290190726 Dossier Poetica de Lo Sagrado

Adolfo Colombres POÉTICA DE LO SAGRADO UNA INTRODUCCIÓN A LA ANTROPOLOGÍA SIMBÓLICA Índice 1 Introducción / 2 Natura

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Adolfo Colombres

POÉTICA DE LO SAGRADO UNA INTRODUCCIÓN A LA ANTROPOLOGÍA SIMBÓLICA

Índice 1

Introducción / 2 Naturaleza de lo sagrado / 8 Lo sagrado y lo profano / 11 Lo numinoso / 13 El mana y la energía simbólica / 15 Lo sagrado y la magia / 20 Lo sagrado y la religión / 25 Las esferas del mito y el imaginario 7 29 El tiempo y lo sagrado / 34 La eternidad / 38 El espacio y lo sagrado / 41 El simbolismo del centro y la movilidad de lo sagrado / El silencio / 47 La luz y el calor / 50 El color y el sentido / 53 La lentitud y la velocidad / 57 La palabra viva y lo sagrado / 60 La escritura y lo sagrado / 64 La palabra viva y la acción / 67 El aire y el cielo / 70 El fuego / 76 La tierra / 79 El agua / 83 El juego ritual, o la escenificación del sentido / 85 El aura / 88 El deseo / 90 El sexo y lo sagrado / 95 El sacrificio / 97 Sobre los dioses y espíritus / 101 El alma y su destino / 105 Los fulgores del paraíso / 110 La irrupción de lo maravilloso / 114 La forma y la fuerza / 120 La esfera de los objetos / 124 Descenso a lo tangible / 130 Las fragancias de lo sagrado / 133 El sonido y lo sagrado / 137 El lado de la sombra / 140 Bibliografía / 146

Introducción 2

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Este libro, escrito desde la perspectiva de la evolución de la especie humana, se propone ahondar en los factores que intervienen en los procesos de significación de la realidad, a fin de contrarrestar el vertiginoso ascenso de la insignificancia que se observa a nivel universal, al que Lipovetsky y otros autores califican “la era del vacío”. En otra obra, refiriéndome a la pérdida gradual del lenguaje y la globalización de la sociedad de consumo, hablé de una mutación antropológica, en la que el Homo sapiens estaría siendo desplazado por lo que bien podría llamarse Homo consumens. Baudrillard también considera que dicha sociedad representa una mutación fundamental de la ecología de la especie humana. Cifra su aserto en el espectáculo permanente de la celebración de las mercancías que realiza la publicidad, así como una legión de operadores mediáticos que se enmascaran de periodistas serios y no hacen otra cosa que alimentar con sus mensajes venales un crecimiento económico que, lejos de redimir a las mayorías mediante generosas derrames, potencia una voraz concentración monopólica del capital. Por otra parte, la más elemental racionalidad advierte que no puede haber ya crecimiento indefinido en un mundo cada vez más limitado, al que se depreda en aras de una mayor rentabilidad para quienes más tienen. Poco les importa a esos magos de las finanzas legar a sus hijos y nietos un desastre ambiental de ribetes apocalípticos, el que se halla más próximo de lo que sus cálculos optimistas pronostican. Hay quien señala que la única verdadera sociedad de la abundancia y la igualdad es la llamada “primitiva”, donde imperaba más el mito que la razón instrumental. Lo más degradante de este proceso es que convalida a nivel mundial el “american way of life”, o sea, un materialismo elemental y ceñido a los “valores” gallináceos de las clases medias de Estados Unidos, que implican un enorme retroceso en la historia moral de la especie. Si antes se nos colonizaba con culturas respetables, hoy se lo hace con chatarras que desertifican el universo simbólico, mientras su poderosa maquinaria acaba con lo que resta de la naturaleza y todo soporte material del sentido. Las necesidades muy poco tienen ya de naturales, pues son creadas por la misma producción y sus resortes publicitarios, sin los cuales no podría existir la sociedad de consumo. No conforme con ello, avanzaron sobre los patrones de identificación, por lo que los individuos no estructuran ya su personalidad en base a las opciones que ofrece su cultura, sino según el dictado de las marcas consagradas por las corporaciones, las que imponen a rajatabla sus mensajes políticos y estéticos, caricaturizando las tradiciones y la misma historia de los pueblos. Esto, que coarta y destruye los verdaderos procesos de individuación, es presentado por los medios (también concentrados) como una alta afirmación de la personalidad. Sucede así con las personas lo mismo que acontece en el ambiente: se destruye un bosque para construir un conjunto habitacional al que se bautiza como “Ciudad Verde”, donde se plantan algunos árboles exóticos para representar a una naturaleza abolida. Esto es, una construcción en serie de simulacros que reemplazan a los modelos culturales. Así, el culto a la diferencia se monta sobre la pérdida real de la diferencia. Es que este sistema se instituye sobre la base de la liquidación total de los lazos personales y de las relaciones sociales concretas. En el terreno artístico, prolifera el kitsch como un museo de pacotilla, exaltado por curadores y críticos que ocupan los espacios consagrados para imponer como “obras de arte 3

moderno” seudo-objetos que no son arte, ni modernos, y ni siquiera obras, pues carecen de significados reales. No son más que copias, simulacros o leves intervenciones en prestigiosas obras anteriores, a fin de minimizarlas y ponerse por encima de ellas, como si estuvieran hablando desde la cumbre de la historia humana. Es decir, prácticas características, todas estas, de una verdadera una era del vacío. Se puede decir que el kitsch, de por sí, configura una estética del simulacro, aliada de una comunicación cuya “lógica” es la manipulación irresponsable de los signos, amparada por una velocidad que dificulta la percepción de lo falso. Ello se potencia entre los espectadores pasivos que genera el sistema, nutridos con los conocimientos fragmentarios que él destila al efecto, sin articulación alguna entre sí, y que además escamotean las referencias a toda forma de opresión e ignoran los mensajes de la historia más inmediata. En el reino de la desmemoria, todo se puede decir impunemente. Vivimos, decía Boorstein, en un mundo de pseudo-acontecimientos, los que con sus maquillajes y simulacros construyen una neorealidad, y también una pseudo-historia. Se desemboca así en la despolitización de la política, en la deculturación de la cultura (la que deviene así un simple ornamento), y la desexualización del cuerpo, triturado por los mecanismos del consumo, que lo despojan de todos sus misterios y lo cosifican para exhibirlo en la pantalla mediática. Con tales artilugios se liquida no solo la mejor cultura de la modernidad, sino también los mitos y tradiciones, esas antiguas referencias simbólicas de las que no se puede prescindir cuando se quiere reelaborar el propio imaginario para oponerlo al modelo global. Y si no se los destruye o sepulta en el olvido, se los utiliza como publicidad de las corporaciones, a las que les viene bien un toque identitario local para legitimarse en el medio. Y cuando se simula ir al fondo de la realidad, lo psicológico desplaza a lo ideológico, la “comunicación” a la política, y el individuo (o marioneta individual, según Castoriadis) a la comunidad. Señala David Le Breton que cuando alguien decide buscar su propio camino debe enfrentarse a muchas resistencias, y por lo general es visto como excéntrico o extravagante. No tener celular, dice, parece una locura. Siempre hay que estar alerta, disponible para la más banal comunicación, sin importar dónde uno se encuentre y en qué circunstancia. El hombre necesita un tiempo para estar consigo mismo, momentos de vida interior, de libertad verdadera, sin que esto sea catalogado de excéntrico. Habitamos un mundo en el que uno se pregunta si la gente está presente en algún lado. La extrema conexión hace que siempre esté ausente, fuera del lugar en el que se halla su cuerpo, lo que impide la realización de todo ritual verdadero, y hasta una conversación a la vez distendida y profunda, a la que nada puede interrumpir. Esto es más acentuado entre los adolescentes, lo que revela que se seguirán desdibujando en los próximos años los rasgos de la sensibilidad conquistada por la especie en su largo proceso de evolución. Y es este el baluarte que debemos defender contra los avances del vacío, perfeccionando para ello las herramientas de las que disponemos para significar la vida, lo que conlleva la necesidad de hacer una revisión crítica a las categorías utilizadas por la sociología y la antropología en el abordaje de los sistemas simbólicos. A nuestro juicio, estas se hallan contaminadas por el monoteísmo en general, y en especial por el cristianismo, al que se toma como modelo universal de religión, cuando en realidad va a contrapelo del mundo. En efecto, la casi totalidad de las culturas se empeña en valorar plenamente la vida terrenal y no en vaciarla

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de sentido, y ninguna de ellas alcanzó los niveles de compulsión y represión que la iglesia romana ejerció, para imponer su doctrina, a lo largo de su historia de dos milenios, en los que poco parece haber aprendido sobre la existencia del otro y su derecho a regirse por sus propios valores, sin que se colonice su zona sagrada. No se debe seguir confundiendo la libertad de culto con una patente de corso. Se advierte, por lo pronto, que imaginarios de por sí inconciliables reciben por igual el nombre de religión. ¿Qué hay de común -se pregunta Comte-Sponville- entre el chamanismo y el budismo, entre el animismo y el judaísmo, entre el taoísmo y el Islam, entre el confucionismo y el cristianismo? Más que una religión, en el sentido que otorgan las ciencias sociales de Occidente a este concepto, muchas de ellas semejan una mezcla de espiritualidad, moral y filosofía, que buscan conformar verdaderas escuelas de vida y de sabiduría, sin prometer paraísos escatológicos ni amenazar con el infierno. Buda, Confucio y Lao-Tsé no son dioses ni se presentan como sus profetas, como sí lo hicieron Mahona o Cristo. Tampoco invocan a una deidad trascendente, creadora del universo. Son simples sabios o maestros espirituales. Incluso el jainismo, a pesar del rigor extremo de sus prácticas, es ateo, y el budismo se reduce a una moral sin Dios y un ateísmo sin Naturaleza, que no busca dominio alguno. Se puede afirmar entonces que todo teísmo es religioso, pero no toda religión es teísta. Esto, de por sí, cuestiona por su excesiva amplitud el concepto mismo de religión. Puede haber asimismo una mística sin dioses, que no sea una mera mistificación de algo pasajero, sino una mitogénesis personal, como la del arte. Esta mística “profana” se mantiene fuera de los sistemas religiosos, pero participa de lo sagrado. La experiencia interior suele ser una búsqueda deliberada de un éxtasis producido fuera de toda referencia confesional, y que por responder a los argumentos de la vida no busca la elevación egoísta, sino la horizontalidad fraternal. Hasta la acepción que se da en Occidente a la palabra “espíritu” es de origen cristiano, y por algo el espiritualismo, como corriente filosófica, está muy vinculado a dicha religión. El espíritu o alma concebido como esencia de un ser es otra cosa, pues no precisa de las religiones ni de la trascendencia. Hay asimismo una espiritualidad sin Dios, propia de seres que cultivan la introspección, que piensan, dudan, afirman y niegan, imaginan, sienten, aman con pasión y también saben contemplar fríamente la realidad. Aunque se alega que, en su punto extremo, toda espiritualidad toca a la mística, palabra esta que despierta fundadas sospechas, por estar reñida con la vida humana. Desde la esfera del arte, Isidora Duncan rechazaba tanto la división cartesiana de alma y cuerpo como el concepto de belleza ideal, impoluta e ingrávida, hija de una espiritualidad entendida como evasión de lo terrenal del cuerpo humano. El traslado a él de esta ideología, alegaba, lo volvió un mero instrumento inexpresivo, al que el neoclasicismo y el romanticismo transformaron en etéreo y sublimado, en algo así como un espíritu puro despegado de la tierra, de la que desea elevarse con sus zapatillas de punta mediante recursos acrobáticos, para presentarlo como liviano, inmaterial, flotante. Nietszche escribió por eso en El origen de la tragedia: “Soy enteramente un cuerpo y nada más; y el alma es solo una palabra para hablar de algo relativo al cuerpo”. También la esfera de lo sagrado se presenta como independiente de las religiones, por más que estas contribuyan a fijarlo y dogmatizarlo. Pero así como pueden potenciarlo, suelen también colonizarlo, para invertir su sentido, para negar lo que la vida

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experimenta como altamente valioso. Es que la experiencia de lo sagrado comulga más con la poesía y la libertad que con el dogma y la imposición. Ambas son productos de las bellas palabras, como bien lo saben los guaraníes. Los sistemas simbólicos represivos apelan a los mensajes crípticos, a una “revelación” incomprensible para el hombre, y máxime cuando se le ordena abstenerse de los placeres de este mundo y cerrar los ojos ante el poder “corruptor” de la belleza. No debe confundirse esta oscuridad tendenciosa con la polisemia propia de los símbolos, que son metáforas descifrables por los iniciados y buscan rodear a los seres vivos y las cosas de un aura de misterio, para situarlos así en la zona de lo sagrado, de lo numinoso. El símbolo, por otra parte, posee casi siempre una segunda interpretación, fuera de la que salta a la vista en un primer nivel del significado, el de más fácil acceso. Incluso es frecuente que su carga de unidades semánticas posibilite numerosas interpretaciones, que lleve a la imaginación a perderse en un bosque encantado. Lo numinoso, según Rudolph Otto, es lo radical y totalmente diferente a lo humano, y esta idea sustenta la concepción clásica de las religiones, que rechazamos. Lo numinoso, por el contrario, representa la zona de mayor densidad de lo humano. No se trata de un terror fascinado ante lo sagrado, sino de una tensión que raya lo sublime, del estremecimiento que provoca todo momento de plenitud. De esta concepción, que considera a lo sagrado el numen de lo religioso, participan también autores de la talla de Emile Durkheim, Roger Callois y Mircea Eliade. Ello no obstante, el mismo Durkheim admite la existencia de lo sagrado no religioso, en prácticas a las que llama, con su mirada sociológica, “religiones de sustitución”. Serían para él los casos de la Revolución Francesa, la Revolución Rusa, las guerrillas marxistas, y también el arte, al que el idealismo estético había asimilado ya a la idea de religión. En ellas se apela a la lógica y la fuerza cohesiva de la religión para volcarla a una causa que se considera sagrada, porque se le consagra la vida entera. En definitiva, y lo dice este mismo autor, la divinidad no es más que la forma simbólica de la sociedad. A menudo se escamotea a las sociedades mal llamadas “primitivas” (pues salvo las que se extinguieron hace mucho, todas son contemporáneas) el pleno acceso a la idea de lo sagrado, por considerar que sus mitos, creencias, ritos, costumbres, discursos y actos están teñidos por la superstición, lo que bloquearía el acceso a esa zona densa en que se gesta y habita, como un grado superlativo de significación de lo real. Pero lo sagrado, dijimos, no está obligatoriamente aparejado a lo divino. Varios antropólogos apuntan, por el contrario, que para dichas sociedades, a las que preferimos llamar tradicionales, lo sagrado cubre todos los aspectos de la vida, mientras que en las sociedades modernas occidentales la religión ocupa un lugar aparte, separado de la vida cotidiana, y tiende a vaciarse de significados profundos. Lo sagrado, según Dominique Sewane –criterio que comparto plenamente-, es aquello que un pueblo o una persona reconoce como lo esencial de sí mismo, y por lo cual está dispuesto a luchar con todas sus fuerzas para preservarlo, por ser lo que da sentido a su vida. La necesidad de liberar a los frágiles universos simbólicos creados por el hombre de los paradigmas impuestos por las religiones monoteístas proviene del hecho de que ellas, como lo dice Cioran en El aciago demiurgo, y la historia lo comprobó hasta el hartazgo, contienen en germen todas las formas de tiranía. El cristianismo se sirvió así del rigor

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jurídico de los romanos y de la acrobacia filosófica de los griegos, no para liberar al espíritu, sino para encadenarlo. Es que, como sostiene este mismo autor en Breviario de podredumbre, uno de sus libros más celebrados, en cuanto nos negamos a admitir el carácter intercambiable de las ideas, la sangre corre. Bajo las resoluciones firmes se yergue siempre un puñal, y los ojos llameantes presagian el crimen. Jamás el espíritu dubitativo, aquejado por la turbación de Hamlet, fue pernicioso para la humanidad. El principio del mal reside en la tensión de la voluntad, y la obsesión de “salvar” al otro convierte a menudo a la vida en irrespirable. Se podría decir que este libro se afianza en la teoría del imaginario, para arrojar desde ella una mirada crítica sobre los esquemas clásicos de la antropología y la sociología de las religiones, a fin de quitarles la administración exclusiva de lo sagrado. El imaginario es un sistema de mitos, ideas y creencias que impregna a todo individuo y toda cultura, por lo que conformaría el primer sustrato de la vida mental, el que se pone a diario en escena. Cabe distinguir entre una imaginación fantasmagórica, que fomenta la fantasía, y otra que constituye una actividad verdaderamente simbólica. Tanto para Gilbert Durand (quien intenta sistematizar una verdadera ciencia del imaginario, situándola al nivel de la antropología general) como para Gaston Bachelard y Claude Lévi-Strauss, el imaginario obedece a una “lógica” y se organiza en estructuras, cuyas leyes pueden ser formuladas. Aunque no estoy de acuerdo con esta concesión al racionalismo, del que tanto les cuesta desprenderse a los teóricos franceses, por considerarla reduccionista, lo que se intenta aquí dejar en claro es que el imaginario no se refiere a simples devaneos oníricos o intelectuales, sino que compromete a la esencia misma del hombre, al que Ernst Cassirer definiera ya en el primer cuarto del siglo XX como un animal simbólico. Cuesta aceptar que el símbolo es un modo autónomo de conocimiento, y que tanto el empirismo como el positivismo fracasaron en su intento de acceder a la racionalidad de los otros pueblos del mundo, dado su impotencia para superar su eurocentrismo. Tanto el sistema de la oralidad como la literatura tuvieron entonces que sostener durante siglos a los mitos, las leyendas y las claves mismas de toda visión poética de la realidad, a los que los “hombres de razón” (léase científicos miopes) niegan hasta el día de hoy toda validez, considerándolos una creación fantasiosa de la mente, vicio que arranca ya de la filosofía griega y su abandono de la vía sensible como fuente de conocimiento. En su libro Antropología del imaginario, señala Wunenburger que este es inseparable de las obras, ya sean mentales o materializadas, que sirven a cada conciencia para construir el sentido de su vida, de sus acciones y experiencias de pensamiento, elaborando así su identidad personal y social. Toda esta actividad psíquica, de gran plasticidad y creatividad, conforma lo que se ha caracterizado como pensamiento simbólico, que es el que produce imágenes soslayando lo puramente conceptual, campo que corresponde al pensamiento analítico o racional. Lo imaginario se halla más ligado a las percepciones que nos afectan de un modo especial que a las concepciones abstractas que inhiben la esfera afectiva. Por otra parte, solo hay imaginario si un conjunto de imágenes y de relatos forma una totalidad de cierta coherencia, pues él se inscribe más en lo holístico que en lo atomístico, plano, este último, que privilegia el elemento aislado. Claro que para realizar un viaje como el que nos proponemos hacia una poética de lo sagrado, con el objetivo de humanizar por completo toda condensación de significados,

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tendremos que apelar por momentos, para complementar la vía simbólica, a los mecanismos de la razón, a la que ya el pensamiento ilustrado le encargó la misión –hoy bastante desdibujada- de desmantelar los viejos sistemas de opresión, para abrir al hombre los caminos de la libertad. Aunque más que a esa razón “pura” y pretenciosa se trata de lo que la nueva epistemología denomina “ecología de saberes”, o sea, la conjunción de los saberes de los otros, esos sistemas paralelos de pensamiento que se muestran muy efectivos cuando se trata de destilar el aceite esencial de la vida y de las experiencias. La sabiduría y la verdad no pueden ser nunca un patrimonio exclusivo de una sola civilización, y menos todavía lo que Occidente ha convalidado, con sus propios métodos, como “ciencias sociales”. Estas, para ser verdaderamente científicas, deberán confrontarse con el resto del mundo. Hasta ahora, como reconocía el mismo Glifford Geertz, los textos antropológicos no son más que interpretaciones de interpretaciones. A estos, cabe oponer lo que el pensamiento coránico llama “el lenguaje de los pájaros”, que representa el vuelo de la sabiduría, que va en busca del conocimiento supremo, sin la seguridad de encontrarlo. Porque nuestro intento se trata, en el fondo, de una poética, la que no es más que un conjunto de metáforas.

Naturaleza de lo sagrado Se podría decir que lo sagrado es toda zona de la cultura donde los significados se condensan hasta saturar el ser de las cosas, potenciándolas a su

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máximo nivel, hasta el extremo de la fascinación, el temblor, e incluso del horror, cuando se torna inmanejable la gran energía simbólica que llega a concentrar. Se manifiesta como una presencia poderosa, vibrante, estremecedora, pero también puede refugiarse en la ausencia, como un huerto irrigado por la nostalgia, conforme a esa tendencia tan humana de sacralizar lo lejano, lo perdido, para convertirlo en baluarte de los núcleos de sentido que nos sostienen. Lo sagrado no puede ser confinado en la esfera de lo religioso, pues a menudo las religiones depredan y malversan este sentimiento, a fin de someter al hombre a sus designios. Tampoco son ellas las que generan los grandes símbolos que religan a una comunidad, sino que por lo común los toman de su contexto cultural y los adoban a su gusto, dogmatizándolos y administrándolos en beneficio de una casta. Incurren así con frecuencia en prácticas represivas, que niegan o coartan las pulsiones vitales, en vez de alimentarlas. Todo hombre o mujer está en su pleno derecho de apostar más a una dimensión escatológica que a la existencia terrenal, por considerar a esta última como ilusoria o un mero lugar de tránsito hacia una Vida Verdadera, que habrá de comenzar cuando su alma logre despojarse de la cárcel terrenal del cuerpo. Pero es la inmanencia el mejor territorio de lo sagrado, y toda teoría escatológica no apunta más, en definitiva, que a significar de algún modo la única vida verificable que poseemos. Las ciencias sociales eclipsaron lo sagrado, lo redujeron a un simple objeto sociológico o antropológico, estudiándolo más como un conjunto de prácticas que como un sistema simbólico sutil que envuelve al hombre en una espesa red de significados esenciales. Las mismas religiones lo simplificaron, a fin de captar y mantener sus clientelas, clausurando a sus acólitos la libertad de sentimientos y pensamientos con los cerrojos del dogma y el tabú. Por eso, para revitalizar lo sagrado, es preciso secularizarlo, llevarlo al espacio abierto de una filosofía y una antropología sensibles a estos fenómenos de gran profundidad, para vivirlos e interpretarlos como imaginarios, no como una palabra divina. Lo sagrado, decía Roger Caillois, es una categoría de la sensibilidad. En dichos imaginarios, liberados ya de las rémoras del positivismo y de toda antropología de bajo vuelo, habita por cierto el misterio, pues este es el umbral de lo maravilloso, de los resplandores que nutren a toda poética. Y por poética entendemos la exploración más honda del mundo simbólico, la cima y la sima de lo humano. En tales inmersiones, se desdibuja esa vieja distinción entre lo natural y lo sobrenatural, tal como ocurría en las epopeyas y otros relatos antiguos, cuando el hombre no precisaba ir a un templo para experimentar lo maravilloso. La teoría del imaginario absorbe así a esta dualidad: no cava un foso entre ambas esferas, sino que más bien tiende puentes entre ellas, a fin de iluminar lo cotidiano y quitarle los tonos grises del tedio, de modo que al fuego no lo opaquen sus propias cenizas. Por otra parte, las sociedades tradicionales no suelen tener aún suficientemente elaborada la idea de lo que es natural o real, sin la cual no se puede precisar lo que está por encima de él. O tal vez eviten, con su sabiduría intuitiva, establecer un límite tajante entre ambos mundos, pues es justamente en la ambigüedad de estas

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zonas intermedias donde se agazapa lo maravilloso. Se halla muy establecida entre ellas la creencia de que nunca la muerte de una persona es algo natural, sino producto de un maleficio, por lo que los parientes salen a buscar al culpable para vengarla, y hasta llegan a matar al que suponen que la ocasionó. Queremos decir con lo anterior que lo sagrado no es un adjetivo (lo relativo a un culto), sino un sustantivo cargado de potencia, y que no queda confinado a la dimensión social, a la esfera de los mitos compartidos con los otros miembros de la comunidad. También se abre a los individuos, invitándolos a saltar el cerco de lo establecido, de los dogmas, para tejer su propia zona sagrada, a partir de sus vivencias personales y de su imaginario. Así, para un revolucionario, la Revolución (con mayúscula) se convierte en una zona sagrada, a la que está dispuesto a sacrificar su vida. También un escritor o artista se recluye, descuida los deberes hasta con su propia familia, para perseguir el núcleo del sentido. Lo sagrado atrae, fascina, pero no somete. Las religiones, en cambio, se valen de él para someter, para restringir la libertad de pensamiento y sentimiento a sus acólitos, e instarlos a aceptar tal opresión como un mandato divino. Es que lo sagrado no reside en los templos ni en los rituales, sino en la vida misma, o en lo que la origina. Tal como lo prueban las huellas arqueológicas del Paleolítico, la mujer fue la primera religión del hombre, y de la mujer madre se pasó luego a la madre tierra, superioridad original de la sacralidad femenina ya puntualizada por Mircea Eliade. De hecho lo sagrado anida en todos los ejes simbólicos que nos mantienen en pie, y conforma la zona no negociable de la cultura, lo preservado a ultranza. No todo en él, como vimos, es herencia de un sistema simbólico compartido, pues cada persona, dentro o fuera de ese marco, instituye una zona privativa, modificándolo o reinterpretándolo. O sea, cada ser humano, al igual que la sociedad a la que pertenece, sacraliza y desacraliza los aspectos de la cultura compartida y de su propia existencia. Esta libertad lo lleva a menudo a oponer lo sagrado humano a lo sagrado religioso, ya sea como opción instituyente o como confrontación con lo instituido. Claro que esta concepción no parte del creacionismo, del que las ciencias sociales de Occidente no se esfuerzan demasiado en apartarse del todo, sino de la visión antropológica, según la cual son los hombres los que crean a los dioses, y no al revés. El propósito que los guía es tornar aprehensible lo numinoso, y sobre todo poblar su universo de seres imaginarios que impulsen con sus acciones los relatos fundacionales, pues toda narración precisa de personajes (actantes). Tal concepción no puede ser considerada anti-teísta (puesto que no propugna la abolición de las deidades) ni contraria al pluralismo. Los creacionistas pueden seguir practicando en paz sus creencias, porque en eso consiste la libertad de culto, pero no dominar y desmantelar otros universos simbólicos, y en especial los de los pueblos oprimidos, porque eso es etnocidio, por más que se lo disfrace de una noble misión redentorista. O sea, los no creyentes deben respetar a quienes creen, y viceversa, aunque los creyentes, que no dejan de invocar en su favor la libertad de culto, no se caracterizan justamente por respetar a quienes sustentan otros valores.

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La teoría clásica presenta a lo sagrado como una energía peligrosa, de difícil manipulación, además de incomprensible, por escapar, se dice, a la razón humana. Tal complejidad alimenta el plano de lo esotérico, y al alejar lo sagrado del hombre común, da pie al establecimiento de especialistas en esta materia que incumbe a todos. Primero fueron los chamanes, esos curadores y visionarios que no fundaron un estamento social, y luego las castas sacerdotales, que se rodearon de privilegios, ejerciendo el poder político o respaldándose en su coactividad para imponer su discurso, legitimando a menudo su opresión con el aura de lo divino. O sea, el hombre común no puede apropiarse de lo sagrado, y ni siquiera tocarlo, pues se expone a caer fulminado. Quien ose avanzar sobre esta esfera reservada a los especialistas comete una profanación, y queda expuesto a los peores castigos, tanto en este mundo como en el más allá. El vocablo latino sacer puede significar tanto “santo” como “maldito”, pues en este mismo núcleo de sentido se halla implícita la condena a toda trasgresión o desacato del discurso que se presenta a sí mismo como único y verdadero, por atribuírsele un origen divino, del que carecen los relatos alternativos. De lo aquí afirmado se desprende la invalidez de esa concepción occidental que opone lo humano a lo sagrado, y confina al arte en la esfera del primero. Lo sagrado es la dimensión más profunda de una cultura o una persona, la zona preservada donde se sitúan sus principales valores y creaciones artísticas. Quien se acerque a otra cultura debe bucear en esta zona y no quedarse en la mera descripción de sus costumbres, su indumentaria y de los objetos que produce. Lo sagrado cumple una función de primer orden, pues regula la vida comunitaria y demarca las fronteras étnicas. Pero hablamos de lo sagrado, no de la religión. Esta precisa siempre posesionarse del territorio de lo sagrado, lo que logra solo a medias, pues una parte de él escapa a su control. Ocurre incluso que, como se dijo, lo religioso se confronta con lo sagrado, cuando niega o retacea el valor de la vida terrenal, impidiéndole acceder a la plenitud del sentido. Señala Wunenburger que el interés por lo sagrado creció en las sociedades occidentales cuando entró en crisis lo religioso, y los templos empezaron a vaciarse. Es que lo verdaderamente sagrado no precisa a los dioses. Lo es y será con ellos o sin ellos. En su libro Mitos, sueños y misterios, escribe Mircea Eliade que la primera “caída” del hombre es una caída en la vida, lo que ocurre cuando este se siente de pronto embriagado al descubrir las fuerzas que la sacralizan, el poder mágico de la fecundidad universal, lo que es una epifanía de la fuerza vital convertida en el núcleo mismo de lo sagrado, como se lo advierte en casi todos los sistemas simbólicos del África negra.

Lo sagrado y lo profano La tendencia del mundo moderno de rescatar en el plano de lo laico y puramente humano los valores antes confiados a las religiones, nos pone ante la 11

dicotomía, tan incorporada ya al lenguaje sociológico y antropológico, de lo sagrado y lo profano. Por lo común se relaciona a este último con el campo de lo estrictamente humano y cotidiano, pero ya vimos que lo sagrado representa el corazón simbólico de lo humano, y que lo cotidiano, para no hundirse en el hastío, necesita cruzarse frecuentemente con lo numinoso. Lo sagrado suele residir en ámbitos espaciales específicos, como los templos y santuarios que nos es dado visitar, pero también, o sobre todo, en la misma percepción, en la capacidad sensible de captar lo mágico, aquello que cada tanto nos deslumbra. La misma existencia humana ha sido sacralizada, como admite Mircea Eliade, con una fuerza que rivaliza con la de los dioses, a los que llega incluso los desplazar. ¿Qué es entonces lo profano? El Diccionario de la Real Academia Española lo define como lo que no es sagrado ni sirve a usos sagrados. Es decir, lo puramente secular. Se califica también así, con un sentido peyorativo, a la persona que no demuestra el debido respeto a las cosas sagradas, o al “libertino” entregado por completo a la vida mundana. Pero toda vida es mundana, porque tiene lugar en un mundo, o en el mundo. Por otra parte, se advierte en tal definición la sombra del cristianismo, que circunscribe lo sagrado a sus propios dogmas, asumiendo así el monopolio de esta dimensión esencial de la existencia. A ello se suma el verbo “profanar”, que es tratar a las cosas sagradas sin el debido respeto. Y el debido respeto consiste en ceñirse a las reglas que fija la ortodoxia religiosa dominante. Un ejemplo de ello es el viejo concepto folklórico de superstición, la que consistía, según el padre Fortuny, en rendir culto a un ser indebido (lo no cristiano, como la Pachamama), o a un ser debido, pero de un modo indebido (no ortodoxo o de carácter sincrético). En las sociedades actuales abundan los imaginarios y ritos que no se encuadran en una religión instituida, ni son controlados por iglesia alguna, aunque utilizan y manipulan varios de sus símbolos en prácticas híbridas, cuya heterodoxia bien puede considerarse una profanación. La religión común a todos parece haber estallado en sectas y grupos que manejan lo sagrado con suma liviandad, violando incluso los derechos humanos y los principios de la diversidad cultural, como las sectas cristianas que prohíben a los indígenas bailar como lo hicieron siempre y con su propia música, por ser esta, según ellos, cosa del Diablo. Denis Jeffrey propone que, en vez de oponer lo sagrado a lo profano, debemos preguntarnos por qué es sagrado lo que comúnmente consideramos como tal, o sea, qué arraigo tiene en la vida y en un sistema de valores. La calidad ontológica de un objeto, razona, no puede ser extendida al objeto en sí. No se debe confundir la suavidad con el terciopelo, ni la majestad con el león, aunque es cierto que lo sagrado, lo maravilloso, llega a serlo por un conjunto de cualidades exaltadas por la cultura o un individuo. Un cementerio puede ser para unos un sitio sagrado, y para otros un simple depósito de huesos y lugar de memoria. Señala Mircea Eliade en El mito del eterno retorno que, utilizando una fórmula primaria, se podría afirmar que el mundo arcaico ignora las actividades “profanas”, ya que toda acción dotada de un sentido preciso –caza, pesca, agricultura, sexualidad, etc.-, participa de un modo u otro en lo sagrado, y cuenta con un ritual sagrado que lo escenifica. Tras el largo proceso de desacralización

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realizado por las sociedades modernas, los rituales perdieron su carácter sagrado y pasaron en su mayoría a ser “profanos”. En su origen, todas las danzas fueron sagradas, pero el hecho de que hoy muchas se hayan desvinculado de la esfera de lo religioso no impide que sigan siéndolo en el imaginario de los bailarines que vuelcan en ellas todo su ser, cargando a su experiencia de magia y profundos significados. También lo serán en la medida en que vuelvan a girar, ya con otra concepción, en torno a los grandes mitos de la cultura. Si a las religiones unimos a estos últimos con igual validez, solo quedarían relegadas a la esfera de lo profano las actividades que carecen de anclaje en estos paradigmas, porque son ellos los que fundan lo real, al permitir la aprehensión simbólica del mundo. El resto es banalidad, escoria del vacío que nos acecha, un triste simulacro. A propósito del pensamiento indígena de América, señala Luis Alberto Reyes que este no entraría en tal dialéctica de lo sagrado y lo profano, pues no separa ambas esferas. El mito no es algo externo al hombre, al que este acude cada tanto, al participar en un ritual, para salir por un momento de lo profano, sino un ámbito en el que se instaló ab initio, en una existencia sacralizada, plena de sentido. Tampoco esta oposición sería aplicable a las religiones no semíticas, y en particular a las de la India y China, donde lo sagrado lo atraviesa todo, anulando el ámbito de lo profano. La mayor parte de los pueblos del mundo carecieron de una religión estructurada, y seguirían al margen de ellas de no haber sido colonizados por el cristianismo y el Islam. Pero todos tuvieron complejos sistemas simbólicos, mitos que explicaban el origen de lo que existe. Dichas mitologías delimitaban la zona de lo numinoso, donde se condensaban los significados de la cultura. Se puede afirmar a partir de esto que la religión, entendida en un sentido estricto, no es un hecho universal, pero que lo sagrado, en cambio, alcanza una indudable dimensión transcultural, sobre todo si lo entendemos como lo saturado de ser, tenga o no ello anclaje en algo que conforme una religión o se le asemeje. Si observamos el conjunto de una cultura, descartando la categoría de lo profano por inconducente, hallaremos por un lado grandes núcleos de sentido que configuran lo numinoso, fuerzas poderosas que residen en personas, cosas y rituales y actúan en la construcción de la realidad, y por el otro zonas pobres e incluso carentes de energía simbólica, aunque en algún momento pueden llegar a recibirla y potenciarse. Esta movilidad del sentido atenta contra la división entre lo sagrado y lo profano, como si se trataran de categorías estáticas, inmutables. A menudo lo sagrado fue en un principio “profano” y se sacralizó, y los seres que habitan lo sagrado, incluso los dioses, pueden caer hacia lo “profano” e incluso desaparecer. Para manifestarse con potencia, lo sagrado no precisa instituir lo profano como una categoría aparte que le sirva de contrapunto. Lo más atinado sería ubicarse en un continuo que va desde los elementos de la cultura más cargados de fuerza simbólica hasta aquellos que, en el otro extremo, carecen por completo de esa fuerza, aunque por la constante movilidad del sentido pueden llegar a recibirla y remontar la escala hacia lo numinoso, es decir, hacia el centro o corazón de lo sagrado.

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Lo numinoso Si bien el concepto de lo numinoso se origina en la palabra latina numen, que significa “dios”, el uso que le fueron dando la antropología y la filosofía trasciende este sentido. Según Rudolf Otto, se caracterizaría por un sentimiento de terror ante lo que excede nuestra capacidad de comprensión, unido (o no) a la fascinación que ello nos produce. Lo define, antes que nada, como una experiencia que se tiene ante las manifestaciones de lo sagrado, algo suprasensible que supera lo humano, y que él relaciona con la religión. Pero no con cualquier religión, sino con el cristianismo, y tampoco con cualquier deidad, sino con el Dios cristiano, desde que su adscripción a esta fe es total y constante, lo que priva a su pensamiento de universalidad. Por otra parte, tal percepción de una potencia que produce a la vez rechazo y atracción puede ser analizada también como algo estrictamente humano, es decir, como una creación cultural que establece vías de acercamiento a lo maravilloso, a vivencias liminares que nos permiten bajar al fondo del sentido para aprehender, al menos por instantes, sus claves últimas. Lo fascinante se vincula con lo sublime y majestuoso, un resplandor que nos atrae como el fuego a los insectos, aunque, a diferencia de estos, el hombre puede controlar de algún modo. El terror opera ante lo que nos desborda por completo, como un rayo que puede aniquilarnos en un segundo, por causas inescrutables. En definitiva, la percepción de lo numinoso es un valor, y los valores no precisan de los dioses. La sociedad misma los crea, pues sin ellos no podría existir como tal. Pero lo numinoso no es cualquier valor, sino uno de gran densidad simbólica, saturado de ser y de intensidad. Busca trascender el orden de lo cotidiano, mas no para negarlo por su vacuidad, sino para consolidarlo, rodeándolo con el aura de lo sagrado. Opera así como un fundamento, y permite al hombre soñar con otras realidades, incluso con una vida más allá de la muerte u otra forma de eternidad. Por eso lo numinoso, además de ser un núcleo de lo sagrado, entendido este tanto en un sentido religioso como laico, es también un núcleo de la poética, donde resulta igualmente imprescindible. El arte, cuando no busca lo numinoso, no hace más que entretenerse con la banalidad. Y lo numinoso merodea sus usinas, pues solo él es capaz de proporcionarle una forma capaz de canalizar y potenciar su energía, y que, al tornarlo visible, facilita su aprehensión. Así como toda materia o sustancia busca una forma, esta, entendida como disposición o expresión de una potencia o facultad, busca posarse en una materia de naturaleza afín. Lo numinoso adquiere así una determinación exterior, o figura, la que a medida que se va cargando de energía simbólica se convierte en un fetiche, el que puede llegar a ser poderoso y difícil de manipular. Se deja aquí todo amparo de la ciencia social, incluso de la filosofía, para dar un salto hacia una poética, como hizo Bachelard, única manera de entrar en lo maravilloso para

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experimentarlo, no para explicarlo. No es correcto desplazar a lo numinoso hacia el dominio de lo irracional (un pobre recurso al que echa mano el racionalismo, ante su impotencia de caracterizarlo de un modo positivo), pues no le falta coherencia ni pertinencia en tanto imaginario colectivo. Explicar no es sentir ni experimentar, sino un estéril reduccionismo a otros lenguajes de las pulsiones que mueven la vida. La coherencia se manifiesta en la correlación que se alcanza entre la forma y la fuerza. Si la forma excede la densidad del sentido, estará potenciando al signo más allá de lo que prescribe el orden cultural, y se tornará en consecuencia mentirosa, no real. Y si, por el contrario, no logra dar cuenta plena de lo numinoso, estará empobreciendo su sentido, menoscabando su verdadera dimensión. Claro que este objeto, o artefacto, que logra homologar ambos elementos, puede concentrar poder y manifestarse en un plano estático, limitado a la pura contemplación, pero todo mito, al igual que sus manifestaciones tangibles, busca un rito que lo realice en el tiempo. Y no en cualquier tiempo, sino en un tiempo sagrado. Y el rito, en cuanto acción, rompe con la estática del sentido. Al ingresar en la esfera del movimiento, lo numinoso debe someterse ya a las leyes de la energía, y con ellas de lo efímero, lo que implica que no se manifestará con igual intensidad en todos los momentos del ritual. Para ejemplificarlo, recurriremos a la impresionante obra de arte plumaria llamada Kadjuwerta, que clausura la fiesta de los Anábsoros entre los chamacoco del Chaco Boreal paraguayo. Para armarla, se unen con una cuerda todas las piezas elaboradas con plumas de distintas formas y colores que usan los participantes del ritual para representar a los diversos personajes mitológicos, formando con ellas un esplendoroso conjunto. Según Ticio Escobar, quien profundizó en dicho ritual, Kadjuwerta significa “llameante descarga de poder”, por sugerir la manifestación explosiva, con la fuerza de un rayo, de una presencia insoportable. La concentración de energía simbólica de este conjunto es tan intensa como su belleza, por lo que el objeto deviene una pletórica matriz de impulsos vitales, aunque también un fatal principio de destrucción. La presencia de lo numinoso resulta aquí tan perturbadora, que exige una distancia radical. Las mujeres son alejadas de la representación, mientras los niños y jóvenes se arrojan al suelo y se cubren los ojos con las manos. Solo pueden mirarlo los iniciados adultos, pero no tocarlo. El chamán que al final lo hace girar violentamente sobre su cabeza, debe cuidarse del más mínimo roce con su cuerpo, por las consecuencias funestas que ello podría aparejar. Tal concentración de sentido está reflejando una agobiante condensación de lo real, esa saturación de ser, por momentos aterradora, que caracteriza a lo sagrado y constituye también la más cara aspiración del arte. Pero esa llameante descarga de poder es por naturaleza efímera, al igual que el rayo. No bien se produce, el objeto debe ser retirado de la escena, así como los oficiantes que lo manipularon. Los objetos que se fabrican para esa sola ocasión suelen ser destruidos o apartados del espacio social, pues su poder residual es peligroso. Los que serán usados en otras ceremonias, como las máscaras duras, se guardan en lugares inaccesibles a los neófitos, controlados

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comúnmente por sociedades secretas, como sucede con las máscaras dogon. Claro que los asistentes no se confunden: ese gran artefacto plumario, o esas máscaras, no fueron lo numinoso, sino su manifestación, y esta, para evitar el desgaste, debe durar poco, lo menos que sea posible. Pero lo numinoso puede prescindir de todo objeto, y posarse en algo tan abstracto como un sonido. Sería el caso del mantra Om de la India, al que se considera la sílaba suprema que precede al universo y engendra a los dioses. Es la raíz de toda palabra, la vibración que sostiene la estructura atómica del mundo. Todos los objetos sólidos son manifestaciones de este sonido primordial, por ser la forma que toma la energía cósmica. Por eso, a medida que lo escuchamos reiteradas veces, nos transporta al corazón de lo sagrado. Es el mito lo que funda lo numinoso. O sea, el pensamiento simbólico, no los mecanismos de la razón. Tampoco el dogma, que no es más que una excrescencia de ella, al servicio de las ideologías y los sistemas de dominación.

Lo sagrado y la religión Las teorías sobre la religión remontan su origen al animismo, el totemismo, el fetichismo y el culto de los ancestros o manismo, prácticas consideradas primitivas. Pero estas no son formas primeras de lo religioso, sino intentos de aproximación a lo sagrado, territorio que en esos tiempos prístinos pertenecía por completo a la magia, o más precisamente al mito, entendido como un conjunto de relatos fundacionales que cohesiona a un grupo social, instituyendo normas que los individuos cumplen, no tanto por temor a las sanciones de un poder terrenal, sino para obtener el favor de los seres sobrenaturales o evitar un castigo divino. Frazer señala que una religión implica, en primer término, la creencia en seres sobrenaturales que rigen el mundo (o lo crearon sin ocuparse luego de él, como ocurre en numerosos casos), y en segundo lugar, el deseo de obtener su favor. Esto último presupone que las leyes de la naturaleza son muy elásticas, y que poco les cuesta a las deidades modificar su curso, de acceder a una petición. Todo el universo queda así subordinado a ellas, y su poder de alterar la realidad es siempre tenido por verdadero, pues de lo contrario, como decía Durkheim, tales relatos no se hubieran sostenido en el tiempo, por el hecho de que nada falso perdura. Se considera así a la religión como un conjunto de ideas que una sociedad se hace de sí misma, algo así como un contrato social, o una concertación de sentido que religa a los individuos, pero esto arranca ya con la mitología. Se venera tanto al lazo social como a los dioses, y quizás más al primero, lo que explica la fuerte necesidad de participar activamente en los rituales que escenifican esos imaginarios, tornándolos visibles. Más que un don divino, la paz que dejan estas representaciones proviene de un sentimiento de solidaridad, de la comprobación de que no se está solo. Se trata de una fuerza moral, hecha de

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ideas y sentimientos: comulgar con, o en, el ethos social, es mantener el sentido del mundo. En buena medida se sacraliza lo comunitario, aunque cada individuo construye, dentro o en los bordes de esta esfera, su propia zona sagrada, pues la precisa para vivir, para sentirse verdaderamente humano. Durkheim afirmaba por eso que lo religioso es idéntico a lo social, fórmula que universaliza la religión, envolviendo con este manto todas las manifestaciones de lo sagrado, y no es así. Delimitamos ya el campo de la magia, y caracterizamos allí mitologías no estructuradas socialmente, que no se plasman en instituciones y carecen de castas sacerdotales que se interpongan entre los dioses y los hombres, reclamando privilegios por cumplir tan importante función y sirviendo por lo general al poder político, incluso en los pocos casos en que se presenta como independiente de él. Nos oponemos por eso a la identificación que suele hacerse entre mito y religión cuando se habla de las sociedades “primitivas”, empezando por el hecho de que las religiones bien estructuradas, como las monoteístas, acusarán de hereje a todo aquel que llame “mitos” a su imaginario, y no “verdades reveladas”. Y ello es así porque se embarcaron en una pretendida racionalización de sus creencias y prácticas, a las que consideran no solo superiores a las de los “salvajes”, sino incluso de una naturaleza diferente. Aberraciones como estas llevan a André Comte-Sponville a sostener que el espíritu, como la libertad, no pertenece a nadie, y que la espiritualidad es una cosa muy importante como para dejarla en manos de los fundamentalistas. Ensancha así el campo de lo que se considera religioso, admitiendo la existencia de una espiritualidad atea, en la que la moral se sustenta en la fuerza misma del ethos social. Tampoco se precisa una religión para religar, pues es la comunión lo que hace a la comunidad, y no al revés. Advierte asimismo que hay sistemas de creencias sólidos y muy extendidos que no se formularon en su origen como religión, y aun hoy se resisten a jugar este papel, aunque en los hechos tomaron su formato, como ocurrió con el budismo, el taoísmo y el confucianismo. Buda no afirmó la existencia de ninguna divinidad, y es dudoso que las palabras “sagrado”, “sobrenatural” o “trascendente” hayan correspondido en su prédica a alguna realidad que pueda con propiedad llamarse tal. Tampoco la creación y sostenimiento de los valores precisan a los dioses, pues las sociedades se ven en la necesidad de crearlos y defenderlos para existir como tales, como lo prueba el mismo derecho positivo. A diferencia de los sistemas simbólicos no estructurados, la religión tiende a confrontarse con las otras, reclamando para sí el carácter de verdad universal, y dando a entender de este modo, o afirmándolo con todas las letras, que las demás son caminos falsos. Y como si esto fuera poco, se deben a ellas infinitas guerras que ensangrentaron los anales de la historia humana, sirviendo de fundamento al despojo y la dominación. Ya Herodoto apercibía a los mismos griegos que no podían invocar sus propios mitos como pretexto para saquear a los pueblos de Asia y apoderarse de sus territorios, y por esto bien se merece el título que le concedieron de fundador de la historia como disciplina.

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Cioran, en su Breviario de podredumbre, afirma que las religiones cuentan en su balance con más crímenes de los que tienen en su activo las más sangrientas tiranías, y aquellos a quienes la humanidad ha divinizado superan de lejos a los asesinos más concienzudos en su sed de sangre. Las religiones perseguidas, cuando obtienen la aquiescencia y el apoyo del poder, no tardan en volverse perseguidoras. No obstante, suelen atribuirse todos los males del mundo a los hombres sin fe, los que -si dejamos a un lado la codicia y sed de poder, de las que no se salva ningún grupo social-, no tienen motivo alguno para matar. Durkheim llama “religión” a todo conjunto organizado de creencias y de ritos referidos a las cosas sagradas, sobrenaturales o trascendentes, y en especial a uno o múltiples dioses. Tales imaginarios, con sus representaciones, unen en una misma comunidad moral o espiritual a quienes se reconocen en ellos y los escenifican Dando el sentido que corresponde al adjetivo “organizado”, quedarían fuera del concepto de religión los sistemas simbólicos que no poseen templos, ni dogmas, ni grandes rituales colectivos, ni arrogantes clases sacerdotales (pues solo tienen unos pocos magos o chamanes) que se rodean de lujosos objetos rituales y boatos para convencer. Se vive hoy una crisis de las religiones, las que están perdiendo la facultad de religar, de actuar como argamasa de un grupo social. Cada sujeto urde sus mitos y rituales de un modo egoísta, perdiendo de vista el conjunto de la comunidad para ceñirse a sus familiares y un pequeño grupo de amigos, lo que para Horkheimer caracteriza a la cultura de masas. Aunque hay casos en que esta “religiosidad vagabunda”, como la llama Denis Jeffrey, dado su carácter cambiante y personal, suele ser no un fruto de una posmodernidad no comprometida con el mundo de los valores, sino una forma de salida de las opresiones de la religión y su tendencia a negar la vida concreta para afirmar una Vida con mayúscula, la que se dará por cierto después de la muerte, reino del que nadie ha vuelto para verificarlo. Para estos fugitivos, lo sagrado termina separándose de lo divino, aunque sabemos que son de por sí elementos distintos. Lo divino se refiere a los dioses, y lo sagrado, como se dijo, a las zonas de mayor condensación de sentido de una cultura o de una persona. Más que de humanizar lo divino o divinizar al hombre, el objetivo ha de ser devolver a este la dimensión de lo sagrado, ya sin dioses. O sea, una sacralidad laica. Para Roger Caillois, la religión vendría a ser una administración de la experiencia de lo sagrado, lo que nos remitiría, más que a magos que rivalizan entre sí en las llamadas “sociedades arcaicas”, a un grupo profesional, el que se educa para ello y delibera sobre las creencias y los rituales que ponen en escena. A menudo estas castas forman una sociedad teocrática de corte fundamentalista, en las que el disenso suele ser reprimido con dureza, incluso con la muerte, lo que priva al sistema de toda relación con lo poético, ya que este es una expresión de la libertad o de la búsqueda de ella. Afirma Denis Jeffrey que la religión no puede desaparecer, por tratarse de una dimensión fundamental de la complejidad humana, y que resulta imposible concebir una época en la que el hombre no haya sido religioso. No se trata, en

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nuestro caso, de abogar por su desaparición, como sí lo hace Comte-Sponville: ella seguirá existiendo mientras tenga un grupo humano que la sostenga, y también en la medida en que se muestre dispuesta a respetar toda creencia que difiera de sus postulados, pues la libertad de culto –a la que adherimos plenamente- implica no tanto la libertad de creer en cualquier cosa (algo difícil de impedir, por acontecer en el plano de la conciencia), sino el derecho de manifestar esas creencias sin ser reprimido ni marginado socialmente por ellas. Y aparejado a tal derecho, como su reverso, el deber de respetar a los otros sistemas simbólicos y sus concepciones de lo sagrado. La religión, no obstante, puede llegar a desaparecer, sin que esto implique una catástrofe para la especie humana. Lo que no dejará de existir es el sentimiento de lo sagrado, ya que el hombre es un animal simbólico y lo sagrado constituye el núcleo de mayor densidad de su imaginario, el que bien puede ser laico. Esto es, no apelar a dioses creadores ni seres mitológicos, aunque ellos seguirán existiendo como paradigmas culturales que permiten la aprehensión de la realidad, tal como se usan hoy los dioses y héroes griegos. Caído el andamiaje de una religión, junto con su estructura de poder, resta el imaginario del que se valió como un instrumental para contribuir al encantamiento del mundo, ya con plena libertad, sin coerciones. Los numerosos seres mitológicos que pueblan las culturas populares e indígenas de América Latina y África, para poner un ejemplo, son hoy esto, referencias culturales que cohesionan a un grupo social, y que miembros de otros grupos adoptan a menudo por su valor paradigmático, sin creer verdaderamente que existan fuera del imaginario. Pero al habitar en este, habitan también en la realidad, pues de la nada no se puede predicar nada, y dichos seres suelen pesar mucho más en las construcciones simbólicas de una sociedad que sus mismos individuos, los que a pesar de ser de carne y hueso y posar de reales, no tardarán en convertirse en polvo y hundirse en el olvido. A modo de síntesis, se puede decir que la experiencia de lo sagrado comulga con la poesía, por ser ambas, en definitiva, productos del lenguaje, pero que la religión suele quedar fuera de esta esfera cuando opera como un sistema opresivo. Esta última puede constituir tanto una experiencia vivida comprensible, que exalta al sujeto, como una revelación incomprensible, que al apabullarlo lo deja fuera de las grandes emociones. Antropológicamente hablando, todas son creaciones de una sociedad para significar la vida terrenal o negarle valor, aunque esto último ocurre en muy contados casos. Se puede anclar el concepto de religión en la existencia de entidades personalizadas, como son los dioses, seres mitológicos y espíritus, que configuran el plano de lo divino, o tan solo en la noción de lo sagrado, la que puede prescindir de toda religión y situarse en lo laico; es decir, en lo puramente humano, lo que amplifica el fenómeno de la subjetivización de los imaginarios sociales. Esto último es algo que siempre existió en mayor o menor grado, pues la conciencia individual raramente se privará del derecho, o el placer, de interpretar, e incluso reelaborar, los contenidos de su fe, lo que explica las interminables discusiones teológicas.

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La religión, para ser coherente con lo sagrado, ha de presentarse como un arte de vivir, de amar y de bien morir. Esto último nos conduce a los mitos, esos sospechosos hermanos del arte y de la poesía, que por lo general procuran sustraerse del rigor de las religiones, pues suelen ponerlos al servicio del poder y diluir su magia en las fraguas del dogma. Olvidan así que estos relatos primordiales, que vienen de un tiempo anterior al tiempo, son los que dan consistencia a lo sagrado y sirven, con su inasible polisemia, al encantamiento del mundo.

El tiempo y lo sagrado Decía Kierkegaard que vivimos hacia adelante, pero que solo entendemos las cosas hacia atrás. Es la memoria lo que articula el antes con el después, impidiendo que el tiempo se reduzca a una sucesión de instantes puros que aparecen y desaparecen en un presente que renacería sin cesar, y vaciado siempre de sentido. Es por eso que la memoria ama el mito, al que nutre y potencia, como una manera de poner a resguardo lo numinoso. Para sostener a los héroes y acontecimientos ejemplares en el tiempo, los saca del acontecer histórico para trasladarlos a un tiempo original, que cuanto más remoto es se torna más incierto y a la vez más luminoso, porque el aura crece con la distancia. Este tiempo del resplandor, pleno de significados, es por cierto el sagrado, o el Gran Tiempo, el que no se aísla del cotidiano, sino que mantiene con este una relación dialéctica. Tanto la fuerza del ritual como la brusca intervención de lo maravilloso nos devuelven a él, permitiéndonos recuperar la intensidad de los orígenes. O sea, ambos tiempos tienen puntos de conexión, algunos marcados en el espacio y otros fuera de él. Seamos o no conscientes de ello, siempre estamos esperando que ese tiempo sagrado irrumpa en nuestra conciencia, para experimentar la plenitud del ser o del universo entero. En el ritual se lo busca mediante prácticas sacrificiales, por eso de que no hay conocimiento sin padecimiento. Pero está también la irrupción súbita de lo insólito, la presencia no propiciada de lo maravilloso, que puede incluso prescindir del éxtasis y las revelaciones. En su libro Imágenes y símbolos, refiere Mircea Eliade el relato de Narada, un ilustre asceta que se había ganado la gracia de Vishnú. Cuando este dios se le aparece y le promete, en premio a su austeridad, satisfacer cualquier pedido suyo, Narada le solicita que le enseñe el poder mágico de su Maya, es decir, el carácter ilusorio de la realidad. Vishnú le dice entonces que vaya a traerle agua de una aldea que se alza frente a ellos. Narada se precipita hacia la casa más cercana y golpea la puerta. Le abre una muchacha muy bella, y el asceta, tras observarla largamente, queda tan trastornado por esta visión, que se olvida al instante del motivo que lo llevó hasta allí. Tanto la joven como sus padres lo reciben con el respeto que se debe a un santo. El tiempo pasa. Narada se casa con la muchacha, y junto con las delicias conyugales, que le dan tres hijos,

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conoce la dureza de la vida del campesino. Al morir el padre de la muchacha, Narada se convierte en propietario de la granja. Pero en el doceavo año de su convivencia, lluvias torrenciales inundan la región, y una noche se hunde la casa y se ahoga el rebaño. Aunque él intenta salvar a su mujer y a sus hijos mediante un enorme esfuerzo, el torrente finalmente se los lleva. Él mismo es arrastrado por las aguas como un madero, y pierde el conocimiento. Cuando despierta, está echado sobre una roca. Al recordar su desgracia, llora sin consuelo, hasta que escucha una voz familiar que le dice: ”Hijo! ¿Dónde está el agua que debías traerme? Te espero desde hace más de media hora”. Narada vuelve la cabeza y mira. No ve señales del agua, sino campos desiertos que brillan bajo el sol. “¿Comprendes ahora los secretos de mi Maya?”, le pregunta Vishnú. Aunque seguramente no comprendió del todo este misterio, alcanzó a entender al menos que la Maya cósmica del dios se manifiesta a través del Tiempo. En una leyenda medieval europea, un monje, al salir del convento, escucha el canto de un ruiseñor y queda embelesado por su extrema belleza. Al cesar su éxtasis, regresa al convento, pero no encuentra ya en él a ningún monje conocido, porque pasaron cien años. Estos enigmáticos relatos nos ponen ante el problema de la multiplicidad del tiempo. En 1911, en un congreso celebrado en Bolonia, el físico francés Paul Langevin sostuvo, imbuido por la teoría de la relatividad, que si un observador abandonara la Tierra volando en una nave a la velocidad de la luz, y volviese dos años después, se encontraría con que pasaron doscientos años en el planeta, aunque para él fuesen solo dos. Pero esto, más que a la física, nos remite al tema de la duración, de importancia fundamental para entender el simbolismo del tiempo. Señala Bergson al respecto que la duración real no es perceptible por medidas de tiempo, por tratarse de una percepción interior, que hace que las cosas nos resulten excesivamente prolongadas o muy breves. Así, en la niñez, un año parece no terminar nunca de transcurrir, mientras que en la vejez pasa como un soplo. De igual modo, los momentos de dolor se nos hacen más largos que los de felicidad. Pero la duración no es algo ya realizado, sino que se va haciendo. O sea, no es, como en el tiempo, un instante que reemplaza a otro, sino un estado de continuidad de carácter subjetivo, que nos distrae de la temporalidad común a todos. Por tratarse de la continuación de lo que ya no es en lo que es o está siendo, no tiene por qué someterse al rigor de la temporalidad. Claro que esta operación es solo posible por la memoria, sin la cual no existiría el mismo sujeto, pues en ella reposa toda identidad. Mas la memoria, fuerza de la imaginación por excelencia, no es una fiel servidora de lo real, pues lo que en verdad le fascina es soñar, revivir los momentos intensos, y no interpretar el mundo con las herramientas de la razón. Se podría afirmar entonces que la memoria es fiel al ser, no al tiempo, por lo que a este no le queda más que apelar al instante, que es su verdadera, o acaso su única, realidad. La duración, en definitiva, es una construcción psíquica harto caprichosa, carente de una realidad que se pretenda absoluta. Sin el instante, el tiempo real quedaría fuera del tiempo, al igual que la eternidad. En este punto,

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afirma Bachelard que el tiempo solo se observa por los instantes, mientras que la duración tan solo se siente por los instantes. Sería algo así como un polvo de instantes, metáfora que no debe tomarse como un intento de dilución del sentido, pues en estas partículas reside la novedad, la que es siempre instantánea. O sea, todo lo que se nos expone a los sentidos como fuerte y durable, es producto del don del instante. Este alberga también la semilla del futuro, la que no es otra cosa que el deseo, esa fuerza vital que nos lleva a arremeter con bríos hacia un objetivo, desbordando toda inercia que nos induzca a esperar que las cosas vengan de por sí, por su propia gravitación. El tiempo de la duración es el llamado “tiempo profano”, en el que transcurre nuestra existencia cotidiana, signada por la causalidad, la temporalidad y la irreversibilidad de los acontecimientos. En él, se supone, todo es gris, y está siempre a la espera de que lo ilumine fugazmente la luz del sentido. Se apela así al arte y la fuerza de los grandes paradigmas para recuperar por un breve lapso el Gran Tiempo, aunque no sea más que en el plano de las puras reminiscencias. El tiempo sagrado, según Mircea Eliade, sería la repetición pura y simple de una acción provista de un paradigma mítico. Es decir, la puesta en escena de una sacralidad fundacional o arquetípica. En otros términos, sería el proceso que transforma a una duración cualquiera en un tiempo sagrado, al que se mantendrá como tal por la repetición pura y simple de una acción que responda a un arquetipo mítico. Esta devaluación del tiempo cotidiano es obra de las religiones monoteístas, por lo que resulta más conducente hablar de un tiempo humano, como lo hace Xavier Zubiri en su obra Espacio, Tiempo, Materia. Este tiempo sería para él más hondo y profundo que el tiempo cósmico, al que tanto aluden los imaginarios de algunas culturas. En efecto, este último sería el referido a los astros, las constelaciones y el cosmos en general, que los humanos registramos con medidas terrenales. Para salvar dicho escollo, los astrónomos inventaron el año-luz, una abstracción que nos cuesta representarnos, y que indicaría que el tiempo es una propiedad del movimiento, o sea, que depende de él, y no al revés. El tiempo humano, dice Zubiri, es aquel en el que el hombre realiza sus posibilidades y resuelve sus problemas a lo largo de su existencia. Se podría añadir que es aquel en el que el hombre crea, y no solo obras de arte y ciencia, sino también a los mismos dioses. O sea, a los mitos, y con él, el tiempo mítico, el que, a diferencia del tiempo cósmico, se presenta como saturado de ser, por residir en él los más fuertes paradigmas de la cultura. Es decir, lo numinoso. El tiempo del mito, como se dijo, es el tiempo primordial, aquel en el que las cosas comenzaron a ser, fueron por vez primera. Ese illo tempore, por la misma densidad que lo caracteriza, es un tiempo sagrado. Si bien su estructura es repetitiva, tal repetición reside más en el imaginario social que en la realidad. Se dice por eso que el tiempo del mito es circular, aunque ello expresa más el deseo humano de recuperar lo perdido y asegurar la permanencia del mundo que una realidad comprobable, pues el estudio diacrónico de los mitos da cuenta de

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mutaciones mediante las cuales estos buscan ajustarse a lo real para no sucumbir, al tornarse una mera ficción. Congruente con ello, Luis Alberto Reyes, tras profundizar en el pensamiento indígena de América, concluye que no existe en él el mito del eterno retorno de lo igual. Aunque haya en lo aparente una reiteración del movimiento, la esencia de la temporalidad sigue siendo para estos pueblos la ruptura. Es la muerte lo que da sentido a los ciclos, al acabar con una era e inaugurar otra. Esto, sin embargo, no se contradice con su obstinado afán de preservar su universo simbólico, al defenderlo de las torpes irrupciones de la historia, que suelen venir vestidas con el ropaje de la dominación y la degradación, más que con el de la libertad. Cuando esta última muestra el rostro, no es rechazada, sino aclamada, como lo resalta la historia reciente de estos pueblos, a los que, por otra parte, no les faltó conciencia de la historia. Ella quedó marcada en sus anales por las guerras tribales y la conquista europea, por la construcción y destrucción de sus ciudades y centros ceremoniales, por el ascenso y caída de las dinastías y el legado de cada uno de sus reyes y héroes. Y, salvando algunos movimientos mesiánicos que invitaban a despojarse de todo lo traído por los conquistadores para recuperar la edad de oro de su cultura, su apuesta fue siempre, y hoy más que nunca, al futuro. En el tiempo del mito entran en conflicto los conceptos de causalidad, temporalidad e irreversibilidad de los sucesos que este narra. La indecisa causalidad que se establece suele remitir finalmente al comienzo, y cierra el círculo como quien vuelve al refugio de lo eterno. Por lo común, en el mito los acontecimientos se encadenan sin que quede explícito el orden temporal en que ocurrieron, lo que impide establecer nexos causales claros. Lo que ocurrió, por otra parte, puede ser revertido con facilidad. Se cuenta a menudo la muerte de un personaje que no tarda en resucitar y continuar con sus andanzas de siempre, pues ningún fracaso o golpe cambia su carácter. Esto ocurre, entre muchos otros ejemplos, con el Cufalh de los nivaclé del Chaco. De esta manera se diluye la duración, la densidad del tiempo biológico. En la India, se considera a la cultura como una “caída en la historia”, en el tiempo profano, y lo que se quiere es salir de él, por ser el tiempo de la ilusión y la duración. La iluminación permitirá acceder en forma instantánea al tiempo cósmico, el que no debe confundirse con el tiempo mítico, pues como se dijo, este se caracteriza por una gran densidad de sentido y establecer paradigmas culturales, y aquel, en cambio, se asemeja bastante al vacío, por los niveles de abstracción que maneja, y por carecer de paradigmas. Y como si esto no fuera suficiente, el fin último del yogin, señala Mircea Eliade, no es vivir en el tiempo cósmico, sino salir al exterior del Tiempo, para no contaminarse con los jirones que puedan restar de la ilusión y la duración. Esto comporta tanto una filosofía como una técnica mística que involucra al cuerpo, especialmente al menguar de un modo progresivo el ritmo respiratorio, prolongando cada vez más la inspiración y la espiración. Se puede decir entonces que mientras en el tiempo mítico se condensan, hasta la saturación, los significados que transitan el tiempo

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cotidiano, en el tiempo cósmico esa sobrecarga se diluye en un proceso de abstracción que reniega de lo concreto y hasta de la cultura, y cuya aspiración suprema parece ser abolir la idea misma del tiempo. En el campo de la creación literaria y artística, se puede hablar de tiempos recurrentes, que son los que tienden a volver. Del tiempo que se bifurca, abriendo alternativas, como en el film La última tentación de Cristo, de Scorsese, donde Cristo, ya en la cruz, se imagina una vida terrenal, vivida con María Magdalena, para terminar desistiendo de ella y aceptar la necesidad de su sacrificio. En los relatos suelen darse tiempos paralelos, los que se tornan divergentes si no se imbrican entre sí al final, y convergentes si lo hacen. La divergencia puede fundarse en hechos acontecidos en distintos momentos de la temporalidad, por realizarse en espacios distintos, o por tener el relato como fin contrastar realidades que no se tocan. Un ejemplo de este último sería el film A propósito de Niza (1929), de Jean Vigo, en el que se contraponen, con un tono satírico y un montaje corrosivo, las conductas de la alta burguesa en esa ciudad veraniega de la Costa Azul con las de los trabajadores y otros marginados. Otro aspecto a tomar en cuenta es relacionar el tiempo de los acontecimientos que se narran con el que demanda narrarlos. En Tristram Shandy, de Laurence Sterne, novela altamente experimental publicada a mediados del siglo XVIII, hay capítulos en los que los sucesos parecen arrastrar a los personajes con una velocidad vertiginosa, mientras que en otros estos quedan envueltos en una extraña inmovilidad, que se prolonga en numerosas páginas. El autor advierte de pronto que lleva doce meses escribiendo este largo relato, y aunque va ya por la mitad del cuarto volumen, no ha pasado de contar el primer día de su vida. Ello implica que añadió a esta última otros trescientos sesenta y cuatro días para narrar lo sucedido desde que empezó a escribir, por lo que en lugar de avanzar, acortando camino, como cualquier escritor, con lo que lleva compuesto no hizo más que incrementar su retraso en varios volúmenes.

La eternidad Se dice que la eternidad es lo que no tiene comienzo ni tendrá final. O sea, un tiempo infinito, o que es desde siempre, o trasciende el tiempo, tal como lo veían los griegos. Según Plotino, la eternidad no negaba el tiempo, sino que lo acogía en su seno. Esto es, el tiempo se mueve en la eternidad, al que toma como modelo, y no fuera de ella. La eternidad es lo inmutable, lo absoluto, donde nada fluye. Tal inmovilidad es lo que llevó a Platón, en el Timeo, a definir el tiempo como la imagen móvil de la eternidad. Otra concepción la considera un flujo circular, que se mueve, pero para regresar siempre al mismo punto, repitiendo un ciclo. No es la más aceptada por los filósofos, aunque acaso sí la más poética, la que prefieren los mitos y se relaciona incluso con el cine y novelas como La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares. Cuando Heráclito decía que

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el tiempo devuelve indefinidamente a todos los seres a su punto de partida, estaba de hecho hablando de esta eternidad cíclica, que dio origen al mito del eterno retorno, al que Mircea Eliade le dedica un largo ensayo. Fue San Agustín quien, en el Libro Once de las Confesiones, ahondó en la idea de que en la eternidad no hay sucesión, sino una presencia (o un presente) total y simultánea, aunque ya Parménides había dicho en sus hexámetros que ella no ha sido nunca ni será, porque es. Pero no se trata de una yuxtaposición mecánica del pasado, el presente y el porvenir, sino de algo más esplendoroso: la simultaneidad de esos tres momentos del tiempo, o su síntesis. Congregamos las dichas de un pasado en una sola imagen, nos decía Borges en su Historia de la eternidad. Los ponientes diversamente rojos que miro cada tarde, serán en el recuerdo un solo poniente. Añade que con la previsión (futuro) pasa lo mismo: las más incompatibles esperanzas pueden convivir sin estorbo. Y termina definiendo a la eternidad como el estilo de un deseo. Se podría interpretar este aserto poético en el sentido de que es el deseo el que plasma tal síntesis, al seleccionar la imagen que contendrá a todas las imágenes semejantes, y que estas serán más bellas y potentes cuanto más refinado sea el estilo, o la poética del sujeto. En concesión a dicha poética, se podría admitir no la inmovilidad pura ni los largos ciclos que se repiten, sino breves secuencias de gran densidad de sentido que rotan con extrema lentitud, como fotogramas de un filme ralentizado al máximo, para potenciar las imágenes. Esto nos lleva a pensar la eternidad como un recorte en la fluencia del devenir de unos pocos hechos o imágenes colmadas de sentido para el sujeto que la construye. Borges aprobaba ese artificio espléndido que nos libra, aunque sea fugazmente, de la intolerable opresión de lo sucesivo. Y a menudo tales recortes no provienen de un complejo proceso de condensación del sentido, sino de imágenes arbitrarias, que no surgen de los grandes espacios de la felicidad, sino de los rincones más secretos, ya cubiertos de hojarasca y olvido. Claro que concepciones ambiciosas, como la de Boecio, la ven como la total y perfecta posesión de una vida interminable, lo que la acerca más a una escatología cristiana que al resplandor efímero de lo numinoso. Porque hay que desligar el concepto de la eternidad de lo que trasciende la vida humana. Los imaginarios del paraíso son válidos en la medida en que significan la vida terrenal, y dejan de serlo cuando la niegan en función de un más allá. Esa vida interminable a la que alude Boecio parece chocar con toda poética y los mecanismos sintéticos del arte. Porque en lo interminable anidan más el tedio y la insignificancia que la concentración del sentido. Sin recorte, con las decisiones estéticas que ello implica, no hay poesía ni significado profundo alguno. Las teorías de la eternidad pueden verse como una fuga del tiempo y de la duración, esa continuidad irreversible en la que se inserta nuestra existencia, en la que el pasado ya fue, el futuro no ha sido aún y bien puede no llegar, y el presente es apenas un punto que separa ambas dimensiones del abismo de la nada. Más que acción, nuestra vida es memoria e interpretación de las experiencias que nos tocaron, y una anticipación de lo que procuramos ser y

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hacer. O sea, la fuerza poderosa del deseo se sitúa en esta anticipación, en las tensiones, a menudo dolorosas, que nos arrastran hacia un objeto o un estado del ser. Pero esta lucha contra el paso del tiempo y la búsqueda de islotes de permanencia no debe interpretarse como una evasión hacia el tiempo cósmico, al que ya caracterizamos, sino más bien como una incursión a los núcleos del mito, o una mitogénesis personal. Es decir, una forma, por momentos desesperada, de destilar el aceite esencial de las experiencias, del que se nutre el arte. Alberto Rougès, en su libro Las jerarquías del ser y la eternidad, supera esa impotencia de la realidad física o exterior, condenada a no poseer jamás actualmente ni un pasado ni un futuro, porque su ser no es más que un instante volátil, al instituir un tiempo interior o espiritual, el que, a diferencia de la realidad física, participa siempre, en menor o mayor grado, de la eternidad. En él, futuro y pasado nacen y crecen juntos, formando un todo indivisible, una totalidad sucesiva. Esto queda vedado a la realidad física, pues su mismo carácter instantáneo fuerza a las concepciones filosóficas sobre ella a optar, si desean alcanzar cierta coherencia, entre un ser sin acontecer o un acontecer sin ser. La vida espiritual, por el contrario, va creándose a sí misma en un proceso continuo que, lejos de privarla de identidad, la fortalece. Se da en ella la posesión simultánea de los tres momentos o éxtasis del tiempo, pues el pasado supervive en el presente, moldeándolo, y también el futuro, en tanto anticipación, está vivo en el presente y lo moldea. O sea, en su concepción, el futuro dependerá siempre del pasado, y también el pasado (por las diferentes lecturas que de él se irán haciendo) del futuro, por lo que no habrá hasta el final un pasado concluido e irremediable. Si el presente fuera siempre presente, sin convertirse en pasado, sería ya eternidad, dijo alguien. Sí, pero se trataría de una eternidad hueca, vaciada de sentido. La eternidad es así para Rougés, en primera instancia, la posesión total del tiempo (o de lo más significativo de él, se podría acotar) por parte de un sujeto. A medida que este toma posesión de su pasado y su futuro se va acercando a su propia eternidad, aunque al promediar el camino deberá superar las barreras del yo, su punto de vista individual, y asumir, en una segunda instancia, la realidad viviente de la que forma parte, la historia y destino de su pueblo y de la humanidad entera. Quien se olvida un poco de sí mismo para recuperar la memoria compartida de un sujeto colectivo, defender sus valores y luchar por su realización en el tiempo y el espacio, habrá alcanzado no solo la plenitud del ser, sino también la eternidad misma

El silencio El silencio traza el camino a lo sagrado. Lo exigen la meditación, la ascesis y las devociones propias de la vía mística. Hay por eso comunidades religiosas que hacen prácticas de largos períodos de silencio, al que no violan bajo ningún

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concepto. Cuando una persona acaba de morir, dice Dominique Sewane a propósito del país tamberma, de Togo y Bénin, sus parientes próximos no salen a propalar la noticia, sino que comienzan por callar de un modo tajante, sin responder siquiera a quienes les formulan preguntas. Las personas que se van acercando al lugar se suman a él, con lo que este adquiere así la potencia de lo sagrado. Es que toda muerte se considera sorpresiva, y representa la desgracia. Frente a ella, no cabe más que el silencio. En la educación de los bambara, los dogon y otros pueblos de África, no solo se enseña a dominar la palabra, sino también los silencios, ya que sin ellos nada podría aquella. El silencio es la sombra que envuelve a la palabra, afirmando su dignidad, su valor numinoso. Todo sonido requiere una ausencia de sonidos, y la magnitud de dicha ausencia ha de guardar proporción con la del sonido. Tal concepción de los bambara lleva a Dominique Zahan a sostener que para este grupo étnico el verbo verdadero, la palabra digna de veneración, es el silencio. Todo sale del silencio, y es en él donde se produce el movimiento. “Si la palabra construye la aldea, el silencio edifica el mundo”, reza un proverbio bambara. Y otro afirma: “Si la palabra te quema la boca, el silencio te curará”. El silencio es además el mejor indicativo de vida interior, de capacidad reflexiva, de todo lo serio que hay en la existencia, y también de que se cultiva el secreto: “El secreto pertenece a quien calla”, remarca otro proverbio bambara, etnia que hace de la sobriedad verbal un valor eminente. La infancia se teje en ella en un clima de silencio, de confidencias que se hacen a las escasas personas que pueden entender su sentido pleno. Las verdades van siendo reveladas gradualmente, como grandes secretos, en la medida en que el oyente está en condiciones de recibirlas. Guardar silencio significa entonces guardar la palabra, y también potenciar al verbo, el que desatará la acción que habrá de coronarla con el principio de verdad. Un proverbio de Malí dice: “Aprende a escuchar el silencio y descubrirás la música”. Se podría decir que el silencio construye el sonido. Rodea por eso a la palabra como un complemento imprescindible, reforzando su significado y su belleza. Moisés precisó vagar cuarenta años por el desierto, pasar por semejante fragua de soledad y silencio, para que Dios le hablara de su Ley. En la India, el signo Om, el que es, como se dijo, el más sagrado de los sonidos, por remitirse a la vibración de la energía cósmica que precede al universo de lo creado, se compone de tres elementos fonéticos y otro de silencio, considerado fundamental. Para los tupí-guaraníes, el silencio es el sonido de los sonidos, la esencia de todo, y también la séptima vocal de su lengua. Es que más que una mera ausencia, que un vacío sonoro, el silencio es una realidad cargada de sentido, en la que germina la palabra. También se podría decir, invirtiendo los términos, que es la palabra la que crea el silencio, para poder resaltar su propio valor. Sin un fondo de silencio que opere como un aura, la palabra se queda muda, por más cargada de verdades que esté. Al recitar El Corán, los musulmanes intercalan hondos silencios entre un versículo y otro, para destacar el carácter milagroso de la irrupción de la palabra. Los versículos de la Biblia tienen también un propósito semejante.

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Por cierto, el silencio no posee el mismo valor en todas las culturas, y en el marco de cada una de ellas su sentido varía según la situación que lo motiva. Por lo general, las culturas que valoran poco la palabra no otorgan al silencio una especial significación. En la medida en que la modernidad occidental vacía a la palabra de sentido mata al silencio, para que este no venga a evidenciar el ruido desafinado de sus chatarras, esas voces que se suceden sin sentido, inventando rituales sin fuerza para sus pobres fetiches. David Le Breton afirma que el silencio deviene hoy un vestigio arqueológico. Los medios de incomunicación procuran evitarlo, pues deja al receptor una brecha temporal para pensar en los mensajes huecos y falsos con que lo abruman. El imperativo es hablar de todo sin elaboración previa alguna, y el éxito de este tipo de discurso depende de la velocidad con que se suceden sus frases. Si en ellas hay un esbozo de sentido, lo ahoga la profusión. A Isak Dinesen le llamaba la atención en Kenya el especial sentido de la pausa que tenían los kikuyu, al que calificó como un arte. Registraban lo que se les decía, lo pensaban bien y respondían un tiempo después. Hay un silencio opresivo, que el poder impone como una forma de sumisión. Se prohíbe hablar, y quien lo hace puede perder la libertad, el trabajo y hasta la vida. La palabra cargada de sentido resulta subversiva y molesta, pues pone en relieve el ruido desafinado de la palabra falsa. Hay hasta regímenes enteros fundados en este tipo de silencio. Así, los turcos, por ley, prohíben mencionar el genocidio armenio, bajo pena de cárcel. Aunque sin apelar a este extremo, los medios concentrados reducen al silencio a quienes se oponen a ellos, desnudando los intereses económicos que subyacen en las “verdades” por las que se rasgan las vestiduras. Los dogon distinguen entre el silencio voluntario, que proviene de la ausencia de un impulso de hablar, o de un deseo de retener las palabras por juzgarlas inapropiadas para la ocasión, y el silencio que se nos impone, la palabra cortada, que suscita rabia, resentimiento, y afecta al hígado. Kierkegard consideraba al silencio un tipo de catarsis que permite restaurar plenamente el valor de la palabra. Se podría decir que este es un oasis donde el hombre pensante se refugia, para eludir el zumbido de un lenguaje corrompido por los mercaderes mediáticos. Sus engendros amalgaman tragedias inventadas con hechos policiales amarillistas, con los que se busca conmover a cualquier precio al receptor, para distraerlo de lo verdaderamente trágico. Esta cháchara vana e interesada toma así el lugar de las conversaciones profundas de antaño, en las que no faltaban la crítica fundada ni posiciones políticas correctas. El grado cero del silencio no existe hoy más que en lo que resta de la naturaleza, en las altas montañas, en el interior de las selvas y los desiertos. El canto de los pájaros y el soplo de la brisa no lo interrumpen, sino que más bien fortalecen su sentido, llevándolo a la plenitud. También lo potencia el leve sonido de nuestros pasos en la hojarasca o en la arena, los latidos del corazón y el ritmo de la respiración, que vienen a recordarnos que existimos y estamos allí, celebrando al silencio. Este nos conduce al interior de nosotros mismos, en un ejercicio depurador que nos hará sentir, por extensión, la existencia de otros seres.

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Gaston Bachelard apareja el silencio a la inmovilidad, pues en la movilidad, dice, el silencio puro peligra, se muere. Si bien la inmovilidad suele ser relacionada por la teoría clásica con lo sagrado y la eternidad, vimos ya que no se puede despojar de todo rumor al silencio puro, y al hablar de la eternidad dijimos que esta puede admitir también una breve movilidad, al igual que el mito y todo lo sagrado. Dominique Casajus califica de penumbrosa a la palabra de los tuareg, por el sitio singular que asignan al silencio, a lo no dicho. Este pueblo cultiva el silencio pero a la vez le teme, pues conoce las presencias innombrables que lo habitan. Al igual que su rostro, siempre protegido por un velo del sol ardiente del desierto, su palabra también apela al velo, al misterio de lo que hay detrás, pues deja en la penumbra el sentido, el valor, el objetivo al que apunta e incluso al destinatario preciso de ella. Pone el énfasis en lo que dice, y en la forma en que se dice. Al obviar al destinatario concreto, como en el lenguaje poético, aspira a la sabiduría, la que reside en lo general. Aun más, no solo envuelve en la incertidumbre al receptor, sino que el mismo emisor se enmascara en ella, al no presentarse como el autor de esa palabra, sino como alguien atravesado por ella, es decir, como si la palabra hablase a través de él. Las palabras ordinarias o funcionales, a las que usan pero no cultivan, pertenecen a un tiempo y un lugar y se olvidan rápido, pues nada tienen que ver con la dimensión sagrada del lenguaje, con la explosión del sentido; o sea, con la poesía. La palabra poética, en cambio, posee la cualidad de grabarse a fuego en la memoria y atravesar las generaciones, como el sonido del silencio y de la soledad, de la pequeñez del hombre en la inmensidad del desierto, cuya carga principal es el dolor. En El arte fuera de sí, afirma Ticio Escobar que el silencio es lo que nos permite acceder a la esencia de las cosas, la virtud suprema que nos enseña a hablar auténticamente y a conocer nuestro propio ser mediante la introspección, a la vez que nos abre el acceso al mundo de los otros. Sin él, los poetas, artistas y pensadores no pueden explorar la profundidad. Citando a Kafka, nos advierte que las sirenas poseen un arma aún más terrible que su canto: el silencio. El relato del gran diluvio universal que se recogió en las tablillas de escritura cuneiforme de los sumerios, muy anterior al relato bíblico, dice que los dioses decidieron acabar con los hombres porque eran muy ruidosos, y no porque fuesen malvados, como sostiene la Biblia. O sea, porque al destruir el silencio habían clausurado las puertas a lo sagrado. También el hombre actual llena el mundo de ruidos y luces psicodélicas para que nadie advierta que el progreso industrial y tecnológico está acabando con el planeta, lo que lleva a presagiar que se repetirá lo señalado por el escriba sumerio. A partir de un texto de Hegel, Jean-François Lyotard, en Discurso, figura, habla del arte como silencio, como una figura que no dice esto ni aquello, sino que prefiere callar. El silencio resultaría así del desgarramiento que enfrenta al discurso con su objeto, dando inicio al trabajo de significar el mundo, de construir lo que llamamos realidad. Amar de verdad es amar en silencio.

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La luz y el calor El calor y la luz, más que propiedades del fuego, serían sus modalidades. El calor no es esencial al fuego elemental, dice Bachelard. Tampoco la luz. La luna la produce, pero no calienta nada. En tanto formas de la energía, ambos quedan sujetos a las leyes de la termodinámica, y en especial a la segunda de ellas, referida al carácter irreversible de ciertos procesos energéticos. Si se proyecta una luz sobre una superficie negra, esta se convertirá en calor. El calor, en cambio, no volverá ya a la forma de luz. Se dividirán por eso la tarea. La luz ilumina y destaca lo numinoso, mientras que el calor purifica y sublima la materia, aunque a la vez corrompe a lo orgánico. En efecto, la luz rodea a lo numinoso como un aura o un resplandor, y también, en ciertos casos, como una llameante descarga de poder. Es decir, una energía que se condensa lentamente y se libera luego con la fuerza de un rayo, lo que, como vimos, cancela el poder enfriador del intelecto. Toda condensación de lo real encandila, y es a la vez el principio fundacional del aura, el que no radica ya en la fuerza deslumbrante de lo efímero, sino en la permanencia del sentido. Los guaraníes, en relación a lo sagrado, distinguen tres formas de la luz. La primera es vera, la luz esplendente y poética que se manifiesta como resplandor y nos remite al verbo resplandecer, que es despedir rayos de luz propia o reflejada, algo que se considera por lo común un atributo de la belleza. La segunda, rendy, es la luz llameante, menos sutil que la anterior, y se asocia al calor que sofoca y puede matar a quien no tome las debidas precauciones. La tercera es ryapá, el brillo tronante, o sea, acompañado por un ruido estremecedor. Los Upanishads están cargados de símbolos luminosos, como la imagen de la flecha disparada hacia el infinito y la ascensión vertiginosa, con lo que se busca no solo abandonar el espacio, sino también salirse del tiempo. Tanto en el hinduismo como en varias otras religiones, se advierte un marcado isomorfismo entre lo celeste, visto como la dimensión superior, y lo luminoso. La iluminación, como rápido ascenso de un individuo que rompe con la horizontalidad comunitaria, es representada por un relámpago, algo breve e intenso a la vez. Detrás de los símbolos que gravitan alrededor de la ascensión y la luz, existe una mistificación purificadora, y asimismo un esfuerzo de distinción personal, cierto elitismo que suele impulsar a la búsqueda espiritual, como una manera de dar un fundamento sagrado a este complejo de superioridad. La luz y la palabra (el verbo que nombra) son los soportes necesarios de toda creación. Además de funcionar como metáfora de la iluminación espiritual, la luz es lo que diferencia a un ser vivo o un objeto de otros, reconociendo su existencia. La luz puede así tanto exaltar como abolir la presencia de las cosas. Hay luces que brotan de adentro, y hay entonces que cerrar los ojos para percibirlas, y otras que vienen de afuera y de lejos, y debemos abrir grandes los ojos para captarlas en su plenitud.

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La luz es la fuente de toda belleza visual, no descuidada por eso por la arquitectura religiosa, y en especial la de los templos góticos, que la elevaron a una máxima potencia, por lo que estos fueron definidos como “la arquitectura de la luz”. En la experiencia del arte la luz es fundamental, pero una luz traducida en colores vivos, mientras que en los mitos el blanco suele ser considerado un color sin energía interna, o “sin savia”, como lo perciben los chamacocos. Los pueblos de África aman los colores fuertes, lo que es congruente con la fuerza vital, elemento central en su construcción de lo sagrado, la que persiste incluso entre los muertos convertidos en ancestros. No obstante, la mística de la ascensión celeste recurre a una luz incolora o muy poco colorida. Observa Gilbert Durand que el color desaparece a medida que el sujeto se eleva. La pureza es blanca, incolora, insulsa, un salto al vacío más que a la seductora intensidad de lo fugaz. Para los pueblos de África y otras partes del mundo, el blanco es el color de la muerte, o de los muertos. Debemos preguntarnos entonces si puede coexistir en la zona sagrada el calor que genera la vida con los colores que la niegan, y que incluso son considerados no-colores. Cabe inferir de esto que toda purificación es incolora, y por lo tanto sospechosa, vista desde la zona sagrada. Un isomorfismo tributario de este que comentamos, pues se trataría de una misma operación intelectual, liga a la luz con la altura, lo que sumergiría en un cono de sombra simbólico no solo a lo profundo, sino también a la superficie terrestre, donde alcanza su plenitud el calor que hace posible la vida (las alturas de la atmósfera son heladas) y está presente, junto a la humedad, en la palabra. Solo en la superficie (la dimensión horizontal del espacio) los colores brillan con intensidad, tanto en los sueños como en los esplendores de la vigilia. Bachelard no se pregunta esto, así como tampoco toma en cuenta la difundida metáfora que vincula los descensos a las profundidades del espíritu con la luz de la sabiduría, a la que nadie relaciona con las tinieblas. El isomorfismo que existe entre la palabra y la luz afirmaría dicho aserto, pues sin la fuerza y el fuego de la palabra que crea el mundo al nombrarlo, no podría existir la luz de la sabiduría, tan invocada por los místicos y ascetas. Otro isomorfismo muy extendido relaciona a la claridad con la trascendencia, aunque a menudo lo que se llama trascendencia es una fuga de la horizontalidad comunitaria y de la vida, con lo que la luz se pondría al servicio de su negación y de la muerte. Hay autores que, tras relacionar a la belleza con la claridad y la luz, sitúan lo sublime en el ámbito de las fuerzas oscuras, las que inspiran temor por su inmensidad y su potencia, cualidades estas que se encontrarían principalmente en la naturaleza. Lo bello, como creación humana y obra del espíritu que lo percibe -base de la estética hegeliana-, se opondría así a la naturaleza, no creada por el hombre, aunque sí significada por él. Curiosamente, también para los guaraníes lo bello no reside en la naturaleza, sino en lo adornado, en lo que pone el hombre en las cosas y los seres. En cuanto a lo sublime, el hecho de que se manifieste de un modo misterioso u oscuro no lo convierte en enemigo de la luz. El verbo sublimar implica engrandecer, alzar algo del suelo y ponerlo en valor,

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actos en los que reside la clave de los procesos simbólicos, y más aún de los que construyen lo sagrado mediante la condensación del sentido. Solo el mal construye significados con signos de la tiniebla. A modo de síntesis, se puede decir que todas las operaciones simbólicas vinculadas a la luz son complejas y misteriosas, a la vez irritantes y altamente poéticas. Señala Bachelard que la luz juega y ríe sobre la superficie de las cosas, pero que solo el calor penetra. La necesidad de penetrar, de alcanzar el interior de los seres, resulta de la intuición de un calor íntimo, de un placer o experiencia inusual, o de que se encontrará en la hondura las claves de lo sagrado. O sea, el más fructífero de los viajes sería el que lleva hacia adentro de los seres y las cosas. Ansiamos así ser el algodón impregnado de alcohol, que sostiene el resplandor sin quemarse. Y todo esto sin experimentar en la aventura la conciencia de arder, pues ello equivale a enfriar el ardor. Sentir la intensidad, es disminuirla, dice Bachelard, por lo que es preciso ser intenso sin saberlo. Ya se habló del papel enfriador de la conciencia, de esa razón analítica siempre empeñada de cerrarnos las puertas a lo maravilloso. Mircea Eliade señala por su parte que numerosas sociedades tradicionales se representan el poder mágicoreligioso como “quemante”, y lo expresan con términos que significan “calor”, “ardor”, “muy caliente”. En la India, el yoga de Shiva busca generar un calor interno capaz de transformar el cuerpo físico en cuerpo sutil. El Hatha-yoga usa una gama compleja de ejercicios a fin de concentrar esa fuerza vital. Estos se fundan en las posturas corporales, la concentración mental y el control de la respiración. El cuerpo sutil es inmune a toda enfermedad y libre del karma, a la vez que dotado de poderes sobrenaturales. Según los teóricos de esta corriente, el Hatha-yoga es el único medio de alcanzar la inmortalidad. Solo el cuerpo perfecto, o perfeccionado con estos ejercicios, permite al alma individual conseguir la liberación. Un hijo noble de la luz es el jardín. Si bien representa un espacio sensual, nunca funcionó en el imaginario de los pueblos como un ámbito propicio a las bacanales. Es que estas se relacionan con lo nocturno, y la esencia del jardín es diurna. Reza un antiguo proverbio persa que quien construye un jardín deviene un aliado de la luz, pues ningún jardín surgió nunca de las tinieblas.

La lentitud y la velocidad Sabemos que el mito se hace cargo de lo real, inscribiéndolo lentamente en una urdimbre invisible y numinosa, de la cual no es más que una manifestación. Se puede decir entonces que la verdadera realidad, que es la ya afianzada en el universo simbólico, es una creación de la lentitud, no del vértigo. Por más que el tiempo despliegue en su transcurso más apariencias que sentidos, sabemos que la sucesión de sus instantes esconde perlas, y que para descubrirlas debemos

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detenernos a buscarlas pacientemente entre una multitud de conchas vacías. Tal es la principal tarea del hombre, y para acometerla hace falta despojarse de toda prisa. Sin la reflexión y la contemplación no se puede dar con lo numinoso, y menos aun con la forma que lo instalará en el mundo de lo real y en la memoria personal y colectiva. Lo que carece de forma es inasible, y por lo tanto no se graba en la memoria. Pero memorizar no es solo estampar un acto en el recuerdo: se precisa también repetir cada tanto dicho acto en él, pues de lo contrario no tardará en diluirse. Mas tal repetición necesaria no se da de manera mecánica ni se realiza con una idéntica duración, pues la mente ama la síntesis, y cada vez que evoca dicho acto lo comprime un poco más. Al condensarlo de este modo, lo va convirtiendo en paradigma, en unas pocas imágenes, a menudo ligeramente retocadas por la imaginación creadora, cuya fuerza procura resumir toda una experiencia existencial, aunque al costo de inmovilizar lo que en su momento fue una secuencia de gran movilidad. Señala Kundera que hay un vínculo secreto entre la lentitud y la memoria, así como entre la velocidad y el olvido. En la matemática existencial, dice, esta experiencia adquiere la forma de dos ecuaciones elementales: el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido. La lentitud, en tanto camino a la sabiduría, exige apelar a técnicas de desaceleración, como hacen los yoguis y todos aquellos que se someten a experiencias místicas y de conocimiento. Un hombre que camina por la calle –ejemplifica este autor en su libro La lentitudquiere recordar algo, pero el recuerdo se le escapa. En ese momento, mecánicamente, afloja el paso, para capturarlo. Por el contrario, quien intenta olvidar un incidente penoso que acaba de ocurrirle, acelera el paso sin darse cuenta. Los avances cibernéticos y de los medios de comunicación imprimieron al mundo contemporáneo un vértigo del que es muy difícil sustraerse sin quedar marginado. Para disolver esta angustia, se convierte a la velocidad en un valor supremo, como si un conjunto de sensaciones harto pasajeras, que nada concreto graban en la memoria, pudieran portar significados de alta intensidad y cubiertos con la magia de lo numinoso. Pero la velocidad no condensa sentidos, sino que los diluye en una sucesión vertiginosa, donde cada imagen anula a la precedente antes de que la conciencia pueda extraer algo de ella y la sensibilidad elaborarla. Esos dos actos fundamentales que son pensar y sentir (los dos brazos del conocimiento) se van así atrofiando por falta de ejercicio, y al final ni siquiera queda la percepción, pues es poco lo que se ve y oye, y casi nulo el aceite esencial que se obtiene de los sentidos primarios. O sea, la velocidad no condensa sentidos, por más que en el momento del vértigo se crea tocar el cielo con las manos, sino que impide hacerlo: cuando alguien se baja de la montaña rusa sigue siendo el mismo, no creció nada en la emoción de esos instantes fugaces. Lo mismo ocurre con los místicos que buscan el vértigo de la iluminación instantánea, sin comprender que esta aventura elitista, imbuida en un sentimiento de superioridad espiritual, lo aleja de la comunidad y la cultura, arrojándolo a los prados del vacío.

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La construcción de lo sagrado comienza con la lentitud, con la morosidad de una percepción que lleva a asombrarse de la existencia de algo, como primer paso hacia lo maravilloso y los fulgores de la magia. En este tránsito más cuentan las ondulantes curvas de la vida que la linealidad de la razón, la que se va quedando atrás, por resultar poco necesaria en el proceso simbólico. Si se toma a lo sensual como antesala de lo sagrado, ningún papel se le reserva allí a ese instrumento analítico. Se podría decir que la lentitud, cuando abordamos la vía simbólica, es de por sí sensual. Aunque no faltan autores que hablen de la sensualidad de la razón, esta, por su carácter lineal, excluye las volutas de lo sinuoso. Por otra parte, los procesos reflexivos no suelen cristalizar en emociones violentas. Lo sagrado, lo saturado de ser, solo se consigue con la condensación lenta del tiempo, que va inmovilizando las imágenes hasta reducirlas a una casi inmovilidad, ese punto mínimo de movimiento que evita que lo ya condensado se cristalice, a fin de mantener la capacidad de cambio que precisa todo aquello que ilumina la vida. Porque la memoria simbólica no solo repite las experiencias, sino que las reconstruye, a menudo mediante ajustes casi inadvertidos, a fin de mantener en pie el poder del paradigma. Hay un ritmo interno que responde a la naturaleza y el imaginario de la persona o de la sociedad que se tome como referencia, y otro externo, que no es otra cosa que una respuesta a las imposiciones que colonizan su sentido habitual del tiempo, como todas las que buscan convertir al hombre sensible y pensante en un productor infatigable de bienes y servicios que, por exceder el orden de sus necesidades, se traducen en una acumulación de capital que se convertirá un día en una herramienta de dominio. El uso generalizado de la telefonía móvil cuestiona el concepto de presencia, pues la extrema conexión nos sumerge en dos o más espacios y tiempos divergentes, lo que no es otra cosa que un simulacro de presencia, o sea, una ausencia, una incapacidad radical de estar en un espacio y un tiempo, de poner el cuerpo y el alma en un solo espacio/tiempo, asumiéndolo como algo único e irrepetible, como un verdadero ritual que nos compromete con la vida y los misterios del mundo. O sea que la velocidad, además de conducir al olvido, es también una fuga de toda comunicación real, y tan opuesto como el éxtasis místico a la horizontalidad fraternal. Cabe concluir de estas premisas que la lentitud es lo único que posibilita la presencia total, no desgarrada ni enmascarada. La aceleración extrema que viven hoy los adolescentes no puede conducir más que a la atrofia de la vía simbólica, acompañada por una pérdida del lenguaje con que se expresan los sentimientos. Los procesos de meditación, concentración y contemplación son de hecho un culto a la lentitud, y por lo tanto conducen también a lo sagrado, aunque más a su comprensión intelectual que a las emociones fuertes, propias del arte y otras manifestaciones de lo simbólico. Esto es así porque la mirada fría de la razón recorta y pone en valor lo que enfoca, pero no introduce el deseo, ese calor que lleva a la magia y los arrebatos de lo sagrado, los que no eluden el erotismo y el acto sexual. También el sonido de lo sagrado, cuando no se ausenta para permitir

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que se abra la flor del silencio, adopta la lentitud y la suavidad, como el mantra Om, que es, como antes se dijo, la vibración del universo, que se mantiene indefinidamente. El cine profundo suele valerse de sonidos muy bajos, que parecen más bien una forma del silencio. Los mugidos distantes del final de la tarde, el zumbido de un insecto, o un gorjeo cargado de zozobra devienen así un alegato contra el bullicio contemporáneo. En la medida en que la velocidad resulta inconciliable con la profundidad, se torna un instrumento que sirve al ascenso de la insignificancia, o sea, a lo que Lipovetsky llamó “la era del vacío”, Marshall Berman “la licuefacción de lo real” y Kundera “la insoportable levedad del ser”. La velocidad hace que todo tenga una fecha de caducidad, como los bienes de consumo. Los mártires y los héroes cedieron su lugar a las celebridades mediáticas, las que además de ser efímeras y fatuas, suelen no tener más causa que la buena salud del capital concentrado al que sirven a conciencia, y su ascenso social y económico, que les permite ingresar en la feria de las vanidades. Tampoco el consumo, ideal supremo de esta sociedad, y se podría decir que su mismo dios, busca lo durable y la lentitud, sino el vértigo y la escasa vida útil de los objetos, pues todo lo que dura demasiado afecta a los delirantes índices de rentabilidad que se programan. El cineasta chino Wong KarWai declaró en un reportaje que el cine violento busca la inmediatez del efecto y no la épica, pues esta requiere el paso del tiempo, la lenta construcción de climas previos que darán luego un sentido a la violencia. Ya Antonioni había apelado a la lentitud del ritmo, la introspección psicológica, el aprovechamiento de los espacios como reflejo del ánimo cambiante de los personajes y otros recursos estéticos, a fin de privilegiar la contemplación y el silencio frente a una modernidad montada sobre el ruido, la eficacia y la mercadotecnia. Aunque en sus filmes la condensación del sentido se manifiesta con una gran frialdad, lo que la torna sospechosa, pues si bien en El desierto rojo y otras de sus obras usa el color con un efecto expresionista y potente, le falta el calor, que es lo que sostiene en pie la vida y lo sagrado. La condensación de lo sagrado es a la vez un proceso de condensación del tiempo, o la temporalidad, algo que se logra con la lentitud, o es un resultado de ella. En la lentitud opera el mecanismo de la repetición, y esta es central en la construcción de lo numinoso, como ya vimos. De ahí que las culturas con un fuerte sentido de lo sagrado instituyan estéticas de la repetición y la lentitud, alargando en el tiempo el movimiento. El taoísmo desarrolló el concepto de quietud en movimiento, que sería la quietud verdadera, que da cuenta del ritmo del universo. El teatro Nô se vale de él para desplegar en el espacio tan solo un tercio de la energía del actor, y retener los otros dos tercios en sí, en una tensa inmovilidad que potencia tanto su presencia escénica como los significados que su acción produce. Dios busca la perfección, no la rapidez, reza un aforismo del pueblo basongo, de Zaire.

El deseo 35

El hombre, dice Bachelard en Psicoanálisis del fuego, es una creación del deseo, no de la necesidad, y agrega en otra parte de este libro que el sueño (algo que puede homologarse en algún punto con el deseo) es más fuerte que la experiencia. En efecto, esta última se halla siempre condicionada por las circunstancias, mientras que aquel puede burlar todo lo que se le oponga para lograr su propósito. Además, si bien todo deseo crea su objeto, lo cierto es que no precisa alcanzarlo para justificarse, pues se podría decir que su sentido reside en él mismo, en tanto mecanismo de significación de la realidad. A propósito de la India, escribe Cioran en El aciago demiurgo que el espíritu contemplativo debe aprender a actuar sin desear, esto es, a disociar el deseo del acto, pues mientras se desea se vive en la sujeción, se está atado al mundo. La paz espiritual, según esta concepción, solo se consigue con la supresión el deseo. Pero reconoce a continuación que en el terreno de la vida, fuera del Nirvana –una hazaña a su juicio prácticamente imposible-, la abolición del deseo no deja de ser una quimera, pues a este no se lo suprime, sino que tan solo se lo suspende, y queda ahí flotando como una amenaza. En su Breviario de podredumbre, dicho autor añade que quienes pretenden retirarse del mundo y sus pasiones se ven de pronto sometidos al dictado de sus glándulas, como ascetas equívocos. Es que todos los días, concluye, en un juego interminable, cada uno de nuestros deseos recrea el mundo, y cada uno de nuestros pensamientos lo demuele, en una continua alternancia de la cosmogonía y el apocalipsis. Es que no se puede ignorar que el deseo es la principal función vital, la que nos hace sentir plenos. Claro que duele cuando se lo relaciona con una posesión y esta se nos escapa, pero sin la tensión del deseo la vida se adormece, se deja tentar por los caminos que se alejan de ella, y que de tanto sublimar una impotencia en su búsqueda de consuelo, interpelando al saber profundo, a la perfección, las devociones y la plenitud del ser, suelen precipitarse en el vacío. Desde esta orilla de la renuncia, el deseo llega a ser visto como una forma de ignorancia, una grosera concesión a la naturaleza animal, la prueba evidente de una falta de evolución espiritual. Los guaraníes hablan por un lado de una naturaleza divina, cifrada en la palabra-alma y con una marcada tendencia a la mística, que los lleva a dialogar con los dioses con un lenguaje especial (el ayvu pora), en su deseo de alcanzar la Tierra Sin Mal y el estado de indestructibilidad (una inmortalidad que se puede alcanzar sin necesidad de morir), y por el otro de una naturaleza animal, ligada a los humores vitales y el deseo. En cada hombre se da la lucha entre ambas naturalezas, por lo que no se lo considera responsable de los resultados, pues en su imaginario no existe la idea de pecado. Aunque muchos buscan este camino de la perfección, están lejos de estigmatizar el deseo. Diría que la plenitud del ser está en el acto, así como en la fuerza espiritual o libido que conduce a él, y no en la reflexión de lo acontecido, que por fuerza viene después. Es la tensión del deseo lo que carga de significados al objeto al 36

que se dirige, separándolo del conjunto, por lo que se puede afirmar que el deseo es una máquina de generar símbolos de gran intensidad, mientras que la meditación suele nutrirse del vacío, de una paz cifrada en un saber apartado de la vida, o que lleva a apartarse de ella. Dicho vacío no es el cenit luminoso, sino un crepúsculo de luces opalinas que se desliza con suavidad hacia la muerte, que ama los eriales y desprecia el deseo, aunque de a ratos estos virtuosos lo sientan resurgir, incontenible, desde el fondo de sus entrañas. La virtud principal del deseo es esa perturbación que tanto aborrecen los místicos y quienes reniegan del mundo, ya sea por amor a la sabiduría o para salvar su alma en una proyección escatológica. Pero desde el plano simbólico, más problemática resulta la satisfacción del deseo que su no satisfacción, porque esta última prolonga e incrementa la tensión del arco, lo que lleva a potenciar los significados ya atribuidos al objeto, a valorarlo cada vez más, de un modo obsesivo. La prolongación del deseo produce así una mayor concentración de la libido del sujeto que lo padece, quien, para conseguir lo que tanto anhela, se retira de otros objetos que ahora halla secundarios, tras advertir que han dejado de ser para él una alternativa, por su menor carga semántica. En El arco, el exquisito film del maestro coreano Kim Ki-duk, este instrumento, además del uso defensivo, de adivinación, musical y seductor que el personaje le asigna, se presenta como un paradigma universal de la tensión constante, del deseo sostenido en el tiempo, sin perspectivas cercanas de satisfacerse, con lo que se coloca en la antípoda del tantrismo. Se asemeja así – aunque no es el caso de este film- a la tensión del alma de los místicos de la India, quienes consideran al mantra Om como el arco que dispara el alma (la flecha) hacia el infinito (el blanco). En este marco, toda iluminación repentina se representa como una flecha disparada hacia lo eterno, lo que ocurre, claro, luego de una muy larga preparación, la que se sostiene sin duda en la tensión de un deseo ajeno al plano sexual, aunque no a la libido. Freud llamó libido a esta energía psíquica, y al asignarle un significado fundamentalmente sexual, restringió el sentido latino de dicho vocablo, que excedía este campo, designando todo anhelo, ansia o valoración selectiva dirigida hacia un objeto. O sea, una tensión dinámica que puede tener o no que ver con un instinto, pero que siempre es un acto voluntario y consciente. Gilbert Durand va aún más allá, cuestionando incluso la concepción latina de libido, pues a su juicio esta debilita y racionaliza el sentido etimológico sánscrito, que significa “experimentar un violento deseo”, sin acotar la naturaleza de lo deseado. La libido tiene así el sentido de desear en general, y de remontar (o sufrir) la cuesta de ese deseo. En su sentido más lato, puede ser asimilada a la energía de un modo amplio, como lo hace Jung. También el Tantra subsume el deseo (libido) en el plano sexual, al que asigna en sus rituales una gran importancia. En su filosofía, el acto sexual simboliza el proceso de la creación, en el curso del cual la “energía roja” del yoni (vulva) es fertilizada por la “energía blanca” de la semilla masculina. Pero más

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que trabajar con la fuerza del deseo, usando su tensión como combustible, el Tantra se centra en la energía que este acto, potenciado y dirigido por ciertas técnicas sofisticadas, puede llegar a liberar, lo que conducirá a la conciencia del tántrica hacia la revelación. Todo parece mecánico, ajeno a las complejas tramas simbólicas que urde el deseo cuando intervienen en él la sensualidad y la sensibilidad. O sea, no es el deseo –algo siempre sospechoso en la India- lo que alimenta las prácticas del Tantra, sino el placer en sí y la energía que este puede llegar a liberar. En el hinduismo, según la ley del Karma, toda acción tiene su causa y engendra consecuencias a las que no es posible sustraerse y ni siquiera retardar, pues en el ciclo de las reencarnaciones (Samsara) siempre se deviene lo que se hizo. Y el deseo (Kama) cumple aquí el triste papel de ser la causa del Karma, en la medida en que condiciona toda acción. Por eso, la única manera de librarse de él es renunciando a la acción y a la ilusión del mundo exterior. En el BhagavadGita, Krishna intenta demostrar que nuestras acciones no producen ninguna consecuencia kármica si obramos sin una finalidad ni un beneficio; es decir, si no nos detenemos en los frutos de nuestros actos. Para él, la acción sin deseo es la acción misma del Dharma, o sea, el camino a la verdad. Al percibir que toda existencia se halla desprovista de sustancia, Buda comprendió la necesidad profunda de la compasión (Karunâ), pues todos los seres humanos están en la trampa del ciclo sin fin de la reencarnación. Hay quien entiende que la extinción de los deseos y las ilusiones propuestas por Buda no implican la negación de la realidad, sino más bien una penetración en sus leyes y mecanismos. No obstante, según el budismo mahayana, la experiencia del Nirvana (revelación) es idéntica a la del vacío que colma el universo. Pero si toda realidad, entonces, no es más que vacío e ilusión de los sentidos, ¿cómo penetrar en ella? ¿Se puede acaso explorar la nada? Para el pensamiento hindú, Maya es la ilusión. Todo lo que la humanidad toma por realidad no es más que el sueño de Brahma, el mismo con el que creó el universo. Sueño sostenido luego por Vishnú, el Preservador, quien utiliza Maya para tejer la tela de lo real. No es, se dice, que el mundo en sí mismo sea una ilusión, sino que nuestra percepción de él es falsa. Nosotros suponemos que el universo está conformado por una multitud de objetos, mas en rigor de verdad, todas las cosas vienen a ser una sola. Cuando desaparecen los deseos que habitan en su corazón, dicen los Upanishads, el hombre deviene inmortal. En estos textos hay una serie de pasajes en los que el renunciamiento total al mundo es presentado y exaltado como la única conducta razonable. Pero la afirmación de que el mundo carece de sentido da un golpe mortal a toda la ética activa. Buda afirma que es la insensata voluntad de vivir lo que lleva a los hombres de reencarnación en reencarnación. Para poner fin al dolor, es preciso aniquilar esta voluntad, ya que la felicidad reside precisamente en la ausencia de toda sensación. Pero dicha teoría, al conducir a la no-acción, choca frontalmente con la ética, ya que esta se manifiesta en una conducta sostenida en el tiempo. Para sortear esta contradicción, Buda se

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esforzó en espiritualizar y dar una base ética a la negación del mundo, al admitir el camino de la acción (o compasión) como válido, aunque sin privilegiarlo sobre el otro. Vemos así que en esta doctrina coexisten actualmente una mística sustentada en la ética que no desprecia la acción, y otra egoísta, centrada en la conquista del Nirvana, que prescinde de ella, por considerarla carente de todo sentido. En la religiosidad popular de la India, Krishna encarna la defensa de la acción, como un pensamiento positivo que contrapesa las fuertes tendencias ascéticas. Para él, la obra es incluso superior al renunciamiento. No es dejando una obra incompleta, dice, cómo un hombre conquista la libertad, ni es por el renunciamiento que alcanza la perfección. En el film Samsara, del indio Ivan Nalin, Tashí, un monje que vivió desde niño en un convento budista del Himalaya, despierta a la sensualidad al conocer a Pema, una bella campesina, con quien se casa y tiene un hijo. Poco tiempo después, arrepentido de haberse entregado al ilusorio mundo que activa el deseo y la lucha por lo material, resuelve regresar al convento. Y se va en plena noche, de un modo furtivo, sin despedirse siquiera de Pema y su hijo pequeño, que duermen. O sea, hace lo mismo que Buda, quien a los 29 años de edad abandonó a su mujer y su hijo para convertirse en asceta, tomando el nombre de Gautama. En la intensa escena final, Pema, en una aparición imaginaria, desmonta y condena con una argumentación irrebatible su miserable conducta, la que cae incluso sobre el mismo Buda, al que condena, desde una perspectiva femenina, por su egoísmo y falta de humanidad. Tashí se revuelca en el polvo, reconociendo su derrota moral. Pero al final se recupera de este golpe y sigue avanzando hacia el convento, en cuya entrada una inscripción hecha sobre una piedra pregunta: “¿Cómo hacer para que una gota no se evapore?” La respuesta “lapidaria” se halla en el reverso: “Arrojarla al mar”. O sea, acabar en segundos, con un furioso golpe de espada, con el proceso de significación de lo particular en que se empeña el deseo, como un modo desesperado de asir la belleza del mundo. ¿Puede ser un camino fundirse con la vacuidad del todo? Pero surge de aquí otra pregunta: ¿Cómo satisfacer un deseo sin aniquilarlo? Bien sabemos que la satisfacción puede matarlo, pero ello solo ocurre cuando el proceso simbólico generado antes del acto que lo satisface, o intenta hacerlo, es pobre o insuficiente. Cuando este es rico en significados, el placer vendrá a potenciarlo, a cualificar el deseo en una espiral ascendente que permite explorar nuevos terrenos de la sensibilidad y de la experiencia existencial. En las parejas, el acto sexual puede servir para fortalecer la unión y alcanzar la confianza total, aunque también operar como mecanismo de posesión recíproca, en una pasión ciega que, al suprimir la libertad, no tardará en convertirse en una espiral descendente, o sea, en una pérdida gradual de significados, que puede culminar incluso en una caída vertiginosa. Por último, cabe señalar que el deseo es una fuerza esencialmente libre, pues opera al margen de toda ética, desde que el mero acto de desear, de canalizar la libido en un sentido u otro, no afecta de por sí los pactos sociales. Se

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puede estar en un sitio, o con alguien, y desear a la vez estar en otro sitio y con otra persona. Cuando la realidad se empobrece, solo queda esa fuerza ciega del deseo para sostenernos en la vida. Es frecuente también que la insatisfacción prolongada de un deseo nos lleve a renegar de su objeto, al que designificamos gradualmente, para transferir esas cargas valorativas hacia otro objeto, con el que pretendemos sustituirlo. La modernidad tardía de Occidente, al convertir al cuerpo humano en un objeto privilegiado de consumo, sujeta al sexo a la ley de la mercancía, en la que todo es fungible. Las sublimaciones del deseo se diluyen, desplazadas por la frialdad de la pornografía, la que en forma creciente apaga al ardor del erotismo. Ya Michel Foucault, en su Historia de la sexualidad, aludía a esta enfermedad de la cultura. Hoy, hasta la misma idea que tenemos del amor ha perdido densidad, y con el sentido de permanencia que antes lo caracterizaba, pues su eje pasa a ser un hedonismo teñido de narcisismo.

El lado de la sombra Si Dios crea la luz, no las tinieblas, cabe preguntarse quién creó a estas, y también qué son ellas en esencia. Porque la tiniebla, más que un ser que se confronta con la luz, suele presentarse como una metáfora de la nada, o de la Gran Nada Universal, aquel vacío donde acontecen los mitos del origen. Leemos en el Popol Vuh que no había nada dotado de existencia, que estuviera en pie: solo el mar y el cielo en toda su extensión, ambos vacíos y en reposo, y entonces llegó la palabra a iluminar la sombra, brotando de la boca de Tepeu y Gucumatz, quienes hablaron en la oscuridad. Cuando el Dios del cristianismo dijo “Hágase la luz”, hablaba asimismo desde la oscuridad, y no para abolirla por completo, sino para repartir el tiempo entre ambas. Los libros antiguos de la India decían que en un comienzo eran las tinieblas, pero no la representaban con el color negro, sino como la nada, algo semejante a un sueño carente de imágenes, pues la llegada de estas expresará justamente la ruptura de la noche primordial Mircea Eliade ve en la tiniebla original el primer símbolo del tiempo, y acaso su misma sustancia, según se desprendería del pensamiento indo-europeo y de otros pueblos antiguos. Ello explicaría por qué muchos lo contaban por noches, o lunas, y no por días. Añade este autor que el tiempo es negro, por ser irracional y carecer de piedad frente a todo lo que existe. Ejemplo de ello sería el aspecto tenebroso, maléfico y ogresco del rostro de Kronos, el dios griego que devora a sus hijos. En esta difundida valoración negativa de las tinieblas, se las ve como un símbolo del caos y el terror, la hora del lobo famélico o el jaguar que busca una presa con urgencia. Y fue este horror lo que llevó a sacralizar la noche. Lo cierto es que ningún dios reivindica la creación de la oscuridad, aunque ella sea tan legítima como la luz. Suele traer el ansiado reposo, la calma 40

en la que florece la meditación, el misterio que nos insinúa nuevos horizontes y posibilidades, y sobre todo el amor, pues los amantes esperan que se retire la luz y se apacigüen las estridencias del día para entregarse a sus juegos con total privacidad. La noche es suave, tierna, enigmática, y por lo tanto fausta. No obstante, las mitologías la asociaron, como vimos, a lo terrible, a un estremecedor reino nocturno, colmado de amenazas y desdichas, donde habita el Mal en su máxima expresión, el que radicaría, más que en su poder destructor, en la caída en un abismo infinito. Muchas pesadillas tienen que ver con la caída, y hasta cabe afirmar que toda caída, en la esfera de lo simbólico, es de por sí una pesadilla. La noche es de este modo rechazada por infausta, aunque la muerte suele preferir la luz del día para cosechar sus presas. Por eso, los ejércitos enfrentados en largos combates hacían una pausa al anochecer, para permitir a los soldados descansar y soñar con sus seres queridos, con los que esperaban reencontrarse pronto. Ambas esferas están regidas por sentidos distintos. El ojo es el sentido del día, que le permite ver de lejos, dominando el escenario. Cuando la oscuridad minimiza su alcance, entra a jugar el oído, el sentido de la noche, cuyo poder perceptivo se expande para captar hasta el más mínimo rumor, pues en él puede cifrarse un peligro mortal. Desde Montaige, el pensamiento occidental, para aproximarse a un ser, apela a una confrontación con su opuesto. Así, cada término del binomio no puede pensarse sin el otro, hasta el punto de que ambos, si bien muy separados al principio, terminan confundiéndose en su dialéctica, pues pese a su diversidad, integran una estructura uniforme que se estanca, al no advertir los caminos sutiles que se abren a los flancos, entre los que se hallan los atajos que revelan su propia sombra. Sin ellos, el ser se presenta como un signo relativo, al que no se puede interpretar fuera de la dupla ser/no ser, porque uno no es nada sin el otro. Así, la dialéctica de la vida y la cultura queda congelada, como sucede en la antropología estructural de Lévi-Strauss. Entre el amor y el odio, cabe la indiferencia. Entre el bien y el mal, algo que no sea ni lo uno ni lo otro, o que sea lo uno y lo otro a la vez, o signifique para unos un bien y para otros un mal. La simpleza de la Nada, en cambio, puede resultar algo más fructífero que estas peripecias del ser. Así, a modo de ejemplo, enmudece la dialéctica escatológica del paraíso y el infierno, con lo que potencia el valor de lo terrenal y lo humano. Señala al respecto Comte-Sponville que la perspectiva del infierno es más inquietante que la de la nada. Tal fue el argumento de Epicuro contra las religiones de su tiempo, las que al dar a la muerte un sentido que excede su naturaleza, encerraron a los vivos en el miedo a un peligro puramente imaginario (el infierno), ensombreciendo así los placeres de la existencia. Bien se sabe que en América los indígenas fueron cristianizados más con el terror a los horrores del infierno que con los placeres del cielo, los que no convencen a nadie que se detenga a pensar un poco en ellos. Añade este autor que la muerte no es nada para los hombres, pues mientras viven no conocen dicho estado, y quienes murieron no saben que están muertos. Claro que este razonamiento no suprime la angustia de la muerte, pero la pone en su lugar y ayuda a enfrentarla. Así

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planteado el problema, nada hay que temer de la muerte, pero la idea de un castigo eterno, de freírse en las pailas del infierno, perturba a los débiles y los somete a una tiranía terrenal. Para quienes dejaron de creer en él, el infierno se convierte en un mero imaginario. Pero resta la muerte del otro, la que se torna terriblemente dolorosa e insoportable cuando se abate sobre un ser entrañable. Frente a la muerte del otro, caben dos opciones: o rechazarla, mediante la rebelión, o apelar al consuelo de la resignación, la certeza de que poco a poco se irá restañando esta herida con el olvido, el que no es más que la dilución del sentido. La rebelión, en cambio, potencia el símbolo, mueve a grandes gestas interiores, e incluso cósmicas, como la de Gilgamesh. Dicho héroe sumerio de la primera epopeya de la humanidad rechaza la muerte de su amigo Enkidu, rebelándose contra los dioses que de este modo los castigaban por haber matado al toro celeste y a Huimbaba, el guardián del Bosque de los Cedros. Tal sería la primera rebelión ante la muerte que registra la escritura, rechazando el bálsamo del consuelo. Claro que estas reflexiones críticas no afectan a los rituales de la muerte, pues no se entierra a un hombre como un animal. Pero dichos rituales no precisan de dioses que acojan el alma del difunto en su paraíso, pues resulta más enriquecedor apelar al poder fertilizador de la memoria. Así, no hay historia sin mártires. Gracias a ellos, se produjeron casi todos los cambios significativos de la humanidad. La resignación lleva al estancamiento de la vida. El mejor tributo a los que se van es tomar su bandera y seguir adelante, sin quedarse a rezar de rodillas por su alma. Es el amor, no la experiencia, concluye Comte-Sponville, lo que nos hace vivir, y es la verdad, no la fe, lo que nos libera. Estamos ya en el Reino, que es el reino de la tierra, y la eternidad es ahora. Los dioses de las religiones indígenas no están determinados por los principios morales del bien y el mal. Luis Alberto Reyes aclara que si bien se dan estas oposiciones, no son excluyentes, y en términos ontológicos conducen una a la otra. Su carácter ambiguo les permite destruir a los hombres, pero también abrirles el acceso a la sabiduría y al movimiento de lo dual, que conducen a lo divino. Las huacas andinas devienen cántaros que prodigan a los hombres los dones de la fertilidad, la vida y la cultura. En verdad, resulta a menudo difícil precisar si un dios o personaje mitológico indígena está exclusivamente al servicio del bien o del mal, pues ambos principios coexisten, en mayor o menor grado, en el mismo ser. O sea, las deidades no se construyen mediante referencias negativas, o de oposición. Las funciones de los dioses del bien y los demonios no están a menudo demarcadas claramente. Las oposiciones, más que de esencia, son coyunturales, y a menudo decisiones fundamentales se rigen por un mero capricho del momento, motivado por pasiones inferiores, como la envidia y los celos. Así, Tunpa, el dios creador de los chiriguanos del Chaco Austral, destruye a la humanidad sin pensarlo demasiado, tan solo para satisfacer un pedido de Araparigua, el primer hombre, un personaje ambiguo que abusaba de las mujeres, pero luego se siente solo y crea otra. Y viceversa, encontramos entidades malignas muy volubles, las que

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cediendo a una promesa, una tentación o esa necesidad tan común entre los seres sobrenaturales de ser adorados, resuelven beneficiar a un mortal sin pedirle nada a cambio. Todo esto nos está diciendo que no es del todo conducente dividir la realidad en un entramado maniqueo de luz y sombra. Es que las partes de un conjunto, por diversas que sean, y aun opuestas, pueden ser integradas en una totalidad armónica. Toda oposición sirve para mantener y fortalecer a los opuestos, los que toman, gracias a ella, una conciencia mayor de sus valores y debilidades. Se ha señalado en este aspecto al imaginario barroco como un paradigma que integra lo diurno y lo nocturno en una misma composición narrativa o iconográfica. En la concepción tanto náhuatl como andina, la unión de los contrarios es la base dinámica de toda creación, por lo que impregna sus sistemas simbólicos, tanto religiosos como estéticos. Para representarla, sus deidades suelen apelar a un polimorfismo que da cuenta de sus diversas caras. Un caso paradigmático de esto último sería el Tezcatlipoca de los antiguos mexicanos. En su origen significa el cielo nocturno y se conecta con los dioses estelares, la luna y todos aquellos que aparejan muerte, maldad o destrucción, como los hechiceros y los salteadores. Pero es a la vez patrono de los guerreros, hasta el extremo de presidir el telpochcalli, la escuela de guerra a la que asisten los jóvenes plebeyos, dejando a Quetzalcóath regir el calmécac, la escuela de los nobles, de donde salían los jefes superiores del ejército, los sacerdotes, los jueces y los mismos reyes. Esto último lo relaciona con Huitzilopochtli, el que además de ser el dios de la guerra representa al cielo azul, y en consecuencia al régimen diurno, que se opone al nocturno. Su nombre significa “el espejo que humea”, pues su imagen está pintada con un tizne de reflejos metálicos, al que en lengua náhuatl llamaban tezcapoctli, o sea, humo espejeante. Lo que más lo caracteriza en los códices son los dos espejos humeantes que lleva, uno en la sien, y otro que sustituye al pie que le arrancó el monstruo de la tierra. Acaso se pueda interpretar que estos espejos negros y humeantes no reflejan el rostro de quien se mira en él, sino la otra cara de lo real, que es justamente su reverso y no una entidad separada y radicalmente opuesta. Acaso esta división fue potenciada por el cristianismo, cuya doctrina se ocupó de separar de un modo tajante lo que la vida une. Al modelo positivo, opone otro negativo, que en el fondo viene a ser su reverso, o su sombra, la que en vez de iluminar la cara oculta de lo real, como sería deseable, se estira en fantasías absurdas. La magia negra usa como fórmula lingüística rezar el credo al revés, lo que se entiende como un rechazo radical de la profesión de fe de dicho texto. O sea, bajo la forma de una negación, de una blasfemia que reproduce la estructura del modelo, y no de una propuesta alternativa que apunte a superarla. Se trata entonces de un simple reverso en negro de lo que un discurso ortodoxo enuncia con un sentido positivo. Los campesinos gascones, cuenta Frazer en La rama dorada, inducían a un mal sacerdote a oficiar una misa negra denominada de San Secario. Se trataba de una misa al revés, realizada por un sacerdote corrupto, que llegaba al altar con su concubina, quien oficiaba de monaguillo.

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Comenzaba a las once de la noche, y terminaba justo a las doce, yendo del final hacia el principio. La hostia que bendecía era negra y tenía tres puntas. La persona contra quien se decía esta misa se iba debilitando poco a poco, sin que nadie atinase a explicar la causa de tan extraña enfermedad. Los médicos creían que se trataba de un malestar pasajero, pero en verdad se estaba muriendo. En la entrada de la cueva de la Salamanca, en el Noroeste argentino, hay una cruz cabeza abajo, a la que no hay que adorar ni besar, sino escupir. Lo que más empobrece el imaginario del infierno es que responde a la dialéctica de la recompensa y el castigo. Quien no acate el mandato de la deidad, convirtiéndose en su adorador incondicional, será condenado a los tormentos más terribles que la mente humana puede concebir. Así como los más exquisitos perfumes embalsaman los espacios paradisíacos, los olores más repugnantes apestan el infierno, el lugar de la sombra terrorífica, que no fue aún socializada, humanizada. El régimen diurno de la conciencia se opone el nocturno del caos, colmado de terror. Pero como bien dice Comte-Sponville, es preferible una dura libertad al suave yugo de una pompa servil. Entre los guaraníes, los dioses no castigan. Nadie, por otra parte, los obliga a seguir sus palabras, que solo buscan guiar a la Tierra Sin Mal a quienes se interesen en alcanzarla. El camino a la sabiduría y lo humano no reside en esa agilidad dialéctica propia de las oposiciones binarias, sino en el punto de encuentro entre ambas, el que no parece hallarse en los prados de la razón, sino en las revelaciones del sueño. Así puede vérselo en el símbolo central del relato andino del zorro de arriba y el zorro de abajo, que inspiró a José María Arguedas su última e inconclusa novela. La oposición alto/bajo se utilizó en forma recurrente para desvalorizar en el plano simbólico la vida terrenal y subordinarla a los dioses que crearon a los hombres, no para que disfruten libremente de lo creado, sino para que los adoren y les sirvan, alimentando eternamente su soberbia. Para asegurar este sometimiento, se tornó preciso proyectarse al plano escatológico, donde el alma, más que la esencia y el legado de una persona que perdura entre los vivos, se convierte en una entidad sin cuerpo, un ser consciente que, lejos de calentarse a la orilla del fogón familiar, vaga desconsolada y sin rumbo por las sombras, y hasta es temida y conjurada por sus seres queridos, quienes no soportarían ver su forma reflejada en un espejo. Sin cuerpo, sin sentidos, ningún alma está en condiciones de experimentar las llamas del infierno ni las delicias del paraíso. ¿No sería mejor que ella se quedara en la misma tumba, velando por los huesos, como su mejor anclaje posible en lo sagrado? Al menos así no conocería el exilio eterno de lo que fue. Esto último, común en el antiguo Egipto, puede leerse como la advertencia de que la espiritualidad no debe constituir un recurso para evadirse de lo terrenal. Cabe preguntarse entonces, para concluir, cuál es el lado de la sombra. Por lo pronto, esta no debe asociarse al caos y a lo negativo, pues se trataría más de una vía de escape a la dureza de la dialéctica, la que a menudo cae en el maniqueísmo. Colocarla en el centro de lo real, podría representar un escape de lo dramático de la existencia humana, signada por numerosas formas de

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opresión y discriminación. El lado de la sombra no niega la dialéctica, sino que la complementa, como otra dialéctica más sutil y refinada que se da en el interior de cada polo, donde se expande el poder polisémico del símbolo, mostrando sus falencias y su verdadero carácter. Se alcanzará a ver así lo bello y significativo que se esconde detrás de lo terrible y todo polo negativo de las estructuras binarias, y también lo terrible y contundente que puede ser la belleza. O sea, esa tercera orilla del río, cubierta por una niebla dorada. El lado de la sombra es lo invisible, que tensa al máximo su relación con lo visible, colmándolo de dudas. Es también la tensión entre la forma definida y la revulsión de todo aquello que aún no encontró su forma, o la perdió. Y es asimismo la tensión entre la palabra escrita o pronunciada y las claves que el silencio retiene, como la última llave de la verdad. “Sólo la oscuridad tiene la fuerza necesaria para hacer que un hombre le abra el corazón al mundo”, escribe Paul Auster. Y a modo de consuelo, un proverbio de los bornu de Chad nos dice que la noche dura mucho, pero que el día termina por llegar. Y es justamente la noche la que torna bellos y significativos los resplandores del alba.

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