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Escuela Jean Piaget NIVEL SECUNDARIO Prácticas del lenguaje Antología de mitos griegos y americanos MATERIA: Prácticas

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Escuela Jean Piaget NIVEL SECUNDARIO Prácticas del lenguaje

Antología de mitos griegos y americanos MATERIA: Prácticas del lenguaje CURSO: 1ºA y 1ºB PROFESORAS: Lorena Andreoli y Cecilia Echeverría ESTUDIANTE:

El nacimiento de Zeus - Mito griego Zeus, rey de los dioses y de los hombres, debió recorrer un largo camino antes de llegar a organizar el Monte Olimpo, la vivienda celestial. Antes de que él naciera, su padre Cronos (el Tiempo), gracias al acuerdo con sus hermanos Titanes: Océano, titán de los mares y los ríos; Hiperión, padre del Sol, la Luna y la Aurora; Temis, la Justicia; Mnemósine, la Memoria, y otros que es difícil recordar, gobernaba un mundo en el que todo era armonía y felicidad. De hecho, los antiguos poetas llamaron Edad de Oro a ese período. Pero tanta paz iba a durar poco. Todo empezó a complicarse cuando una profecía le pronosticó a Cronos que un hijo suyo lo destronaría de la misma forma en que él había destronado a su padre. Poco después, Cronos y la titánide Rea tuvieron a su primer hijo. Como el titán no estaba dispuesto a perder su poder, devoró a su hijo, y la misma suerte corrieron todos los hermanos. Pero a Rea le resultaba muy doloroso perder a sus hijos, así que siguiendo el consejo de su padre, el Cielo, decidió engañar a su cruel esposo. Cuando notó que iba a dar a luz nuevamente, se escondió en una cueva. Allí tuvo a un niño, a quien llamó Zeus. Enseguida envolvió con pañales una gran piedra y durante la noche se la entregó a Cronos quien, sin dudarlo, tragó el envoltorio creyendo que había devorado a su último hijo. Mientras tanto, Rea mantuvo oculto al niño enviándolo a la isla de Creta, donde fue criado en una oscura y profunda caverna del monte Ida. El joven dios fue cuidado por las ninfas Melisas, que lo alimentaban con miel de abejas y con leche de la cabra Amaltea. También custodiaban al niño unos sacerdotes guerreros que velaban la entrada de la cueva. Para evitar que el llanto del pequeño fuera oído por Cronos, los sacerdotes golpeaban sus escudos de bronce al compás de una danza que imitaba los movimientos de los guerreros durante el combate. En una ocasión, la cabra Amaltea se rompió un cuerno al chocar contra un árbol. Las ninfas tomaron el cuerno, lo llenaron con frutos silvestres y se lo ofrecieron al niño. (Cuando Zeus creció, no olvidó la bondad de Amaltea y en su honor, puso entre las constelaciones del Cielo a la cabra, su nodriza. El cuerno roto, a su vez, pasó a ser considerado símbolo de la abundancia, y con la piel de la cabra recubrió su escudo, la égida, que se volvió impenetrable frente a cualquier arma). De este modo, el dios creció bajo la protección de las ninfas y de los sacerdotes, y se transformó en un joven fuerte y aguerrido. Entonces, apoyado por su madre, Zeus ideó un plan para librarse de Cronos. Se asoció con Metis, la Prudencia, quien preparó una poción mágica que Rea, con engaños, le hizo beber a Cronos. Apenas las primeras gotas del brebaje atravesaron su garganta, el padre desalmado vomitó uno a uno a los hijos que había devorado, incluida la piedra con la que había sido engañado por su mujer. Así fue como Zeus y sus hermanos se enfrentaron a su padre. Algunos Titanes se unieron a los jóvenes dioses. Otros, en cambio, apoyaron a Cronos y se prepararon para defenderlo. Tras diez años de lucha, Zeus y sus hermanos salieron victoriosos y se distribuyeron el universo. Zeus, el más poderoso, recibió el Reino del Cielo; su hermano Poseidón, el Reino del Mar, y Hades, el Mundo Infernal.

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La creación de los hombres - Mito griego En el inicio de los tiempos, Zeus, hijo de Cronos y Rea, venció la tiranía de su padre – con ayuda de su madre – y encerró a los Titanes en el Inframundo. Luego se repartió con sus hermanos el dominio de lo creado. Así, Poseidón reinó sobre el embravecido mar; Hades, sobre las tinieblas de los Infiernos; y Zeus fue proclamado padre de todos los dioses olímpicos. Cierta vez, los dioses explicaron al padre supremo la importancia de crear seres para poblar la Tierra. Zeus, atendiendo el pedido de los inmortales, encargó la difícil empresa a sus primos, Prometeo y Epimeteo, y les concedió dones para los seres que crearían. Los hermanos mezclaron, entonces, tierra y agua hasta formar un barro que les permitiera moldear con sus manos seres de todas formas y tamaños. Luego de esta tarea, los dotarían con las facultades concedidas por Zeus. Epimeteo modeló criaturas sencillas y repartió atributos de manera armoniosa. A unos les dio fuerza sin la rapidez y, a los más débiles, la velocidad. A algunos les regaló la posibilidad de elevarse en el aire, y a otros, el don de surcar los mares. Realizó el reparto con equilibrio, planificando todo con precaución para que ninguna especie fuese aniquilada. Les dio la movilidad, y luego los revistió con espesos cabellos y densas pieles para que fueran capaces de soportar tanto el frío del invierno como el ardor del sol. Dotó a algunos con garras, y a otros con pieles duras. Facilitó, por último, a cada uno sus medios de alimentación. Este fue el origen de los animales que pueblan la Tierra. Prometeo, en cambio, esculpió con sus manos una sola especie, pero de una complejidad mayor. Como su creación llevó mucho tiempo, a la hora de recurrir a los dones concedidos por Zeus, descubrió que su hermano había utilizado ya la mayoría. Preocupado por sus criaturas, decidió entrar sigilosamente en el taller donde Hefestos, el dios del fuego, solía practicar sus artes junto con Atenea, la más sabia. Robó de allí la técnica de utilizar el fuego y el don de la sabiduría. Terminó su obra entregando estas facultades a sus criaturas. Así, los seres creados por Prometeo fueron poseedores de la facultad de moverse erguidos en dos patas, la capacidad de manipular el fuego, el don del habla y el privilegio de razonar. Los hombres empezaron de esta manera a caminar por el mundo. Los dioses reconocieron con aprobación la tarea de los primos de Zeus y, durante mucho tiempo, los mortales vivieron en total bienaventuranza, sin necesidad de trabajar para lograr el sustento. Pero ocurrió que, una vez, hombres y dioses decidieron separar los lotes, para dejar claro qué privilegios le correspondían a cada uno. Prometeo representó a los mortales, mientras que Zeus fue delegado de los inmortales. El creador de los hombres urdió una trampa para engañar al padre de los dioses y beneficiar a la humanidad. El supremo dios, gracias a su capacidad de anticipar los sucesos, descubrió la trampa, se irritó y la cólera le llegó al corazón. - ¡Primo Prometeo! – le gritó Zeus enojado -. ¿Intentas engañarme a mí, que reino por encima de hombres y dioses? Si tu intención fue favorecer a los mortales, fallaste, pues solo lograste perjudicarlos, ya que a partir de este momento se quedarán sin fuego. Prometeo observaba el sufrimiento de los hombres que, sin fuego, no podían cocer los alimentos, ni alumbrarse, ni protegerse del frío, ni defenderse de las fieras. Por miedo a que la raza humana desapareciera de la faz de la Tierra, el dios decidió oponerse una vez más al rey de los dioses. Subió, entonces, hasta el Olimpo y, sin que nadie lo notara, robó el fuego por segunda vez para devolvérselo a los hombres. Zeus vio desde lejos el brillo de las llamas de la Tierra. Esta vez no intentó quitárselo, sino que planificó un nuevo castigo: pidió ayuda a los dioses para dar nacimiento a Pandora, la primera mujer. La llenó de atributos e infundió la curiosidad en su 3

corazón. Así, Pandora, ya entre los mortales, abrió la caja en la que habían estado encerrados todos los males que aquejaban a la humanidad y las calamidades se desparramaron entre los hombres. Zeus también castigó a Prometeo. Mandó a su hijo Hefestos a atar a su primo, con cadenas indestructibles, en una roca de las montañas del Cáucaso. Luego envió un águila gigante, que cada día comía el hígado del prisionero. Por la noche, el hígado se regeneraba para ser devorado nuevamente al día siguiente. Esta condena sufrió Prometeo por muchísimo tiempo, hasta que Heracles lo liberó y mató al águila. (Versión de Jésica Pacheco) El mito de pandora - Mito griego Cuando los dioses y los mortales se separaron, Zeus1 le encargó a Prometeo que dividiera un buey en dos lotes. Prometeo, para favorecer a los hombres, escondió la carne y las vísceras y ofreció a Zeus los huesos y la grasa. Enfurecido por este engaño, Zeus ocultó el fuego a los hombres. Una vez, Prometeo robó a Zeus una chispa del fuego sagrado para entregárselo a los hombres, porque sin ese elemento esencial era imposible la cocción de los alimentos. Zeus, encolerizado, decidió vengarse y perjudicar a toda la humanidad. Ordenó a Hefesto que, con ayuda de Atenea, creara una criatura maravillosa a imagen de los hombres. Para ello, Hefesto amasó arcilla y agua y la moldeó como a una mujer e igualó su belleza a la de las diosas. La llamó Pandora (del griego pan: todos y doron: dones) ya que los otros dioses la adornaron generosamente con todos los dones. Atenea le dio la vida y las armas de seducción, le enseñó a cubrirse con adornos y el arte de los tejidos, la cubrió con un vestido blanco, y le sujetó sobre la frente un velo nupcial con una diadema de oro. Afrodita le donó los encantos de la sensualidad. Las Gracias y la Persuasión la cubrieron de collares y guirnaldas. Pero Hermes le introdujo en su corazón la maldad, la mentira y el engaño. Terminado el maniquí de barro ataviado como una novia, Zeus se la envió como regalo a Epimeteo, el hermano de Prometeo que, seducido por su encanto, la tomó por esposa desoyendo las advertencias y consejos de su hermano, quien lo había prevenido contra los regalos de los dioses. En su casa Epimeteo había guardado un cofre y le había prohibido a su esposa tocarlo. Pero Pandora, por su extrema curiosidad, abrió la tapa y entonces todos los males del género humano que estaban allí encerrados escaparon, y el dolor, las enfermedades y la muerte se extendieron por el mundo. Pandora consiguió finalmente cerrar el cofre, aunque ya era demasiado tarde: sólo quedó dentro a esperanza, tan engañosa a menudo para los mortales. Perseo y Medusa - Mito griego Dánae, hija del rey de Argos, se refugió con su hijo Perseo, al que tuvo con el dios Zeus, en la isla del tirano Polidectes. Este rey pretendía casarse con ella, pero como no quería a Perseo, ideó un plan para deshacerse de él. Cierto día, el obstinado rey (Polidectes) anunció que se casaría e invitó a una gran fiesta a todos sus amigos, incluido, por cierto, Perseo. Todos llevaron regalos para el futuro esposo. Todos menos Perseo, que no tenía nada para obsequiar. Polidectes le habló entonces de las gorgonas y le dijo malvadamente que deseaba poseer la cabeza de una. 1

Hijo de Rea y Cronos, soberano de los dioses y los hombres.

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Orgulloso y mortificado a la vez, el joven hizo exactamente lo que el rey esperaba: prometió traerle la cabeza de Medusa, una de las gorgonas, como regalo de bodas. Nadie en su sano juicio se hubiera ofrecido a semejante cosa, sabiendo las inmensas posibilidades de verse convertido en piedra. Pero Perseo no tenía miedo y, sin despedirse de su madre, comenzó un peregrinaje que lo llevó a diferentes lugares en busca de los monstruos fabulosos. Su única garantía era que dos dioses vigilaban su paso: el astuto mensajero Hermes y la sabia Atenea. Hermes no pudo indicarle dónde se encontraba Medusa, pero le señaló qué cosas debía llevar para tener éxito y le dio una espada que no podría ser ni torcida ni rota por las escamas de las gorgonas. ¿Pero de qué serviría una espada si con solo una mirada sería convertido en piedra? Entonces apareció Atenea, quien le ofreció unas sandalias aladas para huir, un escudo de bronce para cubrir su pecho y le dijo que nunca mirara a la gorgona directamente, sino solo su reflejo. Perseo, en el momento del ataque, debería mirar el bronce que, como un espejo, reflejaría las caras de las gorgonas y por lo tanto evitaría el peligro. Ahora tenía con que luchar, aunque el camino fuera largo y peligroso. Por fin, después de muchas idas y vueltas, nuestro héroe llegó a la isla. El destino quiso que las encontrara dormidas y, por lo tanto, con su ojo cerrado. Tenían grandes alas, sus cuerpos estaban recubiertos de escamas de oro y sus cabelleras eran montón de serpientes retorcidas. Hermes y Atenea le indicaron a Perseo cuál de ellas era Medusa, la única mortal entre las tres. El arriesgado joven mató a la Medusa de un solo golpe, recogió su cabeza y salió volando con las sandalias aladas que le había prestado Atenea. Aunque las otras gorgonas, ya despiertas, quisieron perseguirlo, el joven desapareció con el botín como por arte de magia. Perseo volvió a la isla donde había vivido tantos años con su madre, pero no la encontró, ya que ella había huido tras rechazar la propuesta de casamiento que le había hecho Polidectes. El día del regreso del héroe, el tirano estaba reunido con sus amigos en un banquete. Cuando Perseo entró en el recinto, nadie podía creer lo que veía. El joven sacó entonces de un cesto la cabeza de la Medusa, con su inerte ojo abierto, e instantáneamente todos los comensales se convirtieron en piedra. Grandes fueron los festejos de los habitantes de la isla por haber sido liberados de semejante rey. Y a Perseo no le fue difícil encontrar a su madre y fundirse con ella en un abrazo tan profundo como la mirada de la Medusa.

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La belleza de Narciso - Mito griego Narciso era el hijo de un dios y de una ninfa. Tiresias, un célebre vidente, había anunciado que viviría durante muchos años, con la condición de que no se viese a sí mismo. Con el pasar de los años, Narciso se transformó en un joven apuesto, admirado por hombres y mujeres. Era tan arrogante que no prestaba atención a los encantos y virtudes de los demás. Una hermosa ninfa llamada Eco se enamoró perdidamente de él. Narciso la rechazó, y la desdichada joven entristeció hasta marchitarse. Sus huesos se convirtieron en piedra, pero su voz permaneció intacta. Una diosa, Némesis, fue testigo de la desesperación de Eco. Enojada con Narciso, decidió provocarle una sed intensa. Narciso recordó el río donde una vez había encontrado a Eco, y corrió hacia él. Cuando estaba a punto de beber, vio su imagen reflejada en las aguas. Y como había anunciado Tiresias, esta imagen lo perturbó hasta el extremo; quedó totalmente cegado por su propia belleza. Hay quien cuenta que ahí mismo murió, contemplando su rostro para siempre. Otros dicen que, enamorado como quedó de su imagen, quiso reunirse con ella y murió ahogado tras lanzarse a las aguas. También cuentan que en ese lugar surgió una nueva flor a la que se le dio su nombre, el narciso, que crece sobre las aguas de los ríos, reflejándose siempre en ellos.

Aracne, la tejedora - Mito griego Aracne era la hija de un famoso tintorero y tenía una extraordinaria habilidad: era la mejor tejedora de toda la ciudad “y del mundo”, aclaraba ella cuando la halagaban. Nadie manejaba el telar mejor que ella, y sus trabajos eran realmente muy bellos. Tanto que llegaron a decir que la mismísima Atenea, diosa de las artes mecánicas, le había dado ese maravilloso don. Pero Aracne era orgullosa y no quería deber su don a ninguna divinidad. Atenea se enteró y bajó a la tierra para desafiarla en una competencia de tejidos. Listos los dos telares, cada una comenzó su labor. Atenea bordó en su tela a todos los dioses del Olimpo, majestuosos, reinando sobre los mortales; mientras que en la tela de Aracne aparecieron los dioses en actitudes vergonzosas, como las infidelidades de Zeus. No se sabe si fue por la indignación o por la envidia, lo cierto es que Atenea le dio a Aracne un castigo terrible: la convirtió en araña y la obligó, así, a tejer por siempre. Deméter - Mito griego Deméter2, diosa de la fecundidad, dio a Zeus una hija, Perséfone3, de una belleza que cautivaba a cuantos la veían. Cierto día Perséfone, totalmente ajena a la admiración que despertaba, recogía flores junto con las hijas de Océano. Hades, el sombrío dios de los infiernos, la contemplaba en silencio y se enamoró de ella. Precipitadamente se acercó y, sin hacer el menor ruido, la llevó consigo al reino de las tinieblas donde la hizo su esposa. Cuando Deméter bajó a la tierra a buscar a su hija, no la encontró. Anduvo errando, entonces, nueve días con sus noches sin cesar de llamarla.

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Diosa griega de las cosechas y de la fecundidad. Deidad griega, símbolo de la semilla y reina de los infiernos.

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Al décimo día, Helios4 –el dios que todo lo sabe porque contempla permanentemente lo que sucede sobre la faz de la tierra- le reveló lo que había ocurrido a Perséfone. La desolación y el dolor de la madre fueron tan inmensos que, abandonando la comunidad de los dioses, adoptó la figura de mujer y se fue a vagar entre los humanos. Profundamente herida en su amor de madre e irritada contra Zeus que había permitido el rapto, en un gesto de ira y de desesperación retuvo los frutos de la tierra y no permitió que asomara ni el más pequeño brote en planta alguna. La tierra se convirtió en un desierto estéril y helado. El hambre comenzó a azotar al hombre que se vio privado del sustento proporcionado hasta ese momento por las cosechas. A medida que pasaban los días, la situación empeoraba y la gran carestía amenazó con destruir a toda la especie humana. Las súplicas de los hombres llegaron hasta Zeus, mezcladas con los lamentos de Deméter que continuaba clamando por su hija. Entonces, el padre de los dioses decidió que debía intervenir y le pidió a Deméter que calmara su ira y devolviera a los hombres los frutos de la tierra. Pero la diosa, cegada por el dolor, respondió que jamás permitiría que una sola semilla germinara mientras su hija no regresara a su lado. Afligido por el sufrimiento de la diosa y de los hombres, Zeus prometió a Deméter que obligaría a Hades a devolver a Perséfone pero con la condición de que ella no hubiera probado ni un solo bocado en los infiernos. Hades, celoso del tesoro que guardaba, permanecía vigilando todo lo que sucedía en el exterior. Cuando escuchó las palabras de Zeus indujo a Perséfone a que comiera los granos de una granada para poder retenerla junto a él. Zeus supo del ardid utilizado por el dios de los infiernos y, tras cavilar detenidamente, encontró la solución que conformaría a todos. Perséfone residiría una parte del año con Deméter bajo la luz del sol y el resto con su esposo en las tinieblas. Pero la diosa de las cosechas no cejó en su posición y por eso, mientras su hija la acompaña, sobre la tierra todo florece y da frutos –reinan la primavera y el verano-, cuando la hija se apresta a partir, la naturaleza comienza a marchitarse y a decaer –es el otoño- y finalmente, durante su ausencia llega el invierno y con él la desolación y la esterilidad. Desde entonces Perséfone es el símbolo de la semilla, que permanece un tiempo enterrada para luego germinar. Teseo, Ariadna y el Minotauro de Creta - Mito griego Poseidón salió de las aguas convertido en un gran toro blanco y engendró un hijo en el vientre de Pasífae, esposa del rey Minos. Ese hijo fue el Minotauro (monstruo mitad toro mitad humano) cuyo nombre era Asterión, y le recordaba a Minos, rey de Creta, su vergüenza. Entonces, el rey Minos le pidió al arquitecto Dédalo que construyera un laberinto para ocultar a Asterión. Androgeo, hijo de Minos, había sido asesinado, entonces este rey como compensación por la muerte de su hijo, ordenaba a los atenienses que enviaran siete muchachos y siete doncellas cada nueve años al Laberinto cretense, donde los aguardaba el temido Minotauro para devorarlos.

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Dios del Sol entre los griegos.

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Poco después de la llegada de Teseo a Atenas, venció por tercera vez la fecha de tributo impuesto por Minos, y él sintió tanta lástima por aquellas jóvenes víctimas destinadas al sacrificio y por sus desdichados padres, que se ofreció como una de las víctimas. Antes de partir, Teseo consultó al oráculo de Apolo en Delfos y le ofreció al dios una rama de olivo consagrada. Este le aconsejó que invocara la protección de Afrodita, diosa del amor. Teseo no dudó en realizar un sacrificio en la playa en su honor para que lo protegiera en su arriesgado viaje. Cuando la nave llegó a Creta unos días más tarde, Teseo comprobó que Afrodita lo había acompañado ya que Ariadna, hija de Minos, se enamoró de él a primera vista. -Te ayudaré a matar al Minotauro- le prometió secretamente – si me dejas regresar a Atenas como tu esposa. Teseo aceptó con mucho gusto esta oferta y juró que se casaría con ella. Pues bien, antes de abandonar Creta, Dédalo, el arquitecto que había diseñado a pedido del rey Minos ese espacio intrincado para encerrar al monstruo comedor de hombres, le había entregado a Ariadna un ovillo mágico de hilo y le había explicado cómo entrar y salir del laberinto. Entonces, Ariadna le entregó a Teseo el ovillo mágico y le explicó cómo entrar y atar el cabo suelto en la puerta, para que el ovillo rodara por el suelo, disminuyéndose, por tortuosos caminos, hasta el mismo escondijo que ocupaba el Minotauro. Al llegar al lugar donde se encontraba el monstruo dormido, debía tomarlos de los pelos y sacrificarlo a Poseidón, el dios soberano del mar. Luego podría encontrar el camino de regreso, volviendo a hacer un ovillo con el hilo. Aquella misma noche, Teseo hizo lo que se le había dicho, cuando salió del laberinto, manchado de sangre pero triunfante, Ariadna lo abrazó apasionadamente y condujo todo el grupo de atenienses al puerto. Graves, Robert, “Teseo”. En: Los mitos griegos. Buenos aires. Hyspamérica, 1985. (Adaptación)

Dafne y Apolo Un día, cuando Apolo, el dios de la luz y de la verdad, era aún joven, encontró a Cupido, el dios del amor, jugando con una de sus flechas. -¿Qué estás haciendo con mi flecha?- preguntó Apolo con ira-. Maté una gran serpiente con ella. ¡No trates de robarme la gloria, Cupido! ¡Ve a jugar con tu arquito y con tus flechas! -Tus flechas podrán matar serpientes, Apolo -dijo el dios del amor-, ¡pero las mías pueden hacer más daño! Incluso tú puedes caer herido por ellas! Tan pronto hubo lanzado su siniestra amenaza, Cupido voló a través de los cielos hasta llegar a lo alto de una elevada montaña. Una vez allí, sacó de su carcaj dos flechas. Una de punta roma cubierta de plomo, cuyo efecto en aquel que fuera tocado por ella, sería el de huir de quien fuera herido por ella, se enamoraría instantáneamente. Cupido tenía destinada su primera flecha a Dafne, una bella ninfa que cazaba en lo profundo del bosque. Dafne era seguidora de Diana, la hermana gemela de Apolo y diosa del mundo salvaje. Igual que Diana, Dafne amaba la libertad de correr por campos y selvas, con los cabellos en desorden y con las piernas expuestas a la lluvia y al sol. Cupido templó la cuerda de su arco y apuntó con la flecha de punta a Dafne. Una vez en el aire, la flecha se hizo invisible, así que cuando atravesó el corazón de la ninfa, ésta sólo sintió un dolor agudo, pero no supo la causa. Con las manos cubriéndose la herida, corrió en busca de su padre, el dios del río. -¡Padre! -exclamó-: ¡Debes hacerme una promesa! 8

-¿De qué se trata? -preguntó el dios, quien estaba en el río rodeado de ninfas. -Prométeme que nunca tendré que casarme! -gritó Dafne. El dios del río, confuso ante la frenética petición de su hija, le replicó: -¡Pero yo quiero tener nietos! -¡No, padre! ¡No! ¡No quiero casarme nunca! ¡Déjame ser siempre tan libre como Diana! ¡Te lo ruego! -Sin embargo, ¡yo quiero que te cases! -exclamó el dios. -¡No! -gritó Dafne y comenzó a golpear el agua con los puños mientras se balanceaba hacia delante y hacia atrás sollozando. -¡Muy bien! -profirió el dios del río-. ¡No te aflijas así, hija mía! ¡Te prometo que no tendrás que casarte nunca! -¡Y prométeme que me ayudarás a huir de mis perseguidores! -agregó la cazadora. -¡Lo haré, te lo prometo! Después de que Dafne obtuvo esa promesa de su padre, Cupido preparó la segunda flecha, la de aguda punta de oro, esta vez destinada a Apolo, quien estaba vagando por los bosques. Y en el momento en que el joven dios se encontró cerca de Dafne tembló la cuerda del arco y disparó hacia el corazón de Apolo. Al instante, el dios se enamoró de Dafne. Y, aunque la doncella llevaba el cabello salvaje y en desorden, y vestía sólo toscas pieles de animales, Apolo pensó que era la mujer más bella que jamás había visto. -¡Hola! -le gritó; pero Dafne le lanzó una mirada de espanto y, dando un respingo, se internó en el bosque como lo hubiera hecho un ciervo. Apolo corrió detrás de ella gritando: -¡Detente! ¡Detente! -Pero la ninfa se alejó con la velocidad del viento. -¡Por favor, no corras! -le gritó Apolo-. Huyes como una paloma perseguida por un águila; ¡yo no soy tu enemigo! ¡No te escapes de mí! Dafne continuaba corriendo. -¡Detente! -profirió Apolo. -¿Sabes quién soy yo? -dijo el dios-. No soy un campesino ni un pastor. ¡Soy el señor de Delfos! ¡Un hijo de Júpiter! ¡Cacé una enorme serpiente con mi flecha! Pero ¡ay!, ¡temo que el arma de Cupido me ha herido con más rigor! Dafne seguía corriendo, con los muslos desnudos al sol y con el cabello salvaje al viento. Apolo ya estaba cansado de pedirle que se detuviera, así que aumentó la velocidad. Las alas del amor le dieron al dios de la luz y de la verdad una celeridad que jamás había alcanzado; no le daba respiro a la joven, hasta que pronto estuvo cerca de ella. Ya sin fuerzas, Dafne podía sentir la respiración de Apolo sobre sus cabellos. -¡Ayúdame, padre! -gritó dirigiéndose al dios del río-. ¡Ayúdame! No acababa de pronunciar estas palabras, cuando sus brazos y piernas comenzaron a tomarse pesados hasta volverse leñosos. El pelo se le convirtió en hojas y los pies en raíces que empezaron a internarse en la tierra. Había sido transformada en el árbol del laurel, y nada había quedado de ella, salvo su exquisito encanto. Apolo se abrazó a las ramas del árbol como si fueran los brazos de Dafne y, besando su carne de madera apretó las manos contra el tronco y lloró. -Siento que tu corazón late bajo esta corteza -dijo Apolo, mientras las lágrimas rodaban por su rostro-. Y como no podrás ser mi esposa, serás mi árbol sagrado. Usaré tu madera para construir mi harpa y fabricar mis flechas, y con tus ramas haré una guirnalda para mi frente. Héroes y letrados serán coronados con tus hojas, y siempre serás joven y verde, tú, Dafne, mi primer amor.

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Orfeo y Eurídice Orfeo canta. Canta recorriendo las praderas y los bosques de su país, Tracia. Acompaña su canto con una lira, instrumento que él perfeccionó agregándole dos cuerdas... Hoy la lira posee nueve cuerdas. ¡Nueve cuerdas... en homenaje a las nueve musas! El canto de Orfeo es tan bello, que las piedras del camino se apartan para no lastimarlo, las ramas de los árboles se inclinan hacia él, y las flores se apuran a abrir sus capullos para escucharlo mejor. De repente, Orfeo se detiene: frente a él, hay una muchacha de gran belleza. Sentada en la ribera del río Peneo, está peinando su larga cabellera. Pero se detiene con la llegada del viajero. Ella viste sólo una túnica ligera, al igual que las náyades que habitan las fuentes. Orfeo y la ninfa se encuentran cara a cara un instante, sorprendidos y encandilados uno por el otro. —¿Quién eres, hermosa desconocida? —le pregunta al fin Orfeo, acercándose a ella. —Soy Eurídice, una hamadríade. Por el extraño y delicioso dolor que le atraviesa el corazón, Orfeo comprende que el amor que siente por esta bella ninfa es inmenso y definitivo. —¿Y tú? —pregunta, por fin, Eurídice—. ¿Cuál es tu nombre? —Me llamo Orfeo. Mi madre es la musa Calíope y mi padre, Apolo, ¡el dios de la Música! Soy músico y poeta. Haciendo sonar algunos acordes en su instrumento —cuerdas tendidas en un magnífico caparazón de tortuga—, agrega: —¿Ves esta lira? La inventé yo y la he llamado cítara. —Lo sé. ¿Quién no ha oído hablar de ti, Orfeo? Orfeo se hincha de orgullo. La modestia no es su fuerte. Le encanta que la ninfa conozca su fama. —Eurídice —murmura inclinándose ante ella—, creo que Eros me ha lanzado una de sus flechas... Eros es el dios del Amor. Halagada y encantada, Eurídice estalla en una carcajada. —Soy sincero —insiste Orfeo—. ¡Eurídice, quiero casarme contigo! Pero escondido entre los juncos de la ribera, hay alguien que no se ha perdido nada de la escena. Es otro hijo de Apolo: Aristeo, que es apicultor y pastor. Él también ama a Eurídice, aunque la bella ninfa siempre lo rechazó. Se muerde el puño para no gritar de celos. Y jura vengarse... ¡Hoy se casan Orfeo y Eurídice! La fiesta está en su apogeo a orillas del río Peneo. La joven novia ha invitado a todas las hamadríades, que están bailando al son de la cítara de Orfeo. De golpe, para hacer una broma a su flamante esposo, exclama: —¿Podrás atraparme? Riendo, se echa a correr entre los juncos. Abandonando su cítara, Orfeo se lanza en su persecución. Pero la hierba está alta, y Eurídice es rápida. Una vez que su enamorado queda fuera de su vista, se precipita en un bosquecillo para esconderse. Allí, la apresan dos brazos vigorosos. Ella grita de sorpresa y de miedo. —No temas —murmura una voz ronca—. Soy yo: Aristeo. —¿Qué quieres de mí, maldito pastor? ¡Regresa con tus ovejas, tus abejas y tus colmenas! —¿Por qué me rechazas, Eurídice? —¡Suéltame! ¡Te desprecio! ¡Orfeo! ¡Orfeo! —Un beso... Dame un solo beso, y te dejaré ir. Con un ademán brusco, Eurídice se desprende del abrazo de Aristeo y regresa corriendo a la ribera del Peneo. Pero el pastor no se da por vencido y la persigue de cerca.

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En su huida, Eurídice pisa una serpiente. La víbora hunde sus colmillos en la pantorrilla de la muchacha. —¡Orfeo! —grita haciendo muecas de dolor. Su novio acude. Entonces, Aristeo cree más prudente alejarse. —¡Eurídice! ¿Qué ha ocurrido? —Creo... que me mordió una serpiente. Orfeo abraza a su novia, cuya mirada se nubla. Pronto acuden de todas partes las hamadríades y los invitados. —Eurídice... te suplico, ¡no me dejes! —Orfeo, te amo, no quiero perderte... Son las últimas palabras de Eurídice. Jadea, se ahoga. Es el fin, el veneno ha hecho su trabajo. Eurídice ha muerto. Alrededor de la joven muerta, resuenan ahora lamentos, gritos y gemidos. Orfeo quiere expresar su dolor: toma su lira e improvisa un canto fúnebre que las hamadríades repiten en coro. Es una queja tan conmovedora que las bestias salen de sus escondites, se acercan hasta la hermosa difunta y unen sus quejas a las de los humanos. Es un canto tan triste y tan desgarrador que, del suelo, surgen aquí y allá miles de fuentes de lágrimas. —¡Es culpa de Aristeo! —acusa de golpe una de las hamadríades. —Es verdad. ¡He visto cómo la perseguía! —Malvado Aristeo... ¡Destruyamos sus colmenas! —Sí. Matemos todas sus abejas. ¡Venguemos a nuestra amiga Eurídice! Orfeo no tiene consuelo. Asiste a la ceremonia fúnebre sollozando. Las hamadríades, emocionadas, le murmuran: —Vamos, Orfeo, ya no puedes hacer nada. Ahora, Eurídice se encuentra a orillas del río de los infiernos, donde se reúnen las sombras. Al oír estas palabras, Orfeo se sobresalta y exclama: —Tienen razón. Está allí. ¡Debo ir a buscarla! A su alrededor, se escuchan algunas protestas asombradas. ¿El dolor había hecho a Orfeo perder la razón? ¡El reino de las sombras es un lugar del que nadie vuelve! Su soberano, Hades, y el horrible monstruo Cerbero, su perro de tres cabezas, velan por que los muertos no abandonen el reino de las tinieblas. —Iré —insiste Orfeo—. Iré y la arrancaré de la muerte. El dios de los infiernos consentirá en devolvérmela. ¡Sí, lo convenceré con el canto de mi lira y con la fuerza de mi amor! La entrada en los infiernos es una gruta que se abre sobre el cabo Ténaro. ¡Pero aventurarse allí sería una locura! Orfeo se ha atrevido a apartar la enorme roca que tapa el orificio de la caverna; se ha lanzado sin temor en la oscuridad. ¿Desde hace cuánto tiempo que camina por este estrecho sendero? Enseguida, gemidos lejanos lo hacen temblar. Luego, aparece un río subterráneo: el Aqueronte, famoso río de los dolores... Orfeo sabe que esa corriente de agua desemboca en la laguna Estigia, cuyas orillas están pobladas por las sombras de los difuntos. Entonces, para darse ánimo, entona un canto con su lira. ¡Y sobreviene el milagro: las almas de los muertos dejan de gemir, los espectros acuden en muchedumbre para oír a este audaz viajero que viene del mundo de los vivos! De repente, Orfeo ve a un anciano encaramado sobre una embarcación. Interrumpe su canto para llamarlo: —¿Eres tú, Caronte? ¡Llévame hasta Hades! Subyugado tanto por los cantos de Orfeo como por su valentía, el barquero encargado de conducir las almas al soberano del reino subterráneo hace subir al viajero en su barca. Poco después, lo deja en la otra orilla, frente a dos puertas de bronce monumentales. ¡Allí están, cada uno en su trono, el temible dios de los infiernos y su esposa Perséfone! A su lado, el repulsivo can Cerbero abre las fauces de sus tres cabezas; sus ladridos llenan la caverna. Hades mira despectivo al intruso: 11

—¿Quién eres tú para atreverte a desafiar al dios de los infiernos? Entonces, Orfeo canta. Acompañando el canto con su lira, alza una súplica en tono desgarrador: —Noble Hades, ¡mi valentía nace solamente de la fuerza de mi amor! De mi amor hacia la bella Eurídice, que me ha sido arrebatada el día mismo de mi boda. Ahora, ella está en tu reino. Y vengo, poderoso dios, a implorar tu clemencia. ¡Sí, devuélveme a mi Eurídice! Déjame regresar con ella al mundo de los vivos. Hades vacila antes de echar a este atrevido. Vacila, pues incluso el terrible Cerbero parece conmovido por ese ruego: el monstruo ha dejado de ladrar. ¡Se arrastra por el suelo, gimiendo! —¿Sabes, joven imprudente —declara Hades señalando las puertas— que nadie sale de los infiernos? ¡No debería dejarte ir! —¡Lo sé! —respondió Orfeo—. ¡No temo a la muerte! Puesto que he perdido a mi Eurídice, perdí toda razón de vivir. ¡Y si te niegas a dejarme partir con ella, permaneceré entonces aquí, a su lado, en tus infiernos! Perséfone se inclina hacia su esposo para murmurarle algunas palabras al oído. Hades agacha la cabeza, indeciso. Por fin, tras una larga reflexión, le dice a Orfeo: —Y bien, joven temerario, tu valor y tu pena me han conmovido. Que así sea: acepto que partas con tu Eurídice. Pero quiero poner tu amor a prueba... Una oleada de alegría y de gratitud invade a Orfeo. —¡Ah, poderoso Hades! ¡La más terrible de las condiciones será más dulce que la crueldad de nuestra separación! ¿Qué debo hacer? —No darte vuelta para mirar a tu amada hasta tanto no hayan abandonado mis dominios. Pues serás tú mismo quien la conduzca fuera de aquí. ¿Me has comprendido bien? ¡No debes mirarla ni hablarle! Si desobedeces, Orfeo, ¡perderás a Eurídice para siempre! Loco de alegría, el poeta se inclina ante los dioses. —Ahora vete, Orfeo. Pero no olvides lo que he decretado. Orfeo ve que las dos hojas de la pesada puerta de bronce se entreabren chirriando. —¡Camina delante de ella! ¡No tienes derecho a verla! Rápidamente, Orfeo toma su lira y se dirige hacia la barca de Caronte. Lo hace lentamente, para que Eurídice pueda seguirlo. ¿Pero, cómo estar seguro? La angustia, la incertidumbre le arrancan lágrimas de los ojos. Está a punto de exclamar: "¡Eurídice!", pero recuerda a tiempo la recomendación del dios y se cuida de no abrir la boca. Apenas sube a la barca de Caronte, siente que la embarcación se bambolea por segunda vez. ¡Eurídice, pues, se ha unido a él! Refunfuñando por el sobrepeso, el viejo barquero emprende el camino contra la corriente. Finalmente, Orfeo desciende en tierra y se lanza hacia el camino que conduce al mundo de los vivos... Pronto, se detiene para oír. A pesar de las corrientes de aire que soplan en la caverna, adivina el roce de un vestido y el ruido de pasos de mujer que siguen por el mismo sendero. ¡Eurídice! ¡Eurídice! Escala las rocas de prisa para reunirse con ella lo antes posible. Pero, ¿y si se está adelantando demasiado? ¿Y si ella se extravía? Dominando su impaciencia, disminuye la velocidad de su andar, atento a los ruidos que, a sus espaldas, indican que Eurídice lo está siguiendo. Pero cuando vislumbra la entrada de la caverna a lo lejos, una espantosa duda lo asalta: ¿y si no fuera Eurídice? ¿Y si Hades lo ha engañado? Orfeo conoce la crueldad de la que son capaces los dioses, ¡sabe cómo estos pueden burlarse de los desdichados humanos! Para darse ánimo, murmura: —Vamos, sólo faltan algunos pasos... Con el corazón palpitante, Orfeo da esos pasos. ¡Y de un salto, llega al aire libre, a la gran luz del día! —Eurídice... ¡por fin! No aguanta más y se da vuelta. Y ve, en efecto, a su amada. En la penumbra. 12

Pues, a pesar de que sigue sus pasos, ella aún no ha franqueado los límites del tenebroso reino. Y Orfeo comprende súbitamente su imprudencia y su desgracia. —Eurídice... ¡no! Es demasiado tarde: la silueta de Eurídice ya se desdibuja, se diluye para siempre en la oscuridad. Un eco de su voz lo alcanza: —Orfeo... ¡adiós, mi tierno amado! El enorme bloque se cierra sobre la entrada de la caverna. Orfeo sabe que es inútil desandar el camino de los infiernos. —Eurídice... ¡Por mi culpa te pierdo una segunda vez! Orfeo está de vuelta en su país, Tracia. Ha contado sus desdichas a todos aquellos que cruzó en su camino. La conciencia de su culpabilidad hace que su desesperación sea ahora más intensa que antes. —Orfeo —le dicen las hamadríades—, piensa en el porvenir, no mires hacia atrás... Tienes que aprender a olvidar. —¿Olvidar? ¿Cómo olvidar a Eurídice? No es mi atrevimiento lo que los dioses han querido castigar, sino mi excesiva seguridad. La desaparición de Eurídice no ha privado a Orfeo de su necesidad de cantar: día y noche quiere comunicar a todos su dolor infinito... Y los habitantes de Tracia no tardan en quejarse de ese duelo molesto y constante. —¡De acuerdo! —declara Orfeo—. Voy a huir del mundo. Voy a retirarme lejos del sol y de las bondades de Grecia. ¡Así, ya nadie me oirá cantar ni gemir! Siete meses más tarde, Orfeo llega al monte Pangeo. Allí, alegres clamores indican que una fiesta está en su plenitud. Bajo inmensas tiendas de tela, beben numerosos convidados. Algunos, ebrios, cortejan de cerca a mujeres que han bebido mucho también. Cuando Orfeo está dispuesto a seguir su camino, unas muchachas lo llaman: —¡Ven a unirte a nosotros, bello viajero! —¡Qué magnífica lira! ¿Así que eres músico? ¡Canta para nosotros! —Sí. ¡Ven a beber y a bailar en honor de Baco, nuestro amo! Orfeo reconoce a esas mujeres: son las bacantes; sus banquetes terminan, a menudo, en bailes desenfrenados. Y Orfeo no tiene ánimo para bailar ni para reír. —No. Estoy de duelo. He perdido a mi novia. —¡Una perdida, diez encontradas! —exclamó en una carcajada una de las bacantes, señalando a su grupo de amigas—. ¡Toma a una de nosotras por compañera! —Imposible. Nunca podría amar a otra. —¿Quieres decir que no nos crees lo suficientemente hermosas? —¿Crees que ninguna de nosotras es digna de ti? Orfeo no responde, desvía la mirada y hace ademán de partir. Pero las bacantes no están dispuestas a permitírselo. —¿Quién es este insolente que nos desprecia? —¡Hermanas, debemos castigar este desdén! Antes de que Orfeo pueda reaccionar, las bacantes se lanzan sobre él. Orfeo no tiene ni energía ni deseos de defenderse. Desde que ha perdido a Eurídice, el infierno no lo atemoriza, y la vida lo atrae menos que la muerte. Alertados por el alboroto, los convidados acuden y dan fin al infortunado viajero que se atrevió a rechazar a las bacantes. En su ensañamiento, las mujeres furiosas desgarran el cuerpo del desdichado poeta. Una de ellas lo decapita y se apodera de su cabeza, la toma por el cabello y la arroja al río más cercano. Otra recoge su lira y también la tira al agua. La noticia de la muerte de Orfeo se extiende por toda Grecia. Cuando las musas se enteran, acuden al monte Pangeo, que las bacantes ya habían abandonado. Piadosamente, las musas recogen los restos del músico. —¡Vamos a enterrarlo al pie del monte Olimpo! —deciden—. Le edificaremos a Orfeo un templo digno de su memoria. 13

—¿Pero, y su cabeza? ¿Y su lira? —Ay, no las hemos encontrado. Nadie volvió a ver jamás la cabeza de Orfeo ni su lira. Pero durante la noche, cuando uno pasea por las orillas del río, a veces, sube un canto de asombrosa belleza. Parece una voz acompañada por una lira. Aguzando el oído, se distingue una triste queja. Es Orfeo llamando a Eurídice.

Dédalo e Ícaro Dédalo era el ingeniero e inventor más hábil de sus tiempos en la antigua Grecia. Construyó magníficos palacios y jardines, creó maravillosas obras de arte en toda la región. Sus estatuas eran tan convincentes que se las confundía con seres vivientes, y se creía que podían ver y caminar. La gente decía que una persona tan ingeniosa como Dédalo debía haber aprendido los secretos de su arte de los dioses mismos. Sucedió que allende el mar, en la isla de Creta, vivía un rey llamado Minos. El rey Minos tenía un terrible monstruo que era mitad toro y mitad hombre, llamado el Minotauro, y necesitaba un lugar donde encerrarlo. Cuando tuvo noticias del ingenio de Dédalo, lo invitó a visitar su isla y construir una prisión para encerrar a la bestia. Dédalo y su joven hijo Ícaro fueron a Creta, donde Dédalo construyó el famoso laberinto, una maraña de Ícaro y Dédalo, sinuosos pasajes donde todos los que entraban se extraviaban y no podían hallar la salida. Y allí metieron al Minotauro. Cuando el laberinto estuvo concluido, Dédalo quiso regresar a Grecia con su hijo, pero Minos había decidido retenerlo en Creta. Quería que Dédalo se quedara para inventar más maravillas, así que los encerró a ambos en una alta torre junto al mar. El rey sabía que Dédalo tenía la astucia necesaria para escapar de la torre, así que también ordenó que cada nave que zarpara de Creta fuera registrada en busca de polizones. Otros hombres se habrían desalentado, pero no Dédalo. Desde su alta torre observó las gaviotas que flotaban en la brisa marina. —Minos controla la tierra y el mar —dijo—, pero no gobierna el aire. Nos iremos por allí. Así que recurrió a todos los secretos de su arte, y se puso a trabajar. Poco a poco acumuló una gran pila de plumas de todo tamaño. Las unió con hilo, y las modeló con cera, y al fin tuvo dos grandes alas como las de las gaviotas. Se las sujetó a los hombros, y al cabo de un par de pruebas fallidas, logró remontarse en el aire agitando los brazos. Se elevó, volteando hacia uno y otro lado con el viento, hasta que aprendió a remontar las corrientes con la gracia de una gaviota. Luego construyó otro par de alas para Ícaro. Enseñó al joven a mover las alas y a elevarse, y le permitió revolotear por la habitación. Luego le enseñó a remontar las corrientes de aire, a trepar en círculos y a flotar en el viento. Practicaron juntos hasta que Ícaro estuvo preparado. Al fin llegó el día en que soplaron vientos propicios. Padre e hijo se calzaron sus alas y se dispusieron a volar. —Recuerda todo lo que t e he dicho —dijo Dédalo—. Ante todo, recuerda que no debes volar demasiado bajo ni demasiado alto. Si vuelas demasiado bajo, la espuma del mar te mojará las alas y las volverá demasiado pesadas. Si vuelas demasiado alto, el calor del sol derretirá la cera, y tus alas se despedazarán. Quédate cerca de mí, y estarás bien. Ambos se elevaron, el joven a la zaga del padre, y el odiado suelo de Creta se redujo debajo de ambos. Mientras volaban, el campesino detenía su labor para mirarlos, y el pastor se apoyaba en su bastón para observarlos, y la gente salía corriendo de las casas para echar un vistazo a las dos siluetas que sobrevolaban las copas de los árboles. Sin duda eran dioses, tal vez Apolo seguido por Cupido. Al principio el vuelo intimidó a Dédalo e Ícaro. El ancho cielo los encandilaba, y se mareaban al mirar hacia abajo. Pero poco a poco se habituaron a surcar las nubes, y perdieron el temor. 14

Ícaro sentía que el viento le llenaba las alas y lo elevaba cada vez más, y comenzó a sentir una libertad que jamás había sentido. Miraba con gran entusiasmo las islas que dejaban atrás, y sus gentes, y el ancho y azul mar que se extendía debajo, salpicado con las blancas velas de los barcos. Se elevó cada vez más, olvidando la advertencia de su padre. Se olvidó de todo, salvo de su euforia. —¡Regresa! —exclamó frenéticamente Dédalo—. ¡Estás volando a demasiada altura! ¡Acuérdate del sol! ¡Desciende! ¡Desciende! Pero Ícaro sólo pensaba en su exaltación. Ansiaba remontarse al firmamento. Se acercó cada vez más al sol, y sus alas comenzaron a ablandarse. Una por una las plumas se desprendieron y se desparramaron en el aire, y de pronto la cera se derritió. Ícaro notó que se caía. Agitó los brazos con todas sus fuerzas, pero no quedaban plumas para embolsar el aire. Llamó a su padre, pero era demasiado tarde. Con un alarido cayó de esas espléndidas alturas y se zambulló en el mar, desapareciendo bajo las olas. Dédalo sobrevoló las aguas una y otra vez, pero sólo vio plumas flotando sobre las olas, y supo que su hijo había desaparecido. Al fin el cuerpo emergió a la superficie, y Dédalo logró sacarlo del mar. Con esa pesada carga y el corazón destrozado, Dédalo se alejó lentamente. Cuando llegó a tierra, sepultó a su hijo y construyó un templo para los dioses. Luego colgó las alas, y nunca más volvió a volar.

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Los soles

O

edades que han existido

Versión libre de un mito azteca Cuentan los ancianos que las personas vivimos en la Quinta Edad del Sol, y que antes hubo otras cuatro edades, cuatro Soles. Que en cada uno de ellos la vida fue creada... y destruida. Y que esto fue así porque los dioses Tezcatlipoca y Quetzalcóatl rivalizaron entre ellos, entre ambos pelearon por ver quién era el sol que daba vida. El primer sol se llamó el Sol de Tigre (Nahuí~Océlotl), y fue cuando Tezcatlipoca se hizo sol. Los otros dioses crearon entonces una raza de gigantes que solo se alimentaban de bellotas de encina, eran seres torpes que arrancaban los árboles de raíz a su paso. Este sol duró trece veces cincuenta y dos años, es decir, seiscientos setenta y seis años. Cumplido este tiempo, Quetzalcóatl subió al alto cielo, golpeó con un palo a su hermano Tezcatlipoca y lo derribó. Enseguida ocupó su lugar. Tezcatlipoca cayó al agua y se transformó en tigre. Furioso salió de las aguas y, uno por uno, devoró a todos los gigantes. Ese fue el fin del Nahui-Océlotl, el Sol de Tigre. Quetzalcóatl fue entonces el segundo sol, el Sol de Viento (Nahui-Ehécatl). También su edad duró trece veces cincuenta y dos años, es decir, seiscientos setenta y seis años. Durante esta era, los hombres, llamados macehuales, se alimentaban de piñones, el fruto de los pinos, y de ninguna otra cosa. Pero ocurrió que, cumplido su tiempo, Tezcatlipoca, hecho tigre, subió al cielo y derribó de un zarpazo a su hermano. Y fue tal el viento que levantó la caída de Quetzalcóatl que toda la tierra fue arrasada; y los macehuales, dispersados. Solo algunos, que lograron aferrarse a los árboles, se transformaron en monos. Y este fue el fin del segundo sol, el Sol de Viento. Entonces Tlalocantecuhtli, el dios del infierno, quiso ser sol. Empezó así el Sol de Lluvia (de fuego), el Nahui-Quiahuitl, que duró siete veces cincuenta y dos años, trescientos sesenta y cuatro años. Durante esta edad, los macehuales solo comían semillas que crecen en el agua. Pero, cumplido este tiempo, Quetzalcóatl envió una lluvia de arena, lluvia de piedras encendidas, lluvia de fuego. Casi todos los macehuales fueron quemados. Solo algunos que lograron sobrevivir se convirtieron en pájaros. Entonces hizo Quetzalcóatl que fuera Chalchiuhtlicue, la diosa de los lagos y los rios, el nuevo sol, el Nahui-Atl, Sol de Agua. Duró este sol trescientos doce años, seis veces cincuenta y dos años. En esta era, los macehuales comían una simiente parecida al maíz. Pero, al cabo de este tiempo, empezó a llover sin fin. Tanto llovió que las aguas arrastraron todo sobre la tierra; todos los macehuales fueron llevados y se transformaron en peces. Tanto llovió que, al fin, el cielo cayó sobre la Tierra, se desplomó, se derrumbó con gran estrépito, y la vida se acabó. Vivimos ahora el quinto sol, el Sol del Movimiento. Dicen los ancianos que así se llama porque se mueve, sigue su movimiento. Pero también porque en él habrá temblores de tierra, habrá hambre, y así pereceremos.

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Los hijos del Sol Versión libre de un mito inca

Wiracocha, el ser supremo de los incas, había creado todas las cosas, había separado la oscuridad de la luz y las tierras de las aguas. Después de varios intentos, había dado vida a los hombres, y les había enseñado a vivir en paz y armonía. Y luego de todo esto, se había internado en el mar no sin antes prometerles que volvería algún día. Andando el tiempo, quiso Wiracocha hacer más, y le ordenó al Sol que enviara a la tierra a sus propios hijos para ayudar a los hombres. Los seres humanos vivían entonces de cualquier manera: no tenían casa, se refugiaban debajo de una roca, al abrigo de una cueva o bajo un árbol; no sabían plantar ni cosechar: comían raíces y no conocían el arte de tejer el algodón o la lana para defenderse del frío. Obediente, el Sol envió a la tierra a un hijo y a una hija para guía y consuelo de los hombres. Los hijos del Sol aparecieron junto al lago Titicaca y convocaron a los hombres para que los siguieran. Prometieron guiarlos hasta el lugar donde deberían fundar el nuevo reino y juraron que, una vez allí, reinarían sobre ellos con la generosidad de su padre, que da la luz y el calor para la vida, ordena las tormentas y favorece las cosechas. Prometieron ser justos, protegerlos y traer prosperidad. Todos los hombres les creyeron: los hijos del Sol irradiaban por sus ojos el fulgor de su padre, sus palabras emanaban claridad e inspiraban confianza; entonces, se dejaron conducir y atravesaron tras ellos ríos, arroyos, montañas, mesetas y valles. Los hijos del Sol llevaban un bastón sagrado y golpeaban la tierra con este. -Allí donde la tierra se hunda para recibirlo, ese será el lugar elegido -habían dicho los enviados. Y todos lo creyeron. Largos días peregrinaron por montañas, mesetas y valles. Al paso de los hermanos sagrados, los campos se fertilizaban, los ríos volvían a sus cauces, y los animales salvajes se acercaban amistosamente y los escoltaban en su recorrido. Florecían los árboles, y se secaban los pantanos. La naturaleza toda reconocía a los enviados del Sol, los saludaba y protegía. Muchas veces los hermanos intentaron clavar el bastón en la tierra, pero su dureza no lo permitía, y la peregrinación continuaba, entre el silencio y la esperanza. Por fin un día, luego de tanto caminar, llegaron a la cima del monte Wanakauri, y allí la tierra se abrió generosa para recibir el bastón de oro. Los incas habían encontrado su lugar, en el cual brillaría la gran ciudad del Cuzco, la señora de los cuatro caminos del Tawantinsuyo.

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