talavera? Todavía, en la relación del padre Joseph Chantre, que corresponde a la última época de las misiones, encuentro estas líneas: “Es peculiar en las mujeres omaguas hacer la loza necesaria, pues son, por lo común, olleras a mano; y sin torno y con grande tino, hacen todo género de utensilios: ollas, cazuelas, platos, tinajas, tales cuales han menester para los usos de casa. Sacan estas piezas tan bien figuradas, tersas y templadas como los mejores alfareros. Las encabelladas hacen loza más fina y delicada que las omaguas; pero son éstas más hábiles para piezas grandes, como cántaros y tinajas. Unas y otras saben dar a la loza un barniz permanente, vistoso y fino, de manera que se limpian las piezas con mucha facilidad.” De todo esto, no queda nada. Con la lengua de Castilla llegó también a la selva el sarampión. Los indios, que no conocían esta enfermedad, al sentir calenturas, se echaban al agua. Así desaparecieron tribus enteras. El Amazonas o Marañón, pasó de ser un río cuyas márgenes estaban muy pobladas a ser inhabitado por el hombre. Y hoy, para tomar el hilo de la historia, hay que mirar sobre la superficie de un calabazo pintado, y desentrañar de allí el misterio de la vida que fue, y pronósticos para el futuro de América.

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Germán Arciniegas DE LA ESPAÑA GOTICA AL MEXICO PRECOLOMBINO

Las culturas precolombinas ¿merecían alguna consideración? El trabajo de los indios borrachos ¿tenía algún valor que hubiera merecido la atención de los europeos? Todo ¿se reduce a esa apreciación, tal vez exagerada, del cronista que comparó los cacharros del Amazonas con la bella cerámica peninsular? Desde luego, tanto vale una expresión elemental de la vida que empieza, como la plenitud del proceso cultural. El niño, como niño, es una obra maestra: posiblemente más henchida de la emoción de las potencias que el propio hombre realizado. El europeo no lo ve así y sólo estima su propia culminación en este horror de su cultura que ahora mismo nos espanta. Pero lo que el europeo vino a descubrir en América no fue una cultura elemental, incipiente. Lo que él destruyó con sus caballos, su pólvora, sus conquistadores y sus frailes, no era inferior a lo de España. La guerra del siglo XVI entre peruanos o mexicanos y españoles, puede considerarse como una guerra internacional, lo mismo que la guerra contra los árabes, en donde la nación que obtuvo la victoria no fue precisamente la menos bárbara como suele ocurrir en las guerras. La España goda y visigoda, la España que realizó la guerra de las cruzadas contra los moros era una nación, si de maravilla en Berceo, Alfonso el Sabio, el Archipreste o el Marqués de Santillana, ruda, bravia, cruel, en donde no había logrado el hombre levantar una ciudad hermosa de que pudiera ufanarse. Frente a los árabes de la mezquita de Córdoba, de la Alhambra, del Generalife, los españoles eran los meros góticos. Recorred ahora, al menos usando de una guía, la planta de una ciudad como Toledo, o Salamanca; fijaos en las fechas, reconstruid el paisaje urbano de esos centros en vísperas de la conquista de América, y llegaréis al convencimiento de que allí no

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existían entonces sino templos medievales, y en torno labriegos e hidalgos que vivían todos en cueros. Nada de seda ni damascos; nada de joyas ni palacios; nada de tapices ni encajes. Piedras y hierro, castillos y armaduras, toros y rejones. Las catedrales, hasta el día del descubrimiento, se proyectaron trabajosamente y no lograron levantar el vuelo. Por muchas razones el gótico español no alcanzó siempre en la Edad Media la altura de Francia, de Alemania o de Inglaterra. Las iglesias dieron el salto con el oro de América. El súbito enriquecimiento de España, y particularmente de la Iglesia española, hace que se modifiquen en el siglo XVI los planos primitivos de las iglesias, que se ensanche la planta, que se conciban construcciones gigantescas. Las ciudades que dejaron a sus espaldas los hombres de la conquista de América eran estrechas. Tardarían muchos años para que Toledo coronara su catedral, Salamanca construyera su plaza y los nobles entraran por los halagos del lujo y enriquecieran sus palacios. El Siglo de Óro se llama así, en parte, porque lo nutrió el oro de América. América tenía en aquellos lejanos entonces, cuando menos dos grandes ciudades más ricas, más populosas, más espléndidas que las de España y de buena parte de Europa. Para hallar algo comparable a la ciudad de México, los conquistadores que han viajado y conocen algo de Italia, y del mundo, tienen que fijar los ojos en Constantinopla o en Venecia. “Tomamos a ver la gran plaza de México —dice Bernal Díaz del Castillo, el gran cronista de Cortés— y la multitud de gente que en ella había, unos comprando y otros vendiendo, que solamente el rumor y el zumbido de las voces y palabras que allí había sonaba más que de una lengua, y entre nosotros hubo soldados que habían estado en muchas partes del mundo y en Constantinopla y en toda Italia y Roma, y dijeron que plaza tan bien compasada y con tanto concierto y tamaño, y llena de tanta gente no la habían visto.

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La más bella reconstrucción de México la ha hecho en estos años don Alfonso Reyes en su Visión de Anáhuac. La comparación que hace él con lo español contemporáneo y lo europeo es constante y va apoyada en dos documentos fundamentales: las cartas de Cortés y la crónica de Díaz del Castillo. “Esta plaza principal está rodeada de portales, y es igual a dos de Salamanca.” “Los hilados de algodón para colgaduras, tocas, manteles y pañizuelos recuerdan la alcaicería de Granada.” “Los mercaderes rifadores, los joyeros, los pellejeros, los alfareros, agrupados rigurosamente por gremios como en las procesiones de Alsloot.” La ciudad de México se alzaba en medio de un lago. “Como una inmensa flor de piedra, comunicada a tierra firme por cuatro puertas y tres Calzadas, anchas de dos lanzas jinetas.” Era al propio tiempo el mercado más grande de América, la residencia de los emperadores, y el asiento de las más altas dignidades sacerdotales. La sola descripción del mercado indica que era una feria monumental, en donde se comerciaban todos los productos de una gran parte de América. “Las cosas que allí se vendían, dice el cronista, eran tantas y de diversas calidades, que para que lo acabáramos de ver e inquirir, como la gran plaza estaba llena de tanta gente y toda cercada de portales, en dos días no se viera todo.” Desde el mercado de esclavos, hasta las ventas de miel y melcochas y otras golosinas, la diligencia de los mercaderes se había ingeniado para ofrecer a los compradores cuanto tenía algún valor en el mundo mexicano. La industria ofrecía papel, cañutos de olores con liquidámbar llenos de tabaco y otros ungüentos amarillos, navajas de pedernal, zapatos, plata labrada, obras de madera, cueros curtidos, hachas de latón, cobre, estaño, etc. El minucioso recuento que hace Díaz del Castillo del mercado, bastaría para dejar satisfecho al más exigente de los estudiosos, pero pasando del mercado al templo

El alma de América vista en un calabazo 75 mayor, al gran cu, se tiene la impresión de que aquello es más grande que los templos de España. “Llegamos, dice Díaz del Castillo, a los grandes patios y cercas donde está el gran cu: y tenía antes de llegar a él un gran circuito de patios, que me parece que eran más que la plaza que hay en Salamanca, y con dos cercas alrededor de calicanto, en el mismo patio y sitio, todo empedrado de piedras grandes, de losas blancas y muy lisas y donde no había de aquellas piedras estaba encalado y bruñido y todo muy limpio, que no hallaran una paja ni polvo en todo él... Al subir las gradas, que eran ciento y catorce, le iban a tomar en los brazos a Cortés para ayudarle a subir... E ansí como llegamos salió el Montezuma de un adoratorio... y con mucho acato que hicieron a Cortés e a todos nosotros, le dijo: ‘Cansado estaréis, señor Malinche, de subir a este nuestro gran templo.’ Y luego le tomó por la mano y le dijo que mirase su gran ciudad y todas las demás ciudades que había dentro en el agua, y otros muchos pueblos alrededor de la misma laguna en tierra, y que si no había visto muy bien su gran plaza que desde allí la podría ver mucho mejor, e ansí la estuvimos mirando, porque desde aquel grande y maldito templo estaba tan alto que todo lo señoreaba muy bien... Y víamos el agua dulce que venía de Chapultepec, de que se proveía, y en aquellas tres calzadas, las puertas que tenían hechas de trecho en trecho, por donde entraba y salía el agua de la laguna de una parte a otra; e víamos en aquella gran laguna tanta multitud de canoas que volvían con cargas y mercaderías; e víamos que cada casa de aquella ciudad, y de todas las más ciudades que estaban pobladas en el agua, de casa a casa no se pasaba sino por unas puentes levadizas que tenían hechas de madera; y víamos de aquellas ciudades cúes y adoratorios a manera de torres e fortalezas, y todas blanqueando, que era cosa de admiración, y las casas de azoteas, y en las calzadas otras torrecillas e adoratorios que eran como fortalezas...”

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Es difícil encontrar en la literatura un relato tan lleno de la emoción de lo improvisto, de lo monumental, de lo fantástico, como éste de Díaz del Castillo, o cualquiera de los que narran las primeras escenas de la conquista. Y al propio tiempo nada deja una impresión tan real de la mano dura que borró estas cosas, como reconstruir en la imaginación a la ciudad incomparable, llena de movimiento y de color, abigarrada y al propio tiempo solemne, con algo de Cartago, y algo de Marsella o de Tartessos, puerto sobre una cordillera, puerto a cuyas entradas se clavaban como agujas millares de canoas. Mano dura, la del soldado católico y la del fraile aguerrido que todo lo destruyeron para las generaciones futuras. Valiente descubrimiento, descubrimiento al revés, éste que se complacía en quemarlos libros en donde los mexicanos habían escrito o la historia de su pueblo, o poemas tan henchidos de belleza como ese raro ejemplo del Ninoyolnotza, salvado milagrosamente del fuego, con estrofas de esta calidad: “Condujéronme entonces al fértil sitio de un valle, sitio floreciente donde el rocío se difunde con brillante esplendor, donde vi dulces y perfumadas flores cubiertas de rocío, esparcidas en derredor a manera de arco iris. Y me dijeron: Arranca las flores que desees, oh cantor, ojalá te alegres, y dalas a tus amigos, que puedan regocijarse en la tierra.” “... El dolor llena mi alma al recordar en dónde yo, el cantor, vi el sitio florido...”

DE MEXICO AL CUZCO Hay fundamental diferencia entre las dos culturas mayores que había en América a tiempo de la llegada de los españoles. México representaba un tipo de organización romana. Las castas de la nobleza y del sacerdocio

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ejercían dominio cruel sobre los desposeídos. Existía la esclavitud y el comercio de los esclavos. Había moneda, o al menos un tipo de unidad de cambio. Los comerciantes cruzaban todo el imperio, con aire de conquistadores o capitanes. La ciudad correspondía a esta concepción del Estado, más avanzado que el sistema feudal español. El gran templo, el palacio de Montezuma, la plaza del mercado, son los tres centros de atracción de la ciudad que representan las tres clases dominantes: el sacerdocio, la nobleza y el comercio. El imperio de los incas tiene una manera de ser completamente distinta, casi opuesta. Entre los incas no hay moneda, no hay mercado, no hay esclavitud. La organización es comunista. El Estado es dueño de las tierras, que distribuye anualmente; y de los principales productos industriales, como la lana y los tejidos, que reparte entre el pueblo. Los caminos son caminos de dominación militar y de colonización, pero no vías comerciales. En vez de mercados, lo que llama la atención en el Perú son los almacenes de depósito en donde los incas guardan granos y mantas, para atender a las provincias que puedan sufrir escaseces por malas cosechas. El Perú ha llegado a un grado de civilización que no es inferior en nada al de México. El desarrollo del imperio es gigantesco, como lo prueban esos caminos de piedra que van, desde lo que hoy es la frontera norte de Chile, hasta tierras que pertenecen en la actualidad a la república de Colombia. La organización del Estado es tan admirable, que aún hoy podemos recordarla con envidia. Pero esta civilización incaica es opuesta a la civilización azteca. La disparidad entre las dos grandes organizaciones políticas de la América precolombina demuestra que los desarrollos sociales pueden ser muy diferentes, acondicionados a las circunstancias geográficas de cada nación. El comunismo del Perú no tiene nada de ese comunismo primitivo que suele encontrarse en las tribus, cuando

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apenas divagan por las etapas inferiores de la organización social. Es un comunismo perfeccionado, calculado para una gran nación, para un imperio de verdad. Si la fertilidad de las regiones que rodeaban al Imperio Azteca, en donde la lucha por la vida no era tan penosa, condujo a la forma de gobierno que hemos comparado a la del imperio romano, y si favoreció un lujo que hoy llamaríamos burgués y si estimuló las guerras, la meseta peruana, que Waldo Frank encuentra como colocada bajo el signo de las rocas, y el desierto de las costas occidentales obligaron a una organización colectiva, fuertemente disciplinada, como la única manera de explotar la tierra. El imperio de los incas es de disciplina para realizar la conquista de la tierra. La guerra, una contingencia excepcional. La muchedumbre indígena se organiza para convertir en terrazas cultivables las ásperas pendientes de la cordillera. Mientras el Imperio Azteca es una afirmación militar, el incaico es una afirmación agraria. Dentro de un período que es más o menos de igual duración, cada una de esas naciones americanas produjo una civilización diferente. Pero una civilización verdadera. Cualquier descripción del antiguo Cuzco evidencia la importancia que tuvo, de que son testigos las ruinas que aún quedan de su grandeza. En la Crónica del Perú que publicó en 1553, en Sevilla, Pedro Cieza de León, está pintada la ciudad en breves trazos: “Por el cerro de Carmenga salen a trechos ciertas torrecillas pequeñas, que servían para tener en cuenta con el movimiento del sol, de que los ingas mucho se preciaron. En el comercio cerca de los collados della, donde estaba lo más de la población, había una plaza de buen tamaño, la cual dicen que antiguamente era tremedal o lago, y que fueron los fundadores, con mezcla y piedra, que lo allanaron y pusieron como ahora está. Desta plaza salían cuatro caminos reales; en el que llaman Chibchasuyo se camina a las tierras de los llanos con toda la serranía, hasta las

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provincias de Quito y Pasto; por el segundo camino que nombran Condosuyo, entran las provincias que son subjetas a esta ciudad y a la de Arequipa. Por el tercero camino real, que tiene por nombre Andesuyo, se va a las provincias que caen en las faldas de los Andes y a algunos pueblos que están pasada la cordillera. En el último camino destos, que dicen Collasuyo, entran las provincias que llegan hasta Chile. El río que pasa por esta ciudad, tiene sus puentes para pasar de una a otra parte. Había grandes calles, salvo que eran angostas, y las casas, hechas de piedra pura, con tan lindas junturas que ilustra la antigüedad del edificio, pues estaban piedras tan grandes muy bien asentadas. Lo demás de las casas todo era madera y paja o terrados, porque teja, ladrillo ni cal no vemos reliquia dello. En esta ciudad había en muchas partes aposentos principales de los reyes ingas, en los cuales el que sucedía en el señorío celebraba sus fiestas. Estaba así mismo en ella el magnífico y solemne templo del sol, al cual llamaban Curicanche, que fue de los ricos de oro y plata que hubo en muchas partes del mundo. Había gran suma de plateros, de doradores, que entendían en labrar lo que era mandado por los ingas.” Lo más admirable en la civilización incaica no es la ciudad. Por encima del brillo que pudiera haberse admirado en el palacio de Atahualpa, por maravillosas que hubieran podido parecer a los españoles las obras de plateros y aurífices que allí encontraron, está, para dignificarlo todo, la organización social del imperio. En el vasto territorio dominado por los incas no hubo pobres ni esclavos. La instrucción pública era extendida por los amautas a las comarcas. La incorporación de nuevas naciones se hacía no por conquista, sino por persuasión. Cuzco era una universidad, en el mismo grado en que México era una feria. El sistema federal estaba consagrado, dejando a los distintos pueblos un amplio radio de autonomía, y el culto libre para sus propios dioses. La

Germán Arciniegas ingeniería y la agricultura ofrecieron a los españoles sorpresas de perfección. Eran mejores los caminos de los incas en el siglo XV, que los que cien años más tarde tenían los españoles. La industria minera, que vino a reemplazar a la agricultura, más que de medios de comunicación, necesitaba el celoso aislamiento de las minas. En Chile, para que los indios no se huyeran de las minas, les cortaban dos dedos del pie los españoles. ¿A qué este dolorido recuento de lo que fue la grandeza americana? ¿A qué este rastrear por los subterráneos de la historia, cuando todo aquello se fue a tierra y no tenemos a la vista sino la realidad de una cultura fundada en los principios europeos? No. Nuestra cultura no es europea. Nosotros estamos negándola en el alma a cada instante. Las ciudades que perecieron bajo el imperio del conquistador, bien muertas están. Y rotos los ídolos y quemadas las bibliotecas mexicanas. Pero nosotros llevamos por dentro una negación agazapada. Estamos descubriéndonos en cada examen de conciencia, y no nos es posible someter la parte de nuestro espíritu americano, por más silenciosa que parezca. Por otra parte, es cuestión de orgullo. De no practicar un entreguismo que nos coloque como serviles imitadores de una civilización que por muchos aspectos nos satisface, pero por muchos nos desconsuela o desengaña. La lección del calabazo será una lección permanente, y esa llama americana de la meseta andina seguirá mirándonos con impertinente dulzura que acabará por convencemos.

IV BODEGON CON GRANADILLAS Y NARANJAS Parecen frutas de las Indias, como plátanos y aguacates. Lope de Vega.

DEL REINO DE GRANADA AL DE LA GRANADILLA De las tres grandes naciones que hallaron los españoles establecidas en América, sigue en importancia el reino de los chibchas a los imperios de los incas y de los aztecas. Entre los chibchas había cosas admirables, como las leyes llamadas de Nemequene. Pero su grandeza material o era ninguna, o apenas si se echaba de ver. Don Gonzalo Jiménez de Quesada, no obstante dijo que aquello era nada menos que “El Nuevo Reino de Granada”, o se lo hizo decir a los castellanos. El asunto no es fácil de entender. Sin embargo... Hay dos hechos contradictorios: el que a la ciudad de España que se llama Granada, hicieron muy bien en

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bautizarla Granada sus fundadores; y el que don Gonzalo Jiménez de Quesada diera el nombre de Nuevo Reino de Granada a unos matorrales, que descubrió a dos mil seiscientos metros sobre el nivel del mar, cerca de unos páramos en donde no se dan sino el esparto, el frailejón y las escarchas. El caso de Granada de España es diáfano. España parece, geográficamente, basta verlo en un mapa, la contradicción misma metida dentro de un puño. El interior es una llanada seca y parda, en donde las ciudades están distribuidas como las rocas sueltas que tiran los volcanes al azar. Son ciudades de piedra, almenadas y rudas, en donde el brazo de los ríos que ciñen sus contornos no es vena cristalina y refrescante, sino cauce abrasado para servir de foso a la fortaleza. Ciudades fuertes, baluartes, castillos —Castilla, entraña brava de la Península—. Por el contrario, el litoral se quiebra en abras deliciosas: son valles de esmaltados verdes que alegran los naranjos con sus discos de oro: ríos que se multiplican en acequias morunas para sostener los huertos en mallas de cristal: ciudades alegres, con patios de fino encaje como la ropa blanca de las mujeres: albercas de mármol: surtidores de empinados cascabeles. Adentro de los palacios, en los tiempos del Califa, estuches de carne tirados sobre cojines de seda; luego, cuando la cristiandad, las andaluzas y gitanas, que se consumen en su propio fuego. Nidos de mercaderes que comerciaron perlas, vidrios, tapices y metales, desde los tiempos de Tartessos; puertas de algarabía y puertos de alegría que recogieron y soltaron las naves con la eficacia y profusión de un palomar. Granada fue de las del litoral. Como si tres mozas campesinas se dieran la mano para correr por la campiña de la vida, esperando cada cual mayores triunfos por virtud de su eficacia juvenil, tres breves caseríos echaron a crecer, muchos siglos hace, sobre las márgenes del Genil. Estos tres caseríos se llamaban Elvira, Casthilla y

Bodegón con granadillas y naranjas

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Gamatha. De los tres nombres, triunfó el último, Gar- natha, o Agranata mejor. Argranata, Arromana, que quiere decir: la Granada, porque nació al abrigo del castillo de Arroman, el castillo del granado. Qué bien se miran todavía hoy, desde el mirador de la Alhambra, los tejados de tierra cocida que parecen granos de una granada madura que se raja. Granada toda es eso: granos de vida, granos encendidos en una luz interior,

Granada de personajes, Granada de serafines, Granada de antigüedades.

decía el encantado verso gongorino. Las calles blancas, delgadas y torcidas, y en las casas, el mujerío: granos en la fruta madura que se rasga como si fuera cosa de reír. ¿Cómo fue para que don Gonzalo Jiménez de Quesada hubiera concebido la idea de nombrar Nuevo Reino de Granada al que tuvo por centro la oscura meseta de los chibchas? Cuando él “abandonó a Granada por alguna fechoría”, como dice un lindo y falso romance, y se embarcó en las naves azarosas de la conquista, Granada conservaba algo de ser la más bella ciudad del mundo. Es cierto que Carlos V la vistió al gusto del catolicismo seco, ascético y vengativo de Castilla, pero entre las actuales congojas y los felices recuerdos, Granada seguía siendo el joyero en donde se guardaban las piedras mejor labradas de Europa. Ya luego, dijo Góngora, que era “la ilustre ciudad famosa”, a quien dos famosos ríos con sus húmedos caudales, el uno baña los muros y el otro purga las calles.

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Jiménez de Quesada bautizó Nueva Granada a su descubrimiento por dos razones: La primera, porque en la alegría de romperle la cáscara a nuevos mundos se colocaba a sí propio dentro de un ambiente de maravilla que tenía que poner hipérboles en su lengua andaluza. La segunda, porque había que pintarles pajaritos de oro a los que se quedaban en la Península, para que subiera en ellos de punto de admiración hacia los conquistadores. Donde el conquistador no halló una grandeza sólida y tangible como la de México o la de Cuzco, suplió con invenciones la pobreza del hallazgo. El cronista pintó a la América vestida siempre de oro. Castilla era Castilla de oro. Y hubo la Nueva Andalucía y el Nuevo Reino de Granada. Renacimientos en las palabras. Si los indios hubieran oído cómo eran pintadas en las cortes de España las estancias del mundo en que vivían, no hubieran podido reconocerlas. Qué ditirambos, qué tapiz de maravillas, qué fantasía de andaluces embusteros. El licenciado don Gonzalo, como autor de los hallazgos, deslumbra en su patria regando oro por cárceles y garitos, y recibe en premio un escudo que es la pintura viva de cómo había sugestionado con las descripciones a los reyes. “Vos mandaremos dar por armas un escudo hecho de dos partes: que en la primera parte esté una montaña sobre unas aguas de mar; que en ellos estén sembradas muchas esmeraldas verdes en memoria de las minas que descubriste, y al pie de la montaña y por lo alto de ella unos árboles grandes en campo de oro; un león de oro en campo colorado con una espada en las manos en memoria del ánimo y esfuerzo que tuviste en subir por el río a descubrir y ganar el Nuevo Reino; y por orla cuatro lunas de oro y plata en campo azul, y por timbre un yelmo cerrado y por divisa un león con una espada desnuda y unas alas negras con sus torsales y dependencias con follajes de azul y oro...” Así creían los reyes que era el Nuevo Reino de Granada y, por su parte, los cronistas, en

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una puja por ver cuál decía cosas más extraordinarias, llegaron a los más cándidos transportes. Fray Pedro Simón decía que había gusanos que echaban ramas y se convertían en árboles gigantescos. “Hay guayacanes, decía, de muchas suertes; y algunos de ellos de un nacimiento admirable, pues nacen de unos gusanos dorados, poco menos gruesos y tan largos como el último tercio del dedo menor de la mano; éstos, a su tiempo, hocican la tierra, y envueltos en ella, comienzan luego a tallecer un arbolito de la juntura que hace su cabeza con el cuerpo del gusano y echan sus raíces (de que yo tengo uno en la celda y he visto otros muchos), y yendo creciendo el árbol, viene a hacerse tan grande y grueso en proporción, que dos hombres asidos de la mano no pueden ceñirle el tronco, y su madera tan fuerte, que lo ha de ser mucho el acero de la hacha que lo cortare sin mellarse.” El encuentro de las esmeraldas espoleó la imaginación de los cronistas. Lo primero, era demostrar la posibilidad de piedras fabulosas. Acosta se permitía recordar que el rey de Babilonia había ofrecido al de Egipto, según lo refiere Teofrasto, una que tenía de largo cuatro codos y tres de ancho; que en el templo de Júpiter había una aguja de cuatro piedras de esmeralda que tenía de largo cuarenta codos, y de ancho, en partes cuatro y en partes dos. Las minas de Muzo se descubrieron debido a la circunstancia de que un caballo, al revolverse en la plaza, mostró la veta, arrancando con las herraduras chispas de verde aguacate. Por lo demás todo estaba a la altura de estas descripciones. He aquí, de manos de Joseph de Acosta, una descripción de los trópicos y la teoría de los vientos: “Hay vientos, dice, que sirven para generación de animales, otros que las destruyen. Corriendo cierto viento se ve en alguna costa llover pulgas, no por manera de encarecer, si no que en efecto cubren el aire, y cuajan la playa del mar; en otras partes llueven sapillos...” En las Indias, apunta en otra parte de su verídica historia, hay “un

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airecillo no recio y penetra de suerte que caen muertos casi sin sentirlo, o se les caen cortados de los pies y manos dedos, que es cosa que parece fabulosa, y no lo es, sino verdadera historia. Yo conocí y traté mucho al general Gerónimo Costilla, antiguo poblador del Cuzco, al cual le faltaban tres o cuatro dedos en los pies, que pasando por aquel despoblado a Chile, se les cayeron, porque penetrados de aquel airecillo, cuando los fue a mirar, estaban muertos, y como se cae una manzana anublada del árbol, se cayeron ellos mismos, sin dar dolor ni pesadumbre...” Cuanto se dijo de la Nueva Granada o de las Indias todas, queda pálido ante la descripción del mapurite, hecha por el jesuita Juan Rivero, cuya vida está nimbada de milagros y signos celestiales. Cuando estudiaba filosofía en Alcalá de Henares, se pasaba las horas, alelado, corriendo escalas en el órgano de la iglesia. Cuando se presentó a los exámenes sabía tanto de Aristóteles como de griego los chibchas. Los reverendos padres examinadores entregaron el muchacho a la mofa de sus condiscípulos para que lo manteasen. Uno de los estudiantes soltó una punta de la manta, y Juan Rivero se reventó materialmente, en el suelo. Su resurrección no pudo ser sino milagro. De ahí pasó a la Nueva Granada. El mapurito que pinta Juan Rivero es la más grande maravilla del Nuevo Reino de Granada: “Pequeño de cuerpo y algo parecido al gato, gracioso a la vista por la variedad de manchas y colores, ya negros, ya blancos, con que se hermosea su piel; pero tan hediondo en tal extremo, que no sé yo haya cosa en esta vida más a propósito para explicar las hediondeces del abismo que la fetidez de este animal. Basta decir que así como a otros animales los ha provisto Dios de uñas, dientes y otras armas para su conservación y defensa, así le dió al mapurito esta terrible hediondez por única defensa, siendo su espada y su rodela, su escopeta y trabuco, de cuya arma

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usa solamente cuando lo pide la ocasión y consiste en expeler el aire corrompido que deposita en sus entrañas, al cual le da la dirección que quiere, como si usara de una flecha.”

LIMONES DE CASTILLA Y CURUBITAS INDIAS Hay que advertir que en el Nuevo Reino de Granada no existían las granadas. Sólo había granadillas. Mientras en la región andaluza, los granados se llenaban de frutas rosadas, aquí no teníamos sino cierta planta trepadora, de hojas oscuras y de una fruta que es la antítesis de la granada: su color no es de grana; en vez de tener una cáscara carnosa y suave la tiene quebradiza y dura; en oposición al colorido casi femenino de la fruta española, la de acá es verde aceituna con pecas amarillas; su semilla no es brillante, transparente, con gotita de sangre o coral, sino lo que en lenguaje vulgar se dice, y por desgracia con harta propiedad, ‘‘mocos de carbonero”. Es irrisión tener que comparar granadas con granadillas, y el granado arborescente y juvenil, con una mísera planta trepadora. El granado feliz es de la familia de las mirtáceas. La granadilla, de la de las pasifloras... La familia de las pasifloras es una familia de plantas en cuyas flores ven los creyentes reproducidas todas las insignias de la pasión de Cristo. En nuestro Nuevo Reino —¿de la Granadilla?— se encuentran todas las pasifloras. Pero la humildad de los habitantes llama “de Castilla” a las hermosas e “indias” a las de color oscuro. Así en las curubas. En las plazas de mercado ofrecen fragantes “curubas de Castilla”, estuches de carne blanda, crema, que se raja para mostrar el grano de encendida miel, fresco y delicioso. Y ofrecen también la curubita india, en cápsulas verdes y duras. La curubita sombría se come sin

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ver las semillas, ni gustándolas, sino haciéndole un aguje- rito a la punta y sorbiendo de un trago el caldo gris y negro, que apenas refresca, dejando una suave sensación de pobreza y humildad. La flor nuestra es la pasiflora. Nuestro reino no es de Granada sino de Granadilla. Reino oscuro, montaraz, que todavía se enreda en la maleza de los Andes. Sobre nuestra heráldica no es posible aún poner la fiesta de los granados. ¿Por qué me acuerdo ahora, en infantil asociación de ideas, de las danzas moriscas de Granados? Vamos nosotros, sencillamente, por el perfumado camino de las pasifloras. En la historia del padre Bernabé Cobo, escrita a principios del siglo XVII, hay una de las más bellas descripciones botánicas: la de la granadilla. Leyendo palabra a palabra esa página, encuentro en ella tantas cosas de América, de la América que es más mía, de la América a quien la irrisión llamó el Nuevo Reino de Granada. Querría que el lector la gustara y regustara como yo. Dice el padre Cobo: “Es del género de las plantas volubles, que se enredan y enlazan en otras como las parras. Su vástago es el primer año como el sarmiento, poco menos grueso que un dedo, el cual va engrosando con el tiempo, de manera que a los cinco o seis años se hace del grueso de tres o cuatro dedos. Echa muchos vástagos esta mata, como la parra sus sarmientos. Su flor es muy para ver, por la hechura tan extraña y maravillosa que tiene, que es de suerte que quien con afecto pío y devoto la contempla, halla en ella figura de muchas de las insignias de la pasión de Cristo Nuestro Redentor. ”La flor se compone de dos órdenes de hojitas, o por mejor decir hilitos, tan gruesos como alfileres medianos, y tan largos como el ancho de dos dedos; el asiento donde nacen estos vastaguillos tiene de ruedo un real de a dos; salen todos juntos muy por igual y dentro del primer

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orden sale el segundo, y por todos son de ochenta a ciento; vanse adelgazando hasta rematar en punta, enarqueándose tanto cuanto, de suerte que la flor que de ello se forma tiene figura de una pequeña media naranja; son muy tiernos y de color jaspeado, con listas moradas y blancas que los ciñen alrededor; aplícase esta flor a las insignias de la pasión de nuestro Salvador, de esta manera: que a estas hojillas o vastaguillos, así por la hechura que tienen como por su color, se les atribuye el ser símbolo de los azotes del Señor. Entrando en la parte cóncava de la flor, al pie de los vastaguillos o hilitos referidos, hay otros cuatro o cinco órdenes de puntas de otros semejantes a ellos, que están como asomados, y que comienzan a salir, a los cuales por tener figura de corona se les da el significar la corona de espinas. Del centro de la flor se levanta un pilarico blanco, con su bosa redonda, tan alto como un piñón, el cual se dice ser figura de la columna. Del remate de esta columna nacen cinco hojitas verdes, tan pequeñas como las hojas del azahar, las cuales tienen asidas a sí otras cinco hojitas, del mismo tamaño, amarillas y por la parte de afuera cubiertas de un polvillo amarillo, como oro molido, semejante al de la azucena. Estas cinco hojitas nos representan las cinco llagas. De en medio de ellas nace la fruta, que cuando está en flor, como aquí la pintamos, es del tamaño de un hueso de aceituna, tanto cuanto más gruesa; de cuya punta nacen tres dantos blancos tan bien formados, que si de propósito se hicieran no pudieran salir más perfectos; están juntos por las puntas y remátanse en las cabezuelas en igual distancia; será cada una tan larga como dos veces un grano de trigo; los cuales significan los tres clavos, con que fué el Señor enclavado en la cruz.”

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DE LAS UVAS DE MALAGA A LAS UCHUVAS Por hablar de las pasifloras he dejado los limones y las uvas, los higos y las moras. Lo de las curubas debe quedar como un apólogo. El mercado de frutas tiene en todas partes esa división invariable; de un lado lo de Castilla, rico, jugoso, perfumado, alegre; del otro, lo indio, oscuro, ácido, prieto, humilde. Veis unos limones hermosos y preguntáis por su precio. La revendedora os dirá: “Vea su merced qué tan ricos, son limones de Castilla.” El buen indio dirá siempre: “Mi amo”; la buena india, “Su merced”. Y al hijo del patrón le dirán “Patroncito”, “Mi amito”. Desde que me conozco, he recibido este homenaje de las pobres gentes sabaneras, en donde mi padre tuvo un hato y buena copia de peones. Por entre gentes humildes, los domingos, he cruzado la plaza del pueblo, donde los indios ofrecen, sentados sobre el piso de tierra de la plaza, pavos y gallinas, montones de ollas, cerros de naranjas, cestitos de moras, moras de grano grueso, que casi se desgranan al tomarlas entre los dedos: las moras de Castilla. También ofrecen unas negritas, ligeramente ácidas, duras y apretadas: las moras indias. De niño solía echar a campo traviesa por partes de la sabana que tienen algo de la llanura de Castilla. Anchos caminos silenciosos por donde pasa el viento levantando polvo. Carros que avanzan lentamente al paso de la yunta de bueyes. Barbechos pardos que esperan el alegre salpique de las semillas de trigo. Chicuelos desharrapados que arrean el asno pajizo de los pobres. Tapias verdinegras, desportilladas. Cercas de piedra. Y sobre la raya de los vallados las pencas de higuera, que ornamentan el paisaje como el nopal de las estampas mexicanas. Pencas magníficas, descoloridas por los años unas, otras de un verde fresco de vegetal nuevo. Pencas floridas, en donde el higo gordo y dorado, de carne dulce y encamada, tan bueno como el que ofrecen los pueblos de Andalucía, es

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—claro está— el higo de Castilla. Las otras frutillas insípidas, la “tuna” amoratada y cortita, son otra cosa: un higo indio, que parece modelado por las manos del frío. De España fueron las uvas redondas, repletas de vino, de sol, de fuego del Mediterráneo. Colgando de los emparrados, los racimos brillaban al sol como anuncio de fiesta: ubres para los borrachos, faroles de la verbena. Uva del placer, urna del buen beber. Uva que no encontró en América la mano ávida del conquistador, que no alegró las holganzas del encomendero, que no dio esta tierra, en donde apenas topábanse, en los montes, las uvas indias o camaronas, y en los rastrojos las uchuvas, que son como farolillos de hoja seca, con un tomatito anaranjado adentro, con sabor de resina, insípido y bobalicón. De las uvas españolas, de las uvas dulces de Málaga, a estas uchuvillas, ya hay un largo camino por recorrer... La flora del altiplano es toda así. Y así somos nosotros. No hemos tenido alegría en esta larga espera que dominan el frío desatádo de los páramos, el difuso vellón de la neblina, el cielo nocturno cruzado por los caminos de hielo, la llovizna gris de noviembre, el toque de ánimas que anuncian los bronces españoles... A las espaldas nuestras, el páramo está cubierto de esparto y frailejón. En la sabana, hierba baja. En España hay la salvia de tallos duros y vellosos, de flores azules, que crece hasta en las tierras más áridas e incultas. Por Bogotá tenemos la salviecita de Bogotá, la salvia chiquita que dicen las gentes, menudita, medicinal.

EL TROPEL DE LAS NARANJAS La moneda, eso sí, tiene otra cara. La mano del colonizador removió las tierras bajas, escudriñó por en

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tre el follaje de la selva tropical, y empezó a descubrir otras frutas como la piña y la papaya, que marcan un gusto nuevo y alegran el paladar. Pero lo que fue decisivo para la formación de un concepto diferente en el banquete y postres de los nativos fue la aparición de las naranjas. Es algo así como la irrupción que hicieron aquellas dos mujeres célebres —las tonadilleras de la crónica santafe- reña—: “la Jerezana” y “la Cebollino”. Hay que ver las canastadas de naranjas, el cordón de oro que va trepando en las vísperas del mercado por los flancos de la cordillera, por los caminos de herradura, sobre los morenos lomos de los indios, que parecen un ejército de hormigas arrieras cargando pétalos dorados: hay que ver esto, para saber de la alegría tropical. Sobre lo que fueron los mercados indígenas ha caído una catarata de frutas sazonadas, de frutas de corteza rubia, de almíbares por donde se ha filtrado el sol ardiente de las tierras bajas. ¡Qué nuevo marco el que se les ha puesto a las revendedoras repolludas, mofletudas, en el mercado del pueblo! Colores vivos, aromas picantes, sabores dulces. Qué espectáculo el de los lacres tomates de riñón, las piñas de penetrante olor con sus corazas sanguíneas, las chirimoyas y anones que verdenegrean verrugosos guardando sus carnes blancas y sabrosas, los melones que se derriten por dentro, las manzanas colora- dotas, sanas y duras como colegialas; los duraznos de carne amarilla; los zapotes vestidos de frailes carmelitas y por dentro, como los mangos, canarios, aunque jamás tan exquisitos; los mamoncillos que dejan engañado a quien los compra lo mismo que las guamas de vaina dura, de relucientes semillas, cuya pulpa se saborea como algodón untado en miel; y las otras frutas de vaina como las cañafístolas, y las de caja de piedra como los cocos, y los corozos o mararayes que son como racimos de uvas bermejas, y las cerezas que brillan como azabaches en el fondo de los canastos; los aguacates cuellones mariquite-

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ños, las manos de plátanos pecosos, las limas perfumadas, las pomarrosas de color crema sonrosado, y la guanábana refrescante, y las granadillas como maracas verdes que no suenan, y los cestitos de fresas, ¡y las naranjas y las naranjas y las naranjas! Todo está revuelto hoy en torno a la india cazurra y maliciosa. Y más cerros de naranjas, como si el huerto valenciano se hubiera derramado sobre las plazas de los pueblos, sobre las faldas de los Andes, sobre las indias melancólicas. De picotear mortiños en el monte, y uvitas de anís, a saborear ciruelas en la plaza, ya hay un período de historia: los indios del altiplano no conocían toda la escala de los colores, ni habían saboreado el panal de la flora universal. No sabían de ciertos licores bravos, que invitan al desafío, al baile tormentoso, a hundirse en el drama de los celos, a desenvainar el puñal. El agua pura de sus arroyuelos corría debajo de un pabellón de cañabrava; no sabían de la otra caña, la caña del azúcar, la caña de la miel, la caña de los alcoholes famosos del agua-ardiente. ¡Agua-ardiente de caña! Y de los carabineros y el contrabando...

CAMBIO DE COLOR EN EL PAISAJE Ha habido cambio de color en el paisaje. Estos montes claros, estas laderas sembradas de pastos, estos paisajes abiertos que hoy recorren nuestros ojos, no fueron ni el monte, ni la ladera, ni el paisaje que tuvieron delante de sus ojos nuestros indios. Donde ahora la hierba suele dorarse, y pone sobre los campos y laderas un fresco manto de verdura, ayer oscurecía la maleza y se azulaban, hasta el violeta, los paisajes. Por los montes de antaño discurrían los indios en una vida entre feliz y melancólica. La propiedad golosa de los amos no había venido para

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sembrar injusticias, fuente del derecho. Hasta ayer andábamos por entre los árboles que festoneaban las pasifloras. Ahora suelen los granados y naranjos mostramos una vida sensual y bermeja, como las canciones de las tonadilleras, Bejucos de guaquimos, camaironas de arroba los racimos, aguacates, magueyes, achiotes, quitayas, guamas, tunas y zapotes,

decía Lope de Vega del paisaje primero que vieron en América los españoles. Ahora (dice Carlos Pellicer): La sandía pintada de prisa contada siempre los escandolosos amaneceres de mi señora la aurora. Las piñas saludaban al mediodía. Y la sed de grito amarillo se endulzaba en doradas melodías. Las uvas eran gotas enormes de una tinta esencial, y en la penumbra de los vinos bíblicos crecían suavemente su tacto de cristal. ¡Estamos tan contentas de ser así! dijeron las peras frías y cinceladas. Las manzanas oyeron estrofas persas cuando vieron llegar a las granadas. Las que usamos ropa interior de seda... dijo una soberbia guanábana.

Esto es lo que va del reino de la granadilla al de la granada, y de los tiempos del aguacate saludable y nutritivo, a los de la naranja y el vino de naranjas, y el aguardiente de uva, y el aguardiente de caña.

V LOS CABALLITOS DE RAQUIRA Podrán los reinos adversos a los reinos, destruirse unos a otros; podrán desbaratarse las ciudades, y caer y aniquilarse los castillos, torres y fortalezas, mas lo que Dios edificare en el corazón humilde, que vacio de su propia confianza, sólo confía en su Dios, nadie podrá destruir; porque los ojos del que tiene su asiento en el cielo, y está en su templo, estos ojos del Señor están cuidadosos, mirando al pobre, que no sabe, ni tiene riquezas de sí mismo.

M.M. Francisca Josefa de la Concepción del Castillo y Guevara.

CHIQUINQUIRA O LA JUGUETERIA Si vais a Chiquinquirá, os ruego preguntéis por los caballitos de Ráquira. Muchas cosas hay que ver en la ciudad de los milagros. Allá está el lienzo desteñido que idolatran los romeros, enmarcado en fabulosa moldura de plata martillada; y la corona de la Virgen, con adornos de diamantes tan puros como los que salpican en su diadema a la reina de Inglaterra. Allá podréis miraros, como en

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un discreto espejo, en el cristal de un pozo, hoy subterráneo porque se encuentra debajo del altar mayor de una iglesia, pero al cual tendréis acceso si rogáis al sacristán que os conduzca, diciéndole: llévanos al punto en donde se cumplió la milagrosa aparición del lienzo venerado. También son dignos de verse los frailes dominicos, indios en su mayor parte, cuya ignorancia, habilidad y sorna están patentes a un mismo tiempo en sus cabezotas morenas, caprichosamente rapadas, en sus caras mofletudas y ojillos vivaces. Y os recreará igualmente oír la milagrosa tradición del santuario — de labios de esos mismos mantenedores del culto—, y mientras ellos os hablan miradles el hábito de coliflor, un si es no es mugriento, por donde cae y golpea la catarata de los salterios. Pero todas estas cosas apenas si os gustarán tanto como los caballitos de Ráquira. Por eso os suplico que antes que ninguna otra cosa, vayáis a las tiendas de juguetes y preguntéis por los caballitos de Ráquira. Allí está el auténtico encanto de Chiquinquirá. De un fantástico, del más fantástico de todos los árboles navideños que jamás se hayan decorado en el mundo, no cuelgan tantos juguetes como del aro de tiendas que ciñe a la plaza de Chiquinquirá. Cuando el indio va de promesa, trueca, por la primera vez en su vida, en largueza, toda la avara cortedad de sus miserias. Durante años la sirvienta va depositando en alcancía los centavos que le sisa diariamente a su ama, y el indio pone en resguardo las ganancias de una cosecha afortunada o estira sus jornales disminuyendo las horas de entorpecedora dicha que le proporciona la venta, o contrae una deuda que sea como carta de esclavitud para el resto de su vida, pero de alguna parte se sacan dineros para la promesa. Entonces, los andrajosos visten de nuevo, se decoran con moños de seda las corroscas, se tiran al viento coplas y bambucos, se desatan los cuarenta nudos del pañuelo para entregar con manos de temblor la plata

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de las salves y las misas, y se les regalan a los niños —por primera vez y por última vez en la vida—juguetes: juguetes de palo, de tagua, de cuero, de loza; ¡caballitos de Ráquira! Se enlazan en esta costumbre de las romerías, historias y tradiciones que van siglos más atrás del día en que hollaron esta comarca los caballos de Lázaro Fonte, de Suárez Rendón y del licenciado cordobés. Así como ahora es Boyacá la tierra de los santuarios, en donde se ha levantado una ermita sobre el tope de cada colina, también en otro tiempo iban los romeros de laguna en laguna, dándoles a los sacerdotes ofrendas de oro para obtener la buena voluntad de los mohanes. El buen parto o la buena cosecha, la salud o la riqueza se perseguían a través del resorte milagroso, que siempre buscan las gentes humildes. Llegó a haber pueblos que se hicieron expertos en modelar la más curiosa juguetería de oro, y otros que aplicaban todos los recursos de su ingenio a trabajar en loza imágenes de sapos, lagartijas o guerreros, con el objeto de presentar al sacerdote regalos dignos de las fuerzas misteriosas. Y para ocasiones semejantes se compraban en Somondoco esmeraldas a cambio de las mantas de algodón, ahorro de las horas libres. Las flautas de barro y los fotutos venían a recoger los suspiros de la raza y se preparaban con más exquisito esmero que nunca la chicha, los bollos de maíz. La graciosa liberalidad de los españoles recién llegados, permitió a los indios renovar sus ofrendas en los nuevos santuarios, conservar el sentido de las romerías, acudir por los mismos caminos a implorar idénticos consuelos. Y para que se anudaran mejor las tradiciones, surgieron de las lagunas las imágenes sagradas, de la misma manera que Bachúe, la diosa de los indios. El Cristo de Sopó, el de Pueblo Viejo, crecen así en la consideración popular. Pero a todos supera en simbolismo la Virgen de Chiquinquirá, porque, como Bachúe, se

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ofrece a manera de madre del género humano. Y del mismo modo que los indios veneraban a la criatura que Bachúe sacó de las aguas y que llevó en sus brazos virginales con anticipado gusto maternal, y así como dedicaron a la diosa ofrendas tan apreciables que según los cronistas se la llegó a regalar con un niño de oro macizo, así también la Virgen nuestra ha venido a recibir los mayores homenajes, singularmente en el caso de la imagen de Chiquinquirá, recogida en un nido de aguas. Y bien extraño fuera que no se hubiese enlazado desde las más remotas épocas las imágenes de los dioses con el agua, en estas sabanas en donde toda la economía, las sementeras que eran fundamento de la riqueza, estaban a merced de la lluvia oportuna, o de la furia de los ríos que al salirse de madre trocaban estos campos en el espejo de la melancolía. Por eso a los primeros animales a quienes recurrieron los indios para que llevasen mensajes a la diosa de las aguas, fue a los anfibios. Al sapo, a la culebra, o al lagarto, que forman la decoración primaria de la cacharrería chibcha. Y era natural. ¿Quién no ha oído del modo familiar y bonachón de los sapos cuando le llevan al agua cuentos y consejas de la tierra? Lentamente se fueron elevando los mitos, hasta llegarse a las grandes figuras simbólicas, de que Bachué es la más notoria culminación. Más tarde, al llegar los nuevos dioses, la predilección de los indios fue seleccionando imágenes, para inclinarse a los santos de agua dulce, al gigante San Cristóbal, cuya imagen ofrece tan singular parecido con la de Chibchacum, el dios que llevaba sobre sus hombros al mundo. En una forma o en otra, Chiquinquirá es el santuario de los indios. Sus hospederías ven henchirse los cuartuchos sin aire de oleadas humanas que vienen de valles, páramos y llanuras de la Cordillera Oriental. El convento se traga la espuma de la romería. Y en las tiendas se almacenan los juguetes más lindos que hayan visto jamás

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los ojos de los indiecillos. Caballitos de loza de Ráquira, pintados algunos de esmaltes vistosos y otros blancos y porosos, como salen del horno. Trompos y perinolas de tagua. Boliches, que nosotros decimos cocas, de naranjo. Cofrecillos forrados en piel de conejo. Panderetas, las más toscas del mundo, y totumas, las mejor pintadas y relucientes. Tiplecillos, en donde los chicuelos ensayan los primeros compases de los bambucos. Carrieles o guamieles, de medio palmo de anchura, pero con todas las guarniciones, y sus cinco fuelles de acordeón y su minuciosa división de bolsillos que llena de placer a los muchachos. Vajillas de tagua, en donde cada pieza no alcanza a medio centímetro de altura, y juegos de ajedrez aún más pequeños, que son un milagro en el arte de las miniaturas. Platos y pocilios de madera, pintados de rojo y negro, para casas de muñecas, que recuerdan los juguetes rusos. Cajitas de vidrio en donde la imagen de la Virgen desaparece bajo ramajes de hojalata de todos los colores, como paupérrimas reproducciones de los iconos que alimentaron la fe de los mujiks. Angelitos de marfil, con los ojos saltantes que parecen diminutos telescopios. Rosarios de lágrimas de San Pedro. Crucecillas que aplicadas cerca del ojo muestran por un orificio la imagen de la Virgen. Racimos de escapularios. Pero, mejor que todo, los caballitos de Ráquira, en donde la ingenuidad de los indios ha puesto en barro un mensaje de candor.

RAQUIRA O EL INDIO Y EL BARRO En ninguna otra parte he visto al hombre tan cerca de la tierra como en Ráquira. Claro que en toda América, y desde tiempo inmemorial, se han venido modelando tinajas y olletas, pero en Ráquira el barro tiene voces más íntimas para solicitar la mano del hombre. La tierra se

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complace en mostrarse servicial. De Ráquira a Leiva no veréis, en una extensión que los caballos gastan tres horas en recorrer, una sola choza pajiza. Es casi único en Colombia el caso de las aldeas de esta región, con todas sus casas de teja de barro cocido. Más aún: en los campos, en las llanuras ocres, decoradas de cactos, heridas por cañadas y cañones que labran las lluvias, están las casas de los campesinos tan incorporadas al paisaje, que apenas si logran diferenciarse de los barrancos. Muchas hay que no son sino agujeros taladrados en el borde de una cañada. Otras, las que se levantan del suelo, tienen por techo una capa de barro y pedruscos que no se diferencia en nada del sayón que viste a estos eriales. En Leiva todo es barro y adobe, y a medida que esta vieja y enorme ciudad ha ido reduciéndose, los vientos y la lluvia han escurrido los viejos caserones coloniales, reincorporándolos al campo con tal maestría que nadie puede sospechar si tal cañada fue una calle, o tal barranca, fachada de una casona. En Leiva las tiendas tienen sus mostradores de adobe, de adobe son los bancos que les sirven de comodidad a los zaguanes, y de adobe, con la mayor frecuencia, las camas. Los pisos de las casas altas se construyen con barro que se extiende húmedo sobre planchones de guadua; y el barro es tan agradecido que al paso del tiempo se va puliendo hasta quedar brillante como el parquet de nuestros palacetes. Cualquier Vidal de la Blache os haría de esto una lección de geografía humana para explicarnos por qué en cada comarca se escogen determinados materiales para construir o para ornamentar; por qué al pasar de cierta raya empiezan de Ráquira hacia afuera a reaparecer los techos pajizos y los camastros de tablas. Al indio le basta mirar hacia el paisaje y recrearse en el barro de donde salió, como un pegote, con su cara de tierra y las piernas chorreando lodo.

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Si echáis a vuelo la mirada para ver el espacio que la cerámica ocupa en la América primitiva, hallaréis que no hubo rincón en donde esta industria y arte no hallase sus obreros, sus artistas. Revolviendo sepulturas en la comarca que habitaron los quimbayas, los guaqueros encuentran, mezclados con utensilios de la alfarería local, cacharros pintados de negro provenientes del país de los incas. En la Guajira, en el sitio que ocupó la incógnita nación de los tayronas, se ven tinajones como urnas funerarias para guardar las cenizas de los caciques. De la remota cuenca amazónica habitada por los omaguas, dice el padre Gaspar de Carvajal, compañero en el siglo XVI de Gonzalo Pizarro, que halló en un pueblo “una casa del placer dentro de la cual había mucha loza de diversas hechuras, asi de tinajas como de cántaros muy grandes, de más de veinticinco arrobas, y otras vasijas pequeñas como platos y escudillas y candeleras de loza de la mejor que se ha visto en el mundo, porque la de Málaga no se iguala con ella, porque es toda vidriada y esmaltada de todas colores y tan vivas que espantan”. Sí: en toda América hubo alfareros, pero en pocos sitios se trabó con tanta intimidad la vida del hombre al barro como en Ráquira. En centros más afortunados para la acumulación de riquezas, el alfarero apenas era uno de tantos obreros entre los que atendían el complicado tren de artesanos y de artistas que se agrupaban en torno de los caciques para tejer mantas, fundir oro, hacer tapices de plumas o esculpir en piedra la imagen de los dioses. En Ráquira no hubo sino el hombre y el barro. Si recorréis hoy día los caminos que unen el pueblo con los mercados vecinos, veréis el desfile de indios que llevan a la espalda montañas de ollas, para distribuirlas por todas las poblaciones de Boyacá y de Cundinamarca. Y a la vera del camino, casuchas insignificantes que invariablemente van aparejadas del horno de adobes en donde está cociendo sus vasijas el alfarero.

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Tan pobres son ahora los pueblos como lo fueron antes de la conquista. Las gentes se han tornado recónditas, calladas bajo el peso de los amos que les trajeron la servidumbre, el diezmo, el servicio personal, los tributos, en una palabra: la civilización. El alfarero ya no se detiene en el trabajo de ornamentación que usó antaño cuando decoraba las vasijas bajo la era de los zaques. Se limita a redondear el vientre de las ollas, a dejar bien firmes las asas, a proporcionar un artículo barato que sirva para los rudimentarios menesteres de sus semejantes. Pero, a pesar de todo, el alfarero ama su barro, su tierra, y cuando encuentra una veta blanca, la reserva para modelar en ella la imagen de sus ocios, diminutos cacharros para casas de muñecas. Las mujeres, y los niños, y hasta los indios viejos, arriman a la hornada sus juguetes. Del propio modo que en otras comarcas el obrero, concluida la jornada, se tira en el suelo a dejar que el tiempo se adelgace por entre las nubes del tabaco, en Ráquira se pasan las horas distraídas modelando bagatelas sobre la arcilla mojada. Así tiene que ocurrir siempre en las alfarerías. “Porque recuerdo que en el mercado, dicen los Rubayatas, al oscurecer de un día, vi al alfarero modelando su arcilla húmeda, y con su lengua prisionera la arcilla, murmuró: ‘Despacito, hermano, despacito.’ ” Y esto ha sido todo lo que a los indios les quedó de sus industrias primitivas. De aquel arte fresco que empezaba a crear un mundo en América, nada dejaron los conquistadores. Los aurífices y los plateros vieron que de entre sus manos arrancaban el metal rico los blancos codiciosos. Empezaron a traerse las telas de Castilla, para beneficio de los comerciantes. Se prohibió a los canteros que volvieran a esculpir la imagen de los dioses. Apenas quedó el hombre frente al barro. Al barro que es índice de pobreza y fuente sellada que nunca alcanza a revelar todo el espíritu del alfarero.

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LA CANDELARIA Y EL DESIERTO El paisaje en donde se enmarca mejor la vida de los indios es el paisaje del desierto, que empieza al pie de las últimas casitas de Ráquira. El desierto está formado por una serranía hosca y silenciosa, de rocas pardas que descienden en oleaje de esterilidad hasta el fondo de un vallecito tan angosto que puede medirse con metros. Sólo hay un pedazo ancho que ocupa, rodeado de praderas, el convento de los frailes candelarios. Sobre este desierto de brillos metálicos pasan los indios mudos, pequeñitos bajo el aparatoso cargamento de ollas, trotando como bestias de carbonero, ceñida la frente por la cincha de cargar y los pies al suelo, si son mujeres, o protegidos por unas malas sandalias, si son hombres. Extraño enigma, misterio indescifrable el de estos indios que cruzan como fantasmas por el desierto de la Candelaria. Hace cuatro siglos que escondieron su alma. Quince generaciones han echado quince sellos sobre la fuente subterránea de la raza. La inteligencia del hombre difícilmente podrá inventar una explicación más satisfactoria para ciertos fenómenos humanos, como la de dividir al individuo en cuerpo y alma. Los indios supieron de esto tanto como nosotros. Cuando la voracidad europea torturaba al último de los zaques para arrancarle el secreto de dónde se hallaban escondidos sus tesoros, el zaque dijo estas palabras, cuya elocuencia todavía penetra las entrañas de nuestro tiempo: “Podéis hacer de mi cuerpo lo que queráis, pero en mi voluntad nadie manda.” Ahí están los indios labrando las tierras ajenas, pagando los tributos, cargando como bestias, en una entrega del cuerpo total que les hace escépticos en el más desolado sentido filosófico. Pero ¿quién ha metido entre su puño el alma de los indios? ¿Quién ha conquistado ese reducto inasible de su vida recóndita?

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Sólo el amor vence las murallas del espíritu. El amor, que es renunciamiento y no orgullo, ni egoísmo. Para amar una cosa hay que empe zar por comprenderla, y sólo se comprende aquello adonde se llega humildemente, sin el ánimo de imponer la propia voluntad. Y ¿quién ha llegado con tal disposición de ánimo al alma de los indios? ¿Cómo van ellos a abrir puertas de que sólo el amor guarda la llave? Es América en este instante un mundo más remoto que el que tuvo Colón delante de sus ojos en la alborada de octubre, paradójica y contradictoria. Pero un mundo cuyo misterio tienta a los aventureros de nuestros días, que no tienen ambición de conquistar, sino de descubrir. Ya no son los indios bravos, de flechas enarboladas, los que se despliegan en actitud desafiadora amenazando con sus fechorías: son los fantasmas que cruzan el desierto, que oponen su silencio y nada más. La que se ha llamado epopeya, y que tal vez lo fue, de la conquista, se realizó bajo la protección de los caballos. Sin caballos, ni Hernán Cortés hubiera vencido a los aztecas, ni Gonzalo Jiménez hubiera derribado a los soberanos de los chibchas. La nueva epopeya también tendrá que hacerse a través de los caballos. Pero ya no se trata de esos terribles alazanes de Andalucía, sino de los mal parados caballitos de loza, los caballitos de Ráquira, a lomo de los cuales, y yendo, pues, muy mal montados, tendremos que penetrar en el cercado de los indios para conocer su reino interior. Mientras escribo, tengo a la vista un mundo diminuto formado por mis juguetes de loza. Aquí está el monigote de la india, muy bien sentada sobre el lomo de un caballo, las manos graciosamente dispuestas sobre el cuello y el anca del animal. Y el jinete vanidoso, que sienta, como se dice, su caballo, al llegar a la venta de Buenavista y que pide sin desmontarse un trago de aguardiente. Y la mujer de trenzas macizas, con la corrosca de su hija que mal se

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aviene a su cabeza, rasgando con arte el tiple, mientras la comadre se acerca con un rubicón de chicha. Y la visita de los cachacos de la aldea, en donde dos señoritas muy estiradas reciben con las piernas y los brazos arreglados con toda simetría y decencia, mientras los cachacos cruzan las piernas para acomodar mejor los tiples de donde, sin duda, están fluyendo bambucos. ¿No es verdad que hay en esto un mundo en miniatura? El alfarero busca actitudes de la vida ordinaria. Se cuida mejor de colocar en su exacta posición el tiple, que de arreglarle las narices a la dama. Los monigotes son grotescos, caricaturescos, elementales —como los juguetes griegos que se conservan en el museo del Louvre—, sin que el artista haya pretendido hacer otra cosa. Carecen de toda pretensión, están hechos en instantes de ocio, por juego, y con el sentido de burla que pone en sus gestos el indio malicioso, cuando se retira a su mundo interior y ríe de ver cómo los blancos no han podido conquistarlo. Tengo entre mis juguetes un señorito de suéter, que con la mano derecha juega con la corbata y hunde la siniestra en el pequeño bolsillo del saco: es la imagen perfecta del irresistible, realizada con humor exquisito. Lo que prueba que estos indios de cobre y silencio sí tienen algo por allá adentro en donde todavía se divierten y recrean. Decía Waldo Frank que el mundo moderno era una selva, la mismísima selva tropical. Creo lo contrario. Cuando estuve en la selva vi que lo que distinguía la vida que allá se lleva de la que aquí creemos vivir, era precisamente la facilidad con que se encuentra uno a sí mismo. En la ciudad moderna la gente no hace sino irse de sí, apartarse de su intimidad, caer en el vértigo de las distracciones que alcanzan siempre su objeto de atontar las multitudes, de distraerlas: llevarlas fuera de su ser. ¿Cuándo, al tiraros a la calle, habéis dado, de manos a boca, con vosotros mismos? En la selva, en el mundo de los salvajes, sí suele ocurrir que cada hora no sea sino un

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espejo blanco puesto delante de vuestro propio espíritu. Y si algún día tenéis la ventura, de montar con vuestra imaginación en los caballitos de loza de Ráquira, en los caballitos que nacieron en las vidas solitarias de los indios cuando estaban ellos solos con sus almas, os garantizo que realizaréis no sólo el viaje al reino interior de los chibchas, que todavía está vivo, sino a vuestro propio reino interior. Nunca podréis decir ciertamente que conocéis vuestro paisaje, vuestra patria, vuestra raza, sin haber antes realizado este viaje. El viaje, codo a codo, con los monigotes de la simplicidad. Los europeos, fatigados de su propia dispersión, más lejos que nunca de comprender su propio destino, andan desalados buscándose la cuna para saber cómo eran cuando eran simples, sencillos y espontáneos. Por eso la devoción que empieza a tenerse por el Giotto. Por eso la sorpresa y gusto de ver cómo la ingenuidad era rectora de sus pinceles narrando los incidentes de la vida de Cristo. El Giotto une realismo y candor, y narra pintando como se les cuentan a los niños los cuentos. Con perdón de vosotros, nosotros tenemos ya que ir en busca del Giotto de estas tierras, para no ser colonia del desconcierto ultramarino. Y nuestros Giottos son los alfareros de Ráquira.

VI LA FRONDA GENEALOGICA ¡Oh hermosura, causadora de tantos males! ¡Oh mujeres! No quiero decir mal de ellas, ni tampoco de los hombres; pero estoy por decir que hombres y mujeres son las dos más malas sabandijas que Dios crió... Juan Rodríguez Freile.

LLEGAN LAS PRIMERAS DAMAS La fuerte brisa del mar hace que baile el farol de la carabela, entre las sombras de la noche, como ojo de ahorcado. Mueve sus masas el mar con una pujanza que hace estremecer la espalda de las olas esclavas. La carabela, que va de los hombros de las unas a la cintura de las otras, vibra haciendo temblar adentro las vajillas y se levanta y hunde entre la ropa blanca de la espuma. Ojo de azabache, pozo de betún, nido de pizarra, la noche se hace más honda entre los surcos del mar. El firmamento se abre como un paraguas viejo para dejar que por sus rotos se vea la eternidad en un polvo de oro. La luz de la carabela no alcanza a ser el reflejo de un pescado sobre la tersura de las olas más próximas, y apenas si permite columbrar algún copo de espuma que se aleja con risa

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nerviosa en un rizo fugaz. Adentro, en el cuenco del barco, se mira a lamparazos un nido de gitanos. Grumetes, soldados, aventureros. Y bravas mozas de Cádiz, de Córdoba y Sevilla. Tirados sobre tablones o camastros, en el equilibrio inestable de un bamboleo infernal, roncan o se revuelven, mientras el viento silba en las jarcias, aletea en las ropas y trapos, se hace cabeza de carnero contra las velas y niño que juega con juguetes de azabache en las cabezas de los hombres y las mozas. Detrás del mascarón, si es que lo hay o si es que lo dibuja la espuma con barbas de tritón, en la proa, habrá cuatro o cinco camarotes para la oficialidad. Abajo se revuelve el resto de la expedición. Y los hombres y los negros traídos del Africa y los puercos y las yeguas y las gallinas y los perros, andan tan cerca los unos de los otros que todo forma un solo mundo. Hay barriles de cebollas y botijas de vino y talegas de tocino y forraje para las bestias y aceite de olivas para las fritangas, en un amontonamiento que confundiría a los gitanos de la Sierra Morena. El farol de la carabela aprisiona entre su lumbre la primera estampa del hogar que fundaron los españoles en las colonias de América. El árbol de las genealogías no arranca ni de las casonas de Trujillo, ni de los palacios de Toledo. La semilla fue plantada en el cuenco fértil de las carabelas. De esas carabelas que los autores dicen fueron “cisnes pausados, pájaros ligeros como una golondrina, audaces como una gaviota, bellos como una garza real”. Todo esto está bien. Nos emocionamos con el rosario que empieza por la Santa María, por la Niña y por la Pinta, y que nos fue trayendo la gracia de los pueblos cristianos hasta el centro mismo de nuestra bestialidad. Todo esto está muy bien. Pero mejor estará seguir los hilillos de luz que se desatan en el palo de la carabela, y mirar a las mozas que vienen a hundirse en las espesuras de la América azarosa.

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PRIMEROS TRABAJOS DEL AMOR Dudo de que corrieran a meterse entre las barcas las más pulidas y remilgadas señoras de la Península. En un principio sólo viajaron varones que al hacer pie en las tierras nuevas, arrebataban a los indios sus indias en pequeños dramas de lujuria que los presuntuosos conquistadores atribuían a desvergüenza de las víctimas. Luego, sí, fueron llegando grupillos de cinco, diez, veinte mozas, que eran rico bocado y piedra del escándalo. “Como es muy sabido —recuerda Amunátegui Solar en su Historia social de Chile—, en los primeros años de la Colonia no hubo en Chile más mujer española que doña Inés de Suárez, y aunque antes habían entrado en la ciudad de Santiago algunas otras, puede afirmarse que el primer grupo de damas europeas llegó a la capital en el gobierno de García Hurtado de Mendoza.” Santa Marta y Cartagena sirvieron de marco a escenas, como quizás no halló en Madrid el estudiante que levantó una noche los techos de la ciudad en compañía del Diablo cojuelo. Aquellos puertos eran la primera escala en el viaje de las señoras a Santa Fe. Pensad por un momento en doña Luisa Manjarrés. ¿Qué puede ser doña Luisa, sino la tentación de los samarios cuando Santa Marta empezaba apenas a henchir de humanidad sus primeras casas pajizas? Doña Luisa es joven, bella y luce sobre un pedestal de alcurnia: es la hija de don Luis de Manjarrés. Ahora, que doña Luisa tiene su amante. Su amante es Juan Esquillus, el alguacil mayor, para quien doña Isabel, su esposa, no alcanza a ser sino afecto casero. Juan Esquillus y Luisa de Manjarrés llevaban con cautela sus coloquios, pero no por eso dejó Luisa de verse apesadumbrada con la carga de una criatura que, para evitar bochornos, echó de cualquier manera al mundo, ahogando sus primeros sollozos con unas puñadas de tierra. De aquí empieza a

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nacer cierta situación dramática, que doña Luisa resuelve enviándole unas berenjenas envenenadas a la mujer legítima de Juan Esquillus, berenjenas que, no comiendo ella sino su marido, le causan a éste una muerte poco menos que repentina. La voz del escándalo se alza con todo el ruido y malicia con que casos semejantes se ponen en coplas en los pueblos de España. Hay ajetreo en casa del gobernador, murmullos en los conventos, paliques salpicados de epigramas en los corros de ociosos aventureros. La bella Luisa se destaca como autora de la muerte de Juan Esquillus. La colonia está dividida. Si el gobernador toma un partido, ya se sabe que los frailes tomarán el contrario. Los Manjarrés quedarán colocados como blanco del gobernador, que abre los fuegos de la justicia, y protegidos por los frailes, que viven celosos del gobernador. El gobernador tiene que trabajar en el vacío. No bien inicia el proceso, don Luis de Manjarrés viste a su hija de mancebo y en ancas de su caballo toma la vía de Cartagena, para depositarla en casa de unos parientes. ¿A qué tanto afán?, preguntan los parientes. Ah, el celoso padre teme los rigores del gobernador. Es un tirano, y se halla loco de amor por doña Luisa. Pasa doña Luisa a un convento mientras el proceso avanza en Santa Marta. El hermano de doña Luisa, Sebastián, increpa al gobernador porque trata de deshonrar a su familia. “¡Prendan a ese bellaco desvergonzado!”, grita el gobernador. De tres zancadas se coloca Sebastián dentro de la iglesia y se acoge a sagrado. A la negra esclava de doña Luisa, a quien el gobernador lleva a su casa para tenerla como prisionera, por una tronera la sacan y colocan en el convento de Santo Domingo. Aquí vienen las cosas de los frailes con el gobernador. Quiere el gobernador acabar con doña Luisa, con Sebastián y con la negra, y dos conventos y una catedral le cierran el paso. Conventos de puertas de cuero y techo

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de paja, catedralucha con paredes de duelas de pipas, pero que tienen murallas teológicas que nadie osa derrumbar. Condena el gobernador a pena de muerte a doña Luisa, y doña Luisa sale para Santa Fe. Doña Luisa apela, sin que su garganta hubiera sufrido otro dogal que el de las caricias de sus amantes. Condena el gobernador a Sebastián a que se le cuelgue en la plaza pública, y don Sebastián huye bajo el amparo de los frailes. La esclava se pierde en la penumbra del olvido. Y en tanto, por haber puesto guardias en la catedral, queriendo atrapar a Sebastián, se hace figurar el nombre del gobernador en una tablilla, a la puerta de la iglesia, como excomulgado. Luego que pide perdón y se levanta este edicto, por cualquier pretexto cae de nuevo en la misma pena. Para mayor desdicha, habiéndole seguido a Josefa de Rivade- neira proceso criminal por complicidad con doña Luisa y teniéndola reducida a prisión en su propia casa de gobierno, tuvo el bochorno de saber que se había huido en la noche con el mulato Juan López que le servía de guardia... Así, el amor trabajaba, más que los funcionarios del rey, bajo la cálida noche tropical.

LECCIONES DE ECONOMIA DOMESTICA Los cronicones que guardan los Archivos de Indias no sirven sólo para fijar los trabajos del amoren los puertos sino también para echar un vistazo sobre la manera como la economía doméstica prosperaba bajo la mano de las mujeres. Leo en la historia de Restrepo Tirado la biografía de Agustina Sarmiento, mujer del gobernador de Santa Marta, don Vicente de los Reyes Villalobos. Era doña Agustina gran empresaria. Algo por el estilo de esas

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alegres comadres que, viendo crecer su hacienda, van haciéndose más y más robustas hasta dejar la sensación de que parecen armadas en rollos de carne o tocino. Doña Agustina transformó en venta la casa del gobernador. Todas las mercancías, los bollos y el guarapo, se vendían allí, y por bandos se publicó que los pulperos deberían comprar a ella, para no ser sino revendedores. Se transformó además en garito la casa del gobernador. Cuatro pesos de oro era el precio de cada baraja. “El vicio se desarrolló de tal manera que las pérdidas llegaron a arruinar a muchas familias. Para calmar el escándalo que éstas levantaron, doña Agustina vendió la coima y el garito a un sujeto que le pagaba seis reales diarios de alquiler. Ella misma, en ausencia de su marido, hizo publicar un auto, por el cual se prohibía la venta de naipes que no estuviesen rubricados. Doña Agustina ponía y quitaba oficios, daba licencias y mandamientos y proveía actos oficiales y extraoficiales. Esta dama se presentaba con sus exigencias al cabildo. Un día insultó a los regidores porque no quisieron firmar la prohibición de vender vino... Cuando las gentes se quejaban de los insultos y agresiones de doña Agustina, el gobernador contestaba socarronamente que ésas eran palabras de amor, que era una santa y que la sufrieran, pues ella también sufría mucho.” Así, haciendo negocio unas veces, otras enredadas en líos de amor, muchas mujeres que venían de la Península se quedaban en los puertos. Sólo las grandes aventureras no hacían escala. Por la vena turbia del río avanzaban hasta el corazón del país. El Magdalena, el río Grande de Santa María Magdalena, seguía siendo ruta azarosa que repentinamente se cubría de canoas de indios flecheros, que daban guazábaras a los españoles.

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LAS DAMAS SUBEN EL RIO En 1537 llegaron al reino de los chibchas los expedicionarios de Quesada. Poco tiempo después, ya fundada la ciudad de Santa Fe, se reunieron las tropas de los tres conquistadores y hubo una población de cerca de quinientos españoles. Dos años más tarde llegaron las primeras seis mujeres de la Península. De estas seis mujeres, cinco eran personas de juicio, y una la criatura que, en el Magdalena, le había nacido a Isabel Romero. No fue el menor accidente de la aventura éste de que la Romero hubiera dado a luz en aquellas circunstancias. Aquellas mujeres venían nada menos que con los soldados de Jerónimo de Lebrón. Jerónimo de Lebrón, gobernador de Santa Marta, había recibido las primeras noticias del país de los chibchas descubierto por Jiménez de Quesada. La sal, las esmeraldas y las mariposas de Muzo, se abrían delante de la imaginación española como El Dorado. Santa Marta en masa quiso repetir la aventura de Quesada y quitar al descubridor de Santa Fe los tesoros que había robado a los indios. Lebrón preparó seis bergantines para subir el Magdalena. Iban en ellos ciento cuarenta soldados, ciento ochenta caballos y seis mujeres. En Santa Marta no quedó de gente, sino la que materialmente no pudo moverse por estar ocupada en la difícil lucha que se libra para quedar del lado de la vida o pasar a las orillas de la muerte. Sólo quedaron en Santa Marta treinta personas útiles. Hasta Isabel Romero, que iba a ser madre, pidió hueco en los bergantines. No fue poco ilustrativa para aquellas seis mujeres la marcha a través del Magdalena y de las selvas que conducían a Vélez. Vieron ellas el ataque de quinientas canoas de indios coronados de plumas que desaparecieron como un soplo barridos por la metralla. Presenciaron la degollina de cien guerreros caribes, hecha por don Jerónimo a

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modo de escarmiento, Y no fueron espectadoras simplemente, sino también el sujeto de la aventura: una de ellas fue robada por los indios de Tamalameque. La media docena que había salido de Santa Marta sólo pudo completarse debido a los esfuerzos de Isabel Romero. Justo es loar la energía de las primeras pobladoras. Detrás de las mujeres de Lebrón van llegando por el mismo camino nuevos ejemplares de españolas, aunque jamás su número pudiera bastar al equilibrio de la tumultuosa avenida de los hombres. Santa Fe empezó con una proporción de una española contra cien españoles. La balanza fue cambiando. Luego fueron cinco contra ciento, diez quizás más tarde, pero mientras llegaba el fiel al justo medio, no se sabe el borbotón de mestizos que brotaban las entrañas de las indias. Las españolas que van llegando traen la industria casera, los dramas hogareños, y, modestamente, de acuerdo con su número, levantan la antorcha de la pasión y suscitan al martirio de los celos. No podría ocurrir en otra forma. De las seis mujeres venidas con Lebrón se sabe que todas se batieron con gracia y firmeza por un espacio larguísimo de años. Ahí está Eloísa Gutiérrez que fue nuestra primera panadera. Leonor Gómez que compartió con Alonso Díaz, su marido, la encomienda de Tibay- tatá. María Díaz que tuvo la paciencia de vivir ciento diez años. E Isabel Romero que, viuda de Francisco Lorenzo, se desposa luego con el capitán Juan de Céspedes, casa a su hija con uno de Rioja y regala a los franciscanos tierras para que funden su convento. Estas aventureras, bravas en el amor, sagaces en la economía, dadivosas en el sostenimiento del culto, no quedan mal como nudos en donde se reúnan y se amarren los hilos de las genealogías,

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EN TUNJA, LA BEATIFICA Decía el cura de Tunja que las indias “Amicísimas son de novedades y no poco salaces y lascivas”. Aténgase el señor cura a que así son las indias, y no diga nada de las criollas. A la vuelta de la casa donde él vive queda la Calle del Arbol en donde por sus muchas liviandades fue colgada la más bella entre todas las mujeres que vivían en Tunja. Tenía doña Inés de Hinojosa una carne ardiente, que enloquecía a los hombres y los precipitaba por las sendas del crimen. Fue una hermosura avivada por las llamas de la sangre española. No eran las tunjanas de entonces, como no lo eran las santafereñas, hembras tímidas y mojigatas, nacidas en páramos. Venían de las costas, de Cádiz, de Sevilla, y habían sentido aletear sus trajes entre la ola de fuego que se prende en esos litorales. Doña Inés era oriunda de Barquisimeto y había paseado su juventud en Venezuela con el imperio que le daban, además de sus piernas elásticas, las riquezas de su primer esposo, don Pedro de Avila. Plantada estaba en Caroro doña Inés, cuando llegó Jorge Voto, tañedor de vihuela y maestro de danzas. Llevólo a su casa doña Inés para que enseñase a su sobrina, y con esto —dice el cronista de El Carnero— tuvo entrada en su casa, “que no debiera, porque de ella nació la ocasión de revolverse con doña Inés en torpes amores”. A poco tiempo de hallarse don Jorge en Caroro danzaban todos los mozos y todas las mozas danzaban, y la ciudad se mecía al golpe de las contradanzas, mientras el mago creador del ajetreo parecía un idiota cautivo de su amante. Para abreviar propuso doña Inés a Jorge Voto que le diese de estocadas a su marido. Era aquél un procedimiento usado por las señoras. Hallando demasiado riesgo en aventuras de tres caras, resolvían aplicar el método más sencillo. Jorge Voto, ya esclavo de amor, fingiendo un viaje para Pamplona salió de Caroro, regre

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só en la noche, cosió a estocadas a Pedro de Avila y luego esperó un año, en tierra neogranadina, a doña Inés, con quien llegó, ya casado, a la ciudad de Tunja. Al amanecer bajaban un día las lavanderas a la fuente grande, en las afueras del barrio de Santa Lucía, cuando vieron un hilo de sangre que llevó a las curiosas al zanjón en donde estaba teñido por las estocadas, como una fresa, el cadáver de Jorge Voto. Inspiró doña Inés este segundo crimen a otro amante. En esta ocasión fue el matador don Pedro Bravo de Rivera, con quien había hecho tan buena yunta doña Inés que, teniendo las casas contiguas y habiendo roto el muro divisorio por el sitio preciso en donde se correspondían los pabellones de las dos camas, bastaba levantar en la noche una cortina para que los amantes se abrazaran hasta el amanecer. Cebado, pues, por este amor, don Pedro Bravo invitó una noche a Jorge Voto para que se fuesen a danzar a cierta casa de alegres parroquianas, pero desviándolo hacia el zanjón de la quebrada de Santa Lucía, con su hermano y el sacristán de la iglesia le desangró el cuerpo y tiró sus despojos al barranco. El alboroto de los tunjanos no tiene límite. Se exhibe en la plaza el cuerpo de Jorge Voto. Llora y grita doña Inés mesándose los cabellos. Y le ponen grillos a Pedro Bravo en el coro de la iglesia, mientras el cura dice su misa y se persignan las mujeres. Huye el sacristán en un potro bayo que no paró sino pisando los llanos de Ibagué. Se encoleriza el cura con el corregidor por haber aprisionado a don Pedro Bravo dentro de la iglesia. Pone el corregidor el grito en el cielo y hace que medio pueblo lleve sus camas y tendidos a la iglesia y pase con él allí la noche. Se envían propios a Santa Fe para que el presidente Venero de Leiva acuda a presidir el juicio. Prenden a doña Inés. Condenan a los amantes y a sus cómplices. Cuelgan a don Pedro y a su hermano. Y cuelgan también a doña Inés en la Calle del Arbol, donde se bambolea desde entonces su

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fantasma sin que el miedo que pone en las mozas del contorno logre borrar la memoria de su bella carne morena y del filo de sus manos prodigiosas.

EL IMAN DE DOÑA JERONIMA No todas las mozas de la colonia tuvieron la belleza de doña Inés, pero el amor y los celos, la coquetería y algunos deslices, fueron los cuatro hilos que sirvieron de trama a la crónica de aquellos días. En la raíz de la fundación de Santa Fe hubo filtro de amor. Amor fue, y aventura, el estímulo que puso sobre el camino de las Américas a don Gonzalo Jiménez de Quesada. Así lo canta el romance —que Dios quiera que sea auténtico— de Antón Lezcames, fraile que venía en la expedición conquistadora. Cantando los propósitos de don Gonzalo dice: ...Y la más bella ciudad Granada la nombraría, en memoria de tristezas que en el camino tenía, si en la mi dama donosa pensamiento entretenía, que la mi casta señora llorando me despedía cuando abandoné a Granada por alguna fichoría...

Supongamos que esto fuera así. No hubo oidor, ni empleado de la colonia, que no tuviese que ir de Santa Fe a Lima, o de Quito a Cartagena, cada vez que en un lance de amor dejaba muerto a las espaldas. De aquí que Rodríguez Freile, marrullero y socarrón, se persigne con sorna a cada paso en su Carnero diciendo mal de la hermosura de las mujeres.

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Los maridos recelaban de sus mujeres, los padres enclaustraban a sus hijas, los amantes asediaban los hogares, las mujeres abrían los ojos, y la noche se llenaba de aceros en acecho, estocadas y espionajes. De aquí nacen las leyendas de padres que prefirieron emparedar a sus hijas antes que permitir que llegara uno de esos aventureros que conocían por haber tenido en sus mocedades, ellos mismos, gana de mujer robada. Lo robado es lo que mejor sabe, dice la vieja fórmula española. Cuando el turista recorre ahora el camino que parte de Bogotá hacia el occidente, los sabaneros le cuentan que esa calzada tuvo por origen los cuidados de un chapetón que trataba de defender a su hija, doña Jerónima de Urrego, una de las más lindas santafereñas, cuyos ojos habían puesto fuera de quicio a los rivales. Cuando uno de los pretendientes, el licenciado Francisco de Anunci- bay, daba un paseo “de a caballo” con el licenciado Antonio de Cetina, acertó a pasar debajo de la ventana en donde se asomaban doña Francisca de Silva, doña Inés de Silva, y doña Jerónima de Urrego. “¿Quiere vuesa merced, señor licenciado, le dice Anuncibay al de Cetina, ver a la Santísima Trinidad?” “¿Está por aquí algún retablo?” “Alce vuesa merced los ojos a aquella ventana, que allí la verá.” El padre de doña Jerónima puso tierra entre sus encantos y la codicia de los pretendientes: la internó en su hacienda. Suele el río Bogotá derramarse, convirtiendo en pantanos y lagunas caminos y labrantíos. Así estaba todo inundado cuando Jerónima de Urrego tuvo que concluir en balsa la jornada emprendida para encerrar la llama en donde quemaban sus alas los amantes. En tierra quedaba Anuncibay, confundiendo a doña Jerónima con el ímpetu de su amor, a pesar de que ya estaba anunciado que doña Jerónima se casaría con un hijo del visitador Juan Bautista de Monzón.

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Regresó Anuncibay a Santa Fe revolviendo en su ánimo proyectos para romper la clausura de su dama. Acudió a la Audiencia para solicitar que se construyera un camellón que atravesase los pantanos. Movió en su favor la voluntad del gobierno. Se hizo cargo de ejecutar la obra. Y unió a Santa Fe y a Fontibón, como una afirmación romántica de su consagración a Jerónima de Urrego. Aunque aquello de nada le valió, porque la dama cayó en brazos del hijo del visitador, cuando menos ha servido para que tengamos un alto concepto de aquella imagen viva arrancada a un retablo sevillano. El de Anuncibay era un impetuoso galán. A más del camellón, fue amante de la mujer del oidor Cortés de Mesa, doña Ana de Heredia, cuyas liviandades estimularon al oidor para matar a Juan de los Ríos, etcétera.

LA DAMA Y LA BRUJA Santa Fe tenía que mover en algún sentido a los varones. Unos dejaban sus hogares para ir de cacería a las haciendas, enlazar venados y dorar en las hogueras reses apenas degolladas. Otros se aficionaban al juego y veían encenderse la rosada lámpara matinal sobre la carpeta verde del garito. No pocos hacían viajes a Santo Domingo y aun a Cádiz o Sevilla, para traer anchetas de mercancía con que surtir las tiendas de la Calle Real. Y mientras los unos cazaban, los otros jugaban y los demás iban en alta mar, las damas se veían metidas en ocasión de pecado. Por aquel entonces quien no estaba con Dios, estaba con el Diablo. No había término medio. La señora que una mañana salía a recibir la Hostia consagrada, al día siguiente o esa misma noche acudía a casa de la bruja para que moviese el demonio en su favor. Le ocurrió esto

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La fronda genealógica

a cierta mujer de un comerciante en los tiempos de Juana García. Juana García era “una negra horra”, que estableció en Santa Fe trato de brujería. Acudían a ella las gentes del lugar para que les aclarase en las cartas las cuestiones del destino. Era ella la que anunciaba por medio de pasquines misteriosos la suerte de las goletas que naufragaban en las Antillas. Metida en el sucucho de su cuarto, a la luz de cuatro velas, y teniendo a la mano pelos de gato, huesos de ahorcado y la uña de la gran bestia, era la sombra más negra de la noche. Sus ojos, chispa del demonio. ¿Cómo podría saber cosas que pasaban a mil leguas de distancia, lo mismo que si las tuviese delante de los ojos? ¿Cuál era la potencia que le permitía adivinar secretos que se tenían ocultos en lo más íntimo del corazón? La negra era voladora.

LOCURA QUE EL REY CONTIENE

¿Qué ocurrió a la señora del comerciante, “mujer moza y hermosa”? Su marido andaba de compras por las islas, y mientras él demoraba, ella tuvo tratos de donde le resultó, como se decía, una barriga. Entretanto, se anuncia el regreso de la flota a Cartagena. La dama se azora y desazona. El escándalo, la vergüenza y el castigo pintan fantasmas de tragedia en su imaginación. Acude a Juana García. Se sientan Juana García y su interlocutora delante de una palangana llena de agua. Es de noche. Trabajan a la luz de una vela. Dice la bruja: “Mirad al fondo de la palangana.” Ve a su marido, de carne y hueso, en casa de un sastre, en la Española, probándose un traje para ir a cierto jolgorio de mozas alegres. La dama se conforta viendo que su marido aún no se ha embarcado para la Nueva Granada, se refresca pensando en que tan pecador es él como ella, y trata de curarse en salud arrancando a aquella visión una prueba duradera. La logra metiendo la mano en el agua y sacando una manga que anda suelta en el taller del sastre. ¡Tan patentes y reales eran los experimentos!

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Lo ocurrido en Santa Fe es pálido ante lo que vieron los ojos en otras ciudades de más ruido y boato. Santa Fe era, como su nombre lo indica, la santa simplicidad, el conventuelo, la ermita, la hermana blanca. Y sin embargo... La trama enredaba por igual a frailes, soldados y virreyes. El buen Solís, que murió en olor de santidad, con la cabeza reclinada sobre un par de ladrillos y en saya de franciscano, cruzaba en las noches el solar de su palacio para ir a besar a la Marichuela. En ronda a una casa de juego y placer, mientras los oidores tocaban a la puerta llamando a justicia a nombre del rey, los alguaciles atrapaban a cuatro frailes de San Francisco que se fugaban por un portillo excusado. En el Diario de Lima, de Joseph y Francisco Mugaburu, 1667, dice: "El fraile carmelita.— Grande hereje, y siendo sacerdote decía misa, gran perro, lujurioso, deshonesto que relatando sus maldades dijo que en cierta ciudad había conocido carnalmente a más de trescientas y sesenta mujeres y en un convento de monjas había cometido muchos sacrilegios. Este lo trujeron preso de Buenos Aires por Chile.” Se alarmaron los grandes varones de Castilla. Era preciso que Santa Fe no parara en centro de inmundas aventuras diabólicas. Había que propender por la regula- rización en las costumbres de los varones y por llevar a las hembras por la recta vía cristiana. Bien estaba que en el primer revuelo de la conquista, las pasiones hubiesen empujado el ánimo de las gentes hacia el pecado. Pero ya en plena colonia, bajo un palio de voces místicas que salían de los campanarios, era preciso que las mujeres vivieran la vida del hogar y los hombres dejaran el trato con las indias. Se lanzó aquella célebre ordenanza que obligaba a casarse a los encomenderos, porque “ansí

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—decían los reyes— desaparecerá todo olor a barraga- nía, habrá la moral ganancia y se amansarán los genios turbulentos; que con viento se limpia el trigo y los vicios con castigo”. Y aun avanzó más la letra real: “Losespaño- les, decía la ley, los mestizos, mulatos y zambos vagabundos no casados que viven en medio de indios, sean echados de los pueblos.” El ideal de los reyes era la mujer sumisa, esclava de su marido, dócil a sus padres siquiera fuese para purgar la culpa de haber sido la causa de que se nos arrojase del paraíso. Mujer, puerta del diablo —resonaba aún el apostrofe de Tertuliano—: eres la primera que tocó del árbol del mal y desertó de la ley de Dios, eres la que persuadió a quien el demonio no se atrevía a atacar de frente, eres la causa de que el mismo Hijo de Dios haya debido sufrir y morir. En el hogar los padres, en la iglesia los curas, los maridos en el matrimonio: todos los varones, cada cual en su puesto, trataban de influir para dominar la sangre tumultosa de las mujeres. Las hijas iban al matrimonio sin escoger jamás a los sujetos de su drama conyugal. Y si alguna quería eludir el mandato que en esta materia ejercitaba el padre, tenía fijado el término de su rebeldía en el forzoso ingreso a los conventos. Por eso llegó a concentrarse en la luz viva y veloz de las pupilas, esa voz de la angustia y ese grito del deseo que servía, en un destello nada más, para echar fuera el alma prisionera.

VII EL CAPITALISMO EN LA CONQUISTA DE AMERICA

Esto significa esta empresa en la espada y el ramo de oro que sobre el orbe de la tierra levanta un brazo, mostrando que con el uno y el otro se gobierna. Saavedra Fajardo.

LA CORONA DE CASTILLA Y LOS USUREROS No está comprobado el cuento de que la reina Isabel la Católica hubiese ofrecido sus joyas para levantar los fondos necesarios a la expedición que proyectaba Colón. Pero sin penetrar en la investigación, puede asegurarse que el incidente era posible y que la reina quiso empeñar su tesoro. El hecho era tan natural y corriente, que no valía la pena anotarlo en los anales. Estaba de acuerdo con la tradición real, y la empresa de la conquista debería cumplirse, como se cumplió, al fiado. De Isabel para atrás hay tantos ejemplos de reyes empeñando joyas, que la dificultad del cronista estaría en

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seleccionar el mejor. Típico es el caso de don Alfonso el Sabio, altísimo poeta, rey sabio no sólo de España sino de Europa. En Europa, a diferencia de otras naciones, como las del Oriente quizás, es singularmente único el acontecimiento de ese gran varón en quien concurrieron las circunstancias de haber tenido el gobierno de un gran reino en España y de ser la más vasta cultura de su época. Todos los conocimientos de entonces los tuvo él y él los ordenó, dejando una base segura para levantar estructuras jurídicas que se extendieron a la mitad del mundo civilizado. Pues bien: Don Alfonso el Sabio dejó, con su orientación jurídica, la sugestión de empeñar las joyas en caso de necesidad, sin reparar en el valor moral de la joya, ni en la persona a quien se hiciera el empeño. La siguiente carta suya, dirigida a su primo Alonso Pérez de Guzmán, para que obtuviese del rey de Fez dinero sobre su corona real, es uno de los documentos de mejor sabor que ha dejado la historia. Dice así: “Primo don Alonso Pérez de Guzmán: La mi cuita es tan grande que como cayó de alto lugar, se verá de lueñe; e como cayó en mí, que era amigo de todo el mundo, en todo él sabrán la mi desdicha e afincamiento, que el mió fijo a sin razón me face tener con ayuda de los mios amigos, e de los mios perlados, los cuales en lugar de meter paz, non a escuso, nin a cubiertas, sino claro metieron asaz mal. Non fallo en la mia tierra abrigo, nin fallo amparador nin valedor, non me lo mereciendo ellos, sino todo bien que yo les fice. Y pues que en la mia tierra me fallece quien me había de servir e ayudar, forzoso me es que en la ajena busque quien se duela de mi: pues los de Castilla me fallecieron, nadie me terná en mal que yo busque los de Benamarin. Si los mios fijos son mis enemigos non será ende mal que yo tome a mis enemigos por fijos: enemigos en la ley, más no por ende en la voluntad, que es el buen Rey Aben Juzaf: que yo lo amo e precio

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mucho, porque él non me despreciará, nin fallecerá, ca es mi atreguado, e mi apazguado. Yo sé quanto sodes suyo y cuanto vos ama, con quanta razón, e quanto por vuestro consejo fará: non miredes a cosas pasadas, sinon a presentes. Cata quien sodes e del linage donde venides, e que en algún tiempo vos faré bien, e si lo vos non ficiere vuestro bien facer vos lo galardonará. Por tanto el mió primo Alonso Pérez de Guzmán, faced atanto con el vuestro señor, y amigo mió, que sobre la mia corona más averada que yo he, y piedras ricas que ende son, me prestes lo que él por bien tuviere, e si la suya ayuda pudieres allegar, non me la estorbedes, como yo cuido que vuestro señor a mi viniere, será por vuestra mano: y la de Dios sea con vusco. Fecha en la mia sola leal cibdad de Sevilla a los treinta años de mi reynado, y el primero de mis cuitas. El Rey.” La impresión de belleza y desolación que deja esta carta, lo mismo que el acopio de ciencia de las Partidas, no quitan verdad al hecho de que el Rey Sabio fuera de malas en sus concepciones económicas. Se recuerda el desacierto en su política de la moneda que consistió en doblar el valor nominal en los cobres, con lo cual, si sus . obras literarias no le hubieran asegurado el calificativo de Sabio, se habría ganado el de Monedero Falso, que hizo célebres a los reyes de Francia. Dentro de las ideas económicas tradicionales, había en los reinos de España algunos resabios, y, entre éstos, el de los empeños. Como fue ése un expediente de don Alfonso y debió de serlo de doña Isabel, el grande emperador Carlos V lo buscó también para arreglo de sus cuitas. Carlos V empeñó a Venezuela, para arreglar sus cuentas con los banqueros de Augsburgo. Los Welser o Belzares fueron célebres en su tiempo, porque cubrieron con sus préstamos un imperio cuatro veces más grande que el de su ilustre deudor el emperador Carlos V. Así, Ambrosio de Alfinger entró a la cabeza de la falange de conquistadores germanos que realizaron grandes proezas

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y matanzas en la conquista de América como agente de los banqueros. Había sido ilusión de la conquista de América el no permitir que en las expediciones del descubrimiento fuesen individuos no españoles. La reina Isabel quiso que sólo fuesen castellanos. Así lo aconsejaba Colón en sus primeras relaciones y así lo pedían los directores intelectuales del movimiento. Pero una cosa era la conquista, y otra los préstamos y empeños. Los gloriosos monarcas de España descubrieron en su tiempo que el dinero se le presta a quien lo tiene. Esta es la verdad más fina y dura. El rey Alfonso les prestaba a los infieles, el emperador Carlos a los tudescos... y la reina Isabel a sus tesoreros. El caso de Isabel es así: Convenidos los ministros de la Reina en que debía apoyarse la idea de Colón, se presentó el problema de arbitrar los recursos que el caso exigía. Colón debería suministrar la octava parte de los gastos: le hizo el préstamo a Martín Alonso Pinzón. Los reyes suministrarían lo restante: le hicieron el préstamo a Luis de Santángel y Francisco Pinelo. Estos eran los capitalistas, y, por curiosa coincidencia, los tesoreros de la casa real. Por este hilo se llega a ver la importancia del capitalista en el descubrimiento de América, que puede considerarse como la primera grande empresa del capitalismo en el mundo. Ocurría en los propios días en que la moneda empezaba a tener una demanda especialísima. Europa se desenvolvía dentro de las nuevas orientaciones del Renacimiento. El lujo empezaba a imponerse en cortes que hasta entonces no habían sido sino albergue de rudos militares. Empezaron los gastos de representación. Había demanda de sedas y de joyas, necesidad de dinero para pagarlas y urgencia de nuevos comercios para atender a la demanda. El capitalista se vio en la necesidad de acometer grandes empresas, descubrimientos, e improvisar rutas sobre la superficie inédita de los mares.

El capitalismo en la conquista de América 127 Es interesante ver al conquistador de América en su función de capitalista. Llegadas las primeras noticias de Colón, y vistas las primeras perlas de Santa Marta, los primeros oros de América y cáscaras de ciertos árboles que abrían un panorama oriental a los comerciantes, las expediciones posteriores se organizaron así: un empresario rico solicitaba de la Corona que le diese poder para descubrir tierras, de las cuales sería Gobernador; la Corona aceptaba la propuesta firmando un contrato cuyos términos eran más o menos éstos: el capitalista armaría a su costa la flota, levantaría cierto número de tripulantes, atendería a su sostenimiento, los instalaría en tierra firme, y del oro y riquezas que arrebatase a los indios daría un tanto para la Corona y tomaría para sí el resto. Muy pudiente sería quien firmara un contrato de esa clase. Basta, para probarlo, reflexionar en el hecho de que si para armar las tres míseras carabelas de Colón, que apenas llevaban un centenar escaso de tripulantes, hubo que recurrir a varios capitalistas y se vio la Corona en aprietos y dificultades, para armar, por ejemplo, dieciocho barcos y atender al sostenimiento de mil doscientos soldados, como en el caso de don Pedro Fernández de Lugo, se necesitaba que don Pedro fuese un millonario de la época. O si no un hombre rico, porque en su caso estaban casi todos los que luego fueron gobernadores y que aprestaron flotas semejantes. No podría sustraerse la Corona a la presión del dinero. Las gobernaciones se daban más por lo que cantara el remate que en atención a las condiciones personales del pretendiente. Tal el caso de don Pedro de Alvarado a quien se deben los mayores oprobios en la conquista de Guatemala. Los jueces de residencia encontraron en las páginas de su información manchas muy negras, que iban a contrariar los votos de buena voluntad estampados en sus leyes por los católicos monarcas de Castilla. Pero sobre esas residencias se echó tierra, se silenciaron las

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voces de la justicia, cuando para emprender su segundo viaje a las Indias ofreció sufragar los gastos. “Mediante las capitulaciones que el adelantado hizo con la Majestad cesárea, de que fabricaría a su costa una armada para descubrir las islas de la Especiería, el favor del secretario Francisco de los Cobos hubo de componer sus cosas con su Magestad”, recuerda fray Francisco Jiménez. Y no paró aquí la gracia real. Cuando don Pedro, después de redondear su fortuna en el Perú, habiendo intimidado nada menos que a Pizarro, volvió por segunda vez a España, planeó su tercera salida, y no sólo se pasaron por alto las voces de la residencia, sino que el propio emperador suplicó a la Santa Sede le concediese una licencia para que se desposase con doña Beatriz de la Cueva, hermana de su primera difunta esposa. Con sus castellanos de oro, don Pedro no encontraba en la corte quien le cerrase el paso. Volver los ojos hacia uno de esos conquistadores es descubrir lo que fue un capitalista de entonces. Un capitalista que, desde luego, era un aventurero, como más o menos ha sido el carácter de todos los capitalistas. Los capitalistas que acompañaron a Colón procedieron a hacer luego sus propias inversiones, en América. Vicente Yáñez Pinzón y Arias Pinzón aparecen armando en Palos, a su costa, cuatro carabelas en que pasaron a hacerse célebres descubridores. Ellos pagaron la gente y las vituallas, la artillería y, lo que era menos, el valor de los rescates, para trocar por oro cuentas de vidrio y espeji- llos. Su fortuna, que ya era grande antes de la expedición de Colón, había crecido con la primera aventura.

El capitalismo en la conquista de América 129 VENTURAS Y DESVENTURAS DE LOS GOBERNADORES Contra un gobernador conspiran terribles elementos: indios, soldados, jueces de resistencia(*), piratas... Los indios, que en un principio fueron vencidos sin trabajo, cada vez se tornaron más difíciles y agresivos. La primera impresión que tuvieron de los españoles fue la de que se trataba de guerreros ultraterrestres, con figura de centauros, que sembraban el exterminio lanzando chispas robadas a los rayos. Pero todo fue que el primer caballo muriera en presencia de los candorosos rebeldes, raspado por una flecha, para que tomaran confianza los arqueros indígenas y sembraran también la muerte en las filas españolas. Hay que tener en cuenta que América era densamente poblada y que el individuo tenía un valor muy diferente para el indio y para el español. Para un ejército peninsular de sesenta soldados valía mucho más la pérdida de uno, que la de ciento para los indios, que se contaban a millares. Por otra parte, los indios, que conocían mejor el terreno en donde se batían, fueron haciéndose a las nuevas condiciones de combate con increíble rapidez, y así se ven ya en tratos con una embarcación de piratas franceses comprando pólvora y armas de fuego a los pocos años de iniciada la conquista. Si los indios fueron exterminados bajo las repetidas incursiones del capitalismo armado, no lo fueron sin antes hacer estragos rociando flechas sobre las tropas de blancos. Los soldados constituían, por su parte, otra dificultad para el empresario. Eran gentes que no se podían tener de asiento en ningún sitio y vivían al ansia de aventuras. El gobernador tenía que inventar guerras hasta en momentos nada propicios, so pena de que vinieran sublevaciones en el campamento. Sobre todo esto venía el espanto de los abogados. Las gobernaciones se daban por tiempo limitado y al final de * jueces de "residencia" (Nota de Becerra T, J A)

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cada una llegaba el señor visitador a tomar cuentas en nombre de la Corona. El procedimiento era sencillo: se colocaba al gobernante fuera de la ciudad por tres meses, durante los cuales se tomaban declaraciones contra él, y luego, durante otros tres meses, se seguía en su presencia la misma tarea. Todo viviente se consideraba obligado a decir algo contra su patrón ausente. Y nunca faltaban fechorías que apuntarle. En el caso de Armendariz que fue gobernador de Santa, Marta, el expediente de su residencia ocupó 12 legajos, con 78 piezas y más de 10.000 hojas escritas por ambos lados. Esto quiere decir que el gran héroe de la Conquista era aquél que podía salir triunfante del abogado. El gobernador, si no compraba a un buen precio al visitador concluía por lo general en meses o años en la cárcel.

LOS EMPRESARIOS Y LA SOCIEDAD ANONIMA La gestión de los gobernadores incluía la lucha contra los piratas. Aquí chocaban las dos economías: la inglesa y la española. España tenía adoptada la forma de capitalización individual, que mejor cuadraba con el temperamento de su pueblo y su estructura jurídica. Inglaterra se movía dentro del principio de las sociedades anónimas. España situó su lucha en la tierra firme, en las selvas, en la térra incógnita; Inglaterra hacía las conquistas sobre las aguas del mar. El gerente de la sociedad, o sea lo que nosotros hemos llamado “pirata”, se embarcaba con rumbo a las tierras del oro, pero se limitaba a tomar el que encontraba en los puertos. Un sistema más seguro que el español: frente a una plaza los ingleses juzgaban su resistencia, y si la veían desmantelada o débil llegaban a ella, proponían al gobernador un cambio de mercancía por oro y luego

El capitalismo en la conquista de América 131 demandaban cierta suma como precio por no incendiarla ciudad. Si los vecinos reunían el oro exigido, retornaban los ingleses al mar sin más sucesos. Si no, le ponían fuego a una casa. Las casas eran pajizas, fuertes los vientos y ardientes los soles. La ciudad se consumía en cenizas como por encanto. Así Santa Marta, de 1655 a 1692, fue quemada y saqueada diecinueve veces. El nombre de Drake, o “Draque” como decimos en América, quedó tan grabado en la conciencia de América a causa de estos incidentes, que hoy en Venezuela, después de cuatro siglos, para asustar a los niños suele decírseles: “cuidado que viene el inglés”. Drake, sin embargo, es venerado como uno de los fundadores del Imperio Británico. Puesto como gerente a la cabeza de su compañía, de la cual formaba parte la reina Isabel, dejó un dividendo de £ 47 por cada £ 1 puesta de capital inicial. Sus restos reposan bajo un glorioso túmulo en la catedral de San Pablo. Esta idea de compañías anónimas persiste a lo largo de la empresa británica en su obra americana. El proyecto del Mayflower fue financiado por una compañía de negociantes de Londres que, en número de setenta, y bajo la denominación de “Merchant adventures”, hicieron viable la idea vendiendo acciones de £ 10. En Londres los capitalistas estaban mejor dotados que la Corona. Su Majestad don Enrique VII le pagó a Juan Caboto, por haber descubierto la América del Norte, £ 10. Los dos sistemas de colonización, de búsqueda y de negocio, inglés y español, estaban divorciados. La compañía anónima era típica del norte de Europa. Los latinos no entendieron de ese rodaje que servía mejor a la división del trabajo y salvaba de muchos peligros a los aventureros. Francia caía también en los procedimientos latinos, se aventuraba más en la tierra, confiaba más en la empresa individual. Cuando La Rivardiére se lanzó a la conquista bajo el pabellón galo, la reina se limitó en el

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contrato a obtener que se incluyeran en la tripulación tres o cuatro capuchinos para que no pasase la empresa por de infieles, pero el conquistador venía a realizar la obra a nombre de un capitalista: Nicolás de Harley. La conquista española dio lugar a la formación de grandes personalidades: Bastidas, Almagro, Balboa, Cortés, Mendoza, Quesada. Inglaterra organizaba la expedición anónima, como ésa que se pasea ahora en barcos de oro por los mares tranquilos de la historia: la de los peregrinos del Mayflower. La expedición anónima, “Limitada”, tenía mejor balanceadas las conveniencias, y la fortaleza de los accionistas, y resultaba limitada también en las responsabilidades. Los gobernadores de Santa Marta podían acabar en la cárcel, pero la compañía de Indias o la de Virginia cubría con el capital colectivo los excesos. El gobernador, en la conquista española, había tenido que hacer acopio de oro para hacerse a la mar, y ponía en su flota su capital y sus deudas; prestaba sobre la incertidumbre de su aventura. Era la conquista al fiado. La historia de la conquista nos deja el empeño y el fiado por la rama española, y la sociedad anónima y limitada por la rama británica.

VIII INTRODUCCION A LA VIDA DE SANTA FE Quesada trajo los caballos, Federman las gallinas y Belalcázar los puercos. Soledad Acosta de Samper.

SE DEMUESTRA AD-ABSURDUM LA FUNDACION DE SANTA FE ¡Santa Fe de los siglos XVI y XVII! Mientras Cartagena ya ostentaba fábricas de piedra que eran el principio de sus castillos, de sus murallas, de sus iglesias y de sus palacios, y por los lados del Cauca Santa Fe de Antioquia recibía gajes de prosperidad bajo el fulgor de las minas, Santa Fe de Bogotá era el centro del virreinato. Un ciego que hubiese tocado el relieve del virreinato no hubiera podido decir en dónde figuraba Santa Fe de Bogotá. Casuchas pajizas, más oscuras y menos altas que gavillas de trigo, con paredes que no eran sino tabiques de cañabrava y de barro, el bahareque; pobres conventos de frailes mendicantes; mercados para tres mil vecinos y tenduchas de

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mala muerte: he aquí lo que era Santa Fe de Bogotá. Parecía que el águila rampante del emperador Carlos y de su madre doña Juana hubiese traído cuatro pajas, aventadas en la trilla, para hacer su nido. Pero puesto en ese nido el huevo del poder colonial, las cuatro pajas irradiaron fuerza y autoridad hasta las costas del Atlántico, que distaban dos meses de duro viajar, y hasta Popayán y el Pacífico, adonde se llegaba por interminables caminos de herradura. ¿Por qué don Gonzalo Jiménez de Quesada, Feder- man y Belalcázar llegaron hasta esta cima atraídos como por fuerza de gravedad? ¿Por qué ciertas naciones indígenas, venidas quizás desde las márgenes del lago Titicaca, y otras que subieron de los Llanos Orientales, y muchas que del fondo del valle del Magdalena treparon por las vertientes de la cordillera, hicieron desde los tiempos más remotos asiento en esta meseta helada? Curioso y casual parece el cuento de los tres conquistadores. Sebastián de Belalcázar dejó a sus espaldas el vasto escenario del Perú, en donde se movían y asesinaban los Pizarros, y paseó su ambición por las comarcas que arrancaban de Quito hacia el norte, para medir la base de un triángulo cuyo vértice se clavaba en la capital del reino de los chibchas. Nicolás de Federman, a su turno, del lado opuesto, le dio también la espalda a Venezuela, y trazó en la más desventurada odisea, la base del propio triángulo de su ambición, haciendo en tres años las jornadas que de Coro le llevaron hasta el Meta, para caer también al mismo sitio buscado por Belalcázar. Y Jiménez de Quesada galvanizó un deseo que alimentaban todos los exploradores, desde Santa Marta hasta Cartagena, para fijar la última cara de la pirámide y llegar el primero a la cima en donde se dieron la mano, después de muchos meses de aventuras, Quesada, Federman y Belalcázar.

Introducción a la vida de Santa Fe

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Si es digna de recordarse esa triple aventura que concertó el azar de la conquista —no hubo acuerdo entre los tres aventureros, que se desconocían— y si es notable el hecho de que cada uno de ellos hubiese llegado al término de sus jornadas con un número igual de soldados en sus tropas, no es menos interesante el hecho de que en tiempos muy anteriores, cuatro o seis siglos antes, los precursores de los chibchas llegasen a la misma cima para centrar sus naciones y dar origen a una civilización que cubrió desde la América Central hasta tierras que ahora son del Ecuador. Ni es menos notable la circunstancia de que, acometida la América precolombina por las invasiones de los caribes, como un arca que se hubiese salvado entre la mano abierta que levantaron los Andes quedase intacta la nación chibcha de la altiplanicie. Una nación sencilla de gentes campesinas, de indios pacíficos, de labriegos oscuros. Los españoles traían un antecedente político. Traían la historia de Castilla, que logró hacer centro en Toledo para realizar la unidad de los reinos peninsulares, no obstante que Toledo era una piedra oscura al lado de Córdoba, de Sevilla y de Granada, las tres lámparas moriscas que se hicieron perfectas al empuje de la industria y del comercio que estimularon los califas. Los españoles, siguiendo esta enseñanza, mirando al fondo de su propia historia, pudieron descartar fácilmente la idea de buscar una capital en Cartagena o en Santa Marta, ciudades mercantiles que estaban expuestas a sufrir los arañazos de la piratería británica. Pero aun más que esta consideración, tuvo que influir esa fuerza natural que tenía hundidas sus raíces en el hecho geográfico del territorio neogranadino y que fue la roca milagrosa, en que se apoyaron los tres conquistadores. Esto ya es visible en la historia chibcha. He dicho que su confederación se salvó de la invasión caribe. Y hay que ver lo que fue aquella invasión: no eran pobres tribus las

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que hacían vacilar el empuje de los bárbaros. Las más ricas y brillantes cayeron bajo sus flechas envenenadas. En los climas ardientes, sin embargo, la naturaleza bravia del árbol y del hombre tiraba a hundir cuanto amenazaba enseñorearse como conquista de un grupo social organizado. Unas civilizaciones cedían el paso a las que, para sucederías, caían sobre ellas como ola de alta marea. Así como en México cada comarca fue teatro de civilizaciones que se sucedieron unas a otras, también aquí, quienes han estudiado a los quimbayas, por ejemplo, afirman el paso de tres grupos sociales en que ocupó, cada cual, su turno histórico, llevando las más diversas concepciones al arte, a la industria y al gobierno. Las tierras que hoy ocupa la república de Colombia debieron ser un puente por donde pasaron las civilizaciones del Norte a la América meridional, y en que las de esta América trataron de ascender hacia la Central. A veces no eran los hombres quienes ocupaban el terreno abandonado por las naciones vencidas, sino la selva. Cerca de los orígenes del río Magdalena y debajo de las ceibas en lugares que el hombre abandonó hace cuatrocientos, quinientos o seiscientos años, se han encontrado más de doscientas estatuas gigantescas, labradas en piedra con tan prolijo esmero como los monolitos de Tiahuanaco. Cuando la nación que allí demoró sus pasos levantaba templos, socavaba sarcófagos de piedra, labraba imágenes de guerreros, de ranas y de obreros, la montaña debió presentar el aspecto de un vasto taller destinado a cubrir sus flancos de piedras simbólicas. Ciudades de piedra, naciones que amasaron oro hasta cubrir de láminas realzadas las paredes de los templos, todo se iba consumiento entre el fuego del trópico implacable; sólo los chibchas de leves ranchos de paja y bahareque subsistieron hasta la llegada de los conquistadores. Fue la llanura de paz tendida para demorar los pasos de la ambición y de la aventura.

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LOS CHIBCHAS, PUEBLOS DE CULTURA HIBRIDA Ese lugar intermedio que ocupan los chibchas entre las civilizaciones de América, hace pensar en la posibilidad de que la clave de la prehistoria americana se encuentre por estas tierras. Si los chibchas fueron un puente tendido entre el Norte y el Sur aquí debe estar el nudo de todas las recíprocas influencias. Los chibchas, y las naciones en torno. En términos más exactos; el territorio que sirvió de pasadizo. Al estudiar las estatuas de San Agustín, sorprende la imagen de un obrero que lleva en una mano el cincel y en la otra una especie de martillo; esta misma representación, desarrollada con idéntica maestría y en un estilo de impresionante semejanza, se ve en Tiahuanaco. Como se ven en Tiahuanaco y en la Isla de Pascua imágenes del doble Yo, que corresponden a las que se han hallado en San Agustín. Indica esto, que las grandes civilizaciones precolombinas de la América del Sur, más abajo de la línea ecuatorial, o encontraron en San Agustín un punto de partida, o llegaron hasta estas alturas. Por otra parte, en el mismo San Agustín hay alguna estatua del doble Yo en donde la cabeza superior, que finge la imagen de un guerrero, tiene como adorno dos serpientes cuyas cabezas, de un extraño desarrollo, coinciden con las líneas de la decoración maya. Esas dos cabezas de serpientes me parece que han de servir de punto de relación entre las dos culturas, si no hubiera además otra multitud de datos que pudieran autorizar la hipótesis. El mismo Preuss, que tan reservado se muestra al establecer posibles parentescos, dice: “el Jaguar de Pie de San Agustín nos lleva a pensar en la Tortuga de Tierra de México, y la nuca curvada de manera poco natural de una figura de San Agustín, nos recuerda inmediatamente el lago de Nicaragua”.

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San Agustín está situado en tierras de Colombia, al sur de lo que fue el centro de la confederación de los chibchas, pero dentro de su misma zona de influencia. La cultura de San Agustín es anterior a la de los chibchas, pero es un indicio curioso poder encontrar en ella lazos que aten las civilizaciones precolombinas. Lo más interesante, sin embargo, está en el hecho mismo de los chibchas. He dicho cómo entre la civilización azteca y la incaica existe una evidente oposición, que se expresa, de un lado, en la organización comercial y esclavista del Imperio Azteca, y del otro, en el comunismo incaico. Entre los chibchas hay un sistema que participa de las dos ideas. En México todo está como girando en torno a la gran plaza de mercado. El comercio encuentra allí su más exaltada expresión. En el Imperio Incaico no hay mercados, no hay ferias. Apenas rudimentarios principios se encuentran de ese negocio, que no tenía por qué ocurrir en un imperio en donde el Estado repartía los productos de la industria y de la agricultura. En Cuzco no se encuentra huella de la moneda. Los chibchas, en materia comercial, participan de los sistemas aztecas. La moneda, entre ellos, alcanza una expresión más perfecta: el disco de oro que alguna vez usaron es como una moneda romana. Mucho después de fundada la colonia, todavía se comerciaba con ella, y era más precisa en sus dimensiones que las españolas que adornaban la ifigie de Carlos V. Por otra parte, son los mercados los que sirven para afirmar el mapa de la confederación chibcha. Ciudades, propiamente, no las tuvieron ellos. Diseminados por un vasto territorio, apenas si se agrupaban en donde había una industria por explotar, como la de la sal en Zipaquirá, la de las minas de esmeraldas en Somondoco, la de la cerámica en Ráquira. Pero los mercados, las ferias, la venta de mantas, de sal, de loza, como la compra de oro, iban determinando

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centros de intercambio, que aún se recuerdan por las piedras pintadas que dejaron para perpetuar esas citas de mercaderes. Muy por el estilo de lo que pasaba entre los mexicanos, los chibchas tenían caminos comerciales que se extendían en una prolija red por todo el territorio de su influencia, hasta llegar a la América Central y el Ecuador. El hecho de que suelan encontrarse en ríos y pueblos precolombinos nombres de filiación chibcha, indica esa influencia extendida a lo largo de un mundo que políticamente nunca llegaron a dominar. Si por el lado comercial hay un parentesco entre las organizaciones sociales de los chibchas y las de los aztecas, por el lado agrario el sistema chibcha corresponde al incaico. La distribución de las tierras se hacía de una manera tal vez idéntica a como pasaba por el sur. Los españoles encontraron parcelación, y es posible que las tierras del sol fueran las de Sogamuxi. El tributo al Estado se pagaba de modo semejante. No había la diferencia de castas que se encuentra en México, y todos tenían acceso a la tierra, que era base de la organización agraria del Estado. Entre los chibchas, la tierra era base de la organización social. El comercio, adehala y nada más.

DIOS Y LOS CABALLOS Bernal Díaz dijo: “El éxito de la conquista, después de Dios, se debe a los caballos.” ¡Qué síntesis: Dios y los caballos! Apenas un castellano pudo llegar a esta escala de valores. Un castellano o un inglés, aunque el inglés hubiera dicho, o al menos lo hubiera pensado: después de los caballos, Dios. Y la verdad es que el elemento sobrenatural casi desaparece cuando se miran bien las cosas de este mundo. La conquista fue un hecho humano; demasiado humano. Un hecho humano, montado sobre los

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flexibles lomos de los caballos andaluces. Cuanto más se acerca el espectador al panorama de la conquista, más gigantesco se destaca el caballo como la figura esencial de la aventura. Y tal vez por eso sea tan significativa esta frase en la dilucidación de la supremacía obtenida por don Gonzalo Jiménez de Quesada: “Quesada trajo los caballos, Federman las gallinas y Belalcázar los cerdos.” Para llegar Quesada a la altiplanicie con sus caballos tuvo que hacer maromas de bejucos y treparlos en peso, salvando los abismos de Vélez; tuvo que condenara muerte a los soldados que los mataban para procurarse una ración de carne, cuando subían por los infiernos verdes que recorre el Carare; pero coronó las montañas sobre las cuatro patas de sus rangos. Federman, menos humano y más iluso, buscó para regalo de nuestros indios un ave de vuelo pesado que estaba al nivel de su imaginación, y llegó hecho un harapo por conseguir que no se estropearan ni las gallinas ni los huevos a través de los llanos y de las montañas. Y Belalcázar trajo marranos. Cómo no había de traerlos si venía del Perú, si militó bajo las banderas de Pizarro “el Porquero”, que fue, como buen hijo de Trujillo, el introductor de los cerdos a América. Después de Dios los caballos, después de los caballos las gallinas y los puercos. Así representan los cronicones el primer acto de Santa Fe. Quesada fue el hombre ambicioso que descongestionó al pueblo de Santa Marta cuando ya no había cómo sostenerlo con el mendrugo de unas despensas exhaustas. Narraré los hechos con toda sencillez: Alonso Luis Fernández de Lugo, había conquistado para España las islas Canarias, lo cual quiere decir que había realizado un buen negocio, y que su hijo don Pedro tenía a la vista el ejemplo de estas operaciones. El conquistador explotaba en su beneficio la colonia y se veía al frente de siervos y rentas mucho mayores en número y valor a los siervos y a las rentas que tuvieron los más

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encopetados europeos de la época feudal. El ansia de dominio y de riqueza inflamaba a aquellos empresarios y fue acicate que estimuló a los conquistadores. Así, Pedro Fernández de Lugo, hijo del gobernador de Canarias, miraba hacia América por entre las leyendas que urdían los marinos recién llegados del Nuevo Mundo. Y cuando Francisco Lorenzo, que había sido compañero de Bastidas en Santa Marta, le contó maravillas de aquella gobernación que apenas comenzaba a surgir, inició intrigas ante la corte para tomar a su cargo tal empresa. Habéis oído hablar de aquella fiebre que causó delirio entre los de Manhattan cuando se descubrieron las minas de California. Así era de vivo el aguijón que movía a los aventureros de España en el siglo XVI. Don Pedro Fernández de Lugo no omitió tentaciones en su propuesta ante la corte para que le concediesen la gobernación de Santa Marta. El llevaría “mil quinientos hombres de a pie, carabineros y escopeteros, ballesteros y rodeleros, y doscientos jinetes con caballos y yeguas de silla armados y aderezados de todo lo necesario”. Todo a su costa, todo de su bolsillo, sin que S. M. contribuyese con un céntimo, pagando él las naves y sosteniendo la expedición. El rey se avino a la propuesta, y Fernández de Lugo tomó el camino de América. Se cuenta que cuando llegaron a Santa Marta Fernández de Lugo y su tropa, para descender a tierra —a la tierra del oro y de las perlas— se vistieron todos de gala y bajaron de los bajeles en cascada de alborozo. Así bajaron —¡oh desventurada paradoja!—, no para acariciar el lomo de la riqueza americana que habían soñado, sino para ver a quinientos hambreados y vencidos, que esperaban en la orilla, roídos por las fiebres, como legado de miseria que dejaban las primeras expediciones. Todo, sin embargo, era poco para detener un impulso que había nacido al calor de las más encendidas ilusiones. Fernández de Lugo combatiría contra los tayronas y contra el

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cacique de Bonda, haría conquistas en la Guajira, y levantaría cerros de oro para empinarse sobre ellos con un gesto altivo de conquistador. Fernández de Lugo no llegó para dormirse en las playas de Santa Marta. Alistó yeguas y caballos, se vistió de guerrero y trepó con sus capitanes por los riscos de la Sierra Nevada persiguiendo a los indios, con el pensamiento fijo en el botín. Cuando el adelantado demoraba en un sitio, echaba a sus capitanes por delante. Entonces, los indios les flechaban desde las cimas, empujaban rocas que amenazaban aplastar a los caballeros. Si los españoles llegaban a los caseríos, los encontraban desiertos. Los españoles los incendiaban de rabia y despecho. Con tales empresas Santa Marta se convirtió en un hospital, y los dos mil habitantes de la plaza constituían para Fernández de Lugo una carga superior a su gobierno. La falta de una información suficiente acerca de Santa Marta habría de llevar hasta los últimos límites de la tragedia al ambicioso conquistador. Hasta el extremo de que pudo no ser su mayor desventura mirar que su hijo, don Alonso Luis, el mismo que había intrigado en Castilla para que le diesen la gobernación", se alzase ahora con el poco oro y perlas tomados en una excursión y fuese a dar cuenta de esta riqueza en francachelas que alegraron a las mozas y damas de Madrid. De todo lo anterior se desprende la historia natural de la conquista al reino de los chibchas. Jiménez de Quesada iría a ella, por una parte, en busca de riquezas un tanto remotas, y por otra parte para aliviar a Santa Marta de la carga humana que parecía ahogar a la gobernación.

“COMO SE DEVEN CASTIGAR LOS HOMES” Entre un comerciante de Canarias que alistó con holgura sus naves para instalarse en tierra conocida —Fer

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nández de Lugo— y un hombre de letras —Jiménez de Quesada—, que sale de Santa Marta tras El Dorado incógnito, resuelto a escalar el murallón de los Andes inexplorados, hay diferencia. Don Gonzalo Jiménez de Quesada debe ser tenido por uno de los más arriesgados aventureros. Era don Gonzalo hombre de pelo en pecho, de rostro barbudo y espíritu místico. Después de muchos trabajos, y luego que en la desembocadura del Magdalena repetidas veces habían quedado sus naves convertidas en leños dispersos, reunió por fin las gentes de su expedición sobre la vena turbia y márgenes del gran río de Santa María Magdalena. Se tuvo entonces por capitán único de la expedición. Dijo: “Aquí no manda don Fernández sino, yo.” Y trabajó de acuerdo con estas ideas y con su formación jurídica. El había aprendido en los libros de los romanos y del Rey Sabio cómo se debe ser justo y cruel en las guerras, y parece que poco se apartó de estos principios, mostrando así ser un estudiante cauteloso. Castigaba don Gonzalo toda falta de disciplina entre sus tropas no simplemente de acuerdo con los dictados de su carácter, sino, aplicando las recetas que contiene el capítulo de las Partidas en donde se explica “cómo se deven castigar, o escarmentar, todos los homes que andan en guerras, por los yerros que ficieren”. El Rey Sabio era hombre de gran discernimiento, y, siendo de raza bravia, no dejó que se perdiese entre sus códigos esa vena de sangre que ha puesto de escarlata a las justicias. Así don Gonzalo colgó a un soldado porque mató un caballo, y a Juan Gordo porque se robó unas mantas en hora que no era de robar. En tiempo de guerra —aquella conquista era una guerra— decían los antiguos, tiene que ajustarse la fe entre soldados con tan exquisito primor, que quienes hagan lo más leve en perjuicio del ejército, poniendo en peligro la campaña y la vida de los demás, merecen castigo cruel. Castigo, dice el Rey Sabio, es “lige

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ro amonestamiento de palabra, o de ferida, o de palo” que hace el caudillo. Y ampliando un poco se puede llegar al escarmiento, que es obrar a manera de justicia, con todo lo que justicia significaba en los tiempos en que los hombres malos eran partidos en cuartos, quebrándoles los huesos con hacha de verdugo. Colgar a un hombre que mataba un caballo —y después de Dios estaban los caballos— no era cosa de poner aspavientos. Por un sencillo hurto, en tiempos de guerra, la ley ordenaba, por la primera vez, cortarle al delincuente las orejas y las manos. Y cuando el delito alcanzaba a hurto de vianda, se ordenaba enterrar al aprovechado hasta la cintura y que el que hubiese sido víctima del hurto le tirase una lanza de nueve pasadas “e si acertava, e lo matava, non havia por ello omezillo, ni caloña ninguna”. Esto decía el derecho más antiguo. Pensando el Rey Sabio que aquello era poco, porque podría no acertar el lanceador, modificó la ley y estableció en cambio que a estos rateros se les cortasen las orejas y las manos y que en el caso de que el hombre no tuviese cosa fuerte que se pudiese lisiar, que se le señalase la cara con un fierro caliente, según las instrucciones que para esta operación se dan en las Partidas. Asegurada por estos métodos, y al modo jurídico, la conquista, don Gonzalo, luego de regresar a España y de pasear sus triunfos delante de la gente pacata que se había quedado en la Península, y de lucir vestidos de terciopelo y de montar en alazanes de Córdoba y exhibir oro y esmeraldas y adquirir la propiedad de sus conquistas, regresó a Santa Fe místico, escribió un libro de sermones a la Virgen y tuvo sus debilidades y escrúpulos, como lo dice este comentario que hace en su Compendio de Historia, donde se pinta, por otra parte, el remilgo común del abogado: “El día de la Asunción de Nuestra Señora no era razón caminarlo; lo que se hizo en el entretanto fue que el general y otras personas principales se confesaron y comulgaron por ir con más devoción a robar al cacique

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de Tunja e ir más contritos a semejante acto, poniéndose con Dios de aquella manera, para que no se les fuese el hurto de las manos... ¡Oh ceguedad extraña, entonces mal entendida de los conquistadores!”

DE VAGABUNDOS A CURAS, O EL TRANSITO DE LA ACCION A LA MEDITACION Cosa de mil hombres salieron de Santa Marta y apenas llegaron a Santa Fe ciento sesenta en la expedición de Quesada. Quesada era hombre de mando y empresa. Cuando llegaron a Santa Fe Federman y Belalcázar, el licenciado de Córdoba no admitió que los últimos aparecidos le disputaran el primer puesto. Pero obró con tino y discreción. Santa Fe no iba a ser Perú para pasar de Pizarros a Almagros bajo una bóveda de puñales. Santa Fe iba a ser reposo y quietud; el humillo azul que salía de los aleros pajizos. Aquí llegaron, como bravos conquistadores, frailes, soldados y poetas. Y un año más tarde estaban lloriqueando en todos los ranchos los mesticillos recién nacidos a la luna brava, mientras roncaban a pierna suelta los chapetones y sobre un cielo de acero la Vía Láctea trazaba el camino de hielo que reduce a cenizas pastos y siembras. Sería largo de relatar ese proceso que entre nosotros lo lleva todo de la acción a la meditación, del ruido al rumor. El carácter de los primeros pobladores se retrata en las gentes que acompañaron a Quesada, de las cuales queda memoria en la historia escrita por el cura Castellanos. Esas gentes formaron la raíz espiritual de la población española. Eran capitanes sin miedo como Céspedes, Suárez Rendón o Lázaro Fonte; improvisadores de cháchara suelta como Lorenzo Martín; macheteros como

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Jerónimo de Insa; frailes como Domingo de Las Casas, de la misma sangre de Bartolomé, el titulado defensor de los indios. Compendio y espejo de todos podría ser el propio cura Castellanos, que no de cura sino de soldado vino con las tropas. Llegó él de España a Puerto Rico, mocosuelo de catorce años, porque para venir a las Indias, los conquistadores echaban a las naves la humanidad que a manos les venía. Fue rodelero, soldado de caballería, y cuanto el arte de la guerra pudo obligar a ser a quien se aventuraba detrás de los tesoros de América. Su movilidad le hizo viajar por todos los sitios del Caribe, remontar el río Magdalena para escalar los Andes, o ir al ría de las Amazonas, el más rico en leyendas y en azares. Se le vio en la isla de Trinidad lo mismo que en el Cabo de la Vela, en Puerto Rico, en Santa Marta, en Santa Fe o en Tunja. En la isla de Cubagua vio las cacerías de indios que cumplían los soldados de Sedeño, llevándolos en cadenas tan bien trenzadas, que cuando alguno por cansancio o enfermedad desfallecía le cortaban la cabeza para seguir la marcha sin demora. Y vio también cómo ios tigres cebados por la carne que iban dejando los españoles, se encariñaron a tal punto con la expedición que llegaron a atacar el campamento de los españoles. Por las riberas del Casanare viajó con Bautista Zapero, que en una hora de hambre se alimentó de las entrañas de un compañero muerto de calenturas. En el Cabo de la Vela y en Río Hacha vio a los indios que de día trabajaban sumergidos en el agua pescando perlas y por la noche dormían en las prisiones. Buscó oro donde lo había y donde no lo había. Fue, como se decía entonces, “de los primeros pobladores”. Combatió a los indios tayronasy anduvo errante por serranías amenazado por flechas venenosas. Como “hacen los malhechores que suelen recogerse a sagrado”, acabó en Cartagena por vestir los hábitos sacerdotales y cantar su primera misa después de más de cinco lustros de aventuras en que se le vio muchas

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veces bordeando los abismos de la muerte. Fue cura en Cartagena y aun se le nombró canónigo tesorero de su catedral. Y para buscar un término apacible a tantas correrías, se acogió a una parroquia de Tunja, que sirvió cosa de cuarenta y cinco años, mientras escribía en 145.000 versos la historia de la conquista de la Nueva Granada y las biografías de sus hombres más ilustres; murió octogenario pero fuerte. Sus huesos reposan en Tunja bajo las bóvedas de la catedral. Había recogido sus dineros. Recibió herencia y fue albacea de Domingo de Aguirre. “Además, poseía en Tunja —dice su biógrafo don Antonio Paz y Mella— y en Leiva, otras fincas urbanas y rústicas; en Vélez una hacienda que le adjudicó el gobernador Venero, con quinientas reses de ganado mayor, y cerca de Tunja un campo con diez yuntas de bueyes, cien yeguas con doce caballos y mil ovejas. Había dado también muchos dineros a censo.”

LA PAZ DE SANTA FE Hecho el hallazgo de Santa Fe de Bogotá, aclarado el misterio del reino de los chibchas, recogidas las esmeraldas que tenían los sacerdotes y los príncipes, saqueados que fueron el templo de Sogamoso y los palacios de los zaques y de los zipas, la meseta quedó reducida a lo que era: a un rústico centro campesino, un centro de paz, propicio a la leyenda. Los caballeros de capa y espada acababan sus días con el hábito de San Francisco. Las aventureras haciendo vida de matronas. La ciudad que tan arrogantemente fundó Quesada, quedó dormida por más de dos siglos, mientras las empresas mineras de la conquista y el afán de los comerciantes hacían que prosperaran otros centros. En Santa Fe no había minas, pero para venderles terciopelos y abalorios a los indios por oro

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físico, eran hábiles los encomenderos. El centro político y espiritual estaba ya fijado, pero a él no llegaban sino empleados de la Corona, que se consumían de murria y romanticismo. A fines del siglo XVII apenas llegaban a tres mil los habitantes —o almas— de Santa Fe. En el siglo XVIII no subió a 20.000 la población. Libertadas las industrias por la revolución de independencia, ensanchado el comercio por la extinción de los repartimientos y encomiendas, construidas las vías de comunicación por la república, zarandeada la población de Colombia por las guerras civiles y teniendo la burocracia y la democracia su centro en Bogotá, apenas subió, y con gran trabajo, a 100.000 habitantes esta urbe en el siglo pasado. De la ciudad antigua a la ciudad actual se pasa por el puente, todavía transitado, que lleva del mundo de las almas al mundo de los hombres. Los censos hablaron de almas hasta no hace cuarenta años. Y hablaban de almas porque no había otra cosa. Los indios no se contaron en un principio, porque se les tuvo por bestias. Almas eran los frailes y las monjas que vivían en clausura ocupando todo el centro de la ciudad. Almas eran los dueños y fantasmas que tenían a su cargo la vida nocturna. Y hasta los desalmados encomenderos y los crueles oficiales de la justicia y los tinterillos de la Real Audiencia, eran almas... que mi Dios ha de tener a fuego lento. Aquellos españoles barbados, los de pelo en pecho, los bravos de la conquista, que se amansaron apenas empezó a explotarse la colonia como un fundo, quisieron hacer el camino de regreso que de los caballos conduce a Dios. La conquista fue, después de los caballos, Dios. Quien mataba un caballo era reo de muerte. La colonia llega para darse a Dios y es feudal y supersticiosa. ¡Oh péndulo maravilloso de la historia, movido al vaivén del interés humano!...

IX LOS MOSCAS, INDIOS SUCIOS Y LADRONES De parte del muy alto e poderoso e muy católico defensor de la iglesia... yo, su criado, mensajero y capitán, vos notifico e hago saber, como mejor puedo, que Dios nuestro Señor Uno e Trino, creó el cielo e la tierra... dió cargo a uno que fue llamado Sanct Pedro, para que de todos los hombres del mundo juesse príncipe... a éste llamaron Papa, que quiere decir Admirable, Mayor... uno de estos Pontífices... hizo una donación destas islas e tierra firme al rey don Fernando (quinto de tal nombre) e Reyna y e sus sucesores... Por ende os requiero... reconozcáis a la Iglesia por Señora... del Universo... o al Rey e a la Reyna en su lugar... Si así lo hicéredes, haréis bien... Si no lo hiciéredes... vos sujetaré al yugo de la iglesia e a sus A Itezas e tomaré vuestras personas e de vuestras mugeres e hijos los haré esclavos e como tales los venderé e dispondré dellos... Eprotesto que las muertes e daños sean a vuestra culpa e no a la de sus altezas..., etc.

UNA DISCUSION ACADEMICA Hubo en esta ciudad, hace cosa de diez años, una celebrada discusión académica a la cual concurrieron muchos sabios, con el objeto de averiguar si somos un

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pueblo degenerado y si la tierra en que vivimos puede considerarse propia para albergue de los hombres. La mayoría de los sabios se puso de acuerdo en tenernos por degenerados, y el más frondoso y lírico de todos conceptuó que nuestra república no era tierra de humanidad. Sería imposible compendiar ahora mínima parte de lo que se dijo en el fragor de los discursos. Los unos sacaban a relucir nuestras enfermedades; los otros, defectos del espíritu; quién reclamaba para esta república el primer puesto entre las naciones mal alimentadas; quién, la primacía entre los pueblos artríticos; hubo uno que creyó ver en Bogotá la urbe de mayor número de gentes con manos de seis dedos; y así los que medían las respiraciones, como los que nos tomaban el pulso; los que calculaban la eliminación de la urea, como los que nos llevaban cuenta y razón de la temperatura, gritaban en coro que éramos el pueblo más vil y miserable de la tierra. El primer capítulo a que aludieron los sabios fue el de nuestros indios. Aunque pocos indios puros dejaron con vida aquí los españoles, a diferencia de lo que pasó en México, en el Ecuador, en Bolivia y en Perú, tenemos sangre suya, y el mestizaje es la forma esencial de nuestra población. Estos indios nuestros son sucios, ladrones y mentirosos. Partiendo de esa raíz, forzoso es concluir en una fronda de canallas, como la que han visto nuestros sabios, haciéndole sombra a la ciudad. Ardua labor es la de arrimar argumentos que en alguna manera puedan contrariar las proposiciones de los entendidos. Pero los brujos fáusticos de Bogotá, mientras hacían estas argumentaciones no se cuidaron nunca de averiguar cómo eran los indios antes de la conquista española. Si juzgáramos lo que fueron por lo que son, el reino de los chibchas ha debido ser poco menos que una pocilga en donde los primitivos habitantes de esta comarca, revolcándose sobre la tierra desnuda, vivirían vida, como dicen los porqueros, de porquería.

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Todo esto lo niegan las más auténticas tradiciones. No es razonable juzgar al indio precolombino a través del indio actual. La colonia fue, en primer término, un hecho económico que determinó circunstancias de vida en un todo diferentes a las que les sirvieron antes de marco a los nativos. Ese hecho económico modificó el carácter, las costumbres, la manera de vida, el punto de vista psicológico de que tradicionalmente se habían servido los indígenas para mirar el panorama de sus vidas. Ni sucios, ni ladrones, ni mentirosos fueron los chibchas: el régimen colonial los tornó tales, y por eso, la que hoy parece una raza inferior es obra y engendro de un modo de producción, de un sistema de gobierno, pero jamás consecuencia necesaria de lo que puede ser el hombre en nuestra zona. No vengo a hacer el elogio de los indios: escribo, nada más, para poner a quienes me lean delante de los hechos casi humildes en que puede apoyarse el conocimiento exacto de nuestra tradición. Diré, pues, lo que era el pueblo de los moscas, los chibchas o los muiscas en vísperas de llegar a él la conquista brava de las tres voluntades, que avanzó hasta el centro de esta meseta tras los mascarones de Quesada, Federman y Belalcázar.

VISION PANORAMICA DEL REINO MOSCA Rastreando el hilo de las voces indígenas, ha podido saberse que la civilización de los chibchas cubrió en sus mejores días territorios que van desde la América Central hasta el Ecuador. Pudo ocurrir también que los comerciantes del altiplano hubieran mantenido una zona de influencia así de grande, porque ellos, en busca del oro que no tenían, viajaban con panes de sal, con mantas de algodón, con esmeraldas, a través de todo el país que hoy es Colombia, y aun más allá. No sólo tenían ferias regula

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res en Natagaima que queda sobre las márgenes del Magdalena; en Aipe, que se halla sobre el departamento de Huila; en Vélez, de Santander, sino que sus caminos de comercio iban por el Carare hasta Santa Marta, y las esmeraldas de Somondoco se conocieron en el Perú. Este comercio fue activo y constante, y sólo vinieron a entrabarlo, ya hacia el siglo XV, las invasiones y conquistas de los caribes. Cuando llegaron los españoles, la confederación política que integraba el reino de los chibchas se había fijado sobre el territorio que cubren las mesetas de los Andes en la Cordillera Oriental, con ligeros avances sobre las vertientes de clima templado, en donde cultivaban algodón para sus tejidos. En el centro de la confederación se hallaban los dominios del Zipa, que residía en Muequetá, Bacatá o Bocatá, que quiere decir “Remate de labranzas”. El Zaque, príncipe el más poderoso después del Zipa, tuvo su capital en Ramiriquí primero, y luego en Hunsa (que decimos hoy Tunja), a cuya vista quedaron maravillados los conquistadores. El Tundama, de quien dependían no menos de once caciques, le había dado a su nación disciplina militar, y, teniendo ella buena cantidad de sangre caribe, no poca brega dio a los españoles someterla. El señor de Sogamo- so o Sogamuxi presidía cierta república teocrática: la del templo del sol, que no por ausencia de piedras fue menos maravilloso, con sus muros circulares revestidos de oro que sirvieron de pasto a una hoguera levantada por la codicia de los conquistadores. El Guanentá, que vigilaba en el extremo norte de la confederación por su seguridad y fortaleza, hacía centro a sus dominios en la Mesa de Jéridas, y tenía que resistir el empuje de los muzos y los agatáes, indios caribes y feroces, que sembraban de veneno el aire con sus flechas. Aquellos cinco reinos se tenían como los brazos de una estrella para guiar la civilización de los chibchas,

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muiscas o moscas, que no poblaban sino que ennegrecían con su prole el vasto territorio. Preguntó el general Quesada —dice el divertido autor de El Carnero— qué gente era aquélla: “respondieron los preguntados en su lengua, diciendo musca puenunga, que es lo propio que decir mucha gente. Los españoles que lo oyeron dijeron: ‘dicen que son como moscas’, y al descubrirlos lo confirmaron, y así se les pegó este nombre de moscas, que primero se acabaran todos ellos que el nombre”. No era un espectáculo miserable el que se ofrecía a la vista de los recién llegados conquistadores cuando, traspuestos los contrafuertes de la cordillera, miraron por mesetas y colinas aquellas naciones de campesinos que conjugaban todos sus esfuerzos para mantener una co- lumnilla de humo que, desprendiéndose de los fogones, ponía su pluma azulenca sobre la testera de los bohíos. Enormes cercados, con una vuelta de maderas entrelazadas y altísimos postes pintados de rojo, se veían de trecho en trecho. Rectas calzadas, anchas como para dos carretas, partían de los cercados para servir de pista a los corredores en las fiestas anuales. La tierra, parcelada. Los cultivos de papa y de maíz llevados con primor por la amorosa mano de los indios. Y pueblos de activo comercio, como Muequetá, que era el centro de los tejidos; como Nemocón, en donde se cuajaba en vasijas de barro la blanca espuma dé las fuentes saladas para llevarla en duros panes a todos los rumbos de la rosa; como Somon- doco, en donde se lavaban las rocas mediante un sistema de ingeniería hidráulica, para buscar entre la blanca córnea de los cuarzos la pupila verde de las esmeraldas; como Tocancipá, nido de alfareros, de cuyas manos salían jarras, vasos y tinajas, que decoraban con imágenes de guerreros y de lagartijas los callados adoradores del Sol y de la Luna. Aquél era el país de los moscas, indios oscuros de color de tierra, de frente angosta, negro pelo

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llovido. Los moscas zumbaban y rumbaban sobre el pan de su patria. ¿Eran aquellos indios ladrones o rateros? ¿Para qué? Es natural que en el tiempo de los encomenderos lo fueran, y que lo sigan siendo ahora. Primero, porque los encomenderos les quitaban, con los frailes doctrineros y con el gobierno de la Corona, el fruto de su trabajo, y sólo hurtando podía el indio remediar su miseria. Además la república perpetuó el mismo sistema de propiedad, y ya no fue el indio dueño ni de los montes, ni de los animales. Pero, antiguamente, cuando todos eran iguales en la repartición de las cosechas, cuando la carga de sostenimiento del Estado no pesaba sobre nadie, cuando era libre cada cual para tomar en el monte la leña de su fogón, ¿quién le iba a robar y a quién? La tierra estaba dividida, pero no alambrada como ahora. Las casas o bohíos tenían cercados, para defensa de los animales, pero las puertas, ya lo he dicho, apenas si eran tenidas con un bejuco. El gran legislador de los chibchas había formulado leyes contra el lujo: a no ser el cacique, nadie podía moverse en andas. Hoy el carácter del indio se ha modificado sustancialmente. Pero esto no es consecuencia de su naturaleza, sino la forma en que tiene que expresarse una economía que abre abismos entre las clases sociales y deja a las unas dueñas de la tierra y de sus frutos y a las otras abandonadas a su propia desolación. Negros e indios son hoy rateros y ladrones, porque así lo ha querido la organización social, porque hay una fuerza externa que a ello mueve a unos y a otros. Loj negrito cuando nacen nacen too corcovao, con laj patica pal monte y laj uña pal ganao.

Cuando no hay candela en el fogón del indio, el indio se escurre por los senderos del monte, y trae la leña. Lo

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malo no es que avive así las llamas del hogar, sino que a este acto se le dé el nombre y la categoría de robo. Hay el adagio de que “la ocasión hace al ladrón”. El estudio de las cosas puede modificar el adagio diciendo que aquí no es la ocasión, sino la necesidad. Vino la conquista y el cambio en la conducta del indio fue veloz. Los primeros cronistas ya lo vieron. Don Juan de Castellanos, después de encomiar el buen éxito de las leyes de Nemequene, que sostuvieron la moral entre los chibchas, dice que ahora, ...“según corren sus atrevimientos, más dura pugnición es necesaria, pues no tenemos ya cosa segura dentro de las ciudades, ni en los campos”.

Y Fray Pedro Simón pinta el proceso con estas palabras: De acuerdo con la ley del indio “a quien cogiesen en mentira, hurto o quitarse la mujer ajena... por la vez primera (se dijo) fuese castigado con azotes, por la segunda con infamia, por la tercera él y toda su parentela, lo cual se guardaba tan inviolablemente, que dicen ahora aquellos indios haber aprendido de los españoles a mentir y hurtar, porque hasta entonces no sabían qué cosa era esto, en que han salido bien enseñados”. Con la llegada de los españoles, y de las gallinas que trajo Federman, y de los marranos que trajo Belalcázar y de los otros animales domésticos que, junto con las primeras mujeres españolas, importó Jerónimo de Lebrón, desapareció para el indio la oportunidad de comer carne, y su antigua mesa, que era si se quiere variada, no hizo sino empobrecerse, para atender a la de los frailes y encomenderos, glotones y sensuales. El español hizo que desapareciesen de la sabana los venados y conejos que fueron antes regalo de los indios flecheros, e impuso a éstos la obligación de cuidar los ganados sin gustarlos, y de alimentar las gallinas sin lograrse de un huevo. El cacique de Guatavita, debía entregar al encomendero

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bajo cuyo tutelaje fue puesto, doscientas cuarenta mantas al año, y trescientas varas de enmaderar, ciento cincuenta estantillos, quince vigas para edificaciones, y veinticuatro venados; doce cargas de leña y diez de hierba para forraje, diariamente; veintiséis indios para servicio personal, y dos mil cuatrocientos pesos de buen oro por año. Además debía el propio cacique sostener a un cura doctrinero con cuatro hanegas de maíz y diez aves por semana y una cántara de chicha al día, los huevos y el pescado para los días de abstinencia, la leña para su cocina y la hierba para su pesebrera. Todo esto se tasó así por el oidor Briceño para acabar con los desmanes del encomendero... Basta repasar por encima los anales de la colonia para ver cómo, a todo lo largo de América, estaba ocurriendo lo mismo, y para que se aprecie la magnitud de las cargas que pesaban sobre los indios veamos este pasaje del informe que rindieron a la Corona don Jorge Juan y don Antonio Ulloa: “Para que se conozca —dice— la crecida utilidad que sacan los curas de estas fiestas —las de los patronos y las de los difuntos—, nos parece conveniente citar aquí lo que un cura de la provincia de Quito nos dijo transitando por su curato, y fue que entre fiestas y la conmemoración de los difuntos recogía todos los años más de doscientos carneros, seis mil gallinas y pollos, cuatro mil cuyes y cincuenta mil huevos, cuya memoria se conserva como se escribió en los originales de nuestros diarios.” No eran los tributos, no eran los diezmos, no eran los cargos de cofrades en las fiestas de los santos, cosas voluntarias sino obligatorias. Y tanto se alzaban las cargas sobre el indio, que esclavos quedaron ellos, pagando con sus trabajos y obras el déficit que resultaba siempre en contra suya por no alcanzar nunca a cubrir sus obligaciones. De donde resultó otra de las causas de la supuesta degeneración de la raza: el chichismo. La chicha fue el vino de los indios que les sirvió para embriagarse en las

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fiestas, en los matrimonios, en los entierros, en las carreras, en las victorias, pero jamás bebida habitual. El chichismo, estado de idiotez natural en quienes consumen a diario ese brebaje, no se conoció en la época precolombina. Cuando el español vino para arrebatarle al indio hasta el sustento, le fue preciso a éste apelar a la chicha ya no como la bebida extraordinaria, sino como un alimento habitual. Así, embriagándose, distrae la urgencia y clamor de las tripas vacías, y se adormece, olvida e idiotiza. No hay cronista que diga jamás que hubiese encontrado en pueblo alguno de América la chicha como alimento. Tan exacta es la información de que la chicha es una novedad de los regímenes instaurados por los blancos, que en una carta del doctor Fermín Fernández de Saave- dra, escrita en Chiquinquirá en 1781 al visitador español Gutiérrez de Piñérez, le sugiere “reducir la bebida de la chicha (cuyo intolerable uso ha poco más de veinte años que se entabló en estos territorios)”. Por otra parte la chicha que conocieron los moscas nada tiene que ver con la bebida actual de los indios, que es producto del contacto e invención de los blancos. No conociendo los indios, la caña de azúcar, no disponiendo de miel, tenían que usar una fórmula absolutamente distinta a la de hoy.

EL INDIO SI SE LAVO LA CARA Cuando los españoles divisaron la sabana, dice el cronista que la tierra hervía de indios. No menos de seiscientos mil eran por entonces los habitantes de estas tierras. El solo valle de Guachetá está descrito en estos términos. “En una legua escasa que tiene de largo y dos o tres tiros de mosquete de ancho, había ínás de dos mil casas o bohíos, todos poblados de gente, y los más juntos

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que estaban casi a manera de pueblo, porque los otros estaban como sembrados por todo el valle.” A medida que la colonia española fue asentándose sobre las tierras conquistadas, esta densidad de población cedió a una nación rala. Las epidemias diezmaban pueblos y familias. El indio de ahora es sucio. Desconoce la higiene. Tiende su piel como una calzada para que por ella transiten los parásitos y las enfermedades. Pero ¿fue siempre así? ¿Eran así los indios que tuvieron por delante Quesada y sus capitanes? Don Baldomero Sanín Cano adelanta una hipótesis que puede servir de farol para echar algo de luz a este problema. Los indios, sostiene él, eran aseados: los españoles no conocían el baño. Cita la frase de Brandes: “En toda Europa vivía el hombre (en el siglo XVI) rodeado de olores infectos y poseído del demonio de los parásitos. Algunas personas se lavaban, si acaso, una vez por semana, y bañarse, nadie se bañaba. Todavía en el siglo XVIII, bajó Luis XIV a la tumba sin que a él ni a sus lacayos y camareros se les hubiera ocurrido que al monarca pudiera convenirle un baño general.” Al lado de estas afirmaciones, trae Sanín Cano las de López de Gomara y Gumilla, por donde puede afirmarse que el indio practicaba las abluciones en una forma habitual. De donde el autor del ensayo sobre el descubrimiento de América y la Higiene deduce que la introducción de la mugre por los españoles fue una de las causas de las epidemias y despoblación de América. Hacia el siglo XVI se produjo en Europa una reacción, que no era la primera, contra los baños. El doctor Cabanés trae abundante documentación para demostrar que los médicos y los frailes abrieron una guerra contra las “estufas”, o baños públicos de las ciudades, que se habían convertido en lugares de citas. En España, con la toma de Granada, arreció la guerra contra las costumbres que dejaron los moros, de manera que la Inquisición solía descubrir a los infieles porque se bañaban. Ese culto

Los moscas, indios sucios y ladrones 159 al cuerpo siempre ha sido uno de los actos más combatidos por la Iglesia, y aún hoy, en los conventos, monjas, novicias y estudian tas se bañan vestidas de un camisón, llamado el “chingue”. Y a la fecha, quien pida baño en un hotel de muchos lugares de Europa, no deja de ser visto como persona extravagante. No tiene nada de extraño el hecho de que los conquistadores hubieran sido gente de poco aseo, lo cual explica no sólo la aparición de ciertos focos de infección en América, sino su propia debilidad frente a algunas enfermedades como las que hicieron pasto en las colonias y de que hablan los primeros cronistas de las Antillas. Son innumerables las citas que podrían sacarse de las crónicas primitivas para confirmar el punto de vista de Sanín Cano. Pondré, nada más, este párrafo de Palafox: “Pues sobre ser industriosos, los indios son notablemente limpios y aliñados, y en aquella pobreza con que viven no se les ve cosa desaliñada; porque como quiera que andan descalzos y que comúnmente no traen más que tres alhajas sobre sí, que son la tilma, la camisa o túnica, y unos calzones de algodón, con todo eso aquello mismo lo traen limpio y se lavan muchas veces los pies, y cuando han de entrar en la iglesia o en alguna casa procuran lavárselos primero, y en las manos, rostro y cuerpo siempre andan limpios y tienen su baño para esto, que llaman tamasca- les, y con este cuidado y limpieza crían a todos sus hijos. Luego que nacen los hijuelos los llevan al río a lavar, y aun las madres apenas los han echado de sus entrañas, cuando ellas también se van a lavar con ellos.” Que es lo que hoy se practica entre los salvajes del Amazonas. Y no se crea que la costumbre del baño hubiera sido común tan sólo a los indios de las tierras cálidas. Aquí, sobre estos páramos de la sabana que se cubren de escarcha por diciembre y por marzo, el baño era tan común como en el fondo de los valles del Cauca y del Magdalena. El cura Castellanos dice:

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Germán Arciniegas “Y es digna de notar la abstinencia y el gran recogimiento con que viven el tiempo todo que el ayuno dura. No se lavan el cuerpo, siendo cosa que todos ellos usan por momentos...”

Y luego agrega: “Y concluidos los días del ayuno... Y con cierto jabón que tienen ellos se lavan luego bien el cuerpo todo...”

¿Por qué motivo el nuevo régimen a que sometieron a los indios fue bastante a matar una costumbre secular? Las razones han debido ser diversas, y no poco debió de influir el abatimiento y la melancolía en que cayeron los indios al ver cómo los que creyeron ellos ser hijos del Sol, enviados para su bien, se tomaron en un poder militar que los redujo a la miseria y les robó las tierras y les selló los montes y les arrebató el fruto de su trabajo. Pero también tuvo que ocurrir alguna circunstancia religiosa, pues el baño, que fue entre los indios una parte del culto, podía servir de indicio a los inquisidores para tener por no cristianos a quienes lo practicasen. Tembloroso, delante del severo confesor, solía declarar el indio que había adorado las lagunas. Y en los catecismos primitivos solía ’■ preguntarse esto al indio para confundirlo con un pecado remoto y digno del fuego eterno. Los chibchas adoptaron la mugre en un afán de mimetismo para hacerse ciudada- i nos del que, para ellos sí, era un nuevo mundo. Las dos religiones se contraponían. Ya el cristianismo no tenía como rito el bautismo por inmersión. Se bautizaba con hisopos, que no de otra manera un solo obispo hubiera alcanzado, como en México, a cristianar cuatrocientos mil indios. El baño era lo diabólico, lo antiguo, lo que se confundía con la adoración de las aguas, del Sol y de la Luna.

Los moscas, indios sucios y ladrones 161 EL PROCESO DE LA MENTIRA El indio actual es doble. Tiene un alma que esconde y otra que muestra. Hay un regocijo, una malicia que se le asoma de pronto por los ojos y que no podemos saber con exactitud de qué provincia de su espíritu procede, a qué resortes íntimos obedece. El indio se ha convertido en algo inasible, misterioso, que el dominador de nuestros días trata en vano de sojuzgar. El hacendado, el capataz, se sublevan contra esa manera extraña suya de comportarse, y saben que en él no pueden confiar. Es mentiroso. Se expresa con un yo que está sobrepuesto a su auténtica personalidad. Esta doblez está indicando cómo la raza no es así. Tiene que marchar con una máscara. Hubo al principio de la conquista un hecho que debió grabarse prontamente en el ánimo de los nativos de América. Los españoles traían, como símbolo de un nuevo Dios, los caballos y la pólvora. Contra estos dos elementos, el indio estaba lejos de poder organizar su defensa. La colonia se impuso en favor de los recién llegados. Los españoles importaron el derecho romano, escrito para un pueblo de amos y esclavos, y quisieron ensayar en América lo que los romanos habían hecho con ellos, cuando el imperio hizo de la Península un feudo tributario de los Césares. Ese derecho estaba destinado a convertir estos pueblos en esclavos, y la más leve manifestación que de su personalidad hiciera el indio no venía sino a contradecir los derechos del amo, irrevocablemente más poderoso, dueño de la justicia, de los cepos, de las cárceles, de los tormentos y de la picota. El indio tuvo que hacerse cada vez más cauteloso en el ocultamiento de su yo. Y dentro de estas circunstancias, la mentira y la malicia empezaron a florecer con una profusión tan grande que ahora nos parece que una y otra cosa crecen silvestres en el alma de los chibchas.

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Que la rebeldía del indio, incapaz de manifestarse en forma de abierta hostilidad por su inferioridad física, haya adoptado los subterfugios más sutiles, es cosa que no debe sorprender. Mientras fue dueño de los productos de su trabajo, y de sus tierras y labranzas, se le vio activo, espontáneo, alegremente sujeto a la autoridad de sus caciques. Así ocurría lo mismo en el Perú que en estas desoladas alturas. Y fueron más laboriosos los incas, y hallaron mejor estímulo para el trabajo dentro de la república comunista del ayllu, que no bajo los capataces del sistema feudal de la colonia. El cronista de los chibchas anota cómo “después que vino nuestra gente son mal obedecidos los caciques”. Y es lógico. Durante su vida de pueblos independientes fueron tan leves las cargas que el Estado impuso a los indios, que nadie estuvo jamás en aprietos para cumplirlas; el cobro se hizo por sistemas benignos; la mayor pena en la demora del pago de un impuesto consistía en tener que alimentar un tigre- cilio y ver apagada la candela en el hogar. Compárese esto con lo que tenía que sufragar el campesino para aplacar la gula de tanto maganzón como de España nos vino para prosperar en cortes virreinales. Perdido entre los brazos del Cristo que le trajeron los frailes, el indio opuso una resistencia espiritual de que son hijas su pereza, sus mentiras, trampas y malicia. No hay que confundir entre un pueblo degenerado y un pueblo primitivo. Los chibchas han vivido, bajo mil conceptos, una vida rudimentaria. Compararlos con otros pueblos que sobrepasaron esas etapas de la vida para llegar a niveles más altos, es un error. El hombre de las cavernas, con sus mandíbulas formidables, su cara de simio, su frente aplanada, no puede considerarse nunca como una degeneración sino como el brazo formidable, como el tipo avanzado dentro de su medio que se impuso al resto de las fieras y que nos abrió a los de ahora el campo para asentar nuestra dominación sobre el resto de

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la fauna. Los indios, llegados un poco tarde a este suelo, trabajaron el trópico, dominaron los Andes, rasgaron con las canoas la vena turbia de los ríos, y levantaron ciudades magníficas. Pero estos indios eran feos, parecían amasados en cobre y luego fueron macerados en silencio. ¿Son ellos una desviación del tipo primitivo? Evidentemente. Pero su desviación ha ido en busca de los niveles más altos. Y ahora mismo, después de rebajados a la servidumbre por una economía colonial, empiezan a surgir en medio de su propia ruina. La moral de los pueblos, así como su carácter, cambia al compás de las formas que va imponiendo cada modo de producción. Pueblos que ahora son vagabundos, en otro tiempo se distinguieron por su laboriosidad. Los ingleses, que descuellan entre los pueblos de gente honrada, tuvieron días de ser singularmente ladrones. Quien viaja hoy por las islas británicas se maravilla de ver cómo en los puestos de periódicos el público toma un diario y pone un cobre sin que nadie le vigile: a la puerta de las casas llegan vivanderos y lecheros que dejan en los umbrales el mercado: el ratero no existe, nadie se atreve a tomar lo ajeno. ¿Se trata acaso de una virtud original en los ingleses? Absolutamente no. Los ingleses fueron en sus días un pueblo de ladrones. Cuando se formaron los grandes latifundios feudales y la nobleza destinó para la caza muchos de ellos, vinieron hambres terribles que obligaron al pueblo a robar. Coincidía esto con la circunstancia de haberse desarrollado en la Isla, por consecuencia del clima, un sentimiento de la propiedad privada más activo que en ninguna otra parte del planeta. La necesidad de defender en el invierno las reservas de forraje y de alimentos hizo del inglés, desde un principio, un hombre egoísta por excelencia. Y desarrolló el sistema de castigos más cruel de que se tenga memoria para escarmiento de los ladrones. Las clases pudientes se organizaron contra el raterismo campesino, castigando con lá

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pena de muerte toda falta cometida contra la “propiedad ajena”. Si hoy el inglés es honrado, lo es porque su espíritu se halla impresionado con el recuerdo de los abuelos suyos que murieron meciéndose en la horca, o de sus padres que sufrieron azotes en la plaza pública por un mínimo robo. Cambiando la moral de los pueblos de acuerdo con las normas externas que los rigen, no es legítimo calificar de inferior a un pueblo porque adolezca de defectos que son consecuencia de la organización jurídica. Cuando un sociólogo dice: “aquí no hay más camino sino el de la inmigración: traigamos alemanes para la cruza”, mentalmente, objeto: “el camino está en abrirle a la justicia las puertas de la ley”. El indio vive hoy vida feudal, dentro de marco feudal. Los europeos fueron sucios, mentirosos y ladrones y hoy se consideran flor y nata de la humanidad. Mientras los indios se gobernaron a sí mismos dieron ejemplo de orden, de firmeza en las instituciones jurídicas y aun de capacidad científica. Por medio de un mecanismo ingenuo, las leyes se cumplían amparadas por las sanciones más lógicas. Se castigaba la muerte con la muerte. Al que forzaba una mujer, siendo soltero, se le condenaba quitándole la vida, pero si era casado, haciendo que dos hombres solteros durmiesen con su propia mujer. Al incestuoso se le metía en un pozo habitado por sabandijas y se le cubría con una losa para que “pereciese miserablemente”. Al que era cobarde en la guerra se le sentenciaba a ir luego por los caminos con traje de mujer. Así la moral de los indios fue modelándose hasta expresarse en ejemplos heroicos que traen las crónicas de la conquista. Ahí está lo que fue el último de los zaques. Ofendido en su realeza por la traición española, enmudeció definitivamente hasta que se le llevó al tormento para arrancarle la confesión de sus tesoros. Trabajaron los hábiles verdugos para producir las más sutiles sensaciones de martirio. El zaque no tuvo sino una frase para

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mostrar su grandeza y su desprecio: “De mi cuerpo, dijo, podéis hacer cuanto os venga en gana: que lo que es sobre mi voluntad no manda nadie.” Y fueron sus últimas palabras.

x LA PRIMERA REVOLUCION LIBERAL “K cuando los pueblos osan decir, osan hacer." Fernando del Pulgar.

IÑIGO DE LOYOLA Y CARLOS III Rindamos homenaje a la memoria de don Francisco Moreno y Escandón. Su nombre está íntimamente vinculado a la hora de mayor agitación intelectual que vivió el virreinato de la Nueva Granada. De esa hora puede decirse que arranca la revolución de independencia, al menos en cuanto esta revolución se convirtió en ideal para los criollos cultos. En Moreno y Escandón se marca el preciso límite en que van a renegar los estudiantes de la escolástica que se enseñaba en las universidades de Santa Fe, para aplicarse a las ciencias matemáticas y a las naturales con un fervor que acabará por poner en sus manos las armas de la libertad. Es elocuente y admirable registrar cómo la revolución universitaria fue uno de los prólogos que tuvo la guerra de emancipación. Y cómo esa revolución ni fue un hecho aislado en la colonia ni estaba

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fuera de los programas en que se inspiraba el gobierno de Carlos III en España. La expulsión de los jesuitas, la fundación de la Biblioteca Nacional, la creación del hospicio, la Misión Botánica, los nuevos planes de estudios, son capítulos de una misma obra, en la cual así como colaboraban Mutis, Moreno y Escandón y el arzobispo-virrey, se iniciaban Caldas, Camilo Torres, Zea, en una palabra, quienes figuraron más tarde como la conciencia intelectual de la independencia. La coordinación que puede hacerse de esta revolución por la ciencia, con fenómenos contemporáneos de España y del resto de América, no amengua la importancia de nuestra propia historia: contribuye a explicarla, a aclararla, a ubicarla dentro de un marco hispanoamericano. Y al propio tiempo tiene la virtud de poner de relieve lo que significó ese reinado de Carlos III, al cual ha querido ponerle túmulo el natural resentimiento de la Compañía de Jesús, que sufrió en sus propias carnes las consecuencias de lo que se llamó el “despotismo ilustrado”. Entre las piezas que la arquitectura de la colonia dejó en Santa Fe dignas de conservarse, quizá la más bella y menos elogiada es la cúpula de la iglesia de San Carlos. Como una linterna de barro, primorosamente vidriada, ilumina media historia de nuestra vida colonial. Y por más que los padres jesuitas se hayan empeñado en alterar el nombre de la iglesia, llamándola de San Ignacio —en memoria de quien fue fundador y efe general de la Compañía—, en la lengua vulgar, en el idioma de todos los días, como acariciando una palabra justa, decimos la iglesia de San Carlos, la cúpula de San Carlos, el edificio de San Carlos, el palacio de San Carlos, porque el nombre del ilustre monarca Borbón llena esos ámbitos y resuena entre las piedras seculares.

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Germán Arciniegas “EL DESPOTISMO ILUSTRADO”

Con Carlos III España se remoza. La casa borbónica trae a la Península esa agitación de los espíritus en que arde Francia, y de mano en mano circulan los libros en donde el grávido siglo XVIII, el siglo de la Enciclopedia, echa a correr palabras mágicas de un nuevo renacimiento. La corte del rey se trueca en asamblea de los más activos pensadores, en quienes la fiebre de un entusiasmo inédito graba estampas de Utopía. Se quiere transformar a España y a sus colonias en hogares de cultura. Por esas llanuras secas en donde se venían paseando desde hacía tantos siglos las pálidas imágenes del Greco, los ascetas de Zurbarán, hostiles a toda liviandad renacentista, querían los ministros de Carlos III agitar las ideas de su siglo, poner a galopar el júbilo de los descubrimientos con que las ciencias empezaban a alegrar los paisajes de Europa. Se planearon entonces reformas universitarias, se quiso redimir de su ignorancia a las colonias, se formuló la política que ha pasado a la historia con el nombre de “despotismo ilustrado”, se obtuvo el Breve de Clemente XIV sobre la expulsión de los jesuítas. Hay una figura central que brilla en este momento en la política española: don José Moñino y Redondo, conde de Floridablanca. Como todos los grandes hombres de España, Floridablanca tuvo días de incomparable grandeza y horas de infinita desolación. Hombre de confianza y el primer ministro de Carlos III, realiza a su lado la obra administrativa más trascendental que por siglos pudo admirar España; víctima de los celos de Godoy, bajo el reinado de Carlos IV, se hunde en las sombras del extrañamiento de la corte, y ve desmoronarse la grandeza de España, hasta que, ya muy tarde, se ven forzados los reyes a reclamar sus servicios. Los días en que Floridablanca fue grande en la Península corresponden precisamente a aquéllos en que en la Nueva Granada ocurrieron

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la Misión Botánica, la revolución de los estudios, la fundación de la biblioteca pública, la actuación del fiscal don Francisco Moreno y Escandón. Pocos capítulos son tan dramáticos en la vida de don José Moñino como los que hacen referencia a sus gestiones ante el Vaticano para obtener el Breve “Dominus ac Redemptor” de la Compañía de Jesús. La Corona le había perdido toda confianza a la Orden, se sabía de la tesis en que los padres sostenían el derecho al regicidio, había desazón por la decadencia de los estudios en sus colegios, y las órdenes rivales miraban con no oculta envidia los progresos materiales que la Compañía alcanzaba en España y en América. Una profusa literatura salida de todas las universidades, suscrita por el clero de todas las ciudades, creaba un clima cada vez más adverso a los jesuitas. Y don José Moñino recibió la misión de recabar del Papa el Breve de la expulsión. Con un trabajo sutil, hábil, de la más fina penetración diplomática, en conversaciones con el Papa, con sus representantes, con los cardenales, fue conquistando lentamente la voluntad del Papa en el sentido de expedir el Breve. La correspondencia de las gestiones de don José Moñino es, en esta materia, un tratado de empresas diplomáticas, salpicado de graciosas anécdotas. Al fin se hizo todo al gusto del enviado español, y el Papa, que se había retirado a orar por espacio de quince días a fin de implorar la ayuda de Dios antes de tomar ninguna determinación, sancionó el Breve que prácticamente había sido redactado por José Moñino. Cuando el rey Carlos III le preguntó a don José qué favor quería recibir a trueque de su triunfo ante la Santa Sede, don José respondió: “En lo que toca a la denominación del título con que el rey quiere honrarme, me parece tomarlo de un pedazo de tierra que posee mi casa, llamado ‘Floridablanca’; en esto me acomodo a lo que tal vez agradará a los míos. A

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mí me bastará la denominación de Conde; soy poco versado en estas cosas.”

EL LIBERALISMO EN AMERICA Hay una instrucción reservada de Floridablanca, para la dirección de la Junta de Estado que Carlos III creó por iniciativa del propio Floridablanca, en donde encontrará el lector las propias iniciativas que tomó en Santa Fe el fiscal don Francisco Moreno y Escandón. No fue invención original de los nuestros un plan tan vasto como el que estaba destinado a la transformación espiritual de las colonias. Ese plan lo estudiaron, desarrollaron y ordenaron los ministros del despotismo ilustrado: don Manuel de Roda, Campomanes, Floridablanca... El primer esquema del liberalismo europeo, precursor de la Revolución Francesa, estaba incluido en los prospectos de la Enciclopedia. Ese liberalismo penetró a España bajo el imperio de los Borbones. Y representantes de ese liberalismo fueron, en el virreinato de la Nueva Granada, Mutis, el arzobispo-virrey, el fiscal Moreno y Escandón. Cuando los frailes dominicos le tendieron a Mutis celada para que cayera en las redes de la Inquisición, Mutis demostró, ante el más selecto auditorio que tuvo la colonia en Santa Fe, cómo la teoría de Copérnico, por la cual se le acusaba, según la cual la Tierra gira alrededor del Sol, tenía la comprobación científica que no se veía en el sistema geocéntrico, enseñado por los frailes dominicos, en la universidad tomística, y según el cual el Sol giraba alrededor de la Tierra. Emplazado Mutis ante la Inquisición, declaró entre otras cosas que obedecía “a las sabias disposiciones de nuestro católico monarca el señor don Carlos III, y de su real y supremo consejo, que en el nuevo arreglo de estudios han mandado se críen en

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las universidades el Newton, el Wolfio y Musschenbroek, autores que asertivamente defienden el sistema copernicano”. La expulsión de los jesuitas determinó en el virreinato de la Nueva Granada, como en las demás colonias de América, la formación de nuevos planes de estudio, en la forma anunciada por Mutis. El fiscal Moreno y Escandón, que había tenido la oportunidad de comprobar, en un viaje que hizo a España, el nuevo ambiente que se respiraba en la corte, que supo entonces de la revolución universitaria que allí se preparaba, formuló el célebre plan, incorporando en él las ciencias que Mutis propiciaba. Más tarde, en la relación de mando del arzobispo-virrey, aparece una nueva defensa de esta política de Carlos III. El arzobispo-virrey dice, en efecto, que reconociendo el hecho de que los frailes dominicos no podían llenar las benéficas intenciones del monarca en materia de instrucción superior, había sido necesario promover la fundación de una universidad pública, para la cual se elaboró un plan que se dirigía “a substituir las útiles ciencias exactas en lugar de las meramente especulativas, en que hasta ahora lastimosamente se había perdido el tiempo”. Y luego agrega: “es preciso que en este reino no se excusen las cátedras de botánica, química y metalurgia, necesarias en el país de los metales y las preciosidades”. Servía el arzobispo-virrey al despotismo ilustrado, cuyas ambiciones en materias de educación pública pueden inducirse de este fragmento de la instrucción reservada de Floridablanca: “Las enseñanzas públicas y las academias tienen por objeto el complemento de la educación que es la instrucción sólida de mis súbditos en todos los conocimientos humanos. En esta parte, lo que hace más falta es el estudio de las ciencias exactas, como las matemáticas, la astronomía, la física experimental, la química, la historia

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natural, la mineralogía, la hidráulica, la maquinaria y otras ciencias prácticas.” La expulsión de los jesuítas no produjo ningún alboroto en la Nueva Granada. Cuando los santafereños, y más que los santafereños: las beatas santafereñas, despertaron una mañana, encontraron cerrada la iglesia de la Compañía y la noticia de que los padres habían tomado el camino del destierro. Hubo leves manifestaciones entre los estudiantes, que luego pasaron al olvido. La expulsión de los jesuítas ocurrió el 31 de julio. Moreno y Escandón practicó la expulsión ese día de la fiesta de San Ignacio. “Al tiempo del extrañamiento, dice el historiador Ibáñez, nadie osó protestar contra la medida real. Explica en parte este silencio, el caudal de los jesuítas que hacía competencia a los ricos de la colonia: los privados de fortuna alimentaron la esperanza de que las propiedades de la Compañía las vendería la Corona a los particulares, y la opinión pública había aceptado algunas acusaciones que en otras partes se habían hecho contra la Compañía.” Tras la expulsión de los jesuítas se precipita la política del despotismo ilustrado. Una de las cuestiones que entonces preocupaban más a los ministros de Carlos III era la de los expósitos. Y una de las obras más laudables, y que más honran a Moreno y Escandón, es la fundación del hospicio, aprovechando para ello los edificios tomados entonces a los jesuítas. Floridablanca, en su instrucción reservada, se extiende con especial cuidado hablando del tema de los expósitos. Esos apartes de su ensayo se consideran como la más feliz anticipación de la ciencia moderna en materia de hospicios. Entre nosotros, a raíz de la expulsión de los jesuítas, no sólo no decayó, sino que prosperó la ciencia en forma inesperada. El nombre de Carlos III viene íntimamente unido a la apertura en el virreinato de la cátedra libre, la iniciación del periodismo, la creación de la biblioteca, la

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Expedición Botánica, el viaje de Humboldt y de los sabios europeos a América, la fundación de escuelas de dibujo y arquitectura, la creación del observatorio astronómico, el remozamiento de la geografía americana, las cátedras de medicina, en una palabra: el verdadero descubrimiento de América. Sacerdotes como Mutis y el arzobispo-virrey, que trajeron de España esta semilla de nueva cultura, se incorporaron a la obra. Nació entonces la historia natural de América. Libros tan revolucionarios como los de Jorge Juan, gran ensayo de sociología americana, aparecen elogiados por el mismo Mutis, ante el propio tribunal del Santo Oficio, que tuvo a su cargo un oficio no rigurosamente santo. La fórmula del despotismo ilustrado tenía en sí una profunda contradicción. El propio Floridablanca debió ver con terror, hacia el fin de su vida, cómo le había abierto con ella una grieta al imperio de España en América, y aun se estremeció ante los primeros cañonazos del 14 de julio de 1789. Por la ilustración se iba a la democracia que acabaría con el absolutismo. Rota la cáscara de la tesis, aparecieron libres las colonias americanas. Y se cumplió el primer ensayo liberal de América.

XI LOS ALEGRES FANDANGOS DE QUITO Como yo he frecuentado la casa de este sabio, como hemos vivido un mes juntos en una bella hacienda, hemos tenido ocasiones repetidas de que él conozca mi diverso modo de pensar en materia de placeres. Cuando se hablaba de ellos, yo no podía sino mostrar en mi semblante, mi disgusto y en cierto modo mi indignación. La Providencia me dió unos padres celosos de la pureza de sus hijos... Caldas.

ESCENAS DEL ROMANTICISMO Hacia el otoño de la colonia, el liberalismo, en su forma elemental y primaria de una lucha por libertar el pensamiento y romper la economía feudal, se infiltra en la vida americana y le da un nuevo tono a todas las cosas. Entró a nuestras costumbres más por la universidad que por el comercio. Si se exceptúa el caso de Buenos Aires, en donde hubo un principio de escuela mercantil, en el resto de América la revolución había sido primero una

Los alegres fandangos de Quito

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revuelta de campesinos, y luego de los criollos, que aspiraban a librarse de pagar impuestos a la Corona. Con el reinado de Carlos III se introdujo en las universidades lo primero que en materia de ciencias aquí se conoció. Sobre el espíritu virgen de los americanos, aquello produjo el efecto de una terrible explosión. Este primer filo de luz apasionó de tal suerte a la juventud que se produjeron casos de apasionamiento místico. Cada cual se esforzaba por superar a los demás en el entusiasmo de las experimentaciones. Sería interesante estudiar en detalle los desquiciamientos que se produjeron en el espíritu de la juventud a causa de aquella pasión tremenda de estudiar, de conocer la historia natural de América. No se sabe si reír o si llorar ante aquel cuadro lleno de ingenuidad y fe. En el colombiano Francisco José de Caldas se podría estudiar todo este complejo. De un seminarista pacato, que se ruboriza porque Humboldt habla de amor, sale un hombre de ciencia que descubre todo lo que los libros no alcanzan a enseñarle. Le encarga a un amigo que le consiga mujer, se enamora de ella sin conocerla y derrama en las cartas la más cálida literatura que pueda imaginarse, aprendida en las páginas ardientes de un romanticismo que él no puede sentir, pero que adopta como parte de su fe política y filosófica. No llena el alma de su esposa, que ni le entiende ni le puede humanizar, y sólo la muerte inesperada del sabio le ahorra un ocaso amargo y melancólico. Pero este mismo marido torpe, cuando la hora de la revolución llega, se convierte en el más activo soldado, redacta el diario político, sale a fundir cañones, a montar fábricas de pólvora, a jugarse la vida en los azares de la revolución. Sin perjuicio, eso sí, de que su voz se adelgace hasta el llanto, hasta la súplica más honda, implorando la vida, cuando el pacificador español dicta la sentencia que le llevará al cadalso. Es imposible recoger toda la emoción de esta vida cándida y turbulenta, apasionada y absurda, en un solo cuadro. Para decirlo todo, bastaría

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leer su testamento, escrito en una sola llana, en la prisión. Es el resumen de una vida consagrada a la ciencia, a la revolución, al amor de todas las cosas, menos de la que es materia particular de esa pasión. Su incidente con Humboldt explica buena parte de la historia de entonces. Su testamento, que abre otro mundo de consideraciones, dice: “En la ciudad de Santa Fe, a 29 de octubre de 1816, el doctor Francisco Caldas, habiendo obtenido permiso para poder hacer algunas declaraciones correspondientes al descargo de su conciencia, se me hizo comparecer para este efecto, de orden de don Melchor Castaños, y en presencia del oficial de guardia expuso ser católico, apostólico, casado y no velado con doña María Manuela Barona, de cuyo matrimonio han tenido y procreado por sus hijos legítimos a Liborio, Ignacia, Juliana y Ana María, de los cuales dos han muerto en su juventud y dos viven. “Declara que cuando contrajo dicho matrimonio recibió en parte del haber de su legítima esposa una negrita esclava con otras frioleras de uso y de poco valor. Con lo que y no teniendo otras cosas de que poder hacer declaración para descargo de su conciencia, pues aunque debe algunas cantidades no tiene con qué satisfacerlas, y sólo sí pide perdón a los acreedores, se concluyó esta diligencia que firma con el señor oficial de guardia, por ante mí, de que doy fe, etc.”

TEATRO DE GAZMOÑERIA La ruptura entre Caldas y el barón de Humboldt es un capítulo de cómo las mujeres modifican el curso de la historia. Es un incidente trágico, el que le impidió al sabio prusiano hacer su excursión de brazo con el astrónomo

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de Popayán, por la gazmoñería santafereña de Caldas. Si Caldas hubiese podido colocar su nombre al lado del de Humboldt, América habría entrado como una rama en el árbol de la ciencia occidental. Pero, hubo faldas de por medio, y aquí estamos parados y perplejos mirando las contradicciones de la historia. El pobre Caldas, seminarista, payanés y santafereño, criado entre nubes de incienso y sobrecogido de horror por las mujeres, creyó que Quito era poco menos que una Sodoma, y, mientras Humboldt se divertía, el sabio nuestro se persignaba. Quito fue nido de pintores e imagineros. Produjo retablos para todos los hogares de América. Madre de iglesias y conventos, nos obliga a asociar su nombre con los recuerdos místicos de la colonia. Pero era también el “tamborito” de América, donde se bailaban los fandangos más rasgados y se saboreaban las mistelas más dulces y traidoras. El barón de Humboldt, mientras permaneció en Bogotá, se comportó con mesura y discreción de sabio. Los días se le hacían minutos yendo a las salinas, midiendo la altura del Tequendama, estudiando la geología del lugar, repasando herbarios y pinchando insectos. Las noches se las pasaba en vela, escribiendo en las carteras el mayor número de signos que jamás se pasaron al papel por estas tierras. Pero todo fue llegar a Quito, y ¡adiós herbarios y carteras! El barón sintió un hervor de sangre que, aunque no se atrevía a decirlo el sabio Caldas, ¡le llevó a besar labios de mujer! Para comprender cómo pudieron ocurrir horrores semejantes, tomemos las noticias de Jorge Juan y Antonio Ulloa. Dos tenientes generales de la armada no tenían por qué escandalizarse de nada. Estos tenientes asisten a los fandangos y ¡qué miran! Que hasta los pobres frailes, arrastrados por la locura de los aguardientes, por criollas y mulatas, se perdían por los caminos del mundo. Luego

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que empieza el baile, dicen los autores, empieza el desorden en la bebida de aguardiente y mistelas, y a proporción que se calientan las cabezas, va mudándose la diversión en deshonestidad, y en acciones tan descompuestas y torpes, que sería temeridad el quererlas referir... Graves cosas agregan los autores, que juzgo mejor dejarlas en el fondo de sus memorias. Pero ocurre de paso pensar en que las ciudades más contenidas, suelen echarse a vuelo así que carecen de rector capaz de poner en vigencia las reglas cristianas. A un convento de Tunja llegó la madre Josefa, sufrida y emprendedora y enérgica como la desventurada y venturosísima Teresa de Jesús. “Cada monjita, dice su biógrafo, tenía dos criadas y aun más para su servicio; había numerosas seglares que mediante una pensión podían habitar en la comunidad; había también niñas que se destinaban al Señor y que se entregaban a las monjas al cumplir dos años. Aquello era un pequeño mundo en donde prosperaban la inquietud, la distracción, los chismes y los celos; sus reverencias, más que en la oración, ocupábanse... en malquistarse unas con otras y con los respectivos confesores; en hurtar los cacharros de adorno de las celdas; en destruir en el huerto los árboles y los surcos de las enemigas; en divertirse con los particulares que solicitaban devociones a las monjas, procurando enamorar a los novios de las otras para aumentar el número de los propios.” Recuerda esta historia, a la monja de Avila oyendo a úna religiosa antigua que se le acercaba y le decía: “Perra loca, perra loca santimoñera, que has de ser aquí eterna para tormento de todas, comulgadora que te he de quitar de la gratícula y del confesionario: ¿por qué me deshonras, santa?” Quito no era el convento de Tunja. Era peor. Un día llegan los sabios españoles a la celda de un cura y lo encuentran desmayado en el lecho, rodeado de tres mujeres mozas de buen parecer que le sahúman y hacen dili

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gencias para que vuelva en sí. Y averiguando la causa del desmayo, saben que le había ocurrido en el púlpito, porque al iniciar la prédica dieron sus ojos con los de una joven con quien se hallaba él enojado, por haber reñido la víspera, y que fue indiscretamente a ponérsele delante en la iglesia del convento de monjas donde estaba predicando, “arrebatándosele la cólera con el efecto de su vista”. En síntesis: los últimos días de la colonia se estaban empañando con los peores vicios. Aquello no duró siglos por la providencial ocurrencia de la guerra que capitaneó Simón Bolívar. Pero cuando llegaron las expediciones científicas, se estaba aún viviendo en una colonia azufrada.

LA INEXPERIENCIA AMOROSA DE CALDAS Cuando Caldas se vio delante de Humboldt, que le abría todos los caminos de las ciencias por donde él, Caldas, apenas avanzaba a tientas, se le ocurrió acompañarlo en sus viajes. El primer hombre en el mundo que podía apreciar todo el panorama de la historia natural de América era Humboldt; Caldas, si lograba viajar con él, lo aprendería todo. Escribió a Mutis. Había que financiar el proyecto y proponerlo a Humboldt. Pasan algunas semanas de emocionada espera, durante las cuales Caldas trabaja con Humboldt, le confía los resultados de sus investigaciones y recibe en cambio un caudal insospechado de conocimientos. Un día llega carta de Mutis. Caldas corre de un extremo a otro de su pieza, levanta los pliegos en donde ya espera topar con el milagro, los besa, y se le humedecen los ojos. Desolado, corre a casa de Humboldt. Cuando se encuentra frente a frente con el prusiano, le parece frío, reservado, un si es no es hosco. ¿Le ha dicho algo

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Mutis de mi proyecto?, pregunta Caldas. Absolutamente nada, le responde Humboldt. Hay un compás de perplejidad. No se explica Caldas qué haya pasado. Luego le dice Humboldt: Le he mentido a usted; ciertamente Mutis me habla de su viaje conmigo, pero yo debo salir solo: no me es posible llevarle. Las esperanzas de Caldas caen rotas. ¿Qué ha ocurrido? El dinero que fuera necesario, el apoyo del gobierno virreinal, todo está conseguido. Sólo el barón se niega a llevarle en su compañía. Se dijo que alegaba la debilidad física de Caldas para emprender viajes tan penosos. Mentira: Caldas demostró, y había demostrado, su resistencia física para soportar el rigor de las más duras ascensiones. Lo único evidente era que Caldas tenía una moral de seminarista que chocaba con la moral de mundo que soplaba por el espíritu de Humboldt deliciosamente. Sobre todo bajo el encanto de la ciudad de Quito. Caldas lo dice en sus cartas. Su padre le había educado bajo un rigor inflexible. Cuando estuvo en edad de salir para Santa Fe de Bogotá lo envió sellado con los siete sellos de las siete virtudes. La ciencia se chupó sus facultades. El día en que, ya en edad de contraer matrimonio, tuvo que contemplar este problema, se casó de memoria, por poder y sin conocer la novia. El hermoso barón de Humboldt, que iba por América con el desenfado de un gran señor, lo mismo que se paseaba por los paisajes de la ciencia, miraba la vida sin cercenarle nada, como si hubiese aprendido a vivirla a la manera de su contemporáneo Goethe, amigo de su hermano, bajo el impulso generoso de la naturaleza que ha sabido acordar tan bien los compases del amor en medio del ajetreo árido de la vida. “Este ingrato pueril parte para Lima”, decía Caldas cuando salió Humboldt, y en otra carta: “Humboldt partió de aquí el 8 del corriente con Mr. Bonpland y su Adonis, que no le estorbaba para viajar como Caldas.”

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Qué diferencia con Mutis, “este monstruo de virtud”, como dice el propio Caldas. “Si yo viviera en el paganismo, habría creído que Venus, irritada porque no había querido sacrificar en tantos templos como tiene en Quito, había excitado esta borrasca contra mí.” La experiencia de Quito fue una bendición. Humboldt había tenido tiempo para darse cuenta de que entre él y Caldas había dos maneras de ver la vida que fatalmente hubieran producido un choque tarde o temprano. Caldas, que veía con repugnancia las liviandades del maestro, no pudo dejar de observarle, para reprenderle en lo íntimo de su conciencia escrupulosa. Escribía Caldas: “El aire de Quito está envenenado: no se respiran sino placeres; ios precipicios, los escollos de la virtud se multiplican, y se puede creer que el templo de Venus se ha trasladado de Chipre a esta ciudad. Entra el barón a esta Babilonia, contrae por su desgracia amistad con unos jóvenes obscenos, disolutos: le arrastran a las casas en que reina el amor impuro; se apodera esta pasión vergonzosa de su corazón, y ciega a este sabio joven hasta un punto en que no se puede creer. Este es Telémaco en la isla de Calipso. Los trabajos matemáticos se entibian, no se visitan las pirámides, y cuando el amor a la gloria reanima a este viajero, quiere mezclar sus debilidades con las sublimes funciones de las ciencias. Mide una base en las llanuras de Quito, aquí viene el objeto de sus amores, o el de los cómplices de sus fragilidades. A veces compadezco a este joven, a veces me irrito. Cuando me anima esta última pasión, me parece que veo reanimarse las cenizas de Newton, de Newton que no llegó a mujer, y con un semblante airado y terrible decir al joven prusiano: ¿así imitas el ejemplo de pureza que dejé a mis sucesores?” Humboldt alcanzó a prever, a antever, este sermón emboscado, y resolvió dejar que prosperase solo el genio de Caldas, cuya evolución, por otra parte, fue tan fecun

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da para la política, para la revolución, para las ciencias neogranadinas. Es posible que el momento de intensidad que vivía el virreinato justificase esos monstruos de la virtud. La educación que recibió el sabio, y que no era de excepción, en Santa Fe, adolecía de una falla. Aquellos jóvenes carecían del “roce social”.

XII EL LENGUAJE DE LAS TEJAS Lo demás de las casas todo era madera y paja o terrados, porque teja, ladrillo ni cal no vemos reliquia dello. Pedro Cieza de León.

DEL TECHO PAJIZO A LOS TEJADOS Viajando en avión podemos ver de un solo golpe techos grises de paja, tejados de barro cocido y casitas de teja metálica. Representan los tres tipos de cultura que se han turnado cronológicamente en el país. Si hay algo que le dé o imprima carácter, que “caracterice” a una arquitectura, es la manera de cubrir los edificios. Toda la personalidad de las construcciones españolas está en las tejas. La de los bohíos o ranchos en los techos de paja. En la época precolombina, así entre los chibchas como en la selva amazónica que poblaban omaguas y huitotos, ticunas y jíbaros, por toda la extensión del continente, casi siempre las casas se protegían por una cubierta vegetal. Las terrazas de los palacios, los techos

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de piedra eran la excepción. Entre los incas, los grandes edificios de piedra del Cuzco tenían techo de paja, como entre los mayas y aztecas. No digamos nada de las chozas comunes que servían de vivienda a los del pueblo. Es necesario salirse del mapa social de entonces, caer en tribus de una vida primitiva, para dar con las habitaciones de pieles que usaban algunos nómadas, o con las de bloques de piedra o hielo de los esquimales. Pero en la América culta precolombina el techo de paja es la nota distintiva. En la época colonial el español introduce, con sus costumbres familiares, un tipo de construcción que cubren rosadas canales de barro en donde el tiempo va poniendo rosetas verde-azuladas de liqúenes. La teja, para el español, marca la línea divisoria entre lo humano y lo divino, la frontera hasta donde llegan, de un lado sus afanes y desvelos, y del otro la trémula marea del infinito con sus ondas de un azul transparente; para hablar de lo terreno y mundano, dice: de tejas para abajo; y para referirse al orden sobrenatural: de tejas para arriba. Qué iban a suponer los pobres indios de América que la introducción de los tejados, que la raya ondulada de los aleros, del ala acogedora de la casa bajo la cual hacen nido las golondrinas, fuera como un dogma en donde se encerraran las futuras claves de su destino. El español afirmaba en la teja su cultura y su poder. En las escrituras notariales se dijo siempre: “una casa de tapia y teja”, como para hacer definición de la morada de los nuevos amos. Las pobres gentes, cuando en el campo dan las señas de un camino o de una estancia, apoyan su orientación en la “casa de teja”. La casa de teja es la del encomendero, es la de “mi amo”. “Al llegar a la casa de teja — dice el indio—, tome el camino de la derecha.” “Es el rancho que queda antes de la casa de teja.” La casa de teja es la casona que tiene graneros y pesebreras, patios en donde aventar el maíz o poner a asolear el cacao, huerto

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en donde crecen los árboles frutales, ronda de niñas consentidas y caprichosas, blancas y limpias, cuyo ruedo de la falda lame en rueda la servidumbre de indias diciendo: ¡Qué linda que está la niña! Viene la república. Ya nada nos importa el carácter español. Queremos hacer ostentosos gestos de independencia. Nos parece que estamos dejando a la espalda la ciudad conventual. Durante un siglo repetimos: “Esto está más atrasado que la colonia”, con lo cual queremos significar que eso era abismo de tinieblas. Como la independencia nos ha venido en parte de los ingleses —porque fueron los ingleses de Filadelfia quienes primero nos regalaron con la fórmula republicana, y luego Inglaterra nos prestó unas cuantas libras para ayuda de costas en la guerra—, nos da por tomar de Inglaterra la mayor colección de hábitos nuevos, con que ofender a la tradición española de los chapetones. Los costumbristas han descrito el cambio que se experimentó en las ciudades de América cuando a los alegres saraos a que convidaban nuestras abuelas y que tenían por centro de interés una taza de chocolate, sucedieron los tés, el té de las cinco, flor de la cultura inglesa, apoyada en la explotación de la India y fundada en un género de consumo colonial típicamente inglés. El mayor tono que se dieron por un siglo los americanos fue cambiar los géneros de Castilla por artículos ingleses. Ya no se volvieron a mencionar paños de Córdoba, sino ingleses. Ingleses eran los vidrios de las ventanas. El calzado inglés, el mejor. El corte del vestido, inglés. Se trocaron las casacas de terciopelo y cascadas de encajes, y chambergos, por trajes de corte inglés, por el smoking y el jaquet y el cuello duro y el sombrero duro. Hasta las indias empezaron a vestir con zarazas de Man- chester, que fue la mayor influencia de la escuela man- chesteriana registrada a principios de la república. Dejamos durante mucho tiempo los toros, y las cuadrillas y lanceros que corrían en caballos de sangre árabe los

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cachacos, por el hipódromo con carreras de jockeys y boletas de “turf”. Aun llegamos a extremos más dignos de admiración: introdujimos algunas enfermedades, como el “spleen” londinense, que es fundamentalmente distinto de la hipocondría, castiza y castellana. Desde un punto de vista científico, hay algo en donde el carácter queda estampado con mayor precisión que en las tejas: la letra. Por eso se habla en la letra de caracteres. Y nosotros, a causa de la independencia, dejamos la letra pas- trana española, por los “caracteres” ingleses. Pero en el curso de estas evoluciones, teníamos que acabar con las tejas. Y como primera providencia suprimimos el voladizo de los tejados, el alero, y levantamos áticos. A los nuevos ciudadanos nos dan rubor los tejados españoles, y los ocultamos. Finalmente introdujimos teja inglesa legítima, metálica, galvanizada. En edificios muy presuntuosos suelen colocarse latas para cubrirlos. Es la misma teja que usan para sus colonias los ingleses... Las tres épocas en que se divide la historia de nuestros tejados, y que son las épocas en que racionalmente se divide la cultura patria, están separadas por dos grandes zanjones, que sirvieron de cauce para que corriera la sangre de las negociaciones violentas que prescribe la dialéctica marxista: entre la América precolombina y la Colonia, está la guerra de la conquista, y entre la Colonia y la República está la guerra de independencia. La guerra de conquista fue un huracán desencadenado sobre chozas y bohíos, que vieron volar la paja de los techos para quedar el indio desnudo, bajo la luna brava. La guerra de independencia rompió la cáscara de barro cocido de España, rompió la vasija del alfarero en donde se guardaba el vino colonial. De todo nos queda, sin embargo, un poco. Y si levantáis las techumbres con la imaginación, si de este abigarrado conjunto de casitas que veis desde el avión: casitas de paja, casitas de barro y casitas de metal, sacáis a luz los hogares, veréis cosas dignas de una novela.

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TIEMPOS DE PAJA, BARRO Y CAÑABRAVA Repasando el mapa de las antiguas culturas americanas se encuentra una perfecta distribución de los tipos de casas, hecha de acuerdo con los materiales de construcción propios de cada comarca. Los yecuanás, los jíbaros, los malocas, los huitotos y ticunas, los omaguas y los coreguajes, es decir: las naciones de indios que habitan hoy, y habitaban entonces, la hoya del Amazonas, han construido sus casas con pilares de madera y techumbres de hojas de palma. Unas veces han hecho sus casas circulares, como los jíbaros. Los malocas las han edificado en rectángulos. Es el tipo que corresponde a los pueblos situados en parecidas condiciones geográficas: los del sur de la China y Cochinchina, la mayor parte de la Oceanía y el centro de Africa. A medida que las condiciones climáticas cambian, cuando de la selva tropical y de las pampas se pasa a los Andes o se entra a los desiertos o al valle del Nilo, o al centro del Asia o a la cuenca del Mediterráneo, van apareciendo, lo mismo en el Africa que en Asia o en América, nuevos tipos de habitaciones. En Europa, en el Mediterráneo, prosperaron grandes civilizaciones de piedra, lo mismo que en el Egipto. Los griegos y romanos labraron en piedra sus templos y las casas principales, y en piedra construyeron calzadas y acueductos, y en piedra los famosos puentes romanos. “Desde el punto de vista geográfico —dice Vidal de la Blache—, la significación de la piedra consiste en el empleo que se haga de ella para las construcciones humanas. El granito que se desconcha bajo el golpe del martillo y el cincel, los esquistos que se cortan en losas, encuentran su empleo propio; pero la piedra de construcción por excelencia es la que se deja tallar por el cincel, dividir en cubos regulares, y pulir: es la que se presta para todas las posibles combinaciones de forma que puedan imaginarse

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y que crea el arte de los arquitectos. Las calcáreas y, en menor grado, las areniscas, han sido el fundamento de los grandes movimientos en el arte de construir. Existe una relación íntima entre la roca y los monumentos. Las calcáreas de Yucatán son inseparables de los monumentos mayas. Las areniscas que bordean al sur el valle del Ganges, evocan la imagen de ciudades monumentales que se suceden desde Delhi hasta Benarés, como las areniscas de los Vosgos anuncian las catedrales y castillos del valle del Rhin. En areniscas se tallaron los grabados rupestres del Sáhara argelino, donde se muestran las viejas aptitudes que para el arte tiene la raza berberisca; la arenisca conserva en los edificios de Petra la admirable integridad de sus cornisas y su ornamentación. Las ciudades fortificadas de los pueblos de Colorado y de Nuevo México están construidas casi siempre con piedras areniscas extraídas en el propio lugar. Tan próxima es la relación que existe entre la piedra y la arquitectura, que muchas veces, lo mismo en Baux que en Pro venza, rocas y casas se confunden en una blancura deslumbrante.” Trasladando estas observaciones a nuestra América, las civilizaciones de piedra ocurrieron en los puntos geográficos en que debían ocurrir Era absurdo que en el Amazonas se hallara un ídolo de piedra, si allá un granito de ese material se tiene por una joya. Cuando Waldó Frank visitó el antiguo escenario de los incas, dijo que todo el paisaje estaba dominado por la piedra. Ahí está la explicación de Tiahuanaco, de Cuzco, de Machu-Picchu. Y la explicación al mismo tiempo de los mayas y de los aztecas, y la de la Isla de Pascua; y en parte la de San Agustín, el santuario monumental que encierra centenares de estatuas gigantescas, y que rozaba los linderos de los chibchas, que no dejaron en piedra nada, absolutamente nada, si se exceptúan unas columnas desnudas que debieron arrastrar los indios a distancia de muchos kilómetros.

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De Yucatán hacia el sur y de las últimas derivaciones del Imperio Incaico hacia el norte, van apareciendo culturas diferentes, que no usan, que no pueden usar la piedra sino en casos excepcionales. Ya en Guatemala se han descubierto monumentos en tierra cocida, en ladrillo, que tendrían su correspondencia geográfica en la cultura de Asiria o Babilonia. De México hacia el norte también desaparece la cultura en piedra, como del otro lado del Atlántico en la Europa Central. Las combinaciones de madera y barro, que defienden del rigor de las estaciones y que aprovechaban el material de las regiones, lo mismo se presentan, desde tiempos muy remotos, en América del Norte que en Alemania o en las costas del Báltico. El hombre y su paisaje se combinan. La piedra, como es obvio, hiere nuestra imaginación con el espectáculo de lo monumental. El templo del sol de Sogamoso ha quedado flotando apenas en la leyenda, porque se afirmaba sobre estantillos de madera, estaba cubierto de paja, y los españoles lo incendiaron. Los primores que allí se guardaban en láminas de oro, en estatuas de oro y esmeraldas, cayeron en el crisol de la conquista para fundir imágenes de los reyes de España, tan notables como las de los dioses chibchas. El templo del sol es ahora mito, humo, paja, cuento. En cambio, ¡qué pasmo despiertan en nosotros las pirámides y templos de Chichén-Itzá, de Uxal o de Labna! ¡Qué jubilo el descubrir los gigantones de piedra de San Agustín o de Inzá! Yo me pregunto si las estatuitas en miniatura de oro que encuentran los guaqueros en lo que fue la república de los quimbayas, si esa delectación artística que pusieron en sus obras los artífices de Centro América, los cunas y los ramas y talamancas y guatusos, no representan una cultura quizás más fina que la de los pueblos de piedra. Esto no importa. Culturas de piedra las unas, de oro o de tumbaga las otras, puestas todas bajo techumbre

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de paja, nos hablan de una América que tuvo su arte y su genio, voces secretas de que todavía recibimos mensajes a través de los templos y los ídolos. He visto labores que sólo pueden compararse a las de los joyeros de Tut Ankh Amen en estatuitas descubiertas en Costa Rica, Guatemala, o Panamá. Muy pocas leguas de andar separaban a esos pueblos de los mayas, como muy pocas leguas separaban a los de San Agustín, en Colombia, de los quimba- yas. Pero geográficamente aquellas distancias marcaban lo que debía ir del trabajo del oro al trabajo de la piedra. En el norte de Colombia hay el recuerdo de muchas naciones indígenas que tienen sello de culturas propias. Tal el caso de los zenúes, que habitaron en las cercanías del litoral atlántico, y de los tayronas, vecinos a la península de la Guajira. Los zenúes dejaron maravillosas labores de oro. Los tayronas, caminos calzados de piedra, acueductos, ídolos inmensos. Entre las joyas de los zenúes es frecuente encontrar instrumentos musicales o juguetes mecánicos, que indican el desarrollo intelectual a que habían llegado sus ingeniosos artífices. Las obras hidráulicas de los tayronas son documento espléndido de su ingenieril cultura. ¿Cuál de los dos pueblos, tan distintos y geográficamente tan cercanos, merece consideración mayor para el arqueólogo? No encuentro sino unas pocas cosas comunes a la América precolombina. Tal vez las más pobres y perecederas: el barro y la paja. El barro en que modelaron sus vasijas lo mismo los del Amazonas que los de los Andes, lo mismo los aztecas que los araucanos. La paja con que todos cubrieron el techo de sus casas.

LOS TEJARES DE ESPAÑA Cuando los ingleses van de turismo a España, siempre llegan diciendo lo mismo: “Qué linda es la teja española.”

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No hay, en efecto, nada más lindo que esos tejados morenos y rubios, unas veces bermejos y otras de un verde vidriado, que ponen un toque de alfarería sobre las ciudades. Si os paráis frente a un patio cualquiera de la Alham- bra —patios de mármol, oro y fuentes de cristal—, veréis cómo los aleros vuelan con risa de granate, cómo cortan de bien los tejados la atmósfera transparente de Granada. Hay en Toledo casas, como la del Greco, en donde el tejado es toda la silueta del edificio. En Salamanca una media cúpula adosada al testero de la catedral, que es una maravilla por sus tejas. Aquí, en Santa Fe de Bogotá, no hay nada comparable a la cúpula de San Carlos, caprichosa y llena de gracia y movimiento, escoltada por otras menores que son como linternas místicas, y todas de tejas relucientes y vidriadas: ahí está íntegro lo español de la colonia. Del viejo Cuzco español, de Quito colonial, de Popa- yán, de Tunja y Cartagena, los tejados son silueta y perfil. Tejados sobre las ventanas y balcones, tejados inmensos sobre las naves de las iglesias, tejados llenos de quiebres y requiebres con caballetes ondulantes, nudosos y jorobados, tejados geométricos, miradores ochavados, o peraltados por ingenuas cornisas y dispensadores de sombra cuando vuelan sobre los canes. El mismo barro ampara a la casa de Dios o a la del amo, al palacio del virrey o del marqués, a la cárcel, al hospital o al ayuntamiento. No importaba que fueran de dorada piedra los muros, o de tierra pisada, ni que la casa guardara las doncellas, hijas del encomendero, o los esclavos relucientes de charol: siempre de barro serían los tejados y las tejas de barro cocido, cuidadosamente pegadas sobre barro crudo. A veces, con los años, no sólo liqúenes y musgos, sino plantas de mayor atrevimiento prosperaban sobre las tejas; entonces la casa tomaba un remate vegetal y florido que le daba encanto de ruina y rusticidad.

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En esas tejas está el alma de España. Nosotros las asociamos al recuerdo de cuanto ella nos legó. La casa de teja, es para nosotros la del encomendero, la de Dios y la de la cárcel. Cuando las mujeres empezaron a sacar la cabeza por la ventana, o a aparecer en el balcón, fueron estampas de Sevilla, bajo el alero de barro que cortaba por arriba la viñeta. La ciudad nocturna colonial fue para nosotros la del gato que se mueve cauteloso y elástico sobre los caballetes y la de los papayos que sacaban sus manos enormes de dedos sombríos sobre las tapias de teja del solar. En Mompós hay una torre octogonal en la iglesia de Santa Bárbara que tiene un balcón que la circunda, con el indispensable tejado protector. En Cuzco, una iglesia que tiene el balcón pegado a la espadaña. También en el piso de la casa colonial se introdujo un cambio tan radical como en la techumbre. La casa de los indios era de piso de tierra. Apenas en la de los caciques estaba cubierto por esteras. La casa española se alza con ladrillo de tablón. La colonia, desde este punto de vista, marca el paso de la tierra cruda a la tierra cocida. Santa Fe de Bogotá no tuvo la gala de la piedra en muchos años. Las mismas iglesias solían ser de adobe, o cuando más de piedra bruta. El templo de San Francisco, que es nuestro mayor orgullo, y la catedral, no son de piedra sino hasta el remate del primer cuerpo, y en construir estas dos iglesias se llegó casi a las vísperas de la República. La de San Francisco se consagró a fines del siglo XVII. Lo más colonial de Bogotá es la ermita de San Diego, cuyos muros, revestidos de cal, deben de ser de adobe. Pero que se mire en todas estas fábricas el arte de los tejados, para que se juzgue de su belleza, y al propio tiempo del carácter español. En cierto modo los españoles mantuvieron su fidelidad a la geografía humana, y así mientras en México y Cuzco hicieron iglesias de piedra, en la Nueva Granada las hicieron unas veces de adobe, y en algunos sitios de guadua y barro. Sólo una línea

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niveladora abrazaba a estas construcciones: la teja. Lo mismo que la paja entre los indios. El tren de vida de los españoles era más complicado que el de los indios. Entre éstos hubo las grandes casas comunales del Amazonas, sin compartimientos ni tabiques. En la casa española hay zaguanes y corredores, cuartos emboscados, escondrijos, capilla, graneros, cuartos de monturas... todo, todo, menos el cuarto de baño. Como las cosas que flotan y salen a la superficie del agua, así todo esto salía a la flor quebrada, requebrada, poliédrica de los tejados. ¿Era una expresión feudal de la vida? Seguramente no. Solemos confundir muy a menudo lo feudal con lo colonial. El feudalismo es atomización de la autoridad. Sobre el señor feudal prácticamente no cuenta la persona del rey. El caballero de la Edad Media es un personaje arbitrario, abroquelado en fueros especiales que le dan autonomía en lo económico y en lo político. Las leyes españolas eran feudales, pero no hay que olvidar que para América se hizo una legislación especial, la Recopilación de Indias, que se inspira en una idea imperial, romana, estrictamente colonial. El americano no es precisamente un siervo: es un colono. Sobre la vida americana hay una sombra vigilante, la del rey. El corregidor, el encomendero, el fraile, el cura doctrinario, son implacables con los indios, pero humildes ante su rey: le tiemblan y le hablan en un lenguaje que es como la lengua del perro para el amo. Hay una contradicción profunda en el espíritu español de la colonia: una mezcla de soberbia y humildad, de tiranía y servilismo, de voces roncas y fuertes y de voces calladas y humildes. El hombre que mide sus pasos en la casona, que entra al toque de oración por el ancho zaguán haciendo resonar lúgubremente sus pisadas, no es un caballero de la Edad Media. No tiene el gesto audaz y desafiador del hombre del castillo que se quedó en España. El mismo patrón de las haciendas hace que se atortolen los indios dentro de su

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finca, pero no lleva ese orgullo hasta más allá de los mojones que separan su heredad de la vecina. Es claro que la falta de caminos, el aislamiento podrían favorecer, y aun favorecieron algo del espíritu alzado de los señores feudales en los mayorazgos. Pero ya la Corona española tiene recursos en América para contener la libertad de los señores. Esa libertad no aparecerá sino con la “independencia”, palabra significativa por cuanto consagró al menos una independencia, la de los señores. Con la independencia desapareció el tono suplicante de los blancos. El fantasma del rey que los mandaba se borró. El freno que implicaba la Corona cayó en tierra. La casa colonial aparece en el panorama histórico como un recuerdo de aquellos tiempos de altivez y de humildad, en que todo se hacía por mi Dios y por mi Rey. La independencia es el tránsito de la colonia al feudalismo, aunque nuestro feudalismo resulte un poco distinto del europeo, por razones obvias. Jamás estas expresiones tienen en América una significación igual a la del Occidente. Pero el tránsito, guardadas proporciones, se parecía al de la misma España, cuando dejó de ser colonia romana para hacer su propia vida feudal. También el proceso español es un proceso diferente del resto de Europa. A la época feudal ha debido seguir en la Península, con el descubrimiento, algo parecido al renacimiento de las demás naciones de Europa. No ocurrió así. Se fortaleció, sí, la Corona, y hubo un solo Estado político sobre lo que antes había sido la volatilización del feudalismo. Pero un Estado con un falso renacimiento, porque España no alcanzó a conocer ese estímulo del comercio y de la industria en que se apoyaron las demás naciones. El oro de América pasaba por sus manos sin mancharlas, para ir a las cajas de los banqueros holandeses y flamencos. En fin, la colonia no es feudalismo, y la independencia puede serlo.

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GUERRA CIVIL, GUERRA DE CABALLEROS FEUDALES Con la guerra de independencia no se modifican los términos de producción en América, y aunque la manera de producir aisladamente, es decir, en islas, no es todo feudalismo, sí es condición de feudalismo. El hacendado ya no quiso reconocer en el presidente de la república un poder tan superior como el del rey. Le decía, por encima del hombro, con un aire demasiado nivelador, “Ciudadano presidente”. Desde que en la Revolución Francesa se dijeron entre sí, todos los hombres, ciudadanos, y todos, sin exceptuar al jefe del Estado, eran conciudadanos, se acabó el origen divino y el prestigio de la autoridad. Al presidente nadie se le arrodilla, y cualquiera puede darle una bofetada. Esto, trasladado a la escala americana, quiere decir que en cada gamonal, en cada caudillo montaraz hay un alzado a quien no le alcanzan las leyes ni la vara del presidente. La lucha pasa entonces a ser entre grandes señores, que mueven sus indiadas o sus partidas o sus bandos, como en los días clásicos de la Edad Media europea. El mundo americano adquiere ese colorido abigarrado, esa movilidad que tuvieron las guerras entre los caballeros. Sentirse libres fue para los americanos el principio de las guerras civiles. En Colombia se habló siempre del “santo derecho de la insurrección”. Ni siquiera los grandes héroes de la independencia pudieron imponer sus voluntades sobre la vasta muchedumbre de los americanos libres. Resulta más pobre el poder del gran Bolívar, que el de su gotoso rey metido entre la cárcel de piedra de El Escorial. A Bolívar se le rompe entre las manos, como si fuera un globo de vidrio, el pequeño mundo que fue la Gran Colombia. No logra coordinar las voluntades de los americanos que se han declarado libres para hacer cuanto les venga en gana.

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Durante un siglo el poder casi absoluto se recoge y afirma en las encrucijadas de los montes, y el hombre de pelo en pecho que tiene su feudo se ríe de las leyes nacionales, o las voltea y revuelve a su sabor. Surgen los héroes locales. Los partidos fundados sobre una ideología francesa se encogen entre el puño de un general, de un cabecilla, de un capitán de vereda. Son entonces las leyendas de sangre, las epopeyas de pequeños héroes que en algunos casos, como en el de Rosas, Mosquera, o Porfirio Díaz, llegan a tener un prestigio nacional. El mundo americano se aligera. Las efusiones de sangre tienen a veces el sentido de una alegre borrachera en que se canta la libertad de acción. La sombra pesada de los caserones se trueca por una vida al aire libre, con estrepitosas libaciones y blasfemias, con una exterioriza- ción tal vez excesiva del placer que dejaba el sentirse sin la sombra del viejo alero sobre la vida. El hombre de la colonia se ha pintado siempre pálido, ingenioso para hacer pequeñas calaveradas que no alcanzaban nunca a pasar de picardías de colegial. Este hombre de la república que se lanza por montes y llanadas, con una turba de tiradores por soldados, es un alegre conquistador de la libertad. Ya no tiene mesura en las palabras, ni ademanes de corte virreinal; se aprieta el cinturón de las zamarras contra los riñones, le clava en los ijares dos estrellas de hierro al caballo y toma por la cintura a la primera moza del pueblo y la lleva en ancas hasta el corazón de la noche. Lentamente la casa se va haciendo frágil también. En vez de aquellas camas enormes de tablas gruesas que parecían montadas sobre cuatro vigas, y que sólo podía mover una tropa de esclavas, se propagan catres de lona, de cuero, de metal, de campaña. La loza del servicio se hace más frágil. No se busca en nada la durabilidad, sino la liviandad. Cuando se evoca el caserón colonial, se piensa en las gruesas vajillas, en los cómodos sillones, en las espesas paredes de tapia pisada, en las enormes vigas,

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en los anchos cuartos silenciosos, en las diminutas ventanas que adelgazaban la luz hasta perderla, en los inmensos, en los interminables tejados, maternales faldas de la colonia con que se arropaba la vida en los interiores silenciosos. La casita de la república es más decorativa que sólida. Apenas en las haciendas se conservan arquitecturas espaciosas. Todo por dentro es de fantasía. Las mismas mujeres van dejando el repollo de las vestimentas almidonadas y de licencia en licencia vamos llegando hasta la ropa de seda. Al sordo ruido de los muebles viejos va sucediendo un despertar metálico. Se improvisan frágiles casitas de veraneo. Hasta que llega un día en que las fuertes lluvias, las cascadas de granizo que caen sobre estas vertientes de los Andes, repican sobre los techos de cinc, sobre la sonora teja metálica de los campamentos, que anuncia la llegada de un concepto nuevo de la vida. ESCALA DE TRES COLORES Cuando el avión vuela sobre los paisajes de mi patria veo, como he dicho, las tres etapas de la historia nacional. La choza es suave, parda y gris, a veces con toques dorados, como convenía a la raza cobriza de los indios. Algunos historiadores dicen que al divisar ciertos pueblos de indios vieron los de la conquista blanquear las chozas como piezas de ropa puestas a secar al sol. La fantasía ha burlado a los autores. Paredes encaladas tal vez no hubo sino por allá en ciertos edificios de México. Lo común era ese toque gris de la tierra, con que se embarraban las paredes de cañabrava. Algunas veces, en los cercados de los caciques se trenzaban cañas de colores y en ciertos lugares, como en Tunja, colgaban láminas de oro a la entrada de las casas principales. Pero lo común era ese recato de la paja seca, esa sombra vegetal tendida como ala materna sobre los indios.

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De España vino la teja morena y granate, que es como el fuego de esa patria cuando se madura, entra en reposo y se hace hogareña. En Grecia, el templo de Apolo estaba cubierto con tejas de mármol. Los romanos hicieron teja de piedra, como se ve en viejas construcciones del imperio, que llegaron hasta las islas británicas. En Francia son tejas de pizarra, de un gris azulado que no tiene vida, porque la vida está en el rojo de la sangre y del fuego. La teja más bella ha sido siempre española. Aquí el barro fue amasado en los tejares por los propios indios. El capataz los animaba, como a las bestias, con gritos y latigazos. En un ancho foso circular, los indios pisaban, hundiéndose hasta las rodillas, el barro suave, fino, como para modelar tinajas. Luego se sacaban arrobas de barro, y las indias, con dedos de alfareras, iban modelando teja por teja, dejando la huella de su labor humilde como un signo de la raza vencida. Ahora, cuando el agua golpea sobre los viejos tejados, ahoga las canciones perdidas que dejaron al descuido las mujeres del tejar. Y cuando el ojo divaga sobre los tejados, ve en ellos algo humano, lo mismo que en las vasijas del alfarero. Aquella humanidad, aquellas voces hondas, se las va llevando el tiempo volador, a medida que los viejos tejados nos abandonan. Lo de ahora, el tejado de ahora, ahí está. Ruidoso, metálico, no tiene huella humana que recoger. El cuidado del indio que acolchonó la techumbre de su choza, el de quienes sobre la cama fresca de barro pusieron teja a teja sin mayor geometría ni artes matemáticas, se va perdiendo. La historia precolombina y colonial queda apenas como punto de apoyo para reconstruir nuestra vida nacional en la paja y el barro de las viejas techumbres. El desasosiego feudal, la anarquía libertadora empiezan. Como punto medio y fiel de nuestra historia, están las tejas de barro. De tejas para abajo, los indios, de tejas para arriba, la república.

XIII PERFIL ESPIRITUAL DE DON FRANCISCO PIZARRO ¡A la hartura, a la riqueza y a la fama de manada! Pizarro

El vizconde de Amaya, don Antonio de Orellana Pizarro Pérez Aloé, publicó hace algún tiempo un libro sobre don Francisco Pizarro, flor ilustre de su familia, con el objeto de devolverle al conquistador el brillo que han querido robarle los glosadores de su historia. Como es natural, el señor vizconde de Amaya se ha preocupado en primer término del asunto de los puercos. ¿Por qué, se pregunta el señor vizconde, se ha querido mezclar la infancia de don Francisco con una leyenda de puercos? El asunto es muy claro, se responde él mismo: en el siglo XV, la ciudad de Trujillo era una ciudad de puercos y soldados. Y así era Trujillo, cuna de don Francisco Pizarro. Sus caserones de piedra guarnecidos de rejas y escudos, y sus solares cargados de un fuerte olor a chiquero, alojaban de un lado jayanes analfabetos y groseros, que peleaban por Dios y por sus reyes, y de otro lado manadas porcinas, que en esa región de Extremadura parecen haber hallado el suelo propicio para su crecimiento y multiplicación.

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Difícilmente puede una gran figura histórica compenetrarse tan íntimamente con la fisonomía de su ciudad como don Francisco Pizarro y Trujillo. Pizarro fue rudo, analfabeto, bastardo y marqués. El vizconde de Amaya dice: “Hijo, aunque natural (cosa que en aquellos tiempos era frecuente, sin escándalo), de un vástago de antiguos linajes... no es extraño que apenas supiese firmar... en aquella época de esforzados guerreros que tan frecuentemente suplían la torpeza de su pluma con la diligencia de su espada.” Don Francisco López de Gomara, cuya Historia General de Indias es uno de los libros más exquisitos de todos los tiempos, dejó un boceto de don Francisco que es perfecto esquema de biografías espirituales. Aunque el boceto no tuviese sus cimientos, que sí los tiene, en la realidad misma de Pizarro, ofrece la visión fotográfica del conquistador tal como lo conocieron sus coetáneos. Dice López de Góngora: “Don Francisco era hijo bastardo de Gonzalo Pizarro, capitán de Navarra. Nació en Trujillo, y echáronlo a la puerta de la iglesia. Mamó de una puerca ciertos días, no hallando quién le quisiese dar leche. Reconociólo después el padre, y traíalo a guardar los puercos, y así no supo leer. Dióles un día mosca a sus puercos, y perdiólos. No osó tornar a casa del miedo y fuése a Sevilla con unos caminantes y de allí a las Indias... Holgaba traer los zapatos blancos y el sombrero, porque así lo traía el Gran Capitán. Fue grosero, robusto, animoso, valiente y honrado.” Pizarro es Pizarro El millonario saxo-americano Rockefeller, como todos sus congéneres, entró a la vida como vendedor de periódicos y salió de ella por la puerta dorada de una fortuna inverosímil. La trayectoria del conquistador se

Perfil espiritual de don Francisco Pizarro 201 inicia en los chiqueros de Extremadura y concluye en el palacio de los Pizarros de la Ciudad de los Reyes. Pizarro tenía ideas simples, concretas, como el pensamiento único que sirve de base al sistema de la producción en masa. Colocado en el Istmo de Panamá, miró hacia el Sur, en donde fulguraban las leyendas del Potosí, la futura mina de oro de América. Y urgido por la ambición, puso ese filo de luz como la meta única de su vida. Su actitud en la Isla del Gallo tiene toda la grandeza que hay en las biografías de los grandes capitalistas, cuando están al borde de su propio Rubicón. Hay que recordarla en sus palabras textuales: “Por acá —dijo trazando una raya con la punta de su espada—, se va a Panamá a comer un amargo pan, a vivir vencidos y afrentados. Por acá —señalando al interior de la isla— se va al hambre y la miseria de hoy y a la hartura, a la riqueza y a la fama de mañana.” He dicho que el divorcio entre el espíritu estudiantil y el espíritu capitalista se produjo en todas las regiones de la conquista en una forma absoluta. Que en este sentido son muy elocuentes los casos de Hernán Cortés y Diego Ve- lásquez, Jiménez de Quesada y Fernández de Lugo. Pero cuando la historia llega a don Francisco Pizarro, se hace no sólo diáfana, sino expresiva y locuaz. Don Francisco quería formar su grupo de negociantes. Llevar en su tropa explotadores de riqueza y no letrados. Sobre esta materia no permitió dejar una duda en su pasado, y al negociar con el rey para obtener el permiso de su conquista dejó claramente definido que se “prohibía la presencia de abogados y procuradores en la nueva colonia”. De esta prohibición surgió en el Perú lo que tenía que surgir: una concentración de aventureros, quintaesencia de la ambición, del pillaje, de las explotaciones que no reconocían fuego extraño, que no cedían ante los más elementales principios de humanidad y de justicia.

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Germán Arciniegas “Que han hecho ricos y ladrones de España...”

El pensamiento simple de Pizarro actuó primero como un disolvente de la compañía industrial que se formó en Panamá, cuando el futuro marqués se puso de acuerdo para solicitar del rey de España la gobernación del Perú con Diego de Almagro, que era una fiera, y con Hernando de Luque, señor de la Taboga que era un clérigo rico. Pizarro llegó a la corte, se hizo nombrar gobernador, y dejó a sus socios mirando a las estrellas. Se trataba de hacer fortuna propia y no de compartirla. Adelante, adelante, Pizarro fue sojuzgando indios, amontonando oro, mientras los otros capitanes que con él iban ahondaban el recuerdo de Panamá haciéndose a su propio poder para dominar, llegado su turno, dentro de las minas, sin reconocer ni dueños ni señores. “El Perú es donde está el cerro de Potosí —enseñaba en Salamanca don Diego de Torres Villarroel—■: allí están las dos Audiencias, que han hecho ricos y ladrones de España.” La proximidad de las riquezas no permitió a Pizarro concebir una política de alcance lejano para organizar la colonia del Perú. Antes los tesoros de Atahualpa, su moral obró como un ariete ciego que se clavó en el corazón del Imperio de los incas. Permitió el asesinato de Huáscar, para cortar luego, de un solo tajo, la cabeza de la nación indígena en el proceso burdo seguido contra Atahualpa. Las manos de los vencedores se hundían entre montañas de oro. El porquero de Extremadura levanta su estatua sobre el más alto pedestal de oro que tuvieron a la vista los ojos de los hombres. Todos los Pizarrros, y los Almagros se agruparon en partidos que pusieron bermejas las faldas del Potosí. Se derramaba la sangre de los españoles, y se derramaba la sangre de los indios. Los enviados del rey de España eran rechazados con ignominia o eran comprados con sobras de oro que caían de la mesa de los descubridores. El émulo

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de Pizarro era don Diego de Almagro. Se le siguió un proceso sumario y se le “asesinó judicialmente”. Almagro era otro analfabeto bastardo. Su retrato está hecho en las crónicas con la misma fidelidad que el de Pizarro. “Era Diego de Almagro natural de Almagro: nunca se puso de cierto quién fue su padre, aunque se procuró. Decían que era clérigo, y no sabía leer.”

El fin de los conquistadores Pedro Gasea, un universitario, venció al pizarrismo en una batalla celebérrima. Del licenciado don Pedro Gasea, unos dicen que nació en Navarregadilla y otros que en Navarredondilla. Más ridículo no puede ser el dilema para los historiadores. Ni más natural: porque el licenciado era un chiste en el más grande conflicto de la historia. Es para reír el aprieto en que puso a sus biógrafos con una duda tan grave acerca de la ciudad en donde vio la primera luz. Y es para reír la manera como, a golpes de ingenio, desbarató el imperio de los Pizarros, ensoberbecidos sobre la púrpura de sus conquistas. Don Pedro Gasea dio, pues, en tierra con el último gobernante de los Pizarros: con don Gonzalo Pizarro, que se había alzado con la gobernación del Perú. Por primera vez se dejó la sensación de que había leyes y derechos en la vasta comarca que desflorara don Francisco “el Porquero”. Pero estaba escrito que la tragedia sería el final de cada uno de los conquistadores que venían por la línea de don Gonzalo Pizarro, “el romano” señor de Trujillo, y de Francisca González, moza criada en el arrabal de Huertas de Animas. Una tragedia personal de cada conquistador, porque todos murieron como Almagro, de mal de acero.

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Don Francisco, el primero, asesinado por los del partido de don Diego. Y don Gonzalo el último, cuya cabeza se exhibía, por ser de traidor, entre jaula de hierro, en la Ciudad de los Reyes. Y así, como la de Pizarro, fue la vida de quienes representaron el impulso del capitalismo en la conquista del Nuevo Mundo. Una vida audaz, heroica, inmoral, sangrienta y sanguinaria. El recién nacido levantaba la cabeza en un suburbio de cualquier pueblo español y, luego, sobre los hombros ya fornidos de conquistador la paseaba por las montañas de América como una amenaza contra las razas indígenas, hasta que el verdugo la desprendía en un matadero de la justicia y la acomodaba en un escaparate público para terror de los transeúntes. En estas historias hubo de todo. Hay que pensar en los concilios que pudieron celebrar en el Perú tres hombres que en su juventud habían cuidado puercos el uno, el otro arreado asnos y el tercero pisado barro en un tejar, y que por obra de las circunstancias se encontraron al frente de un nuevo reino, dictando leyes y gobernando pueblos. De los aprietos en que se vieron los gobernantes improvisados y de la manera como salieron de los malos pasos para sacar su botín y hasta su gloria, está nutrida en mucha parte la historia de América. Porquerías de la historia Pizarro es Pizarro, y no puede ser otra cosa sino lo que es, es decir: Francisco Pizarro. A él le toca llenar una casilla de la historia y es natural que no la pueda llenar con ideas, ni propias ni ajenas, sino con lo único que tiene: con su personalidad. No hay para qué lamentarse de que no hubiese hecho un gobierno inteligente, no hay por qué resentirse delante de su carencia de dotes como organizador. La conquista del Perú es un hecho, y los hechos se producen como se producen y no como debieran produ

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cirse. Este logogrifo puede interpretarse como defensa de la personalidad de don Francisco Pizarro. El historiador Carlos Pereyra, a quien todos veneramos, ha escrito un libro sobre Pizarro y el Tesoro de Atahualpa, y en él califica de “imbécil” la conducta de Pizarro al decretar el asesinato judicial del inca. El historiador Pereyra parte de un supuesto insostenible: el de que Pizarro estaba obligado a ser el organizador del Perú. ¿Por qué? ¿Por qué tenía el señor Pizarro que dedicarse a un oficio republicano, en vez de cometer asesinatos? Absolutamente. Pizarro no tenía ninguna misión histórica que cumplir. Pizarro no era un Cortés. Pizarro no era de la estirpe de don Alfonso el Sabio. Me parece que en este caso es preciso defender al conquistador del Perú. El iba a realizar un negocio, a cumplir con los dictados de su ambición, y nada más. El iba a darle rienda suelta a su personalidad. Y desde este punto de vista procuraré librar a Pizarro de las inculpaciones que le hace la historia. Don Francisco Pizarro asesina judicialmente al emperador del Perú. Lo asesina porque sí. Todo en el proceso es torpe, oscuro, de mala fe. Allí nada obedece a un plan político. ¿Por qué se asesina a Atahualpa, a Atabaliba, a Atabalica, a Atabalipa, al hijo de Huayna Cápac, cuyo nombre legendario llega al oído en una palabra múltiple que parece la declinación de un encantamiento? Sencillamente, y nada más, porque don Francisco Pizarro asesina. No se le puede pedir justicia, tiene su lógica, lo mismo que un juez. Antes de entrar al Continente, en la isla de Puna, quiere despedirse Pizarro de los indios insulares en una forma que sea la expresión misma de su personalidad, y lo hace quemando a algunos principales, de los que habían sido presos con el cacique, y a otros cortándoles las cabezas. Ahora, podría el historiador preguntarse: ¿Pero por qué encendió Pizarro las hogueras en Puna y levantó las

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horcas? Señor historiador —le diría yo—, por Dios: no haga esas preguntas. La respuesta está muy clara en la fundación de San Miguel, que es la primera fundación que hace Pizarro al entrar al Continente, y que forma el capítulo que sigue a la historia de Puna. Fundada San Miguel, Pizarro “mandó hacer justicia, quemando al cacique y a sus principales, e a algunos indios, e a todos los principales de Chira”. Las circunstancias pueden más que la lógica en determinados momentos de la historia. Un guapetón se encarama en las alturas del poder. En la vida de las naciones hay pasadizos, subterráneos, maromas que permiten estas cosas. De ahí en adelante, los pueblos quedan a merced de una voluntad. Tal vez por esto defendían los jesuítas en los tiempos pasados la teoría del regicidio. Hay una voluntad, pues, que prevalece sobre toda razón, y desde ese instante ya la historia no puede referirse al juego de la democracia, no puede seguirse haciendo silogismos con la lógica del sentido común, se coloca de lado la teoría de las probabilidades elaborada por la sociología corriente, y empieza a funcionar el guapetón, el espadachín, el pendenciero. Así pasa en todo un tranco de la historia del Perú: en la historia de la conquista. Es preciso reconocer la importancia que tiene la personalidad, simplemente, en la vida de los pueblos. Diez millones, quince millones de hombres se aprestan a cumplir una mañana el programa cotidiano de sus tareas. Las juventudes intelectuales que en medio de esa masa surgen para acudir a las universidades, para trabajaren los periódicos y en las cátedras, sueñan con dar a sus repúblicas una bella fisonomía de naciones cultas, equilibradas, henchidas de una nueva justicia social. Empiezan a trazarse en el horizonte esperanzas de mundos mejores —en donde quepa algo de espíritu—, recogiendo en provincias más estrechas la mezquina voracidad materialista. Aun se piensa en darles un curso nuevo a las fuerzas económicas,

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a la sustancia real de la vida, para que le sirvan de bondadoso estímulo a la felicidad del pueblo. Pero rompe todos estos pensamientos, quiebra todas estas ilusiones una nueva voluntad que surge: la del matón, la del guapetón que se encarama en las alturas del poder, que las alcanza y las logra trepando por los pasadizos, por los callejones oscuros que aún subsisten en la vida de las naciones. ¿Para qué razonar de ahí en adelante? ¿Para qué buscar las contradicciones que puedan surgir entre la lógica del guapetón y la lógica de las repúblicas democráticas? El guapetón puede cortarle su trayectoria mental a una juventud, puede irrumpir en un Continente para desviar su impulso histórico, puede retardar los proyectos de una justicia social y dejar sin fundamento las universidades. Pero esto es así, y los hechos son como son y no como debieran ser. Don Carlos Pereyra se indigna ante Pizarro. ¿Por qué? “La forma de la codicia de aquel hombre es de un género vil — dice y agrega—: El porquero aparece bajo la armadura del conquistador.” ¡Claro! Pero si Pizarro es un porquero: nace porquero, mama leche de puerca en su infancia, el primer horizonte que se abre ante sus ojos es el vientre negro, peludo, enlodado, de una puerca: llega porquero a conquistador, y muere a cuchilladas, como un marrano, sin que nadie dijese: “Dios te perdone”, según narra la crónica de López de Gomara. “Pizarro —dice don Carlos Pereyra sobre el terreno cenagoso de la codicia—, dijo una falsa promesa de libertad a Atahualpa, en un contrato vil, indigno de quien se decía conquistador. Y, lo que es más grave, olvidó los intereses fundamentales a cuyo servicio debió haberse consagrado: que eran la organización y la consolidación del país bajo la autoridad española.” ¿De manera, pues, que Pizarro, como sus puercos de Extremadura, se movía

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sobre un terreno cenagoso, en el lodo que él mismo se había fabricado, y de él se podía esperar otra cosa distinta de la que hizo? ¿De manera que él podía, además de porquero, ser tan legislador como el Rey Sabio y además gerente de una gran república? Casos se han visto hombres hay cuyo genio nace entre orígenes menguados. Entonces, la personalidad verdadera es la del genio. Pero en el caso de Pizarro, la personalidad es la del porquero. Y me parece de justicia, de justicia histórica, no hacerle inculpaciones porque procedió a la manera de Fernández de Lugo o Pedro de Alvarado. Para seguir el realismo de la historia no hay nada más instructivo que la figura valiente y ruda de don Francisco Pizarro. Lope de Aguirre o el Nocturno del Amazonas Ahora, hay un lúgubre alarido de pavor. La noche es noche de asesinos, de fantasmas de asesinos que llegaron al clima de la locura mientras sus barcos se deslizaban temblorosos. Río de las Amazonas, ¡fosforescente y cándido entre el ovillo alucinante de la tempestad! Del vientre de las nubes negras se descuelgan cortinas de luz. Galopan corceles alados bajo el estímulo de látigos plurales. La madera de la selva se hace astillas. Crujen los navios. La noche lleva un mascarón en la proa: es la cabeza del tirano Lope de Aguirre. Don Lope de Aguirre va montado sobre el lomo de la noche. Cuando aprieta las rodillas y clava la espuela, las estrellas revientan con un fragor de trueno. La silueta del homicida acentúa sus relieves en el paisaje más trágico que vieron los ojos de los hombres. Todo su vigor está metido entre la fuerte urdimbre de su mano derecha, y su mano derecha no es sino el puño que se cierra contra la cacha del puñal. Lope de Aguirre, ¡tú eres un engendro de los Pizarros, crecido al amor de la codicia y precipitado a la vorágine de la selva!

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• La noche estaba prieta, cerrada entre paredones de carbón. El rayo penetró la oscuridad y dejó el paisaje entre un globo diáfano, eléctrico. ¿Alquimia? ¿Taumatur- gia? ¿Maravilla? El soldadito del altiplano miró todo esto, olvidado de sí mismo, metido dentro de su curiosidad, testigo por primera vez de lo mágico. Sólo una voz le azoraba, y era la voz del capitán Pedro de Ursúa. Pedro de Ursúa clama venganza. Pedro de Ursúa es el ánima que desata locuras en la fantasma de don Lope de Aguirre. El Amazonas es una lámpara que ilumina los fondos perdidos de la historia. “Dame tu claridad para mirar a don Pedro de Ursúa.” A don Pedro el navarro, que era hidalgo y valiente y que entró a la Nueva Granada empujado por los impulsos de la gloria, pero no turbado nunca por el amor a las ruindades. Yo quiero recordar a don Pedro de Ursúa. A don Pedro sorprendido en la noche por un ejército de indios tayronas, lejos de Santa Marta, su cuartel, entre las breñas esmaltadas de enemigos, con su ejército doblado por la fiebre. Don Pedro se pone en pie, listo a la defensa, y con doce soldados se lanza a la victoria que le disputan dos mil. Trepa al cerro fragoso, esquivando las piedras que le despeñan los indios: va descalzo y llega herido; su sangre rebota por las tres bocas que le abrió la furia de los adversarios: corona la cima en donde gritan los tayronas: sostiene por dos horas el combate. Hasta que la claridad del día tira ramas de oro sobre la frente vencedora, ¡y él aprieta con las manos lívidas el arcabuz que pone en fuga jaribocas, bodiguas, zacas, bondas y tayronas! ¡Tayronas, tayronas, fieras de la raza bravia! Aquél era don Pedro de Ursúa. De Santa Marta a Santa Fe y de Santa Fe a Panamá, el prestigio de su valor apenas si hace pares con el de su desinterés. Sólo él puede vencer a los seiscientos esclavos fugitivos que acaudilla el negro Bayamo. Sólo él recibe de los cronistas certificados de probidad. Pero la aventura de El Dorado gravita sobre

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sus sueños de aventurero. ¡Infeliz Pedro de Ursúa, que abandonas la Nueva Granada para hundirte en la cueva de los Pizarros! ¡Infeliz Pedro de Ursúa, que irás a la conquista de los omaguas, embrujado por el fulgor ilusorio de El Dorado, siguiendo la vena del Amazonas, mientras el puñal de Lope de Aguirre espía las horas de tu vida! La vena del Amazonas se hará roja esta vez con tu sangre, mi buen don Pedro de Ursúa... Los cachorros de Gonzalo Pizarro, el viejo vagabundo, que eran Francisco, Fernando, Juan y Gonzalo, salieron un día para la América con el fin de establecer la universidad de la codicia y la traición. La escuela fue perfecta. Lope de Aguirre salió de allí graduado. Aprendió la perfidia, practicó la revuelta, acarició el puñal. ¿Por qué salió para el Marañón Pedro de Ursúa, leal y pulcro, en la compañía de Lope de Aguirre? Deseoso el virrey de descargarse, dice la crónica, de gente tan viciada y tan propensa a disturbios como la que había militado con los Pizarros, reunió a todos los oficiales y soldados de peor nota y se los acomodó al capitán Pedro de Ursúa para que tomasen el camino de los omaguas. Y allí, naturalmente, iba Lope de Aguirre acariciando la hora de clavarle el puñal a su capitán Pedro de Ursúa. Del fondo de la selva llegan los gritos de quienes claman venganza. Lope de Aguirre, Lope de Aguirre: oye la voz de tu hijo, a quien asesinaste en las tierras de Venezuela. Oye la de Fernando Guzmán, tu jefe, a quien diste muerte sobre las aguas del Marañón. Oye la del teniente Juan de Vargas, oye la de tus compañeros, tus hermanos de aventura, en quienes hizo estragos tu puñal. ¡Oye la voz de tu hijo, viejo canalla! El corcel de Lope de Aguirre es fantasma de la locura que galopa sobre la selva cuando el Amazonas se ilumina como una yema de plata en donde pone la tempestad sus alas diáfanas, trémulas, azules.

Perfil espiritual de don Francisco Pizarro 211 —Peregrino, ¿oyes la voz del hijo de don Lope de Aguirre? —No es la voz del hijo, ni la de Fernando Guzmán: no es el grito pavoroso de las tropas, no es el de la venganza que arranca del pecho de los soldados: es la voz tranquila de don Pedro de Ursúa, capitán valiente, leal y generoso. Don Pedro de Ursúa vive, oigo sus órdenes, percibo el ritmo seguro de su ánimo. Sobre los cojines de musgo de la selva pasa la sombra de don Lope de Aguirre. Pasa, y se aleja, la locura del Amazonas. Las aguas se aquietan, el aire se serena, se musicaliza. Un concierto de vida que renace conjuga sus notas en la hora de paz. Hora de frescura que pone hamacas de luz de orilla a orilla del río. Hora que está henchida del recuerdo de aquel buen capitán de la Santa Marta. —Buenos días, mi capitán Ursúa. El tuerto Orellana, alborada del Amazonas —Soldadito que vas a la guerra, ¿quién es tu capitán? —El capitán Francisco de Orellana. Sobre la línea del horizonte, contra las aguas del río, el sol, grande como un barril, rueda de tumbo en tumbo. El sol es un odre que está vaciando sangre. En los lagares del atardecer se exprime sangre de soldados, sangre de aventureros, sangre de indios, sangre de amazonas, sangre de mi capitán. El río es un charco de pescados rojos, es un mar cubierto de ágiles pescados rojos. Tarde de gentes ebrias, tarde de borrachos locos, y al fondo la Taberna de las Amazonas, en donde el sol es un barril, es un odre, es una pipa que trasiega sangre a la cuenca sin ojo del paisaje. Convengamos en que éste es nuestro destino, y llenemos, soldados, nuestras perras con sangre. ¿Por qué se tiñeron de rojo las aguas del Amazonas, las aguas del Orellana? Porque en la refriega con los indios le

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han vaciado un ojo a mi capitán, don Francisco de Orellana. Ahora el tuerto nos llevará a la derrota de la conquista, del triunfo y las riquezas, con su cara de bandido en donde chorreará sangre como una presa su pupila muerta. En ella bebió el pájaro maldito que dispararon los arqueros. El capitán Francisco de Orellana ha escapado a la cueva de bandidos que hicieron los Pizarros. Cuando soltó las amarras de su bergantín, fugándosele a Gonzalo Pizarro, él no fue al descubrimiento de la tierra incógnita, sino al descubrimiento de su libertad. Mientras el bergantín se alejaba, chupado alegremente por las corrientes del tío, inclinado el capitán sobre a borda iría viendo con júbilo cómo la distancia desfiguraba y borraba el rostro barbudo de Gonzalo Pizarro. —¡Adiós, don Gonzalo! Adiós, don Bellaco—diría el capitán, porque ahora él iba a ser, era ya, el capitán Francisco de Orellana. La selva y la locura se mecían de orilla a orilla. ¿Qué no vieron entonces los soldados? ¿Qué no habían venido a ver? Si nadie les dijo que por aquellos canales se iba a desembocar en El Dorado! Al país de la canela, que le da a las cosas un perfume de exotismo, salieron, en el siglo XVI, detrás de sus capitanes, esos bravos peones. Las aguas se abrían, se trenzaban en canales, que ponían archipiélagos sobre la palma del río. Entonces, las islas semejaban una flota gigantesca anclada allí para la eternidad. Colocado frente al laberinto de las aguas, dijo uno: —¡Valiente maraña! —Marañón —corrió el otro—, ¡si sois bruto! —Y el vozarrón de quien hizo la enmienda como que se ha abierto paso por entre los voceríos de cuatro siglos. Y el río de las Amazonas, el gran río de Orellana, es también el Marañón, maraña grande para la historia de América. Y vieron los soldados cosas peores que las narradas por don Vicente Yáñez Pinzón, de quien López de Goma-

Perfil espiritual de don Francisco Pizarro 213 ra dijo que en aquel río había visto “cuán diferente cosa es pelear que timonear”. Las mujeres eran esbeltas, ágiles y feroces. Cimbreaban como la cuerda tensa de sus arcos. Corría por sus venas la lujuria de la selva, pero más que lujuriosas eran intrépidas. Desterraban a sus hijos y no conocieron sus esposos. Se recortaban el pecho de la diestra, para quedar más libres al manejar el arco. Todo esto se dijo en España y pareció una fábula. Hasta López de Gomara, que recogía siempre con candor toda leyenda, dijo: “¡Esta sí no la creo!” Pero ¿qué no han visto los soldados urgidos por la fiebre de las selvas? El tuerto Francisco de Orellana hace en la Península corrillos narrando absurdas aventuras. El Marañón, el Amazonas, el Orellana se meten como un mar mediterráneo dentro de los mapas que abre la imaginación de los cartógrafos. Un mar de aguas dulces, de mujeres ardientes, de archipiélagos misteriosos, de hombres gigantescos, de selvas que exhalaban perfumes de canela. Madrid es rincón de maravilla al rumorear los cuentos de Orellana. De mi gran capitán, don Francisco de Orellana. —Si tu bandera es la de Orellana, soldadito, tu bandera es blanca y tu bandera es negra. —¡No, que es negra únicamente! Francisco de Orellana era un ladrón. Huyó con el bergantín de don Gonzalo. Se alzó con las tropas y se hizo recibir capitán. Se abrió él mismo las puertas de Madrid con la llave mágica de los embustes. En Valladolid se hizo nombrar Adelantado, por el Consejo de Indias, para alternar en gloria con los grandes conquistadores, cuando el origen de toda su conquista era la defección. Al desplegar velas en Cádiz, entraba al mar como Adelantado y pirata. La bandera de Orellana, pues, era una bandera negra. ¿Sería negra? Defección había sido la de Cortés y defección la de Quesada. Mentiras eran las de todos. Ladrón, sí, pero, ¿quién jugó a ser honrado en las Améri-

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cas? La bandera de mi capitán es negra como las pupilas de las españolas. ¡Adelante, mi capitán, que el mar lo espera! Yo no sé si mi capitán era un corsario o un pirata. Con la presa de carne que le chorreaba sangre en el hueco del ojo derecho, arreando a los mareantes, golpeando con la bota sucia sobre los tablones del puente, entre su flota de crujientes navios y sus quinientos hombres bravos, se empinaba como el Adelantado de la azorosa armada. El mar Atlántico se tragó la flota de Orellana. Las mujeres de un solo pecho ya no verán al capitán del bergantín para rasgarle el rostro barbudo. La tempestad metió sus manos de hollín entre el cuenco de las naves, arrancó las lonas sucias, hizo reventar los clavos y confundió a la tropa entre las olas que caían sobre los cuerpos miserables. Saltaban los toneles de cresta en cresta como pelotas de saltimbanqui, rociando de vino y agua dulce las agonías de los quinientos bravos. Saltaban los toneles hasta volverse astillas. Se quebraban los palos mayores. Cuando el mar quedó en calma, y un sol benévolo doró el paisaje azul, los cuerpos hinchados y las trizas de los navios flotaban a manera de boronas caídas del banquete servido a los delfines. Pero sobre el pavor y la muerte, entre la tempestad y la catástrofe, el ojo vacío de Orellana tuvo que rodar como los soles del Amazonas que vuelcan la sangre del capitán hasta teñir de rojo la diáfana burbuja de la tarde. Porque la bandera de Orellana es roja. Mi bandera es la bandera de Orellana. Este es el río de Orellana. El río que cruzó su bergantín y su bergantinejo, y en donde ahora flota su bandera escarlata que el viento empuja y el viento envuelve en aromas de canela. El mar de aguas dulces y de brazos rojos que ciñen y aprietan las islas de la flota esmeraldina, tiembla, como cuando era mar virgen de las Amazonas, al paso de las naves de bandera escarlata.

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El capitán Orellana está de vuelta. El capitán Orellana ha recogido sus hombres. Trazará una raya con la punta de su acero y les dirá a los Pizarros de Extremadura: “¡De aquí para adelante, ni un paso más!” El tuerto Orellana También será hombre de muy pocas palabras... Después de Orellana, nada: M. de la Condamine Los españones, metidos dentro del gran escenario del Amazonas, adquieren la grandeza de aventureros cuyas hazañas cabrían muy bien en un libro de Homero. Pedro de Ursúa, Lope de Aguirre, Orellana, mueren asesinados o devorados por la tormenta, pero como hombres. El mismo infierno verde tiembla bajo sus ojos. Nada hay que los arredre, nada que los intimide. Viene luego, con la colonia, la melosa catequización de los misioneros, la cacería de los indios, en donde hay más astucia que valor personal. Esto no vale la pena. Hay que esperar a que lleguen los sabios franceses, el ilustre don Carlos María de la Condamine, para ver algo nuevo. Pero, para esto, hay que dejar la épica y retornar al mondo romance. Los españoles siempre se movieron dentro del trópico como en su propia casa. Ya he dicho en algún libro cómo la América que se nombra hispana no lo fue así precisamente porque el Papa se la hubiera entregado a los españoles, ni porque los españoles hubieran hecho el llamado descubrimiento, sino porque no hubo ninguna otra raza en Europa que hubiera podido afirmar su predominio en estas tierras. No hay sino que revisar la historia de lo que fueron los demás establecimientos de ultramar en América para convencerse de que ni alemanes, ni ingleses, ni holandeses pudieron dominar en ninguna parte del mundo comprendido entre México y la Patagonia. Los alemanes, que tuvieron una oportunidad única para hacerse a la capitanía de Venezuela, cuando se las dio en prenda Carlos V a los Belzares, fueron vencidos lastimosamente.

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Alfíngeres, Spiras y Federmanes, no obstante elfuror y la crueldad con que quisieron doblegar a los indios, resultan pigmeos al lado de los Quesadas, Lebrones Belalcázares o Pizarros. España tenía la superioridad de la sangre africana, de la carne morena. Fracasaron los ingleses en Urabá, los franceses en el Brasil. Apenas en la América septentrional, donde las condiciones climatéricas eran parecidas a las del Norte de Europa, no sólo no pudieron establecerse los españoles que descubrieron esa región, sino que hallaron holgado refugio alemanes, ingleses, franceses y holandeses. Esa dificultad de adaptación, esa inferioridad ante el paisaje y la vida sudamericanos, se hacen patentes en el señor de la Condamine. El señor de la Condamine, gran charlatán y romántico empedernido, aprovechó su viaje para presentarse luego como un héroe, ante las señoras, en los salones de París. Para él, la llegada a Quito, a Cuenca, al Amazonas, en su excursión para medir la línea ecuatorial, fue tan atrevida y peligrosa como la bajada del Dante al infierno. Para él resultaba ser selva tan poblada de culebras y alacranes Cuenca, como las márgenes del Marañón. Las damas que le oían, temblaban de emoción y le miraban glotonas como si tuviesen a la mano uno de los héroes de la Odisea. El señor de la Condamine se retorcía los bigotes, y narraba, sencillamente: —Puede afirmarse que soy el único mortal que ha podido sobrevivir a la aventura de este viaje por la América Meridional. Como dijo Virgilio, sólo algunos pilotos logran escapar al naufragio... Cuando vuelvo los ojos para recordar a mis compañeros, siento que el llanto se me anuda en la garganta. Ahí está el señor Jessieu, que ha perdido la memoria. Don Juan Ulloa, que acaba de morir de apoplejía. Couplet — ¡oh, el gran Couplet!—, que era robusto y terrible como un toro, fallece en Quito de calenturas. A Bourguer, el hígado le manda a la fosa. Morainville se revienta al caer de un andamio en cierta

Perfil espiritual de don Francisco Pizarro 217 iglesia ecuatoriana. Y Seniergues... Y la señora de M. Godin... Cuando el formidable señor de la Condamine llegaba a este punto de su relato, bajaba el tono de la voz, y preparaba al auditorio para tremendas revelaciones. Las señoras inclinaban el busto para oírle mejor. El sabio continuaba: —No os puedo describir lo que es la selva del Amazonas. El dolor se mezcla en esta ocasión a los más pavorosos recuerdos. En esa selva se pierde, una noche, la señora Godin, con siete de sus compañeros. Sufren ellos hambre, sed y fatiga... Ya agotados, se sientan a la sombra de unos árboles que perfumaban el ambiente húmedo de extraños olores excitantes. Uno a uno se van muriendo los compañeros de la honesta dama gentil... Cuando ella vuelve un día las miradas en torno, ve seis cadáveres. Permanece sola dos días con sus noches entre aquel horrible cementerio. En el paraje abundan los tigres y muchas serpientes venenosas... Luego pasa el señor de la Condamine a hablar de su tema predilecto: el asesinato del cirujano Seniergues. El señor de la Condamine había ido al Ecuador con una corte de ayudantes: el cirujano, el ingeniero naval, el dibujante, el sobrino de un académico, el relojero... El cirujano era M. Seniergues. Yo supongo que el señor Seniergues era un poco tenorio, como buen francés, y más que tenorio, como mejor francés aún, amante del dinero. Cuando la expedición se instala en Cuenca, el cirujano empieza a rodearse de clientes, y entre sus clientes está la familia de Manuelita Quesada. El cirujano visita la casa más de lo mandado, y la visita tanto que el novio de Manuelita, que ya le había dado palabra de matrimonio, rompe su compromiso. Me parece muy natural que el mismo médico le aconsejase a la familia que cobrara al novio una indemnización, para cubrir los propios gastos

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de la enfermedad de la moza. Y me parece muy natural que el propio cirujano increpase al novio, en plena calle, porque no pagaba la deuda. Aquí el cirujano de M. de la Condamine obraba con un aire de acreedor, que le cuadraba muy bien. Naturalmente hay una brisa de escándalo que va inflamando la vergüenza del pueblo. El señor de la Condamine dice: —De acuerdo con la alta dignidad de nuestra posición fuimos a presenciar, desde un palco, en la plaza de Cuenca, las fiestas de toros. La gente bramaba, más que el ganado mismo. Estos indios y criollos de América se emborrachaban en una forma indecente. Cuando Senier- gues cruza la plaza, hay un revuelo en el público. Yo veo que se le quiere linchar. Trato de volar en su auxilio. Rumba por el aire la piedra. Hay un rebrillo de espadines. Seniergues corre, para ponerse a salvo, con toda dignidad. ¡Oh, noble compañero! Aquel pueblo miserable le deja como un cedazo. En la América meridional no hay justicia, no hay seguridad, no hay civilización. Qué gran europeo, qué gran señor era el sabio la Condamine. Las señoras mordían los pañuelos de ira. El sabio movía la cabeza con ese pendolismo de quien no se resigna ante los designios de la fatalidad, se quedaba en silencio y le temblaban los párpados. Qué coraje tan gentil. Qué dolor tan profundo... Este fue el paso de los franceses por el río de las Amazonas y Orellana.

XIV NOVELIN DEL NUEVO AMAZONAS Y lo que más es, sacan de un tosco leño un idolillo tan al natural, que tuvieran bien que aprender dellos. muchos de nuestros Escultores. Cristóbal de Acuña.

EL PAISAJE Cuando el avión trató de doblar la cordillera para tomar las rutas de la selva, la cordillera estaba cubierta de nubes. Este obstáculo demora casi siempre a los que viajan por esas comarcas. Los Andes se hacen más altos y estrechos. Hay un sitio en donde bastan diez minutos de vuelo para dejar el valle del Magdalena y caer al lado de las selvas. Diez minutos en un día claro, que pueden convertirse en dos horas cuando las nubes cubren el mu- rallón. Ibamos, pues, tomando altura y buscándoles agujeros a las nubes. Cuando llegamos a cinco mil metros y en la cabina del avión se temblaba de frío, quedó flotando la máquina repentinamente bajo una bóveda de azul irreprochable y sobre un mar de nubes. El aviador hizo sus

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cálculos, tomó la ruta de Puerto Boy, anduvo un par de horas, y cuando juzgó que estábamos cerca del puerto, atravesó las nubes y nos puso de un golpe en presencia de la selva. Un alemán que nos acompañaba, dijo: —Me parece un mar de coliflores. Y así es: hay que darle un vuelco al panorama, hacerlo infantil y concreto, y entonces sí creerá haberse comprendido lo que ni los ojos pueden valorar, ni las potencias medir, ni el entendimiento dominar. Vi rodar sobre las copas de los árboles las manchitas de sol, las sombras violetas o amoratadas de las nubes. Una visión simple de las cosas; el ojo inexperto funde en una sola mancha lo que es variado en sus matices, en su relieve. No ve que los yarumos rompen de trecho en trecho el ritmo de verdura con sus flores de color estropajo. No toma en cuenta los caminos y nudos que forman las palmeras, indicando la red de los hilos de agua. Estas son particularidades que únicamente vienen a sorprender más tarde al aprendiz de los paisajes amazónicos. Las nubes, a veces se tumban sobre el follaje o se enredan y hacen nidos de algodón entre las ramas. Apenas si puede el viento empujarlas. En la mañana, colum- nillas de niebla, en número infinito, salen de la selva y obligan a recordar las de los campamentos bíblicos. Y eso es todo. Todo en una distancia tan grande, que el avión recorre en línea recta dos y más horas, a su velocidad de doscientos kilómetros, sin que se vea nada distinto de la fronda. Luego, aparecen ríos de pesebre, que son los grandes ríos. Los pequeños quedan escondidos debajo de los árboles. Aun el Caquetá, en la angostura de Araracuara, desaparece a los ojos del aviador. Dueña la selva de estas magnitudes, queda perdida, definitivamente, para nuestra comprensión.

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LOS COREGUAJES SE RIEN DE NOSOTROS El indio ve las cosas de una manera inversa. El no sabe sino de trochas que le llevan a distancias de centenares de kilómetros entre robustos troncos y bejucos que chorrean en cortinajes desgarbados. El indio es su propia brújula, una brújula segura sin las variaciones de la aguja magnética. Como en las mariposas o en las palomas mensajeras, donde los sabios creen que existen antenas receptoras que las orientan a distancias de cientos de millas, el indio debe estar dotado de una capacidad radioactiva que desarrolla su instinto. Un blanco que penetre diez cuadras en la selva y pierda la trocha, no puede regresar al punto de partida. En Puerto Boy, corrió un soldado detrás de una danta que pretendía cazar: a los dos o tres minutos de haber perdido la guía de la trocha, debió retroceder para tomarla de nuevo, pero ya estaba definitivamente perdido. Durante muchos días exploraron sus compañeros por los contornos, hicieron toda suerte de señales para orientarlo: disparos, vuelos de avión, etcétera; todo fue inútil. El blanco es un juguete de la selva, y los huitotos, que son los sabios, que viven bajo el follaje como dentro de un mundo pequeño que conocen en todos sus secretos, reirán al verlos tontear entre el remolino de los rumbos, borrachos. Reirán o no reirán. Mi corta estada entre los indios no me dejó ver si usan de la risa para expresar, como nosotros, el regocijo con que se divierte la malicia humana cuando contempla los apuros del prójimo. Pero no cabe duda que nuestras torpezas tienen que hacerle gracia a los sabios huitotos, a los coreguajes y a los andaquíes, a los ticunas y a los sionas, todos expertos en la vida de la selva. Ellos, cuando toman una trocha para recorrerla a lo largo de cien kilómetros, no tienen para qué llevar equipaje a cuestas, ni buscar tambos que les proporcionen abrigo y alimento. Cuando yo echaba la mirada sobre un disco de

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mil millas de circunferencia, sin ver humillo que denunciara un hogar, sin encontrar el techo de una choza, sin advertir la más leve huella de un establecimiento humano, pensaba que toda la flora y fauna se hacían un nudo de donde sólo un animal quedaba excluido: el hombre. El indio no piensa lo mismo. Sabe que a la vera de la trocha crece la coca que suple a todo alimento; de raíces jugosas y apetitosas que se cruzan bajo sus pies; bebe la leche de unos bejucos, tan agradable como el agua; maneja la cerbatana con tan excelente puntería que nunca le falta un macaco para completar la cena. La selva es un mundo tan rico como la ciudad, que sólo han explorado y dominan los coreguajes.

SOBRE EL RELOJ DE LA SELVA

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Lo primero que observé al visitar las poblaciones establecidas en la selva amazónica fue el gran número de relojes y mapas que fueron llevados por el ejército en la época del conflicto con el Perú. Relojes de péndulo y campana en los casinos, cuarteles y telegrafías de Puerto Boy, Caucayá, Leticia o Tarapacá. Mapas de la oficina de longitudes, mapas militares, mapas escolares, mapas de colores, mapas pegados como estampillones en todas las paredes. Pero, ¿y a qué vienen los mapas y relojes?, me pregunté. ¿Tuvo el hombre de la selva, alguna vez, ese deseo de registrar las medidas del tiempo y del espacio que a nosotros tanto nos interesan? Había leído, en las relaciones de los viajeros que recorrieron el Putumayo y el Amazonas, maravillas referentes al ruido de la selva: fábulas del eco que se ahonda y se prolonga bajo las frondas medrosas, descripciones acerca del concierto en que se empeñan los loros, micos, patos, dantas, garrapateros y pericos. Efectivamente,

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cuando me interné por las trochas, la selva me dio la impresión de un cascabel de resonancias múltiples, pero encontré tan acorde con el paisaje una música semejante, que no recibí por esto la más leve sorpresa. Si la fronda me hubiese resultado muda, creo que me habría helado de pavor. Y si la música de la selva me pareció perfecta y natural, sí me desconcertó el ruido de los relojes. La primera noche de Caucayá la pasé casi en vela. Oía las medias y las horas que daban periódicamente las campanas de una caja de vidrio y madera. Tirado sobre un catre de lona, envuelto en una frazada roja del cuartel, me hallaba agradablemente embarcado para navegar en el mundo de la selva, y lo único que me sacaba de la realidad era el ruido del reloj. No hay nada más absurdo que llevar un reloj a la selva. Los huitotos que huyen a la explotación de los caucheros llegan a La Pedrera buscando el amparo de una colonización humanitaria. Toman el hilo de las trochas o siguen con la canoa el de los ríos y duran meses en llegar al lugar de su destino. —¿Cómo habéis venido? —se les pregunta. Y ellos: —Una luna saliendo, otra luna caminando, otra luna caminando, otra luna llegando. —Cuatro meses. ¿Para qué más calendario? ¿Para qué más relojes? Relojes de sol y almanaques de luna son los únicos buenos para medir el tiempo en un país en donde el tiempo pierde las cuatro quintas partes de su significado. Todos los hombres que han comprendido la selva, lo primero que han hecho al pisar sus dominios, es tirar sus relojes. Esto lo denominan los blancos la enfermedad de la selva. Un día sale el señor Botero Jaramillo de Amalfi con el deseo de hacerse a unos reales en las caucheras. Llega al Amazonas, mira el paisaje, y cuando se detiene a pensarlo, ya han pasado veintidós años de vivir en el agradable deporte de cazar tortugas, ordeñar cauchos y mirar crepúsculos. Don Roberto Vargas toma la ruta del

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Vaupés en 1902 para librarse de las venganzas a que posiblemente le someterían los vencedores en la guerra de los tres años. Y don Roberto se acostumbra a mirarse en el espejo del Vaupés, del Orinoco, del Casiquiare, del Putumayo, del Caquetá o del Amazonas. Ahora, cuando le veo en Leticia y le muestro el calendario, se da cuenta exacta de que ha metido treinta y dos años de su vida dentro de la burbuja del infinito, es decir: dentro de la burbuja de un firmamento diáfano que sostiene con sus mil brazos vegetales la selva del Amazonas, para que corran los soles o las nubes. A don Roberto no le importa el tiempo: me mira sin emoción, y me alarga un vaso de guaraná. El guaraná, bebida sacada del jugo de un bejuco. Sabe a selva. Los relojes son absurdos de Florencia —última población importante de Caquetá— hacia el sur. Y son absurdos los mapas. Bastante mundo tiene para vivir, y bastante para explorar, el hombre, con dos mil kilómetros de selva a la redonda, para que vengan los cartógrafos a indicarle que fuera de eso hay algo más. Un día recibió una carta de Bogotá cierto amigo mío que lleva dos años de vivir “en el sur”. Hay muchas personas que viven simplemente en un punto cardinal. Recibió la carta y*£ncontró en ella algo que le hizo desear un viaje a Bogotá. Conversábamos frente a un mapa pequeño y me dijo: —Nosotros ya sabemos la distancia que figuran los mapas, y la medimos con cuartas. Vea usted: de aquí a Bogotá hay cuatro cuartas. —Evidentemente: abrió la mano, apoyó el pulgar sobre Leticia y empezó a medir; cuando había avanzado cuatro palmos, cayó el meñique sobre Bogotá. Y agregó—: No vale la pena. Para el hombre de la selva el único mapa es el que se abre bajo sus pies en un nudo de trochas donde se quiebran los puntos cardinales. Lo demás es cosmografía.

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Al inglés que vive en Londres le ocurre lo mismo. Las calles son tan enrevesadas y caprichosas como las trochas de la selva. El no tiene más panorama en la vida que el de esas calles que le llevan a la oficina, a la estación del "Subway", al cine, al mercado, a la iglesia. El no toma rumbos, no sabe de norte ni de sur. Eso, que lo averigüen los turistas. En Londres, las calles se llaman caminos, callejones, callejuelas, senderos, caminitos, etcétera, siguiendo una nomenclatura que debe venir desde cuando los londinenses vivían en potreros que empezaban apenas a parcelarse. Es una gran cosa ser tradicionalistas. La vieja que sale de su pensión para su iglesia, ya sabe que toma tal callejuela, que voltea luego por el camino, que se mete por un portillo que se llama “el hueco de la pared”, y en un dos por tres ha hecho una ruta que al turista le obliga a dar vueltas por espacio de media hora. En las grandes ciudades se vive como en la selva. Se toman los rastros de las fieras humanas, para caminar, para defenderse, para vivir. En Nueva York tampoco hay norte ni sur. Se dice: vamos para arriba, vamos para abajo. La ciudad se recorre como las gentes que viven en la faldeci- lla de un valle, y que o van para abajo, por donde corre el río, o para arriba, hacia el monte. He tratado de explicarme el embrujo de la selva por medio de una filosofía. La vida puede mirarse según tres dimensiones: o en el espacio, o en el tiempo, o en la emoción del yo. El tiempo y el espacio son algo así como lo largo y lo ancho de que se sirven los geómetras para medir las superficies. La emoción del yo es la medida de profundidad. El hombre de la selva se hace profundo en sí mismo. En él desaparecen las relaciones que, entre otras cosas, se miden con mapa y reloj. La selva es la isla perfecta: los hombres se aíslan, introspectivos; abrumados por el paisaje y por la ausencia de sus semejantes, se doblan sobre el hueco de sus almas para buscarles un

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fondo, y el hueco de sus almas se toma algo sensible, que repasa sin descanso la emoción. Esto suele ocurrir a los hombres cuando se ven delante de un paisaje que no alcanzan a dominar. Y o veía a mis compañeros, en las tardes del Amazonas, abandonarse en la contemplación de los crepúsculos. Los veía abandonarse en la contemplación del Putumayo, cuyas aguas tersas se cubren de espuma y parecen florecer como en un estanque monumental las corolas de los lotos. Pero en el fondo de ese abandono, que en manera alguna es renunciamiento al trabajo de las potencias nobles del hombre, veía crecer, henchirse, dilatarse las ventanas del espíritu para dar entrada a los paisajes y recrearse en ellos. Más juguetes de la vida somos los burgueses que vivimos de espaldas a los relojes de sol, midiendo las horas en molinillos de Suiza; que cambiamos el paso de luna por calendarios de papel y que creemos poseer el mundo porque lo hemos dibujado en una carta mural. Y el mundo se nos ha ido de entre las manos.

DE OXFORD AL PAIS DE LOS TICUNAS Para el turista sudamericano que trata de averiguaren qué consiste la civilización, Inglaterra ofrece espectáculos inesperados. Yo no quise andarme por las ramas, como hubiera sido lo más propio de un salvaje nacido en los Andes. Fui directamente a Oxford, quintaesencia de la cultura británica. La filosofía, la producción intelectual de la Isla arrancan de la vieja ciudad en cuyas aulas se dialoga en latín como en los días de Tomás Moro y Erasmo de Rotterdam. Me fui, pues, para Oxford, y ¿qué vi? Jóvenes en traje de baño, en una canoa semejante al espinazo de un pescado. Consumían las horas, los días,

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las semanas y los meses ensayando un golpe de remo que fuera elegante, exacto, rotundo y eficaz. Sorprendido por la visión de Oxford, y maravillado de que el boga pudiera llegar a ser símbolo de una cultura, pasé luego a Cambridge, y ¿qué vi? Sobre las aguas del Cam, como un espejo, los estudiantes o eran bogas o eran tripulantes. Era, rediviva, la gimnasia de los vikingos. ¿Durante cuánto tiempo no se vio al toro de Europa derramar sangre por los banderillazos de los terribles nautas que corrían sus botes filudos entre caballos de espuma? Aquí en América tuvimos nosotros una tribu semejante: la de los caribes —nuestros normandos—, cuyas hazañas son material de enseñanza cuando tratamos de infundir pavor, con cuentos miedosos, a los niños. En Cambridge, en Oxford, el capataz, en la proa, iba gritando voces de ánimo que producían una descarga eléctrica de los remos. Los jóvenes de la universidad se encogían, se estiraban como muñecos de caucho, clavaban el remo, mordían con fuerza en el agua, hacían volar la barca, y repetían esta operación no sé cuántas veces por minuto, sin levantar una gota de agua inútil y sin producir la falta de ritmo más insignificante que pudiera afear el conjunto. Que ese buen boga es la flor y nata de la cultura universitaria británica, lo está diciendo a gritos el desplazamiento humano que se verifica en la Isla cuando se sabe que habrá regatas de Oxford y Cambridge. No hay rico ni pobre, hombre ni mujer, que no acuda a las márgenes del Támesis, cada cual con la divisa de su partido. Detrás de las dos canoas, van lores y príncipes en yates, pegados a la máscara de sus catalejos. Los aviones se agolpan para seguir el juego de lo que nosotros llamaríamos canaletes. La casualidad quiso que viniese a conocer otro pueblo tan imbuido como el inglés en la cultura del boga: es el pueblo de los ticunas. Viven los ticunas en el fondo más

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profundo de la selva amazónica, y sobre las riberas del gran río. Su contacto con la gente hostil o forastera —en el sentido griego de este concepto—, ha sido casi ninguno. En el XVI debieron ver de paso las naves del capitán Orellana. Llegaron hasta ellos los jesuitas, cincuenta o cien años después. A los caucheros del siglo pasado y del XX no debieron sentirlos, como lo demuestra el hecho de que hayan conservado la vida. Ahora, suelen codearse de cuando en cuando con los capuchinos trashumantes o con los “civilizados” de Leticia, Ramón Castilla o Benjamín Constant, pero ni los ticunas saben castellano o portugués ni se ha hecho hasta hoy diccionario ticuna para gente ibérica. Es, pues, extraordinaria la intuición de los ticunas al haber previsto la más alta foripa de la cultura, consagrando sus energías y su vida a perfeccionarse en el manejo de la canoa y el canalete. Por las tardes veíamos a los ticunas deslizándose en barcas de muchos metros de largo, vaciadas en un solo tronco, a lo largo de las riberas del Amazonas, el Támesis de la región. Su traje, un si es no es desnudo, recordaba al que usan los estudiantes de Oxford, con la ventaja para los ticunas de haber progresado tanto en materia de pedagogía que la coeducación es entre ellos cosa vieja: las niñas más graciosas mueven el canalete con la misma perfección, arte y eficacia que los varones. En el Támesis no vi elegancia igual a la de estos indios, en donde es un primor todo: desde la forma del remo hasta las últimas maniobras realizadas para manejarlo. En toda la selva no creo que se encuentre una hoja tan bien dibujada como la hoja en que remata la vena de un canalete. Tiene la simetría de los corazones que dibujan los decoradores. Su mayor diámetro puede ser de cuarenta centímetros. Pero, dentro de esta simplicidad, ¡qué ritmo, qué proporción y qué cadencia de líneas! Y, ¡qué eficacia! Ese canalete —que en las manos de un ticuna da aletazos eléctricos de pez— impulsa con ímpetu de motor la canoa y la guía, la

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endereza, la timonea como no podrían hacerlo, con sus largos remos, los estudiantes de Oxford. El hombre, la canoa y el canalete forman un solo cuerpo vivo, que se mueve en las aguas con sabiduría. El ticuna se interna en los lagos, solo, con la pupila en acecho y unos cuantos arpones en el fondo de la canoa. Los lagos son entradas que hace el Amazonas en la selva: allí el agua duerme entre árboles, y el silencio se alarga en la soledad. De cuando en cuando se ve la cabeza de un caimán, tan grande a la distancia como la de un perro. En el fondo de las aguas se revuelven los caimanes, numerosos como las raíces de los árboles en la selva. Cuando la canoa hace agua, el ticuna la achica imprimiéndole un movimiento de vaivén lo suficientemente calculado como para que sin voltearse alcance a arrojar el agua. Cuando es necesario, el ticuna hace pie en el fondo del lago, midiendo antes con un arpón el peligro de los caimanes. El margen de riesgos es siempre grande, pero lo supera la pericia de los salvajes. Y así vive el ticuna todas las lunas de su vida, haciendo de su humanidad y de su canoa un solo cuerpo, y de ser un buen boga, la más alta aspiración, el deber imperioso de su vida. Es un oxfordman en el más riguroso sentido de la palabra.

EL CULTO DEL TOTEM EN LONDRES Y EN EL AMAZONAS En Londres fui al Colegio del Rey, al King’s College, de la Universidad de Londres y observé el más estupendo caso del culto totémico. El tótem del King’s College es un león pintado de rojo. Su imagen se venera y custodia en el vestíbulo del antiguo colegio. Llegaba el autor de estas líneas con una idea rudimentaria del tótem. Sabía, por ejemplo, que en la Guajira hay

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familias tan distinguidas como la de los Guarí, los Er, los Kasiaurie o los Mara, que en términos de nuestro romance no son otra cosa sino grupos de gentes que tienen como protector a un animal, que de tiempos remotos vienen asociando su nombre al tronco familiar común. Así, estos cuatro grupos guajiros corresponden a las familias de los Zorros, Perros, Culebras cazadoras y Culebras cascabeles. Para los Guarí el zorro es el animal sagrado, y ¡ay de quien así no lo sepa o no lo respete! Entre los estudiantes del King’s College, como entre los guajiros, hay un culto totémico. La universidad entera se siente unida a su león de palo, lo mismo que los Er al perro tutelar. El culto de los ingleses a su tótem es más activo de lo que puede suponerse. Hablando de los escándalos que introducen en Colombia los universitarios cuando eligen sus reinas de estudiantes, decía con patética expresión cierto representante en el Congreso: “En ningún país del mundo, que yo sepa, los universitarios se disipan como en Colombia cuando celebran la insólita fiesta de sus carnavales.” No tanto, honorable representante. No hay juergas, rondas, ni francachelas más escandalosas que las que arman los estudiantes de París. Y que no son de ahora, sino de siglos: en los cuadros de West que decoran los muros de la Sorbona, aparecen los muchachos en burros y caballos, con banderolas, trompetas y tambores haciendo todo el barullo de las tradicionales fiestas del Lendit, en los albores del siglo XV. Ni para qué recordar las pandillas de las universidades tudescas, con los mozos de cerveza y de florete, que pinta especialmente para nosotros Pérez Triana en sus reminiscencias tudescas. Sin embargo, nada de esto es comparable al culto totémico del King’s College. No hace mucho, se robaron los estudiantes del Uni- versity College el león de palo del King’s College. Los combates a que dio lugar este hecho han sido de los más famosos que registra la historia de la capital inglesa.

Novelin del nuevo Amazonas

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Huevos rellenos de harina, tomates, zanahorias, lechugas, naranjas, les servían de proyectiles a las tropas de ambos bandos, de manera que las calles en donde ocurrían los encuentros quedaban convertidas en auténticas ensaladas. Esta afición a usar hortalizas en las batallas universitarias ha sido muy popular en Londres. Cuando se realizaron las jornadas estudiantiles con ocasión del problema del sufragismo, Regent Street se convirtió en ensalada. Pero jamás es tan patente el furor de los muchachos como cuando está de por medio el tótem. Tocar el tótem de un colegio es el mayor delito imaginable. Sólo en los libros de Long y de Lang sobre las tribus primitivas de los Estados Unidos se puede leer algo semejante. Las ideas sobre el tótem y el tabú suelen permanecer en la subconsciencia de los pueblos a través de siglos. Freud explica esto, como es obvio, por el camino de las indagaciones sexuales. Ignoro si entre los muchachos del tótem del King’s College y los del tótem del University College se practica la exogamia o la endogamia. Pero sí pude observar el culto del tótem. Vi sacar en hombros al león de palo del King’s College en medio de la más tumultuosa procesión, interrumpir el tráfico en el Strand —nada menos que en el Strand—, atropellar a los peatones que no le abrían paso a la muchachada, mientras el presidente de la fraternidad estudiantil sufría un homenaje de palmetazos que le dejaría verdes las espaldas. La supervivencia de estas cosas es frecuente en todos los pueblos. Hay en España la pugna del lagarto y de la culebra, de raíz totémica. Y en cuanto al tabú, tan adentro del espíritu debe hallarse, que “para hallar ejemplos del poder curativo del contacto real, dice el profesor vienés, no necesitamos buscarlos entre los salvajes: en época no lejana, ejercían este poder los reyes de Inglaterra para curar las escrófulas, que por tal razón eran llamadas ‘The King’s Evil’; ni la reina Isabel ni ninguno de sus sucesores renunciaron a tal prerrogativa real, y se

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cuenta que Carlos I curó en 1633, de una sola vez, cien enfermos. Posteriormente, bajo el reinado de Carlos II, alcanzó esta curación de las escrófulas, por el contacto del rey, su más amplio florecimiento.” Lo anterior no ha servido sino para hablar de los ticunas. ¿Por qué escribe usted sobre los ticunas, que son unos imbéciles, me decía un vecino de Leticia, en vez de fijarse en los coreguajes o en los sionas? Los ticunas son una nación que no llegará al centenar de habitantes. Sus chozas son las más destartaladas que pueda nadie suponerse. Su vida la más inútil. ¡Pero, manejan muy bien el canalete! Y, sobre todo, han colocado al frente de sus casas una mascota tan bien labrada, que me he acordado del horrendo león del King’s College y he pensado en la grandeza artística de los ticunas. Mis ticunas ya no son del tótem de la tortuga, ni del tótem del bufeo. Ellos pertenecen al tótem del hidroavión. Los ticunas tienen un sentido artístico notable. Usando de las tres o cuatro herramientas que han podido procurarse, trabajan la madera con una curia y tacto de que no tienen noticia los blancos de estas regiones. Han labrado un par de avioncitos, sin error de líneas ni de masas, y clavados en un par de estacas los tienen al frente de sus ranchos. Así como los anuwanas o los jepepas buscan amparo en la Guajira bajo el signo del buitre o la lechuza, mis ticunas se han colocado a la sombra del pájaro metálico monumental que ahora mezcla a los de la selva sus rumores, llevando la paz o la guerra, y trayendo el consuelo o la desventura. No ha sido poco privilegio para estos ticunas haber encontrado un tótem tan importante. Ni los jóvenes ingleses del Colegio del Rey...

NARRATIVA COLOMBIANA AIRE DE TANGO (Premio de Novela Vivencias 1973) Manuel Mejía Vallejo AMERICA EN EUROPA Germán Arciniegas AÑOS DE FUGA (Premio de Novela Colombiana Plaza & Janés 1979) Plinio Apuleyo Mendoza BAZAR DE LOS IDIOTAS, EL Gustavo Alvarez Gardeazábal BIENAVENTURADOS, LOS Fernando Soto Aparicio BREVE HISTORIA DE TODAS LAS COSAS Marco T. Aguilera Garramuño BREVIARIO DEL QUIJOTE Eduardo Caballero Calderón BUEN SALVAJE, EL (Premio Nadal 1965) Eduardo Caballero Calderón CAMINO QUE ANDA Fernando Soto Aparicio CASA INFINITA, LA (Finalista Premio de Novela Colombiana Plaza & Janés 1979) Augusto Pinilla CIEN AÑOS DE SOLEDAD Gabriel García Márquez COSECHA, LA José A. Osorio Lizarazo CUANDO PASE EL ANIMA SOLA(Premio de Novela - Vivencias 1979) Mario Escobar Velásquez CUENTO COLOMBIANO, EL Tomo I Eduardo Pachón Padilla CUENTO COLOMBIANO, EL Tomo II Eduardo Pachón Padilla DAVID, HIJO DE PALESTINA José Restrepo Jaramillo DIA SEÑALADO, EL (Premio Nadal 1963) Manuel Mejía Vallejo ESTABA LA PAJARA PINTA SENTADA EN EL VERDE LIMON Alba Lucía Angel

FIESTA EN TEUSAQUILLO Helena Araújo FUNERALES DE AMERICA, L Fernando Soto Aparicio HOMBRE LLAMADO TODERO Mario Escobar Velásquez JUEGOS DE MENTES Carlos Perozzo MAGNICIDIO, EL Germán Espinosa MARIA Jorge Isaacs MUCHEDUMBRES Y BANDEI Otto Morales Benítez MUERTES AJENAS, LAS Manuel Mejía Vallejo NOCHE DE LAS LUCIERNAGAS José Cervantes Angulo NOVELA COLOMBIANA, Pb Y SATELITES, LA Seymour Mentón OTOÑO DEL PATRIARCA, EL Gabriel García Márquez PAÑAMANES, LOS Fanny Buitrago REBELION DE LAS RATAS, LA Fernando Soto Aparicio REVES DE LA HISTORIA, EL Germán Arciniegas REY, EL Alberto Dow SANTIFICAR AL DIABLO Amparo Suárez TARDE DE VERANO Manuel Mejía Vallejo TEJEMANEJE, EL Héctor Sánchez TITIRITERO, EL Gustavo Alvarez Gardeazábal TODOS LOS CUENTOS Gabriel García Márquez VIVA EL EJERCITO Fernando Soto Aparicio