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OUNG CHILDREN Septiembre 2001 Cinco Razones para Dejar de Decir “¡Muy Bien!” Por Alfie Kohn NOTA: Una versión abreviada

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OUNG CHILDREN Septiembre 2001

Cinco Razones para Dejar de Decir “¡Muy Bien!” Por Alfie Kohn NOTA: Una versión abreviada de este artículo fue publicada en la revista Parents en mayo de 2000 con el título “Hooked on Praise" (“Enganchados a los Elogios”). Para una visión más detallada de los temas discutidos aquí, por favor refiérase a los libros Punished by Rewards yUnconditional Parenting.

Salga a un sitio de juegos, visite una escuela o aparézcase en la fiesta de cumpleaños de un niño, y hay una frase que de seguro va a escuchar: “¡Muy bien!”. Incluso los bebés pequeños son elogiados por juntar sus manos (“Bonito aplauso!). A algunos de nosotros se nos escapan estos juicios sobre nuestros niños al punto de que casi se convierte en un tic verbal. Muchos libros y artículos advierten en contra de recurrir al castigo, desde pegar hasta el aislamiento forzado (“tiempo fuera”). Ocasionalmente alguien incluso nos pedirá que reconsideremos la práctica de sobornar a los niños con stickers o comida. Pero usted tendrá que buscar arduamente para encontrar una palabra que desaliente lo que es eufemísticamente llamado refuerzo positivo. Para que no haya ningún malentendido, el punto aquí no es cuestionar la importancia de apoyar e incentivar a los niños, la necesidad de amarlos y abrazarlos y ayudarlos a sentirse bien con ellos mismos. Los elogios, sin embargo, son una historia completamente diferente. Aquí explico por qué. 1. Manipulando a los niños. Suponga que usted ofrece una recompensa verbal para reforzar el comportamiento de un niño de dos años que come sin regar, o de un niño de cinco años que limpia sus materiales de arte. ¿Quién se beneficia de esto? ¿Es posible que el decir a los niños que han hecho un buen trabajo tenga menos que ver con sus necesidades emocionales que con nuestra propia conveniencia? Rheta DeVries, profesora de educación en la Universidad del Norte de Iowa, se refiere a esto como “control con cubierta de azúcar”. Muy parecido a las recompensas tangibles – o, para el propósito, castigos – es una forma de hacer algo a los niños para conseguir que ellos cumplan con nuestros deseos. Puede ser efectivo en producir estos resultados (al menos por un tiempo), pero es muy diferente a trabajar con los niños – por ejemplo, entablar una conversación con 1

ellos a cerca de qué es lo que hace a una clase (o a una familia) funcionar sin problemas, o cómo otras personas son afectadas por lo que hemos hecho – o dejado de hacer. Este último enfoque no solo que es más respetuoso si no que no es efectivo para ayudar a los niños a convertirse en personas reflexivas. La razón por la cual los elogios pueden funcionar a corto plazo es que los niños pequeños están hambrientos de aprobación. Pero nosotros tenemos la responsabilidad de no aprovecharnos de esta dependencia para nuestra propia conveniencia. Un “¡Muy bien!” para reforzar algo que hace nuestras vidas un poco más fáciles puede ser un ejemplo de tomar ventaja de la dependencia de los niños. Los niños también pueden empezar a sentirse manipulados por esto, incluso si ellos no pueden explicar a ciencia cierta por qué. 2. Creando adictos a los elogios. De seguro, no todo uso de elogios es una táctica calculada para controlar el comportamiento de los niños. Algunas veces felicitamos a los niños solamente porque estamos genuinamente complacidos por lo que han hecho. Sin embargo, incluso en esos casos, vale la pena poner más atención. En lugar de aumentar la auto estima de un niño, los elogiados pueden incrementar su dependencia hacia nosotros. Mientras más decimos “Me gusta la forma en que tú....” o “Muy bien hecho...”, incrementa la dependencia de los niños hacia nuestras evaluaciones, nuestras decisiones acerca de lo que está bien y mal, en lugar de aprender de sus propios juicios. Esto los lleva a medir su valor en términos de lo que a nosotros nos hará sonreír y darles un poco más de aprobación. Mary Budd Rowe, una investigadora de la Universidad de Florida, descubrió que los estudiantes que eran elogiados profusamente por sus profesores eran más indecisos en sus respuestas, más proclives a responder en un tono de voz de pregunta (“mm, ¿siete?”). Tendían a retractarse de una idea propuesta por ellos tan pronto como un adulto mostraba su desacuerdo. Además, tenían menos tendencia a perseverar en tareas difíciles o compartir sus ideas con otros estudiantes. En resumen, “Buen trabajo!” no les da seguridad a los niños; en última instancia, los hace sentirse menos seguros. Este tipo de frases puede incluso crear un círculo vicioso en el que mientras más recurrimos a los elogios, más parecen los niños necesitarla, por lo que los elogiamos aún un poco más. Penosamente, algunos de estos niños se convertirán en adultos que continúan necesitando a alguien que les dé una palmada en la espalda y les diga si lo que hicieron estuvo bien. De seguro, esto no es lo que queremos para nuestros hijos e hijas. 3. Robando el placer de un niño. Aparte del problema de dependencia, un niño merece disfrutar de sus logros, sentirse orgulloso de lo que ha aprendido a hacer. 2

También merece decidir cuándo sentirse de tal o cual forma. Pero, cada vez que decimos, “¡Muy bien!”, le estamos diciendo al niño cómo sentirse. De seguro, hay momentos en los que nuestras evaluaciones son apropiadas y nuestra guía es necesaria – especialmente con niños que ya caminan y de edad pre-escolar. Pero una corriente constante de juicios de valor no es ni necesaria ni útil para el desarrollo de los niños. Desafortunadamente, seguramente no nos hemos dado cuenta de que “¡Muy bien!” es una evaluación tanto como lo es “¡Mal hecho!” La característica más notable de un juicio positivo no es que este sea positivo, si no que es un juicio. Y a la gente, incluyendo a los niños, no les gusta ser juzgados. Yo disfruto y guardo las ocasiones en las que mi hija logra hacer algo por primera vez, o hace algo mejor de lo que lo había hecho hasta ahora. Pero trato de resistir al reflejo de decir “¡Muy bien!” porque no quiero diluir su alegría. Quiero que ella comparta su placer con migo, no que me mire buscando un veredicto. Quiero que ella exclame, “¡Lo hice!” (lo que ocurre regularmente) en lugar de preguntarme con incertidumbre, “¿Estuvo bien?” 4. Perdiendo el interés. "¡Muy bonita pintura!” puede hacer que los niños sigan pintando por el tiempo que nos mantengamos mirando y elogiándolos. Pero, advierte Lilian Katz, una de las principales autoridades nacionales de educación en la temprana infancia, “una vez que se quita la atención, muchos niños no volverán a esa actividad nuevamente.” Efectivamente, una cantidad impresionante de investigaciones científicas han mostrado que mientras más recompensamos a la gente por hacer algo, más tiende a perder el interés por cualquier cosa que deban hacer para obtener recompensas. Ahora el punto no es dibujar, leer, pensar, crear – el punto es tener el regalo, sea este un helado, un sticker o un “¡Muy bien!”. En un estudio de problemas conducido por Joan Grusec de la Universidad de Toronto, los niños pequeños que fueron elogiados frecuentemente por muestras de generosidad, tendían a ser un poco menos generosos en el día a día, de lo que eran los otros niños. Cada vez que ellos han oído “¡Muy bien por compartir!” o “Estoy muy orgulloso de ti por ayudar”, ellos perdían el interés por compartir o ayudar. Estas acciones vinieron a verse no como algo valioso en su propio sentido de lo justo, si no como algo que deben hacer para obtener nuevamente esa reacción del adulto. La generosidad se convierte en el medio para un fin. Motivan los elogios a los niños? Por supuesto. Los motivan a obtener elogios. Desgraciadamente, esto sucede frecuentemente a expensas del compromiso hacia cualquier cosa que ellos estaban haciendo y que provocó un elogio. 3

5. Disminuyendo el Desempeño. Como si no fuera suficientemente malo que un “¡Muy bien!” pueda menoscabar la independencia, el placer y el interés, puede también interferir con cuán bien los niños hacen una tarea. Los investigadores continúan hallando que los niños que son elogiados por hacer bien un trabajo creativo tienden a tropezar en la siguiente tarea- y no les va tan bien como a los niños que no fueron elogiados al principio. ¿Por qué sucede esto? En parte porque los elogios crean una presión de “continuar el buen trabajo”, llegando a interponerse en el camino de lograrlo. En parte porque su interés en lo que hacen puede disminuir. En parte porque ellos se vuelven menos propensos a tomar riesgos – un prerrequisito para la creatividaduna vez que comienzan a pensar sobre cómo hacer que esos comentarios positivos continúen viniendo. En forma general, “¡Muy bien!” es un vestigio de un enfoque que reduce toda la vida humana a comportamientos que pueden ser vistos y medidos. Desafortunadamente, esta ignora los pensamientos, sentimientos y valores que yacen detrás de los comportamientos. Por ejemplo, un niño puede compartir un refrigerio con un amigo como una forma de atraer un elogio, o como una forma de asegurarse de que otro niño tenga suficiente para comer. Los elogios por compartir ignoran estos diferentes motivos. Peor aún, estos de hecho promueven el motivo menos deseable, haciendo a los niños más proclives a tratar de pescar elogios en el futuro. Una vez que usted empieza a elogiarlo por lo que es – y lo que hace – estas pequeñas y constantes explosiones de evaluación de los adultos comienzan a producir los mismos efectos que unas uñas rasgadas lentamente sobre un pizarrón. Usted comienza a alentar a un niño a dar a sus maestros y padres un bocado de su propia melaza, volteándose a responderlos diciendo (en el mismo tono de voz dulzón), “¡Muy buen elogio!” Sin embargo, no es un hábito fácil de romper. Dejar de elogiar, al menos al principio, puede parecer extraño,. Se puede sentir como si estuviese siendo frío o guardándose algo. Pero eso, (y pronto se vuelve evidente) sugiere que nosotros elogiamos más porque necesitamos decirlo que porque nuestros niños necesitan oírlo. Siendo esto así, es tiempo de reconsiderar lo que estamos haciendo. Lo que los niños necesitan es apoyo incondicional, amor sin compromisos. Eso no solo que es diferente a un elogio – es lo opuesto al elogio. “¡Muy bien!” es condicional. Significa que estamos ofreciendo atención, reconocimiento y aprobación por saltar a través de nuestro aro, es decir, por hacer algo que nos place a nosotros. 4

Este punto, usted lo notará, es muy diferente a una crítica que mucha gente ofrece al hecho de dar a los niños mucha aprobación, o dársela muy fácil. Ellos recomiendan que nos hagamos más tacaños con nuestros elogios y demandemos que los niños “los ganen”. Pero el problema real no es que los niños de esta época esperen ser elogiados por todo lo que hacen. Lo que sucede es que nosotros estamos tentados a tomar atajos, a manipular a los niños con recompensas en lugar de explicar y ayudarlos a desarrollar las habilidades necesarias y los buenos valores. Entonces, ¿cuál es la alternativa? Eso depende de la solución, pero cualquier cosa que decidamos decir tiene que ser en el contexto del afecto genuino y amor por lo que los niños son en vez de por lo que han hecho. Cuando está presente el apoyo incondicional, un “¡Muy bien!” no es necesario; cuando no está presente, un “¡Muy bien!” no ayudará. Si estamos elogiando acciones positivas como una forma de desalentar un mal comportamiento, esto tiene poca probabilidad de ser efectivo por mucho tiempo. Incluso cuando esto funciona, no podemos afirmar que el niño ahora “se esté comportando”; sería más preciso decir que los elogios lo hacen comportarse. La alternativa es trabajar con el niño, para descubrir las razones por las que él está actuando de esa manera. Podríamos tener que reconsiderar nuestros propios requerimientos en vez de simplemente buscar una forma de que los niños obedezcan. (En lugar de usar “¡Muy bien!” para hacer que un niño de cuatro años se siente callado durante una larga clase o cena familiar, tal vez deberíamos preguntarnos si es razonable esperar que un niño haga esto). También debemos encaminar a los niños hacia el proceso de tomar sus propias decisiones. Si un niño está haciendo algo que molesta a otros, entonces sentarse posteriormente con él y preguntarle, “¿Qué piensas que podemos hacer para solucionar este problema?” podría ser más efectivo que chantajes o amenazas. Esto también ayuda al niño a aprender cómo resolver problemas y le enseña que sus ideas y sentimientos son importantes. Por supuesto, este proceso toma tiempo y talento, cuidado y coraje. Lanzar un “¡Muy bien!” cuando el niño actúa en una forma que nosotros estimamos apropiada no toma ninguna de estas cosas, lo que explica por qué las estrategias de “hacer algo a” son más populares que las estrategias de “trabajar con”. ¿Y qué podemos decir cuando los niños hacen algo impresionante? Considere estas tres posibles respuestas: * No diga nada. Algunas personas insisten en que un acto servicial debe ser “reforzado” porque, secreta o inconscientemente, ellos piensan que fue una casualidad. Si los niños son básicamente malos, entonces se les debe dar una 5

razón artificial para ser buenos (a saber, recibir una recompensa verbal). Pero si este cinismo es infundado-y muchas investigaciones sugieren que lo es-entonces los elogios no serían necesarios. * Diga lo que vio. Un enunciado simple, sin evaluación (“Te pusiste los zapatos por ti mismo” o incluso solamente “Lo hiciste”) dice a su hijo que usted se dio cuenta. También le permite a él sentirse orgulloso de lo que hizo. En otros casos, puede tener sentido hacer una descripción más elaborada. Si su hijo hace un dibujo, usted podría ofrecer unas observaciones –no un juicio-sobre lo que usted ve: “¡La montaña es inmensa!” “¡Hijo, de seguro usaste mucho color morado hoy día!” Si un niño hace algo cariñoso o generoso, usted podría atraer su atención sutilmente hacia el efecto de esta acción en la otra persona: “¡Mira la cara de Abigail! Ella parece muy feliz ahora que le diste un poco de tu comida”. Esto es completamente diferente a un elogio, en el que el énfasis está en cómo usted se siente acerca de la acción hecha por su hijo. * Hable menos, pregunte más. Incluso mejores que las descripciones son las preguntas. Por qué decirle a él qué parte de su dibujo le impresionó a usted cuando puede preguntarle ¿qué es lo que a él le gusta más de su dibujo? El preguntar “¿Cuál fue la parte más difícil de dibujar?” o “¿Cómo hiciste para hacer el pie del tamaño correcto?” es probable que alimente su interés por el dibujo. Decir “¡Muy bien!”, como lo hemos visto, puede tener exactamente el efecto contrario. Esto no significa que todos los cumplidos, todos los agradecimientos, todas las expresiones de gusto sean dañinas. Debemos considerar los motivos por los que los decimos (una expresión genuina de entusiasmo es mejor que un deseo de manipular el futuro comportamiento del niño) así como los efectos verdaderos de decirlos. ¿Están nuestras reacciones ayudando al niño a percibir un sentido de control sobre su vida—o de buscar constantemente nuestra aprobación? Están estas expresiones ayudándolo a volverse más entusiasta en lo que está haciendo por derecho propio, o convirtiendo en algo que él solo quiere hacer para recibir una palmada en la espalda. No es cuestión de memorizar un nuevo guión, si no de tener presentes nuestros objetivos a largo plazo para nuestros hijos y estar alerta sobre los efectos de lo que decimos. La mala noticia es que el uso de refuerzos positivos no es realmente algo positivo. La buena noticia es que usted no tiene que evaluar para poder motivar.

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La Verdad Acerca de los Deberes Las Tareas Innecesarias Persisten por Causa de las Ideas Equivocadas Sobre el Aprendizaje Por Alfie Kohn NOTA: Para una visión más detallada de los temas discutidos aquí, por favor refiérase a The Homework Myth.

Existe algo contrariamente fascinante sobre las políticas educativas, que están claramente en conflicto con la información disponible. Todavía se construyen escuelas enormes, a pesar de que sabemos que los estudiantes tienden a comportarse mejor en lugares más pequeños que los conducen a crear por sí mismos comunidades democráticas y solidarias. Muchos niños que fallan según el estatus quo académico, son forzados a repetir el grado, a pesar de que los estudios indican que esta es la peor opción para ellos. Se continúa enviando tareas – incluso en cantidades mayores- a pesar de la ausencia de evidencia de que esto sea necesario, o beneficioso, en la mayor parte de casos. Las dimensiones de esta última disparidad no estaban claras para mí hasta que empecé a escudriñar entre investigaciones para escribir un nuevo libro. Para empezar, descubrí que décadas de investigación han sido inútiles para obtener cualquier evidencia de que las tareas sean beneficiosas para los estudiantes de primaria. Incluso si se consideran los resultados de exámenes estandarizados como una medida útil, en estas edades los deberes (varios versus ninguno, o muchos versus pocos) no están ni siquiera relacionados con la obtención de un mayor puntaje. La única consecuencia que se hace evidente es que existe mayor actitud negativa de parte de los estudiantes que reciben más tareas. En la secundaria, algunos estudios encuentran una correlación entre las tareas y los resultados de las evaluaciones (o notas), pero es generalmente muy pequeña y tiene tendencia a desaparecer cuando se aplican controles estadísticos más sofisticados. Adicionalmente, no existe evidencia de que el alto desempeño se deba a los deberes, incluso cuando aparece esta relación. No es difícil pensar en otras explicaciones por las cuales los estudiantes sobresalientes puedan estar en clases en las que se asignan tareas- o por qué estos estudiantes estén dedicando más tiempo a ellas que sus compañeros. Los resultados de exámenes nacionales e internacionales levantan más dudas. Uno de varios ejemplos es un análisis de las Tendencias en el Estudio de Matemáticas y Ciencia de 1994 y 1999, con datos de 50 países. Los 8

investigadores David Baker y Gerald Letendre difícilmente pudieron disimular su sorpresa cuando publicaron sus resultados el año pasado: “No solamente no logramos encontrar ninguna relación positiva”, sino que “las correlaciones generales entre el rendimiento promedio de los estudiantes a nivel nacional, y los promedios nacionales en [cantidad de tareas asignadas] son todas negativas.” Finalmente, no existe ningún indicio de evidencia que respalde el supuesto ampliamente aceptado de que las tareas tienen beneficios no académicos para estudiantes de cualquier edad. La idea de que las tareas enseñan buenos hábitos de trabajo o de que desarrollan rasgos de carácter positivos (como auto-disciplina e independencia) podría ser descrita como un mito urbano, excepto por el hecho de que también es tomada con seriedad en áreas suburbanas y rurales. En resumen, a pesar del propio criterio, no existe ninguna razón para pensar que la mayor parte de estudiantes no estarían en ninguna clase de desventaja si los deberes fuesen ampliamente reducidos o incluso eliminados. Sin embargo, una cantidad abrumadora de escuelas en los Estados Unidos- primaria y secundaria, públicas y privadas- continúan requiriendo que sus estudiantes trabajen a doble turno, llevando tareas académicas a casa. Este requerimiento no solamente es aceptado sin ninguna crítica, sino que la cantidad de tareas está creciendo, particularmente en los primeros grados. Una encuesta a nivel nacional, a gran escala y a largo plazo, halló como resultado que la proporción de niños entre seis y ocho años a los que se les asigna tareas en un día dado, ha aumentado de 34 por ciento en 1981, a 58 por ciento en 1997 – y que el tiempo semanal estudiando en casa es más del doble. Sandra Hofferth, de la Universidad de Maryland, una de las autoras del estudio, ha anunciado recientemente una actualización basada en datos del 2002. Actualmente la proporción de niños pequeños a quienes se les asignan tareas en un día dado subió al 64 por ciento, y la cantidad de tiempo que dedican a ellas subió en un tercio. Aquí la ironía es dolorosa porque la evidencia para justificar las tareas a los más pequeños ni siguiera es dudosa – simplemente no existe. * Entonces, ¿por qué hacemos algo cuando los perjuicios (estrés, frustración, conflicto familiar, pérdida de tiempo para practicar otras actividades, una posible disminución en el interés por el aprendizaje) claramente son más pasados que los beneficios? Las posibles razones incluyen una falta de respeto por las investigaciones, una falta de respeto por los niños (implícito en la determinación de mantenerlos ocupados después de la escuela), una adversidad por cuestionar las prácticas existentes, y la presión a todo nivel de enseñar más cosas en menor 9

tiempo, para ganar mayor puntaje en las evaluaciones y poder decir “¡Somos los primeros!” Todas estas explicaciones son plausibles, pero pienso que algo más es responsable de que continuemos alimentando a nuestros hijos con un aceite de hígado de bacalao de estos tiempos. Debido a que muchos de nosotros creemos que es sentido común que las tareas produzcan un beneficio académico, tendemos a encogernos de hombros ante cualquier falla para encontrar tales beneficios. A su vez, nuestra creencia de que las tareas son útiles está basada en varios malos entendidos de fundamento sobre el aprendizaje Considere el supuesto de que las tareas deberían ser beneficiosas simplemente porque brindan a los estudiantes más tiempo de dominar un tema o habilidad. (Muchos expertos confían en esta premisa cuando intentan extender el día escolar o año lectivo. Efectivamente, los deberes pueden ser vistos como una forma de prolongar el día escolar a un bajo costo.) Desafortunadamente, este razonamiento se vuelve deplorablemente simplista. El estudioso de la lectura Richard C. Anderson y sus colegas explican que hace tiempo, “cuando los psicólogos experimentales estudiaban principalmente palabras y sílabas sin sentido, se enseñó que el aprendizaje inevitablemente dependía del tiempo,” pero “estudios subsecuentes sugieren que esta creencia es falsa”. El enunciado “La gente necesita tiempo para aprender cosas” es verdad, por supuesto, pero no nos provee mucho de valor práctico. Por otro lado, la aserción “Mayor tiempo generalmente lleva a un mejor aprendizaje” es considerablemente más interesante. Sin embargo, esta afirmación también es demostrablemente falsa, porque existen suficientes casos en los que más tiempo no conduce a un mejor aprendizaje. En realidad, es menos probable que una mayor cantidad de horas produzca mejores resultados cuando están involucradas la comprensión y la creatividad. Anderson y sus asociados hallaron que cuando a los niños se les enseña a leer enfocándose en el significado del texto (en lugar de enfocarse en las habilidades fonéticas), su aprendizaje “no depende de la cantidad de tiempo de instrucción”. En Matemáticas, también, como lo descubrió un grupo de investigadores, el tiempo dedicado a una tarea está directamente relacionada al desempeño solamente si tanto la actividad y la medida del resultado están enfocados en una rutina, lo que no sucede en las actividades que involucran solución de problemas. Carlole Ames, de la Universidad Estatal de Míchigan, puntualiza que no son los “cambios cuantitativos en el comportamiento”-como requerir a los estudiantes que dediquen más horas frente a los libros u hojas de trabajo- lo que ayuda a los niños a aprender mejor. En cambio, sí lo son los “cambios cualitativos en la 10

forma en que los estudiantes se ven a sí mismos en relación a la tarea, la forma en que se involucran en el proceso de aprendizaje, y luego responden a las actividades y situación de aprendizaje.” A su vez, estas actitudes y respuestas emergen de la forma en que los profesores conciben el aprendizaje y, como resultado, cómo ellos organizan sus clases. Es poco probable que asignar tareas tenga un efecto positivo en cualquiera de estas variables. Podríamos decir que la educación tiene que ver menos con la cantidad de tópicos abordados por el profesor que con cuánto se puede ayudar a los estudiantes a descubrir – y la cantidad de tiempo no ayudará a hacer un cambio en este aspecto. El énfasis exagerado que se da al tiempo va de la mano con la creencia generalizada de que las tareas “refuerzan” las habilidades que los estudiantes han aprendido- o, más bien, que se les ha enseñado- en clase. Pero ¿qué exactamente significa esto? No tendría sentido decir “Sigan practicando hasta que entiendan” porque la práctica no crea el entendimiento – el darles a los niños una fecha límite para entrega no les enseña habilidades para manejar su tiempo. Lo que podría tener sentido es “Sigan practicando hasta que lo que hacen se vuelva automático.” Pero ¿qué tipos de destrezas se someten a esta forma de mejora? La respuesta a esta pregunta es: las reacciones conductuales. La habilidad en el tenis requiere mucha práctica; es difícil mejorar el balanceo sin pasar mucho tiempo en la cancha. Pero citar tal ejemplo para justificar los deberes es un ejemplo de lo que los filósofos llaman razonamiento circular. Este asume precisamente lo que quiere probar, que en este caso sería que los ejercicios académicos son iguales al tenis. El supuesto de que estos son análogos deriva del conductivismo, que es la fuente del verbo “reforzar”, así como la base de una visión atenuada del aprendizaje. En la década de los veintes y treintas, cuando John B. Watson estaba formulando esta teoría que pasaría a dominar la educación, un investigador bastante menos famoso llamado William Brownell desafiaba el enfoque de “instruir y practicar” en las Matemáticas, que para entonces ya estaba enraizado. Él escribió que “si se quiere ser exitoso en el pensamiento cuantitativo, se necesita fundamentos y significados, no una multitud de “respuestas automáticas”. “Los ejercicios no desarrollan significados. La repetición no desarrolla entendimiento.” De hecho, si “la Aritmética empieza a tener sentido, es a pesar de los ejercicios”. Los pensamientos de Brownell han sido enriquecidos con una larga línea de investigaciones demostrando que el modelo conductista es, si me disculpan la expresión, profundamente superficial. La gente pasa su vida construyendo teorías acerca de cómo funciona el mundo, y luego reconstruyéndolas a la luz de nuevas evidencias. Mucha práctica puede ayudar a algunos estudiantes a recordar la 11

respuesta más fácilmente, pero no a volverse mejores pensadores –ni siquiera a acostumbrarse a pensar. Incluso cuando ellos adquieren una habilidad académica a través de la práctica, la forma de adquirirla nos debería llamar a hacer una pausa. Como lo ha mostrado la psicóloga Ellen Langer, “Cuando practicamos una cierta habilidad de tal forma que se vuelve involuntaria,” tendemos a ejecutar esta habilidad “sin pensar”, limitándonos a patrones y procedimientos que son menos que ideales. Pero aún cuando la práctica es útil en algunos casos, no podemos concluir que los deberes de este tipo funcionen para la mayor parte de estudiantes. No es de ninguna utilidad para aquellos que no entienden lo que están haciendo. Tales tipos de deberes lo hacen sentirse tonto; los acostumbran a hacer las cosas de la forma errada (porque lo que realmente está siendo “reforzado” son supuestos errados); y les enseña a ocultar lo que no saben. Al mismo tiempo, otros estudiantes de la misma clase ya han adquirido la habilidad, por lo que la práctica adicional es una pérdida de tiempo. Si usted tiene varios niños, entonces existirán aquellos que no necesitan practicar, y aquellos a quienes la práctica no les es útil. Adicionalmente, incluso si la práctica fuese útil para la mayor parte de estudiantes, esto no significa que deban realizarla en casa. En mi investigación hallé a un gran número de excelentes profesores (en diferentes niveles y con diferentes estilos de enseñanza) que raramente, si es que lo hacen, encuentran necesario mandar deberes. Varios de ellos, además de no ver la necesidad de enviar a sus estudiantes a leer, escribir o hacer trabajos de matemáticas en casa, prefieren que los estudiantes hagan estas tareas durante la clase, donde es posible observarlos, guiarlos y entablar una discusión. Finalmente, cualquier beneficio teórico de la práctica de enviar tarea debe ponerse en una balanza con el efecto que tiene en el interés de los estudiantes por aprender. Si llenar una hoja de trabajo estropea el deseo de leer o pensar, de seguro esta actividad no producirá un mejoramiento en las destrezas practicadas. Además, cuando una actividad es considerada pesada, también tiende a disminuir la calidad del aprendizaje. El hecho de que muchos niños miran a los deberes como algo que terminar tan pronto como sea posible- o incluso como una fuente significativa de estrés—ayuda a explicar por qué parece no ofrecer ninguna ventaja académica, incluso para aquellos que se sientan obedientemente y completan las tareas que se les han asignado. Todos estos estudios mostrando la poca validez de las tareas podrían no ser tan sorprendentes, después de todo. Sin embargo, los partidarios de los deberes rara vez miran las cosas desde el punto de vista del estudiante; en cambio, los niños son considerados objetos inertes a los que debemos modificar: Hágalos practicar y se harán mejores. Mi 12

argumento no es solamente que este punto de vista es irrespetuoso, o que es el residuo de una obsoleta psicología de estímulo-respuesta. También sugiero que es contraproducente. No se puede hacer que los niños adquieran habilidades. Ellos no son máquinas de venta automática en las que ponemos más deberes y obtenemos mayor aprendizaje. Este tipo de conceptos errados son dominantes en toda clase de distritos, y son conceptos sostenidos igualmente por padres, maestros y estudiosos. Son estas creencias las que hacen tan difícil siquiera cuestionar la política de enviar deberes regularmente. Se nos puede mostrar la evidencia de respaldo y esta no hará ningún impacto si estamos casados con la sabiduría popular (“la práctica hace al maestro”; “más tiempo es equivalente a mejores resultados”.) Por otro lado, mientras más aprendamos sobre el aprendizaje, estaremos más animados a desafiar la idea de que las tareas deben estar fuera de la escuela.

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El Riesgo de las Recompensas Por Alfie Kohn Muchos educadores están acertadamente concientes de que los castigos y amenazas son contraproducentes. Haciendo sufrir a los niños para alterar su comportamiento futuro se puede muchas veces obtener complicidad temporal, pero esta estrategia no los ayuda a convertirse en personas que tomen sus decisiones en forma ética y compasiva. El castigo, incluso referido eufemísticamente como consecuencias, tiende a generar ira, desafío, y deseo de venganza. Más aún, proporciona un modelo del uso del poder en lugar de la razón y rompe la importante relación entre el adulto y el niño. Del grupo de maestros y padres que hacen un compromiso de no castigar a los niños, una proporción significante se inclina por el uso de recompensas. La manera en que las recompensas son usadas, al igual que los valores que son considerados importantes, difieren entre (y dentro de) cada cultura. Sin embargo, este artículo tiene que ver con las típicas prácticas de las aulas de clase en los Estados Unidos, donde los stickers, estrellas, As y halagos, premios y privilegios, son usados rutinariamente para inducir a los niños a aprender o a cumplir con las demandas de un adulto (Fantuzzo et al., 1991). Al igual que con los castigos, el ofrecimiento de recompensas puede causar complicidad temporal en muchos casos. Desafortunadamente, las zanahorias no son más efectivas que los palos para en ayudar a los niños a convertirse en personas cuidadosas, responsables o personas que aprendan por sí mismas por el resto de su vida. RECOMPENSAS VS. BUENOS VALORES A lo largo de los años, los estudios han hallado que los programas de modificación del comportamiento son raramente exitosos en producir cambios duraderos en actitudes o incluso en el comportamiento. Cuando las recompensas paran, la gente generalmente regresa a la manera en que actuaba antes de que el programa empezara. Aún más perturbante, los investigadores han descubierto recientemente que los niños cuyos padres hacen uso frecuente de recompensas tienden a ser menos generosos que sus compañeros. (Fabes et al., 1989; Grusec, 1991; Kohn 1990). Efectivamente, las motivaciones extrínsecas no alteran los compromisos emocionales o cognitivos que están detrás del comportamiento 紡 l menos no en la dirección deseable. A un niño al que se le ha prometido algo a cambio de aprender o de actuar responsablemente, se le han 14

dado todas las razones para dejar de hacer esto cuando ya no exista una recompensa a obtener. Las investigaciones y la lógica sugieren que el castigo y las recompensas no son realmente opuestos, si no dos caras de la misma moneda. Ambas estrategias se convierten en formas de tratar de manipular el comportamiento de alguien. En el primer caso, se provoca la pregunta, ¿Qué es lo que ellos quieren que yo haga, y qué me pasará si no lo hago?, y en el otro caso, llevando al niño a preguntar, ¿Qué es lo que ellos quieren que haga y qué recibiré por hacerlo? Ninguna de estas estrategias ayuda a los niños a tratar de resolver la pregunta, ¿Qué tipo de persona quiero ser? RECOMPENSAS VS. LOGROS Las recompensas no son más útiles para incentivar los logros de lo que lo son para promover buenos valores. Al menos dos docenas de estudios han mostrado que la gente que espera recibir una recompensa por completar una tarea (o hacerla con éxito) simplemente no la hace tan bien como quienes no esperan nada (Kohn, 1993). Este efecto es fuerte en los niños pequeños, niños más grandes y adultos; para hombres y mujeres; para recompensas de todos los tipos; y para tareas que van desde la memorización de hechos hasta diseñar collages o resolver problemas. En general, mientras más pensamiento con sofisticación cognitiva y final abierto se requiera para hacer una tarea, peor tiende a actuar la gente, cuando han sido llevados a realizar la tarea a cambio de una recompensa. Existen varias explicaciones plausibles para este hallazgo enigmático pero remarcablemente consistente. La más convincente de estas es que las recompensas producen la pérdida de interés de la gente en cualquier cosa por la que sean recompensados por hacer. Este fenómeno, que ha sido demostrado en los resultados de estudios (Kohn, 1993), tiene sentido, ya que la “motivación” no es una característica singular que un individuo posea en mayor o menor grado. Por el contrario, la motivación intrínseca (un interés en la tarea por su propia satisfacción) es cualitativamente diferente de la motivación extrínseca (en la cual el cumplimiento de la tarea es visto sobre todo como un pre-requisito para obtener algo más) (Deci & Ryan, 1985). Por lo tanto, la pregunta que los educadores necesitan hacerse no es cuán motivados están sus estudiantes, si no cómo sus estudiantes están motivados. En un estudio representativo, se presentó a niños pequeños una bebida no conocida llamada Kefir. A algunos solamente se les pidió que la bebieran; a otros se les halagó excesivamente por hacerlo; a un tercer grupo se les prometió regalos si bebían suficiente. Aquellos niños que recibieron ya sea la recompensa verbal o tangible consumieron más bebida que los otros niños, como se puede 15

predecir. Pero una semana más tarde, estos niños la hallaron significativamente menos gustosa que anteriormente, mientras que los niños a los que no se les ofreció recompensa gustaron de ella tanto, si no más, de lo que lo hicieron anteriormente. (Birch et al., 1984). Si sustituimos beber Kefir por leer o hacer matemáticas, o actuar generosamente, empezamos a vislumbrar el poder destructivo de las recompensas. Los datos sugieren que mientras más queremos que los niños quieran hacer algo, más contraproducente será recompensarlos por hacerlo. Deci y Ryan (1985) describen el uso de recompensas como control a través de la seducción. Control, ya sea mediante amenazas o sobornos, conducen a hacer las cosas a los niños en lugar de trabajar con ellos. Esto al final debilita las relaciones, tanto entre estudiantes (llevando a reducir el interés por trabajar con los compañeros) y entre estudiantes y adultos (en la medida en que pedir ayuda puede reducir las probabilidades de recibir una recompensa). Más aún, los estudiantes a los que se les incentiva a pensar en notas, stickers, u otros regalos, se vuelven menos inclinados a explorar ideas, pensar en forma creativa, y tomar riesgos. Por lo menos diez estudios han mostrado que las personas a quienes se les ha ofrecido una recompensa generalmente escogen la tarea más fácil (Kohn, 1993). En la ausencia de recompensas, por el contrario, los niños están inclinados a escoger las tareas que están justo dentro de su nivel de habilidad. IMPLICACIONES RECOMPENSAS

PRÁCTICAS

DEL

FRACASO

DE

LAS

Las implicaciones de este análisis y estos datos son preocupantes. Si la pregunta es ¿Motivan las recompensas a los estudiantes?, la respuesta es, Absolutamente: estas motivan a los estudiantes a obtener recompensas. Desafortunadamente, ese tipo de motivación generalmente surge a expensas del interés y excelencia en cualquier cosa que estén haciendo. Lo que se necesita, entonces, es nada menos que una transformación de nuestras escuelas. En primer lugar, el manejo de los programas de clase basados en recompensas y consecuencias deben ser evitados por cualquier educador que quiera que sus estudiantes tomen responsabilidad por sus propio comportamiento (y de los otros)- y por cualquier educador que coloque la internalización de valores positivos por encima de la obediencia ciega. La alternativa a los sobornos y amenazas es trabajar para crear una comunidad solidaria, cuyos miembros resuelvan sus problemas colaborando y decidiendo juntos sobre cómo quieren que sea su clase (DeVries & Zan, 1994; Solomon et al., 1992). 16

En segundo lugar, se ha visto que particularmente las notas tienen un efecto perjudicial en el pensamiento creativo, retención a largo plazo, interés en aprender, y preferencia por tareas desafiantes. (Butler & Nisan, 1986; Grolnick & Ryan, 1987). Estos efectos perjudiciales no son el resultado de muchas malas calificaciones, ni muchas buenas calificaciones, o de la fórmula equivocada para calcular las notas. Por el contrario, son el resultado de la práctica de evaluar en sí misma, y la orientación extrínseca que esta promueve. El uso de recompensas o consecuencias por parte de los padres para inducir a los niños a desempeñarse bien en la escuela tiene un efecto similarmente negativo sobre el gusto de aprender y, finalmente, en el desempeño (Gottfried et al., 1994). El evitar estos efectos requiere de prácticas de evaluación orientadas a ayudar a los estudiantes a experimentar el éxito y el fracaso no como una recompensa o castigo, si no como información. Finalmente, esta distinción entre recompensa e información podría ser aplicada también a la retroalimentación positiva. Aunque puede ser de utilidad escuchar sobre el éxito de uno mismo, y muy deseable el recibir soporte y ánimos por parte de los adultos, la mayor parte de halagos es equivalente a una recompensa verbal. En lugar de ayudar a los niños a desarrollar su propio criterio para el aprendizaje efectivo o comportamiento deseado, los halagos pueden crear una dependencia creciente a asegurar la aprobación de alguien más. En lugar de ofrecer apoyo incondicional, los halagos hacen que la respuesta positiva esté condicionada a hacer lo que el adulto demanda. En vez de aumentar el interés por una actividad, el aprendizaje es devaluado en la medida en que viene a ser visto como un pre-requisito para recibir la aprobación del profesor (Kohn, 1993). CONCLUSIÓN En breve, los buenos valores tienen que ser cultivados desde adentro. Los intentos de acortar el camino en este proceso, colgar recompensas frente a los niños es en el mejor de los casos ineficaz, y en el peor, contraproducente. Los niños tienden a volverse estudiantes entusiastas y con gusto por el aprendizaje por el resto de su vida, como resultado de haber sido provistos de un currículo atractivo, una comunidad segura y solidaria, en donde descubrir y crear, y un grado significativo de elección sobre qué (y cómo y por qué) ellos están aprendiendo. Las recompensas ・ como los castigos- son innecesarias cuando estas cosas están presentes, y son por último destructivos en cualquier caso.

PARA MÁS INFORMACIÓN Birch, L.L., D.W. Marlin, and J. Rotter. (1984). Eating as the 'Means' Activity in a Contingency: Effects on Young Children's Food Preference. CHILD DEVELOPMENT 55(2, Apr): 431-439. EJ 303 231.

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Butler, R., and M. Nisan. (1986). Effects of No Feedback, Task-Related Comments, and Grades on Intrinsic Motivation and Performance. JOURNAL OF EDUCATIONAL PSYCHOLOGY 78(3, June): 210-216. EJ 336 917. Deci, E. L., and R. M. Ryan. (1985). INTRINSIC MOTIVATION AND SELF-DETERMINATION IN HUMAN BEHAVIOR. New York: Plenum. DeVries, R., and B. Zan. (1994). MORAL CLASSROOMS, MORAL CHILDREN: CREATING A CONSTRUCTIVIST ATMOSPHERE IN EARLY EDUCATION. New York: Teachers College Press. Fabes, R.A., J. Fultz, N. Eisenberg, T. May-Plumlee, and F.S. Christopher. (1989). Effects of Rewards on Children's Prosocial Motivation: A Socialization Study. DEVELOPMENTAL PSYCHOLOGY 25(4, Jul): 509-515. EJ 396 958. Fantuzzo, J.W., C.A. Rohrbeck, A.D. Hightower, and W.C. Work. (1991). Teachers' Use and Children's Preferences of Rewards in Elementary School. PSYCHOLOGY IN THE SCHOOLS 28(2, Apr): 175-181. EJ 430 936. Gottfried, A.E., J.S. Fleming, and A.W. Gottfried. (1994). Role of Parental Motivational Practices in Children's Academic Intrinsic Motivation and Achievement. JOURNAL OF EDUCATIONAL PSYCHOLOGY 86(1): 104-113. Grolnick, W.S., and R.M. Ryan. (1987). Autonomy in Children's Learning: An Experimental and Individual Difference Investigation. JOURNAL OF PERSONALITY AND SOCIAL PSYCHOLOGY 52: 890-898. Grusec, J.E. (1991). Socializing Concern for Others in the Home. DEVELOPMENTAL PSYCHOLOGY 27(2, Mar): 338-342. EJ 431 672. Kohn, A. (1990). THE BRIGHTER SIDE OF HUMAN NATURE: ALTRUISM AND EMPATHY IN EVERYDAY LIFE. New York: Basic Books. Kohn, A. (1993). PUNISHED BY REWARDS: THE TROUBLE WITH GOLD STARS, INCENTIVE PLANS, A'S, PRAISE, AND OTHER BRIBES. Boston: Houghton Mifflin. Solomon, D., M. Watson, V. Battistich, E. Schaps, and K. Delucchi. (1992). Creating a Caring Community: Educational Practices That Promote Children's Prosocial Development. In F.K. Oser, A. Dick, and J.L. Patry (Eds.), EFFECTIVE AND RESPONSIBLE TEACHING: THE NEW SYNTHESIS. San Francisco: JosseyBass.

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Por qué está sobrevalorada la autodisciplina La (inquietante) teoría y práctica del control desde dentro Por Alfie Kohn Si hay un rasgo del carácter por cuyos beneficios hayan abogado tanto los educadores tradicionales como los progresistas, bien pudiera ser la autodisciplina. Casi todo el mundo quiere que los estudiantes hagan caso omiso de sus impulsos no constructivos, resistan a la tentación y hagan todo lo que haya que hacer. Es cierto que esto nos lo recomiendan con particular fervor ese tipo de personas que desdeñan cualquier referencia a la autoestima y deploran la, según ellos, laxitud actual. Pero incluso quienes no se definen a sí mismos como conservadores están de acuerdo en que imponer disciplina a los niños (bien sea para mejorar su comportamiento, bien para que se apliquen en sus estudios) no es tan deseable como conseguir que los niños se impongan esa disciplina a sí mismos. Es atractivo para los maestros –de hecho, para cualquiera que esté en posición de relativo poder– que la gente sobre la que tienen autoridad haga por sí misma aquello que se supone que tienen que hacer. La única duda es cuál es el mejor modo de conseguir esto. La autodisciplina se puede definir como el control de la propia fuerza de voluntad para cumplir cosas que generalmente se ven como deseables, y el autocontrol como la utilización de esa misma fuerza de voluntad para evitar hacer cosas que se ven como indeseables o para posponer una gratificación. En la práctica, a menudo funcionan como dos aspectos de la misma maquinaria de autorregulación, así que utilizaré los dos términos más o menos como intercambiables. Una búsqueda de estos términos en índices de libros publicados, artículos académicos o sitios de Internet permitirá descubrir lo difícil que es encontrar el más mínimo cuestionamiento sobre el valor de estos conceptos. Aunque admito que es bueno ser capaz de perseverar en tareas que merezcan la pena –y algunos estudiantes parecen carecer de esta capacidad– me gustaría sugerir que el concepto, en realidad, resulta problemático desde tres perspectivas fundamentales. Preguntarse por aquello que subyace en la idea de la autodisciplina supone desvelar importantes errores acerca de la motivación y la personalidad, suposiciones polémicas sobre la naturaleza humana, y 19

consecuencias inquietantes sobre nuestra organización en la sociedad y en la escuela. Hablaremos de retos psicológicos, filosóficos, y políticos, respectivamente. Todos ellos se aplican a la autodisciplina en general, pero son especialmente relevantes para lo que ocurre en nuestras escuelas. I. ASPECTOS PSICOLÓGICOS. DISTINCIONES CRÍTICAS Si nuestro objetivo principal es que los estudiantes terminen cualquier tarea y obedezcan cualquier norma que se les haya dado, entonces no se puede negar que la autodisciplina es útil. Pero si estamos interesados en el niño en su conjunto –si, por ejemplo, nos gustaría que nuestros alumnos fueran saludables psicológicamente–, entonces no está claro que la autodisciplina deba gozar de un estatus privilegiado en comparación con otras cualidades. En algunos contextos, puede que no sea deseable en absoluto. Décadas atrás, el eminente investigador y psicólogo Jack Block describió a las personas a partir de su nivel de “control del ego” –es decir, la amplitud con que expresaban o suprimían sus impulsos y emociones. Los que tienen escaso control son impulsivos y despistados; los que tienen un exceso de control son compulsivos y carentes de alegría. El hecho de que los educadores se sientan más irritados por los primeros, y por consiguiente más inclinados a definirlos como problemáticos, no significa que los segundos no deban inquietarnos. Ni deberíamos favorecer “la sustitución de la impulsividad desenfrenada por el categórico, dominante y rígido control de los impulsos”, advertía Block. No es sólo que el autocontrol no siempre sea bueno, es que la falta de autocontrol no siempre es mala porque puede “proporcionar las bases para la espontaneidad, la flexibilidad, expresiones de calidez interpersonal, disponibilidad para la experiencia y valoración de la creatividad”. Así pues, ¿qué nos dice acerca de nuestra sociedad “la alabanza general a la idea de autocontrol”, aunque a veces pueda ser “maladaptativa y estropee la experiencia y el disfrute de la vida”? [1] La idea de que ningún extremo puede ser bueno no debería ser particularmente polémica, aunque algunos investigadores que claman por la autodisciplina rechazan explícitamente la posibilidad de que el exceso de control no sea saludable. [2] Además, la reticencia a reconocer esta importante advertencia se observa en la selección de los materiales que se publican sobre este tema. Estos 20

materiales suelen contener afirmaciones no contrastadas como “La promoción de la autodisciplina es un objetivo importante para todas las escuelas” o “Todos los maestros deberían esforzarse por enseñar autodisciplina a sus estudiantes”.[3] Es difícil conjugar estas afirmaciones con las investigaciones que señalan que “es probable que el comportamiento disciplinado y dirigido, que puede ser ventajoso en algunas situaciones,… sea perjudicial” en otras.[4] No sólo se ha visto que “las consecuencias de la impulsividad no siempre son negativas”,[5] sino que un alto grado de autocontrol tiende a ir acompañado de una menor espontaneidad y una vida emocional más insípida, [6] e incluso, en algunos casos, de problemas psicológicos más graves.[7] “Las personas demasiado controladoras tienden a abstenerse por completo de consumir drogas, pero están peor adaptadas que los individuos con un menor control del ego y que han experimentado brevemente con drogas, [mientras que] las mujeres jóvenes (no los varones) con tendencia al exceso de control corren el riesgo de desarrollar una depresión”.[8] La preocupación por el autocontrol también es un aspecto clave de la anorexia.[9] Pensemos en una alumna que siempre empieza los deberes en el momento en que se los ponen. Lo que podría ser visto como una muestra admirable de autodisciplina, dado que seguramente preferiría estar haciendo otras cosas, puede que se deba en realidad a una intensa incomodidad por tener algo pendiente. Quiere –o, más bien, necesita– sacarse los deberes de encima para evitar la ansiedad. (El simple hecho de que algo parecido a la autodisciplina sea necesario para completar una tarea es señal de que no es probable que pueda derivarse ningún beneficio intelectural de esa tarea. Aprender, después de todo, no depende de lo que los estudiantes hacen sino de cómo ven y construyen lo que hacen.[10] Aceptar lo contrario sería volver a un crudo conductismo que hace mucho que fue repudiado por los académicos más serios). De forma más general, la autodisciplina puede ser más un signo de vulnerabilidad que un signo de salud. Puede reflejar un miedo a verse sobrepasado por fuerzas externas, o por los propios deseos, que debe ser suprimido con un esfuerzo continuo. En efecto, estos individuos sufren un miedo a perder el control. En su estudio clásico Estilos neuróticos, David Shapiro explica cómo alguien puede funcionar como “su propio vigilante, generando órdenes, directivas, recordatorios, avisos y admoniciones no sólo sobre lo que se debe hacer y lo que no se debe hacer, sino también sobre lo que se debe querer, 21

sentir e incluso pensar”. [11] Las personas seguras y saludables pueden ser flexibles, abiertas al juego, las experiencias nuevas y el descubrimiento de sí mismas, obtienen satisfacción del proceso y no están tan enfocadas siempre en el producto. Un estudiante extremadamente autodisciplinado, por el contrario, puede ver la lectura o la resolución de un problema sólo en función del objetivo de conseguir una buena nota. Según la formulación general de Shapiro, este tipo de personas “no se sienten a gusto con ninguna actividad que no tenga un objetivo o un propósito más allá del propio placer, y no suelen reconocer que la vida pueda ser satisfactoria sin un sentido constante de esfuerzo y determinación”. [12] Este análisis genera un par de interesantes paradojas. Una es que, mientras que la autodisciplina implica un ejercicio de la voluntad, y por lo tanto una libre elección, muchas de estas personas, en realidad, no son libres en absoluto, psicológicamente hablando. No es que se hayan disciplinado a sí mismos, sino que no pueden permitirse a sí mismos no ser disciplinados. Lo mismo sucede con la capacidad de aplazar la gratificación, como señaló un investigador: “no sólo tenían ‘mejor’ autocontrol, sino que en cierto sentido parecían ser incapaces de evitarlo.” [13] Una segunda paradoja es que la omnipotente autodisciplina puede contener la semilla de su propia destrucción: una explosiva pérdida de control, que los psicólogos llaman “desinhibición”. De un extremo no saludable (aunque no siempre se reconozca como tal), hay personas que caen de repente en el otro extremo. El estudiante aplicado actúa de pronto de una forma atroz; el piadoso abstemio empieza a salir de juerga y emborracharse, o pasa de la abstinencia absoluta a practicar sexo sin protección de forma temeraria.[14] Además, hacer un esfuerzo por inhibir comportamientos potencialmente no deseables puede tener otros efectos negativos. Una revisión detallada de estudios relacionados con todo tipo de intentos de suprimir sentimientos y comportamientos muestra que los resultados señalan a menudo “efectos negativos (incomodidad o estrés) [y] disrupción cognitiva (como incapacidad para mantener la atención o pensamientos intrusivos y obsesivos sobre el comportamiento prohibido).” [15] En resumen, no deberíamos sentirnos tranquilos al saber que un estudiante es especialmente autodisciplinado, o que es capaz de aplazar la gratificación (ya que el aplazamiento “tiende a ser algo sobrecontrolado e inhibido 22

innecesariamente”[16]), o si siempre tiende a persistir en una tarea aunque no tenga éxito en ella. La última de estas tendencias, que generalmente se idealiza como tenacidad o coraje, puede reflejar en realidad un “rechazo a la retirada” que procede de una necesidad poco saludable y a menudo antiproductiva de seguir con algo aun cuando está claro que no tiene sentido hacerlo.[17] Por supuesto, no todos los niños que muestran autodisciplina, o algo similar, tienen que ser motivo de preocupación. Así que, ¿qué es lo que distingue al niño saludable y adaptativo? La moderación, quizás, y también la flexibilidad, lo que Block llama “variabilidad adaptativamente responsiva” [18] Lo que cuenta es la capacidad de elegir en cada situación si merece la pena perseverar, controlarse uno mismo, seguir las normas, más que la simple tendencia a hacer todo esto en todas las situaciones. Esto, más que la autodisciplina o el autocontrol per se, es lo que beneficiaría a los niños en su desarrollo. Pero tal formulación es muy diferente de la celebración acrítica de la autodisciplina que encontramos en el campo de la educación y a lo largo y ancho de nuestra cultura. * Cada vez está más claro que lo problemático de la autodisciplina no tiene que ver sólo con “cuánta” sino con “de qué tipo”. Una de las formas más fructíferas de pensar sobre este tema surge del trabajo de los psicólogos de la motivación Edward Deci y Richard Ryan. Para empezar, nos invitan a reconsiderar la forma casual en que hablamos del concepto de motivación, como si fuera una cosa aislada que uno poseyera en una cierta cantidad. Queremos que los estudiantes tengan más, así que tratamos de “motivarlos”, quizás con el uso estratégico de recompensas o castigos. No obstante, hay diferentes tipos de motivación, y el tipo importa más que la cantidad. La motivación intrínseca consiste en querer hacer algo porque sí –por ejemplo, leer sólo porque es emocionante dejarse llevar por el relato. La motivación extrínseca existe cuando la tarea no es el objetivo en sí; uno puede leer para obtener un premio o la aprobación de alguien. No sólo se trata de dos tipos de motivaciones diferentes, sino que suelen ser inversamente proporcionales. Muchos estudios han demostrado que cuanto más recompensas a alguien por hacer algo, más posibilidades tiene de perder interés en ello que había hecho para obtener la recompensa. Los investigadores están descubriendo que 23

ofrecerles a los niños un “refuerzo positivo” por ser generosos y ayudar termina por minar estas cualidades verdaderas, y animar a los estudiantes a mejorar sus notas tiene como resultado una pérdida de interés por el estudio.[19] Pero los niños hacen algunas cosas que no son intrínsecamente atractivas, incluso en ausencia de alicientes extrínsecos. Seguramente diremos que han internalizado la obligación de hacerlo. Y aquí volvemos a la idea de autodisciplina (con énfasis en “auto”). Es más, muchos educadores han apostado exactamente por esto: queremos niños que se mantengan ocupados sin que un adulto tenga que estar pendiente de ellos, con el palo y la zanahoria a punto, queremos que actúen de forma responsable aun cuando nadie los esté mirando. Pero Deci y Ryan no han terminado de complicarnos la vida. Después de mostrar que hay diferentes tipos de motivación (que no son igualmente deseables), van más allá y apuntan que hay también diferentes tipos de internalización. Esto es una posibilidad en la que pocos de nosotros habíamos pensado; hasta un educador capaz de distinguir lo intrínseco de lo extrínseco insistirá en que deberíamos ayudar a los niños a internalizar los buenos valores y conductas. Pero ¿cuál es exactamente la naturaleza de esta internalización? Por una parte, una norma puede ser interiorizada por completo, o “introyectada”, de manera que controla al niño desde dentro: “Las conductas se llevan a cabo porque uno ‘debería’ hacerlo, o porque no hacerlo puede generar ansiedad, culpa o pérdida de estima”. Por otra parte, la internalización puede producirse de forma más auténtica, de manera que esa conducta se experimenta como “volicional o autodeterminada”. Se integra por completo en la propia estructura de los valores y se siente como elegida. Así, una estudiante puede estudiar bien porque sabe que se supone que debe hacerlo (y se sentirá fatal si no lo hace), o porque entiende los beneficios de hacerlo y quiere continuar aunque no siempre le resulte agradable.[20] Se ha comprobado que esta distinción básica es importante en los estudios, los deportes, el amor romántico, la generosidad, la implicación política y la religión –con investigaciones que en cada caso demuestran que el último tipo de internalización lleva a mejores resultados que el primero.[21] En el caso particular de la educación, los maestros pueden promover la versión más positiva minimizando “la evaluaciones impuestas desde el exterior, retos, premios y 24

presiones” así como apoyando proactivamente el sentido de la autonomía de los estudiantes.”[22] La moraleja de esta historia es que el mero hecho de que la motivación sea interna no significa que sea ideal. Si los niños se sienten controlados, aunque sea desde su interior, es probable que se sientan en conflicto, infelices, y quizás tengan menos probabilidades de tener éxito (al menos bajo criterios significativos) en cualquier cosa que hagan. Los estudiantes con un alto sentido del deber pueden estar sufriendo lo que la psicoanalista Karen Horney llamó “tiranía del deber-ser”, hasta el punto de que ya no saben qué es lo que quieren verdaderamente, o quiénes son realmente. Lo mismo ocurre con los adolescentes que hipotecan su vida presente por el futuro: hincan los codos, perseveran hasta el extremo, se estresan al máximo. El instituto es sólo una preparación para la facultad, y la facultad una recopilación de credenciales para lo que venga después. Nada tiene ningún valor, ni proporciona ninguna gratificación en sí. Estos estudiantes pueden ser expertos en superar exámenes, acumular buenas notas y aplazar la gratificación, pero nos recuerdan lo contradictoria que puede llegar a ser la autodisciplina. II. ASPECTOS FILOSÓFICOS. CREENCIAS SUBYACENTES A la luz de todas estas razones para ser cautelosos, ¿por qué nos sentimos tan orgullosos de nuestra autodisciplina y autocontrol? La respuesta puede implicar valores básicos que dominan nuestra cultura. Vamos a plantearnos otra pregunta: ¿cómo son en el fondo los niños –y las personas en general– si es necesaria la autodisciplina para obligarse a uno mismo a hacer cosas de valor? Consideremos esta reciente reflexión de David Brooks, un columnista de un periódico conservador: En la época de Lincoln, alcanzar la madurez significaba tener éxito en la conquista del yo. Los seres humanos nacían en el pecado, dominados por pasiones oscuras y tentaciones satánicas. La transición a la edad adulta consistía en lograr el dominio de sí mismo. Podemos leer discursos del siglo XIX y principios del XX donde los oradores hablan de la bestia interior y la necesidad de dominarla con un carácter de hierro. Los libros de lectura escolares insistían en la 25

autodisciplina. El modelo de construcción del carácter estaba centrado en el pecado.[23] Brooks tenía razón, con una importante advertencia: el énfasis en la autodisciplina no es sólo una reliquia histórica. Hoy ya no estamos expuestos a esta retórica florida y exhortatoria, pero unos pocos minutos en Internet nos recuerdan que el concepto en sí sigue vivo y goza de buena salud en la América contemporánea –con la friolera de tres millones de resultados en Google. (También es un elemento clave en el movimiento de educación del carácter.[24]) Brooks ofrece un recordatorio útil, aunque desconcertante, sobre las creencias centradas en el pecado donde se mantiene el evangelio de la autodisciplina. Es porque vemos nuestras preferencias como indignas, nuestros deseos como vergonzosos, por lo que debemos luchar por dominarlos. La conclusión lógica es que la vida humana es una lucha constante para anularnos y transcendernos a nosotros mismos. La moraleja es el triunfo de la mente sobre el cuerpo, la razón sobre el deseo, la voluntad sobre la necesidad.[25] Lo más interesante de todo esto es cómo muchas instituciones seculares e individuos que habrían objetado enérgicamente contra la noción de que los niños son pequeñas bestias egocéntricas que necesitan ser domesticadas, a pesar de todo abrazaron un concepto que brota precisamente de esa premisa. Algunos incluso se encargan de rechazar la coerción anticuada y el castigo a favor de métodos más suaves.[26] Pero si a pesar de todo se comprometen en asegurar que los niños internalizan nuestros valores –realmente, colocando un policía dentro de cada niño– entonces deberían admitir que esto no es lo mismo que ayudarles a desarrollar sus propios valores, y es diametralmente opuesto al objetivo de ayudarles a ser capaces de pensar con independencia. El control desde dentro no es inherentemente más humano que el control desde fuera, sobre todo si los efectos psicológicos no son tan diferentes, como parece ser el caso. Incluso más allá de la visión de la naturaleza humana, la obligación de autodisciplinarse puede reflejar una filiación tácita con el conservadurismo y su queja predecible de que nuestra sociedad –o nuestra juventud– ha olvidado el valor del trabajo duro, la importancia del deber, la necesidad de aceptar la responsabilidad personal, etcétera. (No importa que las personas mayores hayan venido denunciando a los jóvenes gandules y los “tiempos modernos” durante siglos [27]) y esta condena suele venir acompañada de una visión prescriptiva 26

que aboga por la autonegación y que desestima sarcásticamente hablar sobre la autoexploración o la autoestima. En su fascinante libro Moral Politics, el lingüista y crítico social George Lakoff argumentó que la autodisciplina desempeña un papel fundamental en la visión del mundo conservadora. [28] La obediencia a la autoridad es lo que produce la autodisciplina, [29] y la autodisciplina, a su vez, es necesaria para tener éxito. Su ausencia se ve como un signo de autoindulgencia y por consiguiente de debilidad moral. Así, cada vez que un niño recibe algo deseable, incluida nuestra aprobación, sin habérselo ganado, cada vez que se deja de lado la competición (y por tanto cada vez que es posible tener éxito sin tener que derrotar a otros), cada vez que recibe demasiada asistencia o cuidados, entonces estamos siendo “permisivos”, “sobreindulgentes”, fracasando en la preparación del niño para el Mundo Real. Es interesante ver que esta forma de conservadurismo no se limita a los programas de radio o los discursos de la Convención Republicana. Se infiltra a través del trabajo de investigadores clave que no sólo estudian la autodisciplina, sino que insisten vigorosamente en su importancia. [30] Por supuesto, las cuestiones fundamentales sobre la moralidad y la naturaleza humana no pueden resolverse en un artículo, está claro que el punto de partida de algunos de nosotros es radicalmente diferente del de otros. Pero en el caso de los educadores que casualmente invocan la necesidad de enseñarles a los niños autodisciplina, puede tener sentido explorar los fundamentos filosóficos de este concepto y reconsiderar si este fundamento nos da qué pensar. III. ASPECTOS POLÍTICOS. IMPLICACIONES PRÁCTICAS Cuando queremos comprender qué está sucediendo en un entorno determinado – por ejemplo, una clase–, a menudo merece la pena observar sus políticas, normas y otros aspectos estructurales. Por desgracia, muchos de nosotros tenemos tendencia a ignorar la forma en que el sistema trabaja y atribuye significación a las personalidades de los individuos implicados –un fenómeno que los psicólogos llaman “error fundamental de atribución”. [31] Así, aceptamos que el autocontrol sólo es un rasgo que una persona puede poseer, aunque probablemente sea más acertado pensar en ello como un “concepto situacional, no un rasgo individual”, dado que “un individuo puede desarrollar diferentes grados de autocontrol en 27

diferentes situaciones”. Sucede exactamente lo mismo con el aplazamiento de la gratificación.[32] Pero la cuestión no es sólo que atender a los individuos más que a los entornos obstaculice nuestra capacidad para comprender. Hacerlo también tiene un significado práctico. Concretamente, cuanto más culpamos a alguien por carecer de autodisciplina, y gastamos nuestros esfuerzos en ayudarle a desarrollar la capacidad de controlar sus impulsos, menos probable es que cuestionemos las estructuras (políticas, económicas o educativas) que modelan sus acciones. No hay razón para trabajar por el cambio social si asumimos que la gente sólo tiene que esforzarse y trabajar más duro. Así, la atención que se da a la autodisciplina no sólo es filosóficamente conservadora en sus premisas, es también conservadora en sus consecuencias. Nuestra sociedad está abarrotada de ejemplos. Si los consumidores están endeudados hasta las cejas, y encuadramos el problema como una pérdida de autocontrol, desviaremos la atención de los esfuerzos concertados de la industria del crédito para conseguir engancharnos tomando dinero prestado desde nuestra niñez.[33] Recordemos la campaña Keep America Beautiful (“Conserva hermosa América”), lanzada en la década de 1950, para animarnos a dejar de tirar papeles al suelo. Una campaña financiada, resulta ser, por la American Can Company y otras corporaciones que tuvo el efecto de culpar a los individuos y distraer de otras cuestiones, por ejemplo quién se beneficia de la producción y empaquetado de productos desechables.[34] Pero volvamos a los estudiantes que se sientan en nuestras aulas. Si la pregunta es: “¿Cómo podemos conseguir que levanten la mano y esperen a ser llamados, en lugar de soltar la respuesta de buenas a primeras?”, entonces la pregunta no es: “¿Por qué el profesor hace la mayor parte de las preguntas, y decide unilateralmente quién va hablar y cuándo?” Si la pregunta es: “¿Cuál es la mejor manera de enseñarles autodisciplina a los niños para que hagan sus tareas?”, entonces no es: “¿Realmente merece la pena hacer estos deberes, que tanto se parecen a un ‘trabajo’? [35] ¿Promueven el pensamiento y la inquietud por aprender, o sólo consisten en memorizar hechos y practicar habilidades de memoria?” En otras palabras, identificar el problema como una falta de autodisciplina equivale a enfocar nuestros esfuerzos en hacer niños conformes a un status quo que ni se analiza ni es probable que se cambie. Cada niño, además, 28

es equipado con un “supervisor incorporado”, que quizás no actúe en su interés, pero que sí resulta enormemente conveniente para crear “una ciudadanía y una fuerza de trabajo autocontrolada –no sólo controlada”.[36] No todas las objeciones o pruebas que hemos revisado aquí se podrán aplicar a cada ejemplo de autodisciplina. Pero tiene sentido que examinemos el concepto y los modos en que lo aplicamos en nuestras escuelas. Junto a sus fundamentos e impacto político, hay razones para ser escépticos sobre cualquier cosa que pueda producir sobrecontrol. Algunos niños que parecen el sueño de cualquier adulto, algunos estudiantes aplicados, pueden ser en realidad seres ansiosos, conducidos y motivados por una necesidad permanente de sentirse mejor consigo mismos, más que por cualquier cosa que se parezca a la curiosidad. En pocas palabras, son adictos al trabajo en potencia. ______________________________________ [RECUADRO] Sobre las nubes y las diferencias de género Una relectura de los estudios sobre la autodisciplina Cuatro décadas atrás, en el laboratorio de Walter Mischel en la Universidad de Stanford, unos niños de edad preescolar se quedaban solos en una habitación después de habérseles dicho que podrían tomar una golosina (por ejemplo, una nube) si hacían sonar un timbre cada vez para llamar al responsable del experimento. O bien, si podían aguantar sin llamar hasta que él volviera, entonces la recompensa sería mayor (por ejemplo, dos nubes). Posteriormente se ha destacado que los niños que fueron capaces de esperar obtuvieron mejores puntuaciones en habilidades sociales y cognitivas una década más tarde, y también tuvieron mejores notas en las pruebas de acceso a la universidad. La lección es sencilla, según los comentaristas conservadores: deberíamos centrarnos menos en “reformas estructurales” para mejorar la educación o reducir la pobreza, y mirar más bien los rasgos que poseen los individuos, sobre todo la habilidad para ejercitar su autocontrol.[37]

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Pero la historia real de estos estudios es bastante más complicada. Para empezar, la relación causal no estaba tan clara, como reconoció el propio Mischel. La capacidad de aplazar la gratificación puede que no haya sido la responsable de las impresionantes cualidades que se encontraron diez años más tarde; más bien, ambas pueden haber sido el resultado del mismo tipo de entorno familiar.[38] En segundo lugar, lo que más le interesaba a Mischel no era si los niños podían esperar para obtener una golosina mayor –la mayor parte de ellos lo conseguían [39]– ni si los que esperaban tenían más éxito en la vida que los que no lo hacían, sino cómo hacían los niños para intentar esperar y qué estrategias utilizaban para ello. Resultó que los niños esperaban más cuando se distraían con un juguete. Lo que mejor funcionaba no era “la autonegación y fuerte determinación”, sino hacer algo placentero durante la espera, de manera que el autocontrol no hiciera falta para nada. [40] En tercer lugar, lo específico de la situación –esto es, el diseño de cada experimento– era más importante para predecir los resultados que la personalidad de un niño determinado.[41] Esto es justo lo contrario de la lección que se suele extraer de estos estudios, que es que el autocontrol es una cuestión de carácter individual, que deberíamos fomentar. En cuarto lugar, aunque Mischel buscaba características individuales estables, su primera preocupación eran las “competencias cognitivas”, las estrategias para pensar en la golosina o dejar de pensar en ella, y cómo esas estrategias se relacionaban con otras habilidades que se medían diez años más tarde. De hecho, estos resultados subsecuentes no tenían nada que ver con la capacidad de aplazar la gratificación, per se, sino sólo con la capacidad de distraerse cuando los investigadores no proporcionaban distracciones.[42] Y esa habilidad está relacionada de forma significativa ni más ni menos que con la inteligencia. [43] Por último, mucha gente que cita estos experimentos acepta simplemente que es mejor tener una recompensa grande más tarde que una recompensa pequeña ahora mismo. Pero ¿esto siempre es así? Mischel, al menos, no lo creía. “La decisión de aplazar o no aplazar depende, en parte, de los valores individuales y expectativas con respecto a las contingencias específicas”, escribió. “En una situación dada, pues, posponer la gratificación puede no ser una elección acertada o adaptativa”.[44] 30

* Si el giro conservador del trabajo de Mischel se debe sobre todo a cómo otros lo han (mal)interpretado, no puede decirse lo mismo de un estudio más reciente, donde los propios investigadores están encantados de despotricar contra “el fracaso en el ejercicio de la autodisciplina”. Angela Duckworth y Martin Seligman despertaron una considerable atención (en Education Week y el New York Times, entre otros) por un experimento publicado en 2005 y 2006 que pretendía mostrar que la autodisciplina era un fuerte predictor de éxito académico, y que este rasgo explicaba por qué en la muestra las chicas tenían más éxito en la escuela que los chicos.[45] Una vez más, la conclusión es bastante discutible si la examinamos de cerca. Por una parte, todos los niños de este estudio tenían entre 13 y 14 años y estudiaban en una escuela elitista con pruebas de acceso competitivas, así que no está nada claro que los resultados se puedan generalizar a otras poblaciones o edades. Por otra parte, la autodisciplina quedaba determinada por el modo en que los estudiantes se describían a sí mismos, o cómo los describían sus padres o maestros, más que por algo que realmente hicieran o no. La única medida de observación de su conducta –hacerles elegir entre tener un dólar hoy o dos dólares dentro de una semana– apenas tenía correlación con las otras medidas y mostró la diferencia de género más pequeña. No obstante, el único efecto benéfico de la autodisciplina eran las notas más altas. Los maestros dan más sobresalientes a los estudiantes que dicen, por ejemplo, que dejan de hacer algo que les gusta hasta que terminan los deberes. Supongamos que se descubre que los estudiantes que asentían con la cabeza y sonreían a todo lo que decía el maestro recibían mejores notas. ¿Significaría eso que tendríamos que enseñar a los niños a asentir y sonreír más, o deberíamos cuestionarnos el significado de las notas como variable? O supongamos que se descubre que la autodisciplina por parte de los adultos está asociada con evaluaciones más positivas de sus supervisores su lugar de trabajo. ¿Deberíamos concluir que los empleados que hacían lo que querían sus jefes obtuvieron un veredicto favorable de esos mismos jefes? Bueno, ¿y qué? Ya sabemos no sólo que las notas sufren de bajos niveles de validez y fiabilidad, pero que los estudiantes a los que se orienta a las notas tienden a estar menos 31

interesados en lo que están aprendiendo, y tienen más probabilidades de pensar de una manera superficial (y retener la información durante menos tiempo), y aptos para elegir la tarea más fácil posible.[46] Además, hay alguna evidencia de que los estudiantes con notas altas son, por término medio, demasiado conformistas y no especialmente creativos.[47] Que los estudiantes que son más autodisciplinados consigan mejores notas constituye un aval de la autodisciplina sólo para gente que no entiende que las notas son un marcador pésimo para las cualidades educativas que nos interesan. Y si las chicas en nuestra cultura son socializadas para controlar sus impulsos y para hacer lo que se les dice, ¿es algo bueno que hayan aprendido tan bien la lección como para ser recompensadas con buenas notas?

NOTAS 1. Jack Block, Personality as an Affect-Processing System: Toward an Integrative Theory (Mahway, NJ: Erlbaum, 2002), pp. 195, 8-9. O, como afirma otra psicóloga, “Lo que para una persona es falta de autocontrol, para otra persona es ímpetu para un cambio positivo en la vida” (Laura A. King, “Who Is Regulating What and Why?”, Psychological Inquiry, vol. 7, 1996, p. 58). 2. “Creemos que no hay ningún verdadero inconveniente en tener demasiado autocontrol” escriben Christopher Peterson y Martin Seligman en su libro Character Strengths and Virtues (Oxford University Press, 2004), p. 515. June Tangney, Roy Baumeister, y Angie Luzio Boone declaran, de forma similar, que “el autocontrol es benéfico y adaptativo de forma lineal. No encontramos ninguna evidencia de que existan problemas psicológicos relacionados con el autocontrol” (“High Self-Control Predicts Good Adjustment, Less Pathology, Better Grades, and Interpersonal Success,” Journal of Personality, vol. 72, 2004, p. 296). Esta conclusión, basada, en respuestas a cuestionarios de un grupo de estudiantes universitarios, resulta ser ligeramente engañosa, si no deshonesta. En primer lugar, se apoya en el hecho de que Tagney y sus colegas encontraron una relación inversa entre el autocotrol y las emociones negativas. No obstante, otros estudios han señalado que hay una relación inversa entre el autocontrol y las relaciones positivas. (Véase, por ejemplo, Darya L. Zabelina et al., “The Psychological Tradeoffs of Self-Control,” Personality and Individual Differences, vol. 43, 2007: 463-73.) Aunque las personas con un alto autocontrol no siempre son desgraciadas, tampoco son especialmente felices; tienden a tener una vida emocional apagada. En segundo lugar, el cuestionario sobre autocontrol que utilizaron Tangney y sus colegas incluía “elementos para reflejar un nivel de control adecuado y de autocontrol, pero no de exceso de control. Por ello, no es sorprendente que no se recojan consecuecias maladaptativas asociadas con niveles muy elevados de control. (Tera D. Letzring et al., “Ego-control and Ego-resiliency,”Journal of Research in Personality, vol. 39, 2005, p. 3). En otras palabras, el visto bueno al autocontrol estaba predeterminado por el diseño del estudio. Al final del artículo, Tangney et al. conceden que algunas personas pueden mostrar un rígido sobrecontrol, pero inmediatamente tratan de definir el problema como inexistente: “Tales individuos con exceso de control pueden perder la capacidad para controlar su autocontrol” (p. 314).

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3. La primera frase es de Joseph F. Rogus, “Promoting Self-Discipline: A Comprehensive Approach,” Theory Into Practice, vol. 24, 1985, p. 271. La segunda es de una web sobre el programa de Curriculum, Tecnología, y Reforma Educativa de la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign. El artículo de Rogus fue publicado en una edición especial de la revista Theory Into Practice dedicada por completo al tema de la autodisciplina. Aunque contenía contribuciones de diferentes teóricos de la educación, incluidos algunos con una clara orientación humanística, ninguno de ellos cuestionaba la importancia de la autodisciplina. 4. Letzring et al., p. 3. 5. Scott J. Dickman, “Functional and Dysfunctional Impulsivity,” Journal of Personality and Social Psychology, vol. 58, 1990, p. 95. 6. Zabelina et al. 7. Daniel A. Weinberger and Gary E. Schwartz, “Distress and Restraint as Superordinate Dimensions of SelfReported Adjustment,” Journal of Personality, vol. 58, 1990: 381-417. 8. David C. Funder, “On the Pros and Cons of Delay of Gratification,” Psychological Inquiry, vol. 9, 1998, p. 211. Los estudios a los que alude son, respectivamente, Jonathan Shedler y Jack Block, “Adolescent Drug Use and Psychological Health,” American Psychologist, vol. 45, 1990: 612-30; y Jack H. Block, Per E. Gjerde, y Jeanne H. Block, “Personality Antecedents of Depressive Tendencies in 18-year-olds,” Journal of Personality and Social Psychology, vol. 60, 1991: 726-38. 9. Véase, por ejemplo, Christine Halse, Anne Honey, y Desiree Boughtwood, “The Paradox of Virtue: (Rethinking Deviance, Anorexia, and Schooling,” Gender and Education, vol. 19, 2007: 219–235. 10. Esto puede explicar por qué suelen fallar los datos al mostrar cualquier beneficio académico de los deberes –que la mayor parte de los estudiantes odian- sobre todo en primaria o en los primeros cursos de secundaria. (Véase Alfie Kohn, The Homework Myth [Cambridge, MA: Capo Press, 2006] y un artículo basado en este libro, en la edición de septiembre de 2006 de la revista Kappan.) Es llamativo que la mayoría de personas aceptan que los estudiantes van a extraer algún tipo de beneficio de realizar tareas que tienen que realizar inmediatamente, les interese o no, como si sus actitudes o metas no tuvieran importancia para el resultado. 11. David Shapiro, Neurotic Styles (New York: Basic, 1965), p. 34. Traducción: Estilos neuróticos. Tarragona: Gaia Ediciones, 2008. 12. Ibid., p. 44. 13. Funder, p. 211. 14. Sobre el modo en que la “desinhibición se manifiesta ocasionalmente en algunas personalidades sobrecontroladas”, véase Block, p. 187. 15. Janet Polivy, “The Effects of Behavioral Inhibition,” Psychological Inquiry, vol. 9, 1998, p. 183. Añade: “Esto no significa que uno nunca deba inhibir su respuesta natural, como, por ejemplo, cuando la rabia nos hace desear herir a otra persona, o por adicción nos morimos por un cigarrillo” (ibid.). Más bien, significa que

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habría que mesurar los beneficios y los costes de la inhibición en cada circunstancia –una posición moderada que contrasta con la tendencia de nuestra sociedad a defender la autodisciplina en todos los niveles. 16. Funder, p. 211. Walter Mischel, que dirigió el famoso experimento de las “nubes”, lo expresó así: la incapacidad para aplazar la gratificación puede ser un problema, pero “el otro extremo –un aplazamiento excesivo de la gratificación– también tiene un coste personal y puede ser un inconveniente… Si uno debería o no debería aplazar la gratificación o ‘ejercitar la voluntad’ en una elección particular suele ser de todo menos evidente”. (“From Good Intentions to Willpower,” en The Psychology of Action: Linking Cognition and Motivation to Behavior, ed. por Peter M. Gollwitzer y John A. Bargh [New York: Guilford, 1996], p. 198). 17. Véase, por ejemplo, King, op. cit. y Alina Tugend, “Winners Never Quit? Well, Yes, They Do,” New York Times,16 de agosto de 2008, p. B5, para obtener datos que desafían la injustificada defensa de la perseverancia como la que ofrecen la psicóloga Angela Duckworth y sus colegas: “Como educadores y como padres, deberíamos animar a los niños a trabajar no sólo con intensidad sino también con resistencia”. Este consejo sigue a su informe sobre cómo la perseverancia contribuye a obtener notas más altas y mejores resultados al deletrear ‘abeja’ (Angela L. Duckworth et al., “Grit: Perseverance and Passion for Long-Term Goals,” Journal of Personality and Social Psychology, vol. 92, 2007; cita en la p. 1100). Pero tales asociaciones estadísticas, en su mayor parte, señalan las limitaciones de estos resultados y de la propia idea de coraje, un concepto que ignora los factores relacionados con la motivación (esto es, por qué persevera la gente), confundiendo la pasión genuina por una tarea con una necesidad desesperada de probar la propia competencia, una incapacidad para cambiar de rumbo cuando es apropiado hacerlo, etcétera. 18. Block, p. 130. 19. Véase, por ejemplo, mi libro Punished by Rewards, ed. rev. (Boston: Houghton Mifflin, 1999); y Edward L. Deci et al., “A Meta-Analytic Review of Experiments Examining the Effects of Extrinsic Rewards on Intrinsic Motivation,” Psychological Bulletin, vol. 125, 1999: 627-68. 20. Richard M. Ryan, Scott Rigby y Kristi King, “Two Types of Religious Internalization and Their Relations to Religious Orientations and Mental Health,” Journal of Personality and Social Psychology, vol. 65, 1993, p. 587. Ryan, Deci, Robert J. Vallerand, James P. Connell, Richard Koestner, Luc Pelletier, y otros, han explicado esta distinción básica en otros muchos escritos. Recientemente, se ha aludido en respuesta a la afirmación de Roy Baumeister de que la capacidad de autocontrol es “como un músculo”, que requiere energía y que puede agotarse –hasta el punto de que, si uno resiste un tipo de tentación, tiene al menos de forma temporal, menos capacidad para resistir otra–. El problema de esta teoría es que no distingue “entre autoregulación (regulación autónoma) y autocontrol (regulación controlada)”. El agotamiento del ego, en efecto, puede tener lugar con el segundo, pero el primero, de hecho, “mantiene o mejora la energía y vitalidad” (Richard M. Ryan and Edward L. Deci, “From Ego Depletion to Vitality,” Social and Personality Psychology Compass, vol. 2, 2008, pp. 709, 711). 21. Referencias disponibles bajo petición. 22. Véase, por ejemplo, Richard M. Ryan, James P. Connell, y Edward L. Deci, “A Motivational Analysis of Self-determination and Self-regulation in Education,” en Research on Motivation in Education, vol. 2, ed. por Carole Ames and Russell Ames (Orlando, FL: Academic Press, 1985); y Richard M. Ryan y Jerome Stiller, “The Social Contexts of Internalization: Parent and Teacher Influences on Autonomy, Motivation, and Learning,” Advances in Motivation and Achievement, vol. 7, 1991: 115-49. La cita es de éste último, p. 143.

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23. David Brooks, “The Art of Growing Up,” New York Times, June 6, 2008, p. A23. 24. Véase Alfie Kohn, “How Not to Teach Values: A Critical Look at Character Education,” Phi Delta Kappan, febrero de 1997: 39. 25. Un educador basó su defensa de la necesidad de autodisciplina en “nuestro egoísmo natural [que amenaza con] llevarnos a ‘una situación de guerra unos contra otros’” –como si la deprimente visión de nuestra especie de Thomas Hobbes se aceptase universalmente. Esto iba seguido por la sorprendente afirmación de que “las diferencias de clase social parecen depender ampliamente de la capacidad de diferir la gratificación” y la recomendación de “conectar las clases más bajas con las clases medias, que pueden proporcionarles modelos de autodisciplina” (Louis Goldman, “Mind, Character, and the Deferral of Gratification,” Educational Forum, vol. 60, 1996, pp. 136, 137, 139). Obsérvese que este artículo fue publicado en 1996, no en 1896. 26. En cualquier ámbito donde se desee la internalización de la autodisciplina, esta aproximación amable – concretamente, apoyar la autonomía de los niños y minimizar el control de los adultos– ha demostrado ser más eficaz. (Revisé alguna evidencia sobre el tema en Unconditional Parenting [Nueva York: Atria, 2005], especialmente capítulo 3; traducción: Paternidad incondicional, México DF: Patria, 2008). Resulta irónico que muchos de los tradicionalistas que defienden el valor del autocontrol también promueven una aproximación más autoritaria a la paternidad y la enseñanza. En cualquier caso, mi idea central sobre esto es que necesitamos reconsiderar el objetivo, no sólo el método. 27. “Las viejas generaciones se han quejado de la falta de autocontrol de los jóvenes durante décadas, si no siglos. Las viejas generaciones de vikingos no dudaban en quejarse de que los jóvenes se estaban volviendo blandos y no violaban ni saqueaban con la misma dedicación de antes”. (C. Peter Herman, “Thoughts of a Veteran of Self-Regulation Failure,” Psychological Inquiry, vol. 7, 1996, p. 46). La siguiente lamentación, por ejemplo, se suele atribuir al poeta griego Hesíodo, que vivió hace unos 2700 años: “Cuando yo era joven, nos enseñaban a ser discretos y respetuosos con los mayores, pero los jóvenes de ahora son extremadamente irrespetuosos e incapaces de controlarse”. Asimismo, en 1894 se denunció en la universidad de Harvard la inflación de las notas como muestra de supuesto bajo nivel, poco después de que se introdujera allí la calificación con letras. 28. George Lakoff, Moral Politics: How Liberals and Conservatives Think, 2ª ed. (Chicago: University of Chicago Press, 2002). 29. Véase el análisis de la relación entre obediencia y autocontrol de Block, esp. pp. 195-96. 30. Pienso concretamente en Roy Baumeister y sus colaboradores June Tangney, así como Martin Seligman y Angela Duckworth, y, en un ámbito académico diferente, los criminólogos Michael R. Gottfredson y Travis Hirschi, que afirman que el delito se debe simplemente a una falta de autocontrol por parte de los delincuentes. (Véase una crítica de esta teoría en el ensayo de Gilbert Geis y otros Out of Control: Assessing the General Theory of Crime, editado por Erich Goode [Stanford: Stanford University Press, 2008].) 31. Analicé el error fundamental de atribución en un artículo sobre el plagio y la copia en la escuela, que se suele construir como una reflexión de fracaso moral (atribuido a menudo a una pérdida de autocontrol), aunque los investigadores han visto que es una respuesta predecible a ciertos contextos educativos. Véase “Who’s Cheating Whom?”, Phi Delta Kappan, octubre de 2007: 89-97.

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32. Per-Olof H. Wikström y Kyle Treiber, “The Role of Self-Control in Crime Causation,” European Journal of Criminology, vol. 4, 2007, pp. 243, 251. Respecto a aplazar la gratificación, véase Walter Mischel et al., “Cognitive and Attentional Mechanisms in Delay of Gratification,” Journal of Personality and Social Psychology, vol. 21, 1972: 204-18. 33. Véase por ejemplo CBS News, “Meet ‘Generation Plastic,’” 17 de mayo de 2007, disponible enwww.cbsnews.com/stories/2007/05/17/eveningnews/main2821916.shtml 34. Véase Heather Rogers, Gone Tomorrow: The Hidden Life of Garbage (Nueva York: New Press, 2005). 35. Véase Alfie Kohn, “Students Don’t ‘Work,’ They Learn: Our Use of Workplace Metaphors May Compromise the Essence of Schooling,” Education Week, 3 de septiembre de 1997: 60, 43. 36. Samuel Bowles y Herbert Gintis, Schooling in Capitalist America (Nueva York: Basic, 1976), p. 39. Quizás no debería sorprender que la conservadora National Review publicara un ensayo apoyando los deberes porque enseñan “responsabilidad personal y autodisciplina. Los deberes son una práctica para la vida” (John D. Gartner, “Training for Life,” January 22, 2001). Pero ¿qué aspecto de la vida? La cuestión, evidentemente, no es entrenar a los niños para que tomen decisiones significativas, o tomen parte de una sociedad democrática, o aprendan a pensar de forma crítica. Más bien, la lección que que aprenden es que deben hacer todo aquello que se les dice. 37. Véase, por ejemplo, David Brooks, “Marshmallows and Public Policy,” New York Times, 7 de mayo de 2006, p. A13. 38. Mischel, p. 212. 39. Un “hallazgo notablemente consistente” en los estudios sobre el aplazamiento de la gratificación, al menos aquellos diseñados de manera que la espera proporciona un premio mayor, es que “la mayor parte de los niños y adolescentes son capaces de esperar”. En uno de estos experimentos, “83 de los 104 sujetos esperaron la mayoría de veces” (David C. Funder y Jack Block, “The Role of Ego-Control, Ego-Resiliency, and IQ in Delay of Gratification in Adolescence,” Journal of Personality and Social Psychology, vol. 57, 1989, p. 1048). Esto sugiere, bien que las quejas sobre el hedonismo y la autoindulgencia de los jóvenes de hoy pueden ser exageradas, o bien que estos estudios sobre autocontrol son tan artificiosos que todos sus descubrimientos son de dudosa relevancia para el mundo real. 40. Mischel, p. 209. 41. Ibid., p. 212. Véase Walter Mischel, Yuichi Shoda, y Philip K. Peake, “The Nature of Adolescent Competencies Predicted by Preschool Delay of Gratification,” Journal of Personality and Social Psychology, vol. 54, 1988, p. 694. 42. Mischel, p. 211. 43. Ibid., p. 214. Este hallazgo es interesante a la luz del hecho de que otros autores han tratado la autodisciplina y la inteligencia como características muy distintas. (Véase, por ejemplo, el título del primer artículo de la nota 45.)

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44. Yuichi Shoda, Walter Mischel y Philip K. Peake, “Predicting Adolescent Cognitive and Self-Regulatory Competencies from Preschool Delay of Gratification,” Developmental Psychology, vol. 26, 1990, p. 985. Añaden que la capacidad para aplazar algo, de manera que uno pueda decidir hacerlo así, es de valor, pero por supuesto esto es diferente de afirmar que el ejercicio del autocontrol en sí mismo es beneficioso. 45. Angela L. Duckworth y Martin E. P. Seligman, “Self-Discipline Outdoes IQ in Predicting Academic Performance of Adolescents,” Psychological Science, vol. 16, 2005: 939-44; y Angela Lee Duckworth y Martin E. P. Seligman, “Self-Discipline Gives Girls the Edge,” Journal of Educational Psychology, vol. 98, 2006: 198-208. 46. He revisado los estudios sobre las notas en Punished by Rewards (Boston: Houghton Mifflin, 1993) y The Schools Our Children Deserve (Boston: Houghton Mifflin, 1999). 47. Consideremos uno de los estudios que citan Duckworth y Seligman para probar que la autodisciplina predice éxito académico (es decir, notas altas). Encontraron que tal éxito “parecía tanto una cuestión de atención a los detalles y las normas del juego académico como de talento intelectual”. Los estudiantes con un alto rendimiento “no estaban especialmente interesados en las ideas o en cuestiones culturales o estéticas. Además no eran especialmente empáticos ni tolerantes; no obstante, parecían estables, pragmáticos y orientados a las tareas, y vivían en armonía con las normas y convenciones sociales. Finalmente, en comparación con los estudiantes en general, los de mayor rendimiento parecían algo pesados y carentes de originalidad”. (Robert Hogan and Daniel S. Weiss, “Personality Correlates of Superior Academic Achievement,” Journal of Counseling Psychology, vol. 21, 1974, p. 148).

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Amor parental con limitaciones Por Alfie Kohn [Ésta es una versión algo más extensa del artículo publicado bajo el nombre “When a Parent's 'I Love You' Means 'Do as I Say'" (Cuando el “te quiero” de los padres significa “hazlo como te decimos”). Para conocer en mayor profundidad el tema que aquí se trata, lea el libro o vea el DVDtitulado Unconditional Parenting (Crianza Incondicional).]

Hace ya más de 50 años, Carl Rogers sugería que los ingredientes principales que hacen que la psicoterapia tenga éxito son tres: que el psicoterapeuta apueste por la autenticidad en lugar de esconderse tras una máscara de profesionalidad, que comprenda en profundidad los sentimientos de sus pacientes y, por último, que deje de lado los juicios de valor para expresar una “consideración positiva e incondicional” hacia aquellos a quienes pretende ayudar. El último punto es de órdago, no sólo por su dificultad sino también porque la mera necesidad de ello dice cómo fuimos educados. Rogers consideraba que los terapeutas han de aceptar a sus pacientes sin limitación alguna para que éstos puedan comenzar a aceptarse a sí mismos. Y el motivo por el que muchos han rechazado o reprimido partes de lo que son es porque sus padres pusieron “condiciones de valor” al educarlos: te quiero, pero sólo cuando te portas bien (o cuando sacas buenas notas, o cuando impresionas a otros adultos, o si estás en silencio, o si no engordas, o cuando eres respetuoso, o guapo. . .). La repercusión que esto tiene es que querer a nuestros hijos deja de ser suficiente. Tenemos que amarlos incondicionalmente, por lo que son, no por lo que hagan. Como padre, sé bien que esto es algo difícil de llevar a cabo, y se convierte en algo aún más complicado cuando los consejos que recibimos van en la dirección contraria. Efectivamente, se nos dan consejos de crianza condicional, que tienen dos versiones: aumentar el cariño cuando los niños son buenos y negarlo cuando no lo son. De esta manera, el personaje televisivo “Dr. Phil” McGraw, nos dice en su libro FamilyFirst que ha de ofrecerse a los niños con condiciones aquello que más les gusta o necesitan, convirtiéndose en una recompensa para que “se comporten de acuerdo con vuestros deseos.” Y “una de las monedas de cambio más poderosas para un niño,” añade, “es la aceptación y aprobación de sus padres.” 38

Del mismo modo, Jo Frost, “Supernanny,” en el libro del mismo nombre, dice “Las mejores recompensas son la atención, el elogio y el amor,” y éstas deberían de contenerse “cuando se porta mal…. Hasta que diga que lo siente,” momento en el cual el amor vuelve a ponerse en marcha. Hay que tener en cuenta que la crianza condicional no se limita a los amantes del autoritarismo de la vieja escuela. Algunas personas que ni locas darían un azote, en lugar de castigar a sus hijos pequeños prefieren aplicar otro método: el aislamiento forzado, una táctica que se prefiere llamar “tiempo fuera”. Contrariamente, el “refuerzo positivo” enseña a los niños que se les quiere, y que merecen ese cariño, pero sólo cuando hacen lo que sea que nosotros consideramos como “bueno”. Esto hace que surja la interesante posibilidad de que el problema con los elogios no sea que se conviertan en el camino equivocado, o que se repartan con demasiada facilidad, como insisten los conservadores sociales, sino que puedan convertirse en otro método de control, análogo al castigo. El principal mensaje de todos los tipos de crianza condicional es que los niños han de ganarse el amor de sus padres; la mejor receta para llegar a lo que advertía Rogers, y la forma de que los niños acaben necesitando un terapeuta que les ofrezca la aceptación incondicional que no tuvieron a su debido tiempo. Pero, ¿estaba Rogers en lo cierto? Antes de tirar por tierra la disciplina dominante, estaría bien disponer de algunas pruebas. Y ahora las tenemos. En 2004, dos investigadores israelíes, Avi Assor y Guy Roth, participaron junto conEdward Deci, un experto americano en la psicología de la motivación, en una encuesta a más de 100 universitarios en la que se les preguntaba si el amor que habían recibido de sus padres había dependido de sus éxitos académicos, la práctica de deportes, su consideración respecto a los demás, o la represión de emociones como la cólera y el miedo. El resultado que se obtuvo demostró que los niños que habían recibido una aprobación condicional tendían, efectivamente, a actuar de un modo más parecido al que deseaban los padres. Pero la sumisión tenía un coste elevado. En primer lugar, porque esos niños tienden a estar resentidos y a disgusto con sus padres. En segundo lugar, porque solían afirmar que la forma en la que actuaban con frecuencia se debía más a una “fuerte presión interna” que a “una auténtica sensación de elección”. Por otra parte, la felicidad que experimentaban después de triunfar en algo solía ser breve y, a menudo, se sentían culpables o avergonzados. En un estudio paralelo, Assor y sus colegas entrevistaron a madres de niños ya crecidos. En esta generación, la crianza condicional también había causado daños. 39

Aquellas madres que, en su infancia, sintieron que sólo eran queridas cuando satisfacían las expectativas de sus padres, se sentían adultas menos dignas de respeto. Sin embargo, a pesar de sus efectos negativos, estas madres tenían una mayor tendencia a usar el afecto condicional con sus propios hijos. El pasado mes de julio, los mismos investigadores, en esta ocasión junto con dos colegas de Deci pertenecientes a la Universidad de Rochester, publicaron dos réplicas y ampliaciones al estudio de 2004. En esta ocasión los sujetos del estudio eran estudiantes de secundaria, a los que se prestaba más atención y se daba más cariño cuando hacían lo que querían sus padres, cosa que se distinguía cuidadosamente dando menos cuando hacían algo que no querían los padres. Los estudios demostraron que ambos tipos de educación condicional, positiva y negativa, eran perjudiciales, pero de manera ligeramente diferente. El tipo positivo a veces tenía éxito haciendo que los niños se esforzaran más en las cuestiones académicas, pero con el coste de sentimientos insanos de “compulsión interna”. La educación condicional negativa, por su parte, no funcionaba ni tan siquiera a corto plazo; únicamente aumentaba los sentimientos negativos de los adolescentes hacia sus padres. Lo que estos y otros estudios nos dicen, si somos capaces de asumirlo, es que alabar a nuestros hijos por hacer algo correcto no se diferencia mucho de aislarlos o castigarlos cuando hacen algo incorrecto. Ambos ejemplos son condicionales y contraproducentes. El psicólogo infantil Bruno Bettelheim, enseguida reconoció que la versión de la crianza condicional negativa, conocida como tiempo fuera, puede cusar “profundos sentimientos de ansiedad”, sin embargo, la aprobaba por esa misma razón. “Cuando nuestras palabras no son suficientes”, decía, “la amenaza de la retirada de nuestro amor y afecto es el único método contundente para convencerle de que lo mejor es someterse a nuestra petición.” Pero los datos hacen pensar que la retirada del amor no es especialmente efectiva para obtener sumisión, y mucho menos para fomentar el desarrollo moral. Aun cuando hayamos obtenido éxito logrando que los niños nos obedezcan (usando un refuerzo positivo), ¿vale la pena obtener esa obediencia a cambio de un posible daño psicológico a largo plazo? ¿Debería usarse el amor parental como una herramienta para controlar a los hijos? Hay otros asuntos más profundos que subyacen en otro tipo de crítica. Albert Bandura, el padre de la rama de la psicología conocida como la teoría del aprendizaje social, afirmaba que el amor incondicional “podría producir niños 40

antipáticos y a la deriva”, una afirmación que no se apoya en ningún estudio empírico. La idea de que los niños aceptados por lo que ellos mismos son puedan carecer de dirección o encanto sólo es valiosa por lo que nos dice acerca de la oscura visión de la naturaleza humana que tienen aquellos que emiten tales advertencias. En la práctica, y de acuerdo con la impresionante recopilación de datos realizada por Deci y otros, la aceptación incondicional por parte de los padres y profesores va acompañada de un “refuerzo a la autonomía”: explicando los motivos de las peticiones, maximizando las oportunidades de que el niño pueda participar en la toma de decisiones, alentando sin manipular, e imaginando de forma activa cómo son las cosas desde el punto de vista del niño. El último de estos factores es importante en relación con la educación incondicional en sí misma, ya que la mayoría de nosotros protestaría diciendo que, por supuesto, queremos a nuestros hijos sin ningún tipo de restricción, pero lo que cuenta es cómo son las cosas desde el punto de vista de nuestros hijos, si se sienten igual de queridos cuando se portan mal o no cumplen con su palabra. Carl Rogers no lo dijo de esta manera, pero estoy seguro de que le hubiera gustado ver una menor demanda de terapeutas expertos si ello significara un mayor número de gente llegando a la edad adulta sintiéndose aceptada de forma incondicional. Publicado por primera vez en New York Times y traducido por Luz Morcillo con el permiso expreso del autor. Para saber más acerca de este tema, véase www.unconditionalparenting.com

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