Walter Benjamin

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WALTER BENJAMIN

Juicios a las brujas y otras catástrofes

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Benjamin, Walter / Juicios a las brujas y otras catástrofes Santiago de Chile: Editorial Hueders, 2014, 1a edición, p.156, 14 x 22 cm Dewey: 834.91 Cutter: B4381 Colección Materias: Ensayos alemanes Europa, civilización. Siglo 19. Filosofía de la historia. Siglo 19. Benjamin, Walter 1892-1940 ISBN 978-956-8935-37-5

Juicios a las brujas y otras catástrofes. Radio para jóvenes Walter Benjamin © Editorial Hueders, Interzona Editora © De la traducción: Ariel Magnus Primera edición: agosto de 2014 ISBN 978-956-8935-37-5 Registro de Propiedad Intelectual nº 243.805 Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta esta publicación puede ser reproducida sin la autorización de los editores. Diseño: Inés Picchetti Imagen de portada: Fotografía de juguete ruso con comentarios manuscritos de Walter Benjamin. Página 3: Sobre para material bibliográfico con notas de Walter Benjamin. Walter Benjamin Archiv. hueders santiago de chile

hueders.cl, [email protected]

Interzona buenos aires interzonaeditora.com, [email protected]

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WALTER BENJAMIN

Juicios a las brujas y otras catástrofes radio para jóvenes

Selección y traducción de Ariel Magnus

‡ Prólogo de Mariana Dimópulos Posfacio de Esther Leslie

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P rólogo mariana dimópulos

El pasado está lleno de cosas curiosas, tristes y alegres, y en su mayor parte olvidadas. Gente que uno catalogaría como extraña, lugares ahora inhabitables, hechos para los que parece no haber explicación. Pero también el presente tiene sus misterios, aunque sea lo más próximo y podamos tocarlo con la mano. Esto lo saben bien los científicos y los filósofos. Walter Benjamin vivió preguntándose por esos dos reinos del tiempo. Como a los científicos, le gustaban los descubrimientos; como a los filósofos, las ideas. Había nacido en una acomodada familia de una ciudad pujante como Berlín, en un país de inventores como Alemania. Escribió libros y ensayos sobre el arte, la historia y la sociedad. Desde siempre le había gustado viajar. Ya en su juventud se fascinó por la ciudad de París, y por varios artistas y autores del pasado. Se dedicó a recorrer Europa; mientras viajaba también encontró esos misterios que sólo podemos ver a medias: estudiaba las obras del arte de antes tanto como las ciudades que podía pisar. Pero una y otra vez se daba cuenta de que una cosa estaba emparentada con la otra y que no había forma de separarlas por completo: el pasado estaba presente en todos lados. En sus recorridos, llegó al sur de Italia en 1924. En Nápoles conoció el volcán Vesubio –una gran atracción de la época– y descubrió la piedra porosa con la que estaban construidas las casas de la zona. Como él, habían llegado otros de distintas partes del mundo. Un escultor suizo se la pasaba dinamitando piedras para construir una torre en las rocas. Una revolucionaria rusa quería reinventar el teatro.

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Algunos se reunían y había acaloradas discusiones teóricas y políticas. La segunda atracción de la zona era la antigua ciudad de Pompeya, ubicada al pie del volcán, que había quedado sepultada hacía casi dos mil años bajo la ceniza de una terrible erupción. Es posible que entonces Benjamin haya tenido una idea –o al menos su confirmación– que lo acompañaría para siempre: que la destrucción puede ser también una obra. Lo mismo que las grandes obras –los edificios, los inventos– que nos deja el pasado, también algunas destrucciones nos resultan valiosas con el tiempo. En la vieja Pompeya, las figuras de hombres y mujeres quedaron fijadas en la hora de su muerte por las capas de ceniza de la erupción: sólo gracias a esa destrucción se pudo conservar la antigua ciudad y los contornos de sus habitantes. Los protagonistas de esa catástrofe no eran ni reyes ni sabios, sino gente que corrió en busca de sus pertenencias, o se detuvo demasiado en reunirlas. Tampoco la historia en general debía quedar limitada a los personajes vestidos con ricas túnicas y con las espadas de la victoria. Pompeya y otros lugares que Benjamin visitó mostraban que, junto a los grandes hombres –así se los llama– estaban también las víctimas y los héroes de los que la historia apenas cuenta. Pocos habían visto eso hasta ese momento; fue entonces que Benjamin se dedicó a construir un modelo para una nueva historia. Si los estudios literarios condenaban las obras de una época pasada, él las analizaba; si el público adoraba y devoraba la novedad de las novelas, él se dedicaba a los relatos orales que habían pasado de generación en generación; si las autoridades cantaban loas al progreso de la técnica y de la guerra, él buscaba sus orígenes. Conocía el lado sombrío de la ciencia. El caso de los antiguos juicios a las brujas era una prueba: habían sido los principios de la ciencia moder-

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na los que habían “demostrado” la supuesta existencia de estos seres tan temidos. A la ciencia se la llamaba magia blanca; a los embrujos de esas mujeres, magia negra. De ahí los aberrantes juicios que llevaron a tanta gente inocente a la hoguera. La magia negra de las que se acusaba a las brujas –esa sopa secreta que supuestamente reunía uñas de niños y jugos de sapos– no era muy distinta de la magia blanca de los primeros científicos, que en la misma época trataban de dilucidar la obtención del ácido sulfúrico. Desde joven Benjamin planeó dedicarse a los libros, a la historia y a las obras de arte, además de los viajes. Un largo estudio que escribió en la isla de Capri sobre el teatro alemán –que hoy se lee con lupa– debía abrirle las puertas de la universidad y asegurarle un puesto de profesor, pero el comité evaluador lo rechazó. Se decidió por el periodismo, aunque ya conocía sus trampas. Ese nuevo trabajo prometía algunas libertades, pero era parte de un progreso del que Benjamin había empezado a desconfiar al menos desde el inicio de la Primera Guerra Mundial. Su primera estación fue el diario; la segunda, la radio. Un amigo lo hizo entrar en una emisora y entre 1927 y principios de 1933 estuvo muchas veces al aire. Eso de hablarle a un micrófono, transmitir la voz en vivo a través de kilómetros a personas desconocidas sentadas en sus casas, era una gran novedad en aquella época. Hacía muy pocos años que la primera emisora había sido instalada en Berlín. Las técnicas tienen fecha de nacimiento, no así los elementos de la naturaleza. Como la bicicleta, que por entonces cumplía sus primeros cien años, como el teléfono, que tenía la misma edad de Benjamin, y como el auto, que había empezado a popularizarse apenas quince años atrás. El año de nacimiento de la radio berlinesa fue 1923; al principio había sido usada para la transmisión de música, pero pron-

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to se develó el poder de la voz humana. En 1930, Albert Einstein, el descubridor de la relatividad, fue invitado a una emisión pública de radio para hablar de esa gran invención; en la misma época Benjamin leía ante el micrófono los textos reunidos en este libro. Einstein definió la radio como un instrumento de verdadera democracia, que hacía llegar a todos los hombres por igual la música y el arte. También era un medio para la comprensión mundial, porque servía para desvanecer la sensación de aislamiento entre gente lejana: la técnica de la radio era una conciliadora de los pueblos. Como conocía la historia de otras técnicas, Benjamin era algo más escéptico que Einstein. En esos años planeó escribir un artículo de denuncia sobre ciertos usos políticos de la radio, antes de que Hitler y Goebbels descubrieran el potencial de ese pequeño aparato para difundir el nazismo. La radio podía ser tanto un instrumento de unión como de discordia. Como la prensa en el siglo XIX, algunos directores usaban las emisiones para sus intereses y pensaban al público no como un pueblo que debía unirse con los otros, tal como imaginaba Einstein, sino como consumidores sentados en la soledad de sus casas a la espera de algún producto. Con Hitler, esos temores terminaron cumpliéndose muy poco después. Benjamin era hombre de dejar claves. Al elegir los temas de sus programas de radio, nos enseñó lo que revela la historia de las nuevas técnicas, que así como tienen fecha de nacimiento, a veces tienen también una de muerte (basta con pensar en la radio casete, de la que hoy es tan fácil reírse aunque haya desaparecido hace unos pocos años). Estaba claro que abstenerse de usar esas novedades como la radio no tenía ningún sentido. Había que ser contemporáneo de todas las innovaciones, aunque quizá algún día

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envejeciesen y fuesen suplantadas por otras. Los juicios a las brujas, basados en teorías disparatadas, nos recuerdan que muchas verdades de la ciencia también tienen fecha de vencimiento; de las invenciones que podían resultar catastróficas nos habla el caso del puente de hierro sobre la desembocadura del río Tay en Escocia, una construcción revolucionaria que se quebró en medio de la noche justo antes o cuando pasaba un tren con doscientos pasajeros, que cayeron al agua y murieron. Y así como los atrapados entre las cenizas son los protagonistas de la historia antigua de Pompeya, los protagonistas de muchas historias del tiempo moderno no son los grandes poderosos ni los que aplican las leyes, sino aquellos que quedaron al margen de la ley o fueron condenados injustamente. Quizá la historia entera sea una gran catástrofe, pero con una leve posibilidad de salvación. Como muchos otros que conocían del pasado, Benjamin previó en parte el último desastre histórico del que sería testigo en su vida: el ascenso del nazismo en Alemania y el principio de la Segunda Guerra Mundial. Ante la llegada de Hitler al poder, en 1933 abandonó su trabajo en la radio y huyó a España y a Francia, lugares que antes había visitado como viajero. Estuvo también en Italia y en Dinamarca. En la isla española de Ibiza conoció la vida agreste, a gente de campo y a extraños y solitarios poetas; trabajaba en sus papeles a la intemperie, bajo un árbol y el viento de la costa; observaba con su ojo crítico y sensible a extranjeros y pobladores. Comía mal; contrajo malaria. Escribía cartas y cartas, además de estudios. Cuando volvió a París, se sorprendió de no poder siquiera subir los pocos escalones que lo separaban de cualquiera de los hoteles en que buscaba alojamiento; se enteró entonces de que estaba enfermo. Es posible que supiera que no le quedaba mucho tiempo. Apenas si podía

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seguir coleccionando libros y objetos, como lo había hecho durante su juventud en Berlín en la casa de su padre, experto en antigüedades; también coleccionaba cientos de citas de libros extraordinarios para un libro propio y gigantesco que nunca terminó de escribir. Ese famoso Libro de los pasajes estaba dedicado a París, al pasado del arte y de la técnica. Tenía muy poco dinero, cambiaba de alojamiento a cada rato. Otros huían de Europa, él trabajaba largas horas en la Biblioteca Nacional. Como los contrabandistas de whisky de los que había hablado en sus programas de radio, no creía del todo en la rigurosidad de la ley y sus prohibiciones: con el tiempo se iban haciendo cada vez más difíciles los permisos de estadía en Francia. Tendría que haber huido a tiempo, pero, ¿qué podían tener de intocable esas disposiciones que hacían y deshacían los hombres? En 1939, esos hombres que fueron sus contemporáneos lo convocaron junto con otros y lo encerraron en un estadio de fútbol cerca de París; era un encierro extraño, sobre las gradas al aire libre. Muchos de los que estaban con él también eran alemanes exiliados, perseguidos en su país. Pero Francia había entrado en guerra con Alemania y ahora las víctimas alemanas del nazismo se habían vuelto potenciales enemigos del gobierno francés. No era la situación de los apresados en la vieja cárcel de la Bastilla o los protagonistas de los relatos de Kafka, que no saben de qué se los acusa, pero en algo se parecía. En esa intemperie apenas podía escribir; eran cientos de personas para una sola fuente de agua. Más tarde fueron trasladados a una antigua residencia, donde al menos tenían un refugio. Benjamin y un joven llamado Max, también judío, se acomodaron bajo el recodo de una escalera. Dormían sobre la paja. Usaron técnicas rudimentarias para construirse una pared y un estante. Planearon una revista. Benjamin fue libera-

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do dos meses más tarde por la intervención de sus amigos franceses ante las autoridades del gobierno. Sin embargo, ahí tampoco tuvo tiempo para dar término a su obra de las cientos de citas, ese libro por diez años postergado. Aunque nadie lo esperaba, Francia perdió la guerra muy pronto y las tropas alemanas avanzaron hacia París. La técnica que había conformado la maquinaria destructiva de la Primera Guerra –el gas mostaza es un ejemplo– se desarrollaría vertiginosamente en pocos años. Para la Segunda Guerra Mundial los aviones bombarderos podían destruir una ciudad en una sola noche. El ensayo de esta nueva técnica se había aplicado poco antes sobre el pueblo español de Guernica y había demostrado ser muy eficaz. Benjamin no llegaría a saber de la bomba atómica de 1945, fabricada gracias a las investigaciones del mismo pacifista, Einstein, que había defendido la invención de la radio para la comprensión mutua de los pueblos. Si la destrucción podía ser una obra, también una obra podía ser una destrucción. Benjamin pensaba que para que una técnica artística y de comunicación –la radiofonía, el cine, la fotografía– fuera realmente revolucionaria, debía estar en manos revolucionarias. De ahí que haya visto para estas técnicas un futuro promisorio en la única revolución que le fue contemporánea: la de la Unión Soviética. Una vez que Francia fue invadida por los nazis, la catástrofe tocó la puerta de la Biblioteca Nacional de París. Antes de abandonar la ciudad, como tantos miles, Benjamin dejó parte de sus manuscritos escondidos. Emprendió entonces la huida hacia el sur de Francia. La gente marchaba a pie o en algún transporte; llevaban sus pertenencias en carros, atados y bultos de los más diversos tipos. Llenaban las rutas y los poblados; eran parte de los millones de desplazados que traería la guerra. Algunos quedaban muertos en el camino, otros nacían en

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los campos y en las estaciones de tren. Anna Seghers, una escritora alemana que a diferencia de Benjamin logró escapar de Europa, describe del siguiente modo los caminos de Francia desde la perspectiva de un grupo de jóvenes: Avanzábamos dando grandes rodeos sin sentido, pasando la noche a veces en refugios, a veces en el campo, a veces saltando a los camiones, otras en los vagones de los trenes, nunca encontrábamos alojamiento, ni que hablar de alguna oferta de trabajo, íbamos dando un gran rodeo en dirección cada vez más al sur, cruzando el río Loira, el Garona, hasta el Ródano. Todas estas viejas ciudades hormigueaban de gente abandonada y descuidada. Pero era un tipo de salvajismo distinto al que yo había imaginado. Una especie de proscripción dominaba estas ciudades, una especie de fuero medieval, en cada lugar la ley era distinta. Había una incansable multitud de funcionarios que circulaba día y noche como perreros para pescar a la gente sospechosa de la muchedumbre en marcha, encerrarlos en las prisiones de la ciudad, luego arrastrarlos a algún campo de concentración si no había dinero para pagar el rescate o algún letrado y viejo zorro que los defendiera, y que de vez en cuando repartía con los perreros su paga desmesurada por la liberación. Por eso la gente, ante todo los extranjeros, cuidaba sus pasaportes y sus papeles como a la salvación de su alma. Me asombraba mucho cómo estas autoridades inventaban siempre nuevos procedimientos para ordenar, para registrar, para ir sellando a toda esta gente en medio de una catástrofe semejante.

Benjamin había vivido esos últimos meses pendiente de sus papeles, tratando de lidiar en oficinas y embajadas con esa nueva legalidad que suponía la guerra. De la ley, y de sus límites, se había ocupado desde joven. Y no sólo porque coleccionaba libros para niños y sabía por eso de bandidos. En

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un estudio sobre lo que podía unir a la ley y a la violencia, escrito apenas terminada la Primera Guerra, se preguntó por la admiración que la gente sentía por ciertos criminales. Esta admiración no provenía del delito en sí mismo, sino del poder que hacía posible, por un momento, a una persona aislada como un criminal, enfrentarse con el gran poder de la ley. Las leyes cambiaban, a veces eran injustas. De ahí su interés por los juicios a las brujas en la época de la Inquisición, por las trampas de los contrabandistas de whisky en Estados Unidos, por la identidad del hombre de la máscara de hierro que había sido encerrado en la Bastilla y otros temas que Benjamin eligió para estos programas de radio. Como muchas veces pasa con los héroes, algunos recuerdan a Benjamin especialmente por su muerte, en la frontera entre Francia y España huyendo de esa catástrofe que aunque previó no supo evitar. Su obra y su figura tuvieron el destino que él había deseado para otros desconocidos del pasado: fue rescatado y leído en su vida póstuma. Esto había imaginado Benjamin para la historia futura: que no hablase sólo de los reyes sino del sufrimiento de los olvidados, como los del terremoto de Lisboa o los de la erupción sobre Pompeya o los del desastre del río Mississippi. O de los grandes conflictos bélicos que diezmaron a Europa. En sus últimas semanas de vida, la catástrofe de la historia se le había hecho presente, y era difícil seguir su ritmo sin quedar aplastado. Todo instrumento técnico y de comunicación trabajaba en función del anuncio unilateral de un destino: La absoluta inseguridad sobre lo que traerá el próximo día o la próxima hora domina desde hace semanas mi existencia. Estoy condenado a leer todo periódico (solo aparecen ahora con una página de extensión) como una notificación dirigida a mí y a escuchar en toda emisión radiofónica la voz de un mensajero de la desgracia.

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Esto escribió Benjamin a uno de sus amigos que trataba de salvarlo; le habían conseguido una visa, un permiso de tránsito y un pasaje de barco que debía llevarlo a Estados Unidos. Esto no ocurrió, murió en el camino a su barco. Las noticias –de la prensa, de la radio– eran paralizantes como las cenizas que habían caído sobre la antigua ciudad de Pompeya, y dejaban atrapados a muchos en la huida. Pero queda contarlo. Buenos Aires, julio de 2014

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L a caída de Pompeya y Herculano

¿Oyeron hablar alguna vez del Minotauro? Se trata del abominable monstruo que vivía en medio de un laberinto en Tebas. Cada año le enviaban de víctima una virgen. Como la virgen no encontraba la salida entre los pasillos que se ramificaban y entrecruzaban cientos de veces, el ogro terminaba devorándosela. Hasta que la hija del rey de Tebas le dio a Teseo un ovillo. Teseo lo ató en la entrada, a fin de estar seguro de encontrar el camino de vuelta nuevamente, y luego mató al Minotauro. La hija del rey de Tebas se llamaba Ariadna. Uno de esos hilos de Ariadna no le vendría nada mal al que visite la Pompeya de hoy en día. Pompeya es el laberinto más grande del mundo. No importa hacia donde se mire, la vista se topa con muros o con el cielo. Hace casi dos mil años, antes de que Pompeya quedara sepultada, tampoco debe haber sido fácil ubicarse dentro de la ciudad. La vieja Pompeya estaba constituida por una verdadera red de calles perpendiculares, con la diferencia de que ahora han desaparecido las marcas que antiguamente permitían ubicarse, como los comercios y los carteles de las tabernas, los templos y los edificios más elevados. Donde antes había escaleras y paredes organizando los edificios, ahora hay brechas en los muros que abren el paso hacia todos lados. Paseando por esta ciudad muerta con alguno de mis amigos de Nápoles o Capri, me ha ocurrido muchas veces de querer señalarles una pintura descolorida en un muro o un dibujo hecho con mosaicos a mis pies y descubrir que me había quedado solo. Debíamos entonces comunicarnos a gritos para, luego de algunos minutos angustiosos, volver a encontrarnos el rastro.

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Pero no deben pensar que uno se pasea por esta Pompeya muerta como por un museo de antigüedades. No es así. Bajo el calor sofocante que suele reinar en esas amplias calles uniformes y sin sombra, en las que el oído no percibe ningún sonido y el ojo sólo encuentra colores opacos, el visitante entra enseguida en un curioso estado de ánimo. Se sobresalta de sólo escuchar pasos, o si de pronto se le aparece otro paseante solitario. Y los guardias uniformados con sus caras de bribones napolitanos tampoco hacen la cosa más acogedora. Las casas de los antiguos griegos y romanos casi nunca tenían ventanas. La luz y el aire provenían de un patio interno, una abertura en el techo que correspondía al depósito de agua ubicado en el piso de tierra, donde caía la lluvia. Los muros sin ventanas siempre han tenido algo severo, pero ahora que sus colores desaparecieron las calles tienen un aspecto doblemente serio. En cambio el Vesubio, con sus bosques al pie y los viñedos en las alturas, nunca se debe haber visto tan bello y encantador como cuando aparece ahora sobre los rígidos muros o por las aberturas de uno de los tres o cuatro portales de Pompeya que aún se mantienen en pie. Así de encantador y para nada temible les pareció a los pompeyanos durante siglos el volcán que un día destruiría su ciudad. Es cierto que existía una antigua tradición según la cual en la zona de la Campania, donde quedan Pompeya y Herculano, se hallaba la entrada al infierno. Sin embargo, no se tenía ninguna noticia de una erupción del Vesubio desde los inicios de la historia escrita. El Vesubio había estado en calma durante muchos siglos. Los pastores pacían al ganado en su verde cráter, y Espartaco, el comandante de esclavos, se escondió allí con todo su ejército. En Campania siempre hubo terremotos, pero a eso sus habitantes estaban acostumbrados. Además, pa-

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rece que por mucho tiempo fueron suaves y se limitaron a un radio pequeño. Esta paz de siglos que parecía haber sellado aquí la tierra con los hombres (los hombres entre sí estaban tan lejos de la paz en aquel entonces como lo están ahora), esta paz tan antigua fue perturbada en el año 64 después de Cristo por un horrible terremoto. Ya entonces la mayor parte de Pompeya quedó destruida. Y cuando dieciséis años más tarde la ciudad desapareció completamente de la faz de la tierra por varios siglos, ya no era una ciudad como las otras. Para la época de la erupción del Vesubio, Pompeya estaba en pleno proceso de renovación y reformas. Cuando los hombres reconstruyen una ciudad destruida, nunca la dejan tal como era antes. Siempre quieren sacarle al menos algún provecho al infortunio y buscan rehacer lo viejo de manera más segura, más bonita y mejor que antes. Y lo mismo ocurrió con Pompeya. En aquel tiempo era una ciudad rural de tamaño mediano, con unos veinte mil habitantes. Los samnitas, un pequeño pueblo itálico, vivieron allí completamente aislados hasta poco antes del nacimiento de Cristo. Cuando los romanos ocuparon la zona, unos ciento cincuenta años antes de la caída de la ciudad, Pompeya no pasaba demasiados apuros. No fue conquistada, sino que sólo se estableció allí una cierta cantidad de súbditos romanos, con los cuales los samnitas debían compartir sus campos. Estos romanos empezaron rápidamente a organizarse y a organizar la ciudad según sus usos y costumbres. Y ya que estaban en plan de hacer cambios y reformas, decidieron sacar ventaja del terremoto. En resumen, de los antiguos samnitas no se ha conservado demasiado en la Pompeya arrasada, y hay estudiosos que preferirían que no hubiese habido primero un terremoto, sino que el Vesubio sepultase directamente la

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vieja ciudad samnita, de modo que quedara tan bien conservada como la Pompeya romana. Pues si las ciudades romanas las conocemos bastante bien, no sabemos nada de las samnitas. Puede decirse que de la caída de Pompeya tenemos una idea tan precisa como si hubiese ocurrido en nuestros días. Y lo sabemos por dos cartas que le dirigió un testigo ocular de la erupción del Vesubio al historiador romano Tácito. Se trata de las cartas más famosas que hayan sido escritas en el mundo. En ellas vemos no sólo lo que sucedió en aquel entonces, sino también cómo se lo tomó la gente. Fueron redactadas por Plinio el joven, un gran estudioso de la naturaleza, que tenía 18 años cuando ocurrió la catástrofe y estaba viviendo junto a su tío en Miseneo, pegado a Nápoles. Su tío, Plinio el viejo, era comandante de la flota romana y murió durante la erupción. Les leeré ahora una de las cartas: Hacía una hora que debía ser de día, y sin embargo reinaba alrededor una pálida luz crepuscular. Las casas de nuestra vecindad se tambaleaban de tal forma que se volvió peligroso quedarse en el estrecho patio al que habíamos huido. Así que decidimos abandonar la ciudad. La multitud nos siguió; había perdido la cabeza a causa del miedo y se comportaba como suele hacerlo en estos casos: creía actuar de modo inteligente al dejarse guiar por otra persona. Era una masa inmensa que nos apretaba y empujaba. No bien salimos del barrio de las casas, nos quedamos parados, pero también ahí nos vimos confrontados con horrores nuevos, inauditos. La zona era completamente plana. Pero los carros que habíamos hecho traer para huir en ellos se bamboleaban de un lado al otro. No logramos fijarlos en el lugar ni con ayuda de las piedras que les pusimos debajo. El mar parecía querer volverse a

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su seno, era como si la playa se lo sacara de encima. Se había ensanchado enormemente y había muchos animales marinos tirados en la parte seca. Frente a nosotros había una horrorosa nube negra, desgarrada de vez en cuando por grandes lenguas de fuego; luego se cerró y volvió a separarse, y de nuevo aparecieron en su interior llamas que parecían rayos, sólo que mucho más grandes.

Así escribe Plinio, y enseguida escucharán más de él. Pero, como les decía, él vio la cosa desde lejos. La nube de fuego que describe estaba sobre el Vesubio y no tocó Pompeya. Pompeya no desapareció como a principio del siglo XX la isla Martinica, que prácticamente fue devorada por una nube ardiente. El fuego no se apoderó de Pompeya. De hecho, los ríos de lava, tan devastadores durante las últimas erupciones del Vesubio, ni tocaron la ciudad, que en realidad fue sepultada por una lluvia. Pero fue una lluvia especial. En otra parte de su carta, Plinio cuenta que la nube sobre el volcán se veía de pronto negra y de pronto gris claro. Las excavaciones en Pompeya nos han demostrado el origen de este espectáculo. Lo que ocurrió es que el volcán fue escupiendo alternativamente ceniza negra e inmensas cantidades de piedra pómez gris. En Pompeya se pueden distinguir claramente estas capas, con las que pasa algo especial. A los sedimentos de ceniza les agradecemos algo que no ocurrió nunca más en la tierra: la reproducción nítida y realista de personas que vivieron hace dos mil años. Esto ocurrió de la manera siguiente: mientras la gente fue literalmente golpeada hasta la muerte por la piedra pómez que cayó, por mucho que hayan intentado protegerse con telas y almohadas, al resto de los pompeyanos los ahogó la lluvia de ceniza. Entre las piedras, los cadáveres se

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pudrieron, y al hacer las excavaciones sólo se encontraron esqueletos. Muy distinto fue el caso en las capas de ceniza. Ya sea porque la ceniza del interior del volcán estaba húmeda, como han supuesto algunos, o porque algún chaparrón las humedeció luego de la erupción, lo cierto es que la ceniza se amoldó a cada pliegue de la ropa, cada curva de las orejas y se metió entre los dedos, los pelos y los labios de la gente. Luego se solidificó mucho más rápido de lo que tardaron los cuerpos en descomponerse, y por eso hoy tenemos reproducciones en tamaño real de personas que cayeron mientras corrían y luchaban contra la muerte o, como pasó en el caso de una muchacha, que se acostaron con los brazos doblados bajo la cabeza a esperar el final. De los veinte mil habitantes, no llegó a morir durante la catástrofe mucho más que la décima parte, y en varios casos observamos que fue la preocupación por sus pertenencias lo que les impidió ocuparse a tiempo de su seguridad. Se encerraron con sus fortunas de oro y plata en sus sótanos, y una vez acabada la erupción estaban sepultados y no había forma de abrir la puerta, por lo que murieron de hambre. Otros colapsaron bajo el peso de los sacos con joyas y cubiertos de plata que se habían cargado a las espaldas. Muchos, como el tío de Plinio, de cuya carta les seguiré leyendo ahora, en vez de huir tierra adentro, esperaron junto al mar, a fin de escapar remando no bien tuvieran la oportunidad. Pero el mar, agitado por el terremoto, permaneció inaccesible, y por eso los que esperaban en la playa fueron sepultados allí mismo. Poco tiempo después –escribe Plinio–, la nube que estaba sobre nosotros se hundió en la tierra y cubrió el mar, tapando Capri y todas las montañas de tierra firme. Di la vuelta y vi que detrás de nosotros se arremolinaba un humo negro, amenazante como una corriente desatada. “Crucemos a campo tra-

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viesa mientras podamos ver algo”, le dije a mi madre, “si nos quedamos sobre la carretera nos aplastará la multitud en la oscuridad”. Pero no bien nos detuvimos, la noche nos rodeó. No una noche sin luna o una noche oscurecida por las nubes, sino la noche de una recámara sin ventanas. No se escucha otra cosa que los gritos estridentes de las mujeres, las lamentaciones de los niños y los suspiros de los hombres. Unos llaman a sus padres, otros a sus hijos o mujeres, pues sólo se reconocen por la voz. Algunos lloran por su propio destino, otros por el de sus seres queridos, y algunos ruegan que les llegue la muerte en su terror a morir. Otros alzan las manos hacia los dioses, aunque muchos creen que ya no existen y que ha caído sobre la tierra la última noche, la eterna. Cuando al fin aclaró un poquito, creímos que no era la luz del día, sino que eran las llamas acercándose. Pero no nos alcanzaron. Luego volvió la oscuridad y otra lluvia de inmensas cantidades de ceniza. De tiempo en tiempo debíamos ponernos de pie y sacudírnoslas, de lo contrario hubiéramos quedado sepultados bajo ellas, incluso aplastados por su peso. En lo que a mí respecta puedo decir que durante semejante peligro no emití ni una queja ni una palabra que pudiera dar la impresión de debilidad. Me imaginé que ahora debía morir con todos los otros y que todos los otros debían morir conmigo. Eso fue un gran consuelo, aunque desgarrador.

Como puede verse en esta carta, nadie sospechaba el origen de la desgracia en el momento en que ocurrió. Algunos sostenían que el sol estaba a punto de chocar contra la tierra, otros decían que la tierra se había ido volando por el cielo. Según nos cuenta un historiador posterior, también estaban los que creyeron ver gigantes en las nubes de fuego y por eso decían que había comenzado un alzamiento de los antiguos dioses contra los gobernantes actuales.

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Las cenizas de esta tremenda erupción llegaron hasta Roma, Egipto y Siria. Y detrás de ellas, tras un largo intervalo, llegó la noticia de este fenómeno de la naturaleza. Luego los sobrevivientes regresaron, no para asentarse en el lugar, lo cual era imposible con quince a treinta metros de ceniza sobre el suelo, sino para excavar al azar en busca de sus bienes. Eso volvió a costarles la vida a muchas personas, pues quedaron sepultadas bajo las avalanchas de escombros. Por muchos siglos la ciudad desapareció del recuerdo de los hombres. En el 1800 volvió a asomarse a la faz de la tierra, con sus comercios, fondas, teatros, escuelas de lucha, templos y baños públicos. Para entonces, la erupción del Vesubio del año 79 d.C., que la había destruido hacía dos mil años, cobró un significado totalmente distinto. Pues así como para la gente de aquel entonces representó la destrucción de una ciudad floreciente, ahora constituyó su preservación. Una preservación que alcanza hasta lo más pequeño y particular. Por eso podemos echarle un vistazo a su vida cotidiana por medio de los cientos de inscripciones con que los pompeyanos cubrían sus muros, tal como nosotros cubrimos los nuestros con carteles. Allí aparecen sus disputas en las reuniones de concejales, sus peleas de animales, sus discusiones con los jefes, sus oficios, sus cantinas. Entre cientos de inscripciones, nos topamos finalmente con una que bien podemos imaginar que debe haber sido la última. De cara al amenazante resplandor de fuego que se cernía sobre la ciudad, un judío o un cristiano que había sido arrastrado hasta allí escribió en un muro: “Sodoma y Gomorra”. Esa es la última e inquietante inscripción de Pompeya.

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Juicios a las brujas

La primera vez que escucharon hablar de las brujas fue tal vez en un cuento popular, como “Hansel y Gretel”. ¿Y en qué pensaron al oírlo? En una mujer mala y peligrosa que vive sola y desocupada en el bosque, y en cuyas manos es mejor no caer. Seguro que no se rompieron la cabeza pensando en cuál es la relación de la bruja con el diablo o con Dios, de dónde viene, qué hace o deja de hacer. Durante siglos, la gente pensó de las brujas lo mismo que ustedes. Así como los niños pequeños creen en los cuentos de hadas, así es como creían por lo general en las brujas. Pero así también como muy pocos niños, no importa cuán pequeños sean, rigen sus vidas según los cuentos de hadas, tampoco los hombres de aquellos siglos pensaron en trasladar la creencia en las brujas a su vida de todos los días. Se conformaban con protegerse de ellas con algún símbolo sencillo: una herradura sobre la puerta, la imagen de un santo o a lo sumo una fórmula mágica que llevaban sobre el pecho, bajo la camisa. Así era en la Antigüedad. Cuando llegó el cristianismo no hubo muchos cambios al respecto, al menos no para peor, pues el cristianismo se oponía a la creencia en el poder del mal. Cristo había vencido al diablo, había descendido a los infiernos y sus seguidores no tenían nada que temer de los poderes malignos. Ese era al menos el credo cristiano más antiguo. Claro que ya por entonces se conocían mujeres con fama de brujas, pero estas eran sobre todo sacerdotisas, diosas paganas, y no se creía seriamente en sus poderes de hechicería. Más bien se les tenía lástima, porque el diablo las había engañado a tal

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punto que ellas mismas se atribuían poderes sobrenaturales. Esto se fue modificando imperceptiblemente con el correr de pocas décadas, más o menos por el año 1300 después de Cristo, aunque nadie podrá explicarles con toda seguridad cómo ocurrió. Lo que sí constituye un hecho indudable es que luego de que la creencia en las brujas acompañara a todas las otras supersticiones durante siglos sin provocar menos perjuicios que otras supersticiones –pero tampoco más–, a mediados del siglo XIV se empezó a ver en todas partes brujas y brujerías, y poco después se dio inicio a su persecución. De golpe y porrazo apareció una doctrina oficial sobre las costumbres de las brujas. De pronto todo el mundo quería saber lo que hacían en sus reuniones, qué poderes poseían y a quién se la tenían jurada. Cómo se llegó a eso es algo que tal vez nunca lleguemos a descubrir del todo. Por eso lo poco que sabemos resulta mucho más sorprendente. Para todos nosotros, la superstición es una cosa que por lo general se encuentra difundida entre la gente simple, en quienes también está arraigada con mayor firmeza. La historia de la creencia en las brujas nos muestra que no siempre fue así. Justamente el siglo XIV, cuando esta creencia reveló su cara más rígida y peligrosa, fue un tiempo de un gran auge de las ciencias. Habían empezado las cruzadas, y con ellas llegaron a Europa las teorías científicas más novedosas, sobre todo de las ciencias naturales, en las que los países árabes estaban mucho más adelantados que el resto. Y por muy improbable que suene, estas nuevas ciencias naturales fomentaron poderosamente la fe en las brujas. Eso ocurrió así: en el Medioevo, las ciencias naturales eran puros cálculos y descripciones, lo que hoy llamamos ciencias teóricas. Todavía no se habían separado de las ciencias aplicadas, como es el caso por ejemplo de la técnica. Esta ciencia natural práctica, por su lado, era la misma o estaba muy em-

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parentada con la magia. Todavía era muy poco lo que se sabía sobre la naturaleza. La investigación y la utilización de sus fuerzas ocultas eran consideradas hechicerías. Pero era una hechicería permitida, si no se proponía objetivos malévolos, y para distinguirla de la magia negra se la llamaba simplemente blanca: la magia blanca. Así, lo que se descubría en la naturaleza terminaba favoreciendo, de manera directa o con rodeos, a las creencias mágicas, a la fe en la influencia de los astros, al arte de fabricar oro y cosas semejantes. Con el interés por la magia blanca creció también el interés por la magia negra. La ciencia natural no era la única ciencia que estaba trabajando para fomentar la horrible creencia en las brujas. Para los filósofos de aquel entonces (todos clérigos), la fe en la magia negra y el hecho de ocuparse de ella planteaban una serie de preguntas que hoy nos cuesta entender y que, cuando al fin las comprendemos, nos ponen los pelos de punta. Ante todo, lo que se quería aclarar de manera inequívoca era en qué se distinguía la hechicería que practicaban las brujas de otras artes mágicas malignas. Hacía tiempo que se sabía que los hechiceros malvados eran todos, sin distinciones, herejes, es decir que no creían en Dios o no lo hacían de la manera correcta. Los Papas lo habían predicado con frecuencia. Pero ahora se quería distinguir a las brujas y a los hechiceros de otros nigromantes. Todos los eruditos se pusieron a hacer elucubraciones con este objetivo. Esto hubiera sido absurdo y curioso, en lugar de horripilante, si un siglo más tarde, cuando los juicios a las brujas alcanzaron su apogeo, no hubieran aparecido dos hombres que se tomaron esta sarta de delirios con toda seriedad. Los compilaron, los compararon entre sí, sacaron conclusiones y los usaron como un instructivo para averiguar minuciosamente la verdad sobre aquellos que serían acusados de brujería.

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Este libro se llama El martillo de las brujas. Probablemente no exista nada impreso que haya traído mayor desdicha a los hombres que estos tres gruesos volúmenes. Pero veamos cómo definían estos eruditos a las brujas. Ante todo, decían que tenían sellado un pacto expreso con el diablo. Habían renegado de Dios y jurado cumplir todas las órdenes del diablo. A cambio, el diablo les habría prometido todos los bienes posibles (de la vida terrenal, por supuesto). Pero como se trataba de un embustero, casi nunca había cumplido y tampoco lo haría en el futuro. Había una infinita numeración de todo lo que las brujas obraban con el poder del diablo, cómo lo lograban y cuáles eran las prácticas que estaban obligadas a sostener. Pero no quiero contar ahora sobre la montaña del Brocken, donde se supone que las brujas se reunían todos los primero de mayo, ni de sus cabalgatas sobre los palos de escoba, con los que volaban hacia las chimeneas. Quiero contar un par de cosas más extrañas aún, que acaso no hayan leído ustedes en los libros de sagas. O sea: extrañas para nosotros. Porque hace algunos siglos, a la gente le parecía de lo más obvio que una bruja, cuando salía al campo y alzaba la mano hacia el cielo, pudiera hacer descender un temporal de granizo sobre los granos. O que pudiera embrujar las vacas con la mirada, de forma que de sus ubres saliera sangre en lugar de leche. O perforar los sauces de tal modo que de la corteza manara leche o vino. O que pudiera transformarse en gato, lobo o cuervo. En aquel tiempo, si se creía que alguno practicaba la brujería, no había nada que no reforzara esa sospecha, más allá de lo que hiciera o dejara de hacer. Del mismo modo, no había por aquella época nada, ni en la casa ni en el campo, ni en las conversaciones ni en los hechos, ni en los servicios

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religiosos ni en los juegos, que no pudiera ser relacionado con la brujería por parte de gente maligna, tonta o loca. Todavía hoy existen términos alemanes que atestiguan cómo las cosas naturales más inocentes son relacionadas con esta creencia, como por ejemplo “mantequilla de brujas” (para las huevas de rana), “corro de brujas” (para los círculos de hongos), “esponja de brujas” (para un tipo de hongo) y “harina de brujas” (para ciertos polvos vegetales). Pero si lo que ustedes quieren es un breve resumen, una especie de guía a través de la vida de las brujas, entonces tienen que procurarse la obra Macbeth de William Shakespeare. Ahí verán también que al diablo se lo concebía como un amo severo al que cada bruja debía responder por los trucos malignos o los crímenes atroces que habían hecho en su honor. Todo lo que figura en Macbeth es lo que por aquel entonces sabía cualquier persona normal sobre las brujas. Claro que los filósofos sabían mucho más. Ellos podían dar pruebas sobre la existencia de las brujas, tan carentes de lógica que hoy no se las aprobarían a ningún alumno en un ensayo escolar. Uno de ellos escribió en 1660: “El que niega la existencia de las brujas también niega la existencia de los espíritus, pues las brujas son espíritus. Ahora bien, el que niega la existencia de espíritus también niega la existencia de Dios, pues Dios es un espíritu. De modo que quien niega a las brujas también niega a Dios”. El error y el sinsentido son males suficientes. Pero sólo se vuelven muy peligrosos cuando se pretende imponerles orden y lógica. Eso es lo que ocurrió con la creencia en las brujas y por eso es que la tozudez de los eruditos produjo un desastre mucho más grande que la superstición. Ya hemos hablado de los que practicaban las ciencias naturales y de los filósofos. Pero ahora vienen los peores: los juristas. Y con ello llegamos a los juicios a las brujas, la plaga

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más espantosa de aquella época, junto con la peste. También estos juicios se propagaban como una epidemia, saltando de país en país, y alcanzaban su apogeo para luego declinar momentáneamente. No se detenían ni ante los niños ni ante los ancianos, ricos o pobres, juristas o alcaldes, médicos o científicos. Los canónigos, ministros y clérigos debían subir a la hoguera tanto como los encantadores de serpientes o los actores de feria, por no hablar del número infinitamente más elevado de mujeres de todas las edades y clases sociales. Hoy nos resulta imposible determinar en cifras exactas cuántas personas perecieron en Europa por ser consideradas brujas o hechiceros, pero seguro que fueron por lo menos cien mil, tal vez varias veces ese número. Ya les mencioné ese libro horrible, El martillo de las brujas, que apareció en 1487 y se reimprimió muchísimas veces. Estaba escrito en latín y era un manual para inquisidores. “Inquisidor”, o sea “interrogador”, se llamaba a los monjes que el Papa había dotado de poderes especiales para combatir la herejía. Como las brujas siempre eran consideradas también herejes, a los inquisidores les tocaba ocuparse de ellas. Una tarea que no por espantosa dejaba de despertar envidia. Había otras jurisdicciones que se morían por poder ocuparse de la lucha contra las brujas: los tribunales clericales de los sacerdotes y los tribunales de los jueces seculares. De estas dos jurisdicciones regulares, la segunda era la peor. El antiguo derecho eclesiástico no hablaba de quemar a las bujas. Por eso durante mucho tiempo los castigos para las brujas sólo eran la excomunión y la reclusión. Hasta que en el año 1532, Carlos V puso en práctica su nuevo código de leyes, el así llamado Carolina o Procedimiento para los juicios de crímenes capitales. En este código, la hechicería se pagaba con la hoguera. Al menos contaba con la restricción de que debía haber ocurrido un daño verdadero. Para algunos

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juristas y príncipes, la ley era demasiado clemente, y muchos prefirieron regirse por la ley sajona, según la cual los magos y las brujas podían ser quemados aun cuando no hubiesen causado ningún perjuicio. Todas estas jurisdicciones dieron como resultado una confusión tan tremenda que ya no era posible hablar de ley y orden. A esto se agregó que se tenía a las brujas por personas poseídas por el diablo. Como se creía entonces estar frente a la supremacía del Mal, se consideraba que todo estaba permitido para combatirla. Nada podía ser tan terrible o absurdo para que los especialistas en derecho de aquel entonces no le encontraran una definición, por supuesto que en latín. De ahí que denominaran a la brujería un “crimen exceptum”, es decir un crimen extraordinario, en el que el acusado casi no podía defenderse. Por ejemplo, se lo declaraba culpable ya desde el principio. Cuando tenía un defensor, tampoco podía hacer mucho. Por principio, un defensor demasiado vehemente de aquellos que estaban acusados de brujería se volvía él mismo sospechoso de ser un hechicero. Los juristas veían la cuestión de las brujas como un asunto estrictamente jurídico que sólo ellos podían juzgar. Su máxima más peligrosa era la siguiente: en crímenes de brujería, basta con la confesión del autor del delito, aun cuando no se encuentren otras pruebas del mismo. En aquel tiempo, la tortura estaba a la orden del día en los procesos contra las brujas, de modo que cualquiera puede imaginarse lo que significaba entonces una confesión de este tipo. Una de las cosas más asombrosas que nos encontramos en la historia de la humanidad es que hayan tenido que pasar más de doscientos años antes de que los juristas se les ocurriese que las confesiones bajo tortura no tienen ningún valor. Tal vez se deba a que sus libros estaban tan llenos de las sutilezas más inverosímiles y espantosas que no podían concebir los pensamientos más simples.

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De ahí también que creyeran haberle descubierto el juego al diablo. Si por ejemplo una acusada se obstinaba en guardar silencio, porque sabía que cada palabra, aún la más inocente, sólo la arrastraría a una desgracia más profunda aún, eso se llamaba entre los juristas un “trismo diabólico”, con lo que querían decir que el espíritu maligno tenía embrujada a la culpable para que no pudiera hablar. Para lo mismo servían las así llamadas “pruebas de brujería”, con las que a veces se intentaban acortar los procedimientos. Estaba por ejemplo la prueba de las lágrimas. Cuando alguien no lloraba de dolor durante la tortura, se consideraba probado que el diablo estaba a su lado. Tuvieron que transcurrir de nuevo doscientos años hasta que los médicos hicieran la simple observación, o se animaran a expresarla, de que una persona sometida a dolores muy fuertes no llora. La lucha contra los juicios a las brujas es una de las mayores luchas de liberación de la humanidad. Arrancó en el 1600 y necesitó cien años para triunfar, en algunos países incluso más. Empezó como empiezan con mucha frecuencia esas cosas, no por un darse cuenta, sino por necesidad. Algunos príncipes habían notado que en el curso de pocos años sus países se habían despoblado, pues bajo tortura cada uno siempre acusaba a otro. A un juicio le podían seguir cientos, que se iban sucediendo durante años. Ahí es cuando algunos príncipes empezaron a prohibir estos juicios. Poco a poco, la gente se animó entonces a reflexionar. Los clérigos y los filósofos descubrieron que la creencia en las brujas no había existido en la antigua Iglesia y que Dios nunca podría haberle concedido al diablo un poder tan grande sobre los hombres. Los juristas cayeron en la cuenta de que no se podía seguir confiando, como hasta ahora, en difamaciones y confesiones conseguidas a la fuerza mediante torturas. Los médicos informaron que había enfermedades por

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las cuales las personas podían creerse hechiceras o brujas, sin por eso serlo. Y por último apareció el sentido común y señaló las innumerables contradicciones en cada acta de los juicios a las brujas y en la propia creencia en las brujas. De todos los libros que se escribieron por aquel tiempo en contra de los juicios a las brujas sólo uno se hizo famoso. Es el del jesuita Friedrich von Spee. Este hombre había sido en sus años mozos confesor de las brujas condenadas a muerte. Un día un amigo le preguntó por qué le habían salido canas tan temprano, a lo que el jesuita le contestó: “Por la cantidad de inocentes que tuve que acompañar a la hoguera”. Su libro Advertencia sobre los juicios a las brujas no es especialmente revolucionario. Friedrich von Spee cree incluso que las brujas existen. Pero en lo que no cree de ningún modo es en los delirios espantosamente eruditos y rebuscados por los cuales cualquier persona pudo ser presentada como bruja o hechicero durante siglos. Al horrendo galimatías latino-alemán de miles y decenas de miles de actas le contrapone una obra atravesada por el enojo y la emoción. Con esta obra y su efecto demostró cuán necesario es poner el humanismo por sobre la erudición y la perspicacia.

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Pandillas de bandidos en la antigua A lemania

Si los bandidos no tuvieran ninguna otra ventaja sobre el resto de los criminales, igual seguirían siendo los más distinguidos, porque son los únicos que tienen una historia. La historia de las pandillas de bandidos es parte de la historia cultural de Alemania, y hasta de toda Europa. Y no sólo tienen una historia, sino que poseyeron, al menos por mucho tiempo, el orgullo y la conciencia de una clase social con una tradición antiquísima. No se puede escribir la historia de los ladrones o de los estafadores o de los asesinos, esos siempre fueron individuos aislados, a lo sumo puede ser que el oficio de ladrón haya pasado alguna vez en la familia de padre a hijo. Con los bandidos la cosa es muy distinta. No sólo hubo grandes familias de estos salteadores de caminos, que se reprodujeron por varias generaciones, extendiéndose por regiones enteras, y que, como familias reales, cerraban relaciones entre sí. No sólo había pandillas aisladas que llegaron a permanecer firmemente unidas hasta cincuenta años seguidos, sumando a menudo más de cien miembros. Además de todo eso, estos bandidos tenían viejos usos y costumbres, una lengua propia, como el Rotwelsch, y conceptos propios del honor y el rango que se siguieron legando entre ellos durante siglos. He pensado en contarles hoy algo de estos pensamientos, costumbres y convicciones de los bandidos. Pues no podemos darnos una idea correcta de las pandillas de salteadores contando sólo las historias truculentas de los más famosos de ellos, como el caso de Schinderhannes, Lips Tullian o Demian Hessel. Mucho más interesante e importante que la

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historia de vida de la mayoría de sus líderes es ver cómo nacieron estas pandillas, qué leyes internas las mantenían unidas y cómo llevaron adelante su lucha contra el rey, los príncipes y los ciudadanos, y más tarde contra la policía y la justicia. Para hacerlo debo omitir uno de los secretos más bellos y trascendentes de los bandidos, sobre el que hablaremos más adelante. Me refiero a su lengua y a sus así llamados Zinken, o signos secretos. Este Rotwelsch revela por sí sola algunas cosas sobre el origen de los bandidos. Es que en este idioma secreto, junto a muchos elementos alemanes, hay sobre todo mucho hebreo. Eso indica la estrecha relación que tenían los bandoleros de antaño con los judíos. Más tarde, en el 1500 y el 1600, los judíos mismos eran con frecuencias temidos líderes. En los primeros tiempos, sin embargo, su relación con las pandillas era más bien la de encubridores, pues les compraban a los bandidos sus mercancías. Como en el Medioevo los judíos estaban excluidos de la mayoría de los empleos honestos, no es difícil ver cómo llegaron a ejercer este. Junto a los judíos, los que jugaron el papel más importante en el surgimiento de las pandillas fueron los gitanos. De ellos aprendieron los estafadores su astucia y destreza características, amén de un sinnúmero de crímenes descarados y audaces. De ellos aprendieron también cómo hacer del delito un oficio. Y adoptaron, por último, una serie de sus expresiones específicas en su Rotwelsch. Los estafadores y bandidos también tomaron de ambos, de los judíos y de los gitanos, una enorme cantidad de terribles supersticiones, cientos de fórmulas mágicas y recetas de magia negra. Al comienzos de la Edad Media, el oficio principal de las grandes pandillas de bandoleros era el de salteadores de caminos. Ante la impotencia de los príncipes, que no estaban en condiciones de garantizar la seguridad de los caminos en

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sus dominios, el robo se convirtió en ciertas circunstancias casi en un oficio hecho y derecho. Lo vemos por ejemplo en el caso de los caballeros bandidos, con quienes las caravanas de comerciantes solían negociar un cierto importe, a fin de asegurarse el libre paso por la región que aquellos tornaban insegura. Por todo esto no asombra que las pandillas de bandidos adquirieran ya desde sus inicios una especie de constitución caballeresca o guerrera. A continuación les leeré un verdadero juramento de los bandidos, redactado en el 1600: Por la cabeza y el alma de nuestro comandante juro: 1. Que obedeceré todas sus órdenes. 2. Que seré fiel a mis camaradas en todos sus planes y empresas. 3. Que acudiré en todo momento a los encuentros que determine el comandante, sean aquí o en otros sitios, a no ser que él mismo me autorice a faltar. 4. Que estaré atento y disponible ante cualquier llamada a toda hora del día o de la noche. 5. Que jamás abandonaré a mis camaradas en peligro, sino que permaneceré a su lado hasta la última gota de sangre. 6. Que nunca huiré de mi enemigo si estamos en igual número, sino que preferiré luchar con valentía y terminar muerto en el lugar. 7. Que nos ofreceremos mutuamente ayuda y estímulo, ya sea cuando el otro esté preso, enfermo o sea víctima de otro tipo de infortunio. 8. Que nunca dejaré que uno de mis camaradas herido o muerto caiga en manos del enemigo, si es que puedo salvarlo. 9. Que en caso de caer prisionero no confesaré nada, ni mucho menos dejaré al descubierto o revelaré el lugar de residencia o el campamento de mis aliados, aun si no hacerlo me costara la vida.

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Y si llego a quebrar estos juramentos, que me acometan y me afecten las plagas más grandes y los castigos más crueles, en esta tierra y en el más allá.

A estos juramentos caballerescos de bandoleros se agrega que algunas pandillas tenían su propio sistema de justicia, la llamada Plattenrecht. De algunas conocemos incluso toda una jerarquía de rangos. Contaban con consejeros, jefes de distrito, consejos de gobierno y su comandante concedía títulos de nobleza. En cierta célebre pandilla holandesa, los líderes llevaban durante los asaltos una barreta en las manos como símbolo de su rango. Por muy estrechamente unidos que se mantuvieran los miembros de una y la misma pandilla, las diferentes pandillas podían a veces hacerse entre ellos jugarretas de lo más maléficas. Una de las series de robos más curiosas corresponde al chasco que le jugaron los bandidos Fetzer y Simon al bandido Langleiser y a sus camaradas, en razón de que estos últimos no querían dejarlos participar de un robo que tenían planeado a un banquero de la llanura de Münster. Con el objeto de vengarse, Fetzer y Simon cometieron una serie de asaltos temerarios en aquella zona, de modo que a partir de ahí toda la gente se andaba con cuidado y ya no se pudo arriesgar el planificado asalto al banquero. La traición era el peor crimen que podía cometer un bandido. El poder de los capitanes de los bandoleros solía ser tan grande que los camaradas que lanzaban incriminaciones contra ellos volvían a retirarlas no bien los enfrentaban cara a cara. Un célebre policía dijo que en sus interrogatorios había hecho las más asombrosas experiencias acerca del poder monstruoso que era capaz de ejercer la mera aparición o la mera inspiración de aire de un bandido sobre un camarada dispuesto a confesar.

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Sin embargo, siempre había muchachos que delataban camaradas, a cambio de ganarse ellos mismos el perdón. El ofrecimiento más extraño de este tipo proviene de un famoso bandido, Juan de Bohemia, que a modo de recompensa por la liberación que había solicitado prometió escribir un libro sobre estafas, a fin de que pudieran ser prevenidas en el futuro. La amable propuesta no fue aceptada. Había suficientes libros parecidos por aquella época, además. El más conocido era el así llamado Liber vagatorum, o sea Libro de los estafadores, que apareció por primera vez en 1509 con prólogo de Martín Lutero, del que les leeré ahora unas líneas: Este pequeño libro sobre las bribonadas de los mendigos ha sido editado originalmente por uno que no dice su nombre, sino que se presenta como alguien experimentado en las artes del engaño. Esto es algo que el libro también demuestra, aun cuando él no lo hubiera hecho explícito. Me ha parecido bien que un libro como este no sólo se imprima, sino que también se haga conocido en todas partes, para que se observe y entienda el poder con que reina el diablo en el mundo, a ver si la gente aprende y empieza de una vez por todas a tomar precauciones. En cuanto al Rotwelsch que aparece en el libro, tiene su origen en los judíos, pues contiene muchas palabras en hebreo. De eso se darán cuenta los que sepan ese idioma.

Lutero prosigue describiendo otras ventajas del libro: permite aprender que es preferible combatir a los mendigos con limosnas y compasión que dejar que nos quiten mediante sus triquiñuelas cinco o seis veces más dinero del que le daríamos voluntariamente. Claro que los mendigos de los que se habla en el libro no son mendigos como los concebimos hoy, sino personajes muy peligrosos que caían en hordas sobre las ciudades, como enjambres de langostas, y a menudo sólo apa-

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rentaban su fragilidad y enfermedad. No por nada las ciudades del Medioevo tenían los así llamados “alguaciles de mendigos”, cuyo único trabajo era vigilar y dirigir la afluencia ininterrumpida de vagabundos, de modo que la ciudad sufriera el menor daño posible. Por aquella época había muchos menos pordioseros sedentarios que mendigos errantes provenientes de regiones alejadas. A veces era tan difícil hacer diferencias entre ellos y los bandidos, como entre los bandidos y muchos comerciantes. Pues también entre los vendedores ambulantes había muchos que transportaban sus trastos consigo sólo para aparentar, engañando a la gente acerca de su verdadero oficio, que era el robo. El arte de la estafa fue cambiando con el correr de las épocas. La simulación astuta de enfermedades falsas, cosa que estaba a la orden del día en la Edad Media, despareció con el tiempo, cuando se debilitó la influencia de la Iglesia y escasearon las limosnas. Hoy ya no podemos ni imaginar la cantidad de trucos que ponía en práctica la gente, especulando con la compasión de sus semejantes. Estas dolencias aparentes tenían por supuesto la ventaja adicional de hacer que los asaltantes y asesinos más peligrosos parecieran inofensivos. Había gente que se agolpaba a la hora de la misa en la iglesia, y cuando el sacerdote daba su bendición, se metían un pedazo de jabón en la boca, con el cual generaban espuma. A fin de que se les creyera por completo que eran víctimas de un espasmo, caían sobre la tierra a la vista de todo el mundo. De este modo podían estar seguros de obtener donaciones de los piadosos. La escalinata frente a la iglesia estaba repleta de gentuza semejante. Se podían encontrar ahí hombres mostrando brazos con huellas de cadenas que en realidad estaban pin-

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tadas. Le hacían creer a la gente que habían caído en manos de paganos durante una cruzada y habían estado languideciendo durante años como esclavos en las galeras. Otros se cortaban el pelo al modo de los clérigos y le contaban a la gente que eran sacerdotes en peregrinación a los que unos bandidos les habían quitado sus pertenencias. Otros hacían ruido con sonajeros, como los que por aquel entonces llevaban los leprosos, para que la gente no se les acercara y les depositaran limosnas a cierta distancia. La situación de estas multitudes peligrosas y salvajes se aprecia bien observando el lugar apartado donde se reunía el mismo tipo de gentuza en París en esa época. Se trataba de un patio vacío y abandonado, que el pueblo llamaba la “Corte de los Milagros”, pues allí los bribones ciegos se volvían videntes, los paralíticos empezaban a moverse, los sordos a oír y los mudos a hablar. Sería de nunca acabar si nos pusiéramos a enumerar todas sus artimañas. Junto a la presunta sordera, que les facilitaba a los pillos escuchar las conversaciones y así enterarse de dónde había cosas para hurtar, uno de los simulacros especialmente populares era el de la demencia. Si un bribón tenía la mala suerte de ser atrapado mientras hacía de campana durante un robo, simplemente pretendía ser un idiota que no sabía cómo ni para qué había llegado hasta ahí. Pero volvamos por un momento a lo que escribe Lutero en el prólogo de su libro de estafadores. Ahí dice que en él puede verse cómo el diablo gobierna el mundo, y eso hay que tomarlo al pie de letra, mucho más de lo que hoy quisiéramos creer. En el Medioevo se apresuraban en suponer que los jefes de bandidos más hábiles y valientes habían hecho un pacto con el diablo. Y esta creencia errónea y, para ellos, casi siempre mortal, era reforzada por todo tipo de pruebas presuntas.

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Una de ellas, y no la menor, era la increíble superstición que se hallaba tan extendida entre los propios bandidos. Toda la gente que tiene un oficio inconstante que depende de mil casualidades tiende a la superstición, y lo hace doblemente si ese oficio es peligroso. Los bandidos creían poseer cien fórmulas mágicas para hacerse invisibles durante los asaltos, para adormecer a la gente en cuyas casas querían entrar, para protegerse de las balas de sus perseguidores o para encontrar tesoros especialmente abundantes ahí donde planeaban perpetrar un asalto. Todo esto se acrecentaba por los fragmentos de hebreo incomprendido que los bandidos habían tomado al vuelo de los judíos. Y más aún por el así llamado “sello demoníaco”, los pequeños garabatos y líneas que pintaban sobre pergamino para asegurarse la simpatía de los espíritus malignos durante la ejecución de sus crímenes. A fin de cuentas, la mayoría de estos bandidos, con toda su temeridad y astucia, eran personas pobres e ignorantes, en su mayoría de origen campesino. Leer y escribir era algo que naturalmente sólo sabían los menos, y los misteriosos símbolos mágicos en las cartas de Schinderhannes demuestran que saber esas cosas tampoco los salvaba de la superstición. Había algunos que sabían de su religión tanto como de matemáticas. Existe la conmovedora declaración de uno de estos pobres bandidos atrapados, que iba a recibir consuelo espiritual por parte de un clérigo, pero contestó: “Se supone que nuestro santo Señor y su santa Madre nos ayudan e interceden por nosotros, pero lo cierto es que nunca lo hacen en las casas de campesinos, en las fondas o en los edificios públicos, donde hay mucho dinero”. De modo que bien puede ser que haya habido bandidos que creían ellos mismos ser hechiceros y estar en alianza con el diablo. Hay que tener en cuenta que por aquel entonces

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existía aún la tortura, bajo la cual la pobre gente confesaba cosas de las que nunca había oído hablar en su vida. En el 1700 se abolió la tortura, y con el tiempo empezó a aparecer gente que buscaba tratar más humanamente a los bandidos presos. No sólo querían mejorarlos con máximas edificantes o amenazas de que se irían al infierno, sino que trataban de entenderlos. Uno de ellos escribió una historia detallada de unas pandillas, en donde describe a cada uno de estos bandidos. ¿Debemos pensar que el hombre que se describe ahí con las siguientes palabras fue uno de los jefes más peligrosos de su tiempo? Es sincero, amante de la verdad, resuelto, irresponsable, fogoso y fácil de convencer, pero firme una vez que toma una decisión. Agradecido, tempestuoso, vindicativo, dotado de una imaginación vívida, buena memoria y por lo general buen humor. Cuando está sobrio, es ingenuo, por momentos gracioso, algo engreído y hasta con talento musical.

De modo que realmente existieron bandidos nobles. Claro que este es un descubrimiento que recién se hizo cuando empezaron a desaparecer. ¿O será que empezaron a desaparecer por culpa de este descubrimiento? Pues la crueldad con que hasta entonces fueron perseguidos y castigados, siendo ejecutados a menudo por meros hurtos, impidió que los bandidos se convirtieran de nuevo en ciudadanos pacíficos. La falta de humanidad del antiguo derecho penal formó parte del surgimiento del bandolerismo, tanto como el nuevo humanismo de las leyes contribuyó a su desaparición.

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El terremoto de L isboa

¿Alguna vez les ha tocado esperar en una vieja farmacia y observar cómo arma las recetas el farmacéutico? Sobre una balanza con pesas muy pequeñas mide gramo a gramo, o por décimas de gramo, todas las sustancias y polvitos que conforman la mezcla ya lista. A mí me pasa lo mismo que el farmacéutico cuando les cuento algo aquí en la radio. Mis pesas son los minutos, y debo sopesar con mucha precisión cuánto pongo de esto y cuánto de aquello, para que la mezcla salga bien. Ustedes se preguntarán por qué. “Si quiere hablar del terremoto de Lisboa, pues bien, empiece por donde empezó, y luego siga contando lo que sucedió después”. Pero si hago eso, no creo que les vaya a gustar. Se derrumba una casa tras la otra, muere una familia tras otra; el horror del fuego que se expande y el horror del agua, la oscuridad y los saqueos; los lamentos de los heridos y las quejas de quienes buscan a sus familiares. A nadie le gustaría escuchar sólo esas cosas, y justamente esas son las cosas que se repiten más o menos de la misma manera en cada gran catástrofe natural. El terremoto que destruyó Lisboa el 1 de noviembre de 1755 no fue sólo una desgracia como miles de otras, sino que fue particular y llamativa en muchos aspectos. De esos aspectos es que quiero hablarles. En primer lugar, fue uno de los sismos más grandes y aniquiladores de todos los tiempos. Pero no sólo por eso exaltó los ánimos y mantuvo ocupado a todo el mundo en aquel siglo como pocas otras cosas. La destrucción de Lisboa fue en aquel momento como decir hoy la destrucción de Chicago o de Londres. A mediados

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del 1700, Portugal estaba aún en la cumbre de su inmenso poder colonial. Lisboa era una de las ciudades comerciales más grandes del mundo. Su puerto, en la desembocadura del río Tejo, estaba todo el año lleno de barcos. Lo rodeaban las enormes casas de comercio de los mercaderes ingleses, franceses y alemanes, sobre todo de Hamburgo. La ciudad contaba con treinta mil casas y mucho más de doscientos cincuenta mil habitantes. Cerca de un cuarto de ellos perdió la vida en este terremoto. La corte del rey era famosa por su severidad y su brillo. Entre las muchas descripciones de la ciudad de Lisboa que aparecieron en los años previos al sismo se pueden leer las cosas más extrañas acerca de la rígida solemnidad con que los cortesanos y sus familias se daban cita en las noches de verano con sus carrozas en la plaza principal de la ciudad, la Plaza del Rossio, donde conversaban un ratito entre ellos sin bajar de sus coches. Del rey de Portugal se tenía una imagen tan elevada que en uno de los muchos volantes que luego difundieron por toda Europa una descripción detallada de la tragedia no se da crédito a la circunstancia de que el terremoto también hubiera afectado a una personalidad tan grande. Así como la desgracia sólo aparece en su grandeza cuando ha sido superada –escribe este singular cronista–, la mejor forma de darse una lamentable idea de este suceso espantoso es pensando que un gran rey pasó un día entero junto a su esposa en una carroza, abandonado por todo en el mundo y en las condiciones más miserables.

Los volantes en los que se leen este tipo de cosas ocupaban en aquella época el lugar de los periódicos. El que podía buscaba relatos detallados de testigos oculares, luego los hacía

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imprimir y los vendía. Más adelante les leeré un tramo de una crónica de esas, pero basada en lo que vivió un inglés asentado en Lisboa. Hay otra razón especial por la que este acontecimiento conmovió de tal modo a la gente, haciendo que circularan innumerables volantes de mano en mano y que casi cien años más tarde siguieran apareciendo nuevas crónicas sobre el hecho. El impacto de este terremoto fue más amplio que el de ninguno que se tuviera noticia. Se sintió por toda Europa y hasta en África. Se calcula que con sus réplicas más alejadas cubrió la increíble superficie de dos millones y medio de kilómetros cuadrados. Los temblores más fuertes llegaron hasta la costa de Marruecos, de un lado, y hasta la costa de Andalucía y Francia por el otro. Las ciudades de Cádiz, Jerez y Algeciras fueron arrasadas casi en su totalidad. En Sevilla, las torres de la catedral se sacudieron como juncos en el viento, según relató un testigo. Las sacudidas más violentas se propagaron a través del mar. Desde Finlandia hasta la India holandesa se sintieron los gigantescos movimientos de agua. Se ha calculado que el temblor del océano desde la costa portuguesa hasta la desembocadura del Elba se propagó a la monstruosa velocidad de un cuarto de hora. Pero basta con lo que se percibió en el momento de la desgracia. Más que de esto, la fantasía de los hombres de aquel entonces se ocupó de lo que se pudo observar en las semanas precedentes en materia de acontecimientos naturales extraños. Estos fenómenos fueron interpretados con posterioridad como presagios de la calamidad futura, y no siempre de manera equivocada. Dos semanas antes del día aciago, estallaron de pronto vapores desde la tierra en Locarno, al sur de Suiza, que en dos horas se habían transformado en una niebla roja que cayó hacia la noche en forma de lluvia púrpura. A partir de ese momento pudieron observarse al oeste

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de Europa huracanes espantosos combinados con aguaceros e inundaciones. Ocho días antes del temblor, la tierra de Cádiz se cubrió de una masa de gusanos. Nadie se ocupó más de estos sucesos en aquel entonces que el gran filósofo alemán Immanuel Kant. En el momento en que tuvo lugar el terremoto, era un joven de 24 años. No había salido ni nunca saldría de Königsberg, su lugar de nacimiento, pero con un empeño increíble juntó todas las noticias que pudo recibir sobre este sismo. El pequeño texto que escribió sobre ese tema constituye el principio de la geografía científica en Alemania. Y sin duda el principio de la sismología. Me gustaría contarles un poco acerca del camino que ha recorrido esta ciencia desde aquella descripción del sismo de 1755 hasta hoy. Pero debo ser cuidadoso para que nuestro inglés no se pierda en el tumulto, pues quiero leerles el relato de lo que vivió durante el terremoto. Es que ya está impaciente, pues quiere volver a tener la palabra después de ciento cincuenta años en los que nadie se ocupó de él, y sólo me permite decirles un par de palabras sobre lo que hoy sabemos acerca de los terremotos. Pero antes que nada: la cosa no es como se la imaginan. Porque apuesto a que si ahora pudiera hacer una pequeña pausa y les preguntara cómo intentarían explicar un sismo, ustedes pensarían primero en los volcanes. Y es verdad que las erupciones de los volcanes a menudo están relacionadas con los sismos, o al menos son anunciadas por estos. Así es como la gente creyó durante dos mil años, desde los antiguos griegos hasta Kant y aun hasta cerca del año 1870, que los terremotos provenían de los gases ígneos, los vapores en el interior de la tierra y cosas similares. Pero cuando se verificó el asunto con instrumentos de medición y cálculos de una agudeza y refinamiento de la que no se pueden dar una idea (y yo tampoco), resultó que era algo comple-

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tamente distinto, al menos para los grandes terremotos como el de Lisboa. Esos terremotos no surgen de lo más profundo de la tierra, que aún hoy imaginamos líquido o mejor dicho barroso, como un lodo de fuego. Se originan por procesos en su corteza, que es una capa de unos tres mil kilómetros de grosor. En esa capa reina la intranquilidad; en su interior las masas se están desplazando todo el tiempo, siempre tratando de mantener el equilibro entre sí. Se conocen algunas de las razones que perturban este equilibro, mientras que se trabaja incansablemente para sondear otras. Lo que sabemos con seguridad es que los cambios más importantes ocurren debido al continuo enfriamiento de la tierra. Este enfriamiento provoca enormes tensiones en las masas rocosas, hasta que terminan rompiéndose. Tras esto, buscan un nuevo equilibrio mediante cambios de posición, que nosotros sentimos como terremotos. Otras transformaciones tienen lugar por el desmoronamiento de las montañas, que se vuelven más livianas, y por los aluviones que se depositan en el fondo del mar, que se vuelve más pesado. También las tormentas que recorren la tierra, sobre todo en otoño, sacuden la superficie del planeta. Por último, falta determinar cuáles son las fuerzas que ejerce sobre la superficie de la tierra la atracción de los cuerpos celestes. Si esto es así, podrían decir ustedes, la superficie de la tierra nunca va a poder calmarse de verdad y los terremotos van a seguir sucediendo de manera constante. Y tienen razón, así es. Los delicadísimos instrumentos para medir sismos que tenemos hoy nunca están del todo quietos. Es decir que la tierra tiembla todo el tiempo, sólo que la mayor parte de las veces lo hace de tal modo que nosotros no percibimos nada.

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Eso empeora la situación cuando de pronto, ¡oh cielos!, este temblor se vuelve perceptible. Oh cielos, efectivamente: El sol brillaba en todo su esplendor –escribe nuestro inglés, que al fin toma la palabra–. El cielo estaba completamente despejado y claro, no se percibía la menor señal de algún fenómeno natural, cuando entre las 9 y las 10 de la mañana, estando yo sentado en mi escritorio, la mesa hizo un movimiento que me sorprendió bastante, pues no le reconocí razón alguna. Estaba aún pensando en el posible motivo cuando la casa tembló de arriba abajo. En el interior de la tierra retumbó un trueno, como si a gran distancia se precipitara una tormenta. Ahora sí dejé rápidamente la pluma y me puse de pie de un salto. El peligro era grande, pero quedaba la esperanza de que el asunto transcurriera sin perjuicios. El instante siguiente puso fin a esta duda. Se escuchó un terrible golpeteo, como si todos los edificios de la ciudad se estuvieran derrumbando. También mi casa se sacudió de tal forma que los pisos superiores se desmoronaron de inmediato. Las habitaciones en las que yo vivía tambalearon de tal modo que cayeron todos los enseres. Temí caer muerto por un golpe en cualquier momento, pues los muros estallaban y de las hendiduras salían disparadas grandes piedras, mientras que las vigas del techo casi que flotaban sueltas por todas partes. En ese momento el cielo se oscureció tanto que ya no era posible reconocer ningún objeto. Era como una tormenta de arena en el desierto, ya sea como consecuencia del infinito polvo que producían las casas al caer, o porque la tierra había generado un cúmulo de bruma sulfurosa. Al fin la noche volvió aclarar y la violencia de los golpes cedió. Recobré cierta serenidad y miré a mi alrededor. Me di cuenta de que si había sobrevivido hasta ese momento era gracias a una pequeña casualidad: de haber estado vestido, ense-

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guida habría huido hacia la calle y habría caído bajo los edificios que se desplomaban. Me puse los zapatos y un pantalón a toda velocidad y me precipité ahora sí hacia la calle, en dirección al cementerio de San Pablo, que por su altura era donde creí estar más a resguardo. Nadie estaba en condiciones de reconocer la calle donde vivía. Muchos no sabían contestar a la pregunta de qué les había pasado. Todos estaban desperdigados y nadie sabía dónde se había ido lo suyo ni los suyos. En lo alto del cementerio fui testigo de un espectáculo horrible: hasta donde llegaba la vista mar adentro, un gran número de barcos se balanceaban y chocaban entre sí, como en la peor de las tormentas. De pronto se hundió el muelle más robusto de la costa, arrastrando a todas las personas que habían creído estar a salvo sobre él. Al mismo tiempo cayeron, presas del mar, los botes y los vehículos en los que tantos habían buscado salvarse.

Como se sabe por otros relatos, la tremenda ola de veinte metros de altura que el inglés vio desde lejos se precipitó sobre la ciudad más o menos una hora después del segundo sismo, que fue el más asolador. Cuando la ola se retiró, el lecho del Tejo apareció súbitamente seco: el retroceso de la ola fue tan violento que se llevó consigo toda el agua del río. Cuando cayó la noche –concluye el inglés–, la ciudad devastada parecía haberse convertido por completo en un mar de fuego: la claridad era tal que se hubiera podido leer una carta. Al menos en cien lugares ascendían las llamas, que hicieron estragos seis días seguidos, devorándose todo lo que se había salvado del terremoto. Miles las miraban, petrificados por el dolor, mientras que las mujeres y los niños pedían ayuda a todos los santos y ángeles. Y la tierra seguía temblando, un poco más o un poco menos, a menudo de forma ininterrumpida durante un cuarto de hora. 57 |

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Baste con lo dicho sobre este día aciago, el 1 de noviembre de 1755. La desgracia que trajo consigo es una de las pocas frente a las que la humanidad se encuentra hoy tan indefensa como en aquel entonces. Pero también aquí la técnica encontrará algún remedio, aunque sea solamente por el rodeo de la predicción. De momento, los órganos sensoriales de algunos animales aún parecen ser superiores a nuestro instrumental más preciso. Especialmente los perros, se supone que días antes de un terremoto muestran una intranquilidad tan manifiesta que en las zonas de peligro se los utiliza como ayuda en las estaciones sismológicas. Con lo cual se han acabado mis veinte minutos, que espero no se les hayan hecho largos.

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L a Bastilla, antigua cárcel del Estado francés

En el calendario francés, el 14 de julio está impreso en color rojo. Es un feriado nacional. Ese día se festeja la toma de la Bastilla, que ocurrió el 14 de julio de 1789 y fue la primera gran obra visible de destrucción que realizó la Revolución Francesa. No hubo que luchar mucho para invadir esta fortaleza, aunque era una construcción maciza, protegida por grandes torres y rodeada por una fosa. Su construcción había demandado catorce años de trabajo, desde 1369 hasta 1383. Tenemos muchas imágenes de ella. Tenebrosa y rechoncha, estaba ubicada en las afueras de la gran ciudad de París. Sus muros tenían más de cuatrocientos años cuando fueron derruidos. La gente que obligó al director de esta prisión a entregar la fortaleza de un momento a otro no tenía muchas armas, pero eran un montón. La horda se precipitó por los amplios pasillos de la fortaleza, desde las bóvedas del sótano hasta las vigas del techo. Varios se deben haber sorprendido de encontrar no más que dieciséis pobres presos en toda esta mansión del terror. Y con ese número se correspondía también la cantidad de militares que tenía la Bastilla al momento de su toma. A disposición del director había nada más que cuarenta soldados suizos y ochenta soldados inválidos. ¿Cómo entender el tremendo odio del pueblo de París contra esta fortaleza, un odio tan salvaje que los revolucionarios, que le permitieron retirarse libremente al director, no pudieron impedir que el pueblo lo matara a golpes? Espero que en media hora haya quedado claro.

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Ante todo hay que saber que la Bastilla no era una cárcel común. Ahí sólo entraba gente acusada de haber puesto en peligro la seguridad del Estado. Algunos eran prisioneros del Estado y otros prisioneros de la policía. Los prisioneros del Estado eran los que al menos se suponía que habían cometido verdaderos delitos, conspiraciones, traiciones o cosas por el estilo. Pero los prisioneros de la policía, mucho más numerosos, eran escritores, libreros, grabadores de cobre y hasta encuadernadores o encuadernadoras, cualquiera que tuviera alguna relación, verdadera o aparente, con los libros que no le gustaban al rey o a sus favoritos. La Bastilla era una cárcel realmente fuera de lo común. Los días de fiesta, sobre todo cuando había buen clima, se podía ver a los parisinos paseando divertidos sobre sus muros y detrás de las almenas de sus torres. Por el puente levadizo pasaban elegantes carruajes llevando a quienes visitaban al director, y llegaban los músicos que tocaban en sus cenas de gala. Muy distinto era el panorama dentro de las grandes torres y en los oscuros sótanos. Sólo que los de afuera sabían tan poco sobre los que estaban adentro como los de adentro sobre sus conciudadanos libres. Unos aleros angostos impedían que la mayoría de los prisioneros pudiera ver más que un pedacito de cielo. Por no hablar de los que estaban encerrados en calabozos, donde sólo entraba un rayo de luz a través de una ranura diminuta en el muro, iluminando los bichos con los que debían compartir su celda. En París sólo había rumores acerca de quién estaba encerrado en la Bastilla. Nadie podía anticiparse a su arresto. La policía aparecía de repente y metía a los detenidos en un carruaje normal, para no llamar la atención. Cuando el coche se frenaba en el patio de la Bastilla y se hacía salir a

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los detenidos, los guardias debían colocarse el sombrero delante de la cara. Salvo el director, nadie debía saber quiénes eran los prisioneros. En el interior de la Bastilla la información corría rápidamente, pero afuera nadie se enteraba. Enseguida les contaré la historia del hombre de la máscara de hierro, de quien hasta el día de hoy no se ha podido averiguar quién era. En estas detenciones todo ocurría tan rápido que la gente decía que era una suerte si a uno lo apresaban de día, pues de noche no le daban ni tiempo para vestirse. Sabemos de un sirviente cuyo amo desapareció un día en uno de estos carruajes, el sirviente se metió con él de un salto sin sospechar nada y luego tuvo que pasarse encerrado en la Bastilla dos años, pues liberarlo habría causado trastornos. Los documentos que autorizaban una detención eran las así denominadas “cartas lacradas” –lo que en francés se llamaba “lettres de cachet”– en las que sólo figuraba el nombre de la persona que debía ser apresada. A menudo, el prisionero se enteraba del motivo de su detención semanas más tarde, a veces meses más tarde, a veces nunca. Algunos favoritos del rey recibían cartas lacradas en las que el espacio para el nombre del prisionero se hallaba en blanco, como para que pusieran allí el que ellos quisieran, así que se podrán imaginar ustedes que los abusos estaban a la orden del día. Para saber lo que pasaba en la Bastilla, nada mejor que la historia del hombre de la máscara de hierro, que ahora pasaré a contarles: El jueves 18 de septiembre de 1689 a las 3 de la tarde, el director de la Bastilla, señor de Saint-Mars, llegó aquí por primera vez proveniente de la isla Santa Margarita (donde había otra cárcel grande). En su coche trajo a un prisionero cuyo nombre se mantiene en secreto y que está siempre en-

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mascarado. Primero lo metieron en la torre de la Bassinèrie (todas las torres de la Bastilla tenían nombres especiales). A las 9 de la noche, cuando ya había oscurecido, me ordenaron llevarlo a la tercera habitación de otra torre, una habitación que antes había tenido que equipar cuidadosamente con todos los muebles imaginables.

Este testimonio es lo único que tenemos por escrito sobre el hombre de la máscara de hierro. Hasta la noticia de su muerte, que encontramos asentada en el diario del mismo subteniente cinco años más tarde, el lunes 19 de noviembre de 1703: El prisionero desconocido, que anda constantemente velado tras una máscara de terciopelo negro y que el director trajo consigo hace cinco años desde la isla Santa Margarita, ha fallecido hoy a eso de las diez, luego de haberse sentido un poco mal ayer al volver de misa, pero sin haber estado realmente enfermo antes.

Al día siguiente lo sepultaron, y el subteniente anotó meticulosamente en su diario que el entierro costó 40 francos. Se sabe también que el cuerpo fue enterrado sin cabeza, a la que cortaron en varios pedazos y enterraron en lugares distintos para asegurarse de que resultara irreconocible. Tanto miedo tenían el rey de Francia y el director de la Bastilla de que, tras su muerte, finalmente se develara quién había sido el hombre de la máscara de hierro, que dieron orden de quemar absolutamente todo lo que había usado: su ropa interior, sus vestidos, el colchón, las sábanas, etc. Blanquearon las paredes de la celda que había ocupado, no sin antes rasquetearlas esmeradamente. La precaución se llevó al extremo de aflojar todas las piedras de los muros

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y levantarlas una tras otra, por temor de que el hombre de la máscara de hierro hubiese escondido un papel o dejado otro signo por medio del cual pudiera ser identificado. Su máscara no era de hierro, aunque a ella debía su nombre, sino que estaba hecha de terciopelo negro, endurecido con barba de ballena. Se la habían ajustado por la nuca con una cerradura lacrada y estaba construida de tal modo que no sólo resultaba imposible que se la quitase por sí mismo, sino que ninguna otra persona hubiera podido liberarlo de ella si no contaba con la llave correspondiente. Lo que sí podía hacer sin esfuerzo era comer con la máscara puesta; pero había orden de matarlo al instante si usaba la boca para darse a conocer. Le daban lo que pedía. Por la consideración que le demostraban se deducía que era un hombre distinguido, pero también por muchos otros indicios, como su predilección por las sábanas finas y los trajes costosos, y por su virtuosismo para tocar la cítara. Su mesa estaba siempre cubierta de las comidas más selectas, y pocas veces el director se atrevía a sentarse en su presencia. Un viejo médico de la Bastilla, que de vez en cuando revisaba a este curioso hombre, explicó más tarde que nunca había logrado verle la cara. El hombre de la máscara de hierro tenía una figura muy bella, una conducta excelente y conquistaba a todo el mundo con el timbre de su voz. Pese a toda su aparente humildad y sumisión, se dice que igual logró hacer llegar al mundo una señal sobre su persona. Según cuentan, un día tiró por la ventana un plato de madera, en el que encontraron grabado a cuchillo el nombre Macmouth. Esta historia juega un papel muy importante en los innumerables intentos que se han hecho por identificar al misterioso prisionero. Todos los investigadores coinciden en que sólo podía ser de la más alta alcurnia, probablemente hasta de una dinastía reinante.

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Por ese entonces reinaba en Inglaterra el rey Jacobo II, contra el que se había alzado un hijo de Carlos II como “antirey”. Este rey no oficial era el duque de Monmouth. Fue derrotado y ejecutado el 15 de julio de 1685. Pero poco después se difundió el rumor de que el ejecutado había sido un oficial del duque de Monmouth, que se había dejado fusilar para salvarle la vida a su amo, mientras que el verdadero conde había huido a Francia, donde fue arrestado por Luis XIV. El hombre de la máscara de hierro sería este duque. Esto es lo que quería contarles. Aunque deben saber que, con el correr de los siglos, ha surgido toda una serie de explicaciones que no son peores que esta. Sin embargo, hasta el día de hoy ninguno de los muchos historiadores que investigaron este tema pudo arribar a ninguna certeza. Todo aquel que salía de esta cárcel debía comprometerse por escrito a jamás revelar ni una sola palabra de lo que había visto u oído ahí dentro. Pero así como hoy no todas las disposiciones se toman al pie de la letra, menos aún pasaba esto en aquella época. De ahí que sepamos muchas cosas sobre la Bastilla. ¿Y por medio de quién las podríamos saber, si no fuera por los prisioneros? Pues seguro que los guardianes no tenían ningún interés en que la posteridad se enterase de los tratos inhumanos y abusos que habían cometido. Por el contrario, muchas personas distinguidas y educadas, de las que había un gran número encarceladas en la Bastilla, publicaron más tarde las memorias de su vida, o por lo menos los recuerdos de sus años en esta prisión. Por supuesto que no en Francia. Lo que se hacía en aquel tiempo era pasar los manuscritos de contrabando al extranjero, por lo común a Holanda. Y si se imprimían en Francia, al menos se ponía como lugar de impresión algún sitio holandés, generalmente La Haya. Les leeré ahora una página de uno de estos libros de memorias, escrito por Constantin

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de Renneville, preso en la Bastilla durante el reinado de Luis XIV. Así ven los variados métodos que usaban los pobres prisioneros para entenderse entre sí, por más que tuvieran prohibido cualquier contacto mutuo: Mi deseo constante –escribió el señor de Renneville tras su liberación– era relacionarme con alguna persona. El hombre está hecho para socializar, y esta necesidad natural se agudizó más aún por la soledad en la que vivía. Los que estaban encerrados debajo de mí nunca me respondían, pero los del piso de arriba finalmente me dieron señales. No era posible, o en todo caso era muy peligroso, agujerear el techo como para poder pasar pequeños papelitos por el orificio. La superficie era tan blanca y lisa que el guardia hubiera notado la menor mella. Tras mucho pensarlo inventé otro método para transmitirles mis pensamientos a los de arriba. Claro que era lento y requería mucha atención, pero justamente por eso nos ocupaba más tiempo, entreteniendo nuestro insomnio y nuestro tedio. Compuse un alfabeto y lo transmití por medio de golpes en la pared con un bastón y la silla. La A era un golpe, para la B se necesitaban dos, tres para la C y así. Una pequeña pausa marcaba el paso de una letra a la próxima, mientras que una pausa más larga indicaba el fin de una palabra. Después de mucho repetirlo, los que estaban arriba me entendieron. Y cuál no sería mi sorpresa y alegría al reconocer un día que empezaban a usar el mismo método para preguntarme quién era, por qué estaba preso, etc. Más tarde, cuando me concedieron el beneficio especial de tener un compañero de celda, abandoné esta forma incómoda de conversar. Durante cinco años me olvidé del asunto, por lo que luego me asombró escuchar a otros prisioneros hablando entre sí de este modo con la mayor naturalidad. Mi invento había sido perfeccionado y se lo denominaba “el arte de hablar con el bastón”.

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Otros prisioneros inventaron por necesidad cosas más extrañas todavía. Había un oficial al que no le habían querido reconocer el título de nobleza que realmente poseía, y para hacer valer sus derechos había optado por falsificar el documento que se le había perdido. Por ese delito estaba ahora preso en la Bastilla. A fin de conversar con los otros prisioneros, había empezado a pintar, con carbón y letras bien grandes, palabras sueltas sobre la mesa de su celda. Luego arrastraba la mesa hasta la ventana y la daba vuelta, de modo que la tabla se viera a través de la abertura. Tan grandes estaban escritas las palabras que se reconocían desde las ventanas de torres más lejanas, y otros prisioneros empezaron a responderle de la misma forma. Uno de los directores tuvo durante un tiempo un perro que solía dar vueltas por el patio de la Bastilla. Los prisioneros se entretenían enseñándole al perro a hacer de mensajero. Arrojaban al patio bollitos de papel que el perro atrapaba y devolvía. Cuando lograron que depositara los papeles frente a celdas determinadas, empezaron a escribir mensajes antes de arrugarlos y arrojarlos. Así es como llegaban de uno a otro por medio del perro mensajero. Pero llegó el día en que el director los descubrió e hizo enrejar las celdas de manera tan estrecha que nadie pudo seguir arrojando cosas.

Por muy severo que fuera el trato a los prisioneros en la Bastilla, había una cosa que no era bien vista: que alguno de ellos muriera ahí. Rara vez sus prisioneros eran condenados a muerte al final de sus procesos judiciales, y en tal caso los trasladaban antes a una prisión común. Pues en la Bastilla sostenían que en realidad se trataba de una morada del rey, en la que no debían ocurrir escándalos. Por eso es que en el libro de las salidas se anotaba a los ejecutados como si hubieran muerto por alguna enfermedad.

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Cuando algún prisionero se enfermaba de veras, y no se trataba justo de uno muy distinguido, primero hacían venir al barbero, que le practicaba una sangría. Sólo cuando la cosa se veía muy mal mandaban a buscar a un médico. El médico tampoco se apuraba demasiado en llegar, primero porque vivía muy lejos y segundo porque no le pagaban, sólo recibía un sueldo fijo por brindar sus servicios en la cárcel. Cuando el estado de salud del prisionero se agravaba tanto que se esperaba su muerte, entonces se lo liberaba o se lo trasladaba a otro sitio. Al ministerio no le gustaba nada, como les decía, que en la Bastilla muriera gente conocida, pues eso despertaba todo tipo de reparos. Todos sabían que había muchas personas inocentes confinadas en la Bastilla: los encerraban, por ejemplo, por ser un estorbo para algún hombre de la nobleza que quizá tenía deudas con ellos. Y a veces sucedía que a uno de estos enemigos poderosos no le alcanzaba con hacer recluir a su contrincante en la Bastilla, ya que algún día podía ser liberado. De ahí que hubiese prisioneros que temían diariamente por su vida, pues no podían saber si su enemigo sobornaría a algún ayudante de cocina para que mezclara en su comida un polvito que les causaría la muerte. Presintiendo la alta posibilidad de este tipo de crímenes, el ministerio había ordenado poner un centinela en la cocina, a fin de que nadie se acercara ni a los ayudantes ni a las cacerolas. Desde nuestra perspectiva, una de las cosas más asombrosas que tenía esta cárcel eran los diferentes tipos de alimentación que recibían los prisioneros de acuerdo a su rango social. Para los príncipes se disponía de 50 francos por día, pero de ahí para abajo las sumas disminuían raudamente: para la mesa de un mariscal francés se preveían 26 francos; para un juez o un sacerdote, 10 francos; y la comida de la gente simple, como los trabajadores, los criados, los vende-

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dores ambulantes, etc., no costaba más que 3 francos por día. Si les leyera toda la lista, verían que en esta morada del rey estaban preparados para recibir visitas de todas las clases sociales. Pero también aquí, como ocurre con tanta frecuencia, las diferencias deben haber sido mayores en el papel que en la realidad. Había una cosa en la que todos los prisioneros de la Bastilla eran iguales: todos, desde el director hasta el último guardián, querían sacarle provecho. Por eso es imposible que las sumas que pagaba el rey para la manutención de sus prisioneros hayan sido usadas realmente con ese fin. Y tampoco esto era un secreto para nadie. Se sabía muy bien cuánto se podía ganar en la administración de la Bastilla, y sólo la gente rica lograba reunir las sumas que debía pagarle un director al otro para sustituirlo en su puesto, o para ser recomendado por él como sucesor. La injusticia de las detenciones y de los interrogatorios a los prisioneros en la Bastilla había enfurecido tanto al pueblo que la destrucción de esta fortaleza se transformó en la consigna central de los primeros días de la revolución. Pero más enfurecía a los franceses la insolencia sin igual con que la gran pompa chocaba con la más profunda miseria tras los muros de la Bastilla. El jefe de la policía de París debía realizar dos o tres veces por año una inspección de la cárcel, a fin de cerciorarse de que todo estuviera en orden. Estas inspecciones estaban constituidas en realidad por un gran banquete que el director de la Bastilla daba para el jefe de la policía. Cuando se habían bebido los vinos más refinados, el café y los mejores licores y consideraban que habían pasado suficiente tiempo sentados a la mesa, se ponían de pie y caminaban plácidamente por las torres, pasando por delante de las celdas y abriendo aquí o allí alguna por un momento, sólo para retirarse inmediatamente a las salas de huéspedes de la dirección.

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Todas estas cosas muestran hasta qué punto la Bastilla era una herramienta del poder y lo poco que servía como medio de aplicación de las leyes. Incluso la crueldad y la dureza son toleradas cuando la gente siente que detrás de ellas hay una idea y que esa severidad no es sólo la contracara de la comodidad de los que detentan el poder. La toma de la Bastilla no es sólo un punto de inflexión en la historia del Estado francés, sino también en la del Estado de derecho. Los hombres no le han impuesto castigos a sus semejantes guiados siempre por las mismas opiniones y formas de pensar. El concepto más antiguo, el medieval, era que cada culpa debía ser expiada no por el bien de los hombres, sino para establecer la justicia divina. La idea de utilizar los castigos para mejorar a los culpables nació en las mentes más brillantes mucho antes de la revolución francesa. Más tarde, en el 1800, luchó con esta doctrina la así llamada doctrina de la disuasión, según la cual los castigos tenían ante todo un significado preventivo: existían para impedir que aquel que tuviera intención de hacer algo malo lo llevara a la práctica. La gente que tenía a su mando la Bastilla no se rompía la cabeza pensando en estas cosas. Les daba lo mismo tener razón que no tenerla. Y por eso fueron barridos por la Revolución Francesa.

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El incendio del teatro en Cantón

Les he contado sobre la erupción del Vesubio, que sepultó a la vieja Pompeya, y les he hablado del terremoto que en el 1700 destruyó la capital de Portugal. Hoy quiero referirme a un acontecimiento que ocurrió en China en la primera mitad del 1800. Si quisiera contarles una catástrofe cualquiera cuyo escenario haya sido China, entonces podría seleccionar otras más actuales que el incendio de aquel teatro de Cantón. Basta con que piensen en las batallas de la guerra con Japón que llenan los periódicos por estos días, o en las inundaciones del río Yangtsé de 1931, de las que naturalmente tenemos crónicas más completas que del antiguo incendio del teatro. Pero lo que me interesa es hablar de una cosa que les permita conocer un poco a los chinos, y tal vez no haya mejor lugar para eso que el teatro. Con eso no me refiero a las obras que se ponen en escena o a los actores (a ellos también, pero eso viene más tarde). Me refiero sobre todo a los espectadores y al lugar mismo, el teatro chino, que no se parece a nada de lo que nosotros concebimos como un teatro. El extranjero que se acerque a uno de ellos creerá estar ante cualquier cosa menos un teatro. Escucha un confuso ruido de tamborileos, címbalos y chirriantes instrumentos de cuerdas. Sólo de cara a un teatro como este, o si escuchó su música en algún disco, el europeo cree entender qué es la música desafinada. Y si entra al teatro, le sucede como al que ingresa a un restaurante y lo primero que debe atravesar es una cocina sucia: se topa con una especie de lavatorio en donde cuatro o cinco hombres enjuagan toallas de mano inclinados sobre tinas vaporosas.

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En el teatro chino estas toallas de mano juegan el papel más importante. Con ellas la gente se limpia la cara y las manos antes y después de cada taza de té y de cada pocillo de arroz. Todo el tiempo hay sirvientes que se llevan las toallas sucias y traen otras limpias, a menudo catapultándolas hábilmente por sobre las cabezas del público. Vale decir que durante las funciones se come y se bebe, y con eso los chinos olvidan fácilmente las carencias en todo aquello que a nosotros nos procura comodidad y un ambiente ceremonioso en el teatro. Los chinos no exigen comodidad, porque tampoco la tienen en sus hogares. Vienen de una casa sin calefacción a un teatro sin calefacción, se sientan sobre bancos de madera, con los pies sobre la losa, y nada de eso les molesta. En cuanto a la ceremonia, les importa un pepino. Saben tanto de teatro que en todo momento se toman la libertad de hacer pública su opinión sobre el espectáculo. Si dejaran eso sólo para el estreno, como ocurre en nuestros teatros, tendrían que esperar bastante tiempo, pues en China hay obras que se dan cuatrocientos o quinientos años seguidos. Y aun las nuevas obras son en su mayoría adaptaciones de historias que cualquiera conoce y casi se sabe de memoria por novelas, poemas u otras obras de teatro. Así que en el teatro chino no hay solemnidad. Tampoco hay tensión dramática, no al menos de esa que depende del final de una historia. En cambio hay otra tensión, que lo mejor sería compararla con la que nosotros sentimos cuando vemos en el circo a un acróbata balanceándose en el trapecio o a un malabarista manteniendo en equilibro una pila de platos sobre un palo que lleva en la nariz. En realidad, todo actor chino debe ser al mismo tiempo acróbata y malabarista, además de bailarín, cantante y esgrimista. ¿Por qué? Lo verán enseguida, cuando les diga que en el teatro chino no hay decorados.

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El actor no debe actuar sólo su papel, sino que también debe hacer de escenografía. ¿Cómo lo hace? Se los explicaré. Si por ejemplo debe superar un umbral, a través de una puerta que no se ve, alza un poco los pies como si estuviera pasando por encima de algo en el suelo. Los pasos lentos alzando alto los pies significan, por su lado, que está subiendo una escalera. Cuando un general debe trepar por una colina con el fin de observar una batalla, el actor que lo interpreta se sube a una silla. Al jinete se lo reconoce por el látigo que sostiene el actor en la mano. A un mandarín que es transportado en una litera lo representa un actor que anda por el escenario rodeado de otros cuatro actores que caminan con las espaldas dobladas, tal como si transportaran una litera. Cuando hacen un movimiento brusco, eso significa que el mandarín ha descendido de la litera. Claro que unos actores tan versátiles tienen un largo tiempo de aprendizaje, que por lo general dura unos siete años. Ahí aprenden no sólo canto, acrobacia y todas las otras cosas, sino también los papeles de alrededor de cincuenta obras, que deben estar preparados para actuar en todo momento. Esto es necesario porque rara vez la gente se conforma con la presentación de una única obra. Lo que hacen es juntar esta escena de una obra y aquella escena de otra en variopinta sucesión, de modo que en una sola noche pueden verse por turno una docena de piezas teatrales. Por otro lado, si se quisiera poner en escena una sola obra en toda su extensión, llevaría dos o tres días representarla. Así de largas son estas obras. Pero también hay algunas obras bien cortas, en las que aparece un solo personaje. De una de esas les leeré ahora. Se llama El sueño y el que habla es un hombre viejo:

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Quiero contarles una bonita historia. Es lamentable lo injusto que es el cielo; deja que caiga la lluvia y la nieve, pero ninguna barra de plata. Ayer en la noche estaba tirado sobre mi cama de barro calefaccionada; daba vueltas de un lado al otro sin poder dormirme. Estuve despierto desde la primera hasta la segunda guardia nocturna y otra vez desde la segunda hasta que tocó la tercera. Cuando tocó la tercera, tuve un sueño. Soñé con un tesoro en el sur del pueblo. Por eso tomaba una pala y una azada y salía al campo, con el objetivo de desenterrar el tesoro. Tenía verdadera suerte; tras unos pocos golpes de pala y azada el tesoro salía a la luz. Desenterraba un sótano entero de zapatos de plata, que estaba cubierto por una gran estera de juncos. La alzaba y miraba debajo. Ay, cómo me reí: había ahí una colonia de corales de quince metros de alto, auténtica cornalina roja y ágata blanca. Me echaba al hombro siete u ochos sacos de diamantes, seis canastos grandes repletos de piedras ojos de gato, 33 relojes de campana, 64 relojes de dama, bonitas botas y gorros, bellas chaquetas y tapados, hermosas carteritas de última moda, 72 grandes barras de oro y además de eso 33.333 zapatos de plata. Con eso tenía tanto oro y tanta plata que no sabía dónde dejarlo. ¿Debía comprar tierras y cultivarlas? Me daban miedo las sequías y las inundaciones. ¿O mejor abrir un comercio de granos? Los ratones podrían comerme todo. ¿Debía prestar dinero a cambio de intereses? Me faltaban garantes. ¿Poner un local de empeños? Ahí temía perder dinero, pues si el gerente se fugaba con él, ¿dónde lo buscaría? Todas estas miles de dificultades me exaltaron tanto que me desperté: ¡había sido sólo un sueño! Había estado palpando la cama con ambas manos y al hacerlo toqué el mechero: ¡esos eran los zapatos de plata! Luego toqué el tubo de latón: ¡esas eran las barras de oro! Después de un rato de estar palpando aquí y allí, di con un gran escorpión de cabeza verde, que al picarme me hizo gritar de dolor.

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Sólo los actores más destacados representan estas pequeñas obras ante el público. La fama de estos actores es pavorosa. Allí donde se dejan ver les rinden los más altos honores. Los ricos comerciantes o los funcionarios los invitan con frecuencia a actuar en sus casas junto a su compañía. Sin embargo, ningún artista europeo querría estar en su lugar. La ambición y la pasión de los actores chinos son tan grandes, que los maestros más reconocidos viven constantemente con miedo a los atentados que planean sus rivales envidiosos. Es imposible convencer a un actor o a una actriz de que ingiera algo fuera de su hogar. Están convencidos de que el menor descuido puede convertirlos en víctimas de un envenenamiento. Las hebras del té que beben durante la representación las compran en secreto y cada vez en un negocio distinto. Traen de casa el agua con que las hierven en su propia tetera y sólo uno de sus parientes puede encargarse de la cocción. Las grandes estrellas jamás pensarían en salir a escena si no dirige su propio director de orquesta, pues temen que algún rival malévolo les tienda trampas durante la función mediante indicaciones falsas o movimientos engañosos. El público presta una atención infernal y se despacha con silbidos y burlas al menor desliz. Tampoco le importa nada arrojar tazas de té al artista si no está conforme con su rendimiento. El incendio del que hoy quiero hablarles fue el más grande de todos los tiempos en un teatro. Ocurrió en Cantón, el 25 de mayo de 1845. El teatro estaba hecho, como de costumbre, de palos de bambú atados con esterilla. Había sido construido para la función de gala con la que se honraría al dios de la guerra Guan Yu. La obra duraría dos días. El teatro estaba en medio de una gran plaza, que contenía cientos de construcciones similares, sólo que mucho más chicas. Entraban tres mil personas.

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En la tarde del segundo día, con todo repleto, el escenario debía representar un templo del dios de la guerra. Pero puesto que en China no hay decorados, como ya les conté, al templo sólo se lo reconocía por un fuego sacrificial, que llameaba abiertamente en medio del escenario. Al marcharse, uno de los actores había dejado abierta una de las dos puertas del fondo, por lo que un fuerte golpe de viento penetró al interior del teatro, provocando que se prendieran un par de juncos que yacían cerca del fuego sobre el escenario. En un instante, todo el escenario estaba en llamas, y en pocos minutos el fuego había tomado el recinto entero. Lo terrible es que el teatro tenía una sola salida. Los que casualmente estaban cerca de ella pudieron salvarse, pero quienes se habían sentado más adelante estaban perdidos. No habían salido más que un par de cientos de personas cuando también la puerta se encendió. En vano trajeron bombas de incendio y baldes con agua. En un cuarto de hora, el calor ya no permitía acercarse al foco del incendio, y así fue como murieron más de dos mil personas. El europeo que escucha algo así piensa naturalmente con orgullo y satisfacción en sus grandes teatros de piedra, que están bajo la severa supervisión de los inspectores de obras, donde cada función cuenta con un par de bomberos presentes y en los que se hace todo por la seguridad del espectador. Si de pronto ocurre una desgracia, no puede llegar a extremos tan espantosos, aunque sólo sea por el hecho de que nuestros teatros albergan a muchos menos espectadores. Pero lo que pasa es esto: en China, todos los grandes actos, ya sean de trabajo o festivos, están hechos para inmensas masas de gente. Y la sensación de ser uno en la multitud es en los chinos mucho más fuerte de lo que podrá ser jamás entre las personas europeas.

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De ahí la humildad, inconcebible para nosotros, que constituye la principal virtud de los chinos. Una humildad que de ninguna manera necesita estar relacionada con una baja autoestima, sino que resulta de ser todo el tiempo conscientes de la increíble grandeza de la masa popular a la que se pertenece. En las reglas de vida y los libros de enseñanzas de sus grandes sabios, Confucio y Lao-Tsé, esta humildad se halla rigurosamente fundamentada y expresada en prescripciones de conducta bien específicas que cualquiera puede entender y aprender. Junto con esta modestia, aquellos grandes maestros de los chinos han instruido a sus conciudadanos para que se comporten de manera tal de aliviarle la vida a la gran masa a la que pertenecen; les han infundido un respeto muy grande por el Estado y sobre todo por sus funcionarios, a los que no debemos imaginar como los funcionarios europeos. Los exámenes a los deben someterse los funcionarios chinos exigen no sólo conocimientos técnicos, como los nuestros, sino perfecta familiaridad con toda la poesía y la literatura, y sobre todo con los preceptos de los sabios que mencioné hace un momento. Estas convicciones de los chinos son, si se quiere, las que hacen que sus teatros sean tan deslucidos e inflamables. Al menos eso es lo que me dijo un chino con el que alguna vez hablé sobre estas cosas: “Nosotros estamos convencidos de que el edificio más resistente y vistoso de cada ciudad tiene que ser el de la gobernación. Luego vienen los templos. Los locales de entretenimiento no deben llamar la atención, porque si no se pensaría que el orden y el trabajo son algo secundario en esa ciudad”. Y ahora realmente son algo secundario en muchas ciudades de China, como ustedes saben. Pero debemos guardar esperanza de que el sangriento teatro de la guerra con Japón, ante el cual han quedado relegados, llegue pronto a su fin.

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K aspar H auser

Hoy simplemente les contaré una historia. Tres cosas les digo de antemano. Primero, cada palabra de lo que voy a decirles es verdad. Segundo, la historia es tan interesante para adultos como para niños, y los niños la entienden tan bien como los adultos. Tercero, a pesar de que el personaje principal termina muriendo, la historia no tiene un verdadero final. Su ventaja es que prosigue. Y que tal vez algún día conozcamos todos juntos su desenlace. Ahora cuando empiece a contarla, no deben pensar: esto empieza igual que cualquier historia para adolescentes, con imágenes. El que arranca lento y con estos rodeos no soy yo, sino el jurista Anselm von Feuerbach, que sabe Dios no escribió para adolescentes, sino que dirigió su libro sobre Kaspar Hauser a los adultos. Se leyó en toda Europa con el alma en vilo durante cinco años, desde 1828 hasta 1833, y así espero que también ustedes escuchen esta historia durante veinte minutos. Empieza así: El segundo día de Pentecostés es uno de los días festivos más animados de Núremberg. La mayor parte de los habitantes se dispersa por el campo y por las localidades vecinas. La ciudad, de por sí muy extensa en relación con su escasa población, se vuelve tan silenciosa y vacía de gente, sobre todo en los bellos días de primavera, que se parece más a aquellas ciudades encantadas en el Sahara que a una activa ciudad industrial y comercial. Sobre todo en las partes alejadas del centro pueden ocurrir entonces cosas secretas a la vista de todos, sin por eso dejar de ser secretas.

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Así es como sucedió lo siguiente en el segundo día de Pentecostés, el 26 de mayo de 1828, entre las cuatro y las cinco de la tarde. Un ciudadano, que vivía sobre la plaza de Unschlitt, estaba haciendo tiempo frente a su casa, para desde allí ir a la así llamada Puerta Nueva, cuando al darse vuelta notó la presencia, no lejos de él, de un hombre joven vestido de peón de campo. Estaba parado de una forma extremadamente llamativa, esforzándose por moverse hacia adelante, como un borracho, sin poder pararse derecho ni dominar del todo sus pies. El ciudadano se acercó al forastero, quien le extendió una carta con el rótulo: “Al digno señor oficial de caballería del 4to. Escuadrón del 6to. Regimiento de Caballería de Núremberg”.

Aquí debo interrumpir la historia para aclarar que “Regimiento de Caballería” estaba escrito en francés y mal, sólo siguiendo su fonética. Es un dato importante, pues así de mala deben imaginar ustedes la ortografía de la carta que traía consigo Kaspar Hauser, que luego les leeré. Una vez que hayan escuchado esta carta, les resultará fácil imaginar por qué el oficial de caballería no albergó por demasiado tiempo al muchacho, sino que intentó deshacerse de él mediante el atajo más corto, que fue llamar a la policía. Como ustedes saben, lo primero que pasa cuando se mete la policía es que se elabora un acta. Y en aquel entonces, cuando el oficial de caballería no supo qué hacer con Kaspar Hauser y lo entregó a la policía, se crearon las primeras actas del inmenso expediente “Kaspar Hauser”, cuyos 49 volúmenes están guardados hoy en el archivo estatal de Múnich. Una cosa se desprende claramente de este expediente: Kaspar Hauser llegó a Núremberg como un hombre completamente salvaje e idiota, cuyo vocabulario no abarcaba más de cincuenta palabras. No entendía nada de lo que

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se le decía, y para todas las preguntas tenía dos respuestas: “Ser jinete” y “No sabo”. ¿Cómo se llegó entonces a su nombre, Kaspar Hauser? De una forma bastante extraña. Cuando el oficial de caballería lo llevó al puesto de guardia, la mayor parte de los policías sólo discrepaban en un punto: si había que tomarlo como un débil mental o un semisalvaje. Alguno que otro opinaba que detrás del joven se ocultaba posiblemente un refinado farsante. Y a primera vista la siguiente circunstancia le confirió cierta verosimilitud a esta opinión. Se les ocurrió averiguar si sabía escribir, le dieron una pluma con tinta, le colocaron delante una hoja de papel y lo instaron a usar ambas cosas. Él pareció alegrarse, tomó la pluma entre los dedos con toda destreza y para asombro de los presentes escribió con trazos firmes y legibles el nombre Kaspar Hauser. Lo invitaron entonces a declarar el nombre del lugar del cual provenía. Pero ante esto no hizo otra cosa que lanzar otra vez su “Ser jinete” y “No sabo”. Lo que no lograron los buenos policías en aquel momento no lo ha conseguido ninguna persona hasta el día de hoy: nadie ha descubierto de dónde venía Kaspar Hauser. En cuanto a lo que se susurró en el puesto de guardia, acerca de que el muchacho tal vez fuera un farsante de lo más refinado, también eso se siguió sosteniendo como rumor o convicción. Más adelante escucharán las extrañas circunstancias en que se basa esta afirmación. Igualmente no quiero dejar de decir, como narrador de esta historia, que para mí esa hipótesis es falsa. Al engaño no hay que buscarlo en el muchacho, sino en un lugar muy distinto, allí donde esta historia tuvo su comienzo. Para ello ahora debo leerles la carta con la que llegó Kaspar Hauser a Núremberg.

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¡Muy distinguidísimo Señor Oficial de Caballería! Le envío a un muchacho con voluntad de servir fielmente a su rey. Este muchacho me fue entregado (es decir endosado, secretamente encajado) en 1812, el 7 de octubre, y siendo yo mismo un pobre jornalero, tengo también diez hijos míos propios, bastante tengo ya que hacer para ganarme la vida, y de su madre nada pude averiguar. Ahora bien, tampoco dije nada en la audiencia provincial, acerca de que el niño me fue endosado, sino que pensé que debía hacerlo pasar por un hijo mío; lo críe cristianamente y desde 1812 que no lo dejé salir ni un paso de la casa, para que nadie sepa nada de nada, de dónde creció, y él mismo no sabe cómo se llama mi casa, y la ubicación tampoco la conoce; Ud. puede preguntarle, pero él no puede decírselo. Estimado Señor Oficial de Caballería, no debe Ud. atosigarlo, él no conoce mi ubicación, dónde estoy, me lo llevé en medio de la noche, ya no sabe cómo volver a casa. Y no tiene ni una moneda de dinero consigo, porque yo mismo no tengo nada. Si Ud. no se lo queda, entonces deberá matarlo a golpes o colgarlo de la chimenea.

Junto a esta carta había una pequeña nota, que no estaba escrita con palabras alemanas sino latinas, y en otro tipo de papel. La letra parecía ser completamente distinta. Se supone que esta nota era la que había dejado la madre del bebé al abandonarlo, hacía ahora dieciséis años. Decía allí que ella era una pobre muchacha que no podía alimentar al niño y que el padre era del regimiento de caballería de Núremberg. Y decía también que allí había que mandar al chico cuando llegara a los 17 años de edad. Pero aquí nos topamos por primera vez de manera palpable con el fraude que estaba en juego en este asunto novelesco: las pruebas químicas dieron como resultado que ambas cartas, la de 1828, que escribió el jornalero, y la de 1812, supuestamente

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escrita por la madre, estaban redactadas con la misma tinta. Como podrán imaginar, de inmediato se dejó de creer en la existencia de una carta y de la otra, del supuesto jornalero y de la supuesta madre pobre. A Kaspar Hauser lo metieron en la cárcel de Núremberg, aunque lo mantenían ahí menos como un preso que como una atracción para los visitantes. El interés por este caso extraordinario condujo hacia la ciudad de Núremberg a muchas personas distinguidas. Entre ellas, al jurista Anselm von Feuerbach. Allí conoció a Kaspar Hauser, sobre el cual escribiría algunos años más tarde el libro del que les he leído el principio. Feuerbach le dio a la historia su giro decisivo. Fue el primero que no miró a Kaspar Hauser sólo de pasada, sino que lo estudió con el más profundo interés. Enseguida se dio cuenta de que el desamparo, la estupidez y la ignorancia del muchacho se hallaban en flagrante contradicción con sus grandes dones y su noble carácter. A esta naturaleza especial y a lo exquisito de sus disposiciones se sumaban ciertos datos de su apariencia. Por ejemplo, que el joven tuviera marcas de la vacuna contra la viruela, cuando en aquel entonces sólo las familias más nobles hacían vacunar a sus hijos. Todo esto hizo que Feuerbach fuera el primero en pensar que el misterioso niño abandonado podía ser de una familia muy distinguida, y que había sido apartado criminalmente por familiares que querían quedarse con alguna herencia. Feuerbach pensó en la familia del gran duque de Baden. Conjeturas como esas, que incluso se podían leer de manera encubierta en los periódicos de aquel tiempo, acrecentaron el interés del público por esta persona. Y es posible imaginar cuánto debió haber inquietado a quienes habían creído ver desparecer discretamente a Kaspar Hauser en algún hogar

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de pobres u hospital de Núremberg. Pero no sería este el caso. Feuerbach, que como alto funcionario tenía algo para decir en el asunto, se ocupó de que el joven fuera trasladado a un entorno en donde se pudiera satisfacer su sed de conocimiento, que a partir de ese momento despertó en él con increíble vivacidad. Kaspar Hauser fue adoptado como hijo por la familia del profesor Daumer de Núremberg. Era este un hombre bueno y noble, a la vez que un tipo muy raro. No sólo nos dejó un grueso libro sobre Kaspar Hauser, sino toda una biblioteca llena de obras chifladas sobre sabiduría oriental, misterios de la naturaleza, curas milagrosas y magnetismo. Con Kaspar Hauser hizo experimentos en esta dirección, sin duda de manera muy cautelosa y humana. Por las descripciones que ha dado de ellos se deduce que Kaspar Hauser tiene que haber sido, durante su estadía en la casa de Daumer, un ser de una maravillosa ternura de sentimientos, claridad de mente, sensatez y pureza. Como sea, lo cierto es que hizo ingentes avances, y pronto estuvo en condiciones de poder emprender la prueba de escribir él mismo su biografía. En estas circunstancias salió a la luz lo que sabemos hasta hoy sobre su vida antes de su aparición en Núremberg. Parece haber pasado muchos años en un calabozo subterráneo, sin ver la luz ni tener contacto con ningún ser vivo. Sus únicos compañeros eran dos caballitos de madera y un perro de madera. Pan y agua eran su único alimento. Sólo a poco de ser sacado de su celda, un desconocido se puso en contacto con él, entró en su mazmorra y, parado detrás, de modo de no ser visto, le guió la mano para enseñarle a escribir. De más está decir que estas historias despertaron grandes dudas, también por el torpe alemán en las que están redactadas. Pero ahí la cosa vuelve a ser extraña: el hecho de que du-

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rante sus primeros meses en Núremberg Kaspar Hauser sólo toleraba alimentarse de agua y pan y no podía digerir ninguna otra cosa, ni siquiera leche, está tan atestiguado como el hecho de que podía ver en la oscuridad. Los periódicos no se privaron de informar que Kaspar Hauser había empezado a trabajar en su biografía. Eso fue casi su perdición. Poco después de que se diera a conocer esta noticia, lo encontraron inconsciente, sangrando de una herida en la frente, en el sótano de la casa de la familia Daumer. Según contó, un desconocido le había pegado desde afuera con un hacha mientras él se encontraba en su cobertizo debajo de la escalera. Al desconocido nunca lo descubrieron. Pero unos cuatro días después del ataque, un hombre bien vestido se había acercado a una vecina de Núremberg delante de las puertas de la ciudad y, aprovechando la circunstancia, le había preguntado si el herido Kaspar Hauser seguía vivo o había muerto. Luego había caminado con la señora hasta el portal, donde estaba colgado un anuncio policial sobre la lesión que había sufrido Kaspar Hauser. Tras leerlo, se habría alejado de la forma más sospechosa, sin entrar en la ciudad. Si tuviéramos tanto tiempo como me gustaría, y como espero que a ustedes también, podría presentarles a un nuevo personaje curioso, que apareció en este momento en la vida de Kaspar Hauser, un hombre distinguido que lo adoptó. Pero lo que pasó con él no lo podemos explorar ahora. Basta con saber que con el fin de ocuparse mejor de la seguridad de Kaspar Hauser, lo llevaron de Núremberg a Ansbach, donde Anselm von Feuerbach desempeñaba la función de presidente de un tribunal. Esto fue en 1831. Dos años vivió aún Kaspar Hauser: en 1833 lo asesinaron. ¿Cómo? Se los contaré a modo de cierre.

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Kaspar Hauser había experimentado entretanto una gran transformación. Así de rápido como se habían desarrollado sus capacidades mentales en Núremberg, así de noble como habían demostrado ser sus disposiciones, así de repentinamente se frenó tras un tiempo su progreso mental y se enturbió su carácter. Al final de su vida (no llegó a más de 31 años) se convirtió al parecer en una persona bien mediocre, que se ganaba honradamente la vida como secretario judicial y con artesanías en cartón, para las que era muy hábil. Pero más allá de eso no sobresalía ni por su empeño ni por un especial apego a la verdad. Ocurrió entonces una mañana de diciembre del año 1833 que un hombre se le acercó en la calle con un saludo de parte del jardinero de la corte y la invitación a visitar esa tarde el pozo artesiano en el parque. Hacia las cuatro, Kaspar Hauser apareció en el jardín de la corte. Junto al pozo artesiano no se veía a nadie; caminó otros cien pasos en la misma dirección. Entonces apareció desde un arbusto un hombre, le tendió una bolsa violeta y dijo: “¡Tome esta bolsa como un presente de mi parte!” Apenas la tocó, Kaspar Hauser sintió un cuchillazo. El hombre desapareció, Kaspar dejó caer la bolsa y alcanzó aún a arrastrarse hasta su casa. Pero la herida era mortal. Murió tres días más tarde. Antes lo habían interrogado. Si este desconocido era el mismo que cuatro años antes había intentado matarlo en Núremberg es algo que sin embargo quedó tan en la oscuridad como todo lo otro. También ahora hubo gente que sostuvo que Kaspar Hauser se había provocado la herida él mismo. Pero la bolsa sí la encontraron, y con algo bastante extraordinario dentro. Sólo era un papelito plegado en el que decía, en escritura en espejo: “Hauser podrá contarles con toda precisión cuál es mi aspecto y de dónde vengo. Para ahorrarle el esfuerzo a Hauser, les diré yo mismo de

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dónde vengo. Vengo de la frontera bávara. Incluso les voy a decir mi nombre”. En ese punto aparecían sólo tres letras mayúsculas: MLO. Les conté que en el archivo estatal de Munich hay 49 volúmenes de legajos. Se supone que el rey Luis I, que se interesó mucho por este asunto, los leyó enteros. Después de él llegaron muchos estudiosos. La disputa sobre si Kaspar Hauser era un príncipe de Baden o no sigue sin dirimirse. Cada año se publica este o aquel libro en el que se afirma que el enigma quedó resuelto. Pero podemos apostar cien a uno: cuando ustedes sean adultos, seguirá habiendo gente que no logrará liberarse de esta historia. Si un libro de esos les cae en las manos, puede ser que tal vez lo lean, para ver si allí figura la solución que este programa de radio les ha quedado debiendo.

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L a catástrofe ferroviaria del fiordo de Tay

A principios del 1800, cuando se hicieron las primeras pruebas de fundición del hierro y los primeros experimentos con máquinas de vapor, la cosa era muy distinta a cuando hoy los técnicos y los científicos trabajan en el desarrollo de un nuevo avión, un cohete espacial o lo que sea. Hoy se sabe lo que es la técnica. Los científicos e ingenieros actuales convocan el interés de todo el planeta, los diarios publican noticias de su trabajo, grandes empresas les dan dinero para sus investigaciones. En cambio de los hombres que hicieron a comienzos de aquel siglo aquellos descubrimientos que cambiaron completamente la faz de la Tierra (los descubridores del telar mecánico, del alumbrado a gas, de la fundición del hierro o de la máquina de vapor), de aquellos grandes técnicos e ingenieros, nadie sabía bien qué hacían, y ni ellos mismos conocían la trascendencia de su trabajo. Es difícil decir cuál de estos importantes inventos fue más significativo que los otros. Para el hombre contemporáneo resulta casi inconcebible la utilización de cada uno de ellos por separado. Lo mismo puede decirse de las transformaciones más evidentes del globo terráqueo en el transcurso del siglo XIX: todas están más o menos relacionadas con el ferrocarril. Hoy les hablaré sobre un accidente de tren. No sólo como una historia tremenda y espantosa. Lo que quiero es ubicar esta anécdota dentro de la historia de la técnica, sobre todo la técnica de construir con hierro. Se habla ahí de un puente. Ese puente se cae. Ciertamente, algo horrible para las doscientas personas que fallecieron, para sus parientes y para muchos otros. Pero de todos modos quiero presentarles esta

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desgracia sólo como un pequeño incidente en una gran lucha de la que los hombres salieron victoriosos. Y seguirán victoriosos, si es que no vuelven a destruir ellos mismos su propio trabajo. Cuando pensaba de qué podía hablar hoy con ustedes, busqué de nuevo uno de mis libros preferidos. Es un libro gordo con dibujos, publicado alrededor de 1840, que en realidad sólo contiene chismes y bromas. Pero de aquello que por entonces la gente se explicaba en chiste, hoy podemos deducir algunas cosas interesantes. Para decirlo en pocas palabras, allí se cuentan las aventuras de un pequeño duende fantástico que busca orientarse en el espacio sideral. Cuando este duende llega a la zona de los planetas, se topa con un largo puente de hierro fundido, que une entre sí a innumerables cuerpos celestes. Un puente del que no se podían ver los dos extremos al mismo tiempo y cuyos pilares se apoyaban sobre distintos planetas iba de un astro a otro con un asfalto maravillosamente liso. El pilar número trescientos treinta y tres mil estaba apoyado sobre Saturno. Ahí nuestro duende vio que el célebre anillo de aquel planeta no era otra cosa que un balcón que lo recorría alrededor y sobre el cual los habitantes de Saturno tomaban el aire fresco por las noches.

¿Ven a qué me refería cuando les dije que la gente de aquel entonces no sabía bien qué hacer con la técnica? Para ellos tenía todavía un lado cómico. A la gente le parecía muy gracioso que se pudiera construir sólo siguiendo fórmulas y cálculos, como ocurre con las construcciones en hierro. Por eso las primeras construcciones de este tipo fueron como un juego. Las estructuras de hierro se usaron al principio en jardines de invierno y en arcadas, es decir para edificaciones de lujo.

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Sin embargo, muy rápido encontraron su área correcta de aplicación técnica, generando construcciones completamente nuevas que no se regían por ningún modelo del pasado. No sólo estaban basadas en esta nueva tecnología, también servían para necesidades totalmente nuevas. Por entonces se construyeron los primeros palacios de exposiciones, los primeros mercados techados y las primeras estaciones de tren. Con estas “Estaciones de ferro-carril”, como se acentuaba por aquella época, la gente relacionaba las ideas más extrañas. Un pintor belga especialmente valiente, Antoine Wiertz, llegó incluso a postularse a mediados del 1800 para que le permitieran pintar con grandes dibujos conmemorativos las paredes de estas primeras estaciones de hierro. Ahora bien, miremos un poco para atrás antes de abocarnos al examen del Fiordo de Tay, la gran desembocadura del río Tay, de tres mil metros de ancho, en la parte media de Escocia. En 1814, George Stephenson construyó su primera locomotora; pero sólo la laminación de los carriles, que se logró en 1820, hizo posible el ferrocarril. No deben imaginar que esto se hizo paso a paso siguiendo un plan. No, de inmediato se desencadenó una gran disputa por culpa de los carriles. Por entonces se afirmaba que bajo ninguna circunstancia se podría reunir jamás la cantidad de hierro suficiente para una red de carriles inglesa (y eso que por aquella época pensaban en una red diminuta). Según opinaban muchos expertos con toda seriedad, había que hacer andar los “automóviles de vapor” sobre calles de granito. En 1825 se inauguró la primera línea de ferrocarril, y aún hoy se puede ver la “Locomotora Número 1” en una de sus estaciones terminales. Si alguna vez pasan por ahí, seguro que les parecerá una aplanadora a vapor para alisar calles antes que una verdadera locomotora. En el continente europeo se construyeron al principio trayectos muy cortos, que se

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podrían haber recorrido con el coche de correos e incluso a pie. En general se veía todo esto más bien como una curiosidad. Y cuando se consultó sobre el ferrocarril de Núremberg a los profesores de medicina de la Universidad de Erlangen, estos dijeron que no había que permitir su instalación bajo ningún concepto, pues el rápido movimiento produciría enfermedades mentales en los pasajeros. Más aún: sólo el hecho de mirar esos trenes de paso veloz podía provocar desmayos. Como mínimo había que colocar tabiques de madera de tres metros de altura a ambos lados de las vías. Cuando se inauguró el segundo ferrocarril alemán, que iba de Leipzig a Dresde, un molinero presentó una denuncia judicial porque el tren le interceptaba el viento. Y cuando el recorrido exigió la construcción de un túnel, los médicos volvieron a dar un dictamen negativo, alegando que la gente mayor podía sufrir un paro cardíaco por el repentino cambio de presión. Para saber lo que pensaba la gente sobre el ferrocarril en los primeros tiempos, nada mejor que lo que decía sobre los viajes en tren un sabio inglés que no tenía un pelo de tonto: para él, eso ya no tenía nada que ver con viajar, sino que simplemente era ser enviado de un lugar a otro, como si uno fuera un paquete. Junto a estas luchas entre la utilidad y el perjuicio del ferrocarril, estaban las luchas con el material. Hoy nos resulta difícil imaginar la perseverancia de los primeros ingenieros ferroviarios, los infinitos lapsos de tiempo que tenían que calcular para sus trabajos. Cuando en el año 1858 se construyó el túnel de doce kilómetros de largo a través del Mont Cenis, se esperaba que el tiempo de trabajo fuera de siete años. Y no fue otro el caso con el puente sobre el río Tay. Sólo que aquí se agregaba un escollo particular. Había que pensar no sólo en el peso que iba a tener que aguantar este puente, sino

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también en las tremendas tormentas que azotan la costa escocesa, sobre todo en otoño y primavera. Durante la construcción de este puente, que duró desde 1872 hasta 1878, hubo meses en los que los huracanes casi no cesaban, de modo que no se pudo trabajar más que cinco o seis días en cuatro semanas. Cuando finalmente el puente estuvo casi listo, en el año 1877, un temporal de potencia inaudita arrancó dos soportes de hierro de 45 metros de largo de sus pilares de piedra, destruyendo un trabajo de años. Grande fue por eso el triunfo cuando en mayo de 1878 el puente quedó inaugurado en medio de importantes ceremonias. Una única voz lanzó una advertencia: la de J. Towler, uno de los ingenieros de puentes más grandes de Inglaterra. Este ingeniero dijo que la construcción no soportaría las grandes tempestades por mucho tiempo, y que muy pronto se volvería a hablar del puente sobre el río Tay. Un año y medio más tarde, el 28 de diciembre de 1879, a las cuatro de la tarde, el tren de pasajeros partió en horario, muy cargado, desde Edimburgo hacia Dundee. Era domingo, y en los seis vagones viajaban doscientos pasajeros. Volvía a ser uno de esos días tormentosos de Escocia. El tren debería haber arribado a las 7 y 15 en Dundee, pero ya eran las 7 y 14 cuando la garita del guardabarrera le hizo señales desde la torre sur del puente. Y lo último que se escuchó del tren tras esta señal se los diré en palabras del escritor Theodor Fontane. Es un fragmento de un poema que se llama “El puente sobre el Tay”: Era el tren. Por la torre austral pasa jadeante en el temporal. Johnny, fuerte: “¡Falta aún el puente!

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Pero qué va, se superará Caldera firme, doble vapor De esta lucha saldrá vencedor. Por más que agite y haga viento Se dominará al elemento. Del puente, orgulloso por demás, Me río, pensado en tiempo atrás. Las quejas y lamentaciones Con la viejas embarcaciones En las Nochebuenas aquellas Que sobre el ferry habré pasado Viendo en las ventanas luces bellas Ávido de estar del otro lado. Al norte, la casilla del guarda. Todas las ventanas dan al sur. Incesantemente los guardas Miran temerosos hacia el sur Pues el viento se puso fiero Cual fuego que cae del cielo Arde en abatida brillantez Sobre el agua... y es noche otra vez.

No hubo testigos de lo que pasó esa noche. Ninguno de los que iba en el tren se salvó. Hasta hoy nadie sabe si no fue la tormenta la que partió al puente por la mitad, antes aun de que el tren estuviera sobre él, por lo que la locomotora avanzó a toda velocidad hacia el vacío. Como sea, la tormenta tiene que haber sido tan feroz que en ella desaparecían los sonidos. Otros ingenieros, especialmente aquellos que construyeron el puente, sostuvieron que fue el tren, alzado de las vías por la tormenta, el que golpeó contra las baran-

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das y arrancó el parapeto, mientras que el puente mismo se desplomó mucho más tarde. El crujido del tren al despeñarse no fue lo primero que permitió deducir que había ocurrido un accidente. Fue el resplandor del fuego lo que llamó la atención de tres pescadores, que no se imaginaron que saliera de la locomotora caída. Los hombres alarmaron a la estación sur del puente, pero cuando esta buscó contactarse con la del norte, ya nadie contestaba. Los cables habían sido arrancados. Se le comunicó la noticia al jefe de estación de Tay, que enseguida partió con una locomotora. En un cuarto de hora había llegado al lugar. Con cuidado se metió en el puente. Pero cuando había andado alrededor de un kilómetro y alcanzó el primer pilar del medio, el maquinista frenó tan de prisa que el tren casi descarrila. Bajo la luz de la luna había descubierto una brecha abierta. La parte del medio del puente había desaparecido. Aunque se haya construido con hierro, el puente igual tenía algunas similitudes con los de madera. Las estructuras de hierro daban por aquel entonces sus primeros pasos y aún no confiaban del todo en sí mismas. Ahora bien, todos ustedes conocen, al menos por fotos, la construcción con la que el hierro se erigió por primera vez con orgullosísima seguridad, la construcción que al mismo tiempo funcionó de monumento a los cálculos del ingeniero que la hizo. Me refiero a la torre que Alexandre G. Eiffel terminó, para la Exposición Universal de París, justo diez años después de la caída del puente sobre el río Tay. En el momento en que se hizo, la torre Eiffel no servía para nada. Era sólo un emblema, como se dice, una maravilla del mundo. Luego se inventó la radiotelegrafía. De golpe, la gran obra adquirió un sentido. Hoy, la torre Eiffel es la estación emisora de París. Diecisiete meses tardaron Eiffel y sus ingenieros en construirla. Habían preparado en los

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talleres cada agujero de remache al milímetro. Los doce mil pedazos de metal estaban determinados de antemano con toda precisión, y lo mismo con cada uno de los dos millones y medio de remaches. En este obrador no sonaba ningún golpe de cincel. Incluso al aire libre, lo mismo que en el atelier del constructor, el pensamiento dominaba a la fuerza muscular, que se había trasladado a la seguridad de los andamios y las grúas.

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L a inundación del M ississippi de 1927

Si abren un mapa del centro de Norteamérica y observan el Mississippi, ese río gigantesco de cinco mil kilómetros de largo, verán una fina línea algo confusa y sinuosa, pero que a grandes rasgos corre de manera bastante clara de norte a sur, en la que uno debería poder confiar con tanta seguridad como en cualquier avenida o línea de ferrocarril. Pero las personas que viven en la costa de este río, los campesinos, los pescadores, incluso los de la ciudad, saben que esta apariencia engaña. El Mississippi se encuentra en constante movimiento, no sólo por la masa de agua que corre desde la naciente hasta la desembocadura, sino también por sus orillas, que todo el tiempo están cambiando. En un radio de 10 a 50 millas de la corriente actual hay innumerables lagos, lagunas, pantanos y acequias. Por su forma, no son otra cosa que segmentos del antiguo cauce, desplazado entretanto hacia el oeste o hacia el este. Mientras la corriente fluye sobre roca firme, más o menos hasta el extremo sur del estado de Illinois, su recorrido es bastante recto. Más adelante entra en terreno de aluvión y en este suelo más flojo se pone de manifiesto su poca fiabilidad y su carácter inquieto. El río nunca está a gusto en el cauce que él mismo se hace. Y no sólo eso: los afluentes del bajo Mississippi, como el río Arkansas, el Red River y el Ouachita, que crecen mucho en primavera, atacan por los flancos con sus masas de agua al ya desbordante Mississippi, desplazando con su caudal la corriente principal y formando una especie de barrera que acumula el agua en el Mississippi y contribuye a la inundación de los estados costeros.

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Por eso es que durante siglos toda la tierra se inundaba cada año en cientos de millas a la redonda. Las plantaciones, los campos, las poblaciones, los bosques nativos y los jardines quedaban cubiertos por metros de agua y el entorno del río semejaba un océano cuyas islas eran las copas de los árboles. A principios del 1800, se empezó a proteger algunos tramos de la orilla contra los cambiantes humores anuales de la corriente. Financiados por los dueños de las orillas afectadas, se instalaron en varios puntos diques que protegían la tierra ubicada detrás, aunque a costa de las tierras vecinas, que sufrían aún más la inundación. De este modo se fueron preservando paulatinamente la mayoría de las plantaciones ubicadas en zonas más bajas. Para aliviar los costos de los agricultores, el congreso norteamericano les dio a modo de compensación todo el terreno pantanoso ubicado detrás de sus plantaciones. Ahora bien, imaginen lo que tiene que haber significado para los agricultores, que no poseían más que sus campos, cuando llegó el día en que se les exigió derribar por mano propia los diques y abrir sus plantaciones al poder destructivo del agua. Esto ocurrió de verdad una vez, y así llegamos al terrible y desolador suceso de la gran inundación de 1927. En la desembocadura del Mississippi está, como quizá sepan ustedes, la importante ciudad comercial de Nueva Orleans. En menos de dos semanas el agua había subido tanto que este puerto decisivo en la desembocadura del Mississippi parecía haber quedado a merced de la destrucción. Para salvar Nueva Orleans había que echar mano del más desesperado de los recursos: dinamitar los diques ubicados río arriba, de modo de permitir que el agua pudiera descargarse hacia los campos. Este fue el punto de partida de una encarnizada guerra civil, que no hizo más que aumentar los horrores de la ca-

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tástrofe natural. Los campesinos cuyos campos debían ser sacrificados a fin de salvar a la ciudad eran los más pobres del país. Con el objeto de impedir que se destruyeran los diques, formaron milicias armadas bajo el mando de uno de los muchos líderes que tienen las sectas norteamericanas. Miles de campesinos preferían ir a la lucha que salvar la ciudad a costa de la ruina de sus campos. En una medida desesperada, el gobierno nombró a un general como dictador de la zona de las inundaciones y declaró el estado de sitio. Por su lado, los campesinos se dispusieron a resistir al ejército con sus fusiles. Se atentó contra la vida del que luego sería el presidente de Estados Unidos, Herbert Hoover, que en ese momento se apersonó en la zona de las inundaciones en calidad de secretario de Estado. El gobierno no se dejó amedrentar y las voladuras se llevaron a cabo. Nueva Orleans se salvó, pero cien mil millas cuadradas quedaron bajo agua. La cantidad de gente que perdió su casa en aquellas zonas ascendió a medio millón. Los diques del Mississippi que fueron dinamitados en aquel entonces (siempre que no hubieran sido quebrados antes por la corriente) forman parte de los proyectos estatales más grandes de Norteamérica. Las construcciones se extienden a lo largo de dos mil quinientos kilómetros por ambos lados del río hasta el Golfo de México. Con no poca frecuencia miden diez metros de alto, con un grosor de cincuenta metros. Miles y miles de trabajadores se ocupan año a año de construir nuevos diques y de reforzar los más viejos. Un servicio de telecomunicaciones eléctrico une todas las estaciones entre sí. Cada semana se prueban los diques, en los que se invierten varios millones por año. Durante más de una década esto garantizó la más completa tranquilidad a los habitantes de los alrededores, hasta que sobrevino la crecida de la primavera de 1927.

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El 16 de abril, el telégrafo avisó por primera vez que la corriente había sobrepasado la orilla. Los primeros avisos sonaban bastante inocentes y en Washington se esperaba que con unas pequeñas molestias el asunto quedara zanjado. Pero esto se reveló como un error. Dos días más tarde, zonas de siete estados estaban completamente inundadas. Grandes superficies de Missouri, Arkansas, Kentucky, Tennessee, Luisiana y Texas habían quedado bajo agua. La marea alcanzaba los siete u ocho metros de altura sobre los campos. Docenas de ciudades y cientos de pueblos tuvieron que ser evacuados, y pobres de los que se atrasaron o les costó tomar la decisión. Conocemos la historia de tres hermanos, pequeños campesinos de la zona de Natchez, que creían poder tomarse su tiempo para poner a resguardo su ganado. Mientras que los otros habían dejado todo como estaba a fin de salvar el pellejo, estos se pusieron a hacer cosas en sus establos, y antes de que pudieran abastecerse, una enorme masa de agua les obstruyó el camino: estaban aislados y así quedaron. Uno solo de los tres salió con vida, y de él tenemos la escalofriante descripción de las horas que pasaron sobre la parte más alta de su techo, mirando cada vez con menos esperanzas el nivel de agua cada vez más alto. Escuchen un tramo del informe del sobreviviente: El agua nos dejaba libre sólo una delgada franja de la cumbrera. Ya había arrancado una de las chimeneas. De la población de los alrededores no se veía más nada. Sólo de la torre de la iglesia, que se erguía intacta hacia el cielo, nos llegaban las voces de los que se habían puesto a salvo ahí. A lo lejos se oía el rumor del agua. Había cesado el ruido de casas derrumbándose. Era como un naufragio en medio del océano, a miles de millas de la costa.

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“Nos estamos deslizando”, susurró John, aferrado desesperadamente a las tejas. Y efectivamente la sensación era que el techo se había convertido en una balsa arrastrada por la corriente. Pero cuando miramos la torre de la iglesia, inmóvil en su sitio, nos dimos cuenta de que era nuestra imaginación. Seguíamos en el mismo lugar, en medio de las olas atronadoras. Entonces empezó la batalla. La corriente había seguido al principio el curso de la calle, pero ahora los escombros le obstruían el paso y la hacían retroceder. Era un verdadero embate. La corriente tomaba cada viga o tronco que caía en su área y lo arrojaba como un proyectil contra la casa. Y ni siquiera entonces lo soltaba, sino que lo atraía de vuelta para volver a arrojarlo. Los muros temblaban por efecto de esta serie incesante de golpes. No pasó mucho tiempo que ya éramos bombardeados de este modo por diez a doce vigas. Las agitadas masas de agua bramaban y rugían, la espuma nos humedecía los pies. La casa debajo de nosotros emitía un gemido opaco, oíamos crujir sus ranuras. A veces, cuando una viga volvía a golpearla con terrible violencia, pensábamos que era el fin, que las paredes cederían y nos entregarían a la marea salvaje. A veces, cuando veíamos que la corriente arrastraba hacia nosotros un fardo de heno o un tonel vacío, agitábamos alegremente el pañuelo, hasta que tomábamos conciencia de nuestro error y volvíamos a hundirnos en nuestro miedo mudo. “¡Ey, miren allí, un bote grande”, gritó John de pronto. Con el brazo extendido señaló un punto oscuro a lo lejos. Yo no podía ver nada, Bill tampoco, pero John insistía. Y era realmente un bote. Los golpes de remo se iban acercando, hasta que también nosotros lo reconocimos. Avanzaba lentamente, parecía girar a nuestro alrededor, aunque sin dejar de aproximarse. Lo único que puedo decir es que en ese momento estábamos como enajenados. Estirábamos los brazos y gritábamos con toda nuestra fuerza. Lanzábamos insultos contra el bote y lo tachábamos de

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cobarde, mientras que él seguía deslizándose mudo y negro. ¿Era realmente un bote? Sigo sin saberlo hasta el día de hoy. Cuando al fin lo vimos desaparecer, se llevó consigo nuestra última esperanza. Desde ese momento esperábamos a cada instante que la casa se derrumbase y nos devorase. Debía estar por completo socavada. Alguna pared especialmente fuerte parecía sostener aún al resto, pero cuando cayera arrastraría a todo el resto. Yo temblaba de sólo pensar que el techo dejaría de soportar nuestro peso. La casa podía quizá aguantar la noche entera, pero el techo empezaba a ceder ante los choques constantes de las vigas. Nos habíamos refugiado del lado izquierdo, donde las maderas estaban aún bastante sanas. Pero después empezaron a tambalear también allí, por lo que era de prever que no aguantarían mucho tiempo más si los tres nos quedábamos apiñados en el mismo sitio. Mi hermano Bill había vuelto a ponerse la pipa en la boca de manera totalmente mecánica. Se retorcía el bigote, fruncía el ceño y refunfuñaba. Empezaba a impacientarlo el peligro creciente que se veía venir, y contra el que nada podía hacer pese a toda su valentía. Con enfadado desprecio escupió un par de veces al agua. Luego, mientras las vigas debajo de él iban cediendo cada vez más, tomó una decisión y se bajó de la cumbrera. “¡Bill, Bill!”, le grité. Intuí espantado lo que se proponía. Se dio vuelta y dijo con calma: “Adiós, Louis... ¿Sabes qué? Esto se me hace demasiado largo. Quiero dejarles lugar”. Primero tiró su pipa y luego saltó él mismo adentro de la corriente. “Adiós, me harté”, alcanzó a decir aún. No volvió a aparecer. No sabía nadar bien, y probablemente ni haya hecho el intento de salvarse. No quería sobrevivir a nuestra ruina y a la muerte de sus seres queridos.

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Hasta ahí la historia del tercer hermano, el único de esa familia que fue rescatado por uno de los botes que recorrían el agua. Se movilizaron más de cincuenta mil barcos, botes a motor y buques a vapor. Hasta los yates de lujo fueron confiscados por el gobierno para los trabajos de salvamento. Había escuadras completas de aviones recorriendo el cielo día y noche, del mismo modo que en 1931, mediante aviones al mando de Charles Lindbergh, se les acercó comida y medicamentos a los chinos hambrientos y completamente aislados por las inundaciones del río Yangtsé. Junto al Mississippi acampaban cientos de miles de refugiados a cielo abierto, sin techo, sin ropa abrigada, expuestos al hambre, la lluvia y los tremendos ciclones que asolaban por entonces la zona de las inundaciones. Pero ya es suficiente con los elementos desenfrenados del Mississippi. En otro momento daremos un vistazo por sus orillas, que tampoco eran nada pacíficas en los tiempos en que la corriente corría apacible por su cauce. Hace mucho que me propongo contarles alguna vez la historia de la sociedad secreta más grande y peligrosa de Norteamérica, comparada con la cual todas las bandas de contrabandistas de whisky y todos los clubs de criminales de Chicago son un juego de niños: la historia del Ku Klux Klan. Ahí volveremos a encontrarnos a orillas del Mississippi, pero esta vez frente al elemento desenfrenado de la crueldad y la violencia de los hombres. Y los diques que la ley construyó contra ellos no aguantaron mejor que los de tierra y piedra. Así que en otra ocasión hablaremos de eso, del Ku Klux Klan y del juez Lynch, entre otras figuras monstruosas que han poblado o aún pueblan la selva humana junto al Mississippi.

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Los bootleggers, contrabandistas de alcohol en Estados

Unidos

Más adelante hablaremos de qué significa exactamente bootleggers. En todo caso es una buena idea aclarar que se trata de los contrabandistas de alcohol en Estados Unidos, porque si no, habrían tenido que preguntar a sus padres. Ellos seguramente saben qué tipo de gente son los bootleggers. Justo en estas semanas volvieron a aparecer muchos artículos sobre el célebre Jacques Diamond, el rico bootlegger que huyó a Europa escapando de sus enemigos, pero que fue apresado en la ciudad alemana de Colonia y devuelto a Norteamérica. Por eso los adultos que hayan caído por error en esta hora dedicada a la juventud tal vez se interesen por esta clase de tipos, los que se las saben todas y han pasado las mil y una. Y quizá se interesen también por la pregunta de si es correcto contarles a los niños este tipo de historias: historias de falsificadores, de criminales que infringen las leyes con intención de amasar una fortuna en dólares, cosa que además suelen lograr. Se trata de una pregunta válida, y me quedaría con cargo de conciencia si simplemente me dedicara aquí a despachar una historia de ladrones detrás de otra. Antes debo decirles un par de palabras acerca de las grandes e importantes intenciones y leyes que constituyen el trasfondo de las historias en las que los héroes son los contrabandistas de alcohol. No sé si han oído hablar sobre el problema del alcohol. Pero seguro que han visto algún borracho, y basta con observar a una persona en esa situación para entender por qué los hombres se preguntaron si el Estado no debía prohibir la

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venta de alcohol. En Estados Unidos llevaron esta idea a la práctica en el año 1920, a través de una ley que modificó la Constitución. Desde entonces rige allí la así llamada “Prohibition”, es decir que es ilegal vender alcohol, salvo con fines medicinales. ¿Cómo llegaron a esta ley? Por un montón de motivos, y si uno empieza a investigarlos, aprende de paso muchas cosas importantes sobre los norteamericanos. Un día de diciembre de hace siglos, los primeros colonos europeos, antepasados de los norteamericanos blancos, desembarcaron con su pequeño barco Mayflower en la rocosa costa de lo que hoy es el estado de Massachusetts, donde queda la ciudad de Plymouth. Hoy se los llama “los cien por ciento”, aludiendo a la lealtad de sus convicciones, a su fortaleza y a sus imperturbables principio religiosos y morales. Estos primeros inmigrantes pertenecían a la secta de los puritanos. Su influencia puede sentirse en Estados Unidos hasta el día de hoy. La “Prohibition” o “ley seca” es una de las derivaciones de este cristianismo puritano. Los norteamericanos la llaman “el noble experimento”. Para muchos de ellos, la ley seca no es sólo un asunto de salud o económico, sino algo religioso. Ellos llaman a su país “la morada de Dios” y dicen que promulgar esa ley era un deber divino. Uno de los mayores adeptos de esta ley es Henry Ford, el rey de los automóviles. Pero no porque sea puritano, sino porque dice: “Yo sólo puedo vender los autos tan baratos gracias a la prohibición. ¿Por qué? Antes, el trabajador promedio gastaba una gran parte de su salario semanal en el bar. Ahora que no puede gastar su dinero en tragos, se ve obligado a ahorrar. Una vez que ha empezado a ahorrar, se da cuenta de que pronto le alcanzará para un auto. Así he multiplicado mis ventas de autos gracias a la ley seca”, dice Ford. Muchos fabricantes norteamericanos piensan como él,

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porque las grandes empresas no sólo venden más a causa de la prohibición, sino que también pueden fabricar más barato. Un trabajador que no bebe rinde mucho más que uno que bebe con regularidad, aunque sea poco. De ahí que la misma fuerza de trabajo produce más que antes. Y si bien la diferencia no es grande, este pequeñísimo rendimiento adicional de cada individuo se multiplica en la economía de un país por la cantidad de sus trabajadores y por todas las horas de trabajo a lo largo de los años. Pues bien, ahora saben lo que es la ley seca y por qué se la decretó. Veamos entonces qué es lo que pasa con los bootleggers. Estas personas se denominan así, “bota-cañeros”, en memoria de los buscadores de oro de Klondyke. Allí cada hombre llevaba su botellita de aguardiente en la caña, que es la parte de la bota que cubre la pantorrilla. Ahora les voy a contar algunos de los innumerables trucos que usa esta gente, pero no por eso tienen que pensar que es fácil conseguir vino, cerveza o aguardiente en todas partes de Estados Unidos. No lo es, sobre todo porque la ley norteamericana vale tanto para el que vende alcohol como para el que lo consume. Claro que las penas contra los que venden son las más severas. La crueldad de estos castigos es de hecho una de las razones que esgrimen los enemigos de la ley seca para oponerse a ella. De esto resulta que sólo se vuelven bootleggers los que pertenecen a una suerte de elite entre los inescrupulosos, los intrépidos y los temerarios. Los seguiremos ahora primero al mar, donde comienza su tarea. La ley dice que ningún barco que transporte alcohol puede acercarse a menos de 14 millas de la costa norteamericana. Ahí empieza el así llamado mar territorial. A partir de esa frontera, hasta los barcos de pasajeros que vienen de Europa deben cerrar con sello sus reservas de alcohol. A las grandes exportadoras que quieren descargar su alcohol en Estados

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Unidos ni se les ocurre asumir los peligros del contrabando. Por eso envían a sus barcos de carga con la orden de echar anclas fuera del mar territorial. Las lanchas aduaneras norteamericanas los ven, pero no les pueden hacer nada. Los que también pueden verlos son los pequeños botes de los bootleggers, que recorren día y noche la “calle del ron”, como se llama a esta línea fronteriza por el contrabando de esa bebida. Su tarea consiste en distraer la atención de los barcos aduaneros, hacerse con la carga y llegar a un embarcadero secreto en tierra firme. Para eso deben aprovechar cualquier circunstancia: la neblina, las noches sin luna, la posibilidad de sobornar a los oficiales de la aduana y, sobre todo, las marejadas tormentosas que dificultan la persecución. La policía y los contrabandistas tratan todo el tiempo de superarse mutuamente en serenidad y astucia. Les contaré aquí dos pequeñas anécdotas, en las que con un truco similar una vez salieron vencedores los contrabandistas y la otra los guardias de la aduana. Una lancha de la marina de guerra perseguía un día a un buque petrolero cuya carga le parecía sospechosa. Cuando casi habían alcanzado al buque, que tenía motores poco potentes, a los contrabandistas se les ocurrió una idea imprevista: arrojaron a uno de los suyos por la borda. Y mientras que la lancha se frenaba para salvar al hombre, el buque se alejó velozmente, dejando tras de sí no más que un surco majestuoso. Pero no siempre la autoridad aduanera se ha quedado con las ganas, como les decía. Está la historia del buque Frederic B. de Southampton, que había cargado cien mil cajas de licores y champañas por un valor de 180 millones de francos. Este buque, que tenía un misterioso capitán conocido bajo el nombre de Jimmy, era el terror de las noches en vela de los funcionarios aduaneros. La administración norteamericana prometió una alta recompensa para aquel que

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se apoderara de Jimmy. Un hombre muy joven, de nombre Paddy, aceptó la aventura. Zarpó con algunos dólares y un apretón de manos en nombre de toda la aduana de los Estados Unidos. Días más tarde, un imponente buque carguero, precisamente el Frederic B. de Southampton, que andaba haraganeando por la calle del ron cerca del archipiélago de las Bahamas, chocó contra una barca pesquera. El buque recogió a los náufragos, cuatro hombres y un marinerito llamado Paddy. Los cuatro pescadores fueron desembarcados, siguiendo su voluntad, mientras que el grumete pidió y obtuvo permiso para trabajar en el buque. Pero ya en su segunda noche sobre el barco dejó caer un cabo que les sirvió de escalera a cuatro enérgicos hombres. Revólver en mano, se apoderaron del timón y del teléfono. El juego había sido ganado. En la sala de máquinas creían seguir las órdenes del capitán Jimmy, y el Frederic B. de Southampton entró al puerto de Miami, donde la aduana le dio la bienvenida y hundió la carga de 180 millones de francos en el mar. La calle del ron, controlada constantemente por unos cuatrocientos barcos costeros, es sólo uno de los frentes de batalla entre los contrabandistas de alcohol y el gobierno. Tierra adentro, en la frontera entre Canadá y Estados Unidos, están los grandes lagos. Allí la cosa suele desarrollarse del modo siguiente: si los funcionarios de la aduana tienen, digamos, tres barcos, entonces los contrabandistas ponen doce. Los tres barcos de la aduana pueden mantener a raya o perseguir a tres o cinco de los barcos de los contrabandistas, en el mejor de los casos. Cuando la cosa se pone peligrosa, los perseguidos dan la vuelta y regresan navegando muy tranquilamente hacia Canadá. Y los siete u ocho restantes atracan, sin que nadie los moleste, en la costa del estado de Illinois. “¿Por qué la aduana no manda entonces doce lanchas?”, le pregunté al amigo norteamericano que me

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contó esta historia. Él me miró con una sonrisa y explicó: “Porque entonces los contrabandistas mandarían treinta y seis”. En otras palabras: las ganancias de esta gente son tan grandes, que no necesitan ahorrar en gastos. Pero no por eso debemos imaginar que todo en su existencia es color de rosa. Si la aduana fuera su único contrincante, al final terminarían saliéndose con la suya. Pero los verdaderos y temidos enemigos están en otra parte. Son los hijackers, como se llama a los bandidos que consiguen las provisiones de alcohol para hacer sus negocios no con los barcos, como los bootleggers, sino con los propios bootleggers. Pero sin pagar, sino robándoles. La incompatibilidad de intereses entre contrabandistas y ladrones, pues a fin de cuentas se trata de eso, dominó durante años el tristemente célebre mundo del hampa de Chicago. La mayoría de los asesinatos que tenían lugar allí en plena calle eran ajustes de cuentas entre ambos tipos de caballeros. En Chicago transcurre también la historia novelesca que contó un periodista norteamericano, un tal Arthur Moss. Estaba a punto de entrar a su club cuando vio a un grupo de pescadores de aspecto honrado descargando una gran carga de pequeños tiburones de un camión que olía a sal marina. Las aletas de tiburón son una exquisitez muy apreciada, pero a la vez bastante extravagante, y el señor Moss se preguntó desde cuándo sería tan codiciada como para que fuera necesario acopiar tal cantidad de tiburones. Pensando en estas cosas se dio cuenta del cuidado con que se hacía deslizar a los tiburones por una superficie inclinada desde el vehículo, para luego ser recibidos por manos atentas. Fue entonces que un hombre de apariencia amable e inofensiva se acercó al camión y, pese al carácter poco solícito y hasta malhumorado de los hombres de mar, insistió en tocar uno de los pescados que ellos trataban con tanto respeto. Al final resultó ser que

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el señor era un miembro de la policía y que en el interior de cada pescado había una botella de whisky. Las ideas de los bootleggers para contrabandear sus líquidos son de lo más alocadas. Cruzan la frontera disfrazados de policías, con la carga de whisky bajo los cascos. Organizan funerales sólo para poder pasar el aguardiente dentro de los ataúdes. Se ponen ropa interior de caucho que está llena de licor. En los restaurantes venden muñequitos o abanicos con una botella adentro. Pronto no habrá ningún elemento, por muy inofensivo que sea (paraguas, cámaras de fotos, cañas de botas), en cuyo interior la policía aduanera no sospeche que podría haber whisky. La policía y todos los norteamericanos. Sobre esto hay una bonita historia que transcurre en una estación de trenes cerca de Nueva Orleans. Unos niños negros caminan por los costados de un tren que se detiene allí. Bajo su ropa esconden envases de distintas formas, sobre los que se puede leer bien grande “Té frío”. Un viajero hace una seña, compra uno de estos envases por el precio de lo que cuesta un traje y lo oculta hábilmente. Otro hace lo mismo, luego diez, veinte, cincuenta. “Ante todo, damas y caballeros –ruegan los negritos–, beban el té sólo cuando el tren se ponga en movimiento”. Todos guiñan el ojo, pues saben lo que eso significa... Un silbido, el tren parte y enseguida los viajeros se llevan el envase a la boca. Pero las caras se les alargan, pues lo que beben es té de verdad. Hace un par de semanas tuvieron lugar las elecciones norteamericanas para la Cámara de Representantes. También ahí la ley seca jugó un papel importante. Las elecciones mostraron que tiene muchos enemigos. Y no sólo, como quizá piensen ustedes, entre los que simplemente quieren beber, sino también entre personas muy inteligentes, sobrias y reflexivas, que están en contra de las leyes que son transgredidas por la mitad de los habitantes de un país, convirtiendo a

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los adultos en niños traviesos que sólo hacen una cosa porque está prohibida; leyes cuya aplicación le cuesta al Estado una cantidad increíble de dinero y que a muchos de los que las infringen les cobra la vida. Para que esta ley siga en vigencia es necesaria la existencia de los bootleggers, que se han hecho ricos gracias a ella. Nosotros los europeos, que miramos la cosa desde la distancia, tendremos que pensar si los suecos, los noruegos y los belgas, que han luchado contra el consumo de alcohol en sus países de manera menos radical y con leyes mucho más indulgentes, no han avanzado más que los norteamericanos con su violencia y su fanatismo.

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Falsificación de estampillas

Voy a hablarles de algo que ni los filatelistas más estudiosos e inteligentes terminan nunca de conocer completamente: el fraude. El fraude con estampillas. En 1840, Rowland Hill inventó la estampilla y pasó de ser un simple maestro de escuela a que lo nombraran administrador general del correo de Inglaterra. Le otorgaron un título de nobles y una donación de cuatrocientos mil marcos. Desde aquel año que se han ganado millones y millones gracias a este trocito de papel. Mucha gente ha hecho fortunas con las estampillas. Todos sabemos lo que puede valer una sola de ellas. La más cara de todas no es, como suele creerse, la “Post Office” de 2 centavos de la República de Mauricio, sino la de 1 centavo de la Guayana británica. Se trata de una estampilla provisoria del año 1856, de la que se supone que sólo se ha conservado un único ejemplar. Fue impresa en la imprenta del periódico con las mismas toscas planchas que solía utilizar la gaceta local para los anuncios de las compañías navieras. Este único ejemplar existente fue descubierto hace años entre viejos papeles familiares por un joven coleccionista de Guayana. Luego pasó a la colección de La Renotière en París, que era la colección de estampillas más grande del mundo. No se sabe cuánto pagó por esta estampilla su dueño, pero su precio de catálogo es hoy de cien mil marcos. La colección a la que se sumó abarcaba ya en 1913 más de ciento veinte mil estampillas y se la tasaba en ese momento muy por arriba de los diez millones de marcos. Claro que sólo un millonario podía darse el gusto de armar una colección semejante. Pero fuera o no su intención, su colección le hizo ganar más millones todavía.

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Los comienzos de esta colección se remontan al año 1878, aunque los comienzos de las colecciones de estampillas en general datan de quince años antes que eso. Claro que en aquel entonces coleccionar era más simple que hoy. Porque había muchas menos estampillas y las cosas que hoy resultan impagables aún eran accesibles, de modo que resultaba mucho más sencillo completar las colecciones. Pero también porque en aquella época no había todavía falsificaciones, no al menos de las que se fabrican para engañar a los coleccionistas. Aquel de ustedes que esté abonado a una revista de filatelia sabe que allí se informa regularmente sobre las nuevas falsificaciones como si fuera algo común con lo que nadie deja de contar. Y lo cierto es que no podría ser de otra manera, habida cuenta de todo el dinero que se gana con las estampillas, y de que el rubro se ha vuelto tan inabarcable que nadie puede conocerlo por completo. Hasta 1914, o sea hasta que aparecieron las innumerables estampillas de la primera guerra mundial y de las tropas de ocupación, el número de timbres postales distintos ya ascendía a 64.268. Ahí es cuando llegamos a las falsificaciones. Como saben, las falsificaciones existen en todos los tipos de colecciones, sin excepción. Junto a las que están dirigidas a los más tontos, las burdas y pasajeras, también hay algunas que ponen a prueba a los más entendidos, y otras que se descubren sólo décadas más tarde, o a veces nunca. Con las estampillas, muchos coleccionistas creen, sobre todo los principiantes, que quedan a resguardo de las falsificaciones dedicándose exclusivamente a las usadas. Esto viene de que algunos estados, como los Estados Pontificios, Cerdeña, Hamburgo, Hannover, Heligoland y Bergedorf, hacían reimpresiones de los sets de estampillas que empezaban a escasear, aunque en vez de ponerlas en circulación las vendían directamente a los colec-

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cionistas. Estas reimpresiones, que también podríamos llamar falsificaciones, se caracterizan por no estar selladas. Sin embargo, esto es un caso especial que bajo ningún concepto puede generalizarse. Nada hay más absurdo que pensar: “Esta estampilla es falsa porque no está sellada”. Mucho más correcto sería decir: “Esta estampilla está sellada, precisamente porque es falsa”. Porque lo cierto es que son muy pocas las estampillas falsas que no tienen sello. En líneas generales, sólo aquellas en las que el falsificador –por llamarlo así– es el propio Estado. En cambio, el falsificador privado que se anima a imitar las estampillas más refinadas también puede imitar el sello rojo. Y una vez que tiene lista su falsificación, vuelve a mirarla atentamente e intenta cubrir las partes débiles, que siempre quedan, mediante un sello impreso. Es decir que coleccionar exclusivamente estampillas selladas sólo protege de unas pocas reimpresiones, pero no de las grandes cantidades de estampillas falsificadas. Muy pocos coleccionistas sabrán cuál es el país con la mejor reputación entre los falsificadores de estampillas, o sea aquel del cual provienen las falsificaciones mejor logradas. Es Bélgica. Los belgas falsifican no sólo sus propias estampillas (la falsificación más famosa es la de la estampilla belga de cinco francos), sino que con el mismo gusto falsifican estampillas extranjeras, por ejemplo la estampilla alemana de Marruecos de una peseta. Para desprenderse de su producción, los falsificadores descubrieron un truco grandioso, que por un lado les permite obtener mayores ganancias y por el otro los protege contra las sanciones. Lo que hacen es señalar expresamente a sus falsificaciones como lo que son. De este modo renuncian a cobrar sumas astronómicas, puesto que no venden las estampillas falsas como si fueran verdaderas. Pero como sus compradores son en su mayoría personas que sí tienen la honorable in-

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tención de hacer eso, los productores pueden pedir un precio muy conveniente por esas estampillas que no han sido falsificadas, según dicen, sino que fueron reproducidas con fines científicos. Lo que hacen es enviar a pequeñas filatelias unas ofertas en las que elogian sus impecables imitaciones de estampillas fuera de circulación, la admirable ejecución con un procedimiento totalmente novedoso, la matemática fidelidad de los dibujos, sus sobresellos, los colores, el papel, las marcas de agua, el dentado y –no debemos olvidar– los sellos. A fin de protegerse de estos productos, los grandes comerciantes de estampillas propusieron extender una garantía o sello de autentificación mediante el que tal o cual reconocida filatelia respondía por la autenticidad de las estampillas especialmente raras. Pero otros, muy sensatamente, objetaron que se desfigurara la imagen de la estampilla verdadera con el sello de una casa comercial, por muy minúsculo que fuera. Mejor imprimirle a cada falsificación descubierta de una estampilla valiosa un sello de “falsificada”, a modo digamos de estigma. Por otro lado, hay que aclarar de paso que no todo lo que circula bajo el nombre de “réplica” fue planeado como falsificación. Por ejemplo, un par de ejemplares de la célebre estampilla negra inglesa de un centavo de 1864 se reimprimieron en la imprenta estatal para la colección de algunos príncipes ingleses. Si hay entre ustedes alguien que más tarde vaya a seguir coleccionando estampillas, ya se las tendrá que ver lo suficiente con las falsificaciones. Ahí aprenderá mucho más que lo que les pueda contar yo hoy, y se irá topando poco a poco con los recursos que existen para hacerles frente. Pero hay otras formas de engañar a los coleccionistas, hay otros mecanismos de explotación privada y estatal de los aficionados a las estampillas que no suceden mediante falsificaciones. En estos casos debemos pensar sobre todo

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en los países que viven del comercio de las estampillas, por así decirlo. Sobre todo en el pasado, varios pequeños estados contaban con los bolsillos de los coleccionistas para mejorar sus finanzas. Se podría adjudicar el descubrimiento de esta singular fuente de ingresos a un ingenioso habitante de las Islas Cook. Hasta hace no mucho tiempo, los diez mil a doce mil habitantes de esta isla eran caníbales. Con los primeros aparatos y artículos de la civilización les llegaron también las estampillas, importadas desde Nueva Zelanda. Eran estampillas muy simples, cuyo papel engomado presentaba un marco sencillo de letras de molde. Eso no obstante, los grandes filatelistas de Norteamérica y Europa tenían mucho interés por esta edición y pagaban por ella un precio bastante elevado. Nadie se sorprendió de esto más que la gente de las Islas Cook, viendo de pronto que se les abría una fuente de ingresos tan fácil y abundante. Enseguida pidieron que les imprimieran nuevas estampillas en Australia, distintas de las primeras por sus dibujos y colores. Historias parecidas se podrían contar de muchos países latinoamericanos, especialmente de Paraguay, al igual que de los pequeños principados indios de Faridkot, Bengala y Bamra. Pero más inteligentes que los gobernantes que quisieron hacer negocios de esa manera eran a veces las personas particulares. Un ejemplo es aquel ingeniero que se comprometió a mandar a Guatemala dos millones de estampillas nuevas en forma gratuita, a cambio de lo cual sólo pidió que le dieran todas las series de las viejas estampillas que aún se hallaban en la imprenta del gobierno. Se podrán imaginar ustedes el buen negocio que hizo con eso más tarde. Al final de la primera guerra mundial, cuando la situación en Alemania era muy mala, hasta el correo del imperio alemán siguió el ejemplo de estos reinos y principados exóticos, vendiéndoles

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sus reservas de estampillas coloniales directamente a los coleccionistas privados. ¿Puedo contarles ahora una historia de falsificación completamente distinta? En realidad no tiene relación directa con la filatelia, pero es de las más refinadas que jamás se hayan concebido. Y como gira en torno a una colección de estampillas, tal vez me sea permitido intentarlo. La cosa tuvo lugar en 1912 en Wilhelmshaven. Un adinerado ciudadano de esa localidad vendió por diecisiete mil marcos su bella colección de estampillas, reunida tras años de esfuerzo. La mandó contra reembolso al comprador, un caballero de Berlín. Paralelamente, el comprador mandó una caja a Wilhelmshaven, supuestamente llena de libros, a nombre del vendedor. Poco después, ordenó por telegrama que le devolvieran la caja a Berlín. Ambas cajas arribaron sin problemas a la terminal de cargas de esa ciudad. Allí, el estafador logró quedarse con la caja que traía la colección de estampillas, pero sin pagar el reembolso. Se hizo pasar por el que la había mandado en primera instancia y adujo que ahora sólo la estaba recuperando. La caja supuestamente llena de libros sólo contenía pedazos de papel, y su destinatario nunca apareció. Pero suficiente ya sobre falsificaciones de estampillas, de las que tocan de cerca a los propios coleccionistas. Porque existe alguien interesado en los fraudes y sobre todo en las falsificaciones que es muy distinto y mucho más poderoso que los coleccionistas: el correo. Se calcula que el consumo anual de estampillas en Alemania es de alrededor de 6 billones de unidades, o sea 6 mil millones, mientras que el consumo mundial asciende a 30 billones. Y el valor monetario de las estampillas consumidas en Alemania se ha calculado en unos 5 billones de marcos. O sea que podría decirse que todos los años el correo pro-

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duce y vende estos pequeños billetes por un valor de 5 mil millones de marcos. Las estampillas pueden ser consideradas como billetes pequeños, puesto que no sólo se usan para franquear cartas sino que a menudo sirven también para realizar pagos hasta un cierto monto. Sólo en una cosa se distinguen por completo del papel moneda. Para copiar billetes de 10 o 100 marcos hay que saber mucho del arte de imprimir, amén de que se necesitan instrumentos caros y complejos. Por el contrario, reproducir estampillas es extraordinariamente fácil, y cuánto más rústica es la impresión de las piezas auténticas, más difícil se hace a veces distinguirlas de sus falsificaciones. Así es como hace varios años ocurrió que coleccionistas muy entendidos declararon como falsas las estampillas alemanas de diez centavos, mientras que el correo alemán sostenía que eran auténticas. No es posible determinar cuán frecuentes son estas falsificaciones de estampillas, que en realidad podrían llamarse “falsificaciones de billetes”, pues la ley que las castiga es la misma. El correo lleva la contabilidad de cuántos millones de marcos gana por año vendiendo estampillas, pero no de cuántos millones de marcos por año suman las estampillas pegadas a los sobres a las que luego les pone sello, con lo cual pierden su valor postal. Por eso hay gente que afirma que la administración del correo pierde anualmente cientos de millones de marcos a causa de las estafas. Esto no se puede probar, pero si consideramos que hay formas mucho más sencillas de estafar al correo que con estampillas falsificadas, por ejemplo quitándoles limpiamente el sello a las auténticas, entonces la opinión de esta gente puede llamarnos a la reflexión. Alguna gente hasta sostiene que se puede reconocer en cada zona una preferencia por distintos tipos de fraude. En el sur de Eu-

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ropa, por ejemplo, practican falsificaciones a gran escala mediante impresión, en tanto que en el norte se inclinan por las falsificaciones a pequeña escala a través de lavados y limpiezas. Cuento estas cosas porque lo que persigue esta gente es algo que concierne a todo coleccionista de estampillas. Su objetivo es que se terminen las estampillas y sean reemplazadas por los sellos. Sabemos que para envíos en masa el franqueo ya no se factura con estampillas sino directamente con el sellado. Los enemigos de las estampillas opinan que hay que aplicar este procedimiento también para las cartas particulares, por ejemplo mediante buzones de correo provistos de máquinas selladoras. Habría entonces buzones de 5, 8, 15 y 25 centavos, según el franqueo que debe pagarse por una carta. Para que se abra la ranura, habría que arrojar antes en el buzón el monto correspondiente en monedas. Pero todavía no hemos llegado a eso, y la cosa presenta varias dificultades. Ante todo, la Unión Postal Universal convalida sólo las estampillas, no los sellos. Sin embargo, en esta era de la mecanización y de la tecnología es probable que la estampilla no vaya a tener una vida muy larga. Aquel de ustedes que quiera prepararse con anticipación para esto, haría bien en ir pensando cómo armar una colección de estampillas. Ya hoy podemos ver que los sellos se vuelven cada vez más variados y abundantes, mostrando publicidades con palabras o dibujos, y los amigos de este nuevo procedimiento han prometido, a fin de ganarse a los coleccionistas, que adornarán los sellos con paisajes, escenas históricas, escudos de armas, etcétera, todo igual de bello como antes las estampillas.

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Historias verdaderas de perros

Ustedes seguramente piensan que conocen a los perros. Pero yo creo que si ahora les leo la descripción más famosa del perro, les pasará lo mismo que a mí cuando la descubrí. Lo que me dije en ese momento fue que si en esa descripción no hubiese aparecido la palabra “perro” o “perra”, tal vez no hubiera adivinado a qué animal se refería. Así de nuevas y extrañas se ven las cosas cuando un gran científico pone en ellas su mirada, como si nadie lo hubiera hecho antes. Ese científico es Carl Linneo. El mismo que conocemos de la botánica y según cuyo sistema se siguen clasificando las plantas aún hoy. Esto es lo que dice él sobre los perros: Come carne, carroña, harinas, pero hojas no; digiere huesos, vomita tras ingerir pasto; defeca sobre piedra: blanco griego, extremadamente ácido. Bebe a lengüetazos; orina de lado, en buena compañía a menudo cien veces; olfatea el ano ajeno; nariz húmeda, olfato excelente; corre en diagonal, anda en puntillas; transpira muy poco, deja colgando la lengua cuando hace calor; antes de dormir da vueltas alrededor del lugar; dormido escucha con bastante agudeza, sueña. La perra es cruel con los pretendientes celosos; durante el celo se aparea con muchos, a los que muerde; en el apareamiento es profundamente unida; está preñada nueve semanas, alumbra camadas de cuatro a ocho cachorros, los machitos se parecen al padre, las hembritas a la madre. Fiel por sobre todas las cosas; compañero del ser humano; menea la cola con la aproximación del amo, no deja que le peguen; si el amo se va, corre delante de él, en el cruce de caminos se da vuelta a mirar; aprende fácil, rastrea

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las cosas perdidas, patrulla por las noches, avisa si alguien se aproxima, cuida los bienes, aleja al ganado de los campos, mantiene juntos a los renos, resguarda al ganado y a las ovejas de los animales salvajes, mantiene a los leones a raya, encuentra venados, captura patos, avanza a hurtadillas antes de saltar sobre la red, trae lo que mató el cazador sin comérselo. En Francia le da vueltas al asador, en Siberia tira de los trineos. Mendiga junto a la mesa; si robó algo, mete temeroso la cola para adentro; come ávidamente. En casa es el rey entre los suyos. Enemigo de los mendigos, ataca a los desconocidos sin que lo provoquen. Lamiendo cura las heridas, la gota y los cánceres. Aúlla con la música, muerde la piedra que le tiran; cuando se aproxima una tormenta, se indispone y huele mal. Tiene sus problemas con la tenia. Propaga la rabia. Termina ciego, royéndose a sí mismo.

Hasta ahí Linneo. Después de una descripción como esta, la mayoría de las historias que se cuentan cotidianamente sobre perros parecen un poco aburridas y comunes. En todo caso, no pueden competir con este relato ni en extravagancia ni en lo memorable, y mucho menos se compara con la mayoría de las historias con que la gente busca demostrar la inteligencia de los perros. ¿No es una ofensa para los perros que sólo se cuenten de ellos historias que buscan demostrar algo? ¿Es que son interesantes únicamente como especie? ¿No será que cada uno de ellos es un ser único y especial? Ni un sólo perro es igual a otro, ya sea corporal o espiritualmente. Cada uno tiene sus propias costumbres o malas costumbres. A menudo son lo exactamente opuesto el uno del otro, por lo que constituyen un tema inagotable de conversaciones sociales para sus dueños. ¡Cada dueño tiene el perro más listo! Pero si alguno cuenta de su perro alguna travesura

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perruna, entonces cada perro se convierte en tema para un estudio de carácter, y si ha vivido alguna experiencia curiosa, sirve para una historia de vida. Incluso en su muerte aparecen particularidades.

De estas particularidades oiremos algunas ahora. También los otros animales tienen sin duda muchas cosas curiosas cada uno por separado, cosas que no se encuentran de esa misma manera en toda la especie. Pero el hombre no puede observarlas con tanta claridad y variedad como en los perros, porque con ningún animal se ha relacionado tan estrechamente (salvo tal vez con los caballos). Antes que nada está eso: la gran victoria que consiguió el hombre hace miles de años frente al perro, o mejor dicho frente al lobo y el chacal. Pues a partir de que ellos se dejaron someter y domesticar se desarrollaron los primeros perros. Claro que al referirnos a estos perros antiquísimos, que aparecieron a fines de la Edad de Piedra, no podemos pensar en nuestros perros domésticos o de caza. Debemos pensar más bien en los perros semisalvajes de los esquimales, que durante meses se procuran la comida por sí mismos y se parecen en todo sentido al lobo ártico. O debemos pensar en los temibles perros siberianos de los kamchatkas, maliciosos y mordedores, que según la crónica de un viajero no le tienen el menor amor ni fidelidad a su amo, sino que todo el tiempo intentan matarlo. De este tipo debe haber sido el perro doméstico en sus inicios. Más tarde, por efecto de los castigos, los perros volvieron en algunos casos a su antiguo salvajismo, sobre todo los dogos, y su sed de sangre llegó a recrudecer respecto de la que tenían en su estado primitivo. Aquí la historia del más famoso entre los perros sanguinarios, el así llamado Becerrillo. Lo encontró el español Fer-

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nando Cortés en su conquista de México y lo adiestró de la forma más abominable. En el pasado se utilizaba al bulldog mexicano de manera atroz. Se lo adiestraba para atrapar hombres, derribarlos e incluso matarlos. Ya en la conquista de México los españoles utilizaron este tipo de perros, y uno de ellos, llamado Becerrillo, cobró fama, o mala fama. Si pertenecía a los auténticos dogos cubanos, a los que se consideraba un bastardo del bulldog y del perro de presa, es algo que ya no podemos determinar. Se lo describe como de tamaño mediano, de color rojo, pero negro alrededor del hocico negro y hasta los ojos. Su temeridad e inteligencia eran extraordinarias. Gozaba de un alto rango entre todos los perros y recibía el doble de comida que los demás. Durante los ataques solía precipitarse sobre la parte más densa de la masa de indios para tomarlos del brazo y llevárselos. Si le obedecían, el perro no les hacía nada, pero si se resistían a ir con él, al instante los tiraba al suelo y los estrangulaba. Sabía distinguir perfectamente a los indios enemigos de los que habían capitulado, a los que no tocaba nunca. Pero por muy cruel y furioso que fuera este perro, a veces se mostraba mucho más humano que sus amos. Una mañana, según se cuenta, el capitán Jago de Senadza quería darse el cruento gusto de hacer que Becerrillo destrozara a una vieja prisionera india. Le dio a ella una carta con el encargo de llevársela al gobernador de la isla. Presuponía que el perro, al que soltaría no bien la vieja se marchara, atraparía a la anciana mujer y la despedazaría. Cuando la pobre y débil india vio al furioso perro lanzándose sobre ella, se sentó sobre la tierra y, presa del miedo, le rogó con palabras conmovedoras que le perdonara la vida. Le mostró la carta, asegurándole que debía llevársela al comandante para cum-

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plir con su encargo. El furioso perro quedó desconcertado ante estas palabras y, tras reflexionar brevemente, se acercó cariñoso a la vieja. Este suceso llenó de asombro a los españoles y les pareció sobrenatural y misterioso, lo cual explica probablemente por qué el comandante liberó a la vieja india. Becerrillo terminó su vida en combate contra los caribes, que lo mataron mediante una flecha envenenada. Es fácil entender por qué a los pobres indios esos perros les parecían los asistentes cuadrúpedos de los diablos de dos piernas.

De un tipo de dogo que vagabundea en manadas salvajes por Madagascar se cuenta la curiosa historia que sigue: En la isla de Madagascar vagan grandes manadas de perros salvajes. Su enemigo acérrimo es el caimán, por el que solían ser devorados muy a menudo cuando nadaban de orilla a orilla. Durante años de lucha contra la bestia, los perros inventaron un truco que les permite mantenerse a distancia de sus fauces. Antes de emprender sus excursiones a nado, se reúnen en grandes cantidades en la orilla y alzan un fuerte ladrido conjunto. Atraídos por ello, todos los aligátores que se encuentran en la proximidad emergen del agua con sus enormes cabezas en el lugar donde se encuentra la jauría. En ese instante, los perros galopan un trecho junto a la orilla y cruzan el agua sin peligro, pues los pesados aligátores no logran seguirlos con la misma velocidad. Es interesante observar que los perros foráneos, que llegaron a la isla con los colonos, cayeron en las fauces de los caimanes, pero más tarde también su descendencia se salvó de esa muerte segura mediante el truco de los perros vernáculos.

Así es como los perros salen del paso. ¡Y cuántas veces le han ayudado a salir del paso a las personas! Pienso en los

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antiquísimos quehaceres humanos, en la caza, las guardias nocturnas, las migraciones, la guerra. En todo eso el perro ha colaborado con el hombre en las más variadas épocas de la historia y en los países más apartados de la tierra. Tenemos por ejemplo algunos pueblos primitivos, como los habitantes de la ciudad griega de Colofón, que mantenían grandes manadas de perros debido a las guerras. En todas sus batallas, los perros eran los primeros en atacar. Pero pienso no sólo en el papel heroico de los perros en la historia, sino también en su rol dentro de la sociedad o en la ayuda que le brindan al hombre en mil cosas de la vida cotidiana. Ahí las historias no tienen fin. Les contaré sólo tres muy breves: la del perro con botas, la del caniche del coche y la del perro funerario. En el Pont-Neuf de París había un pequeño lustrador de botas que le había enseñado a una perra caniche a hundir sus patas gordas y peludas en el agua para luego apoyarlas sobre los pies de los transeúntes. Si la gente gritaba, el lustrador de botas se presentaba y de esta forma conseguía aumentar sus ingresos. Mientras el taburete estaba ocupado por alguien, la perra se mantenía tranquila, pero cuando se liberaba, empezaba la historia desde el principio otra vez. Brehm cuenta que conoció un caniche cuya inteligencia daba verdadero gusto. Estaba adiestrado para todo lo posible y entendía cada palabra, por así decirlo. Su amo podía mandarlo a buscar diversas cosas, y él siempre se las traía. Si le decía: “Ve, busca un coche”, el perro corría a la parada de los carruajes de alquiler, saltaba dentro de uno de ellos y ladraba hasta que el cochero se dispusiera a partir. Si el cochero no iba en la dirección correcta, el perro empezaba de nuevo a ladrar y llegado el caso corría delante del coche hasta la puerta de su amo.

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Un periódico inglés cuenta lo siguiente: en Campbelltown, en la provincia de Argyllshire, todos los cortejos fúnebres que marchan desde la iglesia hasta el cementerio van acompañados, con muy pocas excepciones, por un silencioso deudo en forma de un enorme perro negro. Siempre ocupa su lugar junto a las personas que marchan directamente detrás del féretro y escolta al cortejo hasta la tumba. Una vez arribados, permanece allí hasta que se extinguen las últimas palabras de las oraciones fúnebres, luego da la vuelta solemnemente y abandona a paso lento el camposanto. Este curioso perro parece saber instintivamente cuándo y cómo tienen lugar las exequias, pues siempre se presenta en el momento justo. Como hace ya años que cumple con este deber, que él mismo se impuso, su presencia se considera algo de lo más normal; incluso llamaría la atención si no participara. Al principio siempre lo echaban de la tumba abierta junto a la que se apostaba, pero él igual aprovechaba la próxima oportunidad para juntarse otra vez con los que iban de luto. Al final desistieron de intentar ahuyentar al silencioso can que traía su pésame y desde entonces participa oficialmente de todo cortejo fúnebre. El caso más extraño fue la vez en que arribó al puerto un vapor con un cadáver y con los que asistían al funeral, y el perro funerario acudió al lugar correcto a esperar el desembarco para luego acompañar al cortejo hasta el cementerio.

¿Sabían, dicho sea de paso, que existe un diccionario de perros famosos? Lo hizo un hombre que siempre se ocupa de las cosas más chifladas, por ejemplo compuso un diccionario de zapateros famosos, un libro entero con el título La sopa y otros textos igual de estrafalarios. El libro de los perros es muy útil. Allí están todos los perros de los que se ha hablado en la historia, además de los que inventaron los poetas. En este libro encontré la bella y auténtica historia del perro Medoro,

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que participó de la revolución parisina de 1831 y la toma del Museo del Louvre, donde perdió a su amo. La contaré ahora para finalizar, tal como la escribió el poeta Ludwig Börne: Pasé de la coronación de Napoleón a otro espectáculo, que le dio más satisfacciones a mi corazón. Visité al noble Medoro. Si en esta tierra se recompensara la virtud con títulos honoríficos, entonces Medoro sería el rey de los perros. Escuchen su historia. Tras la toma del Louvre, en julio, los ciudadanos que murieron en la batalla fueron enterrados en la plaza delante del palacio, del lado donde están las maravillosas columnas. Al colocar los cadáveres sobre carretas, con el fin de llevarlos hasta la tumba, un perro saltó sobre uno de los carros emitiendo lamentos que partían el alma. Siguió sobre el vehículo hasta la gran fosa donde se arrojaban los cadáveres. Sólo con mucho esfuerzo lograron sacarlo, pues ahí dentro lo hubiera quemado la cal esparcida, antes aún de que lo tapara la tierra. Ese era el perro al que luego el pueblo le puso el nombre de Medoro. Durante la batalla permaneció siempre junto a su amo y sufrió heridas. Desde la muerte de su amo, no volvió a abandonar la tumba, gimiendo día y noche alrededor del tabique de madera que cercaba al estrecho cementerio, o lloriqueando de un lado al otro frente al Louvre. Nadie le prestaba atención a Medoro, pues no lo conocían ni adivinaban su dolor. Su amo era seguramente un forastero que había llegado a París por aquellos días, había luchado desapercibido por la libertad de su patria, había muerto desangrado y lo habían enterrado sin nombre. Sólo después de algunas semanas se fijaron en Medoro. Había enflaquecido hasta lo esquelético y estaba cubierto de heridas supurantes. Le dieron alimento, pero por mucho tiempo no lo tomó. Finalmente, la insistente compasión de una buena ciudadana consiguió aliviar la aflicción de Medoro. Lo llevó

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consigo, lo vendó, curó sus heridas y le restableció sus fuerzas. Medoro se tranquilizó, pero su corazón yacía en la tumba junto a su amo. Allí lo llevó su enfermera tras su restablecimiento, y él no ha abandonado ese sitio desde hace siete meses. Varias veces personas codiciosas lo han vendido a gente adinerada y amiga de las curiosidades; una vez se lo llevaron a treinta horas de París; pero él siempre volvió. A Medoro se lo ve escarbar frecuentemente un pequeño pedazo de lienzo de la tierra, alegrarse al encontrarlo y volver a cubrirlo con tristeza. Es probable que sea un trozo de la camisa de su amo. Si se le da un pedazo de pan o torta, lo entierra, como queriendo alimentar a su amigo en la tumba, y luego lo vuelve a sacar, cosa que se lo ve repetir varias veces por día. En los primeros meses, los centinelas de la Guardia Nacional junto al Louvre se llevaban a Medoro a su garita todas las noches. Más tarde le hicieron construir una cucha propia sobre la tumba. Medoro ha encontrado ya a su Plutarco, sus rapsodas y sus pintores. Cuando yo llegué a la plaza del Louvre, me ofrecieron venderme la historia de vida de Medoro, canciones sobre sus proezas y retratos de su figura. Por diez centavos compré la inmortalidad entera de Medoro. El pequeño cementerio estaba rodeado por una gruesa pared de personas, toda gente pobre del pueblo. Aquí yace enterrado su orgullo y su alegría. Aquí está su ópera, su baile, su corte y su iglesia. Poder acercarse lo suficiente como para acariciar a Medoro ya los ponía felices. También yo logré finalmente abrirme camino. Medoro es un caniche grande y blanco; me agaché para acariciarlo, pero él no me prestó atención. Mi chaqueta era demasiado buena. En cambio si se le acercaba un hombre con un chaleco o una mujer harapienta y lo acariciaba, entonces contestaba amistosamente. Medoro sabe muy bien dónde debe buscar a los verdaderos amigos de su amo.

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Se acercó a él una muchacha joven, completamente andrajosa. A ella le saltó encima, se aferró a su ropa, no la quería soltar. Estaba feliz, se sentía cómodo con la niña. Para pedirle algo no necesitaba antes echarse y tocarle el borde del vestido, como hubiera sido el caso ante una acicalada dama. No importa de qué parte del vestido tirase, siempre había un trapo que le cabía en la boca. La niña estaba muy orgullosa por la confianza que le tenía Medoro. Me escabullí a hurtadillas, avergonzado por mis lágrimas.

Bueno, por hoy hemos terminado con los perros.

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Sueños de radio esther leslie

Imaginen la radio en manos de sus oyentes, un aparato que puede responder y que es un medio de comunicación democrático, no sólo un modo de distribución unidireccional. Imaginen una radio que puede “unir los lazos rotos de las almas del mundo y fusionar a toda la raza humana”, creando un modo de comunicación internacional que se transmite a través de ondas, junto a los sonidos, imágenes, sabores y olores. Imaginen una radio que cultive el desarrollo de técnicas especiales para cantar o tocar que son total y únicamente apropiadas a la forma de la radio y a los requisitos acústicos del estudio. Imaginen este deseo hecho realidad en la transmisión del documental de un paisaje sonoro con el ruido de la ciudad, una obra acústica “jazzeada” de máquinas de escribir, timbres de teléfono, cajeros, martillos, sierras, jefes dictando palabras, sirenas, cajas registradoras y el canto de los pájaros. Estas cuatro visiones de la radio fueron soñadas en la década de 1920 por el dramaturgo marxista Bertolt Brecht, el revolucionario futurista Khlebnikov, el compositor popular modernista Kurt Weill y el documentalista Walter Ruttmann. Este último, trabajando bajo la influencia del montaje radiofónico y de la obra Radio-Oído del constructivista soviético ruso Dziga Vértov, transmitió la pieza Fin de semana (Weekend) en junio de 1930. Esas eran las ideas propuestas por tales teóricos modernistas para la radio, un medio todavía incipiente. El uso de la tecnología de transmisión todavía

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no había decantado y la radio aún parecía ofrecer posibilidades para la creatividad y la exploración político cultural. En este contexto, el teórico de los medios alemán Walter Benjamin planteó sus propios pensamientos sobre la radio. También se involucró, desde mediados de la década de 1920, en el negocio práctico de hacer programas, usualmente conferencias, radioteatros y “modelos de escucha” experimentales, algunos de los cuales fueron dirigidas a niños, y otros al público general. Los temas eran diversos, como los contrabandistas de alcohol, los dialectos de Berlín, la destrucción de Pompeya, la falsificación de estampillas, la leyenda de Kaspar Hauser, la historia de la prisión de la Bastilla, los juicios a las brujas y la historia de los juguetes. El trabajo radiofónico de Benjamin, que llegó a alrededor de cien trasmisiones, fue posible gracias a la política mediática liberal de la República de Weimar. Figuras innovadoras como Hans Flesch, cuñado del compositor Paul Hindemith, y Ernst Schoen, dominaron la programación cultural regional. Flesch, por ejemplo, en su primera transmisión, en 1924, experimentó con sonidos en vivo para hacer a la audiencia consciente de la mediación del material. Comisionó o dirigió radioteatros de Bertolt Brecht y Kurt Weill, introdujo a Ernst Krenek a la música para radio y, en 1931, armó el primer estudio para obras de radio electrónicas. Schoen era un creador experimental menos formal que Flesch. Le fascinaba el radiodrama, explorar lo sociológico y las situaciones de la vida diaria. A Walter Benjamin, en tanto, el trabajo de radio le permitió desarrollar, experimentar y probar sus teorías sobre la cultura de los medios y la posición variable del productor cultural y del intelectual en ella. Muchos de sus estudios más importantes rastrean la azarosa suerte de los artistas

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e intelectuales desde el siglo XIX en adelante. Benjamin se propuso entender las formas en las cuales la vanguardia –originalmente una fuerza rebelde– es capturada por las contradicciones del capital. El fracaso de la revolución social después de la Comuna de París y el carácter ineludible de las leyes de mercado dio vida a una generación de trabajadores del conocimiento condenados a entrar al mercado. Esta intelligentsia pensó que sólo debía observar desde afuera, pero, en realidad, dice Benjamin, necesitaba encontrar un comprador.1 Esto activó todo tipo de reacciones: competencia, manifiestos, rebelión nihilista, bufonadas de la corte, plagio, ideologismo. Dos ensayos de Benjamin, “El autor como productor” (1934) y “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” (1936-1939), fueron investigaciones explícitas sobre las posibilidades de los intelectuales críticos en la Edad Moderna de encontrar estrategias que les permitieran evitar la presión de ser individualistas, competitivos, elitistas y promotores del arte como una nueva religión. La radio, con su capacidad de ilustración popular, ofreció un contexto promisorio para estos trabajadores del conocimiento moderno. Benjamin y Brecht Benjamin conoció a Bertolt Brecht en 1929, el mismo año en que debutó en la radio. Fue un entusiasta de las prácticas teatrales (teatro épico) de Brecht, con su arsenal de técnicas de distanciamiento y su atractivo para una audiencia de individuos críticos y pensantes. Para Benjamin, el teatro de Brecht era estimulante porque trataba al escenario de un modo técnico. Dice: “Las formas del teatro épico co1 Walter Benjamin, Charles Baudelaire, A Lyric Poet in the Era of High Capitalism, New Left Books, Londres 1973, pp. 170- 171.

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rresponden a nuevas formas técnicas, tanto del cine como de la radio. El teatro épico corresponde a un nivel moderno de tecnología”.2 Las formas del teatro épico encuentran una analogía en las nuevas tecnologías de la radio y el cine. Los tres rompen con la narrativa tradicional y se componen mediante segmentos o montajes. Sorpresas y rupturas son parte de la puesta en escena formal.3 Ambas permiten al espectador entrar en cualquier momento: el teatro épico consiste o está conformado por escenas autocontenidas; el cine es un montaje, puede ser proyectado en un loop continuo y la entrada y salida de los espectadores no se sincroniza con el orden pregrabado; la radio puede ser encendida o apagada en cualquier momento. Su fundamento en el montaje, su naturaleza reproductible, la atracción y activación de la audiencia, la distancia y la intimidad simultánea: todo esto formaba parte de las posibilidades prometidas por el nuevo medio. Pero estas posibilidades eran escasamente exploradas. Uno de los programas de radio de Benjamin de 1932 describe el colapso del puente sobre el río Tay, en 1878. Narra la historia dramática de ese desastre victoriano, pero también es más que eso. El programa relata de forma miniaturizada la teoría más amplia de Benjamin sobre la tecnología. Caracteriza los descubrimientos tecnológicos como oportunos 2 “Was ist das epische Theater? (1)” (1931) Gesammelte Schriften vol. II. pt.2, Suhrkamp, Frankfurt 1991 p. 524. “What is Epic Theatre? (1)”, en Walter Benjamin, Understanding Brecht, Verso, Londres 1998, p. 6. 3 Benjamin se refiere a la manera en que se produce el cine, en fragmentos que no necesariamente siguen el orden en que serán presentados al espectador. También piensa en la experiencia del cine, un ataque estremecedor de efectos y escenas. Su referencia pueden ser Chaplin; la nuestra, cualquier película de acción.

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o prematuros. Lo prematuro implica que cierta tecnología ha aparecido demasiado pronto para ser usada o asimilada de manera apropiada o para encontrar su forma adecuada, surge en medio de una organización inapropiada de las relaciones de producción. La radio, pensaba Benjamin, había aparecido demasiado temprano. Hoy algo equivalente sería la tecnología digital, que quita todo esfuerzo a la distribución y copia de información múltiple, pero la relaciones capitalistas de producción tratan de impedir, esconder o vender el proceso, o regularlo de acuerdo a los intereses del beneficio privado. Los escritos de Benjamin sobre los nuevos medios apuntan simultáneamente a la práctica y las posibilidades de estas nuevas formas. Interactividad y radio En “Reflexiones sobre la radio” (1931), Benjamin plantea que este medio es una de las formas de la cultura de masas que mejor usa el montaje y las técnicas experimentales para producir una genuina forma de arte moderno. Pero la radio no lograba cumplir ese potencial. Su fracaso esencial era la perdurabilidad de “la separación fundamental entre los profesionales y el público, una separación que no concuerda con su base tecnológica”.4 Benjamín argumenta que incluso un niño sabe que “el espíritu de la radio es poner a tanta gente como sea posible delante de un micrófono cada vez que sea posible”. La radio es un espacio democrático en el cual debieran ser escuchadas la mayor cantidad de voces. El juicio de Benjamin sobre la radio era duro: “Nunca ha habido otra institución cultural genuina que haya fracasado en legitimarse al aprovechar sus propias formas o tecnologías”. 4 Walter Benjamin, Selected Writings, vol. 2, 1927-1934, Harvard University Press, Cambridge MA 1999.

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Lo que la radio puede hacer, dice, es crear auditores con habilidades, una nueva destreza adecuada al medio. Todas las otras formas mediales han producido sus públicos, pero la radio, “con su desarrollo desmedido de la mentalidad consumista en el aficionado a la opera, el lector de novelas, el turista, y otros tipos similares” ha generado “masas aburridas e inarticuladas”. La radio puede crear oyentes expertos, es decir, gente que esté sonoramente sintonizada, activamente comprometida con lo que escucha y emocionada por las posibilidades específicas de la radio, en lugar de gente que ve reflejada sus intereses ya conocidos: novelas, música clásica, reportajes de viajes. La raíz del problema yace en los tipos de voces radiales, los cuales, como visitas sin invitación en una casa, son juzgados inmediatamente por los auditores. Ningún lector ha cerrado nunca un libro recién abierto con la rotundidad con que lo hace quien escucha la radio después de haber oído un minuto, o tal vez la mitad de una locución. El problema no es que siempre sean los mismos temas tratados; en muchos casos, incluso puede ser la razón para mantenerse escuchando por un momento antes de decidirse. Son la voz, la dicción y el lenguaje –en una palabra, el lado formal y técnico de las transmisiones– lo que tan frecuentemente vuelven los programas más atractivos insoportables para el auditor.

Benjamin se lamentaba por el hecho de que con frecuencia se podía escuchar en la radio “conferencias universitarias como si fueran parloteo”.5 La práctica dramática de Bertolt Brecht daba un buen modelo para el desarrollo cultural futuro en la edad de los medios. Al mismo tiempo, a Benjamin le interesaban los análisis 5 En una carta a Gershom Scholem, en febrero de 1925.

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teóricos de Brecht. En 1932, Brecht escribió un ensayo llamado “La radio como aparato de comunicación”, en el cual despotrica contra la forma en que la radio, originalmente diseñada como un instrumento de comunicación bidireccional, se vuelve un instrumento de comunicación unidireccional, a causa de la presión de los intereses del poder. Escribe Brecht: La radio tiene una sola cara y debiera tener dos. Es puramente un aparato de distribución, sólo para difundir. Por lo tanto hago una sugerencia positiva: cambiar este aparato desde la distribución hacia la comunicación.6

Brecht insiste que esta “vasta red de tuberías” puede convertirse en algo que permita al auditor tanto hablar como escuchar, y llevar a los oyentes hacia una relación en vez de aislarlos. Brecht escribió una obra radiofónica en 1929, El vuelo de los Lindbergh, en un esfuerzo por alterar el medio, pero también era consciente de que los usos de la radio que imaginaba no estaban garantizados bajo las condiciones de propiedad existentes. Escribe: Cuando digo que la radio o el teatro “pueden” hacer esto o aquello, estoy consciente de que estas grandes instituciones no logran hacer todo lo que “pueden”, ni siquiera todo lo que quieren. Pero nuestro trabajo no consiste para nada en renovar las instituciones ideológicas de acuerdo a un orden social existente mediante las innovaciones. En lugar de eso nuestras innovaciones deben obligar a deponer los fundamentos. Por lo tanto, ¡para innovar hay que estar contra la renovación!

6 En Brecht on Theatre, traducido y editado por John Willett, Methuen, Londres 1964.

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La tarea era innovar la radio –reconociendo, al mismo tiempo, las limitaciones de este proceso dentro del orden socioeconómico en curso– y hacer las innovaciones de tal modo que presionaran a favor de la revolución en un orden económico y social más amplio. Al igual que Brecht, Benjamin vio formas de trabajar con las posibilidades técnicas de la radio, específicamente para estimular a las audiencias a reflexionar sobre el medio al que estaban expuestas. Uno de los programas de Benjamin fue el trabajo radiofónico para niños Radau Um Kasperl (La conmoción en torno a Kasperl), de 1932.7 Era una obra de una hora de duración y la historia es la siguiente: un día brumoso, a Kasperl lo mandan al mercado a comprar pescado. En el camino alguien de la radioemisora le pregunta si puede ir con él para hacer una transmisión. Kasperl va al estudio, pero no tiene idea de lo que es la radio y se pone nervioso. Al decirle que un conocido de Putzingen podría escuchar la trasmisión, lanza una tracalada de insultos en su contra. Se arma un infierno y Kasperl tiene que huir. Se mete en varios embrollos en la estación del ferrocarril, la feria y en el zoológico, donde finalmente lo encuentran, luego regresa a su casa y se va a dormir. Sin que lo sepa, su cama tiene un micrófono. Sus diatribas hasta después que despierta se juntan y se transmiten, por lo tanto la radio ha ganado: tiene todo el material de Kasperl. El niño recibe mil marcos por los problemas involuntarios sufridos. Los temas del programa son agudos. Educa a los oyentes respecto de los tipos de discursos permisibles en la radio. Demuestra la movilidad de la transmisión radial, su omnipresencia en la ciudad. Trata sobre la intrusión de la radio 7 En el volumen IV.2 de Gesammelte Schriften.

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en el espacio más íntimo: el dormitorio. Reflexiona sobre la alienación y la conversión en mercancía del trabajo cultural, y de forma significativa, usa para ello una figura del teatro popular, Kasperl, ahora desplazado al nuevo espacio de los medios. Con esto hace que la radio misma sea objeto de discusión. Descubre los mecanismos de la radio, sus recursos de reproducción, también sus potenciales específicos. Es una obra extremadamente sonora. El diálogo usa el juego de palabras y la dialéctica. Comienza en la niebla, como si sugiriera la disminución de la visión y el incremento de la escucha. Usa miles de efectos de sonidos y ruidos. A través de este aspecto específico, Benjamin trató de establecer la cultura y la interactividad de la radio, ya que a los niños se les invitó a que contactaran con la emisora para adivinar cómo se habían hecho los sonidos escuchados en el programa. Otro esfuerzo por aumentar el efecto interactivo de la radio fue el programa Funkspiele, un “experimento psicológico y pedagógico” transmitido en enero de 1932. Benjamin adaptó un juego de palabras del siglo anterior. A un niño, una mujer, un poeta, un periodista y un gerente se les entrega una lista de palabras inconexas. Cada persona tiene que hilar las palabras para contar una historia. Se invitó a los oyentes a calificar los intentos y también a participar. Los resultados de la audiencia se publicaron en la revista de la emisora. Así, por ejemplo, un grupo de palabras que al menos tenían doble sentido produjo estas dos respuestas: Kiefer; Ball; Strauf; Kamm; Bauer; Atlas: pino/ mandíbula; pelota; bouquet/ ostra/ lucha; peine/ cumbre/ cuello; granjero/ jaula; atlas/ satén. Los primeros esfuerzos de los lectores evidenciaron el curioso carácter escurridizo del lenguaje, cambiando cada palabra a través de varios significados. El segundo es más directo.

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Bajo el árbol de pino/ con quijada temblorosa/ en satén rosado/ las hojas de Gretchen a través del atlas/ y entonces se apura hacia la pelota/ la pelota está hecha de nieve/ Oh Woe, mi bouquet/ hay una lucha/ ella amenaza con el cepillo/ hacia su cuello con las cerdas/ si fuese sólo una jaula/ ¡eres un bueno para nada, granjero! Bajo el árbol de pino yace un atlas abierto y junto a él una pelota y un bouquet de flores que aún no han sido atadas. Esta era la prueba de que el padre, la madre y el niño se sobresaltaron cuando el granjero clamó por ayuda desde la cumbre de las montañas.

La creatividad, el surrealismo popular y la reflexión pedagógica sobre el lenguaje se introdujeron de este modo en la cultura de la radio. Radio recepción En su texto más conocido, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, Benjamin argumenta teóricamente el mismo punto, y señala en la tesis número doce que “el mismo público que responde de manera entusiasta hacia el film grotesco es proclive a responder de un modo reaccionario al surrealismo”. Para Benjamin es la misma tecnología la que produce un cambio en la recepción de las formas de la cultura moderna comparadas con el arte tradicional. La radio podría ofrecer obras experimentales a los oyentes si seguía la lógica de su forma técnica. Benjamin señala que en la era de la reproducción técnica, la confianza en el estatus del arte como algo especial o sagrado es minada, o amenazada, precisamente por los modos de reproducción mecanizados. La reproducción masiva del arte sucede de dos maneras: representaciones fotográficas de

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obras de arte existentes y valoradas, y fotografías y películas como obras de arte por derecho propio (lo mismo se puede decir de los fonógrafos). En ambos casos la reproducción de copias sin límite, que existe en varios lugares al mismo tiempo, llevó al declive de lo que Benjamin llamó el “aura” del arte. Aura es una palabra nebulosa para un término nebuloso. Involucra la noción de lo único, trabajos artísticos de autor que exudan una presencia y efecto especiales, como en las experiencia mágicas o místicas. Las obras de arte auráticas desarman al espectador, quien se siente tan privilegiado y con suerte por experimentar una comunión única con el objeto artístico. Las obras auráticas fuerzan al espectador a la posición de un observador pasivo que se complace en la visión del genio intocable y valioso. Benjamin fue pionero al afirmar que la cultura de la reproducción mecánica prometía cambiar las reglas del arte. La reproducción hizo copias de obras de arte ya existentes, lo que familiarizó a la audiencia con estos trabajos. Ya no se necesita el viaje a la obra de arte original, porque el conocimiento del trabajo artístico se puede obtener mediante las versiones reproducidas. Benjamin describe este cambio en términos espaciales. La obra de arte encuentra al espectador a mitad de camino. Una fotografía, una postal o grabación encuentra su camino hacia las manos del espectador. Esto, no obstante el hecho de que el aura se puede reforzar, de una forma extraña y paradójica, en la época de la reproducción masiva. Algunas obras de arte son frecuentemente reproducidas y conocidas por mucha gente que queda sorprendida luego de hacer el viaje y exponerse a la presencia de un objeto único y original. Más importante aún, algunas obras de arte sólo se hacen para celuloide o para ser reproducibles. La fotografía y el cine no poseen original. Cada impresión en negativo era tan “original” como cada una de las impresiones. Cada tira fílmica tiene tanta

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autoridad como todas las otras partes de la misma película. Cada grabación desde el original tiene la misma validez. El objeto único tiende a ser irrelevante o a perderse. Mala recepción La radio se menciona a pie de página en el ensayo sobre la obra de arte en la era de la reproducción técnica, y de forma más bien negativa. Benjamin observa cómo la radio ha sido ocupada por “aquellos que gobiernan”, y debe tener en mente el uso de la radio para penetrar el espacio íntimo de los hogares y sembrar la ideología. El resultado, dice Benjamin, en un diagnóstico temprano de los políticos carismáticos, es que los representantes son “seleccionados” según su voz, “una selección ante el aparato desde el cual la estrella y el dictador emergen victoriosos”. En el año 1936, cuando Benjamin publicó estas palabras, la política liberal y experimental de la radio de Weimar era un recuerdo lejano, y toda persona que había intentado explorar y cumplir la promesa de la nueva tecnología perdió su empleo. En 1932, la “reforma de la radio” había alterado las condiciones, en un esfuerzo para promover el interés del Estado; en 1933 Schoen y Flesch fueron arrestados y expulsados de la radio. Lo pedagógico y lo experimental se volvieron propaganda y conformismo. Aún la potencia que habita en la tecnología espera condiciones más empáticas para desplegarse correctamente. La radio masiva aprendió en la posguerra algunas de estas ideas: no fueron la tónica las conferencias aburridas ni las operas completas, mientras la interacción llegó por cortesía del teléfono. La pregunta es cuán aburrida, desesperada o distorsionada puede ser la concreción de estas ideas, y cuánto potencial aún se mantiene, en este u otro sistema social.

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ÍNDICE Prólogo, por Mariana Dimópulos

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La caída de Pompeya y Herculano

21

Juicios a las brujas

31

Pandillas de bandidos en la antigua Alemania

41

El terremoto de Lisboa

51

La Bastilla, antigua cárcel del Estado francés

61

El incendio del teatro en Cantón

73

Kaspar Hauser

81

La catástrofe ferroviaria del fiordo de Tay

91

La inundación del Mississippi de 1927

101

Los bootleggers

109

Falsificación de estampillas

119

Historias verdaderas de perros

129

Posfacio. Sueños de radio, por Esther Leslie

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hueders Este libro se terminó de imprimir en Salesianos Impresores, Santiago de Chile, en agosto de 2014.

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