823 Saki - Cuentos Crueles

SAKI CUE TOS CRUELES Libros del malabarista Página/12 Tapa: Jorge Cuello I.S.B.N.: 987-503-106-2 © De esta edición

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SAKI

CUE TOS CRUELES

Libros del malabarista

Página/12

Tapa: Jorge Cuello

I.S.B.N.: 987-503-106-2 © De esta edición Editorial la Página S.A. © Ediciones Colihue s.r.l. Impreso en Argentina. Impreso en CIPSA Condor 1735/45 Tel. y Fax: (54-1) 918-2806/2062

Este libro forma parte de la Edición de Página/12 y se entrega juntamente con la misma. Prohibida su venta separada o cualquier forma de comercialización.

SAKI

CUE TOS CRUELES

Libros del malabarista

Página/12

Carta a los chicos

Según el diccionario, “cruel” quiere decir, entre otras cosas, “insufrible, excesivo, que se complace con el padecimiento ajeno”. ¿Por qué serán crueles estos cuentos? Porque Saki quiso mostrar con humor los aspectos oscuros y llenos de alambres de púas que hay dentro de las relaciones de la gente. Las de los grandes con los chicos, las de los chicos con los grandes, la de todos con todos. H.H. Munro —Saki— escribió al comienzo del siglo XX, en Inglaterra, donde se vivía un china social lleno de buenos modales y de malas intenciones. A él no le gustaba este mundo hipócrita, así que lo contó tal y como aparece aquí. No escribió para chicos, pero los chicos, con su irrefutable y despiadada lógica, fueron

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reiteradamente los personajes que le posibilitaron enfrentar la torpeza del comportamiento humano. Hoy, al final del siglo XX, podemos leer a Saki y preguntarnos: ¿quiénes son los crueles en estos cuentos? Por eso, porque sorprenden y pinchan como agujas, valió la pena hacer esta selección y versión de los cuentos, con los toques indispensables para que estuvieran cerca del lector.

Gustavo Roldán

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El contador de cuentos

El hombre viajaba solo, pero en el sofocante vagón del tren también viajaban dos niñas y un chico, acompañados por su tía. —¡No hagas eso, Cyril! —dijo la tía cuando el muchachito comenzó a golpear los asientos levantando una nube de polvo—. Podrías mirar por la ventanilla. El chico se acercó y preguntó: —¿Por qué se llevan las ovejas de ese campo? —Tal vez para llevarlas adonde haya más pasto. —Pero allí hay mucho pasto, tía. Lo único que hay es pasto. Hay pasto a más no poder. —Tal vez el pasto del otro campo sea mejor — contestó la tía. —¿Por qué es mejor? —¡Miren esas vacas! —dijo la tía con entusiasmo. 10

—¿Por qué es mejor el pasto del otro campo? — insistió Cyril. La tía no pudo encontrar ninguna respuesta. La niña más pequeña comenzó a recitar un poema. Sólo sabía el primer verso, pero lo repetía una y otra vez con un entusiasmo digno de mejor causa. —Vengan a escuchar un cuento —dijo la tía. Los tres chicos se acercaron con indiferencia. La tía comenzó un cuento de una niña buena que era amiga de todo el mundo, y que finalmente era salvada del ataque de un toro furioso por un grupo de personas que admiraban su bondad. —¿Si no hubiera sido tan buena, no la hubieran salvado? —quiso saber la mayor de las niñas. —Creo que sí —dijo la tía con voz insegura—, pero no sé si hubieran corrido con tanta rapidez. —Es la historia más tonta que escuché en mi vida —dijo la niña mayor. —Es tan tonta que yo dejé de escucharla —dijo Cyril. La niña pequeña no dijo nada, pero hacía un largo rato que repetía y repetía su verso favorito. —Parece que usted no tiene demasiado éxito con los cuentos —dijo el hombre desde su rincón. —Es muy difícil contar cuentos que los niños puedan entender y apreciar a la vez —contestó poniéndose a la defensiva.

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—Creo que no estamos de acuerdo —dijo el hombre. —Tal vez usted se anime a contarles alguno — desafió la tía. —Sí, cuéntenos un cuento —dijo la niña mayor. —Había una vez —comenzó el hombre—, una niña llamada Bertha que era muy pero muy buena. El interés de los chicos comenzó a caer. El hombre siguió: —Hacía todo lo que le decían los mayores, nunca decía una mentira, no se ensuciaba el vestido, hacía los deberes todos los días, y era muy amable. —¿Era muy linda? —preguntó la mayor de las niñas. —No tanto como ustedes, pero era espantosamente buena. Ahí la historia ganó un punto. Espantosamente buena sonaba como una novedad. —Era tan buena —continuó el hombre—, que ganó varias medallas. Siempre las llevaba prendidas en el vestido. Tenía una por la obediencia, otra por la puntualidad y otra por portarse bien. Eran grandes medallas de metal que tintineaban una contra otra cuando caminaba. Y era la única niña en la ciudad que tenía tres

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medallas, así que todo el mundo sabía que ella debía ser extraordinariamente buena. —Espantosamente buena —aclaró Cyril. —Cuando el príncipe de ese país se enteró, dijo que a esa niña tan buena le daría permiso para pasear por su parque. Era un parque muy hermoso donde los niños tenían prohibida la entrada. —¿Había ovejas en el parque? —preguntó Cyril. —No, no había ovejas. Pero había muchos chanchitos corriendo por todas partes. —¿De qué color eran? —Negros con cara blanca, blancos como manchitas negras, algunos todos negros y otros todo blancos. A Bertha le dio pena que no hubiese flores en ese parque. Había prometido que no cortaría ninguna flor, y entonces se sintió tonta al descubrir que no había flores para cortar. —¿Por qué no había flores? —Porque los chanchitos se las habían comido a todas. Como no se puede tener chanchitos y flores al mismo tiempo, el príncipe decidió tener sólo chanchitos. Los chicos hicieron un murmullo de aprobación ante la decisión del príncipe. —Había otras cosas hermosas en el parque. Peces de colores, cotorritas que hablaban y pájaros que silbaban las canciones de moda. Y Bertha paseaba pensando que ese era el premio por ser 13

tan buena. Justo en ese momento un enorme lobo daba vueltas por el parque buscando un chanchito gordo para su cena. —¿De qué color era el lobo? —preguntaron los chicos con entusiasmo. —Del color del barro, con la lengua negra y unos ojos gris claro que brillaban con ferocidad. Lo primero que vio fue a Bertha, por su delantal tan limpio y tan blanco que se veía desde lejos. Bertha vio que el lobo se acercaba y se escondió en medio de un matorral muy tupido. El lobo llegó con la negra lengua colgando y los ojos gris claro brillando de furia. Muerta de miedo, Bertha pensó: —Si no hubiese sido tan buena podría estar a salvo en mi casa. Pero el perfume de la mata de arbustos era tan fuerte que el lobo no podía olfatearla, y era tan tupida que no alcanzaba a verla. Entonces se dijo que lo mejor sería buscar un chanchito para cenar. Bertha temblaba de miedo sintiendo al lobo tan cerca, y de tanto temblar la medalla de la obediencia chocó contra las de la buena conducta y la puntualidad. El lobo ya estaba a punto de irse cuando oyó el ruido de las medallas, y de un salto, con los ojos gris claro brillando de ferocidad, se lanzó hacia el arbusto y devoró a Bertha en un instante. Todo lo que quedó fue un 14

par de zapatos y las tres medallas ganadas por su bondad. —¿Y no mató ningún chanchito? —No, todos escaparon. —El cuento empezó mal —dijo la menor de las niñas—, pero tiene un final hermoso. —Es el cuento más hermoso que me contaron — dijo la mayor. —Es el único cuento hermoso que oí en toda mi vida —dijo Cyril. La tía no estuvo de acuerdo. —¡Ese cuento no es adecuado para niños! ¡Usted arruinó años de cuidadosa enseñanza! —Pero conseguí que se quedaran quietos, cosa que usted no pudo hacer. El hombre recogió su equipaje y bajó en la estación. Mientras caminaba, pensó: —Pobre mujer, durante mucho tiempo la van a mortificar pidiéndole que les cuente un cuento inadecuado.

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El cuarto de leña

Nicholas no iría a la playa. Estaba en penitencia por haberse negado a comer su plato de pan con leche diciendo que allí había un sapo. Los mayores, que siempre son mejores y saben más, dijeron que se dejase de tonterías, pero Nicholas insistió, describiendo cuidadosamente cómo era ese sapo. Tenía todo el derecho a saberlo, ya que él mismo lo había puesto en el plato. Lo más importante para Nicholas fue que la gente mayor, mejor y más sabia, se había equivocado a más no poder. —Ustedes dijeron que no era posible que hubiese un sapo —repetía con insistencia. En conclusión, su primo, su prima y su hermano menor irían a la playa y él no. La tía había inventado rápidamente el paseo para que 17

Nicholas no pudiese ir. Eso hacía siempre cuando alguno estaba en penitencia. Si el castigo era para todos, les contaba de inmediato que en el pueblo vecino había llegado un circo espectacular, con muchísimos elefantes, al que pensaba llevarlos justo ese día. Cuando partieron hacia la playa, Nicholas logró derramar alguna lágrima. Pero los verdaderos llantos estuvieron a cargo de su prima, que se lastimó la rodilla al subir al carruaje. —¡Cómo grita! —dijo Nicholas con alegría. —Se le pasará en un instante —dijo la tía—. ¡Cómo se van a divertir corriendo por la playa! —Bobby no se va a divertir ni va a correr demasiado. Le aprietan los zapatos. —¿Por qué no me dijo que le apretaban? —Te lo dijo dos veces, pero nadie nos hace caso cuando decimos cosas importantes. —Te prohíbo que vayas al jardín de las grosellas —dijo la tía cambiando de tema. —¿Por qué? —Porque estás en penitencia. Nicholas no estaba de acuerdo con eso. Se sentía perfectamente capaz de estar en penitencia y al mismo tiempo estar en el jardín de las grosellas. Mirándolo, la tía tuvo la seguridad de que intentaría ir tan sólo porque le prohibió hacerlo. El jardín tenía dos entradas, y alguien pequeño 18

como Nicholas podía desaparecer de la vista entre los arbustos. La tía tenía muchas cosas que hacer esa tarde, pero pasó un par de horas entre los canteros vigilando las dos puertas de ese paraíso prohibido. ***

Nicholas, con cautela, se acercó a una y otra de las puertas, pero allí estaban los ojos vigilantes de la tía. En realidad no le interesaba entrar, sino que la tía creyera que quería hacerlo, así no se movería de su puesto de vigilancia. Cuando estuvo seguro de las sospechas de su tía, fue a la casa para cumplir un plan largamente estudiado. Trepándose a una silla podía alcanzar una llave grande para entrar a la antigua leñera, ahora convertida en un depósito donde sólo podían entrar los mayores. La llave giró con dureza y Nicholas se encontró en un mundo frente al cual el jardín de las grosellas era apenas un juego para chicos. Esa zona tan rigurosamente vigilada, sobre la que no se contestaban preguntas, estaba a la altura de todas sus expectativas.

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Una alta ventana que daba al jardín prohibido era la única iluminación. Era una cueva de inimaginables tesoros, llena de objetos maravillosos. Lo primero que descubrió fue un tapiz enmarcado, y se sentó sobre un rollo de alfombras para mirar la escena. Un cazador acababa de atravesar a un ciervo con una flecha. Estaba a la vista que no había sido un tiro difícil, porque el ciervo se encontraba apenas a dos pasos de distancia. Dos perros manchados se abalanzaban para unirse a la cacería. Esa parte del cuadro era interesante pero bastante simple. ¿Tendría idea el cazador de lo que Nicholas estaba viendo? Cuatro lobos se acercaban por el bosque. Y podría haber más, y que estuviesen tapados por los árboles. ¿Sería el hombre capaz de enfrentarlos? Sólo le quedaban dos flechas en el carcaj, y además podría errar. Nicholas pensaba que había más de cuatro lobos, y que el hombre y sus perros estaban realmente en peligro. Dejó el tapiz, porque había más cosas para mirar: delicados candelabros con forma de serpientes, una tetera como un pato, mucho mejor que la que ellos tenían usando, y en una caja de madera tallada encontró pequeñas y hermosas figuras de 20

bronce. Un gran libro con maravillosos pájaros de colores lo entusiasmó y llenó de sorpresas, hasta que la voz de la tía le llegó desde el jardín llamándolo a los gritos. —¡Nicholas! ¡Nicholas! ¡Te ordeno salir ya mismo! ¡Te estoy viendo! Poco después el grito fue un aullido para que alguien fuera rápidamente. Nicholas cerró el libro, puso las cosas en orden y salió. Cerró la puerta con todo cuidado dejando la llave justo en su lugar. La tía seguía llamándolo cuando salió. —¿Quién me llama? —dijo. —Yo —dijo la voz del otro lado de la tapia—. Te estuve buscando y me resbalé y me caí en el depósito de agua. Las paredes están demasiado resbalosas y no puedo salir. Junto al cerezo hay una escalerita... —Me prohibieron entrar al jardín —dijo Nicholas. —¡Yo te dije que no y ahora te digo que sí! —Tu voz no se parece a la de mi tía. Puede ser el demonio que me tienta para que desobedezca. Mi tía siempre dice que el demonio me tienta y que yo le hago caso. Esta vez no le voy a hacer caso. —¡Basta de tonterías! —dijo la voz desde el depósito de agua—. Necesito rápido la escalera.

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—¿Habrá dulce de frutilla para el té? —preguntó Nicholas con voz inocente. —¡Por supuesto! —aseguró la tía, pero pensando que ni por asomo habría ninguna clase de dulce. —¡Ahora estoy seguro de que es el demonio y no mi tía! Ayer le pedimos y ella nos dijo que no había. Yo sé que hay cuatro frascos en un estante, porque los vi, y por supuesto que un demonio también lo sabe, pero ella no porque dijo que no había. ¡Te vendiste, demonio! Sentía una exquisita y rara sensación al poder hablarle a su tía como si fuera el demonio, pero Nicholas también entendía que no era conveniente abusar de esos lujos. Se alejó haciendo ruido. Finalmente la cocinera, que fue a buscar algunas verduras, rescató a la tía. Esa tarde la hora del té pasó en un largo silencio. Cuando los chicos llegaron a la playa la marea estaba alta y no había arena para correr y jugar. Los zapatos le habían apretado a Bobby a más no poder. No se podía decir que habían pasado una tarde divertida. La tía mantuvo un frío silencio. Nicholas también estaba silencioso. Tenía muchas cosas para pensar. Estaba considerando que era posible que el cazador y sus perros pudiesen escapar mientras los lobos se demoraban con el ciervo muerto. 22

La ventana abierta

—Mi tía bajará en un momento —dijo la joven que tendría unos quince años. El señor Nuttel estaba haciendo una visita formal —por recomendación de su hermana—, a personas que él no conocía. Su hermana creía que una cura de reposo en ese retiro rural debía acompañarse relacionándose con gente del lugar. —¿Conoce a muchas personas de aquí? — preguntó la joven. —A nadie. —Entonces no sabe nada de mi tía. —Sólo su nombre. Me lo dio mi hermana, que estuvo hace cuatro años. —Su gran tragedia fue hace tres años —dijo la jovencita—. Es decir, después de que se fue su hermana. —¿Su tragedia? 24

—Sí. Por eso dejamos esa ventana abierta —dijo señalando el ventanal que daba al jardín. —¿Qué tiene que ver la ventana con la tragedia? —Hoy se cumplen tres años desde que, por esa ventana, salieron a cazar su marido y sus dos hermanos menores. Jamás volvieron. Fueron tragados por el pantano y nunca se encontraron sus cuerpos. Mi pobre tía sigue creyendo que un día regresarán y entrarán, como siempre lo hacían, por esa ventana. Ellos y el perrito que los acompañaba. ¡Cuántas veces me habrá contado cómo salieron ese día! Su marido llevaba el impermeable blanco en el brazo. A veces, en tardes tranquilas como ésta, tengo la espantosa sensación de que podrían volver a entrar por la ventana. La jovencita tuvo un estremecimiento. En ese momento la tía entró al cuarto pidiendo disculpas por haberlo hecho esperar. —Espero que Vera lo haya atendido bien. —Sí, sí, me contó cosas muy interesantes. —¿Le molesta la ventana abierta? Mi marido y mis hermanos salieron a cazar, y siempre entran por el ventanal. Van a dejar la alfombra a la miseria después de haber andado por la ciénaga. Y siguió charlando alegremente sobre la caza y las posibilidades de encontrar patos en el invierno. 25

Al hombre todo le resultaba espantoso. Quiso desviar la conversación hacia otros temas, y pensando que las enfermedades de los otros siempre interesaban a la gente, comenzó a hablar de las suyas y de la cura de reposo que debía hacer. Pero los ojos de la mujer volvían una y otra vez hacia la ventana. En ese momento exclamó: —¡Por fin vuelven! ¡Justo a tiempo para el té! ¡Están llenos de barro hasta los ojos! El hombre miró a la jovencita intentando transmitirle su comprensión. La muchacha miraba hacia la ventana con los ojos llenos de horror. Con un miedo que le brotaba desde adentro, el hombre miró en la misma dirección. Tres figuras avanzaban hacia la ventana. Todos traían escopetas bajo el brazo y uno de ellos traía un abrigo blanco sobre los hombros. Los seguía un pequeño y fatigado perro. Silenciosamente se acercaban a la casa. El hombre agarró de un manotón su bastón y su sombrero y huyó sin decir una palabra. —Aquí llegamos —dijo el hombre del impermeable blanco entrando por la ventana—. ¿Quién era ése que salió corriendo de aquí? —Un hombre rarísimo, un tal Nuttel, que no hablaba de otra cosa que de sus enfermedades. Se

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fue disparando sin despedirse siquiera. Ni que hubiera visto un fantasma. —Supongo que fue por el perro —dijo la jovencita—. Me contó que les tenía terror. Una vez, cerca de Ganges, lo persiguió una jauría de perros salvajes hasta un cementerio. Tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada con los perros gruñendo y babeando encima de él. ¡Como para no tenerles miedo! La especialidad de la muchacha era inventar historias al segundo.

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Juguetes pacifistas

—Harvey —dijo Eleanor a su hermano—, aquí hay un artículo sobre los juguetes infantiles que coincide exactamente con nuestras ideas sobre educación. “Es absolutamente objetable —decía el diario—, regalar soldaditos de juguete y cualquier tipo de armas a los chicos. A los varones les gusta pelear y se sienten atraídos por las armas de guerra, pero eso no es motivo para alentar sus instintos más primitivos. En una próxima exposición se presentará una alternativa con juguetes pacíficos: civiles en miniatura en lugar de soldados en miniatura, y arados y otros instrumentos de trabajo en lugar de armas de fuego.” —Es una idea muy interesante —dijo Harvey—. ¿Dará resultado?

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—Podemos probar —dijo su hermana—. Vas a pasar Pascuas con nosotros y seguramente pensabas traerles algún regalo, según tu costumbre. Es la oportunidad de probar la nueva idea y darles otra dirección a sus mentes infantiles. Eric tiene diez años y Bertie nueve. Todavía estamos a tiempo. —Hay que tener en cuenta los instintos de los niños —dijo Harvey—, y no olvidar las tendencias hereditarias. Descienden de guerreros. Pero haré lo que pueda. ***

El

día de Pascua, Harvey abrió un enorme paquete que mostraba una prometedora caja roja. —El tío Harvey les trajo los juguetes más novedosos —dijo Eleanor. Las expectativas de los chicos se dividían entre soldados de Albania y un cuerpo de camelleros del ejército somalí. Eric estaba entusiasmado con esta última posibilidad. —Habría árabes a caballo —susurró—. Los soldados de Albania tienen lindos uniformes y pelean de día y de noche, pero no tienen caballería. 30

Retiraron la tapa y sacaron un edificio cuadrado. Eso no decía mucho todavía. —¡Es un fuerte! —opinó Bertie. —No es un fuerte —afirmó Eric—, es un palacio de Albania. No tiene ventanas para que nadie pueda dispararle a la familia real desde afuera. El tío Harvey aclaró: —Es un basurero municipal. Aquí se recolectan todos los desperdicios de una ciudad, y así no se los deja tirados por todas partes. En un horrible silencio sacó un pequeño hombrecito de plomo vestido de negro. —Éste —dijo el tío—, es John Stuart Mill. Fue una autoridad en política económica. —¿Por qué? —preguntó Bertie. —Bueno, pensó que era algo útil para la sociedad. Bertie sólo hizo un gruñido. El tío sacó otro edificio de la caja. Este sí tenía ventanas y chimeneas. —Es una réplica del edificio de la Asociación Cristiana de Jóvenes —explicó. —¿Tiene leones? —preguntó Eric esperanzado. Había leído una historia de Roma y pensó que donde había cristianos también podrían encontrarse algunos leones. —No hay leones —dijo el tío—. Este es el fundador de las Escuelas Dominicales, éste es un 31

inspector sanitario y éste un funcionario de la Municipalidad. —Ajá —dijo Eric sin mucho entusiasmo. —Esta caja con una ranura es una urna. Allí se colocan los votos cuando hay elecciones. —¿Y qué guardan cuando no hay elecciones? —Nada. Y aquí hay una carretilla y una azada... Este parece otro basurero municipal... no, es una biblioteca pública. Esta señora es una famosa poeta y éste un eminente astrónomo. —¿Y tenemos que jugar con estos civiles? — preguntó Eric. —Por supuesto. Son juguetes para jugar. —¿Y cómo jugamos? —Podrían hacer que son candidatos de partidos contrarios y realizar elecciones. —¡Con huevos podridos y muchísimas cabezas rotas! —exclamó Eric, descubriendo que el juego tenía posibilidades.

—¡Y con la nariz sangrando y todos borrachos! —añadió Bertie. —No, así no —dijo el tío—. No se trata de eso. Los votos se colocan en la urna y el intendente los cuenta. Después dice quién fue el más votado y los dos candidatos le agradecen que haya presidido el acto y todos se despiden muy 32

contentos. Cuando yo era chico nunca tuve un juguete así. —Después jugaremos —dijo Eric—. Ahora tenemos que hacer los deberes. Tenemos que estudiar el período de los Borbones. Ya aprendí el nombre de las principales batallas. —Por supuesto que hubo batallas —dijo el tío—, pero se exagera mucho con eso. Ni olviden que Luis XLV fue famoso como jardinero paisajista. Los jardines de Versailles fueron copiados en toda Europa. —¿A Madame Du Barry no le cortaron la cabeza? —dijo Eric. —Me parece mejor que jueguen un rato y estudien después —dijo el tío. Harvey fue a la biblioteca y pasó más de media hora preguntándose si sería posible hacer un libro de historia sin tantas masacres, intrigas y muertes violentas. Claro que así quedarían algunas grandes lagunas en la historia. Entonces creyó oportuno visitar la habitación de los chicos para ver cómo les iba con los juguetes pacíficos. Al llegar oyó la voz de Eric. —Este hará de Luis XIV —decía Eric—, el que dijo el tío que había inventado las Escuelas Dominicales. —Después le pintaré la chaqueta de rojo —dijo Bertie. 33

—Sí, y también tacos rojos. Espiando por la puerta entreabierta, Harvey pudo ver que le habían hecho varios boquetes al basurero municipal para ubicar imaginarios cañones. —Luis ordena a sus tropas que rodeen la Asociación Cristiana de Jóvenes y que tomen prisioneras a todas las muchachas. “¡Cuando recesemos las jóvenes serán mías!” grita. La poeta famosa representaría a las muchachas. Ella dice: “¡Jamás!”, y clava su puñal en el corazón del mariscal. —¡El mariscal sangra en forma espantosa! —dijo Bertie mientras salpicaba tinta roja sobre el frente del edificio. —Los soldados entran a la carrera y matan a cien muchachas. Bertie yació el resto de la tinta roja sobre el edificio de la Asociación Cristiana. —¡Y las otras quinientas muchachas son arrastradas hasta los barcos! “He perdido un mariscal, pero no regreso con las manos vacías”, dice Luis. Harvey se alejó de la habitación y buscó a su hermana. —Eleanor —dijo—, el experimento... —¿Sí? —Fracasó. Comenzamos demasiado tarde. 34

El castigo

Nadie podía decir que Octavian fuera un mal hombre, y cuando mató al gato del vecino lo sintió como un acto desagradable pero obligado por las circunstancias. Octavian tenía pollos que iban desapareciendo uno a uno, y el gato había sido visto en varias visitas furtivas al gallinero. “Los niños lo sentirán, pero no es necesario que se enteren” se dijo. Para Octavian esos niños eran un misterio. Los conocía desde hacía ya algunos meses, pero apenas por ver asomar sus tres cabezas tras el alto tapial que separaba las propiedades. Eran una niña y dos varones. Los pollos habían desaparecido y el castigo para el verdugo era justo, pero Octavian no podía dejar de sentir remordimientos por lo que había hecho. 36

Cuando pasó cerca del tapial tuvo la certeza de que había tenido testigos. Las tres cabezas que asomaban mostraban en los ojos todas las posibilidades del odio. —Lo siento mucho —dijo Octavian con auténtico pesar—, pero era necesario hacerlo. —¡Bestia! La respuesta surgió de los tres con enorme furia. Octavian se retiró pensando que debía esperar una mejor oportunidad para hablarles. Dos días después, en la mejor bombonería del pueblo, buscó una gran caja de chocolates como para hacerse perdonar. Las dos primeras cajas que le mostraron fueron rechazadas; una tenía en la tapa un dibujo de pollos, la otra un pequeño gatito. La tercera tenía un ramo de amapolas. Fue la elegida. Cuando el paquete fue entregado a los chicos Octavian se sintió más tranquilo. Al día siguiente pasó cerca de la tapia, rumbo al gallinero y al chiquero, ubicados en el fondo del patio. Los tres chicos asomaban la cabeza, pero parecían no verlo. Entonces se dio cuenta de que todo el césped que lo rodeaba estaba salpicado de bombones envueltos en sus brillantes papeles de colores. Se los habían devuelto con desprecio.

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Para empeorar la situación, los pollitos seguían desapareciendo. La conclusión fue que el gato lo que hacía era perseguir las ratas que vivían allí. Pocos días después Octavian recogió del césped una hoja de cuaderno en la que estaba escrito: “Bestia. Las ratas comieron tus pollos”. Deseó ardientemente una oportunidad de ser perdonado. Un día tuvo una inspiración. Su hijita, que tenía dos años, solía jugar con él al mediodía, hora en la que habitualmente aparecían las tres cabezas sobre la tapia. Como por casualidad se acercó al muro, notando el interés demostrado por el bando contrario. Tal vez su pequeña Olivia pudiese tener éxito allí donde él había fracasado. Le puso una dalia grande y amarilla en las manos y se dio vuelta con timidez hacia el grupo asomado en la pared. —¿Les gustan las flores? —preguntó. Tres cabezazos afirmaron que sí. —¿Cuáles les gustan más? —Esas de muchos colores que están allá. Tres brazos señalaron un distante macizo de arvejillas. Octavian se alejó con alegría. Arrancó flores generosamente, eligiendo todos los colores posibles hasta hacer un enorme ramo. Entonces se dio vuelta y vio la pared desierta, y por ningún lado señales de Olivia. Miró a la 38

distancia y vio alejarse tres chicos que corrían empujando un cochecito y dirigiéndose al chiquero. Octavian miró al grupo, arrojó el ramo de flores y comenzó una desenfrenada carrera en su persecución. Pero los chicos ya habían llegado al chiquero, y alcanzó a ver cómo Olivia era alzada sobre el techo. Los techos de esa vieja construcción, si bien aguantaban el peso de los chicos, no hubieran soportado el de Octavian. —¿Qué van a hacer? —preguntó jadeando, mientras empezaba a entender las oscuras intenciones de los chicos. —Pensamos encadenarla sobre una hoguera — dijo uno de los muchachos, demostrando su conocimiento de la historia de Inglaterra. —La arrojaremos abajo y los chanchos la comerán. Esta propuesta fue la que alarmó a Octavian. —¡Me imagino que no pensarán hacerle eso a Olivia! —suplicó. —Usted mató a nuestro gatito. —Lamento muchísimo lo que hice. —Nosotros también lo lamentaremos después — dijo la niña—, pero no podemos lamentarlo hasta no haberlo hecho.

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Antes de poder contestar nada para conmoverlos vio a Olivia deslizarse por el techo del chiquero y caer en medio del barro podrido. Octavian saltó la pared y cayó en un barro pegajoso donde sus pies quedaron atrapados. Olivia, mientras tanto, no demostraba ninguna incomodidad por encontrarse sentada allí. Recién cuando suavemente comenzó a hundirse empezaron algunos sollozos. Octavian luchaba con desesperación tratando de avanzar, sin lograrlo. —No podré llegar hasta donde está y se hundirá. ¿Por qué no la ayudan? —Nadie ayudó a nuestro gato —fue la inevitable respuesta. —Haré lo que me pidan para demostrarles cuánto lo lamento. —¿Se parará sobre una sábana blanca junto a la tumba? —¡Sí! —gritó Octavian. —¿Con una vela en la mano? —¿Y diciendo “Soy una bestia miserable”? Octavian aceptó todo. —¿Durante mucho, mucho tiempo? —Durante media hora —dijo Octavian. Los chicos estuvieron de acuerdo con el tiempo. —Muy bien —dijeron.

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Y le alcanzaron una escalera. Octavian la apoyó en la pared, trepó, y estirándose sacó a Olivia del barro. Ese mismo día, al anochecer, Octavian tomó su posición de castigo bajo el roble, junto a la tumba del gato. En una mano sostenía una vela encendida. El reloj en la otra mano parecía no marcar nunca los minutos. Mientras repetía a conciencia la fórmula de su penitencia, estaba seguro que desde las sombras del muro tres pares de ojos lo miraban todo el tiempo. A la mañana siguiente se alegró ante la aparición de una hoja de cuaderno tirada junto a la pared. “Ya no es más una bestia”, decía el mensaje.

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Tobermory

Era un día frío y lluvioso, y la atención de los huéspedes de lady Blemley estaba centrada en Cornelius Appin, un nuevo invitado al que ninguno conocía. Cornelius Appin acababa de declarar que había hecho un descubrimiento al lado del cual la invención de la pólvora, de la imprenta o de la locomotora eran apenas tonterías. —¿Realmente quiere que creamos que le enseñó a hablar a nuestro gato Tobermory? —dijo sir Wilfred. —Trabajé muchos años experimentando en miles de animales, pero últimamente sólo lo hago con gatos. Hace una semana, cuando conocí a Tobermory me di cuenta de que estaba con un gato de extraordinaria inteligencia.

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—¿Quiere decir que le ha enseñado a Tobermory algunas frases cortas? —preguntó la señorita Resker. —Señorita Resker —dijo Appin—, Tobermory puede hablar nuestro lenguaje con total corrección. —¿Y si traemos al gato y juzgamos nosotros mismos? —sugirió lady Blemley. Sir Wilfred fue a buscarlo. Los invitados se instalaron dispuestos a escuchar a un ventrílocuo más o menos hábil. Casi al instante sir Wilfred regresó, pálido, con los ojos desorbitados. —¡Mi Dios! ¡Es cierto! Su agitación era real y todos se inclinaron con visible interés. Sir Wilfred continuó casi sin aliento: —Lo encontré adormilado y lo llamé para que tomara su leche. Me miró parpadeando y yo le dije: “Vamos Toby, no nos hagas esperar”. Me respondió, pronunciando muy naturalmente las palabras, que vendría cuando le diera la santísima gana. Casi me muero del susto. Nadie le había creído al señor Appin, pero la declaración de sir Wilfred los convenció al instante.

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En medio de los murmullos Tobermory entró a la habitación con estudiado desinterés. En la reunión se produjo un confuso silencio. —¿Te sirvo un poco de leche, Tobermory? — preguntó lady Blemley con voz tensa. —Me gustaría —respondió el gato con indiferencia. Lady Blemley sirvió la leche con ademán inseguro. —Creo que derramé un poco —dijo disculpándose. —No importa, la alfombra no es mía —dijo el gato. —¿Qué opinión te merece la inteligencia humana? —preguntó dudosa Mavis Pellington. —¿La inteligencia de quién? —Bueno, por ejemplo la mía —dijo la joven. —Me pone en un problema —dijo el gato—. Cuando hablaron de invitarla, sir Wilfred dijo que era la mujer más tonta que hubiera conocido, y que una cosa era la hospitalidad y otra el cuidado de débiles mentales. Lady Blemley contestó que la invitación era justamente por eso, ya que era suficientemente idiota como para comprarle su viejo automóvil. Las protestas de lady Blemley hubieran sido creíbles si esa misma mañana no le hubiera

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sugerido a Mavis Pellington que ése era el automóvil que le convenía. El mayor Barfield intervino apresuradamente tratando de cambiar de tema. —¿Y qué hay de tus aventuras con la gatita del establo? Apenas terminó de hablar todo el mundo comprendió que había cometido un error espantoso. —Uno no habla de esos asuntos en público —dijo fríamente Tobermory—. Me parece que no le gustaría que yo hablara de sus aventuras en esta casa. El pánico fue general. —¿Querrías ver si la cocinera ya preparó tu cena? —sugirió lady Blemley, sabiendo que faltaba por lo menos un par de horas. —Gracias —dijo Tobermory—. Acabo de tomar la leche y no quiero morir indigestado. —¿Sabías que los gatos tienen siete vidas? —dijo sir Wilfred. —Posiblemente, pero tenemos un solo hígado. —¡Adelaida, ese gato podría murmurar sobre nosotros con la servidumbre! —exclamó la señora Cornett. El pánico era total. Una angosta saliente ornamental corría frente a las ventanas de los dormitorios de la mansión, y todos recordaron 46

con espanto que ése era el paseo favorito de Tobermory. Desde allí podía observar a las palomas… y quién sabe qué otras cosas. Agnes Resker no soportó el largo silencio. —¿Por qué tuve la mala idea de venir? —dijo dramáticamente. Tobermory aprovechó la ocasión que se le brindaba: —Según le dijo a la señora Cornett en la cancha de croquet, se le habían acabado las provisiones. También dijo que los Blemley eran la gente más aburrida pero tenían una cocinera de primera. —¡Eso es mentira! ¡Que lo diga la señora Cornett! —exclamó Agnes. —Después la señora Cornett se lo dijo a Bertie Van Tahn —continuó Tobermory—, y además añadió: “Esa mujer es una muerta de hambre, iría a cualquier parte donde le den un par de comidas diarias”. Y Bertie Van Tahn dijo... En ese momento Tobermory dejó la crónica. Había visto al gran gato amarillo del vecino que se dirigía a los establos. Como un relámpago saltó por la ventana y se perdió de vista. Tras la desaparición de su demasiado brillante alumno, Cornelius Appin se vio tapado de preguntas ansiosas. Era el responsable de la situación y tenía que impedir que esto empeorara.

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¿Podría Tobermory difundir su don entre los demás gatos?, fue el primer problema planteado. Appin pensaba que era posible que hubiera iniciado a su amiga, la gatita del establo, pero no más que eso. —Entonces —dijo la señora Cornett—, creo que estaremos de acuerdo en que los dos deben ser eliminados de inmediato. —Parece que no hay otra solución —respondió lady Blemley. —Podemos poner algún veneno en su comida — dijo sir Wilfred—, y yo mismo me encargaré de la gata del establo. —¿Y mi gran descubrimiento? —protestó el señor Appin—. Después de tantos años de trabajo... —Puede experimentar con las vacas de la granja, que están bajo control —dijo la señora Cornett—, o con los elefantes del zoológico. Dicen que los elefantes son muy inteligentes, y tienen la ventaja de no andar dando vueltas por los dormitorios ni de instalarse bajo las sillas. Imposible describir la tristeza del señor Appin. La opinión pública estaba en su contra y seguramente, si se los consultara, muchos estarían a favor de incluirlo en la dieta del veneno. Esa noche la cena no fue un éxito social. Un plato con trozos de pescado, cuidadosamente preparado, 48

estaba listo, esperando. Pero los postres pasaron sin que Tobermory apareciera. La velada fue extraordinariamente larga y aburrida. De Tobermory, ni noticias. A las dos de la mañana Clovis rompió el silencio: —Esta noche ya no vendrá —dijo, y se fue a dormir. Los demás siguieron su ejemplo. El desayuno fue, si es posible, peor que la cena, hasta que llegó la noticia. Trajeron el cadáver de Tobermory. Por los mordiscones y los restos de pelos amarillos en sus garras, era evidente que había caído en combate con el enorme gato del vecino. Para mediodía los huéspedes ya habían abandonado la casa. Tobermory había sido el único alumno exitoso de Appin y estaba destinado a no tener sucesor. Unas semanas después el elefante de un zoológico se escapó y mató a un hombre que aparentemente había estado molestándolo. Los periódicos informaron que el nombre de la víctima era Cornelius Appin.

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Í DICE Carta a los chicos ................................................. 5 El contador de cuentos ......................................... 9 El cuarto de leña ................................................ 16 La ventana abierta .............................................. 23 Juguetes pacifistas ............................................. 28 El castigo ........................................................... 35 Tobermory ......................................................... 42

Libros del Malabarista Colección dirigida por Gustavo Roldán Monigote en la arena - Laura Devetach * El monte era una fiesta - Gustavo Roldán * Oiga, chamigo Aguará - Adela Basch * Doña Clementina Queridita, la achicadora - Graciela Montes * Cuentos y títeres - Javier Villafañe * La torre de cubos - Laura Devetach * Cada cual se divierte como puede - Gustavo Roldán * La flauta del afilador - Antología * Cuentos de Guane - Nersys Felipe * La 305 Aldo Tulián * Cuentos y chinventos - Silvia Schujer * El Molinete - Carlos A. Martínez * El casamiento del úmero Tres - Alma Maritano * Palabrelío - Gloria Pampillo * Mariposa del aire - Federico García Lorca * Historia de un amor exagerado - Graciela Montes * El fuego - Miriam González, Ricardo Uriona * Cuentos de otros planetas - Graciela Falbo * La tortuga gigante y otros cuentos de la selva - Horacio Quiroga * La escuela de las hadas - Conrado Nalé Roxlo * Un suspiro largo y mojado - María Cristina Casadei * Agustina y cada cosa - Santiago Kovadloff * El hombrecito verde y su pájaro - Laura Devetach * Junto al álamo de los sinsontes - Emilio de Armas * Las picardías de Hérshele - Manuela Fingueret, Eliahu Toker * Sapo en Buenos Aires - Gustavo Roldán * 8 cuentos 8 Antología * Cuentos con trenes - Aldo Tulián * Los troesmas de la Capital cuentan - Antología * Cuentos del circo - Ricardo Mariño * Qué fácil es volar Antonio Machado * ¡Ufa! 6 cuenteros más - Antología * Secreto caracol - Froilán Escobar * Abran cancha que aquí viene Don Quijote de la Mancha - Adela Basch * El loro pelado y otros cuentos de la selva - Horacio Quiroga * El hada del zapato - Griselda Gálmez * Todos los juegos el juego - Gustavo Roldán * Memorias de Vladimir - Perla Suez * Las torres de uremberg - José Sebastián Tallon * El tobillo abandonado - Santiago Kovladoff * El último dinosaurio Alma Maritano * El planeta azul - Luis Manuel García Méndez * Cuentos de pan y manteca - Sara Zapata * El caballo celoso - Javier Villafañe * Cuentos cortos, medianos y flacos - Silvia Schujer * Qué me cuenta, maestro - Antología * Los Chichiricú del Charco de la Jícara - Julia Calzadilla Núñez * Cinco más cinco Antología * Una fila de cuentos - Antología * La travesía de Manuela - Ana Alvarado * Cuentos crueles - Saki * El crimen del señor Ambrosio - Sandra Siemens * Los hermanos no son cuento - María Inés Falconi * Una caja llena de Laura Devetach * Amores imposibles y otros encantamientos - Horacio Clemente * Barbanegra y los buñuelos - Ema Wolf * Caperucita Roja II - Esteban Valentino * El titiritero de la paloma - Horacio Tignanelli * La noche del elefante - Gustavo Roldán * Los calamitosos - Luis Cabrera Delgado * El león y la aurora - Juan Raúl Rithner * El último dragón - Gustavo Roldán.

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