Alfred Einstein- Mozart

ALFRED EINSTEIN Mozart Prólogo de Fernando Argent aESPASA & ÓRBITAS Título original: Mozart: His Character, His Work

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ALFRED EINSTEIN

Mozart Prólogo de Fernando Argent

aESPASA & ÓRBITAS

Título original: Mozart: His Character, His Work Traducción: Hugo Grünbaum

© 1945 by Oxford University Press, Inc. © Prólogo: Fernando Argenta, 2006 © Espasa Calpe, S. A., 2006

This translation of Mozart: His Character, His Work, originally published in English in 1945, is published by arrangement with Oxford University Press, Inc. / La traducción de Mozart, originalmente publicada en inglés en 1945, se publica con el consentimiento de Oxford University Press, Inc.

Diseño de la colección y cubierta: Estudio Joaquín Gallego Imagen de portada: AISA, Archivo Iconográfico

Depósito legal: M. 12.564-2006 ISBN: 84676-2115-2

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperación de la información ni transmitir alguna parte de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado —electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, etc. —, sin el permiso previo de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual

Espasa, en su deseo de mejorar sus publicaciones, agradecerá cualquier sugerencia que los lectores hagan al departamento editorial por correo electrónico: [email protected]

Impreso en España/Printed in Spain Impresión: Huertas, S. A.

Editorial Espasa Calpe, S. A. Vía de las Dos Castillas, 33. Complejo Ática Edificio 4 28224 Pozuelo de Alarcón (Madrid )«... nosotros en Alemania tenemos un gusto más bien

prolijo; pero, en verdad, mejor es ser breve y bueno.»

Mozart a su padre, 11 de septiembre de 177

8

Í N

D I C E

PRÓLOGO de Fernando Argenta............................................................................................. 11

1. E L HO MBR E

I. El viajero.................................................................................. 17

II. El ciudadano y el genio ....................................................... 40 III. Mozart y el «eterno femenino» .................................................................................... 80

IV. Catolicismo y francmasonería............................................................................ 96 V. Patriotismo y cultura ............................................................ 106

2. E L

MÚ SIC O

VI. Su universalidad .................................................................. 123 VII. Mozart y el contrapunto...................................................... 166

VIII. Las tonalidades de Mozart.............................................................................................. 179

3. SU OBRA INSTRU MENTAL

IX. Consideraciones preliminares ................................................................................ 187 X. Música de cámara para cuerdas.......................................................................................... 189 A I. I K i: D L I N STEIN

XI. «Divertimento», casación, serenata ....................................................................... 218 XII. La sinfonía........................................................................... 239 XIII. El piano............................................................................... 260

XIV. Música de cámara con piano ............................................................................................. 275 XV. La síntesis: el concierto para piano .................................................... 312

4. PRODUC CIÓN VOCAL

XVI. Música eclesiástica ............................................................. 343 XVII. Aria y canto......................................................................... 382

XVIII. Prosodia.............................................................................. 404

5. LA ÓP ER A

XIX. Mozart y la ópera ............................................................... 411 XX. Ópera bufa............................................................................ 440 XXI. La ópera tudesca ................................................................ 475

C

O N CL US IÓ N

49 7 P R Ó L

O G O

La verdad es que no recuerdo la primera vez que me impactó la música de Mozart. Sin embargo sí puedo recordar cuándo me conmocionaron otras músicas de otros autores. ¿Y eso por qué? Pues muy posiblemente

porque la música de Mozart estuvo tan presente desde que yo era muy pequeño, que crecí con ella como si fuese parte de mi entorno. Para mí, como para otras personas, Mozart es «la Música». Y eso es algo que se

ha dicho en varias ocasiones, y con fundamento, porque su música es algo tan natural, tan llena de lógica, algo aparentemente tan sencillo y lleno de tanta belleza, que cuando la escuchas por primera vez te

parece haberla escuchado ya antes. Puede que Mozart lo único que hiciera es recoger la música que no escuchamos los demás mortales, la que está en la naturaleza, en el éter, y dentro de nosotros mismos, y

filtrarla a través de su innata sabiduría y de sus conocimientos adquiridos de una manera increíble, para plasmarla en un papel pautado. Eso es una explicación, algo tonta, lo reconozco, que se me ocurre

dar a lo inexplicable. A otros se les ha ocurrido lo del toque sobrenatural, la inspiración divina, etcétera; o sea, que nada más nacer, Dios le tocó a él en el hombro y le dijo: «Tú eres el elegido para hablar por mí con la música, para expresar

con la música lo que yo siento». Porque... ¿qué es el genio? Esa es una pregunta que todavía el ser humano no está en condiciones de contestar, y Mozart es el prototipo de «genio», es el genio por

antonomasia. Ha habido otros genios, como Beethoven, a los que les ha costado bastante parir sus obras, dándoles vueltas y vueltas, haciendo y rehaciendo bocetos hasta quedarse más o menos conformes con el resultado. Mozart, no.

Mozart parece como si hubiera escrito al dictado, ni tocaba ni cambiaba lo que había escrito, su música ya estaba dentro de él antes de materializarla sobre un papel, le brotaba a borbotones. Sólo así se explica que algunas de sus obras,

conciertos, sinfonías, etcétera, las compusiera en tres o cuatro días, o que una breve pero gran obra maestra como el Ave Verum la escribiera en tan sólo un par de horas. Pero todo eso, toda esa facilidad no nos debe hacer

pensar que detrás de las obras de Mozart no haya trabajo ni esfuerzo. El propio Mozart, ante el comentario de un colega sobre su facilidad para tocar el piano, contestó: «Yo también he tenido que trabajar mucho para tener ahora esta

facilidad». Y desde luego, cuando te viene la inspiración, te tiene que pillar trabajando. Sí, Mozart fue un genio y tuvo una facilidad asombrosa para la música, pero vivió por y para ella, y por supuesto trabajó lo suyo. Lo increíble es

que tuviera tiempo para divertirse y para hacer tantas cosas como hizo. Hoy en día, gracias a la cantidad de correspondencia habida entre él, su familia, y alguno de sus amigos, y gracias a los documentos de la

época, de sus contemporáneos, y a la investigación enorme sobre su persona y su vida, sabemos mucho sobre Mozart, incluso más que muchos de los que vivieron relativamente cerca de él. Sabemos mucho hasta casi sobre la verdadera

causa de su muerte. Pero lo que seguimos sin saber es el porqué de su genialidad, cuál fue realmente el motor de toda esa ingente cantidad de maravillosa música, una música de aparente sencillez pero que encierra dentro

mucha complejidad, mucho espíritu. Quizá por eso se llegó a decir que interpretarla es fácil para un principiante, pero difícil para un maestro. Porque tocarla no es tan difícil, ¡aaaah!, pero darle todo su sentido, hacerla transparente,

respirar con ella, darle la profundidad que requiere en algunos momentos sin perder el estilo, y todo eso hacerlo fluir dejando la sensación de facilidad, para ponerte los pelos del cogote de punta... ¡eso es ya otra cosa!

A lo mejor, por todo ello, a un chaval, sin resultarle desagradable su música, no es capaz de llegar a sentir con ella como un adulto, y ya si tienes la suficiente sensibilidad y eres tan mayor como yo, te puedes derretir. Entonces es cuando

puedes sacarle más partido y disfrutar como un loco escuchándola. Otro misterio: han existido miles y miles de malos músicos, pero también miles y miles de buenos músicos cuyas obras se han quedado ancladas

en su tiempo. Ahora las escuchas y te dices: «Está bien esta música». Pero nada más. Otras las oyes y sólo puedes experimentar un montón de sensaciones y sentimientos escuchándolas, sentimientos de toda naturaleza que te

llenan, te retuercen por dentro y te hacen sentirte vivo. Ésas son las obras de un genio, obras que han trascendido a su momento, quedando suspendidas, flotando en el tiempo, tocando las fibras más

sensibles de los hombres de cualquier época. ¿Qué pasa cuando te pones ante el David de Miguel Ángel? ¿Qué les pasará a los seres humanos dentro de mil o dos mil años contemplando esa escultura viva? Lo mismo

que a nosotros. ¿Qué les pasará a los seres inteligentes que puedan escuchar la música de Mozart dentro de cinco mil, de diez mil años? Lo mismo que a nosotros. Pero si su música es intemporal, él fue un hombre de su tiempo, interesado por lo

que ocurría en su mundo y participando de su época, con sus inquietudes, sus complejos, su orgullo, sus desasosiegos, su criterio del valor, de la justicia, las ansias de libertad, igualdad y fraternidad para todos los seres humanos, que

le llevó a la masonería, su lucha por no depender de los caprichos de los poderosos, cosa que le costó cara. Además, siendo un supergenio, tuvo un carácter tremendamente humano y poco acomodaticio. Le

gustaban las señoras a rabiar, divertirse como al primero, vivir bien y, a poder ser, con lujo. Era chistoso y bromista, y consciente de su superioridad sobre los demás músicos de su entorno y, por su orgullo, incapaz de disimularlo, lo que

le supuso tener bastantes enemigos. Era una persona con una cultura no desdeñable y dominio de varios idiomas, un punto envidioso de los privilegiados. En fin, una persona con sus virtudes y sus defectos, defectos que su padre

Leopold le contó a la baronesa Waldstádten en una carta: Es demasiado pasivo y somnoliento, demasiado indolente y despreocupado, aunque a veces también

demasiado orgulloso; y no sé cómo podréis conciliar esto porque todas estas cosas le quitan actividad o le hacen impaciente y no le dejan esperar. En él reinan dos tendencias

opuestas: demasiado o demasiado poco, nunca en el medio. En cuanto no le falta de nada ya está contento, y se vuelve indolente y perezoso. ¿Debería obrar de otra manera?

Es impaciente y quiere conseguir la felicidad en el acto. Para él no hay ningún obstáculo, y las personas más inteligentes, los más extraordinarios genios son aquellos cuyo ca-

mino presenta dificultades.

más

Leopold le debía conocer bien, pero viendo lo que trabajó, el partido que le sacó a sus pocos años de vida, parece raro que Mozart fuera

«demasiado indolente». Claro que, efectivamente, a lo mejor le forzaron sus necesidades y querer llevar el tren de vida que llevó. No es cierto que su música no tuviera éxito en su época, ni que Mozart no fuera conocido

y apreciado. Sí lo es que hubo públicos que le apreciaron más que otros, como pasó en Praga en comparación con Viena, y no digamos ya con París, donde no le hicieron mucho caso. Tampoco es cierto que no ganara dinero. No ganó lo

suficiente para vivir como quería vivir y eso le hizo contraer deudas. Su música no sólo fue relativamente apreciada por sus contemporáneos, sino también después, y todavía más que en su tiempo, sobre todo por los grandes

músicos, aunque el romanticismo llegó como una apisonadora y aplastó en cierta medida, para el gran público, las músicas anteriores, pasándolas además por el tamiz de su óptica. De esa manera o la desconocían o la

romantizaban, o la veían de manera distorsionada, de modo que no le podían dar su verdadero valor. Así, la música de Mozart, por ejemplo, fue considerada durante mucho tiempo como la música galante: bonita,

elegante, graciosa y algo superficial. Eso hasta entrado el siglo XX, cuando algunos personajes dieron un toque de atención, como Mahler, que teniendo en su mismo programa la Sinfonía n° 40 de Mozart y la Séptima de Beetho-

ven, le dedicó dos ensayos a la Séptima y cinco a la 40. Eso fue un toque de atención, allí había gato encerrado. Aquello hizo pensar a más de uno que Mozart era algo más profundo de lo que se pensaba. Poco a poco Mozart

fue creciendo durante el siglo XX y alcanzando la estatura del gigante que hoy tiene y que se merece. Por eso el oír su música cada vez atrae a más gente; por eso el intentar descifrar el misterio del genio a través del conocimiento de su

vida cada vez interesa a más personas que se pueden sorprender al encontrarse con un ser tan humano, e incluso, algunas veces, aparentemente tan vulgar, de cuyo cerebro, por no decir alma, salió una belleza tan sobrehumana.

FE

RN AN DO AR GE NT

AE L HO MB RE

E

I

L VI AJ ER O

Un gran hombre como Mozart es, como todos los grandes hombres, un paradigma y ejemplar más alto de esa extraña especie de seres vivientes que, en general, se pueden llamar amalgama de cuerpo y espíritu, de animal y

Dios. Mientras más grande es el ejemplar y más de manifiesto se pone esta dualidad, más patente es la lucha entre las dos fuerzas contrarias, más espléndida es la conciliación entre ellas y más brillante la armonía, la

resolución de la disonancia en el acorde. Lo divino en Mozart es tan puro, que toda una época ha podido verlo tan sólo a la luz de una idealidad falsa. Si no supiéramos nada de su vida, se nos aparecería tal vez como

una personalidad semimí- tica, como Shakespeare; y los conciertos para piano, las cuatro grandes sinfonías, el Don Giovanni y La flauta mágica podrían considerarse productos de una fuerza creadora semianónima, al igual

que los dramas del poeta de Stratford-on-Avon. Aunque se pudiera explicarlos con cierta razón, «históricamente», como aquéllos, se elevaría, sin embargo, por encima de todo lo histórico, en una inexplicable eternidad del arte.

Mozart, como artista, como músico, no parece ser ningún «espíritu de este mundo». Repetimos: su obra parecía poseer, en cierta época del siglo XIX, la romántica, una perfección tan pura, tan insuperable en la forma, tan

«divina», que el más exigente crítico de aquella época pudo llamarlo «genio de la luz y del amor en la música», sin encontrar objeciones. De esta opinión fue también Richard Wagner, como asimismo los adversarios del arte de éste,

por ejemplo, Robert Schumann, que calificó la sinfonía en sol menor de Mozart como una obra de «alada gracia helénica», o el biógrafo de Mozart, Otto Jahn, que ignoraba, en parte inconscientemente, en parte

intencionalmente, todas las profundas disonancias en la vida y la obra de Mozart. Intencionalmente, sí, pues, a diferencia de Wagner y Schumann, conocía Jahn las cartas de Mozart. Este epistolario revela a Mozart

como «hombre de este mundo», y su personalidad íntima, ingenua e infantil, humana, ¡demasiado humana!, de modo que nadie ha osado publicar la colección completa, por lo menos en Alemania, y que su viuda u otras personas

bien intencionadas han mutilado las cartas de la última época de su vida, haciéndolas ilegibles en gran parte. Merced a estas cartas, las más vivas, más veraces, menos alteradas, que jamás escribió un músico, conocemos al

hombre Mozart. Para nosotros quedan envueltos en impenetrables tinieblas muchos días, muchos meses, e incluso algunos años de su breve vida, tal como los vividos en Salzburgo en 1775 y 1776, o los que transcurrieron

entre su retorno de París y la composición de Idomeneo, como asimismo el año 1789, pasado en Viena; en cambio, sabemos mucho sobre otros días, meses y años de su vida, más íntimamente que sobre la vida de otros grandes músicos

del siglo XVIII y hasta de los siglos XIX y XX. Lo sabemos con tanta exactitud, que a veces el retrato del hombre no parece concordar con nuestra concepción del compositor. En realidad, empero, hay en ello una unidad magnífica. El joven

que escribió las meditadas cartas a su hermana o las indecentes esquelas a la primitiva, se divirtió también mucho con los «cánones» de textos inconvenientes para los salones; el compositor de la Broma musical poseía un do-

minio excepcional de la teoría del arte, a la que quiso revestir de una forma literaria; el gran dramático es también un observador de la naturaleza humana, terriblemente agudo, despiadado, cruel; su música habla de ciertos secretos del

corazón de los que tanto el hombre como el artista tenían conciencia. Es verdad que Mozart, en cierto modo, era sólo un huésped en esta tierra. Esto es válido en el sentido más elevado, más espiritual —y se

hablará continuamente de ello en el presente libro—, y vale también en el sentido común, puramente humano. Mozart, como personalidad, no se sentía del todo cómodo en ningún lugar; ni en Salzburgo, donde había nacido, ni en

Viena, donde murió. Y entre esas dos moradas, Salzburgo y Viena, hizo viajes a los cuatro puntos cardinales, viajes que llenan gran parte de su existencia. Emprender un viaje no significaba nunca, para Mozart, tomar una decisión

importante y, por el contrario, el retorno a la vida sedentaria despertaba su pesar y le parecía una coacción. «Mi corazón está completamente encantado con todos estos placeres, porque este viaje es tan alegre, porque

la temperatura en el coche es tibia y porque nuestro cochero es un muchacho despierto que cuando la carretera le da la más leve posibilidad, hace correr a sus caballos a todo galope», escribe a su casa desde una de las primeras

paradas del coche de posta (Wdrgl, 13 de diciembre de 1769), en su primer viaje a Italia. ¡Cómo envidia al joven Gyrowetz, que en 1786 se pone en viaje para Italia! «¡Qué afortunado es usted! ¡Ah, qué feliz sería yo si pudiera

acompañarle!» Es el año a finales del cual siente vehemente deseo de volver a Inglaterra; en que propone a su anciano padre «cuidar de sus dos hijos», lo que el padre rechaza enérgicamente. El hijo mayor .de Mozart había

muerto ya en 1783, durante la estancia veraniega de éste en Salzburgo, sin que los padres lo supieran; y se puede sospechar que los otros dos también hubieran permanecido bajo la tutela del

abuelo un tiempo mayor de lo que éste hubiera deseado. Pues, ¿qué significaban los niños para Mozart cuando se trataba de viajar? Podían morirse, ¡lo que importaba era su obra! La actividad creadora de Mozart no se interrumpe

durante los viajes, sino que éstos la estimulan. Y cuando no puede ya viajar como quiere, según ocurre en los últimos diez años, transfiere su domicilio —que nunca es un domicilio estable— de un departamento a otro, del

centro a los suburbios y, de vuelta, de los suburbios a la ciudad. Ni siquiera Beethoven se mudó tantas veces; y conste que Beethoven se mudaba, por lo regular, por motivos bien fundados. En Mozart, en cambio, contribuye a ello un

impulso interior, el de llegar a un nuevo ambiente, para sacar de él nuevas inspiraciones. Acepta los inconvenientes de la mudanza, pues le sustituyen los de la diligencia. Mozart empezó temprano a viajar. El día 12 de enero, su

padre lleva al muchacho, que todavía no tenía seis años de edad, a la corte del príncipe elector de Munich, y hasta el año 1773 todos sus viajes están dirigidos por su padre. Debemos ocuparnos de ese padre, pues para comprender

al viajero Mozart debemos estudiar también su genealogía. Leopold Mozart es conocido por la posteridad sólo como padre de su hijo. Sin su parentesco con Wolfgang Amadeus, su nombre no

tendría mayor importancia que el de centenares de otros buenos músicos del siglo XVIII, que alcanzaron su modesto objetivo en una u otra de las numerosas cortes principescas —seculares y eclesiásticas— de la Alemania

meridional; Leopold no vio realizada la mayor de sus aspiraciones: nunca fue nombrado primer maestro de capilla. Sin embargo, Leopold es padre de su hijo; él comprendió su tarea como

padre de un genio tal, y nunca jamás el hijo habría llegado a su carácter y a su grandeza sin este padre, obedeciéndole o aun resistiéndosele. Leopold está en la órbita luminosa de su hijo, sin el cual se hallaría en la oscuridad. Pero aquí está;

no siempre simpático del todo, a veces muy problemático, en la luz y en la sombra, pero rotundo y plástico. Y si no fue su talento, fueron, en cambio, su ambición y su voluntad las que le elevaron considerablemente por encima de sus

contemporáneos. No era un mero «musicante». Su testamento literario, es decir, su Método de violín le asegura, en todo caso, un modesto lugar en la historia de la música instrumental. Leopold Mozart será conocido siempre —

aunque no existiera su hijo inmortal— como el autor de una Tentativa de una escuela fundamental de violín, escrita al mismo tiempo que engendraba a Wolfgang Amadeus. Leopold escribió, además, una pequeña autobiografía

cuando su hijito tenía un año de edad, para la revista «Contribución Históricocrítica a la comprensión de la música», editada por F. W. Marpurg, en la que figura una «noticia sobre el estado actual de la música de Su Alteza el

Príncipe Arzobispo de Salzburgo en 1757». Contiene un extracto de la vida y la obra de ese varón, de treinta y ocho años de edad, y dice así: El señor Leopold Mozart, de la ciudad

imperial de Augsburgo, es violinista y director de orquesta. Compone música eclesiástica y de cámara. Nació el 14 de noviembre de 1719 y entró, poco después de haberse recibido en filosofía y

jurisprudencia, en 1743, al servicio de Su Alteza el Príncipe. Hízose conocer en todas las formas de la composición, aunque nunca ha impreso música y sólo en 1740 ha grabado personalmente en cobre 6

sonatas a 3, con el objetivo de ejercitarse en el arte del grabado. En agosto de 1756 editó su Escuela de violín. Son notables, entre las composiciones manuscritas del señor Mozart, en primer lugar,

muchas obras de contrapunto y otras de carácter sacro; además gran número de sinfonías, en parte sólo para cuatro instrumentos, en parte para todos los que se usan en general; además unas

treinta grandes serenatas con «solos» para varios instrumentos. Compuso también muchos conciertos, especialmente para flauta, oboe, bjifóh, cuerno y trompeta; innumerables tríos y

«divertimenti» para varios instrumentos; además doce oratorios y gran cantidad de obras teatrales, incluso pantomimas y particularmente música para determinadas ocasiones, tales como una

marcial con trompetas, timbales, tambores y pífanos, además de los instrumentos habituales; una música turca; una música para un piano de acero; y, finalmente, una de Paseo en trineo, con

cinco campanillas; sin mencionar las marchas, los llamados nocturnos, muchos centenares de minués y bailes para la ópera y similares.

Podemos completar, hasta cierto punto, estas informaciones. Leopold era el mayor de los seis hijos varones del maestro encuadernador de Augsburgo, Georg Mozart, a cuyos antepasados se puede seguir, por la línea paterna,

hasta el siglo XVII y tal vez hasta el XVI; el apellido, hoy símbolo de gracia, toma a veces formas más rudas, como por ejemplo: Motzert; sus portadores fueron probablemente rudos artesanos y campesinos.

También la madre de Leopold, la segunda esposa del encuadernador, Anna Maria Sulzer, nació en Augs- burgo; en más de treinta años sobrevivió a su marido, que murió a la edad de cincuenta y siete años, el 19 de febrero de

1736, y parece haber vivido en condiciones materiales holgadas, pues fue más o menos en la época de la publicación de la Escuela de violín cuando Leopold se afanó por su herencia, al lado de sus numerosos hermanos; cada

uno de ellos había recibido como anticipo 300 florines. Leopold debe haberse distinguido por cierto despejo mental, pues no se hizo artesano como sus hermanos Joseph Ignaz y Franz Alois,

ambos honrados encuadernadores. Su padrino, el canónigo Joannes Georgius Grabher, lo coloca en el coro de la iglesia de la Santa Cruz y San Ulrico como discatista \ pues un cantor de iglesia

puede convertirse fácilmente en un eclesiástico. Aprende no sólo el canto sino también a tocar el órgano; en 1777 su hijo conoce en Munich a un ex condiscípulo de Leopold que recuerda vivamente el modo

de tocar el órgano, con cálida efusión temperamental, del joven músico en el monasterio de Wessobrunn. Después de la muerte del padre, Leopold es enviado a Salzburgo y le ayudan con dinero, opinando

que esas sumas se emplearán para el estudio de la teología. Pero Leopold es ya entonces un pequeño diplomático que alimenta en secreto designios muy diferentes y «toma el pelo a los clérigos en cuanto a su

intención de hacer de él un teólogo». Después de dos años, ya no estudia teología en la Universidad de Salzburgo, sino lógica y, según afirma, también jurisprudencia. En razón de ello, se acabaron,

probablemente, los subsidios de Augsburgo. Leopold se ve obligado a interrumpir sus estudios y entra como ayudante de cámara al servicio del presidente del capítulo de la catedral de Salzburgo, el

conde Johann Baptiste Thurn, Valsassina y Taxis (la extirpe de los Thurn y Taxis es conocida mundialmente como la de los jefes de correo del Sacro Imperio Romano).

Esto es más o menos todo lo que sabemos de los primeros veinte años de su vida. Se ignora quiénes fueron sus maestros de órgano y de composición, pero se puede reconstruir lo que cantaba en

los coros de la catedral de Augsburgo: las obras «concertantes» de la iglesia de los maestros italianos y del sur de Alemania, cuyo más brillante e

1 Que canta el discante, la voz más alta del coro.

influyente representante era el maestro de la capilla imperial J. J. Fux. Augsburgo, ciudad libre del Imperio, que encerraba en sus murallas tanto a católicos como a

protestantes, otorgó a Leopold, tal vez, cierta tolerancia o digamos más bien su postura crítica frente a los frailucos, que hizo desistir de la profesión eclesiástica; y además, le confirió un gusto sólido, tal vez un poco

provincial, en la música sacra, y un gusto rudo, alemán meridional, en la profana. Este gusto suralemán se delató, sobre todo, en una prolija colección de obras del padre Valentín Ratgeber, titulada Confituras de mesa, de

Augsburgo; son cuatro cuadernos que contienen canciones populares de campesinos y burgueses, coros, «quodlibet», piezas para instrumentos, todas publicadas (1733-1746) por Lotter, el editor de Leopold, llenos de

humor rebosante, festivo y grosero, de típica índole bávaro-sueva. En la familia de Mozart, estas piezas han representado un importante papel y sin ellas no habrían sido posibles ni el Paseo en trineo ni Bodas de campesinos, de

Leopold, ni la obra juvenil de Wolfgang Gallimathias musicum. Leopold no tenía una opinión muy alta de sus paisanos de Augsburgo, y Wolfgang una menor aún; pero llevaban en la sangre esa herencia suralemana.

No se sabe por qué Leopold fue a Salzburgo, pues partiendo de Augsburgo, el camino pasa por Munich, brillante centro de cultura. La Universidad de Ingolstadt, en la Baviera del príncipe elector, estaba situada más cerca de

Augsburgo y habría ofrecido igual garantía que Salzburgo para una educación severamente ortodoxa del joven teólogo. Quizás fueran los canónigos de San Ulrico los que recomendaron a Leopold Mozart esa ciudad, pues San

Ulrico era uno de los monasterios de los benedictinos que en su tiempo habían contribuido a la fundación de la Universidad de Salzburgo; de los cuarenta canónigos, algunos (Dietrichstein-Waldstein) eran

al mismo tiempo también canónigos en esa capital de provincia. Sea como fuere, el destino condujo a Leopold a las orillas del río Salzach, lo que ha tenido ciertas consecuencias no sólo para él, sino para la mencionada

ciudad. Su estudio de la lógica ha tenido gran influencia sobre sus ideas, hasta cierto punto benéfica, pero a la vez fatal. Se convierte en un músico «erudito», que se forma sus propias ideas no sólo sobre el mundo y los hombres, sino

también sobre las reglas de su arte; que se interesa por los cuadros de Rubens, por la literatura y por la menuda y grande política de los pequeños y grandes potentados de su tiempo; que comprende discretamente el

latín y sabe manejar su lengua materna con extraordinaria habilidad y viveza, adornándola de muchas expresiones groseras y populares, que confieren a su estilo un particular encanto. Quien haya leído alguna vez,

en sus epístolas, una de sus descripciones de viajes, de París o de Londres, o alguna carta dirigida a su hijo a Mannheim, habrá notado con qué vivacidad y vigor convincente Leopold Mozart sabía manejar la pluma. Por

ejemplo, descubriendo sus sentimientos en la mañana de la partida de su esposa y de su hijo a París, momento fatal, pues no volverá a verla, se elevan la veracidad y el realismo de la descripción a regiones inconscientemente

poéticas (25 de septiembre de 1777): «Después que vosotros partisteis subí pesadamente por la escalera y me eché en un sillón. Cuando os despedisteis, hice grandes esfuerzos para contenerme, para no hacer

demasiado penosa nuestra separación; en el tumulto y la prisa, me olvidé de dar a mi hijo mi bendición paterna. Corrí a la ventana y envié mi bendición detrás de vosotros; pero no os vi franquear el portal en el coche, por lo que

pensé que vosotros debíais haber partido antes, mientras estaba sentado durante largo tiempo sin pensar en nada. Nannerl lloró amargamente y debí esforzarme por consolarla. Se quejó de dolor de cabeza y de trastornos de

estómago y finalmente tuvo náuseas y vómitos; atándose un pañuelo alrededor de la cabeza se fue a la cama y se encerró en su cuarto. La pobre Bimbes (la perrita de los Mozart) se acostó a su lado. Por mi parte, me fui a mi

cuarto y recé las oraciones matutinas. Luego me acosté poniéndome a leer un libro, lo que me calmó de tal manera que me dormí. La perrita vino al lado de la cama y me desperté. Como me hizo comprender que quería salir

de paseo, me di cuenta de que debía ser cerca de mediodía y que deseaba que la dejase en libertad. Me levanté, tomé mi tapado de piel y vi que Nannerl estaba profundamente dormida. Eran las doce y media. De vuelta con el

animalito, desperté a Nannerl y pedí el almuerzo. Pero ella no tenía apetito y se fue en seguida otra vez a la cama, de modo que cuando Bullinger se fue, me quedé acostado y pasé el tiempo rezando y leyendo. A la noche ella se sentía mejor

y tenía hambre. Jugamos al piqué y cenamos en mi cuarto; después jugamos unas partidas más y fuimos, con la bendición de Dios, a la cama. De esta manera pasamos aquel triste día que yo nunca creí que debería hacerle frente».

No obstante, Leopold, como buen diplomático, quería impresionar también a su hijo, que por su parte se hallaba de excelente humor (23 de septiembre de 1777).

«... Todo irá bien. Espero que papá esté bien y sea tan feliz como yo...» Sin embargo, la superioridad mental de Leopold, que se desarrolló durante sus largos viajes con la familia o con su hijo y aumentó

con su experiencia y el conocimiento del mundo, fue para él también un don superior que tenía su reverso. Pues despertó en él un sentimiento de preeminencia sobre sus colegas y sobre la crítica frente a sus superiores: le aisló

en su profesión y contribuyó poderosamente a la antipatía que suscitaba. Su «instinto diplomático» le hace a menudo sospechar, detrás de los discursos y de las acciones de sus semejantes, intenciones peores de las que realmente

existían, y lo induce a hacer no sólo agudas observaciones sino también a cometer errores decisivos. Pero, ¿quién no le daría razón cuando, en su carta a Wolfgang, del 18 de octubre de 1777, expresa así su opinión y sus amonestaciones?:

«¡Confía firmemente en Dios que todo lo ve! ¡Pues todos los humanos son bribones! Cuantos más años tengas y más te mezcles con el vulgo, más experimentarás esta triste verdad».

¿Leyó Leopold, acaso, El Príncipe, de Maquiavelo? «Pues, en general, de los hombres se puede decir que son ingratos, volubles y simuladores, que rehuyen los peligros, ávidos de las ganancias, y cuando les

favorece, son tuyos enteramente, te ofrecen su sangre, sus bienes, su vida, sus hijos..., es decir, cuando la necesidad es lejana; pero cuando se acerca, se rebelan...» La hipocondría de Leopold está compensada por su tierno

amor para su familia, su previsión en todas las situaciones de la vida cotidiana, que se manifestaba más espléndidamente en sus viajes, pues en 1760 era una empresa aventurada viajar con una señora y dos niños de corta

edad a través de toda Europa, dirigente y empresario en una persona. Agréguese a esto su honradez en todos los asuntos de la vida privada y profesional. Sin embargo, sus colegas son «artesanos y borrachínes»; su amo, el

arzobispo, no es sólo eso, sino también «un tirano hostil, al que es lícito engañar un poco». (Por desgracia, no está dispuesto a dejarse engañar.) Pero la amargura y lo trágico de la suerte de Leopold, que tan cruelmente experimentó,

nos reconcilian con todas sus debilidades.Ve en su hijo el sol y el brillo de su vida y cree que alcanzará la cumbre del éxito humano con tal de que permanezca bajo su guía. No obstante, deberá ver cómo su hijo se aleja de él, y morir;

hombre solitario a quien nada queda, excepto la correspondencia con su hija y la alegría con un nietezuelo cuyos primeros pasos en la música, aparentemente prometedores, observa encantado; sin embargo, más

adelante resultó que no había heredado ni el más mínimo rastro del genio musical de la familia. Después de este descarrío, continuamos el análisis del carácter de Leopold. El servicio como ayuda de cámara del

canónigo capitular, conde de Thurn y Taxis, representaba evidentemente sólo una vía, directa o indirecta, para conducir a Leopold definitivamente a los brazos de la música. En 1740 cedía a su protector su primera obra, seis

sonatas para iglesia y cámara, escritas para dos violines y bajo, cuya parte musical grabó personalmente en cobre, llamando en la dedicatoria al prelado, en estilo barroco «su sol paterno, cuyo influjo benéfico le sacó, súbitamente, de las

duras tinieblas de sus penurias y le señaló la ruta de una situación afortunada». Una de estas sonatas ha sido reimpresa (Monumentos del arte musical en Baviera, IX, 2; editada por M. Seiffert); revela una extraña mezcla de rigidez escolástica

con rasgos más libres de «galantería». El desarrollo de las facultades musicales de Leopold tuvo lugar en los decenios difíciles, cuando la manera elegiaca y la nobleza del estilo antiguo,

representadas —por ejemplo— por Corelli, Bach, Händel, Vivaldi, se endurecen y fosilizan, por decirlo así, y comienza a abrirse camino el estilo nuevo, «galante», animado por el espíritu de la ópera bufa. Cabe señalar que

Leopold nunca consiguió conciliar completamente estas dos corrientes. Esto no le impide precipitarse inmediatamente en la rápida corriente de la vida musical de Salzburgo, que estaba llena de la exuberante

música de la catedral y los demás numerosos templos de la residencia eclesiástica, de música instrumental para la cámara de los prelados y los nobles de la corte; de música dramática para las representaciones de los colegios y

de la universidad, para el oratorio y a veces hasta para la ópera. Leopold se dará cuenta sólo después de sus viajes de cuán provinciano era todo esto, o sea, después del año 1762. Así escribe para la cuaresma de 1741 una

«cantata» a modo de oratorio, Cristo sepultado, para tres voces, con recitados, arias, un dúo y coro final, de la que se ha conservado el texto; en 1742, la música para el aula menor de la universidad, para un drama de fin de año: Anti-

quitas personata, en estilo anticuado, con una edificante moraleja; en 1743, una nueva «cantata» para la Pasión, Cristo condenado, esta vez para cuatro voces de solo y coro. Estos trabajos allanan su entrada en la capilla de la corte

arzobispal. En el mismo año 1743, se le nombra violinista de la orquesta, y en 1744 se le encarga la enseñanza de violín de los niños de la capilla, lo que atestigua su talento precoz como pedagogo y se le nombra compositor de la corte. Ahora

puede pensar en fundar una familia. Debe haber conocido, poco tiempo después de su llegada a Salzburgo, a Anna Maria Pertl, hija del sacristán de la abadía de San Gilgen, a orillas del lago de San Wolfgang, pues más adelante,

el 21 de noviembre de 1772, le escribe de Milán: «Creo que fue ya hace veinticinco años cuando tuvimos la idea razonable de casarnos, que en verdad acariciamos durante muchos

años. ¡Todas las cosas buenas requieren tiempo!». Esta observación, escueta y amable a mismo tiempo, caracteriza tanto al hombre como a la mujer, en cuya unión matrimonial ciertamente jamás hubo sinsabores. Anna Maria

Mozart, un año más joven que su marido (nació el 25 de diciembre de 1720 en el castillo de Hüt- tenstein, cerca de San Gilgen) y que quedó huérfana de corta edad, reconoció siempre la superioridad de Leopold. Era una mujer buena,

algo corta de miras, sin duda una excelente ama de casa, sensible para todas las charlas salzburguesas sobre los acontecimientos y los habitantes de la pequeña localidad, a los que ella juzgaba con tanta indulgencia

como su esposo con sarcasmo crítico. Wolfgang, que amaba tiernamente a su madre, aunque no tenía el más mínimo respeto por ella, heredó de su progenitora todas sus cualidades de ingenuidad, alegría y puerilidad; en

resumen: todo lo que en su carácter se puede llamar «lo típicamente salzburgués». Pues aquellos ciudadanos no gozaban, a la sazón, en todo el Imperio, de buena reputación en cuanto a su seriedad, prudencia y cordura; por el

contrario, tenían fama de abandonarse en gran medida a todos los goces corporales y ser ajenos a los espirituales; poseían todas las cualidades que se atribuyen en las arlequinadas suralemanas al protagonista de esas comedias.

«Casperl Larifari» es salzburgués. Es también un poco monacense1 y algo vienés, lombardo y veneciano. Dibujando el triángulo que une a las tres ciudades citadas,

1 De Munich.

Salzburgo queda en el centro. Wolfgang conocía muy bien esas particularidades de sus conciudadanos; las odiaba y las... compartía un poco, en broma. Leopold y Anna Maria tuvieron en su matrimonio

siete hijos, de los cuales murieron cinco en tierna edad, sobreviviendo sólo dos — como más adelante ocurriría en el matrimonio de Wolfgang —, el cuarto vástago, Maria Anna Walpurgis Ignazia,

«Nannerl», nacida el 30 de junio de 1751, y el séptimo y último, Wolfgang Amadeus, nacido el 27 de enero de 1756. Los primeros asomos de talento musical en Wolfgang Amadeus cambiaron

fundamentalmente la vida y la dirección de las ideas de Leopold. Ya no vive ni piensa sino en relación con este hijo. Su ambición de llegar al primer lugar en la orquesta de corte había sido frenada hasta

1762 por su superior inmediato, el maestro Johann Ernst Eberlin, el cual le superaba considerablemente como músico creador y a quien Leopold mismo estimaba como dechado de maestro perfecto,

como ejemplo de prodigiosa fertilidad y facilidad de producción. Pero cuando Eberlin murió, en 1762, Leopold se hallaba ya con sus hijos en uno de aquellos viajes artísticos que prefería, cual

obligación moral y especulación —no se puede fácilmente decidir donde terminaba la especulación y comenzaba la obligación moral — cumpliendo con los deberes

que le imponía su oficio en Salzburgo. El 28 de febrero de 1763, obtiene el cargo de vicemaestro de capilla, tras vencer ciertas dificultades, y no sin veladas amenazas de

que abandonaría Salzburgo, mientras que Joseph Franz Lolli, músico de poca importancia hasta la fecha, «vice» bajo Eberlin, obtiene el puesto de éste.

Es el cargo más importante que Leopold ocupó. En 1772 murió el arzobispo Sigismund von Scrattenbach, que había reinado durante dieciocho años con espíritu harto patriarcal y que favorecía a la familia Mozart.

Su sucesor, Hyeronimus Colloredo, hijo del vicecanciller imperial de Viena bajo el reinado de Francisco I, de sólo cuarenta años de edad, admirador de Rousseau y de Voltaire, lleno de las ideas reformadoras del emperador

José y odiado por los salzburgueses, estaba mucho menos dispuesto a pasar en silencio las rarezas de su vicemaes- tro de capilla Leopold Mozart y de su «maestro concertante» y organista de corte, Wolfgang

Amadeus, por lo que el conflicto entre autoridad y genio se hizo inevitable. Ese conflicto alcanzó celebridad mundial e importancia histórica, y en este caso, como en otros, oscila el plato de la balanza de la Justicia; la culpa

no está únicamente del lado de las autoridades y del arzobispo. Sea como fuere, Leopold es pospuesto continuamente a los demás, hasta que en el año 1773 tiene dos superiores: Lolli y Domenico Fischietti; desde

1777, Fischietti y Giacomo Rust. Cuando Rust abandonó Salzburgo, Leopold debió obtener el nombramiento de maestro de capilla; en agosto de 1778 logra vencer su orgullo y se pone humildemente a los pies de su amo, recordándole

que ha servido a este ínclito arzobispo durante treinta y ocho años y que desde el año 1763, es decir, desde hace quince años, como vicemaestro de capilla, ha hecho más de lo que se le encargaba y, en verdad, casi todo de tal

manera que no merece ningún reproche. Esa humillación no dio resultado. El arzobispo le acuerda una remuneración, pero no,el nombramiento, y en 1783 sigue a Fischietti otro italiano, Ludovico Gatti:

Ludovico nunca llega a ser más que vicemaestro de capilla. También la ejecución casi irreprochable de todos los servicios es discutible, pues sumando la duración de todos los viajes que Leopold hizo con

su familia o con su hijo solo desde el 12 de enero de 1762 hasta el 13 de marzo de 1773, se llega al resultado de que probablemente estuvo ausente de Salzburgo siete años; el arzobispo tenía razón permitiéndole esos viajes sólo

con la condición de renunciar a su salario. Se mostraba lo suficientemente generoso manteniendo abierto el regreso a la capilla. Pues en Salzburgo se daban cuenta de que Leopold volvía a su patria provincial completamente

cambiado luego de esos viajes que ampliaban enormemente su horizonte. Se hace aún más crítico frente a las circunstancias y a sus colegas; no atiende ya al servicio con todo su corazón, pues lo principal para él es y sigue

siendo el desarrollo de su hijo. Wolfgang ha caracterizado exactamente la posición de su padre, escribiendo (el 4 de septiembre de 1776) al padre Martini, en Bolonia: «Ha servido en su corte durante treinta y seis años, y

sabe que el arzobispo actual ni tiene ni desea tener tratos con ancianos; ya no se dedica con ahínco y cariño a su trabajo, sino que se ocupa de Literatura, que fue siempre uno de sus estudios preferidos...».

En realidad, Leopold no se ocupa de literatura, sino únicamente de su hijo. También en los años de la separación espiritual casi completa, es decir desde 1782, Wolfgang ocupa el centro de sus ideas y de sus

sentimientos; si bien lo llama, en las cartas a su hija, solamente «tu hermano», el carteo se hace cada vez más raro y el tono, por parte del padre, toma formas groseras y nada amables.

El último placer de Leopold es la estancia en Viena, en febrero, marzo y abril de 1785, donde es testigo del genio de su hijo llegado a la madurez y de sus éxitos exteriores. Y la cumbre de su vida fue tal vez aquella noche

de un sábado de febrero, en que se tocaban por primera vez los tres cuartetos de arco de Mozart: K. 458, 464 y 465, y Haydn, a quien estaban dedicados, decía a Leopold: «Le digo ante Dios y como hombre recto, que su hijo es el

más grande compositor que conozco, personalmente o de nombre. Tiene gusto y lo que es más aún: un profundo conocimiento del arte de componer». ¡Qué palabras son éstas en la boca del único gran músico que entonces estaba

capacitado para juzgar la grandeza de Mozart! ¡Otra vez se había unido el Genio con el Arte, fundido la «Galantería» y la «Doctrina», los dos extremos, en los cuales la música estaba por hundirse entonces. Veremos en un

capítulo posterior que estas palabras eran las más profundas que podían decirse sobre Mozart. Quién sabe si Leopold las comprendió completamente en su sentido histórico; lo cierto es que coronaron su trabajo educativo

y justificaron su existencia. Leopold ocupaba una posición crítica frente a Salzburgo; Wolfgang se mofaba desde niño de su patria y la odió más adelante (y precisamente desde 1772) desde lo más profundo de su corazón. Pero

es difícil odiar a Salzburgo, pensando en los edificios y el aspecto pintoresco de esta ciudad; la catedral majestuosa, llena de júbilo, la severa residencia, el barroco ameno y teatral que predomina en su arquitectura, que nos invita a

gritos a emplearla como fondo escénico, como teatro; sus jardines, que recuerdan los del Mediodía, el río resplandeciente, correntoso y claro, que baja de la montaña hacia la altiplanicie bávara entre la colina de los

Capuchinos y la fortaleza de Hohensalzburg que, aunque no es muy amenazadora, domina sin embargo gloriosamente la ciudad y el paisaje; en un círculo más amplio, las montañas eternas, las praderas, los bosques, las rocas

y las nieves; sobre todo eso, un cielo que es al mismo tiempo añoranza y recuerdo de Italia. No han faltado parangones entre la música de Mozart y este paisaje o viceversa, y de ninguna manera es difícil relacionar la melodía de

Mozart, su sentido de la forma, la armonía profunda y seria de su obra con la amenidad escénica del paisaje que parece doblemente suave sobre el fondo oscuro. Sin embargo, no podemos dejar de pensar que, si Mozart hubiera nacido en

Augsburgo, Munich, Bolzano o Würzburgo, hubiera sido posible construir relaciones análogas con igual facilidad. Es probable que Mozart no observara ni siquiera esa belleza y que ella tampoco influyera inconscientemente

sobre él. Ni la ciudad ni el paisaje despiertan en él sentimientos patrióticos. Salzburgo fue para él, desde la edad de dieciséis años, únicamente el sitio en cuyo palacio arzobispal residía un patrón malintencionado y donde

vivían más o menos diez mil conciudadanos de miras estrechas y mezquinas. Observa la grosería campesina y la suciedad que existió siempre y que se puede observar hoy todavía detrás del escenario sonriente. No era

cazador o pescador como Haydn, ni iba o corría paseándose, como Beethoven, y no habría podido escribir ni las sinfonías Las horas del día, Las estaciones, ni una Sinfonía pastoral. Viaja en un vehículo herméticamente cerrado y

poco le interesa el panorama que puede divisar a través de sus minúsculas ventanas. Friedrich Rochlitz narra, según las anotaciones de Constanze —por lo menos así lo afirma él —: «Cuando Mozart viajaba con su esposa, a través de un

paisaje hermoso miraba mudo y atento al mundo que le rodeaba; su cara, habitualmente más contraída y sombría que alegre y libre, se serenaba poco a poco, y luego empezaba a cantar, o más bien a gruñir...». Pero éste es un

engaño tan bien intencionado y descarado como las demás anécdotas que este charlatán literario de Leipzig hizo circular después de la muerte de Mozart. Pues ¿cuándo viajó Mozart con Constanze a través de

paisajes hermosos? No sabría citar ninguno de esos viajes, excepto el de Viena a Salzburgo, en 1783, y los dos a Praga, en 1787 y 1791; durante ambos, Mozart trabaja con ahínco, pues compone y medita en la diligencia. A su

música no le hace falta la inspiración externa, mediante imágenes; está cerrada en sí misma; sigue sus propias leyes, celestiales y astrales, y no influida por el cielo real, sea sereno o cubierto.

El primer viaje de Mozart, a la edad de seis años, como dijimos, lo conduce a Munich, a la corte del príncipe elector Maximiliano III; es probable que no se acordara de este viaje. Pero se había transformado ya en un

pequeño virtuoso, en un pequeño compositor, cuando llegó, con su hermana, su padre y su madre, en el otoño de 1762 a Viena, donde en los palacios de la aristocracia y en la corte imperial daba pruebas de su precocidad musical.

Llegaron el 6 de octubre; la noche precedente había tenido lugar la primera representación de Orfeo y Eurídice, de Gluck; no es improbable que Mozart haya visto y escuchado una de las representaciones posteriores

de esta obra, sin poseer, claro está, a pesar de ser un niño prodigio, la madurez necesaria para comprender esa obra que imita la antigüedad. En Viena es atacado por una enfermedad que es otra aceleradora eficaz de su madu-

ración; se trata de una forma maligna de escarlatina, que tal vez fuera la causa de su fin prematuro. Después de su curación, los Mozart se trasladan a Presburgo, para permanecer allí durante siete semanas, y así conoció Mozart

también una región de Hungría, sin que este hecho le incitara a ulteriores viajes al sudeste de Europa. Le interesan tan sólo las comarcas o los centros donde hay música, y música culta, no la popular, que nos atrae hoy a

nosotros. No saca su inspiración de lo ancestral, de lo ínsito en el pueblo, sino de lo ya formado. Ocupa frente a la música popular todavía la postura de los renacentistas que veían en todas las exteriorizaciones del vulgo,

incluso en las musicales, algo cómico, algo que sólo merece la parodia seria o cómica; aunque existen también excepciones en este punto. El 9 de junio de 1763 la familia Mozart emprende el gran viaje a Francia e

Inglaterra, del cual volverán sólo el 30 de noviembre de 1766, y durante el que se detuvieron no sólo en varias ciudades alemanas del sur y del oeste, como Munich, Ludwigshafen, Schwetzingen y Francfort, sino también en la

Bélgica católica y la Holanda reformada, en la Francia sudoriental, Suiza y la ciudad imperial de Augsburgo, cuna de su progenitor. Las cartas mencionadas más arriba de Leopold a Lorenz Hagenauer, su amigo, dueño de casa y

confidente en asuntos económicos, son el espejo literario de esta larga excursión. Estas cartas han sido publicadas hasta ahora sólo en cuanto se ocupan de Wolfgang y de los acontecimientos personales y

musicales de la familia; pero quien las conoce in extenso queda asombrado, cada vez más, de los amplios intereses de Leopold, su don de observación, su agudeza para comprender a los hombres y a las circunstancias, y que sólo

se engaña cuando contempla los éxitos de sus dos hijos. Leopold tiene también cierta comprensión del carácter particular de las ciudades y de los paisajes, aunque su juicio no se eleva por encima de la mezquindad de su época.

Apenas llegado a Viena con su hijito, lo conduce en seguida a la iglesia de San Carlos, que sin duda le había impresionado, pues su espíritu arquitectónico es el de Salzburgo. Pero obsérvese su descripción de Ulm (11 de

julio de 1763): «Ulm es un lugar abominable, anticuado y construido sin gusto... Imagínese casas de las que usted está obligado a ver fuera el esqueleto de los pisos y el andamiaje, tal como ha sido edificado, y cuando se ha

querido hacer algo especial, se ha pintado el muro de blanco y cada ladrillo con su color natural, para que se distinguiera mejor la albañilería y la carpintería. E igual aspecto tienen Westerstetten, Geislingen,

Goeppingen, Plochingen y muchas partes de Sttutgart». Por el contrario, le gusta a él, y también a la señora Mozart, la dulce comarca situada a orillas del Neckar: «Pero debo decirle que Würtemberg es un país muy

lindo; desde Geislingen hasta Ludwingsburg no verá usted, a izquierda o derecha, nada más que agua, bosques, campos, praderas, jardines y viñedos, y todos éstos al mismo tiempo, mezclados de la manera más agradable».

Compara Heidelberg con Salzburgo, lo que puede valer sólo parcialmente para la relación de la ciudad y del castillo o de la fortaleza, de la ciudad y del río, aunque no, empero, para el paisaje circunvecino. Leopold se

interesa por los castillos, curiosidades, cuadros; el Descendimiento de la Cruz, de Rubens, en la catedral de Amberes, suscita insólito entusiasmo en él. Pero de Gante dice sólo (19 de septiembre de 1765):

«Gante es una ciudad grande, pero poco poblada». Las observaciones propias de Wolfgang sobre el mundo y los hombres empiezan sólo con los viajes a Italia, durante los cuales su madre y su hermana deben quedarse en su casa, en

Salzburgo. Desde el principio, por medio de una penetración casi demoníaca, ve a los hombres tales como son, particularmente cuando tienen algo que ver con la música y con los dramas. Tiene quince años cuando describe a su

hermana los cantantes de la ópera de Verona en Ruggiero, con la música — probablemente— de Pier Alessandro Guglielmi (7 de enero de 1770): «Orantes, padre de Bradamante, un príncipe (lo

representa el señor Afferi), es un cantante de mérito, barítono, que hace esfuerzos cuando canta como tiple, pero no tanto como Tibaldi, en Viena. Bradamante, hija de Orontes, enamorada de Ruggiero (está por casarse con

León, pero no lo quiere), está representada por una pobre baronesa, que ha tenido una gran desgracia, pero no sé de qué clase. Recita bajo nombre fingido que yo ignoro, tiene una voz pasable y su estatura sería apropiada, pero yerra

endiabladamente las notas. Ruggiero, rico príncipe, enamorado de Bradamante, músico, canta un poco a la manera de Manzuoli y tiene una bellísima voz fuerte, aunque es viejo. Tiene cincuenta y

cinco años y dispone de un registro vocal flexible». ¡Parece verlo, al viejo castrado, que canta la parte del héroe preferido de Ariosto! Mozart describe (el 21 de agosto de 1770), a la manera de

Rabelais, a un fraile dominico boloñés: «Se le considera como santo. Por mi parte, no creo que lo sea, pues para almorzar toma frecuentemente una taza de chocolate e inmediatamente después un gran vaso de vino

fuerte de España; yo mismo tuve el honor de almorzar con ese santo varón que en la mesa se bebió una botella entera y terminó con un vaso lleno de vino fuerte, dos largas tajadas de melón, algunos duraznos y peras, cinco tazas de té, un

plato entero de clavo de especia y dos salseras llenas de leche y limón. Tal vez esté siguiendo alguna clase de dieta, pero no lo creo, porque sería demasiado; además de esto toma algún bocadillo durante la tarde...».

Éste es el muchacho de quince años que, más adelante, creará las figuras de Monóstatos y Osmín. En la casa de los Mozart, a pesar de mantener la forma exterior de la devoción, no existe ningún respeto por los clérigos, los

potentados, las celebridades; entre bastidores se ha visto demasiado de ellos. ¡Con qué cautela trata Goethe, en Nápoles, a los altísimos personajes, a Carlota, tan poco parecida a su madre María Teresa, y al rey, que es un

payaso! «El rey está de caza; la reina encinta, entonces ¡todo va bien!» Leopold escribe a su casa (26 de mayo de 1770): «Sólo desearía que los napolitanos no fueran tan impíos, y que ciertas gentes (el rey y la reina) que ni un

momento se imaginan que son dos locos, no fueran tan estúpidos como son»; y Wolfgang escribe (5 de diciembre) sin ningún respeto: «El rey tiene un comportamiento grosero, de marca napolitana; en la ópera,

durante todo el tiempo, está de pie en una silla, por lo que parece un poco más alto que la reina...». Cuando encuentra en Viena al archiduque Maximiliano, el más joven hermano del emperador, que

antes era un muchacho muy ameno y ahora es arzobispo de Colonia, escribe (17 de noviembre de 1781): «Cuando Dios da a un hombre una encomienda sagrada, le da en general también la inteligencia, lo que creo haya ocurrido con

el archiduque. Pero antes de hacerse sacerdote era más bien chistoso e inteligente y hablaba menos. Debería verlo ahora: la necedad le brota de los ojos. Charla y continúa así incesantemente y siempre enfalsetto, y parece que tiene

inflamadas las amígdalas. En resumen: el mozo parece haber cambiado completamente». O la descripción de una celebridad europea, como el poeta Wie- land, que había venido a Mannheim para la representación de su Al- cestes,

transformada en ópera (27 de diciembre de 1777): «Me imaginaba que era muy diferente de lo que lo encontré. Impresiona como si fuese levemente afectado en su modo de hablar. Tiene una voz más bien infantil; sigue

mirando a uno por encima de sus lentes; se permite cierta clase de grosería pedante, mezclada a veces con una tonta condescendencia. Pero no me extraña que se permita tal conducta aquí, aunque será probablemente muy diferente

en Weimar o en otros lugares, pues la gente lo mira como si hubiera caído del cielo. Todos parecen cohibidos en su presencia; nadie habla ni se mueve una sola pulgada; todos escuchan atentamente cualquier palabra que

pronuncia; es una lástima que tantas veces tenga que esperar mucho tiempo, pues tiene un defecto en la voz que le obliga a hablar con mucha lentitud, y no es capaz de pronunciar media docena de palabras sin detenerse...».

Pero agrega en seguida: «Aparte de esto, es lo que sabemos todos que es: un muchacho bien dotado. Tiene una faz espantosamente fea, cubierta con hoyos de viruela, y tiene una nariz más bien larga. Su estatura, si no me

equivoco, es un poco más alta que la de papá...». Aunque se registren todas las memorias del tiempo clásico de Weimar y la literatura entera que ha sido escrita sobre esa época, no se

encontrará una descripción de Wieland tan viva y aguda. Mucho más escasos son en las cartas de Mozart los reflejos del paisaje sobre él; no habla de arte en absoluto. Un diario de Maria Anna, del gran viaje de 1763 a 1766, demuestra que

el padre dirigió la atención de los niños, en primer lugar, sobre las curiosidades. En Heidelberg visitan «el castillo, la fábrica de tapices y la de seda, el barril gigantesco y el pozo del que los señores hacen traer el agua»; en Londres «vi

el parque y un elefante joven, un burro con estrías blancas y color de café tan iguales que no se podría pintarlo mejor»; sin embargo, ella anota también Greenwich y el Museo Británico. Leopold describe los alrededores de Nápoles en un

estilo que podría ser el de un auriga de coches de punto y los «mata» también en el mismo estilo. Lleva consigo, como «Baedeker», un libro árido titulado Novísimos viajes a través de Alemania e Italia, de 1740, de Johann Georg

Keyssler (1693-1743), quizá la edición de 1752, que indica repetidas veces también a su esposa. Es un libro según el gusto de Leopold: salpicado de consideraciones críticas, lleno de interés para cosas curiosas y no exento de placer en las

charlas de la corte; es enteramente un libro del siglo xvill, que no contempla la verdadera belleza. Visitan Bolzano en la más bella estación, aunque llueve, y la llaman la «triste Bolzano», y en

esto Wolfgang concuerda completamente con su padre: «Bolzano, esta pocilga... Existe una poesía sobre uno que se puso enfadado y rabioso por Bolzano:

S i d e b i

e s e i r

a B o l z a

n o P r e f

e r i r í a

c o r t a r m

e e l p u

l g a r » .

Los Mozart llegan de Salzburgo, ciudad amena, donde no hay arcadas oscuras y cuya catedral no es gótica; ni el uno ni el otro observan el hermoso paisaje de Bolzano, las montañas dolomíticas, las sierras del Schlern arreboladas

en el ocaso. Goethe, por el contrario, que tiene para las montañas más bien un interés mineralógico, geológico o meteorológico, escribe tres lustros más tarde: «Llegué a Bolzano con un sol ardiente. Me alegraba ver

las numerosas caras de negociantes. Aquí reina una existencia de bienestar, y la vida está dirigida hacia objetivos bien determinados. En la plaza estaban las vendedoras de fruta con canastas redondas y chatas, de

más de cuatro pies de diámetro, en las que estaban puestos los duraznos de manera tal que no se apretaban. Lo mismo vale para las peras...». El ojo de Goethe es claro, puro y limpio; el de Mozart es agudo e

incorruptible, pero sólo para los hombres y para acontecimientos llamativos (30 de noviembre de 1771): «He visto ahorcar a cuatro pillos aquí, en la plaza de la Catedral. Los ejecutan exactamente como en Lyon».

Leopold encuentra una bella palabra para caracterizar el ambiente de Florencia (3 de abril de 1770): «Querría que usted viese Florencia y sus alrededores y la situación geográfica de esta

ciudad, pues usted diría que quisiera vivir y morir aquí». Y cuando se despide — para siempre— de Italia (27 de febrero de 1773): «En realidad, encuentro duro dejar Italia», y en ésta melancolía hay más que el

pensamiento del retorno bajo el yugo de los odiados dueños de Salzburgo. Wolfgang ve el Capitolio y las otras seis colinas de Roma, pero su breve descripción no carece de su habitual jocosidad (14 de abril de 1770):

«Quisiera sólo que mi hermana estuviese en Roma, porque esta ciudad ciertamente le gustaría, como la catedral de San Pedro y otras cosas que son regulares. Se ve transportar por las calles las más hermosas flores, así me

asegura papá en este momento...». No le interesan las más hermosas flores, pues está sentado en casa y cubre el papel con escritura musical. «Nápoles es maravillosa»; «Venecia me gusta mucho» (13

de febrero de 1771); esto es todo. Parece que Leopold visitó sólo las curiosidades de Venecia, pues usa la frase en marzo de 1771: «después de su retorno le contaré detalladamente cómo me gustaron el arsenal, las

iglesias, los hospitales y otras cosas, en realidad, toda Venecia...». Pero cuando Wolfgang escribe una pantomima, en febrero de 1783, representándola con la cuñada, el cuñado y algunos amigos, se revela con qué

exactitud ha observado, doce años antes, las figuras del carnaval veneciano y cómo las ha conservado en la memoria; es una pérdida irreparable para el arte que esta obra magistral de la Commedia

dell'arte exista hoy sólo en los bosquejos y fragmentos. Los viajes posteriores a Mannheim y París en 17771778, comenzados con la madre pero terminados con el viaje a Munich que hizo solo para terminar el Idomeneo y

asistir a su representación, lo maduran completamente en sentido humano, pero contribuyen también a aguzar su mirada y su sentimiento por la bajeza provincial de Salzburgo. Todo pueblo de Italia le parece superior a

cualquiera de su patria, en cuanto a gusto y cultura, y más todavía Mannheim, que entonces se consideraba centro de la civilización y del progreso. En París observa un empeoramiento y se siente cohibido entre esas gentes que

le eran antipáticas, en primer lugar, por su música antipática. Mozart llega también a Viena a principios de 1782, como huésped y viajero, ignorando que será un día su morada estable por el rompi-

miento con su protector arzobispal. Cuando se ha establecido definitivamente, saluda con avidez todo cambio, toda separación de ella. Cuando no puede viajar, se muda, por lo menos a veces, voluntariamente, aunque otras

más bien obligado a ello. En el verano de 1788, se traslada más bien contra su voluntad a Wáhring, a un departamento situado en el medio de un jardín, y escribe a Puchberg (17 de junio):

«Hemos dormido por primera vez en nuestras nuevas habitaciones, donde permaneceremos tanto en invierno como en verano. En resumidas cuentas, el cambio me es indiferente y hasta lo prefiero. Como están las cosas,

tengo muy poco que hacer en la ciudad y como no estaré expuesto a tantas visitas, tendré más tiempo para trabajar». Se observa claramente que preferiría estar en la ciudad y que trata de hacer grato a sí

mismo y al amigo su destierro al campo. Pero en una carta a su padre (13 de julio de 1781), de Reisemberg, cerca de Viena, parece revelarse un verdadero placer en el paisaje: «Te escribo de un lugar distante una hora de Viena,

que se llama Reisenberg. Pasé una vez una noche aquí y ahora me quedo algunos días. La casita no es gran cosa, pero el paisaje —el bosque— en el que el conde Cobenzl, mi anfitrión, ha construido una gruta que parece formada por

la naturaleza misma, es en realidad magnífico y muy delicioso». Sin embargo, no es tanto su sensibilidad para la hermosura de la naturaleza lo que le conmueve, sino su afán de comodidad, su necesidad

de que sea ameno lo que le rodea. Más característica es la comparación de dos ciudades suralemanas en una carta dirigida a su esposa (28 de septiembre de 1790): «Nos desayunamos en Nuremberg, una ciudad

horrible. En Würzburg, una ciudad bella, magnífica, fortalecimos nuestros preciosos estómagos con café». No le gustan el estilo mezquino del Renacimiento y el gótico de la antigua ciudad imperial; mientras que le es

muy simpático el barroco claro y sereno de la ciudad obispal, en cuyo castillo Tiépolo había terminado sus frescos sólo cuarenta años antes. No menos de once veces cambiaron los cónyuges Mozart, en diez años, su

domicilio, a veces ya después de tres meses. Hacían algo como un eterno viaje de una casa de huéspedes a otra, lugares de los cuales uno se olvida con facilidad. En uno de esos departamentos, amueblado discretamente, en

la Schulergasse 8 (entonces Grosse Schulerstrasse 846) se encuentra un cuarto de trabajo de Mozart, cuyo cielo raso está adornado con una linda decoración en estuco que representan genios femeninos y putti; pero estoy convencido de

que Mozart nunca se dignó mirar hacia arriba. Estuvo siempre dispuesto a cambiar Viena por cualquier otra ciudad, y Austria por cualquier otro país. Leopold tenía plena razón al desconfiar del viaje eventual a Inglaterra

en 1787, pues podía convertirse fácilmente en una morada estable. En 1789 o 1790, Mozart se proporcionó un libro, cuyo objetivo es demasiado transparente: Guía geográfica y topográfica a través de todos los estados de la monarquía austro-

húngara, con la ruta a San Petersburgo a través de Polonia (Viena, 1789); pensaba en un viaje a Rusia, pensamiento que se habrá originado, probablemente, por las conversaciones con el embajador ruso en Dresde, el

príncipe Bieloselski, en cuya casa Mozart actuaba en numerosas tertulias musicales en abril de 1789. Pero debe contentarse con viajes más modestos y con viajes en la misma Viena. El día de San Miguel de 1790, se muda

Mozart a un departamento en la Rauhensteingasse, sin sospechar que sería el último que habitaría, o quizá lo sospechó y se quedó durante tanto tiempo en él porque ya no le parecía que una nueva mudanza valiese la pena, pues en

diciembre de 1791 se mudó a su morada definitiva, «la última y la más estrecha en el cementerio de San Marcos», como se expresa Constant von Wurzbach, que fue el primero en tratar de establecer todos los domicilios de Mozart.

EL

CIUDADA NO Y EL GENIO

Wolfgang Amadeus Mozart empezó como un niño

II

prodigio. Cuando Leopold comprendió qué talento musical insólito tenía aquel párvulo, trató de desarrollarlo, «como jugando», según relatan en la fuente más digna de fe sobre la juventud de Mozart, la necrología de Schlichtegroll

de 1792, que se basa en las indicaciones de la hermana Maria Anna y del trompetero de corte Andreas Schachtner, uno de los amigos de casa de la familia Mozart. «El hijo de Mozart no tenía más que tres años cuando el padre comenzó

a enseñar a su hija de siete años a tocar el clavicémbalo. El chico mostraba ya entonces su extraordinario talento, entreteníase a menudo durante horas en el clavecín buscando las tercias, que entonces tocaba en acorde, y

demostraba su gran alegría por haber encontrado esa armonía.» Verdad es que esto se puede observar también en niños que no se convertirán en ningún Mozart. Pero se comprenderá mejor la situa-

ción conociendo lo que Maria Anna y Schachtner narran más adelante: «Cuando Wolfgang tenía cuatro años de edad, comenzó su padre a enseñarle algunos minués y otras piezas en el clavecín, cosa que complació

tanto al maestro como al alumno. Para aprender minué empleaba media hora, para una pieza mayor una hora, y luego lo tocaba con la más completa fidelidad y en el compás más riguroso. Desde ese momento hizo tantos

progresos, que era capaz de componer ya en su quinto año de edad pequeñas piezas, las que hacía escuchar a su padre, el que luego las pasaba al pentagrama». Detrás de esta relación sencilla y veraz —con la

excepción de que la edad de Nannerl en 1759 se debe calcular en ocho años y que las primeras composiciones de Mozart datan de su sexto año de edad— hay muchas intimidades ocultas. Se ha reprochado a Leopold que

forzó el talento de su hijo como se acelera el crecimiento de una planta en una estufa, y que lo mercantilizó precozmente. Sin embargo, Leopold no emplea la hipocresía, ni una especie de autodis- culpa, cuando afirma —como hace

repetidamente— que estima su deber ante Dios y el mundo auxiliar el talento misterioso de su hijo, que llegaba como un don desde lo alto. No cabe duda que Mozart hubiera vivido mucho más tiempo sin sus viajes en edad temprana,

con sus incomodidades, fatigas y peligros de contagio, de la escarlatina y la viruela, a los que sucumbió. Pero entonces también su desarrollo habría ocurrido siguiendo un ritmo diferente. Y además, Leopold tiene su justificación en la

buena disposición de estudiar música de su hijo, cuando era un niño, y luego un adolescente. Mozart llegó a los veintidós años cuando se libertó de la vigilancia del padre. Desde los seis a los diez años era muy dócil y se

ocupaba de todo lo que su padre pretendía de él, durante algún tiempo, con el máximo celo, de modo que parecía olvidarse de todo lo demás, incluso la música. Cuando, por ejemplo, aprendía aritmética, llenaba todo de cifras, la mesa,

las sillas, las paredes y hasta el piso; era en general fogoso y apegado a los objetos. Así se habría hallado en el peligro de descarriarse por algún mal sendero si no le hubiera resguardado de ello su excelente educación. Nunca perdió

Mozart el placer de los juegos aritméticos: así trató una vez también el problema, preferido por muchos, de componer minués mecánicamente, es decir de unir fragmentos melódicos de dos compases ad líbitum; poseemos también un

bosquejo musical, en el que comenzó a calcular el importe de la recompensa del inventor del ajedrez, referida en la conocida anécdota. Lo que se dijo de los peligros que amenazaban su moral, se puede aplicar a todo hombre

dotado de mucha fantasía y particularmente a los genios dramáticos. Goethe también afirmaba que existía en él el germen de cualquier delito. La historia del furtivo cazador que se relata de Shakespeare, aunque no corresponde a la

verdad y es demasiado inocente, puede considerarse, sin embargo, una buena invención; y así, los hombres dotados de una fantasía tan enorme y gran sugestionabilidad, subliman sus inclinaciones peligrosas en

el arte, creando tipos como Lady Macbeth, Mefistófeles y Don Juan. «Sin embargo, ante todo era la música lo que llenaba su alma y de la que se ocupaba ininterrumpidamente. Adelantaba en ella con pasos

gigantescos, a tal punto que su propio padre, que estaba cerca de él diariamente y podía observar cada etapa de sus progresos, quedaba sorprendido y admirado como ante un milagro... Había llegado, en el arte, a un punto

tal, que su padre habría hecho mal si no hubiese querido permitir que diesen también testimonio de ese talento extraordinario otras ciudades y otros países...» La autoridad del padre se acrecienta, avanzando de

padre de familia y preceptor de música y humanidades — pues Wolfgang nunca ha tenido otro maestro ni frecuentado algún colegio— a empresario y cicerone, mientras por otro lado se degrada a servidor de su hijo.

Mozart era inepto para la vida por su genio sobresaliente. Leopold aumentaba esa ineptitud. «Aunque Wolfgang recibía diariamente nuevas demostraciones del asombro y de la admiración del público por sus grandes dotes y su

habilidad, sin embargo eso no lo hacía egoísta, altivo o terco, sino que seguía siendo siempre un niño muy obediente y amable. Jamás se mostraba descontento de una orden de su padre y hasta cuando había debido tocar el piano durante

todo el día para hacerse escuchar, lo repetía sin enojo cada vez que su progenitor lo deseaba. Comprendía y obedecía a todo gesto de sus padres y llegaba en su apego a ellos al punto de no atreverse a

comer o aceptar algo de nadie sin su permiso.» Se comprende que una persona que careció durante tanto tiempo de toda independencia, iniciativa y acción y que vive totalmente absorta en su fantasía musical,

cometerá cualquier tontería una vez que se rompan las riendas paternas. Es comprensible, también, que el padre se asombre, se asuste y quede atemorizado, sin sospechar que es él mismo quien ha influido en la

incapacidad de su hijo para moverse razonablemente en este mundo. Algunos autores han negado esa incapacidad, y existe una teoría sobre la genialidad o la gran inteligencia, según la cual la dirección del talento sería más bien

casual y estaría sometida al influjo de motivos del ambiente. Según esta teoría, un gran poeta habría podido ser a la vez un gran estadista, y un gran pintor también un gran filósofo. Pero aunque Goethe hubiera tenido la decisión,

como ministro, sobre asuntos más importantes que los de Weimar, difícilmente habría influido más profundamente sobre la historia de Europa; y si Eugène Delacroix hubiera pintado menos y escrito más tratados teóricos sobre el arte,

no se hubiera convertido en filósofo. Lo que Goethe dice del Estado, lo dice como poeta; donde Delacroix se pronuncia sobre arte, lo hace como pintor. La superioridad de Mozart proviene de su inteligencia de la música; conocía muy bien la

distancia que le separaba de todos los compositores contemporáneos, excepto de Joseph Haydn. El hecho de que mostrara su superioridad práctica y abiertamente, revela su grandeza, y al mismo tiempo su vanidad y su falta

de diplomacia. Él mismo relató un ejemplo de esa falta de diplomacia. Atribuye uno de sus fracasos en París al compositor italiano Johann Joseph Cambini que, según cree, le ha malquistado con el director de los «Concerts

spirituels» Le Gros (1 de mayo de 1778): «Creo que Cambini, un maestro de orquesta italiano, se halla en el fondo del asunto; pues le humillé, con toda inocencia, en nuestro primer encuentro en la casa de Le Gros. Ha compuesto al-

gunos cuartetos, uno de los cuales oí en Mannheim. Son muy lindos. Los elogié y toqué el principio de uno que había oído. Pero Ritter, Ramm y Punto, que estaban cerca, no me dejaron en paz insistiendo en que continuase y

sustituyese lo que no recordara con mi propia inventiva. Así lo hice, por lo que Cambini se puso fuera de sí y no pudo menos de decir: "¡Es un muchacho admirable!"». Un talento sobresaliente hace odiar instintivaménte a

quien lo posee, y Mozart no es lo suficientemente cauteloso ni bastante conocedor del mundo para no provocar el odio. No conoce nada del mundo y le superan personas de menores dotes en decidir y comprender. Es, como todas las grandes

personalidades, «un hombre con todas sus contradicciones» y no un «libro bien meditado en todos sus detalles». En su carácter, se manifiestan siempre, hasta en sus últimos años, las cualidades infantiles, inclusive la puerilidad.

Leopold alude en una de sus cartas más serias y desesperadas a esta dualidad en el carácter de su hijo (16 de febrero de 1778): «Hijo mío, eres irascible e impulsivo en todas tus manifestaciones. Desde tu

niñez y tu adolescencia, tu carácter ha cambiado enteramente. De niño y joven, eras más bien serio en vez de ser infantil y cuando estabas sentado al piano o te ocupabas de otra manera con la música, nadie se atrevía a burlarse de

ti. Pues, cuando tenías aquella expresión tan solemne, y se observaba el brote precoz de tu talento y tu carita siempre seria y pensativa, mucha gente de claro discernimiento de diferentes naciones expresaba tristemente sus dudas acerca

de si tu vida sería larga. Pero ahora, por lo que entiendo, estás demasiado dispuesto a rebatir en tono burlón la primera chanza que se te presente, y esto es, naturalmente, el primer paso para una familiaridad indebida

que deberá tratar de evitar en este mundo quien quiera conservar el respeto de sí mismo. Un muchacho bonachón está acostumbrado, claro está, a manifestar libre y naturalmente sus ideas; no obstante, actuar así es un error.

Es justamente tu buen corazón el que te impide descubrir faltas en una persona que te cubre de elogios, te expresa la alta opinión que tiene de ti y te lisonjea hasta los cielos y hace todo lo posible para ganarse tu confianza y afecto, mientras

que en tu infancia eras tan extraordinariamente modesto que llorabas cuando te alababan demasiado». Sin embargo, una vez Leopold se ve obligado a escribir, en un viaje que hizo con su hijo, de siete u ocho

años (Francfort, 20 de agosto de 1763): «Wolfgang es extraordinariamente alegre, pero también un poco malo». Esa diferencia se manifiesta claramente en dos retratos juveniles de Mozart

que poseemos: uno, cuya fecha conocemos con exactitud (del 6 y 7 de enero de 1770), que mandó hacer el recaudador general de impuestos Pietro Luggati, de Venecia, por el pintor Cignaroli; y otro, menos seguro, de Thaddäus Helbling,

que representa a Mozart a los ocho años de edad; ¿pero quién debería ser sino Mozart ese niño cuya genialidad irradia de sus ojos pardos, no azules? Allí un pilluelo vivaz, impertinente, dispuesto a todas la diabluras; aquí el

genio, que despierta ahora mismo de un profundo sueño musical y que, con las manos todavía sobre las teclas, trata de volver a orientarse en la Tierra. por esa misma dualidad se explican también las cartas de mala fama que

escribió Mozart a Augsburgo, desde su viaje a Mannheim y París, a su «primita», es decir, la hija de su tío, cuyos originales no han sido nunca publicados in extenso y que se encuentran sólo en la valerosa

traducción inglesa de Emily Anderson. Aparece aquí otro motivo, diferente de aquella cautela que destierra las aguafuertes eróticas de Rembrandt a los armarios cerrados con llave, o algunas de las «Elegías

romanas» de Goethe a las ediciones «científicas». Trátase naturalmente aquí también un poco de la gazmoñería en cuestiones eróticas del siglo XIX que produjo las biografías eunucoides de los grandes maestros y sus cabezas

idealizadas reproducidas en yeso. Sin embargo, existe en ello también cierto embarazo bien comprensible. Pues nos parece ininteligible que un joven de veintidós o veintitrés años de edad, y además un Mozart, escriba a una señorita

tales crudezas. Bástenos saber que Mozart se divirtió lo indecible en escribirlas, y además no se debe olvidar que en el siglo xvill todas las funciones fisiológicas del hombre se desenvolvían más públicamente que en nuestros

tiempos de puritanismo higiénico y que la alusión ingenua a las intimidades no se limitaba al pueblo o a la clase media. Basta leer las cartas de «Madame», Isabel Carlota, cuñada de Luis XIV, para saber algo divertido sobre

ciertas conversaciones principescas entre marido, esposa e hijo. Se acostumbraba a llamar las cosas por su nombre, y cuando Wolfgang habla con su padre sobre la salud de su primogénito, lo hace de la misma manera

sincera como lo hará más adelante frente a su hija hablando del mayor de sus hijos, al que el abuelo tenía en su casa. ¡Naturalia non sunt turpia! Mozart conservó hasta su fin el placer por alteraciones chistosas de las palabras,

apodos infantiles, necedades risibles y obscenidades alegres, un carácter típico de la alegría suralemana que nunca se comprendió y jamás se comprenderá al norte del río Main. Unas frases irreproducibles usadas por

Mozart en las cartas a su «primita» se repiten palabra por palabra en los textos de algunos Cánones Vieneses. Es obvio que Mozart escribiendo las cartas y los cánones, no pensó en la inmortalidad ni en la posibilidad de que un día

los profesores de Leipzig o de Berlín pudieran ocuparse de él. Era una cabeza pueril y así permaneció, porque, a veces, esa cualidad es necesaria en un genio creador, para su desahogo y para ocultar su más profundo «yo». Otros

genios, para alcanzar ese objetivo ineluctable, se sirven de la grosería, y otros — hablamos aquí sólo de los músicos—, los que no disponen de tales armas para su defensa, perecen como Chopin o Schumann, dos

líricos. Pero un músico dramático como Mozart debe tratar con hombres para poder aguantarlos, y para esto se precisa la defensa con la broma, y a veces medios aun más groseros.

Debemos aceptar el hecho de que Mozart también era un hombre de «contradicciones internas», el cual, pese a la agudeza de su observación de los hombres y de las situaciones, pese a su entendimiento del núcleo, de

la esencia de los caracteres y de las cosas, nunca pudo entenderse con el mundo. Lo expresa la necrología de Schlichtegroll en una forma demasiado apodíctica: «Pues como este hombre raro llegó precozmente a la

mayoría de edad en su arte, así permaneció —lo que se debe afirmar imparcial- mente—, por lo contrario, en las demás circunstancias: siempre siguió siendo un niño. Nunca aprendió a gobernarse a sí mismo: no tenía el sentido del

orden doméstico, del uso debido del dinero, de la templanza y de la elección razonable en el goce. Siempre necesitaba un guía, un tutor que en su lugar se encargaba de los asuntos domésticos, pues su espíritu estaba

ocupado sin cesar con un sinfín de asociaciones muy diferentes que le impedían toda concentración en otros pensamientos serios. Su padre reconocía en él esa debilidad de gobernarse a sí mismo, y cuando su propio oficio lo

retenía en Salzburgo indujo a su esposa a acompañar al hijo a París». (A eso debemos agregar que Leopold mismo mimó demasiado a Wolfgang, sujetándole demasiado tiempo por las riendas, para que el niño prodigio hubiera podido

convertirse, en tiempo útil, en un hombre, en el sentido burgués.) Esta y alguna otra cita de Schlichtegroll desagradaron tanto a la viuda de Mozart que compró todas las existencias de una edición posterior, de

Graz (1794), e hizo ilegibles los pasajes indecentes. Pero también en la biografía de Mozart del valiente profesor de liceo de Praga, Franz Niemtschek, que fue escrita bajo la influencia de Constanze, se dice que «no se

sorprenderán los investigadores de la naturaleza humana al observar que ese hombre de excepción como artista, no fuera un gran hombre también en las demás circunstancias de la vida». Y «que el carácter de su

educación, la inestable manera de vivir en sus viajes, en los que existía para él sólo su arte, le hacían imposible el verdadero conocimiento del corazón humano». «A esta falta debe atribuirse más de una imprudencia de su vida.»

¿Un verdadero conocimiento del corazón humano? ¡Nadie lo tenía más profundo que Mozart! Pero el genio, el entendimiento de la esencia de un hombre, son cosas muy diversas de la sabiduría. Precisamente porque Mozart

comprendía rápidamente esa esencia se equivocaba a menudo en el trato de los hombres, cayendo en sus trampas. Comprendió el carácter del enciclopedista y periodista Melchior Grimm, que había protegido muy

eficazmente al niño prodigio, pero trataba al adolescente, en 1778, en París con una protección muy humillante, mucho más profundamente que Leopold, que rememoraba siempre al protector de 1764. Por otra parte, Grimm

describió muy bien ciertas modalidades del carácter de Mozart al padre (carta a Leopold, del 13 de agosto de 1778): «Es demasiado bonachón, poco activo, demasiado dispuesto a esperar que las

cosas se hagan por sí solas, poco interesado en los medios que pudieran conducirle a la fortuna. Aquí, para tener éxito, se necesita carecer de sinceridad, ser emprendedor, audaz. Quisiera que poseyese, para su fortuna, sólo la mitad

de su talento, pero que fuera dos veces más intrigante; eso no me resultaría embarazoso». Está muy bien dicho esto y es digno de un contemporáneo de Voltaire y Diderot. Mozart era lo contrario de «insincero, emprendedor, audaz», y

cuando lo eran los demás, estaba a su merced sin defensa alguna. El viaje a Mannheim y París, en el que Mozart, hombre de veintidós años de edad, debe hacerse acompañar por su madre, porque no puede viajar solo y durante el

cual debe «actuar como hombre», en el verdadero sentido de esta palabra, es una tarea demasiado difícil para él. Es un fracaso desde el principio hasta el fin. Emprendido de acuerdo con el significado del lema Aut Caesar

aut nihil (o César o nada), termina con el retorno humillante a la servidumbre de Salzburgo. El retorno, sin la madre, sepultada en París. Leopold comprobó más tarde, en el año más funesto de la vida de Mozart, cuán acertado era el

análisis de Grimm del carácter de su hijo (carta a la baronesa de Waldstádten, del 23 de agosto de 1782): «En resumen, me sentiría muy aliviado espiritualmente si no hubiera descubierto en mi hijo una falta sobresaliente

que consiste en que es demasiado paciente o más bien comodón, demasiado indolente, quizás demasiado orgulloso, en suma, que posee todas las cualidades que hacen al hombre inactivo. Por otra parte, es demasiado

impaciente, demasiado apresurado, y no profesa el principio "tiempo al tiempo". Creo que dos elementos opuestos gobiernan su naturaleza: el demasiado y el demasiado poco; nunca el término medio. Si no se

encuentra en una apremiante necesidad, queda inmediatamente satisfecho, indolente y perezoso. Cuando se trata de moverse, entonces comprende su valor y quiere hacer su fortuna en seguida. Nada, entonces, es un obstáculo para

él; pero desgraciadamente es la gente más capaz y los que poseen un genio sobresaliente, los que encuentran los mayores obstáculos». Leopold tampoco es mal psicólogo. No se puede descartar el testimonio de dos

hombres que conocían tan bien a Wolfgang. La fortuna y la desgracia en la vida de un hombre están determinadas, en más de la mitad, por su carácter. Cada cual tiene en su vida acontecimientos y experiencias

que se repiten varias veces, a menos que no aprenda la lección. Lo que en Mozart se repite siempre es el fracaso en crearse una posición y en sus relaciones con las mujeres. Esto parece muy extraño, pero trataremos de demostrarlo.

El lema de Mozart en su lucha por una posición es: «No hay vacantes. ¡Ojalá hubiera vacantes!». No es que faltara a Mozart una posición, pero nunca ocupó la que hubiera sido digna de él. La falta de éxito de Leopold no es sino un

acto de justicia: era el vicemaestro de capilla nato; habría conquistado ese cargo —hasta en Salzburgo— sólo por antigüedad, así como otras mediocridades; únicamente en relación con ellas se comprende y justifica su enojo

continuo. Mozart nunca llegó al primer puesto porque era demasiado grande para él. Pero completemos la frase: las causas de su fracaso no radican únicamente en su carácter sino también en su situación histórica. No podemos dejar de

sonreír un poco cuando pensamos que Beethoven tuvo una vez la intención de aceptar un puesto de maestro de capilla en la corte del rey Jerónimo, en Cassel. Por suerte, no se llegó a ello. ¡Imaginémonos a Beethoven

director de orquesta, discutiendo todos los días con los cantantes y los músicos de la orquesta y ocupado en asuntos administrativos! Se comprende perfectamente que el maestro real de capilla de la corte de Sajonia, Wagner, se

convierta en revolucionario, precisamente por haber debido representar durante tanto tiempo el papel de empleado (seis o siete años son muchos en la vida de Richard Wagner) y que el compositor de Tristán ya no pudiera aceptar un

empleo y ni siquiera el título de director general de música. Y así fue una suerte también para Mozart que en Salzburgo debiera desempeñar funciones subalternas, como maestro concertante y organista.

Mozart podía alcanzar su posición verdadera sólo como creador, o, como se decía en aquella época, como «compositor de cámara»; como músico a quien se encargaba la composición de determinadas piezas; óperas, sinfonías,

cuartetos, concediéndole para ello el tiempo necesario. No obstante, el padre y el hijo siempre aspiraban a una posición mejor, y con tanta mayor insistencia cuanto sus relaciones con el sucesor del arzobispo príncipe

Schrattenbach, figura patriarcal, Hyeronimus Colloredo les hizo odiosa su actividad en Salzburgo cada vez más hasta que llegaron a sentirla como una esclavitud. Pero Leopold dirige sus miras para su hijo, a Milán, ya antes

de la investidura de Colloredo. Wolfgang había compuesto, en ocasión de las nupcias del archiduque Fernando, tercer hijo de la emperatriz, gobernador de Lombardía, su segunda ópera festiva, la serenata Ascanio in Alba (17 de

octubre de 1771). Parece que Leopold encontró la oportunidad de pedir sumisamente, al joven archiduque, que tenía sólo un año y medio más que Wolfgang, una colocación para su hijo. El archiduque,

acostumbrado a la obediencia a su madre, pide su consejo. Ella contesta (12 de diciembre de 1771; cfr. A. Ritter von Arneth, Cartas de la emperatriz Teresa a sus hijos y amigos, Viena, 1881,1,93):

«Me preguntas si debes tomar a tu servicio al joven salzburgués. No sabría en calidad de qué, pues creo que no tienes necesidad de un compositor o de gente inútil. Pero si encuentras placer en hacerlo, no querría ponerte

dificultades. Lo que te dije es sólo para que no cargues con gente inútil y jamás con títulos como lleva la gente a tu servicio. Pues envilece el servicio ver correr a la gente por el mundo como mendigos;

además, tiene una familia numerosa». Y el obediente hijo archiducal no piensa naturalmente ni en una colocación para Mozart ni en un título. ¡Qué desilusión habría experimentado Leopold

si se hubiese imaginado cómo María Teresa, la buena madre de sus súbditos, que en el pasado había regalado a sus hijos los vestidos usados de los archiduques, pensaba en realidad de él y de Wolfgang! Gente inútil; gañanes del arte;

gente fastidiosa. ¡Su lealtad habría disminuido algo! Así, sin sospechar nada, intenta otro ataque, esta vez dirigido al segundo hijo de María Teresa, el Gran Duque Leopoldo de Toscana, el futuro emperador Leopoldo II, bajo

cuyo reinado morirá Mozart. Trata el asunto con gran insistencia y secreto desde Milán, pues sabe que el nuevo arzobispo procedería con muy pocas ceremonias si llegara a conocer los tratos de su vicemaestro de capilla con la

corte de Tos- cana. No tienen éxito, aunque Leopold Mozart aplaza por ellos más y más su regreso a Salzburgo, en diciembre de 1772 y los primeros meses del año 1773: «Me informan de Florencia que el Gran Duque recibió mi

carta. La ha tomado en consideración con benevolencia y me hará saber el resultado. Vivimos todavía esperanzados», escribe con la escritura infantil de los Mozart a los suyos (9 de enero de 1773):

«Hay una pequeña esperanza en cuanto a lo que te escribí. Dios nos ayudará. Pero guarda el dinero y manténte parsimoniosa en materia de gastos, pues debemos tener medios si queremos emprender un viaje. Siento

cada centavo que gastamos en Salzburgo. Hasta la fecha no llegó ninguna contestación por parte del Gran Duque, pero sabemos por la carta del conde a Trager que existe poca probabilidad de que recibamos trabajo en Florencia. Sin

embargo, confío en que, finalmente, nos recomiende» (16 de enero). Al fin, después de una expectación desesperada (27 de febrero): «En cuanto al asunto que saben, no hay nada que hacer». Ignóranse los obstáculos por

los que fracasó; busqué en vano en los archivos de Florencia las cartas de Leopold y las minutas de contestación del mariscal de la Corte. En el verano de 1773, el padre y el hijo vuelven a Viena; a principios de 1775, a

Munich, para asistir a la representación de La finta giardiniera; y es más que probable que Leopold aprovechara ambas oportunidades con el máximo ahínco, para aguzar su olfato, en busca de una buena

colocación para su hijo. Pero no se encuentra ninguna. Para Viena, Wolfgang no era ya bastante joven y tampoco demasiado viejo, y La finta giardiniera no pasó de ser un acontecimiento local sin consecuencias ulteriores. Pero

sus relaciones cada vez más tensas con su jefe arzobispal le empujaban hacia un cambio decisivo. No es fácil distribuir entre los dos protagonistas, con la debida justicia, la culpa de esa tensión en aumento

entre Hyeronimus Colloredo y Mozart padre. La memoria de Colloredo queda ensombrecida ante la posteridad con la acusación de haber tratado no sólo como no debía a uno de los más grandes genios de la

humanidad, sino incluso haberlo maltratado, y nadie podrá absolverlo del todo de esta acusación. Sin embargo, nosotros poseemos únicamente los testimonios, parciales, sobre su conducta, de los.dos acusadores, los Mozart padre e

hijo; para el último acto del drama disponemos sólo del testimonio del hijo, que debía tener interés en pintar, en sus cartas al padre, la figura de Colloredo con los colores más negros, espesando adrede las tintas. Pero presenta un cariz

totalmente diferente lo que relatan testigos imparciales sobre la personalidad de Colloredo, que tenía en Salzburgo grandes dificultades, por ser sucesor, como arzobispo, de Schrattenbach, que había gobernado casi

veinte años (de 1753 a 1771), dejando ir cada cosa por su lado. El pueblo, que había presenciado, en 1772, la expulsión de los campesinos de fe protestante de su patria y la confiscación de sus bienes,

no se asombraba de ninguna manera porque existiera todavía bajo Schrattenbach, en el sur del arzobispado, una fortaleza, Werfen, donde se encerraba de por vida a los infieles y a los heréticos. Al contrario, para castigar a los

infieles y a los heréticos, ningún castigo es suficiente. La población recibió con recelo a Colloredo, hombre relativamente joven, de cuarenta años de edad, y los capitulares de la catedral con temor; el recelo de la población

se convirtió en odio duradero, y el temor del capítulo catedralicio se desahogó, al final, en forma de un pleito. Colloredo era secuaz de las reformas de José II, y en las paredes de su gabinete colgaban los retratos de

Rousseau y de Voltaire; así se explica tal vez lo que refiere Wolfgang desde París sobre la muerte de Voltaire con un odio que representa una mancha en sus cartas (3 de julio de 1778): «... ese impío archibribón de Voltaire ha muerto como un

perro, ¡como una bestia! Tiene su merecido». En realidad —y ésa fue su última broma—, Voltaire murió en el seno de la Iglesia, fuera de la cual no hay salvación, y venerado por la nación entera... El día 15 de julio de 1782 dio Colloredo una

pastoral que tenía por objeto la abolición de todo fausto eclesiástico inútil, la recomendación de la lectura de la Biblia, la adopción de un nuevo libro de cánticos, y ciertas mejoras en la asistencia espiritual por parte de los

sacerdotes (Eduard Vehse, Historia de las cortes alemanas VI, 12, 2, pág. 157). Esto, claro está, no podía gustar a los Mozart, pues una música canónica fastuosa pertenecía al «inútil fausto eclesiástico», y entre las misas latinas parecen

harto extraños los dos sencillos cánticos de iglesia en alemán (K. 343) que Mozart compuso probablemente para el proyectado libro de cánticos y que huelen a protestantismo. Según el juicio de la historia, el error de ese

príncipe de la Iglesia consiste en que no comprendió o no quiso admitir que tenía a un genio a su servicio. Sin embargo, no se trata de una culpa en el verdadero sentido de esta palabra, sino de la falta de entendimiento o de buena

voluntad, que no se debe condenar, sino sólo deplorar. Pues Salzburgo era un centro demasiado mezquino para un genio que, entre otras cosas, quería escribir grandes óperas que podían ser apreciadas sólo en el exterior, Munich, Viena,

Milán o Venecia. Pero Colloredo no necesitaba genios que no pensaban en otra cosa que en vacaciones, sino sólo músicos-empleados fieles, cumplidores de su deber; así nació por su parte una fría antipatía, y por parte de los

Mozart una irritabilidad y un odio crecientes, tanto más porque tenían que ocultar tales sentimientos. Después del fracaso de Munich, deciden en la casa Mozart escribir una carta (4 de septiembre de 1776) al

influyente padre Martini, en Bolonia, en la cual se lee entre líneas el deseo de recomendaciones y que refleja muy bien la situación: «La consideración, la estima y el respeto que profeso a su ilustre persona, me han

inducido a molestarle con la presente y a enviarle un humilde ensayo de mi música que someto a su magistral juicio. Para el carnaval del año pasado, compuse una ópera bufa: La finta giardiniera. Pocos días antes de mi partida, el

Elector expresó el deseo de oír alguna de mis obras de contrapunto. Estuve obligado a escribir este motete con mucha prisa, para tener el tiempo necesario para preparar una copia de la partitura para Su Alteza, y disponer de copias de

las partes y luego habilitarlo, para ejecutarlo durante el ofertorio y la misa cantada del domingo siguiente. ¡Mi querido y muy estimado maestro! Le ruego muy seriamente que me diga, francamente y sin reservas,

qué opina de ello. Vivimos en este mundo para estudiar con celo y, cambiando mutuamente nuestras ideas, iluminarnos recíprocamente y tratar de promover la ciencia y el arte. Oh, ¡cuántas veces he anhelado, reverendo padre,

estar cerca de usted para poder charlar y razonar en su compañía! Pues vivo en un país en el que los músicos llevan una vida de lucha, aunque en realidad, aparte del que nos dejó, tenemos todavía maestros excelentes y com-

positores de gran sabiduría, doctrina y gusto. En cuanto al teatro, nos encontramos en una fea situación por falta de cantantes. No tenemos "castrati" y tampoco les tendremos porque pretenden que se les pague muy bien; y la

generosidad no es uno de nuestros defectos. Mientras tanto me divierto escribiendo música de cámara y de iglesia, dos ramas de la composición en que tenemos dos excelentes maestros de contrapunto, los señores Haydn y Adlgasser.

Mi padre está al servicio de la catedral y esto me da la oportunidad de escribir toda la música de iglesia que me venga en ganas. El ha servido ya en esta Corte durante treinta y seis años y sabiendo que el actual arzobispo no

puede ni quiere tratos con gente de edad avanzada, no pone ya toda su alma en su trabajo, sino que se ocupa más bien de la literatura, que siempre ha sido su estudio preferido. Nuestra música eclesiástica es totalmente

diferente de la italiana,ya que una misa con el "Kyrie" completo, el "Gloria", el "Credo", la "Epístola sonata", el "Ofertorio" o "Motete", el "Sanctus" y el "Agnus Dei" no debe durar más que tres cuartos de hora. Esta regla se

aplica incluso a la más solemne misa celebrada por el mismo arzobispo. Así ve usted que para esta forma de composición se precisan estudios especiales. Al mismo tiempo, la misa debe servirse de todos los instrumentos-

trompetas, tambor, etcétera. ¡Pobre de mí, que estoy tan lejos de usted, mi queridísimo señor padre maestro! Si estuviéramos juntos, tendría que contarle muchas cosas. Envío mis respetuosos recuerdos a todos los miem-

bros de la Academia Filarmónica. Anhelo ganarme su favor y nunca ceso de deplorar estar lejos de la única persona en este mundo que estimo, amo, venero...». Tampoco esta carta proporciona frutos y mientras

tanto aumenta, hasta lo insoportable, la tensión entre el dueño y el dependiente. En 1777 pidió Leopold una licencia para emprender un viaje artístico aduciendo desagradables «circunstancias», solicitud a la

cual Colloredo parece no sólo no haber dado una contestación negativa, sino que ni siquiera una respuesta. Cortó en germen, también, una ulterior solicitud de Leopold, pretendiendo que su orquesta estuviera en adecuadas

condiciones para una visita del emperador José. Cuando Leopold, después de esa visita, acometió otra vez, fue rechazado con la observación de que «se permitiría a Wolfgang —que en resumidas cuentas actuaba únicamente

un cierto número de horas diarias— trabajar solo». Pero cuando Wolfgang quiso actuar en este sentido, formuló el arzobispo nuevas objeciones. ¿Qué le quedaba sino un golpe de fuerza? Así, el 1 de agosto de 1777, pidió Wolfgang su

exoneración, con una expresión infeliz de sus motivos que en cada palabra recuerda el estilo de Leopold: «¡Serenísimo Príncipe y Señor! Los padres tratan de proporcionar a sus hijos una posición tal que sean capaces

de ganarse su propio sustento; en eso apetecen tanto su propio interés como el del Estado. Cuanto mayores son los talentos que los hijos han recibido de Dios, tanto más están obligados a usarlos para mejorar su situación y la de sus

padres, de manera que puedan asistirlos y al mismo tiempo procurar su propio perfeccionamiento. El Evangelio nos enseña que debemos emplear nuestros talentos de ese modo. Mi conciencia me dice que debo a

Dios la obligación de ser agradecido a mi padre, que ha gastado su tiempo infatigablemente en mi educación, por lo que debo aliviarle el peso de tales fatigas, cuidar de mí mismo y

además ser capaz de mantener a mi hermana...». A lo que el arzobispo, que no daba mucha importancia ni a Dios ni al Evangelio, ocho días más tarde escribió debajo de la instancia una respuesta tan seca como mordaz:

«A la Cámara de la Corte, con la contestación de que el padre y el hijo tienen facultad, según el Evangelio, de buscar su fortuna en otro lugar». No demuestra, ciertamente, un carácter malo que no insistiera en despechar

a Leopold mediante un decreto posterior como parece, voluntariamente y sin exponerle a una humillación ulterior. El día 23 de septiembre de 1777 emprende Mozart, acompañado por su madre, que debe vigilarlo un poco en

lugar del padre, el gran viaje a Mannheim y París, que debería proporcionarle gloria y un empleo (24 de septiembre): «Todo irá bien. Espero que papá esté y sea tan feliz como yo... Cumplo con mi deber.

Soy un perfecto segundo papá, pues cuido de todo». En enero de 1779 volvió a Salzburgo, sin la madre, completamente derrotado, después de un sinnúmero de fracasos en sus tentativas de encontrar una colocación

adecuada, con la máxima desilusión amorosa de su vida, y volviendo otra vez bajo el yugo del arzobispo Hyeronimus Colloredo. Pueden imaginarse sus sentimientos cuando escribió, pocos días

después de su regreso, la siguiente solicitud: Su Gracia, Amadísimo Príncipe del Sacro Imperio Romano. Serenísimo Príncipe y Señor:

Después del fallecimiento de Cajetan Adlgasser Su Gracia tuvo la bondad de tomarme a su servicio. Suplico por eso humildemente que se me extienda un certificado del

decreto de nombramiento como organista de Corte. El día 17 de enero, Colloredo extendió graciosísimamente el decreto de nombramiento. Pero no era esto lo que había deseado

Wolfgang cuando abandonó la ciudad un año y medio antes. Sus primeras esperanzas se concentraban en Munich y no sin motivo. En Munich reinaba un soberano amante de la música y bienintencionado, el príncipe elector Maximiliano

José III, al que le gustaba retratarse, con la «viola da gamba» en la mano, rodeado por su familia y su corte, pues tocaba ese instrumento con habilidad y había dado pruebas también de su talento como compositor. Bajo su

reinado, en 1753, se inauguró el Teatro de la Ópera —una joya entre las salas del género de todo el mundo, que existe hoy todavía con el nombre de «Residenztheater»—, en el cual se representó por primera vez el Idomeneo de Mozart y que en

tiempos posteriores se ha convertido otra vez en templo del culto de las obras de Mozart. Este príncipe elector no estaba muy bien servido en cuanto a la música; por muy buenos músicos-artesanos que hubieran sido los Ferrandini,

los Bernasconi, los Tozzi, los Michel, no podían compararse en absoluto con Graun en Berlín, Hasse en Dresde, Jommelli en Stuttgart. Mozart, que conocía a fondo desde los tiempos de La finta giardiniera, las circunstancias de la ópera y

de la música en Munich, habría sido, sin duda, el hombre que necesitaban allí y tenía además protectores amigables y potentes. Su primer fracaso es típico y simbólico también. Citamos aquí el diálogo decisivo con el príncipe elector

en la residencia de Munich, según la descripción del mismo Mozart, que es también una nueva demostración de su talento dramático (29-30 de septiembre de 1777): «El conde Seeau, intendente de la ópera de la

corte de Munich, se me acercó saludándome de la más amable manera y diciendo: — ¿Cómo le va, queridísimo Mozart? (Cuando el Elector se me aproximó, dije:) — Permitidme, Alteza, que me arroje humildemente a

vuestros pies, ofreciéndoos mis servicios. —¿Entonces ha abandonado usted Salzburgo definitivamente? —Sí, Alteza, definitivamente. —¿Cómo ha sido eso? ¿Tuvo usted una querella con él? —En absoluto. Sólo le pedí el permiso para

viajar, y me lo rehusó. Así estuve obligado a dar este paso, a pesar de haber intentado, en realidad, durante largo tiempo, aclarar mi situación, pues Salzburgo no es un lugar apropiado para mí, se lo aseguro. —¡Cielos, qué

joven es usted! ¿Y su padre se encuentra todavía en Salzburgo? —Sí, Alteza; él también se prosterna humildemente a sus pies, y así en adelante. He estado ya tres veces en Italia y escrito tres óperas; soy miembro de la

Academia de Bolonia, donde pasé por una prueba de aptitud, en la cual diversos maestros trabajaron y sudaron durante cuatro o cinco horas, pero que yo terminé en una hora. Considere esto como prueba de que tengo la ca-

pacidad necesaria para servir en cualquier corte. Sin embargo, mi único deseo es servir a Vuestra Alteza, cuyo poder es tan grande... —Sí, querido muchacho, pero no tengo vacante. Lo deploro; si hubiera vacantes... —Aseguro

a Vuestra Alteza que conquistaré fama en Munich. —Lo sé, pero no se puede hacer nada, pues no hay vacantes. »Hablando así, se alejó. Después de lo cual le pedí que

me favoreciera con alguna merced». Lo mismo ocurre en Mannheim, y la desilusión es tanto mayor cuanto que Mozart hace esfuerzos aun más serios y perseverantes para alcanzar el éxito. Más

serios, porque Mannheim en aquel entonces, merced a su célebre orquesta, era el centro musical de todo el imperio alemán. Mozart ensalza la sensibilidad y la fuerza de ese conjunto armónico (4 de noviembre de 1777): «La

orquesta es excelente y muy numerosa. De ambos lados hay diez o veinte violines, cuatro violas, dos oboes, dos flautas y dos clarinetes, dos cuernos, cuatro violoncelos, cuatro bajos y cuatro bajones y además trompetas y tam-

bores». Pero ese esplendor tiene también sus desventajas, pues Mozart continúa: «Son capaces de producir bella música pero no puedo esperar que se toque aquí una de mis misas. ¿Por qué? ¿Por su brevedad? No, todo debe ser

corto, aquí también. ¿Por qué se exige un estilo diferente de composición? ¡No en absoluto! Sino porque como lo requiere la situación actual, se debe escribir principalmente para los instrumentos, pues no puedes imaginar algo peor que

las voces que aquí se encuentran... El motivo de este estado de cosas es que los italianos tienen aquí por ahora muy mala fama. Aquí tienen actualmente sólo dos "castrati" que son ya viejos y a los que será justamente permitido

morirse. El soprano prefiere actualmente cantar como contralto, pues ya no puede emitir las notas altas. Los pocos niños cantores que hay son horribles. Los tenores y bajos son como nuestros cantantes de los funerales...». En la ópera de

Mannheim tampoco las cosas correspondían a los deseos de Mozart. En aquella época se navegaba en la residencia del Palatinado electoral todavía en las aguas del nacionalismo y se trataba de sustituir la ópera seria italiana por la «ópera

alemana»: son justamente los años en los que se trataba de hacer competencia a la «ópera seria» de Metastasio y la innovaciones de Gluck, mediante obras como Günther vori Schwarzburg, del anciano maestro de capilla Ignaz

Holzbauer y los dramas de Wieland Rosamunda y Alcestes, con música de Schweitzer. En aquel entonces, Mozart habría preferido escribir óperas italianas a componer alemanas, fueran «serias» o «bufas»; lo mismo le daba.

Sin embargo, Mozart lo acepta todo, aun lo que no le place. El príncipe elector, que ya envejecía, era un hombre que gastaba con suma facilidad para sostener el tren de lujo en general y para el fausto musical en particular, y a

Mozart no le importaba la falta de religión y moral con la cual se trataba de emular a París — no sin éxito—, pues ya sabía él hacer caso omiso de estas cosas cuando era conveniente. Así acude todos los días a Christian Cannabich, «director

titular de música» de la capilla, que, empero, parece no haberse demostrado muy asequible en la primera visita de Mozart en Schwetzingen en 1763, pues éste escribe: «Es totalmente diferente de lo que solía ser y toda la orquesta dice

lo mismo». Enseña música a la hija de Cannabich, Rosa, «que toca el piano muy bien», y escribe incluso una sonata personalmente para ella (K. 309); toca en la corte y se desenvuelve otro diálogo con un príncipe elector, que difiere

del de Munich sólo en que esta vez se le engatusa con esperanzas, aunque con el mismo resultado (8 de noviembre de 1777): «Después del concierto Cannabich arregló las cosas de modo que pudiera hablar con ellos.

Besé la mano al Elector. Observó: "Me parece que ya pasaron quince años desde que usted estuvo aquí por última vez". "Sí, alteza, quince años desde que tuve al gran honor..." "Usted toca admirablemente". Cuando besé

la mano a la princesa, ella me dijo: "Señor, le aseguro que no se puede tocar mejor". Ayer hice con Cannabich la visita de la que mamá ya escribió y allí hablé con el Elector como con un viejo amigo. Es un hombre muy amable y cortés. Me dijo:

"Oí que usted escribió una ópera en Munich". "Sí, alteza —respondí—, y espero el favor de Su Alteza. Mi más alto deseo es escribir una ópera aquí. Le ruego que no me olvide completamente. Gracias a Dios, conozco también el

alemán» —y sonreí—. "Eso se puede arreglar fácilmente", contestó él. Tiene un hijo y tres hijas. La niña mayor y el joven conde tocan el piano. El Elector ventiló algunas cuestiones conmigo alrededor de sus hijos y yo me expresé con toda

franqueza, pero sin vilipendiar a su maestro...». (Los cuatro bastardos del Príncipe Elector que Mozart menciona son hijos de la actriz Josepha Seyffert, a una de las cuales Carlos Teodoro convirtió más adelante en la condesa

Haydeck; al hijo, que nació en 1769, es decir que tenía sólo nueve años cuando Mozart vivía en Mannheim, le concedió el título de príncipe Carlos von Bretzenheim, que ciertamente más adelante, durante los desórdenes

napoleónicos y bávaros no habrá recordado a su ex maestro de piano.) Mozart comprende sólo muy lentamente —o más bien no puede ni quiere confesárselo— que lo halagan con bellas palabras (29 de noviembre de

1777): «El martes último, 18 de noviembre, un día antes de santa Isabel, fui por la mañana a preguntar al conde Savioli si no era posible que el Elector me empleara este invierno. Me gustaría instruir al joven conde. Me contestó: "Muy

bien, lo sugeriré al Elector; si la decisión estuviera en mis manos, la cosa estaría hecha". Por la tarde estuve en casa de Cannabich. Como había ido yo a buscar al conde por su sugestión, me preguntó de repente si había estado allí. Le

conté todo. Entonces me contestó: "Me gustaría mucho que usted permaneciera con nosotros este invierno, pero preferiría que pudiera obtener una colocación estable". »Le contesté que mi deseo más ardiente sería poder estar

para siempre con ellos, pero que en realidad ignoraba cómo me sería posible conseguir una colocación permanente. Agregué: "Ustedes tienen ya dos maestros de capilla, por lo que no comprendo bien lo que podría hacer yo. ¡No quisiera

ser un subordinado de Vogler!" "No lo sería —repuso —. Ninguno de los músicos, aquí, es subordinado del maestro de capilla y ni siquiera del mismo intendente. Bien, el Elector puede nombrarle su

compositor de cámara. Espere, voy a discutirlo con el conde"». Y ahora empieza a representarse aquella comedia de pedidos insistentes de Mozart y excusas corteses de Savioli; pues el Príncipe Elector está completamente de

acuerdo en que Mozart permanezca en la corte durante el invierno, instruya a su hijo bastardo en el piano y componga algo para su hija natural; pero no tiene la menor intención de tomarle a su servicio, y menos aún quiere

Cannabich crearse un competidor peligroso, cuya inconmensurable superioridad sobre sus pobres facultades conoce demasiado bien. Dirá al recibir un regalo por su concierto en la corte (13 de noviembre de 1777):

«Fue exactamente como esperé. No se trataba de dinero, sino de un hermoso reloj de oro. En aquel momento, diez carolinos de oro me hubieran servido más que el reloj, que, junto con la cadena y los dijes, fue

avaluado en veinte. Lo que uno necesita tener en un viaje es dinero y, permíteme que te lo diga, tengo ahora cinco relojes. Por eso pienso seriamente que no tengo necesidad de un bolsillo de reloj adicional en cada lado de

mis pantalones, de manera que cuando se trate de hacer una visita a algún gran señor, pueda yo llevar dos relojes, lo que, entre paréntesis, está ahora de moda; así que no se te ocurra regalarme uno más».

Wolfgang comprendió bien en su fuero interno la inutilidad de su estancia en Mannheim; sin embargo, permanece allí y escucha, gustoso, los consejos de sus amigos de la orquesta (26 de noviembre de 1777): «¿Dónde

quiere entonces pasar el invierno? Es una estación muy fea para viajar. ¡Quédese donde está!». Pues, mientras tanto, se ha enamorado, con un apasionamiento que lo priva de todo juicio objetivo sobre su

situación. Conoce a la familia Weber, cuyo jefe era Fridolin Weber, administrador del barón de Schönau, por entonces desplazado, merced a sus inclinaciones de comediante que distinguían a toda la familia Weber, y

empleado en la orquesta de Mannheim como músico, cantante y copista de música. No puedo caracterizar más exactamente la importancia fatal que adquirió el conocimiento de esa familia para la vida de Mozart de lo

que hizo Emil Karl Blümml, uno de los mejores conocedores del ambiente mozartiano en Viena (Maria Cecilia Weber, en Del círculo de los amigos y parientes de Mozart, pág. 10): «Según una antigua creencia popular alemana, un

hada pone ya en la cuna del recién nacido como donativo la alegría o la amargura, y según la dádiva que prevalece se presenta bueno o malo el ulterior camino de la vida. Al lado de la cuna de Mozart estaba un hada buena. Mientras otorgaba

al pequeño ciudadano del mundo eterna gloria, inmutable alegría y un ánimo infantil, colocando además a su lado un buen ángel guardián en la persona de su padre Leopold, que allanó el arduo sendero hacia la gloria y

el honor, el juego contrario de la vida le creó, en los Weber, el elemento malo, demoníaco, del que no pudo escapar, que hizo presa en él y actuó aun después de su muerte, haciéndole incluso olvidar el sitio de su tumba. El espíritu

rector de esas fuerzas adversas era Maria Cecilia Weber, nacida con el apellido de Stamm, en Mannheim, a la que el destino había reservado la tarea de turbar la existencia de Mozart, cual suegra y genio maligno...». A estas palabras

sólo tengo que objetar que, en mi opinión, se ha representado el influjo de la buena hada al lado de la cuna de Mozart con una luz demasiado rosada; pues demasiado cara ha pagado Mozart su eterna gloria; su inmutable alegría

reposaba en un hondo fatalismo; el ánimo infantil uníase al don de una aguda observación y de sabiduría consciente, y vimos también que el buen ángel Leopold, un Mefistófeles al revés, si bien

siempre quería lo bueno, de hecho creaba lo malo. La familia de los Weber se componía de aquel padre mezquino que no tenía ninguna voz en el capítulo, la madre nefasta y seis hijos; por

lo menos, Mozart (17 de enero de 1778) habla de cinco hijas y un hijo, mientras que sabemos sólo de cuatro hijas: Josepha, Aloysia, Constanze y Sophie. El cebo de que se valió la señora Weber era su segunda

hija, Aloysia, que entonces tenía quince años de edad. Es muy eficaz ese cebo. En el lenguaje antiguo alemán, y también en la casa de los Mozart, se designa el enamoramiento masculino con

la frase «Hacerse manejar por las riendas del bobo»2. Mozart se deja manejar por esas riendas como un poseído; Aloysia lo atolondra, no sólo

2 Significa perder el juicio por el enamoramiento, estar lelo.

por su juventud y su femineidad, sino también por su talento de cantante, que sólo él juzga en su verdadero alcance: «Ella canta muy bien mi aria escrita por De Amicis...;

canta admirablemente y tiene una voz dulce y pura...». Hablaremos en el siguiente capítulo del curso de ese amorío y enamoramiento insensato; aquí hemos de notar sólo que esta circunstancia induce a Mozart a perder de

vista su tarea inmediata, es decir, encontrar una colocación honorable y lucrativa, y forjar los planes más aventurados para el futuro. Ya en Munich había concebido una idea fantástica, cuyo origen atribuye a su dueño de casa,

Albert (29/30 de septiembre de 1777): «Desde mi llegada, el señor Albert está rumiando un plan que no creo que sea de difícil ejecución. Se trata de esto: quiere unir a diez buenos amigos, cada uno de ellos dispuestos a contribuir con un

ducado por mes, que formarían diez ducados o cincuenta florines por mes, o 600 florines en un año. Si además pudiese obtener unos 200 florines anuales por el conde Seeau, tendría 800 florines. ¿Qué dice papá ahora

de esta idea?...». Papá, con justa razón, no tenía una buena opinión de este «plan», que hubiera hecho depender a Wolfgang de protectores inseguros de Munich, y nos recuerda la fábula de Perrette, la lechera y su cántaro, que

cuenta La Fontaine (Contés, VII, 10). Ni Beethoven, cuya insistencia en defender sus derechos era bien distinta de la de Mozart y que trataba con protectores muy diferentes y poderosos, ha tenido suerte con un plan semejante.

En Mannheim medita Wolfgang utopías aun mayores. Cuando le hablan de ciertas perspectivas para él favorables en Viena, trata esas noticias tan superficial y jocosamente, que se

comprende su poca seriedad (10 de enero de 1778): «Sé por cierto que el Emperador tiene la intención de establecer un teatro para representar óperas alemanas en Viena y que hace esfuerzos para encontrar a un joven

director de orquesta que entienda el idioma alemán, que tenga talento y sea capaz de trazar nuevos derroteros. Benda, de Gotha, toma parte en el concurso, pero Schweitzer está destinado a ello. Pienso que sería algo indicado

para mí, con tal que el sueldo sea bueno. Si el Emperador me ofrece unos mil florines, escribiré una ópera para él; si no quiere tenerme, me da lo mismo...». Pero ya cuatro semanas más adelante (4 de febrero)

revela sus verdaderos designios, después de haber terminado un viaje de arte a la residencia de una princesa de Orange, en Kirchheimbolanden, durante el cual la familia Weber llevaba una vida ociosa en su casa,

mientras que las mujeres le zurcían las medias y limpiaban sus trajes. «Concebí tal cariño por esta desdichada familia, que mi más vivo deseo es hacerles felices; y tal vez sea capaz de ello. Según mi opinión,

deberían ir a Italia. Por eso te rogaría que escribieses a nuestro buen amigo Lugatti, cuanto más pronto mejor, informándote sobre el sueldo más alto que paga en Verona a una prima donna...»

Naturalmente, quiere acompañarla, escribiendo para Aloysia arias y posiblemente óperas. «... Escribiré de buena gana una ópera para Verona, por cincuenta cequíes, con tal de que ella adquiera renombre

así; pues si no la escribo yo, me temo mucho que ella quede estafada. En aquella época habré ganado tanto dinero en los otros viajes que nos propusimos hacer juntos, que no seré yo el perdedor. Creo que iremos a Suiza, y quizás

también a Holanda... Cuando nos detengamos más largo tiempo en algún lugar, entonces la hija mayor nos será de mucha utilidad; pues tendremos nuestro propio gobierno de la casa, porque sabe cocinar.»

Podemos comprender que Leopold se volvió casi loco al pensar que su hijo migraría, a través del mundo, como una especie de gitano musical, como factótum-compositor de una futura prima donna. Escribe (el 5 y el 12 de febrero de 1778)

dos de sus cartas más serias y desesperadas, que honran igualmente su inteligencia, su carácter y su habla; que tratan de abrir los ojos del hijo a la situación económica de su casa y convencerlo de la insensatez

de sus planes en Italia. Culminan en la orden: «Vete a París, ¡y pronto! ¡Busca la protección de los grandes!, aut Caesar aut nihil! El solo pensamiento de ver París debería preservarte de todas las ocurrencias vanas... Desde

París suena el nombre y la fama de un gran talento a través del mundo entero. Allí la nobleza trata a los hombres geniales con máxima deferencia, estima y cortesía; allí conocerás una refinada manera de vivir que forma un

sorprendente contraste con la tosquedad de nuestros cortesanos alemanes y sus damas; y allí adelantarías en el idioma francés». Es culpa de Wolfgang si Leopold llegó a equivocarse en su aprecio de París y de su

nobleza. Pues Wolfgang no era ningún conquistador; no habría podido conquistar a París aunque hubiera querido hacerlo. Basta recordar la manera con que Gluck sometió a París. No ocurrió así por tener Gluck diez años más que

Mozart, sino porque Gluck era Gluck, y Mozart, Mozart. Este era inmensamente superior al maestro más viejo; en cuanto a su talento original, divino, un verdadero genio, pero incapaz de convencer a la sociedad, al mundo, de su personalidad. La

historia de la medalla que adornaba el pecho de ambos es un ejemplo que ilustra el contraste de sus personalidades. Ambos eran caballeros de la orden de la «Espuela de Oro», del «Speron d'Oro», que el Papa

concedía con la misma facilidad con que otros soberanos regalaban tabaqueras de oro o hebillas de zapatos con diamantes; Gluck la había recibido en 1756; Mozart, niño de quince años, el 8 de julio de 1770. Bien, la

orden en sí misma era despreciada y ridicula, pero Gluck, el «caballero Gluck», le confería dignidad; tal como un gran estadista al que en la mesa de la corte se asignó un asiento secundario, decía sencillamente: «Donde estoy

sentado yo, allí está siempre la cabecera». Mozart ostenta la orden en Augsburgo, la patria de Leopold, haciéndose el hazmerreír de los mozos tontos, soberbios y groseros de aquella ciudad, por lo que renunció a llevarla desde

entonces, y se observa esa medalla únicamente en el retrato pintado para el padre Martini en 1777. ¡Con qué cuidado había preparado Gluck la conquista de París! No sólo embajadores y reinas participaban en esos

preparativos, sino todo el público; Gluck tocaba en el instrumento de la propaganda ya en aquel entonces con tanta maestría como más adelante Meyerbeer o los «virtuosos» instrumentistas del siglo XX. Cuando llegaba Mozart a Pa-

rís, la disputa entre los partidarios de Piccinni y de Gluck estaba en su apogeo; pocos días antes, había sido representada por primera vez la Armida (23 de septiembre de 1777), y el Roldan de Piccinni sólo pocas semanas antes, el

día del 22 cumpleaños de Mozart. Ningún día que vive Gluck en París pasa sin publicidad; en su viaje de regreso a Viena, visita al anciano Voltaire en Ferney, y es como el encuentro de dos príncipes reinantes. Mozart,

por el contrario, llega a París silencioso e inadvertido, joven que no llama la atención, como miles de otros jóvenes, acompañado por su anciana madre que debe vigilarlo un poco.

La estancia en París, que duró desde el 23 de marzo de 1778 hasta el retorno en enero de 1779, señala uno de los puntos más bajos en la trayectoria de la vida de Mozart. Emprende el viaje con contrariedad, porque lo aleja

de Aloysia; constantemente piensa en ella, en lugar de preocuparle el éxito; compone poco, odia a París, a la aristocracia parisiense, a los burgueses de la Ciudad Luz, considera insoportable al protector Franz Melchior

Grimm, en que pone Leopold sus máximas esperanzas, por tener en sus manos la clave de la publicidad, y esto porque él mismo es malhumorado e insoportable; a todo eso se agrega la enfermedad y la muerte de la madre, a la que

debe sepultar en tierra extranjera. Fue una hora tenebrosa cuando —el día 4 de julio de 1778, a los dos de la mañana— debió rogar al abate Bullinger, amigo de la familia en Salzburgo, que preparara a su padre para la noticia de la

muerte de su consorte. «¡Llore conmigo, amigo mío! Éste ha sido el día más triste de mi vida. Escribo esto a las dos de la mañana. Debo informarle que mi madre, mi querida madre, no existe más...» Y más tenebrosas deben haber sido

las horas cuando estaba al lado de su lecho con la certidumbre de que ya no había salvación. Pero después de la exequias se ocupa muy pronto de sus asuntos y no se puede decidir fácilmente hasta qué punto le ayudó en ello su educación

rígidamente católica que le obligaba a la «sumisión a la voluntad de Dios». El principio de una carta que escribió quince días después a su padre, es casi ofensivo en su aspereza (18 de julio): «Espero que hayas recibido mis dos

últimas cartas. No hablemos más de su contenido principal. Todo esto ha pasado; aunque llenemos páginas enteras, no podremos cambiarlo». El ser humano es muy extraño y lleno de contradicciones. Mozart, sin duda, habrá escrito

asiduamente sus cartas dirigidas a Aloysia, de las que una, escrita en italiano, se ha conservado (30 de julio); se ignora si ella le contestó con igual diligencia. Se ha conservado también una larga carta, dirigida al jefe de la

familia Weber, Fridolin; es una de las numerosas cartas que se ocupan de la muerte del príncipe elector Maximiliano José III, y de la mudanza de la corte del Palatinado Electoral a Munich, pues Carlos Teodoro era el más próximo agnado de

Maximiliano José y no vacilaba en apoderarse de la rica herencia amenazada por la Casa de Habsburgo por mucho que le costase abandonar Mannheim. Este cambio convirtió para siempre a Mannheim en una ciudad de

¡Cómo habrá sonreído la familia Weber, a expensas del amigo y protector de veintitrés años de edad, que no sabía ayudarse a sí mismo! Ellos sí que sabían arreglarse muy bien. Unas semanas después, Aloysia fue contratada como

cantante en Munich; se empleaba por fuerza también al padre, y no necesitaban por ninguna razón de la protección de Mozart. El mismo describe su situación en París con mucha franqueza: «Ahora debo contarte algo sobre mis

propios asuntos. No te imaginas la terrible situación que atravieso aquí. Todo marcha tan lentamente; y hasta que uno es bien conocido, no se puede hacer nada en cuanto a componer. En una de mis cartas anteriores te dije lo

difícil que es encontrar un buen libreto. Habrás comprendido por mi descripción de la música de aquí, que no me siento feliz de ninguna manera, y que... trato de escaparme de aquí lo más rápidamente posible...».

Mozart está completamente perdido en medio de las intrigas y el proteccionismo de la metrópoli y es desde el principio objeto de explotación por parte de los potentados y los llamados «amigos». Compone coros, conjuntos y

arias, ocho piezas voluminosas para un «miserere» de Holzbauer que se deberá representar en el concert spirituel... gratis, por habérselo pedido el director de esos conciertos, Le Gros. Daríamos probablemente todas las obras

de Holzbauer en cambio de esas ocho piezas que se han perdido. Compone para los cuatro músicos de Mannheim que se hallaban al mismo tiempo en París, una sinfonía concertante para flauta, oboe, cuerno y bajón, pero en vano,

pues Le Gros no da ni siquiera publicidad a esta maravillosa obra. También está perdida para nosotros, por lo menos en el sentido de que no se ha conservado la instrumentación original. Mozart espera que el célebre Noverre, teórico del

«ballet» que alegaba tener influencia sobre el director de la Gran Ópera (De Vismes) le dé algún encargo, y escribe para él la música de un «ballet», Les pe- tits riens, trece piezas de orquesta, en parte muy extensas, ¡otra vez...

gratis! Se representa seis veces, pero los anuncios y los diarios ni siquiera nombran a Mozart. En Saint-Germain, donde saluda a sus viejos amigos de Londres, Johann Christian Bach y Tenducci, escribe para este último un «castrato», una

escena con piano, cuerno, oboe y bajón, esperando hacerse grato al protector de Tenducci, el mariscal de Noailles. El mismo tiene poca esperanza (27 de agosto): «No sacaré nada de ello, excepto quizás algún regalito insignificante;

Una vez se le ofrece una verdadera oportunidad (14 de mayo): «Rodolphe (Johann Joseph Rodolphe, hombre influyente y por lo que sabemos, digno de confianza, desde 1770 miembro de la Capilla Real) está al servicio

real aquí y es un buen amigo mío; entiende mucho de música y escribe bien. Me ofreció el puesto de organista en Versalles si quiero aceptarlo. El sueldo es de 2.000 libras por año, pero yo debería permanecer seis meses en

Versalles y seis en París o donde mejor me plazca». Declina el ofrecimiento o, mejor dicho, desde el principio no está dispuesto a aceptarlo. No toma en consideración la inestimable vecindad de la familia real, la facilidad del

servicio que le habría dejado suficiente tiempo para componer, ni la licencia de medio año; rehúsa porque piensa en Aloysia y porque no ama la música francesa. «Después de todo, 2.000 libras no son una suma tan enorme;

aunque lo es en moneda alemana, aquí tiene otro valor. Equivale a 83 luises de oro y 8 libras al año, que son en nuestra moneda 915 florines y 45 kreutzer, suma considerable, lo admito, pero que aquí vale sólo 333 táleros

con dos libras, lo que no es mucho. Es espantoso con qué rapidez desaparece aquí un tálero. No estoy sorprendido de la escasa importancia que se da en París a un luis de oro, pues en realidad es muy poca cosa lo que puede adquirirse

con él; esos táleros o un luis de oro, que es lo mismo, se gastan en seguida...» No podemos ni siquiera imaginar la trayectoria que hubiera seguido la vida y la historia de la música francesa, si Mozart hubiese aceptado.

A principios de 1778 se decide Wolfgang por el regreso a Salzburgo, con poquísima gana. Impone condiciones: que no se le atormente ya con tocar el violín en el servicio; quiere dirigir la orquesta y acompañar arias al

piano; además quiere estar seguro de la sucesión al puesto de maestro de capilla. Sabe exactamente lo que le espera (15 de octubre): «Debo confesar todavía, que iría a Salzburgo con mayores ánimos si no recordara que estoy al

servicio de la Corte. Es éste un pensamiento insoportable para mí. ¡Considéralo tú; ponte en mi lugar! En Salzburgo nunca sabía cuál era mi posición. Estoy por ser todo ¡y me convierto, a veces, en nada! No pido ni demasiado ni poco. Yo

sólo deseo algo, y ¡creo ser algo! En cualquier otro lugar sabría yo cuáles son mis deberes. En dondequiera, quien comienza a tocar el violín, queda aficionado a él y lo mismo ocurre con el piano, etc.». Añade: «Pero, sin duda,

todo esto podrá arreglarse». Mas en el fondo de su corazón sabe que no «podrá arreglarse», que jamás podrá sentirse feliz en el ambiente salzburgués. Mucho más escepticismo mostró en una

carta al abate Bullinger, a la cual volveremos más adelante. Es característico el hecho de que ahora, que debe volver a su patria, casi al término de su estancia en París, juzga sus perspectivas en esa ciudad mucho más favorablemente y

supone podría tener pleno éxito, con tal de permanecer algunos años más; y que parece estarle prometida la composición de una ópera francesa contra la cual ahora súbitamente ya no tiene ninguna antipatía. Ahora

habría continuado de buena gana en París a pesar de su desacuerdo con Grimm, que le impulsa a la partida. No tiene ni siquiera el tiempo necesario para vigilar la grabación de sus seis sonatas para piano y violín, opus I; se ve obligado a

entregarla a la esposa de Carlos Teodoro, en Munich, tal como el editor Sieber las ha copiado de las planchas. Le han pagado quince luises de oro, mucho menos de lo que había pedido por ellas. El día 26 de septiembre abandona

París en una calesa de alquiler y demuestra muy poco apresuramiento por ver la cúpula de la catedral de Salzburgo. Se detiene durante algunas semanas en Estrasburgo, donde obsequia a los vecinos con su arte por unos

pocos luises de oro en varios conciertos; y mayor tiempo aún permanece en Mannheim, sin evitar el camino más largo, aunque allí no se encuentra ya la familia Weber. Y prolongaría su permanencia en Mannheim por dos meses más

si lograse estipular un acuerdo con el barón Heriberto de Dahlberg. Este había escrito el texto de un drama en el estilo de la Ariadna y de la Medea, de Georg Benda, y un «drama musical» titulado Cora, en el estilo de Alcestes, de Wieland y

Schwitzer, y Mozart se ofreció a poner música a las dos obras por 25 y 50 luises de oro respectivamente, con la condición de obtener sus honorarios por el drama después de dos meses; y esto no obstante que su padre

esperaba ansiosamente su regreso, pues Leopold tenía en sus manos, desde hacía cuatro meses, el decreto provisional del nombramiento de Wolfgang y temía que el arzobispo se diera cuenta, finalmente, de que el organista

de corte recién creado hacía mofa de él y anulara el decreto. Pero el señor barón, o no podía o no quería darle aquella seguridad, y Mozart se había hecho un poco más astuto, debido a sus experiencias en París. Así sigue viaje a Munich,

donde le espera la última y más cruel desilusión de esta gira tan rica en desengaños, de la cual hablaremos en el próximo capítulo. Su alma está tan herida que no le es posible abrir su corazón al padre; difiere su confesión hasta su

encuentro (29 de diciembre de 1778): «... hoy sólo puedo llorar. Tengo un corazón demasiado sensible...». La alusión del padre (28 de diciembre) a los «alegres sueños de Wolfgang», vale decir las fantasías que se

refieren a Aloysia y la familia Weber, provoca su irritada respuesta (31 de diciembre). «A propósito, ¿qué entiendes tú con los "alegres sueños"? ¡No comprendo la alusión a los sueños porque no existe mortal en esta tierra que no sueñe

alguna vez! Pero ¡"alegres sueños"! ¡Sueños pacíficos, sedantes, suaves! Son éstos los sueños que si se realizan, harán mi vida más tolerable, que es más triste que alegre.» Esta frase, digna de un poeta, revela íntegramente el estado

de su alma: dolor y fatalismo al mismo tiempo. Ahora se halla otra vez en Salzburgo, empleado «muy estimado» en la capilla arzobispal, y éste es el resultado de las grandes ambiciones que le había hecho

concebir su padre hacía un año y medio, y con las cuales había salido de su casa. Lo siente en su más íntimo ser, pues nadie como él conoce mejor su talento sobresaliente. ¡Y este talento deberá estragarlo en Salzburgo!; ¡al servicio de un

amo que no quiere entenderlo! Su genio reclama las más altas expresiones en la ejecución de sus obras, la más sutil interpretación, ¡y qué halla de esto en Salzburgo! La carta dirigida al abate Bullinger (de agosto de 1778), que

mencionamos, prevé todo esto en forma de una descripción irónica, y esa carta es tan instructiva y tan poco conocida que merece que se la transcriba íntegramente: «Ahora en cuanto a nuestro asunto de Salzburgo.

Usted, queridísimo amigo, sabe muy bien cómo yo detesto a Salzburgo, y no sólo por la injusticia con que se ha tratado a mi querido padre y a mí, que por sí misma es suficiente para hacernos olvidar un sitio tal y borrarlo para siempre de

nuestra memoria. Pero dejémoslo a un lado, con tal que podamos arreglar las cosas aquí de tal manera que nos sea posible vivir de un modo respetable. Vivir respetable o felizmente son dos cosas totalmente diferentes; y lo

último no puede conseguirse sin poseer recursos de magia, pues si lo hiciera, habría en realidad algo sobrenatural en ello, y es imposible, pues en nuestros días no existen ya brujas. Pero, ¡alto!, tengo una idea: existen algunos que han

nacido en Salzburgo —en realidad abundan ellos en la ciudad—; usted sólo tendría que cambiar la primera letra de su verdadero nombre y entonces ellos podrían ayudarme. Bien, aunque conozco lo que acontecerá, será

siempre el mayor placer para mí abrazar a mi queridísimo padre y a mi hermana, y cuanto más pronto ocurra mejor será. Pero no puedo negar que mi goce y placer se doblaría si pudiese hacerlo en cualquier otra parte, pues

tengo mucha mayor esperanza en vivir placentera y felizmente en cualquier otro sitio. ¿O cree tal vez usted que quiero darle a entender que Salzburgo es demasiado pequeño para mí? En ese caso estaría muy equivocado. Ya

expliqué las razones a mi padre. Mientras tanto, conténtese usted con mi convicción de que Salzburgo no es un lugar adecuado para mi talento. Ante todo, no se estiman mucho los músicos profesionales; además, uno no

tiene ocasión de oír algo, pues no existe aquí ni un teatro ni una ópera; y si ellos quisieran tener una, ¿quién hay aquí que sepa cantar? »Durante los últimos cinco o seis años, la orquesta de Salzburgo fue siempre rica en

cosas útiles y superfluas, pero muy pobre en las necesarias y careció en absoluto de lo indispensable; y esto es lo que ocurre en el momento presente. Esos crueles Frecchi son la causa de que nuestra orquesta se quedase sin

director. Por eso lamento que aquí no reine ni la tranquilidad ni el orden. Esto es el resultado de la falta de previsión. Debería tenerse lista una media docena de directores de orquesta, de modo que cuando uno falte, en seguida

otro pueda sustituirle. Pero ¿dónde puede conseguirse, en los actuales momentos, a uno solo? ¡Y el peligro apremia! Deberán predominar el orden, la paz, la inteligencia, en la orquesta, si no se quiere que el mal se expanda aún más y se

vuelva finalmente irremediable. ¿No existe, en realidad, ninguna de esas pelucas ancianas con orejas de asno, ninguna de las provechosas cabezas piojosas que pueda restituir el negocio a su estado anterior?

Seguramente yo hago todo lo que puedo en este sentido. »Mañana voy a alquilar un carruaje, y recorreré todos los hospitales y enfermerías para ver si hallo a un maestro director de orquesta para ellos. ¿Por qué fueron tan

descuidados que dejaron escapar a Mysliwecek? ¡Y lo tenían tan cerca! Habría sido un bocado sabroso para ellos. No sería fácil encontrar a uno como él y, además, a uno que en aquel momento habría sido exonerado del conservatorio

"Duque Clemente". Habría sido el hombre apto para espantar con su sola presencia a toda la orquesta de la Corte. Bien, no tenemos por qué inquietarnos, pues donde hay dinero no falta la gente para los empleos. Sólo quiero

significar que ellos no pueden aplazar demasiado la acción, no porque yo sea tan loco que tema que ellos no encuentren a ninguno en absoluto —sé demasiado bien que esa gente ansia a un "kapellmeister" tan apasionada y

esperanzadamente como los judíos esperan a su Mesías—, sino, sencillamente, porque en este momento las circunstancias son intolerables. Sería por eso más útil y provechoso mirar alrededor en busca de un "kapellmeister",

puesto que no disponen de ninguno en el momento actual, que escribir a todo el mundo (como ya dije que hacen) para asegurarse a una buena cantante en los papeles femeninos. »Pero no puedo creerlo. ¡Una cantante femenina! ¡Y ya

tenemos tantas! Si se tratara de un tenor podría comprenderlo, aunque no necesitamos ninguno tampoco. ¡Pero una prima donnal ¡Ahora, que tenemos un "castrato"! Verdad es que la señora Haydn está mal de salud. Llegó a verdaderos

excesos en su austero modo de vivir. Existen pocas personas de las cuales se pueda decir esto. Estoy sorprendido de que no haya perdido su voz mucho tiempo antes, ¡con sus perpetuas flagelaciones, su camisa de pelo, sus dañosos

ayunos y sus plegarias nocturnas! Pero ella conservará largo tiempo sus fuerzas y, en lugar de empeorar, su voz mejorará diariamente. Cuando finalmente Dios la coloque entre el número de sus santos, habremos perdido cinco can-

tantes, cada uno de los cuales puede disputar la palma a los otros. Así ve usted lo superfluo que es un nuevo cantante. Pero permítame discurrir ahora acerca de otro caso. Suponga que, aparte de nuestra Magdalena llorona, no tengamos

otra cantante hembra, lo que naturalmente no es así; pero suponga que una esté confinada, otra prisionera, la tercera azotada a muerte, que a la cuarta se le haya cortado la cabeza y la quinta tal vez poseída por el diablo: ¿qué

ocurriría? ¡Nada! Pues tenemos un "castrato". ¿Sabe usted qué clase de animal es? Puede cantar un tiple alto y además tomar un papel de mujer a la perfección. »El Capítulo se entrometerá, claro está; pero,

en resumidas cuentas, la intromisión es mejor que el comercio; y no le molestarán mayormente. Mientras tanto, Ceccarelli hace a veces las partes de hombres, otras, de mujeres. En fin, sabiendo que en Salzburgo la gente prefiere

la variedad, los cambios y las innovaciones, veo ante mí un campo vasto cuyo cultivo puede hacer época. De niños, mi hermana y yo trabajábamos en eso un poquito, y cuando algo no resultaba, ¡paciencia! Pues cuando uno es generoso

puede obtener algo. No dudo (y trataré de arreglarlo) que logremos tener aquí a Metastasio, haciéndolo venir de Viena, o que podamos hacerle el ofrecimiento de escribir para nosotros algunas docenas de textos de ópera en

las cuales el protagonista y la prima donna no se encuentren nunca. »De esta manera el "castrato" puede recitar los papeles de ambos amantes y la historia será por eso aún más interesante, pues el público

admirará la virtud tan absoluta de los héroes que evitan a propósito toda ocasión de hablarse en público. Ésta es la opinión de un verdadero patriota suyo. Haga lo posible por encontrar una persona de tragaderas muy anchas para la orquesta,

pues eso es lo que ellos necesitan en primer lugar. Tienen una cabeza, es verdad, pero esto precisamente es su desgracia. No iré a Salzburgo hasta que se haya hecho un cambio en este sentido. Cuando se haya efectuado eso,

estoy dispuesto a ir y volver sobre el asunto en cualquier momento que me encuentre con usted». Éste es el punto saliente: «aquí no hay teatros ni ópera». En los años de su permanencia en Salzburgo, en 1779, Mozart

escribe dos misas y dos vísperas, sonatas de iglesia, sinfonías, serenatas, conciertos, sonatas; y comienza también una comedia cantada (que el siglo XIX bautizó Zaida), que queda inconclusa, tal vez por parecer a Mozart que está

compuesta para un ambiente demasiado pobre. Mozart necesita la ópera grande; la música sinfónica y de cámara le parecen pasatiempos y nimiedades en comparación con todo lo que atañe a la escena. Ya en 1764 escribe su

padre, de Londres, refiriéndose a su hijo, que a la sazón tenía nueve años de edad (28 de mayo): «Tiene ahora continuamente una ópera en la cabeza, que quiere representar aquí con varios chicos». ¡Una ópera con gran

orquesta! Italia le enseñó que la ópera es la máxima embriaguez que puede dar el arte; todas las formas, todos los medios poderosos de la música, que culminan en el órgano más maravilloso: la voz humana; ¡pasión dramática

transfigurada en un medio mágico de la expresión! Hace cualquier sacrificio para poder escribir una ópera, superando incluso su aversión por el idioma francés, los cantantes franceses, el público francés. Escribirá toda clase de óperas:

seria o bufa, comedia musical u ópera con tramoya; en alemán o italiano; y a aquella carta que escribió al profesor Antón Klein en Mannheim (21 de marzo de 1785), en la cual defiende tan patriótica como patéticamente la idea de la

creación de una ópera alemana, se podrán oponer frases correlativas de una docena de otras epístolas, en las que pondera con igual énfasis la ópera italiana, ¡solamente la italiana!

Al finalizar el año 1780 se cumple este deseo. Se le encarga la composición de una gran ópera seria, para Munich, y compone el Ido- meneo, que, en su producción, es una obra única. Finalmente tiene reunidos, otra vez, todos los

medios poderosos, la orquesta unida de Mannheim y Munich, cantantes sobresalientes con una excepción y una corte demasiado bien acostumbrada en lo que a cantantes se refería. En su embriaguez, adorna a esa ópera con tanta música que

habría destruido con ello su eficiencia dramática, aunque hubiera habido en ella más de tal dramatismo y aunque no hubiera pertenecido a un género lírico que ya estaba en vías de extinguirse. El mismo sabía que esa ópera suya tenía

esta particularidad; la amó durante toda su vida y trató de exhumarla en Viena, en lo que, sin embargo, fracasó. Tampoco esta vez se realizan las esperanzas que pone en Carlos Teodoro. Se comprenderá fácilmente que,

después de este acontecimiento, las relaciones entre Mozart y Salzburgo debían quebrantarse. El provincialismo de su ciudad natal lo paraliza. Lo confiesa retrospectivamente (26 de mayo de 1781):

«Confieso que el trabajo en Salzburgo fue para mí una carga y que nunca pude acostumbrarme a él. Pero, ¿por qué? Porque nunca era feliz. Usted mismo debe convenir que en Salzburgo, por lo menos para mi gusto, no existe

diversión que valga un centavo. Rehúso asociarme con una buena cantidad de gente de aquí, y la mayoría de los demás no me consideran bastante bueno. Además, no existe aquí ningún estímulo para mi talento. Cuando toco o

cuando se ejecuta alguna de mis composiciones, es como si el auditorio se compusiera sólo de mesas y sillas. ¡Si por lo menos hubiera en Salzburgo un teatro medianamente bueno! Pues, en Viena, ¡mi única diversión es el teatro!».

Por eso considera la orden de irse a Viena, en el séquito del arzobispo de Munich, después de la representación del Idomeneo, como una fortuna caída del cielo (ibídem): «Parece que la Suerte quiere darme la bienvenida, y ahora

siento que debo quedarme. Era lo que sentía cuando abandoné Munich. Sin saber el porqué, miraba yo hacia adelante, muy ansiosamente, hacia Viena...». Desde entonces busca oportunidades que puedan servir como motivo de una

ruptura con el arzobispo, quien lo distingue haciéndole habitar en su palacio; mientras el «castrato» Ceccarelli y el violinista Brunelli están alojados en otro lugar, él se ríe de ello: «¡Qué distinción tan magnífica!» El arzobispo está

orgulloso de la música de su corte y lo presenta en varias casas patricias, entre otras también en la de su anciano padre, vicecanciller del Imperio: Mozart lo considera una usurpación de sus derechos, pues le priva de la

posibilidad de ganarse, con particulares, más dinero. Cuando se trata de una representación de Mozart en la sociedad de los compositores, el arzobispo le niega permiso, lo que hace rabiar a Wolfgang; pero la posdata de la misma

carta, que manifiesta esa rabia, nos informa que el arzobispo dio finalmente su permiso, aunque a regañadientes. Mozart ocupa en la mesa un puesto entre los ayudas de cámara y los cocineros, y nosotros nos sentimos ofendidos

con él; pero debemos considerar que su jerarquía como organista de la corte era el de un ayuda de cámara, y la etiqueta del siglo XVIII, que no sabía nada de tratamientos privilegiados de los genios, estaba formalmente en su

derecho con ese orden de mesa. En sus cartas al padre, Wolfgang manifiesta abiertamente su intención de mofarse del arzobispo, a quien designa con el epíteto de «arzo-pillo» (4 de abril de 1781): «Haré

volverse loco al arzobispo y gozaré de ello». No dudaremos de que Colloredo ha leído una u otra de esas cartas que se escribieron, puede decirse, ante sus ojos. Ve claramente que Mozart hace obstrucción.

Así, aquél le hace advertencias que zahieren, de la manera más sensible, el orgullo de Mozart como artista, y se produce finalmente, a principios de mayo, la explosión, cuando Mozart se niega a salir de Viena para

Salzburgo, con un encargo importante, como se decía, excusándose puerilmente con impedimentos fingidos, inexistentes. Colloredo insulta groseramente a su organista de corte y le dice, airado, que se vaya al diablo. Mozart lo toma

por una invitación formal de pedir su licencia; pero el conde Karl Arco, hijo del camarero en jefe de Salzburgo, no acepta su solicitud. Pero él insiste, a pesar de las objeciones temerosas de su padre, al que le gusta la intriga y tejer una

red en secreto, pero que teme las rebeliones abiertas; y cuando trata de entregar su memorial, el tercero y último, el conde Arco lo arroja con un puntapié de la casa. Nunca se produjo una despedida formal del servicio arzobispal, y por

eso Mozart, cuando acaricia la idea de visitar con su joven esposa al padre y a la hermana, en la primavera de 1783, expresa su temor de que Colloredo pudiera vengarse de él. Habla en favor del arzobispo, que no piensa en

tales cosas, así como tampoco nunca hizo sentir a Leopold algún rencor por la conducta de su hijo. Vivió lo bastante para ver la gloria mundial de su ex organista de corte; en 1803, después de la secularización del arzobispado,

se trasladó a Viena. Murió en 1812, a la edad de ochenta años y se puede presumir que sus relaciones con su ex súbdito Wolfgang Amadeus Mozart nunca le causaron ningún sinsabor. Ha sido una desgracia para su nombre y la fama que

le concede la posteridad, que haya estado relacionado con los Mozart. El conde Karl Arco, que adquirió cierto renombre en la posteridad, al igual que Colloredo, por el puntapié que prodigó a Wolfgang Amadeus

Mozart, ha pronunciado, sin embargo, en un coloquio que precedió a aquel fin definitivo, una frase profética: le recomendó calurosamente el regreso a Salzburgo, previniéndole contra la

volubilidad de los vieneses (2 de junio de 1781): «Créame, usted se expone demasiado fácilmente a ser deslumhrado en Viena. La reputación de un hombre dura sólo muy poco tiempo. Al principio, es verdad, se le

colmará de alabanzas y ganará mucho dinero con el contrato, pero ¿cuánto tiempo durará? Después de algunos meses los vieneses quieren algo nuevo...». Es ésta una observación cuya consistencia Mozart

admite, aunque formula algunas reservas (ibídem): «Es perfectamente obvio que el vienés es capaz de cambiar de afición, pero sólo en el teatro; y mi estilo personal es demasiado popular para que no me habilite a

sostenerme por mí mismo. ¡Viena es ciertamente el país del piano! Y aun concedido que se cansen de mí, sucederá esto no antes de algunos años, seguramente no antes. Mientras tanto, habré ganado tantos honores como dinero.

Existen también otros sitios; ¿y quién sabe qué oportunidades se pueden presentar hasta entonces?». Mozart está en lo cierto con sus previsiones: para los primeros cuatro o cinco años; pero no para el fin. Por el

momento no importa mucho que fracase con sus esperanzas y sus esfuerzos de convertirse en maestro de piano de la princesa de Würtemberg, la novia del Gran Duque de Rusia (30 de agosto de 1782): «Sé que mi nombre figura en el

libro que contiene los nombres de todos los que han sido elegidos para sus servicios». (5 de octubre de 1782): «Bien, el distinguido maestro de piano de la princesa ha sido finalmente designado. Basta que cite su sueldo y usted

juzgará fácilmente la competencia de ese maestro: 400 florines. Se llama Summer». Mozart no se habría vendido por 400 florines, por lo que se traga su desilusión. Logra, en realidad, establecerse como lo que más

tarde se llamará «artista libre». Da conciertos con salas rebosantes y a los cuales asisten todas las familias amantes de la música de Viena; publica algunas obras, que en parte se remuneran bien; así, por ejemplo, los tres

cuartetos dedicados a Haydn, los que paga Artaria en cien ducados; da clases bien retribuidas de piano y composición. Leopold vivió lo suficiente para ver el éxito de su hijo cuando lo visitó en Viena, en 1785. Relata a su hija

lo siguiente, después de aguda observación (19 de marzo de 1785): «Si mi hijo no tiene deudas, podrá colocar ahora unos dos mil florines en su cuenta bancaria. Ciertamente hay dinero aquí, y en cuanto concierne al comer y beber, el

mantenimiento de una casa es extremadamente económico». Los 2.000 florines citados eran sólo el cuádruplo de los ingresos que solía obtener Mozart con uno solo de esos conciertos en la calle Menhlgrube. Pero, ¡ay!, ¡cómo

se engañaba Leopold si creía en cuentas bancarias de Wolfgang! Ignoramos si Mozart estaba ya metido en deudas en aquella época, pero lo cierto es que en un tiempo no muy posterior muchas veces se vio perseguido por

sus acreedores. Después de pocos años, era un fracasado, en cuanto a «artista libre». La ópera El rapto del serrallo había sido un éxito enorme, del cual Mozart, como correspondía a la época, no obtuvo ninguna utilidad, excepto el pago de la

composición; hasta los ingresos de la partitura para el piano le fueron robados por un editor de Augsburgo, que se anticipó a su propia partitura. Las bodas de Fígaro (1786) y Don Giovanni (1787) fueron, en Viena, fracasos totales o

parciales. Y no recibe ya encargos para escribir óperas, hasta 1790, Cosifan tutte. Cada vez resulta más difícil la organización de conciertos subscritos; las tres grandes sinfonías que compuso Mozart en 1788, probablemente en

previsión de futuras estrecheces, tal vez no hayan sido ejecutadas nunca en vida de Mozart. Los alumnos se hacen más y más raros, por lo que Mozart, un año antes de su muerte, se ve obligado a rogar a su amigo y hermano de logia,

Puchberg, que haga comprender al público que está dispuesto a aceptar otros alumnos más, pues sólo le quedaban dos. Los editores pagan sus composiciones mezquinamente, pues debe malvenderlas con tal de que le

proporcionen dinero. Le es imposible buscar su suerte en otro lugar. Su padre impide su viaje a Inglaterra, desentendiéndose del cuidado de sus nietos. Munich, Dresde, Stutt- gart, Berlín, los únicos lugares posibles, le están

vedados. El supuesto ofrecimiento que, según dice, le habían hecho durante su permanencia en Berlín (en la primavera de 1789), es decir, de cambiar el servicio en la corte del emperador por el de la corte del rey de Prusia,

pertenece a las invenciones, así como también el pretendido motivo del rechazo de «que no podría abandonar a su buen emperador». Mozart estaba muy lejos de un sentimentalismo de esa clase y no tenía ningún motivo para

aficionarse por José II, que jamás mostró mucha comprensión por su arte. No obstante, José II da a Mozart otra vez un empleo. El 15 de noviembre de 1787 había muerto Gluck, y el día 7 de

diciembre nombra el emperador a Mozart i. r.3 compositor de cámara con un sueldo anual de 800 florines. Mozart lo participa, el 19 de diciembre a su hermana,

3 Imperial - Regio.

opinando que «estará contenta de oírlo». Pero debe haber exteriorizado su asombro sobre la exigüidad de la suma, porque sabía, probablemente, que Gluck ganaba 2.000 florines, pues Mozart le

contesta (2 de agosto de 1788): «Tengo ahora un contrato permanente que por el momento significa un sueldo de 800 florines. Sin embargo, nadie en la familia cobra una suma tan grande...». Era una especie de

gratificación que no le obligaba a ninguna compensación; por lo menos, no sabemos que tuviera que componer ninguna obra por mandato de las altas esferas, a menos que no queramos considerar en este

sentido La clemenza di Tito. Por eso cabe admitir la veracidad de la anécdota que narra que Mozart, citando esa suma en una declaración de sus ingresos para la oficina de impuestos, ha agregado la

observación: «Demasiado para lo que hago y poco para lo que podría hacer». En 1790 murió José II, sucediéndole en el trono el archiduque Leopoldo, de Florencia, a quien Leopold

Mozart, a su tiempo, había deseado tanto como amo de su hijo. Mozart no puede haber sido un desconocido para él. Conoció por lo menos Las bodas de Fígaro, que representó en Florencia en la primavera

de 1788. Por eso Mozart abriga nuevas esperanzas. Dirige una solicitud al emperador para obtener el puesto de segundo director de orquesta, como relata a su amigo Michael Puchberg (17 de mayo de 1790:

«Tengo ahora grandes esperanzas de un empleo en la corte, porque poseo informaciones dignas de confianza de que el emperador no rechazó mi petición ni con una observación favorable ni

desfavorable, sino que la retuvo. Es un buen indicio...». ¡Cómo se engaña Mozart! Se recita una comedia a sí mismo y al amigo, que es también su hermano de logia y su acreedor. El emperador Leopold es el consorte de

aquella dama, la emperatriz María Lu- dovica, que —según se dice— llamó una «porquería tudesca» a la última obra de Mozart, La clemenza di Tito, que había sido encargada y escrita para las solemnes fiestas de la coronación en Praga. Es indife-

rencia pura, si no algo peor, lo que induce al emperador a pone ad acta la solicitud de Mozart. Éste intenta más adelante interesar por su asunto al archiduque Francisco, más tarde emperador del mismo nombre;

se conserva sólo el borrador, y es dudoso que el escrito haya sido presentado nunca: «Tengo el atrevimiento de rogar a Vuestra Alteza Real muy respetuosamente que uséis vuestra reconocida influencia cerca de su Majestad el Rey

para que su Majestad quiera considerar mi humildísima petición. Impelido por el deseo de fama, el amor del trabajo y la convicción de mis amplios conocimientos, me permito aspirar al puesto de segundo director de orquesta,

especialmente porque Salieri, el muy experto maestro, no se ha dedicado nunca a la música de iglesia, mientras yo estoy en extremo familiarizado con este género, desde mi juventud. La poca reputación que adquirí en el mundo por mi manera de

tocar el piano me ha envalentonado a pedir el favor de Vuestra Majestad para ser encargado de la educación musical de la Real Familia...». ¡Qué carta tan humilde y humillante! ¡Esa reverencia ante Salieri, en el que Mozart

debía ver a su enemigo mortal, aunque en aquel momento Salieri mismo se hallaba en desgracia! Claro que no se encargará de la enseñanza de la Familia Imperial a un músico sobre cuyas circunstancias desastrosas,

tanto familiares como económicas, circulaban las voces más desacreditadoras. El valeroso Niemtscheck, primer biógrafo de Mozart, lo relató así: «Los enemigos y calumniadores de Mozart

hicieron oír su voz especialmente hacia su fin y después de su muerte, con tanta infamia, que más de uno de esos mitos malvados llegó hasta los oídos del monarca. Esas invenciones y calumnias eran tan descaradas, tan insul-

tantes, que el monarca, a quien nadie informaba mejor, quedó muy enfadado. Además de torpes invenciones y la exageración de lascivias a las cuales Mozart, según decían, se había entregado, se afirmaba que dejaba no menos de

30.000 florines de deudas, suma que espantó al monarca. »La viuda tenía la intención de solicitar del monarca una pensión. Una amiga de nobles pensamientos y excelente alumna de Mozart (¿la señora de Trattner?) le

informó de las calumnias que circulaban sobre su esposo en la corte, y le aconsejó que rectificase las ideas del bondadoso monarca. »Muy pronto tuvo la viuda la oportunidad de poner en práctica ese consejo:

»—Majestad —dijo con doble celo durante la audiencia —, todo hombre tiene enemigos, pero nunca ha sido ningún hombre perseguido por los suyos como mi esposo, ¡y solamente por haber sido un talento tan grande! Se ha osado

decir a Vuestra Majestad muchas mentiras sobre él: se han decuplicado las deudas que ha dejado. Respondo con mi vida que podré yo saldar todas las deudas con 3.000 florines; y esa deuda no la hicimos por despiltarros. No tuvimos in-

gresos seguros; partos numerosos, una enfermedad grave y costosa que duró un año y medio, que debí soportar, me servirán como disculpa ante mi monarca, que posee un corazón tan humanitario.

»—Si las cosas han ocurrido así —dijo el monarca —, se podrá hacer algo. Prepare usted un concierto con sus obras postumas y yo daré mi apoyo. »Tomó generosamente en cuenta la petición, y poco

tiempo después se le asignó una pensión de 260 florines, que en sí es exigua, pero como Mozart estuvo empleado sólo tres años y entonces su viuda no tenía todavía derecho a recibir una pensión, ha sido una gracia particular...».

Todo lo que Constanze dijo en presencia del emperador es verdad, aunque no es la verdad entera. Sólo nos consta que cuando murió el i. r. compositor de cámara Wolfgang Amadeus Mozart, en las primeras horas del 5 de

diciembre de 1791, existía únicamente una suma de más o menos 200 florines en efectivo, un mísero moblaje y una pequeña biblioteca, cuyo valor se tasó en 23 florines y 41 kreutzer. Éste es el balance material, burgués, de la vida

de Mozart. Sin embargo, existían casi intactos sus manuscritos, como prueba de su derecho a la inmortalidad.

MOZART Y EL «ETERNO FEMENINO»

III

No existe biografía de Mozart que no contenga un capítulo sobre «Mozart y las

mujeres», de igual modo que no existe biografía de Goethe o de Byron o de Wagner en que se pase por alto ese punctum punti. Sería posible eso, quizás, en un filósofo como Kant u otro gran hombre representante de una ciencia

abstracta; pero no es posible en un gran autor dramático. El dramático Mozart, que creó figuras como Constanze y Blonda, Susana y la condesa, doña Ana, doña Elvira y Zerlina, Flor de Lis y Dorabella, Pamina y Papagena,

sabía tanto de mujeres como Shakespeare, y su labor en la ópera se puede comparar, en realidad, únicamente con la de Shakespeare, que ha convertido a sus figuras en seres vivientes: son figuras que viven eternamente sin dejar de

tener plena actualidad. Así como Olivia, Rosalinda y Catalina tienen todavía en algo puntos de contacto con la altanera señora de la nobleza, la pastora disfrazada, la malvada, sólo merced a Shakespeare se han convertido en

las figuras típicas de Olivia, Rosalinda y Catalina: así Susana es todavía un poco Colombina, y sin embargo, por obra de Mozart, es ahora la típica Susana, tan viva e inconfundible, que conocemos

hasta la última fibra de su corazón. Pero a este conocimiento de las mujeres no corresponde su éxito con el bello sexo. Casanova conquistó notables triunfos con ellas, pero su conocimiento de la mujer, por

genial que sea a veces, es sin embargo muy incompleto. Puede admitirse que Byron haya tenido mucho éxito con las mujeres, a pesar de su cojera; pero era un lord, un poeta romántico, un héroe romántico y excepcionalmente

rico, y esto en un país como Italia, donde se respetaba entonces todavía a los lores. Mozart no tenía ningún pie defectuoso, pero era bajito de estatura, endeble, insignificante y pobre. Así sus aventuras con las mujeres son

una sola cadena de fracasos, y confirman también su ineptitud en este terreno. Es muy natural que Mozart, el niño prodigio, haya sido muy mimado por las mujeres en Viena, París, Londres; y también cuando es

mayor, de muchacho, cuya sensualidad se ha despertado, le gusta que su manera de tocar el piano o una composición orquestal sea recompensada con el beso de una bella mujer. Cuando vive en Italia o en Viena, permanece

siempre en Salzburgo alguna beldad a la cual transmite mensajes y saludos por medio de su hermana, su postilion d'amour y su confidente. Salzburgo, donde —como en toda la Baviera meridional — se trataba el erotismo con

mayor ligereza y realismo que en el norte protestante, era el sitio ideal para toda clase de amoríos, y Mozart declaraba más adelante que sería marido cien veces si hubiera debido casarse con cada chica con la cual entablara,

incidentalmente, relaciones íntimas. El objeto más apto para tales juegos lo encontró en Augsburgo, en 1797, en su prima Maria Anna Tecla, hija del hermano menor de Leopold, Franz Aloys. La «primita» se viste para él una

vez a la moda francesa, y entonces es mucho más bella que vestida de burguesa augustense. Las chanzas continúan por escrito en las Cartas a la primita, tan mal reputadas; con sus torpezas y ambigüedades, están calcula-

das para producir sensaciones eróticas; podrían considerarse también cartas amorosas, pues «los que se aman se toman mutuamente el pelo». La «primita» esperó probablemente que Wolfgang se casase con ella. Pero,

después de su aventura con Aloysia, cambia Mozart: la acompaña, sí, de Munich a Salzburgo, a la casa de sus padres, pero en sus cartas más y más raras emplea un tono que se torna cada vez más serio. Maria Anna Tecla, más

adelante, se consoló resueltamente como corresponde a su temperamento suralemán. Leopold Mozart, que evidentemente sabía muchas cosas más que Wolfgang sobre su sobrina, alude a ello en una

carta que dirige de Viena a su hija (21 de febrero de 1785): «Puedes imaginarte fácilmente la historia de la prima de Augsburgo: un canónigo hizo su fortuna. Cuando tenga más tiempo escribiré una carta infernal de

aquí a Augsburgo, como si lo hubiese sabido en Viena. Lo más cómico en ello es que todos los regalos que recibió, y que estaban a la vista de todos, los enviaba su señor tío de Salzburgo. ¡Qué honor para mí!».

Pero, ¿por qué una carta infernal? Un observador contemporáneo, el profesor August Schlózer, de Gotinga, que en un viaje a Italia (1781/1782) visitó Augsburgo, expresó lo que Leopold sabía mejor que cualquiera: «La

libertad de la mayoría de los ciudadanos de Augsburgo es tan barata como la virginidad de sus hijas, que los canónigos compran, por docenas, cada año». En el año 1793 dio a luz la «primita» una hija natural, que fue bautizada con el

nombre de Maria Anna Victoria, que se casó en 1822 con el encuadernador y sereno Franz Pümpel, de Feldkirch en Vorarlberg, y murió en 1857. Si la «primita» en algún momento alentó la esperanza de que Mozart se casase con

ella, perdió la partida desde el instante en que éste conoció a Aloysia Weber en Mannheim. Ella poseía todas las cualidades para interesarlo: juventud —pues tenía entonces dieciséis años—, belleza —pertenecía al tipo de la mujer esbelta,

altanera y aristocrática— y musicalidad: su voz y su arte lírico eran de expresión superior, aunque no se convirtió en lo que Mozart, en su capricho amoroso, esperaba de ella. Aceptaba, como verdadera coqueta, las protestas de amor

de Mozart hasta el punto que su madre le permitía y sólo mientras pudo esperar que Wolfgang sería un yerno con un brillante porvenir. Es muy ilustrativo, para su carácter, que no considerase digno de ella conservar las cartas que

Mozart le dirigía desde París; una sola, en idioma italiano, que contiene amables indicaciones para ayudarla a perfeccionarse en el canto, se ha conservado por verdadera casualidad.

Cuando el Príncipe Elector Carlos Teodoro trasladó su residencia a Munich, fue Aloysia la que decidió el destino de la familia. El intendente del teatro de la Opera de Munich, conde Seeau, la contrató para las funciones

líricas de la Corte, y en el otoño de 1778 se trasladó la familia de Weber, excepto el hijo, a Munich, el padre con un sueldo de 600 florines y la hija con el de 1.000 florines. Los servicios de Mozart se habían hecho innecesarios, y Aloysia

se lo hizo comprender sin ambages cuando, a finales de diciembre, pasó por Munich en su regreso de París. Aunque conservaba exteriormente su calma, se cuenta que fue al piano y descargó su resentimiento mediante una

expresión surale- mana que la pluma se resiste a reproducir. Pero interiormente estaba quebrantado. Más adelante comprendió mejor el carácter de Aloysia y hasta le dijo alguna injuria, ya que tenía bastante oportunidad de

observarla desde muy cerca. Pues un año y cuarto antes que él, en septiembre de 1779, para su desgracia, había llegado también la familia Weber a Viena: Aloysia, como cantante de la ópera alemana, y el padre Fridolin como cajero del teatro

nacional. El padre murió pocas semanas después del traslado, y no dejó otra cosa que un pequeño baúl con un poco de ropa blanca; esto es lo que mamá Weber podía declarar ante el tribunal de herencias. Aloysia era el sostén de la

familia. Y eso aun más cuando se casó, el último día de octubre de 1780, en la catedral de San Esteban, con el actor de la corte y pintor Joseph Lange (1751-1831). Mozart está completamente equivocado cuando escribe a su padre (9

de junio de 1781), que evidentemente le reprochaba que abandonase a su familia como Aloysia, después de deberle toda su educación musical: «La comparación que haces de mí con la señora Lange me deja positivamente

perplejo y me aflige por el resto del día. Esa joven vivía a expensas de sus padres hasta que pudo ganar ella misma su manutención. Pero cuando llegó el tiempo de poderles mostrar su gratitud (recuerda que su padre murió antes de

que ella pudiera ganar algo en Viena), abandonó a su pobre madre, se unió y casó con un actor y su madre nunca recibió ni un centavo de ella». Aquí se siente hablar a mamá Weber, que mentía porque ella, histérica

demoníaca, no podía sino mentir. En realidad, Aloysia no salió de su casa sin compensación. Lange se había obligado a contribuir anualmente con la suma de 600 florines durante todo el tiempo que Aloysia y él mismo

tuvieran ingresos. Esta circunstancia no impidió a mamá Weber intrigar contra el casamiento e intentar desunir la pareja de novios. Lange debió apelar a la Oficina del Supremo Mariscalato a fin de obtener el consenso para el

enlace. Ante esa oficina, Lange tuvo la generosidad de aumentar la subvención de 600 a 700 florines, obligándose además al pago de esta suma a su suegra con carácter vitalicio. Sin embargo, no fue feliz con Aloysia. Era un loco celoso;

así lo llama Mozart (16 de mayo de 1781), y probablemente no le faltaban motivos, pues parece que ella puso otra vez en Mozart sus tiernos ojos. «... y ahora siento que ella no es para mí un objeto indiferente; por eso es

bueno para mí que su esposo sea un loco celoso que no le permite ir a ninguna parte, por lo que raras veces tengo la oportunidad de verla...» Sin embargo, en los primeros años se presenta la oportunidad, pues en 1782 y

1783 escribió para ella cuatro grandes arias. Luego se hace una pausa, y sólo en abril de 1788 le dedica otra gran aria, la última. De las arias que escribió para ella entre los años 1778 y 1788, se puede deducir con exactitud el

carácter de su voz y de su capacidad, o más bien lo que Mozart argüía que formase ese carácter. Las arias de Mannheim están llenas de ardor; en las compuestas en Viena, Mozart piensa también en la manera que pudiese

servir a la voz y la técnica particular de su cuñada Aloysia Lange; tiene conciencia de la frialdad interior de la poseedora de esa voz. Sí, Aloysia Lange, que nació con el apellido de

Weber, era su cuñada, pues Mozart se casó, como todos saben, el 4 de agosto de 1782 con Constanze, hermana menor de Aloysia, y los antecedentes de ese acontecimiento fatal son demasiado característicos para

que los callemos. Dijimos más arriba que Maria Cecilia Weber fue para Mozart la persona más funesta que pudo existir; como acaece a menudo en la vida de los hombres, aciaga e ineluctable para la pobre mosca, Mozart pagó un

precio muy caro por el parentesco con la familia Weber, que era el orgullo de Cari Maria von Weber. Después de la muerte de su esposo, mamá Weber había tomado en sus manos, segura de su rumbo, el timón de la

nao de su familia. Debía colocar a cuatro hijas, dos de las cuales entraban en la edad casadera. Maria Cecilia comienza alquilando cuartos amueblados. Abandona el pequeño departamento en el Kohlmarkt, del cual se había

llevado los restos mortales de su esposo, mudándose al Auge Got- tes, am Peter, en un departamento mayor en el segundo piso, donde alquila piezas a jóvenes. Aloysia abandona muy pronto la vivienda materna; así quedan

Josepha, la hija mayor, Constanze y Sophie. El primer inquilino que cae en la red de la araña, el 2 de mayo de 1781, es Wolfgang Amadeus Mozart, que se hallaba, entonces, en plena reyerta con el arzobispo. Una semana más adelante,

relata a su padre inocentemente: «... la vieja señora Weber ha sido lo bastante buena para aceptarme en su casa, donde ocupo un lindo cuarto. Además, estoy viviendo con gente que está obligada y me abastece de

cosas de las que uno tiene a veces urgente necesidad y que no puede obtener viviendo solo...». El padre olfatea en seguida la trampa y le manda advertencia tras advertencia en cartas que, claro está, luego fueron destruidas por la viuda

de Mozart. Pero el padre no consigue nada: «Créeme si te digo que la anciana señora Weber es una mujer muy complaciente y que no puedo hacer lo suficiente para compensarla por su gentileza,

pues desgraciadamente no tengo tiempo para ello». Sin embargo, tiene tiempo suficiente para hacer locuras con la mediana de las tres hijas restantes. Se trata de Constanze, pues Josepha es ya un poco vieja para él y Sophie

demasiado joven. Y mamá Weber se encarga de que se hable en Viena —que en aquel entonces, y durante largo tiempo más adelante también, era como una ciudad de provincia en cuanto a los chismes y las calumnias— del

enamoramiento de Mozart y su inminente enlace con Constanze. Era ya tarde cuando ella le aconsejó, hipócritamente, que se mudara para hacer callar las malas lenguas. Mozart escucha ese consejo, y se muda del

departamento de las Weber, en septiembre de 1781, pero sólo para volver cada día como visitante. Pocos meses después se ve obligado a pedir a su padre, al que había descrito sus relaciones con la familia Weber como si carecieran de

importancia, el consentimiento para casarse con Constanze Weber. Pues, mientras tanto, mamá Weber, opinando haber hecho lo suficiente para comprometer a su segunda hija con Mozart, había comenzado

a tocar otro instrumento. Se ocultaba, para ello, tras un compinche digno en todo de ella, Johann Thorwart, el tutor designado para sus cuatro hijas por la Mariscalía Suprema de la corte. Ese Thorwart había llegado, de

ayuda de cámara y peluquero del príncipe Lam- berg, al cargo de revisor de cuentas en el teatro nacional y era un advenedizo brutal, que como factótum del caballero — intendente, el príncipe Francesco de Orsini—

Rosemberg, hacía de éste lo que quería, y con el cual Mozart debía contar también si quería lograr algo en el teatro. Se había enriquecido, probablemente merced a hábiles malversaciones, lo que nunca se le pudo o quiso

comprobar; ignoramos cuánto le dio o prometió Maria Cecilia. Sea como fuere: recita muy bien su papel fingiendo que la mamá no tenía nada que ver en el asunto. Mozart culpa, sin ninguna razón, a gente completamente ajena a la

cuestión, como por ejemplo el compositor Peter von Winter (22 de diciembre de 1781): «Ciertos caballeros entrometidos e imprudentes, como el señor Winter, deben haber gritado en los oídos de esa persona (Thorwart), sin

conocerme en absoluto, toda clase de trápalas sobre mi persona: que no tengo ingresos fijos..., que me mostraba demasiado íntimo con ella..., que debería guardarse de mí, pues probablemente coqueteaba con ella..., que la

niña quedaría entonces deshonrada, etcétera. Todo esto le hizo presentir el peligro, pues la madre, que me conoce y sabe que soy hombre honrado, deja que las cosas sigan su curso y no le dijo nada sobre ellos. Pues mi

única relación con ella consiste en haber vivido con esta familia y en frecuentar ahora su casa todos los días. Pero el tutor continuó importunando a la madre con sus observaciones, hasta que ella me lo contó y me pidió que hablara

con él mismo, agregando que algún día iría a su casa. Llegó... y tuvimos una conversación..., resultando (como yo no expresaba mis intenciones con la claridad que él exigía) que dijo a la madre que debía prohibirme que me

acercara a su hija, hasta que no llegara a un acuerdo por escrito con él. Es un amigo demasiado bueno y le debo mucho. Estoy muy satisfecho. Confío en él. Usted debe arreglarlo con él mismo. Me prohibió tener tratos ulteriores

con Constanze, a menos que no le entregara una promesa por escrito. ¿Qué remedio me queda? O debía darle una obligación escrita o abandonar a la muchacha. Pero, ¿qué hombre que ama sincera y honradamente puede

abandonar a su amada? ¿No interpretaría la madre y mi amada misma esa conducta de pésima manera? Esta era mi situación. Así, firmé un documento cuyo contenido me obligaba a casarme con la señorita Constanze Weber en un

plazo de tres años y que en caso de que resultase imposible hacerlo debido a un cambio en mis afectos, ella queda autorizada para reclamarme trescientos florines anuales. Nada en el mundo me era más fácil que

aceptar esa cláusula, pues sabía que nunca he de pagar esos 300 florines, porque nunca la abandonaré, y que, aunque fuera tan desgraciado como para cambiar de opinión, me estimaría demasiado feliz si pudiera desembarazarme de

ella por 300 florines, mientras Constanze, por su parte, en cuanto la conozca, es demasiado orgullosa para aceptar dinero por este motivo. Pero, ¿qué hizo esa muchacha angelical después de que el tutor se fue? Pidió el

documento a su madre y me dijo: ¡Querido Mozart! No necesito ninguna seguridad escrita de usted. Creo en lo que usted dice, e hizo pedazos el papel». Con esta comedia de magnanimidad atrajo Constanze al mirlo aun más

seguramente en su red. Thorwart había prometido no proferir ni una palabra sobre el acontecimiento; «pero —16 de enero de 1782— a pesar de la solemne promesa contó lo ocurrido por toda la ciudad de Viena, lo que hizo vacilar

mucho la buena opinión que se tenía de él...». Mozart defiende todavía, aunque un poco débilmente, a la extorsionista y su cómplice: «El señor de Thorwart no se portó muy bien, pero no tan malamente —como afirmaba

Leopold, exasperado— que se deba encadenar a él y a la señora Weber, arrastrarlos por las calles y colgar de su cuello un sambenito con las palabras: Seductores de la juventud». Pero pronto él también abre los ojos sobre su futura

suegra y sus futuras cuñadas. Mamá Weber intentó, ante todo, inducir a su hija y a su futuro yerno a alojarse en su departamento; parece que Mozart nunca fue para ella más que un objeto de explotación que le prometía

muchas ganancias. Cuando, tanto Mozart como Constanze, se negaron a ello, empezó a atormentar a su hija, para echarla de la casa lo más pronto posible, en lo cual las hermanas de Constanze la asistieron con todo celo. Sólo

Constanze es un ángel. «En ninguna otra familia (15 de diciembre de 1781) me he cruzado con caracteres tan diferentes. La mayor es una mujer perezosa, grosera, pérfida y astuta como una zorra. La señora Lange es una

persona falsa, maliciosa y coqueta. La más joven — demasiado joven para distinguirse en algo— es una criatura bonachona, pero superficial. ¡Que Dios la proteja de la seducción! Pero la mediana, mi buena, querida

Constanze, es la mártir de la familia y probablemente por esta misma razón, la más infantil, la más valiente, en suma: la mejor de todas.» Se llega a tal punto que Constanze abandona la morada materna y se muda a

la casa de una protectora de Mozart, la baronesa de Waldstatten, ayudando esto muy poco a la buena fama de Constanze, pues la señora de Waldstatten era una dama carente de prejuicios y gozaba de una reputación dudosa.

Mamá Weber quiere hacer volver a su hija a su casa con ayuda de la policía. Era preciso celebrar el matrimonio cuanto antes. El 4 de agosto de 1782 es el día fatal de las bodas; el consenso del padre, no carente

de significado simbólico, llega al día siguiente. Recapitulando toda esta desdichada historia del matrimonio de Mozart y su incapacidad para romper la red tendida a su alrededor, el hado aparece todavía más

incomprensible. Pues en otras oportunidades Mozart solía ser hasta grosero cuando las mujeres demostraban tener pretensiones. Ahí tenemos a la hija del pastelero de la corte de Salzburgo, de ojos grandes y hermosos, «que bailaba con él

en el Stern, que le hacía amables cumplidos y terminó en el convento de Loreto» (Leopold, 23 de octubre de 1777). Cuando la niña comprende que Mozart quiere abandonar Salzburgo, deja el monasterio para impedírselo;

es ésta la historia de un amor sin esperanza que nos imaginamos no sin profunda emoción. Mozart contesta (25 de octubre) muy embarazado y al mismo tiempo con frivolidad; se ve que el asunto le conmueve, pero que trata de

alejarlo de su mente. En sus primeros años vieneses es otra vez víctima de un amor desgraciado: la pianista Josepha Aurnhammer. No se puede superar la crueldad con que la describe (22 de agosto de 1781): «Cuando un pintor

desee representar al diablo, deberá elegir su cara como modelo. Es tan gorda como una mozuela de los campos, suda que me hace casi vomitar y se mueve tan escasamente vestida que usted puede leer como si estuviese impreso allí:

"Por favor, ¡miren aquí!". En verdad no carece de atractivos y aun es suficiente para cegar a uno; pero queda castigado para el resto de su vida si es tan desgraciado que deja vagar sus ojos en aquella dirección..., ¡el único remedio es el emético

tártaro!; ¡tan aborrecible, fea y horrorosa es! ¡Puf!». En aquel tiempo, Constanze había ya obtenido el triunfo que esperaba. ¿Quién era esa Constanze Weber, casada con Mozart? Su gloria consiste en que

Wolfgang Amadeus Mozart la amó y la llevó, así, consigo a la eternidad como el ámbar a la mosca; pero no se debe concluir de ello que mereció ese amor y esa gloria. La necrología de Schlichtegroll describe: «En Viena se casó con

Constanze Weber, buena madre de sus hijos, que intentó impedir que cayese en muchas tonterías y liviandades...». ¿Había sido la vergüenza de falsear hasta un punto tal la verdad, lo que indujo a Constanze a hacer ilegible

hasta este punto la necrología en la edición de Graz? ¡Tonterías y liviandades! Mozart murió antes de cumplir los treinta y seis años de edad, y, sin embargo, recorrió todas las etapas de la vida, sólo que lo hizo más rápidamente que

los mortales comunes. A los treinta años de edad es infantil y sabio al mismo tiempo; une la suprema fuerza creadora con el máximo entendimiento del arte; mira las cosas de la vida y el tras- fondo de las cosas de la vida; conoce, antes

de su fin, aquella sensación segura del desenlace que consiste en que la vida pierde todo atractivo. (De Francfort, 30 de septiembre de 1790): «Si la gente pudiera ver dentro de mi corazón, debería avergonzarme. Todo me pa-

rece frío, frío como el hielo. Si usted estuviera conmigo, podría yo quizás sentir un placer mayor en el afecto de los que encuentro aquí. Pero como están las cosas, todo es tan vacío...».

Y aun es más expresivo cinco meses antes de su muerte (7 de julio de 1791): «No puedo describir lo que experimenté: una especie de vacío que me hace un mal terrible, una especie de anhelo que nunca queda satisfecho, que nunca

cesa y que siempre persiste e incluso crece cada día...». Seguramente no es añoranza de la esposa —como quiere dar a entender y tal vez lo creía él mismo— lo que hay tras ese «cierto vacío», esa «cierta añoranza», sino que era el

presagio de la muerte. ¡Quién sabe si Constanze lo comprendió! Se puede dudar de ello, pues no era capaz de seguir a esas regiones a Mozart. No era ni siquiera una buena ama de casa, nunca la cuidó, sino que en lugar de

facilitar la vida y el trabajo de su esposo, por medio de cierta comodidad exterior, participó alocadamente en la bohemia de su vida. Mozart, en cambio, trató de hacerle la vida lo más cómoda posible con sus tiernas atenciones, cuidados estos de

los cuales tenía ella, a causa de sus numerosos embarazos, suma necesidad. Entre el mes de junio de 1783 y julio de 1791, nacieron no menos de seis niños, cuatro varones y dos mujeres, de los cuales sobrevivieron sólo el segundo

y el último. Mozart estaba atado a ella por una atracción sensual como lo demuestran en forma inequívoca algunas de sus últimas cartas; se han destruido o se han convertido en ilegibles otros testimonios. Ella había heredado de su

padre cierta musicalidad; mamá Weber carecía totalmente de talento musical y Mozart afirmó una vez después de llevarla a una representación de La flauta mágica (octubre de 1791): «Lo que ocurre en su caso es

probablemente que quiere ver la ópera, no oírla». Pero Constanze no tiene mucho talento, ni como cantante ni como intérprete de la música, y es significativo que Mozart no terminó ninguna de las composiciones que le estaban

destinadas; éste es el verdadero juicio sobre su musicalidad. Era completamente inculta y no sabía cómo portarse cada vez que esto era necesario. Como estimaba útil ganar el corazón de su futuro suegro y de su

futura cuñada, escribe el día 20 de abril de 1782, al pie de una carta de su prometido, la posdata siguiente, que permite conocer en conjunto el estado de ánimo y el grado de cultura de su autora:

«Muy estimada y apreciada amiga. »Nunca habría tenido el atrevimiento de ceder a mi deseo y anhelo de escribirle, estimadísima amiga, si su señor hermano no me hubiera

asegurado que usted no tomará a mal este paso que doy movida por el abrumador deseo de comunicarme por lo menos por escrito con una persona desconocida, sí, pero estimabilísima, por el solo

hecho de llevar el nombre de Mozart. Se enojará usted si oso decirle que yo —sin tener el honor de conocerla personalmente sino sólo como hermana de su tan digno hermano— la aprecio y amo...

y me atrevo a pedir su amistad; sin ser una persona soberbia, puedo decirle que en parte ya la merezco y que trataré de merecerla enteramente; ¿me es lícito ofrecerle la mía (que le he otorgado desde

hace mucho tiempo secretamente en mi corazón)? ¡Oh, sí! Lo espero... y en esta esperanza permanezco estimadísima y apreciadísima amiga sü

servidora obedientísima y amiga CONSTANZE WEBER »Le ruego bese las manos de su señor padre en mi nombre»4.

4 El original alemán contiene innumerables errores de ortografía.

Podemos imaginarnos que Leopold se habría encogido de hombros al leer esta diplomática epístola. La ligereza que Mozart creía observar en la hermana menor de Constanze, existía en no

escasa cantidad en ella misma; es conocida la carta de Mozart del 29 de abril de 1782 —tres meses antes de las bodas— en la que exterioriza a Constanze los más dulces y serios reproches por su conducta

ligera durante un juego de prendas: «... el menor reconocimiento sobre su conducta algo ligera en aquella oportunidad habría arreglado todo otra vez; y si usted, querida amiga, no quiere

considerarlo como agravio, todo será como antes. Usted experimenta ahora cuánto la amo. No me enciendo en cólera como usted; pienso, reflexiono y siento. Pero si usted renunciara a su

resentimiento, entonces yo sé que el mismo día seré capaz de declarar con absoluta confianza que Constanze es la novia honorable, virtuosa, prudente y leal de su honrado y devoto Mozart». Una sola

cita de una carta (16 de abril de 1789), escrita en Dresde, es suficiente para demostrar el gran cuidado de Mozart y también sus preocupaciones: «... Mi querida pequeña

esposa, tengo que hacerte cierto número de pedidos: »1.° Que no te pongas melancólica. »2.° Que cuides tu salud y te guardes de las brisas primaverales.

»3.° Que no salgas de paseo sola y preferiblemente no te pasees en absoluto. »4.° Que estés absolutamente segura de mi amor. Hasta la fecha no te escribí ni una sola carta sin

colocar ante mis ojos tu querido retrato. 5.° y último: Te ruego que me envíes más detalles en tus cartas. Me gustaría mucho saber si nuestro cuñado Hofer fue a visitarnos el día después de mi partida. Y si él viene tan

frecuentemente como me lo prometió. Si los Lange vienen con frecuencia. Si el retrato progresa. ¿Qué vida llevas? Todo esto es naturalmente de sumo interés para mí. »6.° Te ruego ser en tu conducta no sólo cuidadosa de

tu honor y del mío, sino también salvaguardar las apariencias. No te enojes por escribirte yo esto. Deberías amarme más todavía por estimar tu honor». Mozart no podía confiar en Constanze a propósito de los actos más

variados. En los últimos tiempos de su vida, debe ponerla sobre aviso contra las malas compañías, a ella, cuyo bienestar está para él por encima de todo. (Verano de 1791): «... hazme el favor de no ir al Casino. Primero: la

compañía es... ya sabes qué quiero decir... Segundo: no puedes bailar así como están las cosas..., ¿y sólo para mirar?... Bien, lo podrás hacer más fácilmente cuando tu mari- dito esté contigo». No está seguro, por ninguna

razón, de su fidelidad conyugal, y pensándolo así, cierta anécdota que conocemos por tradición oral, adquiere consistencia y una explicación inocente (cfr. H. Rollett, Mozart y Badén, Mozarteums-

Mitteilungen II, 4; agosto de 1920): «En el verano de 1791, el joven teniente V. Malfatti estaba sometido a un tratamiento médico con las aguas de Badén, para curarse las heridas de la última guerra

contra los turcos; y como rengueaba, estaba obligado a permanecer casi todo el día en su cuarto, situado en la planta baja. Allí estaba sentado a la ventana, leyendo y mirando frecuentemente por encima del libro la joven y esbelta mujer

de rizos negros que vivía enfrente, también en un departamento. Un día, hacia el crepúsculo, observa a un hombre bajito que se acerca furtivamente a aquella casa, que mira cautelosamente a su alrededor e intenta escalar la

ventana de la señora. Rápidamente acude rengueando el señor teniente, para protestar a su bella vecina y agarrar al hombrecito por el hombro. "¿Qué desea el señor aquí? La puerta no es ésa." "Espero que se me permitirá

entrar en el cuarto de mi esposa" —fue la respuesta. Era... Mozart que había llegado inesperadamente de Viena, para visitar a su Constanze, y quería, según su costumbre, sorprenderla doblemente por estar sentado, de noche, en su

estancia sin que nadie lo supiese, cuando ella volviera de su paseo higiénico a casa». Hay mucho que leer entre líneas, cuando escribe a Constanze a ese lugar de cura (25 de junio de 1791): «¡Cuidado con los baños! Y

duerme más..., no tan irregularmente, si no, me atormento... Estoy un poco inquieto sobre eso...». ¡Un poco inquieto! La digna esposa ha sabido poner las cosas en tal punto que no parece sino que ella debiera demostrar su

indulgencia con las escapaditas de su esposo con las sirvientas. De todo esto, nada queda demostrado; y ni siquiera el asunto «Hofdemel» prueba algo contra Mozart. Franz Hofdemel, canciller del tribunal, antes secretario

particular de un conde Seilern, era hermano de logia de Mozart; estaba casado con Magdalena, hija del director de orquesta Gotthard Pokorny, a la cual Mozart daba clase de música. Hofdemel se contaba entre los acreedores de

Mozart, quien le había pedido repetidas veces un préstamo, lo que expresa una carta que se ha conservado (abril de 1789), en la cual alude a la pronta admisión de Hofdemel en la logia. Cinco días después de la muerte de Mozart, intentó

asesinar a su esposa, a la sazón embarazada, produciéndole con una navaja de afeitar heridas en la cara y el cuello, después de lo cual se suicidó. Se atribuyó el acto a celos... Sin embargo, existen también

casos en los que son injustificados. La viuda recibió del emperador Leopoldo un subsidio de 560 florines; el escándalo público la obligó a irse a vivir a casa de su padre, a Brünn, donde dio a luz a un

varón, Johann von Nepomuk Alexander Franz. No se sabe si el niño fue hijo de Mozart o de Hofdemel, pero llama la atención que llevaba los nombres tanto de Johann Wolfgang Amadeus como de Franz.

La única mujer contra la cual Constanze hubiera podido sentir celos justificados, una mujer que ocupaba no sólo los sentidos de Mozart, era Anna (Nancy) Selina Storace, su primera «Susana». Nació en 1766 en Londres; su padre era

italiano, el tocador de bajo Stefano Storace, su madre inglesa; su hermano Stephen, alumno de composición de Mozart, era un alumno digno del maestro, como lo prueban sus preciosas óperas bufas. Estudió canto con Razzini,

yendo luego a Italia, donde se perfeccionó en el «Ospedaletto» de Venecia. Desde 1780 cantó públicamente en Florencia, Parma y Milán, llegando en 1783 a Viena. Su destino matrimonial se pareció al de

Mozart: en 1784 cometió la tontería de casarse con su compatriota John Abraham Fisher, que tenía veintidós años más que ella, era violinista, compositor, bachiller y doctor en música de Oxford y pasaba en 1784 por

Viena, en un viaje artístico. La maltrataba tanto, que el emperador, airado, lo echó de sus dominios. Anna Selina adoptó otra vez el apellido de su padre, y durante toda su vida mantuvo cuidadosamente en secreto su matrimonio entre

sus compatriotas. Se puede presumir que Mozart y ella se hallaron en un estado de pleno entendimiento mutuo. Era hermosa, digna de ser amada, artista y cantante consumada; su sueldo en la ópera italiana de Viena era, por aquella

época, de un monto increíble. La escena y aria Ch'io m'accordi di te (Que yo te recuerde), K. 505, para soprano, piano obligado y orquesta, fue dedicada a ella: «Para la señorita Storace y yo», se lee en el índex temático de Mozart y el

autógrafo dice: «Compuesto para la señora Storace por un servidor y amigo, W. A. Mozart, el 26 de diciembre de 1786». Consiste en un dúo acompañado entre la voz humana y el piano, una

declaración de amor en sonidos, la transfiguración de una relación en una esfera ideal por no poderla realizar. Por suerte, Constanze no era sensible a esas cosas. Mozart planeaba emprender aquel viaje a Londres, en 1787, que,

como dijimos, fue impedido por su padre, en compañía de la Storace, su hermano y el tenor Michael Kelly. Sin embargo, quedó en relaciones epistolares con Anna Selina. Nunca se ha sabido el destino de esas cartas; sin duda, Anna

Selina las habrá custodiado como un tesoro y probablemente destruido antes de morir —falleció en 1817 en Dulwich— por no estar destinadas a ojos profanadores.

Muchas veces se ha censurado más o menos severamente la conducta de Constanze en ocasión de la muerte de Mozart y después de ella. Estaba enferma, desconsolada y no podía

impedir que el favorecedor de Mozart, el bibliotecario de la Corte Imperial, Gottfried van Swieten, ordenara sepultar al mísero cadáver, por economía, en una fosa común. Así ella no podía ni visitar la tumba de su

marido, ni adornarla, ni colocar una lápida conmemorativa, lo que se le ha reprochado también sin razón alguna, por el solo motivo de que no podía encontrarse la tumba. Sólo después de

muchos años, en 1808 o 1809, fue al cementerio de San Marcos en busca del lugar, y supo, en aquella oportunidad, que las tumbas en común se dejaban intactas sólo durante siete años. El día de su muerte

escribió en el álbum de su esposo, debajo de una anotación de él para su amigo Barisani, lo siguiente: «Lo que escribiste en esta hoja un día a tu amigo Sigmund Barisani, doctor en

Medicina, lo escribo, profundamente dolorida, ahora a ti, muy amado esposo mío. Mozart, inolvidable hombre para mí y para toda Europa, ahora has ganado merecido reposo para toda la

eternidad. A la una de la madrugada del 4 al 5 de diciembre de este año abandonó, en su 36 año de edad —¡oh cuán precozmente! —, a este mundo bueno pero ingrato. ¡Oh Dios mío!,

durante ocho años nos unieron los lazos más tiernos e indestructibles de esta vida. ¡Ojalá pueda yo estar unida contigo pronto, para toda la eternidad!

»Tu afligidís ima esposa,

C O N S

T A N Z E

W E B E

R V O N

M O Z A

R T

. » No pongo en duda la fecha 5 de diciembre, pero sí el año 1791; pues la anotación se hizo

mucho más adelante. Constanze, en aquel entonces, no tenía la menor idea de que su esposo era inolvidable para toda Europa. La creciente fama mundial de Mozart despertó en ella, poco a poco, la

comprensión de quién era el hombre que un día la había sacado del Auge Gottes (Ojo de Dios) y al lado del cual había vivido durante nueve o diez años. Contribuyó a esa inteligencia el valor material

acrecido de los manuscritos inéditos de Mozart, de los cuales poseía todavía gran número —pues de las más de 600 obras de Mozart se habían publicado sólo más o menos 70

— y que ella cuidaba amorosamente. Con esto podemos despedirnos de Constanze Mozart. Sin embargo, debemos concederle también algunas palabras amables, pues después de la muerte de

Mozart aparecieron algunas cualidades buenas, entre ellas —lo que resulta tragicómico— incluso un marcado sentido innato para los negocios, del que Mozart, en vida, había carecido totalmente. Pocas semanas después de su muerte

vende, al rey de Prusia, ocho manuscritos de Mozart en 800 ducados, equivalente a más o menos 360 libras esterlinas; dispone conciertos en memoria de Mozart y en beneficio de ella; vende algunas obras de su esposo. Como su madre, a la

sazón, empieza por alquilar una parte de su departamento. Tuvo por inquilino al consejero de la legación danesa Georg Nikolaus de Nissen, nacido en 1761, un gran admirador de Mozart. Se hizo su amigo y consejero, compilando todas

las cartas que atañen a la venta de los manuscritos dejados por Mozart al editor Johann Anton André de Offenbach. Cuando Nissen, en 1809, fue llamado de regreso a Copenhague, legitimó sus relaciones con Constanze, que ahora firma

sus cartas como Constanze de Nissen, consejera de Estado, viuda de Mozart. Bajo la influencia de Nissen se convierte en una buena madre de sus dos hijos, Karl Thomas y Wolfgang Amadeus, de los cuales el menor parece haber

heredado del padre cierto talento. Vivió durante diez años, de 1810 a 1820, con Nissen en Copenhague; luego, lo que no deja de ser extraño, la pareja se traslada a la patria de Mozart, por desear Nissen establecerse en las cercanías de

los baños de Gastein y, probablemente, también estar cerca de las fuentes de la historia juvenil de Mozart. Constanze permanece en Salzburgo también después de la muerte de Nissen, acontecida en 1826, y así viven

en Salzburgo al mismo tiempo dos ancianas, que en su juventud estaban relacionadas con Wolfgang Amadeus: su hermana Anna Maria y su esposa Constanze, sin tratarse mutuamente.

En 1828 publicó Constanze la primera biografía de Mozart, preparada todavía por Nissen, que da sólo una idea muy convencional de la grandeza de Mozart, limitándose a lo puramente biográfico; e incluso en esto, no carece de

omisiones y hasta inexactitudes. Pero era la primera y posee, hoy todavía, cierto valor, por contener algunos documentos que se han perdido. Después de la muerte de Nissen, hospedó Constanze en su casa a su

hermana menor Sophie Haibel, que era también viuda, y al final pasó también Aloysia Lange sus últimos tiempos en Salzburgo. Constanze murió en 1842, sobreviviendo a Mozart cincuenta años. Consérvanse varias cartas de

ella, principalmente dirigidas a sus hijos, así como también un diario que abarca los años de 1824 a 1837. Las cartas reflejan en su mayoría las opiniones de Nissen; son de tipo burgués e insulsas, sin una sola palabra que revele espíritu, idealismo o

humor. En los diarios se alterna el sentido para los negocios con nimiedades. Como en el pasado, en Badén, cerca de Viena, aprovecha ahora Constanze de los baños de Gastein: «Hoy, el 19 de septiembre de 1829, me bañé

felizmente por séptima vez; antes tomé café, como habitualmente, a las 5,30, y después de haberme lavado la cara y la boca, fui a visitar al señor Roe- singer en el baño, pero encontré en su lugar a un forastero, que, llegado de

Londres, me contó muchas cosas de esa ciudad y me prometió llevar allí algunas cartas mías. No sé todavía cómo se llama. Es un hombre muy agradable. Después fui a mi cuarto a preparar la ropa de baño y cuando el cuarto estuvo

desocupado entré con Mona, quien se bañó conmigo un buen cuarto de hora, pero yo misma me quedé una hora entera; luego me acosté para descansar un poco, tomando media taza de infusión de manzanilla, y en seguida me

puse a escribir todo esto. En este momento vino el doctor Storck, que me encontró, gracias a Dios, muy bien. Esto, hasta las 11; lo que sigue, escribiré más adelante; a las 11,30 fui a la calle para pasear un poco».

CATOLICISMO

I V

Y FRANCMASON ERÍA

La posición adoptada por las personas cultas de fe

católica frente a su religión, en el siglo xvin, ha sido definida muy elegantemente por «Madame», Isabel Carlota, que escribe de su esposo, hermano de Luis XIV, que desmentía la afirmación de ser devoto, pues en la corte de Francia la moda

exigía a veces representar el papel de librepensador (1691): «... dicho entre nosotros, es también devoto, pues esto le divierte, y como le gustan las ceremonias, le complace todo lo que es devoción...». La familia Mozart no podía

permitirse una posición tan aristocrática. Para ella, religión era algo muy diferente de una mera diversión; así, Leopold pretende de su esposa y. de sus hijos una obediencia harto severa de las prescripciones eclesiásticas: frecuentar la

iglesia, observancia de los ayunos y plegaria. Sin embargo, Leopold Mozart era hombre demasiado racionalista y perspicaz para no permitirse algunas libertades de pensamiento, precisamente por cumplir

concienzudamente él y su familia el ceremonial de la religión. Leopold, destinado a clérigo, se fisga de sus fautores eclesiásticos, tal vez precisamente por haber observado sus maquinaciones entre bastidores, en Salzburgo

y Augsburgo; y si alguna vez ha sido un santurrón, ha vuelto sin embargo a la patria de su gran viaje de 1763 a 1766 con miras mucho más amplias, como lo demuestran palmariamente sus cartas.

En Italia, los Mozart han podido observar la honda irreligiosidad que el alegre ceremonial de la Iglesia más bien manifiesta que oculta. La tensión con el dueño contribuyó cada vez más a que los Mozart distinguieran entre

Dios y sus representantes en la tierra; no se encuentra en las cartas de Wolfgang ni una sola palabra de estimación de aquellos representantes, exceptuado el digno padre Martini, de Bolonia, en el que, sin embargo, los Mozart

veneraban más al músico y hombre docto en el arte musical que al franciscano. Con todo, los Mozart han sido católicos sinceros. La religión era para ellos una convención venerable, una garantía de conducta moral.

Durante el largo viaje de Wolfgang, las amonestaciones de Leopold para que cumpla con los deberes religiosos empiezan ya en Augsburgo, y se hacen particularmente insistentes cuando su hijo se halla en Mannheim y el padre

sospecha que se encuentra en un camino equívoco; y se repiten las protestas de Wolfgang (25 de octubre de 1777): «Papá no debe impacientarse, pues Dios está siempre ante mis ojos; admito su omnipotencia y temo su ira,

pero igualmente reconozco su amor, su compasión y su ternura para con sus criaturas. Jamás abandonará a los suyos. Cuando algo corresponde a su voluntad, deberá corresponder también a la mía. Entonces todo irá bien y yo debo

necesariamente ser feliz y estar contento». Son frases como sacadas de un catecismo. Pero de pronto se mezcla con esa fe en Dios cierto fatalismo que de ninguna manera corresponde a la mentalidad de Leopold (26 de noviembre de 1777): «¿Para

qué sirve la especulación superflua? No sabemos lo que acaecerá... ¡y aunque lo sepamos!... Es la voluntad de Dios...». Estas palabras no tranquilizan a Leopold, que es más propenso a la influencia activa sobre la voluntad de

Dios. Indica a Wolfgang la confesión y trata de inducirlo por este medio a la reflexión sobre sí mismo (15 de diciembre de 1777): «¿Debo preguntar si Wolfgang no es tal vez un poco laxo en cuanto a la confesión? ¡Dios ante todo!

De sus manos recibimos nuestra felicidad terrenal; y al mismo tiempo debemos pensar en nuestra salud eterna. A los jóvenes no les gusta oír hablar de estas cosas; lo sé, por haberlo sido yo también. Pero, gracias a Dios, pese a mis

travesuras juveniles, siempre me he salvado. Evité todos los peligros para mi alma y tuve siempre ante mis ojos a Dios, a mi honor y a las consecuencias, las peligrosísimas consecuencias de la locura...». Pero Wolfgang se imagina a Dios más bien

como guía de nuestros destinos, cuyas deliberaciones o condenas debemos aceptar con fatalismo. Esto se manifiesta particularmente en ocasión de la muerte de su madre: «¡Era el destino! Dios podía conservármela, pero me

la quitó, por lo que no me queda más que aceptar con resignación su inescrutable voluntad». Cuando la ejecución de su sinfonía para el concert spirituel termina felizmente —pues ¿qué se puede saber con antelación, siendo el

público de París tan bárbaro? —, escribe (3 de julio de 1778): «Fui al palacio real, donde encontré gran frialdad, recé el rosario como lo había prometido y regresé a casa...». En Viena, parece que la ruptura con el arzobispo le

permitió un lenguaje más libre sobre los preceptos de la Iglesia, y tales frases han sido referidas al padre. Wolfgang se defiende (13 de junio de 1781): «Mi error principal es que, aparentemente, no actúo siempre como debiera. No es

cierto que me haya jactado de comer carne todos los días de ayuno; sino que dije que no tendría escrúpulos en hacerlo y que no lo considero pecado, opinando que ayunar significa abstenerse, es decir, comer menos que de costumbre. Voy

a misa todos los domingos y días de fiesta, y si me alcanza el tiempo también en los días laborables, y esto, mi padre, ya lo sabes...». No obstante, no se puede negar que en los años posteriores la religión le sirve para apoyar su tesis de que

tiene la obligación de casarse con Constanze. Después de las bodas, sigue, sin embargo, un verdadero estallido de devoción (17 de agosto de 1782): «Olvidé contarte que el día de la Porciúncula mi esposa y yo hicimos nuestras

devociones juntos en los teatinos. Aunque no fuera la piedad lo que nos moviera a ello, habríamos debido hacerlo, sin embargo, por la amonestación de casamiento, sin lo cual no hubiéramos podido casarnos. En realidad,

mucho tiempo antes de casarnos, hemos asistido juntos a misa e ido a confesarnos y comulgado juntos; me di cuenta de que nunca he rezado con tanto fervor o que me he confesado y comulgado tan devotamente como al lado de

ella...». Así como había hecho el voto, en París, de rezar un rosario por el éxito de su sinfonía, así hace ahora voto de escribir una misa por el feliz desenlace de su compromiso: es la misa solemne, en do

menor, que ha quedado inconclusa... Nos preguntamos cuál es el carácter de la música eclesiástica de Mozart. ¿Es católica, en realidad? ¿Es legítima? ¿Es eclesiástica? Hubo y hay, en cuestión de

música de iglesia, cierto concepto extremista que rechaza la mayor parte de la producción musical eclesiástica de los siglos XVII y xvill, y considera también las misas, letanías, motetes de Mozart y de Haydn como

mundanos y contrarios a la liturgia. Admite sólo la música litúrgicamente intachable; su ideal es la polifónica «a cappella» del siglo xvi, carente de pasión, por lo menos en apariencia. Pero entonces debería ser impugnada

también la catedral de San Pedro, en Roma, de Miguel Ángel, la iglesia de los Santos Ignacio y Javier, de Vignola, en Roma, o la de San Carlos, en Viena. La comparación con la arquitectura nos ayuda mucho en nuestro juicio sobre ello;

pues, en la Alemania meridional, Baviera y Austria, abundan las iglesias del siglo XVIII, que carecen de todo misticismo y toda severidad, pero encierran una amena solemnidad y una solemne amenidad; yérguense

columnas torcidas en espiral, resplandecen los altares de púrpura y gualda; en claras pinturas del cielo raso se regocijan alrededor de la Santísima Trinidad cortejos de santos y ángeles. Bien productos de arte tosco o

prodigios del arte más refinado, como la iglesia de Wies, lugar de peregrinación en la Alta Baviera, no son mundanas sino que poseen una honda religiosidad infantil que no por eso revela menor devoción y alabanza de Dios

que el más puro arte gótico o el imitado de los siglos XIX y xx, por muy perfectamente reproducido que esté. Lo que musicalmente corresponde a estas iglesias son las misas y letanías de Mozart y sus himnos Sancta Maria y Ave

verum. Aunque como católico haya tenido épocas más críticas o más emancipadas, en sus obras eclesiásticas es religioso, incluso en el sentido más profundo de que se trata de obras de arte «católicas», es decir, cerradas en sí mismas,

sin problemas, sin romper con lo convencional. De esto se hablará más adelante, cuando tratemos de Mozart como músico. Pero mencionamos ya aquí a Beethoven, ese católico del Rhin, que aunque es católico

en su Misa solemne —¡pues, cómo se podría componer una misa sin fe!—, es, sin embargo, también crítico. Su fe no ha sido conquistada sin lucha, y su plegaria de paz no se hace sin la reminiscencia de lucha y guerra «interior y exterior». En

Mozart, lo eclesiástico tiene una inquebrantable firmeza de la fe y una gran seguridad artística; en ello pertenece todavía a aquellos tiempos en los que el hombre como individuo no pensaba todavía en aclarar su posición frente a

Dios y lo divino. Dios es el Padre y María la Madre Virginal, a la que se puede recurrir con particular fervor mediante la plegaria con la convicción de ser escuchado; y la plegaria implica ya su satisfacción. Si alguna vez un

gran músico fue compositor católico, lo ha sido Mozart. El día 4 de abril de 1787 escribe Mozart a su padre: «En este mismo momento acabo de recibir una noticia que me aflige mucho, tanto

más cuanto presumí, por tu última carta, que estás muy bien. Pero ahora leo que en realidad estás enfermo. No necesito decirte con qué ansia espero de ti una noticia tranquilizadora. La espero todavía aunque he tomado la

costumbre, ahora, de estar preparado para lo peor en todas las cosas de la vida. Como la muerte, considerándola con estricta lógica, es la certera conclusión de nuestra existencia, he entablado, durante los últimos años,

relaciones tales con este mejor y más fiel amigo de la humanidad, que su imagen ya no encierra terrores para mí, sino un verdadero alivio y consuelo. Y así agradezco a Dios por proporcionarme graciosamente la oportunidad

(ya sabes lo que quiero decir) de aprender que la muerte es la llave que abre la puerta hacia nuestra verdadera felicidad. Nunca me acuesto sin pensar en que, a pesar de mi juventud, no me gustaría vivir para ver otro día. Ni uno de

mis conocidos puede decir que en sociedad sea yo aburrido o gruñón. Por esta bendición agradezco a mi Creador, deseando con todo mi corazón que cada uno de mis semejantes pueda gozar de ello. En la carta que madama

Storace se llevó, te expresé mis puntos de vista sobre eso, refiriéndome a la triste muerte del queridísimo y muy amado amigo, el conde de Hatz- feld. Tenía exactamente treinta y un años, que es también mi edad. No estoy triste por él sino que

me compadezco sinceramente a mí mismo y a todos los que lo conocían tan íntimamente como yo. Espero y confío en que, mientras te escribo esto, te sientas mejor. Pero si, contra lo que espero, no te has repuesto aún, te imploro, por..., que no

ocultes, que me digas toda la verdad o que encargues a alguien que me lo escriba, para que yo pueda correr a tus brazos lo más pronto que me sea humanamente posible. Te lo suplico por todo lo que nos es sagrado».

¿Qué había ocurrido? Si bien en esta carta se habla todavía de Dios, es harto difícil creer que un sacerdote católico se hubiera deleitado en leer tal epístola. La idea de la muerte no causa el arrepentimiento o el temor de morir en el estado

de pecado, ni se prepara mediante la confesión y la absolución, sino, por el contrario, el propósito de vivir tanto más intensa y alegremente. Mozart y su padre se habían convertido en francmasones. Mozart había

ingresado primero, hacia fines de 1784, como hermano en una de las menores de las ocho logias de Viena, que se llamaba «Benevolencia», y Leopold le siguió durante su visita a Viena, el 6 de abril de 1785. Cuando una orden imperial,

de principios de 1786, agrupó a esas logias en tres mayores, se fundió la «Benevolencia» con la «Esperanza coronada», formando la «Esperanza renovada». ¿Hubo en la entrada de Mozart en la francmasonería

una contradicción con su catolicismo? Sí y no. Un buen católico en aquella época podía convertirse también en francmasón; por supuesto, debía ser un católico «moderno» y exponerse al peligro de ser mirado por la

Iglesia con desconfianza y desaprobación, y Mozart era un católico apasionado. Pero no era ya un buen católico en el sentido que daría a esta expresión un frailuco obscurantista y celoso. El destino de la francmasonería

en Austria era muy extraño. Francisco de Lorena, esposo de María Teresa, había sido introducido en la orden en La Haya, en 1731, por el embajador lord Chesterfield, y su joven esposa no se opuso; probablemente consideraba

dicha «escapada» de su consorte con menor recelo que sus aventuras ocasionales con las bellas damas de la Corte. La militancia del emperador, incluso impidió la proclamación de la Bula contra la francmasonería, que Clemente

XII había ya anunciado (23 de abril de 1738). Pero en 1764 la orden fue prohibida en cualquier forma, en todos los países hereditarios de la Corona, y pudo subsistir sólo clandestinamente. Cuando la emperatriz murió (1780),

pareció haber llegado una nueva era para la francmasonería en Austria y particularmente en Viena. Aunque el emperador mismo no fue hermano de la logia, los objetivos y las aspiraciones de la orden parecían estar de

acuerdo con sus ideales, por lo que se podía esperar nuevos impulsos y engañarse sobre la verdadera postura de José: escepticismo y desconfianza, hasta sarcasmo, que se refleja en medidas burocráticas. Después de la muerte de José

empezó el clero católico, y especialmente el ordenado, a llevar una cruzada contra las logias, como se sabe, con excelente resultado. Se consideraba que el pertenecer a una logia significaba una protesta contra la Iglesia, pues

uno de los escritos del jefe espiritual de las logias vienesas, la «Monaco- logia», del mineralogista Ignaz von Born, era una sátira sobre el monacato. Además, los austríacos pudieron observar, precisamente durante la

década 1780-1790, en la Baviera limítrofe, el destino de una orden similar, la de los «Iluminados». Esa orden había sido fundada en 1776 —un año antes de la muerte del Príncipe Elector Maximiliano José, muy católico pero también muy

bien intencionado—, en Ingolstadt, hasta entonces ciudadela del jesuitismo, por el joven profesor Adam Weishaupt, que enseñaba derecho natural y canónico, y que fue el primer docente secular en esa Universidad, en

la que hasta el año 1773 sólo habían profesado los jesuítas. Weishaupt era un idealista bullicioso, como lo demuestra su proyecto de los estatutos de la orden: «La sociedad secreta tiene por objeto unir de manera

perdurable en un solo haz a los hombres psíquicamente independientes de todos los continentes, pertenecientes a todas las castas y todas las religiones, y sin influir sobre su libertad de pensamiento, sean cuales fueren sus

opiniones y pasiones, mediante un determinado interés más elevado; entusiasmarlos en tal grado, que aun encontrándose en la más distante lejanía actúen como si estuvieran presentes, cuando estén subordinados;

como iguales, cuando sean muchos; como uno solo y que hagan de propia iniciativa lo que, desde que existe el mundo y los hombres, ninguna coacción pública ha sido capaz de obtener. La orden que persigue este fin se divide en tres

grados: el primero es la escuela preparatoria; el segundo la francmasonería con su sistema actual de las logias; el tercero y más alto grado consiste en los misterios. En el primer grado, la escuela preparatoria, el novicio asciende a

"Minervalis", de éste a "Iluminatus minor" y finalmente a "Magistratus". En el segundo grado, la francmasonería comprende los cargos de "Illumina- tus maior" o "Novicio escocés" e "Illuminatus dirigens" o

"Caballero escocés". En el tercer grado, los Misterios, hay cuatro cargos...». Suena a algo fantástico; pero Weishaupt había aprendido algo de los jesuítas: la voluntad de alcanzar el poder, la expansión de sus se-

cuaces, el postulado de la obediencia incondicional de sus miembros. Y la orden adquirió influencia en muchos lugares de Alemania, entre los príncipes, como el duque de Gotha; entre clérigos, como Karl von Dahlberg, el célebre

coadjutor de la arquidiócesis de Maguncia; entre hombres de cultura superior, verbigracia, el barón von Knigge, en Han- nover. Discordias intestinas condujeron al debilitamiento de la orden, y la doble

actividad de los empleados, como servidores del Estado y miembros de la orden, observada por el gobierno con desconfianza, condujo a su disolución en el mismo lugar de su fundación. El día 24 de junio de 1784 expidió Carlos

Teodoro una prohibición general de toda hermandad clandestina; la francmasonería en Baviera y el Palati- nado obedeció inmediatamente, y los «iluminados» debieron transigir en los años sucesivos. Weishaupt se refugió en los

dominios de su fautor en Gotha, y Baviera volvió nuevamente al obscurantismo, pues, para todo gobierno despótico, las medidas reaccionarias son premisa agradable. Carlos Teodoro es el molde de la Reina de la noche.

En la composición de La flauta mágica, el recuerdo del destino de la francmasonería en el país limítrofe influyó considerablemente sobre el tema. No se puede negar la agresividad de la francmasonería contra la

superstición, que la Iglesia favorece, y la ignorancia, que le resulta muy grata. No obstante, Mozart no percibió esa contradicción o pactó con ella. En el mismo año de su muerte escribió La flauta mágica, de carácter

francmasón, y empezó a componer simultáneamente el texto litúrgico de su Réquiem. Pero, ¿no entró algo francmasónico en la composición fúnebre de la Iglesia? Ésta es una pregunta a la que habremos de contestar

más adelante, cuando tratemos del carácter de su música. ¡Qué diferente es Mozart de Gluck, y de Haydn! De Gluck no existe, en absoluto, música de iglesia, religiosa sí, como su De profundis, pero ninguna misa, ninguna letanía, ningún

himno. Ignoro si Gluck era francmasón, y tampoco tiene importancia. Era hombre de mundo; la pertenencia a una logia no habría significado, para él, nada más que ser miembro de una sociedad más, así como figuraba como

miembro de la «Arcadia». Haydn era francmasón, pero aunque fuera un hermano menos tibio e indiferente de lo que era en realidad, su música habría experimentado íntegramente el influjo del ideal de la humanidad

francmasónica, en su expresión espiritual y musical. Al fin de su actividad creadora escribe nuevamente misas del todo ingenuas, aunque más maduras y de mayor envergadura, pero no esencialmente diferentes de

sus anteriores; y oratorios, en una mezcla de alegría y piedad que evidencian un nuevo sentido de la Naturaleza, pero ningún nuevo concepto humanitario. Para Mozart, el catolicismo y la francmasonería eran dos

esferas concéntricas; pero esta última representaba la más alta, más amplia, la que abarcaba más: el anhelo de purificación moral, la labor por el bienestar de la humanidad, la familiaridad con la muerte. Obsérvese también que un

temperamento como el de Mozart podía ser atraído por el elaborado simbolismo de la francmasonería. Mientras conocía perfectamente el simbolismo y el ceremonial de la Iglesia católica, los símbolos misteriosos de la logia eran

una novedad para él. Cabe perfectamente en su idiosincrasia, que en seguida comienza a burlarse puerilmente de ciertas particularidades en las costumbres de las logias. Los iluminados llevaban nombres

semejantes a los de los miembros de la «Arcadia» de Roma; sólo que no eran nombres fantásticos de pastores, sino arcaicos o bíblicos. El duque de Gotha se llamaba Timoleón; el príncipe Fernando de Brunswick, Aarón; el

coadjutor de la arquidiócesis de Maguncia, Cresciente; el barón de Knigge, Filón. El día 15 (o 14) de enero de 1787 escribe Mozart a su joven amigo Gottfried von Jacquin, de Praga a Viena: «Ahora, adiós, queridísimo amigo,

¡queridísimo Hikkiti Horky! ¡Es éste su nombre, debe saber! Nosotros inventamos nombres para nosotros en el viaje. Aquí están: Yo soy Punkititi; mi esposa, Schabla Pumfa. Hofer es

Rozka Pumpa. Stadler es Noschibi Kitschibi. Mi sirviente Joseph es Sagadarata. Mi perro Gonckerl es Schomanntzky. La señora Quallenberg es Runzifunzi. La señorita Crux es Rambo Churimuri. Freistádtler es

Gaulimauli. Tenga la bondad de participarle su nombre». El nombre de Gaulimauli, incluso, pasó a ser un canon para Mozart... Sería tiempo perdido querer penetrar en el sentido más profundo de los nombres de esta hermandad masculina

y femenina; pero su invención debe haber divertido infinitamente a Mozart, lo que se explica únicamente comprendiendo su sentido imitativo. Algunas semanas y algunos meses después de tal diversión infantil, Mozart

escribe, respectivamente, el rondó para piano en la menor y el quinteto en sol menor. Lo que indujo a Mozart a entrar en la logia fue tal vez la sensación de su honda soledad como artista y la necesidad de una amistad incondicionada.

En la logia, él, a quien el conde Arco había tratado a puntapiés y el arzobispo como un criado, como hombre de genio era equiparado a los aristócratas y gozaba los mismos derechos que ellos. Escribe la música fúnebre «en ocasión de la

muerte de los hermanos Mecklemburg y Esterházy», es decir, el duque Georg August de Mec- klemburg-Strelitz y el conde Franz Esterházy de Galantha, no por encargo pagado sino como hermano a los hermanos. Agréguese que

entre los músicos no tenía amigos, por lo menos ninguno íntimo. Probablemente pueden exceptuarse su amadísimo amigo paternal Jo- hann Christian Bach y Joseph Haydn, además de Hoffmeister, al que pagaba sus

deudas mediante composiciones, pues éste no sólo era compositor sino también editor; y el honrado viejo Albrechtsberger, que más adelante fue maestro de Beethoven.

Mozart no era de ninguna manera un buen compañero. Nos asombramos y afligimos cada vez que en sus cartas, aunque se trata de carácter privado, encontramos los juicios más crueles sobre sus contemporáneos y colegas en

música, como Jommelli, Michael Haydn, Beeké, el abate Vogler, Schweitzer, Clementi, Fischer, Hássler y muchos otros más. Su elogio de los músicos es reticente; aun para aquellos a quienes Mozart debe mucho: Gluck,

Boccherini, Viotti, Myslivecek; y contra Gluck, tanto Leopold como Mozart tuvieron durante toda su vida una gran animadversión. En asuntos de música, Mozart no conoce compromisos, y su claro espíritu de observación le

permite descubrir —así como acontece también en los niños — los lados ridículos y endebles de un hombre más fácilmente que los de valor. Y una disposición tal no debe haber quedado oculta, tampoco, en la vida, en el trato

personal. Sólo así puede explicarse la oposición de un Salieri, oculta tras una excesiva cortesía, o la ruda maldad de un Leopold Antón Koze- luch, para no citar las infinitas mediocridades, en las que una superioridad inaccesible e

inconmensurable suscita, sin remedio, un odio irreconciliable contra quien la posee. Sin embargo, los éxitos de Mozart no eran suficientes para explicar tanto odio; por otra parte, no se desconocía su mala lengua. Joseph Haydn se

entera, en 1791, en Londres, de que Mozart se había expresado desfavorablemente acerca de él. «Se lo perdono.» Esa hablilla seguramente no corresponde a la verdad. Solamente es lamentable que Haydn pudiera creerla.

PATRIOTI

V

SMO Y CULTURA

Mozart no era un hombre políticamente interesado. Había nacido súbdito del

arzobispo de Salzburgo y murió empleado al servicio del emperador romano; sin embargo, notamos ya que la lealtad no era una virtud específica de la familia Mozart, y que, en el caso de Colloredo, Wolfgang Amadeus pasó a la

rebelión abierta. Tampoco se desarrolló en él ninguna afición por José II; y para los potentados del tipo del lujurioso Príncipe Elector del Palatinado, Carlos Teodoro, o el de Würtemberg, Carlos Eugenio, carcelero de los

Rieger, Moser, Schubart, no podía sentir ni siquiera respeto, por tener Mozart abiertos los ojos para las manifestaciones humanas, demasiado humanas, de esos altísimos personajes. Basta leer lo que relata de la llegada de

Pablo I, Gran Duque de Rusia (24 de noviembre de 1781): «Ahora tenemos aquí la Gran Bestia...». En Mozart no se encuentra ni traza de servilismo; en esto es un hombre completamente moderno, democrático;

mientras, por el contrario, Gluck, por ejemplo, pese a su orgullo personal, se sentía siempre al servicio de los Habsburgo, y Haydn no se despojaba nunca del todo del uniforme de lacayo, que estaba obligado a llevar al servicio de

los Esterházy. Mozart había viajado demasiado para no mirar también por encima de los límites de casta. Así, ocasionalmente, se convierte también en patriota alemán, como demuestra la carta citada muchas veces al profesor de

poesía en Mannheim, Antón von Klein (21 de marzo de 1781). Klein, abastecedor de libretos para la ópera alemana bajo Carlos Teodoro, había escrito el libreto Emperador Rodolfo de Habsburgo, que ofreció a Mozart para que

escribiera la música de la ópera. Pero Mozart vacila y quiere saber, ante todo, algo sobre las posibilidades de representar una ópera tal, y describe todas las dificultades e insuficiencias que encuentra

la representación de la ópera alemana en Viena: «Si existiera aquí un solo patriota encumbrado en algún cargo, las cosas marcharían de otra manera. Entonces, quizá, el teatro nacional alemán, que empezó a brotar tan

vigorosamente, comenzaría ahora a florecer; y sería una tacha imperecedera sobre Alemania, si los alemanes comenzáramos seriamente a pensar como alemanes, a actuar como alemanes, a hablar en alemán y, ¡Dios nos

ampare!, a cantar en alemán». Es extraña la similitud de esta carta con una dirigida también a la región renana: la del emperador José II, el coadjutor de Maguncia, Dahlberg, citada por Vehse II, 8, p. 235 (13 de julio de 1787): que dice

«sentirse orgulloso por ser alemán. Si nuestros buenos compatriotas alemanes pudieran acostumbrarse, por lo menos a un modo patriótico de pensar, si no padecieran ni de galomanía, ni de anglomanía, ni de prusiomanía, ni

de austromanía, sino que tuvieran una opinión suya propia, no tomada en préstamo de otros...». Sin embargo, José II ha podido imaginarse una Alemania unida sólo bajo la hegemonía habsburguesa y la patriótica

exclamación de Mozart no le impidió, por suerte, que compusiera sus Bodas, Don Giovanni y Coslfan tutte. Y por igual suerte, no ha escrito nunca una ópera alemana patriótica del tipo de Günther de Schwarzburg o El emperador

Rodolfo de Habsburgo, sino la fábula musical El rapto del serrallo, con la inesperada solución humana en la escena final, y La flauta mágica, una comedia con tramoya de suburbio, que, empero, en realidad es una pieza que

abarca toda la Humanidad. Basta comparar el germanismo su- pra-nacional y humano de Mozart con la manera mezquina de subrayar su cualidad de alemanes de los compositores de óperas tudescas contemporáneos Hiller,

Neefe, Benda, Wolf, y su búsqueda de la «naturaleza» no sólo en la ópera sino también en el lied; su sátira patriótica, que se dirige contra el «pathos y el sonido vacío de muchas arias italianas» (I. Fr. Reichart, en las Cartas de un

viajero atento, II, pág. 101; 1776); su sarcasmo que se expande sobre nuestros «compositores alemanes italianizantes». Mozart habría podido sentirse ofendido, pues él era un compositor alemán italianizante, pero estaba de-

masiado por encima de todo patriotismo alemán barato. Mozart abrigaba simpatías y antipatías por las diversas naciones. No le gustaba la música francesa y sus experiencias en París le hicieron odiar también a la nación

francesa, por lo menos a los parisienses, que le parecieron muy cambiados (1 de mayo de 1778): «... los franceses no son en absoluto tan corteses como hace quince años, sus modales rayan en la grosería y son detestablemente engreídos...».

Ni en las cartas de Mozart ni en sus recuerdos se encuentra alguna alusión a la Revolución francesa, cuyos prolegómenos se desenvolvieron cuando él vivía aún; no le importaba en lo más mínimo. Por el contrario, desde su infancia

había conservado una predilección por Inglaterra y los ingleses, y personas de esa nacionalidad, como Stephen Storace y Thomas Attwood, pertenecían a sus alumnos, a los que él quería y que le conservaron su afición. Existe,

incluso, una composición de Mozart que celebra una hazaña heroica inglesa, la defensa de Gibraltar por Elliot y la huida de «Black Dick» (el almirante Richard Howe), que mediante un ataque por sorpresa proporcionó a la guarnición

asediada por los franceses y españoles los abastecimientos que le faltaban, obligando así al enemigo a abandonar el asedio que había durado algunos años. Una señora húngara que vivía en Viena, indujo a Michael Denis, ex je-

suíta, poeta y admirador entusiasta de Milton y Osián, a ensalzar la hazaña británica en una oda, y Mozart comenzó a escribir la música para ella, hacia finales de 1782. Pronto veremos por qué no la terminó.

A veces proporciona a su padre curiosidades políticas, sabiendo que a Leopold le gustaba seguir los acontecimientos mundiales con sabios comentarios, de lo cual se encuentran algunos ensayos particularmente en la

correspondencia de los últimos años de Leopold con su hija; se siente muy halagado por observar Mariana con admiración que se perdió en él un gran hombre de Estado. Cuando murió, repentinamente, Maximiliano

José, Príncipe Elector de Baviera, el 30 de diciembre de 1777, sin dejar descendientes directos, el emperador José hubiera agarrado con muchas ganas aquella presa si no hubiese llegado tan rápidamente a Munich el

heredero legítimo, Carlos Teodoro, y no hubiese tenido una poderosa protección a sus espaldas: los granaderos y los cañones del rey de Prusia, el «viejo Fritz» (Federico el Grande). José quedó con las manos vacías y Wolfgang

envía a su padre la sátira rimada contra el emperador que en los dos últimos versos arroja, majestuoso, su piel de zorro:

Bayern, seyd ruhig: ich komme zu schützen Und das Geschützte zu besitzen. «Bávaros, calmaos, acudo para protegeros

Y para poseer lo protegido.» Siente una animadversión específica contra el militarismo, en lo que concuerda íntimamente con Leopold, el que tiene

oportunidad de pronunciarse, en Ludwigsburg, sobre el costoso militarismo, que considera un juego de niños, del duque Carlos Eugenio de Würtem- berg, que en el pequeño país mantenía un

ejército de 15.000 hombres, cuya existencia se debía a la corrupción y la miseria del país entero, un ejército que, por lo demás, se dio a la fuga en cuanto entraron las tropas revolucionarias francesas.

Leopold escribe (11 de julio de 1763): «Ludwigsburg es un lugar muy singular. Es una ciudad cuyas murallas están formadas más por los soldados que por los setos y los enrejados de los jardines.

Bávaros, calmaos, acudo para protegeros Y para poseer lo protegido. »Cuando escupes, escupes en el bolsillo de un oficial o en la cartuchera de un soldado.

En las calles no se siente nada más que: ¡Alto!, ¡Adelante, marcha! A derecha, a izquierda y por todos lados no se ven más que armas, tambores y material de guerra. A la entrada del castillo están dos

granaderos y dos dragones a caballo con gorros de granaderos en la cabeza y corazas en el pecho, espadas desenvainadas en las manos y encima de sus cabezas un bonito techado de estaño, en

lugar de una garita. En una palabra, será imposible encontrar un cuidado mayor en disciplinar a los reclutas, o más hermosos cuerpos de varones. Tú ves allí sólo hombres del tipo de granadero

y todo sargento mayor cobra cuarenta florines al mes. Te hará reír esto; en realidad, es ridículo. Mirándoles desde la ventana, me parecía ver a soldados que representan su papel en alguna ópera.

¡Imagínatelos así!: Son todos exactamente iguales y cada día peinan su cabello no en mechones lacios como cualquier hombre insignificante lo hace con el propio, sino en innumerables

rizos peinados hacia atrás y empolvado con polvo blanco como la nieve, mientras que su barba está teñida de color negro como el carbón». Y Wolfgang le hace eco escribiendo (18 de diciembre

de 1778) de la residencia imperial bávara: «Lo que me parece verdaderamente ridículo es la formidable organización militar; quisiera saber para qué sirve. Durante toda la noche se siente

continuamente gritar: "¿Quién vive?" y la respuesta invariable: "¡Adivínalo!"». ¡Qué habrían dicho los Mozart, el padre y el hijo, de los siglos XIX y XX militarizados gracias a la incurable estupidez de esta

raza humana! Demuestran, por lo demás, estar plenamente acordes con un gran contemporáneo de ellos, Víctor Alfiero, que visita Berlín en 1763: «Entrando en los Estados del Gran Federico, que me

parecieron la continuación de un solo cuerpo de guardia, sentí duplicarse y triplicarse en mi interior el horror por ese infame oficio militar; infame y única base de la autoridad arbitraria que es siempre el

fruto de tantos millares de satélites pagados... Salí de ese cuartel universal prusiano... aborreciéndolo profundamente (Autobiografía)». Mucho más que los grandes acontecimientos

mundiales, interesan a Mozart las pequeñas cuestioncillas políticas, pues aquí actúan personas a las que conoce. Una frase que empleó referente a uno de esos asuntos, lo hace sospechoso de antisemitismo. El día 11 de septiembre de

1782 escribe a su padre: «La judía Eskeles ha resultado sin duda ser un buen y útil instrumento menor para romper la amistad entre el emperador y la corte prusiana, pues anteayer fue detenida en Berlín para que el rey

experimentase el placer de su compañía. Es en realidad una cerda de primera. Además es la única causa de la desgracia de Günther, si es en realidad una desgracia pasar encerrado dos meses en una bella estancia (con permiso para

tener todos sus libros, su piano, etcétera) y perder, esto sí, su anterior ocupación, pero encargándose de otra, con un sueldo de 1.200 florines. Ayer partió para Her- mannstadt. Sin embargo, una experiencia de este género envilece

siempre a una persona honrada y nada en el mundo puede compensarle por ello. Quisiera convencerle de que no ha cometido un gran crimen. Su conducta se debió únicamente a la insensatez y la irreflexión y

consiguientemente a una falta de discreción, que en un secretario particular es cosa grave. Aunque él no divulgó nada de importancia, no obstante sus enemigos, cuyo caudillo es el ex gobernador conde de Herberstein, jugaban

tan bien su cartas que el emperador, que antes tenía tanta confianza en Günther, que paseaba con él de bracete durante horas por el aposento, comenzó a desconfiar de él con igual intensidad. Quien fue a empeorar la situación fue esa

necia de la Eske- les (en el pasado una de las amantes de Günther), que lo acusó en los términos más violentos. Pero cuando se investigó el asunto, esos caballeros desempeñaron un papel muy pobre. Sin embargo, la historia suscitó

una gran conmoción y gran parte de la población no quiere ni siquiera admitir que no tienen razón. De ahí el destino del pobre Günther, al que compadezco de corazón, pues ha sido un buen amigo mío que, si las cosas hubieran

quedado como antes, habría podido recomendarme al emperador. Usted puede imaginarse qué golpe inesperado ha sido para mí y qué terrible derrumbe para el que esto escribe, pues Stephanie Adamberger y yo cenamos con

él la noche antes de su arresto». Mozart —como demostró G. Gugitz en las Relaciones del Mozarteum III, 4149 (1921)— estaba completamente equivocado al deslindar la culpa e inocencia en ese «affaire» escandaloso,

que suscitó tantos comentarios que llegaron hasta Salzburgo. Johann Valentín Günther, que tenía diez años más que Mozart, francmasón, había sido anteriormente oficial, y más adelante, como secretario del ministerio llegó a ser

confidente y favorito del emperador, aunque, o más bien porque, era hombre de limitada inteligencia, que enunciaba sólo cosas que podían gustar a su amo. Mantenía relaciones con Eleonore Eskeles, hija de un

rabino, casada con cierto Fliess y luego divorciada, a la que se culpaba, de manera no demostrada y completamente injustificada, de haber arrancado a Günther secretos ministeriales, entregándolos a dos espías prusianos (judíos).

Günther cayó, si bien blandamente, cual amanuense del Consejo de Guerra de la Corte, en Hermannstadt, en los brazos amorosamente abiertos de los francmasones de aquella ciudad. Toda la ira de José se desencadenó sobre la cabeza

de la judía, la que fue desterrada, a pesar de estar demostrada su inocencia. Después de la muerte de José, el 7 de diciembre de 1791 (¡dos días después de la muerte de Mozart!) fue rehabilitada clamorosámente por

Leopoldo II, pero prefirió volver a Viena sólo en 1802, donde murió en 1812, honrada por todos ¡y especialmente por una epístola necrológica de Goethe! Mozart no fue enemigo de los judíos y no tenía ninguna razón para ello.

Admitió, aunque no de buen grado, como padrino del bautizo de su primer hijito, Raymund Leopold, a su dueño de casa, el barón Raymund Wetzlar von Plankenstern, judío, uno de sus fautores y bienhechores; y en el elenco

muy instructivo de los suscriptores de sus conciertos, que envía el día 20 de marzo de 1784 a su padre, se encuentran en gran número los nombres de familias judías. No nos consta que los usureros vieneses, en cuyas manos

Mozart cayó durante los últimos años de su vida, fueran judíos. Se ha dicho muchas veces que los grandes impulsos creadores de Mozart se movían únicamente en la esfera de la música. En parte es cierto y en

parte no lo es. Es verdad que rechazó o asimiló todo lo que había oído de carácter musical, tan completamente, que no podía ya separárselo de su esencia. Su crecimiento como creador se desenvuelve como el de una planta noble, cuyo

secreto íntimo sigue siendo un arcano, pero es favorecido por el sol y la lluvia, y detenido y dañado por el mal tiempo. Y nosotros conocemos muchos días de sol y de lluvia que tuvieron influencia sobre el crecimiento de la música

mozartiana. Ese crecimiento se manifiesta en la obra de Mozart en su totalidad, que no procede a saltos, sino lógica y continuadamente; esa obra es tan cristalina y uniforme, para quien conozca sus condiciones, que parece vivir una vida

propia, independiente de su creador. En ese sentido, se podría afirmar que el hombre Mozart no ha sido sino sólo el ánfora terrenal que encerró su arte; y hasta que el hombre Mozart ha sido la víctima del músico Mozart. Pero todo gran

artista que es un poseído de su arte, es, como persona, víctima de su arte. Carlota Pichler ha expresado, en forma muy sugestiva, la opinión de los contemporáneos, o muchos de ellos, sobre la impresión que les daba Mozart. Ella, hija del

consejero áulico vienés Franz Sales von Greiner, en casa del cual Mozart hacía ejecutar sus cuartetos, en los últimos años de su vida, observa una «falta de erudición» en los grandes músicos en general, y particularmente en Mozart,

Schubert y Haydn, exceptuando únicamente a Weber y Cherubini. Representa la opinión del siglo XIX, y escribe en sus Memorias, impresas en 1844: «Mozart y Haydn, a los que yo conocía muy bien, eran hombres en los

que, tratándoles, no se observaba en absoluto ninguna otra dote sobresaliente del espíritu y casi ninguna clase de cultura intelectual, sea de carácter científico u otro rasgo superior. Una mentalidad cursi, bromas groseras y en los

primeros una vida liviana, era todo lo que ellos manifestaban en el trato con sus semejantes...». Y se complace, luego, en añadir: «Sin embargo, ¡qué profundidades, qué mundos de fantasía, armonía, melodía y

sentimiento se escondía en aquella envoltura!». Pero Mozart era mucho más que un simple «musicante». Así como comprendía a los hombres, aunque se dejaba una y otra vez engañar por ellos, así

comprendía profundamente, por intuición, el espiritualismo de su época sin haber frecuentado nunca clases de estética. Mientras que, por una parte, no tenía ningún sentido desarrollado por el paisaje, la arquitectura, las esculturas y

los cuadros, tenía, por otra parte, dramaturgo nato, el órgano más fino para la poesía, la lírica y el drama. Debe haber leído mucho y es ésta la única semejanza que tiene con Beethoven. En su biblioteca se encontraron libros de viajes, de

historia y algunos de filosofía; libros poéticos como Metastasio, Salomon Gessner, las comedias de Molière que había recibido como regalo de Fridolin Weber, el Oberón de Wieland; la lírica de Gellert y Weisse. Se ignora si ha leído

todo esto, pero sí al menos a Gellert y Metastasio. Además conocía el Telémaco de Fenelón y Aminta de Torcuato Tasso, se divertía con los cuentos de Las mil y una noches y además conocía gran parte de la abundante literatura

libretística, que seguía desde su vigésimo año con mirada extraordinariamente crítica. El día 7 de mayo de 1783 escribe: «Revisé un centenar de libretos, y más también, pero sólo con dificultad encontré imo u otro que me dejó satisfe-

cho...». Buscaba algo nuevo que se pudiese usar total y no sólo parcialmente y terminó por último con las Bodas. Considerando las cosas desde este punto de vista, se comprende lo que significó para él el conocimiento de

Lorenzo da Ponte. Él mismo enunció la importancia de ese encuentro en forma profética resumiendo su estética operística en una carta a su padre (13 de octubre de 1781): «¿Por qué gustan las óperas cómicas italianas en todo el

mundo, a pesar de sus pésimos libretos, y hasta en París, donde yo mismo puedo atestiguarlo? Pues porque en ellas la música reina soberanamente, y cuando se las escucha, uno se olvida de los demás. Pues una ópera

tiene un éxito seguro cuando su trama está bien elaborada, las palabras escritas sólo para la música y no se la empuja para seguir alguna miserable rima (lo que, Dios sólo sabe, nunca aumenta el valor de una obra teatral, sea cual fuere,

sino que más bien lo disminuye), entiendo decir: palabras o versos enteros que malogran la idea del compositor. Los versos son verdaderamente el elemento más indispensable de la música; pero las rimas existen

por el solo gusto de rimar, lo más dañoso que puede existir. Esa gente alta y potente que insiste en trabajar en esta forma pedante, me dará siempre pena, ella y su música. Lo mejor será siempre que un buen músico que conoce la

escena y posee el suficiente talento para la inventiva en el reino de los sonidos, encuentre a un hábil poeta, lo que sería un verdadero fénix; en este caso no debe temer que no divertirá o que no será aplaudido incluso por los

ignorantes en la materia». Es exactamente lo contrario de la estética de un Wagner y también de un Gluck. La carta de Mozart comprueba la independencia total de su pensar y la certeza de su sentir estético, pues había leído y

ponderado el prefacio o más bien la dedicatoria de CalzabigiGluck en la partitura de Alcestes. Mozart demuestra la misma independencia frente a las corrientes que enuncian al siglo XIX, la era del

romanticismo, cuyo florecimiento completo él habría podido ver. Lo que es sólo transición, no le interesa. Si lo queréis, él es enteramente hijo del siglo XVIII, y también del siglo XX, o mejor dicho, de la eternidad en el arte; sin

embargo, no es ningún precursor. Beethoven se inspira mucho en Haydn y nada en Mozart. ¿De qué manera se podría continuar la obra de Mozart? Se podrá, sin duda, apetecer nuevamente la perfección armónica, sobre

nuevas bases; hasta se podrá, quizás, alcanzarla; pero nunca jamás se podrá superarla. Con Haydn, por el contrario, era más fácil entrar en rivalidad. Y bien: Mozart vivía en el medio del «Sturm und Drang» (acometida y empuje), en la

época de lo sensitivo, en la era de Jean- Jacques Rousseau. Mozart nunca lo menciona, aunque ha compuesto una ópera que se basa en El adivino del pueblo, de Rousseau, y a pesar de que su nombre habrá llegado, en París, más de una

vez a sus oídos. Se puede suponer que no le interesaba en absoluto ese filósofo y aficionado a la música de Ginebra, cuyo Retorno a la naturaleza no le decía nada. Mozart tiene su lugar más bien al lado de Voltaire, pese a las

cartas llenas de malicia que escribió después de la muerte de éste. ¡Qué consonancia de espíritus se revela al observador!; ¡Voltaire también es hombre del siglo XVIII y de la «eternidad»!; en él también

existe la misma independencia y crueldad, la misma ironía, idéntica sátira airada, igual fatalismo profundo. Existe indudablemente una relación entre el Cándido y la sinfonía en sol menor.

El movimiento de «Sturm und Drang» es, para un hombre como Mozart, demasiado superficial y carente deforma; el fenómeno de lo sensitivo, como se presentaba en aquella época, despertaba sólo su sentido de la burla.

Muchas veces se ha dicho que Mozart era alumno de Cari Philipp Emanuel Bach, el maestro típico de la sensibilidad. Investigaremos en la segunda parte del presente libro, si y hasta qué punto esto corresponde a la

verdad. Gluck escribió la música para varias odas de Klopstock y tenía la intención de componer el acompañamiento a la Batalla de Arminio, de carácter patriótico y teutónico, de este autor.

Mozart parodia en una de las cartas «a su primita» (10 de mayo de 1779) una célebre oda de Klopstock, Edone, para la que más adelante Zumsteeg escribió la música:

T u d u l c

e i m a g e

n , E d o n

e , E s t á

s i e m p r

e a n t e

m í ; E m p

e r o v i e

r t o l á g

r i m a s P

o r n o s

L a v e o c

u a n d o l a

n o c h e D

e s c i e n d e

y c u a n d

o l a l u n

a B r i l l a

, l a v e o

y l l o r o

P o r n o

s e r t ú ,

P o r e s t a

s f l o r e s

d e l v a l

l e , Q u e

p a r a e l l

a q u i e r o

c o g e r ,

P o r e s t a

s r a m a s

d e m i r t o

Q u e l e

C o n j ú r o t

e , f a n t a

s m a , T r a

n s f ó r m a t

e s i n v a

c i l a r , T

r a n s f ó r m

a t e , ¡ o h

f a n t a s m

a ! , V u é l

v e t e E d o

KLOPSTOCK. Los cambios hechos por Mozart en esta poesía consisten en poner, en lugar de «Edone», cada vez «primita». El espíritu burlón de Mozart encontró en seguida lo cómico que hay en esta

exageración sentimental, un sentimentalismo norteale- mán que al germanismo suralemán resulta insoportable. (Lo que no impidió, por lo demás, que Klopstock encontrase en Viena una entusiástica emulación.) Hacia fines de 1782, Mozart

recibe el encargo de escribir la música para un poema por el estilo de Klopstock u Ossián: la oda a Gibraltar, del ex jesuíta Denis o, como se llamaba él mismo, Sined el Bardo. Mozart no es capaz de terminarla (28 de diciembre de 1782): «Estoy

encargado de una tarea muy difícil, la música para un cántico de bardo, por Denis, sobre Gibraltar. Pero esto es un secreto, tratándose de una señora húngara que quiere hacer este favor a Denis. La oda es sublime, hermosa, todo

lo que quieras, pero demasiado exagerada y pomposa para mis oídos fastidiados. Pero ¿qué se puede hacer? No se conoce ni se aprecia ya la áurea mediocritas en las cosas. »Para obtener aplausos, uno debe escribir una trama

tan vacía que un cochero pudiera cantarla o una que sea tan ininteligible que gustara precisamente por el hecho de que ninguna persona pudiera comprenderla...». Y Mozart agrega que le gustaría escribir una breve introducción a la

música, con ejemplos musicales, para explicar sus conceptos sobre este arte; la vía dorada entre la trivialidad y el valor. Esos conceptos parecen los de un anciano, de un laudator temporis acti (elogiador del tiempo pasado); sin

embargo los ha meditado un músico de la eternidad. Para explicar mejor la naturalidad suralemana de Mozart mediante una comparación, y su imposibilidad de ser un «sensitivo» en el sentido que se

daba a esta palabra en la segunda mitad del siglo xvill, bastará escuchar las opiniones de otros de sus contemporáneos, como Johann Friedrich Reichart de Königsberg en Prusia, que tenía con Mozart poca

diferencia de edad, ya que le llevaba cuatro años. Es el prototipo del berlinés intelectual que puede acercarse al arte sólo por medio del raciocinio; secuaz celoso del arte de Gluck, aparentemente tan razonable y racional; crítico en

grado sumo frente a Haydn y Mozart, a quienes sobrevivió. Lo «sensitivo» es siempre el compañero de mala fama del intelectualismo. Reichart descubre muy precozmente en sí la vena de escritor y publica, a la edad de veinticuatro años,

más o menos, las Cartas de un viajero atento (1774): observaciones superficiales, osadías críticas. Escucha en Berlín una representación de Judas Macabeo, de Händel, y escribe sobre el coro:

Expresan su dolor por Sión con palabras que lloran y con lágrimas que hablan. «Todo oyente sensible debe suspirar a pleno pecho y ahora todavía las lágrimas

refrenan mis palabras...» Mozart había reído ciertamente a expensas de una hipersensibilidad tal, aun admitiendo que fuera genuina y no una comedia. En aquella época, la poesía alemana estaba representada por los

«genios originales» y también en la música muchos hubieran representado de buena gana el papel de los «genios originales», con tal que esa forma de arte fuese un medio de expresión de más fácil manejo o un instrumento más

cómodo de la lengua. Mozart nunca quiere ser «original», por muy refinado que sea a veces. Hablaremos más extensamente sobre ello cuando lo comparemos con el «revolucionario» Haydn; aunque las reglas del arte en sí

no le importan en absoluto. Habla una vez, en una carta al padre (13 de octubre de 1781), de la incapacidad de los libretistas de abandonar su trabajo imperfecto y convencional: «Los poetas me recuerdan más que nadie a los

trompeteros con sus ardides». (Los trompeteros de Alemania, en los tiempos de Mozart estaban unidos todavía en una corporación y conservaban sus antiquísimas costumbres.) «Si nosotros los compositores estuviésemos siempre

apegados tan leal- mente a nuestras leyes (que eran excelentes en una época en que no se conocía nada mejor), coceríamos una música tan indigesta como sus libretos.» Es realmente un gran innovador y por tal lo tuvieron

sus contemporáneos; pero nunca tuvo la intención de ser «original». Las exageraciones, las hipérboles y todo lo chapucero, motiva la burla de Mozart. El día 14 de agosto de 1773 escribe a su hermana:

«Espero, mi reina, que goces del mayor grado de salud y que ahora o más adelante o a veces, o, mejor dicho, ocasionalmente, o, mejor todavía, qualche volta, como dicen los italianos, quieras sacrificar, en mi beneficio, algunos de tus

importantes, íntimos pensamientos que proceden siempre del infinito y preclaro poder de raciocinio que posees, además de tu belleza, y a pesar de ser mujer y particularmente a pesar de tu tierna edad, cuando nada de

ello se espera de ti, oh reina, en medida tan abundante, de hacer avergonzar a hombres y hasta a las barbas grises. Aquí tienes ahora una conceptuosa sentencia. ¡Adiós! »Wolfgang Mozart».

Escribió él esta insensatez altisonante en Viena, donde pasaba entonces el verano y debe haber visto allí en el teatro alguna de esas piezas pomposas e hinchadas que ayudaban en aquella época a llenar el repertorio y hasta me

temo que ha sido El rey Thamos, de Gebler, para quien proporcionaba entonces la música; pues Mozart no respetaba ni a sus protectores cuando le suministraban obras insípidas.

Para mucha gente, Mozart fue y es el representante del «rococó», de la gracia anacreóntica, del «ancien régime», probablemente porque, niño todavía, llevaba una trenza y un espadín como emblema de galantería. Pero

esto no concuerda ni con el carácter de Mozart ni con su apariencia exterior; basta mirar los cuatro retratos, relativamente más fieles, que de él existen: el de familia, en Salzburgo, el de Polonia, el bosquejo a óleo de Lange, el

perfil al lápiz de Doris Stock. La gracia y el encanto de Mozart no son anacreónticos ni son propios del siglo XVIII. El poeta Wieland representaba un importante papel en la cultura literaria de la casa Mozart; conocían allí sus Abderitas y su

Obercm, y conocemos el retrato epistolar que Mozart envió a su padre porque sabía cuánto le interesaría. Bien, alguna obra de Wieland, como por ejemplo Musarion, es una pequeña producción magistral de gracia y de humor juguetón;

pero su Filosofía de los espíritus independientes, ese juego con la serenidad helénica, ese descubrimiento incompleto, rijoso de los encantos femeninos, no tiene ninguna analogía con la grosería de Mozart, su seriedad

demoníaca, su regio poderío, su perfección. Compárese el concepto del amor de Wieland: Te amo con el impulso suave

Que, como céfiro, crispa el corazón con olas leves. Jamás suscita la tormenta, nunca apena, siempre agrada:

Así como yo amo a las Gracias y a las Musas, Así te amo a ti. (MUSARIÓN, libro

—y Wieland no conoce otra definición— con el concepto de

III.)

Mozart de sus personajes como Constanze, Zerlina, Pamina, sin hablar de figuras femeninas como Doña Ana o Doña Elvira y de las declaraciones de amor de sus personajes como el aria de la embriaguez de Don Juan o la

del retrato de Tamino. Mozart no es en ningún momento exclusivamente suave y nunca melindroso; no es ningún Watteau y menos aún un Greuze o Boucher. Pertenece todavía al siglo xvill en el sentido de que entonces el arte

formaba parte integrante de la vida, no destronada todavía por el romanticismo o la barbarie de la civilización. Pero, aparte de ello, la figura de Mozart no pertenece a ninguna época, sino que es intemporal.

En una carta que dirigió Mozart a su padre desde Munich (29 de noviembre de 1780), que data de la época de concepción y preparación del Idomeneo, hállase una extraña frase que contiene una crítica del Hamlet de Shakespeare. En

el Idomeneo, la solución del conflicto —por cuanto se puede hablar de conflicto en una «ópera seria»— se alcanza por medio de la resonancia solemne de una voz divina que llega poderosamente de las profundidades. Mozart tiene la

sensación de que ese efecto no debe durar mucho tiempo: «Dime, ¿no te parece que el monólogo de la voz subterránea es demasiado largo? ¡Considéralo atentamente! Imagínate el teatro y recuerda que el efecto

de esa voz debe ser terrorífico, debe ser penetrante, que los oyentes deben tener la impresión de que existe en realidad. Pero ¿cómo se puede conseguir ese efecto si el discurso es demasiado largo?, pues, quien escucha se

convence poco a poco de que no significa nada. Si la arenga del espíritu en Hamlet no fuera tan larga, sería mucho más eficaz...». Mozart ha visto Hamlet, a lo mejor también Macbeth, y no es improbable que, en las

últimas semanas de su vida, haya alentado la idea de escribir la música para una ópera basada en La tempestad, de Shakespeare (ver apéndice). Salzburgo, hacia el 1780, era una ciudad en la que se cultivaba el drama. Durante el

gran viaje de Mozart, hallábase en Salzburgo el conjunto dramático (según Leopold, «mediocre») del empresario Noessel, del cual, empero, más adelante la pareja de actores Franz Xaver y Carlota (Reiner) Heigel, alcanzaron en Munich

gran renombre. En 1779-1780 daba representaciones allí la compañía de Boehm; en septiembre de 1780 llegó la de Emanuel Schi- kaneder; fue el principio de una amistad que se renovaría más adelante en Viena y conduciría al trabajo

en conjunto de La flauta mágica. Desde mediados de septiembre hasta principios de noviembre, los Mozart, es decir, también su padre y su hermana, no perdieron ni una sola representación de la compañía de Schikaneder —cuatro veces

por semana—; no tenían más que atravesar la plaza Aníbal para llegar a la entrada del teatro. Se ha conservado hasta hoy el programa del teatro, se trataba en su mayoría de obras si ningún valor, algunas piezas musicales, dramas y a veces

ballets; pero el 26 de septiembre Mozart asistió a la Emilia Galotti, de Lessing, y Julio de Tarento, de Johann Antón Leisewitz, el 11 de octubre a El barbero de Sevilla, según Beaumarchais, y el 13 de octubre a Hamlet, príncipe de

Dinamarca, en el arreglo de F. W. L. Schroeder. Entre los ballets, no carece de importancia el del 8 de octubre: Las estatuas animadas, basado en el asunto de Don Giovanni. El estilo de esas representaciones era tan poco «clásico» como le

era posible a Schikaneder, que amaba ya entonces el efecto, la indumentaria, la tramoya, lo manifiesto y crudo; es obvio que no se hubiera podido atraer a la población de la ciudad de Salzburgo y de la comarca ni con la fineza ni con

el gusto. Pero Mozart sigue estas obras con ardiente interés; y hasta volvió a leer, más adelante, en Munich, una de las comedias, un arreglo en alemán de Las dos noches llenas de deseo, de Cario Gozzi. «Esta comedia es deliciosa», escribe

(13 de diciembre de 1780), y es en realidad una obra de pasión fuerte y verdadera, para su tiempo, hasta en su derrengada forma alemana. Sabemos que Mozart al principio de su estancia en Viena era un apasionado

frecuentador del teatro, aunque nunca o sólo raras veces se expresaba sobre las impresiones recibidas. Ignoramos, por tanto, lo que ha visto en tales espectáculos; pero no cabe duda que su interés literario se concentraba

en el drama: era hombre de teatro nato. Por eso es indiferente, en el sentido más profundo, qué dramas, tomados aisladamente, son los que conoció, pues un genio como el suyo saca impulsos y experiencias hasta de obras

mediocres y malas, y, en la .Viena de entonces, la cualidad de las obras no tenía mucha importancia, por ser representadas por excelentes actores. Tampoco tiene importancia que la noción dramática de Mozart fuera

incompleta; no era hombre erudito como lo fueron más tarde Schumann o Wagner, que conocían a Shakespeare, Schiller y Goethe. En otro terreno, sus conocimientos eran completos y amplios, como en el de la ópera en

todas sus manifestaciones, comenzando por la ópera seria y la bufa, hasta la comedia musical alemana, la opera comique francesa, la fiesta teatrale, la serenata teatrale, la pantomima y el ballet. Lo único que ignoró hasta su

visita a Mannheim fue la unión del drama hablado y la música instrumental descriptiva, el «monodrama» o «duodrama»; y quedó «muy sorprendido» por su efecto. Durante veinticinco años, de los treinta y seis años de su

vida, se ocupó de «música teatral». Puede afirmarse que la obra de su vida culmina en la ópera de cualquier forma, y que era un hombre de teatro por excelencia, si no debiera decirse con igual razón que ha alcanzado la cumbre más alta

en la música instrumental. Pero éste es tema de otro capítulo.