06 Parra - Nostalgia Sombra

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Eduardo Antonio

novela

EDUARDO ANTONIO PARRA

Nostalgia de la sombra novela

Para Claudia Guillén, luz entre las sombras

El autor agradece el generoso patrocinio de la J ohn Simon Guggenheim Memorial Foundation,

gracias al cual pudo escribir parte de esta novela.

COLECCIÓN: Narradores contemporáneos

Diseño de colección: Marco Xolio /lumbre Portada: Warp Zone

© 2002, Eduardo Antonio Parra Derechos Reservados © 2002, Editorial Joaquín Mortiz, S.A. de C.V. Editorial Planeta Mexicana, S.A. de C.V. Avenida Insurgentes Sur núm. 1898, piso 11 Colonia Florida, 01030 México, D.F. Primera edición: agosto del 2002 ISBN: 968-27-0870-2 Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, sin permiso previo del editor.

Uno

Nada como matar a un hombre. La frase resuena en las paredes de su cráneo y Ramiro reconoce bajo la piel un ligero aumento en la temperatura sanguínea. Es la única manera de saber que valió la pena venir a este mundo. Camina lento, con cuidado, acomodando sus pasos a la superficie irregular de la banqueta mientras esquiva a los traficantes de facturas y documentos, a los mendigos, a los puesteros que mantienen la calle en estado de sitio. No ve los rostros de quienes se apresuran a guarecerse en los portales a causa de los ronquidos del cielo y las ráfagas de aire acuoso: avanza con la mirada baja entre los vapores de las fondas, concentrado en el pensamiento que se repite y diversifica dentro de su mente a modo de letanía. Suprimir a un prójimo. Bajarlo del tren. Sacarlo del juego. Alza los ojos cuando llega a la plaza que recuerda siempre atestada de inconformes, de maestros en tiendas de campaña, de campesinos en protesta. Las primeras gotas de una llovizna aún tímida amontonan a vendedores y caminantes bajo los arcos y ante la mirada de Ramiro se extiende casi desierto el atrio de Santo Domingo. Nada como sentir que la sangre de otro nos remoja la piel y quedarnos con su último respiro. Ver cómo boquea, cómo se deshace por jalar un buche del aire que jamás llenará otra vez sus pulmones. Se detiene al lado de la fuente sobre la cual una anciana sentada domina el paisaje. Su perfil lo hace pensar en antiguas monedas, en ciertos billetes, aunque no precisa quién es. Enciende un cigarro y mira a la multitud apretujada entre gruesos pilares, im9

prentas manuales y escritorios públicos. Aspira el humo salpicado de humedad y en el esófago se le alborotan los alcoholes que bebió durante la comida. Sí, medir fuerzas con él. Bocabajearlo. Demostrarle que su vida tiene tanto valor como la del perro al que apedreamos porque se cruzó en nuestro camino. Sin coraje, sin lástima, por el sencillo placer de sentirnos poderosos, capaces de arrancar un pellejo ajeno. Eructa y un acceso de asco le nubla la vista. Necesita seguir bebiendo, lo sabe, mas no tiene prisa. Fuma de nuevo. Procura distraer las agruras contemplando los edificios virreinales. La llovizna, cada vez más nutrida, chasquea en las piedras del suelo, le cubre de puntos la camisa, hace vibrar la piel de su rostro; sin embargo, Ramiro continúa inmóvil muy cerca de la fuente central de la plaza, con la mirada perdida en el pórtico del templo. Quitar de enmedio a un hombre es fácil, Damián. Pero nunca me habías encargado matar a una mujer. Una gota certera se precipita sobre la brasa de su cigarro y la sofoca con un chirrido. Ramiro murmura una maldición. El agua que le escurre del cabello corre por su frente, enfriándole un poco la sangre y obligándolo a buscar un refugio. El único disponible es el mismo en el que todos han pensado. Saca el pañuelo, se seca y camina hacia los arcos. Encuentra un espacio libre entre el gentío al tiempo que extrae un nuevo cigarro de la cajetilla. Desde ahí admira el antiguo Palacio de la Inquisición, pero en cuanto trata de abandonarse en su estructura, la idea que ronda su cabeza, fija, obsesiva, vuelve a la carga. Una mujer. Difícil imaginarlo. Ni siquiera en los peores momentos pude visualizar la mueca de la muerte en un rostro femenino, las últimas contorsiones en uno de esos cuerpos hechos para cualquier otra cosa, menos para ser aniquilados. El asco asciende hasta su garganta. Ramiro sigue un sendero a través de la gente con el fin de arribar a la calle. Ni la lluvia que ahora azota la ciudad con fuerza ha detenido la metralla de las máquinas de escribir. El tableteo encuentra

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un reducto en su memoria y ahí se instala para traerle sensaciones de otra época. Siempre ha deseado venir a sentarse junto a uno de los evangelistas como cualquier analfabeto y dictar una carta abriendo en torrente su vida. Una carta dirigida al pasado. A Victoria. Pero Victoria no se acuerda de mí. Ni yo de ella. Es absurdo. Además, en caso de querer hacerlo deveras, no tendría que recurrir a ninguno de estos hombres que sudan y se afanan llenando de palabras solicitudes de empleo, tesis, declaraciones y esquelas. Ramiro avanza unos metros hasta donde una mujer joven, vestida de negro, susurra su sentir con voz débil y lágrimas en los ojos a un escribiente gordo de semblante fatigado. Una viuda, seguro. A todas se les nota cuando han perdido al marido. Apenas lo piensa, repara en que es mucho más difícil identificar a un viudo. Lógico, Ramiro: las mujeres son fieles y sentimentales; guardan luto, con la ropa o con la expresión. Son distintas. Sus reflexiones lo incomodan, lo hacen acordarse del disgusto que se llevó al abrir el sobre con los generales de su próximo objetivo. La orden de Damián fue clara. Tu cliente es una mujer, dijo. Se llama Maricruz Escobedo. Al pasar junto a la viuda y el evangelista un perfume dulzón se le echa encima, envolviéndolo, aislándolo de los humores corporales de los demás, del olor a tierra mojada, del aroma del tabaco. Entonces la necesidad de otro trago se torna urgente y Ramiro se abre camino a empujones y codazos hasta llegar bajo la lluvia. Después de recibirlo con los acordes de un bolero lacrimógeno cuya letra no pudo entender, el Salón Vasco se fue sumergiendo en un murmullo que amortigua los ruidos de afuera. Ramiro ordena la segunda copa a una morena menuda que flota de mesa en mesa. Aplasta la colilla en el cenicero y mira la fotografía. No encuentra un motivo válido para arrebatarle esa mujer al mundo. Debe ser una madre amorosa, con un trabajo productivo, una vida que ha aprendido a disfrutar con el paso de los años. La imagina sorteando los obstáculos que la vida opone a las mujeres, obligada a demostrar su capacidad día a día con II

objeto de no perder lo ganado. Quizás es una dama, y a lo mejor hasta agradable. Los papeles que le entregó Damián tampoco le dicen gran cosa: una dirección en la colonia Vista Hermosa, en Monterrey, los nombres y señas del marido y los hijos, la dirección de su oficina. Su edad: cuarenta y dos años, aunque en la imagen aparece mucho más joven, apenas recién salida de la adolescencia. La humedad de su ropa casi ha terminado de evaporarse, pero a cada movimiento de su cuerpo un frío interno le pone la piel de gallina. Apura el brandy de un trago y pide otro con un gesto distraído en tanto se pregunta si ahora la dama lucirá igual. Es posible, aunque ellas cambian bastante. Acaso sea. una Maricruz Escobedo sin nada que ver con la que sus dedos acarician como si desearan adivinar qué piensa por medio de la textura del papel. Un largo mugido de trompeta le provoca un sobresalto. Detrás de él cunde en la cantina el rasgueo nervioso y veloz de una guitarra. La voz áspera de José Alfredo Jiménez brota de la radiola y dos tipos comienzan a vociferar desde la barra retando al resto de la concurrencia. Ramiro los ignora. Repasa una vez más los rasgos de la mujer en la fotografía sin encontrar uno que le ayude a sentir repulsión hacia ella. Tampoco ira.

... por eso es que en este mundo la vida no vale nada. Uno de los hombres en la barra enronquece al corear la canción, luego lanza un aullido y lo remata con un insulto al aire. Ramiro lo encara por un segundo; enseguida regresa a sus cavilaciones. Los tragos empiezan a embotarle la mente, las ideas acuden a ella aún lúcidas, pero envueltas en una suerte de neblina. Maricruz Escobedo es una hembra guapa, lo que resulta un estorbo. Con los hombres, por el contrario, basta un vistazo y de inmediato sobresale una oreja medio caída, una quijada ancha, los labios demasiado finos o abultados, un ojo chueca o la nariz 12

torva. Nunca falta en ellos un detalle que facilite el trabajo. Recarga el retrato en un servilletero y los ojos color esmeralda lo ven directo al rostro como preguntándole por qué. Ramiro esquiva la mirada. Es igual que matar a la madre. O a una hermana. O a esta pobre morena que anda en chinga de un extremo a otro de la cantina sin tiempo ni para un respiro, sin ayuda, sin consideración de ninguno de los imbéciles que la bañan de insinuaciones apenas se les arrima. A ver a qué horas la van a dejar traerme otra copa. Los tipos de la barra acorralan a la mesera, la agarran de la mano, le deslizan un brazo por la cintura para atraerla y cantarle al oído, intentan besarla. Ramiro los mide: uno gordo, prieto, vulgar aunque vaya metido en un traje bien cortado; el otro desplegando ademanes de perdonavidas detrás de unos anteojos con armazón de oro. ¿Qué hacen los dos en esta piquera? Andan fuera de su mundo, se les nota. Según ellos, muy clandestinos, pero se vienen a meter a donde más resaltan. La noche, que desde hace alrededor de una hora ha caído sobre la urbe, cubre de negro las ventanas. Adentro, el débil halo de los focos, incapaz de iluminar, ensucia el aire de la cantina. Una nube de humo, suspendida a la altura de las cabezas de los parroquianos, se agita cuando alguno de ellos expele una nueva bocanada. Por primera vez desde que entró, Ramiro dirige la vista al resto de las mesas. Ninguna está libre. En las cercanas los hombres conversan entre sí; en una de las del fondo, como si desesperaran por un trago, cuatro sombras mantienen los ojos fijos en los borrachos que han secuestrado a la mesera. Ramiro sonríe. En cualquier rato les van a dar baje a estos pendejos con la cartera, con el reloj, hasta con los zapatos. Ya los ficharon los campas del rincón. Se lo merecen por idiotas. Quién les manda meterse donde no caben. La morena consigue liberarse y deja sobre la mesa de Ramiro otra copa de brandy. Enseguida reparte vasos y botellas en las demás, acosada en todo momento por las miradas babeantes de los dos tipos encima de sus nalgas. Uno de 13

ellos hace un comentario y su compañero le responde a carcajadas. En cuanto la muchacha se halla de nuevo a su alcance, vuelven al asedio. Ramiro enciende un cigarro mientras contempla la escena lleno de desprecio. Y ahí van otra vez a joderla, a embarrársele, enseñándole sus relojes caros, dándole a entender que la pueden comprar a ella y a los demás con lo que traen en la bolsa. Sin darse cuenta estira la mano y toma la imagen de Maricruz Escobedo. La levanta para verla bien. Cabrones, si alguno de ellos, o los dos, estuviera en esta foto, ése sí sería un gusto. -Es tu cliente. ¿La conoces? -dijo Damián horas antes. -No. Los ojos de su jefe lo escrutaban con sumo cuidado. Parecía impasible, y sin embargo Ramiro notó el brillo que se instalaba en sus pupilas cuando presentía algún titubeo en sus subordinados. -Bonita, ¿verdad? -se burló-. Acostúmbrate a ella. Durante una temporada te vas a convertir en su amante más celoso, pegadito a su falda, sin perderla de vista. Y se levantó en dirección del baño sin darle la oportunidad de replicar. La partida de Damián llamó la atención de los comensales cercanos y Ramiro se encontró de improviso en un cruce de miradas. Giró la cabeza en varias direcciones para estudiar a la gente que asistía a ese tipo de sitios: ejecutivos, funcionarios públicos, empleados de banco, secretarias en uniforme, comerciantes cubiertos de joyas. La fauna característica del centro de la capital, donde todos se han visto en ocasiones pero nadie se conoce. Las Sirenas, restaurant especializado en comida mexicana, se hallaba lleno y mucha gente hacía cola en el pasillo de acceso. Ramiro se sintió molesto. Incluso el aroma de los platos, que menos de una hora atrás lo había entusiasmado, ahora estaba a punto de provocarle náuseas. La barbacoa y el consomé comenzaron a removérsele dentro del estómago, tomando vuelo en ese vaivén hacia arriba y hacia abajo que ni el café ni el cigarro logran amainar. Dudaba entre pedir otra copa o un vaso de agua. Tomó el sobre

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que Damián le puso en la mano antes de dejarlo solo. En la fotografía, bajo unas cejas espesas, los ojos verdes de Maricruz Escobedo buscaban insistentes los de Ramiro; la mano izquierda en alto levantaba la mata de pelo castaño con el fin de descubrir el rostro. Movió los dedos sobre la imagen y su huella digital apareció nítida, impresa en sudor, en el pómulo de la joven. Su cliente. Nunca entendió por qué Damián insistía en llamar así a quienes iban a morir. Un mesero se arrimó ceremonioso. Mientras Ramiro ordenaba con voz apagada un poco de café y agua, el tipo se dio tiempo para contemplar a la mujer de reojo y le sonrió cómplice. Ramiro guardó la foto en el sobre y enseguida lo abandonó en la mesa. La actitud del mesero había causado que se sintiera en evidencia, desnudo, como si quienes lo rodeaban en el restaurant estuvieran al pendiente de sus gestos, como si supieran el motivo de su reunión con Damián y conocieran a Maricruz Escobedo. Encendió un cigarro para levantar una cortina de humo entre los demás parroquianos y él, en tanto vigilaba el corredor por donde su jefe tendría que reaparecer. Siempre lo había intrigado ese joven elegante, de modales finos, que jamás hablaba de otra cosa aparte del trabajo y era dueño del poder de decidir quién moría y quién continuaba viviendo. De su archivo, lleno de retratos, semblanzas, informes detallados de hábitos y costumbres, dependían las posibles viudas, los huérfanos, empresas decapitadas y organizaciones sin competencia. Solía acompañar sus órdenes simples y directas con una sonrisa. Nunca actuaba con misterio. Despreciaba la solemnidad. Éste es el que sigue, decía. Debe hacerse para tal fecha. En ocasiones daba un consejo o una recomendación. Ten cuidado, los guaruras que andan con él fueron mercenarios en Guatemala. A este cabrón ni te le acerques: huele el peligro; mejor dale desde lejos, usa el rifle de largo alcance. Nunca una palabra de sobra, ni una muestra de amistad. Pura frialdad cortés. No obstante, en la década transcurrida desde que había ido a 15

sacarlo del Penal de la Loma, en Nuevo Laredo, para traerlo a trabajar con él al Distrito Federal, Ramiro aprendió a conocerlo durante las entrevistas de trabajo. Tras largas meditaciones dedujo que Damián pertenecía a una de las familias poderosas del país, aunque no contaba con acceso directo a los niveles superiores. A través de comentarios sueltos se enteró de que, luego de realizar un doctorado en Chicago, donde fue condiscípulo de varios políticos mexicanos, regresó al país lleno de ambiciones, sólo para toparse con que sus hermanos mayores habían abarrotado los puestos de importancia en la empresa y las canonjías que el gobierno reservaba al clan. Ramiro lo imaginaba sumido en la frustración, empeñando su inventiva en idear una ruta propia hacia la riqueza y el poder personal, hasta que un miembro de la familia se metió en un atolladero cuya única salida era la desaparición de un competidor. Se volvió urgente conseguir quién hiciera el trabajo, un trabajo sucio y peligroso, indigno de cualquiera que llevara el apellido Reyes Retana. Simpático, con don de gentes, sabedor de que su carácter seducía a los hombres más duros, Damián se dio entonces a la tarea de explorar la ciudad con el fin de localizar un candidato. Semanas después el competidor desapareció y el joven patricio se dio cuenta de que acababa de emprender el camino que lo llevaría a cumplir sus planes. Ahora dirigía una empresa consultora especializada en seguridad, cuyo personal él mismo reclutaba en ciertas cárceles del norte, entre las pandillas de los barrios chicanos del otro lado de la frontera y en las colonias perdidas de la ciudad de México. Cada elemento que ingresaba en su compañía entrenaba con disciplina hasta transformarse en un profesional refinado, educado, eficaz. Damián se consideraba el mejor en su negocio. Contrataban sus servicios desde grupos industriales, partidos políticos, organizaciones de narcotraficantes o el mismo gobierno; incluso amantes despechados o herederos impacientes. Ramiro era una de sus piezas fuertes en la empresa y, en diez años, había resuelto alrededor de dieciocho encargos.

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Cuando el café y el agua estuvieron a su alcance, ya no se preocupó por las miradas impertinentes de los demás. Agarró el vaso y lo vació de un golpe para sentir cómo se aplacaba el oleaje dentro de su estómago devolviéndole la calma. Lo que no pudo apaciguar fue la inquietud que le despertaba la fotografía, esa curiosidad de conocer la causa de la sentencia de Maricruz Escobedo. El jefe no se la diría; no formaba parte del contrato. Guardarse información era una de sus políticas y evidenciaba cierta inseguridad en su modo de ser que Damián pretendía disimular. Porque no obstante la frialdad impuesta, la distancia en el trato con los hombres a sus órdenes, la ironía que en él hacía las veces de barrera entre el exterior y sus pensamientos íntimos, Ramiro había adivinado en Damián un destello de aprehensión que en ocasiones agrietaba su careta. Quizás el oficio en el que triunfaba no fuera el soñado... Como tenía familia, esposa y cuatro hijos a quienes se esforzaba por mantener ocultos, también debía tener debilidades. O miedo. Su prudencia al alejar a sus subordinados así lo delataba. No los quería cerca. Ramiro y los otros gozaban por lo menos de seis meses de vacaciones bien remuneradas entre trabajo y trabajo, hasta que el patrón los llamaba de nuevo. Tomó un trago de café y puso la mano abierta encima del sobre. Adentro estaba su pase para otro largo periodo de descanso en Cocoyoc, en esa casa de campo con muebles y decorado que le otorgaban una personalidad falsa, donde solía esconderse del mundo y sus molestias. Recordó el aire puro, el sol tenue, la quietud del paraje y deseó estar ahí, mas por ahora precisaba concentrarse en su nuevo cliente. ¿Cuál era el delito de Maricruz Escobedo? No imaginaba en ella otra razón que las comunes. ¿Infidelidad? No, no parecía de ese tipo. Acaso la orden se debiera al despecho de una hembra rival, o a que estorbaba un negocio. Sin levantar la mano, con un movimiento de los dedos metió la foto en el sobre y lo cerró. Sí, la mujer debía andar en algo chueco. Ya tendría tiempo de saber quién era.

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-Bonita, ¿verdad? -repitió Damián al tomar asiento. -Sí. Muy bonita ... Lástima. Pero es como matar a la propia madre, carajo. Ni los animales atacan a las hembras de su especie. Cuestión de naturaleza, pues. No se vale. A nadie le cruza por la mente. ¿O sí, morena? La mesera sigue su trajinar de un rincón a 'otro en el Salón Vasco. Aunque en su rostro es evidente el cansancio de las horas de trabajo acumuladas, ahora puede desplazarse con comodidad ya que los borrachos de la barra no le hacen caso. Permanecen apoyados en los codos con el fin de evitar el tambaleo, dejando que sus vasos se mosqueen, sin notar las miradas de codicia de quienes se saborean por anticipado el dinero de sus carteras, sin escuchar en la radiola a Juan Charrasqueado gritando estoy borracho y soy buen gallo, antes de que una bala le atraviese el corazón. Para ellos el mundo de alrededor ha dejado de existir. Ramiro los observa mientras intenta disimular el hipo que desde hace unos minutos lo aqueja. Par de güeyes. Están en la hora de las meras netas: Te lo digo de coraza, manito, me caes a toda madre, nunca en mi vida he conocido a un macho tan reata. Y el otro: No, no, no, no, carnaaal, el que es pura ley, puro oro puro, eres tú, mi hermano, por eso yo voy a disparar las otraaas. Ramiro detesta las explosiones sentimentales, quizá por eso le resulta agradable trabajar con un tipo tan austero en el trato como Damián. Por un instante la mesera cruza su campo de visión y la sigue en su recorrido por la cantina. Y ahí va la morena, en chinga, una cuba aquí, una chela allá, sude y sude, ahogándose por el montón de humo. No sé cómo no se resbala con tantos escupitajos y hielos tirados en el suelo. La joven se interna detrás de la barra donde los dos tipos de traje se abrazan. Uno de ellos da la impresión de estar llorando. El otro le soba el cabello cerca de la nuca. Qué cariñosos. Escurren tanta miel que empalagan, cabrones. Debe ser por eso que es tan fácil bajar a los machos de una puñalada o un cuetazo. Dan hueva. Como matar al padre. Eso sí. ¿Por qué no? Sin dificul-

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tades. O a un hermano. Lo siento carnal, tengo que borrarte. No me cuesta ni tantito, ¿vieras? La verdad es que tu presencia me molesta desde que naciste, desde que llegaste a recortarme los espacios, a quitarme el aire que me tocaba, desde que te dio por competir conmigo. No, no te odio, al contrario, te quiero mucho, al fin eres de mi misma sangre y crecimos juntos pero, nomás buscándole un poco, salta el montón de deudas acumuladas durante toda la vida, suficientes para despacharte sin remordimientos, sin pestañear, pues. ¿Y a ti, viejo? Si te contara cada una de las cuerizas, de los regaños, las prohibiciones, las órdenes y los malos tratos a mi madre, no acabaríamos. Y nos parecemos tanto que sería un alivio, igual que romper un espejo, ¿no? La muchacha le trae un vaso grande de agua mineral con mucho hielo. Para cortarle el hipo, dice. Ramiro agradece con los ojos la atención al tiempo que bebe a grandes tragos. Ella sonríe, se retira moviendo las caderas y se encamina a atender a los hombres del fondo. Algo le comentan con respecto a los de la barra y todos se carcajean. Ahora sí es seguro: en un ratito se los lleva la chingada. Cuantimás así de indefensos, de estúpidos. Desde hace un rato bajaron la guardia. Ya ni hablar pueden, por eso se tocan, se masajean; quieren seguir jurándose amor eterno a fuerza de puros fajes. A lo mejor los dejan vivos, pero de perdida les acomodan su buena madriza y vengan los relojes y las carteras y no se me pongan muy locos porque hasta los pantalones y los zapatos, ¿qué no? Se lo merecen, pinches mamarrachos. Como la última pieza musical enmudeció hace rato, uno de los hombres del rincón se levanta y va hacia la radiola. Por unos segundos el silencio se cierne sobre las mesas, hasta que las bocinas chillan al compás de una banda sinaloense. La cantina parece revivir. La mesera inicia un breve zapateo y uno de los clientes lanza un grito ahogado. Ramiro se descubre de pronto sin las contracciories del hipo y alza la mano pidiendo otra copa. Siente un zumbido rondando cerca de la oreja: la insistencia de una mirada colectiva. Voltea al extremo, desde donde tres de los 19

hombres lo contemplan con descaro, y les devuelve la intención. A mí ni me vean, compas. Los alacranes no nos picamos entre nosotros. Para eso están los dos tipejos de la barra. Con ellos tienen sus buenos motivos, ¿no? Así es este mundo, ni hablar. Unos nacieron para morir, otros para hacerles el favor. Igual que si hubieran escuchado sus pensamientos, los tres hombres sonríen, ensañando sus dentaduras disparejas con dientes de oro. Luego desvían la vista a la barra, la devuelven a él y al final quedan absortos en su plática. Ramiro fuma y expulsa el humo que va a engrosar la nube. Frente a él, recargada en el servilletero, permanece la foto de la mujer de los ojos color esmeralda. Ahora es otra idea la que ocupa el centro de la mente de Ramiro, borrosa por el alcohol. Monterrey. Volver a Monterrey. Después de tanto. Pinche Damián. Todavía me dan cosquillas nomás de pensarlo. Que la morena me traiga el que sigue, a ver si ahora sí encuentro algo que no me guste en la tal Maricruz Escobedo. Mira la media sonrisa entre coqueta y sorprendida de la hembra condenada a desaparecer. ¿Qué te costaba encargársela a otro, Damián? ¿O a otra? Siempre será más fácil que una vieja retire a su semejante. Cuando las bocinas de la radiola abren una pausa, la mesera se acerca con el brandy de Ramiro. Lo sorprende en plena contemplación, mas no sonríe; le brinda una mueca de entendimiento como si estuviera acostumbrada a los hombres en ese trance. Ha de pensar que ando despechado, dolido por ti, Maricruz. Ni se imagina. Es lógico: nadie tendría que imaginarse. Estas cosas no se hacen, patrón, y tú lo sabes. ¿Por qué me las encargas a mí? - Porque tú eres de allá. -Desde hace muchos años no voy. Ha de haber cambiado. -No importa. Conoces la ciudad y pasas como norteño. El trabajo es tuyo. -Deveras, ¿por qué no mandas a otro? Por un segundo el brillo se desvaneció en los ojos del jefe cuando dijo terminante:

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-En esto no hay opciones ni se cumplen gustos. Quiero que vayas tú. Ramiro sorbió el café en tanto Damián, a su vez, bebía coñac. Al posar los labios en la taza sintió un temblor leve. Damián seguíaexaminándolo.Acostumbradoa que Ramiro cumpliera sus órdenes sin mostrar reacción alguna, su renuencia repentina lo intrigaba. Mas como no admitía negativas, con el fin de dar por concluida la discusión pasó a los detalles prácticos. Del mismo sobre que contenía la foto y los datos de la mujer extrajo unos documentos. -Licencia de manejo, credencial de elector, tarjetas de crédito, particulares y empresariales: usa sólo ésta. También papeles e identificaciones como ejecutivo de la empresa y tu pasaje. Todo a nombre de Ramiro Mendoza Elizondo. Eres regio, trabajas aquí en México; vas a Monterrey a comprar maquinaria. Guárdalo todo de una vez. Ramiro metió los documentos personales y las tarjetas en su cartera. Los papeles y el boleto los echó en el sobre. Revisó su alrededor. Desde que Damián había vuelto del baño la curiosidad de los comensales apuntaba a otro lado. Además, después de la hora de comida, suficientes mesas vacías daban cabida a quienes llegaran al restaurant. Tras una pausa, su jefe prosiguió. -Cómprate unos trajes buenos. No se te vaya a ocurrir llegar en esas fachas. Esta mujer se mueve en círculos donde la gente viste bien. Y ya sabes: llegas y rentas un carro en el aeropuerto. Vas a tener una reservación en el Hotel Ancira. Una ligera alteración hizo que su esqueleto vibrara. Conforme Damián proseguía dando instrucciones, el regreso a Monterrey era cada vez más real. El recuerdo de la ciudad norteña se montaba en su cerebro y comenzaba a correr como una película. Las calles, los edificios, la violencia del calor que se abatía sobre ella a cada instante y que su cuerpo había olvidado. Todo lo que su memoria ocultó a lo largo de una década. La gente, los rostros familiares. Victoria. ¿Y si alguien me reconociera? Ra21

miro sintió que palidecía y, para que Damián no lo notara, rápido prendió un cigarro. Tosió. Buscó el vaso de agua pero el mesero 1o había retirado. -¿Te pasa algo? -Nada. - No me digas que después de todos estos años te me vas a poner nervioso. -No, no es eso. -¿Entonces? -Maté a tres hombres allá, frente a varios testigos. Hay gente con la que conviví durante mucho tiempo. ¿Qué pasa si me ven? -Nada. Nadie te va a reconocer. Mírate en un espejo: tu cara es demasiado común, te confundes entre los otros, no presentas señas particulares, ni siquiera tus cicatrices se notan a simple vista. Vaya, no tienes identidad. Te adaptas a cualquier ambiente. En resumen, eres sólo un tipo idéntico a los demás, a todos. Por eso te mando a ti. La mente de Ramiro trabajó con prisa, mas no halló ninguna razón que lo librara del regreso a Monterrey. Vencido, preguntó: -¿Se puede saber qué fue lo que hizo la vieja? -Eso no importa. Lo que sí te aseguro es que se lo merece, como tú dices. Te lo mereces, cabrona. No hay duda. Ramiro da un vistazo a la foto, ahora medio borrosa. Sólo las esmeraldas de sus ojos brillan, poseedoras de luz propia. Las cejas, la mano, el cabello y la boca tiemblan y se llenan de arrugas como si trataran de reflejar la verdadera edad de la mujer. Ramiro cierra los párpados, levanta la cabeza y los abre de nuevo. Los muros de la cantina se han alejado de él, meciéndose en la penumbra hasta desfigurar los rostros de los hombres del fondo. La luz de los focos que aún permanecen encendidos aumenta y disminuye de intensidad sin motivo. La nube de humo gira despacio en torno suyo. Estoy borracho. Qué bueno. Ya perdí la cuenta de los tragos. ¿Me

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seguirán dando brandy o alguna de esas porquerías adulteradas? Morena, puedes hacer conmigo lo que gustes, envenéname, déjame ciego. Desde este momento quedo a tu merced. Aparte de Ramiro, hay tres mesas ocupadas y los tipos de traje que beben callados, sin tocarse ya, medio cuerpo sobre la barra, la frente vencida. Inmóviles, se asemejan a dos cadáveres que se mantienen de pie sin que para ello intervenga su voluntad. En el rincón, ocultos entre la sombra, los cuatro hombres tienen aspecto de buitres al acecho, la cabeza sumida entre los hombros, los brazos a los flancos, la mirada atenta. Nadie se acuerda de echar una moneda en la radiola. El silencio oprime tanto como la penumbra y sólo se rompe cuando la mesera atiende un pedido con paso cansino. Sí, te lo mereces, güerita. Por obligarme a volver. Los miembros le pesan igual que si hubiera trajinado lo mismo que la morena. Ni siquiera se dio cuenta de cuándo le puso otra copa. El brandy despide fulgores que multiplican la escasa luz de la cantina. Ramiro remoja el índice en él y luego se lo lleva a la boca. El sabor es amargo, quema las encías. Qué será de Victoria. ¿Y de los niños? Trata, sin conseguirlo, de recordar los nombres de sus hijos. Tampoco recuerda si son nomás dos, o si al final nació un tercero. Levanta la copa y la mueve en dirección de un foco cercano. La contempla a trasluz. El licor se agita, espeso en demasía, y se cuelga del cristal dejando rastros aceitosos. Prueba y reconoce lo que ha tomado desde el principio, aunque la idea de una bebida adulterada se le incrusta en las ideas. Los dos niños ya deben estar grandes. Seguro estudiarán en la universidad. ¿Y la Muda? La imagen de un rostro sucio y silencioso se atraviesa en su memoria. ¿Sigues en Monterrey, Muda? ¿En Nuevo Laredo? ¿O al final cumpliste tu propósito y te largaste al gabacho? Ramiro sacude la cabeza, se restriega los ojos. Enseguida apura el brandy y deposita la copa en la mesa con un chasquido. Concéntrate, Ramiro. Vas a Monterrey a hacer un trabajo. Es una pinche ciudad infernal que hace años te escupió porque 23

no te soportaba. Sí, concéntrate en tu encargo. La mesera apaga otras luces y las sombras que pueblan el Salón Vasco se densifican otorgándole un aspecto fúnebre. Ramiro tiene la impresión de que las almas turbias de los parroquianos devoran el resplandor de las lámparas. ¿O me estaré quedando ciego en verdad? Morena, otro brandy, por favor, o lo que me quieras dar. Tienes una sonrisa linda. Gracias, morena. Gracias por traerme mi veneno. Ojalá me haga efecto. Fija su atención en el líquido color ámbar, opaco por la penumbra, sin llevárselo a los labios, aguardando a que la superficie tersa e inmóvil lo ayude a eliminar los pensamientos, las visiones, el rostro desdibujado de Victoria, las siluetas de sus hijos, los ojos candentes de Maricruz Escobedo. -¿O lo que te pone así es volver a esa ciudad? -Mi único problema es que se trata de una vieja. -Eso no es tan grave. Con unos tragos se te quitan los escrúpulos. Nomás piensa que es lo mismo. Ellas, igual que nosotros, respiran y dejan de respirar, sienten dolor y hacen daño, y pueden llegar a ser muy peligrosas. ¿Nunca te han dado ganas de despellejar a una vieja viva? A mí sí. Como Ramiro no se mostraba convencido, agregó irónico: -Además estamos en tiempos de igualdad. ¿No te has enterado? Las mujeres insisten en que se les trate del mismo modo que a los hombres. Y si a los hombres se les retira cuando estorban, ¿por qué a ellas no? Damián alzó la mano e hizo la seña de escribir en el aire. El mesero se encaminó a la caja. El restaurant iba llenándose otra vez poco a poco, pero ahora de bebedores, lo que indicaba que la tarde comenzaba a declinar. -No vayas a querer hacerte el macho. Procura ir sobre seguro. -¿A qué te refieres? -Tírale desde lejos. En el hotel te va a estar esperando un paquete con lo necesario. Úsalo. Síguela unos días para que te

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aprendas sus rutinas. La cosa tiene que hacerse el mero 23 de agosto en la tarde. Va a cerrar un trato tras la comida, así que te encargas de ella después. ¿Estamos? Damián esbozó una breve sonrisa, satisfecho. Se quedó unos segundos en silencio. Repasó varias veces la corbata de su traje con el índice y el pulgar, como hacía al impacientarse. Por alguna razón su rostro fue ensombreciéndose hasta dejar entrever ese asomo de resquemor que Ramiro había descubierto a veces en él. Sin embargo, de inmediato sus rasgos cambiaron a un gesto inquisitivo. -¿Alguna duda? -No. Sí, una: ¿por qué me trajiste una foto en la que esta mujer aparece mucho más joven? -No sé. A lo mejor para ver si así te enamorabas de ella. El mesero llegó con la cuenta. Damián le entregó un par de billetes y se puso en pie. Ramiro lo imitó. Caminaron rumbo a la salida juntos, entre las miradas oblicuas de los bebedores y, al abandonar el restaurant, Damián le extendió la mano. Disminuido el brillo de ironía, sus pupilas poseían un ligero toque de hastío, o de tristeza, Ramiro no lo supo identificar bien. Fue un apretón suave, distante y frío. -No corras riesgos. Y que sea limpio. Así es más fácil para todos. El último trago sólo es el último porque no sería capaz de aguantar otro. Tráemelo, morena. Aunque estés agotada de andar en chinga entre borrachos que no pierden la ocasión de manosearte. Tráemelo, para irme. Es tarde. Un hombre que Ramiro no había visto detrás de la barra cuenta billetes y monedas con dedicación de usurero. Dicta instrucciones a la mesera que comienza a ordenar sillas encima de las mesas y a recoger los vasos olvidados, los ceniceros rebosantes de colillas, las botellas tiradas en el suelo. La radiola zumba su abandono junto a lapared. La fotografía de Maricruz Escobedo ha caído al suelo entre ceniza y pequeños charcos y Ramiro se agacha tratando de le25

vantarla. Su sangre diluida en alcohol corre hacia la cabeza. Le falta el oxígeno. Ante su mirada aparecen entonces círculos luminosos amarillos, rojos, azules, pero a través de ellos localiza las esmeraldas engarzadas al rostro de su cliente. Recoge el papel y se impulsa hasta desplomar el peso de su cuerpo en el respaldo de la silla, fatigado, como si el esfuerzo hubiera sido heroico. Mi brandy, morena. Me lo merezco. Señala la copa vacía con el índice mientras clava los ojos entrecerrados en la mesera. Tráemelo para hacer un brindis porque voy a matar a una mujer. A una tipa llamada Maricruz Escobedo. Muy cabrona ella. Tanto, que los dioses la condenaron a muerte. De mala gana, la mesera va a la barra, toma una botella y vierte su contenido en una copa sin lavar. Cuando camina en dirección de Ramiro, sus chanclas aplauden en el piso rompiendo el silencio. Le da el brandy y luego desaparece y vuelve a aparecer con una cubeta y un trapeador. El Salón Vasco se ·satura de olor a creolina. Ramiro coloca la foto en el sobre, lo dobla y se lo guarda en el bolsillo de la camisa. Después saca la cartera, la suelta encima de la mesa y bebe un poco de su copa. El licor no resbala al estómago, se queda prendido en la garganta provocándole un carraspeo. Sin embargo, las sensaciones corporales han pasado a segundo plano; sólo advierte dentro de sí la reiteración de su pensamiento. Es verdad, mereces morir, cabrona. Como esos tipos de traje que hace un rato estaban en la barra y ya no están. Seguro los compas del rincón salieron tras ellos. Ya no están en la barra y puede que tampoco en el mundo. A esta hora los demonios salen a la ciudad igual que si olieran la desgracia. Contempla la cartera junto al brandy. La abre. Deja el dinero fuera y vuelve a echársela en el pantalón. Cóbrate, morena. Róbame también, no importa. Haz lo que quieras conmigo. Señálame con el dedo. Muéstrame ese demonio que escondes dentro de ti y que nomás enseña los dientes a la hora de la sangre. Así lo hiciste con los imbéciles de la barra que no dejaban de joderte, ¿verdad, morena? Tú los vendiste. Se los entregaste a tu señor y a sus ami-

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gos. Los atragantaste de alcohol adulterado hasta dejarlos suavecitos, listos para el apañón, ¿qué no? El hombre de las cuentas enciende de un golpe todas las luces del salón y Ramiro alza la mano frente a los ojos para bloquear el resplandor. Comprende que debe irse. Decide dejar la copa a la mitad y hace un esfuerzo por levantarse. El demonio. Cada uno de nosotros lo carga escondido en las entrañas. Queremos que salga porque cuando se agita retorciéndose nos sentimos hinchados, a punto de reventar. Para eso ayuda el trago, ¿no, morena? Pero aquella noche sólo fueron cuatro cervezas. Ni una más. Por eso no quiero regresar. No hay nada mío ahí. Ése no era yo, sino el otro. El que ya no reconozco. Logra caminar rumbo a la salida sin tambalearse. La luz lo aturde y cada zancada le palpita en las sienes. El hombre en la barra aparta la vista del dinero por un instante y sigue los desplazamientos de Ramiro con expresión de fastidio. La mesera le sonríe con tristeza a manera de despedida. ¿A dónde se fueron los demás? ¿Y tus galanes, morena? ¿Ésos de traje y corbata? Ya no existen. Qué delgada es la frontera que divide una vida y otra. Qué sencillo brincarla y olvidarse de todo. Alejarse. Por eso entre los que somos y lo que fuimos no hay nada que ver. Lo dice Damián y él sabe de estas cosas. Quiero vomitar. Ese trago que me diste al final era puro aguarrás, morena. El mundo me da vueltas. Aquella vez andaba el demonio suelto. Un demonio viejo que me señaló con el dedo y me hizo lo que soy. No importa. Voy a meterme en la noche. Voy a matar a una mujer. Voy a volver al norte. Abre la puerta y la calle lo recibe en silencio, apenas rota la oscuridad por la luz vaga de los faroles mercuriales. Avanza en diagonal, abandonándose a donde lo quieran llevar los pies. Tose y el asco se recrudece. Planta con firmeza la suelas de los zapatos en el piso y respira varias veces lo más hondo que puede. El aire fresco le limpia un poco la mente. Levanta la vista y se encuentra con la enorme fachada del templo de Santo Domingo. Las esculturas que flanquean el portal parecen alargarse, sus som27

bras se alborotan en los rincones, tiemblan excitadas como lenguas de fuego negro. Ramiro las observa fascinado durante unos minutos. Son incapaces de hacerme daño. Me reconocen. Soy una de ellas. Da media vuelta y extiende la vista a la plaza desierta, aguza los oídos, aspira el olor de la ciudad. Aquí realizaban sacrificios humanos a los dioses. Después quemaron herejes. Ahora destripan incautos. De todos ellos sólo quedan las sombras. Y quieren venganza. Con trancos aún inseguros comienza a desandar el camino que recorrió en la tarde. Llega a la fuente donde la mujer retratada en el dinero ahora preside la soledad. Antes de bajar a la siguiente calle, entre dos de los pilares que limitan la plaza, donde durante el día se instalan los evangelistas con sus máquinas de escribir, descubre unas siluetas moviéndose en el suelo. No precisa acercarse para saber que se trata de cuatro hombres inclinados sobre dos cuerpos desnudos, como depredadores desollando a su presa. Ven pasar a Ramiro con sonrisas rabiosas en el rostro a modo de advertencia. Los galanes de la morena. Ya sin trajes finos ni relojes. Se lo merecen. Por mí ni se preocupen, campas. No me gusta zopilotear. Además, tengo chamba. Conforme se aleja de la plaza, sus pisadas atraen a los perros que deambulan por el rumbo. Lo siguen unos metros y, al ver que no trae nada para ofrecerles, reculan aburridos. Ningún otro ser vivo le sale al encuentro. Hacía un calor del diablo. Sí, lo recuerdo. Había gente, mucha. Qué asco tengo. A lo lejos el Zócalo se abre a la noche semejante al final de un túnel, amplio, bien iluminado. Algunos autos doblan la esquina y arrastran estelas de luz roja alejándose con rapidez. Ramiro acelera la caminata y la respiración. Poco a poco ha conseguido eliminar el balanceo de su cuerpo, aunque todavía los edificios parecen inclinarse y girar ante su vista. Sí, había montones de gente en la calle. Y perros también. Los perros me seguían. Victoria me estaba esperando. Pero no a mí. Al de antes. Tan distinto a éste que ni recuerdo su nombre. ¿Bernardo? Da igual. Era otro. Ya no aguanto las ga28

nas de vomitar. Ramiro sigue caminando hasta que la borrachera, el asco y el eco de sus pasos al rebotar una y otra vez en los muros de los edificios acaban por desvanecer el murmullo de sus pensamientos.

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Dos

Ni siquiera estaba borracho. Bebió dos pares de cervezas al salir del cine porque la ciudad atravesaba entonces la cumbre de la canícula y ni de noche el calor cesaba de embarrarse a la piel de hombres y mujeres como una placenta bochornosa. Tampoco era tan tarde. Serían las doce cuando abandonó la cantina rumbo a la parada de la pesera que lo conduciría a la terminal de la ruta. De ahí caminaría quince cuadras hasta a su domicilio: una vivienda de interés social en la que Victoria y sus dos hijos lo aguardaban dormidos. Deseaba acostarse cerca de su esposa y despertar a la mañana siguiente para continuar la vida junto a su familia. Pero la imagen del viejo que apareció de pronto ya no quiso desprenderse de su ser. Bernardo no se sentía cansado al entrar en la cantina. Un programa doble de películas del oeste después del trabajo lo había hecho olvidar las horas extras exigidas por la gerencia del periódico y la preocupación de que su mujer pudiera estar de nuevo embarazada. Luego las cervezas acabaron de relajarlo, de devolverlo a su talante habitual. Saboreó cada uno de los tragos despacio, alargando el placer, sintiendo en la boca cómo la amargura de la malta eliminaba los restos de la suya, para enseguida distribuirse por el cuerpo a través de la sangre. Cuando el cantinero puso sobre la barra la tercera botella color ámbar aún escurriendo trozos de hielo triturado, habían perdido importancia las once horas pasadas frente a la computadora, inmerso en la corrección de notas y reportajes escritos por analfabetos; el 31

desasosiego de si Victoria iba a parir uno o varios chamacos más y la raya quincenal en su bolsillo que no ajustaba para vivir. Lo único importante era ese buen humor que volvía a él y lo liberaba de todo mal, incluso de su aversión hacia esa ciudad sin alma que no tenía miramientos a la hora de despellejar a cada uno de sus habitantes. Mientras fumaba y bebía su cerveza, concentrado en las minúsculas gotas de agua que parecían brotar del vidrio, recordó con placer las dos películas. Las había visto suficientes veces como para sabérselas de memoria. La venganza fría y absoluta del hombre que de niño fue testigo del asesinato de sus padres,

Dios perdona, yo no, representaba el éxtasis. El hecho de tener una sola misión en la vida, y cumplirla desdeñando lo demás, significaba que venir al mundo no había sido un desperdicio. En cambio las inverosímilesfanfarronadasde Yo los mato, tú los cuentas lo hacían reír muchísimo: el guión pecaba de un absurdo escandaloso, y las situaciones... ¿Dónde encontraban los actores esos revólveres a los que nunca se les agotaban las balas? Podrían matar a veinte o treinta tipos y seguir disparando horas sin detenerse un segundo para abrir el cilindro y recargarlo con nuevas municiones. Sonrió. Viéndolo bien, de los pocos espectadores en el cine, sólo él no paró de reír hasta que le dolieron las mandíbulas. Dos o tres tipos estaban hipnotizados a causa de la matazón, las parejas se manoseaban entre gemidos sin atender a la pantalla y algunos sombrerudos, de los que compran boleto nomás por huir del calor hacia un espacio bien refrigerado, dormían a ronquido suelto. Bernardo sí había gozado. Lo divertían las exageraciones de la historia, los descuidos en la dirección, el ego infladísimo de los actores. ¿Será que de tanto ver el mismo tipo de películas me estoy convirtiendo en crítico? Volvió a reírse solo y apuró la cerveza, ya tibia, desagradable. Llamó la atención del cantinero para que le sirviera otra, pues le urgía arrancarse ese sabor herrumboso con un sorbo helado. 32

El alivio llegó rápido. Agarró la botella con ambas manos como si alzara un trofeo. Enseguida la pegó a su frente, a las mejillas, la pasó por el cuello antes de llevarla a los labios. El bienestar que el cristal frío, primero, y el líquido después, transmitieron a su cuerpo lo hizo pensar en que ya iba siendo hora de irse a casa. Hervía en ganas de ver a Victoria, a los niños, de acurrucarse junto a la piel tibia de su mujer y dormir profundo y con sueños agradables hasta que lo levantara el alboroto de sus hijos preparando el desayuno. Mañana sería su día libre, el único durante la semana. No tendría que incorporarse a oscuras con el fin de marcar tarjeta a las siete. Despertaría por lo menos a las nueve o diez, listo para devorar un buen plato de machacado con huevo. Más tarde Victoria y él mirarían televisión algunas horas antes de ir al mercado a ponerse tristes a causa de los precios y, por último, si acaso un paseo en el parque. Le quedaba media cerveza en la botella. No pediría la siguiente. Sus pequeños placeres estaban limitados; si se excedía en gastos las consecuenciasserían inmediatas:caminar varios kilómetros a fin de ahorrarse lo de la pesera, dejar de fumar por dos o tres días, o pedir prestado en la caja del periódico con el fin de completar la quincena. Tomaba tragos pequeños, medidos, en tanto pensaba que quizá ya debía reunir el valor necesario e intentar la realización del proyecto que lo obsesionaba desde la adolescencia: escribir una buena historia de pistoleros; de serenos y bandidos, decía su padre. Una historia para cine. Victoria lo alentaba; incluso, ciertas noches, después del sexo, los dos se desvelaban comentando los posibles argumentos, las secuencias, las escenas importantes, los actores y las actrices que ambos preferirían ver en los papeles principales. La cerveza perdía frialdad. Condujo la botella a su boca e hizo un buche pequeño. Relamió sus encías y se chupó los dientes con satisfacción, sintiendo cómo el regusto vaporoso se le impregnaba en el paladar antes de precipitarse por la garganta. Sonrió. Puso en el centro de su mente el rostro de Victoria. Su 33

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entusiasmo aumentaba al imaginar cuáles serían las emociones que se les vendrían encima a ambos cuando asistieran al estreno de su·película. Victoria riéndose como una niña que imagina sus regalos de navidad. Victoria orgullosa por anticipado del éxito de su hombre. Victoria abrazándolo mientras le susurra exaltada al oído: Vamos a ser muy felices. ¿Verdad? Sí, Victoria, claro, vamos a ser felices y vas a andar toda oronda, muy ancha por tu marido. Verás que pronto me doy tiempo para trazar la historia y escribirla y mandársela a un productor. ¿Pero a qué horas, si trabajaba de siete a tres o cuatro en la corrección del vespertino, y eso cuando no había reportajes, entrevistas o crónicas que adelantar? No importaba, en este instante no tenía ninguna importancia porque estaba henchido de buen humor y la cerveza aún no acababa de entibiarse y el rostro sonriente y tierno de su mujer en sus recuerdos lo colmaba de alegría, de ganas de dormir la noche entera abrazado a ella y despertar mañana con la promesa de que después de ir al mercado, pasara lo que pasara, se sentaría a escribir el guión sólo porque ella lo deseaba más que nada en la vida. Encendió un cigarro, aspiró el humo y lo soltó viendo cómo se desvanecía entre las botellas detrás de la barra. Sí. Mañana. Para eso había estudiado comunicación:. para entrar en el mundo del cine, no para pasar tantas horas diarias enmendándole la ortografía y la sintaxis a reporteros de policía o deportes que no daban trazas de haber pasado por la secundaria y lo trataban peor que a un amanuense. A partir de mañana exhumaría los libros de cine que había llevado en la universidad y trataría de abrir un hueco en sus horarios con objeto de darle gusto a Victoria y al mismo tiempo darse un gusto él. Sí. Una historia violenta, donde el protagonista fuera un viejo cacique empresarial, urbano, acostumbrado a imponer su voluntad a los gobernantes, a sus trabajadores, a los ciudadanos. Le había ido dando forma desde sus épocas de universitario, cambiando el argumento una y otra vez conforme transcurrían los años, hasta perfilar al antagonista per34

recto: un narcotraficante cuyo poderío había crecido en la ciudad de manera subterránea. El choque entre ambos se daba a causa de una coincidencia: el hijo del cacique agredía a la hija del capo. Entonces, cuando su contrincante emergía a la superficie, el empresario antes omnipotente comprendía que su imperio, socavado en silencio durante años, ahora se hallaba bajo un mando distinto, el de alguien que rebasaba su autoridad. La policía, los políticos y hasta los trabajadores de sus empresas obedecían al narco. La escena climática sería la visita que esta especie de padrino le hiciera al viejo cacique en su oficina, con un enfrentamiento verbal que aclararía la nueva situación. La historia anterior de cada uno de los personajes se narraría en forma de recuerdos o regresiones, lo mismo que el encuentro entre los hijos. La venganza del narco correría a cargo de un sicario, torturador experto, de ésos que una vez desatados su furia y su resentimiento resultan incontrolables. Habría mucha acción y trataría de sustentar la trama con un trasfondo político, social, psicológico. Una película de denuncia. No está nada mal. Le gustaba sobre todo el aire de tragedia que permeaba el desarrollo de principio a fin. Debo hacerlo. Ya es hora. Tomó la botella y bebió un trago tibio que le provocó un gesto de asco. Volvió a dejarla sobre la barra y fumó para sustituir el sabor de la cerveza con el del tabaco. Enseguida giró sobre su asiento. Casi vacía, la cantina se aletargaba en bisbiseos. Raro para ser casi la medianoche, se dijo, y para estar situada a tres cuadras de la central de autobuses. Tampoco llegaba ruido del exterior y Bernardo tuvo la sensación de que una madrugada repentina había caído sobre Monterrey. Quizás el tiempo fluía más veloz que de costumbre. Si así fuera, ya no encontraría peseras y debería esperar las primeras del día siguiente ahí en la cantina, en algún café, o en una banca de la central, entre el ajetreo de las llegadas y partidas, el olor del diesel quemado, los de las fritangas, el sudor reseco, los cuerpos desnutridos y el desinfectante que se mezclan en uno solo, nauseabundo, y se suman 35

al escándalo de viajeros cargando bultos y a la horrible voz femenina que brota a cada instante de los altavoces. No, eso sería lo peor que podría sucederme ahora. Quizá no es tan tarde. -¿Qué tiempo traes? El cantinero, que dormitaba a dos metros, le dirigió una mirada de perro viejo, se limpió el sudor que le escurría por las sienes y levantó su reloj de pulsera a la altura de los ojos. -Van a dar las doce. Faltan quince. Entonces no había por qué apurarse. Las últimas peseras circulaban por el rumbo alrededor de las doce y media. En el camino a la parada no ocuparía sino diez minutos. El cantinero parecía a punto de quedarse dormido y Bernardo echó un vistazo a las mesas del galerón para saber si alguien iba a impedirlo ordenándole otro trago. Los movimientos eran mínimos, las conversacionesse manteníanpor medio de murmullosapenas audibles. La radiola permanecía muda. Ni siquiera las moscas alborotaban en los rincones. No lograba recordar si el número de clientes era mayor cuando entró en la cantina. Inmerso en la intensidad de las películas, se había dirigido a un banco junto a la barra sin prestar atención a nada ni a nadie. Sin embargo, ahora no dejaba de parecerle extraño que sólo tres de las mesas estuvieran ocupadas: una por cuatro hombres, con seguridad obreros, pues tres de ellos aún portaban el astroso overol de trabajo, moteado de manchas de aceite. Más allá se aburrían dos tipos con aspecto de empleados de oficina, como él, vestidos de pantalón oscuro y camisa clara de manga corta, la corbata floja y arrugada, llena de sudor. Y en la tercera mesa, cerca de la pared, donde no iluminaban los focos, envuelto en la penumbra, un viejo de sombrero texano daba la impresión de hablar solo, con los ojos fijos en la etiqueta de su botella de tequila. Bernardo se volvió intrigado hacia el cantinero, quien en ese instante abría la boca en un bostezo mudo pero larguísimo, y le preguntó: -¿Hoy jugaban los Tigres o los Rayados? 36

-No. -¿Hay lucha en la Coliseo? -Tampoco. -¿Y por qué vino tan poca gente, tú? -Sabe ... Bueno, si la gente se había ido a dormir temprano ese día, o andaba por otro lado de la ciudad, mejor: le tocaría un buen asiento en la pesera y llegaría descansado a casa. Tal vez se animara a despertar a Victoria. Se presentaría en la cama con algún bocadillo y bebidas. Le haría conversación y enseguida jugaría con ella hasta prenderle el deseo. Después, juntos se dedicarían a armar la trama definitiva, con los detalles que se les ocurrieran, para que él pudiera sentarse a escribir mañana muy seguro, sin ningún tipo de duda. Volvió a sentir una oleada de satisfacción en la sangre y torció un poco el cuerpo, dando la espalda a las mesas. Agarró la botella al mismo tiempo que identificaba tras él el ronroneo característico de la radiola al correr los discos. Luego hubo un crujido metálico y las bocinas zumbaron. Enseguida hizo su aparición la música. Acordeón, guitarra, tololoche y voz pusieron a vibrar las botellas detrás de la barra. Me dicen el asesino por ai, me dicen "Te anda buscando la ley" porque maté de manera legal la que burló mi querer...

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El cambio de atmósfera fue inmediato. Los hombres en el galerón se removieron con energía y quienes hablaban aumentaron el volumen de su voz para que los demás escucharan sus palabras. El cantinero despertó de su modorra y, entornando los ojos que ahora destellaban de gusto, tarareaba el corrido mientras seguía el ritmo con palmadas sobre la barra. Aunque no vio quién puso el disco, Bernardo supuso que había sido el anciano solita37

rio. Coreó dos de los versos en la mente: Quince años que de sentencia me den, con gusto voy mi delito a pagar ... pero como no recordó los siguientes decidió callarse. Bebió el último trago de la cuarta cerveza sustrayendo la lengua al líquido con el fin de eludir su sabor de medicina caduca, mas no pudo evitar que los vapores del alcohol se expandieran dentro de su boca. Cerró los ojos y el asco le tensó los músculos de la cara. Tosió, arrojando al aire parte del trago en tanto sentía cómo algunas lágrimas se alojaban en sus párpados apretados. Ya no tenía el mismo aguante de antes, de unos años para acá siempre que bebía con rapidez quedaba al borde de la náusea. ¿Me estaré poniendo viejo? Aún con los ojos bien cerrados, respiró profundo hasta que un suave escalofrío le anunció el retorno a la normalidad. Sí, envejecía. Las agotadoras rutinas, las responsabilidades, el cuerpo encorvado durante largas jornadas frente a las teclas de la computadora, las presiones, todo eso lo disminuía de un modo prematuro. Aún no alcanzaba la edad de Cristo y ya experimentaba el suplicio de la crucifixión. Con estos achaques encima, quizá no era buena idea la de despertar a Victoria. ¿Qué tal si se me revuelve el estómago? Sonrió por sus ocurrencias y suspiró al tiempo que daba media vuelta. Al abrir los párpados, su vista se cruzó con la del hombre del sombrero texano. Había dejado aparte la botella de tequila y ahora dirigía hacia él un mirar risueño, como si se burlara de su incapacidad para soportar un trago de cerveza caliente. Bernardo, medio sorprendido, medio picado, sostuvo la vista durante varios segundos: se trataba de un anciano grande y corpulento, metido en un atuendo norteño de pies a cabeza: botas vaqueras, pantalón de mezclilla, cinto pitiado y camisa de cuadros. Lucía un bigote tupido, fiero; y la sombra de su barba entrecana oscurecía la mitad de un rostro cuyo tono de piel era muy rojo. De un negro sin matices, las pupilas oscilaban dentro de sus cuencas y sin embargo no perdía detalle de Bernardo mientras coreaba: ... la ingrata que me hizo infeliz 38

y abrirle su corazón ... Si suspendía el canto, sus labios temblaban murmurando un rezo, acaso una amenaza. Bernardo no podía despegar la vista de ese hombre. Un viejo temible, extraño, inquietante. Las tres palabras daban vuelta en su cerebro, congelando cualquier cosa que pudiera suceder a su alrededor. De pronto una sacudida lo obligó a voltear a otro lado cuando la boca del viejo se abrió mostrando la mazorca de dientes rotos para expulsar una carcajada. Bernardo giró y se encontró de frente con el cantinero, que ahora sonreía divertido con la escena. -¿Te sirvo otra, compa? -No, ya me voy. ¿Cuánto te debo? -Tú sabrás. Fueron cuatro, ¿no? Pagó, mas no salió de inmediato. Al concluir el disco, una mentada de madre se acomodó en el silencio entre canción y canción y sólo dejó de retumbar al ser cubierta por las nuevas notas. Otra vez acordeón, guitarra y tololoche, pero ahora la voz, distorsionada a su paso por las bocinas, era aguardentosa, un poco melancólica.

Por las márgenes del río, de Reynosa hasta Laredo, se acabaron los bandidos, se acabaron los cuatreros, y así se están acabando a todos los pistoleros ... El viejo hizo el intento de seguir la letra, aunque el tono fue demasiado alto para él. Se quebró pronto en una suerte de silbido agónico que se fue desinflando poco a poco hasta desaparecer. Bernardo todavía encendió otro cigarro de espalda a las mesas, con las pupilas perdidas en la hilera de botellas tras la barra. ¿Estaría loco el vaquero, o nomás borracho? Cuando hablaba solo y veía la botella de tequila, hubiera jurado que lloraba 39

como cualquier amante que purga su dolor en la cantina. Pero cuando lo contempló de frente sus ojos parecían en combustión. Eran lumbre negra, concentrada, semejante a la del sol en esos días de canícula. Su aspecto, el de un animal en busca de sangre. Un demonio. Carajo, qué hombre tan raro. Pensó que quizá sería buena imagen de inicio en la película. Se lo comentaría a Victoria. Sí, muy buena imagen: el hombre y la bestia. Un arranque turbador. El encuentro del cacique con un ser demoniaco, con un pistolero de los de antes a las órdenes del narco, un viejo cowboy con carbón encendido en la mirada y fauces que se abren para mostrar en su interior un agujero negro. Una historia que, en sí, fuera un corrido norteño. Victoria estará de acuerdo.

A todos los más valientes a traición los han matado... Bajó del banco y con un ademán dijo adiós al cantinero. Su despedida jaló las miradas de los hombres, y Bernardo aprovechó para contemplarlos en tanto registraba el resto del galerón de reojo: deseaba fijar en su memoria cada uno de los detalles con el fin de ambientar alguna escena: focos desnudos de baja intensidad, carteles con mujeres en actitud provocativa sobre las paredes, una televisión inservible, mesas de lámina rodeadas por sillas de madera, el aspecto de los parroquianos. No, el escenario no sirve. Un empresario no vendría aquí. No obstante, el personaje estaba hecho a la medida. Evitó mirar de nuevo al hombre del sombrero, pues ya se lo había grabado. Inclinó la cabeza en señal de despedida y caminó a la puerta. Sin embargo, antes de salir, el estrépito de una silla arrastrada con violencia lo detuvo. Al volverse vio al viejo de pie en toda su estatura, inclinándose como si fuera a venirse abajo. Agitaba el brazo.y lo señalaba con el índice: -¡Ya te vi! ¿Eh? ¡Tienes miedo! ¡Ya te vi! 40

Bernardo no pudo hacer otra cosa que quedarse inmóvil, sin responder a los gritos. Fue el cantinero quien intervino en su auxilio: -¡No le hagas caso, compa! [Este güey ta bien pirata! -y al viejo-: ¡Ora, cabrón! ¡O te callas o le vas llegando! ¡No estás en tu pinche manicomio! Bernardo se fugó antes de enterarse del desenlace de la gritería. Afuera lo recibió el aire sucio que él encontró agradable, un fluido que se internaba en sus pulmones y salía después de haberle refrescado el interior. Se detuvo por espacio eleun minuto ahí, junto a la puerta. Quería ordenar sus pensamientos. Los acordes finales del corrido, ese incansable inflarse y desinflarse del acordeón y los latidos sincopados del tololoche, franqueaban las paredes de la cantina hasta desparramarse en la calle. No así la voz del cantante. Bernardo tuvo que realizar un ejercicio de memoria para seguir los versos finales y coreados entre dientes.

Murieron porque eran hombres, no porque fueran bandidos. Caminó con rapidez para recorrer cuanto antes las cuadras que lo separaban de su pesera. Iba animado, aunque aún no sabía qué pensar acerca del viejo. No obstante, aun sin saberlo, estaba seguro de que algo en él le había resultado agradable. Dejó atrás las dos primeras cuadras sin hacer caso de los puestos de cocteles, ni de las cumbias que convertían las cantinas en enjambres zumbones, ni de las prostitutas instaladas cada diez o veinte metros en las aceras oscuras. Lo único que había en su mente era la figura del loco del sombrero gesticulando y manoteando en el aire, señalándolo con el índice como un demonio encabronado. Una imagen óptima con ese corrido, "Pistoleros famosos", de fondo musical. ¿Y si no pudiera escribir? La duda aplastó su emoción. Victoria llevaba tres semanas de retraso, aunque por ahora no tenía 41

la certeza de estar embarazada. Otro hijo significaría la cancelación de sus planes, añadiendo un remache más al grillete que el periódico había puesto en su tobillo. De pronto se vio trabajando una cantidad infinita de horas extras, corrigiendo notas y reportajes cada vez peor redactados, soportando la prepotencia del jefe de departamento. No me va a quedar tiempo ni para ir al cine. Menos para intentar la escritura de un guión. Trató de consolarse, de salvar la esperanza: no era éste el primer retraso de Victoria, ya habían ocurrido otros antes. Cabía la posibilidad de que fuera una falsa alarma. Su estado de ánimo se reincorporaba. Y si es cierto, pues ni hablar. Multiplicaría esfuerzos, le robaría horas al sueño, haría lo necesario. Estaba decidido. La escena inicial con el viejo demonio se realizaría. No importaba el precio. Al dar vuelta en la calzada Madero se topó con un ajetreo que contrastaba con la semioscuridad y los movimientos calmos de las calles que convergen en ella. Redujo el ritmo de sus pasos mientras escrutaba en la acera opuesta el eterno alboroto de la central de autobuses. Las puertas del edificio no cesaban de vomitar, ni siquiera a esa hora, la sangre nueva que pulularía más tarde por las calles de Monterrey. Viajeros y migrantes, campesinos, turistas de otras ciudades, espaldas mojadas en retorno triunfal o fracasado a su lugar de origen, rostros de hombres tatemados por el sol que abrían los ojos con asombro ante una urbe llena de misterio, ancianas quejándose de enfermedades y molestias acentuadas por el fragor del viaje, gordas inmensas cargando cajas de cartón atadas con mecate, y jóvenes, sobre todo jóvenes en busca de trabajo en las miles de fábricas de la ciudad. Bernardo observaba a distancia sin detener su caminata hacia la parada de la pesera. Pasaba revista a su aspecto, a su vestimenta, a sus actitudes para llegar a una conclusión conocida: la mayor parte procedía del campo, de pueblos o ciudades pequeñas del mismo estado, o de San Luis Potosí o de Zacatecas. Dejaban la central de autobuses disimulando mal su desconfianza, con una

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falsa seguridad que los convertía en presas fáciles de los malvivientes del rumbo: pancheros, carteristas o piñeros. Aunque, pensándolo bien, qué pueden robarles. Sonrió al ocurrírsele que la central era una suerte de incubadora que arrojaba a sus criaturas a un mundo extraño, proporcionándoles la esperanza como única defensa. No tardaría en encontrarlos por ahí al salir de una cantina porque, niños unidos a su madre por el cordón umbilical, jamás abandonaban las cercanías. El aire se llenó de repente con el olor denso de las arracheras al carbón, de las tortillas de maíz fritas o de harina recién hechas, de los chiles serranos tostándose entre las brasas o encima del comal. En las inmediaciones de la Arena Coliseo, los perros famélicos que se paseaban entre los puestos de tacos y fritangas se acercaron a olisquear los pies de Bernardo. Trató de esquivarlos, pero uno de los animales, más insistente que sus compañeros de jauría, le pegó la nariz en una de las pantorrillas hasta que la humedad se filtró a través del pantalón y alcanzó la piel. La desagradable sensación lo obligó a soltar una coz que fue a estrellarse en el hocico del perro. Los gemidos llamaron la atención de la gente alrededor de los puestos. -¡Órale, güey! [Pobre animal! - [Así serás bueno! No hizo caso y siguió su andar. Por alguna razón la caminata esta vez lo había fatigado. El sudor le escurría por las sienes y su espalda estaba pegajosa. Un dolor ligero le presionaba las clavículas. Respiraba rápido, con inspiracionesy expiracionescortas. Se dio tiempo para un descanso frente a un puesto de tortas, lejos ya de los efluvios de la carne a medio cocinar. No sentía hambre, pero sí sed. Mucha. De las cuatro cervezas que había bebido en la cantina no le quedaba ni el recuerdo. Ese año la canícula se ensañaba con la ciudad, con sus habitantes, con él mismo, como si lo hubiera elegido para concentrar en torno suyo las temperaturas más insufribles: los rayos del sol durante el día, bocanadas quemantes por la noche. Carajo. Hace más calor a es-

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tas horas que a las cinco de la tarde. Mientras esperaba que se le normalizara la respiración, echó una mirada a la calle, al puesto de tortas, al camino que le faltaba. Un par de cuadras adelante esperaban las siluetas claras y los faros frontales de dos peseras. Contaba con tiempo, incluso si la primera estuviera a punto de irse. Había poca gente en las banquetas por ese lado, la mayoría se concentraba en los comederos que acababa de rebasar. Se arrimó al puesto de tortas doliéndose todavía de un temblor en las piernas, un ligero calambre que le recorría la parte posterior de los muslos. Sólo dos hombres maduros cenaban ahí, en silencio, ensimismados. Los atendía una joven que, en cuanto lo vio aproximarse, le dijo: -¿Qué le vamos a dar, señor? Tengo de huevo cocido, aguacate, jamón, queso de puerco, combinada y especial. .. -Gracias, nomás quiero una soda. -Pos agárrela el señor, ahí tiene la hielera. Comenzó a salivar desde que levantó la tapa y vio los refrescos nadando en el agua entre trozos de hielo. Tomó una cocacola, la abrió en el destapador adherido a la hielera y se bebió la mitad al hilo. El líquido dulzón le arrancó de inmediato la aridez de la lengua, las encías y la garganta, aunque también lo hizo extrañar el sabor de la cerveza. Entonces recordó al anciano del sombrero texano, su película, y estos recuerdos lo condujeron de nuevo a Victoria. Le daría gusto la noticia, por supuesto. Aun estando embarazada, lo tomaría como un progreso en la vida de Bernardo, de ella, de los niños. Nada mejor para sus hijos que un padre que no vacilaba en deslomarse por ellos. Porque el cine bien podía abrir una brecha que los sacara de la pobreza, de las limitaciones diarias, de los esfuerzos por estirar hasta lo último los centavos. Victoria sería su mayor apoyo. Incluso, si deveras lo veía decidido a escribir, llegaría al extremo de proponerle que renunciara al periódico para dedicarse por entero al guión. Pero, ¿de qué viviríamos? No te preocupes, nunca nos ha faltado ni nos va a faltar, Dios proveerá. Y empezaría en ese instante a con-

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feccionar planes: yo podría volver a mi trabajo en la primaria, me lo han ofrecido varias veces y además a esa hora los hijos están en la escuela; o puedo vender ropa o joyería entre las maestras y madres de familia, al fin las conozco a todas; las oportunidades abundan. Encendió un cigarro. Se supo afortunado por haberse casado con una mujer de los tamaños de Victoria y, en tanto expulsaba la primera fumarola, estudió la posibilidad: nunca le había gustado el periódico; había hecho su solicitud de empleo con la idea de trabajar como reportero, no corrigiendo las notas de otros. Sí, reportero, y si es de la sección de espectáculos, mejor. Mas de reportero sólo había plaza en el área de policía y alguien le aseguró que se tendría que enfrentar con lo peor de la ciudad: No, compadre, no tienes idea, se trata de gente cabrona que no se detiene ante nada ni nadie, entran y salen del penal como si fuera su casa o un hotel, nunca los pueden ganchar para siempre porque así son las leyes en este país de mierda, ayudan a los criminales en vez de proteger a la gente decente, y ya sabrás cuando te toque sacarles una foto que se publique al día siguiente en el periódico, desde ese mismo momento te la juran, cabrón, no te olvidan ni un segundo porque fuiste tú quien los quemó, te traen un chingo de ganas y donde te encuentren en la calle o en una cantina o en el cine, aunque vayas con tu familia, ya valiste madres ... imagínate, no vas a poder salir tranquilo a ningún lado, además a ti se te olvidan las caras de esos hijos de la chingada, al fin debes retratar a un montón día a día, pero ellos no dejan de acordarse de la tuya ni un minuto de su vida, cómo chingaos no. Y tras pensarlo unos minutos, considerando que su carácter no le serviría para sobrellevar una vida de tensiones semejante a la que le dibujaban, ni la cercanía de los cadáveres en asesinatos o accidentes, aceptó el puesto de corrector de manera eventual, un par de meses o tres quizá y después a otra cosa. No contó entonces con la inercia, con el adormecimiento de la vocación y 45

de las ambiciones por culpa de la costumbre, con el conformismo cómodo al que se habituó tras recibir cada semana un cheque mientras se mantuvo soltero, ni con la urgente necesidad de obtener el mismo cheque cuando decidió casarse, y luego al venir el primer hijo y enseguida el segundo y en unos meses tal vez el tercero. Pero es hora de cambiar. Ya está bien de inercia. Al resolverlo, pisó la colilla del cigarro. Se terminó la cocacola y depositó el envase en una de las cajas apiladas junto a la hielera. El descanso y la bebida le habían caído bien. Incluso se tomaría otra con mucho gusto, el calor no era para menos. Llevó la mano a la bolsa y al mismo tiempo volteó hacia su destino. Los dos vehículos permanecían en la esquina, con las luces encendidas, esperando llenarse. Adivinaba los bufidos de la máquina, el sopor de la gente arrellanada en sus asientos, la vibración de la carrocería. Imaginó el aburrimiento del chofer y se sintió envuelto él también en una inmensa flojera. Si caminara hasta ahí en ese instante, debería esperar arriba del vehículo el ascenso de suficiente pasaje antes de que el chofer arrancara. En cambio, desde su sitio en el puesto de tortas podía vigilar las peseras: acostumbraban realizar una serie de maniobras antes de partir: soltaban el freno, prendían las luces del interior, hacían rugir la máquina y todavía esperaban unos minutos. Si no alcanzaba el delantero, de cualquier modo tendría la oportunidad de subirse al segundo vehículo, al fin que, como era evidente, esa noche todo mundo iría a dormirse más tarde que de costumbre. -Voy a agarrar otra soda. -Sí, señor. Las que guste. - ¿Por dónde andará la gente hoy? Lo único movido por estas calles es la central. - Yo creo que en ~as cantinas -la mujer lo veía con curiosidad-. Quiera Dios que salgan pronto, no he vendido mucho. -No. Yo vengo de una y nomás tres mesas estaban ocupadas.

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-Entonces, quién sabe. A lo mejor se quedaron en sus casas. El día estuvo muy raro hoy. ¿No lo notó? -Sí, por el calor. Hasta los perros andaban extraños. -Ojalá no les dé rabia -ella bajó la mirada y siguió dedicándose a sus cosas. Rabia, pensó Bernardo mientras abría otra cocacola. Si no baja la temperatura, a quienes nos va dar rabia es a los cristianos. Pinche calor, un poco más y se nos saltan los ojos. Bebió un largo trago, haciendo un buche para experimentar cómo los dientes se le enfriaban hasta el punto del dolor. Conforme bebía, se preguntaba si el tipo del sombrero había enloquecido a causa de la canícula. Dicen que transforma a los toros. Que se echan uno sobre otro y no se apaciguan si no ha muerto alguno. También en los ranchos aseguran que convierte a los perros en lobos. ¿Habrá afectado al viejo vaquero? Estamos arriba de cuarenta grados y él tomando tequila; lo menos que le puede pasar es volverse loco. Su imaginación comenzó a exagerar el retrato del tipo impreso en su memoria y lo vio mucho más viejo, enorme y musculoso, los bigotes plateados cayéndole en forma de torrente sobre los labios que vociferaban maldiciones en tanto avanzaba hacia él profiriendo amenazas. De sus ojos escurría lava; en la diestra portaba un puñal curvo, cuyo filo lucía riadas de sangre. Entre palabra y palabra escupía pedazos negros de dientes y no dejaba de repetir: Ya te vi: tienes miedo. Encendió el último cigarro, arrugó la cajetilla y la arrojó a la mitad de la calle. Las palabras repetidas por el viejo lo inquietaron. ¿Por qué me las diría? Porque se había dirigido a él; a ningún otro. Y si persistían dudas al respecto, la intervención del cantinero terminó de despejarlas: No le hagas caso, compa. Sí, el loco se refería a él. Insultando, amenazando o burlándose, pero se había dirigido a Bernardo. Ya te vi: tienes miedo. Puras idioteces. ¿Miedo de qué o de quién? Palabras de un demente, según el cantinero. Además bastante alcoholizado. Miedo del viejo, ni pensarlo. Esos pobres bo47

rrachos con un simple empujón se estrellan de boca en el piso y ya no se levantan. Y sin embargo, no se le había enfrentado. Bernardo reconoció el chisporroteo ácido del remordimiento debajo de la lengua. En vez de plantarse en su sitio con firmeza había huido mientras las reclamaciones del cantinero evitaban que el viejo lo persiguiera. Debió encararlo con valor, con arrestos; exigirle que explicara qué significaban sus palabras. Pero algo dentro de él se negó a asumir las sandeces del vaquero como agresión. Los visajes, los gritos roncos, el índice terco señalándolo entre los demás no eran sino la repetición de una misma escena interpretada por otros protagonistas muchas veces en su vida. Por la pantalla de su memoria desfilaron entonces su padre y su madre, sus maestros; los árbitros, cuando jugaba futbol americano, el entrenador y los integrantes del equipo rival; sus jefes en el trabajo, hasta Victoria. Nunca había hecho nada aparte de dar media vuelta y retirarse. La tibieza, la indiferencia, el conformismo definían su existencia desde muchos años atrás. O el miedo. O quizás otra cosa. Así vivimos todos. En esta pinche ciudad cada uno acata lo que dicta la norma. Por sumisos, por apocados, porque a cada minuto del día estamos cagándonos de miedo. Y para dejar de pensar, volvió la vista hacia la parada de la pesera. -Me lleva la madre ... -¿Se le fue su camión? -La pesera ... En fin, no importa. Todavía hay otra. -Pues apúrele -ella sonrió y frunció los labios-. No vaya a ser que tenga que dormir por aquí. Desacostumbrado al trato con otra mujer además de Victoria, tardó en advertir el coqueteo. Volvió el rostro hacia la joven. La sonrisa provocativa no se le había borrado de la boca. Sostenía la mirada de Bernardo sin ningún pudor. Él sintió que se ruborizaba y agradeció que la luz del puesto no fuera muy intensa. Debía sumar unos veinticinco años, aunque una vida de trabajo duro, nocturno, la hacía representar por lo menos treinta. Buen cuerpo, dentro del común, y en los rasgos de su cara

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no encontró nada desagradable. Quizá podía pasar un rato con ella. O la noche entera. Por la zona abundaban los hoteles y traía dinero. A Victoria no le extrañaría que faltara a dormir o que llegara de madrugada, ya otras veces se había quedado sin manera de regresar a causa de un descuido y ella se había mostrado compresiva. Era incapaz de armarle una escena de celos. Entonces, ¿por qué no? Dio unos pasos hacia la tortera, situándose junto a los bancos destinados a los clientes. Ella se inclinó, cruzó los brazos por debajo del busto y apoyó los codos en la tabla que hacía las veces de mostrador. En ningún instante había cesado de mirarlo a los ojos. Los senos, hinchados a propósito, parecían a punto de saltar del escote, y la visión provocó en él algo semejante a un escalofrío. La mujer notaba su turbación, su deseo, y aumentó la insistencia en la mirada en espera de sus palabras. Él titubeó, tragó saliva, y lo único que pudo pronunciar con naturalidad fue: -Tiene razón. Mejor me doy prisa. ¿Cuánto le debo? Ella se irguió poco a poco, en tanto su rostro acusaba incertidumbre, como si no entendiera lo que había oído. Sin embargo reaccionó en cosa de segundos. Miró al hombre con desprecio. Murmuró una cantidad y se puso a separar encima de la mesa un altero de carnes frías. -Gracias -dejó unas monedas en el mostrador. -Sí -dijo ella casi con rencor y agregó-: cuídese. Tienes miedo. Tienes miedo, resonaba una voz dentro de su cerebro. Te faltan huevos, pinche agachón, vives cagado, no juntas valor ni para jalarte a una vieja al hotel, ni cuando se te ofrece en charola enseñándote unas tetas iguales a dos toronjas ya peladas para que te prendas y las chupes y las exprimas con las manos hasta hacerlas soltar el jugo. Sus pasos seguían el compás de la voz, los pulmones respiraban al mismo ritmo, la velocidad de los latidos·de su corazón iba en franco ascenso, pero esta vez no era a causa del cansancio por las cuadras recorridas, sino de esa sensación en la que se mezclaban el ridículo, la cer49

teza de la cobardía, la ira, la frustración, las ganas de salir corriendo y esconderse de los demás, de esa mujer, de sí mismo. Si tan siquiera trajera cigarros sería capaz de distraerse. El taconeo sobre el pavimento terminó por acallar la voz en su cabeza, y Bernardo todavía hizo 'el intento de justificarse, de encontrar una salida honrosa: No, no es miedo. Es que no le puedo hacer eso a mi mujer. Victoria me está esperando. Voy a despertarla porque quiero hacer el amor con ella. Con ella, no con una tortera que quién sabe cómo se mueva, a qué huela, qué infiernos me acarree. Sí, fue por Victoria. Porque esta noche vamos a trabajar entre los dos la historia que nos sacará de pobres en cuanto hagan la película. Fue por Victoria. Levantó la vista cuando atravesaba un espacio sin iluminación y escuchó un ruido que no supo identificar a su lado. Una rata o un gato, acaso un teporocho durmiendo la mona. La pesera ronroneaba a menos de media cuadra. De su escape surgía un garabato de humo blanquecino, espectral, que se disolvía unos metros arriba, en la oscuridad del cielo. Una pareja de ancianos abordó en ese momento el vehículo y a través de las ventanas vio que se acomodaban en el asiento trasero. Había más personas adentro, pero aún sobraba lugar. Muy pronto se encontraría en casa, en su cama, enredado en el cuerpo de Victoria ... A salvo, puntualizó la voz dentro de su cerebro, y Bernardo reaccionó con un respingo, ofendido. ¿A salvo de qué? No le alcanzó el tiempo para responderse porque de las tinieblas de una construcción abandonada emergieron tres sombras raudas y se apostaron frente a él cortándole el camino. Se paró en seco. Una voz juvenil, medio atiplada, le dijo en tono de desafío: -¿No me regalas un cigarro, compa? Un temblor ascendió desde los tobillos a través de las piernas para al final, incisivo, presionar sus ingles. Un asalto, no cabía duda ¿Y si no? En su mente se desbocaban las opciones: huir o tratar de conformarlos con algo, unas monedas o lo que fuera o quizás intentar detenerlos con razones o estallar en chillidos

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pidiendo ayuda igual que una mujer o, como cuando adolescente, pegar, pegar primero para poder hacerlo dos veces. Tres contra uno, y a lo mejor armados: jamás lo lograría. No podría correr con las piernas así, débiles y temblorosas; lo alcanzarían y le iría peor. La opresión en el pecho le impedía gritar. Incapaz de decidir, se quedó ahí, paralizado, mirando las tres sombras con ojos repletos de miedo. -Mejor que sea la cajetilla, ¿no? -otra voz rompió el silencio que había durado varios segundos. - No traigo cigarros. Vio que en el vehículo los pasajeros se asomaban a las ventanas para enterarse de lo que sucedía. No tardarían en intervenir. En eso las tres sombras se abrieron, rodeándolo, y cada una de las plastas negras se definió, adquirió forma y hasta un poco de volumen. Se trataba de muchachos, muy jóvenes. Uno de ellos cargaba en la mano un objeto largo. Un tubo o un bate. A Bernardo se le arrugó el estómago en un espasmo, la boca se le llenó de un sabor amargo y la presión sanguínea le nubló la vista. lluir. Forzaría las piernas. Dio un paso atrás. -Tons préstanos una lana pa comprar -el que no había hablado se situó a sus espaldas. No comprendía por qué tardaban tanto, por qué no le soltaban el primer puñetazo de una vez por todas. ¿Y los de la pesera? Se mantenían a distancia con el único interés de presenciar un espectáculo que no los involucraba. Para colmo, la voz había vuelto a aparecer, a gritarle dentro del cerebro: [Mira tu miedo! ¡Siéntelo! ¡Disfruta de él, cobarde! ¿Ves cómo es real? [Te est:'tscagando! [Sigue con tus temblores en lugar de hacer algo! ¡Al fin y al cabo nomás serán unos cuantos golpes! [Pasará rápido y después a vivir igual que siempre! Los tres jóvenes ahora manotcaban, adelantaban el rostro hacia Bernardo. Él veía las bocas nbriéndose, distorsionándose hasta borrarse de nuevo en la penumbra. La saliva lo salpicaba, pero por unos instantes no los escuchó. Sus oídos, y ahora sus pupilas, se cerraban al exterior 51

en un intento por aislarlo del mundo. Sólo entendió las palabras del que se le acercó para ponerle el brillo de la navaja cerca de los ojos: -¡Mira, cabrón, ya déjate de mamadas y caite con lo que traigas! La quincena. La renta y la comida de la familia. No se movió. Recibió el primer impacto en la cara, en la mejilla, sin dolor, aunque reconociendo que el regusto cobrizo de la sangre le inundaba la boca. Luego le hundieron una patada arriba de los testículos y el miembro: el sabor esta vez fue hondo, muy denso. No veía a sus atacantes, ni los escuchaba. Tampoco sufría. No se atrevería a llamar sufrimiento a esa lluvia de puños sobre su cuerpo, constante, tupida, pero que no le arrancaba reacción alguna. Como un fantoche, se había abandonado a lo que los otros dispusieran para él. Al fin pasaría rápido. Ni siquiera los batazos que le entumían la espalda, las nalgas, las piernas, llegaron a dolerle. Cuando el bate lo golpeó en el cráneo de refilón la voz que aún murmuraba injurias dentro de su cerebro guardó silencio. En su lugar apareció un largo rechinido que puso a girar a los asaltantes a una velocidad de vértigo y poco a poco fue cancelando sus sentidos. Enseguida todo paró. Estaba en el suelo, sangrante, a merced de los tres jóvenes. El de la navaja le presionó la punta en el cuello con el fin de mantenerlo inmóvil. Bernardo percibió el metal helado en su carne, mas fue como si se tratara del estetoscopio de un médico que confirmara su pulso. Otro le colocó un pie en el pecho. El tercero revisaba sus bolsillos, uno a uno. Bernardo apretó los párpados, pero éstos se habían atestado por dentro de colores brillantes. El rojo cubrió su vista. Sintió la sangre en ebullición, la ira que le hinchaba el pecho, el nacimiento de una voracidad que no conocía o que había olvidado. Cada uno de sus músculos vibraba, y ese estertor continuo, tan parecido a un ataque, comenzó a generarle en la garganta un bramido animal. Sus miembros eran cables a punto de romperse a causa de la tensión. Los latidos de

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su corazón le rebotaban en el cráneo. Cuando las manos del que lo registraba palparon el bolsillo donde guardaba los billetes, liberó la energía contenida. No supo cómo, ni qué lo empujó a reaccionar: de pronto se transformóen una presa que se revolvía dentro de la red. Sin esperar las órdenes del cerebro, sus puños y sus piernas se impulsaron contra los agresores. De un zarpazo apartó la navaja de su cuello y se llevó un tajo en el hombro. Ahora sí la herida le erizó el vello de la nuca, pero también fue el acicate para que la emprendiera a golpes con el que había olfateado su dinero hasta quitárselo de encima. En un instante se incorporó. Al siguiente se encontraba enmedio de un apretado intercambio de patadas, mordidas, jalones y manotazos. Y si el dolor era una sensación muy lejana, tampoco estaba conciente del daño que causaban sus puños y sus pies. Un rumor sordo le taponaba los oídos y frente a sus ojos sólo distinguía trozos de sombras que cambiaban de sitio con presteza. De cuando en cuando lograba atrapar un miembro, una cabeza y la molía con puños y rodillas, con la frente, mordía la carne hasta arrancarla y después escupía la sangre. No se dio cuenta de que había arrebatado el bate a sus agresores sino hasta que se le entumieron los brazos de tanto apalear los cuerpos que lo acosaban. Ya no se movían. Yacían en el suelo entre gemidos, retorciéndose como peces fuera del agua. El más próximo intentó enderezar la cabeza y Bernardo alzó el bate por encima de su hombro para tomar impulso. Algunas exclamaciones de susto se abrieron paso a través del rumor en sus oídos y se tornaron histéricas cuando descargó el golpe. Un crujido seco llenó el espacio abierto de la calle. Había terminado. Es cierto: fue rápido. Hizo un esfuerzo por normalizar su respiración, por aclarar la vista. Sus oídos volvieron a abrirse. Ni lo sentí. Algo brillaba en el piso y se puso en cuclillas con el fin de averiguar de qué se trataba. La navaja. Extendió la mano y la tomó acercándola a su rostro. Tenía la hoja tinta en sangre. Desde ahí miró al muchacho caído a sus pies. Se cimbraba ante la 53

cercanía de la muerte con los ojos abiertos y una expresión de pánico que se volvía más grotesca a causa de su rostro deforme. Le faltaba un trozo de oreja y la nariz y la mandíbula se le habían hundido hasta casi desaparecer. El de más allá emitió un gemido, sacudiéndose un poco, y Bernardo se aproximó a él. Era muy joven, alrededor de veinte años. Sufría mucho. Miraba a su verdugo con un solo ojo. El otro, hinchado, había perdido su forma. Le colocó una mano en el pecho y percibió ahí los estertores del dolor. Buscó el corazón. Los latidos eran veloces y Bernardo percibió que también los suyos se aceleraban. Por los muslos le corrían vibraciones que fueron a florecer de golpe en su bajo vientre haciendo que en sus labios se abriera una sonrisa. Adelantó su rostro hacia el del muchacho para no perder detalle de su única pupila en tanto hundía despacio la navaja entre dos costillas, ahí donde había sentido el golpeteo. Una mujer chilló y se escucharon pasos y murmullos cercanos. Bernardo no hizo caso, concentrado en esos ojos cuyo brillo interpretó como de agradecimiento. Al ponerse en pie los murmullos de la gente se interrumpieron. Dio un par de pasos inciertos, y los dolores que había ignorado durante la lucha comenzaron a hacerse presentes, intensos, casi insoportables. Caminó hacia los mirones y vio reflejado en sus rostros el horror que les causaba. La pesera permanecía en la esquina con la máquina y las luces encendidas, vacía. Los pasajeros habían bajado al darse cuenta del zafarrancho. No acuden a ayudarme, sino a acusarme. Los mismos que ahora lo miraban aterrorizados habían permanecido impasibles cuando lo asaltaban. Avanzó unos pasos más y se apartaron de él como si huyeran de un perro rabioso. Entonces advirtió que aún portaba en la mano la navaja ensangrentada. La cerró y continuó su camino sin que nadie dijera nada ni intentaran detenerlo. Al llegar a la esquina escuchó una sirena y comprendió que ahora sí debía correr mientras lo sostuvieran las piernas. Cada uno de los testigos daría fe de su furor salvaje, de su sadismo, de su

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frialdad para matar. No importaría que sólo se hubiera defendido. Corrió buscando calles solitarias, esquivando a la gente que deambulaba en la madrugada y las luces de los automóviles, refugiándose en zaguanes y callejones cuando alguien pasaba cerca, para enseguida seguir corriendo. Sin rumbo fijo, a donde lo llevaran la suerte y esa luna llena que no paró de vigilarlo con su ojo amarillo sino hasta que lo vio perderse en una especie de selva donde la vegetación se cerró tras de sus pasos. Entonces, en tanto escuchaba el fluir de un arroyo, el ruido de los insectos y los movimientos sigilosos de algunos animales, supo que se hallaba a salvo, donde nadie podía hacerle daño. Buscó un refugio entre la maleza y se recostó. Aunque todavía sangraban, las heridas cesaron de dolerle, el recuerdo de los rostros llenos de horror dejó de molestarlo y, sobre todo, la voz dentro de su cerebro enmudeció. El miedo se había esfumado para siempre.

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Tres

Al abrirse las puertas automáticas el calor se le viene encima semejante al jadeo de una caverna. Los rayos del sol penetran hasta el fondo de sus ojos, oprimiéndole el cerebro que, de pronto, proyecta imágenes sombrías. Ramiro da un paso atrás para resguardarse unos segundos más en el clima del aeropuerto. Entrega las llaves del auto rentado al mozo que carga su maleta y lo ve meterse bajo la lluvia solar sin ningún problema, en calma, con el talante de un obrero de fundición. Las puertas se cierran, aliviándolo, pero enseguida vuelven a abrirse a causa de la gente que entra o sale. Escucha sus voces: hablan fuerte, algunos casi a gritos. Ríen con frecuencia. Reconoce la cadencia brusca de ese lenguaje y en él se enmarañan sentimientos añejos. Bien, estoy aquí. Ojalá las cosas no hayan cambiado mucho. El mozo lo espera junto al auto y Ramiro reúne su coraje para abandonar el aire acondicionado. Me voy a derretir. Perdida la resistencia a tales extremos, su cuerpo empieza a sudar al instante. De prisa se desanuda la corbata y desabrocha el botón del cuello. Se deshace del saco. Le da unas monedas al mozo y abre la portezuela del conductor. De adentro del auto brota una exhalación aun más ardiente que lo empuja hacia atrás. Puta, no voy a aguantar. Los asientos queman, las manos no toleran el contaclo con el volante. Sin embargo, no cuenta con otra opción por lo que, haciendo un esfuerzo, echa a andar el motor y el clima y de inmediato salta de nuevo afuera, donde enciende un cigarro con el objeto de matar el tiempo mientras la refrigeración actúa.

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Ya se acostumbrará, lo sabe. Aspira el aire que parece brotar de una parrilla al fuego en tanto contempla las mujeres ligeras de ropa y a los jóvenes en bermudas que ingresan al aeropuerto. Los hombres van de traje, o de mezclilla y playera. No sé cómo soportan el saco y los pantalones sin deshidratarse. Esto es un verdadero camal. Por un momento recuerda un juego de su infancia, cuando él y otros niños rompían un huevo encima de un carro estacionado al sol para verlo cocerse y adquirir consistencia en el cofre, luego lo sazonaban con sal y, utilizando un tenedor, lo devoraban entre todos. Es cuestión de voluntad. No por nada viví aquí tantos años. Gira la vista hacia la lejanía. Las emanaciones del pavimento levantan una membrana entre él y la carretera. ¿Esto es Monterrey? ¿Una plancha cosida a la coronilla? ¿Este olor a piedra recalentada? Mira su reloj: la dos veinticinco. Se acomoda tras el volante y arranca. El viento frío que surge del tablero le endereza el ánimo, mas no consigue arrebatarle por completo la sensación de orfandad que le provoca la cercanía de la urbe. Aquí empezó todo, ¿recuerdas? Hay poco tráfico en la carretera y Ramiro pisa el acelerador mientras su cuerpo va recuperando el bienestar. En ese entonces caminabas kilómetros y kilómetros por calles terrosas bajo el mismo sol. Respirabas en camiones urbanos atestados de ese caldo grasoso que se forma con el polvo, el humo, el sebo evaporado de los pasajeros y el aire caliente. Era tu vida. Las suaves evoluciones de las llantas sobre el pavimento lo ayudan a olvidar los reparos. Avanza por el carril de alta velocidad, rebasando coches, trailers, autobuses, sin prestar atención a los edificios aislados que aparecen a los flancos del camino. Ahora a localizar la oficina de Maricruz Escobedo. No será difícil. Debe quedar en las inmediaciones del Mall del Valle, en la zona del dinero, de los hoteles para empresarios, de los corporativos y de las casas de bolsa. Hoy mismo me doy la vuelta. Durante la entrevista en el restaurant, Damián le había sugerido actuar a distancia. Con limpieza. En el hotel lo esperaba un pa-

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quete. Acaso un rifle de precisión. O una escuadra. Ramiro prefiere las armas cortas. Le proporcionan mayor libertad de movimiento. Con el rifle tendría que treparme a una azotea, o de perdida a una oficina sola en un piso alto. Quién sabe si haya. Con la escuadra, en cambio, puedo acercarme. Sí, es mejor, sobre todo si trae guaruras. Deja atrás el municipio de Apodaca y entra en San Nicolás. La actividad junto a la carretera crece. En ciertos tramos hay grupos nutridos de gente: tras siete horas de jornada continua, los obreros, las secretarias, los oficinistas aguardan el transporte industrial que los devolverá a casa. En cambio, los que se arremolinan en tomo a los puestos de tacos y lanches continuarán en el segundo tumo. Ramiro los mira desplazarse bajo el sol con naturalidad, riéndose, embromándose unos a otros. Luego contempla la zona industrial: fábricas, ensambladoras, centros comerciales, colonias populares donde antes había ranchos y terrenos baldíos. Carajo, ¿cuánto tiempo es necesario para que una ciudad desaparezca y otra ocupe su lugar? La cinta asfáltica espejea, luce como un río congelado. El auto se desliza encima de ella semejante a un trineo. Pocas veces manejó en esta ciudad, lo recuerda al disminuir la marcha y dar paso a un autobús que rebasa una traca destartalada. Nunca pudo comprar un auto; su sueldo apenas ajustaba para viajar en camión urbano. El aire directo al rostro le irrita la garganta. Carraspea y cierra las rejillas del tablero con un manotazo. El autobús vuelve al carril derecho y Ramiro oprime otra vez el acelerador intentando no hacer caso a la multitud de anuncios espectaculares que pretenden jalar su atención hacia las alturas. Es verdad, mejor uso una pistola. Si Damián no la incluyó en el paquete, de cualquier modo la consigo. Fue lo que utilizó para llevar a buen fin su último encargo siete meses atrás. Una escuadra pequeña, calibre 22; fácil de disimular bajo la camiseta y el pantalón de terlenka que habían sido su atuendo de lavacoches durante una temporada. Lo recuerda mientras sus ojos ven hacia el panorámico donde una mujer en ropa interior lanza un 59

beso a su paso. Victoria's Secret. El hombre señalado por Damián acostumbraba desplazarse en una Suburban, junto con su chofer y dos guardaespaldas. Unos cuantos días le bastaron a Ramiro para enterarse de que su cliente en turno sólo descendía del vehículo en espacios cerrados, estacionamientos y cocheras, como si temiera, con razón, abandonar la protección del blindaje. Imposible hacerlo de lejos. Le avisó a Damián que el asunto tardaría algunas semanas y se apareció por el rumbo con su cubeta y su trapo dispuesto a ganarse la confianza de vigilantes, choferes y los otros lavacoches. No fue difícil. Nomás bastante dilatado. Esos cabrones son celosos con su territorio y no dejan entrar a cualquiera. Pero después de unas tortas y una ronda de caguamas aflojaron un lugar. Los espectaculares se multiplican. Ahora es una mujer madura, con aspecto de ama de casa, llevándose a la boca un taco hecho con tortilla de harina cuya marca Ramiro no alcanza a leer. Luego una cerveza. Carta Blanca. Se instaló dos meses en el sótano de ese edificio de la colonia Anzures, fregando carrocerías hasta que las manos se le entumieron, apestando a detergente barato, con el espinazo torcido igual que un labrador, pero al fin notó cómo su presencia pasaba desapercibida. Se había convertido en parte de la decoración, como las columnas de concreto y los tambos de basura. Invisible a los ojos de los ejecutivos y de quienes visitaban las oficinas; sobre todo, invisible para los guardaespaldas del cliente. Esos eran los más distraídos. Ni siquiera me veían cuando se bajaban de la camioneta y caminaban a mi lado bien misteriosos, volteando a todas partes. Según ellos muy al tiro, pero nomás les faltaba babear. Incluso llegaron a pedirle que lavara y encerara la Suburban. Una tarde, tras dejar la carrocería reluciente y recibir una propina generosa, salió del sótano antes de la hora acostumbrada. Cuando tú lo ordenes, Damián. Esto ya se cocinó. Pues que se haga, dijo Damián. De una vez, el que paga tiene prisa. Una ambulancia pasa junto a él arrastrando un coro de alaridos y se pierde entre el tráfico más adelante. Tras la ambulancia van dos patrullas cu-

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yas torretas rotan sin proyectar luz. Ramiro levanta los ojos de nuevo, sólo por un segundo. Salinas y Rocha. Camiones Dodge le dan la bienvenida. Al día siguiente, en cuanto vio aparecer la Suburban por la rampa de entrada se acercó a ella. Dos de las portezuelas se abrieron primero y bajaron los guardaespaldas. Él cerró los ojos y olió el aire. Sintió su pulso alterado. El cliente se apeó y enseguida se acomodó entre sus hombres. Jefe, ¡jefe!, ¿no va a querer hoy la lavada? Se la encero rápido. Se aproximó a los tres respetuoso, sonriente, con muchas ganas de hacerse de unos pesos, mientras se rascaba la espalda, o al menos eso . . parecía. Traigo también el líquido que le deja las llantas bien chidas, negras machín. No tuvieron tiempo de negarse: la pequeña escuadra se desencajó de su cintura para cumplir el encargo de Damián en cuestión de segundos, dejando a Ramiro envuelto en una espasmódica sensación de poderío. BIENVENIDOS A LA CIUDAD METROPOLITANA DE NUESTRA SEÑORA DE MONTERREY. El tráfico se aprieta y él disminuye la marcha. No se lo esperaban. Ni cuenta se dieron de por dónde les llegó. No hay duda, con una pistola las cosas se hacen más fáciles. El primer semáforo en rojo lo obliga a detenerse. Un chiquillo descalzo y chamagoso se arrima al auto. Pega al cristal de la ventanilla un periódico con enormes titulares en rojo y una foto de media plana que muestra un amasijo de fierros retorcidos rodeado de policías, socorristas y mirones. Ramiro siente un retortijón en el vientre. Acelera esquivando al voceador y tuerce en la esquina para seguir la ruta que conduce al centro. Era su periódico. El vespertino policiaco cuyas notas corrigió día tras día durante años. Se pregunta si sus compañeros de entonces trabajarán aún en él. Algunos, seguro. Aunque debe haber mucha gente nueva. Por lo visto, el estilo sigue igual: titulares escandalosos, fotos sangrientas. Eso no cambia. Luego de voltear en una curva, la calle desemboca en los cinco carriles de la avenida Constitución, paralela al río Santa Catarina. Ramiro recuerda el rumbo, sin embargo los edificios al lado de la 61

arteria no cuentan con un reflejo en su memoria. De nuevo la sensación de orfandad se apodera de él. Los espectaculares vuelven a proliferar. Hotel Ambassador. El Tío. Cedetel, lo mejor en telefonía. Ramiro apaga el clima y abre la ventanilla. El vaho entra en torrente, revolotea en torno suyo y enseguida cubre su cuerpo a manera de sudario. Visite Galerías Monterrey. Mueve el volante para circular por el carril del extremo izquierdo. El río Santa Catarina presenta el aspecto de siempre: un cauce anchísimo ocupado en su mayor parte por puro tepetate o canchas deportivas o maleza. Un lecho de piedras. McDonald's. Grupo Imsa. El Rey del Cabrito. Enciende el radio al cruzar un paso a desnivel. Un cantante tartamudea una canción de rapen el dialecto de los negros. Cambia de estación: rock en español. Después una cumbia colombiana. Música disco. Rock en inglés. Gloria Trevi desgañitándose con los ojos cerrados. El ardor del aire empieza a marearlo, pero no se decide a cerrar la ventanilla. Quiere habituarse a él lo más pronto que pueda. Se limpia el sudor de la frente con la mano y las gotas caen sobre su pantalón, humedeciéndolo. Nuevos anuncios panorámicos. Todos los caminos conducen a Soriana. Llantas Michelin. Mueblerías Zertuche. Da con una frecuencia en donde un locutor concluye su perorata. Los dejo, mis amigos, con la desaparecida reina del tex-rnex. Ella es ¡Selena! Y ya lo saben: la hora exacta, tres en punto de la tarde; la temperatura en Monterrey y su área metropolitana, cuarenta y dos grados centígrados a la sombra. Otro paso a desnivel. Un semáforo en verde. Las trompetas dan inicio a la canción y enseguida se escucha la voz bravía, bien timbrada; de la cantante chicana. Aunque el sudor es cada vez más copioso, su piel comienza a acostumbrarse a la temperatura. Sus pupilas han asimilado el resplandor del sol. Plaza La Silla, qué maravilla. Sorteo Tec. Cuando los edificios del centro se vuelven por completo visibles, Ramiro tiene la sensación de que lleva muchos días en la ciudad. Monterrey se le ha metido por la vista, el oído, el tacto y el olfato. Sólo le 62

falta el gusto, pero al llegar ordenará algún platillo regional. Está resuelto. Lo piensa mientras deja atrás la macroplaza, antes de doblar a su derecha en dirección del Hotel Ancira.

Tal como lo supuso, la dirección anotada en los documentos corresponde a un barrio lujoso por el rumbo del Mall del Valle. Sin dificultades dio con la calle, de sólo dos cuadras de longitud, situada entre dos avenidas paralelas de escaso tráfico. Ahí, con la Sierra Madre a sus espaldas, se yergue el edificio de once pisos, cubierto desde el suelo hasta la azotea por una espesa cuadrícula de cristal oscuro. Un domo de granito indica la vocación del espacio: VALORES FINANCIEROS DEL NORTE. Sólo un guardia desarmado se asoma de cuando en cuando hacia afuera del edificio; no hay gente en las aceras torturadas por el sol. La vegetación se reduce a unos cuantos arbustos chaparros y un par de árboles escuálidos en el camellón que divide la calle. Sin otras construcciones de altura en las cercanías, el rifle queda descartado. Justo enfrente de las puertas giratorias del edificio, un café de ventanales amplios, con numerosa clientela, se le presentó a Ramiro como un inmejorable puesto de observación. Desde cualquiera de las mesas que dan a la calle puede vigilar quién entra y quién sale de la casa de bolsa. Sin embargo, antes de ingresar el auto en el estacionamiento, recorrió los alrededores durante casi media hora con el fin de conocer la zona. -¿Le sirvo un poco más? Escucha las palabras demasiado lejanas, sofocadas por el rumor de conversaciones y la música somnífera que surge de las bocinas creando una atmósfera de mueblería. Tarda en comprender que se dirigen a él. Como si despertara de un letargo, aparta la vista del ventanal para posarla en la mesera vestida de uniforme rosa mexicano. Ella no sonríe; lo interroga con expresión bovina y mueve un poco la jarra de aluminio. En su taza vacía el café luce igual que una mancha de tinta. 63

-Sí, llénemela. La joven inclina la jarra con desgano y el líquido escurre en un hilillo magro y vaporoso. Luego se retira lenta, el paso torpe, la cabeza gacha, esquivando las miradas de los clientes que se resignan a ser ignorados. Un cubículo de madera con pequeños vitrales es su refugio. Ahí se oculta entre canastillas repletas de vasos, parrillas eléctricas y ánforas de vidrio con jugos de distintos colores. Está cansada la chata. Su único deseo es que la dejen en paz. ¿Desde qué horas andará en la chinga? Ramiro dirige la vista al cielo donde, enmedio de un azul limpísimo, el sol se desguaza en llamaradas. Todavía no son ni las siete, le ha de faltar un buen. Y yo igual que ella. Si no fuera por el café... Fuma sin descanso, probando ese menjurje a veces frío, a veces hirviente, con un ejemplar de Proceso junto al cenicero, abierto en la misma página desde hace dos horas. Lo compró en el hotel. Supuso que iba a requerir algo que le sirviera de parapeto y decidió entrar en la revistería antes de subir a su habitación para darse un regaderazo. Había comido demasiado y el calor de la digestión se sumaba en su cuerpo a la temperatura de la ciudad, por lo que ansiaba meterse bajo el chorro de agua helada. Cuando extraía de su maleta un traje nuevo, vio que en una butaca de cuero junto a la cama lo esperaba, aún cerrado, el paquete de Damián. Pero Ramiro no tenía ganas de abrirlo en esos momentos. Su prioridad era ubicar a su cliente cuanto antes, conocerla en persona al fin, contemplar su verdadero rostro, sus gestos, sus actitudes. Sal, Maricruz. Déjame semblantearte. Quiero saber cuánto has cambiado en veinte años. La imagina en el piso de más altura en el edificio, detrás de un escritorio gigante, rodeada de computadoras, teléfonos, faxes, expedientes; soportando el acoso constante de secretarias, empleados menores e inversionistas ingenuos, incapaces de tomar decisiones por sí mismos. Ya, por Dios. Deja de tejer intrigas aunque sea por unos minutos. Date 64

un respiro. A veces el poder también descansa. Porque Ramiro está seguro ahora de que se trata de una hembra poderosa. Ha hecho a un lado la hipótesis del adulterio y tampoco cree en el despecho de algún enamorado. No, el asunto este es de dinero, de influencias, de intereses gordos. Por eso te quieren borrar, Maricruz. La imagen de la mujer que va construyendo enlamente se encuentra por encima de vulgaridades como las de cualquier mortal. Piensa en ella de la misma forma en que pensaría en alguien con grandes responsabilidades, capaz de tomar decisiones que afectan a mucha gente. Margaret Thatcher. Sí, ha de serparecida. Una verdadera hija de la chingada. Una dama de hierro. Finge leer, mas las líneas bailan y se entrecruzan ante sus ojos, y de pronto las olvida para vigilar las puertas de la casa de bolsa. Se envuelve en la paciencia aprendida, ése es su trabajo. Además, ¿a dónde ir? ¿A pasear por unas calles que hace muchos años dejaron de ser mías? ¿A buscar a la gente que olvidé? Aquí empezó todo, Ramiro, ¿recuerdas? No, no me acuerdo. No vale la pena. La nostalgia sólo genera calamidades. Estira la mano hacia la taza, pero en el último instante suspende el movimiento. Tiene ganas de orinar. Un cosquilleo persistente cerca de los intestinos le avisa que la vejiga está llena. Las mandíbulas se le estremecen. Carajo, es por el café y el maldito aire acondicionado. Busca en el asiento una posición relajada. Enciende otro cigarro. Se concentra en el artículo de Proceso sobre los guerrilleros chiapanecos. Lo que sea, con tal de evadir la premura de levantarse. Una mujer que aparece en las puertas giratorias llama su atención. Alta, esbelta, abundante pelo color caoba. El sol comienza a caer detrás de la Sierra Madre y la luz dentro del café es más intensa que en la calle, por lo que Ramiro debe aguzar la vista para verla bien. Lleva falda negra, blusa de seda tornasolada, zapatos altos; de su cuello penden varios collares dorados, muy gruesos. Sigiloso, Ramiro extrae del bolsillo del saco la fotografía de Maricruz Escobedo y la coloca encima de la revista 65

abierta. La mujer se ha acercado por la explanada del edificio a la acera, pero ahora conversa con un hombre de espaldas al café. Ramiro no pierde detalle. Podría ser. El cuerpo y el cabello son como me los imaginaba. Aunque el color de la blusa no. No me cuadra tan chillón. Y los collares resultan recargados. Han de sonar igual que cencerros. No. La dama de hierro es sobria, seguro. Emana autoridad a simple vista. Importancia. Y esa vieja de ahí no se ve importante; nomás rica. El hombre toma del brazo a la mujer y ambos cruzan la calle hasta el camellón. Mientras esperan a que pase un auto, Ramiro vislumbra sus ojos oscuros y, conforme caminan rumbo al café, también advierte el restiramiento del rostro, los labios abultados con colágeno, las arrugas en el cuello. A ésta la reconstruyeron a mano. Rica, operada, artificial, ostentosa. Nada que ver con la dama de hierro. Se ríe. Más bien sería la dama de plástico. Ni modo. A seguir esperándote, Maricruz. Da un sorbo pequeño al café tibio. Desde que-Damián le entregó el sobre que contenía la foto, una inquietud cuyo origen no pudo precisar entonces lo embargó. ¿La conoces? No supo responder. Algo ocultaban esos ojos verde profundo, esa sonrisa enigmática, o acaso la actitud de la pose, que lo inundaba de melancolía. La duda persistió durante el vuelo a la ciudad. ¿La conocía? Había posibilidades. Eran casi de la misma edad; en la infancia y en la juventud las diferencias de posición no son notorias. Quizás habían jugado en las mismas calles. La ciudad no era tan grande en aquellos años. Podían haber coincidido en un cine, en el estadio, en la iglesia, en alguno de los bailes que organizaban la universidad o el tecnológico. Tal vez contaron con amigos comunes. No obstante, al llegar al aeropuerto tuvo una sensación similar cuando estuvo frente a la mujer de la arrendadora de autos. Y más tarde, en el hotel, con la recepcionista y el botones. ¿Los conocía? ¿Se había topado con ellos en alguna ocasión cuando vivía en la ciudad? Ahora, en el café, le sucede igual al mirar a los hombres y a las mujeres que ocupan otras mesas. Jamás los ha 66

visto, lo sabe, y aun así nota en cada uno de ellos algo conocido. Una patente de nacimiento. Una formación general, abonada por costumbres compartidas, el clima, la música, la manera de hablar, los alimentos. Es el sello de la geografía, Ramiro. La ciudad que se le va grabando a uno en la cara interna de la piel, poco a poco, a través de los años, hasta que surge a la superficie como un tatuaje. Eso es lo que vi en tu fotografía, Maricruz: cierto aire de familia. ¿Serán las prendas, el maquillaje, ese corte de pelo que se usaba aquí hace veinte años? O la expresión de la mirada. Se vuelve hacia un grupo de cinco mujeres que parlotean en la mesa vecina. Lucen distintas entre sí, sus atuendos son variados, el timbre de sus voces no presenta ninguna similitud y, sin embargo, Ramiro las encuentra tan semejantes como si fueran hermanas. Sí, eso ha de ser. Los ademanes, los gestos, la forma en que se mueven, la entonación. Todo trae la etiqueta de Hecho en Monterrey. Igual que yo. Tú eres de allá, dijo Damián; pasas como norteño. Es cierto. En algún lugar del cuerpo yo también traigo la misma etiqueta. Observa la explanada desierta. El sol se ha marchado al otro lado del mundo. Debido a la luminosidad dentro del café y a los cristales negros que recubren el edificio, es imposible percibir algo dentro de la casa de bolsa. Los minutos se alargan hasta la desesperación. El clima artificial reseca las fosas nasales de Ramiro, rasguña la garganta como un rastrillo, le pone la piel de gallina. Cada vez que las manecillas del reloj tocan el punto de una hora exacta, sabe que la siguiente será aun más larga. Para soportar la espera, pasa revista al café. Los clientes, hombres y mujeres, visten bien, a la moda, ropa cara, joyas discretas y no tanto. Algunos de ellos descendieron de autos de lujo, importados, nuevos; otros salieron del edificio de enfrente. Inversionislas, directivos, algunos empleados. La clientela ha sufrido varios relevos. ¿Y Maricruz Escobedo? Vuelve a mirar a la gente y decide que fue una buena recomendación de Damián la de comprar unos trajes. Nadie nota mi presencia. Ni la mesera, que ya me

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dejó más de una hora con la taza vacía. Chingao, otra vez tengo ganas de ir al baño.

De nuevo en el hotel, tras varios intentos por atemperar el aire acondicionado, Ramiro se desviste sentado en la cama. Toma el control de la televisión y la enciende. Enseguida cambia de canal sin hallar ninguno que lo atraiga. Opta por una serie policiaca, pero baja por completo el volumen. Aunque pasa de la media noche, no tiene sueño. El nerviosismo y las quince tazas de café bebidas con breves intervalos hicieron que la flojera se esfumara de su cuerpo. Sólo siente los miembros entumidos, el cuello duro debajo de la nuca y ve las cosas que lo rodean como si estuvieran sumergidas en aceite. No fue un esfuerzo vano. Lo piensa mientras registra el ·' saco arrumbado en el colchón en busca de la cajetilla. Saca un cigarro y lo enciende ya sin ansiedad, gozando en la garganta el escozor del humo. Lo expele y ve cómo se enreda en la lámpara del techo. Aprovechó el tiempo en la mesa del café para reflexionar acerca de su cliente en turno, de su importancia en el mundillo de las finanzas y de su sentencia de muerte. Cuando contemplaba la fachada del edificio llegó a la conclusión de que Maricruz Escobedo es una ejecutiva de altos vuelos, no sólo en su empresa, sino en la ciudad. Directora o algo así. Capaz que hasta accionista. Se merece la muerte, había dicho Damián. Sin embargo, no quiso mencionar el motivo. Ramiro lo pensaba, recuerda ahora, en tanto veía cómo la mesera del uniforme rosa mexicano y expresión bovina adquiría ritmo en su trabajo, sonreía a un parroquiano, luego a otro, iba y venía por los corredores entre las mesas con la charola al hombro llena de platillos, después la dejaba para tomar la cafetera y, dirigiéndose a él con el rostro transformado por la amabilidad, le decía: -¿Otro poquito más de café? Ya era hora. El cigarro le había escaldado la lengua y nece-

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sitaba líquido. Ramiro la vio retirarse con paso febril, como si la que se hubiera bebido una cafetera completa fuera ella. Después volvió a la vigilancia y a sus deducciones en torno a la dama de hierro. Lava billetes. No hay duda. En su expediente consta que estudió administración en Monterrey y más tarde una maestría en finanzas en el gabacho. En Boston o Chicago. Lo mismo que Damián, qué coincidencia. En fin, sabe manejar dinero. Sabe cómo esconderlo por un tiempo con el fin de escamoteárselo al gobierno y también cómo hacerlo reaparecer. Sin embargo, ya comenzó a estorbar. Seguro le ganó la codicia y se aventó una maroma para embolsarse más de lo que le tocaba. O no cuajaron las acciones y sus patrones salieron perdiendo. Lo que haya sido, se me hace que a quienes te amaban se les acabó el cariño, Maricruz. Ahora que recuerda lo que pensó, Ramiro sonríe. Ha estado mirando sin fijarse la pantalla donde, tras una larga persecución, el policía logra acorralar al criminal en una callejuela cerrada por una malla de alambre. Tras una serie de amenazas sin sonido el delincuente saca su revólver, pero antes de que pueda disparar se sacude al tiempo que dos, tres, cuatro rosetones oscuros brotan en su pecho. Cae sin vida. Sin ver el desenlace, Ramiro abandona la cama. Abre el servibar y duda unos instantes. Se le antoja un trago de alcohol, pero mañana debe levantarse muy temprano a reiniciar el acecho. Toma una lata de cocacola. Al abrirla, el chasquido torna patente el silencio amortiguado por el siseo del clima. Desde la ventana ve la hilera de luces de la avenida Constitución y, junto a ella, el ancho hueco del río Santa Catarina. Con los faros de las canchas deportivas apagados, el cauce luce un enorme espacio vacío, imposible enmedio de la ciudad. Lo contempla absorto durante un rato, tratando de acallar los recuerdos que punzan su memoria. Luego recoge de la butaca el paquete de Damián y lo lleva con él a la cama. Qué raro, no pesa. Estaba convencido de que sería un rifle de precisión, de los que vienen desarmados en el estuche. Ras69

ga el embalaje de papel estraza y desprende la cinta que sujeta la tapa. No hay mensaje, ni rifle, ni fotografías, ni datos complementarios al expediente de Maricruz. Sólo prendas de vestir cubiertas con papel de china. Damián está loco, deveras. ¿Me mandó trapos? Retira el papel y extrae de la caja un par de sacos, pantalones, camisas, calcetines. Trajes veraniegos de lana ligera y colores claros. O será que no me tiene nada de confianza en esto de la ropa. Nunca se le ha olvidado de dónde vengo ni cómo me conoció, en el hospital, moribundo, jodido por culpa del Cóster. En los extremos de la caja, envueltos en franela, dos pares de zapatos cómodos, livianos, de los que no hacen ruido al caminar. Y en el fondo, una caja ancha y delgada con dos corbatas de seda. El ajuar completo. Nomás le faltaron los calzones. Pero este paquete sí pesa un poco. Rompe el cartón y descubre una pequeña Lugger calibre 25. Debajo de ella una tarjeta escrita a máquina: MIÉRCOLES 23, DESPUÉS DE LAS 18:00 HORAS.

Es todo. Damián sabe que un rifle no viene al caso. En cambio esta chiquita resulta ideal para bajar a la dama de hierro. Según quienes habían sido sus compañeros en el periódico, el lavado de narcodólares comenzó en la ciudad desde principios de los ochenta. Los rumores sobre la corrupción de bancos y casas de bolsa fueron subiendo de tono con los años hasta que de pronto ya eran en un secreto a voces repetido en barras .de café y cantinas, en antesalas, en reuniones y, por supuesto, en la redacción. Los reporteros viejos de nota roja, aquellos que vivían enmedio de la sangre desde la época de la Liga 23 de septiembre, aseguraban que el blanqueo de billetes era la causa de que en Monterrey se hubiera acabado el crimen en serio. Una noche, durante la borrachera, el decano de la sección se quejaba del hastío. Mira, mi buen, si haces memoria, aunque tú estabas muy güerco todavía, desde el asesinato de Garza Sada aquí no pasa nada grueso, nada digno de reportear, puras mariconadas, crímenes de putitos, ¿qué no?, como dice el corrido ese, se acabaron los bandidos y los cuatreros, fíjate, lo más cabrón han sido los se70

cuestros, el motín de presos en el Topo, cuando Martínez Domínguez ordenó que les dieran eran a todos los alebrestados, o fraudecitos y otras chingaderas de cuello blanco por el estilo, ¿y las intrigas?, ¿y los gangsters?, ¿y los asesinos en serie y en serio?, ¡chingao!, si hasta los jalisquillos tuvieron el suyo, ése que les daba en la madre a los teporochos y a los limosneros en Guadalajara, sí, el Mataindigentes le decían, y de los chilangos mejor no hablamos porque nos llevaban ventaja desde los años cuarenta con el tal Goyo Cárdenas, y antes de los veinte tenían a la banda del automóvil gris, ¡nombre!, desde el siglo pasado, ¿no has leído acerca de los bandidos de Río Frío?, con cualquier matón, con cualquier ganga de ésas cerca sí te dan ganas de ser reportero, de andar investigando, atando cabos, sopeando testigos, como detective pues, no que aquí nomás puros raterillos pinches, jauleros, pancheros, estafadores de medio pelo, o violines calenturientos, o asesinos eventuales que matan a otro pendejo en un arranque pasional, y ni ocupas ir a buscarlos, te los sacan a la barandilla los mismos cachuchones para que le piques a l