91637144 Ellison Ralph El Hombre Invisible

                                                                                    RALPH ELLISON EL HOMBRE INVISIBLE

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RALPH ELLISON EL HOMBRE INVISIBLE Traducción de Andrés Bosch

Editorial Lumen

 

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                                           Título original: Invisible Man © de la edición original: Ralph Ellison, 1947, 1948,1952

A Ida "¡Estás salvado!", gritó el capitán Delano, embar gado por creciente perplejidad y dolor. "¡Ya estás salvado! ¿Qué es lo que ahora te entristece?" HERMAN MELVILLE, Benito Cereno Ni tampoco va a mí tu gesto sarcástico, Ni es a mí a quien tu secreta mirada acusa, No es a mí sino a aquel otro ser humano, si tal era, Que tú me creías; deja que tu necrofilia Se cebe en aquel despojo... T. S. ELIOT, Reunión de familia

 

                                  CONTRAPORTADA Nacido en Oklahoma City, el 1 de marzo de 1914, el gran escritor negro-americano Ralph Ellison es, en virtud de la obra maestra que hoy publicamos, una de las más altas figuras de la novela americana de la postguerra Después de cursar estudios musicales, desde 1933 a 1936, en el Tuskegee Institute, su encuentro en Nueva York con el famoso escritor negro Richard Wriglit, le indujo a abandonar la música por la literatura. A partir de 1939, empezó a publicar, en efecto, numerosos artículos, ensayos y novelas cortas en distintas revistas, alternando la creación literaria con el ejercicio de sus actividadesacadémicas, sólo interrumpidas durante la Segunda Guerra Mundial para servir en la marina mercante. Profesor de folklore y de cultura negro-americana en las Universidades de Nueva York, Columbia y Princeton, la aparición en 1952 de su impresionante novela, Invisible Man, hoy publicamos, galardonada con el National Book Azvard aquel mismo año, le convirtió en el escritor negro más importante de su generación. Tras residir durante dos años en Roma (1955-57), como becario de la Academia Americana de Artes y Letras, Ralph Ellison ha sido profesor visitante en la Universidad de Chicago (1961), ha dado varios cursos de creación literaria en la Universidad de Rutgers (1962),y ha pronunciado conferencias en la Biblioteca del Congreso de Washington y en la Universidad de California (1964). Dejando aparte la novela que le hizo famoso, es autor de numerosos artículos y ensayos, recopilados en el volumen que lleva por título Shadow and Act (1965), los cuales, según declaración del propio autor, giran en torno a tres temas fundamentales: La literatura y el folklore de su tierra nativa; la expresión musical de los negros americanos, especialmente el jazz y los blues; y las complejas relaciones entre la subcultura negro-americana y la cultura norteamericana en su conjunto.

 

SOLAPAS Considerada unánimemente por la crítica como la mejor novela americana publicada desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, El hombre invisible, gran escritor negro Ralph Ellison, es una grandiosa alegoría, picaresca y simbólica, en la que se describe la trágica condición de los hombres de su raza. Escrita con el deliberado propósito de denunciar la angustiosa situación del negro evolucionado y consciente en un mundo de hombres blancos, esta obra simboliza el problema de la discriminación racial a través del mito de la invisibilidad. Relegado a la condición de ciudadano de segunda clase por la infranqueable barrera del color, el negro sufre, no tanto por el desprecio de que es objeto, como por el hecho de que se le ignora socialmente, como si fuese invisible a los ojos de los demás. Este sentimiento de exclusión, esta situación humillante de sentirse, no ya separado y aparte, sino ignorado e inexistente en el seno de la sociedad en que vive, es el que Ellison ha descrito magistralmente en torno al protagonista central de esta novela. Se trata de un muchacho negro, que relata en primera persona la historia de su propia vida, y cuya condición de hombre sin nombre le convierte en personificación anónima de todas las gentes de su raza y aun en símbolo de la humanidad entera. A través de sus andanzas y aventuras, el autor ha planteado con un dramatismo sobrecogedor la trágica y paradójica condición del negro como hombre invisible, como individuo cuya existencia no se quiere admitir. Y, al propio tiempo, dentro de la típica estructura de una novela picaresca, que cobra en ciertos momentos verdaderas dimensiones épicas, ha trazado una pintura acre e irónica, cruda e hiriente, de la situación humana y social en los Estados Unidos en los primeros años de la postguerra. Su excepcional acierto consiste en que, al erigir el mito de la invisibilidad en símbolo de la tragedia personal del negro, le ha dado, al propio tiempo, una dimensión universal que rebasa los límites de la mera discriminación racial para convertirse en símbolo de la alienación del hombre en el seno de la civilización moderna.

PROLOGO Soy un hombre invisible. No, no soy uno de aquellos trasgos que atormentaban a Edgar Alan Poe, ni tampoco uno de esos ectoplasmas de las películas de Hollywood. Soy un hombre real, de carne y hueso, con músculos y humores, e incluso cabe afirmar que poseo una mente. Sabed que si soy invisible ello se debe, tan sólo, a que la gente se niega a verme. Soy como las cabezas separadas del tronco que a veces veis en las barracas de feria, soy  

como un reflejo de crueles espejos con duros cristales deformantes. Cuantos se acercan a mí únicamente ven lo que me rodea, o inventos de su imaginación. Lo ven todo, cualquier cosa, menos mi persona. Mi invisibilidad tampoco se debe a una alteración bioquímica de mi piel. La invisibilidad a que me refiero halla su razón de ser en el especial modo de mirar de aquellos con quienes trato. Es el resultado de su mirada mental, de esa mirada con la que ven la realidad, mediante el auxilio de los ojos. No me quejo, ni tampoco protesto. A veces es una ventaja pasar sin ser visto, aunque por lo general ataca los nervios. Quienes padecen aquel defecto visual están tropezando constantemente conmigo. Y también ocurre que uno duda muy a menudo de su propia existencia. Uno se pregunta si, en realidad, no es más que un fantasma en la mente del prójimo, algo así como una imagen de pesadilla que el durmiente procura, con todas sus fuerzas, desvanecer. Cuando uno siente eso, comienza a devolver, por el resentimiento, los empujones que la gente le propina. Y séame permitido confesar que ésta es una actitud casi constante. Uno experimenta la dolorosa necesidad de convencerse a sí mismo de que existe, de veras, en el mundo real; de que uno participa en el eco y la angustia de todos, y uno crispa los puños, ataca, maldice y blasfema para obligar a los demás a que reconozcan su existencia. Sin embargo, rara vez lo logra. Una noche tropecé, sin querer, con un hombre, quien, quizá debido a la oscuridad que nos rodeaba, me vio y me insultó. Me lancé sobre él, le agarré por las solapas y le exigí excusas. Era un hombre alto y rubio; cuando mi rostro se acercó al suyo, sus ojos azules me miraron con insolencia, mientras me maldecía, y en el forcejeo, su aliento ardiente envolvía mi cara. Le di un cabezazo en el mentón, de arriba abajo, tal como había visto hacer a los indios del Oeste, y sentí que rajaba su carne y de ella manaba la sangre. Entonces grité: "¡Pídeme perdón! ¡Pídeme perdón!". Pero siguió maldiciendo y luchando. Volví a golpearle, una y otra vez, hasta que se desplomó de rodillas, sangrando profusamente. Le pateé con furia, varias veces, porque todavía balbuceaba insultos con sus labios viscosos de sangre. Sí, le pateé. Llevado por mi furia, saqué la navaja, dispuesto a rebanarle el cuello allí mismo, bajo el farol, en la calle desierta. Con una mano le sostenía por el cuello de la camisa, mientras, con los dientes, intentaba abrir la navaja que tenía en la otra mano. Y entonces se me ocurrió que aquel hombre no me había visto, en realidad; desde su punto de vista, se encontraba en plena pesadilla de sonambulismo. Cerré la navaja cuya hoja tan sólo cortó el aire, mientras empujaba al hombre lejos de mí, dejándole caer en el suelo, devolviéndole a la calle. Entonces, los faros de un automóvil rasgaron la oscuridad, y mi vista se clavó en el hombre. Estaba tumbado en el asfalto, gimiendo. Era un hombre a quien por poco asesina un fantasma. Sentí fatiga, asco y vergüenza al mismo tiempo. En aquellos instantes comencé a comportarme como un borracho; mis piernas sin fuerza me llevaban a pasos tambaleantes. Y tuve una divertida idea: seguramente un muelle en la dura cabeza de aquel hombre había saltado en el instante en que se hallaba al borde de la muerte, y le había despertado. Este extravagante descubrimiento  

me dio risa. ¿De veras se había despertado al borde de la muerte? ¿Era posible que la muerte hubiese tenido la facultad de liberarle de su ensueño para permitirle vivir despierto? No me detuve a pensarlo. Eché a correr hacia la oscuridad, sacudido por unas carcajadas violentas que estremecían todo mi cuerpo. Al día siguiente vi una foto de aquel hombre, en el Daily News, un pie en el que se decía que había sido "asaltado". Pobre imbécil, pobre ciego, asaltado por un hombre. Y no pude evitar un sentimiento de sincera compasión hacia él. Casi nunca me comporto de un modo tan violento, y conste que no pretendo, como hacía en otros tiempos, fingir que mi vida es apacible, utilizando para ello el sencillo procedimiento de ignorar cuanta violencia hay en ella. Tengo presente que soy un hombre invisible, y me muevo silenciosamente para no despertar a los durmientes. A veces, es mejor no despertarles; pocas cosas hay en el mundo más peligrosas que los sonámbulos. Sin embargo, aprendí, hace ya tiempo, que es posible empeñarse en una lucha contra ellos, sin que se den cuenta. Por ejemplo, he estado luchando durante muchos años con la empresa Monopolated Light and Power; uso sus servicios, sin ni un centavo, y todavía no se han enterado. Naturalmente, sospechan que alguien les roba electricidad, pero no saben quién. Tan sólo saben que, según las indicaciones del contador principal de la central eléctrica, una formidable cantidad de corriente desaparece para ir a parar a algún lugar desconocido, en la jungla de Harlem. Lo más divertido es que yo no vivo en Harlem, sino en una zona limítrofe. Hace varios años, antes de que descubriera las ventajas de ser invisible, acepté someterme al rutinario método de contratar los de aquella empresa y pagar sus abusivas tarifas. Pero ya he o de hacerlo. Prescindí de ello al mismo tiempo que abandonaba mi piso y mi antiguo modo de vivir, aquel modo de vivir basado en la falsa presunción de que yo era visible al igual que cualquier otro hombre. Ahora, consciente de mi invisibilidad, vivo sin pagar alquiler, en un edificio reservado exclusivamente a la gente blanca, y habito una parte del sótano que fue cerrada y olvidada de todos, en el siglo XIX, y que descubrí la noche en que intenté escapar de Ras, el Destructor. Pero no adelantemos acontecimientos que pertenecen a un momento muy avanzado de esta historia, casi al final, pese a que el final está al principio, sin dejar de ser muy lejano. El caso es que descubrí un hogar, o si ustedes lo prefieren, un hoyo en el suelo. Sin embargo, no concluyan que por el hecho de llamar "hoyo" a mi hogar, éste es frío y húmedo como una tumba. Hay hoyos fríos, y hoyos cálidos. El mío es cálido. Tengan en cuenta que un oso se retira a este hoyo, en invierno, y allí vive hasta que llega la primavera. Entonces, sale de él con la misma vitalidad que el polluelo que en Pascua de Ramos rompe la cáscara y salta al mundo. Digo esto para demostrarles que sería totalmente incorrecto inferir que, por vivir en un hoyo y por ser invisible, estoy muerto. No lo estoy, ni tampoco me hallo en un estado temporalmente inanimado. Llamadme Jack el Oso, porque, en realidad, me encuentro en período de hibernación.

 

Mi hoyo es cálido y luminoso. Sí, muy luminoso. Dudo que en toda Nueva York haya un lugar más iluminado que ese hoyo en que vivo, y al decirlo no excluyo Broadway, ni tampoco el Empire State Building en una noche soñada por un fotógrafo. Pero hacer esta comparación implica engañarles a ustedes. Los dos lugares nombrados son de lo más oscuro de toda nuestra civilización —perdón, de toda nuestra "cultura" (importante distinción ésa, según he oído)—, lo cual puede parecer una contradicción, pero éste es el modo (contradictoriamente, quiero decir) en que el mundo se mueve: no se mueve como una flecha, sino como un boomerang (no os fiéis de aquellos que hablan de la "espiral" de la historia, porque en realidad están preparando el lanzamiento de un boomerang; tened a mano el casco de acero para proteger vuestras cabezas). Lo sé porque el boomerang me ha golpeado tantas veces la cabeza que, ahora, puedo las tinieblas propias de la luminosidad. Amo la luz. Quizá juzguéis sorprendente que un hombre invisible necesite la luz, la desee y la ame. Pero ello se debe, precisamente, a que soy invisible. La luz confirma mi realidad, me da forma. En cierta ocasión, una hermosa muchacha me contó una pesadilla que padecía reiteradamente, en la que ella yacía en el centro de una grande y oscura habitación, y sentía que su rostro crecía y crecía hasta llenar totalmente el cuarto, y se convertía en una masa informe, mientras sus ojos, flotando en un viscoso mar de bilis, ascendían por la chimenea. Igual me ocurre a mí. Sin luz, no sólo soy invisible, sino que carezco de forma. Y no tener conciencia de la propia forma equivale a vivir en la muerte. En cuanto a mí respecta, debo reconocer que, tras haber existido durante unos veinte años, no comencé a vivir hasta que descubrí la invisibilidad. Esta es la razón por la que libro mi batalla con la Monopolated Light and Power. Esta es la razón última y profunda. Mi lucha con la Monopolated Light and Power me permite darme cuenta de que estoy vivo. También es cierto que la combato por haber obtenido de mí tanto dinero, antes de que aprendiera a protegerme a mí mismo. Mi rincón en el sótano tiene exactamente mil trescientas sesenta y nueve luces. El techo, todo él, pulgada a pulgada, está cubierto de luces. No son tubos fluorescentes, sino bombillas del tipo antiguo, de más consumo, con filamento. Bueno, en realidad se trata de un acto de sabotaje. Un trapero amigo mío, hombre de mentalidad clara, me ha suministrado el hilo eléctrico y los soportes de las bombillas. Nada, ni tormentas ni inundaciones, podrá impedir la satisfacción de mi necesidad de luz, de más y más luz. La verdad es la luz, y la luz es la verdad. Cuando termine de instalar luces en las cuatro paredes, comenzaré a cubrir de luces el suelo. Todavía no sé cómo me las arreglaré, pero ciertamente pienso hacerlo. Cuando uno ha vivido tanto tiempo en estado de invisibilidad, se le aguza el ingenio. Desde luego, solucionaré el problema. Y quizás invente algún modo de hacer café, mediante la electricidad, mientras yo permanezco en cama; y puede que invente un truco para calentar mi cama, algo así como el invento de aquel hombre, del que hablaba un semanario ilustrado, que se había ingeniado un modo de calentarse los zapatos. Pese a ser invisible, sigo la gran tradición norteamericana en el arte de la hojalatería. Esto me otorga un cierto parentesco con Ford, Edison y Franklin. Como sea que a este respecto he  

desarrollado toda una teoría, bien podéis llamarme "pensador-hojalatero". Sí, seguramente inventaré algo para calentar mis zapatos; me será muy útil, siempre los llevo agujereados. Inventaré muchas otras cosas. Ahora tengo una radio-gramola; en el futuro, pienso tener cinco. He observado que mi hoyo amortigua los sonidos. Y es una pena me gusta sentir en la piel la vibración de la música, no me basta percibirla con el oído, sino que necesito hacerlo con todo mi cuerpo. Me gustaría oír, a un mismo tiempo, cinco discos de Louis Armstrong tocando y cantando "¿Qué hice para ser tan negro y triste?". Ahora, de vez en cuando, escucho a Louis mientras tomo mi postre favorito: helado de vainilla con ginebra rosada. Escancio el líquido coloreado sobre la blanca montaña que forma el helado, y contemplo como resbala, brilla y forma un sutil vapor, mientras Louis logra extraer de aquel militar instrumento musical oleadas de . Es posible que Louis Armstrong me guste debido a que de su ha hecho poesía. Pienso que ello se debe a que ignora que es invisible. Y, por otra parte, la conciencia de mi propia invisibilidad me ayuda a comprender la música. En cierta ocasión, pedí un cigarrillo a unos amigos, y los muy graciosos me lo dieron de marihuana. Cuando llegué a casa, lo encendí, y me senté a escuchar el fonógrafo. Pasé una extraña velada. que os diga que la invisibilidad suele dar un sentido del tiempo ligeramente distinto al normal; uno nunca va sincronizado. A veces, uno va adelantado, y otras retrasado. En vez de tener conciencia de un constante y casi imperceptible fluir del tiempo, uno advierte sus detenciones, esos puntos en que el tiempo se detiene, y a partir de los cuales salta, luego, hacia delante. Y entonces uno queda en suspenso y contempla la realidad en torno. Esto es lo que cabe percibir, vagamente, en la música de Louis. Una vez, vi un combate de boxeo entre un campeón y un mozo jaque, recién llegado de su pueblo. El boxeador era rápido, e increíblemente científico; su cuerpo se movía con ritmo, rapidez y fuerza, ininterrumpidamente. Golpeó una y mil veces al mozo, mientras éste, sorprendido y atontado, sólo acertaba a cubrirse la cabeza con los brazos. Pero inesperadamente, el mozo, arrostrando una tormenta de golpes, pudo atizar un puñetazo al campeón, y con este solo acierto derribó aquel prodigio de ciencia, velocidad y juego de piernas, dejándole dormido como un tronco. La perfección quedó allí, tumbada en la lona. El mozo se había limitado a penetrar en el interior del sistema y del sentido del tiempo de su adversario. De este modo, bajo el influjo de la marihuana, descubrí una nueva manera analítica de escuchar música. Percibía los sonidos imperceptibles, y cada línea melódica existía por sí misma, destacaba claramente del resto, decía su mensaje, y esperaba con paciencia que otras voces hablaran. Aquella noche, me sorprendí a mí mismo escuchando no sólo en la dimensión del tiempo, sino también en la del espacio. Penetré en la música y, al mismo tiempo, descendí, como el Dante, a sus profundidades. Bajo la celeridad del tempo rápido, había otro tempo más lento y una cueva. Y penetré en ella y miré alrededor, y oí a una vieja cantando un espiritual tan lleno de duende como pueda estarlo el canto flamenco. Y soterrado, había un nivel todavía más bajo en el que vi a una hermosa muchacha blanca como el marfil, que suplicaba en una voz igual a  

la de mi madre, mientras permanecía en pie ante un grupo de tratantes de esclavos, que codiciaban su cuerpo desnudo. Y debajo, descubrí un nivel más hondo, y un tempo más rápido, y oí una voz que gritaba: «Hermanos y hermanas, el tema de esta mañana es negrura de lo negro». Y un grupo de voces contestaba: «Lo negro es muy negro, hermano, muy negro...». «En el principio...» «En el mismo principio», gritaban. «Predica, predícalo...» «...y el sol...» «...El sol, Señor… «...era rojo como la sangre...» «Rojo...» «Ahora, lo negro es...», gritó el predicador. «Como la sangre...» «Dije que lo negro es...» «Predica, hermano...» «...y lo negro no es...» «Rojo, Señor, rojo: ¡dijo que es rojo!» «Amén, hermano...» «Lo negro te poseerá...» «Sí, me poseerá...» «...y lo negro no te poseerá...» «¡No, no me poseerá!» « Lo hará...»

«Lo hará, Señor...» «...y no lo hará» «¡Aleluya, aleluya!» «Y te pondrá, ¡gloria, gloria, señor!, en el vientre de la ballena». «Predica, Hermano, predica...» «Y te tentará...» «¡OH, Dios Todopoderoso!» «¡Nelly, madre Nelly, vieja Nelly!» «Lo negro te dará el ser...» «Lo negro...» «...o lo negro te quitará el ser». «¿Es cierto, Señor? ¡Es cierto, es cierto, Señor...!» Y en este instante, una voz de trombón me gritó: «¡Vete,

vete

de aquí, loco! ¿Acaso te dispones a traicionar?». Y entonces me serené un instante, al escuchar la voz de la vieja cantante de espirituales que gemía: «Muchacho, ve, maldice a tu Dios, y muere».

Me detuvo y le pregunté qué pecado había cometido. Y ella dijo: «Hijo mío, yo amaba a mi amo». Le dije: «Debieras haberle odiado».  

Dijo: «Me dio varios hijos, y debido a que amaba a mis hijos, aprendí a amar a su padre, pese a que también le odiaba». Dije: «También yo sé lo que es vivir dividido. Por eso estoy aquí». «¿Y qué significa eso?» «Nada, palabras que nada explican. ¿Por qué gimes?» «Gimo porque él ha muerto», dijo. «Entonces, dime, ¿quiénes son ésos que ríen allá arriba?» «Son mis hijos. Están contentos.» «Sí, también puedo comprender eso», le dije. «También yo río, pero también gimo. El nos prometió liberarnos, pero nunca fue capaz de decidirse. Y, sin embargo, yo seguía amándole...» «¿Le amabas? ¿Quieres decir que...?» «Sí, claro. Pero todavía amaba más otra cosa.»

«¿Qué?» «¡La libertad!» Yo dije: «Libertad. Quizá la libertad consista en odiar». «No, hijo mío, no. La libertad consiste en amar. Le amaba y le envenené, y, entonces, él se marchitó como una manzana helada por el cierzo. Y los muchachos querían despedazarle con navajas hechas con sus propias manos.» Yo dije: «Aquí hay un error, no sé dónde, pero hay un error. Estoy confundido». Y hubiese querido decir más cosas, pero la risa, arriba, arreció y se hizo demasiado parecida al gemido para que yo pudiese soportarla, e intenté liberarme de su sonido, pero no pude. En el instante en que iba a huir de aquello, sentí el imperativo deseo de preguntar a la vieja qué era la libertad, y volví hacia ella. Estaba sentada, con la cabeza apoyada en las manos, y sollozaba muy bajo. Una gran tristeza cubría su rostro color cuero. «Mujer, ¿qué es esa libertad que tú tanto amas?» Fue una pregunta repentina, sin previa meditación. Pareció sorprendida, después pensativa, luego perpleja. «Lo he olvidado, hijo. Estoy confusa. Primero, pienso que es una cosa, y luego pienso que es otra. Es algo que me hace rodar la cabeza. Y ahora me parece que no es más que saber decir lo que

pienso. Pero eso es muy difícil, hijo. Son demasiadas las cosas que me han ocurrido en muy poco tiempo. Siento  

como si tuviera fiebre. Siempre, cuando comienzo a andar, la cabeza se me va, y caigo al suelo. Y si no me da eso, son los hijos: comienzan a reír y quieren matar a los blancos. Están amargados, eso es lo que les ocurre...» «Pero, ¿qué es la libertad?» «¡Déjame en paz, hijo! Me duele la cabeza.» La dejé, sintiéndome, yo también, mareado. Pero no fui muy lejos. De repente, uno de los hijos, un hombre de dos metros de altura, surgió de la nada, y me dio un puñetazo. Yo grité: «¿Por qué me has hecho eso?». «¡Hiciste llorar a mamita!» «¿Qué hice para que llorara?», le pregunté, esquivando otro golpe. «Le hiciste preguntas. Vete de aquí y no vuelvas. Y si alguna vez quieres preguntar cosas así, pregúntate a ti mismo.» Su fría mano de piedra me sostenía por el cuello, y parecía que la presión de los dedos llegaría a asfixiarme, antes de que la mano soltara su presa. Me tambaleaba atontado, mientras la música histérica golpeaba mis oídos. Estaba en la oscuridad. Mi cabeza se aclaró, y avancé tambaleándome a lo largo de un oscuro y estrecho pasillo, mientras creía oír sus pasos corriendo a mis alcances. Me sentía profundamente dolorido, y todo mi ser estaba penetrado de un deseo de quietud, paz y silencio que yo sabía jamás podría alcanzar. La trompeta era ensordecedora, y el ritmo furioso. Un golpeo de tam-tam, parecido a los latidos del corazón, comenzó a invadir mis oídos, y a ahogar el sonido de la trompeta. Necesitaba beber agua, y oía el correr del agua a lo largo de las frías tuberías que mis manos tocaban para guiar mis pasos, sin embargo no podía detenerme porque los pasos, tras mí, me perseguían. Grité: «¡Ras! ¿Eres tú, Destructor? ¿Rinehart?». No obtuve respuesta. Tan sólo oí los rítmicos pasos, detrás. Intenté cruzar la carretera, pero un automóvil me derribó, perdiéndose a lo lejos, tras herirme en la pierna. Y entonces, no sé cómo, pude escapar. Ascendí rápidamente de subterráneo mundo de sonido, y oí a Louis Armstrong que preguntaba inocentemente:

 

¿Qué hice yo para ser tan negro, Para ser tan triste? Al principio tuve miedo. Esta música tan conocida me había exigido que actuara, me había pedido una actuación de la que soy incapaz pero que, si hubiese permanecido allí, bajo la superficie, quizá hubiera intentado llevar a cabo. Ahora sé que muy poca gente oye verdaderamente esta música. Estaba yo sentado en el borde de la silla, cubierto de sudor, cual si cada una de mis mil trescientas sesenta y nueve bombillas fuese un potente foco dispuesto para un interrogatorio policial de tercer grado, a cargo de Ras y Rinehart. Me sentía agotado, como si hubiera contenido la respiración constantemente durante una hora, y gozaba de la terrible serenidad que da el haber vivido largos días de intensa hambre. Con todo, escuchar el silencio del sonido fue, para este hombre invisible, una experiencia raramente satisfactoria. Había descubierto desconocidos impulsos de mi ser, pese a que no era capaz de contestar "sí" a sus invitaciones. Desde entonces, no he vuelto a fumar marihuana; no porque esté prohibido, sino porque me basta con ver las cosas mirándolas a través de rendijas (actitud frecuente del ser invisible). Oír la realidad plenamente, resulta agobiante e impide actuar. Pese al Hermano Jack, y a aquel triste y perdido tiempo en su Hermandad, sólo creo en la actuación práctica.

Acepten, por favor, una definición: la hibernación es un modo disimulado de prepararse para la acción. Además, las drogas destruyen totalmente el sentido del tiempo. Si llegara a ser un drogado, quizás, en una hermosa mañana, olvidara que debo vivir esquivando, y cualquier imbécil al mando de un tranvía amarillo y naranja, o al volante de un autobús verde bilis, me atropellaría tranquilamente. O quizás olvidara salir de mi hoyo, cuando se presentara el momento de actuar. Entretanto, gozo de la vida, merced a la amabilidad de la Monopolated Light and Power. Como sea que nadie puede verme, ni siquiera teniéndome a corta distancia, y como sea que difícilmente habrá alguien que crea en mi existencia, carece de importancia quesepáis que hice un empalme en una línea de conducción eléctrica del edificio, y lo llevé hasta mi hoyo en el sótano. Antes, vivía en aquella oscuridad en la que tuve que buscar refugio, pero ahora tengo luz y veo. He iluminado las tinieblas de mi invisibilidad, y la invisibilidad de mis tinieblas. Y de este modo interpreto la invisible melodía de mi aislamiento. Esta última afirmación no parece muy ajustada, ¿verdad? Sin embargo lo es; uno oye esta música debido, sencillamente, a que la música se oye, y no se ve, salvo en el caso de los músicos. Pero, ¿acaso esta necesidad de traducir la invisibilidad en letras negras sobre papel blanco no representa un ansia de componer una música de la invisibilidad? Soy un charlatán, un lioso. ¿De veras, creen que lo soy? Lo era, y quizá  

vuelva a serlo, no es posible predecirlo. No toda enfermedad significa la muerte, ni tampoco toda invisibilidad. Seguramente diréis: "¡Qué horrible e irresponsable hijo de la gran puta es ese hombre!". Y tendréis toda la razón. Me apresuro a mostrarme de acuerdo con vosotros. Soy uno de los seres más irresponsables que jamás hayan pisado la madre tierra. La irresponsabilidad es consubstancial a mi invisibilidad; de cualquier modo que examinemos este problema veremos que estamos ante una negación. Y ello es así porque, ¿ante quién voy a ser responsable, y por qué he de ser responsable, si todos se niegan a verme? Y esperad, esperad a que os demuestre cuán verdaderamente irresponsable soy. La responsabilidad se basa en el reconocimiento de la identidad y el reconocimiento de la identidad no es más que una manera de convenir en algo. Tomemos, como ejemplo, el hombre a quien casi asesiné: ¿quién fue responsable de aquel cuasi asesinato? ¿Yo? Creo que no. Es más, lo niego. No, no podéis atribuirme aquello. Fue él quien me empujó, y él quien me insultó. ¿No debía quizás, aquel hombre, haber reconocido, aunque sólo fuera para su propia seguridad personal, mi estado de histeria, mi "peligrosidad"? Digamos que aquel hombre estaba perdido en un mundo de ensueños. Pero, ¿acaso no tenía él cierto dominio de aquel mundo de ensueños —que era ciertamente real—, y acaso no me tenía prohibida la entrada en él? ¿Y si hubiera pedido auxilio a un guardia, acaso no hubiera yo sido considerado el agresor, en aquel lance? ¡Sí! ¡Sí, sí, mil veces sí! Estoy de acuerdo con vosotros: en aquel caso yo fui irresponsable, ya que hubiese debido utilizar mi navaja para proteger los altos intereses de nuestra sociedad. Algún día, las estupideces de esta clase nos acarrearán trágicas consecuencias. Todos los soñadores y los sonámbulos deben pagar, e incluso la víctima invisible tiene responen el destino de todos. Sin embargo, yo rehuí esta responsabilidad; me hallaba dominado por la confusión de mil ideas contraque bullían en mi mente. Y me porté como un cobarde. ¿Qué fue lo que me hizo tan miserable? Seguidme, y lo sabréis.

 

CAPÍTULO 1 Es preciso retroceder algunos años, quizá veinte. Toda mi vida he estado buscando respuestas, y, ante cualquier realidad con la que me enfrentaba, siempre había alguien que me decía lo que tal realidad era. Yo aceptaba sus explicaciones, pese a que unos y otros se Contradecían, y algunos ni siquiera estaban de acuerdo consigo mismos. Yo era ingenuo. Me buscaba a mí mismo, y formulaba a todos, salvo a mí mismo, preguntas que sólo yo podía contestar. Necesité mucho tiempo, así como sufrir las consecuencias de muy penosas frustraciones de mis esperanzas, para llegar a comprender algo que, según parece, todos saben de una manera innata. Es decir, que yo tan sólo soy yo, y nadie más. Pero antes tuve que descubrir que soy un nombra invisible.

Y pese a todo, no soy un monstruo de la naturaleza, ni tampoco de la historia. Mi destino quedó determinado, al igual (o contrariamente) que tantas otras cosas, hace ochenta y cinco años. No me avergüenzo de que mis abuelos fuesen esclavos. Únicamente me avergüenzo de mí mismo por haberme avergonzado de ello, en otro tiempo. Hace aproximadamente ochenta y cinco años, dijeron a aquellos hombres que eran libres, que formaban una unión con los demás hijos de nuestra tierra para participar en cuanto estuviera relacionado con el bien común, y que, en todos los demás aspectos sociales, cada cual era tan independiente como cada uno de los dedos de la mano. Y ellos así lo creyeron. Y se alegraron de ello. Permanecieron en sus lugares, trabajaron con ardor, y educaron a la generación de mi padre a hacer lo mismo. Pero, vayamos a mi abuelo. Mi abuelo era un extraño vejestorio, al que, según dicen, me parezco. El fue quien creó el problema. Cuando iba a morir, llamó a mi padre y le dijo: "Hijo, quiero que, cuando yo ya no esté en este mundo, tú prosigas la lucha. No te lo dije nunca, pero debes saber que nuestra vida es una guerra constante, y que yo he sido un traidor todos y cada uno de los días de mi vida, he sido un espía en territorio enemigo desde el momento en que entregué mi rifle, cuando la Reconstrucción. Habrás de vivir con la cabeza puesta en las fauces del león. Debes asfixiarles con tu implacable sumisión, socavar su voluntad con son, mostrarte de acuerdo con ellos hasta que mueran y se destruyan, dejar que se ceben hasta que vomiten o revienten". Todos pensaron que el viejo había enloquecido, porque, hasta aquel instante,  

había sido un hombre dulcísimo y obediente. Echaron del cuarto a los niños, entornaron las persianas, y bajaron el pabilo de la lámpara hasta el punto que la llama vacilaba al igual que el aliento del viejo. El susurró con orgullo y fiereza: "Enseñad esto a los pequeños". E instantes después expiraba. Mi gente quedó más atemorizada por las últimas palabras del abuelo que por su muerte. Tanta angustia causaron sus palabras que les pareció que mi abuelo no había muerto. Me ordenaron que olvidara sus palabras, y, en verdad, ésta es la primera vez que las cito fuera del ámbito familiar. En su momento, me produjeron un efecto terrible. Nunca supe exactamente cuál era su significado. El abuelo había sido un viejo silencioso, pacífico, que nunca se metió en líos. embargo, en su lecho de muerte se calificó de traidor y espía, y ó palabras que convertían su obediencia en una peligrosa . Esto llegó a constituir, para mí, un problema insoluble que ía constantemente presente en lo más hondo de mi pensamiento. Y cuando mis asuntos marchaban viento en popa, recordaba a mi abuelo, y experimentaba un incómodo sentimiento de culpabilidad. Era algo así como si cumpliera su consigna contra mi propia voluntad. Y para colmo, cuantos me rodeaban parecían alegrarse de que í lo hiciera. Los más inmaculados blancos del pueblo alababan mi . Se me consideraba un ejemplo a seguir, al igual que mi abuelo. Y lo que más me intrigaba era que el viejo había calificado de traición esta clase de conducta. Cuando alababan mi manera de actuar, me sentía culpable de hacer algo, no sé exactamente qué, contrario a los deseos e intereses de los blancos, algo que si ellos llegaran a comprenderlo en su justo significado, desearían que yo hiciera lo opuesto, desearían que yo fuera resentido y malévolo, ya que esto era lo que en realidad deseaban pese a que, engañados, creían desear que yo actuara tal como lo hacía. Temía que algún día me consideraran un traidor, y que esto me condujera a la perdición. De todos modos, más miedo me daba comportarme de cualquier otro modo, porque sabía que no podía gustarles. Las palabras del viejo eran una maldición. El día en que terminé mis estudios de segunda enseñanza, y en ocasión de la entrega de títulos pronuncié un discurso en el que demostré que la humildad era el secreto, la verdadera esencia del progreso. No, yo no creía que así fuese (¿cómo iba a creerlo, tras haber escuchado las palabras del abuelo?), pero consideraba que producía buenos resultados. Tuve un gran éxito. Todos me alabaron y fui invitado a repetir el discurso en una reunión de dirigentes blancos de nuestra ciudad. Aquel discurso representaba el triunfo de nuestra comunidad.

La reunión tuvo lugar en el salón principal del mejor hotel. Al llegar me enteré de que la fiesta se celebraba en honor de un industrial del tabaco. Me dijeron que, puesto que yo estaba ya allí, igual podía participar en la "Lucha Real" que, como una de las diversiones de la velada, iban a disputar unos cuantos muchachos de mi escuela. La "Lucha Real" sería antes del discurso. Todos los peces gordos de la ciudad estaban allí, embutidos en sus smokings, devorando la cena fría, bebiendo cerveza y whisky, y fumando cigarros. En  

medio de la sala se alzaba un ring desmontable de boxeo, y se habían dispuesto filas de sillas flanqueando tres de sus cuatro lados. El cuarto lado estaba despejado, y ante él se extendía el brillante piso encerado. La idea de la "Lucha Real" me había producido cierta inquietud, no porque me disgustara pelear, sino porque los muchachos que iban a participar en ella no eran de mi agrado. Se trataba de chicos endurecidos, con la mente libre de los conflictos creados por una maldición como la de mi abuelo. Su dureza era evidente. Además, temía que mi actuación en la lucha menoscabaría la dignidad del discurso que iba a pronunciar luego. En aquellos tiempos de preinvisibilidad, me consideraba una especie de Booker T. Washington en potencia. Tampoco yo gustaba demasiado a los otros participantes en la lucha, que, dato importante, eran nada menos que nueve. Me sentía superior a ellos, y me molestó que nos metieran a todos en el ascensor de servicio, donde apenas cabíamos. A ellos tampoco les entusiasmaba mi presencia. Mientras ascensor subía, y veíamos pasar hacia abajo las luces de los pisos iluminados, cruzamos unas palabras en las que ellos me saber que mi inclusión en la lucha había motivado que uno de sus amigos fuese eliminado, perdiendo así la ocasión de ganar algún dinero aquella noche. Al salir del ascensor, nos llevaron, a través de un salón rococó, a una antesala, en la que nos dijeron que podíamos desnudarnos para pelear. Dieron un par de guantes de boxeo a cada uno de nosotros, y nos condujeron al gran salón con espejos, en el que entramos mirando cautelosamente alrededor, y hablando en susurros cual si temiéramos que nuestras voces destacaran en aquella barahúnda y alguien pudiera oír nuestras palabras. El humo de los cigarros había sumido el salón en una densa neblina. Y el whisky ya producía sus efectos entre los concurrentes. Tuve la desagradable sorpresa de ver a algunos de los más destacados hombres de nuestra ciudad en avanzado estado de melopea. Todos estaban allí, banqueros, abogados, jueces, médicos, ediles, profesores, comerciantes. Incluso vi a uno de los predicadores más en boga. Frente a nosotros, al otro extremo del salón, ocurría algo que no podíamos ver. Oíamos la sensual vibración de un clarinete, y veíamos un grupo de hombres en pie, que se inclinaban ávidamente hacia delante. Nosotros formábamos un grupo pequeño y compacto. Nuestros torsos desnudos se rozaban unos con otros, y en ellos brillaba ya el sudor. Ante nosotros, los peces gordos parecían excitarse más y más por algo que todavía no íamos ver. Súbitamente oí la voz del administrador de mi escuela, era quien me había invitado a ir allá, gritando: "¡Señores, traigan ya a los morenos! ¡Traed a los morenos!". Nos condujeron a la parte frontal del salón, donde el olor a tabaco y whisky era todavía más intenso. Después, nos empujaron al ring. En aquel instante tuve una repentina sensación de miedo. Un mar de rostros, algunos hostiles, otros con expresión divertida, nos , y, en el centro, frente a nosotros, había una espléndida mujer rubia, totalmente desnuda. Reinaba un silencio mortal. Creí sentir una ráfaga de aire helado en mi cuerpo, e intenté irme, pero no pude porque aquella gente me rodeaba. Algunos de mis compañeros habían bajado la cabeza y estaban quietos, temblando. Sentí oleada de culpabilidad y  

miedo irracional. Los dientes me casñeteaban, tenía piel de gallina y las rodillas se entrechocaban. Y pese a ello, me sentía intensamente atraído hacia la mujer, a la que no podía dejar de mirar. Si el castigo de mirarla hubiera sido la ceguera, hubiera seguido mirándola. Su cabello era dorado como el de esas grandes muñecas de lujo; el rostro empolvado y pintado parecía una máscara abstracta, los ojos hundidos, con las pestañas y párpados teñidos de un frío color azul... Mientras mi vista resbalaba por su cuerpo, sentía el deseo de escupirle. Sus pechos eran firmes y redondos como las cúpulas de los templos hindúes, y yo estaba tan cerca de ella que podía percibir la fina calidad de su piel y el brillo del sudor alrededor de sus erectos y rosáceos pezones. Quería, a un mismo tiempo, salir huyendo de la estancia, o que el suelo me tragara, y, también, acercarme a ella, ocultarla a mi propia vista y a la vista de los demás con mi cuerpo, sentir la suavidad de sus , acariciarla y destruirla, amarla y asesinarla, huir de ella, pero, én, sentir en mi cuerpo el contacto de aquella parte situada allí, más abajo de la pequeña bandera norteamericana tatuada en su vientre, allí donde los muslos formaban una uve mayúscula. Y tenía la idea de que la mujer tan sólo dirigía a mí, entre cuantos estábamos en el salón, su mirada impersonal. Y comenzó a bailar en movimientos lentos y sensuales; el humo de todos los cigarros se pegaba a su cuerpo formando un velo muy sutil. La mujer se me antojaba un ave blanca, envuelta en velos, que me llamaba desde la agitada superficie de un mar gris y amenazador. Quedé como traspuesto. Y entonces me di cuenta del sonido del clarinete, y de los gritos que nos dirigían los peces gordos. Algunos de ellos nos conminaban a no mirar a la mujer, y otros nos amenazaban si no lo hacíamos. Vi como uno de los muchachos, situado a mi derecha, se desmayaba. Entonces, un hombre cogió un cubo de plata que estaba sobre una mesa, y se vino hacia nosotros. Echó el agua helada a la cabeza del que se había desvanecido, y le en pie, mientras nos ordenaba que le ayudáramos a sostener al muchacho, cuya cabeza colgaba inerte, y de cuyos gruesos labios brotaban gemidos. Otro muchacho comenzó a decir que quería irse. Era el más alto entre los que formábamos el grupo, llevaba unos calzones de boxeo de color rojo oscuro, que le venían estrechos para ocultar aquella erección, proyectada hacia como una respuesta al insinuante gemido del clarinete. Intentaba disimular cubriéndose con los guantes de boxeo. Y durante este tiempo, la mujer rubia continuó su danza, sonriendo vagamente a los peces gordos que la contemplaban fascinados, y con ligeras sonrisas en sus rostros provocadas por el miedo que mostrábamos. Vi a cierto comerciante que seguía con mirada ávida la danza de la mujer, mientras la baba cubría sus labios lacios. Era un hombre fornido, que llevaba diamantes en la camisa ceñida a la abultada barriga; cada vez que la rubia balanceaba sus caderas, el hombre se pasaba las manos por la calva cabeza, los brazos alzados, en una postura grotesca como la de un oso embriagado, mientras imprimía un lento movimiento sinuoso, un obsceno contoneo a su barrigota. Aquel ser estaba totalmente hipnotizado. La música era ahora más rápida. Cuando la bailarina inició unas evoluciones más veloces y lánguidas, con  

expresión de abandono en su rostro, los hombres comenzaron a avanzar los brazos, intentando tocarla. Yo veía sus dedos amorcillados hundiéndose en la carne suave de la mujer. Algunos intentaban contener a sus compañeros, y la mujer en gráciles movimientos describía círculos a lo largo y ancho del salón, mientras los hombres la perseguían, resbalando en el suelo encerado, y cayéndose. Era una visión de locura. Derribando sillas y copas, corrían tras ella mientras gritaban y reían. La cogieron cuando estaba ya junto a la puerta, la alzaron del suelo, y la lanzaron al aire al igual que hacen los escolares en sus manteos; y en los labios rojos de la mujer, cuajados en una sonrisa inmóvil, vi la expresión del terror, y en sus ojos la del asco, un terror casi igual al mío y al que había percibido en los rostros de mis compañeros. En aquellos instantes la lanzaron al aire dos veces, y vi como sus senos parecían aplastarse ante la presión del aire, y como sus piernas se agitaban inertes en el aire. Los menos borrachos la ayudaron a escapar. Y yo, junto con los demás muchachos, bajé del ring y me encaminé hacia la antesala. Algunos todavía estaban histéricos y gritaban. Pero se dieron cuenta de que nos íbamos y nos ordenaron volver al ring. No podíamos hacer más que obedecer. Los diez cruzamos las cuerdas y dejamos que nos taparan los ojos con unos trapos blancos. Uno de aquellos hombres parecía sentir cierta simpatía hacia nosotros, e intentó animarnos, mientras nosotros permanecíamos quietos, con la espalda apoyada en las cuerdas. Algunos procuraban sonreír. Otro hombre me dijo: "¿Ves aquel muchacho? Quiero que tan prontola campana, te vayas directamente hacia él y le atices en la barriga. Si no te lo cargas, seré ya quien se te cargue a ti. No me gusta el aspecto de aquel muchacho". A cada uno de nosotros nos dijeron lo mismo. Ya llevábamos las vendas en los ojos. Pero incluso en aquel momento pensaba en mi discurso. Cada una de las palabras que lo componían estaba viva en mi mente, cada palabra era como una llama. Sentí que me apretaban la venda, y arrugué el cejo, de modo que cuando lo desarrugara, la venda se aflojara un poco.

En aquel instante experimenté, repentinamente, el terror de la oscuridad. No estaba habituado a ella. Me parecía que me hubieran encerrado en una habitación oscura infestada de víboras. A mis oídos llegaban los gritos agudos pidiendo que la "Lucha Real" comenzara. —¡Vamos, empezad ya! —¡Quiero cargarme al negrazo aquel, aquel de allá! Hice un esfuerzo para percibir la voz del administrador de mi escuela, como si pretendiera que su sonido vagamente familiar me proporcionara cierta protección. Alguien gritó: "¡Quiero cargarme a todos esos negros hijos de pula!". Y otra voz: "¡No, Jackson, estate quieto! Ayudadme a aguantar a Jack". La primera voz chillaba: "Quiero cargarme a ese negro de color de jengibre. Quiero hacerle pedazos".  

Me mantuve junto a las cuerdas, temblando. Yo era lo que en aquellos tiempos se clasificaba como de color de jengibre, y el hombre que gritaba parecía querer destrozarme a dentelladas, como si yo fuera una galleta de jengibre. Sin duda, abajo, se desarrollaba una pelea. Oí el sonido de sillas al ser derribadas, y resoplidos de hombres luchando. Necesitaba ver, lo necesitaba más que en cualquier otro momento de mi vida. Pero la venda estaba prietamente pegada, como una costra. Cuando levanté las manos enguantadas para apartar de mis ojos la tela blanca, una voz chilló: "¡No hagas eso, negro hijo-puta! ¡Deja la venda en paz!". En el repentino silencio que se produjo, sonó una voz: "Toca la campana, antes de que Jackson mate al negro ese!". Oí la campana, y el sonido de pasos avanzando. Recibí un golpe en la cabeza. Giré sobre mí mismo, y di un golpe, a ciegas, a alguien que pasaba junto a mí; sentí el roce de su cabeza a lo largo de mi brazo, hasta el hombro. Entonces, me pareció como si los nueve muchachos me atacasen todos a un mismo tiempo. Los golpes llovían en todas direcciones, mientras yo procuraba contestarlos lo mejor que podía. Eran tantos los golpes que recibía que llegué a pensar que quizá yo fuera el único luchador con los ojos vendados, o que quizás el hombre llamado Jackson había, al fin, logrado subir al ring. Con los ojos vendados, no podía dirigir mis movimientos. Había perdido la dignidad. Me tambaleaba como un niño de un año o como un borracho. El humo era más denso, y, por efecto de los golpes , parecía lastimar mis pulmones y entorpecer más mi respión. La saliva era como una cola espesa, caliente y amarga. Un guante me golpeó en la cara, y sentí el sabor de la sangre invadirme la boca. El gusto a sangre dominaba mis sentidos. No sabía si aquella humedad que cubría mi cuerpo era sudor o sangre. Recibí un golpe en la nuca, y caí dándome de cabeza contra el suelo. Entonces, unas listas de luz azulada iluminaron el mundo de oscuridad tras las vendas. Yo estaba en el suelo, fingiéndome inconsciente. Pero í que me cogían y me ponían en pie. "¡Sigue, muchacho! ¡Sigue ándote, negro!" La cabeza me dolía, y los brazos me pesaban como si fueran de plomo. Pude llegar hasta las cuerdas, y allí me é intentando recuperar la respiración. Recibí un golpe en el esómago y volví a caer, mientras sentía que el humo, como un cuchillo, me rasgaba los pulmones. En el suelo, las piernas de los otros luchadores me empujaban de aquí para allá. Logré ponerme en pie, y entonces descubrí que podía ver los cuerpos negros, cubiertos de sudor, entrecruzándose en la atmósfera de humo azulado, entrecruzándose como bailarines borrachos al rápido ritmo de tambor de losñetazos. Todos luchaban histéricamente. Era una anarquía total. Todos luchaban con todos. Los grupos de luchadores se deshacían rápidamente. Dos, tres o cuatro luchaban contra uno, y después luchaban entre sí, y luego eran atacados por  

otros. Se propinaban golpes en zona prohibida, más abajo del cinturón, en los riñones, tanto con los guantes abiertos como cerrados. Pero, ahora, que tenía un ojo parcialmente abierto, ya no experimentaba tanto terror. Me movía cautelosamente, evitando los golpes, aunque no tanto como para llamar con ello la atención, e iba de grupo en grupo. Los muchachos andaban a tientas, como escarabajos ciegos y cautelosos, doblados por la cintura para protegerse el estómago, con la cabeza hundida entre los hombros, los brazos extendidos dubitativamente al frente y los puños tanteando el aire humoso, como aquellas delicadas esferas en que terminan las antenas de los caracoles. Vi, en un rincón, a un muchacho que lanzaba violentos puñetazos al aire, y oí el grito de dolor cuando su puño chocó contra el poste al que estaban atadas las cuerdas. Por un instante le vi encogido, agarrando con la otra mano la lastimada, y en el momento siguiente un golpe en la cabezsin protección, le derribaba. Yo me dedicaba a enfrentar un grupo con otro. Penetraba en un grupo y lanzaba un puñetazo, me salía de él, y empujaba a los otros en el grupo para que recibieran los golpes ciegamente dirigidos a mí. El humo era insoportable, y la lucha no estaba dividida en asaltos, no sonaba la campana cada tres minutos para que nos recuperáramos de nuestro agotamiento. La giraba a mi alrededor, me hallaba en un torbellino de luces, , cuerpos sudorosos, rodeado por rostros blancos en tensión. Sangraba por la boca y la nariz, y la sangre me resbalaba por el pecho.

Los hombres, abajo, seguían gritando: "¡Atízale, negro! ¡Destrípalo!". "¡Pégale un gancho! ¡Mátalo, mátalo! ¡Mata al gordo ese!". En un momento en que fingí haber sido derribado, vi a uno de los muchachos caer pesadamente a mi lado, al igual que si hubiéramos sido tumbados por un mismo golpe, y vi que un pie calzado con borceguíes le daba una patada en los bajos, en el momento en que caían sobre él los dos muchachos que le habían derribado. Me aparté de ellos rodando por el suelo, y sentí el espasmo de las náuseas.

Cuanto más encarnizadamente luchábamos, más amenazadora era la actitud de los hombres fuera del ring. Pese a todo, yo había vuelto a pensar en mi discurso. ¿Saldría bien? ¿Se darían cuenta de mi capacidad? ¿Cómo reaccionarían? Luchaba de un modo automático cuando advertí repentinamente que los muchachos iban abandonando el ring, uno a uno. Quedé sorprendido y aterrorizado, como si me dejaran solo ante un peligro desconocido. Y entonces comprendí de qué se trataba. Los muchachos lo habían convenido así, entre ellos. Era costumbre que los dos hombres que quedaran en el ring disputasen el premio. Pero lo comprendí demasiado tarde. Cuando sonó la campana, dos hombres de smoking saltaron al ring, y nos quitaron las vendas. Me encontré frente a Tatlock, el más corpulento del grupo. Se me relas tripas. Apenas se habían extinguido en mis oídos las del primer golpe de campana, cuando ya volvía a sonar. Y vi a Tatlock avanzar rápidamente hacia mí. No se me ocurrió otra cosa que atizarle un directo en la nariz. El siguió avanzando;  

su agresividad iba acompañada del olor a sudor ya frío. Su rostro negro era inexpresivo, y en él tan sólo tenían vida los ojos animados por el odio hacia mí, y brillantes de aquel febril terror nacido anteriormente, durante los hechos de que habíamos sido protagonistas. Me entró ansiedad. Yo quería pronunciar mi discurso, y Tatlock se dirigía hacia mí como si quisiera arrancármelo de la cabeza a puñetazos. Volví a pegarle, y encajé sus golpes como pude. Repentinamente se me ocurrió una idea. Le pegué con poca fuerza, y en el momento en que nos agarrábamos, le dije: —Si finges que te pongo fuera de combate, te regalo el premio. —Te voy a partir el espinazo —contestó en un ronco susurro. —¿Para que ellos diviertan? —No, para divertirme yo, puta.

Ya pedían a gritos que nos separásemos y siguiéramos luchando. Tatlock me dio un golpe que me hizo girar sobre mí mismo, y vi, al igual que si mis ojos fueran una cámara de cine en movimiento circular, los rostros enrojecidos, en tensión, tras la nube de humo azulado. Por un instante, el mundo entero vaciló, se convirtió en un extraño fluido, y pareció alejarse, pero enseguida se me aclaró la cabeza, y vi a Tatlock saltando ante mí. Aquella sombra temblando en el aire, ante mi vista, era su puño izquierdo en movimiento ascendente. Al caer hacia delante, apoyé la cara en su hombro húmedo de sudor, y murmuré: —Te daré cinco dólares más. —¡Vete al cuerno! Sentí que sus músculos se relajaban un poco, y añadí: —¿Siete? —Dáselos a tu madre. Y me golpeó el pecho, bajo el corazón. Sin dejar de tenerle agarrado, le aticé, y luego me aparté de él. Me cayó un diluvio de puñetazos. Los contesté desesperadamente y con furia. Ante todo quería pronunciar mi discurso, esto era lo que ás deseaba en el mundo, en aquellos instantes, porque creía que tan sólo los hombres que había a nuestro alrededor eran capaces de juzgar con justicia mi capacidad; y aquel estúpido payaso iba a quitarme la oportunidad de hablar. Comencé a boxear cautelosamente, utilizando mi superior agilidad para acercarme a él, pegarle y retroceder. Le propiné un golpe afortunado en el mentón, y quedó a mi merced. Pero oí una voz que gritaba:

—¡Cuidado, que he apostado por él! Al oírlo, bajé la guardia. Quedé sumido en dudas. ¿Debía intentar ganar la pelea contra los deseos del hombre que había gritando? ¿No iría eso contra la tesis de mi discurso? ¿No era ése el momento preciso para ejercer la humildad, la noresistencia? Mientras bailoteaba alrededor de mi contrincante, recibí un puñetazo en la cabeza que solucionó mi dilema, y me  

mandó por los aires, con los ojos salidos de las órbitas, como un muñeco de pim-pam-pum. Mientras caí, la estancia se tiñó de rojo. Caí como se cae al soñar; mi cuerpo lánguido dudaba sobre el lugar en que aterrizar, hasta que el suelo se impacientó y vino hacia mí. Y un instante después, mi cuerpo también fue hacia el suelo. Una voz hipnótica dijo enfáticamente: CINCO. Y yo yacía allí, contemplando entre brumas la mancha rojo-oscura de mi propia sangre que iba tomando la forma de una mariposa, y brillaba y empapaba el sucio mundo gris de la lona. Cuando la voz cantó la palabra DIEZ, alguien me levantó y me arrastró hasta una silla. Quedé atontado, inmóvil en la silla. Me dolía un ojo, me dolía y se hinchaba a cada latido de mi corazón. Y yo me preguntaba si me permitirían pronunciar mi discurso. Chorreaba sudor y todavía sangraba por la boca. Los otros luchadores y yo formamos un grupo junto a una pared. Los otros muchachos felicitaban a Tatlock y aventuraban opiniones sobre cuánto les pagarían, sin fijarse en mí. Un muchacho se quejó de lo que le dolía la mano. Frente a mí vi como unos empleados con chaqueta blanca quitaban el ring, y en su lugar ponían una alfombra pequeña y cuadrada, alrededor de la que colocaron sillas. Pensé que quizá la alfombra era el lugar desde el que pronunciaría mi discurso. Entonces, el maestro de ceremonias nos llamó: —Venid acá, muchachos, y coged vuestro dinero. Corrimos hacia los hombres que sentados reían y hablaban esperando nuestra llegada. En aquel momento todos parecían muy amables. El que nos había llamado dijo:

—Aquí lo tenéis, en la alfombra. La alfombra estaba cubierta de monedas de todos los tamaños, y algún que otro billete arrugado. Me excitó ver, esparcidas aquí y allá, monedas de oro. El hombre dijo: —Muchachos, es todo vuestro. Que cada cual coja cuanto pueda. Un hombre rubio me guiñó el ojo con complicidad, y dijo: —Así es, Sambo. Había olvidado el dolor, y temblaba de excitación. Me lanzaría sobre el oro y los billetes. Emplearía las dos manos. Interpondría mi cuerpo entre los muchachos que me rodeaban y el oro y los billetes.  

El hombre nos ordenó: —Poneos alrededor de la alfombra, y que nadie la toque hasta que yo dé la señal. Oí: —Buena se va a armar... Tal como nos habían dicho, nos pusimos de rodillas alrededor de la alfombra. Lentamente, el hombre levantó su mano cubierta de pecas, que nosotros seguimos con la vista. Oí: —Parece que esos negros se dispongan a rezar. Después, el hombre dijo: —Preparados... ¡Ya! Me lancé sobre aquella moneda de oro que destacaba contra el dibujo azul de la alfombra, la toqué, y lancé un aullido de gozosa ansiedad para unirme al coro de gritos de mis compañeros. Intenté frenéticamente retirar la mano que tocaba la moneda, pero no pude. Una fuerza violenta y ardiente corría por todo mi cuerpo, sacudiéndolo como el de una rata mojada. Por la alfombra pasaba electricidad. Cuando logré liberarme, tenía los cabellos de punta, mis músculos vibraban y los nervios se retorcían. Pero advertí que la electricidad no impedía a los otros muchachos intentar coger el dinero. Riendo de miedo y de vergüenza, algunos se mantenían apartados de la alfombra y cogían las monedas que las dolorosas contorsiones de los otros lanzaban fuera de ella. Los hombres blancos a nuestro alrededor, más arriba, reían mientras nosotros luchábamos. Alguien, con voz grave de papagayo gritó: —¡Coged el dinero, maldita sea! ¡Cogedlo! Me arrastré rápidamente alrededor de la alfombra, recogiendo monedas. Dejaba las de cobre y procuraba coger las de oro y los billetes verdes. Riendo, con la vaga intención de olvidar el calambre de la electricidad, iba sacando de prisa las monedas de la alfombra; y así descubrí que podía contener la electricidad, lo cual, pese a constituir una contradicción, es una realidad práctica. Entonces, los blancos comenzaron a empujarnos hacia la alfombra. Riendo con timidez y vergüenza, procurábamos liberarnos de sus manos y proseguir la caza de monedas. Todos estábamos húmedos de sudor, resbaladizos, por lo que era difícil que nos agarraran firmemente. De repente, vi el cuerpo de un muchacho, brillante de sudor, reluciente como el de una foca, proyectarse hacia arriba, al aire, para luego caer de espaldas sobre la alfombra electrificada. Le oí aullar, y como literalmente bailaba apoyándose en la espalda. Sus codos el suelo en un frenético tam-tam, sus músculos  

saltaban como la carne de un caballo atormentado por los tábanos. Cuando, al fin, rodó fuera de la alfombra, tenía el rostro grisáceo. Y nadie le detuvo cuando echó a correr camino de la puerta, acompañado de un estallido de carcajadas.

El maestro de ceremonias nos conminó: —¡Coged el dinero! ¡Es buen dinero norteamericano! Y nosotros hacíamos saltar el dinero fuera de la alfombra y lo cogíamos. Yo procuraba no acercarme demasiado a la alfombra; y cuando notaba que un aliento cargado de whisky descendía sobre mí, como una nube de vapor nauseabundo, me agarraba a la pata de una silla para que no me empujaran sobre la alfombra. Me agarraba a la silla con todas mis fuerzas, y aquélla, bajo el peso de su ocupante, no cedía ni un milímetro. —¡Suelta, negro! ¡Suelta! El rostro enorme descendía hacia el mío, mientras el hombre me empujaba para que soltase la pata. Pero no lo lograba, ya que mi cuerpo sudoroso era resbaladizo, y, además, él estaba borracho. Aquel hombre se llamaba Colcord, y poseía una cadena de salas de cine y de "establecimientos de recreo". Siempre que Colcord me agarraba, yo conseguía escabullirme. Y, al fin, aquello llegó a constituir una verdadera lucha. Yo tenía más miedo a la alfombra electrificada que al borracho, por lo cual siempre me salía con la mía. Y en un momento me di cuenta, sorprendido, de que incluso intentaba arrojar al hombre a la alfombra, en vez de limitarme a impedir que él lo hiciera conmigo. Sin duda, la idea era tan feliz, que tras haberla concebido, intentaba ponerla en práctica de un modo inconsciente. Procuraba llevarla a cabo de una manera disimulada. Sin embargo, cuando yo cogía la pata de la silla en que se sentaba aquel hombre, e intentaba derribarla sobre la alfombra, él se ponía en pie, riendo a grandes carcajadas, me miraba con un extraño brillo de clarividencia en el fondo de sus pupilas de borracho y me atizaba patadas en el pecho. En una ocasión, la silla se me escapó de las manos, y me sentí rodar por el suelo, al impulso de las patadas. Y en el instante siguiente me pareció hallarme en un lecho de brasas. Creí que tendrían que pasar cien años antes de que pudiera liberarme de aquella tortura, cien años durante los que mi cuerpo se iría quemando hasta sus más íntimas fibras. El aire ardiente de mis pulmones me quemaba, y yo creía que iba a estallar como si de un gas explosivo se tratase. Ha sido sólo un instante, pensé en el momento en que rodé fuera de la alfombra. Sólo un instante, que ya ha pasado.

Pero no fue así. Los hombres blancos, sentados al otro lado, me esperaban. Sus rostros rojos, hinchados y apopléticos, se inclinaron hacia mí. Al ver las manos que avanzaban para empujarme, me eché hacia atrás, rodé por el suelo como una pelota de rugby que cae de entre los dedos del jugador y volví al lecho de brasas. Afortunadamente, en esta ocasión, empujé la  

alfombra, y oí el sonido de las monedas al caer al suelo; y el de los cuerpos de los muchachos arrastrándose para cogerlas. Y el maestro de ceremonias dijo: —¡Está bien, muchachos! Ya hemos terminado. Vestíos, y os pagaremos.

Me sentía lacio como una bayeta de fregar los suelos. La espalda me dolía cual si me hubieran azotado con cables metálicos. Cuando nos hubimos vestido, vino el maestro de ceremonias y dio cinco dólares a cada uno de nosotros, salvo a Tatlock, que recibió diez por haber sido el vencedor de la "Lucha Real". E inmediatamente, el maestro de ceremonias nos dijo que podíamos irnos. Pensé que no me dejarían pronunciar el discurso. Cuando iba a salir al oscuro callejón, me llamaron y me hicieron volver. Volví a entrar en el salón. Los blancos se habían sentado en grupos para charlar. El maestro de ceremonias golpeó el tablero de una mesa y pidió que guardaran silencio. —Caballeros —dijo—, casi olvidamos una parte importante de nuestro programa de esta noche. Una parte ciertamente importante. Este muchacho fue invitado a venir aquí para pronunciar un discurso que hizo ayer con ocasión de recibir su diploma de enseñanza media. —¡Bravo! —Me han dicho que es el muchacho más listo entre todos los que tenemos en Greenwood. Creo que lleva en la cabeza más palabras complicadas que las que tiene un diccionario de bolsillo. Le premiaron con aplausos y carcajadas. —Y ahora, caballeros, prestadle atención. Cuando me encaré con ellos, todavía reían. Tenía la boca seca y el ojo me latía dolorosamente. Comencé a hablar despacio. Pero, sin duda, estaba ronco, porque gritaron: —¡Más alto! ¡Más alto! —Nosotros —grité—, los miembros de las jóvenes generaciones, alabamos la sabiduría de aquel gran maestro y guía que por vez primera pronunció estas palabras preñadas de prudencia: Un buque, perdido durante largos días en la inmensidad del mar, avistó un navío amigo. En el mástil del buque perdido apareció un mensaje: "Agua, agua. Morimos de sed". Y el navío amigo contestó: "Coged esa misma agua que ahora mantiene a flote vuestra nave". El capitán del desdichado buque, obedeció al fin el consejo, echó un balde al agua y al izarlo comprobó que rebosaba agua fresca y cristalina del  

caudal del Amazonas que allí desembocaba. Yo también digo, al igual que el capitán del navío amigo: Aquellos individuos de mi raza que pretenden mejorar su fortuna y condición, creyéndose en tierra extraña, o aquellos que menosprecian la importancia de cultivar relaciones amistosas con los hombres blancos del Sur que son sus más cercanos prójimos, deben echar el balde en las aguas que les sostienen. Yo también les digo: "Coged esa misma agua que ahora mantiene a flote vuestra nave". Lanzad el balde y ganaros la amistad y la bienquerencia, en todos los aspectos humanos, de esas gentes de todas las razas que os rodean... Hablaba automáticamente, pero con tal unción que no me daba cuenta de que los hombres blancos en el salón seguían hablando y riendo, mientras perdía el resuello, y la boca se me iba llenando de de la herida aún abierta. Tosí. Necesitaba dejar de hablar durante un momento, ir a escupir a aquellas escupideras de bronce, llenas de serrín. Pero no me atrevía porque algunos, entre ellos el de la escuela, me prestaban atención. Así pues, decidí . Tragué sangre, saliva y todo. (¡Qué capacidad de sufrimiento tenía en aquellos tiempos! ¡Qué entusiasmo! ¡Cuánta fe en la justicia!) Pese al dolor, alcé más la voz. Pero seguían hablando y riendo, como si llevaran algodón remetido en sus sucias orejas. En consecuencia, hablé dando cadencia más emotiva a mis frases. Cerré los ojos, y tragué sangre hasta sentir náuseas. Me parecía que el discurso hubiera adquirido una longitud cien veces mayor de la que tenía en realidad, pero no estaba dispuesto a eliminar ni una sola palabra. Debía decirlo todo, expresar todos y cada uno de los matices retenidos de memoria. Pero no acababan aquí mis desdichas. Cuando pronunciaba una palabra de tres o más sílabas, oía voces pidiéndome que la repitiera. Hablé de "responsabilidad social".

—¿Qué dices, muchacho? —Responsabilidad social —aclaré. —¿Qué? —Responsabilidad... —¡Más alto! —...social. —¡Más! ¡Más alto! —Respon... —¡Repítelo! —...sabilidad. Las carcajadas hicieron vibrar el aire de la estancia hasta el momento en que yo, sin duda desesperado por tener que tragar sangre constantemente, cometí un error y grité unas palabras que había leído en editoriales de denuncia publicados en los periódicos y que había escuchado en conversaciones privadas: —Igualdad... —¿Qué? —chillaron.  

—...social. La risa cesó, quedó suspendida, inmóvil en el aire. Sorprendido, abrí los ojos. En el salón se oían voces de censura y disgusto. El maestro de ceremonias se adelantó. Los blancos me gritaban frases hostiles que yo no podía comprender. Un hombre pequeño y enteco, con bigotillo, sentado en primera fila, chilló: —Vuelve a decir eso despacio, hijo. —¿Qué, señor? —Lo que acabas de decir. —Responsabilidad social, señor. —¿No pretenderás tomarnos el pelo, verdad, muchacho? — preguntó con cierta dulzura. —¡Nunca, señor! —¿Estás completamente seguro de que te equivocaste al hablar de "igualdad"? —¡Segurísimo, señor! Estaba tragando sangre. —Así está bien. Y mejor será que hables despacio para que podamos entender lo que dices. Nosotros queremos ayudarte, pero es preciso que no olvides en ningún instante cuál es tu lugar. Puedes proseguir tu discurso. Tuve miedo. Quería irme, pero también deseaba hablar. Y al mismo tiempo temía que me echaran de allí. —Muchas gracias, señor. Y reanudé el discurso en el punto en que había sido interrumpido, mientras mis oyentes, como habían hecho anteriormente, dejaban de prestarme atención.

Sin embargo, cuando terminé me premiaron con atronadores aplausos. Con sorpresa, vi al administrador de la escuela avanzar hacia mí, llevando en la mano un paquete envuelto en papel de seda. Tras pedir silencio, se dirigió a los reunidos: —Señores, como habéis podido comprobar no exageré al alabar el valor de este muchacho. Ha hecho un bonito discurso, y quizás algún día conduzca a su gente por el buen camino. Y no es preciso que encarezca la importancia de que así ocurra, habida cuenta de los tiempos que vivimos. Es un muchacho bueno y listo. Para estimularle a que siga el buen camino, tengo el honor de ofrecerle, en nombre de la Comisión de Enseñanza, un premio consistente en este...

Hizo una pausa, mientras quitaba el papel de seda que envolvía una brillante cartera de piel de becerro.  

—Consistente en

este artículo de primera calidad que vende Shad Whitmore en su tienda. Dirigiéndose a mí, añadió: —Muchacho, toma este regalo, y consérvalo cuidadosamente. Aprécialo en lo que vale. Sigue avanzando por la buena senda, tal como has hecho hasta el momento, y quizá llegue el día en que esta cartera vaya repleta de importantes documentos que contribuirán a formar el destino de las gentes de tu raza. Yo estaba tan emocionado que apenas pude darle las gracias. Un grueso hilo de saliva sanguinolenta cayó sobre el brillante cuero de la cartera, formando en él una especie de continente todavía no descubierto. Lo quité de allí rápidamente. Y me sentía importante, más importante de lo que jamás había soñado. —Ábrela, y mira lo que hay dentro —me dijeron. Me temblaban los dedos. Obedecí, mientras el olor a cuero nuevo invadía mi olfato. Dentro, hallé un papel con aspecto de documento oficial. Era un certificado de beca para cursar estudios en la universidad estatal para negros. Las lágrimas se me saltaban de los ojos. Eché a correr a través del salón, feliz y avergonzado, hacia la salida. Sentía una alegría infinita, que ni siquiera pudo nublar el descubrimiento de que aquellas monedas de oro esparcidas en el suelo eran, en realidad, botones de bronce, para el ojal, anunciando cierta marca de automóviles.

Cuando llegué a casa, todos exultaron de gozo. Y al día siguiente vinieron a verme los vecinos para felicitarme. En aquellos momentos incluso me sentí a cubierto de la maldición pronunciada por mi abuelo en el lecho de muerte, de aquella maldición que solía amargar todos mis éxitos. Me puse bajo la foto del abuelo, con mi cartera en las manos, y sonreí triunfalmente a aquel estólido y negro rostro de campesino. El rostro de mi abuelo tenía el poder de fascinarme; su mirada parecía seguir constantemente mis pasos. Por la noche, soñé que estaba con él en un circo y que él se negaba a reír las carcajadas de los payasos, hicieran lo que hicieran. Después, me dijo que abriese la cartera que me habían regalado y leyera los papeles que encontraría dentro. Encontré un sobre oficial, con el escudo del Estado, dentro de este sobre encontré otro, y otro y otro. Cada sobre contenía otro sobre. Pensé que el cansancio me desvanecería. El abuelo dijo: "Son  

años". Y añadió: "Abre éste". Lo hice, y en su interior encontré un documento con un breve mensaje escrito en letras doradas. El abuelo me dijo: "Léelo. En voz alta". Recité: "A quien corresponda: Usad a este negro". Al despertar, las carcajadas del viejo sonaban todavía en mis oídos. Durante muchos años recordé y volví a soñar este sueño. Pero en aquel entonces no comprendía el significado del mensaje. Para comprenderlo fue preciso que asistiera a la universidad.

 

CAPÍTULO 2 Era una hermosa universidad: viejos edificios por cuyos muros trepaba la yedra, caminos de graciosa sinuosidad flanqueados de setos y rosales cuyas flores, bajo el sol de verano, adquirían matices deslumbrantes. En torno a los árboles crecían las madreselvas, y el aroma de las magnolias blancas se esparcía en el aire estremecido por el zumbar de las abejas. Aquí, en mi hoyo, he recordado muchas veces la universidad. He recordado cómo el césped verdeaba en primavera, cómo los arrendajos volaban libremente, sacudían la cola y cantaban, cómo la campana de la capilla señalaba el paso fugaz de las horas felices y las muchachas en claros vestidos de verano cruzaban sobre el césped. Muchas veces, aquí, por la noche, he cerrado los ojos para caminar a lo largo del camino prohibido que pasa ante los dormitorios de las muchachas, ante el edificio con el reloj en la torre, con sus ventanas cálidamente iluminadas, y que luego desciende y pasa frente al diminuto barracón blanco de Prácticas de Economía, que a la luz de la luna parecía más blanco aún, y siguiendo su descenso suavizado por las curvas conduce a la negra del grupo electrógeno cuyos motores murmuran en la oscuridad ritmos monótonamente trepidantes, y al través de las ventanas se ve el rojo fulgor del horno, y luego el camino se transforma en un puente sobre un cauce seco poblado de enmarañada maleza y parras entrelazadas. Es un puente de troncos que parecen hechos para citas de amor, pero que permanecen vírgenes, jamás utilizados por los enamorados para grabar en ellos sus nombres. Y he prosemi camino, hacia arriba, más allá de los edificios con pórticos ños, largos como media manzana ciudadana, he seguido hasta allí donde nace bruscamente una bifurcación que avanza por un paisaje sin edificios, ni pájaros, ni hierba siquiera, para terminar ante las puertas del manicomio. Siempre llego hasta allí, y, entonces, abro los ojos. El momento mágico ha terminado, e intento volver a ver en mi mente los conejos que, no habiendo sido jamás perseguidos, jugueteaban plácidamente entre los arbustos y en pleno camino. Y veo los cardos de púrpura y plata que crecían entre las piedras recalentadas por el sol, y las hormigas avanzando y retrocediendo nerviosamente en fila india, y entonces doy media vuelta, vuelvo al camino sinuoso, y sigo hasta más allá del hospital en que, por las noches, en algunas salas, las alegres chicas que se preparan para obtener el diploma de enfermeras dan algo mejor que píldoras a muchachos afortunados, conocedores del secreto. Me detengo al llegar a la capilla. Y en este instante llega repentinamente el invierno. La luna está muy alta, oigo el tañido de las campanas y un coro de trombones que interpreta una canción navideña; pero, sobre estos sonidos, reina el silencio y el dolor, como si el mundo fuera todo soledad. En pie, bajo la alta luna, escucho el cántico "Nuestro Señor es una  

poderosa fortaleza", en las voces majestuosamente dulces de los cuatro trombones y, después, del órgano. El sonido se eleva sobre todas las cosas, claro como la noche, líquido, sereno y solitario. Me quedo allí intrigado, y en mi mente surgen las imágenes de las cabañas en los campos yermos, más allá de los rojos caminos de arcilla. Y más allá de cierto camino hay un río perezoso cubierto de algas inmóviles, como estancadas, de las que el color verde ha casi desaparecido para ceder paso al amarillo. Tras cruzar más campos muertos, llego a los barracones requemados por el sol, en el paso a nivel, en que mutilados excombatientes pasaban vacilantes los raíles, apoyándose en muletas y bastones, para acudir a la cita de las meretrices; y, a veces, empujaban una roja silla de ruedas en la que iba un hombre con las piernas amputadas poco más abajo de las ingles. En ocasiones aguzo el oído para saber si la música llega hasta allí, pero sólo puedo recordar las carcajadas de tristes, tristísimas rameras embriagadas. Permanezco allí, en el círculo al que convergen las tres carreteras, cerca de la estatua, donde los domingos desfilábamos en formación de cuatro de a fondo, sobre el suave asfalto, girábamos bruscamente sobre nosotros mismos y entrábamos en la capilla, con los uniformes recién planchados, los zapatos lustrados, las mentes cuidadosamente ordenadas, y ciegos los ojos, como robots, ante las autoridades y los visitantes situados en la baja tribuna pintada de blanco.

Todo eso es tan lejano que ahora, en mi invisibilidad, me pregunto si alguna vez ha existido. Y en mi mente aparece la estatua en bronce del Fundador de aquella institución, como un frío símbolo de paternidad, con las manos adelantadas, en el emocionante ademán de alzar un velo cuyos duros y metálicos vuelos revelan el rostro de un esclavo arrodillado. Y me quedo perplejo, incapaz de decidir si el hombre de bronce alza en realidad el velo, o se esfuerza en colocarlo más firmemente en su lugar; dudo si tengo frente a mí una imagen de ilustración o de mayor oscurantismo. Mientras miro, oigo un batir de alas. Alzo la vista y veo una bandada de estorninos cruzando el cielo. Cuando bajo la vista, advierto que el rostro de bronce cuyos ojos vacíos contemplan un mundo que yo nunca he visto, chorrea yeso líquido, con lo cual en mi mente se forma otra pregunta sin respuesta: ¿por qué las estatuas manchadas por los pájaros imponen más que las estatuas limpias? ¡Oh, ancho y verde terreno universitario! ¡Oh, canciones murmuradas al atardecer! ¡Oh, luna que besaba el campanario, iluminaba y perfumaba las noches! ¡Oh, cornetín que nos despertaba por las mañanas! ¡Oh, tambor a cuyo son desfilábamos militarmente al mediodía! De todo ello, ¿había algo que fuera real, que fuera sólido, que no fuera más que un  

placentero sueño para matar el tiempo? ¿Cómo pudo ser real si ahora soy invisible? Si fue real, ¿cómo explicar que en aquella isla de verdor no pudiera ver otra fuente que aquella seca y cegada? ¿Y cómo es posible que en mis recuerdos no caiga una lluvia benefactora, que no oiga el sonido en mi memoria, que no penetre la seca y dura costra de un pasado todavía muy reciente? ¿Por qué razón en vez de recordar el olor de las semillas al abrirse en primavera, recuerdo tan sólo el amarillento contenido del pozo negro esparcido sobre la hierba muerta? ¿Por qué? ¿Cómo puede ser? ¿Cómo y por qué? Todas las primaveras, con tanta puntualidad como la visita de los millonarios que venían desde el Norte el Día del Fundador, la hierba crecía, y aparecían hojas verdes en los árboles, que daban sombra y poblaban de sombras las avenidas. Recuerdo la llegada de los millonarios. ¡Cómo llegaban! Sonreían, inspeccionaban, daban ánimos, conversaban en murmullos y pronunciaban discursos dirigidos a los oídos abiertos de par en par en nuestras negras y achocolatadas cabezas. Y cada uno, al irse, dejaba un cheque con una hermosa cantidad. Estoy seguro de que todo fue producto de magia, o un espejismo lunar; la universidad era un erial en el que se habían colocado flores, soterrado las rocas, escondido los vientos ardientes, mientras los grillos perdidos eran transformados en amarillas mariposas.

¡Oh, los millonarios! Todos ellos formaban parte de aquella otra vida que ya está muerta, por lo cual tan sólo puedo recordar a unos cuantos. (Aquel tiempo existía cuando yo existía, pero aquel tiempo y aquel "yo" han dejado de existir.) Sin embargo recuerdo muy bien a uno. Cercano el fin de mi tercer curso en la universidad, fui el conductor de su automóvil durante la semana que estuvo con nosotros. Tenía el rostro rosáceo como el de Papá Noel, y coronada la cabeza de sedoso cabello blanco. Sus modales eran, incluso conmigo, fáciles y llanos. Bostoniano, fumador de cigarros, sabía contar halagadoras historietas de negros. Era un astuto banquero, científico consumado, promotor de empresas y filántropo. Durante cuarenta años había llevado en sus hombros la pesada carga de responsabilidades del hombre blanco, y a los sesenta constituía un símbolo de las Grandes Tradiciones Norteamericanas. Yo iba al volante. El ronroneo del poderoso motor me producía una sensación de orgullo y ansiedad. El interior del automóvil olía a menta, a banco y a humo de buen cigarro. Cuando  

pasábamos, los estudiantes nos miraban y, al reconocernos, se dibujaba en sus rostros una sonrisa de agradecimiento. Yo había cenado hacía poco. De pronto sentí venir un regüeldo, y para reprimirlo me incliné hacia delante, de manera que, sin querer, oprimí con el pecho el botón del claxon en el volante, y el regüeldo se tradujo en un fuerte bocinazo. Los que andaban por la carretera se volvieron hacia nosotros y nos miraron. Temeroso de que mi pasajero se quejara al Dr. Bledsoe, presidente de la universidad, y éste me prohibiese conducir, me excusé:

—Lo siento, señor. —Nada, no te preocupes. Carece de importancia. —¿A dónde desea ir, señor? —Veamos, veamos... Por el espejo retrovisor vi que consultaba un reloj plano como una oblea y lo devolvía al bolsillo del chaleco cruzado. Llevaba camisa de seda y un corbatín azul y blanco, a lunares. Sus ademanes eran aristocráticos, suaves y seguros. —Todavía falta algún tiempo para la próxima sesión. Ve adonde quieras, adonde más te guste. —¿Conoce todo el recinto de la universidad, señor? —Diría que sí. Fui uno de sus fundadores. —¡Caray! No lo sabía, señor. Entonces seguiré por la carretera, hacia las afueras. Sabía sobradamente que aquel hombre era uno de los fundadores, pero también sabía que siempre es bueno halagar a los blancos y ricos. Quizás aquel hombre me diera una buena propina, o un traje, o una beca para el curso siguiente. —Sí, ve a cualquier sitio que te guste, fuera de aquí. La universidad forma parte de mi vida, y creo conocer mi vida bastante bien. —Sí, señor.

El hombre aún sonreía. Segundos después, el verde terreno de la universidad, con sus viejos edificios de muros cubiertos por las parras, quedaba a nuestras espaldas. El automóvil iba rodando por la carretera. ¿Cómo era posible que la universidad formase parte de su vida? ¿Y cómo había logrado conocer ésta "bastante bien"? —Muchacho, has de saber que formas parte de una maravillosa institución, de un sueño convertido en realidad.  

—Sí, señor. —Me siento

tan orgulloso de mi vinculación a ella como sin duda te sientes tú también. Vine aquí hace muchos años, y entonces este hermoso terreno era un erial. No había árboles, ni flores, ni fértil terreno de cultivo. Así era, años atrás, antes de que tú nacieras. Le escuchaba, fascinado, con la vista fija en la blanca raya que dividía la carretera, mientras mi pensamiento intentaba remontarse a los tiempos de que el hombre me hablaba. —Incluso tus padres eran jóvenes. La esclavitud pertenecía a un pasado todavía reciente. Las gentes de tu pueblo no sabían qué dirección seguir, y debo confesar que muchos entre los de mi pueblo también dudaban. Pero aquel gran hombre, el Fundador, sí lo sabía. Era amigo mío, y yo tenía fe en su doctrina; tal era mi fe e identificación que, en algunos momentos, yo no podía distinguir su pensamiento del mío. Rió silenciosamente, y arrugó el cejo.

—No, la doctrina y el pensamiento eran suyos, no míos. Yo me limitaba a estar a su servicio. Vine con él a ver este erial, e hice cuanto pude para ayudarle. Mi feliz sino ha sido venir aquí todas las primaveras para observar los cambios ocurridos, año tras año. Esto me ha proporcionado más felicidad que mi propio trabajo. En verdad, ha sido un feliz sino el mío. Hablaba con voz meliflua, cargada de un significado a cuyas profundidades yo no podía llegar. Mientras conducía, acudían a mi mente las amarillas, marchitas, fotografías de la universidad en sus primeros tiempos, colgadas en las paredes de la biblioteca. Y procuraba animar las escenas de una vida parcialmente representada en aquellas fotos de hombres y mujeres en carromatos arrastrados por mulas o bueyes, de gentes vestidas con polvorientas ropas negras, gentes que carecían de individualidad, una muchedumbre negra, a la espera, con rostros carentes de expresión, y, mezclándose con ella, estaban los inevitables grupos de mujeres y hombres blancos, sonrientes, elegantes, seguros de sí mismos, con facciones claramente diferenciadas. Hasta el presente momento, y pese a que en los grupos fotografiados podía distinguir al Fundador y al Dr. Bledsoe, nunca había considerado que quienes los formaban tuvieran vida real; siempre me habían parecido signos o símbolos como los que se encuentran en las últimas páginas de los diccionarios. Sin embargo, mientras conducía el automóvil de aquel hombre, me creía partícipe en una gran obra; y mientras el automóvil avanzaba con suavidad, obediente a la presión de mi pie en el pedal, me identifiqué con el hombre rico, evocador del pasado, que iba en los asientos traseros.

—Un feliz sino —repitió—. Confío en que el tuyo también lo sea.  

Complacido por aquella manifestación de buenos deseos, se la agradecí: —Sí, señor. Muchas gracias, señor. Y, al mismo tiempo, me sentía intrigado. ¿Cómo era posible que alguien tuviera un feliz sino? Siempre había creído que los sinos eran : "el triste sino". A nadie había oído hablar de felices sinos, ni tan siquiera a Woodridge, que nos obligaba a leer teatro clásico griego.

Habíamos rebasado los límites de la universidad, y repentinamente decidí apartarme de la carretera principal para seguir un ramal que me pareció desconocido. Allí no había árboles, y el aire era muy claro. Al fondo del paisaje, el sol hacía destellar crudamente una placa de aluminio clavada en un pajar a lo lejos. En la colina, una solitaria figura inclinada hacia delante manejaba un azadón. Se enderezó y agitó un brazo; no era un hombre, sino únicamente una silueta recortada contra el cielo. —¿Cuánto hemos recorrido? —oí que decía mí pasajero. —Cerca de una milla, señor. —No recuerdo esta zona. No hice comentario alguno. Estaba ocupado en recordar a la primera persona que se había referido, en mi presencia, a algo parecido al sino, es decir, mi abuelo. No, en aquella ocasión, el sino no tuvo nadaque ver con la felicidad. Procuré olvidarlo. En aquellos instantes, al volante del poderoso automóvil, con el hombre blancotansatisfecho de lo que él llamaba su sino, sentí miedo. Mi abuelo habría calificado de traición mi actitud, y yo no podía comprender en qué consistía tal traición. De repente, me sentí culpable al pensar que quizáselhombre blanco sentado atrás había pensado que mi comportamiento equivalía a una traición. ¿Qué pensaba de mí? ¿Sabía que los negros como mi abuelo habían sido liberados muy poco tiempo antes de que se fundara la universidad?

Al cruzar una carretera lateral, vi una pareja de bueyes uncidos a una vieja carreta; arriba, en la banqueta, bajo la sombra de los árboles, el boyero dormitaba. —¿Ha visto, señor? —pregunté, volviendo la cabeza. —¿Qué? —La pareja de bueyes. —¡Ah! No, no puedo verla, los árboles me lo impiden —dijo, mirando hacia atrás—. Buena madera la de estos árboles. —¿Quiere que vuelva atrás? —No, no creo que valga la pena. Sigue. Conducía pensando en el seco y hambriento rostro del hombre dormido en la carreta. Era el tipo de hombre blanco a quien yo temía. Los pardos campos se extendían hasta el horizonte. Una bandada de pájaros descendió desde lo alto,  

trazó un círculo en el aire, se elevó y se alejó; parecía que los pájaros estuvieran ligados unos a otros con hilos invisibles. Oleadas de aire caliente vibraban sobre el capó del automóvil. Por fin, pude vencer mi timidez y pregunté:

—Señor, ¿a qué se debe su interés por la universidad? Meditativamente, alzando la voz, repuso: —Pienso que se debió a que siempre creí, incluso cuando era joven, que tu pueblo estaba de un modo u otro relacionado con mi sino, ¿comprendes? —No del todo, señor —contesté un tanto avergonzado. —¿Has estudiado a Emerson, supongo? —¿Emerson? —Ralph Waldo Emerson. Me sentí intimidado por mi ignorancia. —Todavía no. Todavía no hemos llegado a Emerson. —¿No? —exclamó sorprendido—. Bueno, igual da. Yo soy de Nueva Inglaterra, como Emerson. Debes estudiar a Emerson, porque fue un hombre que tuvo gran importancia para tu pueblo. Influyó en vuestro destino. Sí, quizá fuera eso lo que antes quería decirte. Yo tenía la sensación de que tu pueblo estaba íntimamente relacionado con mi destino, de que cuanto os ocurriera estaría relacionado con lo que a mí me ocurriera. Aminoré la velocidad del automóvil y me esforcé en comprender las palabras de mi pasajero. Por el espejo vi que contemplaba la larga porción de ceniza del cigarro que sostenía delicadamente con sus largos dedos de cuidadas uñas.

—Sí, muchacho. Vosotros sois mi destino. Sólo vosotros podéis revelarme cuál es mi destino, ¿comprendes? —Me parece que sí, señor. —Quiero decir que de vosotros dependen los resultados de la ayuda que durante años he prestado a esta universidad. Esta ha sido la principal tarea de mi vida. La directa organización de la vida humana ha sido, para mí, más importante que mis negocios bancarios y mis investigaciones científicas.

Le vi, inclinado hacia delante, hablando con una pasión que antes estaba ausente de su voz. Tuve que hacer un esfuerzo para no apartar la vista de la carretera y fijarla en él. —Hay otra razón, una razón más fuerte, más apasionante, más sagrada, sí, incluso más sagrada que las otras —añadió, como si hubiera olvidado mi presencia, y hablara para sí—. Sí, ciertamente más sagrada. Una niña, mi hija. Era un ser más hermoso, más puro, más excepcional, más perfecto y más delicado que el más exaltado sueño de un poeta. Me resulta difícil creer que fuese sangre de mi sangre; en realidad, nunca llegué a creerlo. Su belleza  

era la más pura fuente de vida, y mirarla era beber y beber y beber aquella pureza. Era una rara creación perfecta, una obra del más puro arte. Una delicada flor nacida en la líquida luz de la luna. Una naturaleza extraterrena, una virgen bíblica graciosa y mayestática. No podía creer que fuese hija mía.

En un impulso, se llevó la mano al bolsillo del chaleco. Y pasando el brazo sobre el respaldo de los asientos delanteros, me entregó algo, con brusquedad, sobresaltándome. —Mira, mira, muchacho. Gran parte de la suerte de poder estudiar en esta universidad se la debes a ella. Miré la miniatura polícroma, en el marco de platino repujado. Una mujer joven, de delicadas y ensoñadas facciones me contemplaba desde allí. En aquellos instantes me pareció muy hermosa, tanto que dudé si expresar la admiración que había despertado en mí o limitarme a un comportamiento cortés. No sé por qué creía haberla visto o haber visto a alguien parecido a ella, tiempo atrás. Ahora sé que parte de su encanto se debía al vestido vaporoso, de sutil tejido, que llevaba. En nuestros días, vestida con uno de esos elegantes atuendos ajustados, angulosos, esterilizados, eficaces, hechos a máquina y climatizados, que se ven en las revistas de moda, parecería tan vulgar y anodina como una costosa joya fabricada a máquina. Sin embargo, en aquel momento, yo participaba del entusiasmo de mi pasajero. —Era demasiado pura para seguir viviendo, demasiado pura, demasiado hermosa, demasiado buena. Ella y yo, solos, estábamos haciendo un viaje alrededor del mundo. Cuando llegamos a Italia, cayó enferma. No me preocupé demasiado, y continuamos el viaje cruzando los Alpes. Al llegar a Munich, estaba mucho peor. Durante una recepción en una embajada, padeció un colapso. Ni los mejores médicos del mundo pudieron salvarla. Mi viaje de regreso fue solitario, y muy amargo. Todavía no he podido recuperarme de aquel golpe. Y nunca me he perdonado. Cuanto he realizado después de su muerte, lo he hecho en su memoria.

Quedó silencioso, con los ojos azules fijos en un punto más allá de los campos que se extendían ante nosotros bajo el sol. Le devolví la miniatura, mientras me preguntaba qué fuerza le había impulsado a hacerme aquella confesión. Yo jamás me hubiese comportado como él, porque lo consideraba peligroso. Era peligroso albergar aquellos sentimientos hacia algo o alguien debido a que, entonces, resulta imposible alcanzar lo que se busca, o bien otra realidad u otro ser humano pueden arrebatárnoslo. Además, resultaba también peligroso debido a que nadie puede comprender nuestros sentimientos, y si los expresamos, los demás pensarán que estamos locos, y se reirán de nosotros. —Ahora, muchacho, ya puedes comprender por qué formas parte de mi vida, de un modo muy íntimo. Y así sería, incluso si jamás me hubieras visto.  

Perteneces a un gran sueño, a un hermoso monumento. Si llegas a ser un buen agricultor, cocinero, predicador, médico, cantante o mecánico, sea lo que fuere aquello a que te dediques, tú serás mi destino. Y deberás escribirme para decirme cuál es mi destino. Me sentí aliviado al ver, en el espejo, que el hombre sonreía. Yo experimentaba emociones contradictorias. ¿Se burlaba de mí? ¿Me había hablado cual si leyera un capítulo de un libro, para saber cómo reaccionaba? ¿O quizá —y casi me daba miedo pensarlo— aquel hombre rico estaba ligeramente enajenado? ¿Cómo podía yo su destino? Alzó la cabeza y nuestras miradas se encontraron en el espejo. Bajé inmediatamente la vista a la blanca raya que dividía la carretera. Los árboles a lo largo de las cunetas eran altos y copudos. Tomamos una curva. Bandadas de codornices alzaron el vuelo, elevándose sobre los pardos campos, y descendieron entremezclándose las bandadas unas con otras.

—¿Prometes decirme mi destino? —¿Perdón, señor? —¿Me lo dirás? —¿Ahora mismo, señor? —pregunté, cohibido. —Eso depende de ti. Si quieres decírmelo ahora, hazlo. Guardé silencio. Su voz había tenido un tono grave, imperioso.

No se me ocurría respuesta alguna. El motor zumbaba. Un insecto vino a aplastarse contra el parabrisas, dejando una mancha amarillenta y viscosa. —No lo sé, señor. Tan sólo estoy en tercer curso. —¿Cuando lo sepas me lo dirás? —Procuraré hacerlo, señor. —Así está bien. Dirigí una rápida ojeada al retrovisor, y vi que el hombre volvía a sonreír. Me hubiera gustado preguntarle si no le bastaba con ser rico y famoso, con haber contribuido a que la universidad fuese lo que era. —¿Qué opinas de mi idea? —dijo. —No sé, señor. Sólo se me ocurre que usted ya tiene lo que buscaba. Creo que si yo fracaso en la universidad o si dejo los estudios, esto no será culpa suya. Usted ya contribuyó a que la universidad fuera lo que es.

—¿Y crees que eso basta? —Sí, señor. Esto es lo que el presidente nos dice. Usted ya consiguió lo suyo, y lo consiguió con su esfuerzo. Nosotros, ahora, debemos hacer lo mismo. —Pero eso es tan sólo una parte del todo, muchacho. Tengo fortuna, reputación profesional y prestigio personal, es cierto. Pero vuestro gran Fundador tenía más que eso; miles de vidas estaban sometidas al influjo de sus ideas y de sus actos. Lo que hizo causó efectos en todos los de tu raza. En cierto modo, tenía el poder de un rey o, según como lo miremos, de un dios.  

Y eso, creo yo, es más importante que el trabajo que yo pueda hacer, debido a que depende de vosotros, de ti. Tú eres más importante porque si tú fallas, yo habré fracasado por culpa de un individuo, por culpa de una ruedecita defectuosa en el engranaje de la máquina. Antes no me importaba demasiado, pero ahora que comienzo a ser viejo, ha adquirido importancia, una gran importancia para mí.

Yo pensé: "Pero ni siquiera sabes mi nombre". Y me preguntaba en qué acabaría aquello. El hombre hablaba. —Supongo que te será difícil comprender cuánto me importa. Pero a medida que progreses en el camino de tu vivir, debes recordar que en ti confío para alcanzar el conocimiento de mi destino. Merced a ti y a tus compañeros de la universidad, yo me convierto en, digamos, trescientos profesores, setecientos mecánicos especializados, ochocientos agricultores, etc. De este modo, puedo saber, expresado en seres vivientes, hasta qué punto ha sido fructífera mi inversión de tiempo, dinero y esperanzas. También estoy construyendo un monumento vivo en memoria de mi hija. ¿Comprendes? Así puedo ver los frutos de la árida tierra que vuestro gran Fundador transformó en fértil terreno. Calló, y vi las volutas de humo azul pálido ascender ante el espejo retrovisor. Y oí el sonido del encendedor eléctrico al ser devuelto a su soporte, detrás de mi asiento.

—Creo que ahora comprendo mejor sus ideas, señor —dije. —Así me gusta, muchacho. —¿Sigo en esta dirección, señor? —Desde luego —contestó, mientras dirigía la vista a los campos a nuestro alrededor—. Nunca había visto esta zona. Es territorio nuevo para mí. De un modo semiinconsciente conducía siguiendo la línea blanca de la carretera, y pensaba en lo que el hombre había dicho. Al iniciar una cuesta, la carretera fue barrida por un largo soplo de aire ardiente, causándome la impresión de que fuésemos a penetrar en un desierto. El calor era sofocante. Me incliné y puse en marcha el ventilador. Oí su súbito zumbido. —Gracias —dijo él, cuando una suave brisa invadió el interior del automóvil. Pasamos ante un conjunto de cobertizos y cabañas de troncos, pintadas de blanco, que mostraban las huellas del clima inclemente. En las techumbres se veían las tejas recocidas por el sol, formando una composición que traía a la mente la imagen de una baraja mojada cuyas cartas se hubieran puesto a secar. Las casas estaban formadas por dos habitaciones cuadradas, separadas por un porche, y con techo corrido que las unía. Al  

pasar podíamos ver los campos más allá de las cabañas y de los cobertizos. Obedeciendo las órdenes de mi pasajero, que parecía muy excitado, detuve el automóvil ante una cabaña separada del resto. —¿Es esto una cabaña de troncos? Era, efectivamente, un vieja cabaña, en la que las rendijas entre los troncos habían sido tapadas con blanco yeso, y en cuya techumbre brillaban tejas nuevas. En aquel momento me arrepentí de haber en aquella carretera. Comprendí de quién era la cabaña tan pronto vi el grupo de chiquillos vestidos con rígidas batas recién estrenadas, jugando junto a la destartalada valla.

—Sí, señor, es una cabaña de troncos. Allí vivía Jim Trueblood, un aparcero que era la vergüenza de aquella comunidad de negros. Algunos meses antes, su actitud había causado escándalo en la universidad, y desde entonces su nombre se debía pronunciar en voz baja. Ni siquiera antes del escándalo solía acudir al recinto universitario, pero se le apreciaba por considerársele un buen trabajador entregado a su familia, y por su habilidad en contar viejas historias, con un sentido del humor y un encanto que les daban extraordinaria vividez. Tenía una bonita voz de tenor, por lo que, cuando nos visitaban blancos destacados en algún aspecto u otro, le llamábamos para que cantase, acompañado de un cuarteto de la localidad, los domingos por la tarde, en la capilla, lo que las autoridades universitarias denominaban "sus primitivos espirituales". Sus cantos profanos nos avergonzaban un poco, pero como sea que los visitantes se mostraban maravillados ante ellos, no nos atrevíamos a burlarnos de los lamentos agudos, primarios, bestiales, que Jim Trueblood emitía, acompañado por el cuarteto. Ahora, después de que Jim Trueblood hubiera caído en desgracia, eso ya no ocurría. Aquella actitud de menosprecio suavizado por la tolerancia que las autoridades académicas habían adoptado para con Jim Trueblood se transformó en desprecio y odio. En aquellos tiempos de preinvisibilidad, yo no podía comprender que aquel odio, al igual que el que yo sentía, era también miedo. En aquellos años, nosotros, las gentes de la universidad, odiábamos intensamente a la población negra de los alrededores, a los "campesinos". Intentábamos elevar su nivel moral y material, pero ellos, como Trueblood, procuraban por todos los medios frustrar nuestros intentos.  

—Parece muy vieja —dijo Mr. Norton contemplando la cabaña, más allá del cercado en el que dos mujeres vestidas con batas de guinga, azules y blancas, nuevas, hacían la colada en un barreño de metal puesto al fuego. El humo había ennegrecido el barreño; las débiles llamas que lamían el metal eran de pálido color de rosa, y parecíanbordeadas de negro, como llamas enlutadas. Las dos mujeres se movían con la lentitud y cansancio propios de su avanzado estado de preñez.

—Sí, es vieja. Esta y la otra igual fueron construidas en la época de la esclavitud. —¡Es increíble! Jamás hubiera imaginado que todavía pudieran estar en pie. ¡Desde los tiempos de la esclavitud! —Pues así es, señor. Y los descendientes de la familia blanca propietaria de esta tierra, cuando era una gran plantación, viven en la ciudad. —Sí, ya sé que todavía quedan muchos individuos del viejo estilo. E incluso familias. Los linajes perviven, aunque degeneren. ¡Esas cabañas! ¡Resulta incomprensible! —Parecía sorprendido, anonadado—. ¿Crees que esas mujeres sabrán algo de la historia del lugar? La más vieja quizá pueda contárnosla. —Lo dudo, señor. No parecen muy comunicativas. —¿Comunicativas? —dijo, quitándose el cigarro de la boca, y, en tono de sospecha, preguntó—: ¿Quieres decir que a lo mejor no quieren hablar conmigo? —Eso es, señor. —¿Por qué no? No quería decírselo. Me avergonzaba hacerlo, pero Mr. Norton advirtió que yo sabía algo, e insistió. Le dije: —No es agradable, señor. Pero, sinceramente, creo que estas mujeres no querrán hablar con nosotros. —Les diremos que somos de la universidad. Entonces, probablemente hablarán. Puedes decirles quién soy. —Como quiera, señor. Pero esa gente nos odia, odia a la universidad. Nunca van allá... —¡Es posible! —Sí, señor. —¿Y esos niños de la valla? —Tampoco nos tienen simpatía. —Pero, ¿por qué? —Verdaderamente, no podría decírselo. Hay bastante gente así. Creo que se debe a su ignorancia. La universidad no les interesa.  

—Apenas

puedo creerlo. Los chiquillos habían abandonado su juego y, en silencio, contemplaban el automóvil. Estaban quietos, con los brazos a la espalda. Sus barrigas, echadas hacia delante, abultaban las batas nuevas, demasiado grandes para ellos, de modo que parecían también preñados. —¿Los maridos de estas mujeres también nos odian?

Dudé. ¿Por qué le sorprendía aquella realidad? —El marido también nos odia, señor. —¿El marido, en singular? ¿No están las dos mujeres casadas? Lancé un respingo. Sin duda había cometido un error. Con desgana, dije:

—La mayor sí tiene marido. —¿Qué le ocurrió al marido de la otra, de la más joven? —No tiene marido. Quiero decir que... —Explícate, muchacho. ¿Conoces a esa gente? —Sólo un poco, señor. Hace algún tiempo se habló de ella en la universidad. —¿Qué? ¿Qué se decía de ellos? —Bueno, la mujer joven es hija de la mayor... —Sí... —Bueno, pues dicen... Se decía... Bueno, quiero decir que se dice que la hija no tiene marido. —Ya, ya comprendo. No es tan raro como eso. Ya sé que tu gente... Bueno, dejémoslo ya. ¿Y eso es todo? —Pues... —¿Qué? —Dicen que fue el padre. —¡Qué! —Sí, señor. El padre le hizo el niño a la hija. Oí el sonido de la violenta inhalación, al pasar el aire entre los dientes; un sonido como el de un balón deshinchándose rápidamente. Su rostro se puso púrpura. Yo no sabía qué hacer ni qué decir, sentía vergüenza por las dos mujeres, y miedo de haber hablado demasiado, de haber herido la sensibilidad de Mr. Norton. —¿Y en la universidad no hubo quien efectuara una investigación? — preguntó al fin.

—Sí, se hizo una investigación. —¿Y qué se averiguó?  

—Que sí, que era verdad. Al menos eso dicen. —¿Y qué explicación dio el hombre, cómo pudo explicar semejante monstruosidad? Se reclinó en el asiento. Sus manos, sobre las rodillas, tenían los nudillos blancos. Desvié la vista, fijándola en el asfalto ardiente y deslumbrante de la carretera, a lo lejos. Deseaba hallarme ya al otro lado de la línea blanca que dividía la carretera, camino de vuelta a los verdes y tranquilos campos de la universidad.

—¿Se llegó a la conclusión de que este hombre poseyó a su mujer y a su propia hija? —Sí, señor. —¿Y que es el padre de los hijos de las dos? —Sí, señor. —¡No! ¡No puede ser! No, no... Parecía embargado por un profundo dolor. Yo le miraba angustiado. ¿Qué estaba ocurriendo en su mente? ¿Qué le había dicho yo? —¡No, eso no! No... —dijo, con algo parecido al horror. Bajo la cruda luz del sol vi brillar el mono azul, nuevo, que vestía el hombre surgido de tras la cabaña. Calzaba zapatos nuevos, caminaba con soltura sobre la tierra caliente y desigual. Era bajo. Cruzó el cercado con aire de rutinaria familiaridad, con una familiaridad que le hubiera permitido moverse allí totalmente a oscuras, con la misma seguridad que a plena luz. Se acercó a las dos mujeres y les dijo algo, mientras con un pañuelo azul se abanicaba el rostro. Ante él, las mujeres adoptaron una actitud hosca, sin apenas hablarle, ni siquiera mirarle.

—¿Será éste el hombre? —preguntó Mr. Norton. —Sí, creo que sí. —¡Baja! —gritó—. ¡Voy a hablarle! ¡Debo hablarle! Por un instante quedé paralizado. Estaba sorprendido, y tenía miedo y pena de lo que Mr. Norton iba a decir a Trueblood y sus mujeres, de las preguntas que les haría. ¿Por qué no les dejaba en paz? —¡Vamos, de prisa! Salí del automóvil y abrí la puerta trasera. Saltó del coche y, casi corriendo, cruzó la carretera, camino del cercado, impulsado por un ansia que yo no podía comprender. Entonces vi que las dos mujeres echaban a correr para ocultarse tras la casa; corrieron pesadamente, como si tuvieran los pies planos. Seguí a Mr. Norton. Cuando llegó ante el hombre y los niños, se detuvo. Estos le miraron en silencio, mientras una expresión de impasibilidad les cubría el rostro, y sus facciones devenían laxas y negativas, y sus ojos obedientes y engañosos. Era como si estuvieran agazapados tras sus ojos, en espera de el hombre les hablara. Y advertí que yo estaba temblando, tras mis ojos. De cerca pude ver algo que desde el automóvil no había podido percibir. El hombre tenía una herida en la mejilla derecha, como si alguien le hubiera cruzado la cara de un latigazo. La herida estaba fresca y húmeda. Trueblood, de vez en cuando, apartaba con el pañuelo las moscas de ella.

—¡Quiero hablar contigo! —tartamudeó Mr. Norton.  

—Está

bien, señor —dijo Jim Trueblood, tranquilamente. Y es-

peró. —¿Es verdad que...? ¿Quiero decir, es cierto que tú...? Yo desvié la vista. Y Trueblood preguntó: —¿Perdón...? —¡Y pesar de todo has sobrevivido! —farfulló Mr. Norton—. ¿Pero es verdaderamente cierto que...?

El campesino negro frunció el ceño en gesto de incomprensión: —¿Perdón, señor...? —Lo siento, señor —dije yo—, pero este hombre no puede comprenderle. Mr. Norton no hizo caso de mis palabras. Miraba fijamente el rostro de Trueblood, como si leyera en él un mensaje que yo no podía ver. Después, fija en el rostro negro la mirada llameante de sus ojos azules, cargada de una expresión que parecía mezcla de envidia e indignación, gritó: —¡Lo hiciste, y sin embargo no sufriste ningún daño! Trueblood me miró, pidiéndome ayuda. Yo desvié la vista porque tampoco comprendía el significado de las palabras de Mr. Norton. —¡Has penetrado en el caos y no has sido destruido! —No, señor. Me encuentro bastante bien. —¿Sí? ¿Te encuentras bien? ¿No arden tus entrañas? ¿No sientes la necesidad de arrancar y arrojar lejos de ti el ojo que ha pecado? —¿Perdón, señor? —¡Contéstame! —Me siento bastante bien, señor —contestó Trueblood, dubitativo—. No me pasa nada en los ojos. A veces me duelen las tripas, señor. Pero tomo un purgante, y se me pasa enseguida. Mr. Norton miró alrededor, y exclamó:

—¡No, no, no! ¡No puede ser! Vayamos a la sombra. Y se dirigió hacia el porche. Nosotros fuimos tras él. El campesino puso su mano en mi hombro, pero yo me la quité de encima, porque sabía que nada podía aclararle. Nos sentamos en sillas plegables, bajo el porche, formando un semicírculo, quedando yo entre el aparcero y el millonario. El agua de la colada arrojada allí durante años, había blanqueado y endurecido la tierra alrededor del porche.

—¿Cómo te van las cosas, ahora? —preguntó Mr. Norton—. Quizá pueda ayudarte en algo.  

—No van mal del todo, señor. Antes de que se enteraran de lo que nos había ocurrido, nadie nos ayudaba. Pero ahora mucha gente tiene curiosidad, y vienen y hacen lo que pueden para ayudarnos. Hasta la gente de la universidad, en la colina, quería ayudarnos, sólo que nos pusieron una mala condición. Me ofrecieron cien dólares para que pudiera asentarme fuera de aquí, y los gastos del viaje y todo, pero querían que saliese del condado. A nosotros nos gusta este sitio, y por eso dijimos que no. Después mandaron a un hombre, se veía que era también un hombre importante, y me dijo que si no me iba, me echaría a los blancos encima. Bueno, yo me asusté, y también me dio rabia, ¿sabe? Esa gente de la escuela es amiga de los blancos, y por eso me asusté. Cuando vinieron aquí me di cuenta de que esa gente era diferente de lo que yo pensaba que era cuando iba allí, a la colina, para que me enseñaran cosas y para saber maneras de sacar una buena cosecha. Cuando yo iba allí, antes, entonces sí, entonces se portaban bien. Y yo pensé que procurarían ayudarme cuando supieran que yo tenía dos mujeres que iban a parir al mismo tiempo, poco más o menos. Pero me dio rabia cuando vi que querían echarnos de aquí porque decían que yo era una vergüenza. Sí, señor, me dio rabia de veras. Entonces me fui a ver a Mr. Buchanan, mi amo, y le dije lo que pasaba, y el me dio una nota para el sheriff, y me dijo que yo le diera la nota al sheriff. Lo hice tal como me dijo. Fui a la cárcel, y di la nota al sheriff Barbour. Y él me preguntó que qué pasaba, y yo se lo dije. Entonces, el sheriff llamó a más gente, y estando allí la gente me dijo que volviera a decir lo que había pasado. Siempre querían que les volviese a explicar lo que pasó con la niña, y me dieron de comer, y vino, y tabaco. Yo estaba sorprendido porque tenía miedo de que se portaran de una manera distinta, ¿sabe? Yo creo que en todo el condado no hay otro hombre de color al que los blancos hayan dedicado tanto tiempo como a mí. Al fin me dijeron que no me preocupara, iban a decir a los de la escuela que yo debía quedarme en mi tierra. Desde entonces, los negros de la escuela no me molestaron más. Y eso le demuestra que por muy importante que sea un negro, los blancos siempre pueden más que él. Los blancos se pusieron de mi parte. Y los blancos comenzaron a venir a vernos, y a hablar con nosotros. Algunos eran blancos importantes, que también venían de una escuela, la escuela más grande, la que está al otro extremo del Estado. Me hicieron muchas preguntas sobre lo que yo pensaba, y sobre muchas cosas, sobre mi gente, y sobre los chicos, y lo escribían en un libro. Pero lo mejor, señor, es que ahora tengo más trabajo... En aquellos momentos, Trueblood hablaba espontáneamente, con satisfacción, sin rastros de dudas o de vergüenza. El hombre blanco escuchaba, con expresión intrigada en su rostro, mientras sostenía con sus delicados dedos un cigarro sin encender.

—Ahora las cosas marchan mucho mejor —decía el campesino —. Cuando me acuerdo de los malos tiempos que hemos pasado, me entran sudores. Se echó a la boca un pedazo de tabaco para mascar. Oí el sonido de un ligero objeto metálico rodando por el suelo del porche; lo  

recogí y conservé en la mano. De vez en cuando, le echaba una ojeada. Era una dura manzana roja, de hojalata. Jim Trueblood seguía hablando: —Pues señor, hacía frío y no teníamos fuego. No había carbón en casa, sólo había madera. Yo procuraba buscar ayuda, pero nadie nos quería ayudar, y yo no podía encontrar trabajo. Hacía tanto frío que dormíamos juntos, mi mujer, la niña y yo. Y así empezó. Carraspeó para aclarar la garganta, en sus ojos apareció un destello, y al reanudar el relato su voz había adquirido profundidad, y las palabras tenían cierto ritmo, cual si hubiera contado muchas veces la misma historia. Sobre la herida en la mejilla se posaban las moscas y unos mosquitos blanquecinos y delicados. —Ocurrió de la siguiente manera. Yo dormía a un lado, mi esposa al otro, y la chica en medio. Estaba oscuro, el cuarto estaba oscuro como el alquitrán. Los pequeños dormían juntos, en su cama, en un rincón del cuarto. Creo que yo fui el último en acostarme, Estaba pensando en cómo conseguir la comida del día siguiente, y también pensaba en mi hija y en el muchacho que comenzaba a ir con ella. El chico no me gustaba, y yo no hacía más que pensar y pensar en él. Y decidí decirle que dejara en paz a mi hija. El cuarto estaba muy oscuro, mucho. Oí a uno de los niños gemir dormido, y el ruido de las últimas ramas en la estufa al quebrarse y caer derrumbadas, y el olor a manteca de vaca pareció enfriarse y quedarse allí, en el aire, frío, igual que se enfría y se cuaja la grasa en un plato frío. Yo pensaba en mi hija y en el muchacho que iba con ella, y sentía el roce del cuerpo de mi hija, y oía a mi mujer que roncaba como quejándose y gimiendo, al otro lado de la cama. Estaba preocupado, y pensaba cómo podría dar de comer a los míos, mañana. Me acordé de cuando mi hija era pequeña, de la edad de los chicos que dormían en el rincón, y recordé que yo era su favorito, que cuando ella era pequeña me quería a mí más que a su madre. Así estábamos, todos juntos en la oscuridad, pero yo podía verlos sin verles, porque los llevaba a todos dentro de la cabeza. Y les miré uno a uno. La chica se parece mucho a su madre cuando era joven, cuando la conocí, pero la chica es más guapa. Nuestra raza va mejorando, nuestros hijos son más guapos. Bueno, oía las respiraciones de mi mujer y de mis hijos, y comencé a quedar medio dormido. Entonces, la niña dijo "papá", muy bajito y suave, en sueños, y yo la miré para saber si todavía estaba despierta. Pero tan sólo pude oler su cuerpo y sentir su aliento en la mano, cuando la acerqué para tocarla. Había dicho "papá" en voz tan baja que yo no sabía si lo había dicho o no. Por eso me quedé quieto, escuchando. Después, oí las campanadas del reloj de la escuela, fueron cuatro campanadas; sonaron lejanas y solitarias. Y comencé a recordar cuando, años atrás, dejé la granja y me fui a vivir a Mobile, con una muchacha. Yo entonces era joven, como los chicos de la universidad. Vivíamos en una casa de dos pisos, junto al río. Las noches de verano,  

hablábamos en cama; y cuando ella se dormía, yo me quedaba despierto, mirando las luces del río y escuchando los ruidos de los barcos que pasaban. Muchas veces, en los barcos, tocaban música, y yo despertaba a la muchacha para que escuchara la música que venía del río. Yo me estaba quieto y sin hablar, y oía como la música se iba acercando desde muy lejos. Era igual que cuando se cazan codornices, al oscurecer, y se oye al macho llamando a la bandada para reunirla, y el macho se acerca al cazador, y sigue llamando a la bandada, pero más bajo, porque sabe que el cazador le espera escondido. Pero el macho debe reunir la bandada, y por eso se acerca al cazador. Estos machos son comohombres honrados, porque hacen lo que deben hacer. Bueno, el sonido de los barcos se parecía al de la codorniz macho. Se acercaba y llegaba, viniendo desde muy lejos. Al principio, comenzaba a llegar cuando uno estaba casi dormido, y parecía como si alguien con un pico grande y brillante quisiera darme un golpe, muy despacio. Uno ve la punta del pico acercándose derechamente, acercándose muy despacio, y uno no puede esquivarlo, pero ocurre que cuando el pico llega, resulta que no hay pico; y en vez del pico, hay un hombre, muy lejos, rompiendo botellas de cristal, pequeñitas, de todos los colores. Pero el pico todavía está acercándose, acercándose. Entonces lo oigo muy cerca, igual que cuando desde la ventana de un segundo piso se ve uno de esos carros cargados de sandías, y uno ve que una sandía tierna y jugosa está abierta, rajada, está allí, despanzurrada, fresca y dulce, sobre las demás, que son verdes, como si estuviera allí a propósito para que uno viera lo colorada, madura y jugosa que es, y viera todas sus pepitas negras y brillantes. Y yo podía oír las palas de las ruedas a los costados de los barcos, hundiéndose en el agua, y hacían un ruido que parecía que no quisieran despertar a nadie. Nosotros, la muchacha y yo, nos quedábamos tumbados como si fuéramos gente rica, y como si los hombres en los barcos se portaran como ángeles, para con nosotros. Los barcos pasaban y se iban, y las luces y la música también se iban de la ventana. Era igual que cuando miras pasar a una muchacha vestida de rojo, con un gran sombrero de paja, por una calle con árboles a los dos lados, y la muchacha es regordeta y sabrosa, y parece que menee la cola porque sabe que uno la está mirando, y uno sabe que ella lo sabe, y uno no hace nada sino que se la queda mirando hasta que sólo ve el sombrero de paja roja, y uno sabe que la muchacha ha desaparecido detrás de una colina. Una vez, vi a una chica así. Entonces, yo sólo podía oír a aquella chica de Mobile, que se llamaba Margaret, respirando a mi lado, y quizá recordar cuando me dijo "¿papá, estás todavía despierto?" —Margaret me llamaba siempre "papá"— y yo entonces lanzaba un gruñido y volvía a dormir. Jim Trueblood se detuvo un instante, y observó: —Caballeros, me gusta recordar mis tiempos en Mobile. Yo estaba así —siguió—, cuando oí a Matty Lou decir "papá", y yo sabía, por el modo en que lo había dicho, que Matty Lou soñaba con alguien, y me enfureció pensar que quizá fuera aquel muchacho. Preste atención a los murmullos de Matty Lou, esperando que pronunciara su nombre, pero no lo hizo. Y recordé que dicen que si se pone en agua caliente la mano de alguien cuando está soñando en voz alta, lo dice todo. Pero yo sólo tenía agua fría, y,  

de todos modos, tampoco lo hubiera hecho. Entonces, pensé que mi hija era ya una mujer, y sentí que se daba la vuelta, se ponía muy cerca de mí y me colocaba su brazo sobre el cuello, allí donde la manta no me tapaba, allí donde yo sentía frío. Dijo algo que no pude comprender, lo dijo del modo en que las mujeres hablan cuando quieren excitar y complacer a un hombre. Sabía que mi hija ya era mayor, y me pregunté cuántas veces habría estado con un hombre, y me pregunté si el hombre habría sido aquel maldito muchacho. Me quité del cuello el brazo de mi hija, que estaba como dormido, y al tocarla no la desperté; y la llamé por su nombre, y tampoco se despertó. Entonces, me di la vuelta y procuré apartarme, pero en la cama apenas quedaba sitio, y todavía sentía el roce de la niña, que se acercaba más, otra vez. Y tuve un sueño. Quiero contarles el sueño que tuve.

Miré a Mr. Norton, y me puse en pie, creyendo que había llegado el momento de irnos, pero la atención de Mr. Norton estaba tan absorta en el relato de Jim Trueblood que ni siquiera me vio. Maldije en silencio al campesino, y volví a sentarme, para escuchar como contaba su maldito sueño. —No lo recuerdo entero, pero sí recuerdo que estaba buscando manteca de vaca. Acudí a los blancos de la ciudad, y ellos me dijeron que Mr. Broadnax me daría manteca. Mr. Broadnax vive en lo alto de la colina. Y yo estaba subiendo la colina para verle y pedirle manteca. Me parecía la colina más alta y empinada del mundo. Cuanto más subía, más alta y más lejos quedaba la casa de Mr. Broadnax. Pero al fin llegué, sí señor. Y estaba tan cansado, y tenía tanta necesidad de ver al hombre, que entré por la puerta principal. Ya sé que eso está muy mal, pero no pude evitarlo. Entré y me encontré en un cuarto muy grande, iluminado con cirios, y con muebles muy brillantes, y cuadros en las paredes, y el suelo cubierto con alfombras muy suaves. Pero allí no había alma viviente. Por eso grité su nombre. Y nadie vino, y nadie contestó. Y entonces que veo una puerta y la abro. Y me encontré en un gran dormitorio blanco, como uno que vi cuando era niño y acompañé a mi mamá a la casa grande. Y me quedé allí, sabiendo que yo no podía estar allí, pero quedé. Era un dormitorio de mujer. Y entonces intenté salir, pero no encontré la puerta. Y el aire olía a mujer, y olía a mujer más y más. Miré alrededor y vi un gran reloj, un reloj viejo, como el que había en las casas antiguas, y oía su tic-tac. Y entonces se abrió la puerta de cristal del reloj y de él salió una señora blanca. Iba con una bata blanca, de seda, muy suave, y debajo no llevaba nada, y me miró a los ojos. Yo no sabía qué hacer. Quería salir corriendo, pero únicamente veía una puerta, la puerta del reloj, en la que estaba la señora blanca cortándome el paso. Pero, además, no podía moverme, estaba clavado; y el reloj hacía mucho ruido con su tic-tac. Y cada vez iba más de prisa. Quise hablar, pero no pude. La señora blanca empezó a gritar, y yo pensé que me había vuelto sordo porque no oía sus gritos, pero sí veía como abría y cerraba la boca. No oía nada. Pero seguía oyendo el reloj, y entonces quise decir a la señora que yo había ido allá sólo para ver a Mr. Broadnax, pero ella no me oía. Corrió hacia mí, y me sujetó muy fuerte por el  

cuello para que no me metiera dentro del reloj. Yo no sabía qué hacer. Intenté hablarle y escaparme. Pero ella me sujetaba muy fuerte, y yo tenía miedo de tocarla porque era blanca. Y tuve tanto miedo que la empujé sobre la cama e intenté librarme de sus manos. La mujer se hundió y se hundió en la cama hasta casi perderse de vista, porque la cama era muy blanda. Y tanto nos hundimos que creía que nos ahogaríamos allí, en la cama. De repente, una bandada de patos blancos salió volando de la cama, tal como dicen que se ve volar a los patos blancos cuando se hace un hoyo en el suelo para buscar dinero enterrado. ¡Señor, Señor! Apenas se habían perdido los patos en el aire, cuando oí que la puerta se abría, y la voz de Mr. Broadnax dijo: "Los negros siempre hacen eso; más vale dejarles que sigan haciéndolo".

¿Cómo era posible que Jim Trueblood osara decir aquello a un hombre blanco, sabiendo que los blancos aseguran que los negros suelen cometer esta barbaridad? Bajé la vista, mientras una roja neblina de angustia me la nublaba. —Y no podía parar, pese a que sabía que estaba haciendo algo malo. Al fin escapé de las manos de la mujer y corrí hacia el reloj. De primeras no podía abrir el reloj porque tenía en la cerradura como una especie de hilos de metal formando un amasijo. Pero al fin la abrí, y entré, y dentro estaba caliente y seguro. Y subí por un túnel oscuro, hacia arriba, hacia allí donde la maquinaria hacía ruido y daba calor. Era como la centralita eléctrica de la universidad. Aquello quemaba como si la casa estuviera en llamas, y eché a correr para salir. Corrí y corrí dispuesto a quedar agotado corriendo. Pero no me cansaba, sino que cuanto más corría, más descansado me sentía. Correr me parecía tan bueno como volar. Y yo volaba, navegaba y flotaba sobre la ciudad. Pero todavía estaba en el túnel. Al frente vi una luz brillante, como una linterna sobre una tumba. La linterna se hacía más y más brillante, y yo sabía que no tenía más remedio que ir hacia ella. Y muy de repente llegué a la luz, y estalló como una gran bombilla, ante mis ojos, y me quemó el cuerpo. Pero no fue como si me quemaran llamas, sino como si me ahogara en un lago en que las aguas fueran ardientes en la superficie, y debajo hubiera corrientes heladas. De pronto salí de allí, y quedé aliviado al estar fuera, a la fría luz del día. Al despertar se me ocurrió contar a mi mujer el extraño sueño que había tenido. La mañana se estaba levantando y ya casi era claro. Y yo estaba allí, con la vista fija en el rostro de Matty Lou. Y Matty Lou me golpeaba y me arañaba, y la sacudía un temblor, y se agitaba y lloraba como si le hubiera dado un ataque. Yo estaba tan sorprendido que no podía moverme. La chica gritaba: "¡papá, papá, papá!". Gritaba exactamente así. Entonces me acordé de mi mujer. Estaba junto a nosotros, roncando, y yo no podía moverme porque pensaba que moverme era como cometer un pecado. Y pensaba que si no me movía, si me quedaba quieto, sería igual que no cometer pecado porque todo había ocurrido mientras dormía, aunque también es verdad que, a veces, un hombre mira a una niña pequeña, con trenzas, y le parece como una ramera, ¿saben? De todos modos, también pensé que si me quedaba quieto, mi mujer descubriría lo que había pasado. Y yo no quería que lo descubriera. Esto sería peor que pecar. En voz baja, decía a Matty Lou que  

se estuviera quieta, y la tenía cogida para que no se moviera, mientras pensaba cómo podía salirme de aquella situación sin pecar. Y casi ahogaba Lou con mis manos. Pero cuando uno se encuentra en situaciones tan comprometidas como aquella no puede hacer gran cosa. Ya no depende de él la situación. Y yo estaba allí, intentando salir del atolladero, y teniendo que hacer algo sin hacer nada. Hacía mucho tiempo que no había pensado en estos problemas, pero pensándolo bien comprendí que durante toda mi vida había estado en una situación parecida. Sólo se me ocurrió un modo de poder salir de aquel lío. Y el modo consistía en coger una navaja y usarla. Pero yo no tenía navaja y, además, si recuerdan ustedes la matanza del cerdo, en otoño, ya comprenderán que me parecía una cosa demasiado gorda utilizar la navaja para evitar el pecado. Y yo pensaba en todas esas cosas muy de prisa, con la cabeza hecha un torbellino. Y al recordar la situación en que me hallaba, la situación misma, me angustiaba todavía más. Y entonces, por si fuera poco, Matty Lou ya no pudo aguantar más tiempo sin respirar y comenzó a agitarse. Al principio, me empujaba, y yo procuraba contenerla para no tener que pecar. Después, quise apartarme mientras le pedía, en voz baja, que se callara para no despertar a su madre. Y al oírme, Matty Lou se agarró a mí, cogiéndose muy fuerte. No quería que me apartase de ella y, la verdad sea dicha, me di cuenta de que yo tampoco quería apartarme. Creo que entonces, y conste que me arrepiento, pensaba igual que aquel hombre de Birmingham. Aquél que se encerró en una casa y comenzó a disparar contra la policía, hasta que la policía prendió fuego a la casa y el hombre murió abrasado dentro. Me sentía perdido. Cuanto más quería escapar, más quería quedarme donde estaba. Así pues, igual que aquel hombre de Birmingham, me quedé donde estaba, porque sabía que debía luchar hasta el fin. Aquel hombre murió, pero me parece que hasta el momento de morir tuvo un buen montón de satisfacciones. Ya sé muy bien que lo que me pasó fue una cosa extraña, que no se puede comparar con otras, y que tampoco puedo explicar del todo. Fue algo parecido a lo que debe de ocurrir cuando un verdadero borracho se emborracha; o cuando una mujer muy religiosa, santa de veras, sé calienta tanto que sube por los aires como si volara; o cuando un jugador de veras sigue jugando, después de perderlo todo. Uno queda aprisionado, de modo que aunque dejarlo, no puede.

—Mr. Norton —dije, con voz temblorosa—, ya es hora de regresar a la universidad. Va a llegar tarde a sus citas... Ni siquiera me miró. En un ademán de desagrado, agitó la mano y dijo: —¡Por favor! Con secreta sonrisa en sus ojos, Trueblood miró al hombre blanco, y luego a mí. Prosiguió: —Ni siquiera podía huir. Y oí, entonces, los chillidos de Kate. Eran unos gritos que helaban la sangre en las venas. Gritaba como una mujer que ve, sin poder moverse, como una manada de caballos salvajes pisotea a su hijo recién nacido. Tenía el cabello erizado, como si hubiera visto un fantasma,  

llevaba la bata abierta y parecía que las venas del cuello se le fueran a reventar. ¡Y sus ojos! ¡Señor, qué ojos! La miraba desde el colchón, tumbado junto a Matty Lou, y me sentía tan débil que no podía mover ni un dedo. Kate gritaba, y comenzó a coger cosas, cualquier cosa, lo primero que encontraban sus manos, y a tirármelas. A veces no me daba, y otras sí. Tiraba cosas pequeñas y cosas grandes. Me acertó en la cabeza con algo frío y que olía muy mal, y que me dejó mojado. Algo chocó contra la pared, haciendo un ruido como el de un cañonazo, un "buum"... Y yo me cubrí la cabeza con los brazos. Kate decía palabras extrañas y desconocidas, tal como hablan los locos. Yo grité: "¡Basta! ¡Para ya, para!". Por un instante, Kate se calló, miré y vi que cruzaba el cuarto. Volví la cabeza para ver a dónde iba, y vi, Dios mío, que había cogido mi escopeta de dos cañones. Kate tenía los labios cubiertos de espuma; me apuntó con la escopeta, y habló. Dijo: "¡Levántate! ¡Levántate de ahí!". Y yo dije: "¡Kate! ¡No hagas eso, Kate!". "¡Maldito seas! ¡Apártate de mi hija!" "Escucha, Kate, escucha un momento..." "¡Cállate! ¡Sal de ahí!" "¡Kate, deja la escopeta!" "¡No la dejo! ¡Sal de ahí!" "¡Déjala! ¡Está cargada con postas!" "¡Mejor!" "¡Te digo que la dejes!" "¡Te voy a mandar al infierno!" "¡Vas a matar a Matty Lou!" "¡No! ¡No a Matty! ¡A ti te voy a matar!" "¡Mira, Kate, que las postas se desparraman! ¡Matty Lou!" Y entonces vi que Kate se iba hacia un lado, apuntándome. Y gritó: "¡Ya te he avisado, Jim!". "¡Kate, fue un sueño!

Escúchame..." "Tú vas a ser quien me escuche. ¡Sal de ahí!" Se echó la escopeta a la cara, y yo cerré los ojos. Pero en lugar de oír el disparo, y sentir mi cuerpo acribillado por las postas, oí a Matty Lou gritando a mi lado: "¡Mamá! ¡Mamá!". »Rodé en la cama hacia Matty Lou y casi me caí, y vi que Kate dudaba. Miró la escopeta y, luego, a nosotros, y durante unos instantes tembló como si tuviera fiebre. En un repente, arrojó la escopeta al suelo, dio media vuelta y, rápida como un gato, cogió algo que estaba junto a la estufa. Sentí un golpe que me dejó sin respiración, como si alguien me hubiera clavado un cuchillo al costado. Y, después, Kate siguió arrojándome cosas. Cuando pude alzar la vista,vi, Dios mío, que Kate tenía una plancha en la mano, y supliqué: "¡Que no haya sangre, Kate! ¡No viertas sangre!". Y ella dijo: "¡Cerdo! ¡Más vale morir que envilecerse!". "No, Kate, a veces las cosas no son lo que parecen. ¡No viertas sangre por un pecado que fue sueño!" "¡Cállate, negro! ¡Has pecado y te has envilecido!" «Comprendí que era inútil razonar. Y decidí aceptar, sin protestas, cuanto quisiera hacerme. Me pareció que no tenía más remedio aguantar mi castigo. Me decía a mí mismo: "Quizá será mejor que las consecuencias de lo ocurrido; quizá debas agradecer a Kate que te apalee; tú no eres culpable, pero ella cree que lo eres; tú no quieres que te pegue, pero ella cree que debe pegarte; tú quisieras saltar de la cama y quedar en pie, pero  

eres demasiado débil para hacerlo". Y así era. Me sentía clavado a la cama, igual que si hubiera quedado helado allí por el viento del invierno. Estaba igual que el grajo al que las avispas han paralizado con sus picaduras, pero que, incluso paralizado, conserva en los ojos la vida y la vista, y vivo e inmóvil espera a que las avispas acaben con él. Me parecía estar muy lejos de allí; en mi cabeza, me parecía estar lejos, o bien como si desde un abrigo contemplara una tormenta. Miré y vi que Kate avanzaba hacia mí, arrastrando algo. Sentí curiosidad, e intenté ver qué era; la bata de Kate se había enganchado en la estufa, y la mano, que yo comenzaba a ver, sostenía algo. Me dije: "Será un atizador, ¿para qué habrá cogido el atizador?". Entonces la vi muy cerca, frente a mí. Levantó los brazos, igual que los levanta un hombre al manejar un pico muy pesado, y vi que Kate tenía los nudillos ensangrentados, y vi que la cosa que levantaba se enganchaba en su falda, y que la falda se alzaba, y vi sus muslos que el frío había puesto grises y con carne de gallina, y vi que volvía a inclinarse hacia delante, y que volvía a enderezarse. La oí lanzar un gruñido y olí el sudor frío de su cuerpo. Entonces, por la forma de la madera, lisa y brillante, supe qué era lo que Kate quería emplear para castigarme. ¡Dios mío, lo comprendí al momento! Y al instante siguiente, vi que aquello se enganchaba en la colcha, que levantaba la colcha y que, luego, la colcha caía al suelo. Y, entonces, vi la destral en el aire. La hoja brillaba porque yo la había afilado pocos días antes. Y desde lejos, desde aquel refugio en la tormenta, grité: "¡NO, KATE! ¡Dios mío, no hagas eso, KATE!"

La voz de Trueblood adquirió súbitamente tal estridencia, que alcé la vista, sobresaltado. Trueblood miraba rectamente a los ojos a Mr. Norton, y su mirada era vidriosa. Los niños, atemorizados, dejaron de jugar y fijaron la vista en su padre. Trueblood hablaba: —Fue tan inútil como suplicar a una locomotora. Vi que la destral bajaba. Vi los reflejos de la luz en la hoja, y el rostro de Kate lleno de maldad. Entonces encogí los hombros y el cuello, y esperé, esperé diez millones de años terribles. Tanto tiempo esperé que pude recordar todas las cosas malas que he hecho en mi vida. Esperé tanto que abrí y cerré los ojos, y volví a abrirlos, mientras la destral bajaba hacia mí. Y esperando sentía que se formaba algo dentro de mí y se convertía en agua. Veía la destral, Dios mío, y entonces torcí el cuello y aparté la cabeza. No pude evitarlo. Kate sabe manejar la destral y sabe dar un buen golpe. Aparté la cabeza. Yo no quería moverme, pero me moví. Tan sólo Nuestro Señor Jesucristo no se hubiera movido. Sentí como si me cortaran media cara. Fue un golpe muy fuerte, y me parecía que hubiesen vertido plomo ardiente en mi cara, plomo tan ardiente que en vez de quemar dejaba insensible. Allí estaba yo, quieto en el suelo, pero, por dentro, daba vueltas y vueltas sobre mí mismo, igual que un perro con el espinazo roto; y estaba yo con el rabo recogido entre las piernas, y sentía aquel adormecimiento del golpe de la destral. Me parecía que me hubieran arrancado la carne de la cara, y que sólo quedara el hueso, al aire. Pero me  

ocurría algo que no podía comprender: sentía más alivio que dolor y adormecimiento. Sí, señor. Y para recibir más alivio, me salí de aquel refugio desde el que veía la tempestad, y me planté ante Kate, que todavía tenía el hacha, y esperé con los ojos abiertos. Así fue, de verdad. Y esperaba que volviera a herirme. Y vi que levantaba el hacha y me miraba, y vi el hacha en el aire, y contuve la respiración. Y de repente vi que el hacha se detenía, como si alguien en el techo se hubiera inclinado hacia abajo y la hubiera cogido. Vi un espasmo en el rostro de Kate, y el hacha cayó al suelo, a la espalda de Kate. Y entonces, Kate lanzó un sollozo, y yo cerré los ojos y esperé. La oí sollozar e irse camino del porche a pasos tambaleantes, y salir al cercado. Y entonces oí que sollozaba como si le arrancaran las tripas. Miré y vi que Matty Lou estaba cubierta de sangre. Era sangre mía, de la cara. Esto me puso en movimiento. Me levanté y, a tumbos, salí en busca de Kate. La encontré bajo el álamo, arrodillada y sollozando. Y decía: "¡Qué hice, Señor! ¡Qué !". Vomitó un líquido verdoso y volvió a sollozar. Y cuando me aé para tocarla, todavía sollozó más. Me quedé allí, con las manos en la cara, procurando contener la sangre, y preguntándome cómo acabaría aquello. Alcé la vista al cielo y al sol recién salido, y no sé por qué esperé que se nublara, que cayesen rayos y tronara. Pero el cielo seguía claro y brillante, y el sol iba subiendo, y los pájaros cantaban. Y eso me asustó más que si me hubiera caído un rayo encima. Entonces grité: "¡Piedad, Señor! ¡Piedad! ¡Ten piedad, Señor!". Y esperé un poco. Y no pasó nada, porque el cielo siguió claro y brillante y soleado. Y al no pasar nada, comprendí que me esperaba algo mucho peor que cualquier cosa que yo pudiera imaginar. Me quedé allí, quieto, como si fuera de piedra, durante media hora por lo menos. Yo estaba todavía inmóvil, cuando Kate se levantó y entró en la casa. La sangre me había empapado las ropas, las moscas zumbaban a mi alrededor. Entré en la casa para ver de detener la sangre. Vi a Matty Lou tumbada, allí, y pensé que estaba muerta. Tenía la cara pálida y apenas respiraba. »Me doy cuenta de que no puedo hacer nada para aliviar a Matty Lou. Y Kate no me habla, ni siquiera me mira, Y entonces pienso que quizás intente matarme, otra vez; pero no lo hace. Estoy tan atontado que me siento, y no hago nada, sólo me estoy allí, sentado, mientras Kate viste a los pequeños y se los lleva por la carretera, camino de la casa de Will Níchols. Podía ver todo lo que ocurría alrededor, pero no podía moverme, ni hacer nada. Todavía estaba allí, sentado, cuando Kate volvió acompañada de unas mujeres que venían para ver qué le pasaba a Matty Lou. Ninguna de ellas me habló, pero todas me miraban como si yo fuera una especie de nueva máquina de cosechar algodón. Y esto me dolió mucho. Entonces dije a las mujeres que todo había ocurrido mientras soñaba, y ellas se rieron de mí. Salí de casa y fui a ver al predicador. Al principio, el predicador no podía creer lo que yo le decía. Después me dijo que saliera de su casa, que me fuera de allí, que yo era un malvado y que mejor sería que confesara mi pecado y pidiera perdón al Señor. Salí de allí con la intención de ponerme a rezar, pero no pude. Me quedé pensando y pensando, hasta que creí que la cabeza me iba a estallar; y pensaba por qué era yo culpable, y por qué no lo era. No volví a casa. No  

comí ni bebí en todo el día, y por lano pude dormir. Y así estuve varios días. Hasta que una noche, cuando se acercaba ya la amanecida, miré al cielo, vi las estrellas y comencé a cantar. No sabía qué canción cantaba, una canción de la iglesia, creo yo que era. Sólo sé que al fin, terminé cantando blues. Aquella noche, me canté unos blues que nunca me había cantado; y mientras cantaba aquellos blues nuevos, pensé que yo no era nadie más que yo mismo, y que no podía hacer otra cosa que dejar que ocurriera lo que debía ocurrir. Y decidí que debía volver a casa y enfrentarme con Kate, y enfrentarme con Matty Lou también. Sí, señor. Cuando llegué a casa, todos pensaban que yo me había escapado para no volver. Había muchas mujeres en casa. Y yo las eché a todas. Y cuando estuvieron fuera, mandé a los chiquillos a jugar fuera, y cerré la puerta, y expliqué a Kate y a Matty Lou el sueño que había tenido, y cuánto me pesaba lo ocurrido, pero que lo ocurrido ya no tenía remedio porque ya había ocurrido. Y las primeras palabras que Kate me dijo fueron: "¿Por qué no te vas, y nos dejas solas? ¿Todavía te parece poco lo que me has hecho, y lo que has hecho a esta criatura?". Y yo dije: "No puedo dejaros. Soy un hombre, y un hombre no puede abandonar a su familia". Y ella dijo: "No, tú no eres un hombre. No eres un hombre. No hay hombre que haga lo que tú hiciste". Y yo dije: "No. Yo soy un hombre. Todavía soy un hombre". Y Kate dijo: "¿Y qué harás cuando llegue?". Dije: "¿Cuando llegue qué?". "(Cuando tu negra abominación nazca para clamar ante Dios tu maldad!" (Seguramente el predicador le había enseñado estas palabras.) Y yo dije: "¿Cuando nazca? ¿Cuando nazca quién?". "Cuando nazcan nuestros hijos, los hijos de nosotras dos. El hijo de Matty Lou y el mío. Las dos estamos preñadas, cerdo inmundo". Aquello fue la muerte para mí. Y entonces comprendí por qué Matty Lou no me miraba, ni hablaba con nadie. Y Kate dijo: "Si te quedas llamaré a Aunt Cloe, la llamaré para mí y para Matty Lou. No quiero parir un hijo del pecado para que la gente lo señale durante el resto de mis días, y tampoco quiero que Matty Lou lo tenga". »Bueno, Aunt Cloe es una abortadora, e incluso estando aniquilado por las noticias que acababa de saber no quería que aquella mujer cometiese sus crímenes con mis mujeres. Esto hubiera sido pecar sobre pecar, un pecado sobre otro pecado. Y por eso dije a Kate que si Aunt Cloe entraba en mi casa la mataría, pese a que era una vieja. Y de verdad lo hubiera hecho. Y con esto quedó zanjado el asunto. Salí de casa, dejándolas que lloraran y se consolaran una con otra. Otra vez quería estar solo, huir de aquello, pero es imposible huir de cosas así. Son cosas que le siguen a uno a cualquier sitio que uno vaya. Además, la verdad sea dicha, no podía ir a ningún sitio porque no tenía ni cinco. Y entonces comenzaron ocurrir cosas. Los negros de la universidad vinieron a verme para del condado, y esto me puso como loco. Fui a ver a los blancos y los blancos me ayudaron. Esto es lo que no acabo de comprender. Había hecho lo peor que un hombre puede hacer a su , y los blancos, en vez de echarme del condado, me ayudaron nunca habían ayudado a un negro, por buen negro que fuese. Dejando aparte el que mi mujer y mi hija han dejado de hablarme, yo creo que ahora vivo mejor de lo que jamás había vivido. Y Kate, a pesar de que no me habla, aceptó los vestidos nuevos que le traje de  

ciudad, y ahora va a tener las gafas que ha necesitado durante tanto t. Pero lo que no comprendo es como, después de hacer lo que un hombre puede hacer a su familia, las cosas no han em, sino que han mejorado. Los negros de la universidad me trmal, pero los blancos se portan muy bien. Jim Trueblood era todo un tipo. Sus palabras me habían producido tan doloroso conflicto entre los sentimientos de humillación y ón, que para atenuar la vergüenza de que me sentía embargado había mantenido la vista fija en su rostro tenso. De este modo evitaba la visión del rostro de Mr. Norton. Pero, ahora, al callar la voz, miré los pies de Mr. Norton. Fuera, en el cercado, una áspera voz de contralto entonaba un himno religioso. Las voces de los chiquillos formaban una alegre algarabía. Estaba sentado, con el cuerpo inclinado hacia delante, y a mi olfato llegaba el seco olor de la madera ardiendo bajo la llameante luz del sol. Contemplé los dos pares de calzado ante mí. Mr. Norton llevaba unos zapatos blancos y , hechos a medida, que, comparados con las botas baratas del , parecían guantes finos, elegantes y aristocráticos. Al fin, carraspeó, alcé la cabeza y vi a Mr. Norton silencioso, con la vista fija en los ojos de Jim Trueblood. El rostro de Mr. Norton pálido, y sus ojos llameantes, fijos en el negro rostro de Jim Trueblood, le daban aspecto de aparecido. Trueblood me dirigió una interrogativa. Intimidado, dijo:

—Escuchen a los niños... Juegan. ¿Les oyen? Estaba ocurriendo algo que yo no podía comprender. Pensé que debía sacar de allí a Mr. Norton. —¿Se encuentra bien, señor? —le pregunté. Me miró sin verme, y dijo: —¿Si me encuentro bien? —Quiero decir que ya es hora de acudir a la sesión de la tarde, en la universidad —me apresuré a recordar. Me miraba sin expresión en su rostro. Me acerqué a él. —¿De verdad no se encuentra mal, señor? —Quizá sea el calor. Hace falta haber nacido aquí para aguantar este calor —dijo Trueblood. —Sí, quizá sea el calor —dijo Mr. Norton—. Mejor será que nos vayamos.

Se puso en pie, algo tembloroso, y mirando todavía a Jim Trueblood. Entonces, vi que sacaba del bolsillo del chaleco un billetero de cuero rojo. Y junto con él sacó también la miniatura enmarcada en platino, que esta vez no miró. Ofreció un billete a Jim Trueblood, y dijo: —Toma. Compra juguetes a los niños. Trueblood abrió la boca, desorbitó los ojos, que en aquel instante adquirieron húmeda brillantez, y con dedos temblorosos cogió el billete. Era un billete de cien dólares.  

—Podemos

irnos ya, muchacho —murmuró Mr. Norton, dirigiéndose a mí. Me adelanté para abrir la puerta del automóvil. Mr. Norton dio un tropezón al disponerse a entrar, y yo le ofrecí el brazo. Su rostro estaba blanco como el yeso. Embargado por repentina prisa, me dijo: —Llévame lejos de aquí. ¡Lejos! —Sí, señor. Al poner la primera, vi que Jim Trueblood agitaba la mano a modo de despedida. Y por lo bajo, musité: "¡Hijo de mala madre! ¡Inútil hijo-puta! ¡Es a tipos como tú a quien dan cien dólares!". Después de haber orientado el automóvil hacia la universidad, y cuando iniciábamos el camino, vi a Jim Trueblood en pie, en el mismo sitio, inmóvil. Mr. Norton me golpeó suavemente el hombro, y dijo: —Amigo mío, necesito un estimulante. Creo que necesito un whisky. —Sí, señor. ¿Cómo se encuentra, señor? —Algo mareado. Pero creo que con un estimulante se me pasará. Habló arrastrando las palabras. Y yo sentí que se me formaba un nudo helado en la garganta. Si a Mr. Norton le ocurría algo, el Dr. Bledsoe me echaría la culpa a mí. Aceleré, mientras pensaba dónde podría conseguir un whisky. La ciudad se encontraba demasiado lejos. Tan sólo se me ocurrió un lugar, el "Golden Day". —Será cosa de un par de minutos, señor —dije. —Cuanto antes mejor.

 

CAPÍTULO 3

Les vi en el momento en que comenzamos a acercarnos a la estrecha zona que mediaba entre las vías del ferrocarril y el "Golden Day". Al principio no les reconocí. Avanzaban lentamente por la carretera, formando un grupo sin cohesión y obstruyendo el paso desde la línea blanca que dividía la carretera hasta la marchita maleza que crecía al borde del cemento recalentado por el sol. Tenía el paso cortado y a Mr. Norton detrás respirando dificultosamente. Les veía más allá de la destellante curva que formaba el metal del radiador del automóvil, y me parecía una cuerda de presos encaminándose al trabajo, a construir una carretera. Sin embargo, los presos marchan en fila, y aquella gente no; y tampoco había guardianes a caballo. Al acercarme, y reconocer las amplias camisas y pantalones grises de los veteranos de guerra, les maldije. Iban hacia el "Golden Day". —Un estimulante me hará bien —oí a mis espaldas. —En un instante lo tendrá, señor. Al frente de los hombres vestidos de gris, vi al que imaginé sería sargento de banda. Caminaba cojeando, daba órdenes y avanzaba a largos pasos, enérgicos y desiguales, con espasmódico balance de las caderas, mientras alzaba y bajaba una caña, como si marcara el ritmo de una marcha militar. Cuando vi que daba media vuelta, poniéndose de cara a sus hombres y movía la caña sin sobrepasar el nivel del pecho para indicar a aquéllos que debían reducir el paso, yo aminoré la velocidad del automóvil. Los hombres no hicieron caso de las indicaciones del sargento; siguieron avanzando, algunos en grupo, hablando entre sí, y otros hablando solos. De repente, el sargento vio el automóvil y agitó la caña hacia . Toqué la bocina y vi que aquella gente iba echándose a un lado a medida que el automóvil avanzaba despacio hacia ella. El sargento no se movió. Quedose allí, plantado, con las piernas espatarradas y las manos en las caderas. Para no atropellarle, me vi obligado a frenar.

El sargento corrió hacia el automóvil. Oí el golpe de su caña contra el cubremotor, mientras le veía avanzar hacia mí. —¿Quién diablos cree usted ser? ¿Qué significa eso de pretender atropellar al ejército con su automóvil? ¡El santo y seña! ¡Déme  

el santo y seña! ¿Quién está al mando de su unidad? ¡Maldita gente de las unidades móviles! ¡Siempre creéis que sois los amos! ¡El santo y seña! Recordé haber oído que aquel hombre solía entrar en razón al oír el nombre de su antiguo Comandante en Jefe. —Es el automóvil del General Pershing, señor. De sus ojos desapareció la mirada extraviada. Dio un paso atrás, y saludó con perfecta precisión militar. Miró con suspicacia hacia los asientos traseros y aulló: —¿Dónde está el General? Al volverme hacia atrás, vi que Mr. Norton, pálido y débil, se incorporaba, y dije: —Ahí detrás. —¿Qué pasa? ¿Por qué nos hemos detenido? —preguntó mister Norton. —El sargento nos detuvo, señor. —¿El sargento? ¿Qué sargento? El veterano de guerra saludó: —¿Es usted, mi General? Ignoraba que hoy inspeccionara usted el frente. Le ruego me disculpe, mi General. —¿Qué dice? —inquirió Mr. Norton. Yo tercié rápidamente: —El General tiene prisa. —Es natural —comentó el veterano—. Aquí han ocurrido muchas cosas. La disciplina está relajada y la artillería ha quedado destruida por los bombardeos. Se dirigió a los hombres que avanzaban por la carretera: —¡Fuera! ¡Fuera de ahí! ¡Paso al General! ¡Es el General Pershing! ¡Paso al General Pershing! Se echó a un lado. Puse en marcha el automóvil y, cruzando la blanca línea divisoria, avancé hacia el "Golden Day" por la zona de circulación contraria, para evitar los grupos de veteranos. Mr. Norton preguntó con voz vacilante: —¿Quién es ese hombre? —Un excombatiente, señor. Un veterano de guerra. Todos ésos de la carretera lo son. Andan un poco mal de la cabeza, son enfermos mentales. —¿Y no les acompaña un enfermero?  

—Creo

que no. Al menos no lo veo. De todos modos, no son peligrosos. —Da igual. Debieran ir acompañados por un enfermero. Debía llevar a Mr. Norton al "Golden Day" y sacarle de allí antes de que los veteranos llegaran. Aquél era el día en que éstos visitaban a las muchachas del Golden Day, por lo que el lugar andaría bastante alborotado. Me preguntaba dónde estarían los veteranos que faltaban. Debían ser unos cincuenta en total. Bien, era cuestión de entrar, tomar el whisky deprisa y salir inmediatamente. ¿Qué le ocurría a Mr. Norton? ¿Por qué razón Trueblood le había alterado de tal modo? Ante Trueblood yo había experimentado vergüenza y, en ocasiones, deseos de echarme a reír, pero Mr. Norton se había puesto enfermo. Quizá necesitara atención médica. Sin embargo, no había pedido que llamara a un médico. ¡Maldito Trueblood! Entraría en el Golden Day, compraría una botella y saldría corriendo, pensé. Así, Mr. Norton no vería aquel lugar. No solía yo ir allí, salvo en compañía de amigos, cuando corría la voz de que había llegado un nuevo grupo de muchachas procedentes de Nueva Orleáns. La universidad había procurado que el Golden Day fuese un establecimiento respetable, pero los blancos de la ciudad ejercían cierta influencia, por lo que los esfuerzos de la universidad resultaban infructuosos. Lo único que las autoridades de la universidad podían hacer era castigar a los estudiantes a quienes encontraran allí. Al salir del automóvil para echar a correr hacia el Golden Day, vi que Mr. Norton estaba tumbado en el asiento, como si durmiera. Hubiese querido pedirle dinero para comprar el whisky, pero decidí gastar el mío. Al llegar a la puerta me detuve un instante. El establecimiento ya estaba lleno, atestado de veteranos de guerra vestidos con sus anchas camisas y pantalones grises, y de mujeres con faldas almidonadas, ceñidas y cortas. El hedor de cerveza pasada constituía la sensación dominante allí, una sensación que me pareció como un porrazo en pleno rostro y que destacaba en la algarabía de las voces y la música del gramófono automático. Apenas hube cruzado la puerta, un hombre de expresión estólida me cogió por el brazo y fijó en mis ojos su mirada muerta.

—Será a las cinco y treinta en punto. —¿Qué? —El gran armisticio total, para todos. El armisticio, el fin del mundo.  

Antes de que pudiera contestarle, llegó una mujer pequeña y regordeta, me sonrió y, apartando de mí al hombre, le dijo: —Te toca a ti, doctor. Prohíbeles que hagan el armisticio por el momento; se lo prohíbes hasta que tú y yo hayamos hecho lo nuestro, arriba. Parece mentira, siempre soy yo quien tiene que ir a buscarte.

—No, no, es cierto —dijo el hombre—. Esta mañana he recibido un radiograma desde París. —Bueno, en este caso, cariño, mejor será que nos demos prisa. Antes de que ocurra la cosa ésa, tengo que ganar mucho dinerito, aquí. Tú te encargarás de que lo retrasen un poquito, ¿verdad, mi vida? Me hizo un guiño y empujó al hombre, a través de la muchedumbre, hacia las escaleras que conducían al piso superior. Yo, abriéndome paso a codazos, me dirigí hacia el mostrador. Muchos de aquellos hombres habían sido médicos, profesores, abogados, funcionarios públicos; había varios cocineros, un predicador y un artista. Uno de los más majaretas había sido psiquiatra. Verles me producía intensa inquietud. Habían ejercido profesiones a las que yo, de un modo vago e inconcreto, había aspirado, en diversas ocasiones. Y pese a que aquella gente jamás pareció comprender quién era yo, me resultaba imposible creer que fueran verdaderos enfermos. A veces, me parecía que jugaban conmigo y con los restantes alumnos de la universidad, un juego vasto y complicado cuya finalidad era reírse de nosotros, y cuyas sutiles reglas y matices jamás podría yo comprender. Ante mí, hablaban dos hombres. Uno de ellos decía con gran vehemencia: "Y entonces, Johnson practicó un corte a Jeffries, coninclinación de cuarenta y cinco grados con respecto al incisor inferior lateral izquierdo, con lo que produjo un instantáneo bloqueo de la totalidad de su sistema talámico, congelándolo por entero, al igual que el congelador de una nevera eléctrica, y así hizo cisco su sistema nervioso autónomo, e imprimió tremendas sacudidas al gran mezclador de estratos, con intensos temblores musculares hiperespasmódicos que causaron la insensibilidad de la punta inferior del coxis, lo cual, a su vez, produjo una aguda reacción traumática en los nervios y músculos del esfínter. Y entonces, querido colega, cogieron a Jeffries, le cubrieron de cal viva, y se lo llevaron en la camilla. Naturalmente, éste era el único tratamiento posible".

Les aparté de un empujón: —Disculpen.

 

Tras el mostrador estaba Big Halley. A través de la camisa empapada se percibía su oscura piel. —Hola, colegial. ¿Cómo van las cosas? —Dame un whisky doble, Halley. Ponlo en un vaso grande para que no se derrame. Es para alguien que está fuera. —¡Ni hablar! —me contestó, gritando. El destello de ira en sus ojos de hipertiroideo, me sorprendió, y le pregunté: —¿Por qué? —¿Todavía estás en la universidad, no? —Claro. —Bueno, pues estos hijos-puta están intentando otra vez cerrar mi establecimiento. Así es la cosa, y éste es el por qué. Aquí dentro puedes beber hasta que te salga la bebida por las orejas, si quieres, pero no voy a venderte ni un sorbo para llevarlo fuera de la tienda. —Pero es que fuera hay un enfermo. Está en el automóvil. —¿Qué automóvil? Tú nunca has tenido automóvil. —Es el automóvil de un blanco. Yo lo conduzco solamente. —¿Pero sigues o no sigues en la universidad? —El hombre blanco que llevo es de la universidad. —Pero, ¿quién es el enfermo? —El. —Ya, y resulta que es demasiado importante para entrar aquí. Dile que aquí no nos comemos a nadie. —Pero está enfermo, hombre. —Pues que se muera. —Oye, es un tipo importante, Halley. Es uno de los del patronato de la universidad. Es rico, está enfermo y, si algo le ocurre, me echarán de la universidad. —Lo siento, colegial. Tráelo y podrá nadar en whisky, si quiere. Fuera de la tienda no puede beber mis bebidas, no puede beberse una botella que es mía y para consumo en la tienda. Es la ley. Con un abrelatas de hueso abrió un par de latas de cerveza y las empujó hacia el otro extremo del mostrador. Comencé a sentirme desesperado. Mr. Norton no podía acudir a aquel lugar. Se encontraba demasiado mal. Y, además, yo no quería que viese a los enfermos mentales, ni a las mujeres. Al salir, advertí que el ambiente se estaba alborotando más y más. Supercargo, el  

vigilante, vestido con un uniforme blanco, que se encargaba de apaciguar a los enfermos, no estaba allí, o al menos no se le veía. Hubiera preferido que estuviera allí, porque cuando se quedaba en el piso superior, los enfermos, abajo, se comportaban libres de toda inhibición. Fui hacia el automóvil. ¿Qué iba a decir a Mr. Norton? Al abrir la portezuela, le vi tumbado en el asiento, absolutamente inmóvil. —Mr. Norton, no quieren venderme whisky. Siguió inmóvil. —¡Mr. Norton! Parecía una figura de cera. Dominado por el miedo, le sacudí suavemente. Observé que su respiración era imperceptible. Le sacudí con fuerza, violentamente, y bamboleó grotescamente la cabeza. Abrió la boca de labios azulados, y mostró una hilera de dientes largos, delgados, que, increíblemente, parecían propios de un animal. —¡Mr. NORTON! Aterrorizado, regresé corriendo al Golden Day, e irrumpí en aquel mundo de ruido, con la sensación de atravesar un muro invisible. —¡Halley! ¡Ayúdame! ¡Se está muriendo! Intenté hacerme oír, pero nadie me prestaba atención. Por todos lados me impedían el paso. Los pacientes formaban una masa impenetrable. —¡Halley! Dos pacientes se volvieron hacia mí, y me miraron acercando su rostro a dos dedos del mío. El más alto de los dos dijo: —¿Qué le ocurre a este señor, Sylvester? Yo dije: —Fuera hay un hombre agonizando, —Siempre hay alguien agonizando en este mundo —dijo el otro. —Sí, y es bueno morir bajo la gran bóveda celeste del Señor. —¡Necesita whisky! —Bueno, eso ya es otra cosa —dijo uno de los dos. Y comenzó a abrir camino hacia el mostrador—. Es otra cosa. Sí. Un último trago, el último buen trago para ahogar las congojas de la muerte. Por favor, déjeme paso... —¿Otra vez aquí, colegial? —dijo Halley. —Dame un poco de whisky. Se está muriendo.  

—Ya te

dije, colegial, que será mucho mejor que lo traigas aquí. Aunque se muera, yo seguiré obligado a pagar las multas que me pongan. —Si no me das el whisky me meterán en la cárcel. —Bueno, si vas a la universidad ya sabrás encontrar el modo de salir. El llamado Sylvester dijo: -Mejor será traer a este señor aquí. Vamos, te ayudaremos. A empujones salimos del bar. Encontré a Mr. Norton tal como lo había dejado. —Mira, Sylvester, ¡es Thomas Jefferson! —Precisamente ahora iba a decírtelo. Hace tiempo que quiero platicar con él. Les miré en silencio. Estaban locos de veras. ¿O quizá bromeaban? —Ayúdenme, por favor —dije. —Con mucho gusto. Sacudí a Mr. Norton. —¡Mr. Norton! Uno de los dos dijo, pensativamente: —Si este señor quiere tomar una copa, mejor será que se dé prisa, me parece, o no va a poder. Cogimos a Mr. Norton. Estaba desmadejado como un muñeco de trapo. —¡Vamos, de prisa! Mientras le llevábamos hacia el Golden Day, uno de los enfermos se detuvo sin avisar, y el cuerpo de Mr. Norton se nos escapó de las manos, quedando con la cabeza colgando, con el blanco cabello sobre el polvo. Uno de los dos dijo: —Caballeros, este señor es mi abuelo. —¡Pero no ve usted que es blanco! ¡Se llama Mr. Norton! —¡Me parece que conozco sobradamente a mi abuelo! Es Thomas Jefferson, y yo soy su nieto, "por la parte negra". Mirando fijamente a Mr. Norton, el otro dijo: —Sylvester, creo que llevas razón. Mira su cara: exactamente igual a la tuya. ¿Estás seguro de que no te echó al mundo, escupiendo tu cuerpo ya totalmente vestido? —No, no. Eso lo hizo mi padre —contestó el otro con énfasis.  

Y comenzó a maldecir furiosamente a su padre, mientras avanzábamos hacia el Golden Day. Halley nos esperaba. No sé cómo, había logrado que la muchedumbre guardara un relativo silencio y que dejara espacio libre en el centro del establecimiento. Todos se acercaron para ver a Mr. Norton. —Traed una silla. —Eso, que Mr. Eddy se siente. —No, hombre, no es Mr. Eddy. Es John D. Rockefeller. —Aquí está la silla para el Mesías. —¡Apartaos! ¡Dejadle sitio! —gritó Halley. Burnside, que había sido médico, se adelantó y tomó el pulso a Mr. Norton. —¡Es sólido! ¡Este hombre tiene un pulso sólido! En vez de latir, vibra. Es un caso insólito. Verdaderamente insólito. Alguien le apartó de Mr. Norton. Halley vino con una botella y un vaso. —Que alguien le sostenga la cabeza. Antes de que pudiera hacerlo yo, se adelantó un hombre menudo, con el rostro marcado de viruela. Cogió la cabeza de Mr. Norton en sus manos, la sostuvo manteniendo los brazos extendidos al frente, la inclinó a un lado, le golpeó suavemente el mentón, cual hacen los barberos antes de aplicar la navaja, y le propinó un cachete. La cabeza de Mr. Norton experimentó una sacudida, igual que un punching de boxeo al recibir un golpe. En su blanca mejilla aparecieron cinco rayas rojas, como cinco llamas brillando tras una pantalla de alabastro. Yo no podía creer lo que mis ojos acababan contemplar. Sentía deseos de salir corriendo de allí. Oí una risita de mujer. Y varios hombres se encaminaron de prisa hacia la puerta.

—¡Déjalo ya, estúpido! Y el hombre con el rostro marcado de viruela, dijo: —Un caso de histeria. —¡Apartaos de una maldita vez! —gritó Halley—. ¡Que alguien vaya al piso de arriba a buscar al bragas del enfermero! ¡Traedlo aquí! El hombre con el rostro marcado de viruela, decía, mientras le apartaban: —Un caso leve de histeria. —¡Halley, trae pronto la bebida esa!  

—Ahí está,

colegial. Aguanta el vaso. Es coñac que reservaba

para mí. Alguien susurró monótonamente a mi oído: —¿Ve? Ya le dije que sería a las cinco treinta en punto. El Creador ya ha llegado. Miré y vi que era el hombre de rostro estólido. Vi que Halley inclinaba la botella, y el coñac de aceitoso color de ámbar caía en el vaso. Entonces, inclinando hacia atrás la cabeza de Mr. Norton, puse el vaso en sus labios y vertí el coñac en su boca. De la comisura de la boca se le escapaba un hilillo de líquido amarillento que resbalaba por el delicado mentón. Repentinamente, se había hecho el silencio en el cuarto. Mi mano izquierda percibió un ligero movimiento, como el estremecimiento del pecho de un niño inmediatamente después de un lloro. Los párpados, cruzados por delicadas venillas, aletearon. Tosió. Y vi como del cuello nacía y despacio, después rápidamente, una especie de rubor que iba cubriendo el rostro de Mr. Norton.

—Ponle el vaso en la nariz, muchacho. Deja que huela. Balanceé el vaso bajo la nariz de Mr. Norton. Y abrió sus pálidos ojos azules que ahora parecían de aguada calidad, en comparación con la rojez que cubría su cara. Se llevó la mano a la barbilla e intentó erguirse. Se dilataron sus pupilas al tiempo que se movía rápidamente mirando los rostros a su alrededor. Se detuvieron al reconocer mi rostro. —Ha estado usted inconsciente, señor —le dije.

—¿Dónde estoy? —preguntó con voz fatigada. —En el Golden Day, señor. —¿Dónde? —En el Golden Day. —Y añadí con desgana—: Es una especie de casino y casa de juego. —Dale otra copa de coñac —dijo Halley. Eché coñac en el vaso y se lo entregué. Olió el coñac, cerró los ojos de un modo que parecía que el olor del coñac le hubiera sorprendido, y sorbió. Después, hinchó los carrillos, paseando el coñac por la boca. Un tanto más fortalecido, dijo: —Gracias. ¿Qué lugar es éste? Varios enfermos contestaron a coro: —El Golden Day. Miró despacio a su alrededor, alzó la vista a la galería del piso superior, adornada con artesones. De la galería colgaba laciamente una gran bandera. Mr. Norton frunció el ceño.  

—¿A qué estaba destinado este edificio anteriormente? —Era una iglesia, después fue un banco, pasó a ser restaurante,

luego casa de juego de lujo, y ahora lo tenemos nosotros — explicó Halley—. Creo que en cierto tiempo también lo emplearon como cárcel. —Nos dejan venir aquí una vez a la semana a armar jaleo —dijo uno. —No me quisieron vender una bebida para llevarme y por esto tuve que traerle aquí, señor —expliqué, temeroso, a Mr. Norton. Miró alrededor. Seguí su mirada, y quedé sorprendido al advertir la variedad de expresiones que aparecían en los rostros de los enfermos al devolver en silencio la mirada de Mr. Norton. Algunas eran hostiles, otras serviles, y las había horrorizadas. Algunos de aquellos que entre sus compañeros eran los de comportamiento más violento, parecían sumisos como niños. Y otros lucían una expresión extrañamente divertida. Mr. Norton preguntó: —¿Todos ustedes son enfermos? —Yo dirijo el establecimiento —dijo Halley—. Estos otros... Un hombre bajo y gordo, de rostro extraordinariamente inteligente, dijo: —Somos enfermos, nos mandan aquí. Venir aquí forma parte del tratamiento. —Sonriente, remató la frase—: Pero nos acompaña vigilante, una especie de censor, encargado de procurar que el tratamiento no surta efecto.

Uno de los veteranos le contradijo: —Estás chalado. Yo soy una dínamo y vengo aquí para cargar mis baterías. Otro le interrumpió, acompañando sus palabras con teatrales ademanes: —Soy investigador de historia. El mundo se mueve en círculo, igual que la rueda de una ruleta. Al principio, el negro predomina; en las épocas intermedias, el blanco triunfa; pero muy pronto Abisinia nos cubrirá con sus nobles alas. ¡Hay que apostar al negro! —Hablaba con voz temblorosa de emoción—. Hasta que eso ocurra, el sol no dará calor y en el centro de la tierra habrá hielo. Dentro de dos años seré ya lo suficientemente mayor para dar una lección a aquella mulata que fue mi madre. ¡Maldita medio blanca! —terminó, dando saltos, en un arrebato de furia, con la mirada vidriosa.  

Mr. Norton parpadeó y se irguió. —Soy médico —dijo Burnside, mientras cogía la muñeca de Mr. Norton—. Si me lo permite, le tomaré el pulso. —No le haga caso, señor. Le prohibieron ejercer hace ya más de diez años. Le descubrieron cuando intentaba cambiar sangre por . —¡Ciertamente, yo encontré la fórmula de cambiar sangre por dinero! — gritó el hombre—. Pero John D. Rockefeller me la robó. —¿John D. Rockefeller? —dijo Mr. Norton—. Creo que se equivoca.

—¿QUE PASA AHÍ ABAJO? Los gritos provenían de la galería. Todos miramos allá. Vi a un gigantesco negro que por todo vestido llevaba unos calzoncillos blancos. Era Supercargo, el vigilante de los enfermos. Me fue difícil reconocerle, tal como iba, despojado de su almidonado uniforme blanco. Por lo general paseaba de un lado a otro, con la chaqueta al brazo, amenazando a los enfermos, y éstos se mostraban pacíficos y sumisos ante él. Pero, en aquellos momentos, parecieron haber olvidado su autoridad, y comenzaron a insultarle. —¿Cómo pretendes mantener el orden, si apenas llegar te emborrachas? —le gritó Halley—. ¡Charlene, ven acá! ¡Charlene!

Una voz de mujer dotada de una sorprendente capacidad de hacerse oír a gran distancia, contestó malhumorada desde uno de los dormitorios del piso superior: —¿Qué quieres? —Que cojas a este maldito soplón aguafiestas inútil, te lo lleves contigo y le quites la merluza que lleva. Entonces, le pones el uniforme blanco y lo traes aquí para que mantenga el orden. Tenemos visitantes blancos. En la galería apareció una mujer ajustándose un salto de cama de color rosa, y gritó: —Oye, Halley, soy una mujer, ¿comprendes? Así es que si quieres que alguien vista al tipo ese, igual puedes vestirle tú. Yo sólo visto a un hombre, y este hombre está en Nueva Orleáns. —Bueno, déjalo. Lo que quiero es que le serenes un poco. —¡Orden! ¡Quiero orden, ahí abajo! —voceó Supercargo—. ¡Y si hay visitantes blancos, quiero doble !

De repente se levantó un amenazador murmullo entre los hombres que estaban al fondo de la estancia, cerca del mostrador. Y vi que unos cuantos se dirigían corriendo hacia la escalera. —¡A por él!  

—¡Le vamos a dar más orden que a una estera! —¡Dejad paso! Cinco hombres subían a saltos la escalera. Vi que el gigantesco negro, arriba, se agarraba con una y otra mano a los remates de las barandas, y que se inclinaba hacia delante. Su cuerpo, cubierto solamente por los calzoncillos blancos, brillaba. El hombre menudo que antes había propinado el cachete a Mr. Norton, iba al frente de los otros. En el momento en que emprendía el último tramo, vi que el vigilante echaba el tronco hacia atrás y atizaba una patada hacia delante que dio en el pecho del hombre menudo, en el preciso instante en que llegaba a lo alto de la escalera, mandándole hacia atrás. El cuerpo del hombre menudo describió una curva en el aire y fue a caer entre los hombres que le seguían. Supercargo se preparó para soltar otra coz. La estrechez de la escalera sólo permitía que los hombres llegaran uno a uno ante Supercargo. A medida que llegaban, el gigante les mandaba abajo a patadas. Balanceaba la pierna y daba una patada tras otra con precisión de máquina. El espectáculo de Supercargo me hizo olvidar a Mr. Norton. En el Golden Day imperaba el tumulto. De las habitaciones junto a la galería salían medio vestidas. Los hombres gritaban y aullaban como si estuvieran en el fútbol.

El gigante vociferó, mientras de una patada mandaba a otro hombre volando hacia abajo: —¡QUIERO ORDEN! —¡ESTÁN TIRANDO BOTELLAS DE LICOR! —chilló una mujer—. ¡BOTELLAS LLENAS! —Son de un pedido que Halley no quiere —dijo alguien.

Una lluvia de botellas y de vasos que despedían whisky al aire, se estrellaba contra la galería. Vi que Supercargo se erguía súbitamente y se cogía la cabeza con las manos. Tenía el rostro cubierto de whisky, y chillaba: "¡Hiii! ¡Hiii!" Entonces, le vi vacilar, con el cuerpo rígido desde los tobillos hacia arriba. Durante un instante, los hombres de lo alto de la escalera se quedaron suspensos, mirándole. Luego, saltaron sobre él. Cuando le cogieron por los tobillos y tiraron de él hacia abajo, Supercargo se agarró desesperadamente a la barandilla. Por los tobillos le arrastraron hacia abajo, al igual que un grupo de hombres arrastra una manguera, mientras la cabeza de Supercargo saltaba de un peldaño a otro, produciendo un sonido parecido al de una serie de disparos de escopeta. La multitud avanzó hacia ellos. Halley gritó algo junto a mi oído. Y vi que arrastraban a Supercargo hacia el centro de la estancia. —¡Dadle su merecido al hijo-puta!  

—¡Tengo

cuarenta y cinco años y me trataba como si fuera mi

abuelo! —¿De modo que te gusta dar patadas, verdad? —dijo un hombre alto, mientras dirigía un puntapié a la cabeza del vigilante. La piel sobre el ojo derecho del vigilante saltó como la goma de un globo. Entonces oí a Mr. Norton gritando a mi lado: —¡No, no! ¡No deben golpear a un hombre caído!

—¡Escuchad a los blancos! —dijo alguien. —¡Supercargo es los blancos! Los hombres pateaban a Supercargo, saltando sobre él con los pies juntos, una y otra vez. Y yo estaba tan excitado que de buena gana les hubiera imitado. Incluso las mujeres gritaban: "¡Duro con él!", "¡Nunca me pagó!", "Matadle!". —¡Por favor, no le matéis aquí! ¡No le matéis en mi establecimiento! —¡Cuando estaba de servicio, uno no podía ni chistarle! —¡No! ¡Qué va! Me empujaron, alejándome de Mr. Norton, y me encontré al lado del hombre llamado Sylvester. Me dijo: —Fíjate, colegial. Mira ahí. Ahí donde tiene sangre, en las costillas. ¿Lo ves? Sacudí afirmativamente la cabeza.

—Pues no apartes la vista. Fascinado, miraba aquel punto situado entre la última costilla y el hueso de la cadera. Sylvester echó cuidadosamente su pie hacia atrás y atizó una patada en aquel punto, como si de una pelota de fútbol se tratase. Supercargo soltó un relincho de caballo herido. —Pruébalo, colegial —dijo Sylvester—. Verás qué bueno. Uno se siente como aliviado. A veces, este hombre me da tanto miedo, que creo llevarle metido dentro de la cabeza. ¡Ahí va! Y soltó otra patada a Supercargo. Mientras estaba allí, uno de aquellos hombres saltó repetidas veces, con los pies juntos, sobre el pecho de Supercargo, y éste perdió el conocimiento. Entonces, comenzaron a echarle cerveza fría para reanimarle. Y, después, le dejaron de nuevo inconsciente a patadas. No tardó en estar cubierto de cerveza y de sangre.  

—El hijo de perra está como un tronco. —Echémosle fuera. —No, esperad un momento. Ayudadme.

Le llevaron al mostrador, dejándole allí, estirado panza arriba, con las manos cruzadas sobre el pecho, como si fuera un cadáver. —Ahora, tomemos una copa. Halley se dirigió lentamente al mostrador, y los hombres le maldijeron: —¡Corre y sírvenos, saco de basura! —¡Dame un whisky! —¡Rápido, ya, piojo! —¡Vamos, vamos! ¡Mueve ese trasero! —Ya voy, ya voy. Un poco de calma —iba diciendo Halley, mientras servía apresuradamente las bebidas. Y añadía—: Id sacando el dinero. Tener a Supercargo tumbado inconsciente sobre el mostrador había excitado increíblemente a aquellos hombres. La excitación había hasta extremos peligrosos a los más propicios al desequilibrio mental. Algunos pronunciaban a voz en grito violentos discursos contra el hospital, el estado y el universo. El que decía ser compositor, aporreaba el desafinado piano, interpretando la única composición que al parecer sabía. Golpeaba las teclas con los puños los codos, y producía otros efectos musicales gimiendo, en voz de , como un borrego agónico. Uno de los mejor educados me cogió del brazo. Se trataba de un exquímico que siempre lucía la de su profesión. Gritando para hacerse oír en aquella algarabía, me dijo:

—Todos han perdido ya el dominio de sí mismos. Será mejor que se vaya. —Tan pronto pueda, lo haré —le dije—. Antes debo llegar hasta Mr. Norton. Mr. Norton no estaba donde yo le había dejado. Corrí de un lado para otro entre la ruidosa multitud, mientras gritaba su nombre. Le encontré debajo de la escalera. Por lo visto, la multitud le habíaempujado hasta allí. Estaba sentado en la silla, espatarrado, como un viejo pelele. En aquella luz difusa, sus facciones quedaban firmemente delineadas y su rostro destacaba en blanco; se veía clarael contorno de los ojos cerrados, en el bien dibujado rostro, Griténombre y no obtuve respuesta. De nuevo se había desva. Le sacudí suavemente, después lo hice con fuerza, pero los arrugados párpados permanecieron inmóviles. En aquel momento, un agitado grupo me empujó hacia Mr. Norton. Y repentinamente, me encontré a dos dedos de una masa de blancor. Pese a que tan sólo trataba del rostro de Mr. Norton, sentí un escalofrío de indefinible horror. Nunca había estado tan cerca de un hombre  

blanco. Dominado por el terror intenté apartarme de él. Con los ojos cerrados, su aspecto era más amenazador que con los ojos abiertos. Era como una informe muerte blanca, súbitamente aparecida ante mí, una muerte que siempre había estado presente, aunque oculta, y que ahora se revelaba claramente en la insania del Golden Day.

—¡Basta de gritos! —ordenó una voz, y alguien me apartó de Mr. Norton. Era el hombre bajo y regordete. Cerré la boca, dándome cuenta, en aquel instante, de que el chillido provenía de mi propia garganta. Vi que la expresión del rostro del hombre gordo y bajo, se suavizaba, y me dirigió una amarga sonrisa. Me gritó al oído:

—Así está mejor. Recuerda que no es más que un hombre. ¡Un hombre, solamente! Hubiera querido decirle que Mr. Norton era mucho más que un hombre, que era un hombre rico y blanco, y que había sido puesto a mi cuidado. Sin embargo, la sola idea de que yo era responsable de lo que sucediera a Mr. Norton me impedía expresarla en palabras. —Llevémosle arriba —me dijo el hombre, dándome un empujón hacia los pies de Mr. Norton. Actué automáticamente. Agarré los finos tobillos, mientras el otro alzaba al hombre blanco sosteniéndole por los sobacos y retrocediendo salía de debajo de la escalera. La cabeza de Mr. Norton se balanceaba sobre el pecho, como si estuviera borracho o muerto. Todavía con la sonrisa en los labios, el veterano comenzó a subir los peldaños, de espaldas, uno a uno. Y yo comencé a pensar que quizás estaba tan borracho como sus restantes compañeros. Entonces vi que tres mujeres dejaban la baranda de la galería, desde donde habían estado contemplando el tumulto, y venían hacia nosotros, para ayudarnos a subir a Mr. Norton. Una de ellas gritó: —Los blancos la cogen enseguida. —Es tan alto como un pino de Georgia. —Sí, claro. La bebida que le dio Halley es demasiado fuerte para los blancos. —No está borracho, está enfermo —dijo el hombre gordo—. Mira a ver si encuentras una cama que no haya sido usada, para tenderle un rato. —Está bien, cariño. ¿Puedo complacerte en algo más, mi vida? —No, gracias. Con la cama basta.  

Una de las muchachas corrió hacia arriba, gritando: —A la mía le acaban de cambiar las sábanas. Traedle por aquí. Poco después, Mr. Norton yacía en una estrecha cama, respirando débilmente. El hombre gordo estaba inclinado sobre él, en una actitud profesional, y le tomaba el pulso. Una de las mujeres preguntó: —¿Eres médico? —Ya no. Ahora soy paciente. Pero algo sé todavía. Pensé: "otro loco". Y le aparté de Mr. Norton, diciendo al hombre gordo: —Se pondrá bien enseguida. Deje que recupere el conocimiento, para que pueda llevármelo de aquí. —No te preocupes, muchacho. Yo no soy como los de abajo. De veras, era médico. No voy a hacerle ningún daño. Ha padecido un ligero colapso.

Vimos que de nuevo se inclinaba sobre Mr. Norton, le tomaba el pulso, y levantaba levemente uno de sus párpados. —Es un ligero colapso —repitió. —El Golden Day es para dar un colapso a cualquiera —dijo una de las mujeres, mientras se alisaba el vestido sobre la suave y sensual curva del estómago. Otra apartó el cabello blanco de Mr. Norton, caído sobre la frente, y lo acarició, mientras sus labios se distendían en una sonrisa embobada: Dijo:

—Es mono. Parece un niño blanco. ¿Niño? ¿Qué clase de niño? —preguntó una mujer pequeña y .

—Un niño viejo. —Lo que pasa, Edna, es que a ti te gustan los blancos. Edna sacudió la cabeza, y sonrió de modo que parecía reírse un poco de sí misma. —Pues sí, me gustan. Mira, a éste, con lo viejo que es, le dejaría subirse a mi cama siempre que le diera la gana. —Tonterías. A un hombre así yo le mataba si se me subía. —¡Vamos, anda! ¡Qué ibas a matarle tú! —dijo Edna—. ¿No sabes que estos viejos blancos se ponen glándulas de mono y pelotas de cabrito? Estos cabrones nunca están satisfechos. Lo quieren todo. Quieren el mundo entero para ellos.

El médico me miró sonriente: —Acabas de escuchar un curso de endocrinología. Me equivoqué cuando dije que sólo era un hombre. Parece que en parte es simio y enparte macho cabrío. Y quizá sea las dos cosas a la vez.

—Es verdad —dijo Edna—. Yo tenía uno en Chicago... La otra la interrumpió:  

—Tú nunca has estado en Chicago. —¿Que no? ¿Y tú qué sabes? Estuve hace dos años... ¡Si tú no sabes nada! ¡Aquel viejo blanco de allá parecía que tuviera un par de pelotas de burro semental!

El hombre gordo enderezó el cuerpo, y sonriendo dijo: —Como médico y científico, me veo obligado a mostrarme escéptico. Esta operación todavía no se ha practicado. —Y tras decir esto, logró echar del cuarto a las mujeres y comentó, refiriéndose a Mr. Norton—: Si hubiera recobrado el conocimiento, al oír esto lo habría perdido otra vez. Además, la curiosidad científica de estas mujeres podía conducirles a comprobar si de veras tiene glándulas de mono. Y temo que hubiese sido un espectáculo un tanto obsceno. —Tengo que devolverle a la universidad —dije. —De acuerdo. Haré cuanto pueda para ayudarte. Ve a ver si encuentras hielo. Y no te preocupes. Salí a la galería, y desde allí vi las cabezas, abajo. Seguían moviéndose de un lado para otro. El gramófono automático lanzaba rugidos y los sonidos del piano golpeaban el aire. Al fondo, empapado de cerveza, Supercargo yacía sobre el mostrador, como un caballo sacrificado. Al iniciar el descenso de las escaleras, vi el brillo de un buen pedazo de hielo entre los restos de bebida, en un vaso abandonado. Lo cogí, sintiendo su frescor en mi mano ardiente, y corrí al dormitorio. El veterano, sentado, contemplaba a Mr. Norton, cuya respiración producía un sonido ligeramente irregular. Se puso en pie, y mientras cogía el pedazo de hielo, dijo: —Fuiste de prisa. —Y añadió como si hablara consigo mismo—: De prisa, con la velocidad de la angustia. Dame una toalla limpia. Allí hay una, al lado de la palangana. Se la di. Y envolvió el hielo con ella, y lo aplicó al rostro de Mr. Norton. —¿Cómo está? —le pregunté. —Estará bien en un par de minutos. ¿Qué le ocurrió? —Dimos un paseo en automóvil. —¿Tuvisteis un accidente, quizá? —No. Habló con un campesino, y el calor le desvaneció... Después, nos encontramos con el tumulto abajo.  

—¿Qué edad tiene? —No sé, pero es uno

de los miembros del patronato. Mientras daba con la toalla repetidos toques a los párpados cruzados por venillas azules, dijo: —Y uno de los más importantes, sin duda... Un patronato de conciencia, el suyo. —¿Cómo dice? —pregunté. —Nada... Ahora comienza a volver en sí. Tuve la tentación de salir corriendo del cuarto. Temía la expresión que quizás aparecería en los ojos de Mr. Norton, temía lo que quizá me diría. Y pese a ello, también tenía miedo de salir de allí. Mi vista no podía apartarse de aquel rostro de párpados aleteando. La cabeza se movía lateralmente, bajo el pálido resplandor de la desnuda bombilla, como si negara el mensaje de una voz insistente que yo no podía oír. Entonces, los párpados se abrieron, mostrando dos pálidas manchas azules perdidas en un mundo de vaguedad, que al fin adquirieron cohesión, convirtiéndose en dos puntos fijamente orientados hacia el veterano, quien, con rostro grave, miraba a Mr. Norton. La gente como nosotros jamás miraba de aquel modo a un hombre como Mr. Norton. Me adelanté, presuroso: —Es un médico auténtico, señor. —Ya se lo explicaré. Trae un vaso de agua —dijo el veterano. Dudé un instante. Me miró con firmeza y dijo: —Trae el agua. Y después se volvió hacia Mr. Norton para ayudarle a incorporarse. Fuera, pedí un vaso de agua a Edna. Me llevó abajo, a la estancia principal, y después a una pequeña cocina. Me dio agua de un anticuado refrigerador de color verde. Dijo: —También tengo licor, buen licor. Si quieres darle un poco... —Con el agua basta. Las manos me temblaban de tal modo que iba derramando el agua. Cuando regresé, Mr. Norton estaba sentado en la cama, sosteniéndose por sí mismo, y conversaba con el veterano. le ofrecí el vaso. —Aquí está el agua, señor. —Muchas gracias. —No beba mucha —le advirtió el veterano.

 

—Su diagnóstico es exactamente el de mi especialista —dijo . Norton—. Fui a varios médicos de primera fila, sin que pudieran acertar. ¿Cómo pudo usted acertar?

—También yo era un especialista. —Pero, ¿cómo es posible? Son muy pocos, en todo el país, los que tienen la preparación... —Y uno de ellos es un paciente de una casa de locos. En realidad, no hay nada misterioso en ello. Me escapé durante una temporada. Fui a Francia, con Sanidad Militar, y me quedé allí, después del armisticio, para estudiar y practicar. —Comprendo. ¿Y cuánto tiempo estuvo en Francia? —Bastante. El suficiente para olvidar algunas ideas básicas que nunca hubiera debido olvidar. —¿Qué ideas? ¿A qué se refiere? El veterano inclinó la cabeza, y sonrió: —Ideas sobre la vida. Cosas que la mayoría de campesinos y gentes del pueblo casi siempre saben por experiencia, aunque rara vez se las hayan formulado de un modo consciente y razonado. Me dirigí a Mr. Norton: —Disculpe, señor, pero ahora que se siente mejor quizá podríamos irnos. —Espera un poco. —Y habló al médico—: Me interesa mucho lo que me decía, ¿qué ocurrió? Sobre una ceja de Mr. Norton brillaba una gota de agua, como un minúsculo diamante. Me senté en una silla maldiciendo al veterano, quien preguntaba a Mr. Norton: —¿De veras quiere usted saberlo? —Sí, ciertamente. —Entonces, quizá sería mejor que el muchacho saliera del cuarto y nos esperase abajo. Cuando abrí la puerta, el ruido, mezcla de gritos y destrucción, de abajo, invadió el dormitorio. El hombre gordo dijo: —Quizá será mejor que se quede. en mi juventud, cuando estudiaba en la universidad, ahí en la colina, hubiera escuchado algo parecido a lo que voy a decir quizá ahora no sería el desecho en que me he convertido.

—Siéntate, muchacho —me ordenó Mr. Norton. Y preguntó al veterano—: ¿Así usted fue alumno de esta universidad? Volví a sentarme, y mientras el veterano explicaba a Mr. Norton estancia en la universidad, su licenciatura en medicina y su viaje a Francia durante la  

Primera Guerra Mundial, yo pensaba en lo que me diría el Dr. Bledsoe cuando regresáramos.

—¿Tuvo usted éxito en el ejercicio de la medicina? —preguntó Mr. Norton. —Bastante. Practiqué unas cuantas intervenciones quirúrgicas cerebrales que me valieron cierta reputación.

—Entonces, ¿por qué regresó? —Por nostalgia. —Entonces, ¿por qué está en esta institución? Con la preparación que usted tiene... El hombre gordo le interrumpió: —Ulceras. —Bueno, siempre es de lamentar el padecer úlceras, pero no veo por qué han de impedirle proseguir su carrera. —No, las úlceras no constituyen un obstáculo, pero contribuyeron a que comprendiera que mi profesión jamás me proporcionaría la dignidad que yo deseaba. —Ahora, ha hablado usted como un resentido —comentó mister Norton. En aquel instante la puerta se abrió violentamente y apareció en el quicio una mulata con el cabello teñido de rojo: —¿Qué? ¿Cómo sigue el blanco? —Entró tambaleándose en el cuarto—: Muchacho, los blancos nunca venís acá. ¿Quieres un trago? —Ahora no, Hester. Todavía está débil —dijo el veterano. —Sí, ya se le nota. Por eso precisamente necesita un trago. Le reforzará la sangre. —Anda, Hester, sé buena chica, vete ya... —Bueno, bueno, ya me voy. Pero, ¿qué hacéis aquí con esas curas? Parece que estéis en un velorio. ¿Habéis olvidado que estáis en el Golden Day? —A pasos vacilantes se acercó a mí, mientras eructaba con gesto elegante, y hacía un par de eses—: Mira: un estudiante muerto de miedo y un blanco que se porta como si estuvieraante dos bichos raros. ¡Vamos, alegrad esas caras! Voy abajo y le diré a Halley que os suba bebidas. Al pasar junto a Mr. Norton le dio un par de cariñosos cachetes. El de Mr. Norton enrojeció hasta las cejas.

—¡Alegra esa cara, blanco! El veterano rio, dirigiéndose a Mr. Norton.

—¡Bien! ¡Se ruboriza! Esto significa que se encuentra mucho mejor. No se preocupe, Hester es un ser humanitario, una  

generosa y habilísima terapeuta, dotada de la facultad de curar con el tacto. Su poder de provocar catarsis es tremendo. Y volvió a reír. Deseoso de salir de allí, dije: —Tiene usted mucho mejor aspecto, señor. Había comprendido perfectamente las palabras pronunciadas por el veterano, pero no pude penetrar su oculto significado. Advertí que Mr. Norton parecía tan inhibido como yo. Me daba cuenta, principalmente, de que el veterano se comportaba con una libertad que tan sólo podía acarrear problemas. De buena gana hubiera dicho a Mr. Norton que el veterano no estaba en sus cabales, pero, al mismo tiempo, experimentaba una especie de atemorizada satisfacción al ser testigo del modo en que éste hablaba al hombre blanco. El caso de la muchacha era distinto. Por lo general, las mujeres pueden permitirse actitudes que en un hombre no se toleran. Sudaba de angustia, pero el veterano, sin hacer caso de mi interrupción, siguió hablando con la vista fija en Mr. Norton. —Descanse, descanse. Todos los relojes han sido retrasados y las fuerzas de la destrucción se repliegan tras ellos. Quizá llegue el instante en que repentinamente comprendan lo que usted es y, entonces, su vida valdrá menos que un paquete de acciones de una sociedad en quiebra. Será usted cancelado, perforado, declarado nulo y sin valor, y se descubrirá que es usted el imán que atrae a todos los tornillos sueltos. Entonces, ¿qué hará usted? Los hombres así, los tornillos sueltos, se encuentran más allá del poder del dinero y, cuando el Supercargo ha sido derribado y yace como un buey muerto, estos hombres no reconocen jerarquía alguna. Para algunos, usted es el gran padre blanco, para otros un linchador de almas, pero para todos usted representa la confusión, la confusión que incluso ha llegado a penetrar en el Golden Day. Mentalmente, yo me preguntaba "¿linchador?", pero, en voz alta, dije: —¿De qué está usted hablando? Aquel hombre estaba mucho más loco que los que se hallaban el piso inferior. No me atrevía a mirar a Mr. Norton, que pronunciaba palabras de protesta.

El veterano frunció el ceño:  

—Es

éste un problema que sólo puedo solucionar soslayándolo. Se trata de una fórmula verdaderamente estúpida. Pero estas manos tan amorosamente educadas para dominar el bisturí, ansian acariciar el gatillo. Regresé para salvar vidas y fui rechazado. Diez hombres enmascarados me sacaron de la ciudad, a medianoche, y me azotaron con látigos, por haber salvado una vida humana. Y me humillaron hasta los últimos extremos de la degradación, porque mis manos eran hábiles, y porque yo creía que mi saber me proporcionaría dignidad, no riqueza sino dignidad, y devolvería la salud a otros hombres. — Repentinamente, fijó su vista en mis ojos—: ¿Comprendes ahora? —¿Qué? —Lo que acabas de oír. —No lo sé. —¿Por qué? —Creo que es hora de irnos. Volviéndose hacia Mr. Norton, dijo: —¿Ve? Tiene vista y oídos, tiene una ancha y hermosa nariz africana, pero es incapaz de comprender la realidad. Comprender, ¿comprender? No, peor que eso. Sus sentidos perciben correctamente, pero no permite que su cerebro funcione. Todo carece de significado para él. Traga, pero no digiere. Y ya ha llegado a ser un muerto que se mueve y camina. ¡Dios mío! ¡Miradle! Ya ha aprendido a reprimir, no sólo sus emociones, sino también su humanidad, Es invisible, es la personificación de lo negativo. ¡Es la más perfecta realización de los sueños de usted, señor! ¡El hombre mecánico! El rostro de Mr. Norton estaba atónito. El veterano, recobrando rápidamente la calma, preguntó: —¿Por qué se interesa usted por la universidad, Mr. Norton? —Por conciencia de la función propia de mi destino —contestó, vacilante—. Creía, y sigo creyendo, que las gentes de vuestra raza están unidas a mi destino. —¿Qué significa para usted la palabra destino? —El buen éxito de mi obra, desde luego. —Comprendo. ¿Sería usted capaz de reconocer este éxito, caso de tenerlo ante la vista? Mr. Norton contestó, indignado:  

—¡Claro

que sí! ¡Naturalmente! Lo he visto y comprobado año tras año, al visitar la universidad. —¿La universidad? ¿Por qué la universidad? —Allí es donde se forja mi destino. El veterano estalló en carcajadas: —¡La universidad! ¡Señor, qué destino! Se puso en pie, y, riendo, paseó alrededor de la estrecha habitación. Dejó de reír tan repentinamente como había comenzado. —No creo que se muestre de acuerdo conmigo, pero me parece muy en su punto que haya venido al Golden Day, acompañado de este muchacho. —Vine porque estaba indispuesto —dijo Mr. Norton—. Mejor dicho, el muchacho me trajo aquí. —Sí, desde luego, pero vino a parar aquí con el muchacho y esto es lo que me parece adecuado. —¿Qué pretende decir? —preguntó Mr. Norton, molesto. Con una sonrisa en los labios, el veterano dijo: —Un niño de corta edad será su guía. En serio, me pareció adecuado porque ninguno de ustedes dos son capaces de comprender lo que les ocurre. Usted no puede ver, ni oír, ni oler la verdad de lo que tiene ante sí mismo. ¡Y es usted quien pretende hallar su destino! ¡Es una situación clásica! Y el muchacho, este autómata, fue amasado con la tierra de esta región, y todavía ve menos que usted. Para usted, este chico es un punto más en el casillero donde registra usted sus logros; para usted, es solamente un objeto, no un hombre; una criatura, o, mejor dicho, un ente negro y amorfo. Y usted, pese al poder de que goza, tampoco es un hombre para él, sino un dios, una fuerza... Mr. Norton se puso en pie abruptamente, e, irritado, dijo: —Muchacho, salgamos de aquí. El veterano hablaba: —No. Escuche. Este muchacho cree en usted del mismo modo que cree en el latir de su propio corazón. Cree en la gran doctrina falsa predicada a la par a esclavos y a pragmatistas, según la cual el blanco está siempre en lo cierto. Puedo decirle cuál será el destino del muchacho. Será tu testaferro, y su ceguera constituirá el más firme apoyo para el cumplimiento de tal función. Será tu servidor, amigo mío, tu servidor y tu destino. Y ahora, bajad las escaleras, cruzad el caos y largaos de aquí. Me dais asco los dos, lamentables

 

montones de podre. Idos antes de que os haga el honor de vomitar sobre vuestras cabezas.

Le vi dirigirse hacia el gran recipiente blanco, en el palanganero. Me situé entre él y Mr. Norton, y rápidamente hice salir a éste del cuarto. Miré atrás y le vi apoyado de frente en la pared. Emitía unos sonidos que eran mezcla de risas y llanto. —¡De prisa! —dijo Mr. Norton—. ¡Este hombre está más loco que los otros! Advertí un nuevo acento en sus palabras y dije: —Sí, señor. Cuando salimos, en la galería, había tanto alboroto como en el piso inferior. Mujeres y veteranos borrachos andaban tambaleándose de un lado a otro, con vasos en las manos. Al pasar ante la puerta abierta de un dormitorio, Edna salió y me cogió del brazo: —¿Adónde llevas al blanco? Me desprendí de ella: —A la universidad. —Pero, tú no quieres ir, ¿verdad, mi vida? —dijo Edna a Mr. Norton.

Intenté apartarla de nuestro camino. Pero ella insistió: —Mira, de veras, en esta casa no hay nadie que sepa hacerlo mejor que yo. —Bueno, de acuerdo, te creo. Pero, por favor, déjanos en paz. Vas a meterme en un lío.

Al iniciar el descenso de las escaleras, hacia la agitada multitud. Edna comenzó a chillar: —¡Entonces, que pague! ¡Si se cree demasiado importante para mí, que pague! Antes de que pudiera evitarlo, propinó un empujón a Mr. Norton, y éste y yo, perdido el equilibrio, bajamos las escaleras a tropezones, medio cayéndonos, y muy aprisa. Choqué con un hombre que me miró con la impersonal familiaridad del ebrio, y me apartó de fuempujón. Mientras me hundía en la multitud, vi a Mr. Norton rodando por los suelos. Oí los chillidos de Edna y lade Halley gritando: "¡Cuidado! ¡Cuidado!". Entonces, respiré por primera vez aire fresco, y vi que estaba cerca de la salida. A empujones llegué hasta ella, y me quedé allí un momento, respirando con dificultad, y dispuesto a sumergirme de nuevo en la multitud para buscar a Mr. Norton. Cuando iba a hacerlo, oí a Halley que gritaba: "¡Dejad paso!". Y vi que conducía a Mr. Norton hacia la salida.

Al llegar a la puerta, Halley soltó al hombre blanco, y exhaló un suspiro mientras sacudía su cabezota. —Gracias, Halley —le dije.  

Pero no pude continuar. Mr. Norton, con la faz otra vez exangüe, el albo traje hecho un guiñapo, se tambaleó y cayó hacia delante, golpeándose la cabeza con la persiana de la puerta de salida. —¡Cuidado! Abrí la puerta, y alcé el cuerpo de Mr. Norton. —¡Maldita sea! ¡Se desmayó otra vez! —dijo Halley—¿Colegial, cómo se te ocurrió traer aquí a este blanco?

Se oyó una voz: —¿Está muerto? Halley retrocedió, indignado: —¡MUERTO! ¡Este hombre no puede !

—¿Qué hacemos, Halley? Se arrodilló junto a Mr. Norton. —¡No, señor, en mi establecimiento no puede usted morirse! ¡No lo permitiré! Mr. Norton abrió los ojos, alzó la vista, y en tono agresivo, dijo: —Nadie ha muerto, ni nadie está muriéndose. ¡Y quítame las manos de encima! Halley se apartó, sorprendido. —Me alegro de veras. ¿Está usted bien, señor? Esta vez pensé que se había muerto. —¡Por el amor de Dios, cállate! ¡Y alégrate de que no le haya pasado nada! —grité yo, sin poder reprimir los nervios. Mr. Norton estaba evidentemente irritado. En la frente tenía un chichón. Me adelanté hacia el automóvil. Mr. Norton entró sin necesidad de mi ayuda. Al sentarme al volante, percibí en el cálido aire el olor a menta y a banco y a humo de cigarro. Mr. Norton guardaba silencio.

 

CAPÍTULO 4 Mantenía la mirada fija en la blanca línea divisoria de la carretera; el volante en mis manos me parecía un extraño objeto. Del gris asfalto recalentado por el sol del atardecer, se elevaban ondas de calor, vibrantes como el fatigado sonido de un distante cornetín de órdenes, viajando en el aire quieto de medianoche. Por el espejo retrovisor podía ver a Mr. Norton, que, con mirada vacía, contemplaba los desiertos campos. En su boca había un gesto amargo, y su blanca frente mostraba una mancha amoratada, en el lugar en que habla chocado con la persiana. Su imagen hizo que el miedo fríamente concentrado, como una pelota, dentro de mí, se esponjara y creciera. ¿Qué ocurriría ahora? ¿Qué dirían las autoridades de la universidad? Imaginaba la expresión del Dr. Bledsoe cuando viera el rostro de Mr. Norton. Y pensaba en la malévola alegría que cierta gente de mi ciudad experimentaría si yo fuera expulsado de la universidad. En mi imaginación aparecía y desaparecía el rostro de Tatlock, sonriendo con sarcasmo. ¿Qué dirían aquellos blancos que me habían enviado a la universidad? ¿Era conmigo con quien mister Norton estaba enojado? En el Golden Day mostró curiosidad, antes que cualquier otro sentimiento, hasta el momento en que el veterano comenzó a decir insensateces. ¡Maldito Trueblood! ¡El tenía la culpa de todo! Si no hubiéramos permanecido sentados al sol durante tanto tiempo, Mr. Norton no hubiera necesitado la copa de whisky, y yo no le hubiera llevado al Golden Day. ¿Y por qué los Veteranos se portaron de aquel modo, habiendo un blanco en el establecimiento? Dominado por helados temores, pasé con el automóvil por entre las dos columnas de ladrillos rojos que formaban la entrada a la universidad. En aquellos instantes, incluso las rectas hileras de los edificios destinados a residencia me parecían amenazadoras y los ondulados campos de grama tenían un aspecto tan hostil como la carretera de cemento gris, con su blanca raya divisoria. Como si actuara por propia voluntad, el automóvil rodó más lentamente al pasar ante la capilla con aleros bajos y salientes. Los rayos del sol se colaban por entre las copas de los árboles que flanqueaban la avenida, iluminando el sinuoso camino. Grupos de estudiantes cruzaban bajo la sombra de los árboles y descendían la pendiente cubierta de tierno césped, dirigiéndose hacia los rojizos rectángulos de las pistas de tenis. A lo lejos, en una alegre perspectiva iluminada por la luz del sol, los jugadores vestidos de blanco destacaban contra el rojo de las pistas rodeadas de hierba verde. Oí un grito de victoria, en los campos de tenis. Y como si recibiera una cuchillada, tuve conciencia de la situación en que me hallaba. Noté que perdía el dominio del automóvil, y frené bruscamente. Pedí disculpas, y seguí adelante. Aquí, en estos verdes campos silenciosos, me había identificado por primera vez conmigo mismo; y, ahora, perdía esta identificación. En el brevísimo  

instante de cruzar aquellos parajes, me di cuenta de la vinculación existente entre prados y edificios, por una parte, y mis sueños y esperanzas, por otra. Hubiese querido detener el automóvil y hablar con Mr. Norton, para pedirle perdón por lo que él había visto. Defenderme y llorar ante él, llorar sin rebozo tal como llora el hijo ante sus padres. Condenar cuanto había visto y oído. Asegurarle que no había ninguna similitud entre las gentes que habíamos visto y yo, y que yo las odiaba, que yo creía con toda mi alma los principios que animaron al Fundador, y que yo creía en el amor y la bondad que impulsaban a Mr. Norton a ofrecernos su mano benefactora para ayudarnos a nosotros, los pobres e ignorantes, a salir del reino de las tinieblas. Estaba dispuesto a cumplir sus exhortaciones, y a enseñar a todos los demás a desarrollarse tal como él deseaba, a enseñarles a ser ciudadanos honestos, diligentes y cumplidores que contribuyeran al bienestar común, preocupados tan sólo en seguir el recto y estrecho sendero que el Fundador y él nos habían mostrado. Deseaba de todo corazón que no estuviera enojado conmigo, que me diera una oportunidad para rehabilitarme. Las lágrimas llenaban mis ojos. Por un instante, los senderos y los edificios ante mi vista quedaron envueltos en neblina, vacilantes; en ellos brillaban destellos, como ocurre en invierno, cuando las gotas de lluvia se hielan sobre el césped y sobre las hojas y transforman los terrenos de la universidad en un mundo de blancor, y cuando con su peso inclinan los árboles y los arbustos cargados de frutos de cristal. En un par de parpadeos, la visión desapareció y fuepor el calor y las verdes tonalidades de la realidad presente. Sólo deseaba que Mr. Norton pudiera comprender cuánto significaba para mí la universidad.

—¿Le llevo a su aposento, señor? ¿O al edificio de la administración? El Dr. Bledsoe seguramente estará preocupado por su ausencia. —A mi aposento —contestó secamente—. Y después, traes al Dr. Bledsoe allá. —Sí, señor. Al través del espejo, vi que con un pañuelo doblado se daba naves toques en la frente. —Mándame también al médico —dijo. Detuve el automóvil ante un pequeño edificio con columnas blancas como las que adornan las señoriales casas de las plantaciones. Salí y abrí la puerta del automóvil. —Mr. Norton, le ruego que... Lo siento infinito, pero yo...

Me miró con severidad, se achicaron sus pupilas y no dijo palabra. —Yo ignoraba que... Le ruego... —Mándame al doctor Bledsoe.  

Dio media vuelta, y, a lo largo del sendero de grava, emprendió el camino de la casa. Regresé al automóvil, y lo conduje despaciosamente hasta el edificio de la administración. Una muchacha que llevaba un ramillete de violetas en la mano, me saludó alegremente con un ademán. Dos profesores con ropas oscuras hablaban serenamente junto a una fuente. En el edificio reinaba el silencio. Mientras subía las escaleras apareció en mi mente el rostro del Dr. Bledsoe, aquel rostro esférico que parecía deber su forma a la presión que ejercía la grasa desde dentro hacia afuera, como la presión del aire en la goma da al balón su volumen y orondez. Algunos compañeros le llamaban "Cabeza deglobo". Yo jamás le había llamado así. Desde mi entrada en la universidad se había mostrado muy amable conmigo, quizá debido a las cartas que el administrador de mi escuela le había remitido, en ocasión de mi ingreso. Pero, ante todo, el Dr. Bledsoe constituía un ejemplo de cuanto yo deseaba llegar a ser. Tenía influencia en las gentes ricas de todo el país, se le consultaba en materias concernientes a nuestra raza, era para nosotros un jefe. Poseía, no uno, sino dos Cadillacs, percibía un buen sueldo, y era el marido de una mujer atractiva, dulce, de piel casi blanca. Y lo que importaba todavía más, pese a ser negro y calvo, y a estar en posesión de todas las características de que los blancos suelen burlarse, había logrado adquirir poder y autoridad. Pese a su negra y rugosa faz tenía en el mundo una importancia superior a la de la mayoría de los blancos del Sur. Quizá se rieran de él, pero no podían ignorar su existencia.

La muchacha del antedespacho me dijo: —Te ha estado buscando por todas partes. Cuando entré, hablaba por teléfono. Alzó la vista y dijo: —Déjelo, ya está aquí. Colgó el aparato, y me preguntó con inquietud: —¿Dónde está Mr. Norton? ¿Está bien? —Sí, señor. Le dejé en sus habitaciones, y vine aquí para llevarle a usted allí. Desea verle. Se levantó apresuradamente, y vino hacia mí, siguiendo el contorno de la mesa escritorio: —¿Ha ocurrido algo malo? Yo dudé. El Dr. Bledsoe preguntó: —¿Está bien? El aterrorizado latir de mi corazón me nublaba la vista: —Ahora, sí. —¿Ahora? ¿Qué quieres decir con eso? —Bueno, Mr. Norton tuvo algo así como un desvanecimiento. —¡Dios mío! Ya imaginaba que algo había ocurrido. ¿Por qué no te pusiste al habla conmigo?  

Cogió su sombrero negro, y se dirigió a la puerta: —¡Vamos! Yo le seguí, intentando explicarle lo ocurrido: —Ahora ya está bien, y cuando se encontró mal estábamos demasiado lejos para poder telefonearle.

Mientras caminaba apresuradamente, rebosante de energía, me dijo: —¿Y a santo de qué le llevaste tan lejos? —Le llevé a donde él me dijo, señor. —¿Y dónde era eso? —A la vieja zona de los esclavos —contesté, atemorizado. —¡Allí! Muchacho, ¿estás loco? ¿No se te ocurrió otra cosa que llevar allá a un miembro del patronato? —Me lo pidió, señor. Cuando dije esto, íbamos por el sendero, y respirábamos el aire primaveral. El Dr. Bledsoe se detuvo y me dirigió una mirada de exasperación, como si yo hubiera dicho una inconcebible barbaridad. —¡Qué importa lo que él quisiera! —Y se sentó en el asiento delantero, junto al mío—. Parece que Dios Nuestro Señor puso en tu cabeza menos sentido común que en la de un chorlito. ¡A esos blancos les enseñamos lo que nosotros queremos que vean, y les llevamos a donde nosotros queremos que vayan! ¿No sabías eso? Te creía más inteligente.

Al llegar frente al Rabb Hall detuve el automóvil, sintiéndome aún paralizado por la sorpresa y las dudas que en mí habían provocado las palabras del Dr. Bledsoe. —No te quedes ahí. Ven conmigo. Apenas hubimos penetrado en el edificio, tuve ocasión de pasmarme otra vez. El Dr. Bledsoe se detuvo ante un gran espejo, y allí borró la airada expresión de su rostro, compuso su faz tal como lo hía un escultor, convirtiéndola en una amable máscara, en la que, como único rastro de la emoción que antes había visto yo en ella,quedó el brillo de las pupilas. Durante un instante contempló fijamsu reflejo en el espejo, después cruzamos rápidamente el silencivestíbulo y emprendimos el ascenso de las escaleras. Una compañera de estudios estaba sentada ante una graciosa mesilla cubierta de semanarios gráficos. Junto al ventanal había una peceracon peces de colores y la reproducción de un castillo medieval, alrededor del cual las carpas doradas permanecían inmóviles, salvo por el suave abaniqueo de sus aletas de tul, causando la impreón de una móvil y pasajera suspensión en el transcurrir del ti. El Dr. Bledsoe preguntó a la chica:

—¿Está Mr. Norton en sus habitaciones?  

—Sí,

señor, Dr. Bledsoe. Dijo que tan pronto llegase usted pasara a verle. El Dr. Bledsoe se detuvo un instante ante la puerta, carraspeó, y luego golpeó la madera, suavemente, con los nudillos. —¿Mr. Norton? —dijo, con una sonrisa en los labios. Cuando le invitaron a entrar, yo le seguí. Era una habitación grande, con amplios ventanales. Mr. Norton estaba sentado en un sillón de orejas, y en mangas de camisa. En el fresco cubrecama, se veía una muda recién dispuesta. Sobre el ancho hogar, un retrato al óleo del Fundador me miraba desde lo alto, lejano, benévolo, triste, y, en aquel instante crucial, profundamente desilusionado. Vagamente, me pareció tener una revelación; fue como si un velo hubiera caído de mi vista. —Estaba preocupado por su ausencia, señor. Esperábamos que asistiera a la sesión de la tarde —dijo el Dr. Bledsoe. Pensé: ahora empieza, ahora... Repentinamente, el Dr. Bledsoe se acercó sobresaltado a mister Norton: —¡Qué veo, Mr. Norton! ¿Qué es eso de la frente? —En su voz había un extraño tono de alarma, una alarma parecida a la que expresa una abuela ante su nieto—. ¿Qué ha ocurrido, señor? —No es nada. Sólo un chichón —contestó Mr. Norton con gesto inexpresivo. El Dr. Bledsoe se volvió hacia mí, indignado. —¡Rápido, trae al médico! ¿Por qué no me dijiste que Mr. Norton estaba herido? Contesté en voz baja, mientras el Dr. Bledsoe daba velozmente media vuelta y quedaba de espaldas a mí: —Ya me he ocupado de ello, señor. El Dr. Bledsoe cloqueaba: —¡Mr. Norton, Mr. Norton! Lo siento de veras. Yo pensé que había escogido un acompañante cuidadoso y despierto. Jamás se ha producido un accidente aquí; es la primera vez. Jamás en setenta y cinco años. Le aseguro, señor, que impondremos a este muchacho medidas disciplinarias, severas medidas disciplinarias. Mr. Norton habló con voz amable:

 

—No, no hemos tenido accidente alguno, y el muchacho no responsabilidad en lo ocurrido. Será mejor que le diga que se vaya, no vamos a necesitarle.

Las lágrimas acudieron a mis ojos. Sus palabras habían provocado en mí una oleada de gratitud. —No sea tan benévolo, señor —dijo el Dr. Bledsoe—. Con gente así no se puede ser benévolo. Es preciso meterles en cintura. Si un huésped de la universidad sufre un accidente mientras está atendido por un estudiante, la culpa es, sin duda alguna, del estudiante. Este principio lo aplicamos con total rigidez. —Se dirigió a mí—: Vuelve a tu aposento, y permanece en él hasta nueva orden. —Pero yo no pude evitarlo, señor. Como ha dicho Mr. Norton... Mr. Norton, apenas una sonrisa en sus labios, dijo: —Muchacho, ya se lo explicaré yo. Todo quedará aclarado. El Dr. Bledsoe me miraba, sin que su severa expresión se hubiera alterado. —Muchas gracias, señor —dije a Mr. Norton. El Dr. Bledsoe me dijo: —Pensándolo mejor, quiero que vayas a la capilla esta noche. ¿Me comprende, pollo? —Sí, señor. Al abrir la puerta con mano helada, tropecé con la muchacha que vimos sentada tras la mesa, al entrar. —Lo siento —me dijo—. Parece que has logrado enfurecer a Cabeza de Globo. En espera de información, se puso a andar a mi lado, mientras yo guardaba silencio. Al dirigirme a mi dormitorio, la luz rojiza del sol de la tarde iluminaba el recinto universitario. La muchacha, a mi lado, me pidió: —¿Puedes dar un recado a mi novio? —¿Quién es tu novio? —pregunté, intentando ocultar la tensión de mis nervios. —Jack Maston. —Bueno, su cuarto está al lado del mío. En su rostro apareció una ancha sonrisa: —Buen chico. El decano me hizo entrar de servicio hoy, así es que esta tarde no he podido verle. Dile que el césped es verde, con esto basta.  

—¿Qué? —Que el

césped es verde. Es nuestra contraseña. El ya sabrá lo que quiero decirle. —El césped es verde —repetí. —Eso es. Gracias, mi vida. Mientras la veía dirigirse corriendo al edificio y escuchaba el sonido de sus zapatos sin tacón aplastando la grava del camino, tuve tentaciones de maldecirla. En el mismo instante en que el destino de mis restantes días, de toda mi vida, iba a ser decidido, allí estaba ella jugando con sus secretas y estúpidas contraseñas. El césped era verde, la pareja se reuniría, y la muchacha sería enviada a casa, preñada. Pero, incluso en este caso, no sería tan mal vista como yo. Hubiese querido saber qué estaban diciendo de mí. De repente, se me ocurrió una idea y corrí tras la muchacha. En el vestíbulo, un polvillo muy fino que el apresurado paso de la muchacha había levantado, flotaba iluminado por el sol, formando una inmóvil barra de luz. Pero la muchacha no estaba allí. Pensaba decirle que escuchara tras la puerta y que después me dijera lo que de mí hablaran dentro. Renuncié. Al fin y al cabo, si la descubrían escuchando, la culpa también sería mía. Además, me daba vergüenza que alguien se enterara de lo que me había ocurrido, era algo tan estúpido que nadie lo creería. Oí, al fondo del vestíbulo, los pasos de alguien que bajaba corriendo las escaleras, y una voz que cantaba. Era una voz de muchacha, dulce y esperanzada. Despacio salí de allí, y corrí a mi dormitorio. Tumbado en la cama, cerrados los ojos, intentaba pensar. La tensión estremecía mis nervios. Oí que alguien se acercaba, y me quedé rígido, a la espera. ¿Me venían a buscar ya? Una puerta cercana se abrió y cerró. Y yo quedé con la tensión inalterada. ¿A quién podía pedir ayuda? No se me ocurría ningún nombre. No había nadie a quien pudiera explicar lo ocurrido en el Golden Day. Estaba hecho un lío. Y lo más sorprendente e incomprensible era la actitud adoptada por el Dr. Bledsoe con respecto a Mr. Norton. No me atrevía a repetir mentalmente las palabras del Dr. Bledsoe, porque tenía miedo de que, al hacerlo, pusiera en peligro mis posibilidades de permanecer en la universidad. No, no podía ser verdad; seguramente había comprendido mal. No era posible que el Dr. Bledhubiese dicho lo que yo creía haber oído. ¿Acaso no le había visto, en infinidad de ocasiones, recibir sombrero en mano a los viblancos, e inclinarse humilde y respetuosamente ante ellos? ¿Acaso no se negaba a comer, en el comedor principal, con los  

huésde la universidad, limitándose a entrar al terminar éstos la comida, y declinando la invitación a tomar asiento entre ellos, les dirigía, en pie, sombrero en mano, un elocuente discurso, y se iba tras hacer una humilde reverencia? ¿Era o no era eso lo que hacía? Yo, yo mismo, mirando por el ojo de la cerradura de la puerta que separaba la cocina de los comedores, le había visto mil veces hacerlo. ¿Y acaso su canto espiritual favorito no era "Vive con humildad"? ¿Y acaso en la capilla, los domingos por la tarde, no nos había enseñado desde el púlpito, en largas parrafadas de terminante signif, que debíamos vivir contentos en el lugar que nos había ? Así era, y yo siempre le había creído. Y siempre había creído sus ejemplos de la dicha que seguir el camino señalado porelFundador proporcionaba. Esta era mi norma de comportamiento en la vida, y no tenían derecho a expulsarme de la universidad por unos hechos que yo no había cometido. No, señor, no podía. ¡Aquel maldito veterano! Estaba tan loco que contagiaba a losc. ¡Había intentado poner el mundo cabeza abajo! Había irritado a Mr. Norton. No tenía derecho a hablar a un blanco, tal como lo había hecho, ni tampoco era justo que yo fuese castigado por ello.

Alguien me sacudió, y yo me encogí. Tenía las piernas húmedas y temblorosas. Era mi compañero de cuarto. —¡Arriba, muchacho, es hora de cenar! —me dijo. Contemplé aquel rostro resplandeciente de confianza y tranquilidad; ese muchacho iba a ser granjero. Lancé un suspiro. —No tengo apetito. —Haz lo que quieras, pero luego no vengas diciendo que no te he . —No. —¿A quién esperas? ¿A una muchacha con cojinetes de bolas en las c? —No. —Mejor será que dejes de hacer esas cosas, ¿sabes? Hacen perder la salud y te convierten en un cretino. Lo que debes hacer es echarte novia y enseñarle como la luna se levanta y brilla en el verde césde la tumba del Fundador. Mira... —¡Vete al cuerno! —le grité.

Se fue, riendo a carcajadas. Cuando abrió la puerta, me llegó desde el vestíbulo, el sonido de múltiples pasos y de voces que se alejaban. Era la hora de la cena. Una parte de mi vida parecía irse con ellos, alejarse hacia una zona grisácea. Sonó un golpe en la puerta, y me puse en pie de un salto, con el corazón alborotado. Un estudiante pequeño, con gorro de novato, asomó la cabeza y gritó: —Dice el Dr. Bledsoe que vayas al Rabb Hall. Se fue antes de que pudiera preguntarle nada. Oí sus pasos al cruzar corriendo el vestíbulo para llegar al comedor antes de que sonara el segundo aviso de la cena.  

Al llegar a la puerta de Mr. Norton, puse la mano en la manecilla de la cerradura y me detuve un instante para murmurar una oración. Tras el golpe de mis nudillos, oí su voz: —Entra, muchacho. Vestía ropa limpia y, bajo la luz, su cabello blanco brillaba como la seda. En la frente llevaba un esparadrapo sujetando una gasa a la piel. Estaba solo. Le pedí disculpas. —Lo siento mucho, señor, pero me dijeron que el Dr. Bledsoe quería que viniese aquí —Así es, pero el Dr. Bledsoe tuvo que irse. Le encontrarás en su despacho, después de la capilla. —Muchas gracias, señor. Y di media vuelta, dispuesto a irme. Oí el carraspeo, a mis espaldas, y, después: —Muchacho... Esperanzado, me volví hacia él. —Muchacho, ya he explicado al Dr. Bledsoe que tú no tienes culpa de lo ocurrido. Y creo que lo ha comprendido. Sentí tal alivio que, al principio, únicamente pude mirarle fijamente, y, al través de mi mirada húmeda, le veía como un pequeño Papá Noel, vestido de blanco, con sedoso cabello. —Gracias, muchas gracias, señor —pude decir al fin—. Muchísimas gracias...— Me contemplaba en silencio, con las cejas ligeramente fruncidas. Le pregunté—: ¿Me necesitará esta noche, señor? —No, no voy a utilizar el automóvil. Los negocios me obligan a irme de lo que esperaba. Me voy esta noche.

—Puedo llevarle a la estación —ofrecí, esperanzado. —Gracias, pero el Dr. Bledsoe ya ha tomado las medidas necesarias. Solté un "oh" de desencanto. Tenía esperanzas de recobrar su aprecio sirviéndole durante el resto de la semana. Ahora, ya no tendría esta oportunidad. —Deseo que tenga un buen viaje, señor. —Muchas gracias —dijo, con una repentina sonrisa. —Y quizá la próxima vez que usted nos visite podré contestar algunas de las preguntas que me ha hecho esta tarde.

Contrajo la pupilas. —¿Qué preguntas?  

—Sí, señor... Las preguntas sobre... Sobre su destino... —Ah, sí, sí. —Y también me he propuesto leer a Emerson, señor. —Muy bien, muy bien. La confianza en uno mismo es una gran virtud. Esperaré con el mayor interés enterarme de tu contribución a mi . —Dijo mientras con la mano me encaminaba hacia la puerta.Añadió—: Y no olvides ir a ver al Dr. Bledsoe.

Salí de allí un tanto tranquilizado, pero no del todo. Todavía tenía que ver al Dr. Bledsoe y, antes, asistir a la capilla.

 

CAPÍTULO 5 Al toque de vísperas, me dirigí hacia la capilla, cruzando los terrenos de la universidad, entre grupos de estudiantes que caminaban y cuyas voces, arropadas por el crepúsculo, tenían en aquel instante un apacible sonido. Grabadas en mi memoria conlas imágenes de los amarillentos globos de vidrio opaco que siluetas débilmente dibujadas en sombras sobre la grava delsendero. Y recuerdo el desfile —hacia atrás— de ramas y follaje, sonuestras cabezas, en el aire del anochecer denso de aroma de verbena, madreselva y lilas, unido al frescor del verde revivir prima. Y recuerdo la inesperada armonía de las súbitas risas que estremecían el aire y viajaban en él sobre el césped, la armonía de risas femeninas, como un frágil campanilleo, alegres, espontáneas, ascendiendo hacia lo alto para, después, extinguirse como absorbidas rápida e inevitablemente, por la silenciosa solemnidad del aire de la hora de vísperas, en el que vibraba el sombrío doblar de las campanas. ¡Dong! ¡Dong! ¡Dong! Más allá del rumor del sereno camcerca de mí, oía el sonido de pasos apresurados en las galerías de los distantes edificios, encaminándose hacia los senderos, y también los pasos de los senderos hacia los caminos de asfalto flande encaladas piedras que comunicaban su oculto mensaje a los y mujeres, chicos y chicas, que se dirigían al lugar en que los visitantes aguardaban. No íbamos a la capilla para rendir culto, sino para ser juzgados. Y así era incluso allá, en aquel aquí, mientras el crepúsculo se deslizaba sobre la tierra, bajo el profundo azul oscuro del cielo. En aquel aquí animado por las rápidas y curvas trayectorias de los vencejos, y el vuelo bajo y dubitativo de las. Incluso en aquel aquí, en aquel actualismo de la noche todavía no iluminada por la luna que, teñida de rojo, asomaba tras la capilla, como un sol caído de lo alto, y que centraba su luminosidad no en este actual crepúsculo de aleteantes murciélagos, ni tampoco en la noche —más allá, futura— de grillos y chotacabras, sino en un lugar más cercano a ella, en el lugar al que nosotros convergíamos. Y ya avanzábamos con rígido caminar, envarados los cuerpos, en silencio, como si desfiláramos y nos exhibiéramos, pese a la oscuridad, ante la luna, ante aquella luna que parecía un ojo de hombre blanco, inyectado en sangre.

Y yo avanzaba aún más rígidamente que los demás, con el ánimo predispuesto para el juicio. Mientras las vibraciones de las campanas de la capilla estremecían las últimas capas de mi conciencia agitada, yo avanzaba como un predestinado hacia el núcleo de donde procedían. Y recuerdo la capilla, y el largo y bajo vuelo de sus aleros rojizos, como surgidos de la tierra, cual la luna ascendente. La capilla de muros pardos cubiertos de  

parras, que más parecían obra de la tierra que del espíritu humano. Y mi mente, en busca de paz, huía del actual crepúsculo de primavera, del aire impregnado de aromas, del tiempo de la crucifixión, para refugiarse en el espíritu imperante en el tiempo del nacimiento. Iba del toque de vísperas y el crepúsculo primaveral hasta el alba, blanca y clara luna de invierno, y hasta la luminosa nieve en los abetos, cuando no suenan campanas, sino que las voces del órgano y los trombones dicen canciones navideñas a las amplias extensiones cubiertas de nieve, y convierten el aire de la noche en un mar de cristal que cubre la tierra adormecida, y transmiten la revelación incluso al Golden Day y a la casa de locos. Sin embargo, en aquella actualidad del crepúsculo, yo me dirigía hacia las campanas que me anunciaban un destino irremediable, bajo la luna naciente, a través del aire denso de aromas florales. Cruzo las puertas y avanzo en silencio en el ámbito suavemente iluminado, avanzo entre los duros bancos de líneas puritanas, en busca de aquel al que estoy destinado, para sentarme y aceptar su tortura. Allá, en la parte frontal del presbiterio con la brillante barandilla de latón, y, dentro, el púlpito, están las cabezas agrupadas en pirámide de los estudiantes del coro, los rostros voluntariamente inexpresivos, y sus cuerpos cubiertos de ropas blancas y negras, y sus cabezas los tubos del órgano, oscuramente dorados, se elevan hacia el techo, en gótico orden jerárquico. A mi alrededor se mueven los estudiantes de rostro transformado en impenetrable máscara solemne, y se me antoja oír ya las voces entonando mecánicamente las canciones que los visitantes gustan de escuchar. (¿Canciones amadas, quizá? No, exigidas. ¿Cantadas? No, la ritual aceptación de un ultimátum, un sometimiento que se recita porque imparte la paz, y quizá también amado. Amado tal como los derrotados aman los símbolos de los conquistadores, un gesto de aceptación de unas condiciones imperativamente impuestas y toleradas regañadientes.) Y allí, rígido en mi asiento, recuerdo el transcurso de los atardeceres ante el amplio presbiterio, dominado, yo, por el miedo y el placer, y por el placer del miedo. Recuerdo los cortos sermones formalistas pronunciados desde este púlpito, en suave y matizada entonación, dotados de una tranquila certeza de laqueestaba ausente la salvaje emoción que animaba a aquellos rudos predicadores que casi todos nosotros habíamos escuchado en nuestrpueblos, y de quienes nos sentíamos profundamente avergonzados. No, los actuales sermones nos producían el efecto de una fórmula simple y poderosa, que, para suscitar nuestras emociones y para consolarnos, sólo precisaba la lucidez de los tersos períodos oratorios y el adormecedor ritmo de las palabras multisilábicas. Y también recuerdo las peroratas de los oradores visitantes, todos ellos con el ansia de decirnos cuán afortunados debíamos considerarnos por formar parte  

de aquella "vasta" y formalista organización ritual, cuán afortunados por pertenecer a aquella familia situada al amparo de los peligros provinentes de cuantos vivían extraviados en laiy las tinieblas. Allí, en aquel escenario se interpretaba el rito negro de Horatio Alger, siguiendo un libreto escrito por Dios mismo, con los millonarios interpretando el papel de sí mismos, con los millonarios que no selimitaban a representar el mito de su bondad, riqueza, éxito, poder, benevolencia y autoridad, armados con máscaras de cartón, sino que exhibían sus personas como concretas encarnaciones de aquellas virtudes. No se trataba del Pan y del Vino, sino de la Carne ylaSangre, vivas y vibrantes, aunque fuesen, en realidad, marchitas, viejas, próximas a la muerte. (Ante esto, ¿quién podía no tener fe? ¿Acaso cabía la menor sombra de duda?)

Y también recuerdo nuestra actitud ante aquellos otros, ante las gentes como las que me habían enviado a este Edén, a quienes nosotros conocíamos pero no reconocíamos, que eran seres familiarmente extraños, y que nos hacían llegar su mensaje mediante la sangre, la violencia, el ridículo, la torcida sonrisa condescendiente, y que nos exhortaban, amenazaban y atemorizaban con palabras primarias, descriptivas de las limitaciones de nuestras vidas, de la inmensa insensatez de nuestras aspiraciones, de la increíble locura de nuestra impaciencia por llegar todavía más alto. Eran gentes que, al hablar, suscitaban en mí la involuntaria visión de hilillos de saliva sanguinolenta deslizándose por sus barbillas, tal como se les desliza el jugo del tabaco que suelen mascar. Y en sus labios veía coágulos de leche surgidos de los marchitos pechos de millones de esclavas madres negras. Tenían un conocimiento agudo y malévolo de nuestro modo de ser, adquirido en nuestras propias fuentes, que vomitaban corrompido sobre nuestros rostros. Nos decían "vuestro mundo es así", y nos lo describían, y nos decían, ésta es vuestra tierra y vuestro horizonte, éstas vuestras estaciones y vuestro clima, ésta vuestra primavera y vuestro verano, y el otoño y la cosecha llegarán quién sabe cuándo, dentro de mil años quizás. Y en vuestra tierra padeceréis estos ciclones y estas riadas, y en ella nosotros seremos vuestro rayo y vuestro trueno. Y así debéis aceptarlo y amarlo, y aun cuando no lo améis, debéis aceptarlo. Debemos aceptarlo, incluso cuando aquellas gentes no estaban junto a nosotros, incluso cuando los hombres que construían ferrocarriles y buques y altas torres de cemento, estaban ante nosotros en carne y hueso, y podíamos oír sus voces distintas, sin ofrecer signos de  

peligro, y cuando más sincero nos parecía el placer con que escuchaban nuestras canciones, y cuando su interés por nuestro progreso y bienestar quedaba matizado casi de bondad y de cierta impersonal indiferencia. Pero las palabras de los otros tenían más fuerza que los filantrópicos dólares, eran más profundas que los pozos que perforan la tierra en busca de oro y petróleo, más temibles que los prodigios fabricados en los laboratorios científicos. Y sus palabras primarias constituían actos de violencia ante los que nosotros, los que vivíamos en la universidad, nos mostrábamos hipersensibles, pese a que no nos las dirigían. Y también yo subí al presbiterio, y hablé como un joven estudiante que manda su voz a las más altas y lejanas traviesas, y las hace vibrar, y sus acentos quedan prendidos allá, arriba, durante un instante, para regresar con un ligero estremecimiento de eco, como las palabras lanzadas a los árboles de una jungla o a un estanque de grises aguas pizarrosas. Palabras en las que el sonido dominaba al significado, palabras que eran como un juego con las resonancias interiores de los edificios, como un asalto al templo del oído: «¡Ay, matrona encanecida en las últimas filas! ¡Ay, Miss Susie! ¡Miss Susie Gresham vuelta de nuevo aquí, fija la vista en este alumno sonriente! ¡Escucha! ¡Escúchame! Atiende al cantor que canta palabras, e imita el timbre sonoro de trombones y cornetines, e interpreta variaciones temáticas de saxo bajo. ¡Atiende! Tú, vieja conocedora de sonidos de voces, de voces sin mensaje, de vientos sin noticias en sus alas, escucha el sonido de las vocales, y el golpeteo de las dentales, las bajas y rasgadas notas guturales nacidas en el vacío de la angustia, escucha estos sonidos viajeros en el ritmo curvo de un predicador oído hace años, en una iglesia baptista desnuda de imágenes. No hay soles sangrantes, no hay lunas en llanto, ni gusano que rechace el festín de la carne sagrada y que no baile en la tierra al amanecer de Pascua florida. ¡Ay, logro del canto! ¡Ay, alto triunfo de la resignación! ¡Ay, río de sonidos como palabras, denso de flotantes pasiones ahogadas! ¡Ay, náufragos restos de ambiciones imposibles, de rebeldías muertas al nacer! ¡Mis sonidos invaden vuestros oídos! ¡Oyentes atentos, rígidamente alineados ante mí! ¡Cuellos tensos al frente, oídos atentos! ¡Oyentes! ¡Ay, ese regar de sonidos el techo! ¡Ese batir el tambor renegrido de sombras lejanas tras traviesas! ¡Esa inmensa parrilla de tortura en el techo, hecha de leños pulidos por miles de voces! ¡Voces que la golpean como a un xilórgano! ¡Palabras que desfilan en masa, como la banda de estudiantes marchando prados universitarios arriba, y vuelta prados abajo, con triunfales sonidos de atabales y cornetas, huérfanos de triunfos! ¡Atiende, Miss Susie! ¡Escucha el sonido de palabras que no son palabras! ¡Escucha las falseadas notas cantando logros todavía no logrados, llevados por mi voz hasta ti, vieja matrona que supiste del sonido de la voz del Fundador, y  

supiste de los acentos y el eco de su promesa! Tu vieja cabeza grisácea se inclina hacia un lado, al igual que las de los muchachos junto a ti. Tienes los ojos cerrados y estático el rostro, mientras mi aliento, mi fuerza, mi fuente, te lanzan el sonido de las palabras, como burbujas de vivos colores. ¡Escúchame, vieja matrona! ¡Justifica estos sonidos con el amado signo aprobatorio de tu querida y vieja cabeza, con tu sonrisa de ojos cerrados, y tu leve reverencia de aceptación! ¡Hazlo tú, que jamás fuiste engañada por el mero significado de las palabras, no de mis palabras, de estos aleteantes sonidos de colores que han rozado tus párpados hasta hacerlos temblar en éxtasis, sino de aquellas otras que son tan sólo el sonido de una promesa, repetido por los ecos! Y después de cantar, cuando hayamos salido de aquí, toma mi mano, y dime con tu voz temblorosa: "Muchacho, llegará el día en que serás el orgullo del Fundador". ¡Ay, Susie Gresham, guardián de las ardientes muchachas sentadas en los puritanos bancos, que jamás tendrán en los ríos de sus vidas el agua de tu Jordán! ¡Oh tú, reliquia de la esclavitud, a quien la universidad ama pero no comprende; tú, vieja y esclavizada pero portadora de un algo cálido y vital, perdurable frente a todo aquello de lo que esta isla de vergüenza nunca se avergonzó! A ti, sentada en el último banco, he dirigido el caudal de mi sonido, y en ti pensaba, con pena y vergüenza, mientras esperaba el inicio de la ceremonia.» Los invitados de honor cruzaron silenciosamente el presbiterio, camino de las sillas de madera labrada, con altos respaldos, escoltados por el Dr. Bledsoe, que se comportaba con solemnidad de maîde hotel. Este, lo mismo que algunos visitantes, vestía pantalones de corte, chaqué de solapas con ribete de seda, y lucía un suntuoso plastrón. Tal era el atuendo que solía llevar en ocasiones como la presente. Sin embargo, pese a la elegancia de estas ropas, el Dr. Bledsoe conseguía, con su arte, ofrecer un humilde aspecto. Los pantalones de corte siempre presentaban marcadas rodilleras, y el chaqué quedaba anchuroso y desajustado en los hombros. Desde mi sitio, contemplaba al Dr. Bledsoe que sonreía a los invitados —blancos todos ellos, salvo uno—, ahora a éste, ahora a aquél. Y al ver cómo les ponía la mano en el brazo o en la espalda, y, después, murmuraba unas palabras al oído de un protector de rostro anguloso, que, a su vez, tocaba familiarmente el brazo del Dr. Bledsoe, yo no podía reprimir un escalofrío. También yo había tocado, hoy, ahombre blanco, y, ahora, sabía que los resultados serían desastrosos. Y me di cuenta de que el Dr. Bledsoe era el único entre nosotros, exceptuando barberos y enfermeras, que podía tocar impunemente a un hombre blanco. Y recordaba que, en el momento en que los invitados blancos subían al presbiterio, el Dr. Bledsoe solía poner la mano en sus brazos o espaldas, en un ademán que sugería elede un poder mágico sobre ellos. Al estrechar las manos, sonreía, y sus dientes destellaban. Cuando todos los invitados estuvieron sentados, el Dr. Bledsoe ocupó la última silla, al final de la hilera. 'I'ras ellos, los rostros de los estudiantes del coro formaban filas superpuestas y en retroceso. El organista permanecía a la espera, con la cabeza vuelta hacia  

atrás, lanzando, de vez en cuando, rápidas miradas a su instrumento. Vi que el Dr. Bledsoe, cuya vista recorría el espacio ocupado por los asistentes, daba un súbito cabezazo, sin volverse a mirar atrás. Fue como si con una invisible batuta hubiera marcado el inicio de un concierto. El organista se giró de espaldas, y encogió y echó hacia delante los hombros. Del órgano brotó una alta cascada de sonido, denso y penetrante, que comenzó a crecer lentamente, invadiendo el ámbito de la capilla. El cuerpo del organista se retorcía y oscilaba en la banqueta, mientras sus pies se movían alados, bailando ritmos totalmente ajenos al solemne tronar del órgano. Y enel rostro del Dr. Bledsoe se dibujaba una benévola sonrisa de recogimiento espiritual. Sin embargo, su mirada atenta saltaba rápidamente de un punto a otro. Primero, se fijó en las filas deestudiante, después en la zona reservada a los profesores. Y en suvistahabía una velada amenaza para unos y otros. El Dr. Bledsoe exigía que todos asistiéramos a estas sesiones. En ellas se anunciaban con ampulosa retórica las orientaciones y normas generales delauniversidad. Cuando su vista pasó por los bancos en que yo mehallaba, tuve la impresión de que se detenía un instante en mi rostro. Miré a los invitados: estaban sentados con aquella expresión de vigilante serenidad que adoptaban cuando sabían que nuestra vistaconvergíaen ellos. Y me preguntaba a cuál de ellos podía dirigirme que intercediera por mí ante el Dr. Bledsoe. Sin embargo, enmi fuerointerno sabía que no podía recurrir a ninguno deellos. Pese a la concentración de hombres importantes a su alrededor, y pese a la postura de humildad y obediencia que le hacía parecer más pequeño que los demás (cuando, en realidad, era más corpulento), el Dr. Bledsoe lograba que su presencia nos impresionara más que la de los invitados. Yo recordaba la leyenda de su llegada a la universidad, años atrás. Cuando el Dr. Bledsoe llegó, era un muchacho descalzo que había atravesado a pie, con el atillo al hombro, dos estados, impulsado por su fervor por los estudios. En los primeros días, le encomendaron la labor de dar de comer a los cerdos, y en breve tiempo llegó a ser el mejor porquerizo de que se tenía memoria en la universidad. Poco después, el Fundador, impresionado por la personalidad del muchacho, le nombró su mandadero. Todos nosotros sabíamos cómo había ascendido hasta la presidencia, merced a su intenso trabajo durante años y años, y todos nosotros, en algún momento de nuestras jóvenes vidas, habíamos deseado que el Dr. Bledsoe, para demostrar su amor a la ciencia, hubiera abandonado la universidad, o se hubiera dedicado a tirar de un carro, o hubiera realizado algún acto heroico de este género. Recuerdo el miedo y la admiración que inspiraba a todos nosotros, y sus fotos en los periódicos de los negros, bajo el título "EDUCADOR", compuesto en tipos rotundos como disparos. Y su rostro impreso en el papel miraba pletórico de confianza al lector. Para nosotros, el Dr. Bledsoe era mucho más que un presidente de universidad. Era un jefe, un "hombre de estado", que planteaba nuestros problemas ante quienes se hallaban en las altas esferas, incluso ante la Casa Blanca. El Dr. Bledsoe, en cierta ocasión, acompañó al presidente de los Estados Unidos en su visita al recinto universitario. Era nuestro jefe,  

nuestro mago, el hombre que obtenía las altas subvenciones y la abundancia de becas, el que conseguía publicidad en los periódicos. Era nuestro temido papá negro retinto. Cuando las voces del órgano se extinguieron, vi que allí, en las más altas filas del coro, una muchacha negra se levantaba en silencio, con la rígida precisión de una bailarina moderna. Y la muchacha inició el canto de un motete. Comenzó en voz baja, cual si cantara para sí sentimientos de la mayor intimidad. Su voz era un sonido que no se dirigía al auditorio, pero que éste oía contra la voluntad de la cantante. Gradualmente, aumentó el volumen de su voz, hasta que ésta pareció convertirse en una fuerza autónoma que intentaba en la muchacha, que pretendía violarla, golpearla, estremecerla rítmicamente, como si la voz se hubiera convertido en el origen de su existencia, en vez de ser el fluido resultado de su capacidad creadora. Vi a los invitados blancos del presbiterio volverse hacia atrás para contemplar la delgada figura de la muchacha mulata, vestida «le blanco, destacando contra los tubos del órgano a su espalda. Y a nuestros ojos, la propia muchacha parecía un elemento más del órgano un elemento, un tubo, de angustia sublimizada, reprimida, dominada; y su rostro delgado y vulgar había quedado transformado por lamúsica. Yo no pude comprender las palabras de la canción, pero sí la expresión triste, vaga y etérea de la música en la voz de lamuchacha, que palpitaba de nostalgia, pena y arrepentimiento. Y en el momento en que su cuerpo descendió suavemente, yo sentí un nudo en garganta. El movimiento de la muchacha no fue el propio de sentarse, sinouna caída sometida al dominio de la voluntad, como si oscilara, mientras sostenía en la voz la ascendente burbuja de su final, mediante un cierto ritmo de su sangre, o mediante cierta mística concentración de su ser, una concentración o un ritmo expresados con el sonido a través del fluido de sus grandes ojos de miradaalz. No hubo aplausos, sino un profundo silencio de agradecimiento. Los blancos se dirigían unos a otros sonrisas de aprobación Y yo pensaba en la temida posibilidad de verme obligado a dejareste universitario, en la posibilidad de ser expulsado. Imaginabaregreso a casa y las reconvenciones de mis padres. en mi desesperación, contemplaba la escena ante mí, como si la viera ya desde aquel amargo futuro, y me parecía estar contemplandel presbiterio y quienes lo ocupaban, a través de un telescoinvertido, viéndolos como menudas figuras, como muñecos cumpliendoun rito sin sentido. Allí, más allá de las filas de alumnos, másallá de lcabelleras secas como la yesca, o grasientas y relucientes,leía en voz alta el programa de la velada, apoyado un facistol, a la luz de una lamparilla de apagado resplandor. Otra figura se alzó y dirigió una plegaria. Otro habló. Y entonces,todos losque se hallaban a mi alrededor comenzaron a cantar "Lead me, lead me to a rock that is higher than I". Y como si el sonido llevara en sí una fuerza superior a la contenida en las imágenes de la escena, con respecto a la cual aquélla actuaba como un vivo fluido de unión, me sentí arrastrado de nuevo a la realidad inmediata.

Uno de los invitados se había puesto en pie para hablarnos. Era un hombre de sorprendente fealdad: negro, obeso, con cabeza en forma de bala, apoyada en un cuello cortísimo, con nariz de des 

proporcionada anchura que sostenía unas gafas de lentes oscuros. Hasta aquel momento, el hombre había estado sentado al lado del Dr. Bledsoe, pero tan fija había tenido yo mi atención en el presidente que no me había dado cuenta de la presencia de aquel otro hombre. Mi vista se había centrado solamente en los hombres blancos y en el Dr. Bledsoe. Quizá por esto, cuando el hombre se puso en pie y se adelantó hacia el centro del presbiterio, tenía yo la vaga idea de que una porción del Dr. Bledsoe se había alzado para avanzar hacia el centro, quedando otra porción sentada en la silla, sonriendo. Estaba en pie ante nosotros, con aspecto tranquilo. El cuello blanco de la camisa formaba una brillante franja entre su negro rostro y sus oscuras ropas, separando la cabeza del cuerpo. Como un diminuto Buda negro, mantenía los cortos brazos cruzados sobre la barriga. Durante un instante estuvo con la cabeza alzada, como si pensara. Después, comenzó a hablar con voz rotunda y vibrante, diciéndonos cuán intenso placer le había producido el que le permitieran visitar la universidad una vez más, tras largos años de ausencia. Por haberse dedicado a la predicación en una ciudad norteña, no había podido volver a la universidad desde los últimos tiempos del Fundador, cuando el Dr. Bledsoe era "el segundo de a bordo". Rugió: "Tiempos de maravillas, aquellos... Tiempos pictóricos de trascendencia, tiempos cargados de felices presagios". Mientras hablaba, unió las yemas de los dedos de una y otra mano, formando con ellas una especie de jaula, y tras juntar los pies, su cuerpo inició un lento y rítmico balanceo. Se ponía de puntillas e inclinaba el cuerpo hacia delante hasta que parecía fuese a caer de narices, pero después, se inclinaba hacia atrás, apoyándose en los talones hasta que causaba la impresión de que le faltase poco para caer de nuevo, aunque, en esta ocasión, de espaldas. Las luces producían destellos en sus gafas de lentes oscuros, y parecía que la cabeza flotaba en el aire, independiente del cuerpo, salvo por el ínculo de unión formado por la blanca franja del cuello postizo. Habló al compás de su balanceo de modo que, en poco tiempo, se estableció un ritmo de palabras y movimiento. Y, entonces, reavivó los sueños de nuestros corazones: —...Esta tierra baldía, tras la Emancipación, esta tierra de tinieblas y dolor, de ignorancia y degradación, en la que el hermano se alzaba contra el hermano, el padre contra el hijo, el hijo contra el padre, el amo contra el esclavo y el esclavo contra el amo. Tierra en la que sólo imperaban las tinieblas y la destrucción, tierra de llanto. Pero a esta tierra llegó un humilde profeta, sencillo como el carpintero de Nazaret, esclavo e hijo de esclavos que tan sólo ó a su madre.  

Sí, nació esclavo, pero desde un principio ó la marca de una preclara inteligencia y de un destino de príncipe, Nació en la más pobre región de esta tierra baldía, que aún mostrablas cicatrices de la guerra. Sin embargo, este hombre iluminaba los lugares por los que pasaba. Tengo la certeza de que oscómo transcurrió su precaria infancia, y de que sabéis tamén cómo su preciosa vida casi fue extinguida por aquel demente primo que roció de lejía al tierno infante, agostándole la fuente de otras vidas, y cómo aquella criatura estuvo nueve días enestadocomatoso, cual si hubiera muerto, y cómo sanó súbita y milagrosamente. Podríamos decir que aquello representó una resurreccón, o un segundo nacimiento.

Sonriente, gritó: —¡Oh, jóvenes amigos, jóvenes amigos, es ésta una historia muyhermosa! La habréis escuchado muchas veces seguramente. Recordemos cómoaquel niño se inició en el saber formulando agudas preguntasa quienes le rodeaban, sin recurso a ilustres maestros. Recordemoscómo aprendió por sí mismo el alfabeto, y a leer y escribir,y adesentrañar el significado de las palabras, sirviéndose instintivamente la gran sabiduría contenida en la Sagrada Biblia. Yya sabéiscómo escapó, y cruzó montes y valles para llegar a aquellasededel saber, y cómo perseveró trabajando día y noche paraalcanzar privilegio de estudiar. No ignoráis sus brillantes estudios, ni án pronto llegó a ser un elocuente orador. Y después, le llegóelmomento de recibir el título de sus estudios, y de regresar, traslargos años deausencia, titulado y en total pobreza, a la tierra quele vio nacer.

»Comenzó entonces su gran lucha. Imaginad, mis jóvenes amigos: los nubarrones de la ignorancia cubrían la tierra, los blancos y los negros se miraban con odio y recelo, deseosos de progreso pero dominados por el recíproco miedo. Una amplia zona de nuestra patria estaba sometida a horribles tensiones. Todos estaban perplejos, preguntándose qué debía hacerse para disipar el miedo y el odio agazapados en la tierra, como demonios prestos a saltar sobre la presa... Y vosotros sabéis que aquel hombre llegó allá, y supo mostrar el camino a seguir. Sí, sí, amigos míos, tengo la seguridad de que lo habéis oído mil veces, de que conocéis los trabajos de este santo varón, de que no ignoráis su gran humildad y la claridad nunca empañada de su visión, cuyos frutos gozáis ahora. Supo convertir el cemento en carne. Y su sueño, concebido en la pobreza y la oscuridad de la esclavitud, se ha hecho realidad, realidad total, realidad incluso en el aire que respiráis, en las dulces armonías de vuestras voces unidas, en el saber que cada uno de vosotros, hijas y nietas, hijos y nietos de esclavos, adquiere en las luminosas y bien equipadas aulas. Imaginad a este esclavo, a este Aristóteles negro,  

avanzando lentamente, con mansa paciencia, con una paciencia no sólo humana, sino basada en la fe inspirada por Dios. Vedle avanzando, superando una a una todas las oposiciones, dando al César lo que es del César, sí, ciertamente, pero buscando constantemente procuraros este brillante horizonte que ahora se abre ante vosotros. Extendió la mano al frente, con los dedos separados: —Lo dicho ha sido repetido una y mil veces a lo largo y ancho del país y constituye el estímulo de un pueblo humilde, pero en rápido progreso. Vosotros habéis oído esta historia, esta historia verdadera, tan rica en consecuencias, esta viva parábola de gloria y humildad, y esta historia, digo, os ha dado la libertad. Incluso aquellos que llegaron a esta sede hace apenas un semestre, no lo ignoran. Habéis oído su nombre en labios de vuestros padres, porque él fue quien les señaló el camino a seguir, quien les guió como un glorioso capitán, al igual que hizo aquel otro gran piloto de los tiempos antiguos, que condujo a su pueblo, sano y salvo, sobre el fondo del mar rojo como la sangre. Y vuestros padres siguieron a este hombre excepcional a través del negro mar del prejuicio, y dejaron atrás la tierra de la ignorancia, y atravesaron las tormentas miedo y la ira, en pos de este hombre que gritaba: ¡PASO A MI PUEBLO! Gritaba cuando era necesario, pero en los tiempos en que la prudencia aconseja el susurro, también sabía susurrar. Y siempre era escuchado.

Yo le escuchaba adormecido, con la espalda apoyada en el duro banco, y mis emociones se entretejían con sus palabras, como se entretejen los hilos en el telar. —Recordemos ahora su llegada a cierto estado, en el tiempo de la cosecha del algodón, donde sus enemigos habían planeado arrebatarle la vida. Y recordemos que durante el viaje fue detenido por un hombre de extraña figura, cuyas facciones deformadas, entrevistas en la oscuridad, no permitían adivinar si se trataba de un blanco o de un negro... Algunos dicen que era un griego, otros un mogol, y otros un mulato. Y aún hay otros que aseguran que era sencillamente un blanco, siervo del Señor. Fuese quien fuera, y dicho sin descartar la posibilidad de que se tratara de un mensajero enviadodirectamente desde lo Alto, ¡oh, sí, sí!, recordemos que se apareció súbitamente, sobresaltando al Fundador y al caballo del que se servía, y comunicó su mensaje, según el cual el Fundador debíaabandonar caballo y coche allí, en la carretera, y dirigirse a cierta cabaña. Después, el aparecido se fue silenciosamente, tan silenciosamente, jóvenes amigos, que el Fundador dudódesu real existencia. Y sabéis también que el Fundador avanzó enla , con determinación, pero al mismo tiempo más ymásintrigado a medida que se acercaba a la ciudad. Se extravió, seeó en un ensueño, y así estuvo hasta que sonó la detonación del primer disparo, después, la casi fatal descarga rozó su cráneo¡, Señor!, y le dejó sin sentido, aparentemente muerto. Le oí contar de viva voz su retorno a la conciencia, mientras aquellos hombres malvados estaban todavía comprobando los resultados denefandos  

hechos, y le oí contar cómo permaneció inmóvil, intentando acallar los latidos de su corazón, para evitar que, aloírlos, gente enmendara su fracaso con un "coup-de-'",como dicen los franceses. ¡Ah, y también sé que todos vosotros éis vivido con él su huida! En aquemomento me pareció que el orador fijaba la vista directamenteenmis ojos húmedos. —Le habéis acompañado en su despertar, os habéis alegradocon él por haber salido del trance sin más daño. Os alzasteis del suelo cuando él lo hizo, y contemplasteis, como él lo hizo, las huellas de los pesados pasos de aquellos hombres, y los cartuchos en el polvo, junto a las señales que dejó su cuerpo derribado. Sí, y también recordáis la fría sangre mezclada con polvo del camino, cuyo derramamiento no llegó a ser mortal. Y junto con él os habéis dirigido apresuradamente, dubitativos, a la cabaña indicada por el desconocido, en la que el Fundador encontró a aquel negro que parecía loco. Ya le recordáis... En la plaza del pueblo, los niños se reían de él, y era viejo, con cómica expresión en el rostro astuto, algo chocho. Y, sin embargo, él fue quien vendó vuestras heridas, así como las del Fundador. Y el viejo esclavo demostró un sorprendente conocimiento en el arte de curar, germología y escabología le llamaba él. ¡Ja, ja!, y demostró también la juvenil agilidad de sus manos. Afeitó nuestras cabezas, y limpió nuestras heridas, y las vendó hábilmente con gasas robadas a uno de los jefes de la muchedumbre alzada contra el Fundador. Y recordáis como vosotros, juntamente con el Fundador, vuestro Guía, aprendisteis el triste arte de escapar, orientados, al principio, mejor dicho, iniciados en él, por aquel hombre con trazas de loco, quien, a su vez, lo había aprendido durante la esclavitud. Ya lo sabéis, escapasteis con el Fundador, aprovechando la oscuridad de la noche. Corristeis en silencio a lo largo del cauce del río, mientras los mosquitos os picaban, y las lechuzas hucheaban, y a vuestro alrededor revoloteaban los murciélagos, y silbaban las culebras arrastrándose entre las rocas, allí en la fiebre y el barro, en la oscuridad y el lamento. Pasasteis el día siguiente escondidos en la cabaña dividida en tres pequeños cuartos en los que dormían treinta personas. Permanecisteis escondidos hasta el anochecer, en la chimenea del hogar, entre cenizas y hollín, vigilados por la abuela que dormitaba al amor de una lumbre que evidentemente no existía. Allí estuvisteis en la oscuridad, y cuando vuestros perseguidores os vinieron a buscar con sus mastines, creyeron que la anciana estaba loca y se marcharon. ¡Pero ella sí sabía, ella, la anciana, sabía que allí había fuego! ¡Sabía distinguir el fuego que arde sin consumir! ¡Señor, qué biensabía!

Entre el auditorio se alzó una voz de mujer, cuyas palabras contribuyeron a precisar la visión presente en mi mente: —¡Es cierto, Señor! ¡Es cierto! —...Y con él salisteis de allí, de madrugada, escondidos en un carro cargado de algodón, totalmente cubiertos por la carga. Y respirabais a través del segundo cañón de una escopeta, mientras sosteníais en la mano, entre los dedos, formando abanico, los cartuchos que afortunadamente no tuvisteis que emplear. Y con él llegasteis a aquella ciudad en la que el aristócrata amigo os  

escondió en su casa durante la noche. Y a la noche siguiente, fuisteis huéspedes del herrero blanco que no sentía odio hacia vosotros. ¡Qué sorprendentes contradicciones se descubren en el vivir clandestino! ¡Huíais ayudados por quienes os conocían y por quienes no os conocían, sí! La sola visión del Fundador bastaba para impulsar a algunos a ofrecerle su ayuda. Y otros, blancos y negros, se la ofrecían sin verle. Pero fue ayudado principalmente por la gente de nuestro pueblo, porque siempre hemos ayudado a los nuestros, y vosotros pertenecéis a vuestro pueblo, y vuestro pueblo os ayuda. Y de este modo, jóvenes amigos, hermanas y hermanos, fuisteis con él de cabaña en cabaña, en noches oscuras y en amaneceres, por llanos y montes. Y proseguisteis vuestro camino recibiendo la ayuda de mil manos, pasando de una a otra mano, manos negras, y algunas manos blancas, y todas ellas iban forjando la libertad del Fundador, y nuestra propia libertad. Le iban dando forma, como las voces dan forma a una canción sentida en el fondo de nuestra alma. Y vosotros, y cada uno de vosotros, estabais con él. ¡Bien sabéis cuán cierto es lo que digo! ¡Lo sabéis porque fuisteis vosotros mismos quienes, entonces, alcanzasteis la libertad! ¡Sí, ciertamente, ya sabéis la historia! El orador descansó unos instantes. Con una sonrisa radiante en su rostro, giraba la cabeza a derecha e izquierda, en un movimiento que me recordaba el de un faro, mirando a todos lados a lolargoy ancho de la capilla, mientras yo intentaba contener la emoción. Por primera vez en mi vida, la evocación de la figura del Fundador me había entristecido. La universidad parecía alejarse rápidamente de mí, en un movimiento de retroceso, desvaneciéndose como se desvanecen los sueños cuando poco a poco comenzamos a despertar. Los ojos del estudiante sentado a mi lado estaban anegados en lágrimas que daban a su mirada una expresión extraviada; tenía las facciones rígidamente inmóviles, como si mantuvieralucha interior. El obeso orador había conmovido al auditorio, sin mostrar, por su parte, el menor signo de esfuerzo. Parecía totalmente centrado en sí mismo, oculto tras las gafas de oscuros cristales, y únicamente la movilidad de los músculos del rostro acompañaba la expresión oral del drama. Di un codazo a mi vecino, y en un susurro le pregunté:

—¿Quién es? Me dirigió una mirada de enojo, casi de indignación: —El Reverendo Homer A. Barbee, de Chicago. En aquel momento, el orador apoyó el brazo en el atril y orientó el rostro hacia el Dr. Bledsoe: —Habéis oído, amigos, el luminoso principio de esta hermosa historia. Pero también tuvo su luctuoso final, un final que, en muchos aspectos, quizá sea la parte más fecunda. Me refiero al ocaso de aquel glorioso hijo del amanecer.

Se dirigió directamente al Dr. Bledsoe: —Fue un día aciago, Dr. Bledsoe. Y me atrevo a recordárselo, señor, porque allí estábamos los dos.  

Se dirigió a nosotros, con una sonrisa de melancólico orgullo en el rostro: —¡Oh, sí, mis jóvenes amigos! Le conocí bien, y le amé, y estaba con él en aquellos tristes momentos. En aquel entonces, hacíamos una gira por varios estados a los que él transmitía su mensaje. Las gentes habían acudido a escuchar al profeta, la multitud había respondido a su llamada. Gentes que parecían pertenecer a tiempos ya superados: mujeres en batas de percal y guinga, hombres en mono de trabajo y remendadas ropas de alpaca. Un mar de rostros sorprendidos, las cabezas cubiertas con viejos sombreros de paja, con gorras desgastadas por el sol y la lluvia, nos contemplaba en silencio. Eran gentes venidas en carros arrastrados por mulas o bueyes, gentes venidas a pie desde distantes lugares. Transcurría, entonces, el mes de septiembre, un septiembre anormalmente frío. El Fundador hablaba de paz y confianza a aquellas almas agitadas, y les señalaba, en lo alto, una estrella de esperanza. Y así íbamos de pueblo en pueblo propagando el mensaje. ¡Oh, aquellos días de incesante viajar, días de juventud, días de primavera! ¡Soleados, fér, floridos días pletóricos de promesas! En aquellos indescriptibles ías de gloria, el Fundador daba cuerpo a su sueño, no sólo aquí,este valle desolado, sino también allá, y más lejos, a lo largo y ancho de nuestro país, y sembraba su sueño en el corazón de las gentes. De este modo, construía el andamiaje de una nación. Lanzaba a los vientos el mensaje que caía como una semilla en tierras fecundas e incultas, se sacrificaba, luchaba con sus enemigos de uno y otro color, sí, los tenía entre las gentes de una y otra pigmentación, y también los perdonaba. E impulsado por la trascendencia de mensaje, penetrado de su abnegada vocación, seguía adelante, sin detenerse. Y su celo, o quizá su humano orgullo, le hacía olvidar los consejos de los médicos. Vívidas en mi imaginación están las fatales ágenes de aquella sala atestada de oyentes. El Fundador tenía ya auditorio bajo el dulce dominio de su elocuencia, conmoviéndolo, ándolo, instruyéndolo. Allá, abajo, los rostros absortos, extasiados, estaban bañados en el rojizo resplandor de la gran estufa de carbón, y tomaban el oscuro color rojo de las cerezas. Sí, el imperio de la verdad del mensaje había ejercido su mágico poder en la multitud. Y, ahora, vuelvo a oír el gran murmullo que se levantó cuando la voz del Fundador dio fin a un poderoso período oratorio. Y, entonces, uno de los oyentes, un hombre de cabello blanco, se puso en pie de un salto, y gritó: "¡Señor, dinos qué debemos hacer! ¡Dínoslo, por el amor de Dios! ¡Dínoslo en nombre del hijo que me la semana pasada!". Y en toda la sala se alzó un clamor que :"¡Dínoslo, dínoslo!". En aquel instante, repentinamente, laslágrimas impidieron al Fundador continuar su oración. Súbitamente, Barbee comenzó a acompañar sus palabras con ademanes apasionados e incompletos, mientras su voz iba extinguién. Yo le contemplaba con enfermiza fascinación y, pese a saber la historia, una parte de mi ser se rebelaba contra el triste e inevitable final. —Y el Fundador se detuvo. Desbordante de emoción la mirada, avanzó dos pasos, alzó el brazo, comenzó a contestar... Y, entonces, su cuerpo vaciló. Se

 

produjo una inmensa confusión. Corrimos hacia él y nos lo llevamos fuera del escenario. El público, consternado, se puso en pie. Fueron momentos de terror y confusión, llanto y sollozos. Hasta que, como un trueno, se alzó la voz del Dr. Bledsoe, restallante de autoridad, en un canto deesperan. Mientras llevamos al Fundador a un banco para que en él su cuerpo, oí la voz del Dr. Bledsoe cantando poderosael vacío escenario, imponiendo su mando no con palabras, sino con el imponente timbre de su magnífica voz de bajo, por cierto, creo que en aquel entonces el Dr. Bledsoe solía cantar, ¿todavía lo hace?, las gentes se pusieron en pie, y las gentes se calmaron, y las gentes para vencer las fuerzas que habían hecho vacilar a su gigantesco guía. Cantaron las altas canciones negras, las canciones de sangre, carne y hueso: ¡Que es esperanza! De penalidad y dolor: ¡Que es fe! De humildad y absurdo; ¡Que es fortaleza! De incesante lucha en las tinieblas; que es: ¡Triunfo! Barbee dio una palmada y gritó:

—Cantando verso tras verso, hasta que el Guía volvió en sí. (Dio dos palmadas.) Y les dirigió la palabra. (Palmada) ¡Dios mío! Dios mío! Y les aseguró... (Palmada) Que... (Palmada) Se debía tan sólo al cansancio. (Palmada.) Se despidió de ellos estrechándoles fraternalmente la mano, y ellos se fueron alegres, satisfechos... Barbee, en silencio, dio unos pasos, recorriendo un semicírculo. Tenía los labios firmemente apretados, y el rostro embargado por la emoción. Separaba y unía las manos, como si diera palmadas, pero producía sonidos. —¡Ah!, aquellos días en que cultivaba sus fecundos campos, aquellos tiempos en que veía brotar y crecer la cosecha, aquellos tiempos juveniles, tiempos de verano, tiempos soleados...

Lanzó un suspiro de nostalgia. Y mientras él respiraba hondamente, nosotros conteníamos el aliento. Entonces, le vi extraer del bolsillo un pañuelo blanco como la nieve, quitarse las oscuras gafas y llevarse el pañuelo a los ojos. Desde mi aislamiento, más y más distante, vi que los hombres sentados en los lugares de honor, fija la vista en Barbee, sacudían lenta y tristemente la cabeza. De nuevo oí la voz de Barbee, liberada ahora de la emoción que segundos antes la embargaba; y me pareció que la voz no hubiera callado en momento alguno, como si las palabras de Barbee, vibrantes en nuestro interior, no hubiesen interrumpido su rítmico fluir, pese a que durante unos instantes el orador había callado. Continuó en tono de gran tristeza: —Sí, jóvenes amigos, sí, la esperanza humana puede pintar cuadros de alegres colores, puede transformar el buitre rapaz en noble águila o en dulce paloma. ¡Así es! Pero yo sabía. ¡Sabía!  

Su grito me sobresaltó. —Pese a la angustiada e inmensa esperanza de mi alma, sabíaaquel gran espíritu comenzaba a extinguirse, que se acercaba a solitario crepúsculo, que aquel gran sol iniciaba su descenso. A ve, nos es dado conocer estas cosas. Bajo la terrible carga de tal conocimiento, me sentía vacilar y me maldecía por comportarme de semejante modo. Pero tan grande era el entusiasmo del Fundador que seguimos de pueblo en pueblo, en veloz tránsito, a través del país, durante aquel glorioso otoño, y no tardé en olvidar lo ocurrido. Y entonces... Entonces... Entonces...

Al pronunciar repetidamente la palabra "entonces" la voz de Barbee fue convirtiéndose en un murmullo, mientras extendía las manos al frente como un director de orquesta ordenando el último y profundo diminuendo. Y su voz volvió a elevarse, sonora, casi brutal, acelerando su ritmo: —Recuerdo la salida del tren, y su avance acompañado de resoplidos, mientras ascendía la pronunciada cuesta. Hacía frío. El hielo formaba dibujos en relieve sobre los bordes de la ventanilla. Y el silbido de la locomotora era largo y desolado, como un suspiro nacido en el seno de la montaña por la que ascendíamos. En un vagón delantero, en el Pullman que el propio director general de la compañía de ferrocarriles había puesto a su disposición, nuestro Jefe yacía presa de convulsiones, víctima de una repentina y misteriosa . Yo sabía, pese a las angustiadas esperanzas de mi alma, que el sol se ocultaba ya, porque el mismo cielo lo anunciaba. Y oía el fragor del tren y el golpeteo de las ruedas contra el acero. Recuerdo que miré hacia afuera, al través del helado cristal, y vi, alláarr, la Estrella Polar, y después desapareció de mi vista, como si el cielo hubiera cerrado los ojos. El tren serpenteaba por la montaña, la locomotora galopaba como un formidable lebrel negro, y en susjlanzaba al aire bocanadas de pálido vapor, mientras nos arrasmás y más arriba. Y en poco tiempo, el cielo se puso negro, sin luna...

Mientras en la capilla resonaba la voz de Barbee pronunciando la palabra "luuuna", el orador hundió la barbilla en el pecho, de modo que el blanco cuello alzado quedó oculto, con lo que Barbee quedó convertido en una figura totalmente negra. Cuando aspiró profundamente, pude oír el sonido del paso del aire. A grandes voces, con la cabeza alzada hacia el techo, clamó: —Parecía que las constelaciones sufrieran ya nuestro inminente : en la inmensa anchura del negro cielo apareció el solitario brillo de una estrella cual un diamante, a la que vi titilar, iniciar el y deslizarse por la mejilla del cielo de azabache, como una y solitaria lágrima... Profundamente emocionado, sacudió la cabeza y, con los labios cerrados, lanzó un quejumbroso sonido. Se volvió hacia el Dr. Bledsoe, al que contempló como si apenas pudiera verle, como si, en realidad, no le viera:  

—En aquellos fatales instantes... ¡mmmmm!... yo me encontraba junto a vuestro gran rector... ¡mmmmm!, que, mientras aguardábamos el dictamen de los hombres de ciencia, se había sumido en honda meditación. Entonces, me habló refiriéndose a la estrella de: "Barbee, amigo mío, ¿ha visto?". Y yo le contesté: "Sí, doctor, he visto". En nuestras gargantas sentíamos las frías manos de la aflicción. Dije al Dr. Bledsoe: "Oremos". Y las palabras que formaron nuestros labios mientras estábamos arrodillados en el suelo estremecido por sacudidas, más que oraciones fueron sonidos de horrible e inexplicable dolor. Cuando nos levantamos en movimientos que el traqueteo del tren lanzado a toda velocidad hacía vacilantes, vimos al médico avanzar hacia nosotros. Conteniendo el aliento, fijamos nuestra vista en el inexpresivo rostro del científico, mientras con toda el alma nos preguntábamos: ¿Es portador de la esperanza, o mensajero del desastre? Allí, en aquel momento, nos comunicó que nuestro Guía no tardaría en llegar al término de su viaje. »Ya lo sabíamos, ya habíamos recibido el cruel golpe que nos dejaba mudos y paralizados, pero el Fundador todavía no nos había abandonado, todavía se hallaba al mando de sus huestes. De todos entre cuantos viajábamos con él, mandó llamar a este hombre aquí sentado ante vosotros, y a mí en cuanto ministro del Señor. Pero el Fundador necesitaba primordialmente la presencia de su amigo, del de las conversaciones y consultas a medianoche, necesitaba al camarada de tantas y tantas batallas, a aquel que, en el transcurso de largos años de lucha, había permanecido fiel en la derrota y envictoria. «Incluso ahora, puedo ver el tenebroso pasillo alumbrado por mortecinas luces, y la figura del Dr. Bledsoe avanzando a pasos inseguros, ante mí. En pie ante la puerta estaban un mozo y el jefe de servicios del vagón, el uno negro, y el otro blanco sureño, llorando. Los dos lloraban. Los dos. Cuando entramos, alzó la vista. En sus grandes ojos había resignación, pero todavía brillaban en ellos, destacando contra la blanca almohada, la llama de la nobleza y del valor. Miró a su amigo, y sonrió. Sonrió cálidamente al veterano camarada, al leal luchador, al colaborador, al maravilloso cantor de viejas canciones, que había sabido levantarle el ánimo en mode fracaso y desaliento, que con sus viejas melodías populares las dudas y los temores de las muchedumbres, el que había la adhesión de los ignorantes, de los timoratos y los suspicaces, de aquellos todavía envueltos en los míseros harapos de la ... Sonrió a éste, a éste que ahora está aquí sentado ante vosotros, que había sabido atraer a los hijos de la aflicción. El Fundador sonreía, miraba a su camarada. Y tendiendo la mano a su amigo y compañero, tal como yo ahora os tiendo la mano, dijo: "Acércate, acércate". Se acercó hasta quedar junto a la litera, y se arrodilló, la luz pasaba por encima de su hombro. La mano Fundador le tocó suavemente, y el Fundador dijo: "Ahora, tú debes llevar mi carga, sé su guía durante el resto del camino". ¡Oh, el llanto! ¡El llanto, en aquel tren! ¡Oh, el dolor para el que no había lágrimas bastantes! »Cuando el tren alcanzó la cumbre de la montaña, el Fundador ya estaba alejándose de nosotros. Y cuando el tren inició el descenso, el Fundador ya nos había dejado.  

»En el tren imperaba la desolación. El Dr. Bledsoe quedó anona, atormentada su mente por la duda, y su corazón por el dolor. ¿Qué debía hacer? El Jefe acababa de morir, y él se veía colocado de repente al frente de las tropas, como un oficial de caballería izado la silla del general caído en el curso de una carga, cabalgando a lomos del noble y herido corcel. ¡Sí, el generoso bruto de negra cepa está cegado por el fragor de la batalla, y sus miembros, conocede la pérdida sufrida, tiemblan! ¿Qué órdenes debía dar? ¿Acaso debía volver al cuartel general, desde el que el telégrafo trasmitía, incesante, triste, frenéticamente, el luctuoso mensaje? ¿Debía volver atrás para llevar el cuerpo del soldado caído, por las frías extrañas montañas, hasta su valle natal? ¿Volver con aquellos ojossinmirada, con la firme mano paralizada, con la magnífica voz enmudec, con el frío cuerpo del Jefe? ¿Regresar al cálido valle, a losverdes p, que el verbo del Jefe ya no podía animar? ¿Debíala lucha para alcanzar los ideales del Jefe, ahora que éste había partido hacia el más allá? »Naturalmente, ya sabéis lo que ocurrió. Transportó el cuerpo muerto a la ciudad extraña y pronunció aquel discurso ante los restos mortales del Jefe. Y cuando se difundió la triste noticia, el municipio decretó un día de luto. Ricos y pobres, blancos y negros, débiles y poderosos, viejos y jóvenes, acudieron a rendir su postrer homenaje; y muchos de ellos comprendieron por vez primera el valor del Jefe, ahora que le habían perdido para siempre. Cumplida esta misión, el Dr. Bledsoe regresó, acompañando el féretro, velando los restos de su amigo en un humilde vagón destinado al transporte de equipajes. Y las gentes acudían a las estaciones para expresar su condolencia. Fue un largo viaje, un viaje de dolor. Y en todo el trayecto, en el llano y en la montaña, fuese cual fuere el lugar por el que la vía férrea cruzaba, surgían las gentes para expresar su unánime dolor, y su pena les dejaba, al igual que los fríos raíles de acero, clavados e inmóviles en la tierra. ¡Cuán tristes despedidas! »Y más triste aún fue la llegada. Mis jóvenes amigos, quisiera que vieseis y oyerais la escena, tal como yo la veo y la oigo. ¡Aquel llanto y aquellos lamentos de quienes habían compartido sus trabajos y afanes! Su Jefe amado regresaba a ellos marmóreamente frío, con la pétrea inmovilidad de la muerte. Aquel hombre que partió pletórico de vida, en la flor de la virilidad, padre del entusiasmo y de la vocación de todos, les era devuelto frío, convertido ya en broncínea estatua. ¡Qué desesperación, mis jóvenes amigos! ¡La negra desesperación de los negros! Me parece verlos: errando sin rumbo por estos parajes en que cada ladrillo, cada pájaro, cada brizna de hierba suscitaba en la mente el recuerdo amado, y cada recuerdo era un cruel golpe de martillo que hundía en el corazón los agudos clavos del dolor. Sí, algunos de aquellos hombres, ya con la cabeza cana, están entre vosotros, todavía dedicados al cumplimiento de los deseos del Fundador, cultivando su viña. Y, entonces, mientras tenían ante sí el féretro cubierto de negros crespones, impidiéndoles el olvido, sintieron que la negra noche de la esclavitud les envolvía de nuevo. Olieron aquel antiguo y repulsivo hedor de las tinieblas, aquel conocido hedor de la esclavitud, mucho peor que el fétido aliento de la  

pálida muerte. Su luz amada se hallaba encerrada en un féretro negro, y una nube había ocultado su sol mayestático. » ¡Oh, el triste sonido de los cornetines en llanto! Me parece oírlos en este instante. Apostados en las cuatro esquinas del recinto universitario, tocaban a oración por un general muerto. Anunciaban y volvían a anunciar la triste nueva, decían y volvían a decir la triste revelación, se la comunicaban unos a otros, de esquina a esquina, a través del inmóvil silencio del aire, como si no pudieran creerla, como si no pudieran comprenderla ni aceptarla. Los cornetines lloraban como mujeres jóvenes en la muerte del amado. Y fueron llegando las gentes para cantar las viejas canciones e intentar expresar su indecible dolor. ¡Negros, negros, negros! Gente negra en luto todavía más negro. Y el crespón funerario cubría sus corazones desnudos. Cantando sin rebozo sus populares canciones negras de pena. Venían avanzando penosamente por los senderos que no bastaban para dar paso a la multitud, lloraban y gemían bajo los árboles, y el grave murmullo de sus voces parecía el quejido del viento en el bosque.fin, se reunieron en la falda de la colina, y nuestros ojos empañados por las lágrimas les vieron allí, humillada la cabeza, cantando, cantando. »Luego vino el silencio. El hoyo desolado rodeado de amargas flores. Doce manos cubiertas con guantes blancos esperaban crispadas de las cuerdas sedosas. Aquel terrible silencio. Se pronunciaron las últimas palabras. Los pétalos de una sola rosa de adiós cayeron despacio y cubrieron con la ligereza de copos de nieve la superficie del ataúd descendido por manos renuentes. Después, el regreso a la tierra, el regreso al polvo antiguo, a la fría y negra arcilla... madre... de todos nosotros. Cuando Barbee calló, el silencio era tan profundo que pude oír los gde electricidad, al otro extremo del terreno universitario, en la noche, como un pulso febril. Una voz demujer, entreel público, comenzó a gemir; fue como una triste canción sin palabras, muerta con un sollozo, al nacer. Barbee mantenía la cabeza echada hacia atrás, los brazos rígidamente caídos a los costados, las manos tensamente cerradas, como si lucharadesesperadamente para conservar el dominio de sí mismo. ElDr. Bledsoeocultaba el rostro en las manos. Alguien, cerca de mí,se sonó. Barbee dio un inseguro paso al frente. —¡Oh, sí, sí! ¡Sí! Esto también forma parte de la gloriosa historia,pero másque muerte lo considero nacimiento. Se había sembrado una gran semilla, una semilla que siempre ha dado frutos, a su tiempo, con la misma constancia que si aquel gran creador hubiese resucitado y estuviera entre nosotros. Gran creador cabe llamarle porque, si no lo fue en la carne, sí lo fue en el espíritu. Y, en cierto modo, también en la carne, pues, ¿acaso nuestro actual jefe y guía no ha llegado a ser su vivo representante, el equivalente a su presencia física? Si lo dudáis, mirad a vuestro alrededor. Mis jóvenes amigos, ¿cómo podría yo expresaros el temple de este hombre que actualmente os dirige? ¿Cómo puedo explicaros la fidelidad con que ha cumplido sus promesas al Fundador, la honradez con que le ha representado?

 

»En primer lugar, debéis tener presente lo que esta universidad era, entonces. Sin duda: una gran institución. Pero tenía ocho edificios, mientras que ahora tiene veinte. El claustro estaba formado por cincuenta profesores, y ahora hay en él, doscientos. Los alumnos sumaban unos pocos centenares y ahora, según me dicen, son tres mil. Donde ahora hay caminos de asfalto para el paso de automóviles, antes había senderos de tierra batida para carros tirados por mulas o bueyes o caballos. Me faltan palabras para expresar el gozo que experimenté al regresar aquí tras tan larga ausencia y quedar inmerso en este ubérrimo mundo de verdor, entre estos fecundos campos y fragantes jardines. ¡Y la maravilla de la planta eléctrica que proporciona fluido a una zona más extensa que muchas ciudades! Todo dirigido por gentes negras. Este es el modo en que la luz del Fundador sigue brillando. Vuestro guía actual ha cumplido con creces sus promesas. Suyo es el mérito porque él es el coautor de una noble y grandiosa realización. Es el digno sucesor de su gran amigo. Y, con justicia, su inteligente y ambicioso ejercicio de la jefatura le ha convertido en nuestro más importante hombre público. Su grandeza debe constituir un ejemplo para vosotros. Y yo os digo: procurad ser como él, aspirad a seguir sus pasos. Todavía quedan grandes cosas por hacer, ya que nuestro pueblo, aunque en rápido desarrollo, aún es joven. Debemos crear tradiciones. Si no dudáis en asumir, en su día, las cargas que ahora lleva vuestro jefe, la obra del Fundador alcanzará las más altas cimas de la gloria, y la historia de nuestra raza será una epopeya de continuos triunfos. Barbee quedó con los brazos abiertos, sonriendo al público. Su cuerpo de Buda estaba inmóvil como una estatuilla de ónix. Se oían, a lo largo y ancho de la capilla. Alzáronse murmullos de admiración. Y yo me sentí perdido, mucho más perdido de lo que me había sentido en cualquier otro momento. Durante unos breves minutos, Barbee había suscitado en mí una maravillosa visión, pero ahora, yo sabía que dejar la universidad sería tan doloroso como si me arrancaran las entrañas. Barbee bajó los brazos y comenzó a retroceder hacia su silla, en movimientos lentos, y con la cabeza inclinada como si escuchara una lejana música. Había yo bajado la cabeza para enjugarme las lágrimas, cuando oí el ahogado grito de sobresalto.

Al alzar la cabeza vi a dos invitados blancos cruzar corriendo el presbiterio hacia Barbee que, habiendo tropezado con las piernas del Dr. Bledsoe, había perdido el equilibrio y se venía abajo. Cayó hacia delante, quedando a gatas en el suelo. Los dos blancos le cogieron por los brazos y le alzaron como a un muñeco. Y vi que uno de ellos cogía algo del suelo y lo ponía en las manos de Barbee. Me di cuenta cuando éste alzó la cabeza, durante el brevísimo instante que medió entre el ademán de Barbee levantando las manos al rostro, y el momento en que los oscuros cristales brillaron ya ante el rostro. En aquellos instantes, enmarcados entre una y otra visión percibí el parpadeo de unos ojos sin luz. Homer A. Barbee era ciego.  

Murmurando excusas, el Dr. Bledsoe le acompañó hasta la silla, en la que le dejó erecto e inmóvil, con una sonrisa en los labios. El Dr. Bledsoe se adelantó al borde exterior del presbiterio y alzó los brazos. Yo, con los ojos cerrados, oí la voz del Dr. Bledsoe emitiendo un profundo sonido, como un lamento, al que se unieron en rápido crescendo las voces a coro de los estudiantes. Esta vez sentían sinceramente su canto. No era un canto para los invitados, sino para los propios cantores, un canto de esperanza y gozo. Yo quería huir, quería salir corriendo del edificio, pero no me atrevía. Quedé rígido y tenso, apoyado en el duro banco, y confiando en él como si fuera una esperanza. No podía mirar al Dr. Bledsoe porque las palabras de Barbee me habían obligado a sentirme culpable, y a aceptar mi culpabilidad. Y esto era así debido a que todo acto que comprometiera la continuidad de nuestro sueño constituía una traición; y yo la había cometido, aun sin proponérmelo. No escuché al orador siguiente, que fue un hombre blanco que repetía frases y frases emocionadas y sin hilazón, mientras se llevaba casi constantemente el pañuelo a los ojos. Después, la orquesta interpretó fragmentos de la Sinfonía del Nuevo Mundo, Dvorak, mientras su tema principal traía a mi mente resonancias de "Swing Low Sweet Chariot", el espiritual negro favorito de mi madre y mi abuelo. No pude soportarlo más. Antes de que el siguiente orador comenzara su perorata, salí de allí apresuradamente, ante la reprobadora mirada de profesores y matronas, en busca de la noche, fuera. Un arrendajo, posado en la mano de la estatua del Fundador, iluminada por la luna, repetía una nota, y ebrio de luna sacudía la cola sobre la cabeza del esclavo eternamente arrodillado. Avancé por el camino sumido en sombras, oyendo a mis espaldas la repetida nota del ave. Los faroles brillaban en el ensueño del recinto universitario iluminado por la luna, y cada farol lucía serenamente, dentro de su jaula de sombras.

Bien hubiese podido esperar hasta el término de la sesión en la capilla, ya que muy poco camino había recorrido cuando oí el apagado sonido de la orquesta interpretando una marcha. Y después, las voces de los estudiantes invadieron súbitamente la noche. Dominado por un sentimiento de premonición y temor, me dirigí al edificio de la administración y, al llegar, me quedé en el oscuro pórtico. Mi voluntad temblaba y vacilaba como las alevillas alrededor de la luz del farol que llenaba de sombras el césped ante mí. Ahora, cuando iba a tener una seria entrevista con el Dr. Bledsoe, recordaba con resentimiento el discurso de Barbee. Abrigaba la certeza de que el Dr. Bledsoe, con las  

palabras del predicador frescas aún en la memoria, escucharía mis excusas con oídos poco propicios. Y allí, en el oscuro pórtico del edificio, intentaba adivinar mi futuro, caso de que fuera expulsado de la universidad. ¿A dónde iría? ¿Qué haría? ¿Podía, en realidad, regresar a casa?

 

CAPÍTULO 6

Los estudiantes descendían por la pendiente del prado, camino de los dormitorios. Tenía la sensación de hallarme muy lejos de ellos, en un lugar remoto. Cada una de las oscuras figuras me parecía muy superior a mí, a aquel yo que, debido a una inconcreta incapacidad, había sido desterrado a un mundo de tinieblas, lejos de cuanto fuese digno y fecundo. Junto a mí pasó un grupo canturreando a coro, en voz baja. El aroma a pan recién cocido llegaba, desde el horno, a mi olfato. Aroma del buen pan blanco del desayuno, de aquellos bollos impregnados de mantequilla amarillenta, que tantas veces había deslizado en mis bolsillos, para saborearlos después en el dormitorio, acompañando la mermelada de zarzamoras que me mandaban de casa. En los dormitorios de las muchachas comenzaron a aparecer luces, como semillas luminosas sembradas al desgaire por una mano invisible. Pasaron varios automóviles. Se acercaba un grupo de viejas que vivían en el pueblo vecino. Una de ellas llevaba un bastón con el que, de vez en cuando, golpeaba el suelo ante sí, tal como hacen losci. Hasta mí llegaban retazos de su conversación, en la que comentaban con entusiasmo el discurso de Barbee y recordaban los tiempos del Fundador, y me pareció que sus voces temblorosas bordaran ytejieran la historia de aquel hombre. Y entonces, al fondo dela largaavenida bordeada de árboles, vi avanzar el Cadillac tan conocido por lodos nosotros. Súbitamente dominado por el miedo, me dirigí haciael interior del edificio de la administración. Pero, apenashubedado dos pasos, di media vuelta y regresé apresuradamenteal exterior, la oscuridad nocturna. Me sentía incapaz de enfrentarme inmediatamente con el Dr. Bledsoe. Cuando me puse a andartrasun grupo de muchachos que avanzaba por el sendero, mecuenta de que mi cuerpo temblaba sutilmente. Los muchachos discutían acaloradamente. La agitación me impedía atender a lo que decían, y me limité a seguir sus sombras, la vista fija en los destellos que bajo la luz de los faroles despedían sus zapatos recién lustrados. Ocupado en intentar concretar lo que diría al Dr. Bledsoe, no me di cuenta de que los muchachos habían desaparecido, desviándose, seguramente, para penetrar en algún edificio, y me encontré fuera del recinto universitario, con las puertas a mi espalda, descendiendo por la carretera. Di media vuelta y corrí hacia el edificio de la administración.  

Al llegar ante su despacho, le vi secándose el sudor del pescuezo con un pañuelo de orillas azules. Cuando cerró las manos y adelantó los puños ante sí, bajo la luz de la lámpara con pantalla, rebrillaron los cristales de sus gafas, mientras la mitad de su rostro quedaba sumida en la oscuridad. Quedé dubitativo bajo el dintel, repentinamente consciente de los viejos y pesados muebles, de los recuerdos de los tiempos del Fundador, de las fotografías y bajorrelieves de rostros de directores de empresa, presidentes de instituciones, hombres importantes, colgados en las paredes como trofeos o símbolos. —Adelante —me ordenó desde la penumbra. Vi que se movía, y su cabeza, en la que destacaban los ojos ardientes, se adelantó ligeramente hacia mí. Comenzó a hablar suavemente, como si bromeara, de un modo que me desconcertó:

—Muchacho, si no entendí mal, creo que además de llevar a Mr. Norton a la antigua zona de esclavos, le acompañaste también a aquella especie de alcantarilla, al Golden Day. Fue una afirmación, no una pregunta. Guardé silencio, mientras el Dr. Bledsoe me miraba con la misma benévola expresión que había animado sus palabras. Pensé que quizá Barbee había contribuido al esfuerzo de Mr. Norton encaminado a suavizar la reacción del presidente. —No, no bastaba con llevarle a la zona de esclavos —dijo—, era preciso hacer el recorrido completo, enseñárselo todo. ¿No es eso? —No, señor... Quiero decir que se sintió indispuesto, y necesitaba un whisky... —Y el único sitio que se te ocurrió fue el Golden Day. Y, en consecuencia, fuiste allá porque era tu deber, ya que Mr. Norton estaba a tu cuidado. —Sí, señor. En su voz apareció un tono de maravillado sarcasmo: —Y no sólo eso, sino que le hiciste entrar en aquel antro, y le sentar en la galería, balcón, logia, o como le llamen; y antes lepresentaste alo mejorcito de estos contornos.

Fruncí el ceño: —¿A lo mejorcito? ¡Pero si fue él quien me pidió que parase el automóvil! Yo no ía oponerme... —Claro, claro... —Quería ver la cabaña. Estaba sorprendido de que todavía las hubiera. De nuevo inclinó aprobatoriamente la cabeza:  

—Y, como es natural, tú el automóvil. —Sí, Señor. —Sí, claro. Y supongo que las puertas de la cabaña se abrieron, como por arte de magia, y las paredes comenzaron a contar su historia,y todos los chismes del lugar... Cuando intenté explicarle loocurrido, el Dr. Bledsoe explotó: —¡Muchacho! ¿Pretendes reírte de mí? En primer lugar, ¿a santoqué íbais por aquella carretera?¿No conducías tú el automóvil? —Sí, señor. —¿Te parece que no hay bastantes hogares y sitios decentes para enseñara Mr. Norton?¿Hogares y sitios decentes que hemos logrado connuestras súplicas, nuestro esfuerzo, nuestras mentiras e inclusomendigando? ¿Creesque este blanco recorrió millares de millas, desdeYork, Boston o Filadelfia, sólo para que tú le enseñaras estas miserias? ¡No te quedes con la boca abierta, di algo! —Pero yo solamente conducía el automóvil, señor. Y lo detuve cuando él lo ordenó...

—¿Ordenó, dices? ¡Te lo ordenó! ¡Maldita sea! Parece que los blancos no hacen más que dar órdenes, en ellos es un hábito dar órdenes. ¿Por qué no te inventaste una excusa cualquiera? Podías haberle dicho que aquella gente estaba enferma, que tenía la viruela, o haberle llevado a otra cabaña. ¿Por qué llevarle precisamente a la barraca de Trueblood? ¡Dios mío! Eres negro y vives en el Sur, ¿es posible que hayas olvidado cómo mentir? —¿Mentir? ¿Mentir yo a Mr. Norton, a un miembro del patronato? ¿Yo, señor? Sacudió la cabeza en expresión de impotencia:

—Y pensé haber escogido a un muchacho inteligente... ¿Ignorabas que causabas un perjuicio a la universidad? —Pero es que yo solamente quería complacerle. —¿Complacerle? ¡Y esto es un universitario! ¡El más estúpido negro hijo de mala madre que trabaja en los campos de algodón sabe que la única manera en que cabe complacer a un blanco consiste en mentir! ¿Qué clase de educación recibes en esta casa? ¿Quién te dijo que le llevaras allá? —El, señor. Sólo él. —¡No mientas! —Es la verdad, señor. —Ándate con cuidado, ¿quién te dijo que le llevaras allá? —Se lo juro, señor: nadie. —¡Puerco negro! ¡No es ésta la ocasión de mentir! Yo no soy un blanco. ¡Di la verdad!  

Tuve la impresión de que me hubiera abofeteado. Mientras le miraba, mi mente repetía: Me ha llamado puerco negro... —¡Contesta, muchacho! Este insulto, precisamente este insulto, pensaba. Y mi vista permanecía fija en la palpitación de la hinchada vena entre sus ojos, y yo me repetía: Me ha llamado puerco negro. Dije: —Yo no miento, señor. —¿Quién era el paciente con quien estuvisteis hablando? —Era la primera vez que lo veía, señor. —¿Qué dijo? —No recuerdo todo lo que dijo. Desvariaba. —Habla. ¿Qué dijo? —Se imaginaba que había vivido en Francia, y que es un gran médico... —Sigue. —Dijo que yo creía que los blancos tenían siempre razón. Súbitamente sus facciones sufrieron un espasmo, el equilibrio de su rostro se descompuso como se rompe la lisura de un lago de aguas negras al recibir el impacto de una roca: —¿Qué? Y esto es lo que tú crees, ¿verdad? —Reprimió una carcajada sarcástica, y preguntó—: ¿No es eso lo que tú crees? No contesté. Una y otra vez pensaba: Me ha llamado puerco negro, me ha llamado... —¿Quién era aquel hombre? ¿Le habías visto anteriormente? —No, señor. —¿Era sureño o del Norte? —No lo sé, señor. Con la mano golpeó el tablero del escritorio: —¡Universidad para los negros! Muchacho, ¿has aprendido aquí alguna otra cosa, además de cómo hundir en media hora una institución cuya puesta en pie llevó más de medio siglo? ¿Hablaba con acento del Norte o del Sur? —Hablaba como un blanco, pero tenía el acento del Sur, igual que cualquiera de nosotros. —Será cuestión de hacer averiguaciones. Un negro de esta clase debiera estar a buen recaudo.

 

Fuera, un reloj dio la campanada de la hora y cuarto, Su sonido quedó apagado por algo, no sé qué, dentro de mí. Exasperado, me dirigí al Dr. Bledsoe: —Dr. Bledsoe, lo siento, lo siento de verdad. Yo no me propuse ir allá, pero me fue imposible evitarlo. Mr. Norton ha comprendido cómoocurrió...

Alzó la voz: —Escucha, muchacho: Mr. Norton y yo somos hombres distintos, yaún cuando él diga que ha comprendido y que perdona todo lo ocurrido, yo sé que no lo perdona. Tu insensatez ha causado un perjuicio incalculable a la universidad. En vez de contribuir a elevar el concepto de nuestra raza, lo has hundido. —Me miraba como si yo hubiera cometido el peor crimen que la imaginación humana pueda concebir —. ¿Ignoras que no podemos tolerar una cosa así? Te di la oportunidad de ser útil a uno de nuestros mejores amigos blancos, a un hombre que podía ayudarte a hacer una gran carrera en la vida. Ytu pago fuehundir en el barro a nuestra raza. Alargó lamano y, de bajo una pila de papeles, extrajo una vieja argolladestinada, en otros tiempos, a encadenar los pies a los esclavos, a la que él llamaba orgullosamente "símbolo de nuestro progreso". —Muchacho, tengo que imponerte una medida disciplinaria. No hay vueltade hoja, ni excusa que valga. —Pero usted dio su palabra a Mr. Norton... —No me des lecciones sobre cosas que ya sé. Prescindiendo de lo que dije a Mr. Norton, me es imposible, como cabeza de esta institución, tolerar lo ocurrido. ¡Muchacho, te voy a echar de aquí!

Probablemente lo hice cuando el metal de la argolla golpeó la madera del escritorio. La realidad es que, repentinamente, me encontré en pie, inclinado hacia él y gritando, indignado: —¡Se lo diré! ¡Iré a ver a Mr. Norton y se lo diré! ¡Usted ha mentido, ha mentido a los dos! —¡Pero es posible! ¿Tienes el valor de amenazarme aquí, en mi propio despacho? —¡Se lo diré! —chillaba yo—. ¡Lo diré a todo el mundo! ¡Le hundiré! ¡Se lo juro, le hundiré! Se reclinó en la silla, murmurando: —Bueno, esto es el colmo... Durante unos instantes me miró de arriba abajo y, después, vi que su cabeza retrocedía, sumiéndose en las sombras, y, entonces, oí un sonido alto y agudo, como un grito de rabia. Cuando adelantó el rostro a la luz, vi que estaba riendo. Le miré fijamente durante unos segundos, después di media vuelta y me dirigí hacia la puerta. Antes de llegar oí que barbotaba: —¡Espera, espera! Me volví hacia él. El Dr. Bledsoe respiraba fatigosamente y tenía su gran cabeza apoyada en las manos. Por sus mejillas rodaban lágrimas. Al tiempo que se quitaba las gafas y se secaba los ojos, dijo: —Vamos, vamos... Vamos, hijo mío.  

Su voz tenía un tono entre divertido y conciliador. Aquella escena me causaba una impresión parecida a la que sentiría si a mitad de una novatada estudiantil de la que yo fuera víctima, me pidieran disculpas. El Dr. Bledsoe me contemplaba todavía estremecido por aquella violenta risa que le acometió momentos antes. Me di cuenta de que los ojos me escocían. Y le oí: —Muchacho, eres un verdadero estúpido. Los blancos no te han enseñado nada, y la astucia de tu madre brilla por su ausencia. ¿Qué diantre os ocurre a los negros jóvenes? Yo pensaba que habíais aprendido a comportaros tal como aquí nos comportamos. Pero resulta que ni siquiera percibís la diferencia entre lo que la realidad es, y lo que la realidad debiera ser. — Suspiró—. Dios mío, ¿a dónde á a parar nuestra raza? Mira, muchacho, puedes decirlo a quien quieras. Siéntate. ¡Siéntate te digo!

Me senté con repugnancia, dominado por contradictorios sentimientos de ira y fascinación, y despreciándome por obedecerle. —Dilo a quien quieras. No me importa. No moveré ni un dedo para impedírtelo. No debo nada a nadie, hijo mío. ¿Crees que debo algo a los negros? ¿A los negros? Los negros no tienen influencia alguna en esta universidad, ni en nada, ¿todavía no te han explicado eso? Pues no, no ejercen ninguna influencia aquí. Y los blancos, tampoco. Ellos mantienen universidad, pero soy yo quien la rige. Yo sé portarme como un negrazo ignorante, y decir "sí, señor, a mandar, señor", igual que cualquier campesino, cuando considero que puede ser útil, pero a pesar de esto yo soy el rey aquí, en la universidad. Poco me importa que a veces no parezca así. No es necesario hacer exhibiciones de poder. El poder confía en sí mismo, se protege a sí mismo, se justifica por sí mismo, inicia su actuación por sí mismo, se detiene por sí mismo y respira por sí mismo. Si alguna vez llegas a tener poder, lo sabrás. ¡Deja que los negros se rían de mí a hurtadillas, deja que los otros se rían a carcajadas en mis narices! La realidad es lo que antes te he dicho. Tan sólo pretendo complacer a los blancos importantes, e incluso en el caso de éstos yo ejerzo sobre ellos un dominio superior al que ellos ejercen sobre mí. Este es el mecanismo del poder, hijo mío. Y yo tengo bajo mi mano los botones de mando. Piensa un poco sobre estas cosas. Cuando te rebelas contra mí, te rebelas, en realidad, contra el poder, el poder de los blancos ricos, el poder de la nación, lo cual equivale al poder del estado, del gobierno.

Se calló durante unos segundos para permitir que sus palabras me penetrasen y se sedimentaran en mi mente. Y yo aguardé en silencio, embargado por una indignación fría y violenta. Volvió a hablar: —Y, ahora, voy a decirte algo que tus profesores de sociología no se atreven a explicarte. Si no existieran hombres como yo al frente de universidades y escuelas como ésta, no habría eso que llamamos "el Sur". Ni tampoco lo que designamos como "el Norte". Y no habría nación, al menos tal como ahora la concebimos. Medita esto, hijo mío. —Rió—. Con tanto discurso y tanto  

estudio pensaba que algo habrías aprendido. Pero tú... En fin, igual da. Adelante con los. Ve a ver a Norton. Entonces, descubrirás que Norton quiere que te castigue. Quizás él no lo sepa, pero en realidad éste es su deseo. Además, él sabe que yo sé defender sus intereses, que yo sé qué es lo que más le conviene. Hijo mío, tú no eres más que un negro de pocas luces, con cierta educación. Estas gentes blancas tienen diarios, semanarios, radios, portavoces de todo género para difundir e imponer sus ideas. Si desean decir una mentira al mundo, saben decirla tan bien que se convierte en verdad. Y si yo les digo que mientes, ellos dirán ante todo el mundo que tú mientes, aunque tú demuestres que dices la verdad. Y será así porque mi mentira será la clase de mentira que ellos desean y necesitan...

De nuevo volvió a soltar su risa alta y aguda. —Tú no eres nadie, hijo. Tú no existes. ¿No te das cuenta? ¿No lo comprendes? Los blancos dicen a todo el mundo el modo en que es preciso pensar. A todo el mundo, menos a individuos como yo. Y yo soy quien dice a los blancos cómo deben pensar. Esta es mi tarea: decir a los blancos de qué modo deben pensar con respecto a realidades que yo conozco bien. ¿Te sorprende, verdad? Pues así es. Escúchame, no fui yo quien organizó las cosas y, por otra parte, me consta que no puedo alterar esta organización. Pero yo he alcanzado un buen lugar en ella, y haré cuanto esté en mi mano para que todo negro que pretenda quitarme el sitio sea ahorcado, al amanecer, en un pino. Me miraba rectamente a los ojos y hablaba con voz intensa y sincera, como si hiciera una confesión, una fantástica revelación que yo no podía creer, ni tampoco negar. A lo largo del espinazo me resbalaban lentamente, con la lentitud del avance del glaciar, frías gotas de sudor. —Te hablo muy seriamente, hijo. Para llegar a donde ahora estoy, tuve que ser fuerte y voluntarioso, tuve que esperar con paciencia, planear detalladamente y lamer muchas manos... Sí, tuve que interpretar el papel de negrazo. —Se detuvo. Y añadió, con orgullo—: ¡Sí, ciertamente! Ni siquiera sostengo que valiera la pena realizar tantos esfuerzos; sin embargo, aquí estoy, y no pienso abandonar mi sitio. Una vez se ha ganado el juego, se recoge el premio, y se guarda, y se protege. No hay otra cosa que hacer. — Encogió los hombros con resignación—. Los hombres envejecen en la lucha para conquistarse un buen sitio, hijo. Así es que, adelante. Anda, ve y cuenta tu historia. Enfrenta tu verdad con mi verdad, y no olvides que lo que antes te he dicho es la verdad, la verdad dominante. Si no lo crees, pruébalo. Cuando inicié mi carrera, era yo un muchacho...

Dejé de escucharle. Tan sólo veía el reflejo de la luz en los discos de vidrio de sus gafas, los discos que ahora parecían  

flotar en un repulsivo mar de palabras. Verdad, verdad, verdad, ¿qué era la verdad? Nadie, ni siquiera mi madre, me creería si les explicaba mi historia. Y mañana, ni siquiera yo mismo la creería. No, ni siquiera yo... Miraba con desesperación el tablero del escritorio. Después, alcé la vista y la fijé en la vitrina que contenía aquellas rituales copas con varias asas, para el brindis de la amistad. Sobre la vitrina, un retrato del Fundador nos miraba con expresión neutra. Bledsoe reía: —¡Tus brazos son demasiado cortos para boxear conmigo, hijo! Y, en muchos años, no me he visto obligado a meter, en cintura, de veras, a un negro. —Se puso en pie, añadiendo—: Ya no son tan batallones como solían. En aquellos instantes, apenas podía moverme. Sentía un nudo en el estómago, y me dolían los riñones. Tenía las piernas insensibles. Durante los últimos tres años, me había creído un hombre, pero ahora unas breves palabras me habían convertido en un indefenso niño de teta. Con esfuerzo, me puse en pie.

Me miró como si se dispusiera a echar una moneda al aire, para tomar una decisión según saliera cara o cruz: —Espera un instante, hijo. Tu carácter me gusta. Eres un luchador, y eso me gusta. Pero te falta discernimiento, y esto puede ser la causa de tu ruina. He aquí la razón por la que debo castigarte. Ya sé lo que ahora sientes. No quieres volver a casa humillado, lo comprendo. Y ello se debe a que tienes unas vagas nociones sobre la dignidad. Pese a mi oposición, estas nociones están ocultas, subyacentes, en la mentalidad de muchos profesores teorizantes y de los idealistas educados en el Norte. Sí, ya imagino que has recibido la ayuda de algunos blancos, y ahora no quieres volver y enfrentarte con ellos, porque para un negro nada hay más amargo que la humillación inflingida por los blancos. Sé todo cuanto hace falta saber, a este respecto: este viejo profesor también ha sido insultado, humillado y escarnecido. Ahora clamo contra eso en la capilla, peroén lo he vivido. En fin, confío en que superarás estas dificultades. Ser así constituye una insensatez, se paga caro, y resulta un equipaje muy pesado para andar por la vida con él a la espalda. Deja que los blancos se preocupen del orgullo y la dignidad. Y tú procura saber quién eres y cuál es tu verdadero sitio y, después, adquiere poder, influencia y relaciones con gentes importantes. Cuando lo tengas, quédate en la sombra, y utiliza tu fuerza.

Apoyado en el respaldo de la silla, me preguntaba: ¿Hasta cuándo me quedaré aquí, dejando que se ría de mí? ¿Hasta cuándo? El Dr. Bledsoe decía:

 

—Eres

un gallito, un luchador de nervio, pero nuestra raza necesita luchadores tenaces, astutos y desengañados. Por esto, estoy dispuesto a tenderte la mano. Aunque quizá creas que te tienda la mano izquierda, después de haberte golpeado con la derecha, en el supuesto de que estés convencido de que soy hombre que ejerce el mando con la derecha, lo cual no es cierto. Pero eso no importa, puedes creer lo que quieras. Vete, vete y pasa el verano en Nueva York. Allí, te guardas el orgullo en el bolsillo, el orgullo y también el dinero, y te ganas la matrícula del próximo curso, que pagarás con tus ahorros. ¿Comprendido? Incapaz de hablar, afirmé con una sacudida de la cabeza, mientras mil ideas cruzaban mi mente en un intento de comprender su actitud, de armonizar lo que acababa de decirme con lo que antes me había dicho. —Te entregaré unas cuantas cartas de recomendación para amigos de la universidad, a fin de que te den trabajo. Pero procura emplear tu buen juicio, mantén los ojos abiertos y amóldate a las circunstancias. Si no cometes ningún disparate, entonces, quizás... En fin, ya veremos. Todo depende de ti. Calló y se puso en pie, quedando ante mí, alto, corpulento, negro, con los dos discos de cristal en los ojos. En tono seco, oficial, añadió: —Y esto es todo, joven. Le doy dos días para arreglar sus asuntos aquí, en la universidad. —¿Dos días? —¡Dos días! Bajé las escaleras, salí fuera, y seguí el sendero, al que llegué en el momento preciso en que no pude evitar doblarme por la cintura, a un árbol. Allí vacié mi estómago. Al enderezarme miré al cielo, entre las copas de los árboles. Lo vi como una alta y fresca bóveda, y en él vacilaba la imagen de la luna, descompuesta en dos. Mi visión alterada doblaba las imágenes. Inicié el camino hacia el edificio en que estaba mi dormitorio, y anduve tapándome un ojo con la mano para evitar tropezar con los árboles y faroles que se interponían en mi camino. Seguí adelante, sintiendo el sabor de la bilis en la boca, mientras pensaba que afortunadamente era de noche y no encontraría en mi camino gente que me viera en aquel lamentable estado. Sentía un intolerable ardor de estómago. Desde algún lugar del silencioso recinto universitario, llegó hasta mí el sonido de unos antiguos blues para guitarra, arrancados de un piano desafinado, las notas de los blues me llegaban en una vibración ondulante y perezosa, como el eco del silbido de un tren desolado. Otra vez me rodó la cabeza, y, en esta ocasión, vomité sobre el tronco de un  

árbol, y oí el sonido del líquido al caer en las floridas enredaderas a su alrededor. Al reemprender el camino, sentí que la cabeza me daba vueltas y vueltas. Y en mi mente desfilaron los acontecimientos del día. Trueblood, Mr. Norton, el Dr. Bledsoe y el Golden Day giraban en mi imaginación, en un torbellino surrealista. Me detuve en mitad del sendero, con la mano en el ojo, intentando borrar de mi mente aquellas imágenes, pero el constante recuerdo de la decisión tomada por el Dr. Bledsoe me lo impedía. EI de sus palabras estaba todavía en mi mente, como una realidad insoslayable, irreversible. Cualquiera que fuese la responsabilidad que yo hubiera tenido en lo ocurrido, sabía que se me consideraba culpable, y que sería expulsado. Y sólo pensar en ello me producía el efecto de una puñalada en el estómago. Y allí, en el sendero iluminado por la luna, intentaba representarme las futuras consecuencias de mi expulsión, procuraba imaginar la satisfacción que experimentarían aquellos que habían envidiado mi éxito, la vergüenza y desencanto de mis padres. Jamás podría superar aquel fracaso. Mis amigos blancos considerarían que les había defraudado. Y, entonces, recordé el miedo que dominaba a aquellos que carecían de la protección de blancos poderosos. ¿Cómo pudo ocurrirme aquello? Yo había seguido sin el menor desvío el camino que me habían señalado, había procurado en todo momento comportarme como de mí se esperaba y, sin embargo, al del camino no encontré el premio previsto, sino que allí estaba, andando a tumbos por el sendero, con la mano en un ojo para evitar romperme la crisma al tropezar con cualquier objeto sobradamente conocido que mi visión deformante pusiera en mi trayecto. Y en aquellos instantes, como última gota que hace rebosar el vaso de la amargura, se me apareció súbitamente en la oscuridad la imagen de mi abuelo, con una triunfal sonrisa en el rostro. Aquello fue superior a mis fuerzas. A pesar de la angustia y de la rabia, comprendí que la única forma de vivir por mí conocida era aquella en que había vivido hasta el momento, y también sabía que las gentes como yo no tenían otros medios para alcanzar el éxito que aquellos por mí conocidos. Tan compenetrado estaba con este modo de vida, que forzosamente debía plegarme a las consecuencias implícitas en él y ponerme de acuerdo conmigo mismo. En caso contrario, tendría que reconocer que mi abuelo llevaba razón. Y esto jamás lo haría porque, pese a que seguía considerándome inocente de lo ocurrido, vi que el único camino que me permitiría enfrentarme permanentemente con el mundo de Trueblood y del Golden Day consistía en asumir la responsabilidad de los hechos. Llegué a convencerme de que yo había infringido las normas imperantes y, en consecuencia, debía aceptar el castigo correspondiente. Me decía: El Dr. Bledsoe tiene razón, tiene razón; es preciso proteger a la universidad y cuanto ella representa. No había otro camino, y por muy doloroso que ello me resultara, pagaría mi deuda lo antes posible, y volvería a la universidad para proseguir los estudios.

En el dormitorio, conté mis ahorros, que ascendían a unos cincuenta dólares, y decidí partir para Nueva York cuanto antes. Si  

el Dr. Bledsoe mantenía su promesa de ayudarme a obtener trabajo, tendría dinero suficiente para pagar mi pensión en Men's House, lugar éste del que me habían hablado algunos compañeros que habían vivido allí durante las vacaciones de verano. Decidí salir de la universidad el día siguiente por la mañana. Mientras mi compañero de habitación sonreía y murmuraba palabras entre sueños, yo hice las maletas. Al día siguiente, por la mañana, estaba yo en pie antes de que tocaran diana. Y cuando el Dr. Bledsoe cruzó la antesala para entrar en su despacho, yo ya le esperaba sentado en un banco. Avanzó hacia mí a pasos silenciosos; llevaba abierta la chaqueta de sarga, mostrando una pesada cadena de oro que cruzaba el chaleco. Pasó sin mirarme. Cuando llegó a la puerta del despacho, dijo:

—Muchacho, no he alterado mi decisión con respecto a ti, ni pienso alterarla. —No he venido para eso, señor. Rápidamente dio media vuelta, y me miró, intrigado. —Bien, si es así, entra y expón el asunto que te trae. Tengo muchas cosas que hacer. En pie ante su escritorio, le vi colgar el sombrero en un viejo perchero de bronce. Se sentó ante mí, unió las yemas de los dedos de una mano con los de la otra, y con un movimiento de la cabeza me indicó que comenzara a hablar. Sentía ardor en los ojos, y mi voz me pareció irreal: —Quisiera irme esta mañana, señor. Parpadeó, y dijo: —¿Por qué hoy? Te di plazo hasta mañana. ¿A santo de qué tanta prisa? —No es prisa, señor. De todos modos tendré que irme, así es que prefiero ganar tiempo. Quedarme hasta mañana no serviría para nada. —Efectivamente, de nada serviría. Tu decisión me parece sensata, y te doy permiso para irte. ¿Qué más? —Eso es todo, salvo que también quisiera decirle que me arrepiento de lo que hice y que no guardo ningún rencor. Lo hice sin mala intención, pero estoy de acuerdo con el castigo. Separó y volvió a unir varias veces las yemas de sus gruesos dedos, en mesurado movimiento, mientras su rostro permanecía inexpresivo.  

—Este

es el comportamiento correcto —dijo—. En otras palabras, no quieres convertirte en un resentido, ¿no es eso? —Sí, señor. —Bien, veo que comienzas a aprender. Eso es bueno. Nuestro pueblo debe aprender a aceptar la responsabilidad, y a evitar el resentimiento. —Alzó la voz, henchida de aquella convicción que alentaba en sus discursos en la capilla—. Hijo mío, si evitas el resentimiento nada podrá impedirte alcanzar el triunfo. Recuérdalo. —Lo procuraré, señor. Se me hizo un nudo en la garganta, mientras esperaba que abordara por propia iniciativa el tema de las recomendaciones para obtener trabajo. Pero en vez de hacerlo, me miró con impaciencia, y dijo:

—¿Bien? Tengo muchas cosas que hacer, y ya te he dado el permiso que pedías. —Quisiera pedirle un favor, señor... —¿Un favor? —dijo en tono desconfiado—. Eso es ya otro asunto. ¿Qué clase de favor? —No es nada de gran importancia, señor. Usted indicó que quizá me pondría en relación con alguno de los protectores de la universidad para que me dieran trabajo. Estoy dispuesto a trabajar en cualquier cosa. —¡Ah, sí! Claro, desde luego. Durante unos instantes adoptó actitud meditativa. Su vista parecía estudiar los objetos sobre la mesa. Posó suavemente el índice en la argolla de esclavo, y dijo: —Bien, bien. ¿A qué hora proyectas irte? —En el primer autobús, si puedo. —¿Has hecho ya las maletas? —Sí, señor. —Muy bien. Coge las maletas y vuelve aquí dentro de treinta minutos. Mi secretaria te dará unas cuantas cartas dirigidas a varios amigos de la universidad. Uno u otro te ayudará. —Gracias, señor. Muchas gracias. Se puso en pie y dijo: —De nada. La universidad procura ayudar a los suyos. Sólo una advertencia: las cartas irán en sobres cerrados, no los abras, si es que quieres que te ayuden. Los blancos se fijan mucho en estos detalles. Serán cartas de presentación y solicitud de trabajo para  

ti. Ten la certeza de que diré en ellas lo que más te pueda favorecer, así es que no hay razón para que las abras. ¿Comprendido? —Nunca se me hubiera ocurrido abrirlas, señor. —Muy bien. La señorita las tendrá dispuestas cuando vuelvas. ¿Ya has informado a tus padres de lo ocurrido? —Todavía no. Sería darles un disgusto demasiado gordo decirles ahora que he sido expulsado. Les escribiré cuando esté allá y tenga trabajo. —Sí, quizá sea mejor. —Bien… Adiós, señor —dije, tendiéndole la mano.

—Adiós. Su mano era grande sorprendentemente inanimada.

Cuando yo daba la vuelta para irme, pulsó un timbre. En la puerta me crucé con su secretaria. Cuando volví a la oficina del rector, las cartas ya estaban dispuestas. Había siete, dirigidas a hombres con apellidos impresionantes, Busqué el nombre de Mr. Norton, pero no lo hallé. Guardé cuidadosamente las cartas en el bolsillo interior de la chaqueta, cogí las maletas y salí corriendo en busca del autobús.

 

CAPÍTULO 7

Aunque la oficina de la empresa de autobuses estaba desierta, con sólo un empleado vestido de uniforme gris, que barría la sala de espera, en la ventanilla ya despachaban billetes. Compré el mío y subí al autobús. Únicamente iban en él dos pasajeros, sentados en la parte posterior del vehículo. Súbitamente, en el cerrado ámbito de tonos rojos, con el destello de las barras de metal niquelado, tuve la sensación de estar soñando. Uno de los dos pasajeros era el veterano de ayer, que me dirigía una sonrisa de reconocimiento. A su lado se sentaba un enfermero. —Bienvenido, joven —me saludó. Y dirigiéndose al enfermero, añadió—: Fíjese, Mr. Crenshaw, incluso tendremos un compañero de viaje.

—Buenos días —contesté con desgana. Y eché una ojeada en busca de un asiento alejado de ellos. A pesar de que el autobús iba vacío, no me quedó más remedio que sentarme junto a aquel par, ya que únicamente los últimos asientos estaban destinados a gente de color. Lo hice a disgusto debido a que el veterano había tenido una intervención penosamente destacada en unos hechos que yo intentaba borrar de mi memoria. El modo en que habló a Mr. Norton fue como un preludio de mi caída en desgracia, tal como yo había intuido en su momento. Ahora, tras aceptar el castigo, quería olvidar cuanto hiciera referencia a Trueblood y al Goldcn Day. Crenshaw, hombre mucho más pequeño que Supercargo, me miró en silencio. No era el tipo de enfermero al que encomendaban la vigilancia de enfermos violentos, y esto me consoló, hasta que recordé que la única faceta violenta del veterano era su habla. Sus palabras ya me habían causado perjuicios, y deseaba de todo corazón que no la tomase con el conductor del autobús, que era blanco. En este caso, las consecuencias podían revestir la forma de un accidente mortal. De todos modos, ¿qué hacía el veterano en el autobús? ¿Era posible que el Dr. Bledsoe hubiera actuado tan velozmente? Dirigí la mirada al veterano, quien me preguntó:

—¿Cómo terminaron las aventuras de su amigo Mr. Norton? —Bien, ya está bien. —¿No padeció más desvanecimientos? —No.  

—¿Le echó una bronca por lo ocurrido? —No, no me echó la culpa. —Me alegro. Me parece que de todo lo que vio

en el Golden Day yo fui el elemento que le afectó más seriamente. Luego pensé que quizá le había causado problemas a usted. Me alegro de que no haya sido así. Los cursos en la universidad no han terminado todavía, ¿verdad? —No —contesté quitando importancia a mis palabras—. Me voy un poco antes de que terminen para comenzar a trabajar en un empleo.

—¡Magnífico! ¿En su tierra? —No. Voy a Nueva York. Pensé que allí podría ganar más dinero. —¡Nueva York! Nueva York no es una ciudad, es un sueño. Cuando yo tenía su edad, la ciudad de moda, para nosotros, era Chicago. Ahora, todos los muchachos negros escapan a Nueva York. Es el gran crisol de nuestro país. Cuando haya vivido más de tres meses en Harlem será usted otro hombre. Ya me lo imagino. Hablará de un modo distinto, pensará en obtener un doctorado, asistirá a conferencias en el Men's House... e incluso se hará amigo de unos cuantos blancos. Y, además... —Bajó la voz hasta convertirla en un confidencial susurro—: ¡Podrá bailar con muchachas blancas! Alarmado, miré alrededor: —Voy a Nueva York para trabajar. No creo que me quede tiempo para bailar. —No se preocupe —me advirtió en tono malicioso—, ya encontrará tiempo para eso... En el fondo, está usted pensando en esa que dicen que existe en el Norte, y querrá comprobar si lo que se dice es verdad.

—Hay otras clases de libertad —terció Crenshaw—, que no consisten precisamente en bailar con unos cuantos pendones blancos. Quizás el joven prefiera ver espectáculos, y cenar en buenos restaurantes. El veterano sonrió: —Desde luego, pero recuerde, amigo Crenshaw, que estará en Nueva York muy pocos meses. Y que se dedicará mayormente a trabajar, por lo cual su libertad será, en gran parte, teórica. Y, entonces, ¿cuál va a ser el símbolo de libertad más accesible? Evidentemente, una mujer. En veinte minutos podrá depositar en

 

este símbolo toda la libertad que sus ocupaciones le impedirán gozar. Seguro, seguro. Intenté desviar la conversación hacia otros temas. Le pregunté: —¿A dónde se dirige? —Voy a Washington. —¿Está ya curado? —¿Curado? Soy incurable. —Le trasladan a otra institución —dijo Crenshaw. —Así es, voy a Santa Isabel. Los caminos del ejercicio de la autoridad son verdaderamente inescrutables. He estado pidiendo en vano que me trasladaran y, de repente, esta mañana me han dicho que hiciera las maletas para salir inmediatamente. Me pregunto si nuestra amena conversación con Mr. Norton tiene algo que ver con mi traslado. Recordé la amenaza del Dr. Bledsoe, y dije: —No veo ninguna relación entre una cosa y otra. —Claro, y lo ocurrido ayer tampoco tiene nada que ver con el hecho de que esté usted viajando en este autobús, ¿verdad? Guiñó un ojo. Su mirada adquirió brillo: —Olvide lo que acabo de decirle. Pero, por el amor de Dios, procure ver algo más que la superficie de las realidades. Joven, debe usted salir de esta nube en la que vive. Y recuerde que, para tener éxito no es necesario ser un perfecto imbécil. Siga las reglas del juego, pero no crea en ellas. Es una obligación que tiene para consigo mismo, incluso si ello le conduce, a fin de cuentas, a verse metido en una camisa de fuerza, o encerrado en una celda acolchada. Juegue el juego, pero juegue a su modo, al menos de vez en cuando. Aprenda las leyes que rigen el funcionamiento del juego, pero también las que rigen su propio y personal funcionamiento. Me gustaría tener tiempo para explicarle estas cosas. En realidad somos un pueblo de cobardicas. Incluso es posible que un hombre como usted gane en este juego. Es un juego muy primario, verdaderamente propio de tiempos anteriores al Renacimiento. Y este juego ha sido estudiado, analizado y expresado en libros. Pero esa gente ha olvidado poner los libros a buen recaudo, lo cual constituye su gran oportunidad. Está usted en una posición ventajosísima, mejor dicho, lo estaría si supiera que está en ella. Ellos ni siquiera se fijarán en usted, porque creen que ya han previsto todas las eventualidades... —¿Y quién diablos son esos "ellos" de que tanto habla? —le interrumpió Crenshaw. Las palabras de Crenshaw irritaron al veterano.  

—¿Ellos? Pues, ellos. Esos de que siempre hablamos, los blancos, la autoridad, los dioses, el hado, las circunstancias... Esas fuerzas que tiran de los cordeles que nos hacen bailar como títeres, hasta el momento en que no queremos bailar más. Ellos son este hombre importante que nunca es lo que uno cree que es.

Crenshaw torció el gesto. —Habla usted demasiado. Habla, habla, y no dice nada. Mientras enrollaba, convirtiéndolo en un cilindro, el periódico que tenía sobre las rodillas, el veterano dijo: —Tengo muchas cosas que decir, Crenshaw. Expreso en palabras realidades que muchos hombres intuyen y sienten, aunque sea de un modo vago. También es cierto que soy un irrefrenable parlanchín, pero no soy un tonto, sino más bien un payaso. Usted, Crenshaw, no se da cuenta de lo que ocurre. ¡Nuestro joven amigo va al Norte, por primera vez en su vida! ¿Es la primera vez, verdad? —Efectivamente. —Claro. ¿Ha estado usted alguna vez en el Norte, Crenshaw? —He estado en todo el país. Sé cómo se porta la gente en cada litio, y también sé comportarme. Y no olvide que usted no va al Norte, usted va a Washington que, en el fondo, no es el Norte sino una ciudad sureña más. —Sí, ya lo sé —dijo el veterano—. Pero no pensaba en mí, sino en el muchacho. Va hacia la libertad, solo y a la luz del día. Recuerdo los tiempos en que los muchachos de su edad tan sólo se atrevían a hacerlo después de cometer un delito, o de ser acusados de haberlo cometido. Y en vez de emprender el viaje a la luz del día, se iban en la oscuridad de la noche. Y tenían tanta prisa que el autobús les parecía demasiado lento, ¿no era así, Crenshaw?

Los dedos de Crenshaw, ocupados en quitar la envoltura de una barra de chocolate, se detuvieron. Lanzó una penetrante mirada al veterano, y dijo: —¿Por qué he de saberlo? —Lo siento, Crenshaw. Pensé que siendo usted un hombre con experiencia... —Yo no he tenido esta clase de experiencia. Fui al Norte porque quise, por propia voluntad. —¿Y nunca oyó hablar de casos como los que antes he dicho? —Oír hablar no es lo mismo que tener experiencia. —No, claro. Pero como sea que en la libertad siempre concurre un elemento criminoso...  

— ¡En mi vida he cometido un delito! —Yo no hdicho eso. Discúy olví. Crenshaw, enojado, mordióla barra de chocolate y, con la boca llena, murmuró: —A ver si le entra pronto la depresió, quizáentonces no hable.

El veterano comentó, burlón: —Sí, doctor. No tardaré en estar deprimido, pero mientras usted come chocolate, permítame filosofar por mi cuenta. Me divierte. —Deje ya de presumir de haber recibido una buena educación. Al fin y al cabo, está usted sentado, igual que yo, en los asientos para negros. Y, además, usted es un loco. El veterano, dirigiéndose a mí, guiñó un ojo, y siguió hablando torrencialmente. El autobús se puso en marcha, al fin. Mientras recorría la carretera que reseguía el contorno de la universidad, dirigí a ésta una mirada de nostálgica despedida. Volví hacia atrás la cabeza, y vi retroceder la universidad, al través del cristal de la ventana trasera. El sol iluminaba las copas de los árboles y bañaba los bajos edificios, los ordenados campos. Segundos después, aquel paisaje desaparecía de mi vista. En menos de cinco minutos la porción de tierra que, para mí, representaba el mejor de los mundos, había desaparecido, quedando perdida en la geografía de tierras incultas. Mi vista quedó orientada hacia un lado, fija en la tierra junto a la carretera. Vi una serpiente mocasín arrastrándose rápidamente sobre el cemento, para ocultarse, luego, bajo la tubería de hierro que corría paralela a la carretera. Contemplaba el paso de los campos de cultivo de algodón, y de las cabañas, desfilando hacia atrás, y tenía la noción de adentrarme en terreno desconocido.

El veterano y Crenshaw se preparaban para el transbordo en la próxima parada. En el momento de partir, el veterano me puso la mano en el hombro, me miró con amor y comprensión y, sonriendo, cual era costumbre en él, me dijo: —Este es el momento de darle consejos paternales, amigo. Sin embargo, no voy a hacerlo, puesto que no me considero padre de nadie, excepto de mí mismo. Quizá éste sea el consejo más adecuado: sea usted padre de sí mismo. Y recuerde que el mundo ofrece posibilidades únicamente cuando uno sabe descubrirlas. Por último, apártese de los misters Nortons, y si no comprende lo que quiero decir, piense en ello y lo comprenderá. Adiós y buena suerte. Le contemplé mientras, siguiendo a Crenshaw, atravesaba un grupo de viajeros que se disponían a subir a mi autobús. Era una figura rechoncha y cómica que se volvió hacia mí para agitar la mano en el aire a modo de despedida. Luego, penetró en el  

edificio de ladrillos rojos de la terminal, desapareciendo de mi vista. Lancé un suspiro de alivio, y me recliné en el asiento. Pero cuando los viajeros hubieron subido, y el autobús hubo reemprendido la marcha, me sentí triste y terriblemente solo. Hasta que comenzamos a cruzar los campos de Jersey, no recobré el optimismo. Entonces, con el renacer de la confianza en mí mismo, intenté planear la distribución de mi tiempo para cuando estuviera en el Norte. Trabajaría intensamente, y rendiría tan excelente servicio a mi patrono que éste sepultaría al Dr. Bledsoe bajo un alud de informes favorables a mi persona. Ahorraría y, en otoño, regresaría a la universidad, rebosante de cultura adquirida en Nueva York. Entonces, me convertiría en el alumno más destacado y popular. En Nueva York, procuraría presenciar los debates públicos del Ayuntamiento, que antes tan sólo había podido oír por radio. Y aprendería los trucos de los más brillantes oradores municipales. Además, procuraríael mejor partido posible de las personas para quienes llevaba cartas de presentación. En mis entrevistas con ellos, haría uso de mis mejores modales. Hablaría en voz baja y segura, con perfecta pronunciación; sonreiría obsequiosamente, y con cortesía exquisita; y no olvidaría, en el caso de que él ("él" equivalía a cualquier hombre importante) abordara un tema (yo jamás tomaría la iniciativa, a este respecto) que yo no dominara, darle la razón en todo, y sonreír. Llevaría los zapatos bien lustrados, el traje recién planchado, el cabello cuidadosamente peinado (sin excederme en el uso de brillantina) y con raya a la derecha, las uñas relimpias, y los sobacos desodorizados (sería preciso cuidar el menor detalle), ya que no iba a permitir que "ellos" creyeran que todos nosotros olíamos mal. Pensar en las relaciones que entablaría me causaba una sensación de refinamiento, de mundanidad, que me hacía sentir optimista, ligero, alado, especialmente cuando rozaba con las puntas de los dedos las siete importantes cartas en mi bolsillo.

Con la vista ausente, fija en el móvil paisaje, estuve inmerso en mis ensueños, hasta que levanté la cabeza y vi a un inspector de la compañía de autobuses, contemplándome con el ceño fruncido: —Chico, si vas a bajar aquí, mejor será que te des prisa. —Sí, sí, señor. ¿Cómo podría ir a Harlem? —dije, poniéndome de pie. —Fácil. Ve hacia el Norte, recto. Mientras agarraba las maletas y la cartera que me habían dado como premio, cuyo cuero brillaba tan intensamente como en la noche de la Lucha Real, el inspector me dijo dónde encontraría la estación del metro. Después, me abrí paso a través de la multitud. Al llegar a la estación del metro, me envolvió la multitud nerviosa y hormigueante. Un empleado gigantesco, del tamaño de Supercargo, con  

uniforme azul, me empujó dentro del vagón, y me presionó, maletas incluidas, contra la multitud que lo atestaba. En las apreturas del metro, tuve la impresión de que todos hubieran quedado con la cabeza al revés, es decir, mirando hacia atrás, y con los ojos saltándoseles de las órbitas, en aquella expresión de los pollos cuando quedan paralizados por algo que les atemoriza. La puerta se cerró violentamente, rozando mis espaldas, y quedé incrustado en el cuerpo de una mujer corpulenta, vestida de negro, que me sonrió sacudiendo la cabeza, mientras yo contemplaba horrorizado una gran que destacaba en la oleaginosa blancura de su piel, igual que una negra montaña en un paisaje mojado por la lluvia. Y en ningún momento dejaba de sentir a lo largo de mi cuerpo la gomosa blandura de las carnes de la mujer. No podía retroceder, ni ponerme de lado, ni dejar las maletas en el suelo. Estaba inmovilizado junto a ella, tan cercano a su cuerpo, que si inclinaba ligeramente la cabeza mis labios se encontrarían con los suyos. Ansiaba con toda mi alma levantar las manos al aire, para demostrarle que mi proximidad era involuntaria. Temía que, de un momento a otro, la mujer comenzara a chillar. Al fin, el metro arrancó y pude liberar el brazo izquierdo. Me llevé la mano a la solapa, que agarré como si fuera mi última esperanza de salvación, y cerré los ojos. El metro avanzaba velozmente, rugía y se balanceaba impulsando mi cuerpo sobre el de la mujer. Cuando furtivamente miré a mi alrededor, vi que nadie me prestaba la menor atención. E incluso la propia mujer parecía ausente, sumida en meditación. Por unos instantes me pareció que el tren corriera cuesta abajo, luego se detuvo súbitamente y me sentí expelido fuera de él, sobre el andén, como si fuera un extraño objeto de una ballena enloquecida echa de su vientre en un vómito. Arrastrando las maletas, avancé junto con la multitud, subí las escaleras y me hallé en la calle, en una calle ardiente. Poco me importaba el lugar en que me encontraba, pues había decidido olvidar el metro y recorrer a pie el resto de mi camino. Me quedé unos instantes ante el escaparate de una tienda, fija la vista en mi imagen reflejada en el cristal, intentando serenarme tras el viaje en estrecho contacto con el cuerpo de la mujer. Mis ropas estaban húmedas y me sentía desmadejado. Pero me repetía una y otra vez: Estás en el Norte, ahora estás en el Norte, estás en el Norte. Sí, pero, ¿qué hubiera ocurrido si la mujer se hubiese puesto a ...?La próxima vez que utilizara el metro, entraría en él con las manos en las solapas, y no las movería de allí hasta el instante de apearme. Estas situaciones seguramente provocaban constantes disturbios en Nueva York. ¿Por qué no lo publicaban los periódicos? Jamás había visto a tantos negros en un paisaje de edificios de cemento, anuncios luminosos, escaparates y denso tráfico. No, ni siquiera en ocasión de mis viajes, con el equipo de coloquios y controversias culturales, a Nueva Orleáns, Dallas y Birmingham. Los , aquí, se veían por doquier. Tantos eran, y se movían con tal nerviosismo y ansiedad, que pensé por un momento que se dirigían a algún lugar en que se celebraba una fiesta popular, o quizás a unirse a un grupo de amotinados. Incluso vi a muchachas negras, tras los mostradores de las tiendas. Y al llegar a un cruce, tuve la increíble sorpresa de ver a un guardia negro dirigiendo el tránsito. Y al volante de muchos  

automóviles había conductores blancos que obedecían las señales del guardia negro, como si fuese la cosa más natural del mundo. Ciertamente, había oído contar esas cosas, pero ahora me daba cuenta de que eran realidad, una realidad tangible. Sentí renacer mis ánimos. Estaba, verdaderamente, en Harlem. Todas las historias que había oído sobre aquella ciudad independiente y separada dentro de otra ciudad, acudieron a mi memoria. El veterano tenía razón: para mí, aquello no era una ciudad formada por realidades, sino por sueños. Y quizá se debía a que siempre pensé que mi vida discurriría sin rebasar los límites del Sur. Y en aquellos instantes, mientras avanzaba por entre la multitud, se formaba en mi mente, pálidamente esbozado, un nuevo mundo de posibilidades, un nuevo mundo que yo percibía como una débil voz, apenas audible en la barahúnda de sonidos ciudadanos. Caminaba manteniendo los ojos abiertos de par en par, en un intento de absorber aquel diluvio de nuevas impresiones. Hasta que me detuve, y quedé allí, paralizado.

Le tenía ante mí, iracundo y vociferante. Al oírle, experimenté el mismo sobresalto y miedo que sentí cuando, siendo yo niño, el grito de mi padre me reveló que había sido cogido en falta, de sorpresa. Tuve una sensación de vacío en el estómago. Frente a mí, un grupo casi impedía el paso por la acera, y en medio, algo elevado, desde una escalera de mano, adornada con pequeñas banderas norteamericanas, un hombre bajo y cuadrado gritaba airadamente: —¡Les echaremos! ¡Fuera con ellos! Una voz le interpeló: —¡Díselo, Ras! ¡Díselo claro a esa gente, Ras! Y el hombre pequeño y cuadrado sacudió furiosamente el puño sobre los rostros alzados que le contemplaban, y gritó algo en entrecortadas palabras de acento trinitario que provocaron un amenazador rugido de la multitud. Parecía que de un momento a otro fuese a estallar una revuelta contra alguien cuya identidad yo ignoraba. Estaba desconcertado, tanto por el efecto que la voz de aquel hombre había producido en mí, como por la evidente ira de la multitud. Nunca había visto a tantos negros mostrar públicamente su descontento. Sin embargo, mucha gente pasaba junto al grupo, sin dedicarle siquiera una mirada. Y, al seguir mi camino, vi a dos policías blancos que hablaban y reían tranquilamente, como si uno de ellos hubiera contado al otro una graciosa historieta. Y cuando los hombres en camisa que formaban el grupo, lanzaron un unánime grito de iracunda conformidad con las palabras del orador, los policías tampoco se dignaron prestarles atención. Me parecía increíble. Me quedé contemplando boquiabierto a los policías, con las maletas en el suelo, hasta que uno de ellos se fijó en mí, y atizó un codazo al otro, que perezosamente masticaba chicle. El primero dijo:

—¿Se ofrece algo, muchacho?  

—Me preguntaba si...

—dije, antes de que pudiera recobrarme de

la sorpresa. —¿Qué? —Me preguntaba si voy bien para llegar a Men's House. —¿Y eso es todo? —Sí, señor —tartamudeé. —¿Estás seguro? —Sí, señor. —Es forastero —dijo el otro. Y preguntó—: ¿Recién llegado, muchacho? —Sí, señor. Acabo de salir del metro. —¿Y quieres andar con tiento, y no meterte en líos? ¿No es eso? —Sí, señor. Con mucho tiento. —Así está bien. A ver si es verdad. Y me indicó el camino para ir a Men's House. Le di las gracias y eché a andar apresuradamente. Las palabras del orador eran más y más violentas. Ahora se refería al gobierno. El contraste entre la indiferencia de la calle y la pasión del orador, daba a la escena una extraña nota de incongruencia. Me alejé teniendo buen cuidado de no mirar atrás, no fuera que viese el inicio de una revuelta. Llegué sudando a Men's House y subí inmediatamente al dormitorio. Decidí conocer y digerir Harlem poquito a poco.

 

CAPÍTULO 8

El dormitorio era pequeño y limpio, y en él destacaba el cubrecama de color anaranjado. La mesa y la silla eran de madera de pino. Sobre una mesilla, había una de esas Biblias que las asociaciones de apostolado reparten en hoteles y residencias. Dejé las maletas en el suelo y me senté en la cama. De fuera me llegaba el ruido del tránsito de la calle, el más grave y hondo del metro, y los sonidos pequeños y varios de mil voces humanas. Allí, solo en el dormitorio, me resultaba difícil creer que me hallara tan lejos de casa, pese a que no tenía a mi alrededor objeto alguno que pudiera recordármela, salvo la Biblia. La tomé, y con ella en las manos volví a sentarme, en la cama. La abrí, y cogiendo unas cuantas páginas entre los dedos, hice resbalar sus rojos cantos sobre la yema del pulgar. Recordé la facilidad con que el Dr. Bledsoe citaba pasajes de la Biblia, en sus discursos a los estudiantes, el domingo por la tarde, en la capilla. Busqué las páginas del Génesis, pero no pude leer el texto. Recordé los intentos de mi padre, en casa, para implantar los rezos en familia: la familia arrodillada, las cabezas reverentemente inclinadas en los respaldos de las sillas, antes de comer, mientras escuchábamos en la temblorosa voz de mi padre un torrente de retórica parroquial, una lección de humildad de palabra. Sentí añoranza y dejé la Biblia. Estaba en Nueva York, y debía obtener trabajo y ganar dinero. Me quité la chaqueta y el sombrero, y saqué del bolsillo las cartas de presentación, que dejé sobre la cama, experimentando, otra vez, un sentimiento de importancia al leer los nombres escritos en los sobres. ¿Qué decían aquellas cartas? ¿Cómo abrir los sobres sin que se notara? Había leído que se podía hacer sometiéndolos a la ón del vapor, pero en aquellos momentos yo no tenía con qué obtener vapor. Abandoné la idea, ya que, al fin y al cabo, ninguna necesidad tenía de leer las cartas. Además, quebrantar la palabra dada al Dr. Bledsoe me parecía deshonesto y peligroso. Me bastaba con saber que hacían referencia a mí, y que estaban dirigidas a gente importante. Me hubiera gustado mostrar las cartas a alguien cuya reacción ante ellas me proporcionara el reflejo de mi importancia. Al fin, me puse ante el espejo y me dirigí una sonrisa de admiración. Después, dejé las cartas  

sobre la mesa, una al lado de otra, como si formaran una invencible combinación de naipes. Entonces, tracé el plan de campaña del día siguiente. En primer lugar, tomaría una ducha, y luego desayunaría. Desde luego, me levantaría muy temprano, ya que para tratar con gente importante era preciso ser muy puntual. Con ellos no cabía regirse por la morosa p. n. (puntualidad negra). Y para ello me compraría un reloj. Actuaría ateniéndome a un horario previamente establecido. A mi memoria vino la pesada cadena de oro que cruzaba el chaleco del Dr. Bledsoe, y el ademán con que sacaba el reloj del bolsillo y oprimiendo un resorte abría la tapa para consultar la esfera, mientras su rostro componía un gesto de concentración mental, los labios fruncidos, la barbilla hundida marcando tres pliegues de sotabarba, y el ceño arrugado. Después, tras carraspear, daba una orden, con voz profunda y grave entonación, como si cada sílaba estuviera henchida de trascendentes matices. Recordé mi expulsión de la universidad y se me levantó la ira instantáneamente. Intenté dominarla, pero no lo logré, y me quedó un rastro de resentimiento que me hacía sentir incómodo. Entonces, pensé que quizá mi expulsión constituyera un hecho afortunado, por cuanto si no hubiera ocurrido probablemente no habría tenido jamás ocasión de tratar cara a cara a hombres tan importantes como aquellos a quienes iban dirigidas las cartas. En mi imaginación seguía viendo la figura del Dr. Bledsoe con la mirada en el reloj, pero en aquellos instantes estaba acompañada de otra figura, la figura de un hombre más joven, es decir, yo. Unyo refinado e inteligente, vestido, no con ropas sombrías cual aquellas anticuadas que solía llevar el Dr. Bledsoe, sino con traje más deportivo, de excelente tela y cortado a la moda, como los que llevan los hombres de los anuncios en los semanarios, un traje como losdelos jóvenes hombres de negocios que aparecen en Esquire. en el momento de pronunciar un discurso, cuando las cámaras fotográficas, disparadas al término de un período de deslumbrante brillantez oratoria, impresionaban mi imagen en espectacular actitud. Yo sería una moderna versión del Dr. Bledsoe, menos primitivo que él, e incluso cabría calificarme de refinado. Hablaría siempre en voz baja, sin alzarla jamás, y sería, en todo instante, encantador. í, encantador, ésta es la palabra adecuada. Sería una especie de Ronald Colman. ¡Qué voz tendría, Señor! Como es natural, en el Sur no podría hablar de este modo, ya que a los blancos no les gustaría, y los negros dirían que hablar así equivale a ser "un pretencioso". Sin embargo, aquí, en el Norte, prescindiría de mis costumbres verbales sureñas. En verdad, hablaría de un modo en el Norte y de otro en el Sur, y así evitaría que los sureños la tomaran conmigo. Si el Dr. Bledsoe era capaz de emplear estos trucos, también lo haría yo. Aquella noche, antes de acostarme, saqué brillo a la cartera de piel y guardé las cartas en ella.

A primera hora de la mañana siguiente me dirigí en metro al distrito de Wall Street, para presentar mi primera carta en una oficina que estaba situada casi al final de la isla. La altura de los edificios y la estrechez de las calles daban al aire una tonalidad  

crepuscular. Mientras buscaba la casa a la que iba, vi pasar varios automóviles con vigilantes policías dentro. En las calles circulaba una multitud de individuos apresurados que causaban la impresión de ser seres a los que alguien hubiera dado cuerda, y se movieran dirigidos por una secreta fuerza invisible. Muchos de ellos llevaban carteras en la mano, y yo, al verlo, oprimía la mía con aire importante. Aquí y allá, advertí la presencia de negros que caminaban apresuradamente, y que, sujeta con unas correas a la muñeca, llevaban una bolsa de cuero. Por unos instantes me parecieron prisioneros que escapan sosteniendo en la mano la cadena ya rota pero todavía unida a la argolla en el tobillo. Sin embargo, parecían tener cierta conciencia de su propia importancia, y yo hubiera querido detener a alguno de ellos para preguntarle por qué iba encadenado a la bolsa de cuero. Quizá les pagaban un buen salario por ir encadenados a sus bolsas, quizás iban encadenados a una gran suma de dinero. Quizás aquel hombre con zapatos de desgastados tacones que caminaba ante mí, iba encadenado a un millón de dólares. Miré para comprobar si tras él iban vigilantes policías revólver mano, pero no vi a nadie. A lo mejor caminaban escondidos entre la apresurada multitud. De buena gana hubiera seguido a uno de aquellos hombres para ver a dónde se dirigía. ¿Por qué les confiaban tanto dinero? ¿Qué ocurriría si se escaparan con él? Claro que esto último difícilmente ocurriría, ninguno iba a ser tan insensato como para escapar con el dinero. Sí, aquello era Wall Street. Quizás estaba vigilado, tal como, según me habían dicho, se vigilan algunas oficinas de correos, por hombres que observaban a través de agujeritos en las paredes y en los techos, que observaban en silencio, constantemente, en espera de sorprender a alguien en actitud sospechosa. Quizás en la esfera de aquel reloj de la fachada del gris edificio, se escondían unos ojos vigilantes. Al llegar a las señas que buscaba, me encontré ante un edificio de piedra blanca, con esculturas de bronce, cuya inmensa altura me produjo sensación de agobio. Mujeres y hombres apresurados entraban constantemente en él. Tras mirar a mi alrededor durante un par de segundos, entré con ellos. Después, penetré en el ascensor, donde fui empujado hasta el fondo. Salió disparado hacia arriba, como un cohete, produciéndome en la entrepierna una sensación que me hizo creer que dejaba abajo, en el vestíbulo, una importante parte de mi ser. Salí del ascensor en el último piso y avancé por un ancho pasillo de mármol, hasta encontrar la puerta en la que lucía una placa con el nombre del protector de la universidad, al que iba a ver. Pero en el instante en que me disponía a entrar, perdí mi presencia de ánimo y retrocedí. Miré al fondo del pasillo. Estaba desierto. Pensé que los blancos son gente con raras manías, y que quizás a Mr. Bates no le gustaría que la primera persona que le visitara  

fuese un negro. Volví sobre mis pasos hasta llegar al vestíbulo. Y allí me quedé, ante una ventana, dispuesto a esperar un poco.

Abajo vi el South Ferry. Un barco y dos barcazas cruzaban el río. A lo lejos y a la derecha se alzaba la estatua de la Libertad, con la antorcha casi oculta por la niebla. A lo largo de la orilla, entre la niebla, sobre los muelles, volaban las gaviotas. Y a mis pies, a una profundidad que me causaba mareo, hormigueaba la muchedumbre. Miré a lo lejos: un transbordador pasaba ante la estatua de la Libertad, iba dejando una curva estela en la bahía y tres gaviotas volaban tras él. Del ascensor, a mis espaldas, salió un grupo de hombres y mujeres. Oí voces femeninas que se alejaban, charlando, por el corredor. Pronto tendría que ir al despacho de Mr. Bates. Y, al pensarlo, aumentó todavía más mi inseguridad. Estaba preocupado por mi apariencia física. Si a Mr. Bates no le gustaba mi traje, o el modo en que iba peinado, quizá no me diera trabajo. Volví a leer su nombre nítidamente mecanografiado en el sobre, y me pregunté en qué ganaba el dinero aquel hombre. Yo sólo sabía que era millonario. A lo mejor lo había sido toda su vida; quizá nació millonario. Jamás había sentido tanta curiosidad acerca del dinero, como en aquellos momentos, en que me creía rodeado de él. Era posible que ahora obtuviera un empleo y que, dentro de unos años, me mandaran de un lado a otro, a lo largo de las calles, con millones de dólares amarrados a las muñecas, en el cargo de fiel mandadero. Después, me enviarían de nuevo al Sur para ponerme al frente de la universidad, tal como había ocurrido con aquella cocinera del alcalde, que fue nombrada directora de la escuela cuando la debilidad de sus piernas de anciana ya no le permitió seguir trabajando en la cocina. Detodomodos, yo no pensaba estar tan largo tiempo en el Norte. Sin duda requerirían mi presencia en el Sur al cabo de pocos años de ... Pero antes debía celebrar la entrevista con Mr. Bates. Al entrar en la oficina, me encontré ante una muchacha que me miró desde su mesa, mientras yo echaba una ojeada a la amplia y luminosa habitación, a las cómodas sillas, las estanterías hasta el techo repletas de libros con cubiertas de cuero e impresiones doradas, y a la serie de retratos en las paredes. Los ojos de la muchacha me miraban interrogadores, Esola. Y yo pensé: al menos no he llegado antes de que abrieran la oficina...

—Buenos días —me dijo. Y en su voz no pude advertir aquella nota de hosquedad que esperaba hallar. —Buenos días —dije, avanzando un paso. ¿Cómo iba a explicarle lo que quería?

—Usted dirá. —¿Es ésta la oficina de Mr. Bates? —Sí, claro. ¿Ha concertado una entrevista con Mr. Bates? —No, señora.  

E inmediatamente me arrepentí de haber llamado "señora" a una mujer tan joven, y en el Norte. Saqué la carta de la cartera y, antes de que tuviera tiempo de pronunciar palabra, la muchacha dijo: —¿Me permite? Dudé un instante. Yo no quería entregar la carta a nadie que no fuese el propio Mr. Bates, pero no pude evitar obedecer el mensaje de mando en el ademán de la muchacha, que tenía la mano hacia la carta. Al entregársela, pensé que la abriría, pero no lo hizo, sino que tras echar una ojeada al sobre se levantó y, en silencio, desapareció por una puerta acolchada. Al otro extremo de la alfombrada estancia, frente a la puerta por la que había entrado, vi varias sillas, pero no me decidí a ir hasta allá. Me quedé en pie, con el sombrero en la mano, mirando alrededor. Una de las paredes me llamó la atención. En ella colgaban tres retratos de unos solemnes ancianos, con cuello de puntas vueltas, que contemplaban al espectador con un aplomo y una arrogancia que yo tan sólo había visto en gentes blancas, y en algunos negros de mal vivir, con el rostro cruzado de cicatrices. Ni siquiera el Dr. Bledsoe, quien con una sola mirada hacía temblar a los profesores, tenía tal aplomo. Sin duda, aquellos hombres retratados eran los que protegían al Dr. Bledsoe; y yo me preguntaba qué representaban para los blancos del Sur, para quienes me habían concedido la beca de estudios. Cuando la secretaria regresó, yo todavía estaba con la vista fija en los retratos, bajo la influencia del poder y misterio que de ellos emanaba. Me dirigió una rara mirada, y sonrió. —Lo siento infinito, pero las ocupaciones de Mr. Bates le impiden recibirle esta mañana. Dice que deje usted su nombre y señas, y le escribirá. La desilusión me había dejado mudo. Dándome una cartulina, la muchacha dijo: —Anótelo aquí. Mientras yo escribía, dispuesto a irme tan pronto hubiera terminado, la muchacha repitió: —Lo siento infinito. —Aquí me encontrarán a cualquier hora. —Muy bien. No tardará en recibir noticias.  

La muchacha me pareció amable y con mucho interés en mi asunto. Salí de allí pletórico de optimismo. No había razón para preocuparse. Al fin y al cabo, estaba en Nueva York. En los días siguientes, logré entrevistarme con las secretarias de protectores. Todas se comportaron de un modo amable y esperanzador. Algunas me dirigían raras miradas, pero yo no hacía caso ya que en ellas no parecía haber hostilidad. Pensé que quizá les sorprendía que un tipo como yo tuviera cartas de recomendación para gente tan importante. Sí, entre el Norte y el Sur había invisibles vínculos y, además, Mr. Norton me había llamado "su destino"... Pensaba en eso, y balanceaba mi cartera, seguro del éxito de mis gestiones.

De esta manera, con los asuntos viento en popa, me dediqué a presentar las cartas por las mañanas, y a conocer la ciudad por las tardes. Pasear a lo largo de las calles, sentarme en el metro al lado de gente blanca, comer en las mismas cafeterías que los blancos (aunque procuraba no sentarme en sus mesas), me producía una rara sensación mezcla de temor y de incongruencia, semejante a la que algunos sueños producen. Me daba cuenta de que las ropas que llevaba me sentaban mal y, pese a las cartas de presentación a gente importante, tenía dudas sobre el modo en que debía comportarme. Durante mis paseos, pensé, por primera vez en mi vida, en mi comportamiento en mi tierra. En realidad, allí, no me había preocupado de pensar en los blancos en cuanto hombres. Sencillamente consideraba que unos eran amigos y otros no lo eran, y procuraba no ofender a unos ni a otros. Pero aquí todos me parecían impersonales, y pese a ello me sorprendían con sus buenos modales, con actitudes tales como pedirme perdón por haberme empujado en un lugar atestado. Sin embargo, comprendía que incluso cuando eran corteses para conmigo, apenas me veían. Y si hubieran propinado un empujón a un oso, también le hubieran pedido disculpas, sin dirigirle ni una mirada, siempre y cuando el oso hubiese seguido su camino sin meterse con ellos. Eso me dejaba perplejo y confuso. E ignoraba si era deseable o no... A pesar de todo, mi primera y más importante ocupación consistía en visitar a los protectores de la universidad. Después de una semana de callejeos y de recibir las vagas esperanzas de las secretarias, comencé a impacientarme. Tan sólo me faltaba presentar una carta, dirigida a un tal Mr. Emerson que, según había leído en los periódicos, estaba de viaje. Varias veces había pensado en visitar de nuevo las oficinas a las que había presentado mis cartas, para inquirirnoticias, pero siempre acabé por no hacerlo porque tampocoía que me  

creyeran excesivamente impaciente. Sin embargo, el tiempo discurría rápidamente y si no encontraba trabajo en breve, no podría ahorrar lo suficiente para regresar a la universidad en el otoño. Ya había escrito a casa diciéndoles que estaba en Nueva York trabajando para uno de los miembros del patronato, y me habían contestado diciéndome que mis noticias les parecían maravillosas, y previniéndome de los peligros que me acechaban en la "pérfida" gran ciudad. Así es que tampoco podía escribirles pidiéndoles dinero, sin revelar que les había engañado en mi primera carta.

Al fin, intenté ponerme al habla por teléfono con los hombres importantes, no obteniendo más que corteses negativas de sus secretarias. Afortunadamente, todavía me quedaba la carta de Mr. Emerson. Decidí emplearla, pero en vez de entregarla a una secretaria, escribí una carta en la que decía que era portador de una comunicación del Dr. Bledsoe, y solicitaba una entrevista. Pensé que quizá las secretarias no se portaban tan bien como yo había creído, y que tiraban mis cartas a la papelera. En verdad, debía haber tomado más precauciones. Recordé a Mr. Norton. Era una lástima que la última carta no estuviera dirigida a él, o que no viviera en Nueva York, lo que me permitiría recurrir personalmente a él. Ignoro por qué razón, me consideraba unido, en cierto modo, a Mr. Norton, y creía que si me viera recordaría que yo era aquel a quien él vinculaba a su destino. En aquellos momentos, tenía la impresión de que había tratado a Mr. Norton años atrás, en un lejano país, cuando en realidad todavía no había transcurrido un mes. En un arrebato de energía, le escribí una carta en la que le decía estar firmemente convencido de que mi futuro sería totalmente distinto si me permitía trabajar para él, y que con ello él también saldría beneficiado. Al final de la carta tuve buen cuidado de indicarle que me encontraba en libertad de aceptar el trabajo que quisiera darme. Empleé varias horas escribiendo la carta, rasgándola y volviéndola a escribir, hasta que logré un ejemplar perfecto, nítidamente mecanografiado, con frases cuidadosamente compuestas, y extremadamente respetuosa. Corriendo fui al buzón y la eché en él antes de la última recogida del día, tras lo cual quedé repentinamente convencido de que obtendría resultados. Pasé tres días sin salir de la residencia, en espera de la contestación. No sólo no llegó contestación alguna, sino que, como si tratara de una oración desatendida por el Señor, tampoco me fue devuelta la carta. Mis dudas aumentaron. Quizá la realidad no fuese tan maravillosa como yo creía. Pasé un día entero enterrado en el dormitorio. Y comprendí que tenía miedo, que en mi propia habitación, allí, tenía más miedo del que en momento alguno había padecido en el Sur. Y el miedo venía incrementado por el hecho de que en Nueva York no había una realidad concreta a la que temer. Todas las secretarias me dieron esperanzas y fueron amables conmigo. Por la noche, fui al cine. Vi una película de colonización del Oeste, con heroicas batallas contra los indios, e inundaciones, tormentas, bosques incendiados, en la que los colonizadores siempre vencían. Una epopeya de  

caravanas avanzando hacia el Oeste, siempre avanzando, avanzando... Olvidé mis preocupaciones (pese a que en la aventura cinematográfica no participaba nadie con mis características humanas), y salí de la sala un tanto aliviado. Sin embargo, por la noche soñé en mi abuelo y me desperté deprimido. Al salir del edificio tenía la extraña sensación de interpretar un papel en una comedia que yo no podía comprender, pero de la que Bledsoe y Norton eran principales autores. Pasé el resto del día sin atreverme a hablar, y comportándome tímidamente, inhibido, dominado por el miedo a deciro hacealgo escandaloso. Y me decía a mí mismo que mis problemas eran frutodela imaginación, que todo se debía a mi excesiva impaciencia. Debía esperar a que los protectores de la universidad contestaran la carta de presentación. Quizás esperaban los resultados de algunas investigaciones sobre mi persona. Y pese a que no me habían dado ningún indicio de que así fuera, la idea no se apartaba de mi cabeza. Quizá mi destierro terminaría repentinamente y me darían una beca para volver a la universidad. Pero, ¿cuándo? Era necesario que pronto ocurriera algo. Era preciso que encontrara un empleo que me pusiera un poco a salvo, ya que había casi terminado el dinero, y no podía hacer frente a ninguna eventualidad. Tal había sido mi confianza, que olvidé reservar el dinero suficiente para pagar el billete de regreso a casa. Estaba desesperado y avergonzado. No me atrevía a contar a nadie mis problemas, ni siquiera a los directivos del Men's House, ya que habiendo tenido noticia de que yo iba a ocupar un importante empleo, me trataban con deferencia, y por ello yo procuraba ocultar mi creciente preocupación. Pensaba que quizá me viera obligado a demorar mis pagos, en cuya caso sería conveniente que conservara las apariencias de solvencia. Me dije que lo que en realidad debía hacer era conservar la fe. Volvería al ataque mañana por la mañana. Mañana ocurriría algo, con toda certeza. Y así fue. Recibí carta de mister Emerson.

 

CAPÍTULO 9

El día amaneció claro, radiante. Al salir a la calle, la luz del sol me hizo parpadear. Arriba, en lo alto, en el azul de la mañana, flotaban unas minúsculas nubes blancas como la nieve. En un terrado vi a una mujer tendiendo la ropa lavada. La sensación de confianza en el futuro, que ayer había experimentado, adquirió más fuerza. A medida que avanzaba por la calle, me sentía más y más optimista. Al otro extremo de Manhattan las imágenes esbeltas y misteriosas de los rascacielos agrupados, se alzaban rodeadas de una fina neblina azulada. Pasó un camión cuba, de leche. Y pensé en la universidad. ¿Qué estarían haciendo en estos momentos los estudiantes? ¿Tras desaparecer la luna universitaria, habíase levantado un sol también radiante? ¿Había ya sonado el toque del desayuno? ¿Habían ya los mugidos del toro semental despertado a las muchachas en sus dormitorios? ¿Habían esta mañana resonado los broncos y rotundos mugidos, elevándose sobre el doblar de las campanas, los toques de corneta, y los mil sonidos de día joven, tal como resonaban casi todas las mañanas de primavera, cuando yo estaba allí? Estimulado por estos recuerdos, caminaba de prisa por las calles de Manhattan. Y, de repente, tuve la certeza de que aquél era el día, el gran día. Algo iba a ocurrir. Acaricié la cartera de piel, pensando en la carta que contenía. La última había sido la primera... Buen signo. Junto al bordillo, ante mí, un hombre empujaba una carretilla cargada hasta los bordes con rollos de papel azul. El hombre cantaba, en voz clara y vibrante, unos blues. Acompasé mi paso al suyo, algo rezagado, y a mi memoria volvieron recuerdos de los mpos universitarios, y otros, más lejanos, cuyo eco yo siempre había procurado acallar. Pero era imposible escapar a ellos.

Tiene pies de mono y patas de rana. ¡Señor, Señor! Pero cuando está en mis brazos, aúllo. ¡Señor, Señor!  

Porque quiero a mi niña, Quiero a mi niña más que a mí mismo. Cuando llegué a la altura del hombre que cantaba, éste se dirigió a mí: —¡Chico, oye, chico...! —¿Qué pasa? Y miré rectamente a sus ojos enrojecidos. —Dime muchacho, en esta hermosa mañana quiero saber una cosa, ¿sabes? ¡Eh, chico, no corras! Espera un poco, los dos vamos en la misma dirección...

—¿Qué quieres? —Quiero saber si tienes el perro. —¿El perro? ¿Qué perro? Se detuvo. Sus manos abandonaron los brazos de la carretilla, dejándola apoyada en las patas que salían de ellos: —¡Ahí está el problema! ¿Quién...? Hizo una pausa, puso un pie en el canto del bordillo e inclinó el cuerpo hacia delante, como un predicador que se dispusiera a golpear con una mano la Biblia sostenida en la otra, poniéndola así por testigo de sus palabras: —¿Quién tiene el perro? Acompañó cada palabra de una sacudida de cabeza, como un gallo airado. Solté una carcajada nerviosa, y retrocedí un paso. Me examinaba con mirada astuta. Habló embargado de súbita indignación: —¡Maldita sea, muchacho! ¿Quién tiene el maldito perro? ¡Te conozco, muchacho, porque eres de mi tierra! ¿Por qué pretendes negar lo que sabes? ¡Aquí, a esta hora, no hay más que negros! ¿Por qué intentas negarme? Aquello me desconcertó y enojó al mismo tiempo: —¿Negarte? ¿Qué quieres decir con eso? —Contesta la pregunta. ¿Lo tienes o no lo tienes? —¿Te refieres al perro? —¡Eso: al perro! —No, esta mañana no —le contesté, exasperado. Y vi aparecer en su rostro una ancha sonrisa. Habló como si dudara de mi veracidad: —¡Espera un momento, chico. ¡No te enfades, maldita sea! Yo pensaba que lo tenías...  

Seguí mi camino. El hombre volvió a coger los brazos de la carretilla y, empujándola, se a mi altura, y anduvo a mi lado. Me sentí inquieto e incómodo. Aquel hombre se comportaba como los veteranos del Golden Day. Dijo:

—Bueno, quizás ocurra lo contrario. Quiero decir que a lo mejor es el perro quien te tiene a ti. —Puede ser. —Si es así, ya puedes estar contento de que el perro sólo sea un perro, porque creo que a mí, me tiene un oso. —¿Un oso? —¡Eso! ¡El oso! ¿Ves estos remiendos? El oso me clavó las zarpas ahí detrás.

Me mostró la parte posterior de sus pantalones de Charlot, y se echó a reír. Al instante siguiente, su rostro había adquirido seriedad: —Muchacho, Harlem es una cueva, una guarida de osos. Pero mira, para ti y para mí, es el mejor lugar del mundo. Ahora bien, si la situación no mejora pronto, voy a agarrar al oso y a liarme a patadas con él. —Procura que no sea el oso quien se líe a patadas contigo. —No, no hay peligro... Comenzaré a atizarle a un oso que sea de mi tamaño. Intenté recordar algún refrán sobre osos, pero únicamente acudieron dos a mi memoria, y ninguno de los dos venía al caso. Además, estaban íntimamente ligados a mi vida anterior, por lo que provocaron en mí una oleada de nostalgia. Quería apartarme del hombre que caminaba a mi lado, pero, por otra parte, su compañía me confortaba, y me parecía que, tiempo atrás, en otras mañanas y otros lugares, él y yo hubiésemos caminado juntos, tal como lo hacíamos en aquellos momentos. Señalé los rollos de papel azul. —¿Qué llevas ahí? —Planos. Tengo más de cien kilos de planos, y no puedo construir nada. —¿De qué son los planos? —No sé. De todo, imagino. Ciudades, pueblos, urbanizaciones. Algunos son solamente de casas. Si fuera japonés, con estos planos podría hacerme una casa de papel. —Soltó una carcajada y dijo—: Parece que alguien había hecho proyectos, y luego los cambió. Cuando fui a recoger los planos pregunté por qué se los  

quitaban de encima, y me dijeron que esas montañas de papel les estorbaban, y que de vez en cuando tenían que desembarazarse de los planos viejos para tener sitio donde poner los planos nuevos. Muchos de estos planos que llevo no han sido utilizados. —Llevas un buen montón. —Sí, sí. Y no están todos ahí. Tengo planos para llenar dos carretillas más. Estos papeles representan una burrada de trabajo. Hay gente que se pasa la vida entera haciendo proyectos, y luego no los cumple. Pensé en mis cartas de presentación, y dije: —Tienes razón, pero no debieran hacer eso. Es preciso fijarse un plan y cumplirlo. Me dirigió una grave mirada: —Todavía eres muy joven, muchacho. Guardé silencio. Habíamos llegado a una esquina, al fin del repecho que formaba la calle. El hombre dijo: —Mira, muchacho, siempre es agradable hablar con un joven de mi tierra, pero voy a dejarte, porque ahí veo una bonita calle cuesta abajo. Si me administro bien, puedo acabar el día sin quedar reventado. Has de saber que a mí gente no me llevará a la tumba. Bueno, ya nos veremos otro día. ¿Sabes una cosa?

—¿Qué? —Al principio pensé que querías negarme, pero veo que no. Y me ha gustado mucho conocerte. —Me alegro. Hasta la vista, y no te canses. —¡Qué va! Para ir viviendo en esta ciudad sólo hace falta ser un poco cuco, astuto y puto. Y eso, cuando nací, ya lo era. —Moviendo los labios muy rápidamente, y parpadeando al ritmo marcado por los labios, añadió—: Soyelseptimohijodelseptimohijonacidocontelarañasenlosoosyalimentadoconh uesosdegatonegroydejuanelconquistadoryverdurasgrasas. ¿Me has comprendido, chico?

Me eché a reír: —No. Vas demasiado de prisa. —Bueno, pues hablaré más despacio, y en verso, para que te enteres. Me llamo Peter Wheatstraw, soy yerno del diablo y todo me importa un cuerno. —Inclinó la cabeza a un lado, y preguntó—: ¿Tú eres del Sur, no?

—Sí. —Pues entonces, a ver si sabes seguir el juego. Me llamo Castillo y te persigo con un martillo. Platillo, Illo, Martillo. ¿Quién matará al diablo, Señor Dios con quién hablo?  

Contra mi voluntad, me eché a reír. Me gustaba su palabrería, pero era incapaz de contestarle del mismo modo. En la infancia había yo jugado a este juego, pero ahora ya no me acordaba de él, seguramente porque pertenecía a una época anterior a mis estudios en la escuela. El hombre rio: —¿Sabes lo que quiero decir, muchacho? Soy pianista y soplón de la policía, soy camorrista y conductor de tranvía. Me parece que tendré que enseñarte unas cuantas malas costumbres, porque las vas a necesitar. ¡Buena suerte, y adiós! —¡Hasta la vista! Y le vi avanzar empujando la carretilla, curvado el cuerpo sobre ella; y después, doblar la esquina, allí donde la cuesta terminaba. Y le oí cantar —su voz ahora alejada— mientras descendía por la otra calle: Tiene pies de mono, Y piernas, Piernas, piernas de perro, De perro loco... ¿Qué significado tenía esta canción? Era vieja, la había oído siempre, toda mi vida, pero por primera vez me daba cuenta de su rareza. ¿Se refería a una mujer, o a un extraño animal, a una especie de esfinge? Ni la mujer de aquel hombre, ni ninguna otra, podía ser tal como la canción decía. ¿Y a santo de qué la describía mediante términos tan contradictorios? ¿Se refería de veras a una esfinge? ¿El hombre de los pantalones de Charlot, aquel pobre piernas, amaba u odiaba al ser de la canción? ¿O quizá no hacía más que cantar? ¿Además, qué mujer sería capaz de amar a un tipo tan desastrado como aquél? ¿Y cómo cabía que incluso aquel tipo amara a un ser tan repulsivo como el de la canción? Seguí adelante. Quizá todos y cada uno amaban a alguien. Este era un extremo que yo ignoraba y al que no podía prestar demasiada atención. Quienes quieren ir lejos, deben ser independientes. Y yo tenía ante mí el largo camino de regreso a la universidad. Seguí caminando, mientras oía alejarse la canción del hombre de la carretilla. la canción se había transformado en un silbido solitario y robusto que se adelgazaba y subía muy alto al fin de cada frase, para terminar en una trémula vibración de tristeza. Parecía que las sostenidas elevaciones y súbitos descensos del silbido se alejaran siguiendo la marcha de un tren solitario y nocturno. Aquel hombre era el yerno del diablo, pero además sabía silbar dando color a las notas... Entonces, pensé que con gentes como él no había nada que hacer, que era cuestión de matarlas o dejarlas. E ignoraba si en aquellos momentos la emoción que me dominaba era de orgullo o de asco.  

Al llegar a la esquina, entré en una cafetería y me senté ante el mostrador. Allí había varios hombres con la cabeza inclinada sobre el plato. El café hervía en los grandes globos de vidrio, lamidos por pequeñas llamas azuladas. A mi olfato llegó el conmovedor aroma de jamón a la plancha, y vi al mozo abrir la parrilla, dar la vuelta a un par de lonchas y volver a cerrar bruscamente el aparato. Arriba, en la pared, de cara a los clientes, una muchacha con aspecto de estudiante, rubia y de piel tostada por el sol, nos invitaba a todos a beber una cola. El camarero se acercó. Puso un vaso de agua ante mí, y dijo:

—Le recomiendo el "especial". Le gustará. —¿En qué consiste el "especial"? —Chuletas de cerdo, puré de patatas, tostadas calientes y café. Se había inclinado sobre el mostrador, mirándome fijamente, con una expresión que parecía decir: Muchacho, ya sabía yo que te iba a gustar el "especial". ¿Tan evidente era que yo acababa de llegar del Sur? —No. Tomaré zumo de naranja, tostadas y café —contesté secamente. Sacudió la cabeza: —Me equivoqué. —Mientras ponía dos rebanadas de pan en la tostadora, añadió—: Hubiese jurado que le gustaban las chuletas de cerdo. ¿Cómo será el zumo, grande o pequeño? —Grande. Mientras el camarero, de espaldas a mí, cortaba en dos una naranja, mantuve la vista fija en su occipucio. Sin duda, estaría pensando que yo hubiera debido pedir el "especial", pagar y largarme, y que quién diablo creía yo ser... Con la cucharilla quitéla semilla que flotaba en la espesa capa de pulpa de naranja, y me bebí el ácido líquido, orgulloso de haber sabido resistir la tentación de las chuletas de cerdo y el puré de patatas. Aquello había sido un actodedisciplina, revelador del cambio que se estaba operando en mí, gracias al cual regresaría a la universidad convertido en un hombre más maduro y experimentado. Mientras revolvía el café, pensé que a mi regreso a la universidad yo sería esencialmente el mismo, sin embargo daría muestras de unos cambios en mi comportamiento, que intrigarían a cuantos alumnos no hubieran estado en el Norte. En la universidad, siempre resultaba útil ser un poco diferente del resto, especialmente cuando uno pretendía destacar. Estas diferencias conducían a que los compañeros hablasen de uno, a que intentaran descifrar su modo de ser. Sin embargo, prestaría atención a no hablar en todo momento como un negro del Norte, ya que esto último no les gustaría. Sin poder evitar una sonrisa, pensé que lo más adecuado sería mostrar indicios de que cuanto yo dijera o hiciera se basaba en unos misteriosos criterios de muy largo alcance, que yacían escondidos bajo las simples apariencias externas. Eso sí les gustaría. Y cuanto más vagamente me expresara, mejor. De este modo no dejarían de formular conjeturas sobre mi  

persona, tal como hacían con respecto al Dr. Bledsoe. ¿Cuando el Dr. Bledsoe iba a Nueva York, paraba en los lujosos hoteles de los blancos? ¿Acudía a fiestas y reuniones con los protectores? ¿Y cómo se comportaba?

"Creo que lo pasa en grande. Cuando Bledsoe va a Nueva York no se priva de nada, según me han dicho. Dicen que bebe whisky del mejor, y fuma puros, y se olvida de todo lo que nos dice a nosotros, a los negros ignorantes de la universidad. Cuando va al Norte, se hace llamar Señor. Doctor Bledsoe por todo quisque." Al recordar laconversación, volví a sonreír. Me sentí optimista.á debía alegrarme de haber sido temporalmente expulsado. Gracias aexpulsión estaba aprendiendo mucho más de lo que habría en la universidad. Hasta aquel instante, las murmuraciones de los estudiantes sobre el Dr. Bledsoe me habían parecido solamente irrespetuosas y mal intencionadas. Pero ahora podía advertir cuanto favorecían al Dr. Bledsoe, ya que tanto si estábamos en favor de él, como si estábamos en contra, su persona nunca se apartaba de nuestras mentes. Este era el secreto del arte de ser jefe. Me daba cuenta de que ésta era una realidad que había sabido durante años, sin que jamás pensara en ella. Lo raro era que la formulase en pensamientos precisamente en aquellos momentos. La distancia que me separaba de la universidad contribuía a que pensara en ella con claridad y precisión, sin miedo. Aquí, en Nueva York, veía la universidad tan clara y objetivamente como la moneda de diez centavos que en aquel momento depositaba sobre el mostrador para pagar el desayuno. El precio era quince centavos. Mientras buscaba en el bolsillo una moneda de cinco centavos, decidí sustituirla por otra de diez centavos. ¿Acaso es un insulto el que un negro dé propina a un blanco?

Fijé la vista en el camarero, que estaba sirviendo un plato de chuletas de cerdo y puré de patatas a un hombre con bigote rubio claro. Cuando me vio, arrojé la moneda de diez sobre el mostrador y me fui, molesto de que la moneda de diez no hubiera sonado como si fuera de cincuenta. Al llegar ante la puerta de la oficina de Mr. Emerson, se me ocurrió que quizás hubiera sido mejor esperar hasta que la jornada de trabajo estuviera ya avanzada, pero deseché esta idea, y abrí la puerta. Creía que llegar a primera hora constituiría un indicio de lo mucho que necesitaba obtener empleo, y también de la diligencia con que llevaría a cabo cualquier trabajo que quisieran encomendarme. Además, ¿acaso no hay un refrán que dice "a quien madruga, Dios le ayuda"? ¿Era éste un refrán judío o de uso general? ¿Emerson era un nombre judío? La estancia recordaba la sala de un museo. Era una amplísima antesala en la que predominaban los colores de fresca tonalidad tropical. Una de las paredes  

estaba casi totalmente cubierta por un gran mapa de colores, del que partían finas y tirantes cintas de seda, en distintas porciones del mapa, para ir a parar a unos soportes de ébano sobre los que había recipientes conteniendo los productos naturales de los diversos países. Sin duda estaba en las oficinas de una importante empresa. Maravillado, contemplé el resto de la estancia. Vi pinturas, estatuas de bronce, tapices, todo artísticamente dispuesto. Estaba tan deslumbrado y sorprendido que casi dejé caer la cartera al suelo, cuando oí la voz que decía:

—¿En qué puedo servirle? Y vi a un hombre cuyo aspecto recordaba el de los figurines en los anuncios: rostro colorado, cabello rubio impecablemente peinado, traje de tela ligera y línea elegante, anchos hombros, y nerviosos ojos grises, tras gafas de delicada montura. Le dije la razón de mi visita. —¡Ah, sí! ¿Puedo ver la carta, por favor? Cuando adelantó la mano para cogerla, me fijé en los gemelos de oro que sujetaban los blancos y suaves puños de la camisa. Echó una ojeada al sobre, me miró con extraño interés y dijo: —Siéntese, por favor. Dentro de un instante estaré con usted. Salió andando a largos pasos silenciosos, y con un balanceo de caderas que me hizo fruncir el ceño. Cogí una silla de teca, tapizada en seda verde esmeralda, y me senté en ella rígidamente, con la cartera sobre las rodillas. Seguramente aquel hombre se hallaba en esta habitación momentos antes de que yo entrara, pues en una mesa sobre la que había un bonito árbol enano, vi humear un cigarrillo en un cenicero de jade. Al lado del cenicero reposaba un libro abierto, con el título Tótem Tabú. ás allá vi una vitrina iluminada, de líneas chinas, que contenía pequeñas vasijas y delicadas estatuillas representando caballos y pájaros, colocadas sobre soportes de madera tallada. En la estancia reinaba un silencio absoluto. Y así estuvo hasta que repentinamente oí un frenético batir de alas. Dirigí la vista hacia la ventana y vi un torbellino de colores, como si una violenta ráfaga de viento hubiera lanzado allí un amasijo de harapos de brillantes colores. Se trataba de una gran pajarera con aves tropicales, situada junto al amplio ventanal, a través del que pude ver —mientras se extinguía el sonido del revoloteo— dos buques avanzando lentamente, a lo lejos, en las verdosas aguas de la bahía. Entonces, un pájaro grande comenzó a cantar, y yo fijé la vista en su garganta hinchada y palpitante, de brillantes plumas rojas, azules y amarillas. El canto excitó a las demás aves, que revolotearon alborotadas durante un instante, creando un torbellino de destellantes colores, cual ocurre al desplegar un abanico oriental. De buena gana me hubiera acercado a la jaula para contemplar aquel espectáculo, pero decidí no hacerlo porque me pareció una actitud impropia de un hombre de negocios. Desde la silla observé la habitación.

 

El pájaro lanzó unas notas de desagradable sonido. Y yo pensé que las gentes cual Mr. Emerson vivían como auténticos reyes. Jamás había visto un lugar tan bello y tan rico. El museo de la universidad era triste y pobre, comparado con esta sala de espera. Allí, en el museo de la universidad, tan sólo había un reducido número de viejos objetos recordatorios de los tiempos de la esclavitud: una marmita de hierro, una vieja campana, cadenas y grilletes, un primitivo telar, una rueca, una calabaza utilizada para conservar agua, un feo ídolo africano de ébano con gesto amenazador (regalo de un millonario viajero), un látigo de cuero con tachuelas de cobre, un hierro de marcar ganado con las letras MM... Pese a que muy pocas veces había contemplado estas piezas, conservaba de ellas un vivido recuerdo. Me resultaban desagradables, y por eso, cuando visitaba aquella sala, prestaba poca atención a la vitrina en donde se conservaban, y me fijaba en las fotografías hechas en los días inmediatamente posteriores a la Guerra de Secesión, en tiempos más próximos a los que el ciego Barbee se había referido. Y ni siquiera estas fotos había contemplado con frecuencia. Procuré adoptar una postura cómoda. Y descubrí que la silla era bella, pero dura. ¿Qué estaría haciendo el hombre que me había recibido? ¿Hubo en su actitud signos de hostilidad hacia mí? Me disgustaba que me hubiera sorprendido en un momento de distracción. Era preciso prestar atención a estos detalles. Un áspero grito procedente de la jaula rompió el silencio. Y de nuevo vi el alocado y colorido revoloteo de las aves, convertidas repentinamente en móviles llamas; sus alas airadas golpeaban una y otra vez las barras de bambú. Se apaciguaron con igual prontitud que se habían alborotado, en el instante en que se abrió la puerta y el hombre de cabello rubio me indicó que pasara dentro, mientras mantenía la mano izquierda en la manecilla de la cerradura.

Con los nervios tensos, avancé hacia él. ¿Me habían aceptado o rechazado? —Pase, por favor —dijo, con expresión interrogadora. Me quedé junto a la puerta, cediéndole el paso: —Usted primero. —Por favor... —insistió con una ligera sonrisa. Pasé en primer lugar, mientras pensaba si en el tono con que había pronunciado sus palabras había indicios de la actitud que

 

sin duda había adoptado para conmigo. Con la carta, señaló un par de sillas: —Siéntese, por favor. Quisiera hacerle unas cuantas preguntas. —Estoy a su disposición, señor. —Dígame, ¿qué proyectos tiene usted?

—Quisiera obtener un empleo para ganar el dinero suficiente para volver a la universidad, en el próximo otoño. —¿A la universidad en que ha estudiado hasta ahora? —Sí, señor. —Comprendo. Me contempló en silencio durante un momento, y preguntó : ¿Cuándo obtendrá usted el título? —El próximo curso, señor. Esteaño he terminado el tercer curso.

—¿Ya? Va usted muy adelantado. ¿Qué edad tiene? —Casi veinte años, señor. —¿Está en tercer cursoa los diecinueve? Sin duda, es un buen estudiante. El giroque tomaba la entrevista comenzaba a gustarme.

—Muchas gracias, señor. —¿Practicaba el atletismo? —No, señor. —Tiene usted aspecto de atleta. Probablemente sería un buen corredor de los cien metros. —No lo he intentado. —Supongo que no hace falta preguntarle qué opinión tiene de su Alma Mater... Mi voz adquirió emocionados acentos: —Creo que es la mejor del mundo, señor. —Lo imaginaba, lo imaginaba —dijo, y una expresión de desagrado cruzó su rostro. Me puse en guardia, mientras le oía murmurar incomprensibles palabras sobre "nostalgia de Harvard". Se iluminaron sus ojos, tras los cristales de las gafas, y volvió a sonreír: —¿Qué haría usted si le ofrecieran la oportunidad de terminar sus estudios en otra universidad? —¿Otra universidad? —pregunté sorprendido. —Sí, sí. Digamos una universidad de Nueva Inglaterra. Le contemplé mudo de asombro. ¿Se refería a Harvard? ¿Era eso bueno o malo? ¿Adónde quería ir a parar? Hablé con cautela:

 

—No

lo sé, señor. Nunca he pensado en eso. Sólo me falta un curso, conozco a todo el mundo en mi universidad, y ellos me conocen a mí... Confuso y sin saber qué decir, no terminé la frase. Mirándome fijamente, lanzó un suspiro de resignación. ¿En qué estaría pensando? Quizás había expresado con demasiada franqueza mi deseo de regresar a la universidad, quizás aquel hombre era contrario a que los negros cursáramos estudios superiores. Pero, al fin y al cabo, no era más que un secretario... O quizá no... Habló lentamente: —Comprendo. Fui inoportuno al indicar la posibilidad de que fuera a otra institución. Supongo que la universidad de cada cual es algo sagrado, como los padres. Me apresuré a mostrarme conforme: —Sí, señor. Es exactamente así. —Quisiera hacerle una pregunta un tanto indiscreta —dijo, contrayendo las pupilas—. ¿Me lo permite? —Desde luego, señor —contesté nerviosamente. Inclinó el cuerpo hacia delante, y frunció el ceño en expresión preocupada y dolorida: —Me desagrada hacerle esta pregunta, pero creo que es necesario. Dígame, ¿ha leído usted la carta que ha traído? Esta carta. Y cogió la carta que reposaba sobre la mesa. —No, señor. No está dirigida a mí, y, como es natural, ni se me ocurrió la idea de abrirla. Agitó la mano en el aire, y enderezó el cuerpo: —Claro, naturalmente, naturalmente. Acepte mis disculpas, y olvide el asunto. Ha sido una pregunta personal, al estilo de esas, tan molestas, que en la actualidad se encuentran demasiado a menudo en formularios que pretenden ser impersonales. Yo no acababa de comprender lo que quería decirme: —Pero, ¿estaba abierta, señor? Si estaba abierta es que alguien ha curioseado en mis cosas...

—No, no, nada de eso. Por favor, olvide la pregunta. Dígame, ¿qué piensa hacer una vez haya obtenido el título? —No lo sé todavía. Me gustaría quedarme en la universidad, como profesor, o en la administración. Y, bueno... Pues... —¿Sí? Siga, siga. —Bueno, pues, en realidad, me gustaría llegar a ser el secretario del Dr. Bledsoe.  

Se reclinó en la silla, y sus labios formaron un círculo: —Ya comprendo. Es usted ambicioso. —Creo que sí, señor. Pero estoy dispuesto a trabajar cuanto sea necesario. —La ambición es una fuerza maravillosa, aunque a veces puede llegar a cegarnos. Por otra parte, también puede conducir al éxito, como en el caso de mi padre. —Su voz tenía ahora un acento nuevo y cortante. Con el cejo fruncido contemplaba sus manos temblorosas—. Lo malo de la ambición es que muchas veces impide ver la realidad tal como es. Dígame, ¿cuántas cartas de presentación tiene usted? Desorientado por el nuevo giro que tomaban sus preguntas, contesté: —Tenía siete, señor. Están... —¡Siete! —exclamó con un grito de enojo. —Sí, señor, el Dr. Bledsoe no me dio más. —¿Podría saber a cuántos de estos caballeros ha logrado usted ver? Me invadió una oleada de tristeza: —Personalmente no he visto a ninguno de ellos, señor. —¿Y ésta es su última carta? —Sí, señor, pero confío en obtener contestación a las otras. Me dijeron que... —¡Sí, sí, desde luego! Los siete le contestarán. Todos son buenos y leales norteamericanos. En esta ocasión había hablado con evidente ironía. No supe qué decir y me mantuve en silencio. —Siete... —repitió en tono misterioso. Y añadió, acompañando sus palabras con un elegante ademán de menosprecio hacia sí mismo—: No me haga demasiado caso, no se preocupe por lo que he ... Ayer por la tarde celebré una larga y difícil entrevista conl analista, y ahora estoy con los nervios de punta, como un despertador que se dispara por cualquier vibración. —Con las palmas de la mano se golpeó los muslos—. ¡Es increíble! ¿Qué diablos significará eso?

Quedó traspuesto. Un lado de la cara comenzó a movérsele en sacudidas nerviosas. Sumido en pensamientos, encendió un cigarrillo. Y yo me preguntaba en qué pensaba, qué le ocurría. Soltó una bocanada.

 

—No

hay palabras para expresar la injusticia de algunas realidades. Escapan a la capacidad del habla y del pensamiento. A propósito, ¿ha estado usted en el Club Calamus? —No, señor. Nunca lo he oído nombrar. —¿De veras? Es muy conocido. Muchos de mis amigos de Harlem acuden a él. Van muchos escritores, artistas y gente conocida. Es un lugar único, en Nueva York. E, ignoro por qué, tiene cierto ambiente europeo.

Con la esperanza de encaminar la conversación hacia el tema de mi empleo, dije: —En mi vida he estado en un night club. Cuando comience a ganar dinero, procuraré ir a alguno. Echó la cabeza hacia atrás, bruscamente, y me miró con fijeza. Las sacudidas nerviosas volvieron a conmover su rostro: —Me temo que, como de costumbre, me haya apartado del objeto de la conversación. Tras una brevísima pausa, habló como llevado por un súbito impulso: —Oiga, ¿usted cree que dos personas desconocidas que se ven por primera vez en su vida pueden hablar entre sí con absoluta franqueza y sinceridad? —¿Perdón? —¡Maldita sea! Quiero decir si cree posible que usted y yo nos quitemos esa máscara hecha de costumbres y modales sociales que aísla a los hombres y hablemos con total honradez y franqueza.

—No comprendo exactamente sus palabras, señor. —¿Seguro? —Yo... —Claro, claro... Me resulta difícil hablar con claridad. Lo estoy sumiendo en un mar de confusión. Esta franqueza es imposible debido a que todos los motivos que nos impulsan son impuros. Olvide lo que le he dicho. Voy a intentar expresarlo de otro modo, y recuerde lo que voy a decirle...

La cabeza me daba vueltas. Aquel hombre me hablaba inclinado hacia delante, confidencialmente, como si fuéramos viejos amigos. Y yo recordaba unas palabras pronunciadas años atrás por mi abuelo: "no permitáis que un blanco os explique sus problemas, porque después se avergonzará de haberlo hecho, y entonces os odiará. En realidad, os habrá odiado en todo momento". El hombre rubio decía: —Quisiera revelarle un aspecto de la realidad, que es de la mayor importancia para usted, pero antes quiero advertirle que le desagradará profundamente. No, permítame, déjeme terminar... —Me había puesto la  

mano sobre la rodilla, y al cambiar yo mi postura, la retiró rápidamente—. Quiero hacer algo que rara vez se hace. Y, a decir verdad, no lo haría si no hubiese sufrido una larga serie de increíbles frustraciones. Quizá no sepa usted que soy un hombre sometido a un injusto dominio... ¡Perdone, parece que tan sólo sé hablar de mí mismo! Quiero decir que los dos, usted y yo, nos sentimos frustrados. Los dos. Y yo quiero ayudarle... —¿Quiere decir que me dejará entrevistarme con Mr. Emerson? —No crea que esto le vaya a ser de mucha utilidad —dijo, torciendo el gesto,— y no saque de mis palabras conclusiones precipitadas. Quiero ayudarle, pero para ello debo cometer una crueldad. —¿Crueldad? —dije, dando un respingo.

—Sí. Es un modo de expresarlo, tan válido como cualquier otro. Para ayudarle estoy obligado a desilusionarle. —Creo que puedo soportar perfectamente una desilusión, señor. Usted permítame entrevistarme con Mr. Emerson y deje el resto de mi cuenta. Yo sólo quiero hablar con Mr. Emerson. Se puso en pie de un salto, y con dedos temblorosos aplastó el cigarrillo en el cenicero: —¿Hablar con él? Nadie habla con él. El habla y los demás callan y escuchan.

Calló por unos instantes. Cuando volvió a hablar, lo hizo en tono completamente diferente: —Quizá sea mejor que me dé usted sus señas, y mañana por la mañana le mandaremos una carta con la contestación de Mr. Emerson. Es un hombre muy ocupado y no puede recibirle. Me levanté, aturdido. ¿Se estaba riendo de mí? Balbuceé:

—Pero usted dijo que... —No pude continuar. Al fin supliqué —: ¡Déjeme hablar con él aunque sólo sea cinco minutos! Estoy seguro de que le convenceré de que soy capaz de realizar un trabajo, que merezco que me dé un empleo. Y si alguien ha abierto el sobre, y ha alterado la carta de presentación, demostraré mi identidad, y el Dr. Bledsoe... —¡Identidad! ¡Dios mío! —exclamó con un ademán angustiado —. ¿Hay alguien en el mundo que en nuestros días tenga identidad de un género u otro? Oiga, ¿tiene usted confianza en mí? —Sí, claro... Se inclinó hacia delante. Los tics nerviosos sacudían violentamente su rostro: —Oiga: he intentado decirle que sé mucho sobre usted, no usted personalmente, sino sobre gente como usted. Tampoco sé  

demasiado, de acuerdo, pero sé más que la mayoría. Aquí todavía vivimos en los tiempos de Jim y Huckleberry. Tengo muchos amigos que son músicos de jazz y he visitado todo el país. Sé en qué circunstancias viven ustedes. ¿A santo de qué quiere usted volver allá, amigo mío? Aquí hay más libertad y tendrá más oportunidades de abrirse paso. Si vuelve no encontrará lo que usted quiere, porque ignora muchos de los factores que intervienen en su caso. No interprete mal mis palabras. Le aseguro que no pretendo asustarle, ni tampoco gozar de un placer sádico. De veras, no es eso. Pero conozco este mundo en el que usted pretende entrar, conozco sus virtudes y sus vicios, y las personas decentes y las indeseables que lo forman. Sí, sí, indeseables. Mucho me temo que mi padre me cree uno de esos indeseables. Yo soy Huckleberry Finn... Rió amargamente. Y yo intenté descifrar el significado de sus confusas divagaciones: ¿Huckleberry Finn? ¿Por qué se había referido a esa historia para muchachos? Me enfurecía e intrigaba que aquel hombre se atreviera a hablarme tal como lo hacía, amparándose en que se hallaba en una situación que le permitía obstruir el camino que podía conducirme a la obtención de un empleo, y luego al regreso a la universidad. Le dije:

—Yo solamente quiero un empleo, señor. Sólo quiero ganar el dinero suficiente para proseguir mis estudios. —Naturalmente, pero seguramente intuye que no todo es tan como a primera vista parece. ¿No siente curiosidad por saber las causas que se esconden tras las apariencias superficiales?

—Sí, señor. Pero ante todo quiero conseguir trabajo. —Claro, claro. Pero la vida no es tan sencilla como eso.

—Estas cosas a que usted se refiere no me interesan por el momento, sean lo que fueren, señor. Son problemas que no me incumben. Me basta con volver a la universidad, y quedarme allí tantos años como me permitan. —Pero yo quiero ayudarle a hacer lo que más le conviene. Lo que más conviene. ¿Usted quiere hacer lo que más le convenga?

—Sí, supongo que sí. —Entonces, olvide sus proyectos de regresar a la universidad. Vaya a cualquier otro sitio. —¿Que abandone la universidad? —Eso, que se olvide de ella. —¡Pero usted dijo que me ayudaría! —Lo dije y lo estoy haciendo. —¿Podré ver a Mr. Emerson?  

—¡Por

Dios! ¿No comprende que más le valdrá no verle? Se me corló la respiración. Quedé rígido, agarrando la cartera con todas mis fuerzas. Barboté: —¿Por qué me odia? ¿Qué daño le he hecho yo? ¡En ningún momento ha tenido intención de dejarme ver a Mr. Emerson! ¡Incluso después de haber visto mi carta de presentación! ¿Por qué? ¿Por qué? No voy a quitarle su empleo... —¡No, no! ¡Claro que no! No me ha comprendido bien. ¡Dios mío, no hay modo de entenderse! Le ruego que no crea que yo intento evitar que vea a mi... en fin, que vea a Mr. Emerson, debido a que tenga prejuicios contra usted. —¡Sí, señor, eso es lo que pienso! —le interrumpí furioso—. Un amigo de Mr. Emerson me dirigió a él. Usted ha leído la carta, y pese a ello me impide verle, y, además, ahora, pretende que abandone la universidad. ¿Qué clase de hombre es usted? ¿Por qué me odia usted, usted, que es un hombre blanco y del Norte? Mis palabras le dejaron apenado. —Lo siento infinito. Creo que no he sabido comportarme como debía, pero, en todo caso, tenga la seguridad de que he intentado aconsejarle que hiciera lo que más le conviene. En un brusco movimiento se quitó las gafas. Le contesté:

—Yo soy el único que sabe lo que más me conviene, y si no yo, el Dr. Bledsoe. Si hoy no puedo ver a Mr. Emerson, haga el favor de decirme cuándo podrá recibirme. Se mordió los labios, cerró los ojos, y sacudió la cabeza, como si luchara para no decir a gritos lo que estaba pensando. Repentinamente calmado, dijo: —Siento de veras, muy de veras, haber provocado esta situación. Fue una estupidez el intentar aconsejarle, pero por favor no crea que soy su enemigo o enemigo de su raza. Soy su amigo. Muchos de los mejores hombres que conozco son negr... En fin, dejémoslo. Quiero que sepa que Mr. Emerson es mi padre. —¡Usted es hijo de Mr. Emerson! —Así es, aunque preferiría que no fuera así. Mr. Emerson es mi padre, y por eso me sería fácil lograr que usted se entrevistara con él. Sin embargo, hablando con toda franqueza, le diré que soy incapaz de cometer un acto de tanto cinismo. De nada serviría.  

—Pero,

Mr. Emerson, yo quisiera probar suerte. Para mí es muy importante. Mi carrera depende de esta entrevista. —No tiene la menor oportunidad de éxito. Mi excitación creció de punto: —El Dr. Bledsoe me envió aquí, y forzosamente debo tener alguna posibilidad de éxito. —El Dr. Bledsoe... —murmuró con asco—. Es como mi... Merece que le azoten en la plaza pública. —Cogió la carta y la empujó hacia mí, a través de la mesa—. ¡Tome! La cogí, sin dejar de mirar sus ojos llameantes que me contemplaban fijamente. —¡Ande, léala! ¡Léala! —gritó, excitado. —No es esto lo que yo quiero. —¡Le digo que la lea! Muy señor mío y distinguido amigo: El portador de esta carta es un exalumno de nuestra universidad, y digo exalumno debido a que bajo pretexto alguno será readmitido, ya que fue expulsado por haber cometido una gravísima infracción de nuestras más estrictas normas de conducta. Sin embargo, debido a ciertas circunstancias cuya naturaleza le é personalmente en ocasión de la próxima junta, los intereses de la universidad exigen que este joven ignore el carácter inapelable de su expulsión, pese a que él abriga esperanzas de poder reanudar sus estudios en el próximo otoño. La gran obra a la que tantos esfuerzos dedicamos exige que este exalumno siga alentando sus vanas esperanzas, y que, al mismo tiempo, se mantenga alejado de nuestro seno.

Estamos ante uno de esos poco frecuentes y delicados casos en que una persona en la que habíamos depositado grandes esperanzas se ha apartado del buen camino, y, en su extravío, pone en peligro las no menos delicadas relaciones que vinculan a ciertas personas con la universidad. En consecuencia, aun cuando el portador de esta carta ha dejado ya de pertenecer a la universidad, es de extrema importancia que su separación de ella se efectúe del modo menos doloroso que quepa. Por ello le ruego, señor, que contribuya a que este joven siga avanzando hacia unas esperanzas que se alejen y retrocedan constantemente, siempre luminosas, cual el horizonte a la vista del caminante. Respetuosamente, de usted seguro servidor, . Hebert Bledsoe.  

Alcé la cabeza. Me parecía que hubieran transcurrido veinticinco años desde el momento en que comencé a leer la carta hasta aquel en que comprendí su contenido. No podía creer lo que decía. En vano, la volví a leer. Y pese a mi incapacidad de comprender aquel mensaje, tenía la vaga sensación de que estaba viviendo unos momentos que ya había vivido tiempo atrás. Con las manos, me restregué los ojos. Los tenía secos, como si de repente se hubiera secado todo mi cuerpo. Oí hablar al hombre: —Lo siento. Lo siento infinito. —Pero, ¿qué hice? Siempre procuré cumplir a rajatabla... —Eso quisiera saber. ¿A qué se refiere el Dr. Bledsoe en su carta? —No lo sé. De verdad, no lo sé. —Pero algo debió usted hacer. —Conduje el automóvil de un visitante... Le llevé al Golden Day porque se encontraba mal... No lo sé. Incoherentemente, le conté la entrevista con Trueblood, la visita Golden Day y mi expulsión. Su rostro nervioso me reveló cada una de sus reacciones a los distintos pasajes de mi relato.

Cuando terminé dijo: —No hizo gran cosa. No comprendo a Bledsoe, es un hombre muy complejo. —Yo sólo quería volver a la universidad, estudiar y ser útil. —No, ahora no puede volver. ¿No lo comprende? Siento infinito lo ocurrido, sin embargo me alegro de haber cedido al impulso de hablarle. Olvide la universidad. Pese a que es un consejo que jamás he podido seguir, lo creo un buen consejo. De nada sirve cerrar los ojos a la realidad. No se ciegue voluntariamente. Atontado, me puse en pie y me dirigí hacia la puerta. Me siguió hasta la sala de espera, en donde los pájaros multicolores revolotearon y emitieron graznidos que me parecieron gritos de pesadilla. El hombre tartamudeó tímidamente: —Por favor, le ruego que no hable con nadie sobre esta conversación. —No lo haré. —A mí personalmente no me importaría, si no fuese que mi padre consideraría que la revelación que le he hecho constituye una gravísima traición. Usted, ahora, está libre del poder de mi  

padre. Pero yo sigo siendo su prisionero. ¿Se da cuenta de que ha quedado liberado de él? Yo todavía tengo que ganarme la libertad. Parecía que le faltara poco para echarse a llorar. —No lo diré a nadie —le dije—. Nadie me creería, ni siquiera yo puedo creerlo. No puede ser. Debe de haber algún error. Al abrir la puerta, me dijo: —Oiga, amigo, esta noche doy una fiesta en el Calamus. Me gustaría que viniese. Le hará bien. —No, muchas gracias, señor. —¿Quizá aceptaría ser mi ayuda de cámara? le miré: —No, muchas gracias. Me gustaría poder ayudarle en algo. Oiga, sé que en Liberty Paints pueden darle trabajo. Mi padre ha enviado allá a varios recomendados. Podría intentarlo... Cerré la puerta. El ascensor, a velocidad de cohete, me llevó abajo. Salí a la . La luz del sol era muy fuerte. La gente que caminaba por la acera, junto a mí, me parecía distante. Me detuve ante un muro grisáceo que rodeaba un cementerio. Tras el muro, en lo alto, sobresalían las lápidas de los nichos, lejanas como las últimas ventanas de un edificio ciudadano. Al otro lado de la calle, un limpiabotas bailaba a la sombra de una marquesina. La gente, al pasar, echaba monedas en su sombrero. Al llegar a la esquina, cogí el autobús y, automáticamente, me dirigí a la parte posterior. En el asiento frontero, un hombre de piel oscura, con sombrero de paja, silbaba entre dientes. Mis pensamientos iban, sin parar, de Bledsoe a Emerson, y de éste a aquél. No podía encontrar explicación a lo ocurrido. Era como una absurda historieta cómica. Luego pensé que no, que no podía ser un chiste tan sólo. Y luego que sí, que era un chiste. El autobús se detuvo con una sacudida, y me di cuenta de que mi voz tarareaba la misma música que silbaba entre dientes el hombre frente a mí. Recordé la letra.

Cogieron al pobre Robin, el petirrojo, Y le desplumaron.

Cogieron al pobre Robin, el petirrojo, Y le desplumaron.

Ataron al pobre Robin a un palo, Y, Señor, le arrancaron las plumas, Todas las plumas del trasero. ¡Ay, desplumaron al pobre Robin, el petirrojo!  

Me levanté y corrí hacia la puerta. A mis espaldas, siguiéndome, oía el silbido entre dientes del oscuro pasajero, el sonido de aire haciendo vibrar papel de seda contra las púas de un peine. Quedé tembloroso, en la acera, vigilando la puerta del autobús, casi convencido de que de ella saldría el hombre de piel oscura, dispuesto a seguirme sin dejar de silbar la olvidada cancioncilla del petirrojo desplumado. No podía quitarme el sonsonete de la cabeza. Durante el viaje en metro, y, después, cuando ya me encontraba en mi dormitorio de Men's House, tumbado en la cama, la cancioncilla estuvo sonando sin parar en el interior de mi cabeza. ¿Cuáles eran los hechos principales, el quiéncuándo-dónde-que-por-qué de la historia del pobre Robin, el petirrojo? ¿Qué había hecho, quién le había atado un palo, por qué le habían desplumado? ¿Y por qué cantábamos su triste sino? Para reír, para reír tan sólo. Todos los chicos reían con la historia de Robin, y el gracioso músico que tocaba la tuba en la banda de Elk, interpretaba la canción en un solo de su retorcido instrumento, con cómicos floreos, y lúgubre fraseo, como en un burlesco himno fúnebre: "Bu, bu, bu, buuum, pobre Robin desplumado...". ¿Quién era Robin, y por qué fue maltratado y humillado?

Entonces, un arrebato de ira incontenible sacudió mi cuerpo tumbado en la cama. Una ira que para nada servía. Pensé en Emerson hijo. Quizá me había mentido, impulsado por algún escondido motivo personal. Al parecer, todos y cada uno habían forjado su plan respecto a mí, y bajo este plan tenían otro plan secreto. ¿Cuál era el plan del joven Emerson? ¿Y por qué yo formaba parte de él? Además, ¿quién era yo? Todo mi ser estaba sometido a espasmódicas sacudidas, como si sufriera un ataque epiléptico. Quizá lo ocurrido en el día de hoy fuese una prueba a la que me sometían para comprobar mi buena fe. Pensé que no, que esto era falso, que era una mentira. Y, además, yo sabía que era mentira porque había leído la carta, una carta que representaba una condena a muerte, a muerte poquito a poco. En voz alta, a solas, recité: —Querido Mr. Emerson: El portador de esta carta, Robin el petirrojo, es un exalumno. Le ruego le mate a esperanzas, con agonía de largos años. Su humilde y obediente servidor, A. H. Bledsoe. Pensé: sí, así es la cosa. Es como un conciso y seco coup de grace , dirigido con perfecta precisión a la nuca. ¿Contestaría Emerson a este mensaje? ¡Claro! Diría: "Querido Beld: Tuve ocasión de conocer a Robin, y le arranqué la cola. Firmado, Emerson".

Me incorporé y, sentado en la cama, me eché a reír. Reía, pero me sentía baldado y flojo, sabedor de que el dolor y la pena no  

tardarían en llegar, y que, pasara lo que pasara, jamás volvería a ser el que antes era. Me sentía apaleado, pero reía. Cuando dejé de reír, y me quedé jadeando, decidí volver a la universidad y matar a Bledsoe. Pensé: Sí, éste es mi deber para con mi raza y para conmigo mismo; le mataré. La osadía de este propósito y la ira que me dominaba, me impulsaron a actuar. Precisaba ganar dinero y elegí el medio que consideré más rápido. Llamé por teléfono a la fábrica que el joven Emerson me había indicado. Y la llamada dio resultado. Me dijeron que me presentara el día siguiente por la mañana. Ocurrió todo tan rápida y fácilmente, que quedé desconcertado. ¿Habían planeado entre todos que así ocurriera? No, no, en esta ocasión no iban a engañarme. Ahora, el resultado se debía a mis propios actos. Los sueños de venganza apenas me dejaron dormir.

 

CAPÍTULO 10 La fábrica se encontraba en Long Island. Crucé el puente bajo la niebla, juntamente con una multitud de obreros que también se dirigían a ella. Al frente, vi un gran cartel luminoso que, a través de los jirones de niebla, anunciaba: MANTENGA AMERICA PURA LIBERTAD

Bajo el anuncio, se extendía un conjunto de edificios en los que ondeaban banderas. Por un instante creí contemplar, a distancia, la escena de una gran celebración patriótica, pese a que no oía salvas ni trompetas. Avancé con los otros, entre la niebla. Me preocupaba haber utilizado el nombre de Mr. Emerson sin contar con su autorización. Sin embargo, cuando llegué a la oficina de personal y volví a servirme de él, tuvo efectos mágicos. Me entrevisté con un hombre menudo, de mirada triste, llamado Mr. MacDuffy, que me envió a trabajar a las órdenes de Mr. Kimbro. Un meritorio me acompañó. Mr. MacDuffy había dicho al muchacho, refiriéndose a mí: —Si Mr. Kimbro le acepta, vuelve acá y pon su nombre en la nómina del departamento de expediciones. Al salir de aquel edificio, dije al muchacho: —Esto es enorme. Parece una pequeña ciudad. —Sí, es bastante grande. Es una de las mayores fábricas en este ramo. Fabricamos mucha pintura para el gobierno. Entramos en otro edificio, y cruzamos un vestíbulo pintado de un blanco deslumbrante. —Mejor será que dejes tu ropa y tus cosas en el vestuario —dijo mi acompañante. Y, tras abrir una puerta, entramos en una sala en la que había hileras de pequeños armarios verdes, y bajos bancos de madera. Varios armarios tenían las llaves puestas en la cerradura. Me indicó uno de éstos, y dijo: —Pon tus cosas aquí, y llévate la llave.  

Mientras me vestía, me sentí acometido por el nerviosismo. El me contemplaba fijamente, en actitud perezosa. Tenía un pie sobre el banco y masticaba una cerilla de madera. ¿Sospechaba acaso que yo había mentido al utilizar el nombre de Mr. Emerson?

Mientras daba vueltas a la cerilla, entre las yemas del índice y el pulgar, dijo: —Ahora, aquí, han montado un nuevo tinglado. Sus palabras parecían llevar un oculto mensaje. Alcé la vista del zapato que estaba abrochándome, y en voz de fingida tranquilidad, dije:

—¿Qué clase de tinglado? —La cosa esa de los listos de la oficina, que despiden a trabajadores decentes y los sustituyen por gentes de color, como tú, que vienen de la universidad. Son muy listos los de oficinas. Así se evitan pagar los salarios fijados por el sindicato. —¿Cómo sabes que vengo de la universidad? —Ya tenemos a seis como tú. Algunos están en el laboratorio de comprobaciones. Todo el mundo lo sabe. —Ignoraba que me hubieran dado trabajo por esta razón. —No te preocupes. Tú no tienes la culpa de eso. Los nuevos no sabéis lo que pasa aquí. Como dice el sindicato, la culpa es de los listillos de la oficina. Esos son los que os convierten en esquiroles. ¡Hala, vamos ya! Entramos en una nave larga y estrecha, en la que vi una serie de puertas a un lado, y varios pequeños despachos al otro. Seguí al a lo largo de un pasillo, entre interminables hileras de latas, barriles y cajas con una etiqueta en la que destacaba el águila con el pico abierto, como si gritara, que era la marca de fábrica de la empresa. Los recipientes de pintura formaban ordenadas pirámides sobre el piso de cemento. El muchacho se detuvo ante uno de los pequeños despachos, y, con una sarcástica sonrisa, dijo:

—Escucha. Dentro, alguien renegaba y maldecía, en una conversación telefónica. —¿Quién es? —pregunté. El chico acentuó la sonrisa: —Tu jefe, el terrible Mr. Kimbro. Le llamamos el Coronel. No dejes que te avasalle. Aquello no me gustó ni pizca. La voz despotricaba acerca de cierto error cometido en el laboratorio. Me inquieté. Me desagradaba la idea de comenzar a trabajar a las órdenes de un hombre que se hallaba de tan mal humor. Quizá se había enfurecido con uno de los empleados procedentes de la  

universidad, lo cual no le predispondría favorablemente hacia mí. —Entremos —dijo el meritorio—. Debo regresar a la oficina cuanto antes. En el momento en que penetramos en el despacho, el hombre colgó violentamente el teléfono, y cogió unos papeles.

—Mr. MacDuffy quiere saber si puede dar trabajo a este nuevo obrero —dijo el chico. —¡Maldita sea! Puedes estar seguro de que puedo darle por... La voz se convirtió en un ininteligible murmullo de rabia, mientras la mirada del hombre, que lucía un militar bigotillo, se endurecía. El chico insistió: —¿Puede darle trabajo o no? Tengo que hacer su ficha, ¿sabe? El hombre tardó en contestar. —Bueno. Sí. No me queda otro remedio. ¿Cómo se llama? El meritorio leyó mi nombre. Y el hombre dijo, dirigiéndose a mí: —De acuerdo, vas a empezar a trabajar ahora mismo. —Y añadió, dirigiéndose al muchacho—: Y tú, lárgate de aquí antes de que te obligue a ganar parte del dinero que te regalan todas las semanas. —No se enfade, tratante de esclavos —dijo el chico, y salió disparado. Kimbro enrojeció. Dijo: —Vamos. Le seguí. Pasamos a la nave alargada en la que había pilas de cajas y recipientes, que formaban montones separados, bajo indicadores con números, que colgaban del techo. Al fondo vi a dos hombres que descargaban de uncamión pesados barriles de pintura y los amontonaban ordenadamente en una plataforma móvil. —Métete bien en la cabeza lo que voy a decirte me dijo Kimbro, ceñudo—. En este departamento estamos muy ocupados, y no tengo tiempo para andar repitiendo las cosas. Tendrás que cumplir las órdenes que te dé, y vas a hacer las cosas sin saber por qué las haces. Así es que empápate bien de lo que le diga y cúmplelo al pie de la letra. No tengo tiempo para darte explicaciones. Tendrás que trabajar haciendo exactamente lo que le diga. ¿Comprendido? Asentí con un cabezazo. Advertí que Kimbro elevaba la voz cuando los hombres que trabajaban allí se detenían un instantepara escucharle. Cogió varías herramientas, y dijo: —De acuerdo, pues. Vamos allá. —Es Kimbro — comentó uno de los hombres. Se arrodilló en el suelo, y destapó un barril. Removió el líquido de color castaño, con consistencia de leche. Percibí un hedor nauseabundo y sentí deseos de apartarme. Kimbro siguió removiendo  

el líquido hasta que éste pasó a ser blanco y brillante. Sosteniendo la paleta en la mano, como si fuera un delicado instrumento, la alzó en el aire y la inclinó a un lado, mientras contemplaba absorto el líquido que resbalaba de ella para caer en el barril. Torció el gesto: —¡Malditos imbéciles inútiles del laboratorio! Tendremos que echar gotas en todos y cada uno de estos barriles. Este será tu trabajo y, además, tendrás que terminarlo antes de las once y media. A las once y media hay que cargar los barriles en el camión. Me dio un tubo esmaltado en blanco.

—Tienes que abrir los barriles y echar en cada uno diez gotas de este líquido que hay en el tubo. Luego, remueves la pintura hasta que las gotas queden disueltas. Cuando lo hayas hecho, coges este pincel y pintas una muestra en estas maderas. Del bolsillo de la chaqueta sacó un pincel y varias tablas pequeñas y rectangulares. —¿Comprendido?— me preguntó. —Sí, señor. Pero al mirar el contenido del tubo, dudé: el líquido era negro. ¿Intentaba jugarme una mala pasada? Le oí: —¿Qué pasa? —No sé, señor. Bueno, no es que vaya a empezar a hacerle preguntas tontas, pero ¿se ha fijado en lo que hay en el tubo? Achicó las pupilas: —Puedes jurar por toda la corte celestial que lo sé. Haz lo que te he dicho.

—Solamente quería asegurarme, señor. Lanzó un suspiro de infinita paciencia: —Mira, toma el cuentagotas y llénalo. ¡Vamos, hazlo! Lo llené. —Ahora, echa diez gotas a la pintura. Así, eso es... No tan aprisa. Así... Diez gotas, ni una más ni una menos. Despacio fui echando las gotas que, al caer en la superficie de la pintura, parecieron más negras aún, quedándose momentáneamente fijas allí, para luego comenzar a ensancharse.

—Eso es. No tienes que hacer más que eso. Y no te preocupes del aspecto que toma la pintura, porque eso es asunto mío. Haz sólo lo que te diga y procura no pensar por tu cuenta. Cuando hayas hecho cinco o seis barriles, mira si las muestras se han secado. Y date prisa porque debemos mandar este lote a Washington a las once y media. Trabajé de prisa, pero cuidadosamente. Tratándose de un hombre como Kimbro, sabía que el menor error me crearía dificultades. Pensé en lo que me había dicho. ¿De modo que yo no debía pensar? ¡Que se fuera al cuerno! Aquel tipo era el  

clásico yanqui mala sombra y estúpido, de cogote colorado. Me dediqué a mezclar cuidadosamente las gotas en la pintura y, después, a pintar con suavidad las piezas de madera, procurando que las pinceladas fuesen uniformes. Mientras me esforzaba en quitar la tapa de un barril que oponía más resistencia de la normal, me pregunté si aquella pintura llamada "Blanco Óptico" era la misma que se empleaba en la universidad, o si había sido fabricada expresamente para el gobierno. Quizá se trataba de una pintura de mejor calidad y fórmula especial. En mi imaginación aparecieron los edificios de la universidad recién pintados y adecentados, deslumbrantes, tal como lucían en las mañanas primaverales —tras haber sido pintados en otoño, y haber sufrido, luego, las ligeras nevadas de invierno—, y los imaginaba bajo un cielo por el que cruzaba, arriba, una nube, y, más bajo, un pájaro, y a su alrededor, las arboledas. Los edificios de la universidad ofrecían un aspecto más brillante que el de las casas delos entornos, debido, en parte, a que eran los únicos que recibían periódicamente una mano de pintura. Por lo general, las casas y las cabañas vecinas no se pintaban, por lo que tenían el sombrío y rugoso color gris de la madera sometida a la acción del clima. El viento, el sol y la lluvia pulían la madera de estas casas y cabañas, quemando o llevándose parte de ella, basta dejar, en algunas tablas, sólo la parte más dura, aquella parte que forma ondulantes dibujos, que adquiría un brillo satinado, argentino, de pez plateado. Así ocurría en la cabaña de Trueblood y en el Golden Day. En cierta ocasión, el Golden Day fue pintado de blanco, pero al paso de los años la pintura quedó cuarteada y reseca, y comenzó a caer; bastaba con pasar el dedo por ella, para que se desprendiera. ¡Maldito Golden Day! Pensé que resultaba curioso observar cómo se enlazan entre sí los distintos acontecimientos de nuestro vivir. Debido a haber acompañado a Mr. Norton a aquel viejo y caduco edificio del que la pintura podrida se desprendía por sí sola, yo estaba ahora trabajando en una fábrica de pintura. Después, pensé que si pudiera acompasar los latidos de mi corazón y el fluir de mis recuerdos al lento ritmo de la caída de las gotas negras en el barril de pintura y a su rápida reacción en ella, viviría como en un sueño febril. Tan sumido estaba en estas divagaciones que no percibí la llegada de Kimbro.

—¿Cómo va eso? Estaba en pie, junto a mí, con las manos en las caderas: —Muy bien, señor. —Vamos a ver... Cogió una muestra y pasó por ella la yema del dedo pulgar. —Así debe ser, blanco como la peluca que se ponía George Washington los domingos, y tan sólida como el dólar todopoderoso. ¡Eso es pintura! —añadió orgullosamente—. ¡Con esto se puede pintar cualquier cosa!  

Me miró cual si yo me hubiera mostrado escéptico. Me apresuré a decir: —¡Es muy blanca, verdaderamente blanca! —¡Blanca! Es el blanco más puro que existe. Nadie fabrica pintura más blanca. ¡Este lote va destinado a un monumento nacional! —Caramba —dije, la mar de impresionado. Consultó el reloj. —Sigue haciendo lo mismo. Si no me doy prisa llegaré tarde a la reunión de producción. Veo que casi has terminado las gotas. Ve al depósito y vuelve a llenar el tubo. Y no pierdas tiempo. Me voy. Se fue a toda prisa, sin decirme dónde estaba el depósito del líquido negro. Sin dificultad, encontré el cuarto de los depósitos, pero no se me había ocurrido que pudiera haber tantos. Vi siete depósitos. Cada uno mostraba una intrigante inscripción. Pensé que era muy propio de Kimbro no decirme en qué depósito estaba el líquido negro. No se podía confiar en aquella gente. En realidad, el problema carecía de importancia, ya que cabía averiguar cuál era el depósito que buscaba, guiándome por el contenido de las latas, colgadas bajo los grifos, en que éstos goteaban. Los primeros cinco depósitos contenían líquidos de color claro, que olían a trementina; y en los dos últimos había líquidos negros, igual que las gotas, pero los continentes mostraban distintas inscripciones. No me quedaba más remedio que elegir uno de los dos depósitos. Llené el tubo en el depósito cuyo líquido olía de modo más parecido a las gotas que yo había utilizado. Volví a la nave, felicitándome de no verme obligado a perder tiempo en espera de que Kimbro regresara y solucionara el problema de las gotas. A partir de aquel momento trabajé más de prisa, y advertí que las gotas se diluían más fácilmente; además, el colorante y el aceite más denso, en el fondo de los barriles, ascendían a la superficie y se mezclaban con menos dificultad. Cuando Kimbro regresó, yo estaba trabajando a toda velocidad. —¿Cuántos barriles has hecho? —Alrededor de setenta y cinco. No lo sé exactamente porque he perdido la cuenta.  

—No

está mal, pero es preciso ir todavía más rápido. Han insistido en que debo tener estos barriles listos a tiempo. Voy a ayudarte. Mascullando palabras para sí, se arrodilló, y comenzó a destapar barriles, mientras yo pensaba que seguramente le habían armado una bronca. Pero apenas había comenzado a trabajar, le llamaron y se fue. Entonces, eché una ojeada a las últimas muestras. Me llevé una desagradable sorpresa. En vez de la dura y suave superficie que presentaban las primeras muestras, aquellas estaban cubiertas de una pasta pegajosa, a cuyo través se podía ver la madera. ¿Qué había ocurrido? Observé que la pintura en los barriles no era tan blanca y brillante como antes, sino que tenía un matiz grisáceo. La revolví enérgicamente, después limpié con un trapo las tablas y pinté nuevas muestras de la pintura de cada barril. Temeroso de que Kimbro regresara antes de que yo hubiera pintado las tablas, trabajé a ritmo febril. Cuando hube terminado de pintar las muestras, pensé que pasarían unos minutos antes de que la pintura se secara. Cogí dos barriles y los arrastré hacia la plataforma de carga. Cuando oí el grito a mis espaldas, solté los barriles, y di media vuelta. Allí estaba Kimbro.

—¡Maldita sea, la pintura todavía está húmeda! —chillaba, y se miraba los dedos manchados. No supe qué decirle. Cogió varias muestras, pasó la mano por ellas, manchándosela de pintura, mientras lanzaba gruñidos de ira. —¡Sólo faltaba eso! Primero me quitan a los mejores trabajadores, y luego me mandan a un tipo como tú. ¿Qué hiciste con esta pintura? —Nada, señor. He seguido sus instrucciones. Miró el interior del tubo, lo levantó y lo olió. Entonces formóse en su rostro un gesto de exasperación: —¿Quién diablos te ha dado eso? —Nadie. —¿De dónde lo sacaste? —De un depósito. Salió disparado hacia el cuarto de los depósitos, derramando el líquido del tubo. Pensé: ¡Dios mío...! Antes de que yo llegara al cuarto de los depósitos, Kimbro salió de él. Estaba furioso: —¡Cogiste el líquido que no debías! ¿Qué significa eso? ¿Sabotaje? Este líquido no se secaría ni en un millón de años. ¡Es líquido para despintar! ¡Y concentrado! ¿Es que no sabes diferenciarlo?  

—No,

señor, no sé. Me pareció que los dos líquidos eran iguales. Yo no sabía qué era lo que usaba, y usted tampoco me lo dijo. Intenté no perder tiempo, y cogí el líquido que creí adecuado. —¿Y por qué cogiste éste precisamente? Comencé a explicárselo: —Porque olía igual que el otro, y... —¡Olía! ¡Maldita sea! ¿No sabes que con los vapores que hay aquí no puedes oler ni la mierda? ¡Vamos a mi despacho! No sabía si ponerme a gritar yo también, o intentar hacerle entrar en razón. Yo no tenía la culpa y no estaba dispuesto a cargar con la responsabilidad, además, quería cobrar el salario de aquel día. Rabioso, le seguí hasta su despacho. Allí, llamó a la oficina de personal: —¿Oiga? ¿Eres tú, Mac? Aquí Kimbro. Te mando al tipo ése que me has enviado esta mañana, págale y despídele. ¿Que qué ha hecho? No me gusta, no me gusta su forma de trabajar, y eso es todo... ¿Cómo? ¿Que el viejo quiere un informe en estos casos? Bueno, pues hazle un informe. ¡Dile que este imbécil se ha cargado un lote de pintura para el gobierno! ¿Qué? No, no, no se lo digas... Oye, Mac, ¿podrías mandar a alguien que le sustituya? Bueno, pues déjalo. Colgó bruscamente el teléfono, y se volvió hacia mí: —Me gustaría saber por qué diablos contratan a gente como tú. Una fábrica de pintura no es sitio para vosotros. Ven conmigo. Le seguí hasta el cuarto de los depósitos. De buena gana le hubiera dicho que se fuera al cuerno y me hubiera largado de allí, pero necesitaba dinero y, por otra parte, pese a saber que me encontraba en el Norte, no quería liarme a bofetadas, salvo en casos en que fuera inevitable. Además, aquí, ¿contra cuántos tendría que pegarme? Vació el tubo en un depósito y lo llenó en otro que tenía la inscripción SKA-3-69-T-Y. Bien, en la próxima ocasión lo tendría en cuenta. Me dio el tubo: —Y, ahora, por el amor de Dios, presta atención y procura hacer tu trabajo tal como se debe. Y si tienes dudas, pregunta. Yo estaré en mí despacho. Volví al lugar de los barriles. Me sentía alterado, en un estado emocional. Kimbro había olvidado decirme qué debía hacer con la pintura estropeada. Al ver los barriles que la contenían me dio  

un arrebato de rabia, llené el cuentagotas, eché diez gotas a cada barril y los cerré. Pensé que lo mejor era transferir el problema al gobierno. Y me puse a trabajar en los barriles todavía intactos. Removí pintura hasta que el brazo comenzó a dolerme, y seguí removiéndola con el brazo dolorido. Y pinté muestras, una tras otra, a pinceladas tan iguales como pude. A medida que trabajaba, fui adquiriendo habilidad. Cuando Kimbro vino, yo le eché una ojeada y seguí removiendo en silencio. Me miró ceñudo: —¿Cómo va eso? —No sé... Cogí una muestra y la mire dubitativamente. Kimbro dijo:

—¿Qué pasa ahora? —Nada, es sólo una mota de polvo —le contesté mientras con el brazo extendido sostenía la muestra, y me daba cuenta dequeotra vez me acometía el nerviosismo, en forma, ahora, de rígida tensión.

Kimbro cogió la muestra, la acercó a sus ojos, la miró fijamente, algo bizqueante, y pasó los dedos por la superficie. Al fin dijo: —Sí, ésta ya está mejor. Así es como debe quedar la pintura. Con incredulidad, contemplé como pasaba aprobatoriamente la yema del pulgar sobre la muestra, y, luego, me la devolvía, y se iba sin decir más. Miré la tablilla pintada. Su color no había cambiado, era el mismo que yo había apreciado minutos antes. A través de la blanca superficie traslucía un tono grisáceo que Kimbro no había notado. Contemplé la tablilla durante un minuto, por lo menos, preguntándome si veía visiones. Luego miré otra muestra y otra y otra. Todas el mismo aspecto: bajo el brillante blanco se advertía una difusa tonalidad grisácea. Cerré los ojos, y volví a mirar las muestras. Y las vi igual que antes. Pensé que si Kimbro estaba satisfecho, no iba a ser yo quien formulara objeciones.

Sin embargo, tenía la vaga noción de que algo, más importante que la pintura, no era como debía ser. Me parecía que, o bien yo había engañado a Kimbro, o Kimbro me estaba engañando a mí, como hicieron los protectores de la universidad y el Dr. Bledsoe. Cuando el camión se puso junto a la plataforma para cargar los barriles, yo ponía la tapa en el último de ellos. Y allí, a mi lado, estaba Kimbro. —Veamos esas muestras. Los mozos con camisa azulada subían ya a la caja del camión. Cogí la muestra que me pareció más blanca, para dársela a Kimbro. Uno de los mozos dijo:  

—¿Qué hacemos,

Kimbro? ¿Empezamos a cargar? Kimbro estudiaba la muestra. —Un momento... Un momento... Dominado por los nervios, mantenía la vista fija en Kimbro. Temía que se diera cuenta del tono grisáceo, y organizara una bronca. Y al mismo tiempo me despreciaba por ser incapaz de superar mi miedo y nerviosismo. ¿Cómo iba yo a contestar las acusaciones de ? Se dirigió a los mozos:

—Llevaos eso de una vez. —Me miró—. Y tú, ve a ver a MacDuffy. Estás despedido. Me quedé mudo y rígido con la vista fija en la cabeza de Kimbro, en su rosáceo pescuezo y en el cabello gris —del color del hierro— que surgía bajo la gorra. Para echarme había esperado a que terminara mi trabajo. No tenía más remedio que aceptar los hechos. Di media vuelta y me encaminé hacia el departamento de personal, maldiciendo a Kimbro. ¿Debía escribir a los propietarios de la fábrica para explicarles lo ocurrido? Quizás ignorasen hasta qué punto la calidad de la pintura dependía de Kimbro. Pero al llegar a la oficina de personal cambié de opinión. Quizás aquél era el modo en que se hacían las cosas en la fábrica, quizá la determinación de la calidad de la pintura dependía, siempre, de los encargados de expedirla, y no de los encargados de mezclarla. Igual daba, podían irse todos a hacer gárgaras. Sería cuestión de encontrar otro trabajo. Pero no fui despedido. MacDuffy me destinó a otro trabajo, en el sótano del edificio número 2. —Vas allá —me dijo MacDuffy— y dices a Brockway que Mr. Sparland ha decidido que debe tener un ayudante. Y haces lo que él te ordene. —¿Cómo ha dicho que se llamaba, señor? —Lucius Brockway. Es el encargado. El sótano era muy profundo. Al llegar al tercer piso subterráneo, empujé una pesada puerta de metal con un letrero que decía "Peligro", y, por unas escalerillas, bajé a una estancia en penumbra, estremecida por el ruido de máquinas en funcionamiento. Los vapores que flotaban en el aire tenían un olor que me pareció conocido. En el momento en que pensaba "olor a pino", una aguda voz de negro se elevó sobre el ruido de máquinas:

—¿A quién busca aquí? —Quiero ver al encargado —contesté, mientras procuraba hallar al hombre que había hablado.

—Yo soy el encargado. ¿Qué quiere?  

De las sombras salió un hombre que me miró hoscamente. Era pequeño y enteco, vestía un mono muy sucio, y tenía aire garboso. Al acercarme, pude ver su rostro arrugado, y el cabello blanco, algodonoso, que salía del gorro a rayas, de maquinista. Su aspecto y actitud me intrigaron. Ignoraba si aquel hombre se consideraba culpable de algo, o si, por el contrario, creía que yo era quien acababa de cometer un crimen. Sin dejar de mirarle, me acerqué a él. Apenas alzaba un metro y medio del suelo. Advertí que el mono que vestía estaba casi totalmente impregnado de grasa negruzca. —Tengo mucho trabajo. ¿Qué quiere? —Quiero hablar con Lucius. Frunció el cejo: —Soy yo. Y no me llame por el nombre de pila. Para usted y todos los que son como usted, soy Mister Brockway. —¿Usted...?

—¡Sí, yo! ¿Quién le ha mandado aquí? —La oficina de personal. Me encargaron que le dijera que Mr. Sparland ha decidido darle un ayudante. —¡Ayudante! ¡No necesito ningún ayudante! Sparland está haciéndose viejo, y cree que yo estoy tan viejo como él. Durante años he estado arreglándomelas solo, y ahora no piensan más que en darme un ayudante. Vuelve al sitio de donde vienes y les dices que cuando necesite un ayudante, ya me encargaré yo de pedirlo. Tanto me asqueó que un individuo de aquella calaña ostentara el puesto de encargado, que di media vuelta, en silencio, y comencé a subir la escalerilla. Primero, tropecé con Kimbro, y ahora, con viejo...

—¡Espera un momento! Me volví hacia él. Con la mano me indicaba que me acercara. Su voz volvió a sonar, destacando entre el rugido de los hornos. Regresé. Del bolsillo trasero del pantalón, el hombre extrajo un paño blanco y lo pasó por el cristal de un manómetro. Inclinóse al frente, acercó el rostro al manómetro, y escrutó la posición de la aguja. Al enderezarse, me dio el paño, y dijo: —Mejor será que te quedes hasta que yo hable con el jefe. Procura mantener limpios estos cristales, de modo que pueda ver la presión. Cogí el trapo, y lo pasé por el cristal de un manómetro, dispuesto limpiarlos todos. El encargado me observaba con expresión de juicio crítico en su rostro.

—¿Cómo te llamas? Gritando para superar el rugido de los hornos, le dije mi nombre. Con un ademán me indicó que callara, y dijo:  

—Espera

un momento. Se alejó y dio vueltas a una llave situada entre un laberinto de tuberías. El ruido en el cuarto se elevó, alcanzando un registro muy alto, histérico, que nos permitía oír nuestras voces sin necesidad de gritar, ya que éstas quedaban a un nivel inferior al sonido, bajo su superficie. Al volver, me dirigió una mirada penetrante. Yo contemplé tranquilamente su rostro curtido y negro, en el que brillaban unos ojuelos rojizos y astutos. Habló en un tono interrogativo, como si estuviera intrigado: —Es la primera vez que me mandan a alguien como tú. Por esto te he dicho que te quedaras. Por lo general, me mandan a muchachos blancos, que creen que si se quedan aquí unos días y observan como hago mi trabajo y preguntan unas cuantas cosas podrán sustituirme cuando quieran. —Se calló un instante, y con un despectivo ademán, añadió—: En algunos casos, la cosa es tan clara que ni siquiera vale la pena hablar de ello. Bajó la vista, y, después, me dirigió una rápida y recta mirada:

—¿Eres maquinista? —¿Maquinista? —Sí —insistió con aire retador—, eso he dicho: maquinista. —Pues, no. No, señor, no lo soy. —¿Estás seguro? —Claro que sí. Pareció aliviado. —Entonces no tengo nada que decir. Es preciso no perder nunca de vista a esa gente de la oficina de personal. Hay más de uno que quiere echarme, y por lo visto todavía no saben que están perdiendo el tiempo. Lucius Brockway no sólo está dispuesto a defenderse, sino que sabe defenderse. Todos saben que estoy aquí desde el principio, que soy tan antiguo como la mismísima fábrica, y que incluso cavé los cimientos. El viejo fue quien me contrató, y sólo el viejo podrá echarme. Pasé el trapo por los manómetros, preguntándome cuál sería la causa de este desahogo del maquinista. Sin embargo, me consolaba que aquel hombre nada tenía contra mí personalmente.

—¿De qué universidad eres? Se lo dije. —¿Sí? ¿Esa? ¿Y qué estudias allí?  

—Lo

que se enseña en las universidades —¿Máquinas? —No, no. Letras y ciencias. Allí no se aprenden oficios. —¿Ah, no? —pareció dudar. Y acto seguido preguntó—: ¿Qué presión marca este manómetro? —¿Cuál? —Este que estás mirando. Ahí, enfrente. Lo miré, y dije: —Cuarenta y tres con dos décimas. Acercó el rostro al manómetro, y luego se volvió hacia mí: —Eso, eso es... ¿Dónde aprendiste a comprender estos trastos? —En segunda enseñanza, en la clase de física. Es parecido a saber la hora mirando un reloj. —¿En segunda enseñanza os enseñan esas cosas? —Sí. —Bueno, pues ése va a ser tu trabajo. Deberás echar una ojeada a estos manómetros cada quince minutos. Supongo que sabrás hacerlo. —Me parece que sí. —Hay quien sabe hacerlo, y hay quien no. A propósito, ¿quién contrató?

—Mr. MacDuffy —contesté, empezando a preguntarme por qué razón me sometía Lucius Brockway a aquel interrogatorio. —Ya... Entonces, ¿dónde has estado en las primeras horas de mañana?

—He trabajado en el edificio número 1. —Este edificio es muy grande. ¿Dónde, dentro del edificio? —A las órdenes de Mr. Kimbro. —Comprendo, comprendo... Ya imaginaba que te habían contratado a primera hora. Ahora es demasiado tarde para contratar gente. ¿Y qué has hecho en la sección de Kimbro? Fatigado y molesto por tantas preguntas, contesté de mala gana: —Echar gotas a una pintura que se estropeó.

Torció el gesto y, en tono de desafío, preguntó: —¿Pintura estropeada? ¿Cuál es la que se ha estropeado? —Creo que se trataba de una pintura comprada por el gobierno...

Inclinó la cabeza a un lado, y comentó pensativamente: —¿Por qué no me lo han dicho? ¿Estaba en barriles o en latas pequeñas? —Barriles. Soltó una risita aguda, casi de satisfacción.  

—Bueno, así la cosa no tiene demasiada importancia. La pintura de las latas pequeñas da muchísimo más trabajo. —E inmediatamente, de un modo brusco, como si intentara sorprenderme desprevenido, preguntó—: ¿Cómo te enteraste de que aquí podías obtener jo?

Hablé lenta, cansadamente: —Un conocido me dijo que aquí podía obtener empleo. Fui contratado por Mr. MacDuffy. Por la mañana he trabajado a las órdenes de Mr. Kimbro, y después, Mr. MacDuffy me ha enviado aquí. Tensó los músculos del rostro: —¿Eres amigo de alguno de esos muchachos de color? —¿Cuáles? —Los del laboratorio. —No. ¿Quiere saber algo más? Me dirigió una larga mirada de sospecha y escupió sobre una tubería ardiente. La saliva se evaporó en un instante, hirviendo furiosamente. Vi que del bolsillo del pecho extraía un pesado cronómetro y lo consultaba como si estuviera haciendo algo extremadamente importante. Después, volvió el rostro a un lado y comprobó el cronómetro con un reloj eléctrico, con números luminosos, colgado en la pared. —Sigue limpiando el cristal de los manómetros. Me voy, tengo que cuidarme de la mezcla.— Señaló uno de los manómetros—. Otra cosa: quiero que vigiles especialmente a este puñetero. En los últimos dos días ha cogido el mal vicio de aumentar la presión demasiado . Me está dando la lata de mala manera. Si ves que pasa de setenta y cinco, me das un grito, un grito fuerte, que lo oiga.

Se sumió en las sombras. El momentáneo resplandor me indicó que había abierto y cerrado una puerta. Mientras pasaba el trapo por el cristal de un manómetro, me pregunté cómo era posible que un hombre viejo y, al parecer, sin estudios, ocupara un puesto de tanta responsabilidad. Desde luego no hablaba como un técnico en maquinaria, sin embargo, sólo él se encargaba del funcionamiento de las máquinas. Anteriormente, yo había visto casos semejantes. Recuerdo que, en mi ciudad, la compañía que suministraba el agua tenía un viejo empleado, con el cargo de conserje, que era el único que sabía por dónde pasaban las principales tuberías de suministro. Entró a trabajar en la empresa cuando la fundaron, antes de que organizaran los archivos técnicos, y aquel hombre, pese a que  

cobraba salario de conserje, realizaba una labor propia de un ingeniero. Quizá Brockway intentaba, con su actitud, protegerse de algún peligro cuya naturaleza yo ignoraba. Al fin y al cabo, había cierta oposición hacia los empleados negros. Quizá no hacía más que disimular, como algunos profesores de la universidad que, para evitarse problemas cuando iban en automóvil a alguna de las pequeñas ciudades de los alrededores, llevaban gorra de chófer y decían que sus automóviles pertenecían a blancos. Pero, ¿por qué razón Brockway fingía ante mí? ¿Y qué clase de trabajo realizaba? Miré alrededor. Aquello no era exactamente una sala de máquinas. Y eso me constaba por haber visto varias, la última de ellas en la universidad. El lugar en que me encontraba era algo más que una sala de máquinas. Por una parte, la forma de las fornallas era diferente, y las llamas que colaban por entre las rendijas indicaban más presión y tenían un color más azulado. Además, aquí se percibían intensos hedores. Aquel hombre fabricaba algo, algo relacionado con la pintura, y probablemente se trataba de algo que, debido a su suciedad o peligro, los blancos se negaban a hacer aunque les pagaran bien. Evidentemente, no fabricaba pintura porque, según me habían dicho, ésta se hacía en los pisos superiores, allí donde yo había visto a unos hombres, con manchadas batas, trabajando ante grandes recipientes de vidrio en los que el colorante giraba constantemente en torbellino. Sabía con certeza una sola cosa: era preciso que anduviera con cuidado en mis relaciones con aquel viejo loco, con Brockway. Sin duda, mi presencia le disgustaba... Y, en aquel momento, le vi descender las escalerillas, y dirigirse hacia mí. —¿Cómo va eso? —Bien. Parece que ahora hay más ruido. —Sí, aquí tenemos mucho ruido, a veces. Es el departamento que arma más jaleo, por esto estoy yo al frente de él. ¿Ha pasado del límite el manómetro?

—No, se aguanta a la misma presión. —Menos mal. Últimamente me ha dado muchos quebraderos de cabeza. Tan pronto podamos prescindir de este tanque, voy a destripar el manómetro ese y a darle un buen repaso. Mientras contemplaba como Brockway inspeccionaba los manómetros y ajustaba una serie de válvulas, pensé que quizá sí,  

que quizá fuera el técnico especialista en máquinas. Se dirigió a un teléfono situado en la pared y, señalándome las válvulas, me dijo con aire grave, trascendente: —Voy a enviar la pasta arriba. Cuando te dé la señal, abre las válvulas. Y cuando te dé la segunda señal, las cierras. Empieza por esta de color rojo, y sigue con las otras, una tras otra. Me puse ante las válvulas, y esperé. Brockway se situó ante el manómetro. —¡Abre! —me gritó. Fui abriendo las válvulas, mientras oía el sonido del líquido que corría en el interior de las gruesas tuberías. Oí un timbre, y miré alrededor... Brockway gritó: —Empieza a cerrarlas. ¿Qué esperas? ¡Cierra las válvulas! Cuando hube cerrado la última válvula, me dijo: —¿En qué pensabas, muchacho? —Esperaba que me diera la orden de cerrar. —Te dije que te lo indicaría con una señal. ¿No sabes lo que es una señal? ¡Toqué el timbre! ¿No? Con eso basta y sobra. Cuando toco el timbre es para que hagas algo, el timbre es una orden, ¿comprendes? Debes cumplirla, y cumplirla de prisa. —Usted es el jefe —contesté con sarcasmo. —Exactamente: yo soy el jefe. Y mejor será que no lo olvides. Ahora, ven acá. Tengo un trabajito para ti. Fuimos hacia una máquina de raro aspecto, consistente en un conjunto de ruedas dentadas que actuaban sobre una serie de tambores. Brockway cogió una pala, la hundió en un montón de material en forma de grumos cristalizados, de color pardo y, hábilmente, lanzó una paletada en un recipiente situado en la parte superior de la maquina. Me ordenó con sequedad: —Coge una pala, y arrima el hombro. —Hundió la pala en la pila, y me preguntó—: ¿Es la primera vez en tu vida que haces esta clase de trabajo? —No, pero estoy desentrenado. ¿Qué es ese material? Dejó de manejar la pala, y me dirigió una mirada malévola y sostenida. Después, en silencio, metió la pala en el montón de material, rascando con ella el suelo. Yo volví al ataque, y me dije que en lo sucesivo debía abstenerme de formular preguntas a aquel suspicaz malauva.

No tardé en sudar a chorros. Me dolían las manos y me sentía cansado. Brockway me espiaba con el rabillo del ojo, y en sus  

labios se dibujaba una casi imperceptible sonrisa de sarcasmo. Con irónica dulzura, me preguntó: —¿No le gusta trabajar en exceso, verdad, joven? Llené cuanto pude la pala y eché la paletada arriba: —Ya me acostumbraré. —Claro, claro. Pero mejor será que cuando te canses te tomes un respiro. Seguí trabajando. Y estuve dándole a la pala, hasta que Brockway me dijo:

—Eres el tipo que hemos estado buscando. Un hombre que sepa manejar la pala. Apártate porque voy a poner en marcha el trasto ese. Retrocedí. Brockway conectó un interruptor. La máquina soltó un largo silbido, parecido al de las sierras eléctricas, y me tiró a la cara un puñado de grumos cristalizados. Di un torpe salto atrás. Y vi en el rostro de Brockway, negro y arrugado como una ciruela pasa, una sonrisa despectiva. Después, se apagó paulatinamente el zumbido los tambores que giraban furiosamente sobre sí mismos, y en el nuevo silencio pude oír el perezoso siseo del material desmenuzado, deslizándose como la arena, a lo largo del canal descendente, en el depósito situado en la parte inferior de la máquina. Brockway fue hacia una válvula y la abrió. Percibí un olor a aceite, nuevo, distinto. Oprimió un botón, en un aparato que parecía el fogón de un horno de aceite. Oí un zumbido, después una pequeña explosión que dio lugar a que algo trepidara, y como trasfondo a estos sonidos oía un rugido bajo y monótono.

—¿Sabes qué será este material una vez lo hayamos guisado? —No, señor. —Pues será el esqueleto, la espina dorsal, lo que se llama el "vehículo" de la pintura. —Pensaba que la pintura era fabricada arriba. —¡Qué va! Arriba solamente la mezclan con los colores, le dan una apariencia bonita. Es aquí donde se fabrica la pintura propiamente dicha. Sin el material que yo les doy, no podrían hacer nada; sería como intentar fabricar ladrillos sin arcilla. Además, yo no sólo fabrico la base, sino que también me encargo de los barnices y de muchos aceites... —Así, éste es su trabajo. Antes estaba preguntándome qué hacía usted aquí. —Hay mucha gente que se pregunta lo mismo, y nunca se aclaran. Pero, tal como te decía, de esta fábrica no puede salir ni una maldita gota de pintura que no proceda de las manos de Lucius Brockway.  

—¿Cuánto tiempo lleva usted en este trabajo? —El suficiente para saber lo que me traigo entre manos. Y lo he aprendido sin necesidad de los estudios que, según dicen, tienen todos ésos que de vez en cuando mandan a trabajar aquí. En la oficina de personal no quieren enterarse de la realidad, pero, de veras, las Pinturas Libertad no valdrían un pepino, si yo no estuviera aquí, fabricando una base fuerte y sólida. El viejo Sparland lo sabe. Todavía me río al recordar que, cuando tuve la pulmonía, mandaron a uno de esos que se llaman ingenieros para que me sustituyera. Pues bien, al poco tiempo estaban todos con las manos en la cabeza la mayor parte de la pintura fabricada era inservible. La pintura soltaba agüilla, y se arrugaba, y no servía para nada... Si alguien descubriera la causa de que la pintura suelte agua, se haría millonario. Bueno, el caso es que aquí todos iban de cabeza. Bueno, cuando me enteré de eso, y de que habían designado a aquel tipo para que ocupara mi puesto, decidí no volver a la fábrica. Pensé que había trabajado aquí qué sé yo los años, y que había sido leal a la empresa, y todas esas cosas, y me dije: No, yo no vuelto. Cuanme puse bueno, les mandé recadoéndoles que Lucius Brockway . Bueno, pues el mismo día, el jefe, el Viejo, venía a mi casa. Estaba ya tan viejo que el chófer tuvo que ayudarle a subir las esca. Llegó resoplando y ahogándose. Y va y me dice: "Lucius, han dicho que quieres jubilarte, ¿es esto cierto?". Y yo que le digo: "Bueno, verá, señor, Mr. Sparland, estoy bastante mal de salud, como usted sabe, y además me estoy haciendo viejo, como también sabe. Por otra parte, me han dicho que en mi puesto tienen ustedes a un italiano que sabe mucho, y por eso pensé que podía quedarme en casa y descansar durante el resto de mi vida". Bueno, Sparland se puso como si me hubiera metido con su madre. Me dijo: "¿Cómo es posible que digas esas cosas, Lucius Brockway? ¿Cómo puedes pensar en descansar en casa, cuando sabes que te necesitamos en la fábrica? ¿Ignoras que la jubilación significa, casi siempre, la muerte? Además, ese hombre que ahora tenemos en tu puesto no sabe nada de máquinas. Siempre estoy pensando que ese hombre provocará un desastre, tengo tanto miedo de que el día menos pensado haga explotar las máquinas y vuele la fábrica entera, que he contratado un seguro suplementario. Ese hombre no sabe el oficio, ni tiene el arte necesario para hacer buena pintura. Desde que le tenemos allí, no hemos expedido ni un solo lote de pintura de primera clase".

Lucius Brockway calló un instante, y después me advirtió: —¡Y eso lo dijo el jefe, el Viejo! —¿Y qué ocurrió? Me miró como si le hubiera formulado una pregunta de increíble estupidez: —¿Que qué ocurrió? ¿Qué quieres decir con eso? ¡Pues nada! Pocos días después estaba yo en mi puesto y, por orden del Viejo, me dieron el mando total, sin restricciones, en esta sección. Cuando el ingeniero supo que tenía que obedecerme, le  

dio tal rabieta que se marchó. Sí, señor, se marchó al día siguiente. —Escupió en el suelo y soltó una risotada—. Era un pobre imbécil. ¡Un verdadero imbécil! Quería darme órdenes, pese a que yo conocía este sótano con sus calderas y todo lo que hay en él mejor que nadie. Yo trabajé aquí en la instalación de las tuberías, y sé dónde están todas y cada una de ellas, y también todos los cables e interruptores y conexiones, y todo, en el suelo, en las paredes y también fuera, en el patio. ¡Sí, señor! Más aún, lo recuerdo todo tan claramente que en cualquier momento puedo dibujarlo en un papel, con todo detalle, hasta la última tuerca. Y nunca he ido a ninguna escuela de ingeniería, ni una sola. ¿Qué te parece? Pensé que aquel viejo no me gustaba ni un pelo. —Es un caso muy notable. —No, nada de eso. Se debe solamente a que he trabajado aquí durante muchos años. He estudiado estas máquinas durante más de veinticinco años. Y aquel individuo pensaba que porque había ido a una escuela, donde le habían enseñado a interpretar un plano y a encender una caldera, sabía más de esta fábrica que el propio Lucius Brockway. Aquel imbécil no podía ser un buen maquinista, porque era incapaz de ver, aquí, lo que tenía debajo de sus mismas narices... A propósito, no has comprobado los manómetros. Me apresuré a hacerlo, y vi que todas las agujas permanecían inalterables: —Sin novedad, señor. —Te advierto que no debes olvidarte de vigilarlos. Si te descuidas un momento puedes hacer volar la fábrica. La maquinaria es muy importante, pero no lo es todo. Nosotros somos la máquina de la máquina, ¿comprendes? Mientras le ayudaba a llenar un recipiente con cierta sustancia maloliente, me preguntó: —¿Sabes cuál es la pintura que más vendemos, la que ha hecho prosperar este negocio? —No, señor. —Nuestro blanco, el Blanco Óptico. —¿Por qué el blanco precisamente? —Porque desde un principio nos esforzamos en fabricar un buen blanco. Hacemos la mejor pintura blanca del mundo. Pese a lo  

que los demás digan, así es. Nuestro blanco es tan blanco que si coges un pedazo de carbón y lo pintas con él, tendrás que partirlo a martillazos para convencerte de que no es blanco por dentro también. En sus ojos había destellos de profunda convicción, sin el menor rastro de ironía. Tuve que bajar la cabeza para ocultar una sonrisa. —¿Te has fijado en este cartel que tenemos encima del edificio principal? —Es difícil no verlo. —¿Has leído la frase publicitaria? —No la recuerdo. Cuando vine tenía mucha prisa. —Pues bien, quizá no lo creas, pero yo ayudé al Viejo a hacer esta frase. Levantó un dedo, apuntando al cielo, cual un predicador al citar una frase evangélica, y recitó—: "Si es Blanco Óptico, es el blanco perfecto". Esto me valió una bonificación de trescientos dólares. Esos publicitarios nuevos que hay ahora han procurado inventar buenas frases para los otros colores, y hablan del arco iris y de cosas por el estilo, pero no han logrado nada que valga la pena.

—Si es Blanco Óptico, es el blanco perfecto —repetí. Repentinamente cruzó por mi mente una frase tonta oída en la infancia, y tuve que reprimir la risa. Dije: —Si eres blanco, eres perfecto. —Así es. Y hay otra razón por la que el Viejo no permitirá jamás que nadie venga aquí a entremeterse en mi trabajo. Sabe muchas cosas que los nuevos empleados y directivos ignoran. Sabe que si nuestra pintura es buena, se debe al modo con que Lucius Brockway da presión a los aceites y resinas antes de que salgan de los tanques. —Rió despectivamente—. Creen que porque aquí, en el sótano, las máquinas hacen todo el trabajo, no hay más problema que máquinas. ¡Es una idea de loco! De aquí abajo no sale nada, ni una gota de pintura, en que yo no haya puesto mis negras y pecadoras manos. Las máquinas cuecen el pastel, pero son estas manos las que lo endulzan y le dan el sabor. ¡Sí, señor! ¡Lucius Brockway es la clave del éxito! ¡Son estos dedos los que dan calidad a la pintura! Anda, vamos a comer...

Y se dirigió hacia una estantería, junto a un horno, en la que había un termo. —¿Quién vigilará los manómetros? —dije. —No te preocupes, no vamos a salir de aquí, así es que podremos echarles una ojeada de vez en cuando. —Es que dejé el almuerzo en el armario, en el edificio número 1.

 

—Pues

ve a buscarlo y vuelve para comer aquí. En el sótano se trabaja continuamente, sin descansos. Para comer bastan quince minutos, y una vez se ha comido hay que volver al trabajo. Tras abrir la puerta de los vestuarios, creí haber entrado donde no debía. Un numeroso público compuesto de hombres con gorras de pintor y manchados monos, sentados en los bancos, escuchaba las de un hombre delgado, con aspecto de pretuberculoso, que les dirigía un discurso en voz nasal. Todos me miraron. Y cuando me disponía a irme, el hombre delgado me dijo:

—Hay muchos asientos disponibles para los rezagados. Entra, hermano. ¿Hermano? Incluso después de haber vivido unas semanas en el Norte, me sorprendió que me dieran este tratamiento. —Estoy buscando el vestuario... —tartamudeé. —En él estás, hermano. ¿No te comunicaron que hoy teníamos reunión? —¿Reunión? No, señor. El hombre delgado, que sin duda presidía el acto, frunció el cejo y dijo a los reunidos: —¿Veis? Los mandos de la fábrica no nos ayudan. —Se dirigió a mí—. Hermano, ¿quién es tu capataz? —Mr. Brockway, señor. Al oír mis palabras, los reunidos comenzaron a patear el suelo y a maldecir a gritos. Miré a mi alrededor. ¿Qué nuevo error había cometido? ¿Acaso no les gustaba que llamara Mister a Brockway? —¡Silencio, hermanos! —gritó el presidente. Se inclinó hacia delante, y se puso la mano tras la oreja para oír mejor—. ¿Qué has dicho, hermano? ¿Quién es tu capataz? Decidí prescindir del "Mister". —Lucius Brockway, señor. Mis palabras parecieron irritarles todavía más. Oí gritos: —¡Echadle de ahí! ¡Fuera con él! Miré a aquella gente. grupo, al otro extremo de la estancia, pateaba un banco y gritaba:

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Echadle de aquí! Retrocedí un paso. El hombre delgado golpeaba la mesa en un intento de imponer orden. —¡Hermanos! ¡Hermanos! Dadle ocasión de defenderse... —¡Este tipo es un soplón! —gritó una voz—. ¡Un soplón de primera clase especial!  

La palabra "soplón" emitida por aquella voz ronca, sonó en mis oídos igual que "puerco negro" dicho por un enfurecido blanco sureño. El presidente agitaba las manos, en petición de serenidad. —¡Por favor, hermanos! ¡Por favor! Cuando me eché la mano a la espalda para abrir la puerta y salir de allí, toqué un brazo que se apartó violentamente. Renuncié a abrir la puerta. Uno de los asistentes decía: —¿Quién ha enviado a este soplón a la junta, hermano presidente? ¡Pregúntaselo! Queremos saberlo. —Esperad un momento —dijo el presidente—. Y no le llaméis soplón sin saber si verdaderamente lo es. —¡Pregúntaselo, hermano presidente! —insistió otro hombre. —Bueno, se lo preguntaré. Pero no le califiquéis de soplón sin saberlo con toda certeza. —Volvióse hacia mí—. ¿Por qué has venido, hermano? Los reunidos guardaron silencio, en espera de mi respuesta. Con la boca reseca, respondí: —Dejé el almuerzo en el armario, y venía a buscarlo. —¿Nadie te envió la reunión?

—No, señor. Ni siquiera sabía que se celebraba reunión. Sonaron voces: —¡Una mierda no sabes! Los soplones nunca saben nada. —¡Echad de aquí al hijo-puta ese! —Permítanme... —dije. El volumen de los gritos aumentó amenazadoramente. El presidente gritaba: —¡Obedeced a la presidencia! Formamos un sindicato democrático que sigue procedimientos democráticos. —¡Tonterías! ¡Fuera con el soplón! —...¡Procedimientos democráticos! Tenemos el deber de mantener buenas relaciones con todos los trabajadores. Y cuando digo todos, quiero decir todos, sin excepción. Esta es la manera de fortalecer nuestro sindicato. Oigamos lo que el hermano quiere decirnos. ¡Y basta de mugidos e interrupciones! Me entró un sudor frío. Mi vista percibía la realidad circundante con anormal precisión, de modo que la expresión de hostilidad de los rostros orientados hacia mí me llegaba con toda vividez. Oí:  

—¿Cuándo fuiste contratado, hermano? —Esta mañana. —¿Veis, hermanos? Es nuevo en la fábrica.

No cometamos el error de juzgar a un obrero según su capataz. Recordad que algunos de vosotros también estáis a las órdenes de capataces que son unos perfectos hijos de perra. En aquel instante, los reunidos comenzaron a reír y a maldecir. Uno chilló: —¡Para hijo de perra, ése que tenemos aquí! —¡Mi encargado quiere casarse con la hija del jefe! Este cambio de actitud me intrigó e irritó al mismo tiempo. Me parecía que me hicieran objeto de sus deseos de bromear, que me utilizaran para reírse un poco. —¡Orden, hermanos! ¡Orden! Quizás el hermano quiera ingresar en el sindicato. ¿Qué te parece, hermano? No sabía qué decir: —¿Perdón, señor? Sabía muy poco acerca de los sindicatos. Además, casi todos los allí reunidos parecían haber adoptado una actitud de hostilidad hacia mí. Antes de que pudiera contestar la propuesta del presidente, un hombre gordo, de alborotado cabello gris, se puso en pie y gritó violentamente: —¡Me opongo! Hermanos, este muchacho puede ser un soplón, incluso en el caso de que le hayan contratado hace cinco minutos. Y eso no quiere decir que yo tenga prejuicios en contra de él, no señor. Quizá no sea un soplón. Sin embargo, quiero recordaros, hermanos, que nadie puede saber si es un soplón o si no lo es. A mi parecer, cualquier individuo que sea capaz de trabajar durante más de quince minutos a las órdenes de este traidor de Brockway, es con toda probabilidad un individuo con mentalidad de soplón. —Alzó los brazos para acallar los gritos que sus palabras levantaron—. ¡Por favor, hermanos! ¡Por favor! ¡Como muchos de vosotros habéis tenido ocasión de saber, a costa del dolor de vuestras esposas y vuestros hijitos, para ser soplón no es necesario conocer a fondo el movimiento sindicalista! ¿Qué es el soplonismo? ¡Lo he estudiado , hermanos! ¡El soplonismo es algo innato muchos individuos! Nacen soplones, al igual que otros nacen dotados de una especial disposición para apreciar los colores. ¡Esto es una verdad científica!

—Para ser soplón no es necesario ni siquiera haber oído hablar de los sindicatos. Coged a un soplón, ponedle en un lugar en donde haya un sindicato, y lo primero que hace, es meterse dentro para espiar...  

Los aullidos de aprobación ahogaron sus palabras. Todos me miraban con odio. Me sentía paralizado. Hubiera querido bajar la cabeza, pero la mantenía alta, mirándoles como si, al hacerlo, negara sus acusaciones. Del clamoreo de aplauso se alzó otra voz que hablaba en tonos de vehemente invitación. Pertenecía a un hombre y con gafas que, al hablar, mantenía el índice de una mano alzado en el aire y el pulgar de la otra metido en la abertura lateral del mono de trabajo.

—Propongo que las observaciones que acaba de hacer nuestro hermano se traduzcan en la siguiente moción: que se averigüe, mediante una concienzuda investigación, si el nuevo obrero es un soplón o no. Y caso de que lo sea, que se investigue para determinar quién es la persona por cuya cuenta actúa. De este modo, hermanos, este nuevo obrero tendrá tiempo, si no es un soplón, de conocer los fines del sindicato y la labor que lleva a cabo. A fin de cuentas, hermanos, no debemos olvidar que los trabajadores como él carecen de la educación y desarrollo que tenemos algunos de los que hemos trabajado en el sindicato durante largos años. Por eso digo: démosle ocasión de enterarse de cuanto hemos hecho para mejorar la situación del obrero, y, entonces, si no es un soplón, podremos decidir democráticamente si le aceptamos o no le aceptamos en el seno del sindicato. Hermanos miembros del sindicato, ¡gracias! Y se sentó bruscamente. En la estancia se alzó el rugido de mil voces. ¿De modo que mi educación era inferior a la de aquella gente? ¿Eran todos ellos doctores en ciencias o letras? Estaba como paralizado. En muy poco tiempo me habían ocurrido demasiadas cosas. Había entrado en el vestuario con el solo fin de coger un bocadillo de chuletas de cerdo, y me acogieron como si, por el mero hecho de entrar, hubiera solicitado ingresar en el sindicato, pese a que yo ignoraba incluso su existencia. Quedé en pie, temblando, dominado por el miedo a que me preguntaran si quería ingresar en el sindicato y, al mismo tiempo, indignado de que me hubieran rechazado con solo verme. Y, peor todavía, me daba cuenta de que me obligaban a aceptar sus condiciones, su manera de enfocar los hechos y de que, en aquellos instantes, yo no podía salir del vestuario. —De acuerdo, hermanos —gritó el presidente—. Vamos a votar. Los que estén en favor de la propuesta que griten "Sí"...  

Los "síes" le impidieron terminar la frase. Varios hombres se volvieron para mirarme. Y el presidente anunció: —Los síes ganan. ¡Aprobada la moción! Al fin, podía irme. Inicié la retirada, sin recordar el motivo que me había traído. El presidente me dijo: —Vamos, hermano, coge tu almuerzo. Hermanos, dejadle paso.

Tenía la piel del rostro ardiente, como si me hubieran abofeteado. Aquella gente había tomado su decisión sin dejarme hablar siquiera. Sabía que todos los reunidos me contemplaban con hostilidad. Y pese a que había vivido siempre en un ambiente hostil, aquélla era la primera vez en que me sentía afectado por la hostilidad, como si hubiera depositado en los hombres allí reunidos más esperanzas que en los demás, pese a que entré en el cuarto ignorando que existieran. Allí, mis defensas quedaron anuladas, quedé despojado de ellas, al igual que los muchachos de pueblo eran despojados de sus cuchillos, navajas y pistolas, en la puerta del Golden Day, los sábados por la noche. Anduve con la vista baja y murmurando "perdón, usted disculpe", hacia el brillante armario verde, en el que busqué el bocadillo que ya no deseaba comer. Me entretuve unos instantes manoseando el pequeño paquete porque tenía miedo de enfrentarme de nuevo con los allí reunidos, en mi camino hacia la puerta. Y al fin, despreciándome a mí mismo por haberles pedido disculpas al dirigirme al armario, anduve en silencio hacia la puerta. Al llegar a ella, el presidente me dijo: —Un momento, hermano. Queremos que sepas que no tenemos nada en contra de ti, personalmente. Lo que aquí ha ocurrido es consecuencia de ciertas circunstancias imperantes en la fábrica. Queremos que sepas que nosotros sólo procuramos protegernos de ataques injustos. Y quisiéramos que algún día pudiéramos contarte entre los nuestros. Aquí y allá nacieron tibios aplausos que pronto se extinguieron. Tragué saliva, tenía la vista orientada hacia ellos, pero no les veía. Y sus palabras llegaban a mis oídos desde una nebulosa y rojiza lejanía. —Vamos, hermanos, dejadle salir —dijo la voz. Con paso inseguro crucé el patio deslumbrante de sol, entre los empleados que charlaban ociosamente, y me encaminé hacia el edificio número dos,  

hacia el sótano. Me detuve ante las escaleras. Tenía la sensación de que me hubieran llenado de ácido el estómago. Angustiado pensé: ¿por qué no he salido del vestuario, tan pronto me he dado cuenta de lo que ocurría? Y, habiéndome quedado en él, ¿por qué no he dicho algo en propia defensa? Arranqué con rabia el envoltorio del bocadillo y pegué un mordisco al pan y a las chuletas de cerdo que tragué sin masticar, sintiendo su paso difícil a través de la garganta contraída. Guardé el resto en la bolsa y estuve inmóvil, la mano en la manecilla de la puerta, mientras las piernas me temblaban como si me hubiera visto ante un peligro mortal. Al fin, me serené un poco y abrí la puerta.

Sin levantarse de la carretilla en que estaba sentado, Brockway gritó: —¿Por qué has tardado tanto? En la mano negra y reseca sostenía un tazón blanco, del que acababa de beber. Le miré como si fuera un lejano y extraño ser. La luz brillaba en su blanco cabello y en la frente cruzada de arrugas. —¡Te he preguntado por qué has tardado tanto! Mientras contemplaba su imagen difusa, pensé que me sentía cansado, que aquel hombre me desagradaba y que a él nada le importaba lo que me hubiera ocurrido. Volvió a hablar: —Digo que... Y oí mi voz opaca, formándose despacio entre los tensos músculos del cuello, mientras advertía que, según el reloj, sólo había estado ausente durante veinte minutos: —Me metí en una reunión... —¡El sindicato! Oí el ruido del blanco tazón al hacerse añicos contra el suelo, en el momento en que Brockway separaba las piernas —que antes tenía cruzadas— y se ponía en pie. —¡Ya sabía que pertenecías a esta pandilla de rebeldes extranjeros! ¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¡Largo de aquí! ¡Fuera, fuera! ¡Fuera de mi sótano! Como en una pesadilla, avanzó hacia mí, temblando como las agujas de los manómetros. Me señalaba la puerta. La ira había ahogado su voz. Yo permanecía inmóvil, fija en él la vista. Algo raro me había ocurrido. Parecía que mis reflejos hubieran quedado paralizados. Comprendía lo que estaba ocurriendo, sin

 

embargo no lo comprendía debidamente, de una manera normal. En voz baja, algo tartamuda, dije: —Pero, ¿qué pasa? ¿Qué mal he hecho? —¡Ya me has oído! ¡Fuera! —Pero es que no comprendo... —¡Cállate y lárgate! Consciente de que iba a perder el dominio de mí mismo, grité: —¡Mr. Brockway, escuche... —¡Traidor, embustero, piojo sindicalista! —¡Oiga de una vez: yo no soy de ningún sindicato! —grité, indignado.

—¡Si no te vas ahora mismo, rastrero degenerado, te voy a matar! Su mirada se dirigió al suelo, en el que frenéticamente buscó algo. —¡Te voy a matar! ¡Y pongo a Dios por testigo de que TE VOY A MATAR! Era increíble. Mi situación empeoraba rápidamente. Tartamudeé: —¿Qué ha dicho que haría? —¡MATARTE! ¡MATARTE! En el momento en que se lo oí decir por segunda vez, me di cuenta de que había quedado, yo, liberado de algo que, anteriormente, me tenía esclavizado. Y una voz interior me dijo: Te enseñaron a aceptar la insensatez de los viejos como el que tienes ante ti, incluso en el caso de que los considerases unos lamentables payasos. Te enseñaron a actuar como si les respetaras y reconocieras en ellos una autoridad y un poder que tienen en tu mundo la misma naturaleza que la autoridad y el poder de los blancos ante los que ellos se humillan y mendigan, a los que ellos temen, aman e imitan. E incluso te enseñaron a aceptar la actitud de esta gente cuando furiosos o despectivos o ebrios de poder te amenazaban con un látigo o un palo, sin que tú pudieras permitirte contestar su ataque sino tan sólo evitar sus golpes... Pero esto, para mí, en aquel caso, era excesivo. Aquel hombre no era mi abuelo, ni mi tío, ni mi padre, ni un predicador, ni un maestro. Sentí como si un resorte se disparase dentro de mi estómago y avancé hacia Brockway, gritando: —¿A QUIEN DICES QUE VAS A MATAR? No gritaba a un rostro humano, sino a aquella mancha negruzca que irritaba mi vista. Brockway aulló: —¡A TI! ¡TE VOY A MATAR!  

—¡Escucha, viejo estúpido, mejor será que dejes de decir imbecilidades de este tipo! Deja que te explique lo ocurrido. Yo no pertenezco a ningún sindicato, ni a nada. Vi que fijaba la vista en una barra de hierro, y grité: —¡Anda, cógela! ¡No tengas miedo, cógela! Podrías ser mi abuelo, pero te juro que si coges esta barra, te la haré tragar.

—¡Ya te he advertido! ¡FUERA DE MI SÓTANO! ¡Indecente hijo de puta! Al ver que se agachaba, inclinándose a un lado, para coger la barra de hierro, avancé hacia él. Al recibir el empujón, soltó un gruñido y rodó por los suelos. Tuve la impresión de haber dado una patada a una enorme rata de cloaca. Emitiendo sonidos de ira, se puso rápidamente en pie y me atizó un puñetazo en la cara, mientras, con la otra mano, se disponía a golpearme con la barra de hierro. Le retorcí la mano en que sostenía la barra, y en aquel instante sentí un agudo dolor en el hombro. En el momento en que yo dirigía un golpe con el codo a su cara, pensé: me ha dado una cuchillada. Y sentí que mi codo daba en el blanco, y vi su cabeza proyectarse hacia atrás. Y al impulso de los golpes de codo, la cabeza de Brockway se bamboleaba hacia delante y hacia atrás, y entonces oí el sonido de algo que caía en el suelo y rebotaba en él, y pensé: ha soltado el cuchillo. Y volví a golpearle la cabeza, mientras él apretaba las manos alrededor de mi cuello intentando estrangularme, segundos después de que oyera el sonido de la barra de hierro contra el suelo de cemento. Y cuando me incliné para cogerla, oí que el viejo empezaba a chillar:

—¡No, no! ¡Has ganado, has ganado! Al gritar, me di cuenta de que tenía la boca seca: —¡Voy a romperte la cabeza! ¡Me has dado una cuchillada! —No, no... —jadeó—. Basta, basta... ¿Oyes? Basta, basta... —¡Cuando no puedes ganar, pides perdón! ¡Maldito cabrón...! Si me has hecho daño, te parto la crisma. Fija en él la vista, me puse en pie. Tiré la barra de hierro. Me sentía invadido de una oleada de calor, al advertir que el rostro de Brockway presentaba una extraña apariencia, como si a golpes le hubiera hundido la boca. Todavía dominado por los nervios, le dije: —¿Qué te pasa, viejo de mierda? ¿Tan estúpido eres que te atreves a atacar a un hombre tres veces más joven que tú?

Al oír que le llamaba viejo, su rostro se alteró. Y entonces se lo volví a llamar, añadiendo insultos: —¡Viejo chocho, esclavo, hijo de tu madre, palurdo, ya es hora de que sepas lo que te pescas! ¿Cómo te atreviste a amenazarme con matarme? Para mí tú no eres nadie, no significas nada, y si vine aquí fue porque me mandaron venir. Y ni siquiera sabía que tú o el sindicato existiérais. ¿Por qué  

intentasteis todos abusar de mí, en el mismo instante en que me visteis? ¿Estáis locos? ¿Es que se os ha subido la pintura esa a la cabeza? ¿Os la bebéis?

Me miraba en silencio, jadeante. El mono de trabajo formaba grandes bolsas alrededor de aquellas partes en que los dobleces de la tela habían quedado pegados por la pegajosa pintura. Y pensé: He aquí un aborto de alquitrán. Hubiera querido apartarle de mi vista, irme de allí, pero mi furia se transformaba en palabras: —Fui a buscar el almuerzo, y me preguntaron quién era mi capataz. Y cuando se lo dije, me llamaron soplón. ¡Soplón! ¿Comprendes? Debéis de estar todos locos. Y apenas vuelvo aquí, comienzas a gritar y dices que vas a matarme. ¿Qué os ocurre? ¿Qué mal os he hecho? Me contemplaba furioso, en silencio. Luego, miró al suelo, y se inclinó. Le advertí:

—Coge la barra y verás lo que es bueno. —¿Es que no puedo recoger mis dientes? —farfulló, con una voz ronca. —¿DIENTES? Avergonzado, abrió la boca. Y vi sus azuladas y hundidas encías desdentadas. Aquello que había caído al suelo, no fue un cuchillo, sino una dentadura postiza. Durante una décima de segundo, tuve una fuerte sensación de impotencia, al quedarme sin una parte de la justificación de mis deseos de matar a aquel hombre. Me llevé la mano al hombro, y mis dedos no tocaron sangre, sino saliva. El pobre viejo loco me había mordido. Pese a mi ira, sentí unos locos deseos de echarme a reír a carcajadas. ¡Me había mordido! Miré al suelo, y allí vi los fragmentos del blanco tazón, y el brillo de la dentadura destacando en el cemento. —Coge tus dientes —le dije, avergonzado. Brockway, sin dientes, tenía una apariencia menos odiosa. Me mantuve junto a él, mientras recogía la dentadura del suelo, y luego iba al lavabo y la lavaba bajo el grifo. Al colocársela, apretando con el pulgar, se desprendió un diente, y Brockway soltó un par de gruñidos. Cuando movió espasmódicamente la barbilla y la dentadura quedó en su sitio, Brockway volvió a ser el mismo hombre de antes.  

Entonces dijo: —Ibas a matarme de veras. Daba la sensación de ser incapaz de creerlo. —Tú empezaste a hablar de matar —le dije—. Yo nunca peleo, no me gusta. ¿Por qué no me dejaste explicar lo ocurrido? ¿Está prohibido por la ley pertenecer al sindicato? —¡Este maldito sindicato! —gritó, casi llorando—. ¡Quieren quitarme el empleo! ¡Sé que quieren quitarme el empleo! Cuando uno de nosotros se afilia a estos malditos sindicatos hace lo mismo que si mordiera la mano que nos da de comer, o al hombre que nos enseñó a utilizar la bañera. Odio al sindicato, y seguiré haciendo cuanto pueda para que en esta fábrica deje de existir. ¡Quieren echarme de mi puesto, los cabrones, hijos de su madre! Temblaba de odio. Y en las comisuras de los labios se le formaba espuma. Sintiéndome mayor que él, le dije: —Pero, ¿qué tengo yo que ver con eso? Como si arengase a una multitud, chilló: —Estos muchachos de color del laboratorio pretenden unirse al sindicato. Los blancos les han dado trabajo, e incluso les han dado buenos , pero ellos son tan ingratos que van y quieren unirse a este maldito sindicato de traidores. Jamás vi a gente tan ingrata. Lo único que lograrán es perjudicar al resto de los trabajadores.

—Lo siento. No sabía que ocurrieran esas cosas. Vine aquí para trabajar como temporero, y jamás tuve intención de meterme en disputas internas. En cuanto hace referencia a usted, estoy dispuesto a olvidar nuestras diferencias, si es que usted... Y al ofrecerle la mano sentí una dolorosa punzada en el hombro. Me lanzó una hosca mirada y dijo: —Debieras tener más dignidad, y no pegar a un viejo. Tengo hijos mayores que tú. —Pensé que quería matarme y hasta creía que me había dado una cuchillada —dije, todavía ofreciéndole la mano. Evitando mi mirada, contestó: —Bueno, a mí tampoco me gusta la camorra ni los líos. Estrechar su mano pegajosa fue como una señal para que comenzaran a ocurrir acontecimientos. Oí un agudo silbido de las calderas a mis espaldas, di media vuelta y oí que Brockway gritaba:

 

—¡Te dije que vigilaras los manómetros! ¡Corre a las válvulas grandes! Me lancé hacia la pared de la que sobresalían unas grandes ruedas, junto al triturador. Brockway corría en dirección opuesta, y yo, mientras me disponía a maniobrar las ruedas, me pregunté a dónde diablos iba aquel hombre. Entonces, le oí gritar: —¡Ábrela! ¡Ábrela! —¿Cuál de ellas? —¡La blanca, imbécil! ¡La blanca! Me agarré a ella y la empujé hacia un lado con todas mis fuerzas, advirtiendo que comenzaba a moverse. Pero esto sólo sirvió para que aumentara la intensidad del ruido. Miré alrededor, y vi a Brockway corriendo como un loco hacia las escalerillas, con las manos en el cogote y la cabeza hundida entre los hombros, como un niño después de echar un ladrillo al aire, hacia arriba. Y me pareció oír el sonido de una carcajada. —¡Eh, eh, oiga! ¡Oiga! —le grité. Pero era ya demasiado tarde. Tuve la impresión de que todos mis movimientos hubieran adquirido una desesperante lentitud. La rueda oponía resistencia. Intenté darle la vuelta, y, luego, intenté soltarla, pero me costó un gran esfuerzo porque tenía las palmas de las manos y los dedos rígidamente pegados a ella. Di media vuelta y eché a correr. Al pasar vi la aguja de uno de los manómetros temblando histéricamente. Procuraba pensar con serenidad, y mi vista se dirigía a todos lados, viendo tan solo tanques y máquinas, y muy lejos, las escalerillas, mientras el silbido se hacía más y más alto. De repente, tuve la impresión de ascender a gran velocidad por una cuesta, y después, de salir disparado en constante aceleración, llevado por la atracción de un húmedo y negro vacío que, en cierto modo, era también como un baño de blancor. Fue una caída en el vacío, que antes me pareció suspensión que caída. Entonces, quedé oprimido por un gran peso y durante un instante de clara visión percibí que yacía en el suelo bajo un montón de hierros, con la cabeza apoyada en una gran rueda y el cuerpo cubierto de pasta pegajosa. En algún lugar del cuarto, un motor rugía furiosa e inútilmente, y así estuve hasta que un doloroso golpe en la cabeza me hundió de nuevo en la oscuridad, y otro golpe me sacó de ella. Y en el breve instante de clara visibilidad, percibí una cegadora llamarada.

 

Haciendo un esfuerzo, pude oír los ruidos producidos por alguien que chapoteaba, cerca de mí. Y más allá una chillona voz de viejo que decía: —Ya les dije que estos muchachos jóvenes no sirven para esta clase de trabajo, porque no tienen el temple necesario. No señor, no tienen temple. Intenté hablar, contestar a lo que la voz decía, pero de nuevo quedé aplastado por algo muy pesado. Oí unas palabras que comprendí perfectamente, y quise también contestarlas, pero me hundí en el centro de un lago de densas aguas, y allí quedé traspuesto y paralizado, con la idea fija de haber perdido irremediablemente la ocasión de obtener una importante victoria.

 

CAPÍTULO 11

Yo estaba sentado en una silla blanca, fría y rígida. Un hombre tenía fija en mí la mirada de un tercer ojo que brillaba en mitad de la frente. Adelantó la mano, me tocó suavemente el cráneo y me dirigió unas palabras de ánimo, que por su tono parecían más aptas para un niño que para mí. Los dedos se apartaron de mi cabeza. —Toma eso, te aliviará. Tragué lo que me daba. Y sentí picazón en la piel, toda la piel de mi cuerpo. Vi que vestía mono de trabajo nuevo, blanco, y de extraño aspecto. Lo que había tomado tenía un gusto amargo. Me temblaban las manos. Una voz aguda rematada en un espejo, dijo: —¿Cómo se encuentra? —No creo que sea nada grave. Solamente la conmoción. —¿Le podemos mandar a casa? —No. Para mayor seguridad, mejor será que se quede aquí unos días. Quiero tenerle en observación. Luego, que se vaya. Ahora, yacía en una litera, y el brillo de aquel ojo seguía deslumbrándome, pese a que el hombre se había ido. Había silencio a mi alrededor y yo me sentía paralizado. Cerré los ojos, y en el mismo instante una voz me obligó a abrirlos. La voz decía: —¿Cómo se llama? —Me duele la cabeza. —Sí, claro. ¿Su nombre y dirección, por favor? —La cabeza... Y el ojo me arde. —¿El ojo? —Sí, por dentro. —Pásalo por los rayos X —dijo otra voz.

—¡La cabeza...! —¡Cuidado! Oí el zumbido de una máquina, y sentí desconfianza hacia el hombre y la mujer que se inclinaban sobre mí.  

Me agarraban con firmeza. Sentía un calor ardiente y, sobre todo, no dejaba de oír las primeras notas de la Quinta Sinfonía Beethoven, los tres resoplidos cortos y, luego, el resoplido largo, repetidos una y otra vez en distintos volúmenes. Forcejeaba intentando liberarme y ponerme en pie, sin lograr más que darme cuenta de que estaba tumbado panza arriba, con dos rosáceos rostros masculinos sonriendo sobre mí.

Uno de ellos me ordenó con autoridad: —Estate quieto. No te va a pasar nada malo. Abrí los ojos y miré arriba. Dos muchachas vestidas de blanco, vagas e indefinidas, me contemplaban. Muy lejos, más allá de un desierto de vibrantes oleadas de calor, había una tercera muchacha sentada ante un panel con mandos, botones e indicadores. ¿Dónde me encontraba? Bajo mi cuerpo, lejos, comencé a oír repetidas sacudidas, como las de un sillón de barbero ,y fui elevándome al ritmo de las sacudidas, impulsado por su sonido. Ahora, tenía un rostro junto al mío. Me miraba muy de cerca y decía algo sin significado. Entonces comencé a oír un zumbido y a sentirme llevado por un lento movimiento circular. El zumbido terminó con un par de chasquidos, y me quedé quieto, sintiéndome súbitamente aplastado entre el suelo y el techo. Dos fuerzas oprimían ferozmente mi pecho y estómago. Me envolvía una oleada de calor con finas corrientes frías. Me sentía golpeado por destructoras corrientes eléctricas, como si electrodos dotados de vida comprimieran y distendieran alternativamente mi cuerpo, cual las manos oprimen y distienden un acordeón. Sentía los pulmones oprimidos como un fuelle, y cuando recuperaba el aliento soltaba un grito que señalaba el ritmo de aquella compresión y descompresión alterna. Uno de los rostros me ordenó: —¡Cállate, maldita sea! Intentamos reanimarte un poco, hombre. ¡Calla ya! La voz estaba preñada de autoridad. Me callé y procuré dominar el dolor. En este instante, descubrí que un círculo de metal frío me rodeaba la cabeza, al igual que el casquete de hierro de la silla eléctrica rodea el cráneo del ejecutado. En vano intenté liberarme y pedir auxilio. La gente estaba muy lejos de mí, y el dolor muy cerca. Un rostro penetró en el círculo de luces, me miró y salió del círculo. Apareció un rostro de mujer, con pecas y gafas de montura dorada. Después, un hombre con un espejo  

circular en la frente, un médico. Sí, era un médico; y las mujeres, enfermeras. Comenzaba a comprender la realidad. Me encontraba en un hospital. Aquella gente cuidaba de mí, y cuanto hacían tenía la finalidad de aliviar mi dolor. Sentí agradecimiento. Intenté recordar cómo había llegado allí, pero no pude. Tenía la mente en blanco, como un recién nacido. Cuando apareció otro rostro, vi que los ojos tras los lentes de gruesos cristales me miraban sorprendidos, como si me vieran por primera vez. La voz, hueca, profundamente insolidaria, dijo: —Estás bien, muchacho. No te ocurre nada malo. Es cuestión de tener un poco de paciencia. Me pareció que comenzara a alejarme de allí. Las luces retrocedían, como las rojas lucecitas traseras de un automóvil que se hunde a toda velocidad en la nocturna oscuridad de una carretera. Las luces se iban irremediablemente. Sentí una dolorosa punzada en el hombro. Me revolví tensando la espalda, en lucha contra algo que no podía ver. Y poco después, mis ojos recuperaban la visión. Un hombre, sentado de espaldas a mí, manipulaba los mandos en el panel. Quería llamar su atención, pero el ritmo de la Quinta Sinfonía ía atormentándome, y el hombre parecía estar demasiado lejos y demasiado abstraído para que mi voz le alcanzara. Entre él y yo había unas brillantes barras de metal. Cuando pude mover el cuello, descubrí que no me encontraba en una mesa de operaciones, sino en el interior de una especie de caja de cristal y níquel, que tenía la tapa abierta. ¿Por qué estaba allí?

—¡Doctor, doctor! —grité. No contestó. Quizá no me había oído. Cuando volví a llamarle, sentí de nuevo el doloroso latir de la máquina en mi cuerpo. Y volví a hundirme, a desvanecerme, y luché para evitarlo, y al regresar a la superficie oí voces que conversaban tras mi cabeza. Los estáticos sonidos se convirtieron en un ronroneo. De lejos me llegaban fragmentos de melodías y un airecillo de mañana dominguera. Con los ojos cerrados, leve la respiración, fui apartándome del círculo de dolor. Las voces ronroneaban armoniosamente. ¿De dónde salían? ¿Procedían de una radio? ¿De un tocadiscos? ¿Era la "voz humana" de un órgano escondido en algún lugar? Sentí calor. Con los ojos cerrados, veía verdes setos con deslumbrantes rosas rojas que se alejaban, formando una grácil curva, hacia un infinito vacío, desierto, hacia un límpido espacio azul. Ante mi vista desfilaron escenas que ocurrían en un prado umbrío, en verano. Vi una banda  

cuyos músicos vestían uniformes militares y guardaban disciplinada formación. Los úsicos iban peinados cuidadosamente, con brillantina. Oí una trompeta de dulce sonido interpretando "The Holy City" desde una distancia que hacía nacer levísimos ecos, y un conjunto de roncas trompas acompañaba a la trompeta, y sobre esa música destacaba el burlón "obbligato" del canto de un arrendajo. Estaba mareado. Me parecía que una nube de blancos mosquitos infestara el aire, y la masa de mosquitos me llenaba los ojos. Tan densa era la nube, que el oscuro trompeta absorbía los mosquitos con su dorado instrumento, y después, al soplar, los expelía como un blanco jirón de niebla mezclado con las notas en el aire pesado de aquel mundo.

Recuperé la conciencia. Las voces seguían murmurando sobre mí, y su sonido me desagradó profundamente. ¿Por qué no se largaban? ¡Pedantes! Entre sueños, me dije: ¿Oiga, doctor, usted no ha chapoteado jamás en un arroyo, antes del desayuno? ¿Nunca ha masticado caña de azúcar? Oiga, doctor, el mismo día de otoño en que vi por primera vez a los mastines a la caza de negros vestidos a rayas y con grilletes, mi abuela se sentó a mi vera y, temblorosos los párpados, me cantó: Dios Todopoderoso hizo al mono, Dios Todopoderoso hizo a la ballena,

Y también hizo un águila Con nueces en la cola. ¿Y usted, enfermera, no recuerda que cuando paseaba, vestida de organdí color de rosa y en la cabeza un sombrero de fantasía, por el sendero bordeado de jazmines, susurrando al oído de su novio de un día, en voz densa como melaza, no recuerda, enfermera, que nosotros, los muchachos negros, escondidos en los arbustos, cantábaen voz tan alta que usted ni siquiera se atrevía a escuchar? ¿Visteis alguna vez a Miss Margaret hervir agua? ¡Chico, cómo hierve el agua de Miss Margaret! ¡Chico, levanta un vapor de maravilla! ¡Una columna de veintisiete kilómetros!

Chico, el vapor apenas deja ver el pote... Ahora, la música se había convertido en un claro gemido femenino de dolor. Abrí los ojos. Suspendidos sobre mí vi metales y vidrio. Una voz dijo: —¿Cómo te encuentras, muchacho?

 

Dos ojos me miraban a través de lentes gruesos como el fondo de una botella de Cola. Eran unos ojos saltones, luminosos y con venillas, cada uno de ellos como un viejo y raro animal, conservado en alcohol en un museo biológico. Contesté, irritado: —Esto es demasiado estrecho. —Forma parte del tratamiento. Es imprescindible. —Estoy entumecido —insistí—, necesito más sitio para moverme un poco. —No te preocupes, muchacho. Ya te acostumbrarás, dentro de poco. ¿Cómo tienes el estómago y la cabeza? —¿El estómago? —Sí, y la cabeza también. —No sé. Y al decirlo me di cuenta de que salvo la presión en la cabeza, y la tierna superficie de mi cuerpo, no podía sentir nada. Y pese a ello, mis sentidos parecían estar alerta. —¡No lo siento! —grité, alarmado. En un arranque de satisfacción, dijo: —¡Ah! ¡Ves! ¡Mi aparato funciona! ¡No tardarás en estar bien! —No sé —dijo otra voz—. Sigo prefiriendo la cirugía. De todos modos, en este caso, teniendo en cuenta los... digamos, antecedentes, no puedo dejar de creer en la eficacia de las oraciones, sencillamente. —¡Tonterías! A partir de ahora dirija sus oraciones a mi aparato. Y yo me encargaré del tratamiento. —No sé, no sé... Me parece erróneo presumir que las soluciones, es decir, los tratamientos, adecuados en el caso de pacientes primitivos, sean igualmente eficaces en pacientes más cultivados. Supongamos que nos halláramos ante un hombre de Nueva Inglaterra, educado en Harvard. ¿Qué ocurriría entonces? La primera voz contestó en tono beligerante: —¡Ahora, está usted hablando de política! —No, no... Es un problema real. Con creciente inquietud, escuchaba la conversación que se alejó hasta convertirse en un murmullo. Todas sus palabras, incluso las más simples, parecían referirse a alguna otra realidad, distinta a la que en sí mismas expresaban, tal como ocurría con las ideas que nacían en mi mente. Dudaba si hablaban de mí o  

de otra persona. En parte, la conversación parecía una discusión sobre historia. La voz dijo: —La máquina producirá los mismos resultados que una lobotomía prefrontal, sin producir los efectos que causaría el bisturí. Observe que en vez de cortar el lóbulo prefrontal, un solo lóbulo, aplicamos presión, en la medida conveniente, a los centros mayores de control nervioso (seguimos la doctrina de Gestalt), y ello produce un cambio de personalidad tan completo como aquellos que se explican en las pseudocientíficas leyendas de asesinos transformados en afables ciudadanos, merced a esa sucia cosa que llaman cirugía del cerebro. —La voz remató sus frases triunfalmente—. Y más importante todavía, el paciente conserva su integridad física y neurológica.

—¿Y la psicología, qué? —preguntó la otra voz. —¡Eso carece de importancia! El paciente gozará de una normal vida vegetativa. ¿Puede acaso pedir más? No sufrirá conflictos emocionales, y, lo que es todavía más importante, la sociedad quedará protegida. Hubo una pausa. Oí el sonido de una pluma deslizándose sobre el papel. Y después, una voz retozona preguntó: —¿Y por qué no le castramos, doctor? La primera voz rio: —¡Volvió a hablar el sanguinario! ¿Cómo es aquella definición de cirujano? ¿El cirujano es un carnicero con malos instintos? Rieron a coro. —En realidad, no es cosa de risa, ni mucho menos. Creo que sería más científico intentar diagnosticar el caso. Hay que tener en cuenta que el problema apareció hace trescientos años, más o menos, y que desde entonces se ha estado desarrollando... —¿Diagnosticar? ¡Vamos, anda! Todos sabemos de qué se trata. —Entonces, ¿por qué no le da más corriente? —¿Es éste su parecer? —Sí, ciertamente. ¿Por qué no? —¿No habrá peligro de que...? La voz se alejó, quedando fuera de mi radio de percepción. Oí el ruido de las patas de una silla contra el suelo. La máquina ronroneaba. Y en aquellos instantes sabía que yo había sido el objeto de su conversación, y me preparé para recibir más descargas eléctricas, pese a que me sentía destrozado ya. Mi pulso batía muy rápidamente y en violentas sacudidas. Su ritmo era más y más veloz, y llegó el momento en que mi cuerpo  

inició una especie de danza espasmódica, en posición supina. Los dientes me castañeteaban. Cerré los ojos y me mordí los labios para ahogar los gritos que se formaban en mi garganta. Sentí sangre en la boca. Por entre los párpados entreabiertos, vi un círculo de manos y rostros resplandecientes. Algunos tomaban notas en papeles puestos sobre tablillas. —Mirad, está bailando. —¿De veras? Apareció un rostro grasiento, y una voz, riendo, dijo: —Esa gente tiene auténtico sentido del ritmo. ¡Animo, muchacho! ¡Animo! ¡Baila, baila! De repente, quise dejar de sentirme pasmado y deseé enfurecerme hasta el punto de cometer asesinatos. Pero, no sé cómo, el latir de la corriente eléctrica a lo largo de mi cuerpo me lo impedía. Algo, dentro de mí, había quedado desconectado. Tenía que ser así porque, aun cuando raras veces había actualizado mi capacidad de ira e indignación, me constaba que la poseía. Y al igual que un hombre que sabe que está obligado a luchar, sienta ira o no, cuando alguien le llama hijo de puta, yo procuraba imaginar que me sentía furioso, pero tan sólo lograba descubrir que me embargaba un raro sentimiento de lejanía con respecto a todo. Me encontraba más allá de la ira. En realidad, tan sólo estaba pasmado. Y tenía la certeza de que la gente en el aire, sobre mi cuerpo, lo sabía. No había modo de evitar las sacudidas eléctricas. Llevado por una poderosa mano, me hundí en la oscuridad. Cuando salí a la superficie, volví a ver las luces. Yacía desmadejado bajo la tapa de cristal. Tenía la sensación de que me hubieran amputado todos los miembros. Hacía mucho calor. A lo lejos, veía un triste techo blanco. Y mis ojos estaban bañados en lágrimas, sin que yo supiera por qué. Y me preocupaba. Quería golpear el cristal para llamar la atención hacia mí, pero estaba paralizado. El menor esfuerzo, tan sólo el deseo de hacer algo, me fatigaba. Yacía con la atención fija en el desarrollo del proceso que seguía mi cuerpo. Al parecer, había perdido totalmente el sentido de la proporción. ¿Dónde terminaba mi cuerpo, y dónde comenzaba el blanco mundo de cristal y metales? Los pensamientos huían de mí para ocultarse en el vasto ámbito de clínico blancor al que yo estaba unido por una gama de grises que palidecían gradualmente. No oía otros sonidos que el perezoso murmullo interno producido por mi sangre. Tampoco podía abrir los ojos. Parecía que yo existiera en una extraña dimensión, en pura soledad. Y así estuve hasta que una enfermera se inclinó sobre mí, y puso entre mis labios un líquido  

caliente. Sentí náuseas, tragué, y el líquido se deslizó lentamente hacia un vago estómago, situado en medio de mi cuerpo. Se encendió, dentro de mí, una gran bombilla iridiscente. Y unas manos suaves aletearon sobre mí, aportándome vagas sensaciones de recuerdo. Me lavaban con líquidos tibios y las suaves manos se movían en los límites indefinidos de mi carne. Me envolvió la leve y esterilizada tela de una sábana. Sentí que mi cuerpo se elevaba, volaba en el aire como una pelota lanzada más allá de los tejados a una lejanía neblinosa, que chocaba contra un muro escondido tras un amasijo de maquinaria destrozada y rebotaba hacia el punto de partida. Ignoraba cuánto tiempo había transcurrido. Pero ahora, tras el movimiento de las manos, oí una voz amiga que pronunciaba palabras conocidas por mí, pero a las que yo era incapaz de atribuir significado. Escuchaba con intensa atención, consciente de la forma y ritmo de las frases, y comprendiendo las sutiles diferencias existentes entre aquellos conjuntos de sonidos que formulaban una pregunta y aquellos otros que comunicaban un . Sin embargo, el significado todavía se perdía en la inmensa en que me había perdido. Surgieron otras voces. Sobre mí aparecieron rostros que me contemplaban como inescrutables peces que dirigen su ciega mirada a través del cristal del acuario. Les veía suspendidos inmóviles sobre mí. Luego, dos de ellos nadaron hasta quedar fuera del alcance de mi vista. Y, después, las puntas de unos dedos como aletas se apartaron con el lento movimiento de los sueños. Era un misterioso ir y venir parecido al lento avance de las mareas. Vi que dos de ellos movían furiosamente los labios. No pude comprenderlos. Volvieron a hacerlo, y tampoco pude comprenderles. Me inquieté. Sobre mi cabeza vi un papel manuscrito. Me pareció una danza de letras. Cruzaron unas palabras entre sí, muy excitados. Y no pude evitar un sentimiento de culpabilidad. Me invadió una terrible soledad, mientras los dos, arriba, representaban una misteriosa pantomima. Contemplarles desde mi punto de vista resultaba conmovedor. Parecían profundamente estúpidos, lo cual me disgustaba, porque creía que no debían serlo. Uno de los médicos llevaba la nariz tiznada, y una enfermera lucía una flácida sotabarba. Aparecieron otros rostros, y ellos movían furiosamente los labios, sin producir sonidos. Y yo pensé que, pese a todo, eran seres humanos. Luego me pregunté qué significaba. Apareció un hombre vestido de negro, con una larga cabellera y un rostro tenso y amistoso, que me miró con mirada penetrante. Los otros le rodearon y le contemplaron con ansiedad, mientras él consultaba una tablilla y me lanzaba ojeadas. Entonces, escribió algo en una hoja de papel grande y la puso ante mi vista:

¿COMO TE LLAMAS? Tuve un espasmo. Fue como si, de repente, aquel hombre me hubiera impuesto la obligación de tener un nombre y hubiera organizado el caos que imperaba en mi mente. Me avergoncé de mí mismo. Me di cuenta de que había olvidado mi nombre. Cerré los ojos y sacudí la cabeza apesadumbrado. Por primera vez intentaban cordialmente conmigo, y yo era incapaz de  

responderles. De nuevo me esforcé, buscando en la oscuridad de mi mente. Fue inútil. Tan sólo pude hallar una sensación de dolor. Fijé otra vez la vista en el papel, y el hombre me señaló, despacio, las palabras, una tras otra:

¿COMO... TE... LLAMAS? Hice un esfuerzo supremo, buceando en la oscuridad de mi mente hasta quedar exhausto. Me parecía que alguien me hubiera abuna vena, y que por ella escapara toda mi energía. Únicamente podía mirar en silencio a quienes me formulaban preguntas. Pero el hombre, en un arrebato de irritada actividad, pidió con la mano otro papel y escribió:

¿QUIEN ERES? Las palabras provocaron una extraña excitación lenta y perezosa en mi interior. Esta frase había alumbrado un conjunto de débiles y distantes luces, mientras que la anterior sólo había producido una chispa que se extinguió apenas nacida. Me pregunté: ¿quién soy? Mi pregunta equivalía a pretender identificar una célula que corría a lo largo de las adormecidas venas de mi cuerpo. Quizá yo no era más que oscuridad, pasmo y dolor, pero esta respuesta no me parecía tan ajustada como otra que yo había leído antes, en algún lugar. Ante la vista tenía otro papel. ¿COMO SE LLAMA TU MADRE? ¿Madre? ¿Quién era mi madre? Madre es aquel ser que llora cuando uno sufre, pero ¿quién era? Mi conducta era muy estúpida porque, sin duda, todos recordamos el nombre de nuestra madre. ¿Quién era la persona que lloraba cuando uno sufría? ¿Mi madre? No, porque aquel histérico grito de llanto y dolor, aquel sollozo alto y agudísimo fue un sonido que produjo la máquina. ¿Era la máquina mi madre? No, no. Evidentemente, mi cabeza no regía. El hombre me hizo otra pregunta: "¿Dónde naciste?". Y después, me exhortó: "Procura recordar tu nombre". En vano pensé en varios nombres distintos, pero ninguno de ellos parecía cuadrarme. Sin embargo, me parecía que yo era parte de todos, que había quedado inmerso en ellos, y me había extraviado. El papel decía: "Debes recordar". Era inútil. Cuando lo intentaba, me sumergía en una pegajosa niebla blanca, y el nombre, a punto de formarse en mi lengua, se desvanecía. Sacudí la cabeza negativamente. El hombre desapareció por unos instantes, y volvió acompañado de otro, bajo, con aspecto de profesor, que  

me dirigió una mirada larga e inexpresiva. Cogió una pizarra pequeña, como las que usan los niños, y escribió: ¿QUIEN ERA TU MADRE? Mi vista pasó de la pizarra a su rostro. Aquel hombre me resultaba desagradable. Casi divertido, pensé: Yo no juego a estos juegos, desde hace bastante tiempo. No. ¿Y tu madre quién es? PIENSA. Me limité a mirarle. El hombre frunció el ceño y escribió en la pizarra durante largo tiempo. Cuando me la mostró, estaba llena de nombres que nada me decían. Sonreí. Y en sus ojos apareció una chispa de irritación. El otro, el del rostro amable, le dijo algo. Y el hombre que había llegado después, escribió una pregunta que me dejó profundamente sorprendido: ¿QUIEN ERA EL CONEJO BUCKEYE? Aquello me conmovió. ¿Cómo se le había ocurrido pensar precisamente en eso? Me señaló cada una de las palabras que componía la frase. Y en el fondo, en lo más profundo de mi ser, yo reía a carcajadas, turbado por el inmenso placer de haber descubierto mi propia personalidad, y por el deseo de ocultarla. En cierto modo, YO era el conejo Buckeye, o por lo menos lo había sido en mi infancia, cuando con mis amigos cantaba y bailaba descalzo, en las calles polvorientas:

El conejo Buckeye. ¡Salta, salta! El conejo Buckeye. ¡Corre, corre! Sin embargo, jamás reconocería que yo era el conejo Buckeye. Era ridículo, e incluso peligroso. Era molesto que aquel hombre hubiera descubierto mi antigua personalidad, por lo que la negué con un signo de cabeza. Oprimió los labios y me dirigió una penetrante mirada. CHICO, ¿QUIEN ERA EL CONEJO BRER? Pensé: "el amante de tu madre". Todo el mundo sabe que Buckeye y Brer son el mismo conejo. Le llamábamos Buckeye cuando éramos muy chicos, cuando todavía nos amparábamos en la inocente mirada de nuestros ojos. Cuando fuimos algo mayores, le llamamos Brer. ¿Por qué andaba aquel hombre jugando con nombres infantiles? ¿Creía que yo era un niño? ¿Por qué no me dejaba en paz? No tardaría en recordar mi nombre, tan pronto quedara liberadode la máquina. Oí una palmada en el cristal, pero no hice caso porque ya estaba harto de todos ellos. Sin embargo, cuando fijé la vista en el del rostro amable, pareció complacido. Resultaba incomprensible, pero era cierto. Allí estaba, sonriendo y apartándose de mí, junto con su compañero. Al quedarme solo, me acometieron ansias de saber mi identidad. Sospechaba que no hacía más que jugar un extraño juego conmigo y que la gente del  

exterior participaba en él. Más que un juego era un combate. En realidad ellos sabían mi nombre tan bien como yo, pero, debido a alguna razón que yo ignoraba, fingían no saberlo. Se trataba de un juego irritante que me obligaba a adoptar una actitud astuta y alerta. Tenía la certeza de que resolvería el misterio, en el instante siguiente. Me imaginé a mí mismo espiando mi propia mente, y preguntándome: "¿quién soy?", de modo parecido a como un viejo espía a un muchacho, con la intención de pillarle en el momento de cometer una travesura. Estaba actuando como un verdadero payaso. No, no aceptaría interpretar el doble papel de criminal y detective. ¿Criminal? ¿Por qué criminal? Comencé a idear modos de interrumpir el funcionamiento de la máquina en que me hallaba. Quizá si movía el cuerpo de un lado para otro, pusiera en contacto dos polos y... Pero, no. No, porque carecía de espacio suficiente para moverme y, además, quizá me ectrocutara. Fuese quien fuese, no era Sansón. No sentía el menor deseo de morir, aunque con ello lograra destruir la máquina. Quería libertad, no destrucción. Aquello era agotador, exasperante, porque todos los métodos que ideaba para liberarme de la máquina tenían el mismo obstáculo: mi persona, yo mismo. No había modo de obviarlo. No podía escapar en tanto no dejara de pensar en mi identidad. Se me ocurrió que quizá la huida y mi identidad fuesen interdependientes. Es decir, cuando descubriera quién era yo, quedaría liberado.

Tuve la impresión de que mis propósitos de fuga, hubieran alertado a aquella gente. Al alzar la vista, vi a dos médicos y una enfermera pletóricos de actividad. Pensé: "ahora ya es demasiado tarde". E inmóvil, cubierto de sudor, contemplé como manipulaban los mandos en el panel. Me preparé para recibir las consabidas sacudidas eléctricas, pero pasaron los segundos sin que nada ocurriera. Vi que sus manos abrían los cierres de la tapa de cristal y, antes de que pudiera reaccionar, abrieron la tapa y me incorporaron. Comencé a hablar: —¿Qué ha pasado? Vi que la enfermera me miraba, y se quedaba quieta, mirándome. Yo callé. Y ella dijo: —Sí... Moví los labios, sin producir sonidos. La enfermera dijo: —Vamos, vamos, dilo, dilo... —¿Qué hospital es éste? —dije. —La clínica de la fábrica. Y ahora, cállate, no hables. Me rodeaban y examinaban mi cuerpo, y yo les contemplaba más y más intrigado, mientras me preguntaba: "¿Qué significa la clínica de fábrica? í un tirón en la barriga, y, al mismo tiempo, una hacia delante. Uno de los médicos había tirado del hilo eléctrico conectado al polo del estómago. Le pregunté:

—¿Qué es eso? Se dirigió al otro:  

—Trae las tijeras. —Sí, voy. No hay que perder tiempo. Se me encogió el ánimo, como si el hilo eléctrico formara parte de mi cuerpo. Lo quitaron, y la enfermera cortó el vendaje del estómago y separó la conexión a la que el hilo había estado unido. Abrí la boca para hablar, pero uno de los médicos me indicó, moviendo la cabeza, que no lo hiciera. Los médicos y la enfermera trabajaban de prisa. Tan pronto quedé libre de conexiones, la enfermera me dio unas friegas de alcohol. Y después, me dijeron que saliera de la caja. Indeciso, miré los rostros a mi alrededor. Ahora, que al parecer era libre, no me atrevía a creerlo. Además, quizá pretendían llevarme a una máquina todavía más dolorosa. Me quedé en la caja, negándome a salir. Me preguntaba si sería necesario luchar a puñetazos con los médicos y la enfermera, en el caso de que pretendieran sacarme de allí.

—Cógete a mi brazo —dijo uno de ellos. —Gracias, puedo salir por mí mismo. Y con temor, salí de la caja. Me ordenaron que me mantuviera en pie, y me examinaron con un estetoscopio. El que sostenía la tablilla dijo al otro, en el momento en que éste me examinaba el hombro: —¿Cómo está la articulación? —Perfectamente. Yo notaba en ella cierta tirantez, pero no me dolía. El que había hablado primero, dijo: —Es sorprendente que este muchacho esté tan fuerte, después del tratamiento. —¿Llamamos a Drexel? Me parece anormal que esté tan fuerte. —No, mejor será no llamarle. Lo anotaré en el informe. —Bueno, ya hemos terminado. Enfermera, déle sus ropas. —¿Qué van a hacer conmigo, ahora? —pregunté. Mientras me daba una muda y un mono de trabajo blanco, la enfermera me dijo: —No hagas preguntas y vístete. Anda, corre. El aire, fuera de la máquina, me parecía extremadamente ligero. Al inclinarme para anudar los cordones de los zapatos, pensé que iba a marearme, pero hice un esfuerzo para evitarlo. Me erguí, y quedé erguido y tembloroso. Los médicos y la enfermera me miraban en silencio, como si me examinaran en busca de alguna anormalidad.

 

—Bueno,

muchacho —dijo uno—, parece que ya estás bien. Has quedado como nuevo. En fin, que has salido bien librado. Anda, ven con nosotros. Despacio salimos del cuarto y recorrimos un largo corredor blanco, hasta el ascensor. Este nos llevó rápidamente tres pisos más abajo, y nos encontramos en una amplia sala de espera, con sillas alineadas. Al frente, había varios despachos con puertas de cristal opaco. —Siéntate y espera. El director te recibirá enseguida. Me senté y les vi entrar en uno de los despachos, donde estuvieron un par de segundos. Salieron, y pasaron junto a mí sin decir palabra. Temblaba como una hoja. ¿Iban al fin a dejarme libre, verdaderamente libre? La cabeza me daba vueltas. Contemplé mi mono de trabajo. La enfermera había dicho que me encontraba en la clínica de la fábrica... ¿Por qué razón no podía recordar qué fábrica era aquélla? ¿Y por qué me encontraba en la clínica de una fábrica? Recordaba, ciertamente, la existencia de una fábrica, un fábrica vaga e indefinida. Quizá estaba allí para regresar a la fábrica. Sí, y por esto la enfermera se había referido al director, en vez de referirse al jefe de servicios médicos. Quizás una sola persona ocupara los dos cargos, quizás en estos instantes estuviera ya en la fábrica. Agucé el oído para comprobar si se oía o no ruido de maquinaria. No lo oí. Al otro extremo de la estancia, sobre una silla, vi un periódico. No se me ocurrió cogerlo. Estaba demasiado preocupado para sentirme atraído por un periódico. Oía el zumbido de un ventilador. Se abrió una de las puertas de cristal opaco, y apareció un hombre alto, asevero, con chaqueta blanca, que me señaló con la tablilla que sostenía en la mano, y dijo:

—Entre. Me levanté, y entré en un amplio despacho sobriamente amueblado, mientras pensaba: "Ahora, ahora lo sabré". El hombre me dijo: —Siéntese. Ocupé una silla ante el escritorio. El hombre me examinaba con mirada serena y científica. —¿Cómo se llama? —Pero inmediatamente dijo—: ¡Oh, perdone! Tengo el nombre aquí. Y miró el papel sobre la mesa. Tuve la impresión de que unas fuerzas desconocidas, vivas en mi interior, quisieran pedir a  

aquel hombre que se callara, que no hablara. Pero dijo mi nombre, y yo lancé un "¡Oh!". Sentí que una dolorosa punzada me atravesaba la cabeza, me puse en pie, miré nerviosamente alrededor, volví a sentarme y a levantarme, muy aprisa, mientras la memoria volvía a mí. Ignoro por qué me comporté de esta manera. Repentinamente, advertí que la mirada del hombre estaba clavada en mí, y me senté. Comenzó a hacerme preguntas, y yo oía mi propia voz contestándolas con total coherencia y fluidez, pese a que en mi interior desfilaban contradictorias imágenes que se entrechocaban, se fundían, aparecían y desaparecían caóticamente, sumergiéndome en un torbellino de emociones distintas. El hombre me decía: —Muchacho, estás curado, así es que ya puedes irte. ¿Qué te parece? Quedé dubitativo. Vi un calendario de la empresa, junto a un estetoscopio y a un pincel de plata en miniatura. ¿Quería decir que debía abandonar el hospital o la fábrica? —¿Cómo dice, señor? —Dije que qué te parece. —Muy bien, señor. Estoy contento de poder volver al trabajo contesté con voz que me sonó irreal. Miró la hoja de mi informe, y frunció el cejo. —Buenos, eres alta en la clínica, pero me temo que, en cuanto al trabajo, te vas a llevar una desilusión. —¿Qué quiere decir con eso, señor? —Has tenido un grave contratiempo y todavía no puedes afrontar la dureza del trabajo en esta industria. Ahora debes descansar, tomarte un período de convalecencia. Es preciso que recobres tus fuerzas y tu equilibrio.

—Pero, señor... —No, no, no debes precipitarte. ¿Estás contento de haber salido con bien de este trance, supongo? —Sí, claro. Pero, ¿de qué viviré? Alzó y bajó las cejas. Y dijo: —¿Vivir? Búscate otro empleo. Un trabajo más fácil, menos duro, algo que sea más adecuado a tus circunstancias. —¿Adecuado a mis circunstancias? —Le miré fijamente, pensando: ¿también él forma parte de la conspiración en que, al  

parecer, todos participan? Añadí—: Aceptaría cualquier empleo, señor. —No, no es éste el problema. Ocurre, sencillamente, que no estás en disposición de trabajar en las circunstancias industriales aquí imperantes. Más adelante quizá lo estés, pero ahora no. Y no olvides que recibirás la justa indemnización por lo que te ha ocurrido. —¿Indemnización? —Sí, claro, desde luego. La empresa ha adoptado una política humanitaria, inteligentemente humanitaria. Todos nuestros empleados están asegurados. Para cobrar la indemnización tan sólo tendrás que firmar unos cuantos formularios. —¿Qué clase de formularios, señor? —Entre otros, hay una declaración jurada por la que liberarás de toda responsabilidad a la empresa. Tu caso fue un tanto difícil, y tuvimos que llamar a consulta a varios especialistas en la materia. Pero debemos tener en cuenta que, al fin y al cabo, todo nuevo trabajo comporta sus riesgos. Los riesgos forman parte de la formación de un individuo y contribuyen a su adaptación al vivir social, digamos. Cada cual corre su riesgo, y mientras hay gente que está preparada para afrontarlo, otra no lo está. Examiné detenidamente su rostro surcado de arrugas. ¿Estaba ante un médico, o ante un representante de la empresa? ¿O quizás aquel hombre reunía ambas cualidades? No podía comprender aquella situación. Me parecía que la imagen del hombre oscilara, se acercara y retrocediera alternativamente, pese a que permanecía sentado, perfectamente inmóvil. —¿Conoce a Mr. Norton, señor? —dije automáticamente.

Frunció las cejas: —¿Mr. Norton? ¿Quién es este Norton? En aquel instante, la pregunta que yo acababa de formular perdió todo su significado; el nombre de Mr. Norton me pareció irreal. Me pasó la mano por los ojos. Y dije:

—Usted perdone. Pensé que quizá le conocía. Mr. Norton es un hombre a quien traté hace algún tiempo. Cogió unos papeles que tenía sobre la mesa: —Ya. Pues bien, ésta es la situación, muchacho. Más adelante quizá podamos ayudarte. Puedes llevarte los formularios a casa, si así deseas. Devuélvelos por correo, y tan pronto los recibamos te mandaremos el cheque. Entretanto,

 

descansa, y tómate todo el tiempo que consideres necesario para llenar los papeles. Verás que nos comportamos con absoluta justicia.

Cogí los papeles y dirigí una larga mirada al hombre, una mirada excesivamente sostenida y duradera. Me pareció que la imagen vacilaba. Oí mi voz, muy alta: —¿Le conoce? —¿A quién? —A Mr. Norton. ¡Mr. Norton! —No, ya te dije que no. —No, claro. Nadie conoce a nadie, y además ha pasado mucho tiempo desde entonces. Arrugó la frente, y yo me eché a reír a carcajadas. —Desplumaron al pobre Robin. ¿Conoce usted a Bled? Me contempló con la cabeza inclinada a un lado. —¿Son amigos tuyos ésos que has nombrado? —¿Amigos? ¡Sí, desde luego! Todos son buenos amigos míos. Compañeros de otros tiempos. Pero creo que vivimos ahora en distintas esferas. —Comprendo. No, no creo que haya coincidido con ellos. De todos modos, siempre es bueno contar con buenos amigos. Sentía un agradable mareo, una especial ligereza en la cabeza. Me eché a reír, y de nuevo la imagen del hombre vaciló ante mí. Tuve tentaciones de preguntarle si conocía a Emerson, pero el hombre carraspeó forzadamente, como indicándome que la entrevista había terminado. Metí los papeles doblados en el bolsillo del mono de trabajo y me dirigí hacia la puerta. La abrí. La otra puerta, al extremo de la sala de espera, me pareció increíblemente lejana. El hombre dijo:

—Cuídate. Pensé: "ya es hora de que lo haga". Y le contesté: —Lo mismo digo. En un repentino impulso volví atrás. Y caminando débilmente, me acerqué a la mesa, mientras el hombre me miraba fija, científicamente. Sentía intensos deseos de comportarme ceremoniosamente, observando cuantas fórmulas hubiera para estos casos, sin embargo cuáles eran estas fórmulas. Mientras le ofrecía lentamente la mano, tuve que toser para sofocar las carcajadas.

Escuchando con gran atención mis propias palabras, y dispuesto a escuchar las que él contestara, dije: —He tenido sumo gusto en conversar con usted, señor. —Yo también.  

Estrechó mi mano, seriamente, sin mostrar sorpresa ni desagrado. Le tenía allí, bajo mi vista, pero, en realidad, el hombre se hallaba en otra parte, en algún lugar situado tras la mano adelantada, tras el rostro surcado de arrugas. Le dije: —Y ahora que nuestra conversación ha terminado, no queda sino decirnos adiós. Levantó la mano en el aire, y en voz neutra dijo: —Adiós. Cuando salí al aire libre, impregnado de vapores de pintura, tuve la impresión de haber hablado como si yo fuera otro, de haber pronunciado palabras y adoptado actitudes que no eran mías, la impresión de estar bajo el imperio de una extraña personalidad oculta en lo más hondo de mi ser. Me había portado como la criada de que nos hablaron en clase de psicología, que hallándose en estado hipnótico recitó varias páginas de un texto de filosofía griega cuya lectura había escuchado cierto día mientras trabajaba. Era igual que si hubiera representado una escena vista en una absurda película cinematográfica. O quizá seguía un proceso de identificación conmigo mismo, y había expresado mediante palabras unos sentimientos el momento reprimidos. O quizá se debía todo a que comenzaba a perder el miedo. Emprendí el ancho camino que conducía a la salida. Me detuve, y contemplé los edificios, a los que el contrasteiluminadas por el sol y superficies en la sombra daban una profunda perspectiva esquinada. Sí, había perdido el miedo. Ya notía a los hombres importantes, ni a los protectores de la uni, ni a la gente como ellos. Sabía que nada podía esperardeellos, y en consecuencia había desaparecido la razón de mi temor. ¿Era verdaderamente así? Sentía la cabeza ligera y me zumbaban los oídos. Seguí adelante. Los edificios se alzaban a uno y otro lado del camino, uniformes y cercanos. Era la hora en que la jornada de trabajo terminaba. En lo alto, las banderas ondeaban al viento, se estremecían, caían a lo largo del palo, se alzaban y volvían a caer. Y pensé que yo también caería, que había ya caído y avanzaba contra una poderosa y rápida corriente que me impulsaba hacia atrás. Fuera de los terrenos de la fábrica, hacia el final de la calle, vi el puente que había cruzado al acudir a la fábrica. Las escaleras de conducción al ferrocarril elevado que pasaba por el puente me causaron la impresión de ser vertiginosamente empinadas, demasiado empinadas para subirlas a pie, nadando o volando. Fui en busca de la estación del metro. La realidad a mi alrededor discurría excesivamente aprisa. Mi mente pasaba, alternativamente, de la luz a la oscuridad, y de la oscuridad a la luz, barrida por lentas e inmensas olas. Nosotros, ella y él —es decir, mi mente y yo— habíamos dejado de vivir en la misma esfera. Y también mi cuerpo. Al borde del andén, separada de mí por la anchura de éste, una muchacha rubio-platino mordisqueaba una manzana roja, y las señales luminosas de la estación parmás allá. Llegó el convoy. Entré, mareado, con un vacío en la cabeza, y me dejé llevar por el rugido, a lo largo del camino subterráneo, para salir a la superficie del Harlem de media tarde.  

CAPÍTULO 12 Al salir del metro me encontré en la Avenida Lenox. La calle se alejaba ante mi vista en perspectiva vertiginosa, en una perspectiva anormal, como la que se percibe en momentos de embriaguez. Miré las vacilantes imágenes que había a mi alrededor, con ávida y perpleja mirada infantil, consciente del constante y profundo latir de mi cabeza. Dos gigantescas mujeres, la piel del color del agriado chocolate con leche, avanzaban luchando briosamente para imprimir movimiento a la formidable masa de carne de sus cuerpos. Cuando pasaron junto a mí, me fijé en sus ubérrimas caderas, que vibraban como amenazadoras llamas. Pasaron junto a mí, y siguieron avanzando. Ante mis ojos, un chorro de luz del sol, color naranja, comenzó a moverse como si hirviera, y, en el mismo instante, percibí que me desplomaba. Las piernas, insensibles, se me doblaron; y la mente, lúcida, excesivamente lúcida, recogía el movimiento de la multitud que me rodeaba: piernas, pies, ojos, manos, rodillas en movimiento, zapatos, sonidos de las suelas contra el asfalto, destellos de dientes y ojos excitados; y el paso de otra gente que seguía su camino sin detenerse. Oí la voz de contralto de la mujer de piel oscura: Muchacho, ¿qué te ocurre? ¿Te sientes mal? intentaba ponerme en pie, dije: Estoy bien; un poco débil quizás. ella dijo: Apártense, apártense, déjenle respirar. otra voz, con acento de autoridad, añadió: Circulen, circulen. mujer y un hombre me ayudaron a ponerme en pie. El policía dijo: ¿Cómo se encuentra? yo contesté: Bien; algo débil, creo que he sufrido un desvanecimiento, pero ahora estoy bien. policía ordenó a la gente que circulara, y todos le obedecieron salvo el hombre y la mujer. La mujer dijo: ¿Seguro que yate encuentras bien? í la cabeza afirmativamente. Me preguntó: ¿Dónde vives, hijo? ¿Vives cerca de aquí? dije que me hospedaba en Men's House. Sin dejar de mirarme, meneó la cabeza, y dijo: Men's House... chico, éste no es un sitio adecuado para una persona que está tan débil como tú, y que necesita los cuidados de una mujer, al menos durante algún tiempo. yo respondí: Ahora, ya estoy bien. ella dijo: Quizá sí, quizá no. Vivo ahí mismo en la esquina, mejor será que te vengas conmigo y descanses un poco hasta que estés recuperado. Llamaré a Men's House y les diré que estás en casa. me tenía cogido de un brazo, y ordenaba al hombre que me cogiera el otro. Y ya nos dirigíamos a su casa, yo entre los dos. Me sentía demasiado débil para oponer resistencia, y mientras en mi fuero interno me rebelaba contra la autoridad de la mujer, de hecho la aceptaba, y en mis oídos sonaban sus palabras: No te preocupes; me cuidaré de ti igual que me he cuidado de muchos otros. Me llamo Mary Rambo, y aquí, en esta zona de Harlem, todos me conocen. Seguramente has oído hablar de mí. el hombre dijo: Yo sí. Soy hijo de Jenny Jackson, supongo que usted la conoce, Miss Mary. la mujer dijo ¡Jenny Jackson, claro! Claro que  

nos conocemos. Tú te llamas Ralston y tienes dos hermanos, un chico que se llama Flint y una chica que se llama Laurajean. Claro que te conozco, tus padres y yo solíamos... yo dije: Estoy bien. Muchas gracias, pero ahora ya estoy bien. dijo: No, no, tienes muy mal aspecto, y me parece que estás todavía peor de lo que parece. empujó hacia delante, y añadió: Ya casi hemos llegado. Ralston nos ayudará a subir las escaleras. No te preocupes, hijo, es la primera vez que te veo y no voy a meterme en tus asuntos, pero estás débil, apenas puedes andar, y me parece que no has comido lo bastante en los últimos días, así es que deja que te ayude del mismo modo que tú me ayudarías si yo lo necesitara. No te va a costar ni cinco, y además no voy a meterme en tus asuntos. Sólo quiero que descanses un poco; luego, podrás irte. el muchacho que me sostenía por el otro brazo, dijo: Estás en buenas manos, chico. Miss Mary siempre ayuda a quien lo necesita, y tú lo necesitas porque eres negro como yo y estás blanco como una sábana... Cuidado con estos peldaños. mos un tramo, y luego otro, y yo me sentía más y más débil a medida que ascendíamos. Notaba el calor de los cuerpos de la mujer y el muchacho a mis lados. Luego, entramos en un cuarto oscuro y, y oí: Aquí está la cama, anda, túmbate, anda, así, eso, así es.Ralston levántale las piernas, no te preocupes por la colcha, así, eso es. Ahora ve a la cocina y trae un vaso de agua, encontrarás una botella en la nevera. se fue, y la mujer me puso otra almohada bajo la cabeza, diciéndome: Verás como pronto se te pasa. Cuando te encuentres bien te darás cuenta de lo malo que has estado. Anda, toma un sorbo de agua. í el agua, con la vista fija en los avejentados dedos color chocolate de la mujer, que sostenían el vaso transparente y brillante. Y me sentí confortado por un alivio antiguo, casi perdido en el olvido, mientras pensaba en las palabras últimamente pronunciadas por la mujer, que mi mente repetía como en un eco: Si uno no se cuida a tiempo, luego ya no hay remedio. me hundí en un sueño profundo, fresco y dulce. Cuando desperté, la vi sentada al otro lado del dormitorio, leyendo un periódico. Con las gafas bajas, a mitad de la nariz, y la cabeza inclinada, tenía la vista fija en el papel. Y en un instante, me di cuenta de que, pese a la posición de la cabeza, y a que los lentes de las gafas seguían orientados hacia la página del periódico, la mujer no tenía la vista fija en ella, sino en mi rostro; y en sus ojos brillaba una chispa, armónica con la ligera sonrisa que curvaba sus .

Me preguntó: —¿Cómo te encuentras? —Mucho mejor. —Claro, ya lo sabía yo. Y todavía te encontrarás mejor cuando te hayas tomado una taza de caldo que te he preparado. Has dormido mucho. —¿Sí? ¿Qué hora es?

 

—Cerca de las

diez. Por la dormida que te has pegado parece que lo único que necesitabas era descansar. No te levantes, espera un poco. Cuando te hayas tomado el caldo, podrás irte. Salió de la habitación y regresó con un tazón en un plato. —Esto te entonará. En Men's House no os tratan tan bien, ¿verdad? Anda, siéntate y come con calma. Yo no tengo prisa, lo único que tengo que hacer es leer el periódico, y además me gusta estar acompañada. ¿Has de madrugar mañana?

—No, he estado enfermo y no tengo trabajo. Pero debo buscar un empleo u otro. —Ya me imaginaba que no estabas bien. ¿Por qué querías disimularlo? —No me gusta causar molestias. —Todos tenemos que causar molestias a alguien. Además, acabas de salir del hospital. La miré. Sentada en la mecedora, el cuerpo inclinado hacia delante y los antebrazos cruzados sobre el regazo, me contemplaba tranquilamente. ¿Había registrado mis bolsillos? Le pregunté: —¿Cómo lo sabe? —No seas suspicaz —me contestó con severidad—. Esto es lo malo en el mundo actual: nadie se fía de nadie. Hijo, hueles de mal modo a hospital. En tus ropas hay éter en cantidad suficiente para dormir a un perro. —Es que no recordaba haberle dicho que estuve en el hospital. —Y no me lo has dicho. Lo supe por el olor. ¿Tienes familia o amigos en esta ciudad? —No, señora. Soy del Sur. Vine aquí para trabajar y ganar dinero para pagarme los estudios, pero me puse enfermo. —¡Mala suerte! Pero no te preocupes, porque saldrás adelante. ¿Qué proyectos tienes para el futuro? —No sé. Cuando vine aquí, quería dedicarme a la enseñanza, pero ahora tengo mis dudas. —¿Qué inconveniente ves en ser profesor? —Ninguno. Ocurre, solamente, que me gustaría dedicarme a cualquier otra cosa. —Bueno, cualquiera que sea tu oficio, espero que con tu trabajo prestigies a nuestra raza. —Eso quisiera. —No basta con querer, tienes que hacerlo.  

Miré la pesada figura ante mí, modosamente sentada, y pensé en lo que yo había intentado lograr, y en lo que, en realidad, había logrado. —Vosotros, los jóvenes —dijo— sois quienes debéis cambiar nuestra situación. Todos vosotros estáis obligados a esto. Debéis ser nuestros defensores, y luchar, y mejorar un poco nuestro modo de vivir. Y, además, voy a decirte que son los negros del Sur quienes deben hacerlo, porque han sufrido más y no han olvidado todavía sus penalidades. Aquí, la mayoría ya no recuerda los sufrimientos de raza. Casi todos encuentran una solución para ir viviendo,apoltronan y se olvidan de los que nada tienen. Muchos hablan y hablan y hablan, pero no hacen nada, porque ya han olvidado los sufrimientos. Sois vosotros, los jóvenes, quienes debéis mantener vivo en los demás el recuerdo y poneros en vanguardia. —Sí. —Y debes andar con mucho cuidado, hijo. No dejes que Harlem te devore. Yo estoy en Nueva York, y tengo a Nueva York, pero Nueva York no me tiene a mí. ¿Comprendes lo que quiero decir? No tecorrompas. —No creo. Voy a tener demasiado trabajo para corromperme. —Así está bien. Me da la impresión de que quieres llegar a ser algo, Y precisamente por esto, tienes que andar con más cuidado ía.

Salté de la cama. La mujer se levantó y me acompañó hasta la puerta. —Si algún día decides dejar Men's House, yo puedo alquilarte una habitación por un precio razonable. —No lo olvidaré. No pasaría mucho tiempo sin que recordara la oferta de la mujer. Apenas hube penetrado en el deslumbrante y bullicioso vestíbulo de Men's House, tuve la sensación de ser allí un extraño en un país hostil. El mono de trabajo que vestía, llamaba la atención de las gentes. Entonces comprendí que ya no podía vivir en aquel lugar y que un período de mi vida había concluido. En el salón, junto al vestíbulo, se reunían varios grupos de individuos que todavía alentaban aquellas ilusiones que yo había albergado, y que, como boomerangs, se habían convertido en las armas que debían herirme. Allí se reunían muchachos que trabajaban en Nueva York para regresar a las universidades del Sur; viejos luchadores por el progreso de nuestra raza, con utópicos proyectos para levantar un imperio comercial negro; sacerdotes ordenados únicamente por su propia autoridad, sin iglesia ni fieles, sin pan ni vino, sin cuerpo ni sangre; diligentes sociales, sin seguidores; hombres de sesenta o más años, que tía soñaban en la libertad, dentro del marco de la segregación, como si vivieran en la época inmediatamente posterior a la Guerra de Secesión; patéticos seres cuya sola fortuna consistía en sus ensueños de señoría, que se sostenían con sueldos ínfimos o migradas pensiones, pretendiendo vivir dedicados a una grandiosa aunque oscura tarea, y que adoptaban los modales seudocortesanos de ciertos senadores del Sur, y que al cruzar el salón repartían solemnes saludos y reverencias, como  

decrépitos gallos de corral; muchachos hacia quienes sentía el desprecio que experimenta el soñador desengañado ante aquellos que todavía ignoran que están soñando, tales como los estudiantes de técnicas empresariales en universidades del Sur, para quienes los negocios eran un vago juego abstracto regido por normas tan anticuadas como el Arca de Noé, pero que ya estaban borrachos de finanzas. Sí, y también había aquel otro grupo, animado por parecidas aspiraciones, el grupo de los "fundamentalistas", de los "actores" que intentaban alcanzar el rango social de agentes de cambio y bolsa, por medio de su imaginación únicamente, el grupo de los zurupetos y correveidiles que gastaban casi toda su paga en vestir al modo de los agentes de bolsa de Wall Street, con trajes de Brooks Brothers, sombreros hongo, paraguas ingleses, zapatos negros y guantes amarillos. Gente que discutía acaloradamente cuál era la corbata adecuada a tal camisa, cuál debía ser el tono del gris de los botines de fieltro, qué atuendo llevaría el Príncipe de Gales en esta o aquella ocasión; que se preguntaban si los prismáticos debían pender al costado derecho o al izquierdo; que compraban con religiosa puntualidad el Wall Street Journal, aunque jamás leían las páginas de economía y finanzas, y lo llevaban bajo el brazo izquierdo, firmemente oprimido contra el cuerpo, mientras la mano del mismo lado —siempre enguantada, hiciera frío o calor, y de uñas pulidas por la manicura— se cerraba con gracia y precisión (¡qué gran estilo tenían!) sobre el extremo del periódico doblado, y la otra mano empuñaba el paraguas, que impulsaban al frente en movimiento cuidadosamente calculado. Con sus elegantes chaquetas negras y sus sombreros de alas vueltas, con sus chaquetas de deporte y sus sombreros tiroleses, siempre conformes con el último dictado de la moda. Al cruzar ante ellos, sentí sus miradas fijas en mí. Les vi y comprendí que no tardarían en saber que me había quedado sin porvenir. E imaginé su desprecio, el desprecio hacia un universitario que ha perdido su orgullo y su futuro. Veía claramente cuanto iba a ocurrir y sabía que incluso los hombres maduros y los directivos de Men's House me despreciarían, como si al dejar yo de pertenecer mundo de Bledsoe les hubiera traicionado... Lo comprendí al advenir cómo observaban mi mono de trabajo. Cuando me encaminaba hacia el ascensor, oí el sonido de la alta carcajada y di media vuelta. Allí estaba, le había reconocido. De espaldas a mí, hablaba a unos cuantos hombres sentados ante él en el salón. Vi su rollizo cogote, bajo el cráneo en forma de bala, y el cabello corto, y tuve la absoluta certeza de que era él. Me incliné hacia el suelo, sin pensarlo ni un instante, y cogí el brillante recipiente lleno de líquido nauseabundo. Fui hasta él, y en el preciso momento en que, avisado tardíamente por un miembro del grupo, intentaba apartarse, vacié sobre su cabeza el líquido amarillento y transparente. Y en aquel instante, me di cuenta de que el hombre no era Bledsoe, sino un prominente predicador baptista, que me miraba con ojos desorbitados, incrédulo e indignado. Antes de que pudieran reaccionar, salí disparado. Nadie me siguió. Vagabundeé por las calles, sorprendido de lo que había hecho. Cuando empezó a lloviznar, volví a Men's House, y me quedé en las  

inmediaciones. Pude convencer a un mozo, todavía divertido por lo ocurrido, de que sacara disimuladamente mis maletas. Me dijo que habían decidido prohibirme la entrada en Men's House, "a perpetuidad". El portero añadió:

—Quizá no puedas volver en tu vida, pero puedes estar seguro de que, después de lo que hiciste, hablarán de ti durante años. ¡Quedó bien bautizado el baptista! Aquella misma noche regresé a casa de Mary, donde ocupé un cuarto pequeño pero cómodo hasta que llegó el invierno. Pasé una temporada de paz y tranquilidad. Pagaba la pensión con el dinero de la indemnización. La compañía de Mary me resultaba agradable, pese a su manía de hablar constantemente de nuestras y de la necesidad de que nuestra raza tuviera un conjunto de jefes y guías. Pero ni siquiera esto podía turbar mi tranquilidad. Tan sólo me preocupaba pagarle puntualmente la pensión. Sin embargo, la indemnización recibida no era una gran suma, cabo de pocos meses terminé el dinero y comencé a buscar trabajo. Entonces, escuchar a Mary me resultaba extraordinariamente irritante, pese a que nunca me reclamó lo que le debía y a que la comida era tan abundante como en los tiempos en que yo pagaba. Ante mis dificultades, solía decirme: "Bueno, estás pasando una mala temporada, y eso es todo. Todas las personas que valen algo, pasan malos tiempos. Cuando alcances una buena situación comprenderás que pasar malos tiempos es siempre muy útil". Yo no compartía su opinión a este respecto. Estaba desorientado. Dedicaba el día a buscar trabajo, y cuando no estaba ocupado en ello, me encerraba en el dormitorio, y leía uno tras otro los libros que obtenía en la biblioteca pública. A veces, cuando todavía tenía dinero, o cuando ganaba algún dólar lavando platos, comía fuera de casa y vagabundeaba por las calles hasta altas horas de la noche. Mary era mi único amigo, y no deseaba tener más. En realidad, tampoco consideraba a Mary como un "amigo", ya que Mary era más que eso. Era una fuerza estabilizadora y familiar, como un recuerdo de mi pasado, que me impedía hundirme en una realidad desconocida, con la que no deseaba enfrentarme. Me hallaba en una situación extremadamente angustiosa, ya que Mary me recordaba constantemente, aun sin hablar, que yo debía hacer algo, que debía alcanzar algún logro meritorio, que estaba obligado a realizar actos que fueran un ejemplo para las gentes de mi raza. Por una parte, agradecía a Mary la nebulosa esperanza que mantenía viva en mí, pero, por otra, me molestaba que me recordara mis obligaciones. Tenía la certeza de que yo podía lograr algo, pero no sabía qué, ni cómo. Carecía de relaciones y de creencias. Y la obsesión de averiguar mi identidad, nacida en la clínica de la fábrica, volvía sin cesar a mi mente, como una venganza. ¿Quién era yo? ¿Cómo había llegado a ser lo que era? En verdad, me resultaba imposible no ser distinto al ser que abandonó, meses atrás, la universidad. Ahora oía en mi interior una voz nueva, dolorosa y contradictoria que me exigía tomar venganza, mientras Mary ejercía en mí una silenciosa presión para que realizara algo meritorio. La voz interior y la  

presión de Mary me orientaban en opuestas direcciones, y yo permanecía en medio, indeciso, perplejo y con conciencia de culpabilidad. Deseaba paz, silencio y tranquilidad, pero el torbellino interior no me dejaba vivir. Bajo la capa de hielo que inmovilizaba mis emociones, fabricada por mi mente a exigencias de los acontecimientos que me había tocado vivir, llameaba la ira con tal ardor e intensidad que si Lord Kelvin hubiera tenido ocasión de examinar aquel fuego, probablemente se hubiera visto obligado a variar su famosa escala. En mi se había producido una explosión, quizá mientras me hallaba en el despacho de Emerson, o la noche en que tuve mi entrevista con Bledsoe, que había reblandecido y agrietado casi imperceptiblemente la capa de hielo. Pero esta mínima grieta ya no podía taparse, era irrevocable. Trasladarme a Nueva York quizá fue un intento subconsciente de mantener en funcionamiento mi capacidad de generar hielo, pero no había alcanzado los resultados apetecidos; en mi sistema de congelación había entrado agua hirviente. Quizá se trataba de una sola gota de agua hirviente, pero esta gota podía ser la primera de un diluvio. Momentos hubo en que sentí una llamada, una vocación, y en que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para ocupar un cargo en la universidad. Pero esto pasó, era algo muerto, acabado para siempre. En la actualidad, mi mayor problema coníaen olvidarlo. Deseaba que todas las voces contradictorias que clamaban en mi interior se unieran armónicamente, y, entonces, cualquiera que fuese su mensaje, yo las obedecería. Ante todo, importaba que no fuesen disonantes, y que no me solicitaran a uno y otro extremo de la escala de registros. Sin embargo, no había modo de escapar. Me atormentaba un feroz resentimiento, pero padecía un exceso de autodominio, una virtud congelada y el vicio de congelarme Cuanto mayor era mi resentimiento, más intensamente sentía mi antigua necesidad de pronunciar discursos. Mientras caminaba solia lo largo de las calles, mis labios musitaban palabras, sin que yo pudiera evitarlo. Llegué a tener miedo de los actos que pudiera realiz.Me creía capaz de cualquier barbaridad. Y añoraba mi tierra.

Mientras se fundía mi capa de hielo y formaba un caudaloso río en el que yo braceaba desesperadamente, llegó el atardecer en que descubrí que comenzaba a vivir mi primer invierno en el Norte.

 

CAPÍTULO 13 Primero me aparté de la ventana e intenté leer, pero mi intención huía de la lectura para volver a mis constantes problemas. Incapaz de soportar aquella situación ni un solo minuto más, salí excitado del para ir a la calle y dejar que el aire helado enfriase el ardor de mi mente, templara mis pensamientos. Al salir, tropecé con una mujer que me dirigió un insulto soez, sin que ello tuviera otro efecto que el de acelerar mi paso. Pocos minutos después, me había ya alejado varias manzanas y avanzaba por la avenida inmediata a mi calle, camino del centro de la ciudad. Unaleve capa de hielo, quebrada aquí y allá, y copos de nieve sucia ían el suelo. La luz del sol débil se filtraba a través de la bruma. Iba con la cabeza baja, sintiendo el frío en la piel, pese a que interiormente ardía de fiebre. Mantuve la vista baja hasta que un automóvil con los neumáticos calzados con cadenas patinó, dando una vuelta sobre sí mismo. Después, se orientó de nuevo en su dirección y prosiguió cautelosamente el camino, acompañado del sonido de las cadenas sobre el hielo y sobre el suelo. Ahora, caminaba despacio. El frío me hacía guiñar los ojos, y en mi mente confusa bullía la sempiterna lucha conmigo mismo. Habajo la tormenta de nieve causaba la impresión de haber quedado desarticulado. Imaginé haberme perdido, y durante unos instantes quedé inmerso en un extraño silencio, en un silencio de mundo onírico. E imaginé que oía el sonido de la nieve al caer sobre nieve. ¿Qué pretendía con ello? Seguí adelante con la vista orienhacia la interminable sucesión de tiendas, de barberías, salonede belleza, tiendas de confeccionistas, pequeños restaurantes, ías, tabernas... Caminaba junto a los escaparates. Los copos de nieve formaban sutiles velos y espesas cortinas, y al mismo tiempo otros velos y otras cortinas de nieve se rasgaban y se abrían. El resplandor rojo y dorado de un escaparate con objetos propios de diversos cultos, atrajo mi vista. Tras la delgada capa de hielo que cubría el cristal, vi dos imágenes de yeso pintadas de chillones colores, una de Jesús y otra de María, rodeadas de libros para adivinar el porvenir mediante los sueños, de filtros de amor, cuadritos con las palabras "DIOS ES AMOR", aceite mágico para obtener dinero y dados de plástico. Una estatua negra de un esclavo nubio desnudo, con un turbante dorado en la cabeza, me sonreía desde allí. Pasé ante un escaparate en el que se exhibían pelucas de cabello recto y tieso, y untos que producían el milagro de clarificar la piel negra. Un anuncio proclamaba: "También usted puede ser verdaderamente hermosa. Sea más feliz con una piel más blanca. Destaque en su medio social". Apresuré el paso para dominar los salvajes deseos de romper aquel cristal a puñetazos. No sabía adónde ir. ¿A un cine? Quizás en el cine pudiera dormir un poco. Dejé de mirar los escaparates y seguí adelante. En aquel momento, me di cuenta de que otra vez mis labios murmuraban palabras. A lo lejos, en la esquina siguiente, vi a un viejo que se calentaba las manos en una especie  

de chimenea que sobresalía de un carrito de extraño aspecto. De la chimenea escapaba una débil espiral de humo que se elevaba en el aire, y que trajo lentamente hasta mi olfato el aroma de boniatos al fuego. Sentí una aguda y dolorosa punzada de nostalgia. Me quedé clavado en el suelo, respirando profundamente el aire aromatizado por los boniatos, embargado por los recuerdos y con la mente proyectándose hacia remotos tiempos pasados. En casa, poníamos los boniatos sobre las brasas, en el hogar, y luego nos los llevábamos fríos a la escuela para comerlos a la hora del almuerzo, pero muchas veces los devorábamos a escondidas, oprimiendo la suave piel para que soltasen la pulpa, ocultándonos de la vista del profesor, tras el libro más grande de que disponíamos, es decir, la Geografía Universal. íamos ponerles azúcar, asarlos sobre una plancha de hierro, freírlos con mantequilla, o cocerlos lentamente con manteca de cerdo, de modo que quedasen cubiertos de grasa amarillenta y cristalina. E incluso los comíamos crudos. Sí, muchos años atrás había comido muchos boniatos. Muchos más boniatos había comido queños habían pasado, pese a que el tiempo transcurrido me parecía infinito, nebuloso, impalpable como la leve columna de humo que salía de la chimenea del carrito, y el tiempo se alejaba hasta más allá de mi capacidad de recuerdo. Eché a andar. El hombre gritó: —¡Calientes, calientes! ¡Boniatos asados de Carolina! El viejo, cubierto con un desastrado capote militar, los pies envueltos en sacos y en la cabeza un gorro de lana, se entretenía poniendo en orden una pila de bolsas de papel. Al acercarme sentí el valor del carbón rojo que quemaba en la estufa, y vi, burdamente escrita en el carro la palabra "BONIATOS". Súbitamente, se me había despertado el apetito. —¿A cuánto los vende? —pregunté.

Con temblorosa voz senil, me respondió: —A diez centavos. Son dulces. De primera calidad, dulces, boniatosdulces. ¿Cuántos quiere? —Déme uno. Si son tan buenos como dice, con uno basta.

Me dirigió una mirada inquisitiva. En un ojo le brillaba una lágrima. Soltó una risita y abrió la puerta del rudimentario horno. Su mano enguantada se introdujo en él. Algunos boniatos mostraban burbujas de azucarado líquido opalino. Estaban sobre una panilla, bajo la que brillaba el carbón rojizo, del que brotaron llamas azulencas al contacto con el aire frío. Mientras el hombre extraía un boniato, sentí en mi rostro el ardor del fuego. El hombre cerró el horno. Después cogió una bolsa de papel para poner en ella el boniato. —Servidor de usted, señor. —No lo ponga en la bolsa, me lo voy a comer ahora.

Cogió la moneda de diez centavos: —Gracias. Si no es bueno, le daré otro gratis.  

Antes de abrirlo, ya sabía que el boniato sería dulce. En la piel se habían formado burbujas amarillentas. —Ábralo —dijo el viejo—. Le voy a dar un poco de mantequilla, si es que quiere comerlo ahora. Mucha gente se los lleva a casa, y, claro, les ponen la mantequilla allí.

Rompí el boniato. La dulce y blanda pulpa humeaba en el aire helado. —Espere un momento —dijo el viejo. Cogió una escudilla que tenía cerca del fuego, en una repisa de metal. Echó una cucharada de mantequilla derretida en el boniato, que la absorbió rápidamente.

—Gracias. —De nada, señor. Y voy a decirle una cosa. —¿Qué? —Si este boniato no es el bocado más exquisito que ha tomado usted en mucho tiempo, le devuelvo el dinero. —No tiene por qué esforzarse en convencerme. Con sólo verlo ya sé que es bueno. —Tiene razón. Pero no todo lo que parece bueno, lo es. Este boniato sí es bueno. Le pegué un mordisco. Era el mejor boniato que había comido en mi vida: dulce y caliente. Me sentí dominado por un tan intenso sentimiento de añoranza de mi tierra y de mi casa, que di media vuelta y me alejé del carrito y el viejo, para recuperar el dominio de mí mismo. Mientras caminaba por la calle, iba comiendo el boniato, y esto me producía una agradable sensación de libertad. Ya no tenía que preocuparme de observar el comportamiento que se consideraba correcto, ni de quién pudiera verme comiendo por la calle. Decidí prescindir de esta clase de inhibiciones. Y entonces, el boniato me pareció todavía más dulce. Deseaba que algún conocido de la universidad o de mi pueblo pasara por allí y me viera. ¡Qué desagradable sorpresa se llevaría! Y yo le empujaría hasta una estrecha calle lateral y le fregaría por la cara la piel del boniato. Pensé que formaba parte de una extraña especie humana. Para inflingir la más dolorosa humillación a las gentes de mi especie bastaba con mostrarnos públicamente aquello que más nos gustaba. No todos éramos de este modo, pero la mayoría sí lo era. Para humillarles bastaba con dirigirse a ellos, a plena luz del día, y agitar ante sus narices una bolsa de menudillos fritos, o de pata de cerdo bien guisada. ¡Cuánto dolor podía causarles un hecho tan simple! Y me imaginé a mí mismo avanzando hacia Bledsoe, un Bledsoe despojado de su falsa humildad, en el atestado salón de Men's House, y Bledsoe me dirigiría una mirada y fingiría no conocerme, y entonces yo, rabioso, agitaría ante sus ojos un rollo de tripa de vaca cruda y sin limpiar, de la que gotearía un líquido viscoso, y gritaría: "¡Bledsoe! ¡Eres un desvergonzado devorador de tripa de vaca! ¡Te acuso públicamente de entregarte a los placeres de la tripa de vaca! Y no la comes, sino que la comes a escondidas, cuando crees que nadie te ve. ¡Eres un vergonzante devorador  

de menudillos! ¡Bledsoe, teacusode entregarte a un sucio vicio! ¡Come esta tripa para que todos puedan comprobarlo! ¡Te acuso ante el mundo!". Y Bledsoe comería la tripa, kilómetros de tripa, con orejas y chuletas de cerdo, con mostaza, con alubias negras.

La escena me provocó una salvaje carcajada, y se me atragantó el boniato. Una acusación así, hecha públicamente, sería mucho más injuriosa que atribuirle la violación de una vieja de ciento veinte años, noventa y tantos kilos, tuerta y coja. Bledsoe exhalaría un profundo suspiro y bajaría la cabeza avergonzado. Pasaría a pertenecer a una casta inferior. Los semanarios le atacarían. Y bajo su fotografía en los periódicos, se leería: "Destacado profesor vuelve a practicar primitivos ritos negros". Sus rivales le acusarían de corromper a la juventud. Los editoriales le exigirían que se retractase públicamente, o que abandonara la vida pública. Sus amigos blancos del Sur renegarían de él. Sería objeto de estudios y discusiones durante años y años, a lo largo y ancho del país, y el dinero de los protectores de la universidad de nada serviría para devolverle el prestigio perdido. Y terminaría sus días exilado, lavando platos en una oscura cafetería del Norte, porque, en el Sur, jamás podría obtener un empleo decente.

Pensé que esta bella historia era muy alocada e infantil, pero de todos modos, estaba dispuesto a no avergonzarme de mis gustos. Esto, para mí, se había terminado. Pensé: "Soy lo que soy, y basta". Ávidamente terminé el boniato, y volví corriendo al carrito. Di veintecentavos al viejo, y le dije: —Déme dos boniatos. —Todos los que quiera. Mientras no se me acaben... Veo que es usted un verdadero entusiasta de los boniatos, joven. ¿Se los va comer aquí?

—Sí, ahora mismo. —¿Quiere mantequilla? —Sí, por favor. —Con mantequilla están mucho más buenos, sí, señor. —Me dio los boniatos —. Es usted de la vieja escuela de aficionados a los hornillos.

—Los boniatos son mi razón de vivir. —Entonces, seguramente será usted de Carolina del Sur —dijo sonriendo. —Ni hablar. En Carolina del Sur no saben lo que es un boniato. En mi tierra sí que entendemos en boniatos. Y di media vuelta. El viejo gritó: —Si quiere comer más, vuelva mañana por la noche. Mi mujer estará aquí, y tendremos pastelillos calientes de boniato. Mientras me alejaba, pensé tristemente en los pastelillos calientes. Si ahora comiera uno, seguramente se me indigestaría, pese a que ya no me avergonzaba de mis gustos. No, seguramente no podría digerir más de uno o dos pastelillos. ¿Hasta qué punto me  

había amargado la vida y había desperdiciado el tiempo, procurando hacer aquello que los demás me consideraban obligado a hacer, en vez de seguir mis propios gustos y tendencias? ¡Cómo había perdido el tiempo! ¡Qué estúpido modo de malgastar la vida! Y me formulé otra pregunta: ¿Qué actitud debía yo adoptar ante aquellas cosas desconocidas que, de veras, jamás me habían gustado, no porque estuviera obligado a que no me gustaran, ni tampoco porque sentir desagrado hacia ellas fuera un signo de buena educación y refinamiento, sino sencillamente porque no me gustaban? La pregunta me dejó preocupado y de mal humor. No había modo de contestarla. Solucionar el problema implicaba una minuciosa labor de selección, y una vez efectuada ésta, era preciso adoptar una decisión. Antes de decidir, debería tener en cuenta muchos factores y me enfrentaría con algunos hechos que me producirían graves problemas, debido, sencillamente, a que nunca había adoptado una actitud personal con respecto a todas las realidades existentes. Había asumido las actitudes comunes, con lo cual mi vivir se simplificó considerablemente. Pero con los boniatos no había problema. Podía comerlos cuando y donde quisiera. Mejor sería permanecer en la esfera de los boniatos, sin intentar pasar a otras, y entonces mi vivir sería dulce y amarillento, aunque un tanto cobardón. La libertad de comer boniatos en la calle, no me producía en aquellos instantes el placer que, al iniciar mi camino hacia el centro de Harlem, pensaba me causaría. Al terminar el boniato, mordí la punta del otro, que había sufrido los efectos de alguna helada, y un sabor desagradable me llenó la boca. Arrojé los restos a la calle. Para evitar el viento, me metí en una calleja lateral, en la que muchachos habían prendido fuego a una caja de embalaje. El humo grisáceo flotaba a media altura, y a medida que me acercaba, con la cabeza baja y los ojos cerrados para protegerme de sus efectos, iba penetrando en la humareda más y más densa. Me dolían los pulmones. Al salir de la zona del humo, estremecido por la tos y con manos en los ojos, casi tropecé con un obstáculo que me pareció un montón de trastos viejos puestos sin orden ni concierto en la acera, junto al bordillo, para que alguien se los llevara. Después, vi los rostros sombríos de los hombres y mujeres apiñados que contemplaban la puerta de una casa, de la que dos hombres blancos sacaban una silla en la que se sentaba una vieja. La vieja lanzabaébiles puñetazos a los hombres que la transportaban. Era una mujerdeaspecto maternal, con un pañuelo en la cabeza, zapatos de hombre y un grueso jersey también de hombre. La escena  

me pareció. La multitud miraba y callaba. Los dos blancos arrastraban la silla, e intentaban esquivar los golpes de la vieja querostro húmedo de lágrimas y transformado por la ira, les lanzaba puñetazos. No podía creer lo que mis ojos veían. Me sentí dominado por una sensación de suciedad, y por unos vagos e inconcretos presentimientos de dramáticos aconteceres.

—¡Dejadnos, dejadnos en paz! —gritaba la vieja. Los hombres conservaban la cabeza echada hacia atrás, fuera del alcance de los puños de la vieja. Depositaron bruscamente la silla en la acera, y volvieron a entrar, corriendo, en el edificio. Yo miré a mi alrededor, y me pregunté en silencio: "¿Qué significa esto? ¿Qué diablos significa?" La vieja sollozaba. Entre sollozos señaló el montón de trastos, y, luego, fijando la vista en mi rostro, gritó: —¡Mirad! ¡Mirad lo que esa gente hace con nosotros! Entonces comprendí que lo que yo había tomado por un montón desperdicios era, en realidad, el pobre y avejentado mobiliario de un hogar. Los ojos llorosos de la vieja me contemplaban fijamente.

Oí su voz: —¡Mirad lo que esa gente hace! Intimidado, desvié la vista, dirigiéndola a la multitud, que aumentaba rápidamente. En las ventanas del edificio se asomaban los rostros graves de los vecinos. Cuando los dos hombres blancos reaparecieron en la puerta, cargando una cómoda, un tercer hombre ó tras ellos. Se rascó una oreja y miró a la multitud. En voz alta dijo a los dos mozos: —¡Vamos, chicos, aprisa! ¡No vamos a estar aquí todo santo día!

Los dos hombres avanzaron por la acera con la cómoda. La gente les abrió paso, y ellos, entre jadeos y gruñidos, dejaron la cómoda en la acera, y volvieron a entrar en el edificio, sin mirar a derecha ni izquierda. Un hombre delgado dijo junto a mí: —Da vergüenza. Deberíamos echar de aquí a patadas a esa gentuza. Le miré en silencio. El aire frío había contraído los músculos de su rostro, que tenía un aire ceniciento. Mantenía la vista fija en los dos hombres que subían las escaleras de la casa. —Debiéramos impedirlo, pero aquí nadie tiene agallas —dijo otro. —Sí hay agallas —replicó el delgado—. Solamente hace falta que alguien empiece. No necesitamos más que un cabecilla. Lo que pasa es que usted tiene agallas, y eso es todo.

—¿Quién es el que no tiene agallas? ¿Yo? —Sí, usted. —¡Mirad! ¡Mirad! —gemía la vieja.  

Y seguía con la vista fija en mi rostro. Me acerqué a los dos hombres. Y cuando estuve a su lado, pregunté: —¿Quiénes son esos hombres? —Alguaciles o algo por el estilo. Poco importa lo que sean. —¡Qué van a ser alguaciles! —dijo el otro—. Estos tipos son presos, en cuanto terminen su trabajo les van a encerrar otra vez. —No importa lo que sean. Lo importante es que no tienen derecho a poner en la calle a esa pobre vieja. —¿Quiere decir que les echan de su casa? —pregunté—. ¿Es posible hacer esto aquí?

Se volvió hacia mí: —Oiga, ¿de dónde es usted? ¿Cree que les están sacando de un vagón de ferrocarril de lujo? ¡Les desahucian, hombre! ¿No lo ve? Me sentí cohibido. Otros hombres volvieron la cabeza para mirarme. Aquella era la primera vez que presenciaba un desahucio. Una voz burlona preguntó:

—¿De dónde vienes, chico? Me invadió una oleada de calor, y me volví hacia el que había hablado: —Oiga, amigo, he preguntado algo, con educación. Si usted no quiere contestar, no conteste. Pero no intente ponerme en ridículo.

Advertí en mi voz un filo agresivo. El otro contestó: —¿Ridículo? Todos los paletos sois ridículos. ¿Quién diablos crees ser? —Esto no te importa, soy lo que soy, y con eso tienes bastante —Y añadí una frase de propia invención, que me dejó satisfecho—: Y basta de retorcer la lengua, amigo.

En aquel instante, uno de los dos hombres blancos salió a la calle, cargando en sus brazos un montón de trastos pequeños. La mujer tendió los brazos hacia él y chilló: —¡Quita las manos de mi Biblia! Y la multitud avanzó hacia ellos. —¿Dónde está la Biblia, señora? —preguntó el blanco, fijando la mirada inquieta en la multitud—. Yo no la veo.

la vieja arrancó de los brazos del hombre una pequeña Biblia, al tiempo que lanzaba un grito; y después oprimió la Biblia contra su pecho. Y dijo: —Entran por la fuerza en nuestras casas, y hacen lo que les da la gana. Entran como fieras y te arrancan de la casa en que una ha echado raíces. ¡Pero esto ya es la última gota de agua! ¡Nadie podrá quitarme mi Biblia! El blanco miraba a la multitud. Y dirigiéndose principalmente a ésta, y no a la vieja, dijo:  

—Oiga, señora, yo no hago esto por propia voluntad, lo hago porque me lo mandan. Me han enviado aquí, no he venido por mi gusto. Si de mí dependiera, podría quedarse en su casa hasta el fin da los siglos. La mujer clavó la vista en el cielo, y gimió: —¡Señor! ¡Esos blancos! ¡Esos blancos, Señor! Un anciano me empujó para pasar, y fue hacia ella. Le puso una mano en el hombro: —Vamos, vamos... Estos señores no tienen la culpa, querida; es el administrador el culpable. El administrador dirá que es el banco, pero no. El es el culpable, y tú lo sabes. Le conocemos desde hace veinte años, por lo menos.

—No, no, no es verdad —gritó la mujer—. Son los blancos, todos los blancos. No uno solo. Todos están contra nosotros. Todos esos rastreros y repugnantes blancos. —¡Tiene razón! —dijo una voz ronca—. ¡Los blancos tienen la culpa! ¡Todos ellos! Durante aquellos minutos, se había desarrollado en mi interior un proceso cuya naturaleza desconocía, y me había olvidado de la muchedumbre que tenía alrededor. Pero, ahora, pude advertir que estaba dominada por una extraña timidez, como si estuvieran avergonzados de ser testigos de un desahucio, como si fueran, fuéramos, involuntarios espectadores de un hecho vergonzoso. Y por esta razón, procurábamos no tocar, ni mirar con demasiada fijeza, los objetos amontonados en la acera. Y pese a nuestra vergüenza y a nuestros deseos de no contemplar lo que estaba ocurriendo, sentíamos curiosidad, e incluso fascinación. Y la voz de la vieja llegaba, atravesando estas barreras, hasta el fondo de nuestra mente.

Cuando miré la pareja de ancianos, sentí escozor en los ojos y un nudo en la garganta. Los sollozos de la vieja me producían un extraño efecto. Sentía miedo y deseos de llorar, al igual que el niño que ve lágrimas en los ojos de sus padres. Me aparté con la intención de irme, para evitar que me arrastrara hacia los viejos aquel torbellino de emociones oscuras y cálidas que tanto temía. No quería soportar más tiempo los sentimientos que la visión de los dos ancianos llorando en la acera despertaba en mí. Quería irme, pero la vergüenza me lo impedía; estaba ya demasiado involucrado en la escena, para poder abandonarla. Me acerqué, y eché un vistazo al montón de objetos de la acera, al que los dos hombres blancos añadían más. La multitud me empujaba. Vi una fotografía de los dos ancianos, cuando eran jóvenes, en un marco ovalado. Al contemplar la rígida y triste dignidad de aquellos rostros, me vinieron extraños recuerdos que despertaron en mi mente ecos de voces histéricas  

tartamudeando en una oscura callejuela. Los rostros fotografiados me miraban como si, incluso en pleno siglo diecinueve, muy poco esperaran de la vida, y en su desesperanza había un triste y desilusionado orgullo que, en aquel momento, me pareció un reproche y una amenaza. Vi un par de huesos burdamente cincelados, huesos que antaño recibían el nombre de "golpeadores", con los que los cantores folklóricos negros solían el ritmo de la música en los bailes de pueblo. Eran costillas de vaca o de novillo o de carnero, huesos que al entrechocar producían un sonido parecido al de las castañuelas (¿había sido cantor folklórico el anciano desahuciado?) o al del bloque de madera en la batería de tambores. Sobre la sucia nieve se alineaban tiestos con plantas, que el frío seguramente mataría: una tomatera, caña, yedra. En un cesto vi un peine para alisar el cabello, unos moños postizos, unas tenacillas, un pequeño cartel con letras plateadas sobre fondodeterciopelo rojo, en el que se leía "Dios bendiga nuestro hogar". Sobre una mesa con cajones, vi un montón de brillantes piedrecillas de la suerte. Los dos hombres blancos trajeron un cesto en el que había una botella de whisky con azúcar cande y alcanfor dentro,una pequeña bandera de Abisinia, una macilenta estampa con la efigie de Abraham Lincoln y la fotografía de una sonriente estrella de Hollywood arrancada de algún periódico. Sobre una almohada descansaban varias piezas de delicada porcelana desportilladas y cascadas, una medalla conmemorativa de la Exposición Universal de San Luis... Confuso y mareado, quedé con la vista fija en un viejo abanico de encaje, con incrustaciones de nácar. Cuando los dos hombres blancos reaparecieron, la multitud se agitó. Los presos en función de mozos arrojaron al suelo un cajón, cuyo contenido se desparramó sobre la nieve. Me agaché y comencé a deal cajón los objetos caídos: un emblema masónico torcido, un juego de viejos gemelos de camisa, tres pulseras de cobre, una moneda de diez centavos con un orificio en medio para prenderla en un aro y llevarla en la muñeca y el tobillo a guisa de amuleto, una tarjeta de felicitación con dibujos y las palabras "Abuelita, te quimucho" escritas en infantil caligrafía, otra tarjeta con la fotografía de un hombre que parecía un blanco disfrazado de negro, sosun banjo, sentado a la puerta de una cabaña, y encima unas notas musicales, y las palabras "Regreso a mi vieja cabaña", un Inhalador inservible, una sarta de abalorios negros con un cierre enmohecido, una cartulina montada en celuloide en forma de guante de "catcher" de baseball, destinada a anotar la puntuación de un partido perdido o ganado tiempo atrás, un viejo biberón, un zapato usado de niño, un polvoriento mechón de cabellos de niño atado con una cinta azul. Sentí náuseas. En la mano sostenía tres pólizas de seguro de vida, caducadas, y perforadas en el lugar en que había la palabra "NULO" impresa con sello de goma; la fotografía de un gigantesco negro, en el amarillento papel de un viejo periódico, bajo el título "MARCUS GARVEY, DEPORTADO". Inclinado sobre la sucia nieve, di unos pasos en busca de objetos que hubieran escapado a mi vista. Mis dedos cogieron un papel que se hallaba sobre los helados peldaños que conducían de la calle a la casa. Los años le habían dado una calidad frágil, quebradiza; estaba escrito en tinta negra que  

el tiempo había convertido en amarilla. Leí: CERTIFICADO DE LIBERTAD. Certifico que en el día de hoy, seis de agosto de 1859, he otorgado la libertad a mi negro Primus Provo. Firmado: John Samuels Macon... secar una gota de nieve fundida sobre el amarillento papel, lo doblé aprisa y lo devolví al cajón. Me temblaban las manos y respiraba fatigosamente, como si hubiera cubierto a todo correr una larga distancia, o como si yendo por la calle, hubiese pisado una víbora. Me dije a mí mismo: Estos hechos ocurrieron hace mucho más tiempo que el que indica el documento de libertad que acabo de ver. me constaba que no era así. Puse el cajón en el mueble al que pertenecía, y con paso vacilante intenté alejarme de allí. Pensé que iba a vomitar, pero no pude. Tan sólo un poco de bilis me llegó a la boca, y la escupí en el suelo, salpicando los bienes de la pareja de ancianos. Posé la vista en el montón de trastos, pero no podía ya ver lo que tenía ante los ojos, porque mi mente estaba orientada hacia mi interior, y mi mirada iba de fuera a dentro, empeñada en la percepción de hechos vivos en mí, lejanos en el tiempo y en el espacio, que no estaban registrados en mi memoria, sino que eran como una vaga consecuencia o un acompañamiento de imágenes entrevistas, de palabras o concatenaciones de expresiones verbales llegadas a mí en momentos en que yo no escuchaba. Y me pareció que me habían arrebatado una parte de mí mismo, dolorosa y querida, de la que no podía prescindir. Me hallaba ante una realidad interior que me inducía a reaccionar de un modo contradictorio, una realidad que podía compararse al dolor de una muela cariada, que uno prefiere sufrir indefinidamente, antes que padecer el breve y violento espasmo que acompaña a la extracción de la muela. Y juntamente con este sentimiento de quedar desposeído de algo, tuve la dolorosa conciencia de efectuar un vago descubrimiento: trastos, las viejas y sucias sillas, las anticuadas planchas, los barreños de cinc con fondo abollado, todo tenía para mí un significado más amplio y hondo del que los objetos, en sí mismos, comportaban. ¿Por qué razón veía yo, mientras estaba allí entre la multitud, la imagen de mi madre tendiendo ropa, en un frío día de invierno, un día tan frío que las ropas salidas del agua caliente en que habían sido lavadas, se helaban, pese a que segundos antes todavía desprendían vapor, y quedaban rígidamente colgadas de la cuerda, y veía también las manos de mi madre con manchas rojas y blancas, prendiendo la ropa en la cuerda, mientras el viento helado agitaba sus faldas, y veía su cabeza grisácea y descubierta que destacaba contra el cielo oscurecido por las nubes? ¿Y por qué aquellos objetos propiedad de la pareja de ancianos tenían para mí un inquietante significado, mucho más profundo que el que les era propio en cuanto tales objetos? ¿Y por qué los veía, ahora, como si estuvieran medio ocultos tras un velo que el viento helado que barría la estrecha calle amenazaba levantar?

Oí el grito: "¡Quiero entrar! ¡Quiero entrar!". Y di media vuelta. La pareja de ancianos se encontraba a mitad de la escalera. El viejo sostenía por el brazo a la mujer. Los blancos, arriba, les miraban. Y la multitud me empujaba hacia la entrada de la casa.  

—Lo

siento, no puede entrar ahora, señora —dijo el hombre blanco. —¡Quiero entrar para rezar! —Lo siento, señora. Tendrá que rezar fuera. —¡Quiero entrar! —¡Rece fuera! Con la Biblia en las manos, insistió: —¡Sólo queremos entrar para rezar un momento! No se debe rezar en la calle. —Lo siento, pero no puede ser. De la multitud se alzó una voz: —¡Vamos, deja que la vieja entre y rece. Ya les has sacado a la calle todas sus cosas. ¿Qué más quieres? ¿Sangre? — ¡Dejad entrar a los pobres viejos! —Este es nuestro defecto —gritó otra voz—, parece que no sepamos hacer otra cosa que rezar.

El blanco decía: —¡No entrará! ¡Han sido desahuciados con toda legalidad! —Nosotros no queremos más que entrar un momento, y arrodillarnos en el suelo —dijo el anciano—. Hemos vivido aquí durante más de veinte años. No veo por qué razón no nos deja entrar y quedarnos dentro un par de minutos. —Se lo he dicho ya, tengo que obedecer las órdenes que me han dado, y con todo eso me hacen perder tiempo. —¡Entraremos! —dijo la mujer. Ocurrió tan rápidamente que apenas me di cuenta. La mujer, oprimiendo la Biblia contra su pecho, subió corriendo los peldaños, seguida por su marido. El blanco se puso ante ella, alargó el brazo y gritó: —¡Os voy a encerrar! ¡Os juro que os voy a poner a la sombra! —¡Suelta a esta mujer! —gritó alguien entre la multitud.

Entonces, en lo alto de la escalera, los dos ancianos empujaron al blanco. La mujer cayó hacia atrás, la muchedumbre rugió. Oí una voz: —¡Vamos a por él! ¡Vayamos a por el hijo-puta ese! Junto a mi oído, una mujer con acento antillano, chilló: —¡Le ha pegado! ¡Le ha pegado! ¡El bestia le ha pegado! —¡Atrás o disparo! —gritó el blanco.

 

Tenía la mirada extraviada. Había retrocedido unos pasos, al tiempo que sacaba un revólver. Los dos descargadores blancos estaban tras él, sorprendidos, con un montón de objetos en los brazos. El alguacil gritaba: —¡Os juro que dispararé! ¡No sabéis lo que estáis haciendo, pero dispararé! La multitud que avanzaba hacia él, dudó. Un hombre pequeño dijo: —¡Sólo tienes seis balas en ese cacharro! ¿Qué vas a hacer cuando las hayas disparado? —¡No tendrás sitio donde esconderte después! —¡Será mejor que no os metáis en eso! —advirtió el alguacil, —¿Crees que puedes venir aquí y atizar a una de nuestras mujeres, imbécil? —¡Basta ya de hablar! ¡Démosle su merecido! —¡Pensad lo que hacéis! —gritaba el blanco. Cuando vi que la multitud avanzaba hacia las escaleras, creí que cabeza iba a estallar. Sabía que atacarían al hombre blanco, y eso me causaba miedo y rabia, me repelía y me fascinaba. Deseaba que lo hicieran, y temía las consecuencias. Lo que había visto me había indignado y enfurecido, pero sentía miedo. No tenía miedo al hombre blanco, ni a las consecuencias que atacarle reportaría, sino a las fuerzas que el espectáculo de la violencia liberaría dentro de mí. Y en el fondo de mi mente bullían todas las frases apaciguadoras que había oído a lo largo de mi vida. Tenía la sensación de hallarme vacilando al borde de un negro abismo.

Oí mi propia voz gritando: —¡No, no! ¡Negros! ¡Hermanos! ¡Hermanos negros! ¡No es éste el camino! ¡Nosotros respetamos la ley! ¡Somos un pueblo pacífico que obedece las leyes! Me abrí paso rápidamente entre la multitud, y al llegar al pie de la escalera me enfrenté con ella, y hablé muy aprisa, sin pensar, obedeciendo al impulso de mis emociones encontradas: —¡Somos un pueblo amante del orden y que obedece las leyes!

Se detuvieron, y me prestaron atención. Incluso el hombre blanco estaba sorprendido. Oí una voz: —¡Sí, pero ahora estamos rabiosos! — ¡Sí, señor! ¡Es cierto! —le contesté—. ¡Estamos enfurecidos, pero debemos dominar nuestra ira y ser prudentes! Sigamos... Digo, no sigamos... Quiero decir, sigamos el ejemplo del gran

 

líder, de cuya sabia conducta nos informaron los periódicos hace pocos días... —¿De quién hablas? ¿Quién es ese hombre? —preguntó una voz con acento de las Indias Occidentales. Y otra voz: —¡Adelante! ¡Que se vaya a paseo ese tipo! Vamos a cargarnos al alguacil antes de que le manden ayuda! —¡No, no! ¡Esperad! Organicémonos y sigamos a un jefe. ¡Organicémonos! Necesitamos a alguien que actúe como el sabio líder de Alabama, de quien hablaban los periódicos. Fue un hombre lo bastante fuerte para decidir avanzar por el camino de la prudencia y la sabiduría, en vez de seguir sus propios impulsos... —¿Quién es ese hombre? ¿De quién hablas? Pensé que la situación se iba encauzando, me escuchaban, deseaban escuchar mis palabras. Nadie reía. Preferiría la muerte antes que escuchar sus risas. Tensé los músculos del estómago. —Me refiero a aquel hombre prudente del que hablaban los periódicos, que cuando un fugitivo de la justicia escapó de la multitud que pretendía lincharle y entró en la escuela que dirige el hombre prudente de quien hablo en busca de protección, éste supo tener la fortaleza necesaria para hacer lo que debía, es decir, entregar al fugitivo a los representantes de la ley y el orden... —¡Claro, claro, para que lo lincharan! —comentó una voz burlona. Estaba desconcertado de mí mismo. ¡Señor, no era eso lo que debía decir! Empleaba una técnica deficiente, y no expresaba lo que ía. Grité:

—Aquel hombre era, sin duda, un sabio dirigente. Respetó la ley. ¿Acaso no es eso lo que debía hacer? Un hombre exclamó con amarga ironía: —Sí, sí, muy sabio. Y ahora sal de en medio porque vamos a cargarnos al bandido ese que tienes detrás. La multitud aulló. Y yo me eché a reír a carcajadas. Y dije: —Yo creo que aquel hombre tuvo un comportamiento humano. Al fin y al cabo, también estaba obligado a proteger su propia persona, porque... —¡Como un conejo se portó! —gritó una mujer con desprecio.  

—Tienes razón —grité—. Fue prudente y cobarde. ¿Y nosotros qué? ¿Qué camino vamos a seguir? —Mi reacción a las palabras de la mujer me dejó sorprendido. Señalé al anciano desahuciado—. ¡Mia este hombre!

Un hombre viejo, con un sombrero hongo, gritó al modo en que se contestan las invocaciones de un predicador en la iglesia: —¡Sí, sí, mirad a este hombre! —¡Mirad a esta pareja de ancianos! El viejo que antes había hablado comentó: —¡Es cierto! ¡Es una ofensa al Señor lo que han hecho a la hermana y al hermano Provo! —¡Y mirad sus bienes tirados en la calle! ¡Mirad sus bienes sobre la nieve! Me dirigí al anciano desahuciado—: ¿Qué edad tiene, señor? —Ochenta y siete años —contestó en voz baja y asustada. —¿Cómo ha dicho? Grite para que nuestros hermanos, amantes de la paz, puedan oírle. —¡Tengo ochenta y siete años! —¿Le habéis oído? Tiene ochenta y siete años. Ochenta y siete años, y todo lo que ha podido adquirir en ochenta y siete años está ahora tirado en la nieve, como basura. Formamos un grupo de mujeres y hombres que respetan la ley y aman la paz, y que todos los días de la semana tenemos ocasión de ofrecer la otra mejilla. ¿Qué vamos a hacer, ahora? ¿Qué debemos ? Propongo que actuemos con prudencia, con respeto a las leyes. ¡Mirad estos viejos objetos hogareños! ¿Hay derecho a que dos ancianos vivan con estos trastos inútiles, en una angosta y maloliente habitación? ¡Esto constituye un gran peligro! Helo aquí: viejas sillas rotas y platos cascados. ¡Oh, sí, sí, sí! Mirad a esta anciana, con hijos y nietos... Es de esas mujeres a las que llamamos "abuelita" y "mamá", y ellas nos miman. Lo sabéis, recordadla... Mirad sus ropas viejas y sus zapatos rotos. Ya sé que es madre porque he visto un viejo biberón en la nieve, y sé que es abuela porque he visto una postal con las palabras "Querida abuelita"... Pero nosotros respetamos la ley. En un cesto he visto unos huesos, no eran huesos humanos, ni huesos de la espina dorsal, ni de la nuca, eran largas costillas de animales, para acompañar la música y bailar... Esta pareja de ancianos solía bailar. He visto... —Me detuve un instante. Volví el rostro hacia el anciano—. ¿Cuál es su trabajo, abuelo?

—Trabajo a jornal. —Ya le habéis oído, trabaja a jornal. Pero mirad cuantos bienes posee, tirados como basura en la nieve. ¿Cuál es el fruto de su trabajo? ¿Acaso este hombre miente? —¡No, no, no miente! ¡No miente! —¡No, señor!  

—Entonces, ¿a dónde ha ido a parar el producto de su trabajo? Mirad los viejos discos de blues del abuelo, mirad los tiestos con plantas de la abuela. Son gentes humildes, amantes del hogar, pero todo lo que pudieron adquirir a lo largo de ochenta y siete años, ha sido arrojado fuera de su casa, como si un ciclón la hubiera devastado. ¡Ochenta y siete años! ¡Y, ahora, puf! Una violenta ráfaga de viento les despoja de todo. Miradles, son iguales que mi madre y mi padre, que mi abuela y mi abuelo, y yo igual que vosotros y vosotros iguales que yo. Contempladles, pero no olvidéis que somos prudentes, fieles observadores de la ley. Y recordadlo también cuando miréis a lo alto de estas escaleras, y veáis a la ley con un revólver del cuarenta y cinco en la mano. Miradle, vestido de azul, y con el revólver de acero azul. ¡Sí, miradle! Y al mirarle, no veáis solamente a un hombre vestido con un traje azul y con una pistola en la mano, sino a diez hombres como él para cada uno de nosotros, diez pistolas, diez trajes calientes, diez barrigas y diez millones de leyes. Representantes de la ley les llamamos nosotros, las del Sur. Y somos prudentes, y respetamos la ley y a sus repre. Mirad a esta anciana con su vieja Biblia en las manos. ¿Qué pretende? ¡Ha dejado que la religión se le suba a la cabeza! Sin embargo, todos sabemos que el templo de la religión es el corazón, no la cabeza. Recordad: bienaventurados los de corazón puro. No hablamos de los que tienen el cerebro puro, ni de los débiles mentales. ¿Qué pretende? ¿Acaso no cabe hablar también de los que tienen clara la cabeza? ¿Y de aquellos que gozan de claridad visión? ¿De aquellos cuya visión es tan cristalina que ni una sola les pasa inadvertida? Mirad, mirad el armario de la anciana, con los cajones abiertos. Ochenta y siete años empleados en llenarlos, y en ellos no hay más que objetos sin valor, un revoltijo de fruslerías... ¡Y pretende desafiar la ley! ¿Qué les ha ocurrido a esta pareja de ancianos? Pertenecen a nuestro pueblo, el vuestro y el mío, son nuestros padres y los míos. ¿Qué les ocurre, Dios mío?

Un gigante se abrió paso entre la multitud, se plantó ante mí y gritó con rostro airado: —¡Te lo voy a decir! ¡Han sido desposeídos de lo suyo! ¡Y ahora apártate, hijo-puta de mierda! Alcé la mano, y pregunté pronunciando lentamente la palabra: —¿Desposeídos? ¡Buena palabra! ¡Desposeídos! ¡Desposeídos! ¡Ochenta y siete años y desposeídos! ¿Desposeídos de qué? Nada tie, nada pueden adquirir y nada han tenido. ¿Quién es el desposeído? —Hablaba en tono quejumbroso—. Nosotros respetamos la . ¿Quién es el desposeído? ¿No seremos acaso nosotros? Esta vieja ha sido arrojada a la nieve, sin embargo nosotros estamos a su lado. Considerad su situación: ni una cueva en que guarecerse, ni una ventana desde la que mirar al cielo, ni barraca en la que rogar a Dios, ni patio donde entonar un blues. Están ante el cañón de una pistola, y es este mismo cañón el que apunta hacia nosotros. No quieren las riquezas del mundo, sino al buen Jesús. Sólo quieren alJesús, quince minutos para arrodillarse en el suelo desnudo de antiguo hogar y hablar con el buen

 

Jesús. ¿Qué le parece, señor de la ley? Usted tiene el mundo, ¿podemos tener nosotros al buen Jesús?

El hombre sonrió sarcásticamente, y acompañando sus palabras con un movimiento de la pistola, dijo: —Mira, chico, yo tengo que obedecer las órdenes recibidas. Parece que casi les has convencido. Ahora diles que se larguen. He actuado dentro de la ley, y si hace falta dispararé. —¿Les deja rezar o no? —Esa gente no entra en el piso. —¿Es su última palabra? —Así reviente. Me dirigí a la multitud: —Miradle, con su traje azul y su pistola azul. Ya le habéis oído: él es la ley. Dice que disparará sobre nosotros porque nosotros no respetamos la ley. Hemos sido desposeídos, y, lo que es todavía más , este hombre se cree Dios. Miradle, aquí le tenéis inmovilizado, con un delincuente a cada lado. ¿Oís la voz del viento helado? La voz del viento preguntando: ¿A dónde fue a parar el fruto de vuestro penoso trabajo? ¿Qué hicisteis con él? Cuando pensamos en todo lo que hemos podido obtener en ochenta y siete años de trabajo, sentimos vergüenza... —¡Habla, hermano, habla! —me interrumpió un viejo—. ¡Díselo! ¡Diles que uno se siente como si ni siquiera fuese un hombre! —Sí, estos ancianos tenían un libro mágico para conocer el porvenir a través de los sueños, pero el texto voló de sus páginas y se quedaron sin la clave secreta. El libro se llamaba "El ojo clarividente", se llamaba "El gran libro constitucional de los sueños", "Los secretos de África", "La sabiduría de Egipto"... Pero el ojo era casi ciego, mortecino. Las cataratas no le permitían ver la realidad de las cosas. Tan sólo nos queda la Biblia, pero el representante de la ley, la misma ley, nos la prohíbe. ¿A dónde iremos, sin...?

El gigante que antes había hablado, gritó: —¡Nos vamos a cargar al bandido cabrón ese! Y se dirigió corriendo hacia las escaleras, y comenzó a subirlas. Alguien me empujó, y yo grité: —¡No, esperad! —¡Apártate! Todos avanzaron hacia mí. Caí al suelo, en el momento en que oía una detonación. Quedé envuelto en un torbellino de pies y piernas. La nieve sucia me helaba las palmas de las manos. En lo alto sonó otro disparo, como un globo al estallar. Cuando me puse en pie, vi, en el último peldaño, la mano crispada sobre el revólver, que la multitud alzaba hacia el techo, sobresaliendo del mar de cabezas. Y en el instante siguiente vi que arrastraban al hombre blanco por las escaleras y le arrojaban sobre la nieve. Los golpes llovían sobre él, y la multitud producía un murmullo grave, con  

altibajos, parecido a los gruñidos de un hombre que efectúa un esfuerzo físico; un murmullo que al fin explotó en una algarabía de insultos inspirados por un odio profundo. Una mujer golpeaba al alguacil con el puntiagudo tacón del zapato. El rostro de la mujer, en el que destacaban los ojos negros y hundidos, carecía de expresión; corría al lado del alguacil, apuntaba cuidadosamente con el tacón a la cabeza y la golpeaba, apuntaba y golpeaba, apuntaba y golpeaba. El rostro del alguacil estaba salpicado de sangre. Vi el destello acerado de un par de esposas volando por los aires para ir a perderse al otro lado de la calle. Un muchacho salió corriendo del grupo, con el sombrero del alguacil en la cabeza. Los golpes mandaban al hombre de un lado para otro. Una rápida racha de puñetazos que sonó como un frenético tam-tam, mandó al alguacil lejos del grupo que le aporreaba, y el hombre echó a correr calle abajo. La multitud se arremolinó, y echó a correr tras él. Algunos reían, otros maldecían, y los había que mantenían el rostro en rígida tensión. La mujer antillana exclamó con voz cantarina: —¡Este bestia, mira que pegar a una pobre mujer! ¡Pobrecilla! Amigos negros, ¿os habéis fijado en lo que ha hecho este bestia? ¿Es así como se portan los caballeros? ¡Será bestia! ¡Dadle una buena lección! ¡Pagadle ciento por uno! ¡Vengaos hasta la tercera y la cuarta generación! ¡Vamos, honrados amigos negros: zurradle! ¡Protegednos a nosotras, las mujeres negras! ¡Vengaos de esta brutal hasta la tercera y la cuarta generación!

Con todas mis fuerzas clamé: —¡Somos los desposeídos! ¡Y nosotros, los desposeídos, queremos rezar! ¡Entremos y roguemos a Dios! ¡Reunámonos para orar! ¡Organicemos una gran reunión para rezar! Pero vamos a necesitar ... para apoyar los brazos en el respaldo mientras estamos arro. ¡Necesitamos sillas!

—Aquí hay sillas, en la calle. Podemos cogerlas —dijo una mujer. —Claro, claro. Cojámoslas. Cojámoslo todo. ¡Coged todos los trastos y volvedlos a meter donde estaban! Aquí son un obstáculo que impide el paso por la acera, y esto es contrario a la ley, así es que desembarazad de obstáculos la acera. Esconded estos trastos. ¡Esconded la vergüenza de estos ancianos! ¡Esconded nuestra vergüenza! ¡Vamos!

Corrí hacia las sillas, cogí una y con ella me dirigí hacia el interior del edificio, sin pensar en el significado de mis actos, ni sentir la menor repugnancia a ejecutarlos. Los demás me imitaron. Y cada cual cogió un mueble u otro y lo transportó de nuevo al interior de la casa. —Debíamos haberlo hecho antes —comentó un hombre.

—Desde luego. Y una mujer exclamó: —¡Qué descanso! ¡Qué bienestar! ¡Pero qué bien me siento!

 

—Estoy orgullosa de vosotros, hombres negros —chilló la voz de la antillana—. ¡Orgullosa! Entramos en el oscuro y diminuto piso, que olía a coles hervidas, dejamos allí los muebles que cargábamos, y salimos para buscar más. Hombres, mujeres, niños, cogían muebles, trastos, objetos y los entraban gritando y riendo. Con la vista busqué a los dos presos que habían actuado como descargadores, pero no les vi, se habían esfumado. Al volver a la calle creí ver a uno de ellos. Transportaba una silla hacia la casa. Le grité: —¿De modo que también respetas la ley? Pero apenas hube pronunciado estas palabras, me di cuenta de que aquel hombre no era ninguno de los dos que antes ayudaban al alguacil. Era un blanco, pero no el blanco que yo creía. El hombre rio y siguió su camino. En la calle, vi a varios blancos, hombres y mujeres, mezclados con la multitud, y lanzando vítores cada vez que un mueble era devuelto a la casa. Estábamos viviendo una gran fiesta. Y me hubiera gustado que nunca terminara. —¿Quién es esa gente? —grité desde la escalera. —¿Qué gente? —Esos. —¿Te refieres a los blancos? —Sí, ¿qué quieren? —Somos amigos —contestó uno de los blancos. —¿Amigos de quién? —De la gente, del pueblo en general. Hemos venido aquí para . —Creemos en la fraternidad entre todos los hombres —gritó otro. —Bueno, entonces coged este sofá y metedlo dentro —contesté. Su presencia me inquietaba. Y cuando vi que se unían a la multitud y comenzaban a cargar enseres para entrarlos en la casa, quedé un tanto disgustado. ¿De dónde había salido aquella gente?

Uno de los blancos me dijo, al pasar junto a mí: —¿Por qué no organizamos una marcha? —¡Organicemos una marcha! —grité, sin pensarlo un instante. Aceptaron inmediatamente la propuesta. —¡Unámonos en una marcha! —¡Buena idea! —¡Una manifestación! —¡Adelante!

 

En aquel momento oí una sirena, y vi los coches de patrulla de la policía doblar la esquina. ¡Allí estaban ya! Miré a la multitud para observar la expresión de los rostros, y oí un grito: —¡Policía!

Y otros que contestaban: —¡Que vengan, si quieren! —Les esperaremos! Me pregunté en qué acabaría aquello. Uno de los blancos corrió a refugiarse en el interior de la casa, mientras los policías bajaban de los automóviles y corrían hacia nosotros. —¿Qué pasa aquí? —preguntó un oficial con insignias doradas. Se hizo el silencio. Nadie contestó. —He dicho que qué pasa aquí —repitió—. Y me señaló con el dedo—. Tú, contesta.

Dominando mi nerviosismo, repuse: —Estábamos quitando de la acera un montón de trastos que obstruían el paso.

—¿Qué significa esto? Al contestarle, me entraron deseos de echarme a reír a carcajadas. —Es una campaña en pro de la limpieza pública. Estos ancianos tenían todos sus muebles y trastos aquí, amontonados en la acera, y nosotros la hemos despejado.

A través de la multitud avanzó hacia mí: —Esto significa que habéis obstaculizado un desahucio...

—Este muchacho no ha hecho nada malo —gritó una mujer a mis espaldas. Miré a mi alrededor, en las escaleras, detrás de mí, estaban los que momentos antes se hallaban en el interior de la casa. La multitud se acercó a nosotros, y alguien gritó: —Lo hemos hecho entre todos. —Despejen. ¡Despejen la calle! —ordenó el oficial. —Esto es lo que estábamos haciendo —dijo una voz entre la muchedumbre. El oficial se dirigió a un policía: —¡Mahoney! Llama a la sección de disturbios. —¿Disturbios? ¡Aquí no hay ningún disturbio, hombre! —le interpeló uno de los blancos.

El oficial se mantuvo en sus trece: —Cuando yo digo que hay un disturbo, es que hay un disturbio. Además, ¿qué hacen ustedes, los blancos, aquí, en Harlem?  

—Somos ciudadanos y podemos ir adonde nos dé la gana.

Oí una voz: —¡Viene más policía! —¡Que vengan! ¡Les esperamos! —¡Que venga el Jefe Superior, si quiere! Aquello era demasiado para mí. Los acontecimientos habían salido de cauce. ¿Qué había yo dicho para dar lugar a aquel lío? Subí las escaleras, para situarme en retaguardia, y me encontré en el vestíbulo del edificio. ¿Por dónde podría escapar? Me metí en la vivienda de la pareja de viejos. Comprendí que allí no podría esconderme, y me dirigí hacia las escaleras. Una voz me sorprendió: —No, por allí no podrás salir. Di media vuelta. En la puerta del piso vi a una muchacha blanca. El miedo que sentía se había convertido en nerviosa irritación. Grité: —¿Qué hace usted aquí?

—Lo siento, no quería asustarte. Hermano, has pronunciado un magnífico discurso. Sólo he podido oír el final, pero has logrado que la gente actuara... —¿Que actuara? —tartamudeé. —No seas modesto, hermano. He podido apreciar el valor de tus .

Dominando el temblor que agitaba mi garganta, dije: —Oiga, señorita, mejor será que salgamos de aquí. En la calle hay un ejército de policía, y están llegando más todavía. —Sí, ya lo suponía. Mejor será que salgas por el terrado. Si no alguien te delatará.

—¿Por el terrado, dice? —Es fácil. Subes al terrado, y después vas saltando de un terrado a otro hasta llegar al otro extremo del bloque. Abres la puerta y bajas las escaleras como si vinieras de hacer una visita. Mejor será que te des prisa. Cuanto más tiempo pase sin que la policía te conozca, más tiempo durará tu eficacia. Pensé: ¿Eficacia? ¿Qué querrá decir con eso? ¿Y qué significa este tratamiento de "hermano"? Le di las gracias, y comencé a subir corriendo las escaleras. Oí su voz clara, elevándose hacia mí: —¡Hasta la vista! Volví el rostro, y vislumbré la mancha blanca de su rostro, que destacaba en la oscuridad del rellano.  

Salté los últimos peldaños, y cuidadosamente abrí la puerta del terrado. Allí el sol resplandecía. Soplaba un viento helado. Ante mí tenía los bajos muros que separaban las casas, coronados de nieve, extendiéndose uno tras otro, como las vallas en las pruebas artéticas, hasta la esquina en que el bloque de casas terminaba, y en lo alto, muy cerca de mi cabeza, el viento hacía temblar los alambres para tender ropa. Con precaución y celeridad salté el primer muro , rompiendo la pequeña cordillera de nieve que el viento había dentado, y luego el siguiente, y el siguiente. De un lejano aeropuerto, al sudeste, despegaban aviones. Corría por los terrados, y veía los campanarios de las iglesias alzándose y descendiendo al ás de un ascenso y descenso por los muros. Las altas chimeneas destacaban contra el cielo, y oía, abajo, en la calle, elde sirenas y gritos. Aceleré la marcha. En el momento en que saltaba una de las paredes, miré atrás y vi a un hombre que corría tras mí. Corría con inseguridad, entre resbalones, y saltaba las paredes con dificultad y energía, resoplando. Reanudé mi carrera, y procuré ocultarme a su vista mediante el expediente de correr por entre la hilera de chimeneas. Me preguntaba por qué aquel hombre no me daba el alto a gritos, o por qué no disparaba contra mí. Seguí , pasé junto a una caseta que protegía el mecanismo de un , me desvié un poco para que la caseta me ocultara a la vista de mi perseguidor, salté otro muro y caí a gatas en el terrado siguiente. Sentí el frío de la nieve en las manos y las rodillas, y las punteras de los zapatos resbalaron en la superficie helada. Me puse en pie, eché a correr de nuevo y dirigí la vista atrás: la figura baja y vestida de negro todavía me perseguía. Tuve la impresión de que la esquina del bloque de casas se hallaba a muchos kilómetros. Intenté contar los terrados que todavía debía cruzar. Cuando llegué a siete, oí, abajo, más sirenas y más gritos. Y al mirar atrás, vi al hombre que corría a mis alcances, con toda la velocidad que le permitían sus cortas piernas. Pretendí abrir la puerta de uno de los terrados, pero estaba cerrada con llave. Volví a correr, esta vez en zig-zag. Sentía bajo los pies el crujir de la nieve. El hombre todavía iba tras mí. Pasé junto a un gran palomar, y a mi paso las aves blancas echaron a volar sobresaltadas. Me pareció que su aleteo frenético me golpeaba los ojos, y los palomos crecieron hasta alcanzar el tamaño de búhos. Su vuelo hizo parpadear al sol, se alzaron en el aire, se alejaron y volaron en círculo, con furiosa energía. Mientras corría, volví la cabeza, y, durante una décima de segundo, creí que el hombre había dejado de perseguirme, pero en el instante siguiente le volví a ver trotando tras mí. ¿Por qué no disparaba de maldita vez? Lamenté que aquella aventura no tuviera mi pueblo por escenario. En él no había casa en la que no conociera a alguien, conocía a todo el mundo, les conocía de vista y por el nombre, conocía sus familias y sus antecedentes y educación, su orgullo y su miseria, su religión. El último rellano de la casa estaba alfombrado. Cuando todavía atemorizado comencé a bajar las escaleras, un perro, en el ático, comenzó a ladrar, armando un pandemónium. Bajé las escaleras deprisa. Saltaba los peldaños rápida y sigilosamente, con suavidad, como tuviera el cuerpo lleno de quebradizo cristal. Al mirar por el ojo de la escalera, vi abajo, lejos todavía, la pálida luz del exterior, filtrándose a través de una puerta de cristal. Pensé  

en la muchacha blanca. Quizá hubiera indicado a mi perseguidor el camino que yo pensaba seguir. ¿Y qué hacía aquella chica, allí, en casa de los ancianos? Llegué al último tramo, sin tropezar con nadie. Y me detuve un momento en el vestíbulo. Jadeante, agucé el oído en espera de oír el ruido de la puerta del terrado al ser abierta por el hombre que me perseguía. No oí nada. Me sacudí las ropas, y salí a la calle, con un aire de indiferencia que era una imitación del que había observado en protagonistas de cintas cinematográficas. En lo alto de las escaleras reinaba el silencio, ni siquiera se oía el irritado ladrar del. El bloque de casas tenía sin duda una gran longitud. Salí por edificio que no se encontraba en la calle lateral, sino en la avenida. Un escuadrón de policía a caballo dobló la esquina, y avanzó al trote en dirección opuesta a la mía. Las herraduras producían un sordo rumor al golpear el asfalto cubierto de nieve, y los jinetes, allí arriba, hablaban a gritos. Aceleré el paso, procurando no correr, para alejarme de aquellos contornos cuanto antes. Estaba desolado. ¿Qué había dicho yo para provocar tanto lío? ¿En qué acabaría aquello? Quizá mataran a alguien. Saldrían a relucir las pistolas, seguramente. Me detuve en la esquina para ver si mi perseguidor —el policía— todavía iba tras mí, y también para ver si venía un autobús. En la calle, larga y blanca, no había un alma; los palomos seguían volando en círculo, arriba. Escudriñé las barandas de los terrados, con el temor de ver al hombre asomado y mirando hacia abajo. El lejano griterío era ahora más fuerte. Otro automóvil de la policía, blanco y verde, tomó la curva de la esquina, con un gemido de cauchos, y a toda velocidad pasó a mi lado, camino de la casa de los ancianos. Me metí en una calle, en la que había por lo menos una docena de empresas de pompas fúnebres. Todas ellas se anunciaban con letras fluorescentes. Las fachadas de los edificios eran de piedra parda. Junto a las aceras había automóviles funerarios. Uno de ellos, pintado de negro deslucido, tenía ventanas de línea ojival, a través de las que vi un ataúd cubierto de flores. Apresuré el paso. Todavía recordaba el rostro de la muchacha, en pie en el rellano. Y me preguntaba quién podía ser el hombre que me persiguiólos terrados. ¿Verdaderamente me perseguía? ¿Por qué no gritó, y por qué iba solo? ¿Y por qué no habían destacado un coche patrulla para detenerme? Dejé atrás la calle de las pompas fúnebres, y penetré en la ancha avenida iluminada por el sol que comenzaba a fundir la nieve. Allí reduje la velocidad de mis pasos y adopté aires de no tener la menor prisa. Me hubiera gustado presentar el aspecto de un perfecto imbécil, incapaz de pensar y hablar, y procuré arrastrar los pies, pero dejé de hacerlo, tras echar una ojeada hacia atrás, porque me disgustaba representar tan deprimente comedia. Ante mí se detuvo un automóvil del que saltó un hombre que llevaba un maletín de médico en la mano.

Desde la escalinata exterior que conducía a la casa frente a la que se había detenido el automóvil, un hombre gritó: —¡Corra, doctor! ¡Ya le han comenzado los dolores! —¡Bien! ¡Eso es lo que queríamos! ¿No? —contestó el médico.  

—Sí,

claro. Pero han empezado cuando no lo esperábamos. Los dos entraron en la casa. Pensé que era un asco nacer en un día tan frío. En la esquina me uní a un grupo que esperaba que cambiaran las luces del semáforo. Y entonces, cuando ya estaba convencido de que había logrado escapar, oí una voz baja y penetrante, a mi lado: —Hermano, has hecho un discurso verdaderamente persuasivo. Se me tensaron los nervios, y me volví lentamente hacia el lado en que había sonado la voz. Junto a mí tenía a un hombre de aspecto insignificante, de cejas espesas, sin trazas de policía, que sonreía dulcemente. Despacio, en tono indiferente, pregunté: —¿Qué dice? —No se alarme. Soy un amigo. —No tengo nada de qué alarmarme, y, que yo sepa, usted y yo no somos amigos. —Digamos que soy un admirador —rectificó complaciente. —Admirador ¿de qué? —De su discurso. Lo he escuchado. —¿Qué discurso? Yo no hago discursos. Sonrió confidencialmente, como si estuviera en el secreto de algo: —Ya veo que ha recibido usted una buena preparación. Vamos, le conviene que le vean hablando conmigo en la calle. Entremos en cualquier sitio, y tomemos una taza de café. Por una parte, hubiese querido rechazar la invitación, pero por otra estaba intrigado y, en el fondo, me sentía un tanto halagado. Además, si rehusaba, ello podía interpretarse como reconocimiento de culpabilidad. Y el hombre no tenía aspecto de policía. En silencio nos dirigimos a una cafetería situada en la otra esquina. Antes de entrar, el hombre se acercó a uno de los cristales del establecimiento examinó su interior. —Siéntate a una mesa, hermano. Mejor que escojas una junto a la pared para que podamos charlar en paz. Y yo iré a buscar los és. Balanceándose garbosamente, a pasos saltarines, se encaminó hacia el mostrador. Yo me senté a una mesa. El aire era tibio, en la cafetería. Corrían las últimas horas de la tarde. Los escasos clientes se sentaban ante mesas diseminadas. Contemplé al hombre recorriendo con aire seguro el mostrador en el que se exhibía la comida. Sus movimientos recordaban los de un animal pequeño y vivaz, interesado únicamente en encontrar el bocado que deseaba. ¿De modo que había oído mi discurso? Bien, escucharía lo que tuviera que decirme. Ya venía hacia mí, balanceándose, a pasos rápidos, apoyando los pies primero por el talón y luego por la punta, dando un saltito a cada paso.  

Causaba la impresión de que hubiera estudiado cuidadosamente aquel modo de andar. Y me pareció que el hombre estaba haciendo comedia, que representaba un papel, que algo, en su comportamiento, no era real. Rechacé inmediatamente esta idea, ya que todos los acontecimientos de aquella tarde tuvieron un matiz de irrealidad. Se dirigió rectamente hacia mi mesa, sin necesidad de buscarla previamente con la mirada, como si hubiera sabido de antemano cuál sería la mesa que yo iba a escoger, pese a que abundaban las mesas vacías. Traía dos tazas de café, y, encima de cada una un plato con un pastel. Las dejó en la mesa, poniendo una ante mí, y sentó. Dijo:

—Pensé que quizá le gustaría comer un pastelillo de queso. —¿De queso? No sabía que existieran. —Son buenos. ¿Azúcar? —Usted primero. —No, no, después que usted, hermano. Le miré. Me serví tres cucharadas, y le pasé el azucarero. Volvía a experimentar tensión nerviosa. —Gracias —le dije. Y reprimí la tentación de inquirir sobre el tratamiento de "hermano" que me daba. Sonrió. Con el tenedor cortó una porción de queso, que era demasiado grande para meterla en la boca. Sus modales me parecieron muy deficientes. Y para adquirir, en mi mundo interior, ventaja sobre él, corté deliberadamente una pequeña porción de pastel de queso y me la llevé modosamente a la boca. El hombre tomó un sorbo de café y dijo: —Sepa que no había oído un discurso tan eficaz desde los tiempos en que estaba... Bueno, igual da, quiero decir desde hace mucho . Provocó usted con gran rapidez la actuación de la gente. Todavía no comprendo cómo se las arregló. Es una lástima que algunos de nuestros oradores no hayan tenido ocasión de escucharle. ¡Con cuatro palabras les puso en marcha! Otros habrían consumido qué sé yo el tiempo en palabrería inútil. Permítame que le dé las gracias por la instructiva lección que ha dado.

En silencio tomé un par de sorbos de café. Desconfiaba de él, y, además, ignoraba hasta qué punto podía hablarle sin comprometerme. Antes de que le contestara, dijo: —El pastel de queso es bueno de veras. Verdaderamente excelente. ¿Dónde aprendió usted a hablar en público? —No he aprendido —contesté con excesiva rapidez. —En este caso, es usted un hombre naturalmente dotado para la oratoria. Un orador nato. Me parece increíble. —Hablé porque estaba furioso —dije para incitarle a hablar.  

—Si es

así, dominó perfectamente su ira. Habló usted con elocuencia. ¿A qué se debió esta sorprendente elocuencia? —¿A qué se debió? No sé. El espectáculo que vi me dio pena. Quizás estaba inspirado y con ganas de hablar. La gente se agrupaba allí, esperando, y se me ocurrió decirles un par de frases. Quizá no me crea, pero cuando comencé a hablar no sabía lo que iba a decir. Con la sonrisa de quien no se deja engañar, dijo: —Vamos, vamos... —¿No me cree? —Pretende adoptar una postura cínica, pero me consta que no es usted un cínico. Lo sé porque escuché muy cuidadosamente cuanto dijo. Estaba usted tremendamente conmovido, emocionado. —Creo que sí. Quizá la pareja de ancianos me recordó a otras . Se inclinó hacia delante, mirándome fijamente, sin que la sonrisa abandonara sus labios: —¿Le recordaron a gente que usted conoce?

—Es lo que he dicho. —Comprendo. Le pareció contemplar una muerte... Dejé caer el tenedor, y le interrumpí: —¡Allí no mataron a nadie! ¿Qué pretende? —"Muerte en la calle" —rio— es el título de una novela de misterio o algo parecido que leí no sé cuándo. Me he referido a la muerte en sentido metafórico. Estos ancianos viven, pero están muertos. Muertos en vida... Una contradicción. ¿Por qué hablaba en términos tan ambiguos? Me limité a exclamar: —¡Oh...! —Como usted sabe, los dos ancianos son de origen campesino, dos tipos rurales destrozados por el medio industrial. Son el desecho industrial. Usted supo expresarlo muy bien: ochenta y siete años de , para quedar con las manos vacías. Es la frase justa. —Probablemente me sentí indignado al ver su situación. —Sí, claro, es natural. Y pronunció un discurso muy eficaz. Pero no debe usted malgastar sus emociones en individuos. El individuo carece de importancia. —Entonces, ¿qué es lo que importa? —¡Esos ancianos! Es triste, sí. Pero ya están muertos, difuntos. La historia les ha dejado en la cuneta. Es muy de lamentar, pero nada podemos hacer por ellos. Son como ramas muertas que es preciso podar para que el árbol dé nuevos frutos. Y si no cortamos estas ramas, las tormentas de la historia las arrancarán. Quizá sea mejor que las tormentas se encarguen de dar cuenta de ellos...  

—Oiga... —Permítame, déjeme terminar. Se trata de gente vieja. Los hombres individualmente considerados envejecen, y hay cierta clase de hombres, que, en cuanto clase, también envejece. Estos que hoyvisto son muy viejos. Tan sólo les queda una cosa: la religión. No pueden pensar en más que en la religión. En consecuencia, serán echados de lado. Están muertos debido a que son incapaces de atemperarse a las necesidades de la presente situación histórica.

—Pero me gustan, les quiero. Les quiero porque me recuerdan a otras gentes, en el Sur. Me ha costado mucho tiempo darme cuenta de esta realidad, y aceptar estos sentimientos. Pero ahora comprendo que son gente como yo, con la diferencia de que yo he estudiado un poco. Sacudió su roja y esférica cabeza: —¡No, hermano, no! Está equivocado. Es un sentimental. Usted y ellos son seres distintos. Quizá tiempo atrás fuesen iguales, pero ya no lo son. De lo contrario, no hubiera pronunciado el discurso. Esta semejanza entre usted y ellos es cosa del pasado, está muerta y enterrada. Quizá no quiera usted reconocerlo, pero esta porción de su persona ha muerto. Todavía no ha arrojado lejos de usted esta parte de su yo, este aspecto rural de su personalidad, todavía la lleva , muerta, pero la arrancará para desarrollar nuevas facetas. En su mentalidad ha nacido ya el concepto de Historia.

—Oiga, no sé de qué está usted hablando. Jamás he trabajado en el campo, ni he estudiado agricultura, pero sé por qué pronuncié el discurso. —Dígalo, pues. ¿Por qué? —Porque me sublevó ver a estos ancianos arrojados a la calle. Y esto es todo. No me interesa saber el nombre que usted ha dado a eso. Sencillamente, estaba furioso. Encogió los hombros: —Dejémoslo. Mejor será que no lo discutamos más. Sin embargo, creo que es usted capaz de repetir lo que hoy ha hecho. ¿Le gustaría trabajar con nosotros? —¿Con quién? ¿Quiénes son ustedes? —pregunté súbitamente excitado. ¿Qué quería de mí aquel hombre? Respondió: —Trabajar en nuestra organización. Necesitamos a un buen orador, en este distrito. Alguien que sea capaz de expresar las necesidades y las quejas de la gente. —Nadie se interesa por sus necesidades, y nadie escucha sus quejas. Supongamos que yo las expresara, ¿quién me prestaría ón?  

Con una sabia sonrisa en su rostro, contestó: —Hay gente que tiene interés en oír estas quejas. Y cuando se alza el grito de protesta, también hay quienes lo escuchan y actúan consecuencia. Aunque yo no sabía exactamente a qué se refería mi interlocutor, advertí en su modo de razonar una coherencia y, al mismo tiempo, la presencia de unos elementos ocultos y misteriosos, que parecían que el hombre hubiese previsto todas las eventualidades. Y pensé: "fíjate en la seguridad de este hombre blanco. Ni siquiera se ha dado cuenta de que estoy atemorizado, y, sin embargo, habla con total confianza en sí mismo y en mí". Me puse en pie:

—Lo siento. Tengo un empleo, y tan sólo me interesan mis propios problemas. Achicó las pupilas: —Pero usted se sintió afectado por lo que ocurría a la pareja de . ¿Son parientes suyos? —Naturalmente —sonreí—. También son negros. Esbozó una sonrisa. Mirándome fijamente volvió a preguntar: —Sin bromas, ¿son parientes suyos? —Claro, nos chamuscaron en la misma parrilla. El efecto de mis palabras fue instantáneo. Le relampaguearon ojos, y me espetó:

—¡No sabéis hablar más que desde el punto de vista racial! —¿Desde qué punto de vista quiere usted que hable, si no? — pregunté intrigado—. ¿Cree usted que yo hubiera estado en las cercanías de esa gente en el caso de que hubieran sido blancos? Alzó las manos y se echó a reír: —No discutamos, dejémoslo para otro rato. La verdad es que usted les ha ayudado muy eficazmente. Y, por otra parte, me resulta difícil creer que sea usted tan individualista como pretende. Demostró ser un hombre consciente de sus deberes para con el prójimo, y capaz de cumplirlos adecuadamente. Prescindiendo de sus opiniones personales sobre la materia, usted se comportó como el portavoz de su pueblo, y creo que está obligado a trabajar en defensa de sus intereses. La argumentación me pareció excesivamente complicada: —Oiga, amigo, le agradezco mucho el café y el pastel, pero, ahora, esta pareja de ancianos ha dejado de interesarme, y el trabajo que me propone tampoco me interesa. Yo sólo quería pronunciar un discurso. Me gusta hablar en público. Lo que ocurrió después es, para mí, un misterio, algo incomprensible. No soy la clase de hombre usted cree. Debiera usted haber abordado a uno de aquellos tipos que gritaba insultos contra la policía.

Y me dispuse a irme. Me conminó: —¡Espere un momento! Sacó un papel del bolsillo, y escribió unas palabras: —Quizá cambie de opinión. Esa gente a quien usted se ha referido la conozco ya.  

Miré el papel que me ofrecía. Y el hombre dijo: —Me parece bien que desconfíe de mí. No sabe quién soy y, lógicamente, desconfía. Así debe ser. Sin embargo, todavía no he la partida, quizás algún día vaya usted a mi encuentro por propia voluntad, y entonces opinará de otro modo porque habrá alcanzado ya la madurez debida. Si quiere verme, algún día, llame a este número y pregunte por el Hermano Jack. No es preciso que diga su nombre, basta con que se refiera a la conversación que hemos tenido. Si quiere llamarme esta noche, hágalo alrededor de las ocho.

Cogí el papel. —De acuerdo. Dudo que le llame, pero uno nunca sabe lo que puede ocurrir. —Muy bien. Piense en ello, hermano. Vivimos tiempos muy graves, y usted parece ser un hombre muy afectado por ellos, un hombre indignado. —Yo sólo quería pronunciar un discurso —insistí. —Pero estaba indignado. Y a veces la diferencia que existe entre la indignación individual y la indignación colectiva organizada, es la misma que media entre los actos criminales y los actos políticos. Me eché a reír: —¿Y a mí qué me importa? Hermano, yo no soy un criminal ni un político. Se ha dirigido usted a quien no debía, se equivocó. De todos modos, gracias por el café y el pastel, hermano. Le dejé allí, sentado, con una sibilina sonrisa en los labios. Crucé la avenida, y miré atrás: a través de los cristales, le vi inmóvil donde le había dejado. Se me ocurrió que quizá fuese el mismo hombre que me persiguió por los terrados. En cuyo caso, resultaba que no me había perseguido, sino que corría en la misma dirección que yo. De cuanto me había dicho, no comprendí gran cosa, salvo que habló con una gran confianza y seguridad. De todos modos, yo había sido más ágil que él. Quizá la seguridad que mostró no era más que un truco, una táctica, qué sé yo. Me dio la impresión de ser un hombre muy bien preparado, con conocimientos mucho más profundos de lo que cabía deducir por sus palabras. Quizá su confianza y seguridad se basaban en el hecho de que había huido por el mismo camino que yo había utilizado. Además, ¿qué podía temer aquel hombre? El discurso lo había pronunciado yo, no él. La muchacha de la puerta del piso de los ancianos dijo que cuanto más tiempo fuese yo un desconocido, más largo sería el período de mi eficacia. Lo cual tampoco era excesivamente comprensible. Sin embargo, quizás aquel hombre huyó para conservar su eficacia. ¿Eficacia en qué? Sin duda tuvo ocasión de reírse de mí. La visión de mi persona corriendo a través de los terrados debió de ser divertida, especialmente cuando los palomos se echaron a volar a mi alrededor, y yo me encogí como un actor cómico negro que finge asustarse de un fantasma. En fin, que se fuera al cuerno. Tampoco estaba tan justificada su confianza y  

seguridad. Al fin y al cabo, yo sabía unas cuantas cosas que él ignoraba. Que se buscase otro tipo, si quería. Tan sólo pretendía utilizarme para algún fin ignorado. Todos querían utilizarme para una cosa u otra. ¿Por qué diablos deseaba que yo, precisamente yo, actuase en concepto de orador? ¡Que hablase él! Me encaminé hacia casa embargado por la creciente satisfacción de haberme desembarazado tan limpiamente de aquel hombre.

Oscurecía, y el frío era, ahora, mucho más intenso. En mi vida había sentido tanto frío. A solas, musité, mientras inclinaba la cabeza para evitar el viento en el rostro: "¿Qué es lo que nos impulsa a abandonar el cálido y suave clima de nuestra tierra, para venir aquí y soportar este frío? Sin duda debe de ser algo que merezca la tensión de nuestras grandes esperanzas, que merezca padecer frío, que merezca soportar desahucios". Sentí una inmensa tristeza. A mi lado pasó una vieja encorvada, fija la vista en el suelo nevado, con un capazo en cada mano. Y pensé en el par de viejos desahuciados. ¿Cómo había terminado la aventura, y dónde estaban en este instante? ¡Qué pavoroso espectáculo el de su desahucio! El hombre lo había calificado de "muerte en la calle". ¿Ocurrían con frecuencia los hechos de este estilo? ¿Qué diría de Mary aquel hombre? Mary no estaba muerta, ni mucho menos. Ni tampoco triturada por Nueva York. Sabía muy bien cómo vivir en esta ciudad, mucho mejor que yo, pese a mi educación universitaria. ¿Educación? No, mejor sería decir Bledsoación. era inmune a Nueva York, pero yo no. Pensar en Mary me confortó. Me era imposible imaginar a Mary en el estado indefenso de la vieja desahuciada. Cuando llegué a casa, mi depresión comenzaba a desaparecer.

 

CAPÍTULO 14 El olor de las coles que Mary estaba guisando me hizo cambiar la decisión que había tomado hacía escasos minutos. En el recibidor, en el olor a coles, pensé que no podía rechazar el empleo que me habían ofrecido. Las coles me recordaban siempre los peores años de mi infancia, y cuando Mary nos daba coles, yo sufría en silencio. Aquél era el tercer día, en una semana, que Mary nos daba coles para cenar. Entonces pensé que quizá se hallase en apuros económicos. Pensé que era indigno que me hubiera alegrado tanto de rechazar un empleo, cuando ni siquiera sabía cuánto dinero debía a Mary. Me invadió un súbito malestar. ¿Cómo podía atreverme a mirarla a la cara? Fui a mi dormitorio y me tumbé en la cama, en donde quedé pensativo. Mary tenía otros pensionistas que trabajaban y ganaban dinero, y, además, su familia la ayudaba. Pese a todo, no cabía duda de que pasaba unos momentos de apuro. Le gustaba ofrecer comida variada, y esta dedicación a las coles me parecía reveladora. Era increíble que no me hubiera dado cuenta antes. Mary tenía demasiadas atenciones para conmigo. Jamás me había reclamado la deuda. Y, cuando yo intentaba justificar mi falta de pago, exclamaba: "No me marees con tus pequeños problemas, yo sé que encontrarás algún trabajo". Pensé que quizás algún otro huésped se había quedado sin empleo, o se había ido de la pensión. ¿Cuáles eran los problemas de Mary? ¿Quién "expresaba sus necey quejas", como diría el hombre de cabello rojo? Me había antenido durante varios meses, y yo me portaba como si lo ignorase. ¿En qué clase de hombre me había convertido? Para mí, Mary había llegado a ser algo tan seguro, que ni siquiera había pensado en ella en el momento de rechazar un empleo. Ni tampoco se me había ocurrido pensar en las dificultades que le causaría si la policía viniera a detenerme por haber pronunciado un discurso insensato. Repentinamente, sentí la necesidad de ir a la cocina y mirar detenidamente a Mary. Pensé que quizá no la había visto, todavía, tal como realmente era. Me había comportado como un niño, no como un hombre. Cogí el arrugado papel que me había dado el pelirrojo, y miré el número de teléfono en él escrito. Se había referido a una organización. ¿Qué nombre tenía la organización ésa? Ni siquiera lo había preguntado. ¡Valiente imbécil! Aun teniendo en cuenta que sentía desconfianza hacia el pelirrojo, hubiese debido, por lo menos, enterarme de qué era lo que yo rechazaba. ¿Había rechazado impulsado por el miedo y el resentimiento? ¿Por qué el pelirrojo no me había dicho en qué consistía el trabajo, en vez de pretender impresionarme con su sapiencia? Entonces, oí a Mary cantar, al otro extremo del piso. Su voz clara y tranquila cantaba una canción acongojada, nada menos que "Blues del agua negra". Tendido en la cama escuché la voz que llegaba hasta mí, y se quedaba allí, a  

mi lado, despertando la conciencia de mis deudas. Cuando la voz se extinguió, salté de la cama y me puse la chaqueta. Quizá no fuese demasiado tarde. Llamaría al hombre desde un teléfono público. Le pediría que me dijese exactamente qué esperaba de mí, y, entonces, tomaría una decisión fun.

Mary oyó mis pasos. Asomó la cabeza por la puerta de la cocina, y me preguntó: —¿Cuándo has llegado? No te he oído entrar. —Hace poco. Estabas ocupada y pensé que sería mejor no molestarte. —¿Y adónde vas a estas horas? ¿Es que no cenas en casa? —Sí, cenaré. Pero ahora debo salir. Olvidé hacer algunas cosas. —¡Tonterías! ¿Qué vas a hacer en una noche como ésa? Hace un frío terrible. —Bueno, a lo mejor cuando vuelva te doy una sorpresa. —A mí ya nada puede sorprenderme, muchacho. Corre, y vuelve pronto o no vas a comer caliente. En el frío de la calle, mientras buscaba un teléfono público, me cuenta de que me había obligado, en cierto modo, a dar una sorpresa a Mary, y ello me llenó de energías. Al fin y al cabo, pensé, se trata de una tarea que me permitirá ejercer mis dotes de orador. Y, además, por poco que paguen siempre será más de lo que gano ahora. Por lo menos podré pagarle a Mary parte de mi deuda. Y Mary tendría la satisfacción de ver confirmadas sus predicciones.

La noche parecía estar dominada por el signo de las coles hervidas. La casa de comidas en la que entré para telefonear apestaba a coles también. Al oír mi voz, el hermano Jack no se sorprendió lo más mínimo. Le dije: —Me gustaría que me informara sobre... —Venga a verme ahora mismo —me interrumpió—. Estábamos a punto de irnos ya. Me dio una dirección en la Avenida Lenox, y colgó sin permitirme formularle pregunta alguna. Volví al frío de la calle, sintiéndome irritado tanto por la ausencia de sorpresa en la reacción del hermano Jack, como por el modo en que había hablado. La casa a la que debía ir no estaba lejos. Me puse en camino lentamente. Al doblar la esquina con la avenida Lenox, un automóvil se detuvo ante mí, junto a la acera. En su interior vi a varios hombres sonrientes, entre ellos el hermano Jack, que me dijo: —Entre. Charlaremos mientras vamos allá. Se trata de una fiesta que probablemente le gustará.  

—No voy vestido adecuadamente —protesté—, mejor será que le llame mañana. —¿Vestido? —rio—. Como va ya vale. Vamos, entre. Al ver que en los asientos posteriores iban tres hombres, me senté al lado del hermano Jack y del conductor. El automóvil se puso en marcha. Nadie hablaba. El hermano Jack parecía sumido en honda meditación. Los otros miraban al exterior, a la oscuridad nocturna. Nos comportábamos como si fuéramos pasajeros ocasionalmente reunidos en un autobús. Sentía cierta inquietud, y me preguntaba a dónde nos dirigíamos, pero decidí callar. El automóvil avanzaba deprisa sobre el barrillo helado. Miraba la oscuridad de la noche, e intentaba inútilmente determinar qué clase de hombres eran los que viajaban conmigo. Ciertamente no se comportaban como si se dirigieran a una reunión social. é que tenía hambre y que iba a perderme la cena de la pensión. Bueno, quizá sería mejor, para mí y para Mary, que llegara tarde. Por lo menos me evitaría tener que comer coles. El automóvil se detuvo unos instantes ante un semáforo. Y después, avanzamos velozmente, cruzando un paisaje formado por amplias extensiones llanas, cubiertas de nieve, iluminado aquí y allá por , en el que los faros de otros automóviles acuchillaban una y otra vez la oscuridad del aire: pasábamos por Central Park, un Central Park totalmente transformado por la nieve. Pareció que hubiéramos penetrado repentinamente en la paz de un paisaje campestre, pero yo sabía que muy cerca de allí estaba el jardín zoolócon sus peligrosos animales. Tigres y leones en jaulas con calefacción, osos dormidos, serpientes enroscadas en sus subterráneas . Y también estaba el estanque de aguas negras, cubierto por el hielo y la noche, las aguas bajo la negrura y el blancor, bajo niebla gris y gris silencio. Más allá de la cabeza del conductor, alzándose detrás del parabrisas, vi un gran bloque de edificios. El automóvil volvió a entrar en la corriente del tránsito rodado y descendió aprisa por una calle en pendiente. Se detuvo ante un lujoso edificio situado en una parte de la ciudad que yo desconocía. Al salir del automóvil juntamente con los demás pasajeros, vi, a la media luz de la noche nevada, la palabra Chthonian, la pared del edificio. Entramos en un vestíbulo iluminado por débiles bombillas situadas tras pantallas de cristal opaco. Con extraña familiaridad, pasamos ante un portero uniformado. Al entrar en un silencioso ascensor, que se puso en movimiento a cien por hora, tuve la sensación de haber vivido ya aquella escena. una suave sacudida, el ascensor se detuvo, y yo me pregunté si íamos ascendido o descendido. El hermano Jack me condujo hasta una puerta en la que había un picaporte de bronce en forma de lechuza. Adelantó la cabeza, como si intentara escuchar los sonidos tras la puerta, y, después, puso la mano sobre la lechuza. En lugar de un golpe, oí un nítido, helado, campanilleo. Poco después, la puerta se abría un poco, dejando ver la figura elegantemente vestida de una mujer, cuyo rostro bello, de líneas duras, sonrió abiertamente al ver al hermano Jack.  

A mi olfato llegó el exótico perfume que usaba aquella mujer. Nos invitó a entrar: —Adelante, hermanos. En el instante en que me hacía a un lado para ceder el paso a los otros, percibí el destello de un broche de diamantes en el vestido de la mujer. El hermano Jack me empujó hacia dentro. Dirigiéndome a la mujer dije: —Usted disculpe. El empujón del hermano Jack me arrojó hacia la mujer, y ella no se apartó. Durante unos momentos, mi cuerpo estuvo en contacto con la perfumada suavidad del de la mujer. Y ella sonrió como si estuviéramos solos en el mundo. Luego, pasé adelante, inquieto, no por el contacto con el cuerpo de la mujer, sino por la vaga sensación de haber vivido ya aquellos instantes. Pensé que quizás ello se debía a haber visto escenas parecidas en cintas cineáficas, o a haberlas leído en libros, o a haberlas soñado reiteradas veces. Fuese lo que fuera, me dominaba la impresión de penetrar en un escenario que, debido a circunstancias indetermina, hasta el momento sólo había contemplado a distancia. Me precómo era posible que el hermano Jack y sus amigos tuvieran un lugar de reunión tan lujoso.

—Dejad los abrigos en la biblioteca —dijo la mujer—. Mientras, os prepararé bebidas. Entramos en una estancia con estanterías repletas de libros, y con instrumentos musicales como motivos decorativos. De la pared, colgados por el cuello mediante cintas azules y rosadas, pendían una ña arpa, un cuerno de caza, un clarinete y una flauta. Vi un diván de cuero y varios sillones.

—Deja el sobretodo en el diván —me invitó el hermano Jack. Allí lo dejé. Miré alrededor. El dial de la radio acoplada en una de las estanterías de la librería de caoba, estaba encendido, sin embargo la radio no emitía sonido. Sobre una gran mesa escritorio, vi una escribanía de plata y cristal. Y cuando uno de los hombres que habían venido con nosotros se acercó a las estanterías para examinar los lomos de algunos libros, quedé sorprendido por el contraste existente entre la riqueza de la estancia y la pobreza de las ropas de aquellos hombres.

El hermano Jack me tomó del brazo: —Vamos al otro cuarto. Entramos en una habitación con una de sus paredes totalmente cubierta, desde el techo al suelo, por cortinajes rojos de suntuosos pliegues. Vi varios grupos formados por mujeres y hombres de elegantes ropas, algunos junto a un piano, y otros, apartados, sentados en sillones tapizados en pálido color tostado, y con el armazón de madera pajiza. Advertí la presencia, aquí y allá, de varias mujeres jóvenes y atractivas, pero tuve buen cuidado en no mirarlas más de una vez. No podía evitar sentirme extraordinariamente cohibido, pese a que, salvo alguna que otra mirada rápida, nadie me prestó atención. Se portaban como si no me vieran; parecía que en parte estuviera allí, y en parte  

no estuviera. Los que habían llegado conmigo se unieron a distintos grupos. El hermano Jack, cogiéndome del brazo me condujo al otro extremo de la estancia. —Vamos a tomar una copa.

La mujer que nos había abierto la puerta mezclaba bebidas, en pie tras un mostrador de bar que por su tamaño hubiese podido ser el orgullo de un club nocturno. —¿Nos das una copa, Emma? —dijo el hermano Jack. Ella sonrió e inclinó la cabeza a un lado: —Precisamente en vosotros estaba pensando. —No pienses y actúa. Necesitamos actuación. Estamos sedientos. Este hombre que tengo al lado ha dado hoy un empujón a la historia que la ha hecho avanzar veinte años. En los ojos de la mujer apareció una voluntaria chispa de interés: —Tienes que hablarme de él. El hermano Jack rio:

—Te bastará con leer los diarios de mañana. Comenzamos a avanzar. Hemos dado un gran salto al frente. La mujer me examinó lentamente, y me preguntó: —¿Qué vas a beber, hermano? —Bourbon —contesté. Recordé que ésta era la mejor bebida que el Sur podía ofrecerme, y, al mismo tiempo, me di cuenta de que había hablado en voz excesivamente alta. Sentí calor en la piel del rostro, pero sostuve la mirada de la mujer, tan firmemente como mi valor me lo permitía. No fue la suya la mirada que expresaba "como-ser-humano-me-interesas-en- absoluto" que tan bien llegué a conocer enSur, no era aquella mirada que resbalaba sobre los negros, conándolos como si fuesen un caballo o un insecto. En la mirada de mujer había un mensaje que parecía decir "¿qué-clase-de-en-sí-mismo-tengo-ahídelante?", una mirada que traspasaba la piel... Un músculo de una pierna se me comenzó a mover espasmódicamente.

—¡Emma, el bourbon! ¡Dos bourbons! —insistió el hermano Jack. Al tiempo que cogía una botella de cristal tallado, la mujer dijo: —Estoy francamente intrigada por lo que me has dicho.

— Como de costumbre: intrigada e intrigante. Pero no olvides que nos estamos muriendo de sed. Ella escanció bourbon en un vaso. —De impaciencia os estáis muriendo. Dime, ¿dónde descubriste a estjoven héroe del pueblo? —No lo descubrí. Sencillamente, surgió de la multitud. Ya sabes que las multitudes siempre descubren y ponen en lo alto a sus jefes... —¿Ponen en lo alto, dices? Tonterías. Los mastican y luego los escupen. Sus jefes no nacen, se hacen. Y luego se destruyen. Eso es lo que siempre has dicho tú. Toma, hermano.  

El hermano Jack la miraba fijamente. Cogí el vaso de pesado cristal me lo llevé a los labios contento de disponer de un pretepara no tener que mirar a la mujer. En el aire flotaban unos leves estratos de humo de cigarrillo. Oí una serie de graves arpegios en el piano a mis espaldas, y di media vuelta para mirar hacia allá. Mientras yo estaba de espaldas, oí que la mujer decía en voz baja, pero no lo suficiente para que no llegara a mis oídos: —¿No crees que debiera ser un poco más negro? El hermano Jack susurró: —Chitón... No seas tonta, no nos interesa su aspecto, sino sus , su voz. Y te aconsejo que también tú te intereses en él. Estas palabras me dejaron con el rostro ardiente y la respiración . Vi una ventana al otro lado de la estancia, y fui hacia allá.El piso estaba muy alto. Abajo, en la noche, los faroles y los semáforos formaban punteados dibujos. ¿De modo que la mujer opinaba que yo no era lo bastante negro? ¿Qué quería? ¿Un cómico blanco disfrazado de negro? ¿Quién era aquella mujer? ¿Ladel hermano Jack, su amante? Quizá le gustaría que fuese un capaz de sudar alquitrán, tinta, betún y grafito. ¿Qué era yo? ¿Un recurso económico natural?

Tan alta estaba la ventana que el sonido del tránsito apenas llegaba a mis oídos. Pensé que mi aventura había tenido un mal principio. Pero recordé que era el hermano Jack quien iba a contratarme, si es que todavía estaba interesado en mis servicios, y no la tal Emma. Me eché al coleto un buen trago de bourbon, y pensé que me gustaría demostrar a la mujer cuán negro era yo. El bourbon me pareció suave y frío. Sería cuestión de andar con tiento, porque si bebía demasiado quizá cometiera alguna barbaridad. También debía tener cuidado con aquella gente. Cuidado con todo, siempre cuidado con todo el mundo... —Bonita vista, ¿verdad? Me volví. A mi lado tenía a un hombre alto, de piel oscura. —Le esperamos en la biblioteca —añadió. Allí estaban el hermano Jack, los otros que vinieron en el automóvil, y dos hombres más a los que nunca había visto. Jack dijo: —Entra, hermano. Hay una regla, válida para todos, que dice que los negocios tienen prioridad sobre la diversión. Día llegará en que el trabajo y la diversión sean una misma cosa, porque reinsel placer en el trabajo. Siéntate. Me senté en una silla frente a él, preguntándome qué significaban sus palabras. —Hermano, nosotros no solemos interrumpir nuestras reuniones sociales para hablar de negocios, pero en tu caso creo que es necesario. —Lo siento. Debí llamarle antes. —¿Qué lo sientes? No, hombre. Nos alegra poder hacerlo. Te hemos esperado durante meses. A ti o a alguien capaz de hacer lo que has hecho. —Bueno, pero...  

—¿Cuál es nuestro trabajo? ¿Cuál es nuestra misión? Sencillamente, trabajamos para lograr un mundo mejor para todos. Ni más ni menos. Es mucha la gente que ha sido desposeída de su legítima herencia, y nosotros nos hemos reunido en una hermandad, a fin de remediarlo en la medida que nos sea posible. ¿Qué te parece la idea? —Muy bien, sí. —Quedé meditativo un instante, intentando aprehender el pleno significado de sus palabras—. Creo que es una idea. ¿Y cómo van a lograrlo? —Incitando a los desposeídos a actuar, tal como tú has hecho. Hermanos, yo estaba allí, y este muchacho estuvo magistral. Con poquísimas palabras provocó una manifestación contra los desahucios.

—Yo también estaba allí. Fue algo increíble —dijo otro. El hermano Jack, en voz que invitaba a la máxima sinceridad, me incitó: —Explícanos un poco tu historial. Brevemente, les dije que había llegado a Nueva York en busca de trabajo para ganar algún dinero y pagar con él mis estudios en la , pero que hasta el momento no lo había conseguido.

—¿Perseveras en tus propósitos de reanudar los estudios? —Ya no. Creo que la universidad y yo hemos terminado para siempre.

—Me parece bien. Poco podrías aprender en la universidad. Sin embargo, la formación universitaria es siempre conveniente, pese a que tendrás que olvidar gran parte de lo aprendido allí. ¿Estudiaste economía? —Algo. —¿Sociología? —También. —Te aconsejo que no olvides las lecciones en estas materias. Te proporcionaremos libros, y también algunos textos que explican denuestro programa. Bueno, creo que me estoy precipiun poco. A lo mejor no te interesa trabajar en nuestra hermandad. —Todavía no me ha dicho cuál sería mi trabajo —protesté. Me miró con fijeza, en lentos movimientos cogió el vaso, y bebió un largo trago. —Digamos que quisiéramos que llegaras a ser un nuevo Booker T. Washington. ¿Qué te parece? —¡Qué! Miré al fondo de sus inexpresivas pupilas en busca de un rastro de burla. El hermano Jack inclinó la cabeza a un lado y sostuvo mi mirada. Y yo musité: —No bromee...

—No bromeo. Hablo con toda seriedad. ¿Estaba aquel hombre borracho? Volví a examinarle: parecía . Dije: —En este caso, permítame decirle que no le comprendo.

 

—Ya. Pero, ¿qué te parece la idea? Mejor dicho: ¿qué opinas Booker T. Washington? —Pues creo, como es natural, que fue una figura de gran importancia. Al menos eso cree la mayoría de la gente.

—¿Pero...? —Bueno... Me faltaban palabras para expresarme. Aquel hombre volvía, de nuevo, a ir demasiado aprisa. Su idea me parecía propia de un loco. Sin embargo, los demás allí reunidos me miraban calmosamente. Uno de ellos se disponía a encender la pipa. Vi la cerilla chisporrotear, y las chispas convertirse en llama. —¿Qué ibas a decir? —insistió el hermano Jack. —Bueno, creo que no tuvo la altura del Fundador. —¿Por qué? —Bueno, en primer lugar, el Fundador vivió antes que Booker T. Washington, e hizo todo lo que éste hizo y bastante más. Eran muchos más los que creían en el Fundador. En la actualidad mucha gente regatea méritos a Booker T. Washington, pero nadie discute os del Fundador. —Así es. Pero quizás ello se deba a que el Fundador ya ha pasado a la historia, Mientras que Washington constituye todavía una fuerza históricamente operante. De todos modos, el nuevo Booker T. Washington trabajará en favor de los pobres. Fijé la vista en el vaso de bourbon. Resultaba increíble y, al mismo tiempo, excitante. Tenía la sensación de ser testigo de la gestación de importantes acontecimientos. Era como si se hubiera alzado un telón, y ahora pudiera ver la maquinaria que hace funcionar al país. Sin embargo, ninguno de los hombres que allí estaban era conocido, o al menos yo no había visto sus rostros en los periódicos.

El hermano Jack prosiguió: —En estos tiempos de indecisión en que todas las antiguas soluciones han resultado falsas, el pueblo mira hacia atrás, y busca las claves con que resolver los problemas en las figuras de los grandes hombres desaparecidos. Primero recurren a uno, luego a otro, y a otro. Buscan las soluciones en estos hombres del pasado.

El que fumaba en pipa, dijo: —No quisiera molestarte, hermano, pero creo que podrías concretar un poco más. —No interrumpas, por favor —replicó el hermano Jack secamente.

El otro, acompañando sus palabras con ademanes de la mano que sostenía la pipa, dijo: —Sólo quiero recordarte que existe una terminología científica, y que, a fin de cuentas, nos consideramos científicos. Por tanto mejor será que hablemos como científicos.  

—Lo haré a su debido tiempo. A su tiempo... —Se dirigió a mí—: Mira, hermano, el inconveniente, en el comportamiento que antes te he dicho, estriba en que los muertos poco pueden hacer. De lo contrario no serían muertos. ¡No, no! Pero, por otra parte, sería erróneo presumir que los muertos carecen en absoluto de poder. Los son impotentes tan sólo en cuanto se trata de dar plena solución a los nuevos problemas que la historia plantea a los vivos. Sin embargo, lo intentan. Cuando oyen las invocaciones del pueblo en un momento de crisis, los muertos responden. Precisamente ahoraen este país, con tantos grupos de distintos orígenes nacionales, se invocla presencia de todos los viejos héroes históricos. Jefferson, Jackson, Pulaski, Garibaldi, Booker T. Washington, Sun Yat-sen, O´, Abraham Lincoln y otros muchos son invitados a entrar de nuevo en la escena histórica. No voy a decir, de un modo , que hayamos llegado a un punto históricamente decisivo, que nos hallemos en un momento de suprema crisis mundial. Sin embargo, avanzamos hacia la total destrucción, y a ella llegaremos si no ponemos remedio. Estamos obligados, tenemos el deber, de poner remedio a esta situación. Y los cambios que solucionen nuestros problemas deben ser impuestos por el pueblo. Ello es así, hermano, porque los enemigos de la humanidad la están desposeyendo desu ítima herencia. ¿Comprendes? Profundamente impresionado, contesté: —Comienzo a comprender. —Hay otras formas de expresar lo que te he dicho, formas más precisas, pero ahora no disponemos del tiempo necesario para emplearlas. Hablamos de un modo que permita una fácil comprensión, como tú has hablado a la multitud, hoy.

Su mirada me cohibía. Dije: —Entiendo. —Así pues, el problema no estriba en que tú desees ser un nuevo Booker T. Washington, mi querido amigo. Booker T. Washington ha resucitado hoy, en ocasión de cierto desahucio en Harlem. Surgió de la masa anónima y habló al pueblo. Como puedes ver, no he intentado embromarte, ni mucho menos. Ni tampoco hacer juegos de palabras. Este fenómeno tiene una explicación científica, tal como nuestro culto hermano ha tenido la bondad de recordarme, que tú aprenderás a su debido tiempo, pero, llámesele como se le llame, la crisis mundial es una realidad tangible. Aquí todos somos realistas, y, también, materialistas. La incógnita estriba en saber quién será el que determine el curso que seguirán los acontecimientos, es decir, la dirección en que avanzarán. Por esto te hemos traído aquí, y estamos ahora contigo en esta habitación. Hoy tú has contestado, en la calle, al llamamiento del pueblo, y nosotros queremos que seas su fiel intérprete. Serás el nuevo Booker T. Washington, y quizá todavía más grande que él.

Se calló. Y hubo un silencio. Podía oír el sonido del tabaco quemándose en la cazoleta de la pipa. El hombre de la pipa dijo: —Quizá debieras dejar que nuestro hermano exprese su opinión sobre cuanto has dicho.  

El hermano Jack se dirigió a mí: —¿Qué te parece, hermano? Miré los expectantes rostros de los reunidos.

—Todo lo que ha dicho es tan nuevo para mí, que ignoro exactamente cuál es mi opinión. No sé qué pensar. ¿Está seguro de que yo soy el hombre adecuado para esta tarea? —No debes dejar que estas dudas te atormenten. Te pondrás rápidamente a la altura de las circunstancias, para ello sólo hace falta que trabajes con entusiasmo, y sigas las instrucciones que te . Todos se pusieron en pie. Les contemplé mientras procuraba desvanecer la sensación de irrealidad que me dominaba. Me miraban igual que, en otros tiempos, me miraron los compañeros de estudios ingresé en el club de estudiantes. Pero en esta ocasión, noían aquellas ficciones propias de los clubs estudiantiles, sino que todo era muy real. Y había llegado el momento de tomar una decisión, de decir a aquellos hombres que estaban todos locos, y regresar a la pensión de Mary. Pero, ¿qué podía yo perder aceptando la propuesta? Por lo menos me habían invitado —a mí, a uno de nuestra raza— a participar en los inicios de un movimiento ambicioso. Además, si rechazaba la oferta, ¿qué otro camino se abría ante mí? ¿Aceptar un empleo de maletero en la estación? Por lo menos tendría ocasiones de hablar en público. Dije: —¿Cuándo empiezo a trabajar?

—Mañana. No hay tiempo que perder. A propósito, ¿dónde vives? —Tengo un cuarto alquilado a una mujer, en Harlem. —¿Casada? —No. Es viuda. Alquila habitaciones. —¿Qué formación tiene? ¿Ha ido a la escuela? —Supongo que fue a la escuela, pero muy poco. —¿Más o menos es como la pareja de ancianos desahuciados? —Algo así —sonreí—, pero sabe protegerse a sí misma. Tiene mucho temple.

—¿Te hace muchas preguntas? ¿Sois amigos? —Se ha portado muy bien conmigo. Cuando llegó el momento en que no pude pagar la pensión, me permitió quedarme en su casa sin pagar.

Movió negativamente la cabeza y exclamó: —No. —¿Qué pasa? —Que no. Más valdrá que salgas de esta casa. Te encontraremos otro lugar en que vivir, que esté más hacia el centro de Harlem, tenerte cerca de nosotros. —Pero no tengo dinero para pagarle lo que le debo, y, además, es mujer de plena confianza.

Agitó la mano en el aire: —Nosotros nos ocuparemos de la cuestión del dinero. Debes darte , desde ahora, de que nuestro trabajo es incompatible contupermanencia en esta  

pensión. Nuestra disciplina exige que no hablemoscon nadie que no pertenezca a la organización, y que evitemos las situaciones susceptibles de provocar involuntarias revelaciones de información. Así es que deberás olvidar tu pasado. ¿Tienes familia?

—Sí. —¿Te relacionas con ella? —Naturalmente. Les escribo de vez en cuando. Su modo de formular las preguntas me disgustaba. Hablaba en voz fría e inquisitorial. Dijo: —Será mejor que dejes de escribirles durante una temporada. De todos modos tendrás demasiado trabajo para dedicarte a escribir cartas. —Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, como si buscara algo, y dijo—: Toma. Pero no me dio nada. Se puso en pie. Alguien le preguntó: —¿Qué ocurre?

—Nada. Excusadme por un instante. Andando a saltitos fue hasta la puerta, la abrió e hizo señas a alguien que estaba fuera. Poco después aparecía la mujer. El hermano Jack la hizo entrar, cerró la puerta y le dijo: —Emma, da al nuevo hermano el papel que te entregué antes. Con una sonrisa de comprensión, la mujer dijo: —De modo que tú eres el nuevo hermano... Introdujo las puntas de los dedos en el escote de su vestido de tafetán y extrajo de él un sobre blanco. —Ábrelo. Ahí está tu nueva identidad —dijo el hermano Jack.

Dentro del sobre había un papel con un nombre. El hermano Jack dijo: —Este es tu nuevo nombre. Procura recordar, desde ahora, que no tienes otro nombre que éste. Convéncete de ello hasta el punto de que si te despiertan llamándote por este nombre seas capaz de reaccionar cual si fuese el tuyo. Muy pronto serás conocido por este nombre en todo el país. Este y sólo éste es tu nombre, ¿comprendido? —Sí. —No olvides arreglar lo de su alojamiento —dijo el hombre alto.

El hermano Jack frunció el ceño. —No. Emma, por favor, dame fondos. —¿Cuánto quieres, Jack? Jack se volvió hacia mí: —¿Andas muy atrasado en tus pagos?  

—Demasiado.

Se dirigió a Emma. —Trescientos. Cuando mostré mi sorpresa por lo elevado de la suma, Emma dijo: —No te preocupes. Con esto pagas tus deudas y te compras ropa. Llámame mañana por la mañana y te diré cuál es tu nuevo alojamiento. Tu sueldo inicial será de sesenta dólares semanales. ¡Sesenta a la semana! Me quedé mudo. La mujer cruzó la habitación, buscó en la mesa y volvió con el dinero, que puso en mi mano. En broma dijo: —Mejor será que lo escondas. —Bueno, hermanos, creo que eso es todo —dijo el hermano Jack—. Emma, ¿por qué no nos das una copa? —No faltaría más. Fue a un pequeño armario del que extrajo una botella y varios vasos, y escanció en cada uno un par de centímetros de líquido incoloro. —Estáis servidos, hermanos. El hermano Jack cogió un vaso, lo alzó hasta la nariz, inhaló profundamente, y, luego, tocó con su vaso el mío y dijo: —Por la Hermandad entre los hombres, por la Historia, por el Cambio. —Por la Historia —contestamos todos.

Aquel brebaje me abrasó la garganta. Y tuve que inclinar la cabeza para ocultar las lágrimas. —¡Aaah...! —exclamó alguien después de beber, con profunda satisfacción. —Vayamos a reunirnos con los otros —dijo Emma. El hermano Jack se dirigió a mí: —Ahora es cuestión de distraernos un rato. No olvides tu nueva identidad. Hubiera querido meditar un poco, pero no me dieron tiempo. Me llevaron a una amplia estancia, en la que fui presentado con mi nuevo nombre a los circunstantes. Todos sonrieron y mostraron grandes deseos de conocerme, como si supieran ya cuál iba a ser la tareaqueyo debía desarrollar. Todos me estrecharon cordialmente laman. Una mujer de aspecto insignificante, con un vestido de terciopelo negro, me preguntó: —¿Cuál es tu opinión, hermano, sobre los derechos de la mujer? Antes de que pudiera contestar, el hermano Jack me apartó de la mujer, empujándome hacia un grupo de hombres. Uno de éstos parecía saber todo lo  

referente al desahucio de la pareja de viejos. Cerca de nosotros, unos hombres agrupados alrededor del piano cantaban, con mucho ruido y mala entonación, canciones populares. El hermano Jack y yo fuimos de grupo en grupo. Todos se mostraban muy respetuosos para con él, mientras que él se comportaba demostrando gran autoridad. Pensé que sin duda se trataba de un hombre importante y poderoso, no de un payaso como había creído. Sin embargo, también pensaba que todas sus explicaciones sobre Booker T. Washington y mi obligación de asumir la personalidad de éste, no iban conmigo. Cumpliría con mis obligaciones, pero no sería más que yo mismo, quienquiera que yo fuese. Si querían, podían seguir pensando que yo era Booker T. Washington. Y la opinión yo tuviera de mí mismo, me la guardaría para mis adentros. Procuraría conformar mi vida a las enseñanzas del Fundador. Sí, señor. Y, además, tendría que ocultar el hecho de haber padecido miedo mientras pronunciaba el discurso. Inesperadamente, me estremeció una carcajada. Pensé que debería ponerme al corriente en la cuestión esa de la ciencia de la historia.

Nos habíamos detenido cerca del piano. Un hombre joven y nervioso me hizo varias preguntas sobre los principales dirigentes públicos de Harlem. A pesar de que sólo los conocía de oídas, contesté como si fueran todos amigos míos. Mi interlocutor exclamó: —¡Bien! ¡Bien! Tendremos que colaborar con ellos, en el próximo futuro. Le señalé con el vaso, y dije: —Así es. Un hombre bajo y grueso fijó su vista en mí, y alzó las manos para que los que cantaban se callaran. Me habló: —¡Oye, hermano! —Se dirigió a los otros—: ¡Callaos ya! ¡Callaos! —Dime... hermano —contesté. —Eres exactamente el hombre que necesitamos. Buscábamos un tipo como tú. —¡Oh...! —Oye, ¿por qué no nos cantas un espiritual, hermano? ¿O una aquellas viejas canciones de esclavos? Como aquella... —Y se puso a cantar, con los brazos separados del cuerpo, como un pingüino, el vaso en una mano, el cigarro en la otra—: Nunca estuve en Atlanta, no, señor. El hombre blanco duerme en la cama, y el negro en el duro suelo... ¡Ja, ja, ja! Anda, hermano, cántanos algo de este estilo.

El hermano Jack rugió con voz temblorosa de ira: —¡El hermano no canta! —¡Bobadas! ¡Todos los negros cantan!  

—He aquí un indignante ejemplo de inconsciente chauvinismo racial —dijo el hermano Jack.

El hombre grueso insistió con tozudez: —¡Tonterías! ¡Me gustan los cantos de los negros! —¡He dicho que el hermano no canta! —aulló el hermano Jack con el rostro congestionado.

El hombre bajo y grueso le miró con expresión de tozudez: —¿Por qué no dejas que sea él quien diga si canta o no canta, hermano? —Se dirigió a mí—: ¡Vamos, hermano, anímate! —Dejó el cigarro, y haciendo chasquear los dedos, berreó a todo pulmón, con ronca voz de barítono—: ¡Desciende, oh, Moisés, desciende! En las lejanas tierras de Egipto le pedí al viejo Faraón que dejase cantar a mi negro pueblo... —¡Soy el defensor del derecho a cantar de mi hermano negro! —gritó, agresivo. El hermano Jack estaba congestionado, mudo de ira. Hizo una seña con la mano. Dos hombres se dirigieron al tipo bajo y grueso y éndole por los brazos se lo llevaron. El hermano Jack salió tras ellos. En la estancia reinaba un impresionante silencio.

Durante unos instantes, permanecí inmóvil, con la vista fija en la puerta. Después, miré alrededor. Sentía ardor en la piel del rostro, y el vaso que sostenía en la mano casi quemaba. ¿Por qué todos me miraban como si yo fuese culpable de la escena que acabábamos de presenciar? ¿Por qué me miraban? Entonces, en un impulso súbito, grité: —¿Se puede saber qué diablos les ocurre? ¿Es que no han visto nunca a un borracho? A lo lejos, oímos la insegura voz del ebrio: Oh, mamita, mamitade San Luis... Con tus anillos de diamantes... el golpe de una puerta, la voz se extinguió. A mi alrededor, todos parecían desconcertados e inhibidos. Me eché a reír a carcajadas histéricas. Y entre las carcajadas gemía:

—¡Me ha cruzado la cara! ¡Me ha cruzado la cara con un metro de tripa de vaca! Me retorcía de risa, y al impulso de mis carcajadas la habitación se balanceaba. Grité: —¡Me ha lanzado al rostro un plato de pata de cerdo! Ninguno de los que allí estaban parecía comprender mis palabras. Las lágrimas apenas me permitían ver. Entre carcajadas, dirigiéndome al grupo más cercano, tartamudeé: —¡Es alto como un pino de Georgia! ¡Está totalmente borracho...! ¡No puede ni cantar! Un hombre me dio la razón nerviosamente: —Sí, claro, sí. Ja, ja... —¡Tres sábanas al viento! —dije, recobrando el aliento.  

Entonces advertí que la silenciosa tensión de los circunstantes se suavizaba, y se traducía en risas que fueron contagiándose de unos a otros, hasta que un rugido compuesto por risas de distintos volúmenes, intensidades y entonaciones, dominó la habitación. Todos reían. —¡Había que ver la cara que ha puesto el hermano Jack! — exclamó un hombre sacudiendo la cabeza. —¡Qué bárbaro! —¡"Desciende Moisés"! —¡Pero qué bárbaro, Señor! Al fondo, varios hombres golpeaban la espalda de otro al que la risa había hecho perder el resuello. Muchos sacaron pañuelos para sonarse las narices y secarse los ojos. Cayó un vaso al suelo, y alguien derribó una silla. Yo procuraba dominar las acometidas de las dolorosas carcajadas que todavía me sacudían. Y cuando me hube calmado, advertí que me miraban con tímido agradecimiento. La escena había sido como un toque de atención para todos. Sin embargo, aquella gente parecía empeñada en fingir que nada insólito había ocurrido. Sonreían. Algunos causaban la impresión de que quisieran acercarse a mí, para darme palmaditas en la espalda y estrecharme la mano. En cierto modo, se comportaban como si yo hubiera prestado un importante servicio cuya trascendencia no me era dado comprender, como si les hubiera dicho algo que ellos deseaban oír. Esto era lo que sus rostros expresaban. Me dolía el estómago. De buena gana me habría ido de allí para librarme de sus miradas. Entonces, una mujer pequeña y delgada se acercó a mí y me estrechó la mano. Con perezoso acento yanqui, dijo:

—Siento infinito lo ocurrido. De veras que lo siento. Algunos de nuestros hermanos no están todavía suficientemente preparados, pero sus intenciones son buenas. Le ruego que le disculpe. Examiné detenidamente su rostro delgado, característico de las gentes de Nueva Inglaterra, y dije: —En realidad, estaba un poco mareado. —Sí, desde luego. Y su estado ha sido ocasión de que pusiera de manifiesto su manera de ser. Jamás se me ocurriría pedir a un hermano de color que cantara canciones, pese a que me gustan estos cantos. Pedir esto supone una actitud retrógrada. Usted está aquí para luchar junto a nosotros, no para divertirnos. ¿Comprende lo que quiero decir, hermano? Asentí con una sonrisa. Antes de irse, me ofreció su mano pequeña, enguantada en blanco, y dijo: —Ya sabía que lo comprendería. Ahora debo dejarles, adiós. Estaba intrigado. ¿Qué quiso decirme aquella mujer? ¿Intentó expresar que ella comprendía que para nosotros resultaba ofensivo que los blancos  

creyeran que todos éramos actores, cómicos y cantantes? Ahora, tras la explosión de risa de los asistentes, me formulaba in mente serie de inquietantes preguntas. ¿Estaba prohibido pedirnque cantáramos? ¿Acaso el hombre rechoncho no podía cometer un error sin que se le atribuyesen unos motivos consciente o inconscientemente mal intencionados? Al fin y al cabo, él también cantaba, o, por lo menos, lo intentaba. ¿Qué hubiese ocurrido si yo le hubiera pedido que cantara? Vi a la mujer pequeña y vestida de negro, como piadosa catequista, alejándose entre la gente, camino de la puerta. ¿A santo de qué estaba allí? ¿Cuál era su función? Igual , por que, al fin y al cabo, se había portado bien conmigo, y yo sentía simpatía hacia ella. Entonces, se me acercó Emma y me pidió que bailara con ella. Mientras nos dirigíamos hacia un lugar despejado, recordé la profecía del veterano, en el autobús. Pasé el brazo por la espalda dey la acerqué a mí, como si todas las noches bailara con ella. En aquellos instantes, consideraba que tras haberme unido voluntariamente al grupo del hermano Jack, ya no podía permitirme mostrar sorpresa o inquietud ante ninguna situación, ni siquiera en situaciones nuevas, totalmente distintas a cuantas había vivido hasta el momento. Si no actuaba así, quizá me considerasen poco digno de la confianza que en mí habían depositado. Tenía la idea de que me creían capaz de realizar un trabajo para el que carecía de preón, que me exigían llevar a cabo una tarea en la que no tenía alguna, salvo dentro del ámbito irreal de mi imaginación. Sin embargo, no era éste un fenómeno nuevo: los blancos parecían albergar siempre la creencia de que nosotros sabíamos aquello que ellos habían procurado por todos los medios ocultar a nuestro conocimiento. Era preciso que estuviera preparado para afrontar todas las eventualidades, como lo estaba mi abuelo cuando, al presentarse al examen previo al ejercicio del derecho de voto, recitó, como le habían pedido, íntegramente la Constitución de los Estados Unidos. Ante la perplejidad de la junta de exámenes, contestó todas las preguntas que le hicieron. De todos modos, tal como cabía esperar, le denegaron el derecho a votar... Pensé que la gente con quien estaba era muy distinta a los que formaban la junta que examinó a mi abuelo.

Faltaba poco para las cinco de la madrugada cuando llegué a casa de Mary, con muchos bailes y muchos bourbons a cuestas. Al entrar en el dormitorio, me sorprendió que la habitación no hubiese cambiado, que fuese la misma de la que había salido horas antes. Mary me había puesto sábanas limpias en la cama. Pobre Mary. Sentí una oleada de tristeza que me serenó. Al desnudarme observé que mis ropas estaban viejas y gastadas. Tendría que sustituirlas por otras. En realidad, ya les tocaba el relevo. Incluso del sombrero me desprendería; el color verde que tenía cuando lo compré se había tornado parduzco, recomido por el sol, como las hojas muertas por la nieve invernal. Mi nuevo nombre exigía un sombrero nuevo, un  

sombrero negro, con alas ribeteadas, un sombrero de banquero... o de solemne charlatán. Me eché a reír. Decidí dejar para el día siguiente el trabajo de hacer las maletas. Al fin y al cabo, tenía muy pocas cosas, lo cual quizá fuera una ventaja. Con poco equipaje se camina más aprisa y se llega más lejos. El hermano Jack y sus amigos no perdían el tiempo. Entre Mary y la gente que me obligaba a abandonar su pensión mediaba un abismo. ¿Por qué razón la tarea que me permitiría realizar algunas de las cosas que Mary esperaba de mí, exigía que me apartara de ella? ¿Cómo sería el alojamiento que el hermano Jack me asignaría, y por qué no dejaba que fuese yo quien lo escogiera? No me parecía lógico que para llegar a ser un dirigente de Harlem tuviera que vivir en otro lugar. Y pese a todo, tenía la impresión de que así debía ser, y estaba dispuesto a confiar en el criterio del hermano Jack. El y sus amigos seguramente eran expertos en estas materias. ¿Hasta qué punto podía confiar en ellos, y en qué aspecto se diferenciaban de los protectores de la universidad? De todos modos, ya me había comprometido a unirme a ellos. Al recordar el dinero que me habían dado, pensé que despejaría estas interrogantes en el curso de mi colaboración. Eran billetes nuevos y crujientes. Me esforcé el imaginar la sorpresa de Mary cuando le pagara íntegramente cuanto le debía. Probablemente, no podría creerlo, pensaría que se trataba de una broma. Sin embargo, el dinero jamás pagaría su generosidad para conmigo. Y tampoco podría Mary comprender las razones que me obligaban a abandonar su casa, inmediatamente después de haber encontrado empleo. Si tenía éxito en mi nueva tarea, mi comportamiento ante Mary revestiría características de extremada ingratitud. Me faltaría valor para mirarla a la cara. A cambio de su generosidad jamás me pidió nada, salvo que llegara a ser lo que ella llamaba un "líder de nuestra raza". Un temblor sacudió mi cuerpo. Sería difícil decirle que abandonaba su casa. No quería pensar en ello, pero, al mismo tiempo, me decía que tampoco podía permitirme incurrir en actitudes sentimentales. Tal como dijo el hermano Jack, la historia tiene crueles exigencias. Era necesario plegarse a ellas si queríamos ser los dirigentes de nuestro tiempo y no las víctimas de la época. ¿Verdaderamente creía enloque pensaba? Quizás había comenzado ya a pagar mi tributo ahistoria. Además, reconocí que las gentes como Mary tenían características que no me gustaban. Por ejemplo, casi nunca distinguíanel límite que separa sus propias personalidades de las de Siempre hablaban y pensaban en plural, siempre se referían a "nosotros", que mi punto de referencia era "yo". Esta diferencia me había planteado problemas incluso en mi familia. ElJack y sus cofrades también se referían a "nosotros", pero su "nosotros" era mucho más amplio.

 

Bien, he aquí que tenía un nombre nuevo, y problemas también nuevos. Mejor sería olvidarme de mi viejo nombre y mis viejos problemas. Quizá lo más adecuado sería no ver a Mary, meter el dinero en un sobre y dejarlo en la mesa de la cocina. Adormecido, me repetí que éste sería el mejor método. Así no tendría que enfrentarme con ella y luchar con emociones y palabras confusas, contradictorias... Pensé que las gentes con quienes me había reunido aquella noche parecían estar dotadas de la facultad de expresar con claridad y dureza lo que pensaban y lo que querían. También debía aprender a hablar así. Di media vuelta en la cama, y los muelles del colchón gimieron. En el dormitorio hacía frío. Presté atención a los sonidos nocturnos del interior de la casa. El tic-tac del reloj sonaba con inútil prisa, como si pretendiera mantenerse al paso del correr del tiempo. Fuera, en la calle, oí el largo gemido de una sirena.

 

CAPÍTULO 15 Ignoraba si había ya despertado o si todavía dormía. Rígidamente sentado en la cama, escudriñaba la triste luz grisácea, en un intento de descubrir el significado de los ruidos metálicos que atormis nervios. Aparté la sábana y la manta, y me llevé las manos a los oídos. Alguien golpeaba la tubería principal de la calefacción. Como atontado, y sin saber qué hacer, estuve varios micon la mirada perdida en la penumbra. Los oídos me latían d. Entonces, sentí un violento escozor en el costado. í la chaqueta del pijama y comencé a rascarme el costado. Súbitamente, el dolor de los oídos saltó al costado, y en él vi las largas ñales grises que las uñas, al arrancar la primera capa de piel muerta, habían dejado. Y en las señales grises aparecieron los finos hilos rosados de la sangre. El dolor tuvo la virtud de centrarme de nuevo en las dimensiones de tiempo y lugar, y pensé: "El último día de mi estancia en casa de Mary nos hemos quedado sin calefacción". Entonces, tuve un arrebato de náuseas. El sonido de los golpes en la tubería ahogó el timbre del despertador. Eran las siete y media de la mañana. Salté de la cama, Tendría que darme prisa. Antes de llamar a Jack para que me diese instrucciones, debía hacer algunas compras y pagar a Mary. ¿Por qué no dejaban ya de golpear la tubería? Me incliné para coger los zapatos, y, entonces, los ruidos sonaron junto a mi cabeza. ¿Por qué no paraban de una maldita vez? ¿Y por qué me sentíatan ? ¿Se debía al bourbon? ¿O estaba enfermo de los?

En dos saltos crucé el dormitorio y comencé a golpear furiosamente la tubería de la calefacción con el zapato. —¡Basta! ¡Estúpido, imbécil! ¡Basta! ¡Basta! Parecía que mi cabeza fuese a estallar. Perdido el dominio de mí mismo, golpeaba con furia la tubería, de la que saltaban trocitos de pintura plateada, dejando al descubierto el hierro negro. El ser que producía el sonido utilizaba ahora una barra de hierro. Los ruidos resonaban desgarradoramente. Hubiera dado cualquier cosa por saber quién era el que producía el ruido. Con la mirada busqué algo duro y pesado con que golpear la tubería. ¡Si supiera quién era aquel cretino! Cerca de la puerta vi un objeto de cuya presencia en mi dormitorio nunca me había apercibido. Era una estatuilla, en hierro colado, de un negrísimo negro, de labios rojos y boca enorme, cuyas pupilas, destacando en crudo blanco, me miraban desde el  

suelo. En su rostro había una inmensa, monstruosa sonrisa, y tenía la mano —la única que yo podía ver— ante el pecho, palma al cielo. Se trataba de una hucha, un aparato del siglo pasado. Si se ponía una moneda en la palma del negro y se oprimía un resorte situado en la espalda, el negro alzaba el brazo y se metía la moneda en la boca. Me quedé un par de segundos inmóvil, dejando que el odio creciera y se desarrollara libremente en mi interior. Después, me abalancé sobre el negro de hierro, enfurecido tanto por los golpes en la tubería como por el hecho de que Mary, debido a excesiva tolerancia, falta de criterio o lo que fuere, conservara aquella burlesca imagen. Cuando tuve la estatuilla en la mano, el rostro del negro adquirió una expresión que antes sugería el gesto de un hombre en trance de ser estrangulado, que una sonrisa. Las monedas en la garganta le asfixiaban. Preguntándome cómo había llegado a mi cuarto aquella triste imagen, corrí hacia la tubería y la golpeé con la ridícula cabeza de hierro:

—¡Basta! ¡Basta! Mis gritos tan sólo sirvieron para irritar todavía más al oculto alborotador. El ruido era ensordecedor. Todos los vecinos de la casa golpeaban la tubería. Volví a golpear la tubería con la figura de hierro. La pintura plateada saltaba sobre mi rostro, como un chorro de arena. La tubería vibraba en toda su longitud. Se abrieron las ventanas del patio interior, y mil voces chillaron insultos. Golpeé con más fuerza la tubería, y chillé: —¿Es que aquí no hay ningún ser civilizado? ¿Es que no hay nadie que sepa que estamos en el siglo XX? ¿Creen que todavía están en los campos de algodón? ¡Pórtense civilizadamente!

Oí el sonido de metal al romperse, y me quedé con la cabeza del negro en la mano, mientras el cuerpo caía al suelo. Las monedas saltaron, rodaron por el suelo, tintineando, y se detuvieron. —¡Oídles, oídles! —gritaba Mary, desde el recibidor—. Esa gente va a derribar la casa... Saben de sobras que cuando la calefacción no funciona es porque el portero está borracho, o ha pasado la noche fuera con alguna mujer, o qué sé yo. ¿Si lo saben por qué organizan este escándalo?

 

Mary estaba ya junto a la puerta de mi dormitorio. Sus golpes en la madera se mezclaban con los golpes que los vecinos propinaban a la tubería: —Hijo, me parece que tú también estás dando golpes... Indeciso, miré a todos lados, sin saber qué hacer. En la mano tenía la cabeza de hierro, rota. Y desparramadas por el suelo vi las pequeñas monedas que la estatuilla contenía. —¿Me oyes? —gritaba Mary. —¿Qué ocurre? Pensé que si Mary entraba me sentiría terriblemente avergonzado de mi conducta. Me arrodillé y comencé a recoger los fragmentos de la estatuilla. —Te preguntaba si desde aquí oyes el escándalo. —Sí, claro. Pero ahora igual me da, porque ya estoy despierto. Vi que la manecilla de la puerta se movía, y me quedé inmóvil. Mary volvió a hablar: —Me parecía que tú también estabas dando golpes. ¿Estás vestido? —No. Enseguida lo estaré. —Ven a la cocina, allí se está caliente. Te he calentado agua en la estufa, para que te laves. Y hay café. ¡Señor, qué escándalo! Me mantuve inmóvil, paralizado por el miedo, hasta que se fue. Debía darme prisa. Cogí un fragmento de la hucha, que correspondía al pecho cubierto con camiseta roja, del negro. En la porción de hierrque tenía en la mano, unas letras blancas, formando curva, de modo parecido al nombre del equipo en las camisetas de los atletas, decían: "Aliméntame". La estatuilla había estallado como una bomba de mano, dejando el suelo cubierto de fragmentos cortantes, que se mezclaban con las monedas. Al mirarme la mano, vi que tenía sangre en ella. Pensé que debía ocultar las pruebas de mi delito. Cogí un periódico, lo doblé y, utilizándolo como escoba, barrí el suelo y formé un montoncillo de monedas y fragmentos de hierro. Me limpié la sangre de la mano. Comunicar a Mary el estropicio, y decirle, al mismo tiempo, que me iba de la pensión, me parecía excesivo. Contemplaba con profundo asco la pila de chatarra y monedas, en la que destacaba un trozo de hierro pintado de rojo, correspondiente a la boca del negro, y me preguntaba dónde escondería aquello. En mi angustia, no cesaba de preguntarme: ¿Por qué diablos conservaba Mary esta repugnante estatuilla? ¿Por qué, Señor, por qué? Miré bajo la cama. El suelo estaba limpio, sin una mota de polvo. No, allí no podía esconderlo. Mary era demasiado ; lo encontraría enseguida. Además, ¿qué iba a hacer con las ? Quizá el negro pertenecía al anterior ocupante del dormitorio. De todos modos, fuese quien fuere el propietario, yo tenía que esconder aquello. Pensé en el armario: allí Mary también lo encontraría. Al día siguiente de irme, Mary limpiaría y pondría en orden el dormitorio y

 

tropezaría con el paquete delator. Los golpes contra la tubería habían perdido gran parte de su violencia, y ahora sonaban con rítmica monotonía de rumba.

Sus vibraciones se transmitían al suelo. En voz alta dije: "Dentro de muy pocos minutos ya no estaré en esta casa, hijos de mala madre. No tenéis respeto al individuo. Ni siquiera se os ocurre pensar que quizás alguien necesite dormir. Ni tampoco que algún vecino esté enfermo de los nervios". Pensé en el montón de chatarra. No me quedaría más remedio que llevármelo y desembarazarme de él en la calle. Lo envolví con el periódico, y metí el paquete en un bolsillo del sobretodo. En cuanto a las monedas, tendría que dar a Mary dinero en cantidad suficiente para compensar la pérdida. Le daría cuanto dinero pudiera, la mitad del que tenía, si era necesario. Esa era la única forma de pagar parte de los perjuicios que le había causado. Sin duda, me lo agradecería. Y en aquel instante comprendí, con terror, que debía hablar con Mary, cara a cara. No me quedaba otro remedio. Pero, ¿por qué no me limitaba a comunicarle que me iba y pagar las pensiones atrasadas? Al fin y al cabo, ella era la dueña de la pensión y yo un cliente. No, la relación entre Mary y yo no era ésa tan sólo. Además, yo carecía de la dureza y la técnica prepara decirle, escuetamente, que me iba de su casa. Tendría que que había conseguido un empleo, o algo parecido. Y debía hacerlo ahora.

Cuando entré en la cocina, la encontré sentada a la mesa, tomándose una taza de café. En la cocina humeaba un cazo con agua hirviente. Mary me dijo: —Se te han pegado las sábanas, esta mañana. Coge agua del cazo y lávate la cara. Con lo adormilado que estás quizá sería mejor que te lavases con agua fría. —No creo que sea necesario —contesté con voz inexpresiva. Cogí el cazo. El vapor me envolvió el rostro, y se enfrió enseguida, dejándome la piel húmeda. El reloj de la cocina iba retrasado con respecto al mío. Fui al baño. Tapé la taza del lavabo y eché agua caliente. La templé con agua fría. Hundí la cara en el agua templada, y estuve largo rato con el rostro en el agua. Me sequé y volví a la cocina. —Vuélvelo a llenar —dijo al verme—. ¿Cómo te encuentras? —Así, así. Mary tenía los codos apoyados en la mesa esmaltada y sostenía el tazón de café con las dos manos, manteniendo el dedo meñique, deformado por el trabajo manual, delicadamente curvado en el aire. Fui a la fregadera y abrí el grifo. Y mientras el cazo se llenaba de agua, pensaba en cómo hacer lo que tenía  

que hacer. Sentí en la mano el agua fría rebosando del cazo. La voz de Mary me sobresaltó: —Cierra ya el grifo, muchacho. ¡Despierta! —Estaba distraído, pensando en otras cosas. —Pues vuelve a la realidad, y tómate un café. Cuando termine el mío, voy a ver qué puedo darte para desayunar. Me parece que con la nochecilla que pasaste, vas a tener buen apetito. No viniste a cenar, anoche. —No, lo siento. Con el café tendré bastante, gracias.

Me dio una taza de café, llena hasta el borde, y me aconsejó: —Será mejor que comas algo. Te sentará bien. Tomé la taza y bebí. El café, en el que no había puesto azúcar, amargo. Mary me miró, miró el azucarero, y volvió a mirarme. No dijo palabra. Agitó su taza de café y observó fijamente el líquido.

—Me parece que tendré que comprar filtros que funcionen mejor que éstos. Los que tengo ahora dejan pasar el polvillo junto con el líquido, lo malo junto con lo bueno. No sé qué pasa, pero hasta los mejores filtros dejan pasar el polvo; siempre encuentro poso en la taza. Soplé el café, para hurtarme a la mirada de Mary. Los golpes en la tubería de la calefacción habían arreciado, y producían un ruido insoportable. Pensé que debía irme de allá cuanto antes. Contemplé la superficie caliente y metálica del café, y advertí en ella unas aceitosas manchas arremolinadas de tonalidad opaca. Abordé súbitamente mi problema: —Oye, Mary, quiero hablarte de una cosa. —Mira, muchacho —me interrumpió, como si me riñera—, no quiero que hoy me hables de tus atrasos. Es algo que no me preocupa porque sé que cuando tengas dinero, pagarás. Por el momento olvídalo. Nadie se va a morir de hambre aquí. ¿Has encontrado trabajo? Decidí aprovechar aquella oportunidad, y tartamudeé: —No, bueno, quiero decir que todavía no tengo un empleo, propiamente dicho. Esta mañana tengo que ver a alguien para ver si me contratan... Su rostro se iluminó. —¡Bien! Estoy segura de que lograrás algo. Estoy segura. Volví a atacar el tema: —Pero, el dinero que te debo...  

—De esto

no tienes que preocuparte. ¿Te gustaría tomarte unas tortitas calientes? —Se levantó y anduvo hacia la alacena—. Con el frío que hace te van a sentar bien. —No, gracias. No tengo tiempo. Pero quisiera darte algo... Miraba el interior de la alacena, y su voz me llegó apagada: —¿De qué se trata? Apresuradamente, mientras metía la mano en el bolsillo en busca del dinero, dije: —Espera, un momento... —¿Qué dices? ¿Dónde habré puesto el jarabe? Saqué un billete de cien dólares, y con voz emocionada, dije: —Mira. —Estará en la repisa de arriba —murmuró de espaldas a mí. Arrastró una escalera de mano que se encontraba al lado de la alacena, y comenzó a subir los peldaños, manteniendo las manos en las puertas abiertas, con la vista dirigida hacia la estantería superior. Lancé un suspiro: por lo visto jamás podría decirle lo que quería. —Mary, quiero darte una cosa. —¿Por qué no me dejas en paz de una vez? ¿Qué es lo que quieres darme? Y volvió la cabeza hacia mí, mirándome por encima del hombro. Yo le mostré el billete. —Esto. —Pero, muchacho, ¿qué es lo que veo? —Dinero. —¿Dinero? ¡Dios mío! —Al pretender dar media vuelta, en la escalera, casi perdió el equilibrio—. ¿De dónde has sacado tanto dinero? ¿Has jugado a la lotería? —Eso es. Y gané —dije, agradeciendo la excusa que ella misma me proporcionaba. E inmediatamente pensé: "¿Qué voy a decirle si me pregunta el número con que he ganado?". No podría contestarle. En mi vida había jugado a la lotería. Mary exclamó:

—¿Y por qué no me dijiste que jugabas? Habría participado con diez céntimos, por lo menos. —No creía que fuese a ganar. —Claro. Y seguramente es la primera vez en tu vida que juegas. —Así es.  

—Ya sabía yo que eras un muchacho con buena suerte. He jugado durante años y años, sin que jamás me tocara ni cinco, y tú vas y juegas por primera vez en tu vida, y te toca. Me has dado una alegría. De veras que estoy contenta. Pero no quiero este dinero, no lo aceptaré. Cuando tengas un empleo me pagas, pero no antes. Pero esto es sólo un pago a cuenta de lo que te debo —contesté rápidamente—. Y me queda más dinero. —¡Es un billete de cien dólares! Si lo acepto e intento cambiarlo, los blancos querrán enterarse de toda mi vida. Querrán saber dónde nací, dónde trabajo, dónde he vivido durante los últimos seis meses, y, cuando lo sepan, seguirán creyendo que robé este dinero. ¿No tienes un billete más pequeño?

—Tómalo —supliqué—. No tengo billetes de menos de cien. Y todavía me queda dinero suficiente para mis gastos. Me dirigió una mirada suspicaz. —¿Estás seguro? —Palabra. Comenzó a bajar de la escalera, diciendo: —Bueno, ver-da-de-ra-men-te... Deja que baje, o me voy a romper la crisma. Hijo, te lo agradezco mucho, pero sólo me quedaré una parte y el resto te lo guardaré. Serán tus ahorros, y si alguna vez necesitas dinero, vienes y me lo pides. Dobló cuidadosamente el billete y lo guardó en el bolso de cuero que tenía siempre colgado en el respaldo de la silla en que solía sentarse. —No lo necesitaré. Ahora, voy a tener dinero. —Estoy contenta de que me hayas dado esto, porque podré pagar de una vez una factura que han estado pasándome qué sé yo las veces. Me gustará ir a ver a esa gente, echar unos billetes sobre la mesa y decirles que dejen de molestarme. Hijo mío, me parece que estás en una buena racha de suerte. ¿Soñaste el número que te ha tocado? Observé la tensa expresión del rostro de Mary: —Sí, pero fue un sueño muy confuso. —¿Qué número era? —Pegó un grito y se levantó de un salto, señalando el linóleo alrededor de la tubería de la calefacción—: ¡Jesús! ¿Qué es eso? Del piso superior, bajaban por la tubería de la calefacción grupos de cucarachas enloquecidas, a las que las vibraciones del metal arrojaban al suelo. Mary chilló:  

—¡Corre,

dame la escoba! ¡Está ahí en el armario! Di un rodeo para evitar la silla, agarré la escoba y corrí al lado de Mary. Con la escoba y los pies me apresuré a aplastar las cucarachas que se diseminaban por el suelo. Al aplastar sus cuerpos contra el suelo, oía el chasquido que producían al reventar. —¡Bichos repugnantes! —gritaba Mary—. ¡Mata ésa que está debajo de la mesa! ¡No dejes que se escape, la puerca! Barrí el suelo, amontonando los insectos muertos. Mary, jadeante y excitada, me dio la pala de recoger la basura. —Hay gente que vive rodeada de inmundicia —comentó, asqueada—. Con hacer un poco de ruido toda la porquería sale a flote. Cuatro golpes bastan para que salga toda la inmundicia a la superficie. Durante unos instantes contemplé las húmedas manchas en el linóleo. Devolví bruscamente a su sitio la pala y la escoba, y me dispuse a salir de la cocina. Mary me preguntó: —¿No vas a desayunar? Tan pronto haya limpiado eso prepararé el desayuno. Con la mano en la puerta, contesté: —No tengo tiempo. La cita es a primera hora de la mañana, y antes debo hacer un par de gestiones. Entonces mejor será que tomes algo fuera. En un día tan frío no es conveniente ir por el mundo con el estómago vacío. ¡Y no vayas acoger la costumbre de comer fuera de casa sólo porque ahora tienes un poco de dinero! Estaba de espaldas a mí, lavándose las manos. Que va — contesté. —Buena suerte, hijo. De verdad, me has dado una gran alegría. No te miento, no. Una gran alegría. Se echó a reír . Crucé el recibidor y entré en el dormitorio, cerrando después la puerta. Del armario saqué el sobretodo, yla cde piel con que me habían premiado años atrás. Estaba tannueva en la noche en que, tras la Lucha Real, me fue entregada. En ella metí el paquete que contenía los fragmentos de lahucha hierro y las monedas y la cerré cuidadosamente. Salí del dormitorio. El ruido de los golpes en la tubería de la calefacción ya no me Irritaba tanto. Cuando crucé el recibidor, oí a Mary que, en la cocina, cantaba una canción triste y serena. Abrí la puerta y salí al vestíbulo del edificio. Entonces, recordé que debía hacer algo que hastael momento había olvidado. En el vestíbulo débilmente iluminado, extraje del billetero el papel impregnado de suave perfume y lo desdoblé con cuidado. Allí hacía frío. No pude evitar un estremecimiento. Me acerqué el papel a los ojos, y leí despacio y atentamente el nuevo nombre que la Hermandad me había atribuido.  

En la calle no hacía tanto frío como ayer, pero todavía quedaba nieve, que las ruedas de los automóviles iban convirtiendo en una masa de hielo parduzco. Me uní a los transeúntes que avanzaban por la calle. La cartera, con los fragmentos de la estatuilla y las monedas, se balanceaba al compás de mi andar, y me golpeaba rítmicamente la pierna. Decidí arrojar el paquete en el primer cubo de basura que encontrara. Era un mal recuerdo de mi última mañana en casa de Mary. Me dirigí hacia una hilera de cubos de basura que se encontraban ante unas viejas casas de vecindad. Anduve a lo largo de la hilera de cubos, y arrojé, con distraído ademán, el paquete en uno de ellos. Proseguí mi camino, pero instantes después, oía el ruido de una puerta al abrirse y una voz que gritaba a mis espaldas: —¡No, qué va, no voy a permitirlo! ¡Vuelve y coge esto que has tirado! Al mirar hacia atrás, vi a una vieja en la puerta de una casa. Llevaba un abrigo que se había colocado sobre la cabeza y los hombros, cuyas mangas colgaban inertes como brazos atrofiados. Volvió a gritar: —¡A ti, a ti te lo digo! ¡Ve y recoge tu basura! ¡Y no se te ocurra volver a tirar tus desperdicios en mi cubo!

Era pequeña y amarillenta. Llevaba unas gafas con cadenilla, y el cabello recogido en moños con horquillas. En voz temblorosa de odio, chilló: —Nuestro barrio es limpio y respetable, y no toleraremos que vengáis a arruinarlo los palurdos negros del Sur. Algunos se pararon para contemplar la escena. De un edificio situado cerca de la esquina, salió un portero que se quedó en mitad de la acera, golpeándose con el puño derecho la palma de la mano izquierda; los golpes producían un sonido seco y amenazador. Irritado e intimidado al mismo tiempo, dudé unos instantes. Me parecía increíble que aquella mujer estuviera en sus cabales. —¡No bromeo! —gritó—. ¡Sí, sí, a ti te lo digo! ¡Quita lo que has echado en mi cubo! —Se dirigió a alguien que se encontraba en el interior de la casa—. ¡Rosalie! ¡Llama a la policía, Rosalie!  

Pensé que no podía permitirme el lujo de discutir con la policía, y retrocedí hacia el cubo, mientras decía a la mujer: —¿Y qué más da, señora, que haya echado un paquete en su ? Para los basureros toda la basura es igual. Si he tirado el paquete en el cubo ha sido porque no quería tirarlo en la calle. No sabía que su basura fuese mejor que la mía.

—¡Déjate de impertinencias! ¡Ya estoy harta de que los negros del Sur nos compliquen la vida! —-No se preocupe, retiraré el paquete. Metí la mano en el cubo, que tan sólo contenía basura hasta la mitad. El hedor de podredumbre invadió mi olfato. Tenía la impresión de que el contacto de mi mano con la basura podía infectarme. El pesado paquete se había hundido en la blanda inmundicia. Lancé una maldición. Con la mano limpia, me remangué el brazo que había metido en el cubo. Y después, revolví la basura hasta dar con el paquete y lo extraje. Me sequé el brazo con el pañuelo, y reemprendí mi camino, consciente de las sonrisas en los rostros de aquellos que se habían para ver qué ocurría. —¡Así aprenderás! —ó la mujer desde la puerta. Dimedia vuelta y avancéhacia ella, gritando: —¡Basta ya! ¡No voy a aguantar más tus gritos, vieja biliosa! ¡Si quieresseguir insultandotendrás que llamar a la policía! —Mihabía adquiridoun timbre agudo y chillón—. ¡He hecho lo quequerías que hiciera! ¡Y si una palabra más, voy a hacer contigolo que ya tengo ganasde hacer! Sus pupilas se dilataron,retrocedió un paso, abrió la puerta y exclamó: — ¡Ya te creo capaz, ya! — ¡No sólosoy capaz, sino que lo haré con sumo placer! — ¡Todo un caballero, eso es loeres! ¡Sí, señor; un caballero! Entró en la casa y ó dando un portazo. Alllegar a la siguientehilera de cubos, cogí un periódico viejo, delque arranqué una hojacon la que limpié la muñeca y la mano. Conel resto delperiódico envolví el paquete. Decidí arrojar el paqueteen plena calle. Dos bloques de casasmás á,mi irritación había desaparecido, pero mesentía extrañamentesolo. Incluso las personas que estaban juntoamí, en el borde de la acera, esperando cruzar la calle, me causaban la impresión de vivir aisladas, cada una de ellas perdida en el mundo de sus pensamientos. En el momento en que la luz deláforo cambió, dejé caer el paquete en la nieve. Crucé la calle , pensando: "Ya está hecho".

Apenas había avanzado dos bloques más, cuando oí una voz a mis espaldas: —¡Oiga, amigo! ¡Señor! ¡Usted! Pare un momento, no corra tanto...  

Y tras la voz, oí el sonido de pasos apresurados, sobre la nieve. Junto a mí, tenía a un hombre bajo y grueso, vestido con ropas viejas y gastadas, que me sonreía amistosamente, entre jadeos que lanzaban al aire helado bocanadas de aliento blanquecino. El hombre me decía: —Iba usted tan aprisa que pensé que no podría alcanzarle. ¿No ha perdido usted nada, hace un momento? Pensé: "He aquí a un hombre de buenos sentimientos, y en mala situación económica, dispuesto a mostrar su buena voluntad". Decidí negar.

—¿Que si he perdido algo? No, creo que no. —¿Está seguro? —dijo, frunciendo el ceño. —Sí. En su rostro se dibujó una expresión de duda, y en sus ojos, que examinaban mi rostro, apareció una chispa de miedo. No me creyó. —Oiga, amigo, yo he visto como usted perdía el paquete. —Echó una rápida mirada hacia atrás, y murmuró—: ¿Qué diablos pretende?

—¿Que qué pretendo? ¿Qué quiere usted decir con eso? —¿Qué pretende al decir que no ha perdido nada? ¿Está organizando un juego para que me coja la policía, quizá? Retrocedió, y volvió a mirar nerviosamente hacia atrás, a los transeúntes que se encontraban en la zona por la que habíamos pasado. Dije: —Pero, ¿de qué me habla? Yo no he perdido nada. —Más le valdría no seguir mintiendo, porque le he visto. Me gustaría saber qué se trae entre manos. —En movimientos furtivos extrajo el paquete del bolsillo—. Parece que ahí dentro haya dinero, o una pistola, o algo por el estilo. Y he visto perfectamente que usted tiraba el paquete. —¡Vaya...! ¿Se refería a esto? Esto no es nada, basura... Pensaba que... —¡Ahora se acuerda! ¿Conque no sabía de qué se trataba? Yo molesto en hacerle un favor, y usted intenta tomarme el pelo. ¿Qué es usted? ¿Confidente de la policía, traficante en drogas o qué? ¿No pretenderá comprometerme, poner en mis manos las pruebas de un delito? —Lo siento, pero se equivoca usted. — ¡Narices me equivoco! ¡Ande, coja!

Y me arrojó el paquete a las manos, como si se tratase de una bomba próxima a hacer explosión. El hombre parecía indignado. —Soy un honrado padre de familia que intenta hacerle un favor, y usted va e intenta meterme en un lío. ¿Trabaja para la policía, no?  

—No

se precipite. Se deja usted llevar por la imaginación. En este paquete no hay más que desperdicios. Me interrumpió en un susurro intenso y silbante: —Si crees que voy a tragarme semejante cuento estás loco. Ya sé qué clase de desperdicios hay ahí dentro. Vosotros, los muchachos negros de Nueva York no sois más que chusma. Espero que te echen pronto el guante y te enchiqueren por una temporada. Me miraba como si yo tuviera lepra. Se fue a toda velocidad. Eché una ojeada al paquete. Y después contemplé la figura del hombre alejándose. Sin duda, creía que el envoltorio contenía objetos robados. Pocos pasos había yo andado, y me disponía a arrojar el paquete a la calle, cuando miré hacia atrás y vi al hombre hablando con otro y señalándome indignado. Apresuré el paso. Aquel loco era capaz, si le daba tiempo, de llamar a un policía. Devolví el paquete a la cartera. No me desprendería de él hasta llegar al centro de la ciudad. En el metro, la gente leía los diarios de la mañana, con sus feos rostros inclinados sobre el papel. Cerré los ojos y procuré apartar de mi mente el recuerdo de Mary. Al abrirlos y mirar a un lado, vi el titular "Un desahucio en Harlem provoca violentas protestas", décimas de segundo antes de que el hombre bajara el periódico, para apartarse de las puertas del vagón que en aquellos momentos iban a abrirse. Salí del metro. Dominado por la impaciencia anduve hasta la calle Cuarenta y dos, donde compré un periódico que daba la noticia en primera plana. Leí ávidamente el texto. Se refería a mí llamándome "desconocido agitador" y diciendo que había desaparecido aprovechando la confusión creada, sin embargo no cabía duda de que yo era la persona de quien el periódico hablaba. Durante dos horas, decía la noticia, la multitud logró impedir la ejecución del desahucio. Cuando entré en la tienda de ropas confeccionadas, me embargaba un nuevo sentimiento de mi importancia.

Compré un traje un poco más caro de lo que yo había previsto, y mientras lo ajustaban a mis medidas, adquirí un sombrero, camisas, zapatos, calcetines y ropa interior. Luego, llamé por teléfono al hermano Jack, que me dio varias órdenes en tono seco y autoritario, como un general. Debía ir a una casa situada al extremo de East Side, en la que me tenían reservada una habitación, y allí debía leer unos cuantos textos de doctrina y propaganda de la Hermandad que alguien había dejado a mi disposición en el dormitorio, a fin de que me sirvieran de preparación para pronunciar un discurso en una reunión que tendría lugar en Harlem, aquella misma noche.  

Fui allá. Y me encontré ante un edificio vulgar, en un barrio predominantemente puertorriqueño e irlandés. Cuando llamé a la puerta de la portería advertí que en la calle, un grupo de muchachos jugaba a arrojarse bolas de nieve. Una mujer pequeña, sonriente y de rostro simpático abrió la puerta y dijo: —Buenos días, hermano. Ya tengo su piso dispuesto. Me dijeron que llegaría a esta hora, y precisamente ahora he terminado de arreglar el piso. ¡Hay que ver, cuánta nieve! La seguí hasta el tercer piso, preguntándome qué diablos iba a hacer yo con un piso entero sólo para mí. Del bolsillo sacó un manojo de llaves, y abrió la primera puerta del rellano. —Es éste. Entré en una habitación pequeña, cómodamente amueblada, en la que penetraba la luz del sol invernal. La mujer, no sin orgullo, dijo: —Esto es la sala de estar, y allí está el dormitorio. El dormitorio era mucho mayor de lo que yo estimaba necesario. En él había una cómoda, dos sillas tapizadas, dos armarios empotrados, un anaquel con libros y una mesa sobre la que vi los textos de que el hermano Jack me había hablado. Junto al dormitorio había un cuarto de baño. El piso también contaba con una pequeña cocina —Confío en que le guste el piso, hermano —dijo la mujer al irse —. Si necesita algo, pídalo. El apartamento, limpio y ordenado, me gustó; en especial el cuarto de baño, con bañera y ducha. Lo primero que hice fue tomar un buen baño. Después, sintiéndome limpio y pletórico de vitalidad, me dirigí hacia la mesa donde reposaban los libros y folletos de la Hermandad. Junto a ellos, vi la cartera con la imagen rota. Pensé que me desprendería del paquete más tarde. Por el momento debía dedicar mis pensamientos a la reunión que se celebraría aquella noche.

 

CAPÍTULO 16

A las siete y media, el hermano Jack, acompañado de otros hermanos, vino a buscarme, y, en taxi, nos dirigimos hacia Harlem. Tal como había ocurrido en el anterior viaje, todos guardaron silencio. Sólo se oía el sonido que producía un hombre sentado en uno de los ángulos, al chupar ruidosamente una pipa cargada con tabaco cuyo humo difundía un aroma dulzón. A cada chupada, brillaba y se apagaba el disco rojo de la cazoleta, en la oscuridad del taxi. Sentí que mi nerviosismo se acentuaba más y más; el interior del automóvil me parecía excesivamente cálido. Nos apeamos en una calle lateral, y por una calleja oscura nos dirigimos a la parte trasera de un edificio bajo, grande y destartalado. Allí encontramos a otros hermanos que habían llegado antes que nosotros. —Ya hemos llegado —dijo el hermano Jack. Y empujó una oscura puerta, entrando en un vestuario iluminado con bombillas desnudas que colgaban de largos cordones. El cuarto era pequeño. Había bancos de madera, y filas de armarios de acero, en cuyas puertas se leían infinidad de nombres escritos rascando la pintura. Olía a sudor frío y pasado, a yodo, a sangre y a embrocación. No pude evitar una oleada de vagos recuerdos. —Nos quedaremos aquí hasta que la sala se llene —dijo el hermano Jack—. Saldremos al escenario en el momento en que la impaciencia del público haya llegado al máximo. —Me dirigió una sonrisa—. Entretanto piensa en lo que vas a decir. ¿Has leído los textos que te hemos dejado en el piso? —He pasado el día haciéndolo. —Bien, Sin embargo, te aconsejo que escuches atentamente nuestros discursos. Serás el último en hablar, de modo que podrás basarte en muchos de nuestros comentarios y observaciones. Asentí con la cabeza. El hermano Jack cogió del brazo a dos de los concurrentes, y se fue con ellos a un rincón del vestuario. Quedé solo. Los otros releían sus apuntes y hablaban entre sí. Crucé el vestuario y me detuve ante una fotografía rota y vieja, pegada a la sucia pared. Se trataba de un retrato de un antiguo campeón de boxeo, un héroe popular que se había  

quedado ciego a consecuencia de un combate. Estaba en actitud de boxear, ante la cámara. Pensé que probablemente se quedó ciego en el edificio en que me encontraba en aquel momento. Había ocurrido hacía bastantes años. El rostro del hombre fotografiado era tan oscuro y estaba tan deformado por los golpes recibidos, que podía ser de cualquier nacionalidad. Parecía un buen hombre, grandote y musculoso. Recordé lo que padre me había contado del campeón cuya foto tenía ante mí. Perdió la vista en un combate fraudulento, gentes influyentes lograevitar el escándalo y el boxeador murió en un asilo para ciegos. ¿Quién hubiera dicho que yo iba a encontrarme algún día en aquel lugar? El mundo era un complicado laberinto. Sentí una extraña tristeza, y fui a sentarme en uno de los bancos. Los demás hablaban voz baja. Les contemplé dominado por un súbito e inexplicable . ¿Por qué debía ser yo el último en hablar ante el público? ¿Acaso no podía ocurrir que los anteriores oradores aburrieran mortalmente a los oyentes? Si así era, probablemente los de protesta ni siquiera me permitirían comenzar mi discurso. de mí las sospechas, me dije que quizás estuviera equivocado. Quizás el contraste entre mi modo de hablar y el de los otros la clave de mi éxito. Quizás éste era plan previsto. De todos modos, no me quedaba más remedio que depositar mi confianza en ellos. Todavía me sentía nervioso. Tenía una rara sensación de estar desplazado. De detrás la puerta llegaba hasta nosotros el distante sonido de sillas al ser arrastradas sobre el suelo, y un murmullo de voces. Pequeñas dudas me atormentaban. Pensaba que a lo mejor olvidaba mi nuevo nombre, o que alguien del público podía reconocerme. Repentinamente consciente de la imagen de mis piernas en los nuevos pantalones azules, me incliné hacia delante. ¿Cómo podía saber si aquellas piernas eran verdaderamentemías? ¿Cuál era mi nombre? Estas preguntas me parecieron ridículas, como si intentara mofarme de mí mismo, pero aliviaron mi nerviosismo. Tuve la impresión de contemplar mis piernas por primera vez en mi vida, cual si fueran independientes de mi voluntad y pudieran llevarme, por sí mismas, a situaciones de peligro o seguridad. Miré el suelo polvoriento. Entonces, tuve la sensación de estar en trance de recuperar la conciencia de mí mismo, tras un largo período de olvido de ella, como si me hallara simultáneamente en los extremos opuestos de un túnel. Tenía conciencia de mí mismo, tal como era en la lejana universidad, y, al mismo tiempo, tal como era en aquel momento, en el vestuario de la sala de deportes, vestido con un nuevo traje azul, sentado en un banco ante un grupo de hombres ávidos que hablaban entre sí en murmullos, oyendo a lo lejos el ruido de sillas, más voces, una tos. El conocimiento de cuanto tenía a mi alrededor parecía centrarse en un núcleo situado en lo más hondo de mi mente, sin embargo veía la realidad de un modo inquietantemente vago, como si ésta se hallara en período de formación, tal como uno se ve a sí mismo en las fotografías tomadas durante la adolescencia, es decir, con el rostro carente de expresión, la sonrisa sin carácter, las orejas excesivamente grandes los granos en el rostro, demasiados granos, y demasiado patentes. ía que me encontraba en una nueva fase de mi vida, en un nuevo comienzo, y por ello debía procurar que aquella parte de  

mí mismo que miraba con despego de extranjero cuanto tenía alrededor, se mantuviera siempre en un alejado segundo término en mi vivir, que quedara confinada al mundo de la universidad, del aparato en el hospital, de la Lucha Real. Quizá la parte de mí mismo que observaba distraídamente la realidad, aunque viéndola en sus menores detalles, representase mi faceta crítica y con, la voz de protesta, el eco de las palabras de mi abuelo, el aspecto cínico y descreído de mi personalidad, el traidor que suscitaba las disensiones en mi fuero interno. Fuese lo que fuere, me constaba que debía reprimir sus voces. No me quedaba otro remedio, ya que si aquella noche lograba un éxito, penetraría en el camino que podía conducirme hacia las grandes realizaciones. No ía permitir que mi personalidad se cuarteara, no debía tolerar el de las viejas heridas. Me agité en el asiento, y pensé: "No, estas piernas son mis piernas, son las mismas piernas que me handesde mi lejano pueblo hasta aquí". Sin embargo, había en mí algo nuevo. El traje nuevo me otorgaba ciertas características nuevas. Sí, las ropas nuevas, mi nuevo nombre, las circunstancias en que me hallaba, me habían investido de una nueva personalidad. Lo nuevo en mí era algo tan sutil que no permitía formularlo en pensamientos. Me estaba convirtiendo en otro ser.

Con terror, comprendí de un modo inconcreto y vago que en el instante en que pisara el escenario y abriera la boca para hablar, yo me convertiría en una persona distinta. Esto no significaba que me convertiría en un ser cualquiera con un nombre inventado que podía pertenecer a cualquier otro, e incluso no pertenecer a nadie, sino que yo tendría otra personalidad. Pocas eran las personas que me conocían, pero tras esta noche... ¿Cuál era la causa de esta transformación? Quizá consistía en ser conocido y contemplado por mucha gente, en convertirme en el blanco de muchas miradas. Quizá sólo esto bastaba para convertirme en un ser diferente, del mismo modo que el constante aumento del tamaño de un muchacho le va convirtiendo en un hombre, un hombre con voz gruesa; mi voz fue varonil desde los doce años de edad. Pero, ¿qué ocurriría, qué efectos tendría el que alguien de la universidad estuviera en la sala? ¿O alguno de los pensionistas de Mary? ¿O la propia Mary? Oí mi voz que musitaba: "No tendría ningún efecto, porque esa gente pertenece al pasado". Mi nombre era otro, y actuaba en cumplimiento de órdenes superiores. Incluso si me cruzaba con Mary en la calle, pasaría a su lado sin que me reconociera. Tras este deprimente pensamiento, me puse en pie bruscamente y salí del vestuario para dirigirme a la callejuela. Allí, sin el sobretodo, tuve frío. Sobre la puerta de entrada al vestuario brillaba una débil bombilla, cuya luz se reflejaba en la nieve. Crucé la calleja,  

para alejarme de la luz de la bombilla, y me detuve cerca de una reja desde la que llegaba hasta mi olfato un olor de fenol que trajo a mi memoria — mientras miraba hacia el otro lado de la calle— un gran hoyo abandonado que en otros tiempos fue un palacio de deportes destruido por un incendio antes de que yo viniera al mundo. Era un hoyo de unos doce metros de al pie de un muro ennegrecido por las llamas. Del viejo palacio de deportes tan sólo quedaba la llanura de cemento que había sido la base del edificio, de la que sobresalían hierros macabramente retorcidos. En el hoyo, los vecinos arrojaban desperdicios, por lo que, tras las lluvias, el agua estancada en él desprendía un hedor insoportable. Mientras desde un lado de la calleja contemplaba el hoyo al otro lado, aparecieron, más allá del hoyo, por gracia de mi imaginación, las barracas construidas con cajas de embalaje y latas, que, agrupadas, formaban una villamiseria, y tras ellas un muelle de carga de ferrocarril. El agua oscura se estaba quieta en el hoyo, y tras las barracas, una locomotora auxiliar permanecía óvil sobre los brillantes raíles, despidiendo por la chimenea una de humo blanco que se elevaba y retorcía en el aire. Y entonces vi que un hombre salía de una de las barracas y avanzaba camino de la calleja en que yo me encontraba. Oscuro y encorvado, arrastrando los harapos que le envolvían los pies, con somy en mangas de camisa, el hombre avanzó lentamente, a pasos , envuelto en el amenazante hedor del fenol. Era un sifilítico que vivía solo en la barraca, entre el hoyo y el muelle del ferrocarril, y que únicamente iba a la calle para pedir limosna con la que comprar comida y desinfectante con el que empapar sus harapos. En mi imaginación le vi tendiendo hacia mí una mano mutilada, con los dedos devorados por la enfermedad. Y eché a correr, huí de aquella imagen, para volver a la oscuridad, al frío, al momento presente. Temblaba de frío. Miré hacia la calle, al final del túnel de oscuridad de la calleja en que me encontraba, y en ella vi las altas siluetas de tres policías a caballo, recortadas contra el círculo luminoso y con destellos de nieve, de un farol. Avanzaban sosteniendo los caballos por las bridas. Las cabezas de los hombres y los animales se juntaban como si conspirasen, y en la noche destacaba el brillo del cuero de sillas y botas. Tres hombres blancos y tres caballos negros. Entonces pasó un automóvil, y la luz de sus faros dio pleno relieve a caballos y hombres, y proyectó sus sombras, en un vuelo de mundo de sueños, contra la nieve blanca y destellante, y contra la oscuridad. En el momento en que me disponía a regresar al palacio de deportes, uno de los caballos alzó violentamente la cabeza, y vi la mano enguantada dar un firme tirón hacia abajo. Oí el salvaje relincho, y el caballo se hundió en la oscuridad. Y hasta que llegué a la puerta y entré en el edificio, no dejé de oír el seco y frenético golpeteo de metal, y el rítmico sonido de las herraduras. Pensé que debía informar al hermano Jack de la presencia de los policías en los alrededores.

En el vestuario, vi que mis compañeros seguían reunidos en grupos. Me senté en un banco. Mientras les contemplaba no podía evitar sentirme muy joven e inexperto, y al mismo tiempo muy viejo, con una vejez interior que miraba y callaba y  

esperaba. De la sala llegaba un murmullo de voces, un sonido lejano e hirviente que me trajo a la memoria la triste escena del desahucio. Y de nuevo, mi imaginación se echó a volar. Vi a un niño en pie junto a una tela metálica, que contemplaba a un perro blanco y negro atado con una larga cadena a un manzano. Era el bulldog Master, Y yo era el niño que temía tocar a Master, pese a que éste, jadeante, ahogándose de calor, con hilos de plateada saliva colgando de sus fauces, parecía sonreírme como un hombre gordinflón y bondadoso. Cuando el rugido de la multitud aumentó y se convirtió en palmas de impaciencia, recordé los graves gruñidos de Master. Cuando Master se enojaba gruñía produciendo el mismo sonido que ahora sonaba en la sala. Igual gruñía Master cuando le traían la comida, cuando lanzaba dentelladas a su propio cuerpo para espantarse las moscas, o cuando se disponía a abalanzarse sobre un desconocido. Master me gustaba, pero no confiaba en él. Del mismo modo, también quería complacer a la multitud, pero tampoco confiaba en ella. Miré al hermano Jack y sonreí. Acababa de descubrir que, en cierto modo, el hermano Jack era como un de juguete.

Las palmas de impaciencia y el rugido habían sido sustituidos por una canción. El hermano Jack se apartó de los que le rodeaban, y avanzó hacia la puerta, diciendo: —Vamos, hermanos. Ha sonado la señal de salir. Juntos salimos del vestuario, y descendimos por un pasadizo en el que resonaba el ruido de la sala. Entonces, pasamos por una zona más iluminada y vi el haz de luz de un foco atravesando el denso aire azulado. Avanzábamos en silencio. Delante iban dos negros de piel muy oscura, y dos blancos, y tras ellos el hermano Jack. El rugido de la multitud se hizo más fuerte y parecía sonar sobre nuestras cabezas. Advertí que mis compañeros avanzaban en formación de cuatro de a fondo, y que yo iba solo en último lugar, como el banderín de una unidad militar. Frente a nosotros, la raya de luz de una puerta entreabierta, indicaba la entrada a uno de los pisos de la sala. Cuando pasamos ante ella, la multitud lanzó un rugido. Un segundo después, estábamos de nuevo en la oscuridad y avanzábamos en sentido ascendente, en tanto que el rugido parecía hundirse a un nivel inferior al nuestro. Pasamos por una zona de brillante luz azul y descendimos por una rampa. Más allá, donde la rampa formaba una curva, vi filas de rostros borrosos, a uno y otro lado de la rampa. Repentinamente quedé cegado, y tropecé con el hombre que me precedía. Este se detuvo, y gritó con voz que el rugido hizo casi inaudible:

—¡La primera vez siempre ocurre! ¡Son los focos! Ahora, la luz de un foco se proyectaba ante nosotros, señalándonos el camino, y otros focos envolvían el grupo. La multitud rompió en una atronadora ovación. Y la canción se elevó hacia lo alto con fuerza incontenible, mientras las rítmicas palmas de la gente en la sala marcaban el tempo de la marcha: El cuerpo de John Brown se descompone  

en la tumba. El cuerpo de John Brown se descompone en la tumba. El cuerpo de John Brown se descompone en la tumba. ¡Pero su alma sigue adelante! Pensé cuán curioso era que la vieja canción me pareciera nueva. Al principio, permanecí tan insolidario y ajeno al ambiente de la sala cual si contemplara el espectáculo desde el más alto palco. Después, las vibraciones de las voces envolvieron mi cuerpo, y sentí un eléctrico cosquilleo en la espina dorsal. Avanzábamos hacia un tablado adornado con banderas, situado cerca de la puerta correspondiente a la escena. Pasamos a lo largo de un pasillo, entre filas de espectadores sentados en sillas plegables, y subimos al tablado, cruzando ante un grupo de mujeres que se pusieron en pie. Con un movimiento de la cabeza, el hermano Jack nos indicó las sillas en que debíamos sentarnos, y allí fuimos, quedándonos en pie mientras nos aplaudían. El público se encontraba alrededor del tablado, a niveles inferiores, iguales y superiores. El auditorio constituía un conglomerado , en forma de cazuela, distribuido en filas y más filas de rostros. Cuando vi a los policías me sobresalté. ¿Qué ocurriría si me reconocían? Estaban en pie, junto a la pared del fondo. Toqué el brazo del hombre que estaba ante mí, quien volvió la cabeza, interrumpiendo el movimiento de los labios que pronunciaban una frase de la canción. Me incliné sobre el respaldo de su silla y le pregunté:

—¿Por qué hay tanta policía? —¿Policía? No te preocupes. Esta noche han venido para protegernos. ¡La reunión tiene una enorme transcendencia política! Y me dio la espalda. ¿Quién había dado a la policía la orden de protegernos? La canción acababa de terminar, y los aplausos y gritos hacían vibrar el edificio. Y así fue hasta que en las últimas filas nacieron los gritos repetidos, que pronto fueron coreados por todos:

¡No expoliarán al desheredado! ¡No expoliarán al desheredado! El público vibraba al unísono, cual si tuviera un solo aliento y una sola voz. Me fijé en el hermano Jack. Se encontraba en pie, en la parte frontal del tablado, junto al micrófono, con los pies firmemente asentados en la sucia  

estera, y mirando despacio al público circundante. Su figura, de expresión pletórica de dignidad y benevolencia, recordaba la de un padre que escucha complacido una canción interpretada por sus amantes hijitos. Cuando alzó la mano y saludó, los aplausos del público atronaron la sala. Tuve la sensación de acercarme al público, tal como las cámaras cinematográficas se acercan, a veces, a los actores, y sentí en mi diafragma el calor, la emoción y las vibraciones de voces y aplausos. Rápida, nerviosa, fui contemplando rostro tras rostro, en busca de personas conocidas, de alguien a quien hubiera tratado en mi vida anterior, ya acabada. Los rostros se hacían vagos e imprecisos, a medida que se alejaban del tablado. Comenzaron los discursos. En primer lugar, un predicador negro pronunció unas palabras invocando la ayuda divina. Después, una mujer habló de los problemas de la infancia. Siguieron otros discursos sobre diversos aspectos económicos y políticos de la presente situación. Yo escuché atentamente procurando retener alguna que otra palabra, giros y frases, entre el enorme caudal de términos precisos e impecables utilizado por los oradores. En la sala no tardó en imperar el entusiasmo. Entre discurso y discurso, el público cantaba de un modo espontáneo y vibrante; las canciones nacían igual que en el Sur surgen los gritos de adhesión entre el público durante las bulliciosas reuniones religiosas organizadas por misioneros y pastores. Y yo me sentía identificado con el público, percibía físicamente su entusiasmo. Sentado en la silla, con los pies en la estera, me parecía hallarme en la sección de los instrumentos de percusión de una orquesta sinfónica. Tan entregado estaba, que no tardé en abandonar mis intentos de grabar en la memoria las frases felices de los oradores, y me dejé llevar por la emoción.

Alguien me tiró de la manga de la chaqueta. Había llegado el momento de hablar. Me acerqué al micrófono, junto al cual me esperaba el hermano Jack. Entré en la mancha luminosa del proyector, y quedé rodeado de luz, preso en ella, como si me hallara en el interior de una jaula de acero impalpable. La luz era tan fuerte que me impedía ver al público que formaba la inmensa cazuela de rostros. Parecía que una cortina semitransparente me hubiera separado del público, pero esta cortina permitía que el público me viera —así era, ya que me estaban aplaudiendo—, mientras impedía que yo viera al público. Volví a sentir el aislamiento mecánico e insoluble de la máquina en la clínica de la fábrica, y me resultó desagradable. Esperé, mientras el hermano Jack pronunciaba unas palabras de presentación que llegaron confusamente a mis oídos. Cuando terminó, sonaron unos aplausos de estímulo, a mí dirigidos. Y pensé que seguramente me recordaban, que algunos de los allí presentes estuvieron también en el desahucio.  

El micrófono me parecía un objeto raro e inquietante. No me puse a la debida distancia, y mi voz sonó roncamente, deformada por mil burbujas. Tras pronunciar las primeras palabras, callé, sin saber qué hacer. Sin duda era un mal comienzo, y debía enmendarlo de un modo u otro. Me incliné hacia delante, y dirigiéndome al público cuya vaga presencia sentía junto al tablado, dije: —Lo siento, amigos. Hasta el momento han hecho tantos esfuerzos para que no utilizara estos brillantes trastos eléctricos que no he podido aprender la técnica de hablar ante ellos. Y con sinceridad os diré que por su aspecto ese cacharro parece capaz de morder. Fijaos, parece una calavera de acero. A lo mejor pertenece a un hombre que murió de expoliación.

Mis palabras fueron bien acogidas. Algunos rieron. Entretanto, un hombre había ajustado el micrófono. Antes de irse me advirtió: —No se acerque demasiado. —¿Qué tal marcha ahora? —dije, ante el micro. La voz resonó profunda, precisa y vibrante en la sala. —¿Funciona mejor? Hubo un tableteo de aplausos. —Como habéis podido comprobar, sólo necesitaba una oportunidad para hacer oír mi voz. Vosotros me la habéis dado, y ahora el resto depende de mí. Los aplausos arreciaron. La voz de un hombre en el público gritó: —¡Estamos a tu lado, hermano! ¡Habla, que te escuchamos! Eso era lo que yo quería. Había logrado establecer contacto con el público, y la voz del hombre representaba, para mí, la voz de todos los oyentes. Estaba nervioso y alterado. En aquellos instantes podía ser cualquier persona, e incluso era capaz de intentar hablar en un idioma desconocido. Había olvidado las frases y las palabras aprendidas en los folletos de la Hermandad. No me quedaba más remedio que emplear los recursos tradicionales. Y teniendo en cuenta que me encontraba en una reunión de carácter político, decidí adoptar una técnica de oratoria política de la que había sido testigo frecuentemente en mi tierra, es decir, la técnica del orador realista y llano, la técnica del "ya-estamos-todos-hartos-de-que-nos-traten-comoa-perros". Debido a que no veía al público, dirigí mis palabras al  

micrófono y a la voz que antes me había expresado su adhesión. —Muchos creen que los aquí reunidos somos un atajo de inútiles. ¿Tengo o no tengo razón? —¡Has dado en el clavo, hermano! —gritó la voz. —¡Sí, señor! ¡Nos creen inútiles! Y nos llaman "el vulgo", la "gente común". Mientras estaba sentado aquí, escuchando, me he esforzado en averiguar por qué razón somos "comunes", caso de que lo seamos. Y he llegado a la conclusión de que quienes así nos llaman cometen un gravísimo error en la apreciación de la realidad, nosotros somos todo lo contrario de la gente común, nosotros gente excepcional.

Se levantó un rugido entre el público, del que destacó la voz que antes había hablado: —¡Buen golpe, hermano! Levanté la mano en petición de silencio: —Sí, somos gente excepcional, y os voy a decir por qué. Nos consideran inútiles, y nos tratan como si lo fuésemos. ¿Cuál es el trato que dan a los inútiles? ¡Mirad a vuestro alrededor y lo sabréis! Ellos tienen un lema y una norma de conducta, tienen lo que el hermano Jack llamaría "una teoría y una práctica". Dicen: "¡No demos jamás un trabajo justo y honrado a estos parásitos!". La actitud de quienes así hablan se traduce en la expoliación, el destierro, el lanzamiento del propio hogar. Sus deseos son utilizar nuestros áneos vacíos como escupideras, y nuestra piel como alfombra. Y entanto, nos privan de nuestros justos salarios y nos expolian. Dan a nuestra protesta un falso eco, amplían y desvirtúan el sonido de nuestra voz para que, aterrorizados, volvamos al silencio. Utilizan nuestras quejas, nuestras ideas, nuestras esperanzas, nuestros deseos de felicidad en el hogar, para golpear un horrísono tambor, un tambor con el que armar ruido el Día de la Independencia. ¡Pero, cuidado! ¡Saben que es conveniente amortiguar el sonido del tambor! ¡A veces es preciso acallarlo! ¡Hay que dar, de vez en cuando, palmaditas en la espalda a los inútiles! ¡Es necesario otorgarles pequeñas concesiones que nada significan! —Me detuve un instante, y, en ronco e intenso susurro, pregunté—: ¿Sabéis por qué somos tan excepcionales? ¡Porque permitimos que nos traten así!

Reinaba un profundo silencio. El humo, arremolinándose, cruzaba el haz de luz del foco. La voz en el público gritó con tristeza: —¡Otro buen golpe! Irrazonablemente, dudé por un instante si aquel hombre estaba en favor o en contra de mí. —¡Expolio! ¡Esta es la palabra justa! —continué—. ¡Pretenden privarnos de la virilidad y la feminidad! ¡De la infancia y la adolescencia! Ya habéis oído las estadísticas de mortalidad infantil que ha dado nuestra hermana. Y, además, ¿no sabéis que según ellos debéis consideraros afortunados de ser, desde vuestro nacimiento, gente excepcional? ¡Sí, incluso pretenden  

quitarnos nuestra aversión al expolio! Y os voy a decir que si no oponemos resistencia, pronto lo lograrán. Vivimos días de expolio, es éste tiempo de depredación, de familias sin hogar, de gentes expulsadas de sus propias casas. ¡Nos quitarán incluso la capacidad de pensar! ¡Nos extirparán el cerebro! Pero somos tan excepcionales que ni siquiera nos damos cuenta. Quizá seamos excesivamente corteses. Quizá temamos crear situaciones desagradables. Nos creen ciegos, excepcionalmente ciegos. Y en verdad que no me sorprende. Pensad un poco en lo que os he dicho. Nos arrancaron un ojo el día en que nacimos, y por esto podemos ver sólo una realidad sin relieve ni perspectiva, una realidad formada por rectas líneas blancas. Somos un pueblo de ratones con un solo ojo. ¿Imaginasteis alguna vez algo semejante? ¡Qué rara ón! ¡Qué excepcional ón! Entre el sonido de amargas risas, se alzó de nuevo la voz del :

—No tratamos en granos, pero... ¡Buen golpe! Me incliné al frente: —Si no andamos con tiento, se colocarán junto a nosotros, en el lado en que no tenemos ojo, y... ¡plop! nos saltarán el único ojo, el del otro lado, y quedaremos ciegos. Más de uno teme que veamos la realidad, más de uno quisiera que fuésemos ciegos. Quizás ésta sea la razón de que estén aquí presentes tantos buenos amigos, esos amigos del uniforme azul, la pistola azul y todo lo demás. Pero creo, y creo que vosotros creéis como yo, que un ojo merece ser defendido. Por esto os digo: ¡unámonos! ¿Habéis observado, mis queridos inútiles y tuertos hermanos, que si dos ciegos se unen pueden ayudarse mutuamente? Cierto es que caminan vacilantes, que tropiezan con mil objetos, pero también es verdad que soslayan algunos peligros. Y uno con otro, van avanzando a lo largo de su camino, a lo largo de su vivir. Pueblo excepcional: ¡unámonos! Si llegamos a gozar de la visión que dos ojos proporcionan, podremos descubrir qué es lo que nos convierte en seres excepcionales, quiénes los que nos transforman en excepcionales. Hasta el momento, nuestra situación ha sido igual a la de dos hombres, cada uno de ellos con un solo ojo, que avanzan en direcciones opuestas a lo largo de una calle, mientras un tercer hombre les arroja ladrillos, y, en, nos acusamos recíprocamente y luchamos uno con otro. ¡Nos y luchamos sin motivo! El culpable es el tercer hombre, es este ser taimado y rastrero que, en mitad de la ancha calle gris, arroja piedras a uno y otro extremo. ¡Este es el culpable! ¡Este es quien causa el daño! Dice que necesita espacio, un espacio que constituye lo que él llama su libertad. que se encuentra en la zona que no ver porque carecemos del ojo correspondiente, y nos ataca y constantemente hasta el punto de enloquecernos. De hecho, su nos ha dejado ciegos.

Alce la mano y grité: —¡Calma! ¡No le insultéis, no le maldigáis! Pero yo os digo: ¡Liberémonos de semejante ser! Acerquémonos el uno al otro, recorramos el trecho que nos separa. ¡Aliémonos! ¡Yo protegeré tu lado derecho, y tú mi lado izquierdo! ¡Lo que no puedas hacer tú, lo haré yo, y lo que yo no pueda hacer, lo harás tú!

—No fallas ni un golpe, hermano. ¡Ni uno solo!  

—Hagamos

un milagro: ¡recuperemos los ojos que nos han arrancado! Reclamemos nuestro derecho a ver. Combinemos la visión de cada uno, y ampliemos su alcance. Si miráis a lo alto, veréis que se acerca una tormenta. Si contempláis la calle, veréis que sólo hay un enemigo. ¿No reconocéis su rostro? Hice una pausa natural, impuesta por el ritmo del discurso, y estalló una ovación. Pero mientras la escuchaba, me di cuenta de que en mi mente ya no fluían palabras. ¿Qué haría cuando dejaran de aplaudir y se dispusieran a escucharme de nuevo? Inclinándome hacia delante, me esforcé en ver al público tras la barrera de luz. Los oyentes se me habían entregado, y yo no podía permitir que, ahora, escaparan de mi dominio. Inesperadamente, me sentí desnudo e inerme, consciente de que las palabras volvían a fluir, y, también, de que con ellas iba a revelar algo que debía callar. Con voz que parecía tener su origen en el pecho, grité: —¡Miradme! Hace poco tiempo que vivo aquí. Los tiempos son difíciles, conozco la miseria y la desesperación. Procedo del Sur, y aquí he tenido ocasión de experimentar en mí mismo el despojo. Por ello, he aprendido a desconfiar del mundo... Pero, miradme: algo muy raro está ocurriendo. Aquí estoy, ante vosotros, y debo confesar... Vi al hermano Jack a mi lado, fingiendo que ajustaba el micrófono. Me susurró: "Ten cuidado, no vayas a perder toda tu eficacia antes de lograr el menor resultado". Me incliné ante el micrófono y contesté: —No te preocupes, no pasa nada. —Y grité—: ¿Puedo hacer una confesión? ¿Sois amigos? Todos somos víctimas del expolio, parícipes del mismo desheredamiento. Y dicen que confesar es bueno para el alma. ¿Me dais vuestro permiso?

—¡Estás embalado, hermano, embalado! —gritó la voz. Percibí a mis espaldas susurros y un nervioso rebullir. Esperé a que se hiciera de nuevo el silencio, y proseguí: —Quien calla otorga. Así es que considero que me habéis dado permiso. ¡Haré mi confesión!

Abombé el pecho, adelanté la mandíbula, y con la mirada fija al frente, más allá de la luz, dije: —Algo extraño, milagroso y transformador tiene lugar en mí, en estos instantes, aquí, ante vosotros. Sentía como las palabras se formaban por sí solas, y viajaban en el aire, y caían en el vacío ante mí, sobre el público. La luz opalina burbujeaba lentamente como el jabón líquido tras agitar suavemente la botella.  

—Quiero describíroslo. Es algo muy extraño. Es algo que en ningún momento anterior de mi vida había experimentado. Oigo el ritmo de vuestras respiraciones, y siento vuestras miradas puestas en mí. Y, ahora, en estos instantes en que vuestros ojos blancos y negros están orientados hacia mí, siento... siento... El silencio era tan profundo que pude oír el sonido de la maquinaria del gran reloj fuera, en la fachada, desmenuzando el tiempo. —¿Qué sientes, hijo? ¡Dilo! —chilló una voz aguda. Hablé en un ronco susurro: —Siento, siento que de repente me he convertido en un ser más humano. ¿Comprendéis? Más humano. No quiero decir con ello que me haya convertido en un ser humano, puesto que al nacer ya lo era, sino que soy más , ahora. Me siento fuerte. Me siento capaz de logros. Siento que puedo contemplar con mirada clara, penetrante y de largo alcance, el oscuro corredor de la historia, y en él oigo los firmes pasos de la fraternidad militante. Esperad, deproseguir mi confesión. Siento la necesidad de expresar mis . Y siento que tras un largo viaje de desesperación y, he llegado al fin al hogar. ¡Al hogar! Y vuestras miradas en mí me dicen que he encontrado a mi gente, mis verdaderos ... ¡Mi verdadero pueblo! ¡Mi verdadera patria! Soy un nuevo ciudadano en la patria de vuestra visión, un hijo de vuestra tierra fraternal. Siento que esta noche, aquí, en esta vieja sala de deportes, nace en mí un nuevo ser, y revive la mejor parte de mi viejo ser. Esto ocurre ahora en mí, en cada uno de vosotros, en todos. —Hice una breve pausa y añadí—: ¡HERMANAS Y HERMANOS! ¡NOSOTROS SOMOS LOS VERDADEROS PATRIOTAS! ¡SOMOS LOS CIUDADANOS DEL MUNDO FUTURO! ¡NUNCA JAMAS VOLVERÁN A EXPOLIARNOS!

Como un poderoso trueno estalló la ovación. Quedé inmóvil, traspuesto, con la vista nublada, y el cuerpo temblando al impulso de las vibraciones del rugido multitudinario. Hice un movimiento vago, indeciso. ¿Debía agitar los brazos ante la multitud? La luz me había irritado los ojos. Escuchaba inmóvil los vítores, gritos, silbidos y aplausos. Un par de lágrimas rodaron por mis mejillas y las enjugué en un ademán torpe. Me di cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas. ¿Por qué no se me acercaba alguien, y me sacaba de allí antes de que con mi comportamiento estropeara los efectos del discurso? Pero las lágrimas tuvieron la virtud de aumentar la intensidad de la ovación. Sorprendido, levanté la cabeza, mientras seguía llorando. El sonido de la ovación avanzaba en la sala, hacia mí, a grandes oleadas. El público había comenzado a patear el suelo, y yo reía e inclinaba la cabeza a derecha e izquierda sin  

vergüenza alguna. El volumen de los aplausos creció todavía más, y oía el ruido de madera rompiéndose, al fondo de la sala. Me sentía cansado, pero los vítores y aplausos no cesaban. Al fin retrocedí hacia las sillas. Alguien me cogió la mano, y acercando su cabeza a la mía gritó: —¡Lo lograste, maldita sea! ¡Lo lograste! La mezcla de odio y admiración que embargaba aquellas palabras me sorprendió. Retiré mi mano de las suyas, y le di las gracias: —Gracias, pero los otros oradores han caldeado el ambiente, y por esto me han escuchado. Estaba temblando. Aquel hombre había hablado como si quisiera estrangularme. Apenas podía ver lo que ocurría a mi alrededor. Se había formado un gran barullo. Alguien me hizo girar sobre í mismo, casi perdí el equilibrio e instantes después sentí en mi cuerpo la cálida suavidad de un cuerpo femenino que quedó junto al mío. Y una voz de mujer me dijo al oído:

—¡Oh, hermano! ¡Hermano! Y sentí la húmeda y ardiente presión de sus labios sobre mi .

Vagas figuras se movían a mi alrededor. Y me empujaban de un lado para otro, como a un cuerpo inerte. Me golpeaban la espalda, me estrechaban las manos. Tenía el rostro húmedo de la saliva del entusiasmo. Decidí que la próxima vez que tuviera que ponerme bajo la luz de los focos usaría gafas de cristales oscuros. Las demostraciones de entusiasmo del público eran ensordecedoras. Cuando nosotros nos disponíamos a abandonar la sala, el público aullaba, pateaba el suelo, rompía sillas. El hermano Jack, mientras me conducía por la plataforma camino de la salida, gritó: —Debemos irnos. Parece que al fin hemos logrado poner la máquina en marcha. Hay que organizar esta formidable energía. El hermano Jack me guió a través de la vociferante multitud. Mil manos me obstruían el paso, me golpeaban, y yo avanzaba tam, al lado del hermano Jack. Penetramos en el oscuro pasadizo, y cuando llegamos al final dejé de estar deslumbrado, y volví a ver normalmente. El hermano Jack se detuvo junto a la puerta, y dijo: —Escúchales. Tan sólo esperan que les digamos lo que deben .

Como un lejano trueno llegaba hasta nosotros el sonido de la interminable ovación. Al cerrarse la puerta a nuestras espaldas, se extinguió el sonido. Y algunos de nuestros compañeros, que esperaban fuera, interrumpieron su conversación y nos  

contemplaron. El hermano Jack les preguntó con acento de entusiasmo: —Bueno, ¿qué os ha parecido? ¿Qué os ha parecido el debut muchacho?

Se produjo un tenso silencio. Miré los rostros uno a uno, blancos y negros, todos ellos con expresión grave. Y sentí terror. El hermano Jack preguntó con súbita severidad: —¿Bien? ¿Qué? Oí el gemido de los zapatos de uno de los hombres ante mí. —¿Qué? —repitió el hermano Jack. Contestó el hombre que fumaba en pipa. Habló lentamente, en palabras de creciente vehemencia: —Creo que ha sido un comienzo muy poco satisfactorio. Y subrayó la palabra "satisfactorio" con un ademán de la mano que sostenía la pipa. Me miraba rectamente a los ojos. Quedé des. Miré a los otros. Sus rostros eran inexpresivos, neutros.

El hermano Jack explotó: —¡Poco satisfactorio! ¿Y se puede saber cuál es el pretendido proceso mental que conduce a tan brillante conclusión? —Dejemos la ironía barata para otra ocasión, hermano —contestó el hermano de la pipa. —¿Ironía? Tú has sido quien ha hablado irónicamente. No, no es éste el momento de ironías, ni tampoco de estupideces. Y menos aún de tomaduras de pelo. Estamos en un momento crítico de nuestra lucha, las cosas comienzan a funcionar, y ahora resulta que de repente te sientes descontento. ¿Acaso te asusta el triunfo? ¿Qué es lo que te desagrada? ¿No hemos logrado hoy aquello por lo que tanto hemos trabajado? —Una vez más, pregúntate a ti mismo y respóndete. Tú eres el Gran Jefe. Consulta tu bola de cristal. El hermano Jack soltó una sarta de maldiciones. —¡Por favor, hermanos! —dijo alguien. El hermano Jack soltó un último juramento, y se dirigió a un hermano alto y fornido: —Tú, ¿tienes el valor suficiente para decirme qué os ocurre? ¿Nos hemos convertido en un grupo de gamberros callejeros, quizá? Nadie contestó. En el silencio oí el sonido del roce de unos zapatos contra el suelo. El hombre de la pipa tenía la vista fija en mí.  

—¿Hice algo que no debía hacer? —pregunté. —Hiciste lo peor —contestó con frialdad.

Estupefacto, incapaz de pronunciar palabra, le miré fijamente. Y el hermano Jack, recuperada la calma, dijo: —No te preocupes. Y ahora, hermano, dinos en qué consiste el error. Mejor será que lo aclaremos aquí mismo. ¿Cuál es tu queja? El hermano de la pipa contestó: —No se trata de una queja, sino de una opinión. Si es que todavía podemos sustentar opiniones. —Bien, pues cuál es tu opinión. —En mi opinión, el discurso ha sido selvático, histérico, y políticamente irresponsable y peligroso. Pero todavía más, ha sido incorrecto.

Pronunció "incorrecto" como si este término describiera el más horrible crimen imaginable. Le miraba boquiabierto, sintiendo nacer en mí una vaga conciencia de culpabilidad. El hermano Jack paseó la mirada por los rostros que tenía él. —Ya comprendo... Habéis celebrado un conciliábulo en el que habéis llegado a ciertas conclusiones. ¿Levantaste acta, hermano pre? ¿Hicisteis constar vuestras sabias disquisiciones?

El hermano de la pipa contestó: —No ha habido conciliábulo alguno. Y mantengo íntegramente opinión.

—No se ha celebrado una reunión, pero de todos modos ha habido conciliábulo y habéis llegado a conclusiones incluso antes de que el discurso en la sala terminara. —Pero, hermano... —intentó mediar un tercero. Con una sonrisa en los labios, el hermano Jack prosiguió: —Una brillante operación. Un magnífico ejemplo de hábiles teóricos saltando como nuevos Nijinskys las etapas del desarrollo histórico. Pero bajad de las nubes, hermanos, bajad u os vais a estrellar contra vuestras propias doctrinas. La historia no ha avanzado tanto todavía. Quizá dentro de un par de meses habrá llegado el momento oportuno, pero ahora no. ¿Cuál es tu opinión, hermano Wrestrum? Y con la cabeza señaló a un hombre del tamaño y figura de Supercargo, quien contestó:

—Creo que el discurso de nuestro hermano ha sido reaccionario y retrógrado. Hubiera querido contestarle, pero no podía. No era de extrañar que su voz, al felicitarme, expresara tan contradictorias emociones. Ahora tan sólo podía mirar su ancho rostro, en cuyos ojos brillaba el odio. —¿Y tú? —preguntó el hermano Jack.  

—El

discurso me ha gustado. Considero que ha sido muy eficaz —contestó el interrogado. El hermano Jack preguntó a otro, que dijo: —Opino que ha constituido un error. —¿Por qué? —Porque debemos esforzarnos en dirigirnos a la inteligencia de las gentes... El hermano de la pipa dijo: —Exactamente. El discurso fue la antítesis del método científico. Nosotros mantenemos un punto de vista racional. Somos los campeones de la comunicación científica con la sociedad. Y este discurso, con el que esta noche nos hemos identificado, destruye cuanto dijimos e hicimos anteriormente. El público no ha tenido ocasión de pensar, sino tan sólo de aullar:

El gigantesco hermano negro, comentó: —Esto es lo que ha ocurrido. La muchedumbre se ha convertido en una horda. El hermano Jack rio: —¿Y esta horda está con nosotros o contra nosotros? ¿Qué contestación dan a esta pregunta vuestros poderosos cerebros? —Pero sin darles ocasión a contestar, prosiguió—: Quizá tengáis razón. Quizá se trate de una horda. Pero esta horda arde en deseos de unirse a nosotros. Y, por otra parte, no creo necesario recordaros, mis científicos, que la ciencia se basa en la experiencia. Estáis a conclusiones antes de que el experimento haya concluido. En realidad, lo ocurrido aquí, esta noche, constituye tan sólo la fase inicial del experimento. La fase inicial: la creación de energía. Comprendo que adoptéis una actitud timorata. Tenéis miedo de pasar a la fase siguiente, porque en ella deberéis organizar esta energía. ¡Pues la organizaremos! ¡Y no será mediante las teorías de un grupo de científicos marginales, sino saliendo a la calle y poniéndonos al frente de la multitud!

Luchaba con entusiasmo, ferozmente. Su vista saltaba de uno a otro rostro. Tenía el rostro congestionado. Pero nadie contestó sus palabras. Señalándome, dijo: —Da asco. Nuestro nuevo hermano ha triunfado gracias a su instinto, mientras que vuestra ciencia ha fracasado durante más de dos años. Y, ahora, tan sólo se os ocurre hacer crítica destructiva. El de la pipa dijo: —Permíteme que disienta. Señalar la naturaleza peligrosa del discurso no constituye crítica destructiva, ni mucho menos. Al igual todos nosotros, el nuevo hermano debe aprender a hablar científicamente. Es preciso que reciba una formación completa en este aspecto.  

El hermano Jack sonrió sarcásticamente: —¡Al fin! ¡Hay que formarle! No todo está perdido, al parecer. Los científicos perciben una posibilidad de salvación. Hay esperanzas de poder domesticar a nuestro salvaje y eficaz orador. De acuerdo, hemos llegado a una solución que quizá no sea científica, pero que no deja de ser una solución. Durante los próximos meses, nuestro nuevo hermano seguirá unos cursos de intenso estudio y adoctrinamiento, bajo la dirección del hermano Hambro. —Se dirigió a mí—: Así estaba previsto ya. Iba a decírtelo más tarde. —Pero esto significa un largo período sin ganar dinero —protesté— ¿De qué voy a vivir? —Seguirás percibiendo el sueldo. Mientras, no se te podrá acusar de hacer discursos anticientíficos que turben la tranquilidad de nuestros científicos hermanos. Vivirás sin tener contacto alguno con Harlem. Quizá cuando hayas terminado este curso podremos comprobar si nuestros hermanos saben organizar con tanta rapidez como saben criticar. Vosotros habéis sido quienes habéis tomado esta decisión, hermanos. Un hombre pequeño y calvo dijo: —Creo que el hermano Jack tiene razón. No me parece que seamos precisamente nosotros el tipo de gente que se asusta del entusiasmo popular. Nuestra tarea es canalizar este entusiasmo de modo que produzca los mejores frutos. Los demás callaban. El hermano de la pipa seguía con la vista fija en mí. El hermano Jack dijo: —Vayámonos ya. Si no olvidamos cuál es nuestra auténtica meta, ahora tenemos más oportunidades de alcanzarla que en cualquier otro momento. Recordemos que la ciencia no es como el juego del ajedrez, pese a que éste se puede jugar científicamente. Otra cosa que tampoco podemos olvidar es que si queremos organizar las masas, hace falta que antes nos organicemos nosotros. Gracias a nuestro nuevo hermano, la situación ha cambiado. No podemos desperdiciar esta oportunidad, y de vosotros depende. El hermano de la pipa dijo: —Veremos lo que hacemos. En cuanto hace referencia al nuevo hermano, creo que unas cuantas sesiones con el hermano Hambro no le pueden hacer ningún daño.  

Al ponernos en marcha, pensé en quién podía ser el tal Hambro. Me consideraba afortunado de que no me hubieran despedido. Bien, sería cuestión de volver a los estudios. Mientras caminábamos, el grupo fue disgregándose. El hermano Jack se puso a mi lado: —No te preocupes. Las enseñanzas del hermano Hambro te resultarán interesantes, y de todos modos era inevitable que pasaras por un período de preparación. El discurso de esta noche ha sido un examen en el que has obtenido brillantísimas notas, y ahora debes prepararte para trabajar de firme. Toma, aquí tienes las señas del hermano Hambro, ve a verle a primera hora de la mañana. Ya le hemos avisado tu visita. Al llegar a casa, me sentí súbitamente vencido por el cansancio. Incluso después de tomar una ducha caliente y de tumbarme en la cama tenía los nervios alterados. En mi desilusión, tan sólo deseaba dormir, pero no podía evitar el recuerdo de lo ocurrido en la sala de deportes. Sí, se trataba de una realidad, no de un sueño. Había tenido la buena fortuna de decir lo que debía decir en el momento oportuno, y mis palabras habían gustado al auditorio. O quizás había dicho lo que no debía, en el lugar en que debía decirlo. De todos modos, y prescindiendo de la opinión de los hermanos, tuve éxito, y a partir de aquel momento mi vida sería diferente. Y me daba cuenta de que yo creía en lo que había comunicado al público, incluso teniendo en consideración que ignoraba lo que iba a decirle. Al comenzar a hablar me animaba únicamente la intención de hacer un buen papel para que la Hermandad no me despidiera. Los resultados no habían sido previstos. Fue como si otro ser, en mi interior, hubiera dominado mi personalidad. Y en esto radicó mi buena suerte, ya que si así no hubiera ocurrido la Hermandad me hubiera despedido. Incluso mi técnica oratoria había sido distinta. Nadie, entre los que habían escuchado mis discursos en la universidad, hubiera creído que el de esta noche fuese mío. Pero así debía ser, puesto que yo tenía una nueva personalidad, pese a haber hablado en un estilo muy antiguo. Me había transformado, y ahora, tumbado en la cama, en la oscuridad de mi dormitorio, sentí cierto afecto hacia aquel público vago e inconcreto, formado por gentes cuyos rostros sólo entrever. Estuvieron a mi lado desde el principio del discurso. ían que triunfara, y, afortunadamente, hablé del modo adecuado y supieron comprender mis palabras. Yo era como ellos, pertenecía a su clase.  

Cuando se me ocurrió esta idea, me senté en la cama y crucé los brazos alrededor de las piernas. Quizás éste era el sentido que tenía la frase "ser un hombre entregado a una misión". bien, si éste era el significado, yo aceptaba plenamente serlo. Repentinamente, mis posibilidades humanas habían aumentado. Como de la Hermandad, no sólo representaría a mi grupo, sino a otro mucho más amplio. En el público había gentes de muy distinto origen y color, cuyas reivindicaciones superaban las propias de una sola raza. Me dije que haría cuanto fuese necesario para servir los de aquellas gentes. Si me aceptaban, pondría todas mis potencias a su servicio. ¿Había quizás algún otro modo de evitar la ón de mi personalidad?

Sentado en la oscuridad, intenté recordar la hilazón del discurso, que ya me parecía una pieza oratoria pronunciada por otra persona. Y pese a todo, me constaba que era mío, y sólo mío. Si lo habían reproducido taquigráficamente, mañana lo leería íntegro. Palabras y frases cruzaban mi mente. Veía otra vez la azulada neblina que envolvía la sala. ¿Qué quise decir al afirmar que me había convertido en un ser más humano? ¿Se trataba quizá de una frase oída a otro orador o de un gratuito producto de la capacidad de hablar, una especie de lapsus linguae? un instante pensé que quizá la frase tenía su origen en mi abuelo, pero inmediatamente rechacé tal posibilidad. ¿Qué relación podía existir entre la humanidad y un viejo esclavo? Quizá derivaba de alguna frase pronunciada por Woodridge, el profesor de literatura, en la universidad. Le recordé vividamente, embriagado de palabras, pletórico de exaltación y desprecio, paseando ante la pizarra cuajada de citas de Joyce, Yeats y Sean O'Casey. Delgado, nervioso, preciso, caminando como un funámbulo sobre la alta cuerda floja de unos significados trascendentes a los que nosotros jamás nos atrevíamos a ascender. Me pareció oírle: "El problema de Stephen, al igual que el nuestro, no consistía, en realidad, en crear la inexistente conciencia de su raza, sino en crear las inexistentes características de su raza. Nuestra tarea consiste en formar nuestra individualidad. La conciencia deraza es una ofrenda gratuita que a ella hacen los individuos capaces de ver, valorar, registrar... Creemos la raza al crearnos a nosotros mismos, y entonces, ante nuestra sorpresa e incredulidad, resultará que habremos creado algo mucho más importante, es decir, habremos creado una cultura. Sí, una cultura. ¿Por qué hemos de perder el tiempo creando una conciencia de algo que no existe? Y es así por cuanto, como bien sabéis, la sangre y la piel no piensan". Pero no, mi frase no tenía su origen en Woodridge. "Más humano..." ¿Pretendía decir, quizá, que había perdido parte de mi personalidad, que había devenido menos negro, menos segregado, menos exiliado de mis tierras del Sur? No, todo eso era negativo. ¿Cómo es posible devenir más deviniendo menos? Quizá sí, quizás era eso lo que intenté expresar. Pero, ¿de qué modo, en qué aspecto había llegado a ser "más humano"? Ni siquiera Woodridge decía frases de este estilo. Para mí, la frase constituía un misterio,

 

semejante a lo que me ocurrió en el desahucio, cuando quedé poseído por las palabras.

Pensé en Bledsoe y en Norton, y en las consecuencias de sus actos. Al expulsarme de su mundo, habían dado ocasión a que tuviera la posibilidad de alcanzar algo de una grandeza e importancia como jamás había soñado. Ante mí se abría un camino que no conducía a la puerta de servicio y a los patios traseros, un camino en el que no existían las limitaciones de blancos y negros, sino un camino que, si trabajaba con ardor y si vivía el tiempo suficiente, conducía a la obtención de las máximas recompensas. Tenía ocasión de participar en las grandes decisiones, de penetrar en el misterio de la organización interna del país y del mundo. Por primera vez en mi vida, percibí, mientras yacía en la oscuridad, que podía llegar a ser más que un simple miembro de una raza. No soñaba. La posibilidad existía realmente. Para llegar a la cumbre debía trabajar, aprender y sobrevivir. Sí, estudiaría bajo la dirección de Hambro, aprendería lo que me enseñara y mucho más. Cuanto antes terminara el período de preparación con Hambro antes podría comenzar mi trabajo.

 

CAPÍTULO 17

Cuatro meses después, el hermano Jack me llamó por teléfono al piso, a medianoche, y me dijo que pasaría a buscarme dentro de pocos minutos. Sus palabras tuvieron la virtud de intrigarme y excitar mis nervios. Afortunadamente, estaba despierto y vestido, de modo que cuando, poco después, el automóvil del hermano Jack se detuvo ante mi casa, yo ya le esperaba en pie en la acera. Cuando le vi, abrigado con el corto chaquetón, sentado tras el volante, pensé que quizá mi período de adiestramiento estaba a punto de terminar. Al entrar le pregunté: —¿Cómo te ha ido durante esos meses? —Bien. Muchos problemas y pocas horas de sueño. Estoy algo fatigado. Puso en marcha el automóvil y condujo en silencio. No le hice ninguna pregunta. No preguntar era una importante lección que había aprendido a conciencia. El hermano Jack miraba fijamente la calle frente a él, y parecía sumido en meditación. Se me ocurrió que probablemente íbamos a una reunión en el edificio Chthonian. Quizá los hermanos habían decidido ponerme otra vez en circulación. Ojalá fuese así. Durante aquellos meses no había hecho más que prepararme para pasar un examen. Pero vi que en vez de ir al Chthonian, habíamos ido a Harlem. El hermano Jack aparcó el automóvil. —Vamos a tomar una copa. Salió del automóvil y se dirigió hacia un establecimiento en cuya entrada se veía una cabeza de toro dibujada con tubos de luz fluorescente, sobre un letrero que decía "El Toro Bar". Estaba decepcionado. Yo no quería tomar copas. Quería cubrir una vez la etapa que me separaba del servicio activo. Irritado, seguí al hermano Jack.

La temperatura del bar era cálida, y el ambiente tranquilo. Tras el mostrador se alineaban las botellas, y en el fondo de la estancia cuatro hombres, ante unos vasos de cerveza, discutían en español. Un tocadiscos automático, con luces rojas y verdes,  

tocaba "A media luz". Mientras esperábamos al camarero, me esforcé en adivinar el propósito con el que el hermano Jack había concertado la entrevista. Desde que había iniciado mis estudios con el hermano Hambro, tuve muy pocas ocasiones de ver al hermano Jack. Mi vida, durante meses, estuvo rígidamente organizada. Pensé que si mi régimen de vida fuese a cambiar, el hermano Hambro me lo habría dicho. Pero, sin duda, todo seguiría igual, ya que mañana por la mañana debía reunirme, como de costumbre, con el hermano Hambro. El hermano Hambro era un fanático de la enseñanza, Alto, de trato afable, abogado y principal teórico de la Hermandad, había resultado ser, también, un profesor extraordinariamente exigente. Con él había estudiado más intensamente de lo que había hecho en cualquier momento en la universidad. Hasta las noches tenía organizadas. Todas las tardes iba a una u otra reunión en alguno de los numerosos distritos en que la ciudad estaba dividida, aunque no ía vuelto a Harlem desde el día de mi discurso. En estas reuniones sentaba en el tablado, junto a los oradores, y tomaba nota de discursos para discutirlos al día siguiente con Hambro. Cualquier se convertía en objeto de estudio, incluso las fiestas que de vez en cuando se celebraban después de los discursos públicos. En éstas tomaba nota, mentalmente, de las actitudes ideológicas que las conversaciones de los huéspedes revelaban. No tardé en descubrir cuál era la idea en que se basaba este método. En las reuniones sociales, no sólo aprendía los diversos aspectos de la política seguida por la Hermandad, así como la postura que adoptaba ante los distintos grupos sociales, sino que también llegué a conocer a casi todos los hermanos de la ciudad. Mi intervención en el desahucio era vividamente recordada, por lo cual, y pese a que había recibido órdenes de no pronunciar discursos, me acostumbré a que me presentaran a la gente como si fuese un héroe. Pese a todo, aquél fue un período dedicado a escuchar a los ás, y como sea que yo era naturalmente hablador, pronto fui víctima de la impaciencia. Había llegado el momento en que conocía tan al dedillo los argumentos de la Hermandad —aquellos en los que creía, y también los que me inspiraban dudas— que podía repetirlos dormido. Sin embargo, todavía no me habían hablado de posibilidad de encargarme de una misión práctica. Por esto, tenía esperanzas de que la llamada de medianoche significara que se había una decisión u otra a este respecto. El hermano Jack, a mi lado, seguía inmerso en meditación. Al parecer, no tenía ninguna prisa en comenzar a hablar. Mientras el camarero preparaba calmosamente nuestras bebidas, me pregunté en vano por qué el hermano Jack me había traído a aquel lugar. Ante mí, tras el mostrador, en el lugar donde por lo general hay un espejo, tenía la estampa en la que se veía a un matador de toros dando un lance. El toro pasaba muy cerca del cuerpo del torero, cuya capa roja armoniosamente desplegada guiaba la embestida de la res. Toro y torero formaban una sola unidad en suave movimiento de perfecta pureza. Pura armonía, pensé. Y alcé la vista al veraniego de cerveza, en el que una muchacha blanca y rosada sonreía; la hoja de calendario del anuncio nos decía que estábamos en el día primero de abril. Tan pronto tuvimos las  

bebidas ante noso, el hermano Jack salió de su ensimismamiento, como si en aquel instante hubiera solucionado el problema que había absorbido su atención hasta entonces, quedando con ello liberado.

Me propinó un amistoso codazo y dijo: —Vamos, despierta. Fíjate en la imagen de papel que representa a una civilización de acero inoxidable. Se refería a la muchacha. Contento de que bromeara, me eché a reír. Señalé la escena de toreo: —¿Y eso qué es? —Pura barbarie. Dirigió una ojeada al camarero y bajó la voz: —¿Cómo te va con el hermano Hambro? —Muy bien. Es muy rígido, pero si en la universidad hubiera tenido profesores como él seguramente habría aprendido algo. Me ha enseñado mucho, pero ignoro si sé lo suficiente para satisfacer a los hermanos a quienes no gustó mi discurso en la sala de deportes. ¿Quieres que hablemos en lenguaje científico? Rió. En uno de sus ojos aparecieron destellos que no brillaron en el otro.

—No te preocupes por los hermanos. Tengo la certeza de que tu preparación es excelente. El hermano Hambro nos ha dado magníficos informes de tus progresos. Con la vista fija en otra imagen de toros, en el extremo del bar, en la que un toro negro alzaba hacia el cielo, con sus cuernos, a un torero, comenté: —Me alegra saberlo. Me he esforzado en procurar dominar nuestra ideología. —Sí, está bien. Domínala, pero sin exagerar. No dejes que la ideología te domine a ti. La ideología a secas es el mejor medio para lograr que la gente se duerma. Lo ideal es el justo medio entre ideología e inspiración espontánea. Es preciso decir lo que la gente quiere que digamos, pero debemos decirlo de tal modo que la gente haga lo que nosotros queramos. —Una carcajada interrumpió sus palabras. Continuó—: También debes recordar que la teoría siempre viene después de la práctica. Primero actúa, y luego teoriza. Esta es una fórmula de una eficacia devastadora. Me miró como si no me viera. Me pregunté si se reía de mí o si reía juntamente conmigo. Lo único cierto era que el hermano Jack reía. Dije: —Procuraré aprender cuanto sea necesario.  

—No

te será difícil. A partir de ahora deja de preocuparte de las críticas de los hermanos. Cuando te las formulen, contéstales teóricamente, y te dejarán en paz siempre y cuando, como es natural, tu posición sea sólida y logres los resultados deseados. ¿Otra copa? —No, gracias. —¿Seguro? —Seguro. —Bien. En cuanto hace referencia a tu trabajo en la Hermandad tengo el gusto de comunicarte que a partir de mañana serás el Delegado Superior de la Hermandad en el distrito de Harlem. —¡Qué! —Así es. El comité lo decidió anoche. —Lo ignoraba totalmente. —Estoy seguro de que realizarás una buena labor. Y ahora atención. Vamos a proseguir la tarea que iniciaste en ocasión desahucio. Deberás mantener al público en constante ebullición, ás que inducirle a actuar, y deberás procurar que se unan a nosotros en el mayor número posible. Algunos miembros de la Hermandad, más antiguos que tú, te darán directrices, pero por el momento tú mismo vas a ser quien decida lo que haya que hacer. Tendrás plena libertad de acción, pero estarás rígidamente sometido a la autoridad del comité.

—Comprendo. —No, no lo comprendes, pero lo comprenderás. No debes infraestimar la importancia de la disciplina, hermano. Tu responsabilidad, frente a la organización entera, se canaliza a través del comité. No olvides jamás dar a la disciplina todo el valor que entraña. Es muy rígida, pero también es cierto que, dentro de su marco, gozarás de plena libertad para desarrollar tu trabajo. Y tu trabajo tiene suma importancia. ¿Comprendes?

Afirmé con un cabezazo. Con mirada penetrante examinaba mi rostro. De un trago terminó la bebida, y dijo: —Mejor será que ahora vayamos a dormir. Eres un soldado y tu salud pertenece a la organización. —De acuerdo. Cumpliré mis obligaciones a rajatabla. —Me consta que así lo harás. Hasta mañana, pues. Nos reuniremos con el comité ejecutivo del distrito de Harlem a las nueve de la mañana. Supongo que sabes las señas... —No, no las sé, hermano. —¿No? ¡Claro, tienes razón! Entonces quizá será mejor que vengas ahora conmigo. Tengo que ir allá para hablar con un hermano, podrás echar un vistazo al local. Luego, te acompañaré a casa.  

Las oficinas del distrito de Harlem se hallaban en un edificio que anteriormente había sido un templo, en el que, pese a las modificaciones realizadas, todavía se podía apreciar la estructura principal. La planta baja estaba ocupada por una casa de empeños, en cuyo escaparate, abierto a la oscura calle, brillaba tristemente un montón de objetos, parte del botín del prestamista. Por una escalera subimos hasta el tercer piso, y penetramos en una amplia sala con techo de líneas góticas. Encaminándose hacia el fondo de la sala, en donde se abrían varias habitaciones pequeñas, de las que tan sólo una estaba iluminada, el hermano Jack dijo:

—Está allí. Se abrió una puerta y apareció un hombre que, cojeando, se dirigió hacia nosotros. Saludó al hermano Jack: —Buenas noches, hermano Jack. —Qué tal, hermano Tarp, esperaba encontrar aquí al hermano Tobbit. —Sí, ya sé. Te ha esperado, pero ha tenido que irse. Me encargó que te entregara este sobre, y dijo que esta misma noche te llamaría por teléfono. —Bien. Te presento a un nuevo hermano. El hermano Tarp me sonrió. —Mucho gusto en conocerte. Te oí el discurso en la sala de deportes. Las cantaste muy claras. —Gracias. El hermano Jack preguntó al hermano Tarp: —¿Te gustó el discurso, hermano? —Creo que el muchacho habló muy bien. —Mejor que así sea, porque tendrás ocasión de tratarle con frecuencia. Es nuestro nuevo Delegado Superior. —Me alegra saberlo. Parece que va a haber cambios... —Así es. Echaremos una ojeada a su despacho, y nos iremos enseguida. El hermano Tarp entró cojeando en una de las habitaciones que estaban a oscuras, y encendió la luz. —Es éste. Vi un pequeño despacho con una mesa escritorio y un teléfono, una máquina de escribir sobre una mesilla auxiliar, una estantería con libros y folletos, y un gran mapamundi con antiguos signos navales, y en su orilla la imagen de Colón en heroica apostura.  

El hermano Jack me dijo: —Cualquier cosa que necesites, pídesela al hermano Tarp. No se mueve de aquí. —Muchas gracias, así lo haré. Mañana por la mañana estaré más ambientado. De momento me parece que no necesito nada. —Bueno, mejor será que nos vayamos, a ver si podemos dormir un poco. Buenas noches, hermano Tarp, y procura que todo esté para que nuestro hermano pueda comenzar a trabajar mañana.

—Descuida, hermano. Buenas noches. Momentos después, cuando subíamos al automóvil, el hermano Jack me dijo: —La razón de nuestro futuro triunfo estriba en nuestra capacidad de atraer a gente como el hermano Tarp. Es un hombre físicamente viejo, pero con juvenil vitalidad ideológica. Puedes confiar en él incluso en los peores momentos. —Parece ser un hombre muy útil. —Pronto podrás comprobarlo. Y el hermano Jack se sumió en un silencio que duró hasta que llegamos a la puerta de mi casa. Cuando entré, el comité estaba reunido en la gran sala con techo gótico. Sus miembros se sentaban en sillas plegables alrededor de dos mesas unidas. El hermano Jack dijo: —Bien, llegas a la hora en punto. Esto me gusta, la puntualidad es una virtud que quisiéramos tuvieran todos nuestros directivos. —Procuraré ser puntual en lo sucesivo, hermano. El hermano Jack se dirigió a los reunidos: —Hermanas y hermanos, éste es nuestro nuevo Delegado. Vamos a empezar la sesión. ¿Estamos todos? Uno dijo: —Sólo falta el hermano Tod Clifton. El hermano Jack, sorprendido, alzó la cabeza: —¿Cómo es eso? —No tardará en llegar —dijo un hombre joven—. Anoche estuvimos trabajando hasta las tres de la madrugada. El hermano Jack consultó el reloj, y comentó: —De todos modos, debiera estar aquí. Sólo podré dedicaros breves minutos, pero creo que serán los suficientes para decir lo que debo deciros. Todos conocéis los acontecimientos ocurridos recientemente, y el papel que en ellos tuvo nuestro nuevo hermano. Estamos aquí reunidos para sacar provecho de  

ellos. Debemos hacer dos cosas: en primer lugar, hay que elaborar los métodos necesarios para aumentar la eficacia de nuestra labor de agitación; y, en segundo , debemos encauzar la energía que ya tenemos a nuestra disposición. Esto exige un rápido aumento en el número de miembros de la Hermandad. El pueblo está con nosotros. Pero, ahora, si no sabemos provocar y dirigir su actuación, caerá en un estado de pasividad o se dejará llevar por el cinismo y el desengaño. Por esto es preciso que actuemos inmediatamente y con vigor. —Me señaló un movimiento de la cabeza—. Para cumplir estos fines, nuestro ha sido nombrado Delegado del distrito. Debéis darle vuestro total apoyo y considerarle como el nuevo instrumento de la autoridad del comité. Sonaron débiles aplausos que se interrumpieron al abrirse la puerta. Miré más allá de las sillas vacías, y vi a un muchacho joven, de mi edad aproximadamente, sin sombrero, que avanzaba hacia nosotros. Vestía un grueso jersey y pantalones tejanos. Los demás también le miraron. Oí un suspiro femenino. El muchacho, que avanzaba con el elástico paso de los negros, pasó de la zona en penumbra a la zona iluminada. Cuando se hallaba a mitad del camino entre la puerta y nosotros, advertí que tenía aquellas facciones, como esculpidas en mármol negro, que se pueden admirar en ciertas en los museos del Norte, y que se ven en hombres de carne y hueso en algunas ciudades del Sur en las que hay blancos nacidos en confortables hogares y negros nacidos en barracas, que tienen nombres, facciones y caracteres tan idénticos como las hendiduras que el cañón de un mismo rifle deja en todas las balas disparadas por él. Ahora, le tenía a muy corta distancia, su alta figura inclinada hacia delante, tranquilo y seguro de sí mismo, con las manos apoen la mesa. Y veía el dorso de las manos de anchos nudillos destacando contra las oscuras aguas de la madera de la mesa, y los brazos enfundados en las mangas del jersey, y la curva línea de su tórax, la del cuello de tranquilo latir, la del mentón cuadrado y suave. Y advertí dos tiras de esparadrapo, en forma de , el contorno de su mejilla, sutil mezcla afroanglosajona, con calidad de terciopelo sobre piedra, de granito sobre hueso. Inclinado al frente, nos contemplaba con ligera altivez, en la que percibí un tácito interrogante oculto bajo una capa de afabilidad. Creí ver en él un posible rival, y le contemplé fingiendo poco inés, mientras me preguntaba quién era. El hermano Jack dijo: —Parece que el hermano Tod Clifton ha llegado con retraso. jefe de las juventudes no ha sido puntual. ¿A qué se debe eso?

El muchacho sonrió y señaló el esparadrapo en la mejilla: —He tenido que ir al médico. El hermano Jack, fija la vista en la cruz blanca sobre la piel negra, preguntó: —¿Qué te ha pasado? —Tuvimos un encuentro con los nacionalistas, con los chicos de Ras el Exhortador.  

Una mujer que le contemplaba con ojos brillantes y compasivos, lanzó un respingo. El hermano Jack me dirigió una rápida mirada y dijo:

—Hermano, ¿has oído hablar de Ras? Es este loco que se titula nacionalista negro. —No le recuerdo —contesté. —No tardarás en conocerle. Siéntate, hermano Clifton, siéntate. Tienes que andar con cuidado. Tu persona tiene mucho valor para la organización y no debes correr riesgos. —Fue inevitable. —Incluso en este caso —replicó el hermano Jack. Y acto seguido invitó a los presentes a que formularan propuestas. Pregunté: —¿Seguimos interesados en evitar desahucios?

—Gracias a ti, constituye uno de nuestros primordiales objetivos. —Entonces, ¿por qué no damos un paso más al frente? —¿Cuál es tu propuesta? —Propongo inducir a los ciudadanos más prominentes del distrito a darnos su apoyo formal. El hermano Jack objetó: —Esto presenta bastantes dificultades. Muchos de ellos se oponen a nuestro movimiento. —No creo que la idea sea totalmente desdeñable —terció el hermano Clifton—. Podríamos pedirles que apoyaran nuestra tesitura ante el problema, prescindiendo de si están o no en favor de la Hermandad. El problema es un problema del distrito, está por encima de las diferencias de grupo. —Esto es lo que yo creo —dije—. Con el apasionamiento que los desahucios han despertado, no creo que puedan permitirse el lujo de oponerse a nosotros sin dar con ello la impresión de desentenderse de los problemas del distrito.

—Se encuentran entre la espada y la pared —observó Clifton. El hermano Jack dijo: —No está mal enfocado, no. Los demás se mostraron de acuerdo. El hermano Jack sonrió: —Fijaos en que siempre hemos procurado evitar mezclarnos con estos ciudadanos prominentes, pero en el preciso instante en que iniciamos un avance a fondo el sectarismo se convierte en una carga de la que debemos prescindir. ¿Más propuestas?

Miró alrededor. Recordé una escena vivida tiempos atrás, y dije:  

—Hermano, el día en que pisé Harlem por primera vez una de las cosas que más me llamó la atención fue un discurso callejero que un hombre subido a una escalera. Hablaba en términos ísimos y tenía un extraño acento. Los oyentes estaban entucon él. ¿Por qué no desarrollamos un programa de actuación en la calle, tal como él hace?

El hermano Jack exclamó: —¡Entonces resulta que le conoces! Hasta el momento Ras el Exhortador ha tenido el monopolio de Harlem. Pero actualmente nuestra organización es mayor que la suya y podemos intentar competir con él. Sin embargo, el comité desea, ante todo, resultados prácticos.

De modo que aquel tipo era Ras el Exhortador... —Ras el Extorsionador, digo, el Exhortador —advirtió una mujer corpulenta—, nos causará problemas. Los desarrapados que le siguen odian todo lo que sea blanco. Son capaces de denunciar y atacar una pechuga de pollo. Todos reímos. La mujer se dirigió a mí: —Ver a blancos y negros juntos les saca de quicio. El hermano Clifton se llevó la mano al esparadrapo, y dijo: —Nosotros nos encargaremos de él. —Me parece bien que así lo hagáis —le advirtió el hermano Jack —, pero sin violencias. La Hermandad es contraria al empleo de la violencia, el terror y la provocación. Con ello quiero decir que jamás seremos los agresores, en caso de que se produzca una lucha. ¿Comprendido, hermano Clifton? —Comprendido. —Nunca emplearemos la agresión, ¿comprendes? No atacaremos a quienes no nos ataquen. La Hermandad repudia la violencia en todas sus formas. ¿Entiendes? —Sí, hermano. —Bien, aclarado este extremo, no me queda más que irme. A ver qué resultados obtenéis. Gozáis del pleno apoyo y ayuda de las demás distritos y de cuanto asesoramiento podáis necesitar. Entretanto recordad que todos estamos obligados a respetar la disciplina de la Hermandad. Cuando se hubo ido, nos distribuimos el trabajo. Propuse que cada cual actuara en la zona que mejor conociera. En vista de que no existía un órgano de enlace entre la Hermandad y los ciudadanos prominentes con influencia en el distrito, me asigné a mí mismo la tarea de crearlo. Decidimos poner en práctica inmediatamente nuestro programa de discursos en la calle, y  

acordamos que Tod Clifton se reuniría conmigo para estudiar los detalles correspondientes. Durante el resto de la reunión, estudié los rostros de quienes estaban conmigo. Todos, blancos y negros, parecían vivir entregados a la causa, y en total acuerdo entre sí. Sin embargo, me resultaba imposible clasificarles en tipos humanos y sociales. La corpulenta mujer que recordaba a las ubérrimas matronas sureñas, hablaba en términos abstractos, teóricos. El hombre de aspecto insignificante, con manchas amarillentas en el cuello, debidas quizás a una afección hepática, se expresaba en términos directos y contundentes, y mostraba ávidos deseos de que entrásemos en acción. Y el hermano Tod Clifton, el jefe de las juventudes, parecía un chulito presumido y donjuán, pese a que su cabello, lanudo como la capa de un cordero persa, no había sido objeto de intentos de alisamiento artificial. No podía clasificar a ninguno de ellos. Todos parecían, a primera vista, pertenecer a tipos conocidos, pero eran seres dotados de unas características que les diferenciaban de los demás, del mismo que el hermano Jack y los otros blancos de la Hermandad se diferenciaban de cuantos blancos había yo tratado. Todos estaban transformados, al igual que los seres conocidos quedan transformados al aparecérsenos en sueños. Pensé que también yo había una transformación, como se demostraría tan pronto terminaran nuestras conversaciones y comenzara a actuar. Comprendí que debía evitar el colocarme en una postura de abierta oposición a cualquiera de los miembros del comité, ya que quizá mi nombramiento había disgustado a más de uno. Cuando, más tarde, el hermano Clifton vino a mi despacho para hablar sobre los proyectados discursos en la calle, no mostró indicios de reservas mentales o resentimiento, sino una total entrega al estudio de las tácticas a emplear en la organización de las reuniones callejeras. Me explicó minuciosamente el modo de tratar a los alque pretendieran hacernos fracasar, así como lo que debíamos hacer en el caso de ser físicamente atacados, y también el modo de distinguir entre la multitud a los miembros de la Hermandad. Pese a su aspecto de chulito, habló con precisión y conocimiento de causa.

Cuando hubo terminado sus explicaciones, le pregunté: —¿Crees que tendremos éxito? —Segurísimo. Lograremos algo nunca visto en Harlem desde los tiempos de Garvey.

—Ojalá. No conocí a Garvey. —Yo tampoco, pero según me han dicho llegó a tener una enorme influencia en Harlem. —De todos modos, poco duró. —Sí, pero aquel hombre forzosamente debía de tener una fuerza extraordinaria, un extraño poder. —Su voz estaba ahora transida de pasión—. Debía de tener algo, una especial capacidad para emocionar e inducir a actuar a esa gente. Es muy difícil lograr  

que las gentes de nuestra raza actúen. Garvey lo logró. Debió de ser un tipo extraordinariamente dotado. Le contemplé en silencio. Tenía la mirada perdida al frente, sin ver la realidad inmediata ante la que se hallaba. Sonrió y dijo: —No te preocupes, tenemos un plan científico. Tú habla y ponles en marcha. La situación general está tan mal que prestarán atención a cuanto les digan, y, luego, nos seguirán.

—En eso confío. —Así será, no lo dudes. Yo llevo tres años en la organización. Si tú hubieras pertenecido a ella todo ese tiempo, podrías advertir el cambio que se ha producido últimamente. La gente está dispuesta a actuar. —Espero que sea verdad. —Sí, no hay duda. Lo único que debemos hacer es abrirles las puertas de nuestra organización y entrarán por sí mismos. Por la noche, hacía un frío casi invernal. La esquina en la que yo hablaba estaba bien iluminada, y a mi alrededor tenía una apretujada multitud formada exclusivamente por negros. Desde lo alto de la escalera portátil veía las espaldas de los muchachos de Clifton, junto a mí, con los cuellos de las chaquetas levantados, dispuestos a , y más allá los rostros de la muchedumbre, rostros dubitativos, curiosos, convencidos. Corrían las primeras horas de la noche, por lo que me veía obligado a gritar con todas mis fuerzas, a fin de superar el ruido del tránsito. Mi voz iba adquiriendo la calidez de la emoción, pero en las mejillas sentía la fría humedad del aire. En los momentos en que comenzaba a advertir que se había establecido comunicación entre el público y yo, y oía los gritos de adhesión y los aplausos que mis palabras suscitaban, Tod Clifton hizo una seña. En la calle, por encima de las cabezas de la gente alrededor de la escalera, más allá de las oscuras fachadas de los almacenes inmediatos y de los intermitentes anuncios de ón, vi un grupo de unos veinte hombres que avanzaba rápidamente nosotros. Miré a Cliford, quien dijo:

—Va a haber jaleo. Sigue hablando, y avisa a los muchachos. —¡Hermanos, ha llegado el momento de actuar! —grité. Vi que los muchachos de Clifton y algunos hombres mayores se dirigían hacia la retaguardia de la multitud, para recibir al grupo que se acercaba. Entonces, algo procedente de la oscuridad voló hacia mí y me golpeó en la frente. Tuve la sensación de que la multitud se abalanzara sobre mí, mientras la escalera de mano retrocedía, y por unos instantes estuve sobre la móvil escalera, vacilante sobre la multitud. Después, caí limpiamente de espaldas sobre el asfalto, y oí el ruido de la escalera al chocar contra el suelo. La multitud se arremolinaba, presa del miedo. Vi a Clifton a mi lado. Gritó:

—¡Es Ras el Exhortador! ¿Te sientes con ánimos para pelear? —¡Lo haré con sumo gusto! —contesté, enfurecido.  

—¡Bien!

¡A ver qué tal te portas! Salió disparado a través de la multitud, y yo fui tras él. La gente huía, se refugiaba en los portales, se perdía en la oscuridad. —¡Ahí va, Ras! —gritó Clifton. Oí el ruido de vidrios rotos, y la calle quedó a oscuras. Alguien había roto el farol que iluminaba la esquina. En la penumbra, distinguí a Clifton que se dirigía hacia el rojo anuncio fluorescente que brillaba en un oscuro escaparate. Algo pasó junto a mi cabeza. Vi a un hombre que corría, con una porción de tubería en la mano, y, después, a Clifton junto a él. Clifton, agachado, se lanzó sobre el hombre, y agarrándole la muñeca se la retorció al mismo tiempo que obligaba al hombre a girar violentamente sobre sí mismo, como un soldado al cumplir la orden de dar media vuelta, de manera que quedaron de cara hacia mí. Clifton mantenía el antebrazo del hombre pegado a la espalda de éste, y el hombre chillaba, puesto de puntillas, mientras Clifton enderezaba lentamente el cuerpo y presionaba hacia dentro el antebrazo. Oí un sordo ruido, vi que el hombre se tambaleaba y la porción de tubería cayó al suelo. Alguien me propinó un golpe en el estómago. Recordé entonces que yo también participaba en la lucha. Me puse a gatas, luego en pie, y me enfrenté con el que me había golpeado. Me dijo: —¡Anda, levántate, gallina! ¡Levántate, Tío Tom! Le aticé. El tenía dos puños, y yo también, por lo que la lucha era igualada. Pero la suerte no le favoreció. Mi contrincante parecía animoso y, evidentemente, abrigaba deseos de pelear, sin embargo cuando le aticé dos excelentes golpes decidió ir a pelear en otra zona del escenario de la violencia. Me volvió la espalda, le di un empujón y miré alrededor. La pelea se desarrollaba en la oscuridad, ya que los globos de los faroles de la calleja habían sido destrozados, de esquina a esquina. Imperaba el silencio, únicamente roto por los jadeos, gruñidos, pasos y ruido de golpes. En la oscuridad, no podía distinguir a los amigos de los enemigos. Avanzaba con precaución, aguzando la vista. Oí gritos: —¡Despejen, despejen! La policía, pensé. E hice un esfuerzo para distinguir a Clifton. La luz del anuncio de neón tenía un misterioso resplandor. Oía maldiciones y el sonido  

de pasos apresurados, de carreras a lo largo de la calle. Entonces vi a Clifton peleando en el vestíbulo de una tienda, ante el letrero que decía "ACEPTAMOS CHEQUES". Corrí allá, mientras varios objetos pasaban silbando junto a mi cabeza, y, después, oí el ruido de vidrios al romperse. Clifton atizaba golpes cortos y precisos a la cabeza y estómago de Ras el Exhortador. Clifton boxeaba rápida y científicamente, procurando no mandar a su enemigo contra los cristales del escaparate, ni golpearlos con sus puños. Al impulso de los rápidos golpes de derecha e izquierda de Clifton, el cuerpo de Ras se bamboleaba como el de un muñeco de pim-pam-pum. En el momento en que llegué Ras intentó escapar mediante una ciega embestida, pero Clifton le mandó hacia dentro con un puñetazo que derribó a Ras, dejándole en cuclillas, con las manos en el oscuro piso de la tienda y los talones contra la puerta, tal como los atletas los apoyan en las piezas de madera en que se impulsan al tomar la salida de una carrera. Echándose hacia delante, Ras embistió a Clifton, en el momento en que éste avanzaba hacia él, y le propinó un cabezazo en el estómago. Oí el resoplido de Clifton, y en el instante siguiente le vi caído de espaldas en el suelo. Ras sostenía en la mano un objeto brillante. Bajo y corpulento, dueño del vestíbulo, Ras avanzaba lentamente, empuñando el cuchillo. Miré al suelo, a todos lados, en busca del fragmento de tubería. Me puse a gatas, y así anduve hasta encontrarlo. Al ponerme en pie, vi que Ras se inclinaba sobre Clifton y le agarraba por el cuello de la camisa, mientras, la otra mano, sostenía el cuchillo. Ras miraba fijamente, jadeante, a Clifton. Al ver que echaba hacia atrás la mano con el cuchillo, quedé paralizado. Quedó con la mano alzada, en el aire, y comenzó a soltar maldiciones. Avanzó el cuchillo hacia Clifton, luego volvió a echar la mano atrás, y la detuvo otra vez, muy rápidamente. Y mientras yo me acercaba despacio hacia él, advertí que Ras estaba llorando, sin que por ello cesara de hablar muy de prisa.

Con voz entrecortada, decía: —¡Debiera matarte! ¡Maldita sea! ¡Debiera matarte en beneficio de la humanidad! ¿Y tú eres negro? ¡Juro que tengo que matarte! ¡Nadie puede pegar a Ras el Exhortador! ¡Nadie! Alzó el cuchillo, y volvió a bajarlo. Después, de un empujón, mandó a Clifton hacia la calle, y avanzó hasta quedar ante él, sollozando. —¿Por qué te has juntado con los blancos? ¿Por qué? Te he vigilado durante mucho tiempo, y me decía: "pronto se cansará de ellos, pronto entrará en razón y les abandonará". ¿Cómo es que un muchacho como tú, un buen muchacho, se mezcla con blancos?

Yo seguía avanzando hacia él. Ras estaba ante Clifton, sosteniendo el cuchillo no utilizado en la mano, mientras por sus mejillas resbalaban lágrimas que el resplandor del anuncio de neón teñía de rojo. Decía:  

—Eres

mi hermano. Quienes tenemos la piel del mismo color somos hermanos. ¿Cómo te atreves a llamar hermanos a los blancos? ¡Esto es insensato! Los negros sí somos hermanos. Somos hijos de la Madre África. ¿Te has olvidado de eso? Eres negro. ¡NEGRO! ¡Maldita sea, eres negro! —Con un ademán de la mano que sostenía el cuchillo subrayó la palabra "negro"—. ¡Tienes el pelo lanudo! ¡Tienes los labios gruesos! ¡Dicen que tu cuerpo apesta! ¡Te odian, muchacho! ¡Eres africano! ¡AFRICANO! ¿Por qué te has juntado con ellos? Déjales, muchacho... ¡Te traicionarán, te venderán! Lo hicieron hace ya muchos años, y volverán a hacerlo. Nos convirtieron en sus esclavos, ¿lo has olvidado? ¿Crees que son capaces de tratar decentemente a un negro? ¿Crees posible que sean tus hermanos? Había llegado ya junto a él. Cuando le golpeé con la tubería, vi volar el cuchillo por los aires hacia la oscuridad, y Ras se cogió la muñeca, mientras yo, dominado por el miedo y el odio, volvía a levantar el tubo de plomo. Sin retroceder, Ras fijó en mí la mirada de sus ojos pequeños y rasgados, y exclamó: —¡A ti también te conozco! ¡Eres astuto! ¡Un pequeño diablo negro! ¿De dónde crees ser, en qué sitio crees haber nacido para pensar que tienes el derecho de mezclarte con blancos? ¡Tú eres del Sur! ¡Y aquél es de Trinidad! ¡Y el otro de Barbados! ¡De Jamaica y de Sudáfrica! ¡Y los blancos os tienen el pie en el cuello! ¿Qué intentáis negar, al traicionar a los negros? ¿Por qué lucháis contra nosotros? ¿Por qué vosotros, los jóvenes, los muchachos negros con estudios, lucháis contra nosotros? Ya he oído tus discursos provocadores. ¿Por qué te has pasado al bando de los tratantes de esclavos? ¿Es ésta la educación que te han dado? ¿Qué consideración merece el negro que traiciona a su propia madre? Clifton se puso en pie y gritó: —¡Cállate! ¡Cállate ya de una vez!

Ras se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano: —¡No, no voy a callarme! ¡Atizadme con el tubo ese si queréis, pero os juro por Dios que habéis de oír a Ras el Exhortador! ¡Uníos a nuestra organización! ¡Es un hermoso movimiento del pueblo negro! ¡Un movimiento de negros! ¿Qué os da esa gente? ¿Dinero? ¡Su dinero está manchado de sangre! ¡Es dinero sucio! ¡Aceptar su dinero es algo muy feo! ¡Dinero sin dignidad! ¡Feo asunto!

Clifton avanzó amenazadoramente hacia él. Le cogí del brazo y le retuve, y le dije, sacudiendo la cabeza: —Déjale. Este hombre está loco. Ras se golpeó los muslos con los puños:  

—¿Que yo soy el loco, aquí? ¿Vosotros sois quienes me llamáis loco? Fijaos en vosotros, y fijaos en mí. ¿Quién es el loco? ¿Os parece que nuestra situación aquí indica cordura? ¡Tres sombras en la oscuridad! ¡Tres negros luchando en las calles por culpa de los blancos que nos esclavizan! ¿Es esto cordura? ¿Indica que tenemos de nosotros mismos, que gozamos de una comprensión científica de la realidad? ¿Es eso propio de los negros del siglo veinte? ¡Una mierda! ¿Os parece que es digno que el negro luche con negro? ¿Qué os dan para que nos traicionéis? ¿Sus mujeres? ¿Mublancas? ¿Y por este precio os vendéis?

—¡Vayámonos de aquí! —dije a Clifton. Las palabras de Ras habían traído a mi memoria imágenes del pasado. Y en la oscuridad de la calle volvía a vivir el horror de la "Lucha Real", de aquella pelea entre negros, en la oscuridad. Pero Clifton miraba fascinado a Ras, y se apartaba de mí. Volví a decirle: —Vayámonos. Clifton, fija la vista en Ras, pareció no oír mis palabras. Ras se dirigió a mí: —Vete tú, si quieres, pero él se quedará. Tú estás ya envenenado por los blancos, pero él es un verdadero negro. En África, este hombre sería un gran jefe. ¡Un rey negro! ¡Y aquí le acusan de violar a sus asquerosas mujeres sin sangre en las venas! ¡Y este hombre puede derrotarles a todos con una sola mano! ¡En qué mundo de insensatez vivimos! ¡Te tratan a patadas desde que naces hasta que mueres, y todavía se atreven a llamarte hermano! ¿Es esto lógico? —Se dirigió a mí—: ¡Mírale! ¡Abre los ojos de una vez! ¡Si yo fuese como él, sería capaz de estremecer al mundo entero! ¡Me conocerían en el Japón, en la India, en todos los países con pueblos color! ¡Tiene juventud! ¡Inteligencia! ¡Es un príncipe! ¿Estáis ciegos? ¿Habéis perdido la dignidad? ¿Por qué os prestáis a hacer el juego a esa gentuza? Sus días están contados, pronto llegará el momento de nuestro triunfo, y, entretanto, vosotros permitís que os exploten, como si todavía estuviéramos en el siglo diecinueve. No puedo comprenderos. ¿Se debe esto a mi ignorancia? ¡Contestadme!

—¡Sí, exactamente a esto se debe! —farfulló Clifton. —¿Crees que soy un loco? ¿Lo crees porque hablo mal el inglés? ¡Este no es el idioma de mi gente, yo soy africano! ¿Verdaderamente crees que soy un loco?

—¡Sí! —¿De veras? ¿Qué os dan? ¿Sus repulsivas mujeres? De nuevo, Clifton pretendió avanzar hacia Ras, y yo le sujeté. Y Ras, con la cabeza aureolada en rojo, se mantuvo inmóvil. Volvió a hablar: —¿Mujeres? ¡Maldita sea! ¿En esto estriba la igualdad? ¿En esto consiste la libertad de los negros? ¿Todo queda reducido a una palmadita en la espalda, y a un cuerpo de mujer sin pasión? ¡Os compran muy barato! ¡Qué modo de tratar a mi pueblo! ¿Habéis perdido el sentido común? ¡Estas mujeres son  

escoria! ¡Lo peor de lo peor! Sabéis perfectamente que el blanco de las clases altas odia al negro. Por esto emplea a mujeres que son el desecho de su raza, y os induce a que realicéis el trabajo que él no quiere hacer porque le parece demasiado sucio. Os traicionan, y vosotros traicionáis a vuestros hermanos de raza. Te engañan, muchacho. Quieren que luchemos entre nosotros, que nos matemos el uno al otro. Debemos organizarnos porque la organización es necesaria, pero es preciso que esta organización sea totalmente negra. ¡NEGRA! ¡Y estos hijos de mala madre que se vayan al infierno! Cogen a cualquiera de sus rameras y dicen a los negros que su libertad se encuentra entre las flacas piernas de aquella mujer, y entretanto el blanco se queda con todo el poder y con todo el dinero, y deja al negro sin nada. Y mantiene a las mujeres blancas decentes encerradas en casa, ignorantes de lo que ocurre, y les dice que los negros sólo piensan en violar blancas, y así convierte a los negros en una raza de bastar. ¿Cuándo se cansarán los blancos de tanta estúpida perfidia? Os tan dominados que ni siquiera confiáis en vuestra inteligencia de negros. Vosotros, los jóvenes, no debéis venderos a un precio tan bajo. ¡No reneguéis de vosotros mismos! Para que vosotros llegarais existir fue necesario que se derramaran billones de litros de sangre . Cuando sepas quién eres y respetes tu propio valor, serás rey de su gente. El hombre adquiere conciencia de su hombría cuando nada tiene, cuando está desnudo. Entonces, no hace falta que alguien venga y le diga que es un hombre. Muchacho, eres un hombrón con dos metros de altura. Eres joven e inteligente. Eres negro y hermoso. ¡No permitas que te nieguen tu manera de ser! Si no fueras así, ahora estarías muerto. ¡Muerto! ¡Yo te hubiera dado muerte! Ras el Exhortador alzó el cuchillo para matarte, pero no pudo. ¿Por qué? Me decía: "Ahora, le mataré". Pero otra voz me decía: "¡No, no! ¡No puedes matar a tu rey negro!". Y yo me respondía: "¡Tienes razón!". Por esto me humillé. Ras reconoció tu valor, tu posible valor. Ras jamás sacrificará al hermano negro para servir al blanco esclavizador. En vez de hacer esto, Ras se echó a llorar. Ras es un hombre, y Ras lo sabe sin necesidad de que se lo digan los blancos, y Ras lloró. ¿Por qué no aceptas tu deber de negro y te unes a nosotros? Jadeaba, y en su voz había, ahora, acentos de súplica. Verdaderamente, aquel hombre era un exhortador. Y había logrado fascinarme con la primitiva y selvática elocuencia de su alegato. Allí estaba, ante nosotros, esperando nuestra respuesta. En aquel instante oímos el sonido de un avión comercial que sobrevolaba, muy bajo, los edificios a nuestro alrededor. Al alzar la vista, vi el fuego que salía de los motores. Y los tres quedamos en silencio, mirando al avión.

De repente, Ras sacudió amenazadoramente el puño hacia el avión, y aulló: —¡Así se estrelle! ¡Día llegará en que tendremos nuestros propios aviones! ¡Así se estrelle! Desde la calle, sacudía el puño amenazando al avión, que hacía vibrar los edificios con el zumbido de su poderoso motor.  

Cuando el aparato desapareció, miré a uno y otro lado de la calle. Estábamos solos, pero a lo lejos, en la oscuridad, la lucha proseguía. Contemplé al Exhortador. Ignoraba si su persona y sus palabras habían despertado en mí odio o maravillada curiosidad. Sacudí la cabeza. —Escucha, seamos sensatos. A partir de hoy, estaremos todas las noches en las esquinas de esta zona de la ciudad, dispuestos a si es preciso. Nosotros no queremos pelea, y menos aún con , pero tampoco nos echaremos atrás...

De un salto se colocó junto a mí, gritando: —¡Maldita sea! ¡Estamos en Harlem! ¡Este es mi territorio, el territorio negro! ¿Crees que consentiremos que vengan los blancos y envenenen esta zona también? ¿Que vengan aquí y se apoderen del negocio de las apuestas, igual que se han apoderado de todos los almacenes? ¡Habla con sentido común, muchacho! ¡Si hablas con Ras, habla con inteligencia!

—Te hablo sensatamente, y debes escucharme del mismo modo que nosotros te hemos escuchado. A partir de hoy estaremos en la calle todas las noches. Y si atacas con un cuchillo a uno de nuestros hermanos, sea blanco o sea negro, te aseguro que no lo pasaremos por alto. Sacudió la cabeza: —También yo me acordaré de ti. —Esto es lo que quiero. Si te olvidas de lo que te he dicho, lo vas a pasar mal. ¿No comprendes que nosotros somos más? Si quieres vencer en tu lucha, necesitas amigos con quien aliarte... —¡Tonterías! ¡Yo sólo quiero aliados negros! ¡Aliados mulatos! —Todos los hombres que desean un mundo animado por el sentido de la hermandad pueden ser aliados. —No seas estúpido. Los blancos no pueden aliarse con los negros. En cuanto obtienen lo que persiguen te vuelven la espalda. ¿Dónde está tu inteligencia de negro? —Si piensas así, el avance de la historia te echará a un lado. Debes comenzar a pensar con la cabeza, y no con el corazón. Se dirigió a Clifton, y habló con vehemencia, acompañando sus palabras con violentas sacudidas de la cabeza: —Me habla de pensar con el cerebro. Y yo os pregunto a los dos, ¿estáis dormidos o despiertos? ¿De dónde venís y a dónde vais? ¡Igual da! Seguid con vuestra corrupta ideología y devorad, como hienas, vuestras propias entrañas. ¡Estáis en la nada! ¡En la nada! ¡Ras no es un ignorante! ¡Y Ras no tiene miedo! ¡Ras seguirá siendo negro, y seguirá luchando por la libertad del pueblo negro después de que los blancos hayan conseguido lo que quieren, y se hayan reído de vosotros, y vosotros estéis hartos hasta la náusea de vuestras rameras blancas!  

En un arrebato de furia, escupió sobre el negro pavimento. Y en el aire, la saliva tuvo un tinte rojizo. —Me parece muy bien —le dije—. Pero no olvides mi advertencia. Vamos, hermano Clifton. Este hombre está lleno de pus, de pus negro. Al iniciar la retirada, pisé un fragmento de vidrio. Ras dijo: —Quizá sea así. Pero no soy tonto. No soy uno de esos estúpidos negros con estudios que creen que todos los problemas existentes, entre blancos y negros, pueden solventarse mediante unas cuantas mentiras escritas en cuatro libracos que son obra de los blancos. Para levantar esta civilización blanca en que vivimos se han empleado trescientos años de sangre negra, y esto no puede olvidarse en un minuto. ¡La sangre pide sangre! No lo olvides. Y recuerda también que yo no soy como tú. Ras sabe cuáles son los verdaderos problemas, y no le atemoriza ser negro. Ni tampoco es un traidor al servicio de los blancos. Recuérdalo: no soy un negro que traiciona al pueblo negro en beneficio de los blancos. Antes de que pudiera contestarle, Clifton avanzó en la oscuridad hacia él. Oí un golpe y vi a Ras caer al suelo, y a Clifton en pie respirando con dificultad. En el suelo, ante mí, tenía el cuerpo negro y corpulento de Ras. En sus mejillas, las lágrimas rojas reflejaban la luz del letrero que decía "SE ACEPTAN CHEQUES". Clifton miraba gravemente a Ras. Y en la expresión de aquel advertí de nuevo un tácito interrogante. —Vayámonos ya —dije. Cuando salimos de allí oímos el sonido de las sirenas de la policía, y Clifton soltó una sarta de maldiciones en voz baja. Luego exclamó: —¡Es un pobre diablo mal aconsejado! Dejamos la oscuridad de la calleja y penetramos en una calle con mucho tránsito. Clifton me miró y advertí lágrimas en sus ojos. —Tiene un concepto muy alto de ti —le dije. Estaba contento de haber salido de la oscuridad y del influjo de la voz exhortante. Clifton dijo: —Está loco. Y quien le haga caso acabará tan loco como él. —¿Por qué le llaman Ras?  

—El mismo se puso este nombre. Según parece, Ras es una especie de tratamiento de respeto en ciertas regiones africanas. Me sorprende que no haya dicho algo como "Abisinia despliega sus poderosas alas..." —E imitó los ademanes y el gesto de Ras. Añadió—: Habla de un modo que recuerda el silbido de una cobra. No sé... No sé qué pensar.

—De todos modos, será cuestión de vigilarle. —Desde luego. Seguirá luchando hasta el fin. A propósito, gracias por haberle quitado el cuchillo. —No tenías motivo de inquietud. Ras nunca matará a su rey. Me miró como si yo hubiera hablado seriamente. Luego, sonrió y dijo: —Hubo un momento en que creí que iba a liquidarme. Mientras nos dirigíamos a la delegación del distrito, no dejaba de preguntarme qué opinaría el hermano Jack de la pelea. Dije: —Tendremos que imponernos a Ras mediante una mejor organización.

—Nos será fácil. Pero Ras será peligroso si se infiltra en el ámbito interno de nuestra organización, entre nuestros miembros. —Nunca intentará hacer esta labor de zapa. Creería que es una traición. —Tienes razón. ¿Has escuchado lo que ha dicho? —Sí, claro. —No sé, pero me parece que hay ocasiones en que es preciso salirse de la corriente histórica. —¿Qué? —Salirse de la corriente histórica, escapar, hurtarse a ella, o de lo contrario uno corre el peligro de volverse loco o de convertirse en un asesino. No dije nada. Quizá tuviera razón. Y en aquellos instantes me sentí inmensamente contento de haber entrado en la Hermandad. El día siguiente amaneció lluvioso. Llegué a la oficina antes que los demás. Estuve unos minutos contemplando la calle, a través de la ventana de mi despacho. Más allá del muro saliente del edificio contiguo, contrastando con el monótono dibujo de ladrillos y cemento, veía una hilera de árboles de líneas esbeltas y gráciles, bajo la lluvia. Uno de los árboles se encontraba tan cerca del lugar en que yo me hallaba, que podía ver el correr de la lluvia sobre la corteza del tronco, entre los nudos de la madera. La hilera de árboles se alejaba hasta el fin del bloque de casas, elevándose en el húmedo ambiente, a lo largo de los patios traseros atestados de trastos y desechos. Pensé que si se arrancaran las destartaladas verjas y en los patios se plantara grama y flores, la zona quedaría convertida en un agradable jardín. Y en el instante en que se me ó esta idea, alguien, desde una ventana situada a mi  

izquierda, ó a la calle una bolsa de papel que estalló como una silenciosa granada, sembrando de basura las copas de los árboles, para, al fin, chocar blandamente contra el suelo, con un ¡plop! húmedo y fatigoso. Sentí asco. Y luego pensé que, algún día, el sol volvería a alegrar los patios traseros. Se me ocurrió que si la Hermandad tuviera una temporada de calma valdría la pena emprender una campaña en pro de la limpieza del distrito. Al fin y al cabo, no siempre íbamos a ser protagonistas de acontecimientos tan emocionantes como los de anoche.

Estaba sentado tras el escritorio, contemplando el mapa con Cristóbal Colón, cuando entró el hermano Tarp. Me saludó: —Buenos días, hijo. Veo que madrugas. —Buenos días. Tengo un montón de cosas que hacer, y por esto he llegado lo antes posible. —Eso es bueno. No creas que he venido para hacerte perder el tiempo. Es que quiero clavar una cosa en la pared. —Adelante. ¿Te ayudo? —No, me las arreglaré solito. Cogió la silla que se encontraba debajo del mapa, y arrastrando la pierna coja se subió a ella. Entonces, clavó en lo alto de la pared un retrato enmarcado. Bajó de la silla y se acercó a mi mesa: —¿Sabes quién es? —Frederick Douglass. —¡Sí, señor! ¡Exactamente! ¿Qué sabes de él? —Poco. Mi abuelo solía contarme cosas de Douglass. —Seguro que sabes cuanto tienes que saber. Era un gran hombre. De vez en cuando échale una ojeada. ¿Tienes todo lo que necesitas? ¿Papel y demás? —Sí, creo que sí. Y gracias por el retrato, hermano Tarp. Desde la puerta dijo: —No me des las gracias, hijo. Douglass nos pertenece a todos nosotros. Durante unos instantes estuve con la vista fija en el retrato de Douglass, embargado de súbita piedad, recordando y negándome a el eco de la voz de mi abuelo. Después, cogí el teléfono y comencé a llamar a los ciudadanos prominentes del distrito. Todos accedieron a mi petición. Predicadores, políticos, varios miembros de profesiones liberales, se rindieron sin oponer resistencia, tal como Clifton había previsto. La lucha en contra de los desahucios era un tema tan candente que casi todos los dirigentes ciudadanos temían que sus seguidores les abandonaran para unirse a nuestro movimiento. Les llamé a todos, incluso a los de menor : desde los personajes más influyentes hasta los médicos, de  

ventas de fincas y predicadores callejeros. Mi tarea se desarrolló tan rápida y fácilmente que tenía la sensación de no ser yo quien la llevara a cabo, sino otra persona que ostentara mi nuevo nombre. Casi me eché a reír a carcajadas cuando el director de Men's House me contestó con el más profundo respeto. Mi nuevo nombre comenzaba a ser conocido. Pensé que me encontraba en una situación extraordinariamente extraña. Parecía que la realidad fuese tan irreal, para aquella gente, que llegaban a creer que el nombre hace la cosa. Y, sin embargo, yo era aquello que ellos creían que era... Nuestra labor se desarrolló tan a pedir de boca que un domingo, pocas semanas después, organizamos un desfile que sirvió para afianzar definitivamente nuestra popularidad en el distrito. Trabajábamos febrilmente. La lucha interna que sostuve durante los últimos días en casa de Mary había desaparecido al dedicar mis fuerzas a la lucha externa de la Hermandad, con lo cual quedé dueño de mí mismo y con la mente serena. Incluso la agitación de los discursos y de los paseos con carteles de protesta tenía un poder estimulante que me beneficiaba. Y hasta mis más alocadas ideas daban buenos resultados. Cuando supe que uno de los hermanos que se encontraban sin trabajo había sido cabo de gastadores en Wichita, Kansas, organicé un grupo de hombres de más de dos metros de altura, cuya misión era desfilar marcialmente por las calles, haciendo saltar chispas con sus zapatos claveteados. El día del desfile, estos gastadores tuvieron la virtud de atraer a la multitud más rápidamente que una pelea en taberna de pueblo. Les llamábamos la Escuadra de Gigantes del Pueblo, y cuando desfilaron en espectacular formación a lo largo de la Séptima Avenida, en el atardecer de primavera, alborotaron la vecindad. La gente reía y gritaba, y los policías quedaron atónitos. Ante tamaño descaro, los guardias no sabían qué hacer, y la Escuadra de Gigantes del Pueblo prosiguió impertérrita su marcha. Tras los gastadores venían las banderas y las enseñas y las pancar, y después la formación de muchachas —las más atractivas que pudimos seleccionar— vistosamente ataviadas, que desfilaron mar, despertando con su juventud el entusiasmo del público en beneficio de la Hermandad. Tras nuestras pancartas, llevamos por las calles a quince mil vecinos de Harlem, dirigiéndonos por Broadway, hasta el Ayuntamiento. Nuestra marcha constituyó un acontecimiento ciudadano.

Tras este éxito, comencé a adquirir popularidad con rapidez vertiginosa. Mi nombre se difundió por todas partes. No cesaba de ir de un lado a otro. Discursos aquí y allá, en todas partes, en el centro de la ciudad, en los suburbios. Escribía artículos en los periódicos, encabezaba manifestaciones, formaba parte de comisiones. Y la Hermandad hacía cuanto podía para que mi nombre destacara más y más. Firmaba cartas, artículos y telegramas que no siempre había escrito yo. Los textos y las fotografías en la prensa me identificaban con la Hermandad, de la que me consideraban el más destacado representante. Una  

mañana, cuando faltaba ya poco para el verano, al llegar al despacho, encontré sobre la mesa cincuenta mensajes de felicitación de gente desconocida. Y, entonces, me di plena cuenta de que mi personalidad se había desglosado en dos: una de ellas era el viejo yo que por la noche, durante las escasas horas de descanso, soñaba en mi abuelo, en Bledsoe, en Brockway y en Mary, el viejo yo que pretendía volar y desde grandes alturas se lanzaba, sin alas, al espacio; y la otra personalidad era el nuevo yo público que hablaba en representación de la Hermandad, y que estaba adquiriendo una importancia muy superior a la del viejo yo. Tenía la sensación de hacer una carrera a pie, en competencia conmigo mismo. Pese a todo, me gustaba el trabajo que llevaba a cabo durante aquellos días de certidumbres. Me mantenía atento y alerta. La Hermandad formaba un mundo en el seno de otro mundo. Y yo había descubrir todos sus secretos, y llegar tan lejos como pudiera. No veía límites. Comprendía que únicamente alcanzaría la cima de mi ambición cuando la Hermandad hubiera arraigado en todo el país. Y ahí quería llegar. Aunque, para ello, fuese necesario escalar una inmensa montaña formada por palabras. Pese a las incesantes conversaciones que sobre el comportamiento científico me veía obligado a escuchar, llegué a creer que la palabra hablada tenía virtud mágica. A veces, mientras sentado tras la mesa contemplaba el fluido juego de luces sobre el retrato de Frederick Douglass, pensaba cuán milagroso era que aquel hombre hubiera recorrido en muy poco tiempo el largo camino desde la esclavitud a las tareas de gobierno, gracias tan sólo a sus palabras. Quizás a mí me estuviera ocurriendo algo parecido. Douglass llegó huyendo al Norte, y trabajó en unos astilleros. Era un hombre corpulento, con ropas de marinero, que, al igual que yo, olvidó su antiguo nombre y adoptó otro. ¿Cuál fue su verdadero nombre? Cualquiera que fuese, se definió y llegó a ser quien fue bajo el nombre de Douglass. Y no desarrolló su plena personalidad en concepto de carpintero de ribera, cual él esperaba, sino en el de orador. Quizás el elemento mágico, el elemento milagroso, radicaba en las transformaciones imprevistas. Mi abuelo solía decir: "Comienzas como Saulo y terminas como Pablo. Cuando eres joven te llamas Saulo, pero apenas la vida comienza a moldearte comienzas a pretender convertirte en Pablo, pero a pesar de todo siempre serás Saulo, en cierto modo". Lo único que sabía con certeza era que resultaba imposible saber a dónde se dirigía uno. Y tampoco podía saber a lo largo de qué caminos llegaría donde tenía que llegar, pese a que, una vez llegado, los caminos seguidos resultarían los correctos. ¿Acaso no había comenzado mi carrera con un discurso, y acaso no había ganado, gracias a un discurso, la beca para estudiar en la universidad, en la que pretendí alcanzar, a través de la oratoria, un puesto junto a Bledsoe para llegar así a convertirme en un dirigente en el ámbito nacional? Pues bien, gracias a un discurso había llegado a ser dirigente,  

aunque no de la clase que yo pensaba anteriormente. Con la vista fija en el mapa de mi despacho, pensaba que no tenía de qué quejarme. Me ocurrió lo mismo que al explorador que busca pielrojas y, al fin, los encuentra, pero resulta que pertenecen a una tribu distinta a la que él buscaba, y viven en un imprevisto, nuevoesplendoroso mundo rojo. Si uno se para a pensar un poco, se da cuenta de que vivimos en un mundo muy raro. Sin embargo, la ciencia puede dominar este mundo. Y la Hermandad estaba en posesión del dominio de la ciencia y de la historia. De este modo, por una sola vez en mi vida, viví con la intensidad de los empedernidos jugadores de lotería que creen percibir en los más nimios e insignificantes hechos signos reveladores de y números afortunados. Creen verlos en las nubes, en los camiones que pasan junto a ellos, en vagones del metro, en los sueños, en las tiras de historietas gráficas, en la forma del excremento que un perro ha dejado en la calle. Vivía pensando tan sólo en la Hermandad. La organización había dado al mundo una nueva forma, y a mí una función decisiva. Para nosotros, nada era imposible, nuestra ciencia podía dominarlo todo. Vivir quedaba reducido a clasificar todas las realidades y a actuar disciplinadamente. La belleza de la disciplina radica en los resultados positivos. Y nosotros los obteníamos.

 

CAPÍTULO 18

Únicamente el irreprimible vicio de leer cuantos papeles cayeran en mis manos, que Bledsoe y sus protectores me habían contagiado, me impidió hacer caso omiso de aquel sobre. No llevaba sellos ni nombre del remitente, y parecía la carta menos importante de cuantas había recibido en el correo de la mañana. La nota decía: Hermano: Acepta este consejo de un amigo que te ha estado observando atentamente. No corras tanto. trabajando para el pueblo, pero recuerda que eres uno de los nuestros, no olvides que si llegas a ser demasiado importante ellos derribarán. Eres del Sur, por lo que sabes perfectamente que vives en un mundo dominado por los blancos. este amistoso consejo y sé prudente a fin de poder continuar tu ayuda a las gentes de color. Ellos quieren que alcances demasiados éxitos en poco tiempo; si lo haces, te eliminarán. Sé astuto...

Me puse en pie de un salto. El papel envenenado temblaba en mis manos. ¿Qué significaba aquello? ¿Quién había remitido semejante mensaje? —¡Hermano Tarp! —grité. Y volví a leer las vacilantes líneas manuscritas con caligrafía que me parecía vagamente conocida. —¡Hermano Tarp! —¿Qué pasa, hijo? Al alzar la vista tuve otra sorpresa. En el marco de la puerta, a la luz grisácea de las primeras horas de la mañana, vi en los ojos hermano Tarp la mirada que solía animar los de mi abuelo. Solté un respingo, al que siguió un largo silencio en el que podía oír la silbante respiración del hermano Tarp, quien me miraba impertérrito.

Cojeando, se adentró en el despacho. —¿Ocurre algo malo? —¿Quién mandó esto? Lo cogió calmosamente: —¿Qué es? —Un sobre sin el nombre del remitente y sin sellos.

 

—Ah,

sí... Yo mismo lo recogí. Supongo que alguien lo dejó en el cajetín, anoche. Lo recogí juntamente con el correo normal. ¿Se trata de una carta que no va dirigida a ti, quizá? Evité que mi mirada se encontrara con la suya. —No. Pero no tiene fecha, y me preguntaba cuándo ha llegado. ¿Por qué me miras de esta manera? —Porque por tu expresión parece que hayas visto un fantasma. ¿Te encuentras mal? —Estoy bien, gracias. Un poco alterado solamente. Se produjo un embarazoso silencio. El hermano Tarp estaba en pie ante mí. Hice un esfuerzo y le miré a los ojos. La mirada de mi abuelo había desaparecido, y en ellos tan sólo quedaba la expresión de una tranquila interrogante. —Siéntate, hermano Tarp. Me gustaría preguntarte un par de cosas. —Pregunta, hijo, pregunta —dijo, dejándose caer en una silla. —Hermano Tarp, tú tratas con mucha gente y conoces a casi todos los miembros de la Hermandad. ¿Qué piensan de mí? Inclinó la cabeza a un lado: —Bueno, pues creen que llegarás a ser un gran dirigente... —¿Pero...? —No, no hay peros. Creen lo que te he dicho, y puedo asegurártelo.

—¿Y los otros también? —¿Qué otros? —Los que no tienen de mí una opinión tan alta. —Jamás me he enterado de la existencia de estos otros. —Pero forzosamente debo de tener enemigos. —Claro, todo el mundo los tiene, pero que yo sepa ningún miembro de la Hermandad está en contra de ti. Todos creen que tú eres hombre que necesitábamos. ¿Has oído alguna vez una opinión ?

—No, pero tenía mis dudas. Hasta el momento he actuado suponiendo siempre que todos me eran fieles, y por esto he pensado que era conveniente comprobarlo, no fuese que perdiera su apoyo sin enterarme. —No te preocupes. Todos los asuntos en que has intervenido se han solucionado del modo que los miembros de la Hermandad deseaban, incluso en el caso de algunas iniciativas que les eran antipáticas. Por ejemplo, esto...

 

Y señaló la pared junto a mi mesa escritorio. Se trataba de un cartel con un grupo de heroicas figuras: una pareja de indios norteamericanos que representaban a los desheredados del pasado, un hermano de pigmentación rubia (en mono de trabajo) y una destacada hermana irlandesa, que representaban a los desheredados del presente, y el hermano Tod Clifton junto a una muchacha y un joven blancos (habíamos considerado poco prudente que aparecieran sólo Clifton y la muchacha), rodeados de un grupo de niños de diversas razas, en representación del futuro. La foto era en color, con suaves contrastes, y en ella resaltaba la brillante calidad de la piel de los fotografiados. Con la vista fija en las palabras de propaganda de la foto, "Tras la lucha: el arco iris del futuro de América", pregunté: —¿Sí, y qué pasó con esto? —Bueno, cuando se te ocurrió la idea, algunos miembros de la Hermandad se opusieron a ella.

—Así es. —Sí, señor, y se opusieron violentamente a que los miembros de la organización juvenil fuesen a las estaciones del metro para pegar los carteles esos sobre los anuncios de laxantes y demás, pero ¿sabes qué hacen ahora los que antes estaban en contra de tu idea? —Supongo que emplean el asunto como un arma con la que atacarme, debido a que algunos de nuestros muchachos fueron detenidos por la policía. —¿Arma con que la que atacarte? ¡Qué va! Están orgullosísimos del cartel. Les entusiasma. Lo ponen en sus casas como si fuesede "Dios bendiga nuestro hogar". Y lo mismo ocurrió con los Gigantes del Pueblo. No tienes por qué preocuparte, hijo. Quizá se opongan a algunas de tus ideas, pero cuando llega el momento de ponerlas en práctica colaboran contigo incondicionalmente. Tus únicos enemigos quizá sean gentes que no pertenecen a la organización y que envidian que hayas tenido un éxito tan rápido e inesperado, y que hagas cosas que debieran haberse hecho hace ya muchos años. ¿Y por qué has de dar importancia a que haya quien te ataque? Esto indica que comienzas a ser alguien.

—Me gustaría creerte, hermano Tarp. De todos modos, mientras el pueblo esté a mi lado conservaré la fe en mí mismo. —Así debe ser. En los momentos difíciles, siempre consuela saber que uno no se encuentra solo... Su voz se extinguió lentamente, dejando la frase inconclusa.  

Y parecía mirarme de arriba abajo, desde una altura superior, pese a que físicamente sus ojos estaban al nivel de los míos, al otro lado de la mesa.

—¿Qué quieres decir con eso, hermano Tarp? —Tú eres del Sur. ¿Verdad, hijo? —Así es. Movió el cuerpo de modo que quedó orientado hacia un lado, se metió una mano en el bolsillo del pantalón y apoyó la barbilla en la otra: —Verdaderamente, no sé cómo decirte lo que estoy pensando, hijo. Fíjate en mí, viví mucho tiempo en el Sur antes de venir aquí. vine porque allá me buscaban, quiero decir que vine huyendo. Es decir, escapé del Sur. —Creo que, según como se mire, también yo huí.

—¿Te buscaban, allá? —No es exactamente eso, hermano Tarp. Pero tengo la sensación de haber llegado aquí huyendo. —Bueno, esto es una cosa distinta. ¿Has observado mi cojera? —Sí. —Pues bien, en otros tiempos yo no era cojo. Y, en realidad ahora tampoco lo soy, porque los médicos dicen que tengo la pierna sana, fuerte como un roble. Esta cojera me viene de haber vivido varios años arrastrando una cadena. Pese a que no lo percibía en el acento de sus palabras ni en el de su rostro, me constaba que el hermano Tarp no mentía, ni sorprenderme. Sacudí pesarosamente la cabeza. El hermano Tarp decía:

—Sí, así es. Nadie lo sabe. Creen que padezco reuma. Pero mi cojera se debe a la cadena. Tras diecinueve años de arrastrarla, he sido incapaz de aprender a andar correctamente. —¡Diecinueve años! —Diecinueve años, seis meses y dos días. Y no cometí ningún delito grave. Mejor dicho, no era grave cuando lo cometí, pero en el transcurso de tantos años de prisión se convirtió en algo distinto, y parecía tan grave como ellos decían que era. El tiempo en la cárcel fue lo que dio gravedad, lo que atribuyó maldad a lo que yo había hecho. Pagué con cuanto tenía menos la vida. Perdí a mi mujer y a mis hijos, y una parcela de tierra de mi propiedad. Así, lo que comenzó siendo tan sólo una discusión entre dos hombres se ó en un delito merecedor de que lo pagara con diecinueve años de mi vida.

—Pero, ¿qué hiciste, hermano Tarp? —Dije que no a un hombre que quería que le diese algo que era mío. Diecinueve años de prisión fue el precio de decir que no, e incluso ahora no he pagado totalmente mi deuda y nunca la pagaré según el criterio de quienes me condenaron. Tenía un nudo en la garganta, y me sentía dominado por una paralizante sensación de impotencia. ¡Diecinueve años! Y allí  

tenía al hermano Tarp hablándome serenamente, contando a alguien, por primera vez en su vida aquella monstruosidad. ¿Y por qué había decidido Tarp que yo fuese la única persona a quien él contara esta historia? El hermano Tarp decía: —Dije que no. ¡Mil veces no! Y durante diecinueve años seguí repitiendo que no, hasta que rompí la cadena y huí.

—¿Cómo escapaste? —De vez en cuando me dejaban acercarme a los perros. Gracias a ellos pude escapar. Me hice amigo de los perros y esperé. Allí, uno a esperar. Esperé diecinueve años. Y una mañana en que el río que pasaba junto a la cárcel se había desbordado, escapé. Creyeron que me contaba entre los que se ahogaron al romperse el muro de contención, pero en realidad había roto la cadena y me había escapado. Estaba hundido en el barro, con una pala en la mano, y me pregunté "¿Tarp, tú crees que podrás huir?". Y me contesté: "Sí". El agua, el barro y la lluvia también contestaron "sí". Y me liberé. —Soltó una carcajada tan alegre que me sobresaltó—. Lo he contado mucho mejor de lo que creía.

Se metió la mano en el bolsillo y extrajo una especie de bolsa de hule para contener tabaco, de la que sacó un objeto envuelto en un pañuelo. —Desde entonces no he cesado de buscar la libertad. Y en algunas ocasiones he logrado ser libre. Hasta que llegaron estos momentos tan difíciles que ahora vivimos, me las arreglé bastante bien. Pero incluso en las temporadas más felices no olvidaba mi pasado. Para recordar siempre aquellos diecinueve años, he conservado en mi poder esto. Con la vista fija en sus manos de viejo, observé como quitaba el pañuelo que envolvía el objeto al que se había referido. Avanzó hacia mí la mano en que lo sostenía, y dijo: —Me gustaría dártelo para que lo conserves. Es un extraño regalo, pero creo que entraña un profundo significado, y quizá te ayude a no olvidar qué es aquello contra lo que luchamos. A mi juicio, la razón de nuestra lucha se expresa en dos palabras: sí y no. , como es natural, hay muchas otras cosas de por medio...

Vi que posaba la mano en la mesa. Y llamándome "hermano" por primera vez —o así me lo pareció—, dijo: —Hermano, te ruego que lo aceptes. Creo que te dará suerte. Al fin y al cabo, gracias a él pude escapar. Lo cogí. Era una pieza de acero de aleación, de superficie suave y aceitosa al tacto, en forma de grillete, que había sido retorcido hasta que se quebró. Alguien había intentado luego devolverle su forma primitiva, llegando casi a juntar los extremos por  

donde había sido quebrado. En él había marcas que parecían producidas por el filo de un hacha. El grillete era igual que aquel otro que vi en el escritorio de Bledsoe, con la diferencia que este último tenía la superficie lisa, mientras que el de Tarp presentaba las huellas de la violencia, causando la impresión de haber resistido tenazmente los ataques que, al fin, debían obligarle a ceder. Dirigí la vista a Tarp y sacudí consternado la cabeza, mientras él me mirada sin expresión en el rostro. Me sentí incapaz de hacerle más preguntas. Metí los dedos de la mano derecha en el grillete, que ó alrededor de los nudillos, y golpeé con él la mesa. El hermano Tarp sonrió y dijo:

—Nunca se me había ocurrido que pudiera usarse para golpear la mesa. Es una buena idea. —¿Por qué me lo has dado? —Porque me siento obligado a hacerlo. —Se levantó y, cojeando, anduvo hacia la puerta. Se volvió y me dijo—: Me dio suerte, y creo que también te la dará a ti. Guárdalo, y de vez en cuando échale una ojeada. Si te cansas de él, devuélvemelo. —No, nada de eso. Me gusta, y creo que comprendo su significado. Gracias. Miré la oscura y gruesa lámina de metal alrededor de mi puño, y con ella golpeé la carta anónima. El grillete no me gustaba y no sabía qué hacer con él, sin embargo iba a conservarlo aunque sólo fuera porque el gesto del hermano Tarp al ofrecérmelo tenía, a mi parecer, un profundo significado que yo estaba obligado a respetar. Era algo parecido quizás al gesto de un hombre al entregar a su hijo el viejo reloj del abuelo, reloj que el hijo acepta, no porque le guste en sí mismo aquel trasto pasado de moda, sino en virtud de la tácita y solemnidad del gesto del padre, que le vincula con sus mayores, señala un momento importante del presente y promete la concreción de un futuro ahora nebuloso y caótico. Recordé que si hubiera regresado a casa, en vez de ir al Norte, mi padre me hubiera dado el viejo Hamilton del abuelo, con la gran corona para darle cuerda. Ahora lo daría a mi hermano. De todos modos, nunca me interesó poseer el reloj del abuelo. Sentí una punzada de añoranza, y me pregunté cómo andarían las cosas en casa. Sentí en la mejilla el toque del aire ardiente que penetraba por la ventana. A mi olfato llegaba el aroma del café del desayuno, y oía una voz gutural que cantaba con expresión en la que se mezclaban la alegría y la solemnidad: No llegues a primera hora de la mañana,

Ni tampoco con el calor del día. Espera hasta el fresco atardecer, Entonces ven, y lava mis culpas.

 

Una oleada de recuerdos vino a mi mente, pero los rechacé porque eran inoportunas imágenes del pasado. Mis tiempos no eran tiempos para dedicarlos a recordar. Desde que llamé al hermano Tarp para hacerle preguntas sobre la carta hasta el momento en que salió del despacho, habían transcurrido muy pocos minutos, sin embargo me parecía que hubieran pasado largos años. Ahora, contemplaba tranquilamente el escrito anónimo que había hecho vacilar la total estructura de mis certidumbres, y me alegraba de haber hablado con el hermano Tarp en vez de hacerlo con Clifton o con cualquier otro, ante quien pudiera avergonzarme de mi miedo. Quizá la sorpresa de creer ver en los ojos de Tarp la mirada de mi abuelo, quizá la calma con que me había hablado, o quizá la historia del grillete, me habían devuelto mi normal visión de la realidad. Pensé que Tarp tenía razón. Quien me había remitido el mensaje anónimo tan sólo pretendió crear confusión en mi mente. Algún enemigo intentaba detener nuestro avance mediante la destrucción de mi fe, valiéndose de la vieja desconfianza sureña que en mí se escondía, de nuestro miedo a la traición. Mi enemigo había actuado como si se hubiera enterado del episodio de las cartas de Bledsoe e intentara utilizar tal conocimiento para aniquilar no sólo mi persona sino también la Hermandad entera. Sin embargo, esta teoría no podía reflejar la realidad por cuanto aquellos que sabían la historia de las cartas de Bledsoe ignoraban quién era yo en los presentes días. El autor del anónimo había puesto el dedo en la llaga por pura y malhadada casualidad. De buena gana hubiera estrangulado a aquel desconocido imbécil. La Hermandad era el único lugar del país en que nosotros gozábamos de libertad, y en el que se nos estimulaba para que hiciéramos pleno uso de nuestras capacidades. Y pese a eso, el autor del anónimo pretendía destruirla. No, no le preocupaba que yo adquiriese demasiada importancia. Lo que le preocupaba era la importancia de la Hermandad. Y el fin primordial de la Hermandad consistía precisamente en llegar a ser lo más importante posible. ¿Acaso no me habían ordenado que propusiera las medidas oportunas para aumentar el número de nuestros miembros? Y, por otra parte, la Hermandad se oponía decididamente al "mundo dominado por los blancos".  

Todos nuestros esfuerzos iban encaminados a construir un mundo de hermandad. Pero, ¿quién había mandado la nota? ¿Ras el Exhortador? No, no era propio de él. Empleaba medios más directos, y era absolutamente opuesto a todo tipo de colaboración entre blancos y negros. Debía ser una persona más traicionera que Ras. ¿Quién pudo ser? Haciendo un esfuerzo para olvidar la incógnita, inicié el trabajo del día. Primeramente recibí a varias personas que acudían a mí en petición de ayuda y auxilio en los más diversos casos. Los miembros de la Hermandad que habían venido para recibir instrucciones a observar en las reuniones de comités de menor importancia, aguardaban en los rincones de la gran sala de espera. Acababa de despedir a una mujer que había venido para que obtuviéramos la libertad de su marido, que estaba encarcelado por haberla maltratado, cuando entró el hermano Wrestrum. Contesté su saludo, y vi que se sentaba en una silla, desde la que su mirada recorrió varias veces, con torpe disimulo, el tablero de mi escritorio. El hermano Wrestrum gozaba, al parecer, de cierta autoridad en el seno de la Hermandad, pero se desconocía cuál era su función en ella. Desde mi punto de vista, le juzgaba un entrometido .

En cuanto la mujer se hubo ido, el hermano Wrestrum fijó la vista decididamente en mi escritorio y preguntó, mientras señalaba un montón de papeles: —¿Qué es esto, hermano? Me recliné lentamente en la silla, le miré a los ojos, y contesté con frialdad, dispuesto a cortar en su inicio cualquier tipo de interferencia : —Trabajo que debo hacer. —No, no me refiero a estos papeles, sino a esto, esto.

Y señaló, en tanto que en sus ojos nacía una chispa de irritación. —Trabajo. Señaló el grillete del hermano Tarp: —¿Esto también es trabajo? —No. Es un obsequio personal, hermano. ¿En qué puedo servirte, hermano?

—No has contestado mi pregunta. ¿Qué es esto? Cogí el grillete y se lo ofrecí. Bajo los esquinados rayos de sol que penetraban por la ventana, el aceitoso metal adquiría una rara calidad que le asemejaba a la piel humana. —¿Quieres examinarlo, hermano? Uno de nuestros hermanos llevó este grillete, en presidio, durante diecinueve años.

Hizo un gesto de repugnancia.  

—¡No!

¡Ni hablar! Muchas gracias. La verdad, hermano, es que yo creo que no debiéramos tener objetos así en las oficinas de la Hermandad. —Esto será una opinión tuya, supongo. ¿Y por qué? —Porque, a mi juicio, no debemos hacer resaltar las diferencias que nos separan. —No pretendo hacer resaltar nada. Es un objeto de mi propiedad personal, que estaba ocasionalmente sobre la mesa. —¡Pero la gente lo puede ver! —Así es. Sin embargo, creo que el grillete sirve para recordar aquello contra lo que nuestro movimiento lucha. Sacudió enfáticamente la cabeza: —¡No, señor! No, señor; ¡Esto es lo peor que puede hacerse en la Hermandad, por cuanto nosotros queremos primordialmente que las gentes piensen en aquello que tienen en común, en aquello que les une! Esto último es lo que da nacimiento al concepto de hermandad. arrinconar esa costumbre de hablar siempre de cuán distintos somos. En la Hermandad todos somos hermanos.

La escena comenzó a divertirme. Evidentemente, al hermano Wrestrum le preocupaba algo mucho más importante y profundo que la necesidad de olvidar diferencias. En sus ojos advertía la sombra del miedo. Balanceé el grillete que sostenía en las puntas de los dedos índice y pulgar, y dije: —Nunca se me había ocurrido pensar en eso del modo que tú dices, hermano. —Pues es necesario que lo hagas. Es preciso que nos autodisciplinemos. Todo aquello que no contribuya a crear la hermandad entre nosotros, debe ser desterrado. Como sabes, tenemos enemigos. Y has de saber que me esfuerzo en aquilatar cuidadosamente cuanto digo y cuanto hago, a fin de no causar un perjuicio a la Hermandad, a este maravilloso movimiento. Hermano, creo que todos debiéramos así. Es preciso que vigilemos nuestros propios actos y palabras. ¿Comprendes lo que quiero decirte? Con frecuencia, olvidamos que ser miembros de la Hermandad constituye un inestimable privilegio.

Y, a veces, corremos el riesgo de pronunciar palabras que tan sólo sirven para crear confusionismo y malas interpretaciones. ¿A dónde quería ir a parar? ¿Qué relación guardaban sus palabras con mi persona? ¿Acaso era él el autor de la nota anónima? Dejé el grillete sobre la mesa, y saqué el anónimo de bajo un montón de papeles, sosteniéndolo por un ángulo, de manera que la luz del sol traspasara la página y permitiera ver,  

transparentadas al dorso, las palabras manuscritas. Miré fijamente a Wrestrum. Inclinado hacia la mesa contemplaba la hoja de papel, pero en sus ojos no apareció sombra ni destello indicativos de que la hubiera reconocido. Dejé caer la hoja de papel sobre el grillete. La actitud de Wrestrum no disipó mis temores, antes bien me contrarió. Wrestrum hablaba: —Dicho sea entre nosotros, hermano, en nuestra organización hay gente que no cree en la Hermandad. —¿De veras? —Así es, exactamente. Puedes estar seguro. Pertenecen a la Hermandad para conseguir sus fines individuales. Algunos de ellos te llaman "hermano" cuando hablas con ellos, pero apenas vuelves la espalda te llaman negro hijo de mala madre. Debes vigilar a esta gente.

—Todavía no me he topado con tipos así. —Ya los encontrarás. Hay mucho ser venenoso por aquí. Los hay que evitan estrecharte la mano, y algunos incluso rehuyen nuestra compañía. ¡Pero, si son miembros de la Hermandad, están obligados a tratarnos y a estrecharnos la mano, maldito sea!

Le miré. Nunca se me había ocurrido que la Hermandad pudiera obligar a alguien a estrechar mi mano. Y me parecía sorprendente y desagradable que Wrestrum encontrara un motivo de contento en que la Hermandad pudiera imponer tal obligación. Súbitamente se echó a reír: —¡Sí, están obligados, maldita sea! Yo no les tolero que lo olviden. ¡Si estos individuos quieren ser hermanos, que se comporten como hermanos! —En su rostro apareció una expresión justiciera y grave—. ¡Pero soy imparcial y juego limpio! ¡Soy justo! Todos los días me pregunto: "¿Estás haciendo algo que pueda perjudicar a la ?". Y si me parece que así es, lo evito a rajatabla, arranco de mí la mala semilla, quemo la parte infectada al igual que con un hierro candente se cauteriza la mordedura del perro rabioso. No se puede ser hermano durante unas horas del día, es necesario serlo todo momento, incesantemente. Hace falta pureza de corazón, dismental y corporal. ¿Comprendes lo que quiero decir, hermano?

—Sí, me parece que sí. Los hay que opinan igual en materia de religión. —¿Religión? —parpadeó—. Las gentes como tú y como yo desconfiamos de todo. Nos han corrompido hasta el punto de que nos difícil creer en la Hermandad. Algunos incluso piden venganza. es lo que yo quería decir. Debemos extirpar estos vicios. Debemos aprender a confiar en nuestros otros hermanos. Al fin y al cabo, ¿no fueron ellos quienes fundaron la Hermandad? ¿No fueron ellos quienes acudieron a nosotros, los negros, y nos ofrecieron la mano y nos dijeron "queremos que seáis nuestros hermanos"? ¿No fue esto lo que hicieron? ¿No es esto lo que ahora están haciendo? ¿No fueron ellos  

quienes nos organizaron y nos ayudaron a librar nuestras batallas? Sí, señor, así fue. Y debemos recordarlo durante las veinticuatro horas del día. Hermandad, he aquí la palabra que debemos tener presente en todo instante. Y esto me conduce a hablar del asunto que me ha traído aquí. —Se reclinó en la silla, y colocó sus negras manos sobre las rodillas—. Tengo un plan del que me gustaría hablar contigo.

—¿De qué se trata, hermano? —En mi opinión, debiéramos disponer de algún modo de manifestar lo que somos y quiénes somos. Debiéramos tener banderas, iny cosas así. Especialmente nosotros, los hermanos negros.

Sus palabras comenzaron a interesarme. Dije: —Comprendo. ¿Por qué crees que esto es importante? —Porque es en beneficio de la Hermandad. En primer lugar, recuerda que las gentes de nuestra raza, cuando acuden a un desfile o a un funeral o a un baile, siempre llevan banderas y estandartes que, en muchas ocasiones, carecen de significado. Las banderas contribuyen a dar importancia a los acontecimientos. Sirven para inducir a los transeúntes a detenerse, a escuchar y a preguntar: "¿Qué pasa, aquí?". Pero tú sabes, como yo, que nuestras gentes no tienen una verdadera bandera, salvo Ras el Exhortador, pero éste dice que es abisinio o africano. Nosotros no tenemos bandera porque esa bandera no nos pertenece, no es nuestra. Necesitamos una verdadera bandera, una bandera que sea de todos. ¿Comprendes mi idea?

—Sí, creo que sí. Y recordé que al ver pasar la bandera siempre había experimentado una sensación de aislamiento, de separación. Hasta que ingresé en la Hermandad, la bandera sirvió para recordarme que mi no estaba incorporada a las demás. —Claro que lo comprendes —decía el hermano Wrestrum—. Todos necesitamos una bandera. Nos hace falta una bandera que sea el símbolo de la Hermandad, y un signo distintivo que podamos os...

—¿Un signo? —Quiero decir un botón en el ojal o algo por el estilo. —¿Un emblema? —¡Eso! Algo que podamos llevar encima, de modo que cuando un hermano coincida en cualquier sitio con otro hermano, ambos sepan que lo son. Así no volverá a ocurrir lo que le pasó al hermano Clifton... —¿Qué le ocurrió? —¿No lo sabes? —No tengo ni idea. Se inclinó hacia delante y avanzó en el aire sus grandes manos unidas en un apretón. —Es algo que más vale olvidar. En fin, resulta que unos cuantos descamisados intentaron interrumpir una reunión que celebrábamos en la  

calle, y durante el tumulto que se produjo el hermano Tod Clifton cogió a uno de nuestros hermanos blancos y comenzó a atizarle, pensando, según dice él, que era uno de los descamisados. Esto es un feo asunto que no debe repetirse. Y con los emblemas podemos evitarlo.

—¿De veras ocurrió eso? —Sí, sí... El hermano Clifton se convierte en una furia cuando pierde la cabeza. Pero, ¿qué te parece mi idea? —Creo que debe pasar a estudio del comité —dije, prudentemente. Entonces sonó el teléfono. —Disculpa, hermano. Era el director de un nuevo semanario ilustrado que solicitaba entrevistarme, calificándome como "uno de nuestros más destacados hombres jóvenes". Le contesté: —Me siento muy halagado por sus palabras, pero creo que mis ocupaciones no me permitirán celebrar la entrevista. Tengo mucho trabajo pendiente. Sin embargo, me atrevo a indicarle que entreviste al hermano Tod Clifton, el jefe de nuestra organización juvenil. Creo que es un personaje mucho más interesante que yo.

Wrestrum sacudió violentamente la cabeza y exclamó: —¡No, no, no! Y el director del semanario me dijo: —Pero es a usted a quien queremos entrevistar. Usted ha... —Además —le interrumpí—, como usted bien sabe, nuestra labor levanta muchas polémicas y algunos nos atacan acerbamente. —Precisamente esto es lo que nos interesa. El público considera que usted representa esta situación de polémica, y nuestra función estriba en ofrecer a nuestros lectores personajes como usted. —Tod Clifton está en el mismo caso. —No, señor, usted es el personaje, y lo debe a su juventud. Por eso queremos hablar de usted a nuestros lectores. Vi que el hermano Wrestrum se inclinaba ávidamente hacia delante. El director decía: —En nuestra opinión estamos obligados a estimular a todos nuestros lectores en su lucha para triunfar en la vida. No olvide que usted es uno de los más recientes ejemplos del hombre que luchando se ha abierto camino hasta llegar a la cumbre. Necesitamos poner ante los ojos del público a muchos héroes como usted.

 

—Por favor, yo no soy un héroe —dije, riendo—, y todavía me falta mucho para llegar a la cumbre. Mejor será que me considere como una rueda de una complicada máquina. Aquí, en la Hermandad, trabajamos en estrecha colaboración, formando una sola unidad. El hermano Wrestrum sacudió la cabeza aprobatoriamente. El director dijo: —Pero no puede negar que usted es el primer individuo de nuestra raza que ha sabido centrar la atención de los demás en la Hermandad. —El hermano Clifton ha trabajado en la Hermandad durante tres años antes de que yo comenzara a hacerlo. Además, la cuestión no es tan simple como usted parece creer. Los individuos tienen aquí, escasa importancia. Lo importante es la voluntad y la labor del grupo. Aquí, todos subordinamos nuestras ambiciones individuales a los logros comunitarios.

—¡Excelente! Me parece magnífico. Al público le interesa saber esto. Hace falta que alguien diga esto a las gentes de nuestra raza. ¿Me permite que mande a una de nuestras periodistas para que le entreviste? Sólo le ocupará veinte minutos. —Insiste usted mucho, pero yo tengo mucho trabajo. Si el hermano Wrestrum no hubiera estado haciéndome señas para indicarme qué debía contestar, probablemente me hubiera negado a recibir a la periodista, pero su actitud determinó que accediera. Pensé que un poco de publicidad gratuita en nada podía perjudicar a la Hermandad. El mensaje del semanario llegaría a muchos individuos retraídos que quedaban fuera del alcance de nuestras voces. Durante la entrevista debía evitar, tan sólo, referirme a mi pasado. Colgué y dirigí una mirada al curioso rostro de Wrestrum: —Disculpa esta interrupción, hermano. En cuanto pueda, someteré tu idea al estudio del comité. Y cortar la conversación me puse en pie. El hermano Wrestrum también se puso en pie, evidentemente contrariado por no poder sus explicaciones, y dijo:

—Bien. También yo tengo que ver a algunos hermanos. Volveré a visitarte muy pronto. —Cuando quieras. Y para evitar estrecharle la mano, cogí unos papeles de la mesa. Cuando se disponía a salir, se volvió hacia mí, con la mano enmanecilla de la puerta:  

—Y no olvides, hermano, lo que te he dicho con respecto a esa cosa que tienes sobre el escritorio. Esta clase de objetos sólo sirven para crear confusión. Es preciso no exhibirlos. Me alegré al verle partir definitivamente. Me sublevaba pensar que había pretendido dictar mis respuestas en una conversación que sólo pudo oír parcialmente. Y era evidente que el hermano Wrestrum sentía antipatía hacia Tod Clifton. Y yo la sentía hacia él, hacia . También me desagradaba el miedo que había mostrado ante la visión del grillete, y todas las tonterías que había dicho al respecto. El hermano Tarp lo había llevado durante diecinueve años y al recordarlo reía, pero aquel gran...

No tuve noticias del hermano Wrestrum hasta dos semanas más tarde, cuando volví a encontrarle en el cuartel general del centro de la ciudad, en ocasión de una junta convocada para debatir nuestra estrategia. Fui el último en llegar. El humo de los cigarrillos llenaba la estancia, a un lado se habían dispuesto largos bancos formando hileras. lo general, estas reuniones eran ruidosas. El público solía hablar discutir como si fuera a contemplar un campeonato de boxeo. Sin , en aquella ocasión todos guardaban silencio. Advertí que los hermanos blancos parecían inhibidos, y que algunos hermanos negros del distrito de Harlem tenían en sus rostros una expresión beligerante. No me dejaron tiempo para meditar sobre ello. Apenas me hube excusado por mi tardanza, el hermano Jack golpeó la mesa con el martillo de presidente y se dirigió a mí:

—Hermano, parece que algunos hermanos tienen graves dudas acerca de tu trabajo y comportamiento en los últimos tiempos. Le miré sin expresión en el rostro, mientras me preguntaba a qué podía referirse el hermano Jack. —Lo siento, hermano, pero no sé a qué te refieres. ¿Quieres decir que he cometido errores? Con expresión perfectamente neutra replicó: —Eso parece. Han formulado cierta acusaciones contra ti. —¿Acusaciones? ¿He infringido alguna norma, quizá? —Parece que hay ciertas dudas al respecto. Mejor será que hable el hermano Wrestrum. —¡El hermano Wrestrum! Quedé perplejo. No le había visto desde nuestra conversación sobre las banderas y el grillete. Miré su rostro huidizo, al otro lado de la mesa, mientras se levantaba manteniendo el cuerpo encorvado. Del bolsillo de su chaqueta sobresalía un rollo de papeles. El hermano Wrestrum habló:

 

—Sí,

hermanos, me he visto obligado a formular acusaciones, pese a lo mucho que me desagrada. He estado observando el desarrollo de los últimos acontecimientos y he llegado a la conclusión de que si no interrumpimos inmediatamente nuestras presentes actividades este hermano pondrá en ridículo a la Hermandad. Se alzaron voces de protesta. El hermano Wrestrum gritó: —¡Sí, señor! ¡Así es! Este hermano constituye uno de los mayores peligros con que nuestro movimiento se ha enfrentado.

Miré al hermano Jack. Sus ojos chispeaban. Cuando inclinó el rostro para escribir algo en el bloc, creí ver en sus labios la sombra de una sonrisa. Comencé a congestionarme. El hermano Garnett, un blanco, dijo: —Hermano Wrestrum, mejor será que precises un poco. Tus acusaciones son graves, y, por otra parte, todos sabemos que el trabajo desarrollado por el hermano a quien acusas ha sido magnífico. Por favor, precisa. —¡Naturalmente que voy a precisar! —tronó Wrestrum. Extrajo los papeles del bolsillo, los desenrolló y los arrojó sobre la mesa: —¡Aquí está mi acusación! Di un paso al frente. Sobre la mesa, mi propia imagen reproducida en un semanario, me contemplaba. Pregunté: —¿Qué es esto? El hermano Wrestrum aulló: —¡Eso es! ¡Finge que no sabes de qué se trata! —¡De veras, no lo sé! —¡No mientas a nuestros hermanos blancos! ¡No mientas! —No miento. En mi vida he visto esta foto. Pero, incluso suponiendo que la hubiera visto, ¿qué hay de malo en ella? —¡Sabes perfectamente cuánto significa! —Yo no sé nada. ¿Qué pretendes? Estamos todos aquí reunidos para escuchar lo que quieras decir, así es que haz el favor de explicarte.

—¡Hermanos, este hombre no es más que un oportunista! Para convenceros os bastará con leer este artículo. Acuso a este hombre de emplear el movimiento de la Hermandad para lograr sus egoístas intereses personales. —¿Un artículo? Entonces recordé la entrevista. Todos dejaron de mirar al hermano Wrestrum para fijar la vista en mí. El hermano Jack dijo, señalando la revista:  

—¿Y qué es lo que dice de nosotros? —¿Qué dice? ¡Nada! ¡Sólo habla de él! —repuso Wrestrum—. ¡De lo que piensa, de lo que hace y de lo que piensa hacer! Ni una palabra de todos aquellos que nos unimos al movimiento mucho de que él sospechara siquiera su existencia. Lee el artículo. Si crees que miento, léelo.

El hermano Jack se dirigió a mí: —¿Es esto cierto? —No lo he leído. Olvidé que un periodista se había entrevistado conmigo.

—¿Pero ahora lo recuerdas? —preguntó el hermano Jack. —Sí, perfectamente. Y el hermano Wrestrum estaba en mi despacho en el momento en que me pidieron la entrevista.

Todos callaban. El hermano Wrestrum habló: —¡Míralo, hermano Jack, aquí lo tienes todo escrito en letra de imprenta! Este hombre intenta hacer creer al público que todo el movimiento de la Hermandad se reduce a su persona. —No he hecho tal cosa. Incluso intenté convencer al director de que debía entrevistar al hermano Tod Clifton, y esto te consta, hermano Wrestrum. Ya que sabes tanto acerca de mis actividades, por qué no explicas al comité qué es lo que pretendes, a fin de cuentas. —Me limito a denunciar a un traidor, esto es lo que hago. Me limito a denunciarte. ¡Hermanos, este hombre es pura y simplemente un oportunista! —¡Muy bien! ¡Denúnciame si quieres, pero reserva tus insultos para mejor ocasión! Adelantó la barbilla. —No te preocupes, porque voy a exponer lisa y llanamente todos los hechos en que se basa mi denuncia. Hermanos, este hombre ha cometido todas las infracciones que antes he dicho. Y, además, os diré que intenta disponer las cosas de tal modo que los hermanos no actuar salvo cuando él lo ordene. Recordad lo ocurrido hace semanas, cuando fue a Filadelfia. Pretendimos organizar una reunión, ¿y qué ocurrió? ¡Sólo acudieron doscientos miembros! Predisciplinarles de modo que sólo presten oídos a sus palabras.

Un hermano le interrumpió: —Pero hermano, ¿acaso no decidimos que el anuncio de aquella reunión se había redactado deficientemente? —Sí, ya lo sé, pero no fue el anuncio. —Sin embargo, el comité analizó las frases convocando la reunión y... —Ya lo sé, hermanos, y conste que no voy a poner en tela de juicio la decisión a que llegó el comité. Sin embargo, vosotros  

no sabéis cómo es este hombre. Está haciendo un trabajo de zapa, a escondidas. Ha organizado una conspiración... Uno de los hermanos se inclinó sobre la mesa y preguntó: —¿Qué clase de conspiración? —Simplemente, una conspiración. Se ha propuesto controlar el movimiento en el centro de la ciudad. ¡Quiere convertirse en un dictador!

En la estancia reinaba un silencio total, sólo roto por el zumbido de los ventiladores. Dos hermanos hablaron al unísono: —Es una acusación muy grave, hermano. —¿Grave? ¡Pues claro que es grave! Por esto me he visto obligado a formularla. Este oportunista cree que por haber cursado estudios, es superior a todo el mundo. Es lo que el hermano Jack llama "un pequeño individualista". Remató la frase con un puñetazo en la mesa. En el rostro tenso, brillaban sus ojos pequeños y perfectamente circulares. De buena gana le hubiera partido las narices. Su rostro ya no me parecía real, sino una máscara tras la que sus verdaderas facciones se reían de mí y de los demás. Ni él mismo podía creer lo que decía. Sencillamente, era imposible que creyera sus propias palabras. El era quien contra mí, y, a juzgar por la grave expresión de los oyentes, se salía con la suya. Varios hermanos comenzaron a hablar al mismo tiempo, y el hermano Jack golpeó la mesa con el martillo:

—¡Por favor, hermanos! No habléis todos a la vez. —Se dirigió a mí—: ¿Qué tienes que decir acerca del artículo? —Muy poco. El director del semanario me llamó por teléfono y me dijo que mandaría a una periodista para que me entrevistara. La periodista vino, me hizo unas cuantas preguntas y tomó algunas fotos. Esto es cuanto sé. —¿Diste a la periodista un texto previamente preparado? —Sólo le di algunos folletos de propaganda oficial. No le indiqué las preguntas que quería que me hiciera ni tampoco le pedí que escribiera algo determinado. Como es natural procuré facilitarle la tarea. Pensaba que si el artículo sobre mí contribuía a ganarnos amigos mi deber era facilitar la publicación de tal artículo. —Hermanos, esta entrevista estaba amañada —dijo Wrestrum— Este oportunista logró que mandaran a la periodista a su despacho, y le dijo lo que tenía que escribir.

Le interrumpí: —¡Es mentira! ¡Una ridícula mentira! Tú estabas presente durante la conversación telefónica, y sabes que intenté que entrevistaran al hermano Clifton.

—¿Quién es el que miente, aquí?  

—¡Tú!

¡Embustero, pillo redomado! Eres un embustero, y no te considero hermano mío. —¡Me está insultando! Le habéis oído bien, hermanos. El hermano Jack dijo, calmosamente: —No perdamos la cabeza. Hermano Wrestrum, has formulado graves acusaciones. ¿Puedes aportar pruebas? —Sí, puedo demostrar que son verdad. Sólo tenéis que leer el artículo y juzgar por vosotros mismos. —Lo leeremos. ¿Algo más? —Sí, escuchad lo que dicen las gentes de Harlem. No hablan más que de él. Jamás piensan en el resto de la Hermandad. Hermanos, hombre constituye una amenaza para los habitantes de Harlem. expulsarle.

—Esto es un asunto cuya decisión compete al comité —dijo el hermano Jack, y se dirigió a mí—. ¿Tienes algo que decir en tu defensa, hermano? —¿En mi defensa? Nada. No tengo nada de qué defenderme. He hecho cuanto he podido para cumplir con mis obligaciones, y si mis lo ignoran a estas alturas, creo que ya es demasiado tarde para que se enteren. Ignoro qué hay detrás de estas acusaciones, pero puedo aseguraros que jamás he hecho gestión alguna para influir en la prensa. Además, vine aquí ignorando que iba a ser juzgado.

El hermano Jack dijo: —No, esto no es un juicio. Si alguna vez se te somete a juicio, lo cual espero que nunca ocurra, lo sabrás de antemano. Entretanto, y como sea que nos hallamos ante una situación de emergencia, el comité te ruega que salgas de la sala mientras leemos y comentamos el artículo. Furioso y asqueado, salí de allí y entré en un despacho desocupado. Wrestrum me había devuelto al Sur en plena sesión de uno de los principales comités de la Hermandad. Me sentía desnudo. Me gustado estrangular a Wrestrum. Me parecía ridículo que me hubiera obligado a tomar parte en aquella infantil discusión, ante los miembros del comité. Sí, tendría que luchar con él para defenderme de sus acusaciones, incluso si para ello tenía que adoptar actitudes propias de personaje de vodevil. Tendría que hablar de un modo que Wrestrum comprendiera. Quizá fuera conveniente que me refiriese a la carta anónima, pese a que ello entrañaba el riesgo de que alguien la interpretara como una demostración de que yo no gozaba de la total adhesión del distrito. Si Clifton estuviera aquí podría defenderme eficazmente de aquel pobre payaso. ¿Le tomaban en serio debido solamente a que era negro? ¿Qué diablos le ocurría a aquella gente? ¿No comprendían que se hallaban ante un bufón? embargo, pensé, si hubieran reído o sonreído, me hubiese sentido terriblemente humillado, porque reírse  

de él equivalía a reírse de mí én. Pero, si hubieran reído, la escena no habría sido tan irreal. ¿Dónde diablos me encontraba?

Un hermano me llamó: —Puedes venir. Y entré en la sala para oír la decisión que habían adoptado. El hermano Jack dijo: —Bien, hermano, hemos leído el artículo y tengo la satisfacción de comunicarte que lo hemos hallado bastante inofensivo. También es cierto que hubiera sido conveniente que contuviera más referencias a otros miembros del distrito de Harlem. Pero no hay pruebas de que esto se te pueda imputar. El hermano Wrestrum estaba equivocado. El tranquilo acento de sus palabras y la conciencia de que el comité había perdido el tiempo inútilmente para averiguar la evidente verdad, me irritó profundamente. Dije: —Creo que estaba criminalmente equivocado. —No. Su actitud no fue delictiva, sino inspirada en un exceso de celo. —A mí me parece que en ella concurren los dos elementos. —No, hermano, no. —Ha atacado mi reputación. El hermano Jack sonrió: —Ello se ha debido a su sinceridad, hermano. Sólo pensaba en el bien de la Hermandad. —Entonces, ¿por qué me ha calumniado? No comprendo tu argumentación, hermano Jack. Yo no soy enemigo de la Hermandad, como él muy bien sabe. También yo soy un hermano. El hermano Jack sonrió, y dijo: —La Hermandad tiene muchos enemigos, y no debemos ser excesivamente severos ante los errores de los hermanos.

Entonces me fijé en la estúpida y humillada expresión del rostro de Wrestrum y me calmé. —Muy bien, hermano Jack. Imagino que estoy obligado a alegrarme de que me consideréis inocente... El hermano Jack alzó el dedo índice en el aire, y dijo: —Volviendo al artículo publicado en el semanario... Sentí un cosquilleo en la nuca, y me puse en pie de un salto:

 

—¡Volviendo

al artículo! ¿Pretendes insinuar que habéis creído una sola palabra de la sarta de mentiras que os ha endilgado? ¿Es que todavía leéis a Dick Tracy? —Dejemos aparte a Dick Tracy —contestó secamente—. Nuestro movimiento cuenta con muchos enemigos. —¿De modo que ahora me he convertido en un enemigo? ¿Qué os ocurre? Os portáis como si no me hubierais conocido jamás.

Jack fijó la vista en la mesa y dijo: —¿Quieres o no quieres saber la decisión que hemos tomado? —¡Sí, claro! Siempre me ha interesado saber todo lo posible acerca de los comportamientos excéntricos. ¿Cómo puedo no sentir interés, tras haber sido testigo de una escena en la que un frenético insensato es tomado en serio por un grupo de personas a las que he llegado a considerar como las mentes más brillantes y lúcidas del país? ¡Claro que me interesa! Si no me interesara, me portaría como un hombre sensato y saldría de aquí inmediatamente. Oí las voces de protesta. El hermano Jack, enrojecido el rostro, golpeó la mesa con el martillo para imponer orden. Entonces, el hermano MacAfee dijo: —Quizá sea conveniente que dirija unas palabras a nuestro hermano. —Adelante —convino, con voz ronca, el hermano Jack. Habló el hermano MacAfee: —Hermano, comprendemos tu reacción, pero también tú debes comprender que la Hermandad tiene muchos enemigos. Esto es una indiscutible, y estamos obligados a pensar en nuestra organión antes que en nuestros sentimientos personales. La Hermandad es una realidad superior a cualquiera de nosotros. Ninguno de nosotros, individualmente considerado, tiene la menor importancia cuando la seguridad colectiva está en juego. Y puedes estar seguro de que a todos nos anima la mejor voluntad hacia ti, personalmente. Has realizado una magnífica labor. Aquí y ahora, tratamos solamente de la seguridad de la organización, por lo que tenemos la obligación de investigar concienzudamente todas las acusaciones.

Quedé súbitamente subyugado. En sus palabras había una fuerza lógica que yo tenía que aceptar. Estaban en un error, pero tenían la obligación de descubrir su error. Mejor sería que siguieran adelante. Descubrirían que ninguna de las acusaciones era fundada, y me rehabilitarían. De todos modos, ¿por qué les dominaba aquella obsesión de los enemigos? Contemplé los rostros envueltos en humo. Por primera vez, desde mi iniciación  

en la Hermandad, me embargaban graves dudas. Hasta el momento había sentido una certeza total, cual jamás había experimentado, con respecto a mi trabajo y a mis propósitos. Una certeza que ni siquiera tuve en mis equivocados tiempos universitarios. La Hermandad era algo que permitía que nos entregásemos totalmente a ella. En esto radicaba su fortaleza y mi fortaleza, y en esta entrega y certeza consistía su capacidad de alterar el curso de la Historia. En ella había depositado toda mi fe, pero, ahora, pese a que en mi fuero interno persistía en afirmar esta creencia, me sentía herido en lo más vivo, hasta el punto de ser incapaz de seguir defendiéndome. Allí estaba, silencioso y en pie, esperando oír su decisión. Alguien tamborileaba en el tablero de la mesa con la punta de los dedos. Oí un ruido, como las hojas secas, producido por unos folios de papel cebolla. Desde el otro extremo de la mesa me llegó la voz del hermano Tobitt: —Puedes tener la seguridad de que el comité ha decidido con prudencia y justicia. El humo que llenaba la estancia me impedía ver la expresión de su rostro. El hermano Jack habló fría y secamente: —El comité ha decidido que, en tanto no haya investigado los hechos objeto de la acusación, deberás, a tu elección, abandonar tus actividades, permaneciendo en Harlem, o aceptar un nuevo destino en el centro de la ciudad. En este último caso, cesarás inmediatamente en tu presente cargo.

Las piernas me flaquearon. —¿Esto significa que debo abandonar mi labor? —A menos que aceptes prestar tus servicios en algún otro lugar. —Pero no comprendéis que... Me detuve al ver en los rostros que había a mi alrededor la expresión indicativa de que habían llegado a una decisión irrevocable. El hermano Jack avanzó la mano para coger el martillo y dijo: —Si decides no permanecer inactivo, tu nueva tarea consistirá en dar conferencias en el centro de la ciudad sobre "La mujer y la sociedad". Me pareció recibir un mazazo en la cabeza: —¡Sobre qué!

 

—Sobre "La mujer y la sociedad". Mi folleto "La mujer en los Estados Unidos de América" te servirá de guía. —Miró alrededor, y terminó—: Y ahora, hermanos, se levanta la sesión. En pie, paralizado, con el eco de los dos golpes de martillo resonando todavía en mis oídos, me repetía las palabras "La mujer y la sociedad". Escrutaba los rostros en busca de rastros de ironía, y escuchaba las voces que se alejaban hacia la salida, para intentar percibir el sonido de risas mal reprimidas. En mi fuero interno, luchaba para ahogar las voces que me decían que había sido objeto de una broma injuriosa, tanto más injuriosa cuanto los rostros que me rodeaban no indicaban que aquella gente se hubiera dado cuenta de la triste humorada. Me esforzaba desesperadamente en aceptar los hechos. Pero era inútil. Me habían apartado de mi trabajo y realizarían investigaciones, mientras yo seguía fiel a la organización, sujeto a su disciplina, presto a aceptar su decisión. No, aquél no era el momento propicio para caer en la inactividad. Corrían días en que comenzaba a percibir algunos aspectos de la organización, que, hasta entonces, había totalmente (altos comités y dirigentes que nunca actuaban a la luz pública, simpatizantes y grupos colaboradores muy alejados de nuestras cotidianas preocupaciones), días en que los secretos del poder y de la autoridad, ocultos tras el velo del secreto, empezaban a precisarse ante mi vista. Pese a la ira y desengaño que me embargaban, la magnitud de mis ambiciones me impedía renunciar aHermandad. Además, ¿por qué separarme de ellos, por qué limitar mis posibilidades? Yo era orador. ¿Por qué no hablar de la mujer y la sociedad o de cualquier otro tema? Nada quedaba fuera del ámbito de nuestro sistema ideológico, habíamos adoptado directrices políticas con respecto a todo, y mi principal ambición era abrirme camino hasta las altas esferas de la Hermandad. Al salir del edificio todavía tenía la sensación de haber sido golpeado con una maza, sin embargo percibía que mi optimismo comena renacer. Dejar Harlem representaba para mí un duro golpe, pero también lo era para la organización, ya que había descubierto que el hecho —la llave— que me abría las puertas de Harlem consistía en que los deseos y necesidades de Harlem coincidían exactacon mis deseos y necesidades. El valor que yo tenía para la en nada se diferenciaba del valor que para mí tenían los agentes que más útiles me eran en Harlem. Tanto mi valor como el de estas personas se basaba en la total franqueza y honradez al las esperanzas y frustraciones del distrito, sus temores y sus . Y hablar ante el comité equivalía a hablar ante toda nuestra organización. Pensé que, sin duda alguna, el comportamiento que había tenido éxito en Harlem también lo tendría en el centro de la . La nueva tarea serviría para poner a prueba mi eficacia y, al tiempo, representaba una oportunidad de comprobar hasta qué punto lo ocurrido en Harlem se debía a mis actividades y hasta qué punto se debía al entusiasmo y avidez de las  

gentes del dis. Al fin y al cabo, me dije, esta nueva tarea demostraba la buena del comité. Al investirme con su autoridad para hablar de un tema que en cualquier sector de la sociedad en que vivía era tabú para mí, el comité ratificó, sin duda alguna, su fe en mí y en los principios de la Hermandad, demostrando que ni siquiera en el tema de la mujer hacía distinciones entre blancos y negros. Debían investigar los hechos de que yo había sido acusado, pero al asignarme la nueva tarea habían ratificado fríamente, sin sentimen, su inquebrantable fe en mí. Pese al calor, sentí un escalofrío. Evidentemente, no había permitido que la idea se concretara en mi mente pero, por un momento, casi dejé que mi antiguo y retrógrado pesimismo sureño destrozara mi carrera. Sin embargo, dejar Harlem me causó un profundo pesar. No tuve valor suficiente para despedirme de las personas a quienes allí había tratado, ni siquiera del hermano Tarp y de Clifton ni de aquellos que me proporcionaban información sobre los sectores más humildes del distrito. Metí los papeles en la cartera y salí de la oficina como si me dirigiera a una reunión en el centro de la ciudad.

 

CAPÍTULO 19 Acudí a mi primera conferencia, animoso y algo excitado. El tema me aseguraba el interés del público, y el resto dependía de mí. Si hubiese medido un palmo más y hubiera pesado treinta kilos más, me habría bastado con ponerme ante el público, con un cartel en el pecho que dijera "LAS CONOZCO MEJOR QUE NADIE", para dejar a todos tan maravillados cual si tuvieran ante su vista a un hombre de las cavernas, ligeramente reformado y domesticado. Así como a Paul Robertson apenas le hacía falta desarrollar una labor de actor para impresionar al público, yo casi no necesitaría hablar. Con sólo verme, el público se emocionaría. La conferencia fue un éxito, debido principalmente al entusiasmo del público. Y el período de ruegos y preguntas sirvió para reafirmar las opiniones que me había formado al acudir allí. Los acontecimientos que ni siquiera mi exacerbada suspicacia pudo imaginar, coa ocurrir cuando el público desfilaba hacia la salida. La mujer apareció en el momento en que yo despedía amablemente a los oyentes que pasaban ante mí. Pertenecía a este tipo de hembra resplandeciente que se comporta como si representara a plena conciencia el papel de símbolo de vida y fertilidad femenina. Dijo que estaba muy interesada en algunos aspectos de nuestra doctrina. Con expresión preocupada, añadió:

—Se trata de algo un poco complicado. Me gustaría mucho hablar con usted, pero me temo que... —Con mucho gusto. Por favor. Y la aparté del grupo, llevándola junto a la puerta de salida, cerca de la pared de la que colgaba una manguera casi totalmente enrollada. Me dijo: —Hermano, es muy tarde y usted seguramente estará fatigado. Puedo esperar hasta que, en otra ocasión... —No, en realidad, no estoy tan fatigado. Y si alberga usted alguna duda, tengo la obligación de aclarársela. —Pero, ahora, es ya muy tarde. Quizás un día en que no tenga mucho trabajo pueda visitarnos y entonces hablaríamos extensamente. A no ser que... —¿A no ser que...? —A no ser que acceda a ir a mi casa esta misma noche —dijo, con una sonrisa—. Puedo asegurarle que sé preparar un café excelente.  

Abrí la puerta. —Estoy a su disposición, señora. Su piso se encontraba en uno de los mejores barrios de la ciudad. Al penetrar en el amplio salón, probablemente expresé la sorpresa que me causó. —Lo que verdaderamente me interesa, hermano —y pronunció esta palabra con inquietante calor— es el conjunto de valores espirituales de la Hermandad. Sin haberlo merecido, gozo de una desahogada posición económica, pero esto nada significa cuando advertimos injusticias que existen en nuestro mundo. Quiero decir que la situación económica que disfruto poco importa cuando no hay seguridad espiritual y emocional, cuando no impera la justicia. Se quitó el abrigo sin dejar de mirarme fijamente a los ojos, y yo me pregunté si aquella mujer no sería más que un "alma caritativa", una puritana inglesa con ocultos remordimientos de conciencia. Y reé la confidencial descripción que el hermano Jack había hecho, cierta ocasión, de aquellos miembros adinerados que buscaban su política al ayudar económicamente a la Hermandad. La mujer razonaba demasiado aprisa para que yo pudiera seguirla. Esforzándome en comprender, la miraba gravemente. Le dije:

—Creo advertir que ha pensado usted mucho en lo que me dice. —Lo he procurado, y no he logrado más que armarme un lío. Por favor, siéntese mientras yo me cambio. Cuando se iba, pude observar que la mujer era delicadamente regordeta. Tenía el cabello negro y lustroso, y en él comenzaban a aparecer algunas hebras plateadas. Cuando reapareció vestida con una bata roja, su aspecto era tan llamativo que, sobresaltado, tuve desviar la vista. Miré alrededor, fijándome en el brillante mobiliario en el que dominaba el color de cereza, y en un cuadro de Renoir representando un rosáceo desnudo de tamaño natural.

—Bonita habitación —dije. Aquí y allá, en las amplias paredes, colgaban otras telas que daban a la sala un colorido cálido, vívido y brillante. Vi un pez abstracto, de latón, montado en una plancha de ébano. Y me pregunté qué comentario cabía hacer ante aquello. La mujer dijo:

—Me alegro que le guste, hermano. A nosotros también nos gusta, aunque me temo que Hubert apenas puede disfrutarlo. Está demasiado ocupado en sus negocios. —¿Hubert? —Sí, mi marido. Me hubiera gustado que estuviera aquí. Le habría encantado conocerle, hermano. Pero siempre tiene algún asunto u otro que le obliga a salir. Ya sabe, los negocios, siempre los negocios. .. Me sentí un tanto inquieto. —Imagino que no le queda más remedio.  

—Así es,

pero, por favor, hablemos de la Hermandad y su

doctrina. En su sonrisa y en su voz percibí un algo inconcreto, estimulante y confortable a un tiempo. No se trataba tan sólo del ambiente de opulencia y vida fácil, que yo desconocía totalmente, sino también del hecho de encontrarme allí, con ella, y de la posibilidad de establecer una comunicación fecunda. Me parecía que las invisibles y los patentes interrogantes hubieran llegado a un delicado punto de equilibrio, a una especie de armonía. Contemplando los suaves ademanes de la mujer, pensé: "Es rica, pero humana". Y dije:

—Nuestro movimiento tiene muchas facetas. Verdaderamente no sé por dónde empezar. Me parece que seré incapaz de darle una explicación convincente. —No, no quiero llegar a grandes profundidades. Creo que podrá resolver sin dificultad mis pequeñas dudas doctrinales. Por favor, siéntese aquí, en el sofá, hermano. Estará más cómodo. Me senté. Y la mujer se dirigió hacia la puerta, arrastrando sensualmente el borde de la bata sobre la alfombra oriental. Se volvió hacia mí, y, sonriente, me preguntó: —¿Quizá prefiere tomar vino o leche en vez de café? La idea de beber leche me pareció repelente. —Vino, por favor. Pensé que aquello no era lo que yo había esperado. Regresó con una bandeja en la que había dos vasos y una botella de cristal tallado, que colocó en una mesilla situada ante nosotros. Cuando llenó los vasos, el vino produjo un sonido líquido y musical. Puso uno de los vasos ante mí. Levantó el suyo, y con ojos sonrientes, dijo: —Por nuestro movimiento. —Por nuestro movimiento. —Y por la Hermandad. —Y por la Hermandad. —Me parece muy bien que brindemos. Sin embargo, ¿de qué aspecto de nuestra ideología desea usted hablar? Alzó la cabeza, apuntándome con la barbilla, me contempló con ojos entornados y dijo: —De todos, de todos. Quisiera que habláramos de todo. La vida es terriblemente vacía y caótica. Creo muy sinceramente que sólo la Hermandad nos ofrece la esperanza de dar sentido a nuestro vivir. Naturalmente, no se me oculta que se trata de una  

filosofía demasiado amplia para poder comprenderla en un momento. Sin embargo, es tan importante y vital que, en mi opinión, debemos esforzarnos en comprenderla en toda su integridad. ¿No está usted de acuerdo conmigo? —Sí, desde luego. Es la doctrina más trascendente de cuantas conozco. —¡Me entusiasma que estemos de acuerdo! Ahora comprendo por qué me emociona tanto oírle hablar. Usted sabe transmitir la palpitante vitalidad del movimiento. Es asombroso. ¡Me da usted tal sensación de seguridad! Se detuvo y sonrió enigmáticamente: —Sin embargo, debo confesar que también me da miedo... —¿Miedo? ¿No hablará en serio? Me eché a reír. Y ella repitió: —Sí, sí, miedo. Es algo tan poderoso, tan... ¡Tan primitivo! Tuve la impresión de que parte del aire contenido en la habitación huyera de ella. Se produjo un anormal silencio.

—¿Primitivo, dice? —¡Sí! ¡Primitivo! ¿Nadie le ha dicho, hermano, que en algunas ocasiones vibran tam-tams en su voz? —¡Dios mío! —reí—: ¡Y yo que pensaba que vibraban profundas ideas!

—Y así es. Tiene toda la razón. No quería decir "primitivo" en el sentido vulgar. Quería decir subyugante, poderoso. Su voz domina, no sólo la inteligencia, sino también el corazón. Llámele como quiera, pero tiene una fuerza desnuda que parece penetrar hasta lo más hondo. Con sólo recordar esta vitalidad, tiemblo de cabeza a pies. La tenía tan cerca de mí, que podía percibir claramente un cabello, uno solo, negro azabache, que se había rebelado a la disciplina del peinado. Dije: —Sí, ciertamente la emoción también concurre, pero su presencia se debe a que nuestro método científico la hace nacer. Como dice el hermano Jack, nosotros no somos más que organizadores. Y la emoción no sólo nace en virtud del método, sino que, luego, queda orientada y canalizada. En esto estriba la verdadera razón de nuestra eficacia. Al fin y al cabo, este excelente vino ante nosotros, puede dar lugar a emociones, pero jamás podrá realizar una labor de organización.  

Con el brazo a lo largo del respaldo del sofá, se inclinó graciosamente hacia delante, y dijo: —Sí, pero usted logra las dos cosas con sus discursos. Cuando le escucho me siento obligada a responder a su estímulo, aun cuando no comprenda del todo el último significado de sus palabras. Sólo comprendo sus palabras, y esto resulta todavía más estimulante. —En realidad, el público causa tanta impresión en mí como yo pueda causar en él. La reacción favorable del público contribuye grandemente a que me supere en la medida de lo posible. —Además, hay otro aspecto muy importante que me afecta grandemente. Nuestra doctrina ofrece a la mujer plena oportunidad de actuar por sí misma, lo cual es de la mayor trascendencia, hermano. La mujer debe ser tan libre como el hombre. Levanté el vaso y pensé que si yo fuera verdaderamente libre saldría a todo gas de aquella habitación. —A mi juicio ha estado usted magnífico esta noche. Ya era hora de que la mujer tuviera a alguien, en el movimiento, que defendiera sus derechos. Hasta hoy, sólo le había oído hablar sobre los problemas de comunidades minoritarias. —Así es. Hoy he comenzado a trabajar en una nueva misión. a partir de ahora me dedicaré preferentemente al tema de la mujer y la sociedad.

Se acercó un poco más, y suavemente me puso la mano en el brazo: —Me parece magnífico y muy oportuno. Hacía falta que alguien tomara la iniciativa para que la mujer participe intensamente en el vivir de todos. Por favor, continúe. Quiero oír todas sus ideas. Contento de poder refugiarme en la oratoria, llevado por el calor del vino y por mi entusiasmo, comencé a hablar, y seguí hablando. sólo cuando interrumpí mi discurso para hacerle una pregunta, me di cuenta de que el rostro de la mujer estaba a dos dedos del mío, con los ojos clavados en mis ojos.

—Siga, por favor, siga. Sabe explicarlo de un modo tan claro... El rápido aleteo de sus párpados, como el de las alas de una alevilla, se convirtió, al sentirme impulsado hacia ella, en la suavidad de sus labios. No nació de ello una idea ni un concepto, sino tan sólo una pura y cálida sensación. Entonces sonó un timbre. Me aparté de ella y me puse en pie de un salto. Volví a oír el timbre. Y también ella se puso en pie, siguiendo mi movimiento. Los pliegues de la bata descendían majestuosamente a lo largo de su cuerpo hasta la alfombra. La mujer decía:

—En ti todo es tan maravillosamente vital...  

Y el timbre volvió a sonar. Mientras, dispuesto a irme, buscaba con la vista el sombrero, y con creciente irritación me preguntaba si la mujer estaba loca o si no había oído el timbre, ella me miraba sorprendida cual si yo me portara como un loco. Tomándome por el brazo y con voz repentinamente enérgica, me dijo:

—Pasa aquí. Y casi me empujó, mientras el timbre sonaba de nuevo, llevandome a través de una salita, a un dormitorio con las paredes cubiertas de raso. Me dirigió una larga mirada, y sonriente dijo:

—Es mi dormitorio. La miré, incrédulo e indignado: —¿Su dormitorio? ¡Pero el timbre está sonando! —Déjalo que suene... —murmuró, mirándome a los ojos. La aparté de mí. —Por favor, no haga locuras. ¿Por qué no abre la puerta? —¿Te refieres al timbre del teléfono, querido? Ahora voy. —¿Pero su marido? —Está en Chicago. —Pero, a lo mejor... —No, nada de eso. —¡No puede estar segura! —Claro que sí, hermano. He hablado con él, y me consta que está en Chicago. —¿Qué clase de trampa es ésta? —No hay ninguna trampa, querido. No tienes por qué sospechar. Estamos solos. Hubert se encuentra en Chicago, intentando recuperar su perdida juventud. —Sus propias palabras la sorprendieron, y se echó a reír—. Las reivindicaciones sociales no le interesan. No se de los problemas de la libertad, la pobreza, los derechos de la mujer y cosas por el estilo. Has de saber, querido, que la enfermedad de las gentes de nuestra clase... Me aparté y retrocedí un paso. A mi izquierda tenía una puerta abierta, tras la que vi el brillo de metales y azulejos. La mujer me cogió el brazo con sus manos pequeñas, tanteándome el bíceps, y dijo: —Háblame de la Hermandad, querido. Enséñame lo que es. Enséñame la hermosa doctrina de la Hermandad.

Y sentí deseos de pegarle, y de irme, a un mismo tiempo, pero sabía que no haría ninguna de las dos cosas. ¿Intentaba arruinar mi carrera, o era quizás una trampa preparada por uno de mis enemigos en la Hermandad, que me esperaba tras alguna puerta, cámara fotográfica en ristre?

 

Con fingida calma, e intentando apartarme de ella sin tocarla, porque si la tocaba temía no saber dominarme, dije: —Debieras coger el teléfono. —Si lo cojo, ¿continuarás después? Hice un movimiento afirmativo con la cabeza. Sin pronunciar palabra dio media vuelta, se dirigió hacia una mesa tocador, ante un espejo ovalado, y descolgó el blanco teléfono que reposaba en ella. El espejo reflejaba mi imagen en pie, situada entre la anhelante figura de la mujer y la gran cama blanca. Mi persona estaba inmovilizada en un momento de culpabilidad, con el rostro tenso y la colgando laciamente del cuello. Tras la cabecera de la cama, había otro espejo que, como en el constante vaivén del mar, lanzaba y absorbía incesantemente nuestras imágenes, multiplicando con furia el tiempo, el lugar, las circunstancias. Mi vista latía, de modo que alternaba la visión clara y precisa con la visión nebulosa y vaga, impulsada por el furioso oleaje de los espejos. Sus labios, sin producir sonido, pronunciaron las palabras "perdona un momento", y, después, en voz alta e impaciente, habló al teléfono:

—Sí, soy yo. Cubrió con la mano el teléfono, y sonriéndome dijo: —Es mi hermana. En seguida termino. Y mi mente acudían viejas y casi olvidadas historias de señoras pedían a sus criados que entrasen en el baño para friccionarles la espalda, chóferes que compartían con la señora el lecho conyugal, mozos de tren a quienes mujeres ricas camino de Reno invitaban a sus compartimentos privados. Y pensaba: "Pero mi caso es distinto, yo estoy aquí para hablar del movimiento, de la Hermandad". Vi que la mujer sonreía, diciendo:

—Sí, Gwen, claro que sí, querida. Y alzó la mano que no sostenía el teléfono, como si pretendiera arreglarse el cabello. En este momento, la bata roja se abrió rápida suavemente, en un movimiento de velo, y yo quedé sin aliento, el busto desnudo, de curvas opulentas y graciosas, y delicado, cuyo reflejo me mandaba el espejo. Fue un breve intervalo vivido como entre sueños. Y en el instante siguiente, desó la imagen, y yo tan sólo veía sus ojos sonriendo enigmáticamente, un palmo más arriba de la bata roja.

Furioso y excitado me dirigí hacia la puerta, y oí el sonido del teléfono al ser colgado en el soporte. Al pasar junto a ella, se echó en mis brazos, y perdí la cabeza, porque lo ideológico y lo biológico, el deber y el deseo luchaban y se confundían entre sí. Y pensé: "Que derriben la puerta. Sean quienes fueren, que derriben la puerta y entren, si quieren." No sabía si soñaba o si estaba despierto. Imperaba un silencio mortal, sin embargo tenía la certeza de haber oído un ruido al otro lado de la habitación. A mi lado, la mujer emitía espaciados, regulares, suspiros. Me pareció hallarme en una situación muy rara. En mente bullían imágenes  

incongruentes. Un toro me perseguía a través de un bosque de castaños. Corría cuesta arriba hacia lo alto de una colina, y la colina jadeaba. Oí el sonido, y, al alzar la vista, vi a un hombre que me miraba fijamente, sin interés ni sorpresa, desde la penumbra de la habitación inmediata. Su rostro carecía de expresión; solamente me miraba. Oí el sonido de una respiración acompasada. Y la mujer a mi lado se movió. Su voz, con acento de lejanía, dijo:

—Hola, querido. ¿De vuelta ya? Y el hombre dijo: —Sí. Despiértame a primera hora, tengo mucho trabajo que .

—Procuraré acordarme. Que duermas bien —contestó la mujer, con voz soñolienta. El hombre soltó una corta y seca carcajada. —Lo mismo digo. Buenas noches. La puerta se cerró. Durante unos minutos quedé inmóvil en la oscuridad, la respiración corta y rápida. Me parecía hallarme en un mundo muy raro. Con la mano, toqué a la mujer. No contestó. Me incliné sobre ella, y sentí su aliento cálido y limpio en mi rostro. Hubiera querido quedarme en aquella postura, embargado por la sensación de haber logrado, arriesgadamente y demasiado tarde, algo valioso que ahora iba a perder para siempre... Era una penetrante y amarga sensación. Salté de la cama y, a tientas, avancé la habitación. Encontré una silla vacía. ¿Dónde había dejado mis ? ¡Estúpido! ¿Cómo pude meterme en aquel lío? Desnudo y a tientas recorrí el dormitorio, hasta que encontré la silla en la que había dejado mis ropas. Me vestí aprisa y, procurando no hacer ruido, me dirigí hacia la puerta, en la que me detuve para echar una última mirada al dormitorio, a la luz de la habitación inmediata. La mujer dormía plácidamente, sin un jadeo, sin una sonrisa, como en un hermoso sueño. Mantenía un brazo sobre la cabeza coronada de cabello azabache. Al cerrar la puerta, el corazón me latía apresurado. Crucé el piso y llegué al vestíbulo, esperando que de un momento a otro, varios hombres, una multitud, me interceptaran el paso. Salí, y comencé a bajar las escaleras. El edificio estaba en silencio. Abajo, el vigilante nocturno dormitaba. La almidonaba pechera de la camisa se abombaba y descendía al compás de la respiración, bajo la blanca cabeza descubierta. Cuando llegué a la calle sudaba a chorros, y todavía dudaba si había realmente visto a aquel hombre, o si lo había soñado. ¿Era posible que yo le hubiera visto sin que él me viera? ¿O quizá me había visto, pero fingió no verme en virtud de su modo de ser complicado, decadente o excesivamente civilizado? Caminaba muy de prisa y a cada paso se redoblaba mi angustia. ¿Por qué no dijo algo, por qué no manifestó haber advertido mi presencia, por qué no me insultó? ¿Por qué no me había atacado a puñetazos? O al menos, ¿por qué no había dirigido sus iras hacia la mujer? ¿O quizá todo era una prueba a la que ellos me habían sometido para comprobar cómo me comportaba en tales circunstancias? Al fin y al cabo, lo ocurrido era algo que nuestros enemigos podían utilizar para  

atacarnos violentamente. Caminaba por la calle, agitado por una terrible angustia. ¿Por qué mezclaban a sus mujeres en toda clase de asuntos y problemas? Entre nosotros y los cambios que nosotros queríamos implantar en el mundo, siempre interponían el obstáculo de una mujer, siempre, en todos los aspectos, social, política y económicamente. ¿Por qué, maldita sea, insistían en confundir la lucha de clases con la lucha en la cama, degradándonos y degradándose ellos mismos, envileciendo todos los altos motivos en pro de la humanidad? Pasé el día siguiente en un estado de fatiga física y de tensión, en espera de que comenzaran a ejecutar su plan. Tenía la certidumbre de que el hombre que había entrado en el dormitorio era el mismo que vi en el vestíbulo del edificio, con una cartera en la mano, y que me había mirado disimuladamente. Aquel hombre se había comportado como un marido impasible, sin embargo, traía a mi mente la confusa imagen de algún miembro importante de la Hermandad, de alguien a quien tenía tan visto y a quien conocía tan bien, que el no poder identificarle me producía una angustia intolerable. Me era imposible trabajar, ni siquiera coger los papeles que tenía encima de la mesa. Cada vez que el teléfono sonaba, me sentía por el miedo. Mecánicamente, jugueteaba con el grillete del hermano Tarp. Me decía que si no me llamaban antes de las cuatro, estaba salvado. No dieron señales de vida, ni siquiera me llamaron para fijar una entrevista con ellos. Al fin, llamé a la mujer. Oí su voz alegre… y contenta, pero no se refirió a la noche anterior, ni al hombre. Y su tono alegre y educado me impidió abordar el tema que me había impulsado a llamarla. ¿Era éste el modo civilizado y culto de comportarse? Quizás el hombre estaba a su lado, pero los dos habían llegado a un acuerdo que dejara a salvo la plena libertad y derechos de la mujer.

Me preguntó si volvería a su casa para proseguir nuestra conversación doctrinal. Le dije: —Sí, claro, desde luego. —¡Oh, hermano...! Al colgar el teléfono me sentía angustiado y aliviado al mismo tiempo, y no podía liberarme de la sensación de que me habían sometido a una prueba y que, en ella, yo había fracasado. Durante la semana siguiente no dejé de pensar en este problema, y cuanto más pensaba más confusas eran mis ideas, ya que ignoraba totalmente cuál era el papel por mí interpretado en aquella ocasión. Procuré percibir cambios en la actitud del hermano Jack y los demás para conmigo, pero no advertí ninguno. Y aunque hubiera notado cambios, hubiese sido incapaz de interpretar su significado, ya que podían referirse a las acusaciones de que había sido objeto. Me encontraba aprisionado entre la culpabilidad y la inocencia, de manera que una y otra parecían ser la misma cosa. Tenía los nervios en constante tensión, y mi rostro adoptó una expresión rígida y neutra que comenzó a darme cierta semejanza física con el hermano Jack y los otros altos dirigentes. Luego, me tranquilicé un poco. Debía realizar mi trabajo, y decidí seguir la táctica de esperar y ver. Pese a mis sentimientos de culpabilidad y a mis dudas, aprendí a olvidar que yo no era  

más que un solitario y culpable hermano negro, y tras haberlo olvidado, aprendí a entrar con paso seguro en las habitaciones atestadas de gentes blancas. Todo consistía en ir con la cara alta, sonreír sin exageración y ofrecer con ademán decidido la mano para un apretón firme y cordial. Y adobarlo todo con una mezcla de arrogancia y humildad realista que convenciera a todos. Me lancé con entusiasmo a la tarea de dar conferencias en las que afirmaba y defendía los derechos de la mujer. Las mujeres acudían en buen número a las conferencias, y trataba con ellas frecuentemente, por lo que tuve buen cuidado de mantener una estricta separación entre lo ideológico y lo biológico, lo cual no siempre resultaba fácil, que muchas de las hermanas parecían haber llegado a la conclusión (que yo mismo aceptaba, también) de que lo ideológico era tan sólo un velo superfluo que ocultaba los verdaderos problemas del vivir cotidiano. Descubrí que casi todos los públicos del centro de la ciudad se portaban, al aparecer yo, como si ocurriera algo inesperado, como si les revelara algo indefinible y sorprendente. Podía advertirlo en el instante en que me ponía en pie para dirigirles la palabra. Lo que aquella gente esperaba no tenía relación alguna con lo que yo pudiera decirles. En el momento en que aparecía en el lugar destinado al conferenciante, y tan pronto fijaban su vista en mí, tenía la impresión de que mis oyentes experimentaran un cambio, no un cambio producido por la risa o las lágrimas o la liberación de cualquier emoción pura y simple. Se trataba de algo que yo no podía comprender. Y entonces, me embargaba un sentimiento de culpabilidad. En cierta ocasión, a mitad de un período del discurso, me fijé en el mar de rostros, y me pregunté in mente: "¿Saben lo ocurrido? ¿Se debe su actitud a que saben lo ocurrido?". Y poco faltó para que la conferencia naufragara lamentablemente. Sin embargo, sabía que la reacción de los oyentes en nada se parecía a aquella otra reacción que mostraban cuando ante ellos se presentaba cualquier otro hermano negro que, debido a haberles contado mil veces historias divertidas, suscitaba la risa aún antes de abrir la boca. No, se trataba de algo distinto. Era como una expectación, una actitud de espera, una esperanza de algo parecido a una justificación. Parecían esperar que yo fuera algo más que un simple orador o un cómico. Allí ocurría algo que yo no podía percibir. Era como si representase una pantomima mucho más elocuente que mis más expresivas palabras. Yo actuaba como protagonista de aquella escena. Sin embargo, ignoraba su significado, del mismo modo que ignoraba el secreto del hombre en la puerta del dormitorio. Me decía que quizás el secreto se hallara en mi voz. En mi voz y en el deseo del público de ver en mí la prueba viviente de su fe en la Hermandad. Al fin, para descargar mi mente de preocupaciones dejé de pensar en este problema. Una noche en que me dormí mientras tomaba notas para una nueva serie de conferencias, me convocaron por teléfono a una reunión de urgencia en las oficinas centrales. Salí dominado por mil . Al fin había estallado: se trataba de las acusaciones o del asunto de la mujer. Me enfurecía pensar que una mujer pudiera ser la causa de mi caída. ¿Qué iba a decir en mi descargo? ¿Diría que aquella mujer era irresistible, y que yo era humano? ¿Qué relación  

guardaba esto con mi sentido de la responsabilidad y con la tarea de promover la Hermandad?

Sólo esto se me ocurrió para darme ánimos antes de acudir a la reunión. Llegué con retraso. En la estancia hacía un calor sofocante. Tres ventiladores pequeños zumbaban en el aire pesado. Los hermanos, en mangas de camisa, se sentaban alrededor de una mesa con el tablero marcado con rayas y muescas, sobre la que descansaba un jarro de agua helada, en cuyo cristal brillaban gotas de humedad. Me excusé: —Siento haber llegado con retraso, hermanos. Algunos detalles importantes, de última hora, referentes a la conferencia que debo pronunciar mañana me han retenido más de lo debido. El hermano Jack dijo: —Si es así, podrías haberte ahorrado el trabajo y evitar que el comité perdiera el tiempo esperándote. —No comprendo lo que quieres decir, hermano —dije, súbitamente acalorado. El hermano Tobitt aclaró: —Esto significa que ya no debes ocuparte más del asunto ese de la mujer y la sociedad. Esto ha terminado. Me preparé para afrontar los ataques que creí iban a dirigirme. Pero antes de que pudiera responder, el hermano Jack me formuló una sorprendente pregunta: —¿Dónde está el hermano Clifton? —¿El hermano Clifton? No le he visto en varias semanas. He estado ocupado en el centro de la ciudad. ¿Qué ha ocurrido? —Ha desaparecido. ¡Desaparecido! Así es que no nos hagas perder el tiempo con preguntas inútiles. No te hemos pedido que vinieras aquí para eso. —¿Cuándo se ha sabido su desaparición? El hermano Jack pegó un puñetazo en la mesa. —Lo único que sabemos es que ha desaparecido. Y esto es todo. Vayamos a lo nuestro. Tú, hermano, vas a volver inmediatamente al distrito de Harlem. Allí nos enfrentamos con una grave crisis, ya que hermano Clifton no sólo ha desaparecido sino que dejó de cumplir con sus obligaciones. Por otra parte, Ras el Exhortador y su cuadrilla de gangsters racistas se están aprovechando de las circunstancias y han emprendido una intensa campaña de agitación. Debes volver a Harlem y adoptar las medidas oportunas para recuperar nuestra influencia allí. Te proporcionaremos las fuerzas necesarias, y te reunirás con nosotros para estudiar la estrategia adecuada en fecha que te  

notificaremos mañana. Y por favor —golpeó la mesa con el martillo—, sé puntual.

Tan grande fue el alivio experimentado al comprobar que no iban a referirse a mis problemas, que olvidé preguntar si habían denunciado a la policía la desaparición de Clifton. El asunto de este último me parecía muy oscuro, ya que Clifton era un muchacho con sentido de la responsabilidad, y por otra parte su carrera había sido demasiado brillante para que hubiera decidido desaparecer. ¿Habría tenido Ras el Exhortador alguna intervención en aquel asunto? Me pareció improbable. Harlem constituía una de nuestras más fuertes demarcaciones, y hacía exactamente un mes, cuando dejé el distrito para encargarme de las conferencias en el centro, los habitantes de Harlem se hubieran reído de Ras si éste hubiese intentado atacarnos. Si yo no hubiese puesto tanta atención en no transgredir las instrucciones del comité, me hubiera mantenido en contacto con Clifton y los hermanos de Harlem. Por no haberlo hecho me parecía, ahora, que me hubiesen despertado bruscamente de un profundo sueño.

 

CAPÍTULO 20

Había estado ausente de Harlem el tiempo suficiente para que sus calles me parecieran extrañas. El ritmo de la vida en el distrito era más rápido, y al mismo tiempo más lento que en el centro de la ciudad. El ardiente aire nocturno tenía una tensión distinta. A través de la multitud agobiada por el calor del verano, me dirigí, no a las oficinas de la Hermandad, sino al Jolly Dollar de Barrelhouse, un bar en el que también servían comidas, pobre y oscuro, situado en la parte alta de la Octava Avenida, al que solía acudir el hermano Maceo, uno de mis mejores informadores, para tomarse una cerveza a última hora de la jornada. A través de la ventana vi, en el interior, apoyados en el mostrador, a hombres en ropa de trabajo y a unas cuantas mujeres de dudosa traza. Al fondo del pasillo entre el mostrador y las mesas, había un par de hombres con camisas de deporte a rayas azules y negras, comiendo carne asada. Más allá, junto al tocadiscos automático, vi un grupo de hombres y mujeres. Al entrar comprobé que el hermano Maceo no estaba allí, y decidí esperarle tomando una cerveza en el .

Me coloqué junto a los dos hombres que comían asado, a quienes conocía de vista, y les saludé: —Buenas noches, hermanos. Uno de ellos me dirigió una mirada rara, y luego alzó exageradamente las cejas y miró a su compañero. El más alto de los dos dijo: —Mierda. —Tú lo has dicho: mierda —dijo el otro—. ¿Es pariente tuyo este tipo? —Una mierda. No tiene nada que ver conmigo. La vista comenzó a nublárseme. Me volví hacia ellos y les miré. El que había hablado en segundo lugar dijo: —Seguramente está borracho. Seguramente se imagina que es pariente tuyo. —El whisky le hace mentir. No soy pariente suyo ni quisiera serlo por nada en el mundo. ¡Barrelhouse!  

Intrigado y sin dejar de mirarles, me aparté de ellos. No parecían borrachos y, por otra parte, yo no había dicho nada que pudiera ofenderles. Tenía la certeza de que sabían quién era yo. ¿Qué les ocurría? El saludo de la Hermandad era sobradamente conocido. Vi la rechoncha figura de Barrelhouse que se dirigía hacia mí desde el otro extremo del bar. El cordel que sostenía, a modo de cinturón, el blanco delantal, se hundía alrededor de su cintura, de maque Barrelhouse recordaba aquellos panzudos barriles de cerveza un profundo canal en la parte media. Al verme sonrió. Me ofreció la mano.

—Me alegra volverte a ver por aquí, hermano. ¿Dónde te has metido durante ese tiempo? —He estado trabajando en el centro de la ciudad —contesté, agradecido. —¡Magnífico! Me alegra verte por aquí otra vez. —¿Cómo va el negocio? —Prefiero no hablar de eso, hermano. Pasamos unos tiempos muy malos. —Lo siento. Dame una cerveza, después de que hayas servido a estos señores. Fuimos hacia el mostrador. Barrelhouse cogió un vaso y lo puso bajo la espita del tanque de cerveza. Dirigiéndose al más alto de los dos hombres, le preguntó: —¿Qué vas a tomar? El hombre dijo: —Oye, Barrel, queríamos hacerte una pregunta. ¿Podrías decirnos de quién cree ser hermano este individuo de ahí al lado? Ha entrado y ha comenzado a llamar hermano a todo el mundo. Sosteniendo con sus largos dedos el vaso lleno de espumosa cerveza, Barrelhouse repuso:

—Es mi hermano, si no te importa. Me dirigí al hombre que había hablado: —Mire, amigo, nos llamamos hermanos porque ésta es la manera en que solemos tratarnos, es un modo de hablar, ¿comprende? Y no pretendí ofenderle al llamarle así. Siento mucho que haya interpretado mal mis palabras.

—Ahí tienes la cerveza, hermano —dijo Barrelhouse. —¿De modo que es tu hermano, Barrel?

 

Barrelhouse contrajo las pupilas, en su rostro se formó una expresión de tristeza, apoyó el pecho, ancho y profundo, en el canto del mostrador, y con voz lúgubre dijo: —¿Te diviertes, MacAdams? ¿Te gusta la cerveza? —Sí, sí... contestó MacAdams. —¿Te parece que está lo bastante fresca? —Claro que sí, Barrel, pero... —¿Te gusta la música del tocadiscos? —Ya te he dicho que sí, pero... —¿Y te gusta el ambiente agradable, limpio y tranquilo del bar? —Sí, pero no era de eso de lo que hablábamos. Barrelhouse volvió a interrumpirle con lúgubre acento: —No, pero esto es precisamente de lo que yo estoy hablando. si te gusta lo que te he dicho, si verdaderamente te gusta, no molestes a mis clientes. Este hombre que está aquí, con nosotros, ha hecho en favor de la comunidad mucho más de lo que tú harás en toda tu vida.

MacAdams me miró y dijo: —¿A qué comunidad te refieres? Según me han dicho ha cogido la fiebre blanca y ha desertado... —Te dirán muchas cosas, muchacho —dijo Barrelhouse—. En el retrete encontrarás un rollo de papel. Ve y límpiate con él las orejas.

—Mejor será que dejes mis orejas en paz. El amigo del hombre que había hablado dijo: —¡Vamos, Mac, olvídate! El muchacho ya te ha pedido disculpas. MacAdams insistió: —Deja en paz mis orejas. Y dile a tu hermano que tenga más cuidado al declararse pariente de la gente. Algunos de nosotros creemos que sus ideas políticas son de una clase que no nos interesa demasiado. Miré a uno y otro hombre. Creía que había superado ya la etapa de las peleas callejeras, y, por otra parte, lo peor que podía hacer en el día de mi regreso al distrito era mezclarme en una bronca. Me quedé mirando a MacAdams, hasta que su amigo le empujó hacia el fondo del bar, ante mi satisfacción. —MacAdams está borracho —dijo Barrelhouse—. Es el clásico tipo que siempre está descontento. Sin embargo, te advierto que, ahora, hay mucha gente que piensa como él.  

Sacudí la cabeza apesadumbrado. Nunca me había enfrentado con un ataque de aquel género. —¿Qué pasa con el hermano Maceo? —pregunté. —No lo sé, hermano. Últimamente no viene con tanta frecuencia. Ha habido muchos cambios por aquí. El dinero no circula. —Los tiempos son difíciles en todas partes. Pero, ¿qué es lo que aquí ocurre exactamente, Barrel? —Ya lo sabes, hermano, la situación es difícil, hay mucha pobreza y abundan los hombres que obtuvieron trabajo gracias a la Hermandad y que ahora han sido despedidos. Ya sabes lo que ocurre.

—¿Te refieres a gente que pertenecía a la organización? —Algunos de ellos pertenecían, sí. Gente como el hermano Maceo.

—¿Cómo ha sido eso? Antes, estaban contentos. —Sí, claro. Mientras la organización les amparó, lo estuvieron. Pero en el momento en que la organización dejó de hacerlo y comenzaron a quedarse sin trabajo ya no lo estuvieron. —Dame otra cerveza. Entonces, alguien llamó desde el fondo del bar a Barrelhouse. Me sirvió la cerveza y se fue.

Bebí despacio, con la esperanza de que el hermano Maceo apareciera antes de que yo terminara la cerveza. No lo hizo. Agitando la mano me despedí de Barrelhouse y me encaminé hacia las oficinas del distrito. Quizás el hermano Tarp pudiera explicarme lo que ocurría o, al menos, decirme algo sobre Clifton. Por la oscura calle llegué a la Séptima Avenida, y seguí andando por ésta. La situación parecía grave. En mi camino, no vi ni una sola demostración de la actividad de los nuestros. Tomé una calle lateral, estrecha y calurosa, y poco después pasé junto a un hombre y una mujer que, agachados, encendían cerillas rascándolas contra suelo. La llama iluminaba sus rostros, y ellos seguían inclinados como si buscaran monedas caídas. Poco después me encontré en un paraje que me era vagamente conocido, y me eché a sudar: me encontraba casi ante la puerta de la casa de Mary. Di media vuelta y me alejé apresuradamente. Las palabras de Barrelhouse me habían preparado para contemplar el triste panorama del distrito, pero no para sufrir la decepción de llamar en vano, en la oscuridad de la oficina, al hermano Tarp. Llamé a la puerta del cuarto en que solía dormir, y no contestó. Crucé la gran sala a oscuras, y entré en mi antiguo despacho, dejándome caer, agotado, en la silla. La realidad parecía escapar a mi dominio y me sentía incapaz de hallar un medio de acción, rápido y absorbente, que me permitiera restablecer la antigua situación. Procuré determinar a qué miembros del comité del distrito podría llamar para que me informaran acerca de Clifton, pero de nuevo me encontré en un  

dilema, ya que si llamaba a alguien que creía que yo había solicitado ser trasladado al centro de la ciudad, debido a que odiaba a las gentes de mi propia raza, ello no haría más que complicar el asunto. Por otra parte, mi regreso habría contrariado a más de uno, por lo cual me pareció más conveniente reunirme con todos a un mismo tiempo, sin dar ocasión a que alguno levantara los ánimos en contra de mí. Y más valdría que antes hablara con el hermano Tarp, que era persona en la que podía confiar. Cuando llegara, le pediría que me diera una idea general sobre la situación, y quizá pudiera también decirme lo que verdaderamente le había ocurrido a Clifton. Pero el tiempo pasaba y el hermano Tarp no comparecía. Salí del despacho en busca de una jarra de café, dispuesto a pasar la noche revisando los ficheros. A las tres de la madrugada, el hermano Tarp todavía no había regresado. Entré en su dormitorio. Estaba vacío. Incluso el lecho faltaba. Pensé que me hallaba solo. Muchas cosas habían ocurrido sin que me informaran de ellas. Había ocurrido algo que, no sólo enfrió el entusiasmo de los miembros, sino que, según se desprendía del fichero, provocó multitud de bajas. Barrelhouse dijo que la Hermandad había abandonado la lucha, y ésta era la única explicación que pude hallar a la ausencia del hermano Tarp. A no ser, naturalmente, que hubiera tenido diferencias con Clifton o cualquier otro dirigente. Al regresar a mi despacho, advertí que el retrato de Douglass con que me había obsequiado, no estaba allí. Metí la mano en el bolsillo para comprobar si, por lo menos, conservaba el grillete. Aparté de mi vista el fichero, ya que de nada me servía para saber la razón de lo ocurrido. Cogí el teléfono y marqué el número de Clifton. El timbre sonó una y otra vez sin que nadie descolgara el aparato al otro lado del hilo. Al fin, renuncié y me dispuse a dormir en la silla. Era preciso esperar hasta la reunión que el comité celebraría mañana para tratar de la estrategia a seguir.

Mi vuelta al distrito tenía características de una visita a la ciudad de los muertos. Cuando desperté, advertí con sorpresa que en la sala principal había un buen número de miembros de la Hermandad. Como fuese que el comité no me había dado instrucciones sobre el modo de proceder para encontrar a Clifton, organicé grupos para que le buscaran, y los mandé a la calle. Ninguno de los presentes me pudo dar información alguna sobre su paradero. Al parecer, Clifton había acudido regularmente a las oficinas, hasta el día de su desaparición. No hubo discusiones ni peleas entre Clifton y los miembros del comité, y gozaba, ante ellos, de su habitual popularidad. Tampoco había habido encuentros con Ras el Exhortador, pese a que éste se mostró, en la semana anterior, extraordinariamente activo. En cuanto a las bajas y a la disminución de nuestra influencia, probablemente se debían a la implantación de un nuevo programa que prescindía de las viejas tácticas de agitación. Con sorpresa, me enteré de que se ía dejado de dar importancia a los problemas locales para centrar su atención en los temas de alcance nacional e internacional, ya que se creía que los problemas de Harlem no tenían carácter prioritario. No sabía qué pensar de ello, ya que en el programa del centro de la ciudad no se habían realizado tales alteraciones. Me olvidé de Clifton. La  

naturaleza de la tarea que debía desarrollar en los días inmediatos dependía de las explicaciones que el comité me diera. Con inquietud esperé la llamada telefónica convocándome a la ón en que debíamos estudiar la estrategia oportuna. Estas juntas solían celebrarse alrededor de la una de la tarde, y nos convocaban con sobrada anticipación. Sin embargo, a las once y media todavía no me habían llamado, por lo que comencé a sentirme preocupado. A las doce, me invadió una angustiada sensación aislamiento. Algo ocurría, pero, ¿de qué se trataba? ¿Por qué? ¿Cómo? Finalmente, llamé a las oficinas centrales, pero no pude hablar con ninguno de los dirigentes. Me pareció imposible. Enton, llamé a los dirigentes de los otros distritos, obteniendo el mismo . Tenía la certeza de que la junta se celebraría. ¿Por qué no querían que participara en ella? ¿Habían hecho averiguaciones con respecto a las acusaciones de Wrestrum y las habían encontrado fundadas? Al parecer, las bajas se produjeron después de que yo abandonara el distrito para trabajar en el centro. ¿O quizá todo se debía a la mujer? Fuese lo que fuere, no era aquél el momento oportuno para eliminarme de la junta. La situación en el distrito exigía adoptar medidas urgentes. A toda prisa, me dirigí a las oficinas centrales. Cuando llegué, el comité estaba reunido ya, como yo esperaba, pero había dado órdenes de que nadie entrase en la sala durante la sesión. Evidentemente, si no me avisaron, ello no se debió a olvido. Salí del edificio, enfurecido. Bien: cuando decidieran llamarme, tenían que buscarme. En primer lugar, jamás debieron sacarme de Harlem para mandarme al centro, y, ahora, que me devolvían al distrito para que arreglara el estropicio, tenían la obligación de prestarme cuanta ayuda pudieran y lo más rápidamente posible. Decidí no volver a actuar en el centro, y rechazar cuantos programas me mandaran si antes no habían sido objeto de consulta con el comité de Harlem. Y, en aquel instante, no se me ocurrió otra cosa que un par de zapatos. Me encaminé hacia la Quinta Avenida. ía calor. Las aceras estaban todavía atestadas por la multitud que, alrededor de las doce, regresaba con desgana al trabajo. despacio, junto al bordillo para evitar las apreturas, los y los grupos de mujeres, con trajes de verano, que hablaban sin cesar. Por fin, experimentando una sensación de alivio, entré en la zapatería, cuyo aire refrigerado olía a cuero. Al regresar al calor de la calle, los nuevos zapatos de verano me dieron sensación de ligereza. Y recordé el antiguo placer infantil de los zapatos de invierno por las zapatillas de lona, y las carreras que subsiguientemente organizábamos en la vecindad. Recordé la sensación de pies livianos y veloces, la sensación de flotar en el aire. Pensé que ya era hora de dar por terminadas las gozosas carreras a pie y de volver a la oficina del distrito, no fuese que acudieran a buscarme allá. Apresuré el paso. Avanzaba ágilmente, con los pies bien sujetos y ligeros, contra la corriente de rostros en los que pegaban los rayos del sol. Para evitar sumergirme en la multitud que circulaba por la calle Cuarenta y Dos, me metí en la Cuarenta y Tres. Y allí fue donde comenzaron a ocurrir los acontecimientos.  

Junto al bordillo vi una carretilla de frutas, con melocotones y peras. El vendedor, hombre vivaracho, con nariz de patata y brillantes ojos italianos, situado bajo la gran sombrilla blanca y naranja, me dirigió una mirada indicativa de que me reconocía y, luego, como si señalara, miró hacia el grupo que se había congregado en la acera, ante el edificio frontero, al otro lado de la calle. No supe cómo interpretar la mirada de aquel hombre. Crucé la calle, y pasé junto a la gente agrupada, de espaldas a mí. Una voz gangosa e insinuante lanzaba al aire un torrente de palabras cuyo significado no pude comprender. Iba a pasar sin detenerme, cuando vi al muchacho. Se trataba de un chico delgado, con piel de color de chocolate, amigo de Clifton, que miraba atentamente, por encima de las techumbres de los automóviles, hacia la esquina del bloque de casas óximas a la oficina de correos, donde un guardia avanzaba despacio hacia nosotros. Mientras pensaba que quizás el muchacho pudiera darme noticias de Clifton, advertí que había reparado en mi presencia, quedando sorprendido y confuso. Grité: "¡Eh, oye!". Cuando el muchacho se volvió hacia la gente agrupada y silbó, no supe si pretendía indicarme que yo también silbara, o si daba una señal de alerta a alguien. Vi que se dirigía hacia una caja de cartón que estaba en el suelo, junto a la pared del edificio, y cogiéndola por las tiras de saco que la ataban, se la echaba al hombro, mientras, olvidando mi presencia, lanzaba otra ojeada al policía. Me acerqué al grupo y me abrí paso hasta llegar a la primera fila. En el suelo, a mis pies, vi un pedazo rectangular de cartón, sobre el que había un objeto que se movía frenéticamente. Parecía un juguete. Observé las fascinadas miradas de la gente, y í la vista al objeto que, ahora percibí claramente. Jamás había visto una cosa como aquella. Se trataba de un muñeco, con una fija sonrisa en el rostro, hecho de papel de color naranja y negro, con dos discos de cartón que formaban, uno, la cabeza, y el otro, los pies. Gracias a un misterioso mecanismo, el muñeco se movía furiosamente, sacudido de arriba abajo, y de abajo arriba, con espasmódicos movimientos de los hombros, sin articulaciones, en una danza frenética, incongruente con la fija expresión de su rostro ne, de máscara. No es uno de aquellos viejos muñecos que saltan por un resorte, pensé. Y seguí preguntándome qué podía ser aquello, mientras contemplaba como iba de un lado para otro, en impulsos que parecían inspirados por el retador descaro con que algunos realizan en público actos degradantes, y bailando como si sacudidas le produjeran un perverso placer. Entre el sonido de las del público, podía oír el sonido del papel rizado de que estaba hecho el cuerpo del muñeco, mientras la voz gangosa recitaba:

¡Sacúdete! ¡Sacúdete! ¡Señoras y caballeros, es Sambo, el muñeco bailarín! Sacudidle, estiradle el cuello y dejadle en el suelo ¡Y él hará todo lo demás! Os hará reír, os hará suspirar, suspiraaar...  

Os hará bailar y bailar... Aquí está, señoras y caballeros, Sambo, El muñeco bailarín. Cómprenle uno a su hijo. ¡Denle otro a su novia, y les querrá más, muuuucho más! ¡Os divertirá, os hará llorar de felicidad! Lloraréis de tanto reír.

Sacudidle que no lo romperéis, Porque es Sambo el bailarín, Sambo el sandunguero, Sambo el simpático, Sambo Boogie Woggie muñeco de papel. Por veinticinco centavos, un cuarto de dólar... ¡Señoras y caballeros! ¡Sambo os dará felicidad! ¡Adelante, señoras y caballeros, que Sambo os espera! Sambo, el... Sabía que debía regresar a las oficinas del distrito, pero no podía apartar la vista del muñeco inanimado y sin huesos, de sus saltos y su fija sonrisa. Me debatía entre el deseo de unirme a las risas del público, y el de patear el muñeco, cuando éste cayó súbitamente al suelo, donde quedó inmóvil. Vi que la punta del zapato del hombrehasta entonces había hablado pisaba el gran disco de cartón que formaba los pies del muñeco, y hasta el suelo descendió una ancha mano negra, cuyos dedos cogieron hábilmente la cabeza del muñeco y tiraron de ella hacia arriba, y al soltarla, el muñeco se puso a bailar de nuevo. De repente, tuve la impresión de que la voz y la mano pertenecían a personas distintas. Fue igual que si, al penetrar en una balsa de escasa profundidad, el suelo se hundiera bruscamente, y el agua me cubriera la cabeza. Alcé la vista.

Dije: "Cómo es posible que tú...". Pero su mirada pasó sobre mi rostro y se apartó fingiendo no reconocerme. Paralizado, mantenía la vista fija en él, plenamente consciente de que no estaba soñando, y oía su voz: ¿Por qué es tan feliz, por qué baila, Este Sambo negrambo, este muchacho saltarín? ¡No es sólo un juguete, señoras y caballeros, Es Sambo, el milagro del siglo veinte! ¡Baila la rumba, Sambo! ¡Es Sambo-Boogie! ¡No come, duerme plegado, y quita las penas! ¡Y mata la tristeza del desheredado! ¡Sambo, el milagro, vive de la sonrisa del amo! ¡Y sólo veinticinco centavos, un cuarto de dólar,  

porque Sambo quiere que yo coma!

¡Le gusta verme comer! ¡Sacudidle y él hará todo lo demás! Gracias, señora... Era Clifton. Con los pies clavados en el suelo, flexionaba una y otra vez las piernas y balanceaba el cuerpo hacia delante y hacia atrás, manteniendo el hombro derecho exageradamente alzado, mientras con el brazo rígidamente estirado señalaba al muñeco danzante y recitaba con voz gangosa la interminable cantilena. Volví a oír el silbido, y vi que Clifton dirigía una rápida mirada a su vigía, el muchacho con la caja de cartón. —¿Quién quiere al pequeño Sambo antes de que me lo lleve a casa? ¡Anímense, señoras y caballeros! ¿Quién quiere al pequeño...? Otra vez sonó el silbido. —¿Quién quiere a Sambo, el bailarín sandunguero? ¡Rápido, rápido, señoras y caballeros! ¡No se pagan impuestos al comprar a Sambo, el sembrador de alegría! ¡No se puede hacer tributar a la alegría! ¡Decídanse, señoras y caballeros...! Durante un segundo nuestras miradas se encontraron. Me dirigió una sonrisa de desprecio, y volvió a recitar la cantilena publicitaria. Me sentí traicionado. Al contemplar de nuevo el muñeco se me contrajo la garganta. Tras la saliva me vino la ira a la boca, mientras echaba el tronco hacia atrás, y, luego, lo proyectaba hacia delante. En el aire brilló el espeso líquido blanco, y, luego, produjo un ruido como el de gruesas gotas de lluvia al chocar contra un periódico, y vi al muñeco caer de espaldas, convertido en un montoncillo de papel mojado, el cuello estirado y el odioso rostro sonriendo fijamente al cielo. Todos me miraron, indignados. Volví a oír el silbido. Un hombre bajo y barrigudo miró al suelo, alzó la vista, me miró sorprendido y estalló en carcajadas, señalando alternativamente al muñeco y a mí, y balanceando el cuerpo hacia delante y atrás al compás de sus carcajadas. La gente se apartaba de mí. Clifton retrocedió hasta la pared del edificio, donde, en el suelo, junto al muchacho que llevaba la caja de cartón, vi, ahora, una fila de muñecos bailando con creciente y perversa energía, que ó las histéricas carcajadas del público.

Comencé a hablar: —¡Escucha! ¡Oye...! Pero Clifton cogió dos muñecos y avanzó unos pasos. Entonces, el muchacho encargado de vigilar se acercó a él y dijo, mientras con la cabeza señalaba al policía: —¡Está ahí!  

Cogió los muñecos, los metió en la caja, e inició la retirada. Clifton gritó: —Sigan al pequeño Sambo a la otra calle. Se avecina un gran espectáculo. Ocurrió tan rápidamente que, en menos de un segundo, sólo una señora vieja con un vestido azul a lunares blancos y yo quedamos allí. En el suelo quedaba un muñeco. Miré a la vieja: lo contemplaba sonriente. Alcé un pie para aplastarlo, y oí a la vieja: —¡No...! El policía estaba tras nosotros, al otro lado de la calle. En vez de aplastar el muñeco, me incliné, lo cogí, y, a continuación del movimiento hecho al agacharme, eché a andar. Examiné el muñeco que sostenía en la mano, sorprendido de su ligereza, y casi en espera de sentirle latir como un ser vivo. Era, tan sólo, un de papel. Lo metí en el bolsillo en que llevaba el grillete del Tarp, y avancé en la misma dirección de la gente que antes había contemplado la exhibición. Pero me sentía incapaz de volver a enfrentarme con Clifton. No quería verle. Corría el peligro de perla cabeza y emprenderla a puñetazos con él. Di media vuelta, y ándome con el policía, avancé en dirección opuesta, hacia la Sexta Avenida. ¡Qué extraño modo de encontrar a Clifton! ¿Qué le había ocurrido a aquel muchacho? Le había encontrado en unas circunstancias tan lamentables como inesperadas. ¿Cómo pudo pasar de pertenecer a la Hermandad a ejercer tan triste oficio, en tan poco tiempo? ¿Y por qué razón, al abandonarnos, había renegado de todo cuanto formaba nuestra ideología? ¿Qué pensaría la gente ajena a la Hermandad? Era como si hubiera elegido salirse —¿qué palabras había empleado Clifton la noche de la pelea con Ras?— de la corriente de la Historia. Me detuve en la acera, procurando recordarlas. "Escapar" había dicho. Pero él sabía sobradamente que sólo en el seno de la Hermandad teníamos posibilidades de darnos a conocer de evitar convertirnos en vacíos muñecos como Sambo. ¡Qué sucio de renunciar a todos los valores humanos! ¡Dios mío! ¡Y pensar que me sentí ofendido por no haber sido convocado a la reunión comité! A partir de ahora toleraría una y mil veces que no me , fuesen cuales fueren las razones. Olvidaría todas las y guardaría furiosa fidelidad, sería leal a nuestro movimiento la muerte. Separarse de él equivalía a "escapar"... ¿Dónde había encontrado Clifton aquellos muñecos? ¿Por qué había elegido medio para ganarse veinticinco centavos? ¿Por qué no prefirió ender manzanas o folletos con textos de canciones, o limpiar zapatos? Pasé junto a la estación del metro y doblé la esquina de la calle Cuarenta y Dos, ocupado en intentar descifrar el enigma. Avancé por la atestada acera en que pegaba el sol. Los transeúntes formaban una hilera sobre el bordillo, miraban al frente y mantenían las manos modo de visera sobre los ojos para protegerlos de la luz. Al cambiar luces del semáforo cambió también el movimiento del tránsito. Y vi en la acera frontera a unos caminantes que  

miraban hacia atrás, el centro del bloque, donde los árboles del Bryant Park se alzaban tras las figuras de dos hombres. Vi un grupo de palomos alzar el vuelo entre los árboles, y todo ocurrió en el breve tiempo de su vuelo circular, de un modo súbito, entre el ruido del tránsito. Y, sin embargo, me causó la impresión de que se proyectara en mi mente como una cinta cinematográfica a cámara lenta y sin sonido. Al principio, pensé que se trataba de un guardia y de un limpiabotas. Después, durante una pausa en el tránsito de automóviles, reconocí a Clifton, allá, tras las vías del tranvía que destellaban al sol. socio no estaba con él y Clifton llevaba la caja colgada del hombro . El policía caminaba despacio a su lado, algo rezagado. Se dirigían hacia el lugar en que yo me encontraba. Pasaron ante un puesto de periódicos. Vi las vías del tranvía en el asfalto, la boca de agua para incendios, y los pájaros en el aire, y decidí seguir a Clifton y pagar la multa. Y en aquel instante, el guardia empujó a Clifton, obligándole a dar un largo e inseguro paso al frente, mientras Clifton procuraba evitar que las tiras que sostenían la caja de ón se deslizaran de su hombro y la caja le golpeara la pierna. Y, al tiempo, vi que volvía la cabeza atrás y decía algo al guardia, y seguía andando, y un palomo volaba raso a lo largo de la calle, y después se elevaba dejando en el aire una pluma blanca que brillaba a la luz del sol. Y entonces vi que el policía volvía a empujar a Clifton, caminando firmemente tras él, con su camisa negra, mediante un rígido movimiento del brazo, que lanzó a Clifton hacia delante a pasos tambaleantes, sacudiendo la cabeza adelantada, hasta que recobró el equilibrio, y otra vez volvió la cara atrás para decir algo al guardia, de modo que me pareció que uno y otro avanzaran como en una especie de desfile que yo había contemplado muchas veces, aunque nunca había visto participar en él a un hombre como Clifton. Y vi que el guarda aullaba una orden y echaba el brazo hacia delante para empujar a Clifton, pero la mano no dio en el blanco, y el policía perdió el equilibrio, mientras Clifton muy rápidamente daba media vuelta apoyándose en las puntas de los pies, como un bailarín. Y Clifton balanceó el brazo derecho de arriba abajo, en un movimiento circular, describiendo un corto y tenso arco, e inclinó el tronco hacia la izquierda y adelante, en un movimiento que hizo resbalar del hombro la tira de tela que sostenía la caja de cartón, mientras avanzaba el pie derecho. Y entonces el brazo izquierdo repitió el movimiento del derecho, propinando un puñetazo que mandó la gorra del policía por los aires y los pies de éste se alzaron del suelo y su cuerpo cayó sobre la acera, en un movimiento de balanceo de izquierda a derecha. Y Clifton apartó la caja de cartón mediante un puntapié que sonó sordamente y quedó con el cuerpo inclinado, el pie izquierdo hacia delante y los puños alzados, esperando. Y, entre el paso de los automóviles, pude ver que el policía se incorporaba apoyando los codos en el suelo, como un borracho que pretende levantarse, y sacudía la cabeza y la echaba hacia delante. Y, en algún lugar, entre el monótono rugido del tránsito y las vibraciones del metro bajo el suelo, oí unas explosiones que se sucedían rápidamente, y vi que los palomos, como impulsados por el sonido, se elevaban vertiginosamente en el aire, y el policía, ya con el tronco erguido, los pies apoyados en el suelo y las piernas flexionadas, miraba fijamente a  

Clifton, y los palomos caían raudos en los árboles, y Clifton todavía miraba al guardia, hasta que súbitamente se desplomó. Cayó de rodillas, quedando en la postura de un hombre orando ante Dios. Un hombre corpulento que se cubría la cabeza con un sombrero de ala vuelta hacia abajo, se apartó del puesto de periódicos para acercarse a Clifton, y gritó unas palabras de protesta. Yo estaba paralizado. Me parecía tener el sol a dos centímetros de la cabeza, y que sus rayos fuesen aullidos. Alguien gritó. Aparecieron unos cuantos hombres, pocos, que se encaminaron hacia Clifton y el guardia. Este, ahora, se encontraba ya en pie, y miraba con expresión de sorpresa a Clifton en el suelo. En la mano sostenía la pistola. Eché a andar hacia delante, ciegamente, sin pensar, pero percibiendo vividamente cuanto tenía a mi alrededor. Crucé la calle, y al llegar a la otra acera y ver a Clifton de cerca, yaciendo inmóvil de costado, con una gran mancha húmeda extendiéndose bajo la camisa, fui incapaz de posar el pie, que ya tenía alzado, sobre el bordillo. Los automóviles cruzaban a mi espalda, muy cerca, pero yo no podía dar el paso que me colocaría sobre la acera. Estaba allí, con un pie en el arroyo y el otro levantado sobre el bordillo. Oí el sonido de silbatos, miré hacia la biblioteca pública y vi un par de policías que venían corriendo pesadamente, las cabezas hacia delante y las abultadas barrigas sacudidas por el rápido avance. Devolví la mirada a Clifton. El policía, con un movimiento de la pistola me indicaba que me apartara, y su voz parecía la de un muchacho durante el paso de la niñez a la pubertad:

—Vuelve al otro lado de la calle. Se trataba del policía con quien me había cruzado pocos minutos antes en la calle Cuarenta y Tres. Me di cuenta de que tenía la boca seca. Al fin pude subir a la acera, y dije: —Es un amigo mío y quisiera ayudarle. —¡No necesita ayuda! ¡Vuelve al otro lado de la calle! El cabello del guardia le colgaba a uno y otro lado de la cara, y su uniforme estaba sucio. Le contemplé con frialdad, sin emoción alguna, dubitativo, mientras oía el sonido de pasos que se acercaban. Todo parecía ocurrir con anormal lentitud. En la acera se formaba lentamente un charco. Se me nubló la vista. Alcé la cabeza. El guardia me miraba con curiosidad. En el parque, y arriba, oí un frenético aleteo, y sentí en el cogote, la presión de una mirada. Di media vuelta. Un muchacho de cara redonda, con mejillas coloradas, nariz cubierta de pecas y ojos de trazo eslavo, asomaba la cabeza por encima de la verja del parque, y, al ver que yo daba media vuelta y le miraba, gritó unas palabras a alguien que estaba tras él, y en su rostro apareció una expresión de deleitoso éxtasis. Me resultaba imposible comprender el significado de la actitud del muchacho. Di media  

vuelta y de nuevo me enfrenté con aquello con que no quería enfrentarme. Ahora, había tres policías. Uno vigilaba a la multitud que se había congregado alrededor, y los otros dos contemplaban a Clifton. El primer policía se había vuelto a cubrir la cabeza con la gorra. En voz muy clara, me dijo: —Oye, muchacho, hoy ya he tenido bastantes problemas. ¿Te vas al otro lado de la calle o no? Abrí la boca, pero no pude hablar. Otro de los policías, con una rodilla apoyada en el suelo, examinaba a Clifton y tomaba notas en un bloc. —Soy amigo suyo —dije. El que tomaba notas me miró. —Está fiambre, muchacho. Ya no tiene amigos. Le miré. El muchacho, arriba, en la verja, gritó: —¡Mickey, se lo han cargado! ¡Ha palmado! Miré al suelo. El policía arrodillado, dijo: —Así es. ¿Como te llamas? Le di mi nombre y contesté lo mejor que pude cuantas preguntas me hizo acerca de Clifton, hasta que, con excepcional prontitud, llegó la furgoneta. En silencio, vi como metían dentro el cuerpo de Clifton, y, a su lado, colocaban la caja de cartón con los muñecos. Al otro lado de la calle, la multitud allí congregada murmuraba. La furgoneta partió, y yo me encaminé hacia la estación del metro. Oí la voz aguda del muchacho en la verja: —Oiga, señor, su amigo sabía pegar tortas de verdad. ¡Bing, bang! ¡Uno, dos, y el poli de culo en el suelo! Con la cabeza inclinada, acepté este tributo póstumo. Y me alejé de allí, bajo el sol, intentando borrar la escena de mi mente. Con paso vacilante, sin ver lo que tenía alrededor, sumido en mis pensamientos, bajé las escaleras del metro. En la estación, el aire era fresco. Apoyé la espalda en una columna, y allí quedé, escuchando el rugido de los trenes que pasaban al otro lado del andén, y sintiendo en el rostro la rápida corriente de aire que provocaban. Mi mente, en el terreno de las generalizaciones, se preguntaba por qué razón un hombre era capaz de huir del cauce de la historia para dedicarse a vender en la calle una ridícula mercancía. ¿Por qué había preferido abandonar las armas que le protegían, renunciar a su voz y apartarse de la única organización que le proporcionaba los medios para "definir" su personalidad? El andén vibraba. Miré al suelo, y vi una multitud de pequeños fragmentos de papel que se alzaban en el aire al paso del tren, y luego caían rápidamente al , donde quedaban inmóviles. ¿Por  

qué se había apartado de noso? ¿Por qué había preferido arrojarse desde el andén a las vías, al paso del convoy? ¿Por qué había preferido hundirse en la nada, en el vacío de los rostros sin facciones, de la voz sin sonido, fuera del caudal de la historia? Intenté apartarme de la realidad inmediata, para contemplarla a distancia, a través del prisma de las palabras, medio olvidadas, leídas en los libros. Las crónicas de la vida de los hombres dicen quién se acostó con quién y qué resultados produjo tal acto, quién luchó con quién, quién venció y quién sobrevivió para contar falazmente el trance. Se dice que todo es objeto de registro en las crónicas, todo cuanto tiene importancia, naturalmente. Pero no es exactamente así, por cuanto tan sólo se hace constar lose conoce, lo que se ve y lo que se oye, y de esto sólo aquello que el cronista considera digno de mención, es decir, aquellas mentiras en cuya virtud los poderosos ejercen el poder. El guardia sería el cronista de Clifton, su juez, su testigo y su verdugo, y yo fui el único hermano de Clifton, en la multitud que presenció los hechos. Y yo, el único testigo de la defensa, ignoraba la naturaleza del delito por él cometido, y la gravedad de su culpa. ¿Dónde estaban los historiadores de nuestros días? ¿Y cómo harían constar los hechos?

Los trenes entraban y salían de la estación, soltando chispas azuladas. ¿Qué dirían los historiadores de nosotros, los seres que pasábamos sin dejar huella? De los seres tales como yo mismo antes de entrar en la Hermandad, de esas aves de paso demasiado humildes para ser clasificadas por los sabios, demasiado silenciosas para que los más sensibles oídos perciban su sonido, con personalidad demasiado ambigua para que las más ambiguas palabras la expresen, y situadas demasiado lejos de los centros de las decisiones históricas para que puedan firmar los documentos de la historia, o, siquiera, aplaudir a quienes los firman. Gente como nosotros que no escribimos novelas, ni historia, ni libro alguno. Otra vez vi a Clifton en mi imaginación. Del túnel llegó una oleada de aire fresco y fui a sentarme en un banco, preguntándome: ¿Qué dirán de nosotros? Un grupo de hombres y mujeres entró en el andén, algunos de ellos eran negros. Me pregunté qué dirían de aquellos que desde el Sur habían llegado a la agitada ciudad, como muñecos que impulsados por un resorte saltan de la caja de sorpresas y quedan separados de ella, y tan súbita es su liberación que su propia alegría se convierte en la peligrosa y feliz inconsciencia de los buceadores acometidos por el delirio de las profundidades. ¿Qué dirían de estos hombres que estaban allí, inmóviles y silenciosos en el andén, tan inóviles y tan silenciosos que, debido a su inmovilidad, la muchedumbre chocaba con ellos, de esos hombres cuyo silencio resultaba estridente como un grito de terror? ¿Qué dirían de estos tres muchachos que por el andén avanzaban hacia mí, altos y delgados, muy erectos y balanceando los hombros al andar, vestidos con trajes perplanchados, demasiado calurosos  

para llevarlos en verano, el cuello de la camisa alto y ajustado, tres idénticos sombreros de barato fieltro negro colocados cuidadosa y gravemente en la cabeza, cubriendo el cabello endurecido por el fijapelo? Contemplé a los tres muchachos, como si jamás hubiera visto a hombres de su : caminaban despacio, balanceaban los hombros, movían airolas piernas enfundadas en pantalones cuyos extremos caían alrededor de los tobillos. Y las chaquetas, largas y a las caderas, tenían hombros demasiado anchos para ser propios de los normales hombres de Occidente. Los cuerpos de estos tres individuos me recordaron las palabras que uno de mis profesores dijo con respecto a mí: "Eres como una escultura africana deformada a fin de adaptarla a una finalidad". ¿Qué finalidad? ¿Y quién se había propuesto tal finalidad? Seguí con la mirada a los tres hombres. Se movían como bailarines en una extraña ceremonia fúnebre. Se alejaban balanceándose, hieráticos sus rostros negros, caminando despacio a lo largo del andén, y sus tacones producían un rítmico sonido. Todos los que allí estaban seguramente se fijaron en ellos, u oyeron su risa apagada, u olieron el denso perfume del fijapelo. O quizá nadie les había visto. Eran hombres fuera del ritmo de la historia, hombres que no habían sido tocados por ella, que no creían en la Hermandad, y que, posiblemente, nunca habían oído hablar de ella. O, quizá, como Clifton, habían renunciado a los misterios de nuestra doctrina. Hombres transitorios, con rostros inmóviles. Me levanté y anduve tras ellos. Pasaban ante mujeres que venían de compras, con paquetes en los brazos, ante hombres impacientes con sombreros de paja y trajes de verano, inmóviles en el andén. Y, con sorpresa, descubrí que me preguntaba si aquellos tres hombres habían venido al mundo para ser enterrados o para enterrar a los demás, para recibir vida o para darla. ¿Veían los demás a los tres hombres? ¿Alguno de los presentes, siquiera los que se encontraban a una distancia que les permitiera hablar con cualquiera de los tres, tenía conciencia de ellos? ¿Si alguien les hablara y ellos contestaran, comprenderían sus palabras los impacientes hombres de , vestidos con discretas ropas, las fatigadas amas de casa cargadas con su botín? ¿Qué dirían? Los tres muchachos hablaban una lengua dialectal transitoria, llena de encanto rural, y tenían un pensamiento transitorio, pese a que, quizá, seguían soñando sueños antiguos. Eran hombres que tan sólo dejarían de hallarse fuera de nuestro tiempo si comprendían la doctrina de la Hermandad. Hombres extraños a nuestro tiempo, que pronto desaparecerían y serían olvidados... Pero quizás —y en aquel instante comencé a temblar tan intensamente que tuve que apoyarme en una papelera de metal— quizá los tres muchachos fueran los redentores, los verdaderos dirigentes, los portadores de altísimos valores, los adalides de algo molesto y oneroso que ellos odiaban porque, debido a vivir fuera del ámbito de la historia, nadie podía ensalzar su valor, y ellos mismos eran incapaces de comprenderlo. ¿Acaso no cabía que el hermano Jack estuviera equivocado? ¿Acaso no era posible que la historia fuese un juego de azar en vez de una fuerza susceptible de ser sometida a experimentos de laboratorio, y que los muchachos tuvieran en sus manos todos los triunfos? ¡Y también podía ocurrir que la historia no  

se comportara como un sesudo ciudadano, sino como un loco furioso embargado por paranoicos sentimientos de culpabilidad, y que los tres muchachos fuesen sus representantes, su gran sorpresa! ¿O el resultado de su venganza? Ya que los tres se encontraban extramuros, juntamente con el oscuro Sambo, el muñeco bailarín, en el limbo con mi hermano caído, con Tod Clifton (Tod, Tod), huyendo de la fuerza de la historia, esquivándola en vez de hacerle frente y dominarla.

Llegó un tren. Y entré en él tras ellos. Había muchos asientos libres, y se sentaron juntos. Yo quedé en pie, cogido a la barra central, contemplando la alargada perspectiva del vagón. A un lado vi a una monja blanca vestida de negro, rezando el rosario, y en pie al otro lado, más allá del pasillo, junto a la puerta, había otra monja vestida enteramente de blanco, que era como una fidelísima réplica de la otra salvo que tenía la piel negra y sus pies negros iban desnudos. Las monjas no se miraban la una a la otra, sino que tenían la vista fija en el crucifijo. Me eché a reír repentinamente, y recordé unos versos oídos tiempo atrás en el Golden Day: Pan y vino, Pan y vino. El dolor de tu cruz Es más leve que el mío. Las monjas viajaban sin mirarse, humillada la cabeza. Miré a los muchachos. Estaban sentados tan disciplinadamente antes habían caminado. De vez en cuando, uno de ellos miraba el reflejo de su rostro en el cristal de la ventana, y, con la mano, daba un toque al ala del sombrero, mientras los otros le observaban en silencio, en silencio se intercambiaban miradas irónicas, y, luego, fijaban la vista al frente. El movimiento del tren hacía balancear mi cuerpo. Los ventiladores en la techumbre lanzaban aire caliente sobre mí. Me pregunté qué era yo, en relación a los muchachos. Quizás algo accidental, como Douglass. Quizá cada cien años, aproximadamente, hombres como ellos y como yo aparecían en la sociedad y pasaban por ella sin dejar rastro. Sin embargo, de acuerdo con la lógica de la historia, nosotros, o al menos yo, hubiéramos desaparecer, eliminados de la existencia en virtud de las exide la razón, en la primera parte del siglo diecinueve. Quizás, al igual que ellos, yo no era más que un resto, un reflejo, un distante meteorito, muerto cientos de años atrás, que en la actualidad se percibe, debido, únicamente, a que el largo viaje de la luz a través de los espacios nos impide darnos cuenta de que el origen de ésta se ha convertido en un inerte núcleo de plomo. Mis pensamientos me parecieron necios. Miré a los muchachos. Uno de ellos tocó con las puntas de los dedos la rodilla de  

otro, y vi que, después, extraía del bolsillo tres semanarios enrollados y daba uno a cada uno de sus compañeros, quedándose él con el otro. Los otros dos, sin decir palabra, cogieron los semanarios y comenzaron a leerlos con absorta atención. Uno de ellos sostenía el semanario elevado ante su rostro y, durante un instante, se me apareció en la imaginación una vivida escena: los brillantes raíles, la boca de agua contra incendios, el policía en el suelo, los palomos volando a lo largo de la calle y Clifton desplomándose. Y después, vi la primera página de un semanario de historietas gráficas y chistes. Clifton hubiera comprendido mejor que yo a los tres muchachos. Siempre, toda su vida, había sabido cómo eran. Los estudié detenidamente, hasta que abandonaron el metro. Salieron balanceando los hombros, mientras sus tacones, en el breve silencio de la parada, lanzaban remotos y crípticos mensajes sonoros. Al salir del tren me sentí débil. Caminaba por la calle ardiente como si llevara una pesada piedra, una montaña de piedra, sobre los hombros. Los zapatos nuevos me causaban dolor en los pies. Ahora, mientras avanzaba entre la multitud por la calle Ciento Veinticinco, me daba cuenta, con pesar, de la presencia de otros hombres que también vestían como los muchachos, y de muchachas con oscuras medias de exóticos colores y vestidos que eran surrealistas variantes de la moda imperante en el centro de la ciudad. Aquella gente siempre había existido, siempre estuvo allí, pero yo no supe percibir su existencia. No la había visto, ni siquiera en los momentos en que desarrollaba mi tarea con plena eficacia. Se encontraban fuera del cauce de la historia y yo tenía el deber de hacerles entrar —a todos— en él. Me fijé en sus facciones, sin encontrar ni un solo rostro que se distinguiera de los rostros por mí conocidos en el Sur. Nombres olvidados volvían a mi mente, cual olvidadas escenas oníricas. Sudoroso, avanzaba juntamente con la multitud, oía el rugido constante del tránsito y el creciente sonido de unos lánguidos blues difundidos por un altavoz en una tienda. Me detuve. ¿Era solamente eso lo que los cronistas debían consignar? ¿Era ésta la única historia verdadera de nuestros tiempos? ¿Era tan sólo un estado de ánimo expresado mediante trompetas, trombones, saxofones y tambores, y unas canciones de tensas palabras erróneamente empleadas? Mi mente vacilaba. Me parecía que, al avanzar por la acera, en el breve trecho hasta la esquina, me cruzara con todos los hombres y las mujeres que había conocido a lo largo de mi vida, sin que ni uno solo me sonriera o pronunciara mi nombre. Nadie me miraba. Caminaba entre ellos, febrilmente aislado. Cerca de la esquina, dos muchachos salieron corriendo de una tienda, con las manos llenas de barras de chocolate que caían al suelo. Tras ellos corría un hombre. Avanzaban hacia mí, y cuando pasaron a mi lado tuve que dominar la tentación de hacer la zancadilla al hombre. Mi perplejidad aumentó cuando vi que una mujer adelantaba la pierna y echaba hacia delante la pesada bolsa de la compra, al paso del hombre. El hombre cayó rodando por el suelo, y la mujer sacudió triunfalmente la cabeza. Me sentí culpable. Desde el borde de la acera contemplé como una multitud se congregaba alrededor del hombre, amenazándole, hasta que llegó un policía y la dispersó. Y pese a que sabía  

perfectamente que un hombre solo no podía solucionar el presente estado de cosas, me sentía responsable de que continuara sin variación. Escasos habían sido los frutos de nuestro trabajo. No habíamos logrado cambiar la realidad. Y de esto, yo tenía la culpa. Tanto me habían fascinado nuestros propósitos que olvidé aquilatar los resultados. Había vivido dormido, soñando.

 

CAPÍTULO 21 Cuando entré en las oficinas del distrito, unos muchachos pertenecientes a la organización juvenil que, agrupados, bromeaban, se y me saludaron. Me sentí incapaz de darles la noticia. Contesté a su saludo con una inclinación de cabeza, entré en mi despacho y cerré la puerta. Dejé de oír sus voces. Me senté tras la mesa, y, por la ventana, miré los árboles. Las hojas, que pocos días antes, eran verdes, se habían tornado oscuras y estaban secas. Abajo, en la calle, un vendedor ambulante de cuerdas para tender la ropa tocó la campana y gritó su pregón. Y pese a que pretendí evitarlo, la escena volvió a mi mente. No se trataba de la muerte de Clifton, sino de los muñecos. ¿Por qué me había excitado de tal modo, hasta el punto de escupir sobre el muñeco? ¿Qué sintió al verme? Seguramente sintió odio hacia mí, y siguió con su , fingiendo no haberme visto. Sí, y seguramente se rió de mi estupidez política. Me había dejado arrastrar por un impulso, y había actuado de un modo puramente personal en vez de denunciar la significación del muñeco, la actitud de Clifton, la rastrera intención que se ocultaba tras aquel espectáculo, y aprovechar la oportunidad para educar al grupo allí reunido. No debíamos perder ni una sola oportunidad de educar a la gente, y yo no había sabido hacerlo. Lo único que había logrado fue que rieran más y mejor. Había contribuido a mantener un estado de retraso social. La escena en mi mente fue substituida por otra: Clifton yacía en el suelo, bajo el sol, y, en esta ocasión, vi el rastro de humo que dejaba tras sí una que escribía palabras publicitarias en el cielo, y una mujer vestida de verde, a mi lado, decía: "Oh... Oh...". Volví la cabeza, quedando de frente al mapa. Extraje el muñeco bolsillo y lo arrojé sobre la mesa. Sentí náuseas. ¡Qué triste morir por un objeto como aquél! Lo cogí con repulsión y contemplé su cuerpo de papel rizado. Los pies dibujados en el disco de cartón colgaban inertes, estirando las piernas de papel del muñeco. Era un objeto de cartón, papel y goma. Sin embargo, lo odiaba como si fuera un ser vivo. ¿Qué mecanismo le imprimía el movimiento que daba la impresión de que bailara? Las manos de cartón estaban cerradas y los dedos habían sido dibujados mediante rayas de color anaranjado. Observé que el muñeco tenía dos rostros, los dos sonrientes, ya que el disco de cartón que formaba la cabeza estaba pinpor los dos lados. Recordé la voz de Clifton recitando las inspara hacer bailar al muñeco. Con una mano lo sostuve por los pies y con la otra le estiré el cuello hacia arriba. Al soltarle la cabeza, el muñeco se dobló inerte hacia delante. Volví a intentarlo y, en esta ocasión, le retorcí la cabeza. Se meneó laciamente, y cayó sobre la mesa, arrugado.

 

Dije: "¡Anda, diviérteme!". Lo cogí y di un tirón a su cuerpo. "¡Divierte a la gente!" Le di la vuelta. La sonrisa era igual en las dos caras del disco. Cuando sonreía a la gente también sonreía a Clifton. Y lo que, para los espectadores fue diversión para él fue muerte. El muñeco siguió sonriendo cuando yo me porté como un estúpido y le escupí, y siguió sonriendo cuando Clifton fingió no verme. Entonces advertí que del cuerpo de papel salía un delgado hilo negro que terminaba formando un lazo. Metí el dedo en el lazo y, elevando la mano, puse al muñeco en pie. Y esta vez bailó. Clifton le hizo bailar sin que yo pudiera percibir el hilo negro. ¿Por qué no le di un puñetazo? ¿Por qué no intenté romperle la mandíbula? ¿Por qué no le causé daño para salvarle de la muerte? Hubiera podido provocar una pelea y, entonces, nos habrían detenido a los dos, sin un disparo. Pero, ¿por qué había opuesto resistencia al guardia? No era la primera vez que le detenían, y sabía sobradamente hasta dónde podía llegar en el trato con un guardia. ¿Qué le había dicho el guardia para enfurecerle hasta el punto de hacerle perder el dominio de sí mismo? Y, entonces, se me ocurrió que quizá Clifton estaba ya enfurecido antes de oponer resistencia al guardia, antes incluso de percatarse de su presencia. Se me cortó la respiración y me sentí acometido de una gran debilidad, como si fuera a desvanecerme. ¿Creía Clifton que yo me ía vendido? Era un pensamiento estremecedor. Quedé inmóvil, de que al menor movimiento mi cuerpo se desplomara sobre la mesa. Por un instante, intenté examinar la idea, pero no pude. Era demasiado grave. Me creía capaz de aceptar la responsabilidad de mis actos para con los seres vivos, pero no para con los muertos. Mi mente retrocedía ante la idea de la muerte. Pensé que el incidente tuvo carácter político. Miré el muñeco y pensé que la equivalencia política de tal juguete era la muerte. Me pareció una definición excesivamente amplia. ¿Cuál sería el significado económico de lo ocurrido? Que la vida de un hombre no tenía un valor superior al precio de un muñeco de papel... Pero estos pensamientos no lograron apartar de mi mente la idea de que mi ira ante el espectáculo dado por Clifton contribuyó a acelerar su muerte. Y mi mente seguía negándose a aceptar tal pensamiento. Al fin y al cabo, ¿qué intervención tuve en la crisis que le había conducido a perder su dignidad? ¿Qué influencia tuve en su decisión de vender muñecos por las calles? Por último, dejé de lado estas consideraciones. Yo no era un detective, y por otra parte los individuos, desde un punto de vista político, carecían de importancia. El único rastro que Clifton había dejado tras sí era su muerte a tiros. Clifton había decidido huir del cauce de la historia, por lo que, prescindiendo de las imágenes grabadas en mi mente, tan sólo debía tener en cuenta su huida, es decir, el único hecho importante. Permanecía rígidamente sentado, como si esperara oír de nuevo las explosiones, procurando dominar la pesadumbre que me embargaba. Oí la  

campana del vendedor ambulante de cuerdas para tender ropa. ¿Qué diría al comité cuando los periódicos difundieran la noticia? ¡Que se fuera al cuerno el comité! ¿Qué diría acerca de los ñecos? En realidad, no tenía por qué dar explicaciones sobre esto. ¿Qué podíamos hacer para pasar al ataque, tras la muerte de Clifton? Sí, esto í me preocupaba. La campana volvió a sonar en la calle. No pude encontrar razón que justificara que Clifton vendiera muñecos por la calle, pero había razones más que suficientes para organizar una gran manifestación de duelo. Me agarré a esta idea como si de ella dependiera mi propia vida. Pese a todo, de buena gana la hubiera abandonado, tal como quería hurtarme al recuerdo del cuerpo de Clifton desplomado en la acera. Pero nos hallábamos en una situación demasiado comprometida para permitirnoscomo ésta. Debíamos emplear cuantas armas políticas tuviéramos para luchar contra nuestros enemigos. Clifton siempre supo comprenderlo muy claramente. Ignoraba si Clifton tenía parientes, y como sea que alguien tendría que enterrarle, nosotros nos encargaríamos de ello. Ciertamente, los muñecos eran repugnantes, y los actos de Clifton constituyeron una traición, pero él no había inventado el muñeco, sino que se limitaba a venderlo, y nosotros debíamos encargarnos de difundir que la trascendencia de su muerte era muy superior a la del incidente o el objeto que la motivó. Con ello íamos vengarle y evitar que otros murieran como él. Sí, y además íamos lograr que los miembros desertores volvieran a nuestras filas. Se trataba de una táctica cruel, pero esta crueldad se hallaba servicio de nuestro movimiento y estábamos obligados a emplearla , para luchar contra el vasto poder de nuestro enemigos tan sólo disponíamos de nuestra inteligencia y nuestros cuerpos. Debíamos sacar el máximo provecho de nuestras disponibilidades. Ellos gozaban del poder de utilizar un muñeco de papel para deshonrar a Clifton primero, y para matarle, después. Y nosotros nos serviríamos de su entierro para devolverle la dignidad, ya que esto era cuanto él tuvo o deseó tener en vida. Al mirar el muñeco sólo pude verlo de un modo vago. El papel absorbente que formaba su cuerpo presentaba manchas de humedad.

Cuando sonó el golpe en la puerta yo estaba inclinado sobre la mesa. Me puse en pie de un salto, me metí el muñeco en el bolsillo y me pasé el dorso de la mano por los ojos. —Adelante. La puerta se abrió lentamente. Un grupo de miembros de la organización juvenil entró despacio en el despacho. En los rostros de los muchachos había una expresión interrogante. Las muchachas lloraban. Me preguntaron: —¿Es verdad? Les miré uno a uno, y dije: —¿Que ha muerto? Sí, es verdad. —Pero, ¿cómo ha sido? Mis anteriores emociones se estaban transformando en ira. —Fue un caso claro. Le provocaron y luego le asesinaron.  

Estaban inmóviles ante mí, preguntándome con la expresión de sus rostros, en silencio. Una muchacha, en voz incrédula, exclamó: —¡Ha muerto! ¡Ha muerto! —¿Y qué significa eso de que vendía muñecos? —preguntó un muchacho alto.

—No lo sé. Sólo sé que le mataron a tiros, estando desarmado. Comprendo vuestro dolor, porque yo le vi caer muerto. —¡Llevadme a casa! ¡Llevadme a casa! —chilló una muchacha. Me acerqué a ella, pasé mi brazo sobre sus hombros y la atraje hacia mí. Era una chica bajita, con piel color de chocolate, que todavía llevaba calcetines. Dije: —No, no podemos irnos a casa. Ninguno de nosotros puede irse a casa. Tenemos que luchar. Quiero que salgamos a la calle, a la luz, y olvidemos lo ocurrido, si es que podemos. Es preciso que convirtamos nuestro llanto en ira. Hace falta que recordemos que somos luchadores. Y a través de incidentes como el ocurrido debemos el significado de nuestra lucha. Estamos obligados a pasar al contraataque. Quiero que cada uno de vosotros traiga aquí a cuantos miembros de la organización pueda encontrar. Ahora, daremos nuestra respuesta.

Cuando se dispusieron a irse, una de las muchachas todavía lloraba desconsoladamente, pero advertí que con mis palabras había logrado despertar las energías del grupo. Se dirigieron a la chica que aún se amparaba en mi brazo: —¡Vamos, Shirley! ¡Ven con nosotros! Y se la llevaron. Intenté ponerme al habla con la oficina central, pero tampoco en esta ocasión encontré a ninguno de los dirigentes. Llamé al Chtonian, sin obtener contestación. En consecuencia, no me quedó más remedio que ponerme al habla con uno de los principales miembros del comité del distrito y proceder por nuestra cuenta y riesgo. Procuramos dar con el muchacho que acompañaba a Clifton, pero había desaparecido sin dejar rastro. Mandamos a la calle a cuantos miembros pudimos, provistos de huchas, para solicitar donativos para el entierro. Una comisión compuesta por tres viejas acudió al depósito judicial para reclamar el cadáver. Distribuimos octavillas con orla negra, denunciando al jefe de la policía. Pedimos a los párrocos que aconsejaran a sus feligreses que mandaran cartas de protesta al alcalde. La noticia de la muerte de Clifton se difundióápidamente. Los diarios negros publicaron la foto de Clifton que nosotros les mandamos. El público reaccionó favorablemente, mostrándose indignado e inquieto. Organizamos reuniones en la calle. Y yo, liberado (por la acción) de mis dudas, me entregué con todas mis fuerzas a la organización del entierro. Sin embargo, actuaba en un estado de insensibilidad, de un modo casi automático. No  

toqué la cama en cuarenta y ocho horas, limitándome a echar alguna que otra cabezada en mi despacho. Y apenas comí.

Dispusimos el funeral de modo que atrajera al mayor número posible de concurrentes. En vez de celebrarse en una iglesia o en una capilla, tuvo lugar en el Mount Morris Park. Previamente, habíamos mandado hojas invitando a todos los exmiembros de la Hermandad a acudir a las exequias de Clifton. Se celebró en la bochornosa tarde del sábado. Una ligera capa de nubes cubría el cielo. Y acudieron cientos de personas dispuestas a formar el cortejo. Yo fui de un lado para otro, febrilmente, dando órdenes y prodigando frases para levantar los ánimos. Sin embargo, tenía la impresión de ser tan sólo un frío y lejano espectador. Acudieron hermanas y hermanos a quienes no había visto desde mi regreso al distrito. Y también vinieron miembros del centro de la ciudad y de los distritos circundantes. Con sorpresa les veía llegar y, mientras se formaba el cortejo, me preguntaba hasta qué punto era sincero su dolor. Vi banderas a media asta, enseñas negras y negros carteles en los que se leía: AL HERMANO TOD CLIFTON, NUESTRA ESPERANZA MUERTA A TIROS. Habíamos alquilado una unidad de tambores, cuyos instrumentos iban enlutados con crespones negros. Y tras ellos venía la banda de treinta músicos. Había muy pocas coronas de flores, y no vi ni un solo automóvil. El cortejo avanzaba lentamente, mientras la banda tocaba tristes y románticas marchas militares. Cuando la banda enmudecía, los tambores, con las puntas de los palos envueltas en tela, redoblaban lenta y rítmicamente. Hacía calor y en el ambiente se notaba una tensión explosiva. Los destacamentos de policía habían sido reforzados, y los blancos que frecuentaban el distrito para repartir mercancías estaban ausentes. A lo largo de la calle, los vecinos se asomaban a las ventanas, y en los terrados de los edificios vi hombres y niños contemplando el paso del cortejo bajo el sol cubierto por una ligera neblina. Yo, juntamente con los viejos dirigentes cívicos, abría la marcha. Avanzábamos despacio. Cuando, de vez en cuando, volvía la cabeza hacia atrás, advertía que gentes de toda condición se iban uniendo al cortejo: trabajadores en ropas de trabajo, chulos y vagos, jugadores... De las barberías salían hombres con el rostro enjabonado y la toalla colgada al cuello, para contemplarnos y hacer comentarios en voz baja. Y yo me preguntaba si eran amigos de Clifton o si salían atraídos por el espectáculo y la solemne música. Desde atrás llegaba hasta nosotros un viento cálido, que traía un nauseabundo olor dulzón, parecido al que desprenden algunas perras cuando están en celo.

 

Atrás, el sol resplandecía sobre una masa de cabezas descubiertas. Alto, entre banderas y enseñas y los brillantes instrumentos metálicos de la banda, vi el barato ataúd gris que llevaban a hombros los más altos compañeros de Clifton, quienes se relevaban suavemente, sin alterar el avance. Lo llevaban con orgullo y cuan alto podían, y en sus ojos brillaba una expresión de tristeza y coraje. El ataúd parecía flotar como un pesado barco navegando a lo largo de un canal, y avanzaba lentamente rodeado por las cabezas bajas, sumergidas a un nivel inferior. Oía el constante redoble de los tambores con sordina. Los demás sonidos parecían vibrar en un extraño mundo de silencio. Tras mí, un multitudinario murmullo de pasos; ante mí, una multitud a lo largo de las aceras, esperando nuestro paso. Y, en todos, lágrimas, sollozos ahogados, ojos enrojecidos, duras miradas. Primeramente pasamos, como una imagen de pena negra, a lo largo de las calles más pobres, después entramos en la Séptima Avenida y proseguimos hacia Lenox. Entonces, junto con otros dirigentes de la Hermandad, cogí un taxi y me dirigí al parque de Mount Morris. Un hermano que trabajaba en el Departamento de Parques y Jardines del Municipio, había abierto la puerta de la torre que se elevaba en medio del Mount Morris, en la que, bajo la negra campana, habíamos construido una rudimentaria plataforma. Cuando la procesión entró en el parque, estábamos allí, en lo alto, esperándole. A nuestra señal, volteó la campana, y en mis oídos vibró el antiguo y hueco dong-dong-dong que hacía vibrar las entrañas. Abajo, veía a la compacta multitud ascender hacia nosotros, formando un ancho y sinuoso río, acompañada por el sordo redoble de los tambores. Los niños dejaron de jugar en el césped para mirarnos. Las enfermeras del cercano hospital salieron al terrado; sus blancos uniformes destellaban bajo el sol que, ahora, brillaba limpiamente, sin nubes ni niebla. De aquí y de allá, de todas partes, llegaba la multitud que iba invadiendo el parque. Los tambores reconstante y sordamente, esparciendo en el aire un silencio , como una oración por un soldado desconocido. Y en aquel , me sentí confuso y dubitativo. ¿Por qué estaba allí aquella ? ¿Por qué se había unido a nosotros? ¿Acaso por que conocían a Clifton? ¿O quizá porque su muerte les daba ocasión de expresar su protesta, les proporcionaba un lugar y un tiempo para reunirse, para apretujarse, sudar, respirar conjuntamente y orientar todas sus miradas en una misma dirección? ¿Era alguna de estas explicaciones correcta? ¿La presencia de aquella gente significaba amor u odio ítico? ¿Cabía la posibilidad de que la política fuese un modo de expresar amor?  

Sobre el parque planeaba el silencio nacido del sordo redoblar de los tambores y del sonido de los pasos de la multitud. Entonces, entre la multitud se alzó una voz solitaria, una voz masculina, vieja y dolorida, lanzando al aire una canción. Al principio, la voz tembló sola en el aire, pero poco después, una trompeta, tras emitir unas notas dubitativas, siguió la melodía de la voz. La trompeta y la voz ían perseguirse y, alternativamente, una adelantaba a la otra, luego, ésta se elevaba sobre aquélla, como dos palomos negros surde un viejo patio, blanco como una calavera, volando uno tras , en súbitas elevaciones y descensos, en el quieto aire azul. Y duunos breves segundos, el vibrante y puro sonido de la trompeta y la humosa voz de barítono del viejo cantaron un dúo en el denso silencio. La canción era "Muchos son los que se fueron". Y allí, con parque a mis pies, sentí un nudo en la garganta. Para mí era aquélla canción del pasado, del pasado en la universidad, y del todavía más lejano pasado en mi tierra. Y, ahora, algunos entre los más viejos unieron sus voces a las del cantor solitario. Nunca hubiera creído que la canción pudiera ser una marcha, pero ahora la multitud marchaba al lento ritmo de la canción, colina arriba. Busqué con la mirada al que tocaba la trompeta: era un negro flaco que,la cara al sol, elevada hacia el cielo la trompeta, la hacía cantar. Bastantes metros más atrás, avanzando junto a los muchachos que en sus hombros alzaban el féretro, vi el rostro del viejo que había iniciado la canción y sentí una punzada de envidia. Era un rostro viejo, amarillento y curtido. Tenía los ojos cerrados, y en el cuello tenso, del que la canción nacía, vi la cicatriz de una cuchillada. Cantaba con el cuerpo entero, y emitía las frases de la canción con la misma naturalidad con que caminaba. Su voz se elevaba sobre las de los demás, mezclándose con el lúcido sonido de la trompeta. Le contemplaba con los ojos húmedos, la luz y el calor del sol en la cabeza; y el canto de la multitud me sorprendía y maravillaba a un tiempo. Hubiérase dicho que la canción estuvo, en todo momento, con ellos, en su interior, y que el viejo lo había sabido y la hizo nacer. Y me constaba que también yo lo había sabido, pero fui incapaz de convertirla en realidad, porque me lo impidió una especie de inconcreta vergüenza o miedo. Pero él no sólo lo supo, sino que la hizo brotar. Incluso las hermanas y hermanos blancos se habían unido al canto. Miré el rostro del viejo, intentando penetrar su secreto, pero sus facciones nada me dijeron. Contemplaba el féretro y a las gentes que formaban el cortejo, y escuchaba sus voces, pero comprendía que, en realidad, escuchaba una voz interior, dentro de mí, y durante unos breves segundos tan sólo oí el apresurado latir de mi corazón. Gracias al viejo y al hombre con la trompeta, la multitud se había conmovido profundamente. Los dos habían tocado unos resortes de la multitud que eran mucho más profundos que los de la protesta y la religión. Sin embargo, a mi mente acudían en tropel todas las escenas religiosas vividas por mí, y sentía renacer un viejo rencor que procuraba reprimir. Pero eran escenas pertenecienal pasado y, por otra parte, muchos de los que avanzaban en masa lo alto de la colina jamás habían vivido tales escenas, y algunos ían nacido en otras tierras. Pero todos estaban conmovidos. La canción había calado en el corazón de cuantos nos encontrábamos allí. No eran sus palabras, sus viejas  

palabras nacidas en la esclavitud, harto conocidas, lo que levantaba la emoción. Parecía que el cantor hubiera puesto tras las palabras una nueva emoción, sin que la antigua y trascendente añoranza resignada dejara de percibirse en la superficie, aunque ahora estuviera dotada de una nueva dimensión de profundidad, en virtud de una secreta realidad que la doctrina de la Hermandad no había sabido clasificar ni denominar. Yo permanecía en lo alto, procurando contener mi emoción, mientras los portadores del ataúd de Tod Clifton lo subían lentamente por las escaleras en espiral. Lo dejaron en la plataforma. Fijé la vista en la forma del barato féretro gris y sólo fui capaz de recordar el sonido del nombre de mi amigo.

La canción había terminado. Una masa de rostros, de la que sobresalían las banderas, las enseñas y los metálicos instrumentos musicales, cubría la pequeña colina. Ante mí, en recta perspectiva, la Quinta Avenida se alejaba hasta el cruce con la calle Ciento Veinticinco, donde los policías se alineaban tras una menguada escuadra de carritos en los que se vendían bocadillos y otros que ofrecían baratijas y juguetes. Entre los carritos vi a un vendedor de cacahuetes, en pie junto a un farol en el que se había posado una bandada de palomos. Entonces, el vendedor de cacahuetes abrió los brazos en cruz, con las palmas orientadas al cielo. Los palomos descendieron sobre él, y sus cuerpos aleteantes y ávidos le cubrieron los hombros y los brazos. Alguien me tocó, sobresaltándome. Había llegado el momento de pronunciar las palabras que cerrarían el acto. Pero no sabía qué decir. Esta era la primera vez que asistía a un entierro de la Hermandad, por lo que ignoraba el protocolo que debía observar. Pero la gente esperaba mis palabras. Estaba allí, solo, frente a ellos. No tenía la ayuda de un micrófono, sino únicamente la del féretro ante mí, sobre la rudimentaria plataforma. Miré los rostros abajo, iluminados por el sol. Me esforcé en vano en hallar frases, palabras que decirles. Pronunciar un discurso en aquella ocasión me parecía superfluo y, al pensarlo, no pude evitar un hondo sentimiento de irritación. Eran miles y miles los que esperaban mis palabras. ¿Qué querían que les dijera? ¿A qué habían venido? ¿Qué motivo les había impulsado, además de aquel en cuya virtud el muchacho de rosadas mejillas se excitó al ver caer a Clifton? ¿Qué querían? ¿De qué eran capaces? ¿Por qué no habían acudido en los

 

momentos en que su presencia hubiese evitado la actual situación? De repente, con voz extrañamente vibrante en el aire inmóvil, grité: —¿Qué esperáis que os diga? ¿De qué servirá que os hable? Igual ía que os dijera que esto no es un entierro sino una alegre fiesta, y que, si os quedáis, terminaréis escuchando la alegre marcha con que terminan los bailes populares. ¿O quizás esperáis que, por obra de un milagro, el muerto se levante y ande? Idos a casa. Este hombre está muerto, muerto como todos los muertos. Murió cuando comenzaba a vivir, y ya no volverá a vivir jamás. No habrá milagros, ni nadie pronunciará un sermón. Idos a casa. Olvidadle. Está aquí, dentro del féretro, muerto. Sí, muerto y muerto joven. Idos a casa, y no penséis más en él. El está muerto, y tenéis que pensar en vuestros propios problemas.

Hice una pausa. Con la vista alzada hacia mí, la multitud murmuraba. Grité: —Os he dicho que os vayáis a casa, y sin embargo permanecéis aquí. ¿No os dais cuenta de que aquí, bajo el sol, hace mucho calor? ¿De qué os servirá quedaros aquí para escuchar lo poco que puedo deciros? ¿Puedo acaso expresar en el plazo de veinte minutos una realidad cuya formación requirió el paso de veintiún años y que fue destruida en veinte segundos? ¿Por qué esperáis, cuando lo único que puedo hacer es deciros su nombre? Y cuando lo haya hecho, ¿qué sabréis que no sepáis ya, salvo su nombre? Me escuchaban atentamente. Y parecía que su vista no estuviera fija en mí, sino en el rastro de mi voz en el aire. —¡Bien! Si así lo queréis, escuchad bajo el sol, y a la luz del sol os hablaré. Luego, regresad a vuestras casas y olvidad mis palabras. Olvidadlas para siempre. Se llamaba Clifton, y fue muerto a tiros. Se llamaba Clifton, y era alto, y había quien le juzgaba hermoso. Y aunque él nunca se creyó tal, yo creo que lo era. Se llamaba Clifton, y tenía el rostro negro, y el cabello rizado y espeso, o lanudo, si es que preferís utilizar este término. Ha muerto, y ello carece de importancia, y a nadie ha afectado salvo a unas cuantas muchachas. ¿Lo comprendéis, ahora? ¿Os dais cuenta de cómo era? Pensad en vuestro hermano o en vuestro primo John. Tenía los labios gruesos y curvados hacia arriba, en las comisuras. Sonreía a menudo. Tenía los ojos grandes, manos fuertes y ágiles, y un corazón. La realidad le hacía meditar y sentir hondamente. No le llamaré noble porque esta palabra no se inventó para gente como nosotros. Se llamaba Clifton, Tod Clifton y, al igual que cualquier otro hombre, le parió una mujer, para que viviera durante un corto íodo, y, luego, muriese. Esta es su historia. Se llamaba Clifton, vivió unos días entre nosotros, su juventud despertó esperanzas en algunos, quienes le  

conocimos, le amamos, y murió. ¿Por qué seguís aquí, esperando? Ya lo habéis oído. ¿A santo de qué seguir aquí, cuando yo no puedo sino repetir lo dicho? Permanecieron inmóviles, atentos. —Pues si así lo queréis, os diré que se llamaba Clifton, que era joven, que había nacido para luchar en vanguardia, y que, en el momento en que cayó, llevaba un calcetín agujereado, y que, derribado en el suelo, no parecía tan alto como cuando estaba en pie. Así murió. Y quienes le amábamos nos hemos reunido aquí para llorar su muerte. Su historia no puede ser más sencilla ni más breve. Se llamaba Clifton, era negro y fue muerto a tiros. ¿No basta con eso? ¿Necesitáis saber más? ¿No es esto suficiente para apagar vuestra sed de tragedia, para haceros regresar a vuestras casas, y para que, tras el sueño de una noche, olvidéis lo ocurrido? Idos, tomad una copa y olvidadlo. O leed la historia en el Daily News. llamaba Clifton, fue muerto a tiros y yo fui testigo de su muerte. Por esto sé cómo ocurrió. He aquí los hechos. Estaba en pie y fue derribado. Cayó de rodillas. De rodillas sangró. Y sangró hasta morir. Cayó al suelo como un muñeco de trapo, como caen los hombres, y su sangre corrió como corre la sangre. Su sangre era roja es la sangre, y reflejaba el cielo y los edificios, los árboles y los pájaros, y el rostro de quien se mirara en ella, en aquel espejo de creciente opacidad... Y bajo el sol se secó, como se seca la sangre. Esto es todo. Derramaron su sangre, y él derramó su sangre. Le derribaron, y él murió. La sangre corrió sobre el pavimento, formó un charco, brilló durante unos instantes. Poco después adquirió una tonalidad opaca y polvorienta, y se secó. Así terminó su historia. Es una vieja historia que no puede emocionaros porque entre nosotros ha corrido ya demasiado la sangre. La sangre sólo tiene importancia cuando corre en las venas de un ser vivo. ¿Todavía no estáis cansados de estas historias? ¿No os da náusea tanta sangre? ¿Entonces, por qué escucháis? ¿Por qué no os vais a casa? Hace calor, aquí. El hedor del líquido que usan los embalsamadores infesta el aire. En las tabernas hay cerveza fresca, y en el Savoy os espera el dulce sonido de los saxofones. En las barberías y salones de belleza podréis escuchar divertidas mentiras que os harán reír. En doscientas, cuando sopla la suave brisa del atardecer, se predicarán bellos sermones. Y en los cines veréis películas que os harán reír cuanto queráis. Idos y olvidad. Aquí tan sólo podréis escuchar la misma historia una y otra vez. Aquí, ni siquiera hay una viuda enlutada que le llore. Aquí, no hay nada que pueda excitar vuestra lástima, nadie se arrojará al suelo para llorar en un arrebato de desesperación. Nada os provocará aquel antiguo y confortante sentimiento de tragedia. Esta historia es demasiado simple y corta para que ocurra lo contrario. Se llamaba Clifton, Tod Clifton, iba desarmado, y su muerte fue tan absurda como inútil su lucha. Mil veces había luchado en la calle para defender la Hermandad, y creía que ello le proporcionaría una más alta dignidad humana, pero murió como un perro en cualquier olvidado camino.

En aquel momento me invadió un fuerte sentimiento de frustración e impotencia, y grité: —¡Así fue! ¡Así fue!  

No había dicho lo que quería decir. Mis palabras carecían de filo político. Al hermano Jack seguramente no le hubieran gustado. Sin embargo, debía proseguir el discurso. —¡Escuchad mis palabras! ¡Dejad que os cuente lo ocurrido tal como verdaderamente fue! Se llamaba Tod Clifton y vivía engañado. Creía que era un hombre, cuando, en realidad, era tan sólo Tod Clifton. Murió debido a un error muy simple, muy sencillo. Se desangró, su sangre se secó, y poco después los pasos de la muchedumbre borraron la oscura mancha sobre la acera. Fue un error muy común, que muchos hombres cometen: creía que era un hombre, y que vivir avasallado no es el destino del hombre. Pero en la ciudad hacía mucho calor y olvidó las lecciones de la historia, olvidó el lugar y el tiempo en que vivía. Dejó de ver la realidad tal cual es. Allí había un policía, y también un público dispuesto a contemplar el espectáculo. El era Tod Clifton, y los policías son los policías. ¿Qué cabe decir del policía? Era eso: un policía. Un buen ciudadano. Pero este policía tenía un inquieto dedo índice en la mano derecha, y el oído atento a cuantas palabras le dieran ocasión de oprimir el gatillo con su inquieto índice. Y Clifton fue la ocasión. El policía recordó su especial código de conducta, y actuó. Ahora, podéis contemplar los efectos. Meditad un instante, y percataos del horrible poder de aquel hombre. Lo ocurrido fue absolutamente . La sangre corrió tal como corre la sangre en los asesinatos de las historietas ilustradas, en una calle de historieta ilustrada, en una ciudad, en un día y en un mundo de historieta ilustrada. Tod Clifton ya no está entre nosotros, ha partido hacia la eternidad. Pero, ¿qué relación guarda eso con vosotros, con los que estáis aquí, bajo el sol velado por la neblina, en esta tórrida tarde? Ahora, Tod Clifton pertenece ya a la historia, y ha obtenido su auténtica libertad. Escribieron su nombre en un formulario oficial. Raza: negra. Religión: desconocida, aunque probablemente fue inscrito, al nacer, en la Iglesia Baptista. Lugar de nacimiento: una ciudad del Sur de los Estados Unidos. Parientes: desconocidos. Señas: desconocidas. Ocupación: sin trabajo. Causas de su muerte (dense detalladamente): resistirse a la realidad en forma de revólver del calibre treinta y ocho, sostenido por el policía que le había detenido, en la calle Cuarenta y Dos, entre la biblioteca y la boca del metro, en el calor del atardecer. Las causas inmediatas de la muerte fueron las heridas de balas, disparadas por arma de fuego, desde una distancia de tres pasos. Una de las balas penetró en el ventrículo derecho, donde quedó alojada, la otra le fracturó la espina dorsal, siguiendo después una trayectoria descendente para terminar alojándose en la pelvis, y la última le atravesó el cuerpo y fue a parar Dios sabe dónde. Esta es la breve y amarga vida del hermano Tod Clifton. Ahora está aquí, en esta caja cerrada. Y nosotros estamos con él. Ya lo sabéis: si deseáis iros, podéis hacerlo. Dentro de la caja reina la oscuridad. Y somos muchos, una inmensa multitud, los que nos encontramos en su interior. Es una morada como muchas otras que conocéis muy bien: tiene goteras y, en el fondo del pasillo, una angosta letrina para cuantos viven en ella. La infestan ratas y cucarachas, y el alquiler es caro, excesivamente caro. La ventilación no es suficiente, y, dentro de esta casa,  

hará mucho frío el próximo invierno. Estamos atestando la última morada de Tod Clifton. Tod Clifton necesita el espacio que nosotros ocupamos. Y si pudiéramos oír su voz, sabríamos que dice: "Diles que salgan de mi caja, y procura que la policía olvide el código que ahora rige su conducta. Diles a todos que digan de un modo u otro a la policía que el disparo dirigido contra un negro puede herirla de rebote". Y esto es todo. Dentro de pocas horas, Tod Clifton comenzará a pudrirse bajo tierra. Y no os dejéis engañar: su carne no resucitará. Vosotrosyo seguiremos encerrados en la caja de que os he hablado. Ignoro si Tod Clifton tenía alma. Sólo sé con certeza que su pérdida atormenta mi corazón. Ignoro si vosotros tenéis o no tenéis alma. Sólo sé que sois hombres de carne y hueso y sangre, y que la sangre será derramada, y la carne perecerá. Ignoro si los policías son poetas o no. Sólo sé que llevan pistolas, pistolas con gatillo. Y también sé lo que el código de la policía permite hacer con nosotros. Por esto, en nombre del hermano Clifton, os digo: precaveos de los gatillos, id a casa, conservad la serenidad, evitad que el sol os haga perder la cabeza. Olvidad a Tod Clifton. Mientras vivió fue nuestra esperanza, pero, ¿por qué conservar en el corazón una esperanza que ya ha muerto? Tan sólo me queda una cosa que deciros, y se trata de algo que ya os he dicho: se llamaba Tod Clifton, creía en la Hermandad, pusimos en él nuestras esperanzas, y ahora yace muerto. No pude proseguir. La gente, abajo, manos y pañuelos en los ojos, seguía esperando. Un sacerdote subió a la plataforma, y leyó unos párrafos de la Biblia, mientras yo, dominado por un hondo sentimiento de frustración, contemplaba a la muchedumbre. Comprendía que me había dejado llevar por mis impulsos, y que no había hecho referencia a los aspectos políticos que la muerte de Clifton entrañaba. La multitud había permanecido en pie, bajo el sol, escuchando lo que ya sabía. El sacerdote se retiró. Alguien hizo una seña al director de la banda y ésta inició una solemne marcha en el momento en que los compañeros de Tod Clifton cargaban el ataúd sobre sus hombros e iniciaban el descenso de las escaleras en espiral. Cruzamos por entre la multitud inmóvil y silenciosa. Al hacerlo, tuve conciencia de su inmensidad y de su anonimato, y de una tensión paralizante, de una tensión que yo ignoraba si se debía al llanto o al odio. La multitud sudaba y parecía palpitar. Pese a su silencio, percibí en las miradas de quienes la formaban mil distintos mensajes a mí dirigidos. Junto a la entrada al parque, nos esperaba el coche fúnebre y unos cuantos automóviles. En pocos segundos quedaron uno y otros ocupados y emprendimos la marcha. La muchedumbre observó en silencio cómo nos llevábamos el cuerpo de Tod Clifton. Al dirigir una última mirada a los espectadores, no vi una multitud sino los graves rostros de mujeres y hombres claramente individualizados. Los automóviles se detuvieron ante una tumba, en la que le depositamos. Los sepultureros irlandeses trabajaron hábil y ardorosamente y, al terminar su trabajo, tenían las ropas empapadas de sudor. En pocos segundos habían cubierto de tierra la fosa. Y salimos del cementerio. Tod Clifton estaba ya enterrado. Al llegar a la ciudad, me sentí tan fatigado como si hubiera cavado con mis propios brazos la tumba de Tod. Confuso y abstraído, me abría paso  

lentamente entre la muchedumbre que parecía hormiguear sumida en una espesa niebla, como si las leves y húmedas nubes hubieran adquirido densidad, y se hubiesen posado en el suelo envolviéndolos. Deseaba ir a un lugar fresco donde poder descansar y dar tregua a mi mente, pero el trabajo que me esperaba era inmenso. Debía trazar planes y encauzar las emociones de la multitud. Seguí adelante, caminando despacio, a paso sureño, bajo un sol sureño, cerrando de vez en cuando los ojos para no ver los deslumbrantes colores rojos, amarillos y verdes de las baratas camisas deportivas y vestidos veraniegos. La muchedumbre bullía, sudaba y se agitaba incesantemente: mujeres cargadas con el cesto de la compra, hombres con zapatos lustrados. Incluso en el Sur era frecuente la visión de zapatos impecablemente lustrados. El pregón de los limpiabotas sonaba una y otra vez en mi recuerdo: "¡Limpia! ¡Limpiabotas! ¡Limpia, limpia!". En la Octava Avenida, los tenderetes del mercado se alineaban en la acera, unos junto a otros, y los improvisados toldos protegían del sol las verduras y frutos marchitos. A mi olfato llegaba el hedor de coles podridas. Un vendedor de sandías, tras su tenderete, bajo la sombra del toldo, sostenía en la mano una larga raja de pulpa rosada, y anunciaba la mercancía con voz ronca, en frases nostálgicas que traían a la mente recuerdos de infancia, de frescos y umbríos parajes veraniegos. Naranjas, cocos, peras, se amontonaban simétrica y ordenadamente en los pequeños tenderetes. Avanzaba abriéndome paso con dificultad por entre la multitud que se movía en un lento hormigueo sin sentido. En un carrito, llameaban febrilmente las flores caducas que los barrios centrales habían rechazado. Llameaban como lujosos desechos, en las melladas latas de zumo de frutas. Tenía la sensación de contemplar a la multitud desde el interior de una máquina lavadora, a través de su húmedo cristal. Los policías a caballo vigilaban con mirada neutra, protegida por la sombra de las cortas viseras charoladas, con el cuerpo inclinado hacia delante, cortas las riendas de monturas. Eran hombres y caballos de carne y hueso, que pretendían parecer hombres y caballos de piedra. Una voz interior repitió el nombre: Tod Clifton, Tod. voces de los vendedores se elevaban sobre el sonido del tránsito. Me parecía oírles desde muy lejos y apenas podía comprender el significado de sus palabras. En una calle lateral, unos chiquillos montados en triciclos desfilaban por la acera, portadores de uno de los carteles: AL HERMANO TOD CLIFTON, NUESTRA ESPERANZA MUERTA A TIROS.

Y, a través de la niebla que invadía mi cerebro, volví a percibir la tensión imperante en el ambiente que me rodeaba. Era inútil negarlo: la tensión existía, y estábamos obligados a actuar sobre ella antes de que se desvaneciera.

 

CAPÍTULO 22 No me sorprendió encontrarles allí, en mangas de camisa, sentados alrededor de la mesa, unos inclinados hacia delante, otros con las piernas cruzadas y las manos en las rodillas. Me alegró encontrarles porque pensé que con ellos trataría fríamente y sin lágrimas los problemas con que nos enfrentábamos. Tenía la impresión de haber sabido de antemano que les encontraría allí, del mismo modo que al soñar sabía que encontraría a mi abuelo, mirándome a través de la vaga estancia, sin dimensiones, de los sueños. Les contemplé sin emoción ni sorpresa, pese a que me constaba que, incluso en el mundo de los sueños, la normal reacción consistía en sorprenderme, y que la ausencia de sorpresa producía desconfianza en los demás, un aviso a tener en cuenta. Penetré en el cuarto, y sin dejar de mirarles me quité la chaqueta. Ante mi vista formaban un grupo alrededor de una pequeña mesa en la que había una jarra de agua, un vaso y un par de humeantes ceniceros. La mitad de la estancia estaba a oscuras, y sobre la mesa una solitaria bombilla. Me contemplaban en silencio. El hermano Jack, con la cabeza inclinada a un lado y una sonrisa que tan sólo era un mueca, me estudiaba con mirada penetrante. Los demás me miraban procurando que en su rostro no se dibujara expresión alguna, como si pretendieran despertar en mí profundas dudas e incertidumbres. Esperaban en silencio, quietos, y el humo de los cigarrillos se elevaba hacia el techo en lentas espirales. Pensé: "Al fin os habéis dignado venir". Me acerqué al grupo y me senté en una silla. Al apoyar el codo en la mesa, advertí el frescor del hule.

El hermano Jack, adelantó los brazos, poniendo sobre la mesa las manos unidas en un apretón y la cabeza inclinada a un lado, dijo: —Bien, ¿qué tal fue la cosa? —Ya pudisteis ver la multitud. Al fin logramos arrastrarles otra vez a la calle. —Pues no, no vimos la manifestación. ¿Qué tal fue? —Vino mucha gente, y todos estaban emocionados. Esto es lo único que puedo afirmar con certeza. Hasta qué punto esa gente estaba a nuestro lado, si es que lo estaba, es cosa que ignoro. Por un instante mis propias palabras sonaron claramente en mis oídos, destacando en el silencio de la estancia de alto techo. El hermano Tobitt dijo:

 

—¡Vaya!

¿Es esto todo lo que el gran táctico puede decirnos? ¿Y cuáles eran las emociones que embargaban a la multitud? Al mirarle comprendí que me hallaba en un estado de parálisis emocional. Mis emociones, aquella tarde, habían sido demasiado in, demasiado centradas en un solo objetivo. —Esta es una incógnita que deberá despejar el comité —contesté—. Nosotros tan sólo pudimos provocar la manifestación y desla emoción de las gentes. Varias veces intentamos sin éxito ponernos al habla con el comité a fin de que nos diera instrucciones sobre cómo encauzar el sentir de los manifestantes.

—¿Y entonces qué hicisteis? —Entonces, actuamos bajo mi propia responsabilidad personal. El hermano Jack frunció las cejas: —¿Qué has dicho? ¿Tu qué? —Mi responsabilidad personal. —Su responsabilidad personal. ¿Lo habéis oído, hermanos? ¿He oído bien? —Se dirigió a mí—: ¿Y quién te ha investido de este poder? Es increíble. ¿De dónde sacaste esta responsabilidad? —De tu mad... Interrumpí la frase, y, rectificándola, dije: —El comité me la dio. Hubo un silencio. El rostro del hermano Jack había enrojecido. Yo me esforzaba en recuperar el dominio de mí mismo. En el estómago sentí el estremecimiento de un nervio. Para romper el silencio, que ya se prolongaba en exceso, dije: —La vecindad entera se echó a la calle. Todos respondieron a nuestra llamada; creímos que nos hallábamos ante una ocasión única y decidimos aprovecharla. Es una lástima que no hayáis estado allí... El hermano Jack dijo: —Lo veis: es una lástima que no hayamos acudido. —Alzó la mano. En su palma vi las rayas profundamente hendidas. Añadió —: ¡El gran táctico con responsabilidad personal lamenta nuestra ausencia! ¿Era posible que el hermano Jack no comprendiera mi punto de vista, no hubiese adivinado los propósitos que me animaron al convocar la manifestación? Tobitt era un perfecto imbécil, pero Jack estaba obligado a comprender. ¿Qué pretendía? Haciendo un esfuerzo, dije:  

—Hicimos

lo que pudimos. Si hubieras estado allí habrías podido encauzar la emoción de la multitud... El hermano Jack habló acompañando sus palabras con vehementes sacudidas de la cabeza: —Hiciste lo que pudiste bajo tu responsabilidad per-so-nal... Le miré con fijeza. —Había recibido instrucciones de recuperar la adhesión del distrito, y precisamente esto es lo que intenté. Lo hice del único modo que podía hacerlo. Si tienes algo que objetar, hazlo. ¿Cuáles son los errores en que he incurrido? En un delicado movimiento circular se frotó un ojo con el puño: —Ahora, el gran táctico quiere saber cuáles son sus errores. ¿Cabe la posibilidad de que este gran hombre cometa un solo error? ¿Le habéis oído, hermanos? Alguien tosió. Otro escanció agua en un vaso; oí el sonido del agua al llenarse muy rápidamente, y después el de las últimas gotas en el vaso ya lleno. Dirigí la vista al hermano Jack, y procuré centrarme en la situación. El hermano Tobitt preguntó al hermano Jack: —¿Tú crees que nuestro hermano admite la posibilidad haber un error? —Así es, hermano. Se trata de una enternecedora demostración de humildad. Pura y simple humildad. Aquí, ante nosotros, tenemos a un táctico genial, a un Napoleón de la estrategia y la responsabilidad personal. Su lema es "Quien Pega Primero, Pega Dos Veces", "A La Ocasión La Pintan Calva", "Hay Que Coger Al Toro Por Los Cuernos", etc.

Me puse en pie. —Hermano, ignoro a qué te refieres. ¿Qué pretendes decir? —Ahora, nos ha formulado una agudísima pregunta, hermanos. Siéntate, hace mucho calor y estarás más cómodo. Nuestro hermano desea saber qué es lo que intentamos decirle. He aquí a un hombre que no sólo es un genio de la táctica, sino que ama la justeza de la expresión oral. —Así es. Y también me divierte el sarcasmo cuando tiene gracia. —¿Amas también la disciplina? Siéntate, siéntate... —La disciplina también, al igual que recibir las instrucciones necesarias y poder consultar cuando es preciso.

El hermano Jack sonrió forzadamente. —Siéntate. ¿Y también la paciencia? —Sí, cuando no estoy exhausto, medio dormido y atontado por el calor, como estoy ahora. —Tienes mucho que aprender. Llegará el momento en que sabrás ser paciente incluso en estas circunstancias. La paciencia y  

la disciplina adquieren todo su valor precisamente en estas circunstancias. —Sí, seguramente tienes razón. Ahora, nada menos que ahora, me doy cuenta. —Hermano, aunque no lo creas, así es. Siéntate. Me senté. —De acuerdo. Sin embargo, quisiera interrumpir por un instante esta sesión dedicada a mejorar mi educación para recordaros que en la actualidad la gente no nos tiene gran simpatía. Creo que podríamos emplear nuestro tiempo de un modo más útil. —Podría explicarte que los políticos no pueden ser, ni son, personas individuales, pero no voy a hacerlo. ¿Puedes decirnos el modo de emplear más fructíficamente nuestro tiempo? —Organizando la indignación popular. —Parece que nuestro gran táctico no se concede ni un minuto de reposo, hoy. Verdaderamente, no para ni un instante. Primero, ha pronunciado una oración fúnebre ante el cuerpo de Bruto, y ahora nos da una sabia conferencia sobre la paciencia y la indignación del negro.

Tobitt la estaba gozando. Cuando acercó la cerilla encendida al cigarrillo que sostenía en sus labios advertí que temblaba de placer. Se pasó suavemente el dedo índice por la barbilla, y dijo: —Propongo que publiquemos las opiniones de nuestro hermano en un folleto. Probablemente darían lugar a una especie de fenómeno natural... Sentía opresión en el pecho y un ligero mareo. Pensé que ya había llegado la hora de terminar de una vez aquella conversación: —Oíd, un hombre desarmado fue asesinado. Se trataba de un hermano, de un dirigente de nuestra organización. Y fue muerto por un policía. Antes, habíamos perdido ya gran parte de nuestro prestigio en el distrito. Vi que se nos ofrecía la oportunidad de recuperarlo y actué en consecuencia. Si actué equivocadamente, decídmelo de una vez, sin tanta monserga. Guardad vuestras ironías para cuando os enfrentéis con la multitud. El rostro del hermano Jack enrojeció. Los otros intercambiaban miradas. Alguien dijo: —Parece que nuestro hermano no ha leído los periódicos. El hermano Jack advirtió:

 

—Olvidáis

que nuestro hermano no precisa para nada la lectura de los periódicos. El estaba allí. —Efectivamente, si te refieres al asesinato, has de saber que yo estaba allí. —¿Veis? Se encontraba en el escenario del drama. El hermano Tobitt apoyó las palmas de las manos en el borde de la mesa y echó el cuerpo hacia atrás : —¡Y pesar de haber sido testigo de lo ocurrido, organizaste el chabacano espectáculo del funeral!

Un espasmo me sacudió la piel del rostro. Lentamente, con una forzada sonrisa, me volví hacia Tobitt. —Sabes que es imposible organizar un espectáculo verdaderamente chabacano, sin que tú actúes en el número principal. ¿Qué tenéis que objetar con respecto al entierro?

El hermano Jack se puso a horcajadas en la silla. —Bien, bien, parece que ahora comenzamos a emprender el buen camino. El estratega ha formulado una interesante pregunta. ¿Cuáles son nuestras objeciones al funeral? Voy a responder. A iniciativa tuya, un traidor dedicado a vender viles objetos de claro significado antinegro, objetos que constituyen una burla a un grupo racial minoritario, ha sido enterrado como un héroe. ¿Es preciso que siga hablando? —Nuestro entierro no fue el entierro de un traidor —dije. El se apoyó en los brazos de la silla y se irguió, poniéndose casi en pie. —¿Le habéis oído? ¡Todos le habéis oído! —Nosotros tan sólo dimos solemnidad al entierro de un hombre negro, que, desarmado, fue muerto a tiros. Alzó los brazos hacia el techo. Igual daba: que se fuera al cuerno. Que se fuera al cuerno. ¡Tod Clifton era un hombre, traidor o no! El hermano Jack dijo: —Este hombre negro, como tú le llamas, era un traidor. ¡Un traidor! Dominando mi ira, con malévola satisfacción, le pregunté: —¿Puedes definir lo que es un traidor, hermano? Clifton era un hombre y un hombre negro; un hombre y un hermano; un hombre y, según tú, un traidor; y después fue un hombre muerto. Pero vivo o muerto era un hombre contradictorio. Tan contradictorio que medio Harlem acudió a su entierro, bajo el  

sol de verano, en respuesta a nuestra llamada. Por lo tanto, vuelvo a rogarte que me digas qué es un traidor. El hermano Jack dijo: —Ahora emprende la retirada. Observadlo, hermanos: después de haber hecho pasar, ante los negros y en nombre de nuestro movimiento, a un traidor por un héroe, nos pregunta qué es un traidor. —Sí, y además creo que se trata de una pregunta muy interesante, como tú dirías. Algunos me consideran traidor porque he trabajado en el centro de la ciudad, otros me llamarían traidor si fuese funcionario público, y otros me acusarían de lo mismo si me limitara a permanecer sentado en casa. Creo sinceramente que lo hecho por Clifton... —¡Te atreves a defenderle! —No, no le defiendo en cuanto hace referencia al asunto de los muñecos. En esto estoy de acuerdo contigo: me pareció sencillamente repugnante. Pero, por Dios, ¿no es mucho más importante, desde un punto de vista político, el asesinato de un hombre desarmado que el hecho de que vendiera unos muñecos injuriosos? Jack concluyó: —Y, en consecuencia, decidiste actuar bajo tu propia e individual responsabilidad. —Era lo único que podía hacer. Recuerda que no me convocasteis a la junta que debía tratar de la estrategia a seguir.

—¿No fuiste capaz de comprender la naturaleza de los hechos con que estabas jugando? —dijo Tobitt—. ¿Es que ni siquiera respetas a tu propio pueblo? Oí una voz: —Cometimos una grave equivocación al darle un cargo directivo. Miré al que había hablado. —El comité puede deponerme cuando quiera. Pero, ¿por qué estáis todos tan alarmados? Si tan sólo el diez por ciento de la gente tuviera de estos muñecos la misma opinión que nosotros tenemos, nuestra tarea sería mucho más fácil. Los muñecos no significan nada. —Nada —dijo el hermano Jack—. Son una nada capaz de explotar bajo nuestras propias narices.  

—Tus

narices están a salvo, hermano —suspiré—. ¿No comprendes que la gente no emplea, al pensar, los criterios filosóficos de que tú te vales? Si no fuese así, el nuevo programa probablemente no habría fracasado. La Hermandad es una cosa y el pueblo negro otra. Ninguna organización puede identificarse con el pueblo negro. En la muerte de Clifton sólo ves aquellos aspectos que pueden perjudicar el prestigio de la Hermandad. En Clifton ves únicamente a un traidor. Pero éste no es el punto de vista de Harlem. Tobitt observó: —Ahora nos da una conferencia sobre los reflejos condicionados del pueblo negro. Fijé la vista en él. Me sentía infinitamente cansado. —¿A través de qué actividades prestas tus grandes servicios al movimiento, hermano? ¿Como payaso en la pista de un circo, quiás? ¿Y de dónde deriva tu profundo conocimiento de los negros? ¿Perteneces a una familia propietaria de plantaciones de algodón? ¿Tu negra mamita se te aparece en sueños todas las noches?

Abrió y cerró la boca sin decir palabra, como un pez. Y luego gritó: —¡Tienes que saber que estoy casado con una culta e inteligente mujer negra! La luz iluminaba la mitad de su rostro, proyectando bajo su nariz una sombra en forma de cuña. ¿De modo que su arrogancia se debía a estar casado con una negra? ¿Por qué razón había yo intuido que la actitud de Tobitt se debía a la influencia de una mujer? Le dije:

—Hermano, acepta mis excusas. Te había juzgado mal. En realidad perteneces a nuestra raza; prácticamente, eres un negro. ¿Te hicieron negro por inmersión o por inyección? Echó la silla atrás, dispuesto a levantarse. En tono amenazador gritó: —Escucha un momento... Yo pensaba: "Vamos, anda, di una sola palabra más, avanza un solo paso y verás...". El hermano Jack terció, dirigiéndose a mí: —Hermanos, no nos apartemos del tema. Estoy muy intrigado por lo que decías. ¿Quieres seguir, por favor? Miré a Tobitt. Los ojos le llameaban. Le sonreí. Y dirigiéndome al hermano Jack dije:

 

—Sabemos

de sobras que al policía no le importaban en lo más mínimo las ideas de Clifton. Disparó sobre él porque Clifton era negro y porque ofreció resistencia. Principalmente porque era negro. El hermano Jack frunció el ceño: —Otra vez vuelves a utilizar el criterio racial. ¿Y qué opinas acerca de los muñecos? —Empleo el criterio que estoy obligado a emplear. En cuanto se refiere a los muñecos la gente sabe que a la policía igual le hubiera dado que Clifton vendiera cancioneros, biblias o caramelos. Si Clifton hubiera sido blanco, todavía viviría. Y lo mismo cabe decir si no hubiera opuesto resistencia al guardia. —¡Blanco, negro, blanco, negro! —dijo Tobitt—. ¿Estamos obligados a escuchar tonterías racistas de este género? —Tú no lo estás, hermano negro —le contesté—. Tienes información directa a este respecto. ¿Es mulata tu fuente de información, hermano? No, no contestes. Tu fuente de información es excesivamente restringida. ¿No creerás que si la multitud acudió al entierro se debió a que Clifton era miembro de la Hermandad? Jack se inclinó al frente, como si se dispusiera a saltar sobre mí: —¿Y por qué acudieron? —Porque les dimos ocasión de expresar sus sentimientos, de afirmar su personalidad. El hermano Jack se frotó un ojo. —¿Sabes que te has convertido en todo un teórico? Estoy atónito. —Lo dudo, hermano. Sin embargo, para inducir a un hombre a pensar nada hay más eficaz que el aislamiento. —Es verdad. Algunas de nuestras mejores ideas han sido alumbradas en la cárcel. Pero tú no has estado en la cárcel, hermano; y, por otra parte, no te contratamos para que pensaras. El hermano Jack había hablado muy lentamente. Y entonces pensé: "Ahí está, al fin salió a la superficie, ahora tengo la realidad, desnuda y desagradable, ante mi vista...". Dije: —Al fin sé a qué atenerme y cuál es la clase de gente que me rodea...

 

—No, no des una falsa interpretación a mis palabras. El comité es quien piensa por todos nosotros, por todos absoluto. Y te contratamos para que hablases. —Comprendo perfectamente. Fui contratado. se ha desarrollado en tal ambiente de hermandad que llegué a olvidar cuál era mi posición con respecto a vosotros. Sin embargo, ¿qué ocurriría si quisiera expresar una idea?

—Nosotros somos quienes proporcionamos todas las ideas. Y algunas de ellas no son tan malas. Las ideas son piezas de nuestro mecanismo. Tan sólo empleamos las ideas adecuadas a cada ocasión. —¿Y qué ocurre cuando se interpreta erróneamente el significado de una ocasión determinada? —En este hipotético caso, debes callarte. —¿Incluso si estoy en lo cierto? —Tan sólo puedes decir lo que haya sido aprobado por el comité. Y si el comité no ha emitido dictamen debes expresar el último criterio que el comité haya manifestado en casos similares. —¿Y si la gente me pide que hable? —¡La respuesta debe darla siempre el comité! Le miré fijamente. En la estancia reinaba el silencio, hacía calor y la atmósfera estaba densa de humo de tabaco. Los demás me contemplaban de un modo que me parecía raro. Oí el sonido que alguien produjo al aplastar nerviosamente una colilla en el cenicero. Me recliné en la silla y lancé un profundo suspiro. Comprendí que estaba pisando terreno peligroso. Recordé a Clifton, y decidí adoptar una postura menos comprometida. Guardé silencio. El hermano Jack, en un súbito cambio de expresión, sonrió y volvió a comportarse paternalmente: —Deja que nosotros encarguemos de los aspectos teóricos y estratégicos. Tenemos mucha experiencia en estas materias. Somos en ellas, y tú no eres más que un prometedor principiante que has avanzado muy aprisa, saltándote varias asignaturas. Asignaturas muy importantes, por cierto, especialmente en cuanto hace a adquirir conocimientos en estrategia. La estrategia exige una visión de conjunto de la realidad. En ella intervienen muchos más factores de los que a primera vista se advierten. Cuando puedas contemplar la realidad global, viendo al mismo tiempo lo inmediato y lo alejado, quizá no juzgues tan a la ligera la conciencia política de la gente de Harlem.

 

Me parecía increíble que el hermano Jack no comprendiera que yo tan sólo intentaba poner de relieve unos hechos absolutamente reales. ¿Acaso el hecho de pertenecer a la Hermandad me prohibía percibir las verdaderas reacciones de la gente de Harlem? —Bien, sea como tú quieras, hermano —dije—. Sin embargo, quiero hacer constar que la conciencia política de Harlem es una materia que conozco a fondo. Se trata de una asignatura que he tenido que estudiar, tanto si me gusta como si no. He hablado de un aspecto de la realidad que conozco muy bien. Tobitt dijo: —Quizás ésta sea la más dudosa afirmación entre cuantas has dicho. Pasé la yema del pulgar por el borde de la mesa. —Ya sé. Tu fuente de información privada discrepa de mi opinión. ¿Tú haces historia por las noches, verdad, hermano? —¡Cuidado con lo que dices! —De hermano a hermano, te diré que mejor será que de vez en cuando salgas a la calle y observes la realidad. Si lo hicieras, quizá sabrías que hoy, por primera vez en muchas semanas, la gente de Harlem ha prestado atención a nuestras palabras. Y te voy a decir algo más: si no seguimos adelante por el camino emprendido hoy quizá sea ésta la última vez que... El hermano Jack dijo: —Y ahora, nuestro hermano se dedica a predecir el futuro... —Quizá sea así. Sin embargo, espero que mis predicciones no se cumplan. —Nuestro hermano mantiene conversaciones con Dios... —dijo Tobitt—. Con su dios negro. Le miré y sonreí. Tenía ojos grises, con el iris muy ancho; los músculos de sus mandíbulas se marcaban claramente a través de la piel. Mis anteriores golpes le habían hecho mella, y ahora me atacaba a ciegas, sin dar en el blanco. Le contesté: —No, no hablo con Dios, ni con tu esposa, hermano. No he sido presentado a ninguno de los dos, pero he tratado a mucha gente de Harlem, he trabajado con ellos. Pide a tu esposa que te acompañe a las tabernas de Harlem, a las barberías, a los locales con tocadiscos tragaperras, a las iglesias. Y también a los salones de belleza, un sábado cualquiera, cuando se dedican a freír pelo lanudo. Allí oirás unas lecciones de historia oral, que jamás ha sido escrita. te  

parezca increíble, es verdad. Dile que te acompañe a un patio de vecindad, por la noche, y escucha lo que la gente habla. Déjala en una esquina y dile que te cuente lo que ocurre. Entonces te enterarás de que mucha gente está descontenta porque no supimos abrirles un camino que les permitiera actuar, dirigirles en la acción. Y esto lo mantengo tal como mantengo las realidades que veo, oigo y siento, las realidades que conozco.

El hermano Jack se puso en pie. —No, tú obedecerás las decisiones del comité. No voy a tolerar que sigas hablando tal como lo has hecho hasta el momento. El comité toma las decisiones por ti, y no cometerá el error de dar la menor importancia a las erróneas ideas de cierta gente. ¿Has olvidado debes respetar la disciplina de la Hermandad?

—Yo no discuto la disciplina. Sólo intento ser útil. Intento poner de relieve un aspecto de la realidad que el comité no ha visto. Con sólo una manifestación masiva podríamos... El hermano Jack dijo: —El comité ha decidido no organizar más manifestaciones. En la actualidad tales métodos han dejado de ser eficaces. Sentí como si un resorte en mi interior se liberase súbitamente, y en aquel instante comencé a percibir con el rabillo del ojo los objetos que se encontraban en la parte oscura del cuarto. Dije: —¿Alguno de vosotros vio lo que ha ocurrido hoy? ¿Qué fue? ¿Un sueño, quizás? ¿En dónde radica, en este caso, nuestra ineficacia? —Estas multitudes son solamente nuestra materia prima, una materias primas que debe ser conformada según nuestro

programa. Miré alrededor de la mesa, y sacudí la cabeza. —No me sorprende que me insulten y me acusen de traicionarles.

Percibí un brusco movimiento a mi alrededor. El hermano Jack, en pie, avanzó un par de pasos, gritando: —¡Repite eso! ¡Repítelo, si te atreves! —Es la verdad, y lo repetiré una y mil veces. Hasta esta tarde han estado diciendo que la Hermandad les había traicionado. Me limito a repetiros lo que me dijeron a mí. Y ésta es la razón por la que el hermano Clifton desapareció. —¡Es una mentira insostenible! —exclamó el hermano Jack. Le miré tranquilamente, y pensé que si el hermano Jack quería plantear la discusión en estos términos yo no iba a echarme atrás. En voz baja dije:

 

—No

me llames embustero. No vuelvas a hacerlo porque no voy a tolerártelo a ti, ni a ninguno de los demás. Os he dicho lo que me dijeron, y nada más. Me había metido la mano en el bolsillo y había introducido los dedos en el grillete del hermano Tarp, que ahora estaba alrededor de mis nudillos. Miré a cada uno de los que me rodeaban y me esforcé en conservar la serenidad. Sin embargo, advertí que era incapaz de dominar una desconocida fuerza surgida en mi interior. Me rodaba la cabeza como si estuviera en un tiovivo de velocidad supersónica. Jack me miraba con renovado interés, inclinado hacia delante. —De modo que esto es lo que has oído. Muy bien, entonces escucha lo que voy a decirte: nosotros no formulamos nuestra política al patrón de las erróneas e infantiles ideas del hombre de la calle. ¡Nuestra tarea no consiste en preguntar lo que piensa, sino en decirle lo que debe pensar! —Si ésta es tu opinión, adelante con los faroles, ve y díselo tú mismo. ¿Quién eres? ¿El gran padre blanco de la humanidad? —No, no soy su padre, soy su jefe y su guía. Y también el tuyo, no lo olvides. —En cuanto hace referencia a mí, estoy de acuerdo: eres mi jefe. Sin embargo, ¿cuál es exactamente tu relación con el ciudadano común? Sus facciones se crisparon. —Soy su jefe. Soy el jefe de la Hermandad, y soy, en consecuencia, el jefe de los demás ciudadanos. Le miré con detención, consciente del tenso silencio hecho a mi alrededor, y sintiendo, al echar las piernas hacia atrás aprestándome a levantarme, que una corriente nerviosa, nacida en las puntas de los dedos de los pies, me recorría el cuerpo. Dije: —¿Estás seguro de que no eres el gran padre blanco de las gentes de Harlem? ¿No crees que lo adecuado sería que te llamaran "Amito Jack"? Comenzó a hablar: —¡Basta ya...! Se inclinó sobre la mesa, y yo, al ver que avanzaba hacia mí alrededor de la mesa, incliné la silla hacia atrás y la hice girar a un lado, sobre una pata trasera. Se acercaba a mí, por la zona que mediaba entre la luz de la bombilla  

y yo, agarrándose al borde de la mesa, barbotando palabras en un idioma extranjero, tosiendo y jadeando, y sacudiendo la cabeza, mientras yo apoyaba las puntas de los pies en suelo, dispuesto a saltar sobre él. Ahora, le veía ante mí, y percibía las sombras de los demás tras él. Y en aquel instante, algo salió disparado de su rostro. Pensé que veía visiones, y oí que aquel algo chocaba contra la mesa y rodaba sobre ella, y el brazo del hermano Jack en un rápido movimiento se dirigió hacia un objeto del tamaño de un huevo de palomo, y su mano lo cogió, y lo depositó con un ¡plop! en el vaso. Y vi que el agua saltaba en el aire formando un deslumbrante dibujo, y caía sobre el hule que cubría la mesa. Tuve la sensación de que el suelo se hundiera bajo mis pies. Por un momento, mi cuerpo se elevó, pero luego descendió úbitamente, y en la rabadilla sentí la sacudida de la silla al chocar patas delanteras contra el suelo. La velocidad del tiovivo había . Podía oír la voz del hermano Jack, pero era incapaz de prestar atención a lo que decía. Miré el vaso: la luz que lo traspasaba lo hacía brillar, y proyectaba sobre la oscura superficie de la mesa una sombra transparente y precisamente delineada. Y en el fondo del vaso había un ojo. Un ojo de cristal. Un ojo blanco como el requesón, deformado por la refracción de la luz en el agua. Un ojo que parecía mirarme desde el fondo de un estanque de oscuras aguas. Y después, miré al hermano Jack, en pie ante mí, con la figura recortada contra la parte oscura de la estancia.

—¡Debes acatar la disciplina! ¡O te sometes a las decisiones superiores o sales de la Hermandad! Al mirarle, sentí nacer en mi interior una especie de indignación. Le había saltado el ojo izquierdo, y entre los párpados hundidos destacaba una línea roja. El otro ojo bizqueaba. Devolví la vista al vaso, mientras pensaba que el hermano Jack se había destripado para impresionarme. Los demás conocían ya el truco y, en todo momento, habían sabido que el hermano Jack lo utilizaría. Ni siquiera estaban sorprendidos. Contemplé el ojo, consciente de que el hermano Jack paseaba arriba y abajo, gritando: —Hermano: ¿comprendes lo que te digo? Se detuvo, y me miró con su único ojo llameante de ciclópea indignación. —¿Qué te ocurre? Le miré, incapaz de responderle. Entonces, comprendió los sentimientos que me embargaban en aquel momento. Se acercó a la mesa, y sonriendo con malicia dijo:

—¡Vaya, hombre! ¿De modo que te sientes cohibido? ¡Eres un sentimental! Cogió el vaso, y, con el movimiento, el ojo de cristal rodó en el fondo, quedando orientado hacia mí, mirándome fijamente. El hermano Jack sonrió. Elevó el vaso hasta la altura de la cuenca vacía, y agitándolo, dijo:

—¿No lo sabías? —Ni lo sabía, ni jamás tuve interés en saberlo.  

Alguien rió. El hermano Jack bajó el vaso.

—Esto te demuestra cuán reciente es tu pertenencia a la Hermandad. Perdí el ojo en el cumplimiento de mi deber. —Con un orgullo que tan sólo sirvió para aumentar mi irritación, añadió —: ¿Qué te parece? —Me importa muy poco saber las circunstancias en que perdiste el ojo. Te agradeceré que no exhibas la cuenca vacía y el ojo de cristal. —Si piensas así es porque ignoras el valor del sacrificio. Me encomendaron una misión y la cumplí. ¿Comprendes? Lo hice a costa de perder un ojo.

Rebosante de orgullo, sostenía el vaso con el ojo dentro, mostrándolo como si fuese una condecoración. Tobitt dijo: —Es un caso muy distinto al del traidor Clifton, ¿verdad? Los otros parecían pasarlo en grande. —¡De acuerdo! —dije—. Fue un acto heroico que salvó a la humanidad, pero ahora haz el favor de ocultar la sangrante herida. El hermano Jack, en voz serena, dijo: —No supervalores la pérdida de un ojo. Los verdaderos héroes son aquellos que murieron en la lucha. Lo mío carece de importancia. Se trata de un modesto ejemplo de comportamiento disciplinado. ¿Y sabes cuál es el significado de la disciplina, hermano Responsabilidad Personal? La disciplina significa sacrificio. ¡SACRIFICIO! Con el vaso golpeó la mesa, mojándome el dorso de la mano. Me estremeció un violento temblor. ¿De modo que el significado de la disciplina era sacrificio? Y ceguera, también. Comprendí que el hermano Jack no me veía; ni siquiera me veía. En cierto modo, sentía deseos de estrangularle. ¿Debía estrangularle o no? No lo sé. No puede verme. No lo sé. Fíjate: la disciplina es sacrificio. Sí, y ceguera. Sí. Y hoy estoy aquí, sentado, sin defenderme, mientras él pretende coaccionarme. Es exactamente así: pretende coaccionarme su ciego ojo de vidrio. ¿Debo demostrarle que no me dejo im? ¿O no? ¿Es conveniente que se entere de que no conseguirá dominarme con estos trucos? ¡Rápido, decídete! Fíjate en el ojo: es una imitación casi perfecta, parece vivo y capaz de ver. ¿Debo o no debo actuar? Quizá le saltaron el ojo en el país en que aprendió el extraño idioma en que ha hablado al acercarse a mí. ¿Me rebelo o no? Me gustaría inducirle a hablar este idioma desconocido, el idioma del futuro. ¿Por qué dudas? Se ha referido a la disciplina. ¿Acaso no ha dicho que la disciplina es algo que debe ? ¿Me someto o no? Estoy aquí, sentado en silencio, ¿no? acatando la disciplina, ¿no? Dijo que debía aprender a ser disciplinado, y ahora estoy aprendiendo, y él se da perfecta cuenta. Es un hombre que no hace más que plantear acertijos y ponerte en dudas. ¿Se lo digo o no? Mejor será que te quedes sentado y aprendas. Olvídate del ojo: está muerto. Ahora, alza la vista y mírale. Da  

media vuelta y avanza hacia ti, izquierda, derecha, avanza acortos, a pasos de hombre piernicorto. Mírale: uno, dos, uno, dos. Parece un sacristán tuerto. Bien, bien... Uno, dos, uno, dos. Un sacristán que sabe discutir y que, en poco tiempo, pasa de una postura dialéctica a otra totalmente distinta. Bien, bien. Al parecer, ahora estoy aprendiendo. Domínate, ten paciencia. Sí.

Volví a mirarle, cual si lo hiciera por primera vez en mi vida. Era un hombre pequeño, con aspecto de gallo de pelea. Tenía la frente alta, y debajo mostraba la cuenca de un ojo vacía, que los párpados no podían cubrir totalmente. Le contemplaba atentamente, mientras de mi vista desaparecían las manchas rojas, y me parecía hallarme en trance de despertar de un sueño. Comprendí que, en breves instantes había alterado totalmente mi modo de pensar. Como un actor que al terminar la representación de una escena recobra su natural tono de voz, el hermano Jack me dijo: —Comprendo lo que sientes en estos momentos. —Tras una pausa, añadió—: Recuerdo que la primera vez que me vi con el ojo extirpado tuve una sensación muy desagradable. Hubiese dado algo para recuperar el ojo perdido. Metió los dedos en el agua para agarrar el ojo de cristal, y vi que la superficie casi esférica del blanco objeto resbalaba en las yemas de los dedos, y el ojo patinó en el fondo del vaso, dando la impresión de que pretendiera escapar. Al fin, lo cogió. Lo sacudió, y, luego, lo calentó con el aliento, mientras paseaba por la zona oscura de la estancia. De espaldas a nosotros, dijo: —Pero si tenemos éxito en nuestra empresa, bien pudiera ser, hermanos, que la nueva sociedad me proporcione un ojo vivo, verdadero. No creáis que sea una absurda fantasía. Sin embargo, después de haber vivido tanto tiempo con un ojo de cristal creo que ya me he acostumbrado a él. ¿Qué hora es? Y yo me preguntaba cuál sería la sociedad capaz de lograr que el hermano Jack me viera. Tobitt contestó: —Las siete menos diez. —Mejor será que nos vayamos ya o llegaremos con retraso. Se acercó a mí. Se había colocado el ojo de cristal, y sonreía. Me preguntó, refiriéndose al ojo: —¿Qué tal queda? Me sentía muy cansado. Tan sólo pude contestarle mediante un signo afirmativo con la cabeza. El hermano Jack dijo: —Bien... Espero que nunca te ocurra nada parecido. Lo digo con toda sinceridad.  

—Si alguna vez

me ocurre, ya me recomendarás a tu oculista. Entonces, quizá no me vea a mí mismo, como los demás no me ven. Me dirigió una extraña mirada y se echó a reír: —Fijaos, hermanos, ya vuelve a bromear. Otra vez se siente como un hermano más. De todos modos, espero que no tengas jamás la necesidad de usar un ojo falso. Y, tan pronto puedas, visita al hermano Hambro. Te informará del programa a seguir y te dará instrucciones. En cuanto a los hechos ocurridos hoy, deja que produzcan sus naturales resultados. Se trata de un acontecimiento que únicamente puede tener importancia si nosotros se la damos. Si nos quedamos con los brazos cruzados pronto quedará olvidado. —Se puso la chaqueta, y añadió—: Y no tardarás en darte cuenta de que lo más conveniente es que lo de hoy se olvide cuanto antes. La Hermandad debe actuar como un todo estrechamente coordinado. Le miré. Mi olfato volvía a percibir los olores, y me di cuenta de que necesitaba tomar un baño. Los otros se dirigían hacia la puerta. Me levanté. Sentí la camisa pegada a la espalda. El hermano Jack me puso la mano en el hombro, y en voz baja dijo: —Por último, te aconsejo que domines tu genio. Esto forma también parte de la disciplina. Aprende a atacar a tus oponentes en el seno de la Hermandad, mediante ideas, mediante habilidad dialéctica. Y reserva los otros medios para nuestros enemigos. Y, ahora, vete y descansa un poco. Comencé a temblar. El rostro del hermano Jack parecía moverse hacia delante y hacia atrás, alternativamente. Sacudió la cabeza y sonrió con tristeza. —Sé lo que sientes. Y reconozco que es una verdadera lástima que tus esfuerzos hayan sido estériles. Pero esto, en sí mismo, constituye un ejercicio de disciplina. Te he hablado de cosas que conozco bien, y, por otra parte, tampoco debes olvidar que soy mucho mayor que tú. Buenas noches.

Fijé la vista en su ojo falso. ¿De modo que el hermano Jack comprendía mis sentimientos? ¿Cuál era el ojo ciego? —Buenas noches. Todos, salvo Tobitt, se despidieron de mí con un "buenas noches".

 

Pensé que la noche llegaría, sin duda, pero que, ciertamente, no sería buena. Y contesté: —Buenas noches. Cuando hubieron salido, cogí la chaqueta y fui a sentarme a mi despacho. Les oí bajar las escaleras. Y después, sonó el golpe de la puerta en el vestíbulo. Tenía la impresión de haber sido espectador de una mala obra teatral. Sin embargo, la escena vivida pertenecía a la realidad, y constituía la única clase de vida con trascendencia histórica que yo podía vivir. Si abandonaba la Hermandad, me encontraría en la nada, en el vacío. Quedaría tan muerto e inoperante como Clifton. Cogí el muñeco de papel y lo arrojé sobre la mesa. Clifton estaba muerto y su muerte de nada iba a servir. Clifton murió demasiado tarde, en el momento en que la Hermandad adoptaba una política que le convertía en un ser inútil. Por poco se queda sin entierro. Y eso era todo. En muy pocos días habían ocurrido grandes cambios en la Hermandad, que dejaron a Clifton en la cuneta, y esto era algo que yo no podía remediar. Pero, por lo menos, Clifton estaba muerto, liberado de cuanto me oprimía. Sentado tras la mesa escritorio luchaba para dominar la creciente excitación que me invadía. No podía abandonar la Hermandad, y estaba obligado a tratar con todos sus miembros, a fin de proseguir la lucha. Me daba cuenta de que nunca volvería a ser el que antes era. Nunca. Tras esta noche, me portaría y pensaría de un modo distinto, aunque ignoraba cuál sería mi nueva manera de ser. No podía volver a ser lo que era años atrás — poca cosa, en verdad—, ya que había hecho demasiados sacrificios para llegar a ser lo que era ayer. Además, una parte de mi personalidad había muerto al morir Tod Clifton. En fin, visitaría a Hambro y aceptaría cuantas instrucciones me diera. Me levanté y crucé la sala de juntas. El vaso todavía estaba sobre la mesa. Lo cogí y lo hice rodar por el suelo. Oí el sonido del cristal sobre las baldosas, en la oscuridad. Y emprendí el descenso de las escaleras.

 

CAPÍTULO 23

En el bar del edificio en que se encontraban las oficinas de la Hermandad hacía calor. Estaba atestado, y un grupo discutía la muerte de Tod Clifton. Me quedé cerca de la puerta y pedí un bourbon. Los que discutían se dieron cuenta de mi presencia y me pidieron que me uniera a ellos. Les dije: —Esta noche, no. Clifton era uno de mis mejores amigos. —Claro, claro. Me tomé otro bourbon, y salí. Al llegar a la calle Ciento Veinticinco se me acercaron unos propagandistas de la igualdad de derechos civiles, que me entregaron un impreso en el que pedían la expulsión del policía que había matado a Clifton. Unas casas más allá, la predicadora que solía apostarse en aquel lugar pronunciaba un sermón sobre la matanza de los inocentes. Sin duda, las personas a quienes la muerte de Clifton había afectado eran muchas más de las que yo imaginaba. Me alegré, y se me ocurrió que quizá la desaparición de mi amigo no sería estéril. Mejor sería que visitara a Hambro aquella misma noche. En la acera advertí la presencia de grupos. Aceleré el paso. Cuando llegué a la Séptima Avenida, vi, bajo la luz de un farol, a Ras el Exhortador —el último hombre a quien deseaba encontrar — hablando a un gran grupo, el mayor con que me había topado hasta el momento. En el instante en que daba media vuelta para alejarme, Ras, rodeado de banderas, se inclinó hacia abajo y gritó: —¡Mirad, mirad, señoras y caballeros negros! ¡Ahí va el representante de la Hermandad! ¿No creo que Ras se haya equivocado? ¡Es él! ¡Es este caballero que intenta pasar inadvertido! ¡Preguntadle! ¡Preguntadle! ¿Qué esperan sus amigos para actuar, señor? ¿Qué a hacer para impedir que la juventud negra sea muerta a tiros en las calles de la ciudad, por culpa de vuestra traicionera organización?

Todos se volvieron hacia mí, se acercaron y quedé envuelto por la multitud. Algunos me empujaron hacia el centro del grupo. El

 

Exhortador, inclinado hacia delante, con la luz verde del semáforo en el rostro, me señalaba, diciendo: —Señoras y caballeros, preguntadle si su organización piensa actuar. ¡Tienen miedo! ¿O quizá los blancos y sus sicarios negros planean traicionarnos? Algunos intentaron agarrarme el brazo, me volví hacia ellos y grité: —¡Quietas las manos! Oí una voz lenta y baja que me insultaba y maldecía. Uno gritó: —¡Dejadle que conteste! Los rostros de la multitud se acercaron a mí. Sentí deseos de echarme a reír, ya que, de repente, me había dado cuenta de que ignoraba si yo había o no participado en una traición. Pero me contuve porque los ánimos de la gente a mi alrededor eran poco propicios a la risa. Grité: —Señoras y señores, hermanas y hermanos. Me niego a contestar a un ataque de esta naturaleza. Todos me conocéis y sabéis el trabajo por mí realizado, y por esto no considero necesario replicar. Sin embargo, debo decir que creo es una actitud altamente reprobable utilizar la infortunada muerte de uno de nuestros más prometedores jóvenes como pretexto para acusar a una organización que ha luchado con todas sus fuerzas para poner fin a esta clase de abusos. ¿Cuál fue la primera organización que luchó contra estos atentados? ¡La Hermandad! ¿Quién dio primeramente la voz de alerta al pueblo? ¡La Hermandad! ¿Quién peleará siempre en vanguardia para defender la causa del pueblo? ¡La Hermandad! Podéis tener la certeza de que seguiremos actuando, tal como hasta ahora hemos actuado. Pero lo haremos a nuestro modo, disciplinadamente, con eficacia. Jamás desperdiciaremos nuestras energías y las vuestras en actos prematuros e irreflexivos. Todos somos norteamericanos, blancos y negros, pese a lo que diga este hombre subido a la escalera. Profanar el nombre de los muertos es un comportamiento muy propio de este caballero. La Hermandad llora amargamente la érdida de su hermano. Y está decidida a que su desaparición sea el hito que señale el inicio de profundos y duraderos cambios. Es muy fácil esperar el instante en que la última paletada de tierra cae sobre un hombre muerto, para subir a una escalera y mofarse de cuantos principios fueron la razón de su existencia. Pero levantar sobre su tumba un monumento firme y duradero requiere cuidadoso estudio, tiempo...

Ras gritó: —¡Caballero, no se aparte de la cuestión! ¡No ha contestado a mi pregunta! ¿Qué hace la Hermandad en cuanto se refiere a esta muerte?

Retrocedí unos pasos, dispuesto a salir del grupo. Si el diálogo proseguía quizá terminara desastrosamente para mí. Grité:  

—¡Deje ya

de mancillar la memoria de los muertos, para servir a sus egoístas intereses! ¡No turbe su paz! ¡Basta ya de cebarse en su cadáver! Seguí retrocediendo, mientras Ras rabiaba. Oí gritos: —¡Sí, señor, cántaselas claras! —¡Profanador de tumbas! El Exhortador agitaba los brazos y, señalándome, gritaba: —¡Este hombre es un sicario pagado por los blancos tratantes de esclavos! ¿Dónde estaba durante los últimos meses, cuando nuestras mujeres e hijos negros sufrían...? —¡Deja en paz a los muertos! Y oí una voz que decía: —¡Vuélvete a África! ¡Todos conocemos al hermano! Buen golpe, pensé. Entonces percibí un repentino movimiento a mis espaldas, y al dar media vuelta me encontré ante dos hombres que me impedían el paso. Los dos pertenecían al grupo de Ras. Me dirigí al Exhortador: —Oiga, si sabe lo que le conviene dirá a sus matones que se estén quietos. Aquí hay dos que pretenden seguirme, por lo menos. —¡Es una calumnia! —contestó. —Tengo testigos, y si me ocurre algo, ellos declararán la verdad. El hombre capaz de desenterrar a los muertos no inspira confianza a nadie. Pero le advierto que... Oí gritos de indignación. Los dos hombres me dirigieron una mirada de odio, y se alejaron, desapareciendo en la esquina. Ras, , atacaba a la Hermandad, y algunos oyentes le contradecían gritos. Yo me dirigí hacia Lenox. Y al pasar ante un cine, los dos me cogieron y comenzaron a atacarme a puñetazos. Sin embargo, en esta ocasión habían elegido un mal lugar. Porque el portero del cine intervino para defenderme, y los dos escaparon en dirección a la esquina en que se encontraba Ras. Di las gracias al portero y proseguí mi camino. No me habían hecho daño, sin embargo sus intenciones fueron claras, y ello demostró que Ras volvía sentirse fuerte. Si me hubieran pillado en una calle desierta, prono hubiera salido tan bien librado. Al llegar a la Avenida, me acerqué al bordillo y llamé a un taxi que no se detuvo. Después pasó una ambulancia, y un taxi con la bandera baja. Miré atrás. Tenía la impresión de que me vigilaban desde la calle, pero no pude verles. Ansiaba ardientemente que apareciera un taxi libre. Entonces, tres hombres con claros trajes de , se situaron a mi lado, en el bordillo. Y al mirarles me soé. Los tres llevaban gafas de cristales oscuros. Mil veces había  

a hombres que, imitando a las estrellas de Hollywood, empleaban gafas oscuras, pero en aquel caso la oscuridad de los cristales ía un significado distinto. Quizá me equivocaba, pero crucé rápila calle y me metí en una tienda con aire acondicionado. Vi las gafas en una caja repleta de viseras, redecillas para el cabello, guantes de goma, cartones con pestañas postizas. Escogí las más oscuras que encontré. Los cristales verdes eran tan oscuros que ían negros. Al ponérmelas tuve la impresión de quedar inmerso en un mundo de tinieblas. Y con ellas salí a la calle. Apenas podía ver. Una densa niebla verde cubría la calle. Avancé lentamente hasta la boca del metro, con la intención de esperar, allí, a que mi vista se acostumbrase a las gafas. Contemplar el mundo en aquella siniestra luz verde me producía una rara sensación que, en cierto modo, me divertía. De la boca del metro salía a la calle una multitud acompañada de oleadas de aire ardiente. La acera vibraba al paso de los trenes subterráneos. De un taxi que acababa de detenerse junto al bordillo bajó un hombre, y yo me disponía a alquilar el automóvil, cuando una mujer salió del metro y se detuvo sonriente ante mí. Llevaba un ajustado vestido de verano, y seguía allí, sonriendo. Era alta y joven. Olía a Christmas Night. Me dijo:

—¡Hola, Rinehart! ¿Cómo estás, cariño? Pensé: ¿Rinehart? Sin duda, las sol cumplían el cometido el que las había comprado. La muchacha había pasado su brazo bajo el mío. Oí mi voz que, adelantándose al pensamiento, decía:

—Hola, mi vida. Y esperé, conteniendo el aliento. La muchacha dijo: —Por una vez en la vida has llegado con puntualidad. Pero, ¿cómo es que vas sin sombrero? ¿Por qué no llevas el que te regalé? Sentí deseos de echarme a reír. El perfume Christmas Night me envolvía. rostro de la muchacha se acercó al mío, y sus ojos se abrieron desmesuradamente:

—¡Tú no eres Rinehart! ¿Qué clase de juego es ése? ¡Ni siquiera hablas como Rinehart! ¿Qué pretende usted? Retrocedí un paso, y me eché a reír: —Creo que los dos nos hemos confundido. Ella también retrocedió. Tenía el bolso cogido con las dos manos, y me miraba perpleja. Dije: —Le aseguro que no llevaba malas intenciones. En fin, le ruego que me disculpe. De todos modos, ¿con quién me ha confundido? —Con Rinehart. Y mejor será que Rinehart no le pesque haciéndose pasar por él.  

—Claro.

Pero estaba usted tan contenta de ver a Rinehart que no me sentí con valor para desengañarla de repente. Parece que Rinehart es un hombre con suerte. —Y usted también tiene suerte. Suerte de que Rinehart no le haya cogido haciéndose pasar por él. Mejor será que se largue antes de que se vea envuelto en un lío. Hubiese jurado que era usted Rinehart. Se apartó de mí. Y yo seguí mi camino. Lo ocurrido me pareció muy extraño. La idea del sombrero era verdaderamente excelente. Aceleré el paso y eché un par de ojeadas en busca de los hombres de Ras, sin verles. Entré en la primera sombrerería que encontré y compré un sombrero de alas anchísimas, que me puse inmediatamente. Con aquella prenda en la cabeza era imposible pasar inadvertido, pero nadie podría identificarme. Salí a la calle y me dirigí hacia la estación del metro. Mi vista se había acostumbrado ya a los oscuros cristales de las gafas. El era verde oscuro, los faros de los automóviles brillaban como estrellas, los rostros se habían convertido en vagas manchas misteriosas, los deslumbrantes anuncios luminosos de los cines habían perdido su intensidad y tenían, ahora, un suave y misterioso resplandor. Tomé la arriesgada decisión de regresar al punto en que Ras pronunciaba su discurso. Sería la prueba definitiva de mi disfraz. Si no me reconocían, podría deambular por la calle, tranquilamente. Después, iría a casa de Hambro. Y en los amargos días que se avecinaban podría transitar libremente, sin preocupaciones.

Hacia mí avanzaban un par de muchachos. Caminaban a largos pasos cadenciosos, y sus camisas de seda se balanceaban al compás de sus pasos. Los dos usaban gafas negras y llevaban el sombrero echado hacia atrás, con el ala vuelta hacia abajo. En el instante en que les calificaba de horteras, se dirigieron a mí: —¡Hola, majo! —Rinehart, ¿qué te traes entre manos ahora? Pensé que seguramente eran amigos suyos. Les saludé con un ademán y seguí mi camino. Uno de los dos gritó: —¡Ya sabemos en qué lío te has metido últimamente, muchacho! ¡Ándate con ojo! Volví a agitar el brazo, como si supiera a qué se referían y lo tomara a broma. Se echaron a reír. Tenía las ropas húmedas de sudor. Me encontraba ya cerca de la esquina. ¿Quién era Rinehart y qué era lo que se traía entre manos?

 

Debía enterarme un poco de las actividades y características del tal Rinehart para evitar nuevas embarazosas.

Pasó un automóvil con la radio funcionando a todo volumen. Frente a mí, oí los destemplados gritos de Ras arengando a la multitud. Me acerqué y me detuve en medio de la acera, en el espacio que la multitud había dejado expedito para permitir el paso de los transeúntes. Ras no podía dejar de verme. A mis espaldas, la gente, formando una doble fila, se alineaba a lo largo de los escaparates. Y ante mí, el apretujado auditorio de Ras quedaba envuelto en una penumbra verdosa. El Exhortador gesticulaba violentamente, acusando a la Hermandad. Le oí: —¡Ha llegado el momento de actuar! ¡Debemos echarles de Harlem! Por un instante creí que su vista se posaba en mí. Tensé los músculos. Ras siguió hablando: —Ras os dice: Echémosles! ¡Ha llegado la hora en que Ras el Exhortador se convierta en Ras el DESTRUCTOR! Esta manifestación levantó gritos de entusiasmo. Miré hacia atrás y vi a los hombres que me habían seguido. Y al mismo tiempo, me pregunté qué pretendía decir Ras al afirmar que iba a transformarse en destructor. —Repito, damas y caballeros negros, que ha sonado la hora de actuar. ¡Yo, Ras el Destructor, insisto en que la hora ha sonado!

Me sentía excitado, temblaba de contento. Nadie me reconocía. El disfraz cumplía su cometido a la perfección. La gente se fijaba en el sombrero, no en mí. Parecía un truco de prestidigitador: estaba ante sus mismas narices y no me veían. Sin embargo, me asaltaron las dudas, ya que resultaba difícil que se fijaran en mí mientras tuvieran ante sí a Ras predicando la destrucción de cuanto tuviera color blanco, en Harlem. Necesitaba someterme a una prueba más difícil. Si quería llevar a cabo mi plan... ¿Plan? ¿Qué plan? No lo sabía. Salí de allí y emprendí el camino que debía llevarme a casa de Hambro. Un grupo de horteras me saludó alegremente: "¡Adiós, fenómeno!".

—¡Adiós! —les contesté. Tuve la impresión de haber ingresado en una hermandad cuyos miembros se distinguían por sus ropas y su manera de andar, y que me reconocían en virtud, no de mis facciones, sino del porte, el uniforme, las prendas que lucía. Sin embargo, esta observación me hizo dudar de nuevo. Yo no era un hortera, sino una especie de político. ¿De veras era un político? ¿Qué ocurriría si decidiera someterme a una prueba verdaderamente difícil? ¿Cómo  

reaccionaría aquella gente que se había portado de un modo tan insultante en el Jolly Dollar? Cuando se me ocurrió esta idea me encontraba a mitad de la Octava Avenida. Volví sobre mis pasos y me encaminé hacia la parada del autobús. Ante la barra del Jolly Dollar había muchos de los habituales clientes del establecimiento. Barrelhouse servía a la muchedumbre que atestaba el bar. Cuando de un tirón me bajé el ala del sombrero avancé hacia el mostrador creí sentir ya el impacto de los vasos en mis narices. Barrelhouse me miró ceñudo, y dijo:

—¿Qué va a tomar el hombre del día? Sin alterar mi voz natural, contesté: —Tomaremos una cerveza Ballantines. Le contemplé mientras llenaba el vaso, y, luego, cuando con su manaza atizó una palmada en el mostrador, para indicarme que pagara, le miré rectamente a los ojos. Entonces, sintiendo que se me el latir del corazón, é sobre el mostrador, éndola girar como una peonza, del modo que era habitual en mí. Y esperé. Barrelhouse cogió la moneda y dijo:

—Gracias, majo. Y se fue al otro extremo del mostrador. Quedé intrigado, debido a que en la voz de Barrelhouse, en el tono de sus palabras, se advertía que creía saber quién era yo, pero me confundía con otro. Barrelhouse jamás me llamó "hombre del día" ni tampoco "majo". Pensé que mi disfraz daba los resultados apetecidos. Tuve la impresión de haber sufrido un profundo cambio. Sin embargo, me sentía tranquilo. En el bar hacía calor. Quizá la sensación de haber cambiado se debía solamente al calor. Me bebí la fresca cerveza y miré al fondo del bar, a las mesas. Envueltos en una verde neblina, hombres y mujeres hormigueaban en un escenario de pesadilla. El tocadiscos que funcionaba echándole monedas estaba callado. Dirigí la vista hacia el lugar en que se encontraba, pero no pude verlo; fue como si intentara hallar un objeto perdido en el fondo de un pozo cenagoso. Un hombre que tenía ante mí, se hizo a un lado, y, entonces, en el fondo, más allá de la curva que formaba el mostrador, detrás de las cabezas y los hombros en constante movimiento, vi el tocadiscos con las luces encendidas, aureolado por una luz infernal, y oí la canción: Jelly, Jelly Jelly, All night long.  

Mientras contemplaba como un corredor de apuestas pagaba a un jugador afortunado, pensé que resultaba difícil creer que la Hermandad hubiese llegado a ser popular entre los asiduos a aquel establecimiento. Quizá Hambro pudiera explicarme aquel misterio y todos los demás.

Apuré mi bebida. Me disponía a irme cuando vi al hermano Maceo sentado ante el extremo del mostrador en que se servían comidas. En un impulso irreflexivo fui hacia él. Cuando ya casi estaba frente al hermano Maceo recordé que iba disfrazado y decidí someter mi disfraz a una prueba más. Pasé el brazo por encima de su hombro y cogí una grasienta hoja en que constaba el menú, que hasta el momento había estado entre el azucarero y la botella de salsa picante. Durante unos instantes fingí leerlo a través de los oscuros cristales de mis gafas. Luego, pregunté: —¿Qué tal están las costillas, majo? —Bien. Al menos las que yo he comido no estaban mal. —¿Sí? ¿Sabes mucho de costillas? Alzó lentamente la cabeza, y miró la fila de pollos ensartados en una barra metálica, que giraba lentamente sobre las llamas azuladas. —Por lo menos tanto como tú, y probablemente un poco más porque me parece que he comido costillas durante bastantes más años que tú y en muchos más sitios que tú. ¿Se puede saber quién te crees ser para venir a meterte conmigo? Se volvió hacia mí y me miró con expresión retadora. Verle caer tan fácilmente en la trampa me dio ganas de reír. Gruñí: —No te enfades, muchacho. En preguntar no hay nada malo, ¿verdad? Hizo girar el taburete, quedando frente a mí. —Te he contestado debidamente, así que ahora, si quieres, ya puedes sacar el cuchillo. Reprimiendo mis deseos de reír, dije: —¿El cuchillo? ¿Quién habló de cuchillos? —Nadie, pero no piensas en otra cosa que en sacar el cuchillo. Esto es lo que quieres, y nada más. Eres la clase de tipo que si alguien le dice algo que no le gusta saca el cuchillo. Anda, sácalo ya. ¡Vamos, no me das miedo! ¡Vamos a ver si te atreves, hombre! ¡Anda, saca el chino! Cogió el pesado azucarero. Y tuve la impresión de que el hombre no era Maceo sino alguien que había suplantado su personalidad para sumirme en un mar de confusiones. Las gafas oscuras cumplían su cometido demasiado  

bien. Pensé que el hermano Maceo siempre ía colaborado eficazmente conmigo, pero nunca hasta tal punto. Señalé el plato y dije: —Te he hecho una pregunta sobre las costillas, no sobre tus . Además, ¿quién es el que ha hablado de cuchillos?

—Olvídate de estas pequeñeces y saca el cuchillo. A ver si eres capaz. ¿O quizás esperas que me vuelva de espaldas? Como quieras: me pondré de espaldas. Dio una rápida vuelta sobre sí mismo y quedó de nuevo de frente, con el azucarero en la mano, dispuesto a arrojármelo a la cabeza.

Los clientes a nuestro alrededor se apartaron, y los otros nos miraban. Oí una voz: —¿Qué ocurre, Maceo? —Nada importante. Puedo solucionarlo solito. Este hijo de mala madre ha venido aquí buscando bronca... —No te acalores, muchacho —le interrumpí—. Ten cuidado con la lengua, no sea que te la hagan tragar. Y me pregunté por qué me comportaba así. Maceo dijo: —No te preocupes por eso, hijo de la gran puta. Anda, saca el cuchillo. —¡Atízale, Maceo! —gritó alguien—. ¡Dale una lección al cabrón ese! Por el sonido supe dónde se encontraba el que había gritado. Me moví a un lado y quedé en una posición que me permitía ver a Maceo, al que le había incitado a pelear y a los clientes ante la puerta, impidiéndome la salida. Incluso el tocadiscos había callado. Percibí que la situación adquiría peligrosidad muy rápidamente. Sin , cogí una botella de cerveza, y me quedé temblando, con ella en la mano. Dije:

—¡Muy bien! ¡Si quieres pelea vas a tenerla! ¡Y al primero que hable sin que nadie se lo pida le atizo con esto! Maceo saltó del taburete, y yo esgrimí la botella. Maceo retrocedió, con el brazo echado hacia atrás dispuesto a lanzar el azucarero, y sin atreverse a hacerlo debido a que le tenía acorralado. A traés de los cristales verdes, Maceo me parecía la imagen, vista en un ño, de un hombre de piel oscura, vestido con mono de trabajo, y en la cabeza una gorra de larga visera.

—Anda, tíralo —dije—. Adelante, tira el azucarero. Comprendí que la misma incongruencia de la situación en que me hallaba había dominado mi voluntad y mi mente. Había acudido a aquel lugar para poner a prueba la eficacia de un disfraz ante un amigo, y, ahora, estaba plenamente dispuesto a propinar una paliza a mi amigo. Y era así, no en virtud de mi voluntad, sino por la fuerza de las circunstancias. Quizá fuese absurdo, pero al mismo tiempo no cabía negar la realidad de los hechos. Y si Maceo intentaba atacarme, le contestaría con la  

mayor brutalidad de que fuera capaz. Estaba obligado a comportarme así o de lo contrario sería pateado por todos los borrachos allí reunidos. Maceo, con el rostro contraído, me miraba fijamente. Y, entonces, oí una voz que tronaba: —¡No tolero peleas en mi establecimiento! ¡Dejad la botella y el azucarero, que no me los regalaron! —¡Barrelhouse, déjales que peleen! —dijo una voz. —¡Que peleen en la calle si quieren, no aquí! —Y añadió—: ¡Echad una ojeada aquí, muchachos! Estaba apoyado en el mostrador, y sostenía una pistola. Lenta, gravemente, nos conminó:

—Dejad la botella y el azucarero. Son objetos de mi propiedad. El hermano Maceo apartó su vista de mí para fijarla en Barrelhouse. Me dirigí a Maceo: —Primero, deja tú el azucarero. Y me pregunté por qué me dejaba llevar por el orgullo, cuando yo, en aquellos instantes, no era yo. Maceo dijo: —Deja tú la botella. —Dejad los dos lo que tenéis en la mano —gritó Barrelhouse. Me señaló con la pistola, y añadió—: Y tú, Rinehart, sal de mi bar y no vuelvas. No necesitamos tu dinero, aquí. Comencé a protestar, pero Barrelhouse me contuvo alzando la mano con la palma orientada hacia mí: —No tengo nada contra ti, Rinehart. No interpretes mal mis palabras. Sólo ocurre que no tolero broncas en mi casa. El hermano Maceo había dejado el azucarero sobre el mostrador. Solté la botella y retrocedí hasta la salida. Barrelhouse dijo:

—Y, ahora, Rine, no intentes sacar la pistola, porque has de saber que la mía está cargada, y tengo permiso para usarla. Seguí retrocediendo, con la mirada fija en Barrelhouse y el hermano Maceo. Sentía picor en el cuero cabelludo. Maceo habló:

—La próxima vez no hagas preguntas si no quieres que te las contesten como mereces. Y si quieres continuar la conversación aquí me encontrarás. Segundos después quedaba envuelto en el vibrante aire de la calle. Me eché a reír allí mismo, ante la puerta del Jolly Dollar, contento de que lo que había comenzado como una broma volviese a ser solamente una broma. Y recordaba la imagen del hermano Maceo, con gesto de desafío, bajo la gorra de larga  

visera, y, rodeándonos, las odiosas miradas de los concurrentes. ¿Qué clase de hombre sería el tal Rinehart? Todavía reía cuando, al llegar cerca de la esquina siguiente, me detuve ante el paso de peatones, en espera de que apareciera la luz verde del semáforo, cerca de un grupo de hombres que charlaban en la acera, comentando el asesinato de Tod Clifton, mientras se pasaban de uno a otro una botella de vino barato. Oí que uno decía: —Aquí, lo que hace falta es que cada cual tenga su pistola. Ojo por ojo, diente por diente, eso es lo que debemos hacer. —Ametralladoras más que pistolas. Pásame la botella, Muckleroy. —Si no fuese por la ley de Sullivan —comentó otro—, Nueva York quedaría convertido en un campo de tiro. —Toma la botella y no te la quedes para siempre, que no es tu mujer. —La botella es mi mujer, Muckleroy. ¿Es que quieres birlármela? —No. Bebe y pásala. Uno se dirigió a mí: —Buenas noches, Mr. Rinehart. ¿Qué, mucho trabajo para esta noche? Incluso aquella gente me confundía con él. La pregunta había sido hecha en tono malicioso. Contesté: —Demasiado. Sólo de pensarlo me echo a sudar. Se echaron a reír. Uno dijo: —Por la mañana podrá dormir, hombre. Otro avanzó hacia mí. —Oiga, Mr. Rinehart, ¿por qué no deja que le ayude un poco en su trabajo? En el semáforo había la luz verde. Me despedí de ellos agitando el brazo, y a toda prisa crucé la calle y me dirigí, a lo largo de la Octava Avenida, hacia la parada del autobús. Las tiendas estaban cerradas y a oscuras. En la acera jugaban niños, que correteaban siguiendo trayectorias sinuosas para no tropezar con los transeúntes. Seguí mi camino, todavía sorprendido por la fluidez de todas las formas físicas, contempladas a través de los cristales verdes. ¿Veía Rinehart el mundo de esta manera? ¿Y también lo veían así los muchachos que solían llevar aquella clase de ? Porque ahora veis las cosas a través de un espeso velo, pero después las veréis... pude recordar el final de la frase.  

La mujer llevaba una bolsa para ir a la compra y caminaba con aire garboso. Hasta el momento en que me tocó el brazo, pensé que iba hablando sola. —Hijo, creí que iba a pasar de largo sin hacerme caso. ¿Cuál es el último número? —¿Número? ¿Qué número? —¡Ya sabe a qué me refiero! —Se puso en jarras, echó la cabeza hacia delante y alzando la voz, aclaró—: El último número de la lotería de hoy. ¿No es usted Rine, el vendedor? —¿Rine, el vendedor? —Sí, Rinehart, el vendedor de lotería. ¿Intenta tomarme el pelo? —Lo siento, señora, pero yo no me llamo Rinehart. Había hablado recalcando las palabras. Di un paso al frente, dispuesto a alejarme de ella, y añadí: —Está usted en un error, señora. Se quedó boquiabierta. Con acento que indicaba que no estaba totalmente convencida de haberse equivocado, dijo:

—¿De modo que no es Rinehart? Pues se parece mucho a él. Es curioso. Bueno, más vale dejarlo. Pero si ha salido el número que soñé, mañana por la mañana iré a ver al sinvergüenza ese. Necesito cobrar ese dinero. Esforzándome en percibir sus facciones, dije: —Confío en que haya usted ganado y en que este hombre le pague. —Gracias, hijo. Puede estar seguro de que pagará. Ahora veo que no es usted Rinehart. Discúlpeme por haberle parado. —No tiene por qué disculparse, señora. —Si me hubiera fijado en sus zapatos me habría dado cuenta de que usted no es Rinehart... —¿Por qué? —Rinehart lleva esa clase de zapatos que tienen la puntera abultada. La vi alejarse garbosamente, balanceándose como un velero en mar picada. Pensé que si Rinehart se dedicaba al negocio de la lotería no era raro que le conociera toda la vecindad. Y, entonces, me di cuenta, por primera vez desde el día en que mataron a Clifton, de que llevaba los zapatos blancos y negros. Cuando el automóvil de la patrulla de la policía se acercó a la acera y avanzó despacio, a mi lado, supe ya lo que iba a ocurrir,  

sin necesidad de que el guardia abriese la boca. El guardia que iba junto al conductor dijo: —¿Rinehart? Era blanco. Vi el brillo de la chapa en la gorra, pero no pude distinguir su número. Contesté: —Esta vez se equivocó, guardia. —¿Que no lo eres? ¡Vamos, anda! ¿Pretendes tomarme el pelo? —Está en un error, no soy Rinehart. El automóvil se detuvo. Sentí en el rostro la luz de una linterna eléctrica que traspasó los cristales de mis gafas. El policía escupió en el suelo y dijo: —Pues si ahora no eres Rinehart, más te valdrá serlo mañana por la mañana. Y no olvides dejar nuestra participación en el sitio de costumbre. ¿Por quién nos has tomado? El automóvil aceleró la marcha, y se perdió de vista. En aquel instante, un grupo de hombres salió del salón de billar cercano a la esquina. Uno de ellos empuñaba una pistola.

—¿Qué querían ésos? —me preguntó. —Nada. Me confundieron con otro. —¿Quién creían que eras? Me fijé en ellos. ¿Se trataba de delincuentes o de gente indignada por la muerte de Clifton?

—Un tipo llamado Rinehart. El que llevaba la pistola soltó un resoplido, y dijo: —¡Rinehart! ¿Habéis oído? ¡Rinehart! Parece que la bofia esté perdiendo la vista. No creo que nadie pueda confundirle con Rinehart.

Un hombre que tenía las manos en los bolsillos, me miró y dijo: —Sí, se parece a Rinehart. —¡Qué va, hombre! —A estas horas de la noche, Rinehart va en su Cadillac — observó otro—. No digáis bobadas. El de la pistola se dirigió a mí: —Mira, muchacho, no dejes que nadie te confunda con Rinehart, y procura no dedicarte a su oficio. Para vivir como Rinehart hace falta ser un charlatán, no tener sentimientos y estar dispuesto a hacer cualquier cosa. Ahora bien, si la policía vuelve a molestarte, dínoslo. Estamos dispuestos a terminar con sus abusos. —Así lo haré. —¡Rinehart! —exclamó—. ¡Valiente chorizo!  

Dieron media vuelta, y, hablando acaloradamente, regresaron al salón de billar. Apresuré el paso. Había olvidado que debía ver a Hambro, y avanzaba en dirección al este en vez de ir hacia el oeste. Tenía deseos de quitarme las gafas, pero resolví no hacerlo, ya que los hombres de Ras quizá merodeasen todavía por allí. A mi alrededor, en la calle, no había ahora tanto ruido como antes. Pese a la abundancia de transeúntes sumidos en la misteriosa verde, nadie se fijaba en mí. Pensé que quizás había salido del territorio dominado por Ras y comencé a esforzarme en situar a en algún lugar del panorama social que yo mismo me había . Rinehart era una realidad presente, que había existido durante largo tiempo sin que yo la viese debido a que había orientado mi mirada en otras direcciones. El y otros como él habían existido sin que yo me diera cuenta, hasta el momento en que la muerte de Clifton (o quizá la presencia de Ras) me condujo a tener conocide ellos. ¿Qué desconocida realidad se escondía tras las apade todas las cosas? ¿Si unas gafas oscuras y un sombrero blanco podían alterar tan rápidamente mi identidad, quién diablos era yo? Desde atrás llegaban hasta mí oleadas de un exótico perfume. Al volver la cabeza, vi a la mujer que seguía mis pasos. La mujer dijo:

—Te he seguido esperando que te dieras cuenta cariño. Hace ya un rato que te sigo. Era una voz agradable, ligeramente opaca, con cadencia soñolienta. Volví la cabeza al frente. Escuché otra vez la voz: —¿No me oyes, cariño? Miré hacia atrás. La muchacha habló de nuevo: —No, no te vuelvas. A lo mejor resulta que él me sigue. Continúa andando mientras te digo dónde vamos a encontrarnos. Has tardado mucho, pensé que no venías. ¿Podremos vernos esta noche? Estaba casi a mi lado, algo rezagada. Sentí que metía la mano en el bolsillo de mi chaqueta. Y dijo: —Toma, cariño, para que luego no te enfades conmigo. Ahí te lo dejo. ¿Querrás verme ahora? Me detuve, le cogí la mano y la miré. Incluso a través de las gafas oscuras pude advertir que se trataba de una muchacha de facciones exóticas. Me había estado mirando sonriendo, pero su sonrisa desapareció bruscamente. —¿Rinehart, mi vida, qué te ocurre? Sin soltar su mano, pensé: "otra vez...". Y dije: —No soy Rinehart, señorita. Y le aseguro que, por primera vez en toda la noche, lamento no serlo.  

—¡Rinehart,

mi vida! ¿No querrás abandonarme? ¿Qué te he

hecho? Estábamos en mitad de la acera. Me había cogido del brazo. Entonces, soltó un grito: —¡Oh! ¡No, no lo es! ¡Y yo intentaba darle el dinero de Rinehart! ¡Apártese de mí, impostor! ¡Apártese! ¡Váyase, váyase! Retrocedí. La muchacha chillaba, tenía el rostro alterado, y, con sus zapatos de tacón alto pateaba la acera. Oí una voz a mi espalda: —¿Qué pasa aquí? Y, después, el sonido de pasos acercándose a la carrera. Eché a correr. Al llegar a la esquina volví a oír sus gritos. Y no podía dejar de pensar: "¡Parece mentira! ¡Una muchacha tan atractiva! ¡Parece mentira!". Casi sin aliento, me detuve varios bloques de casas más allá. Me sentía furioso y complacido, al mismo tiempo. ¿Cómo era posible la gente fuese tan imbécil? ¿Se habían vuelto todos locos? Miré . La calle estaba profusamente iluminada y por las aceras una densa multitud. Quedé unos instantes junto al bordillo, jadeando. Un poco más allá vi un anuncio con letras luminosas, y una resplandeciente cruz encima. Leí:

La Santa Estación del Camino Contemplad a Dios Vivo. La luz de las letras era verde oscura y me pregunté si verdaderamente aquellos tubos de neón tenían este color o si se lo prestaban mis gafas. Un par de borrachos pasaron junto a mí, tambaleándose. Seguí mi camino hacia la casa donde vivía Hambro. Pasé al lado de un hombre sentado en el bordillo, con la cabeza apoyada las rodillas. Por la calzada circulaban los automóviles. Seguí adelante. Dos niños de solemne expresión repartían octavillas. Me ofreuna y la rechacé. Luego, volví atrás y la cogí, porque pensé que, al fin y al cabo, debía estar al tanto de cuanto ocurría en el distrito. Con la octavilla en la mano, me acerqué a un farol, y leí:

¡La visión de Tu Ser Invisible será realidad, oh, Señor! Todo lo veo, todo lo sé, todo lo digo, todo lo curo. Y veréis maravillas nunca vistas. Rev. B. P. RINEHART Tecnólogo Espiritual

Lo antiguo es siempre nuevo.  

Hay Estaciones en Nueva Orleáns, sede del misterio, Birmingham, Nueva York, Chicago, Detroit y Los Ángeles.

Para Dios todos los problemas tienen solución. Venid a la Estación del Camino. ¡CONTEMPLAD AL INVISIBLE! Concurrid a las reuniones piadosas que celebramos tres veces por semana. Uníos a nosotros en la NUEVA REVELACIÓN de la RELIGIÓNLA ANTIGÜEDAD.

CONTEMPLAD AL INVISIBLE VISIBLE CONTEMPLAD AL QUE LOS OJOS NO VEN ¡HOMBRE DESENGAÑADO, REGRESA AL HOGAR! ¡HAGO LO QUE DESEAS QUE HAGA! ¡NO ESPERES MAS! Arrojé la octavilla a la cloaca y seguí adelante. Caminaba despacio, todavía jadeante. Los últimos acontecimientos de aquella noche me parecían increíbles. No tardé en llegar al edificio en cuya fachada resplandecía la cruz. Se trataba de un almacén convertido en iglesia. Al penetrar en el vestíbulo me sequé el sudor del rostro con un pañuelo. Oí, dentro, una voz que oraba en público, modulando una cantilena de constantes altibajos, tal como se hacía en otros tiempos. No había oído orar de aquel modo desde mi partida de la universidad, y, cuando estaba allí, solamente lo oí en boca de los predicadores de pueblo que, de vez en cuando, nos visitaban. La voz se elevaba y descendía rítmicamente, en una especie de recitado onírico. Y la oración era, en parte, un relato de las penalidades terrenas que sufrían los fieles; en parte, una apasionada exhibición de virtuosismo vocal; y, en parte, una súplica a Dios. Todavía estaba secándome el sudor, mientras contemplaba una serie de escebíblicas torpemente pintadas en las ventanas, cuando se me acerdos viejas. Una de ellas se dirigió a mí:

—Buenas noches, reverendo Rinehart. ¿Cómo está nuestro querido pastor? La idea de representar otra vez el papel de aquel hombre me sublevaba, pero pensé que quizá sería mejor no contradecir a la vieja. Al llevarme el pañuelo a la boca, para alterar mi voz, olí el perfume que la muchacha me había dejado en la mano, y dije: —Buenas noches, hermanas. —Le presento a la hermana Harris, reverendo. La hermana Harris desea ingresar en nuestra pequeña congregación.  

Estreché la mano de la hermana Harris. —Dios la bendiga, hermana Harris. —Hace años le oí predicar, reverendo Rinehart. Fue en Virginia. Entonces usted era un muchacho de doce años. Y ahora le vuelvo a encontrar en el Norte, predicando el Evangelio igual que en el Sur, entregado siempre a cultivar la viña del Señor, enseñando la eterna doctrina en esta pecaminosa ciudad... La otra hermana la interrumpió: —Hermana Harris, mejor será que vayamos a sentarnos. Además, el reverendo Rinehart tiene muchas cosas que hacer esta noche. —Se dirigió a mí—: Hoy ha llegado antes de lo acostumbrado, ¿verdad, reverendo Rinehart? Respondí, con el pañuelo ante la boca: —Sí, efectivamente. La presencia de las dos maternales viejas, tan característicamente sureñas, me hizo sentir una angustiosa desesperación. Hubiera querido decirles que Rinehart era un embaucador. En aquel preciso instante oí un grito, seguido de música violenta, La vieja dijo: —Escuche, escuche, hermana Harris. Es la nueva música con guitarra eléctrica, que el reverendo hace tocar en nuestra iglesia. ¡Es !

—¡Alabado sea Dios! ¡Qué hermosura! —exclamó la hermana Harris. —Discúlpenos, reverendo, nos vamos ya. Tengo que ver a la hermana Judkins para preguntarle cuánto dinero recogió para la construcción del nuevo edificio. A propósito, reverendo, anoche vendí diez discos de sus maravillosos sermones. Incluso le vendí uno a la señora blanca a cuya casa voy a hacer faenas.

Con voz opaca, dominado por un hondo sentimiento de impotencia, le dije: —Dios la bendiga, hermana. Dios la bendiga. Abrieron la puerta de la capilla y, por encima de sus cabezas, vi una estancia atestada de mujeres y hombres, sentados en sillas plegables, ante quienes una flaca mujer vestida con una descolorida túnica negra, tocaba el piano, mientras un hombre joven, tocado con un solideo, rasgaba con santa indignación una guitarra eléctrica conectada a un amplificador que colgaba del techo, sobre un resplandeciente pulpito blanco y dorado. Un hombre elegantemente ataviado con purpúreos ropajes cardenalicios, y luciendo un alto cuello de encajes, se hallaba en pie, con las manos sobre una enorme Biblia. Así estuvo hasta  

que comenzó a cantar un brioso himno que la multitud coreó. En lo alto de la pared, en grandes letras doradas, dispuestas en forma de arco, se leía: ¡HÁGASE LA LUZ! Ante mi vista la escena vibraba misteriosamente, vaga y fantasmal, teñida de verde. La puerta se cerró. El sonido se oía, ahora, lejano y apagado. Aquello era demasiado para mí. Me quité las gafas y, con el sombrero cuidadosamente escondido bajo el brazo, salí de allí. ¿Era posible que ocurrieran cosas como las que había presenciado? Me que sí. Sin embargo, pese a haber oído contar historias que hechos de esta clase nunca tuve conocimiento directo de ellos hasta aquella noche. A pesar de todo, me resistía a creer que Rinehart pudiera encarnar tantas personalidades: Rine agente de lotería, Rine jugador, Rine corruptor, Rine amante profesional, y Rinehart reverendo pastor. ¿Qué era real y qué era irreal? Sin embargo, resultaba absurdo que dudara de tan evidente realidad. Rinehart era un hombre polifacético y con amplias perspectivas, que vivía en el mundo. Era Rinehart, el hombre de mundo. De un mundo pictórico de múltiples posibilidades que él sabía percibir. Era tan real como yo. Rinehart estaba, en el tiempo, mucho más avanzado que y, si quería, podía calificarme de imbécil. Sin duda, hasta aquella noche, estuve ciego y loco. El mundo en que vivimos carece de fron. Constituye una realidad fluida e hirviente, en la que el bandido Rine se encontraba perfectamente a gusto. Quizás el bandido Rine fuese el único ser que se encontrara a gusto en este mundo. Me parecía increíble. Se me ocurrió que quizá lo increíble fuese lo único en que pudiera creer. Quizá la verdad fuese una mentira.

Pensé que probablemente olvidaría cuanto hacía referencia a Rinehart y a su vida, que quizá todo resbalara de mí al igual que las gotas de agua resbalaron del ojo de cristal del hermano Jack. Debía clasificar políticamente a Rinehart y su circunstancia, ponerles una etiqueta y olvidarlos. Me había alejado de la iglesia de Rinehart con tanta prisa que, olvidando mi decisión de visitar a Hambro, me encontré, sin darme cuenta, en mi despacho de la oficina del distrito. Me sentía deprimido y fascinado. Necesitaba saber cómo era Rinehart, y me rebelaba porque sabía que no tenía ninguna necesidad de conocerle, porque sabía que el solo hecho de tener noticia de su existencia bastaba para convencerme de su existencia real. No debía ser así, y, sin embargo, así era. Y todo se basaba en que gran parte de la realidad nos es desconocida, y estamos obligados a ignorarla. Jack no podía ni siquiera soñar en admitir tal posibilidad, y  

Tobitt todavía menos, pese a creerse un íntimo conocedor de la realidad. Sabíamos muy poco, e ignorábamos mucho. Pensé en Clifton y en el propio Jack: ¿qué sabíamos de uno y otro? ¿Qué sabía la gente de mí? ¿Quién, contando incluso mis familiares y amigos de antaño, había intentando conocerme de veras? Recordé que había tratado largo tiempo a Jack sin enterarme de que le faltaba un ojo. Comencé a temblar como si mi cuerpo, liberado tras haber estado largo tiempo enyesado, se sorprendiera de la libertad de movimientos recién recobrada. En el Sur, todos los habitantes de la ciudad me conocían. Por esto, vivir en el Norte equivalía a hundirse en la nada, en un infinito vacío. Aquí podía vivir años y años sin encontrar en la calle ni un solo conocido. Aquí cabía la posibilidad de convertirme en un ser nuevo y diferente. Pensar en ello me aterrorizaba, y tenía la sensación de que el mundo vacilara bajo mis pies. Abolidas todas las limitaciones, la libertad consistía no sólo en poder satisfacer ne, sino también en poder actualizar posibilidades. Tembloroso, sentado ante la mesa escritorio, percibí por un instante las posibilidades que los múltiples modos de ser de Rinehart ofrecían. Me fue imposible contemplar sin horror aquel inmenso y nebuloso mundo. Fijé la vista en los relucientes cristales de las gafas y me eché a reír. Las había utilizado para que cumplieran la función de disfraz, sin embargo se habían convertido en un instrumento político, ya que si Rinehart podía utilizarlas en sus actividades, yo podía también emplearlas en las mías. Se trataba de un truco muy sencillo, pero que me había abierto un nuevo campo de acción, una nueva parcela de realidad. ¿Qué opinaría de ello el comité? ¿A qué conclusiones llegaría después de aplicar su doctrina a este mundo de posibilidades? Recordé la historia de aquel limpiabotas negro que logró ser tratado con exquisita cortesía, en pleno Sur, por el simple procedimiento de sustituir su sombrero Dobbs o Stetson por un albo turbante, y no pude evitar la carcajada. Jack rechazaría indignado la ás leve indicación de la existencia de este vasto mundo de posibi. Y, sin embargo, era real, era el verdadero caos, aquel caos que Jack pretendió describir un día que, ahora, me parecía muy lejano... Estar fuera de la Hermandad significaba estar fuera de la historia, sin embargo, cuando nos hallábamos en el interior de la Hermandad nadie nos veía. En realidad, no estábamos en sitio alguno. Quería escapar, pura y simplemente, de este callejón sin salida, pero, al mismo tiempo, también deseaba hablar de ello con alguien, consultar con una persona que me dijera que se trataba de un espejismo ro, debido a un peculiar estado emocional. Seguía sintiendo la de dotar de un motor al mundo, de orientarlo y ponerlo en marcha. Por esto, ahora, no podía prescindir de Hambro. Al levantarme fijé la vista en el mapa, y, al ver a Colón, me eché reír. ¡Valientes Indias había descubierto! Me hallaba ya cerca de la puerta, cuando me di cuenta de haber olvidado las gafas y el sombrero. Regresé al despacho y me puse unas y otro. No me veía capaz de circular por las calles sin mi disfraz.  

Un taxi me llevó a casa de Hambro. Al llegar, me quité el sombrero y guardé las gafas en el bolsillo en que llevaba el grillete del hermano Tarp y él muñeco de Clifton. Comenzaba ya a ir demasiado cargado. El propio Hambro me hizo pasar a un pequeño gabinete con las paredes cubiertas de libros. Hasta allí llegaba la voz de un niño que, en una habitación cercana, cantaba Humpty Dumpty, éndome a la memoria el humillante recuerdo de mi primera actuación ante el público, cuando quedé con la boca abierta, olvidadas las palabras que con tanto trabajo había aprendido, ante la repleta sala de actos. Hambro dijo:

—Mi hijo pretende demorar que le metan en cama, utilizando métodos de obstruccionismo parlamentario. El muchacho tiene madera de abogado... Cuando Hambro cerró la puerta, el chico cantaba, muy aprisa, Hickory Dickory Dock. ó hacia mí, diciendo algo referente a su hijo. Le dirigí una irritada mirada. ¿Por qué había yo ido a casa de Hambro cuando no podía apartar a Rinehart de mi mente?

Hambro era un hombre tan alto que, cuando se sentaba con las piernas cruzadas, ambos pies tocaban el suelo. Fue mi maestro, durante el período de aprendizaje en la Hermandad, y, al recordarlo, comprendí que había sido un error visitarle aquella noche. La mentalidad jurídica de Hambro estaba demasiado apegada a la lógica. Calificaría de vulgar delincuente a Rinehart, y creería que mi obsesión tan sólo significaba un arrebato de simple y puro misticismo... Se me ocurrió que podría considerarme afortunado si Hambro sólo llegaba a pensar esto. Y entonces, decidí formularle unas cuantas preguntas sobre la situación en el distrito, e irme sin más. —Hermano Hambro, ¿qué política debemos seguir en mi distrito?

Me dirigió una amarga sonrisa. —Parece que me he convertido en uno de esos pesados que no hacen más que hablar de sus hijos... —¡No, no! Nada de eso. Es que hoy he tenido mucho trabajo estoy nervioso. Después de la muerte de Clifton, y con todas las que están surgiendo en el distrito, creo que...

Sin dejar de sonreír, me interrumpió: —Sí, claro, comprendo. Sin embargo, ¿por qué te preocupa tanto el distrito?

—Porque estamos perdiendo nuestra influencia en él. Esta noche los matones de Ras me han atacado, y la Hermandad carece ya de fuerza en Harlem. —Sí, es muy de lamentar, ciertamente. Pero no podemos hacer nada para evitarlo, sin trastornar el plan de más largo alcance  

que llevamos entre manos. Desgraciadamente, hermano, los miembros de tu distrito habrán de ser sacrificados. El niño ya no cantaba. En el piso había silencio. Contemplé su rostro anguloso, buscando en él la expresión que demostrara la sinceridad de sus palabras. Percibía que se había operado un profundo cambio en mí. Al parecer, el descubrimiento de la existencia de Rinehart había abierto un profundo abismo entre el hermano Hambro y yo, de modo que, pese a estar sentados a muy corta distancia el uno del otro, nuestras voces se desvanecían en el aire, sin dejar siquiera el rastro de un eco. Intenté superar nuestro mutuo aislamiento, pero la distancia entre nosotros era tan grande que, pese a mis esfuerzos, ninguno de los dos podía percibir el tono que daba su último significado a las palabras del otro. Mi voz dijo: —¿Sacrificar? Es muy fácil decirlo, hermano. —Así es. Sin embargo, debemos considerar que cuantos dejen la Hermandad son gente superflua de la que podemos prescindir sin dificultad. Es preciso que sigamos rígidamente las nuevas directrices.

Me pareció hallarme en una situación irreal. Nuestro diálogo no era más que dos monólogos cruzados. Dije: —¿Por qué? ¿Por qué debemos prescindir, en mi distrito, de las viejas directrices, cuando precisamente ahora es el momento en que más necesitamos los viejos métodos? Comprendí que había sido incapaz de dar a mis palabras el vigor necesario, y me constaba que en el fondo de mi mente se ocultaba una honda preocupación sobre algo que hacía referencia a Rinehart, algo íntimamente relacionado conmigo. Hambro decía: —Es muy sencillo, hermano. Ahora estamos haciendo concesiones de carácter transitorio a otros grupos políticos, y es preciso queintereses de un grupo de hermanos sean sacrificados en beneficio de los intereses de todos en conjunto.

—¿Por qué no me han informado de eso? —El comité te lo comunicará a su debido tiempo. En estos momentos es necesario aceptar el sacrificio.

—Pero el sacrificio debe hacerse con pleno conocimiento de causa y voluntariamente. Mi gente no comprende las razones por las que es sacrificada. Ni siquiera saben que están siendo sacrificados, o, al menos, nosotros no se lo hemos dicho... Pero, in mente, dije que quizá las gentes a quienes me refería eran tan propicias a ser engañadas por la Hermandad como a serlo por Rinehart.

 

Al pensarlo, erguí bruscamente el cuerpo. Y en mi rostro seguramente apareció una expresión tan rara que el hermano Hambro, sentado con los codos apoyados en los brazos del sillón y las manos unidas por las yemas de los dedos, alzó las cejas como si esperase que yo siguiera hablando. Después, dijo:

—Los miembros con sentido de la disciplina lo comprenderán. Extraje del bolsillo el grillete de Tarp y metí la mano en él, dejándolo alrededor de los nudillos. El hermano Hambro no se dio cuenta de mi acto. —¿No comprendes que son poquísimos los miembros con sentido de la disciplina? —dije—. El entierro ha arrastrado a la calle a cientos de personas que nos abandonarán tan pronto vean que la Hermandad no sigue actuando. Ahora, nos atacan en plena calle. ¿No comprendes, hermano Hambro? Otros grupos están repartiendo manifiestos, y Ras incita a las gentes a la acción violenta. Si el comité cree que tal estado de cosas desaparecerá por sí mismo está profundamente equivocado.

Encogió los hombros. —Es un riesgo que debemos correr. Todos debemos sacrificarnos por el bien de la organización. Los cambios se logran mediante sacrificios. Nos sometemos a la realidad, y aceptamos el sacrificio. —Pero el pueblo exige igualdad en el sacrificio. Nunca hemos pedido un trato de excepción. —No es tan sencillo como eso, hermano. Debemos defender las posiciones conquistadas. Y es inevitable que algunos realicen sacrificios más onerosos que los de otros. —Y los "algunos" son precisamente las gentes de mi raza... —En este caso concreto, así es. —De modo que los débiles deben sacrificarse en beneficio de los fuertes. ¿No es eso, hermano?

—No. Se sacrifica una parte del conjunto. Y esta parte seguirá siendo sacrificada hasta el momento en que se forme una nueva sociedad. —No comprendo lo que pretendes decir. Sencillamente, no lo comprendo. Trabajamos con todas nuestras fuerzas para que la gente nos siga, y en el preciso momento en que lo logramos, en el preciso momento en que la gente se da cuenta de los vínculos que la unen a los acontecimientos políticos, entonces la abandonamos. No lo comprendo. Hambro esbozó una sonrisa. —La agresividad de los negros es algo que no nos conviene despertar, al menos durante el nuevo período y los que seguirán. En realidad, es necesario  

que los apacigüemos un poco, en su propio beneficio. Se trata de una necesidad científica.

Miré su largo y huesudo rostro, un rostro que recordaba al de Abraham Lincoln. Me hubiera gustado poder sentir afecto hacia aquel hombre; causaba la impresión de ser sincero y bondadoso, y sin embargo era capaz de pronunciar ante mí palabras como las que acababa de decir. En voz baja dije: —De manera que esto es lo que verdaderamente piensas. —Sí. Con toda sinceridad, con toda mi integridad. Por un segundo creí que iba a echarme a reír, o que saldría corriendo con el grillete de Tarp en la mano. ¡Integridad! ¡Precisamente a mí me hablaba de integridad! mi trabajo en la Hermandad había intentado llegar a ser un hombre íntegro, entero y honesto, y ahora todo se desvanecía, se convertía en agua o aire. ¿Qué significaba la palabra integridad? ¿Qué importancia tenía en un mundo que permitía que Rinehart existiera y triunfara? —Pero, ¿qué cambios se han operado? —dije—. ¿No comencé a trabajar en la Hermandad con el fin de provocar la agresividad de los negros?

En mis palabras había tristeza y desesperanza. Hambro se inclinó hacia delante. —En aquel concreto período, sí. Pero sólo durante aquel período. —¿Y qué vamos a hacer ahora? Lanzó al aire un anillo de humo gris azulado, que se elevó trenzándose constantemente sin perder su forma circular, quedó quieto durante un instante y se deshizo, convirtiéndose en un sutil jirón. —¡Levanta esos ánimos, hermano! ¡Seguiremos adelante! Sin embargo, por el momento, el avance debe ser un poco más lento. Me pregunté qué aspecto tendría el hermano Hambro contemplado a través de las gafas de cristales verdes, y dije: —¿Estás seguro que tus palabras no significan que debemos impedir el natural avance de nuestro pueblo?

Soltó una risita. —Por favor, no me pongas en el potro de tortura de un interrogatorio en regla. Soy un hermano. —¿Con tus palabras has querido decir que debemos frenar la gran rueda de la historia, o solamente que hay que detener algunas ñas ruedas dentro de la gran rueda?

Su rostro adquirió expresión grave. —Sólo he querido decir que la gente de tu distrito debe avanzar más despacio, que no deben ir tan de prisa como iban. No podemos que alteren el ritmo de ejecución del plan principal. Hacer las cosas a su debido tiempo es algo muy importante. Además, tú sigues en tu puesto, con la sola diferencia que, ahora, tu tarea tendrá carácter educativo.  

—¿Nuestra actitud con respecto al asesinato de Clifton, qué efectos producirá? —Aquellos que se sientan defraudados nos abandonarán, y tú te encargarás de educar a los que se mantengan fieles. —No me creo capaz de hacerlo. —¿Por qué? Es una tarea muy importante. —Porque está en contra de nuestro movimiento. Además, creo que soy una especie de Rinehart... Lo dije sin querer. Me miró con el ceño fruncido: —¿Una especie de qué? —De charlatán. Se echó a reír. —Pensaba que ya habías descubierto eso hace tiempo, hermano. —¿Descubierto qué? —Que es imposible no de la gente.

—Esto no es más que Rinehartismo... —¿Qué? —Cinismo. —Realismo, diría yo. Todo consiste en abusar de ellos en su propio beneficio. Repentinamente consciente del carácter irreal de la conversación que sosteníamos, me incliné hacia delante: —¿Y quién es el que juzga en esta materia? ¿Jack? ¿El comité? Con voz ligeramente irónica, contestó: —Juzgamos mediante el cultivo de la objetividad científica. Entonces apareció en mi mente la máquina en que me habían encerrado en la clínica de la fábrica, y creí encontrarme de nuevo en su interior. —No te engañes a ti mismo. Tan sólo una máquina puede ser científicamente objetiva. —No una máquina, sino una disciplina. Somos científicos. Debemos correr los riesgos inherentes a nuestro saber y a nuestra voluntad de logro. ¿Te gustaría resucitar la idea de Dios, para que él asumiese la responsabilidad? — Sacudió negativamente la cabeza—. No, hermano, estas decisiones debemos tomarlas nosotros, incluso en el caso de que parezcamos charlatanes.

—Creo que vas a llevarte más de una sorpresa. —Quizá sí, quizá no. Ocurra lo que ocurra, debemos aprovechar el hecho de encontrarnos en vanguardia para hacer y decir cuanto sea necesario a fin de conseguir que el mayor número  

posible de ciudadanos avance hacia aquello que más les conviene. No pude aguantarme más: —¡Mírame! ¡Mírame! ¡A donde quiera que he ido siempre he encontrado a alguien dispuesto a sacrificarme por mi propio bien! ¡Pero a fin de cuentas el único que se ha beneficiado de mi sacrificio ha sido aquel que me ha sacrificado! Y ahora vuelvo a encontrarme otra vez en el tiovivo del sacrificio. ¿Cuándo acabará esta broma? ¿Es que la nueva y verdadera doctrina de la Hermandad consiste en sacrificar a los débiles? Si así es, ¿cuándo dejaremos de al débil? Hambro me miraba abstraído, como si no me viera. —La ciencia nos detendrá en el momento oportuno. Desde luego, en cuanto individuos debemos procurar liberarnos, hasta cierto , de la disciplina, a pesar de que ello en muy poco nos beneficia. Pero el que vaya demasiado lejos en este terreno no puede ser un jefe, porque pierde la confianza en sí mismo. Quien en este vicio no podrá evitar las dudas sobre su propia capacidad para mandar y guiar a los demás. Es preciso depositar la confianza en los jefes, en la sabiduría colectiva de la Hermandad. Al salir de allí estaba más alterado que al entrar. Me había alejado unos pasos del edificio cuando oí a Hambro que me llamaba. En la oscuridad de la calle se acercó a mí.

—Olvidaste el sombrero. Y me lo dio juntamente con unas hojas impresas en ciclostil, que contenían las principales directrices del nuevo programa. Contemplé el sombrero y luego a Hambro, mientras pensaba en Rinehart y en la invisibilidad, pese a que me constaba que, para Hambro, uno y otra no existían. Le di las buenas noches, y a lo largo de la calurosa calle me dirigí hacia Central Park West, para ir, después, a Harlem. Sacrificio y mando, pensé. Para Hambro era algo muy sencillo. Para ellos muy sencillo. Pero, maldita sea, en mí concurrían las dos calidades, la de víctima y victimario. Me encontraba en esta situación y no podía escapar a ella. En cambio, Hambro se mantenía al margen, como un simple espectador. Esto también formaba parte de la realidad. Hambro no estaba obligado a autodegollarse. ¿Qué diría si él la víctima?

Crucé el parque sumido en la oscuridad. Pasaban automóviles. De vez en cuando oía voces, risas y suspiros entre los setos y los árboles. A mi olfato llegaba el olor del césped quemado por el sol de verano. El cielo, en el que vi las luces de un avión, estaba aún cubierto de nubes muy ligeras, como en la hora del entierro. Pensé en Jack, en la gente que acudió al entierro, en Rinehart. Las gentes de nuestro distrito nos pedían pan, y yo tan sólo podía darles un ojo de cristal. Ni siquiera me era posible ofrecerles una guitarra eléctrica.  

Me senté en un banco de piedra. Pensé que debía abandonar la Hermandad. No había otra solución decente. De lo contrario, no me quedaría otro remedio que decir a las gentes de Harlem que confiaran en nosotros, que tuvieran esperanzas, e intentar conservar la fidelidad de los que me hicieran caso. ¿Acaso Rinehart no seguía la misma táctica? ¿La táctica de ofrecer esperanzas a quienes pagar su precio? Seguir en la Hermandad constituía una traición, y esto equivalía a unirme al grupo de los Bledsoe y los Emerson, saltar del absurdo al ridículo. Y, además, constituía una traición a mí mismo. Sin embargo, yo no podía abandonar la Hermandad; debía contemporizar con Jack y con Tobitt, mi deber para con Tod Clifton y Tarp me obligaba a ello. Y en aquel instante se me ocurrió una idea que me conmovió profundamente. Pensé: no debes preocuparte de lo el pueblo piense o haga. Si es capaz de tolerar a Rinehart, también te tolerará a ti, máxime cuando, incluso ante él, tú eres invisible. Esta idea cruzó mi mente durante una décima de segundo, y la rechacé al momento. Sin embargo, iluminó durante aquel brevísimo lapso la oscuridad de mi cerebro. El pueblo carecía de importancia porque ignoraba lo que ocurría, ignomis esperanzas y mis frustraciones. Mi ambición y mi integridad representaban para él, y mi frustración era tan intranscendente como la de Clifton. Siempre, y en todas partes, había sido así. Únicamente en la Hermandad parecía existir cierta esperanza para las gentes como nosotros, una lejana luz. Sin embargo, tras la esmaltada humana superficie del falso ojo de Jack había visto la cuenca roja y . E incluso esto carecía de significado, excepto para mí. La fundamental contradicción estribaba en que yo era era in. Yo era y no me veían. Pensarlo causaba pavor. Y, entonces, en el banco del parque, percibí otro pavoroso mundo de posibilidades. Comprendí que podía estar de acuerdo con Jack sin pensar como él. Y que podía decir a las gentes de Harlem que tuvieran esperanzas, cuando no había esperanzas. Quizá podía decirles que conservaran sus esperanzas hasta el momento en que encontrase un punto de partida, una base real que me permitiera actuar e incorporarlos a la historia. Pero, hasta que llegara este momento, tenía que despertar sus emociones, sin sentir yo ninguna... Debería igual que Rinehart. Apoyé la espalda en el muro de piedra que rodeaba el parque. Al pensar en Jack, en Hambro y en los acontecimientos del día, temblé de rabia. ¡Todo era un engaño, un repulsivo engaño! Jack y los suyos pretendían inventar el mundo. ¿Qué sabían de nosotros, salvo que formábamos un grupo de tantos o cuantos millones de individuos, que trabajábamos en cierta clase de ocupaciones, que podíamos significar tantos votos, que podíamos acudir en tal o cual úmero a las manifestaciones de protesta por ellos organizadas? Sentía un doloroso deseo de refutar sus teorías, de humillarlas. Y en aquel momento comprendí que todas las humillaciones por mí sufridas en el pasado constituían valiosísimas partes de mi experiencia. Y por primera vez, en la noche ardiente, apoyada la espalda en la , comencé a aceptar mi pasado. Y, al aceptarlo, los recuerdos tumultuosamente a mi memoria. Parecía que en aquel instante hubiera aprendido sin esfuerzo alguno el arte de espiarme mí mismo. Por mi mente desfilaban las imágenes de pasadas hu, y comprendía que  

significaban mucho más que experienaisladas, inconexas, porque, en realidad, estas humillaciones consían mi propio ser, lo configuraban y definían. Yo era mis experiencias. Y mis experiencias eran yo. Y ningún ciego, por mucho poder que adquiriera, ni aunque llegara a ser el dueño del mundo, podría quitarme mi pasado, ni alterar un solo temblor, una sola tensión, risa, llanto, herida, dolor, enojo, pena o sufrimiento. Eran , totalmente ciegos, se movían guiados por los ecos de sus provoces. Su misma ceguera les conduciría a la destrucción, y yo les ayudaría a llegar a ella. Me eché a reír. Recordé que me habían aceptado porque pensaban que el color de la piel carecía de importancia, pero si no les importaba la diferencia de nuestro color ello se debía a que no nos veían, a que no veían la piel ni veían al hombre. Nosotros éramos un cierto número de nombres inscritos en un imaginario censo electoral que podían emplear cuando les conviniera, o archivar si así lo consideraban oportuno. Me parecía cómico, de una absurda comicidad. Entonces dirigí la mirada hacia un rincón de mi memoria, y allí vi a Jack, a Norton y a Emerson fundidos en sola imagen blanca. Se parecían mucho, y cada uno de ellos se en imponerme su propia visión de la realidad, sin importarles un comino el modo en que yo pudiera verla. Yo representaba para ellos solamente una materia prima, una riqueza natural. Había saltado desde la absurda arrogancia de Norton y Emerson a la de Jack y la Hermandad, sin que las últimas consecuencias derivadas de una y otra se diferenciasen en lo más mínimo, pese a que ahora tenía conciencia de mi invisibilidad. En consecuencia, decidí aceptar mi invisibilidad, explorarla hasta sus más recónditos extremos, hundirme en ella. Y, entonces, quienes no me veían naufragarían en mi invisibilidad. Ignoraba el exacto significado de las palabras de mi abuelo, pero estaba dispuesto a seguir su consejo. Les sepultaría bajo el alud de mis constantes "sí, señor", socavaría sus personalidades con mis obedientes sonrisas, y mi sumisión les conduciría a la muerte, al desastre. Sí, y permitiría que me devorasen una y mil veces hasta que vomitaran o reventasen. Se estrellarían contra lo que no querían ver. Este era un peligro en el que no habían pensado, su filosofía no lo había previsto. Y también ignoraban que los efectos de su propia disciplina podían acarrear su destrucción, que decir siempre "sí, señor" entrañaba un peligro mortal. Ni un instante dejaría de decir a todo que "sí", "sí", "sí, señor". Se lo repetiría hasta que vomitaran y se revolcaran en su vómito. De mí sólo querían eructos afirmativos, y yo los soltaría con tanto vigor como me fuera posible. ¡Sí! ¡Sí! ¡SI! Únicamente eso querían de nosotros. Deseaban no vernos, pero sí oírnos, y oírnos en un formidable coro de voces que cantara "¡Sí, señor! ¡Sí, señor! ¡Sí, señor!". Les diría sí, yes, oui tantas veces como quisieran, hasta que llegara el momento en que pudiera pasear con botas claveteadas por el interior de sus estómagos. Lo haría incluso con aquellos importantísimos peces gordos a quienes jamás vi en las reuniones del comité. ¿Querían una máquina? Pues me convertiría en un hipersensible ingenio confirmador de todas sus erróneas ideas, y, con el solo fin de conservar su confianza, procuraría ser veraz alguna que otra vez. Lograría que sintieran la  

invisibilidad, ya que no la veían. Y aprenderían que puede ser tan infecciosa como un cadáver en descomposición, tan nauseabunda como un pedazo de carne podrida en la sopa. También cabía la posibilidad de que esta actitud produjese unos efectos que me causaran daño, que me hiriesen personalmente. Pues bien, lo aceptaría. ¿Acaso no creían en la necesidad del sacrificio? Ellos eran los sutiles pensadores, no yo. ¿Podía mi comportamiento calificarse de traición? ¿Cabía aplicar el concepto de traición a un hombre invisible? ¿Creían que lo que la vista no puede percibir goza de libre arbitrio? Cuanto más pensaba en este nuevo programa de actuación, más fascinado me sentía por las posibilidades que ante mí desplegaba, ¿Cómo pude tardar tanto en descubrirlo? ¡Si me hubiera enterado , mi vida habría sido muy distinta! ¿Cómo fue posible que no advirtiera la existencia de este vasto mundo de posibilidades? Si un podía cursar estudios universitarios merced a trabajar, los veranos, como camarero, obrero industrial o músico, y seguir así hasta obtener el doctorado, ¿por qué razón este mismo no podía desarrollar todas esas actividades al mismo tiempo? ¿Acaso aquel viejo esclavo no fue un científico —o, por lo menos, como tal se le consideraba—, incluso en los instantes en que sombrero en mano se inclinaba con servilismo senilmente rastrero ante amos? ¡Dios mío, cuántas posibilidades existían! ¡Y de qué modo ía multiplicarlas! No había nadie que conociera todos los secretos. ¿No adopté un nuevo nombre, sin que nadie llegara a enterarse de mi secreto? La mentira podía conducir al triunfo, al ascenso en la sociedad. ¡Y cuán groseros eran los embustes con que nos tenían dominados! Mediante la mentira se podía ascender hacia el éxito, pero también permitía descender. Sí: ascender y descender, avanzar y retroceder, moverse en diagonal en una u otra dirección, o recorrer un círculo, y uno podía recibir y despedir a sus distintos "yos" viajeros a lo largo de distintos caminos, e identificarse con uno o con otro, e, incluso, quizá, con todos a la vez. ¿Por qué tardé tanto en cubrirlo? ¿No había yo crecido entre políticos-tahúres, jueces-con, y jefes de policía que eran auténticos bandoleros? Sí, y también miembros del Ku Klux Klan que eran predicadores y diride asociaciones benéficas. ¿Y acaso Bledsoe no me había incuanto ahora acababa de descubrir? Estaba medio muerto de fatiga. Había tenido un día terrible. No me hubiera sentido más anonadado si me hubiesen dicho que el hombre a quien había llamado padre durante toda mi vida no tenía ningún parentesco conmigo. Fui a casa y me tumbé vestido en la cama. Hacía calor. Yacía bajo el ventilador que lanzaba sobre mí oleadas de aire ardiente. Jucon las gafas, contemplando el hipnótico brillo de sus cristales, ocupado en esbozar planes de actuación. Ocultaría mi resentimiento y les adormecería con mis constantes aquiescencias. Les aseguraría que las gentes de mi distrito estaban plenamente de acuerdo con el nuevo programa. Para demostrárselo les daría falsos informes sobre el número de asistentes a nuestras reuniones y, previamente, llenaría fichas de miembros de la Hermandad con nombres inventados. En estas fichas, haría constar que los ficticios nuevos miembros carecían de trabajo, a fin de evitar problemas en materia de cobro de cuotas.  

Sí, y por la noche y en las temporadas en quegentes del distrito estuvieran soliviantadas, iría por la calle protegido por el sombrero blanco y las gafas oscuras. Era un triste futuro el mío, sin embargo no veía otro modo de hacer fracasar a mis enemigos, al menos en la zona de Harlem. Provocar un movimiento de secesión no ofrecía grandes posibilidades, ya que ignoraba qué podríamos hacer una vez nos hubiésemos separado. Una solos, ¿qué camino emprenderíamos? No podíamos aliarnos con , en un plano de igualdad. Carecíamos del tiempo y los teóricos necesarios para formular una doctrina propia, pese a que comprendía que entre la charlatanería de Rinehart y la doctrina de la invisibilidad mediaba un ancho campo de posibilidades. Por otra parte, tampoco teníamos dinero, ni medios para obtener información sobre lo que ocurría en los ámbitos gubernamentales, financieros y sindicales. Tampoco existía un sistema de comunicación entre las gentes de nuestra raza, a no ser a través de unos cuantos diarios que nos miraban con suspicacia, mozos de tren que nos traían noticias de ciudades, y algún que otro criado que nos informaba de las escasamente interesantes vidas privadas de sus amos. ¡Si al menos éramos amigos de verdad, amigos que nos considerasen como algo más que útiles instrumentos para conseguir sus propias finalidades y servir sus particulares intereses! Mejor era olvidar todo eso. Me convertiría en un estrictamente disciplinado optimista, y les ayudaría a irse alegremente al infierno. Si yo no podía contribuir a que viela realidad, contribuiría a que no la viesen hasta que la realidad ante ellos como una bomba. Tan sólo me preocupaba una cosa: habida cuenta de que sus verdaderos objetivos jamás eran expuestos en las reuniones de los comités, yo necesitaba disponer de algún medio de espionaje que me saber hacia qué finalidad se orientaba su actuación. ¿Cómo ía conseguirlo? Si me hubiese negado a ser trasladado al centro de la ciudad, durante el período inmediato anterior, ahora tendría en mi distrito el apoyo suficiente para poder exigir que revelaran sus objetivos. Sin embargo, también debía considerar que, si no me hubiesen trasladado, seguiría viviendo en un mundo de ilusiones. Pero, tras haber descubierto parte de la realidad, ¿cómo podría seguir fiel a ella, basarme en ella para combatirles? No me habían dejado ni un solo resquicio desde el que pudiera ver su realidad, tenía que luchar con ellos en la oscuridad. Dejé las gafas en la mesilla de noche, yí en un inquieto estado de duermevela, en el que pasé revista a los de los últimos días. Pero, en mi mente, el desaparecido no era Clifton, sino yo. Me desperté con mal sabor de boca, sudoroso y consciente de un penetrante olor a perfume. Di una vuelta sobre mí mismo, quedando de bruces en la cama. Giré la cabeza y puse la mano debajo. ¿De dónde procedía aquel perfume? Entonces, vi las gafas y recordé que había cogido la mano de la muchacha que me había confundido con Rinehart. Permanecí inmóvil. La muchacha se inclinó sobre la mesa, como un pájaro de ojos brillantes, cabeza lustrosa y senos como fruta madura. Me enen un bosque y temía asustar al pájaro. Volví a despertar. El pájaro ya no estaba a mi lado, pero tenía en mi mente la imagen de la muchacha. ¿Qué hubiera ocurrido si no la hubiese sacado de error, y hasta qué punto hubiese podido mantener la ficción? Me ía increíble que una  

muchacha tan atractiva como aquélla estuviera liada con Rinehart. Sentado en la cama, me pregunté cómo solucionaría Rinehart el problema de obtener información que se me planteaba. Y la contestación fue inmediata: emplearía a una mujer. La esposa, una amante o una secretaria de uno de los dirigentes, dispuesta a hablar conmigo sin reticencias. Recordé anécvividas en la Hermandad. A mi memoria acudieron pequeños , imágenes de las sonrisas y los gestos de algunas mujeres con quienes traté en reuniones políticas y sociales. Recordé una ocasión en que bailé con Emma, en el piso del edificio Chthonian. Sentía la suave presión de su cuerpo contra el mío, y mi vista se dirigía constantemente hacia el rincón en que Jack hablaba. Y Emma me mantenía junto a ella, y al sentir el contacto de sus pechos bajo vestido, no podía evitar una oleada de deseo y, al mismo tiempo, inhibición. En sus ojos apareció una burlona chispa, y dijo "¡Tentaón...!". Y yo busqué desesperadamente palabras agudas y elegantes con que contestarle, y sólo se me ocurrió decir: "La tentación es constante", y, tras decirlo, quedé un tanto sorprendido. Emma rió y dijo: "¡Touchée! ¡Touchée! Debieras venir a casa, alguna tarde, para hacer esgrima conmigo". Esto había ocurrido en mis primeros en la Hermandad, cuando todavía estaba muy inhibido, y cierto rencor hacia Emma, debido a su desenvoltura, y a haber dicho que, en su opinión, yo no era lo suficientemente negro. Ahora, el comité me había liberado de las inhibiciones quemismo me impuse. Podía dedicarme a Emma libremente, y quizá el momento en que Emma me considerara todo lo negro que cabía desear. Mañana celebraríamos una reunión del comité y, desés, acudiríamos a una fiesta en el Chthonian con motivo del cumpleaños de Jack, lo cual me permitiría lanzar mi ofensiva en los dos entes, en circunstancias inmejorables. Me habían obligado a emplear los métodos de Rinehart. Los científicos de la Hermandad ya podían comenzar a aguzar sus privilegiados caletres.

 

CAPÍTULO 24 Al día siguiente inicié, con toda brillantez, mi ofensiva de aquiescencias. La situación en Harlem había empeorado considerablemente. menores incidentes provocaban protestas multitudinarias, con rotura de escaparates, gritos, etc. Por la mañana se produjeron varias peleas entre cobradores de autobús y pasajeros. Los periódicos daban noticia de parecidos sucesos durante la noche anterior. En la calle Ciento Veinticinco rompieron los espejos que adornaban la fachada de una tienda. Cuando pasé por allí, unos muchachos bailaban ante el deformado reflejo de sus imágenes. Un grupo de hombres y mujeres les contemplaba. Cuando llegó la policía y les invitó a dispersarse, se negaron a hacerlo y pronunciaron frases en las que se refirieron a la muerte de Clifton. Pese a mis deseos de darle en la cresta al comité, no me gustó el aspecto que las cosas iban tomando en mi distrito.

Cuando llegué a la oficina, varios miembros de la Hermandad me informaron de otros incidentes ocurridos en distintas partes del distrito. Verdaderamente, la situación tomaba mal cariz. La violencia a nada positivo podía conducir, y, avivada por Ras, no hacía más que perjudicar al distrito. Sin embargo, y pese a comprender que traicionaba mi sentido de la responsabilidad, me sentía complacido por el giro de los acontecimientos. Ordené a varios miembros que se mezclaran con la multitud y que procurasen evitar mayores violencias. Al mismo tiempo envié cartas a los periódicos, acusándoles de dar excesiva importancia a incidentes que carecían de ella y de publicar información "tendenciosa". A última hora de la tarde, en las oficinas centrales, dije a los miembros del comité que los ánimos se estaban ya apaciguando y que gran parte de la vecindad mostraba gran interés en la campaña de limpieza e higiene iniciada por la Hermandad, cuyo objetivo era de desperdicios los solares, patios y callejones, y que serviría hacer olvidar el asunto de Clifton. Se trataba de una maniobra tan burda y descarada que casi perdí la fe en mi invisibilidad, incluso hallándome ante la presencia de quienes sabía sobradamente incapaces de verme. Sin embargo, se mostraron muy satisfechos de mis manifestaciones, y cuando les di la falsa lista de nuevos miembros, reaccionaron con entusiasmo. Se sentían rehabilitados ante sí mismos; el nuevo programa era acertado, los hechos acontecían tal como ellos habían previsto, la historia les sonreía, y Harlem les amaba. Ante los comentarios subsiguientes, guardé silencio, y sonreí en mi fuero interno. Veía el papel que  

debía desarrollar en la Hermandad con tanta precisión como el cabello rojo del hermano Jack. A mi memoria acudían hechos de mi pasado, unos recordados en otras ocasiones y otros de nueva recordación. Surgían en mi mente como irónicos contrapuntos, de manera que tenía la sensación de ser un testigo oculto de cuanto acontecía a mi alrededor. Mi tarea consistiría en ser el hombre que justifica las decisiones de los demás, en negar la existencia de las imprevisibles reacciones humanas de los habitantes de Harlem, a fin de que los miembros del comité pudieran ignorarlas cuando obstaculizaran la realización de sus planes. En todo momento les ofrecería el cuadro de una masa feliz, pasiva, humorada y propicia, dispuesta a aceptar cuantos planes le pro, a seguir cuantas directrices le dieran. Cuando se produjeran en que la gente reaccionara con justa indignación ante la de la Hermandad, yo diría que reinaba la más dulce calma (y si en alguna ocasión la Hermandad estaba interesada en que la gente se indignara, sería fácil lograr que los dirigentes de la Hermandad creyeran en la existencia de tal indignación, por el simple medio decir, en nuestra propia propaganda, que reinaba general indignaón. Los hechos en sí mismos carecían de importancia, pertenecían al mundo de lo irreal). Y si otros se mostraban perplejos ante las maniobras de la Hermandad, yo diría a sus dirigentes que habíamos sabido percibir la oculta realidad con una visión más penetrante que los propios rayos . otros grupos ambicionaban el ío económico, yo aseguraría a mis hermanos y a los miembros de escepticismo, que nosotros rechazábamos la riqueza porcorrupta e intrínsecamente degradante. Si otras minorías con características diferenciales amaban a nuestro país a pesar de considerarse preteridas, aseguraría al comité que nosotros —la gente de mi distrito y yo— no padecíamos tan absurdas e impuras reacciones humanas, y que odiábamos nuestra patria de todo corazón. Y cuando el comité afirmara que Norteamérica era un país corrupto y decadente, yo les diría que, si bien estaban en lo cierto, se daba la terrible contradicción de que las gentes de Harlem, a pesar de vivir en la más profunda entraña del país, se habían conservado milagrosamente puras y honestas. ¡Sí, señor! ¡Sí, señor! ¡Sí, señor! Aun siendo invisible cumpliría la función de tranquilizadora voz que niega la realidad. Superaría a Tobitt en su propio terreno. Y en cuanto al fachendoso Wrestrum... Bueno... Mientras estaba allí, en silencio, un miembro del comité comentaba mi falsa lista de nuevos miembros, dándole trascendencia de alcance nacional. De una falnacían más y más falsedades, multiplicándose sin límite. Y me é si los miembros del comité creían su propia propaganda. Más tarde, en el Chthonian, la fiesta se desarrolló como en los viejos tiempos. Celebramos con champaña el cumpleaños de Jack, y, en el atardecer ardiente, reinaba una alegría superior a la habitual en estas ocasiones. A pesar de sentirme muy seguro de mí mismo, mi plan comenzó a torcerse desde su inicio. Emma se mostró alegre y propicia, pero algo en su hermoso rostro de dura expresión me dijo que mejor sería no llevar a cabo mi plan con ella. Comprendí que cuando Emma se me entregaría sin oponer resistencia (a fin de su propio deseo), jamás me revelaría nada importante, ya que tenía una  

mentalidad demasiado elaborada, y era demasiado hábil para poner en peligro su relación con Jack. En consecuencia, mientras bailaba con Emma, lanzaba ojeadas a las demás concurrentes en busca de quién pudiera sustituirla. La encontré en el bar. Se llamaba Sybil, y era una de aquellas mujeres que creía que mis conferencias sobre la mujer y la sociedad se basaban en algo más que en conocimientos de carácter social y político. Y había mostrado en varias ocasiones deseos de conocerme . Yo siempre había fingido no comprender sus indirectas, ya que mi primera experiencia me indujo a rehuir las relaciones de esta naturaleza. En el Chthonian, Sybil solía beber más de la cuenta, y se comportaba con marcados deseos de hacerse notar. Era el tipomujer incomprendida por su marido, que, incluso en el caso de que me interesara, rehuiría como si de la peste se tratase. Pero, ahora, su frustración, juntamente con el hecho de ser la esposa de un importante miembro de la Hermandad, la convertían en la mujer . Se sentía muy sola, y todo se desarrolló a pedir de boca. En la fiesta de cumpleaños —que precedía a la celebración pública que debía tener lugar el día siguiente por la noche—, nadie se fijó en nosotros. Se fue relativamente temprano, y yo la acompañé a su casa. Repitió que se sentía desatendida por su marido, que era un hombre muy ocupado, y accedió a ir a mi casa el día siguiente por la noche. Su marido, George, estaría en la celebración pública del cumpleaños de Jack, con lo cual ella podría salir de casa sin tener que dar explicaciones luego. Era una cálida y seca noche de agosto. Relampagueaba al este, y en el aire húmedo se percibía una agobiante tensión. Por la tarde había abandonado la oficina con el pretexto de encontrarme mal, y luego me había dedicado a hacer preparativos para la visita de Sybil. tranquilo y seguro de mí mismo. Había adornado la salita con un ramo de lirios, y, en el dormitorio, en la mesa cercana a la cama, había puesto un ramo de rosas. Compré vino, whisky, licores, fruta, queso, nueces, dulces... Y coloqué en la nevera unas cubetas para tener los suficientes cubos de hielo. En resumen, procuré disponer las cosas tal como imaginaba lo hubiera hecho Rinehart. Sin embargo, desde el principio de la velada no hice más que cometer errores. Las bebidas eran demasiado fuertes, lo cual encantó a mi invitada, y comencé demasiado pronto a hablar de política, lo cual aburría a Sybil. Pese a las abundantes ocasiones que tenía de escuchar el desarrollo de temas relacionados con la ideología de la , Sybil no sentía el menor interés por la política, e ignoraba las cuestiones que ocupaban día y noche a su marido. Su interés se centraba en las bebidas que trasegaba infatigablemente, vaso tras vaso, obligándome a acompañarla, y en unas cuantas leyendas que ella misma se había forjado sobre las figuras de Joe Louis Paul Robeson. Y, pese a que yo no tenía la estatura física ni el de ninguno de los dos, parecía creer Sybil que yo estaba obligado a cantar el Oíd Man River a hacer complicados ejercicios gimnásticos. No podía evitar sentirme perplejo y divertido. Sybil y yo nos habíamos empeñado en una batalla en la que yo intentaba no apartarme de la realidad, mientras ella me situaba en un mundo fantástico en el que me correspondía el papel del hermano Tabú-con-quien-todo-esposible.  

Ya era tarde. Cuando entré en el dormitorio con más bebidas, Sybil, sentada en la cama, con una horquilla dorada entre los dientes y el cabello suelto, me indicó que me acercara y dijo: —Ven aquí, ven con mamá, guapo. —Su bebida, madame. Y le entregué el vaso, con la esperanza de que otro trago quizá contribuiría a apaciguar un poco su fantasía. Coquetamente me dijo: —Acércate, cariño. Quiero pedirte una cosa. —¿Qué? —Tengo que decírtelo al oído. Me senté. Sybil acercó sus labios a mi oído. Al oírla, quedé helado. Me aparté. Sentada con compostura de colegiala, acababa de la práctica de un repugnante rito.

—¡Qué has dicho! Lo repitió. Creí estar viviendo una escena entre locos, digna del lápiz de Thurber. Sybil volvió a hablar: —Por favor, mi vida, ¿verdad que tú y yo vamos a hacerlo? —¿Hablas en serio? —Sí. Claro que sí. En su rostro había una expresión de pureza y honestidad indicativa de que no pretendía bromear ni tampoco insultarme, lo cual me turbaba todavía más. Ignoraba si mis sentimientos eran de horror nacido de mi inocencia, o de inocencia pura y simple rebelándose ante la obscenidad del plan que pretendía llevar a cabo aquella noche. Tan sólo sabía que había cometido un error al traer a Sybil a mi piso. Sybil no podía proporcionarme información, y por ello decidí procurar que saliera de casa antes de que me obligara a enfrentarme con mi horror o inocencia, es decir, mientras fuese capaz de considerar la escena como una cómica anécdota. ¿Qué haría Rinehart en un caso como éste? La respuesta acudió con claridad y precisión a mi mente y decidí evitar a toda costa que Sybil me obligara a comportarme brutalmente. —Escucha, Sybil, ¿no te das cuenta de que yo no soy un tipo de esta clase? ¿De que no soy capaz de hacer lo que me pides? ¿No que tengo hacia ti unos sentimientos, de ternura, de ón...? í hace un calor horrible ¿Por qué nos vestimos y vamos a dar un paseo por CentralPark? Irguió el cuerpo, descruzó las piernasy exclamó:

—¡Es que necesito eso! Te será fácil hacerlo, Di que vas a matarme, y yo me resistiré Háblame con brutalidad, cariño. Una amiga mía dijo que aquel hombre le dijo "¡Quítate las bragas...!". — ¡Qué!

—Sí, sí, exactamente eso.  

La miré. Se había ruborizado. Tenía las mejillas, e incluso los pecosos senos, arrebolados. Volvió a tumbarse en la cama. Y yo dije: —Sigue. ¿Qué ocurrió entonces? Dudó un instante, y tímidamente dijo: —Insultó a mi amiga, le dijo un insulto muy feo. Era una mujer mayor, con el cabello castaño, naturalmente ondulado, ahora desparramado sobre la almohada. Seguía ruborizada. Y yo me preguntaba si su rubor era la expresión de una subconsciente repugnancia hacia lo que me había propuesto, o si con él pretendía excitarme.

—Le dijo un insulto verdaderamente horrible —siguió—. Era un bruto, ¿sabes? Un hombre con grandes dientes blancos, con cara de chivo... Le dijo "¡Quítate las bragas, so puta!". Y entonces se lo hizo, ¿sabes? Mi amiga es una muchacha muy linda y delicada, con la piel blanca y rosada... Es imposible imaginar que alguien sea capaz de insultarla con esta palabra. Se sentó, apoyando los codos en la almohada, y fijó la vista en mi rostro. Pregunté: —¿Y qué pasó? ¿Detuvieron a este individuo? —No, claro que no, cariño. Mi amiga no lo dijo a nadie, bueno, sólo lo dijo a mí y a otra. Tenía miedo de que su marido se enterase. Su marido... Bueno, es una historia muy larga.

—Me parece terrible. ¿No crees que debiéramos ir a dar un paseo? —¿Verdad que es terrible? Mi amiga estuvo meses y meses en un estado de nerviosismo... La expresión de su rostro se hizo vaga, indeterminada. Y tuve miedo de que se echara a llorar. —¿En qué piensas? —Me preguntaba qué sintió mi amiga cuando le ocurrió lo que te he dicho. —Me miró, y en tono misterioso dijo—: ¿Puedo confiarte un secreto? —¿No será que esto te ocurrió a ti? —No, no. Le pasó a una íntima amiga mía. ¿Sabes cuál es mi secreto? —Sonrió y se inclinó confidencialmente hacia mí—. Creo que soy una ninfómana. Me parece que padezco furor uterino. —¿Tú? ¡Nooo!

 

—Sí, sí. A veces tengo unos sueños y unos pensamientos terribles. Nunca me dejo llevar por ellos. No. Pero creo que, de verdad, soy una ninfómana. Las mujeres como yo deben someterse a una disciplina de hierro.

No pude evitar reír, en mi fuero interno. No tardaría en llegar el día en que Sybil fuese una mujer regordeta, con sotabarba y tres pliegues en el estómago. En un tobillo, que la grasa comenzaba a cubrir, llevaba una cadenita de oro. Y, sin embargo, me daba cuenta de que en ella había algo terriblemente femenino. Le cogí la mano: —¿Por qué crees que eres así? Levantó la cabeza de la almohada, con el índice y el pulgar pellizcó una punta de ésta y extrajo una pluma, de la que arrancó las barbillas. Como si dijera algo muy profundo, contestó: —Todo se debe a las inhibiciones. Los hombres nos han reprimido en exceso. Estamos obligadas a ignorar demasiadas realidades humanas. ¿Quieres que te diga otro secreto?

Incliné la cabeza. —¿No te molesta que te cuente esas cosas, verdad, mi vida? —No, Sybil. —Pues bien, desde que supe, cuando era niña, que estas cosas ocurrían, no he dejado de desear que me lo hicieran a mí. —¿Te refieres a lo que le pasó a tu amiga? —¡Ajá! —¡Por Dios, Sybil!¿ Has dicho eso a alguna otra persona? —No, naturalmente. Nunca me atrevería. ¿Te sorprende saberlo?

—Un poco. ¿Y por qué te atreves a decírmelo a mí? —Bueno, sé que puedo confiar en ti. Tú eres comprensivo, eres distinto a los demás hombres. Tú y yo nos parecemos bastante. Sybil sonrió. Me acerqué a ella, y me empujó suavemente, de que volví a quedar tumbado en la cama. Entonces, pensé: "Otra vez vuelve a comenzar el ...".Sybil dijo: —Estate quieto y deja que te mire tal como estás sobre la sábana blanca. Desde que te conocí he pensado siempre que eras muy . Pareces una figura de ébano cálido sobre nieve blanca. ¿Ves de qué manera me haces hablar? Me haces sentir poéticamente. "Ébano cálido sobre nieve blanca". ¿Es poético, verdad? —No te rías de mí, soy muy sensible a todo lo que haga referencia al color de mi piel.

—¡Pero es que pareces exactamente lo que te he dicho! Contigo no tengo inhibiciones. No puedes imaginar lo libre que me siento a tu lado.  

Me fijé en la rosácea huella de las cintas del sostén y pensé: "¿Quién se venga de quién? ¿Por qué me sorprende su actitud, cuando me consta que esas mujeres no han escuchado otra cosa en su vida? ¿Cómo podía sorprenderme de que Sybil deseara ser violada, cuando la violación había sido elevada a la categoría de gran peligro, de temible ejercicio de fuerza, y nos habían enseñado a adorar cuanto fuerza y poder? Tras tantas y tantas advertencias de que se protegieran contra sus peligros, no resultaba sorprendente que algumujeres desearan la violación. Y entonces los papeles quedaban : el violador era el violado. Probablemente muchas mujeres ansiaban ser violadas. Quizás a esto se debía el que chillaran de terror en casos en que no había la menor posibilidad de que las violaran. Sybil habló con voz estropajosa: —¡Eso es! Mírame así, como si quisieras despedazarme. Me enloquece que me mires de este modo. Reí y le propiné un golpecito en la barbilla. Me tenía acorralado. Me encontraba en el mismo estado del boxeador que queda inconsciente pero en pie. No podía golpearla ni tampoco indignarme. Pensé en pronunciar un sermón sobre el respeto que en nuestra sociedad estamos obligados a tener para con el compañero de cama, pero sabía que no podía hacerlo, ya que había dejado de engañarme a mí mismo, y comprendía que yo ignoraba cómo era la sociedad en que vivía y el sitio que ocupaba en ella. Además, Sybil me consideraba como una especie de actor, de profesional de la diversión. Esto último también formaba parte de las enseñanzas recibidas por las mujeres como ella.

Levanté la copa, Sybil levantó la suya y bebimos. Luego, se me acercó, con un gesto infantil en los labios desnudos de maquillaje. —¿Verdad que lo harás, cariño? Anda, sé bueno. Si quería que la divirtiese, ¿por qué no hacerlo? ¿Por qué no comportarse como un caballero o como lo que ella creía que yo era? ¿Qué clase de hombre creía que era? Un violador domesticado, un experto en el tema de "La mujer y la sociedad". Quizá fuese verdaderamente eso: un hombre con una casa dispuesta al efecto, y actividades de orador, todo encaminado a satisfacer los deseos de las damas. Si así era, debía reconocer que yo mismo me había preparado la trampa en que debía caer. Puse el vaso en la mano de Sybil, y dije:

—Toma otro trago. Te sentirás mejor después de beber. Verás las cosas de una manera más realista. Bebió el sorbo, y me miró pensativa: —Sí, es una buena idea. Estoy tan harta de vivir tal como vivo, cariño. Pronto seré vieja y entonces todo habrá terminado. ¿Sabes lo que esto representa? George habla mucho sobre los derechos de la mujer, pero ignora totalmente las necesidades de  

la mujer. Habla mucho pero no hace nada. No puedes imaginar el bien que me has hecho... —Ni tú el que me has hecho a mí. Volví a llenar las copas. Al fin, el alcohol comenzaba a producir sus efectos. De una sacudida se echó atrás el cabello, cruzó las piernas y me miró. Ante mi vista, la cabeza de Sybil comenzó a vacilar. La oí: —No bebas tanto, mi vida. George, cuando bebe, se queda sin fuerzas. —No te preocupes. Mis mejores violaciones las he cometido siempre borracho como una cuba.

Me miró sorprendida. Sacudió los hombros y dijo: —¡Ooooh! ¡Entonces dame otro trago! Y ávidamente puso ante mí su vaso vacío, contenta como un niño que va a recibir una golosina. Dije:

—¿Qué diablos está ocurriendo aquí? ¿El nacimiento de una nueva nación? —¿Qué dices, mi vida? —Nada, un chiste malo. Olvídalo. —Esto es lo que más me gusta en ti. No me has contado ni uno solo de esos chistes vulgares que suelen contarse. Anda, cariño, llena la copa. Se la llené, y volví a llenársela. Llené muchas copas en pocos minutos. Llegó el momento en que me sentí muy lejos del lugar en que realmente me encontraba. Creí que cuanto allí ocurría no guardaba relación alguna con Sybil ni conmigo, y no podía evitar un confuso sentimiento de lástima que no deseaba sentir. Entonces, me miró con ojos que brillaban tras los párpados entornados, se incorporó, me propinó un golpe donde más daño podía hacerme, y dijo: —¡Anda, pégame! ¡Pégame, so bruto! ¡Pégame, negro! ¿A qué esperas? ¡Dame una paliza de una maldita vez! ¿Es que no te importo? ¿No me deseas?

Me enfadé y le di dos bofetadas. Se dejó caer en la cama, y quedó allí, con el rostro enrojecido, retándome a que volviera a pegarle. Su ombligo no era saliente, sino hundido, como un pozo en una tierra sacudida por temblores sísmicos, que se contraía y dilataba. Y entonces dijo : —¡Sigue, sigue! ¡Sigue! —Sí, claro que sí.  

Miré alrededor. Y cuando, en un extraño estado de ánimo, con las emociones paralizadas, me disponía a echarle la bebida encima, vi el rojo lápiz de los labios sobre la mesilla. Lo cogí y dije: —Sí, claro que sí. Dominado por la rabia, me incliné sobre su cuerpo, y, en literaria inspiración de borracho, escribí sobre su vientre:

SYBIL, HAS SIDO VIOLADA POR PAPA NOEL EN LA NOCHE DE NAVIDAD Me detuve. Estaba de rodillas en la cama, tembloroso, inclinado sobre ella, que esperaba atemorizada y gozosa. El lápiz de pintura para los labios tenía una metálica tonalidad púrpura. Con sus jadeos de placer anticipal, las letras temblaban, se dilataban y contraían sobre su vientre, resplandecían en el cuerpo de Sybil como un anuncio fluorescente. Decía: —¡Corre, mi vida, corre...! Fija la vista en ella, pensaba: "Espera a que George vea esto, si es que tiene ocasión de verlo. Entonces dará una conferencia sobre el aspecto de la mujer, en el que antes no había reparado". Me parecía un cuerpo sin nombre ni identidad. Y así estuve considerándola, hasta el momento en que me fijé en su rostro en el que se dibujaba el gesto de un deseo que yo no podía satisfacer, y pensé: "Pobre Sybil, ha escogido a un muchacho para realizar una tarea que es propia de un hombre, y no ha ocurrido nada de lo que ella esperaba que ocurriese; ni siquiera mi agresividad de negro ha podido conducirme a hacer lo que ella quería". Al fin, el alcohol la había dejado postrada. Me incliné sobre ella y besé suavemente sus labios. En voz baja dije: —Estate quieta, no hables. Las chicas no deben portarse así cuando se las viola... Con los ojos cerrados adelantó los labios. Volví a besarla, y estuve calmándola hasta que se durmió. Entonces, resolví de nuevo poner fin a aquella farsa. Estos juegos eran para Rinehart, no para mí. Tambaleándome fui a buscar una toalla, la mojé y regresé al dormitorio, donde intenté borrar del vientre de Sybil las huellas de mi delito. La pintura del lápiz de labios era pegajosa como el pecado. Trabajé arduamente sin conseguir resultados. Se  

me ocurrió utilizar whisky, ya que el agua no era eficaz, pero pensé que dejaría en Sybil un olor indecente. Al fin, empleé gasolina. Afortunadamente, cuando se despertó había casi terminado mi trabajo. Preguntó:

—¿Me estás violando, mi vida? —Naturalmente. ¿No es eso lo que querías? —Sí, pero no recuerdo que... Sentí deseos de reír. Hacía esfuerzos para verme, achicaba las pupilas, pero no podía ajustar su mirada a la distancia precisa. Daba cabezadas hacia un lado, luchaba con todas sus fuerzas para volver a la realidad. Y entonces, me sentí aliviado. Procuré poner en orden su cabello, y dije: —A propósito, ¿cómo se llama, señora? Indignada, a punto de echarse a llorar, repuso: —Sybil. Sabes muy bien que me llamo Sybil, querido. —Cuando te encontré en la calle no lo sabía. Brillaron sus ojos, y los labios se distendieron en una vaga sonrisa: —Tienes razón. No podías saber mi nombre porque era la primera vez que nos veíamos. Parecía que mis palabras la hubiesen colmado de felicidad. Contemplando la expresión de su rostro podía adivinar casi exactamente lo que pasaba en su mente.

—Así es. Estaba escondido en un oscuro portal, salté sobre ti, te llevé a un rincón, ¿te acuerdas? Te tapé la boca con las manos, para que no gritaras... —¿Luché desesperadamente? —Como una leona en defensa de sus cachorros. —Pero tú eres una bestia tan fuerte que me obligaste a ceder. Yo no quería, ¿verdad que no, cariño? Pero tú me obligaste con tu . —Eso es. —Cogí una prenda de seda—. Hiciste salir a la superficie la bestia que llevo dentro. Y te dominé a bofetadas. No meó otro remedio.

Estudió con detención mi rostro, y por un momento pensé que se echaría a llorar. Pero no fue así, sino que en sus labios se dibujó otra sonrisa. Mirándome fijamente, preguntó: —¿Verdad que soy una ninfómana? ¿Una ninfómana de cuerpo ? —Sí, una tremenda ninfómana. George debiera vigilarte un poco ás de lo que hace.

Se agitó, inquieta. —¡Tonterías! George es un pobre inútil capaz de tener a una ninfómana en la cama, a su lado, sin darse cuenta. —Eres maravillosa. Cuéntame cosas de George. Háblame de esta privilegiada mentalidad impulsadora de los cambios sociales.  

Frunció las cejas y su mirada adquirió gravedad que, luego, se ó en tristeza.

—¿Te refieres a George, a mi marido? ¡George está ciego, y no se entera de nada, ni ve nada de nada! ¿De qué te ríes? Mi risa se estaba convirtiendo en carcajadas. Tartamudeé: —¡De mí! ¡Me río de mí! —Te ríes como no he visto reír a nadie, cariño. Eres maravilloso. Cogí el vestido y se lo metí por la cabeza. Su voz me llegó ahogada, a través del "shantung". Cuando tiré del vestido para pasárselo las caderas, su rostro congestionado, con los cabellos en desorden,ó por el escote. Y exclamó enfáticamente, pronunciando la palabra de modo que cada sílaba parecía un suspiro:

—¡Ma-ra-vi-llo-so...! ¿Volveremos a hacerlo, cariño? Retrocedí un par de pasos. —¿Qué? —¡Por favor, mi vida, cariño, di que sí! —insistió con una sonrisa de abandono.

—Pues claro que sí,.. —¿Cuándo, mi amor? ¿Cuándo? —Cuando quieras. ¿Te parece bien todos los jueves a las nueve? Me hizo una carantoña al viejo estilo: —¡Ooooh, mi vida...! Jamás he conocido a nadie como tú. —¿Seguro? —De veras. Palabra de honor. ¿No me crees? —Claro que sí. Siempre resulta confortante que a uno le conozcan y le vean., ahora debemos irnos —dije, al ver que se disponía a sentarse en la cama.

—Necesito una copa antes de acostarme —suplicó entre pucheros. —Creo que ya has bebido bastante. —Una, solo una. Tomamos otra copa. Y al contemplarla sentí de nuevo lástima de ella, y asco hacia mí mismo. Estaba deprimido. Me miraba gravemente, con la cabeza inclinada a un lado: —Cariño, ¿quieres saber lo que la pequeña Sybil cree? La pequeña Sybil cree que quieres desembarazarte de ella. Estaba exhausto, vacío. Volví a llenar su copa y la mía. ¿Qué había yo hecho a aquella mujer? ¿O qué había permitido que ella me hiciera? ¿Lo ocurrido me había anulado totalmente? ¿Había anulado mi capacidad de decidir mi — la palabra se formó penosamente en mi cerebro, por sí misma, desconectada de mí, al igual que la vacilante sonrisa de Sybil—, mi responsabilidad? ¿Había quedado toanulado? Igual daba porque, al fin y al cabo, yo era invisible. Dije:

—Toma, bebe.  

—Tú

también, mi vida.

—Sí. Avanzó hacia mí, y me obligó a abrazarla. Pensé que seguramente había descabezado un sueño. Oía sonido de hielo golpeando cristal, repiques de campanas. Me embargaba una tristeza, como si el invierno hubiera llegado en el lapso de una hora. Sybil yacía en la cama, suelto el cabello castaño, mirándome con ojos entornados, azules, sombreados. A lo lejos oí un nuevo sonido.

—No contestes, mi vida. Su voz llegaba hasta mí desde una extraña eternidad, precedida por el movimiento de sus labios. —¿Qué? Acercó a mí su mano, con los dedos de uñas pintadas en rojo y dijo: —Deja que suene. No contestes. Al coger lo que su mano sostenía, comprendí el significado de palabras.

—No contestes, mi vida. Ahora, el aparato sonaba en mi mano. Sin saber por qué mi mente repetía despacio las palabras de una oración aprendida en mi infancia. Y entonces dije: —¿Dígame? Me habló una voz frenética, que no pude identificar, pero que ía a alguien de mi distrito:

—Hermano, ven aquí inmediatamente. —Estoy enfermo. ¿Qué pasa? —Hay jarana, y tú eres el único que puede... —¿Qué clase de jarana? —La situación se está poniendo muy fea, hermano. Intentan... Oí el lejano ruido de cristales rotos, seguido de un golpe sordo, y se cortó la comunicación. Veía la imagen vacilante de Sybil, que, con los labios, sin hablar, formaba la palabra "cariño", y dije:

—¡Oiga, oiga! Marqué el número de las oficinas del distrito y me respondió la señal indicativa de que la línea estaba ocupada. El sonido parecía repetir incesantemente: Amén-Amén-Amén. Lo escuché durante un rato. ¿Se trataba de una trampa? ¿Sabían que Sybil estaba conmigo? Colgué el aparato. Desde su sombreado mundo azul, los ojos de Sybil me contemplaban. —Cari...  

Me puse en pie, y cogiéndola del brazo le di un tirón. —Vayámonos ya. Tengo que ir al distrito. Y entonces me di cuenta de que había decidido acudir allá. Sybil dijo: —No. —Sí. Anda ya. Con un gesto de reto, se dejó caer en la cama. Solté su brazo, y miré alrededor. Tenía la cabeza espesa. ¿Qué podía ocurrir en el distrito a estas horas de la noche? ¿Y por qué tenía yo que ir allá? Sybil me contemplaba con la azul brillantez de sus ojos. Me sentí triste y deprimido. —Ve y vuelve, cariño —me dijo. —No, salgamos de aquí. Nos conviene respirar aire fresco. Evitando sus rojas y brillantes uñas, la cogí por las muñecas, la puse en pie y la empujé hacia la puerta. Avanzamos a pasos vacilantes. Nos detuvimos y sus labios rozaron los míos. Oprimió su cuerpo contra el mío, y por unos instantes yo oprimí el mío contra el suyo. Sentía una inmensa tristeza. Sybil hipó. Dirigí la vista a la ón. La luz se reflejaba en el líquido ámbar contenido en las copas. Sybil decía:

—Cariño, la vida podría ser tan distinta... —Pero no lo es ni lo será jamás. —Cariño... El ventilador zumbaba. En un rincón vi mi cartera de mano, cubierta de polvo, posado allí como los recuerdos en nuestra mente... Los recuerdos de la Lucha Real. Percibí en el rostro el cálido aliento de Sybil. La aparté suavemente de mí, dejándola apoyada en el quicio de la puerta. En un impulso subconsciente, como antes había recordado la canción de mi infancia, cogí la cartera y limpié el polvo pasándola por el muslo. Pesaba más de lo que había esperado. Me la coloqué bajo el brazo y oí en su interior un sonido metálico.

Sybil me contemplaba inmóvil, brillantes los ojos. La cogí del brazo. —¿Cómo te encuentras, Syb? —No te vayas, cariño. Deja que George se encargue de hacer eso que quieres hacer. Olvídate de los discursos esta noche. —Vamos. La cogí firmemente del brazo y la empujé hacia delante. Con el rostro vuelto hacia atrás, ávida la mirada, lanzó un suspiro. Llegamos a la calle sin mayores dificultades. Todavía tenía la cabeza ofuscada por el alcohol, y al contemplar la oscuridad y desolación de la calle, sentí deseos de llorar... ¿Qué ocurría en el distrito? ¿A santo de qué debía yo preocuparme de los problemas de aquellos ciegos burócratas? Yo era  

invisible. í la vista al frente, a lo largo de la silenciosa calle. Sybil caminaba tambaleante a mi lado y tarareaba una canción ingenua, despreocupada, juvenil. Sybil: mi amor tardío llegado demasiado pronto. La garganta me latía. El calor de la calle arropaba mi cuerpo. Con la mirada busqué inútilmente un taxi. Sybil tarareaba a mi lado y su perfume parecía irreal. Sin encontrar ningún taxi, llegamos al siguiente bloque de casas. Los altos tacones de Sybil golpeaban el pavimento al ritmo de sus inseguros pasos. Me detuve. Sybil dijo:

—Pobrecito... No sé cómo se llama. Me volví para mirarla: —¿Qué dices? Con una sonrisa lacia, Sybil siguió: —Es un bruto anónimo... Mi vida, un chivo desconocido. Avanzaba tambaleante. Sus zapatos de tacón alto sonaban en la acera: cloc, cloc, cloc. Hablé dirigiéndome a mí mismo más que a ella: —Sybil, ¿cómo acabará esta historia? Una voz interior me aconsejó dejar a Sybil y dirigirme inmediatamente al distrito. Sybil decía entre risas: —Acabará en la cama... No te vayas, mi vida, Sybil te meterá la cama. Sacudí la cabeza. Alcé la vista. Arriba, muy altas, las estrellas giraban lentamente. Cerré los ojos, y las estrellas, ahora convertidas en puntos rojos, siguieron girando sobre mis párpados. Algo más se, cogí a Sybil por el brazo y le dije:

—Oye, quédate aquí un instante. Yo iré a buscar un taxi en la Quinta Avenida. Quédate aquí, querida. Y no te muevas. Tambaleándonos nos acercamos a un edificio de anticuada traza, con ventanas oscuras. En la fachada, sobre los laberínticos dibujos que la cubrían por entero, destacaban unos grandes medallones de piedra. Dejé a Sybil apoyada en la barandilla de la escalinata exterior, que terminaba en una puerta en cuyo dintel había un monstruo de piedra. Quedó allí apoyada, con el cabello en desorden, mirándome sonriente, bajo la luz del farol. Balanceaba la cabeza hacia un lado y mantenía furiosamente cerrado el ojo derecho.

—Claro que sí, mi vida. —Enseguida estaré de vuelta —dije, mientras retrocedía. —Cariño... Mi vida... Pensé: "He aquí la tierna expresión de amor hacia el bestia, hacia la bestia negra". Me llamaba "mi vida", "cariño", "hermoso", "sublime"... Igual daba, porque, al fin y al cabo, yo era invisible.

Avanzaba a lo largo de la silenciosa calle, con la esperanza de encontrar un taxi antes de llegar a la Quinta Avenida. Al frente brillaban las luces de la Avenida. Los automóviles cruzaban la  

intersección de ésta con la calle por la que yo avanzaba, y los veía pasar a lo lejos, más allá de los árboles altos y oscuros. ¿Qué ocurría en el distrito? ¿Por qué me habían llamado a aquella hora de la noche? ¿Y quién me había llamado? Aceleré el ritmo de mis vacilantes pasos. A mis espaldas oí a Sybil: —¡Cariiiiño...! ¡Mi viiiida...! Sin volver la vista atrás, agité la mano en el aire. Nunca, nunca más. Y seguí adelante. Al llegar a la Quinta Avenida vi un taxi libre. Lo llamé, pero oí otra voz, alegre, despreocupada, que también lo llamaba. Con la vista recorrí la avenida en busca de otro taxi, y, entonces, oí el chirrido de frenos, y al volver la cabeza vi un taxi detenido, de cuya ventanilla salía un brazo blanco que me indicaba que me acercara. El taxi se puso en marcha, recorrió media circunferencia y se detuvo ante mí, quedando orientado en dirección opuesta a la que había venido. Me eché a reír. Era Sybil. Tambaleándome me acerqué a la portezuela. Vi la cabeza de Sybil enmarcada en la ventanilla. Sonreía, la cabeza hacia un hombro —igual que antes— y el cabello le colgaba a uno y otro lado del rostro. Dijo:

—Entra, mi vida. Entra y llévame a Harlem. Sacudí la cabeza negativamente, con tristeza, sintiendo su peso, y dije: —No. Tengo mucho que hacer allí. Mejor será que vayas a tu casa. —No, mi vida. Llévame contigo. Con la mano en la portezuela, dirigí la vista hacia el taxista. Era un hombre pequeño, de cabello negro, que me miraba con expresión de disgusto; la luz roja del semáforo se reflejaba en la punta de su . Le dije:

—Llévela a su casa. Le di las señas de Sybil y le entregué mi último billete de cinco dólares. Lo cogió a regañadientes. —No, no, mi vida. Quiero ir a Harlem contigo —insistía Sybil. Retrocedí y dije: —Buenas noches. Estábamos a mitad de camino entre dos intersecciones de la Avenida. Sybil, con la mirada alterada, asomado su blanco rostro a la , gritaba :

—¡Nooo...! ¡Nooo, mi vida! ¡No te vayas...! Vi como el taxista ponía en marcha el taxi, que se alejó veloz y despreciativamente. Las luces traseras eran tan rojas como la nariz conductor. Anduve con los ojos cerrados, dominado por la sensación de flotar en el aire, y procurando serenarme. Abrí los ojos y crucé la calle para situarme en la acera junto al parque, en la zona empedrada con adoquines. Los automóviles pasaban una y otra vez, incesantemente, y la luz de sus faros taladraba el aire  

nocturno. Todos los taxis iban ocupados y se dirigían hacia el centro de la ciudad. Seguí adelante, sintiéndome el centro de gravedad en que convergía el peso de todas las cosas, y con la cabeza dándome vueltas.

Cuando llegué a las proximidades de la calle Ciento Diez volví a verla. Se encontraba junto a un farol y agitaba la mano hacia mí. No me sorprendió; aquella noche había llegado a tener un concepto fatalista de la vida. Despacio, me acercaba a ella, la oí reír. Y tan pronto advirtió que me había dado cuenta de su presencia, echó a correr. Iba descalza, corría desmadejadamente, como en un sueño. Corría, corría. Corría insegura pero veloz. Y yo también corría, aunque las piernas me pesaban como si fueran de plomo. Sorprendido, e incapaz de darle alcance, gritaba "¡Sybil, Sybil!", y seguí corriendo pesadamente, a lo largo del parque. Volvió la cabeza atrás, tropezó, y chilló: —¡Corre, mi vida...! ¡Cógeme! Y seguía corriendo descalza, con el cuerpo libre de toda opresión, como desnuda, a lo largo del parque.

Con la cartera bajo el brazo, corría tras ella. Recordé que debía ir a la oficina del distrito, y grité: —¡Sybil, espera! ¡Espera! No se detuvo. Los colores de su vestido llameaban cuando cruzaba las zonas iluminadas. Corría con las faldas levantadas, moviendo torpemente las piernas, jadeante el cuerpo. Pensé que mejor sería dejar de perseguirla. Corriendo alocadamente cruzó la calle, y, al llegar a la otra acera, se cayó. Se puso en pie, y volvió a caerse, quedando sentada. Ahora que había consumido las energías iniciales que le permitieron emprender aquella carrera era incapaz de mantenerse en pie siquiera.

Cuando llegué junto a ella, dijo: —¡Cariño...! ¡Maldita sea, hombre! ¿Por qué me has empujado? —Levántate —dije sin enfado. La cogí por el brazo, cálido y suave, y repetí—: Levántate. Se puso en pie, quedando con los brazos abiertos de par en par, dispuesta a abrazarme. Le dije: —No, no. Hoy no es jueves. Dime, ¿qué piensan hacer conmigo? —¿Quiénes, mi vida? —Jack, George... Tobitt y todos los demás. —Que me maten si lo sé, mi vida. Olvídate de ellos, son un atajo de pesados, inútiles. Ya sabes... El asqueroso mundo de esa gente no tiene nada que ver con nosotros. Olvídales.  

Afortunadamente, en aquel instante apareció en la esquina un taxi libre que se acercó rápidamente a donde nos encontrábamos. Y, un par de calles más allá, vi un autobús de dos pisos, que también venía hacia nosotros. Llamé al taxi. El taxista asomó la cabeza por la ventanilla, inclinado el cuerpo sobre el volante. El taxi efectuó un giro en forma de U y se detuvo junto a nosotros. El taxista nos miró, sorprendido, incrédulamente. Dije: —Sube, Sybil. Y no vuelvas a hacer lo que has hecho. Con gesto preocupado, el taxista se dirigió a mí: —Perdone, amigo, ¿supongo que no piensa llevarla a Harlem? —No. La señora va al centro de la ciudad. Sube, Sybil. Sybil habló al taxista, que me miraba en silencio, como si estuviera contemplando a un loco: —Es un dictador... ¿sabe? Un dictador. —¡Ya sabe lo que se pesca, ya! —musitó el taxista. Sybil entró. —¡Es un dictador...! ¡Nada más que un dictador...! Me dirigí al taxista: —Llévela a su casa y no permita que se apee del taxi antes de llegar. No quiero que vaya a Harlem, ¿comprende? Se trata de una señora muy importante, de una gran señora. —De acuerdo. Tiene usted razón: más le valdrá no ir a Harlem esta noche. Allí la cosa está que arde. Se disponía a poner en marcha el automóvil. Le pregunté: —¿Qué ocurre en Harlem? —Están destrozando el barrio entero —contestó, mientras ponía primera marcha. Quedé un instante con la vista fija en el taxi que se alejaba, y me encaminé hacia la parada del autobús, pensando que en esta ocasión había adoptado todas las precauciones necesarias para que Sybil no me encontrara. Hice señas al autobús para que se detuviera, y subí. En aquellos instantes tenía clarísima conciencia de que debía acudir a toda prisa a Harlem, sin embargo estaba todavía ofuscado por el alcohol y era incapaz de recuperar el pleno dominio de mis actos. Iba sentado, con la cartera en las manos y los ojos cerrados, percibiendo el rápido avance del autobús. No tardaríamos en llegar a la Séptima Avenida. Pensé: "Sybil, perdóname". El autobús avanzaba. Sin embargo, cuando abrí los ojos, vi que el autobús penetraba en Riverside Drive. Acepté resignadamente la realidad. Aquella noche nada ocurría tal como cabía esperar. Había bebido demasiado. El tiempo pasaba veloz, fluido, invisible, triste. Por la ventanilla vi un buque que navegaba contra corriente; sus luces  

eran brillantes puntos móviles, que destacaban en la oscuridad de la noche. A mi olfato llegaba el fresco olor del mar, denso y constante, y ante mis se deslizaban las confusas imágenes de las embarcaciones ama, el agua oscura y las móviles luces. En la otra orilla se extendía Jersey, y entonces recordé mi llegada a Harlem. Pensé que había sucedido largo tiempo atrás, en días muy lejanos. Me sentía como un hombre ahogado, en el fondo de las aguas que ahora pasaban ante mi vista. A la derecha y al frente, veía la alta aguja de la iglesia, rematada con una roja luz. Y ahora, pasábamos ante la tumba del gran héroe nacional. Recordé mi visita a ella. Subí unas escaleras, entré y al fondo vi el lugar en que reposaba, acompañado de banderas.

Pronto llegamos a la calle Veinticinco. Tambaleándome, bajé del autobús. Ante mí tenía el agua, y a mis espaldas oía el ruido del motor del autobús que se alejaba. Corría una suave brisa, sin embargo al estar quieto volvía a sentir el calor. A lo lejos, en la oscuridad de la noche, el gran puente cruzaba, como si estuviera formado por líneas punteadas de luces, las oscuras aguas del río. Las letras luminosas, al otro lado del río, decían: "La hora, en este momento es...". Pero sabedor de que vivía momentos de histórica trascendencia, me eché a reír, pensando que importaba muy poco la hora que marcaran los relojes. Crucé la calle y me acerqué a la fuente. Dejé que el agua corriera, hasta que, en la mano, sentí que manaba más fría, entonces mojé el pañuelo en ella y me lo pasé por los ojos y el rostro. El agua lanzaba destellos plateados, cantaba y corría. Adelanté el rostro y sentí en la piel el líquido frescor, mientras escuchaba la ingenua canción de la fuente. Y, entonces, oí el otro sonido. No era el ruido del río, ni el de los automóviles que rodaban en la oscuridad, sino un sonido distante, que parecía producido por una multitud o por la marea al avanzar sobre la playa. Anduve hasta las escaleras e inicié su descenso. Bajo el puente corría el duro río de piedra de la calle. Por un instante, contemplé las onduladas líneas que formaban los adoquines, como si creyera que la calle fuera agua, como si hubiese creído que el agua de la fuente procedía de allí. De todos modos, me adentré en la calle, camino de Harlem. Apresuré el paso. El ruido rumoroso, hecho de mil voces, se acercaba, hacía vibrar el aire, me envolvía. Llegaba a mí como el ulular del viento, como un lejano rugido que pretendiera decirme algo, comunicarme un mensaje. Me detuve y miré alrededor. Las vigas de acero avanzaban rítmicamente hasta perderse en la oscuridad, y luces rojas brillaban sobre los adoquines. Me encontraba bajo el puente. Tuve la impresión de que hubiesen esperado mi paso, el paso de mi persona, única y exclusivamente, de que hubieran consagrado sus vidas tan sólo a mí desde la eternidad. Miré a lo alto, hacia el sonido, mientras en mi mente se formaban  

imágenes de alas, y, entonces, algo cayó sobre mi rostro y resbaló por la mejilla. El aire maloliente me invadió el olfato, vi el cemento arriba, y algo ó sobre mi chaqueta y resbaló por la tela. Me protegí la cabeza con la cartera y eché a correr, mientras aquello caía a mi alrededor, como el agua en un chaparrón de verano. Enloquecido, fuera de mí, pensaba: "¡Hasta los pájaros! ¡Hasta los palomos, los gorriones y las malditas gaviotas!". Corrí ciegamente, presa de coraje y humillación, sin dejar de reír a carcajadas, a amargas carcajadas. Huía de los pájaros, pero ignoraba adónde me dirigía. Corrí. ¿Por qué me encontraba en aquel lugar?

Corría en la noche, corría dentro de mí mismo. Corría.

 

                                                          CAPÍTULO 25

Cuando llegué a Morningside, el tiroteo sonaba como una lejana conmemoración del Día de la Independencia. Aceleré el paso. En Saint Nicholas, las luces de los faroles estaban apagadas. Oí un bronco sonido, y vi a cuatro hombres que corrían hacia mí, empujando un pesado objeto sobre la acera. Era una caja de caudales. —¡Eh, oigan...! Pero no me dejaron continuar: —¡Sal de en medio, imbécil! Me eché a un lado, saltando a la calzada, y entonces se produjo una suspensión en el fluir del tiempo, igual que el intervalo que media entre el último golpe de hacha y la caída del gigantesco árbol, en el que sonó una explosión, seguida de un silencio súbito, inmenso. Entonces vi las figuras agazapadas junto a las puertas de las casas y a lo largo de los bordillos. El tiempo volvió a correr y me di cuenta de que estaba de bruces en el suelo, consciente pero incapaz de levantarme, y luchando por hacerlo. Veía los fogonazos de los disparos en la esquina de la avenida. A izquierda cuatro empujaban la trepidante caja de caudales, y dos policías, negras camisas les hacía casi invisibles, hacían fuego sobre ellos el fondo de la calle. Uno de los cilindros de acero sobre los que avanzaba la caja de caudales salió disparado hacia delante, y, más allá, pasada la esquina una bala perforó un neumático de automóvil que comenzó a soltar aire con un sonido que sugería el grito de agonía de un animal. Rodé por el suelo, con la intención de acercarme a la acera, sin lograrlo, y sentí el rostro cubierto de cálido líquido. La caja de caudales rodaba por sí sola, como si tuviera vida, hacia el cruce, mientras los cuatro hombres doblaban la esquina y desaparecían en la oscuridad. La caja de caudales se desvió de su trayectoria y quedó detenida en el tercer raíl del tranvía, el raíl por el que pasaba la electricidad, provocando un chisporroteo que sumió el paraje en una intensa luz azulada propia de una escena vivida entre sueños. Y en el sueño que en aquellos instantes vivía, vi a los policías que disparaban sus revólveres como si participaran en un concurso de tiro al blanco: un pie adelantado, alta la mano derecha, en la cadera la mano izquierda, apuntando cuidadosamente antes de disparar.

Uno de los dos policías gritó: —¡Llamemos a la patrulla de emergencia!

 

Dieron la vuelta, y desaparecieron allí donde el apagado brillo de los raíles del tranvía se desvanecía en la oscuridad de la noche. Entonces, de repente, la calle revivió. Del asfalto brotaron hombres que se dirigieron corriendo y gritando hacia las tiendas. Tenía rostro cubierto de sangre y no podía moverme. Alguien me ayudó. é ponerme de rodillas, y, después, en pie.

—¿Estás herido, muchacho? —Un poco... No sé. Apenas podía verles. Una voz dijo: —¡Fíjate! ¡Tiene un agujero en la frente! Una luz me iluminó el rostro. Y la luz se acercó. Al sentir la pesada mano sobre mi cráneo, retrocedí un paso. Y otra voz dijo: —Ha sido de rebote. Estos cuarenta y cinco te dan en el dedo meñique y te tumban de espaldas. Otro, desde la acera, gritó: —Este que está aquí ya se fue al otro barrio. Le dejaron seco. Me pasé el pañuelo por la cara. Me zumbaba la cabeza y tenía la fija idea de que había perdido algo. —¿Es tuyo eso, muchacho? El que había hablado me ofrecía la cartera de mano, con las asas hacia mí. La cogí presa de súbito terror, como sí, por un instante, hubiera perdido algo de un valor inapreciable. Dije:

—Gracias. Escudriñé las facciones teñidas de azul, oscuras, de quienes me rodeaban. Dirigí la vista al hombre muerto. Yacía de bruces, rodeado de un grupo de hombres. Me di cuenta de que hubiese podido ser yo quien yaciera muerto en la acera, y tuve la impresión de haberleallí, en aquella postura, a la luz del mediodía, hacía mucho tiempo. ¿Cuánto tiempo hacía...? Y sabía cómo se llamaba. Me flaqueron las piernas. Me senté en el bordillo. Los nudillos de la mano que se cerraba alrededor del asa de la cartera descansaban en el suelo; mantenía la cabeza caída al frente. La gente se agitaba a mi alrededor. Oí:

—¡Apártate, hombre! ¡No te pongas nervioso! ¡Aquí hay para todos! Sabía que tenía que hacer algo, pero comprendía que el olvido de lo que debía hacer no era natural, del mismo modo que uno sabe que el olvido de los detalles de un sueño no es tal olvido sino la total disolución de tales detalles en la nada. Sabía que debía hacer algo, e intentaba determinar qué era, esforzándome en traspasar el gris velo que, en mi mente, cubría aquello que debía hacer, un velo tan opaco como la azulada cortina que impedía ver la calle más allá de la caja de caudales. Me desapareció el mareo y pude ponerme en pie, sin soltar ni por un instante la cartera. Me llevé el pañuelo a la cabeza y lo oprimí contra la herida. En la calle, no muy lejos de donde yo  

me encontraba, oí el ruido de los grandes cristales de los escaparates al hacerse añicos, y en el azul misterioso de la oscuridad, las paredes de las casas despedían destellos. Los anuncios luminosos apagados y los sonidos habían perdido su habitual significado. Sonó un timbre de alarma, que ya a nadie podía alarmar, y después oí los gozosos gritos de los que se dedicaban al pillaje.

Alguien dijo junto a mí. —Vamos, ya. Y el hombre que me había ayudado a ponerme en pie me dijo: —Vamos, compañero. Me tomó del brazo. Era un hombre delgado, que llevaba un gran saco de tela al hombro. —Tal como te encuentras no es aconsejable que te quedes aquí —añadió—. Pareces como borracho. —¿A dónde vamos? —¿A dónde, dices? ¡A cualquier sitio! ¡A todas partes! Lo que hace falta es que nos movamos, sin preguntarnos a dónde vamos... Gritó: —¡Dupre! —¡Maldita sea, no vocees mi nombre, que no hace ninguna falta —contestó una voz—. Estoy aquí, cogiendo unas cuantas camisas de trabajo.

—Coge algunas para mí, Du. —De acuerdo, pero no creas que soy tu mamá. Miré al hombre delgado, y no pude evitar sentir simpatía hacia él. Me había ayudado sin conocerme, de un modo desinteresado. —¡Du! —gritó—. ¿Vamos allá? —Deja que coja las camisas. La multitud entraba y salía de las tiendas, moviéndose como las hormigas alrededor del azúcar derramado. De vez en cuando se oía ruido de cristales rotos, disparos, las sirenas de los bomberos en lejanas calles. El hombre me preguntó: —¿Cómo te encuentras? —Todavía estoy algo mareado, y débil. —Veamos si ya ha dejado de sangrar el agujero ese. Sí, no tardarás en encontrarte bien.

Oía claramente su voz, sin embargo no podía distinguir bien sus facciones. Dije: —Seguro.  

—Has

tenido suerte de que no te hayan matado. Estos hijos de puta tiran a dar, ahora. Ahí, en Lenox, tiraban al aire. ¡Si pudiera conseguir un rifle, les daría una lección! Tómate un trago, es scotch del bueno. —Sacó una botella de cuarto de litro del bolsillo trasero del pantalón—. He cogido una caja entera en aquella licorería. Allí, si entras y respiras hondo, te emborrachas. Quedas borracho como una sopa con sólo respirar. Cientos de litros del mejor whisky por los suelos... Tomé un par de sorbos. Al tragar la bebida sentí un temblor en el estómago, pero el ardor del alcohol me reanimó. Oscuras figuras, envueltas en resplandor azulado, se movían a mi alrededor. El hombre miró hacia la oscura zona en que la multitud hormigueaba, y dijo: —¡Fíjate, se lo llevan todo! ¡No dejan nada! Yo ya estoy cansado, ahora. ¿Estuviste en Lenox?

—No. Junto a mí, pasó una mujer que llevaba alrededor de una docena de pollos desplumados colgados por el cuello a una escoba nueva. —¡Lástima que no lo hayas visto! Lo destrozamos todo. Ahora, las mujeres se llevan lo poco que dejamos. Una vieja se ha llevado media vaca, apenas podía con ella. Ahí llega Dupre. De la multitud salió un hombre pequeño, cargado con un montón de cajas. En la cabeza llevaba tres sombreros, uno encima de otro, y de sus hombros colgaban varios pares de tirantes. Cuando estuvo más cerca advertí que calzaba botas de agua que le cubrían las piernas por entero. Iba con los bolsillos repletos, abultados, y cargaba un pesado saco al hombro.

Mi amigo señaló la cabeza del recién llegado: —¡Maldita sea, Dupre! Supongo que me darás uno. ¿De qué marca son? Dupre se detuvo y le miró: —¿Con todos los sombreros que había ahí dentro, tú crees que iba a coger otra cosa que no fuera Dobbs? ¿Estás loco? ¿Tú crees que iba a escoger cualquier otra marca habiendo allí estos Dobbs nuevos, con los mejores colores? Vayámonos antes que la policía vuelva. ¡Fíjate como arde! Miré la cortina de fuego azulado, contra la que destacaban negras siluetas humanas. Dupre gritó una orden, y de la multitud surgieron varios hombres que se unieron a nosotros. Emprendimos la marcha. Mi amigo (al que los demás llamaban Scofield) me cogió del brazo para que no me separara de él. La cabeza me latía dolorosamente, y la herida aún sangraba. Scofield señaló mi cartera y dijo:  

—Parece que también llevas tu botín. —Es poca cosa. Y pensé: "¿botín?" ¿Botín? repente recordé por qué la cartera pesaba tanto. En ella llevaba los fragmentos de la hucha de Mary y las monedas que había contenido. Sin saber por qué, abrí la cartera y metí en ella todos mis papeles, el carnet de la Hermandad, la carta anónima, el muñeco de Clifton. Scofield dijo:

—¡Llénala, hombre, llénala! No te dé vergüenza. Espera a que entremos en una casa de empeños y verás. Fíjate, Du lleva un saco de recoger algodón lleno hasta rebosar. Si quisiera, podría abrir una tienda. Un hombre que iba a mi lado, exclamó: —Hubiese jurado que el saco de Dupre era un saco de recoger algodón. ¿Dónde diablos lo consiguió? —Lo trajo consigo cuando vino al Norte. Du jura que cuando vuelva al Sur lo hará con el saco lleno de billetes de diez dólares. Después de esta noche, va a necesitar un almacén para guardar todo lo que ha cogido. ¡Y tú has de llenar esta cartera, muchacho! ¡No puedes irte con las manos vacías! —Ya llevo bastantes cosas en ella. No creo que vaya a coger nada. Y, en aquel instante, tuve clara conciencia de lo que nos disponíamos a hacer, pero me sentí incapaz de abandonarles. Scofield dijo: —Quizá tengas razón. A lo mejor la llevas llena de diamantes o algo por el estilo. Tampoco hay que ser demasiado ambicioso, aunque a veces uno no pueda dominarse. Seguimos adelante. ¿Por qué no les dejaba e iba a las oficinas del distrito? ¿Dónde pararían los miembros de la Hermandad? ¿Estarían celebrando el cumpleaños de Jack? —¿Cómo empezó eso? —dije. Scofield pareció sorprenderse. —No tengo ni idea. Supongo que un policía le pegó un tiro a una mujer, o algo por el estilo. Un hombre se acercó a nosotros, en el momento en que oía el ruido de un pesado objeto de acero al chocar contra el suelo. El hombre dijo: —No, no fue eso. Todo se debe a aquel muchacho, ¿cómo se llama...?  

—¿A quién te refieres? —pregunté. —¡Al chico joven! —¡Sí! ¡Aquello indignó a todo el mundo!

Clifton, pensé. Todo se debe a Clifton. Una noche en honor de Clifton. Scofield dijo: —No, hombre, no. Vi con mis propios ojos cómo empezó la cosa. A las ocho, en Lenox, junto a la calle Ciento Veintitrés, un policía dio una bofetada a un niño por haber cogido un puñado de chocolatines, la madre del niño protestó, y entonces el guardia abofeteó a la madre, y así se armó el jaleo. Otro dijo: —Yo he oído decir que ocurrió de otra manera. Cuando llegué me dijeron que una mujer blanca había intentado quitarle el hombre a una negra. —No me importa como empezara, lo único que me interesa es que dure. Otra voz dijo: —Sí, se debió a una mujer blanca, pero no pasó como tú has dicho. La mujer blanca estaba borracha... No pudo ser Sybil, pensé, puesto que cuando la dejé, los disturbios habían ya comenzado.

Desde el escaparate de una casa de empeños, un hombre que sostenía unos anteojos en la mano, gritó: —¿Queréis saber quién inició el baile? ¿Lo queréis saber de verdad? —Claro —dije. —¡Pues lo empezó nuestro gran jefe, este gran hombre llamado Ras el Destructor! —¿Ese soplapollas? —preguntó una voz. —¡Eso lo serás tú, hijo de tu madre! —Nadie lo sabe —dijo Dupre. Scofield me ofreció la botella de whisky, que yo rechacé, y dijo: —Sencillamente, el barrio explotó. Todo se debe a estos días... —¿Qué días? —-Al calor de estos días. —No, te digo que la gente perdió los estribos con lo que le hicieron a aquel muchacho... Pasamos ante un edificio del que salió una voz que gritaba frenéticamente:

 

—¡Este establecimiento es de propiedad negra! ¡De propiedad negra! ¡Es un establecimiento negro! —¡Pues pon una señal para que lo sepamos, so memo! —gritó una voz—. Seguramente eres tan cabrón como los otros. —Escuchad al bastardo ese. Por primera vez en su vida está contento de ser negro —dijo Scofield. La voz seguía gritando mecánicamente: —¡Establecimiento negro! ¡Establecimiento negro! —¿Estás seguro de que no llevas sangre blanca? —¡Segurísimo! ¡Ni gota! —¿Qué os parece si le hiciéramos una visita? —¿Para qué? Seguramente tiene la tienda vacía. Más vale que dejemos en paz al pobre desgraciado. Cuando llegamos ante una ferretería, Dupre dijo: —Muchachos, ésta es la primera parada. —¿Qué vamos a hacer ahora? —pregunté. Dupre me miró, e inclinando a un lado la cabeza cubierta con los tres sombreros, preguntó: —¿Quién eres? —Nadie, uno de los muchachos. —Me parece que te conozco... —No creo. Scofield intervino: —No te preocupes, Du, la policía disparó sobre él. Dupre me miró fijamente, y atizó un puntapié a una pastilla de mantequilla, que salió disparada dejando un grasiento rastro. Dijo: —Vamos a hacer algo que tenemos que hacer. En primer lugar cogeremos linternas eléctricas, una para cada uno... Es preciso que nos organicemos un poco. ¡Vamos! ¡Adentro! —Vamos, muchacho —me dijo Scofield. No sentí ningún impulso de abandonarles, ni tampoco de convertirme en su jefe. Les seguía contento, dominado por la necesidad de saber a dónde irían y qué harían. Pero en ningún momento me abandonaba la idea de que debía acudir a las oficinas del distrito. Entramos en el almacén; en la oscuridad interior se veían destellos metálicos. Los hombres iban de un lado para otro, cuidadosamente. Oía el sonido que producían en  

su búsqueda, al coger objetos y dejarlos en el suelo. Sonó la campanilla de la caja registradora. —Aquí hay linternas —dijo alguien. —¿Cuántas? —preguntó Dupre. —Muchas. —Pues repártelas. Una a cada uno. ¿Tienen pilas? —No, pero ahí veo una docena de cajas con pilas. —Pues dame una linterna con batería y buscaré las latas. Luego das una linterna a cada uno. —Aquí hay latas —dijo Scofield. —Ahora sólo nos falta saber dónde está el alcohol. —¿Alcohol? —dije. —Eso, alcohol de quemar, gasolina o kerosene. Y prestad atención: ¡que nadie fume!

Me quedé al lado de Scofield, con el oído atento a los sonidos. Scofield cogió una pila de latas y las repartió. Entonces, el almacén cobró nueva vida, quedó poblado de rayos de luz y de sombras inquietas, saltarinas. Dupre gritó: —Mantened las linternas bajas, a ras del suelo. No hace falta que la gente nos vea. Cuando tengáis las latas poneos en fila y os las llenaré. —¡Fijaos como manda Du! ¡Qué elemento! Le gusta mandar. Siempre me ha metido en líos. —¿Qué diablos vamos a hacer? —pregunté. Dupre contestó: —Ya lo verás. ¡Eh, tú, el de la caja registradora! ¡Déjala ya tranquila y coge tu lata! ¿No ves que no hay nada en la caja? Si hubiera algo ya lo habría cogido yo. Súbitamente el metálico golpeteo de las latas cesó. Fuimos a un cuarto trasero. A la luz de la linterna vi una hilera de tanques de combustible sostenido sobre unos soportes. Dupre estaba junto a uno de ellos, con sus flamantes botas de agua, y llenaba las latas con kerosene. Avanzábamos hacia él, lenta y ordenadamente. Cuando todas las latas estuvieron llenas nos dirigimos a la calle. En la oscuridad, con las voces de aquellos hombres a mi alrededor, experimentaba una creciente excitación. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué debía pensar de lo que estaba viendo? ¿Qué debía hacer?

Dupre dijo:

 

—Llevando

eso en las manos mejor será que vayamos por el centro de la calle. Al fin y al cabo sólo tendremos que andar hasta la esquina. Mientras salíamos de la tienda, entró en ella un grupo de muchachos de catorce a quince años. Las linternas los iluminaron, y vi unas figuras que corrían. Llevaban pelucas rubias y vestían chaqués, cuyas colas se agitaban tras los móviles cuerpos. Después, persiguiendo a los muchachos que entraron primero, llegaron otros armados con rifles de juguete, obtenidos en algún almacén de la cadena Army&Navy. Me uní a las risas de mis compañeros y pensé: "Es una noche de ritual homenaje a Clifton".

—Apagad las linternas —ordenó Dupre. A nuestras espaldas oíamos gritos y risas. Al frente, los pasos de muchachos que corrían de un lado para otro, las lejanas sirenas los bomberos, disparos, y, en los momentos de silencio general, el constante ruido de vidrios haciéndose añicos. A mi olfato llegaba el olor del kerosene que salía de las latas en el suelo.

Entonces, Scofield me cogió bruscamente el brazo: —¡Dios mío! ¡Mira allá! Vi un grupo de hombres que corría empujando un enorme vagón de transporte de leche Borden, encima del cual iba sentada una gigantesca mujer vestida con una bata de guinga y rodeada de linternas de ferrocarril, que bebía cerveza de un barril que tenía ante ella. Los hombres corrían furiosamente unos cuantos pasos, y se detenían, descansando entre los circulares parachoques del vagón. Corrían unos pasos más y volvían a detenerse. Gritaban, bebían y reían. La mujer, arriba, echó la cabeza atrás, y en voz potente, con timbre de cantora de blues, gritó apasionadamente: Si no hubiera sido por el árbitro, Joe Louis le hubiera matado. Hubiera matado a Jim Jefferie... ¡Cerveza gratis! Y con el cucharón que utilizaba para sacar cerveza del barril hizo un amplio ademán, lanzando la bebida a la calle. Sorprendidos, nos detuvimos. Con el cucharón en la mano, la mujer inclinaba el cuerpo y la cabeza a derecha e izquierda, en cortesanas reverencias, como una mujer cañón embriagada, en un desfile de circo. Después, se echó a reír, bebió sostenidamente, y con la mano libre comenzó a tirar botellas de leche a la calle. Y los hombres volvieron a empujar el vagón,  

cuyas ruedas destrozaban los desechos que cubrían la calle. A mi alrededor oía carcajadas y gritos de protesta. Scofield, indignado, dijo: —Debiéramos impedir que estos desgraciados siguieran portándose como imbéciles. Están llevando las cosas demasiado lejos. ¿Cómo diablos van a bajar de ahí a la mujer cuando esté totalmente borracha? Me gustaría saberlo. ¿Cómo diablos la bajarán? ¡Están tirando leche a la calle, leche que otra gente necesita! La visión de la mujer no me había impresionado. Leche y cerveza. Sentí tristeza. Al tomar la curva el vagón patinó, inclinándose. Seguimos nuestro camino. Procurábamos no pisar las botellas rotas; el kerosene de nuestras latas caía sobre la blanca leche derramada. ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué me había entristecido? Doblamos la esquina. La cabeza todavía me dolía.

—Es aquí —me dijo Scofield, cogiéndome por el brazo. Nos encontrábamos ante un edificio destinado a .

—¿Qué es esto? —El edificio en que casi todos nosotros vivimos. ¡Vamos! De modo que para eso iba a servir . ía creerlo, no podía creer que fuesen capaces de hacerlo. El edificio parecía vacío. En las ventanas no se veían luces. Ellos mismos habían sumido en tinieblas el lugar en que vivían, y ahora sólo las linternas y las llamas lo iluminarían. Miré a lo alto de la casa y pregunté a Scofield:

—¿Dónde viviréis? —¿Tú crees que alojarse aquí es vivir? Muchacho, la única forma de acabar con eso es haciendo lo que vamos a hacer. Contemplé a los hombres a mi alrededor, en busca de un movimiento, un signo de vacilación por leve que fuera. Miraban el edificio que se alzaba ante nosotros. En las latas, a la luz de reflejos ocasionales, veía resbalar oscuros riachuelos de kerosene. Los hombres miraban el edificio, inmóviles, encorvadas las espaldas. Ninguno de ellos decía no, con palabras o con su actitud. Y, ahora, en las oscuras ventanas y en los terrados, podía percibir las siluetas de mujeres y niños.

Dupre avanzó hacia el edificio. Subió a lo alto de la escalinata exterior. Y desde allí, la grotesca figura con tres sombreros en la cabeza, gritó: —Prestad atención. Vais a sacar de la casa a las mujeres, los niños, los viejos y los enfermos. No quiero que quede ni uno. Subís con las latas al terrado. ¿Lo comprendéis? ¡Al terrado! Y, entonces, comenzáis a usar las linternas y sacáis a la gente de los cuartos. No quiero que quede ni uno solo. Y cuando estén fuera, vaciáis las latas. Cuando las hayáis vaciado, yo daré tres gritos, y entonces echáis una cerilla y salís de ahí. ¡Y después nos largamos!  

Ni por un instante se me ocurrió interrumpirle o poner reparos a lo que iban a hacer... Tenían un plan que se disponían a ejecutar. De la casa comenzaban a salir mujeres y niños. Un niño lloraba. De , todos quedaron inmóviles, volvieron las cabezas, y escudriñaron la oscuridad de la noche. En algún lugar, no lejos de allí, se oía el incongruente ruido de un martillo neumático que sonaba como una ametralladora. Todos quedaron inmóviles, atentos, alerta sus sentidos como los del ciervo alarmado. Luego, reanudaron su trabajo. Las mujeres y los niños salían del edificio.

— Bueno, bueno... —dijo Dupre—. Que las mujeres vayan a las casas donde van a pasar la noche, y que se lleven a los niños. Me empujaron por la espalda. Di media vuelta y vi a una mujer que, tras pasar junto a mí, subía las escaleras exteriores y cogía a Dupre por el brazo. Las dos figuras parecieron fundirse en una sola, y oí la voz vibrante y desesperada de la mujer: —Por favor, Dupre. Por favor, sabes que voy a dar a luz de un momento a otro.., No tengo sitio adonde ir. Dupre se apartó de ella, y ascendió un peldaño. La miró, y, sacudiendo la cabeza cubierta por los tres sombreros, dijo con voz paciente: —¿Por qué provocas problemas, ahora? Sabes que es cosa decidida, y que no voy a echarme atrás. Se metió la mano en la boca de una de las botas de agua, y extrajo un revólver niquelado, con el que señaló en un amplio ademán a quienes estaban frente a él. —Escuchad todos. Aquí nadie va a cambiar de opinión, y no estoy dispuesto a tolerar que se discuta lo que ya está decidido.

—¡Bien! ¡Dupre tiene razón! —En esta cueva, mi hijo murió de tisis y os aseguro que aquí no va a nacer ningún otro niño. Y, ahora, Lottie, vete de aquí y deja que los hombres hagan lo que deben hacer. La mujer se echó a llorar y retrocedió hacia la calle. La miré. Iba en zapatillas, tenía los pechos turgentes y la barriga abultada, alta. Surgieron de la muchedumbre manos femeninas y se la llevaron. Sus ojos grandes y resplandecientes miraron hacia atrás, al hombre con botas de agua. ¿Qué clase de hombre era aquél? ¿Qué diría de él Jack? ¡Jack! ¿Dónde estaría, ahora?

Scofield me propinó un codazo: —Anda, muchacho, vamos ya. Embargado por la conciencia de la indignante irrealidad de Jack, í a Scofield. A la luz de las linternas entramos en la casa y subimos las escaleras. Precediéndome, avanzaba Dupre. Era un hombre a quien nada ni nadie me había enseñado a contemplar, a comprender, a respetar. Dupre era un hombre al margen de mi sistema de conceptos. Entramos en las habitaciones que  

mostraban los signos de la apresurada huida de sus habitantes. Dentro, hacía mucho calor. En el edificio resonaban los sonidos de pasos, de kerosene al ser vertido, de súplicas de algún viejo que se resistía a abandonar su . Luego, los hombres trabajaron en silencio, como gusanos galerías subterráneas. Parecía que el tiempo se hubiera detenido. No se oía ni una carcajada, ni una risa. Y, entonces, abajo, sonó la voz de Dupre: —Atención, muchachos. Ya no queda nadie dentro. Ahora, comenzando por el último piso, vais a encender las cerillas y a tirarlas en el kerosene. Andad con tiento, no sea que os abraséis...

En la lata de Scofield todavía quedaba kerosene. Cogió un trapo y lo echó en la lata. Luego, vi el chisporroteo de una cerilla, y, en el mismo instante, las llamas invadieron el cuarto. Se alzó una oleada de calor y retrocedí unos pasos. Scofield estaba en pie ante mí, su silueta se recortaba contra las llamas, y oía su voz dando gritos: —¡Malditos podridos hijos-puta! ¡Pensabais que no lo haríamos! ¡Pues ya está hecho! ¡No queríais arreglarlo! ¡Pues ya está arreglado para siempre!

—Salgamos de aquí —dije. Ante nosotros, más abajo, los hombres descendían a saltos por la escalera, iluminados por la fantasmagórica luz de llamas y explosiones; bajaban a saltos como los que se dan en los sueños. Pasaba ante los distintos pisos y en todos se elevaban las llamas. Me sentí avasallado por una incontenible exaltación. Pensaba: "¡Lo han hecho! ¡Lo han hecho!". Lo planearon y lo llevaron a cabo solos, por propia decisión, por propia actuación. Eran capaces de actuar por su cuenta.

Oí pasos tras mí, y una voz aulló: —¡Corre, muchacho! ¡Corre! Ahí arriba es un infierno. Alguien ha abierto la puerta del terrado y las llamas saltan hacia arriba como demonios. —¡Corre! ¡Vayámonos de aquí! —dijo Scofield. Al ponerme en movimiento noté que perdía algo, un objeto, y, cuando me encontraba en el piso inmediato inferior me di cuenta de había perdido mi cartera de mano. Dudé durante un instante, pero decidí volver atrás para buscarla, ya que la había tenido durante demasiado tiempo para desprenderme de ella sin dolor.

—¡Vamos, muchacho! ¡No te entretengas! —gritaba Scofield. —Espera un momento, vuelvo enseguida. Encorvado, agarrándome a la barandilla y luchando con los que bajaban a toda prisa, comencé a ascender, sin dejar de buscar, a la luz de la linterna. La encontré. En el brillante cuero destacaba la huella de una pisada húmeda de kerosene y con grumos de yeso. La cogí y di la vuelta para dirigirme hacia abajo.  

Disgustado, pensé que sería difícil limpiar la grasienta mancha del kerosene. Comprendí que acababa de presenciar lo que de un modo oscuro había presentido, y había intentado comunicar al comité, sin que éste quisiera darse por enterado. Temblando de excitación, me lancé por las escaleras, camino de la salida. En el vestíbulo vi una lata medio llena de kerosene. La cogí y la arrojé a una habitación en llamas. Una llamarada mezclada con humo salió disparada hacia mí, llenando de humo el vestíbulo. Ahogándome y tosiendo, eché a correr. Cuando me hallé en el aire libre, entre los explosivos sonidos de aquella noche, oí una voz que no supe discernir si era de mujer, hombre o niño. Sin embargo, allí, en pie en lo alto de la escalinata exterior, con el llameante vestíbulo a mi espalda, sabía claramente que aquella voz indeterminada se dirigía a mí, y me llamaba por el nombre con que era conocido en la Hermandad.

Me pareció que me hubiesen despertado de un profundo sueño, y quedé inmóvil, con el oído atento a la voz que se alzaba entre gritos, aullidos, timbres de alarma y sirenas. La voz decía: —¡Hermano, es maravilloso! ¡Tú dijiste que serías nuestro jefe, que nos acaudillarías cuando llegase el momento de actuar...! ¡Y no mentías! Bajé lentamente la escalinata, y me adentré en la calle, con el febril deseo de alejarme de aquella voz. ¿Dónde estaba Scofield? Todos los ojos, en los que el blanco destacaba contra la oscuridad que las llamas teñían de rojo, miraban el edificio.

Oí otra voz: —¿Quién ha dicho que es, señora? Y la primera voz de mujer repitió con orgullo mi nombre. —¿Dónde se ha metido? ¡Cogedle! ¡Ras le está buscando! Sin apresurar el paso me mezclé con la multitud, quedé inmerso en la oscura multitud. Toda mi piel estaba alerta, sentía escalofríos en la espalda, miraba y escuchaba a aquellos que, sudorosos, hormigueban a mi alrededor y cuyas palabras formaban un sordo murmullo que me envolvía, y sabía que, ahora que quería verles, que necesitaba verles, no podía. Les percibía, como una oscura masa en movimiento en la oscuridad de la noche, como un negro río surcando una tierra negra. Y si Ras o Tarp estuvieran a mi lado, tampoco sería capaz de verles. Me había fundido en la masa, y, con mi personalidad quemada, avanzaba por la calle cubierta de desperdicios, sobre los charcos de kerosene y leche. No tardé en encontrarme en el siguiente bloque de casas. Caminaba entre los grupos de gente, mezclándome con ellos, pasando a su lado, esquivándolos, y oía aquellas voces a mis , entre la muchedumbre.  

Sonaban las sirenas y los timbres de alarma. Se me echó encima un denso grupo de gente que iba muy deprisa, y entre todos me empujaron, y avancé medio caminando, medio corriendo, mientras miraba hacia atrás y me preguntaba dónde estarían mis compañeros. Oí tiros a mis espaldas, y, a uno y otro lado, la gente arrojaba ladrillos, objetos de metal y cubos de la basura a los cristales de los escaparates. Caminaba dominado por el convencimiento de que, de un momento a otro, una formidable , hasta el momento reprimida, iba a estallar. A empujones, me é a una de las aceras, y quedé allí, en pie junto a la puerta una casa. Veía pasar a la multitud, y me sentía vengado por ella, recordaba la llamada telefónica que me había traído a donde estaba. ¿Quién me había llamado? ¿Un miembro de mi distrito o alguien que asistía a la fiesta de cumpleaños de Jack? ¿Quién podía desear que acudiera al distrito, cuando ya era demasiado tarde para que mi presencia fuese útil? Igual daba, iría ahora. Vería qué pensaban las grandes mentes directivas. ¿Dónde se encontrarían en aquellos instantes, y a qué conclusiones llegarían? ¿Qué lecciones históricas sacarían ex post facto? ¿Y aquel ruido tras el que se cortó la comunicación significó el origen de los disturbios o solamente fue debido a que Jack había dejado caer su ojo en el suelo? Solté una carcajada de borracho, y las sacudidas de la risa me produjeron dolorosos pinchazos en la cabeza. El tiroteo cesó repentinamente, y en el nuevo silencio oí el sonido de voces, de pisadas, ajetreo.

Alguien dijo a mi lado: —¡Eh, muchacho! ¿Adónde vas? Era Scofield. —Aquí no queda más remedio que correr —contesté—, o de lo contrario te aplastan. Pensé que todavía estabais allí. —No, me largué enseguida. Se incendió un edificio, un par de casas más allá del nuestro, y llamaron a los bomberos... ¡Las balas silbaban que daba gusto! —¡Cuidado! —grité. Y aparté a Scofield para que no tropezara con el hombre que, sentado en el suelo, con la espalda apoyada en un farol, intentaba vendarse una herida en el brazo. Scofield lo iluminó con la linterna, y, durante un segundo, vi al negro tumbado, con el rostro grisáceo, contemplando inerte y sorprendido la sangre que manaba de la herida, corría por el brazo y caía al suelo. Me incliné sobre él, y con el pañuelo formé un torniquete que oprimí fuertemente. Sentí el calor de la sangre en la mano, y la herida dejó de sangrar. Un muchacho que se había acercado a nosotros, dijo: —Ya no sale sangre.  

—Mantén

el torniquete apretado —le dije— y llévale a un

médico. —¿Usted no es médico? —¿Yo? ¿Yo, médico? ¿Estás loco? Si quieres que este hombre no muera, llévale a un médico. —Albert ha ido a buscar uno. Pensaba que usted era médico. Usted... Miré mis manos cubiertas de sangre. —No, hombre, no soy médico. Mantén el torniquete prieto hasta que llegue el médico. Yo no soy capaz de curar ni siquiera un dolor de cabeza. Me puse en pie, y con la mirada fija en el hombre, me limpié las manos en la cartera de piel. El herido tenía los ojos cerrados, estaba inerte con la espalda apoyada en el farol, mientras el muchacho apretaba el torniquete con todas sus fuerzas. Advertí que la tela alrededor del brazo herido era una corbata nueva, de brillante colorido. Dije a Scofield: —Vámonos de aquí. Apenas nos habíamos alejado cuatro pasos cuando Scofield me preguntó: —Oye, ¿no era a ti a quien aquella mujer llamó hermano? —¿Hermano? No, seguramente se lo dijo a otro, no a mí. —¿Sabes? Me parece haberte visto antes, en alguna parte... ¿Has vivido en Memphis? —Señaló ante nosotros y dijo—: ¡Fíjate! Al frente, en la oscuridad, vi una sección de policías con casco blanco, que iniciaban una carga. Y en aquel instante, un diluvio de ladrillos arrojados de los tejados les obligó a retroceder en busca de cobijo. Algunos de los policías se volvieron hacia atrás, mientras corrían en dirección a los portales y dispararon sus revólveres. Entonces, Scofield lanzó un gruñido y cayó al suelo. Y yo me dejé caer a su lado, en el momento en que vi el fogonazo de un disparo, y acto seguido oí un chillido agudo, que trazó en el aire una trayectoria igual a la del arqueado salto de un saltador de palanca, curvándose desde el inicio hasta el término del salto, y oí el sordo choque contra la calle. Me pareció que cayese en mi estómago, y sentí náuseas. Agazapado, miraba al frente, más allá de Scofield, procurando ver con precisión la oscura forma que desde el terrado se había estrellado en la calle. Más lejos, veía el cuerpo de un policía, cuyo  

casco blanco destacaba como una minúscula colina luminosa en la oscuridad. Me arrastré para averiguar si Scofield estaba herido. Scofield reptó hacia delante, maldiciendo a los policías que intentaban rescatar a su compañero. Scofield maldecía furiosamente. Estiró un brazo y comenzó a disparar con un revólver niquelado, igual al que había exhibido Dupre. Con el rostro vuelto hacia mí, gritó: —¡Les voy a mandar a todos al infierno! ¡He esperado mucho tiempo, y ahora me los voy a cargar! —Mejor será que no utilices el revólver. ¡Vámonos de aquí! —¡No te preocupes, sé cómo sacar partido de este trasto! Me arrastré hasta colocarme detrás de un montón de canastos que contenían pollos en estado de descomposición. A mi izquierda, sobre la acera, un hombre y una mujer estaban agazapados tras un carrito de reparto volcado. La mujer decía: —Dehart, vayamos a la colina. Dehart, vayamos con la gente de orden. El hombre contestó: —¡Qué colina, ni leches! El jaleo apenas ha empezado. Y si esto se convierte en una revuelta racial, con todas las de la ley, yo quiero estar aquí hasta el último momento. Sus palabras me hirieron como balas disparadas a quemarropa, destrozando la satisfacción que los acontecimientos me habían producido. Era como si estas palabras hubieran revelado el significado de la noche, casi como si hubieran dado existencia a aquella noche; al vibrar el corto aliento del hombre en el aire estremecido por la rebelión, nació la noche tal como verdaderamente era. Y al definirla, al dar sentido a la furia desatada, las palabras me habían sumido en un torbellino, y mis pensamientos se dirigían hacia atrás, hacia los días en que Clifton todavía no había muerto. ¿Era esto lo que el comité había planeado? ¿Era esto lo que explicaba por qué habíamos renunciado a nuestra influencia en beneficio de Ras? Oí el ronco disparo de una escopeta, y dirigí la vista, más allá del brillante revólver de Scofield, al apelotonado bulto que había caído del terrado. Aquello era un suicidio, sin disponer de armas, equivalía a un suicidio. Y ni siquiera en las casas de empeños podíamos comprar pistolas. Comprendí con terror que, en todo  

momento, había sabido que el tumulto de la lucha de los hombres contra objetos inanimados —contra los mercados y las tiendas— podía convertirse rápidamente en lucha de hombres contra hombres, y, en este caso, sabía también que el número y las armas favorecerían a quienes luchaban contra nosotros. Ahora lo comprendía con claridad meridiana. No era suicidio, era asesinato. El comité lo había planeado. Y yo les había ayudado, yo había sido su instrumento. Incluso en los días en que me creía un hombre libre, no había sido más que un instrumento en manos del comité. Al fingir que estaba de acuerdo con ellos, había estado verdaderamente de acuerdo con sus intenciones y había contraído la responsabilidad de lo ocurrido a aquella forma apelotonada en la calle, que veía a la luz de las llamas y los disparos, y había contraído la responsabilidad de lo ocurrido a cuantos la noche había conducido o conduciría a la muerte. Eché a correr, mientras Scofield lanzaba maldiciones porque se había quedado sin balas. Corría como un loco y la cartera de piel me golpeaba la pierna. Un perro surgió de la multitud y se lanzó sobre mí. Le aticé con la cartera en la cabeza y huyó aullando de . A mi izquierda se abría una calle silenciosa, con árboles, destinada únicamente a residencias. Entré en ella para dirigirme a la Séptima Avenida, a las oficinas del distrito, dominado por el horror y el odio. Pensaba: "¡Me vengaré! ¡Me vengaré! ¡Me vengaré!". A la luz de la luna tardíamente aparecida, la silenciosa calle estaba como muerta, y en aquellos instantes el sonido del tiroteo parecía menos intenso, amortiguado por la distancia. El tumulto se desarrollaba en un mundo distinto. Me detuve bajo un árbol bajo, de espesa copa, y contemplé los cuidados senderos alrededor de las casas. Los habitantes habían desaparecido, huyendo de las amenazadoras aguas de un río desbordado, y las casas estaban silenciosas, con las ventanas cerradas. Oí los pasos de un hombre solo, que se acercaba a mí sin vacilaciones a través de la noche. Al inquietante sonido de los pasos de pies desnudos sucedió un grito alucinante, nítidamente articulado:

El tiempo huye y las almas mueren. Cuando llegue el Señor, caerá la nooooche. Era un grito cansado, como si el hombre hubiera huido incesantemente de algo, durante días, durante años. Pasó frente al árbol. Las pisadas de sus pies

 

descalzos resonaban en el silencio de la calle. Y pocos pasos más allá volvió a alzarse en el aire el grito agudo, alucinante.

Corrí hasta llegar a la Avenida, donde, a la luz de una licorería incendiada, vi a tres viejas que corrían torpemente hacia mí, con las faldas levantadas, formando una bolsa en la que llevaban latas de conservas. Una de ellas decía: —¡No puedo evitarlo! ¡Perdóname, Señor! ¡Perdóname, buen Jesús! Seguí adelante. El hedor de alcohol y alquitrán quemado impregnaba mi olfato. Más adelante, en la Avenida, a mi izquierda, y allí donde una calle, a la derecha, corta el largo bloque de casas, todavía brillaba un farol. Allí vi a una multitud que asaltaba una tienda situada frente al lugar en que la calle cortaba el bloque. Cuando pasé ante la tienda, los que ya habían entrado arrojaron un diluvio de , embutidos, menudillos, a los que estaban fuera. Un paquete de harina reventó, dejándoles manchados de blanco, y entonces de la oscuridad de la calle frontera a la tienda aparecieron dos policías a caballo, que al galope, entre los resoplidos de las monturas y el pesado sonido de los cascos, cargaron contra la hormigueante multitud. Al empuje de los caballos, la muchedumbre quedó dividida, retrocedió como una ola, retrocedió chillando y maldiciendo, y, algunos, riendo. Retrocedió y se arremolinó y corrió por la Avenida. Se empujaban y tropezaban, mientras los caballos, altas las cabezas, con espuma en el belfo, subían el bordillo, y se les ponían rígidas las patas, y patinaban en la acera despejada, como si estuvieran sobre hielo, y, llevados por el empuje, resbalaban de lado, rígidas las patas, haciendo saltar chispas con las herraduras, y se dirigían hacia otra tienda que otra multitud asaltaba. Y sentí el corazón oprimido al ver que la primera multitud volvía a la tienda de la que había huido para proseguir su pillaje entre gritos de burla.

Maldije a Jack y a la Hermandad. Di un corto rodeo para no pasar por encima de la reja de acero arrancada del escaparate de una casa de empeños, y vi que los policías, graves y hábiles, resplandecientes en la noche sus blancos cascos de acero, galopaban de nuevo, cortas las riendas, dispuestos a dar otra carga. En esta ocasión, derribaron a un hombre. Una mujer alzó una brillante sartén y con ella golpeó la grupa de un caballo. El caballo lanzó un relincho y levantó las patas delanteras. Pensé: "¡Me vengaré! ¡Me vengaré!". Eché a correr en el momento en que un grupo de mujeres y hombres, también corriendo, avanzaba hacia mí. Llevaban cajas de cerveza, quesos, salchichas, melones, jamones, sacos de azúcar, paquetes de legumbres, hornillos de petróleo. Deseé ardientemente que todo  

terminara en aquel momento, antes de que llegaran los otros con sus revólveres... Corrí. El sonido del tiroteo había cesado. Sin embargo, seguramente volvería a oírse dentro de poco. —¡Joe, coge un pedazo de tocino! —gritó una mujer—. ¿Oyes, Joe? ¡Coge un pedazo de tocino, Wilson! De la oscuridad surgió una voz negra: —Señor, Señor, Señor. Seguí adelante, sintiéndome dolorosamente aislado, hasta llegar a la calle Ciento Veinticinco. Entonces, me dirigí hacia el Este. Un ón de policía montada pasó junto a mi. Hombres con fusiles ametralladoras protegían un banco, y otros, una joyería. Salí de la acera y seguí avanzando por el centro de la calle, entre las vías del tranvía. Ahora, la luna estaba alta. Los cristales rotos esparcidos en la calle brillaban como el agua de un río desbordado, sobre la que yo caminaba como en un sueño; y una especie de hado se encargaba de evitar que tropezara con los distintos objetos de extrañas formas que el río había arrastrado hasta allí. De repente, tuve la impresión de que la tierra se hundiera bajo mis pies: ante mí, un cuerpo blanco, desnudo y horriblemente femenino, colgaba de un farol. Me sentía dominado por un sentimiento de horror propio de una pesadilla, y la cabeza me daba vueltas y más vueltas. En movimientos reflejos, me volví y, de espaldas, anduve unos pasos, y me detuve. De otro farol colgaba otro cuerpo, y de otro, otro, y otro... Eran siete cuerpos colgados frente a la tienda saqueada. Tropecé y sentí que mis pies quebraban huesos contra el suelo, miré y vi un esqueleto como los que se emplean en las escuelas para enseñar la osamenta humana. La calavera estaba separada de la espina dorsal. Y, entonces, me di cuenta de la anormal rigidez de los cuerpos colgados en los faroles. Se trataba de maniquíes de cartón. En voz alta dije: "¡Muñecos!". Maniquíes sin pelo, calvos y estérilmente femeninos. Recordé a los muchachos con rubias pelucas que habían entrado en el almacén, y esperé el alivio de las carcajadas; pero la risa fue más dolorosa que el horror. Pensé: ¿Son irreales, son irreales? Quizás uno de ellos sea real, quizás uno sea Sybil. Oprimí la cartera contra mi pecho y salí corriendo.

Avanzaban formando un compacto grupo, armados con palos y porras, escopetas y rifles, precedidos por Ras el Exhortador, convertido en Ras el Destructor, montado en un alto caballo negro. Era un Ras distinto, de porte altanero y vulgarmente ostentoso, que vestía un atuendo propio de un jefe abisinio: gorro de piel en la cabeza, un escudo al brazo, y sobre los hombros una capa hecha con la piel de algún animal salvaje. Era una imagen de pesadilla, no una imagen de Harlem, ni siquiera del Harlem de aquella noche, pero, al mismo tiempo, no cabía negar su alarmante y real vitalidad.  

Ras gritó a unos que se dedicaban a saquear una tienda: —¡Abandonad ya vuestro estúpido pillaje! ¡Uníos a nosotros, y asaltemos la armería! ¡Venid a proveeros de rifles y municiones!

Al oír su voz, abrí la cartera y busqué en ella las gafas oscuras, mi disfraz de Rinehart. Pero al sacarlas, vi que estaban trituradas, y sus pedazos cayeron al suelo. Estaba cogido entre dos fuegos: por un lado, Ras, y por el otro, la policía. Metí la mano en la cartera y mis dedos buscaron en el revoltijo de papeles, monedas y fragmentos de hierro, hasta encontrar el grillete de Tarp, en el que introduje la mano, dejándolo alrededor de los nudillos, mientras intentaba pensar serenamente. Cerré la cartera. Al ver a Ras, seguido de una muchedumbre superior en número a cualquier otra que el Destructor hubiera sido hasta entonces capaz de congregar a su alrededor, me serené rápidamente, sin saber exactamente por qué razón. Seguí caminando despacio, la cartera bajo el brazo, y con una nueva conciencia de mi identidad, experimentando una sensación de alivio, de respiro. Sabía perfectamente lo que debía hacer, lo sabía incluso antes de que la mente me lo dijera. —¡Mirad! —gritó alguien. Ras inclinó el cuerpo hacia delante, me vio, y, ante mi sorpresa, me arrojó nada menos que una lanza. Al advertir el movimiento del brazo de Ras, me arrojé al suelo, quedando con las manos apoyadas en él, y oí el sonido de la lanza al clavarse en uno de los muñecos ahorcados. Sin soltar la cartera, me erguí. Ras gritó: —¡Traidor! Uno dijo: —¡Es el hermano! Se apiñaron alrededor del caballo, excitados, pero sin saber qué hacer exactamente. Y yo miré a Ras de frente, sabedor de que no era mejor ni peor que él, y de que, para disipar las tinieblas acumuladas durante los largos meses de ilusiones y aquella caótica noche, bastaban unas breves palabras, una actitud apaciguadora, suave, incluso humilde. Quizás así pudiera despertarles a la realidad, y despertar yo también. Grité: —¡He dejado de ser hermano! Quieren una revolución racial que yo no deseo. Cuantos más sean los que mueran entre nosotros, más contentos estarán ellos.  

—¡No escuchéis sus palabras falaces! —aulló Ras—. ¡Ahorcadle! ¡Demos un ejemplo al pueblo negro para que no surjan más traidores! ¡No habrá más cobardes! ¡Ahorcadle ahí, junto a estos muñecos! —¡Es verdad lo que te he dicho! Fui traicionado por quienes yo creía amigos de los negros. Pero estos traidores también utilizaron los servicios de Ras. Necesitaban a este destructor fin de poder llevar a cabo su tarea. Os traicionaron para que, desesperados, siguierais a este hombre en el camino hacia vuestra destrucción. ¿No lo comprendéis? ¡Quieren que vosotros mismos seáis los culpables de vuestro asesinato, de vuestro sacrificio!

—¡Cogedle! —dijo Ras, alzando la voz. Tres hombres se adelantaron hacia mí. Sin pensar, en un ademán grandilocuente de disconformidad y desafío, alcé los brazos y grité: —¡No! Mi mano tropezó con la lanza clavada en el muñeco. La arranqué y la sostuve en la mano, por la parte media, con la punta orientada hacia ellos. —¡Esto es lo que ellos quieren! ¡Así lo habían planeado! Quieren que las multitudes armadas con rifles y ametralladoras invadan el centro de la ciudad. Quieren convertir las calles en ríos de sangre, de vuestra sangre, de sangre negra y de sangre blanca, a fin de transformar vuestro dolor, vuestra derrota y vuestra muerte en propaganda para perseguir sus propios fines. Es algo muy sencillo, se trata de un viejo truco que conocéis sobradamente. Ya sabéis el dicho: "Para atrapar a un negro, emplead otro negro". Me emplearon a mí para atraparos a vosotros, y están empleando a Ras para eliminarme a mí y preparar el camino hacia vuestro sacrificio. ¿No lo comprendéis? ¡Es claro como la luz del día!

—¡Ahorcad al traidor! ¿Qué esperáis? —ordenó Ras. Un grupo vino hacia mí. Dije: —¡Alto! Si vais a matarme, matadme por ser quien soy, no por pertenecer a la organización de los hombres que están ahora en el centro de la ciudad riendo satisfechos del éxito de su traición. Hablaba convencido de que para nada iba a servirme el discurso. Mis palabras carecían de fuerza, de elocuencia. Y cuando Ras gritó "¡Ahorcadle!", quedé inmóvil, dándoles frente, y la escena me parecía irreal, pese a no olvidar que querían quitarme la vida, que me atribuían la responsabilidad de todos los días y de todas las noches de dolor, de todo los sufrimientos y de todo aquello que yo no podía variar. Yo no era un héroe, sino un hombre bajo, con piel , dotado de cierta elocuencia y con una inmensa capacidad para ser engañado, una capacidad que constituía la nota que me de los demás. Veía a aquella gente ante mí, y, por fin, ía que era la gente a la que yo había engañado, y de quien ahora, precisamente ahora, había llegado a ser jefe, aun cuando mi jefatura consistía solamente en correr, huyendo, ante ellos, consistía en renunciar a mis antiguas ilusiones de visionario.

 

Al contemplar a Ras montado a caballo, y a los hombres armados a su alrededor, comprendí el absurdo de la noche que estaba viviendo, y la burda pero compleja combinación de esperanzas y deseos, de miedo y de odio, que me había traído, huyendo, a donde me encontraba. Y sabía quién era y dónde estaba, y también sabía que ya no tenía necesidad de huir de los Jack, los Emerson, los Bledsoe y los Norton, ni tampoco de luchar por ellos, sino que sólo debía huir de su confusionismo, su impaciencia y su resistencia a admitir el hermoso absurdo de su naturaleza norteamericana, y de la mía. Estaba allí, en pie, consciente de que al morir, al ser ahorcado por Ras, en esta calle, en esta noche de destrucción, quizá contribuiría a que mi gente, dando un sangriento paso, se acercara un poco al conocimiento de quiénes eran ellos y de quién era y había sido yo. Sin embargo, este conocimiento sería insuficiente. Yo era invisible, y el ahorcamiento no me conduciría al estado de visibilidad, ni siquiera ante quienesahorcaran, ya que éstos deseaban matarme no a causa, tan sólo, de ser yo quien era, sino por razón de la vida que había vivido, del modo en que había sido perseguido, del modo en que había perseguido, del modo en que yo había sido manejado por los demás, escarnecido, burlado, pese a que, hasta cierto punto, me había sido imposible variar el curso de los acontecimientos, ya que los demás eran ciegos (¿no toleraban a Rinehart y a Bledsoe al mismo tiempo?), y yo invisible. El hecho de que yo, hombre pequeño y negro, con nombre falso, tuviera que morir debido a un hombre grande y negro, llevado por su odio e ideas erróneas acerca de la naturaleza de una realidad que parecía exclusivamente dominada por unos hombres blancos que me constaba eran tan ciegos como él, me parecía intolerable, indignantemente absurdo. Y tenía la certeza de que era mucho mejor vivir el absurdo de mi vida que morir por el absurdo de las vidas de los otros, fuesen éstos Jack o Ras. Por esto, cuando Ras gritó "¡Ahorcadle!", le arrojé la lanza, y, en el instante de hacerlo, tuve la impresión de que se cerraba un capítulo de mi vida y comenzaba otro totalmente distinto. Vi que la lanza avanzaba hacia la cabeza de Ras en el momento en que éste la giraba a un lado para gritar otra orden. La lanza le atravesó los carrillos. Ras se llevó las manos al rostro para liberar de la lanza las quijadas, y la multitud, sorprendida, quedó inmóvil y en silencio por un instante. Algunos alzaron los fusiles para disparar sobre mí, pero se encontraban demasiado cerca para que yo no pudiera evitarlo. A uno le aticé con el grillete de Tarp, y a otro le golpeé en salva sea la parte con la cartera de mano. Me metí en la tienda saqueada y la atravesé corriendo. Sonaron los timbres de alarma. Corría como un loco, tropezando con los zapatos esparcidos por el suelo, los mostradores volcados, las sillas. Corrí hacia la parte trasera, a través de la que se veía la luz de la luna. Mis perseguidores me iban a los alcances con la furia de lenguas de fuego. Salí de la tienda, y, con detrás, me dirigí hacia la Avenida. Sus disparos me hubieran , sin embargo, no disparaban porque querían ahorcarme, lincharme, y con esta intención corrían. No les habían enseñado a correr de otro modo. Yo debía morir por ahorcamiento, ya que tan sólo así podían arreglarse las cosas y quedar mis perseguidores satisfechos. A pesar de ello, corría temiendo que la  

muerte me llegara en forma de balazo entre las paletillas o en la nuca, y corría con la idea de refugiarme en casa de Mary. Esto último no constituía una decisión racionalmente adoptada, sino un hecho del que me di cuenta mientras corría entre charcos de leche, deteniéndome de vez en cuando para esgrimir la cartera y el grillete y escabullirme de las manos de mis perseguidores. Sentía deseos de detenerme, enfrentarme con quienes querían ahorcarme, y decirles: "Oíd, dejadme en paz, todos nosotros somos negros... Ni a vosotros ni a mí nos interesa que esta persecución conúe". Pero me constaba que ellos sí tenían interés en cogerme. Entonces, quizá sería mejor que les dijera: "Oíd, somos víctimas de un engaño, un viejo engaño con ligeras modificaciones para ponerlo día. Dejemos ya de perseguirnos los unos a los otros, respetémonos , amémonos...". Mientras corría pensaba: "Si pudiera decirles...". Entonces me sumergí en otra multitud, y creí que, por fin, había logrado escapar, pero alguien se me acercó gritando y meó un puñetazo en la mandíbula. Cuando agarré la cabeza de mi agresor y le empujé a un lado, perdí el grillete de Tarp. Corriendo me metí en una calle que cruzaba una avenida, y, entonces, me sentí golpeado por un chorro de agua que parecía descender de lo alto. Se trataba de una tubería reventada que lanzaba una cortina de agua en la noche. Corría con la intención de ir a casa de Mary, sin embargo avanzaba por la calle encharcada en dirección al centro de la ciudad, no hacia Harlem. Cuando me detuve para emprender el camino adecuado, de la cortina de agua salió un guardia montado en un chorreante caballo negro que se lanzó sobre mí, inmenso e irreal, relinchando. Caí de rodillas y vi sobre mi cabeza la formidable masa palpitante. Oía el sonido de las herraduras, oía gritos, y, a lo lejos, el rugido del agua, el rugido que sonaba distante, como si yo me encontrara en una lejana habitación acolchada. Y, entonces, el duro pelo de la cola del caballo me golpeó los ojos. Me levanté y, tambaleándome, comencé a dar vueltas sobre mí mismo, blandiendo la cartera, con la imagen ardiente de la cola de un cometa en mis párpados doloridos. Giraba y giraba cegado, blandiendo la cartera, y al volver a oír el galope, eché a correr como un loco y penetré en la desnuda fuerza del agua, sintiendo en mi cuerpo el impacto de su potencia, un impacto frío y húmedo. Y al salir del agua, medio cegado aún, vi otro policía a caballo que se lanzaba sobre el agua, como un cazador en el momento de saltar un seto. El jinete se inclinó al frente, el caballo se alzó en el aire, el agua golpeó sus cuerpos y ambos desaparecieron detrás de la líquida cortina. A pasos vacilantes, avancé por la calle, con la cola del cometa en los ojos y la vista algo más clara. Miré atrás, y vi el agua alzándose como un geyser enloquecido a la luz de la luna. "A casa de Mary", pensé. "A casa de Mary."

Ante las casas había bajas cercas, con setos detrás. Salté una cerca y jadeante me tumbé tras el seto para reponerme de la paliza que el agua me había propinado. Poco después, cuando comenzaba a gozar del descanso, con el seco aroma del seto en el olfato, se detuvieron ante la casa y se apoyaron en la cerca. Se  

pasaban una botella de uno a otro, y en sus voces había el rastro de las fuertes emociones recientemente vividas. Uno de ellos dijo: —¡Vaya noche! ¡Pocas como ésta, chico!

—Como todas, más o menos. —¿Como todas, dices? —Sí, como todas. Mucho joder, mucho pelear, mucho beber y mucho mentir. Pásame la botella. —Sí, pero esta noche he visto cosas que jamás había visto. —No creo que hayas visto gran cosa. Si no has estado en Lenox, hace un par de horas, no has visto nada. ¿Te acuerdas de Ras el Destructor? Bueno, pues el tipo estaba allí echando fuego por los colmillos. —¿Ras? ¿Aquel chalao? —Sí, éste. Compareció montado en un caballo negro, con un gorro de piel y una capa de piel de león o no sé qué, gritando como un loco. Era un espectáculo. El tipo ese yendo con su penco arriba y abajo. El caballo era uno de esos que arrastran los carros de verdura. Y Ras le había puesto una silla de cowboy y llevaba unas espuelas así de largas. —¡Vamos, anda! Cuéntaselo a otro. —¡Que sí, hombre, que sí! A caballo iba de un lado para otro gritando: "¡Destruidles! ¡Echadles de aquí! ¡Quemadles! ¡Yo, Ras, lo ordeno!". ¿Comprendes? Decía: "Yo, Ras, os lo mando. ¡Acabad con ellos!". Y, entonces un gracioso se asomó a una ventana, y, a gritos, con acento de Georgia, gritó: "¡Bien, cowboy! ¡Eres el amo del rodeo!". Bueno, pues aquel loco hijode-su-madre montado a caballo, con una pinta que parecía la muerte comiendo cacahuetes, va y se saca un pistolón y comienza a disparar como un animal contra la ventana. En mi vida he visto correr tan aprisa a la gente. En menos de un segundo, aquello quedó desierto, con solo el chalao de Ras, allí en medio, montado en el penco y con la piel de león a cuestas. ¡Qué tipo! ¡Cuando todos nos dedicábamos a asaltar las tiendas, Ras y sus muchachos andaban pidiendo sangre y muerte! Yacía como un hombre rescatado del mar medio ahogado. Escuchaba las voces junto a la verja, y no sabía claramente si estaba vivo o muerto.

Otra voz dijo:

 

—Yo estaba

allí. ¿Viste cuando la policía montada comenzó a

perseguirle? —No. Anda, toma un trago. —Pues esto fue lo mejor. Cuando vio que la bofia le iba detrás ó algo en la parte trasera de la silla de montar y sacó una especie de escudo.

—¿Un escudo? —¡Palabra! Un escudo con un pincho en medio. Y esto no es nada, porque entonces dijo a uno de sus fanáticos que le trajera una lanza, y entonces el tipo, un tío pequeño, le trajo corriendo una lanza, una de esas lanzas que llevan los negros de África en las películas. —Y tú, ¿dónde estabas cuando ocurría esto? —¿Yo? En la acera, con un elemento que había entrado en una bodega y vendía cerveza fresca desde la ventana. Hicimos bastante dinero... La voz rió, y continuó: —Estaba bebiendo una Budweiser y contando el dinero, cuando llegaron los policías a caballo, galopando como cowboys. Ras el-no-sé-qué al verles lanzó un rugido como un león, retrocedió, y comenzó a pegar espolazos al trasero del penco, y venga pegarle espolazos, espolazo va, espolazo viene... Los espolazos le caían al penco como granizo. ¡Maldita sea, hombre! ¡Lástima que no lo hayáis visto! Oye, pásame la botella. Gracias. Bueno, y ahí iba Ras, cataplop-cataplop-cataplop, con la lanza en ristre y el escudo al brazo, embistiendo a los policías y gritando en africano o en jamaicano o en no sé qué, y con la cabeza baja, como si supiera como se hacen estas coñas de pelear con lanzas y demás, como en las películas. El penco soltó un relincho, Ras bajó todavía más la cabeza y le soltó unos cuantos espolazos en el culo, chico, yo no sé dónde ha aprendido a hacer eso, el hijo-puta ese. Ras, montado a caballo, parecía un guerrero antiguo. Antes de que los bofias pudieran enterarse de lo que ocurría, ya estaba Ras en medio de ellos. Entonces, un policía intentó quitarle la lanza, pero Ras le sopló un lanzazo en mitad de la cabeza y le mandó por los suelos. El caballo del policía se echó atrás, y Ras hizo retroceder el suyo para atizar otro lanzazo a otro policía. Entonces, los otros caballos rodearon a Ras, y Ras intentaba dar lanzadas pero no podía porque no le dejaban sitio para moverse, y entonces el penco comenzó a toser y a estornudar y a cagarse y a mearse. Los policías le tenían rodeado. Un policía se sacó la pistola y comenzó a atizar culatazos a Ras, mientras con el caballo daba vueltas a su alrededor. Daba vueltas y le soplaba culatazos. Pero vez que el policía le pegaba, Ras paraba el golpe con el escudo, y, con la otra mano, soplaba un lanzazo al policía. ¡Chico, si hubieras oído el ruido de la pistola al chocar contra el escudo! ¡Parecía que estuvieran tirando ruedas de camión desde el último piso de un rascacielos a la calle! Y, entonces, cuando Ras vio que no tenía sitio para dar un buen lanzazo, se alejó un poco, dio media vuelta y volvió a la carga. ¡El tío quería sangre! Pero los  

policías ya estaban hartos de tanta coña y uno comenzó a disparar. ¡Aquí se acabó la cosa! Ras no tuvo tiempo de sacar la pistola, y salió disparado de allí, con la lanza a cuestas, mientras gritaba algo sobre la familia de los guardias, y él y su caballo desaparecieron volando por una calle, como Drácula.

—¿De dónde has sacado esta historia? —¡Es verdad! ¡Te lo juro! Riendo, se alejaron de la cerca. Quedé inmóvil, entumecido, con deseos de reír pese a que sabía que Ras no era una figura risible. Mejor dicho, era no sólo risible, sino también peligroso. Era un loco y, al mismo tiempo, gozaba de una gran claridad mental, estaba equivocado pero tenía cierta justificación. ¿Por qué le habían tomado a broma, y solamente a broma? Sí, en parte, merecía ser tomado a broma. Era risible, pero también peligroso y triste. Jack supo darse cuenta de esto, o quizá la realidad se lo reveló por sí misma, sin ningún esfuerzo por parte de Jack. El había utilizado este hecho para conducirnos al desastre. Y yo fui su instrumento. Mi abuelo estaba equivocado cuando decía que se les podía derrotar mediante el procedimiento de decir siempre "sí, señor", aunque también cabía que la situación hubiera cambiado profundamente desde los tiempos de mi abuelo. Tan sólo había un modo de destruirles. Me puse en pie, tras el seto, bajo la luz de la luna, húmedo y tembloroso en el aire cálido, e inicié la marcha dispuesto a ir al encuentro de Jack. Avanzaba a lo largo de la calle, con el sonido de la revuelta en los oídos, y, en la mente la imagen de dos ojos en el fondo de un vaso.

Caminaba buscando las zonas oscuras y silenciosas, y pensaba que si Jack quería verdaderamente mantener en secreto su estrategia, acudiría a Harlem, quizás en una camioneta con altavoces, para interpretar juntamente con Wrestrum y Tobitt el papel de amistoso consejero. Iban vestidos de paisano, y, al verles, pensé: "policía". Pero advertí el palo de baseball en la mano de uno de ellos, y di media vuelta. Entonces oí:

—¡Eh, tú! Vacilé. —¿Qué llevas en la cartera? Ante cualquier otra pregunta hubiese conservado la serenidad. Pero aquellas palabras me hicieron temblar de vergüenza e indignación, y eché a correr, sin dejar de pensar en ir al encuentro de Jack. Me hallaba en una zona desconocida de la ciudad. Alguien había quila tapa, como la de una cloaca, que cerraba una cavidad subterránea, y caí dentro. Sentí que me hundía y seguía hundiéndome. Fue una larga caída que terminó cuando choqué contra  

un montón de carbón, levantando una nube de polvo. Quedé tumbado de espaldas en la negra oscuridad, sobre el negro carbón. Ya no podía correr, ni esconderme, ni siquiera preocuparme. Entre el sonido de los pequeños aludes de carbón provocados por mi peso, oí unas voces que descendían de lo alto:

—¿Habéis visto cómo ha caído el hijo-puta? ¡Pooooof...! Ha sido en el momento en que le atizaba. —¿Le diste? —No sé. —Oye, Joe, ¿crees que se habrá matado? —Quizá. Está muy oscuro eso. Ni siquiera veo sus ojos. —Un negro en un túnel, ¿eh, Joe? Uno de ellos gritó: —¡Negrito! ¡Sal de ahí! Queremos ver qué llevas en esa cartera. —Venid a cogerme —contesté. —¿Qué llevas en la cartera? —A ti. ¿Te gusta la idea? —¿A mí? —A todos vosotros. —Estás loco. —Quizá, pero seguís dentro de la cartera. —¿Qué has robado? —Enciende una cerilla y lo verás. —¿Qué diablos pretende este tipo? Otro dijo: —Enciende una cerilla. El moreno ese está loco. En lo alto, el chisporroteo se convirtió en llama. Vi seis cabezas inclinadas, como si rezaran, esforzándose en verme, sin conseguirlo. Dije: —¡Bajad! Os he tenido años y años metidos dentro de la cartera, sin que vosotros lo supierais, y sin que supierais quién soy. Y ni siquiera ahora podéis verme.

Uno de ellos gritó enfurecido. Entonces, la cerilla se apagó, y oí que algo menudo y leve caía sobre el carbón, cerca de mí. Arriba, hablaban. —Mira, negro hijo-puta, a ver si también te gusta eso. Y oí el metálico sonido de la pesada tapa al ajustar en el orificio. Cuando patearon la tapa, sobre mí cayó una lluvia de polvillo. Durante los primeros momentos de sorpresa, lancé pedazos de carbón arriba, con la vista fija en lo alto, intentando penetrar la oscuridad que se iluminó, por unos breves segundos, con la débil luz de una cerilla que me arrojaron a través de uno de los circulares orificios de la tapa. Entonces pensé: "En realidad, siempre he  

estado en la situación en que ahora me encuentro, pero ahora me consta y antes no". Calmado, me tumbé en el carbón, con la cartera bajo la cabeza, dispuesto a descansar. Mañana por la mañana quitaría la tapa. Me sentía demasiado fatigado para hacerlo en aquel momento. Se me adormeció la mente en la que tenía las imágenes de dos ojos juntos, como dos grandes gotas de plomo fundido. Aquí, parecía que la revuelta callejera jamás se hubiese producido. Poco a poco, comencé a dormirme, con la impresión de que me deslizara sobre lisas aguas negras.

Es como una muerte sin ahorcamiento, como una muerte en vida, pensé. Por la mañana quitaré la tapa. Hubiera debido ir a casa de Mary. Iría a casa de Mary, mañana. Flotaba sobre las aguas negras, me deslizaba y suspiraba sobre ellas, invisiblemente dormido. Sin embargo, no pude ir a casa de Mary. Fui excesivamente optimista al creer que por la mañana podría quitar la tapa. Grandes e invisibles oleadas de tiempo pasaron sobre mí, pero la mañana no llegó. No hubo mañana ni luz que me despertara, y dormí hasta que el hambre me desveló. Me puse en pie y anduve en la oscuridad, tanteando las paredes de cemento. El carbón se hundía y resbalaba mi peso, como si de arenas movedizas se tratara. Intenté tocar el techo, pero mis manos sólo encontraron el vacío. Luego, busqué la escalera que suele haber en los lugares como aquél. Pero allí no había tal escalera. Necesitaba luz. A gatas, agarrando firmemente la cartera, busqué entre el carbón hasta hallar la caja de cerillas que los hombres que me habían encerrado allí habían dejado caer. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde entonces? Sólo quedaban tres cerillas. Debía sacarles el máximo provecho. Comencé a buscar papel con el que hacer una especie de antorcha, tanteando despacio el carbón. Con una hoja de papel tendría bastante para llegar a la tapa. No encontré ni una. Busqué en mis bolsillos. No llevaba siquiera un recibo, un anuncio, una hoja de propaganda de la Hermandad. Lamenté haber arrojado a la cloaca la octavilla de Rinehart. No me quedaba otro remedio que abrir la cartera. Allí se encontraban los únicos papeles de que disponía. En primer lugar utilicé el diploma de segunda enseñanza. Apliqué a él la preciosa llama de la cerilla, con vaga ironía, e incluso sonreí al ver como la débil llama disipaba las tinieblas a mi alrededor. Me hallaba en un profundo sótano repleto de diversos objetos de formas vagas, que se extendía hasta zonas que mi vista no podía alcanzar. Comprendí que para encontrar la salida, me vería obligado a quemar cuantos papeles llevaba en la cartera. Avancé despacio hacia el extremo más oscuro, iluminando mi camino con la débil luz de los papeles. Al diploma, siguió el muñeco de Clifton, que parecía poco menos que incombustible. Metí la mano en la cartera en busca de otro papel. A la luz de las pequeñas y humeantes llamas del muñeco, desdoblé la hoja que había cogido. Se trataba de la carta anónima. La acerqué a la llama, y ardió tan aprisa que tuve que buscar inmediatamente otro papel. Le tocó el turno a la cuartilla en que Jack había escrito el nombre que debía yo llevar en la Hermandad. Incluso en el húmedo aire del sótano, pude percibir el aroma  

del perfume de Emma prendido en el papel. Y ahora, al ver la caligrafía de Jack y de Emma, a la luz de las llamas que me quemaban las puntas de los dedos, caí de rodillas, sorprendido: los dos tenían idéntica caligrafía. Quedé de rodillas sumido en meditación. Que Jack o cualquier otra persona hubiese podido, en los presentes días, darme un nombre y tomarme a su servicio mediante un solo plumazo me parecía excesivo. De repente, comencé a chillar, me puse en pie y é a correr en la oscuridad, topando con las paredes, esparciendo carbón a patadas... Y, llevado por la ira, me quedé sin luz. Me tambaleaba en las tinieblas, golpeaba las paredes del estrecho pasillo, avanzaba a ciegas. Crucé algo parecido a una puerta, y seguí adelante, tosiendo y estornudando, con lo que penetré en otro compartimento de desconocida forma y dimensiones, en el que rodé por los suelos, enloquecido de rabia. Ignoro cuánto tiempo duró aquello, quizá días, quizá semanas. Había perdido la noción del tiempo. Cuando intentaba descansar quedándome inmóvil, renacía inmediatamente la ira y la indignación, y volvía a gritar y a revolcarme por el suelo. Al fin, ya físicamente agotado, una voz interior me dijo: "Basta ya, no es preciso que te mates. Te has dejado manejar en exceso, pero al fin has terminado definitivamente tu relación con ellos". Quedé inmóvil en el suelo, con el rostro hacia arriba, pasados todos los límites del agotamiento, incapaz siquiera de cerrar los ojos. Me hallaba en un estado intermedio entre el sueño y la plena conciencia, en el que me sentía como aquel pájaro del que había hablado Trueblood al que las abejas habían paralizado el cuerpo entero salvo los ojos. El suelo había sufrido una extraña transformación, y, ahora, era de arena. Las tinieblas se habían convertido en luz. Y yo había sido apresado por un grupo formado por Jack, Emerson, Bledsoe, Norton, Ras, el administrador de la escuela de segunda enseñanza, y otros a quienes no podía identificar, pero de quienes sabía me habían utilizado como instrumento para conseguir sus designios. Todos se hallaban a mi alrededor, acorralándome, mientras yo yacía junto a un río de aguas negras, cerca del lugar en que se alzaba un puente de hierro que conducía a un lugar que mi vista no alcanzaba a ver. Yo protestaba, y les pedía que me dejaran en libertad, y ellos me exigían que volviera a serles fiel, y se mostraban indignados cuando yo me negaba. Les decía: —No. Estoy harto de vuestras mentiras y de vuestras falsas creencias. No volveréis a utilizarme jamás.

La voz de Jack se alzó sobre las de los demás. —No lo creas. Pero pronto será así, a menos que vuelvas con nosotros. Si te niegas a volver, te liberaremos, por mucho que te pese, de tus falsas creencias e ilusiones.

Esforzándome en ponerme en pie, le conteste: —Gracias, pero yo mismo sabré liberarme. Todos se me acercaron. Cada uno llevaba un cuchillo en la mano. Me cogieron. Sentí un dolor agudísimo, rojo y brillante. Entonces, cogieron las dos ensangrentadas formas ovoides y las lanzaron hacia arriba, hacia el  

puente, y vi con angustia que se elevaban siguiendo una arqueada trayectoria, y que, al fin, quedaban prendidas en la parte media del puente, goteando a la luz del sol sobre las aguas negras. Y, mientras todos reían, mi vista, agudizada por el dolor, veía como el mundo iba tiñéndose de rojo.

Jack señaló lo que había sido mi fuente de otras posibles vidas, ahora goteando en el aire, sobre las aguas, y dijo: —Te acabamos de liberar de tus falsas creencias. ¿Te gusta vivir sin falsas creencias? Miré a lo alto, y en mi horrible dolor me parecía que ensordecedoras vibraciones metálicas estremecieran el aire, y una voz repetía: "¿TE GUSTA VIVIR SIN FALSAS CREENCIAS?". —Sin ellas, todo es vacío y dolor —contesté.

Una mariposa de brillantes alas trazó tres círculos alrededor de mis ensangrentadas partes genitales colgadas en el puente. La señalé y dije: —¡Mirad! Miraron y se echaron a reír. Al ver en sus rostros el gesto comprensivo y satisfecho, solté una carcajada al estilo de las de Bledsoe, y se sobresaltaron. Jack vino furioso hacia mí: —¿De qué te ríes? —Me río porque, tras pagar el correspondiente precio, ahora puedo ver lo que antes no veía. —¿Qué será lo que cree ver este muchacho? —dijeron.

Jack se me acercó, amenazador. Reí y dije: —Ahora no tengo miedo. Si miras, también tú lo verás, porque no es invisible. —¿Qué es lo que veremos? —Veréis que sobre el río no sólo cuelgan mis generaciones frustradas.

El dolor se hizo tan intenso que se me nubló la vista. —¿Qué más? Sigue... —Sino también vuestro sol... —¿Qué? —Vuestra luna... —¡Está loco! —Vuestro mundo...

Tobitt dijo: —Ya sabía yo que era un místico idealista. —Pese a todo —seguí—, vuestro universo todavía existe. Y este goteo de aquello que cuelga en el puente, sobre el agua, representa cuanta historia habéis sido capaces de hacer, y cuanta historia podréis hacer en el futuro. Ahora, científicos, reíros. ¡Dejadme escuchar vuestra risa! Y me pareció que arriba, en lo alto, el puente comenzara a moverse hacia la zona que yo no podía ver. Se movía como un robot, como un hombre de hierro cuyas piernas de hierro producían, al andar, un ominoso sonido metálico. Con esfuerzo, me puse en pie. Dolorido y apenado, grité:  

—¡No, no! ¡Debemos detenerle!

Desperté en la oscuridad. Yacía inmóvil, como paralizado, y con la mente clara. Esto era lo único que podía hacer. Más tarde procuraría encontrar la salida, pero, por el momento, tan sólo era capaz de seguir tumbado en el suelo, y recordar, volver a vivir mi sueño. Veía los rostros de aquellos hombres tan vividamente como si los tuviera ante mí, iluminados por potentes focos. Estaban allí, en un lugar indeterminado, y con su presencia convertían el mundo en un caos. Igual daba. Me había separado de ellos, y, pese al sueño, seguía siendo un hombre entero. Entonces comprendí que no podía regresar a casa de Mary ni a ninguno de los lugares en que había estado en mi vida anterior. Tan sólo podría comprender mi anterior vida contemplándola desde el exterior, fuera de mí mismo. Para Mary, yo había sido tan invisible como para la Hermandad. No podía regresar a casa de Mary, ni a la universidad, ni a la Hermandad, ni a mi propio hogar. Debía seguir adelante, tal como antes había vivido, o permanecer aquí, bajo el suelo. No había otra alternativa. Decidí quedarme donde estaba, hasta que me echaran. Aquí podría, por lo menos, intentar descifrar en paz, o en silencio, los enigmas de la realidad. Fijaría mi residencia en el subsuelo. El fin era el principio.

 

EPÍLOGO

Y esto es todo cuanto merece ser relatado. O, al menos, casi todo. Soy un hombre invisible, mi invisibilidad me situó en un hoyo —o, si lo prefieren, me reveló que estaba en un hoyo—, y acepté con desgana el hecho consumado. Creo que esto era lo único que podía hacer. La realidad es una irresistible porra, y a porrazos me metió en el sótano, sin que apenas me diera cuenta. Quizás así debía ser, aunque tampoco lo sé con certeza. Como tampoco sé si aceptar la lección recibida me sitúa en vanguardia o en retaguardia. Esta es una cuestión que la historia aclarará, por lo que dejaré que Jack y sus congéneres se ocupen de ella, mientras yo me dedico tardíamente a estudiar las enseñanzas derivadas de mi propia existencia. Permitid que os hable con honradez, lo cual, dicho sea de paso, me resulta extremadamente difícil. Cuando uno es invisible, descubre que conceptos tales como el bien y el mal, la sinceridad y la insinceridad, adoptan formas tan cambiantes que se confunden unos con otros y son una u otra cosa según sea el criterio de la persona que los analiza. Ahora intento analizarlos según mis propios criterios, lo cual no deja de ser arriesgado. Jamás fui tan odiado como en los momentos en que pretendía ser sincero y honrado, o en aquellos otros, como el presente, en que me he limitado a expresar la verdad, es decir, lo que yo considero verdad. En estos casos, nadie ha quedado satisfecho, ni siquiera yo. Por otra parte, también es cierto que en ningún momento he sido más amado y aplaudido que en aquellos en que he intentado aceptar como buenas las erróneas creencias de otra persona, o en aquellos otros en que he intentado dar a mis amigos las absurdas e incorrectas respuestas que deseaban . Y así era porque ello permitía a los tales hablar y mostrarse de acuerdo consigo mismos, cuando se hallaban en mi presencia. El mundo se convertía, para ellos, en una realidad cuadriculada, plenamente comprensible. Se sentían seguros de sí mismos. Sin embargo, había una pega: por lo general, para aceptar las equivocadas ideas de los demás veía obligado a llevarme las manos al cuello y a oprimirlo con todas mis fuerzas, hasta que se me salían los ojos de las órbitas, me colgaba un palmo de lengua, y me tambaleaba como un borracho. Sí, para que ellos fuesen felices era necesario que yo sufriera, que padeciera los horrores de decir "sí", mientras mi estómago —para no hablar ya de mi cerebro— aullaba "no". Incidentalmente, diré que existe cierta zona en que los sentimientos de un hombre son mucho más racionales que sus pensamientos, y es precisamente  

en esta zona donde la voluntad del hombre se ve solicitada desde distintos puntos a un mismo tiempo. Quizás os riáis de lo que digo, pero me consta que es verdad. Durante mucho tiempo, desde días que mi memoria no puede recordar, me he enfrentado con este problema. Y lo peor del caso es que siempre me dejaba arrastrar por la voluntad de otra persona, en vez de dejarme llevar por la mía propia. También ocurría que cada cual me calificaba de un modo distinto, y nadie quería oír el modo en que yo me calificaba. Por esto, después de muchos años de intentar aceptar las opiniones del prójimo, me rebelé. Soy un hombre invisible. he alejado muchas veces de aquel puesto en nuestra sociedad al que, en un principio, aspiré. Sí, muchas veces me he alejado de él, he regresado a él, y he rebotado contra él. Al fin, elegí el sótano, decidí apartarme de todo. Sin embargo, esto no era suficiente. Ni siquiera en el sótano podía permanecer inmóvil porque, maldita sea, hay una cosa que se llama cerebro, y el cerebro no me dejaba reposar. La ginebra, el jazz y los ensueños no eran suficientes para solventar este problema. Los libros, tampoco. Ni siquiera la tardía comprensión del grosero truco de que se habían servido para utilizarme como su instrumento bastaba para satisfacer las necesidades de la mente. La imagen de mi abuelo acudía una y otra vez a mi memoria. Y pese al fracaso a que abocaron mis intentos de decir constantemente "sí, señor" a la Hermandad, el consejo que me dio el abuelo en su lecho de muerte sigue atormentándome. Quizás el significado de sus palabras era más profundo de que yo creía. Quizás el odio que mi abuelo sentía me indujo a dar a sus palabras una interpretación errónea... No sé. Quizá quiso decir que debíamos afirmar los principios en que nuestra sociedad se fundaba, en vez de afirmar y dar nuestro apoyo a los hombres, por lo menos a los hombres que se servían de la violencia. ¿Quiso significar que era necesario decir "sí" porque los principios estaban por encima de los hombres, por encima de la brutalidad del poder y de los métodos empleados para desvirtuar el contenido de los propios principios? ¿Pretendía que afirmáramos los principios que aquellos hombres habían soñado para huir del caos y de las tinieblas de un pasado feudal, y que ellos mismos habían conculcado y mixtificado hasta un punto que resultaba absurdo, incluso según el criterio de sus corruptas mentalidades? ¿O quiso decir que estábamos obligados a asumir no sólo la responsabilidad derivada de los principios, sino también de los actos de los hombres, debido a que éramos sus herederos y a que debíamos someternos a estos principios por cuanto eran los únicos que podían satisfacer nuestras necesidades? ¿Y que esto era así, no porque deseáramos alcanzar el poder o ansiáramos vengarnos, sino porque, dado nuestro origen, tan sólo de este modo podríamos tener trascendencia histórica? ¿Significaba que precisamente nosotros, o la mayoría de nosotros, debíamos adherirnos a los principios, al plan en cuya virtud nos habíamos sacrificado brutalmente, y debíamos hacerlo, no porque nuestro destino fuera el de ser siempre débiles, ni tampoco porque estuviéramos atemorizados y quisiéramos actuar como oportunistas, sino porque nosotros éramos más viejos que ellos, en el sentido de que estábamos obligados a sufrir mucho más a fin de convivir con los demás en un mismo mundo, y porque habíamos  

eliminado de nuestras personalidades cierta parte —no mucho, pero sí algo— de la humana codicia y mezquindad, y también del miedo y las supersticiones de que ellos eran víctimas? (Sí, ellos eran también víctimas unos de otros.) ¿O quizá quiso decir que debíamos afirmar los principios porque, sin que lo hubiésemos querido, vivíamos juntamente con los demás en aquel ruidoso y semiinvisible mundo, aquel mundo considerado tan sólo como un fértil campo de experimentación por Jack y sus semejantes, y contemplado con condescendencia por Norton y sus congéneres, que se habían cansado ya de ser meros peones en el frívolo juego de "hacer historia"? ¿Había pretendido decir que ante esa gente debíamos afirmar los principios para evitar que se lanzaran sobre nosotros, y nos destruyeran al mismo tiempo que los propios principios? El abuelo había dicho: "Muéstrate de acuerdo con ellos hasta conducirles a la destrucción y a la muerte". Pero, ¿acaso aquellos hombres no llevaban la muerte y la destrucción en sí mismos, salvo en cuanto compartían los principios con nosotros? Y, al fin, surgía la última consecuencia de la paradoja: ¿acaso no formábamos parte del mundo de aquellos hombres, y, al mismo tiempo, constituíamos un mundo aparte, y acaso no pereceríamos si ellos perecían? Esto es algo que no puedo comprender, es algo superior a mi capacidad. Mil veces me he preguntado: ¿qué es lo que yo quiero? , no es la libertad de un Rinehart, ni el poder de un Jack, ni siquiera la libertad de no ser utilizado como un instrumento. No, no sé qué es lo que quiero, después de haber logrado dejar de ser su instrumento. Por esto sigo en el hoyo. Conste que no atribuyo a nadie la responsabilidad del presente estado de cosas y que tampoco me limito a entonar un mea culpa. Ocurre que cada cual lleva dentro de sí el germen de sus propios males; al menos éste es mi caso, en cuanto hace referencia a la invisibilidad. He llevado dentro de mí, durante largo tiempo, el origen de mi enfermedad, y pese a que he intentado atribuirla a causas situadas en el mundo exterior, el hecho de que pretenda explicarlo por escrito demuestra que por lo menos la mitad de mis males radican en mí mismo. Mi afección se desarrolló lentamente, al igual que esa enfermedad padecida por algunos negros cuya piel negra se transforma poco a poco en albina, como si, bajo los efectos de unos rayos desconocidos, perdiera su pigmentación. Uno vive años y años, consciente de que algo no funciona como es debido, y, de repente, descubre que su cuerpo es transparente como el aire. Al principio, uno se dice que la invisibilidad no es más que una pasajera broma pesada que alguien le ha gastado, o que se debe a la "situación política". Pero, en el fondo, uno comienza a sospechar que la culpa de la propia invisibilidad recae en uno mismo, y uno queda desnudo y tembloroso ante millones de ojos que le miran sin verle. Esto y nada más que esto constituye la verdadera enfermedad del alma, la lanzada en el costado, el apedreamiento público, la Inquisición, el mortal abrazo de la diosa, la cuchillada que raja la barriga y hace saltar las entrañas al suelo, el corto viaje a la cámara gas que terminará en un horno irreprochablemente higiénico. Pero la invisibilidad es mucho peor porque no interrumpe el estúpido vivir de

 

uno. Uno debe seguir viviendo, no puede enamorarse de su enfermedad, ni atajar sus efectos para pasar a la fase siguiente. No. Pero, ¿cuál es la fase siguiente? Infinitas veces he intentado averiguarlo, y he procurado imaginar el futuro para saberlo, ya que, al igual que todos los habitantes de este país, también yo era optimista en otros tiempos. Creía en el poder del trabajo, en la actividad y en el progreso, pero ahora, tras haber estado identificado y "a favor" de la sociedad, y, luego "contra" la sociedad, no puedo atribuirme rango alguno en ella, ni tampoco fijarme límites, lo cual es contrario a las tendencias de nuestra época. Mi mundo ha convertido en un mundo de infinitas posibilidades. ¡Vaya frase! embargo, es una buena frase que entraña una excelente visión de la vida, y creo que todos debiéramos comportarnos de acuerdo con ella. Al menos, a esta conclusión he llegado desde el subsuelo. Hasta que un equipo de individuos no logre poner corsé a nuestro mundo, la mejor manera de definirlo será ésta: mundo de posibili. Salid de los estrechos límites de esta parcela que los hombres denominan realidad, y os encontraréis en un espacio inmenso y des—preguntádselo a Rinehart, él es especialista en la materia— o en el campo de lo imaginario. Esta es otra conclusión a que he llegado en el sótano, y no, precisamente, limitando mi cad de percepción, ya que si bien soy invisible, estoy muy lejos de ser ciego. El mundo sigue siendo tan concreto, vario, vil y maravilloso como antes era, pero ahora comprendo mejor la relación que me une a él. He recorrido un largo camino desde aquellos días en que, pletórico de ilusiones, me dedicaba a la vida pública y procuraba actuar basándome en la presunción de la invariabilidad del mundo y de las relaciones de él derivadas. Ahora sé que los hombres se diferencian entre sí, que la vida está infinitamente dividida y diversi, y que sólo en la diversidad cabe hallar el equilibrio verdadero. Y también por esto he decidido no abandonar mi subterráneo, ya que en la superficie impera una creciente pasión por obligar a los hombres a someterse a un determinado patrón. Y, como en una pesadilla, veo a Jack y a sus muchachos, cuchillo en mano, dispuestos a... Bueno, dispuestos a actuar peligrosamente al menor pretexto. ¿De dónde proviene esta pasión por la uniformidad? ¡La clave está en la diversidad! Si se respetara la diversidad entre los hombres, no habría tiranías. Si persisten en esta manía de la uniformidad, terminarán obligándome —a mí, hombre invisible— a convertirme en , y el blanco no es un color, sino la carencia de todo color. ¿Debo procurar carecer de color? Hablando seriamente y sin esnobismos: imaginad cuánto perdería el mundo si se llegara a la uniformidad. Norteamérica está formada de muy distintas piezas. Creo que lo mejor sería reconocer la legitimidad de todas ellas, y no imponerles la obligación de alterar su modo de ser. "Ni vencedores ni vencidos", ésta es la gran verdad de nuestro país y de cualquier otro ís. La vida debe ser vivida, no ahogada por mil limitaciones regu. Y la dignidad humana se alcanza al seguir en juego, después de una derrota. Nuestro destino es la unidad en la variedad. No se trata de una profecía, sino de una descripción. Una de las mayores paradojas de nuestro mundo se advierte en el espectáculo de los blancos  

empeñados en huir de cuanto sea negro, y ennegreciéndose de día en día; y en el de los negros esforzándose en convertirse en blancos, para lograr, tan sólo, ser descoloridos, grises. Ninguno de nosotros parece saber quién es, ni a dónde se dirige. Lo cual me recuerda algo que me ocurrió hace pocos días en una estación del metro. Allí vi a un anciano que sin duda se había perdido. Lo supe porque se acercó a varias personas, y, sin hablarles, se alejó de ellas. Pensé: "Se ha perdido, y andará de un sitio para otro hasta que me vea. Entonces me preguntará cómo ir a tal o cual sitio". Quizá al anciano le diera reparos confesar que se había perdido a un hombre blanco. Quizá perder la noción de dónde á uno el peligro de perder la noción de quién uno. Pensé que era así. Perderse en el espacio físico representa perder , perder personalidad. Por esto el anciano recurriría al invisible, al que anda perdido desde tiempo. Bien, yo había aprendido a vivir perdido, así es que el anciano podía preguntar cuando quisiera la dirección a seguir. En el momento en que se me acercó, le reconocí. Era Mr. Norton. Estaba algo más viejo y arrugado, pero iba tan atildado como de costumbre. Al verle, sentí revivir en mi interior, durante un ins, los tiempos pasados. Sonreí, y a mis ojos acudieron lágrimas. , el recuerdo se desvaneció. Cuando Mr. Norton me preguntóómo ir a Centre Street, le contemplé dominado por encontrados sentimientos. Le pregunté:

—¿No me recuerda? —Lo siento, no... Le miré con fijeza. —¿Me ve? —Claro, desde luego. ¿Podría decirme cómo ir a Centre Street? —La última vez fue el Golden Day, y ahora es Centre Street. Parece que el ámbito de sus correrías se ha reducido bastante, señor. ¿De veras no sabe quién soy? Se llevó la mano al oído, como suelen hacer los sordos, y dijo: —Lo siento, joven, pero no le recuerdo. Además, le advierto que ahora tengo prisa. —Debiera usted recordar su destino. —¿Mi destino, dice? Me dirigió una mirada sorprendida y retrocedió un paso. —¿Se encuentra bien, joven? ¿Qué tren dijo que debía tomar para ir a Centre Street? Sacudí la cabeza. —Yo no le he hablado de trenes. ¿De verdad que no está usted un poco avergonzado? —¿Avergonzado? ¡Yo avergonzado! —contestó con indignación. Me eché a reír.  

—Mr. Norton, si usted no sabe dónde á probablemente tampoco sabe quién . Por esto, cuando se me acercó, estaba usted avergonzado. Está usted avergonzado, ¿verdad? —Joven, tengo demasiados años para avergonzarme. Ya no me avergüenzo de nada. Me parece que el hambre le hace desvariar. A propósito, ¿cómo es que sabe mi apellido?

—Porque soy su destino. Yo le he creado, Mr. Norton. Me acerqué a él. Mr. Norton retrocedió hasta apoyar la espalda en una columna. Miró alrededor, como un animal acorralado. Sin duda creía que se hallaba ante un demente. —No tema, Mr. Norton. Allí, junto a la escalera, hay un guardia. Coja cualquier tren, todos conducen al Golden D... Llegó un convoy y el anciano, con sorprendente agilidad, entró en uno de los coches. Me quedé allí, riendo histéricamente. Y durante el camino de regreso a mi hoyo, no dejé de reír. Pero después de reír, volví a sumirme en meditación. Y me preguntaba si cuanto en el mundo acontecía no era más que una broma. No pude hallar una respuesta categórica. A veces, me he sentido avasallado por el ardiente deseo de regresar al "corazón de la ne", más allá de la línea Mason-Dixon, pero inmediatamente he que la verdadera oscuridad se halla en mi mente. Sin em, ello no ha bastado para eliminar mi deseo. A veces, siento la necesidad de reafirmar la existencia de nuestros problemas, de esta zona de la realidad, de todas las cosas amadas y de todas las cosas que no se pueden amar, situadas en esta zona, y que forman parte de mi ser. Hasta el momento no he podido llegar a maconclusiones que las aquí expresadas, debido a que la vida, desde el hoyo de la invisibilidad, es absurda. Entonces, ¿por qué escribo? ¿Por qué me torturo intentando expresar lo que siento? Lo hago porque, mal que me pese, he llegado a saber algunas cosas. Cuando no existe la posibilidad de actuar, todo conocimiento es objeto de la orden "archívese y olvídese". Pero yo no puedo archivar ni olvidar lo que sé. Hay ciertas ideas que no me abandonan ni un solo instante, que turban mis sueños y mis descansos. ¿Debo padecer yo sólo los efectos de esta pesadilla? ¿Por qué no comunicarla, contarla, menos, a unas cuantas personas? No me quedaba otro remedio que hacerlo. Y, aquí, he intentado lanzar mi indignación al rostro del mundo. Sin embargo, de nuevo me he sentido arrastrado por mi antigua afición a interpretar un papel ante la sociedad. E incluso antes de terminar mi relato me doy cuenta de que he fracasado (quizá mi indignación era excesiva; quizá, debido a que soy un incurable hablador he empleado demasiadas palabras). La verdad es que he fracasado. Por otra parte, el solo hecho de intentar relatar lo que siento y lo que sé me ha ofuscado la mente y ha eliminado parte de mi indignación y parte de mi amargura. Por esto, ahora, acuso y defiendo, o al menos estoy dispuesto a defender. Condeno y absuelvo, digo sí y digo no, digo no y digo sí. Acuso porque, pese a ser parte en cuanto ocurre y, en cierto modo, responsable de ello, he sufrido sus consecuencias hasta el punto de llegar a ser invisible,  

hasta el punto de tener que soportar constantemente una infinita tristeza. Pero también defiendo porque he descubierto que, pese a todo, amo. Para seguir viviendo debo amar. No, no encontraréis en estas páginas un fingido perdón. Soy hombre sin esperanzas, pero nuestra vida perdería su significado si no la viviéramos con tanto amor como odio. Por esto acuso y defiendo, amo y odio. Quizás esto contribuya a que, en parte, sea tan humano como mi abuelo. Tiempo hubo en que creí que mi abuelo era incapaz de tener pensamientos sobre su naturaleza humana. Pero estaba en un error. ¿Cómo iba un exesclavo a decir "esto y aquello me ha hecho más humano", como yo dije en mi discurso en la sala de deportes? ¡El nunca dudó de su humanidad! ¡Estas dudas las dejaba para sus descendientes "libres"! Aceptaba su naturaleza humana del mismo modo que aceptaba los principios. Aceptaba su vida y la vida de los , con toda su humana y absurda diversidad. Repito: en el intento de relatar lo anterior me he quedado sin las armas que me ían eficacia. Ahora, no creeréis en mi invisibilidad y no coméis que todo principio aplicable a vosotros es también aplicable a mí. No lo comprenderéis pese a que, si no lo comprendéis, tanto vosotros como yo emprenderemos el camino hacia nuestra destrucción. Sin embargo, el hecho de haberme quedado sin armas, me ha conducido a una decisión: voy a dar por terminado mi período de letargo. Me quitaré la piel muerta que todavía cubre mi cuerpo y saldré a respirar el aire libre. El aire lleva, ahora, un aroma que, desde el subterráneo en que vivo, no he podido averiguar si es anuncio de primavera o de muerte, aunque espero sea de primavera. No os dejéis engañar, la muerte también está el olor de la primavera, como está en vuestro olor y en el mío. La invisibilidad me ha enseñado, al menos, a identificar el hedor de la muerte. Al ocultarme bajo el suelo, me despojé de cuanto tenía salvo la mente, la mente. la mente que ha concebido un plan de vida jamás debe olvidar la existencia del caos sobre el que ha trazado el plan. Esto se aplica tanto a las sociedades como a los individuos. Así, después de haber intentado dar forma al caos que vive bajo el esquema de vuestras certidumbres, debo salir de mi escondrijo, debo a la superficie. Con todo, las dudas todavía me torturan. Una de mí mismo dice, con las palabras de Louis Armstrong: "Abrid la ventana para que salga el aire viciado". Y otra parte dice: "Dejad que las cosas sean tal como eran antes; qué hermoso era el trigo verde, antes del tiempo de la cosecha". Naturalmente, Louis bromeaba. El era incapaz de permitir que el Aire Viciado saliera deestancia, porque con ello la música y el baile hubieran cesado, por cuanto el Aire Viciado que salía de su trompeta era la razón principal de que su música fuese buena. El Aire Viciado está todavía en su música y sus danzas y en su peculiar personalidad. Y el Aire Viciado seguirá estando conmigo. Pero, como dije, he tomado una decisión: Me despojaré de la vieja piel muerta y saldré del hoyo. Saldré a la superficie sin dejar de ser invisible. Me parece que hace ya mucho tiempo que ha llegado el momento de salir. Creo que incluso los letargos pueden prolongarse demasiado. Quizá mi más grave delito social sea haber prolongado excesivamente mi período de

 

letargo, ya que hasta un hombre invisible tiene la obligación de desempeñar un papel en la sociedad. Me parece oíros: "¿De modo que todo fue una excusa para aburrirnos con tus extravagancias? En el fondo, tan sólo querías que te prestáramos atención mientras rabiabas". En parte, y sólo en parte, estáis en lo cierto. ¿Qué otra cosa podía hacer teniendo en cuenta que soy un ser invisible, sin substancia, que soy tan sólo una voz? ¿Podía hacer algo más que contaros lo que verdaderamente ocurría cuando vuestros ojos me miraban sin verme? Ahora, la interrogante que más me preocupa es:

¿Ha sido mi voz eco, aunque débil, de la vuestra?