148292930 Elegias de Duino Los Sonetos a Orfeo Rainer Maria Rilke PDF

RAINER MARÍA RILKE Elegías de Duino Los Sonetos a Orfeo Edición de Eustaquio Barjau LETRAS UNIVERSALES Letras Univer

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RAINER MARÍA RILKE

Elegías de Duino Los Sonetos a Orfeo Edición de Eustaquio Barjau

LETRAS UNIVERSALES

Letras Universales Asesores: Carmen Codoñer, Javier Coy Antonio López Eire, Emilio Náñez Francisco Rico, María Teresa Zurdo

Diseño de cubierta: Diego Lara

© Ediciones Cátedra, S. A., 1987 © De la introducción y notas, Eustaquio Barjau Don Ramón de la Cruz, 67. 28001-Madrid Depósito legal: M. 28.672-1987 ISBN: 84-376-0687-X Printed in Spain Impreso en Lavel Los Llanos, nave 6. Humanes (Madrid)

INTRODUCCIÓN

R. M. Rilke, París 1925

L lector que se decida a trasponer los umbrales de este libro le espera más de una sorpresa. Va a en­ trar en contacto —si no lo conocía previamente, lo que, por lo que veremos más tarde, no es improbable— con' el poeta en lengua alemana de nuestro siglo; jun­ to con Kafka y Musil —tal vez cabría añadir a Thomas Mann—, uno de los escritores de este ámbito lingüístico cuya vigencia se extiende a una centuria entera. (Recorde­ mos la conocida clasificación que, por su capacidad de resistencia a los cambios de época, divide a los escritores en autores de milenio, autores de siglo y autores de década). Hasta aquí, nada nuevo. Esta condición de poeta de nuestro siglo, que actualmente nadie se atrevería a discutir —salvo quizás desde posturas irritadas, e irritantes, no estrictamente literarias...—, va emparejada con otras condiciones que sí pueden suscitar perplejidad y asombro. Ante todo su extre­ mo hermetismo. A excepción, tal vez, de algunas obras que cabe considerar como «menores», los poemas de este autor —y su relato Los cuadernos de Malte Laurids Brigge— se resisten a una primera lectura —en muchos casos, probable­ mente, a una segunda y a una tercera—. En efecto, tan sólo una actitud lectora muy especial nos permite adentrarnos de un modo mínimamente satisfactorio en las obras de nuestro autor: una lectura que esté asistida por un conocimiento de lo fundamental del opus rilkiano, por los comentarios que él mismo hizo con frecuencia a sus obras, y, en no pocos casos, por el conocimiento del contexto que rodea a los distintos poemas. Sólo estas condiciones pueden depararle al lector una comprensión y una sintonía suficientes. Pocos autores de la literatura alemana de nuestro siglo han dado lugar a una obra hermenéutica tan ingente como el que nos [9]

ocupa. Pero hay más: esta obra se encuentra muy lejos de ser una producción meramente acumulativa. Es un sistema cerrado de comprensión del mundo y de aprehensión afecti­ va de la realidad comparable de alguna manera a un sistema filosófico. (No olvidemos, por otra parte, que uno de los edificios mentales más importantes de nuestro siglo, el de Martin Heidegger, arranca de alguna de las intuiciones funda­ mentales del pensamiento poético de Rilke.) El sistema de nuestro poeta, carente totalmente de tradición, lo más alejado que podamos imaginar de un producto libresco, en el que todas las «influencias» que podamos encontrar se deben únicamente a lo que cabría llamar «osmosis cultural», se va formando de un modo lento y progresivo desde El libro de horas (i901-1907) hasta los poemarios que presenta­ mos en este volumen, en los que este edificio —este monu­ mento...— alcanza la última cifra de su perfección y coherencia. Quien construye esta obra, a lo largo de más de un cuarto de siglo, con una minuciosidad extrema, con una tenacidad casi monacal, con épocas de gran fecundidad interrumpidas por largos periodos de sequedad y aridez, es una personalidad singularísima: un hombre de una extrema inestabilidad afectiva, un ser angustiado y desvalido —es legítimo dudar de que el poeta alemán de nuestro siglo haya llegado a la mayoría de edad personal y social, al estado de adulto, esta condición que como miembros de una comunidad exigimos de nuestros semejantes a partir de un determinado estadio de su evolución biológica...—, un escritor que construyó su vida entera en fución de su poesía —hasta llegar, por ejemplo, a abandonar a su propia hija en aras de esta finalidad...—, que, a su vez, en un determinado momento de su existencia, llegó a pensar seriamente en abandonar la poesía y emprender un tipo de vida completa­ mente distinto —la de médico rural, por ejemplo...—, eter­ no invitado en castillos, palacios y villas de recreo, protegi­ do solícitamente por sus amigas... Un hombre así, construc­ tor de un sistema poético absolutamente peregrino que va a contrapelo del común sentir y pensar de los humanos —muchos de éstos no se recatarían de calificarlo de monstruoso...—, ejerció durante su vida un extraordinario poder de fascinación. La influencia de este poeta —un [10]

fenómeno cuya explicación constituye uno de los escollos más arduos de la hermeneusis rilkiana— sigue viva a más de cincuenta años de su muerte. Las páginas que siguen son un episodio más de esta extraña historia.

Vida y obra de Rainer María Rilke

Rilke nace en Praga el 4 de diciembre de 1875 —el mismo año en que nacen Antonio Machado en Sevilla y Thomas Mann en Lübeck—; fue el segundo y último hijo del matrimonio formado por Phia Entz y Joseph Rilke. De esta unión había nacido pocos años antes una niña, Sophie, muerta prematuramente. Este hecho, que afectó muchísimo a la madre, influyó de un modo decisivo en la educación del pequeño René, a quien Phia trató como a una niña durante los primeros años de su vida —llegó a vestirle de niña y a comprarle muñecas... Se conserva una foto del año 1882 —es decir, de cuando el futuro poeta tenía siete años— con una inscripción de puño y letra de la madre que dice: «mi tesoro con sus primeros pantaloncitos». En una carta del poeta a Ellen Key (3-IV-1903) leemos: «hasta que me llevaron a la escuela fui vestido como una niña». En Los cuadernos de Malte encontramos una escena que probablemente evoca los juegos entre madre e hijo en los que aquélla proyecta en René la imagen de la desaparecida Sophie. La familia de Joseph Rilke procedía de Türmitz bei Amsig, en Bohemia. Durante mucho tiempo se ha pensado que el poeta, que se enorgulleció siempre de su alcurnia nobiliaria, estaba equivocado al creer que su familia proce­ día de Carintia —uno de sus representantes era Christoph von Rilke, el protagonista de La canción de amor y de muerte del alfére^ Christoph Rilke—; sin embargo, el descubrimiento de una edición de Plinio —Froben, Basilea 1554— en la biblioteca del palacio Hilprant en Mladá Vozice, en Bohe­ mia, con una leyenda que acredita su pertenencia a un tal Christoph Rilke, de Carintia, parece haber dpt poeta1. 1 Vid. I. Schnack. Rilke Cbronik, Insel, Passau,

El padre, destinado en un principio a la carrera de las armas —llegó incluso a participar, en 1859, en la campaña contra Italia y a ser comandante del Castillo de Brescia—, tuvo que abandonar esta profesión, debido a una afección crónica de laringe, y pasó a ser empleado de la recién funda­ da compañía de ferrocarriles de Bohemia. Es muy posible que este fracaso profesional tuviera un papel importante en las desavenencias que surgieron pronto entre los padres del poeta y sin duda también en el hecho de que éstos manda­ ran al niño a una escuela militar. En 1884 Joseph y Phía se separaron y el pequeño René quedó bajo la tutela de esta última. El poeta recordó siempre con afecto y respecto a su padre —lo que no fue el caso tratándose de la madre, a quien abominó durante toda su vida...—; en Nuevas Poesías encontramos un bello «Retrato de juventud de mi padre» y en la IV Elegía de Duino Rilke evoca las inquietudes de éste por el futuro incierto de su hijo. La madre de Rilke procedía de una familia de fabricantes y comerciantes de Praga que poseían una bella mansión, de estilo barroco, en la Herrengasse. Era mujer sensible, dada a la melancolía, hipocondríaca, que aspiró siempre a un tipo de vida que nunca le fue dado tener; le gustaba que la llamaran «señorita», vestía siempre de negro y en las invita­ ciones llegaba a servir vino corriente en botellas con etique­ tas de marcas conocidas... Es natural que una mujer de estas características no pudiera convivir con un hombre frustra­ do, pesimista, cansado y al que ella consideraba vulgar y carente de sensibilidad. (En un tomito de aforismos titula­ do Ephemeriden que Phía publicó el año 1900 leemos frases reveladoras como éstas: «Una mujer que no ha amado no ha vivido», «Algunas bodas son únicamente la oración de antes de la batalla», «En muchos casos el reino mineral entero no les es suficiente a los humanos para lapidar a una mujer feliz»). En su insatisfacción Phia se refugió en una religiosi­ dad estrecha y mezquina, en una observancia meticulosa y autosatisfecha de prácticas piadosas. El poeta nos ha dejado una imagen horrible, llena de odio y resentimiento, de su madre. En una carta a Lou, escrita desde Roma el 15 de abril de 1904, leemos:

Cada vez que tengo que ver a esta mujer extraviada, irreal, sin ningún vínculo que la una a nada, que no sabe j envejecer, siento cómo ya desde niño he estado inten­ tando huir de ella y experimento en mí un profundo temor de que, tras años y años de andar y correr, todavía no esté lo bastante lejos de ella; me doy cuenta de que dentro de mí, en una parte u otra, tengo aún movimientos que son la otra mitad de sus ademanes mezquinos, fragmentos de recuerdos que, hechos peda­ zos, lleva ella consigo de un lado para otro; me horrori­ za su religiosidad dispersa, su fe obstinada, todos estos seres deformes y contrahechos a los que se agarra, en su propia vaciedad, como a un vestido fantasmal y horripi­ lante. ¡Y pensar que yo soy su hijo, que en esta pared, desvinculada de todo, descolorida, hay, en algún sitio u otro, apenas reconocible, una puerta empapelada que fue el lugar por donde entré en el mundo (si es que una entrada así puede llevar al mundo)!

Es casi imposible hacerse una idea mínimamente objetiva de quién fue Phia Entz; no hay duda de que en el retrato que acabamos de leer se proyectan los conflictos y la inmadurez personal de nuestro autor. Estas líneas parecen buscar un chivo propiciatorio y a la vez clamar por una segunda madre —que sería Lou—: siete años más tarde, en una carta escrita a esta misma amiga, Rilke parece estar explicitando lo que escribía entre líneas en la carta de 1904: Adiós, querida Lou; Dios sabe que tu ser fue la verdadera puerta por la que accedí por primera vez al aire libre; ahora sigo volviendo a ella de vez en cuando y me arrimo a las jambas en donde íbamos marcando las etapas de mi crecimiento. Déjame que siga con esta amada costumbre y quiéreme.

Estas líneas corroborarían lo que más arriba he dicho en relación con la cuestionable mayoría de edad de nuestro poeta y el hecho de que con casi treinta años todavía no pudiera objetivar el conflicto que tenía con su madre. Más tarde, algunas amigas de Rilke —como Hertha Koenig, la destinataria de la Elegía V— intentaron reivindicar la figura de Phia Entz liberándola del retrato enconado que de ella hacía siempre su hijo. Algún biógrafo del poeta —Wolfgang Leppmann, por ejemplo— ha intentado hacer lo

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mismo. Como sea, no hay duda de que junto a Phia apren­ dió René el francés —una lengua que luego iba a tener una importancia decisiva en su vida— y que de ella heredó el poeta su sensibilidad —su hipersensibilidad...— y su amor a la lectura, a la soledad y la meditación. En cierto modo cabe decir que Rilke fue lo que su madre hubiera querido ser: obtuvo el reconocimiento literario con el que ella soñaba a menudo y fue admitido en los círculos aristocráticos que a ella le estuvieron vedados... A los siete años René entra en la escuela de los piaristas de Praga; cuatro años más tarde el futuro poeta ingresa en la Academia Militar de Sankt Pólten y cuatro años después en la de Máhrisch—Weisskirchen —el mismo centro en el que pocos años más tarde estudiará Robert Musil y en el que este novelista localiza las desventuras de Tórless—; al año siguiente, y debido a su constitución enfermiza, Rilke debe abandonar esta escuela. El poeta habló luego mucho de estos cinco años de educación militar; llegó a compararlos con el infierno de Dante o La casa de los muertos de Dostoievski. En una carta que el poeta escribió el año 1920 al general Sedlakowitz, que había sido profesor suyo en sus años de cadete —con anterioridad el destinatario le había escrito al poeta expre­ sándole su satisfacción por haber tenido el honor de impar­ tir enseñanzas a quien luego había llegado a ser tan importante...—, Rilke dice textualmente que no le hubiera sido posible llevar a cabo su vida si a lo largo de decenios no hubiera estado negando y reprimiendo los recuerdos que le llevaban a los cinco años de su educación militar. De todos modos, como ocurre con la imagen que el poeta nos ha dejado de su madre, hay que tomar con cierta cautela las opiniones que Rilke expresó luego en relación con estos años. En efecto, estos recuerdos que el poeta dice haber estado reprimiendo durante décadas se compadecen difícilmente, por ejemplo, con un informe que el año 1887 las autoridades de la escuela mandaron a los padres de René: «Carácter: tranquilo y callado, tímido, de buen talante. Conducta: es modesto y se porta muy bien»; ni con los propósitos que el recién liberado cadete expresó de «volver a vestir el uniforme» y, como dice en una carta a su madre, [M]

«llevarlo con honor». Versos y prosas de juventud —no hay que olvidar tampoco la posterior Canción de amor y de muerte del alféreChristoph Rilke— y una carta a su hija —de ■'1907, todavía— contándole una clase de equitación en la Academia de Máhrisch-Weisskirchen arrojan serias dudas sobre la objetividad de la imagen tópica de un Rilke anti­ militarista desde su más tierna infancia, un estereotipo que en buena parte el mismo poeta contribuyó a crear. El año 1891, por recomendación y con el apoyo de su tío Jaroslaw —hermano mayor de Joseph Rilke y que en varias ocasiones actuó de cabeza de familia—, Rilke estudia en la Escuela de Comercio de Linz. Al año siguiente regresa a Praga y se prepara para el examen de Abitur (reválida de bachillerato), que aprueba con la calificación de «Sobresa­ liente». En este mismo año estudia Filosofía e Historia del Arte en la Universidad de Praga; al año siguiente, Derecho y Ciencias Políticas en este mismo centro. El año 1897 es un año importante en la vida de nues­ tro poeta: es la fecha en la que abandona Praga, ciudad a la que luego sólo regresará de un modo esporádico y para estancias breves, y empieza una vida independiente de su familia. En este mismo año visita por primera vez Venecia —del 28 al 31 de marzo—, la ciudad que luego va a tener un papel importante en su vida. Pero lo decisivo de esta fecha es el hecho de haber conocido a Lou Andreas Sa­ lomé. Lou (Louise) Salomé era una escritora de origen francés —descendía de una familia de hugonotes exiliados-—, hija de padre ruso, general del ejército del zar, y de madre alemana. Es conocida la agitada vida sentimental de Lou —que empieza en muy temprana edad con Adolph Gillot, el clérigo que le administró la confirmación, sigue con Paul Rée y Friedrich Nietzsche y llega a Freud y Rilke—; es conocida también la peculiaridad —absolutamente insólita para sü tiempo— que caracterizaba la relación de la escrito­ ra con sus amigos, amantes y admiradores: con la única excepción de su marido, el iranólogo Cari Andreas, fue siempre ella quien decidió la duración y el grado de intensi­ dad que estas relaciones debían tener. El poeta la conocía ya por algunos de sus ensayos, entre ellos el titulado jesús, el

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judío, aparecido en el número de abril de 1896 de la revista Neue Deutsche Rundschau y que luego tendría gran influencia en sus Visiones de Cristo. Jacob Wassermann fue quien, a instancias de Rilke, hizo de intermediario entre éste y la escritora. El encuentro tuvo lugar el 15 de mayo de 1897; al día siguiente, el poeta escribía una larga carta a Lou: empezaba una relación que iba a ser decisiva en la vida y la obra de nuestro autor. Aunque el gran amor que surgió entre los dos —en el que, como hemos dicho, había no poco de esta relación filiomaternal que Rilke estuvo buscando durante toda su vida— conoció crisis y terminó de un modo un tanto brusco el mes de agosto de 1900, después del segundo viaje a Rusia de los dos amantes, la amistad entre la escritora y el poeta perma­ neció viva siempre. El epistolario entre Lou y Rilke es muy extenso y, con breves interrupciones, atraviesa todas las etapas de la existencia de éste. Lou fue siempre la fiel confidente y, en algunas ocasiones, la mentora del poeta. Resultado de este amor son los libros Vara festejarte, una colección de 48 poemas dedicados a Lou y que por deseo expreso de ésta Rilke no dio a la luz pública; Para festejarme, una serie'de 110 poemas escritos en Berlín, Arco, Florencia y Viareggio —el título, en contraposición con el anterior, alude al descubrimiento de sí mismo que tiene lugar en estos años—, y el drama La princesa blanca, una historia de amor situada en la Italia del siglo XVI. Con esta nueva relación personal el poeta cobra una mayor identidad y adquiere una personalidad más suya, aunque, sin duda, en cierto modo subsidiaria de la de su amiga (en pocos días llegó a cambiar totalmente la letra y a adoptar una muy parecida precisamente a la de Lou). El nombre de Rainer con el que le ha conocido la posteridad es obra también de Lou. El antiguo nombre pasó a ser para el poeta —y ésta fue seguramente la intención de su amiga al rebautizarle— el símbolo de su yo antiguo; Rilke llamaba a René «el otro». Munich y el encuentro con Lou suponen pues un corte importante en la vida, y en la obra, de nuestro poeta: Rilke ve la posibilidad —y la necesidad— de vivir, sentir y escribir de otra manera; resuelve abandonar su vida ante­ [16]

rior; ésta la ve ahora el poeta desde los nuevos caminos que ha resuelto seguir; de algún modo reniega de los años an­ teriores a Lou, Rilke es un mal biógrafo de sí mismo; de forma inevitable, lo que ha vivido sufre en su espíritu un proceso de transformación. Estas reorientaciones de su existencia, y de su obra, suelen coincidir con crisis de sus relaciones personales y entrada en su vida de nuevas amista­ des —casi exclusivamente, femeninas. (El epígrafe «Vida y obra de Rilke» que encabeza estas líneas debe tomarse aquí en sentido literal, ajeno del todo a los usos de las Introduc­ ciones como la presente: en efecto, en pocos autores como en Rilke corren de un modo tan paralelo la vida y la obra.) En abril de 1899 el poeta se traslada de Munich a Berlín, siguiendo a Lou, con quien viaja a Rusia, en compa­ ñía de Cari Andreas —el viaje termina en junio de este mismo año. Después de haberse dedicado intensamente al estudio del ruso, el poeta y su amiga, esta vez solos, visitan por segunda vez este país durante la primavera y el verano del año siguiente. Rilke consideró estos viajes como algo de­ cisivo para su vida y para su obra: veintidós años más tarde, en el soneto XX del primer libro de Los Sonetos a Orfeo, Rilke recoge una anécdota concreta de este viaje2 y la ofrece como exvoto al dios de la música y la poesía: el canto debe salvar para siempre este recuerdo. En la mente del poeta se ha operado el mismo proceso de transformación, aunque con otro signo, que hemos encontrado ya en el caso de sus años en la Academia Militar: el recuerdo se independiza y sufre en esta ocasión un proceso de magnificación progresiva. El poeta ve una etapa de su pasado desde una opción que ha hecho con posterioridad a aquélla. Algo parecido ocurrió con las dos visitas que el poeta y Lou hicieron a León Tolstoi, que en la mente de Rilke y en la de buena parte de sus biógrafos adquiere el rango de encuentro trascendental. En la primera ocasión el poeta, que no hablaba el ruso, sólo pudo asistir como oyente pasivo al breve diálogo entre Cari Andreas y el novelista ruso, entendiendo quizás a duras penas lo que ellos decían. En la segunda ocasión parece que la señora de la casa recibió a Lou y a su acompañante más 2

Vid. Notas al SO-I, 20.

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bien como intrusos; León Tolstoi fue amable y correcto, pero en el fondo la acogida que les dispensó no pasó de ser formularia. Rilke vio en Rusia lo que quiso ver, lo que llevaba dentro. El proceso de interiorización y elevación de la realidad que años más tarde el poeta atribuirá a la hipóstasis central de sus Elegías de Duino, el ángel, empieza él a vivirlo en su propia carne —más bien en su propio espíritu...— desde estos dos viajes y no terminará hasta su muerte: la vida de Rilke podría reducirse a largas etapas de interioriza­ ción —invención...— de la realidad, interrumpidas por violentos choques con ésta —su separación de Lou, de Rodin...—, tras los cuales, como hemos dicho, empieza una nueva época, siempre bajo el signo de una nueva amistad y una nueva forma de vida. Rilke encontró en Rusia a un tipo de hombre que venía a ser su inconsciente hermano espiri­ tual, un hombre con una tercera dimensión, con un espacio interior de silencio y libertad en el que, sin él mismo advertirlo, acogía el gran milagro del mundo y de la vida humana —lo que será luego el dios de El libro de horas. Resulta revelador que, teniendo como tuvo Rusia tanta im­ portancia en su vida y en su obra, el poeta, que viajó luego a Italia, Escandinavía, Francia, España, Túnez, Egipto..., no volviera más a aquel país —lo que, por lo menos hasta el año 1914, le era perfectamente posible—; es revelador también que los preparativos para un tercer viaje al país del Volga, que no llegó a realizarse, coincidieran con un cierto distanciamiento de Worpswede y de su gente —la etapa que sigue a la de Rusia y Lou— y con un intento de acercarse de nuevo a esta amiga. Sin duda pues, Rusia está vinculada a Lou Andreas Salomé y al proyecto de vida —es decir, de literatura...— que esta escritora hizo nacer en él. A pesar de las dificultades personales que al término del segundo viaje a Rusia surgieron entre el poeta y su amiga, objetiva o no, la visión que de este país se había llevado Rilke quedaba incólume en su recuerdo —que, como veremos luego al comentar las Elegías de Duino, es, para este autor, el lugar donde las cosas acceden a su auténtica realidad. En una carta a su madre de 5 de diciembre de 1899 el poeta expresaba ya de un modo claro el propósito de mantener [ 18]

siempre vivos los recuerdos de Rusia: «una parte de mi existencia va a descansar sobre los conocimientos que me fue dado tener en Rusia». Aunque escrito en parte en Worpswede, París y Viareggio, el producto literario más importante de esta primera gran vivencia de la biografía de nuestro poeta es El libro de horas. Gomo ha señalado Eudo Masón, en Rilke es frecuente encontrar un cierto desfase temporal entre su vida y su obra: es frecuente que el autor elabore literariamente expe­ riencias que corresponden a una etapa anterior de su vida, mientras, por así decirlo, almacena impresiones para los años siguientes. De algún modo esto es lo que ocurre con el primer libro importante de este poeta. El título alude a las oraciones que en las diversas horas del día rezan los monjes en boca de los cuales pone Rilke los poemas de su libro. Para entender correctamente este hermoso poemario —con frecuencia se comete el error de considerarlo como una obra menor dentro de la producción de este poeta— hay que evitar ante todo asociar al dios al que están invocando los monjes con ninguna realidad trascendente. El dios de El libro de horas es la obra de los hombres, éstos no son obra de él; al dios de este libro hay que identificarlo con la vida, con el flujo único y numinoso que circula por todo lo que el ser humano ha hecho y hace. Estos dos versos del poema XII del segundo libro —«El libro de la peregrinación»— resu­ men bellamente esta idea central: hay un gran milagro en el mundo: yo lo siento: se vive toda vida3.

A este dios se le compara con el mar: No es nada más. Tan sólo un mar del cual de vez en cuando salen tierras4. El es el seno, él es el mar5.

Vid. Das Stundmbuch, Insel, Passau, 1977, S. 68. Vid. op. cit. S. 59. 5 Vid. op. cit. S. 63. 3

4

hs»]

Con el silencio: La canción que cantamos en todos los silencios6 No es nada más, tan sólo es un silencio de hermosos ángeles y violines7 Con un bosque: El bosque eres tú del que nunca salimos8.

Con realidades indeterminadas, garlo todo. En El libro de horas prohibición de dar nombres a la que encontramos en la tradición negativa:

vagas, que pueden alber­ aparece con frecuencia la divinidad, una prohibición judaica y en la teología

levantamos imágenes ante ti, como muros, mil murallas entonces te rodean9. Todo debe caber en esta divinidad porque ella lo es todo. En este libro encontramos elementos que luego el poeta desarrollará en las Elegías de Duino y en Eos Sonetos a Orfeo. Del mismo modo como el ángel de las Elegías contiene en su seno la totalidad de la vida humana y de la historia, el dios de El libro de horas es el heredero de toda la riqueza de la vida del hombre en la tierra: Venecia heredas y Kazan y Roma, Florencia será tuya, la catedral de Pisa, la Troitzka Lavra y el Monastir que bajo los jardines de Kiev, oscuro y tenebroso, forma una confusión de pasadizos10. 6 7 8 9 10

Vid.op. cit. Vid.op. cit. Vid.op. cit. Vid.op. cit. Vid.op. cit.

S.58. S.59. S.24. S. 12. S.65.

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-i Después de su segundo viaje a Rusia, y sin duda debido a las dificultades personales surgidas entre él y Lou, Rilke decide apartarse de su amiga: empieza la segunda etapa en la vida y la obra de Rilke —si comenzamos a contar desde el momento en que abandona Praga y se independiza de su familia—, la que cabe localizar en Worpswede y situar bajo la estrella de Clara Westhoff, Paula Becker y las artes plásticas. En esta localidad cercana a Bremen vivía desde 1884 un grupo de pintores y escultores, que en su mayoría habían estudiado en la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf, deseosos de una vida alejada de la ciudad y en contacto con la naturaleza. Allí se habían establecido en este año los pintores Fritz Mackensen y Otto Vogeler. A ellos se unie­ ron otros artistas; entre ellos, por el papel que van a tener en la vida y en la obra de nuestro poeta, debemos mencio­ nar a Paula Becker, discípula de Vogeler, y a su amiga la escultora Clara Westhoff, discípula de Rodin. Aceptando una invitación de Vogeler, el poeta se traslada a Worpswede el 27 de agosto de 1900. Allí el pintor le cedió una habitación junto a su taller de Barkenhoff. De esta vida dulce y apacible, peregrinando de un taller a otro, con breves salidas a Hamburgo para asistir a representacio­ nes teatrales o visitar exposiciones, surgió una amistad sen­ timental entre el poeta y las dos amigas, «la pintora rubia» y «la escultora negra». Es difícil decir hacia cuál de las dos amigas se dirigirían las preferencias de Rilke ni cuánta par­ te de verdad y cuanta de literatura había en esta relación, si es que en nuestro autor cabe separar ambos ingredientes. Lo que sí es un hecho es que en octubre de 1900 —pro­ bablemente después de haberse enterado de que Paula estaba prometida con Otto Modersohn, un pintor de la «colonia de artistas»— el poeta se traslada a Berlín —¿de vuelta hacia Lou?—, donde pasa el otoño y los primeros meses de invierno. Aunque separado de Clara, Rilke escribe casi a diario a su amiga de Worpswede. Durante estos meses prepara el tercer viaje a Rusia, que no llegó a tener lugar. En el mes de febrero del año 1901 Lou escribe una carta a Rilke en la que la escritora, de un modo formal y con una extrema contundencia —habitual en ella en el momento de [«]

dar por terminadas unas relaciones sentimentales—, se declara desvinculada definitivamente de su antiguo amigo; Lou dice haber encontrado el camino que conduce hacia sí mis­ ma y desear recuperar la plena libertad que sólo se tiene a los dieciocho años; en cierto modo lamenta la anterior relación con el poeta, que justifica haciendo referencia a una promesa que había hecho al Dr. Pineles, un médico vienés que temía que el escritor acabara sus días suicidándose; el haber prohijado a Rilke, sigue diciendo Lou, es precisamente lo que le ha impedido encontrarse a sí misma; ahora todo esto debe terminar y cada uno debe recuperar su plena indepen­ dencia. La carta, a la que la escritora había puesto el título de «última llamada», termina con una concesión: en posibles situaciones de extrema penuria y necesidad el poeta puede volver a dirigirse a ella. Por lo que se vio luego, ni la escritora cumplió de un modo estricto su propósito de desvincularse del todo del poeta, ni éste tomó muy al pie de la letra las últimas palabras de la ácida carta de su amiga. El 28 de abril de 1901 Rilke se casa con Clara Westhoff; el 12 de diciembre de este mismo año nace su única hija, Ruth. Durante estos meses, como nunca más volverá a ocu­ rrir en el resto de su vida, el poeta se muestra especialmente activo y preocupado por el sustento de su familia: da conferencias, escribe recensiones, traduce Lm historia de la pintura rusa del siglo XIX de Alexandre Benois —un trabajo que no terminó— y deja en segundo término su actividad literaria. Aunque, al casarse, Rilke y Clara se habían prometido ser «cada uno el guardián de la soledad del otro», esta familia se disolvió muy pronto. Ruth quedó bajo la tutela de su madre —y luego al cuidado de los padres de ésta, en Oberneuland, donde los esposos se reunian periódicamente para pasar las Navidades—, y el poeta y la escultora fueron distanciándose cada vez más. Durante la primera guerra mundial vivían los dos de Munich y apenas se veían; desde el año 1918 Rilke no hizo nada para ver a su esposa y era ésta la que tenía que ir a Suiza a visitarle. No sería correcto, no obstante, decir que los esposos se habían enemistado: un largo epistolario entre los dos —por lo visto la única forma como Rilke podía mantener una relación estable...— desmiente esta sospecha.

1



Por lo que hace a Ruth, podemos decir que el poeta dejó de interesarse casi totalmente por ella... como no sea del modo pintoresco que transparece en una carta a Sidonie Naherny von Borutin, en la que, como si se tratara de una novela por entregas —comenta graciosamente Wolfgang Leppmann—, Rilke se lamenta del estado de abandono de Ruth y se pregunta si «se encontrará una escuela o una persona que se haga cargo de esta dulce criatura». El hecho de que esta persona debía ser él parece que no se le había ocurrido... Desde el punto de vista literario cabe decir que en Worpswede empieza la segunda etapa de la poesía de Rilke, la del «poema-cosa». Quienes sin duda inspiraron este nuevo rumbo de la poesía de nuestro autor fueron los artistas de la «colonia» de esta localidad cercana a Bremen. En unos versos del Réquiem para una amiga el poeta define perfecta­ mente el nuevo desiderátum de «cosa de arte» —expresión que él prefería a la de «obra de arte», por lo que esta última fórmula tiene de referencia a quien la hizo— que orienta su poesía durante estos años. En este largo poema, escrito en 1908, recordando la muerte de Paula Modersohn-Becker, refiriéndose posiblemente a un autorretrato —que el poeta compara con los bodegones de la pintura—, dice Rilke: Los ponías en cuencos ante ti, su peso equilibrabas con colores. Y al igual que las frutas veías tú también a las mujeres y a los niños veías, desde dentro metidos en las formas de su ser. Y a ti misma cual fruta te veías al fin, te desnudabas, te llevabas ante el espejo y en él entrabas, mas tu mirada se quedaba ante el espejo; y, grande, no decía ésta soy yo, no: esto es, decía.

Lo que Rilke debió de envidiar en los artistas de Worpswede era la posibilidad de producir una obra estable, in­ terpersonal, independiente de quien la creara. El autorretra-

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to de Paula, una vez terminado, es equiparable a un bode­ gón, se ha convertido en algo que ha roto el cordón umbilical que le unía a su creador, permanece en el espacio, soberano y autosuficiente, a disposición de cualquier posible contemplador, no reconocible ni por quien lo pintó. En una carta a Lou de 8 de agosto de 1903, hablando de sus poemas como «cosas de arte», Rilke dice que éstas, aun más que las cosas, deben ser «más determinadas, deben estar hurtadas a todo azar, apartadas de toda oscuridad, liberadas del tiempo y entregadas al espacio». La espacialidad de la que aquí se habla menciona a mi entender dos dimensiones fundamenta­ les, y nuevas, de los poemas de esta época: la autoidentidad y la interpersonalidad —dos de las dimensiones de las realidades que se encuentran en el espacio. Entendido como «cosa de arte», el poema deja de estar adscrito a un momento de inspiración, a un instante de iluminación y de gracia, a un suceso psíquico que se encuentra dentro del flujo temporal de la vida íntima y que por tanto no siempre es recuperable por el lector —en ocasiones ni por el autor— y pasa a ser algo idéntico a sí mismo y siempre a mano, como un cuadro o una escultura. Por otro lado, la «cosa de arte» es interpersonal: es decir, es algo observable —de algún modo, la lectura se convierte ahora en contempla­ ción— por muchos espectadores con idéntico, o semejante, resultado, sin necesidad de que aquel momento de inspira­ ción que, en el otro tipo de poesía —«palabra en el tiempo», cabría decir machadianamente...—, dio lugar al poema suscite en el lector un momento psíquico igual, análogo o, quizás, debido a la fatal indeterminación —y a la gozosa fecundidad— de la obra de arte escrita, completamente distinto. Indiferente y pasivo, se presta, a ser observado por muchos espectadores, como ocurre con las «obras de arte» de la pintura y la escultura, o mejor aun —dado que en última instancia en estas últimas hay siempre una referencia a una subjetividad— como ocurre con las cosas del mundo. Los dos libros que están bajo este nuevo signo —El libro de las imágenes, escrito en Worpswede, y Nuevas Poesías— tienen ya un título revelador. Aunque ambos libros contie­ nen poemas de muy distinto carácter y, contra la voluntad de su autor, traicionan en muchas ocasiones la subjetividad [24]

de éste —ya Lou le había expresado al poeta sus dudas en relación con la posibilidad de conseguir con las palabras lo que pintores y escultores consiguen con los colores y los volúmenes...—, el índice de estos libros, sobre todo el del primero, recuerda en algunos momentos el catálogo de una exposición: «Hortensia azul», «Estudiando el piano», «Dama ante el espejo», «Bailarina española», «El lector»... A esta nueva orientación poética corresponde un cierto rechazo por parte del poeta de su obra anterior: lo que Rilke quería ahora era abandonar el suelo movedizo del «barato más o menos»11 de su Libro de horas, evitar que sus poemas quedaran contaminados por la labilidad de sus estados afectivos. Lo cierto es que, como ocurre siempre en la obra de nuestro poeta, este cambio de orientación hay que leerlo más con claves biográficas que con claves estéti­ cas: lo que quiere ahora Rilke es imitar a los nuevos amigos que han entrado en su vida, sanear su época anterior, liberarse de los peligros de una vaga fluctuación sentimental por medio de un nuevo arte que tenga las características de la actividad de un artista plástico, «convertir la angustia en cosas», como dirá luego en París. Tras la disolución de la familia Rilke-Westhoff, que había tenido una vida tan efímera, la nueva etapa que se inicia ahora en la vida y en la obra de nuestro autor —un periodo que, de algún modo, podríamos ver cómo un afianzamiento del precedente— está bajo el signo de la ciudad de París y de la persona del escultor Auguste Rodin. El encargo de escribir un ensayo sobre Rodin que Rilke recibió de Rudolf Muther no sólo vino a resolver una situa­ ción económica y existencial delicada en la vida de nuestro autor sino que venía a ofrecerle la posibilidad de satisfacer uno de los deseos más ardientes de su vida, como decía el poeta al escultor en una carta de autopresentación. En efecto, la admiración de Rilke por Rodin data ya de sus años de Munich y fue alimentada luego por Clara. Puede decirse que si Lou fue quien introdujo al poeta en el mundo del pueblo ruso —y de algún modo en el de El libro de horas—, 11 l/id. la carta «a una joven amiga», Val-Mont 17 de marzo de 1926. Insel, Leipzig, 1937 (Briefe aus Muzot, 1921-1926), S. 409-410.

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Clara Westhoff es la mentora de nuestro poeta en su etapa de Worpswede-París y del poema como «cosa de arte». Clara, que había sido discípula del gran escultor francés y que había vivido en la ciudad del Sena, fomentó en Rilke el deseo de aproximarse a este artista y de vivir en esta gran urbe. Haciendo un balance de la vida nómada, erra­ bunda casi, de nuestro poeta, y a pesar de lo mucho que él padeció en y de esta gran ciudad —resultado de estos padecimientos son Los cuadernos del Malte, de los que hablare­ mos enseguida—, podemos decir que Paris es la ciudad de Rilke. Es significativo que en el mes de enero del año 1925, sintiendo definitivamente perdida su salud —los síntomas de la enfermedad que le llevaría al sepulcro habían hecho aparición ya en su fatigado organismo—, el poeta, «con el valor de la desesperación», como dice Leppmann, se trasla­ de a París y resida allí casi ocho meses. Rodin supuso para nuestro poeta la reafirmación de la línea plástica de su poesía. El producto de su relación personal con este artista son las Nuevas Poesías, un poemario cuya preparación, más vacilante y menos madura, había sido El libro de las imágenes. La personalidad del artista francés causó una viva impresión en nuestro poeta: lo veía como un dios rodeado de sus criaturas; en torno a él éstas formaban como un bosque, un mundo rico, complejo, autosuficiente, centrado en un anciano con barbas de cuya inmensa, inagotable riqueza habían salido todos aquellos seres. La paciencia del artista, su incansable actividad, su fecundidad sin límites se ofrecían a Rilke como un programa de vida —ignorante de que su inestabilidad física y psíquica no iban a permitirle la imitatio que se proponía...—: trabajar, sólo trabajar había sido la divisa del maestro; convertir la angus­ tia en cosas, fue la traducción que el poeta hizo de este lema. En una carta a Clara leemos: «Rodin (...) no puede volverse loco. Su obra está junto a él, como un gran ángel, y le protege.» Si Nuevas Poesías representa el cumplimiento de un pro­ yecto literario anterior a París y surge, de algún modo, al contacto con la persona y la obra de Rodin, Los cuadernos de Malte Laurids Brigge viene a ser la transformación literaria de las impresiones que en el poeta produjo la ciudad del Sena, [26]

concretamente sus aspectos tristes y sombríos. En el fondo de la génesis del Malte hay que buscar la experiencia del «miedo absoluto», de «la existencia de lo terrible en cada parcela del aire de París». En una carta a Arthur Holitscher fechada el 17 de octubre de 1902 dice Rilke: «De momento me voy a quedar en París, precisamente porque es duro. Creo que si uno llega a poder trabajar aquí, llega hasta una gran profundidad». Aunque París es la plataforma geográfica y existencial de Los cuadernos de Malte —antes de llegar a esta ciudad no parece que el poeta hubiera pensado todavía en esta obra, lo que no puede decirse de Nuevas Poesías—, algunos elemen­ tos de este libro hay que ir a buscarlos en otros lugares y en épocas anteriores de la vida del autor. El ambiente en el que se desenvuelve la infancia del protagonista procede segura­ mente de las lecturas de Jens Peter Jacobsen, de la estancia del poeta en el palacio de Haseldorf y de los viajes que, por mediación de Ellen Key, hizo Rilke a los países escandina­ vos entre junio y diciembre de 1904. El Malte contiene también elementos autobiográficos procedentes de la infan­ cia del poeta. La forma de la obra —la de un cuaderno de notas sin hilazón aparente— puede haberla tomado Rilke del escri­ tor noruego Sigbjórn Obstfelder, cuya obra, subraya el poeta en una recensión, tiene un carácter fragmentario, misceláneo y desordenado, «una maraña que, en el fondo, era movimiento, y este mundo de estados de ánimo y voces temblaba y giraba en torno a la extraña quietud que deja tras de sí un muerto». Sin duda era este movimiento y este temblor lo que Rilke buscaba con la forma que escogió para su Malte. El hilo argumental del libro es mínimo: Los cuadernos de Malte son las notas que va escribiendo un joven danés, de familia noble, que ha pasado su infancia en grandes palacios y casas nobiliarias y que llega a París y experimenta el miedo, la soledad, lo inhóspito y sombrío de la gran urbe. Los temas que a Malte le va sugiriendo su estancia en París son muchos; no solamente los aspectos sórdidos de esta ciudad —los enfermos, los hospitales, los marginados y solitarios, él mismo, haciendo cola en la Salpétriére o bus­

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cando refugio en la Bibliothéque Nationale...—, que se en­ cuentran fundamentalmente en la primera parte del libro, sino también los recuerdos de infancia: sus temores noctur­ nos —un tema que reaparecerá en la Elegía III—; sus cumpleaños; las largas comidas presididas por el conde Brahe y en las que éste hablaba de los muertos de la familia como si aún estuvieran vivos y habitaran en la casa; sus juegos de muchacho, con trajes y máscaras que encontraba en armarios y arcones del palacio; recuerdos de lecturas: la muerte de Christian IV, que en sus últimos momentos preguntaba al médico por un nombre del que no se acorda­ ba —«Óden», muerte—; los escrúpulos lingüísticos de Félix Arvers —«un poeta que odiaba lo aproximado»—, que lograron retrasar unos instantes el momento de su muerte para corregir a una monja que pronunciaba mal una pala­ bra; la historia de Carlos VI el Temerario, firme como una roca, idéntico a sí mismo a lo largo de toda su vida. En el Malte aparecen temas que encontraremos luego, desarrollados ampliamente, en las Elegías de Dutno y en Eos Sonetos a Orfeo: el ámbito común que alberga a los vivos y a los muertos, el «amor intransitivo»... El primero de estos temas —un motivo central de las Elegías de Duino y Eos Sonetos a Orfeo— recurre de un modo obsesivo en Los cuadernos de Malte: el conde Brahe —al igual que el ángel de las Elegías— apenas distingue entre el pasado, el presente y el futuro, los vivos y los muertos; Chirstine Brahe, muerta ya, atraviesa el comedor del palacio ante el silencio y el pasmo de algunos invitados, no así del conde, para quien «es alguien que tiene todo el derecho a estar aquí, no es ninguna extraña». Poco después del entie­ rro de Ingeborg, que llevaba siempre el correo a la hora del té, justo en esta misma hora se hace presente de un modo extraño entre los que están reunidos en el jardín, hasta Cavalier, el perro, sale a recibirla alborozado... Nadie sabe si Christian Brahe ha muerto o sigue vivo —como si hubiera un estado indiferente a estas dos situaciones...—; aunque el palacio de Urnekloster le pertenece, nadie sabe si lo ha habitado alguna vez o no; es posible que, según su costum­ bre, esté viajando; es posible que haya muerto en alguna parte remota del mundo y que la noticia de su muerte no [ 28] .

1 haya llegado; como puede ser también que haya desapareci­ do y esté en la lista de pasajeros de un barco perdido pero con un nombre falso; el pequeño Erik Brahe —el niño bizco que volveremos a encontrar en la Elegía IV—, para quien la distinción entre vivos y muertos no tiene mucha importancia, y Malte lo buscan en la galería de retratos de Ulsgaard... En las últimas páginas de Eos cuadernos de Malte se aborda uno de los motivos centrales del último Rilke, el tema del amor, concretamente de la amante engañada, o no corres­ pondida, del amor sin objeto, el «amor intransitivo». El verdadero amor, aquel que no termina con una mayor soledad del sujeto, es el amor sin respuesta, el puro anhelo que se proyecta hacia alguien que no corresponde. El poeta sintió siempre una gran fascinación por las grandes amantes de la historia —que son siempre aquellas cuyo sentimien­ to no encontró respusta—, Safo, Magdalena, Eloísa, Gaspara Stampa —que encontraremos en la Elegía I—, Mariana Alcoforado... Rilke proyectaba escribir un libro sobre este tema en colaboración con Adelmina Romanelli, una muchacha que había conocido en Venecia el año 1907. Dentro del motivo del «amor intransitivo» cabe situar la reelaboración de la historia del hijo pródigo que Rilke presenta al final de Eos cuadernos de Malte: el hijo pródigo ha abandonado la casa de su padre porque allí se sentía objeto de amor; lo que buscaba lejos de su padre era liberarse de la esclavitud de este afecto. Eos cuadernos de Malte Eaurids Brigge son el verdadero prólogo a las Elegías de Duino. Con sus apuntes, el joven danés perdido en París intenta integrar la totalidad de los aspectos de la vida, elevar a monumento el espectáculo abigarrado y polícromo de sus recuerdos, sus lecturas y sus vivencias urbanas. En este nivel de intensidad se difumina la distinción entre lo deseable y lo que intentamos evitar, lo que consideramos bueno y lo que consideramos malo, la vida y la muerte. Esto es exactamente lo que al correr del tiempo se cumplirá esplendorosamente en el ángel de las Elegías de Duino. Cabría decir que Malte es un aprendiz, fracasado, de ángel y que con las Elegías el poeta ha llevado a cabo lo que el protagonista de estos apuntes no fue capaz [29]

de consumar. Así es como Rilke lo explica a su traductor al polaco años más tarde en una carta que encontraremos cuando nos acerquemos a las Elegías. Rilke insistía en que había que leer el Malte «contra corriente»; es decir, que en este espectáculo de muerte y decadencia había que ver el negativo de la vida, la vida a la que allí se había aspirado, los anhelos de ser que allí habían sucumbido —sin que este ocaso tenga que ser visto como algo negativo, porque la muerte no es más que la cara oculta de la vida. Terminado el encargo que le llevó a París, una vez concluida la monografía de Rodin y después de varios viajes y estancias fuera de esta ciudad —Viareggio, Oberneuland, Roma, los países escandinavos, Gottingen, donde pasa dos semanas con Lou, el palacio de Friedelhausen...—, Rilke vuelve a establecerse en la ciudad del Sena, concretamente en Meudon, esta vez como secretario particular del escultor, para llevar su correspondencia. Esta nueva etapa dura sólo siete meses. Después de un incidente en el que el poeta se ve tratado como un criado —a raíz de unas cartas que Rilke escribió por él, el escultor consideró que aquél se había inmiscuido en sus asuntos—, Rilke se separa de aquel a quien cuatro años antes había visto como el maestro que iba a iluminar el nuevo rumbo de su vida... Aunque entre el verano de 1907 y los primeros días de 1910 encontramos al poeta en París en distintas ocasiones —para estancias cortas, de pocos meses—, podemos decir que su etapa parisina está tocando a su fin. Hasta que estalla la guerra mundial, los años que siguen son especialmente agitados: el poeta vaiaja a Provenza, Argelia, Túnez, Egipto, Leipzig, Praga, Berlín, Munich Toledo, Córdoba, Sevilla, Ronda... En estos años aparecen El libro de las imágenes, la primera versión de La canción de amor y de muerte del alfére^ Christopb Rilke, los Requiems y Nuevas Poesías. Rilke trabaja en los Cuadernos de Malte, que termina de dictar en Leipzig, en casa de su editor, el 27 de enero de 1910. El 13 de diciembre del año anterior entra en escena una persona que va a ser decisiva en la vida y en la obra de nuestro poeta, la princesa Marie von Thurn und Taxis. La princesa, que conocía las obras del poeta a través de Rudolf [3°]

Kassner, se sintió interesada por conocerle personalmente. Empezaba una amistad que iba a durar hasta la muerte de Rilke. Veinte años mayor que él —esto hizo que la amistad entre el «doctor Seráfico», que así es como rebautizó aquella señora a su amigo, y la princesa no sucumbiera en los escollos en los que sucumbían casi todas sus amistades femeninas—, la nueva amiga supo confortarlo y sostenerlo con inteligencia y afecto maternal. El poeta fue repetidas veces su huésped en el castillo de Duino —en la costa del Adriático, cerca de Trieste—, en Venecia y en el palacio Lautschin, en Bohemia. Pocos días antes de estallar la guerra encontramos al poeta en Góttingen, en casa de Lou. Los primeros días de la contiendan sorprenden al poeta en Leipzig, en casa de su editor. En noviembre de 1915 es declarado apto para el servicio militar y llamado a filas. Está unas semanas en el cuartel de Baumgarten, en Viena, y pasa luego al Archivo de Guerra de esta misma ciudad. El 9 de junio de 1916, gracias a las gestiones de la princesa y otros amigos del poeta, es desmovilizado. Gran parte de la guerra la pasa Rilke en Munich, donde viven también Clara y Ruth. Queda muy lejos el periodo de la «cosa de arte», la orientación plástica de su poesía, su fascinación por la actividad artesanal, objetivadora de pinto­ res y escultores. El poeta pasa de ser un Augenmensch —algo así como «hombre que mira»— a ser un Ohrenmensch —«hombre que escucha»—; por obra de nuevas amistades, naturalmente: la princesa, que tocaba el piano y organizaba conciertos en el castillo de Duino, Mimi Romanelli, Alma Moodie —violinista— y Magda Hattinberg —la pianista que, entusiasmada por la lectura de Las historias del buen Dios, escribió una larga carta al poeta que dio origen a una relación amorosa que terminó bruscamente. Nuevos amigos entran en la vida del poeta: Lulu Albert-Lasard, Regina Ullmann, Annette Kolb, Hertha Kónig, Walther Rathenau, Alfred Schuler, Hans Carossa, Norbert von Hellingrath, Hugo von Hofmannsthal, Stefan George, Paul Klee... Nuevas lecturas también: Stifter, Kleist, Klopsctock, Hólderlin... Terminada la guerra, Rilke escoge Suiza como su nuevo [3i]

país de residencia. Después de unos primeros pasos por su nueva patria de adopción, dando conferencias y lecturas públicas de sus obras, gracias a la generosa ayuda de nuevos protectores —Baladine Klossowska, Werner Reinhart, Nanny Wunderly-Volkart...—, se establece en el castillo de Muzot, muy cerca de Sion, en el Valais. Allí terminará las Elegías de Duino y escribirá Los Sonetos a Orfeo. Un año después hacen aparición en su cuerpo los primeros síntomas de la leucemia que terminará con su vida. El poeta alterna su vida en Muzot con estancias en el sanatorio de ValMont, sobre el lago de Ginebra. El año 1925 vuelve a París, donde permanece de enero a agosto. Allí frecuenta a Valéry, Gide y Claudel y mantiene largas conversaciones con su traductor al francés Maurice Betz. El 29 de diciembre de 1926 muere en Val-Mont. Pocos días antes había escrito su última carta a Lou. Las últimas notas que se encontraron en su diario dicen así: VEN tú, el último a quien reconozco, dolor atroz que estás en los tejidos de mi cuerpo12. Con tumba:

anterioridad

había

escrito

este

epitafio

para

su

Rosa, oh contradicción pura, delicia, de no ser el sueño de nadie bajo tantos párpados. Las «Elegías de Duino»

Las Elegías de Duino —junto con Los Sonetos a vienen a ser un apéndice de estos poemas, si le la palabra apéndice las connotaciones negativas tumbra a tener— son la obra más importante de de algún modo la quintaesencia y la suma de toda la obra

Orfeo, que quitamos a que acos­ Rilke. Son

12 Vid. A. Stahl. Rilke. Kommentar %um lyriscben Werk, Winkler, München, 1978, S. 43.

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poética de nuestro autor —incluyendo en ésta Los cuadernos de Malte—, por lo menos desde El libro de horas. Este conjunto de diez poemas, localizado en el castillo que la Princesa de Thurn und Taxis tenía en la costa adriática —aunque de hecho fueron escritos en distintas ciudades, Pa­ rís, Munich, Venecia, Ronda..., y se terminaron en el casti­ llo de Muzot, en Suiza—, es el producto de diez años de trabajo interior, de dudas y vacilaciones. Entre el final de la redacción de Los cuadernos de Malte y el de las Elegías —y Los Sonetos a Orfeo— median doce años de la vida del poeta; en este lapso de tiempo Rilke no escribió nada de importan­ cia. El poeta tenía plena conciencia de que con esta obra, si lograba llevarla a término, conseguiría algo así como la estructuración armónica y coherente de su opus poético. En una carta a Witold von Hulewicz, su traductor al polaco —un documento que contiene claves preciosas para la in­ terpretación de estos poemas—, leemos: Las considero una estructuración más amplia de aquellos presupuestos fundamentales que se daban ya en el «Libro de horas», que —a modo de juego y tentativa—, en las dos partes de las «Nuevas Poesías», se sirven de la imagen del mundo y que luego, reunidas en el Malte en forma de conflicto, refluyen a la vida y allí conducen casi a la prueba de que esta vida suspendida en el vacío es imposible. En las .(Elegías», partiendo de los mismos sucesos, la vida vuelve a ser posible, es más, aquí experimenta aquella definitiva afirmación a la que el joven Malte, a pesar de estar en el recto y difícil camino «des longues études», todavía no pudo conducirla13. No solamente pues una suma poética articulada y comple­ ta sino también la plasmación por medio de imágenes y símbolos de un itinerarium concluido. Es sabido que la obra empezó la mañana del día 21 de enero de 1912 cuando al poeta, paseando por el jardín del castillo de Duino, le vinieron, como dictadas de lo alto, las primeras palabras de la primera Elegía: 13 Vid. Carta a Hulewicz de 15 de noviembre de 192;. Insel, Leipzig, 1937 (Briefe aus Muzot, 1921-1926), S. 371.

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¿Quién, si yo gritara, me oiría desde las jerarquías de los ángeles? Entre este momento y la finalización del ciclo —el día 11 de febrero de 1922, a las 6 de la tarde, como concreta el poeta en las dos exaltadas cartas que escribe a Lou y a la princesa, inmediatamente después de poner punto final a su obra, cuando «todavía (le) tiembla la pluma»...— median diez años de esfuerzos y zozobras. En este lapso de tiempo han ocurrido muchas cosas: la ruptura con Rodin, el desengaño ante la vejez, mezquina y ridicula, de aquel hombre que «no podía volverse nunca loco»..., sus viajes a España y a Egipto, la primera guerra mundial, sus amargas semanas de reclutamiento en Viena, sus primeros pasos, con pasaporte de turista, por su última patria de adopción... Durante estos años el poeta vive únicamente pensando en esta obra, viaja y se expone a determinadas impresiones sólo por mor de esta obra; en periodos de desaliento se plantea la posibilidad de abandonar definitivamente la poesía. En la segunda mitad de la vida literaria del poeta, que empieza con el final de la redacción de Los cuadernos de Malte —una obra que premonitoriamente Rilke consideró como la divisoria de aguas de su vida—, la producción literaria de este autor es cuantitativamente mucho menor que la de la primera: está cristalizando lo que él consideraría luego la obra de su vida. ¿A qué se debe tan larga y penosa gestación? Como señala Masón —en contra de otros intérpretes de este libro—, no se puede hablar en absoluto de que el poeta estuviera esperando unas revelaciones que le permitieran culminar el ciclo de sus diez poemas; no cabe decir tampoco que los acontecimientos que sacudieron Europa durante aquellos años desencadenaran en el poeta una crisis cuya superación estuviera esperando y que no llegaría hasta cuatro años después de terminada la contienda. El poeta sabía desde hacía años en qué iba a consistir su decalogía; durante los diez años en los que se está gestando esta obra Rilke está buscando el tono, la imaginería y la arquitectura que deben dar coherencia a este libro. El triunfo del día 11 de febrero de 1922 es un triunfo artístico —en el sentido [35]

etimológico de la palabra—; si cabe hablar de iluminación o gracia —«fue una tormenta sin nombre, un huracán del espíritu»— hay que pensar más bien en la inspiración como estado de especial disponibilidad para encontrar los medios con los que expresar una intuición largamente acariciada. ¿Qué son las Elegías de Duino? En un pasaje de la Elegía I encontramos, casi de un modo programático, los elemen­ tos para contestar a esta pregunta. Allí leemos: «Sí, es verdad, las primaveras te necesitaban. Te pedían, por enci­ ma de tus fuerzas, / algunas estrellas que las percibieras.» Y tres versos más abajo: «Todo esto era misión». Pues bien, la explicitación, la articulación coherente de aquello en que consiste esta misión y de los estadios que recorre el hombre —el poeta— para llevarla a cabo, esto son las Elegías de Duino. Estos poemas son poesía sobre la poesía. Este libro increíble intenta articular la aventura de la interiorización de la realidad entera. Una hipóstasis preside y orienta el con­ junto de estos poemas, el ángel. Conviene que nos detenga­ mos unos momentos en esta figura. Para entender correctamente el sentido que tiene la figura del ángel en las Elegías de Duino debemos ante todo evitar toda asociación con el ángel de la tradición judeo-cristiana». El ángel de Rilke es más bien un ser contrapuesto al de esta tradición: no es ningún mediador entre Dios y los hombres —no olvidemos, además, que de la cosmovisión rilkiana hay que excluir la idea de un Dios trascendente a este mundo y al hombre—; tampoco es ningún ser que proteja a los humanos —en relación con esto son bien explícitos los versos 2-8 de la Elegía I—. El ángel es «aquel ser en el que la transformación de lo visible en invisible que nosotros llevamos a cabo aparece como realizada ya de un modo total», leemos en la carta a Hulewicz que hemos citado más arriba. Al igual que el dios Orfeo de Eos Sonetos, el ángel de las Elegías no distingue entre el reino de los muertos y el de los vivos; en su seno están presentes —invisibles, en el estado más puro de la interiorización— la totalidad de las obras del hombre, las del pasado como las del futuro. E. Masón ha relacionado la hipóstasis rilkiana del ángel con el narcisismo de su creador, una actitud existencial de hondas raíces biográficas. En efecto, el ángel de las Elegías [3 6 ]

Cháteau de Muzot, cerca de Sierre

tiene en su grado máximo los dos elementos que caracteri­ zan el narcisismo: la autocontemplación y la autosuficiencia (el solipsismo, la imposibilidad de salir de uno y comunicar­ se con el otro). La esencia del ángel es consciencia, elevación a espectáculo de la realidad entera del mundo y de la historia. El ángel es la consagración del «amor intransiti­ vo» del que se habla ya en Los cuadernos de Malte: el amor, como radical salida de uno mismo y encuentro con el ser amado —el amor transitivo, propio del hombre ajeno a esta interiorización de la realidad—, queda absorbido en esta mónada autosuficiente, «en el torbellino del regreso a sí mismo», como leemos en la Elegía II. El amor auténtico debe hacer de la persona amada sólo un pretexto, un punto de apoyo para el enriquecimiento personal. Por esto una de las figuras centrales de la decalogía es la amante no corres­ pondida: su amor es un flujo hacia nada, que redunda únicamente en enriquecimiento del ser que emite tal flujo. Pues bien, la articulación de este itinerarium que nos conduce de la lamentación al júbilo, del estadio en el que el hombre se encuentra a gran distancia del ángel —si éste se acercara a él le destruiría— hasta el estadio en el que el hombre se ha acercado al mundo angélico; desde el engolfamiento en los quehaceres diarios —uno de ellos es el amor transitivo, que termina en el objeto amado y lo convierte en uno de los negocios de su vida— a la contemplación admirativa, y la celebración, de la totalidad de la vida y del mundo; del temor a la muerte, como accidente que le acontece al hombre, a la indistinción entre vida y muerte salud y enfermedad, juventud y vejez—: esto son las Elegías de Duino. Es un camino largo y penoso, porque la misión de la que se habla en la Elegía I no es fácil de cumplir; los versos que siguen a los que hemos citado más arriba dicen: «Pero ¿pudiste con ello? ¿No seguías estando / distraído, esperando, como si todo te anunciara / una amada?» Recordemos que en la carta a Hulewicz que hemos citado más arriba se nos dice que en estos poemas la vida recibe su plena confirmación, un estadio al que el mismo Malte no ha sabido llevarla, a pesar de haber estado en buen camino hacia ello. Por estos versos alucinados circula la vida entera del [3 8 ]

poeta: sus recuerdos —los terrores nocturnos de cuando era niño, su padre, su primo Egon, la troupe de saltimbanquis de Pére Rollin, que el poeta vio en París...—, sus viajes —Roma, Nápoles, Venecia, Egipto, Chartres...—, sus lectu­ ras y los «santos» que las pueblan —Gaspara Stampa, Sansón...—. Al igual que el dios de El libro de horas heredaba Venecia, Kazán, Roma, Florencia, la catedral de Pisa..., el ángel de las Elegías de Duino acoge en su seno —el hombre-poeta se lo presenta— la totalidad de la vida, de la historia y la cultura; también al igual que en el dios de aquel libro, en el ángel de las Elegías sucede todo, «belleza y horror», porque, al ser elevado a la esfera de lo contemplable —y de lo admirable—, el horror se identifica con la belleza, pasa a ser un aspecto de ella, pierde la condición de algo temible y vitando que tiene en el pequeño mundo de los negocios del hombre. Un pensamiento peregrino, ciertamente, el que encierran estos diez poemas. Hace pensar en una especie de platonis­ mo invertido: el filósofo griego nos concibió como seres expulsados de una realidad superior, inteligible, y caídos en un mundo de sombas y apariencias que tomamos por la auténtica realidad. Rilke nos ve también metidos en un engaño y postula una realidad superior de orden inteligible, contemplable; la creación de esta realidad es en nuestro poeta obra del hombre, no un regalo perdido. En Rilke la realidad no está constituida por dos niveles pero tiene dos espacios: un espacio exterior, lo que vemos de las cosas en tanto que hitos de nuestros intereses concretos —en tanto llega la muerte—, y un espacio interior —el Weltinnenraum—, aquello que en las cosas hay de gesto, de ademán, de forma, de relación entre unas y otras; en el espacio interior —en el espejo, más allá de la ventana, en el seno del ángel... y en los versos del poeta— la cosa se presenta como un momento dentro de una corriente única y universal.

«Los Sonetos a Orfeo» Entre el 2 y el 23 de febrero de 1922, es decir, entorno a la fecha —gloriosa para Rilke— del 11 de este mismo mes, el poeta compone 5 5 sonetos centrados en la figura de [39]

Orfeo y que reelaboran —con otro tempo, otra forma, otro trazo y, de alguna manera, otra imaginería— la misma temática de las Elegías de Duino. En una de sus visitas al poeta, Baladine Klossowska había dejado, pegada a la pared, frente a la mesa de trabajo de Rilke, una postal con una reproducción de una pintura de Cima da Conegliano —un pintor veneciano del si­ glo XV— que representaba a Orfeo tocando el rabel y rodeado de animales que le escuchan atentamente. En la postdata de una carta del poeta a su amiga (9-XI-1921) leemos: «has olvidado tu Orfeo». Esta pudo ser la primera motivación para este sonetario —el primer poema del pri­ mer libro viene a ser una descripción y una elaboración poética de la escena pintada por Cima da Conegliano—. Otra motivación externa fue sin duda la muerte prematura, a los 19 años, de Wera Oukama-Knoop, una bailarina de cuya madre era amigo el poeta. La muerte temprana de esta muchacha, su extraordinaria belleza, el arte, al que Wera estuvo dedicada hasta poco antes de su muerte —en su proceso progresivo de parálisis cultivó primero la músi­ ca y luego el dibujo—, le ofrecían al poeta elementos para una nueva elaboración de las ideas de las Elegías de Duino. Rilke debió de identificar a Wera con Eurídice. A la muerte de la joven el poeta le pidió a la madre de la bailarina el diario que ésta escribió durante la enfermedad de su hija. Eos Sonetos a Orfeo llevan esta dedicatoria: «escrito como monu­ mento a Wera Oukama-Knoop»; en dos de los sonetos, los penúltimos de cada uno de los libros, Rilke se refiere concretamente a la muchacha desaparecida. No cabe duda de que el mito de Orfeo le ofrecía al poeta una espléndida metáfora para plasmar con una nueva icono­ grafía el ideario de las Elegías de Duino. Basta con recordar esta historia para percatarse de ello: a Orfeo, el hijo del rey de Tracia y de la musa Calíope, que hechizaba a la Naturale­ za entera con su canto, le fue dado trasponer los umbrales del mundo de los muertos para seguir a su amada Eurídice; allí hechizó también a Hades y Proserpina. Sería un error equiparar la figura de Orfeo de los Sonetos con la del ángel de las Elegías. (Las características que distinguen a estas dos figuras traducen precisamente las [ 40]

diferencias formales y de enfoque de estos dos libros.) Si el ángel es la hipóstasis en el seno de la cual lo visible se ha interiorizado y se ha convertido en invisible, Orfeo, con su canto de alabanza a todas las cosas, es el artífice de toda transformación, el agente que inspira —y que se identifica— con toda metamorfosis; si el ángel es un ser distante, extraño al hombre —en las primeras Elegías sobre todo—, el punto de llegada de un largo y penoso itinerario, Orfeo es un ser móvil, presente en todos los ámbitos de la realidad. En Los Sonetos a Orfeo no hay itinerarium, estos poemas nos presentan un ágil, vivaz ir y venir por todos los reinos de la Naturaleza. La transformación de la que nos hablan las Elegías es la invisibilización del mundo, la interiorización de la realidad, su conversión en espectáculo; los Sonetos cantan todo cambio que se dé en la Naturaleza, la ley de la movilidad y caducidad de las cosas. Aunque con un designio único, la temática de Los Sonetos a Orfeo, como ocurre con las Elegías de Duino, es muy varia: el misterio de la muerte, el tiempo, la Naturaleza, el arte, el amor, el niño, el animal, la tensión entre ficción y realidad, los aspectos sombríos de la vida —el dinero, la pena de muerte, la caza—, la técnica, los dioses griegos, el destino del hombre como «estar en frente» de las cosas... En estos poemas encontramos también los símbolos fundamentales de la última poesía de Rilke: el espacio, la noche, el árbol, la flor, la fuente, el espejo, el pájaro, los astros... En estos sonetos encontramos también la huella de los recuerdos del poeta, de sus viajes y de sus lecturas: los juegos del pequeño René con su primo Egon, Rusia, Egipto, Ronda..., la Biblia, Ovidio, Valéry... Si temáticamente Los Sonetos a Orfeo no añaden nada a las Elegías de Duino, formalmente existen grandes diferencias entre estos dos libros. No olvidemos que las Elegías se están gestando a lo largo de diez años —un promedio, por tanto, de un poema por año— y que los sonetos se escribie­ ron en tres semanas —un promedio de casi 20 sonetos por semana. Esta última obra es «un regalo adicional», algo así como «lo natural en la sobreabundancia», escribe el poeta a su editor el mismo día en que termina este libro. En efecto, los Sonetos son una variopinta fantasía poética en [4i]

torno a un tema central. Estos poemas reflejan la pleni­ tud y la alegría por lo concluido, o lo que está a punto de concluir. Esta circunstancia es también lo que explica el tratamiento libre que el poeta hace de la forma soneto. Consciente de las libertades que se ha permitido, escribe Rilke a Katharina Kippenberg el 23 de febrero de 1923: «Los llamo siempre sonetos. Aunque sean lo más libre y, por así decirlo, lo más modificado que pueda concebirse en una forma normalmente tan tranquila y tan estable como es el soneto. Pero precisamente esto: modificar el soneto, levantarlo en alto, más aún, hasta cierto punto llevarlo en volandas sin destruirlo fueron para mí una prueba y una tarea peculiares». Desde el punto de vista formal, con las Elegías y los Sonetos comprobamos una vez más una constante del hacer poético de Rilke: el poeta toca sobre dos teclados, el del pasado y el del futuro; en aquellos diez poemas va devanan­ do penosamente un hilo cuyo cabo había cogido en 1912; «contemporáneo de sí mismo», en cambio, en Los Sonetos a Orfeo se entrega a una libre y gozosa improvisación. Con las Elegías de Duino Rilke deja atrás un estilo que traduce una ascensión ardua y difícil; con Los Sonetos a Orfeo adopta el estilo suelto y variado, aunque hermético y críptico, de la poesía alemana de sus últimos años.

Rilke en España

Por mucho que ello pueda extrañarnos, debemos decir que desde la muerte de Rilke hasta el momento actual el lector español —y los poetas y escritores de nuestro país— no han dejado nunca de prestar atención al autor de las Elegías de Duino. Sin duda el hecho no deja de ser insólito si tenemos en cuenta la extraordinaria dificultad de muchas de las obras de este poeta y si comparamos la acogida que Rilke tuvo, y tiene, en España con la que han tenido autores alemanes de importancia análoga, como Kafka y Musil. A pocos meses de su muerte, en un número de Cahiers du mois (París, Emile Paul, 1926, evidentemente este número debió de aparecer en 1927) dedicado a Rilke y dirigido por [ 42]

Maurice Betz, José Bergamín y Antonio Marichalar publica­ ban sendas notas en honor al poeta desaparecido. En el número de Revista de Occidente de enero de 1927 Marichalar publica unas páginas en las que recuerda su viaje a Muzot, en compañía de Valéry, para visitar a Rilke; en este mismo número, y en traducción de este autor español, aparece un fragmento de Los cuadernos de Malte. Antes de la guerra civil española lo conocían y admira­ ban, entre otros, Juan Ramón Jiménez, Luis Cernuda y Caries Riba. De este último se encontraron hace pocos años unos esbozos de traducciones de Rilke —27 poemas—, en estado inmaduro algunas de ellas y que Enríe Sulla, estudio­ so del poeta catalán, sitúa en los años 30 —una localización que Sulla hace con cautela porque hasta el momento no disponemos de base documental para apoyarla—. Riba no habló nunca de estos poemas y es difícil decir qué motiva­ ción y qué destino pudieron haber tenido estas versiones. Como sea, de lo que no cabe duda es de que el poeta ca­ talán conocía a Rilke desde los años 3014 y que este poeta influyó en su obra; más adelante volveremos sobre esta cuestión. En el año 1939, y en la década de los 40, aparecen ya varias traducciones del poeta de Praga —hecho de nuevo insólito si tenemos en cuenta la penuria extrema, en todos los sentidos, de aquellos años aciagos. De un modo general cabe decir que, ya desde entonces, quienes han acogido a Rilke en España y han colaborado a difundir su obra han sido fundamentalmente poetas y escritores. Así, en estos años se han ocupado de Rilke —como traductores, con mayor o menor fortuna— L. F. Vivanco, G. Celaya, G. Torrente Ballester y J. Bofill i Ferro. A la década de los 50 podemos considerarla tal vez como la etapa de consolidación de Rilke en España. En estos años aparecen dos traductores y dos traducciones que luego volve­ remos a encontrar en esta sucinta historia de la penetración de Rilke en España: Carlos Barral, con su versión de Los Sonetos a Orfeo (1954), y José María Valverde, quien tres 14 Vid. J. Bofill i Ferro, «Rilke a Catalunya (J950)», en Homenatge a Carlts Riba, Barcelona, s.a., págs. 118-121.

años más tarde traduce 50 poemas del autor que nos ocupa. A finales de esta década, otro poeta, Gerardo Diego, tradu­ ce el libro de poemas franceses Fenétres; en la misma época, concretamente en 1958, aparece en la Argentina la versión castellana de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge debida a Francisco Ayala15. De la década de los 60 hay que señalar por una parte la versión castellana de una de las obras en prosa más conoci­ das de nuestro poeta —un libro, por otra parte, del que él se sentía muy distanciado—, La leyenda del amor y de la muerte del abanderado Cristóbal Rilke —versión discutible del título de este breve poema en prosa...— y las primeras versiones antológicas de cierta amplitud de la obra poética de Rilke: la debida a uno de los primeros rilkistas españoles, J. Ferreiro Alemparte, que contiene una importante muestra de la obra en verso del poeta de Praga y, más amplia aún y contenien­ do obras en prosa, la antología de J. M. Valverde (1967). Si dejamos aparte dos versiones de Los Sonetos a Orfeo, la castellana aparecida en Ávila en 1975 y la catalana —de extraordinarias ambiciones métricas— aparecida en Barcelo­ na el año 1979, podemos decir tal vez que la década de los 70 se caracteriza por la aparición de obras menores de nuestro poeta, obras en prosa sobre todo; quizás este hecho se explique porque las primeras apetencias del rilkófilo español estaban ya satisfechas con las dos amplias antologías de las que acabo de hablar. Así, en estos años, junto con una nueva versión de Las historias del buen Dios —obra muy querida también por el lector medio, al igual como ocurre con La canción de amor y de muerte—, ven la luz pública por primera vez el Ewald Tragy, El Testamento y las cartas españolas de Rilke. En estos últimos años aparecen de nuevo los dos grandes libros de este poeta, Los Sonetos a Orfeo —una versión «con algunos retoques imprescindibles» de C. Barral— y las Elegías de Duino —con «cerca de un millar de modificadoLos cuadernos de Malte Laurids Brigge, Buenos Aires, Losada, 1958. Aunque he renunciado a dar cuenta de la abigarrada bibliografía latinoa­ mericana relativa a Rilke —traducciones y estudios—, citó esta versión por tratarse de un escritor español. La misma traducción aparece el año 1981 en Alianza Editorial (Los apuntes de Malte Laurids Brigge). 15

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* nes» en relación con la versión del año 1967— de J. M. Valverde. En gallego ha aparecido también la versión de Lois Tobío de Os Sonetos a Orfeu. Se han publicado asimis­ mo dos versiones catalanas, exquisitas y extraordinaria­ mente cuidadas, de poemas de Rilke, las Versiones de Rilke de Joan Vinyoli (1984) y las Noves versiones de Rilke (1985) del mismo autor. En 1981 apareció la excelente versión, con prólogo, de Els Quaderns de Malte debida a Jordi Lloret. Aparte sus traductores, la figura de Rilke ha tenido en España, y también desde muy pronto, sus estudiosos. Ya vimos cómo, a pocos meses de la muerte del poeta, Mari­ chalar y Bergamín colaboraban en los homenajes que le dedicaron Cahiers du mois y Revista de Occidente. En el año 1930 sitúa Bofill i Ferro la entrada de Rilke en Cataluña y del año 1942 data su nota, relativamente extensa, «Rainer Maria Rilke» que aparece como apéndice de la traducción de C. Riba de La Canfó d'amor i de mort... El mismo Azorín, conocedor de Nietzsche y Schopenhauer, participó el año 1943 en un homenaje que la revista Corcel dedicó al poeta de Praga. En los años 50 aparecen los primeros estudios importantes sobre Rilke —Luis Diez del Corral y Juan Rof Carballo— y en torno a la influencia que este poe­ ta ha ejercido sobre los de la llamada generación del 35 —J. L. López Aranguren, si bien el ensayo «Poesía y exis­ tencia» de su volumen Crítica y meditación (1955) data de 1949. El año 1958, comentando un volumen de poemas de Rilke —algunos de ellos inéditos hasta entonces— aparecidos en Insel cinco años antes —Gedichte 1906-1926—, Luis Cernuda nos hace a pie de página la siguiente confesión: «la obra de Rilke habría de constituir para quien esto escribe unas de esas filiaciones entrañables, uno de esos estímulos profun­ dos, que son tanto más queridos y necesarios cuanto más extraño y hostil se nos vuelve el mundo en torno»16. Mediando la década de los 60 —exactamente el año 1966— aparecen los primeros estudios sistemáticos sobre el poeta de las Elegías de Duino: el voluminoso ensayo España en Rilke y el opúsculo Rilke y San Agustín de J. Ferreiro Alemparte; el 16 Vid. Luis Cernuda, Prosa Completa, Barral Editores, Barcelona, 197 5, pág. 850.

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año 1963, y gracias a la traducción española de este investi­ gador, el lector español podía leer el libro de Otto F. Bollnow sobre Rilke. Los estudios han seguido: J. M. Valverde, J. A. Valente, J. M. Ibáñez Langlois, F. Bermúdez Cañete y yo mismo. Debo renunciar a dar cuenta, aunque sólo sea de un modo sumario, de la influencia que Rilke ha tenido sobre los poetas españoles. Remito al lector a los estudios de Federico Bermúdez Cañete, a quien en muchos puntos estoy siguiendo en estas últimas páginas. Esta influencia ha existi­ do y de ella se ha ocupado, y se está ocupando, el estudioso granadino. En la nómina de autores que en un momento u otro han escrito bajo la estrella del poeta de Praga hay autores tan ilustres como Juan Ramón Jiménez y Caries Riba17. Es éste un capítulo complejo y en modo alguno secundario de nuestra historia espiritual. Quienes pretendan abordarlo a fondo deberán contestar a preguntas en modo alguno marginales si queremos comprendernos a nosotros mismos. Formuladas de un modo un tanto esquemático: ¿cómo es posible que un poeta tan difícil y que presenta un universo conceptual tan coherente y cerrado haya podido ser objeto de una atención tan pertinaz por parte de poetas y lectores? ¿Entendieron realmente a Rilke quienes lo leye­ ron con tanta pasión y se dejaron fecundar por él? (A la luz del volumen de exégesis a que ha dado lugar este autor no me parece excesiva arrogancia abrigar sospechas en este sentido...) ¿Es posible que un poeta pueda influir en otros sin que éstos lo hayan entendido del todo, o no lo hayan entendido en absoluto? Tal influencia, ¿habría que enmar­ carla entonces dentro de una especie de historia de los despropósitos culturales o bien sería una muestra más de la fecundidad y polivalencia de todo gran mensaje poéico? Esta y muchas otras preguntas deberá contestar una investi­ gación cuidadosa sobre este problema. Aunque he renunciado a abordar una cuestión tan espino­ sa como la de la acogida de Rilke en España, sí quisiera, no 17 Vid. E. Barjau, «Caries Riba, traductor de Rilke (Notes a Esbossos de Versions de Rilke). Actes del Simposi Caries Riba, Publicaciones de 1'Abadía de

Montserrat, Barcelona, 1986, págs. 75-83.

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obstante, hacer un par de observaciones antes de concluir este capítulo de mi introducción a las versiones que presen­ to en este volumen. La primera, al hilo de unas palabras de Cernuda que he reproducido más arriba. Dice el poeta sevillano que estímulos como el que para él supuso la poesía de Rilke «son tanto más queridos y necesarios cuanto más extraño y hostil se nos vuelve el mundo en torno». En efecto, unas circunstancias adversas, una situación de menesterosidad espiritual, la desazón que provoca toda «cultu­ ra» oficial pueden potenciar un repliegue sobre uno mismo. Este pudo haber sido uno de los factores que, en los primeros años de la postguerra española, pudieron propiciar la lectura de Rilke. Mejor o peor entendido, el autor de las Elegías de Duino tenía que ofrecer al lector y al poeta de aquellos años un fascinante ejemplo de riqueza interior, de capacidad de elaborar y destilar hasta el infinito las propias impresiones, de recorrer las intrincadas galerías del alma y de explorar sus complejos vericuetos. Y una segunda observación. Por parte de algunos poetas, la simpatía por Rilke, y la influencia que de este poeta puedan haber recibido, está doblada de un cierto rechazo que proviene de motivaciones religiosas. Estos poetas se resisten a aceptar el patronazgo de un escritor fundamental­ mente a-religioso como es Rilke. Quienes tales reservas expresan fueron quizás los que más cerca estuvieron de una comprensión cabal de este poeta. (Hay que anotar de paso que sólo la ignorancia explica que un autor tan decidida­ mente anticristiano como Rilke pudiera haber atravesado sin dificultad, en los años 40, las aduanas censorias de los celosos guardianes de nuestras almas...). Dos ejemplos ilustres cabría aducir por lo menos: el de Luis Felipe Vivanco y el de Caries Riba. El primero, en la nota intro­ ductoria a su versión castellana de El libro de horas, señala con toda claridad el sentido no solamente no católico sino también no cristiano del poeta que traduce: «En cuanto al contenido espiritual de esta poesía debo advertir que la actitud religiosa de Rilke (...) no solamente no es católica, pero ni siquiera cristiana. Se trata en todo el libro de la búsqueda de Dios, pero (...) de un Dios que el poeta ya lleva dentro y al que, por otra parte, contienen todas las [47]

cosas»18. En el poeta catalán, influido también por Rilke, en sus Elegies de Bierville y en sus sonetos de Salvatge Cor sobre todo—, encontramos expresiones muy claras —programáti­ cas casi y en algún momento intemperantes— de su escasa simpatía por este poeta; en las notas a su Elegía X de las Elegies de Bierville, comentando las primeras palabras del poema —He somiat amb Orfeu...—, dice: «Estas palabras iniciales precisan ya el alcance que se puede dar al orfismo, que es donde parece situarse esta elegía. Nada del orfismo panteísta de Rilke, a pesar de algunas reminiscencias en las imágenes figurativas o en las fórmulas de expresión. Toda la elegía es en rigor una afirmación cristiana de la inmortali­ dad personal del alma, en la plenitud de sus recuerdos y en la perfección de la salud». En un contexto completamente distinto, en la Carta a Antoni Pous i Argila, dirigiéndose a un grupo de poetas, Riba se confiesa no rilkiano: «Si examino lo que ha sido mi trabajo como escritor —como poeta si quieren— me place constatar por lo menos una cosa: que nunca la poesía como arte ha desviado mi vida de su curso (...) No encuentro que haya sido rilkiano. Por esto no les aconsejaría, como Rilke a su joven poeta, que cons­ truyeran la vida de ustedes según las necesidades de la poesía que han de hacer»19. He aquí a grandes rasgos la historia de la acogida de Rilke en España y algunas de las cuestiones a las que un estudio profundo de este tema deberá dar respuesta. El volumen que presento quiere insertarse en esta historia y, naturalmente, aunque con grandes reservas y temores, dar un paso hacia adelante. Tal vez este paso sería, entre otras cosas, el de ofrecer las Elegías de Duino y Eos Sonetos a Orfeo dentro del marco que a estas alturas nos propor­ ciona la hermenéutica rilkiana. Este sería el sentido que tendría el abundante aparato de notas que acompaña mi tradución.

18 19

Vid. Escorial, junio de 1944, Tomo XV, Cuaderno 45, págs. 237-268. Vid. Caries Riba. Obres Completes II Assaigs Critics, Barcelona, Edicio­

nes 62, 1967, pág. 572.

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Sobre la presente edición Tarea nada fácil, casi podríamos decir osada, la de verter al castellano unos poemas como los que presento, en los que, en no pocos casos, para el traductor el tomar este o aquel camino es algo que depende de la interpretación de un pasaje, y ésta, muchas veces, se encuentra muy lejos de ser evidente. De ahí que el autor de estas líneas no pueda reprimir la tentación de explicarle al lector de qué modo ha traducido —o ha intentado traducir— estos versos. Tratándose, como es el caso aquí, de Gedankenlyrik, es decir, de poesía conceptual, en la que se busca un grado extremo de precisión, no me ha parecido que hubiera otro camino que el de la más cuidadosa literalidad. En una poesía de este tipo toda pretensión métrica —como ocurre, por ejemplo, con la versión catalana de Alfred Badia, notable por otra parte en muchos aspectos— se paga nece­ sariamente con una grave traición al contenido del texto original. La fidelidad estricta a lo que Rilke dice en estos poemas es el propósito que ha guiado mi trabajo. He procurado también hacer justicia a los valores formales del texto alemán, pero sólo en contadas ocasiones, cuando me ha parecido que lo que sacrificaba era totalmente marginal y secundario, me he permitido alguna licencia de literalidad para intentar reproducir determinadas cualidades formales del poema. No olvidemos que en la poesía de Rilke —y sobre todo en estos dos libros— los valores lingüísticos no pasan casi nunca a primer plano; en modo alguno me atrevería a calificar a este autor de genio del lenguaje. Lo sorprendente en él es la intrincada aventura mental a la que nos invita (ésta es, creo, también una de las razones que explican por qué en Los Sonetos a Orfeo el poeta ha manejado el soneto con tanta libertad). De ahí que, por muy sorpren­ dente que ello pueda parecer, y a pesar de reconocer la extrema dificultad de la empresa, me atrevería a decir que la última poesía de Rilke no es especialmente reacia al proceso de traducción: lo que, por razones formales, en otros poetas —pensemos, por ejemplo, en un Eichendorff o en un Heine— supone casi necesariamente un descalabro, en Rilke es una empresa posible: disponemos de las palabras necesa[49]

rias para hacer pasar al lector de lengua castellana por los intrincados laberintos de este mundo poético, y esto es lo fundamental a que estamos obligados como intérpretes de este extraño autor. También quisiéramos decirle algo al lector sobre el mo­ do, o los modos, en que puede leer este libro (en el caso de que esté dispuesto a considerar unos «consejos» del traductor...). Es sin duda una cuestión espinosa la de la correcta actitud lectora ante versos como los que siguen. Ante todo, de algo no me cabe ninguna duda: si no reco­ mendable por lo menos sí es perfectamente respetable la lectura «desde cero» de estos poemas: la enorme cantidad de sugestiones que estos versos son capaces de suscitar en la mente de un lector receptivo y activo pueden depararle a éste una auténtica fiesta del alma. Estoy convencido de que parte de la gran acogida de la que ha gozado y goza el poeta de Praga se debe a la inmensa capacidad de sugestión de su poesía, al enorme poder de concitar mundos interiores que tienen sus versos. No sería el primer caso en la historia de la poesía: esta especie de «entender no entendiendo» pertenece con frecuencia al destino de los grandes poetas. De todos modos, si acompaño mi traducción con un número tan grande de notas es porque creo en la lectura exegética —con las cautelas que enseguida mencionaré. Decía al principio que un autor como Rilke, en el caso de que se haya escogido este segundo tipo de lectura, debe interpretarse desde tres instancias: el total de su obra, como plexo de relaciones y sistema de símbolos; el conjunto de referencias contextúales que subyacen a sus poemas, y las interpretaciones que el mismo autor ha dado a veces de algunas de sus obras. Desde estas tres instancias he intenta­ do entender las Elegías de Duino y Los Sonetos a Orfeo. Ya he dicho que el volumen de exégesis a que ha dado lugar el autor de estos dos libros es enorme. El traductor y anotador de estos poemas reconoce su deuda a O. F. Bollnow, A. Stahl, E. Masón, J. F. Angelloz. R. Guardini, J. Steiner y H. Mórchen, de un modo especial a estos dos últimos. Dicho lo cual paso a la cautela anunciada. Quisiera formularla con las bellas palabras de C. Riba en su Prefacio a la segunda edición de sus Elegies de Bierville: «Un poema [5°]

no se explica; es decir, sus palabras no son cambiables por otras, su canto no puede ser llevado más acá de las nociones y de las imágenes que comporta, porque su cometido es justamente llevar al lector más allá de ellas, por el camino de una voz insustituible»20. De ahí que con el aparato de notas que acompaña mis versiones no quiera en modo alguno sustituir, suplantar, los poemas al servicio de los cua­ les aquéllas están escritas. En la medida en que el lector quiera recurrir a ellas, están destinadas a llevarle de nuevo al poema y a desaparecer en él, restituyendo a éste en todos sus derechos. Debo decir que en este trabajo que ahora concluyo no he estado solo: amigos, colegas y alumnos han cola­ borado en él de una u otra manera. Las gratas conversa­ ciones que he tenido con los participantes en un seminario sobre Los Sonetos a Orfeo que ha tenido lugar durante este curso académico 1986-87 tienen que reflejarse inevitable­ mente en mi trabajo. Tengo que dar las gracias también a Roswitha Stephani y a Bernd Kretzschmar que han tenido la amabilidad de discutir conmigo un buen número de pasajes dudosos. De todos cuantos he mencionado ninguno es responsable de los errores o inexactitudes que pueda haber en este libro; en cambio, todos ellos deben ser copar­ tícipes en sus eventuales aciertos.

20

V'id. Caries Riba. Obres Completes, I Poesía i Narrativa, Barcelona,

Edicions 62, 1965, pág. 216.

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ELEGÍAS DE DUINO Perteneciente a las propiedades Princesa Marie von Thurn UND TAXIS-HOHENHOLE

de la

Elegía I

¿Quién, si yo gritara, me oiría desde las jerarquías de los ángeles?, y aún en el caso de que uno me cogiera de repente y me llevara junto a su corazón: yo pere­ cería por su existir más potente. Porque lo bello no es nada más que el comienzo de lo terrible, justo lo que nosotros todavía podemos soportar, y lo admiramos tanto porque él, indiferente, desdeña destruirnos. Todo ángel es terrible. Y por esto yo me contengo y ahogo el grito de reclamo de un oscuro sollozo. Ay, ¿a quién podemos

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Esta elegía viene a ser como un prólogo de todo el conjunto. En ella se encuentran la mayoría de las imágenes y símbolos de la decalogía: el ángel, el animal, la amante repudiada, el espacio, el viento, la noche... El poema esboza ya de un modo claro la idea fundamental del libro: la misión del poeta es salvar con su palabra todas las cosas de la tierra (una misión que el ángel ha llevado ya a cabo plenamente). 2 ángel: en relación con la diferencia entre el ángel rilkiano y su diferencia con el ángel de la radición cristiana, vid. prólogo, pág. }6, vid. también apéndice. 3 corazón: en las YLlegías de Duino —al igual que en Los Sonetos a Orfeo— es el órgano de la interiorización de la realiad; «sintiendo», el hombre convierte en invisibles las cosas visibles y las acoge en su espacio interior. 4-5 lo bello: se encuentra en las inmediaciones de la esfera de lo angélico porque es el primer grado de desobjetualización de la cosa; lo terrible: para el hombre, engolfado en los intereses concretos de cada día, esta interiori­ zación resulta amedrentadora. Sin embargo el ángel está aún más allá de lo bello porque en él se da el grado máximo de interiorización de la realidad. 8-9 La consecuencia de la inutilidad de llamar al ángel es la necesidad de reprimir toda tentación de solicitar su ayuda.

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entonces recurrir? A los ángeles no, a los hombres, no, 10 y los animales, sagaces, se dan cuenta ya de que no estamos muy seguros, no nos sentimos en casa en el mundo interpretado. Nos queda tal vez algún árbol en la ladera, para que la volvamos a ver todos los días; nos queda la calle de ayer y la mimada fidelidad de una costumbre que se encontró a gusto con nosotros y por esto se quedó y no se fue. Oh, y la noche, la noche, cuando el viento lleno de espacio cósmico muerde nuestro rostro, ¿para quién no se quedaría, la anhelada, suavemente desilusionadora, penosamente inminente para el corazón solitario? ¿Es más leve para los aman­ tes? Ay, ellos no hacen más que ocultarse el uno al otro su suerte. ¿No lo sabes aún? Arroja de tus brazos el vacío y añádelo a los espacios que respiramos; tal vez los pájaros

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i i-i 3 no estamos muy seguros, no nos sentimos en casa: los animales advier­ ten que en el fondo de todos nuestros intereses y esfuerzos se escucha siempre el ostinato de la inanidad y el miedo; el mundo interpretado: el mundo al que el hombre, ignorando la muerte, pretende haber conferido sentido. 14-15 para que la volvamos a ver todos los días: la nueva relación que el hombre debe establecer con las cosas ya no es la del uso, que es la del «mundo interpretado», sino la contemplación. 17-20 la noche: el ámbito en el que reinan las puras relaciones, porque su oscuridad no nos permite ver las cosas en su anecdótica concreción; el viento: el mensaje de las cosas nos llega en forma de viento, el viento que sopla en el espacio cósmico; el corazón: vid. apéndice. 20-21 Los amantes podrían estar más cerca de la noche si no hicieran del amor del uno al otro un amor posesivo, es decir, un acontecimiento más de los quehaceres del hombre en el «mundo interpretado». 22 arroja de tus bracos el vacío: invitación al amor intransitivo, sin objeto, al puro ademán sin término alguno. 23 los espacios que respiramos: la respiración —símbolo central en las Elegías de Duino y en Los Sonetos a Orfeo— es aquel proceso por medio del cual el hombre convierte en espacio interior el espacio exterior y a la vez se añade a sí mismo a éste; los pájaros: dentro de la iconografía de las Elegías de Duino los pájaros son seres privilegiados porque habitan en el espacio, ámbito de las relaciones.

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sientan el aire ensanchado con el vuelo más íntimo.

Si, es verdad, las primaveras te necesitaban. Te pe­ dían, por encima de tus fuerzas, algunas estrellas que las percibieras. Se levantaba una ola y se acercaba, en el pasado, o cuando pasabas junto a la ventana abierta se entregaba un violín. Todo esto era misión. Pero ¿pudiste con ello? ¿No seguías estando distraído, esperando, como si todo te anunciara una amada? (Dónde quieres ocultarla si los grandes, extraños pensamientos que hay en ti entran y salen y a menudo se quedan por la noche.) Pero si sientes anhelos, canta a los que amaron; lejos 3 5 aún de ser lo bastante inmortal es su famoso sentir. Aquellas, casi las envidias, abandonadas que tú encontraste tanto más amantes que las satisfechas. Empieza siempre de nuevo la alabanza jamás alcanzable; piensa: el héroe se mantiene y perdura, hasta su misma caída fue para él sólo un pretexto de ser: su nacimiento último. Pero a los amantes los vuelve a tomar la Naturaleza, agotada,

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25-29 te necesitaban: el hombre no puede recurrir a las cosas —vid. vv. 9-10 de esta Elegía—; son las cosas las que recurren al hombre, le piden que las salve con su palabra {vid. Elegía II, v. 43, y Elegía IX, vv. 34-37 y 63), en esto consiste la misión de éste. 31-32 como si todo te anunciara una amada: el hombre no puede cumplir esta misión porque, absorbido en los intereses concretos de su mundo, lo convierte todo en un posible objeto de su amor posesivo. 3 5 anhelos: de un modo intencionado el poeta no menciona el objeto de estos anhelos; el hecho de carecer de objeto es precisamente lo que los convierte en sentimientos ajenos al «mundo interpretado». 37-38 aquéllas (...) abandonadas: en las amantes no correspondidas se da esta relación sin objeto. 40-41 el héroe: Al igual que en las amantes no correspondidas, en el héroe se da también esta relación sin objeto: conoce su fracaso, no obstante se lanza a su hazaña por que sólo quiere realizar un gesto. Vid. apéndice.

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de nuevo en su seno, como si no hubiera fuerzas para llevar a cabo esto dos veces. ¿Has pensado lo bastante en Gaspara Stampa para que alguna muchacha a la que se le fue el amado, en el ejemplo exaltado de esta amadora sienta: si yo llegara a ser como ella? Estos dolores, los más antiguos de todos, ¿no van a ser al fin más fecundos para nosotros? ¿No es tiempo de que amando nos libremos del ser amado y resistamos esto estreme­ cidos: como la flecha resiste la cuerda para, concentrada en el salto, ser más que ella misma? Pues en parte alguna hay permanencia.

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Voces, voces. Escucha, corazón mío, como antaño sólo escuchaban los santos: que la enorme llamada los levantaba del suelo; ellos, no obstante, seguían, 5 5 imposibles, de rodillas y no se daban cuenta: Así estaban escuchando. No para que pudieras soportar la voz. de Dios, ni mucho menos. Pero escucha lo que sopla, la ininterrumpida noticia que se forma con el silencio. 45 Gaspara Stampa: poetisa italiana (1523-1554); en sus poemas cantó su amor no correspondido por el noble veneciano Collarino di Collalto. 5 2 ser más que ella misma: en el salto la flecha se trasciende a sí misma; el verbo ser está subrayado porque la esencia del ser es para Rilke precisamente el trascenderse a sí mismo. 55 los levantaba del suelo: el poeta se refiere aquí a la levitación que experimentaron algunos santos. 57-58 la vo^ de Dios: no es el Dios de los santos de los que se habla en el v. 54 sino la experiencia de las relaciones entre todas las cosas; lo que sopla: vid. nota al v. 17 de esta Elegía. 59 el silencio: el silencio es el ámbito en el que todo puede oírse —al igual que la noche, v. 17 de esta Elegía, es el ámbito en el que todo puede estar—: desaparece por tanto toda noticia concreta, como en la oscuridad desaparecía todo objeto.

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Se oye ahora el murmullo de aquellos muertos jóvenes, llega hasta ti. Dondequiera que entraras, ¿no te hablaba en iglesias de Roma y Nápoles su destino, tranquilo? O se te grababa, sublime, una inscripción, como hace poco la lápida de Santa Maria Formosa. ¿Qué me quieren?, levemente debo apartar la apa­ riencia de injusticia que impide a veces un poco el puro movimiento de sus espíritus. Ciertamente es extraño no habitar ya la tierra, no practicar ya costumbres aprendidas, a las rosas y otras cosas que llevan cada una su especial promesa no darles el significado de futuro humano; lo que uno fue en manos infinitamente medrosas, no serlo más, e incluso el propio nombre dejarlo a un lado, como un juguete roto. Extraño, no seguir deseando los deseos. Extraño, todo lo que se relacionaba verlo tan suelto aletear en el espacio. Y el estar muerto es fatigoso y lleno de recuperación, para que uno lentamente vaya sintiendo un poco de eternidad. Pero los vivos cometen todos el error de distinguir con demasiado fuerza.

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64 Santa Maria Formosa: iglesia de Venecia; según la princesa de Thurn und Taxis, el poeta y ella visitaron juntos esta iglesia el 3 de abril de 1911. 65-67 Los muertos le piden al poeta que les libere de la apariencia de injusticia que supone el hecho de haber muerto tempranamente, pues éste es un modo de ver la muerte propio del hombre del «mundo interpretado». 70 a las rosas y a otras cosas que llevan cada una sus promesas: posible alusión a la costumbre de felicitar a alguien con flores y regalos deseándole un futuro próspero. 76-77 todo ¡o que se relacionaba verlo tan suelto/aletear en el espacio: en el estado de muerto las relaciones dejan de ser negocios particulares del hombre, se liberan de los objetos en los que se ejercían y permanecen en el espacio (el seno del ángel, la memoria de los deudos y amigos...); con ello acceden a su auténtico ser. 80 el error de distinguir: la distinción entre vida y muerte es un error del hombre que vive en el «mundo interpretado».

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Los ángeles (se dice) a menudo no sabrían si andan entre vivos o entre muertos. La eterna corriente arrastra por los dos reinos todas las edades y se las lleva siempre consigo y las ahoga con su sonido en ambos. Al fin y al cabo ya no nos necesitan los que se ausentaron prematuramente, uno se deshabitúa suavemente de lo terrestre, como se aparta uno de los dulces pechos de la madre y crece. Pero noso­ tros, para quienes son necesarios tan grandes misterios, de quienes de la tristeza tantas veces nace dichoso progreso: (podríamos ser sin ellos? ¿Es vana la leyenda de que antaño, en el llanto por Linos, la primera música, osada, penetró la materia inerte; de modo que, por primera vez, en el espacio asustado del que un muchacho casi divino de repente escapó para siempre, el vacío logró aquella vibración que ahora nos arrebata y consuela y ayuda?

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81-82 no sabrían si andan entre vivos o entre muertos: al igual que Orfeo, los ángeles habitan estos dos ámbitos. 86-87 Cabe relacionar este pasaje con los vv. 66-73 ^e ^ Elegía II. 88 tan grandes misterios: el misterio de la muerte prematura de un ser querido, la triste^a.’h tristeza por esta muerte. 90-94 Linos: Referencia a la leyenda del adolescente semidivino por cuya muerte lloró la Naturaleza entera; este llanto es el origen de la música.

Elegía II Todo ángel es terrible. Y, no obstante, ay de mí, yo os canto, pájaros del alma, casi mortíferos, sabiendo de vosotros. Adonde han ido los días de Tobías, cuando uno de los más resplandecientes estaba junto a la sencilla puerta, ante la casa, un poco disfrazado para el viaje y sin ser ya temible; 5 (muchacho para el muchaco, que, curioso, lo mi­ raba). Si ahora se acercara el arcángel, el peligroso, detrás de las estrellas, si bajara dando un paso sólo y viniendo de allí: hacia arriba latiendo, nuestro propio corazón nos mataría. ¿Quién sois?

Tempranos afortunados, vosotros los mimados de la creación, líneas de alturas, crestas de todo lo creado, rojizas al amanecer, polen de la divinidad en flor, articulaciones de la luz, pasadizos, escalas, tronos, espacios de esencias, escudos de delicia, tumultos

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Este poema está escrito inmediatamente después del anterior —a finales de enero y principios de febrero de 1912— y, desde el punto de vista temático, viene a ser su continuación. En esta Elegía Rilke desarrolla de un modo especial los motivos del ángel, el hombre y el amante. 1 Todo ángel es terrible: vid.Elegía I, vv. 2 y 7 y notas correspondientes a estos pasajes. 2 casi mortíferos: vid. Elegía I, w. 3 y 6; del alma: el alma, espacio de la interiorización del mundo y, por tanto, ámbito del ángel. (En relación con el símbolo del pájaro, vid. Elegía I, v. 24 y nota correspondiente.) } los dias de Tobías: «Díjole su padre (...): “Busca quien te acompañe, que yo le daré su recompensa, y ponte en camino (..)”• Fuese en busca de uno y se encontró con Rafael, que era un ángel. No conociéndole, le dijo: “¿Podrías acompañarme a Ragúes de Media, si es que conoces el camino?”» (Tobías V, 3-5). 7 Si ahora se acercara el arcángel: vid. Elegía I, v. 2. 9 nuestro propio corazón: sobre el simbolismo que tiene la figura del corazón en las Elegías de Dutno, vid. Elegías I, v. 20 y nota correspondiente. 10-15 Contestación a la pregunta con la que termina el v. 9 de este

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de un sentimiento tempestuosamente arrebatado y de repente, solitarios, espejos: que irradian su propia belleza y la recogen de nuevo en su propio semblante.

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Porque nosotros, allí donde sentimos, nos evapora­ mos; ay, nosotros,

poema. Romano Guardini recurre a los órdenes angélicos de la teología católica y a la filosofía neoplatónica para explicar este pasaje ( vid. R. Guardini 195 3, págs. 77-78); para Heinrich Kreuz «Ante esta estrofa resulta insuficiente toda interpretación, no porque los versos pudieran ser oscuros sino porque son demasiado luminosos y resplandecientes» {vid. en J. Steiner 1969, pág. 40); afortunados: porque en los ángeles se ha llevado a cabo ya del todo la transformación de lo visible en invisible; mimados de la creación: porque están arrancados al tiempo y han terminado una obra que nosotros llevamos a cabo sólo penosamente; lineas de alturas, crestas de todo lo creado: dos ideas subyacen a estas imágenes, la de la relación —que es lo que el ángel acoge en su seno— y la de la luz —contraste entre lo luminoso del ángel y lo oscuro del ser humano—; articulaciones de lu%: de nuevo las dos ideas a las que acabamos de referirnos; tronos: posible alusión a la altura en la que se encuentran los ángeles {vid. Elegía I, v. 1-2 y Elegía II, v. 7-8); escudos de delicia: se alude a la invulnerabilidad del ángel, a su gran distancia en relación con el hombre; tumultos: esta imagen corrobo­ ra, creo, la interpretación de la anterior; de repente: no hay que entender esta expresión en un sentido temporal sino como un súbito cambio de perspec­ tiva. 16 espejos: el espejo es un símbolo central en la última poesía de Rilke. El espejo es el lugar donde los objetos están desobjetualizados, donde ya no son accesibles a nuestra mano, no se pueden poseer, de ellos queda sólo su forma, aquello que expresa su para qué, su de quién, en suma, las relaciones que de las cosas emanan. (En relación con este símbolo vid. So-II, 3 y Otto F. Bollnow Rilke, edición castellana Madrid Taurus, 1963, págs. 385-414). 17 semblante: en las Elegías de Duino Rilke utiliza dos vocablos para designar la parte anterior de la cabeza, Gesicbt, que he traducido por rostro, y Antlit^, que he traducido por semblante: en el poeta esta distinción léxica es totalmente intencionada; con el segundo término quiere expresar la transparencia de la cara —en el sentido del dictum «la cara es el espejo del alma»—, de ahí la traducción por la que he optado. {Vid. E. Barjau «‘Gesicht’ y ‘Antlitz’ en las Elegías de Duino: un problema de inter­ pretación y traducción», Filología Moderna, núm. 77, Madrid, 1985, pági­ nas 319-527.) 18 Porque: con esta conjunción Rilke quiere expresar la contraposición entre el ser del ángel y el del hombre; comparemos los versos 19 y 20 con los dos últimos de la estrofa anterior.

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respirando, salimos de nosotros y nos disipamos; de ascua en ascua vamos despidiendo cada vez un olor más tenue. Entonces uno probablemente nos diga: sí, entras en mi sangre, esta habitación, la primavera se llena de ti... Qué se puede hacer, él no nos puede detener, desaparecemos en él y en torno a él. Y a los que son bellos, oh, ¿quién los retiene? Incesantemente surge apa­ riencia en su rostro y se marcha. Como rocío de hierba temprana se levanta lo nuestro de nosotros, como el calor de un plato caliente. Oh, sonrisa, ¿adonde? Oh mirada hacia arriba: nueva, cálida, huidiza ola del corazón; ay de mí: somos esto, sin embargo. ¿Sabe a nosotros el espacio del mundo en el que nos disolvemos? ¿Cogen los ángeles realmente sólo lo Suyo, lo que irradia de ellos, o, a veces, como por error, hay algo de nuestro ser allí? ¿Nos hemos mezclado nosotros en sus rasgos sólo como lo que hay de vago en los rostros de las mujeres encinta? Ellos no lo notan en el tor­ bellino de su regreso a sí mismos. (Cómo iban a notarlo.)

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Los amantes podrían, si entendieran esto, hablar extrañamente 19-20 de ascua en ascua...: como el ámbar cada vez que se quema. 21-22 Alusión a frases corrientes en relación con los sentimientos del hombre. 25 su rostro: vid. nota al verso 17 de esta Elegía; vid. también apéndice. 34-55 lo que hay de vago en el rostro de las mujeres encinta. En los Cuadernos de Malte l^aunds Brigge se encuentra un pensamiento parecido' (l id. Auf%eicbnungen des Malte Laurids dtv, Munich 1964, pág. 14, Los Cuadernos de Malte l^aurids Brigge, Buenos Aires, Losada 1968, pág. 26. Trad. Francisco Avala).

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en el aire de la noche. Pues parece que todos nos esconde. Mira, los árboles son; las casas que habitamos están en pie todavía. Sólo nosotros pasamos por delante de todo como un intercambio aéreo. Y todo está de acuerdo en silenciarnos, en parte por vergüenza, tal vez, y en parte por indecible espe­ ranza.

Amantes, a vosotros, satisfechos el uno en el otro, os pregunto por nosotros. Vosotros os cogéis. ¿Te­ néis pruebas? Mirad, a mí me ocurre que mis manos se percatan la una de la otra o que mi rostro, usado, se ahorra en ellas. Esto me da un poco de sensación. Sin embargo, ¿quién por ello se atrevió ya a ser? Vosotros, en cambio, que os crecéis en el éxtasis 50 del otro, hasta que él, abrumado, os suplica: basta; que bajo las manos os volvéis más abundantes, como años de uvas; que a veces perecéis, sólo porque el otro vence del todo: a vosotros os pregunto por nosotros.

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} 8 en el aire de la noche: en relación con el simbolismo de la noche vid. apéndice. 42-4$ en parte por vergüenza: no merecemos que se den cuenta de nosotros; en parte por indecible esperanza: las cosas esperan que el hombre las redima con su canto. {Vid. Elegía I, vv. 26-30 y nota relativa a este pasaje; en relación con este pasaje vid. también Elegía IX, vv. 54-37 y 63-66.) 39-41 El distinto modo de ser de las cosas en relación con el modo de ser del hombre. En las últimas obras de Rilke encontramos buen número de pensamientos que luego serán articulados y desarrollados ampliamente por la filosofía de M. Heidegger. 45-49 La estrofa entera, continuando un pensamiento iniciado en los versos 39 y 40 de la anterior, es un intento de explicación del ser del hombre y una reiterada pregunta a los amantes —que parecen poseer un modo especial de ser— por el ser del hombre, os cogéis, mis manos se percatan la una de la otra, un poco de sensación: el tacto como el sentido que de un modo más eficaz nos proporciona la sensación de que existimos.

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Yo sé que os tocáis de un modo tan dichoso porque la caricia se retiene, porque no desaparece el lugar que vosotros, tiernos, cubrís; porque debajo sentís el puro durar. Por esto os prometéis eternidad casi del abrazo. Y, sin embargo, si resistís el espanto de las primeras miradas y el anhelo junto a la ventana, y el primer paseo juntos, una vez por el jardín: amantes, ¿seguís siéndolo aún? Cuando os lleváis uno a la boca del otro y os disponéis a beber: bebida junto a be­ bida: oh, cómo entonces el que bebe escapa extrañamente a su acto.

¿No os extrañó, en las estelas áticas, la prudencia de los gestos humanos?, ¿no se ponía amor y des­ pedida tan levemente sobre los hombros, como si fuera hecho de otra materia que la de aquí, la nuestra? Acordaos de las manos, cómo descansan sin apretar, aunque en los torsos está la fuerza. Estos señores de sí mismos con ello sabían: hasta aquí, nosotros, esto es lo nuestro, tocarnos así; con más fuerza

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55-59 Se insiste en la función y en el valor del tacto. En el amor el tacto no sólo les transmite a los amantes la impresión de existir sino que les depara la sensación de eternidad. 61 el anhelo junto a la ventana: el anhelo sin objeto {vid. Elegía I, v. 35 y nota). La ventana es un símbolo central en la última poesía de Rilke —autor de un libro de poemas en francés titulado precisamente Fenitres—; su sentido es muy cercano al del espejo: la ventana nos presenta también un ámbito sólo contemplable, no utilizable. 63-65 Los amantes, al besarse se pierden a sí mismos, no son capaces como el ángel de recogerse de nuevo en sí mismo {vid. elegía II, vv. 16-17). 66-73 Es12 estrofa contiene algunos de los elementos fundamentales de

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nos levantan los dioses. Pero esto es cosa de los dioses.

Si encontráramos también nosotros algo humano puro, contenido, estrecho, una franja nuestra de tierra fértil entre la corriente y la roca. Pues nuestro propio corazón nos sigue sobrepasando como a aquéllos. Y ya no podemos seguirle con la vista hasta imágenes que lo amansen, ni hasta cuerpos divinos en los que, más grande, se moldee.

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Los Sonetos a Orfeo; las estelas áticas: alusión a una estela funeraria que Rilke en Nápoles; representa a Eurídice despidiéndose de Orfeo: ella coloca la mano suavemente sobre el hombro de su amado; éste corresponde colo­ cando la suya sobre el dorso de la mano de Eurídice, tocándolo apenas con las puntas de los dedos; los dos tienen la cabeza inclinada en una actitud elegante y contenida; las barbillas se separan y la línea de los rostros forma un ángulo de unos cuarenta y cinco grados. Todo el conjunto respira serenidad y belleza. 76 la corriente: lo que pasa por delante de nosotros, lo que nos arrastra; la roca: el «mundo interpretado», fosilizado por los esquemas del hombre. 77 aquéllos: los griegos, autores de la estela. 77-78 no podemos seguirle con la vista¡hasta imágenes que lo amansen: no disponemos, como los griegos, de una mitología en la que representar este desiderátum de mesura y contención que nos presenta la estela de Nápoles.

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Orfeo despidiéndose de Eurídice. Réplica romana de un relieve griego

Elegía iii Una cosa es cantar a la amada. Otra cosa, ay, a aquel escondido, culpable dios fluvial de la sangre. Aquel a quien ella reconoce de lejos, su joven amado, qué sabe él, él mismo del señor del placer, que de su soledad a menudo, antes aún de que la muchacha calmara, a menudo, incluso como si ella no existiera, ay, chorreando de qué incognoscible, levantó su cabeza de dios, convocando a la noche a infinito tumulto. Oh el Neptuno de la sangre, oh su terrible tridente. Oh el oscuro viento de su pecho, que sale de la retorcida caracola.

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Rilke empezó este poema en Duino a principios del año 1912 y lo terminó en París a fines de otoño del año siguiente. Es la elegía de lo que cabría llamar los fundamentos ocultos del amor. De entre todas las del ciclo se caracteriza por la abundancia de tonos sombríos, por la ausencia de referencias concretas a viajes o lecturas del poeta así como por el escaso número de símbolos del universo rilkiano que aparecen en ella. Aunque Rilke conocía por este tiempo la doctrina psicoanalítica de Freud —e incluso estuvo considerando la idea de someterse a un psicoanálisis—, sería a todas luces excesivo querer ver este poema sólo desde este ángulo, como una especie de versión poética del pensamiento del gran psiquiatra vienés, y desvincularlo del cosmos poético de todo el ciclo. 1 la amada: este término tiene aquí un sentido neutro; contrariamente a lo que ocurre en otros pasajes de las Elegías de Duino, no tiene ninguna connotación negativa. En este poema se habla del amor visto desde la perspectiva del varón. 2 escondido: porque es desconocido por el hombre; fluvial: porque mueve la sangre y la simiente del varón; culpable: por lo que tiene de incontrolable, porque muchas veces va acompañado de sentimientos de culpa. 4 El muchacho, sujeto pasivo del señor del placer; éste es anterior a la muchacha, al efecto que ésta pudo causar en el joven, anterior incluso a la existencia de ella misma. 6-7 levantó\su cabera de dios: posible simbolismo fálico. 8-9 el Neptuno de la sangre: del mismo modo como Neptuno agita las aguas del mar, el «señor del placer» agita la sangre del muchacho; su terrible tridente, la retorcida caracola: signos distintivos de Neptuno.

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Escucha cómo la noche se abre en valles y se ahueca. Vosotras, estrellas, ¿no viene de vosotras el gozo del que ama al ver el semblante de su amada? La visión interior que él tiene del rostro puro de ella, ¿no la tiene del astro puro?

No fuiste tú, ay, ni su madre quien le tensó de este modo, para la espera, el arco de las cejas. No fue junto a ti, muchacha que lo sientes, junto a ti no fue que se doblaron sus labios en la expresión más fe­ cunda. ¿Piensas realmente que tu leve aparición le hubiera conmovido así, tú, la que pasa como el viento maña­ nero? Es verdad, le asustaste el corazón; 'miedos más viejos, no obstante, irrumpieron en él al contacto de este choque. Llámale... tu llamada no le hace salir del todo de su oscuro comercio.

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10-13 El único pasaje de esta elegía en el que no aparece la dimensión oscura del amor; el poeta se pregunta por el origen de los elementos luminosos de tal sentimiento; el semblante..., del rostro: vid. apéndice. 14-17 le tensó de este modo para la espera el arco de las cejas, se doblaron sus labios en la expresión más fecunda: el muchacho, así que abandona la infancia, empieza ya a diferenciar y a proyectar —se incorpora al mundo inter­ pretado por sus mayores—; la expresión de su rostro refleja esta nueva actitud; ni la madre ni la muchacha han tenido parte en esta transforma­ ción. 18-19 tM ^eve aparición le hubiera/conmovido así: contraste entre la levedad de la aparición de la muchacha en la vida del joven y la grave conmoción que ella provoca; la muchacha no es responsable de esta sacudida. 20-21 le asustaste el corazón, miedos más viejos: el miedo que la muchacha provocó en el joven no fue más que el elemento desencadenante de otros miedos. 22 de su oscuro comercio: la llamada de la muchacha no le libera del oscuro entorno, del desconocido dios fluvial que le domina.

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Ciertamente, él quiere, surge; se habitúa aliviado a tu corazón secreto y se toma y se empieza. Mas, ¿se empezó alguna vez? Madre tú le hiciste pequeño, tú fuiste quien le em­ pezó; para ti él era nuevo, tú doblaste sobre los nuevos ojos el mundo amigo, defendiéndole del extraño. ¿Dónde, ay, quedaron los años en los que tú, simple­ mente, con tu grácil figura, eras para él el caos encrespado? 30 Mucho así le escondías; el cuarto, sospechoso de noche, lo hacías inofensivo, de tu corazón lleno de refugio sacabas espacio más humano y lo mezclabas a su espacio-noche. No en la tiniebla, no, en tu ser más cercano pusiste la lámpara de noche, y brillaba como de amistad. En parte alguna un crujir que tú no explicaras son­ riente, como si de tiempo supieras cuándo el entarimado se comporta así... Y él escuchaba y se calmaba. De tanto eras capaz cuando te levantabas tiernamente; detrás del armario se iba, grande con su capa, su destino, y a los pliegues de la cortina se ajustaba, desplazándose levemente, su intranquilo futuro.

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Y él mismo, tumbado, el aliviado, bajo párpados soñolientos disolviendo el dulzor 24-27 El principio de la vida del niño es sólo un principio aparente; en realidad es la continuación de algo que tiene un origen remoto. 27-39 Vid. Los Cuadernos de Malte Laurids Brigg, Buenos Aires, Losada 1968, trad. de Francisco Avala, págs. 66-67 (Die Aufoeichnungen de Malte ÍMurits Bnqge dtv, Munich, 1964, págs. 55-56). 40-41 su destino, su intranquilo futuro: posible alusión a los miedos e inquietudes por el destino y el futuro del niño. 42-45 bajo¡párpados soñolientos, el paladeado adormecerse: la protección de la madre y de la muchacha llega sólo a los umbrales del sueño.

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de tu leve figura en el paladeado adormecerse: parecía un ser protegido... Pero dentro: ¿quién de­ fendía? ¿quién impedía, dentro, en él las aguas del origen? Ay, allí no había cautela alguna en el durmiente; durmiendo, pero soñando, pero entre fiebres: cómo se entregaba. Él, el nuevo, el medroso, cómo estaba enredado con las lianas cada vez más largas de su acontecer interior, entrelazadas ya en muestras, en un crecimiento que le estrangulaba, en formas que le acosaban, como animales. Cómo se entrega­ ba. Amaba Amaba su interior, la selva de su interior, este bosque originario que había en él, sobre cuyo mudo derrumbamiento se erguía su corazón, de un verde luminoso. Amaba. Lo abandonó, se fue, saliendo de sus propias raíces, al enorme origen donde su pequeño nacimiento estaba ya sobrevivido. Amando descendió a la sangre más vieja, a los barrancos

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45-48 Una vez en el sueño, irrumpen en el muchacho los temores del mundo remoto del que proviene. 49 el nuevo: no el nuevo para la madre, sino lo absolutamente nuevo; el muchacho se encuentra enfrentado a su origen mismo. 50-52 las lianas cada ve^ más largas: las formas estereotipadas del mundo en el que está entrando el muchacho al abandonar la infancia; ellas son las que van a determinar su modo de crecer y de estar en este mundo. 54-55 sobre cuyo mudo derrumbamiento ¡se erguía su corazón: del mismo modo como en la selva, de los árboles caídos nacen nuevas plantas, en la selva originaria a la que el muchacho ha descendido en el sueño, sobre los muertos que le han precedido se levanta su corazón. 56 saliendo de sus propias raíces: amando, el muchacho abandona su propia individualidad. 57-59 De las imágenes vegetales el poeta pasa ahora a las imágenes tectónicas. El barranco tiene un simbolismo especial en la última poesía de Rilke: alude a lo originario y fundante {vid. apéndice; vid. también «Tumbas de hetairas» en Nuevas poesías).

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donde yacía lo Terrible, ahíto aún de los padres. Y todo lo terrible le conocía, guiñaba, estaba como en conni­ vencia. Sí, lo Terrible sonreía... Rara vez has sonreído, madre, de un modo tan tierno. Cómo no iba a amarlo si esto le sonreía. Antes que tú lo ha amado él, pues, ya cuando en ti lo llevabas, esto estaba disuelto en el agua que hace ligero a aquel que germina. Mira, nosotros no amamos, como las flores, desde un único año; a nosotros, doquiera que amemos, nos sube savia inmemorial por los brazos. Oh muchacha, esto: que hayamos amado en nosotros, no Uno, algo futuro, sino lo que fermenta sin número; no un único niño, sino los padres, que como ruinas de montañas descansan en nuestro fondo; sino el seco lecho de río de madres de antaño; sino todo el mudo paisaje bajo el destino nublado o claro: esto, muchacha, se te adelantó.

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59-65 guiñaba, estaba como en connivencia, sonreía: el guiño y la sonrisa como signos de acuerdo; la sonrisa del monstruo es más tierna que la de la madre porque el grado de acuerdo entre ésta y su hijo es menor que el que existe entre lo Terrible y éste. 63-65 lo ha amado, en el agua que hace ligero a aquel que germina: alusión al líquido amniótico como agua originaria en la que se da un amor más radical que el del hombre por la mujer. 66-68 no amamos, como las flores, desde un único año: a diferencia del hombre, la flor florece sin saber que va a marchitarse muy pronto; su nacimiento y su muerte no están inscritos en ninguna tradición ni enraiza­ dos en ningún origen remoto. En este pasaje aparece por primera vez en las Elegías de Duino uno de los símbolos más importantes de la cosmovisión rilkiana, lo encontraremos varias veces en los Sonetos a Orfeo {Vid. apéndice. En relación con este símbolo, vid. Otto F. Bollnow, op. cit., págs. 428-472). 71-73 como ruinas de montañas, el seco lecho de rio de madres de antaño: vid. nota a los vv. 57-59 de esta Elegía.

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Y tú misma, qué sabes tú, tú conjuraste, hiciste surgir tiempos remotos en el amante. ¿Qué sentimientos se revolvieron emergiendo de seres ya idos? ¿Qué mujeres te odiaban ahí? ¿Qué hombres oscuros agitabas en las venas del muchacho? Niños muertos querían ir hacia ti... Oh, quedo, quedo, lleva a cabo ante él un trabajo diario, una obra amorosa, fiable, llévale junto al jardín, dale la sobreabundancia de las noches... Retenle...

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77-81 emergiendo de seres ja idos: después de las imágenes vegetales y tectónicas, alusión a la estirpe que ha precedido al muchacho (vid. So-I, 17). 81-84 ELI poema termina con un pensamiento análogo al que encontra­ mos en los últimos versos de la elegía anterior. Llévale junto al jardín: el jardín está aquí contrapuesto a la selva con la que se ha encontrado el muchacho en sus sueños, la sobreabundancia! de las noches: vid. So-Il, 29, v. 9.

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Elegía IV Oh árboles de la vida, oh, ¿cuándo invernales? Nosotros no estamos en armonía. No estamos acor­ dados como las aves migratorias. Sobrepasados y tardíos, nos imponemos de repente a los vientos y caemos en el estaque indiferente. El florecer y el secarse están presentes a un tiempo en nuestra consciencia. Y por alguna parte andan leones todavía y no saben, mientras dura su majestad, de ninguna impotencia.

Para nosotros, en cambio, allí donde pensamos en Una Cosa, del todo, se siente ya el despliegue de lo otro. Enemistad es para nosotros lo más próximo. ¿No están los amantes acercándose continuamente a márgenes, una cosa dentro de otra,

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Este poema está escrito en plena guerra mundial, en noviembre de 1915. Es quizás uno de los más densos del ciclo y plantea problemas todavía no resueltos por los intérpretes. Es una Elegía eminentemente teatral; cabría titularla «el espectáculo del corazón». 1 árboles: el árbol es un símbolo central en la última poesía de Rilke {vid. apéndice); indica transformación, ciclo unitario de vida y muerte, indistinción entre una y otra. 2 no estamos en armonía, no estamos acordados: a diferencia de las aves migratorias, que están en armonía con la Naturaleza y siguen dóciles las estaciones y los vientos, nosotros nos rebelamos contra estas leyes. 4 nos imponemos de repente a los vientos: probablemente Rilke alude aquí a la aviación {vid. So-I, 22, 23). 6 A diferencia de lo que ocurre con las flores, el hombre es consciente del paso del tiempo. 8 no saben (...) de ninguna impotencia: los animales, al igual que los niños, desconocen el envejecimiento y la muerte. 9-11 donde pensamos en Una Cosa, enemistad: el pensamiento del hombre es esencialmente dialéctico; el hombre es el ser que establece distinciones en el mundo.

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ellos que se prometían anchura, caza y país natal? Ahí, para el dibujo de un momento, se prepara un fondo de contraste, fatigosamente, para que veamos este dibujo; porque se es muy claro con nosotros. No reconocemos el contorno del sentir: sólo lo que lo forma desde fuera. ¿Quién no estuvo sentado con miedo ante el telón de su corazón? Este se levantó: la escena era despedida. Fácil de entender. El jardín conocido, y se balanceaba levemente: entonces vino, en primer lugar, el bailarín. No éste. ¡Basta! Y por muy leves que sean sus gestos, está disfrazado y se convierte en un burgués y entra en su casa por la cocina. No quiero esta máscara a medio llenar, prefiero el muñeco. Este está lleno. Quiero soportar el relleno y el alambre y su rostro hecho de apariencia. Aquí. Estoy delante. Aunque se apaguen las luces, aunque me

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11-13 anchura, ca^aj país natal: los amantes se prometían un espacio sin límites, una persecución interminable y un suelo firme para su amor; cuando éste ha terminado, la anchura se convierte en estrechez, la caza en posesión y la patria en apego a lo fijo. 15 un fondo de contraste: se insiste de nuevo en el carácter dialéctico del pensamiento humano. 17-18 el contorno del sentir: no existe lo que cabría llamar la sistemática de los sentimientos humanos; los nombres que damos a éstos no son más que simplificaciones y delimitaciones externas de los mismos. 19-21 Empieza el espectáculo del corazón; la identificación entre el escenario de este espectáculo y la despedida hay que entenderla desde la perpectiva del So-II, 13: en la contemplación de la despedida el ser humano integra la vida y la muerte en un todo unitario, accede a la verdad de sí mismo, sale del mundo de las distinciones. 21-29 Este pasaje corresponde a lo que cabría llamar el primer acto del espectáculo del corazón. Las figuras que aparecen en estos versos corres­ ponden a lo más críptico y problemático de todo el ciclo de Elegía. Han sido interpretadas de distintos modos: el bailarín, el joven Rilke (Werner Günther), el intelectual de los años 20 (J. Schwarz). Se ha señalado también una relación entre este pasaje y el ensayo de Kleist Sobre el teatro de marionetas. No hay que confundir el jardín de este pasaje con el que aparece en el v. 83 de la Elegía anterior. [ 8, ]

digan: Nada más, aunque del escenario llegue el vacío con la gris corriente de aire, aunque de mis callados antepasados ninguno esté sentado conmigo, ninguna mujer, ni siquiera el muchacho del ojo pardo que bizquea: Me quedo, sin embargo. Siempre hay algo que ver.

¿No tengo razón? Tú, a quien por mí le supo la vida tan amarga, probando la mía, padre, una y otra vez probando la primera turbia infusión de mi deber, mientras yo crecía y, con el regusto de tan ajeno futuro ocupado, examinabas mi empañada mirada, tú, padre mío, que, desde que estás muerto, a me­ nudo en mi esperanza, dentro de mí, tienes miedo, y serena indiferencia, como la que tienen los muer­ tos, reinos de indiferencia, renuncias para mi poco de destino, ¿no tengo razón? Y vosotras, ¿no tengo razón?, que me amastéis para el pequeño principio

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29-56 Los espectadores van abandonando el teatro por orden de mayor a menor familiaridad con el mundo común a los vivos y a los muertos: los antepasados del poeta —según J. Steiner los antepasados varones—, la mujer y, por último, el muchacho del ojo pardo que bizquea, alusión muy clara a un personaje de los Cuadernos de Malte, Erik Brahe —posible reminiscencia a su vez de Egon Rilke, primo y compañero de juegos del poeta, vid. SOII, 8 -, nieto del conde Brahe y amigo de Malte; al igual que su abuelo, el pequeño Erik tenía una especial familiaridad con el reino de los muertos; esto es lo que puede simbolizar su condición de bizco; de él dice Malte que con un ojo le «miraba tristemente mientras que con el otro, como si estuviera vendido y no pudiera contar con él, miraba siempre al mismo rincón». 57-47 El empeño por permanecer en el teatro —v. 56— da lugar a la aparición de la figura del padre en el recuerdo del poeta. Se evocan las angustias de Josef Rilke por el futuro de su hijo. Esta preocupación pervive en el padre y le empuja a abandonar el estado de indiferencia de su condición de muerto.

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de amor a vosotras, un principio del que siempre me marchaba porque para mí el espacio de vuestro rostro, cuando yo amaba este espacio, pasaba a ser espacio del mundo en el que ya no estabais...: cuando tengo ganas de esperar ante la escena de muñecos, no, de mirar de un modo tan plenario que para que mi mirada al fin se equilibre, tiene que entrar, como actor, un ángel que tire hacia arriba los rellenos. Angel y muñeco: entonces, al fin hay espectáculo. Entonces se congrega lo que nosotros continuamente estamos escindiendo mientras estamos aquí. Entonces surge de nuestras estaciones por primera vez el ciclo de toda la transformación. Por encima de nosotros actúa entonces el ángel. Mira, los moribundos, ¿podían sospechar qué lleno de pretexto está todo lo que nosotros hacemos aquí? Nada es ello mismo. Oh horas de la infancia,

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47-52 La siguiente figura que acude a la memoria del poeta es la de las mujeres que le amaron; un principio del que siempre me marchaba..., el espacio de vuestro rostro (...) pasaba a ser espacio del mundo: el amor del poeta por estas mujeres va más allá de ellas mismas, el amor que va más allá del ser amado es un tema recurrente en las Elegías y, en general, en la obra de Rilke desde el Malte. 52-53 tengo ganas / de esperar: vid. v. 36 de esta misma Elegía. 53 de mirar de un modo tan plenario: vid. verso 36 también. 55-57 tiene que entrar, como actor, / un ángel..., al fin hay espectáculo: tratándose de un espectáculo interior, el empeño en esperar y en ver tiene que conjurar necesariamente la presencia del ángel, artífice de este espec­ táculo. 58-61 lo que nosotros continuamente / estamos escindiendo..., el ciclo / de toda la transformación: vid. vv. 9-11 y 15-17 de esta misma Elegía, vid. también SO-I, 5, w. 3-5 y SO-I, 13. La presencia del ángel hace caer las barreras del mundo interpretado por el hombre. 63-64 qué lleno de pretexto / está todo lo que nosotros hacemos aquí: el moribundo, al dejar de ocuparse de los negocios de la vida cotidiana, ve la vida entera como haz de relaciones y como espectáculo. (Heidegger ha desarrollado ampliamente, en clave filosófica, este pensamiento).

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cuando detrás de las figuras había más que sólo pasado y ante nosotros no estaba el futuro. Crecíamos, ciertamente, y a veces teníamos urgencia por llegar pronto a ser mayores, en parte por amor a aquellos que ya no tenían otra cosa más que ser mayores. Y, sin embargo, en nuestro andar solos, nos complacíamos con lo duradero y estábamos allí en el espacio intermedio entre mundo y juguete, en un lugar que desde el principio fue fundado para un puro acontecer.

¿Quién enseña un niño tal como él está? ¿Quién lo coloca en el astro y le da la medida de la distancia en la mano? ¿Quién hace la muerte de los niños con pan gris, que se endurece, o deja esta muerte dentro de la boca redonda, como el corazón de una hermosa manzana?... A los asesinos se les ve pronto. Pero esto: contener tan suavemente la muerte, la muerte entera, aún antes que la vida y no ser malo es indescriptible.

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65-75 El niño, desconocedor del pasado y del futuro, tiene un modo de existir distinto al del adulto (vid. SO-II, 8, por ejemplo); el espacio intermedio: el topos de la relación pura, del puro acontecer. (Cabría decir que el niño vive en una continuada «hora veinticinco»...) En relación con el espacio intermedio vid. también SO-II, 3, v. 3. 76-77 coloca en el astro: el astro puede ser aquí el símbolo de la ley que rige la vida del niño. En relación con el simbolismo de los astros y las constelaciones, vid. apéndice; la distancia: equiparable al espacio intermedio del v. 75. 78-85 A estos versos subyace una idea vieja ya en Rilke: la muerte propia, es decir, la muerte como ingrediente y fruto de la vida. Este pensamiento se encuentra ya en El libro de horas y los Cuadernos de Malte.

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Pablo Picasso: «Saltimbanquis» (1905) El poeta contempló este cuadro en casa de Hertha Kónig, destinataria de la Elegía V, durante el verano de 1915

Elegía V

Dedicada a Da. Hertha Koenig ¿Pero quiénes son ellos, dime, los ambulantes, esos un poco más fugaces aún que nosotros mismos, a quienes, de un modo insistente, desde muy pronto los retuerce una —por amor a quién, a quién— voluntad nunca satisfecha? Sino que ella los retuerce, los dobla, los entrelaza y los agita de un lado para otro, los lanza y los vuelve a coger; como de un aire engrasado, más liso, bajan y se posan en la alfombra gastada, más delgada

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Este poema está escrito en Muzot el día 14 de febrero de 1922 (los cuatro primeros versos datan, con todo, del año 1912), tres días después, por tanto, de la fecha en la que el poeta daba por terminado el ciclo. La obra viene a sustituir a una primitiva Elegía V que fue publicada luego fuera del conjunto con el título de «Contra-estrofas». En una carta a Lou —20 de febrero de 1922— el poeta llama a este poema «la elegía de los saltimbanquis», y de hecho la obra entera versa sobre una compañía de acróbatas ambulantes; lo que Rilke quiere decimos nos lo dice sirviéndose de este motivo. El tema de los artistas de circo, dice el poeta en la carta a la que acabamos de hacer referencia, ha estado siempre muy cerca de su espíritu, ya desde sus primeros años de París. En la base de este poema parece haber dos hechos concretos: la actuación en esta ciudad de la «troupe» de Pére Rollin, de la que el poeta habla en una carta de julio de 1907, y el cuadro de Picasso «La famille des saltimbanques», que Rilke vio en Munich, el verano de 1915, cuando pasaba una temporada en la casa de Hertha Kónig, a quien está dedicada esta elegía. 1 los ambulantes: los saltimbanquis ambulantes son aquí, según J. Steiner, un símbolo del ser humano, especialmente del artista. 2-4 los retuerce una voluntad nunca satisfecha: el hombre azacaneado, yendo de un lado para otro entre afanes y zozobras cuyo sentido des­ conoce. 4-7 Alusión a los ejercicios acrobáticos de los saltimbanquis; como de un aire engrasado: como si este estado particular del aire ayudara a sus movi­ mientos.

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por su eterno brinco, esta alfombra perdida en el universo. Extendida como un parche, como si el cielo de suburbio le hubiera hecho daño allí a la tierra.

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Y apenas allí, de pie, ahí y mostrándose: la gran letra inicial del estar de pie..., ya también, a los hombres más fuertes, los vuelve a enrollar, en broma, el aga­ rrón que siempre llega, como Augusto el Fuerte en la mesa un plato de zinc.

Ay, y en torno a ese centro, la rosa de la contemplación: florece y se deshoja. En torno a esa mano de almirez, el pistilo, el que ha sido tocado por el propio polvo florido, fecundado de nuevo para el fruto aparente de la desgana, de su desgana nunca consciente, brillante con la más fina superficie de aparente, ligera sonrisa.

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9-12 esta alfombra / perdida en el universo..., el cielo / de suburbio: los saltimbanquis actúan en las cercanías de una ciudad, es decir, en un lugar hostil, carente de la dimensión protectora de la Naturaleza y de la ciudad. (El paisaje que rodea el grupo de saltimbanquis de Picasso posee exacta­ mente la atmósfera que sugieren estos versos). 13-14 ¡a gran letra inicial / del estar de pie: en el cuadro de Picasso el grupo de artistas forma el perfil de la letra D, inicial de la palabra Dastehen, estar de pie. 16-17 Augusto el Fuerte: príncipe elector de Sajonia (1670-1733), gusta­ ba de divertir a sus invitados deformando platos de estaño con una mano (vid. August Stahl, op. cit., pág. 313). 18-20 la rosa de la contemplación: el corro de espectadores. (Por lo que se verá a continuación es la anti-rosa del universo simbólico de Rilke). En relación con el símbolo de la rosa vid. apéndice. 20-25 tocado por el propio polvo florido..., el fruto aparente de la desgana: es una flor falsa, que se autofecunda, que da sólo frutos falsos; aparente, ligera sonrisa: compárese esta sonrisa con la del v. 57 de este mismo poema, mitad exacta —cumbre— de esta Elegía y, de algún modo, de todo el ciclo.

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Ahí: el marchito, arrugado levantador de pesos, el viejo que sólo toca el tambor, encogido en su enorme piel, como si antes ésta hu­ biera contenido dos hombres, y uno yaciera ya en el cementerio, y éste sobreviviera al otro, sordo y a veces un poco confuso, en la piel enviudada.

Pero el joven, el hombre, como si fuera hijo de una nuca y una monja: tirante y relleno a reventar de músculos y sencillez

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Oh vosotros a quienes un dolor que todavía era pequeño recibió, como antaño un juguete, en una de sus largas convalecencias...

Tú, el que con el impacto que sólo conocen los frutos, inmaduro, cae todos los días cientos de veces del árbol del movimiento

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26-32 Posible evocación de Pére Rollin; este pasaje se inspira también probablemente en la figura central, en segundo término, del cuadro de Picasso; como si antes ésta hubiera / contenido dos hombres: como si de los dos hombres que habitaron en la piel del tamborilero sólo el difunto fuera real (Angelloz). 33-55 Rilke puede referirse aquí a la figura que está a la izquierda del personaje central de «La famille des saltimbanques» de Picasso. 40-45 el árbol del movimiento edificado en común: el grupo acrobático formado por los saltimbanquis, (al igual que la rosa del v. 19, se trata de anti-árbol); en relación con este símbolo vtd. apéndice; cae todos los dias cientos de veces: posible alusión a la repetición incansable del mismo número acrobático, en el deambular de pueblo en pueblo, o en los entrenamientos previos a la exhibición.

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edificado en común (que, más raudo que el agua, en pocos minutos tiene primavera, verano y otoño), cae y choca junto a la tumba: a veces, en mitad de la pausa, un dulce semblante quiere surgir en ti y dirigirse a tu madre, raras veces tierna; sin embargo se pierde en tu cuerpo, que lo consume en la superficie, el rostro tímidamente apenas intentado... Y de nuevo el hombre da una palmada para el salto, y antes de que se te haga más claro un dolor en las cercanías del corazón, siempre al trote, le llega el ardor de las plantas de los pies a él, a su origen, anticipándose, con algunas lágrimas tuyas, de tu cuerpo, que se agolpan rápida­ mente en tus ojos. Y sin embargo, a ciegas, la sonrisa...

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¡Angel! oh, tómala, arráncala, la hierba medicinal de flores diminutas. Haz un jarrón, ¡guárdala! Colócala en medio de aque­ llas alegrías

45-50 un dulce semblante / quiere surgir en ti: en medio del ejercicio sin sentido de los acróbatas, del miembro más joven del grupo parece surgir un rostro expresivo, un semblante {vid. apéndice); el rostro ¡ tímidamente apenas intentado: la madre no corresponde a este gesto gratuito, por esto el semblante degenera en rostro, {vid. apéndice). 50-55 el hombre da una palmada para el salto: no hay lugar para la expresión gratuita del niño, el director del ejercicio manda continuar; en las cercanías del corazón: en medio de la brutalidad del ejercicio no es posible ni siquiera que el corazón se percate de su dolor, lo interiorice, vid. apéndice. 5 7 la sonrisa: a pesar del llanto y de la indiferencia de la madre, termina imponiéndose la sonrisa como gesto gratuito, dirigido a lo abierto, ajeno al «mundo interpretado». Este verso representa el punto de inflexión de la decalogía: a partir de este momento el poeta se encamina hacia las cercanías del ángel. En relación con el símbolo de la sonrisa vid. apéndice. 58-61 ¡Ángel! oh, tómala: el ángel, artífice de la transformación de lo visible en invisible, es quien debe guardar esta sonrisa; vid. apéndice; hierba medicinal: porque puede liberar al hombre de la enfermedad de sus afanes; de flores diminutas: porque es la sonrisa de un niño; aquellas alegrías / todavía

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todavía no abiertas a nosotros; en amorosa urna celébrala con inscripción florida, retorcida: “Subrisio Saltat.” Tú, entonces, amorosa, tú, la mudamente adelantada por las más fascinantes alegrías. Tal vez sean felices para ti tus flecos, o por encima de tus jóvenes turgentes pechos, la seda verde metálica se sienta infinitamente mimada y no carezca de nada. Tú, fruto de la serena indiferencia, vendido en el mer­ cado, colocado siempre de otra manera sobre todas las oscilantes balanzas del equilibrio, públicamente mostrado entre los hombros.

Dónde, oh dónde está el lugar —lo llevo en el cora­ zón—donde ellos estaban todavía muy lejos de poder, y no caían desprendiéndose unos de otros, como animales que se cubren y no se aparean bien;

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no abiertas: vid. Elegía IV, v. 18 y nota; Subrisio Saltat.: abreviatura de Subrisio Saltatoris (sonrisa del saltador). Rilke imita aquí las inscripciones que se encuentran en los jarros de las viejas farmacias —o, a modo de decoración, de las modernas— y en los que figura, abreviada y en latín, el nombre de la planta medicinal que contienen. 62-64 En estos versos el poeta se refiere a la niña que se encuentra en primer plano en el cuadro de Picasso; las más fascinantes alegrías: las alegrías de las que se habla aquí no son las mismas de las que se habla en el v. 59 de esta Elegía. 6 j tus flecos: la niña del cuadro de Picasso lleva flequillo. 71 las oscilantes balanzas del equilibrio: puede referirse a una figura estática de los acróbatas, a un ejercicio de equilibrio colectivo. 73-74 dónde está el lugar: el lugar —y el tiempo— en el que los saltimbanquis no poseían las habilidades que poseen ahora; lo llevo en el corazón: este lugar existe en el corazón del poeta, órgano de la interioriza­ ción, del recuerdo, vid. apéndice. 75-76 En este lugar los acróbatas se caían cuando intentaban formar un

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donde los pesos son todavía pesados; donde aún del vano girar de sus varas los platos se mueven sin ritmo.,.

Y, de repente, en este fatigoso En Ningún Sitio, de repente el lugar inefable donde el puro Demasiado Poco incomprensiblemente se transforma, da un salto y pasa a aquel vacío Demasiado. Donde la cuenta de muchas cifras se resuelve sin números.

Plazas, oh plaza de París, escenario infinito donde la modista, Madame Lamort, los inquietos caminos de la tierra, cintas sin fin, anuda y tuerce y con ellos inventa nuevos lazos, volantes, flores, escarapelas, frutos artificiales, todos teñidos de colores de mentira, para los baratos sombreros de invierno del destino.

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árbol humano, como los animales que quieren aparearse y son rechazados por la hembra. 81 Este fatigoso En Ningún Sitio: la utopía, lo que sólo se encuentra en el corazón. 82-84 Pur0 Demasiado poco: el estado previo a la habilidad de los acróbatas; aquel vacio Demasiado: esta habilidad. 87 oh pla^a de Parts, escenario infinito: esta estrofa parece acercarnos al clima sentimental y a las vivencias de Los Cuadernos de Malte: la ciudad de París, con su enorme densidad existencial, la urbe en la que se encuentran en vecindad la vida y la muerte, parece anunciar ya el mundo de las Elegías y, aún más, de los Sonetos. 88 ¡a modista, Madame Lamort: París, ciudad de la moda —signo de vida—; la sacerdotisa de esta práctica humana —algunos intérpretes ven en esta figura a la Parca— es la Señora Muerte (¿un recurso del poeta para darle a esta palabra el género femenino que en alemán no tiene?).

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¡Ángel!: ¿Debe haber una plaza que no sabemos, y allí, sobre inefable alfombra, los amantes que aquí nunca llegan a poder muestren sus osadas altas figuras del impulso del corazón, sus torres de placer, sus escaleras, donde nunca hubo suelo, que hace tiempo que sólo se apoyan unas en otras, temblando, y puedan esto, ante los espectadores en corro, innúmeros muertos callados?: ¿Lanzarían sus monedas, entonces las últimas, siem­ pre ahorradas, siempre escondidas, que no conocemos, eternamente monedas válidas de la felicidad, ante la pareja que al fin sonríe de verdad sobre la apaciguada alfombra?

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89-90 compárense estos versos con los versos 4-6 de este mismo poema. 94-98 Cabría relacionar este pasaje con los versos 10-15 la Elegía II. 101 ante los espectadores en corro: se trata de un corro distinto, opuesto, al que se describe en los w. 18-20 de este mismo poema.

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Elegía VI Higuera, cuánto tiempo hace ya que significa algo para mí que tú, casi del todo, saltes por encima de la floración y empujes al interior de tu resuelto fruto, decidido antes de tiempo, sin gloria, tu puro secreto. Al igual que el caño de la fuente, tu curvado ramaje empuja hacia abajo la savia y hacia arriba: y ella salta del sueño, sin despertarse casi, hacia la dicha de su más bello logro. Mira: como el dios entró en el cisne. ...Nosotros en cambio nos demoramos, ay, ponemos nuestra gloria en florecer y entramos traicionados en el retrasado interior de nuestro fruto finito.

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Rilke empezó este poema en Ronda, en invierno de 1913, siguió trabajando en él en París, a fines de este mismo año, y lo terminó en febrero de 1922, en Muzot. Su autor lo llama la Elegía del héroe. Después de los saltimbanquis, el fruto no logrado de un árbol estéril —con la sublime excepción de la sonrisa del niño...—, el héroe es, de entre los humanos, una figura que está trasponiendo ya el umbral del mundo de lo invisible. 1-3 La higuera tiene un valor simbólico en la última poesía de Rilke porque parece prescindir de la flor, que en este árbol es casi imperceptible, y dar sus frutos sin haber pasado por este estadio; en este contexto la flor significa la dimensión externa e inesencial de la vida humana. 4 sin gloria: porque ha prescindido de la flor; secreto: porque, al no ir precedido de la flor, es un fruto escondido y cuya existencia nadie sospecha. 5 el caño de la fuente: la fuente y el surtidor son símbolos centrales en la última poesía de Rilke: en la curva del caño y en la trayectoria del chorro están ya prefigurados el nacimiento y la muerte. 6-7 Analogía entre la higuera y la fuente.

8-10 como el dios entró en el cisne: alusión al mito de Leda, esposa de Tíndaro, amada por Zeus, quien se transformó en cisne para poseerla; nos demoramos: el hombre se entretiene en su florecer (aquí este verbo está tomado con un sentido negativo, vid. v. 2 de esta misma Elegía), nuestro fruto finito: la muerte, que nosotros intentamos retrasar, un fruto al que [9 3 ]

A pocos les sube tan fuerte el impulso de obrar que ya se apresten y ardan cual brasa en la plenitud del corazón, cuando la seducción del florecer, cual aire en calma de noche, la juventud de la boca les toca, les toca los párpados: a los héroes tal vez y a los destinados pronto a partir, 15 a quienes la muerte jardinera tuerce de otro modo las venas. Estos se lanzan allí: se adelantan a su propia sonrisa, como el tronco de caballos al rey victorioso en las imágenes de suave relieve de Karnak.

Extrañamente cercano a los que murieron jóvenes es el héroe. Durar no le acosa. Su aurora es existencia; constantemente se lleva a sí mismo a otra parte y entra en la constela­ ción cambiada de su continuo peligro. Allí le encontrarían pocos. Pero, el que nos silencia oscuramente, el destino súbita­ mente exaltado

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llegamos contra nuestra voluntad, como un accidente desgraciado que nos sobreviene. 15 los destinados pronto a partir: el héroe y aquellos que murieron jóvenes pertenecen a los pocos a quienes les fue dado el don de vivir como la higuera; a ellos tampoco les tentó el esplendor de la floración (v. 13 de esta misma Elegía). En relación con los que mueren jóvenes vid. apéndice. 17 se lanzan: éste es el modo como avanzan por la vida el héroe y los que mueren jóvenes. 18 su propia sonrisa: en este contexto puede-ser un fenómeno equipara­ ble al florecer de los versos 2 y 13 de este mismo poema; como el tronco de caballos al rey victorioso: alusión a un relieve del templo de K.amak que el poeta vio en un viaje por Egipto que hizo en invierno de 1911. 24 el destino: lo que está en frente del héroe, el mundo que se resiste a su hazaña, la circunstancia gracias a la cual es héroe. En relación con el concepto de destino en las Elegías y en Eos Sonetos a Orfeo, vid. apéndice.

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le mete con su canto en la tempestad de su mundo, que se abre en rumores. A nadie oigo como a él. De repente me atraviesa, con el flujo de aire, su oscurecido sonido. Entonces, cómo me gustaría esconderme de la nostal­ gia: Oh si yo fuera, si yo fuera un muchacho y pudiera aún llegar a serlo y estuviera sentado apoyado en los brazos futuros y leyera la historia de Sansón, cómo su madre primero nada paría y luego le parió todo. ¿No era ya héroe en ti, oh madre?, ¿no empezó ya allí, en ti, su elección soberana? Miles fermentaban en tu seno y querían ser él, pero mira: él tomó y dejó, escogió y pudo. Y si derribó columnas, era que, rompiendo la envol­ tura, salía del mundo de tu cuerpo e irrumpía en el mundo más angosto donde él siguió escogiendo y pudiendo. ¡Oh madres de héroes!, ¡oh origen de torrentes arrebatadores! Vosotras, barrancos a los que, quejándose, desde lo alto del borde del corazón se precipitan ya las muchachas, futuras víctimas del hijo.

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26-27 vid. apéndice, «viento». 28-31 El poeta, que ha rebasado ya la edad en la que todavía puede llegar a convertirse en un héroe, siente la nostalgia —de la que a su vez quiere protegerse— del posible niño que, leyendo la historia de Sansón, sueña con llegar a ser un héroe como él; primero nada paria y luego lo parió todo: según el Libro de los Jueces (XIII, 2 y XIII, 24), la madre de Sansón estuvo mucho tiempo sin dar a luz a ningún hijo. 35 pudo: hay que contraponer este verbo con el mismo que aparece en la elegía V, en el v. 74. 37 irrumpía en el mundo más angosto: el seno materno es un mundo más amplio que el mundo al que nace Sansón porque aquél es previo a la elección que hizo el héroe —v. 57 de esta Elegía— y en aquél eran posibles todas las formas de vida. 39 barrancos: vid. apéndice.

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Porque el héroe se lanzó a través de estancias del amor, cada latido le sacaba de ellas y le llevaba hacia arriba, cada latido que se refiriera a él, ya vuelto de espaldas se erguía en el límite de las sonrisas, diferente.

42 a través de estancias del amor: el héroe sobrepasa todas las estaciones del amor; cada mujer que le amó no hizo más que llevar adelante su empresa, promoverlo a un estadio distinto y superior.

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