La Fiesta Vigilada

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L A F I EST A V I G I L A D A Antonio José Ponte

³/DVQXEHVFRUUtDQGHVGHHOHVWH\pOVHVLQWLyIRUPDUSDUWHGHODOHQWDHURVLyQGH/D +DEDQD´ Graham Greene, Our man in Havana

Nuestro hombre en La H abana (remix)

1 ³1RVDFRUGDPRVHVSHFLDOPHQWHGHWL´PHHVFULELy0 Y en su carta contaba cómo, reunidos en un café europeo al comienzo de la primavera, se habían dedicado a imaginar mis días en La Habana. ³4XpH[WUDxRVKDQGHVHU´TXLVRGHFLUPH Había transcurrido un año y medio desde su salida del país y ya le resultaba trabajoso recordar. El sobresalto de la primavera los encontraba a ellos, un grupito de amigos, en la terraza de un café, todos de tan buen ánimo que podrían perdonarse unas cucharaditas de ázucar de más, un poco más de crema, y un pensamiento para alguien a quien sobrevivían desde lejos. Yo también creía haberlo sobrevivido. A M. y los otros. Los sobreviví quedándome en La Habana. Gracias a la ley del mínimo esfuerzo, sin mover un dedo. Les ganaba por cobardía, por no apostar una pisada más allá de ciertos límites conocidos, límites que recorría tan ceremoniosamente como, mar de por medio, ellos se apostaban en una terraza de café con el fin de examinar a los paseantes recién salidos de sus abrigos. Pero nunca se me habría ocurrido escribirle a M. acerca de mi ánimo de victoria. ¿Qué iba a ofrecerle que él no conociera? ¿Cuáles nuevas descripciones en mi carta de respuesta? Acepté pues su bravata primaveral, acepté su cariño, y me acogí sin protestar al papel que me otorgaba. ³6LHPSUHTXHSLHQVRHQDTXpOOR´WHUPLQDEDVXFDUWD³SLHQVRHQWL´ Aquéllo era la ciudad de la cual saliera un año y medio antes. Y, en nombre de tres o cuatro amigos, 0PHWLWXODED³QXHVWURKRPEUHHQ/D+DEDQD´ Una amiga suya me trajo la carta. Creo que entre los dos existía un asunto amoroso. Un enredo, sería mejor decir en el caso de M. Alto y delgado, el rostro recorrido en casi toda su extensión por la nariz, de abundante pelo negro, con gafas gruesas que en cuanto pudo sustituyó a favor de un mejor diseño (pasó así de las pesadas gafas soviéticas de pasta a la levedad de unos aros metálicos de Armani), la voz con la que M. discutía de libros y despreciaba a no poca parte de la humanidad era sumamente nasal. Vestía con elegancia y dedicaba a las mujeres una indiferencia estudiada. Ser esquinadas de aquel modo debía despertar en ellas una idea de misterio que personificaban en él, mañoso a la hora de representar el tipo de intelectual. (No quiero decir que exista farsantía suya al respecto: se trata de un muy buen lector y un pescador ágil de últimas ediciones y noticias literarias.) A no pocas mujeres les parecía determinante oír lo intelectual en esa voz de constipado. O mejor: que esa voz les negara el acceso a ciertos pensamientos no discutibles con ellas, pensamientos reservados por M. para sus paseos solitarios. Para la figura elegante y misteriosa que formaba. Que enigma así pudiera ser rebajado por la gripe tenía que desplegar en algunas mujeres una nota afectuosa que remataba los acercamientos. Y, ganada la presa, en la mayoría de los casos M. no tardaba en hacer evidente su desesperación por encontrarse junto a ella. Se comportaba entonces como si postergase alguna tarea intelectual imprescindible, bufaba como metido en un embotellamiento.

Su indiferencia inicial se convertía en odio a esas alturas. Un odio no menos erotizante para algunas. Eran años anteriores a la aparición del correo electrónico. La mensajera que me entregó la carta de M. había caído ya en desgracia frente a él. Aunque quizás no del todo. A La Habana la traía un asunto profesional. Ella había emprendido viaje en el momento en que ambos necesitaban darse un respiro, pensarse a lo lejos. El sobre venía abierto por requerimientos aduanales. Tampoco resultaba aventurado suponer que ella hubiese leído el contenido. Me pidió que la llevara a la calle donde viviera M. y tomó algunas fotos. Quiso visitar el lugar donde celebrábamos nuestros encuentros. ¿Le había hablado él de aquellos sitios? No, muy poca cosa. Casi nunca M. hablaba de lo dejado atrás. Ella pretendía que yo le contara, que le sirviera de testigo. Nuestro hombre en La Habana... Unos años después, M. dejaba su país de adopción por un tercer país. Cambiaba de ciudad como de amante, y volvíamos a encontrarnos. En su apartamento de soltero, sin amueblar del todo. M. acababa de divorciarse. Todavía delgado, aún más elegante, si su rostro continuaba siendo el mismo pese a la rotura de mandíbula que un pariente de su ex-mujer le propinara era gracias a una minuciosa intervención quirúrgica y a un post-operatorio que lo tuvo semanas alimentándose por una pajita. Contó, sin demasiados detalles, la historia de la paliza. Procuró llegar lo antes posible al momento en que, desde el hospital, nombraba a un abogado que velara por sus derechos y ejecutara su venganza. Su recuento ofrecía prolijidades clínicas y casi ninguna descripción de la batalla. (Supongo que hubiese sido otro su modo de narrar en caso de tratarse de accidente de tránsito o caída por las escaleras.) M. centró su historia en los trabajos del abogado nombrado por él, contó detalladamente su revancha. ³8QDJROSL]DPHUHFLGD´PHDVHJXUDURQTXLHQHVWHQtDQQRWLFLDVGHODVXQWR Y refirieron el ataque previo de M. a la puerta del apartamento que compartía con su esposa. Enumeraron sus furias matrimoniales. Según tales fuentes, él regresaba de pasar el día con su pequeño hijo (el matrimonio se encontraba separado ya), devolvía el niño a la madre, y a la salida del edificio el pariente de su ex-mujer le pidió que conversaran un momento. Quería discutir lo inconveniente del trato que M. diera a su esposa durante los años de matrimonio, discutir el abuso con la prima. No podrían postergar esa conversación porque él abandonaba el país al otro día, regresaba a La Habana y tal vez no se verían más. Ya que no pedí demasiadas precisiones al respecto (no supe adivinar que vendría a escribir acerca de este episodio), las luces de una ambulancia relampaguean enseguida en el lugar, y siguen luego las noticias (estas sí abundantes) del paso de M. por el quirófano. Y detalles gustosos de abogacía, suculencias de una venganza procurada a través de las leyes. El tal primo no podría volver a visitar a su parienta nunca más. Existía contra él orden de detención apenas se apareciera por allí de nuevo. M. había preparado su venganza en grande: gracias a un contacto en La Habana (contacto que en nuestro diálogo prefirió dejar a la sombra), su contrincante no podría viajar más al extranjero, no le permitirían salir de Cuba.

Alguna amistad de M. entre los oficiales cubanos de inmigración o un soborno a determinado oficinista, un nudo en los papeles, y aquel sujeto, primo de la mujer con la que se casara tan equivocadamente, no alcanzaría a cruzar jamás frontera alguna. También cortaba las alas a la prima. Según mandato judicial, ésta no podría irse a vivir muy lejos con el niño. No sé por qué razón me he puesto a contar todo esto. Al reencontrarme con M. nuestro intercambio de confidencias consistió en la narración de ese divorcio de su parte y en el recuento de tropiezos de la mía. Cada cual contó sus destrozos. Alguien había roto el rostro a M. y le resultaba dolorosa la vida en aquel apartamento prácticamente vacío, apartado de su hijo, con horas regladas para verlo. Después de tantos años lejos uno del otro, si me cebo ahora en un incidente infeliz de la vida de M. ha de ser porque a la larga, al final (si es que acaso hay final), me gustaría alegrar el cuento de mis propios tropiezos con una o dos pequeñas venganzas como las suyas. Del mismo modo en que él las consiguiera, por pura retribución narrativa. Para (igual a M. en esto) atravesar ágilmente la enumeración de dificultades y poder concentrarme en momentos más sonrientes conmigo. Abuso, por tanto, de la chismografía como recurso invocatorio. Esa noche de nuestro reencuentro conversamos largamente. M. preparaba un plato en la cocina y yo recorría sus anaqueles de libros. Lo que más saltaba a la vista en aquella biblioteca era la frontera establecida entre los libros comprados en sus años de exilio y los que había podido traerse de Cuba. Y, más que fisgonear nuevos títulos, lo que me interesó fue deducir qué había salvado M. de su vida habanera, cuáles libros (vuelta al revés la consabida pregunta de entrevistas) creyó necesario sacar de una isla desierta. M. no hacía preguntas sobre la isla aquélla. El exilio era una rotura de mandíbula con intervención reconstructiva. A morder por primera vez de nuevo, a besar como novato a las mujeres que cayeran, a tocar con los labios (con el primer escalofrío) el borde de la copa, a resolver con un chasquido doloroso las razones del oponente... (Se llevó un dedo al labio inferior para mostrar la zona en la cual no había recuperado aún su antigua sensibilidad.) De querer sentarse amistosamente en la terraza de un café, no podría hacerlo ya a mesa tan poblada como antes, en la época de aquella vieja carta suya. Conservaba apenas uno de los amigos de entonces. Había peleado con los otros y entre ellos no faltaba (al menos éso oí) quien quisiera propinarle a M. la misma contundencia que el pariente de su ex-mujer le aplicara. Hablamos, pues, de enemistades. De enemistades literarias y de lo decepcionante de muchas de las páginas dedicadas a ventilar diferencias personales entre escritores. De la poco inflamable enemistad que Paul Theroux dedicaba a V. S. Naipaul en un grueso volumen. De las escasas noticias que podían encontrarse en el texto donde Thomas de Quincey confesaba su alejamiento de William Wordsworth. Y esa noche recibí de M. el revés de su antigua carta. Porque quiso saber qué me hacía regresar a La Habana, para qué tanto empeño en volver. Cierto que unos años antes había sido capaz de otorgarle sentido novelesco a mi SHUVLVWHQFLDHQXQGHWHUPLQDGRWHUULWRULR ³GHWHUPLQDGRWHUULWRULR´SURQXQFLyVXYR]QDVDO desde la cocina), pero ya no se mostraba favorable a beneficiarme en modo alguno. No veía absurdo o personaje descabellado que sirviera para comparárseme. No valía la comparación con Mr. Wormold, our man in Havana .

Había llegado el tiempo en que dentro de Cuba me negaban existencia de escritor, hizo notar. Y, según sus previsiones, irían aún más lejos: me convertirían en un fantasma. ³(UD KRUDSHQVy:RUPROGGHKDFHU ODV PDOHWDV \GH LUVHGHDEDQGRQDU ODVUXLQDVGH /D+DEDQD´ Pregunté a M. si conocía la historia de Maupassant y la torre Eiffel. No, no la recordaba. Guy de Maupassant se opuso a la construcción de la torre. Junto a otros artistas parisinos firmó un manifiesto de protesta por la veintena de años en que la sombra de la odiosa columna de chapas atornilladas se extendería como una mancha de tinta. (Veinte años de emplazamiento garantizaba el convenio con la administración de la ciudad. Una mancha de tinta, accidente censurable en la página llena de signos de París.) Según Maupassant, ni siquiera la muy industrial Norteamérica deseaba para sí aquella gigantesca chimenea de fábrica. (Un año antes se habían fundido en los talleres de Gustave Eiffel los distintos tramos de la estatua de la Libertad inaugurada en New York.) Pero él y el resto de los firmantes del manifiesto censuraban a la jirafa solamente por sus patas, dado que la construcción de la torre iba por el primer piso. ³2UJXOORVDFKDWDUUD´ODLQVXOWy