AE Quintero - Cuenta Regresiva

I, A. E. Quintero __________________________ Cuenta regresiva Cuenta regresiva de A. E. Quintero recibió el Premio

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I,

A. E. Quintero

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Cuenta regresiva

Cuenta regresiva de A. E. Quintero recibió el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2011, convocado por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, el Instituto Nacional de Bellas Artes y el Instituto Cultural de Aguascalientes. El jurado estuvo integrado por Piedad Bonnett, Malva Flores y María Rivera.

Para Ériq Sáñez, mi esposo y luz diaria, en nuestro 5to aniversario. Para Juanita Quintero, siempre. Mi madre y apoyo. Para Eduardo Morales Mendoza, por nuestra hermandad de 30 años. Para Cecilia y Gonzalo, mis hermanos, que siempre están ahí.

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Él no lo sabe todavía, pero ese hombre será privado de lo que ven sus ojos. Cuando llegue al estacionamiento de su casa y la luz parezca un hecho seguro, una comunidad conocida, su poder de decisión y su cuerpo, y los rincones donde vaga el alma –a distancia como siempre vaga el alma– serán vidrio y jaula, y pólvora desde la lengua. Desde el pecho hacia la noche. No lo sabe aún. Pero van a cambiar de sitio las cosas cercanas. Dejarán de esperarlo sus muebles. Se quitarán de la ventana el gato y la tarde, que siempre intercambian ojos y hablan claridades esperadas. Las cosas simples. Las prácticas ordinarias. Como abrir la puerta. Como besar unos labios pintados. 6

Como echar raíces azules en la cama. O quitarse la fruta seca del día que concluye. Y no lo sabe aún. Pero al llegar al estacionamiento de su casa ese hombre será secuestrado.

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¿Qué hubiera podido hacer la higuera? ¿Cambiar de mes? ¿Tener fe y afrutarse toda con fe? ¿Moverse del camino para que no la mires? ¿Decirle a sus raíces: sean un par de pies, y salir corriendo sobre las charcas? ¿O casarse con un higuero y tener 2 higos? Tal vez ser más práctica y entender que no puede ser diferente a otras higueras, que no puede, que la vida es un acto de hambre, una comunidad de hojas iguales, con hambre. Y que la indefensión inicia con la palabra naturaleza, en el cuerpo, donde siempre principia la conducta. O quizá decir: háganse los higos y dártelos como una madre joven da en adopción su primer amor y su confiada adolescencia. 9

Pero ¿qué podía hacer la higuera si no secarse? ¿Qué opción tenía?

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Quisiera prestarte a veces la pata de conejo que le quité a la luna para ver si a ti sí te funciona, si logran servirte sus falsos polvos, sus aguas secas. Que fueras feliz como supongo felices las gotas de agua que se encuentran, que casualmente coinciden. Como también a veces me parecen felices ciertos árboles que toman de pretexto la lluvia para tocarse, para acercar sus cuerpos como un par de niños bajo las sábanas. Que fueras feliz. Que tuvieras una vida mejor que la no vida que ha sido mi vida, un destino más amplio, más lleno de cómodas oscuridades, de confortables caminos, de sombras verdaderas. Y no lloraras con tus manos, ni con otras manos. Que no te dolieras hacia dentro, hacia esa piedra ubicua 11

con la que suelta el mundo su tremenda noche. Que no tropezaras en el espejo como lo hace el hombre. Y que pasaran de largo las cosas que no se logran, sin hacerte daño, sin llagas, sin despertarte. No sé si porque te amo adivino lo que no me dices, o sólo me lo invento. Pero pienso que el dolor reconoce a los de su propia especie, a los seres que le son comunes. Los que llevan el mismo fruto adentro de los ojos. El dolor, ese territorio heredado. El peor de todos los sitios invisibles, de los espacios inundados. Y el desamparo, esa otra resignación. Esa otra manera de ver el mundo, de caber. Sólo adivino. Pero es que en ocasiones lavar un plato, acomodar un cojín, o dar de vueltas con un plumero en la mano pueden ser maneras distintas de llorar, de irse y de llorar. De contar secretamente todas las cosas que, por costumbre, nos callamos. 12

¿Qué imagina que hay adentro de sus ojos? Un niño con lentes, ¿qué imagina? Su miedo no es miedo sino enojo: ¿quién pasó jabón por los ojos de otros niños y los dejó limpios, sin nubes untadas, sin nieblas permanentes, sin mascotas borrosas; y se olvidó de él? ¿Qué imagina adentro de sus ojos? Tal vez vientos enanos, diminutos, martillando mal, haciendo mal su trabajo de claridades y distancias. Pero, ¿qué piensa un niño o una niña con cuatrojos? Quizá sólo en la importancia de esconderse. 13

¿Cómo puede llegar una abeja –así, torpe y abeja– al librero? Dejar sus alas y confundir la funda de un libro con ese olor abierto y femenino de los rojos. No quiere leer, eso es seguro. ¿A quién le puede interesar caerse o ser de sueños aplastado? Pero es, literal, una abeja, ¿qué hace entre los libros? ¿Cómo entró al cuarto? ¿Qué olor persigue? ¿Qué intenta conseguir? ¿Qué intenta probar? Posiblemente sea cierto. Uno llega a los libros –quién sea– por accidente. Y tarde o temprano te aplastan. 14

Pero podría ser todo lo contrario. Porque de eso se trata estar vivo. Una abeja en un librero podría estar segura. Su natural enemiga no teje sueños de soledad entre libros. E imaginar fundar una colmena no es fundarla, pero podría ser: qué mejor lugar para reunir zumbidos que un librero. Ahí donde el hombre –supongo– respeta la existencia laboriosa de un insecto así, y no lo aplasta; quizá le abre la ventana para que escape, para que huya de esa toma de conciencia y se vaya 15

sin saber, la abeja que es sólo una abeja.

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¡Ah, esta guerra de hormigas rojas y hormigas negras! Por un pedazo de grillo. Porque unas no creen en la omnipresencia del azúcar. Y las otras les hacen la guerra. Porque las negras no creen que algo, que alguien ponga para ellas la proteína seca, el carbohidrato molido. Esta guerra de hormigas león y hormigas reina donde son otras hormigas las que mueren, las que caen bajo la hoja. Porque es difícil defenderse de una necesidad de permanencia o una emboscada. Y las hormigas domésticas intentan resistir, ser fuertes 18

pero hay algo escrito en un grano de arena, y arde como una zarza. Y las hormigas rojas creen ferozmente. Creen en una hormiga única.

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Hacia el fondo de la imagen y a la derecha, el macho la observa. La hembra está en primer plano se acicala, suelta sus poderosas feromonas y lo mira. El macho se acerca con toda su vulnerable fuerza levantada –tal vez con miedo al rechazo o a la mordida– pero ella lo acepta, el macho la huele. El macho la coloca en la posición justa y lame, huele y lame. La hembra pareciera girar sobre sí misma. Emite sonidos cercanos al cristal o a las piedras que otras piedras mayores rompen. Ahora es ella quien lo lame, quien pareciera perdida en un olor poderoso; entre sustancias que podrían endurecer una selva o un edificio. Lo lame a fondo, todo, como si la magia en los cuerpos diferentes se resolviera con la lengua, o tocando la garganta. 20

No estoy seguro si se trata de felinos, equinos o algo similar. Pero estoy seguro que no se trata de humanos. No. Nosotros somos distintos a los animales.

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Me gusta la palabra humildad porque me recuerda a las moscas. Nunca es grande la humildad. Y nunca será una palabra que llegue sola. No me interesa la polémica que en su silla de ebanista dice que el sol es humilde y que la lluvia camina sin zapatos con su vientre de muchacha fértil sobre el agua. Pero no. La humildad es la sombra de una jaula que lo ha intentado todo. La humildad es un sin remedio; es la tela que se le agrega, que se le cose al pantalón roto. Las reses son humildes, ¿qué les queda? 22

Y no hay nada más humilde que una gallina bajo la sombra pequeña de un árbol de duraznos. Porque sacrificarse por el mundo no es un acto de humildad. Si yo pudiera también separar las aguas o saber que las puedo volver hacia el vino tintas. Pero humilde será una oveja que no tuvo para comprarse otro disfraz que no fuera el de oveja. Y seguro siempre soñará con ser el lobo.

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El exprimidor de naranjas dejó de funcionar. Eso pasa. Las cosas sin importancia buscan su turno, se dan su importancia así, no sirviendo, dejándonos incompletos, ausentándose en el justo momento. Y a mí todo lo que es ausencia, ausentarse, me rompe los vidrios. Ejerce una poderosa detonación casi como el que se tira al piso al escuchar el bombardeo, una balacera. Lo mismo hizo el sacacorchos. No estuvo. Tal vez nunca compré uno. Y el rayador, y el abrelatas que nunca pensó hacerme tanta falta me hizo salir al centro comercial a buscarlo. Como una esposa cuando se enoja y hay que ir por ella a casa de los suegros, o a buscarla con la vecina. No sé por qué me afectan tanto las cosas que dejan de funcionar, que se ausentan. 24

A veces he pensado en comprar dos cosas de lo mismo. Pero no sé si yo pueda en lo futuro con dos ausencias.

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Un teléfono celular. En realidad no me interesa decir nada al respecto. Quería hablar de mi edad; y de los objetos que fueron apareciendo como canas, como esas manchas de edad que tenía abuela en sus retorcidas manos y que yo siempre quise quitarle con un poco de saliva. Un teléfono celular, quién lo dijera, así comienza mi vejez. Un tirarse debajo de la cama quitándose de la cabeza teclas digitales e insectos que aún se atreven a volar usando sus viejas y mecánicas alas de insecto. Casi como utilizar el teléfono de marcación de disco. ¿Pero quién puede extrañar algo así? Un teléfono celular. Así comienza. Pero por mucho tiempo creí que algo en el organismo te iba preparando, un dispositivo, 26

un clic y estabas de pie en tu madurez, entero. Preparado. Y aunque siento que algo cambia entre los ojos y los ojos que me miran, no puedo evitar ver el dorso de mi mano y extrañar los teléfonos de marcación de disco. La vieja Olivetti comprada en pagos y los dedos de la vieja Olivetti que en aquel momento hubieran podido cambiar al mundo. ¡Qué confortable la vida ahora! Tal vez siempre lo fue. Pero para un muchacho sin dinero el mundo siempre estará del otro lado de la puerta oyéndose como en la noche se oía la máquina de escribir de alguien; y alguien cambiándole a la noche la hoja de papel carbón.

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Es una señora de mediana edad, blanca, anglosajona, con un aceptable manejo del castellano. Tal vez rubia bajo el tinte rubio. Y casada con un varón heterosexual, por supuesto, anglosajón, calvo y de cansado vientre abultado bajo la Chemise blanca. Una señora, digamos, confortable. Muy open, dice de sí porque aceptó venirse a México a vivir con su marido por cuestiones de trabajo. Dice que ella acepta la homosexualidad. No. Corrijo: que ama a los homosexuales y que un sobrino suyo y un hermano de su marido son bellos y son gay. Incluso su mejor amigo es su mejor amiga.

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Son seres humanos, dice, y sienten; si yo tuviera un hijo gay o ciego o sin un brazo lo querría más.

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De unos días para acá está de moda morirse. Pero abiertamente como se muere un insecto cuando lo pisas: con ese sonido crocante que viene del polvo, y de las cosas que por dentro son de un verde aplastado. Los famosos mueren muchos días. A veces semanas enteras. Oyéndose como el eco de un edificio en ruinas que recorre todos los cuartos, todos los pisos, todos los departamentos vacíos: lo solo que se ve el viento cuando pasa por una vieja construcción en ruinas. Algunos duelen. Algunos muertos nunca terminan de morir. Otros pasan como el sonido de un auto en una vieja carretera. Otros se quedan orillados en una piedra, en un risco, 31

en la esquina no mirada de un jardín como una hierba simple que intentara dar una flor pequeña. Pero mis muertos no son famosos, son como el sonido lejano de un auto en una vieja carretera que sólo yo, a ciertas horas, escucho.

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Un día dijo que dejó de fumar para que de vieja no le faltara el humo. Para que hubiera una taza de café cerca, un libro y un cigarro que la llevara lejos. Para hacer caballos de humo y aros que esos caballos pasaran sin prisa. Mi tía. Ella misma pudo pasar por ese aro. Me pregunto. Hago un signo de interrogación con el humo de ese último cigarro que ella no fumó. Porque da miedo fumar, y miedo dejar de fumar. Es cierto. En ambos casos miedo de que ya grande el médico te lo prohíba. Por eso lo dejó. Para que no se lo prohibieran. Mi tía 33

que murió antes de esa prohibición de ser vieja. Y no fue el cigarro sino un sueño. Murió dormida tal vez soñando que volvía a fumar.

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El problema del hombre invisible no es que no lo miren sino estar con su desnudez a solas. Incluso hay quien ve fantasmas. Incluso hay quien se queda afónico de tanto estorbarse. Pero a él tal vez la tormenta se le pegue como niño huérfano, o como niña perdida, sucia de lo que la noche llora. El niño y la niña que todo hombre invisible es al tiempo. Sin que lo vean. Sin que pueda, a sí mismo, encontrarse. Y es raro porque todo el mundo le pide permiso al hombre invisible para pasar. Y él sigue haciendo milagros.

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Cuando se va a la cama antes de dormir eleva su corazón y su hígado blancos y da gracias. Gracias por ese olor verde de limón, con el que dios le indica los usos de su linterna mágica, diaria, y la puerta a tocar en turno. Gracias por la pareja de lesbianas que salvó del matrimonio y su cazuelita hirviendo allá abajo. Las salvó y salvó al mundo de una línea curva. Sólo con una pancarta de No a esas uniones. Y gracias a él, la hermana de nadie se irá al infierno, ni la esposa de nadie se volverá de sal, ni las hijas de nadie acercarán peligrosamente sus lenguas al padre de nadie.

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Ahora respira profundo –la mano izquierda de dios– y duerme tranquilo.

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Leí que a una langosta viva no le sorprende el golpe de calor que la hierve, si fue ingresada a la cazuela a temperatura ambiente. Y supongo que esto debe tranquilizar a las buenas conciencias.

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¿Qué voy a hacer sin él? Me pregunta la niña por su gato que cada 10 minutos muere más. Nos queremos mucho. Dice. Con esos ojos de niña que podrían ser también ojos de gato muriendo. Pídele una ambulancia. Dice. Nos queremos como dos hijos, como dos gatos. Tal vez con esto, la niña pretende decir que crecieron juntos (gato y niña, y ningún hermano) y que se decían sus cosas a su modo. Se entendían. Detén su muerte. Me pide. Llama una ambulancia como con abuela. ¿Cómo se acuerda?

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Tal vez sólo tiene miedo. Dice y le tapa la cara con una sábana pequeña. Yo también a veces tengo mucho miedo. Dice. Y me tapo mi cara. Pero cuando la niña lo destapa el gato ya está muerto.

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A veces tengo un miedo verídico de olvidarte. Un miedo histórico como un globo de gas que un niño pierde. Un miedo científico como el de quien descubre en su laboratorio que no se equivocaba. Otras veces tengo miedo de olvidarte a secas; así sencillamente como quien busca una silla y una ventana y no recuerda para qué. Este miedo de que la muerte sea un dejar de amarte; un desacostumbrarse que lleva trenes adentro, lentos. Muy lentos. Un cuerpo vivo que olvida un cuerpo muerto. En ocasiones estoy seguro que no será así. Que no podré desacostumbrar tus cosas de mis cosas. Un miedo reducido a una ecuación muy simple: 42

que un día me levante y caiga en cuenta que pasaron meses sin pensarte. Porque no quiero, porque eso es lo único que ahora puedo hacer por ti. No olvidarte.

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Para que el sistema funcione el pez más chico trabaja sobre el plancton y el más grande supervisa que lo haga bien. Un día a la semana tal vez sueñe en salir de las aguas y descubrir que hay vida con pies sobre la arena caliente. Pero para que el sistema funcione de momento, el pez más chico debe seguir sobre el plancton. Porque ésa es la cadena, y porque no hay otra: el más grande se come al pez más chico. Los reúne a todos en su fábrica de plancton, porque ésa es la ecuación dos más dos igual a cuatro hasta la vejez. Y habría que ver hasta dónde da el eslabón. 44

Tal vez no haya un último; o el último eslabón sea un grupo de peces invisibles. O de otro planeta.

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Y le digo la última hoja golpeada de lluvia y nieve es mejor que tú. El hombre sentado bajo el árbol, gordo, con las piernas en moño, pasado por todas las estaciones, como el metal o como un esmeril de piedra, es mejor que tú. La señora que podría ser hermana de pulpos o arañas hembras, la de los muchos brazos que van y vienen, es mejor que tú. O el que volvía sus piernas hacia los caballos, por un caballo, y era semen su lámpara todo el día, trueno y relámpago hablando griego, es mejor que tú. Por lo menos, todos ellos se doblegaron al principio elemental; 46

y ahora son comprobadamente un mito. Y también esta hoja de papel solo, que podría temerle al invierno cuando llega con sus brazos de bosque nublado, es mejor que tú.

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Me entero que un león africano se cruzó con un tigre hembra, y digo, bueno, pues tienen cuerpo. Lo mismo una cebra macho y una hembra de burro, y me digo, bueno, tienen cuerpo, ¿no? Luego que un buldog, me dicen, le mató dos loros a la vecina. Y bueno, ¿qué se puede hacer si tiene cuerpo? Lo mismo: que un relámpago en una noche de ésas le quitó al árbol lo árbol. Y lo mismo digo, tiene cuerpo. Igual que el gato que no quiere hacer lo suyo sobre el arenero. Tiene cuerpo. Así como el muchacho que se promete no beber y bebe. Y se promete no masturbarse, o no masturbarse tanto. 48

Y mi esposo me pasa el periódico, como todas las mañanas, y leo que dos chicos se violaron mutuamente, y que mutuamente los padres entablan juicio, se demandan. Y digo, bueno, pues tienen cuerpo los chicos. Pero ¿y los principios? ¿Y las leyes? ¿Y las normas de buena conducta? Me preguntan y digo, bueno, si tuvieran cuerpo.

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Siempre se puede ser más viejo. Lo sé. Pero hasta aquí llega mi nombre. Lo demás es muerte. Memoria, que es una forma pacífica de decir muerte. De niño la muerte era una tarea de adultos. Un grupo de personas (adultos) tomando café en vasos desechables. Y había que estar serio, callado, viendo llegar dolorosas llevadas por dos hombres como se llevan estatuas, o por dos mujeres como antes se llevaban las figuras religiosas de casa en casa. ¡Ah, el tiempo! Todo lo acerca.

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Ahora la muerte no es una tía o una abuela vestidas de negro riguroso. La muerte se ha vuelto una enorme amenaza.

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¿Cuántas paletas de hielo se deberán inventar al día, vender, para no perder una casa? Y la gente de mediana edad, ¿en qué puede emplearse? ¿Tú me dejarías llevar tus bolsas? ¿Me permitirías acomodarlas en la cajuela de tu auto? ¿Cuántos autos y cuántas bolsas para mantener la cordura quieta? Para que permanezca sentada frente a su plato de lentejas, ¿cuántas carteras se necesitan? ¿Cuántos parabrisas rotos se requieren para llegar a viejo, así en un cuarto del que no puedan sacarte?

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Hoy me he quedado haciéndole compañía al refrigerador. Escuchando el trabajo que le cuesta funcionar, cumplir, estar al día con sus frías labores, con sus tareas congeladas. Lo que se espera pues de un refrigerador de cocina. Y literalmente tomé una silla y me puse en ella a su lado. Y ahí estuvimos. Quejándonos. Oyéndonos mutuamente funcionar, respirar. Pensando en las cosas que deben congelarse para que el mundo siga. En nuestras cosas, supongo. En la vida mecánica o no, eléctrica o no. Programada. Lineal, independientemente de la curva, o el zigzag, que marca, en el monitor de pulso, el pulso. Y ahí estuvimos prestándonos dos horas de nuestro tiempo. 54

Sin conclusión alguna respecto a nuestra última estancia por seguir: eso que es congelar lo que se lleva dentro.

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Dan ganas de comprarse una bandera y pegarle 50 estrellas en una esquina. Y esperar la suerte. Esperar del lado correcto, del que no caen bombas. Del que no pasa el misil, con su poderoso mosquito, y te desemplea, y te despierta sin seguro de empleo bajo otro tipo de grava. Hacerla talismán, amuleto contra esas noches que tanto odian las ventanas. Porque allá la nieve pareciera caer menos nieve; y el sol ser sol a todas horas. Porque allá el pan pareciera no estar durmiendo con sus ojos grandes, con sus labios pequeños; y el agua está abierta y es bebida directamente de la llave, sin papeleo, con un buen seguro médico. Eso pareciera. Que al decir casa hablaras de una casa pintada o no, llevada de la mano o no, 56

pero entera como una manzana, o una zanahoria que no se reparte trozándola. Sólo por una vez estar en el bando de los fuertes. En el equipo correcto. Sin que al entrar o al salir del baño, pongas en riesgo la salvación del alma. Ese pasamontañas tras la cortina, que el cuerpo es estar a solas mucho tiempo, sin dinero. Y no volver al niño que aguardaba diario ser elegido por el equipo de los fuertes, y no, y nunca. Aunque después se queden sin su sombra pegajosa las manos. Aunque después tenga que corretear por debajo de los muebles, la luz del cuerpo y atraparle entre las sillas. Aunque después me obliguen a creer en las comunidades, y las etnias. Y el color de piel le diga algo a mi piel, y la ponga en mi contra. Le escriba el verbo minoría. Sí, aunque después me arrepienta como siempre. 57

¿Y qué si el chico ocupa la moneda para droga? ¿Y qué si la emplea para comprar un cigarro suelto o para estopa? ¿A ti, qué? ¿En qué te ensucian sus versiones de irse, sus maneras de evitarse, el transporte colectivo en el que sueña no estar rumbo a su cuarto de cemento? ¿A ti qué si ocupa esa moneda para no ver a su padre cuando llega a verlo? Si la gasta en comprarse invisibilidad, o se emborracha antes, ¿a ti qué? ¿Le vas a dar trabajo? ¿Le vas a borrar de los ojos los ojos de su madre? ¿Le vas a cambiar los huesos para que duerma más cómodo en las calles? 58

¿O sólo le vas a hablar de la multiplicación de los panes y las ventajas de llevar una cruz al cuello? ¿Tú cómo te evitas? ¿Cómo evades tanta conciencia? ¡Coño, dale la moneda y ya!

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Hay un poema que me quita el sueño. Y sueño que escribo, que lo escribo, que levanto mi enorme vagabundaje y me le voy encima como quien se arroja para atrapar un gallo, una gallina. Pero últimamente nada me hace suspirar. Nada logra llenar ese que soy vacío, hueco, sin realidades profundas y bien peinadas. ¡Qué flojera me da soñar últimamente! ¡Qué cansado es sustituirse, desplazarse, imaginar! ¡Qué falta le hace entonces un buenosdías a mi pecho de hombre, a mi estómago de humano, a mis toros despiertos, a mis palabras! Pero todos mis poemas terminan por dejarme. Por hacerse de otros. Por no gustarme. 61

Y así no se puede estar sobre la tierra, o sobre el agua. Así no se puede fugar un hombre, evadirse. No es ésta la vejez que tenía en mente.

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Retorcida es una palabra que cae como gotera sobre la frente. Pero retorcida también es un cuerpo que ha soñado mucho. Nunca voy a estar tan solo como esta noche en que la conciencia me dice hombre, y me dice humano. ¡Qué lejos está la luz de las cosas simples, de los seres que piensan, que imaginan! ¡Qué lejos está, y qué abandonada a sus altas rutinas sobre lo verde! Da asco la tristeza a fondo. La depresión que se viste de caballero andante y deja su cuarto, deja su casa, 63

deja su cuerpo. Y deja de moverse como una vaca que está muriendo. Da asco darse cuenta que están los ojos siempre, muy abiertos.

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La veo. Dulce como el jocoque sobre una tostada con miel. Algo en su bata no termina de despertar. Le cuesta trabajo como a un árbol mover sus manos, tan parecidos a los maderos donde atan a los caballos; o donde amarran su nerviosismo las pequeñas balsas. La veo y pienso en esas películas donde siempre hay ancianas y plantas riñendo, cambiando lugares; simbióticas. Dulce, dije, y estereotipada: donde cada pantufla lleva un nombre propio y suena a catarro, a mañana fría. La frutalidad de sus ojos –que es, digamos, la conducta ordinaria de los frutos– parece hablar con los gatos. Justamente 65

alimentarlos ahora que la dueña no está y sus gatos están regados orinando, matando hortensias y cazando sombras de pájaros. Maullando como lo hacen los gatos. La veo y no puedo creer que esa anciana los haya envenenado.

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¡Qué difícil escribir cuando todo va marchando y nada quita sus pasos y todo pareciera una cuchara en un vaso girando sola! ¡Qué complicado! El dolor siempre tiene más manos, más ojos, y va más lejos. Siempre va juntando piedras y levantando frascos y latas donde la sombra de un hombre ha sido rescatada: ¡qué bella entonces la poesía de amor escrita siempre por el desengaño! Pero hoy no hay imposibles. Y el perro no tiene ganas de llorar. Y yo no tengo ganas de ser el perro. Hoy ningún objeto pareciera estar atorado en una jaula. 67

No hay muebles hablando. Y decir noche a estas alturas del verso es decir sólo eso: noche.

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He pensado en las maneras de mejorar mi vida. Pero quitarse lo imposible como si fuera un zapato que pisó la noche, que aplastó la hora última de la noche, y quedó con media suela sucia, embarrada, oscura, no está en mis manos. Arrancarse del frío. Hacerse a un lado como quien ve venir en la acera una mujer con bolsas o un hombre con cajas no es tarea de ciegos, no es labor de vagabundos. Se oyen pasar sirenas de patrullas. A esta hora la oscuridad es sólo sonidos de ambulancia y pasos de prisa. Eso es un hombre solo. Y no logró cumplirme. Mantener las promesas que le hice a mi cuerpo. Porque de noche empeño mucho mi palabra, 69

me ofrezco muchas cosas limpias, muchos suelos comunicantes, mucho de ése que me gustaría ser. Pero uno despierta. Ése es el problema.

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Intento no evadir el tema, pero el pecho da hacia la ventana y ahí no hay nadie, no hay nada. Lo intento pero la noche y sus escoltas, pero el aire y sus mojados escuadrones, y el árbol a punto de llover, y la luz de la puerta de enfrente que parece avanzar como una mujer con un ojo cerrado moviéndose en círculos, como una loca; y las palomillas que también intentan, que también chocan, que sueñan también con encenderse como un cerillo y llevarse la luz. De verdad intento no evadir el tema pero todo, pero nada, pero nadie, pero algo, pero estar y despoblarse, y lo pequeño o lo grande, y lo conocido, y los que son anuncio de lluvia y llueven hacia otros o los que no dejan de caminar por miedo 71

a quedarse detenidos para siempre. Y los que no niegan y consiguen olvidar o los que se desandan hasta borrarse. Y yo lo intento de verdad pero la tristeza es de manos grandes y me deja todo tan inconcluso, tan movido, tan inacabado.

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No es soledad de ti ni de tus brazos. No es soledad de amor o de lo que el mundo muere. Es sólo este silencio que se agarra de mi pierna como un niño en su primer día de colegio. Este silencio que es como quien se pone en disposición de viajar, de mudarse, de irse hacia la arena movediza con la resignación de un ciervo, que cae y se hunde, que cae y sus ojos permanecen abiertos mientras la arena le cubre los párpados. Soledad de cierva que piensa en el cachorro que deja solo mientras una bala apaga su frente. No es soledad de ti, ni de tus muchos abrazos en mis noches de mucha lluvia. Es soledad antigua, soledad de mí, de la mitad que soy siempre. Pasando sin quedarme. 74

Soledad de niño que crece. Soledad de adulto. Una furiosa soledad de vino tinto que se hace viejo, diariamente.

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Un amigo poeta –no tan amigo y sí poeta– escribió que giro como polilla de luz sobre la indefensión, sobre esa minoría decodificada (sí, yo tampoco entiendo). Pero la indefensión ciertamente es algo que se queda pegado entre la suela y el descuido de la banqueta. Y no hay modos ni maneras ni palabra que al acercarse no se tire al piso, como en un bombardeo, y haga de niño y de llanto y de sirena de ataque, en un solo tiempo. Dice que me imagina en un pronto de la noche salir, como sale una mujer en camisón o un hombre en bata, tras un sismo, a dar un solo de barítono o de coyote.

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Pero si yo pudiera gritar así, salir así, al vaciado puro, no escribiría. Menos indefensión. Porque eso justamente es la indefensión, no gritar. Saber que no sirve de nada.

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Me preguntas acerca de los libros de superación personal. A mí, que creo en la capacidad de vuelo de una rama. En la resistencia de una mosca a otra, sobre el papel atrapamoscas. Que creo en el sueño de salvarse y de salvarnos; y en los holanes entregados de abuela y su imaginaria popelina. Pues bien. Yo busco un libro de superación personal que me enseñe a desanudarme la corbata. Que me explique lo que pasó en los dientes de aquel chico después de su primera eyaculación, y lo prevenga: en los vidrios de agua rota que sólo pensaban en bañarse, en quitarse el mar y volver al útero seco, limpio, de las sábanas. Un libro que hable por mí, con mi madre, 78

y le diga que un hijo gay no es un hijo roto. Y que una persona no se puede pegar con resistol blanco y paciencia. El corazón del pollo no regresa al pollo aunque el niño le pida a abuela que lo regrese. Un libro de superación personal que pudiera ser armadura contra las piedras y los penes del colegio. Que te quite lo muchacha y te enseñe los registros de una barba al ras. Y cosas más simples como doblar el papel higiénico para limpiarte adecuadamente la joven soledad del culo. El cómo sonarte la nariz delante de la gente. Las técnicas de un beso seguro, sin salivar como un bisonte; los modos correctos para hablar con un pene o una vagina. Porque debería haber alguien que te enseñe a ir viviendo limpio. Cada etapa. Las muertes que dejan puntitos en los ojos de un niño de 10 años. El lodo blanco, pegajoso, que se seca como una tiniebla, como un grito, como una sentencia de reformatorio que grita tus 13 años. 79

Y el vello púbico que siempre nos mueve de lugar la conciencia, y la cambia, y la rasura, y la regresa con el hocico roto y sin dos dientes. Y los malditos cuarenta años. Que te diga que para todos es igual. Todo. Para que esta cosa, esta poquedad, tan breve, se lleve lo mejor posible.

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2

¡Qué falso es el dolor, y qué engañoso! Viene de un minuto alto, contigo mismo, enfocado en la vez primera que rompiste pulso a fondo, y nada volvió a salir bien. Tu corazón como una figura de porcelana que piensa en lo hermoso que ha de ser llegar al suelo. Romperse. Roto y llegado como un invierno, y venido de lo inmóvil, de donde también llegan ciertas palabras con frío. Sujeto como son todos los retratos, adherido como son todas las fechas que no se logran. Que no se borran. Cuántas veces no creí que mi dolor podría llenar un vaso y acabar con las mariposas blancas y con las horas 82

que imitan a las mariposas blancas: que las invitan al hombro, a volar sobre la cabeza. No debería doler el dolor, si hay cerca un niño o un gato. Pero uno no es tantos para salvarse, ni es tan humano. Y el dolor tiene los ojos demasiado cerca, demasiado bellos. Demasiado grandes.

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La familia la está criticando, toda la familia la pasan por esa niebla arqueada, repetible, que se da en las cocinas, feroz, desvenada como un chile, y las amistades en su color más cítrico, las vecinas –que aún hacen reuniones con alguien al piano– la acusan de vieja, de irse como amarrada en un caballo, volando, de entrar corriendo a la cáscara de una nuez y salir vestida de árbol. (A su edad el color árbol es un clavo enorme, desplazado, rasgante como un hombre tremendamente desnudo.) Pero a mí me da lo mismo lo que de ella toquen sus propios ojos o lo que de ella salga a buscar el musgo duro, la piedra blanda. Todo lo que la abarque con sus tropas y sus soldados ejercitándose, no me hace ruido.

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Incluso no sé si es mi tía o si es tía de mi padre. Pero se ha enamorado a sus 75 años pareciera que va sin agua pero va nadando. Y yo creo en el amor. Y creo que el destino no es sólo un sonido de alguien al piano. Pero la envidia lo cree. La envidia que siempre levanta vapores del piso y los va guardando. Y luego escapan como escapan los olores de aceite en la cocina. Lo cree. De cualquier modo mi tía mañana se estará casando con un tenso muchacho de treinta años.

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No sé si sea igual para todos. Supongo que no. Supongo que la lluvia encuentra una manera de toser sólo en la puerta de mi casa. Llueve. Y la lluvia mete su lengua gris por debajo de la puerta, como un perro encerrado que intenta entrar, conmover con la lengua como lo hacen los perros. En realidad no hablo de la lluvia sino de todo. De esta manera de ser hombre que sostiene la tarde en mis manos como un pájaro al que se le sale el corazón y se le va volando. La lluvia que soy desde que soy adulto. La borrasca rápida que me desanda al pensar en el lugar que ocupan mis años dentro de la vida. 86

No sé qué tan viejo soy. No estoy seguro. Pero esta noche lo que escucho es el trineo de la sangre sobre los caminos olvidados; o es sólo negación simple, negación llana. Una muy encorvada negación de ser polvo viviente, polvo humano y llenar de polvo la taza de café frente a la ventana. Es como si desde ahora todas las mañanas amaneciera nublado, lloviendo. Es este no querer que me digan señor –ni nube, todavía– cuando pago en la tienda los refrescos y los cigarros. No le tengo miedo a la vejez sino a lo viejo de mí que por fin me alcanza la columna sorda y las piernas ciegas; y me hace levantarme despacio, tomado de los brazos de la silla como imagino lo hacía el abuelo que no tuve. Siempre creí que los viejos le decían buenos días al reloj de la mañana, que se iban al baño saludando los objetos y los muebles cercanos; pero yo no. Yo peleo con las cosas, las riño, pateo su estorbosa cercanía. Pienso 87

que alguien debería moverlas, ampliar y desampliar espacios, acercarlas para poder volver a quererlas lejos. Soy un viejo muy atípico, lo sé porque vivo con prisa todavía, porque creo que hago falta, que mi opinión es importante para que llueva limpiamente sobre las macetas y se den libres los nuevos brotes sin que el huracán –como un viejo zorro– se lleve los limones en los que la azúcar comienza su verde adolescencia. Eso sí, lloro más ahora. Aunque de una manera más seca. Y duermo menos, y me despierto más. Y me quedo mirando todo lo que les hace la noche a mi casa y a mi cuerpo.

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La vida, qué extrema palabra. Qué extenuante. ¿Sobre qué ecuación –y sus variables– da su vuelta la lluvia bajo el mundo? ¡Qué reina arrodillada! ¡Cuántos territorios que van de prisa! Hoy te puedo cantar como si fueras pájaro: ¡cómo se te parecen esos viajes! ¡Cómo te imitan las rosas y sus dardos! Y te podría contar como se cuentan las monedas o los discos. Vida. Como se cuentan las arrugas al llegarnos el cielo a la espalda. Al doblarnos el ruido, la rodilla, y sus bestias pasajeras. Pero éste es un poema de amor, vida, y mereces que se te acerquen 90

las niñas que llevan flores en tus manos, las ancianas de melón dulce que te han bebido como un jarabe portentoso. Mereces ser nominada diosa y ser temida. Ser conducida al altar de blanco y que en tu lecho suelten las nevadas sus antiguas verdades. Mereces que hasta tus pies lleguen las gatas en celo y huelan la masculinidad que calzan los siglos en su desleche. Y te huelan. Pero éste es un poema de amor y tú eres esa parte del poema que no se entiende, que nunca queda clara.

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Quisiera decir cosas distintas esta noche, a esta hora en la que el mundo no parece un cascarón de huevo; y pensar es posible. Porque hay horas fáciles como una nube en las que vivir no es un puño de sal terca, un guardar de azúcar arruinada; y se puede llegar de puntillas sin despertar a nadie; se puede llegar sin regaños de luna o de distancia próxima, sin reproches, sin gritos de luz encendida desde la habitación nevada. Horas en la que la vida, vivir, llega como el aire de un abanico, como un aire que ha pasado por una caída de agua y le acerca al rostro un golpe de frescura, una atomización de silencios delgados. Esta noche en la que comparto mi diario con la vieja araña de la esquina, y que hoy tampoco ella ha pescado la estrella de un insecto. 92

Esta noche quisiera decir cosas mejores. Por ejemplo mesa. Por ejemplo silla que a esta hora es más bella de humilde y resignada, como una señora que duerme; y la mesa podría tener pájaros adentro llamando a otros pájaros mejores. El color azul colina con el que duerme mi esposo en la habitación de al lado está saliendo bajo la puerta como un vapor de barco poderoso, como el sopor que sobrevuela las negras lagunas, y un niño mira hecho nieblas también. Sé que la vida merece su orilla propia, una vida propia sonando como el granizo sobre la ventana dormida, sobre el corazón afiebrado, sobre el corazón con luna y silencios solitarios, como el sonido de una bicicleta que baja por la calle sin mundo. Como suena el otoño. Como suena una niña que lleva una pelota. Como el ruido de unos que desean, que aman, que se encuentran. Ya lo he dicho. La vida merece palabras que existan sólo para ella, al ser pensada, y luego desvanezcan como las imágenes de un sueño. La vida merece muchos niños 93

y paisajes con ciervos y trenes desvelados y delgadeces de agua dando voces mientras baja por entre piedras y mujeres que lavan ropa que ha soñado mucho, y está cansada. Vivir merece decir cosas mejores.

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Índice

10 Él no lo sabe todavía…, 6 9 ¿Qué hubiera podido hacer la higuera?…, 9 Quisiera prestarte a veces…, 11 ¿Qué imagina…, 13 ¿Cómo puede llegar una abeja…, 14 Pero podría ser todo lo contrario…, 15 8 ¡Ah, esta guerra de hormigas rojas…, 18 Hacia el fondo de la imagen…, 20 Me gusta la palabra humildad…, 22 El exprimidor de naranjas dejó de funcionar…, 24 Un teléfono celular…, 26 7 Es una señora de mediana edad…, 29 De unos días para acá…, 31 Un día dijo que dejó de fumar…, 33 El problema del hombre invisible…, 35 Cuando se va a la cama…, 36 Leí que a una langosta viva…, 38

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6 ¿Qué voy a hacer sin él?…, 40 A veces tengo un miedo verídico…, 42 Para que el sistema funcione…, 44 Y le digo…, 46 Me entero que un león africano…, 48 5 Siempre se puede ser más viejo…, 51 ¿Cuántas paletas de hielo…, 53 Hoy me he quedado…, 54 Dan ganas…, 56 ¿Y qué si el chico…, 58 4 Hay un poema que me quita el sueño…, 61 Retorcida…, 63 La veo…, 65 ¡Qué difícil escribir…, 67 He pensado en las maneras…, 69 Intento no evadir el tema, pero…, 71 3 No es soledad de ti…, 74 Un amigo poeta…, 76 Me preguntas acerca de los libros…, 78 2 ¡Qué falso es el dolor…, 82 La familia la está criticando, toda la familia…, 84 No sé si sea igual para todos…, 86

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1 La vida…, 90 Quisiera decir cosas distintas esta noche…, 92

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