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La plenitud Dirección: Dolores Etchecopar Colaboración: María Julia De Ruschi, María Mascheroni Fotografìa: Gabriel Re

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La plenitud

Dirección: Dolores Etchecopar Colaboración: María Julia De Ruschi, María Mascheroni Fotografìa: Gabriel Reig Ilustración de tapa: Fragmento de obra de Dolores Etchecopar Diseño Gráfico: Florencia Sola, Ingrid Recchia Hilos editora: [email protected]

Claudia Masin Email: [email protected] La plenitud Primera edición, Buenos Aires - Hilos Editora, 2010. 52 páginas: 14 cm x 22 cm ISBN 978-987-25844-36 CDD V861 Impreso en imprenta San Carlos 500 ejemplares

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo de la editora.

La plenitud claudia masin

hilos editora

Ante la mirada de una tercera persona, el deseo es un breve paréntesis. Desde dentro, una inmanencia y una entrada en la plenitud. Normalmente la plenitud se considera una acumulación. El deseo revela que es un despojamiento: la plenitud de un silencio, de una oscuridad. John Berger

No se puede amar lo que tan rápido fuga. -Ama rápido, me dijo el sol. José Watanabe

la chispa



algo terrible está ocurriendo -mi amor se está muriendo nuevamente, mi amor que ya murió: murió y ya lo lloré. Y continúa la música, la música de la separación: los árboles se vuelven instrumentos. Louise Glück

Ya lo lloré, decía, tenía que llorar porque no hay palabra así, no hay. Cuando yo buscaba esa, la perfecta, capaz de hacer resucitar los muertos, venía el viento y no dejaba nada en pie. No hay modo de remediar en el pensamiento ni en el corazón lo que ocurre en el mundo, te lo dice cada una de las hierbas del romero, alzando sus ramitas orgullosas en su época de esplendor, las mismas que van a quebrarse, míseras, maltratadas por el sol al poco tiempo. Quizás no importa nada advertir cualquier belleza, quizás importaría si esa atención puesta por un momento sobre ella pudiera salvarla. Pero el deterioro es la fuente, el agua de la que todos bebemos: amantes, animales, raíces,

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el caracol dormido al que la marea le arrebata el caparazón en la tormenta. Si amor es lo que nunca se deteriora, lo que se entierra y vuelve, deberá ser ahí donde busquemos, no en los rituales conocidos del grito y el lamento, sino en ese silencio previo al sonido humilde con que se enciende un tronco de madera tocado por una chispa, e inicia el fuego que responde al encuentro de dos fuerzas, es decir, a la atracción indestructible de las partículas del universo las unas por las otras, nosotros mismos perdidos entre ellas.

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la gracia

A veces, muy raramente, un encuentro nos conmueve de una forma que no puede ser atenuada por el pensamiento o el lenguaje. Es que trae una memoria de lo que fue íntimamente conocido y deseado, pero ha sido desplazado a un lugar inalcanzable, de donde no sabría volver a menos que una persona –entre todas– lo llamara. Somos criaturas tímidas que no han hallado, en respuesta a su curiosidad, a su pasión por las cosas, más que daño o rechazo. Como animales que han luchado demasiado por su vida, no sabemos qué hacer con la alegría, y si llega, seguimos huyendo para salvarnos. Si lográramos vencer el terror, si nos quedáramos, podríamos recuperar algo perdido hace tiempo. La dicha más plena es una dicha física y debería producirse sólo una vez, antes de que conozcamos las palabras. Su regreso es siempre un instante de gracia que nos devuelve el amor con el que un día la materialidad del mundo nos ha tocado.

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la estela

Que no debía ser tan complejo, me decías ¿Y por qué no? ¿Acaso no es complejo el sutil mecanismo que pone en conexión al polen y la abeja, o las infinitas transformaciones químicas que sufre un pequeñísimo grano de arena hasta llegar a ser parte, ya irreconocible, del cuerpo del diamante? Es complejo encontrarnos y perdernos, los que andan por el fondo de la tierra buscando el tesoro de una cueva inexplorada lo comprenden, no es al heroísmo ni a la astucia sino al azar o al misterio que se debe el descubrimiento: ese cruce fatal, inevitable entre quien busca y lo buscado, ese momento de arrebato y mutua entrega. ¿Por qué debería ser fácil dar con aquello que esperábamos ya de niños en el jardín del fondo de la casa, sin saber que se trataba de una espera esa curiosidad honda y atenta a cada ruido de la siesta, a una rama que se agrieta en el calor, al paso de sombra de un lagarto en la humedad de las paredes? ¿Por qué hemos olvidado, si lo que sí sabíamos entonces es que es difícil

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cierta clase de belleza, dar con ella, estar despiertos cuando cruza por delante de nosotros, no para atraparla, sino para quedarnos a vivir en la estela que deja?

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la corteza

Es posible entrar en la infancia de otra persona. No hablo de inventar una historia lo suficientemente hermosa, o triste, o rara, que nos dé la ilusión de estar unidos, sino de entrar, como entra la raíz de un árbol en la raíz de otro, cuando el espacio que los separa es poco. Hablo de troncos diferentes creciendo en un suelo común, en una misma dirección, de tal manera que no se podría derribar uno solo sin precipitar la caída de los dos. Se puede entrar así, no en un cuerpo, sino en la memoria de ese cuerpo, en la reverberación del impacto que tuvieron sobre él las primeras voces escuchadas, en su alegría ante la experiencia del contacto físico, del encuentro con las fuerzas tremendamente violentas de lo vivo. Es posible saber del pavor que lo aisló desde entonces, lo hizo cerrarse en sí mismo para no ceder al deseo de ser tocado y de tocar. Quizás hay una forma de compasión o acuerdo capaz de traspasar la dura corteza

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de la propia vida, demasiado pequeña para abarcar la intensidad del mundo, tan extrema que sólo se soporta en compañía.

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la lluvia

¿Viste cómo llueve? Llovió así toda la noche y a cada cierto tiempo yo te hablaba, estuvieras donde estuvieras, aunque fuera en el extremo más inalcanzable de la tierra. Cuando llueve así, toda la noche, te decía pareciera que el mundo fuera a desprenderse de su eje, pero la sorpresa más inmensa es que el vendaval termina y todo permanece como estaba, apenas un poco de desorden que lentamente se transforma en armonía. Desde niños, vivimos sobreviviendo a catástrofes como esa, a los efectos de lo que tendría que haber pasado y no pasó: que la casa se inunde y nuestras cosas se pierdan arrastradas por la marea sucia, entre piedras y palos y restos de animales, un desperdicio más lo que hasta entonces ha sido nuestra historia, los objetos que confirman que somos seres físicos y no un soplo filtrándose desde afuera de esa vida brutal de la materia que no se detiene jamás para incluirnos. ¿Soñaste alguna vez, cuando llega la violencia del aguacero, con que el río se salga de su cauce para siempre y nos empuje,

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soñaste con la noche en que el rayo finalmente nos alcance, descalzos bajo la luz, como esperando saber algo que sólo el impacto de una fuerza sobre el cuerpo podría revelarnos? Pero el rayo no cae, no cayó y al día siguiente todo sigue a salvo en el mismo lugar. Ese es el mayor desastre que conozco: haber estado al borde, una noche, de que nos fuera concedida una verdad extraordinaria, y al amanecer darnos cuenta de que somos los mismos y no sabemos nada que no supiéramos ya.

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el hálito

Pero los miedos, las ilusiones infantiles no tienen evolución ni progreso, son hálitos que sostienen la vida, pequeños círculos de aire que nos rodean como una órbita de la que no se puede salir porque no hay nada fuera de ella, el vacío, el espacio exterior donde flotan los planetas y nadie podría respirar, mantenerse en movimiento. Quisiera que entiendas. Lo que se hace al huir del amor es huir de ese hálito, y entonces lo imposible sucede: la propia vida queda en suspenso y conocemos la libertad de los que nunca han existido o de los muertos.

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la helada Quien fue dañado lleva consigo ese daño, como si su tarea fuera propagarlo, hacerlo impactar sobre aquel que se acerque demasiado. Somos inocentes ante esto, como es inocente una helada cuando devasta la cosecha: estaba en ella su frío, su necesidad de caer, había esperado –formándose lentamente en el cielo, en el centro de un silencio que no podemos concebir– su tiempo de brillar, de desplegarse. ¿Cómo soportarías vivir con semejante peso sin ansiar la descarga, aunque en ese rapto destroces la tierra, las casas, las vidas que se sostienen, apacibles, en el trabajo de mantener el mundo a salvo, durante largas estaciones en las que el tiempo se divide entre los meses de siembra y los de zafra? Pido por esa fuerza que resiste la catástrofe y rehace lo que fue lastimado todas las veces que sea necesario, y también por el daño que no puede evitarse, porque lo que nos damos los unos a los otros, aún el terror o la tristeza, viene del mismo deseo: curar y ser curados.

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el nudo

Porque no va a ser posible, a menos que pueda amarte, amar a quien sea. Porque es un nudo escurridizo el amor, que se desliza de mis manos a las tuyas, y no hay culpa ni condena en esa fuerza desmedida que me arranca el deseo de vivir, es el mismo poder que de repente hace que la tierra se convulsione o estalle una caldera, pura presión de los elementos, sin intervención de voluntad alguna. Es el amor el estallido que me resta, pero es uno que no trae violencia. Pensemos en el rocío cuando cae, desmembrada el agua en mil haces pequeños, pensemos en la curva de la luz descomponiéndose en colores en el cielo, en las estrellas fugaces y su rápida aparición y desaparición, en las cosas que intensa y suavemente se abren y despliegan su potencia. Así el amor que está encerrado y se resiste a morir sin abrazarse a la materia, sin tocarte una vez para dejarme libre, roto el hechizo como se ha roto y recompuesto ya mil veces mi confianza en un contacto entre dos cuerpos

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donde el calor se expanda sin quemar e irradie su resplandor sobre la vida, como una hoguera modesta, hecha con pocos leños, pero duradera.

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la sombra Cuando éramos niños nos atraían aquellas cosas que se parecían a nosotros. Las que eran pequeñas y daban la impresión de estar a punto de desaparecer en un universo mucho más vasto que ellas mismas, al cual pertenecían y del que ansiaban desprenderse aunque ese acto entrañara un peligro, quizás incluso la muerte. Pienso en las moras, negras en lo alto de la copa del árbol, inalcanzables a nuestro deseo, o en las avispas construyendo un nido sostenido casi en el aire, entregadas a un esfuerzo que cualquiera podía desbaratar en un instante. Amábamos el sol, pero más amábamos los húmedos rincones de la tierra, la sombra que caía pesada, sobre la multitud de raíces e insectos, porque esa vida secreta nos recordaba a la nuestra: llena de curiosidad, febril, desordenada. Pero a la vez, como en todas las cosas que se nos parecen, había en ellas un núcleo desconocido al que hubiéramos querido tocar, tener entre las manos para que nos deje su sabiduría, su calor impregnados: la materia es sagrada, sólo por el contacto con ella entendemos con el cuerpo lo que nunca podrían comprender la inteligencia o las palabras.

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el mundo

Qué es el mundo sino aquella magnitud de fuerzas poderosísimas que cerca el pequeño halo en que podemos encontrarnos los unos a los otros, atraernos, rechazarnos o perdernos. No hay reino más vasto, no hay otra tierra que esa, la que hemos descubierto y amado alguna vez y ya no sabemos soltar aunque nos hiera: su cercanía le trae al cuerpo un dolor o un regocijo que conoce y desea recuperar a cualquier precio. Cada vez que llegabas, el mundo se estremecía de miedo, era un pétalo en la proximidad de un vendaval. Así se tiembla cuando algo que intuimos infinitamente fuerte y prescindente se acerca, y no sabemos cómo apelar a su piedad, o si la tiene. Así se tiembla cuando lo que va a llegar tendrá que irse, y entonces caeremos a tierra como una fruta madura, suelta ya de la rama que la sujetaba a la vida. El mundo era la forma en que se iba desdibujando tu presencia, hasta que no quedaba más que una luz tenue, a punto de apagarse, la débil brasa de una estrella tragada por un cielo de tormenta.

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el tesoro

Lo más deseado siempre escapa, yo lo sé, si hasta los niños lo saben y lo olvidan todas las veces, para poder ilusionarse con la permanencia de un mundo estable y firme, que no pierda sus contornos cada noche y se rehaga distinto cada día. De todos modos elijo, como ellos, confiar en el camino que trae de vuelta lo que amo, más allá de las curvas infinitas que lo desvían, y espero su llegada como los buscadores de tesoros esperan que un tosco carbón envejecido se vuelva piedra preciosa por obra de la temperatura y la presión, accidentes de la materia que pocas veces logran, sin embargo, tallar el diamante que resista intacto el paso del tiempo y pueda alcanzar a la vez la duración y la belleza.

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el alud

Antes de que los sentidos se empañen, se acostumbren a la vida, hay una época en la que todo lo que nos roza nos produce un deslumbramiento, un ligero, aunque profundísimo, temblor de regocijo y miedo: el relieve sutil, casi invisible, de la nervadura de una hoja, las hondonadas y canales del cuerpo de una piedra, la vibración que deja el tacto de un ser vivo sobre la piel, el calor irradiándose en ondas que se apagan lentamente. Después llega el hábito, un fuego fatuo que no sabe quemar ni tampoco guarecer a nadie del frío con su presencia. La capacidad de sentir es suplantada por el gesto que debería acompañar una emoción, pero es todo lo que queda de ella, un sedimento irreconocible de lo que alguna vez fue cierto, de la misma manera que un coral fosilizado en el lecho marino es lo que la vida –perfecta un día en la precisión de su tarea– deja cuando se retira. ¿Sería necesario, para volver a estar en el mundo, un cataclismo, un encadenamiento de hechos que socave

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los cimientos de la pequeña cueva que hemos construido, sin lugar para la luz, la compañía de los otros, haría falta un derrumbe que llegue súbitamente y nos sorprenda? Quizás no podría ser de otra manera: el alud, desprendido de miles de pequeños hechos y sensaciones que hemos dejado pasar con indiferencia, cuando se desencadena no deja nada en pie: es nuestra propia fuerza, la del apego irrenunciable al mundo, la que retorna con él, es la mirada, el tacto que recién empieza a conocer los objetos, son nuestro asombro y atención los que vuelven, transmutados en violencia, porque apartar el cuerpo de lo que le trae felicidad, dejar incluso de verlo, es causar una herida en la frágil corteza del universo, mucho más sensible que nosotros, mucho más indefensa.

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el talismán

Los ojos de los que estamos continuamente al borde de la caída o del tropiezo, no saben despegarse de la tierra. De qué sirve una belleza material que no pueda tomarse entre las manos como una piedra y ser llevada siempre encima del cuerpo igual que esos objetos insignificantes que un niño acarrea consigo donde vaya, y que lo hunden en el terror o el desconcierto si se pierden. No hay belleza para mí en las cosas que no pueden volverse talismán contra las fuerzas del desamparo o de la pena, y ninguna palabra podría hacer eso, sólo la presencia física de lo que fue elegido por un amor oscuro, cuyas leyes desconocemos, para preservar nuestra vida intacta entre todos los peligros y accidentes que la acechan, a pesar de que es ella, esa presencia amada, el peligro mayor, porque no puede protegernos de su pérdida.

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la tierra

Poco es el silencio que guarda la casa al lado del que he descubierto desde que no te hablo. No es que habláramos de cosas importantes: nuestras voces eran redes que rescataban los sucesos preciosos y mínimos destinados a perderse sin quedar sujetos a ninguna superficie, como si fueran líquenes o algas moviéndose suavemente en el océano, privados de tallo y de raíces. Las personas que confluyen por un momento se comprenden, como un haz de luz comprende lo que toca, sin pensamiento, con una sabiduría creada por la intimidad y el contacto, igual a la que enlaza al sol y las criaturas de la tierra. La velocidad de ese momento es pavorosa, un rayo que cruza nuestra historia entera y se concentra en un punto específico, para después irse. El resto del tiempo cada uno entiende lo que ve, lo que siente, completamente a solas, es decir, equivocándose una y otra vez como los animales salvajes nacidos y confinados toda su vida en una celda pequeña, que creen que el mundo entero es así, tranquilo y simple, y se termina donde se terminan los muros que los separan de su verdadera tierra, de la cual no saben nada.

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el descanso

Y hay, entre todos los que se aman, algunos que no pueden lograr nunca el descanso en los brazos del amado. A esos, la serenidad del corazón no los alcanza, y les toca el trabajo constante de inventar –para poder saber el uno del otro– un lenguaje de señas semejante al de los barcos que a través de luces o sirenas se llaman en la noche, a veces se responden, otras veces se ignoran y se vuelven solitarios y callados como las criaturas del fondo del mar.

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el pozo

Te estás yendo. Un punto diminuto en la distancia que agita las manos, hasta que la desaparición, para la cual nadie está preparado, te traga como un pozo cuya profundidad no conozco. Probablemente no tenga fondo y en mis sueños a partir de ahora, te vea siempre cayendo. No tuvimos una casa, los objetos compartidos que son fuente de calor, lo que permanece y en su permanencia nos serena, cimientos y paredes y techo, el tronco de un árbol que aunque dañado por los golpes del granizo, ninguna tormenta alcanza a derribar. No tuvimos nada que no pudiera ser fácilmente arrasado ni movido de su sitio, vivimos a la intemperie como si el amor fuera puro viento y no una piedra cayendo desde lo alto de un precipicio, compacta y decidida, una piedra que siempre toma partido por la tierra, por lo firme, que se resiste a quedar vagando en el aire ni en el mar. Sabe que si no hay suelo debajo, no hay quien descanse, ni quien construya un puente sobre el agua

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para poder cruzar a la otra orilla. ¿Una casa hubiera curado nuestra herida? Es que creíamos que una casa era la herida misma, los muros entre los cuales la fealdad crecía como una flor venenosa, y soñábamos desde la infancia con un viaje que nos salvara, una isla desconocida y cálida, el resguardo imaginario que hacía falta para sobrevivir en el aislamiento de los ermitaños o los monjes. No existía el ansia de la dicha, nunca existe cuando la principal urgencia es escapar. Contra la propia fuerza de la vida que impulsa a la reunión, contra la gracia que invariablemente les espera a los que han sido demasiado heridos, huimos una y otra vez como si el afecto humano fuera una amenaza, una nueva lastimadura, desconocida esta vez y por eso más peligrosa todavía, frente a la cual no sabríamos de qué manera defendernos. Nada está solo. Y separarnos los unos de los otros no nos da la soledad, más bien nos acerca a los terrores del origen, que van a acompañarnos de allí en más, porque quien no construye su propia casa vuelve a las ruinas de la que tuvo, como las bestias perseguidas y cansadas regresan al lugar donde reconocen un tenue rastro de calor: las brasas de la fogata que devastó el bosque en que nacieron, las cenizas que aún siguen encendidas.

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el ancla





Tocar es resplandecer



Margaret Atwood

Así el dolor de perder lo que creías parte tuya: el cuerpo amado, un ancla que te mantuvo sujeta a las tareas de los vivos, y al que el tiempo, igual que el mar, fue carcomiendo con su vaivén de acercamiento y retirada. No son las palabras las que nos sostienen cuando la materia cae vencida, es al revés, somos salvados por el tacto, la cercanía física, el calor que produce el encuentro de lo que va a morir con lo que va a morir, y no conozco hecho más sorprendente ni más inexplicable: que una dicha tan completa se desprenda de un fogonazo que libera un resplandor furioso y breve, lleno sin embargo de una evidencia a la cual ninguna palabra puede, siquiera, acercársele. Tener para perder, entre los brazos,

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como si fuéramos los unos para los otros distantes, raras constelaciones que se escapan de la vista apenas la noche acaba.

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el calor

Qué podía encontrar si busqué en el lugar equivocado. No estaba en tu cuerpo ni en tu casa –no era posible que estuviera– el olor de las siestas de provincia: el humo, el barro, el agua entremezclados en el halo del calor que era en sí mismo una casa en la que nadie podría permanecer por mucho tiempo. Es que en el calor brutal, como en la infancia, no hay quien pueda quedarse, le digo al corazón, que siempre tiende a reproducir exacta su experiencia de las cosas conocidas. Dejemos ir –le digo– sin buscarlo ya más en otra parte, el día perfecto en el que lo deseado y lo alcanzado eran lo mismo. Quizás lo que perdemos no se va, se multiplica, estalla como las piedras cuando la tierra tiembla, en miles de partículas dispersadas por el viento, hasta que ya no es posible distinguirlas de la lluvia, de nosotros mismos o del sereno resplandor de la luz sobre la hierba.

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la plenitud





A Mercedes Araujo

Hay una historia que quiero contarte: a veces, en medio del bosque abrupto y solitario, crece un árbol demasiado delicado y tímido para sobrevivir sin que las ramas se tuerzan, decaigan, pierdan fuerza cada día, como si no hubiera nacido preparado para enfrentar la dificultad del suelo áspero y las plagas, y su propia debilidad lo llevara a empequeñecerse hasta casi desaparecer, tapado por una vegetación que pareciera nutrirse de la audacia que a él le falta. Pero una sola vez en toda su vida –que no es larga– florece. Sucede en la estación de las lluvias, y su flor es la más extraña que pueda concebirse, no necesariamente bella ni cargada de polen. Me dirás que ceder lo más valioso que se tiene a una forma de vida que explota y se retrae en unas horas no es un acto razonable, que es mejor la lenta construcción

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de una fuerza que no pueda doblegarse y se sostenga en lo que acumula año tras año. Sin embargo, imagino que no debe existir nada más hermoso de ver que ese momento de plenitud, cuando la materia que parece vencida ofrece todo su poder de una vez a un mundo que no lo necesita ni lo espera, para después retirarse, como si el bosque fuera un cuerpo amado e indiferente al que va liberando suavemente de su abrazo. Yo quisiera ser así, capaz de soportar la plenitud sin anhelar la abundancia. Que eso sea todo: el puro deseo de dejar lo poco o mucho que se tiene a quien se ama, aunque no le haga falta, y vivir por un rato rodeada de las cosas que realmente le importan: las tormentas, los animales feroces, la exuberancia del verano.

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Índice

la chispa

11

la gracia

13

la estela

15

la corteza

17

la lluvia

19

el hálito

21

la helada

23

el nudo

25

la sombra

27

el mundo

29

el tesoro

31

el alud

33

el talismán

35

la tierra

37

el descanso

39

el pozo

41

el ancla

43

el calor

45

la plenitud

47

Se terminó de imprimir en los Talleres Gráficos San Carlos Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Agosto 2010