13 Leyendas Tenebrosas del Perú

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EL TUNCHE

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UNO Ingresé a la oscura cabaña de maderas viejas y podridas con el corazón en la mano. Un relámpago brilló a lo lejos con un guiño siniestro. A cada paso, las maderas del piso crujieron como gatos en celo. Me oculté en el rincón más apartado de la habitación y guardé silencio. Respiré apenas, para no hacer ruido. Pero en la selva el silencio es imposible, excepto cuando lo envuelve el peligro. Un coro bullicioso de todos los sonidos imaginables llegaba desde afuera. Era un rumor de vida incontenible. A pesar de todo, no me moví. Esperaba la llegada de un visitante recurrente que desde la lejanía de su voz diría finnnnn, finnnn, anunciando su presencia. Entonces lo vería, sentiría su realidad, grabaría en mi mente lo tangible de su existencia, aunque solo fuese la vida fantasmal y legendaria que me habían contado los viejos y viejas desde que nací en Pucallpa, hace más de 30 años. De pronto, el ruido de la naturaleza cesó. Oí algún chillido de agonía, y un silencio de muerte lo invadió todo. Agucé la vista y esperé sombras en movimiento, algún espectro que flotase sobre la tierra o quizá la imagen de un cadáver andante, huesudo, por cuya hueca dentadura escapase su silbido característico. Así imaginaba yo a mi visitante. Jamás lo había visto. Sin embargo, lo primero que vi fue una sombra rojiza corpulenta, alta, musculosa, que cargaba sobre sus hombros el cuerpo exánime de un venado. La sombra rojiza ingresó en la cabaña, crujieron las tablas del piso y el cuerpo del venado cayó pesadamente contra el suelo. Entonces, un relámpago oportuno iluminó la escena y lo que vi me dejó más paralizado aún. Era un otorongo enorme, de pie, con cabeza humana y los ojos más tristes que había visto en mi vida. Su piel manchada de ocre amarillo y

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negro le daba un aspecto terrorífico. De pronto, su imagen cambió: era un ser con cuerpo humano musculoso y cabeza de otorongo. Al arrojar el venado contra el piso, levantó los brazos libres y lanzó un rugido poderoso que me hizo estremecer de pies a cabeza y sentir, por primera vez en mi vida, algo peor que el miedo: el pavor paralizante de la presa que está a punto de morir. Cerré los ojos. Contuve totalmente la respiración. Imaginé que el monstruo felino se acercaba y de un zarpazo me partía en dos. Mejor era no mirar y esperar. Pasaron algunos segundos de angustia. Hasta que, finalmente, el grito familiar de un mono en la lejanía atrajo más ruidos y pronto toda la selva volvió a cobrar vida, se llenó de la bulla de los animales, de los sonidos del río y del roce de las miles de plantas que bailoteaban con el viento. Abrí los ojos y el ser monstruoso ya no estaba. Pero sobre el suelo yacía la pieza de venado. Me levanté de mi rincón y de un salto abrí la puerta de la cabaña. Extraje mi linterna y corrí por el sinuoso camino que me había llevado desde el pueblito de Alto perillo hasta aquella cabaña siniestra, a orillas del río Ucayali. Mi cuerpo aún temblaba de miedo. Si no fuera por la pieza de venado ensangrentada sobre el piso, habría creído que todo era una alucinación, motivada por la angustia, la necesidad de ver fantasmas, el deseo de creer. Ya en la casita de madera y techo de criznejas de don Ruperto Saavedra, a quien todos llamaban Rupacho, me metí al mosquitero lo más rápido que pude. Debía calmar el temblor de mi cuerpo. Mis dientes castañeteaban y hasta mis párpados vibraban inquietos. El miedo es incomprensible. Unos minutos después, sentí que mis brazos se aletargaban, que mi espíritu volvía a recuperar la calma y que Rupacho, frente a mí, desde afuera del mosquitero me llenaba de humo de tabaco. Salí del mosquitero dando un suspiro.

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—El humo del tabaco aleja a los malos espíritus —dijo Rupacho— , y también el miedo. Vi algo extraordinario —dije, seguro de mis palabras. - ¿Encontraste al tunche que querías ver?—dijo Rupacho, riendo—. Porque aquí oímos al tunche todas las noches. Bien fastidiosos son esos mentecatos si se la agarran contigo. Rupacho era un sanador. Algunos decían que era un «banco», es decir, el máximo nivel al que acceden los brujos o shamanes de la Amazonía. Y su aspecto era grotesco. A su pequeño tamaño de menos de metro y medio, se sumaba el pelo largo, la nariz grande y dos enormes orejas que duplicaban fácilmente el tamaño normal. Pero era temido y respetado, y a él venían personas desde Iquitos, Contamana o Pucallpa para sanarse. —He visto un fantasma difícil de olvidar, Rupacho. Era alto, fuerte, con cuerpo de otorongo y cabeza humana, o quizá con cuerpo humano y cabeza de tigre... No puede ser —dijo Rupacho, sorprendido. - Y llevaba un venado recién cazado que arrojó al suelo. - No puede ser —repitió Rupacho. De pronto, a lo lejos se oyó el sonido (roce de hojas, murmullo de aguas agrias, piedras entrechocándose) típico del tunche: finnnn... finnnn... - Debo verlo —dije. Rupacho me hizo alto con la palma de la mano, pero no le hice caso. Corrí a la salida de la casa de madera, pero no me atreví a abrir la puerta. De pronto, empezó a oler a muerto y a hacer frío. Había una mirilla en la juntura de dos tablas ya viejas, y por ahí miré hacia afuera. Súbitamente me tiré para atrás. Había creído ver el cuerpo andrajoso, podrido, huesudo, cadavérico del tunche, pegado a la pared de la casa. No pude hablar. Comencé a botar espuma por la boca y a tener convulsiones. No podía tragar aire. Me ahogaba.

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Rupacho vino nuevamente hacia mí y me lanzó el denso humo de su mapacho, mientras emitía sus icaros poderosos y cantaba, en una mezcla de quechua y cocama, un mariri de protección que me devolvió a la normalidad. —Si no fueras terco, aprenderías, amigo Ricardo —dijo Rupacho, serio. Bajé la cabeza, como un perrito arrepentido y le di la razón. Mi deseo de encontrarme con el tunche era incontrolable. Debía redactar un informe para la universidad, donde estudiaba el último ciclo de antropología. Llevaba viviendo más de un mes en Altoperillo, en la casa de Rupacho, y hasta ahora no había podido ver un tunche o tunchi, como también se le llama. ¿Cómo iba a escribir si no tenía nada para contar? Y esta noche, de pronto, todo se había juntado. —Siéntate —dijo Rupacho—. Voy a contarte todo lo que sé sobre tunches y sobre ese ser que has visto en la cabaña maldita. Te dije que no fueras, pero terco, muy terco, fuiste. Y has visto algo que ni mi generación ni la generación de mis padres han visto. Mi abuelo sí lo vio. Y voy a contarte. Siéntate. DOS Si vas a la selva y, de pronto, en la noche cerrada, sientes frío, o empiezas a oler a podrido o a muerto, u oyes un silbido que pareciera que viene de lejos; o si estás dentro de la selva y de pronto sientes que alguien te sopla en la nuca, o si en la mano o en el brazo sientes que algo te roza, o si te parece que una mano acaba de tocar tu pierna o despertar tu pelo; O si crees ver sombras que se mueven solas, o cuerpos que parecen de humo o de aire, o miradas huecas o rojizas en lo profundo de la oscuridad; o si oyes pasos en la soledad de tu cuarto, o si crees que las hojas de los árboles conversan o que las aguas del río están muy habladoras; y, sobre todo, si sientes que hay alguien a tu lado pero miras y no hay nadie, y si oyes ese finnnn, finnnn, que nos asusta a todos, y peor é

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aún, si tu cuerpo empieza a desobedecer y no puedes moverte, ni hablar, y solo sientes el frío de la oscuridad o el frío del miedo, pues ten por seguro que el tunche anda cerca. Muy cerca. Voy a contarte. Una noche, doña Dorita empezó a sentir el tunche a cada rato, finnn por aquí, finnn por allá, no la dejaba tranquila. Entonces llamó a su compadre, don Rudecindo, que era el brujo del pueblo, y tomaron ayahuasca. El compadre le dijo entonces que había visto en sueños que se trataba del tunche de su marido, el que se había ahogado en el río, y que había venido a llevársela porque mucho la extrañaba. Pero doña Dorita no creía en tonterías. «Muerto es muerto», dijo, «qué majadería que un muerto esté con ganas de fastidiar». Y noche sintió que en la completa oscuridad algo la levantaba de la cama. Y ella, sin fuerzas, salió de la casa, fue por el caminito de la quebrada y llegó al río grande. Algunas personas que no podían dormir por el tremendo calor de esa noche la vieron entrar en el agua, y se perdió ahí. Se ahogó. Nunca encontraron su cadáver. El tunche de su marido se la había llevado. Y peor fue lo que pasó con el Gabicho. Un día su mujer le comprobó lo mozandero que era y se volvió loca. Tomó el machete filudo y mató a sus dos wawitas, y después ella se cortó las venas y se dejó desangrar. Cuando Gabicho llegó a su casa, después de su última aventura con otra mujer, descubrió el horrendo crimen. Lloró como nunca lo había hecho en su vida. Enterró a su mujer y sus hijos. Y desde entonces, todas las noches oía al alma de su mujer andando por las calles del pueblo, flotando caminando con una vela encendida en las manos, pidiendo perdón por haber matado a sus wawitas, qué culpa habían tenido ellos. Gabicho se fue a vivir a otra casa, porque cada vez que volvía de la chacra, veía nuevamente la sangre en las paredes, la mesa húmeda y roja, las camas revueltas y todavía sangrantes. Una noche siguió al alma de su mujer y la vio entrar en la antigua casa.

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Y ahí estaban ella y sus hijitos, todos con una vela en la mano, dando vueltas y vueltas, como en una procesión. El Gabicho no pudo soportar más. Quiso acabar con su dolor y con las espeluznantes imágenes. Trajo una galonera llena de queroseno y le prendió fuego a su antigua casa. Vio a los tunches de su familia lanzar agudos chillidos de rabia y, de pronto, los tres lo miraron. Vio tres pares de ojos ardiendo de odio, un rojo intenso como brasas diabólicas, y súbitamente se sintió sin fuerzas; tres pares de manos lo atraparon y lo introdujeron en la casa ardiente. Los pobladores oyeron los gritos aterrorizados y muchos no durmieron esa noche. Al amanecer, de la casa solo quedaban las cenizas. Nada más. Y después, el olvido. Comprendes ahora, tú que quieres saber de tunches, ¿qué imaginas que es un fantasma y nada más que eso? Es mucho más. Más. Es el maligno. Es la muerte invisible que camina. Nunca te cruces en su camino. No imites su silbido. No te acerques. Más bien aléjate, ocúltate. Por eso, respeta nuestro tabaco. El mapacho ahuyenta a los espíritus, aleja al tunche. Hace miles de años nuestros antepasados tienen al mapacho como amigo. Mira, yo tengo aquí mi atadito de mapacho. Si se me acaban los cigarros, lío el tabaco y al rato ya tengo varios cigarros para fumar. Ahora ya sabes del tunche. ¿Y quieres saber, también, del hombre otorongo que viste la noche pasada? Voy a contarte. Escucha. Y después debemos volver a esa cabaña maldita, para ahuyentar a ese espíritu de nuestros antepasados. TRES Hace mucho tiempo, cuando los animales eran hombres y los hombres podían ser animales, vivió un hombre fuerte que sabía convertirse en otorongo. Su nombre no importa ahora, pero é

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transformarse en tigre lo convertía a él en un Minayahua, temido por todos, envidiado por todos. Su esposa había muerto, así que solo vivía con su hija, el esposo de ella y su nieta. El hombre era tabaquero. Sabía dónde mirar y apuntar. Vivía alejado de todos. A veces, su hija se acercaba a decirle: —Papá, ya no tenemos qué comerY el hombre se internaba en el bosque y, transformado en Minayahua, cazaba venados, sachavacas y picuros. Los dejaba junto a una aleta de lupuna. Luego tomaba su pucuna y cazaba paujiles y shanshos, que también dejaba en la aleta del árbol gigantesco. Iba donde su hija y le decía: —Hija, anda a la lupuna, que ahí tienes mitayo—. Y se alejaba. La hija encontraba la gran cantidad de caza y se alegraba mucho con su esposo y su pequeña hija. Pero los vecinos estaban envidiosos. Miraban el venado y la sachavaca, y decían entre dientes: —Otra vez se ha convertido en Minayahua, va a cazar mucho nuevamente. Mejor matemos a su hija. Y fueron con lanzas y flechas, mataron a la hija y se fueron. La nieta corrió a avisar y encontró al abuelo dormido en su hamaca, convertido en tigre. Con un palo lo golpeó y el abuelo volvió a ser hombre. Al enterarse de que los vecinos envidiosos habían matado a su hija, corrió hacia ella, fumó bastante tabaco y cantó mariris poderosos, y revivió a su hija. Esto ocurrió muchas veces, hasta que un día los vecinos envidiosos aprendieron una cosa: que si cortaban a la hija en pedazos, el viejo Minayahua ya no podría revivirla. Y así lo hicieron, efectivamente. Una noche los vecinos entraron armados a la maloca de la hija, la mataron con lanzas y flecharon al esposo y a la niña, y luego los trozaron a todos. Entonces se retiraron muy seguros de su hazaña. A la mañana siguiente, el hombre fue a visitar a su hija y encontró la desgracia. Lloró desconsoladamente. Intentó revivirlos, pero fue é

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imposible. Su grito fue tan poderoso, ya convertido en hombre-tigre, en Minayahua, que sus propios enemigos temblaron de miedo. Desde esa vez, el Minayahua ya no pudo convertirse en hombre. Y comenzó su terrible venganza. Cada vez que un cazador se internaba en el bosque para llevar comida a su familia y se oía su grito desgarrador, era señal de que se había topado con el Minayahua. En esos casos, el cazador trataba de huir sudando de terror, pero el Minayahua lo alcanzaba de un salto, lo arrinconaba contra algún árbol y de varios zarpazos y mordidas lo dejaba muerto, partido en pedazos. Su familia solo encontraba restos de su cadáver, comido por las fieras y alimañas Además, a la venganza del Minayahua no tenía límites. Cazaba hombres, mujeres y niños con igual ferocidad. No distinguía al bueno del envidioso. Los hombres nos habíamos convertido en sus enemigos. En sus presas. Mi abuelo me contó que esta historia se fue perdiendo en la noche de la memoria. Muchos hombres y mujeres murieron, hasta que poco a poco dejó de hablarse del Minayahua. Pero no había desaparecido. Quizá solo se había ido a cazar a otros territorios. Una vez ingresó a la casa de un pescador, que dormía con su familia. Los mató a todos. Los desgarró como manteca de boa. Y es que esta familia había construido su casa de madera sobre la que antes fue, según dicen, la maloca de la hija del Minayahua, cerca de la quebrada y de una gigantesca lupuna. Pero el Minayahua cambió con el tiempo. Volvía de cuando en cuando a la casa abandonada y dejaba piezas de venado, sachavacas y sajinos, que cazaba en las noches tenebrosas. Estaría extrañando a su hija y nieta, que lo apaleaban para que se convirtiera en hombre cada vez que se dormía como tigre. Algunos oían llantos lastimeros. Otros, solo el rugido de la muerte. Mi abuelo cuenta que aquella ocasión en que el Minayahua trozó a la familia del pescador fue la última vez que tuvo noticias de él. Después parecía haber desaparecido. Mi padre tampoco oyó nada de él, y pensó que todo era invención de los antiguos para é

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asustar a la gente. Te aseguro que yo pensaba lo mismo, hasta ahora. Tú lo has visto, y eso no es nada bueno. Seguro dentro de poco vamos a oír de muertos trozados por las garras y los dientes del Minayahua. Ahora que ya sabes todo, vamos a esa casa abandonada. Ayúdame a fumar mucho tabaco para expulsar a ese mal espíritu. Para que ese monstruo del pasado no vuelva más. Y también para que el tunche deje de vagar por este pueblo. CUATRO Cuando Rupacho terminó su relato, me quedé pensativo un momento. Eso me ocurría cada vez que creía haber respondido a una interrogante, cuando en realidad se había abierto para mí un abanico de muchas preguntas. Pero no era tiempo para pensar. Debíamos actuar de inmediato. Ya estaba atardeciendo. El horizonte lamía una larga mancha sanguinolenta sobre el cielo. Los crepúsculos siempre son distintos y parecidos a la vez. En una diminuta shicra, Rupacho guardó mapachos y un pequeño mazo de tabaco, fósforos y papeles de periódico. Yo solo me agencié mi linterna de mano, del tamaño de un lapicero. Salimos de Altoperillo, un pueblito hermoso y lleno de lomas a orillas del río Ucayali, y nos internamos en el bosque. Entrar en el bosque significa, casi siempre y a cualquier hora, sumergirse en la noche. Un caminito oscuro nos llevaba hasta la quebrada, en cuya orilla se levantaba la casa abandonada a la que yo había ido la noche anterior en busca de tunches y espíritus vagabundos. Después de varios minutos de caminata, llegamos a la casa maldita. Un coro de sombras surgía en la naciente noche y Rupacho no prestó atención a lo que a mí me había hecho estremecer de pies a cabeza. —No seas miedoso, Ricardo. Entra —dijo Rupacho.

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Dentro de la casa había un olor extraño. Ya no olía solo a maderas viejas y aguas estancadas, humedad, tiempo envejecido. Olía también a podrido. ¿Por qué huele así, Rupacho? —Pero si huele igual que siempre. Siéntate aquí. Y no hables. Me senté sin chistar. Me parecía extraño que Rupacho no hubiese prestado atención a las sombras que parecieron envolvernos al entrar a la casa, ni al extraño hedor del ambiente. Pensé que quizá se tratase de ratas muertas, o cualquier animal en descomposición en algún rincón de la casa. Rupacho tarareaba un cántico en quechua. También decía algunas palabras en cocama, que podía distinguir claramente. Sobre los periódicos en el emponado había extendido el tabaco, abierto el mazo y colocado en varias filas los mapachos. Y mientras movía las manos, iba cantando. Suavemente. Como para no molestar a nadie. Entendí su idea. No se trataba de enfrentarse, sino de pactar: sugerir la ausencia, ahuyentar con palabras y canciones. Cuando Rupacho encendió el primer mapacho, descubrí que ya era noche cerrada. Alrededor estaba tan oscuro como antes del nacimiento del mundo. Fumé también un mapacho, pero me atoré. Su fuerte sabor me golpeó la garganta y sentí náuseas. Dejé el cigarro a un lado y observé fumar a Rupacho. Pensé en los miles de años que los antiguos peruanos venían fumando, sanando, sabiendo cosas del mundo gracias al tabaco. Algunos lo bebían. Y Rupacho lo disfrutaba. De pronto, el piso crujió y mi cuerpo se escarapeló. Una sombra rojiza cruzó el ambiente y el silencio más absoluto nos invadió por unos segundos. Otra vez ese pesado olor a carne podrida. Rupacho tomó aliento y siguió cantando. —De verdad necesito que fumes —me dijo. La puerta se abrió violentamente y cayó destrozada contra el piso. Pero nadie entró. Era pura señal de furia. é

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Rupacho siguió cantando y fumando. El ambiente olía a tabaco y me era difícil respirar. Oía palabras que se repetían una y otra vez: «Vete, vete Minayahua, duerme, duerme Minayahua, sueña, sueña compañero, tiempo, tiempo ya ha pasado...». En eso, Rupacho salió disparado por los aires y fue a golpearse contra la pared de madera. Yo me puse de pie de un salto y lo llamé, corrí a buscarlo y levantarlo del piso. —No dejes de fumar, cojudo —me dijo Rupacho. Volví por los mapachos y, repentinamente, me vi frente a frente con el hombre otorongo, gigantesco y de pie, rojizo como un monstruo de sangre, con sus fauces sanguinolentas y sus ojillos brillantes y amarillos. Me paralice por completo. Mi terror era absoluto. Por suerte, sentí una nube de tabaco a mi alrededor. Nunca amé tanto el tabaco como entonces. Rupacho otra vez venía a salvarme. Pero el monstruo no estaba para humos ni canciones, así que nos golpeó a los dos y caímos cerca de la puerta destrozada. Nos miramos y comprendimos que debíamos huir. El cigarro de Rupacho había caído sobre los periódicos y se había encendido un pequeño fuego. Sentí que caía sangre por mis ojos y me sentí herido. Rupacho también sangraba. Nos ayudamos mutuamente a salir de la casa terrible y llegamos al caminito, donde nuestras piernas se doblaron aplastadas por el dolor. Al volver la mirada hacia la casa abandonada, descubrimos que el fuego ya se había extendido y acababa de llegar al techo de criznejas, que se encendió como seco papel ávido de fuego. Un rugido estremecedor se oyó en toda la selva, un rugido de animal herido y enojado. ¿El hombre otorongo estaría quemándose en su propia casa? ¿Terminaría, por fin, la infinita venganza del Minayahua? La casa de madera ardió en pocos minutos. Los carbones del techo se vinieron abajo y las paredes, devoradas desde dentro por los comejenes y gusanos, fueron presa fácil de las llamas. En pocos minutos, no quedó nada en pie.

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Y cuando creímos que ya todo se había acabado, oímos el grito profundo, el rugido poderoso del monstruo. Pero venía desde tan lejos, que comprendimos que definitivamente el Minayahua se estaba alejando para siempre - Logramos alejarlo, Rupacho —dije, adolorido pero contento. - Sí, lo logramos —dijo Rupacho—. Pero no sé cuántas heridas tengo. No puedo ver y estoy sangrando mucho. - Yo también estoy sangrando mucho —dije, agitado—. Y no sé de qué estoy herido. —Deben ser las garras del tigre —dijo Rupacho. Nos pusimos de pie nuevamente y reemprendimos la marcha. No era difícil avanzar por el caminito que nos conduciría al pueblo. Lo difícil era soportar el dolor. Pronto estaríamos en una cama limpia: nos bañaríamos primero y luego nos curarían las mujeres del pueblo, agradecidas. Pronto dormiríamos como niños felices y toda la pesadilla de esa casa maldita habría terminado. Y por fin podría redactar mi informe para la universidad. No me importaba que no me creyeran. La experiencia vivida era suficiente para mí y me acompañaría toda la vida. Faltaban pocos minutos para llegar al pueblo. Ya oíamos los aullidos de los perros a lo lejos. Aunque cojeábamos, íbamos tomados del brazo y los hombros y nos ayudábamos a soportar el dolor. Fue entonces cuando sucedió. Apareció el frío que todo lo rodeaba. El temblor en las piernas. La náusea en el filo de la boca. Y ese sonido lejano que no era otra cosa que el silbido de la muerte. —Fiuuuuu... fiuuuuu. La gente solía decir que el tunche silbaba finnnnn,finnnn, pero yo escuchaba fiuuuuuuu. Rupacho cayó de rodillas y buscó la shicra con el mazo de tabaco, que se le había caído en la casa abandonada. Buscó sus mapachos, pero

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todo el tabaco se había quemado en la casa también. No había cigarros que nos salvaran esta vez. En ese momento la selva no parecía la casa amiga de siempre, sino una cárcel horrenda de la que no podíamos escapar. Miré a Rupacho y tenía los ojos blancos, el cuerpo contorsionado, las babas resbalando por su rostro petrificado. Me había advertido tanto sobre los peligros del maligno, y ahora estaba exhalando sus últimos suspiros. Al final, cayó pesadamente en tierra. Quise correr en su auxilio, pero no pude. Una fuerza sobrenatural me detenía y anulaba todas mis fuerzas. Estaba tan paralizado como un árbol seco a punto de ser derribado por el viento. Al poco rato, también caí en tierra, de rodillas. Sentí que mi boca espumaba de espanto y que se atoraba mi respiración, mientras el maligno, el tunche de las selvas profundas, pasaba cerca de mí y se inclinaba sobre Rupacho. No podía verlo, pero sentía su presencia, su frío estremecedor, su olor nauseabundo. Podía simplemente sentirlo. Ni siquiera el pavor que había sentido anteriormente ante el hombre otorongo podía compararse con este miedo cerval. No había palabra para describir el otro miedo, el definitivo, el último. Vi que el cuerpo de Rupacho era envuelto por una nube más oscura que la noche. Luego, pareció torcerse, quebrarse, como si se tratase de una imagen que se disuelve en el agua cuando la agitamos. No quedaban ni restos de humo ni vapor ni viento movido. Solo un largo silbido que se perdía en el horizonte. A pesar de que me abandonaban las fuerzas, pude empezar a respirar de nuevo. A lo lejos, los perros aullaban desesperadamente

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VOCABULARIO

-Ayahuasca: bebida hecha a base de la planta medicinal del mismo nombre. Además, es alucinógena. −Cocama: versión castellanizada del nombre kukama kukamiria, uno de los pueblos con mayor presencia en la Amazonía peruana. −Crizneja: trenza de hojas de palmera usada como techo para evitar el ingreso de la lluvia. -Emponado: piso de madera hecho de una palmera llamada pona, muy común en las casas indígenas. -Icaro: canto de sanación. También se emplea el verbo icarar como sinónimo de cantar para curar. −Lupuna: el árbol más alto de la Amazonía que puede sobrepasar los 70 metros de altura. La lupuna aparece en muchas leyendas y es considerada un árbol mágico. −Maloca: casa familiar de los indígenas amazónicos. La maloca comunitaria es inmensa y en ella se transmite el conocimiento ancestral. −Mapacho: tabaco amazónico de altísimo contenido de nicotina, que se usa en rituales shamánicos. También se llama así al cigarro armado con dicho tabaco. -Mariri: al igual que el icaro, es un canto de sanación usado durante sesiones curativas y de ayahuasca. -Mazo: porción de tabaco atado, el cual se corta en pedacitos para formar los mapachos.

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−Minayahua: nombre que se le da en la tradición oral cashinahua al hombre - otorongo. −Mitayo: en la Amazonía, caza. Se usa también en forma de verbo: mitayar. −Mozandero: enamoradizo. - Otorongo: el felino más grande de América. Es llamado también tigre o jaguar en la Amazonía peruana. -Paujil: ave amazónica muy parecida al pavo, cuya carne es muy apreciada. Es un animal silvestre. -Pucuna: arma compuesta de un tubo delgado, en el que se introducen dardos o flechas que se disparan al soplar desde uno de los extremos. También se le conoce como cerbatana. −Sachavaca: el mamífero terrestre más grande de la Amazonía que puede pesar hasta 3oo kg. También es llamado tapir. - Sajino: mamífero silvestre parecido al cerdo, también llamado pecarí. Habita en muchas áreas de América. −Shamán: sabio curandero, poseedor de poderes sobrenaturales, como el de comunicarse con los espíritus y adivinar el futuro. También se escribe chamán. - Shansho: ave amazónica del tamaño de un pollo y de aspecto prehistórico. Tiene una enorme cresta de plumas sobre la cabeza. -Shicra: bolso tejido con fibra vegetal de uso común en los pueblos amazónicos, llamado también ficra. -Wawa: palabra quechua que significa bebé o niño pequeño. Se escribe también huahua o guagua. é

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EL PISHTACO

«Están en la puna, en un camino. En la noche saltan hacia un hombre. Lo tumban al suelo. Sacan su cuchillo o su machete de acero, le tiran de los pelos como a un cerdo, y ¡zas! le abren el cuello. Su cuerpo lo ponen patas arriba, amarrado con una soga. Gota a gota la grasa va cayendo a unos recipientes.(...) Es que la grasa vale. La grasa de los cholos vale. La mandan al Callao, la llevan al extranjero. Pagan caro por la grasa peruana». Relatado por Aurelia Lizame, de Andahuaylas, Apurímac. Recopilado por Alejandro Ortiz Rescaniere en De.Adaneva a Inkarri (1973) Si estás atravesando un camino solitario donde las piedras ruedan amenazantes y el viento silba el anuncio del peligro, debes afinar la guardia, medir bien tus pasos y aguzar tus sentidos... Porque detrás de un arbusto cómplice, a la vuelta de un camino desolado o al final de un puente inquieto, de un momento a otro, unas toscas y fuertes manos te cogerán con fuerza y un cuchillo filudo y reluciente buscará tu cuello. Es el temible pishtaco, hombre de ojos secos y corazón estrecho; alto, membrudo, vestido de oscuridad y con el rostro encubierto; pero por sobre todo cruel e implacable. Las voces populares saben mucho de este asesino que existe desde tiempos remotos y que ha sobrevivido a lo largo de los siglos, derramando sangre de indefensos para llevar a cabo sus fines macabros: negociar y hacerse rico con el cuerpo humano, ser el sicario de quienes se

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benefician con los preciados órganos y la energía palpitante que todo hombre guarda en su interior. Se han contado innumerables y variados relatos, testimonios y leyendas sobre este personaje tenebroso del Perú. Aquí algunas historias...

E L D ES T RIP A D O R Lo primero que los dos guardias vieron al entrar en la vieja choza fueron las uñas gruesas y renegridas de dos pies amoratados. El resto del cuerpo yacía cubierto con una raída manta de colores, las dos ojotas de jebe estaban desperdigadas y más allá se veían los restos de una silla partida. Los hombres, armados con revólveres, siguieron entrando despacio, tanteando el suelo aún pegajoso. Había un fuerte olor a carnicería, a camal. La noche ya cerraba el cielo, de modo que los guardias tuvieron que encender una linterna para alumbrar al fondo y distinguir qué era ese bulto en un rincón. Con espanto notaron que se trataba de la cabeza desprendida del cuerpo; aún llevaba puesto un gorro de lana y estaba tirada como si la hubiesen pateado con furia, por inservible. Horrorizados, los dos policías se acercaron al cuerpo tendido, retiraron la manta y comenzaron a levantar lentamente el poncho endurecido por la sangre seca. Al hacerlo, sintieron un fuerte impacto de pavor y asco por lo que se mostraba ante sus ojos: el joven estaba despanzurrado , su vientre abierto y vacío, como si una fiera hubiera devorado los interiores. En Lircay, al día siguiente, toda la gente ya estaba enterada del terrible asesinato y de eso nomás se conversaba. Incluso subió una camioneta de la policía de Huancavelica para investigar el caso. En la plaza, la gente hablaba: é

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—Pishtaco es —dijo una anciana de largas trenzas que estaba hilando lana. —Sí, el nakaq es —añadió otra señora que estaba a su lado, tejiendo—. Tiempo no veíamos por aquí las maldades de esos barbudos. Buen muchacho han agarrado. joven, fuerte... Se han llevado su energía, su interior. Un policía se acercó: «A ver, señoras, cuenten todo lo que saben sobre ese nacag». - Aquí más se le conoce como nakaq, o sea, degollados. Pishtaco también le decimos porque «pishtay» quiere decir cortar, descuartizar, pues dicen que esos malditos no solo matan a la gente, sino también les gusta despedazar, hacer tiras con la carne humana; algunos, peor todavía, la comen como chicharrón . Pero lo que más buscan es la grasa del hombre para venderla en las ciudades del exterior. - ¿Y para qué la venden? La grasa, pues, vale. La convierten en polvo, luego en pastillas, en remedios. Así se curan ellos, los extranjeros. Aja, así es - continúo la señora Pero también dicen que la grasa la llevan a las grandes ciudades para hacer funcionar sus máquinas; con la grasa del hombre la maquinaria funciona mejor, trabaja mejor y dura más. Esto no es de ahora nomás, esto ya es de tiempos lejanos, desde que los españoles han llegado. Por eso, antes la grasa de los cholos la usaban para fabricar las campanas de las iglesias, y los curas contrataban a los pishtacos para que maten y les lleven tinajones de grasa de hombre... - Sí, las campanas de la iglesia suenan mejor, tienen un lamento más triste con la grasa de los hombres. Así dice que decían antes —añadió la é

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señora de trenzas. Los policías encargados del caso continuaron recogiendo datos, historias, relatos. Días después, encontraron un cuchillo con sangre tirado en un camino perdido, y muy cerca de ahí una capa negra. Nada más. Después la policía se fue y todo quedó en eso. Pero los lircaínos, luego de esa noche sangrienta en la que mataron a uno de sus jóvenes, estaban avisados y ese era el tema de conversación y pánico en todas las casas: pishtaco ha venido, hay que andarnos con cuidado, en grupo, hay que mirar bien las curvas de los caminos, hay que cerrar las puertas, hay que estar con nuestros machetes y picos a la mano para darle duro al nakaq. Pero nunca volvió a aparecer un pishtaco ahí en Lircay. ASESINO S A S UE LD O

Se sabe que los sanguinarios pishtacos tienen también otros fines y más modalidades de crueldad. Para servir y dejarse mandar p or hombres ric os y p oderosos, a c ambio de oro y dinero, también se prestan los desalmados. Poco tiempo después de la llegada de los españoles, los curas y colonizadores de entonces impusieron cambios violentos en la vida de los hombres vencidos y de los indios naturales que poblaron estas tierras desde tiempos remotos. Los invasores destruyeron a sus dioses, hicieron que doblaran sus rodillas ante nuevas y extrañas imágenes, y castigaron con crueldad a quienes se negaban a aceptar la nueva religión. Hubo buenos cristianos que buscaban el bienestar y la paz entre los hombres, pero también existieron clérigos que mancharon sus manos con la sangre de los caídos. Los hombres más viejos cuentan que estos malos religiosos hicieron contratos con sicarios para que maten sin piedad a los indios rebeldes. Y todavía algo peor: buscaron la manera de valerse de sus cuerpos. Un anciano é

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de Vinchos, Huamanga, relata: «En tiempos antiguos, los pishtacos eran personas designadas. Los mismos curas les entregaban el hábito bendecido, un machete curvo y un cuchillo. Cuando el asesino salía de la ciudad, sonaban las campanas. Y ya en la puna, en sitios solitarios, esperaban callados nomás a las personas y las agarraban con toda su fuerza, porque eran altos, brazudos, fuertes. También dicen que los mismos indios se volvieron pishtacos, porque les pagabán y preferían el color del oro que a su gente. Negros pishtacos también ha habido, pero ellos más lo hacían por obligación, porque eran esclavos. Entonces, después de matar a sus víctimas, las llevaban a unas cuevas oscuras en donde las colgaban de los pies con sogas gruesas. Prendían velas o fuego en la parte baja del muerto, para que chorree poco a poco la grasa en unas tinajas. Y no eran sonsos ni improvisados; todas se las sabían. Los muy desgraciados escogían y daban muerte principalmente a las personas que eran más gorditas y que además tenían bonita voz, porque decían que la sangre y la grasa de estas servían mejor en la fundición de las campanas; y dicen que cuanto mejor voz tenía la persona, más sonora salía la campana, más dulce y triste era el tan-lan, tan-lan. Al final de su faena, los pishtacos entregaban la grasa a esas personas poderosas que la habían solicitado. Eran los hacendados ricos o los sacerdotes sin corazón los que pagaban bien por ella, ya que tenían mucha plata, y ellos mismos se encargaban de mandarla al extranjero. Así nos han contado los abuelos». CANÍBALES Y CRIMINALES

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Cuentan que hace mucho tiempo, en la provincia de Canta, existía una muy estrecha unión y fraternidad entre los ciudadanos que formaban la comunidad de San Buenaventura, y eran como una sola familia para todos sus trabajos. Cierta vez, uno de ellos quiso hacer su casa y, como era costumbre, todos, hombres y mujeres, fueron a hacer la minka . Pero hacía falta la paja para el techo, así que decidieron ir por ella a la agreste puna, donde el viento azota y hace silbar el ichu dorado. A medio camino, se sentaron a descansar y se dispusieron a comer su fiambre; habían llevado cancha, queso, charqui, papas asadas y habas tostadas. C u a nd o es ta b a n c o mi e nd o tr a nq u i la mente, fueron sorprendidos por unos desconocidos que les ofrecieron su amistad y les quisieron invitar unos chicharrones que llevaban en una alforja con hebilla gruesa. Pero estos chicharrones estaban hechos con carne humana, y además contenían un polvo que producía sueño profundo. Las esposas de los hombres reconocieron en los individuos desconocidos a los temidos pishtacos, pues les vieron sus barbas descuidadas, sus correas de cuero y las manos llenas de cicatrices y sangre seca. Asustadas, hicieron señas a sus esposos para que no comieran la carne, pero ellos no dieron importancia a sus mujeres

y siguieron

comiendo

rico.

Terminado

el

almuerzo,

los

desconocidos se levantaron y se retiraron a merodear por ahí. A los pocos minutos, ya casi todos los hombres habían caído en un profundo sueño; entonces las señoras, desesperadas, los arrastraron como pudieron a esconderlos en cuevas, y los taparon con paja, para que no los vieran los pishtacos; y de inmediato regresaron al pueblo a dar aviso a las autoridades y al resto de la gente que se había quedado allí. Cuando todos estos llegaron armados de hachas, cuchillos y machetes al lugar donde habían é

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quedado escondidos los infelices, faltaban dos hombres. Todos se afligieron por la desaparición de sus compañeros y parientes, y decidieron ir en busca de los pishtacos. A unos dos o tres kilómetros de distancia, llegaron por fin a una cueva donde descubrieron a primera vista los cadáveres de los hombres que faltaban; estaban sin cabeza y colgados de los pies, de unos ganchos asegurados a las rocas que formaban la cueva. En la parte baja había un perol grande en el que se depositaba la sangre y la grasa de los cuerpos

muertos. Llenos de indignación y horror, se pusieron a buscar a los bandidos. Uno de ellos descubrió, a unos metros de la cueva, a uno de los pishtacos que dormía tranquilo después de su obra... Se acercó cuidadosamente a él y, con el hacha que llevaba en la mano, ¡caj!, le descargó un golpe en el cuello y la cabeza salió rodando por un lado. Sin embargo, la reacción del pishtaco fue tan rápida que el cuerpo sin cabeza, con un movimiento brusco, logró ponerse de pie, pero no pudo permanecer así y volvió a caer, sin vida. Los otros pishtacos, al oír los ruidos, huyeron rápidamente. Entonces los hombres recogieron los cadáveres de sus familiares y los llevaron al pueblo para darles sepultura, dejando en el mismo lugar el cuerpo del pishtaco para que se lo comieran los zorros y los cuervos. En otra ocasión, un hombre encontró, en un camino de piedras agrestes, a una mula bien ensillada. Se montó en ella, pero la mula, sin hacer caso de sus gritos y golpes, lo llevó al trote hasta una cueva en la que había una mujer muy guapa sentada en el suelo. Imaginando que allí vivía un pishtaco, el hombre quiso escapar, pero la señora lo llamó y le dijo: — No me tengas miedo. Yo soy como tú, ¡sálvame! Aquí viven dos pishtacos; pero se fueron de viaje: uno de ellos se fue hace quince días y el é

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otro no debe tardar mucho. Y le sonrió y lo invitó a pasar diciéndole que no temiera nada. Tranquilizado por las palabras amables y la sonrisa, el hombre entró a la cueva, aunque con mucho miedo, y ahí vio velas encendidas y muchas pailas que estaban recibiendo la grasa que se derretía del cuerpo de aquellas personas que habían sido muertas por los pishtacos. Pero vio otra cosa más terrible aún. La señora tenía las piernas cortadas desde las rodillas con el fin de que no pudiese escaparse de la cueva. El hombre cargó a la señora sobre la mula, más un cajón de dinero que tenían allí los pishtacos, y se dirigieron a su casa en el pueblo. Ahí la hizo su compañera. Ya luego de todo eso, la señora recién le contó que se había perdido una noche buscando a sus animales y que así había llegado a dar con los pishtacos, y ellos, en vez de matarla, la retuvieron para que los sirva y los atienda. Por eso le cortaron las piernas, para que no pudiera regresar a su casa. El hombre, entonces, se llenó de valor y fue a la cueva con un grupo de personas bien armadas, y entre todos mataron a los pishtacos mientras estos dormían. Después ya no tuvieron a quién temer. Pero la señora de los pishtacos no se acostumbraba a vivir en la casa de su libertador comiendo la comida normal, porque se había habituado a comer lengua de gente. Siempre estaba inconforme y decía: —¡Ay, nunapa jalollan jallu! (¡Ay, la lengua de la gente sí es lengua!)

DEGOLLADORES DEGOLLADOS

MUERTE DE UN PISHTACO POR UN TORO

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Algunos pishtacos, así como matan, también mueren de mala manera. Y a veces unos furiosos cuernos o unos duros colmillos pueden ser más poderosos que el metal del cuchillo asesino. Cuentan que había dos pishtacos que vivían en una cueva y se dedicaban a matar gente indefensa. Un día, en época de siembra, un hombre y su mujer iban de viaje con el fin de traer sus toros que pastaban en la puna. A mitad de un camino escarpado, fueron sorprendidos por un toro enorme y bravo que parecía echar chispas por los ojos. Al ver que el toro se les venía encima, con una furia capaz de hacerlos trizas y devorarlos, corrieron con espanto buscando dónde esconderse. Felizmente, encontraron una cueva y se metieron ahí, perseguidos por el animal. Adentro había una especie de escalones de piedra que conducían a la parte alta, y subieron ahí para mayor seguridad. El toro entró detrás de ellos y se detuvo a la entrada pateando el suelo y bramando, mientras el hombre y su mujer, acurrucados arriba, miraban espantados. Pero viendo que sus víctimas no salían, el toro se tumbó a la salida de la cueva y fingió dormir. Los esposos adivinaron las intenciones de la bestia y no tuvieron más remedio que permanecer en la cueva hasta que el toro se marchara. Uno de los pishtacos había visto de lejos entrar en su cueva a las dos personas. La oscuridad dominaba el cielo. Llegando a su guarida, se bajó de la mula en que venía montado y entró solo. El hombre y la mujer lo vieron entrar, cayeron en la cuenta de que era un pishtaco y, llenos de terror, se dijeron en voz baja: —¡Ahora sí ha terminado nuestra vida! —y se pusieron a rezar en silencio. El pishtaco entró a tientas, buscando en la oscuridad; de pronto, vio un é

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bulto negro en un rincón de la cueva. Creyó que eran las personas que buscaba y se lanzó sobre ellos exclamando: —¡Van a morir! ¡Aquí los tengo! Y sacó su cuchillo de acero. Ni bien lo vio venir, el toro se levantó y se lanzó sobre el pishtaco, y lo corneó con furia y lo revolcó a su regalado gusto. El pobre pishtaco gritaba en el suelo: —¡Ya basta! ¡Ya basta, papacito! Hasta que ya no gritó más. Pero el toro no se contentó solamente con matarlo, sino que lo hizo pedacitos con sus cuernos filudos, masticando los despojos del asesino. Luego, satisfecho, salió de la cueva y no volvió más en toda la noche. Los esposos se sobrepusieron al temor y escaparon de la escena como pudieron, sin hacer ningún caso a las riquezas que brillaban en la oscuridad y que parecían llamarlos EL PERRO QUE MATÓ A UN PISHTACO

Cerca de la cueva en la que vivía un pishtaco, un anciano solitario estableció su humilde choza. Luego de sembrar y cuidar su chacrita, regresaba a su casa por la tarde en compañía de su fiel perro, de nombre Jarimán. Cuando el pishtaco se dio cuenta de la presencia de su vecino, no le gustó la idea de tener alguien cerca y, ante el temor de ser encontrado, pensó que lo mejor era matar al anciano. En una noche cerrada, sin luna llena, fue hacia la pequeña choza y encontró al anciano comiendo, saltó sobre él y le puso la navaja en el cuello: —¿La plata o la vida, viejo? Desesperado y sin poder defenderse, el anciano le respondió: No tengo nada de valor, ¿qué cosa te podría dar? Entonces estira tu cuello nomás, me pagarás con tu vida y tu grasa é

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—dijo el pishtaco, a punto de degollarlo.Pero el viejo le imploró: —Antes de que me mates, quiero rezar por mis pecados y también quiero despedirme de mi fiel perro con una canción. —¡Hazlo ya, pedazo de gente, rápido! —le respondió el pishtaco. De inmediato, el anciano se puso a rezar al cielo rogando que le perdonen sus faltas, y luego se puso a cantar, diciendo: - ¡Ay, Jarimán, Jarimán! ¡Ha llegado mi fin, Jarimán! ¡Ojalá me estés escuchando, mi Jarimán! ¡Ya estoy por irme de este mundo, Jarimán! ¡Ay, Jarimán, Jarimán! El perro, que se había quedado fuera de la choza, escuchó la voz de alarma de su amo. Entonces fue corriendo hacia la choza, entró sigilosamente detrás del pishtaco y se lanzó contra él hasta clavarle sus colmillos en el cuello, tumbándolo al suelo. El viejo aprovechó el momento: tomó el puñal del pishtaco y se lo incrustó en el corazón. El anciano, con mucho esfuerzo, logró enterrar el cadáver y luego fue hacia la cueva del pishtaco, donde halló joyas y tesoros. Cargado de esas riquezas, volvió a la ciudad, rico, y en lo que le quedó de vida atendió muy bien a su fiel e inteligente perro Jarimán, quien lo había ayudado a librarse de una muerte fija. NUEVOS CRÍMENES

Las voces, creencias y relatos de los tiempos más recientes no se han detenido

y han seguido

contando

historias

sobre

los

pishtacos

milenarios, quienes no cesan en su trabajo criminal y ansioso de asesinar personas indefensas. é

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En Huanta, en los duros tiempos del conflicto entre peruanos, la gente hablaba así: «Estamos asustados, el pishtaco está caminando en las calles. A dos ya ha matado. A una mujer joven que estaba en cinta. Y al opa que caminaba de noche también, a ese le han cortado su barriga, para sacarle su grasa sería. Dicen que es gringo, de cabello largo, con abrigo hasta la rodilla, con botas. Ahí tenía su cuchillo, y además tenía arma, pistola. En la noche camina, en medio de las chacras, cogiendo fruta, para matar a todos los que caminan de noche. Siempre le sacan la grasa, seguro para llevar al extranjero con autorización de los gobiernos, dicen que el mismo gobierno los manda, con papel, porque con la grasa quieren pagar la deuda externa, dicen. ¿En qué situación todavía nos veremos? ¿Hasta dónde todavía llegaremos? Desde antes siempre ha habido pishtaco. ¿Qué será pues?». «En el distrito de Palmayoq, el rumor de la presencia del pishtaco estaba muy difundido. Personalmente yo no creía eso de que el pishtaco sea un gringo que mataba gente para sacar su grasa. Pero un día una vecina, muy asustada, me dijo: —Ama chakrantaqa riichu, mejor carreteranta. Hatun paqay sikimpim pistaku samachkan. (No vayas por la chacra, mejor ve por la carretera, que el pishtaco está descansando debajo del pacae grande). Yo seguí caminando, cortando el camino por la chacra de la señora por no dar la vuelta, pensando si será cierto. Tenía temor y me alejé un poquito, por el borde, tratando de mirar el pacae. Disimulado miraba. Ahí había un hombre descansando. Un moreno de pelo largo, con vincha roja é

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amarrada, bien alto, con casaca verde, vaquero y botas de cabito. En su lado había una metralla. Caminé más rápido pensando que podría ser de verdad pishtaco» Y en los tiempos más recientes, en el ahora, cuando la inseguridad y el miedo dominan las calles de las ciudad, cada vez más moderna, los nuevos asesinos caminan sueltos, como muertos vivientes que apuestan noche a noche su vida por un fajo escuálido de billetes. Son los sicarios implacables, esos a los que no les tiembla la compasión y acaban con la vida de un ser que no puede defenderse de igual a igual. Algunas madres preocupadas refirieron casos sobre una ola de delincuentes, pishtacos modernos, que buscaban hacerse ricos con los cuerpos de inocentes niños. Ya no es la grasa. Son los diversos órganos del cuerpo, aquellos con los que uno nace y que tiene el derecho de llevarse hasta más allá de su muerte. «Los ladrones de ojos se hacen pasar por médicos del Seguro. Ellos son hombres que andan en grupo, en un carro negro por los pueblos jóvenes. Roban niños y niñas menores de ocho años que tengan ojos sanos y que estén jugando o caminando solos en la calle. Dicen que los ojos se los llevan al extranjero para usarlos en los trasplantes a las personas que lo necesitan. Los pobladores no han hecho ninguna denuncia porque tienen miedo de que los maten, por eso se callan. Mis vecinos en Collique dicen que han encontrado niños muertos en lugares oscuros y solitarios; y los han encontrado sin ojos, sin corazón y sin riñones». «En Villa María, unos hombres barbudos, en una camioneta, estuvieron dando vueltas y ya oscuro llegaron, después se robaron a un niño, lo subieron al carro y ahí adentro le sacaron los ojos. El niño apareció muerto en una calle de Villa María, con plata guardada dentro de su ropa. é

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Dicen que esos gringos andan por lugares solitarios, buscan niños menores de diez años que estén distraídos o que nadie los cuide». «Mi prima vive asustada. Dice que están robando niños para quitarles sus órganos. Roban niños en el Parque de las Leyendas y en parques solitarios; después los devuelven vivos, pero sin ojos. Esos que roban deben haber estudiado Medicina porque saben cómo hacerlo. La mayoría de los niños son de seis a catorce años, de familias numerosas pero pobres, de bajos recursos económicos. Al hijo del vecino de mi prima lo dejaron sentado en la puerta de su casa con 50 dólares en el bolsillo. Mi prima me dice que han hecho varias denuncias a la policía, pero hasta ahora nada se sabe». «En el mes de septiembre, la gente de Leonardo Ortiz, en Chiclayo, corrió a los colegios a sacar a sus hijos porque habían llegado unos hombres en una camioneta negra; eran altos, barbudos y bien vestidos; iban para robar niños a los que les sacaban los interiores y los ojos. La gente estaba muy asustada. Las clases tuvieron que suspenderse; entonces la policía ofreció hacer vigilancia, pero nada más, y nada hasta ahora...». Varones jóvenes, personas con bonita voz, hombres gordos y bien alimentados, mujeres indefensas, campesinos inocentes y hasta niños desprotegidos, todos han sido víctimas de asesinatos señeros bajo las manos sangrientas de los pishtacos, esos hombres que no tienen poderes sobrenaturales pero cuya crueldad los asemeja a las criaturas más salvajes y temibles. Hay que andar con cuidado...

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VOCABULARIO

- Camal: matadero, lugar donde se sacrifica al ganado. - Cancha: maíz tostado. - Charqui: carne seca, deshidratada, que se ha expuesto al sol y cubierto con sal para poder conservarla durante periodos prolongados. - Chicharrón: fritura crocante de carne, usualmente de chancho. En las zonas andinas suele acompañarse de mote, cebolla y hierbabuena. - Despanzurrado: que ha sido reventado y cuyo relleno está esparcido por fuera. - Deuda externa: deuda estatal, pública, con entidades extranjeras. - Escuálido: muy flaco, esquelético. - Ichu: pasto que crece en la puna, empleado como alimento para el ganado. - Membrudo: fuerte, musculoso, de cuerpo y miembros. - Merodear: vagar por un lugar y sus alrededores, en general con fines perversos. - Minka: en quechua, trabajo colectivo y gratuito realizado entre amigos o vecinos, con fines de utilidad social. - Ojotas: calzado de cuero o jebe que usan los indígenas y campesinos de algunas regiones de América del Sur. - Opa: de poca capacidad intelectual: tonto, idiota. También se llama así a los locos indigentes. - Pacae: árbol de las zonas andinas cuyo fruto, del mismo nombre, es comestible y dulce. - Paila: recipiente de metal poco profundo, similar a una sartén. - Perol: recipiente de metal semiesférico, con asas, que se usa para cocinar alimentos. - Puna: en el Perú, región andina habitable de mayor altura; altiplano. - Señero: aislado, único.

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EL JARJACHA I Se abrió paso entre la multitud, buscando alejarse del bullicio del carnaval, pero para su mala suerte quedó atrapado entre los bailantes cuando hacían sonar sus silbatos. El trompetista marcó el ritmo de la marcha y los demás músicos lo siguieron. En ese momento, Alonso se preguntó una vez más si Huaytará era realmente el apacible pueblo del que le había hablado su profesor de Sociales. Cada año, el grupo de tercero de secundaria viajaba a alguna comunidad fuera de la ciudad para compartir unos días con la población, aprender del contacto con la naturaleza y familiarizarse con estilos de vida distintos. Por lo general, el lugar escogido era alguna población cercana con la que el colegio establecía relación varios meses antes. Aquella vez, contaban con la entusiasta acogida del párroco de la comunidad de Huaytará, un poblado a casi 3.000 metros de altura sobre el nivel del mar, rodeado de montañas, naturaleza y vestigios del pasado inca. El joven sacerdote creía en el buen efecto del turismo vivencial y se había preocupado de cuidar todos los detalles de la visita. Incluso organizó un carnaval fuera de temporada para el día de la despedida. El desfile de comparsas estaba por comenzar y Alonso buscaba la manera de escabullirse del lugar antes de que apareciera el párroco y tratara de animarlo a bailar junto a sus compañeros. En ese momento, el grito aterrado de una mujer se impuso al barullo. —¡Está muerto! ¡El padre José está muerto! La confusión se propagó entre los que festejaban en la plaza y pronto no se oyó otra cosa que lamentos y preguntas incompletas. ¿Qué pasó? ¿Cómo? ¿Cuándo? En las miradas de la gente solo había interrogantes para las que nadie parecía tener respuesta.

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Los policías preguntaron cuándo habían visto al padre José por última vez y doña Fortunata, la cocinera, les dijo que al despedirse de él la noche anterior. Los escolares de visita habían cenado con él. Recordaban que había comido un choclo y un trozo de queso, acompañados de mate de coca. El alcalde también cenó con ellos, aunque más abundantemente que el padrecito, y don Pascual, el jefe de los ronderos, caminó con el párroco de regreso a la iglesia, luego de que ambos acompañaran a la señorita Azucena, la profesora de la escuela, hasta su casa. Al parecer, ninguno había visto al sacerdote en las últimas horas. Ya pasaba el mediodía cuando la señora de la limpieza encontró el cuerpo semidesnudo del párroco, tendido boca abajo sobre el piso de la sacristía y con una única herida mortal en la nuca. Para la policía local, algo no encajaba: el muerto estaba en la iglesia pero no había indicios de lucha ni de robo. Además, el pantaloncillo corto y la camiseta que llevaba puestos estaban húmedos en la parte frontal, del lado que quedaba contra el piso de loseta, aunque en el lugar no había ningún recipiente de agua roto. Tampoco otras huellas que no fueran las del propio sacerdote. Un elemento inquietante apareció en la parte posterior de la iglesia, del lado que daba a la cancha de fútbol. Al pie de una de las hornacinas trapezoidales de doble jamba del muro, se veía el desorden de huellas de

zapatos y pisadas de animal, en lo que parecía haber sido una lucha entre hombre y bestia. Las patas impresas en la tierra mostraban la marca de dos dedos, lo que hizo pensar que se trataba de un auquénido y, debido al tamaño de la huella, solo podía ser un guanaco o una llama; aunque la profundidad de la pisada indicaba que era al menos dos veces más pesado que un animal normal. Sin embargo, lo verdaderamente extraño era que el rastro del animal no iba a ninguna parte, desaparecía en el alboroto de huellas. Las pisadas humanas, por el contrario, se alejaban con dirección al río. El incidente puso fin anticipado a la fiesta de despedida y los visitantes é

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aguardaban en la plaza principal el autobús que los llevaría de regreso a casa, cuando un rumor comenzó a correr entre la gente. Pronto el susurro tomó forma convirtiéndose en una única frase reconocible: el jarjacha. —Parece que fue el jarjacha el que mató al padrecito —dijo la profesora Azucena, que acompañaba al grupo. —¿Qué es un jarcha? —preguntó una de las chicas. —Jarjacha —corrigió Alonso, digitando velozmente sobre la pantalla de

su celular—. No hay mucha información en internet. Según lo que dicen, es una especie de monstruo mitad llama y mitad hombre. Algo como un minotauro andino. Aunque a veces se presenta solo con forma de llama. ¿Y eso existe? —replicó la chica algo nerviosa. —Claro que existe —se apresuró en contestar la profesora Azucena—. Se le escucha gritar por las noches. Hace un ruido como jar,jar,jar, por eso lo llaman jarjacha. Alonso se encogió de hombros e hizo una mueca incrédula. Había leído mucho sobre mitología clásica, sabía que quería estudiar mitología andina al terminar el colegio y era un entusiasta seguidor del cine de terror como para creer que ese tipo de personajes existían. —Es real —insistió la enfermera, que acababa de llegar—. Yo lo escuché gritar una vez, pero la gente del pueblo lo ha oído varias veces. —Si es así, ¿por qué no lo atrapan? —reclamó Alonso. La pregunta quedó flotando sin respuesta, pues en ese momento el autobús que esperaban ingresó a la plaza por una de las calles laterales. El tutor del grupo alzó la voz y comenzó a dar indicaciones para abordar. Pero aún no era tiempo de partir. El fiscal designado para el caso había solicitado que nadie abandonara el pueblo hasta que él pudiera recoger sus declaraciones. El problema era que el funcionario tardaría dos días en llegar a Huaytará. La postergación del viaje de regreso significaba para los visitantes una é

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nueva oportunidad de escuchar historias sobre aquel temible monstruo y su temible deambular por las comunidades de la zona. II La muerte del padre José anuló cualquier iniciativa de la gente del pueblo para involucrar a los visitantes en las tareas de la comunidad. Cada uno volvió a sus labores cotidianas y pronto la silenciosa rutina aburría a los foráneos. Ese mismo día, mientras se acercaba la noche, la gente se iba convenciendo de que había aparecido un jarjacha en el pueblo. El recelo se reflejaba en los rostros, y cada quien miraba a su vecino como buscándole pecados ocultos. La inquietud se extendía como un murmullo ahogado que solo parecía repetir una pregunta: ¿quién será la siguiente víctima? Lo que nadie podía comprender era por qué había atacado al sacerdote. Según decía la gente, el monstruo buscaba por víctimas a personas que mostraban cierta inclinación hacia la maldad. Afirmaban que perseguía a cuatreros, mentirosos o asaltantes; aunque, en versión de los ancianos, el

jarjacha tenía especial interés por aquellos que se dejaban llevar por la lujuria y el deseo sexual sin control, principalmente si el objeto del deseo era algún familiar cercano como la propia madre, el padre, los hermanos o los hijos. En pocas palabras, el jarjacha había demostrado ser un monstruo con debilidad por el incesto. Debido a esa característica común entre las víctimas, la pregunta ¿por qué el padrecito? seguía sin encontrar una respuesta. Tanto los feligreses como quienes no lo eran se negaban a creer que el párroco pudiera ser un objetivo para el monstruo. El padre José era incapaz de meterse en líos, decían. - Al contrario —aseguraban los ancianos—, jamás se le había visto enojado y mucho menos discutiendo con alguien. ¿Y no será por eso? Quizá el condenado le contó su pecado en la confesión y cuando el padre José trató de detenerlo para que no siguiera haciéndole mal a alguno de sus familiares, entonces lo mató —supuso é

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don Jeremías, el antiguo cuidador del cementerio, mientras acomodaba las flores en el jardincito de su casa. Para esto de lanzar conjeturas, don Jeremías era bastante rápido. —Pero ¿cómo podría recibir la confesión de un jarjacha? —preguntó

Alonso, para quien la idea de recibir en confesión a un monstruo mitad hombre y mitad animal no tenía ningún sentido. —El jarjacha no es un monstruo todo el tiempo —aclaró la señora que

vendía el mate hervido con cañazo al lado de la iglesia—. Durante el día es un hombre como cualquier otro. Solo se transforma por las noches. Ese es el castigo que le toca por acostarse con sus familiares. —Por eso ataca el cerebro de los pecadores —apuntó el encargado de la posta médica—.Dicen que los vuelve locos mostrándoles en lo que se convertirán, y los incestuosos, al tratar de huir, se desbarrancan o se ahogan. —¿Trata de alertar a los demás? —preguntó Alonso. —¿Quién sabe? —contestó un chiquillo que iba guiando a sus ovejas por el camino de regreso al pueblo— Él es un condenado, nunca se sabe por qué hace lo que hace. Ya era completamente de noche cuando Alonso decidió reunirse con sus compañeros de clase en la posada de doña Amelia. Todavía tenía muchas preguntas por hacer, pero no quería ganarse una llamada de atención de su maestro por no regresar a tiempo para la cena. Esa noche, la comida fue rápida y silenciosa, sin el entusiasmo del cura preguntándoles por todo lo que habían hecho en el día, alentándolos a participar en las habituales carreras matutinas que él mismo organizaba y programando las actividades del día siguiente. Los escolares de visita ni siquiera probaron el guiso de habas que tenían en el plato, apenas lo revolvieron un poco antes de engullir algunos panes con queso y dulces comprados en la bodega.

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Alonso pensó en lo diferente que habían sido las noches anteriores y echó de menos al padre José. Era bajito, no medía más de un metro sesenta, pero jugando al fútbol parecía agigantarse, dribleaba con habilidad entre los más altos y, un par de veces, lo habían visto frustrar ágilmente jugadas aéreas que parecían fuera de su alcance. «Si tu mente está convencida de lograrlo, tu cuerpo la seguirá», les dijo en una ocasión el cura al ver la expresión de sorpresa en la cara de los chicos. José Quispe decía tener más de 30 años, aunque la delgadez de su cuerpo y el brillo constante en su mirada lo hacían lucir de menos de 20. En ese momento, Alonso recordó que el cura había comentado, en algún momento, que había crecido en la casa parroquial. — ¿Es cierto que el padre Jorge era huérfano, doña Amelia? —Su madre murió al poco tiempo de llegar al pueblo. Era una chiquilla

no mayor que ustedes, entre 14 y 15 años, que había escapado de la casa en la que vivía con su padre y dos de sus hermanos cuando los terroristas invadieron su pueblo. Caminó durante toda la noche y casi al terminar el segundo día llegó aquí. Se desmayó en frente de la puerta de la iglesia con su bebé recién nacido en los brazos. Pasó varios días en cama antes de poder atender a su hijito. —¿Y el papá?

Dicen que lo mataron los terrucos. Alonso no se atrevió a seguir preguntando y guardó silencio. Probó el guiso que se enfriaba en su plato; no sabía mal, aunque a él nunca le había gustado el sabor de las habas. Iba a empujar el plato cuando notó que doña Amelia lo miraba complacida: era el único, de todos los visitantes, que había probado su comida esa noche. Sin responder a las sonrisas de su anfitriona, se llevó algunas cucharadas más a la boca y las tragó sin saborear antes de optar por el pan con queso. La alarma del celular le advirtió que tenía una invitación para jugar en línea. —Maldito, ¡tienes internet! —vociferó Juanjo, uno de los chicos que pasaban el día quejándose por la falta de wi-fi en el pueblo. —Trabajé en las vacaciones para pagarlo —respondió Alonso de manera lacónica mientras elegía las armas de su guerrero y establecía sus alianzas. La é

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siguiente hora solo pensó en eliminar zombis y monstruos espaciales. III Por primera vez en los últimos siete días, la mañana para los escolares de visita no había comenzado al amanecer con tareas inusuales para ellos como ordeñar a las vacas o alimentar a los cuyes. Alonso despertó pasadas las 7 a. m., y mientras desayunaba, se sorprendió de lo aburrido que se presentaba el día sin un programa de actividades organizado para él y sus compañeros, así que decidió armarse uno: investigar la muerte del padre José. No era un plan muy detallado, pero al menos era algo para comenzar. Abrió el bloc de notas de su celular y revisó los datos que había recogido la tarde anterior sobre el jarjacha, añadió una página sobre el padre José y otra con información del pueblo. Bebió un sorbo más del cocido de quinua que le habían servido y le pidió a doña Amelia que si le preguntaban por él, dijera que salió a caminar. Miró el reloj, eran las 9:30 a. m. La iglesia estaba al final de una calle empinada. Avanzó hacia allá, pero pronto se desvió hacia el mirador. Desde ese lugar podría observar el valle completo y ubicarse mejor. Una cadena de montañas cercaba el pueblo, pero le pareció ver un sendero que subía por la roca. Hacia abajo se veía el río Sanguiniyoc cruzando el valle de este a oeste. Todo lo demás eran pastizales. Dejó el mirador con dirección al río. En la pampa pastaban las vacas que él y sus compañeros de clase habían aprendido a ordeñar en los últimos días. Con más confianza que en el pasado, cruzó por entre el grupo que arrancaba los brotes de hierba silvestres y las florecitas amarillas de sunchu y siguió de largo hasta el río. La tierra húmeda cedió suavemente bajo sus pies y estuvo a poco de resbalar, pero saltó sobre una zona firme y se estuvo allí por un rato. No sabía qué buscar. Si alguna persona o monstruo había llegado al pueblo a través del río, no tenía forma de encontrar sus huellas sobre esa tierra

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fangosa. Se entretuvo un rato lanzando piedras al río antes de regresar sobre sus pasos y tomar el camino de la montaña. Encontró el sendero que se veía desde el mirador, subió por él hasta que el viento comenzó a sentirse más frío y el pueblo quedó debajo de sus pies. A su alrededor solo se veían arbustos, hierba y alguna que otra lagartija. El suelo duro no conservaba huellas de ningún tipo. Dejó el camino y se internó entre la maleza hasta que la vegetación se hizo tan intrincada que casi tuvo que ponerse de rodillas para avanzar. No, tampoco encontró nada por allí, salvo las huellas de algún cuadrúpedo con patas bastante pequeñas. «Cuadrúpedo de dos dedos», escribió en su celular, pero la búsqueda no dio resultados en internet, por lo que fotografió las marcas para buscarlas después. En ese momento, una punzada en el estómago le recordó que hacía buen rato que no comía nada. Miró el reloj, marcaba las 2:47 p.m. Eran cerca de las 5: 00 p. m. cuando estuvo de regreso en el pueblo. Ya no había almuerzo en la posada, por lo que tuvo que conformarse con un trozo de carne y unas papas cocidas que quedaban en la cocina. Al ver a la hija de doña Amelia desgranando choclos junto al lavadero, aprovechó para enterarse de lo sucedido durante su ausencia. —Esta noche saldrán a cazar al jarjacha. Anoche varios vecinos lo escucharon gritar y hoy se armó el grupo que saldrá a atraparlo. Si lo escucharon, ¿por qué no salieron anoche? - Porque nadie debe enfrentarlo solo. El jarjacha es muy fuerte y enloquece a la gente para matarla. Dicen que si te encuentra caminando solo, te queda mirando directamente a los ojos y te hipnotiza. Por eso la gente debe ir en grupo y evitar su mirada para poder capturarlo. Otra referencia a la mitología clásica pensó Alonso, recordando que el poder de la Medusa griega también estaba en la mirada petrificante. Instintivamente, é

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activó el bloc de notas en el celular y apuntó: «Paralizar de miedo, una característica común entre los monstruos del inframundo». ¿Podré unirme al grupo? —preguntó Alonso, más pensando en voz alta que consultando, realmente, con la chiquilla. —Pregúntale al alcalde —alcanzó a decir la muchacha cuando él ya casi había llegado a la puerta. Antes de buscar al alcalde, supuso que debía ver de cerca el lugar donde hallaron al muerto. Apuró el paso para aprovechar la última luz del día y en pocos minutos tuvo en frente la iglesia. Construido sobre una sólida y elegante edificación prehispánica, el templo católico lucía imponente bajo los últimos rayos del sol. Alonso volvió a maravillarse con la juntura perfecta de los bloques de piedra en los muros inca, «unidos por empalme sin pegamento», murmuró, recordando lo que les había dicho el padre José al mostrarla. Tenía ese pensamiento en la cabeza cuando tropezó con las piedras amontonadas frente a una de las hornacinas exteriores. Estaban allí para aislar las huellas que habían llamado la atención de la policía. Siguiendo el curso de las huellas, Alonso percibió unas finas líneas que iban del embrollo de pisadas hacia la vereda aledaña a la iglesia, en sentido contrario a las marcas de zapatos que se dirigían al río. Tomó algunas fotografías con su celular y regresó junto a la hornacina, donde unos puntitos amarillos resaltaban sobre la base del muro. Al mirarlos de cerca, notó que eran restos de sunchu, regurgitados y envueltos en saliva. —Escupitajo de llama, sin duda. Ya casi era de noche, por lo que al inclinarse para recoger un poco de la saliva en un pañuelo de papel, le pareció notar un breve destello de luz en la parte baja de la hornacina, exactamente en la juntura de la última piedra y el escalón del piso. Trató de ver más, pero la oscuridad hacía imposible cualquier intento. Activó el brillo en la pantalla de su celular, lo intensificó al máximo y acercó el aparato a la base de la hornacina. En ese momento, notó un detalle que había pasado por alto: el borde del escalón del piso tenía barro. Eran una línea de unos 14 0 15 centímetros, como si alguien hubiera apoyado la punta del zapato tratando de alcanzar algún punto en el interior de la é

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hornacina. Tomó un par de fotografías más antes de irse. En la puerta de la iglesia encontró al alcalde y a varios pobladores armados con varas y fierros para comenzar la ronda esa noche. Alonso dijo que iba a rezar y se escabulló en la iglesia sin darles tiempo de reaccionar. Una vez adentro, caminó directamente hacia la sacristía. La puerta estaba cerrada pero, por suerte, la señora Rosa estaba allí; ella ayudaba al padre José con la limpieza y siempre tenía una copia de la llave. Tal como se imaginaba, todo se encontraba en orden. A excepción de la pequeña línea de barro entre dos de las piedras de la pared. En el interior del edificio no había hornacinas de doble jamba, pero Alonso estuvo casi seguro de que la línea de barro coincidía en lugar con la que se encontraba en el exterior. IV Mientras regresaba a la posada de doña Amelia, Alonso vio al grupo de cazadores alejándose del pueblo. Miró el reloj, eran cerca de las 8 p. m. La gente del pueblo era pacífica y la mayoría no había salido jamás de cacería. Los que sí tenían experiencia se sentían un poco más inquietos que sus compañeros. Ellos sabían que una cosa era ir en busca de algún zorro o un puma que afectaba los rebaños y otra, muy distinta, era seguir el rastro de un monstruo al que nadie había visto y al que solo conocían por lo que se decía de él. La temperatura iba alcanzando sus puntos más bajos según avanzaba la noche, aunque la euforia de la búsqueda y el temor por el encuentro llenaban de calor el cuerpo de los cazadores. Las luces de las linternas alborotaban la quietud del campo y eso provocaba ruidos inesperados que mantenían en alerta a los cazadores. Los hombres regresaban cansados por el camino de la montaña. Ya casi habían desistido de la búsqueda por esa noche, cuando el alboroto de unos arbustos los espabiló. De pronto, una enorme llama saltó frente a ellos, en un torpe intento de escapar. El grupo se reorganizó y rápidamente cercaron al animal. Lanzaron una manta para cubrirle la cabeza y evitar que hipnotizara a cualquiera é

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de ellos. La llama, con la cabeza cubierta y sin poder escupir a sus atacantes, se defendió como pudo lanzando patadas al aire y sacudiéndose pero solo consiguió provocar la ira de los cazadores, que terminaron por dominarla con violencia. Los hombres estaban dispuestos a seguir el procedimiento para deshacerse un jarjacha, que tantas veces habían oído: golpear a la bestia hasta matarla. Sin embargo, uno de los cazadores, y buen amigo del difunto, propuso esperar al amanecer, cuando el monstruo volvería a transformarse en hombre, pues así conocerían al atacante del padrecito y podrían castigarlo por asesino y por incestuoso. Otro de los comuneros apoyó la propuesta, aunque a este le interesaba más lo que se decía del poder de los condenados de olfatear las huacas ocultas y de su disposición a colmar de riquezas a cualquiera que se enterase de su secreto, con el objetivo de mantener oculta la maldición que pesaba sobre él. Atado como lo tenían, llevaron al animal a un granero y aguardaron allí hasta que salió el sol. Una mezcla de decepción y alivio invadió a los hombres cuando vieron que el auquénido mantenía su forma. Definitivamente, no había ningún monstruo oculto en esa hermosa y fuerte llama. Aunque, para salir de cualquier duda, la dejaron encerrada en el granero el resto del día. V Alonso había pasado buena parte de la noche tratando de descubrir, en medio del silencio de la noche, algún sonido que se pareciera al jar-jar-jar que los vecinos de Huaytará decían escuchar. Todo esfuerzo le fue vano. Por la mañana, sin embargo, el único comentario que corría entre los vecinos era sobre los espantosos gritos del jarjacha que se habían escuchado toda la noche.

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Alonso se preguntó si tenía alguna repentina incapacidad auditiva o si los vecinos estaban influenciados por la imaginación. Mientras buscaba a alguno de los cazadores de la noche anterior, encontró al oficial de policía del pueblo. Habían jugado en el mismo equipo durante el último partido de fútbol organizado por el padre José y se trataban con familiaridad desde ese momento. Alonso se enteró por él de la cacería fallida. —Es posible que la llama pertenezca al asesino —comentó Alonso—. El que mató al padre José es un hombre y está huyendo de algo. Quizá solo sale por la noche para no ser No creo que tuviera el objetivo de matar al padre José, pero lo hizo temiendo ser descubierto. —Interesante teoría —dijo el comisario, con el tono condescendiente que usan los adultos cuando los niños pretenden saber de más—, pero eso no explica cómo llegó el muerto a la sacristía y por qué estaba en ropa interior. —Al asesino le preocupaba que lo siguieran si dejaba el cadáver en el río, entonces recordó una entrada secreta a la sacristía. Le quitó la ropa porque estaba con barro. En ese momento, el policía ya no sonreía. La teoría de Alonso sonaba demasiado precisa como para ser solo eso. ¿Acaso el muchacho estaba involucrado en algo raro? Alonso había orientado

la

caminata

hacia

la

iglesia

para

mostrarle

sus

descubrimientos de la noche anterior. —La última noche, el padre José estuvo acompañado hasta cerca de las lo. En la cena casi no comió porque planeaba meditar. Es probable que saliera a caminar cerca del río y allí encontró a su asesino. Él lo conocía, quizá se saludaron y el padre siguió su camino con confianza; en ese momento, el hombre lo golpeó en la nuca. Como el pueblo dormía, arreó su llama por la calle principal. Las huellas de zapatos y patas son las del asesino y su animal cargando el cadáver. El é

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padre José era delgado, sin embargo, su peso era mayor de los 30 kilos que soportan los auquénidos, así que esa llama debe ser muy grande. Cuando se liberó de la carga, el animal volvió a caminar casi sin dejar huellas, algo típico de los auquénidos, ¿no es así? El policía no contestó, solo seguía la descripción con atención. —Mire esto —continuó, indicando la línea de barro que persistía en el borde inferior de la hornacina—, el asesino pisó aquí. ¿Para qué? —Para mover la piedra que está suelta —al decir eso, empujó el bloque

inferior del muro y la roca se movió de su lugar—. Metió el cadáver, acomodó la piedra desde adentro y salió por la puerta de la iglesia. La llama estuvo esperando pero algo la asustó y la hizo huir. Al correr debió arrastrar la manta que llevaba en el lomo y eso ayudó a borrar su rastro. Los puntitos amarillos en el escupitajo son el sunchu que mordisqueó cerca del río. Por eso, cuando el asesino volvió y no la encontró, bajó al río para buscarla. Creo que para atraparlo deben usar la llama como carnada. Esa misma noche se organizó una nueva cacería y esa vez dio resultados positivos. Entre las cosas del capturado, se encontró la ropa del padre José, abundante propaganda terrorista y algunos cartuchos de dinamita. Uno de los vecinos lo reconoció. Dijo que algún tiempo atrás se había presentado como comerciante y pedido albergue al padre José. A cambio, le había ayudado con algunas reparaciones en la sacristía. VI A la mañana siguiente, cuando el fiscal designado para el caso llegó al pueblo encontró que el asesino había sido capturado e identificado como uno de los terroristas buscados desde hacía meses por la policía de la zona. Los vecinos de Huaytará volvieron a mirarse con confianza y celebraron que ningún jarjarcha se encontrase entre ellos. Aunque, por las dudas, dejaron encerrada durante algunos días más a la llama requisada al asesino. Finalmente, los estudiantes de visita estaban listos para volver a casa, y el comisario aprovechó la despedida para recomendar a Alonso que se convirtiera é

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en policía. «Serías un buen detective», le dijo estrechándole la mano. Alonso le agradeció y subió al autobús sin hacerle promesas; él nunca ofrecía lo que no sabía si iba a cumplir. Aledaño: colindante, contiguo; que limita con.

VOCABULARIO -Apacible: tranquilo, pacífico. Auquénido: término que agrupa a las especies de camélidos nativas de América del

Sur. Cañazo: bebida alcohólica elaborada a base de caña, aguardiente. Comparsa: grupo de personas que, vestidas de manera similar, participan en

festividades como el carnaval, desfilando, bailando y cantando. -Condescendiente: en sentido positivo, el deseo de complacer y dar gusto al otro; en sentido negativo, amabilidad forzada que implica un sentimiento de superioridad -Cuatrero: ladrón de ganado. -Deambular: caminar sin dirección determinada. -Driblar: en el fútbol y otros deportes, esquivar al oponente avanzando con el balón. Embrollo: enredo, confusión.

-Empalme: unión o acople de dos cosas. Engullir: tragar la comida apresuradamente, sin masticarla. -Espabilar: avivar,

despertar, poner atento. -Feligrés: persona perteneciente a una determinada parroquia. -Fiscal: funcionario público que lleva a cabo la investigación criminal y presenta las pruebas ante el juez en nombre del Estado. Foráneo: extranjero, forastero. Ajeno al lugar.

-Guanaco: animal silvestre que pertenece a la categoría de los auquénidos. -Hornacina trapezoidal de doble jamba: rasgo típico de la arquitectura inca, es una cavidad en forma de trapecio, con dos piezas verticales que sostienen el dintel, que se deja en las paredes de los templos para colocar imágenes u ofrendas. -Huaca: en la religión incaica, lugares sagrados habitados por divinidades, en los é

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cuales se depositaba ofrendas y realizaba sepulcros. -Incesto: relación sexual entre individuos relacionados por parentesco, entre los que está prohibido el matrimonio. -Inframundo: mundo de los muertos y los espíritus. -Lacónico: breve, conciso. -Lujuria:

apetito sexual

excesivo,

incontrolable,

socialmente inaceptable y

considerado anormal. -Minotauro: monstruo con cuerpo de hombre y cabeza de toro, proveniente de la mitología griega. -Mitología: conjunto de narraciones maravillosas de un pueblo o cultura, que usualmente explican el origen del mundo o acontecimientos importantes para dicho grupo humano. -Petrificante: transformar o convertir en piedra. También, figuradamente, dejar a

inmóvil de asombro o terror. -Prehispánico: término general que se utiliza para nombrar las culturas y el periodo

histórico previos a la conquista española de América. -Regurgitado: expulsión, por la boca, de sustancias contenidas en el estómago; vomitar. -Ronda: organización autónoma comunal de defensa que surgió en las zonas rurales del Perú como respuesta a la ausencia de protección estatal. Se llama ronderos a sus miembros. -Sacristía: en una iglesia, lugar empleado exclusivamente por el sacerdote, donde se viste y están guardados los objetos que se utilizan para la misa. -Sunchu: arbusto de flores amarillas que crece en los valles altoandinos. -Vestigio: huella, señal o resto de algo que ya no está. -Tutor: persona encargada de orientar a los alumnos de un curso.

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EL CHULLACHAQUI UNO Desde que era niño he oído hablar del chullachaqui: un espíritu del bosque que puede ser juguetón cada vez que intenta extraviarte en la selva, o puede ser maléfico como el mismo demonio cuando tiene malas intenciones. Eso lo he oído de mis padres, hermanos y vecinos. Y eso me han enseñado también en la escuela pública de Yurimaguas, donde estudié la primaria y secundaria. Yo jamás he creído en esas tonterías. Siempre he pensado que detrás de las leyendas de los ribereños y de los ingenuos citadinos descansaba el pensamiento más primitivo del hombre, aquel que había surgido hace miles de años para explicar el mundo que, al parecer, no tenía explicación. Por eso, cuando en el periódico La Isula, en el que trabajaba como redactor de sociales y regionales, me encargaron escribir sobre los seres mágicos de la Amazonía, no tuve ningún reparo en aceptar la comisión. - Pero nada de copiar de los libritos de leyendas amazónicas —dijo mi jefe, el Chelo Panduro—. Queremos testimonios. Historias de gente que ha visto tunches y yacurunas. - Pero, jefe, todo el mundo dice que los ha visto. Ya sé, ya sé. Todos creen que nos chupamos el dedo. Por eso ahora vas a visitar a alguien que sí lo ha visto: el brujo Ahuanari. Mi mujer y su comadre me han estado fregando todos los días para escribir sobre él, y ahora que se acercan las fiestas de Yurimaguas vamos a hablar sobre la Amazonía y sus costumbres. La Diomith Vásquez, esa chica que te gusta, va a escribir sobre comida de la selva. A ti te tocan las leyendas. Dicen que el brujo Ahuanari habla con los tunches, que se convierte en bufeo y que es infalible en sus curaciones. Es más, la mayoría dice que es un chullachaqui, el diablo mismo. —¿Y es un brujo? —Debe ser un curandero. Ya sabes que la gente llama brujo a cualquiera que fume un mapacho o pueda curar un resfrío. Antes de ir a visitar al brujo Ahuanari, me metí a la biblioteca municipal para averiguar todo sobre el chullachaqui. Según la creencia popular, se trataba de un demonio juguetón, que solía convertirse en el ser amado de la persona

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que pasaba por el bosque, la llamaba y luego la extraviaba hasta el nunca jamás. También decían de él que tenía una pata chueca, y otros, que la manera de reconocerlo era mirándole la pata, pues era de venado o de cabra. Algunos lo pintaban con cuernos, otros simplemente decían que carecía de cuerpo y que adoptaba el de una persona que uno conocía para engañar y hacer que su víctima se extraviara para siempre. Muy pocos habían tenido la suerte de escapar de sus garras, gracias a que se habían cruzado con algún cazador en el bosque justo a tiempo. La mayoría simplemente había desaparecido. Con una idea clara del chullachaqui, tomé un motocarro a la casa del brujo Ahuanari que se levantaba en las afueras de Yurimaguas, sobre un monte que miraba desde lo alto las aguas calmadas del río Paranapura. Al bajar del motocarro, que me dejó al final de la pista, el motocarrista me preguntó si iba a ver al brujo. Le dije que sí. - Tenga cuidado, señor. Ese brujo es malero. - Solo estoy yendo a hablar con él —expliqué, sorprendido por la advertencia—. No voy a curarme. —Mi cuñado fue a curarse con ese brujo —dijo el motocarrista, pateando, arrancando—. Y nunca más lo volvimos a ver. Vaya con cuidado, no se desvíe. El motocarro se fue y me dejó solo ante el largo camino de tierra, árboles y arbustos que enfilaban hacia la casa del brujo Ahuanari. Miré la irregularidad de la trocha y me invadió un breve desaliento. Bueno, trabajo es trabajo. Aunque la advertencia del motocarrista no me había dejado indiferente, no era suficiente para asustarme Palpé el bolsillo de mi pantalón, en el que guardaba mi pequeña grabadora digital, y me sentí suficientemente armado. Las llaves de mi casa y mi billetera eran mi único equipaje. Caminé mirando alternadamente la orilla de árboles viejos y el otro lado, donde se abría el Paranapura como una mansa laguna. Luego de unos minutos, vi acercarse la figura de una viejita que caminaba con una é

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pequeña carga de leña a la espalda y un nudoso bastón en una mano. Me detuve para saludarla. —Buenos días, abuelita. ¿Falta poco para la casa del brujo Ahuanari? La anciana se detuvo con gran esfuerzo, recuperó la verticalidad de la espalda y me miró con ojos aguados, como si la mirada se le hubiera disuelto por las cataratas y los glaucomas. —No sé por qué la gente le dice brujo al viejo Ahuanari, si es más bueno que el pan. Ha salvado muchas vidas. Ha curado a la gente. Ha unido a hombres y mujeres que se querían. Y sí, joven, ya falta poco para llegar a su casa. Siga de frente nomás. La viejita retomó su posición, arqueó la espalda, acomodó los pocos leños que cargaba y siguió su camino, sin esperar ninguna respuesta. Miré a la distancia la casa del brujo Ahuanari y sonreí. Ya faltaba poco. Volví la cabeza para agradecer a la viejita, pero no había rastros de ella. Quizá habría bajado al río, o se habría introducido entre los matorrales. No me importó. Seguí caminando. De pronto, sentí que algo raro pasaba. Miré el cielo y vi que el sol ya quería ocultarse. Eso era imposible. Si yo había salido después del desayuno. No podían ser más de las diez de la mañana. Antes de que pasara nada, me puse alerta. Me detuve a mirar. —Calma, calma —me dije—. Si el brujo Ahuanari ya empezó con sus jueguitos, mejor cortamos por lo sano. Volví el cuerpo para iniciar el regreso, y me topé, cara a cara, con la cabaña de madera y techos de criznejas del brujo Ahuanari. Tan cerca que solo debía estirar la mano para tocar la puerta. No caí en la trampa de entrar. Era obvio que lo que estaba pasando en ese mismo momento era totalmente irregular. Hice bocina con las manos y llamé. —¡Señor Ahuanari! ¡Señor Ahuanariiii! Silencio. Toqué la puerta con los nudillos y la madera crujió. Estaba abierta. Me é

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mantuve afuera. No caería tampoco en la vieja trampa de entrar y luego no poder salir. Súbitamente, a mis espaldas, oí un ruido. Eran ladridos roncos y profundos. Me volví con rapidez y descubrí que se acercaba, a trancos, un perro enorme, que enseñaba los grandes dientes y botaba espuma por la boca. Era una imagen intimidante. No se me ocurrió, ni por asomo, internarme en el bosque para escapar de su furia, sino entrar a toda prisa en la cabaña y trancar la puerta con el primer palo que encontré. Me quedé quietecito, con el corazón en la boca. Afuera parecía esparcirse un ruido de pisadas, pero pronto se disolvió y sobrevino el silencio. Un silencio que parecía de muerte. DOS Miré la habitación donde me encontraba y descubrí una mesa con cartas, papeles y libros viejos. En un rincón, botellas viejas, algunas vacías y otras con líquido adentro. Había otra habitación al fondo. Caminé procurando no hacer ruido sobre el piso de madera y abrí el plástico viejo que hacía de cortina. Era una habitación totalmente vacía y sin puertas ni ventanas. La luz se iba. Busqué con la mirada algún interruptor, una vela o un mechero. Encontré una lámpara antigua, que tenía querosene y una mecha corta. Felizmente, yo llevaba siempre, en el bolsillo de mi camisa, un encendedor y algún aplastado cigarrillo. Prendí la lámpara y me sentí mejor con la luz en medio de la habitación. —¡Don Ahuanari! —grité, aunque convencido de que estaba perdiendo el tiempo. Sabía que el brujo estaba cerca. En alguna parte, mirándome. Y que por alguna razón no iba a responderme. Como ya había desaparecido el peligro del perro, me dispuse a desatrancar la puerta. Había usado un remo de aleta ancha, gastado y é

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antiguo. Sin embargo, cuando quité el remo, no había ninguna puerta. Toda la casa era una pared interminable. Esta vez sufrí una mezcla de desconcierto y miedo, y mi piel, no mis huesos ni mi carne sino mi piel, empezó a temblar. Cerré los ojos. Quizá al abrirlos todo volviese a la normalidad. Pero no fue así. La lámpara de queroseno parpadeó de pronto como si una bofetada de aire la hubiese sacudido. Me recosté de espaldas contra la puerta. Oí pasos. Pasos dentro de la cabaña. Y, sin embargo, no veía a nadie. Sentí que, en ese momento, yo era capaz de creer en todo. Los pasos se alejaron y parecieron desaparecer dentro de la otra habitación. Tomé el remo, busqué la juntura de madera más débil y encontré varias que parecían podridas. Entonces, comencé a golpear con la punta del remo, con la idea de abrir un hueco pequeño y luego otro más grande para poder escapar. De pronto, sentí un escalofrío. Volví la cabeza y me encontré con un ser espeluznante, con el pelo desgreñado , el rostro huesudo, que con la boca abierta se abalanzaba sobre mí con un grito agudísimo. Me recogí como un ovillo y esperé el golpe, el arañazo, la cuchillada. Pero no ocurrió nada. Levanté la cabeza y no había nadie más que yo en esa habitación. Al poco rato, mientras seguía golpeando la vieja pared de madera con la punta del remo, y mi cuerpo, no solo mi piel, temblaba por algo muy cercano al pánico, volvió el grito espantoso y reapareció la figura espectral que había visto poco antes. Pese a que mi cuerpo se estremeció como lo haría un niño asustado, no le hice caso. Era solo una alucinación. La figura no era más que un hombre viejo, con la cabellera revuelta y la boca desdentada, que tenía un bastón muy parecido al que llevaba la viejita que encontré en el camino, nudoso y curvado. Cuando sentí el golpe en la cara, sin embargo, comprendí que no era é

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una simple alucinación. Salí disparado por los aires, movido por una fuerza sobrehumana, y caí sobre la pared y el piso, mientras el viejo horrible, que ahora caminaba cojeando con velocidad animal, se paseaba por la cabaña riendo a carcajadas. No lo pensé dos veces. Corrí hacia la otra habitación, donde descubrí un resquicio de puerta y la abrí. Un ruido de goznes oxidados me hizo perder la precaución de la huida. Pero no estaba para delicadezas. Afuera había un huerto seco. Corrí respirando aire puro. Era de día aún. El cuerpo me temblaba de susto, pero igual corrí, retomé el camino de regreso y pensé que no aceptaría la comisión de mi jefe del periódico. Lo sentía. Que se buscase otra víctima. Llegué al final de la trocha y subí al primer motocarro que apareció. Me dirigí de frente al periódico. No estaban Diomith Vásquez ni la secreta-ria. En su oficina de siempre, con un ruidoso ventilador de techo, mi jefe, el Chelo Panduro, parecía esperarme. —A qué se debe esa cara, Ricardito —dijo mi jefe—. ¿Ya acabaste con la entrevista al brujo Ahuanari? Tomé aire, todavía temblando por todo lo ocurrido, y le dije: —No, señor. No puedo hacerlo. No puedo. — ¿Qué cosa? —dijo mi jefe. Se puso de pie y se acercó a mí. Yo había caído sobre lasilla, derrumbado, cansado, abatido por la excitación del día, y recibía el enojo de mi jefe literalmente desde abajo—. ¿Qué es eso de que no puedes hacerlo? Aquí estás para trabajar lo que se te ordene y no para hacer lo que te venga en gana. ¿Has entendido? Me puso la punta del dedo en la nariz. — ¿Has entendido? Asentí con la cabeza. Pero no le iba a hacer caso. Mi jefe se detuvo detrás de mí y me tomó de la cabeza. « ¿Has entendido?, repitió, acercando su boca a mi oído. Súbitamente, tiró de mis pelos y yo levanté las manos para defenderme. Su voz se hacía cada vez más chillona, mientras repetía « ¿Has entendido?. é

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Por el forcejeo, caí al piso. El piso era de madera. Estaba oscuro. La llama chisporroteaba débilmente en la lámpara de queroseno. Levanté despacio la cabeza, incrédulo. Estaba en la cabaña del brujo Ahuanari. Otra vez. Nunca había salido de este lugar endemoniado. TRES Cuando comprendí que no había logrado escapar de la cabaña del chullachaqui, me asaltó una rabia de impotencia. Miré enfurecido a todos lados, pero estaba solo. ¿Cómo escapar? Nuevamente, el interior de la cabaña era una casa sin puertas ni ventanas. Me enojé mucho. Ese brujo Ahuanari no iba a burlarse impunemente de mí. Aunque sabía que era su prisionero, también comprendía que, si descubría determinadas maneras, debilidades, sabidurías secretas, quizá palabras mágicas, podría escapar y librarme de este demonio. Miré el oscuro techo. Era de criznejas, esas hojas de palmeras entretejidas para que no pasara la lluvia. Estarían secas y casi podridas por el terrible calor de la selva, donde no llovía hacía varios días. Miré la lámpara de querosene y entonces agucé la vista y la imaginación. Tomé la lámpara y agité el querosene para asegurarme de su contenido y, sin dudarlo, la arrojé con violencia contra el techo. La lámpara se rompió al golpear en el horcón superior, el querosene se esparció por las criznejas y el fuego pronto lo invadió todo. Era un hermoso incendio. La maldita cabaña del chullachaqui había empezado a arder con todas sus maldades y yo podría escapar de ahí y acabar con este dañado. Al poco rato, antes de que las llamas acabaran de consumir el techo, un relámpago repentino iluminó el cielo, se oyó el tronar de la tormenta y se desató una lluvia torrencial y violenta. El fuego se apagó enseguida y los pedazos de cielo oscuro que habían empezado a surgir de entre los retazos del techo incendiado desaparecieron con los goterones. El agua caía por los huecos del techo como por una ventana abierta, pronto estuve é

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completamente empapado. No había dónde cubrirme. Lo curioso fue que el agua, en lugar de escurrirse por todos los intersticios de las maderas, empezó a alargarse dentro de la cabaña. Pronto se hizo una poza que me llegó a las rodillas. Era algo inaudito. La cabaña de madera, llena de huecos y maderas viejas, era impermeable como una tinaja. Cuando el agua me llegó a la cintura, no tuve más remedio que subirme sobre la mesa, patear las botellas y libros viejos y esperar ahí, mojado y frío, a que pasara la lluvia. Pero la lluvia no cesó, sino que pareció incrementarse aún más, con relámpagos azules y truenos tenebrosos, como si el mundo se partiera en pedacitos. Cuando el agua me cubría la cintura, hice un mal movimiento para mantener el equilibrio y la mesa dejó de sostener mis pies. Caí al agua como succionado por una fuerza invisible. Pero yo sabía nadar. Había cruzado a nado el Huallaga y también el Paranapura, claro que en épocas de vaciante, pero lo había hecho. Así que esta pequeña poza en la cabaña no iba a ganarme. En medio de la oscuridad del agua, salí a flote y respiré ávidamente. Pero otra vez esa extraña fuerza que me succionaba me devolvió al fondo, al piso de madera que parecía esperarme como un ataúd. Curiosamente, dejé de tener ganas de luchar. Me dejé adormilar. Cerré los ojos. Un sueño aplastante me había invadido. Tal vez así era la muerte. Un sueño que no puedes controlar y que simplemente te lleva para siempre. CUATRO Abrí los ojos con mucho sueño. La luz del día me cegaba. —Papá, levántate. Mi mamá dice que ya está servido el desayuno. Levanté la cabeza y vi a mi hijo Jorge, de siete años, con el pelo lacio sobre la frente y los ojos muy grandes, hablándome con su vocecita infantil y dulce. Sonreí. é

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Estaba en casa. Acababa de despertar. Todo había sido un sueño. El chullachaqui, la cabaña incendiada, la inundación por la lluvia, todo había sido una pesadilla y ahora estaba en casa nuevamente. De vuelta a la normalidad. Mi mujer se acercó a saludarme. Era Diomith, una muchacha pequeña y bonita. —Vamos, dormilón. Hay café pasado y un par de tamales de maní. —dijo mi pequeño Jorge. Sonreí. Tenía una hermosa familia. Abracé a Diomith de la cintura y la acaricié. Tenía la piel suave. Le di un beso. Toqué su pierna y bajé suavemente, acariciándola. Me detuve. Había tocado algo áspero. Me acerqué a mirar y descubrí una pata de venado. La aparté de un golpe y me eché para atrás. Caí de espaldas contra el piso de madera de la cabaña. De nuevo estaba solo. Ya no en mi inexistente hogar ni con mi imposible familia, sino solo, atrapado de nuevo en la casa del demonio. Y la cabaña siniestra parecía dar vueltas a mi alrededor echándome en cara mi vida inútil y sin sentido. Me puse de rodillas, con las manos clavadas en el piso, aferrándome al minúsculo espacio que me quedaba mientras la cabaña giraba cada vez con más violencia. Parecía un trompo hecho de tablas, donde el único lugar estable era el centro en el que yo me encontraba. Unos minutos después, la cabaña se detuvo. Todo volvió a parecer normal. Tuve que levantarme con rapidez y correr hacia un rincón, donde vomité un líquido espeso y verdoso, que salía en abundancia de alguna parte desconocida de mi cuerpo. Mi estómago era una batidora de ardores. Cuando p o r f i n r e c u p e r é e l a li e n t o , m e a p a r t é d e l r i n cón y caminé, tambaleante, hacia donde había estado la puerta de la cabaña. Estaba exhausto. Me estaba rindiendo. Mejor dicho, poco a poco iba acostumbrándome a la idea de no presentar pelea y dejar que todo sucediera. é

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Me eché boca arriba sobre el piso. Cerré los ojos. Debía pensar con rapidez, ordenar m is i de as . R esp i ré h o nd o, m uc h a s v e c es , c o n lentitud. Mis ideas se fueron aclarando. Tenía dos opciones claras: 1.

Todo lo que me ocurría era producto de mi imaginación, pero

inspirado por algo o alguien que lo estaba controlando. 2.

Había caído definitivamente en manos del chullachaqui, ese

malévolo duende de la selva, y no tenía ninguna posibilidad de salvación. Ahora lo comprendía todo. Las historias que contaban sobre la gente que se extravía para siempre se referían, en realidad, a que ingresaban a un lugar de ilusiones horripilantes. Por eso nadie los encontraba y desaparecían de este mundo. Y mientras razonaba, unas manos huesudas, pellejudas , me tomaron de los pies y me arrastraron hacia la otra habitación. Tuve cuidado de no abrir los ojos. Seguí pensando. Un rato después, las mismas manos extrañas, como garfios de animal de presa, me llevaron por el bosque, entre matorrales y ramas quebradas que me golpearon todo el cuerpo. Apreté los ojos cerrados. Me dolía cada hueso golpeado por el arrastre. Fue ese tremendo dolor lo que me llevó a cometer un error: abrí los ojos. Estaba en medio de la selva, entre árboles de ramas retorcidas y hojas oscuras. Parecía un bosque de renacos que se alimentaban entre sí, con los troncos entreverados y las ramas fantasmales. Entonces, miré mis piernas y quedé helado. Tenía las carnes desgarradas, sangrantes, sucias de tierra y hojas secas; y los huesos estaban expuestos, como desechos inmundos. Miré el resto de mi cuerpo y tenía las ropas desgarradas, las carnes convertidas en colgajos sangrantes. Un profundo dolor me penetraba hasta las médulas. Entonces grité. Ya no pude soportar más el dolor y grité desde el fondo de mi alma, hasta desgarrar mi garganta. A lo lejos me pareció oír una carcajada. Eso me hizo cambiar de actitud. Quizá yo no estaba extraviado. Quizá solo padecía alucinaciones que é

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tenían un origen que estaba obligado a averiguar.

¿

Cuándo había

comenzado todo? ¿Cuándo empecé a tener visiones o a perder la noción de normalidad? Bajé los brazos, ablandé el cuerpo y cerré los ojos. Debía concentrarme. Mi jefe me había dado la comisión de entrevistar al brujo Ahuanari para la edición de aniversario de Yurimaguas. ¿Era mi jefe el chullachaqui? El motocarrista me había llevado hasta el final de la ciudad y me había recomendado tener cuidado. ¿Era el motocarrista el chullachaqui? Luego, en el camino, me había encontrado con una viejita que llevaba leña en la espalda. Parecía inofensiva. Cuando la dejé, solo me quedaba la cabaña frente a mí. A pesar del dolor, sonreí. La viejita había sido la última persona a la que había visto. Por lo tanto, era obvio que ella era el chullachaqui. Por supuesto. Después de ese encuentro todo había cambiado. Acababa de dar con el origen de mis pesadillas. CINCO Abrí los ojos nuevamente, con el espíritu más calmado. Estaba en la cabaña. Tenía el cuerpo completo y sin heridas. Todo el paisaje del bosque y de mis carnes desgarradas había desaparecido. Me levanté de un salto, con optimismo. Palpé mis bolsillos: billetera, grabadora digital, llaves de mi casa. Di una palmada al aire para darme ánimos y miré las paredes. No había puerta ni ventanas, como antes; solo paredes de maderas viejas que en situaciones normales podrían venirse abajo con un estornudo. Tenía que liberarme de cualquier sentimiento, incluso de optimismo, para pensar con frialdad. Me tiré al suelo de nuevo y cerré los ojos. Respiré pausadamente. Empecé a recordar. Caminaba hacia la cabaña, cuando me encontré con la ancianita. ¿De dónde había salido? De ninguna parte. Simplemente apareció. ¿Cojeaba? Llevaba un bastón nudoso y curvo. Y sí cojeaba, ahora que lo recordaba mejor. Cojeaba. Pero llevaba una larga falda negra que me impedía verle los pies. Y fumaba también. Lo había olvidado. Fumaba un grueso mapacho é

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que tenía entre dientes cuando se detuvo frente a mí. Su rostro era arrugado como cáscara de árbol milenario. Al hablar, me había echado el humo del mapacho en la cara. ¿Cómo era posible que hubiese olvidado que el chullachaqui me estaba icarando, embrujando?

Abrí los ojos. Alguien tocaba con fuerza a la puerta. Busqué la puerta de la cabaña y la abrí, desvencijada y tosca. Afuera se encontraba una señora delgada y de pelo largo, con un niño de la mano. - Buenos días, señor. ¿Se encuentra don Ahuanari? Abrí los ojos de sorpresa. La señora buscaba al chullachaqui. - No lo he visto. Yo también he venido a buscarlo. La señora soltó la mano al niño y se acercó a mí. Sus ojos pequeños escrutaban los míos. ¿Ha venido aquí, y no lo ha encontrado? Me dejé ganar por su mirada. Era profunda. Miraba más allá de mis ojos. —He venido a hacerle una entrevista. La mujer se apartó de mí y era, en efecto, la anciana. Comprendí al instante que el chullachaqui seguía burlándose de mí: se convertía en anciana, mujer, niño. De pronto, era mi jefe, el Chejo Panduro: ¡Qué esperas, que no terminas con la entrevista! ¿Hasta cuándo voy a seguir esperando? Era igualito que mi jefe, con sus mismas palabras y su mirada chueca. Al instante, era Diomith, hermosa, tímida. Y enseguida, otra vez la anciana, con su hato de leña a la espalda y su bastón nudoso. Seguía echándome humo a la cara. —Quiero hablar con el señor Ahuanari —dije, controlando mis palabras El cielo se abrió repentinamente y sentí el calor del sol mañanero. A é

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un lado, hacia abajo, pude ver el Paranapura y sus aguas mansas. Sentí que todo era real, ahora sí. Había regresado en el tiempo, en el preciso momento en que estaba conversando con la anciana. Y quien estaba delante de mí, esta vez, era un hombre pequeño, a quien nunca había visto en mi vida. Era casi un anciano. Llevaba el mismo bastón nudoso de la viejita. Tenía las ropas humildes, los ojos acuosos, la voz cantante y tranquila. Y su mapacho a medio fumar descansaba entre sus dedos pequeños. - Buenos días, señor. Yo soy a quienes todos llaman el brujo Ahuanari. Quiere hablar conmigo?

¿

Respiré hondo para calcular mis palabras. Al parecer, tenía una nueva oportunidad para salvarme y volver a casa. —Sí, señor. Soy periodista y me gustaría entrevistarlo. ¿Puedo venir mañana? Si quiere, ahora tengo tiempo. Podemos ir a mi casa. Mejor mañana. Solo he venido a conocerlo y saber si tiene tiempo mañana. El brujo Ahuanari sonrió, casi sin expresión en el rostro. Se levantó de hombros. Dio media vuelta y caminó hacia su cabaña. Cojeaba. Daba lástima verlo caminar con dificultad. Mi corazón latía a mil por hora. Me había salvado de sus maldades. Había logrado vencer al chullachaqui. Naturalmente, no volvería a este lugar jamás en mi vida. Di la espalda a esta trocha maldita y me encaminé hacia la ciudad. Yurimaguas me esperaba. Cerca de ahí vi al motocarro que me había traído al comienzo, y al mismo motocarrista de antes, como si me estuviera esperando. - Hola —dije, deteniéndome al lado del vehículo—. Pensé que te habías ido hace rato. —Me estaba yendo, pero lo vi conversando con el brujo y me quedé a ver si necesitaba ayuda. - ¿Me viste conversando? é

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- Sí, señor. ¿Quiere que regresemos a la ciudad? - Vamos. Subí al vehículo y el motocarrista arrancó. El viento que se formó con el avance me refrescó el rostro. Me parecía respirar aire fresco después de mucho tiempo. Volver a casa. Qué felicidad. Miré otra vez el río y sonreí de tranquilo placer. El Paranapura. Hasta el mismo nombre del río era hermoso. Miré hacia el otro extremo del motocarro y una alfombra irregular de hierbas y arbustos se regaba hasta el fondo, donde surgía el bosque más tupido. Enseguida algo atrajo mi atención. La pierna izquierda del motocarrista. La campana de su pantalón bandereaba con demasiada libertad, como si careciese de pierna. Cerré los ojos y aspiré hondo. Al abrirlos, la realidad me golpeó sin miramientos. El pantalón flequeaba porque dentro de él había una pata de venado, o pata de cabra, que descansaba sobre la palanca de aceleración. Mejor era no saber. Mejor era creer que el motocarro me llevaba a la ciudad, que Yurimaguas estaba cerca y que todo había vuelto a la normalidad. Seguimos avanzando.

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VOCABULARIO -Alagarse: empozarse o estancarse el agua. -Bufeo: también llamado delfín rosado, habita las aguas del Amazonas. Es el delfín de río más grande. -Catarata: enfermedad que opaca el cristalino del ojo, impide el paso de la luz y produce ceguera parcial o total. -Comadre: vecina y amiga de confianza. Usualmente los padres también llaman así a la madrina de bautizo de su hijo. -Crizneja: trenza de hojas de palmera que se usa como techo para evitar el ingreso de la lluvia. -Desgreñado: despeinado, con el cabello desordenado. -Desvencijado: flojo, desarmado. -Escrutar: examinar cuidadosamente, indagar. -Espectral: fantasmal. -Glaucoma: enfermedad del ojo que provoca la pérdida progresiva de la visión. -Gozne: bisagra. Herraje articulado que posibilita el giro de puertas y ventanas. Hato: atado, bulto. -Horcón: en las casas rústicas, columna de madera que se utiliza para sostener las vigas del tejado. -Inaudito: nunca oído, sorprendente, intolerable. -Infalible: que no puede fallar. -Malero: se dice de aquellos brujos que realizan hechizos dañinos, destinados a perjudicar a otras personas. -Mapacho: tabaco amazónico de altísimo contenido de nicotina, que se usa en rituales shamánicos. También se llama así al cigarro armado con dicho tabaco. -Motocarro: vehículo motorizado de transporte con tres ruedas. -Pellejudo: que tiene la piel floja. -Renaco: árbol tropical que se caracteriza por estrangular y matar a otros árboles para crecer. Por ello se le conoce también como matapalo. Resquicio: abertura pequeña, rendija, grieta. Trocha: camino de tierra abierto entre la maleza. Tunche: terrible ser maligno que habita en lo profundo de la selva. -Vaciante: descenso del caudal de un río. -Yacuruna: espíritu que habita las profundidades de los lagos y ríos de la Amazonía.

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LA RUNAMULA

UNO Cuando levanté la cabeza, una oscura figura se elevó sobre mí. Caracoleaba. Bufaba. La noche era oscura y, sin embargo, la figura que se agitaba agresiva era más negra aun. Había decidido caminar de Lamas a Tarapoto de noche, justo cuando los campesinos habían cerrado la pista y, luego de ser dispersados por la policía, los colectivos decidieron también apoyarlos y entrar en huelga. La única manera de movilizarse era a la antigua, caminando., Tenía que llegar a tiempo a Tarapoto, antes de la madrugada. Por eso decidí salir de noche, luego de cenar y descansar. Era viernes y ya había terminado de tomar exámenes a los alumnos del colegio secundario donde enseñaba. Era noche oscura, y a lo lejos se veían las lucecitas de Tarapoto como luciérnagas quietas. Bajaba por la pista, tranquilo, tarareando alguna canción de moda. Luego recordé que un amigo lamisto, me había explicado que existían rutas más fáciles para bajar hasta Tarapoto sin necesidad de seguir las largas vueltas de la pista asfaltada. Me detuve a mirar mis opciones y tomé una trocha que parecía abrirse en forma natural y bajaba casi directamente. Poco después, comprendí mi error: al salir de la pista, había perdido la iluminación y las luces de la ciudad ya no me guiaban. Me había introducido en un camino muy oscuro. Empecé a andar con cuidado. Por momentos, surgía un silencio preocupante. Y fue así como sentí, por primera vez, el sonido lejano de un relincho y unos trotes amortiguados por la hierba. No sentí ningún temor. Al contrario, me pareció buena señal que alguien tuviera sus caballos cerca para hacerme compañía. Pero seguí caminando y no vi a nadie. Eso me pareció extraño y levanté la voz para advertir sobre mi presencia. Nuevamente el silencio. Fue entonces cuando sentí que una neblina de frío me rodeaba y que una é

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sombra, más oscura que la misma noche, se levantaba sobre mí, tan cerca que podía tocarme. Caí a tierra, sorprendido. Levanté la cabeza y volví a ver la figura oscura que caracoleaba, como un caballo misterioso que fuese parte de la misma noche. Giré sobre la hierba y bajé a saltos y caídas. Me alejé como pude. Y cuando ya estaba bastante lejos, volví la mirada. El caballo oscuro seguía caracoleando en el mismo lugar y parecía, más bien, atado a un círculo del que no podía salir. Fue entonces cuando ocurrió. Comencé a temblar de pies a cabeza. En medio de la tibieza de la noche, empecé a tiritar. El miedo es una cosa seria. Nos entorpece por completo. Y yo no podía pronunciar una sola palabra. Ni moverme. El caballo, que ahora parecía un burro, dio un soplido ruidoso, como si una voz cavernosa buscase liberarse, y por sus fauces agitadas surgió una llama rojiza, tan profundamente roja que debía ser una llama viva de las mismas profundidades del averno. Esa fue la primera vez que me encontré con la runamula. DOS Cierto día, en clase, mis alumnos me recordaron de un suceso que había ocurrido varios años antes. Ocurrió en casa de un brujo lamisco que vivía en el barrio El Huayco, a quien conocían por su apodo de Churumpi, porque tenía muchos granos en la cara. Era un viejo de más de sesenta años que gustaba de hacer daño a la gente, según contaban sus detractores . Un día se le ocurrió raptar a una de las alumnas del colegio y hacerla su mujer. Los padres fueron a reclamarle, lo denunciaron a la policía, pero el brujo se burlaba de todos. —Yo quiero quedarme a vivir con él —decía Tania, la muchachita raptada— . El brujo Churumpi es mi marido. Los padres no lo podían creer. Su hijita pequeña, que apenas tenía doce años, su engreída, no podía estar pronunciando esas palabras. Debía estar embrujada. La policía no les hizo caso. El gobernador ni siquiera los atendió. Ni el alcalde ni ninguno de los vecinos de Lamas se atrevieron a ayudarlo. é

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Entonces los padres acudieron a mí. Yo soy ateo. Y los asuntos de brujerías y milagros me parecían completas tonterías. Pero ver los ojos impotentes de esos padres me conmovió. — Sabemos que usted es un profesor derecho —dijo el padre—. Sabemos que fue capaz de denunciar a uno de sus colegas cuando se metió con una alumna. - Bueno —le dije—, un maestro de colegio que se mete con una alumna es un abuso, aquí y en cualquier parte del mundo. —Y gracias a eso la alumna pudo volver con su familia —dijo la madre. Consentí en ayudarles, pero no sabía qué hacer. ¿Cómo enfrentarse a un brujo? Una tarde, después de clases, fui a visitar al brujo Churumpi. Mi fama de no aguantarle pulgas a nadie debió haber llegado a sus oídos, porque se repantigó y balbuceó al abrirme la puerta. Usted es una persona muy seria —me dijo—. Debería tratar de sonreír un poco. Yo era inmune a los elogios y, en efecto, muy serio. Tenía una arruga permanente entre las cejas. Me arremangué la camisa y lo miré con frialdad. —Verá, profesor. Los padres no quieren a su hija, la tienen abandonada a Tania, no le dan lo que necesita. —Si los padres tienen descuidada a su hija, y por eso crees tener derecho a llevártela con engaños —dije, tratando de hablar con la mayor sencillez posible—, entonces yo tengo derecho a romper cada uno de tus huesos, uno por uno, con ese leño que veo al fondo. Total, siempre podemos meternos en la vida de otros, ¿verdad? El brujo Churumpi me miró con ojillos malignos. Estaría meditando si yo podría cumplir mi amenaza. Como lo vi dudando, empecé a caminar lentamente hacia el leño que estaba de pie al fondo de la casita. Eso fue suficiente. —Está bien, está bien, llévese a su alumna. Total, mujeres me sobran. No esperé más. Ingresé a los cuartos interiores hasta que di con la pequeña Tania, que andaba sonámbula y sin saber a dónde ir. La tomé del brazo y la saqué al aire libre. La llevé a casa de sus padres. Poco a poco, empezó a é

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recobrar la razón. Debo añadir que nunca más fue la misma. Siempre andaba un poco extraviada en este mundo. Y en cuanto al brujo Churumpi, desapareció de Lamas. Nunca más se le volvió a ver. Esa fue la historia que mis alumnos me hicieron recordar en el salón de clases. Querían que yo interviniera en un asunto parecido. Esta vez se trataba de mi alumno de quinto de secundaria Ubertino Bartra, mi mejor alumno de letras y que solía escribir poemas cínicos para enamorar a las chicas. Pero él no estaba en clases en ese momento. -Ha faltado porque está muy mal del espíritu —dijo una alumna, probablemente una de sus admiradoras—. Es un problema muy serio con su mamá. Levanté las cejas en señal de interrogación. —La mamá es una señora todavía joven y bonita —dijo otra alumna— . Pero según dicen, tiene una aventura. Bufé enojado. No iba a meterme en asuntos familiares. —Lo que pasa —dijo un alumno— es que la mamá del Ubertino parece que está con otro hombre, pero no con cualquiera, sino con alguien maloso que por las noches la convierte en runamula. Aspiré hondo. Hacía poco tiempo que me había encontrado con algo en lo que no creía. Ella o él, nadie sabe quién es la runamula. Pero ya han visto a ese demonio botando candela por el hocico varias veces, sobre todo en la parte baja de El Huayco —dije. —Pero ¿qué vas a estar creyendo en eso, profe Ricardo? Si tú eres ateo, ¿di?

Volví a respirar hondo. —Por eso el Ubertino necesita ayuda, profe. —Si usted averigua quién es el responsable, se arregla todo, profe. —Ayúdelo. —Por favor. Levanté la mano para calmar las voces que se habían multiplicado sin orden. — Voy a ayudarlo —dije, y los alumnos aplaudieron a rabiar. é

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TRES —Pero todo queda entre nosotros —añadí—. Ni una palabra a nadie; si no, esto se termina. Los muchachos asintieron. —Bueno, vamos a hacer la clase de hoy. Literatura regional. Vamos a hablar de dos autores que nacieron en Lamas y que son importantes para la literatura amazónica. Uno, Ulises Reátegui, médico y poeta, recopilador de tradiciones orales y un gran humanista. Como médico, ayudó a mucha gente humilde en Pucallpa, donde vivió buena parte de su vida. Como escritor, escribió taquinas, cuentos y novelas, como «Invasores», que narra la formación del distrito de Comas, en Lima. Todos van a leer ese libro. Y el segundo autor es... —Profe Ricardo, una inquietud —dijo un alumno. Le hice señas de que hablara— Qué tal si en esta clase, para no salirnos del tema, nos habla de los mitos y leyendas de la selva, pero con su explicación, profe; como usted es ateo, tendrá otra explicación de los tunches y los chullachaquis . ¿Y si nos habla de la runamula, profe? Suspiré. Los alumnos sabían tocarme en mis puntos débiles. Eso de que a cada rato me dijeran que era ateo era una crítica sutil a mis opiniones, o quizá el deseo de querer acercarse a ideas distintas de las creencias católicas o evangélicas de sus familias. —Me parece buena idea —dije, cerrando mi cuaderno de apuntes y mis

libros—. Hablemos de los monstruos y duendes y sirenas y bufeos y ayapullitos. —De la runamula nomás, profe —oí una voz femenina. Entonces capté el fondo del asunto. Estaban preocupados por su compañero, y cualquiera que fuese mi idea de los seres fantásticos de la selva, igual nos llevaría a hacer algo concreto. Entonces, lo mejor era estar preparados con la teoría. —La runamula es un ser que surge cuando un hombre y una mujer se van a la cama sin ser esposos; o cuando engañan a sus parejas y se van con otros. Entonces, como castigo, se convierten en mitad humano y mitad mula, y andan por las afueras del pueblo botando fuego por el hocico. Algunos, para marcarlos, les arrojan huito o pinturas, y al día siguiente la mujer o el hombre infiel amanece pintado y es la burla del pueblo. Pero no es una historia solamente amazónica. También es andina. En la sierra lo llaman ninamula, es decir, mula de fuego, y tiene las mismas características. Esta historia proviene de cuando los curas de la é

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antigüedad, para controlar la infidelidad entre esposos, sermoneaban en sus iglesias sobre severos castigos, como convertirse en runamulas, si seguían engañando a sus esposos o esposas. ¿Cómo se cura este mal? Volviendo a ser fieles, simplemente. Y ahora, antes de seguir, quiero que cada uno de ustedes me dé una opinión crítica sobre lo que acabo de resumir. Cada uno. Con sus propias palabras... En ese momento, la puerta del salón se abrió abruptamente y todos, hasta yo mismo, lanzamos un grito de susto. — ¡Profesor, profesor! ¡El Ubertino se ha vuelto loco y está andando calato por las calles! Todos salimos fuera del salón, atropellándonos. El alumno que había dado el aviso era de un grado anterior, y parecía realmente asustado. Al salir del salón, tomé un mandil blanco y corrí a la calle. Y mientras los alumnos dudaban entre salir de una vez o primero pedir permiso, me adelanté y pude encontrar a Ubertino, en calzoncillos, a punto de doblar la esquina. Tenía la mirada ida, el rostro desorientado. Lo alcancé y lo cubrí con el mandil. Los alumnos llegaron enseguida. La aglomeración era contraproducente para cualquier ayuda, así que solo me quedé con dos alumnos, Julio Aguilar y Maritza Arévalo, y entre los tres llevamos a Ubertino hasta su casa. Me imaginé que su padre estaría trabajando. Los tres entraron al cuarto de Ubertino, al fondo de la casa. Yo me quedé en la sala, mirándolo todo. Había crucifijos, virgenmarias, estampitas, santos de todos los colores, velas semiconsumidas. Eso olía muy mal. Ingresé al cuarto de la madre. Estaba dormida. Se inquietaba constantemente. Tenía el hermoso rostro con extraños arañazos, como si hubiera atravesado ramajes y enredaderas en huida violenta. Su vestido estaba ligeramente rasgado. La cubrí con una sábana. Cuando mis alumnos volvieron, tuve que tomar decisiones rápidas. —Chicos, necesito la ayuda de ustedes. —Sí, profe, usted mande.

—Maritza, corre donde el doctor Tuesta y dile que venga, de mi parte. Pero al toque. Maritza salió disparada. —Y tú, Julio, harás un trabajo más cansado. Vigilarás esta casa hasta la é

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medianoche. A esa hora yo vendré a reemplazarte. Si la mamá de Ubertino sale a algún sitio, la seguirás, de lejos, sin importar adónde vaya ni lo que pase. No vas a intervenir en nada. Solo mirarás y nada más. Sí, profe. —Ahora vuelve al colegio. Yo estaré de vuelta apenas el doctor termine aquí. Julio se cruzó en la puerta con el médico y luego desapareció con Maritza, haciendo adiós con la mano. La idea de discreción no era su fuerte. CUATRO

A la medianoche me encontré con mi alumno. Julio estaba totalmente dormido en la esquina de enfrente, donde había un solar sin construir y mucho espacio para estirar las piernas. Lo desperté topando su pie y abrió los ojos como si no pasara nada. —Profe, tengo mucho que contar. —¿A qué hora te dormiste? —Ni siquiera hace un minuto, profe. He estado más atento que una cámara de vigilancia. A ver, cuenta. En ese momento se abrió la puerta de la casa que vigilábamos. Salió la madre, con los hombros cubiertos con un chal. Era delgada, y tenía el pelo lacio y negro. Caminó en dirección de la plaza de armas. Era todo un misterio por resolver. —¿La sigo yo o la sigue usted, profe?

Iba a mandarlo a casa a descansar, cuando nuevamente se abrió la puerta y esta vez salió Ubertino, con polo blanco y zapatillas. Caminó en dirección contraria, como quien se va al barrio El Huayco. —Tú sigue a Ubertino. Yo seguiré a la madre. —Profe, pero tengo que contarle lo que vi esta noche. —Bueno, haz un resumen violento. —La madre se ve con el cura, profe. La vi entrando a la iglesia. —Más misterios para resolver. é

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—Y Ubertino se va hasta la vieja parroquia abandonada, la que está casi destruida, en el viejo camino a Tarapoto. Ahí lo vi entrar y encontrarse con alguien. Después se fue corriendo. Me detuve a pensar solo un segundo. —Mejor tú sigue a la madre. Yo iré tras Ubertino.

Nos separamos en silencio. Nuestros objetivos estaban a la vista. Sin embargo, julio volvió a mi lado de nuevo. —Profe, olvidaba decirle que en la tarde llegó a la casa don Teobaldo, que es curandero y a veces brujo. Se demoró bastante en irse. Ahora si me voy. Seguí caminando, mientras pensaba. Atar cabos. Unir datos sueltos. ¿Qué significaba todo esto? Ubertino caminó hasta la pista y bajó en silencio. Súbitamente, desapareció. Era obvio que había ingresado al monte, entre matorrales y trochas perdidas. Cuando ingresé también, oí sus pasos y el ruido que hacía al aplastar la hierba. No era ningún bosque tupido. Solo chacras abandonadas o en descanso, donde habían crecido la maleza y algunos árboles. Sentí de pronto un escalofrío. Era el mismo lugar de hace algunas noches, cuando bajaba de urgencia a Tarapoto luego de la huelga de los campesinos y colectiveros, y tuve un encuentro extraño. A lo lejos vi la vieja parroquia, sin techo, con paredes de adobe y mucha maleza alrededor. Ubertino entró despacio. Desapareció. La única manera de ver lo que pasaba era estar ahí, aunque me descubriesen. Total, no se trataba de ninguna historia de criminales y asesinos. Pero cuando me encontraba a punto de ingresar, apareció corriendo la madre, gritando, con el pelo negro agitado por el viento y el chal ondulando como una bandera tenebrosa. —¡No, Ubertino, nooooo! —decía, repetía. Me oculté de inmediato. Di un rodeo y trepé los adobes más altos. Había una rama tupida que caía sobre los adobes y me ocultaba. Podía verlo todo. Un hombre blanco, al que no reconocí, rubio y pálido, tenía abrazado del cuello a Ubertino, que trataba de zafarse. é

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—¡Tratos son tratos, mujer! —dijo el hombre, ceceando. —Deja a mi hijo, maldito —dijo la madre. Cogió una piedra del suelo y

la levantó amenazante. En situaciones así, lo normal habría sido revelarse como el héroe de la noche, y de un salto liberar a Ubertino y arrojar al suelo al agresor. Pero había muchas cosas que no entendía, y decidí esperar, hasta que los hechos no me dieran otra opción más que intervenir. Repentinamente, sentí una mano que tomaba mi pie y estuve a punto de dar un grito histérico. Totalmente asustado, retiré el pie y me volví. Era Julio, que me saludaba con la mano. Le hice silencio con un dedo en la boca y subió a mi lado. La madre se me escapó, profe. Fue a la iglesia y discutió con alguien. Se oían gritos. Después vino corriendo hasta aquí. Y se llama Diana. ¿Quién se llama Diana? —La mamá del Ubertino, profe. La que está ahí. ¿Y conoce al que tiene bien agarrado al Ubicho? Negué con la cabeza. —Ya ve. Eso le pasa por no ir a la iglesia. Es el cura, profe. El cura español de Lamas, que ya está como diez años por aquí. Es un gran vivo ese curita. Me quedé pensando. Entonces, ¿con quién había discutido Diana, la madre, en la iglesia? ¿Y por qué? —¡Joder! Vete a tu casa, mujer —decía el cura— Ubertino está bien aquí. —Miserable —dijo Diana—. Deja a mi hijo ahora mismo o te rompo la cabeza. Un nuevo personaje apareció repentinamente. No lo reconocí de inmediato. Estaba encorvado, canoso. Su voz me era conocida: burlona, gangosa, cínica. —Así no vale —dijo el recién llegado—. Si no cumples tu palabra, les va a ir

peor. A los dos. Y agregó con gesto dramático, apuntando con un dedo: —Especialmente al chico. La mujer bajó los brazos. Se estaba rindiendo. Era el momento de actuar. Aunque, sinceramente, todavía faltaba mucho para saber. O quizá ya estaba todo claro. é

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Si ese cura no era un pedófilo, entonces yo era un extraterrestre. Y los tratos entre un brujo abusivo y un pedófilo ya estaban bastante claros. ¡Brujo Churumpi, desgraciado! —grité. Y de un salto caí sobre él. CINCO Ubertino tuvo la suficiente fortaleza de ánimo para forcejear, patear hacia atrás y liberarse de su captor. Enseguida corrió hacia su madre, protegiéndola. —¡Profe, cuidado! —dijo el muchacho, justo cuando el brujo Churumpi me asestaba una patada en la boca del estómago. Caí de espaldas y me hice un ovillo. En esos momentos, cuando falta el aire y es difícil respirar, uno queda expuesto al enemigo. El brujo aprovechó para patearme nuevamente, esta vez en la espalda. Yo solo atiné a cubrirme la cabeza con los brazos. Pero no estaba todo perdido. Diana se abalanzó enfurecida contra el brujo y lo arrastró de los pelos. El brujo cayó al suelo, pero no dejaba de mirarme. No quería perder a su presa. Sin embargo, esos segundos de distracción fueron suficientes para recobrar el aliento. Me puse de pie de un salto. El brujo retrocedió. Me abalancé contra él y lo molí a puñetazos. —¡No me pegue, por favor, no me pegue! —repetía. Recordé al cura, y me volví. Pero no estaba. ¿Dónde está el cura? —dije. —Desapareció —dijo Diana, mirando de un lado a otro. —Estaba aquí hace un rato —murmuró Ubertino. Entonces volvió nuevamente la figura que hubiera querido olvidar. Esa especie de caballo demoníaco, negro, tan negro como aquello que nuestros ojos no pueden ver. El salvaje animal se lanzó contra nosotros, levantando sus patas delanteras y relinchando, y nos echamos hacia atrás. Volvió a atacarnos. Sus Ojos parecían pedazos de carbones encendidos al rojo vivo, y miraban con odio, con infinito odio. Corrimos de una pared a otra. El brujo Churumpi, que se encontraba agazapado en un rincón, se arrastró rápidamente y ganó la salida. -¡Se escapa el brujo, profe! —gritó Ubertino.

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El animal enfurecido pareció entender esas palabras y corrió a cubrir la salida. Desde ahí, se encabritó, nos amenazó con sus patas delanteras, bufando. —¡Agarren piedras! ¡Todos! —grité. Arrojamos las piedras, que cayeron contra su lomo, sus ancas y sus patas. El animal relinchó con un sonido tan agudo, que nos paralizó. Jamás había oído semejante ruido, mezcla de grito animal y eco de ultratumba. Diana se abrazó a mí, llorando. En su mirada había una súplica. Levanté una piedra y afiné la puntería. El animal parecía calentar el hocico, pues ya salían humos y brasas cercanas. Entonces arrojé la Piedra, directo a la cabeza. El golpe fue violento y cayó cerca del ojo. Vi que la sangre saltaba. La bestia se encabritó de dolor, bajó la cabeza, se sacudió. Volvimos a arrojar más piedras y el animal se batió en retirada. Salió a todo galope. Nosotros salimos detrás de él. Era curioso oírlo galopar. No era el sonido de los cascos sobre la tierra, sino sobre piedras o calzadas, tan nítidamente que intimidaban. Eran sonidos para asustar El pavor nos unió en esos momentos. Sudábamos a chorros. Diana tenía el rostro ensangrentado, y yo también. La mirada atenta de Ubertino me espabiló un poco. —Profe, mire —dijo Ubertino. El brujo Churumpi arrojaba sal alrededor de la runamula, que no podía salir del círculo trazado en tierra. Recordé haber visto a la runamula en esa misma situación hacía varias noches. El brujo dominaba a la bestia. Diana me tomó del brazo. Estaba llorando. —Ese cura maldito es la runamula, profesor —me dijo, con palabras entrecortadas. —Es lo que suponía —murmuré. —Quería estar con mi hijo, y como yo me lo enfrenté, me mandó con ese brujo malero para amenazarme con que nos mataría con brujerías. Y me hacía ir por las noches a verlo. Me hicieron tomar un brebaje que me quitó la voluntad. Y hoy, después de que se fue el médico que usted trajo y que no pudo ayudarme en nada, hice llamar a un curandero, don Teobaldo. Él sí me curó. Y me advirtió que no debía tomar nada, porque todo eran porquerías del brujo malvado. La miré con compasión. Mientras el brujo seguía arrojando sal a la bestia, é

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teníamos unos segundos para explicaciones. —Ese brujo dañino a muchas mujeres ha obligado a estar con él. Y quería que yo también fuese su mujer. Pero desde que murió mi esposo, yo no quiero estar con nadie, profesor. Nadie me puede obligar. Se abrazó a mí. Lloraba inconteniblemente. —Ese cura, profe, ha estado con muchos niños —dijo Ubertino—. Lo que hace

no tiene nombre. Lo que me contaban era lo que más o menos había intuido. —¿Pero por qué estaban aquí? ¿Qué hacías en la iglesia —interrogué a Diana— y tú aquí, Ubertino? ¿Por qué caminabas desnudo por la calle? —La mujer se calmó. Arrugó las cejas. Le estaba invadiendo la furia. Nos

dieron de tomar brebajes, diciendo que era bueno. Nos estaban embrujando, profesor. —La gente creía que la runamula eras tú, Diana —dije—, y que estabas engañando a tu esposo y por eso en el día tenías la cara arañada, y estabas como ida. No sabíamos que tu esposo había muerto. La mujer apretó los puños. La comprendí. Una viuda valiente. —Yo solo tomé una vez, profe —dijo Ubertino—. Y no recuerdo nada. ¿Yo he caminado calato por las calles? No pudimos agregar nada más. El brujo Churumpi nos había rodeado y, sin que nos diéramos cuenta, había echado sal alrededor de nosotros para que no pudiéramos escapar. Reía como un perro. Adiviné que su intención era liberar a la runamula y lanzarla sobre nosotros, que esta vez no tendríamos escapatoria. Pero yo no creía en esas cosas. Así que me encaminé para salir del círculo y sentí que no podía dar un paso más. Ni siquiera pude saltar, porque no solo era la imposibilidad de caminar fuera del círculo, sino además la ausencia repentina de fuerzas. Me sentía como alguien que ha dejado de luchar y se resigna a ser aplastado por los acontecimientos. Diana me tomó de un brazo y Ubertino abrazó a su madre. Los tres habíamos perdido, repentinamente, la voluntad. El brujo Churumpi barrió con el pie el círculo que aprisionaba a la runamula y esta se lanzó contra nosotros. Apenas pudimos cubrirnos con los brazos y caer en tierra. La runamula comprendió que estábamos a su merced y detuvo el segundo é

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ataque. Dio vueltas en medio del círculo de sal donde también estaba atrapada y lanzó su relincho macabro. Nos cubrimos los oídos. Era un chillido espantoso, insoportable, que inmovilizaba. Luego desató su arma terrible. Mientras bravuconeaba y relinchaba sola `en el ruedo, esta vez lanzando coces con las patas traseras y saltando furiosamente, arrojó el primer escupitajo de fuego rojizo sobre la hierba, que se incendió violentamente y quedó carbonizada al instante. Terrible amenaza para nosotros. Fue en ese momento en que oímos un ruido seco, como de un coco al ser golpeado. Volvimos rápidamente la cabeza y descubrimos a Julio, mi alumno, con un leño en una mano. Había golpeado en la cabeza al brujo Churumpi. Un golpe seco, y el brujo cayó al suelo. La runamula se estremeció y lanzó su chillido terrorífico. Quise hablar, pero no pude. Ubertino tuvo más fuerzas que yo. - Quita la sal —dijo. Diana hizo señas con las manos, en señal de barrer el piso, indicando con la mano la sal a nuestro alrededor. —Pero he traído gasolina —dijo Julio—, levantando una galón anaranjado en una mano. Me paré frente a él, con los ojos furiosos y las manos en las caderas. Recién entonces Julio comprendió nuestra emergencia. Pateó las líneas de sal en diferentes puntos y sentimos que volvíamos a nacer. Pero el primero en salir del círculo maldito fue la runamula, que se abalanzó furibunda contra Julio y lo hizo trastabillar y caer. Si echaba fuego en ese momento, lo iba a carbonizar en menos de un segundo. Por suerte, las malas intenciones de la bestia fueron distraídas por el brujo Churumpi, que se puso de pie tambaleante, cerca de la runamula. El animal retrocedió y miró con furia al viejo brujo. Levantó las patas delanteras y le lanzó coces violentas que parecieron romperle el cráneo. Cuando el brujo Churumpi cayó inmóvil, la runamula le lanzó su soplo maldito. Una llama intensa surgió de sus fauces y envolvió al brujo caído. Y mientras el fuego veloz transformaba el cuerpo del brujo en una masa informe y negra, tuve una idea. Corrí é

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hacia la galonera, que tenía la boca ancha y estaba destapada, y arrojé la gasolina contra la runamula. Esta vez el animal comenzó a arder en un fuego distinto, amarillo, fulgurante. La gasolina era implacable. La runamula primero pateó al aire para apagarse, pero fue inútil. Su relincho maldito me dejó sordo durante unos segundos. Nos alejamos de esas llamas en movimiento. La bestia herida no dejaba de chillar. Y emprendió una rápida carrera a través del campo. Su galope era nítido, como si corriera por una pista de piedras, y daba mucho miedo. Al poco rato la vimos desaparecer por una bajada. Y dejamos de oír sus galopes, y la luz lejana de las llamas desapareció. —Increíble —dije. Julio y Ubertino se palmearon, se sacudieron la ropa, se dieron la mano. Diana me abrazó. —Gracias, profesor —murmuró.

Y emprendimos la subida. Lamas, la hermosa ciudad de los tres pisos, nos esperaba nuevamente.

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VOCABULARIO Ancas: muslos. En animales, patas traseras. -Ateo: que no cree en la existencia de un dios. Averno: infierno. -Ayapullito: ave agorera, cuyo canto es interpretado por los shamanes y curanderos, pues se cree que predice el futuro. -Balbucear: hablar pronunciando con dificultad, de forma entrecortada. -Bravuconear: amenazar con actitud arrogante, para intimidar. -Bufar: resoplar con ira y enojo. Bufeo: también llamado delfín rosado, habita las aguas del Amazonas. Es el delfín de río más grande que existe. -Caracolear: dar vueltas cerradas, particularmente un caballo. -Chullachaqui: maligno duende que habita la selva amazónica. -Coz: golpe que dan algunos animales con sus patas. -Detractor: adversario, que se opone o no está de acuerdo con alguien o algo y lo critica. -Encabritarse: de un caballo, que se alza sobre sus patas traseras. Espabilar: avivarse, salir del aturdimiento. -Fauces: parte interna posterior de la boca de los mamíferos, desde el paladar hasta el esófago. -Fulgurante: que despide rayos de luz, brillante, resplandeciente. Gangoso: de sonido nasal. -Hacerse un ovillo: encogerse, contraerse. Huito: árbol selvático nativo de Sudamérica cuyo fruto, que lleva el mismo nombre, tiñe fuertemente de negro. Lamisco: natural de la provincia de Lamas, ubicada en el departamento de San Martín, en Perú. -Luciérnaga: insecto bioluminescente, capaz de emitir luz. Macabro: relacionado con la muerte y el horror, por lo que genera rechazo. -Malero: se dice de aquellos brujos que realizan hechizos dañinos, destinados a perjudicar a otras personas. -Pavor: espanto, miedo intenso. -Pedófilo: persona adulta que siente atracción sexual hacia niños o adolescentes. -Repantigarse: acomodarse en un asiento, apoltronarse. Solar: terreno vacío donde se edificará una construcción. -Trastabillar: tropezar. -Trocha: camino de tierra abierto entre la maleza. Tunche: terrible ser maligno que habita las profundidades de la selva amazónica. -Tupido: que sus componentes están muy juntos y apretados. https://www.facebook.com/CORE-N%C3%BAcleo-338831536477995/ é

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LAS BRUJAS DE CACHICHE

Las primeras sombras de la tarde avanzaban sobre la calurosa Ica, cuando Anita, Vincho y el Gordo miraron sus bicicletas apoyadas contra la pared y decidieron que era tiempo de una carrera. A esa hora, el viento fresco alentaba a pedalear a toda prisa y el mar se ofrecía tibio para un buen chapuzón; pero, para los tres amigos, la finalidad de la competencia era otra: el ganador decidía el reto del día. La carrera anterior la había ganado Vincho, y eso los había empujado a desafiar el olfato del terrible Nerón, el gigantesco y malgeniado perro que cuidaba las higueras de don Zósimo, con el objetivo de cosechar las tres brevas más grandes del arbusto que crecía en el centro de la chacra. Esta vez, Anita no estaba dispuesta a dejarse vencer. Subió a su bicicleta de un brinco mientras corría para darle impulso. Pedaleó lo más rápido que pudo, llevando el pecho hacia el manubrio y despegando las caderas del sillín para aligerar el peso del cuerpo sobre sus piernas, tal como había visto hacer a Bradley Wiggins, su ciclista favorito. — ¿Por qué demoraron tanto? — dijo con ironía cuando Vincho y el Gordo llegaron jadeando al faro que servía de meta, y, sin darles tiempo de recuperar el aliento, lanzó su desafío — ¿Quién llega primero al cartel de la bruja? — ¿El de Cachiche? Pero está anocheciendo. Mi papá dice que no debemos ir por allá en la noche porque suceden cosas raras —advirtió el Gordo con cierta indecisión en la voz. Anita, con una sonrisa socarrona en el rostro, aprovechó el comentario para pinchar el orgullo de su amigo. — ¿Te da miedo, Gordito? El Gordo es un miedoso... —canturreó mientras

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volvía a subirse a la bicicleta—. Y tú, Vincho, ¿también tienes miedo? ¡Claro que sentía miedo! Cualquiera que hubiera escuchado alguna vez las historias que se contaban sobre ese pueblo embrujado estaría asustado hasta los huesos. La gente decía que las almas de los muertos vagaban por sus calles y que todas las noches de luna llena las brujas se reunían para invocar al diablo. Esa era una noche de luna llena. Pero Vincho no estaba dispuesto a dejar que una niña lo llamara cobarde ni que se burlara de él. Además, estaba convencido de que Anita desistiría del reto al acercarse al lugar. Sin decir una palabra, levantó su vinchorayo, así llamaba a su bicicleta, y comenzó a pedalear. —¡No tengo miedo! —gritó el Gordo encaramándose a la bici a regañadientes—. Pero no se quejen cuando sus papás los castiguen. Y no me digan gordo, mi nombre es Enrique. Los 25 minutos que solían demorar en llegar a la entrada de Cachiche se redujeron a 18. Vincho y Anita pedaleaban casi juntos: él se adelantaba en alguna curva y ella lo rebasaba saltando sobre el siguiente bache. Les ardían los músculos de las piernas y el corazón parecía querer salírseles del pecho, pero no estaban dispuestos a ceder, ambos esperaban que el otro se rindiera. El Gordo —perdón, quise decir Enrique— iba unos palmos atrás, no tanto por la falta de físico como por la advertencia del padre que resonaba en su cabeza. ¡Ah! Pero estos chicos nunca quieren escuchar un buen consejo. La luna se alzaba redonda y luminosa sobre sus cabezas en el momento en que las manos de Anita y Vincho tocaron el cartel que anunciaba la entrada al pueblo. Las huellas de sudor sobre el letrero aún no se habían borrado cuando se escuchó a lo lejos el aullido doliente de un perro, y la voz de Enrique imponiéndose al alboroto que armaban los contrincantes: — ¿No debería estar por aquí la estatua de una bruja? é

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Era cierto. Desde finales del siglo pasado, allá por 1990, sobre el tronco de un huarango seco se encontraba la imagen de una hermosa mujer con los brazos en alto, como formando la V de la victoria. Tenía a sus pies una lechuza y una calavera, en señal de su sabiduría y su poder en las artes de la hechicería. Era el monumento que Fernando León de Vivero, un reconocido político sureño, había mandado a construir tras la muerte de Julia Nazaria Hernández Pecho viuda de Díaz, la bruja buena que, según dicen los viejos memoriosos, lo había curado de la tartamudez y le había anunciado que sería presidente de la Cámara de Diputados cuando don Fernando era apenas un chiquillo de no más de 15 años. ¡Y vaya si se cumplió la profecía! León de Vivero asumió ese cargo en cinco oportunidades. La noche se había vuelto repentinamente más oscura

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v i e n t o h e l a d o e s tremeció los cuerpos todavía agitados de los jóvenes ciclistas, cuando se escuchó una voz dulcemente severa detrás de ellos. — ¡Insensatos! ¿Qué hacen aquí a esta hora? Al buscar en la penumbra, descubrieron el rostro de una mujer que resplandecía en medio de cierto brillo extraño. ¡Era la estatua del huarango! Y les hablaba, como lo haría cualquier vecina del pueblo. Los tres amigos quisieron correr, pero sus piernas parecían de palo y sus pies estaban como clavados al suelo. Sin prisa, la bruja caminó en torno a ellos meciendo un delgado tronco seco y susurrando palabras irrepetibles. —Niños torpes —dijo la estatua de Julia Nazaria al terminar el encantamiento que acababa de lanzar sobre ellos—. ¿No saben que el diablo está suelto esta noche y que le gusta el olor de la sangre joven? Con el hechizo que les he hecho nadie podrá verlos, a menos que sea el mismísimo Lucifer, pero dependerá de ustedes sobrevivir esta noche: la noche de la cacería. Alguna vez, Anita había salido con su padre y sus hermanos a capturar uno que otro zorro que llegaba del desierto para robarse los huevos del gallinero, y é

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desde entonces se sentía una experta cazadora. Quizá por eso, o porque no recordaba nada de lo que contaban los mayores sobre Cachiche, preguntó con total frescura: — ¿Y cuál es la presa? La estatua de Julia, que hasta ese momento les había hablado con cierta dulzura a pesar de los regaños, pareció agigantarse, el resplandor que la envolvía se tornó rojizo y su voz retumbó potente como si saliera de una cueva profunda. Vincho se escabulló detrás de Enrique, y Anita los miró como buscando una señal para salir corriendo. Mientras tanto, la bruja maldecía los tiempos modernos y se lamentaba por aquellos incautos que ni siquiera imaginaban lo que estaban a punto de ver... y de vivir. A lo largo de muchos años, se había escuchado entre los habitantes de Cachiche la historia de la noche en que las brujas pidieron ayuda al demonio para conocer el futuro. Ellas pretendían descubrir el modo de vencer a los poderosos hechiceros llegados de tierras altas para imponer sus leyes y la devoción a sus dioses. Las brujas de cada uno de los pueblos de Ica se habían enfrentado a la tiranía de los magos, pero estos parecían invencibles. Por eso, una noche de luna llena, las magas decidieron invocar al diablo y pagar con la sangre de una de ellas la ayuda que el Señor de las Tinieblas pudiera darles. La intervención del Maligno podría haber llegado a buen fin si la brujita elegida como ofrenda no hubiera salido huyendo con toda su sangre en las venas. La fuga desató una tenaz cacería en la que hasta el propio diablo metió la cola. Mientras revivía en la memoria aquel recuerdo lejano, la estatua de Julia Nazaria había mantenido un profundo silencio. Solo se escuchaba el silbido del viento que llegaba desde los arenales y el ruido agudo que producían los grillos. é

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—Estridulación —dijo Enrique, repentinamente, y todos lo miraron sin entender. Anita, que nunca se quedaba con una pregunta en la boca, reclamó mayor información con un impaciente ¿qué?—. Estridulación —repitió el Gordo (la verdad es que ni su madre lo llamaba Enrique) —. El chirrido que hacen los grillos al frotar la parte dura de sus alas se llama estimulación. - Y el que hace mi hermano después de comer se llama chancho —replicó Vincho en tono burlón. - Eso es un eructo; pero no importa, solo me acordé al escuchar a los grillos. La pequeña discusión sobre los sonidos sacó a la mujer estatua de su ensimismamiento y luego, aún más decepcionada, dio un hondo suspiro y comenzó a narrar pausadamente: «Hubo un tiempo...». La frase era conocida para el Gordo; su abuela la repetía cada tarde de sábado al contarle una de sus historias de viejos. Alguna vez, su padre le había dicho que esos solo eran cuentos que la mamama inventaba para asustarlo. Quizá por eso, al escuchar la tan familiar introducción, respondió sin pensar: «Allí va otra vez». Pero lo que la bruja empezaba a narrar no era un cuento para chicos. ¡Nada de eso! Aquella era la más escalofriante, misteriosa y diabólica experiencia que jamás nadie había vivido. Y fue así como los tres amigos fueron metiéndose en la historia —Hace muchos, muchísimos años —decía—, los huarangos eran poderosos hechiceros llegados de las tierras altas, allá donde crece el ichu y cae el granizo. Ellos iban y venían haciendo lo que se les antojaba: transformaban pequeñas acequias en ríos caudalosos; convertían a sus enemigos en animales de carga o inundaban los pueblos que se negaban a servirles. Por aquella época, abundaban las brujas y en cada familia había al menos una. Las más sabias de la región se reunían cada noche de luna llena en la entrada principal de Cachiche, el pueblo donde crecían las palmeras más altas é

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y se recogían los higos más dulces, para intercambiar recetas y hechizos misteriosos. Venían de Guadalupe, de Salas, de San Juan, de Pachacútec, de Santiago, de Los Molinos y hasta de Ocucaje. Al dar las 12 de la noche, cuando el zorro aullaba en el desierto, la luna se alzaba en su punto más alto y las estrellas dejaban de brillar por un instante, las magas colocaban su gran olla de barro negro sobre la hoguera y comenzaban a revolver los más extraños ingredientes preparando sus mágicos brebajes mientras coreaban sus rezos e invocaciones rituales. —Miren allá —dijo la mujer estatua, señalando con el brazo extendido—. En ese lugar encendían la fogata. Cuando los chicos giraron, siguiendo la dirección que indicaba la mano, dieron un brinco y soltaron un grito de espanto. En lugar del tronco seco que servía de pedestal a la estatua de la bruja, había un bullicioso aquelarre que revolvía un caldero burbujeante. A pesar del bullicio de la reunión, el grito de los intrusos pareció haberse escuchado en tres las mujeres, pues todas enmudecieron, detuvieron la faena y miraron con atención hacia el extremo de donde había surgido el ruido. Una de ellas, la más bajita, avanzó olfateando y hurgando en la penumbra. Anita y Vincho corrieron en direcciones opuestas y haciendo el menor ruido posible para evitar ser descubiertos. Al Gordo no le fue tan fácil escapar. La hechicera había caminado directamente hacia él, aunque sin darse cuenta gracias al hechizo de invisibilidad. La bruja avanzaba con los ojazos bien abiertos, frunciendo su naricita

respingona y meciendo su sedoso cabello en cada paso. El Gordo, fascinado por la belleza de la maga, no pudo moverse. Mientras ella se acercaba, el corazón le latía a toda velocidad y le temblaban las manos. Estaba a un paso de ser

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atrapado cuando, por suerte, la bruja se detuvo, dio media vuelta y regresó al grupo. En ese momento, el Gordo pudo huir. Los chicos sabían que lo mejor era alejarse de las brujas y su caldero, pero para salir de allí debían pasar delante de la fogata, por lo que caminaron directamente hacia el aquelarre. Como era el menor de varios hermanos, Vincho tenía experiencia en escabullirse de manera rápida y silenciosa, por lo que en menos de un pestañeo ya estaba fuera del pueblo. El Gordo llegó un segundo después. Sin embargo, la euforia por la fuga exitosa desapareció en cuanto notaron que Anita no llegaba. Ambos conocían la imprudencia de la más pequeña del grupo, por eso sabían que si demoraba en salir era porque se había entretenido con algo. A regañadientes, decidieron volver para buscarla. Vincho hubiera preferido quedarse y vigilar el camino, pero un aullido llegado desde el desierto le hizo apurar el paso y ponerse al lado del Gordo. No se habían equivocado. A unos metros de la fogata donde hervía el caldero, un pequeño grupo de mujeres sentadas en círculo parecía demasiado concentrado en su tarea como para darse cuenta de que Anita, estirando el cuello por sobre sus cabezas, seguía con atención cada uno de sus movimientos. Vincho y el Gordo llegaron hasta ella en silencio y, agarrándola cada uno de un brazo, la obligaron a retroceder. — ¡Es genial, tienen que mirar eso! —susurró ella con entusiasmo y negándose a dejar el lugar. Aunque el temor les decía que debían alejarse, la curiosidad los hizo obedecer. Al asomarse, notaron que en el centro del círculo había un gran agujero lleno de agua cristalina en la cual se reflejaba el cielo cubierto de estrellas. Las mujeres señalaban los puntos luminosos con poco entusiasmo, parecía que buscaban algo que no estaba allí. Al cabo de un rato, las brujas concluyeron que el cielo no les revelaría el é

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secreto que buscaban. —Los hechiceros han enmudecido al cielo para que no nos diga cómo liberarnos de la tiranía que nos imponen —dijo una muchacha de trenzas largas y mejillas sonrosadas. —Nosotras ya lo habíamos advertido —se escuchó reclamar desde el lado de la fogata—, esas magias blancas no funcionan. Debemos consultar con Supay. El Gordo dio un respingo al escuchar ese nombre y puso una mano temblorosa sobre el brazo de su amigo al tiempo que repetía con voz muy baja lo que su abuela le había dicho: «Ese es el diablo». Se convencieron de que debían escapar de allí a toda prisa. Buscaron a Anita con la mirada, pero ella ya no estaba. El ir y venir inquieto de las brujas maleras —aquellas a las que la gente buscaba cuando quería hacer daño a otra persona— aumentaba en los muchachos el miedo, el que se convirtió en terror cuando descubrieron a Anita junto al caldero. En sus cabezas volvía a resonar la advertencia de Julia Nazaria: «Nadie podrá verlos, a menos que sea el mismísimo diablo», y era a él al que las brujas planeaban invocar. Corrieron sin hacer ruido, decididos a recoger a la curiosa y salir del pueblo antes de que apareciera el Maligno. Estaban cerca de lograrlo cuando uno de los troncos que ardía en la fogata reventó haciendo saltar chispas y avivando las llamas aún más. En ese momento, un lúgubre aullido retumbó en las cuatro esquinas de la plaza y una voz tétrica, que parecía salir de entre las flamas, anunció: —Tendrán lo que buscan, y a cambio me darán la vida de la más joven entre ustedes. Las brujas se miraron unas a otras con curiosidad. Ya que cada una había empleado sus mejores artes para lucir más joven y bella que las demás, es muy probable que ni el propio amo de las tinieblas fuera capaz de adivinar sus é

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verdaderas edades. Anita respiró aliviada confiando en que nadie podía verla. Era evidente que ella no recordaba lo dicho por Julia Nazaria. Como ninguna de las brujas estaba dispuesta a sacrificarse, se desató un verdadero pandemonio. Cada una acusaba a la otra de ser más joven. De pronto, un renovado y furioso chisporroteo de brasas puso fin al debate y les recordó que el convocado era un sujeto impaciente y malhumorado al que no era aconsejable dejar esperando. En medio del alboroto, los tres amigos habían logrado reunirse y buscaban la manera de escapar del lugar. El camino por el que habían llegado ya no era la mejor opción, pues la fogata había crecido engullendo por completo al caldero y convirtiéndose en una pared de fuego que les impedía el paso. Además, en ella estaba el único que podía verlos. Intentaron salir por la calle contraria, pero el mismo tenebroso aullido que había antecedido a la voz del demonio llegaba ahora desde la oscuridad haciéndolos retroceder. Mientras los chicos iban de un lado a otro intentando hallar una salida segura, alguien con menos suerte que ellos buscaban su propia vía de escape. Ocupados en organizar su fuga, los chicos no habían prestado demasiada atención a lo que sucedía con las brujas. En algún momento, el grupo había elegido a una de ellas para ser sacrificada y, al parecer, la favorecida no apreciaba la designación, pues se esforzaba por escapar. La pobre brujita no parecía muy hábil con sus embrujos. Solo con mirarla se notaba que había disimulado bastante mal su edad, y que no era ni más joven ni más hermosa que las otras. Sin embargo, había estado distraída mientras las demás decidían qué hacer y no se había percatado cuando la candidatearon para la hoguera. Dispuesta a no entregar su vida con facilidad, la brujita corría de un lado a otro lanzando hechizos y maldiciones, pero con tan mala puntería que sus é

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pócimas caían al suelo y sus palabras se las llevaba el viento, por lo que en poco tiempo fueron la tierra y el aire del pueblo los que terminaron embrujados. Sin darse por vencida, la brujita imploró a gritos la ayuda de los hechiceros. Los magos no habrían respondido a su llamado de no ser porque comprendieron que si el diablo recibía el sacrificio exigido, era probable que cumpliera su palabra. Pronto, todo Cachiche se convirtió en un campo de batalla. Inmensas bolas de fuego iluminaban el cielo y estremecían los corazones más valientes. Los hechiceros alardeaban de su poder haciendo retumbar sus voces en todos los rincones y extendiendo sus cuerpos hasta superar los lo metros de altura. Por un momento, la torpe brujita se sintió a salvo. Atrapados entre ambos bandos, el Gordo, Vincho y Anita se refugiaron tras una pequeña duna y desde allí observaron el enfrentamiento. La suerte parecía estar a favor de los magos, que tenían bajo su dominio a un gigantesco pulpo de tentáculos monstruosos. Lo habían traído desde las profundidades del océano por medio de conjuros y pociones pestilentes, y ahora amenazaba con triturar a cualquiera que se le cruzara por delante. Las hechiceras se sentían muy debilitadas y casi vencidas, cuando una de ellas se atrevió a reclamar la ayuda del Maligno. De inmediato, un rugido angustiado, como de miles de voces torturadas, se impuso sobre cualquier otro sonido. Hasta la ensordecida bestia marina se detuvo sorprendida. Pero el efecto duró poco sobre el instinto animal. Al notar un movimiento cerca de él, el pulpo levantó uno de sus pesados tentáculos y atrapó a la bruja mientras esta invocaba al demonio. En fracción de segundos, el griterío había regresado. La hechicera peleaba por zafarse del pegajoso abrazo cuando la ayuda del diablo llegó en forma de una lengua de fuego salida de la reanimada fogata, la que cortó de un solo tajo la extremidad é

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del molusco. El tentáculo, enroscado todavía en el cuerpo de bruja, cayó con un estruendo al suelo. Adolorido, el animal buscó la tierra salitrosa como emplasto para calmar el ardor de sus heridas; pero cada vez que hundía un tentáculo en el barro, regresaba a la superficie con la apariencia de un tronco seco. Poco a poco, todo el cuerpo del inmenso pulpo se fue oscureciendo, solidificando y aferrando al piso como si se tratara de una siniestra palmera con siete polvorientas cabezas saliendo del suelo. El octavo brazo, el mochado, quedó oculto en la tierra. Los hechiceros, confiados de su poder y sin percibir con claridad quién era el aliado de sus enemigas, intentaron lanzar un nuevo ataque. Pero demasiado tarde se dieron cuenta de su error. El fuego se extendía rodeando todo el pueblo y alzándose tanto que los bordes se perdían en lo alto. La lucha era sanguinaria. Tanto brujas como hechiceros peleaban con las armas más poderosas y letales que conocían. Sus encantamientos y maldiciones se dejaban escuchar por todos los rincones. Aquellos que intentaban huir en medio de la batalla sucumbían envueltos por el fuego y ardían hasta desaparecer. Un lejano ulular de lechuzas anunció que la noche estaba por terminar. El largo

enfrentamiento

parecía

diluirse,

dejando

apenas

unos

pocos

sobrevivientes que a duras penas lograban mantenerse en pie. La raza de brujas y hechiceros estaba al límite del exterminio. Las mujeres se quejaron con amargura por la cantidad de vidas que habían entregado al diablo en la batalla. Pero aún peor les cayó la sensación de haber sido estafadas, pues pese al costo pagado no habían logrado la victoria. Por eso, a modo de recordatorio para próximos tratos con el Señor de las Tinieblas, embrujaron la palmera de siete cabezas para que permaneciera en ese lugar por siempre. Aún hoy sigue allí. é

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Antes de que el gallo cantara, en el momento más oscuro de la noche, los hechiceros moribundos lanzaron un último encantamiento y, transformándose en raíces de huarango, se hundieron en la tierra para renacer como árboles mágicos. Las brujas no tenían por costumbre morir: ellas vivían hasta envejecer tanto que se convertían en un montoncito arena y se perdían en el desierto. Por eso, para asegurar el regreso de las que habían muerto en batalla, las sobrevivientes lanzaron una maldición: «El día en que la séptima cabeza de la palmera reverdezca, Ica se hundirá en las aguas y el combate entre brujas y hechiceros volverá a comenzar». La duna que había servido de refugio y observatorio a Vincho, Anita y el Gordo quedó envuelta en una suave penumbra y, aunque el bullicio del

enfrentamiento

aún resonaba en sus oídos, el cansancio los fue

adormilando. No sabrían decir cuánto tiempo durmieron, pero al despertar las horas parecían haberse detenido. La luna se veía todavía muy cerca, y el trajinar de gente por las polvorientas calles de Cachiche les decía que no era muy tarde. Algo aletargados, levantaron sus bicicletas y volvieron al camino con la intención de regresar a sus casas, pero el sueño o el ejercicio anterior los había dejado sedientos y decidieron ir en busca de refrescos. En la bodega, Vincho comentó el extraño sueño que acababa de tener. Anita y el Gordo se atragantaron con la chicha al darse cuenta de que no era posible que los tres hubieran soñado lo mismo. Recién entonces recordaron a la estatua viviente y sus advertencias. El Gordo pensó en las historias que le contaba su abuela. ¿Serían, en verdad, algo más que cuentos para asustarlo? Bebieron sus refrescos a grandes sorbos y ya estaban por irse cuando escucharon la conversación de dos chicos del pueblo. —Mi hermano venía a eso de las dos de la madrugada por el camino de la é

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palmera... —Bien sonso. ¿No sabe que no se puede pasar por allí de noche? - Sí, pues, pero dijo que quería llegar rápido. —Ai-tá, pé. ¿Lo asustaron? - Sí. Dice que una persona con capucha lo jaló de la casaca y aunque quería correr no podía. —Claro, pé, es la bruja de la palmera. «La palmera de las siete cabezas», susurró Vincho, hincando con el codo las costillas del Gordo. Cuando dieron vuelta para salir, Anita ya estaba al lado de la mesa de los muchachos y escuchaba atenta la conversación. — ¿Y las piedras no la golpearon? —preguntó, inquieta. —No, las piedras atraviesan los espíritus, no les hacen nada —comentó uno

de ellos. —¿Y qué le pasó a tu hermano?

Estuvo como dos semanas enfermo. Vomitaba la comida y andaba como borracho todo el tiempo. Tuvimos que traer a tres llamadores para que le hicieran una limpia. - Buen susto se pegó por sonso —apuntó el otro muchacho—. ¿Y ustedes qué hacen en la calle, también quieren encontrarse con la bruja? «¡Si supieran!», pensó el Gordo, agarrando del brazo Anita para obligarla a salir. —No. Ya nos vamos —respondió Vincho mientras agarraban las bicicletas. - Cuidado con el jarjacha— comentó el muchacho, cuando los chicos ya se alejaban. Un vientecillo frío sopló muy cerca de las orejas de los ciclistas al cruzar delante de la palmera. Su caprichoso entrar y salir de la tierra les hizo pensar en el gigantesco pulpo convocado por los hechiceros. Los chicos hundieron la cabeza sobre el pecho y pedalearon un poquitín más de prisa. Solo se detuvieron al llegar al pie de la estatua de la bruja que daba la bienvenida al pueblo. Ahora les parecía algo tonto que formara la V de la é

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victoria con los brazos. «Si no ganaron», murmuró Vincho. «Veneración», se oyó decir, y los chicos hubieran jurado que era la estatua la que hablaba nuevamente. - Es l a V que no s r ec uerd a l a v e ner ación que debemos al conocimiento ancestral —repitió una anciana con rostro sonriente que llegaba desde la oscuridad del camino—. ¿Sabían que una vez casi se cumple la maldición de la palmera? - La que dice que si reverdece la séptima cabeza ¿Ica se hundirá? —preguntó el Gordo. Allá por 1998, la gente se había olvidado de vigilar la palmera. De pronto, comenzó a llover y parecía que nunca iba a parar. Los ríos se desbordaron, las calles se inundaron y recién, en ese momento, la gente se acordó de la palmera. Al revisarla, vieron que la séptima cabeza tenía varias hojitas verdes. Sin perder tiempo, la mocharon y la lluvia paró. Desde entonces, nunca más volvieron a dejar de revisarla. Los chicos quisieron saber si hubo algo de magia aquella vez, pero, al voltear para hablarle, descubrieron que la viejita se había desvanecido. Después de eso, no les quedó duda de que la magia liberada aquella noche de cacería, cuando se enfrentaron brujas y hechiceros, seguía suelta en Cachiche, así que reemprendieron el pedaleo a toda prisa y no se detuvieron hasta estar muy cerca de sus casas. —Después de todo fue divertido, ¿no? La próxima eliges tú, Gordito —dijo Anita levantando el brazo en señal de despedida. —Me llamo Enrique —murmuró entre dientes el Gordo, mientras empujaba su bicicleta dentro de su casa.

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VOCABULARIO Acequia: canal por donde se conducen las aguas de riego. Aletargado: que padece de modorra. Soñoliento, adormilado. -Aquelarre: reunión nocturna de brujas y brujos en la que se invoca al demonio. -Bradley Wiggins: ciclista inglés, ganador del Tour de Francia en 2012 y campeón olímpico en los Juegos de Atenas, Pekín y Londres. -Brebaje: bebida de ingredientes desagradables y mal aspecto. Suele atribuírsele propiedades curativas o mágicas. Pócima. Breva: primer fruto anual de la higuera, más grande que el higo. -Emplasto: preparado medicinal de uso externo y localizado. - Huarango: árbol espinoso nativo de América del Sur. Es de madera muy dura y puede alcanzar los lo metros de altura. -Ichu : pasto que crece en la puna, empleado como alimento para el ganado. -Jariacha: demonio del incesto. Limpia: rito realizado para la curación de males y sustos causados por brujería o hechizos. -Llamador: curandero, médico tradicional -Lucifer: en la tradición cristiana, el ángel caído que por su soberbia se transformó en Satanás. Es la imagen suprema del mal, y se le conoce también como el diablo, el demonio, el Maligno y el Señor de las Tinieblas.

-Lúgubre: siniestro, sombrío, profundamente triste. Tétrico. -Malero: se dice de aquellos brujos que realizan hechizos dañinos, destinados a perjudicar a otras personas. -Mochado: amputado, cercenado, cortado sin cuidado. - Palmo: medida de longitud de aproximadamente 20 centímetros. - Pandemonio: lugar en que hay mucho ruido y confusión. - Pócima: al igual que un brebaje, bebida a la que se le atribuyen propiedades curativas o mágicas. -Respingón: que apunta hacia arriba. -Socarrón: que se burla de forma disimulada, irónica. -Supay: dios de la mitología prehispánica, cuyo nombre fue adoptado por los españoles en Sudamérica para denominar al diablo cristiano

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LOS IWAS Si estás caminando en la selva y te encuentras con un iwa, resígnate a morir. Y de la peor manera: despedazado y devorado. Es que el gigante iwa es el terror de nosotros, los aguarunas y huambisas del Alto Marañón; todos conocemos su crueldad y sus ganas de comerse a los hombres. Los iwas no tienen compasión de nadie, ni grande ni pequeño, solo viven para hacer daño y matar, y todos sucumben ante sus enormes manos y sus afiladas fauces. Pero no son invencibles... Yo soy la mejor prueba de ello... Yo salí sano y salvo de un enfrentamiento con los iwas, y por eso puedo relatarte mi historia, para que puedas seguir mi ejemplo y quizá logres sobrevivir si alguna vez te encuentras con ellos... Presta atención. Mi nombre es Nanta, soy un joven aguaruna de la tribu de los Canampa, en las orillas del Marañón. En mi comunidad vivimos en armonía, entre todos nos ayudamos y compartimos los productos de nuestra cosecha o de lo que cazamos en lo más profundo de la selva. Un día fui a cazar solo, desde muy temprano, y al caer la tarde regresé con las manos vacías, pues la faena había sido muy pobre y mi puntería no fue la mejor. En el camino de regreso a casa, mis amigos y amigas se burlaron de mí. “Qué inútil eres”, me dijeron. “Ni siquiera un motelo has podido agarrar”, se burlaron. “Seguro te has quedado dormido después de comer frutos”, me acusaron. Yo me molesté mucho. Y esa noche no comí nada antes de acostarme, de lo rabioso que estaba. Al día siguiente, tomé mi cerbatana, mi arco y mis flechas afiladas, y me despedí de mis hermanos y mis padres. “Harta caza voy a traer, lo mejorcito voy a agarrar para que todos se admiren”, me prometí a mí mismo. Y me interné en la selva. Mientras caminaba, recordé que en el pueblo se decía que existía una ruta por la que nadie iba porque por ahí rondaba un gigante iwa. Yo nunca había visto un iwa, pero sabía muy bien lo crueles que eran y el peligro que se corría al encontrarse con ellos. Pr fe C hévere

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Sabía que atrapaban a los humanos con su red y su lanza y luego se los comían crudos. Eran enormes y recios como los árboles. Por eso los hombres nunca se aventuraban por ese camino prohibido. Sin pensarlo mucho, mis pasos se dirigieron hacia aquel camino peligroso que me ofrecía caza en abundancia. Y apenas caminé un trecho, mientras estaba perdido en mis pensamientos y mis ansias de hacer una buena faena y llegar triunfante a casa, me di cuenta de que unos ojos grandes y ceñudos me miraban desde arriba: ¡era un iwa! —Así que estás cazando en mis tierras, humano insignificante —dijo el monstruo, pasándose la lengua por los labios. Me tembló todo el cuerpo y se me cayeron las armas, no podía ni echarme a correr. Pero siempre me he caracterizado por ser un hombre de pensamientos rápidos, tanto para hacer reír a mis amigos como para salir de aprietos. Entonces, recuperando la voz y armándome de valor, inventé un plan para salir librado de esa muerte segura. —No te acerques —dije—, porque yo vengo de una familia a la que le encanta la carne de iwa. El gigante se echó a reír con gran estruendo. Pero de inmediato se puso serio, no sé si porque empezó a dudar o porque estaba enojado. Y me dijo: —Ah, te gusta comer carne de iwa... Entonces ven conmigo, te llevaré a mi pueblo, ahí tendrás iwas para escoger. Y, sudando frío, tuve que acompañar al gigante hasta su pueblo. Al llegar, luego de varias horas, yo me quedé boquiabierto al ver tantas casas inmensas y a tantos iwas de todos los tamaños. —Entonces —dijo el iwa, en tono burlón—, ¿ya escogiste alguno para tu almuerzo? Y se volvió a carcajear. Después me llevó a empujones hasta una enorme choza, donde varios iwas tomaban masato y charlaban dando risotadas. —Miren todos —dijo el iwa—, aquí traigo a este hombrecillo que dice que a él y su familia les gusta comer nuestra carne. Todos los iwas empezaron a Pr fe C hévere

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reírse más fuerte todavía, y me miraron con burla. Hasta que uno de ellos me dijo: —Te creo que eres muy fuerte y que debemos tenerte miedo... Pero demuéstralo, agarra este recipiente y trae agua del río. Los iwas se habían puesto serios en un inicio, pero luego volvieron a reír de buena gana, y se burlaron más cuando me vieron cargar a duras penas el enorme recipiente de barro. No podía ni intentar escapar pues siempre tenía varios iwas cerca de mí. “Ahora sí estoy perdido. ¿Cómo voy a llevar agua, si con las justas puedo arrastrar esta vasija vacía?”, pensé. En eso estaba, cuando vi que el primer iwa se me acercaba con el rostro serio. Entonces tuve una idea y empecé a cavar con mis manos en el barro. — ¿Qué haces? —Dijo el iwa—. ¿Por qué? ¿No llevas el agua todavía? —Es que en mi pueblo no perdemos el tiempo cargando agua en recipientes —dije yo—. Si tenemos sed, desviamos el río. Y eso iba a hacer. Al oír esto, el iwa se quiso reír, pero luego se quedó pensando, hasta que dijo: —Deja de hacer eso, no pierdas más el tiempo... Yo llevaré el agua, como es mi costumbre. Y nuevamente -me hizo caminar hasta la enorme choza. El iwa me hizo esperar afuera, pero oí cuando les contaba que yo había pensado desviar el río. Y esta vez ya no reían. Cuando entré, todos me miraban con curiosidad. Uno de ellos me dijo: —A ver, si eres tan fuerte, tráenos una campana de plátanos. Caminé entonces a sus chacras, y con gran admiración pude ver que sus platanales eran tan inmensos como los mismos iwas. Apenas hubiera podido cargar un plátano. Y me senté en el piso, rascando la tierra con un palito, pensando en cómo salir de ahí. De pronto, llegó un iwa y me increpó: —Oye, ocioso, ¿por qué no llevas los plátanos que te hemos pedido? ¿Acaso no puedes? Pr fe C hévere

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—Es que ustedes me piden muy poco —dije—. Esta chacra que tiene aquí no más que una huerta en mi pueblo. Por eso estoy juntando todas las raíces de los platanales pare llevarlos atados todos de una vez. — ¿Quéee? —Se escandalizó el iwa— ¿Quieres malograr toda nuestra chacra? Déjalo, yo llevaré los plátanos. Y otra vez volví con el iwa a la gran choza. Esta vez los iwas pusieron cara de susto. —Podría ser peligroso —les dijo el más anciano—. Lo mejor es dejar que se vaya a su pueblo, no vaya a ser cierto que ese joven tenga tanta fuerza y termine matándonos. —Sí —afirmaron todos—. Y hay que darle abundante caza para que esté agradecido y no regrese a molestarnos. Así dijeron los iwas y ese mismo día me despidieron. Como obsequio, dos iwas cargaron sobre sus espaldas harto venado, sajino, aves y monos que acababan de cazar. Pronto se pusieron en camino y a la noche estuvieron cerca de mi casa. Yo pensaba: —Si estos iwas ven que mi casa es pequeña y que todo ahí es insignificante, podrían descubrir mi mentira. ¿Qué hago? Y una gran idea iluminó mi mente. —Espérenme aquí nomás —dije a los iwas—, voy a encerrar a mis perros bravos para que no les molesten. Y salí corriendo a mi casa. Desperté a mi mamá y le dije: —Cuando me veas llegar, me saludas y gritas: “Hijo, ¿has traído a los dos iwas que prometiste para la comida? Ya tenemos hambre”. Volví con los iwas y, ya cerca de la casa, me puse a dar voces saludando y anunciando su llegada. Al sentirnos, mi madre salió a recibirnos: —Hijo, ¿has traído a los dos iwas que prometiste para la comida? Ya tenemos mucha hambre.

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Al oír esto, los iwas se asustaron y huyeron velozmente de regreso a su pueblo. Así pues, yo, Nanta, de la tribu de los canampa, me enfrente a los iwas y los vencí con inteligencia y astucia. Y logré también una estupenda caza para mi familia y todo el pueblo. Ahora que ya sabes mi historia, dependerá de ti intentar hacer todo lo que hice, o simplemente resignarte a ser devorado Pero también te servirá conocer otros relatos de hombres y animales que sufrieron o enfrentaron a los temibles iwas. Aquí te los cuento. EL IWA QUE PERDIÓ SU BRAZO Como bien sabes , los iwas son esos gigantes malvados que se aparecen con frecuencia en las comunidades de los aguarunas y huambisas, y cometen toda clase de atropellos y crueldades: asesinan a los niños, raptan a las mujeres, roban la comida, golpean a los hombres y a nadie dejan vivir tranquilamente. Una noche, una pareja de esposos jóvenes dormía en su choza, cuando un iwa se acercó muy despacio a espiar la casa. La mujer y su marido no se daban cuenta porque estaban profundamente dormidos. Cerca de ellos, en otra cama, dormían juntos sus tres hijos: dos varoncitos y una mujercita. El iwa se recostó sobre la cabaña y metió su brazo peludo y empezó a acariciar a la mujer. Ella se despertó sobresaltada, y sacudiendo a su marido, le dijo: —Oye, ¿por qué estás molestándome a estas horas de la noche? El aguaruna contestó admirado: —Mujer, ¿por qué dices eso? Yo ni te he tocado. Pero la mujer insistía: —Pues alguien me ha tocado. Y el que lo hizo tenía malas intenciones. Ambos se levantaron de la cama y revisaron dentro y fuera de la casa, pero no encontraron a nadie. El hombre dijo: —No sé qué desgraciado te ha tocado, pero si lo veo, ¡lo mato! Al día siguiente ambos decidieron esperar despiertos por si el manolarga volvía con sus mañoserías. Pasaban las horas y para no dormirse el hombre https://www.facebook.com/CORE-N%C3%BAcleo-338831536477995/ Pr fe C hévere

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se frotó la barriga con ortiga y la mujer se hacía picar por unos isangos, esos bichitos que apenas se pueden ver. Y el iwa fue por el camino con la intención de volver a tocar a la aguaruna. La mujer, que fingía dormir, vio entre las maderas: ¡Ahí viene! No se ve bien quién es... Y, como la noche anterior, el iwa alargó su mano para tocar a la mujer. Entonces el marido agarró fuertemente con ambas manos el brazo peludo del iwa. El gigante, sorprendido, trataba de retirar su brazo. Quería huir, pues si los demás hombres despertaban, podían acorralarlo y matarlo. El aguaruna jalaba del brazo con toda su fuerza y el iwa forcejeaba del otro lado. Finalmente, el hombre, que tenía mucha fuerza, cogió un machete y de un fuerte tajo le cortó el brazo al iwa. Al gigante no le quedó otra que escapar manco, conteniendo el dolor. Al amanecer, el aguaruna observó el brazo y vio que era peludo y largo. Y como ese día no tenían qué comer, lo puso sobre el fuego de la cocina para asarlo. Y todos los pelos se chamuscaron. Después lo guardó en una tinaja bien tapada con hojas de bijao. Luego el aguaruna y su mujer se fueron a trabajar a la chacra y dejaron a los tres niños solos en la choza. No imaginaron que el malvado iwa podía regresar. Pero así fue, y al llegar a la casa se puso a buscar su brazo perdido. Preguntó de mala forma a los niños y estos no respondieron nada, solo lloraban de susto. Hasta que el iwa destapó la tinaja y sacó su brazo, y al verlo todo chamuscado, se amargó. Su brazo ya no servía para nada. De la cólera, agarró al hijo mayor con la intención de arrancarle el brazo para ponérselo él, pero el niño gritaba y pataleaba y no se dejaba arrancar el brazo. Hasta que se escucharon los machetazos que el padre daba abriendo camino. Los niños gritaron pidiendo auxilio, y el iwa, desesperado, dio un mordisco en el cuello al niño, le arrancó el brazo y se alejó corriendo a toda prisa. El hombre y su mujer escucharon los gritos y apuraron el paso, pero al llegar a la casa solo contemplaron la macabra escena de su hijo mayor tirado y sin uno de sus brazos. Pr fe C hévere

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El aguaruna, lleno de rabia e ira, gritó: — ¡Me voy a buscar al iwa y no regresaré si no lo mato! La mujer trató de detenerlo y le dijo que mejor buscara la ayuda de los demás hombres, pero el esposo estaba cegado por la cólera y se alejó tomando su machete. Caminó un gran trecho, hasta que observó las pisadas del iwa. Se internó en el camino difícil y enmarañado al que conducían esas huellas, y al rato vio a lo lejos unas cuevas. Se acercó con cautela y más allá encontró al iwa durmiendo bajo un árbol. Se había puesto el brazo del muchacho. El aguaruna cortó unas lianas muy fuertes y amarró al iwa aprovechando que dormía profundamente. Luego lo despertó haciéndole cosquillas en la nariz, y apenas el gigante abrió los ojos, el hombre le dio un machetazo en el brazo que no le pertenecía. El iwa dio un grito de dolor, pero no podía levantarse porque estaba fuertemente atado de los pies. El hombre le dijo, con los ojos encendidos: —Desgraciado, has matado cruelmente a mi hijo mayor, y he venido a vengar su muerte. Y descargó el primer machetazo en el cuello del gigante. La sangre empezó a salir como regadera y todo el cuerpo del hombre quedó manchado. Pero cuando estaba a punto de darle el segundo machetazo, unos brazos fuertes lo levantaron en el aire, lo sacudieron hasta que dejó caer su arma, y le fueron arrancando con violencia cada uno de sus miembros, hasta que finalmente fue devorado. Un sanguinario iwa se había acercado a ese lugar atraído por los gritos de su compañero, que murió desangrado y devorado por hormigas carnívoras. EL MONO MACHIN AYUDA A LOS HUAMBISAS Había un iwa que gozaba haciendo daño a una comunidad de huambisas. Todos le temían, y cuando escuchaban que el gigante se estaba acercando, corrían como locos, escondiéndose en los lugares más inaccesibles que encontraban. En cierta ocasión, el gigante perseguía a los miembros de una familia, y estos, haciendo una cadena humana, pudieron trepar a lo alto de una roca muy Pr fe C hévere

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elevada. Allí estaban los hombres, temblando de miedo, porque el iwa los tenía acorralados y había empezado a golpear la roca con su kanam, un hacha de piedra muy filuda. Quería destruir la roca para matar a los huambisas y comérselos. Machín, el astuto mono blanco del Alto Marañón, se dio cuenta de que los hombres estaban en un serio peligro, y decidió intervenir. Se acercó al iwa y le dijo: —Abuelo, ¿qué haces? Te veo cansado y sudoroso. Deja que yo te ayude. Tú anda a bañarte al río, ahí he dejado mi sekejmu (jabón natural) para que te laves bien. El gigante aceptó y le dio al mono blanco su kanam. Machín hacía sonar la piedra fingiendo golpear, y así el iwa se fue tranquilo a bañarse al río. Entró al agua y agarró el sekejmu, el jabón de raíz de árbol que produce abundante espuma, pero fue tanta la espuma, que se le metió a los ojos. Le comenzó a picar y el gigante tuvo que frotarse un buen rato hasta que por fin le pasó la comezón. Mientras tanto, Machín había escondido el hacha de piedra y en su lugar tenía una muy débil. Aprovechando la ausencia del gigante, el mono les gritó a los hombres: — ¡No tengan miedo! ¡Yo los voy a salvar! Cuando el iwa me persiga, ustedes bájense de la roca y escapen a un sitio más seguro. Regresó el iwa y el mono blanco le dijo: —Abuelito, ahora golpea tú, porque ya me cansé. Iré a bañarme. Y le entregó el falso kanam al iwa. El gigante golpeó la roca con todas sus fuerzas y el hacha se partió en mil pedazos. Molesto, exclamó: — ¡Esta no es mi hacha! Nieto, tú me has cambiado mi hacha, ¡devuélveme mi kanam! Machín corrió como una flecha llevándose el kanam. El gigante fue corriendo detrás de él, gritando: — ¡No vayas a botar mi kanam, mono maldito!

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Machín llegó al río y tiró el hacha a lo más profundo de su cauce. Luego se sentó sobre una piedra y se puso a llorar. En eso llegó el iwa y ya lo iba a agarrar del cuello, cuando el mono le dijo: —Yo solo estaba jugando, quería hacerte una broma, pero me tropecé y tu hacha se cayó al río. El iwa se puso a buscar por todo el río. Se metió al agua y con su gigantesco cuerpo formaba un gran dique y el agua no pasaba. Ordenó a Machín que saque su hacha, pero el mono agarraba el kanam y lo arrojaba aún más lejos. Hasta que anocheció y brillaron estrellas en el cielo: —Iwa, esas estrellas están avisando que una gran muchedumbre se está acercando para matarte y quemarte. El gigante dio por perdida su hacha y salió del río para escapar. Pronto, sin embargo, se dio cuenta de que había sido engañado por el bromista mono blanco, y decidió matarlo. Pero el mono otra vez se le adelantó y le dijo: — ¡Está bien, castígame! Reconozco que me he portado mal contigo. ¡Mátame a pedradas! ¡Yo mismo te las voy a preparar! Y Machín juntó una gran cantidad de piedras y se subió a lo alto de un árbol. Decía: — ¡Haz puntería conmigo! ¡Tírame piedras con fuerza! El gigante comenzó a lanzarle piedras, pero Machín brincaba de rama en rama y las evitaba. El iwa, cada vez más furioso, lanzó todas las piedras que pudo, hasta que se le acabaron. Machín le dijo: —Abuelito, todas las piedras fallaste. No me hiciste nada. Ahora es justo que yo pruebe puntería contigo, pero con mi fuerza apenas te haré cosquillas. Súbete tú al árbol que voy a probar mi puntería. El gigante trepó al árbol con dificultad y se paró sobre una rama que en realidad era una trampa preparada por Machín. El mono agarró una piedra, la tiró y golpeó en la rama para que esta cediera. El iwa perdió el equilibrio y cayó sobre unas piedras filudas que estaban en el suelo. Así murió. Y así salvó Machín, el mono blanco, a los huambisas del Marañón. Pr fe C hévere

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EL IWA Y EL CAMALEÓN SUMPA Un joven iwa caminaba hambriento buscando personas para devorarlas y encontró un aguaruna que estaba anzueleando. El iwa lo capturó fácilmente y lo mató. Se lo llevó cargándolo sobre sus grandes hombros y ya en su casa lo trozó en partes y se lo comió chupando hasta el último huesito. Luego de eso, durmió y volvió a salir de su casa a ver qué más encontraba en la selva. El iwa se encontró con un camaleón de nombre Sumpa, que llevaba en sus manos una astilla de palmera muy afilada. — ¿Qué haces? ¿Qué tienes en las manos? ¿Estás jugando? —preguntó el gigante. El camaleón Sumpa le dijo: —No estoy jugando. Con esta astilla me raspo mi barriga para vestirme de rojo. Y al decir esto, empezó a hacer el ademán de rasparse la panza con la madera afilada. Al instante, todo el cuerpo de Sumpa se había tornado de un lindo color rojizo. El iwa, al ver esto, exclamó: —Yo también quiero vestirme de rojo como tú. De paso me froto un poco la barriga, porque el aguaruna que me comí estaba duro y me cuesta digerirlo. Dame tu raspador de una buena vez, o te mato. Sumpa, el camaleón, le prestó la astilla de palmera, que estaba bien afilada, y le dijo: —Para que te digiera bien la comida, y para que te vistas todo de rojo, debes frotarte con toda tu fuerza. Y el gigante iwa, con mucha ingenuidad, se raspó con tanta fuerza que en un solo instante terminó con la barriga abierta y todas sus tripas regadas por el suelo. Al verlo así, el camaleón se fue tranquilo a su casa, silbando y cambiando a cada rato de color. EL IWA Y LA HORMIGA TISHIP En un pueblo lejano, nadie podía vencer al gigante iwa, devorador de hombres. Cualquiera que caía en sus trampas moría despedazado. Fue Pr fe C hévere

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entonces que Tiship, la hormiga, quiso salvar a los aguarunas y huambisas. A ella le gustaba la justicia. Un día, Tiship se fue al interior del bosque y junto a un barranco profundo sembró un árbol de yaásu, también conocido como caimito, que da esos frutos del mismo nombre y que dejan los labios pegajosos por el dulce que tienen. Pronto creció el árbol y maduraron los caimitos. Un día, el gigante estaba caminando cerca del árbol, y la hormiga lo llamó: —Oye, iwa, deja de buscar gente y ven a gustar estos frutos de caimito, que son muy sabrosos. Son más sabrosos que la carne dura de los aguarunas y huambisas que tú acostumbras matar. Pero el iwa no podía pasar porque había un barranco entre él y el árbol. La hormiga le dijo: Espérame ahí, te voy a llevar unas frutas de caimito para que pruebes. Y diciendo esto, la hormiga Tiship llevó arrastrando unos cuantos caimitos. —Toma, come, es rico. Al gigante le agradó la fruta: —Está muy rico esto. Dame más caimito para mí y mi familia. —Tienes que subir tú mismo al árbol. —Pero yo no puedo subir hasta allá arriba. Y la hormiga le dijo: —Ya, llévate estos pocos frutos para que prueben tu mujer y tus hijos, y mañana vienes con tu familia a llevarte más. Tráete bastantes canastas. Yo voy a construir un puente para que puedan cruzar el barranco y te lleves todo el árbol si quieres. Apenas se fue el gigante, la hormiga preparó un puente de lianas que atravesaba el barranco. Abajo corría entre peñascos un torrentoso río. Al día siguiente, Tiship tenía todo preparado y estaba esperando que llegase el iwa. Por fin, apareció al otro lado el gigante con toda su familia. Cada uno llevaba una canasta.

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—Tiship, vengo a llevar caimito con mi mujer y mis hijos. ¿Ya está listo el puente? Al ver que así era, los iwas comenzaron a cruzarlo. Al llegar al centro, el iwa dijo: — ¡Ya estamos en el medio, este puente es muy fuerte! Entonces Tiship les pasó la voz a unas ardillas para que rompieran con sus dientes las lianas del puente. Este quedó rápidamente destrozado, y los iwas se precipitaron al barranco, dándose golpes entre los peñascos antes de caer al río. Para asegurarse de que estuvieran bien muertos, la hormiga Tiship bajó hasta la orilla y ahí encontró los miembros de los iwas muertos. Entonces se acercó a la cabeza del iwa y devoró sus sesos. EL GRILLO TINKISHAPI Y EL IWA Un día caluroso, un iwa salió en busca de personas para comer. Mató y devoró a dos hombres jóvenes, pero aun así quedó con hambre y volvió a salir de su casa para comer más. En el camino, se encontró con un grillo llamado Tinkishapi, que tenía el cuerpo blanco como la cal. El grillo le preguntó al iwa: —Compadre, ¿a dónde vas tan temprano? —Voy en busca de gente para comer —respondió el iwa, y añadió—: oye, ¿cómo haces tú para tener ese cuerpo tan blanco? Tinkishapi le contestó: —Nosotros colocamos a los grillos más sucios encima de la brasa, envueltos en hojas de plátano. Luego los sacamos del fuego y así quedan. Si quieres te llevo a mi casa para que veas cómo hacemos. El iwa aceptó y se fueron a la casa de Tinkishapi, donde unos grillos blancos envolvían a sus compañeros sucios en hojas, como haciendo patarashca, y los ponían en el fuego un tiempo. Cuando los grillos gritaban: “¡Ya me quemo, ya me quemo!”, los demás grillos los retiraban del fuego y al quitarles las hojas quedaban blanquitos y limpios. Al ver esto, el gigante iwa dijo: Pr fe C hévere

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—Yo también quiero que me hagan eso para tener ese color blanquito de ustedes. Envuélvanme en hojas y métanme a la candela un rato. El grillo Tinkishapi le respondió: —Espera un poco, iré al bosque a buscar una hoja grande de tu tamaño para envolverte bien. Y el grillo se fue al monte y al poco rato apareció trayendo una tremenda hoja. Pero también llevó unas cuerdas gruesas. Le dijo al iwa: —Ya, cuando sientas que te quemas debes gritar diciendo “¡Ya me quemo, ya me quemo!”, y nosotros te sacaremos de la candela. —Está bien —respondió el iwa, que deseaba tener todo su cuerpo blanco. Los grillos colocaron al iwa encima de la candela, bien cubierto con la hoja, y de paso le amarraron las manos y los pies. Luego trajeron abundante leña y la acomodaron en la brasa enorme. Y comenzaron a asarlo. El grillo Tinkishapi preguntaba de vez en cuando: — ¿Ya te quemas? Pero como el iwa deseaba tener su piel totalmente blanca, aguantaba el calor y respondía: — ¡No me quemo, no me quemo! Hasta que llegó un momento en que ya el iwa se estaba achicharrando, y comenzó a gritar: — ¡Ya me quemo, ya me quemo! Pero el grillo Tinkishapi y sus compañeros, en lugar de sacarlo del fuego, añadían más leña y decían, burlones: — ¡Todavía falta, todavía falta! ¡Aún no estás del todo blanco! ¡Aguanta más! El iwa ya no pudo aguantar más y murió abrasado, dando gritos y sin poder salir porque estaba bien amarrado. Cuando los grillos comprobaron que el gigante estaba muerto y completamente asado, lo sacaron de la candela. Y el iwa a la brasa despedía un olorcillo muy agradable. Pr fe C hévere

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— ¡Vamos a comérnoslo! —dijeron alegres los grillos. Y comenzaron a banquetearse al malvado iwa, exclamando: — ¡Qué delicioso había sido! Y se lo comieron con gusto y todavía les quedó para varios días más.

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VOCABULARIO -Abrasado: totalmente quemado, reducido a brasas. -Achicharrarse: quemarse, calcinarse, sobre todo en referencia a un proceso de cocción como freír o asar. -Aguaruna: etnia de la selva amazónica peruana, descendiente de los jíbaros o shuar, al igual que la etnia huambisa, con la que tiene estrechos vínculos. También se le conoce como awajún. -Anzuelear: pescar con anzuelo. -Banquetearse: participar de un banquete, comer en abundancia en actitud celebratoria. -Bijao: planta cuyas hojas, similares a las del plátano, se usan para envolver alimentos. -Boquiabierto: que tiene la boca abierta, muy sorprendido, embobado, pasmado. -Ceñudo: que hace el gesto de bajar las cejas y arrugar la frente. Es una muestra de enojo. -Cerbatana: arma compuesta de un tubo delgado en el que se introducen dardos o flechas que se disparan al soplar desde uno de los extremos. -Enmarañado: enredado, confuso. -Fauces: parte interna posterior de la boca de los mamíferos, desde el paladar hasta el esófago. -Huambisa: etnia de la Amazonía, descendientes de los jíbaros o shuar. -Increpar: regañar, reprender con dureza y severidad. -Isango: parásito muy pequeño que se adhiere a la piel y produce una fuerte picazón. -Liana: planta trepadora propia de las regiones tropicales. -Manolarga: se dice de aquel que se propasa, actuando de forma indebida. -Mañosenía: vicio o mala costumbre. -Masato: en el Perú, bebida elaborada a base de yuca que se deja fermentar. La forma de preparación tradicional implica el masticado de la yuca. -Motelo: tortuga terrestre amazónica. -Ortiga: planta que se caracteriza por tener hojas que liberan al tacto una sustancia ácida que produce un fuerte escozor e inflamación en la piel. -Recio: fuerte, robusto, resistente. -Sajino: mamífero silvestre parecido al cerdo, también llamado pecarí, que habita en muchas áreas de América. -Sucumbir: morir, perecer. También puede significar rendirse, ceder. Pr fe C hévere

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EL UKUKU

Un pinchazo en el lado izquierdo, debajo de las costillas, le recordó que no debía olvidarse de respirar. Disminuyó la velocidad de sus zancadas, aspiró profundamente, retuvo el aire un segundo y exhaló de golpe por la boca antes de acelerar el paso, otra vez. Durante los últimos meses, Maika se había preparado en secreto para cuando llegara el día en que, por fin, podría escalar cerros junto a sus hermanos. Dos años antes, le habían prometido que al celebrar su cumpleaños 12 la llevarían con ellos. A pesar de que a los seis años le habían dicho que sería a los ocho y, luego, a los 10, ella no dudaba de que esta vez Qali y Rumi cumplirían su palabra. Para los muchachos el tema era simple: el camino era muy peligroso para una niña. Qali era el mayor de los tres hermanos y, desde la muerte de su padre, era quien decidía lo que podían hacer los más chicos. Para él estaba resuelto que Maika no iría con ellos ni a los 12 años ni después. El día indicado, él y Rumi salieron más temprano, y cuando ella regresó de alimentar a los cuyes solo pudo verlos de lejos. “No se atreverá a seguirnos”, dijeron los muchachos. Al parecer, no conocían el temperamento de su hermana, pues en cuanto Maika notó que incumplían la promesa una vez más, decidió no seguir esperando. Metió en su morral un pedazo de queso, dos tunas, algunos fósforos y una navaja afilada, y salió rumbo a la montaña. —Veremos quién llega primero —murmuró mientras se dirigía hacia el camino que lleva al santuario del Señor de Qollurit'i. Avanzó unos metros antes de girar el cuello y mirar por sobre su hombro; buscaba la silueta de sus hermanos que iban en sentido contrario. Los vio alejarse rumbo a los cerros y se dijo a sí misma que no tenía miedo, que era tan fuerte como ellos “¡y mucho más veloz!”. Un escalofrío inesperado é

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recorrió su cuello al pensar en los monstruos que, decían, habitan en la cima de los nevados. —No les tengo miedo —se repitió, tanteando la navaja en su morral, mientras comenzaba a correr para disfrazar las palpitaciones aceleradas de su corazón. II

Habían pasado más de siete años desde que Josué desapareció mientras escalaba el nevado Shinaqara, durante las festividades del Corpus Christi, fiesta católica que celebra la Eucaristía. Por más de una década había representado al ukuku, el espíritu del oso de las montañas que, según cuentan los ancianos, alguna vez fue un valiente guerrero el cual fue convertido en oso por un odioso hechicero. El oso y la joven que lo amaba huyeron a la montaña y desde entonces viven allí. Cierta vez, cuando la sequía amenazaba, el oso bajó al pueblo con un trozo del hielo que se forma en la cima de la montaña y cuando el agua tocó la tierra, esta volvió a florecer. Por eso, aún ahora, muchos hombres se visten con el unku y el waqollo de oso y suben a la montaña en busca del agua congelada de los dioses que mantendrá saludables sus campos. Josué nunca había sufrido ningún percance hasta aquella mañana en que una ráfaga de viento repentina lo hizo trastabillar, le enredó los flequillos de su unku en un matorral y lo empujó haciéndole perder el equilibrio. El hombre cayó cuesta abajo de la montaña y desapareció sin que nadie pudiera encontrar su cuerpo. Solo el waqollo con el que cubría su cabeza apareció sobre la nieve; estaba roto y manchado con sangre. La gente del pueblo dijo que se había enfrentado a los demonios que viven en la cima del nevado. Se comentó que ese era el destino de los ukukus de Qollurit'i, y lloraron por perder a uno de los vecinos más fuertes de la región. La esposa guardó luto por el marido muerto; los hijos, Qali y Rumi, prometieron ocupar el lugar del padre entre los ukukus; y la hija calló: aún era muy pequeña para entender lo que había ocurrido. é

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Ese año la cosecha fue pobre. Las lluvias se ausentaron casi toda la temporada y en su reemplazo el granizo quemó los brotes que habían conseguido sobrevivir. Muchos animales se enfermaron y los que quedaron sanos debieron ser vendidos para comprar alimentos y nuevas semillas. Los pobladores se lamentaban porque con la muerte de Josué no solo habían perdido a un buen amigo sino que también había desaparecido el bloque de hielo eterno que él bajaba del nevado. Tras la muerte de Josué, la montaña se reveló aún más indomable. La nieve cubría casi toda la corona del nevado, pero se deshacía antes de que los hombres consiguieran bajarla. Los ukukus necesitaron escalar varios metros más de lo habitual para acarrear el hielo esperado en los pueblos. Qali y Rumi tuvieron que esperar algunos años más antes de vestir el unku y el wagollo de ukukus en las celebraciones de junio. III

Los 9 kilómetros que separan Mawayani del santuario no fueron un problema para Maika. La idea de ser más rápida que sus hermanos la empujaba a correr sin pausa, por lo que en menos de 45 minutos ya estaba cerca de la imagen de Cristo que está pintada en la roca, al pie de la montaña. Tenía pensado ir al nevado, cortar un trozo de hielo y regresar a su casa antes de que Qali y Rumi volvieran por la tarde, pero mientras subía la montaña, alejándose del santuario, sentía su caminar más lento. La falta de oxígeno, debido a la altura, le aceleraba el corazón y le provocaba cierto mareo. Se detuvo por un momento y respiró. Sintió que el viento frío llegaba con-pesadez a sus pulmones. La nieve aún estaba lejos, por lo que debía seguir subiendo. Estaba a punto de reanudar la caminata cuando percibió un corto ruido en medio del silencio, como si unos pasos ligeros corrieran presurosos a sus espaldas. Giró sobre sus pies, observando a su alrededor detenidamente, pero no encontró nada que llamara su atención. é

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—Seguro fue una liebre —pensó para tranquilizarse, aunque sabía que no había liebres por ese lado de la montaña. La idea de tropezar con algún monstruo le hizo avanzar con cautela por unos minutos, hasta que alcanzó a ver un pequeño ratón escabullirse asustado entre las piedras. —¡Aish! Era solo una rata. Menos mal que Rumi no está acá, porque diría que soy una miedosa. Tranquilizada por su descubrimiento, Maika reanudó la marcha, acelerando el ritmo todo lo que le era posible. Había imaginado que sería sencillo subir al nevado y regresar, pero ya era mediodía y no había hecho ni la mitad del camino. Como no quería darse por vencida, se prometió a sí misma que no volvería a distraerse con ningún otro ruido y apuró el paso un poco más. La suerte, sin embargo, no parecía estar de su lado, pues no habían transcurrido más de 15 minutos desde su tropiezo con el ratón cuando el cielo se oscureció repentinamente y comenzó a llover. Los gruesos goterones le advirtieron que debía buscar un refugio donde esperar a que pasara el aguacero. Miró a su alrededor. Solo una pequeña grieta en la pared de la montaña, a menos de 15 centímetros del piso, se ofrecía propicia para guarecerse del mal tiempo. Corrió hacia ella y con cierta dificultad se deslizó en el agujero. El lugar era muy oscuro, la estrecha abertura de entrada casi no dejaba pasar la luz del exterior, y un fuerte olor a tierra húmeda lo envolvía todo. Maika se sintió a ciegas. Tanteó en su morral hasta dar con el paquete de fósforos; encendió un palito pero una ráfaga de viento lo apagó casi de inmediato. Un segundo cerillo le permitió mirar un poco más, antes de apagarse quemándole la punta de los dedos. En ese momento se lamentó de no haber pensado en poner una linterna entre sus cosas. Con la rápida mirada alrededor, había notado que el lugar era más grande de lo que parecía desde afuera. Se quitó la camisa que llevaba debajo de la é

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chompa, la rasgó y la ató a un extremo de una vara de madera que tenía al alcance de su mano. Formó lo que parecía un hisopo grande y utilizó un par de fósforos para hacerlo arder. Su improvisada antorcha funcionó a la perfección y Maika pudo ver que estaba al inicio de un camino que se perdía en la oscuridad de la montaña. Se asomó a la grieta y vio caer la lluvia con más fuerza todavía. Dudó por un momento, pero la explosión de un trueno la convenció: tendría que esperar un buen rato. Se puso de pie y decidió explorar en la oscuridad. IV

Cuando Qali vio la tormenta avanzar desde el otro lado de la montaña, supo que llegaría sobre ellos mucho antes de que terminaran de bajar del cerro. Pensó que seguir en el camino era exponerse a ser golpeados por un rayo, por lo que era mejor buscar un refugio. En ese momento, ya no se sintió culpable por haber dejado a su hermana en casa y se alegró creyéndola a salvo. —Es mucho más seguro quedarnos por acá —dijo. Rumi, quien caminaba distraído sin fijarse en la inminente lluvia, lo miró sin entender—. Vayamos al tambo y esperemos hasta que pase la lluvia. Rumi estaba por preguntar ¿cuál lluvia? cuando las primeras gotas golpearon su rostro. Sin decir una palabra más, los muchachos corrieron hasta el refugio. Fue un aguacero corto pero muy intenso. En pocos minutos, la tierra del camino estaba convertida en barro resbaloso. Mientras aguardaban en el tambo, Qali y Rumi permanecieron en silencio. Cada uno tenía sus propias preocupaciones pero no se atrevían a compartirlas con el otro por temor a la reacción que provocarían. Qali trataba de imaginar la expresión de su hermana menor al notar que se habían ido sin ella. Toda la mañana se había sentido inquieto por eso, pero, mirando la lluvia, se convenció de que había hecho lo correcto. Sabía que Maika pretendía llegar a ser ukuku durante las celebraciones de Qollurit'i, pero “las chicas no pueden ser ukuku, es algo para hombres”, pensó. https://www.facebook.com/CORE-N%C3%BAcleo-338831536477995/ é

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Para Rumi el problema era tan determinante como la masculinidad de quien se encarga de representar al oso de las montañas; él tenía miedo a las alturas. Se sentía mareado, con ganas de vomitar y las rodillas le temblaban cada vez que subía cerros con su hermano. Al principio creyó que era su inexperiencia, pero con el tiempo se sentía cada vez peor; ahora tenía pesadillas en las que caía de la cima de la montaña. Cuando cesó la lluvia y los hermanos emprendieron el regreso a casa, la tarde ya comenzaba a oscurecer. V

Maika llevaba su antorcha en alto para espantar a cualquier bicho que anduviera por allí. Había imaginado que su aventura exploradora toparía muy pronto con el fondo del agujero, pero cuanto más avanzaba, más se anchaba el camino y el techo parecía elevarse. El frío en los pies le hizo notar que caminaba sobre agua. Bajó la antorcha hasta la altura de sus pantorrillas y notó que sobre la roca del piso brillaba una delgada capa húmeda, la que producía un singular chasquido al recibir sus pisadas. Hacía buen rato que Maika ya no escuchaba los sonidos del exterior, ahora solo percibía algunos ruidos extraños que le hacían caminar con mayor cautela. La primera alarma había venido con ese raro “plixs... plixs... plixs ... “ que la seguía desde minutos atrás y que, acababa de notar, era el eco de sus pasos sobre el agua. —Así que solo era agua —se dijo con cierto tono de reproche y alivio al mismo tiempo. En realidad, el primer ruido había sido el acelerado repiqueteo de lo que parecían ser tambores de guerra tribales, pero que no era otra cosa que su propio corazón agitado por el miedo. —El miedo es bueno, porque alerta del peligro; lo malo es que nos gane — repitió en voz alta aquello que su madre le había dicho tantas veces cuando la notaba asustada.

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No había terminado de retar al miedo, cuando una sorpresiva ráfaga de viento apagó su antorcha moribunda y la dejó en la más tenebrosa oscuridad. Dispuesta a no dejarse vencer, dio un hondo respiro, pensó en las noches sin luna y sin electricidad en el pueblo, se vio jugando bajo las estrellas y recordó que ella y sus amigos lograban verse unos a otros a pesar de la negrura del cielo. Cerró los ojos, convencida de que era capaz de ver en la penumbra, aguardó unos segundos y volvió a abrirlos, lentamente. La oscuridad absoluta seguía allí. Tanteando la pared con la punta de los dedos, avanzó un poco más. Pero pronto pensó que si no podía ver a dónde iba, no tenía sentido seguir ingresando en la montaña, así que giró sobre sus pies dispuesta a regresar. Pasó algún tiempo antes de darse cuenta de que el chasquido de sus pasos había desaparecido y el camino parecía ir, ahora, cuesta arriba. Buscó los fósforos en su morral, pero no los encontró. “Seguro los dejé en el piso al prender la antorcha”, se lamentó. No sabía muy bien qué hacer. No lograba ver más allá de la punta de su nariz y tampoco escuchaba algo que pudiera guiarla. Solo sentía su corazón acelerándose más a cada instante. Mientras ideaba alguna cosa que la sacara de allí, dio un par de pasos distraídos. Iba a dar la vuelta cuando un repentino empujón le hizo tropezar y quedar atrapada en una masa líquida, como si de pronto hubiera caído en una bolsa de agua. Agitó los brazos frenéticamente, tratando de ayudarse a regresar, pero no lo consiguió. El miedo no la dejaba pensar; temió ahogarse en ese lugar y que nadie la encontrara jamás. Las fuerzas parecían abandonarla, pero aun así no quería darse por vencida. Pateó, braceó, culebreó el cuerpo un poco más. En medio de la agitación, su mano se topó con algo suave, como un flequillo flotando en el agua. Supuso que era algún arbusto acuático y, sin dudarlo, se sujetó a él como pudo. De pronto, sintió que la sacudían con violencia. Un instante después, salía despedida de la masa de agua y caía sobre la tierra húmeda de la orilla. é

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VI

Al notar que Qali y Rumi volvían a la casa sin su hermana, la madre se alarmó; pero cuando supo que no la habían llevado con ellos y que nadie la había visto durante todo el día, la pobre mujer entró en pánico. ¿Dónde podía estar su pequeña Maika? La última persona que había visto a la niña era la anciana que tenía su granja cerca del camino al santuario. Maika corría por allí cada mañana, por lo que la mujer no se sorprendió al notar que se dirigía a la montaña, aunque sí le extrañó que no volteara a saludarla. No sabía si la chica había regresado por esa calle porque al comienzo de la tarde la vieja había ido al monte a cortar muña y manayupa para curar unos dolores de estómago y de riñones que la tenían muy fastidiada. La búsqueda se organizó rápidamente. La madre y algunos vecinos recorrieron los alrededores, mientras los hermanos y los muchachos más fuertes del pueblo iban hasta el santuario para ver si estaba por allá. Qali volvía a sentirse culpable, pero se dijo a sí mismo que no había tiempo para pensar en eso. Se disculparía con ella y le explicaría por qué no quería llevarla en cuanto la encontrara. La noche se hizo helada, silenciosa y muy oscura. Los muchachos que habían ido al santuario regresaron sin novedades. La madre pasó despierta el resto de la noche y antes del amanecer se echó una manta sobre los hombros para salir con dirección a la montaña. Los hombres y las mujeres del pueblo la siguieron poco después. VII

Sin entender cómo era posible que su ropa siguiera seca, Maika tanteó la orilla húmeda de la laguna de la que acababa de salir y hundió los dedos en la capa blanca que llegaba hasta el agua: era nieve. Al levantar los ojos, vio un chiquillo extraño que la observaba con curiosidad. Dio un brinco tratando de alejarse y él se sobresaltó; parecía tan confundido como ella. Se miraron con cautela durante algunos minutos. é

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Ella era pequeña, tenía el cabello atado en dos trenzas y se percibía la fragilidad de su cuerpo pese a las varias camisetas, chompas y faldones que llevaba puestos. Él era unas tres veces más alto, aunque parecía tan joven como ella, y llevaba el cuerpo cubierto por una larga túnica de piel peluda. Tras unos segundos, ambos preguntaron casi en simultáneo. — ¿Qué eres? —Maika. Entré por una grieta en la montaña, quería protegerme de la lluvia y me perdí. — ¿Qué es maika? —Mi nombre, me llamo Maika. ¿Y tú? ¿Cómo te llamas tú? —Ukumari —respondió, sentándose sobre el suelo para estar a la altura de la niña. — ¿También llegaste por la...? —Maika no terminó la pregunta. Mientras hablaba, había paseado la mirada por el lugar y lo que veía no parecía un agujero en el interior de la montaña. —Vivo aquí desde que me acuerdo. Creo que nací acá. Ukumari observó unos minutos a Maika, quien ya no le prestaba atención y parecía sorprendida por alguna cosa en el espacio blanquecino que se abría en torno a ellos. Encorvándose como para alcanzar el tamaño de la niña y bajando la voz cuanto le fue posible, preguntó con cierta inquietud: “¿Qué sucede? ¿Has visto algo?”. Sin esperar respuesta, el muchacho se puso de pie e hizo un gesto con la mano para que Maika lo siguiera. De dos zancadas, llegó a lo que se veía como un montículo de nieve sólida, dio un golpe con el puño y quebró la capa que hielo que cubría la entrada de un agujero. Desde allí le hizo señas para que se diera prisa. — ¿De qué nos escondemos? —preguntó Maika al llegar al improvisado refugio. —Del hechicero del Inca.

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— ¿El hechicero del Inca? —repitió con tono aburrido, creyendo que se trataba de un juego que se le había ocurrido al extraño muchacho. — ¿No fue eso lo que viste? ¿Era el hechicero, no? Maika no comprendía la angustia de su singular compañero, pero trató de explicarle que lo que miraba eran la nieve y las nubes, pues no entendía cómo era eso posible, si estaban en el interior de una montaña. —Estamos en la cima de la montaña —corrigió el muchacho, mirándola con sorpresa—. Estuve toda la mañana mirando el cielo reflejado en la laguna y no te vi venir. ¿Cómo llegaste? Ella describió lo que acababa de vivir, le habló de la grieta en la pared de la montaña, del camino que se anchaba, de la ventisca que apagó su antorcha, de la masa de agua que la atrapó y de cómo había creído que moriría ahogada antes de que algo la sacara del agua. Ukumari la miraba cada vez más asustado. De pronto, soltó los hombros y rió. — ¡Ya sé! Son cuentos para asustar a los niños. No hay ninguna grieta en la montaña y tampoco puedes entrar en la laguna por el lado de abajo. No hay puertas en el lecho del lago, lo sé porque nado acá todos los días —dijo en tono concluyente. VIII

Maika tampoco encontraba sentido en su historia. Si alguien se la hubiera contado, no le hubiera creído. Pero ella estaba segura de que eso era, exactamente, lo que le había sucedido. Estaba por insistir en su historia cuando Ukumari le pidió callar. Un par de minutos después, llegó hasta ellos el barullo de voces del exterior. Varios hombres armados con macanas, huaracas y boleadoras iban detrás de otro que parecía ser el jefe por el escudo, pechera y casco de cobre que vestía. Por la expresión de pánico de Ukumari, ese debía ser el hechicero al que temía. Uno de los soldados siguió con la mirada el rastro de huellas que é

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conducía al agujero donde se escondían y estaba por dar la alerta cuando el hombre a cargo ordenó la retirada. — ¿Por qué te buscan? —preguntó Maika, cuando vio que los hombres estaban demasiado lejos para escucharla. —No es a mí, nadie sabe que yo existo. Es el malvado hechicero del Inca que convirtió a mi padre en oso y ahora quiere cazarlo. — ¿Tu padre es un oso? —sí, pero antes era un hombre, un guerrero noble y fuerte del que mi madre estaba enamorada. Ella era la hija favorita del Inca y el hechicero del imperio, que era muy ambicioso, planeaba convertirla en su esposa y apropiarse de sus riquezas. El brujo enviaba regalos a la princesa aparentando ser un hombre bueno, pero cuando notó que Kukuli amaba a otro decidió deshacerse de su rival. Aprovechando su magia, hizo un encantamiento para convertir al guerrero en un oso de anteojos. Maika lo miraba incrédula, aunque encontró cierto parecido entre esa historia y las que contaban los ancianos del pueblo. —Cuando mi madre fue a buscar a Ukuku al río, y vio al oso en su lugar, se asustó y quiso escapar, pero luego reconoció la mirada de su amado en los ojos del animal y se tranquilizó. Aunque no encontraron la forma de romper el encantamiento, siguieron viéndose todas las tardes, hasta que el hechicero decidió pedir al Inca que le entregara como esposa a la princesa; en ese momento, mis padres huyeron a la montaña y yo nací aquí. La historia de Ukumari sonaba difícil de creer: Incas, hechiceros y guerreros embrujados; parecían personajes de una vieja leyenda. Maika iba a decir que no le creía, pero recordó lo que ella misma había vivido ese día, y lo poco creíble que sonaba. — ¿Tus padres nunca volvieron al pueblo? —preguntó, solo por seguir la conversación. —Mi madre no volvió. Sin embargo, hubo un tiempo en que los campos se secaron y los hombres intentaban llegar hasta acá para llevar un poco de é

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agua con la cual regar sus tierras. Pero los hombres estaban débiles y no conseguían subir a la montaña. Ukuku sintió compasión de ellos y les llevó trozos del hielo que amontonó alrededor de la laguna para que pudieran calmar la sed de sus tierras y de sus animales. Maika recordó que su abuela le había contado esa historia cuando ella le preguntó por qué los hombres del pueblo se vestían con ropas tan raras para subir a la montaña. “El unku con flecos nos recuerda la piel de Ukuku, el oso que salvó al pueblo de morir de sed”, había comentado. — ¿Dónde están Ukuku y la princesa? ¿Siguen acá? —preguntó la niña. —Para escapar del hechicero se convirtieron en parte de la montaña —dijo Ukumari, señalando los picos más altos—. Cada cierto tiempo, el espíritu de Ukuku recorre la montaña para ayudar a los hombres que suben en busca del hielo pero, como el hechicero aún lo busca, su cuerpo no puede dejar la roca. Yo bajé al pueblo, una vez, pero era más grande y más fuerte que la gente de allí y me tuvieron miedo. Por eso regresé y vivo aquí. IX

“Ya es hora de volver”, pensó Maika. Sin detenerse por las advertencias de Ukumari, quien insistía en que la laguna no la llevaría a ninguna parte, cerró los ojos y se lanzó al agua. Sintió que se deslizaba a oscuras en un tobogán, pero un segundo después una cálida claridad la envolvió. Al abrir los ojos, vio el camino de salida iluminado por la luz que llegaba desde el exterior. Mientras bajaba de la montaña, notó cambios en el pueblo que no le resultaban fáciles de entender. De pronto se encontraba con granjas que ella no conocía, colores que antes no había, personas que le eran desconocidas. Sintió como si el tiempo pasado en la montaña hubiera sido mucho más que algunas horas. Al llegar a su casa, vio a un muchacho que tocaba la antara sentado junto a la puerta. Lo reconoció pese a la ropa distinta y al raro corte de cabello que tenía; sin duda era su hermano. é

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—Qali —llamó un par de veces. El muchacho dejó de tocar y respondió en voz alta: —Padre, lo busca una niña. Un hombre se asomó a la ventana y la observó durante algunos minutos. Él parecía confundido, pero Maika estaba segura de no conocerlo; por eso, cuando salió de la casa y la abrazó, ella sacudió el cuerpo para que la soltara. —Soy Qali, hijo de Rumi. Él era hermano de Qali y Maika. Ella es tu madre, ¿no? Te pareces a la niña que está en las fotos que mi padre tenía de ella. Era casi tan pequeña como tú. Maika sintió un escalofrío y no se atrevió a contestar. El hombre le habló de los hermanos de su padre, de la desaparición de la más pequeña y de cómo la habían buscado hasta el final de sus días. Ella se entristeció al darse cuenta de que no volvería a ver a su madre ni a sus hermanos, pero quienes la recibían ahora eran también su familia y aceptó quedarse a vivir con ellos. Al llegar las festividades del Señor de Qollurit'i, mientras los hombres se vestían con el unku y el wagollo con el que representaban al ukuku, Maika decidió volver a la montaña. Esperaba encontrar la extraña grieta en la que se había refugiado de la lluvia, pero por más que buscó no la pudo hallar. Un corto ruido, como de pasos presurosos que corrían detrás de ella, le hizo recordar al ratón con el que se había asustado la primera vez. “Es solo un roedor”, pensó. Pero al girar en dirección al lugar de donde había venido el sonido, encontró un trozo de hielo apoyado contra la roca. Maika sonrió al recordar a Ukurriari, y confió en que alguna vez volvería a encontrarlo. Recogió el bloque de agua congelada y volvió a su casa, como había planeado hacerlo la primera vez.

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VOCABULARIO

-Aguacero: lluvia repentina, muy abundante y de breve duración. -Antara: especie de flauta de origen precolombino. Está hecha con cañas y es similar a una zampoña pequeña, pero de una sola hilera o fila. -Barullo: confusión, desorden. -Cerillo: fósforo. -Corona: cima, cumbre. -Culebrear: sacudirse, moverse como una culebra o serpiente. -Flequillo: serie de hilos o cordones colgantes de una tela. -Granizo: agua congelada que cae fuertemente de las nubes en forma de granos. -Guarecerse: refugiarse, ponerse a salvo de algo. -Huasca: arma tradicional andina usada para lanzar piedras. -Indomable: que no se puede domesticar o amansar. •Macana: arma hecha de madera dura, garrote usado para golpear. -Manayupa: planta medicinal de la región altoandina. -Morral: saco o bolsa que se cuelga a la espalda, como una mochila. -Mufia: hierba andina similar a la menta, utilizada para preparar infusiones medicinales y en la cocina. -Oso de anteojos: también conocido como oso andino, su nombre se debe a las características manchas blancas que tiene alrededor de los ojos. -Palpitación: latido acelerado del corazón. -Pantorrilla: parte inferior abultada de la pierna. -Pechera: pieza de una armadura destinada a cubrir y proteger el pecho. -Propicio: adecuado o favorable para algo. -Repiqueteo: sonido repetitivo que se produce al golpear algo, siguiendo un ritmo estable. é

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-Santuario: templo en el que se venera la imagen o reliquia de un santo. -Señor de Qollurit'i: imagen de un Cristo crucificado pintado sobre la piedra de las faldas del nevado Ausangate. Es objeto de gran devoción religiosa, y su nombre significa Señor de la Estrella de la Nieve. También se escribe Qoyllo R¡t'¡, Qollu Riti y Ccoylloritti. -Silueta: contorno o perfil de una figura. -Tambo: posada en los caminos, donde pueden descansar los viajeros. -Temperamento: carácter, personalidad, forma de ser. -Trastabillar: tropezar. -Tribal: relativo a la tribu. -Tuna: fruto comestible que produce el cactus del mismo nombre; ambos tienen numerosas espinas. -Unku: túnica larga de lana, poncho. -Ventisca: viento fuerte. -Waqollo: pasamontañas, especie de máscara tejida que cubre toda la cara, excepto los ojos y la boca. -Zancada: paso muy largo.

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EL MUQUI No es hablar por hablar, yo he visto un muqui. No te burles, compañero, que mientras más te burlas o desconfías, con más saña se te va a aparecer y te va a hacer daño, porque él es así: bien te puede ayudar y echar una mano cuando estás en problemas, o bien te puede hacer extraviar en la oscuridad y luego asfixiarte con sus manos y matarte. El muqui es ese hombrecillo que de tamaño no llega ni a un muslo de persona, pero que tiene muchas riquezas y poderes sobrenaturales. Dicen que es un tipo de duende, pero que solo vive en los socavones, en los túneles que nosotros los mineros le hacemos a la tierra para extraer sus metales preciosos. Dicen que la palabra «muqui» proviene del quechua murik, que significa «el que asfixia», pero según otras versiones la palabra tiene que ver con «ahorcar» o «torcer». De lo que sí tengo conocimiento claro, yo que soy minero viejo y recorrido, es que aquí, en la zona central del Perú, le conocemos como muqui; pero en otras partes recibe otros nombres: chinchilico en Arequipa, anchancho en Puno, jushi en Cajamarca y en las demás regiones simplemente muqui o enano de las minas. Sobre su apariencia no hay nada que se pueda afirmar, unos dicen que es así, otros dicen que es asá. Yo solo puedo asegurar que es como cualquier persona, solo que los rasgos de su cara son más marcados. Por ejemplo, sus orejas son grandes, peludas y toscas; su nariz termina en punta y tiene bastante pelo en las fosas nasales; sus ojos son hundidos pero tienen un é

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brillo que parece que te escarban cuando te miran. El muqui es un minero más, o sea, se viste como nosotros y usa los mismos implementos que se necesitan para trabajar en el socavón. Antes, por la década de los treinta del siglo pasado, se decía que trabajaba usando esas antiguas lámparas de carburo, abrigado con un poncho de lana de vicuña, su gorro y su chalina. En estos tiempos no es muy diferente, solo que ahora viste la misma ropa del minero actual, usa casco de seguridad, lleva botas de caucho y se alumbra con una linterna de batería. El muqui que yo vi era así, como nosotros, lo único sorprendente fue que... Pero para qué me estoy adelantando, tú eres un descreído y yo tengo que hacerte creer, tengo que relatarte mi experiencia desde el principio. Escúchame, te voy a contar...

EL MUQUI Y LAS HOJAS DE COCA Yo soy minero de los antiguos, toda mi vida he trabajado dentro de la tierra, conozco casi todo el país gracias a mi trabajo, porque desde joven, por la necesidad, fui empujado a ganarme la vida en este duro oficio. Mira nomás mi cara, toda tiznada, llena de manchas que no se borrarán nunca; mira estas manos, llenas de surcos y grietas, cubiertas de lija gruesa y no de piel. Ahora, a mi edad, ya no puedo entrar en las galerías, tengo los pulmones llenos de agua y seguramente más negros que mi alma. Uno de mis últimos sitios de trabajo fue allá en la mina El Frontón, en medio de ese friazo que hace en Morococha, cerca de Ticlio. Ganaba buena plata, teníamos que hacer un socavón profundo, cerro adentro, hasta encontrar el cobre que estaba guardado en las entrañas de la tierra. La empresa era de unos gringos suecos y se jalaron a los más bravos de otras mineras. Yo é

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me fui porque en La Oroya me pagaban un sencillo comparado con ese platal que me iban a dar allá. En La Oroya vivía con mi esposa y mis dos hijos, y tuve que dejarlos para irme arriba. Allá en El Frontón se trabaja arduamente, se perfora y se va avanzando haciendo túnel, no como en otras minas en las que se hace tajo abierto o se perfora con dinamita; ahí formábamos cuadrillas de trabajadores para hacer distintos trabajos. La empresa de los gringos nos pagaba un sueldo básico, y para sacarnos la mugre nos ofrecía la modalidad del «colectivo». El colectivo era un dinero que la minera ofrecía como un bono; se premiaba con este pago a los que más avanzaban, a los que descubrían más vetas. Por eso, empujados por el dinero, los más valientes buscaban como sea entrar más en las profundidades desconocidas de la tierra. Los estoperol, esos que se encargan de perforar el terreno, armaban de 6 a 12 cuadras en cada turno para poder hacer más entradas. Los frontoneros, que son los que van al frente, avanzaban y abrían galerías con gran rapidez, ansiosos de ver las rocas brillantes. Y los motoristas, por su parte, jalaban de 100 a 120 carros cada uno llevando las piedras y la tierra extraída. En mi cuadrilla trabajábamos el cholo Vilcas, hombre fuerte de Ancobamba, y José Ibárcena, un tipo medio creído que venía de Matucana y se creía limeñito. Todos nos entregábamos al trabajo hasta agotar el último sudor para ganar el bendito colectivo que, según la empresa, lo pagarían a la cuadrilla que mejor producción hiciera. Pero daba la casualidad de que, llegado el día del pago, todos nos mirábamos con caras largas porque al final a nadie le daban el colectivo aduciendo que no se había llegado al objetivo. Viveza de los gringos, caracho. é

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Pero la situación cambió casi de un momento a otro. Un día, luego de almorzar y hacer un poco de siesta, regresé a mi posición de trabajo y descubrí que habían rebuscado mi mochila y que se habían llevado mi capacho de coca. Las hojas de coca, el aguardiente y el cigarro son muy valorados en el socavón, ya que nos dan fuerzas y nos calientan el cuerpo para soportar la inclemencia del clima. Por eso me lamenté bastante de no encontrar la coquita que tenía para todo el mes. Molesto, de inmediato pensé en acusar a Ibárcena; él se habría robado mi coca, quién más. Por si acaso, le pregunté a Vilcas: —Oye cholo, tú has traficado mis cosas y te has robado mi coca, ¿no? —Yo no he sido, yo pa΄ qué voy robar si tengo bastante coca, te regalo si quieres... Comprendí que él no podía haber sido, ese cholo tenía la mejor coca que le mandaban de su pueblo, y a veces nos regalaba un poco. En eso llegó Ibárcena, fumando su cigarro, cachaciento como siempre. —Oye, Ibárcena, devuélveme la coca que te has robado de mi mochila —le dije directamente. —Qué hablas, tío, estás mal. Yo no mastico esa porquería, me da asco. A serranadas no le entro —respondió con petulancia. —Pues alguien me ha robado. Carajo, no voy a descansar hasta saber quién me ha robado —dije yo alzando la voz. —Muqui no vaya a ser... A lo mejor estás con suerte, amigo Temoche, y un muqui está valiéndose de tus cosas... —Los serranos son los que han inventado esa vaina del muqui —intervino Ibárcena—.La otra vez escuché eso, purito cuento, fanfa nomás. Hasta dicen que é

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la tierra tiene vida y manda a sus criaturas... Ja, lo único que da vida dentro de la tierra es el mineral. Nos quedamos callados, sin ánimo de responderle; yo seguía molesto por la pérdida que había sufrido. Y al día siguiente, no sé en qué momento, desapareció mi garrafa de aguardiente. Entonces, enfurecido y preocupado, pensé en quejarme ante los superiores, no podíamos trabajar entre ladrones. Pero como soy un hombre al que le gusta enfrentar directamente a los que le hacen daño, decidí tomar un tiempo de mi descanso y espiar al ladrón hasta dar con él. Esperé buen rato escondido, no había nadie más porque todos estaban en su refrigerio, y de pronto vi que se encendía una luz en medio de la oscuridad. Me asusté un poco, pero seguí ahí, detrás de una roca, mirando... hasta que con gran espanto vi a un hombre de pequeña estatura que estaba rebuscando mi mochila. Tenía todos sus implementos de minero y se alumbraba con la linterna de su casco. Me armé de valor: —¡Rateroooo! ¡Rateroooo! —grité con todas mis fuerzas, pero noté con sorpresa que las paredes del socavón absorbían y apagaban mis gritos. El hombrecillo me dirigió una mirada tan severa y profunda que me paralizó, no podía moverme. Y se fue acercando lentamente, la luz de su linterna me enceguecía. —Hola, Temoche —me dijo con una voz gruesa y aterradora que no parecía que saliera de ese cuerpo tan pequeño—. Tranquilízate, si te portas bien conmigo no te voy a hacer daño. No podía contener la tembladera de mis piernas, y, peor todavía, no podía echarme a correr. Entonces vinieron a mi mente los relatos y las é

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leyendas que había escuchado sobre el muqui, en los que se decía que era un ser malo y despiadado, pero que también podía ser bueno con los mineros. Además, no tenía una actitud agresiva, solo me miraba y se acercaba lentamente. Me armé de valor y dije con voz apagada: —Tú eres el muqui... Qué quieres de mí, por qué te estás robando mis

cosas... —Yo nunca me llevo nada sin dar algo a cambio —dijo, ya a mi lado,

rodeándome, y su voz resonaba fuerte en las paredes rocosas—. Voy a ser directo. Yo sé toda tu vida, Temoche, y la de toda esta gente que ha venido a buscar las riquezas de esta mina. Sé quiénes hablan mal de mí, quiénes se burlan, y para todos tengo mis planes. Ahora estoy aquí contigo porque quiero hacerte una propuesta que ojalá te guste y convenga: a mí no me gusta regalar nada, pero puedo hacer que tu cuadrilla sea la que más producción tenga, la que más galerías nuevas abra y la que se lleve ese ansiado colectivo que la empresa les ha ofrecido. Te puedes hacer rico en poco tiempo, Temoche... Y seguro estarás pensando qué me tienes que dar a cambio por el favorcito que te voy a hacer. Algo muy simple: a mí me gusta mucho la coquita que tú tienes, no sé de dónde la traes pero me gusta y me ayuda a trabajar con más empeño. Entonces, solo te pido que cada semana me dejes un capacho lleno de esa coca, nada más. Esto durante un año entero. Pasado el año, nuestro pacto se habrá terminado y podrás irte a disfrutar de tus riquezas.

Así me dijo el enano, con sonrisa malévola , con sus ojos que saltaban de un lado a otro. Y aunque dentro de mí me decía que algo oscuro había en eso, le di la mano y acepté su trato. é

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Al mes siguiente nomás la situación era otra. Parecía que la tierra se había hecho nuestra amiga y se dejaba penetrar con facilidad, abríamos más túneles y acumulábamos gran cantidad de mineral para la refinería. Como era lógico, la empresa no se pudo negar a pagar el famoso colectivo, y los hombres de mi cuadrilla comenzamos a ganar harta plata. El cholo Vilcas mandaba todo lo que ganaba a su tierra para que su familia sembrara en cantidad. Dicen que hasta llegó a tener una hacienda con miles de cabezas de ganado. El creído del Ibárcena cambió para bien, la plata lo ponía de buen humor y ya no hablaba tantas tonterías de comparar las razas, salvo cuando estaba borracho. Para mí que otros trabajadores también habían hecho pactos con el muqui, porque todos superaban las metas de la minera y a todos nos pagaban dinero de más. Lo malo es que esas ganancias se las malgastaban en todos los placeres fugaces que hay en esta vida.

Yo, con la platita que gané, pensando en el futuro de mis hijos, compré unos terrenos en La Oroya y hasta me dio para un localcito en Huancayo. A nadie le había dicho lo de mi pacto con el muqui, ni a mi mujer. Pero justo en esos meses llegó de visita una prima de Huanta que sabía leer las cartas y ver el futuro en las hojas de coca. No pude resistirme y se lo conté todo. Y grandes fueron mi sorpresa y desconcierto cuando me dijo lo que había visto en las hojas sagradas: —Sale que estás en falso ascenso, que mientras más arriba llegues, más fuerte va a ser tu caída. Deshazte cuanto antes de ese pacto que has hecho, porque tu vida y la de tu familia pueden estar en peligro. La hoja ha hablado.

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Le expliqué a mi prima bruja cómo había sido todo, que quizá no había que tener miedo, que nomás había que esperar los pocos meses que faltaban para el año... Pero me dijo que esa misma semana debía hablar con el muqui. Lo encontré cuando recogía el capacho de coca que le había dejado para esa semana. —Amigo muqui, ya no puedo trabajar en esta mina, me han ofrecido un trabajito allá en La Oroya y no quiero desaprovecharla para estar más cerca de mi familia —le dije, bonito nomás. —Para mí no hay secretos, Temoche... No me vengas con mentiras... Pero está bien, romperemos el pacto si así lo quieres. Has sido un hombre cumplido y honesto, no te has gastado tus ganancias en diversiones, alcohol y mujeres. Pero eso sí, vete lo antes posible y no regreses nunca más a esta mina. Al poco tiempo, joven compañero, salió en las noticias que en esa mina hubo un tremendo derrumbe que acabó con la vida de veinte mineros. Felizmente mi amigo Vilcas había estado de permiso y no se murió. Equipos de rescate encontraron los cuerpos solo de 19 mineros... El único que no pudieron hallar fue el de Ibárcena... Parecía que la tierra se lo había tragado. Esto que te estoy contando lo he vivido en carne propia, tardé meses en superarlo y a veces, cuando me pregunto si no fue un sueño, mis propiedades de La Oroya y Huancayo me dicen que no, que todo fue verdad. Ahora déjame contarte un par de historias más sobre el muqui, que las sé porque todo buen minero las sabe y las debe contar siempre. é

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EL MUQUI Y EL MINERO TONTO

Esto ocurrió en las minas de Madre de Dios, donde el oro abunda y su dorado brillo hace perder la cabeza a los hombres que van en busca de él. Resulta que un minero muy pobre había ido hasta allá desde su natal Apurímac, convencido de que con el oro podría salir de la miseria en que vivía. Empezó como lavador en los ríos, buscando pepitas que luego vendía en el mercado negro. Pero para hacer eso hay que saber, y él con inexperiencia apenas ganaba para comer. Así que decidió trabajar en las minas informales que abundan ahí y donde se trabaja al filo de la muerte por la falta de seguridad de los socavones rudimentarios. Ahí conoció el trabajo duro, pero vio que se ganaba un poco más y decidió quedarse, aunque trabajara hasta catorce horas seguidas, sin descanso. Un día que había hecho doble turno, se quedó dormido en la mina, vencido por el hambre y el cansancio, y entre sueños se le apareció el muqui, el duende de la mina, y le regaló una tuna de oro. —Para que te alimentes bien —le dijo. El minero despertó sobresaltado por la escena tan real que había soñado, sonriendo, pero luego se dio cuenta de que solo había sido un sueño... Hasta que, al recoger sus herramientas para seguir trabajando, vio, reluciente, en el piso de tierra, la tuna de oro puro que el muqui le había obsequiado. Cogió la tuna y esta pesaba, no cabía duda de que era de oro macizo y que la suerte estaba con él. Se sintió muy alegre y agradeció al muqui dentro de sí. De inmediato, se fue a vender la tuna y le dieron una buena paga por ella. Pero, como te digo, joven amigo, el dinero fácil es mal compañero y no se é

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llega muy lejos con él. Cegado por la cantidad de plata que jamás había tenido, gastó billete tras billete en diversión, se fue a la ciudad y empleó todo su dinero en amigos falsos, mujeres y harto trago. Se emborrachó veinte días, hasta que se dio cuenta de que ya no le quedaba ni un céntimo. A rrepentido, dec idió v olver al trabajo duro de la mina para poder comer. Al cabo de un mes de exigentes trabajos y menos sueldo porque lo habían castigado por abandonar el trabajo, ya casi sin fuerzas, volvió a quedarse profundamente dormido en su lugar de trabajo. Y nuevamente se le apareció el muqui en sus sueños. —Eres un pobre hombre, no has sabido aprovechar lo que buenamente se te ha dado. Ahora espero que cambies y seas una mejor persona —le dijo con su voz grave. El minero despertó de un salto para hablarle al muqui, pero este ya se había ido. Mas, para sorpresa del hombre, en el suelo estaba brillando otra tuna de oro igual a la anterior. Pero, como te digo, la plata fácil se va así como viene. El infeliz minero, convencido de que el muqui lo ayudaría siempre que él estuviese en problemas, volvió a derrochar el dinero de parranda en parranda con sus antiguos amigos que le habían dado la espalda cuando se le acabó su plata. Las mujeres con quienes había estado también lo buscaron con halagos y enamoramientos falsos, hasta que nuevamente se vio en la peor pobreza, sin dinero ni para comer. El alcohol y la diversión se habían acabado, y con él sus amigotes y las mujeres. «Ahora volveré a dormirme en el trabajo y seguramente el muqui otra vez me dará su oro», pensó. Entonces, por tercera vez pidió volver a su é

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trabajo, y al tiempo forzó un pesado sueño para que el duende lo visitara. Efectivamente, en sus sueños, el muqui se presentó ante él, en silencio. El minero le habló: —Por favor, necesito dinero, estoy en la ruina otra vez. Regálame otra tuna de oro. —¿Y qué has hecho con las tunas que te he dado?

Las vendí y el dinero se me ha ido sin darme cuenta. Por favor, regálame otra tuna. —Muy bien, te daré —le dijo el muqui. El minero, muy contento se despertó de su sueño y se tiró al piso a buscar la tuna prometida. Pero, en el suelo terroso y húmedo, su cuerpo, su cara y sus manos se encontraron con las espinas punzantes de enormes pencas y tunas verdes que le produjeron tantos cortes y heridas que, poco tiempo después, lo llevaron a la tumba. Así es, querido amigo, joven minero que crees que ese personajito del socavón no existe. Voy a terminar con esta historia de un muqui que se hizo amigo de un niño, porque, como duende que es, también tiene el espíritu infantil y juguetón. EL NIÑO Y EL MUQUI

Un joven matrimonio de Tayacaja había ido a buscar su futuro en unas viejas minas de Huancavelica. El hombre trabajaba de siete de la mañana a seis de la tarde y la mujer se dedicaba a llevar el almuerzo a los trabajadores, además de cuidar a su pequeño de cinco años de edad. En la mina mucho se hablaba de la presencia de un joven muqui que paraba burlándose de los trabajadores tirándoles piedrecitas en la cabeza o escondiéndoles sus herramientas, pero que cuando le daban su cigarrito y é

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su coquita él les hacía aparecer los minerales que tanto buscaban. Los esposos tenían cierta preocupación porque se decía que al muqui le gustaba jugar con los niños, y que incluso a algunos se los llevaba dentro de la tierra y nunca más les permitía regresar. Por eso le habían advertido: —No te acerques a la mina, no te despegues de tu mamá nunca, te puedes perder ahí adentro. Pero, como toda advertencia hecha a un niño, esta solo hizo despertar más su curiosidad. Cierto día que la madre estaba afanada entregando las viandas del almuerzo a los trabajadores, la pelota del niño se fue hasta la

boca de la mina. El pequeño fue corriendo a recogerla, pero para su sorpresa vio que otro niño como él, pero con cara de viejo, la tenía en sus manos. —Vamos a jugar a tirar penales —le dijo el muqui. —Está bien, pero antes le voy a decir a mi mamá que estaré jugando con mis amiguitos en la losa. El niño fue donde su madre y ella, como estaba tan ocupada, le dijo que vaya nomás. Jugaron y se divirtieron de lo lindo. A la mañana siguiente, mientras la mujer preparaba el almuerzo en unos ollones, el niño aprovechó y se fue a buscar a su amigo para seguir jugando con la pelota. Pero esta vez el muqui le dijo que ya no jugarían a la pelota sino a las canicas, y le entregó unas bolitas de oro. «Con esto hay que jugar —le dijo—, luego te las llevas, te las regalo». Se quedaron jugando bastante rato, hasta que el niño vio que era tarde y pensó que su mamá estaría preocupad a. Efectivamente, ella lo había estado buscando desesperada, y cuando lo vio le gritó feo y ya le iba a dar un é

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jalón de orejas, pero el niño le entregó las bolitas de oro que brillaban espléndidamente, y le dijo que su amiguito de la mina se las había regalado. La mujer se lo contó a su marido, y ambos, seducidos por el oro, decidieron mandar a su hijo a que se haga regalar más bolitas. Sabían que se trataba del muqui, pero les entró un gran interés por saber qué más podían obtener de ese enano que seguramente tenía muchas riquezas y que al parecer era amistoso con su hijo. El niño les siguió llevando muchas canicas del preciado metal, y los padres las fueron vendiendo y haciéndose ricos porque eran del oro más puro. Hasta

que

el

brillo

del

metal más codiciado del mundo los fue

encegueciendo y quisieron tener más, sus deseos se convirtieron en una obsesión y tramaron un plan para obtener todo el oro del muqui. Pretendían capturarlo y pedirle toda su riqueza a cambio de su libertad. Con engaños, hicieron que su hijo le diga al muqui que salga un poco más de su socavón para jugar con él, y cuando tuvieron cerca al enano, lo apresaron usando unas mallas de metal muy gruesas. El pobre muqui se desesperó por querer librarse, ya que no podía permanecer mucho tiempo a la luz del día pues podía morir. Los malvados padres lo sujetaron más fuertemente: —Así que tú eres el muqui, tú has querido llevarte a nuestro hijo y le has estado haciendo regalitos para que se vaya contigo. Ahora te vamos a tener aquí apresado... Solo te vamos a soltar si nos prometes que nos entregarás todo tu oro a cambio de tu vida y tu libertad. —Está bien —les dijo el muqui—, todito mi oro les voy a dar, se los prometo, pero suéltenme ya, por favor. Y así fue. El muqui que tenía alma de niño fue liberado, y esa misma é

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noche los esposos vieron que su sala se llenaba de puros lingotes de oro brillante, uno encima de otro, hasta llenar toda su casa. B e b i e r o n y s e e m b o r r a c h a r o n t o d a l a n o che, haciendo planes de comprar esto y aquello, siempre pensando en grande, ya se imaginaban comprando casas y terrenos en las mejores zonas de la capital, y en medio de su oro se quedaron dormidos y ebrios de alegría. Pero, al día siguiente, cuando la madre fue a despertar a su pequeño, pegó un grito desgarrador. Encima de la cama estaba tirado un muñeco de trapo, vestido con la ropa de su hijo y con la cabeza cortada. Llorando fue a buscar a su marido que todavía roncaba de la borrachera y lo despertó a gritos. Ambos se pusieron a llorar y a lamentarse de su ambición, pues habían perdido la mayor riqueza de sus vidas, su único hijo. Desesperados, corrieron a la mina a buscar al muqui para pedirle perdón y devolverle todo su oro frío, pero cuando estaban llegando a la boca de la mina, pudieron divisar a dos pequeñas sombras que, tomadas de la mano, ingresaban al túnel... Corrieron, gritaron desesperados, pidieron ayuda, pero nunca más nadie volvió a ver al muqui de esa mina, y menos al pequeño de cinco años que se había perdido con él. Al poco tiempo, los esposos murieron de pena y desolación. Mi querido amigo, todo esto que te he relatado es real, así ha sucedido, no solo me lo han contado, sino yo mismo lo he vivido. Y te preguntarás qué hago yo trabajando aquí contigo como maquinista de esta refinería y ganando el poco sueldo que nos pagan... Te preguntarás qué hago yo aquí si tengo mis propiedades y mis tierras en La Oroya y en Huancayo.

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Pues ya te he dicho... La plata fácil no dura nada, he preferido hacer como si esas tierras no existieran, hasta que llegue mi muerte y se las deje a mis hijos para que ya ellos vean qué hacen con eso. Yo me iré solo con el recuerdo de que alguna vez hice un pacto con el muqui, pero que no caí ante sus pruebas y fui un hombre honesto y trabajador. VOCABULARIO -Aducir: argumentar o justificar algo, presentando pruebas o razones. -Bono: monto adicional que se otorga a un trabajador además de su sueldo, por distintos motivos. -Cachaciento: que se burla en tono irónico. -Capacho: recipiente similar a una cesta o canasta. Carburo: compuesto que se obtiene de la combinación del carbono con un metal, que se utiliza para el alumbrado.

-Coca: planta de gran importancia ritual en las culturas andinas como la chibcha, aimara y quechua. Se le utiliza como analgésico, y al chaccharla, masticar sus hojas, mitiga la sensación de hambre y cansancio. -Cuadrilla: grupo de personas organizadas para el desempeño de un oficio. -Fanfa: en lenguaje coloquial, versión acortada de la palabra fanfarrón, persona que presume de lo que no es. -Fugaz: breve, de muy corta duración, que desaparece o termina rápidamente. -Garrafa: damajuana, botella o vasija grande con cuello y asa. -Malévolo: malintencionado, inclinado a hacer mal. -Parranda: fiesta o juerga bulliciosa. -Penca: hoja o tallo en forma de hoja de algunas plantas como la tuna. -Petulancia: arrogancia, convencimiento de la propia superioridad. -Refinería: fábrica donde se refina o purifica un producto. -Socavón: cueva que se excava en la ladera de un cerro, galería subterránea. -Tiznado: manchado por el humo, la ceniza y el hollín. -Tuna: cactus que produce un fruto comestible del mismo nombre; ambos tienen numerosas espinas. -Vianda: comida, especialmente carnes y pescado. https://www.facebook.com/CORE-N%C3%BAcleo-338831536477995/ é

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LA LLORONA

“El carro apareció de la nada, iba a toda velocidad y se pasó el semáforo que estaba en rojo”. “Se fue derechito hacia donde estaba la joven embarazada”. “¡Pobrecita! La hizo volar por los aires. Qué habrá pasado con su bebito?”. Los testigos del accidente sospechaban que el conductor del automóvil estaba ebrio, “borrachísimo, diría yo”, y la prueba de alcoholemia lo confirmó. El causante del accidente —hombre, entre 30 y 40 años, estatura promedio, apariencia estándar e indumentaria nada fuera de lo habitual— regresaba de alguna celebración que duró toda la noche pues, luego de atropellar a la mujer y estrellarse contra una reja, se quedó profundamente dormido. Fue ingresado de urgencia al hospital, donde confirmaron que no tenía lesiones graves, y de allí lo trasladaron a la carcelera, donde despertó doce horas después.

La atropellada no tuvo tanta suerte. Los fuertes golpes, el estrés y las múltiples lesiones que sufrió la dejaron al borde de la muerte, y pudo haber fallecido en la sala de operaciones de no ser por el empeño de los médicos en salvarla. Lamentablemente, la criatura que llevaba en el vientre no sobrevivió. II

En la unidad de cuidados intensivos se habían acostumbrado al sollozo permanente de Magdalena. «Ella estaba inconsciente y no lográbamos determinar qué le dolía. Aumentamos los analgésicos, pero seguía gimoteando», comentó una de las enfermeras. Durante los días que permaneció allí, los médicos atendieron las heridas de la paciente guiados por las lesiones que mostraba su cuerpo. Nada les permitía imaginar que la mujer en estado inconsciente a la que atendían se quejaba de un dolor en el alma. Cuando Magdalena y Samuel cumplieron la mayoría de edad decidieron casarse, mudarse cerca de la playa y manejar su propio café sin importar la oposición de sus é

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padres, que los consideraban demasiado jóvenes para todo eso. Ellos eran felices. Magdalena horneaba, atendía a los clientes y cantaba; Samuel pescaba, cocinaba y componía las canciones para ella. Mas la diosa Fortuna es una criatura de malos hábitos y terrible humor negro. Una mañana de primavera, cuando el sol despuntaba alegremente, Samuel no regresó con la pesca. Magdalena esperó por él en la ventana, vio correr las horas sobre la marea y lo buscó con la mirada hasta que la oscuridad se apoderó de la playa. Al amanecer, los vecinos encontraron su bote flotando en la caleta. Magdalena dejó de cantar y paseaba por la playa de la mañana a la tarde. Las cosas de las que antes disfrutaba habían perdido su encanto, se sentía agotada todo el tiempo y solo deseaba ver el mar y dormir. Incluso comer se le hizo difícil, sentía que la comida se le agriaba en la boca, le producía asco y ganas de vomitar. Estaba pálida y había bajado de peso cuando la llevaron al hospital. La pérdida reciente hizo suponer a Fernanda que su hermana necesitaba curarse de la creciente depresión que la atormentaba, pero cuando el médico recibió los análisis clínicos, confirmó que se desarrollaba en Magdalena un saludable bebé. Ese día, la futura mamá esbozó una sonrisa y sintió deseos de pescar. Soltó el bote que seguía atado a la caleta y se hizo a la mar. Regresó con algunos pescados, mejor semblante y mucha energía para cocinar. Esa noche volvió a cantar en el café y no dejó de hacerlo durante los siete meses que siguieron. Cuando Magdalena despertó en el hospital, casi dos semanas después del accidente, parecía no recordar nada, ni siquiera su nombre, tan solo miraba a su alrededor con expresión vacía y los ojos húmedos por un silencioso llanto. “Shock postraumático”, determinaron los médicos, pero Fernanda, que en las

últimas semanas había conocido un poco mejor a su hermana, sabía que era algo más que una crisis nerviosa temporal. Meses atrás, Magdalena había superado el dolor é

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por la pérdida del hombre que amaba al saber que traería al mundo a su bebé. Esta vez, el sueño de esa vida a punto de nacer había sido destruido, por lo que toda huella de esperanza se había marchitado en el corazón de la frustrada madre. Ovillada sobre la cama, Magdalena suspiraba imaginando a su bebé. A veces, lo

sentía latir y moverse en su vientre, entonces, gritaba alegremente que su hijo nacería y que tendría los ojos de su padre. Pronto percibía que no había niño ni esposo, y volvía a hundirse en un llanto interminable susurrando un extraño estribillo aprendido, quizá, como parte de algún verso. «Llora, llora, desdichada, llora, llora tu pesar, que yo vendré a cubrir tu alma y calmar ese dolor». Con su desconsuelo, su llanto y el misterioso estribillo repetido una y otra vez, Magdalena estaba removiendo, sin saberlo, antiguas tristezas asentadas en el propio infierno; el sufrimiento inagotable de millones de espíritus atormentados por la pérdida del amor se revolvía, inquieto, en tanto que la feroz energía de las almas vengativas, acumulada desde el principio de los tiempos, comenzaba a desbordarse. III

Pese a la insistencia de su hermana para que se mudara con ella por un tiempo, Magdalena volvió a su casa junto al mar al salir del hospital. Allí, entre paseos por la playa y tardes amasando panecillos que nunca llegaba a hornear, pretendió vivir ignorando el pasado aunque cada noche lloraba hasta quedarse dormida. El sexto día de la sexta semana, repentina e inexplicablemente, todo cambió. Magdalena horneó los panecillos que había amasado esa tarde, los envolvió en mantas de algodón y los repartió entre sus vecinos, a quienes inquietó el cierto vacío de emociones en su mirada, pero los calmó el verla sonreír por primera vez en mucho tiempo. Esa noche, los pescadores de la caleta escucharon el llanto de la muchacha, nuevamente. Sin embargo, su voz les sonó más vívida y menos triste de lo que parecía é

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costumbre. Solo por eso, la gente creyó que la alegría estaba volviendo a insinuarse en el espíritu de la joven vecina. Qué terrible error acababan de cometer. Luego de varias horas, Magdalena había regresado a su casa sin panecillos pero con un bebé recién nacido cubierto con las mantas que aún conservaban el olor dulzón de masa horneada. El crío temblaba de frío y lloraba de hambre lejos del pecho de su madre, pero ella lo acunó en sus brazos, lo estrechó contra su cuerpo, lo cubrió de besos maternales; sin embargo, ni las manos heladas, ni los pechos secos, ni las caricias de la captora calmaban los chillidos del pequeño. La medianoche había pasado de largo y el instante más oscuro, aquel que precede al amanecer, se alzaba como escondrijo de demonios, cuando Magdalena volvió a entonar su melancólico estribillo, «llora, llora, desdichada, llora, llora tu pesar, que yo vendré a cubrir tu alma y calmar ese dolor». En ese momento, un último y angustiado gemido precedió el silencio absoluto; la quietud que se extendió por los rincones de la casa. Con el cuerpecito inerte apretado entre sus brazos, la muchacha salió con dirección al mar. Avanzó unos pasos más entre las olas, aquietó la superficie del agua con la mano, como quien alisa las sábanas de una cuna, y colocó allí al bebé. Lo vio flotar por un momento, luego, sin decir una palabra le dio la espalda y regresó a su casa, a su habitación, a su cama y durmió hasta que el sol de la mañana entró por su ventana. IV

La llamada de un hombre que denunciaba el suicidio de su esposa y la desaparición de su hijo recién nacido movilizó a la policía de Chorrillos en las primeras horas de la mañana. Al llegar al lugar, los agentes constataron que la mujer había muerto al caer por un tragaluz, desde el quinto piso del edificio. En el departamento no se encontraron é

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indicios de violencia, lo que descartó la hipótesis de un intruso homicida. Sin embargo, la idea del suicidio en paralelo con el secuestro del bebé no encajaba por ningún lado, por lo que las sospechas recayeron sobre el marido. La víctima era asistente de oficina, pero llevaba algunas semanas con descanso posnatal, y el esposo trabajaba en una fábrica de conservas de pescado. Según el marido,

formaban una pareja estable y muy unida que había esperado con entusiasmo la llegada del bebé, que ahora estaba desaparecido. Según los vecinos del edificio, la verdad era otra. Estaban convencidos de que él tenía otra familia por alguna parte; aseguraban que la muchacha pasaba la mayor parte del tiempo sola, que el marido se ausentaba varios días y que cuando regresaba por lo general estaba borracho y la acusaba de ser infiel. Esa desdichada noche, los vecinos lo habían escuchado azotar la puerta al entrar, como lo hacía habitualmente, y aseguraron que era ya muy cerca del amanecer. Ese último detalle favoreció al marido, pues los exámenes determinaron que la hora de la muerte rondaba la medianoche, sin embargo, no dejaba de ser sospechoso por la desaparición de la criatura. La investigación dio prioridad a la búsqueda del bebé, pues, décadas atrás, el secuestro de varios niños en diferentes puntos de la ciudad había concluido con la captura de una red de traficantes, la cual, ahora, parecía haberse reorganizado. Sin embargo, la aparición del bebé ahogado, aunque sin heridas que indicaran el robo de órganos, desbarató la hipótesis del tráfico. Que la criatura se encontrara cuidadosamente arropada y envuelta en mantas reavivó la idea del crimen pasional: un hombre celoso, convencido de la infidelidad de su esposa, discute con ella, la empuja y esta cae al vacío; sintiéndose culpable, sale con el niño y deambula hasta llegar a la playa, donde abandona al bebé y regresa para hacer la denuncia por suicidio y secuestro.