Monologo Del Hombre Invisible

João Guisan Seixas MONÓLOGO DEL HOMBRE INVISIBLE Sala convencional de finales de siglo, no se sabe si XIX, XX o XX, o si

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João Guisan Seixas MONÓLOGO DEL HOMBRE INVISIBLE Sala convencional de finales de siglo, no se sabe si XIX, XX o XX, o si de un siglo que no ha empezado aún y puede que no empiece nunca. Entra precipitadamente el hombre invisible. Da unos cuantos pasos agitados, se para, se vuelve hacia la puerta de la calle, hacia la ventana del fondo, hacia la vidriera del techo que continúa en ángulo recto la misma moldura, hacia el suelo de madera, que reproduce en sol y sombra también esa cuadrícula, nervioso. Hombre Invisible. - ¡Al fin! ¡Al fin lo he logrado! Levanta un brazo y lo extiende contra la luz que se filtra a través de la vidriera del techo, y lo recorre con la otra mano, observándolo, o no observándolo, extasiado. ¡Los resultados son mejores de lo que cabía esperar! En un momento dado parece descubrir al público y, dirigiéndose a él, inicia su monólogo, recuperando el deambular interrumpido. No, no me miren así, como a un fenómeno, una monstruosidad nunca vista. Puede que se hayan cruzado conmigo, hoy, por la calle, que hayan hablado de sus cosas más íntimas a mi lado, encerrados en la misma habitación. Puede que me haya atravesado en su camino, que haya estado reiteradamente ante sus ojos, sólo que sus ojos ignoraban lo que estaban observando, con esa mirada perdida, desconcertada, con que me miran ahora. Yo soy el hombre invisible, evidentemente. Bueno, puede que a algunos puristas les parezca que la palabra “evidentemente” no resulta apropiada para el caso. Pero ustedes están oyendo una voz humana y, sin embargo, no ven ningún cuerpo humano que la emita, y ello constituye una evidencia de que se hallan en presencia del hombre invisible sin la más mínima sombra de duda, y eso en el sentido literal de la expresión. Se deja caer en el sofá. Deja salir un suspiro de desahogo, se relaja, y cruzando una perna sobre la otra, continúa: Claro que yo no siempre he sido invisible, o por lo menos tan invisible como ahora. Siempre he tenido, es verdad, una cierta tendencia a la invisibilidad, ya desde pequeño, como esos bebés que nacen con una coloración azulada en las pupilas o un brillo dorado en su incipiente cabellera, pero que enseguida se ve que van a acabar teniendo los ojos marrones o el pelo oscuro. Tengo, de hecho, un hermano que sí nació efectivamente invisible. Pero los médicos diagnosticaron un embarazo y parto histéricos. Menos mal que mi padre lo trajo para casa, sin darse cuenta, envuelto en unas toallas que había llevado al hospital, y durante sus primeros años yo me ocupé él, cuidándolo y alimentándolo en secreto. No lo veo mucho últimamente, porque anda siempre de viaje. Trabaja, desde hace años, en una compañía de ballet, sosteniendo a las bailarinas en el aire para que los muy paletos admiren sus piruetas como si fuesen realmente suyas. Pero está estudiando ofertas del equipo olímpico de salto y de varias productoras cinematográficas como encargado de efectos especiales. Precisamente el otro día me ha parecido verlo por la carretera, conduciendo un deportivo rojo impresionante y con una rubia de melena al lado. Pero luego me fijé en la matrícula y comprendí que se trataba sólo de un coche inglés conducido por una rubia de melena. Yo no salí exactamente a mi hermano, como digo, aunque de su caso se deduce que debemos de tener en la familia una cierta predisposición congénita para la invisibilidad. Algún abuelo o tatarabuelo invisible – identificado por las malas lenguas con una abuela o tatarabuela que fue madre soltera – y que se

manifiesta periódicamente en el color, o en la falta de color, de alguno de sus descendientes. No pasó así con mis otros hermanos. Ellos son visibles, y mucho. El mayor padece incluso de obesidad crónica y la menor trabaja como presentadora en la tele. Yo era el del medio, y medio invisible talvez también por ello. Este otro, el verdaderamente invisible, no aparece en la lista (aunque, ¿quién puede asegurar que no aparezca registrado en el Libro de Familia con tinta invisible?) y por ello nunca fue tenido en cuenta. Yo, sin embargo, envidiaba su suerte. Él destacaba por lo menos en su invisibilidad. Yo no era ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado, ni tonto ni listo, pero tampoco ni muy visible ni muy invisible tan siquiera. En el colegio fui siempre un alumno medio, que no destacaba por nada. Ni buen ni mal estudiante, ni buen ni mal deportista. Siempre uno entre tantos. El profesor nunca mencionaba mi nombre, ni para reñirme ni para elogiarme, y a veces incluso lo olvidaba cuando pasaba lista. Mi parcial visibilidad, o mi parcial invisibilidad, sólo me han servido para sentirme insignificante. Para ser ignorado, en definitiva. Con el único que hablaba era con mi hermano invisible. Admiraba sus proezas. Las cosas que hacía yo y en las que nadie se fijaba, o no se fijaba que había sido yo quien las había hecho, no eran proezas. Él me contaba que se colaba en las películas para mayores y que había visto con sus propios ojos el beso gigantesco de Clark Gable y Escarlata Ohara, a todo color y en cinemascope. Merodeaba también por los obradores de las pastelerías más elegantes de la ciudad, que, a su paso, indefectiblemente acababan comprando raticida. Escudriñaba las casas principales y me cotilleaba las vergüenzas más inconfesables de las personas más finas. Yo nunca hubiera podido realizar gestas tales. Ser invisible como él lo era ya hubiera sido hazaña suficiente, pero aquella forma mía de ser visible, pero poco, y de ser algo invisible, pero no lo suficiente, lo único que ha logrado es que, si antes de hoy me hubiese atrevido a proclamar en alta voz: “soy el hombre invisible”, sólo habría conseguido que la gente se riese de mí, o, lo que es peor, que me ignorasen con desdén. Y eso por que la mía, hasta ahora, era una invisibilidad prestada, que realmente los ojos de los otros, los de ustedes, proyectaban sobre mí. Pero hace un momento por fin he podido proclamar: “soy el hombre invisible” y he conseguido que, por primera vez, la gente se fijase en mí y me hiciese algo de caso. Y eso porque es una invisibilidad que se proyecta desde la frontera de mi ser a sus pupilas desconcertadas y sus bocas abiertas, que parecen pronunciar, en el aire vacío y el silencio, el color exacto de mi piel. La invisibilidad es como el agua fría. Si alguien te echa un cubo de agua fría encima, se toma como una humillación. Si tú mismo, sin embargo, en pleno Invierno, entras por tu propio pié en la bañera rompiendo con gesto altivo la cortina de agua helada que cae de la ducha, ese acto reviste el aire mítico de las grandes epopeyas, y los vecinos, familiares y amigos pasan a considerarte un héroe. Por todo ello, comprenderán que mi único deseo, desde pequeño, haya sido volverme invisible, completamente invisible, invisible con ganas y a propósito. He andado durante tiempo en busca del filtro de la invisibilidad. Estudié libros de alquimia, consulté La Cabala, probé con las recetas de Paracelso, Giordano Bruno, J.J. Benítez y otros autores herméticos. Nada dio resultado. Hasta que un día me encontré con la fórmula, como quien no quiere la cosa, ni más ni menos que en un estante refrigerado de la sección de lácteos de un hipermercado. El hombre invisible se levanta y, explicándose con grandes gestos de brazos, se dirige hasta una barra de formica que se extiende en un rincón de la sala, delante de una nevera y una cocina empotradas en una especie de retablo escavado en la pared. En medio de lo que podríamos haber interpretado como una maqueta de cuidad de urbanismo salvaje, formada por diversos productos típicos de supermercado (Tetrabriks, latas, frascos de conserva etc.), diseminados como si alguien que hubiese acabado de hacer la compra no hubiese tenido tiempo, por cualquier imprevisto, de guardarlos, destacan, como un pabellón deportivo, palacio da ópera, estadio o centro multi-usos recién inaugurado, dos blancos “packs” de yogures, de ocho unidades, puestos uno encima del otro.

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En un recipiente blanco, salpicado de tonos azules y verdosos, entre columnas de porcentajes de calcio y vitaminas, aparecía esta declaración textual: El hombre invisible señala claramente con el índice hacia la inscripción que aparece en uno de los yogures. “Yogurt desnatado cremoso” y, lo que es más importante, debajo: “Natural”. ¿Existe, acaso, en toda la literatura mística universal, una frase más asombrosa, algo más contradictorio y revelador a un tiempo? ¿Podría escribirse con letras de oro o de fuego, una afirmación más deslumbrante? ¿Puede caber una expresión más rotunda de lo inefable, una mejor concreción de lo sobrenatural? Abandona la barra y sigue paseando por la habitación. Aquello era poesía pura, si consideramos a la poesía como la perplejidad que la lengua provoca al confrontarse con ella misma. Pudiera parecer que resultaría más contundente la expresión si, en lugar de “desnatado”, se hubiese recurrido a la forma afrancesada que aparece en algunas etiquetas. “Yogur descremado cremoso”, muestra, sí, su contradicción de una manera más rotunda, pero la denominación “desnatado cremoso” resulta de una mayor sutileza, pues invita a aceptarla sin problemas, hasta que nuestra conciencia adormecida por las largas galerías, las luces frías y las ofertas especiales del supermercado, despierta del letargo propio de la sección de refrigerados. Se encienden de repente, entonces, todos los mecanismos de alarma de nuestro cerebro y nuestros ojos se ponen a lanzar cohetes de brillos incandescentes al constatar que estamos lisa y llanamente ante algo maravilloso, que tenemos un objeto imposible delante nuestra, ¡y que podemos incluso llevarlo a casa por sólo1,25 euros! Si la paradoja inicial resulta portentosa, lo mejor, sin embargo, de la denominación es, sin duda, la puntilla del epíteto “natural”. ¡Cómo si fuese la cosa más natural del mundo que un yogur “desnatado”, y al mismo tiempo “cremoso”, sea “natural”! ¡Toda la teología de Oriente y Occidente condensada en una única frase! Aquel yogur era un curso acelerado de teología cristiana bajo en calorías. Me sabía a todas las paradojas que sobre Dios nos ensañaban en las confusas mañanas del Catecismo. La relación entre el yogur “desnatado cremoso natural” y la consecución de la invisibilidad no fue, a pesar de todo, tan directa como se podía haber pensado. Es verdad que a ingestión de grandes cantidades de yogur “desnatado cremoso natural” parece ayudar a reducir el espesor de la capa de grasa que envuelve nuestro organismo, lo que se puede considerar, a su vez, como de alguna ayuda, una modesta aportación, en el camino de la invisibilidad. Pero también hay que reconocer que, por esta vía, no se podría pensar en conseguir el objetivo final, por lo menos sin tener que producir la muerte del sujeto. La relación fue, pues, más indirecta y más íntima al mismo tiempo. Para desentrañar los misterios, la música secreta, de aquella frase con todas sus trampas y entresijos, le busqué alguna equivalencia respecto de otros objetos menos manipulables que los yogures que la volviese más patente. Lo primero que se me ocurrió, como ya he dicho, fue el mundo de la teología. Efectivamente, aquella frase era lo mismo exactamente que aquella desconcertante retahíla (en la que, no obstante, teníamos que creer a pies juntillas para no ir al infierno) que establecía que Dios era al mismo tiempo una persona única y tres personas distintas, aunque por otro lado se afirmaba que Dios no era una persona. Sí, realmente la equivalencia era buena, pero también había que reconocer que los conceptos teológicos resultaban ser tan maleables y manipulables como los productos lácteos. Necesitaba algo más sólido que cualquiera de esas dos cosas, y no me servían ni los ídolos de oro ni los quesos muy curados. Pensaba en todo esto un día, paseando al buen tuntún por el extrarradio, cuando, absorto en mis meditaciones tropecé, sin darme cuenta, en una valla pintada de un verde intenso. Sin pretenderlo asaltó mi mente una idea bastante estúpida, una de esas relaciones caprichosas que establece sin querer el pensamiento, y era que si el verde de la valla fuese menos intenso, talvez el golpe hubiese sido también un poco menos fuerte. Pero gracias a ella me fijé en que los colores son algo más sólidos de lo que creemos y que constituían un 3

excelente campo para comprobar el verdadero alcance de mi descubrimiento. Porque, efectivamente, decir de un yogur que es “desnatado cremoso y natural”, era exactamente lo mismo que decir: “aquella valla verde era azul e invisible”. Esto que, en un principio, se reducía a un experimento para resaltar las contradicciones implícitas en aquella expresión, pero en su propia formulación me permitió descubrir el hilo (naturalmente invisible) que unía a aquella con toda la cuestión de la invisibilidad que tanto me preocupaba desde mi infancia, u comprendí que ella encerraba la fórmula para conseguir de un modo completo y definitivo El hombre invisible se detiene al lado de una columna de hierro forjado, meramente decorativa, que se yergue cerca de la esquina en que se encuentra la cocina, y, agarrándose con una mano sobre ella, empieza a dar vueltas, girando a su alrededor.. ¡Ah, si yo pudiese pintar una valla de un color verde muy vivo.... tan vivo que se moviese con el viento y que en nada se pudiese distinguir del campo que se extiende al otro lado...! Se para, de repente, mirando al público, y con el cuerpo en casi perfecta diagonal, no si cierta chulería, añade: ...Conseguiría, como mucho, un valla verde invisible, pero siempre muy poco azulada. Rompe la pose y, más campechano, prosigue su deambular físico y mental. Esta reflexión me llevó a considerar que, cromáticamente, lo invisible debería ser algo así como un negro muy claro o un blanco muy oscuro. Poco después, durante un viaje en tren, tuve la oportunidad de conocer a un hombre negro que aseguraba estar orgulloso de serlo, mientras que expresaba su desprecio por los blancos, a los que acusaba de haber explotado, maltratado y masacrado a los de su color. Él me dirigía una mirada acusadora, llena de rabia y rencor, que yo creí, en un principio que iba dirigida contra mí, pero luego lo pensé mejor y llegué a la conclusión de que lo que no le gustaba era la tapicería de mi asiento, porque, como me acordaba perfectamente de que yo no era negro, pero, también con igual precisión, de nunca había explotado, maltratado o masacrado a nadie, empecé a sentirme cada vez más y más transparente. Había conocido a hombres también, es cierto, que se sentían orgullosos de ser blancos, de ser homosexuales, de ser irlandeses, gitanos o socios del Atlético de Madrid. Había conocido incluso a hombres que se sentían orgullosos de ser mujeres. Había algunos también que se enorgullecían de pertenecer a una familia noble, mientras que otros estaban muy orgullos de que su padre hubiese sido minero (curiosamente nadie alardeaba de ser hijo de un tendero o de un dentista, por ejemplo). Ante la reiteración de encuentros como estos, yo, que nunca había encontrado razón alguna para sentirme orgulloso de ser aquello que era, no podía dejar de sentirme cada vez más vacío, y también más invisible, como si cada un de aquellos encuentros fuese una cucharada de yogur “desnatado cremoso” y “natural”. También estaban aquellos que afirmaban luchar por el “bien público”, pero siempre insistían en que fatalmente, “por lo bien público” debía sacrificarse la mayor parte del público, mientras que unos pocos afortunados resultaba que, cuanto más aumentaba su beneficio personal, mejor era para el “bien público”. Y lo más gracioso es que éstos consideraban que ello, como aquel yogur, resultaba perfectamente “natural”. He encontrado así mismo a otros que predicaban la paz pero sólo entonaban cánticos y encendían velas cuando se veían amenazados asesinos sin escrúpulos. Y estos otros mantenían que utilizar la violencia contra las personas violentas resultaba contradictorio, pero que permitir con nuestro pacifismo la violencia de los demás resultaba perfectamente coherente. Y allí donde ellos decían “paz” y “violencia” yo leía “desnatado” y “cremoso”, y donde decían “coherente, yo, tan duro de oído, creía haber entendido “natural”. Para no aburrirles, resumiré diciendo que, en mis sucesivos encuentros con hombre visibles, con hombres de razas, ideas, países, religiones, género y número nítidamente definidos, fui, paradójicamente, perdiendo todas y cada una de las características que hubieran podido servir algún día para 4

caracterizarme, definirme e identificarme, alcanzando este grado de perfecta invisibilidad que pueden admirar ahora mismo. Antes de proseguir su marcha, se queda parado, por un instante, con los brazos abiertos, triunfante, en una actitud que, en otras circunstancias, cabría calificar de “exhibicionista”. Me he encontrado en la vida siempre con personas que tienen las ideas claras de como es el mundo, aunque todas ellas lo vean de formas radicalmente diferentes. Por eso, yo que no lo entiendo, y siento como se retuercen en mi estómago todas las contradicciones del Universo, he llegado finalmente a la conclusión de que, si ese mundo firme, nítido y seguro existe, yo no existo, o por lo menos no participo para nada de su solidez y soy absolutamente invisible. Imperceptiblemente se va aproximando al perchero del fondo, donde aparece colgado un viejo sombrero. En los cafés antiguos, los hombres invisibles se agolpaban contra las paredes, cabizbajos, y permanecían así durante horas, mirando al suelo o, como mucho, espiando, por un lado del ala, las cartas de aquellos que jugaban en una mesa próxima. Había en las paredes unos apliques dorados repartidos entre los cuadros, los espejos y ventanales, aprovechando cualquier rincón del local. En ellos dejaban sus sombreros los caballeros de aquel tiempo, a quienes la etiqueta obligaba a llevar la cabeza siempre cubierta en el exterior y descubierta bajo techumbre. Los varones, con el paso de los años, fueron dejando de usar sombrero y los hombres invisibles (increíblemente) “desaparecerom”. A lo mejor es que yo soy todo lo contrario. Un sombrero que dejo de usar hombre, tan sólo. Su mano y su pensamiento llegan a tocar el ala del sombrero, y a acariciar la idea de ponérselo, pero se lo piensa mejor, se para y, en un gesto brusco, retira la mano y se vuelve de nuevo hacia el público. Permítanme, sin embargo, que no me materialice ante sus ojos como un sombrero flotando en medio de la sala. Ahórrenme por lo menos esta última contradicción de acabar volviendo invisible incluso mi invisibilidad misma. Siendo completamente invisible, absolutamente imperceptible, puedo sentirme por fin grande, tan grande como el mundo, llenando todos sus huecos, adquiriendo todas sus formas, pintándome de todos sus colores. Pero, no sé si se habrán dado cuenta todavía (a medida que me fui volviendo invisible fui aprendiendo a disimular este efecto secundario) que, para alcanzar este estado, tuve que pagar también un alto precio. ¿Nunca se han parado a pensar qué le sucedería realmente a una persona que lograse la perfecta invisibilidad? Suponiendo que un ser invisible lo sea porque deja que la luz proveniente de las cosas le atraviese sin desviarse o alterarse, sin tocarlo, sin repercutir de ninguna forma su presencia... lo más terrible de caso sería que, entonces, por la misma razón desconocida por la que la luz no tocaría su piel ni se reflejaría en sus dientes y cabellos, tampoco debería impresionar sus ojos. Si sus pupilas – estos dos agujeros negros que representan la luz que le quitamos al mundo para verlo – fuesen invisibles, tampoco podrían ver. Un hombre invisible tendría que ser irremisiblemente ciego. El precio a pagar para no ser vistos es el de no poder ver. Lo único que me consuela es pensar que, si le contase a un psiquiatra mis conversaciones con mi hermano invisible, era capaz de decirme que yo estaba loco porque creía ver hombres invisibles siendo ciego. ¡OH, qué delicioso yogur “desnatado cremoso natural”! En su agitación choca contra una pequeña caldera de latón brillante con vasos repujados en el mismo material, que aparecían apoyados en la columna de hierro forjado, formando un conjunto ornamental. Roda todo por el suelo – el hombre invisible inclusive – con o estruendo imprevisto de una orquesta de metales y percusión que irrumpiese en medio de una película de cine mudo. 5

¿Quién habrá movido el samovar? Ahora he pedido la cuenta de los pasos. Cuatro para la derecha de la columna era la puerta de la calle, pero ¿dónde está la columna...? Tantea a cuatro patas, intentando levantarse. Palmotea con los brazos extendidos en busca de la columna, pero sólo logra echar por tierra macetas, porcelanas, cuadros y algunos objetos más colocados en los estantes, mesas y paredes, que van trazando, con sus caídas y correspondiente estrépito, una loca carrera tras no se sabe muy bien qué. No es que lo vea todo negro. Es que no veo ni siquiera la oscuridad. Pero, de todos modos, ¿quién puede encontrar, dentro de una habitación completamente oscura, una puerta abierta de noche, cuando el color de las puertas abiertas es exactamente aquel de las paredes? La secuencia, cras-tris-tras-catatrás, va dibujando un camino que lleva a la ventana del fondo. El hombre invisible la atraviesa y se precipita en el patio interior. Si hubiese estado cerrada, su silueta habría quedado recortada en el cristal y en los marcos, como un cuadro que Magritte nunca pintó. Pero, como estaba abierta, parece que no ha pasado nada. Silencio sólo, un temblor de cuerdas con ropa colgada contra la luz amarilla que se refleja en las casas de belén que se amontonan al fondo. Un agujero que cae por un hueco. Vacío en el vacío, no cabe estatua mejor.

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