106. Guru

Sheldon B. Kopp GURU METÁFORAS DE UN PSICOTERAPEUTA INDICE Introducción Parte I. — Un guía espiritual para cada época

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Sheldon B. Kopp

GURU METÁFORAS DE UN PSICOTERAPEUTA

INDICE Introducción Parte I. — Un guía espiritual para cada época 1. Curadores, médicos y guías 2. El adiestramiento del guru contemporáneo 3. La iluminación por la metáfora Parte II. — Un encantamiento de metáforas 4. Metáforas de la religión primitiva 5. Metáforas del judaismo 6. Metáforas de la cristiandad 7. Metáforas del Oriente 8. Metáforas de Grecia y de Roma 9. Metáforas del Renacimiento 10. Metáforas de cuentos infantiles 11. Metáforas de la ciencia ficción 12. Metáforas de la actualidad Parte III. — El advenimiento de la muerte 13. La inevitabilidad del fracaso 14. La tercera fuerza 15. La negativa a lamentarse Epílogo El duro viaje Notas de capítulos

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INTRODUCCIÓN He pasado una parte muy importante de mi vida adulta inmerso en ese diálogo tierno y tenaz conocido como psicoterapia, primero como paciente y luego como terapeuta (y luego como paciente una vez más). En uno y otro caso, he sentido que finalmente sabía lo que estaba haciendo. Y una y otra vez he vuelto a sentir que no sé de qué diablos se trata. Y entonces hay ocasiones en que siento que sé algo y que si sólo confío en mis sentimientos, hay mucho que no necesito comprender, al menos no de una manera que requiera que yo pueda explicarlo todo. Esas son las me­jores ocasiones. En algunos momentos a lo largo del camino, varias veces me he puesto a escribir lo que consideraba libros perfectamente independientes que describían primero, la persona del terapeuta; luego la del paciente; y por último, el proceso de psicoterapia. Pero he descubierto que hay una unidad interior que re­mite cada obra a las demás. El aspecto primario de esta vinculación explica que mi primer libro, Guru, sea una serie de metáforas de un psicoterapeuta. La mayoría de mis lecturas de psicoterapia me han hecho sentir más seguro o más confuso. Estos estados me parecen igualmente inútiles. Al principio, parecía muy extraño que las lecturas que más me ayudaban a confiar en lo que acontecía en mi trabajo de psicoterapia fueran historias de sabios y chamanes, de rabinos y jasídicos, monjes del desierto y maestros zen. Lo que más me instruía era el material de la poesía y del mito, no el de la ciencia. De ese modo, decidí escribir este libro de metáforas.

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Mi segundo libro, If You Meet the Buddha on the Road, Kill Him!* consiste en historias de las peregrinaciones de los pacientes de psicoterapia. El guru enseña por medio de metáforas y parábolas, pero el peregrino aprende narrando su propia historia, Cuando niño, a menudo me sentía tan solo y fuera de lugar que de no haber encontrado las historias de otra gente en los libros que leí, creo que me habría muerto. Como terapeuta, soy capaz de escuchar las historias de peregrinación de mis pacientes y hacerlas propias porque mutuamente nos damos aliento en este camino a través de la oscuridad. En cada época, los hombres se han lanzado a peregrinaciones parecidas. Y en consecuencia, en mi libro (así como en mi trabajo) recurro a historias del pasado para iluminar el camino, historias de Gilgamesh, Chaucer, Dante y Shakespeare, Conrad y Kafka. Mi tercera obra, The Hanged Man,** describe la fuerza de nuestro encuentro en la psicoterapia, y las oscuras fuerzas con que debemos enfrentarnos. Estas fuerzas malignas que pueden guiarnos o destruirnos están más presentes en los sueños como mensajes del alma sombría que todo lo auna. Así como los sueños son la voz interior de las luchas, alegrías y ambigüedades más básicas de la humanidad, los mitos son su expresión exterior. El mito es la historia de todos. Por tanto, en esta obra, he iluminado los motivos recurrentes de los sueños y los mitos a la luz del concepto junguiano de los Arquetipos, esos inconscientes canales atemporales a través de los cuales han corrido desde hace tanto tiempo las oscuras aguas de la vida. Si mis obras demuestran alguna unidad interior, ésta ha sido inspirada por la presencia de sus temas en mi vida privada. Las fuerzas de la oscuridad y de la luz dramatizaron aún más la unicidad de lo que debe ser pues insinuaron elementos del argumento de * Si encuentras al Buda en el camino, ¡mátalo! N. del T. **El ahorcado. N. del T.

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mi vida personal en la ejecución de mi obra y en la composición de mis esfuerzos creativos. Durante la escritura de Guru, fui operado de un tumor cerebral. Mi sufrimiento sirvió como telón de fondo a la creación de este manuscrito, y su escritura me sirvió como empresa terapéutica, una especie de impulso hacia la vida. A lo largo de esta lucha, mis diálogos con la gente con quien trabajo como psicoterapeuta, diálogos expresivos de mi angustia y de la de ellos, nos unieron más haciéndonos más conscientes de lo que teníamos que ofrecernos como seres hu­manos. Al principio de mi recuperación, quité tiempo a mi trabajo para escribir una narración de mi calvario y de nuestros diálogos. La he incluido en Guru como epílogo, tanto para facilitarle al lector una experiencia más personal como para dar testimonio de mi propia concepción de la relación existente entre el guru contemporáneo y aquellos a quienes él ofrece su enseñanza. El período en que escribí Guru fue de angustia y enajenación en mi vida personal. Incapaz ya de soportar la negación y caricatura abrumadoras de lo que yo había denominado «experiencia de crecimiento» de mi tumor cerebral parcialmente extirpado, me derrum­bé. La pena y el dolor soterrados de mi indefensión ante un presente torturante y un futuro amenazador me arrojaron a una desesperación profunda y suicida. Recurrí una vez más a la terapia como paciente. Mi terapeuta fue una ayuda que me salvó la vida, al igual que mi familia, mis amigos y la gente que yo estaba tratando. Todos me apoyaron y encauzaron a través de este período turbulento. Y entonces, durante la redacción de El ahorcado, el tumor volvió a crecer y volví a sufrir y sobrevivir otra terrible operación cerebral. Por fortuna, no hubo consecuencias catastróficas, pero no fue posible extir­parlo todo. Debo continuar viviendo con esta bomba de tiempo en la cabeza. Crecerá nuevamente y mi po­sibilidad de vivir más tiempo irá acompañada de ma­ yores dolores y limitaciones. Y

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durante algún futuro calvario quirúrgico, más pronto de lo que yo quisiera, moriré. Esto también se ha hecho parte del escenario de mi trabajo con los pacientes, parte del drama de mis obras. Pero me siento contento de disfrutar de la vida que aún me es disponible, de ser lo que quiero con la gente que amo, y de morir, tal como he tratado de vivir, a mi manera. No me sorprendería que el título de mi próximo libro sea Este lado de la tragedia. Para aquellos especialmente interesados en el pro­ceso terapéutico, recomiendo Back to One: A Practical Guide for Psychotherapists.1 Ese libro es una descripción detallada de cómo practico la terapia. Lo ofrezco únicamente como guía. Éstas no son maneras de tra­bajar. Simplemente son mis maneras de trabajar. No necesariamente serán las de ustedes, aunque algunas les pueden ayudar en su camino. Lo ofrezco para alentarles a ser cada vez más claros acerca de los elemen­tos básicos de su propio estilo de trabajo.

* De vuelta a uno: una guía práctica para psicoterapeutas. N. del T.

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I Un guía espiritual para cada época

1. Curadores, médicos y guías En mi oficio u hosco arte... Dylan Thomas Siempre ha sido cierto que, al buscar consejo, la mayoría ha dependido de la minoría. En cada época, en cada sitio, siempre existe una minoría creativa 1 a la que recurren los demás a la búsqueda de liderazgo, consejo, aliento, comprensión o belleza. Las respuestas pueden cambiar, sólo las preguntas son eternas. Esos pocos que guían están ante los muchos, no como los portadores ideales de verdades eternas, sino simplemente como los miembros más extraordinariamente humanos de la comunidad. Los hombres difieren entre sí en cada sociedad. Y ciertamente difieren aún más radicalmente de una cultura a otra. Sin embargo, ciertos aspectos de la condición humana siguen siendo comunes a todos. En un último análisis, quizá seamos más similares que diferentes. Cada persona inicia la vida indefensa y necesitada de cuidados y debe encontrar su lugar en la familia o grupo del que depende para su supervivencia. Cada uno desarrolla capacidades para lidiar con el medio ambiente físico y con la demás gente. Cada uno crea su identidad en la infancia sólo para enfrentarse con los numerosos impulsos y despertares sexuales de la pubertad. Luego sobreviene la lucha a través de los

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cambios de la adolescencia para que el niño se con­v ierta en adulto. Los roles del adulto y las exigencias para obtener el éxito deben ser afrontados. Los placeres y penas de noviazgos y casamiento; la procreación, cría, y aleja­ miento de los hijos, y el eventual ocaso del sexo y la vitalidad, todo esto debe ser afrontado. Y finalmente, se debe afrontar la muerte, la muerte de los seres ama­ dos y de los enemigos, y, en el fondo, la siempre pre­sente inevitabilidad de la propia muerte. En un mudo reconocimiento de las tormentas que acompañan a estas crisis, la cultura provee institucio­nes, rituales y agentes para ayudar a los individuos en estas transiciones, para ayudar el pasaje. El psicoterapeuta es el agente occidental contemporáneo que ayuda a otros hombres en medio de esas luchas o en la infelicidad que provoca el fracaso de encontrar so­luciones satisfactorias a crisis humanas tan normales. Un guía espiritual que ayuda a los demás a pasar de una fase de la vida a otra, a veces es denominado «guru». Es un tipo especial de maestro, un maestro en los ritos de iniciación. El guru aparece para intro­ ducir a sus discípulos en nuevas experiencias, a niveles más elevados de comprensión espiritual, a mayores verdades. Quizá lo que realmente hace es darles la li­bertad que llega de aceptar su situación humana im­perfecta y finita. Para mí, la declaración más convin­cente de Sigmund Freud de lo que debe hacer un psicoterapeuta por su paciente fue la siguiente: Sin duda, al destino le resultaría más fácil que a mí aliviaros de vuestra enfermedad, pero podéis estar convencidos de que se habrá ganado mucho si logramos transfor­ mar vuestra miseria histérica en una general infelicidad.2 Sea lo que fuere lo que proporciona el guru, lo puede ofrecer de mil maneras. Puede ser un curandero mágico, un guía espiritual, un maestro, un sabio o un profeta.

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Todas estas manifestaciones tienen en común que cada una es una elección para actuar como agente de cambio positivo, de crecimiento y de desarrollo personal. Cada una intenta ayudar a los sufrientes de enfermedad, mal, ignorancia o quizá simplemente de juventud. Cada una es importante por el hecho de que es eficaz para las necesidades del tiempo y lugar en que aparece. El guru es capaz de penetrar en la vanidad de la sabiduría convencional del grupo. Comprende que la razón, las leyes y costumbres del momento sólo ofrecen la ilusión de la certidumbre. La gente puede creer que lo que se les enseña que «se debe hacer» o «no se debe hacer» constituye algo real. El guru puede ver que estas formalidades no son más que juegos. Después de haber pasado él entre vosotros, descubriréis que se hundió bajo vuestra sabiduría como una piedra.3 El suyo es el lenguaje de la profecía: no de un futuro fatídicamente fijo que se puede predecir, sino de una comprensión de lo que es el hombre, de dónde ha estado y a dónde va el hombre. Sabe que un hom­bre no puede escapar de sí mismo sin destruirse. Únicamente enfrentándose a sus miedos, a veces con la ayuda del guru, puede convertirse en lo que es y rea­lizar lo que puede. En mitos y leyendas siempre ha sido claro que escaparse de una profecía es hacerla realidad. Le suce­dió a Edipo. Antes de nacer, su padre Layo se casó con Yocasta y se le advirtió que moriría a manos de su propio hijo. A fin de evitar la profecía del oráculo, Layo no tuvo relaciones con Yocasta hasta que la poseyó una vez mientras bebía para olvidar su lujuria. Ordenó a Yocasta que destruyera al niño en cuanto naciera, pero ella sintió que no podía hacerlo y lo entregó a una sirvienta que dejaría morir a Edipo en la intemperie de la montaña. El niño fue encontrado por un pastor del rey Polibus de Corinto y el rey crió al niño como a su propio hijo. Cuando Edipo creció, temió ser ilegítimo y recurrió

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al oráculo para averiguarlo. El oráculo profetizó que regresaría a su hogar, asesinaría a su padre y se casaría con su madre. Horrorizado por la profecía, Edipo huyó pues creía que Corinto era su único hogar. Por supuesto, es en este viaje de huida de la profecía, cuando conoce y mata a Layo (sin saber que es su padre) y luego conoce y se casa con Yocasta (sin saber que era la viuda de Layo y su propia madre). El guru, sea cual sea su manifestación en diferentes épocas y lugares, siempre es aquel miembro de la comunidad que entiende el lenguaje olvidado4 del mito y el sueño. Los mitos representan la sabiduría popular del mundo. Aparecen en cada cultura y retienen sus cualidades de asombro siglos después de su aparición en épocas y sitios en que los hombres ya no «creen» en ellos. La razón es que hablan de experiencias fundamentales, experiencias que suceden a todos los hom­bres en todos los sitios. Si el mito es la expresión exterior de las luchas, alegrías y ambigüedades básicas de la condición hu­ mana, entonces el sueño es su voz interior. Puede ser que de acuerdo a las normas de cualquier conjunto de convenciones sociales, somos menos razonables y decentes en nuestros sueños, pero... también somos más inteligentes, más sabios y capaces de mejor juicio cuando dormimos que cuando estamos despiertos.5 Éste es el conocimiento por metáforas que el guru nos puede enseñar, el confiar en lo intuitivo. Aquí el sueño es el mejor juicio del hombre, impoluto por la razón y los convencionalismos. El modo en que el guru comprende el mito y el sueño pueden aclararse más contrastado este tipo de comprensión con la com­prensión psicoanalítica freudiana del sueño. Para Freud, el sueño (y el mito) era un medio por el cual el individuo podía evitar la interrupción del sueño físico o la paz. Por ejemplo, si el reloj desper­tador empieza a sonar

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y en ese momento empezamos a soñar con campanas de iglesias que suenan a la distancia, cubrimos el sonido irritante para entrar en una agradable fantasía en la que no necesitamos per­turbar nuestro descanso. O si, durante la noche, nos aparece algún impulso preocupante en el inconsciente, lo disfrazamos de figura onírica a la que no nos es necesario reconocer. Únicamente si el disfraz no es su­ficiente, nos despertamos con terror de lo que entonces llamamos pesadilla. El analista ortodoxo puede entonces ayudar al pa­ ciente, de cuyos sueños él ha sido informado, para enseñarle qué símbolos universales y qué asociaciones personales constituyen esos sueños. Poco a poco, el analista y el paciente pueden «traducir» el sueño. Por contraste, el guru, si tiene el don suficiente, lee la his­toria como cualquiera que sea bilingüe. No traduce, comprende. Enseña la comprensión directa, la sabi­duría de pensar una vez más en el lenguaje olvidado de los mitos y los sueños. Entre los mejores curadores, maestros y guías están aquellos que se pueden describir como «carismáticos». Tener carisma es poseer el don de la paz. El origen griego de la palabra se relaciona con las Gracias de la mitología, esas amorosas diosas del talento que llevaban alegría, brillo y belleza a las vidas de los hombres. Aun hoy, el carisma puede ser definido como un don gratuito o favor... una gracia o un talento.6 A través del tiempo han aparecido otros matices de signifi­cado que han aclarado aún más lo que es ser un gura idóneo. El término carisma tuvo un significado religioso cuando apareció en las tempranas versiones griegas del Nuevo Testamento. Allí, cuando Pablo habla sobre los dones espirituales,7 ya no está hablando en térmi­ nos griegos relativos al talento musical o artístico. Habla de esos dones de Dios como profecías, compren­sión de los misterios, realización de milagros, dominio de las lenguas y don de la curación. Pero, añadió Pablo, lo que les da

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significado a esos dones no es la mera maravilla, sino cómo son utilizados para ayudar a otros hombres. Por eso dice: Y teniendo el don de profecía y conociendo todos los misterios y todas las ciencias, y tanta fe que trasladase los montes, si no tengo caridad, no soy nada.8 Entonces no es suficiente que un guru sea un mago eficaz. Sus talentos no pueden ser usados simplemente como una celebración de sus poderes por más admira­ bles que estos sean. Sus dones sólo encuentran significado cuando son utilizados al servicio de ofrecer una oportunidad a otro. De otra manera, habla a Dios, no a los hombres.9 Max Weber introdujo un significado sociológico en el concepto cuando desarrolló su imagen de valor neu­ tral de esos hombres extraordinarios. Delineó tres ba­ses para esa autoridad que caracteriza al liderazgo en una comunidad.10 Éstas incluyen la tradicional, carac­terizada por dominación... patriarcal; la burocrática, una definición legalista de la autoridad; y finalmente, la carismática. La dirección carismática siempre está por encima de las otras dos bases porque es «ajena a toda norma y tradición».11 El líder carismático llega al poder como alguien a quien los demás se someten porque creen en sus extraordinarios dones personales. Puede ser un pro­feta, un chamán, un mago o incluso el líder de una cacería.* Sus seguidores creen que tiene cualidades superiores a las de los otros hombres, cualidades que en el pasado eran valoradas como sobrenaturales. No importa que estas extraordinarias cualidades del líder carismático sean reales, supuestas o conjetura­les. Tal líder aparece cuando el pueblo necesita, en una época en que se debe desafiar el antiguo orden, y cuando él tiene razón en oponerse a los poderes tra­dicionales. Esto ocurre, tal como yo lo veo, en una situación en la cual el orden establecido reprime cua­ lidades espirituales humanas fundamentales en el pue­ blo al que originalmente ese

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mismo orden había servido. Él lanza su carisma personal contra la dignidad consagrada por la tradición, a fin de romper su poder o forzarlo a ponerse a su servicio.12 Como Jesús, puede venir a restaurar la Ley, pero lo hace destruyéndola con una reinterpretación revo­ lucionaria. Recuérdese que, en el Sermón de la Mon­taña, Jesús señaló al pueblo: ¡No penséis que he venido a abrogar la Ley o los Profetas!13 Sin embargo, cada vez que invocaba la Ley, decía; Habéis oído que se dijo a los antiguos...14 y terminaba cambiando la Ley con sus invocaciones pero yo os digo...15 Según Max Weber, los líderes carismáticos aparecen en tiempos de cambio social. Sus seguidores les apo­ yan con una devoción que nace de la aflicción y del entusiasmo.18 En consecuencia, no sugiero que todos los gurus idóneos también tengan el papel de líder revolucionario. No obstante, tal vez cada uno de ellos a su manera puede ayudar a liberarse a la gente que él guía. Puede liberarles de tomar en serio los juegos legalistas de los convencionalismos burocráticos. Asi­ mismo, puede ayudarles a ver que no es necesario que el dominio patriarcal del tradicionalismo enceguezca a un hombre adulto. Ciertamente, la propia libertad del guru inspira a ser libres a los demás y puede señalarles el camino a seguir. Una de las fuentes de carisma ha sido descrita como surgida de la aparente imposibilidad de predecir el comportamiento del líder y su supuesta indiferencia a los más terribles obstáculos y peligros. Esta com­binación de arbitrariedad impredecible y de inocente carencia de miedo es muy similar a la espontaneidad inocente del niño...17 En mi propia experiencia con virtuosos gurus de la psicoterapia, los carismáticos, esas impresiones son frecuentes. Me parece que la cualidad central de esta * Para mayor información bibliográfica, véase notas de capítulos al final. N. del T.

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espontaneidad es que un hombre de esas característi­ cas confía en sí mismo. No se trata tanto de que actúe de maneras que son inaccesibles a los demás (o a tera­peutas menores). En cambio, parece como si tuviera superada cualquier preocupación respecto a lo que está haciendo. Sin esperar ya no temer, o estar seguro o ser perfecto, se entrega a ser lo que realmente es en ese momento. Acepta sus miedos, vive con sus incerti­ dumbres, encuentra suficiente su imperfección. Despreocupado de ser más de lo que en cualquier momento determinado y satisfecho de poder hacer lo que está haciendo, es capaz de hacer más de lo que podría si estuviera distraído por cuestiones de lo bien o mal que lo estaba haciendo. Por supuesto, los discí­pulos de semejante hombre se sienten abrumados al principio por la diferencia entre su supuesta confianza y poderío, por un lado, y la propia indefensión y falta de adecuación, por la otra. El guru entonces trata de ayudar a sus seguidores a ver que no hay diferencia alguna entre ellos, salvo que el acólito se disminuye a sí mismo para dar poder al guru. El seguidor mantiene el desequilibrio para evitar la terrible responsa­ bilidad de ser igual a todos los demás en el mundo y estar absolutamente a solas, al tiempo que retiene la esperanza de que el guru se haga cargo de él. Para conservar su propia libertad, el guru debe tratar de liberar al discípulo de sí mismo. Algunos temen que el liderazgo carismático pueda ser una engañosa manipulación y, a la larga, algo im­ personal y autoritario. Ven al seguidor carismático siempre en posesión de una orientación dependiente y segura, nacida de una identificación jamás resuelta con el líder, culminada en la devoción ciega y desesperan­zada de alguien que nunca será libre. Por supuesto, cualquier forma de poder personal está sujeta al abuso. La confianza de los demás es una responsabilidad justamente porque existe la tentación de

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explotarla. Algunos gurus son corruptos y los que no lo son pueden corromperse. Con el tiempo, cualquier forma de ayuda que funcione finalmente se corrompe. Cada tipo de guru sólo puede ser eficaz durante un tiempo y situación determinados. El éxito de toda clase de gurus idóneos inevitablemente contiene las semillas de su propio fracaso. Como el roble que cayó en la bellotas de Dylan Thomas,18 cada principio implica ya el movimiento hacia el fin. La podre­dumbre es la otra cara del crecimiento. Hasta el punto en que cada guru es eficaz, hasta ese mismo punto llegan sus esfuerzos y allí quedan expuestos al proceso de la corrupción. En muchos ca­ sos, puede ser verdad que para convertirse en guru, un hombre debe superar sus vicios y deseos menores. Pero al mismo tiempo, también puede ser que para llegar a guru sea necesario que él viva con el mayor de los deseos la continua tentación de la arrogancia. Y si un guru en especial no llega a corromperse íntimamente, entonces seguramente su éxito probará ser una carga demasiado pesada para quienes le sucedan en cualquier forma de liderazgo espiritual que él haya encarnado. Hay muchas fuentes de corrupción que amenazan al guru de éxito y a los discípulos que luego ocupan su lugar. Entre otras, se incluye la posibilidad de ins­titucionalizarse en una sociedad más numerosa, de ser deificado por los propios seguidores o de ser tentado por Ja propia arrogancia a una autoelevación personal. Los significados que el guru ha traído a sus discípulos pueden quedar diluidos por una vacía imitación ritua­lista. Sus metáforas pueden quedar entronizadas por aquellos que heredan su báculo en las sucesivas gene­raciones, extendiendo de ese modo la forma de sus enseñanzas pero sin su substancia. No obstante, no hay nada que dure. ¿Por qué, en­ tonces, debemos esperar más de aquellos a quienes nos dirigimos en ¡busca de guía que de lo que nosotros somos capaces de hacer? En este mundo ambiguo, he­cho como

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está de momentos, fragmentos, trozos y piezas, debemos aprender a tomar el amor donde­quiera le hallemos. Y entonces, debemos aprender a sufrir su paso, de modo de que podamos hacer llegar el próximo momento.

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2. El adiestramiento del guru contemporáneo ...todas las virtudes fatales Dylan Thomas

Una vez que comprendemos que un guru no es de ninguna manera simplemente un técnico altamente ca­ pacitado, ¿cómo podemos entonces adiestrar a uno de ellos? Ser guru es tener gracia en el modo, pode­rosa presencia personal, espíritu de libertad interior e imaginación creativa e inspiradora. ¿Cómo vamos a enseñar esas cualidades y cómo se las puede apren­der? ¿Qué puede significar todo esto para el guru contemporáneo? ¿Y los actuales psicoterapeutas, ya sean psiquiatras, psicólogos clínicos, asistentes sociales psi­ quiátricos o consejeros pastorales? Además, el objetivo de sus respectivas preparaciones educacionales es impartir adiestramiento especializado y experto (en vez de) despertar carismas... cualidades heroicas o dones mágicos.1 Consideremos los actuales caminos abiertos a quie­ nes quieren ofrecer su ayuda a gente problematizada. En nuestro tiempo, esas ayudas toman a menudo el nombre de psicoterapia. Las rutas formales para su práctica son varios tipos de adiestramiento académico, prescrito por ciertos tipos de escuelas profesionales. Si un joven aspira a esa especie de actividad que tiene el más elevado status social y que le puede re­portar el mayor beneficio económico, debe asistir a la facultad de medicina. Allí se convertirá en un «doctor», un curador de «pacientes» que sufren de «enfermedades mentales». Se espera que su subsecuente residencia psiquiátrica le ayude a superar el ser un «curador de enfermedades». Tal adiestramiento especiali­zado deberá hacer que se acepte como un ser humano en lucha, dispuesto a colaborar en las luchas de los demás.

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Por desgracia, esto no es normalmente el caso. En cambio, la impersonalidad clínica queda agudizada por la tarea imposible de tener que tratar demasiada gente en demasiado poco tiempo, dentro del marco letal de la institución monolítica y empresarial que es un hos­pital mental. Emergerá como «psiquiatra», pero tendrá que encontrar algún otro camino para la sabiduría si quiere ser capaz de superar las actitudes dominantes engendradas por su adiestramiento profesional. Otra opción abierta a un aspirante a guru puede ser tratar de obtener un doctorado en psicología clínica. No es presumible que este sendero termine haciéndole ganar mucho dinero o mucho prestigio social, pero se presenta como una empresa más puramente científica que los estudios de medicina. El entrenamiento práctico del psicólogo clínico a menudo estimula una actitud de distanciamiento científico, el interés en teorizar con modelos abstractos acerca de lo que es el comportamiento humano, y la interposición de instrumentos clínicos (tests) entre el psicólogo y el paciente. Asimismo, el psicólogo clínico debe encontrar una forma de superar su educación si alguna vez va a ayudar a otra gente a encontrarse a sí misma y a resolver sus problemas personales. Una tercera alternativa para el posible guru es la profesión de asistente social psiquiátrico. El adiestra­ miento de los asistentes sociales tiene como objetivo el preparar profesionales que están entrenados para aliviar problemas sociales y que pretenderán hablar en nombre de los «sin voz». Sin embargo, en parte la asistencia social proviene de una tradición aristocrá­tica y de dominio de las damas ricas y muy a menudo termina como una forma de agencia gubernamental de administración de casos. Los asistentes sociales son entrenados para que «capaciten» a sus pacientes a rea­lizar sus propias aspiraciones, pero el entrenamiento incluye «selecciones» en agencias cuyas

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estructuras, junto con la frecuente presión de demasiados casos pendientes, hace que el asistente social tenga que decir «lo que es mejor» para el cliente. Es verdad que hay líneas de supervisión claras y de confiar en el entrenamiento y práctica de la asis­tencia social. De cualquier modo el asistente social psiquiátrico a menudo está preparado de forma diferente, no mejor, para hacer psicoterapia que los psiquiatras o psicólogos clínicos al término de sus es­tudios. Aquellos que aspiran a una plaza de guru a partir del entrenamiento en un seminario religioso están en una posición algo distinta de los practicantes de las otras tres profesiones. Muchos clérigos que terminan haciendo psicoterapia, llegan a ese punto debido a una creciente insatisfacción ante la desesperanza y desam­paro en el que se desarrolla su trabajo parroquial. Su entrenamiento para el ministerio parroquial, tan diverso como es, aún fomenta ciertas actitudes ecle­ siásticas tradicionales, maneras de sentir y de actuar que son antiéticas con respecto a una eficaz actuación en un rol terapéutico. El impulso clerical a salvar almas les inclina a conducir operaciones de rescate que no facilitan el desarrollo de la gente emocional­mente conflictuada, a la que el clérigo pretende ayudar. El ser útil en sí, en lugar de simplemente estar con la otra persona con la esperanza de que tenga una expe­riencia útil, puede dar como resultado el fijar objetivos que esa persona tendría que fijarse por sí misma. Hay demasiada presión para que el clérigo sea «bue­no», lo que a menudo termina con la negación del mal en sí mismo; con la insistencia en ser «generoso» y una indisposición general a luchar abiertamente por lo que se pretende. Si bien su adiestramiento fomenta la preocupación por el afligido y una disposición a la entrega de sí mismo, esto limita su capacidad de ofrecer un modelo de autoaceptación y de libertad de expresión a aquellos a quienes aconseja.

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Con frecuencia, estos hombres se vuelcan a la vieja/ nueva profesión pastoral de aconsejar y guiar, inmersos en la atmósfera decadente y superficial de la institución social de la iglesia contemporánea. Llegan incluso a tener su nuevo papel en el contexto de la práctica privada, pero trabajan en una frontera ensombrecida, a veces negando que lo que practican sea psicoterapia y aceptando humildemente que en el campo profesional competitivo no son más que «consejeros». Cuando se examinan sus actitudes acerca de su trabajo, éstas resultan ser una confusa y desorientada amalgama. Se parecen al «juicio médico» de los psiquiatras. No obstante, terminan creyendo, en secreto, que sólo ellos, los consejeros pastorales, participan en un vínculo verdaderamente profundo con los clien­tes, pacientes o almas atormentadas; sólo ellos pueden lidiar con asuntos de «importancia definitiva». Al igual que el psiquiatra, el psicólogo clínico y el asistente social psiquiátrico, el clérigo no sólo debe sobrevivir su adiestramiento, sino también trascenderlo si quiere llegar a ser un guía espiritual responsable que sabe lo que está haciendo. También el clérigo debe buscar un camino de iluminación, para dejar de lado lo que le han enseñado y aprender lo que simplemente no puede ser enseñado. Cada uno ha tomado un camino distinto hacia el objetivo común de acceder a una posición desde la cual sea posible ayudar a los demás a crecer, a ser íntegros, a ser libres. Sin embargo, cada uno descubre que elegir un camino específico significa superar un conjunto particular de experiencias prescritas de entrenamiento. Estos distintos adiestramientos son obligatorios para conseguir las credenciales que exige la ley o la tradición antes de que se le permita ayudar a los demás. El entrenamiento hace obtener un título oficial de guru en un oficio determinado, bajo cuya cobertura el aspirante podrá convertirse en

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guru: el carnet profesional del médico, el ordenamiento de sacerdotes o el título que a cualquiera de ellos le es imprescindible. Irónicamente, el elaborado entrenamiento para capacitarle es lo que más inconvenientes le acarrea cuan­ do trata de ser un auténtico guía personal de otra per­ sona. Los estudios psiquiátricos crean una actitud clí­nica y empresarial hacia los «pacientes». La psicología clínica fomenta un examen objetivo y distante de los «sujetos». Los asistentes sociales psiquiátricos a menudo terminan siendo sentimentales y paternalistas con los «casos» que ellos una vez pensaron solucionar. Por último, los seminarios tienden a producir demasiados clérigos que se sacrificarían para salvar las «almas perdidas» a las que deben servir como pastores. ¿Qué hacer entonces? Si un hombre desea ayudar a otros seres con problemas, en este momento los principales canales que le están abiertos son la psiquiatría, la psicología clínica, la asistencia social psiquiátrica y el ministerio religioso. Cada uno de estos caminos da la oportunidad de asumir el rol de asistente personal; pero, paradójicamente, todos crean actitudes que limitan la capacidad de satisfacer ese rol. De modo que los aspectos más importantes del desarrollo de un psicoterapeuta tienen lugar fuera del contexto de su entrenamiento académico profesional, teniendo más que ver con sus sufrimientos, placeres, riesgos y aventuras personales. En la soledad, y más tarde en la compañía de alguien que ya es guru, debe luchar contra sus propios demonios e intentar liberarse de ellos. Para un psicoterapeuta contemporáneo esos acontecimientos deben ocurrir en una variedad de diferentes sitios y acondicionamientos. Debe luchar a solas, así como en compañía de otras personas importantes para él, con las alegrías y los dolores de su propia vida personal. Como paciente en su propia experiencia terapéutica,

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debe descubrir con su analista las maneras en que se compromete a sí mismo. Cuando comienza a asumir el rol de analista de sus primeros pacientes propios, debe estar supervisado. Entonces, no simple­mente aprende técnicas, sino que mantiene encuentros con su supervisor de una manera tan abierta e íntima que su significado le resultará inolvidable. Esta expe­riencia le hará asumir la presencia personal de sus propios pacientes supervisados, de modo que a partir de entonces le resultará muy difícil olvidar que en toda terapia no hay nadie más que nosotros; es decir, gente. La psicoterapia es simplemente el nombre actual para una actividad que ha estado llevándose a cabo entre los hombres desde que alguien descubriera por primera vez que podía hacerse cargo del sufrimiento de otros, y que esta persona estaría dispuesta a exponerse al dolor de los demás a fin de tratar de pro­porcionar ayuda y alivio. La naturaleza de estos esfuerzos por ayudar que se han sucedido desde ese mo­mento, son tan ambiguos y excitantes como caleidoscópicos. Esta condición de vida libre, de cambio cons­tante y a la vez de no cambio de un hombre que asume la responsabilidad de ayudar y guiar a los demás, está amenazada por la presión de los opresivos ideales modernos del progreso y de la certidumbre objetiva. Los psicoanalistas freudianos nos enseñaron mucho acerca de los objetivos desconocidos que guían las acciones de los hombres; pero nos prometieron expli­ carlo todo, y acabaron por no explicar nada. Los super­ ficiales mitos del psicoanálisis nos dicen que todos nuestros logros atesorados no son más que sublimaciones de inaceptables necesidades infantiles. El psi­coanálisis nos ha enseñado que el verdadero significado de nuestras vidas tiene poco que ver con las maneras con que vivimos nuestras experiencias en el mundo. En cambio, esas cosas sólo son conocidas por los ini­ciados que leen los símbolos

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del Inconsciente, símbo­ los que están profundamente soterrados en el pasado. El psicoanálisis ha sido descrito satíricamente como una situación en la que el psicoanalista siempre va por delante del paciente. Se requieren muchas maniobras, tanto bastas como sutiles para mantener esta recipro­cidad de posiciones superior e inferior. Por definición la relación es una en la que el paciente insiste en que el analista esté por delante, mientras trata desespera­damente de sobrepasarlo, y el analista insiste en que el paciente debe seguir detrás a fin de ayudarle a aprender a pasar adelante.2 Al principio se establece este equilibrio debido a que el paciente busca voluntariamente la asistencia del analista, yendo a verlo a conveniencia del profesional, y pagándole grandes sumas de dinero. El paciente debe echarse en posición supina en un diván mientras el analista está libre de sentarse por encima o por detrás de él o desde donde lo pueda observar sin que el paciente pueda hacerlo con él. El paciente debe decir todo lo que le viene a la mente, por más irracional, fuera de lugar, o duro que sea. El analista no necesita decir nada, y por lo general no lo hace. Lo que es más, acuerdan que el paciente no sabe realmente lo que está hablando, ni que está motivado por impulsos inconscientes, y que el analista sabe más de esos asuntos que el paciente. Las reacciones del analista con respecto al paciente son «interpretaciones» o verdades. Las respuestas del paciente al analista, por contraste, son fragmentos de «transferencias» o fantasías. Obviamente el paciente sólo tiene una manera de compensar este desequilibrio de uno por delante y otro por detrás. La reacción sana y madura sería levantarse del diván, dar un portazo y no volver jamás. Esto tarda 5 años en producirse. Se lo denomina una cura. Aparte del psicoanálisis hay un segundo enfoque contemporáneo para ayudar a la gente en sus problemas personales. Se trata del método de la terapia conductista,

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una manera de tratar a la gente en términos científicos, dentro de la cual el comportamiento humano es considerado como legislable, previsible y controlable. Por más eficacia que haya demostrado este enfoque en cambiar problemas limitados de comportamiento, a menudo intratables (como por ejemplo hacerse pis en la cama), se lo debe considerar teniendo en cuenta su peligro: una élite de empresarios cien­tíficos que nos programen para que nos comportemos previsiblemente de formas que sean buenas para todos. Su adhesión a una neutralidad moral y política, se convierte, en efecto, en un medio de desviar la atención de los grandes males sociales, y de hecho se los usa —o se los usaría si funcionaran— para la ingenie­ría bélica y social, para la manipulación de la gente a fin de lograr los propósitos político-económico del poder.3 Enfrentado a todo esto, uno bien se podría pregun­ tar qué sucede con la relación personal entre analista y analizado, la relación que mediatiza el impacto del guru de la terapia conductista en su discípulo. La imagen se aclara cuando la describe uno de sus practi­cantes: El terapeuta, como la variable central de la situación terapéutica, es una «máquina social de re­fuerzo», programada (sic) por su entrenamiento y ex­periencia previas... para influenciar la probabilidad de cambio selectivo de comportamiento en el paciente.4 Existe una alternativa viable al esoterismo paternalista del psicoanálisis, por un lado, y a la programación deshumanizada de la terapia behaviorista, por otro. Esta alternativa es la «Tercera Fuerza», la psicología humanista. Esta Tercera Fuerza está compuesta por gurus nada dispuestos a sacrificar lo que ellos consideran que es fundamentalmente humano. No hacen ofrendas al altar freudiano de la psicopatología ni al templo conductista de la Ciencia. Los psicólogos humanistas responden al psicoanálisis

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renunciando a la mente cerrada en pro de la expansión mental. Su respuesta a los terapeutas conductistas es una negación a aceptar la supuesta certeza de un envasado computarizado de la vida, en vez de elegir la liberación ante el automatismo. La Tercera Fuerza ha reclamado los valores humanos que los otros dos enfoques tienden a ignorar o a disminuir de im­portancia; como, por ejemplo, la autenticidad, la imaginación, el amor o la alegría. El guru de la Tercera Fuerza, el analista humanista, se relaciona con el hombre a quien intenta ayudar como un ser humano que corre los mismos riesgos que su paciente. Un terapeuta con esa devoción per­sonal a su trabajo describe de esta manera estupenda su aventura terapéutica: Yo manifiesto a mis pacientes que soy como una malla de seguridad. Ellos pueden atreverse a andar de puntillas sobre esa red de alambre, por encima de lo desconocido, y quedarse tranquilos: incluso si su miedo les hace resbalar y caer, lo único que les sucederá será una serie de rebotes hasta que puedan volver a ponerse en pie. Pero ¿y yo? A medida que dejo de lado cada pieza gastada de la técnica y me aventuró más lejos para descubrir los límites de mí mismo y de la terapia, el paciente puede escandalizarse al ver que me acerco a esas alturas, desde la otra punta de la red de seguridad. En esas instancias, ambos podemos preguntarnos: «¿Quién está tendiendo la red?».5 El psicoanálisis y el conductismo sólo son erróneos conceptos contemporáneos en la historia de una búsqueda del hombre: la de una certidumbre eterna para una vida que es efímera, en un mundo que es finalmente ambiguo. El psicoanálisis y el conductismo han aparecido muy recientemente en este escenario como los gurus contemporáneos. O quizás hasta es un poco tarde para el psicoanalista, que se encuentra en pleno ocaso. Sólo para el psicólogo humanista está aún amaneciendo. Aunque, una vez que se afirme, también le llegará su ocaso.

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3. La iluminación por la metáfora ...el hombre sea mi metáfora Dylan Thomas El antiquísimo interrogante, «¿Cómo sabemos?» ha sido contestado en términos de tres formas básicas de conocimiento: podemos saber y conocer las cosas racionalmente, pensando en ellas. Si parecen ser lógicamente coherentes en sí mismas y con todo lo demás que conocemos, las aceptamos como verdaderas. No creemos que sean verdaderas si nos parecen ilógicas. Una segunda manera de saber es decidir las cosas empíricamente. En este caso, dependemos de nuestros sentidos y la verdad es cuestión de percibir con corrección. La tercera forma es conocer metafóricamente. De esta manera, no dependemos primariamente de nuestro pensamiento lógico ni de verificar nuestras percepciones. Comprender metafóricamente el mundo significa que dependemos de una asunsión intuitiva de las situaciones, en la que estamos abiertos a las dimensiones simbólicas de la experiencia, abiertos a los múltiples significados que pueden coexistir, y otorgando matices extra de significado a cada una de estas situaciones. Por supuesto, todos usamos las tres formas básicas de conocimiento al abrirnos paso a través de las incertidumbres con que nos encontramos. Sin embargo, en nuestra época, se ha dejado mucho de lado el conocimiento metafórico. Debido al encapsulamiento de nuestro siglo dentro de la epistemología empírica, al hom­bre contemporáneo le resulta difícil estar abierto al conocimiento simbólico e intuitivo.1 Aquí sería provechoso hacer una pausa a fin de considerar lo que realmente se quiere decir con el término metáfora, qué propósito se sirve al hablar metafóricamente y qué importantes

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metáforas son especialmente idóneas para la comprensión de lo que significa ser un guru. Por lo general, una metáfora se define como una manera de hablar en la que una cosa es expresada en términos de otra, uniendo de ese modo a las dos y esta unión arroja nueva luz en el carácter de lo que está describiendo. Los ejemplos más simples serían oraciones como «María es un ángel» o «Juan tiene un cora­zón de león». Se pueden realizar distinciones técnicas entre la metáfora y otras figuras comparativas como el símil o la analogía. Sin embargo, para nuestro pro­ pósito, consideramos la metáfora en el amplio sentido, como denotadora de cualquier clase de comparación como base del tipo de iluminación que denominamos poética.2 Por supuesto, la utilización de metáforas no queda de ningún modo restringido a la escritura intencional de poesía. Se pueden usar estas figuras simplemente para expresar algo más vivamente, con más claridad o más memorablemente. Ciertamente, la metáfora pue­de ser la forma más natural en algunas ocasiones. Por ejemplo, (en) la mente del infante... todo es suave como una madre; todo lo que llega a su alcance es comida. Caerse, incluso en la cama, es el mismísimo terror... Los niños mezclan sueños y realidad... cada símbolo tiene una función tanto metafórica como literal.3 En las sociedades primitivas se acostumbra tam­bién el uso de la metáfora. Para ellos el sol puede ser la fuente de calor y de vida. En consecuencia, com­prenden que Dios es el sol y que el sol es Dios. No nos hagamos los superiores acerca de estas cosas sin recordar que, en la América del siglo XX, alguna gente cree que el pan y el vino son el cuerpo y la sangre de Cristo. Si ustedes insisten en que la religión es el último bastión del primitivismo, recuerden también que pueden ir a la cárcel por profanar una bandera norteamericana, porque la bandera es el país. Incluso los científicos sofisticados e «iluminados»

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encuentran que la metáfora es una forma útil para formular y resolver problemas. Los biólogos postulan un código genético, implicando que las semillas orgá­nicas de la vida humana comparten las características de algún sistema secreto de comunicación (que luego puede ser decodificado y comprendido).4 El apoyo a la idea de que la metáfora es un aspecto fundamental de la experiencia humana no se limita a las reacciones que se encuentran en los niños y los seres primitivos. La metáfora es la ley de crecimiento de toda semántica. No se trata de un desarrollo, sino de un principio... los productos más básicos y espon­táneos de la mente humana son fantasías delirantemente metafóricas que a menudo carecen de todo sen­ tido: me refiero al simbolismo desenfrenado de los sueños.5 Comenzando por las fotos en la cabeza,6 quizá se puede decir que todo pensamiento tiene aspectos me­tafóricos porque la metáfora es la fuente de toda generalidad.7 Y se intuye un atisbo de verdad en la aseve­ración de que las ideas genuinamente nuevas... por lo general tienen que penetrar en la mente a través de alguna metáfora grande y asombrosa.8 En todo esto, me gustaría tener cuidado de no alejarme del uso de la metáfora que es genuina, intencional y creativamente poético. Por más que me alegre el hecho de que la metáfora hace de la vida una aventura de comprensión 9 para todos nosotros, estoy espe­cialmente agradecido a aquellos poetas que la usan para sintonizar mis oídos, para dar nueva luz a mis ojos, para volver a despertar mi alma. Este capítulo empieza con una cita del cantor galés de las palabras, Dylan Thomas. Dice una verdad crucial para toda su poesía cuando expresa, el hombre sea mi metáfora,10 porque él escribió en términos de las preocupaciones fundamentales del hombre. Creó música y se destruyó a sí mismo. Dylan es la humanidad. Sus temas básicos son las grandes polaridades: el

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nacimiento y la muerte, el sexo y la violencia, el crecimiento y el decaimiento. En un poema maravillosamente alegre y triste, lujurioso y amargo titulado «Lamento» 11 un sátiro desvergonzadamente obsceno, ahora envejecido, habla de su vida y la describe con ironía, gusto y humor negro. Este viejo cabrón, «ahora» una oveja negra con un asta plegada, está muriendo de mujeres... muriendo de brujas... muriendo de desco­nocidos. En la otra punta del espectro, Dylan puede ofrecer metáforas tan tiernas que todos ganamos capacidad de amor después de haberlas leído. Un ejemplo sería su descripción de unos jovenzuelos novilleros jugan­do: los chicos salvajes e inocentes como fresas.12 Hace mucho tiempo, Paracelso escribió que un guru no tenía que contar la verdad desnuda. Debe utilizar imágenes, alegorías, figuras, lenguaje maravilloso (sic) u otras fórmulas indirectas y secretas.13 Es un buen consejo todavía. Es verdad que la metáfora orienta la mente hacia la libertad y la novedad... estimula... una osada (y) pura alegría.14 Pero más que eso, ofrece una clase de visión y de verdad inaccesible a la manipula­ción de las computadoras bancarias. A fin de estar segura y de ser «científica», la psicología moderna ha dejado a un lado mucha de la sabiduría de miles de años de la lucha del hombre por comprenderse a sí mismo, por estar con los demás, por encontrarle sentido a su vida. Ha negado lo inme­diato de la experiencia de cada hombre, su encuentro con la atmósfera, y ha reducido a un punto irrecono­cible las preocupaciones que más humanizan al hom­bre. La psicología moderna ha perdido la visión de la vida y del crecimiento en aras de la psicopatología y de los reflejos condicionados. Algunos hombres nos pueden hacer regresar a no­ sotros mismos e ir más allá de nosotros mismos. ¿Quién nos guía en este viaje? No podemos avanzar en esta búsqueda sin un retorno a la metáfora, sin volver a

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comprometernos con la experiencia intuitiva y subjetiva. Tal vez esto no sea mensurable, pero es la me­dida de nuestra humanidad. Debemos transformar nuestro modo de pensar en los problemas, nuestro mismo modo de percibir y sentir las cosas. El cambio que necesitamos es cambiar de la imitación a la experiencia, y del espejo a... la lámpara.15 Al volver a incluir a nuestro propio ser, llegaremos al mundo y a nosotros mismos y a cada uno como exploradores a una nueva tierra. El asombro estará de vuelta con nosotros y debemos vivir con él hasta que el mundo se trans­forme en un acontecimiento humano.16

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II Un encantamiento de metáforas

4. Metáforas de la religión primitiva El curandero Los pueblos primitivos saben que si hay un presente maléfico o doliente, esto se debe a que alguien lo ha provocado. Nada sale de la nada. La causa es un concepto impersonal del hombre moderno. La culpa es la experiencia básica en aquellos que pueden ver que algo anda mal. Cuando fracasa una cosecha o una cacería, o alguien se enferma misteriosamente y mue­re, es hora de descubrir qué ha provocado tal desgracia. En esas ocasiones, la gente de la tribu recurre al curandero para que les ayude. El mal ha sido causado por los espíritus malignos o por sombras ancestrales, por brujos o brujas. Estos seres poderosos no provocan el mal sin alguna razón. A veces se debe a que alguien no ha cumplido cabal­mente con el ritual o quizás otro no ha ofrecido sufi­cientes sacrificios en los altares del poblado. De ser así, aquellos con el poder suficiente le echan un em­brujamiento como castigo por su negligencia. Estos embrujamientos pueden ir de la terrible pérdida de un hijo recién nacido a horrorosas pesadillas, o incluso simples dolores de estómago. La gente de la tribu cree que esas calamidades mágicas, grandes o pequeñas, sólo pueden solucionarse con la magia del curandero.

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Entre los ndembu 1 de Sud África, el curandero es un especialista llamado chimbuki. Para esta gente, toda enfermedad persistente o grave tiene una explicación social. Cuando están sueltos los poderes de la brujería, esto no sólo se debe a una violación del ritual o la costumbre. Los ancestros muertos también pueden castigar a los parientes vivos debido a que los parientes no están viviendo en armonía. El conflicto social entre los treinta y tantos hombres, mujeres y niños que componen el poblado amenaza toda la estructura de la vida social. Enconos solapados, celos secretos y resentimientos pueden vérselas con serios castigos propinados por las sombras ancestrales. Cualquier involucrado puede convertirse en chivo expiatorio del grupo y recibir un castigo más proporcionado al conflicto del pueblo que a la propia falta personal. En ese punto, la tarea del curandero es adivinar mágicamente las causas del problema de tal manera que queden al descubierto las luchas secretas entre los miembros del grupo o entre facciones tribales. Entre los ndembu, todo esto se resuelve en el contexto del culto Ihamba. El mismo ihamba es el incisivo central superior de un cazador muerto, un fetiche que sirve como elemento simbólico central en un complejo sistema de creencias y rituales. Estos dientes contienen el poder del cazador para matar animales; son extraídos el día de su muerte y heredados por los parientes correspondientes. En tiempos de penurias, cuando se producen encantamientos, los ihambas de los espectros ancestrales torturan a sus víctimas mordiéndolos o clavándoseles o comiéndo­los; es cuando van «a por carne». La víctima enferma, sufre o puede incluso morir. El curandero experimentado, cuando se le convoca a adivinar (o diagnosticar) la brujería en cuestión, empieza por estudiar todos los parentescos y las disputas faccionales del poblado al que ha sido llamado. Aprende

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de los chismes de los viajeros, así como de sus asistentes que actúan como espías e informantes, la naturaleza de la relación existente entre la víctima y el jefe de la tribu y los linajes importantes del grupo. Luego puede preguntar con tacto a todo el mundo acerca de las actitudes y relaciones que constituyen la matriz social en la que vive la victima. Por supuesto, algunos tratan de darle información falsa, pero él debe superar estos obstáculos. Lo siguiente que hace el curandero es recolectar medicinas secretas de una manera prescrita y preparar las ventosas de cuerno con las que debe extirpar el fantasma ihamba del cuerpo de la víctima. La tribu se reúne para la ceremonia; se administran las medicinas, se atan las ventosas al cuerpo de la víctima y empiezan a sonar los tambores y los cantos. Todos los presentes participan. Por desgracia, los primeros esfuerzos no obtienen éxito; las ventosas no sacan de inmediato al ihamba. El curandero se dirige al grupo y hace una descripción minuciosa de la vida de la víctima y de las rela­ciones intratribales. A fin de que el ihamba salga rápidamente, requiere que cada miembro de la tribu se acerque al altar del cazador y confiese todos los resentimientos y enconos que pueda tener contra el paciente. Es necesario que cada uno blanquée su hígado, es decir, purifique sus intenciones con respecto a la víctima de la brujería, de otra manera, el diente no permitirá que se lo aprese. Por último, el paciente también debe acercarse y reconocer públicamente cualquier resquemor que tenga contra sus compañeros de la tribu. Todo esto se lleva a cabo durante horas con un ritmo discontinuo, lo que hace que el grupo desee liberarse del encantamiento como sea y sin importar ya lo que se confiese o se diga. Por último, vuelve a atarse las ventosas. El canto y el baile se intensifican al compás de los insistentes tambores hasta que, por fin, el ancestral

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ihamba, el provocador diente, es ex­traído mágicamente. Esto, sin duda, es gran magia. El curandero es un hombre de prestigio y el principal enemigo de los hechiceros. Pero a fin de vencer a los brujos, debe poseer un poder comparable aunque dedicado al bien de la gente. Su comprensión de las complejas interacciones de la vida tribal es, por supuesto, un poder del que se puede sentir tentado a abusar; y si se permite ceder este poder a un enemigo, entonces él mismo se convierte en brujo. El sacerdote y el chamán El dragón de los mandamientos... la ficción social de la ley moral, ha sido liquidado por el león de autodescubrimiento; y el amo ruge... el león ruge; el rugido del gran Chamán de los picos de las montañas, del vacío más allá de todo horizonte y del abismo sin fondo.2 Antes de que el hombre conociera a Dios, estaban los chamanes. Con Dios, aparecieron sus sacerdotes. Esta distinción entre el chamán y el sacerdote se produjo en los primeros esfuerzos del hombre por agruparse a fin de sobrevivir y aún se la puede hallar en culturas primitivas que todavía perduran. El más an­tiguo guía espiritual, el chamán, es el principal asistente y curador de las sociedades cazadoras y recolectoras. Éstas incluyen las bandas paleolíticas y cazadoras de la Edad de Piedra, así como su progenie contemporánea, como por ejemplo los esquimales y los indios crow. El advenimiento del sacerdote como líder espiritual se produjo más tarde, cuando los hombres del paleolítico se establecieron en sociedades agrícolas más estables. Aún se pueden encontrar ejemplos de estos grupos agrícolas primitivos entre los hopis, zuñis y otros indios pueblo. La cultura de los agricultores es sin duda el modelo básico de las civilizaciones modernas. Bien puede ser que hayamos ganado y per­dido en la transición

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del paradigma del cazador al del agricultor. Antes de que podamos comprender las implicaciones de la diferencia entre el liderazgo chamanístico y el sacerdotal, debemos examinar primero lo que significaba vivir en las culturas donde se originaron ambos. Los cazadores vivían en bandas pequeñas, libremente organizadas y nómadas, a menudo en comunidades de no más de veinte a treinta personas. Ningún sitio podía proveerles un suministro a largo plazo de caza y de plantas comestibles de las que vivían. Viviendas permanentes, posesiones abundantes y un elaborado orden social eran lujos que no se podían permitir cuando debían mantenerse en movimiento para cazar y recolectar plantas y llevar a cabo ocasionales guerras de guerrillas contra rivales de cazadores. Con la aparición de la economía agrícola, sobrevino una especie de radicación, ya que a los agricultores les era necesario vivir en el mismo sitio, y entonces fue posible la existencia de grupos más numerosos. Tanto el incremento de la complejidad social como la necesidad dé vivir a tono con las estaciones les lle­varon a una vida más ordenada. Se hizo posible alma­cenar alimentos y vivir en un mundo más previsible. Fue tiempo de multiplicar las posesiones y construir una casa donde guardarlas. La gente empezó a crear un orden social más complejo para conservar lo que poseían. En la vida menos previsible, más peligrosa y de rápida movilidad del cazador, las virtudes primordiales habían sido la confianza en sí mismo, la iniciativa personal, la imaginación y la valentía. En este mundo fue donde el chamán apareció como líder espiritual, como curador, como ayudante y como guía. Al igual que los jóvenes de hoy que tienen sus propios «viajes», el joven candidato a chamán era considerado un marginado; y al igual que sus pares contemporáneos, la singularidad y profundidad de sus propias experiencias interiores servían como

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base para su emergente capacidad de líder inspirado. El chamán ha sido caracterizado de la siguiente manera: 1) demuestra una rara y nerviosa irritabilidad a edad temprana; 2) a menudo parece estar «poseído» por espíritus (por lo general descritos de modos que sugieren alucinacio­nes, trances, fobias y ataques); 3) se retira a la soledad de los bosques o de la tundra a ayunar y meditar; 4) «muere» y su alma viaja por el submundo de la tierra de los espíritus (en ese período, seres espiritua­les anuncian su futuro chamanismo y le enseñan a ser un chamán); 5) finalmente, retorna renacido a la tierra de los vivos, a la comunidad a la que ahora sedu­ce con sus visiones y cura con los poderes aprendidos curándose a sí mismo. A los miembros de esa comu­nidad intenta hacerles explorar lo que tienen en sus propias cabezas 3. En contraste con la osadía e imaginación que necesitan los cazadores, la supervivencia de los agricultores depende de la estabilidad, el orden y el sacrifi­cio de la individualidad y la autodeterminación en aras del bien común. A cambio, el grupo se hace cargo de algunas de las necesidades del campesino, necesidades que un cazador tendría que satisfacer por sí mismo. De forma creciente, los agricultores se convierten en especialistas y desarrollan talentos particulares a expensas de las capacidades más generales. Centrados en la agricultura, los labradores tienen que prestar creciente atención al orden del mundo natural del que parecen depender las cosechas. La salida y puesta del sol, las fases de la luna, las estaciones predeciblemente cambiantes y el tiempo meteorológico impredeciblemente cambiante, las estrellas constantes e inconstantes (los planetas), todo esto les hablaba de un orden universal del que dependían los hombres y al que aspiraban a dominar. Una forma de lograrlo, era crear un orden social microcósmico que se ajusta­ra en tranquila armonía al macrocosmos de la naturaleza.

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Fue en este contexto que apareció, un rol cuyo objetivo era funcionar como intermediario con los dioses que gobernaban el mundo. El sacerdote era adiestrado ceremonialmente y elevado por encima de sus semejantes porque era el guardián de los rituales y el administrador de las actividades del culto. La principal obligación del sacerdote era obligar o persuadir a la gente a que abandonara su dedicación a sus propios intereses personales, a sus reacciones intuitivas y a lo inmediato de sus propias experiencias; en suma, a su compromiso consigo mismos. El sacerdote les hace sacrificar los mismísimos asuntos que trataba de inculcar el chamán. En cambio, los agricultores iban a aprender a identificarse con las necesidades y los sentimientos del grupo, con lo que funcionaba en el dominio público y era sostenido por la autoridad y el consenso. El día de la caza quedaba atrás y la influencia del chamán era consecuentemente restringida. La victoria del secerdocio socialmente ungido sobre la fuerza altamente peligrosa e impredecible del individuo4 sería dominante en el futuro. Se debía aprender el modo de vida de las plantas. El individuo no valdría más que un simple grano de trigo; se le podía sacrificar para bien de toda cosecha, para la supervivencia del orden del grupo social. Entre los cazadores, la sumisión pasiva al grupo no se consideraba ninguna virtud. No habían vivido en un mundo unificado, gobernado por dioses, sino en un sitio salvaje poblado por espíritus que vagaban libremente y por hombres nómadas. En cada bestia que se mataba, había un espíritu poderoso que debía ser vencido. En semejante mundo, no había ningún sacerdocio nacido del ritual y de la tradición, tampo­co un siervo de Dios opresor de hombres. En cambio, estaba el chamán, elevado a su posición de guía espiritual en virtud del poder de sus propias luchas, interiores y el impacto de sus propias visiones asombrosas. Su tarea era lograr que

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los espíritus se sometieran a él mismo y que los hombres normales se liberaran para poder experimentar la visión de sus propias almas. El sacerdote se calificaba aprendiendo actos ritua­ les y las palabras verbatim, mientras que al chamán se le requería que demostrara talento en la improvisación y adaptación creativa a situaciones nuevas. Estos valores divergentes también se reflejan en los ritos de la pubertad. Estos ritos tenían como objetivo el definir las virtudes que caracterizan la masculinidad de cada grupo. En las primitivas sociedades agrícolas, cuando un niño llegaba a la edad propicia, era llevado al lugar de los hombres y debía superar el calvario de un sacrificio ritual. Era lo mismo para cada niño, algún tatuaje especificado, algunas heridas o una circunsición llevada a cabo según lo prescrito junto con el recitado de oraciones tradicionales. Hasta este momento, al niño se le ha enseñado a creer en algunas leyendas alegóricas utilizadas para engañar a las mujeres y los niños. Esto sería el equivalente del mito mucho menos sistemático de la cigüeña usado en tiempos recientes para ocultarles a los niños los misterios de la concepción y del nacimiento. Durante los ritos de la pubertad, al joven se le permitía cono­cer «la verdad real» del sentido de la vida, la naturaleza de Dios y la misión de los hombres. Se le revelaban todos los secretos tribales. En contraste con las elaboradas ceremonias y éxtasis comunales de los ritos de iniciación de los agricultores, la transción del cazador de la niñez a la vida adulta era algo severo e individual. Lo típico, como entre los ojibwas, una tribu cazadora americana, cuando llegaba la hora, era que el padre llevava a su hijo a los bosques donde le dejaba para que ayunase a solas y meditara sobre el sentido de la vida. Como era un tiempo de autodescubrimiento, no se le decía al joven lo que podía encontrar. No se le ofrecía ningu­na imagen socialmente aprobada. En cambio, se le ha­cía entender que tendría una visión, su propia visión

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de quién llegaría a ser y de lo que haría con su vida. Se le decía que fuera cual fuese esa visión, aprendiera lo que aprendiese de sí mismo y del mundo, debía confiar en ello y respetarlo. Cuando regresaba la tribu respetaba su visión simplemente porque era la de él y porque la había descubierto por sí mismo. ¿Cómo entonces se diferencia de los demás jóvenes en conflicto el futuro chamán? Por un lado, parece que es más profundamente vulnerable a su propia problemática interna, menos capaz de resolverla en comu­nicación con los demás, y más valiente al arrojarse a las profundidades de su ser y encontrar lo que hay en el fondo. El chamán es aquel hombre que, de todos los cazadores, tiene la visión personal más imponente y poderosa. Su visión es tan plena que ningún grupo puede dejar de reconocer al chamán. Puede quedarse solo si le es necesario. Empieza por tener que resolver una lucha interna crucial, una crisis de su propia identidad que es de proporciones monumentales, un asunto de vida o muerte. Aunque entonces se dice que el chamán lucha contra los espíritus, no lo hace contra seres espirituales que están fuera de sí mismo, sino contra los pensamientos, ideas, sentimientos y manifestaciones de su conflicto interno. Un joven chamán en potencia empieza por ser considerado en la comunidad como un hombre «enfermo», atrapado en una abrumadora crisis psicológica que se expresa en una profunda confusión mental e incluso en enfermedad física. Si se puede curar, entonces puede ser un chamán; es decir, curar a los demás como asunto de su propia supervivencia personal. Debe ac­tuar como chamán, enloquecer o morir. Sus opciones son limitadas. Su propia batalla triunfal le dota de una profundidad, una sensibilidad y un conocimiento intui­ tivo que le faculta para ayudar a los otros. Y su propio proceso de autocuración debe ser renovado una y otra vez a lo largo de toda su vida.

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Las crisis emocionales y espirituales que debe sobrepasar el chamán representan una experiencia de muerte y resurrección. Puede considerar que los espíritus le han atrapado, consumido y reconstruido; que le han llevado a las entrañas de la tierra o a las profundidades de las aguas; o que le han despedazado animales y se ha reconstruido parte por parte. La imaginería en la que se expresa esta lucha quedará conformada y coloreada por su medio local, en un intento creativo de hablar concretamente de su viaje al corazón del mundo, al meollo de su propia alma. De este modo, un groenlandés es tragado por un oso; un siberiano es cortado a trozos, cocido y comido, para ser luego sacado del huevo de una ave; un australiano es penetrado por una lanza en una cueva, etcétera. Cada uno expresa su descenso y reaparición de una manera que se ajusta a su cultura. La descripción de los acontecimientos de cada fase de esta lucha se expresa en forma de metáforas, como si se tratara de eventos externos, mientras que por supuesto se trata de hechos internos.5 Estas experiencias psicológicas tienen lugar mientras el chamán está en estado de trance, durante el cual se entrega voluntariamente a su odisea en el submundo. Empero, estas experiencias son siempre descritas en términos de imágenes del mundo real. Más tarde, los acontecimientos son recordados como milagros que realmente suce­ dieron. Cada transformación, así como cualquier pérdida de lo viejo para ganar lo nuevo, implica un dolor terrible. El novicio debe superar varías transforma­ciones de esta clase a fin de poder por último convertirse en un chamán poderoso. Después de años de una serie de experiencias similares, puede ocurrir la iluminación y entonces el candidato emerge como chamán hecho y derecho. Esta transformación sucede con la ayuda de espíritus que le apoyan, figuras oníricas que le muestran el camino y le enseñan a ser un chamán. Un chamán más anciano

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puede tomar parte en esta iniciación, pero normalmente en un papel de guía y capacitador en vez de instructor. El aspirante a chamán llega a la iluminación a través de sus propias visiones y de ellas debe sacar sus crecientes poderes psíquicos. Estos nuevos poderes aparecen para ser transmitidos a la gente que él trata de ayudar; o, lo más probable, hace que surjan poderes similares en ellos. El chamán ofrece mucho en términos de curación y guía y puede aportar calma y confianza espiritual a la tribu ayudando a sus miembros a experimentar sus propias visiones. Pero los cazadores son tercos y cerrados y tal vez él deba utilizar la triquiñuela de un espectáculo mágico preliminar a fin de atraer su atención y comprometer al grupo con sus manipula­ciones en una experiencia de total concentración de las dos partes. Este truco consiste principalmente en la capacidad de esconder en su persona, y hacerlas aparecer a voluntad, pequeñas piedras de cuarzo y trozos de madera; de apenas menos importancia que la rapidez de sus manos es el poder de parecer sobrenaturalmente solemne como si fuera el poseedor de un conocimiento inaccesible al común de los mortales.6 Cuando al fin empieza a actuar de chamán, lo hace en un estado como de trance, dejándose ir en su propia excitación interior. El mismísimo término chamán proviene de una palabra manchú que significa «excitarse, enfurecerse, golpear o bailar». Este estado de éxtasis que él domina ha sido descrito como un viaje a la tierra de las ánimas, al más allá, al submundo o el cielo, o a vastas zonas geográficas, regiones reales y conocidas.7 Tan intensos son estos estados internos, y el chamán los formula de forma tan poética, que los observadores se encuentran de repente participan­do en el viaje (en algunos casos, incluso cuando el observador es un antropólogo profesional). De esta manera el chamán puede así liberar a los otros miembros de su comunidad de cazadores excitándolos

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con sus propias visiones personales. Al liberar a cada uno para enfrentarse a sí mismo, el chamán abre al cazador una fuente de asombro y de poder interno. No puede ayudar a curar a ningún cazador en concreto sin experimentar todo lo que el otro sufre, experimentándolo dentro de sí mismo con una total intensidad. Para el chamán, la curación es una repetición o renovación de curarse a sí mismo por medio de un acto creativo con el otro. Entonces cada cazador puede elaborar algo de este poder a fin de conservarlo para sí mismo. De este modo, el chamán de la sociedad cazadora mantiene su posición en virtud de sus logros espirituales personales. Según las necesidades del momento, puede lidiar con los otros de manera individual; improvisando, para estar con ellos en el mundo cotidiano y todas sus cambiantes perplejidades. Lo inmediato y lo improvisado del chamán pueden hacer justicia, como no pueden hacer los rituales del sacerdote, a acontecimientos de cada día y a los perennes problemas del hombre en los que una ley sin posibilidades de cambio sólo puede ser discernida vagamente.8 En contraste, el sacerdocio de la sociedad agrícola a menudo es un cargo tribal hereditario, sobrenatural, remoto y de dedicación completa. La guía que ofrece el sacerdote tiene lugar en momentos ceremonialmente fijados; es general en naturaleza y a menudo de un orden predestinado. El sacerdote sirve a un poder benevolente y por definición es, en sí mismo, bueno. Representa el orden moral de las cosas y todo lo que es cierto en el universo Un sacerdote bien puede reflejar el trasfondo de la filosofía de la vida del grupo, pero el chamán está en otro plano individual. Lidia con él ahora, tal como es, llevando su persona concreta para encontrar a cada hombre hacia su propia visión interior. El chamán esquimal Igjugarjuk nos dice: La sabiduría verdadera sólo se encuentra lejos de los hombres, en las

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grandes soledades, y únicamente se puede adquirir por medio del sufrimiento. Las privaciones y los sufrimientos son lo único que puede abrir la mente de un hombre a lo que está escondido a tos demás.10 Muchos de los chamanes contemporáneos, de las sociedades recolectoras y cazadoras que han sobrevivido hasta nuestros días, han perdido su pureza de visión y se han transformado en meros embusteros. Como ya no es la víctima de la opresión cósmica, no obtiene espontáneamente un trance real y se ve obli­gado a inducirse un semitrance con la ayuda de narcóticos o la mímica del viaje del alma en forma dra­mática.11 En esta corrupción del chamán, lo que una vez fuera una entrega espontánea del ser, se convierte en una caricatura de simulación para mantener un papel determinado.

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5. Metáforas del judaismo La Thora es el nombre hebreo del Pentateuco, o primeros cinco libros de la Biblia: la historia del pueblo elegido de Dios. El Talmud es la ley que dice a los judíos cómo aplicar la Thora en la vida cotidiana. Por tanto, ser talmudista y maestro de la Thora no es nada insignificante para nadie. El maestro de la Thora A través de los siglos —siglos que sólo son un instante a los ojos de Dios—, llega a nosotros una parábola. Nos cuenta que cuando un maestro quiere que un niño estudie la Thora, un niño demasiado joven para comprender la importancia de lo que va a hacer, el maestro le dice: «Lee y yo te daré nueces e higos y miel». Y el niño hace el esfuerzo, no debido a la dulzura de la lectura, sino a la de las golosinas. A me­dida que el niño crece y ya no le tientan más los dulces, su maestro le dice: «Lee y yo te compraré buenos zapatos y buena ropa». Vuelve el niño a leer, no debido al buen texto, sino a la buena ropa. Cuando el joven llega a ser adulto y la buena ropa pierde importancia también para él, su maestro le dice: «Aprende este párrafo y te daré un dinar o tal vez dos dinares». El joven estudia ahora no para obtener el conocimiento, sino el dinero. Y aún más tarde, a medida que continúa sus estudios en la vida adulta, cuando hasta un poco de dinero pierde significado para él, su maestro le dice: «Aprende, así llegarás a anciano y a juez y la gente te honrará y se pondrá de pie ante ti, como ahora hacen ante Fulano o Zutano». Incluso en esta etapa de la vida, el estudiante aprende no para honrar al Señor, sino para que él mismo sea honrado por los demás. Todo esto es despreciable —nos dice Maimónides, un sabio talmudista del siglo XII—, porque la sabiduría

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no se debe procurar por un motivo, para obtener honores de los hombres, para ganar dinero o para beneficiarse uno mismo con el estudio de la Thora de Dios.1 El único propósito de aprender la Thora debiera ser el conocer esa sabiduría para vivir de acuerdo con ella. Un hombre justo, como Abraham, tiene que ver esto con absoluta claridad y actuar en consecuencia. Pero precisamente en este punto del discurso, en este momento de supuesto moralismo, Maimónides se revela como un maestro en una de las tradiciones más humanas. Al mismo tiempo que honra su altruista de­voción a la Thora, señala también que es abrumadoramente difícil y no todos pueden aprehenderla, y aún si alguien lo logra, no puede afirmarlo al principio de meditaciones. Sabe que el hombre casi siempre actúa para beneficio propio o para evitar problemas y que resultaría difícil convencerle de la rectitud de actuar de otra manera. Y así, como en el caso del niño de la parábola a quien le enseña el maestro de la Thora, otros pueden tener la esperanza como premio para una base inicial de fe. Muchos pueden ser fortalecidos en sus intenciones, y unos pocos pueden aprender y ha­cerlo por sí solos. Maimónides enseña que debemos dejar a la gente donde están hasta que se fortalezcan lo suficiente para hacer lo que deben, simplemente porque deben hacerlo. Pero esto sólo era posible en los tiempos en los que el maestro de la Thora aún podía reconocer la singularidad de cada uno de sus estudiantes. Más tarde, se interesaría tanto en el sistema de la Ley y en el cerco de argumentos en torno a ella que su talmudismo se osificaría en un legalismo estricto y en un árido intelectualismo.2 En parte, el peligro de vacío emocional de la tradición atada al racionalismo, den­tro de la cual quedaría atrapado el estudio de la Thora fue lo que llevó a algunos a elevarse a los éxtasis místicos de Kábala.

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El maestro de la Kábala La Kábala es una antigua búsqueda judía y mística de un camino para quedar inmerso en la corriente divina, para encontrar la unión con Dios. En sus cumbres más altas, la misión del movimiento, guiado por esos sabios maestros del éxtasis, los maestros de la Kábala, era abrir el alma, desatar los nudos que la atan.3 Los textos a estudiar instruían por implicación en vez de aserción directa, y así, el maestro dejaba lugar a la amplificación y la interpretación personal del estudiante. Se le requería tener dominio académico de las escrituras sagradas y, al mismo tiempo, lanzarse en vuelo libre de especulación mística acerca de su im­ portancia. Esta curiosa amalgama de tradición e intui­ción hizo a este estudio tan profundamente conservador como intensamente revolucionario.4 Pese a la importancia de los textos cabalísticos estudiados desde hace tiempo —como el Zohar, o Libro del Esplendor— el meollo de la enseñanza era una tradición oral, un estudio que debía llevarse a cabo en compañía de otra persona. De hecho, hay numero­sas alusiones en la literatura a esas cosas que no hu­biera parecido idóneo escribir, a la secreta sabiduría que se debía aprender por contacto personal con el maestro. El maestro de Kábala enseñaba las técnicas de meditación y las preparaciones para el éxtasis que podían llevar a la unión con Dios. Un aspecto capital de esta enseñanza era mostrar al estudiante cómo evitar la ligereza que supone prestar atención a cosas o eventos concretos como una flor o el encuentro con otra persona. En cambio, se le ayudaba a meditar en asuntos sumamente abstractos y espirituales y concentrarse en algo capaz de adquirir la mayor importancia, sin tener ninguna importancia en sí mismo.5 Los objetos elegidos eran las letras del alfabeto hebreo, que por supuesto también se utilizaban como constituyentes del nombre de Dios. Este procedimiento

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servía para liberar a un hombre y para hacerle alcanzar un verdadero éxtasis místico. Otro desarrollo de esta técnica de liberación de particular interés para algunos psicoterapeutas posteriores,6 fue el método de «saltar» de una combinación de letras a otra. El maestro lo enseñaba casi como un juego de asociaciones libres, una forma de meditar en la cual cada salto abre una nueva esfera definida por ciertas características inmateriales.7 Esto ampliaba la conciencia del estudiante, abriéndola a la lógica de Dios de un modo que sugiere la manera en que la técnica de asociación libre, de Freud, intenta abrir las mentes de los pacientes a la sabiduría del incons­ciente. Posteriormente, los maestros de la Kábala perdieron cualquier contacto real y personal con sus estudiantes. Se vieron tan atrapados en su metodología, cada vez más refinada, que eran como magos distan­tes o brujos misteriosos, en lugar de los guías espiri­tuales y personales que una vez habían tratado de ser. El Tsadik El líder y maestro espiritual que servía como rabino a la comunidad jasídica era llamado el Tsadik. El rico legado de las leyendas jasídicas hablaba por sí mismo de forma tan hermosa que lo mejor será que empecemos con una de esas historias encantadoras: En la víspera del Día del Juicio, cuando había llegado la hora de decir Kol Nidre, todo el jasidismo estaba congregado en la Casa de Oraciones esperando al rabino. Pero pasaba el tiempo y él no llegaba. Entonces, una de las mujeres de la congregación se dijo: «Supongo que faltará mucho para que empiecen y yo tenía tanta prisa y tengo al niño solo en casa. Iré corriendo a casa y me aseguraré de que no ha despertado. Puedo estar de vuelta en pocos

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minutos». Corrió hasta su casa y escuchó a través de la puerta. La abrió suavemente y asomó la cabeza al interior: allí estaba el rabino, con el niño en sus brazos. Él le había oído llorar cuando se dirigía al templo y había jugado con él y le había cantado hasta que el niño había vuelto a dormirse.8 El jasidismo fue un movimiento judío místico de los siglos XVIII y XIX, corriente que trajo un encanto, una vitalidad y una valoración personal que locaron y reanimaron la vida de un pueblo desesperado. Se lo comprende mejor en el contexto histórico en que surgió. En 1648, una horda de cosacos de Ucrania salió en furiosa conquista capitaneada por su jefe, Bogdan Chmielnicki. Fueron a derrocar a los terratenientes polacos, a saquear y pillar en nombre de la justicia. En su camino, cayeron sobre el pueblo judío porque eran los siervos de los terratenientes, porque eran judíos y porque estaban allí. Liquidaban a los hombres y los despellejaban vivos. Arrojaban a los niños al aire y los cogían en las puntas de sus espadas ante los espan­tados ojos de sus padres. Violaban a las mujeres y después les sajaban el estómago, metiéndoles gatos vivos por la herida. Incendiaban las viviendas y de­jaban los carbonizados cadáveres a la intemperie. Durante los diez años siguientes a la invasión, cien mil judíos murieron en Polonia de esta forma. La vida en las comunidades judías sobrevivientes del este de Europa estaba marcada por el terror y problematizada por la llegada continua de refugiados que huían. Fue un tiempo de dolor y terror y habría sido un tiempo de desesperación absoluta de no haber sido por el profetismo kabalístico. En la antigua tradición de la Kábala, que data de la época medieval y de antes aún, se adjudicaban significados secretos a las sagradas escrituras, de modo que esta época fue denominada como la de «el fin de los días». De esta manera el pueblo judío, saqueado pero sediento de espe­

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ranza, consideró que su holocausto era al menos la señal de que estaba próxima la llegada del ansiado Mesías. Los años siguientes fueron tiempo de falsos mesías, de oportunistas y de delirantes que reaccionaban ante la necesidad imperante y declaraban ser el Salvador. La comunidad judía, atormentada y desconcertada, tratando desesperadamente de poner punto final a sus padecimientos, resultó presa fácil de los farsantes. El principal de los falsos mesías fue Shabatai Zeví, un judío oriental cuya fama fue planeada por su inescru- puloso apóstol y maestro, Nathan de Gaza. Juntos divulgaron la doctrina de que ahora todo estaba permitido, que se debían ignorar las leyes y las tradiciones y que se debía encontrar el camino de la salvación en la depravación. Tan hambriento estaba el pueblo por darle sentido a su sufrimiento que le fue fiel a Shabatai Zeví incluso cuando él, en vez de morir como un mártir, aceptó convertirse al Islam y someterse al poder secular del sultán de Turquía. Nathan de Gaza también convenció a muchos de que éste era el camino de la salvación, pues el reino del demonio debía llegar a su apogeo. Grandes cantidades de judíos se pasaron con él al Islam, mientras que otros seguirían al falso mesías y hereje Jacob Frank que les convertiría al cristianismo. La judería europea quedó diezmada por las dimensiones internas y desesperada por encontrar alguna promesa de que sus sufrimientos tenían sentido y que Dios no les había abandonado. En su confusión y desesperación, muchos judíos volvieron al antiquísimo estudio y debate de la Ley Judía del Talmud con la esperanza de que esto renovaría su sentimiento de que vivían por algo en lo que se podía creer. Pero el camino talmúdico y rabínico se había endurecido en una impersonal obsesión en torno a legalismos. Se había convertido en una sabiduría que podía satisfacer sus mentes, pero no sus co­razones. Entonces otros volvieron sus miradas a los intérpretes

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de la Kábala, guardianes de las verdades esotéricas. De esos maestros del significado oculto de este complejo sistema teosófico esperaban poder aprender a apresurar la llegada del Mesías. Pero los autoengañados kabalistas les habían llegado a aceptar los falsos mesías y sólo ofrecían secretos que la gente no podía comprender a través de sus propias experiencias. Fue entonces cuando surgió el jasidismo ofreciendo un nuevo misticismo, tan personal y significativo, que durante los siglos XVIII y XIX casi la mitad de los judíos del este europeo formaron parte del mismo. En cierta manera, la psicoterapia humanista entra muy bien dentro de la tradición jasídica. Y también de cierta forma el jasidismo fue tanto un brote de ciertos aspectos de la tradición kabalística como una protesta contra ella. Este proceso no se diferenció de las maneras en que la psicología humanista se relaciona con su anterior tradición psicoanalítica, con la que está en deuda pero de la cual ya se ha liberado. A fin de ayudar a apresurar la llegada del Mesías y la redención de Israel y del mundo, un hombre debe cumplir con la letra de la ley, practicar la oración mística y poner cierto tipo de intención mística no sólo en sus oraciones sino en su comportamiento coti­diano. Esto lo decía la deteriorada tradición kabalística. Pero al mismo tiempo, el hombre común debe llegar a aceptar que todo lo que se intenta hacer de esta manera no está abierto a su comprensión directa. Al igual que los psicoanalistas ortodoxos, los kabalistas señalaban que el verdadero significado de las cosas estaba oculto y que la vía a estas verdades estribaba en la interpretación de los símbolos secretos. El camino estaba abierto únicamente a unos pocos y genuinos esotéricos que habían demostrado el logro del estudioso y la abnegación del asceta.9 Estos últimos analistas de la Kábala asignaban va­lores numéricos a cada letra según su lugar en el alfabeto, se

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añadía la suma de las letras en cada palabra y quedaban en libertad de intercambiar palabras de idéntica cifra a fin de llegar al significado «verdadero» de cada pasaje. De este modo, el significado literal de los textos a menudo quedaba contradicho por esas interpretaciones, pero todos se sentían muy confiados en sus fantásticas especulaciones acerca de la naturaleza de Dios y del hombre y de cómo superar su enajenamiento. Como muchos analistas posteriores, eran investigadores sin sentido del humor que buscaban los significados ocultos a las multitudes y se tomaban a sí mismos demasiado en serio y al mundo demasiado superficialmente. Había una ausencia absoluta de diálogo con el no iniciado. Únicamente si el hombre común podía ignorar su experiencia inmediata de sí mismo en el mundo, aceptar un especial voca­bulario místico y trasplantarse a un universo de extraño simbolismo, se le podía permitir aproximarse a las enseñanzas secretas. En contraste con esto, en la tradición jasídica nada es esotérico, ya que los significados han dejado de ser misterios sellados a los ojos del hombre común. En cambio, todo está abierto fundamentalmente a to­dos y todo se reitera una y otra vez de forma tan simple y concreta que cualquier hombre de verdadera fe puede asimilarlo.10 Este mensaje, que devolvió el significado de la vida y lo puso en manos de todos, fue introducido por primera vez a los judíos europeos en el siglo XVIII por el primer tsadik, el rabino Israel ben Eliezer, conocido como el Baal Shem Tov, el Maestro del Buen Nombre de Dios. Al igual que los estudiosos de la Kábala, el Baal Shem Tov quería ser un maestro y ayudar a los de­más; pero, a diferencia de ellos, no sería un sumo sacerdote o sabio que iniciaría a su congregación en misterios que ellos no pudieran comprender. Ni tam­poco sería el vehículo o medium impersonal a través de quien operaban los grandes poderes, ni el gran estudioso o base de la razón religiosa. En cambio, como tsadik, primero sería una persona por

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derecho propio, alguien que ayudaba a quienes confiaban en él y a quienes podía ayudar únicamente porque con­ fiaban en él. Hubo quienes se preocuparon cuando oyeron decir que el tsadik había entregado un amuleto a cada uno de sus seguidores, que se decía contenía los nombres secretos de Dios. Se le acusó de participar a conciencia en la magia que él mismo condenaba. Pero cuando uno de sus críticos abrió uno de los amuletos, encontró que sólo contenía un pedazo de papel con el nombre de Baal Shem Tov escrito. El amuleto tenía su nombre y por tanto, le representaba. Era un com­ promiso, nada más que una firma y un juramento de vínculo personal entre el guía y quien recibía la ayuda, una vinculación basada en la fianza. De este modo, la relación entre el tsadik y su discípulo fue el factor crucial en este intento de dar ayuda espiritual, del mismo modo qué la relación entre ana­lista y analizado es crucial en su equivalente secular. La personalidad del maestro toma el lugar de la doctrina. Incluso esto debe ser defendido para que no se convierta en dogma. Cuando leemos las historias de numerosos tsadikim, vemos que lo que más les caracterizaba eran sus personalidades distintas y sorprendentes. Al principio, esto no fue siempre agradable a los ojos de gente que no sólo quería ayuda, sino también un modelo, una manera de comportarse que pudieran emular. Por ejemplo, en una historia, los seguidores del rabino Zusya le preguntan: «Rabino, ¿por qué enseña usted de esta manera cuando Moisés enseñó de otra?». Y el rabino Zusya les contesta, «Cuando yo entre en el mundo venidero, no me preguntarán, “¿Por qué no te pareciste más a Moisés?”, sino “¿Por qué no te pareciste más a Zusya?”». El tsadik también valora lo que hay de único en uno de sus fieles. El jasidismo enseña que en cada persona hay algo precioso, y únicamente suyo, algo que no puede encontrarse en ninguna otra persona. Si cada hombre

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no tiene un sentido especial propio, entonces lo más seguro es que Dios no puede haber tenido ninguna razón para ponerlo en el mundo. Pero si bien cada uno quiere ser especial, demasiado a me­nudo quiere ser especial emulando a otro en vez de ser si mismo. Por eso, el jasidismo impuso la tradición de romper con la tradición. Cuando un discípulo se convertía en maestro por derecho propio y se le acu­saba de no seguir el ejemplo de su tsadik, al no vivir como él lo hacía, el inculpado replicaba, «Por el con­trario, yo sigo el ejemplo de mi tsadik porque le abandono de la misma manera que él abandonó a su maestro». El tsadik, a diferencia de los últimos cabalistas o del psicoanalista, no era una figura misteriosa, separada de quienes ayudaba o que sólo ofrecía interpretaciones simbólicas de lo oculto. En cambio, compartía su vida con la persona que venía en busca de ayuda. No era necesario que se revelara directamente, pero se mostraba como persona de la misma manera en que se escondía como maestro. Contestaba las preguntas a un nivel distinto del que se las hacían, con frecuencia contando historias o compartiendo sus propias experien­cias. Estas historias tenían un básico sentimiento humano que se instruía pese a su aparente ausencia de contenido intelectual. Inspiraban al oyente, en parte debido a su carácter espiritual primitivo y en parte a la forma en que satisfacían sus necesidades secretas. Pero lo más importante era que el tsadik entregaba algo de sí mismo y todo era expresión de la posibilidad de fortaleza esencial y de ternura en la relación. El tsadik era un apoyo que extendía su mano al necesitado y si esa persona la aceptaba, le guiaba hasta que pudiera encontrar por sí misma su camino. No obstante, jamás podía quitarle al ayudado la responsabilidad de hacer por sí mismo todo aquello que tuviera fuerzas para hacer. En ningún momento, podía él aliviar a alguien de

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la carga de lo que éste debía hacer por su cuenta. Nadie puede tomar el lugar de otro. Y como señala el rabino Baer: Lo que no te procuras con tu propio trabajo, no lo posees. Al mismo tiempo, el tsadik tenía que participar de una manera que arriesgaba su compromiso personal más profundo. Debía estar dispuesto a estar al lado de los demás y que le atraparan sus problemas. El Baal Shem Tov nos dice: Si quieres levantar a un hombre del lodo y la inmundicia, no pienses que es suficiente permanecer de pie y desde arriba ofrecerle una mano de ayuda. Tú mismo debes bajar hasta el fondo, hasta el mismo lodo e inmundicia. No debes vacilar en ensuciarte. De una forma curiosa, lo que tenía que ofrecer el tsadik era a sí mismo. Si alguien realmente aprendía a estar con él, había aprendido a saber lo que necesitaba. El tsadik no era simplemente el apóstol de la enseñanza jasídica, sino su portador. No enseñaba la Thora; se convertía en la Thora. Él era la enseñanza. Él era, para su discípulo, esa enseñanza en acción. Lo que tenía valor religioso para sus fieles era su vida y su libertad personal en vez de su conocimiento. Como un estudiante dijo de su tsadik: Yo no fui al Maggid de Meritz para aprender la Thora de él, sino a verle abrocharse los zapatos. A veces el tsadik quedaba atrapado entre lo que sentía que debía hacer, por un lado, y lo que pensaba que debía hacer, por el otro. El rabino Bunam cuenta que en una ocasión sintió la necesidad de narrar cierta historia, pero le pareció que no debía hacerlo porque era muy mundana y seguramente provocaría vulgares risotadas. Temía que sus discípulos dejaran de considerarle un rabino. De cualquier modo, decidió seguir su impulso y contar la historia. El resultado —dijo—, fue que los reunidos prorrumpieron en risotadas. Y aquellos que hasta ese momento se habían sentido distantes de mí, se me acercaron. De este modo, el acto del tsadik de arriesgarse nada más que por ser él

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mismo y porque confió en su impulso y lo llevó a cabo, fue lo que consiguió el acercamiento de sus seguidores. Lo mismo sucede con el psicoterapeuta. La parte significativa de lo que es la terapia no es el mero conocimiento o el estricto cumplimiento del horario que él impone, sino la manera en que él puede estar con el paciente. Cuando el terapeuta es fiel a sí mismo y actúa en base a sus sentimientos, entonces resulta terapéutico. Esto es menos un asunto de su mera confianza en sus sentimientos que la predisposición a entregarse a las cualidades dramáticas de su expe­riencia con el paciente. Así, se dice que cuando un famoso tsadik que no se consideraba un curador tuvo que ver a un niño enfermo, sin ninguna fe en sus pro­pios dones, debido a la urgente necesidad del momento, el rabino Yisakhar cogió al niño en sus brazos, lo depositó en la cuna, le meció, oró y logró curarlo. No cabe duda que le resulta más difícil al joven rabino o al terapeuta novato confiar en sus sentimientos y de ese modo se le debe guiar un tiempo por medio de normas y expectativas. Al principio pue­ den tentarse a tomar demasiado en serio sus poderes, como hizo el rabino Menden cuando fanfarroneó ante su maestro que por las mañanas y las tardes veía ángeles que enrollaban la oscuridad y la luz. Sí —le contestó el maestro—, en mi juventud yo también los veía, pero más adelante ya no se ¡os ve más. O el principiante puede exagerar el camino recorrido sin ver lo lejos que aún tiene que avanzar. Les sucedió a los dis­cípulos del rabino Pinhas cuando les encontró sentados en la casa de estudios discutiendo gravemente cuánto temían que les acosara el impulso maléfico. No os preocupéis —les aseguró—, aún no habéis ascendido lo suficiente como para que os acose. Por el momento, sois vosotros los que estáis tras él. Por su­puesto, resulta difícil aprender a tomarse bastante en serio sin llegar a tomarse demasiado en serio. Como dice el refrán,

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un hombre debe tener dos bolsillos accesibles a un tiempo u otro, según sus necesidades. En el bolsillo derecho debe guardar las palabras: «El mundo se ha creado para mi bien». En el otro: «Soy polvo y cenizas». Con el tiempo, cuando los jóvenes rabinos logran un mayor crecimiento espiritual, inventan nuevas formas de servir a Dios, cada uno según su propio carácter. A medida que cada uno se va convirtiendo en un tipo especial y personal de maestro, aumentan su capacidad y predisposición a entregarse a la situación con los demás, al poner más de sí en ella. Al hacerlo, pone de manifiesto la comprensión jasídica de los problemas que acaecen entre las personas;11 es decir, que al tratar los conflictos que ocurren entre hombre y hombre, cada uno debe empezar por sí mismo. Un hombre no es un mero objeto de observación, con problemas a examinar, sino una persona a la que se le pide que «se enderece a sí misma». En vez de culpar simplemente a la otra con la que está luchando, debe asumir la difícil responsabilidad de prestar atención a lo que le cabe a él en la situación, sin esperar a que la otra persona haga lo mismo. Una manera de formular esta tarea en términos jasídicos sería la siguiente: el origen de los conflictos que experimento entre yo y los otros debe encontrarse en el hecho de que demasiado a menudo no sé lo que siento, no digo lo que quiero decir y no hago lo que digo. En gran parte, todo es asunto de ser honesto conmigo mismo. Todo depende de mí y sólo yo puedo resolver mis conflictos. El tsadik y el terapeuta, cada uno en sus propios términos, pueden señalar el camino poniendo sobre la mesa su propia honestidad y su propia búsqueda espiritual. Debe mostrar que todo esto forma parte de la lucha humana que jamás se resuelve definitivamente para nadie, por más místico o maduro que se pueda ser. De este modo, cuando se le preguntó al Baal Shem Tov

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cómo se podía saber si un maestro era un verdadero tsadik, él sugirió que se le pidiera al maestro una idea de cómo liberarse para siempre de la tenta­ción del demonio y cómo sacarse de encima para siempre los pensamientos negativos. Si podía dar ese consejo, entonces no tenía ninguna importancia como maestro. Porque contra el impulso maléfico, un hombre debe luchar hasta último momento y ese es justa­mente el servicio del hombre en el mundo. Además, hasta el impulso maléfico es una especie de vitalidad, una fuente vital más proclamable que rechazable. Necesitamos estar en contacto con nosotros mismos, esperando ser dueños de cada una de nuestras partes, para no continuar en guerra en nuestro interior. Si de noche aparece un ladrón y gritamos y le asustamos, no se logra nada en ese momento y seguimos temerosos. Pero si no alarmamos al ladrón, lo dejamos acercarse y lo cojemos y atrapamos, entonces tenemos la posibilidad de modificar su con­ducta. Del mismo modo nuestros impulsos volitivos pueden convertirse en una abundante fuente de renovación de los poderes imaginativos. Nuestra terquedad puede transformarse en determinación; nuestro afán de competir puede convertirse en deseo de superación. Cada hombre debe enfrentarse a sí mismo a fin de lograr estas transformaciones, este giro del ser. Este giro está en el mismo meollo de la concep­ción judía acerca de la vida del hombre en el mundo. Cada uno debe dar la cara, no sólo ritualmente el Día del Juicio Final, sino cada día. Todo instante de redención. Y como nos dice el rabino David de Loew, un hombre sólo es redimible cuando se reconoce a sí mismo. Debe enfrentarse directamente con­sigo mismo, afrontar sus problemas y lanzarse a re­ solverlos. De esta manera, es capaz de renovarse desde adentro y de volver a comprometerse a ocupar su sitio con los otros hombres en el mundo de Dios. ¿Cuál es el momento apropiado para

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este giro? Si no ahora, ¿cuándo? Pero, ¿cómo puede un hombre guardar este compromiso ante las diarias frustraciones y las frecuentes desilusiones, la traición de la gente en la que confía y la pérdida de sus seres amados? A veces un hombre necesita consejo y ayuda, que se le extienda una mano; pero, ¿cómo se puede ayudar en esas circunstancias? Se dice que al Baal Shem Tov se lo recuerda menos por sus milagros que por el hecho de que en el Sabbath su corazón latía tan fuertemente por temor a Dios que todos podían oírlo. Al cono­cerle como persona, la profundidad de sus sentimien­ tos era lo que daba esperanzas al pueblo jasídico. Qué duda cabe que también era poseedor de la sabiduría, pero ¿de qué clase? Para contestar a esto, el rabino Hayyim describe el talento con que dirigía su congregación. Comparaba a sus fieles con hom­bres perdidos en un bosque inmenso. Ellos se en­contraron con otro hombre que hacía aún más tiem­po que se había perdido. Sin darse cuenta de ello, le preguntaron si les podía sacar del bosque. Su res­ puesta fue: «Eso no lo puedo hacer. Pero puedo señalar los senderos que se alejan aún más hacia el corazón del bosque, y después, podemos tratar de encontrar juntos la salida». En parte, lo que el tsadik debe hacer para ayudar es interesar al hombre en la batalla potencial que se libra dentro de cada uno de nosotros. Sin embargo, esta batalla no debe ser confundida con la reflexión autocompasiva que producen las cosas del mundo que uno no puede cambiar con actos volitivos. Porque por más que se revuelva el lodo de una u otra, siempre seguirá siendo lodo. Y en el tiempo que pienso en ello, podría estar enhebrando perlas para deleite de los Cielos.12 La búsqueda del corazón debe implicar una genuina predisposición a enfrentarse a nuestras pérdidas, a enterrar a nuestros muertos y a con­dolernos por sus muertes mientras les dejamos con resignación. De otra manera, sólo hay una estéril tortura,

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un terco aferrarse que sólo conduce a la desesperación de no vivir con las cosas tal como son. Lo que hemos vivido no lo podemos cambiar y lo que se aproxima no lo podemos impedir. Debemos aceptar que el momento es de Dios; por tanto, pode­mos ciertamente prepararnos para el acto, pero no podemos preparar el acto en sí.13 Este compromiso con las cosas tal como son debe ser comprendido en parte en términos de la reinterpretación del Baal Shem Tov del mito de la creación de las Chispas Sagradas, originado a fines de la tra­dición cabalista. En una versión, el problema empezó en un tiempo primordial cuando los mundos aún estaban siendo creados y arrasados por Dios. En otra, la caída de Adán, cuya alma contenía todas las almas, marcó el tiempo en que las chispas de la creatividad divina de Dios se esparcieron por el mundo. En ambos casos, se decía que las chispas habían permeado toda la materia con el resultado de que algo de la divinidad de Dios quedaba atra­pado y, por ende, separado de Él conjuntamente con el hombre. La tarea del hombre en la tierra es liberar las chispas de la prisión y devolverlas a Dios obteniendo de ese modo la salvación. Los cabalistas decían que esto debía ocurrir por medios rituales secretos. Los falsos mesías dijeron que tenía que su­ceder mediante un descenso a lo demoníaco. Pero el jasidismo nos dice que para recuperar las chispas divinas, que están en todas partes, debemos santificar la vida cotidiana. Si Las chispas están presentes en cada concha de mar, en cada planta y hombre o animal, entonces deja de haber una distinción entre lo sagrado y lo profano. Todo se ha vuelto sagrado. Y por eso el Baal Shem Tov enseñó: Alegría en el mundo tal cual es, en la vida tal cual es, en cada hora de la vida en este mundo tal como es ahora. Ninguna acción determinada era ya crucial. La dedicación de todas las acciones era entonces lo decisivo. El tsadik no enseñaba qué hacer, sino en cambio, mediante su relación, comunicaba cómo hacer las cosas. Enseñaba

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que la manera de vivir es con todo el ser, que sea lo que sea lo que uno deba hacer en un momento u otro, uno debe entregarse a ello. Alguien le preguntó al discípulo de un gran tsadik, «¿Qué es lo más importante en la vida para su maestro?». «Lo que esté haciendo en este momento», contestó el discípulo. El fervor religioso que antes del jasidismo había sido dirigido al futuro, a la llegada del Mesías, ahora era dado a Dios y al hombre en el mundo y en el momento presente. La relación con otros hombres en el mundo ahora era vista como la máxima aproxi­mación a Dios. De este modo, el jasidismo no reco­noce ninguna distinción entre religión y ética. La devoción se ha convertido en la responsabilidad que cada uno tiene por su propia vida, por la pizca de vida que se le ha confiado. Este compromiso con la vida entre los hombres no niega la necesidad de estar también en sí mismo, consigo mismo y para sí mismo. Como ha dicho el rabino Moshe Leib: Un ser humano que no tiene una sola hora para sí cada día, no es un ser humano. A veces, primero es necesario descender a las profundidades del propio ser solitario si uno quiere adquirir la capacidad de experimentar el mundo en todas sus dimensiones. La soledad proporciona la substancia que luego es realizada en la comunión, como nos dijo el rabino Baal Shem Tov cuando advirtió: Aprended a guardar silencio a fin de que podáis saber hablar. Aunque la soledad y la comunión son necesarias y en parte sirven para renovar la profundidad de cada uno, el hombre tiene que decidir por sí solo cuándo entregarse a los demás. Cuando se hacen las preguntas de por qué tenemos cortinas si queremos que la gente pueda mirar y por qué tenemos una ventana si no queremos que la gente mire, al rabino Éleazar contesta simplemente: Cuando queráis que mire alguien a quien amáis, descorred la cortina.

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Además, incluso el estar con los demás no implica una vida de amoroso servicio. Cuando el rabino Elimelekh se dio cuenta de que uno de los invitados a su mesa no había empezado a comer con los demás, le preguntó por qué era así. Su huésped contestó humildemente: «No tengo cuchara». «Mira —le dijo el sadik— uno debe atreverse lo suficiente como para pedir una cuchara y un plato, si es necesario» Y si los demás se ofenden, uno también debe estar preparado para lidiar con eso, no con una furibunda rabia destructiva, sino con una especie de furia apla­cada que pueda llevarse en el bolsillo. Cuando la ne­cesita, debe asegurarse de sacarla a la luz. El jasidismo tiene una gran reverencia por la vida y una apertura hacia el mundo. Transmite no sólo vigor espiritual y un cálido sentimiento por lo cotidiano, sino también una alegría que honra y santifica la vida. La salvación no es un premio por el autosacrificio y la negación ascética del cuerpo, sino el éxtasis de entregarse a la vida. El rabino Israel de Rizhyn creía que Dios había creado al hombre tal como es, no para estar enjaulado en sus deseos, sino para estar libre con ellos. Es la llamada del tsadik y la del psicoterapeuta para ayudar a los hombres a liberar­se a sí mismos. Cuando un jasida se entrega al éxtasis del canto, de hacer el amor, del baile, cada una de estas actividades se convierte en una forma de oración. Como en el caso de los mejores esfuerzos del hombre, el jasidismo cayó con el tiempo en un estado de corrupción. El amor ferviente del jasida por el tsadik degeneró en una reverencia ante el gran mago. El lugar del maestro espiritual fue elevado a una relación especial con Dios, de la cual él podía utilizar sus exa­gerados poderes para interceder por sus fieles sin que ellos tuvieran que esforzarse para lograrlo por sí mismos. La misma posición del tsadik se convirtió en un don de poder otorgado por sucesión dinástica. Comunidades dirigidas por distintos tsadikim competían entre sí como seguidores del más milagroso,

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difamando a los líderes de las otras comunidades en una com­petencia feroz por la preminencia. Se habían olvida­ do que Dios había hecho lugar para todos en el mundo y que la gente sólo se sentía desplazada si deseaba ocupar el sitio de los otros. Esta trágica degradación del jasidismo no podría haber ocurrido si los mismos tsadikim no hubieran sido tentados por la arrogancia de abusar de sus dones y situaciones a fin de lograr triunfos miserables. Dejaron de lado la «inseguridad sagrada», la necesidad de vivir sin certidumbres y, sin embargo, la degradación de sus vocaciones. Si consideramos este aspecto de la historia del jasidismo, tal vez po­damos entresacar todavía un poco más de enseñanza de ese encantador movimiento místico aunque ahora sea en la forma de una triste lección objetiva.

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6. Metáforas de la cristiandad El curador de almas Jesús es el Cordero de Dios y Jesús es el Pastor de Su Manada. El rol tradicional del pastor como curador de almas es tan antiguo como la misma cristiandad. Empezó con el ministerio de Jesús; fue formalizado dentro de la iglesia católica romana y ha sobrevivido como una función significativa de la cle­recía protestante contemporánea. El cuidado pasto­ral es un ministerio especia] y multifacético que consiste en actos de ayuda, realizados por personas cristianas representativas, dirigidos a curar, apoyar, guiar y reconciliar a personas afligidas cuyos problemas apa­ recen en el contexto de los significados y preocupaciones definitivas.1 En esta definición, la «persona cristiana representativa» no implica necesariamente que se trate de un clérigo. También puede ser un lego que profesa la fe y la utiliza para aliviar el sufri­miento de otra persona y para bien de esa otra persona. El asunto de los problemas que «aparecen en el contexto de los significados y preocupaciones definitivas», puede resultar confuso. Por ejemplo, en una ocasión, en un programa de adiestramiento clínico para clérigos en un hospital mental, había un joven sacerdote que era tan serio que casi llegaba a ser grave. Quería estar seguro de tener una oportunidad de trabajar con un paciente cuyos problemas Fueran auténticamente religiosos, claramente asuntos de «preo­cupación definitiva». Se seleccionó un paciente a quien el sacerdote debía ofrecer su cuidado pastoral. El pa­ ciente era un hombre profundamente deprimido de unos treinta años que sufría de una sensación profunda de inexplicable culpabilidad. Se quejaba de la ausencia absoluta de sentido de su vida y estaba obse­sionado por encontrar respuesta a la siguiente

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pregunta: «¿Quién soy?». El joven sacerdote se sintió moralmente insatisfecho con este paciente que «sólo estaba deprimido» en vez de que le asignaran a alguien con problemas verdaderamente religiosos. El supervisor resolvió la dificultad. Disculpándose, le quitó el primer paciente y lo sustituyó por un segundo. Se trataba de una mujer que tenía una única preocupación, esta vez indudablemente religiosa. La experiencia central de su vida y prácticamente de lo único que hablaba era lo que le sucedía cada noche. Cada vez que se apagaban las luces de la casa y se hacía silencio, el Señor se le acercaba a la cama, se metía bajo las colchas y hacía el amor con ella. Turbado, el joven sacerdote habló honestamente con su supervisor. Recibió ayuda del servicio pastoral que había solicitado y optó por trabajar con el paciente que le habían asignado al principio. El signifi­cado y la preocupación definitivas se pueden revelar de formas inesperadas. Miremos con atención ahora a las cuatro funciones del cuidado pastoral, lo que realmente hace el curador de almas: curación, apoyo, guía y reconciliación. Aunque una u otra de estas funciones ha llegado a un primer plano en distintos momentos de la historia de la cristiandad, están todas interrelacionadas, así como cada una de ellas es importante en sí misma. Cuando el curador de almas cura, no recupera simplemente la salud del enfermo. Además, su curación tiene la cualidad de hacer «íntegra» a la otra persona, dejándola en mejores condiciones que antes de contraer la enfermedad que se le debió curar. Por ejem­plo, la enfermedad de una persona puede crear una crisis espiritual en su vida, en especial si está seriamente incapacitada o si corre peligro de muerte. En ese punto, la curación cristiana puede incluir perfectamente la sacudida espiritual que puede acontecer cuando un hombre revalúa las prioridades de su vida. De esta manera, puede terminar

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estando espiritual­mente «más sano» después de la cura que antes de la aparición de la enfermedad. Tradicionalmente, una de las formas en que se puede lograr la curación es untando el cuerpo del enfermo con aceite que ha sido bendecido. Los problemas y malos sentimientos fueron experimentados anteriormente como espíritus sucios o demonios. En con­secuencia, el aceite se colocaba por lo general en los orificios del cuerpo. ¿Por qué otros portales podrían haber entrado los demonios? Una segunda forma de llevar a cabo esta curación pastoral de la iglesia cristiana es poniendo en contacto al enfermo con reliquias sagradas. Típicamente, se cree que estas reliquias son trozos y piezas de los restos de los cuerpos de los santos o artefactos aso­ciados con la vida de Jesús (como un trozo de la Cruz en que fue crucificado). Este poder residual de curación a veces fue institucionalizado con la construcción de templos a los que podían ir los enfermos a curarse. Por desgracia, también permitió que seres inescrupulosos juntaran suficientes restos de la Cruz como para construir con ellos toda una iglesia. Otra forma de asistencia curativa cristiana es la imposición de manos. Aquí la víctima de la aflicción es tocada por una persona carismática que tiene poderes especiales de curación. Eso fue lo que hizo Jesús: Vino también a él un leproso a pedirle favor; e hincándose de rodillas, le dijo: Si tú quieres, puedes curarme. Jesús, compadeciéndose de él, extendió la mano, y tocándole le dice: Quiero, sé curado. Y acabando de decir esto, al instante desapareció de él la lepra, y quedó curado.2 Y finalmente, los espíritus malevolentes o demonios pueden ser expulsados por medio de rituales especiales y encantaciones o haciéndoles salir de un cuerpo para que entren en otro. Así sucedió con cierto orate, un hombre

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de espíritu sucio que vivía entre las tumbas. El hombre, clamando en alta voz le dijo a Jesús: ¿Qué tengo yo que ver contigo, Jesús, Hijo del Altísimo Dios? En nombre del mismo Dios, te conjuro que no me atormentes. Y es que Jesús le decía: Sal, espíritu inmundo, sal de ese hombre. Y preguntóle Jesús: ¿Cuál es tu nombre? Y él respondió: Mi nombre es legión, porque somos muchos. Y suplicábale con ahínco que no le echase de aquel país. Estaba paciendo en la falda del monte vecino una gran piara de cerdos. Y los espíritus infernales le rogaban diciendo: Envíanos a los cerdos para que vayamos y estemos dentro de ellos. Y Jesús se lo permitió al instante; y saliendo los espíritus inmundos, entraron en los cerdos; y con gran furia toda la piara, en que se contaban al pie de dos mil, corrió a precipitarse en el mar, en donde se ane­garon todos. Los que los guardaban se huyeron y trajeron las nuevas a la ciudad y a las alquerías; las gentes salieron a ver lo acontecido.3 Luego, cuando la gente acudió a ver lo sucedido, encontraron al loco sentado a los pies de Jesús. Estaba en paz, finalmente libre de sus demonios y cuerdo. Este método de curación se denomina exorcismo. Como en muchos otros casos de cuidado pastoral, también se pueden encontrar funciones equivalentes, en religiones no-cristianas. Otro aspecto de la tarea del curador de almas es conservar. Tal vez es más complejo y menos concreto que la curación, pero al menos tiene igual importancia. Es una tarea que implica, primero, conservar la situación del enfermo con un mínimo de pérdida. Lo siguiente es la importancia de hacer ver a la víctima que, sean

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cuales sean sus pérdidas, tiene un consuelo: ninguna pérdida anula sus posibilidades de relación con el Señor. Entonces, también resulta nece­sario ayudar al enfermo a consolidar todos los recursos que aún tenga. Y por último, la redención es posible. Si se acepta realmente la pérdida, puede ayudar a que la persona continúe viviendo con lo que tiene por el resto de su vida. De esta manera, en su papel de conservador, el curador de almas ayuda al afligido a aceptar sus pérdidas, a enfrentarse a las cosas tal como son y a continuar viviendo. Aun otra importante función del cuidado pastoral es la guía espiritual. Esto implica ayudar a un afligido a tomar decisiones importantes en un período crítico de la vida. Esta guía estaba basada en la sabi­duría de la cristiandad y abarca desde escuchar con simpatía al afligido hasta darle consejos directos. En la Edad Media, el ministerio del guía espiritual estuvo seriamente implicado en artes demonológicas, es decir en ayudar a un hombre a no lidiar a solas contra el maligno. Más tarde, cambiaron las metáforas del conflicto, pero continuó el reconocimiento de la importancia de la toma de decisiones cruciales en mo­mentos críticos. En torno a las funciones del cuidado pastoral está la reconciliación. En las manos del curador de almas, esto significa ayudar a establecer o renovar relaciones tanto entre alienados y sus vecinos como entre esa gente y Dios. Esto se puede lograr inspirando un sentimiento de perdón en la persona atormentada. A veces, se intenta la reconciliación por medio de la disciplina, es decir, ordenando a la gente a ser buena. Sin embargo, lo más eficaz es cuando el curador de almas logra que la gente se ponga en contacto con esa humanidad esencial que hay en todos nosotros y con el amor de Dios por el hombre. Así sucedió con Jesús:

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Cuando he aquí que tos escribas y tos fariseos traen a una mujer cogida en adulterio y, poniéndola en medio, dijeron a Jesús: Maestro, esta mujer acaba de ser sorprendida en adulterio. Moisés en la ley nos tiene mandado apedrear a tales. Tú, ¿qué dices a esto...? Mas como porfiasen ellos en preguntarle, se enderezó y les dijo: El que de vosotros se halle sin pecado, tire contra ella la primera piedra. Y volviendo a inclinarse otra vez, continuaba escri­ biendo en el suelo. Mas, oída tal respuesta, se iban descabullendo, uno tras otro, comenzando por los más viejos, hasta que dejaron solo a Jesús y a la mujer que estaba en medio. Entonces, Jesús, enderezándose, le dijo: Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado? Ella respondió: Ninguno, Señor. Y Jesús compadecido la dijo: Pues tampoco yo te condenaré. Anda y no peques más en adelante.4 Cada una de estas funciones de cuidado pastoral está sujeta a abuso a manos de gente moralista y manipuladora que asume el papel de curador de almas. Es muy tentador decidir lo que más le conviene a los demás, a confundir nuestras propias necesidades secretas con lo que es «por su propio bien». El confesor Se tiene la impresión de que los hombres siempre han sentido la necesidad de compartir sus secretos con los demás, en especial aquellos secretos de los que se sienten culpables. Al compartirlos, buscan un alivio en su soledad, recuperar la confianza en su propia valía y la expiación de la culpabilidad. En la iglesia cristiana, esta inclinación del

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hombre ha sido elevada a rango de obligación, ritualizada en su realización y además se le ha dado un agente formal para su mediación, el confesor. La curiosa historia de las confesiones cristianas empieza con la fundación bíblica de cuando Jesús dio a sus apóstoles la autoridad de lidiar con los pecados de los hombres: Y a ti te daré las ¡laves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra, será también atado en ¡os cielos; y todo lo que desatares sobre la tierra, será también desatado en los cielos.5 Y más específicamente: Quedan perdonados los pecados a quienes los perdonareis; y quedan retenidos a los que se los retuviereis.6 A fin de que los detentores de ese poder pudieran juzgar cada caso, debían escuchar las confesiones del penitente. Esta necesidad de conocer los detalles de cada pecado fue de hecho conculcada en la ley cristiana durante el Concilio de Tiento. En los primeros cuatrocientos años después de la llegada de Cristo, la confesión personal en la primitiva iglesia cristiana se hacía en público. La gente vivía en pequeñas comunidades en las cuales sus pecados por lo general estaban dirigidos contra sus vecinos. Entonces, parece razonable que los hombres se confesaran e hicieran penitencia ante los miembros ofendidos de su comunidad. En otro sentido, la misma confesión (más que la penitencia) mediatizaba la reconciliación.7 Durante el siglo v, las cosas empezaron a cambiar. Tal vez se debió a la oposición a confesarse de parte de algunos de los miembros más poderosos o influyentes de esas comunidades. No es seguro, pero fue en ese tiempo que la iglesia decidió «sellar» la confesión.8 Lo que esto significó fue que de forma creciente la confesión, el pecado y la correspondiente penitencia, que en un tiempo habían sido públicos, ahora se convirtieron en un asunto privado entre el pecador y el confesor. Setecientos años más tarde, esta tendencia se ha establecido como práctica absoluta y uni­versal de la iglesia.

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Toda confesión era secreta y los confesores estaban obligados a no revelar nada de lo que habían escuchado. Esta privacidad sin duda posibilitó los abu­sos a los que luego se refirió Martín Lutero. El objetivo pasó de la confesión y la reconciliación a la penitencia y la absolución. Los confesores podían vender indulgencias a los ricos que confesaban sus pecados, protegidos como estaban del escrutinio público. No cabe duda que la Reforma eliminó al intermediario humano dejando que cada hombre fuera un sacerdote directamente responsable ante Dios. De cualquier modo, hasta la fecha, los feligreses protestantes acuden a sus pastores para confesarse y buscar la asistencia que les ofrecen los consejeros pastorales. Además de la corrupción del rol del confesor, corrupción denunciada por Lutero, también se ha desarrollado una curiosa corrupción en la persona que se confiesa. En la iglesia católica apostólica romana, el pecador se confiesa al confesor; es escuchado, juzgado y se le da su penitencia. Si hace la penitencia y se arrepiente sinceramente e intenta evitar futuras ocasiones de pecado, se le da el perdón del Señor a través del confesor. Pero algunos pecadores rechazan el perdón de Dios: saben más que Dios. Aún son culpables y no se perdonan. Éste es un pecado de orgullo conocido como escrupulosidad.9 Otro grave problema es sin duda la debilidad del intermediario, del confesor. No me ocuparé aquí de problemas teológicos como la relación entre el confesor como hombre y el confesor como intermediario de Dios. Sin embargo, existe un cuento muy revelador de F. Scott Fitzgerald titulado «Absolución»,10 que trata el tema de la confesión. En este cuento, el con­fesor es un joven sacerdote con fríos ojos acuosos que en el silencio de la noche derrama gélidas lágrimas. Se revela su problema una tarde calurosa cuando es incapaz de hacer su trabajo divino y concentrarse en la confesión de un niño de once años que está sentado incómodo ante el sacerdote en su estudio.

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El niño está aterrorizado porque ha pecado. Ha hecho cosas terribles. Ha mentido a su padre. Ha tomado el nombre de Dios en vano. Ha sido malo con una anciana. Ha fumado en el granero. El sacerdote, el confesor, experimenta una inmensa dificultad en asumir su papel de intermediario de Dios y juzgar y perdonar los pecados del niño. Le resulta difícil fundamentalmente porque una y otra vez le distraen los ruidos de las muchachas suecas que pasan bajo la ventana. Sus risas y sus suaves voces le hacen pensar en la noche que en toda la tierra habría estas rubias niñas del norte y los altos jóvenes de las granjas echados lado a lado en el trigo, bajo la luna. El Padre Espiritual en el Desierto Cuatro siglos después de que Cristo anduviese por la tierra, ciertos religiosos se lanzaron en peregrinaciones espirituales. Se iban a vivir como ermitaños en los desiertos de Egipto, Palestina y Siria. Antonio fue el primero y otros hombres siguieron sus pasos durante cien años. Algunos de estos nombres se recuerdan hasta hoy, nombres como el del mismo Antonio, Basilio y Jerónimo. La mayoría de los demás nombres se han olvidado. No obstante, continúa viva la tradición espiritual de estos Padres del Desierto. Estos sacerdotes iban a vivir sus vidas en las cuevas del desierto. Dirigían su mirada a la eternidad, sus hábitos a la austeridad y sus personas a la soledad. Paradójicamente, su ejemplo enseñó a otros hombres mucho más sobre sus propias vidas cotidianas que sobre la eternidad. La conciencia de las generaciones posteriores se ha visto influenciada por la manera en que los Padres del Desierto negaban la importancia última de la vida en la tierra. Enseñaron a sus descen­dientes a evaluar sus experiencias con claridad cen­trándose más en la calidad

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que en la duración. En vez de desacreditar al tiempo comparándolo con la eter­nidad, volvieron a dirigir la atención del hombre a la profundidad de significado que puede traer todo momento. Enseñaron a los hombres a ser eternos, hora tras hora, en este mundo. Los Padres del Desierto no sólo buscaban su propia salvación, sino que a menudo daban instrucción y consejo a los demás. Jóvenes monjes y discípulos se acercaban a los Padres del Desierto en búsqueda de guía espiritual. Tradicionalmente, formulaban su problema, tal vez en la forma de una tentación contra la que luchaban. El joven entonces le decía al hermitaño, «Dime una palabra de salvación». Las respuestas eran generalmente simples, directas y personales. Los Padres del Desierto no confiaban en las amo­ nestaciones. Su forma primaria de enseñar era con el ejemplo y sólo después con palabras. Así fue cuando un hermano se dirigió a Abba Poemen y le dijo: Algunos hermanos están viviendo conmigo, ¿quieres que los aleccione? El anciano contestó: —De ninguna manera. Primero actúa y si desean «vivir», ellos mismos pondrán en efecto la lección. El hermano dijo: —Abba, ellos mismos quieren que los gobierne. Y el anciano le replicó: —No, sé un modelo para ellos y no un legislador.11 A veces el Padre del Desierto debía ser severo con su discípulo. Los hermanos jóvenes tenían momentos especialmente difíciles con la soledad de esta vida. Recurrían al Padre del Desierto no en busca de guía sino para ser rescatados. Le sucedió a un joven que nece­sitaba una palabra de Abba Moses en Scete. El anciano le dijo, «Ve y siéntate en tu celda y tu celda te enseñará todas las cosas».12 Pero si a veces sus palabras eran severas, esto

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era para ayudar a que el joven hiciera lo que debía, por más que se desconcertase. El consejo de Abba Moses, por ejemplo, fue una manera de encauzar al joven a la desnuda realidad de su propia soledad. Es crucial que las palabras severas no broten de una necesidad secreta de dominación de parte del maestro. Pese al aislamiento de vivir en celdas solitarias, era fundamental que el joven monje pudiera tener contacto directo con un maestro. Dice Antonio que «el monje debe hacer saber a sus superiores cada paso que da y cada gota de agua que bebe en su celda para constatar que no lo está haciendo incorrectamente».13 Por supuesto, hay un elemento de ironía en una soledad que debe ser revelada a los demás. Esta ironía permea la tradición de los Padres Espirituales del Desierto. El monje busca la soledad del desierto como condición de salvación y está solo con lo solo.14 Es una manera de buscar una confrontación con Dios, cara a cara. Y sin embargo, justamente en ese mo­mento no se puede ignorar el dolor gigantesco del mundo.15 Y ciertamente, es Antonio, el primero de estos ermitaños, que dice, Nuestro vecino es la vida y la muerte.16 Se debe examinar y reexaminar el significado de la soledad. Es bastante plausible estar en la celda por los motivos erróneos. Al final, puede resultar que la soledad y otros esfuerzos supuestamente virtuosos no son más que formas sutiles de exaltaciones tercas y orgullosas del propio ser. En el mejor de los casos, la vida solitaria en una celda es un modo de aceptar la soledad. Puede ser útil la ayuda de los demás, pero primero de todo un hombre debe ayudarse a sí mismo. En la soledad de la celda, el joven monje debe batallar contra los demonios, enfrentarse a sus ilusiones y resistir las tentaciones. Y por esa razón se ha des­crito la vida en la celda como estar en un horno feroz y cuando no vives santamente en la celda, la misma celda, por sí misma, te vomita.17

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Un elemento importante de la guía espiritual de los Padres del Desierto es su manera de encaminar a los jóvenes hacia sus celdas, de hacer que vuelvan a lidiar consigo mismos. Pero esta instrucción de nada sirve si no se le ayuda al hermano a comprender que debe regresar a ceder a la soledad. Si simplemente vuelve a su celda a entregarse a amargas y hostiles fantasías sobre los otros hombres, lo mejor será que no vuelva de ningún modo a la celda. Como nos dice Abba Lucius, A menos que enmiendes tu vida yendo y viniendo entre los hombres, no la enmendarás vi­ viendo solo.18 Algunos hombres aún no están preparados para beneficiarse de la soledad monástica. A unos jóvenes monjes les preocupaba lo poco que sentían que podían usar la soledad. A uno de ellos le dijo un Padre del Desierto, Siéntate en tu celda y haz lo que puedas y no te aflijas, porque lo poco que hagas es como las grandes y numerosas cosas que hizo Antonio en el desierto.19 Y hubo otros jóvenes para quienes la soledad no sería de modo alguno el sendero a la salvación. A uno de ellos se le apareció una visión en su celda y le dijo: —¿Por qué estás tan desolado y afligido? —Porque busco la voluntad de Dios. —Es voluntad del Señor que sirvas a la raza humana para que se reconcilie con Él. —¿Pregunto sobre la voluntad del Señor y tú me contestas que sirva a los hombres? Y repitió (la visión) tres veces: —La voluntad de Dios es que sirvas a los hombres para llevarlos a Él.20 Por tanto, hay muchos caminos a la salvación y pese a su dedicación a la soledad, los Padres del Desierto lo comprendían y enseñaban. Cuando a Abba Nistero le preguntaron qué obra buena podía hacer un hombre, el

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anciano contestó, Lo... que tú descubras que desea hacer tu alma cuando sigue a Dios; hazlo y persevera.21 No obstante, de alguna manera se trata de un asunto más sutil de lo que parece. La búsqueda de la salvación es más un estado mental y espiritual que el escenario físico en que se la lleva a cabo. Y por eso, también se dijo, Es mejor estar rodeado por muchos y vivir una vida solitaria por propia voluntad, que estar solo y que el deseo de tu mente sea estar con la multitud.22 Aunque las palabras de los Padres del Desierto tendrían un sentido general para todos los hombres en caso que se encuentren en circunstancias similares, cada una de ellas era primero la respuesta a una pregunta determinada de un hombre determinado. Estaba encaminada a ayudarle, entonces y allí, pero no de una forma autoritaria. En cambio, la palabra era un intento de ayudar a que el joven monje descubriera la naturaleza de la voluntad divina para sí mismo y en aquel tiempo y lugar. A veces a los jóvenes monjes les es difícil comprender por qué los Padres del Desierto daban respuestas que parecían contradictorias cuando diferentes monjes hacían la misma pregunta. Por ejemplo: En una ocasión Abba Joseph fue reprochado por lo siguiente. Cuando preguntaron cómo enfrentar los malos pensamientos, le dijo a un monje que les resistiera con todas sus fuerzas y los arrojara de si. Y a otro que no les prestara atención... El segundo se quejó de la contradicción. (Y el abba contestó a su interrogador más experimentado diciendo:)... Te hablé como me hubiera hablado a mí mismo.23 Hombres diferentes deben buscar la tranquilidad y el sereno reposo de maneras diferentes. Los principios que preocupaban a los Padres y las maneras, en que los enseñaban se aclaran cuando examinamos su preocupación por la austeridad. Se pien­sa

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que debido a que estos hombres vivían solos y su­f rían las privaciones del desierto y su propio sacrificio, el ascetismo simple les era de máxima importancia. Pero resulta que no era así. Fue Antonio quien señaló que un hombre podía portar su cuerpo con abstinencia, pero que si carecía de discreción, aún estaba muy lejos de Dios. Lo mismo sucede a un hombre que ha cedido a la tentación y entonces busca la penitencia para que se le perdone. Cuando le preguntó un monje que había cometido un gran pecado si debía hacer penitencia tres años o un año o cuarenta días, el Padre simplemente le contestó que cada cifra de tiempo era buena. Finalmente, añadió que sentía que tres días satisfarían a Dios si el monje se arrepentía de todo corazón. Además, los Padres del Desierto eran lo bastante sagaces como para no dejarse impresionar por simples sacrificios en aras de elevación. Y así fue cuando comparando los servicios de los jóvenes monjes, un anciano dijo, Si aquel hermano que ayuna seis días se colgara de las aletas de la nariz, no podría igualar al otro que asiste a los enfermos.24 Una austeridad conciente de sí misma no es austeridad. Y así fue cuando cierto monje encontró a unas monjas en el camino y huyó al verlas. Sabiamente le dijo el abad: Si fueras un monje perfecto, no habrías mirado tanto como para darte cuenta de que eran mujeres. Los Padres del Desierto comprendían que la auste­ ridad no era un fin en sí mismo. Resulta fácil tentarse con el orgullo de la propia humildad, y por eso, te­nían que aprender modos de lidiar con esto tanto ellos como su discípulos. Y así fue como ciertos ancianos dijeron, Si ves a un joven ascendiendo por propia voluntad a los cielos, cógelo del pie y arrójalo sobre la tierra porque eso no es bueno para él.26 Esto se llevaba a cabo de formas nada ambiguas:

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Un cierto hermano, habiendo renunciado al mundo y tomando los hábitos, de inmediato se encerró diciendo, «Estoy decidido a ser un solitario». Pero cuando los ancianos se enteraron, fueron y lo sacaron y le hicieron ir por las celdas de la congregación y ha­cer penitencia ante cada una diciendo, «Perdóname porque no soy un solitario, sino que sólo he intentado empezar a ser un monje».27 Considerada en sí misma, esta forma de correctivo es algo confusa. Cuando era necesario, los Padres podían ser severos, pero también podían ser tiernos, comprensivos y generosos. Así fue cuando un joven monje fue a quejarse de lo que le afligían los pensamientos libidinosos y encontró ayuda. El anciano le alentó a que lidiara con esos pensamientos revelándolos en vez de guardárselos en secreto. Y así el joven volvió una y otra vez al anciano. Después de once viajes a la celda del anciano, éste le dijo: Créeme, hijo mío, que si Dios permitiera que pasaran a ti los pensamientos que atormentan mi alma, tú no los soportarías y te entregarías a ellos sin más.28 El abad Pastor comprendía lo difícil que le es a un hombre perseverar y cuánto aliento necesita. Por tanto, dijo: Si un hombre ha pecado y no lo niega, no le riñáis porque podéis romper el propósito de su corazón. En cambio, decidle: «No estés triste, her­mano, sino que cuídate a partir de ahora» y conseguiréis que su corazón se llene de arrepentimiento.29 En algún momento de la historia, desaparecieron de esta tradición los aspectos de generosidad y ternura. La soledad y la austeridad se convirtieron en fuentes de autotortura y cada uno trataba de superar a los demás en su entrega al dolor en este mundo a fin de alcanzar la felicidad del venidero. Los Padres sucumbieron a sus tentaciones de arrogancia volviéndose cada vez más arbitrarios y dominantes. Sus órdenes fueron cada vez menos razonables a medida que empezaban a insultar cruelmente la dignidad de los

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hombres a quienes se suponía que debían brindar su guía espiritual. Originalmente, los Padres habían acentuado el ascetismo como un medio para superar las pequeñas preocupaciones. Más tarde, fue como si el único objetivo del adiestramiento ascético fuera destruir... la integridad personal... por (medio) de la obediencia ciega.30 El Amigo de Dios La Reforma, ese revolucionario movimiento religioso del siglo XVI, que culminó con el establecimiento del protestantismo, fue un complejo fenómeno sociopolítico y hasta económico. El central argumento eclesiástico de la Reforma hizo su aparición en las protestas de Martín Lutero contra ciertas prácticas de la iglesia, pero incluso esas opiniones religiosas se alimentaban de muchas fuentes. Una importante fuente de inspiración para Lutero fue Johannes Eckhart, el más famoso de los místicos alemanes del siglo XIV. Este pío dominicano llamado Meister (Maestro) Eckhart, este Amigo de Dios, tuvo que defenderse de acusaciones de gran herejía mística doscientos años antes de la Reforma, la que debió sus orígenes a luchas como la de Eckhart. No se trata de que Meister Eckhart intentara volver a los hombres en contra de Dios; él sólo esperaba volverlos a Dios. Como guía espiritual, admitía que podía ser culpable de error, pero no de herejía, porque lo primero tiene que ver con la mente y lo segundo con la voluntad.31 Siempre fue un hombre a favor de las cosas, casi nunca en contra. Creía en tratar de superar las mentiras y el mal revelando lo verdadero y el bien en vez de luchar con críticas y anatemas. Para este Amigo de Dios, el Ser Divino era afirmación pura a ser alcanzada no por medio de la lucha sino sólo por la fe. Creía que Dios es amor y que la salvación personal,

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el centro de la vida, sólo podía buscarse en unión directa con Dios. De esta fusión mística entre el conocedor y lo conocido habla Meister Eckhart cuando nos dice: El ojo con que veo a Dios es el mismo ojo que me ve a mí.32 Anticipa la posterior mayor importancia de la justificación por la fe que por las obras cuando señala que no se puede lograr esta unión a través de actos externos de penitencia como el ayuno o andar descalzo. En cambio dice al pecador que dirija su mirada a nuestro amado Dios con afecto imperturbable... Logres lo que logres, tal es tu camino33 Incluso la inclinación al pecado, dice, es siempre beneficiosa. Es un asunto de voluntad inclinarse a la virtud o al vicio. El Reino de Dios está verdaderamente a mano dentro de cada uno de nosotros y todos los hombres pueden llegar a saberlo. La meditación, la oración y el abrirse a Dios es lo único que se ne­cesita, sin la mediación del sacerdote o el sacramento. La gracia y la bondad divinas no necesitan ser imploradas, sino cogidas sin preguntar. Cada hombre debe hacer esto a su manera y siendo sí mismo en su vida. De modo que cuando un sacerdote le dijo a este Amigo de Dios que desearía tener el alma de Meister Eckhart en su cuerpo en vez de la propia, este guru cristiano le replicó: Serías realmente tonto. Eso no te llevaría a ninguna parte; te beneficiaría tanto como si tu alma estuviera en mi cuerpo. Ningún alma puede hacer nada si no es mediante el cuerpo al que está atada.34 Lo que se necesita es que todo hombre se vacíe de las cosas a fin de poder llenarse de Dios. Tiene que vivir su vida, pero no desear más que la felicidad con Dios porque cuando un hombre vive en el amor y la pureza, Dios retoza y se ríe.35 Únicamente un amoroso Amigo de Dios puede ofrecer una teología tan asombrosa como la siguiente: Cuando Dios se ríe del alma, y el alma se ríe de Dios, las

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personas de la trinidad son concebidas.36 Este guru cristiano del Medioevo, en sus sermones y en sus inspiradas «charlas de instrucción» fue mucho más allá de las enseñanzas sistemáticas y graves de su tiempo. Ofreció reabrir lo inmediato de la experiencia espiritual a todos los creyentes. Una hermosa leyenda expresa la manera de estar con Dios en el mundo, leyenda con la que Eckhart inspiró a generaciones de místicos alemanes que siguieron su camino: Meister Eckhart se encontró con un hermoso niño des[nudo. Le preguntó de dónde venía Le contestó: Vengo de Dios. ¿Dónde le dejaste? En los corazones virtuosos. ¿Dónde le encontraste? Donde yo abandoné a todas las criaturas. ¿Quién eres? Un rey. ¿Dónde está tu reino? En mi corazón. ¡Cuídate de que nadie te lo divida! Lo haré. Entonces le llevó a su celda. Llévate el abrigo que quieras. ¡Entonces, no seré rey! Y desapareció. Porque era el mismo Dios que se estaba divirtiendo un poco.37 Las enseñanzas de Meister Eckhart echaron raíz y florecieron sólo para marchitarse en los restos exánimes y engañosos del protestantismo moderno, reteniendo

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su forma pero no su vitalidad. La justificación por la fe a menudo llevó a buenas intenciones sin ninguna responsabilidad social, a más cháchara amorosa que a una acción amorosa. La popularización ha fomentado una reducción destructiva de las estructuras morales hasta convertirlas en superficies «agradables». Y la vaguedad del misticismo ha dado como resultado un insidioso elitismo en aquellos que han alcanzado la salvación.

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7. Metáforas del Oriente El Buda compasivo Se cuenta una historia del Buda,1 el Perfecto, el Poseedor de las Diez Fuerzas, y cómo enseñó su doctrina a Kisa Gotami en un tiempo en que ésta se sentía abrumada por la pena. Kisa Gotami, llamada la Frágil, tenía un hijo que había sido la luz de sus ojos. Suce­dió que apenas supo andar, correr y jugar, falleció. Tan grande era el dolor de Kisa Gotami que no podía aceptar la muerte del niño. En cambio se lanzó a las calles llevando el cadáver de su hijo a la cintura. Iba de casa en casa golpeando a cada puerta y pidiendo, «Dadme medicina para mi hijo». La gente veía que estaba loca. Se reían de ella y le decían, «No hay medicinas para los muertos». Pero ella actuaba como si no comprendiera y continuaba pidiendo. Un cierto anciano sabio vio a Kisa Gotami y comprendió que la pena por la muerte de su hijo la había enloquecido. No se rió de ella, sino que le dijo, «Mujer, el único que puede conocer la medicina para tu hijo es el Poseedor de las Diez Fuerzas que es el más pode­roso de los dioses y de los hombres. Vete al monasterio. Ve a él y pídele la medicina para tu hijo». Al ver que el anciano hablaba con la verdad, la mujer se encaminó con su hijo al monasterio donde residía el Buda. Ansiosamente, se acercó al Sillón de los Budas donde estaba sentado el Maestro. «Quiero medicina para mi hijo, Compasivo», dijo ella. Sonriendo serenamente, el Buda contestó, «Está bien que hayas venido. Esto es lo que debes hacer. Debes ir a cada casa del pueblo y en cada una debes pedir que te den pequeños granos de mostaza. Pero no sirve cualquier casa. Sólo debes aceptar granos de mostaza de casas donde jamás haya muerto nadie».

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Gotami estuvo de acuerdo de inmediato y con deleite volvió a entrar en la ciudad. Golpeó a la primera puerta y dijo, «Soy yo, Gotami, me envía el Poseedor de las Diez Fuerzas. Me daréis pequeños granos de mortaza. Ésta es la medicina que necesito para mi hijo». Y cuando le trajeron las semillas de mortaza, ella añadió: «Antes de coger las semillas, decidme, ¿en esta casa no ha muerto nadie?». «Oh, no, Gotami —le contestaron—, los muertos de esta casa son incontables.» «Entonces, debo ir a otra parte —dijo Gotami—; el Perfecto fue muy claro al respecto. Debo buscar granos de mostaza únicamente en casas que no han sido visitadas por la muerte.» Y fue de casa en casa. Pero siempre la respuesta era la misma. En todo el poblado, no había una sola casa no tocada por la muerte. Por último, entendió porqué la había enviado en esta misión imposible. Abandonó la ciudad abrumada por sus sentimientos y llevó a su hijo al cementerio. Allí le enterró. Al regresar al monasterio, fue recibida por el Buda de suave sonrisa que le preguntó: «Buena Gotami, ¿has traído las semillas de mostaza de la casa sin muertos tal como te dije?». Y Gotami contestó: «Muy honrado señor, no hay casas en que se desconozca la muerte. Toda la humanidad está tocada por la muerte. Mi propio hijo ama­do está muerto. Pero ahora veo que quien nace debe morir. Todo pasa. No hay medicina para ello sino la aceptación. No hay más cura que el conocimiento. Ha terminado mi búsqueda de semillas de mostaza. Tú, Poseedor de las Diez Fuerzas, me has dado refugio. Gracias, Perfecto». Durante la vida del Buda mientras andaba entre sus discípulos, éstos no separaban su vida de sus enseñanzas. Su manera de ser y su relación con aquellos que llegaban a él era tan parte de su doctrina que creer en él era comprender su doctrina. Sin embargo, una vez que desapareció, sus enseñanzas se vaciaron. Sus fieles pueden

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repetir de memoria lo que él enseñó, pero con el tiempo se perdió su conexión con la persona del Maestro.3 El budismo indio se hizo más y más especulativo después de la muerte del Buda. Esos conocimientos ya no tan útiles se desplazaron hacia el norte, a China, donde se toparon con el toísmo de Lao Tzu (605 a. de C.) y de Chuang Tzu (330 a. de C.) y se transformaron en el enfoque a veces humorístico, rebelde ante la tradición y finalmente pragmático que luego se plasmaría en el Zen. ¿Quién fue este Chuang Tzu y qué es el Tao? No es muy fácil contestar semejantes preguntas. En la China antigua, los filósofos y los sabios de numero­sas escuelas diferentes estaban todos abocados a un solo interrogante: ¿Cómo puede un hombre vivir en este mundo absurdo y caótico, dominado por el sufrimiento humano? La respuesta que ofreció el maestro taoísta Chuang Tzu fue la siguiente: Libérate del mundo.3 Esta liberación no tenía nada que ver con una negación de la realidad o con una huida de la misma. Más bien se trata de alcanzar el wu-wei o estado de inacción, un estado ajeno a la lucha en el cual uno se funde con el Tao, el Camino de la Vida, la unidad subyacente del hombre, la naturaleza y el universo. Pero Chuang Tzu no explicó nada de esto a sus seguidores; les mostraba el Camino por medio de parábo­las, chistes o fábulas. Por ejemplo: Había una vez un dragón de una sola pata llamado Kui cuya envidia de un centípeto le llevó a preguntar, «¿Cómo puede ser que uses cien patas cuando yo uso mi única pierna con dificultad?». «Es muy simple —replicó el centípeto—, no las domino en absoluto. Se caen en todas partes como gotas de saliva.4» Todo hombre debe aprender a vivir tal como tra­baja el buen artesano, con habilidad, con gracia y sin tener que detenerse a pensar en lo que se debe hacer a cada momento. Todo hombre debe empezar por convertirse en lo que realmente es. Cada criatura tiene sus propios dones

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especiales. Los buenos caballos pueden viajar cien millas por día, pero no pueden cazar ratones.5 Cuando un afligido fue a visitar al maestro taoísta Lao Tzu con la esperanza de que le aliviara sus problemas, el maestro le preguntó de inmediato, «¿Por qué has venido con toda esta multitud de gente?». Dándose vuelta para ver quién estaba a su lado, el afligido no vio a nadie. El maestro, por supuesto, se refería a la abrumadora compañía de conceptos convencionales de mal y bien que el hombre lleva dentro de sí, «esa multitud de gente» que constituye nuestras inútiles preocupaciones. Se pueden desechar los males creados por el hombre y que uno lleva en sí si se abandona el hábito de calificar las cosas como malas o buenas. Por ello, Chuang Tzu, nos cuenta la parábola de una leprosa que cuando da a luz en la oscuridad de la noche, se apresura a coger una antorcha y a examinar el niño, temblando de terror por las dudas de que se pareciera a ella.6 Lo que nos cuesta nuestra felicidad es el batallar por cosas que realmente no nos pertenecen en vez de entregamos al Camino. Pero los maestros taoístas sabían que esto no era nada fácil de enseñar, en especial cuando el discípulo dependía de un discurso ló­gico como medio de establecer la verdad. Y en consecuencia, los maestros no ofrecían argumentos lógicos. En cambio contaban historias graciosas, a veces ab­surdas a fin de liberar a aquellos que iban en su ayuda, de ayudarles a ver que jamás encontrarían la felicidad a menos que dejaran de buscarla. He aquí un ejemplo de estos intercambios: Huí Tzu dijo a Chuang Tzu, «Tengo un inmenso árbol llamado ailanto. Tiene el tronco tan nudoso e irregular que no lo puedo medir; sus ramas son demasiado retorcidas y combadas para cuadrar un compás o una escuadra. Se la podría poner cerca de un camino y ningún carpintero se

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fijaría en él. También tus palabras son grandes e inútiles, y por eso, ¡todo el mundo las rechaza!». Chuang Tzu dijo, «Quizá nunca hayas visto un gato salvaje o una comadreja. Se encogen y esconden esperando que pase algo cerca. Saltan y corren al este o al oeste sin dudar en ir por lo alto o por lo bajo... hasta que caen en la trampa y mueren en la red. Luego también está el yac, grande corno una nube que cubre el cielo. Por cierto sabe muy bien cómo ser grande aunque no sabe cazar ratones. Y tú tienes ,este árbol inmenso y te aflige que sea inútil. ¿Por qué no lo plantas en el pueblo de Ni-Siquiera-Nada, o en el campo de Extenso-e-Ilimitado, te relajas y te quedas a su lado sin hacer nada, o te echas a dormir un buen sueño acogedor bajo sus ramas? Las hachas jamás acortarán su vida, nada lo puede dañar. Si no tiene uso, ¿cómo puede llegar al dolor o a la aflicción?».7 Hay mucha preocupación acerca de si un hombre es una cosa u otra, si está en un sitio o en otro. Por tanto, gran parte de la vida de un hombre se consume haciendo inútiles distinciones cuando, en realidad, las transformaciones no tendrían que molestamos tanto mientras dejen libre al hombre en el Tao, del mismo modo que el pez necesita perderse en el agua. Eso le sucedió a Chuang Tzu cuando una noche soñó que era una mariposa. Fue feliz aleteando y yendo de una flor a otra, deslizándose suavemente en una cálida brisa y mirando la luz brillante del sol que era transformada por los amorosos colores de sus alas translúcidas. Fue tan encantadoramente una mariposa que ya no supo más que era Chuang Tzu. A la mañana cuando despertó, el sueño aún le parecía tan real que no supo si era un hombre que había soñado ser una mariposa o que ahora soñaba que era un hombre.8 De este modo, los maestros del Tao enseñan que la vida se puede comprender mejor, metafóricamente, como

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un viaje absolutamente libre y sin destino. Ni siquiera la muerte puede cambiar esto porque tam­bién ella forma parte del Camino: Cuando Lao Tzu murió, Ch’in Shih fue a condolerse, pero después de pegar tres gritos, dejó la habitación. —¿No era usted amigo del maestro? —le preguntó uno de los discípulos de Lao Tzu. —Sí. —¿Y piensa que es correcto condolerse de esta forma? —Sí —contestó Sh’in Shih—. Al principio le con­ sideré un hombre real, pero ahora sé que no lo era. Hace un momento, cuando entré en la habitación, encontré ancianos llorándolo como si lloraran a un hijo, y a jóvenes llorándolo como si lloraran por su madre. Para haber reunido un grupo semejante, debe de haber hecho algo para que hablen de él aunque él no les pidió que hablasen, para hacerles llorar de esta manera aunque no les haya pedido que llorasen. Esto es esconderse del Cielo, dar la espalda al verdadero estado de las cosas y olvidarse de con qué se ha nacido. En los viejos tiempos, esto se llamaba el delito de escon­derse del Cielo. Vuestro maestro apareció porque era su momento y se ha ido porque las cosas deben seguir su curso. Si estáis contentos con su vida y dispuestos a seguir su camino, entonces ni la pena ni la alegría tienen lugar aquí. En los viejos tiempos, esto se llamába estar libre de las cadenas de Dios. Aunque la grasa se quema en la antorcha, el fuego continúa y nadie sabe dónde terminará.9 Cuando Chuang Tzu descubrió que sus discípulos pensaban darle un espléndido funeral, exigió saber por qué gastaban su energía de ese modo, ya que si no le enterraban, tendría todo el cielo y toda la tierra, las estrellas y los planetas a su alrededor. Sus discípulos protestaron de que si no se le enterraba, lo más seguro era que lo devorasen los cuervos y los milanos. Y el

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Maestro del Tao replicó: Pues sobre la tierra me devorarán los cuervos y los milanos, y bajo tierra, las hormigas y los gusanos. En ambos casos, seré devorado. ¿Por qué estáis en contra de las aves?10 Los Maestros del Tao comprendían que no era fácil que un hombre se entregara al Camino. Ofrecían dos alternativas supuestamente contradictorias a estar atrapado en la lucha desesperada que no permite que un hombre sea uno con su propia naturaleza. La primera solución se ofrece al hombre que intenta obtener lo imposible de obtener (el don del Tao), un hombre que persiste en tratar de lograr lo que el esfuerzo no puede lograr, que insiste en razonar sobre cosas que no puede comprender. Se le advierte que será destruido por las mismas cosas que está buscando. Se le dice que el inicio correcto es dejar de persistir cuando no puede adelantar más por sus propios actos. La primera solución es dejar de actuar en esa dirección. El conflicto inútil con las leyes incambiables de la existencia simplemente desgastan al hombre. Lo mismo le sucede si lucha contra ciertos aspectos de su naturaleza que no ceden. Y por esa razón, para ciertos hombres, la primera solución, la de cejar, no fun­ciona. Esos hombres tienen necesidad de la segunda solución, la de consentir. Y por eso se cuenta lo siguiente: Cuando el príncipe Mou de Wei vivía como anacoreta en Chungsan, le dijo al taoísta Chung Tzu, «Mi cuerpo está aquí entre lagos y ríos, pero mi alma está en el palacio de Wei. ¿Qué puedo hacer?». «Preocúpate más de lo que hay dentro tuyo», contestó Chu- nang Tzu, «y menos de lo que puedes conseguir de los demás». «Sé que lo debería hacer», dijo el príncipe, «pero no puedo dominar mis sentimientos». «Si no puedes dominar tus sentimientos», replicó Chuang Tzu, «entonces déjalos en libertad. No hay nada peor para el alma que no dejar en libertad los sentimientos que no

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puede dominar. Esto se denomina la Doble Herida, y de aquellos que la sufren, no hay nadie que consiga vivir todo el tiempo de su vida».11 Si no puedes dejarlo todo, consiéntelo. A menudo los hombres se resisten a los dos con­sejos. Ahora como entonces, a los hombres les interesa más mantener la ilusión del control y la certi­dumbre. Para ese fin, se organizan y entremeten como si supieran en todo momento lo que es mejor y cómo serán las cosas. Los Maestros del Tao enseñaban que organizarse es destruir. Debemos descubrir el orden natural de las cosas en vez de inventarlo. Esa es cla­ramente la lección que se desprende de la siguiente: Fus, el dios del océano del sur, y Freí, el dios del océano del norte, se encontraron una vez de casualidad en el reino de Caos, el dios del centro. Caos les trató con generosidad y los dos discutieron cómo devolverle sus amabilidades. Se habían dado cuenta de que mien­tras todo el mundo tenía siete orificios para la vista, el oído, la respiración, etcétera, Caos no tenia ninguno. Por tanto, decidieron hacer el experimento de hacerle agujeros. Cada día hacían uno, y en el séptimo, Caos murió.12 El taoísmo no continuó teniendo la fuerza que los maestros originales habían tratado de infundirle. La idea de olvidarse de la lógica, el control y la organización sin saber lo que uno pasivamente está recibiendo no fue tolerado con facilidad por la mayoría de la gente. Resultaba tanto más fácil tener un programa positivo, una metodología clara y ciertos objetivos. Y el taoísmo, a medida que se popularizaba, degeneraba. Con el tiempo, esta visión sutilmente provocativa, evasiva y liberadora se redujo a una amalgama de superstición, alquimia, magia y naturismo.13

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El Maestro de Etica La sabiduría de Confucio, el Maestro de Etica, y la de los Maestros del Tao, florecieron en China casi al mismo tiempo (hace unos 2.500 años) y a veces sirvie­ron como formas rivales de vida para la gente de ese tiempo y lugar. Los taoístas enseñaban que la organización destruía el orden natural. Enseñaban la inac­ción, una ausencia de esfuerzo y alentaban a entre­garse pasivamente al Camino. En gran parte, impartían estas enseñanzas implicando a sus discípulos con his­torias absurdamente cómicas que eran tanto irracio­nales como iconoclastas. Los Maestros de Etica, por otro lado, enseñaban la necesidad de un orden social bien razonado, basado en la elaboración personal de cada individuo de un enfoque ético. Esta actitud debía centrarse en una consideración por los sentimientos de los demás. Aunque el respeto a la autoridad y el estudio de las antiguas escrituras también eran apreciados, se las debía considerar de una forma razonable que tuviera en cuenta las necesidades del momento, en vez de someterse a ellas con una obediencia ciega y carente de reflexión. De este modo, los Maestros de Etica se dedicaron a cambiar activamente el orden social en aras de una orientación más humanista. No se necesitaba ningún ideal divino. La medida de cada hombre era a partir de ese momento el propio hombre. Los Maestros de Etica enseñaban de una forma más directa que los Maestros del Tao. Lo hacían amonestando acerca de asuntos morales y teniendo al Maestro como ejemplo de una elevada moral idealista. La manera ejemplar de los Maestros Confucianos conocida como ju es descrita de este modo. Al prepararse a satisfacer una solicitud de consejo, el Maestro debía empezar por aprender de forma independiente el conocimiento requerido, y, al mismo tiempo, intentar desarrollar integridad y honestidad de carácter. Toda su persona

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debía portar el sello de su filosofía, desde el acicalamiento de su vestido hasta el gran cuidado que debía ser evidente en sus acciones. ...sus grandes negativas parecen carecer de respeto y sus pequeñas negativas se parecen a modales falsos; cuando aparece en ocasiones públicas, su aspecto inspira pavor, y en ocasiones íntimas, parece automarginado; son difíciles de obtener sus servicios y difíciles de conservar al tiempo que parece amable y débil... Se le puede uno acercar con modales amables, pero no intimidar con la fuerza; es afable pero no se le pue­de obligar a hacer lo que no quiere; y se le puede matar, pero no hacerle humillar... Vive con tos mo­dernos pero estudia con tos antiguos... Su vida puede estar amenazada, pero no cambia el curso de su con­ducta. Aunque vive en peligro, su alma sigue siendo la suya y aún entonces no olvida los sufrimientos del pueblo.14 El método básico de estos Maestros de Etica era la conversación, lo que dio como resultado las colecciones de proverbios que han llegado a nuestros días (las Analectas). Pero los proverbios son algo engañosos en lo que se refiere a la naturaleza del diálogo entre maestro y discípulo. Un ejemplo sería la siguiente declaración de Confucio: «No enseñaré a ningún hombre que no tenga ansias de aprender y no explicaré nada a nadie que no trate de aclararse las cosas a sí mismo. Y si explico una cuarta parte y el hombre no se retira y reflexiona y descubre por sí mismo las implicaciones de las tres cuartas partes restantes, no me molestaré en volverle a enseñar».15 Porque al mismo tiempo había un elemento de gran devoción personal en estos intercambios supuestamente intelectuales. El compromiso del discípulo con su Maestro queda perfectamente en claro en estas palabras de Yei Huei. En una ocasión, él y su Maestro fueron atacados y se les separó por un tiempo. Cuando Yen Huei reapareció, su Maestro le dijo, «Pensé que te habían

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matado». La respuesta de Yen fue, «Mientras usted viva, cómo puede ser que me maten». No menos preocupación fue demostrada por un Maestro al que le preguntaron porqué lloraba tan amargamente la muerte de uno de sus numerosos discípulos. Con simplicidad, replicó, «Si no lloro amargamente la muerte de una persona así, ¿por quién entonces tendría que llorar amargamente?». Las enseñanzas de estos Maestros de Etica transfor­ mó muchas vidas y hasta afectó sociedades enteras cuando sus practicantes fueron los nobles y los gobernantes. Pero al cabo de un tiempo, lo que se había empezado como un diálogo acerca de situaciones prácticas, lo que había sido la guía para útiles convenciones con las que los hombres podían vivir en paz y armonía, todo terminó como un conjunto de ideales codificados por medio del cual se podía alcanzar la perfección. Eventualmente, si alguien quería ser un hombre superior, debía saber una tres mil trescientas normas de conducta y entonces se transformaba en un actor superior.16 Los Maestros Zen Los estudiosos pueden rastrear algunas de las etapas de la evolución del budismo Zen desde sus primerísimos antecedentes en el budismo «puro» Theravada del sur de India hace muchos siglos. Pueden remontar su curso a medida que su contenido cautivaba la ima­ginación de cada vez más gente, en el norte de India, luego en China y finalmente en Japón. Los cambios doctrinales y las permutaciones de estilo pueden com­prenderse a la luz de cambiantes interacciones cuando el primer budismo resultó afectado por nuevos modelos sociales, políticos y culturales a los que se debieron someter estas creencias mientras pasaban de un grupo de conversos a otro. No obstante, hay una historia más Zen y más simple

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del budismo Zen. Es así. Sucedió que en una oca­sión un personaje muy importante recurrió al Buda para su iluminación. Este noble le ofreció un ramo de oro y pidió que a cambio el Buda le revelara el significado de la realidad. El Iluminado cogió la flor con una mano, la puso delante de sí y la contempló en silencio. Al cabo de un rato, el noble sonrió. Había recibido la iluminación. Era la sonrisa de la ilumina­ción que desde entonces pasó de un maestro a otro. De este modo creció el Zen y de este modo se conservó.17 Esta historia en que se muestra al Buda enseñando el camino de la iluminación sin decir una palabra es un ejemplo importante de un tipo de técnica de instrucción Zen: 18 el método directo. Al confiar más en la acción que en las palabras, el maestro Zen inspira al discípulo a ser sí mismo en cada instante pasajero de la vida, a ser tal como es, sin darle tiempo de cons­truir ideas salidas de palabras ni de usar la memoria para hacer del ahora parte del pasado conocido. Tradicionalmente, el maestro Zen llevaba un garrote de madera con el que podía traspasar el filosofar de su discípulo golpeándole secamente e inesperadamente en el costado de la cabeza, a menudo gritando al mismo tiempo: «¡Kwats!». Ni el golpe ni el grito «significaban» nada. Simplemente retrotraían al discípulo de forma rápida y tajante al presente sin ninguna explicación ni esperanza de explicación porque no hay nada que explicar. La reflexión sobre la vida no se debe confundir con la misma vida. La vida es para vivir. Si señalo la luna con el dedo, cometeríais un grave error si mirarais mi dedo y creyerais que ahora habíais llegado a conocer la luna. Aunque este método directo de instrucción sin palabras es la técnica de enseñanza más característica de los maestros Zen, ellos también utilizan métodos verbales. Tal vez el más conocido es el ejercicio del koan. Un koan es un problema que el maestro da a resolver a su

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discípulo. Éste trata de resolverlo de forma convencional o intelectual hasta que se da cuenta de que no puede. En ese momento, puede alcanzar la «iluminación» o desesperar. El koan puede consistir en una oración o en una pregunta del maestro, como por ejemplo, «Dime cuál es el sonido de una mano», o «Muéstrame tu rostro original antes de que nacieras», «La flor no es roja ni es verde el sauce». Aveces, el koan es una respuesta del maestro dada en contestación a una pregunta del discípulo, como por ejemplo: El joven monje pregunta, «¿Quién es Buda?». El maestro responde, «Tres granos de arroz». El joven monje pregunta, «¿Cuál es el secreto de la iluminación?». El maestro replica, «Cuando tengas hambre, come; y cuando estés cansado, duerme». El joven monje pregunta, «¿Qué es Zen?» El maestro contesta, «Aceite hirviendo sobre un fuego brillante». El joven monje pregunta, «¿Cómo veré la verdad?» El maestro contesta, «A través de tus ojos cotidianos». El koan puede parecer directo en el tono, o puede ser abiertamente asombroso. Siempre resulta paradójico e impenetrable a la lógica. El discípulo puede pasar meses o incluso años tratando de resolver el problema hasta que se le ocurre que no hay ningún problema que resolver. La única solución es dejar, de tratar de «comprender» (porque no hay nada que com­prender) y responder espontáneamente. La iluminación consiste en reconocer que el maestro Zen no tiene nada que enseñar. El discípulo ya sabe todo lo que tiene que saber, pero no confía en esta percepción espontánea del mundo. Insiste en que debe haber algo más, que algún secreto espera ser descubierto. De este modo, crea problemas muy parecidos al problema de supervivencia de un hombre que se aprieta

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fuertemente el propio cuello. La naturaleza de la enseñanza del maestro y del Jugar de este en relación con sus discípulos tiene su mayor encanto en las anécdotas que conforman la riqueza de la literatura Zen. Por ejemplo, había un joven discípulo del maestro Zen Bankei que un día se quejó de tener un carácter ingobernable y preguntó cómo podía curarlo. Bankei replicó que realmente se trataba de algo sumamente extraño y dijo, «Deja que vea lo que tienes». El joven le contestó que en ese momento no se lo podía mostrar. Bankei quiso saber cuándo le podría mostrar su mal carácter. El estudiante sólo le pudo decir que le sobrevenía de forma inesperada. Bankei concluyó: «Entonces no debe tratarse de tu verdadera naturaleza. De serlo, me lo podrías mostrar en cualquier momento. Cuando na­ciste, no la tenías y tus padres no te la dieron. Piénsalo».10 Para algunos, la iluminación es instantánea. Le sucedió a un joven monje en busca de iluminación que llegó al monasterio donde residía el maestro Joshu. El primer día fue a ver al anciano y le dijo, «Por favor, enséñame». En respuesta, Joshu preguntó, «¿Has comido tus gachas de arroz?». «Sí, las he comido», contestó el joven. «Entonces, será mejor que te laves el plato», dijo Joshu. El joven sonrió sabiendo que en ese momento había recibido la iluminación.20 De alguna manera, el maestro Zen muestra que no sólo no tiene nada que enseñar, sino que tampoco hay nada que aprender. Todo es exactamente como parece ser. Unicamente el interrogante es lo que causa los problemas; únicamente la exigencia de tener un orden, un significado secreto, una certeza. No obstante, aunque siempre la iluminación es inminente, a ve­ ces sólo se alcanza mediante largos años de ascetismo, meditación y estudio disciplinado con un maestro Zen. Así le sucedió a Shoju que había estudiado muchos

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años con el maestro Mu-nan, de quien sería el único sucesor. Cuando Mu-nan creyó que moriría pronto, llamó a Shoju a su lado. Debido a que Shoju era el único que podía continuar las enseñanzas de Mu-nan, el anciano ofreció a su discípulo un valioso libro que tradicionalmente había llegado a representar la sucesión. Shoju protestó: —Si el libro es algo tan importante, será mejor que lo guarde usted... Yo he recibido su Zen sin escrituras y estoy satisfecho tal como es. —Lo sé —dijo Mu-nan—. Aún así, esta obra ha pasado de maestro a maestro durante siete generacio­nes, de modo que guárdalo como símbolo de haber recibido ¡a enseñanza. Aquí tienes. Los dos estaban ante un bracero. Apenas Shoju tuvo el libro en sus manos, lo arrojó a los carbones ardientes. No tenía deseo de posesiones. Mu-nan, que jamás había estado enfadado, gritó: —¿Qué estás haciendo? Shoju replicó: —¿Qué está diciendo?21 El interés en el Zen se ha visto atacado recientemente por dos tipos opuestos de corrupción denominados Beat Zen y Square Zen. El Beat Zen es una especie de justificación indiscriminada de cualquier cosa que ocurra por accidente o capricho. Tales hechos y acontecimientos son vistos como más reales, artísticos o libres que cualquier cosa nacida de la disciplina o el diseño. Esta devoción al azar es inmensamente distante de los accidentes con­trolados de los artistas Zen y del simple ascetismo de los antiguos maestros. El Beat Zen es un Zen fácil, un Zen falsificado, fruto de rebeliones colorea­das, de afectaciones bohemias y a menudo mediati­zado con experiencias de drogas. El Square Zen, por otro lado, es una disciplina culturalista y esotérica que dice que sólo se puede alcanzar

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la iluminación de la manera prescrita por un grupo determinado (como por ejemplo pasando períodos es­ tipulados de tiempo en posiciones especiales de meditación en un monasterio Zen). Los fieles tienen gran conciencia de los distintos niveles de iniciación; están preocupados por el ritual y acuciados por la dificultad de lo que intentan. El grupo parece haber perdido las originales cualidades Zen de naturalidad, espontaneidad y la multiplicidad de senderos conducentes a la Iluminación.

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8. Metáforas de Grecia y de Roma El sabio Alrededor del siglo VI a. de C., en Grecia había gran ansiedad y malestar nacidos de los éxitos radicales de un pueblo inteligente. La evolución de las constituciones democráticas exigió luchas apasionadas. Los juicios y opiniones independientes estaban en la arena política y el impacto de las personalidades individuales se profundizó a todo nivel. En ese mismo tiempo, empezó a aparecer una manera radicalmente nueva de ver los problemas del hom­ bre en la naturaleza. A medida que los filósofos reexaminaban el problema de los orígenes, se alejaban de pensar en términos del «principio», o sea, del momento de la creación del mundo.1 En vez, se dedicaron a pensar en términos de un «territorio de expe­riencia», una «primera causa». No tenía importancia saber quién hizo el mundo y por qué. En cambio, em­pezaron a preguntar, «¿Qué es lo fundamental en el universo?». Estos pensadores suponían sin cuestionamiento alguno que había un solo orden fundamental en el universo, y que, por tanto, ahora se lo podía considerar como una unidad inteligible. Fue en tiempo que se cuestionaron tajantemente los antiguos vínculos de fe y moral hasta entonces incuestionables. Fue un tiempo en que el pensamiento se emancipó del mito.2 Se vio amenazada la corriente moral de la vida cotidiana y fue incierta la dirección ética de los jóvenes. Tal vez en parte como respuesta a esta necesidad de guía moral, apareció un pequeño grupo de maestros que luego fue denominado los Siete Sabios de Grecia. Por lo general, se dice que sus miembros eran Bias, Chilón, Cleobulo, Pitaco, Pittacus, Solón y Thales. Estos maestros normalmente participaban de la vida

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pública, pero esto parece haber sido más una cuestión de su propio deseo de comprender y de impactar que una respuesta a demandas de sus comunidades. Los Sabios enseñaban en Esparta y Creta, pero su influencia no fue acusada fuera de estos lugares. En parte la razón fue que a una comunidad le resul­taba más político simular ignorancia ante sus vecinos y que se creyera que su gobierno estaba basado en la valentía y el poder que no en la sabiduría. De modo que estos sabios se reunían en privado con sus estudiantes y éstos debían ocultar lo que aprendían ante cualquier forastero con quien se pusieran en contacto. Sabemos por Sócrates que estos filósofos primitivos enseñaban de una manera que permitía a sus estudiantes en cualquier momento del discurso... aportar algún dicho notable, terso y lleno de significado y que daba de lleno en el objetivo; y la persona con la que hablan (estos sabios) es como un niño en sus manos.3 Nos han llegado muy pocas de estas breves y memorables oraciones, aunque una de ellas es el pivote del diálogo de Sócrates con el sofista Protágoras. Juntos elijen un proverbio del sabio Pitaco, Difícil es ser bueno. Esto provee a Platón de una herramienta para examinar la cuestión de si se puede enseñar la virtud. Se han conservado otros dos proverbios de los Sabios; más que conservado, en realidad entronizado. Estos lemas llegaron a grabarse en el templo del Oráculo de Delfos, el templo del culto a Apolo. A ese lugar fueron los griegos durante siglos en busca de consejos. El proverbio de los Sabios dice: Conócete a ti mismo. Es una frase que se convertiría en la piedra angular de la psicoterapia desde entonces.4 Si este consejo a favor del autoconocimiento parecía una carga desalentadora, entonces los Sabios agregaron: Nada demasiado. Los Sabios empezaron como filósofos primitivos, como hombres dedicados al problema de iluminar a los

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jóvenes y ofrecerles una guía moral y un aliento para la reflexión ética. Sin embargo, con el tiempo, en la historia del templo de Apolo, se utilizaron sus enseñanzas en pro de una humildad ante los dioses. Cuando dejaron de ser una fuente de apoyo en un universo inteligible, se convirtieron en lemas con los cua- les los hombres eran capaces de evitar la venganza divina (nemesis) que se podía desencadenar contra aquellos culpables de la arrogante presunción de conocer el mundo (hubris). El Oráculo Hubo un tiempo en el que el templo de Apolo fue un sitio de gran ayuda en materia de consejos para el pueblo griego. Allí fue donde Apolo, el dios de la curación (cuyo hijo Esculapio se convirtió en santo patrón de la medicina), hablaba como Oráculo. Quie­nes iban por su ayuda le oían hablar por intermedio de su sacerdotisa del mismo modo que se dice que los espíritus hablan por medio de una médium en una sesión de espiritismo. Muchos afligidos peregrinaban a ese templo en las alturas de las montañas de Delfos. Se cree que un gran número de estos peregrinos no iban con problemas personales y psicológicos, sino más bien con la ansiedad de hombres que vivían en tiempos de cam­bios radicales. El orden público y social estaba en estado de fermento; hasta la estructura de la familia se desmoronaba. Era un tiempo en que emergían nuevas e impredecibles fuerzas y los hombres debían enfrentar una lucha individual contra la ansiedad de nuevas posibilidades.5 Apolo, como dios de la razón, la forma y la lógica, les podía asegurar cuál era el propósito tras este aparente caos. Un griego, al hacer la caminata de dos días desde Atenas al templo del Oráculo, tenía tiempo suficiente para concentrarse en sus problemas, tal vez para verlos bajo

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una nueva luz. Al mismo tiempo, podía soñar en cómo le ayudaría el Oráculo, fortaleciendo sus esperanzas y su fe y ya siendo parte integrante él mismo de su propia cura. Todo lo que sucedía en el templo se mantenía en gran secreto y disponemos de muy poca información de fiar acerca del tipo de consejos. Se cree que, al igual que las posteriores médiums, las palabras de la sacerdotisa del templo eran bastante crípticas y poéticas, y a veces hasta vagas. El afligido en busca de ayuda debía interpretar lo que realmente signifi­caban. Esto le facilitaba encontrar lo que estaba bus­cando con sólo leer el significado necesitado en el mensaje críptico. Podía representar el mismo tipo de ayuda que puede recibir alguien al encontrar una verdad en un sueño, la misma verdad que esa per­sona encontraría absolutamente difícil de asumir como parte de su pensamiento en estado insomne. Y así, durante largo tiempo, este templo de Apolo en Delfos sirvió como una fuente de monumental confianza a los afligidos de la antigua Grecia. Allí podían encontrar certidumbres en un tiempo de estructuras sociales en crisis. Allí un hombre podía aprender a armonizar sus tumultuosos sentimientos con las formas y el orden constructivos que él mismo buscaba. Se le ofrecía apoyo para vivir una vida de «pasión controlada». Únicamente más tarde, a medida que algunos maestros griegos empezaron a temer cada vez más el poder de las pasiones fuertes, el templo del Oráculo empezó a funcionar como una fuente de inhibición y represión. El Dios Loco No es posible comprender el papel del Oráculo para la adoración de Apolo sin considerar también el otro rostro del paganismo griego, el Dios Loco. Si Apolo es el dios del autocontrol y la moderación, Dionisos es el dios del

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frenesí y el abandono. Uno era el espíritu y el otro la carne mientras luchaban para ver cuál de los dos sería el más importante en la vida cotidiana de Grecia. Los antiguos griegos a veces de­cían, «Apolo es la cabeza, pero necesita un cuerpo», pero los griegos modernos han sabido señalar que no se necesita a Apolo en la cama.9 Se dice que Apolo llegó a Delfos montado en un delfín. Allí mató a la sagrada Pitón con sus flechas de sol, sus flechas de luz, pureza y verdad. La Pitón había vivido en el centro de la tierra, el omphalos u ombligo de Delfos; por tanto, su muerte a manos de Apolo significó la victoria de la esfera superior del cielo sobre la baja tierra. Es Apolo quien trae luz, inspiración artística y belleza... (quien es) objetivo, calmo, sereno, universal, unificador y ordenado.7 No sorprende que traiga la luz para eliminar la vulgaridad y el desorden. Dionisos, por el contrario, representa el impulso biológico atolondrado, voluntarioso y perpetuo, una fuerza de impetuosidad irracional y ciega. No es ninguna sorpresa que su emergencia sea más sórdida, más llena de tumulto. El Dios Loco era el producto medio divino y medio humano de la adúltera unión de Zeus con la mujer moral, Sémele. Hera, la esposa de Zeus, enfurecida de celos, no lo podía herir directamente. En cambio, hizo que su amante sospechara que estaba siendo cortejada por un monstruo disfrazado. Sémele no haría el amor con Zeus hasta que éste realmente le probara que era el rey de los dioses. Zeus se le apareció en toda su gloria, con relámpagos y truenos sólo para consumirla en las llamas de sus propios rayos incandes­centes. La pobre Sémele estaba embarazada en ese entonces, y Zeus, a último momento, pudo arrancar al nonato Dionisos del fuego divino de su padre. Se lo cosió en un muslo del que más tarde nació. Dionisos creció como un niño. Cuando brotaba una nueva vid de las que formaban su cuna, él y las

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ninfas que le criaban probaban el fruto del vino. Todos entonaban canciones, bailaban, reían y culminaban en una feliz intoxicación. Hera, aún furiosa e implacable, eventualmente enloqueció a Dionisos y él vagó por el mundo propagando la alegría frenética, la intoxicación con la vida y la locura del abandono creativo. Este Dios Loco llegó a representar la fertilidad sexual y el crecimiento de todos los frutos de la tierra. Los festivales de primavera se celebraban en su honor y él tomaba la forma de una serpiente, un toro, un chivo y estaba simbolizado por un gran falo erecto. Pero también era el violento destructor que venía en forma de fuego, de pantera, de león y de lince. En su mejor forma, «Dionisos sintetizaba y encarnaba la ambivalencia del espíritu salvaje de las emociones humanas: amor y odio, vida y muerte, creación y destrucción, tragedia y comedia. Equilibrada todas estas antítesis».8 Si Apolo aportaba la razón segura, el orden y la objetividad a los griegos, Dionisos brindaba la locura divina de la creatividad inspirada, la libertad del éxtasis bendito y la realidad de la sexualidad lujuriosa. A la gente que inspiraba la lanzaba a la vida de la carne, de la libre expresión, del placer teñido de locura. Más tarde cuando este culto del Dios Loco apareció en Roma, decayó a una celebración orgiástica de libertinaje, en vez de una simple jarana. En estas Bacanales, se reunían los elementos más decadentes para tramar crímenes y conspiraciones políticas. Donde en un tiempo había habido libertad de la opresión de demasiada bondad y orden, ahora sólo había una pura y llana maldad. La comadrona Por fortuna, las virtudes apolíneas no se habían perdido

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del todo. Sócrates, por ejemplo, sentía gran in­clinación a encontrar formas de enseñar el bien a los hombres, en especial por medio de diálogos. En una discusión con Theatetus,9 Sócrates sugiere la metáfora de la comadrona como medio de comunicar exactamente lo que hace cuando está enseñando a los jóvenes. Revela el secreto de que es hijo de una valiente y fornida comadrona llamada Phaenarete y que él mismo es un partero practicante. Sin saber que lo es, la mayoría del mundo lo ve como el más extraño de los mortales... (que) casi enloquece a tos hombres con sus preguntas incesantes. Él señala que Artemisa, la diosa del parto, no es una madre. Esto hace que quienes son sus iguales simpaticen con ella, pero sin embargo ella no honra a las mujeres estériles haciéndolas comadronas. No lo podría hacer «porque la naturaleza humana no puede comprender el misterio de un arte sin experimentarlo». Y de ese modo, por medio de un compromiso, Artemisa asigna el cargo de comadronas a mujeres que son lo bastante viejas como para haber pasado la edad de concebir y criar hijos. Lo mismo le sucede a Sócrates, él mismo dema­siado viejo ya para crear y producir sus propias ideas nuevas. En cambio, es el partero de las ideas de los demás. Es verdad que asiste a hombres y no a mujeres y ellos tienen preñadas las almas y no los cuerpos. Aún así, cree que vale la pena extender esta analogía de la comadrona al maestro. De este modo, descubre que conoce mejor a quien está por conce­bir una idea que a quien no lo está. El triunfo de su arte queda descrito como ocurriendo en su minucioso examen de si el pensamiento que crea la mente del joven es un falso ídolo o si se trata de un parto noble y verdadero. Algunos jóvenes que recurren a él aparentemente no tienen nada en ellos. Es entonces cuando Sócrates debe engatusarles para que se casen con alguien. Es decir, debe conducirles a relaciones que les estimulen la creatividad. No sirve cualquier matrimonio. La comadrona también

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es una astuta Celestina... (que) tiene conocimiento certero de qué uniones son capa­ces de producir una buena cría. Y si un joven preñado de ideas llega a ser discí­pulo de Sócrates, o si queda embarazado de ideas a través de su maestro, entonces, Sócrates, la comadro­na, sabe cómo inducir el parto, cómo producir las contracciones y cómo aliviarlas. La comadrona ayuda en el parto, pero se debe recordar que el hijo no es suyo. De modo que aquellos que conversan con Só­crates se benefician de estar con él. Aún así, él insiste que jamás aprenden nada estando con él. Simplemente, les ayuda a descubrir las ideas que ya crecen dentro de ellos. Por supuesto, se reserva el derecho a examinar el feto y estar al alerta por cualquier señal de deformidad. Entonces, si lo cree oportuno, al igual que la comadrona, puede ahogar el embrión en el útero. Pide que los jóvenes no discutan con él acerca de esos juicios con respecto a sus concepciones, aunque, como él señala, hay algunos que están dispuestos a morderme cuando les privo de una fantasía encantadora. En su mejor momento, Sócrates es la comadrona capacitada que asiste al parto de las ideas de otros hombres. En su peor momento, todo su enfoque pa­rece una falsedad. El ejemplo más claro de esto últi­mo es el diálogo inconvincente en el que Sócrates usa el esclavo de Meno como conejo de Indias condu­ciéndole por un sendero con la intención de demostrar que él ya poseía un conocimiento innato de matemáticas. El lector tiene la impresión de que Só­crates sólo demuestra lo bien que puede manipular a una víctima entregada para hacerle decir lo que él quiere que diga. ¿Qué razón tenemos para creer que la virtud era más heroica o la debilidad menos mala en la antigua Grecia que en cualquier otro momento de la historia humana?

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El monitor La gente de la Grecia antigua y de Roma lucharon, tal como siempre han luchado los hombres, con el problema de vivir en un mundo lleno de desilusiones, de dolor y de sufrimientos. ¿Qué puede hacer un hombre con una vida tan llena de maldad, una vida que él puede controlar tan poco, una vida tan irreversible y tan pasajera? Una de las soluciones propuestas en la antigua Grecia fue la de los epicúreos. Epicuro identificaba el bien con el placer y el dolor con el mal, pero se daba cuenta de que el mero hedonismo a menudo conducía a la larga a más dolor que placer. En cambio propuso que un sabio debía controlar sus deseos, ser sumamente selectivo en los placeres que buscaba y vivir una vida simple y mo­derada. Un conjunto de preceptos muy diferentes y más complejos fue propuesto por los estoicos de Grecia y Roma. La literatura estoica incluye los escritos de varios filósofos (como Epicteto, Marco Aurelio, Séneca y Zeno), que aparecieron en un período que comprende casi quinientos años (dos siglos antes de Cristo hasta el segundo siglo después de Cristo). Las ideas difieren dependiendo de quién las escribe o incluso del sitio donde un estoico determinado llevó a cabo su propia evolución ideológica. Hay ciertos temas centrales en el estoicismo (aunque tengan diferente importancia en diferentes momentos). Los filósofos estoicos urgían que el hom­bre viviera según la naturaleza y que dependiera de la Razón para ayudarle a encontrar su sitio en esa naturaleza. Decían que cada uno debía aceptar las cosas tal como le venían. Un hombre puede tratar de cambiar aquellas cosas que él tiene el poder de cambiar, pero la Razón le dice que la mayoría de los eventos por los que debe pasar un hombre son deter­minaciones inmutables de un estado de la natura­ leza ordenado racionalmente. Si algún acontecimiento

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parece maléfico, sólo parece ser así porque el hombre no es lo bastante sabio para comprender cuál es su lugar en el orden natural del mundo. En cualquier caso, nada se puede hacer al respecto. Simplemente no tiene sentido preocuparse de asuntos que no podemos de ninguna manera influenciar de un modo u otro. Los estoicos trataron de enseñar ideas útiles para vivir una vida feliz y constructiva sin ser destruidos por el mundo. Y a diferencia de los epicúreos que tendían a precisar el alejamiento del mundo y llevar una vida simple, los estoicos re­querían una participación activa en la vida política y social de la comunidad. Alentaban a que la gente se involucrara de forma eficaz con sus semejantes, pero sólo como una hermandad humana desinteresada y desapasionada. Este desapasionamiento es crucial para la actitud estoica frente a las muchas desilusiones, frustraciones, pérdidas y traiciones de la vida. La emoción debe ceder paso a un dominio de la voluntad. El auto­control de proporciones heroicas es el meollo del que depende la aceptación estoica de la vida. Pero, ¿cómo puede un hombre vivir una vida que no está dominada por la añoranza, la pena o la furia? Si un hombre es débil, puede necesitar a alguien que le guíe. Ciertamente, incluso un hombre fuerte puede necesitar de una dirección en las primeras etapas de la evolución de su carácter moral. No cabe duda de que cualquier hombre es a veces descuida­do, y en esos momentos, necesita de un guardián que le llame la atención acerca de lo que se ha olvidado. Y hasta los hombres mejores y más sabios pueden necesitar consejo y apoyo cuando se enfrentan a las tentaciones o cuando les acontecen grandes pérdidas.10 Lo que se necesita es un monitor, un consejero que estipule los preceptos que deben guiar a los demás. Durante el primer siglo a. de C., vivía un hombre así en

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Roma, un filósofo estoico llamado Lucio Annaeus Séneca. Daba consejos a los demás en forma de cartas y ensayos morales. Se originaban como palabras personales de consejo, de elogio o crítica, de exhortación y consuelo, y estaban dirigidas a parien­ tes y amigos. Más tarde, algunos de estos pensamien­tos se extendieron en tratados más filosóficos. Parte de los consejos generales que ofreció el monitor Séneca se pueden encontrar en su ensayo Sobre la Providencia. No esconde que prácticamente el hombre sólo vive contratiempos y penurias, ya que debe subir y bajar las cuestas, ser oprimido y guiar su barco por aguas turbulentas; debe mantener su curso pese al destino. Caerá sobre él mucho que es áspero, mucho que es duro, pero él deberá pulir lo primero, suavizar lo segundo.11 ¿Puede un hombre protegerse aspirando a la virtud? No es una pregunta muy simple: ¿Por qué... a veces permite Dios que el mal caiga sobre hombres buenos? Seguramente, no lo hace... (El) les mantiene alejados del crimen, los malos consejos y de proyectos en pos del orgullo, la lujuria ciega y la avaricia... (Es verdad que incluso) los buenos pierden a sus hijos... son exiliados... y asesinados... ¿Por qué sufrén ciertos males? ¿Enseñarán ellos a otros a soportar esos males...?12 Lo único que puede hacer un hombre justo es «ofrecerse al Destino». Hasta los justos exageran la muerte, el fin del sufrimiento, algo que puede acaecer de forma tan rápida. No sólo la muerte no debe ser temida, hasta puede ser bien recibida. De hecho, si un hombre sabe cómo morir, el destino no tiene poder sobre él. Así, el suicidio se vuelve una forma deseable de superar situaciones que son absolutamente intolerables (situaciones como la esclavitud). Séneca escribe sobre los otros temas estoicos como borrar la furia de la mente, responder con misericordia,

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el significado del dar y el recibir y lo breve de la vida. Lo importante es poder vivirla en vez de sentarse y lamentarse. Como Monitor del espíritu, la función más vivida para Séneca es la de dar ánimos al afligido. Su literatura de consolación consiste en consuelos y consejos dirigidos a personas determinadas, pero también pensados para todos los demás. Por ejemplo, escribe, un ensayo de consuelo a Murcia, una romana cuyo padre se ha suicidado como acto de rebeldía política, y quien también ha sufrido la muerte de sus otros cuatro hijos. Otro ensayo de consuelo está dirigido a Polibio, un admirador funcionario romano que ha sufrido la pérdida de un hermano. El tercero de los consuelos de Séneca tiene como destinatario a su propia madre, Helvia, en un esfuerzo por consolarla de que él mismo está exiliado en Córcega. El enfoque de Séneca es meditado, considerado, incluso tierno, como cuando le dice a Helvia que espera que aunque no puedo detener tu llanto, al menos te he secado las lágrimas.13 Al mismo tiempo, pone de manifiesto la severidad del Monitor Estoico cuando señala: Alguno dirá: «¿Qué clase de consuelo es este, recordar males que están borrados, y poner la mente, cuando apenas puede soportar una pena más, a la vista de todos sus males?»... mi propósito no es curar con medidas suaves, sino cauterizar y extirpar Pacientemente intenta llevar al sufriente a través de todas las alternativas que suministra la Razón. Ayuda a quien consuela a ver que nada es duradero; muy pocas siquiera duran largo tiempo.15 Además, señala cómo todo podría haber sido peor. Ofrece ejemplos de las diferentes maneras en que la gente ha reaccionado ante las pérdidas y los resultados exactos que ha habido. Engatusa, coerciona, apoya y acosa. No obstante, resulta irónico que quizá la función más

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significativa que lleva a cabo es que escribe extensamente acerca de los que están sufriendo y transporta al sufriente a través de toda la experiencia en profundidad. Aunque pueda sugerir que el dolor no puede ser superado, debe ser escondido, aún así, se­ñala que compartir el dolor con muchos ya es en sí mismo una forma de consuelo.16 Y aunque pone de manifiesto que la vida es demasiado breve como para malgastarla en el dolor, asimismo asegura al sufriente que su objetivo es ayudarle a «conquistar», no a «paliar» su tristeza y dolor. De esta manera, la actitud estoica puede ser sumamente útil cuando no se puede hacer nada más. Sin embargo, esta misma aceptación de que todo lo que sucede es una determinación de la naturaleza promueve la aceptación de males evitables. Y también, el intento de evitar situaciones que tal vez conduzcan a la desilusión y a fuertes sentimientos de pena puede hacer que el hombre evite los riesgos que conducen a la aventura, la libertad y la alegría.

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9. Metáforas del Renacimiento Por lo general, se dice que el Renacimiento empezó en Italia en 1300 y luego se extendió hacia el norte europeo llegando a Inglaterra en el siglo xvii. Por supuesto, al igual que otras categorías históricas, es un invento académico con la intención de dar una apariencia de orden a la corriente tercamente incontrolable de la historia. Y del mismo modo que sucede con otras convenciones conceptuales arbitrarias, sólo es útil mientras no la confundamos con la realidad. Por tanto, resulta importante comprender más allá de cualquier fenómeno que le atribuyamos, el Renaci­miento empieza antes y se extiende después de esta arbitraria clasificación temporal. Aún así, ¿qué es lo que se entiende por Renacimien­to? Se trata de un período de renovación del conoci­miento y las artes después de otro llamado Medioevo durante el cual esas producciones humanas supues­tamente habían desaparecido. No cabe duda de que esta categoría histórica es bastante arbitraria y con­f usa. De cualquier modo, había algo en el ambiente y ciertamente los tiempos estaban cambiando (aun­que no tan discretamente). Durante la Edad Media, los hombres vivían en un mundo severamente ordenado, gobernado por Dios, dominado por la simbología cristiana, administrado por una única Madre Iglesia y reprimido por los señores feudales. Europa era el mundo, la tierra era el centro del universo y lo que creían esos hombres era cierto. El redescubrimiento de los clásicos durante el Renacimiento probaría ser de capital importancia para el cambio de este orden. De forma creciente, la tra­ducción y el estudio de los escritos griegos y romanos, olvidados durante largo tiempo, se convirtieron en una fuente de renovación y de asombro. En la pintura, la escultura y la literatura renacentistas, el descubrimiento de los

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personajes, ideas y símbolos clásicos empezó a producirse con una frecuencia cada vez más in­tensa. En sí mismo, este fenómeno habría producido nuevas formas de ver el mundo, pero había algo más sutil involucrado en el proceso. En nombre de la belleza, los símbolos clásicos aparecieron al lado de imágenes cristianas hasta ese momento incuestionadas, y ni los símbolos ni las imágenes fueron tratados como si unos fueran más importante que los otros. Cuando Venus y Cristo son igualmente válidos. Cristo ha per­dido su autoridad absoluta. En este período, la Refor­ma desafió formalmente la autoridad y la legitimidad de la iglesia católica. Un hombre de esa época tenía que ver desmoronar toda su visión de la vida, que experimentar un colap­so mental. El Renacimiento sería una edad de curiosidad y aventura. Aparte de que el renacimiento de los clásicos hiciera más ambiguos los límites que separaban lo religioso, lo artístico y lo literario, los exploradores entonces descubrieron tierras allende los océanos infinitos. No sólo los mares dejaron de ser barreras infranqueables, sino que el mismo mundo dejó de ser plano y se volvió redondo. La tierra no era el centro del universo ni alrededor de ella giraban el sol y los planetas, sino que en realidad esta esfera tenía que girar en derredor del sol. El telescopio demostró que ni siquiera las fieles estrellas habían sido lo suficientemente conocidas como para confiar en ellas. El desarrollo de la ciencia también sirvió para demitificar el mundo de Dios. La explicación sobrenatural empezó a ceder paso a la concepción naturalista, una concepción que se pudo percibir directamente y sin interferencias en la perspectiva realista y la anatomía del dibujo renacentista. Asimismo, se produjeron cambios sociales y políticos que ofrecieron un apoyo práctico a la cambiante cosmología. Los pequeños mundos del feudalismo

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empezaron a consolidarse en poderosos gobiernos nacionales dirigidos por reyes. En el mismo período, una nueva clase media de comerciantes y banqueros empezaba a llegar al poder. Anteriormente, el hombre sabía dónde estaba, cómo era el mundo y dónde terminaba. Ahora los cimientos se desmoronaban y algunas de las estructuras habían caído. Ninguna importancia tenía el sitio de uno mis­mo en el mundo de Dios; ahora lo que contaba era el hombre y específicamente, el individuo. ¿Qué se po­día hacer? «Haz lo que te plazca,» se convirtió en el lema. Todas las apuestas anteriores habían perdido. No había más garantías. Era un tiempo de libertad, libertad de buscar la belleza y libertad de desarrollar­se en todas direcciones. Al mismo tiempo, era un tiem­po de profunda incertidumbre y graves tumultos. ¿A quién se podía recurrir en busca de consejo? Estudie­mos a algunos de los hombres que mediante sus escritos sirvieron como guías al hombre del Renacimiento. Los tres representantes que he elegido son: 1) Niccolo di Bernardo dei Machiavelli (1469-1527), consejero de las artes del Zorro y del León; 2) Baldesar Castiglione (1478-1529), Instructor en buenos modales; y 3) Michel de Montaigne (1533-1592), ensayista del ser. Pero hay un hombre que nos ha legado más leyenda que historia, más modelos míticos que enseñanzas: 4) Phillipus Aurelius Thephrastus Bombast von Hohenheim, conocido como Paracelso (1490-1541), el Mago. El consejero en las artes del zorro y el león Niccolo di Bernardo dei Machiavelli, tenía profunda conciencia de la incertidumbre que vivía el hombre del Renacimiento. Ahora que el mundo era natural, y por ende, indefinido, sólo era cognocible imperfectamente. Ya no se podía depender más de satisfacer a un Dios que

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todo lo sabía y todo lo podía. En cambio, el hombre estaba más involucrado en su propia ignorancia y su propia indefensión. Maquiavelo denominó fortuna a esta nueva imprevisibilidad del mundo natural, con lo que quiso decir oportunidad, capricho, circunstancia imprevistamente cambiante. Temeroso de poder ofender a la poderosa iglesia (eventualmente le sucedió), hizo lugar para Dios cuando dijo que los acontecimientos del mundo están así gobernados por la fortuna o por Dios y los prudentes no pueden cambiarlos, y... por el contrario, no hay el menor remedio.1 Empero, no desesperaba porque creía que la fortuna sólo gobierna la mitad de los actos humanos mientras que la otra mitad queda en manos del mismo hombre. Esta última parte depende de la virtú del hombre, con lo que Maquiavelo quería significar su capacidad. Pero, ¿cómo debe usarse esta capacidad, con precaución o con osadía? Dependiendo de las circunstancias, a veces funciona de un modo, a veces de otro. Pero en suma, Maquiavelo cree que «es mejor ser impetuoso que precavido ya que la fortuna es una mujer y es necesaria. Si queréis dominarla, conquistadla por la fuerza; y podréis ver que se deja conquistar más por el osado que por aquellos que obran fríamente».2 La mayoría de las conjeturas y consejos que ofreció Maquiavelo en sus escritos acentuaban lo público en detrimento de lo privado. Aun así, por implicación hay mucho material útil para guiar la vida privada del hombre del Renacimiento en esos tiempos de grandes cambios. Maquiavelo era un diplomático florentino fascinado por el fenómeno del poder y a veces se le considera el padre del poder político. Por supuesto, no inventó él la motivación del poder, pero fue un astuto observador de su funcionamiento. No obstan­te, se le ha llegado a conocer como un cínico satá­nico cuyo nombre produce escalofríos. Hoy día, un hombre que manipula fríamente

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a los demás es cali­ficado de maquiavélico. Tal vez parte de nuestra condena y repudio de Maquiavelo tiene que ver con nuestra indisposición a aceptarnos como los seres sedientos de poder que él sugiere que somos. Sin duda reconoce ideales y ética, pero señala claramente que los «hombres, ya sea en política, en negocios o en su vida privada, no actúan según sus profesiones de fe».3 No cree en las antiguas imágenes de un orden cosmológico y moral. Ve al hombre en contradicción con el universo, como un ser «irredentamente incontinente, absolutamente deseoso e infinitamente ambicioso».4 De esta manera antisentimental y dura, Maquiavelo hace todo lo que puede por enfrentarse a la realidad de las motivaciones humanas mientras intenta comprender al hombre. Representa sus ideas en forma de discusiones instructivas y sus obras más conocidas son El príncipe y Los discursos. Típicamente* una sección empieza con la enunciación de una tesis determinada. Entonces esto es seguido por documentación histórica de apoyo a su contención. Este enfoque constituye una versión humanista de una tradición literaria que se remonta a la Edad Media. Originalmente se trataba de escritos religiosos llamados exempla que describían ciertos tipos de comportamiento virtuoso ofrecidos como ejemplos a imitar. Ahora bien, ¿qué fue lo que Maquiavelo le enseñó al hombre del Renacimiento acerca de la naturaleza de la interacción humana y de cómo conseguir lo que se desea? Lo enuncia con la mayor claridad cuando escribe: Creo que es verdad que rara vez un hombre asciende de un rango inferior a otro superior sin emplear la fuerza o el engaño... Un príncipe que quiere lograr grandes cosas debe aprender a engañar... Tampoco creo que jamás haya

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habido un hombre de humilde condición que llegara al gran poder empleando únicamente la fuerza bruta; pero hay muchos que han obtenido el éxito únicamente por medio del engaño...5 El consejo que brinda al príncipe es asimismo un consejo a todos los hombres. Dice que todo hombre debería aprender a imitar al zorro y al león, porque el león no puede protegerse de las trampas y el zorro no puede prote­gerse de los lobos. Por tanto, se debe ser un zorro para reconocer las trampas y un león para atemorizar los lobos... Si todos los hombres fueran buenos, este precepto no seria bueno, pero como son malos y no observarán las normas contigo, tú no estás obligado a guardar las normas con ellos...; quienes mejor han podido imitar al zorro, más han triunfado. Pero resulta necesario ser capaz de ocultar bien el carácter... (y) quien engaña siempre encontrará quienes se dejan engañar.6 Todo esto puede parecer abrumadoramente cruel y cínico. Sin embargo, es importante comprender que si Maquiavelo pensaba que el mayor problema de la sociedad era el interés inescrupuloso, también creía que tenía en su poder el germen de su solución. Después de todo, la supervivencia del hombre depende de algún modo de limitar y renunciar a la gratificación inmediata de sus necesidades. Es en el propio interés del hombre enunciar la necesidad de conservar un estado duradero que funcione para restringir esos impulsos. Por tanto, cuando Maquiavelo escribe de «en­ gaño», no quiere decir únicamente una deliberada decepción. En cambio, también incluía las ilusiones y los convencionalismos que cree necesarios para conservar y regular el Estado. Unicamente entonces puede sobrevivir la cultura. Pese a las respuestas posteriores que tuvieron los escritos de Maquiavelo denunciándolos como

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inescrupulosa manipulación, no se produjo ningún escándalo moral cuando vieron la luz. Unicamente los padres de la iglesia empezaron a ver amenazada su posición por la cualidad potencialmente revolucionaria de la obra y entonces, le contraatacaron. Sólo entonces fue condenado por la Inquisición y se vio obligado a renunciar a su cargo. A menudo se ha ignorado la dedicación de Maquiavelo a conservar una sociedad duradera. Ahora cualquiera que le use como guía, lo más posible es que se dedique simplemente a liquidar a cualquiera que se le ponga por el camino. La obra de Maquiavelo sirvió como guía de acción política; fue una gramática del poder para el hombre del Renacimiento. El libro del cortesano, de Baldesar Cástiglione, fue un manual para moverse en el mundo social, una gramática de la conducta. La obra de Castiglione es un volumen de conversaciones sociales y entretenidas que tienen lugar entre los miembros de la Corte de Urbino. Es una corte ficticia, idealizada, una visión nostálgica de ideas medievales de caballe­ ría y refinamiento. Para el hombre del Renacimiento a la deriva en un mundo de normas inciertas, El libro del cortesano llegaría a ser un libro de buenos modales, de educa­ción y buena crianza. Por supuesto, el analfabeto común no tuvo contacto directo con esta obra, pero las normas impuestas por los «caballeros» y la élite del poder tuvieron todos los efectos indirectos que tienen en cualquier época. Castiglione intentó llevar los modales a un nivel de «moral menor» hasta un punto en que no hubiera distinción entre lo hermoso y lo ético. No sólo no habría separación entre lo bueno y lo hermoso, sino que el mismo ser debía ser considerado como una obra de arte. El papel del cortesano es perfeccionarse a sí mismo dentro de una sociedad pequeña y perfecta. Castiglione proponía que había atributos y actitu­des

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especiales que marcan el ideal cortesano.7 Por empezar, lo que busca un hombre es el desarrollo armonioso de todo su ser. No puede haber virtuosismo ni pericia a expensas de dejar sin desarrollar cualquier función importante. Puede necesitarse disciplina y concentración para hacer una cosa bastante bien, pero se necesita suprimir alguna otra parte de un hombre para que logre hacer algo de forma brillante. El cortesano debe buscar la maestría sin exagerar el desarrollo. Castiglione estaba a favor de un espíritu «aficionado» con el cual podría llegar a ser necesario sacrificar la eficacia de la acción en aras de un refinamiento de los sentimientos. Otra característica importante del cortesano perfecto es la gravita, una especie de serena dignidad. Debe poseer un porte «sin arte» y natural, un aire majestuoso que es casual, casi fortuito. Esta actitud impregnará cada uno de sus gestos y hasta se puede llegar a comprobar en el atuendo que ha elegido como vestimenta. La característica más importante del cortesano perfecto, y quizá la más difícil de definir, es la grazia. No es una cualidad que se pueda elaborar en cualquier persona. Se debe poseer de antemano su germen si se quiere aprenderla. La gracia es una especie de encanto que brota del buen juicio de la clase y características que se dan en una persona cuyas diferentes partes están en un estado de verdadera armonía. Es una entrega sin esfuerzo de sí mismo a todo lo que se hace. Todo esto puede sonar como monumentalmente aristocrático cuando está presentado fuera del contexto en que se produjo. Las conversaciones cortesanas del Libro del cortesano empiezan con las damas y los ca­balleros de la Corte de Urbio disponiéndose a divertirse (de una manera en la que Castiglione espera que se diviertan e instruyan sus lectores). En vez de escribir una serie de sermones o conferencias, el instructor de buenos modales reúne a sus personajes para que traten de decidir acerca de

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unos juegos. El primer juego propuesto podría llamarse «la locura de todo hombre».8 Debido a que es mucho más fácil ver el error del vecino que el propio, un personaje propone que cada uno conteste la siguiente pregunta, «Si yo estuviera claramente loco, ¿cuál es el tipo de locura que más tendería a demostrar y en qué conexión si me atengo a las locuritas que hago cada día?». De esta manera los miembros de la corte desarrollan una conciencia de sí mismos y de las varias clases de posibilidades humanas. Parte de esta exploración caracterológica implica el desarrollo de actitudes y comportamientos ideales. Esta búsqueda da comienzo en un juego que podría llamarse «El perfecto cortesano».9 En esta parte, descubrimos que Castiglione no está interesado simplemente en una élite aristocrática, por un lado, y una masa desahuciada de patanes, por el otro. Un personaje señala «que entre la gracia suprema y la locura absurda debe de haber un camino intermedio, y que aquellos que no están perfectamente dotados por la naturaleza, pueden, con esfuerzos y cuidados, pulir y en gran parte corregir sus defectos naturales». En suma, el instructor de buenos modales resulta estar profundamente interesado en el autodesarrollo y en que los hombres deben moverse hacia la moderación, el equilibrio racional y la flexibilidad. Un hombre debe ser un agente ético, pero lo debe ser dentro de un sentido de lo hermoso y con un estilo intensa­mente personal. Por desgracia, este idealismo estético decayó en una especie de egoísmo y esnobismo. El ideal del desarrollo del ser como obra de arte dedicada a la armonía y la moderación se convirtió en la base de un diletantismo vacío y superficial. El ensayista del ser Anteriormente, sugerí que el hombre renacentista. vivía

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un tiempo de excitación a costa de incertidumbres, de libertad sin el apoyo confiable de los valores absolutos de la Edad Media y de horizontes sin límites para viajes aún por realizar. La obra de Maquiavelo podría decirse que le proveyó una guía para la acción política. El libro de los cortesanos de Castiglione ofreció normas de conducta social. Pero para ayuda en términos de conocer y evaluar su propia persona, tuvo que esperar la aparición de los Ensayos de Michel de Montaigne. En la Edad Media, le hubiera parecido una locura total al hombre medio (como decía ser Montaigne) pasarse la vida examinando sus propias experiencias. Y de haberlo hecho ese hombre común, ciertamente no habría tenido la arrogancia de presumir que semejante exploración de sí mismo podría resultar de algún interés a otra persona. El cuestionamiento renacen- lista de la autoridad absoluta y el incremento del valor del individuo sirvieron como un medio más idóneo y, a su vez, la obra de Montaigne expandió aún más estos parámetros. Montaigne estaba bien versado en los clásicos, pero no puso por encima de su propia experiencia la ense­ñanza de ningún maestro. El ser y el examen de sus experiencias cotidianas son la piedra fundamental y el meollo de su pensamiento: Prefiero estar bien versado en mi mismo que en Cicerón. En la experiencia que tengo de mí mismo encuentro lo suficiente para alcanzar la sabiduría si yo fuera un buen estudioso. La vida de César no tiene más lecciones para nosotros que la nuestra, y ya se trate de la vida de un emperador o de un hombre común, aún es una vida sujeta a todos los accidentes humanos. Escuchémosla: nos decimos a nosotros mismos todo lo que básicamente necesitamos.10

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Montaigne señala que cada uno es tan mortal como el otro, sea cual sea nuestra situación en la vida. Nadie es una excepción. A menos que nos obnuvilen nuestras propias idealizaciones, nota muy vividamente que «tanto reyes como filósofos defecan; y lo mismo las damas».11 En términos menos escatológicos, «ningún hombre está libre de decir tonterías».12 En general, no tiene sentido volver los ojos a la autoridad cuando se busca la verdad. Uno debe mirar­se a sí mismo. El lema de cada hombre debiera ser, «¿Qué es lo que sé?». Y esto se debe tratar de contestar sin esperanza de una respuesta definitiva. Crear un sistema racional de respuestas puede ofrecer cierta coherencia, pero un sistema así siempre violenta la experiencia. Cuando Montaigne enfoca su atención en el ser, no es de ninguna manera asunto de enfocarla en los aspectos más elevados del ser interior. Más bien se ocupa de toda la vida, momento a momento. Contempla las experiencias cotidianas, las impresiones sensoriales, las descripciones de cómo vive su casa, sus actividades, su cuerpo y sus funciones. Al examinar las propias experiencias y las formas de reacción, un hombre llega a descubrir en sí mismo una «forma-maestra», un patrón central de personalidad individual. Montaigne proporciona en su propia búsqueda personal una guía para semejante exploración. Alienta a los demás a descubrir las asombrosas verdades individuales en el curso de un intenso viaje personal hacia el ser. Sin embargo, él también está profundamente inte­ resado en las visiones universales que se pueden hallar con respecto a lo que en el ser es simplemente más humano. Tiene esperanza de esas recompensas por­que cree que «todo hombre conlleva la forma íntegra de la naturaleza humana».13 Todo hombre está atrapado en su propia biología y la tela de la vida de cada hombre está entretejida

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en parte por lo trivial, lo cotidiano, lo humano. Al acentuar este examen de la propia conciencia, Montaigne no está presentando un caso a favor de lo contemplativo sobre lo activo. Más bien recalca la necesidad de todo hombre de comprometerse en una reflexión solitaria. Incluso en medio de la vida más activa, un hombre debe tener los pensamientos íntimos que son un prerrequisito al juicio independiente. Una parte del ser de cada hombre debe estar libre de la mirada de los demás. Una parte del ser debe ser absolutamente propia. No hay ninguna exclusión amarga y resentida de los demás, sino una alegre celebración del propio ser especial. «Es una perfección absoluta y algo divina el que un hombre sepa cómo disfrutar correctamente de su propio ser. Buscamos otras condiciones porque no comprendemos el uso de la propia, y nos salimos de nosotros mismos porque no conocemos nuestro interior.» 14 Montaigne demostró gran desdén por los sistemas dogmáticos que gobernaban aquellas partes de la vida que podían contradecir esas tesis. Y valoraba tanto lo que era fundamentalmente humano que detestaba cualquier autoridad que separara a los hombres y les hiciera intrínsecamente diferentes entre sí. No obstante, con los años su propio nombre fue usado para apoyar un hiperindividualismo egocéntrico, una postura tan contemplativa y centrada en sí misma que era totalmente apolítica, un humanismo entonces vacío de preocupación por los demás hombres. El Magus El Magus del Renacimiento no fue ni mago ni hechicero. Era un hombre de espíritu y un curador que no practicó los milagros ni la magia, blanca o negra. Sólo utilizaba las fuerzas ocultas de la naturaleza y al igual que un

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intenso doctor Fausto, inspirado luego en él, el Magus estuvo tentado en vender su propia alma para obtener los secretos del universo. Así era el Magus, nacido como Phillipus Aurelius Theophrastus Bombast von Hohenheim y conocido en toda la Europa renacentista como Paracelso. Este hombre fue un médico itinerante y sin credenciales. No es tanto su obra o sus enseñanzas las que sirven como metáfora al psicoterapeuta, sino más bien el cómo previo lo que se debía aprender, cómo se lo debía adquirir y poner en práctica. La mayor parte de sus enseñanzas son un conglomerado de teología, superstición, conceptos médicos primitivos (a menudo falaces) y una predisposición a moralizar. Parte de su obra consiste en el estudio, la enseñanza y la práctica independiente de la medicina. Pero también fue un «astrólogo, un adivino, un hechicero, un alquimista, un fabricante de amuletos y de sellos mágicos, etcétera, etcétera».15 Entonces, ¿qué nos puede ofrecer? Nos da una nueva concepción del papel del curador. Ve a Dios y la naturaleza fusionados en el hombre; y la práctica médica es una función sacerdotal que media entre Dios y el paciente. Sin embargo, el médico sigue siendo una entidad independiente ya que «cuando Dios quiere curar a un paciente, no obra un milagro, sino que envía a un médico».16 En parte, es la eficacia de la personalidad del médico, su «palabra curativa», lo que importa. La ocupación del médico es la aflicción del hombre, tanto espiritual como física. El significado más elevado de la medicina es el amor. A lo largo de su carrera, Paracelso estuvo en guerra con las autoridades. Tenía la desconfianza renacentista en la autoridad absoluta, pero su rebeldía era más profunda que eso. Creía que nadie es demasiado insignificante como para que los demás no puedan apren­der algo de esa

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persona. Tampoco rechazaba a priori a las autoridades reconocidas. Incluso aconsejaba a los candidatos a médicos que estudiaran todo libro existente de medicina. Sin embargo, si un hombre debía aprender algo, debía salir al mundo y observar las cosas por sí mis­mo. Los maestros a menudo tienen más ganas de es­conder sus propios errores que de luchar en pos de la verdad, son más ansiosos por proteger sus reputacio­nes que poner todo al servicio de las necesidades de sus pacientes, sea cual sea el costo personal. En consecuencia, el Magus aconsejaba que no se debían dejar intimidar por el hecho de ser diferentes al buscar al maestro en la naturaleza. Les dice a los jóvenes aspirantes a médicos, «Los pacientes son vuestro libro de texto; la cama del enfermo es vuestro estudio».17 Para aprender, un hombre debe viajar por el mundo con los ojos abiertos tanto al exterior como al interior, listo para enfrentarse con los límites de su propia alma. Aconseja que «ningún maestro de hombres crece en su propia casa, ni nadie ha encontrado a su maestro tras la estufa».18 Por supuesto fue criticado, creó resentimientos, fue incluso perseguido por aquellos que ya habían descubierto la verdad, hecho sus reputaciones y perdido más vidas de pacientes de las que tendrían que haber perdido. Pero Paracelso, el Magus, estaba demasiado seguro de sí mismo para ser contemporizador o apologético. La arrogancia de su fe en sí mismo queda en claro en este mensaje a sus críticos y perseguidores: «Incluso en el rincón más remoto no habrá ninguno de vosotros en quien los perros no orinen».19 Lo que recomendaba a quienes enseñarían era que también practicaran. Un maestro debe enseñar tanto con sus manos como con sus palabras. Pero no todo puede enseñarse directamente y el alumno sólo puede convertirse en médico aprendiendo «lo que es inefable, invisible e inmaterial, y sin embargo, eficaz».20 En parte, Paracelso creía que había algunas verdades que no serían aceptadas

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y que algunos voceros de esas verdades podrían incluso llegar a ser destruidos por el poderoso y el ignorante. No obstante, sus precauciones al respecto no fueron simplemente prácticas. Además, comprendía que algunas comprensiones no pueden ser reducidas a declaraciones simples y concretas. Algunas verdades deben ser formuladas de manera que obliguen al oyente a darles algo de sí mismo en caso que comprenda. Paracelso nos dice (en especial a quienes vamos a guiar a otros): «Ningún magus... debe decir... la verdad desnuda. Debe usar imágenes, alegorías, figuras, palabras maravillosas o alguna otra forma oculta o tangencial».21

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1O. Metáforas de cuentos infantiles Un niño muy pequeño siempre es sí mismo y forma parte naturalmente del mundo que le rodea. Tiene muchas preguntas que hacer sobre el mundo: ¿Cómo se llama? ¿Cómo funciona? ¿Quién lo hizo? Pero fundamentalmente vive en el mundo, éste le excita, le asombra, le golpea. Sabe que él es quien grita o ríe o llora cuando reacciona, quien puede o no hacer ciertas cosas, quien siente lo que los demás le hacen y que también les puede hacer sentir cosas a los demás. De modo que vive en el mundo y hay mucho en él que no comprende, cosas por las que siente curiosidad o temor. Sin embargo, jamás de alguna manera retro­cede y pregunta, «¿De qué se trata?». Parece vivir en estado de gracia cuando se refiere a asuntos del espíritu. Totalmente implicado en vivir su vida, no tiene el tiempo ni la perspectiva con que luchar en problemas de identidad o propósitos o significados de todo lo que le rodea. Si se le acaricia con ternura, sonríe; si se le casti­ga, llora; si se le brinda a su predisposición positiva alguna burbuja brillante y saltarina de vida, con toda seguridad se acercará a ella con naturalidad y libertad. Se puede contar con que responda de inmediato al aquí y ahora del momento, pero jamás se detendrá a preguntarse, «¿Quién soy?», «¿Cuál es el sentido de mi vida?», «¿Cuál es mi propósito en este mundo superpoblado?». Hasta que el niño es adolescente, no se empieza a formular estas preguntas. La época fascinante, aterrorizadora, de altibajos y de transición en que un niño se convierte en un adulto es el momento en que aparecen las preguntas espirituales. Se pierde la inocencia de la infancia cuando se vive en el mundo, cuando uno es simplemente parte del mismo y todo parece ser tal como es; cuando lo único que hay que hacer es estar allí.

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De súbito, uno mira a su vida y ya no hay nada que sea simple. Las respuestas de los adultos pueden no ser correctas o pueden no ser apropiadas para un caso determinado. «Dejad que me mire a mí mismo», dice uno; «dejadme ver cómo me siento. Dejadme intentar comprender de modo de poder vivir una vida que tenga sentido para mí; que me haga sentir de la mejor manera lo que yo soy en este mundo y cuál es mi lugar en él». La adolescencia es un tiempo de búsque­da de los propios interrogantes. Esta búsqueda espiritual no comienza hasta la adolescencia. Tal vez por esa razón, los guías espirituales no aparecen en los cuentos infantiles. En cambio, por lo general encontramos magos que satisfacen los deseos de los personajes buenos y castigan a los malos. Los personajes que conceden deseos y rescatan de los peligros (como el Hada Madrina en la Cenicienta y el hombre del bosque en Caperucita Roja) rara vez requieren una comprensión del héroe (con quien se identifica el niño). Tal vez sea esta misma simplicidad espontánea, tan apropiada para el mundo infantil, la que es tan aburrida para el adulto que lee o cuenta una y otra vez las historias a los niños. Pienso en unas contadas excepciones, unas pocas historias con personajes preferidos por los niños y que, sin embargo, cuyos problemas tocan fibras conocidas al adulto que lee la historia. Tínicamente en los cuentos infantiles de esta categoría los personajes se meten en problemas debido al modo que enfocan la vida en vez de que algún malvado les eche un encantamiento. Y únicamente en los cuentos infan­ tiles como éstos encontramos al guía, al curador que puede servir como metáfora al psicoterapeuta. Los dos ejemplos que analizaremos son las narraciones Winnie- the-Pooh de A. A. Milne y El mago de Oz, de L. Frank Baum.

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El Amigo Sabio Los cuentos de Winnie-the-Pooh originaron unas historias escritas por Alan Alexander Milne para complacer a su hijito Christopher Robín Milne. El mismo Christopher es el Amigo Sabio de los cuentos. Los otros personajes son sus propios juguetes en forma de animales que la amorosa imaginación de su padre trae a la vida de forma deliciosa. Cada uno de estos personajes tiene una personalidad muy definida, que típicamente representa alguna flaqueza humana. El personaje central, Winnie-the-Pooh es un «oso de muy poco seso», que no piensa las cosas con claridad. Evita la realidad desagradable todo lo que puede. En cambio, se concentra en «si no será hora de alguna cosita» (como un poco de miel o leche condensada o pan). Por otro lado, Eeyore, el viejo asno gris, se pasa demasiado tiempo pensando sobre todas las cosas terribles que le pueden acontecer. Trata de descubrirlas por adelantado y casi nunca se divierte. A su manera tristona, siempre se está preguntando, «¿Por qué?» y «¿Por qué razón?» y «¿Hasta cuándo?». Está tan lleno de dudas que a veces le parece que hace mucho tiempo que no ha sentido otra cosa. A menudo, el conejo es utilizado por todos sus «Amigos y Relaciones» porque es demasiado amable para decir que no. Tigger, el pequeño tigre saltarín es exactamente lo opuesto. Es destructivamente impaciente en su busca de satisfacciones personales. A fin de «descubrir lo que les gusta a los tigres», siempre está molestando a los demás personajes. Esta conducta agresiva se concentra en el Piglet, el cerdito que tiene miedo de casi todo. Por supuesto, Piglet simula que no está nada molesto, como cuando «para demostrar que no tenía miedo, pegó uno o dos saltos haciendo una especie de ejercicio».1 Son justamente estas características de personalidad, todas estas flaquezas humanas, las que con fre­cuencia

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meten en problemas a los personajes. Y cuan­do están con problemas, normalmente recurren a su Amigo Sabio, Christopher Robín. Este amigo sabio es un niño paciente, comprensivo y cariñoso. Lo que es más, Christopher Robín tiene una perspectiva de la realidad de la que carecen los otros. A menudo es el único que ve las cosas tal como son. Por ejemplo, en un momento Winnie-the-Pooh vagabundeaba quizás a la pesca de alguna Cosita cuando encontró unas huellas de garras. Pooh hizo que Piglet le acompañara (para demostrar que no tenía miedo alguno). Juntos dieron vueltas y vueltas en derredor de un inmenso árbol siguiendo la huella de lo que podían ser «Animales Hostiles». Piglet lo hizo porque estaba seguro que lo que aparecería sería un inofensivo animalito. Pero a medida que los heroicos cazadores daban más vueltas al árbol, cada vez había más rastros de animales. Por último, vieron a su Amigo Sabio, Christopher Robín en lo alto de una rama de un inmenso roble. Bajó a hablar con ellos de su problema: —Oso viejo y tonto —dijo—, ¿qué estás haciendo? Primero diste dos vueltas solo alrededor del árbol y luego Piglet vino a tu lado y volvisteis a dar vueltas juntos, y ahora das una cuarta vuelta... —Espera un momento —dijo Winnie-the-Pooh levantando una garra. Tomó asiento y pensó de la forma más pensativa que podía pensar. Luego puso una de sus garras sobre la huella... y entonces se rascó la nariz y se puso en pie. —Sí —dijo Winnie-the-Pooh—. Ya veo. He sido un tonto y me he engañado y soy un Oso que no tiene ni una pizca de seso. —Eres el mejor Oso del mundo —dijo Christopher Robín para calmarle.2 En este caso, la perspectiva y devolución de confianza del Amigo Sabio fueron suficientes. En otros casos, su

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buen consejo únicamente es eficaz si el personaje con problemas está dispuesto a pagar sin reti­cencia el precio de sus tonterías. Tal ocurrió la vez que Winnie-the-Pooh cayó sin anunciarse a la madriguera del Conejo con la espe­ranza de encontrar alguna cosita. Por supuesto, el Conejo fue demasiado amable como para no complacerle. Incluso fue demasiado amable cuando Pooh empezó a comerse toda la miel, toda la leche condensada y todo e] pan de la madriguera del Conejo. Por último, cuando no quedaba más para comer, Pooh intentó marcharse. Digo «intentó» porque para entonces Pooh estaba tan lleno que apenas pudo alcanzar la salida de la madriguera. Y allí, a medio camino, se quedó atascado hasta que llegó Christopher Robin, el Amigo Sabio. Era claro que Pooh tendría que quedarse atascado al menos una semana hasta que volviera a adelgazar lo suficiente para liberarse. —¡Una semana! —exclamó entristecido Pooh—. ¿Y mis comidas? —Me temo que no habrá comidas —dijo Christopher Robin— porque así adelgazarás más rápidamente. Pero te leeremos. El Oso empezó a suspirar y entonces se dio cuenta de que no podía hacerlo porque estaba demasiado apretado y se le escapó una lágrima y dijo: —Entonces, ¿me leeréis un Libro de Sustento que pueda ayudar y consolar a un Oso Encajado y muy Apretado?3 Y por supuesto, Christopher Robin hizo exactamente eso durante una semana a medida que «el oso se sentía cada vez más delgado». Algunos maestros son de la opinión que incluso si la persona con problemas tiene que llevar a cabo su propia lucha para acabar con el problema, quien le ayuda puede ofrecer algo para apoyarle en esa lucha. Como ahora veremos en el caso del Sabio Maravilloso, algunos guías no tienen de ningún modo esa opinión.

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El Sabio Maravilloso Terapeuta: —Yo soy Oz, el Grande y Terrible. ¿Quién eres tú y por qué me buscas? Paciente: —Soy Dorothy, la Pequeña y Débil. He venido en busca de tu ayuda. Estoy perdida en el mundo y quiero que me hagas volver a Kansas donde estaré segura y cómoda. Terapeuta: —¿Por qué he de hacer semejante cosa por ti? Paciente: —Porque eres fuerte y yo soy débil; porque tú eres un gran Sabio y yo soy una pequeñita indefensa. Terapeuta: —Pero fuiste lo bastante fuerte para matar a la Mala Bruja del Este. Paciente: —Eso simplemente sucedió. No pude hacer nada al respecto. Terapeuta: —Pues te daré mi respuesta. No tienes derecho a esperar que yo te haga volver a Kansas a menos que hagas algo por mí a cambio. En este país todos deben pagar lo que reciben. Si quieres que use mis poderes mágicos para que vuelvas a casa, entonces debes hacer algo por mí. Ayúdame y yo te ayu­daré. Paciente: —Haré cuanto me pidas, cualquier cosa. Sólo dónelo. ¿Qué debo hacer? Terapeuta: —Mata a la Bruja Mala del Oeste. Paciente: —No, eso no puedo hacerlo. La mayoría de los lectores reconocerán este frag­mento de diálogo como una versión similar del que apareció en El maravilloso mago de Oz,4 ya que lo he cambiado para que fuera un intercambio entre terapeuta y paciente. En 1900, L. Frank Baum, autonombrado Historiador Real de Oz, publicó la primera de sus crónicas. La escribió como el inicio de una serie de modernos cuentos fantásticos. Pero a diferencia de autores anteriores, esperaba eliminar «todos esos inci­dentes horribles y sangrientos inventados

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por los auto­res a fin de poner una moraleja a cada cuento». En parte, Baum escribía como una expresión de sus propias insatisfacciones con las ideas victorianas de fortalecer el carácter mediante los castigos. Los graves sermones y las luchas interiores de autocontrol y la negación de sí mismo. En cambio visualizó la posibilidad de crecimiento personal a través de la aceptación de sí mismo, con sentido de humor de ser necesario, y el papel capital de una relación amorosa a fin de resolver nuestros problemas. Asimismo creía que todo esto se podía lograr si uno se daba cuenta de que el poderoso, la autoridad, el mago del que buscamos ayuda, es nada más que un ser humano como cual­quier otro. El éxito continuo del libro y de la película —su perpetuamente fresca capacidad de comprometernos con deleite en las aventuras de sus personajes— da testimonio de la fuerza imponente de su visión. En todo esto yo veo ciertos temas que pertenecen al meollo de la psicoterapia. Por tanto, me gustaría reexaminar algunos aspectos de El maravilloso mago de Oz como narración psicoterapéutica. En la historia original, Dorothy, la pequeña heroína de la historia, es una huérfana que ha ido a vivir con sus padrastros, la tía Em y el tío Henry. La casa es sombría y aburrida como toda la tierra bañada por el sol e inhóspita de Kansas. La tía Em es descrita como una mujer tan sobria, delgada y demacrada y que jamás sonríe, que cuando llega Dorothy por primera vez queda tan sorprendida por la risa de la niña que pega un grito y se lleva una mano al corazón. El tío Henry es un hombre que jamás ha sonreído, parece severo y solemne y rara vez habla. Sólo el buen corazón de Dorothy y su perro Toto la hacen reír y la salvan de convertirse en un ser tan gris como su medio. Al principio de la historia, Dorothy es separada por un ciclón de su familia postiza y de su mundo familiar y triste. La tormenta transporta a ella y a Toto, junto con

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la casa, lejos de las praderas de Kansas, hasta la tierra asombrosa de Oz. Es la crisis del desarraigo, llena de fantasía y sin más contacto con la familiar miseria del hogar lo que lleva a Dorothy a buscar la ayuda del Mago de Oz en su gran palacio de Emerald City. Parece que la casa de Dorothy ha aterrizado sobre la Mala Bruja del Este y la ha matado. Dorothy, naturalmente, señala que ella nada ha tenido que ver con esa muerte. De hecho, la tía Em le había contado que ya no había más brujas. La Buena Bruja del Norte (una buena madre finalmente) le resulta de más ayuda. Hace que Dorothy se calce los zapatos plateados de la bruja muerta y la envía al Mago para que éste se ocupe de sus problemas. Y entonces, al igual que muchos pacientes, Dorothy requiere tratamiento no a fin de lograr cierta perspectiva de su prolongada y triste vida familiar, sino más bien debido a la crisis del momento en que se separó de su familia o de las formas usuales de lidiar con las cosas en su casa. A menudo no es la infelicidad crónica sino la confusión y situación conflictiva del presente lo que lleva a la gente al consultorio del ana­lista. Lo único que quiere Dorothy es regresar a su casa y a la seguridad conocida de su insatisfactoria vida familiar en vez de tolerar las posibilidades de su nuevo mundo desconocido. Ella prefiere la seguridad de la miseria a la miseria de la inseguridad. En el camino a Emerald City conoce a otras criaturas desgraciadas que necesitan psicoterapia pero que desconocen que es posible hasta que conocen a Dorothy. Son el Espantajo, el Hombre de Hojalata y el León Cobarde. El problema del Espantajo es que no tiene sesos. Dorothy le encuentra colgado de un poste en un campo de maíz acosado por los cuervos. Es el hombre inadecuado que actúa tontamente y que está seguro de que no tiene culpa de sus tonterías; simple­mente carece de lo que necesita para comportarse de forma competente y sabia.

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Mientras tanto, la gente no debe esperar mucho de él, sino protegerlo del fuego ya que está relleno de paja seca. Luego Dorothy se encuentra con el Hombre de Hojalata de pie en el bosque con un hacha levantada en las manos, tan herrumbado que no se puede mover. Su problema es que pese a parecer muy amable, no tiene corazón. En un tiempo, fue un hombre de carne y hueso, pero le hirieron con tanta frecuencia que gra­dualmente todas las partes de su cuerpo fueron reem­plazadas por hojalata. Y se quedó sin corazón. Tam­bién él no es responsable de esta desgracia. Si alguien llegara a hacer algo por él, entonces podría tal vez interesarse realmente por la gente en vez de parecer simplemente amable. Su problema con la herrumbre requiere tener gente a su alrededor para que le aceiten, pues de otra manera, no puede funcionar. El tercer compañero les sorprende en el bosque. Es el León Cobarde que les amenaza con una farsante ferocidad injustificada, pero de inmediato demuestra que no es más que un gran cobarde. Aunque tiene sesos y corazón y hogar, carece de valentía. Por tanto, no se puede esperar de él que sea osado, que se arries­g ue y actúe como un hombre, o más bien, como un león. Ruge para atemorizar a los demás, pero si le desafían, muestra su cobardía. «¿Y cómo puedo resolverlo?», dice y luego ruega a Dorothy, ahora que ella conoce su secreto, que no debe asustarle. Cuando los cuatro conocen sus problemas, se encaminan al consultorio del terapeuta en una aventura conjunta que uno espera que les dé cierta sensación de empatía y genuina consideración mutua. En cambio, después de sus revelaciones, cada uno se dice egoístamente a sí mismo. El Espantajo: «De cualquier modo, pediré sesos en vez de corazón porque un bobo no sabría qué hacer con un corazón si lo tuviera.» El hombre de Hojalata: «Tomaré el corazón porque los sesos no brindan felicidad y la felicidad es lo mejor de este mundo.» El León Cobarde: «Lo que cada uno de ellos quiere es

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ciertamente menos importante que el coraje.» Y finalmente llegamos a la pequeña y dulce Dorothy: si puede volver a su casa, realmente no le im­porta si los demás consiguen lo que desean. Al parecer, lo único realmente importante es con­ seguir lo que se desea. Cuando por último llegan al Palacio en Emerald City, el Mago les concede entrevistas individuales. Y como siempre sucede con pacientes nuevos, cada uno tiene una opinión distinta de él. Les hace diversas apariciones como una hermosa dama alada en un trono, como una enorme cabeza, una bola de fuego y como un monstruo terrible. Cada uno se le acerca como lo hizo Dorothy: «Soy Dorothy, la Pequeña y Débil. He venido a pedirte ayuda...» Cada uno está atemorizado e indefenso y de algún modo este estado le da derecho a solicitar especial ayuda y consideración que el Mago debe concederle sin discusión ya que está capacitado y es fuerte. El Mago, buen analista, rápidamente se muestra como una persona con sus propias ne­cesidades. En el país de la terapia, todos deben pagar por lo que obtienen. Eso significa que estos pobres pacientes indefensos deben dar algo de sí mismos si desean conseguir algo para sí. La tarea que les asigna el Mago es que deben matar a la Mala Bruja del Oeste. Ellos desearían que el Mago la destruyera por ellos, pero por más pode­roso y grande que les parece como padre, él no puede hacer por ellos lo que deben hacer por sí mismos. Ni siquiera les puede decir cómo deben hacerlo. Cada pa­ ciente trata de encarar el problema a su manera. Dorothy ya ha matado «accidentalmente» a la Mala Bruja del Este, pero esta vez debe matar con premeditación y no por accidente o sin responsabilidad. Se muestra remisa porque no puede aguantar un objetivo podero­so. El Espantajo dice que no podrá hacerlo porque es tonto; el Hombre de Hojalata, porque no tiene el corazón para hacerlo; y el León Cobarde

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porque tiene demasiado miedo. Sin embargo, a fin de ayudarles, el Mago no les permite eludir el compromiso. Con desgana, se encaminan a matar a la Mala Bruja del Oeste. En el curso de esta aventura, pese a sí mismos, quedan atrapados como parte de su misión y sienten una genuina preocupación mutua a tal punto que el Espantajo toma las decisiones inteligentes, el Hombre de Hojalata actúa impulsado por la lealtad y el León Cobarde se muestra valiente. Eventualmente hasta Dorothy es capaz de ser feliz por sus amigos y sus éxitos incluso cuando teme que jamás satisfará sus propios deseos. La tarea asignada por el Mago es una especie de enseñanza indirecta. Como en psicoterapia, insiste en que no llegarán a nada si lo único que hacen es lamentarse de su suerte y persistir tercamente que debido a que tienen problemas, él debe resolvérselos mágicamente (o al menos mostrarse tremendamente comprensivo). En cambio, les dirige la atención a otra parte. En la terapia individual, podemos lograr que el paciente se concentre en la historia de su pasado. En terapia de grupo, podemos alentar la curiosidad del paciente en el proceso del grupo. Parte de lo que ocurre cuando el paciente se hace cargo a desgana de estas tareas es que puede empezar a abrirse en el sentido de entregarse al trabajo asignado. Mientras esto le libera de la exigencia autocomplaciente y miserable de que alguien le alivie de inmediato, aparece una nueva posibilidad. Ahora el paciente puede empezar a experimentar al analista y a los demás pacientes como gente real con vida propia, como gente que tiene un significado fuera de su propia per­sona y que por tanto pueden tener un significado para él, y que, a la larga, pueden ponerle en con­tacto con el significado de su propia vida. Una vez que nuestros aventureros han logrado realizar lo que al principio insistieron que no podían hacer —es decir, dar muerte a la Mala Bruja—, regresaron al Mago,

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impacientes por recibir su recompensa. Aún no se habían dado cuenta de que ya la habían recibido. Cuando llegan al palacio del Mago, se percatan de que no es ningún Mago; es simplemente un «hombre común», o lo que es aún peor, un farsante. Cuando se le desafía, resulta ser que él también tiene problemas. Desilusionada, Dorothy le dice, «Pienso que eres un hombre muy malo». «Oh, querida mía», contesta él, «en realidad soy muy bue­no, aunque debo admitir que soy un pésimo Mago». Entonces el Mago intenta ayudarles a comprender las soluciones a las que ya han llegado. Para el Espantajo, no era su problema el carecer de sesos, sino el evitar las experiencias que producirían cono­cimiento. Ahora que puede arriesgarse a estar equi­ vocado, puede de tanto en tanto actuar con inteli­gencia. Lo mismo con el Hombre de Hojalata: no carecía de corazón sino de una predisposición a tole­rar la infelicidad. Y por supuesto lo que necesitaba el León Cobarde no era coraje, sino la confianza de saber que se podía enfrentar a los peligros aun cuando sintiera grandes miedos. Entonces, el señor Baum, con una comprensiva tolerancia por las flaquezas humanas, hace que cada paciente insista en que el Mago confirme su logro con alguna prueba. En una versión, el Mago le entrega al Espantajo un Diploma, al Hom­bre de Hojalata un Reloj de Oro Sólido por Servicios Leales, y al León una Medalla de Valentía. En cuanto a Dorothy, ella se da cuenta de que lo único que debía hacer todo este tiempo para regresar a su casa era usar los Zapatos Plateados que tenía puestos. Sólo necesita golpear tres veces las punteras y los zapatos la transportarán adonde desee. Es decir, ha aprendido que tiene el poder de ir donde quiere y de hacer cambios en su vida si está dispuesta a asumir la responsabilidad de reconocer y utilizar ese poder. Por supuesto, el Mago les podría haber contado todo esto al inicio del tratamiento, pero jamás le hubiesen

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creído. ¿Cómo podrían haber aceptado semejante cosa cuando estaban exigiendo a los demás simples cualidades humanas que ya poseían? Las visiones son de­masiado simples para aprehenderlas, demasiado obvias para verlas y sólo se pueden obtener cuando una per­sona deja de exigírselas al poderoso Mago/Padre que presuntamente debe ocuparse de ella. Debe cesar en su lucha consigo mismo y comprometerse con un tercero y con lo que puede haber entre los dos. Baum revitaliza viejas lecciones que deben volver a ser aprendidas una y otra vez: la adquisición de sabi­duría involucra el riesgo de estar equivocado o de ser un tonto; ser amoroso y tierno requiere una dispo­sición a soportar la infelicidad; la valentía es la con­fianza de enfrentarse a peligros aunque se los tema; ganar la libertad y el poder exige únicamente una dis­posición a reconocer su existencia y a afrontar las consecuencias. Sólo nos podemos hallar a nosotros mismos cuando estamos dispuestos al riesgo de entregarnos a otro, a un momento, a una tarea; y el amor es el puente. Pero finalmente, ¡no somos Magos! Y sin embargo, como psicoterapeuta, muchas veces me siento tentado a unirme al Maravilloso Mago de Oz y decir con él, «Pero, ¿cómo voy a dejar de ser un farsante cuando toda esta gente me obliga a hacer cosas que cualquiera sabe que no se pueden hacer?».

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11. Metáforas de la ciencia ficción Entre los entusiastas de la ciencia ficción, hay un dicho que dice, «ciencia ficción de hoy, ciencia de mañana». Tal vez los viajes espaciales son el ejemplo más dramático de que esos sueños se convierten en realidad. Pero la proyección de los escritores de cien­cia ficción no se ha limitado a las plausibles extensio­nes de la ciencia y la tecnología. En algunas ocasiones, la ciencia ficción implica un intento de ayudarnos a ver a dónde nos podemos encaminar en otros térmi­nos. No sólo las herramientas y el armamento del hombre contemporáneo, sino también sus actitudes e instituciones sociales aún pueden conducirle al cielo o a las profundidades del infierno. En alguna ciencia ficción, podemos descubrir proyecciones de futuros maestros y guías, así como anticipaciones de sus contrapartes mortales. Uno de estos siniestros gurus es el Director de Criaderos y Condicionamientos. El Director de Criaderos y Condicionamientos Cada utopía tiene que pagar un precio. ¿Es alguna vez menos que exorbitante? Este interrogante es examinado por Aldous Huxley en su clásico de ciencia ficción, Un mundo feliz. Escrita en 1932, esta novela fue un intento de temprana advertencia, aunque nadie le prestó atención. Antes que nadie, Huxley ya entonces tenía conciencia de algunos de los peligros que suponían el avance del hombre del siglo xx en una escalada tecnológica, en una distribución injusta de la superproducción y en un delirante consumo de bienes de lujo. Se dio cuenta de que el hombre occidental había llegado a arañar la promesa de la ciencia como panacea, como la posibilidad de convertir a la civilización en un Edén moderno. Por supuesto, para que esta sociedad

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consiguiera su máxima expansión tecnológica lo suficientemente rápido como para que aquellos que ya tenían una posición bastante alta pudieran disfrutar de sus frutos, aquellos que tradicionalmente tenían una situación de menor privilegio tendrían que sopor­tar unas penurias mayores. Pero de cualquier modo, esa forma de vida es la única que conocen. Ciertamente, todo el mundo tendría que realizar ciertos sacrificios personales para bien de la humanidad. A la larga, lo mejor para todos sería que la Ciencia y el Estado se fundieran de algún modo en una especie de tecnología benevolente. Los necesarios controles iluminados se construirían dentro del sistema. Los derechos individuales tendrían menor importancia. A la gente se la ayudaría a hacer lo que más le conviniera (a ellos y a todos los demás). Por último, todos sabrían de la llegada de un bravo nuevo mundo, una utopía nacida del conocimiento técnico del hombre que serviría a las necesidades de todos al tiempo que decidiría prestarles los mejores servicios. El bravo nuevo mundo es un tiempo y lugar en el que se resuelven por anticipado los problemas espirituales por gracia de la planificación gubernamental y el control en forma de programación y prevención científicas. El novísimo guru, el curador, el guía de este nuevo mundo es el estado tecnocrático personificado por el Director de Criaderos y Condicionamientos, el D.C.C. La agencia que dirige el D.C.C. es el más importante instrumento de estabilidad social en un planeta cuyo único lema es el siguiente: «Comunidad, identidad, estabilidad». La predestinación y el condicionamiento de los infantes empieza antes del parto aunque el D.C.C. se queja de que «no se puede realizar ningún condicionamiento eficaz hasta que los fetos han perdido sus rabos». En esta nueva era científica, por supuesto, los embriones ya no necesitan desarrollarse en el úte­ro. En cambio, se los cría

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con un equipo científico especializado en el Criadero. De esta manera, se puede variar su medio ambiente químico de modo que los bebés puedan ser «decantados» y predestinados para alguna de las castas sociales (designadas como Alfa, Beta, Gamma, etcétera). En el parto (o al ser «decantado»), cada bebé ya está equipado idealmente desde el punto de vista biológico para su rol social (que puede ir de criado patán a sensible aristócrata). Lo único entonces que le queda por hacer al D.C.C. es condicionar que el bebé esté psicológicamente preparado para su papel en la vida. Para lograrlo, el D.C.C. tiene los parvularios infantiles segregados en castas y que están instalados como Salas de Condicionamiento Neopavlovianas. Por ejemplo, en un parvulario infantil Delta, a los niños vestidos de caqui se les prepara para estar satisfechos con trabajos mecánicos simples. Se les ponen en el suelo flores y libros de colores. Estos niños de ocho meses gatean ansiosos hacia ellos. El D.C.C. da una señal y la jefa de enfermeras baja una pequeña palanca. De repente, la tranquilidad ambiental da paso a chillonas sirenas y alarmas. Entonces, el D.C.C. ordena que se encienda la parrilla eléctrica del suelo produciendo pánico y dolor a los niños a fin de que «aprendan la lección». Nunca más estos niños Delta se acercarán a libros o a flores. Carencia de libros significará carencia de ideas que los pueda transformar en descontentos con su destino mecánico. Carencia de flores significará el evitar los problemas económicos del pasado cuando esas masas vivían en el campo. Estos niños se criarán y permanecerán en las ciudades y consumirán los productos manufacturados que necesiten para apoyar la economía estatal. El consumo es la piedra angular de esta tecnocracia. Si algo parece estar en mal estado, hay que tirarlo porque «Es mejor tirar que arreglar». Éste y otros lemas constituyen el corazón de la educación moral del

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pueblo de este bravo nuevo mundo. Estas homilías son enseñadas con cintas grabadas que funcionan mientras los niños duermen. Esta enseñanza en sueños, o hipnopaedia, instala todo lo que se necesita, desde slogans básicos como «Todos pertenecen a todos» hasta las enseñanzas específicas acerca de las castas y del consumo. Las necesidades y deseos del pueblo son manipula­dos y encaminados hacia aquellos objetivos que el Estado cree más útiles, útiles en términos de su pro­pia perpetuación. Se mantiene a un mínimo la frus­tración de modo que nadie «se vea obligado a vivir un largo intervalo entre la conciencia de un deseo y su satisfacción».1 Cualquier momento de insatisfacción que se filtra a través de la red de «felicidad» programada queda borrado por el soma, la droga perfecta. Es «eufórica, narcótica, agradablemente alucinógena» y patrocinada por el gobierno. El soma tiene «todas las ventajas de la cristiandad y del alcohol» sin ninguno de sus defectos. Si el trabajo del D.C.C. no ha resuelto todos los problemas en todo momento, entonces unas dosis de soma proporcionan unas vacaciones de la realidad siempre que se las necesite. Recordad que «un centímetro cúbico cura diez sentimientos sombríos».2 El Ministro del Amor El Director de Criaderos y Condicionamientos de Huxley tiene el trabajo de programar cada niño para una vida de feliz consumidor. Precondiciona cada una de sus salas para que se ajuste al papel que mejor servirá a la perpetuación del progreso en la sociedad tecnológica. En el proceso, el D.C.C. condiciona las necesidades de cada ciudadano de modo que este mundo feliz pueda satisfacerlas sin frustraciones innecesarias. El precio de este estado de contento es la pérdida de la libertad individual y de la autodeter­minación. La novela de ciencia ficción de George Orwell, 1984,

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es otra pesadilla utópica. Huxley nos advirtió acerca de los peligros a que nos podía conducir la idealización de la Ciencia. Orwell nos dice que debemos cuidarnos de darle gran poder al Estado en la equívoca esperanza de que se ocupe de nosotros. Y crea una fantasía de lo que él ve como una amenaza totalitaria ya existente. El peligro aparece cuando los que go­biernan tratan de controlar el pensamiento de una ciudadanía a la que ellos creen saber lo que más le conviene. Winston, el héroe de Orwell, vive en 1984 en medio de esa aterradora benevolencia. En todas partes hay inmensos cartelones con el rostro del líder, con ojos que parecen seguir los movimientos de todos. En cada cartel se puede leer: El Hermano Mayor te está vigilando No hay escape. Incluso en el hogar, hay una pantalla obligatoria, una especie de televisión «mejorada» que transmite propaganda y observa al televidente al mismo tiempo. No se la puede apagar del todo. Winston pertenece a la élite afortunada; es miembro del Partido y participa en el gobierno de las cosas. Trabaja en el Ministerio de la Verdad, la agencia del gobierno que controla las noticias, la educación, el ocio y las artes. Su tarea en el Departamento de Archivos es la reescritura de antiguos discursos y noticias de prensa. Esta «reconstrucción» del pasado permite al Estado lidiar con nuevos acontecimientos sin correr el riesgo de estar equivocado jamás. Por ejemplo, un día hay unas noticias que hablan de grandes victorias militares y, como es de costum­bre, a esto le sigue una demanda de mayores sacrifi­cios. En este caso, la ración individual de chocolate queda reducida de treinta a veinte gramos por semana. Unos pocos días más tarde, otra noticia nos cuenta de una «demostración

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espontánea» que ha tenido lugar para agradecer al Líder por aumentar la ración de chocolate a veinte gramos por semana. Poco después, Winston recibe órdenes de reescribir uno de los ante­riores discursos del Hermano Mayor de modo que pa­rezca haber predicho este aumento en la ración sema­nal de chocolate. Pese a la privilegiada situación de Winston, aún está sujeto al escrutinio de la pantalla y debe participar en el ritual obligatorio de vilipendiar a los «enemigos del Estado» durante la Semana del Odio. Se le requiere adiestramiento físico para que pueda conser­var las fuerzas necesarias para servir a la patria y debe mantener la misma actitud de aceptación voluntaria en ésta como en todas sus demás obligaciones con el Estado. El ojo y las orejas vigilantes de la Policía Mental (y de los ciudadanos patrióticos) le hacen nece­sario cuidar lo que dice para que no se le procese por algún delito mental. Incluso debe controlar sus expresiones faciales porque una mueca en un momento en que se requiere una sonrisa puede dar como resultado un proceso por delito facial. Sabe que en cualquier momento puede ser «vaporizado». Si esto sucede, no sólo la Policía Mental lo puede hacer desaparecer cualquier noche, sino que si al Estado le conviene, toda prueba de su vida en la tierra quedará borrada para siempre conjuntamente con su existencia. Pese a todo, Winston tiene una inclinación residual a pensar por sí mismo, tendencia acentuada por su conciencia de las contradicciones que puede constatar en su cargo en el Departamento de Archivos. La catalista en esta inestable mezcla de situaciones es Julia. Aunque lleva puesta la tradicional faja estrecha y escarlata, este emblema de la Liga Anti-sexo de la Juventud es violado por el entusiasmo erótico de Julia. Hace tiempo que el Estado ha tratado de erradicar el impulso sexual, junto con todos los demás placeres que puedan llegar a competir con el deseo de servir. De este modo, el amorío erótico de

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Winston y Julia se convierte en sí mismo en un acto de desafío político. Winston se compromete cada vez más a favor de la libertad política. Ya no puede aceptar más los lemas del Partido: La Guerra es la Paz La Libertad es la Esclavitud La Ignorancia es la Fuerza Ahora le perturba el Pensamiento Dual que antes le había permitido creer que una cosa podía ser verdadera o falsa dependiendo de cómo estaba relacionada con el Estado. Llega tan lejos como recordar y hablar de lo sucedido en el pasado antes de que fuera re­construido. Por último, su desafecto político llega a oídos de la Policía Mental y acaba en los sótanos del Ministerio del Amor. En 1984, ya no parece nada improbable que la agencia gubernamental encargada de mantener la ley y el orden sea una fortaleza sin ventanas, con barricadas, bien defendida y con puertas de acero, un pala­ cio temible llamado el Ministerio del Amor. En esta época totalitaria, el curador de las almas se ha convertido en un sádico agente estatal, elevado a una posición de crueldad refinada: el Ministro del Amor. El encuentro de Winston con O’Brien, el Ministro del Amor, consiste en la tortura por su propio bien. Winston ha estado lo bastante loco como para cuestionar los dictados del Hermano Mayor, y ahora O’Brien debe «curarlo». La primera parte de la cura implica condicionar su pensamiento con un dolor controlado e inducido eléctricamente. El Ministro del Amor dice a Winston: Tú sabes perfectamente bien lo que te pasa. Lo has sabido por años aunque luchaste contra ese conocimiento. Estás mentalmente descompuesto. Sufres de una memoria

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defectuosa. Ya no puedes recordar los acontecimientos reales y te has convencido de que recuerdas otros acontecimientos que jamás sucedieron. Por suerte, es curable...3 A fin de «curar» a Winston, el Ministro del Amor debe ser capaz de cambiar su pensamiento, su percepción y su memoria. El énfasis en la memoria es crucial. Esto queda claro en el lema del Partido: Quien controla el Pasado, controla el Futuro Quien controla el Presente, controla el Pasado Las memorias que no se ajustan a la reconstruc­ción histórica del Estado son «engaños». Las experiencias que no lo hacen son «alucinaciones». El Ministro del Amor no está interesado simplemente en cambiar el comportamiento de Winston. Procura la sumisión abyecta necesaria para dejar nada más que el arrepentimiento de Winston por lo que ha hecho y un renovado amor por el Hermano Mayor. La confesión y el castigo no son los objetivos. Ambos saben que no hay solución si se permite la libertad de decir que dos más dos con cuatro. O’Brien sabe que Winston debe pasar por un «acto de autodestrucción», que se debe «humillar a sí mismo», antes de que pueda ser declarado sano. Y entonces el Ministro del Amor le somete a un programa de tortura cientí­ficamente sistematizado con el objetivo de hacerle «ver» cinco dedos si se les muestran cuatro nada más que porque el Partido dice que hay cinco. Por último, después de días enteros de pesadillas, Winston ha sido pateado y azotado e insultado... gritando de dolor (y) revolcado en el suelo... en (su) propia sangre y vómito».4 Aún así, no ha sido degradado lo suficiente. El Ministro del Amor le advierte: «Te dejaremos vacío y entonces te llenaremos de nosotros mismos».5 Se necesita una última y definitiva degradación: que traicione a Julia, no sólo con palabras sino de todo corazón.

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A fin de lograrlo, el Ministro del Amor debe re­currir a la solución final, la Habitación 101. La Habitación 101 contiene « lo peor en el mundo». Los contenidos son diferentes para cada ciudadano. Para Winston, contiene ratas. Ni siquiera puede pensar en ratas sin sentirse aterrorizado. Ahora se enfrenta a una jaula de la que saldrán ratas para atacarle el rostro. Sin pensarlo empieza a gritar, «¡Hacedselo a Julia! ¡No a mí!» Ha sido completamente curado por el Ministro del Amor. Ha cumplido con toda su penitencia y está lleno de gratitud por el Hermano Mayor por haberle redi­mido. En su alegría y contento, ya no puede recordar que cuando aún estaba loco, el Ministro del Amor le había dicho, «Si quieres una imagen del futuro, ima­gínate una bota pateando una cara humana, para siempre».6 La exploracion planetaria y el comite de radiacion. No toda la ciencia ficción predice un futuro tan de pesadilla. Algunas historias describen un mañana lleno de promesas, mientras otras simplemente exploran las posibilidades con una curiosidad presuntamente neutral. En la historia de Robert Sheckley, «El hombre mínimo», el protagonista es un hombre inadecuado que seria una persona absolutamente reconocible en nuestro tiempo. En el mundo futuro de Sheckley, recibe terapia por accidente, como un crecimiento inesperado de la exploración espacial. Un Comité de Exploración y Radicación Planetarias y sirve como planificador del medio terapéutico y el Robot es su alter ego. Encontramos a nuestro héroe, Anton Perceveral dispuesto a suicidarse a los treinta y cuatro años. Siempre hace las cosas mal. No hay accidente ni mal menor que pueda eludir. Todo lo que sea lo bastante pequeño para guardarlo donde nadie recuerde, él lo pierde. Las cosas de mayor tamaño se las arregla para romperlas. Pierde

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trabajo tras trabajo y le resulta imposible conseguir amistades satisfactorias. Ha pasado por Análisis, Sugestión Hipnótica, Hipersugestión Hipnótica y Remoción de Contrasugestión. Ninguna forma de tratamiento ha podido superar el impacto de su inadecuación. Su intento de suicidio tampoco logra el éxito. Es interrumpido por un telegrama del Comité de Exploración y Radicación Planetarias. Se le ofrece un tra­bajo como Explorador Extraterrestre, un trabajo para el que ya había sido rechazado. Protesta ante el Comi­té que debe tratarse de un error. Haskell, un representante del Comité le explica que en los viejos tiempos sólo elegían a los hombres más competentes como exploradores, hombres que pudieran sobrevivir en cualquier parte donde fuera posible la supervivencia humana. Pero ahora el exceso de población creaba una demanda tan grande de colonización de tierra en la que pudieran sobrevivir los hombres más comunes que les había sido necesario cambiar las cualificaciones de los exploradores. Ahora, en vez de utilizar exploradores con las máximas posibilidades de supervivencia, buscaban hombres con una mínima cualificación, hombres como Antón Perceveral. Se ponían en contacto con ellos cuando ya no tenían más esperanzas y cuando parecía inminente el suicidio. Anton, al ver que el trabajo era más peligroso que el suicidio, decide aceptar la oferta del Comité Planetario. Se le envía el planeta inexplorado Theta con un Robot asistente. Pronto descubre que casi todo su equipo está en pésimas condiciones y se rompe o deja de funcionar. Se pone en contacto con Haskell sólo para enterarse de que estos contratiempos son elementos de control para mantener unas condiciones mínimas de supervivencia. Anton reacciona ante estos defectos mecánicos (que por primera vez en su vida no son obra suya) aprendiendo a reparar, cuidar y usar correctamente todo el equipo. Sin embargo, estos talentos recién desarrollados de

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supervivencia se ven amenazados por el comportamiento cada vez más destructivo que observa en el Robot. Se entera por Haskell que el Robot es un control de calidad flexible para conservar unas mínimas condiciones de supervivencia. A medida que Anton se vuelve más capaz y menos víctima de sus errores, el comportamiento del Robot se deteriora. Y a medida que pasa el tiempo, Antón aprendió a vivir con el Robot... El Robot ahora parecía la encarnación de aquel otro lado oscuro de sí mismo, el Perceveral inepto y propenso a los accidentes... El Robot llegó a representar sus propios impulsos destructivos liberados en el impulso vital y dejados a sus anchas. Perceveral trabajaba y su neurosis seguía detrás suyo, eternamente destructiva y, sin embargo —y al modo de la neurosis— protectiva de sí misma.7 Con la ayuda de algunos habitantes de Theta con aspecto de topos, Anton entierra al Robot y se pasa el tiempo mejorando su capacidad de supervivencia. Por último, no sólo siente que ya es capaz, sino que está listo para declarar a Theta segura para la supervivencia de otros hombres comunes. En nombre del Comité Planetario, Haskell le advierte con el Robot, la personificación de la neurosis de Anton, quizá sólo esté temporariamente inactivo y no destruido del todo. Haskell tiene razón. Con la ayuda de unidades de autorreparación, el Robot reaparece más destructivo que nunca. Anton prepara una serie de trampas, pero ninguna de ellas funciona porque ¿cómo puede un hombre engañar a la parte más engañosa de sí mismo? La mano derecha siempre descubre lo que hace la mano izquierda y el artificio más brillante jamás burla al supremo burlador de todos durante mucho tiempo.8 Por último, Anton se da cuenta de que está haciendo

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mal las cosas. Ve que «el camino a la libertad no va por el engaño». Debe dejar de intentar conquistar al Robot y concentrarse en superar su parentezco con él. Cuando deje de ser su neurosis y sólo sea una neurosis, perderá su poder sobre él. Lleno de confianza renovada, de entusiasmo y de alegría, Antón simplemente confía en sí mismo y actúa siguiendo lo que siente que es correcto en su interior. El torpe Robot cae por su propio peso y finalmente Antón queda en libertad. Ha terminado su trabajo. Haskell llega a Theta como representante del Comité Planetario en el vehículo colonial Cuchalain. Haskell le comunica a Antón que ha cumplido con éxito su misión. El planeta está listo para la colonización y Antón puede quedarse allí a recibir las muchas recompensas que le esperan. Antón quiere explorar algún otro planeta, pero Haskell le señala que ya no puede calificarse como una persona de capacidad mínima de supervivencia. Antón se desilusiona, tropieza, derrama un poco de tinta y se golpea la cabeza. Pero no logra engañar a Haskell. Ahora debe vivir con sus recién adquirida capacidad. En esta narración, se mencionan procesos científicos para curar neurosis, pero todos fracasan aplicados a Antón. La terapia con éxito le llega en la forma de un Comité Planetario que está a favor de la aventura y los riesgos. El Comité Planetario organiza el escenario, pero no se interesa en que Antón mejore. El Comité programa que Antón debe encarar las fuerzas destructivas que lleva en sí mismo (en la forma del Robot) y no simplemente enterrarlas. En esta historia, la Máquina representa la neurosis. En «La ciudad perdida de Marte», de Bradbury, la Máquina es el terapeuta.

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La máquina Ray Bradbury escribe acerca de un matrimonio crónicamente mal avenido que pasea por una vieja ciudad abandonada en el planeta rojo, Marte. Esta gente, que deambula por las calles vacías pasando delante de los escaparates rotos de tiendas vacías, son el poeta Harpwell y su esposa Megeen. Están discutiendo como siempre. Él es calculadoramente obsceno y ella es moralista y agresiva. Ella resume sus quejas contra él: «Lo único que pasa... es que has venido sólo para meterle mano a la primera mujer que pase y llenarle los oídos de mal aliento y peor poesía».9 A lo que él sólo puede responder, «Ay, Dios, me espantas. Cállate, mujer»... y prorrumpe en obscenidades. Estos interplanetarios Harpwell son unos Dylan y Caitlin Thomas del futuro. Por último, el poeta escapa corriendo en un ataque de furia, se mete en un edificio abandonado cuyas puertas se cierran tras él. Dentro del edificio, Harpwell, se encuentra en una gran habitación abo­vedada que cobija a una Máquina inmensa y compli­cada con una especie de asiento de conductor, con volante, diales y cambios. Incapaz de alejarse de un peligro, el poeta toma asiento delante del gran volante, mueve una palanca y se aferra a la silla cuando la Máquina parece temblar, saltar y avanzar hacia delante. De repente, se encuentra al frente de un coche lanzado por una autopista a noventa millas por hora. Hacia él avanza en dirección opuesta y a la misma velocidad otro coche que obviamente maniobra para chocar de frente. No hay frenos ni posibilidad de escapar del desastre. Sólo se oye su aullido, la te­rrible colisión, la destrucción del metal, la explosión, la antorcha en que se convierten los dos coches. Harpwell yace muerto, pero sólo por unos instantes.

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Vuelve a encontrarse vivo otra vez más sentado al volante de la Máquina, pero lo increíble es que se siente fascinado, interesado, ciertamente entusiasmado. Por un momento piensa en Megeen y desea que estuviera allí para ver todo eso, pero sólo un instante. Nuevamente, usa los controles y toca los diales a la busca de otra «diversión». Esta vez vuelven a ser los coches, sólo que a más velocidad. Nuevamente el choque, la muerte y el renacer para sentirse aún más vivo. Era una «rareza superior a cualquier rareza». Una y otra vez, acciona los controles para la violencia, la muerte y el renacer. Cada vez más rápidamente, fuerza el ritmo. Eventualmente, sustituye los coches con locomotoras que colisionan en la misma vía, jets ultrasónicos, misiles que chillan por el espacio para darse de frente. Poco a poco, empezó a entender de qué se trataba la Máquina: Empecé a ver que se usa esto; para gente como yo, los pobres vagabundos idiotas de este mundo, confundidos y heridos por sus madres apenas fueron echados al mundo, insultados por la culpabilidad cristiana, y enloquecidos por la necesidad de destrucción y de recolectar una herida aquí y una cicatriz allá, y una inmensa queja matrimonial portátil... Queremos morir, queremos que nos maten y he aquí el instrumento que cumple ese propósito de una forma conveniente y rápida; ¡Vamos, funciona, Máquina, cumple tu función...!10 Media hora después, está sentado en la Máquina, y comienza a reírse. Está contento de modo tan nuevo y prometedor que no vuelve a necesitar de la bebida nunca más. Ha sido tan herido y castigado real y finalmente que jamás volverá a necesitar otro acto de autodestrucción por el resto de su vida. Su necesidad de ser destruido por último ha sido satisfecha.

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Feliz y también agradecido, encuentra la salida del edificio. Afuera está Megeen, lista como siempre para la batalla. Pero el poeta está libre, «libre del gancho cristiano». Sin necesidad más el castigo mental de su vida con Megeen, se le aleja riéndose alegremente. Enfurecida, su esposa abandonada entra en el edifi­cio que guarda la Máquina. Resoplando y farfullando, ella busca un nuevo oponente. Las puertas se cierran tras de ella.

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12. Metáforas de la actualidad El guía psicodélico La nuestra es una época de drogas. Ya no hay ninguna necesidad de enfrentar el dolor y la incertidumbre. Si eres lo bastante joven, puedes fumar hierba. Si eres lo bastante viejo como para temer que la marihuana te convierta en un drogadicto, puedes sentarte y hablar sobre el problema de las drogas mientras bebes un buen martini. O como declaró una matrona ama de casa, «Estoy segura de que mi hija está tomando drogas. Esta mañana cuando fui al lavabo, descubrí que me faltaban unos tranquilizantes». Por supuesto, las substancias tóxicas hace siglos que se usan, en especial en Asia y el Cercano Oriente. Hace mucho que se aprecian las raíces y las hierbas con el poder de dar placer; se les ha dado un significado ritual y se las ha utilizado con suma devoción. Pero en la creciente tecnología del presente, se ha hecho posible producir substancias sintéticas y químicas que rápidamente han alcanzado un amplio consumo. Parece que sus productores no llegan a tener el tiempo necesario para investigar sus peligros en los laboratorios, ni sus consumidores la paciencia para estudiar cualquier prueba disponible de sus efectos. Las drogas más usadas por los jóvenes en nuestra cultura van desde las productoras de placeres supuestamente inofensivos como la marihuana y el haschis a las drogas letales como la heroína y las anfetaminas o «speed». Sin embargo, en el medio hay un extraño territorio de poderosos alucinógenos o drogas psicodélicas como el «ácido», el peyote y los «hongos mágicos». Estas drogas psicodélicas, modificadoras o expansoras de la conciencia son antiguas y modernas, naturales o sintéticas. El «ácido» (LSD-25) es un descubrimiento

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reciente, un producto de laboratorio sintetizado primeramente en Suiza en 1938. En contraste, el peyote se encuentra en las yemas de ciertos cactus que crecen el sudoeste norteamericano; durante siglos ha sido usado en ceremonias religiosas indias, y en años recientes, ha sido sintetizado con el nombre de mescalina. Lo mismo sucede con los «hongos mágicos» que desde siempre fueron considerados productos sagrados de éxtasis por los indios mexicanos, y ahora, también se pueden conseguir sus efectos con productos sintetizados en laboratorio y conocidos como pscilocibina. Existen diferencias en los efectos producidos por las distintas drogas psicodélicas. De cualquier manera y sean cuales sean estas diferencias, los que están en favor de su uso, argumentan que hay un efecto central común a todas: cualquier droga psicodélica puede dar como resultado la manifestación de zonas inexploradas de la mente del sujeto. Se le expande la conciencia hasta cubrir parámetros de su propio ser y de su lugar en el universo, previamente desconocidos. Experimenta un «viaje», un «trip», hacia sí mismo, en su propia mente y tal vez hacia la conciencia universal. Es un viaje que puede resultar peligroso si se lo realiza a solas. Es muy fácil tener un «mal viaje». El sujeto puede alcanzar estados de paranoia y estan­camiento, atrapado por una supuesta pesadilla intermi­nable, termina siendo una experiencia delirantemente aterradora. A veces se dice que un mal viaje no es tanto el atropellar algo aterrorizador dentro de uno mismo, como una huida espeluznante de lo que uno podría hallar en las profundidades desconocidas de la propia mente. ¿Quién acompaña al sujeto en este viaje excitante y aterrador por un territorio desconocido? ¿Quién le guía y asiste en la exploración de su conciencia expandida y alterada? Ésta es la tarea de) Guía Psicodélico que conduce al sujeto de forma segura y beneficiosa a través

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de esta experiencia. Para hacerlo, el guía psicodélico necesita haber experimentado él mismo con esas drogas. Debe comprender los cambios psicológicos que le pueden acaecer, ser capaz de lidiar con las crisis psicológicas y de «manipular al sujeto... sin... dominarle».1 El medio necesario para esta experiencia es una atmósfera de confianza que el debe ser capaz de crear en el sujeto. La tarea del guía psicodélico puede empezar antes de la sesión de drogas. Hay un encuentro previo con el sujeto, a veces varias sesiones previas, durante las cuales le prepara dándole información, aclarando sus concepciones erróneas y estableciendo una relación personal. Durante la sesión, el guía psicodélico ayuda a que el sujeto sepa a qué atenerse. Posteriormente, se reúne con él para contestar preguntas y constatar que todo ha ido bien. Para la sesión propiamente dicha, el guía proporciona un medio ambiente acogedor, A menudo las cualidades antisépticas, frías y autoritarias del medio clínico son vividas como ajenas y amenazadoras por el sujeto que está viajando. Con frecuencia, a fin de fortalecer la exploración de la experiencia de drogas se debe proveer estímulos sensoriales provocativos como música, pinturas y esculturas interesantes, así como objetos para oler y tocar, como podrían ser las flores y los frutos. El sujeto puede empezar su viaje con un propósito en mente, como la búsqueda de una experiencia mística o el intento de resolver un problema interperso­nal. Si bien se deben respetar esos deseos, el guía tiene que ayudar a que el sujeto acepte la experiencia tal como va sucediendo y a seguirla donde quiera pueda llevarle. Debe facilitar las exploraciones del sujeto mientras mantiene a un mínimo su propia influencia. El primer paso de la tarea del guía psicodélico en la sesión implica conducir al sujeto a través de nuevas experiencias en el terreno sensorial. Puede colocar a la vista varias pinturas y objetos y alentarle a que «entre en

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una relación armónica y amistosa» con los vegetales y las flores, las piedras o las conchas marinas.2 Esta conciencia sensorial intensificada es un mundo en sí mismo y a menudo da como resultado una continua sensibilización ante la belleza durante algún tiempo, después de finalizada la sesión. A veces, puede conducir directamente a la segunda etapa durante la cual el guía puede ayudar a que el sujeto explore algunos de sus problemas personales. Por ejemplo, concentrado en la delicadeza de un pétalo, el sujeto puede desembocar en la delicadeza inexplorada de al­g unos de sus sentimientos con respecto a otra gente. A través de esta exploración de problemas personales, el guía debe apoyar los sentimientos de confianza del sujeto, animarle a que se entregue a sentimientos positivos e interrumpirle si queda atrapado en la desesperación o en la autocrítica. A menudo en esta etapa es beneficioso que el guía, en las sesiones previas, haya conocido algunas de las palabras o conceptos claves sobre los que gira la vida del sujeto. Cuando esto se lleva a cabo con éxito, el sujeto puede llegar a sentir al guía como una especie de medio telepático cuando los dos juntos cogen significados sutiles, ocultos o múltiples de lo que está sucediendo. He aquí un ejemplo de una experiencia de iluminación en la que tanto sujeto como guía están abiertos a los significados del juego psicodélico: SUJETO: (Al guía) Sonríes. G.: La tierra sonríe. S.: (Acepta una piedra que le entrega el G. y la examina.) La sonrisa en el corazón de las cosas. Pero, ¿tiene importancia? ¿Algo tiene... importancia? G.: Métete en la piedra y descúbrelo. S.: (Estudia la piedra durante varios segundos y habla sin quitar los ojos de ella.) Sí, la tiene... En lo más profundo, importo... En el mismísimo centro de la creación... yo...

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importo. G.: ¿Y dónde está la nada de la que te estabas quejando hace un rato? ¿Dónde está ahora? S.: (Levantando la vista y llorando de alegría.) Cuando el Ser comienza, la Nada no importa.3 La apertura del Guía Psicodélico a la extensión y profundidad de la experiencia del sujeto puede fortalecerse inmensamente si el guía posee un amplio conocimiento que incluya «historia, literatura, filósofía, mitología, arte y religión».4 Esto es de especial importancia en la tercera etapa del viaje. Allí es cuando la experiencia del sujeto puede ser representada en imágenes simbólicas salidas del mundo de la leyenda y del mito. Si el guía las comprende, puede ayudar al sujeto a sentir una sensación de estar en su propio sitio en el proceso histórico y en la evolución de su especie. Algunos pocos sujetos parecen estar predispuestos a que el guía les acompañe a un nivel aún más profundo de integración. Aquí el sujeto experimenta una fusión con la corriente mística, una experiencia pro­f undamente transformadora, que le brinda un nuevo sentido de su lugar en el universo. Esto puede ser experimentado como un encuentro con Dios, con el Ser de Seres, o con alguna Realidad Fundamental. Tiene las recompensas (y las limitaciones) de una con­versión religiosa y a menudo se trata de una experien­ cia compartida con el guía psicodélico. El ex-adicto Hay quienes elogian las drogas psicodélicas y quienes las condenan; quienes las ven como una esperanza para la humanidad y quienes las consideran como semillas de destrucción. Pero cuando se trata del uso de la heroína, nadie parece engañarse ni estar a favor salvo el

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autoengañado principiante que está en pleno proceso de quedarse atrapado o «colgado» y el parasitario traficante o «pusher» que se gana la vida con la miseria de los «junkies» a quienes le suministra la droga. El «junkie» puede empezar a usar heroína cuando está buscando experiencias nuevas, tratando de evitar la infelicidad o la incertidumbre, o simplemente tratando de mantener su «status» entre sus pares. Sin embargo, si usa la heroína con la suficiente asiduidad, termina necesitándola porque se lo pide su cuerpo y porque es la única manera de sentirse bien (al menos por un rato). Necesitará más y más; pasa la mayor parte de su tiempo indagando dónde la puede conseguir y cómo la ha de pagar. Con el tiempo, estará dispuesto a mentir, timar, robar, a veces incluso a matar, para conseguir lo que quiere. Puede querer escapar de este círculo vicioso de degradación y destrucción, pero si no deshonesto, lo más seguro es que ahora reconozca que carece de la valentía necesaria para llevar a cabo lo que debe hacer y no dar el brazo a torcer. Su mundo es un mundo de mentiras y de excusas. No puede soportar vivir sin la heroína que necesita. Cualquier promesa que haga a fin de escapar no será cumplida. Los mejores tera­peutas no parecen capaces de trabajar con él y llegar a un resultado positivo. ¿Cómo se le puede ayudar a liberarse de sus excusas? Tal vez, sólo pueda cumplir su cometido de cambio con la ayuda de alguien que ha pasado por la misma experiencia. Tal vez el único que pueda ayudar verdaderamente al adicto sea un exadicto. El aspecto más importante de que un ex-adicto trate a otro adicto es que el primero conoce todas las excusas, ya no las utiliza más para protegerse y muy difícilmente se le pueda engañar cuando alguien trata de usarlas con él. La adicción a la heroína es un asunto muy concreto y simple: «Conseguir el polvo blanco de la heroína por medio del robo o la prostitución; calentarlo en una cuchara

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cualquiera; pasarlo a una jeringuilla e inyectarlo en una vena «viva», describe prácticamente toda la historia absurda del síntoma de la adicción a esta droga».5 Enfrentar al adicto cuando trata de explicar su hábito es una historia completamente distinta. No sólo se necesita un conocimiento personal que permita atravesar la pantalla protectora que normalmente presenta el adicto, sino el coraje de hacerle frente en su propio terreno. El diálogo da comienzo cuando el adicto llega al habitat comunal en que será ayudado por otros ex-adictos. Desde el principio, le denominan un drogadicto en activo. Se le dice que es un estúpido al destruir su vida de esa manera. Si pretende el respeto de los demás ocupantes de la casa y de ex-adictos más veteranos, debe demostrar gradualmente su capacidad de ser honesto, valiente y preocupado por los demás, y una predisposición a asumir responsabilidades. En encuentros de grupos poco numerosos, debe afrontar una y otra vez primero los rencores personales que los demás pueda tener en su contra; y luego las características de irresponsabilidad que se notan en su comportamiento. Se puede tratar de hacer el papel de «nene de mamá», de tipo duro o de holgazán. Recibe reprimendas verbales de ex-adictos mayores que él y otros miembros del grupo; todo esto se lleva a cabo sin tapujos en lo que podría parecer una forma brutal de terapia de ataque, pero que de cualquier manera no le da ninguna opción a excusas o justifica­ciones. La primera vez que intenta formular una larga racionalización acerca de su comportamiento, alguna justificación psicológica bien elaborada, el grupo le anima hasta que mete la pata, momento en el cual algún ex-adicto le corta la perorata pegando un grito: —¡Tú, hijo de puta mentiroso! ¡Esto es pura mierda! Y ante esas palabras, todo el grupo prorrumpe en risotadas.6 Para vivir en una comunidad de ex-adictos, el adicto

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debe observar dos restricciones básicas: nada de dro­gas, alcohol o productos químicos; y nada de violencia o de amenazas de violencia. Dentro de estos límites, el exadicto puede ayudar al drogadicto en activo a enfrentarse consigo mismo, a aprender a asumir responsabilidades y a encontrar el apoyo comunal que le permitirá soportar las represiones que lo tientan a volver al uso de la heroína y a alejarse de la vida. El Líder del Grupo de Encuentros En su tarea con reducidos grupos de confrontación, el exadicto podría ser visto como el ejemplo especializado de una categoría más amplia de gurus actuales, el Líder del Grupo de Encuentros. Los grupos de encuentro son nuevos, de ahora mismo.7 A veces se les denomina grupos-T, grupos de laboratorio o más formalmente, laboratorios de adiestramiento en dinámica de grupo. También se suele referirse a ellos como grupos de adiestramiento de sensibilidad, grupos básicos de encuentro o talleres de relaciones humanas. Las sesiones del grupo de encuentro pueden durar varias horas o un día entero. Se pueden repetir dos veces más o extenderse durante un período de varias semanas. Estas reuniones tienen lugar en muchas par­tes del mundo, por lo general en retiros o centros de crecimiento personal, pero también en instituciones educativas, religiosas y correccionales, o en despachos o casas particulares. Los participantes no incluyen úni­camente a drogadictos, sino también a estudiantes, maestros, hombres de negocios, párrocos y grupos mixtos de adultos y adolescentes con ganas de vivir la experiencia. Por lo general, los grupos tienen de ocho a dieciocho participantes. Estas diferencias entre grupos de encuentro importan menos que los objetivos que comparten y las similares

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maneras en que intentan lograrlos. Todo grupo de encuentro representa intensas experiencias de grupo que se concentran en la conciencia de sí mismo de cada individuo y en su relación con los demás. La responsabilidad del líder es facilitar la expresión de pensamientos y sentimientos de parte de los miembros del grupo. Debe ayudar a que sientan que se trata de su propio grupo. Una de las maneras de lograrlo es que el líder haga que el grupo observe y reaccione ante lo que sucede en la sesión. Se les pide a los participantes que permanezcan en el presente en vez de depender de acontecimientos del pasado y de viejas concepciones. El núcleo siempre es el ahora y aquí en vez de entonces y allí. Los miembros del grupo tienden a pedir que el líder les diga qué hacer. Él puede empezar por hacer­les prestar atención a la forma en que ellos dependen de su dirección en vez de descubrir por sí mismos dónde están y adónde quieren ir. Además de reflejar los sentimientos y de fijar la atención, el líder también puede promover la participación en actividades no orales. Aprender sobre uno mismo y los demás observándose en silencio y afirmar la presencia del cuerpo permitiéndole realizar nuevos e inesperados movimientos representan la clase de actividades que puede facilitar un líder de grupo a fin de «brindar experiencias de gran intensidad y considerables cambios personales». La tarea del líder puede basarse directamente en su propia participación personal, en su predisposición a arriesgarse en algo nuevo e inexplorado en el aquí y ahora del grupo. Tal como dice un líder: Estoy convencido de que la actitud del moderador ejerce una profunda influencia. Si tiene confianza, la gente tiende a tener confianza. Si desconfía y por algún motivo manipula, la gente tiende a distraerse en su búsqueda de sus propias fuentes de dirección interior.8 Si... yo soy capaz

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de prestar mucha atención a lo que siento que está bien y me arriesgo a ser yo mismo, he descubierto que a su vez los demás se aceptan y son ellos mismos.9 Como moderador, el líder ofrece innovaciones en la práctica, brinda su presencia personal, pone énfasis más en la libertad que en la estructura y proporciona su apoyo sin manipulaciones. Todo esto se combina para permitir que la gente aprenda a conocer sus propios sentimientos y a valorizarlos, a formar parte de un grupo sin perder su propia identidad y a ser ellos mismos en un grupo sin violar los sentimientos de los demás. La intensidad de la experiencia para cada miembro y el impacto profundo que puede tener en sus estilos de vida son difíciles de imaginar dada la brevedad de los encuentros. Pero se reflejan vividamente en la respuesta de un participante a los otros miembros del grupo que hasta hacía poco tiempo le habían sido unos perfectos desconocidos, «Hubiera dado gratamente la vida por cualquier persona que estaba en aquella sala».10 Nos podemos preguntar el por qué de esta necesidad de intensa interacción personal, de contacto, de ser conocido. En parte, esta búsqueda desesperada sólo puede ser comprendida en el contexto del fracaso del éxito del hombre del siglo xx. El desconocido El hombre del siglo xx ha producido una tecnología que le apoya de formas demasiado complejas como para que él las comprenda. Depende de la programa­ción computada que funciona siempre y cuando cada hombre sea una unidad intercambiable. Vive en comunidades tan inmensas y anónimas que él mismo es anónimo y está solo. Abstraído de lo inmediato de su propia vida y a menudo sin contacto con los demás, está muerto para sus propios sentimientos

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salvo por una sensación de inefable ansiedad, de angustia sin objeto. La religión le parece fuera de lugar. La ciencia, an­tes una promesa, es hoy una amenaza. La filosofía académica no tiene respuesta. En tiempos de Platón, la filosofía fue una labor apasionada. Ahora se ha convertido en una amalgama tal de palabras que ca­rece de sentido. Las categorías vacías y los análisis complejos no pueden ser vividos como partes natura­les de la existencia humana. En este punto, en parte como respuesta a la desesperación europea debida a las dos devastadoras guerras mundiales, aparece una nueva manera de enfocar la vida. La filosofía existencialista es percibida como una nueva, extraña y fascinante presencia. En el meollo de esa filosofía está «la misma personalidad individual humana luchando por su realización».11 De todo esto sale una nueva dimensión psicoterapéutica, una confrontación entre Desconocido y Desconocido que tratan de conocerse mutuamente. Una persona a quien aún no conozco es llamada apropiadamente «el desconocido», es decir, ni yo le conozco ni él a mí. Cuando ambos nos enfrentamos a la posibilidad o la necesidad de comprometernos personalmente en una nueva relación, cada uno encara hasta cierto punto la ansiedad con que todo hombre reacciona ante lo desconocido y lo nuevo. En la me­dida en que puedo vivir el presente y sentirme lo bastante fuerte para aceptar el desafío y tolerar la incertidumbre y la ambigüedad, puedo reemplazar la angustia que aporto a la situación por una sensación de agradable excitación y una anticipación de algo nuevo y prometedor. Si éste es el caso, puedo liquidar o dejar a un lado mis miedos y escuchar realmente al otro, a fin de permitirle presentarse como una per­sona por derecho propio, aunque esto sea nuevo y temible. En él existen las correspondientes posibili­dades. Por otro lado, hasta cierto punto cada uno de no­sotros todavía vive en la oscuridad de su propio pa­sado inacabado,

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tratando de ocultarse de los temores crónicos acerca de quién puede resultar ser. Hasta donde esto es verdad en mí, la otra persona seguirá siendo un Desconocido cuyo verdadero ser está oculto y a quien sólo se le ve a través de la imagen distorsionada que envían las sombras de mi propio pasado sin felicidad. El elemento inauténtico de nuestro encuentro será aún más profundamente agravado por las distorsiones que él pueda traer a nuestra reunión. Estas distorsiones también pueden ocurrir en cualquiera de las pasajeras maniobras de estudio usadas por cualquier individuo comparativamente abierto cuando trata de conocer a una nueva persona. En un intento por provocar la admiración del Desconocido, esa persona, por ejemplo, puede empezar una conversación presentando sus credenciales con algunas palabras introductorias de sus propios orígenes prestigiosos, su posición social, «status» laboral o intereses artísticos o intelectuales. O por el contrario, puede mostrarse humilde, elogioso o inmensamente interesado en los éxitos del otro a fin de agradar al Desconocido y volverle receptivo. La conversación socialmente prescrita sobre el tiempo y similares mantiene un ambiente más neutral en los primeros encuentros, pero al mismo tiempo ofrece aún menos posibilidades para que se lleguen a conocer los Desconocidos. En éstas como en otras técnicas para conocer a otra persona, tratamos de conservar una imagen de nosotros mismos que encontramos cómoda mientras buscamos los elementos que usaremos para que el recién conocido encaje en las imágenes estereotipadas de nuestro pasado. Por ejemplo, ¿con qué frecuencia, cuándo vamos a conocer a otra persona, nos preguntamos «¿Qué hace?» en vez de «¿Quién es?»? A la luz de todo esto, a veces parece asombroso que lleguemos a conocemos de algún modo. Sin embargo, la mayoría necesitamos de estas técnicas como gambitos de apertura a fin de que las dos partes

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puedan estar cómodas y superar con éxito el primer encuentro. Por desgracia, en la medida en que alguno sufra una perturbación emocional, esos gambitos de apertura constituyen una forma de vida en vez de una momentánea acción de freno. En este sentido, lo que se ha dado en llamar «enfermedad mental» puede ser visto como una irónica caricatura de la condición hu­mana. En todas nuestras relaciones, algunos de los llamados neuróticos se ponen en papel de atacante del injusto; otros, en ayudante del débil, en desafortunado entre los afortunados, en admirador del fuerte, o indefenso entre aquellos de quienes tiene que de­pender. Aparentemente hay un número indeterminado de variedades de esa toma neurótica de papeles. No obstante, todas parecen tener una cualidad en común: a fin de conservar sus pseudo-identidades, esta gente debe conseguir que los otros asuman papeles recíprocos, o sea, que jueguen a la madrastra mala de la buena Cenicienta, el dragón de San Jorge, o a Desdé- mona con su Otelo. Esto se puede lograr mediante amenazas, obsecuencias o apelaciones patéticas. Se necesita ser un psicópata para poder ignorar completamente la realidad del comportamiento social de los demás en aras de sus propias expectativas engañosas. Sin embargo, hasta el comportamiento más confuso del esquizofrénico parece tener inconscientemente un impacto premeditado en aquellos que le rodean. A la persona menos perturbada sólo le es posible mantener las defensas caracterológicas de estos papeles sociales asegurando la respuesta recíproca y de apoyo de la gente con quien hace su papel desesperado. Cuando los otros no le reciprocan más (debido a que él va demasiado lejos u ofrece demasiado poco), el neurótico se ve obligado a volver a las expresiones más clásicas y menos sociales de infelicidad (como las obsesiones o la compulsión). Todas estas distintas defensas caracterológicas son

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formas de mantener el status quo y de seguir siendo un Desconocido ante otro Desconocido. El neurótico evita las opciones que implican experiencias nuevas; de ese modo escapa de cualquier encuentro genuino con otro ser humano. Con esto elude cualquier revelación del misterio de la propia personalidad, y, en el proceso, le protege de tener que arriesgarse a vivir nuevos aspectos de sí mismo. Al sortear los riesgos implícitos en una vida auténtica, jamás pierde nada salvo por omisión, pero al mismo tiempo jamás gana. Más bien, queda apartado del juego de la vida. Estos problemas, como tantos otros que son comunes a todos los hombres en un momento u otro, representan el alimento diario del neurótico. Y así, aun­que conciernen a todos los hombres, son de especial importancia en la psicoterapia. Desde el principio, el paciente intenta que el analista siga siendo un Desconocido. Le trata como un objeto, como un accesorio teatral, a quien él impone un papel que satisface sus viejas fantasías familiares, su miedo y deseos simultáneos de decir cómo eran sus padres. Lo más importante es que no quiere conocer al terapeuta como persona. Únicamente como Desconocido, puede el analista satisfacer sus expectativas. De una forma general, debido al papel consciente del terapeuta de ayudante profesional, se hará un intento de usarle como fuente de alivio o como basural donde descargar la pesada carga de responsabilidad personal para propia desesperación del paciente. Sin embargo, al deshumanizar de ese modo al analista, el paciente abandona su propia humanidad. Este mismo impedimento a cualquier interacción auténtica echa las bases para el trabajo terapéutico en la medida en que el paciente sea siempre él mismo. Con esto quiero decir que en la sesión usa las mismas variantes de defensa que usa en el mundo. Supongamos que el analista es una persona

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relativamente madura, seguro de su conocimiento de quién es y dispuesto a saber cómo son los demás. Empieza como un Desconocido preparado a que le conozcan y se encuentra con un Desconocido a quien le gustaría conocer. Aún debe afrontar sus propios problemas en respuesta al paciente. Por empezar, está en la posición paradójica de que le pagan para asumir una actitud de genuino interés en el Desconocido. Su trabajo entonces es interesarse en la persona y ayudarla, pero ésta le pide ayuda de una manera que tiene como obje­ tivo obviar cualquier interacción genuina. Además, el analista debe eludir la tentación de usar al paciente como un medio para justificar que le paguen y sentirse entonces en su lugar (por ejemplo, obligándose a hacer algo por el paciente). El paciente, al hacer todo lo que puede por seguir siendo un Desconocido ante otro Desconocido, crea unos sentimientos de desamparo en el analista. Como reacción, éste puede sentirse tentado a cubrirse a su manera y seguir siendo un Desconocido. El terapeuta debe darse cuenta de que las operaciones de defensa del paciente aún no están dirigidas a él como persona. Quizá no tenga ganas de aguantar lo que sí le están dirigiendo a él, pero resulta útil ver que el paciente puede estar descargando sentimientos en el analista sin haberse dado cuenta para nada de qué clase de persona es el Desconocido. Debe estar dispuesto a interesarse en la infelicidad del paciente sin sentir la obligación de rectificarla. No debe tratar de hacer por el paciente lo que éste debe hacer por sí mismo. Si el terapeuta es realmente libre de esos problemas, ¿cómo contrarresta entonces las actitudes deshumanizadoras del paciente? A veces, puede sentirse tentado a renovar su propia manera de ser y, al menos transitoriamente, trate al paciente como un objeto en vez de una persona a quien él podría llegar a conocer. Todos

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los terapeutas saben que esto ocurre de tanto en tanto y los más preparados algo aprenden de esos errores, algo sobre sí mismos y sobre sus pacientes. De algún modo, el terapeuta debe contrarrestar el asalto del paciente manteniendo su propia personali­dad. Debe seguir dispuesto a hacerse conocer, a mos­trar quién es. Debe ser capaz de superar las maniobras defensivas del paciente y tratarlo como a una persona por derecho propio. El paciente sigue siendo alguien a quien a él le gustaría conocer pese a todo este proceso. Y éste tiene derecho a sus sentimientos, pero no necesariamente a la respuesta que exige del analista. El analista llega como un Desconocido, pero dispuesto a que se le conozca. Su propia lucha para ser abierto y auténtico puede entonces ofrecer alguna es­ peranza al paciente. Puede llegar a aprender que su libertad consiste en tener la valentía de reconocer su existencia. Debe elegir esta libertad, sabiendo que cada hombre es libre de hacer lo que le plazca si está dis­puesto a enfrentar las consecuencias de sus actos. Iónicamente entonces, puede él dejar de ser un Desconocido ante otro Desconocido. Únicamente entonces puede él osar a conocerse y a conocer a otro. Y lo mejor será que lo hagamos porque en este mundo sólo nos tenemos a nosotros mismos y a los demás. Tal vez no sea mucho, pero eso es todo lo que hay.

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III El advenimiento de la muerte

13. La inevitabilidad del fracaso El roble ha caído sobre la bellota... Dylan Thomas Nada dura. Todo cuanto vive, muere. La figura de la muerte acecha en cada momento desde el principio. Dylan Thomas no tiene una visión trágica de la vida, sino una visión extensa y profunda de la misma naturaleza de las cosas. Ve a «los chicos del estío (ya) en su ruina».1 El morir empieza en el momento del nacer. La vida es un viaje. La travesía puede ser diferente para cada hombre, pero el destino es el mismo. Seas quien seas, «como una tumba en movimiento, el tiempo te atrapa».2 Los cumpleaños son hitos como cuando Dylan describe una ocasión como «mi trigésimo año al paraíso».3 No se trata de un complot contra el hombre. Las cosas son así. Sin muerte, no hay vida. Sin destrucción, no hay creación. Sin decaimiento, no hay crecimiento. Toda fuerza que otorga algo es la misma que lo quita. «La fuerza que a través de la mecha verde conduce a la flor... es mi destructora.»4 Haga lo que haga un hombre para distraerse, para tratar de olvidarse que debe morir, para apartarse aparentemente del contexto biológico, el proceso sigue

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adelante: «Un proceso en el tiempo del corazón / humedece lo seco...».5 Puede entregarse a la celebración y la alegría de una vida lujuriosa. Puede ser que «el roce del amor le haga cosquillas» y sin embargo, no es libre: «¿Y qué es ese roce? ¿La pluma de la muerte sobre el nervio?».6 ¿Qué puede hacer el hombre? En primer lugar, no sólo debe ser consciente de la inevitabilidad de la muerte, sino también del decaimiento que se inicia en ese mismo instante. Hay cambios en marcha que él no puede alterar ya que él mismo forma parte de ellos. Dylan nos lo dice en términos tan vulgarmente escatológicos que no lo podemos olvidar: «Olí los gusanos en mis heces».7 No desvía la mirada. No se engaña. No vivirá la visión fraudulenta de ver lo que no se quiere ver. En cambio, se sentará y mirará «el gusano bajo mi uña yéndose por el atajo».8 Pero no nos equivoquemos. Éste no es un hombre sin esperanza. Más bien se trata de un hombre que dice que no hay esperanza si los ojos no se abren al espanto. Un hombre puede vivir si sabe que va a morir. El espíritu humano sólo tiene sentido si conoce las cadenas de las que se libera. Únicamente con la condición de saber que sólo vivimos un momento, que somos indefensos y temerosos, únicamente con este conocimiento podemos encontrar algo más. Sólo si renunciamos a la certidumbre, podemos saber. Sólo si dejamos el control, podemos determinar adonde vamos. Camus nos dice que es necesario «aprender a vivir y a morir, y a fin de ser hombre, hay que negarse a ser un dios».9 Y Dylan, pese a todo su sentimiento de estar atrapado en el inevitable decaimiento del crecimiento, en el fin ineludible que existe en el mismo instante del inicio, no carece de esperanza. Sabe que «la muerte no tendrá dominio».10 Si un hombre puede encarar su muerte y aún estar dispuesto a vivir, si sabe que será destruido y aún así ama, entonces, «Aunque los amantes se pierdan, el amor

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no se perderá».11 Es imprescindible que un hombre se entregue por completo a su vida e incluso a su muerte. Hay una manera lujuriosa y desapacible de irse, y, sin embargo, hay quietud y ternura también en la partida. El hombre debe morir, pero no hasta su muerte. No debe ceder ni rendirse ante la muerte. Debe arder en vez de ser arrancado. Y por eso Dylan le dice a su padre moribundo, «No te vayas amablemente a esa buena noche. / Enfurécete, enfurécete contra la muerte de la luz».12 Dylan canta su visión de «muertes y entradas»,13 de ningún inicio sin fin. No sólo ve la sequía otoñal en el brote cálido y verde de la primavera, sino también sabe que en la quietud, nace la canción. Ve el «pulso del verano en el hielo».14 Sabe que aunque muere lo vivo, la Vida continúa. Pero él canta para un solo hombre por vez y a cada hombre le pertenece su propia muerte aunque la Muerte sea de todos. Aunque muera, un hombre debe arriesgarlo todo, hacer lo que deba hacer y vivir hasta morir. No debe «temer la manzana ni la inundación».15 La visión que Dylan dedica a un solo hombre, es válida para todos. Es decir, el proceso de crecimiento y decaimiento de cada individuo se refleja en la evolución y deterioro de las actividades de las comunidades humanas. Los procesos sociales nacen, crecen, se deterioran y desaparecen, únicamente para volver a empezar. ¡El progreso es una ilusión! Todo lo humano es efímero. Todo cuanto construimos empieza y acaba en un día. Hasta la Gran Pirámide cuyo largo día se llevó tantas vidas conocerá el polvo de su ocaso. El faraón para quien fue construida le creó un monumento a su vanidad y nada más. Y eso también desaparecerá. Lo mismo sucede con los intentos del hombre de resolver los problemas de la humanidad sufriente. Cada solución engendra nuevos problemas. En asuntos técnicos, resolvemos el problema de excesivas muertes infantiles

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sólo para descubrir que hemos contribuido a aumentar la explosión demográfica y las muertes de los adultos por inanición. Parece que se puede desplazar el Mal, pero jamás erradicarlo. Ni siquiera se salva el crecimiento del liderazgo espiritual. Él también se eleva sólo para volver a caer. Nada se logra de una vez y para siempre. A veces me parece que cualquier cosa que vale la pena tendrá que rehacerse una y otra vez mientras sobreviva el ser humano. Algunos de los mejores esfuerzos del hombre aparecen como respuesta a sus peores fracasos. No obs­tante, en cada éxito está ya la semilla de nuevos fra­casos. Y quizá cuanta mayor capacidad de bien tiene una nueva empresa, más grande es la promesa de males potenciales en su eventual corrupción y decadencia. Por supuesto, la corrupción del guru es más compleja de lo que mi descripción hasta ahora podría sugerir. Un líder espiritual determinado puede corromperse. El tipo de guía y liderazgo que proporciona puede decaer. Sus discípulos pueden bajar el nivel que él originalmente impuso. Y cualquiera de estos cambios puede ocurrir de mil maneras y por muchas razones diferentes. La naturaleza de la decadencia que he citado para un guru determinado y las causas que he dado para la misma son simplificaciones de complejos procesos sociales, psicológicos, políticos e incluso económicos. En cada caso, he elegido y discutido una clase de corrupción que parece más asociada con el guru al que ha sido asignada. Sin embargo, en ningún momento quie­ro que la lista de procesos de decadencia sean toma­ dos como una explicación suficiente para la desapa­rición, el freno o la transfiguración del tipo especial de liderazgo que ha sido descrito. En ningún caso, tengo la intención de sugerir que esas sutiles interacciones sociales ocurren de una sola forma o tienen una única causa. Espero que mis ejemplos permanezcan como ejemplos instructivos sin parecer

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erróneamente completos. Tal vez la mayoría de los modos y causas de la decadencia que he citado tienen lugar en la corrupción de la mayoría de los gurus, sólo que modelados de forma diferente, y un proceso determinado puede ser crucial en ciertos momentos y periféricos en otros. Mi intención ha sido insistir en que afrontemos el inevitable decaimiento de todo lo que valoramos, a me- nos que ignoremos, y de ese modo apresuremos contra nuestra voluntad, la desintegración que pretendemos negar. Quisiera señalar en este punto que no es mi intención decir que esto o aquello es lo definitivo y que sólo existe esto y no aquello. La misma vida parece agotar hasta los movimientos espirituales más fascinantes, y el más electrizante de los líderes espirituales puede volverse abrumadoramente opresivo. A menudo aparece un líder carismático en un contexto revolucionario; se levanta contra una estructura tradicional o burocrática que está sofocando el espíritu del pueblo. Y sin embargo, al cabo de un tiempo se produce una transformación irónica que Weber denomina «el “arrutinamiento” del carisma».16 Los valores capitales que inspiraron inicialmente a los fieles del líder carismático, las ideas que les motivaron a hacer lo que debían a cualquier precio, pronto dieron lugar a consideraciones prácticas y cuestiones tácticas. Los gurus, antaño dedicados a la inspiración individual del momento, a la flexibilidad y la espontaneidad, demasiado pronto empiezan a institucionalizar sus conquistas. Toman demasiado en serio sus propios esfuerzos y gradualmente convierten sus orga­nizaciones en el mismo tipo de instituciones sociales opresivas que en un tiempo ellos mismos combatieron. La inspiración o las técnicas qué una vez usaron para liberar a los hombres, ahora han quedado idolatrizadas y son fuerzas opresivas. Poco predispuestos a permitir el riesgo continuo de las incertidumbres que un día les lanzó a la posición de

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liderazgo espiritual, renuncian a sus dotes carismáticas en nombre de formas de actuar más de confiar, más ordenadas y autoperpetuadoras. Las palabras inspiradas que en un tiempo fueron valiosas, que llegaban a los espíritus de sus fieles, les conmovían y liberaban, se anquilosan a causa de los esfuerzos por perpetuarlas. El compromiso se vuelve tangencial y dedicado a la metodología. Existe la tentación de hacer que siga vivo lo que en un tiempo fue eficaz, sin darse cuenta de que quizá ya no lo sea más. A fin de conservar ese bien para el futuro, el guru puede amartelarse en el pasado. No deja morir lo que debe morir para que crezca lo nuevo. Comete «el error de tratar a un ser muerto no como un hito sino como un pedestal».17 Este ciclo alternativo de liberación y encarcelamiento del espíritu humano a manos de gurus demasiado humanos tiene claros ejemplos en el judaismo. Los maestros de la Tora empezaron sus esfuerzos insistiendo en que la singularidad de sus estudiantes no se perdiera ante la majestuosidad de la Ley. Con el paso del tiempo, su talmudismo se osificó en un racionalismo atado a la tradición, en un legalismo vacío dentro del cual el estrecho estudio de la Tora tenía muy poco sitio para liberar el espíritu humano. Los maestros de la Kábala se rebelaron contra esta trampa a fin de buscar los éxtasis de la experiencia mística y conducir allí a los demás. El «arrutinamiento de su carisma» se convirtió en un mayor compromiso con la metodología compleja. Perdieron cualquier contacto real con sus discípulos. Pronto se convirtieron en autoridades mágicas con privilegiado acceso a las grandes Verdades. Sus seguidores tenían que suplicar favores con temor y humildad en vez de buscar las alegrías espirituales que una vez los maestros de la Kábala les habían invitado a participar. El jasidismo apareció en parte como respuesta a esta

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opresión a fin de ofrecer una nueva mística, una aventura espiritual relevante y personal. Por un tiempo, los nuevos gurus, los Zaddiks, liberaron a sus fieles de la influencia letal de la moribunda Kábala institucionalizada. Pero a su vez, se disipó el fervor revolucionario de los Zaddiks y dio lugar a miserables preocupaciones burocráticas y un nuevo paternalismo opresivo. Las cambiantes actitudes de los fieles del guru también contribuyen al «arruinamiento del carisma» y a la institucionalización del liderazgo espiritual. A veces, «las doctrinas originales se democratizan, se ajustan intelectualmente a las necesidades de aquel estrato que es el principal vocero del mensaje del líder».18 Eso fue lo que sucedió con los seguidores de los gurus taoístas de Oriente. Cuando más se popularizó el Camino, más degeneró. A la gente le resultó difícil permanecer abierta al pasivo dejar del taoísmo. Estaban más cómodos con programas positivos, metodologías claras y objetivos concretos. De esta manera, la visión sutilmente provocativa y evasivamente liberadora de los maestros del Tao se vio reducida por sus seguidores a una superstición, a cultos naturistas, a la alquimia y la magia. Los seguidores de Confucio provocaron una decadencia similar. Al principio sus discípulos habían sido inspirados por el maestro de Ética a mantener un diálogo abierto sobre situaciones prácticas. Les había enseñado que ciertos aspectos de la conducta eran meras convenciones. Al comprenderlo, se podían descubrir normas generales que facilitaban el vivir en paz y en armonía. Sus discípulos, a la busca de certidumbres y perfección, codificaron este conocimiento en un conjunto complejo de normas de conducta que debía dominar el hombre superior. De este modo, la poca inclinación de los fieles a dejar fluido y flexible el mensaje del maestro puede resultar en el análisis y liquidación de la magia, en el «arruinamiento»

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de las cualidades de inspiración y en la idealización de la vida codificando el liderazgo en una serie de reglas que buscan la perfección. Otra variación de este problema, el que los discípulos degeneran la influencia liberadora del guru es el caso de los conversos que no están iluminados. Entre los seguidores de cualquier guru, siempre hay quienes están iluminados por una visión directa y transfiguradora. Como en el caso de cualquier conversión religiosa, la persona se siente inspirada por la experiencia vivida. Se siente transformada y ve el mundo y su propia vida de una manera absolutamente nueva. Pero siempre hay otros discípulos cuya conversión es menos convincente. Estos seguidores se han convertido por «la conveniencia segundona de una especie de ejercicio social»,19 o imitación, que les permite «actuar mecánicamente» lo que podrían no haber sido capaces de vivir por iniciativa propia. Mientras el guru esté presente para vivificar y dirigir sus inconscientes parodias de las enseñanzas, no hay peligro de desastres. De hecho, los seguidores por lo general no son conscientes de que las enseñanzas puedan estar separadas de la persona hasta la desaparición del guru. Pero una vez que ha desaparecido, la vida puede también desaparecer de sus enseñanzas. Ello sucedió con muchos de los discípulos del Compasivo Buda cuyas enseñanzas quedaron vacías después de su muerte. La repetición de lo que había enseñado no logró la profundidad de significado que en un tiempo había inspirado su presencia personal. Los hombres, brevemente inspirados, están condenados a volver a ser «racionales». A veces se trata de una simple cuestión económica. Con la evolución de la economía agrícola, los fieros chamanes de las sociedades cazadoras y recolectoras dieron lugar al sacerdote sensatamente ortodoxo. El liderazgo carismático dio paso al tradicionalismo; la guía imaginativamente individualista

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y la inspiración cedieron ante las «instituciones duraderas y los intereses materiales».20 Camus ha señalado que el revolucionario de hoy debe formarse en el hereje de mañana si no quiere ser el opresor de futuro.21 Esto lo enseña cada reinado pos-revolucionario del terror y sin embargo, parece que somos incapaces de aprender la lección. El liderazgo espiritual puede corromperse convir­ tiéndose en la institución opresiva contra la que se rebeló, o paradójicamente, puede fracasar transfor­mándose en una caricatura exagerada de sí mismo. Las cualidades y empresas humanas que pueden ser creativas también son las que pueden llegar a ser más destructivas. El deseo sexual, la ira, el orgullo, el an­sia de poder, estas debilidades/ fortalezas del hombre son daimónicos, como «cualquier función natural que tiene el poder de apoderarse de toda la persona».22 Como gurus, tanto el oráculo apolíneo como el Dios Loco dionisíaco se convirtieron en exageradas extensiones de lo que empezaron a ser, caricaturas grotescas de su propio impulso inicialmente creativo. El Oráculo de Apolo, que empezó como portavoz de la razón, del orden y de la forma, a la busca del equilibrio y la armonía, terminó siendo un rígido policía a favor de la inhibición y la represión, exigiendo un autocontrol perfeccionista y la extinción de las pasiones humanas. El Dios Loco del culto de Dionisos, que al principio inspiró la celebración de los sentidos, el abandono extático y la alegría de la creatividad, más tarde provocó en los decadentes una búsqueda insaciable de la depravación más grotesca, una lujuria frenética en pos de nuevas experiencias. Otro peligro del liderazgo espiritual es la idola­tría de la persona del guru, Toynbee señala que una mayor némesis de la creatividad de los grupos sociales, una que puede conquistar a la juventud, llevarla a su destrucción y eventual desaparición, es la «idolatría del ser efímero» 23 del líder del

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grupo. Esto puede ocurrir cuando el guru gradualmente es visto por sí mismo y por sus fieles como por encima de los demás hombres. Su enseñanza y los discípulos a quienes estaba dirigida pierden valor mientras el grupo es deificado. La apoteosis de los Zaddiks se produjo cuando sus feligreses jasidas les elevaron por encima de los demás y cuando los Zaddiks fueron tentados por esta, oportunidad de alcanzar la santidad. Asimismo, la gentil y amorosa devoción de los monjes ermitaños del siglo IV, los Padres Espirituales del Desierto, no pudo aguantar largo tiempo la tentación humana de la arrogancia. Sus enseñanzas, que empezaron como intentos de alejar a los jóvenes de asuntos miserables y orgullosos, de ayudarles a someterse a su propio mundo espiritual, devinieron cada vez menos razonables y se convirtieron en exigencias dominantes de obediencia ciega y de autodegradación. Esta situación profundamente humana de quedar atrapado en el ciclo de la devoción humilde y de servicio arrogante ha sido conmovedoramente descrita por Agee cuando narra la lucha espiritual de un chico católico de doce años, un niño que puede ser cualquiera de nosotros. Era la primera hora de un Viernes Santo cuando el chico, Richard, se despertó para dar comienzo a su vigilia pascua], la mañana en que no abandonaría ai dulce Jesús a solas en la Cruz. Richard luchó por resistir una distracción mundana tras otra. En el pasado, en realidad no se había en­tregado a la compañía de Nuestro Señor sino que había pensado en otras cosas, esperando que pasara el tiem­po, no le había gustado y hasta había maldito el tener que estar en la capilla. Pero esta vez sería diferente. Esta vez realmente creía. Amaba a Jesús y estaría a su lado. No pensó en otra cosa. Le dolían cruelmente las rodillas y la espalda

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mientras proseguía cabalmente atento a su prolongado arrodillamiento pletórico de oraciones. Pensó en lo que Cristo debe haber sufrido, imaginándose tan vividamente lo que debía ser estar crucificado que en ese momento «sintió un desgarrador espasmo de angustia en el centro de cada palma y con un instantáneo mareo de sorprendido deleite, al recordar imágenes de los grandes santos, gritó para sí, “¡Tengo los Estigmas!’”».24 De inmediato se dio cuenta de que lo que había hecho era blasfemo y absurdo, que debía confesar este ridículo pecado de orgullo, aun cuando había nacido de su deseo de entregarse por completo a Jesús. Pero incluso cuando se puso contrito, cuando trató una vez más de encarar su humillación y se decidió a decirlo todo en la confesión, a Richard se le ocurrió que no mucha gente siquiera sabría que éste era un pecado tan terrible, o sentiría un arrepentimiento tan profundo o tendría la valentía total y cabal, en toda su terrible desvergüenza, de confesarlo; y una vez más le decayeron las fuerzas y la autoestima y le aterrorizó la idea de que había vuelto a pecar de orgullo y complacencia y que debía confesarlo; y una vez más al reconocer su último pecado tan pronto como apareció, y al arrepentirse y decidir confesarlo, en un sentido, había neutralizado la ofensa y restaurado su bienestar y su autoestima, y una vez más, en ello estaba el mal, y nuevamente en el posterior arrepentimiento, hubo mal y bien hasta que empezó a parecer como si estu- viera tentado al mal eterno por ci mismo bien, o incluso por el mismo deseo del bien y como si estuviera atrapado entre los dos, el mal y el bien...25 Tal vez, entonces, no hay escapatoria de la perpetua ascensión y caída del espíritu humano. Tal vez el mayor

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peligro sea provocar la corrupción de una forma más rápida y completa antes de lo necesario, debido a que no asumimos nuestro desamparo ante la inevitabilidad de su llegada. Tal vez sólo podemos ser libres si no tratamos de huir de nuestras imperfecciones, si sólo vemos que podemos ser lo que queremos ser, de tiempo en tiempo, y sólo brevemente cada vez. Tal vez, debemos continuar perdonándonos una y otra vez, para siempre.

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14. La tercera fuerza Aunque van locos serán cuerdos. Dylan Thomas La lucha prosigue hoy día. La búsqueda aún continúa de una forma de ayuda más viable y personal para el afligido. La psicoterapia es el intento del siglo xx por conseguir la versión mejorada, definitiva y finalmente duradera de guía espiritual. Los tres grandes conceptos de la terapia moderna han sido el psicoanálisis, la terapia conductista y la «tercera fuerza» de la psicología humanista. Cada uno a su manera ha logrado ayudar a gente con problemas. Pero sólo una cosa parece segura: que ninguna de estas formas del nuevo guru resultará ser la panacea eterna. Cada enfoque es útil, creativo y todos resultan efímeros. Cada uno no es más que una formulación confusa y pasajera en la historia de la búsqueda humana de la ilusión de estabilidad y cer­teza en una vida que es siempre cambiante y funda­mentalmente ambigua. Cuando contemplo el torbellino de fuerzas desatadas por los gurus de mi tiempo, me doy cuenta de lo simple que me ha sido aceptar las ofertas y las limitaciones de los gurus de otros tiempos. Aquí, hoy, en mi propio mundo, experimento el tumulto de mis propios compromisos apasionados y furibundos desafectos. Resulta tan tentador engañarme y optar entre buenos y malos, a posar como espíritu libre de disensión contra el sistema opresivo, a desesperarme pensando en el pasado y a esperar demasiado del futuro. En su tiempo, los jasidas, los Padres del Desierto y los taoístas ciertamente deben haber experimentado similares poderosos autoengaños. ¿Quién soy yo para no sufrir las mismas tentaciones?

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El psicoanálisis El psicoanálisis fue concebido por Sigmund Freud casi a fines de] siglo pasado. Al igual que otras formas de guía espiritual, nació en un contexto revolucionario. El psicoanálisis desgarró la colcha sofocante del pudor Victoriano para revelar al hombre como un ser instintivo y sexual. Además, este nuevo conocimiento atacó los métodos físico-mecánicos de la ciencia del XIX, reabriendo el estudio «científico» del hombre a las tradiciones más especulativas que en ese momento estaban reservadas a la filosofía y a la religión. La revolución freudiana abarcaba más de cuanto teníamos hasta ese momento y propinó el tercer golpe científico a la ya castigada arrogancia del hombre moderno. El primer golpe fue el heliocentrismo. El hombre se había creído el centro del universo hasta que llegó Copérnico a decirle que la esfera sin importancia en la que vivía no era más que una de las que giraban en torno al sol. Tal vez el hombre heliocéntrico no era tan especial en el universo, pero al menos podía estar seguro de ser diferente de los animales en la tierra. Era una creación maravillosa y sin paralelo. Entonces llegó Darwin con su Teoría de la Evolución. Sus malas noticias fueron que los ancestros del hombre no se diferenciaban de los de las demás bestias y, por ende, que el hombre no estaba separado ni era superior. Esto dejó al hombre del siglo xx en la obligación de definir su propio lugar en la tierra en términos de sus especiales recursos interiores. De todas las bes­tias, él era el único que sabía lo que estaba haciendo. Sólo él poseía la Razón. Entonces llegó Freud con su «Inconsciente» como término divino a enseñarnos que sólo parecía que actuamos de forma razonable, pero en realidad lo hacíamos movidos por causas ocultas, antiguas e irracionales. No sólo desconocíamos estas impulsoras fuerzas interiores,

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sino que nos demostró que el aprendizaje de su naturaleza nos podía asustar y escandalizar. El psicoanálisis no sólo era «un método de tratamiento médico para quienes sufren desórdenes nerviosos»,1 sino una nueva manera de ver al hombre, una perspectiva filosófica radical. Por esa razón, la primera generación de psicoanalistas incluyó numerosos librepensadores, hombres que se sentían sofocados por la visión en la que se habían educado, hombres dispuestos a arriesgarlo todo en una empresa con un nuevo enfoque apasionado y revolucionario del sufrimiento humano. ¡Cuánto más baja es la ralea que hoy dirige institutos de psicoanálisis en las que los candidatos pueden obtener sus credenciales únicamente si logran salir de allí con ortodoxia en los labios y plomo en el corazón! Por supuesto, el psicoanálisis no es un sistema que sa­lió completamente del cerebro de Freud en un momento determinado de la historia. Las propias ideas de Freud cambiaron y evolucionaron con los años y él ha expuesto generosamente y compartido la lucha y el apasionamiento de esta metamorfosis en sus obras. Muchos de sus discípulos contradijeron su teoría y sus métodos (algunos perdiendo su amistad). Algunos neofreudianos y otros defensores del cambio revisaron el psicoanálisis, por ejemplo, reconceptualizando el impulso freudiano sexual como la principal fuerza de motivación, reemplazándola con el ansia de poder (Adler), con un impulso vital y universal indiferenciado (Jung), o con la búsqueda de seguridad interpersonal (Horney y Sullivan). El desarrollo de éstas y otras variaciones demostraron valentía e imaginación y vale la pena estudiarlas en sus propios términos. Sin embargo, aquí trato al psicoanálisis como si fue­ra un enfoque más unificado. Esto no se debe a que yo crea que estas variaciones carezcan de sentido, sino porque el psicoanálisis ha dejado de fascinarme y porque en una

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posición tan breve prefiero acentuar aque­l los aspectos que creo que son capitales para el método. Asimismo creo que es absurdo cambiar repetidas veces un enfoque y seguir insistiendo en denominarlo con su nombre original. A medida que han evolucionado y crecido algunas posiciones psicoanalíticas, fuertemente influenciadas por ideas y prácticas no psicoanalíticas más nuevas, los gurus del psicoanálisis han sido culpables de una forma insidiosa de imperialismo académico. Cada evolución interesante es clasificada como un «nuevo progreso en el psicoanálisis». Es un poco como los modernos superestados tecnológicos (como Estados Unidos y la Unión Soviética) que, como ha señalado Marcuse,2 son capaces de perpetuarse absorviendo, diluyendo y proclamando como propia cualquier forma de disensión que desafíe su dominio o amenace con su derrocamiento. Lo que no se puede incorporar es vilipendiado y marginado como el actual rechazo tragicómico en Estados Unidos de muchos de sus jóvenes más imaginativos por «maricones, hippies y comunistas», y en la culturalista reducción psicoanalítica de la crítica a «resistencia neurótica» (una defensa contra el tener que enfrentar verdades inaceptables del propio inconsciente). De cualquier modo, el psicoanálisis ha sido tremendamente eficaz para alguna gente problemática. También ha representado un terreno fértil para el crecimiento de nuevos conceptos acerca de problemas perennes, culminando en «la aparición del hombre psicológico»,3 reemplazando anteriores concepciones del hombre: el hombre político pagano, el religioso cristiano y el económico del Despotismo Ilustrado. ¿Qué enseñó entonces el psicoanálisis que pudiera influenciar de forma tan fundamental la visión del hombre de sí mismo y del mundo? Primero de todo, el psicoanálisis enseñó que todo acto humano tenía una causa y, por tanto, que todo el comportamiento era comprensible. Incluso

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se podían revelar errores; las bromas y las meteduras de pata podían revelar motivaciones ocultas. Los sueños, que antes habían sido descartados por absurdos, o en el mejor de los casos, comprendidos únicamente en un contexto mágico o supersticioso, se convirtieron en importantes datos científicos. Ciertamente, la interpretación de los sueños fue «el camino real al inconsciente» porque «cuando se ha completado el trabajo de interpretación, se puede reconocer al sueño como una realización de deseos».4 A menudo estos deseos inesperados son los anhelos insatisfechos de la infancia. Freud nos ha demostrado que lejos de ser angelical e inocente, cada niño está motivado por poderosos instintos sexuales y destructivos y dividido por la ambivalencia de amar y odiar al mismo tiempo. Demasiado débil para hacer lo que desea y ansioso ante la amenaza del castigo, la pérdida o el olvido, «reprime» sus anhelos incestuosos, homicidas o caníbales. No sólo estos deseos resultan activamente olvidados, enterrados en el inconsciente, sino que también se evita cualquier cosa que recuerde las ansiedades que le han producido. Puede desarrollar una conciencia razonable como una concesión protec­tora ante la autoridad paterna vengativa que él teme, aún dejándose mucho margen para una vida plena y la expresión subrepticia de sus anhelos secretos. Un ejemplo de este compromiso de lo que parece ser un simultáneo ceder y conseguir lo que se desea podría implicar desplazar hacia otra persona aquellos senti­mientos originalmente dirigidos a los padres (como rebelarse contra la autoridad del jefe debido a resen­timientos contra el padre). Otra forma sería la subli­mación, en la cual el adulto encuentra una expresión simbólica del prohibido anhelo infantil, el cual luego es vivido de una forma socialmente aceptable (como, por ejemplo, una mujer que se hace enfermera y de ese modo desplaza secretamente a su madre). Una persona determinada con demasiada frustración

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de sus deseos o demasiado poco apoyo para ocultar o transformar estos deseos, puede convertirse en un neurótico, lleno de ansiedades, o fijarse o atascarse en un nivel infantil de enfrentar el mundo. Si acude a un psicoanalista, éste estudiará meticulosamente la historia de su infancia. Luego, le indicará que se eche en un diván y le instruirá acerca del método de libre asociación de ideas. De esta manera, aprende a decir lo que le pase por la cabeza, sin censuras ni interrupcio­nes, por más tontos, superficiales, delirantes u ofensivos que sean sus pensamientos. Con la ayuda de las infrecuentes interpretaciones del guru-psicoanalista acerca de lo que «realmente» significan sus asociaciones, puede ser conducido al recuerdo infantil de sus originales luchas psíquicas y entonces, hacer consciente y manejable lo que anteriormente había estado pobremente reprimido (algo no recordado y, sin embargo, destructivo). Pero esto no es suficiente. Para que estas visiones sean verdaderamente transformadoras y liberadoras, deben ser experimentadas emocionalmente. Esto tiene lugar dentro del medio de la relación entre el analista y el paciente. El guru psicoanalítico está sentado fuera de la vista del paciente, habla en raras ocasiones, revela lo menos posible de sí mismo como persona y evita cualquier interacción personal o social con el paciente. Éste elabora fuertes sentimientos de amor y odio, de anhelos y terrores, que son inter­pretados como «nada más que» la transferencia de deseos y temores de la infancia. Ahora la tragedia y romance de la infancia son transferidos de los padres de antaño a la pantalla en blanco representada por el analista. Éste incluso puede experimentar la contratransferencia de sus propios fragmentos infan­tiles sin resolver (que debe elaborar por sí mismo o consultando a su propio analista). Los sentimientos y deseos del paciente deben revelarse como las fantasías infantiles que representan, y ser analizados hasta borrarlos de modo que el paciente se

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libere de sus fijaciones. La consideración mutua y la íntima confianza entre guru y discípulo, tan valiosas en el pasado, ahora son consideradas como una mera fase instrumental del proceso psicoanalítico. El carisma del guru «ya no es un don personal... sino una función técnica».5 Otros aspectos vitales de la original fascinación del descubrimiento también se han visto reducidos a los restos absurdamente letales de un sistema cerra­do que se perpetua a sí mismo. Los escritos que se pueden leer en las publicaciones psicoanalíticas presumen de analizar, no sólo situaciones clínicas, sino también la política, el arte y hasta la religión. Al final, todo queda reducido a «nada más que» una sublimación, o a una racionalización, una proyección o introyección de algún conflicto infantil hace tiempo reprimido. El lector asiduo de este material queda tan anegado de previsibles clasificaciones y de categorías preconcebidas que más que el estudio de un análisis conceptual lo que practica es la lectura de un estilo literario severamente elaborado que puede convertir a Hamlet, la revolución rusa y la Iglesia católica en complejas extensiones del supuestamente universal complejo de Edipo. En su momento, Freud fue un revolucionario que llegó para emancipar al mundo Victoriano de la opre­sión de la mojigatería. En parte, su éxito ha contribuido a la creciente libertad sexual de nuestra época. Ahora quizá nos encaminemos al otro borde del abismo, a la soledad que nace de una forma vacía e impersonal de hacer el amor, y hayamos dejado atrás la lujuria oculta y vergonzante. Pero, ¿cuál ha de ser el rol del guru-psicoanalista en el mundo post-psico-analítico? Si tal como parece, Freud y el movimiento del que él forma parte y han logrado en gran parte su misión emancipadora, ¿de qué nos puede liberar ahora Freud?6

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La terapia conductista A los psicoanalistas siempre les ha fascinado imagi­narse aquellos procesos internos que más humanizan al hombre: sus deseos, sus miedos y sus sueños. Les conmueven los conflictos humanos. Desean curar las enfermedades emocionales viajando hasta las profundidades de la psiquis. Es verdad que lo que no pueden curar lo tapan explicando espinosamente que el paciente «no está preparado para el análisis» o que ha sido «arruinado para el análisis» por anteriores tratamientos no analíticos o que se «resiste» al tratamiento. La explicación reemplaza la evaluación y la autocrítica. Aún así, han ayudado a muchos, nos han dado una nueva visión estimulante del hombre y se han dedicado a aprender «los secretos del corazón».7 Hacia fines de los años 50, apareció un nuevo guru, el terapeuta conductista, que se definió como un crítico de estos románticos especuladores. La terapia conductista no fue iniciada por clínicos (para no hablar ya de líderes espirituales), sino por científicos de laboratorio. Su objetivo era evaluar objetivamente los efectos de distintos tipos de tratamiento, poner de manifiesto los descubrimientos de los esfuerzos científicos objetivos y transformar a la terapia de una búsqueda de visiones profundas en un medio eficaz y severo de previsibles y lógicos cambios de comportamiento. Aunque al igual que cualquier otro nuevo guru, los terapeutas conductistas creen que ellos son quienes finalmente mejorarán la situación del hombre, su ministerio no proviene de una fascinación por los conflictos que han parecido más humanos, sino de la observación del comportamiento de los animales de laboratorio. Los principios que guían el aprendizaje de los animales son los mismos que los de los hombres y la única diferencia es una cuestión de complejidad. El comportamiento de cualquier organismo es, en última

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instancia, una previsible respuesta a un estímulo. Los hombres y las bestias están sujetos por igual al mismo proceso de aprendizaje y «casi todo el comportamiento se aprende en un proceso denominado condicionamiento por medio del cual se establecen los vínculos entre los estímulos y las reacciones».8 El trabajo de los conductistas con pacientes es un intento de producir un comportamiento adecuado programando la secuencia de recompensas y castigos que establecen los vínculos entre estímulo y reacción. Se considera que la gente que busca ayuda tiene problemas de aprendizaje social, o que son personas conflictivas de quienes la comunidad insiste en que necesitan ayuda. Tanto las dolorosas ansiedades de los que buscan ayuda como el comportamiento antisocial ansioso de quienes reciben ayuda obligada son síntomas a erradicar. La especulación sobre el significado de sus vidas o sobre las causas internas de sus síntomas son dejadas a un lado como fantasías improductivas. Sólo se necesita suponer que los síntomas neuróticos son aprendidos y que la programación idónea de una nueva serie de experiencias de aprendizaje producirá cualquier nueva combinación de comportamientos deseables. No hay más nada que decir, pues el «llamado síntoma es la neurosis».9 Los conductistas han investigado cabalmente el asunto y han «probado» que las demás formas de terapia rara vez funcionan. (Este puede ser otro caso de examinar la estructura anatómica del abejorro a la luz de los principios de la aerodinámica y de ese modo probar que a las pobres criaturas les es imposible.) Cuando alguna otra forma de terapia tiene eficacia se debe simplemente a que sin saberlo y sin ninguna sistematización han aplicado los principios de la terapia conductista. Mi impresión es que el conductismo funciona mejor cuando se trata de cambiar hábitos que los tipos existenciales y visionarios de psicoterapia son más

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incapaces de cambiar: el autismo, la delincuencia, formas compulsivas de comerse las uñas, de mojar la cama y las fobias. Me resulta difícil imaginarme lo que podría hacer un conductista con un paciente mío cuyo actual problema es verbalizado de la siguiente manera: «Me siento como si realmente no supiera quién soy» o «Mi vida no parece tener mucho sentido» o «Me parece que no puedo amar profundamente a nadie». Al lograr parte del considerable alivio del sufrimiento humano para el que parecen ser aptos, los conductistas aplican descubrimientos de laboratorio a los problemas prácticos del paciente. En contraste, los psicoanalistas hacen sus descubrimientos al tratar al paciente, descubrimientos que luego pueden generalizarse en verdades universales aplicables a la humanidad en su conjunto. Las formas en que los conductistas aplican estos principios de aprendizaje se dividen en tres métodos básicos de tratamiento: inhibición recíproca, terapia de adversión y condicionamiento operante. La inhibición reciproca es un método de readiestramiento conductista usado a menudo para tratar fobias y otras ansiedades irracionales. Está basado en el clásico reflejo condicionado de Ivan Pavlov, un psicólogo ruso que experimentó con perros hace unos cincuenta años. Esta forma de aprendizaje está tipificada por la situación en que Pavlov hace sonar una campana antes de dar alimentos a unos perros ham­brientos. Después de repetir la secuencia un número de veces, podía hacer sonar la campana sin mostrar­les alimentos y hacer sin embargo que los perros sa­ livasen (un tipo de reflejo generalmente reservado para la anticipación de comer). Hay muchas explica­ciones alternativas para esta clase de fenómeno. A nosotros nos basta con la noción de que este condi­cionamiento clásico enseña a las criaturas a asociar ciertos reflejos automáticos o innatos ante estímulos nuevos o artificiales que se han presentado junto con sus

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evocadores naturales o usuales. Para los perros de Pavlov, era cuestión de enseñar nuevos estímulos a una antigua respuesta. Los conductistas sostienen que las fobias se aprenden de manera similar, es decir, teniendo algo inherentemente aterrador asociado con algún estímulo, el cual más tarde evoca por sí mismo el miedo. Así sucede con las neurosis de «laboratorio» inducidas en ratas que reciben una descarga cada vez que son pues­tas en una pequeña jaula. Con el tiempo, con sólo acercarlas a esas jaulas, se produce en el animal un comportamiento de pánico. Sin embargo, se descubrió que si tenían hambre suficiente y se las alimentaba cada vez más cerca de una jaula pequeña, gradualmente dejaban de sentir pánico. Este descubrimiento llevó al originador de la inhibición recíproca a formular que «si se puede lograr que haya una respuesta antagonista a la ansiedad en presencia de un estímulo provocador de ansiedad, de modo que sea acompañado por una supresión completa o parcial de las respuestas de ansiedad, se debilita el vínculo entre estos estímulos y las respuestas de ansiedad».10 O más simplemente, no es posible estar relajado y animoso al mismo tiempo. Si podemos ayudar al paciente a experimentar las cosas que le asustan en momentos en que puede estar relajado, con el tiempo no le perturbarán esas cosas ni las situaciones que anteriormente le causaban innecesarias penurias. El hecho de que este tratamiento se haya origina­do con experiencias con animales nos puede llevar a esperar que el rol del terapeuta conductista sea simplemente el de agente o controlador de cambios, algo que podría hacer igual (o mejor) una computa­dora. La retórica de los conductistas lo confirma ya que quita toda importancia a la relación personal entre terapeuta y paciente. Y sin embargo, el tratamiento de los pacientes con inhibición recíproca empieza con técnicas de relajamiento hipnótico,

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lo que requiere gran confianza y sometimiento de parte del paciente. Seguidamente, se crea una jerarquía de ansieda­des estableciendo una lista graduada de estímulos negativos. Para alguien que tiene fobia a los gatos, esto puede ir desde contemplar una foto de un gato jugando a lo lejos hasta tener en la falda a un gato vivo. El readiestramiento consiste en que el conductista consiga que el paciente se relaje profundamente y entonces le hace imaginar el elemento más débil de la lista. Esto se repite hasta que no vuelve a po­nerse ansioso. Entonces pasan al siguiente elemento de la lista hasta que, sesión tras sesión, el paciente aprende a no tener miedo. Esta densificación puede ayudar a gente oprimida por miedos irracionales. Sus premisas suponen que hasta los estilos de vida más complejos pueden ser reducidos en última instancia a intrincados sistemas de fobias, que pueden ser diferenciadas y resueltas de la misma manera. Pese a la esperanza de que la inhibición recíproca puede cambiar todo tipo de comportamientos, por lo general su uso se limita al tratamiento de miedos irracionales. Actos indeseables persistentes, síntomas «compulsivos» como las desviaciones sexuales, la gula, la práctica exagerada de juegos de azar y cosas parecidas, son tratados en cambio con la terapia de aversión. En esos casos, el comportamiento indeseable ha devenido una fuente de placer y satisfacción. El trabajo del terapeuta vincula el estímulo responsable de esos actos con una nueva y desagradable respuesta, como por ejemplo la obtenida por medio de dolorosos shocks eléctricos o drogas que le producen náuseas. Un defensor de este método describe su trata­miento de una joven obesa de la siguiente manera: Cuando la srta. H. tuvo los electrodos conectados a su brazo izquierdo, se le ordenó que levantara el derecho tan

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pronto como se hubiera imaginado una comida apetecible. Cuando ello sucedía, al instante se le descargaba una corriente casi inaguantable que continuaba hasta que su brazo derecho señalaba que ya no podía aguantar más la descarga, lo que generalmente sucedía al cabo de un segundo o dos.11 Su descripción objetiva, y carente de excusas o sentimientos ofrece una visión de cómo, en pro del progreso tecnológico, la postura científica puede convertirse en una manipulación inhumana de la gente como objetos. El progreso que se logre bajo la guía del conductismo puede dar como resultado una sociedad de sonrientes robots. La tercera técnica empleada por los conductistas es el condicionamiento operante, un sistema de recompensar selectivamente el comportamiento deseable. Procede del trabajo realizado con palomas por B. F. Skinner, de la universidad de Harvard. Si una paloma o una persona lleva a cabo un acto determinado de conducta (picotear a otra paloma o mostrarse amistoso con los demás), entonces el experimentador o el terapeuta recompensa ese acto (con comida o con algo que puede ser considerado como trato preferencial en el hospital o la institución penitenciaria). Esta conducta recompensada tiene mayores posibilidades de reaparecer mientras que el comportamiento indeseable va desapareciendo. Poco a poco, las formas de actuación de la gente pueden conformarse a los modelos deseados. El condicionamiento operante ha sido especialmente eficaz con poblaciones de pacientes recalcitrantes y nada dispuestos a colaborar como los delincuentes y los niños autistas. Al igual que otra formas de terapia conductista, el uso del condicionamiento operante está sujeto a una objetividad fríamente imparcial. Como prueba de la eficacia de esta técnica, un investigador pudo extirpar completamente

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lo que había sido un ince­ sante parloteo delirante de una paranoica hospitali­ zada, recompensándola sólo cuando hablaba cuerda­mente. La recompensa que usó fue apagar un zum­bido desagradablemente potente al que estaba some­tida la paciente cuando deliraba. Para demostrar lo bien que funcionó, luego invirtió el proceso recompensando la charla delirante: «Recuperó su parloteo paranoico después de castigarla siempre que hablaba de temas normales».12 Los trabajos de los conductistas han provocado una nueva predisposición a evaluar los efectos de la psicoterapia de una forma más objetiva. Y asimismo, estos nuevos gurus han ayudado a mucha gente que previamente era considerada como casos perdidos de infelicidad, gente a la que los psicoanalistas tienden con demasiada frecuencia a diagnosticar como «resis­tentes» a su cura (una respuesta más fácil que afron­tar lo inadecuado de su propio enfoque). Hay un gran potencial de corrupción en la misma imparcialidad científica que caracteriza la eficacia de la terapia conductista. Este nuevo gura, al estar de algún modo fuera y por encima de los intereses humanos comunes, llega a creer con demasiada facilidad que sabe lo que les conviene a los demás, o, paradójicamente, llega a ser el técnico experto cuyos conocimientos están al servicio de cualquier poder. El trabajo de Pavlov se ha transformado en la base de algunos programas rasos y chinos de salud mental y de control del comportamiento político. Skinner, a su vez, ha contribuido al eficaz tratamiento de pacientes hasta entonces desahuciados. Pero también se ha convertido en el favorito de aquellos que dirigen y controlan el comportamiento de los obreros que deben producir más, de consumidores que deben comprar más y de marginados sociales que deben llegar al conformismo. Skinner es el héroe de los hippies utópicos

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que desean organizar una comuna idílica en la que cada uno pueda hacer sus cosas. Paradójicamente, también es la víctima del Sistema del que ellos se han marginado. La psicología humanista La tercera fuerza, la psicología humanista, apareció en parte como una rebelión tajante contra la farisaica reducción psicoanalítica del hombre a nada más que un vínculo, a menudo enfermo, entre los instintos caóticos y las fuerzas sociales represivas; y contra la fría deshumanización del hombre que realizaban los conductistas al rebajarlo al status de problema técnico a resolver, en nada diferente a un perro a adiestrar. A veces esta tercera fuerza es denominada «movimiento de potencial humano», pero realmente es demasiado nuevo, diverso, demasiado altivamente asístemático como para proporcionar un cuerpo coherente e integrado de ideas o técnicas. Alimentado por fuentes tan diversas como el Zen, la educación progresista, la danza moderna y la investigación de diná­mica de grupos, esta tercera fuerza es más una actitud que una posición, más una amalgama que un grupo. Sus gurus y sus simpatizantes son de alguna manera una excéntrica banda de creyentes con esa in­mensa tolerancia para las diferencias existentes entre ellos, con que generalmente, en su inicio, están marcadas las peregrinaciones espirituales. El «movimiento» consiste en un grupo libremente constituido de nuevos peregrinos encantados de ser parte de una alianza social que postula; Una centralización de la atención en la persona que experimenta... Un énfasis en cualidades tan específicamente humanas como la opción, la creatividad, la evaluación y la realización personal... Una fidelidad al sentido común en la selección de los problemas a estudiar... y un interés y valorización de la dignidad y valía del hombre y en el

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desarrollo del potencial inherente a toda persona.13 Como tantos otros buscadores jóvenes e ilusionados de un mundo nuevo y mejor, los miembros del movimiento incluyen unos pocos líderes hermosos, dedicados y creativos, numerosos aspirantes a líderes prometedores, pero aún en proceso de consolidación, una cantidad substancial de simpatizantes (que pro­veen gran parte del apoyo financiero, hacen las relaciones públicas y llevan a cabo las tareas menores), y una creciente minoría de excéntricos en busca de inmediato conocimiento y fácil salvación, o peor aún, dispuestos a brindar estos dos elementos insubstan­ciales a los demás a cambio de dinero fácil y de satis­facción ególatra. En general, se trata de gente cansada del pesimismo del énfasis psicoanalítico en la neurosis, los complejos universales y los logros que no «son más que» resoluciones de compromiso de conflictos inconscientes profundos; también de gente que desconfía de la promesa conductista de una mañana brillante a través de la manipulación científica de sus mentes, una promesa de felicidad programada. Pero no sólo son refugiados que desean escapar de la opresión de guras anteriores, hoy corrompidos. Son viajeros en búsqueda de alegría. Y en esa busca de éxtasis, son gente esperanzada y en funcionamiento que dirían sí a la vida. Tres de los líderes más carismáticos del movimiento han sido Abraham Maslow, Carl Rogers y Fritz Perls: el Visionario, el Santo y el Super-Star de la Psicología Humanista. Abraham Maslow fue uno de los primeros psicólogos que vieron que había sido un error estudiar únicamente gente «enferma», situaciones problemáticas e infelicidades. Habrá distorsión si se mira solamente el mal como modelo del futuro humano o como fuente

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de comprensión de su naturaleza. Maslow tuvo la visión de que los gurus recientes habían estado demasiado dedicados a los sufrimientos y muy poco a las alegrías, a las enfermedades y no a la salud, a la curación y no al crecimiento, a la evalua­ción y no a la trascendencia, demasiado ocupados en la destrucción y no lo suficiente en la creatividad. Optó por estudiar la cara creativa y a favor de la vida del hombre, en parte para reajustar el dese­quilibrio derivado del anterior énfasis en lo patoló­gico. Asimismo, reaccionó contra el movimiento o de someter el estudio del hombre al modelo de las cien­cias físicas. En cambio, se interesó principalmente por la persona como un ser singular y único cuya humanidad no debía perderse al servicio de alguna concepción científicamente previsible y objetiva que diluye los colores de la vida. En su estudio del hombre, «lo genérico, lo abstracto, lo clasificado, y lo categorizado (no deben oscurecer) lo fresco, lo crudo, lo concreto, lo idiográfico».14 Maslow sintetizó su visión de salud psicológica, de creatividad, del ser, en su concepto de «autorrealización». La gente con problemas está motivada por déficits, por una necesidad de suplir lo que carecen (como la protección, la integración o el afecto). Cuanto más madura es uña persona cuyas necesidades básicas están satisfechas, ya no lucha de la misma manera para enfrentar las situaciones. En cambio, la persona autorrealizada da una imagen de tranquilidad, espontaneidad y autoexpresión (en lugar de tensión neurótica, rigidez y búsqueda desesperada). Está libre de «dedicarse a una tarea, vocación (o) trabajo fuera de sí mismo».15 Aunque profundamente ético, identificado con la humanidad y capaz de profundas relaciones con los demás, no le interesa lo que los demás puedan pensar de él. Sus características de desapego, necesidad de intimidad y autoaceptación le hacen parecer a veces hostil, poco amistoso o simplemente egoísta. Él

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ha superado el preocuparse por las distinciones entre egoísmo y generosidad, entre el «yo quiero» y «yo debo», entre trabajo y juego. La primera vez que leí el concepto de autorrealización de Maslow fue en los años 50, cuando pasó copias escritas a máquina de un manuscrito inédito a algunos de los que estábamos estudiando como graduados en Brooklyn College donde él enseñaba. La experiencia fue como si me hubieran quitado las anteojeras permitiéndome ver de una manera que me llenaba de esperanza. Su fascinante visión empezó a sacarme de mi reflexiva inmersión en el mundo psicoanalítico de neurosis y complejos. Y no obstante, en medio de todo esto, me pareció raro que algunas de las características del hombre autorrealizado fueran tan gratuitamente idiosincráticas. Por ejemplo, recuerdo que Maslow propuso que un hombre así disfrutaría pasando un tiempo cada día haciendo un trabajo como pelar guisantes, de modo que su mente quedaría en libertad para prodigarse en fantasías creativas. Todo esto me desconcertó. Luego de repente comprendí estas supuestas idiosincrasias irrelevantes en su hermosa e imaginativa presentación del hombre cabalmente humano. Estas características eran conclusiones en un estudio que Maslow hizo de una serie de personas creativas. Sin embargo, el paradigma, tal vez como el de cualquier teórico psicológico, era en parte autobiográfico, o, al menos, conformado por el propio estilo personal y las ideas del autor. En su inmersión para producir este autorretrato idealizado, Maslow se había olvidado simplemente de quitarse el bigote. Lo que había producido era un modelo que inspiraría a una generación de gurus, pero había dejado algunos detalles que no eran más que partículas de sus propias excentricidades personales. Incluso en esa flaqueza, Maslow, de forma inadvertida, nos enseña algo acerca de lo que es ser humano.

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La autorrealización no es la imagen de una élite o aristocracia psicológica. Se trata de algo muy distinto. Cada uno de nosotros ha tenido algunas experiencias cumbre, algunos momentos en que estamos abiertos a la maravilla de nuestro propio ser y del mundo. Piensen en sus «momentos más felices, de éxtasis, momentos de trance, tal vez de amor, o de escuchar música o de repente “ser impactados” por un libro o una pintura, en un gran momento creativo»,16 Las experiencias cumbre como éstas son «momentos pasajeros de autorrealización».17 El éxtasis está a disposición de cualquiera. Y cada uno de nosotros puede hacerse cargo de su vida de una manera que aumente nuestras posibilidades de felicidad. ¿Cuántas veces, cuando nos enfrentamos a una decisión acerca de expresar nuestros sentimientos o de acep­tar un desafío, retrocedemos y nos engañamos di­ciendo que no es el momento oportuno y que tal vez lo mejor sea esperar? Si pudiéramos autorrealizarnos, deberíamos entregarnos a la resolución de esos conflictos «decidiéndonos por la opción de crecimiento y no por la del miedo».18 Maslow tomó la decisión de pasarse la vida en el estudio y la afirmación de su sueño de un mundo de mayor felicidad y más creatividad, un mundo más humano. Carl Rogers, como Maslow, ha traído esperanzas en la forma de una imagen más optimista, más confiada y amorosa del hombre. Pero Rogers es menos teórico que práctico, un guru que inspira más con su actuación que con sus palabras. Su mayor contri­bución a la psicología humanista es la psicoterapia centrada en el cliente. Su foco está en el cliente, el conflictivo que busca ayuda, y sin embargo, me ha ayudado más a esclarecer los sentimientos del tera­peuta y la personalidad del guru. Al principio de su carrera, a Rogers le disgustó que el rol del consejero estuviera definido como distante y superior, como la autoridad experta que hace interpretaciones. Veía al cliente y al terapeuta como

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iguales, y de ese modo, pensó que la actitud del analista debía ser respetuosa, abierta y permisiva. Su orientación debía ser fenomenológica en el sentido que debía abrirse al mundo tal como lo experimentaba el cliente, en vez de a «la realidad» (¿comparada con qué?) o sea como una pantalla para los «ocultos» fenómenos inconscientes. De hecho Rogers pensó que cualquier diagnóstico sobre el cliente era presuntuoso y negativo. En cambio, el analista no-directivo trata al paciente con una «incondicional consideración positiva» y respeta los sentimientos del cliente. Le puede demostrar que le entiende y ayudarle a entender sus propios sentimientos con más claridad al reflejar de una manera no enjuiciadora lo que el cliente ha dicho. En semejante medio, Rogers cree que el cliente puede resolver sus problemas. Las propias palabras de Rogers dan una idea del personaje y de lo que enseña sobre lo que significa ser un guru: por:

Si puedo crear una relación caracterizada por mi parte una autenticidad y transparencia en las que yo soy mis sentimientos verdaderos; por una cálida aceptación y aprecio de la otra persona como individuo; por una sensible capacidad de verle a él y a su mundo tal como él los ve; Entonces, el otro individuo en la relación, experimentará y entenderá aspectos de sí mismo que previamente había reprimido; se encontrará mejor integrado, más capaz de funcionar eficazmente; se parecerá más a la persona que le gustaría ser; se volverá más dueño de su destino y tendrá más confianza en sí mismo; será más persona, más única y más autoexpresiva; comprenderá y aceptará más a los demás; podrá

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lidiar con tos problemas de la vida de forma más adecuada y más cómoda.19 La profunda humanidad de Rogers, su increíble gentileza y su sobrecogedora preocupación me hacen difícil escuchar algunas de sus cintas grabadas con clientes sin sentir que me brotan las lágrimas. Y sin embargo, me he sentido aún mejor acerca de lo que está haciendo Rogers cuando, en años recientes, empezó a mostrarse como alguien que ayudaba a los demás siendo tanto severo como amable. Si Maslow fue el visionario de la psicología humanista y Rogers su santo, entonces Fritz Perls fue su super-star. Perls fue el fundador de la terapia Gestalt, un complejo «no-sistema» teórico que se aparta radicalmente de sus raíces psicoanalíticas, diferenciándose por medio de la concepción alemana de la psicología Gestalt. Esto último pone de manifiesto el hecho de que percibimos de forma organizada partes significativamente relacionadas con el todo, y con una interacción dinámica entre la figura que enfocamos y el fondo que le sirve de contexto. Perls escribió una cierta cantidad de libros tratando de definir el aspecto brillante de su posición, pero para la mayo­ría de quienes algo hemos aprendido de él, su brillo no ha relumbrado en sus exposiciones sino en sus actuaciones. En los últimos años, Perls trabajaba a menudo con un grupo en el que invitaba a un participante por vez a sentarse en la silla conocida como «asiento caliente» a fin de que tratara de elaborar algún problema personal. En un grupo semejante, se puede aprender lo que él quiso decir con «Nada existe sino aquí y ahora»;20 nos dice que sólo necesitamos tomar conciencia de cómo rechazamos el ser libres y no importa nada el por qué. En esos grupos, de gente infeliz y a la defensiva, Perls alejaba a una persona tras otra de palabras intelectuales y la ayudaba a en­

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tregarse al poder del momento. Los problemas neuróticos eran vistos como asuntos inacabados (Gestalten incompletos) que sólo se pueden resolver en el presente. Todos los elementos necesarios están presentes, pero nos abstenemos de sentirlos e integrarlos por medio de chácharas vacías y fantasías inaceptadas, o haciendo que nuestros cuerpos expresen estos sentimientos por medio de posturas y movimientos que luego podemos ignorar. Perls tenía una presencia personal enormemente poderosa, una independencia de espíritu, una predisposición a arriesgarse yendo donde quiera que le lle­vasen sus sentimientos intuitivos y una profunda capacidad para estar íntimamente en contacto con cualquiera que esté dispuesto a trabajar con él. No sólo enseñaba, sino que demostraba vividamente su convicción de que nadie fue puesto en este mundo para cumplir con las expectativas de los demás. Si podía reunirse con otra persona, lo hacía encantado; si no era posible, se encogía de hombros y se olvidaba del asunto. Solamente era responsable ante sí y de sí mismo. Tanto su impacto como guru carismático y las formas en que su propio comportamiento servía de modelo, fueron de una inmensa eficacia. Pero tal vez su mayor genio estriba en su instinto creativo para crear modos que desarmaban a la gente, que supe­raban sus palabras vacías y sus convencionalismos sociales a fin de ayudarles a que dejaran de estar paralizados. Algunas de estas maneras de hacer se han convertido en técnicas standard para una gene­ración de terapeutas humanistas y de líderes de grupos de encuentro. Algunas de sus contribuciones se perciben claramente en su técnica única de análisis de sueños. A la persona que está en el asiento caliente y que ha narrado un sueño, se le solicita que lo vuelva a con­tar interpretando cada parte del mismo en sus dife­rentes aspectos. Por ejemplo, un hombre contó un cuento aterrador de la infancia: «El

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escenario es una cadena de montañas y un desierto llano de arena blanca... (un) cielo muy oscuro con una luna irra­diando una luz muy pálida sobre todo. Y hay unas vías de tren que cruzan el desierto en una línea muy recta. Y se aproxima el tren».21 Perls le hace representar cada una de las partes: ser, sentir y hablar como el desierto, la cordillera, las vías y el tren. El paciente puede interpretar a cada parte o dialogar alternativamente con una y otra parte. Realmente cada parte del sueño es parte del soñador. A medida que asume un aspecto rechazado de sí mismo, vuelve a cobrar más vida, a sentir más profundamente y a ser más libre. Observar un análisis de sueños de esas naturaleza no es sólo fascinante e instructivo, sino que atrapa en su proceso a los demás miembros del grupo. No es extraño llegar a las lágrimas, o quedar exhausto o alegre después de haber observado a un tercero pasar por la experiencia. Tan brillante fue su intuición y tan poderosas sus técnicas que a veces Perls sólo necesitaba minutos para convencer a la persona en el asiento caliente. Podía tratarse de un personaje rígido, atascado y muerto desde hace mucho tiempo que buscaba ayuda, y, sin embargo, temía que se la dieran y se produjeran cambios. Él colocaba a ese personaje en el asiento caliente y empezaba con su magia. Si esa persona estaba dispuesta a trabajar, era como si Perls extendiera una mano, cogiera la cremallera de su fachada y la bajara con tal rapidez, que su alma torturada caía al suelo entre los dos. Pese al poder y el brillo, esas técnicas sólo sirven como apertura del proceso pues se necesita mucho más trabajo si se han de elaborar los sentimientos y de vivir la vida con mayor plenitud. Por desgracia, con la epidemia de grupos de encuentro22 generados inadvertidamente por los guras de la psicología humanista, el movimiento tiene mucho de las características de un movimiento religioso de «revival», la tienda fundamentalista que invadió el sur rural y los

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pequeños villorrios norteamericanos a principios de siglo. «Los centros de crecimiento» han aparecido por todas partes. Algunos tienen líderes competentes y dan oportunidades positivas y fascinantes para que la gente realice su potencial en un medio que da prioridad a su bienestar. Pero hay demasiados que no son más que un número de teléfono, una pila de folletos publicitarios y un establo de líderes autodidactas que organizan reuniones donde quiera haya dinero y adoración disponibles. Sus ambiciones están alimentadas no sólo por la creciente popularidad y demostrable valía del Movimiento de Potencial Humano, sino por el creciente número de «parroquianos» y de «freaks» con sed de vivir el grupo de encuentro y que existen de una maratón a la próxima. Algunas de las desarmantes técnicas Gestalt de Fritz Perls y muchos de los ejercicios no verbales de grupos del tipo Esalen son extraordinariamente fáciles de aprender a usar. Superan con tanta eficacia las normales defensas intelectuales, orales y sociales que pueden poner en contacto inmediato y sorpren­dente a los miembros de un grupo con poderosos sen­timientos, a menudo desconocidos, incluso cuando las técnicas son aplicadas por líderes que carecen de una profundidad de comprensión de los problemas humanos. Tales experiencias probablemente no hagan gran daño a los participantes. La gente me parece mucho más dura de lo que dice; en especial, la gente que insiste en que es frágil e inadaptada. El mayor peligro estriba en el paralelo con las experiencias de revival. Algunos de estos organizadores itinerantes son líderes inmaduros y de peso liviano cuyas únicas credenciales son unas pocas semanas en un centro de crecimiento con un guru famoso y una inclinación a la pequeña estafa. Munidos de técnicas de grupo tan poderosas como las prédicas de condena y salvación eternas y de Evangelio de histerismos y griteríos, pueden brindar a los participantes de un grupo una experiencia

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tan poderosa y pasajera como las conversiones religiosas en masa. La combinación de testimonio dramático de los adictos a las conversiones y de presión del grupo puede hacer que mucha gente pase por cambios poderosos, pero cam­bios, al fin y al cabo, de muy poca duración. Lo más triste de esta situación es la desilusión que implica y la pérdida de oportunidades. Dificulta a los genuinamente interesados saber a quién dirigirse y que los líderes responsables puedan seguir manteniendo la confianza pública. El Movimiento de Potencial Humano ha brindado ayuda a mucha gente que no la habría buscado en ninguna otra parte. Ha proporcionado más contacto y ternura humano a muchas almas solitarias que estaban rígidamente encasilladas en roles sociales plastificados. Ha dado a algunos tímidos la fortaleza que les permite expresarse en el mundo. Y a otra gente que ya había conseguido elaborar sus problemas les ha posibilitado un mayor crecimiento. Por desgracia, también ha confundido a numerosas personas que consideran que la dinámica de grupo puede sustituir el difícil y prolongado trabajo de enderezar sus vidas problemáticas y mantener la libertad de sus egos aprisionados desde hace mucho tiempo. Tan velozmente ha sido la proliferación de gurus de cartón en la psicología humanista que parece que la corrupción puede haberse acelerado en esta época de comunicación instantánea a través de los medios masivos, en especial cuando lo que se ofrece es intimidad inmediata e instantánea resolución de luchas ancestrales. Aún así, la psicología humanista, según me parece, sigue siendo una gran promesa, en especial para la gente que hubiera permanecido ajena a los esfuerzos psicoanalíticos más elitistas y sin someterla al peligro de lavado de cerebro que representa el conductismo. Mucha gente del Movimiento de Potencial Humano tiene conciencia de lo vulnerable que es el movimiento ante el charlatanismo y se esfuerzan por resolver el problema. La mayoría parece

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menos consciente de ese peligro. Parte de la fortaleza de la psicología humanista estriba en el optimismo del enfoque de Maslow acerca de la creatividad y la trascendencia, y en la promoción del crecimiento de Rogers a través de la autoaceptación; pero debilidades y fortalezas a menudo sólo son diferentes aspectos de una misma singularidad. La corrupción de los esfuerzos de los gurus de la psicología humanista es posible que se produzca debido a una rendición daimónica de sus deseos por alcanzar la alegría. Siento que ya empiezan a ignorar la cara oculta del hombre. O como mínimo, cuando no se ignoran la mortalidad, la soledad, la ambigüe­dad y la inevitabilidad de la decadencia humana, todo esto es visto como problemas que eventualmente pueden superarse. Antes de que los gurus de la psicología, humanista aflojen y se entreguen a la siguiente ola de líderes carismáticos revolucionarios, aún podrían «iluminar» a mucha gente. Pero si presumen de poder superar la ambigüedad de la condición humana, quizá puedan ceder su lugar prematuramente.

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15. La negativa a lamentarse Después de la primera muerte, no hay otra... Dylan Thomas Parece que siempre que los hombres han buscado consejo y guía, ha aparecido una minoría creativa de curanderos, guías y consejeros. Aunque sus palabras y sus atuendos han sido distintos en los muchos luga­res y momentos en que han aparecido, estos gurus han hecho acto de presencia como guías espirituales, como diferentes tipos de maestros que ayudan a los otros hombres a realizar su pasaje de una etapa de sus vidas a la siguiente. El chamán paleolítico, el Zaddick jasida, los padres cristianos del desierto y el maestro Zen oriental, en principio, parecen muy diferentes entre sí. Sin embargo, a medida que les conocemos, podemos ver lo parecido que son. Cada uno es el miembro más extraor­dinariamente humano de su comunidad; cada uno enseña distrayendo a la gente a la que ayuda, alejándoles de la sabiduría convencional y desbaratando sus formas cotidianas y «racionales» de comprensión. Cada uno instruye siendo «persona» para sus discípulos en vez de depender del poder de su cargo formal. Como en cualquier tarea humana, el tipo especial de liderazgo espiritual que proporciona un guru, resulta ser efímero. Los esfuerzos del hombre son tan reales y pasajeros como los castillos de arena que construyen los niños en las playas. Cada uno recibe toda la concentración que puede darle el niño, toda la alegría creativa y su sincera esperanza de duración eter­na. Trabajando dedicadamente en la arena húmeda y oscura, los pequeños constructores quitan de en medio furiosamente a cualquier otro niño que atente con arruinar lo que están tratando de crear. Lloran sobrecogedoramente cuando algún adulto inadvertido estropea su trabajo con la pesada huella de su pie descalzo.

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Y no obstante, muy pronto, la marea empieza a subir para tragarse con serena inevitabilidad lo que ha creado cada niño en su ciega confianza en el momento. Los gurus y sus seguidores también construyen fortalezas de arena contra los ritmos eternos de las mareas. Al igual que los niños, a veces saben secretamente que sus castillos espirituales no sobrevivirán a la marea, una marea que se ha retirado sólo para vol­ver a avanzar. Al igual que los niños, quizá saben que sus creaciones están construidas en una zona de in­tranquilidad que es el presente humano y que después de bajar, la marea vuelve a subir. Y sin embargo, ¿quién sabe? Tal vez, insisten, en esta ocasión se pue­da construir algo permanente. Es a través de esta insistencia de esta predisposición que no puede ser truncada, que los niños (no importa a qué edad) a menudo producen la misma ruina que esperan evitar. Los niños, después de haber construido un hermoso castillo en lo que hasta enton­ces sólo era barro informe, pueden seguir desarrollan­do y viviendo una fantasía de lo que han construido hasta que tienen que ceder ante el mar incesante. Sin embargo, con demasiada frecuencia dedican sus es­fuerzos a la construcción de murallas y rampas pro­tectoras para frenar al mar. Ponen la arena de este modo y del otro, pero mientras lo hacen, podrían estar «hilando perlas para deleite del cielo». Y peor aún, con sus esfuerzos frenéticos por cons­truir murallas contra la llegada del mar, a menudo los castillos son destruidos por quienes quieren perpetuarlos. En esos melancólicos esfuerzos de grabar algo permanente en el mundo marginal del cambio continuo y del no-cambio de la naturaleza, a menudo se pierde de vista el intento inicial. ¡Cuánto más sabio es dejar que la naturaleza fluya a través nuestro que tratar desesperadamente de separarnos de ella para combatirla! Los gurus han llegado —y se han ido— a menudo para dejar tras de sí, algo que vale la pena conservar, algo

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de su estilo, de su técnica, de su sentido de lo necesario, o simplemente de lo que es más humano. Cada uno trabajó bien por un tiempo, en su propia época y lugar. Luego su liderazgo se institucionalizó y daimónicamente se exageró e idolatrizó. Sus enseñanzas se osificaron, se diluyeron y popularizaron. Los mismos gurus se corrompieron por la vanidad. Sus seguidores se convirtieron en maniáticos, culturalistas o creyentes de una forma dirigida a aclarar totalmente, de una vez por todas y para siempre, el significado de la vida. Parte de lo que aprendemos de estos mágicos momentos del pasado es que el nuestro también pasará. Si tratamos de aferramos a ese pasado, insistiendo en que no debemos perderlo, entonces caemos más rápida e innoblemente que los gurus del pasado que desearíamos preservar. Podemos llegar a obtener nues­tra porción de felicidad humana, pero sólo si somos capaces de ver que nosotros tampoco podemos cons­ truir nada duradero. Debemos renunciar a lo que no dura y no podemos cambiar, aceptando nuestras pér­didas si es que vamos a obtener todo lo que podemos de los significados y alegrías actuales. Debemos sentimos tan tristes e indefensos como nos sea necesario y entonces, debemos seguir adelante. Los jasidas nos enseñan: Hay dos clases de penas... Cuando un hombre medita sobre los infortunios que le han sucedido, se refugia en un rincón y desespera pidiendo ayuda. Esa es una mala clase de pena... La otra, es el honesto dolor de un hombre a quien se le ha quemado la casa y sintiendo su profunda necesidad en el corazón, empieza a construir una nueva.1 Nuestra decisión acerca de lo que debemos dejar y lo que debemos conservar de los gurus del pasado, puede estar vinculada a las propias luchas personales del individuo. Dentro de la perspectiva de la psicoterapia

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que yo practico esta aceptación del desamparo y esta necesidad de lamentarse son tantos mías como de quienes solicitan mi ayuda. La razón de ello es que, hasta cierto punto, cada uno de nosotros vive en la oscuridad de su propio pasado inacabado. La negativa a lamentar las desilusiones y pérdidas de la infancia, a enterrarlas de una vez por todas, nos condena a vivir en las sombras. El dolor genuino son los gemidos y los llantos que expresan la aceptación de nuestra incapacidad para hacer algo con nuestras pérdidas. Si en cambio, chillamos y nos lamentamos, insistimos en que esto no puede ser, o exigimos que se nos compense nuestro dolor, entonces estamos atados para siempre. Básicamente, la psicoterapia es una laboriosa empresa moral. El terapeuta intenta ayudar al paciente a convertirse en un ser humano decente y a vivir como tal, por más terribles que hayan sido sus experiencias. Debe aprender a vivir bien, en el presente, empezando con las cosas tal como son y abierto a las numerosas ambigüedades de esta mezcolanza que es el mundo tal como es. Y debe hacer todo esto pese al hecho de que ha sido burlado, de que ha tenido que aguantar indefenso mientras era ignorado, traicionado, robado, mientras contemplaba la destrucción de sus esperan­zas, la pérdida de sus más preciadas posesiones y sus sueños sin realizar. Lo que es más, si se niega a acep­tar los infortunios del pasado como inalterables, entonces no consigue conservar intactos sus sentimientos de cariño y amor. Esas alegrías de ayer y de ahora estarán expuestas a arruinarse de algún modo siempre que se sienta indefenso ante cualquier nueva pérdida. Tal vez sólo existen diferentes clases de infancia desgraciada y los recuerdos de infancia feliz sólo sean meras

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ilusiones a las que la gente se aferra desesperadamente. Después de todo, los niños son inevitablemente indefensos y dependientes, por más recursos que puedan obtener para lidiar con el violento mundo en que viven. De una manera u otra, los padres siempre decepcionan. Las frustraciones son muchas y la vida es congénitamente incontrolable. «Mamá puede tener, papá puede tener, pero Dios bendiga al niño que tiene lo que le pertenece.» * Como niños, todos somos realmente incapaces de cambiar el mundo o de seguir adelante y cuidar de nosotros mismos. Incapaz de renunciar a la esperanza en un asunto tan de vida o muerte, el niño se enfrenta a la desesperada ansiedad que resulta de tratar del superar y controlar lo que no se puede. Cada niño encuentra formas de creer que es menos impotente de lo que siente. Debe conservar la ilusión que de algún modo puede lograr que sus padres le quieran tal como él mismo desea que le quieran. El pánico acerca de esta impotencia debe ser transformado en una terca lucha por salirse con la suya, aunque sólo sea imaginariamente. Cuanto más se le trate como si sus sentimientos carecieran de importancia, más grande es su voluntariedad. Por mantener esta ilusión, puede salirse con la suya, repetir incesante y absurdamente su comportamiento neurótico y desarrollar su estilo de carácter autorrestrictivo y temeroso de los riesgos. De esta manera, aunque a distintos niveles, la gente insiste en que el mundo tiene que ser justo, que ellos deben conseguir lo que se proponen o, de otra ma­nera, alguien debe pagar. Así, por ejemplo, un joven obsesivamente preocupado señala que jamás puede ser feliz ni realmente libre para disfrutar de sus éxitos porque fue criado por un * «God Bless the Child», de Arthur Herzog y Billie Holiday (1941). Copyri­ ght de Edward B. Marks Music Corporation. Con permiso.

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padre egoísta y mezquino y por una madre en la que no se podía confiar. Su sufrimiento es su condena y no quiere salir de la trampa. Una joven histérica insiste en que debido a que ha tenido que aguantar tantas desilusiones en el pasado, ciertamente ahora llegará alguna persona maravillosa que se ocupará de ella. Otra nos cuenta lo mala persona que es. No se trata de que su madre fuera poco cariñosa o egoísta, sino que incluso cuando era pequeña era mala, anormal o que de algún modo no merecía un mejor trato. Y si ella ahora pudiera mejorar lo suficiente, las cosas con su mamá, hubieran o pudieran haber sido diferentes. O lo serían en el futuro. Sin embargo, otra persona coge la dirección con­traria demostrándonos lo poco que necesita de los demás, lo poco que le importan y lo por encima que está de todos ellos. Si sólo hubiera dejado que Le Bret, aquel buen amigo de Cyrano de Bergerac, le susurrase al oído, «Enorgullécete y amárgate, pero entredientes; susurra «ella no me ama», y ésta es la muerte».2 Por supuesto, hay muchas y variadas formas en las que los adultos continúan llevando a cabo las batallas infantiles. Lo que tienen en común es una limitada dedicación de sus vidas tal como es en este momento. Más bien, su queja más común es, «Me han engañado y no lo toleraré. Debo hacer lo que quiero. De no ser así, al menos otros no podrán volver a jugar conmigo». El adulto en quien sigue morando el niño desconocido y olvidado, insiste en que tiene el poder de hacer que alguien le ame, o de hacérselos lamentar si nadie lo hace. Se llevan a cabo apaciguamientos, engatusamientos, sobornos o encubrimientos con la terca esperanza de que si se es lo bastante sometido, lo bastante rastrero, lo bastante pérfido, lo bastante angustiado, lo bastante algo, entonces uno se puede salir con la suya.

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Parte de la tarea del terapeuta es evitar enredarse en los intentos del paciente de chantaje emocional, de intimidación, de adoración seductora, de exigencias de dependencia y demás. Por supuesto, es muy probable que el analista caiga en la trampa al responder a estas demandas de ciertas maneras, pero entonces el reco­nocimiento y el liberarse de la trampa hacen que el paciente empiece a ver lo que él mismo persigue. El analista trata de despertar la curiosidad del paciente acerca de su vida. Al mismo tiempo que interrumpe estas estrategias autoderrotistas del paciente al no participar en ellas, también insiste en ser reconocido como una persona por derecho propio y con sentimientos que cuentan. Debe encontrar medios para hacer conocer al paciente lo siguiente: Mi dolor duele como el suyo. Cada uno de nosotros tiene lo mismo que perder: todo lo que tenemos. Mis lágrimas son tan amargas y mis cicatrices tan permanentes como los suyas. Mi soledad es un dolor en mi pecho, igual que el suyo. ¿Quién es usted para creer que sus pérdidas significan más que las mías? ¡Qué arrogancia...! Me enfurece su ignorancia de mis sentimientos. Yo vivo en el mismo mundo imperfecto en que usted batalla, un mundo en el cual, al igual que usted, debo vivir con menos de lo que me gustaría tener... Y asimismo, usted parece pensar que debe, triunfar sin fracasos, amar sin pérdidas, alcanzar lo que sea sin riesgos de desilusiones y jamás parecer vulnerable o ni siquiera tonto... ¿Por qué? Mientras tanto, el resto de nosotros a veces debemos caer, herirnos, sentirnos inadaptados y volvernos a levantar y seguir adelante. ¿Por qué se le ocurre que únicamente usted no debe pasar por estas cosas? ¿Cómo se volvió tan especial? ¿De qué manera ha sido elegido...? ¿Usted dice que lo ha pasado mal, que ha tenido una infancia desgraciada? Yo también. ¿Dice que no tuvo todo lo que necesitaba y deseaba, que no siempre se le comprendía o se le cuidaba? ¡Bienvenido al club!

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El analista debe ayudar al paciente a ver que la sesión representa para los dos una hora de sus vidas que no será recuperada más por uno que por otro. Pueden llegar a ser importantes el uno para el otro, pero únicamente mientras cada uno se desnude, corre el riesgo de que el otro le pueda herir y de tener nuevas pérdidas. Mientras la interacción fija la atención del paciente en pasadas pérdidas y en lo que tiene que perder en el encuentro con el terapeuta, no se le debe dar cuartel. Sólo puede conservar lo que realmente tenía. Cuan­do insiste en que sus padres le amaban «a su manera», se le debe hacer enfrentar el hecho de que esto es una inferencia. Cuando se ofrece el amor paterno de una manera que toma en consideración los sentimientos del niño, éste lo puede experimentar directamente. No es necesario inferirlo. Y si el paciente no consiguió de sus padres lo que quería o necesitaba o lo que tenía derecho a conseguir simplemente porque era su hijo, eso está muy mal, pero así es. Lo único que ahora puede hacer es tratar de enfrentar lo mal que se siente y lo atrapado que está por ello. Luego puede volverse a otros en su vida e intentar ser lo bastante abierto para que le conozcan. Puede hacer conocer sus deseos, y si se satisfacen, mejor. De no ser así, si le conocen pero no le aman, entonces no hay nada que hacer al respecto. Quizás algún otro le ame. Pero en cualquier caso, nadie puede tomar el lugar de otro. Jamás podrá conseguir lo que no es dado. Tendrá que pasarse sin ello, le guste o no, y encarar sus pérdidas y su desamparo a fin de cambiar esa situación. Debe superarlas llorando, lamentándose o doliéndose. Debe desengancharse del pasado para hacerle lugar al presente. Al enterrar a los padres de la infancia, tiene que sumar el resto del mundo y restar a dos. Al fin y al cabo, no es una transacción tan mala. Al negarse a llorar la pérdida de unos padres que

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deseó tener pero que nunca tuvo, puede llegar a salvar lo que realmente estaba allí dispuesto para él. Puede llegar a saber que el no salirse siempre con la suya no significa necesariamente que no le amen. Aunque ya no viva más en el supuestamente ordenado mundo de la infancia, en el que se supone que se premian la bondad y el sufrimiento y se castigan la maldad y el egoísmo, de cualquier modo debe tratar de hacer todo lo que pueda para vivir decentemente. Una infancia desgraciada no justifica el abandono y la renuncia. La vida es una mezcla, en el mejor de los casos, para todos. Cada hombre debe encarar las desilusiones, las frustraciones, el fracaso, la pérdida y la traición, la enfermedad, la vejez y finalmente, la propia muerte. Y sin embargo debe afrontar el desafío de Camus: «ser nada más que un hombre en un mundo injusto».3 Uno encuentra que la vida es arbitraria y sin embargo las cosas se toman como son, se las enriquece como se puede y se las disfruta mientras están. Eso es todo, a menudo insatisfactorio, a veces desilusionante, siempre imperfecto. Pero es el único mundo que tenemos. ¿Se puede tener amor en él y aportarle el significado de la propia vida y dé la propia voluntad? ¿Se puede vivir sin ilusiones en un mundo donde no hay alicientes? ¿Se puede amar en la ausencia de ilusiones? A fin de aceptar este desafío, se deben aprender (y no una vez para siempre, sino renovándolos una y otra vez) algunas visiones engañosamente simples y demasiado fundamentales para ser comprendidas de una vez para siempre. Como nos dice Hemingway, «Hay cosas que no se pueden aprender rápidamente, se las debe pagar con mucho tiempo, que es lo único que tenemos, para poder adquirirlas».4 Como si no fuera suficiente luchar con los parámetros arbitrarios de la infancia, una vez libres de ellos, todo hombre debe descubrir verdades tan evasivas como: Cada uno, a su medida, es vulnerable. Cada uno es tan débil y

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tan fuerte como el otro, tan duro y tan tierno, tan capaz de bien y de mal, y en consecuencia, cada uno es tan responsable de sus actos como cualquier otro. Y asimismo que es algo muy fascinante y terriblemente duro ser un ser humano adulto (quizá casi tan duro como ser un niño). Como adulto, en última instancia todo hombre está solo. Nadie puede hacer por él lo que él debe hacer por sí mismo. Tienes que caminar por ese valle solitario, Tienes que caminar a solas, Nadie puede hacerlo por ti, Tienes que caminarlo tú mismo.6 Ninguna otra solución será eficaz. Todo hombre tiene que contender con la misma condición fundamental de estar aquí y ahora, de ser él mismo y no otro. No obstante, para cada uno es diferente aun cuando se trate de lo mismo. Difiere básicamente en que yo no soy usted aunque nuestros problemas sean los mismos. La relación de todo hombre con los demás es descrita irónicamente en la novela de Samuel Beckett, Molloy.6 Esta historia en dos partes empieza describiendo a Molloy, el antihéroe, un vagabundo sin rumbo, sucio, desarrapado, lleno de mocos, tullido y harapiento; tiene una conciencia escatológíca y es una ruina social. Su viaje al exilio le reduce aún más hasta que sólo es un desequilibrado, degenerado y paria, sino que también es avasallado, golpeado y casi muerto. Hasta sus muletas le sirven de poco cuando termina solo, aún sin hogar y ahora agotado, apenas capaz de arrastrarse de noche por el bosque nevado hacia la luz de las llanuras en la distancia, quizá ha­cia el amparo, el calor o tal vez un hogar. La segunda parte de la novela cuenta de Moran, un hombre de importancia que posee y es todo lo que no es ni posee Molloy. Tiene una casa y una familia, un sitio en la iglesia y en la comunidad. Es limpio, bien vestido, afeitado

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y manicurado. También tiene una misión, «Capturar a Molloy». Sin saber por qué ni quién se lo ordena, se lanza a cumplir con su obligación. Jamás está seguro de haberlo capturado, aunque tal vez así sea ya que, de hecho, fue Molloy a quien en un momento él da una paliza y casi mata. Pero en su persecución de Molloy, Moran termina por perderse y es separado de su familia y de su cargo, es atacado y herido de modo que debe usar su paraguas como muleta. Y por último, barbudo, despeinado, sucio y hambriento, las ropas destrozadas, acaba solo, sin hogar y exhausto, apenas capaz de arrastrarse por la gélida lluvia nocturna hacia una lejana casa en la que espera encontrar refugio, calor, o incluso que se le convierta en un hogar. Por tanto, lo mejor será que nos empecemos a conocer porque poco hay en este mundo para nosotros. Debemos aprender a saber lo que nos podemos dar y lo que podemos esperar recibir. A veces resulta muy difícil ser un ser humano: un adulto, limitado, a veces desamparado, un individuo que lo mejor que puede hacer es ocuparse de sí mismo porque nadie más lo hará. ¿Qué es lo que podemos esperar ser no­sotros dos en este mundo aterrador y fascinante en el que ambos estamos libres y atrapados? Lo que yo espero dar a mis pacientes —y lo que también espero conseguir de mis pacientes— es el coraje y el reconfortamiento de conocer a alguien que enfrenta su vida tal como es, arriesga el conocimiento, siente lo que yo siento, pelea como yo peleo, se lamenta de sus pérdidas, y sobrevive. Creo que debemos vivir sabiendo que en última instancia el hombre no es perfeccionable. Se puede redistribuir el mal, pero jamás erradicarlo. Cada solución crea nuevos problemas y la tentación de renunciar a todo siempre está presente. Tal vez lo único que podemos esperar es comprometernos en la lucha para hacer lo máximo que podamos mientras seamos capaces. Y la relación entre analista y paciente, entre hombre y hombre,

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es una comunidad de pecadores. Aunque a veces nos mostremos amorosos y alegres, «el impulso asesino jamás desaparece, pero con un poco de valentía uno puede mirarle a la cara cuando aparece, y con un poco de amor —como al idiota de la casa—, se le puede perdonar, una y otra vez... para siempre».7 Al lamentar nuestras pérdidas y enterrar a nuestros muertos, en la terapia y en el resto de nuestras vidas, nos abrimos al único contacto real que podemos tener con los demás, un contacto emocionante ahora, de pie sobre las ruinas del pasado. Porque todos somos judíos. Todos vagamos en el exilio. Sufrimos y tratamos de creer que hay una razón para ello. Tratamos de andar nuestro camino y hacer lo correcto. Pero a veces todos nos olvidamos. Queremos una certeza, alguna claridad. Queremos que finalmente se aclare el rostro del enemigo y que de una vez por todas ganen los buenos. En ese momento cuando cualquier hombre se olvida que es un judío, niega que está en el exilio. Y en ese momento corre el riesgo de convertirse en un nazi. En su búsqueda del hogar, de lo permanente, de la claridad y de un sentido en que confiar, se puede definir transformándose en quien define a los demás; y los define como judíos persi­g uiéndoles, o más insidiosamente, separándose de ellos y negando la común humanidad. Nuestra única esperanza es una comunidad de exiliados. Los errabundos son judíos, sean de donde sean y sea cual sea su religión. Están exiliados de las ilusiones de la infancia, de la ilusión de la familia perfecta y de cierto lugar en el mundo donde todo tiene sentido. Nada importa si un hombre es auto-exiliado en respuesta a la desilusión y a la búsqueda de un lugar más significativo, una tierra prometida; o si a otro hombre le han arrancado violentamente la ilusión original y reconfortante. Lo que importa es que la pérdida de la inocencia es permanente. No hay regreso. Sólo existe la comunidad de errabundos,

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las manos acariciantes de exiliados de paso. Y así también es como debe ser cuando aguantamos nuestras pérdidas ante el deterioro de las pro­mesas y esperanzas que ofrecieron los santos gurus del pasado. Debemos aprender de ellos, incluso de sus fracasos y de su corrupción. Pero no debemos esperar que seamos capaces de transcender los límites humanos de la gracia espiritual pasajera, una gracia de la cual debemos sin duda caer. Si aceptamos la inevitabilidad de la caída, quizá podamos volver a le­vantarnos. Para renacer, primero se ha de morir. Entonces, ¿qué es lo que guras actuales y futuros pueden aprender de los guras de ayer? El psicoterapeuta seglar de hoy no es el místico santo que fue el Zaddick. No se puede entregar al trance visionario del chamán. No aspira a la austeridad y soledad piadosa del eremita. Y no obstante, todo gura del pasado tiene algo que enseñarle sobre sus propios intentos de ayudar a la gente. Permítaseme hablar del mejor jasidismo en estos términos. Para el jasida, toda la forma de ser del Zaddik era iluminadora, poderosa y capaz de elevarle por toda la escala espiritual hacia su unión con Dios. Para el afligido que llega al psicoanalista en busca de ayuda, hay en cambio el maestro seglar cuyos poderes curativos son redentores en el sentido que ayudan a que el paciente regrese a sí mismo y al mundo. No es la vida ejemplar ni la santidad del terapeuta, sino más bien su manera de ser consigo mismo y con el otro durante la hora de sesión lo que mediatiza la recuperación y el crecimiento del paciente. Tal vez lo que a mí como terapeuta me enseña el Zaddik es que seguramente fracasaré si trato de ayudar al afligido desde una posición de separación y desinterés. En cambio, debo empezar simplemente por estar dispuesto a estar con él, a llegar a conocerle como persona y a permitirle que se me acerque. Debo confiar en mis intuiciones acerca de mis conocimien­tos y vivir realmente la verdad en vez

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de tratar de percibirla. Debo estar dispuesto a temblar sin retirarme de la posibilidad de ser personalmente vulnerable ante él simplemente como otro ser humano, de arriesgarme a que se convierta en una persona realmente importante en mi vida. El paciente y el psicoterapeuta deben llegar a conocerse de formas que son específicas a este encuentro de dos seres humanos concretos. Unicamente entonces, podrá ser capaz el que busca la ayuda de trabajar eficazmente en la resolución de los problemas de su vida, problemas que hasta entonces le han imposi­bilitado ser verdaderamente sí mismo y estar abierto a los demás. No sólo será una experiencia útil para el paciente, sino que también el analista terminará re­novado y expandido. Ciertamente, como analista, yo también puedo aconsejar, enseñar, interpretar, apoyar, ofrecer un modelo, reforzar selectivamente y desatar contra-estrategias. Pero si todo esto ocurre fuera del contexto de un ge­nuino compromiso personal, en la ausencia del amor, entonces lo único que hago es enseñar nuevos juegos, quizá juegos eficaces, pero en última instancia única­mente juegos. Estoy profundamente agradecido por mi encuentro con el Zaddik, el Baal Shem Tov del jasidismo, y con todos los demás gurus de la historia y la leyenda, gurus del pasado y del presente. Han iluminado mi vida. El más valioso de los dones que he recibido es el coraje para ser mi propia versión de guru, para trabajar con el fin de practicar el tipo de psicoterapia en el que más libertad tengo de convertirme en quien soy. Cuando el rabí Noah, el hijo del rabino Mordecai, ocupó el lugar de su padre como Zaddik, sus fieles pronto vieron que actuaba de forma diferente de su padre. Se preocuparon y fueron a preguntarle el porqué. «Pero yo hago lo mismo que mi padre», contestó. «El no imitaba y yo no imito.»

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Epílogo

EL DURO VIAJE He estado haciendo duros viajes, pensé que lo sabías. He pensado haciendo un duro andar por el camino. Duro viaje, duro andar, Bebida dura, póker duro, He estado haciendo duros viajes, Señor..* Woody Guthrie (Ésta es la narración de un viaje infernal que realicé mientras escribía GURU. Los hombres y mujeres que habían buscado mi ayuda como psicoterapeuta formaban parte de mi viaje. He incluido este epílogo para ofrecer testimonio de mi propia experiencia de la relación entre el guru contemporáneo y aquellos a quienes él puede ofrecer su guía. — S. K.) En los últimos años de trabajo como analista, be llegado cada vez más a revelarme a ciertos pacientes en ciertas ocasiones. Con frecuencia esto ha tenido que ver con alguna fantasía o con algo de mi propia vida y que * «Hard Travelin». Letra y música de Woody Guthrie. TRO. Copyright 1959 y 1963 de Ludlow Music, Inc., Nueva York. Con permiso.

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fue evocado por mi experiencia de estar en com­pañía del paciente. Más recientemente, he estado involucrado en algo tan grave, tan incluyente y preocupante que he optado por discutirlo con todos mis pacientes, tanto en gru­pos como individualmente. El problema era físico, pero implicaba muchos sentimientos abrumadores. Hace unos tres años, sufrí la pérdida súbita y profunda de sensibilidad en mi oído izquierdo. Fue diagnosticada correctamente como sordera nerviosa irre­versible, pero atribuida incorrectamente a un virus exótico y sumamente selectivo. Los aparatos para oír fueron ineficaces y después de un breve período de pánico (de perder el otro oído), acepté con contrafóbica insistencia el que los demás reconocieran mi limitación; lamentaba que tuvieran que hacerlo, pero después de todo yo doy bastante de mí y no había ninguna razón para que no se acostumbraran a levantar la voz. Entonces, en el verano de 1969, empecé a sufrir vértigos —una pérdida de equilibrio sumamente incómoda que se vive como si el mundo girase mientras las piernas ceden bajo el propio peso—. Se caracterizaba por súbitos movimientos de cabeza y en una sensación general de desequilibrio en los pies. Esto era preocupante y tenía la cualidad de que un parámetro de la vida, siempre dado por descontado, de repente empezara a resquebrajarse. Aún así, sólo ha­blaba de esto de forma muy selectiva con mis pacien­tes y únicamente cuando se daba el tema. Sin embargo, esto me hizo pasar por una serie de pruebas de diagnosis en uno de los hospitales de la universidad local y entonces apareció el espectro de un posible tumor. Eso me alertó. Lo más probable era la cirugía cerebral. Me preocupó el sentimiento de que podía morir, la idea de que la gente me iba a clavar cuchillos dentro de mi cabeza y eso produjo sentimientos de ser violado, de terminar con lesiones cerebrales, de recuperarme sólo

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para darme cuenta de que ya no era el mismo. A medida que se acumu­laba la evidencia clínica, pude ver que aún cuando todo fuera bastante bien, tendría que interrumpir mi trabajo por uno o dos meses, quizás más. Pero más que eso, estaba muy afligido Y aún tenía por delante semanas enteras de espera. No decidí por adelantado que discutiría mis problemas con nadie. Simplemente los expuse en un grupo cuando no pude pensar en ninguna otra cosa. No quería que mi depresión fuera vivida como una reacción ante el grupo (pues no era así). Simplemente les conté a los miembros del grupo lo que me estaba sucediendo y cómo me sentía. Para ese entonces, mis reacciones incluían preocupación, dolor, miedo, furia y una profunda sensación de desamparo. Yo negaba este desamparo con sueños y fantasías salidos de mi propio deseo delirante de operarme a mí mismo al tiempo que instruía a los demás acerca de mis técnicas. El discutir este ejemplo de desequilibrio y algunos de los consecuentes rechazos a la ayuda que me ofrecía la gente que me quería, fue algo que yo ofrecí como regalo a una paciente determinada. Hacía tiempo que estaba muy asustada y avergonzada de su propia locura secreta. En respuesta a mi revelación, ella reveló más de sí misma y luego me hizo brotar lágrimas cuando me cogió la mano y la besó. Casi todos mis pacientes se interesaron vivamente en conocer todo lo que pudieron acerca de mi problema. Por supuesto hubo algunas negativas iniciales: «Realmente es tan difícil imaginarse que algo así pueda ocurrirle a una persona tan fuerte como usted», o «Usted es demasiado bueno, tiene demasiado bien puesta la cabeza como para que le ocurra algo tan terrible». Sólo unos pocos pacientes fueron decididamente siniestros al respecto: «Es demasiado duro como para permitirme pensar en ello. Realmente no creo que le vaya a pasar nada». Una mujer asustada llegó a decir, «Simplemente sé que no

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hay de qué preocuparse, que todo va a salir bien». Tuvo mucha dificultad en comprender por qué mi respuesta fue, «¡Váyase a la mierda!». La mayoría de las reacciones fueron mucho más cariñosas: «Me emociona mucho que usted comparta semejante problema con nosotros», o «Me preocupa mucho lo que le pueda pasar», o «Debe sentirse muy mal», «Tengo miedo por usted y por mí». Asimismo, hubo bastantes lágrimas y abrazos (de su parte y de la mía) y hasta me dieron amuletos de la buena suerte. Algunos pacientes se sintieron abrumados por lo que me sucedía y tuvieron problemas en no sentirse cul­ pables acerca de sus problemas personales. Pocos pudieron expresar libremente su resentimiento para con­migo por ser menos de lo que esperaban, aunque algunos pudieron arremeter contra el destino y reconocer que esto no había sucedido en el momento más opor­tuno para ellos. Incluso antes de mi primera hospitalización, hubo tantas horas de complicados diálogos intercalados por respetuosos silencios que ahora me resulta difícil documentarlas de una forma ordenada. Algunas sesiones fueron excelentes como la que pasamos contando nuestras experiencias personales de hospitales y lo que habían significado para nosotros, y todos aprendieron algo nuevo acerca de lo que la experiencia podía representar para los demás. El mejor testimonio que tengo con relación a lo sucedido en esas discusiones previas a mi hospitalización es el recuerdo del efecto que tuvieron en mí. Me sentía conmovedoramente agradecido y profundamente amado. Hallé un nuevo medio de aceptar mi importancia en las vidas de otras personas. Me di cuenta de que algunos pacientes significaban mucho más para mí que otros. Sentí tanto el apoyo que me ayudaría a encarar mis propios miedos e infelicidad, así como el coraje insistente de muchos pacientes cuya predisposición a tomar las cosas tal como eran me ayudaba a mantenerme honesto

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cuando hubiera preferido huir de lo que temía. Ciertamente no se trató de que yo no tuviera nada de esto fuera de mi práctica profesional. Mi esposa fue una ayuda extraordinaria, como contaré más adelante. Y hubo algunos amigos entrañables que me dieron mucho, aún a costa de hacer suya parte de mi propia angustia y a todos los cuales les estoy profundamente agradecido. Sin embargo, con mis pacientes se produjo una nueva intimidad, una extraña sensación de comunidad y yo tuve mi primera experiencia positiva de familia extendida. Mientras estuve hospitalizado, hubo regalos y muchas cartas. Rara vez las recibí sin sentirme emocionado y al borde de las lágrimas. Contadas fueron las expresiones rutinarias de sentimientos convencionales, sino que la gran mayoría de las cartas casi siempre estaban basadas en la verdadera historia de nuestras relaciones. Mi primera hospitalización fue por mucho la más fácil de las dos. Sería una tentativa de extirpar parte del tumor por medio de cirugía acústica, de modo de reducir los riesgos que podían producirse si se intentaba una extirpación completa en un solo procedimiento neuroquirúrgico. El hospital estaba en una ciudad a cientos de kilómetros de mi hogar ya que había pocos equipos quirúrgicos en el país que pudieran realizar ese tipo especial de intervenciones. Unicamente mi mujer estuvo a mi lado durante la operación, pero ella representa un centro crucial de mi vida. Yo no quise que estuviera nadie más. El ambiente era perfecto: un personal hospitalario dominado por enfermeras veteranas y lleno de normas arbitrarias supuestamente para beneficio del paciente, pero claramente para facilitar la labor del personal. En especial, durante los días previos a la operación en los que se hicieron numerosas pruebas de diagno­sis, esto me permitió la clase de desafío que necesitaba para reafirmar el impacto de mi identidad personal como medio de

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escapar de lo asustado e indefenso que me sentía. El personal no me podía dominar cuando yo lograba con éxito cambiar de habitación, violar normativas arbitrarias o dar forma a lo que me sucedía emocionalmente más como un ser humano en concreto que como un hipotético paciente. La operación tuvo éxito y me enviaron a casa a los cuatro días para que me recuperara y pudiera volver a ser operado. Aunque me sentía inmensamente fatigado y tenía algunos dolores de cabeza, el volver a casa repre­sentó una experiencia muy emotiva. Originalmente, yo no había previsto que podría estar de vuelta para las fiestas, de modo que habíamos intentado una celebración anticipada de Navidad en la que toda la familia pretendió que tenía éxito. En realidad todos nos sentimos pésimamente engatusados y embaucados. En­ tonces tuvimos una verdadera celebración familiar de Navidad. Oh, no tan ruidosa y exhuberante como de costumbre, pero cálida y reconfortante, llena de agradecimiento, cariño y seguridad. Hubo visitas de amigos y por un tiempo sólo buenos sentimientos. Pero poco a poco, a medida que se aproximaba la hora de la siguiente operación en enero, empezaban a crecer nuestras aprensiones. Mis sueños dejaron de ser compensatoriamente fuertes y libres. Ahora tenían un ma­tiz de trampa que revelaba lo realmente atrapado que estaba y lo paranoico que llegaría a estar. Evité hablar por teléfono o ver a ninguno de mis pacientes porque me sentía atascado y que lo único que podía hacer era arrojarles encima de ellos y encima mío toda mi depresión. Pero recibía con agrado sus cartas que eran más emotivas de lo que yo me podía haber imaginado. La segunda intervención quirúrgica fue muy distinta a la primera. El segundo hospital era más grande y más moderno, el personal más sofisticado y más educado. En todo caso, esto no me permitió malquistarme con una estructura arbitraria y no pude distraerme de

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mis preocupaciones. Asimismo, ahora se trataría de neurocirugía, algo «muy serio». Una vez más mi mujer estuvo a mi lado y esta vez su presencia sería crucial. Durante el primer par de días de observación y preparación preoperatoria, me encontré con otro paciente con quien me pude relacionar superficialmente como analista y de ese modo, pospuse el vivir como paciente por un tiempo. Pero eso llegaría muy pronto. La mañana del tercer día, entré en la sala de operaciones, temeroso sobre todo de que saldría con algo de la secuela predicha de parálisis facial o desfiguración y/o debilidad o entumecimientos, es decir, alguna lesión en mi lado izquierdo. Doce horas más tarde salí de la sala de operaciones no sólo con vida, sino sin ninguna secuela aparente. Es verdad que tuvieron que dejar una pequeña pieza del tumor en el cerebro porque cada vez que el cirujano intentó sacarla, se me paraba el pulso. Pero esto había sido anticipado y siempre estaba la posibilidad de que dejara de crecer debido a una falta de suministro de sangre o que simplemente dejara de crecer, o que volviera a crecer al cabo de unos años y exigir otra operación (los mé­dicos parecen no tener idea de lo que causa los tumores o de lo que les para o acelera el crecimiento). En suma, pareció que mi futuro personal era simplemente más incierto que el de la mayoría de la gente. Pero no sería tan fácil. Hinchazones cerebrales y dificultades respiratorias provocaron una «crisis médica» en la que se me volvió a llevar a toda prisa a la habitación de recuperación donde se me trataría con drogas y con otros medios de mantención, o de donde podía volver a salir a la sala de cirujía (quizá para incluir la extirpación de parte de mi cerebelo). Mi mujer Marjorie trató de tomar decisiones para dificultar que los demás lo hicieran apresuradamente, y sin embargo, se mantuvo lo suficientemente serena como para que no la clasificaran de «histérica» y la sacaran del medio. Tuvo la suficiente

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eficacia como para que le permitieran quedarse y participar en los cuidados médicos. Pasé casi los dos días siguientes en la sala de recuperación. Se trata de una unidad de cuidado intensivo con luces brillantes y fijas. Pasando del sueño al dolor, me encontré rodeado por un extraño equipo, gran parte del cual estaba dolorosamente atado a mi persona. Unas figuras inmensas, raras y uniformadas de blanco aparecían y desaparecían ante mi cara gritándome como si yo hubiera sido un retardado, «Su operación ha terminado. ¿Cómo se llama? ¿Sabe usted dónde está?». Y nadie me explicaba lo que estaba sucediendo. La combinación de los problemas que aporté a la situación, los efectos desorientadores de la sala de recuperación, la reacción adversa que tuve a los compuestos de morfina que me inyectaban y una respuesta típica a la neurocirugía (casi como ser golpea- do en la cabeza con un poste de teléfono), dio como resultado que estuviera salvajemente psicótico durante los dos días. Sean cuales sean las causas inmediatas del episodio, lo cierto era que estuvo formado claramente por las piezas irresolutas de locura que yo había llevado a la situación. Por empezar, estaba confuso, aterrado, no podía comprender y no sabía si eso terminaría alguna vez. Un mal viaje. Estaba seguro que intentaban herirme. Me habían colocado un aparato en la nariz, me dolía tanto que lo arranqué. Esta lleno de sangre y me convencí de que intentaban asesinarme. Debido a que yo interfería con sus esfuerzos, me ataron las manos (luego me enteré de que lo habían hecho con gasas, pero en aquel momento sentí como si se tratase de cadenas). Me sentía desamparado, enfurecido y humi­l lado. Traté de golpear en la cara a una de las enfermeras. En retrospectiva, me doy cuenta de que debo haberles resultado un plomo de pesado, de que continuaron intentando ayudarme y que yo debo haber leído correctamente el resentimiento escondido tras sus

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intentos de convencerme de que realmente me que­rían ayudar. Pero yo era demasiado inteligente para ellos. Me volví mucho más astuto y taimado para engañarles y quitarme los torturantes aparatos que me habían enchufado. Algunas de mis percepciones se volvieron más complejas, pero no claras. El hospital me parecía de algún modo antisemita y mi persecución formaba parte de ello. Parte del equipo parecía judío y estaba bien, pero otros parecían cristianos y eso me afligía. Asimismo, aunque quería dormir, visualizaba todo esto como una especie de «tableau» dispuesto de tal modo que si me dormía, la cinta en video de mi sueño sería utilizada como entretenimiento cómico en el programa de televisión que estaban montando. Por último, reconocí a mi esposa a mi lado. Me cogió de la mano y supe que podía confiar en ella. Le dije que se pusiera en contacto con un comité investigador de la Unión Norteamericana de Libertades Civiles para que vieran que me habían atado las manos sin el debido proceso. Ella se dio cuenta de que estaba loco y me repitió mil veces a su manera, «Oye, querido, estás confundido. Lo único que quieren hacer es ayudarte. Ya sé que te duele y que ahora no lo puedes entender, pero tú sabes que yo no les permitiría hacerte algo malo. Simplemente trata de cooperar y descansa». Y por Dios, funcionó. Me sentí tan aceptado por ella y confiaba tanto en su amor que me sentí profundamente en paz, seguro y dejé de pelear contra el personal. Pero cada vez que me dormía, me despertaba nuevamente enloquecido. Y cada vez ella pudo convencerme. Por suerte, cuando estaba perturbado antes de la operación, es decir, lacrimoso y afligido, le dije que no quería abrirme en ese medio ambiente por miedo a que me perjudicara algún joven residente psiquiátrico (que me pudiera haber diagnosticado como demente incluso si hubiera hablado conmigo cuando yo estaba más cuerdo). Al recordarlo

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y aunque tuvo muchas dudas, no le contó al personal de la locura que yo gradualmente compartía con ella. Y de ese modo, me libré de que me trataran como loco, me bombardearan con drogas o me pusieran en algún tratamiento «especial». Una vez en casa, durante unos días sentí como si tuviera status de fugitivo. Al mismo tiempo, me sentía aliviado por haber sobrevivido y afortunado de quedarme con unas pérdidas insignificantes (un poco de entumecimiento facial, una sutil falta de coordina­ción en mi mano izquierda, aún un poco de vértigo, todo lo cual me prometieron que pasaría con el tiempo). Poco a poco me empecé a sentir yo mismo, tan intacto física como espiritualmente me había sentido antes de la operación. Unas semanas más tarde, empecé a ver a mis pacientes. Debido a que ellos habían podido enterarse de mi proceso únicamente a través de mis colegas analistas, no sabían todo lo que me había pasado. Las comunicaciones entre el hospital en Boston y mis amigos en Washington habían sido fragmentarias, a veces confusas y usualmente equivocadas en aras de una información optimista. Casi todos estaban claramente contentos de verme, al principio parecieron aliviados y luego se conmovieron cuando les conté lo que había pasado. Ciertamente, para todo el mundo, incluyéndome a mí, hubo menos un sentimiento de alegría que de profundo alivio. Había sido un duro camino. Claramente había sobrevivido. No sólo aún vivía, sino lo que es más, parecía intacto, es decir, «yo mismo». Pese al calvario y a los sufrimientos gratuitos a que habían sido sometidos aquellos pacientes que se sen­tían especialmente próximos a mí, la mayoría se sin­tió «contenta de haber sido incluida». Por supuesto, algunos se lamentaron del episodio, se alegraban de que hubiera terminado y querían olvidarse de todo el asunto y estos fueron especialmente poco curiosos acerca de lo que me había sucedido. Ésta era la

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gente más secretamente furiosa que prefería no amar a ser molestada por el sufrimiento de un tercero. Mucha gente pensó que se había tratado de una experiencia muy útil para ellos en el sentido de que parecía prepararles para sus propias catástrofes así como hacerles tomar conciencia de que tenían algunas opciones y responsabilidades aún en situaciones que no podían controlar por completo. Una paciente explicó claramente lo que les había pasado a los otros: —Tantas veces me sentí tentada a quitarle de mis pensamientos. Después de todo, yo no podía hacer nada acerca de la situación. A veces simplemente quería resolver que todo estaba bien y olvidarme. En cambio, por primera vez en mi vida, realmente me per­mití vivir todos mis sentimientos de desamparo e in­certidumbre. Resultó muy difícil, pero ahora me hace sentir muy bien conmigo misma. Fui capaz de ser yo misma sin excusarme y ahora me siento muy bien. Asimismo, estaba haciendo lo que había aprendido en terapia. Fue una manera de decir todo lo que usted me importaba. Y todo lo que yo misma me importaba. Alguna gente quería y no quería escuchar las anécdotas más deprimentes. Pero la mayoría estuvo de acuerdo en que el compartir ellos mi experiencia me hacía más humano a sus ojos. De hecho, al revelar tantos sentimientos y problemas míos aún sin resolver, hice que algunos pacientes se sintieran más libres y más esperanzados acerca de sí mismos. Si yo aún era tan imperfecto, quizás ellos no estaban demasiado lejos de su objetivo. Y asimismo, ahora que me encontraba bien, la furia del pasado pudo salir a la superficie más directamente. Esta furia de los pacientes me estaba dirigida por desilusionarles y abandonarles debido a mi enfermedad, y ahora yo podía agitar los puños ante el cielo por enviarme un golpe tan inespe­rado e injusto. Antes de todo esto y a lo largo de los años, yo había

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llegado a sentir que finalmente estaba en lo correcto (y que siempre lo había estado) siendo tal como era. De forma creciente gran parte de mi experiencia vital incluía sentimientos de que yo era cariñoso, decente, fuerte y más merecedor de amor de lo que me había sentido en todos los largos años de crecimiento. En­frentado a una posible lesión permanente y a una desfiguración, me había atrapado la sensación de que jamás querría estar en una posición en que la gente me tuviera que ayudar porque me tendría lástima. Unicamente al cabo de un tiempo, llegué a comprender que yo temía que, de no estar en una posición de dar o lograr cosas, tal vez nadie se interesaría más por mí. Después de que lo peor de ese sentimiento quedara en el hospital, tuve una experiencia estremecedora con una de las enfermeras especializadas. No era una persona a la que me sintiera bien predispuesto naturalmente, pero ella intentó con ahinco hacer el tipo de trabajo que sentía que debía hacer para hacerme la vida más llevadera. A la mañana, me ba­ñaba a su manera fuerte pero gentil. Me hacía sentir bien después de tanto dolor y tanta manipulación impersonal. De repente, me di cuenta de que cuando niño jamás me habían cuidado tan bien ni con tanto cuidado. Charlamos y a ella le encantó saber que yo apreciaba lo que estaba haciendo, pero le resultó muy difícil comprender por qué me puse a llorar. Ahora, con todo lo que me han dado en ternura, angustia y lealtad mi esposa, mis hijos y mis amigos, e incluso, mis pacientes, creo que me siento más querido que jamás me haya sentido en mi vida. Espero poder aferrarme a ese sentimiento. Me resulta claro que mis motivos para escribir estas experiencias superan en mucho mi deseo de compartir con otros analistas lo que para mí es un nuevo enfoque con mis pacientes. El mismo acto de escribirlas, de contar mi historia, ciertamente me ha sido de ayuda para volver

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a sentirme bien. Además, espero que esta historia tenga la cualidad no sólo de confesión personal, sino de una celebración de los seres amados. También me doy cuenta de que puedo estar exponiendo inocentemente mis propios problemas irresolutos ante los ojos de los demás. ¡Que así sea! Todos tenemos que andar un duro camino. Yo he visto algunos lugares malos y he visto algunas cosas malas y agradezco al Señor que no todo este duro camino haya que hacerlo a solas. S. B. K. Enero-febrero, 1970

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PRIMERA PARTE Capítulo I 1. Arnold J. Toynbee, A Study of History, 2 vols., Dell Publishing Co., A Laurel Edition, Nueva York, 1:288. 2. Sigmund Freud, «The Psycotherapy of Hysteria», Studies in Hysteria, Hogarth Press, Standard Edition, Londres, 1893, pág. 305. 3. Leonard Cohen, «Suzanne Takes You Down», Selected Poems 1956-1968, Viking Press, A Viking Compass Book, Nueva York, pág. 209. 4. Erich Fromm, The Forgotten Language, An Introduction to the Understanding of Dreams, Fairy Tales and Myths, Rinehart and Co„ Nueva York, 1951. 5. Ibid., pág. 33. 6. Oxford English Dictionary, 1961, véase «charisma». 7. I. Corintios, 13:1. 8. Ibid.,13:2. 9. Ibid., 14:2. 10. Max Weber, From Max Weber, Essays in Sociology, trad. y editado por H. H. Gerth y C. Wright Mills, Oxford University Press, A Galaxy Book, Nueva York, 1958, págs. 295ff. 11. Mathew Lipman y Salvatore Pizzurro, «Charismatic Participation as a Sociopathic Process», Psychiatry 1, febrero de 1965, pág. 249. 12. Weber, Essays in Sociology, pág. 237. 13. Mateo, 5:17. 14. Ibid., 5:21. 15. Ibid., 5:20, 22, 26, 28, 32, 34, 38, 44. 16. Weber, Essays in Sociology, pág. 249. 17. Lipman y Pizzurro, «Charismatic Partícipation», pág. 18. 18. Dylan Thomas, The Collected Poems, New Direction, Nueva York, 1953, pág. 173. Capítulo II 1. Max Weber, From Max Weber, Essays in Sociology, trad. y ed. de H. H. Gerth y C. Wright Mills, Oxford University Press, Nueva York, 1958, pág. 426. 2. Jay Haley, «The Art of Psychoanalysis», The Power Tacties of Jesús Christ and Other Essays, Grossman, Nueva York, 1969, pág. 4.

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3. Paul Goodman, «Can Technology Be Humane?», The New York Review of Books, 13 (20 de noviembre de 1969, págs. 27-34). 4. Leonard Krasner, «The Therapist as a Social Reinforcement Machine», Research in Psychotherapy, vol. II, ed. Hans H. Strupp y Lester Luborsky, American Psychological Association, Washington D.C., 1962, pág. 61. 5. Vin Rosenthal, «Each Therapist Creates Psychotherapy in his Own Image», Voices, 5 (Otoño/Invierno 1969-1970, pág. 18).

Capítulo III 1. Joseph R. Royce, «Metaphoric Knowledge and Humanistic Psychology», Challenges in Humanistic Psychology, ed. James F. T. Bugental, McGraw-Hill, Nueva York, 1967, pág. 27. 2. . James Dickey, «Metaphor as a Pure Adventure» (conferencia pronunciada en la Library of Congress, Washington D.C., 1968, pág. 2). 3. Susanne K. Langer, Philosophy in a New Keyt New American Library, A Mentor Book, Nueva York, 1952, pág. 120. 4. Owen Thomas, Metaphor and Related Subjects, Random House, Nueva York, 1969, pág. 4. 5. Langer, pág. 119. 6. Dickey, pág. 9. 7. Langer, pág. 111. 8. Ibidpág. 164. 9. Ibid., pág. 228. 10. Dylan Thomas, pág. 15. 11. Ibid., pág. 194. 12. Ibid., pág. 124. 13. Henry M. Patcher, Paracelsus: Magic into Science, Henry Schuman, Nueva York, 1951, pág. 63. 14. Dickey, pág. 12. 15. M. H. Abrams, The Mirror and the Lamp: Romantic Theory and the Critical Tradition, W. W. Norton and Co., Nueva York, 1958, pág. 57. 16. Vincent F. O’Connell, «Until the World Become a Human Event», Voices 3 (verano 1967), págs. 75-80.

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SEGUNDA PARTE Capítulo IV 1. Víctor W. Turner, «An Ndembu Doctor in Practice», Magic, Faith and Healing, ed. Ari Kiev, Free Press of Glencoe, Londres, 1964. 2. Joseph Campbell, The Masks of God: Primitive Mythology, Viking Press, Nueva York, 1968, pág. 240. 3. Arnold van Gennep, The Rites of Passage, University of Chicago Press, Phoenix Books, Chicago, 1964, pág. 108. 4. Campbell, pág. 238. 5. Andreas Lommel, Shamanism: The Beginnings of Art, McGraw-Hill, Nueva York, 1967, pág. 39. 6. Baldwin Spencer y F. J. Gillen, The Native Tribes of Central Australia, MacMillan and Co., 1899 (citado por Campbell, pág. 255). 7. Lommel, pág. 69. 8. S. F. Nadel, «A Study of Shamanism in the Nuba Mountains», Reader in Comparative Religión, An Anthropological Approach, ed. William A. Lessa y Evan Z. Vogt, Row, Peterson and Co., Evanston, Illinois, 1958, pág. 439. 9. Ibid., pág. 437. 10. Ibid,, pág. 151. 11. Mircea Eliade, Shamanism: Archaic Techniques of Ecstasy, Random House, Pantheon Books, Nueva York, 1964, pág. 24.

Capítulo V 1. Moses Maimonides, «For the Sake of Truth», A Jewish Reader, ed. Nahum N. Glatzer, Schocken Books, Nueva York, 1969, págs. 47-51. 2. Maurice S. Friedman, Martin Buber: The Life of Dialo­gue, Harper and Row, Nueva York, 1960, pág. 17. 3. Gershom G. Scholem, Major Trends in Jewish Mysticism, Schocken Books, Nueva York, 1965, pág. 131. 4. Ibid., pág. 120. 5. Ibid., pág. 132. 6. David Bakan, Sigmund Freud and the Jewish Mystical Tradition, Schocken Books, Nueva York, pág. 76. 7. Scholem, pág. 135. 8. Martin Buber, Tales of the Hasidim: The Later Masters,

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Schocken Books, Nueva York, 1966. (La obra de Buber es la fuente de todas las historias jasidas referidas en este libro.) 9. Scholem, pág. 329. 10. Martin Buber, The Origin and the Meaning of Hasidism, Harper and Row, Nueva York, 1966, pág. 48. 11. Martin Buber, Hasidism and Modern Man, Harper and Row, Nueva York, 1966, pág. 157. 12. Ibid., pág. 165. 13. Buber, The Origin and Meaning of Hasidism, pág. 181. Capítulo VI 1. William A. Clebsch y Charles R. Jaekle, Pastoral Care in Histórical Perspectiva An Essay with Exhibits, Harper and Row, Nueva York, 1967, pág. 4. 2. Marcos, 1:40-42. 3. Ibid., 5:7-14. 4. Juan, 8:3-5 y 7:9-11. 5. Mateo, 16 y 19. 6. Juan, 20 y 23. 7. Clebsch, pág. 59. 8. O. Hobart Mowrer, The New Group Therapy, D. Van Nostrand, Princeton, Nueva Jersey, 1964, pág. 17. 9. Ibid., págs. 97, 165. 10. F, Scott Fitzgerald, «Absolution», The Stories of Scott Fitzgerald, ed. Malcolm Cowley, Charles Scribner’s Sons, Nueva York, 1951, págs. 159-172. 11. Thomas Merton, «The Spiritual Father in the Desert Tradition», The R. M. Bucke Memorial Society Newsletter-Réview 3, primavera 1958, pág. 9. 12. The Desert Fathers, University of Michigan Press, Ann Arbor, 1957, pág. 66. 13. Merton, pág. 17. 14. The Desert Fathers, pág. 13. 15. Ibid., pág. 15. 16. Ibid., pág. 13. 17. Merton, pág. 15. 18. The Desert Fathers, pág. 16. 19. Ibid., pág. 90. 20. Merton, pág, 11. 21. The Desert Fathers, pág. 62.

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22. 23. 24. 25. 26. 27. 28. 29. 30. 31.

Merton, pág. 11. The Desert Fathers, pág. 13. Merton, pág. 124. Ibid., pág. 73. Ibid., pág. 107. Ibid., pág. 106. Ibid., pág. 77. Ibid., pág. 103. The Desert Fathers, pág, 19. Meister Eckhart: A Modern Translation, ed. y trad. de Raymond B. Blackney, Harper and Row, Nueva York, 1941, pág. xxiii. 32. Meister Eckhart; citado por F. C. Happold, Mysticism: A Study and an Anthology, Penguin Books, Baltimore, 1967, pág. 72. 33. Meister Eckhart, pág, 21. 34. Ibid., pág. 253. 35. Ibid., pág. 143. 36. Ibid., pág. 245. 37. Ibid., pág. 251. Capítulo VII 1. The Teachings of the Compassionate Budha, ed. E. A. Burtt, New American Library, Nueva York, 1955, pág. 44. 2. D. T. Suzuki, Zen Budhism: Selected Writings, ed. William Barrett, Doubleday & Co., Nueva York, 1956, pág. 30. 3. Chuang Tzu, Basic Writings, trad. Burton Watson, Columbia University Press, Nueva York, 1964, pág. 3. 4. Thomas Merton, The Way of Chuang Tzu, New Directions, Nueva York, 1965, pág. 89. 5. Ibid,, pág. 87. 6. Chuang Tzu, pág. 4. 7. Ibid. pág. 29. 8. Ibid., pág. 45. 9. Ibid., pág. 48. 10. Merton, pág. 156. 11. Arthur Waley, Three Ways of Thought in Ancient China, Doubleday & Co., Nueva York, 1956, pág. 48. 12. Ibid., pág. 67. 13. Merton, pág. 15. 14. Confucio, The Wisdom of Confucius, ed. y trad. de Lin

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Yutang, Modern Library, Nueva York, 1943, pág. 99. 15. Ibid., pág. 164. 16. Lao Tzu, The Way of Life (Tao Te Ching), trad. de Raymond B. Blacknev, The New American Library, Nueva York, 1955, pág. 19. 17. Christmas Humphreys, Buddhism, Penguin Books, Harmondsworth, 1951, pág. 181. 18. Suzuki, pág. 111. 19. Zen Flesh, Zen Bones: A Collection of Zen and Pre-Zen Writings, comp. Paul Reps, Doubleday & Co., Nueva York, 1961, pág. 64. 20. Ibid., pág. 96. 21. Ibid., pág. 59. Capítulo VIII

1. Henri Frankfort, Before Philosophy, The Intellectual Advcnture of Ancient Man, Penguin Books, Harmondsworth, 1951, pág. 250. 2. Ibid., pág. 237. 3. Platón, The Dialogues of Plato, trad. de B. Jowett, 2 vols., Random House, Nueva York, 1937, 1.112. 4. Rollo May, «The Delphic Oracle as a Therapist», The Reach of Mind: Essays in Memory of Kurt Goldstein, ed. Manarme L. Simmel, Springer Publishing Co., Nueva York, 1968, pág. 211. 5. Ibid., pág. 212. 6. John A. Crow, Greece: The Magic Spring, Harper & Row, Nueva York, 1970, pág. 86. 7. Ibid., pág. 186. 8. Ibid., pág. 137. 9. Platón, pág. 150. 10. John R. McNeill, A History of the Cure of Souls, Harper & Row, Nueva York, 1965, pág. 32. 11. Lucius Annaeus Seneca, Moral Esays, trad. de John W. Basore, 3 vols., William Heinemann, Londres, 1928-1936, pág. 1:141. 12. Ibid., 1:4. 13. Ibid., 2:417. 14. Ibid., 2:419. 15. Ibid., 2:357. 16. Ibid., 2:391.

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Capítulo IX 1. Niccolo Machiavelli, The Prince and the Discourses, Modern Library, Nueva York, 1950, pág. 91. 2. Ibid., pág. 94. 3. Ibid., pág. xiv. 4. Joseph Anthony Mazzeo, Renaissance and Revolution: The Remaking of European Thought, Random House, Nueva York, 1965, pág. 72. 5. Machiavelli, pág. 77. 6. Ibid., pág. 64. 7. Mazzeo, pág. 143. 8. Baldesar Castiglione, The Book of the Courtier, trad. de George Bull, Penguin Books, Baltimore, 1967, pág. 46. 9. Ibid., pág. 51. 10. Michel de Montaigne, Selected Essays, trad. de Charles Cotton y W. Hazlitt, y ed. por Blanchard Bates, Modern Library, Nueva York, 1949, pág. 548. (En el texto original, la segunda línea aparece primero.) 11. Ibid., pág. 563. 12. Ibid., pág. 267. 13. Ibid., pág. 285. 14. Ibid., pág. 602. 15. Paracelsus: Selected Writings, ed. de Jolande Jacobi y trad. por Norbert Guterman, Pantheon Books, Nueva York, 1951, pág. 29. 16. Henry M. Patcher, Paracelsus: Magic into Science, Henry Schuman, Nueva York, 1951, pág. 11. 17. Ibid., pág. 7. 18. Paracelsus, pág. 79. 19. lbid., pág. 57. 20. lbid., pág. 138. 21. Pachter, pág. 63.

Capítulo X 1. A. A. Milne, Wmmc-the-Pooh, E. P. Dutton, Nueva York, 1926, 1954, pág. 38. 2. ¡biápág. 40. 3. Ibid., pág. 28. 4. L. Frank Baum, The Wizard of Qz, Reill & Lee Co., Chi­ cago, 1956, pág. 120.

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Capítulo XI 1. Aldous Huxley, Brave New World, Bantam Books, Nueva York, 1967, pág. 30. 2. Ibid., pág. 36. 3. George Orweli, Nineteen Eighty-Four, New American Library, Nueva York, 1964, pág. 202. 4. Ibid., pág. 225. 5. Ibid., pág. 211. 6. Ibid., pág. 220. 7. Roberí Sheckley, «The Minimum Man», Store of Infinity, Bantam Books, Nueva York, 1970, pág. 82. 8. Ibid., pág. 93. 9. Ray Bradbury, «Swing Low, Sweet Chariot», Psychology Today 2 (abril 1969), pág. 43. 10. Ibid., pág. 44.

Capítulo XII 1. R. E. L. Masters y Jean Houston, The Varieties of Psychedelic Experience, Dell Publishing & Co., A Delta Book, Nueva York, 1967, pág. 131. 2. Ibid., pág. 143. 3. Ibid., pág. 146. 4. Ibid., pág. 132. 5. Lewis Yablonsky, Synanon: The Tunnel Back, Penguin Books, Baltimore, 1965, pág. vii. 6. Ibid., pág. 150. 7. Cari R. Rogers, «The Process of the Basic Encounter Group», Challenges of Humanistic Psychology, ed. de J. F. Bugental, McGraw-Hill, Nueva York, 1967, págs. 261-276. 8. Kobart F. Thomas, «Encounter —The Game of No Game», Encounter: The Theory and Practice of Encounter Groups, ed. de Arthur Burton, Josey-Bass, San Francisco, 1969, pág. 77. 9. Ibid., pág. 76. 10. Ibid., pág. 78. 11. William Barret, Irrational Man: A Study in Existential Philosophy, Doubleday & Co., Nueva York, 1962, pág. 13.

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TERCERA PARTE Capitulo XIII 1. Dylan Thomas, The Collcclcd Poems, New Directions, Nueva York, 1953, pág. 1. 2. Jbid., pág. 21. 3. Jbid., pág. 113. 4. Ibid., pág. 10. 5. Jbid., pág. 6. 6. Ibid., pág. 15. 7. Ibid., pág. 9. 8. Ibid., pág. 14. 9. AJbert Camus, The Rebel, trad. de Anthony Bower, Penguin Books, Harmondsworth, 1962, pág. 269. 10. Thomas, pág. 77. 11. Ibid., pág. 77. 12. Ibid., pág. 128. 13. Jbid., pág. 130. 14. Jbid., pág. 1. 15. Ibid., pág. 13. 16. Max Weber, From Max Weber, Essays in Sociology, trad. y ed. de H. H. Gerth y C. Wright Mills, Oxford University Press, Nueva York, 1958, pág. 54. 17. Arnold Toynbee, A Study oj History, 2 vols., Dell Publishing Co., Nueva York, 1965, 1:139. 18. Weber, pág. 54. 19. Toynbee, pág. 1:606. 20. Weber, pág. 55. 21. Camus (citado por I. Stone’s BiWeekly, 6 de abril de 1970. 22. Rollo May, Love and Witl, W. W. Norton «Si Co., Nueva York, 1969, pág. 123. 23. Toynbee, pág. 1:356. 24. James Agee, The Morning Watch, Ballantine Books, Nue­ va York, 1966, pág. 107, 25. Ibid,, pág. 109.

Capítulo XIV 1. Sigmund Freud, A General Introduction to Psychoanalysis, trad. de Joan Riviere, Doubleday & Co., Nueva York, 1943, pág, 17.

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2. Herbert Marcuse, One-Dimensional Man, Beacon Press, Boston, 1964. 3. Phillip Reiff, Freud: The Mind of the Moralist, Doubleday & Co., Nueva York, 1961, pág. 361. 4. Sigmund Freud, The Basic Writings of Sigmund Freud, trad. y ed. por A. A. Brill, Modera Library, Nueva York, 1938, pág. 207. 5. Reiff, pág. 188. 6. Ibid., pág. 371. 7. Perry London, The Modas and Moráis of Psychotherapy, Holt, Rinehart & Winston, Nueva York, 1964, pág, 43. 8. Hans J. Eysenk, «New Ways in Psychotherapy», Readings in Clinical Psychology, ed. de Barbara A. Henker, CRM, Del Mar, California, 1970, pág. 66. 9. Ibid.y pág. 72. 10. Joseph Wolpe, Psychotherapy by Reciprocal Inhibition, Standford University Press, Standford, 1958. pág. 71. 11. Ibid.t pág. 182. 12. Eysenck, pág, 73. 13. Charlotte Buhler y James F. T. Bugental, Association for Humanistic Psychologyy San Francisco, 1970. 14. Abraham Maslow, Taward a Psychology of Being, D. Van Nostrand Co., An In Sight Book, Princeton, Nueva Jersey, 1968, pág. 137. 15. Abraham Maslow, «A Theory of Meta-motivation: The Biological Rooting of the VaJue-Life», Readings in Humanistic Psychology, ed. de Anthony V. Sutích y Miles A. Vich, Free ‘Press, Nueva York, 1969, pág. 155. 16. Maslow, Toward..., pág. 71. 17. Abraham Maslow, «Self-Actualization and Beyond», Challenges in Humanistic Psychology, ed. de James Bugental, McGraw-Hill, Nueva York, 1967, pág. 283. 18. Ibid., pág. 282. 19. Cari R. Rogers, On Becoming a Person, Houghton Mi- glin Co., Boston, 1961, pág. 37. 20. Frederick Perls, Gestalt Therapy Verbatim, comp. y ed. por John O. Stevens, Real People Press, Lafayette, California, 1969, pág. 41. 21. Ibid., pág. 90. 22. Véase mi anterior discusión en capitulo IX.

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Capítulo XV

1. Martin Buber, Tales of the Hasidism: The Early Masters, Schocken Books, Nueva York, 1966, pág. 231. 2. Edmond Rostand, Cyrano de Bergerac, acto 11. 3. Albert Camus, «Letter to a Germán Friend», Resistance, Rebellion and Death, Modern Library, Nueva York, 1960, pági­ nas 3-25. 4. Ernest Hemingway, Death in the Afternoon, Charles Scrib- nerJs Sons, Nueva York, 1932, pág. 192. 5. Lonesome Valley; A Spiritual in Public Domain. 6. Samuel Beckett, Molloy, Grove Pres, Nueva York, 1955. 7. Arthur Miller, After the Fall, acto II.

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