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VUÉLVETE A QUERER

VANESSA ROBBIANO

Vuélvete a querer

Cómo aprendí a cuidarme y a amarme

Este libro no podrá ser reproducido, total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados. Vuélvete a querer. Cómo aprendí a cuidarme y a amarme © 2013, Vanessa Robbiano © 2013, Editorial Planeta Perú S. A. Av. Santa Cruz 244, San Isidro, Lima, Perú www.editorialplaneta.com.pe Edición: Mayte Mujica Corrección de estilo: Juan Carlos Bondy Diagramación: Azzy Torres-Pita Diseño de cubierta: Martín Arias Primera edición: febrero de 2013 Tiraje: 3.500 ejemplares ISBN: 978-612-4151-48-4 Registro de Proyecto Editorial: 31501021300116 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2013-02049 Impreso en Metrocolor S. A. Av. Los Gorriones 350, Chorrillos. Lima, Perú.

Índice

Prólogo .................................................................

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La historia de este libro ............................................ 11

Capítulo 1: ¿Qué son la anorexia y la bulimia? ......... 19 Capítulo 2: La enfermedad del miedo ...................... 63 Capítulo 3: La rehabilitación .................................... 89 Capítulo 4: Mi viaje ................................................. 129 Capítulo final: Gracias ............................................. 199

Prólogo

Transitando el camino como psicoterapeuta, intentando plasmar en la tarea el arsenal del conocimiento, he descubierto al final que el desconsuelo humano solo puede abordarse desde la comprensión humana. El ser que se presenta como «enfermo» no es más que el portador activo de la enfermedad latente en cada ser vivo, y comprender esto es comprender también que llegar a él implica despojarse de toda arrogancia y conectarse con ese sentimiento tan conocido por todos: el dolor. Hace doce años me preocupé por conocer a fondo los mecanismos que subyacen al desencadenamiento de los trastornos alimenticios. En ello me formé y me especialicé. Lo que aprendí en teoría no es nada que no esté al alcance de cualquier persona que, por curiosidad, pueda acceder a alguna página de internet que trate sobre el tema o tenga la posibilidad de interiorizarse mediante publicaciones, cursos o la lectura del DSM IV, el manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales. Pero lo que aprendí a través de la experiencia de aventurarme en las vivencias profundas de aquellos que padecían el trastorno significó una enseñanza intransferible y una verdadera lección de vida.

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Ayudar a estos seres frágiles y ensimismados a descubrir la riqueza infinita que anida en su interior, transformar en alas las cadenas a las que se creen condenados, ayudarlos a reflejar su alma en los espejos, ha sido, y es, una confrontación de espíritu a espíritu, de cuerpo a cuerpo, de mente a mente, en función de la lucha por la vida. Ser testigo del doloroso peregrinaje por los cauces inexplorados de su angustia y del esfuerzo por erguirse una y otra vez..., y empezar de nuevo tantas veces como fuera necesario hasta alcanzar cada meta... Acompañar esa metamorfosis ha sido un privilegio. Hoy me encuentro ante algo inusual y conmovedor: el fruto. Eso representa este libro: la síntesis de los sueños que se creyeron perdidos en una realidad frondosa y trascendente. Conocí a Vanessa hace más de una década, cuando era una niña-mujer recién llegada del Perú, que miraba la vida con sus enormes ojos poblados de esperanza y su corazón colapsado de miedo. Porque padecía anorexia fui su terapeuta, pero fue por advertir la invalorable promesa de cada uno de sus pedazos desgarrados que uní a ella mi energía y aposté a su contagioso deseo de vivir. Finalmente, Vanessa transformó lo «no dicho» en un mensaje esperanzador y, con ello, no solo salvó su alma, sino que, además, tendió un puente hacia todos aquellos que, como ella alguna vez, están sumidos en las profundidades de la desesperación. Su libro es la secuencia de experiencias perturbadoras, disociadas de la razón, contradictorias y vertiginosas, y es también la sumatoria de todos los gritos y silencios que convivieron en su interior; es la sublimación de la audacia y el miedo combinados para dar a luz lo que tímidamente gestaba en su interior: la pasión por la vida.

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Su historia es absolutamente real. Yo fui testigo de ella. El trastorno alimentario en cualquiera de sus formas es el relato distorsionado de una crisis de identidad profunda y desgarradora que instala a quien lo padece frente a un abismo ante el que solo teme caer. Es la transgresión secreta y automutilada de seres ávidos de amor y aceptación que se sobreadaptan a la mirada ajena que los devora. El trastorno alimentario es un síntoma, la cresta visible de un conflicto particular y activo que solo con ayuda se logra desentrañar para transformarlo en una matriz constructiva y liberadora. Vanessa narra este proceso desde el cauce mismo de su desarrollo indisciplinado y voraz, con una cuota inestimable de honestidad y transparencia. Para mí es un orgullo compartir una vez más su travesía. Es un regocijo y es un lujo. Gracias por invitarme a degustar los frutos de esta lucha. Ojalá sean muchos los que confíen en que el insondable desierto de sus vidas puede ser transformado en un jardín.

Silvia Molinari Licenciada en Psicología por la Universidad de Buenos Aires. Es especialista en trastornos alimentarios con experiencia en la práctica terapéutica.

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La historia de este libro

En 2008, cuando conté en un programa de televisión sobre la anorexia y bulimia que padecí durante diez años y cómo había logrado salir de ambas enfermedades, recibí muchas ofertas para hablar sobre el tema. Una de ellas fue escribir un libro en el que contara cómo había sido mi enfermedad. Me entusiasmó mucho la idea y hasta tuvimos varias entrevistas con la editorial que me había convocado; pero cuando me senté a escribir no sabía cómo comenzar. No quería escribir sobre los motivos de mi enfermedad. Me molestaba tener que exponer detalles de mi vida privada. Empecé a llenar páginas sobre mi historia, pero sin un objetivo concreto. Mientras escribía me sentía incómoda y ansiosa. Había muchas cosas que no quería contar, situaciones que incumbían a mi familia y amigos que no tenía por qué exponer. Tampoco quería enfocarme en la descripción de mis síntomas. Me parecía morboso y contraproducente para las personas con anorexia o bulimia que leyeran el libro, y la información podría usarse para copiar maneras de bajar de peso. Me habían pedido un libro que tratara sobre mi enfermedad, pero como no quería ahondar en los porqués, me

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encontré escribiendo una especie de novela sobre mi vida, a la que no le encontraba sentido. Era absurdo escribir una biografía con tantas reservas y dudas, así que desistí temporalmente. Pasaron varios años y casi había renunciado a la idea de sacar el libro, cuando, de pronto, mi trabajo como guionista de una telenovela se terminó varios meses antes de lo planeado. De un día para otro me quedé con mucho tiempo libre y un ánimo bastante decaído que debía levantar a toda costa. ¿Qué hago ahora?, me pregunté. ¿Buscar un nuevo trabajo? Mi segunda hija tenía solo meses de nacida y no quería dejarla al cuidado de otra persona. Debía encontrar algo para hacer desde casa. La idea del libro siempre estaba rondando, pero antes me propuse tener bien en claro qué quería comunicar y a quién me dirigía. Yo no soy psicóloga ni médico. Lo único que tengo para ofrecer es mi experiencia y la mejor parte de ella es mi camino de salida: mi rehabilitación. Desde ese lugar empecé a escribir. Sé que no puedo escapar a la pregunta de por qué me enfermé y la respuesta es sincera: no existe un hecho puntual. Fue un conjunto de situaciones, que, unidas a mi personalidad, generaron que yo sufriera de anorexia y bulimia. Entré a trabajar en el teatro y en la televisión cuando era una adolescente y no estaba madura para enfrentar el tipo de exposición que existe en esos medios, pero conozco muchos amigos colegas que también empezaron de chicos y no se enfermaron. Mis padres se divorciaron cuando tenía quince. Fue un divorcio muy triste y difícil de sobrellevar para mí, pero también conozco cientos de hijos de padres divorciados que no por eso han caído en una patología de alimentación. Lo que te enferma es la suma de cosas que te pasan, sus detalles, el

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momento de la vida en que ocurren y la manera en que uno las vive. Te enferma el dolor que no procesas, lo que callas, lo que evades, lo que no puedes perdonar, ni perdonarte, ni aceptar, ni digerir, ni enfrentar, ni resolver. Conocí gente en la clínica con historias realmente trágicas. Venían de sufrir abusos físicos y psicológicos terribles, violaciones, pérdidas y privaciones de todo tipo, pero también estaban los que venían de una familia tradicional, sin mayores desórdenes. Algo en esa dinámica que parecía normal no funcionaba bien y dolía tanto que los estaba enfermando. Cualquiera puede enfermarse, aun si nunca le pasó nada considerado por la sociedad como «muy grave». ¿Qué es muy grave? Cada persona vive su drama como la mayor tragedia. Recuerdo que para mí fue una tragedia mudarnos a Lima. Toda mi familia, salvo mi abuelo, es de Piura y yo había nacido y crecido allí. Me gustaba mi casa y mi colegio, sobre todo ver a mis cuatro abuelos todos los días. Yo tenía nueve años cuando ascendieron a mi papá en el trabajo y eso significó mudarnos toda la familia a Lima. Me costó mucho la despedida: yo no quería entender razones, irme de mi Piura adorada y dejar a mis abuelos era un dolor insoportable. No me olvido del momento en que estábamos aterrizando en Lima. Era de noche y me acerqué a la ventana y vi millones de luces. Me dije a mí misma que jamás podría acostumbrarme a vivir en una ciudad tan grande. Al final me adapté, creo que solo en apariencia, porque comenzaron mis alergias y asma y dolores de cabeza. Lima significaba para mí la pérdida de mi mundo feliz. Obviamente que la mudanza a la capital no provocó mi anorexia y mi bulimia; solo lo menciono para dar un ejemplo sencillo de cómo un suceso que no tiene una

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carga negativa puede significar para alguien una herida difícil de curar. Pero la vida está llena de esas heridas. En el camino de curación investigas y profundizas en las situaciones dolorosas, y las trabajas para poder asumirlas e incorporarlas a tu mundo sin que te dañen más. La naturaleza nos muestra cómo la mierda se puede transformar en abono. Igual ocurre con el alma: podemos transformar toda la oscuridad que vivimos en sabiduría, alegría y energía vital para salir adelante. De hecho conozco gente que se ha rehabilitado sin tratamiento, pero les juro que no es igual. Esas personas viven ante el peligro latente de volver a caer, porque han vencido el hábito, pero no el temor de ser rechazados si somos nosotros mismos. Curarnos no es aprender a comer sano o engordarse o adelgazarse o vernos físicamente bien. Curarnos es tener la valentía de ser plenamente lo que somos, es confiar en nuestra voz interior y tratarnos con amor. No es la finalidad de este libro centrarnos en las causas de la enfermedad, sino, más bien, abocarnos a la titánica tarea de aceptar que necesitamos ayuda.

¿Para qué nos enfermamos? Las razones de por qué nos enfermamos son diferentes en cada persona, pero hay algo que nos une: el PARA QUÉ nos enfermamos Durante el tratamiento, que duró bastante, conviví con más de cuarenta chicas y chicos durante meses, con algunos de ellos durante años, y todos coincidíamos en algo: la enfermedad nos protegía. Así no seamos conscientes de eso, la

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enfermedad nos protege del dolor, de situaciones y de personas que no podemos enfrentar. Nos protege de crecer, de hacernos responsables, de la soledad, de la desesperación, de la ansiedad, de la angustia, de la verdad, de la cruel realidad. Y aunque es doloroso vivir anoréxicos o bulímicos, es más doloroso vivir en una realidad que nos supera, que no podemos aceptar, controlar ni sabemos cómo cambiar. Nos enfermamos para seguir viviendo, porque, de otra manera, ya hubiéramos acabado con nuestras vidas. Pero estar enfermos no es una desgracia, es una oportunidad, la más grande que te da la vida para conocer tu misión: SANARTE. ¿Para qué nos enfermamos? Nos enfermamos para sanar. Esa es la primera misión: sanarnos, porque en el proceso de sanación vamos a descubrir la paz, la plenitud, el real sentido de lo que somos y de lo que queremos hacer con nuestras vidas. Las patologías alimentarias como la anorexia y la bulimia te disocian, es decir, te dividen. Sientes que hay varias voces dentro de ti, cada una hablándote de manera distinta. Tu cabeza no para de hablar, te confunde. Recuerdo una de las tantas peleas que tenía con mi mamá sobre este tema. Ella me pedía que le hiciera entender qué me pasaba, sufría mucho viéndome así, y yo le dibujé a una chica y remarqué tres partes, su cabeza, su corazón y el resto de su cuerpo, y le dije: «Esta chica soy yo, mamá. Mi cabeza me dice que haga una cosa, mi corazón me pide que haga otras y mi cuerpo no le hace caso a ninguno y hace lo que quiere». Mi mamá me miró atónita y me dijo que yo no era tres personas, era una sola y sintió miedo de lo que me estaba pasando por dentro, porque se dio cuenta de que no era un capricho el no querer engordar.

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Vivir con anorexia y bulimia no es sabiduría, ni éxito ni felicidad: es vivir ciego de ti mismo, en un círculo vicioso. A veces me sentía flaca y linda y entonces me daba miedo dejar de serlo, y me sometía a dietas rigurosas; otras veces me sentía horrible y buena para nada, y entonces también me sometía a dietas rigurosas creyendo que estar más flaca me haría sentir mejor. No había escapatoria, ya fuera que estuviera en ese momento contenta con mi físico o no, terminaba sometiéndome a dietas rigurosas y otros tormentos que ya deben conocer ustedes de memoria. En realidad la forma de nuestro cuerpo no es el verdadero problema. Por más flacas que lleguemos a estar la insatisfacción será la misma o mayor, porque el dolor está en otro lugar. Mientras sigamos creyendo que se trata de la forma en que nos vemos, seguiremos sin conocer quiénes somos y por qué nos pasa lo que nos pasa. No hay paz en la enfermedad. Hay momentos de bienestar y otros de malestar, pero no un estado de ánimo estable, que viene de adentro y no cambia, a pesar de las dificultades o altas y bajas de la vida. Yo aspiraba a ser una mujer coherente, segura de mí y exitosa, pero no se puede llegar a eso si estás enferma. La anorexia y la bulimia no te permiten conocerte a fondo, ni aceptarte, ni amarte, y entonces ningún éxito viene a tu vida. La misión es conocernos, encontrarnos y la anorexia o bulimia nos obliga a eso. Si tenemos anorexia o bulimia o alguna patología de alimentación parecida, significa que nuestra identidad, nuestra esencia, está abandonada, olvidada, escondida, y no somos lo que creemos que somos. La gente no quiere curarse porque teme engordar, pero en verdad

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no quiere curarse porque teme encontrarse, teme descubrir quién es de verdad y que eso no le guste. Los anoréxicos y bulímicos quieren dar una imagen de sí mismos. Tal vez quieran parecer tontos o intelectuales o superficiales o buenos o muy malos; no importa lo que quieras que los demás crean de ti, la verdad es que estamos súper preocupados en fabricar imágenes y no tenemos la menor idea de quiénes somos. Necesitamos que nos quieran y nos acepten desesperadamente y por eso vamos construyendo actitudes y comportamientos que solo son poses. La misión es conseguir coherencia, unidad, actuar en concordancia con nuestros pensamientos y sentimientos. La misión no es llegar a ser perfectos: lo bueno y lo malo están presentes en todos los seres, no vamos a convertirnos en dioses. La anorexia y la bulimia, como todas las adicciones, nos dividen, y un ser dividido no es un ser fuerte pleno y feliz, es un ser debilitado y que jamás, por más que tenga fama y fortuna o esté casado con el amor de su vida, jamás será feliz. La felicidad radica en la unidad, en la conciencia de quiénes somos. Todo te puede faltar, el esposo, los hijos, el trabajo, el dinero, los afectos, pero a todo eso podrás sobrevivir. Sin embargo, si te faltas tú mismo, estás muerto en vida. Tener anorexia y bulimia es estar muerto en vida, es vivir una película en la soledad del baño, de la cama, frente al inodoro, al espejo, a la balanza, una película llena de personajes y situaciones fabricadas por nuestra mente, pero nuestra triste realidad es que estamos desconectados de nuestro ser. La misión es conectarnos, es descubrir lo que somos y que nunca hemos dejado de ser, así lo hayamos olvidado. El camino para lograr esa misión es la rehabilitación.

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Mi mensaje es que se puede resucitar a la vida. Yo pude y muchas personas pudieron también. Se puede volver a vivir, uno se puede curar y comer un helado sin culpa, o sin tener que correr a vomitarlo. Se puede vivir sin pensar constantemente en la comida y el cuerpo, se puede ser libre. Pero el camino es adentro, es espiritual, y requiere de mucho esfuerzo personal, pero es difícil hacerlo solo. Es como tener que cruzar una avenida siendo ciegos y negarnos a la ayuda de alguien que ve. Cruzar solos siendo ciegos es frustrante, porque nos van a atropellar varias veces, o nos vamos a quedar paralizados, y creeremos que somos incapaces. Es mejor recibir ayuda y dejarnos ayudar. Nadie puede caminar por ti, pero sí pueden ayudarte y entonces todo se hace mucho más fácil. Del otro lado de la enfermedad está la luz, tus ojos listos para ver la verdad de ti mismo y te aseguro que esa verdad sobre ti es más linda que la que imaginas. Te enfermaste por algo, pero ahora ya estás enfermo y tienes una tarea que hacer: CURARTE.

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Capítulo 1 ¿Qué son la anorexia y la bulimia?

¿Estilos de vida o enfermedades? Cuando yo tenía dieciséis años, que fue la época en que empecé con mi anorexia, no existía internet, al menos no para la mayoría de la población mundial. Esto no fue hace tanto, solo que la tecnología en estos últimos veinte años se desarrolló de manera acelerada y, lo que es más impresionante, se democratizó y globalizó: ahora todos podemos hacer uso de ella. Menciono esto porque a través de internet y sus redes sociales las personas se pueden expresar libremente y armar grupos afines sin importar las distancias. He visto páginas de chicas con anorexia y bulimia que defienden su enfermedad e incitan a otros a probar lo que ellas llaman su «estilo de vida». Intercambian dietas y consejos para seguir adelgazando, incluso arman competencias a ver quién baja más kilos en menos cantidad de tiempo. Yo viví mi enfermedad muy sola y a escondidas, ni siquiera sabía que era una enfermedad con nombre y apellido: nunca había escuchado de anorexia nerviosa o de bulimia purgativa. Fue una época de mucha confusión, porque estaba segura de que algo malo había en mí, pero no podía definir qué. Mi familia estaba en la misma

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que yo, ignorante por completo de la existencia de estas dos enfermedades. Pero aunque hoy sepamos y hablemos sobre ellas, y existan tantas páginas en contra o a favor de la anorexia y la bulimia, seguimos confundidos e ignorantes de lo que significan y, lo que es peor, seguimos solos, porque así te unas a estos grupos que las defienden como formas de vivir, ninguno de ellos te ayuda a estar mejor ni te salva de la agonía de la enfermedad. La anorexia y bulimia son enfermedades, no son un estilo de vida. He llegado a leer en estas páginas a chicas que escriben que optaron conscientemente por tener anorexia o bulimia. Dicen que gracias a que son anoréxicas están flacas y lindas y todos las aceptan, que son felices. Yo no les creo. Tal vez están en un momento de la enfermedad en que, gracias a sus métodos para no comer, han adelgazado y sienten que son las dueñas del mundo, que pueden lograr lo que sea, que sus sueños están cumplidos; pero la anorexia y la bulimia NO SON DIETAS ni modos de vida: son enfermedades que, como cualquier otra adicción, te engañan, te dan al principio esa sensación de logro, de bienestar, y luego van mostrando su cara más destructiva. El anoréxico, el bulímico y el adicto NO PUEDEN SER FELICES. La enfermedad genera tanto dolor en el alma, tanta insatisfacción con todos los aspectos de la vida, que no se aprecia el lado bello. El anoréxico y el bulímico conviven con un tornado de negatividad, negatividad que va creciendo y tragándose hasta los momentos más sublimes. Siempre hay en el centro un vacío que no se llena ni con toda la comida del mundo, y una pesadez que no se alivia ni con todo el ayuno del mundo; ese vacío y pesadez crecen y crecen a medida que tu enfermedad avanza y se profundiza.

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Todos tenemos sueños, metas, tal vez casarse, viajar por el mundo entero, ser millonario, tener una carrera, y para conseguirlo solo hay algo que no puede faltar: el cuerpo. Parece obvio, pero no lo es. Necesitamos nuestro cuerpo para existir en este mundo. El cuerpo es materia, es lo que nos une a la Tierra, y, por algún motivo, nos avergüenza, nos genera rechazo. Cuando hay chicas o chicos violados que desarrollan anorexia o bulimia, se entiende mejor por qué el rechazo al propio cuerpo; pero cuando no has sufrido una vejación semejante, no logras entender por qué tanto rechazo hacia tu propia persona. Hay que descubrirlo, en tu historia se encierran las respuestas, debes ir a buscarlas. Si no eres dueño de tu propio cuerpo, entonces jamás serás dueño de nada. Lo primero que debes conquistar es tu salud, es a ti mismo, eres al primero que debes agradar, amar y cuidar. La anorexia y bulimia NO SON UNA MODA O UN ESTILO DE VIDA, como muchas chicas quieren creer para defender su enfermedad, sino son una manera que hemos encontrado de sobrevivir. Cuando uno padece de estas enfermedades la vida cotidiana con sus necesidades y placeres terrenales se vuelve horrible. Alimentarse, vestirse, ejercitarse, tener sexo, asearse, abrazar, acariciar, dormir, trabajar, relacionarse, todas estas actividades diarias se nos hacen un padecimiento. Y saben bien de lo que hablo. Nadie elige no poder dormir, no poder comer, nadie elige como estilo de vida volverse compulsivo, adicto, fóbico, obsesivo, reprimido: se da así por circunstancias que se nos perdieron de vista. La anorexia y bulimia es la forma que tiene nuestro cuerpo-alma de decirnos que algo

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malo nos pasa. Es un síntoma, una manera de expresar que las cosas no están andando bien. Y hay que escucharlo, mirarlo, atenderlo, porque en caso contrario nuestro cuerpo se va a ir deteriorando y dejará de funcionar bien, dejará de jugar a nuestro favor, estaremos tan ocupados en atender nuestro cuerpo enfermo que no nos quedará ni tiempo ni energía para nada más, y todos los proyectos y sueños quedarán abandonados. La anorexia y la bulimia destruyen al cuerpo y al alma; por eso son incompatibles con la vida, por eso jamás irán de la mano del éxito ni la felicidad.

Señales de alarma Hay señales de que uno va profundizando en la enfermedad. Muchas veces la familia y amigos advierten estas señales, pero prefieren pensar en que son etapas, problemas propios de la adolescencia que ya pasaran, o problemas de la personalidad, «ya está muy grande para cambiar». Las personas valientes encaran a su familiar o amigo enfermo y les dicen lo que ven, pero ellos los envuelven en mentiras y excusas, y los convencen de que pueden controlarlo, de que van a cambiar, de que les den una segunda oportunidad. Aceptar la enfermedad es un paso muy difícil no solo para el enfermo, sino para su familia y los vínculos que lo rodean. Aceptar la enfermedad de un familiar es hacerse cargo de que uno es parte del problema y también parte de la solución, tomar el compromiso de actuar, no hacerse de la vista gorda. Todo esto implica trabajo, caos, tristezas, reflexionar y replantear actitudes, hábitos. Cuesta mucho esfuerzo energético y nadie quisiera hacerlo; por eso es que nos cegamos

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esperando a que todo se solucione de alguna manera y orando para que no llegue al extremo, pero tarde o temprano la bomba explota y no podemos negar más la enfermedad. La anorexia y la bulimia expresan que toda una familia está enferma, los vínculos familiares y las dinámicas que se han formado dentro de esa familia han ayudado y/o contribuido a que aparezca la enfermedad, y por eso debe ser tan duro aceptarla. El enfermo carga con la enfermedad, como el rey que lleva la corona, pero representa a todo un grupo. Es común que en una misma familia se encuentre más de un anoréxico o bulímico, aunque solo uno sea detectado. ¿Cuáles son esas señales que debemos tener en cuenta? Hay cambios en el comportamiento, el cuerpo y la psiquis del enfermo que nos van avisando que la persona está cada vez más tomada por la enfermedad. Incluso el mismo enfermo puede darse cuenta y tomar conciencia de esto, pero luego lo desestima, porque cree que no es tan así y que tiene todavía el control. Hablo de personas y no de un género determinado, porque estas enfermedades las pueden padecer tanto hombres como mujeres de cualquier edad, religión, raza, opción sexual y clase social. Lo que pasa es que se conocen más casos de mujeres que de hombres, pero esto no significa que los hombres no las padezcan. Creo que se conocen menos casos de hombres porque tienen más vergüenza de admitir su enfermedad, porque existe el prejuicio de que es un mal solo de mujeres y seguro temen que los crean homosexuales o débiles. Las personas con anorexia y bulimia van expresando un intenso miedo a engordar o ganar peso, tienen una imagen

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física de sí mismos distorsionada, es decir, viven quejándose de que están muy gordos cuando tienen un peso normal o bajo peso. No les gusta su cuerpo, e incluso llegan a expresar verbalmente que lo odian y algunos hasta se agreden físicamente. Están muy preocupados por las actividades relacionadas con la alimentación, por el desayuno, almuerzo, comida, por los ingredientes con que preparan las comidas. Son muy sensibles a los comentarios que les hagan sobre su peso o apariencia física, y no soportan que critiquen sus hábitos alimenticios o de ejercicios. Se vuelven más irritables, sus estados de ánimos son inestables, se deprimen, están ansiosos, molestos, sienten bastante seguido que sus vidas están fuera de control. No pueden dormir bien y la capacidad de concentrarse disminuye. Se vuelven extremistas y rígidos en su forma de pensar. Para ellos las cosas son buenas o malas, no hay grises, no hay puntos medios, no existen los procesos, hay que ser excelente, porque de lo contrario es preferible ser nada. O quieren ser los mejores en todo y sobresalir o quieren desaparecer y pasar desapercibidos. Su autoestima es muy baja, se sienten menos que los demás, no creen que se merezcan las cosas lindas de la vida, sienten vergüenza de sí mismos y de su historia, y sienten culpa de lo que hacen o dejan de hacer, culpa de todo. Son víctimas de su propia vida, todo lo malo les pasa y ellos no han tenido que ver en eso. Les cuesta mucho madurar, crecer y asumir responsabilidades. A veces todo esto se siente al mismo tiempo: la persona cree que se está volviendo loca y a su entorno le cuesta cada vez más entenderlo y llegar a él o a ella. La mayoría de familias que tiene miembros con anorexia y bulimia exhiben dificultades para darse cuenta de los problemas;

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entonces se enteran de la enfermedad de sus hijos o familiares cuando está avanzada. Y cuando se acepta la enfermedad, es frustrante para los familiares y amigos ver a su ser amado en esa situación y no saber cómo ayudarlo. Muchos padres confunden la anorexia y la bulimia con un proceso de la adolescencia, porque es normal que en esta etapa los chicos tengan baja autoestima o necesiten la aprobación del resto o empiecen a fijarse en su aspecto y apariencia, y quieran bajar de peso o vestirse de determinada manera; entonces creen que lo que les pasa a su hijo puede ser producto de una etapa. Y capaz tienen razón, pero capaz no, hay que estar alertas para ver cómo evoluciona la madurez de su hijo. Si en vez de crecer y fortalecer su identidad se vuelve más inseguro, infantil y tiene los síntomas que arriba mencionaba, pues hay que preocuparse y sobre todo OCUPARSE. Ya sea que tengan alguna patología alimentaria, adicción, o no, es básico que los padres observen cómo está la autoestima de su hijo, y si es baja, pues ayudarle a fortalecerla, porque una baja autoestima es tierra fértil para cualquier adicción o enfermedad mental futura. Fortalecer la autoestima no significa gritarles que sirven y son buenos y bellos, no es en lo que digan que hay que poner el foco, sino en lo que HAGAN con sus hijos, para sus hijos y por sus hijos, y lo que hagan por ustedes y para ustedes mismos; los hijos aprendemos del ejemplo, no de las palabras. Un padre que se autodestruye le enseña a su hijo a autodestruirse, un padre que sabe salir de las adversidades le enseña a su hijo a salir de las adversidades. Es muy difícil que uno mismo pueda darse cuenta del grado de enfermedad en el que está. Estamos negados por completo a aceptar que algo malo nos pasa; si lo aceptáramos,

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ya casi estaríamos curados; sin embargo, a pesar de no querer darnos cuenta, en algún lugar todavía sano de nuestra cabeza resuena una voz que nos dice que no estamos bien. Aquí escribo una lista de comportamientos PELIGROSOS. Si los tienes, pues debes buscar ayuda.

Comportamientos peligrosos • Estar a dieta constantemente. Llega un momento en que

vives a dieta, pruebas TODAS las dietas que escuchas y lees, también empiezas a evitar algunos grupos o tipos de alimentos, te obsesionas con las calorías que consumes, te saltas comidas y te embarcas en los ayunos sanadores, curativos, depurativos, con tal de bajar de peso. • No digo que estar a dieta te va a convertir en una persona anoréxica o bulímica, pero toda persona con anorexia y bulimia empezó su enfermedad por una dieta. La dieta es la puerta de entrada a la enfermedad. Simplemente hay que estar alertas por si estas dietas se vuelven constantes y obsesivas. • Atraconearnos, es decir, tener atracones de comida, comer mucho en poco tiempo. Te bajas todo lo que encuentras en tu refrigerador, y si es que sueles tener la alacena vacía, pues el día que decides comerte todo preparas la situación, vas al mercado, compras lo que vas a comer, no haces planes y te quedas en casa atraconeándote. Tener un atracón puede ser un acto del momento, pero también algo planificado, se decide con tiempo, se prepara y ejecuta. Si no vives solo, las personas con las que convives llegan a notarlo porque todo lo que guardan para comer

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desaparece y porque encuentran envolturas de comida de la nada. • Tomar pastillas para bajar de peso. Las pastillas tienen anfetaminas y otras drogas peligrosas. Además, si las dejamos de tomar, nos hacen un efecto rebote y subimos de peso todo lo que bajamos; y si no las dejamos de tomar, podemos caer en coma o morir de una sobredosis, ataque cardíaco u otra complicación derivada de los componentes. Son muy peligrosas así sean recetadas por doctores, porque solemos abusar de la dosis cuando entramos en crisis por nuestro peso. Una persona con anorexia y bulimia no puede seguir un régimen estricto de nada, ya que es muy inestable, y entonces tener ese tipo de medicación en nuestro poder es como jugar a la ruleta rusa con una pistola cargada. • Vomitar. Este síntoma es uno de los más alarmantes, ya que nadie vomita salvo que esté enfermo. Si vas al baño después de comer a inducirte el vómito, es que tienes un problema que va en camino a ser muy serio. • Abusar de laxantes o diuréticos. Estos productos también son súper peligrosos y adictivos. Empiezas a creer que no puedes ir al baño sin tomar laxantes, aunque lo que pasa es que no puedes ir al baño porque tu aparato digestivo está desordenado: un día comes, al otro no, luego vomitas o tomas un laxante, entonces el estómago y todo el aparato se desordenan y no pueden hacer su trabajo, no funcionan con normalidad. Los diuréticos son para mí como Satanás; en realidad, ningún producto es malo o bueno, es ambas cosas y la persona es la que les da el uso. El diurético te exprime, te deja sin las sales y líquidos

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necesarios para vivir, eres como una naranja exprimida, seca y sin vida. El abuso de todo esto con la idea de ayudarte a bajar de peso o con la idea de ayudarte a mantener tu peso es señal de que efectivamente estás empezando una patología alimentaria o ya estás recontra metido. • No parar de hacer ejercicio. Hay gente que por no tomar nada para adelgazar se siente más «sana», pero cada vez que se meten algo a la boca, van al gimnasio a quemarlo o dan diez vueltas al parque, hacen ejercicio así estén heridos o enfermos, se sobreexigen y muestran angustia si no pueden ejercitar al máximo como quieren. Es parte de lo mismo, de la necesidad de eliminar lo que comemos. • Enfocarse y hablar constantemente de la forma y peso de tu cuerpo. Pareciera que no puedes concentrarte en otra cosa que no sea el aspecto de tu cuerpo: en cualquier situación estás pensando en si estás gorda o flaca. Todas tus actividades terminan de alguna manera unidas a la forma de tu cuerpo o se ven afectadas por cómo te sientes con tu cuerpo; si te sientes en ese momento físicamente «fea» o «gorda», lo que sea que estés haciendo o vayas a hacer se arruina. • Hacer listas de alimentos «buenos» y «malos». Las listas son el mejor amigo de los enfermos con anorexia y bulimia, listas para todo, lista de calorías, de tablas de peso, de masa corporal, listas de actividades que queman calorías, listas de dietas, de alimentos «buenos», «malos», etcétera. Todo esto indica que dedicamos gran parte de nuestros pensamientos a ver la forma de bajar de peso, la enfermedad logra tomarnos por completo hasta llegar a ser una especie de rehenes que solo pensamos, hablamos y vemos pesos y calorías.

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• Evitar ir a eventos sociales en donde habrá comida. • Mentir e inventar excusas para no comer. Siempre hay a la

mano una mentira que nos salva del compromiso de comer, como que eres alérgica, ya comiste, te duele la panza. • Empezar a tener hábitos obsesivos al cocinar y comer. Cuando uno transita por el camino de la patología alimentaria, se vuelve obsesiva de lo que come, quiere controlar cada ingrediente que lleva a su boca, y por eso le cuesta comer afuera, en restaurantes, prefiere ser ella misma o él mismo quien cocine cada alimento, así tiene el control total de lo que ingiere. Pero no conforme con eso, se siguen desarrollando conductas extrañas alrededor de las comidas, como comer siempre a la misma hora, hacerlo en platos pequeños para que la cantidad de comida parezca mayor, comer muy lentamente, cortar la comida en pedazos pequeños, etcétera. Todo se vuelve un ritual que no se quiere ni puede modificar. • Mirarte el cuerpo excesivamente y revisar si engordaste o no. Al igual que nos volvemos obsesivos con la comida que comemos, también lo hacemos con el control de la forma de nuestro cuerpo. No nos basta la balanza y encontramos otras formas de medir nuestro cuerpo como compararse con otras personas e inclusive objetos. Nos miramos en cualquier lugar, hasta en el fondo de una cuchara, y no paramos de tocarnos la barriga, el derrière, las piernas, los huesos, las carnes, para saber si se ha adelgazado o engordado. Cada enfermo tiene alguna conducta repetitiva con respecto a su cuerpo y la cumple como un ritual. La que describí es solo una de las miles que hay.

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• Sumergirse en lecturas que tienen que ver con comida y

dietas saludables y para bajar de peso. • Aislarte de tus seres queridos y amigos. Dejas de compartir con ellos actividades que antes disfrutabas, como salir a tomar un helado o a comer, ir a la playa, al club y cualquier cosa donde tengas que mostrar tu cuerpo. • Cambiar tu forma de vestir. Como tu cuerpo no te gusta, quieres ocultarlo y empiezas a vestirte con ropa más oscura o muy holgada. También puede pasar lo contrario: tu cuerpo se convierte en tu manera de llamar la atención y lo sobreexpones. • Negar que tienes hambre y buscar alimentos o sustancias, como la nicotina o el chicle, para olvidarte del hambre y no comer. Estos son los comportamientos más comunes que tienen las personas con anorexia y bulimia. Algunas los tienen todos y otras los van adquiriendo a medida que profundizan su enfermedad. Tengo entendido que se tiene noticia de la existencia de casos de anorexia y bulimia durante el siglo XIX. Ambas enfermedades fueron estudiadas pasando por diversas teorías. Hoy la anorexia nerviosa y la bulimia se encuentran clasificadas detalladamente en el DSM IV, el manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (American Psychiatric Association). Puede sonar feo, pero es la verdad: son enfermedades psiquiátricas. En el manual se describe a la anorexia como «el deseo persistente de mantener un peso corporal debajo de lo sanamente recomendable, el miedo a engordar, la falta de menstruación y la distorsión de la imagen corporal.

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Las pacientes le otorgan gran importancia al peso cuando se autoevalúan como personas y minimizan el peligro que implica para la salud su bajo peso corporal», y a la bulimia la define como «la ingesta excesiva de alimentos en un corto periodo, acompañada de una sensación de pérdida de control sobre dicha ingesta y de conductas compensatorias, como el vómito autoinducido, el abuso de diuréticos, laxantes, ejercicio físico, pastillas adelgazantes, etcétera». El manual también especifica los criterios para diagnosticar ambas enfermedades. Paso a transcribir lo que dice en el manual, que puede leerse también en internet, porque me parece información útil y necesaria de saber.

Criterios para el diagnóstico de F50.0 anorexia nerviosa (307.1) a. Rechazo a mantener el peso corporal igual o por encima del valor mínimo normal considerando la edad y la talla (por ejemplo, pérdida de peso que da lugar a un peso inferior al 85 por ciento del esperable, o fracaso en conseguir el aumento de peso normal durante el periodo de crecimiento, dando como resultado un peso corporal inferior al 85 por ciento del peso esperable). b. Miedo intenso a ganar peso o a convertirse en obeso, incluso estando por debajo del peso normal. c. Alteración de la percepción del peso o la silueta corporales, exageración de su importancia en la autoevaluación o negación del peligro que comporta el bajo peso corporal. d. En las mujeres pospuberales, presencia de amenorrea; por ejemplo, ausencia de al menos tres ciclos menstruales

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consecutivos. (Se considera que una mujer presenta amenorrea cuando sus menstruaciones aparecen únicamente con tratamientos hormonales, por ejemplo con la administración de estrógenos). Especificar el tipo: • Tipo restrictivo. Durante el episodio de anorexia nerviosa, el individuo no recurre regularmente a atracones o a purgas (por ejemplo, provocación del vómito o uso excesivo de laxantes, diuréticos o enemas). • Tipo compulsivo/purgativo. Durante el episodio de anorexia nerviosa, el individuo recurre regularmente a atracones o purgas (por ejemplo, provocación del vómito o uso excesivo de laxantes, diuréticos o enemas).

Criterios para el diagnóstico de F50.2 bulimia nerviosa (307.51) a. Presencia de atracones recurrentes. Un atracón se caracteriza por: 1. ingesta de alimento en un corto tiempo (por ejemplo, en un periodo de dos horas) en cantidad superior a la que la mayoría de las personas ingerirían en un tiempo similar y en las mismas circunstancias. 2. Sensación de pérdida de control sobre la ingesta del alimento (por ejemplo, sensación de no poder parar de comer o no poder controlar el tipo o la cantidad de comida que se está ingiriendo). b. Conductas compensatorias inapropiadas, de manera repetida, con el fin de no ganar peso (provocación del vómito, uso excesivo de laxantes, diuréticos, enemas u otros fármacos, ayuno y ejercicio excesivo).

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c. Los atracones y las conductas compensatorias inapropiadas tienen lugar, como promedio, al menos dos veces a la semana durante un periodo de tres meses. d. La autoevaluación está exageradamente influida por el peso y la silueta corporales. e. La alteración no aparece exclusivamente en el transcurso de la anorexia nerviosa. Especificar tipo: • Tipo purgativo. Durante el episodio de bulimia nerviosa, el individuo se provoca regularmente el vómito o usa laxantes, diuréticos o enemas en exceso. • Tipo no purgativo. Durante el episodio de bulimia nerviosa, el individuo emplea otras conductas compensatorias inapropiadas, como el ayuno o el ejercicio intenso, pero no recurre regularmente a provocarse el vómito ni usa laxantes, diuréticos o enemas en exceso. Ambas, la anorexia y bulimia persiguen un mismo objetivo: Adelgazar. En este manual nos informamos de muchas cosas sobre la enfermedad y su manifestación, pero casi dos siglos no han sido suficientes para entender totalmente estos desórdenes de alimentación, no sabemos en profundidad sus raíces y causas. Hay mucho por investigar. Me vienen a la cabeza algunas interrogantes como: ¿Son la anorexia y bulimia enfermedades propias del ritmo de vida acelerado y exigente de una ciudad? ¿O podemos encontrar casos de ambas enfermedades o una ellas en lugares remotos como el lago Titicaca o en una tribu amazónica? ¿Puede aparecer a cualquier edad? ¿Por qué un

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niño de tres años padece anorexia? ¿Es una enfermedad de gente culta? ¿De gente adinerada? ¿De cualquier cultura? Tampoco se han hecho estudios profundos en materia de prevención y tratamiento. Así que existe un gran desafío para los sociólogos, psicólogos, médicos y científicos que estudian la vida, el hombre y sus comportamientos.

Patologías asociadas Tengo amigas y conocidas que han estado en miles de tratamientos y nada les ha funcionado. Cuando por fin fueron diagnosticadas de que no solo sufrían de anorexia y bulimia, sino que además tenían otra enfermedad asociada, pudieron darles el tratamiento y la medicación adecuada y empezaron a mejorar. No puedo explicar de qué se tratan estas otras patologías, no sé ni cuántas existen, no soy doctora y lo único que conozco de algunas son sus nombres y las experiencias de las chicas y chicos del grupo que las padecían. Pero me parece importante mencionar que existen para quienes presienten que hay otra cosa además de la patología alimentaria. Así podrán buscar un diagnóstico médico. Las personas de mi grupo que sufrían de estas otras patologías y de adicciones tenían paralelamente una terapia grupal especial, que compartían con otros pacientes que sufrían de lo mismo que ellos. En mi grupo había chicas con bipolaridad, con trastorno obsesivo compulsivo (TOC), con depresión, una era borderline, dos chicos maniaco-depresivos y llegó a haber incluso un chico con psicosis. Todos ellos tenían a su vez anorexia y bulimia. Las adicciones podían ser a drogas, alcohol o al sexo; en fin, la lista era larga y variada, y

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a veces costaba determinar si la anorexia y bulimia los había llevado a todo eso o si eran sus otras enfermedades y adicciones los que habían provocado la anorexia y bulimia. ¿Qué patología es más importante tratar primero? ¿Se trata todo a la vez? ¿Deben estos pacientes no mezclarse con los chicos que solo tienen anorexia y bulimia? No sé, supongo que hay distintas respuestas para estas preguntas. En mi experiencia, en la clínica trataban todo al mismo tiempo y solo separaban del grupo a los casos más extremos y que pudieran ser peligrosos para sí mismos o el resto. Uno de esos casos fue el chico que tenía psicosis. Al principio, se creía que era solo un tema de alimentación, pero intentó quitarse la vida en la clínica y otra vez intentó acuchillar a un compañero. Ambas situaciones fueron solo intentos débiles, pero suficiente para alertar a los doctores. Él fue enviado a otro lugar más apropiado. Hubo otros casos que recuerdo, por ejemplo el de Óscar, un hombre de casi treinta años que se negaba a comer porque Dios le había dicho que pronto llegaría su gran misión y debía ayunar para prepararse. Óscar no se separaba de su Biblia, y cuando los doctores le hablaban o era la hora de terapia grupal y tenía que hablar o escuchar a sus compañeros, él sacaba la Biblia y no dejaba de leerla en voz baja, estaba absolutamente cerrado a participar del grupo. Creía que nosotros éramos diablos que veníamos a tentarlo. Estuvo unos meses con la misma actitud y sin querer comer, hasta que fue trasladado a otro lugar más apropiado para él. Miranda tenía anorexia, estaba muy delgada y era de ese grupo de chicas que intentaban hacer el tratamiento bien pero a su manera: comía hasta donde ella se sentía segura, no quería morirse, pero tampoco quería sanarse, pues para sanar

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había que pasar por la etapa de ganar peso y eso la aterraba demasiado. Miranda tomaba alcohol, no tomaba todos los días pero cada tanto necesitaba meterse una gran borrachera; ni ella sabía que esto era un alcoholismo, pero a medida que el tiempo pasaba los doctores fueron notando que sí lo era. Miranda dejaba de comer para poder consumir tranquila las calorías que el alcohol tiene. Cuando tomaba perdía totalmente la cabeza y hacía cosas de las que luego ni se acordaba. Abandonó la clínica para meterse a un grupo de alcohólicos anónimos, pero no le resultó, seguía tomando y sin comer; necesitaba una terapia que agrupara ambas patologías, algo más integral. Volvió a la clínica bajo la condición de seguir con su grupo de alcohólicos anónimos. No sé cómo siguió su caso. Me pongo a pensar y se me vienen miles de recuerdos. El de Alma, una señora de cincuenta y cinco años, con bulimia que además tenía obesidad, pesaba casi doscientos cincuenta kilos y sufría porque no cabía en un asiento del cine o del colectivo. Alma siempre andaba de muy mal humor, a la defensiva, pero cuando la conocías mejor se te revelaba un ser sensible, manso y hasta cómico. Con ella entendí que se podía ser bulímica y obesa, y que las bulímicas no necesariamente vomitan, ella era de las que no vomitaba, solo se deprimía luego del atracón y seguía comiendo. Alma se iba a practicar un bypass gástrico, pero necesitaba primero bajar varios kilos. No llegó a hacerlo porque en ese proceso se enfermó de cáncer y murió casi de inmediato. Pocos meses antes de morir me dijo que, más que su cuerpo, le pesaban los rencores que guardaba en su alma y que estaba segura de que, si se deshacía de ellos, iba a curarse del cáncer y hasta bajaría de peso, pero

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no sabía cómo hacerlo, pues eran muchos años con el odio metido. Sin embargo, estaba contenta porque en la clínica había luchado por ella y nos había conocido a todas nosotras. Recuerdo a Clarita, una chica de veinticinco años con aspecto de doce, que además de anorexia y una obsesión por la limpieza bastante grave, si no la controlabas se podía lavar las manos por horas. Tenía cierto retraso mental, algo así como una inmadurez crónica; era una chica que no podía madurar, actuaba como niña, vivía con sus padres y no se planteaba vivir sola algún día, estudiaba inglés y tenía un novio del que hablaba a veces y con el que, según ella, todo estaba súper bien. A mí se me hacía rara esa relación, y debo confesar que yo dudaba de que ese chico existiera. Clarita era un caso muy particular y extremo: sufría de varias patologías a la vez. Recuerdo a Viviana, tan retraída y tímida, casi no le salía la voz. Viviana tenía anorexia crónica; nunca vi a nadie tan insegura de sí misma, tan asustada. Era muy pobre, la becaban en el tratamiento y a veces había que ayudarla con comida, porque no tenía qué comer. Vivi era casi imperceptible, flotaba en vez de caminar, susurraba en vez de hablar, todos sus gestos eran mínimos, su letra muy pequeña e infantil, su piel arrugada, su cuerpo lánguido, sus ojos escurridizos. Daba ganas de abrazarla, era tan frágil, me costaba adivinar lo que pasaba por dentro de su cabeza o su corazón, parecía hueca, sin emociones, sin pensamientos. Un alma en pena. Recuerdo a Fabiana, que era bipolar y su vida era un péndulo que iba de un extremo a otro. Tenía una energía avasalladora, podía convencerte de hacer las locuras más osadas, era capaz de estar en diez proyectos a la vez, pero cuando

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estaba deprimida era como un bulto muy pesado de llevar. La medicación la ayudaba a regular sus estados de ánimo tan cambiantes. Era difícil ser su amiga porque nunca sabías si te iba abrazar o a mandar al diablo. Y dejo para el final el caso que más me conmovió, el de Lorena. Cuando llegué a la clínica, Lorena ya era una mujer mayor que llevaba más de quince años en tratamiento. En los años noventa había sido portada de varias revistas de noticias por su aspecto esquelético. Incluso la sacaron en los canales de televisión de varios países. Lorena era literalmente hueso y pellejo. El caso conmovió a la Argentina y al mundo y no le daban mucho tiempo de vida. Tenía anorexia crónica, es decir, jamás se curaría, y ya había perdido masa muscular que no podría recuperar; sus brazos y piernas eran huesos forrados de delgada piel, no podía sostenerse ni caminar. Pero cuando llegué a la clínica, ella caminaba, sonreía, y nos daba órdenes porque se sentía la dueña del lugar. El proceso de Lorena fue lento: pasó varios meses hospitalizada, luego fue al sector de cuidados intensivos de la clínica (para los pacientes que necesitaban vigilancia extrema y constante), y después pasó a salón donde estaban los demás pacientes. Lorena había vencido a la muerte, pero asistía todos los días a la clínica, donde hacía sus comidas, hablaba con el grupo y se iba a su casa. Lorena murió mientras yo estaba en tratamiento, de una enfermedad renal o algo así. No era alguien muy accesible, era tímida y malhumorada, pero inspiraba respeto y cierta compasión. Hubo pacientes que jamás se curaron, no sé si porque eran muy extremos, porque llegaron al tratamiento muy tarde, porque no tuvieron la valentía de entregarse o porque no

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pudieron poner más de sí, y eso que pusieron todo lo que tenían, pero no bastó. Muchos de esos casos estaban en el tratamiento para sobrevivir, era la única manera de tenerlos bien, de vigilar que coman, de tenerlos siempre contenidos, con gente a quien pudieran ayudar y que a la vez los ayude. Para algunos chicos del grupo (éramos como cuarenta), el tratamiento era como su colegio, su rutina diaria, su día a día que no dejarían jamás. La forma que encontraron de vivir. Así como he visto curarse a personas con historias increíbles, muy trágicas, sin ningún apoyo, también he visto morir a gente que, teniéndolo todo, no quiso o no pudo salvarse. Esos casos condenados a la muerte son pocos, porque si hay ganas y hay un tratamiento indicado, hay una salida.

Comer Comer tiene una triple función: 1) Nutrir nuestro cuerpo para que podamos funcionar adecuadamente. 2) Nutrir los vínculos, porque comer no es un acto solitario como ir al baño, sino que también es compartir, traspasa el plano individual, porque la comida es parte de la identidad de un país, hay alimentos y comidas típicos que nos representan como peruanos. Comer forma parte de nuestras celebraciones más importantes, matrimonios, cumpleaños, aniversarios, reuniones familiares, reuniones de negocios, citas amorosas, etcétera. ¡Todo lo que uno se dice y comparte mientras disfruta de una comida! El placer no solo de comerla, sino de cocinarla. Comer es un acto social que nos hermana, nos vuelve parte de un mismo ritual, sentarse en una misma mesa, compartir los alimentos que otro ha preparado

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con tanto cariño, aprovechar para conversar, para mirarnos, para acompañarnos. Por eso las personas con anorexia y bulimia empiezan a marginarse de la familia, de los amigos, de la sociedad, porque comer para los enfermos de patología alimentaria no cumple esta función social de compartir; al contrario, cuando tenemos anorexia o bulimia no queremos compañía, sería fastidioso y vergonzoso que noten nuestros hábitos, no queremos preguntas, ni cuestionamientos, ni reclamos, mucho menos consejos o convertirnos en el centro de la conversación. El acto de comer se convierte en una tortura, una persecución. Conocí a dos chicas en la clínica que tenían sobrepeso y sus padres aseguraban que nunca probaban comida. Solo podían comer a solas y a escondidas porque les daba vergüenza que la gente las mirara comiendo, sentían que les decían: «Deja de comer, GORDA». Ese hábito de imaginar discursos que otros estarían diciendo de nosotras es muy común en la anorexia y bulimia. Gastamos bastante tiempo pensando en lo que los demás creen de nosotros y en tratar de agradar, en vez de invertirlo en cumplir nuestras metas. Cuando comemos dejamos de escuchar al otro, porque nuestra cabeza está concentrada en no comer mucho, o en comernos todo y luego purgarlo, en las calorías que ingerimos, en la panza que nos crece, en cualquier cosa menos en el otro o en el grupo con los que estamos. El momento de comer se puede convertir en un circo, porque muchos enfermos aprovechan la hora de la comida para inventar y actuar. Nuestras mentiras van creando un universo nuevo, una vida paralela que llegamos a creérnosla, nos volvemos vegetarianos porque nos dan lástima los animalitos, abstemios porque tuvimos hepatitis, pero todo es mentira: la

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verdadera razón es cuidarnos de no engordar. Inventas comidas que no existieron para justificar que no pruebas bocado, no pierdes oportunidad de hablar sobre tu peso, que estás más gorda y que ese pantalón que te quedaba flojísimo y ahora te cuesta ponértelo cuando en realidad te queda más suelto que antes. Llegas a perder el hilo del sentido común. Conozco gente que ha pedido arroz en un restaurante de pastas y fruta en una heladería. Si tienes pareja es peor, porque puedes ocultarte menos y la pareja se llega a hartar de verte comer siempre lo mismo o de no poder compartir contigo uno de los más grandes placeres de la vida; y si comes, se llega a hartar de escucharte hablar solo de tu peso y de tu culpa, y de tu nueva dieta, y ni hablar si ese discurso también tratas de imponérselo a él, y quieres que baje de peso, porque hay personas con anorexia que llegan a odiar a los que no son flacos y obligan a las parejas a someterse a dietas y ejercicios. Comer se convierte en una pesadilla desde que te levantas hasta que te acuestas, porque hay que desayunar, almorzar, cenar, y te preguntas por qué tienes que enfrentarte a esa tortura tantas veces al día. Una tercera función es nutrir el alma, porque comer nos calma. Creo que esa relación se forma desde la panza, cuando estamos adentro del útero de nuestra mamá y comemos calientitos lo que ella nos da, comemos lo que ella come, sin ninguna otra preocupación que nadar sueltos por esa pancita, seguros por completo de que ella nos ama y protege. No necesitamos nada más. Mi hijo mayor, que tiene cuatro años, ayer me dijo que quería volver a mi panza, muchos cambios para él, hermanita nueva, colegio nuevo, casa nueva, lo más seguro es quedarse dentro de la mamá que salir a este mundo

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cruel, como suelen llamarlo. Pero mi bebé tiene solo cuatro años, es comprensible lo que le pasa, y doy lo mejor de mí para ayudarlo a transitar por todas estas nuevas aventuras. Se supone que año tras año nos vamos volviendo más capaces de cuidar de nosotros mismos, no solo físicamente (aprendemos a caminar, a ir al baño, a hablar, a cambiarnos solos, a comer solos), sino que deberíamos también volvernos más seguros, aprender a tomar nuestras propias decisiones y hacernos cargo de ellas, resulten bien o resulten mal. Yo le pido a Dios que me dé la claridad y la fuerza para poder conducir a mis hijos a que se hagan hombres y mujeres independientes, capaces de comunicar sus sentimientos, necesidades y malestares, que se amen a sí mismos y respeten al otro. Pero es un proceso que dura años y la vida te pone pruebas, a ellos y a mí. Si estás enfermo de anorexia o bulimia, significa que en ese proceso de maduración emocional te has quedado estancado, te mantienes en ese estado infantil o adolescente en donde todavía necesitas que te cuiden, que te aprueben, y te expresen constantemente que te aman y que eres valioso. Y mientras más adulto seas, más grande será el abismo que se abra entre tu niño huérfano y tu hombre capaz de protegerse a sí mismo. Ya no podemos volver a la panza de nuestra mamá, pero cuando tenemos bulimia intentamos buscar desesperadamente, en ese atracón o ingesta abundante, la sensación de seguridad y afecto que tuvimos cuando éramos bebes o más atrás, porque tener bulimia es vivir cojos, mancos, ciegos, mudos, lisiados de afecto y seguridad. Y cuando tenemos anorexia y no queremos comer, estamos buscando que otro se haga cargo de nosotros porque no podemos ni alimentarnos. Esa ha sido mi experiencia.

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Morirse de hambre te altera el carácter, te vuelve violento, se enciende la alarma de tu instinto de conservación. Comer mal hace que tu cuerpo, tu cabeza y tus estados de ánimo funcionen mal. El atracón (es decir, la ingesta de grandes cantidades de comida en poco tiempo) no deja que el cuerpo digiera con normalidad y entonces llega la pesadez, flatulencia, la gastritis, los problemas varios del aparato digestivo, y, oh casualidad, es justamente lo que sucede en el alma de las bulímicas: no pueden digerir ciertas emociones, ciertas situaciones y se han quedado en su alma pudriéndose, haciéndoles mal, pesándoles, de la misma manera que la comida queda en su estómago después de un atracón. La bulímica se desborda con la comida, puede que también se desborde con otras cosas, sustancias o situaciones, pero pasada la tormenta viene la calma, y empieza a ordenarse otra vez. Allí cree que se ha curado, pero no, es solo parte del círculo. Pasa días, semanas y hasta meses comiendo casi «normal», pero algo falla en su mundo, algo la frustra, se siente vulnerable, frágil, y vuelve a castigarse con otro atracón. Estas crisis pueden durar horas, días, semanas o meses antes de que cesen otra vez. La anoréxica no suele desbordarse con la comida, tiene la fuerza de un roble, nada quiebra su voluntad de adelgazar y no probar alimentos, pero es humana y también necesita alimentarse. Entonces, si come de más, se desmorona, todo la frustra, la asusta, su flexibilidad es nula, vive dentro de su caparazón y comer significa salir al mundo, crecer, transformarse y va a evitarlo a toda costa. Ella quiere el control de sus sentimientos, de los sentimientos del otro, quiere controlar su realidad, pero como no puede, controla

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su peso, su cuerpo y eso la alivia, la hace sentirse dueña de algo, poderosa. Hay diferencias entre la bulimia y la anorexia, pero son en esencia el mismo problema. Yo tuve ambas. Hay muchas personas, como yo, que empiezan con una y luego pasan a la otra, y dentro de cada patología también hay varias combinaciones. Hay bulímicas que no vomitan y hay anoréxicas que vomitan a pesar de no haber comido nada. Por eso es necesario que sea un especialista el que diagnostique al paciente; no basta con leer en un libro o en internet los síntomas, porque estos pueden tener variaciones y por desconocimiento podemos diagnosticar mal. También hay patologías primas hermanas de la anorexia y bulimia, como la vigorexia, esto es, el caso de las personas que sufren porque son delgadas, demasiado delgadas, según ellas, y sus cuerpos les avergüenzan y no saben cómo engordar. En general, la persona con bulimia es inestable, alocada, desbordada, restrictiva, va recorriendo los extremos. Las anoréxicas son más introvertidas, obsesivas, desconfiadas. Y ambas son muy perfeccionistas y autoexigentes, con una autoestima por el piso. Comer deja de ser un acto de nutrición y de compartir, se convierte en un arma de la enfermedad para llenar vacíos y evadir situaciones dolorosas, para desintegrarte y cortarte en pedacitos como si fueras un pedazo de carne que se vende en el mercado. La unión hace la fuerza. ¿Qué fuerza puede tener una mujer o un hombre cuya identidad es un rompecabezas con las piezas desparramadas por toda la habitación? ¿Cómo sugieres amar, vivir, lograr tus metas, si estás padeciendo de una terrible enfermedad?

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Dormir Dormir es tan importante como comer: lo supe cuando empecé a dormir bien. Durante años tuve problemas de sueño, me costaba dormir, dormía poco y mi sueño era liviano. Pero no relacionaba mis dificultades para dormir con la enfermedad. Las personas dividimos en casilleros distintos las áreas de nuestra vida, como si no hubiera conexión. Esa división nos ayuda a analizar cada área, pero no podemos perder la conciencia de que separar es solo un método de análisis, no una realidad, la realidad es que somos un todo, y que si algo va mal, afecta a la totalidad. En la clínica una de las reglas era no dormir durante el día. Me parecía tonto, porque era realmente aburrido estar allí horas de horas con un calor agobiante o un frío polar, sentadas en un salón pequeño, mirándonos las caras y no poder hacer una siestita aunque sea cortita. Pero es que varias usaban el dormir como una forma de escapar: sus siestitas llegaban a tres o cuatro horas, su cansancio era una actitud hacia la vida, dormir las salvaba de vivir, muchas tenían depresión, que es otra enfermedad común asociada a la anorexia o bulimia. Debo aclarar que hay personas que padecen solo de anorexia o solo de bulimia, pero hay las que tienen otra enfermedad asociada como adicciones varias, o depresión o psicosis, o bipolaridad o borderline o TOC, pero este punto merece un capítulo aparte. La cosa es que con patología alimentaria se duerme mal. La cabeza no para de pensar en el pasado, en el futuro, en las preocupaciones presentes. La cabeza no para de hablar y su discurso se torna cada vez más destructivo, no te da tregua,

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quisieras sacártela de los hombros, quisieras desconectarte, no la puedes controlar, se vuelve tu enemiga, y en las noches no te deja relajar, no te deja en paz. Tienes que callarla de alguna manera, tomando pastillas o «divirtiéndote». Otra solución igual de destructiva es escucharla y hacerle caso en todo; entonces entras en un cuarto oscuro y el mundo exterior pasa a ser un eco lejano de una realidad de la que no participas. Dormir tus horas completas de sueño, descansar, relajarte, es como cargar baterías, te vuelve más alegre, más creativo, más centrado. Pero experimentar todas esas sensaciones tan benéficas son, para el anoréxico y bulímico, como comprar un pasaje a Júpiter, algo imposible todavía. Pero no es imposible, se trata simplemente de orden y sanarse significa ordenarse. Cuando se empieza a dormir bien todo el cuerpo lo agradece. El combo «comer y dormir bien» es un éxtasis. En mi cuerpo este combo hizo maravillas, crecí dos centímetros de altura, mis uñas no se me rompen, el pelo me crece rapidísimo, voy al baño todos los días, sufro de pocos dolores musculares, pasé de color de piel verde musgo a color amarillo puesta de sol, con tonos de naranja y franjas violetas. Mi abuelo siempre decía que la vida tiene un orden natural y que, si queríamos vivir bien, debíamos, como él, dormir con el ocaso del sol y levantarse con la salida del sol. Comer de todo y medido y cada tanto pegarse una buena borrachera. Yo, todavía en la práctica, no llego a ese nivel de sabiduría.

Amar Me refiero por supuesto al acto sexual. Cuando estás con anorexia y bulimia tener sexo o hacer el amor es horrible.

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Como no estamos conectadas con nuestro cuerpo, no sentimos nada o nos volvemos promiscuos, porque queremos llenar los vacíos a través del sexo. Usamos el sexo como una herramienta para que nos acepten y no como un encuentro maravilloso donde dos personas se entregan. El sexo se puede volver otra adicción más, una forma de evasión, de poder, o de gritar que necesitamos amor. Nos regalamos a cualquiera que nos dice un par de cosas bonitas. Como la mente se ha apoderado de nosotros y es una mente enferma y verborrágica, hasta cuando hacemos el amor nos está diciendo cosas: «No le gustas», «mete la panza», «ojalá no me toque las caderas», «ojalá que me ame como yo a él», «¿y si al amanecer se va?», etcétera. La anorexia y la bulimia no te dejan disfrutar, no te dejan amar porque vives mirándote el ombligo. Estás tan acostumbrada a agredir tu cuerpo que no te importa que los demás también lo agredan. Entregas tu cuerpo y luego te sientes vacía, y le echas la culpa al otro porque te usó. ¿O es culpa tuya porque te expones a eso y dejas que te usen, culpa tuya porque te mientes, te dices a ti misma que lo hiciste por amor, cuando realmente lo hiciste para que te quieran, para sentirte deseada? En la clínica estaban los dos extremos. Carolina, por ejemplo, era de las que no sentía placer sexual. Tenía un novio hacía cinco años, con el que iba a casarse. Ella lo amaba mucho y por eso le «prestaba» su cuerpo a su novio para que tenga sexo, pero en realidad a ella le deba igual, no sentía nada de nada, era un acto de amor hacia él, como quien le prepara una comida. Si podía evitarlo, mejor. Y estaba Claudia, que sufría de ninfomanía, sentía tal «placer» en hacer el amor que buscaba constantemente parejas pasajeras para hacerlo.

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Ambas en el fondo sufrían. También recuerdo a Ceci, una chica preciosa, de diecinueve años y que estudiaba Medicina; su familia la apoyaba mucho en el tratamiento, pero su problema era que tenía una prima casi de su edad que también estudiaba Medicina y que siempre destacaba más que ella. Por más que se exigía como loca, sentía que su prima se llevaba los laureles, que todos la querían más que a ella. Pero tenía algo que su prima no: a Lorenzo, su enamorado, un chico buenísimo que estaba a su lado en las buenas y en las malas. Lorenzo y Ceci llevaban dos años de enamorados y hasta ese momento no habían tenido relaciones sexuales, aunque él quiso un par de veces avanzar pero ella no lo dejó. En la asamblea, nombre que le dábamos al momento diario de terapia grupal, ella confesó que no tenía ganas de estar con su novio sexualmente, que le daba miedo que él viera su cuerpo y entonces la abandonara. Unos meses después confesó que sí tenía ganas, pero que no quería hacerlo porque ser virgen la hacía diferente a su prima, que ya había dejado de serlo, la hacía mejor persona, la volvía especial. Ceci vivía su vida no en función de sus deseos —estaba totalmente desconectada de ellos—, sino vivía en función de esta fantasía que había construido, un mundo donde todo giraba en la competencia con su prima. Su novio era solo un instrumento más. No creo que Ceci pudiera amarlo: estaba demasiado metida en sí misma para poder abrir su corazón al amor. Mariela, otra de las chicas, estaba casada y practicaba con su marido el intercambio de parejas con otra pareja amiga. Mariela estaba harta de hacerlo, no quería seguir con eso, pero temía que su esposo la abandonara. Mari sufría de bulimia y se volvió adicta a las experiencias sexuales fuertes. Solo

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supo que necesitaba cambiar de vida cuando empezó a ordenarse con las comidas, porque, al no desviar su sufrimiento a través de los atracones, empezó a salir su verdadero dolor. Mariela era desdichada, pero también lo era Maxi, un hombrecito lindo que tenía anorexia y su novia lo había dejado porque no le «funcionaba». También sufría Antonia porque llevaba diez años de casada y nunca había tenido un orgasmo. Al igual que con la comida, TODOS tenemos con el sexo una relación particular y única, pero cuando se tiene anorexia o bulimia, esta relación, que podría ser placentera, plena, maravillosa, hermosa, se convierte en otra cárcel, con la que te castigas.

Voces de más allá y de más acá Las voces es lo que me hacían creer que estaba volviéndome loca. Seguramente te ha pasado, o te está pasando, que hay muchas voces dentro de ti y no es sencillo ignorarlas. Mientras más enferma estás, más dividida te encuentras y más voces te atormentan. A veces son como un zumbido en la oreja, un ruido constante que no te deja pensar tranquila, no puedes contestarte preguntas como: ¿Qué quieres?, ¿qué necesitas?, ¿adónde vas?, ¿lo amas de verdad? Tienes mil respuestas, dices A pero luego piensas en que tu mamá diría B, y así más opciones van apareciendo y te pierdes entre tanto ruido. Algunas voces vienen de personas concretas, como tu madre, tu padre, tu enamorado, novio o marido/esposa, un tutor, un profesor, tu mejor amigo, todas esas personas importantes a las que amamos y que por inseguridad las hemos hecho protagonistas de nuestra vida y casi casi que nos gobiernan sus

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opiniones. No queremos defraudarlos, no queremos desilusionarlos, entonces nos preocupamos por agradarles, por ser dignos de su respeto y admiración. Las voces de los demás con sus ideas y creencias sobre el mundo, e incluso sobre nosotros mismos, nos influyen. Esto sucede con todas las personas y más si son adolescentes, pero una chica o chico cuya personalidad está resquebrajada, que vive en un constante terremoto interno, que le cuesta encontrar su centro, su propia voz, es candidata o candidato perfecto a que los demás influyan en ella o él de manera profunda, al punto de incorporar esas voces como propias y a la vez rebelarse de ellas. Los anoréxicos y bulímicos sufrimos de un desorden de alimentación acompañado de un trastorno de personalidad. Un anoréxico y un bulímico no solo tiene problemas con la comida —la enfermedad no es eso—: su fragilidad, su confusión y conductas irracionales y destructivas involucran a la personalidad; por eso el anoréxico y bulímico tiene distintos tipos de trastornos de personalidad. No quiero parecer psicóloga. Esto lo hablo de mi experiencia personal, como expaciente y amiga de muchas enfermas, y por ese motivo me atrevo a decir que la mayoría de pacientes con anorexia y bulimia no han formado una personalidad sólida ni individual porque siguen atados a su madre u otra persona que ejerce un rol primordial para ellos. Curarse implica HACERSE UNO CON UNO MISMO, implica separarse, implica que tantas voces dejen de habitar tu mente, porque en tu mente solo debe haber una sola voz, la tuya, y esa voz puede tener dudas o no estar segura de las cosas, pero tú sabes que es tu voz. Cuando estamos enfermos de la mente, ni siquiera sabemos cuál de todas esas voces que parlotean

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y discuten entre sí es la tuya, no hay discernimiento, ni análisis, eres víctima de todas esas voces y por eso sientes que te vuelves loca. Es temporal, luego sanas, aunque hay pacientes con otras patologías asociadas como la psicosis y esas voces que oyen son parte de otro problema que ya desconozco. Por eso es muy complejo meterse en estos temas y necesitamos a doctores especializados. Por más locos que creamos que nos estamos volviendo, no podemos diagnosticarnos nosotros mismos. Un compañero, cuando el reloj marcaba las cuatro de la tarde, se iba a una esquina a gritar que el diablo venía por él, y tenía una pelea con el diablo como de tres minutos, en la que lo insultaba y luego le rogaba que lo dejara en paz. Gritaba que no era una persona mala, sino que el diablo era el culpable y nos pedía que no dejáramos que se lo lleve. Ese chico consumía drogas y fue transferido a una clínica de rehabilitación para adictos. Después de un año y medio nos fue a visitar a la clínica, y estaba mucho mejor. Empezó un tratamiento ambulatorio para su bulimia y creo que hoy sigue bien. La última vez que supe de él estaba empezando un negocio de celulares y saliendo con su novia de toda la vida, que le volvió a dar otra oportunidad. A veces las voces no nos alcanzan y hasta VEMOS personas. Los sueños se nos confunden y aparecen brujas, vampiros, fantasmas, personajes de las pesadillas que vienen a atacarnos y a llevarnos como ese diablo que se le aparecía a este chico. Yo no sé qué significa todo eso, pero lo que sí sé es que nuestra mente nos pide que le dediquemos tiempo para sanar. Si estas cosas te han pasado o te están pasado, pues no hay que asustarse, ni seguir alimentando la película, hay que pedir ayuda, porque la mente no cura sola.

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Mamá y papá Hoy llamé a mi mamá para preguntarle cómo estaba, si le había salido ese trabajo al que postuló, si estaba mejor de su gripe. Ella me preguntó cómo estaba yo, hablamos un rato de nosotras y le conté que una amiga en común se estaba separando. Chismeamos de los chicos y le corté porque el tren llegó y tenía que subir con Paulina, mi hija, que se había quedado dormida en el cochecito. Reconciliarme conmigo ayudó a que me reconciliara con mamá. Hoy tenemos una relación linda, esa que siempre quisimos tener, pero que se convirtió en una pesadilla. Ella tiene su versión y yo la mía de esa época, éramos como dos extrañas que se amaban, monologando en la misma obra de teatro pero sin escucharse, sin verse, solo viviendo para reclamarse, para reprocharse, para herirse. Jamás creí que sería libre de la voz de mi mamá. Ella me pedía que dejara de fantasear con ella, que dejara de poner en su boca palabras que no había dicho; me reclamaba que yo siempre malinterpretaba sus consejos, pero era en vano porque yo había fabricado a mi propia mamá, una mezcla de la real con una bruja mala. Sentía que mi mamá era mi veneno y mi antídoto, sentía que la odiaba, pero a la vez la necesitaba todo el tiempo, necesitaba consultarle todo, saber su opinión, aunque la mayoría de las veces no le hacía caso. La voz de mi madre era ley, ley que yo desobedecía por rebelde, pero era ley, ley que me pesaba no cumplir, y viajé por muchos países con tal de perder esa voz, de dejar de oírla en mi cabeza, pero me acompañaba a todos lados. No hay lugar donde se puede escapar de tus fantasmas. Por

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eso la solución no es correr para escapar, sino bucear dentro de nosotros. Dicen que la anorexia y la bulimia tienen que ver con una relación insana con la madre, con esa mujer que nos cuidó, nos alimentó, nos protegió cuando éramos niños, esa mujer que se quedó muchas noches sin dormir por calmar nuestro llanto, bajar nuestras fiebres. La mujer que se supone más nos ama y daría la vida por nosotros. Esto se pide de una madre, que sea una leona capaz de matar por sus hijos, que nada en su vida sea más importante que sus crías. Una madre, se supone, tiene una paciencia especial, sus palabras son las exactas, las que pueden aliviar nuestros dolores del alma, una madre sabe cuándo nos pasa algo malo, adivina nuestros sentimientos y pensamientos, se supone que sabe callar, que sabe abrazar, que sabe amar y sin pedir nada a cambio. Parece que hablo de una semidiosa en vez de una simple mujer, pero así somos en la sociedad, exigentes con ese rol tan primordial. Si solo el acto de parir nos convirtiera en buenas madres, el mundo sería otro diferente al que es. Cada madre es distinta de la otra, nos une el hecho de estar a cargo de otras personitas que nos miran como si supiéramos todo y que, después de poco tiempo, nos miran como si ellos supieran todo y nosotras nada. Pero la madre también te puede matar, te puede hundir, te puede herir, te puede hacer daño. Esa mujer que no tiene la menor idea de cómo ser una buena mamá puede hacerte mal intentando hacerte bien, puede malentender cuál es su función y casi casi que ahogarte con cuidados, sobreprotegerte hasta hacer de ti un inútil, esa madre tan poderosa puede convertirte en un ser temeroso e inseguro. Esa madre puede

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estar celosa de ti, de que le quitaste el protagonismo de su vida, de que le quitaste libertad, de que te llevas su juventud, tu despegue es su aterrizaje. Esa madre, la misma que te ama y cuida, te puede querer vender al mejor postor porque no te aguanta más. Hay madres nocivas, pero no quiere decir que la mayoría carezca de amor por sus hijos. Al contrario, solo son mujeres con problemas todavía no solucionados en sus vidas y nadie puede ser lo que no es. Hay madres muy permisivas, que a todo te dicen que sí, que creen que poner un límite y decir que no es no querer. Hay madres castrantes, que dicen que todo lo que haces está mal y que ellas saben mejor que tú lo que es bueno para ti, lo que debe hacerse. Está la madre que sueña con que te conviertas en lo que ella no pudo. Hay la que está más ocupada en conseguir otro marido o en el gimnasio que en ti. Está la que te abandona y también la que te absorbe tanto que no te deja ni respirar. La adicta, la que está enferma, y por su enfermedad no puede ocuparse de ti. La que tiene anorexia o bulimia, la que sigue siendo infantil, la madre soltera que trabaja todo el día y te deja con alguien más. La madre autoritaria, demasiado anticuada y conservadora, y la mamá demasiado liberal. Así podríamos llenar decenas de hojas enumerando «malas mamás». Esa mujer a la que tanto necesitamos, puede sin querer arruinar nuestro amor propio, nuestro desarrollo e identidad. Pero la vida es así, nadie tiene la madre perfecta, nadie sabe cómo es ser una buena mamá, porque no se trata de fórmulas ni libros, sino de la aventura de vivir día a día criando seres que también tienen lo suyo, sus dificultades y necesidades especiales. Además, la madre no es la misma con un hijo que

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con el otro. En el tiempo de diferencia en que cada hijo nació la madre puede haber cambiado para mejor o peor. Tampoco se trata nada más que de la madre. También hay un hombre en todo esto, el papá, que a su vez juega un papel fundamental en la buena o mala salud mental de la familia. Muchos papás no saben que sus cuidados, su amor, sus límites y ejemplo son imprescindibles en el desarrollo de sus hijos, creen que la labor de educar y criar es exclusiva de la madre y del colegio. El padre puede vivir en la misma casa con los hijos y pecar de ausente porque se la pasa trabajando o de joda. El padre puede pecar de violento, de inmoral, de gastador, de inmaduro, de mujeriego, de papanatas: la lista también es interminable, como interminable es la lista de padres y madres llenos de compromiso, salud y virtudes para ejercer su rol de educadores. En la clínica pocos hablaban del padre, porque la mayoría tenía una relación superficial con él y recién avanzado el tratamiento se daba cuenta de cuánto dolor les generaba la ausencia del papá o sus malas acciones. Para mí, el padre te enseña a sobrevivir en el mundo cruel, te conecta con el trabajo, con el lado guerrero y competitivo que debemos tener para salir a jugar los partidos profesionales de la vida. El padre es esa parte social, ese instinto de supervivencia, ese pilar fuerte que te para firme en la vida, el padre te enseña a valerte por ti mismo, a defenderte, a ser independiente. Y si no está el padre, pues debería haber alguien que ocupe y se ocupe de ese rol. Tampoco se trata solo del padre y de la madre: hay abuelos, primos, tíos, padrinos, padrastros y madrastras. Hago esta mención porque el daño puede venir de cualquiera de nuestro entorno familiar, no solo de nuestros padres. El daño

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puede venir de afuera, de los compañeros del colegio que nos hostigan porque tenemos muchas pecas, o somos muy bajos, muy altos, muy gordos, muy flacos, muy pobres, muy ricos o muy feos. De la vida misma que trae cambios inesperados, una muerte, un divorcio, una separación, situaciones que no podemos manejar, que nos generan mucha angustia, estrés, y no sabemos cómo enfrentarlos y procesarlos. La anorexia y bulimia pueden llegar por muchas razones, incluso razones biológicas, porque algunos estudios han dado como resultado que ciertos pacientes con anorexia y bulimia tienen desequilibrio en varias sustancias químicas del cerebro o predisposición hereditaria, ya que sus padres son adictos o también tienen la patología alimentaria. Pero volvamos a la madre. Nos preguntamos: ¿Por qué ella no nos cuidó? ¿Por qué no vio a tiempo lo que nos pasaba? ¿Por qué no hizo algo más contundente para ayudarnos? ¿Por qué no nos obligó a entrar en rehabilitación? Tal vez la madre hizo grandes intentos para ayudarnos, pero nosotros no queríamos saber nada con su ayuda. Cuando tenemos anorexia y bulimia nos sentimos huérfanos, somos niños sin orientación, sin una guía interior y ese sentimiento lo vivimos como real, sea o no nuestra realidad. Vivimos en la orfandad y buscamos que nuestros padres se hagan cargo de nosotros. Y si no lo hacen, nos es casi imposible salir de la postura del rencor y el reclamo, de culparlos por su infinita lista de errores y malas acciones. Pensamos de alguna manera que «deben pagar, deben ser castigados, porque si yo soy lo que soy es porque ellos no me pudieron ayudar ni proteger». Es un reclamo legítimo. En terapia trabajas mucho con ese sentimiento de orfandad, empiezas a sentirlo plenamente, lo

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gritas, lo lloras, lo vomitas, sientes tanto odio y dolor que crees que vas a explotar. Pareces un niño haciendo una rabieta, puede durar meses estar en esa posición donde quieres que alguien lama tus heridas, porque eres el pobre niño abandonado, la víctima. Y tienes tus razones. Algunos daños vivirán en ti para siempre, pero necesitas trabajarlos, transformarlos y, si no lo haces, te llenarás de veneno, te marchitarás como una flor. Seguro no te importará, porque estás muy cansado de pelear, de luchar, y justamente por eso es que necesitas hacer un cambio, dejar de pelear solo, ponerte en manos de personas que sepan cómo contenerte. ¿Qué otra opción tienes? ¿Seguir en lo mismo? ¿Por cuánto tiempo? ¿A quién perjudicas? ¿A tus padres? ¿Al mundo? ¿A él, a ella? No, solo te perjudica a ti. Hay un momento en la vida en que tenemos que dejar de ser huérfanos, convertirnos en adultos que se hacen responsables de sus acciones y las consecuencias de ellas, sentir que somos capaces de cuidar de nosotros mismos, que somos nuestra propia madre y padre, nuestro propio guía, y por eso podemos ser capaces de ser los padres y madres de otros seres. Toma una foto tuya de niño, una que te haga enternecer, en la que te guste verte, con tu disfraz de superhéroe o de princesa, con tu gorro de cumpleaños frente a la torta de chocolate, con tus hermanitos y padres en la playa, la foto que sea, en la que te veas adorable, alguna foto que te produzca risa o una emoción calientita en el corazón. Mírate en esa foto. Ese niño tan feliz y despreocupado, ¿se perdió? ¿Dónde está ese niño? ¿Sigues siendo tú? ¿Cuándo ese niño dejó de ser feliz? ¿Quién lo cuidará? Estar sano significa poder cuidar de ese niño. Imagina a ese niño en el fondo de tu

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corazón, viviendo ahí en una cuevita oscura esperando a ser rescatado, imagínate caminando hasta allí, recorriendo esa larga ruta que va desde afuera hasta el fondo de tu corazón. Tú, el adulto imperfecto, debes encontrarte con ese niño cara a cara y prometerle que te harás cargo de él, que no será más un huérfano porque eres su padre y su madre. La terapia te ayuda a madurar, a hacerte responsable de tus actos y a dejar de responsabilizar a los demás de tus decisiones. Por más que duela, debes tomar el timón de tu vida, solo eso hace el cambio, mamá y papá jamás cambiarán. En todo caso, no depende de ti, todos podemos cambiar, pero siempre y cuando haya una decisión personal. No podemos rezar, ni pedir ni exigir que el otro cambie, que el otro haga o deje de hacer, hay que pedir que seamos capaces de encontrar la manera de cerrar nuestra compuerta para que deje de afectarnos, hay que pedir que podamos reconocer qué estamos haciendo para alimentar y mantener esa relación o vínculo enfermo, porque se baila de a dos, y en toda relación hay un ida y vuelta, una dinámica creada por ambas partes. Modificando una se modifica la relación, así que debemos ver qué podemos modificar en nosotros mismos, no para cambiar al otro, sino para mejorar nosotros. Dejar de culpar al resto es una consecuencia de madurar y de sanar. Nuestro trabajo consiste en VER lo que somos de verdad, con nuestros defectos y virtudes, concentrarnos, conectarnos con nuestras emociones, porque vivimos desconectados del cuerpo y el corazón, manejados por la mente cotorra. El fin es recoger todos los pedazos y volvernos un ser integrado. No podemos cambiar el pasado, pero sí trabajar sobre él, sentir lo que no nos permitimos sentir en ese

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momento, ver otros enfoques que al principio no pudimos ver, analizar, reflexionar, reconocer errores propios y ajenos, recomponer, curar, entender, perdonar, perdonarse, aprender una nueva forma de vivir, darse una nueva oportunidad y vaciar para volver a llenar. La madre que tenemos es la que hay y no podemos negarla. Hacerlo es como negarnos nosotros mismos. Mi propuesta es aceptar y reconciliar, pero mi experiencia es que eso llega después de un proceso intenso de purgación y purificación, y para mí el espacio de hacerlo fue la clínica de rehabilitación. Supongo que cada uno encuentra su propio lugar que le funcione y que se adecúe a su momento de vida.

La pareja correcta Cuando uno está enfermo no elige lo mejor para sí y la pareja es otra de nuestras elecciones fallidas. Puede que no sea una mala persona, pero no nos hace felices, puede que sea literalmente un desastre o que sí sea la persona correcta y la relación sobreviva a todo, a la enfermedad, a la rehabilitación y a la nueva vida en salud. He conocido de esos casos, pero no son la mayoría. Casi todas las parejas armadas durante la enfermedad no sobreviven a la rehabilitación y mucho menos a la nueva vida en salud, porque la persona enferma cambia, y tal vez eso que antes unía a los amantes desaparece con la nueva situación. Una pareja te puede ayudar a salir adelante o te puede hundir. Cuando tienes una enfermedad psicológica, la mente se debilita, nos dejamos influenciar mucho por los que tenemos al lado, sobre todo por la pareja, a la que solemos escuchar y

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en la que solemos creer. Lo más probable es que no sepamos poner límites claros y permitamos muchas cosas que no deseamos. Y si la pareja no te quiere bien, puede utilizar esta incapacidad y debilidad tuya para manipularte y hacer contigo lo que le dé la gana. Nos da miedo quedarnos solos y perder al ser amado, de modo que aceptamos situaciones que van contra nuestros propios valores y creencias, perdonamos maltratos y hasta justificamos al otro, con tal de seguir contando con esa persona. No es solo culpa de la pareja: él o ella avanzan hasta donde nosotros les permitimos avanzar. Es principalmente nuestra culpa, pero no lo entendemos ni vemos así porque no buscamos conscientemente esa situación, no nos hemos metido en eso a propósito, no hemos elegido a ese hombre o mujer sabiendo que nos iban a maltratar, llegamos a esa situación porque no hemos adquirido en nuestras vidas las herramientas para hacernos valer, para saber poner límites, para defendernos y no permitir que nos pisen. Y si no podemos solas, tampoco sabemos cómo pedir ayuda, ni a quién ni a dónde. A veces hemos pedido ayuda, pero la gente cercana, en vez de darnos una mano, nos han dado la espalda. Conocí en la clínica a una mujer con treinta y tres años de casada. Él le pegaba mucho y ella escapó varias veces a casa de sus padres y su hermana, pero siempre la obligaban a regresar con él. Estaba atrapada entre su marido y su familia, y sentía que no tenía más opción. Entró en la clínica por bulimia y allí entendió que merecía otra vida, que sus padres estaban equivocados y que su marido no tenía derecho a pegarle. En la clínica conoció a otras mujeres, otras formas de pensar. Esto fue fundamental, porque durante casi los treinta

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y tres años con él su círculo social se reducía a su casa, no tenía amigas, ni amigos, él la celaba de todos, no podía ni siquiera usar perfume, porque eso levantaba sus sospechas. Ella era un objeto, no una persona. Con la terapia poco a poco fue notando todo eso y fue agarrando la fuerza para liberarse. Lo más duro del proceso fue asumir su papel activo y dejar de verse como una víctima. Eso cuesta cuando han sido tantos años de maltrato. Las parejas se eligen, ya sea por algo consciente o inconsciente que está jugando dentro de nosotros. Yo tuve una pareja que fue la peor experiencia de mi vida, y lo justificaba porque le habían pasado cosas trágicas, pero luego entendí que, más allá de su biografía, estaba «poseído por espíritus» oscuros y bajos como la cocaína y el alcohol, y yo no consumía ninguna de esas dos cosas. Pero él no solo era un adicto, sino que era malo, y no sabía querer, yo creo que lo busqué para destruirme, porque era la única manera de entender que necesitaba ayuda. Es difícil llegar al fondo cuando tienes trabajo, dinero y una familia que te ama a pesar de todas tus locuras. Eso me pasaba a mí, siempre pendiendo de un hilo, caminando en la cornisa hasta que lo conocí y terminó de empujarme al precipicio. Hoy le agradezco en el alma, porque fue ese empujón que necesitaba para darme cuenta de que mi vida no estaba bien. Una pareja es positiva para ti y suma en tu vida cuando quiere tu bienestar real, cuando te apoya en las cosas que quieres, cuando te estima y te respeta. La pareja es un ser libre que decide compartir su vida a tu lado. Siendo libre, decide compartir. No es tu dueño, no eres su dueño, y tu eres un ser libre que decide compartir tu

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vida al lado de esa persona. La relación es una eterna negociación donde a veces le toca a uno ganar y otras veces perder, donde a veces te toca renunciar y a veces le toca renunciar al otro. Es un trabajo diario de comunicación y amor, porque van hacia el mismo lado. Es fácil hablar, más fácil escribir, es fácil pensarlo, entenderlo, pero es el ejercicio lo que nos hace real la vivencia y nos enfrenta a las verdaderas dificultades, nos enfrenta a nosotros mismos.

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Capítulo 2 La enfermedad del miedo

Pobrecita de mí Hay dos aspectos que son propios de la anorexia y bulimia: la inmadurez emocional y la negatividad. Anorexia y bulimia es tener miedo a la vida, a crecer, a evolucionar. No quieres que las cosas cambien porque en el fondo no quieres dejar de ser una niña. Crecer significa hacerte responsable de la vida, tomar decisiones, demostrar resultados, realizarte, y todo eso te da miedo. ¿Y si no eres capaz de estar a la altura de las expectativas de los demás? Todos esos pensamientos, para la mayoría de los enfermos, no son conscientes, pero se expresan en la necesidad de que tu cuerpo se mantenga igual, como una foto, cuerpo perfecto, sin cambios. Eso significa un profundo temor a la vida. Quieres vivir pero la vida te da miedo, porque la vida es incierta, te engorda, te adelgaza, te afea, te mancha, te pone hermosa, la vida te quita y te da afectos, dinero, roles. Vivir de verdad es comprometerte, hacerte responsable de que solo tú construyes tu realidad, dejar de echarle la culpa a tu historia, a tu familia, a los horrores que te hayan pasado y decidirte a ver otras caras de la vida. Vivir plenamente significa soltar el pasado y dejar de obsesionarte con el futuro. Quedarte sufriendo te

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enferma. Mata el alma. Hay que soltar y crecer, avanzar. Pero no es fácil, uno quiere una indemnización por todo el daño, no nos enfermamos por puro gusto, sino porque unos hijos de... nos hicieron mucho daño. ¿Quién entonces nos va a defender? ¿Quién se va a hacer cargo de ese daño? ¿Quién nos va a salvar? La respuesta es nadie. Por más que los que te dañaron quieran repararlo, el daño está hecho y solo tú lo puedes recomponer. No hay indemnización, lo que hay es oro, piedras preciosas y riqueza esperándote si tú mismo, con ayuda, te reparas. Si logras vencer la enfermedad, sales fortalecido, sintiéndote capaz de superar cualquier cosa. Si los que te dañaron recapacitan y te piden perdón, el andar se vuelve más fácil. Si quieren acompañarte en tu camino de recuperación, vas a hacer todo más rápido. Si además crees en Dios, aceleras hasta volar. Mientras más ayuda tengas de tu familia, amigos y círculo social, mejor, pero si estás más solo que un hongo, no importa, no sigas echando culpas, busca ayuda profesional y cuando empieces a repararte, un mundo lleno de verdaderas amistades surgirá para ti. Una amiga me preguntaba si siempre hay un culpable, y si las personas que enferman tienen en mente al culpable de su enfermedad. Yo diría que sí. Un suceso muy traumático, como una violación puede desencadenar la enfermedad y por supuesto que la persona lo sabe y tiene esa o esas escenas repitiéndose una y otra vez en su mente. Siempre hay responsables, aunque en algunos casos no sea un daño que se haga queriendo. Empecé este libro diciendo que los trastornos de alimentación tienen más de una causa. Una de esas causas es la propia estructura de la personalidad, pero esa fragilidad o debilidad que ciertas personas tenemos para caer en estos trastornos se desarrolla en determi-

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nados entornos. Una familia disfuncional suele ser la causa más común del problema. Y allí no hay culpables, sino que todos son de alguna manera víctimas. ¿Qué es una familia disfuncional? Es una familia donde por distintas razones las cosas funcionan mal: por ejemplo familias donde se producen constantemente conflictos, abusos físicos o psicológicos de uno o más de los miembros hacia los otros, malas conductas, problemas de adicciones, problemas mentales no curados ni tratados, lo que hace que el resto de la familia deba adaptarse a todo eso para seguir viviendo. Generalmente los niños crecen en estas familias creyendo que todos esos comportamientos son «normales». Por supuesto que hay grados y hay familias más disfuncionales que otras. Y no hablo de que sean malas personas, sino, como ya dije, por distintas razones de su vida e historia, funcionan mal. Esta misma amiga me preguntó si cabe la posibilidad de que una persona con la patología se invente el daño. La verdad no lo sé, pero creo que alguien que se inventa daños ya tiene algo que le funciona mal. La inmadurez emocional es una consecuencia clara de la anorexia y bulimia. Te has quedado emocionalmente en la infancia o adolescencia y no sales del «pobrecita de mí». Pero hay otro síntoma que nos acompaña a todos, el SNC, síndrome de negatividad confirmada. Tu mente, como en una calesita, da vueltas sobre pensamientos negativos que te atormentan y generan más pensamientos negativos: no puedo, no sirvo, no soy y nunca lo seré. Tienes tanta negatividad que te envuelve la desesperanza, no aceptas lo positivo, no crees en los cambios para mejor, no te tienes confianza, ni confianza en la vida, escuchas lo malo que dicen sobre ti, pero no lo bueno, estás pendiente de la gente que no te quiere y ni registras a la que sí te

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aprecia de verdad. Es muy difícil salirte de ese círculo porque se alimenta de sí mismo y cada vez estás más negativo. Ese no eres tú, es también un síntoma de la enfermedad. Por más que tratas no puedes decirle a esas voces que se callen, pero cuando has fortalecido tu identidad y te quieres un poquito, logras plantarte en tu lugar y decirles ¡BASTA!

No puedo olvidarme del helado que me comí ayer «Hoy no quiero desayunar. Ayer en la noche me comí un helado enorme y voy a engordar, no puedo comer ni un dulce en un mes». Así seguimos pensando en ese helado durante todo el día y nos cuesta almorzar y comer porque ese helado sigue dando vueltas en nuestra mente y nos pesa, el helado o las papas o lo que sea que comiste te perturba. Lo que realmente está pasando es que con ese pensamiento obsesivo al que no puedes dejar ir estás tapando otras cosas, las cosas importantes por las cuales no puedes sentirte satisfecho. Tienes demasiado en qué pensar, muchos temas pendientes para solucionar en tu vida, muchos problemas sin resolver y tú te enfrascas en pensar en el helado: esa es la enfermedad. En el tratamiento te dicen que debes correr a un lado ese pensamiento para que aparezca lo que realmente tapas. Si dejas de pensar en la comida o en el cuerpo, emergerá la verdad, cargada seguramente de angustia, miedo y dolor, esos sentimientos son los que quieres tapar, los que inconscientemente prefieres evitar sentir. Hacer esto de dejar de lado esos pensamientos, de correr el foco, no es nada fácil, es casi imposible para algunos. Recuerdo la primera vez que pude hacerlo. Yo estaba en el colectivo, venía de una comida en casa de mi amiga Vero, era su cumpleaños y nos

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juntamos a comer empanadas y postres que le hizo su mamá. El postre ya me pareció demasiado y me enganché con eso. Terminó la reunión y caminé por la noche oscura hasta tomar el colectivo. Seguía pensando en el postre cuando subí. Había gente, Buenos Aires siempre tiene gente dando vueltas en la calle, me senté junto a la ventana y venía pensando en lo que me engordaría por culpa de ese postre de manzana. De pronto tuve un fuerte impulso y me dije a mí misma: «BASTA». Fue una orden contundente, que me sorprendió. Me dije: «BASTA, deja de lado el postre de manzana, déjalo tranquilo y pregúntate qué te está pasando realmente». Yo llevaba poco más de un año en el tratamiento, ya había podido experimentar la gloria de no pensar por un rato en el cuerpo, ya había podido comer dulces y comida «prohibida» sin sentir culpa. Entonces, ¿por qué hoy estaba enganchada con el postre de manzana? ¿Por qué? Me juré no pensar en el postre, ni en mi panza. «Piensa en otras cosas», me obligaba a mí misma, y sucedió, tras meses de tratamiento, sucedió, y de pronto empecé a sentir mucha tristeza por no estar actuando, pena por estar lejos de mi país y de mi familia, rabia por estar enferma, ganas de actuar, de volver a ser libre, sentí culpa por todos los errores cometidos, deseos de enamorarme, empecé a llorar, lloraba amargamente porque no me gustaba mi vida y el postre de manzana no tenía la culpa de eso. Cuando llegué a casa, el postrecito bendito se me había olvidado por completo, estaban esperándome mis abuelos y los abracé fuerte, y ellos a mí. Me preguntaron cómo me había ido y en ese momento comprendí que había tenido una noche maravillosa, quería que fuera mañana para contarle a las chicas del grupo que había podido desengancharme de la comida, del cuerpo y que había logrado sola volver al equilibrio,

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sin vomitar, sin purgas, sin depresiones, sin culpas. Con gran satisfacción les contesté a mis abuelos que había sido una gran noche y con paz en el alma, pero consciente del largo camino que me quedaba por delante, me acosté a dormir. Esa fue una de mis primeras victorias, de esas que te alientan a seguir adelante. No eran muchas victorias en ese tiempo, ni seguidas, todo era una cuesta arriba, pero esta batalla ganada fue como un baño reparador, como un trago de agua bien fría en medio de tanta sed. Estaba experimentando en carne propia que eso de pensar que se engorda cuando se come es un juego de la mente y no una verdad absoluta como yo lo vivenciaba antes. Para mí comer era engordar, no había otra ecuación en mi mente. Poder palpar que la vida era otra cosa fue una estrella fugaz en el negro túnel que transitaba por aquellas épocas. Hace poco me fui a tomar un cafecito con una chica con la que compartí el tratamiento. No nos veíamos hace como tres años pero conversábamos de nuestras cosas como si fuéramos íntimas, y es que el haber pasado juntas por la experiencia de la clínica nos unió mucho. Después de ponernos al día llegó la gran pregunta: ¿Cómo estábamos respecto a la enfermedad? Ella me confesó que aun habiendo salido de la clínica con el alta médica todavía tenía momentos en que se enroscaba con el cuerpo y la comida, momentos en los que se sentía horrible y temía engordar, y creía que era poco talentosa. Yo me reí y le dije que también me pasaba a mí, y que a veces esos momentos podían durar días. Pero ¿qué hacíamos al respecto? Con alivio descubrimos la una de la otra, que no hacíamos nada negativo, ninguna había regresado a los hábitos destructivos de la enfermedad. Estábamos lo suficientemente sanas como para buscar

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las verdaderas causas de nuestros problemas y enfrentarnos a encontrar las soluciones.

Prefiero morirme a subir un solo gramo Eso fue lo que le dije a la psiquiatra en una de nuestras primeras entrevistas. «Doctora, prefiero morirme a subir un solo gramo». Ella me miró como si nada, estaba acostumbrada a ese tipo de comentarios. Escribió en su cuadernito unas notas y luego me hizo una receta para comprarme una medicación. Yo estaba en pleno síntoma de la enfermedad como quien ve la erupción del que tiene sarampión. Estaba negativa y circular, es decir, pensando solo en mi cuerpo y la comida. Llegó un momento en que mi mente no pensaba más que en eso. Mis recuerdos son borrosos porque no vivía con todos mis sentidos concentrados, sino más bien vivía distraída de la realidad, fabricando mi propia realidad, como los niños, que hablan solos y juegan con sus personajes imaginarios. Recién dije que la anorexia y la bulimia detienen nuestro crecimiento: somos como niños o adolescentes que buscamos aprobación, que si no somos el centro, nos volvemos locos, que competimos con todo el mundo, que deseamos la vida de otros, que queremos que papá y mamá o el novio o la esposa nos cuide como niños. Somos el niño que no quiere comer, entonces todos estamos alrededor de él suplicándole que coma, que está mal, pero él o ella no pueden hablar. Sean cuales fuesen tus heridas, callaste en vez de mostrar tus emociones, en vez de llorar, de gritar, de asumir tus emociones, tu ira, tu angustia, tu envidia, tu tristeza, lo que sea, las callaste y te enfermaste. Pero callarlas no significa que

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hayan desaparecido: todo lo que callas cobra vida en la oscuridad de la noche y son como los cucos que te atormentan. La doctora después de entregarme la receta me preguntó muy tranquila: ¿Quieres curarte? Sí, dije yo. Entonces déjanos ayudarte a mejorar. ¿Quieres ser libre, feliz, famosa, productiva, amada? Sí, dije yo. ¿Puedes serlo con anorexia y bulimia? No, dije yo. Entonces cállate la boca y déjanos ayudarte a mejorar. Mi mente se resistía mucho, no paraba de generar pensamientos que me llenaban de miedos: vas a estar gorda, nadie te va a querer, estás horrible, este tratamiento no sirve, etcétera. La mente no eres tú, es solo un instrumento tuyo y si la fuerzas tanto puede reventar. Mariela, una chica de veintitrés años con anorexia, no tenía otros problemas mentales como psicosis o esquizofrenia. Era normal, pero su enfermedad había tomado todos sus pensamientos, pues cada pensamiento de ella era irreal. Un día la vi atravesando la puerta de perfil porque creía que no pasaba. Sus ojos realmente la hacían percibirse como más ancha que una puerta. Mariela se recuperó, vive y tiene dos hijos, es divorciada y puso un negocio de ropa. Pudo volver. Porque el cuerpo y la mente son muy generosos. ¡Qué lindo sería tronar los dedos y ya estar curados! Hacerlo rápido, sin dolor. Lamento decirte que no hay magia, que si quieres el oro, la felicidad y el éxito, debes desandar tus pasos día por día hasta llegar a esa niña o ese niño que quedó abandonado por ti mismo y está esperado para que lo salves y lo integres a tu vida. Debes decidir que curarte es la prioridad, lo más importante, que todo lo demás se puede acomodar, pero curarte es la columna vertebral, la misión, tu tarea. Si pones el resto de cosas primero, entonces no sirve, porque un día vas al tratamiento y el

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otro día no, porque tenías que estudiar para el examen o lo que sea. Si curarte no es tu prioridad, no sirve. Curarte debe ser más importante que pagar el alquiler de la casa: sí, así como lo oyes, así de extremo. Porque has perdido la salud y NADIE ni NADA te la va a regresar si es que no vas tú mismo. Sin salud no puedes estudiar, ni trabajar ni amar. La familia o los que estén alrededor de ti deberán ayudarte, pero no es para siempre. Hay un regreso, podrás conseguir otro trabajo, tus hijos podrán verte y luego disfrutarte al regresar, los que te aman de verdad te esperarán. No temas por la profesión, siempre hay caminos de regresar a ella y mejor aún si regresas curado, con todo tu potencial. No hay excusas, hay que atreverse a tomar la decisión. Hay tratamientos que te piden tiempo total, hay otros que se acomodan a tus tiempos, puedes encontrar variedad según tu vida, pero así encuentres un buen tratamiento que te permita seguir con tus estudios o trabajo, lo que debe cambiar en tu mente es el lugar en que pones la recuperación: esto debe ser lo principal en tu agenda, algo cotidiano, un día a día. Si necesitas un trasplante de corazón porque de eso depende tú vida, no te operas tú mismo. Así seas doctor, te pones en manos de especialistas. Acá es lo mismo: tu vida peligra y no puedes curarte solo así sepas mucho de la enfermedad, así seas psicólogo o hayas visto a tu hermana, tu madre o amiga sufrir de eso. Si estás enfermo, debes buscar ayuda profesional para transitar ese camino.

No me quiero curar Te entiendo. Yo tampoco quería curarme, por eso estuve diez años con anorexia y bulimia. Querer curarse es muy difícil.

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La enfermedad se instala y te tiene como atrapado, una ya sabe vivir así, ya se acostumbró, hasta hay un cierto gustito, es nuestra identidad. Es raro hablar de la anorexia o bulimia como algo que te ha secuestrado, como una presencia ajena a ti, que te posee. Pero es que la sientes así, un mal que se te ha metido en el cuerpo. Aprendí que la anorexia y bulimia son como la fiebre, están dentro de nosotros y aparecen para avisarnos que algo anda mal con nuestro cuerpo psíquico y anímico, con nuestra esencia. Curarse implica desordenar todo, dejar de estudiar, de trabajar, de estar con los hijos, dejar la rutina y además gastar plata. «¿Quién me va a mantener?». «No quiero ser una carga». «No puedo darme el lujo de dejar de trabajar». Curarse significa cambiar todo y eso es casi imposible, es demasiado pedirnos. «¿Y si me engordo? ¿Si dejo el control de mi cuerpo a otro? ¿Si me obligan a comer? No, prefiero dejar las cosas como están, yo me las arreglo así, más o menos la cosa funciona. Por último, no estoy tan mal». Para algunos que tienen la enfermedad ya muy extrema, las cosas no funcionan, porque su cuerpo ya no camina, su mente se ha desenchufado, hay los que rayan en la locura, pero para los que no están en esa franja tan extrema, los que están con un pie adentro de la enfermedad y el otro afuera y pueden todavía manejarla, para ellos la cosa no se ve tan mal. Por ahora. ¿Qué es estar con un pie adentro y el otro afuera? Es hacer tu vida «normal», dieta, gimnasio, insatisfacción, trabajar, estudiar, salir con tu novio, sentir vergüenza de que te vean en bikini porque estás muy gorda, hacer dieta, tomar algo para bajar de peso, salir a correr para gastar las calorías, creer que todo te sale mal porque no eres buena y nunca lo serás,

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creer que nadie te va a amar, creer que no vales, que no sirves, que no eres suficiente, odiar tu cuerpo, querer bajar de peso para gustarte más, pero sigues tu vida «normal». ¿Qué es tener la enfermedad extrema? Llegar a un estado de dejadez en que tu cuerpo, tu casa, tus ámbitos dejan de estar lindos, limpios, cuidados. Me acuerdo una vez que me habían invitado a modelar en un evento. Acepté porque me pagaban bien, pero yo no soy modelo de pasarela y me ponía muy nerviosa tener que caminar derecha y sonriente a la vista de todos. Pensé que mi cuerpo no estaba en su mejor momento, debía adelgazar si es que quería causar una buena impresión. Y como el desfile era en diez días, eché mano de algo que no había hecho nunca antes: tomar unos diuréticos muy fuertes que me habían recomendado. En el transcurso de esos días además de los diuréticos, que me seguían pareciendo insuficientes, dejé de comer, si comía vomitaba, y sin darme cuenta descuidé otros aspectos de mí, estaba tan concentrada en bajar de peso que olvidé bañarme. Yo no puedo salir a la calle sin bañarme, soy muy limpia, pero se ve que mi atención desmedida al peso había cancelado mis demás necesidades. Antes del desfile, yo tenía que grabar un corto para la Universidad de Lima, me habían contratado como actriz los alumnos de último año de Comunicaciones para su trabajo final. Recuerdo haber llegado a la universidad muy mareada y me caí en pleno patio cuando estaba caminando hacia el área de grabación. Lo siguiente que recuerdo es estar acostada en la enfermería de la universidad. Me pedían un número de alguien a quien llamar, yo trataba de levantarme pero no podía, me dormía y despertaba reiteradas veces. Hasta que les di el número de mi tía Carmen, que vivía cerca de la

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universidad. Mi tía es la hermana de mi mamá, es mi madrina y también mi hada madrina. Ella fue la que descubrió mi bulimia, cuando yo tenía diecinueve años. Lo supo porque vio una entrevista a Lady Di que hablaba de su problema de bulimia y empezó a atar cabos. Lady Di describía sus síntomas y entonces mi tía se dijo: «Todo eso hace mi sobrina» y llamó a mi mamá para contárselo. La cosa es que aquel día ya todos sabían de mi enfermedad, pero no había mucho que hacer por mí, porque me resistía a recibir ayuda de mi familia y solo asistía a una psiquiatra que no me daba mayores resultados. Mi tía fue a buscarme y me llevó a su casa. Tenía mucha fiebre y dolor. Cuando llegó mi mamá me llevaron a la clínica americana y el doctor me internó inmediatamente. Estaba deshidratada y con una infección al estómago bastante severa. Me salvé de modelar en el desfile, pero tampoco pude cumplirles a los chicos de la universidad con el corto y jamás los busqué para disculparme. Tampoco pude seguir con la serie de documentales sobre el Perú que estaba filmando para PromPerú. Estuve diez o quince días en la clínica. De todo esto lo más preocupante vino después. La enfermera que me había atendido en la universidad era casualmente amiga de mi mami y la llamó para decirle que al atenderme yo olía mal, estaba sucia y descuidada. «¿¿¿Qué??? Es mentira, mamá», me defendí. Pero ¿acaso era mentira? Podía ser perfectamente cierto, yo no pensaba en nada más que bajar de peso. La enfermera no mentía y eso me dolió. Salí de la clínica y empecé a sentirme bien otra vez. Fue solo un susto. Yo me dije a mí misma, nunca más, pero después de un par de meses volví a lo mismo, no de manera tan extrema. Sin embargo, mi vida era una bomba de tiempo, podía volver a pasarme otra vez algo igual, y pasó.

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La enfermedad no se cura sola, avanza como todo en la vida. Nace dentro de ti, crece y se desarrolla dentro de ti y si no la curas muere contigo o te lleva a la muerte. Algunos dicen que jamás se cura, que uno se rehabilita. Está bien, no tiene importancia, la cosa es poder vivir en salud. Hace ocho años que no tengo síntomas, que como con normalidad y me siento sana, me cuido, me mimo. Pero si tuvieran razón y la enfermedad siguiera dentro de mí, pues la respuesta es que ya no me hace daño, es mi amiga. Me recuerda mis puntos débiles. Durante el tratamiento aprendí a conocerme y a reconocer cuando estoy caminando en aguas pantanosas. Por ejemplo, si empiezo a verme gorda, o a querer pesarme o a estar pendiente del cuerpo y la comida, allí digo ALTO, me pregunto qué cosas me están pasando que estoy escondiendo con el tema del cuerpo, y les juro que, cuando descubro lo que me está haciendo sentir mal, desaparecen mis ganas de pesarme y me dejo de mirar al espejo, es automático, mi foco de atención pasa al verdadero problema. No te quieres curar porque siempre hay una parte de uno que piensa que todavía tiene el control, que no estamos tan mal, hasta que tocas fondo. Si estás tocando fondo, alégrate, porque es el momento perfecto para empezar un tratamiento. Cuando se toca fondo es que ya jugaste todas las cartas y no te queda nada. No hay dónde ir, ya no hay más puertas salvadoras, ni con dinero ni trabajo ni un nuevo novio, arreglas el desastre que armaste. Cada persona tiene su fondo. Recuerdo que el fondo de una amiga de la clínica, Sara, por ponerle un nombre, fue endeudarse por cinco mil dólares, una suma muy grande para su familia que venía de clase baja. Llamaron del banco a decir que si no pagaban las deudas de la tarjeta

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de crédito, les embargarían. La familia no sabía nada de la compulsión de su hija por comprar ropa y zapatos, muchos de los cuales ni sacaba de la bolsa. Mi amiga sufría de bulimia, y como las bulímicas somos compulsivas, solemos tener una o más adicciones además del problema con la comida. La de mi amiga era comprar para llenar su vacío. La familia ya intuía su problema de alimentación, pero era demasiado trabajoso encargarse de eso, así que buscaban poner parches, llevarla a un nutricionista, gimnasio, psicólogo, que estudie mucho, se distraiga, tenga trabajo, novio, etcétera, a ver si así la niña se curaba de su locura de adelgazar. Pero cuando llegó esa deuda, no podían parchar más, les habían tocado el bolsillo, realmente era más grave de lo que pensaban, así que había que enfrentar el problema desde su raíz y Sara entró a la clínica de rehabilitación. Sara tocó su fondo. No era la primera vez que ella estaba en una clínica, pero era la primera vez que lo hacía por voluntad propia y esa diferencia es la que separa el éxito del fracaso de una rehabilitación. El fondo de un amigo de la clínica, nombrémoslo Juan, fue la cárcel. Juan trabajaba como guardia de seguridad en una discoteca. Era muy fornido y rudo, tenía bulimia y se la pasaba purgándose con ejercicios en el gimnasio. Es decir, en vez de sacarse la comida vomitando o usando laxantes, la «gastaba» quemando calorías con el ejercicio. Su otra forma de desfogar la frustración era la violencia, trataba muy mal a los chicos que querían colarse en la entrada de la discoteca. Un día hubo un altercado con un muchacho borracho y Juan lo golpeó hasta casi matarlo. Lo despidieron del trabajo, fue denunciado penalmente y tuvo que pagar una reparación civil. Fue una suerte que el chico que golpeó se recuperara.

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Después de eso, Juan no pudo seguir negando su bulimia. Su familia dejó de apoyarlo, se quedó sin trabajo y estaba asustado por la magnitud de su violencia. Juan tocó su fondo y entró a la clínica por voluntad propia. Cuando se tiene treinta años no te pueden obligar. O haces algo por tu propia vida o te quedas echándole la culpa a los demás de tus problemas y haciendo de tu existencia una lucha pesada y triste de sobrellevar. No importa cuál sea tu fondo, la cosa es que puedes despertar antes de tocarlo, no esperar a que las cosas lleguen demasiado lejos. Sola o solo no vas a poder, pero nadie está tan solo. Todos tenemos al menos una persona en quien confiar. Una amiga me dijo algo que me pareció exacto, correctísimo: «Al igual que el aguijón de una abeja o la espina de una rosa duele al penetrar y duele al sacarse, el TCA (trastorno de conducta alimentaria) duele al formarse y produce dolor al irse. Y que la recuperación se produce cuando el dolor de mantener el trastorno es mayor que dejarlo ir». Suena a fatalidad, pareciera que solo vas a curarte cuando ya estés en la lona. No es así si eres joven y la enfermedad recién te toca, pues entonces puedes tener más claridad para ver que estás metiéndote en un camino que quizá no tenga boleto de retorno.

«Quiero un cuerpo perfecto» Los cuerpos perfectos no existen, pero sí los cuerpos atractivos, saludables, bellos, expresivos, sensuales, armónicos, espigados, voluptuosos, luminosos, provocativos, rígidos, con miles de formas, porque cada cuerpo es único. Querer tener un cuerpo perfecto

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es un gasto de energía sin sentido, una búsqueda frenética que no tiene resultados. Podemos mantener nuestro cuerpo bello si lo cuidamos comiendo bien, haciendo ejercicios, durmiendo lo suficiente, mimándolo. Los anoréxicos y bulímicos no se cuidan, no comen bien ni duermen lo suficiente y su actividad física es extremista: o no hacen nada de ejercicios o hacen demasiado. Buscando ser flacos y bellos se afean porque las consecuencias físicas de la bulimia y anorexia son penosas. En la bulimia se demoran más en notarse porque no siempre las personas con esta enfermedad bajan de peso, pero tarde o temprano el cuerpo pasa factura. El círculo es agotador: se come mucho y luego no se come nada, uno se purga produciéndose vómitos o sobreejercitándose. El ácido inflama los órganos, los dientes se llenan de caries, la piel, el pelo, las uñas, todo cambia de color. Se te ve enferma, ojerosa, y ni qué hablar del estado de ánimo entre violento, frustrado y triste. Los anoréxicos bajan tanto de peso que su fragilidad los aleja del mundo, como los globos de helio que suben ligeros, son intocables, lejanos, inspiran curiosidad, tal vez pena, lastima, rechazo. Pero tanto anoréxicos como bulímicos se sienten admirados, especiales, y de alguna manera lo son, porque están enfermos, no son normales. Recuerdo un caso que me conmovió. Vero llegó a la clínica con ambos brazos llenos de moretones muy feos. Se había puesto un polo de tiritas y constantemente se hacía un moño en el pelo, lo que la obligaba a levantar sus brazos y dejar expuestos sus horribles moretones. Si le preguntaban por ellos, ella respondía casi divertida que se había golpeado y contaba una historia rara sobre el incidente. Era evidente que ella quería mostrar sus golpes, pues en caso contrario

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se hubiera cubierto los brazos. Yo presentía que estaba feliz de ser el centro de atención, lo disfrutaba. Los moretones le duraron más de una semana, pero a los dos días a nadie le importaban más, nos habíamos acostumbrado a verlos. Después de unos meses confesó que su esposo la golpeaba. Le pregunté por qué no lo dijo antes y la terapeuta nos recordó las veces que había mostrado sin pudor los moretones en su cuerpo. Ella contaba historias divertidas sobre sus supuestas «caídas», pero realmente al mostrar sus golpes estaba pidiendo ayuda. Los anoréxicos y bulímicos son contradictorios, no comunican un mensaje claro. Buscando un cuerpo perfecto, te conviertes en un perfecto enfermo. ¿Qué es un cuerpo perfecto? ¿Cómo lo defines? ¿Aquel que funciona bien? ¿El que es fuerte? ¿El que es flexible? ¿El que es armónico? Para una anoréxica y bulímica un cuerpo perfecto sería aquel que no tiene un gramo de grasa, ni celulitis, ni estrías, ni varices, ni manchas. El que no se infla al comer, el que no se hincha con la humedad, el que no suda, no huele mal, no se arruga, es el que siempre está igual, con la panza plana, con los muslos firmes, con los huesos a la vista. No existe un cuerpo así. Tal vez en una foto, pero esos cuerpos fotografiados son productos artísticos que imitan la realidad, están manipulados por procesos técnicos como el Photoshop. Un cuerpo perfecto es para los anoréxicos y bulímicos un número en la balanza, es siempre una talla menos, una meta que se está cerca de alcanzar pero que no se alcanza, es una obsesión mortal. La belleza es una actitud. Yo misma de jovencita tenía un cuerpo muy lindo, todos me lo decían, incluso después del estreno de una película en la que hice un desnudo, la gente

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me paraba en la calle para decirme que les gustaría tener un cuerpo como el mío. Pero yo estaba con anorexia y bulimia y odiaba mi cuerpo, no lo podía disfrutar. Yo era alta y delgada, pero me veía gorda e imperfecta. La enfermedad no se trata de tu cuerpo real. Si eres gorda, flaca, linda o fea, la enfermedad se trata de la percepción que tienes de ti misma, está en tu cabeza y siempre te vas a ver mal. Para poder madurar hay necesariamente que aceptarse tal como uno es físicamente, hay que reconciliarse con sus formas, con lo que Dios no dio a cada uno por naturaleza. Si no hay esa aceptación, la madurez no se puede llevar a cabo con totalidad. Entonces vas creciendo en edad, pero no acompañas este crecimiento físico con el emocional ni el espiritual. Te quedas como un niño atrapado en cuerpo de grande, dependiendo de la aceptación del resto, sin ser dueño real de ti, sin autoconocimiento. Los cuerpos no son obras de arte que admirar, son portadores de almas, portadores de las capacidades más admirables, templos llenos de misterios, un universo que todavía no podemos conquistar ni dominar. Nuestros cuerpos somos nosotros y nuestra existencia no se limita a ser bellos ni agradables, nuestra existencia encierra una misión, una aventura, que mucha gente se pierde de vivir por miedo a descubrir lo que son en realidad. Me quedo sorprendida lo que muchas personas pueden hacer con su cuerpo, como los deportistas, las bailarinas, las gimnastas, los malabaristas, los contorsionistas, los cantantes, que usan su cuerpo como herramienta de trabajo, mientras algunos otros usamos nuestro cuerpo como herramienta de autodestrucción.

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Como actriz se supone que yo también debía tener un gran manejo de mi cuerpo y emociones, pero no era así. A pesar de haber estudiado y entrenado en muchos talleres, acumulaba teoría que me era difícil llevar a la práctica. Por ejemplo, durante años repetí antes de cada función los ejercicios de relajación que hacíamos al empezar cada clase del taller de Roberto Ángeles, pero jamás había entendido la necesidad suprema de tener un cuerpo relajado para actuar. Me relajaba durante los ejercicios para volver a tensarme inmediatamente después de terminarlos y subía al escenario hecha un manojo de nervios, pendiente del resultado. Mis miedos e inseguridades impedían mi trabajo, mi mente ponía trabas a todos los avances que hacía y no me dejaban entregarme para experimentar. Pude comprobar la diferencia de actitud cuando cursaba la carrera de cine. Empecé con los mismos temores pero me di cuenta y cambié, trabajé en mi seguridad y pude tomar riesgos, divertirme, aceptar fallar. Estaba con el ojo puesto en el cine, en el arte y no en mí. Los anoréxicos y bulímicos tienen el foco puesto en la delgadez, no aprecian nada más. No valoran la fuerza, el equilibrio la flexibilidad, la armonía. Para ellas y ellos lo único importante es estar flacos. La anorexia y la bulimia no discriminan a sus víctimas ni por edad, raza, género, ni condición social. El único ingrediente indispensable para que una persona caiga en la enfermedad es que tenga muy baja autoestima. Una persona con baja autoestima, con dificultades para enfrentar los conflictos afectivos, con el estrés o que atraviesa situaciones de abuso sexual o bullying (acoso escolar) es un candidato perfecto para enfermarse de una patología de alimentación.

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¿Puedo curarme sin cambiar mi vida? Si tuvieras el pie roto, ¿correrías la maratón? No, ¿verdad? Si tuvieras rota la cadera, ¿te vas a bailar con tus amigos? No, ¿verdad? No puedes, físicamente es imposible. Lo mismo sucede en lo psicológico. ¿Un alcohólico puede tomarse un trago en una reunión? No debería, ¿no? Cuando las enfermedades son de naturaleza psicológica no le damos la importancia debida. A pesar de estar enfermos con algo tan grave como la anorexia y bulimia, queremos seguir con normalidad nuestra vida, como si nada pasara. Estamos acostumbrados a no priorizar nuestra salud, lo vemos en algo tan simple y cotidiano como cuando tenemos una caries: en vez de correr al dentista, nos llenamos de analgésicos hasta que el dolor es tan intenso que no lo paramos con nada. Entonces vamos y capaz que hasta perdemos el diente. Hay bulímicas y anoréxicas que tienen carreras importantes y muy exitosas, hombres y mujeres con dinero y fama o buena posición pero sus vidas son tan atormentadas que no pueden disfrutar de ninguno de sus logros, ni profesionales, ni familiares. No es vida para vivir. Una parte de ti no quiere curarse, te habla todo el tiempo convenciéndote de que las cosas están bajo control, de que los problemas que tienes no se deben a la enfermedad. Entonces, ¿a qué se deben? ¿A que eres una perdedora, gorda y fea y poco talentosa? Eso piensas y eso quieres creer. ¿A que no mereces la felicidad? Cuando uno tiene anorexia y bulimia, muchos de los pensamientos, por no decir la mayoría, son irracionales, están contaminados por la enfermedad, por la negatividad, por la baja autoestima. No se puede confiar

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ciegamente en lo que uno piensa y hasta en lo que uno ve, porque siempre vamos a vernos peores de lo que estamos. En una enfermedad mental no existe la lógica, no podemos guiarnos por ella. Lo que sentimos tampoco es parámetro para medir la realidad, porque son sentimientos producidos por pensamientos irracionales. Por ejemplo, si creo que todos me deben querer y a todos debo gustar y me encuentro con alguien que no me quiere nada, no le gusto ni tiene el más mínimo interés en mí, entonces me voy a sentir desgraciada, voy a pensar que algo estoy haciendo mal, porque mi creencia es que todos deben quererme, a todos debo gustar. Es horrible vivir en la anorexia y bulimia porque la realidad se nos escapa y eso nos angustia. Es como vivir dentro del agua, vemos todo deformado. Pero no eres una víctima de los demás ni todo te pasa porque algo en ti está mal, como si fueras una hoja llevada por el viento. Eres una persona y tienes voluntad. Tienes poder de decisión: todos los seres humanos somos capaces de decidir y de aprender a decidir, a elegir lo mejor para nosotros. Tomar decisiones es algo que se aprende y se desarrolla. Cuando mi mamá se enteró de mi enfermedad, me llevó con varios doctores que le explicaron los síntomas. Empezó a seguirme como una sombra y se quedaba afuera del baño para escuchar lo que yo hacía. Varias veces me atrapó vomitando y muy molesta empezaba con su discurso que terminaba en llanto. Mi madre me suplicaba que diera más de mí, que pusiera voluntad, que dejara de vomitar, le desesperaba ver cómo yo no me esforzaba en cambiar. Yo le juraba que intentaba hacerlo, pero que no se trataba de fuerza de voluntad, que era más poderoso que yo.

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Y sigo pensando lo mismo, no se le puede pedir a un enfermo solitario que tenga fuerza de voluntad. Es muy difícil pelear contra una enfermedad cuando ni siquiera puedes aceptarla ante mí mismo o los demás. Te sientes avergonzado de tenerla, escondes o disfrazas los síntomas para que nadie se entere, tu voluntad está ocupada y concentrada en mantener esa vida secreta. ¿Entonces cómo puedes usarla para sanar? La fuerza de voluntad está encerrada bajo siete llaves y no le conviene a nuestro lado enfermo que salga libre. Pero cuando el paciente empieza el tratamiento y está contenido por un grupo y por doctores, entonces la fuerza de voluntad sale de su encierro y de a pocos empieza acrecer y a hacerse cargo. Cuando el paciente DECIDE curarse y es una decisión total, no parcial, es decir que lo decide cueste lo que cueste, la voluntad sale llena de espinaca y Popeye es un debilucho a nuestro lado. Lo que más alababan de mí los doctores y el grupo de autoayuda era mi fuerza de voluntad: yo no dejaba de intentarlo, caía y volvía a levantarme, y aunque a veces me costaba días volver a la carga, lo hacía igual. Era increíble verme así, cuando mi mayor problema antes de entrar a la clínica era no tener fuerza voluntad. La fuerza de voluntad no es privilegio de unos pocos, existe en todos los humanos y hay que desarrollarla.

Tengo que curarme por mis hijos, por mis padres, por los niños que sufren hambre en África La culpa no es una motivación suficiente para curarse. Sentir culpa porque tus seres queridos sufren al verte así no basta. Incluso si eres madre, el enorme amor a tu hijo y la culpa que

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sientes de saber que les haces daño, no te lleva al cambio. ¿Por qué? Porque el cambio no es mágico, no es rápido, no es un impulso de un día, necesita más que el sentimiento de culpa, el cambio es algo profundo que requiere tiempo y constancia. En la clínica había varias mamás con bulimia y anorexia. Estaba Luli, de veintiocho años y mamá de dos lindas niñas, de seis y tres años. La de seis era la encargada de cuidar que Luli no comiera de más. Esta niña tenía la llave del candado del refrigerador y solo lo abría a las horas en que debían preparar las comidas. La pequeña se hacía cargo, porque su papá, el marido de Luli, viajaba mucho por trabajo y no podía dejar de trabajar porque él era el único sustento de la casa. El resto de la familia de Luli vivía a mil quinientos kilómetros, así que la niña de seis años asumió esa responsabilidad y el resto lo tomó con naturalidad. Pero Luli se sentía culpable. Una vez en la madrugada, cuando quería comer, desordenó todo el cuarto de sus hijas buscando la llave, las niñas se despertaron, se asustaron y le suplicaron a su mamá que se tranquilizara. Luli sentía mucha culpa por no poder controlar sus impulsos y hacer esos dramas delante de sus hijas tan chiquitas, pero era más fuerte que ella, como si una fuerza demoniaca la poseyera y perdiera la cabeza, aunque algo de conciencia le quedaba, porque prefirió poner el cuarto de cabeza a salir dejando a sus dos menores hijas solas en la casa. La niña de seis años era preciosa. Siempre iba a la clínica y no podíamos entender cómo Luli no mejoraba teniendo esos dos angelitos que la adoraban y la seguían en todo. «Luli, entra en razón —le decíamos—, hazlo por tus hijas, por tu marido, por tu linda familia». Pero Luli no podía: tenía los dos brazos llenos de tatuajes que cubrían las marcas de sus

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varios intentos de suicidio. Había estado en la cárcel, por pocos días, por querer atentar contra la vida de un tío que la violaba. Luli tenía otra patología asociada: era borderline, un trastorno de personalidad fronteriza. Un borderline vive en un continuo vértigo emocional, experimentando estados anímicos totalmente inestables, que les generan mucho estrés y dolor emocional. Necesitan una medicación especial. En la clínica la tenían muy medicada y su hija de seis años también era la celadora de la llave donde se guardaba su medicación. Le daba a la madre tres pastillas diarias y nada más. Ser borderline es muy difícil de tatar, pero se puede. Luli mejoró, tardó bastante, pero mejoró. La ayuda de su familia fue importante. Consistió en motivarla a no dejar el tratamiento y su medicación. Luli fue abriéndose, fue mostrando su interior, que es lo que más cuesta. A Luli le costó como dos o tres años, no recuerdo bien, hablar de lo que sentía. Todo lo que decía durante esos años de no abrirse era cuánto le molestaba su cuerpo y su peso. No podíamos sacarla de esos temas ni de la culpa que tenía por ser así y hacerle daño a sus hijas. Y mientras más la hacíamos sentir culpable, más se cerraba. Eso de manipularla con la culpa no era el método para Luli. A Luli había que quererla, tratarla como a una niña y hacerla sentir en confianza. El grupo entendió este papel y lo asumió. Los terapeutas eran menos tolerantes con ella, debía de ser así, pues aunque la contenían no podían ser permisivos. Todo lo contrario, la tenían controladísima, no se dejaban conmover por sus llantos ni sus agresiones. Luli mejoró, y hasta hubo un tiempo en donde no hubo necesidad de candados ni para la refrigeradora ni para las medicinas, pero tuvo sus recaídas y por fin la familia, que

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también hizo su proceso, entendió que la pequeña no podía seguir llevando sobre sus hombros la responsabilidad del tratamiento de su mamá, y que no era solo Luli la que debía hacer el esfuerzo. Así que fue la madre de Luli quien dejó su casa para mudarse junto a su hija y nietas, y encargarse de las llaves y de la comida. Eso fue un gran acierto, porque, a pesar de que Luli discutía mucho con su mamá, sentía alivio de dejar a su hija fuera de esto y también empezó a ponerle límites y a recuperar su autoridad como mamá. Los roles por fin se ordenaron. Su esposo también tuvo que adecuarse al tratamiento de Luli, dejó el trabajo y buscó otro en el que no tuviera que viajar. Fueron muchos cambios que trajeron complicaciones, pero sirvieron. Luli se culpaba de que todos tuvieran que rearmar sus vidas, porque ella no era capaz de curarse, pero ese reclamo no mejoraba nada; al contrario, le sacaba energías para curarse. Su esposo, sus hijas y su madre la amaban. Cuando ella por fin se permitió recibir todo ese amor, cuando aceptó ser cuidada, empezó a abrir su corazón. Luli estuvo casi diez años en la clínica, ahora es cosmetóloga, es una buena madre, y sigue con su marido y sus hijas. Me enteré por Facebook de que tiene otro más, un varoncito. Su mirada es la de una mujer viva. Me río sola al ver su foto, porque sigue teniendo todos esos tatuajes y ahora también se hizo piercings y tiene un arete en la lengua. Ella es así, su esencia jamás cambiará, sus tatuajes cubrirán siempre sus intentos de abandonar este mundo, pero ella vive ahora su presente, y es ella con toda su historia y su hoy lo que la hace tan atractiva, tan sí misma. Me gusta pensar que todos somos como un mar, a veces transparente, otras veces turbio, calmo o tormentoso, el mar que inspira poemas o que trae muerte

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en sus tormentas, somos todo lo lindo y todo lo feo. Luli también es ese mar, siempre lo fue, pero la diferencia es que hoy está sana, no dije que es perfecta o que su vida sea perfecta, dije sana, con problemas y tristezas, como todos, pero haciéndose cargo de ellos sin esconderse detrás de la comida. Recuerdo que mi mamá siempre me decía que cuando vomitara pensara en todos los pobres de África que se morían de hambre. ¡No era justo que ellos no tuvieran que comer y yo anduviera vomitando las abundancias! Yo le hice caso y cada vez que vomitaba pensaba en los pobres para ver si eso me inhibía y dejaba de vomitar, pero nada. ¡Pobres pobres de África!, pensaba yo y seguía vomitando. Aquí el punto es que no puedes curarte por nadie. Ese discurso no funciona. Tienes que curarte por ti, porque eres un ser vivo y eso te da pleno derecho a merecer ser feliz, porque la única manera de poder estar bien con el otro es estar bien contigo mismo. Tienes que curarte porque, si estás enfermo, esa es tu misión, tu meta, tu deber en la vida: curarte. Para curarte hay que fortalecer el espíritu, cambiar el color negro de los pensamientos, sentirnos diferentes, levantar la autoestima, para eso hay muchos caminos, elige alguno, pero muévete, el movimiento genera más movimiento.

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Capítulo 3 La rehabilitación

La ayuda no me está funcionando Curarte es un camino sin fórmulas que no tienes más salida que transitar. Yo probé por años muchas terapias que no me funcionaron hasta que llegué a Aluba, que es donde hice con éxito la mayor parte de mi rehabilitación y me curé. Pero sé que hay gente que se va de Aluba porque no la cura. Todos los tratamientos no sirven para todas las personas y hay que buscar el tratamiento que mejor vaya con nosotros. Sin embargo, tengo algunos consejos para encontrar la ayuda adecuada. Todo tratamiento es beneficioso si realmente estás enfocado en curarte. No sirve contarle a un psicólogo tus problemas una vez por semana y seguir con tus hábitos destructivos al salir de allí. La anorexia y la bulimia deben ser tratadas por un grupo de especialistas, algo integral que trabaje en conjunto porque son hábitos muy arraigados en uno y cambiar conductas adictivas es difícil. El tratamiento en el que me curé contaba con un psicólogo, un psiquiatra, una médica clínica y el grupo de autoayuda. No había nutricionista, porque la enfermedad no radica en saber comer bien. Hay muchos anoréxicos que son nutricionistas, cocineros o expertos en comida. El uso negativo

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que le damos a la información es lo peligroso. Como nuestra mente todavía está buscando agarrarse de la enfermedad, puede ser contraproducente saber demasiado sobre nutrición. Aprender a comer es un paso posterior que debe usarse cuando el paciente esté listo para no mal usar esos conocimientos. El grupo de autoayuda es realmente importante, porque nos encontramos con gente igual a nosotros, que padece de lo mismo. Dejamos de ser islas para convertirnos en un grupo. Este grupo es terriblemente crítico, las personas que lo integran no te dejan mentirte ni mentir, por el famoso refrán «entre gitanos no nos leemos las manos», y a la vez te abrazan tanto que puedes pasar días llorando sin que nadie piense mal y sin que dejen de abrazarte, porque todos allí necesitan llorar. El grupo de autoayuda te da fuerzas, porque hay chicas que ya están más avanzadas en la rehabilitación y te dicen cómo atravesar ciertas situaciones, te alientan para que no mires la balanza, para que dejes de pesarte, de controlar tu comida. Y te dan la oportunidad de ayudar al otro. Somos como islas, mirando solo nuestro ombligo, incapaces de salir de nuestro propio dolor para pensar o sentir el dolor ajeno. Y entonces por un momento dejamos de pensar en nosotras, realmente escuchamos cuando una del grupo habla y nuestra cabeza empieza a buscar las palabras adecuadas para dar aliento a otro ser sufriendo. Nos volvemos útiles, buenos, comprensivos, más tolerantes. El grupo trasforma. Hay personas muy cerradas que uno cree que es casi imposible llegar a ellas. Pero si algo puede abrir sus corazones sin duda es un grupo. Un grupo te puede enfermar y un grupo te puede curar. El poder del grupo es enorme. Es una gran herramienta para tener éxito en tu curación. El tratamiento a elegir debe tener

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terapia grupal o proponerle a la doctora o doctor especialista que arme una, pero a ella no puede entrar cualquiera. Para mí, eso de mezclar todo tipo de adicciones en un grupo es una ensalada rusa por la que yo también pasé y no me funcionó. No soy psicóloga, no puedo afirmar que un grupo de autoayuda integrado por distintas patologías o adicciones no sirva, solo digo que yo tuve esa experiencia y que fue más efectivo estar en un grupo donde todos sufríamos de lo mismo. No voy a mentir y a decir que recuperarse es fácil, pero tampoco puedo decir que es difícil. Es una aventura que significará para cada persona algo diferente. Lo que sí te puedo decir es que empezar el tratamiento es la gran batalla, es la guerra personal donde uno se juega la vida. Hay que ser guerreros. Tal vez tú no te veas como un guerrero, pero lo eres. Todos los seres humanos tienen la capacidad de pelear, tienen dentro de sí la violencia y la fuerza necesarias para defenderse, para sobrevivir, esas capacidades natas deben desarrollarse. Si quieres lograr tus sueños, debes primero conquistar al soñador, debes recuperarte, recuperar tu esencia. La preparación: Debes prepararte para enfrentar la gran batalla. Acudir a Dios o a los maestros en los que creas. Acudir a la gente amiga, leer libros que estimulen y desarrollen tu vida interior, tu espiritualidad. Tu cuerpo y tu mente están enfermos, pero tu esencia no lo está. La esencia nunca enferma, porque es perfecta y te está esperando para ayudarte. La esencia del ser es eso que todos compartimos, como un aliento de vida, es vida pura, es amor puro, no discrimina, no piensa, solo existe y es. Tu esencia juega a tu favor para luchar la gran guerra contra tu enfermedad.

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¿Cuál es la guerra? La guerra no es pelear, la guerra es rendirse, dejar de pelear, aceptar, dejarse llevar, confiar. Allí empezamos a recuperarnos. Esa es la gran misión tan difícil: soltar, dejarse llevar, dejarse guiar, aceptar los límites que te ponen en el tratamiento, soltar el control. Nadie quiere negociar eso, nos queremos curar a nuestra manera, queremos seguir haciendo lo que venimos haciendo. Curarse significa hacer cosas diferentes, porque como venimos manejándonos no nos ha funcionado, y si quieres estar flaca ser feliz o ser aceptada, no lo vas a conseguir haciendo lo mismo que hasta ahora. Uno se resiste, los profesionales, los médicos nos piden que aceptemos sus reglas, que comamos esto, que tomemos tal medicación y uno se niega. Queremos decidir nuestra propia vida cuando hemos demostrado que no podemos. Tercos, queremos seguir equivocándonos. Para curarnos hay que seguir instrucciones y callarnos la boca, al menos durante la primera parte de la batalla. Debes dejarte entrenar por un maestro y no creer que puedes solo. Hay que entregarse.

¡Me quiero curar ya! Ahora sí que te quieres curar. Estás harta de estar enferma y ya tocaste tu fondo. Te internaron en la clínica y te llevaste un gran susto, y entonces te metes en un tratamiento esperando ver mejorías y resultados, pero, en vez de eso, ¡empeoras! Suele pasar. ¿Nunca escuchaste esa frase que dice que el remedio es peor que la enfermedad? Has andado en un camino oscuro mucho tiempo y para salir tienes que seguir caminando por ese camino oscuro hasta

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encontrar la puerta de salida. No es algo que ocurre de golpe, no se dice: «Me quiero curar» y mágicamente uno se cura. Existen los milagros, eso sí, yo no me meto con Dios, ni me atrevo a desafiar su poder. Cuenta la historia que Jesús, en nombre de Dios, puso la mano sobre la oreja del sordo y lo hizo escuchar, pero Dios toca de maneras distintas, deja que te caigas para que puedas encontrar por ti mismo la fuerza de levantarte. A mí su voz me llegó a través de señales, tú llámalas como quieras. Son señales que la vida te da para que reflexiones sobre cómo vas dirigiéndote. La primera señal ocurrió un domingo en la tarde. Estaba viendo tele con mi novio y pasaron una entrevista a una querida amiga mía, actriz, que estaba triunfando en Buenos Aires y desde el fondo de mi corazón me escuché pensar: «¿Qué hago acá?». Con este hombre que no me valora, sin trabajar de lo mío, yo debería estar triunfando como mi amiga, ese era mi sueño. La voz fue tan poderosa que no pude taparla con nada, ni pude justificarme ante mí misma. La segunda señal fue un martes al mediodía. Yo estaba en la parte de atrás de un auto y de pronto me vi por el espejo retrovisor y escuché preguntarme: «¿Quién soy? Esa que veo no soy yo». Me asusté de mí misma. Me iba a una fiesta en la noche en la playa. En el auto me acompañaban personas que no eran amigas mías, pero pretendían serlo. Estaban de joda mientras la gente común trabajaba, yo también estaba de joda y también pretendía ser amiga de ellos y entonces verme en el espejo me horrorizó. Cada vez tenía menos dudas: estaba en el lugar equivocado, viviendo una vida que no quería. Y le pedí a Dios, con quien no hablaba hacía tiempo, que me diera la claridad y la fuerza para alejarme de aquello y vivir la vida que sí quería vivir.

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Pide y se te concederá, dice Jesús, y me lo concedió. Curarte es un camino lleno de altas y bajas. Al principio está cargado de oscuridad, una más negra que en la que estabas. Al menos eso es lo que sientes, porque durante la enfermedad caminamos en sombras sin saber que estamos en sombras, caminamos por la oscuridad de manera inconsciente, tal vez con la fantasía de que ese agujero negro nos trague y paremos de sufrir. Vemos la muerte como una salvación, pero no nos atrevemos a actuar, ni para vivir, ni para morir: dejamos que la vida decida. No hacer nada para vivir también es elegir la muerte. Cuando entramos en un programa de rehabilitación de pronto la oscuridad en la que vivimos nos asusta. Empezamos a tomar conciencia de que estamos mal y de que hay mucho trabajo que hacer y nos agarra miedo y queremos escapar. Queremos encontrar las soluciones de golpe, iluminarnos, pero la luz todavía no aparece y entonces abandonamos la búsqueda de la salida porque creemos que no llegará nunca. Hay que perseverar. Tarde o temprano hay que abrir las heridas para desinfectarlas y curarlas. Esos momentos son de gran sufrimiento, pero son necesarios, y si estás contenido por un grupo y por tus amigos y familiares, se te hace más llevadero. Las máscaras caen, ya no sabes quién eres y no tienes respuestas para nada. No quieres ver a nadie, estás desnudo y vulnerable, allí te das cuenta de los verdaderos afectos, los que te aman por lo que eres y nada más. Tal vez tú no sepas quién eres, pero la gente que te quiere de verdad lo sabe. Y a pesar de que estás en un mal momento y ya no seas la graciosa del grupo, ni la linda, ni la perfecta

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ni puedan contar contigo, te siguen queriendo, porque conocen tu esencia, tu corazón, lo que vales. Cuando avanzas en la terapia, la cosa se pone peor, todas nuestras cosas negativas y tristezas salen a la luz y lloras lo que no lloraste en años. Te presentan a una parte de ti misma que por años has negado, a una parte enferma, insegura, débil, que no quieres conocer. Pero para que el proceso de integración de todas tus partes se ponga en marcha hay que comer ordenadamente. Las personas con anorexia y bulimia tapamos las emociones con la comida, dejamos de comer, nos atragantamos de comida, compensamos (es decir, si hoy comimos, mañana no; si hoy almorzamos, ya no cenamos) o nos purgamos, ya sea con ejercicios o purgantes. Estas son las cuatro formas de tapar nuestras emociones, pero para poder sentirlas y ver un avance de curación hay que dejar de hacerlas y estar ordenados con la comida. No basta con terapia psicológica: hay que detener los actos destructivos, porque si seguimos manejándonos mal, es decir, dejando de comer, o teniendo atracones, o conductas compensatorias o purgativas, vamos a seguir tapando las emociones, evadiendo nuestros temores y temas a solucionar. Por eso es tan importante que se tomen medidas contundentes respecto a la conducta. Como es obvio que el enfermo no tiene la voluntad ni la capacidad de ordenarse, debe someterse a un tratamiento que lo ordene. Debe dejarle la responsabilidad de sus comidas a otros, al menos por un tiempo, para que así, al no poder evadirnos por la vía acostumbrada, la pus del alma empiece a salir y empecemos a sanar. Cuando empiezas a comer todo se pone aún peor, porque la pus sale y lloras y lloras, pero a la vez te vas descargando y

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una bocanada de aire limpio te sorprende: la puerta de salida existe, la acabas de sentir y debes ir por más. Recuerdo la primera vez que me dieron de postre un flan. Yo recién tenía un par de semanas en el tratamiento y les dije muy resuelta que el flan no me gustaba, que me dieran otra cosa. Ellos me dijeron que debía comer el flan así no me gustara. «¿Qué parte de “no me gusta el flan” no entienden?», pensé, y seguí diciéndoles que no lo comería. Estuve sentada frente al flan desde la una hasta las cuatro de la tarde sin comerlo y me advirtieron que mañana seguiría allí si no lo comía y pasado mañana y toda la semana. Empecé a comer cucharada tras cucharada mientras las lágrimas se me caían, mis compañeras me animaban, me hablaban de otras cosas, me pedían que les contara del Perú y yo les contaba sin parar de llorar. Lloraba porque ese flan me iba a engordar, porque no quería comerlo y me obligaban. ¿A qué otras cosas me vería obligada?, pensaba aterrada. Pero los chicos del grupo trataban de que me diera cuenta del estado en el que me había puesto solo por tener que comer un vasito de flan. Cuando lo terminé me abrazaron y yo seguía llorando con una mezcla de rabia, malestar y ¿felicidad? Comer o no un flan no es algo tan importante: se come y punto. Pero para mí fue una tortura. Hasta ese momento yo me venía haciendo la superada, como que podía fácil con el tratamiento. Después de llorar amargamente cuatro horas por un flan, me di cuenta de que era así. Hay momentos en el tratamiento en que todo se ve más negro que nunca. Por ejemplo, cuando abres puertas sobre tu vida que ya creías cerradas y te consume la angustia, es parte del proceso, no te asustes, hay que vivir eso. Sin sentir todo lo

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malo que hemos evitado sentir, no hay salud, hay que sentir lo malo, hay que vivir la tristeza, hay que estar realmente mal sin escapar, y recién después de esos días de crisis, de extrema oscuridad, entonces llega la luz del sol, como un tenue amanecer, como una brisa suave, como un aire de esperanza todavía sutil y pequeño. Ya no esperas grandes cosas, te conformas solo con estar bien día a día, porque estuviste tan mal, que cada hora que te sientes mejor, agradeces cada momento de bienestar. Está bien que tengas miedo de curarte. Si estás esperando a no tenerlo, entonces jamás harás nada. Siempre se tiene miedo, hay que convivir con él. No hay que dejar que el miedo te paralice. Debes permitir que tus temores existan y aún así seguir avanzando, pedir ayuda cuando te sientas flaquear y hablar con tu miedo, escribirle, pintarlo, bailarlo, lo que necesites hacer para expresarlo y no negarlo. El miedo está allí, el miedo a engordar es intenso, siéntelo pero sigue comiendo, porque sabes que es producto de la enfermedad. Todos tenemos miedos, la gente exitosa y saludable también, miedo a parir, a casarse, a empezar un nuevo trabajo, pero igual parimos, nos casamos y aceptamos el nuevo trabajo. No debemos estar tan pendientes del resultado, el miedo se intensifica cuando vivimos en el futuro, pendientes de si vamos a lograr las metas o no. Nos cuesta estar en el presente. Los doce pasos de los alcohólicos anónimos tratan de eso: un día a la vez, no pensar en mañana, ni en la semana que viene, ir día a día, entregarse día a día y concentrarse en el hoy. Estar ocupados en nuestro presenta alivia el miedo. ¿Tienes miedo? No importa, úsalo, escucha a tu miedo, déjalo que se exprese, toma una hoja de papel y escribe todo

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lo que tus miedos te dicen. Escribe hasta tres hojas y luego detente. Solo tres hojas y ya se expresó. No te encierres en ello escrito, es solo una parte de tu vida. Ahora debes compartirlo, por eso es tan importante el grupo de autoayuda o un grupo de gente que te contenga, porque la anorexia y bulimia es circular: si uno se encierra en pensamientos negativos y circulares, hay que romperlos. Comparte tus miedos para que veas que la mayoría de ellos son producto de la imaginación, de estar pensando demasiado y haciendo poco. Escribe junto a la lista de tus miedos: «Ya los dejé hablar, de todos modos haré lo que tengo que hacer». Uno no se puede quedar paralizado por los miedos. Lograr todo esto es difícil y por eso curarse solo es casi imposible. Hay que estar en tratamiento, con profesionales que te apoyen desde todas las áreas. El tratamiento consiste en ayudarte a que estés listo para enfrentar las verdades sobre tu vida. No importa lo dolorosas que sean: enfrentar tu familia, tu pasado, tu presente y tu futuro, hacerte dueño de ti. A medida que empiezas a enfrentar tus errores, tus sentimientos, tu verdad, empiezas a curarte. Es un proceso que se va dando de a pocos. No existen fórmulas, porque para cada paciente es distinto: algunos se rehabilitan más rápido que otros y eso no está ni bien ni mal. Cada persona tiene su propio proceso, hay que aceptarlo, conocer nuestro ritmo interno y tenernos mucha paciencia, algo casi imposible para las personas con anorexia y bulimia que quieren todo YA mismo, para ayer. Además, somos tan exigentes que no admitimos errores, queremos ser los mejores, todo lo hacemos a tiempo, y a la perfección. Es parte

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del proceso de curarse, el cambiar esas ideas, porque nadie es perfecto ni hay tratamientos perfectos ni vidas perfectas. Lo perfecto no existe. Cuando se llega a un grado de perfección algo lo desestabiliza para encontrar el equilibrio, que es más importante que la perfección. La perfección es un estado que dura poco, que se encuentra a veces y por momentos, pero que no dura, porque la vida es movimiento, es conflicto, es crecimiento, maduración, experiencias, es error, es aprendizaje y todo eso significa cambio, energía que fluctúa, no algo estático como lo perfecto. Perfecta puede ser una obra de arte, una música, una pintura, un cuento, una foto, perfecta puede ser la foto de una modelo, pero jamás un ser humano real será perfecto. La foto de la modelo sí lo es, pero ella, la mujer real, no, sigue su vida, envejece, se engorda, le salen granos, se equivoca, se casa, se divorcia, tiene hijos, es feliz, es infeliz, logra el equilibrio, muere, es una vida más como la de todos. Querer la perfección es no ir a tono con la vida. Muy diferente es intentar mejorar, superarse a sí mismo cada día, buscar nuestra mejor versión de nosotros mismos, porque en esa búsqueda está superarse. En cambio, en la obsesión de ser perfectos está el miedo a no serlo y por lo tanto el miedo al fracaso, la intolerancia al error y el preferir quedarse en su lugar cómodo para que nada cambie y malogre lo que creemos que somos. Curarse es aprender a ser tolerantes con nosotros, a evitar el perfeccionismo, la exigencia desmedida que significa falta de amor propio. Curarse implica ser amoroso con uno mismo, aceptarse con nuestras virtudes y defectos, tenerse paciencia, respetarse, aprender que en la vida hay grises y no solo blancos y negros, todo o nada. Curarse significa

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aprender a vivir en la realidad, amar la realidad más allá de que a veces sea injusta o dolorosa.

¿Qué pasa cuando no hay dinero para llevar un buen tratamiento? Muchas chicas me escriben contándome que necesitan ayuda o que gente amada la necesita. Me preguntan dónde pueden ir y yo les recomiendo varios lugares, pero su respuesta es siempre la misma: «Son muy caros y no tenemos el dinero». Yo les creo. Es verdad que los centros privados son caros (y no porque sean caros ni privados son buenos, hay de todo) y son pocos los países que tienen programas gratuitos o muy accesibles, que sean efectivos, que realmente tengan el equipo interdisciplinario de profesionales necesarios para la rehabilitación. La salud mental está muy abandonada en países como nuestro Perú, en donde se sigue luchando para que todos los niños reciban sus vacunas, donde todavía hay pequeños que se mueren de desnutrición. Pero así y todo, con las limitaciones de apoyo que da el Estado, hay lugares estatales a los que acudir y cada vez hay más opciones intermedias, centros que reciben la ayuda de organismos sin fines de lucro que abaratan la cuota. Pero no quiero meterme en este momento en una problemática que no podemos controlar. Quiero poder encontrar una posible solución que tenga asidero y que sea factible de conseguir, no dije fácil. Estoy convencida de que la fuerza de querer curarse hace que el dinero aparezca. Me pasó a mí y le ha pasado a la mayoría de chicas con las que compartí tratamiento. Cuando uno realmente está listo para iniciar el camino de rehabilitación,

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la ayuda llega de los lugares menos pensados. Gran parte de las veces sucede que la familia no se ha unido, porque si realmente se uniera, podrían juntos encontrar los medios para ocuparse de su pariente enfermo. Pasa también que la paciente no quiere que se «tomen molestias» por ella, que se «sacrifiquen por su culpa», siente que no vale tanto la pena para que sus seres queridos se endeuden y tengan que hacer sacrificios. Su reacción es ponerse rebelde, agresiva y la familia se cansa de intentar ayudarla. Una forma bastante certera de pagar un buen tratamiento no es buscando el dinero en sí mismo, sino pidiendo ayuda a terceros. Si se abre el juego y se habla con la familia de manera más amplia (primos, tíos, incluso amigos cercanos), se pueden encontrar muchas formas de generar ese dinero. Cuando decidí viajar a Buenos Aires para internarme en Aluba no tenía nada. Ni mi familia ni yo contábamos con los medios económicos para hacer semejante gasto. Pero yo lo había decidido y mi mamá me apoyaba incondicionalmente. A ella no le importaba cómo lograría conseguir el dinero para ayudarme. Lo conseguiría de todas formas y las cosas se fueron dando. Un amigo mío tenía un departamento vacío en pleno centro de Buenos Aires que no podía vender por un tema de papeles y me lo prestó por dos años. No me lo alquiló, me lo prestó. Yo pagaba los servicios y lo mantenía en buen estado. Mi mamá le escribió a Gianella Neyra, una conocida actriz peruana, que en ese momento estaba trabajando en Buenos Aires, para que me recibiera en su casa mientras yo tenía las primeras entrevistas en la clínica. Y Giane no solo me abrió las puertas de su casa, donde viví cuatro meses, sino

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también de su corazón. Gianella me presentó a Leyla y Nolci, sus dos amigas que también vivían en su casa y con quienes formé una linda amistad. Leyla y Nolci se ocuparon de mí los primeros meses de tratamiento y después me apoyaron durante los años que siguió la rehabilitación. Cada miembro de mi familia aportó algo. Los que no podían dar dinero aportaban con contactos, con apoyo moral sincero y contundente, que fue crucial para que yo siguiera mi curación. Cuando en la clínica me dijeron que no podía vivir sola, que para hacer el tratamiento necesitaba que alguien se hiciera mi tutor y responsable de mí, mi mamá entró en caos. ¿Quién se iba a quedar conmigo en Buenos Aires para cuidarme? Mis hermanas tenían sus estudios y familias, mi mejor amiga acababa de ser mamá, mi papá y mi mamá estaban trabajando. Entonces fueron mis abuelos los que aceptaron la tarea y dejaron su casa en Piura para irse a vivir dos años a Buenos Aires conmigo. Solo necesitamos HABLAR, abrir el juego, gritar a los cuatro vientos que necesitamos ayuda y la ayuda empieza a aparecer, hasta un buen dato o un consejo es valiosísimo y puede abrir puertas nuevas. También se puede buscar en instituciones benéficas, como las damas diplomáticas, por decir algo. La imaginación no tiene límites. Si realmente dejas que te ayuden, vas a encontrar los medios para pagarte un buen tratamiento. El problema es que no es tan fácil hacer todo eso por nosotros mismos. Mi sugerencia es confiarte a alguien y que esa persona busque los medios. Generalmente es la madre o alguien muy cercano. Pero hay casos en los que no se puede contar con la familia. En la clínica conocí a chicas en esa situación. Sus familias estaban tan enfermas que era mejor perderlas que encontrarlas. Sus

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familias eran las responsables directas de sus males, así que con ellas no podían contar, pero encontraron a otras personas que las ayudaron como si fueran su propia sangre. No es fácil, pero se puede. Ese es el primer gran paso que debemos dar para salir, PEDIR AYUDA. PEDIR AYUDA. No lo leas por arriba, piénsalo. ¿Has pedido ayuda explícitamente? ¿Sabes cómo pedir ayuda? ¿Qué pasa con la culpa que te genera estar enferma y que todos estén buscando como locos la manera de ayudarte? ¿Qué pasa con la culpa de que te mantengan si siempre trabajaste, de que gasten fortunas en tu medicación cuando se necesita esa plata para pagar el colegio de tu hermana menor? Pues todo tiene un costo, la cosas no son mágicas, hay que trabajar por ellas y eso es parte de lo que se aprende en la rehabilitación. En vez de focalizarte en esa culpa, deberías focalizarte en dejarte ayudar y hacer que tu tratamiento penetre en ti y empiece a curarte. Deberías verlo como una inversión y no como un gasto, porque es peor cargar con la tristeza de ver a tu ser querido destruyéndose y no hacer nada, a luchar en grupo para que sane y esté mejor. Deja que los demás se ocupen. Ellos están eligiendo ayudarte, son libres de elegir sacrificarse en este momento por ti, te juro que luego la vida te da la oportunidad de devolver ese amor y esa ayuda. Dales la oportunidad de hacer algo. Pero hay que trabajar en conjunto. Ellos te pagan el tratamiento, te cuidan, te apoyan y tú debes dejar de quejarte por eso, acéptalo y esfuérzate, que significa comprometerte con el tratamiento. No es que te cures rápido, ni que no tengas recaídas, los procesos son largos, no de un par de meses sino de años, y eso deben tenerlo muy en claro las familias y los pacientes cuando se embarcan

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en este proceso. Comprometerte es que luches con todas tus fuerzas, pero no que luches por ellos, porque debes devolverle la ayuda, sino que luches por ti, porque sí vales la pena. Tu familia y amigos quieren que sanes y seas feliz, te necesitan, te valoran. Luchar con todas tus fuerzas puede ser simplemente ir a tu tratamiento, día a día, por más que sea duro. Mientras más convencido de curarte estés, más gente te va a querer ayudar, porque la lucha conmueve y tiene recompensa. El mejor tratamiento del mundo no sirve si no hay un mínimo de colaboración tuya. Por eso necesitas animarte a hacerlo. A medida que pase el tiempo, dejarás de luchar y empezarás a entregarte. Allí sabrás que ya estás en el camino de regreso a casa en el camino de tu buena salud. Solo doctores especializados pueden hacerse cargo de tu curación. Ni tu familia, ni amigos están preparados psicológicamente para eso. Ellos no tienen los conocimientos necesarios, y además están involucrados sentimentalmente contigo. También necesitan ayuda para saber cómo poder soportar tus recaídas y crisis. Por eso es que su tarea no consiste en sanarte sino en acompañarte, supervisados por los especialistas.

Y si me curo, ¿no me va a importar mi cuerpo? Al contrario. Si te curas, vas a cuidar tu cuerpo realmente, lo vas a amar. Porque es a través de tu cuerpo que te relacionas con la vida, que abrazas, que amas, que lloras, que ríes, que bailas, que haces el amor, que cargas a tu hijo, que acaricias a los seres queridos. Y vas a querer un cuerpo lindo y saludable, y por eso te vas a cuidar con las comidas y vas a hacer actividad física, y vas a ir al doctor a hacerte los controles y vas

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a ponerte linda cuando tengas un evento importante y vas a tirar esa ropa que ya no te queda para comprarte una que te vaya bien. Si te curas, no significa que vas a descuidarte y dejarte engordar. Significa que jamás volverás a destruirte, porque tu cuerpo es tu casa, es tu tesoro, donde habita tu alma, es tu presencia, tu energía, lo que das de ti, es lo que te separa del resto, es lo que te hace único y especial. Tu cuerpo es la manifestación de tu existencia en la Tierra y si no lo amas, ni aceptas entonces nada puedes amar ni aceptar de verdad. Dios dijo: «Ama al prójimo como a ti mismo», pero no es un pedido, es una ley, una verdad. Si no te amas, no puedes amar, no sabes hacerlo, no puedes ponerte en el lugar del otro. Si te curas, vas a aprender a caminar en el equilibrio, sin volverte loca por adelgazar ni tirar la toalla y comer hasta reventar, porque tu cabeza ha sanado, tu mente y tus ideas se han vuelto más coherentes, el corazón tiene más paz y llevas el timón de tu vida.

El tratamiento ideal Hay lugares donde solo te dan de comer para estabilizar tu peso. Eso sirve, porque seguro has llegado allí con un peso que pone en riesgo tu vida, pero el tratamiento no es solo comer, ni solo darte medicación, ni solo hablar con una psicóloga, ni solo ir a un grupo de autoayuda. El tratamiento ideal, como ya dije antes, es que el trabaja en conjunto todas estas áreas y te ofrece un seguimiento en tu estado clínico, psicológico, psiquiátrico en el caso de que necesites medicación, y la contención de un grupo que vive lo

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mismo que tú. El tiempo de tratamiento es algo que también definen los médicos, porque no todos los pacientes tienen el mismo grado de enfermedad ni responden de la misma manera al tratamiento. Cuando estás muy negada te demoras más en sanar, debido a que inviertes toda tu energía en evadir ese momento y ese lugar, y entonces la ayuda no penetra en ti. Sin embargo, la constancia siempre tiene frutos y un día empiezas a abrirte. Si eres de los casos que llegan por voluntad propia al tratamiento, lo más probable es que estés dispuesto a recibir un poquito de ayuda, un empujoncito y luego quieres que te dejen. Con eso basta para que te encarriles y puedas ocuparte de ti otra vez. Lamentablemente para ti, el que pone las condiciones en un tratamiento serio no eres tú, es la institución o los especialistas a quienes delegas tu cuidado. Tienes que delegar el control de tu vida a otros y eso abarca también a la comida. ¿CONFÍAS O NO CONFÍAS? ¿Cómo confiar en gente extraña? Antes de entregarte al tratamiento debes evaluar si es un lugar serio, debes buscar sus antecedentes, recomendaciones y saber adónde vas. Cómo la mayoría de veces, el que busca el tratamiento es el familiar o amigo del enfermo y no el enfermo mismo, pues son los familiares y amigos quienes hacen este trabajo de investigación y le dan al enfermo las garantías y confianza necesarias para que empiece y se ponga en manos de esos doctores o institución. Una vez que toman la decisión, deben entregarse, y hablo en plural porque habrá muchas cosas en las que tanto el paciente como la familia no estarán de acuerdo, pidan las explicaciones del caso y confíen. Me refiero principalmente al tema peso y comida, que es el ítem por el cual

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la mayoría de chicos abandonan su rehabilitación. Cuando empiezas un tratamiento de adicción a la droga o alcohol, no se te permite consumir drogas o alcohol, sería un absurdo. Lo mismo sucede en las patologías alimentarias: no puedes consumir adelgazantes, diuréticos, laxantes, no puedes vomitar, no puedes atraconearte ni dejar de comer. Todas estas conductas siguen atrapándote en la enfermedad y, además de poner en riesgo tu vida, no te permiten curarte, debes ordenarte en tu comida. Si no ordenas tus comidas y dejas todos esos hábitos destructivos, no hay curación. Cuando empiezas a hacer esto, a ordenarte y comer con normalidad, tu cuerpo reacciona, es obvio, es un cuerpo maltratado, que ha estado sometido a una alimentación desequilibrada, no es un cuerpo sano. Entonces pueden darse distintas reacciones, subes de peso, te estriñes, no vas al baño, te hinchas, tus hormonas se vuelven locas; en fin, el cuerpo sufre también su propio proceso. Pero esto no lo soportas, te asustas y crees que vas a quedar así para siempre. Entonces te quieres ir, no vas a permitir que tiren por la borda todo lo que te costó tener el cuerpo que querías. Las que llegan con sobrepeso también se asustan porque quieren que las adelgacen como si estuvieran yendo a una clínica estética y no psiquiátrica. En donde yo recibí tratamiento las pacientes no podían elegir el tipo ni la cantidad de comida por varios meses. Eran los doctores o los familiares que te mandaban el táper, los que decidían por ti lo que tenías que comer y cuánto comer, y eso te enloquecía, empiezas a cuestionar por qué te dan tantos dulces, tanto pan, por qué te mezclan carbohidratos con proteínas y así cuestionas también la eficacia del tratamiento. Les lloras a tus padres o a tu marido que te quieren engordar, que no

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te quieren curar, es tan terrible que te obliguen a comer lo que ellos quieren que haces lo imposible por salir de ahí. Y lo logras. Te vas o te sacan. Tus familiares se mueren de pena de verte sufrir. El tema es que debes aprender a comer sin miedo todos los alimentos que te den. Debes comer todos los días y convertirte en una persona sana. Esa primera etapa en donde la comida es diaria y tu cuerpo se transforma es la primera batalla que debes pelear. Es decir, debes aceptar esta etapa para poder pasar a la segunda. Cuando estés más equilibrada verás cómo tu cuerpo vuelve a su estado natural, se te va la hinchazón, vas al baño con normalidad, tu peso se estabiliza, no sube ni baja y te ves bella y te sientes bella. Pero eso no es inmediato, hay que transitar el camino de la enfermedad hacia la salud y en ese camino muchas veces empeoras antes de mejorar. Pero si te vas porque no soportas verte más gorda, porque temes que no pararás de engordar, si te vas porque no puedes aceptar que la vida es algo más que tu peso en la balanza, que tu imagen en el espejo, entonces te perderás el regalo de darte lo mejor de ti misma. A todo esto me refiero yo cuando digo que hay que confiar y entregarse a lo que digan los doctores. Claro que en el camino podemos encontrar con el tratamiento otras diferencias más profundas que nos hagan dudar y finalmente dejarlo, eso puede pasar, ningún tratamiento es perfecto, ningún tratamiento funciona para todos, hay algunos que le funcionan a la gran mayoría y otros que funcionan solo para algunos pocos, depende de la persona. Es muy difícil discernir cuándo es que el tratamiento no funciona o cuándo todavía no le estamos dando el tiempo necesario para que lo haga. En esos momentos de duda

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e incertidumbre hay que reflexionar mucho y arriesgarse a tomar una decisión. Los tratamientos no son palabra santa. Pero lo que yo propongo es no abandonar un tratamiento porque sentimos o creemos que nos están engordando. En realidad, nadie nos engorda, el cuerpo debe acomodarse y cada cuerpo se acomoda de manera distinta. A esa parte del tratamiento me refiero cuando hablo de confiar.

De espaldas a la balanza Cada vez que me pesaba en la clínica lo hacía de espaldas a la balanza. No me dejaban ver mi peso. ¿Para qué? ¿Qué iba a cambiar si lo veía? Si pesaba lo que yo consideraba «mucho», me iba a deprimir y a angustiar y retrasaría todos mis avances. Si pesaba igual que la última vez que había visto mi peso, iba alegrarme infinitamente por un rato y luego no querría comer porque tendría miedo de subir de peso. Si pesaba menos, me volvería loca de alegría y loca por evitar subir. Además, podría significar que estaba haciendo mal las cosas. En la clínica pensarían que a escondidas estaba tomando algo para adelgazar o me observarían para ver a qué se debía que bajara de peso. Era mejor no verlo. ¿Qué mide mi peso? ¿Que soy más feliz? ¿Que tengo menos problemas? Si peso un kilo más, quiere decir que estoy... ¿mejor?, ¿peor? ¿Qué información te da el peso más allá de lo que pesa tu cuerpo? ¿Qué carga le damos a ese número? ¿Por qué un número en la balanza nos define? Tal vez define la delgadez, que para nosotros es belleza y con la belleza conseguimos poder o amor o reconocimiento. Tal vez queramos esas cosas, queremos poder, amor, fama, reconocimiento y pensamos que

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solo lo vamos a obtener siendo bellas, es decir, siendo flacas según nuestro concepto de belleza. La belleza física te puede dar poder, amor, fama y reconocimiento, es verdad, pero es la forma más efímera de tener esas ansiadas posesiones. La belleza dura poco, se va pronto. Además, se tiene o no se tiene, nadie elige su cara y su cuerpo. Puedes vivir en el quirófano tratando de cambiarte y ser igual a Brad Pitt o Angelina Jolie, pero tarde o temprano la vejez te alcanza y detrás de ti hay muchos cientos de bellos que vienen a reemplazarte. Vives invirtiendo energía en ser alguien que no eres en vez de invertirla en ser lo que eres, ser tu mismo te dará mayores resultados y satisfacciones. Si no me crees, sin duda tienes baja autoestima, tal vez muy baja, casi casi que en el último subsuelo.

Día a día Estar con anorexia y bulimia es vivir fuera del momento presente. Nos atemoriza el futuro y nos atormenta el pasado, y por eso centrarse en el ahora, en el hoy, es parte de la rehabilitación. «Un paso a la vez, un día a la vez» es el lema, es la indicación que se nos invita a cumplir. Hay que enfocarnos en lo que HOY sucede, en lo que AHORA, ya mismo, está sucediendo en vez de especular o fantasear si mañana lo vamos a lograr o no. Si estamos comprometidos con nuestro presente, nuestro HOY, es posible que esa supuesta recaída que tanto nos preocupa, no llegue. Los anoréxicos y bulímicos solemos ser «acumulativos», es decir, creemos que todo se acumula, no hay borrón y cuenta nueva. Y esto es para todas las áreas, también y sobre todo con la comida.

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El cuerpo necesita alimentarse todos los días, pero los anoréxicos y bulímicos sentimos que eso es demasiado, que la comida se va acumulando en nuestro interior y empezamos a saltarnos las ingestas o a espaciarlas. Muchos no quieren comer en la noche porque ya almorzaron, o un día no comen nada porque el día anterior comieron mucho y así se van asustando de comer creyendo que todo lo ingerido se almacena. Entonces hacen miles de cosas para sacar esa comida del «depósito» de su cuerpo. Pero el cuerpo no es depósito de comida. Esto es un pensamiento irracional que genera un comportamiento irracional y peligroso. El cuerpo es una máquina perfecta que necesita energía diaria para cumplir con sus funciones, y los alimentos dan esa energía, y también suministran las materias primas necesarias para que cada órgano, cada sistema —el nervioso, el reproductor, el digestivo, el respiratorio o el linfático— realice sus procesos internos. No comer es matarse de a pocos. Comer demasiado, sin parar, también es matarse de a pocos. Ningún extremo es saludable. Hay que vivir día a día no solo con la comida, sino experimentar esa sensación de renovación, de un paso a la vez, en todas las áreas porque estamos llenos de dolorosas experiencias que no podemos «digerir» y mantienen nuestra piel en carne viva, nuestro corazón resentido y sangrante y nuestro estómago indigesto. Una muchacha del grupo no aceptaba ninguna invitación a salir porque el chico del que estaba enamorada se burló de ella y la dejó plantada tres veces. Ese chico jugaba con ella pero no significa que todos vayan a ser iguales a él, y si lo son, en vez de llorar y maldecir, hay que preguntarnos por qué elegimos ese tipo de hombres. ¿Será

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que nos conviene en algo? El punto es que vamos cargando con el pasado sin dejar lugar para el momento presente. Hay que ir día a día, minuto a minuto. Si hoy recaemos, vomitamos o nos pegamos un atracón, pues hay que perdonarse, levantarse, pedir ayuda, profundizar qué pasó, qué nos hizo recaer, y luego retomar el camino. No es una buena opción mandar todo al cacho, porque el camino de curación está lleno de noches oscuras, a veces largas. Todo es parte del proceso, de fortalecer nuestra voluntad, de encontrarnos con nuestras sombras, ahí, en esos momentos de flaqueza que no podemos abandonar. Pero es más fácil conseguirlo si se tiene a un grupo de gente que te lo recuerda y que te ayuda. Si estás solo, es muy probable que abandones el tratamiento. Y lo más triste es que vas a creer que no puedes y no es así. Sucede simplemente que todavía estás débil y necesitas cierta ayuda para lograr las metas. Las recaídas son normales, no hay que asustarse, no significa que no lo lograremos, significa que hay que seguir trabajando pero de adentro hacia afuera. ¿Qué significa de adentro hacia afuera? Significa empezar a creer que valemos la pena. Pero ¿por qué crees que no vales la pena o que no sirves? ¿Quién te lo dijo? ¿Quién te hizo creer eso? ¿Fue algo que pasó? ¿Qué? ¿Tuviste tu gran oportunidad y lo echaste a perder? ¿Todos se burlaban o burlan de ti porque eres gorda? ¿Por eso no vales la pena? ¿Por eso no sirves para nada? ¿Alguien te hizo daño y por eso crees que no sirves para nada? Todo lo que te haga pensar que no sirves para nada, que no vales la pena, es FALSO; son situaciones que se crearon pero no son definitivas, son puntos de vista externos subjetivos, no son una verdad absoluta. La vida está llena de casos de

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gente que se ha superado y ha logrado vencer terribles situaciones, ha logrado cumplir los sueños más increíbles. La diferencia entre esa gente y tú no es que la capacidad. No son ellos más capaces que tú, es la voluntad, es la fuerza de su deseo, y la voluntad se construye. Lo más difícil de todo es querer curarse, si te quieres curar, entonces vas a curarte, hay que fortalecer el QUERER, el deseo de querer curarte. El arranque es lo que más cuesta, porque hay una parte de ti que quiere seguir en la misma mierda, ya te acostumbraste a vivir así, es lo que conoces, lo manejas, te funciona más o menos. Y cuando hay una posibilidad de cambio tienes mil excusas, mil justificaciones, mil historias que avalan que no vale la pena curarse, que no vales la pena, que tu caso es perdido, que jamás sanarás o por el contrario que no estás tan mal, que no lo necesitas. Pero la realidad es que, si quieres, puedes lograrlo. Así no quieras escucharlo porque es más fácil estar enferma, puedes lograrlo, puedes salir adelante. El punto es buscar el camino menos agotador y más indicado. Por ejemplo, un buen tratamiento.

Autoestima Muchas veces he hablado de esta palabra: AUTOESTIMA. Autoestima significa respetarse, valorarse y tenerse confianza. Una persona con anorexia y bulimia tiene baja autoestima, le cuesta mucho valorarse, respetarse y hacer que la respeten y sobre todo se tiene poca confianza. Cuando uno tiene la autoestima baja no reconoce sus potenciales, siente que no merece recibir y tampoco se siente capaz de expresar sus habilidades, cree que no puede.

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En una de las primeras actividades que realicé en la clínica grupalmente nos pidieron escribir diez virtudes y diez defectos míos. Mi lista de defectos era enorme, pero no podía llegar a diez virtudes. Con las justas llegué a cinco y decían básicamente lo mismo. Me daba vergüenza hacer una lista larga de virtudes. Creía que si encontraba diez virtudes sobre mí iban a pensar que era soberbia y vanidosa. Confundía los conceptos, como si amarse a sí misma fuera un pecado, algo malo. Creía que si pensaba mal de mí misma era modesta. Yo llamaba modestia a mi creencia arraigada de que no servía para nada, a mi baja autoestima. Por un lado cuando me enfrentaba a un desafío sentía que no iba a poder, pero, por otro lado, cuando pasaba el tiempo fantaseando imaginaba que era la mejor del mundo. Entre esas dos fantasías transitaba sin avanzar demasiado. Cuando cada chica del grupo de autoayuda fue leyendo su lista, todas las nuevas no pudimos completar diez virtudes. Tiene que ver también con la falta de autoconocimiento. No podemos contestar a la pregunta «¿Quién soy?» sin fantasear, nos da miedo ver quiénes somos y entonces por eso nos quedamos en nuestra propia superficie. Era una realidad: yo no me respetaba, no me valoraba ni me tenía confianza. No respetarse significa no saber cómo funcionas internamente, no conocer cómo son tus tiempos de aprender, de procesar, de madurar. No has profundizado en ti y te traicionas. No sabes realmente de lo que eres capaz, no te das la oportunidad de crecer, porque ante el primer fracaso ya no quieres seguir adelante. Tu sobreexigencia no es una virtud, sino una piedra que te pones en el camino para caer y confirmarte que no puedes.

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No valorarte significa que no reconoces que tienes derechos igual a todo el mundo. Que vales y eres digno de ser amado, respetado y admirado. Que mereces felicidad, bienestar, dicha, salud, abundancia. Pero no solo la mereces, sino que la das, eres capaz de hacer infinitamente feliz y tu ayuda resulta muy valiosa a mucha gente. Pero al cerrarte no solo has dejado de recibir sino de dar. No tenerte confianza significa que crees que no sirves para nada, que tus talentos no son lo suficientemente importantes para ser útiles o sientes que no tienes la capacidad de expresarlos. La opinión de las otras personas se vuelve más valiosa que la tuya. Es importante escuchar, se aprende mucho, pero una cosa es escuchar, evaluar y aprender y otra muy distinta es darle crédito al otro en todo, porque no consideras que tus opiniones sean importantes, acertadas o valiosas. Cedemos nuestros derechos.

¿Cómo saber si nuestra autoestima está baja? Antes de entrar a la clínica de rehabilitación y empezar con mi tratamiento, Nolci, una amiga muy querida, me llevó a un taller de autoestima que daba una universidad espiritual llamada Brama Kumaris. Se trata de un lugar maravilloso que recomiendo mucho y que tiene sedes en varias ciudades del mundo. En Lima hay una. Allí te daban una lista de nueve enemigos de la autoestima. La copio a continuación. Si quieres, puedes poner al costado de cada ítem de la lista una puntuación del 1 al 10, para que analices cuántos de estos comportamientos rigen tu vida.

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Enemigos de la autoestima 1. Comparación: Es el mal y destructivo hábito de vivir comparándonos con los demás. ¿Cuánto te comparas? ¿A qué nivel, físico, intelectual, a todo los niveles? ¿Con todo el mundo o con alguien en particular? ¿Quién gana en esa comparación, el otro o tú? 2. Inseguridad: Cuando uno NO está seguro de sí mismo, reacciona pensando en lo que dirían los demás. En cambio, cuando estás seguro de ti, respondes desde el interior de tu ser, con coherencia, sin dejarte influir por el resto. Nuestros actos se vuelven una genuina necesidad del interior y nos hacemos responsables por ellos. 3. Postergación: Haz una lista de las cosas que quieres hacer y no haces. ¿Hace cuánto que las tienes pendientes? ¿Qué excusas pones para no hacerlas, falta de tiempo, de dinero, de apoyo? ¿Tú eres tu prioridad o estás en último puesto del ranking? 4. Extroversión: Es vivir muy pendientes de los roles que desempeñamos en la familia o en la sociedad. Y también estar pendientes de los roles que desempeñan los demás. No somos solo el rol que jugamos, podemos ser más que un padre proveedor, que un trabajador responsable, que el único hijo que cuida de sus padres, que el súper gerente del banco, que el chico inteligente que jamás desaprobó un examen, que la oveja negra de la familia, o la actriz exitosa, el galán ganador, etcétera. Yo en el Perú era una actriz conocida y en la calle me pedían autógrafos. Cuando llegué a Argentina nade me conocía, nadie me pedía ni la hora ni se volteaban a mirarme, ni nada. Yo me sentía

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como si no valiese, estaba acostumbrada a mi pequeña fama. Sin saberlo, asociaba mi rol de actriz, mi trabajo a mi identidad. Ser actriz es solo una parte de mí, puedo dejar de actuar y convertirme en carpintera, economista, ama de casa y seguiría siendo yo, pero eso me costó años entenderlo. Sentirme bien sin que nadie me reconociese me costó un tiempo, pero me hizo una mujer fuerte. Ahora no necesito ser alguien para los demás, sé quién soy, aunque ese camino de la autoestima y la reafirmación es muy largo y duro, y siempre hay que caminarlo. Solo la muerte cierra los caminos, la vida es andar, transitar, subir y bajar. ¿Con qué parte de ti o con qué rol tuyo te identificas más? ¿Crees que si dejas de ser o hacer eso dejas de ser tú? 5. Dependencia: Puedes ser dependiente a personas, cosas, situaciones o sustancias. Existe en nosotros un estado de carencia que hace que usemos como soporte algo que está fuera de nosotros. ¿A qué eres dependiente? ¿Desde cuándo? 6. Criticismo: En vez de poner la mirada en nuestro desarrollo, la ponemos en los demás, para criticar o admirar, que son dos extremos. El grado justo es el de apreciar y valorar al otro en su justa medida, con sus aciertos y errores, no sobredimensionarlo ni tirarlo por el piso. Los seres humanos TODOS, tenemos errores y aciertos y en el camino de nuestra vida cambiamos. Cuando conocemos a una persona lo hacemos en una porción de su vida. No sabemos cómo fue antes o en lo que puede convertirse después. Por eso no hay que emplear tanta energía en criticar a la gente o en admirarla.

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7. Tristeza: La vida es una bendición. Reza un dicho: «No estás deprimido, estás distraído». Todo en la vida es un milagro, desde lo más hermoso, lo más cotidiano y normal hasta lo más doloroso. Vivir sumido en una profunda y constante tristeza es estar sumergido en tu mundo de sombras. Si salieras de él, podrías atrapar nuevas oportunidades, podrías recibir tantos regalos. La tristeza es un enemigo de tu autoestima. No quiero decir que está mal estar triste. Al contrario, en la clínica aprendimos a aceptar todos nuestros sentimientos, así sean dolorosos. Negar los sentimientos tristes es lo que nos enferma, hay que poder sentirlos plenamente. Pero este punto se trata de hacernos reflexionar en nuestro estado de ánimo habitual. ¿Somos de esas personas que vemos todo con un ojo negativo? ¿El mundo es un lugar hostil, gris, amargo, invivible? ¿Estar triste y negativo se ha convertido en tu manera de vivir? 8. Competencia: Aquí se trata de SER en función del otro. Nuevamente no actuamos desde nuestro ser genuino sino buscando ser más que alguien más. 9. Intolerancia: Afecta nuestra estima cuando nos volvemos sumamente exigentes con nosotros mismos y los demás. No toleramos errores, fracasos, cambios no programados. Lo nuevo nos descentra, nos afecta otras formas de ver la vida, nos amenaza. ¿Somos intolerantes? ¿Creemos que nuestra verdad es la única verdad, al menos la más válida? Suelo cada tanto releer estos apuntes y ponerme nota a ver cuánto mejoré o retrocedí en mi vida, y creo que en muchos

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aspectos he mejorado. Así que soy una convencida de que sí se puede mejorar, cambiar, evolucionar. Se requiere de constancia y paciencia. Los cambios profundos son lentos, no hay atajos para el camino de la sanación y el autoconocimiento. Al principio buscaba como loca encontrar y poseer los valores positivos del alma, ser virtuosa, pero ahora entendí, por fin, que el camino es infinito, no hay llegada final, no hay perfección. Es un camino infinito en el que encontraremos siempre nuevas aventuras, tesoros y dificultades, externas e internas. Este camino no es recto, es hacia adentro, como si fueras una raíz de árbol que crece para abajo aferrándose en la tierra. He escuchado decir que el camino es en círculos. En todo caso, siento que el camino no es una línea recta, sino una ruta ilimitada que puede expandirse hacia cualquier lugar, de adentro hacia afuera, de afuera hacia adentro y de un lado hacia el otro.

Foto del alma Tener anorexia o bulimia es estar desconectado de nuestra voz interior. Miramos con los ojos pero somos ciegos, no podemos ver muchas verdades de nuestro interior. Es difícil empezar a mirarnos con sinceridad cuando no tenemos desarrollado el ejercicio de hacer una autocrítica objetiva y una reflexión sincera. Todavía me cuesta por momentos mirarme con honestidad cuando algo muy difícil de aceptar me pasa. Por eso comparto una serie de ejercicios que hago para ayudarme a verme y a definir el momento por el que estoy atravesando. Yo le llamo tomarse una foto espiritual. Escribe diez virtudes y diez defectos tuyos.

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Contesta lo más específico que puedas a: • • • • • • • • •

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¿Qué me impide estar satisfecho? ¿Qué hábitos bloquean mi potencial? ¿Qué quiero hoy? ¿Cómo me veo en diez años, dónde, con quién, haciendo qué? ¿Cuál es mi sueño de vida? Escribe diez cosas que vienes postergando. Escribe cinco cosas que te encantan hacer (así creas que no eres bueno/a haciéndolas). Escribe cinco cosas que te encantaría hacer pero no te atreves. Escribe algunas metas concretas a corto plazo. Pueden ser laborales, domésticas, económicas, de diversión, familiares, personales, lo que tú quieras (ninguna que tenga ver con el peso, cuerpo o comida). Nombra a tres personas que sientas que fortalecen tu autoestima. Nombra a tres personas que sientas que destruyen tu autoestima.

Mis herramientas Hay ejercicios que se pueden realizar diariamente y que ayudan mucho a que mejoremos y tomemos conciencia de lo que somos, lo que queremos y necesitamos. Aquí hay algunos que sugiero. Los practico con frecuencia y me han sido de mucha utilidad. Estos ejercicios forman parte de un trabajo interior que podemos hacer en cualquier momento de

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nuestra vida, incluso si hemos finalizado nuestro tratamiento y adquirido el alta médica. Por sí solos son una gran herramienta de autoconocimiento que puede practicar cualquier persona, pero no reemplazan un tratamiento de rehabilitación, sino que lo complementa, lo impulsan.

Escribir diariamente lo que sientes Todas las adicciones tienen en común la incapacidad del adicto para poner en palabras sus sentimientos, pueden ser muy habladores incluso divertidos o muy interesantes, pero no saben comunicar lo que les pasa realmente. No pueden expresar sus necesidades, miedos, sus dolores. Es que tal vez ni ellos los conocen bien porque los han enmascarado tanto que ya no saben cuáles son, cuál es la careta y cuál es su cara. Cuando uno escribe, no para mostrar a nadie, sino para desahogarse, para reflexionar, para indagar, puede conectarse con el momento presente, se concentra en sentir y en tratar de escribir lo que pasa por la cabeza, el cuerpo o el corazón, y esto es muy importante para conocernos. No hay que temer a lo que escribamos. Podemos romper la hoja después de hacerlo, nadie lo va a leer, solo hay que ser sinceros con uno mismo, que puede ser muy difícil en determinados casos. Hay que dejarse ir y sin pensar escribir lo primero que nos salga, sin juzgar. He conocido a gente a la que no le gusta escribir y lleva una grabadora. Graba su voz sin importar el formato: lo que importa es poner en palabras lo que sentimos y pensamos. Los pensamientos que se quedan dentro de nuestra cabeza sin ser expresados, sobre todo si son destructivos, parecen

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más graves y grandes de lo que son. Es como mirar debajo del agua: las cosas se ven deformadas, más grandes, distintas de como son en realidad. Lo mismo ocurre con los pensamientos que dan vueltas en círculo dentro de nuestra cabecita, hay que atrevernos a hablar, hay que conectarnos con eso que pensamos por más que no nos guste. Y si podemos, sería bueno compartirlo para que nos diéramos cuenta de que nuestra visión es solo una visión y no la realidad total, que tal vez a otros les pasa lo mismo que a nosotros, que no somos los únicos. Escribir, poner en palabras de la manera que sea, es aliviador, es una manera de estar por completo en el momento presente, aunque sea un momento. La dispersión y la inconstancia son parte de los que vivimos evadiendo nuestra realidad, nuestro mundo interior. No hay dónde escapar y es mejor sumergirnos dentro de nosotros. Escribir es la herramienta que yo personalmente uso mucho para poder bucear dentro de mí. Escribo sin releer, sin juzgarme, sin buscar palabras bonitas ni adornar nada, escribo crudo, directo desde mi cerebro a la mano. A veces no me sale nada, ni una palabra, y entonces miro por la ventana el paisaje, o miro algo que me llame la atención, y empiezo a describir lo que veo, a relatar los sentimientos que me producen y de pronto sale algo de mi interior. Estoy hablando de la puesta de sol o de la pareja que veo frente a mí besándose, y sin querer empiezo a escribir de lo cansada que me tienen mis hijos a veces, de las ganas de volver a cuando no era mamá. Lo más probable es que cuando termine de escribir esas pocas páginas, dos o tres, ya esté con pilas otra vez. Sugiero escribir un diario o páginas sueltas con la mayor regularidad posible, y si es todos los días,

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mucho mejor. Es como barrer la casa, barrer la cabeza que se llena de polvo. La cabeza siempre parlotea, se va al pasado, al futuro, es pesimista, luego optimista y uno se levanta con todo eso dando vueltas. Escribo para limpiarme, para depositar en el papel todo lo que va dando vueltas, y quedarme más tranquila.

Pequeñas metas: cambiar los malos hábitos No es fácil romper con rutinas que llevan años instaladas, como fumar, comer parados, comer a deshoras, desayunar Coca-Cola, comerse las uñas, arrancarse los pelos, y podemos seguir creciendo a vomitar, hacer dietas, usar drogas, golpear, ser golpeados... El hombre es un animal de costumbres y los hábitos malos se instalan fácilmente y se desinstalan muy difícilmente. Cuando llegamos a la clínica tenemos miles de hábitos muy perjudiciales y hay que cambiarlos todos, pero en la clínica tenemos un grupo de autoayuda, un equipo médico que nos acompaña y ayuda a hacer todo ese trabajo y esfuerzo. Pero si todavía no estamos en un tratamiento, ¿qué podemos ir haciendo? Yo les sugiero hacer lo que a mí me funcionó. Hacer una lista de los malos hábitos y elegir uno para cambiar, hay que ponernos metas pequeñas y concretas e ir día a día. Si nos ponemos metas muy largas o grandes, vamos a fracasar pronto y eso nos hace sentir peor, mejor ir ejercitando nuestra voluntad y constancia de a pocos. La voluntad y la constancia se ejercitan, así que nuestra meta es: «Hoy voy a comer mis comidas sentada, solo hoy, voy a servirme la comida en un plato, voy a poner la mesa, con mantel e individual y cubiertos y servilleta y un vaso y voy

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a sentarme a comer». Si pude hoy, capaz mañana vuelvo a hacer la misma promesa, solo por HOY. Hay metas que son bastante difíciles de lograr sin estar en un tratamiento. Por ejemplo, dejar de vomitar o dejar de tomar pastillas. Uno puede hacerse la promesa y cumplirla un día o dos o una semana, pero esos síntomas son parte de una enfermedad que no podemos controlar. Por lo tanto, no son solo malos hábitos: son hábitos más profundos que responden a toda una cadena de pensamientos enfermos. Para abandonarlos, se debe romper con esa cadena. Sugiero ir cambiando aquellos hábitos que sí podamos controlar para ir ejercitando nuestra voluntad y confianza. Este ejercicio de ir cumpliendo metas es algo que hacemos para ayudarnos a mejorar. No reemplaza un tratamiento, pero sí logra que el tratamiento sea mucho más rápido y eficaz.

Dios Entre creer o reventar, yo prefiero creer. Me defino como una persona de creencias eclécticas, algo mística y religiosa. Siempre me ha interesado la metafísica, el ocultismo, las historias bíblicas, siempre he creído en Dios y en hombres que han sido muy evolucionados hasta llegar a ser maestros y guías de la humanidad. Creo en la psicología, en el poder del hombre, en los milagros, en la vida como un sistema lleno de misterios que nuestras pequeñas mentes no pueden entender en su totalidad. Y creo que es más fácil para las personas que atienden su espíritu o que tienen fuertes búsquedas espirituales, curarse, que para aquellas que no creen en nada y se resisten a darle cabida en

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su vida a lo que no pueden ver ni tocar. Desde niña me la he pasado leyendo. Mi primer libro fue Mi libro de historias bíblicas, que mi abuela compró a unos testigos de Jehová que le tocaron la puerta. Cada una de esas historias ha quedado grabada en mí de manera profunda. Leer es el mejor modo de pasar el tiempo y yo invertí mucho tiempo en lecturas de novelas y cuentos y cuando empecé con la enfermedad mi necesidad de salvación hizo que mi interés vaya hacia los libros de autoayuda, de filosofía oriental, metafísica, espíritus, esoterismo, magia, psicología, etcétera. Muchos se ríen de mí y antes me daba vergüenza asumir eso, pero ahora lo acepto: leo libros de autoayuda, ¿y qué? No leo todos, hay mucha porquería, pero también hay cosas muy buenas, como en todos los rubros, por eso no es conveniente tener prejuicios, porque te puedes perder de cosas valiosas. Tengo una amiga que lee básicamente el mismo contenido que yo, solo que ella lo busca en el anaquel de «Recursos humanos». Muchos amigos no comparten mis creencias, son pragmáticos, prácticos, sumamente realistas y otros muy científicos, pero no importa eso, porque ellos también creen en algo y tienen sus valores claros y viven en consecuencia con ellos. Me es muy difícil hablar sobre Dios, porque Dios es una experiencia muy personal y profunda, no la puedo transmitir, no tiene que ver con la Iglesia, sino con todo lo que ha ido llegando a mi vida que me lo ha revelado. Pero creo que debo hablar sobre él porque mi fe en la vida ha sido primordial para sanarme y esa fe viene de él, de creer que existe algo total que nos contiene a todos, que existe una fuente vital, una energía de la que venimos y a la que vamos. Creer en Dios me da la plena seguridad de que ninguna vida es en vano, de que

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las vidas no son mejores o peores que otras, cada vida tiene su misión y su función, cada vida es un milagro, así como cada creación de la naturaleza no es al azar. Por muchos años menosprecié mi existencia. A pesar de atiborrarme de lecturas espirituales y de rezarle a Dios, no me amaba, amaba a todos, según yo, pero menos a mí. Por eso creo que no basta con rezar, ni leer libros de autoayuda o de espiritualidad. Para mí la oración real es la que contiene la práctica, la que une la palabra con la acción. Hay que pasar la información que está en la cabeza al cuerpo, pero por algo se empieza y así todavía no podamos ir del dicho al hecho, hay que empezar por llenarnos de dichos, porque vamos a necesitar mucha fuerza espiritual en el camino de la curación. Hay que leer libros que nos inspiren, ver películas que nos eleven, hay que pegarnos al lado positivo de la vida, meternos en talleres de autoestima, de arte, arte que integre cuerpo y alma como las danzas, el yoga, el canto, porque la voz es el alma que suena. Hay voces metidas para adentro, voces que no llegan a escucharse por su bajo volumen. Es que la persona se avergüenza de sí misma y no quiere que escuchen su voz. La voz es un instrumento poderoso de la persona que expresa los conflictos que pasan en su vida. Hay que buscar sentir el alma, pero no solo la nuestra, sino que debemos dejar de mirarnos el ombligo como si fuéramos el centro del mundo y encontrar el cordón umbilical que nos une al resto de personas y cosas. Y ese es Dios: para mí Dios es ese cordón por donde se alimenta el alma grupal e individual, es la conexión de todo lo que existe sino seríamos seres a la deriva y solitarios. Mi consejo es alimentarse de Dios, sea cual fuere tu Dios, y hay varios caminos para llegar a él. Uno es la religión.

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Se puede pertenecer a una comunidad religiosa que te ayude a no flaquear, orar en grupo es muy poderoso. Otro camino es el arte. Otro, las plantas sagradas. Conozco a una amiga que está resucitando después de su divorcio gracias al entrenamiento intenso y disciplinado de un deporte. No hay que olvidar que todos los caminos tienen también su sendero de perdición, porque esa es la vida, los dos polos. Curarse implica trabajar sobre el ser humano, su autoestima, sus valores, su visión positiva del mundo. Cuando entré al tratamiento en el diagnóstico que escribieron sobre mí, entre otras cosas, decía que yo «estaba sumida en sentimientos de desesperanza». No me daba cuenta de eso. Para mí era natural creer que tenía poco talento, que todos eran mejor que yo, que no iba a poder encontrar una pareja linda y sana, que jamás llegaría a triunfar en mi carrera y así había hecho de esas creencias, verdades sólidas que me costaron AÑOS modificar. No somos un kilo de carne que se vende en el mercado. Ya lo dije y lo vuelvo a decir: somos un misterio, una posibilidad, una esperanza, y no es bueno desperdiciar la vida tratando de entender qué hacemos aquí, porque no importa lo que hagamos: nosotros somos la vida misma, así de inmensos y así de insignificantes, y eso ya es supremo. Si te quieres curar, debes creer en algo más allá de ti. No conozco otro camino y la omnipotencia no ayuda. No te pido creer en algo superior. Basta con creer más allá de ti y acompañar tu rehabilitación con la práctica de alguna disciplina artística, física, de alguna religión que te ayude a elevar el espíritu.

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Capítulo 4 Mi viaje

A corazón abierto Hasta ahora hablé de las conclusiones que saqué en todo este viaje de enfermedad y curación, de lo que aprendí y conocí, pero creo que debo abrir una puerta más íntima y contar cómo fue mi camino, quizá porque siento que es lo único verdadero que puedo dar para ayudar; no soy doctora, ni psicóloga, ni socióloga, ni experta en nada de esto, solo soy una persona que sufrió de anorexia y bulimia durante diez años y que he transitado un camino de curación durante otros diez años más. Cada persona tiene sus propias batallas. Yo tuve las mías para llegar a la paz que siento ahora, una paz amenazada cada tanto por los cambios de la vida, porque me siento curada, pero siempre tendré que trabajar para que la patología de alimentación siga siendo una aliada y no se convierta otra vez en mi enemiga. Digo que siga siendo una aliada, porque cuando empiezo a estar disconforme con mi peso y se me fija la idea de no querer engordar o las ganas de dejar de comer, inmediatamente suenan las trompetas de la guerra, las campanas de la iglesia, todas las alarmas se activan y una voz dentro de mí me dice «¡PARA! A ver, mi Vane querida, ¿qué te está pasando?».

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Entonces saco mi cuaderno y empiezo a escribir, y le pido a mi marido que me escuche porque me quiero desahogar, o me voy a tomar un café con una amiga, de esas que saben leer mi corazón y aceptan y toleran mi lado más feo y me quieren, porque con ellas me siento libre y puedo hablar con franqueza, sin querer aparentar nada. Y si haciendo todo esto, sigo pensando en mi peso, llamo a mi psicóloga para encontrarnos antes del día que nos toca. Yo sigo llevando terapia, voy una vez por semana. Es un espacio que sigo manteniendo para repensar mis cosas. Tras diez años de profundizar en mí misma, de irme conociendo puedo entender que cuando me siento tan enfocada en el cuerpo y la comida es que hay otra cosa que se me escapa, algún sentimiento que quiero evadir, a veces no es algo grave, pero seguro que es algo que no me es tan fácil de ver o percibir y si es que lo veo, no me es tan fácil de digerir. SIEMPRE que he regresado a ese pensamiento obsesivo es porque no quiero enfrentar algo que me jode, entonces le agradezco a mi enfermedad porque me avisa, me despierta, me obliga a detenerme y a mirar mi corazón, es gracias a la «visita de la anorexia y bulimia» que yo me pongo las pilas y no permito que se me acumulen los temas a trabajar. Antes tenía miedo, creía que si sentía ganas de perder peso otra vez, había vuelto a la enfermedad, pero ahora sé que no es así, la enfermedad siempre estará, pero puede jugar a mi favor, no solo destruirme. No se desanimen con lo que digo, no digo que no exista la rehabilitación, claro que existe. Lo que antes era nuestro día a día, esa lenta agonía de vivir en la anorexia y bulimia, hoy es solo un momento pasajero que te ordena el camino y del que aprendes algo. El día a día ahora es más claro, más tranquilo, más estable. Antes odiaba

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los domingos, ahora espero con ansias a que lleguen para levantarme con los besos de mis hijos y mi marido, sin que tener que salir corriendo al colegio o el trabajo. Antes odiaba los regresos a casa, quería que mi vida fuera un viaje eterno, un ir sin mirar atrás, un alejarse cada vez más del punto de origen; hoy cuando llevo mucho tiempo fuera de casa, me canso, quiero volver pronto, allí está todo lo que necesito para ser feliz. Antes necesitaba ruido, el silencio me espantaba, no podía quedarme tranquila estando sola, me aburría, cada momento debía ser especial, intenso, hoy busco lo cotidiano, lo rutinario, lo común. Querer ser especial se me transformó en querer ser una persona normal, común, como todas. Hoy siento que en mi normalidad soy especial. Todas las personas son especiales, llevan en su ser el milagro de la vida, están hechas de amor y para dar amor. La salud ha traído paz a mi alma y la paz ha abierto mis sentidos al mundo. No espero que me vean, sino que miro más; no espero que me escuchen, sino que escucho más. Claro que sigo siendo yo misma, esa chica que desde pequeña quiso llamar la atención y que sabe cómo ser el centro, esa muchacha conversadora, sociable, extrovertida, amiguera, cariñosa, divertida. Pero ahora no siempre tengo ganas de ser el centro y disfruto cuando otra persona lo es, ahora cuando tengo que callar, callo y cuando no me siento alegre, no me obligo a serlo y cuando alguien no me cae bien, no finjo lo contrario. Saludo con cordialidad, pero no hago cosas para conseguir la amistad de nadie, las relaciones fluyen y los vínculos sagrados no se buscan, se forman, se encuentran, son un destino. Esto que les cuento puede parecerle normal a una persona sana, es el proceso natural de madurar, las personas nos

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volvemos más tranquilas, más centradas, sabemos mejor lo que queremos, pero para alguien con anorexia y bulimia no es algo fácil de lograr, la enfermedad detiene nuestra maduración, a veces hasta la maduración física cuando empiezas muy joven, en la niñez. La gente que vive su día a día sin estar curada no llega nunca a disfrutar de los beneficios de madurar y crecer, son personas a las que todo les sigue afectando demasiado, que se sienten víctimas, que siguen culpando a otros de sus desgracias, cada vez más grandes y complicadas. Arrastran consigo su enfermedad a través de los años y construyen un tipo de vida insana disfrazada de normalidad que enferma a todo su entorno. Nunca aceptaron que estaban mal y sobreviven a su manera, no tienen ganas de cambiar o sienten que es demasiado esfuerzo y ya están agotados. Por eso agradezco que me haya pasado todo lo malo que me pasó porque hizo que yo me diera cuenta de que necesitaba ayuda. Hizo que me dieran ganas de otro tipo de vida, una vida más ligera, de más risa, de más romance, no una tragedia griega o película de horror.

Solo el amor salvará al mundo Creo que mis ganas de salir adelante se deben a que he recibido mucho amor. Mis padres, mis abuelos, mis hermanas, mis tíos, mis primos, mis sobrinos, todos me han amado y me aman mucho, también tengo amigos que me aman, y yo he aprendido a amar de la misma manera. Ahora se ha sumado a esa cadena de gente que amo y me ama, mi marido y mis hijos y mis nuevos amigos. Mi madre me cuenta que cuando nací mi papá estaba de viaje. Apenas regresó, entró al cuarto donde yo dormía y

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al verme se arrodilló en el suelo. Me pusieron en sus brazos y él me levantó como agradeciendo a Dios por mí y siguió llorando emocionado. Hubo una época durante mi enfermedad en que dudé del amor de mis padres. Creía que no les importaba, sobre todo a mi mamá. Mi mamá quiso siempre que yo fuera actriz. En todo caso, le gustaba la idea de que yo deseara ser actriz, porque era un sueño que ella no pudo cumplir. Como yo había logrado ese sueño, y estaba actuando en la tele y el cine, no podía creer que lo echara todo por la borda. Yo estaba cada vez más enferma y me vestía mal, y no me arreglaba, y estaba muy flaca, y elegía parejas nocivas, y no cuidaba de mi imagen. Todo el tiempo nos peleábamos con mamá porque para ella yo descuidaba mi carrera, entonces creía que ella me amaba con condiciones, que amaba más a mi carrera que a mí, que me amaría y aceptaría, solo si yo era lo que ella quería, pero sino, se sentiría decepcionada y dejaría de amarme. Eso te puede pasar en la adolescencia, cuando no encajas en lo que tus padres desean que seas, pero, ya pasados los veinte, no puedes seguir en ese mambo, ya debes ser el dueño de tu vida, pero yo seguía en esas idas y vueltas con mi mamá, con la profesión, con todo en mi vida. Al final me alejé de mi familia porque no quería que se dieran cuenta de cómo había avanzado mi enfermedad, quería que me dejaran en paz, que nadie me diga nada, y ellos me dejaron en paz. Entonces asumí que no les importaba. No había manera de complacerme. Si me buscabas, te rechazaba, y si me dejabas de buscar, te odiaba porque sentía que me habías abandonado. Yo no sabía qué quería de nadie, ni de nada, vivía pendiente de mi ombligo literalmente. Pero mi infancia fue feliz, y a pesar de que el matrimonio de mis

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padres se convirtió en una pesadilla y su divorcio me llenó de dolor, a pesar de sus errores y los míos, de sus carencias y las mías, de sus confusiones y las mías, de sus abandonos y los míos, a pesar de todo, yo tuve y tengo una vida donde no faltó el amor. Tuve una infancia plena que sembró la idea de que la vida es hermosa y vale la pena ser vivida. Por ese amor que resonaba en algún rincón puro y sano de mí es que yo sentí un día el deseo de ser mejor, de vivir una vida feliz. Cuando tenía trece cantaba y bailaba frente al espejo, soñaba que ganaba premios a la mejor actriz que le compraba una casa a Rosita —mi nana, la señora que nos crió—, con once cuartos, porque tenía once hijos. Soñaba cosas lindas e importantes para mí, y de pronto me vi trece después, sin sueños, dudando de todo, sin amor propio, sin días felices, cada vez metiéndome más en un agujero negro, con gente de alma pérdida y oscura. Me estaba convirtiendo en uno de ellos. No lo podía permitir, esa niña tan amada por toda su familia, no podía tener un final tan triste. Le pedí a Dios —del que me había alejado mucho, aunque Él jamás se aleja de nosotros— que me ayudara. Se lo pedí con todo mi corazón, a gritos, a llantos, fue casi una orden, Y aquí estoy, gracias a Él. Cuando decidí escaparme de la vida que me estaba construyendo y vi en la clínica una posibilidad de comenzar de nuevo, todavía no muy convencida de rehabilitarme, pero sí de cambiar, mis padres, mi familia entera, me apoyaron. Sobre todo mi mamá, esa a la que no dejé de criticar y maltratar por años, puso manos a la obra y organizó todo para que yo pudiera viajar a Argentina a empezar mi curación. Mi madre sabía que ella no podía ayudarme. Yo sabía que nadie de mi amada gente podía ayudarme. Además,

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mi familia estaba pasando por su propio proceso, cada uno luchando su propia batalla para ser feliz, y no era fácil para nadie. No podía esperar de mi familia en ese momento gran contención. Sin embargo, cada cual dio lo que tenía para ayudarme a viajar a Argentina e internarme en la clínica. Como ya he contado, la colega actriz Gianella Neyra, que estaba triunfando en Buenos Aires, me recibió en su casa y me hospedé con ella varios meses.

Buenos Aires Llegué con ganas de salir y divertirme. Tenía una lista de discotecas a las que ir, de tanguerías, teatros y restaurantes. Apenas pisé el avión me sentí más desahogada y volví a tener ganas de disfrutar de la vida. Gracias a Dios, Gianella trabajaba todo el día y solo salía al cine que quedaba a dos cuadras de su casa. Y Nolci y Leyla, sus dos compañeras de casa, salían menos que ella. Yo me quería matar. Había llegado casi a un convento de claustro. Al llegar dormí una semana, me levantaba solo a comer algo, muy poco, o al baño y volvía a la cama. Se ve que necesitaba descansar, porque el último año había vivido una vida muy desordenada. Nolci y Leyla estaban en un proceso interno bastante espiritual, cambiando cosas de sus vidas. Así las cosas, intenté buscarme algún compañero de salidas, actores que conocía desde Lima, pero no resultó y me sumé al ritmo de mis nuevas compañeras de casa. Muchas lecturas espirituales, meditación, talleres de autoestima, muchas conversas profundas tomando mate y fumando un cigarrillo en el balcón de la casa, muchas películas románticas, muchos paseos por los shoppings y ferias

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para comprar ropa y chucherías. Muchas horas en la librería, bastante tarot entre nosotras, café y cigarrillo, Coca-Cola, empanadas, dormir, leer, caminar, conversar, usar internet. Yo recién había sacado mi primer correo para que mi familia me escribiera. Tenía en el chat una historia romántica que no había finalizado, así que cada tanto me fijaba si él estaba conectado. Si lo estaba, la mayoría de veces no me contestaba. Luego me enteré de que tenía novia hace muchos años y de que yo solo era un pasatiempo. Hubo llantos, dramas, más películas, más libros, más cigarros. Entre toda esa vida de purificación espiritual, fue Dios quien me mandó a mis tres compañeras, chicas sanas y buenas personas, ellas eran de lo mejor que me pasaba en esos días. Asistí a mi cita con la clínica y les dije que era bulímica. Al evaluarme efectivamente llegaron a la misma conclusión que yo: tenía bulimia nerviosa purgativa y estaría tres meses en un programa que se llamaba preingreso y que era un tratamiento ambulatorio de tres veces por semana. Así me evaluarían mejor y verían cuál sería mi destino final: si me mandaban a hospital de día —es decir, un tratamiento intensivo y largo al que tendría que asistir todos los días, de ocho de la mañana a seis de la tarde durante uno o dos o más años— o mandarme a un grupo externo, chicas y chicos que no necesitaban tanta terapia y con tres veces por semana, un par de horas bastaba. Esos tres meses que duró el preingreso viví con las chicas y guardo los recuerdos más maravillosos. Las tres, Giane, Nolci y Leyla, se comprometieron en la clínica a hacerse responsables de mí, a prepararme la comida, a contenerme, a llevarme a diario y recogerme e hicieron un gran trabajo. Recuerdo que Giane fue a una de las reuniones donde iban

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todos los padres de familia y llevaba su botella de agua de dos litros que intentaba tomar todos los días por una cuestión de salud. En la clínica estaba prohibido a los pacientes tomar mucha agua, porque era una forma que varios tenían de sacarse el hambre y bajar de peso. Casi se la comen cruda y, aunque ella no era la enferma, igual le cayó palo. Le pedí que no fuese otra vez a esas reuniones, porque en la clínica eran demasiado estrictos y además ella era muy famosa. Era mejor que me ayudara desde la casa, así que Leyla y Nolci eran las que iban, sobre todo Leyla, quien se convirtió como en mi enfermera. Era muy divertido, porque me reñían si no hacía las cosas bien. Yo seguía comiendo mal, vomitando, haciendo de las mías, pero con menos frecuencia. Me sentía mejor porque estaba más contenida. Terminaron los tres meses y el veredicto fue unánime: a hospital de día, esta chica necesita muchos límites, son cuatro años de tratamiento. Realmente no esperaba esa respuesta. Para mí lo estaba haciendo bien, quizá solo necesitaba más tiempo para ordenarme con las comidas pero recién tenía tres meses intentándolo. No pude discutir nada. Si me quería curar con ellos, debía aceptar sus reglas de juego, era eso o regresarme al Perú. Llegó diciembre, Giane terminaba su telenovela y se regresaba a Lima. Nuestra linda casa y familia de tres meses llegaba a su fin. Nolci y Leyla no sabían todavía el rumbo de sus vidas. Leyla había vuelto con su novio y de seguro se iban a vivir juntos. Nolci estaba entre seguir en Argentina, regresar a Venezuela o buscar trabajo en Miami. Y yo debía decidir si aceptaba los términos de la clínica y me instalaba en Buenos Aires por cuatro años, que eso para mí significaba una eternidad.

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Decidí seguir en el tratamiento. Un gran amigo, Gustavo Buntinx, nacido en Argentina pero más limeño que los limeños, artista plástico, ser humano maravilloso, con una linda mujer e hijos, me prestó un departamento en Argentina que perteneció a su recién fallecida madre. No lo usaba nadie y yo podía quedarme allí y pagar los impuestos y gastos. El cielo me daba señales de que estaba haciendo lo correcto. Regresé a Lima en medio de la peor crisis argentina. Casi no tomo el avión. Había cacerolazos por todo lados y el derrumbe del 1 a 1 (un peso argentino valía igual que un dólar) había tocado la billetera de todos los argentinos, sin importar su condición social. Todos los ahorros de la gente estaban congelados en los bancos sin que los pudieran retirar, los ahorros en dólares habían sido convertidos a pesos y el valor del peso caía cada vez más con el correr de los días. Mucha gente lo perdió todo y los precios de las cosas aumentaban sin control. Políticamente no se sabía qué iba a pasar. En solo un mes hubo cinco presidentes distintos. La gente tomaba las calles con violencia, hubo protestas, saqueos y enfrentamientos que terminaron con la muerte de treinta y nueve personas. Era un caos total. Yo miraba todo esto y recordaba mis épocas en Lima cuando salíamos a las calles para impedir que Fujimori tomara el poder por tercera vez. Aquel año 2000 de batalla comprometida e intensa contra el gobierno de Fujimori me trajo mucho aprendizaje y satisfacciones, pero hoy yo no era parte de la lucha, solo una observadora extranjera que quería volver a su tierra a pasar Navidad, aunque en el fondo me hubiera gustado acompañar a los hermanos argentinos en su grito de protesta. Por desgracia, atravesaba otro tipo de crisis en mi vida. Esa situación tan inestable que atravesaba

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Argentina me llevó a mi infancia, a finales de los ochenta, Alan García y su nefasto primer gobierno que empobreció a todo el Perú: la estatización de la banca, García escapando por las azoteas de su casa, mientras mi familia dejaba de ir al supermercado y se unía a las interminables colas para conseguir pan y productos de primera necesidad. Yo tenía once o doce años. Todo eso me marcó porque coincidió con el desmoronamiento de mi familia, una crisis en la que también jugó lo económico y el contexto del país. A pesar de toda la locura en la que estaba sumido el país, que siguió por unos meses más, regresé a Argentina el 18 de enero de 2002 para empezar el tratamiento. La complicada situación del país me favorecía. Mis dólares ahora valían cuatro veces más que unos meses atrás, y al pesificarse los precios, todo estaba muy barato. Mi tratamiento pasó de costarme trescientos dólares a trescientos pesos, o sea menos de cien dólares. Con la profunda crisis económica y social de la Argentina, empezó también un proceso de «latinoamericanización». Argentina siempre fue un país que miró a Europa, la mayoría de su gente tiene raíces europeas, pero a partir de 2002 empezaron a mirar y a abrirse hacia Latinoamérica. Claro que todo ese proceso ha sido muy lento y todavía estamos viviéndolo. La gran cantidad de extranjeros latinoamericanos que viven ahora en Argentina no se veían cuando recién llegué. Argentina estaba llena de peruanos, paraguayos y bolivianos que buscaban dinero para enviar a sus familias en sus países. Pero cuando el dólar cayó muchos se regresaron: ya no les convenía trabajar en Argentina. Otros se quedaron porque ya habían armado sus vidas en el país, pero no se veía a latinos estudiando y trabajando en sectores de clase media y

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alta. Seguro que los había —Argentina siempre fue una meca cultural y educativa—, pero era demasiado cara acceder a ella durante los noventa. Hoy, si bien el país se ha vuelto a encarecer mucho, a diferencia de la primera década del siglo XXI, está más accesible y hasta barato para economías como la de Ecuador, que está dolarizada, u otros países como Colombia, Perú y México, que vienen bastante estables y saneados en sus economías. El punto es que este proceso de apertura me favoreció. En 2003 la televisión buscaba por intereses económicos recuperar un espacio en el mercado latino que años antes no le interesaba. Empezaron varios proyectos de telenovelas y series que se grababan en Argentina, pero iban dirigidas a los mercados de latinos en Estados Unidos. Para abaratar costos buscaban la mayor cantidad de actores latinos que vivieran en Argentina y que hablaran «neutro», es decir, con un acento que pudiera representar a la mayoría de países latinos, sin usar los modismos y formas de hablar argentinas. Yo entraba perfecta en esa descripción, así que pude ganarme varios buenos trabajos en la tele durante mis primeros años en el país. Pero Argentina tiene miles de buenos actores y además lindos, y además especiales y talentosos, y era bastante duro ganarse un lugar. Después de dos años buenos para mí, vino la meseta y no me llegaba ni un trabajo. Tampoco podía buscarme la vida en Lima porque me estaba yendo bien en la clínica y era una locura abandonar el tratamiento. Debía seguir yendo a la clínica y trabajar en el Perú significaba dejar de ir. Así que me las aguanté y, con el rabo entre las piernas, muchas dudas e inseguridades, seguí esperando el dinero que me llegaba de mi familia, cada vez con más sacrificio. Pero

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Dios me sorprendió nuevamente con otra señal y me dio algo que a largo plazo sería mi pasaporte para iniciar mi independencia económica y mi realización personal. Me puso en el camino la escuela de cine. Durante 2002 todo lo que hice fue estar en la clínica y estudiar teatro una vez a la semana. En 2003 conseguí un papel de reparto en una telenovela que era una coproducción con Colombia y cuando no grababa estaba en la clínica. En 2003 también estrené una obra de teatro y grabé un corto con Lito Cruz, un gran actor argentino, que se estrenó en el cine y ganó premios. Justamente haciendo el casting de ese corto es que conocí la Enerc, la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica. Estaba en las instalaciones de la Enerc, esperando a que me tocara el turno para hacer el casting, cuando un señor, que resultó ser el coordinador de alumnos y después se convirtió en un gran amigo mío, Rodolfo, me preguntó si había ido a inscribirme para el examen. Le dije que no, pero le pedí más información y me contó que en dos meses serían los exámenes para ingresar a la escuela a estudiar cine, que dar el examen era gratuito y que si ingresaba serían tres años de estudiar la especialidad que yo eligiera: guion, fotografía, producción, montaje, realización o sonido. Algo muy fuerte me impulsó a inscribirme. Total, ¿que tenía que perder? Ni siquiera dinero, porque el examen era gratuito y la carrera también. Solo que entraban diez alumnos por especialidad y se inscribían miles. Era difícil pero nada costaba intentar. Al fin y al cabo, yo debería seguir en Argentina sí o sí y era mejor ocuparme en algo que me gustara. Con ese pensamiento fui en diciembre a rendir el examen de ingreso. Duró ocho horas

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con un intermedio para almorzar y, como todo lo que uno hace sin tensión ni grandes expectativas sale bien, pasé a la segunda etapa. Había gente tan nerviosa que abandonaba a la mitad. La cabeza nos juega muy malas pasadas, los nervios y el miedo son los culpables de muchos de nuestros fracasos y no nuestra incompetencia. Pero yo pasé a la segunda etapa, y eso significaba un examen oral con varios profesores que te entrevistaban y te pedían que hicieras ciertos ejercicios y te preguntaban tus metas y gustos. También pasé esa segunda etapa y me llamaron para decirme que ya era alumna de la Enerc. No tenía idea de lo que ese hecho cambiaría mi vida. Estudiar allí me ha dado una formación académica que no tuve nunca, porque me dediqué a trabajar desde chica y solo me formaba en talleres. Me hizo entender que estaba bien equivocarse, que eso era parte de aprender. Experimenté la vida estudiantil, salir a tomar una cerveza después de clases con los compañeros, juntarse para hacer los trabajos, tomar riesgos, competir, debatir horas sobre cine y arte, y tantas cosas que antes no había experimentado en el ámbito tan seguro de la vida de estudiante, porque yo había quemado etapas. Ahora la vida más ordenada y Dios me estaban dando la oportunidad de volver a épocas que me había saltado. Eso es muy sanador. No se puede acelerar el crecimiento ni es bueno para la autoestima. Para eso existe un orden en la vida: no se puede correr sin saber caminar. Terminé mi carrera de guion de cine en 2006 y tengo un título oficial. Puedo dar clases en lugares públicos del país y, cuando mis hijos crezcan, pienso cursar un par de años más y licenciarme en Educación Artística. La Enerc me ha dado una segunda profesión, pero sobre

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todo ayudó a que me realizara como una persona creativa, ya que yo siempre escribí: toda mi vida tuve un papel y un lápiz a mi lado. Escribir ha sido la única actividad sagrada en la que me he sentido siempre totalmente yo misma.

Mis abuelos Cuando llegué a Buenos Aires el 18 de enero de 2002, me acompañaba mi hermana menor, Francesca. Estaba de vacaciones y se quedaría un mes a mi lado. Su alma y la mía son compañeras desde hace muchas vidas, no me cabe duda, porque nuestro vínculo es muy profundo y sincero y bonito y sano y amoroso. Cuando ella se fue, vino mi mamá a tomar su lugar. Cuando se acercaba la fecha en que ella tenía que regresar a Lima, le advirtieron en la clínica que alguien debía cuidar de mí. Yo no podía manejar dinero, ni comida, ni medicación por un largo tiempo. Las opciones eran o una familia sustituta o alguien de la mía. Mi mamá no sabía qué hacer. Francesca estaba estudiando Música en el Conservatorio y no podía abandonar sus estudios. Mi hermana Carla, otra alma compañera mía, a la que amo profundamente y por la que me siento profundamente amada, tiene y tenía en ese entonces una familia que cuidar. Mi papá estaba buscando trabajo tras una crisis de desempleo. Mi mamá tenía que trabajar para sostenerme. Mi mejor amiga, Mónica —más que una amiga, es mi alma gemela, mi compañera de ruta—, acababa de dar a luz. Buscó familias sustitutas, pero no quería dejarme allí. Cada día se angustiaba más buscando una salida y llegó la señal. Mi mami estaba hablando por teléfono con mi tía y mis hermanas y les contaba todo este problema cuando

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se les ocurrió una idea que mencioné en páginas anteriores. Chela y Darío, mis abuelos que estaban pasando el verano en Lima, me cuidarían. Mis abuelos tenían más de setenta años, pero así y todo dijeron que sí. Empacaron sus maletas y se fueron a vivir conmigo a Buenos Aires, para cuidarme, durante los años que fueran necesarios. Debo confesar que la noticia me impactó. La primera vez que pisé la clínica, había visto a una chica entrando de la mano de su padre, y yo suspiré y me dije: «Cómo me gustaría que mi abuelo Darío estuviera ahora conmigo y me tomara de la mano, con esa mano ancha y llena de pecas y entráramos juntos, eso me haría sentir segura». Espero que mi papá no se ponga celoso al leer esto. Él sabe que en esa época de mi vida tanto él como mi mamá eran parte de mis conflictos. Pero mis abuelos se habían mantenido sagrados para mí. Y ahora mi madre me daba esta noticia. Otra señal de Dios de que entrar a la clínica era hacer lo correcto. Cuando estás caminando contra la naturaleza, es decir, en contra de ti mismo, en el camino de la enfermedad, dejas de tener señales, las puertas de los milagros se te cierran, las casualidades y la magia se entorpecen, la energía deja de fluir y te estancas. Desde que decidí curarme, con solo tomar la decisión, aún antes de llegar a la clínica, el mundo de los milagros y las señales se volvió a abrir, y empezaron a fluir las cosas, a resolverse. Mi madre partió a Lima tranquila y feliz porque dejaba en su lugar a sus padres, a mis abuelos, que habían sido mis héroes de infancia, a esas dos personas que significaban para mí lo sagrado, no solo por sus casi cincuenta años juntos, frente a mis padres divorciados, sino por su misma casa de

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toda la vida, casa de Navidades y carnavales, casa de veranos y Fiestas Patrias, casa de comida calientita, de largos juegos de cartas en las noches, casa de libros y revistas antiguas, de pescado, gaseosas y natillas, la casa de mi felicidad, de mi seguridad, donde yo viví los primeros años de mi vida, donde fui feliz, frente a las dieciocho mudanzas que transité desde que me fui a vivir a Lima. Mis abuelos llegaron trayéndome un aire de esperanza. A mi mamá la podía manipular, le lloraba y ella sentía pena de mí, y entonces no me daba el chocolate de postre que me habían indicado. Mi mamá no me podía ver sufrir, me sobreprotegía, no podía verme transitar toda la angustia que se debe pasar para curarse: todo el malestar, la ira, la desesperanza, la violencia, la depresión, la ansiedad. En cambio, mi abuelo era muy fuerte, había nacido y crecido en el campo, un valle cusqueño llamado Mollepata. Había sido soldado, había enfermado y pasado cinco años postrado en la cama de un hospital sin esperanzas de sobrevivir. Sobrevivió, sin embargo, y tuvo que aprender a caminar de nuevo, literalmente, porque sus piernas no le funcionaron por años. Tuvo que luchar contra la adicción a la morfina que en la clínica habían usado con él esos cinco años para que pudiera soportar el dolor. Mi abuelo sabía lo que era bueno y malo. Su edad le daba esa sabiduría y su amor por mí, infinito, le daba la fuerza para no dejarme caer. No importaba cuán mal me viera. Mi abuelo era el indicado para cachetearme si era necesario, para abrazarme, para cocinarme, porque era cocinero, y cocinaba en su restaurante de mariscos y pescados del que era dueño. Él era el indicado para no dejarse manipular por mí. Mi abuelo me salvó. Mi abuela hizo su parte

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importantísima. La Chela era el calor de hogar, los detalles femeninos, el toque de color, planchaba con una técnica que traía de generaciones y no quedaba una sola raya en la camisa o el pantalón. Me apena ahora no haber aprendido a hacerlo nunca, pese a todas las veces que me enseñó. Jamás imaginé que años después me casaría con un hombre de camisas, saco y corbata. Mi abuela compraba las flores, limpiaba la casa, lavaba su ropa interior durante su baño en la mañana y me pedía que yo hiciera lo mismo con la mía. Ella nos cosía las medias rotas, los botones, compraba unas cremas riquísimas para echarse en las manos, que siempre olía bien. Mi abuela era suave y dulce: temía a las tormentas de Buenos Aires y nos metíamos en la cama con ella para que no tuviera miedo. Cuando en la clínica me permitieron hacer ejercicios, ella salía a caminar conmigo por los bosques de Palermo y se convirtió en mi personal trainer, porque en Piura iba al gimnasio tres veces por semana y sabía de rutinas de ejercicios. Mi abuela me acompañaba a comprar ropa y para ella todo siempre me quedaba bien. Le gustaba tomarse sus vinos con mi abuelo y se ponía a llorar por las historias tristes de su infancia. Ella era el viento que calmaba a mi abuelo y también el que lo avivaba, porque la Chela, como buena escorpiana, era también celosa, posesiva y lengua larga y venenosa. Con ellos viví dos años, hasta que en la clínica me dieron la noticia de que ya podía hacerlo sola. Fue una fiesta decírselos, como también fue una fiesta cuando me curé de la amenorrea (síntoma común en las anoréxicas) y regresó mi menstruación. Fue una fiesta cuando pasé a módulo 2 (en la clínica el tratamiento consiste en cinco fases llamadas módulos). Fue una fiesta cuando me bajaron la

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medicación, cuando conseguí mi primer trabajo en la televisión argentina en Dr. Amor. Fue una fiesta cuando dejé de vomitar, cuando dejé de fumar, cuando me funcionó el estómago de manera normal y pude ir al baño sin laxantes ni remedios, cuando mi peso se estabilizó. Cada logro mío era una fiesta. Mis abuelos también tuvieron su propia fiesta y aprovecharon para disfrutar la ciudad. A mi abuelo le encantaba Argentina. Habían venido varias veces juntos de visita y ahora, en esta estadía forzosa, salían al cine, a bailar tango, a las ferias de la ciudad, a las plazas, al teatro y a tomarse un vino con agua de sifón. Qué lindos años con ellos, a pesar de todo el malestar del tratamiento.

El vicio arrastra más vicios El mejor amigo de mi anorexia y bulimia era el cigarrillo. Podía fumar hasta dos cajetillas al día, aunque lo mínimo era una. Empecé a los dieciséis. Buscando formas de no comer, me dijeron que el cigarrillo quitaba el hambre. Cuando lo probé me pareció horrible, me mareé y tosí. El sabor era desagradable y el humo me hacía arder los ojos, pero aseguraban que quitaba el hambre y eso me bastó. No tardé en acostumbrarme, porque los vicios están hechos para atraparte rápido. A los dos días de fumar ya no sentía mareos ni náuseas y empezó hasta a gustarme el olor. El cigarrillo me hacía sentir interesante, yo creía que se me veía muy cool. También se volvió una manera de acercarme a la gente o de que la gente se acercara a mí: ¿Tienes un cigarro? ¿Tienes fuego? ¿Fumas? ¿Nos fumamos uno afuera? ¿Sabes hacer aros con el

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humo? Fumar se vuelve un tema de conversación, cuál marca es mejor, cuánto cuesta, cuánto fumas. Fumar se vuelve parte diaria de tu vida, está presente en todas tus actividades, una caminata después de ver una buena película, después de hacer el amor, esperando solo el colectivo, conversando con tu mejor amigo, escribiendo en el café, leyendo, mirando el ancho mar, fumar se vuelve riquísimo. Se convierte en parte de ti, y vas profundizando en esa actividad, mejorando tu técnica, probando nuevas marcas, coleccionando cartones, pipas, alejándote de las embarazadas o de los lugares donde está prohibido hacerlo. Y luego también te vuelves dependiente de otras cosas como chicles, caramelos, encendedores, cajitas de fósforos. Durante los diez años que fumé duro y parejo tengo pocas fotos en donde no se me vea con un cigarrillo en la mano o en la boca. Me encantaba verme fumar, me parecía glamoroso, perturbador, misterioso, sensual. Cualquier momento era bueno para fumarme un cigarrito. Llegué a fumar apenas me despertaba y definitivamente era lo último que hacía antes de acostarme. Durante el día, apenas salía de algún lugar en el que no se podía fumar —un colectivo, el cine, el avión—, me prendía uno como si hubiera estado en penosa abstinencia. El solo hecho de saber que allí no podía fumar me despertaba las ganas. Tener anorexia y bulimia es tener una adicción y la clínica se enfocaba en acabar con todas las adicciones que pudieras tener. La meta era llegar al nudo básico que genera todas nuestras adicciones. Recuerdo el primer día que entré a la clínica. Me presenté en la administración y me pidieron que esperara a ser

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llamada por la doctora. Vi un pequeño jardín a la entrada y me senté cerca del árbol, saqué mi cigarro y lo encendí. Inmediatamente una señora se me acercó y me dijo que estaba prohibido fumar dentro de las instalaciones del hospital. Fumar era algo normal para mí, no lo percibía como malo. En esa época tampoco había una campaña contra el cigarrillo, se podía fumar en casi todos lados y no era un vicio tan caro. Los comerciales de cigarro eran como un poema, en playas paradisíacas o reuniones de amigos que compartían lindos momentos. Apagué mi cigarrillo. «Es una clínica, tiene razón la señora», pensé. Pero cuando empecé los tres meses de prueba en preingreso me dijeron que debía dejar de fumar para siempre. La indicación me entró por un oído y me salió por el otro. Fumé de lo lindo y a mis anchas esos tres meses en casa de Giane. Fumar era el único vicio permitido allí. Cuando empecé el tratamiento de verdad, me advirtieron que debía dejar de fumar, porque de lo contrario no me curaría nunca. No me lo creí. «¿Qué tenía que ver fumar con la bulimia? Lo dicen para asustarme», pensaba. «Yo sé que empecé a fumar cigarrillos para dejar de comer, pero eso fue hace diez años atrás. Ahora no fumo para dejar de comer, fumo porque me gusta, me acompaña y ya no me quita el hambre», les decía tratando de convencerlos, pero en la clínica no oían excusas. Pero como para mí era injusto, decidí que no dejaría de fumar. La doctora me dijo que me iba a pesar, porque el cigarro TAPA los sentimientos, los oculta. Le respondí que eso pasaba con la marihuana, no con el cigarrillo, pero ella me aseguró que TODOS los vicios tapan, ocultan. También me dijo que es la persona la que hace el vicio y no el objeto. Hay gente que

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puede fumar o tomar y el cigarro o el alcohol no llega a ser un vicio en su vida. Hay drogas muy peligrosas que son adictivas, pero alguien sano no se metería en ellas. Solo las personas autodestructivas entran en esas zonas peligrosas y destructivas. El cigarro tiene efectos en el cuerpo pero también en la mente. Prendes un cigarro para calmarte, para sentirte mejor, pero sin querer solo te pones más ansioso. Mientras fumas experimentas totalidad, pero apenas apagas el cigarro estás incompleto otra vez, sintiendo ese hueco, esa necesidad de hacer algo con las manos, con la boca, con tu alma inquieta. Yo estaba en un tratamiento contra mi anorexia y bulimia, e iban a ser muy estrictos con mi conducta. Tendría que dejar de vomitar, de tomar pastillas para adelgazar, de usar laxantes y diuréticos, tendría que dejar de hacer ejercicio hasta subir mi peso a uno más adecuado para mi talla, tendría que comer con normalidad sin controlar mi comida. Por todas estas restricciones y normas, empezaría a angustiarme, ya no tendría el control de mi peso y eso me iba a poner loca. Era en ese momento en que la terapia debía empezar a funcionar y curar. Cuando yo estuviera abierta y vulnerable, sin control de mí a través de la comida, allí, cuando yo me sienta atrapada como una rata y no pudiera evadir mis sentimientos más tristes, mis temores, mis vergüenzas, entonces empezarían a aflorar las cosas que realmente me hacen mal y me duelen y dejaría de pensar en el cuerpo y la comida. Por eso no podía fumar, porque sería encontrar una nueva forma de escape. Entonces, ¿qué sí podía hacer? HABLAR. Lo único que me dejaban hacer era hablar. Por cinco meses estuve sentada en la clínica sin pararme más que para ir al baño. No podía ni comer chicle, porque era también

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evadir y querer quitarme el hambre. Me sentía alterada, loca. Pero sí me dejaban hablar y entonces hablé. Al principio me salía hablar de mi miedo a engordar. Lo hablaba en las terapias grupales, porque estaba prohibido hacer comentarios sobre tu cuerpo o el cuerpo del otro a tus compañeros. Era una regla de honor, porque todos allí teníamos miedo a engordar y, si alguien nos decía algo al respecto sobre nuestro cuerpo, sería fatal, así que nada de comentarios sobre la comida que te dan o le dan al otro, ni sobre tu cuerpo o el cuerpo de nuestro amigo al lado. Si escuchabas a una paciente hacer ese tipo de comentarios, debías pedirle que no lo haga, explicarle por qué y luego decírselo al terapeuta. Las pacientes avanzadas estaban muy pendientes de hacer cumplir esa regla y, como el salón era chico, era fácil saber lo que todos hablaban. El tratamiento que elegí era radical. Hay otros tipos de tratamientos, pero todos tienen en común el factor del habla. Tener anorexia y bulimia, o tener cualquier adicción, es NO PODER PONER EN PALABRAS LO QUE SIENTES. Eso te da miedo, crees que te pueden dejar de querer, te da vergüenza, crees que se van a reír o que tus ideas o sentimientos son tontos. Te da terror aceptar que esos sentimientos tan bajos, mezquinos y feos son tuyos, te da pánico abrir esa puerta y no saber cómo cerrarla otra vez. Por eso el camino de recuperación es poder hablar, poder poner en palabras lo que te pasa. Y no es fácil, pues estamos acostumbrados a decir discursos que tenemos armados desde hace años, discursos sobre lo que pensamos de las cosas, discursos sobre nosotros mismos de lo que creemos que somos, todos discursos hechos, ponemos play y funcionamos automáticamente. Las personas sanas tienen amigos para

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poder compartir sus verdaderos sentimientos. Hay otras que no necesitan de nadie porque tienen un diálogo íntimo consigo mismos muy verdadero. No se engañan o intentan no hacerlo; de hecho, todos tenemos un grado de «locura», pero los que enfermamos, al punto de ser presos de una adicción, es que nos hemos creído nuestro propio discurso armado y nos hemos desconectado de nuestro interior: no sabemos qué sentimos, qué somos y qué queremos.

Mi batalla para dejar de fumar Había pasado un año en terapia. Venía haciendo las cosas bien, había dejado de vomitar y pude lograr estabilizar mi peso. Me sentía bastante tranquila. Además, estaba empezando a dejar de pensar en el cuerpo y la comida, y trabajaba en terapia temas de fondo como la relación con mi mamá, mi baja autoestima o mi necesidad de que los demás me aprueben. Pero seguía fumando. Eso no lo decía en la clínica. Total, no veía que fumar afectara mi evolución. La cosa cambió cuando me contrataron en Telefé para grabar la telenovela Dr. Amor. Mi personaje se llamaba Susana, era la secretaria del Dr. Amor y tenía una historia romántica muy bonita con el dueño del bar de la clínica. Susana era un personaje ligero, superficial, cómico, que vivía chismeando con otras secretarias de la clínica. El personaje salía en casi todos los capítulos, las grabaciones eran diarias y de pronto volví al ritmo intenso de las luces y las cámaras. La telenovela era una coproducción colombiana, argentina y ecuatoriana, que aspiraba ser vendida al mercado latino en Estados Unidos. Habían contratado de Colombia a las actrices de Yo soy Betty, la fea y a otros

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actores conocidos de Ecuador. La única peruana era yo, pero a mí no me habían traído de ninguna parte. Pero como era extranjera, los técnicos y demás actores asumieron que yo era del grupo de actores importados que vivían en los lindos departamentos que la producción alquilaba para ellos. Me costaba estar explicando que yo ya vivía acá y además responder a sus preguntas de para qué había venido. Cuando la novela se estrenó, la prensa empezó a hacer notas. Y empecé a armar otra vez discursos falsos sobre mí, a arreglar la realidad a mi conveniencia para no explicar lo de mi bulimia y la clínica. Sé que no tenía por qué decirlo, porque es normal tener una vida privada y no dar explicaciones de tu intimidad, pero a mí todo esto de encubrir y disimular me pesaba, no sabía cómo manejarlo. Ocultar esa parte de mi presente era difícil, debido a que iba todos los días a la clínica y estaba viviendo una transformación profunda. Era extraño sentir miedo de contar mi verdad. En el Perú se enteraron de la novela y sacaban notas de mi nuevo trabajo. En esas notas se me veía tan triunfadora, algo que yo no sentía para nada. Actuar sacó a flote muchas trabas que siempre tuve. Empezó mi inseguridad, el sentir que era mala actriz, y a temer que ese fuera mi último trabajo en televisión, porque se iban a dar cuenta de que no servía. Empecé a enroscarme, una idea negativa me llevaba a la otra y por un momento creí que la pesadilla empezaba otra vez. Por otro lado, me llenaba de vergüenza ser una desconocida en ese país. Me llenaba de vergüenza ser la única extranjera que no había sido traída para la novela, tener veintisiete años y estar en una clínica. En resumen, me sentía fracasada. Estoy segura de que Dios me puso esa novela en mi camino porque pude trabajar todos esos temas en el grupo y

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en la terapia, temas que hasta ahora no habían surgido porque no estaba actuando. Fue buenísimo, pero duro y difícil, porque la primera reacción fue ocultar mis sentimientos, hacerme la superada, empezar a decir que todo estaba bien, quedarme en las anécdotas, y fumar más y más. Un día en la terapia confesé que seguía fumando. Todos me miraron extrañados, porque pensaban que ya había dejado de hacerlo. «En verdad nunca lo dejé», les dije. Fueron meses bravos, de mucha tensión personal, en los que intentaba no derrumbarme en el trabajo y hacerlo bien mientras mis inseguridades me comían. En la clínica no me dejaban en paz con el tema del cigarro. Me preguntaban todos los días cuántos cigarros había fumado el día anterior: me sentía acosada, presionada. Me decían que, mientras siguiera fumando, no iba a pasar de módulo, que se retrasarían en darme el alta. Decidí no mentir y a sus preguntas diarias contestaba que seguía fumando. No mentir, no mentirme, fue una decisión muy sabia. La terapia estaba haciendo efecto de a pocos. Ante tanta inestabilidad, necesitaba al menos ser sincera con la terapia. Una chica del grupo me prestó un libro de Carl Gustav Jung, Arquetipos e inconsciente colectivo: fue la primera señal de una nueva ola de señales en mi camino. Adoro a Jung aunque no lo entienda mucho. Devoraba el libro en mi camarín mientras esperaba que me tocara grabar. Tenía que leer varias veces un mismo párrafo porque me era confuso, no comprendía con facilidad los conceptos, pero no me importaba no entender cada detalle: me quedaba con ideas generales, con sensaciones, dudas y hallazgos. Empecé en serio a intentar dejar de fumar. Había días en que solo fumaba un cigarrillo, llevaba en una libretita la cuenta de cuántos cigarrillos fumaba día por día, a

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qué hora, en qué momentos, para así intentar darme cuenta cuándo me daban ganas de fumar. Pero era muy difícil, a veces mandaba todo al diablo y fumaba quince en un día. Seguía leyendo el libro de Jung y un pasaje de él me recordó a un sueño que había tenido años atrás. Yo estaba perdida en un bosque. Debía llegar a un lugar, pero no sabía cómo. Caminaba entre la melaza y árboles gigantes que tapaban el sol y de pronto, delante de mis ojos, se abrió un claro y apareció un puente muy largo. Estaba hecho de sogas y se veía inestable. Miré hacia abajo y el precipicio era profundo. No llegaba a ver el fondo. Una densa neblina venía del otro lado del puente hacia mí, por eso tampoco podía ver qué había al cruzar, pero no podía volver, algo me lo impedía. No era algo concreto, simplemente sentía que no tenía más opción que cruzar. Con mucho miedo empecé a cruzar despacio, pero el puente se movía mucho. Me agarraba con fuerza de las dos barandas de soga que había a cada extremo, sin mirar abajo. La neblina se acercaba amenazante y de pronto el sol desapareció. Una enorme nube negra se posó sobre mi cabeza y el paisaje se veía oscuro y peligroso. Me detuve petrificada de miedo en el medio del camino, viendo cómo la niebla seguía acercándose. Me desperté. El pasaje del libro trataba del concepto de tu propia sombra, de eso que no puedes ver de ti mismo y entonces se expresa como una sombra que te amenaza. También mencionaba que hay ciertos aspectos negativos que están ocultos y que debes sentirlos plenamente para poder iluminarlos, porque, si no los integras a tu conciencia, te juegan en contra, te juegan como demonios. Todo esto que digo es la interpretación que saqué del libro en ese momento, y al leerlo

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pensaba en este sueño, pensaba en todos los temas que venía trabajando en terapia. Me preguntaba qué era lo que evadía con el cigarro y para descubrirlo debía enfrentarme a eso que la ausencia del cigarro me hacía sentir. Cuando dejaba de fumar, la ansiedad me mataba, necesitaba con urgencia volver al cigarrillo porque me venía un malestar al cuerpo horrible, quería fumar y necesitaba fumar para tranquilizarme. Entonces una palabra empezó a retumbarme en la cabeza y en el cuerpo: ANSIEDAD. Yo era súper ansiosa y lo sigo siendo. Tal vez nunca deje de serlo, pero debo sentir mi ansiedad por completo, debo quedarme con ella por más que me carcoma. El libro me invitaba a sentir mi sombra, a sentir mi ansiedad, no a evadirla. Debía cruzar ese puente y sentir toda esa niebla sobre mí, ver qué había del otro lado, debía dejar de evadir mi ansiedad. Era la batalla contra mi demonio, y en las batallas se sufre, no es poética como si la leyeras, ni es exaltante como cuando ves luchar las guerras en las películas; es una batalla verdadera y pelearla es feo, hay que pasarla mal. Me propuse dejar de fumar. Me propuse pasarla mal, aguantar esa ansiedad, sentirla completamente. Era una cuestión de orgullo, porque fue horrible verme tan desesperada por un cigarro. Ese día dije no fumo más, ni uno, ni quince, ni diez, no fumo más, ni siquiera el último de despedida. Era el 16 de julio de 2003. Hoy ya hace casi diez años que no fumo. La primera semana fue muy fea. Me levantaba como si hubiera fumado a morir la noche anterior, me dolía la garganta, tenía sabor a tabaco en la boca, me costaba respirar. También me salieron granos en la cara, pese a que nunca había tenido granos, ni en la adolescencia. Tenía un humor

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que ni yo misma me aguantaba, agresiva, intolerante, impaciente, ciclotímica, lloraba de todo, me enojaba de todo. Me aburría porque no sabía qué hacer. Tuve que inventarme nuevas cosas para que no me hicieran recordar al cigarrillo. Leía mucho, escribía cartas de despedidas al cigarro, estaba tan determinada a sentir mi ansiedad que ni caramelos comía para apaciguarla, nada. Sentir ansiedad es sentir ganas de explotar. Caminas de un lugar a otro pensando en fumar, pero no puedes hacerlo. Nada te saca de tu intranquilidad: quieres leer, ver una película, dar un paseo, pero nada te satisface. Yo parecía un tigre encerrado, la gente notaba mi cambio. Decidí poner en palabras mis sentimientos. Empecé a escribir mucho y a hablar. Hablaba con mis amigas y mi familia, pero tampoco quería ser reiterativa ni cargarlos con mis cosas. Por eso llamaba más a los chicos del grupo. Nuestra consigna era esa: estar abiertos a escuchar y sentir tener la confianza de poder llamar si nos sentíamos mal. Yo hablaba para sanar y mejorar, para desahogarme, para escucharme a mí misma y también escuchar lo que el otro quisiera decirme. Llamaba para pedir ayuda, no para que sintieran pena de mí, no se trataba de hablar buscando compasión. Se trataba de sanar. Poco a poco la vida sin el cigarro se fue aquietando. Mientras más días pasaban, más fuerza tenía para no volver a fumar. Me ayudó también el pensar en un día a la vez, sin grandes proyecciones futuras, comprometerme con fuerza con ese día y nada más. Y así, creo que a los dos años ya ni siquiera recordaba cómo era fumar, ni se me pasaba por la cabeza volver a hacerlo. Lo mío no fue una decisión de salud

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física, sino de salud mental, que de paso me hizo respirar mejor, oler mejor, tener menos ataques de asma y, sobre todo, menos ansiedad.

Hago lo que puedo Los que sufrimos o hemos sufrido de anorexia y bulimia tenemos en común ser autoexigentes. Es una exigencia que nos lleva a ser nuestros peores críticos. Nada de lo que hacemos está bien: nos medimos con la vara más dura, y eso solo nos causa sufrimiento, impotencia y angustia, porque nunca llegamos a nuestra meta. O nos ponemos una meta demasiado ideal o esperamos de nosotros una perfección que no existe. La exigencia desmedida es solo una forma más de autodestrucción, no es un camino seguro ni flexible para transitar. Por el contrario, la exigencia extrema es el camino del fracaso y de la infelicidad. Con tanta exigencia nunca hay lugar para la satisfacción, para el disfrute, para relajarse y dejar que las cosas sean como son. Yo creo que todo se puede lograr. Aunque seamos muy malos para esa actividad que queremos hacer, con paciencia, esfuerzo y constancia se logra; aunque la vida no nos brinde las cosas fáciles, siempre hay alternativas para elegir. Lo único indispensable para lograr nuestros sueños es fe en nosotros mismos, autoestima y mucho cariño que brindarnos. Los procesos son muy lentos y mejorar lleva tiempo, pero no tenemos ese tiempo para con nosotros, somos más bien intolerantes con nuestras limitaciones, implacables con nuestros errores, muy malos amigos con nosotros mismos. Me descubro reclamándome de mala manera que tendría que hacer mejor las cosas, sobre todo en los temas relacionados

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con mis hijos. A veces no sé cómo manejar ciertas situaciones cotidianas y me molesto muchísimo conmigo. Quiero que esté todo perfecto, que los chicos coman todo, que se porten bien, que sean educados, que no se peleen entre ellos, que la casa esté siempre ordenada, pero tienen dos y cuatro años. Entonces hay que enseñarles, hay que ponerles límites, protegerlos sin sobreprotegerlos, castigarlos sin lastimarlos, que no se den cuenta de que me vuelven loca, no perder el control, ejercitar la tolerancia, ser decidida y contundente sin parecer la loca gritona que parezco: ¡¿Cómo hago todo eso?! ¡¿Y encima trabajar?! ¡¡¡¿Y encima sentirme linda para mi marido?!!! Una amiga observó que me estaba sobreexigiendo demasiado y me recomendó hablar con otras mamás. Así lo hice y fue muy bueno, porque noté que casi todas sentían lo mismo que yo. Ninguna era la mamá perfecta. Ser mamá también es un rol que se aprende, y de seguro hago un poco mejor las cosas con mi segunda hija que con el primero. El que esté más tranquila, menos rígida y perfeccionista conmigo misma hace que esté más tranquila con ellos y ellos más tranquilos conmigo. No digo que dejaron de ser los dos palomillas que son, y que yo ya no sea la loca gritona, pero al menos la pasamos mejor y hay más armonía en la casa para todos. Una de las mamás me dijo una frase que estoy usando como mi bandera: «Hago lo que puedo». Y es verdad, doy lo mejor de mí. Ahora puedo dar esto, tal vez más adelante pueda dar más, pero hoy, con esto que soy, hago lo mejor que puedo. Y en el fondo es así, la gente no hace lo que quiere, hace lo que puede, y si fuéramos más benévolos con nosotros mismos en vez de inquisidores, si fuéramos menos exigentes

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y más abiertos a equivocarnos, a probar, a compartir nuestras vicisitudes y a escuchar las de los otros, podríamos más. La idea de tratarnos mejor, para las personas muy exigentes, es en esencia incoherente, imposible. Vivimos viendo los errores, al acecho de descubrirnos nuevas imperfecciones, físicas y espirituales, porque no entendemos nuestra naturaleza tan perfecta y limitada a la vez. Yo convivo con mi exigencia, siempre dispuesta a escuchar a los demás, pero no dispuesta a escucharme a mí misma sin juzgarme, sin herirme, sin tolerarme. Cada día debo recordar que soy yo a quien tengo que amar con toda mi alma, porque es el amor el que te da fuerza y sabiduría para amar a los demás. Cuando no estoy bien conmigo, cuando me siento menos y nada de lo que tengo o he conseguido me parece importante, entonces no estoy bien con mis hijos, con mi marido, con el mundo que me rodea. Debo primero abrazarme para poder abrazar. Y ese trabajo es diario; a veces sale solo, pero otras veces cuesta. Esas son las batallas que sigo luchando ahora que no evado mis problemas a través de la comida. Cuando tenía el grupo de autoayuda y estaba en el tratamiento era todo más fácil. El grupo está entrenado para escuchar, para contener, para alentarte en tus caídas a que te levantes de nuevo. Pero cuando ya dejas ese espacio tan protector y sales a vivir tu vida como todos, debes agenciártelas para seguir bien y elegir gente que te haga crecer y comparta contigo tu apuesta de vida, tu modo sano de vivir. Nadie vive en un cuento de hadas. La vida real está llena de conflictos que superar y, gracias a esos conflictos crecemos, gracias a nuestros deseos no cumplidos, a ese vaso medio vacío, seguimos luchando. Terminar el tratamiento no te

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da la seguridad de una vida feliz y linda, no te promete que sabrás manejar bien todas las situaciones, pero sí que estás mejor preparado para enfrentar la vida y poder VER la realidad y reflexionar sobre los caminos que tomas.

Un príncipe azul Conocí a José después de dos años de estar en tratamiento, fue en el casamiento de mi amiga Gianella con Pedro Cernadas. José es uno de los mejores amigos de Juan, el hermano de Pedro. No fue amor a primera vista, pero algo dentro de mí me dijo que aceptara su invitación a salir. Llegó el día de nuestra primera cita, yo estaba esperándolo lista sentada en la sala de mi casa, pero nunca vino, me dejó plantada. A los pocos días me llamó para salir, y yo le advertí que no me dejara plantada otra vez. Se quedó mudo, no sabía de qué le hablaba, me juró que realmente no se acordaba de esa cita. Según él, cuando me conoció en el casamiento estaba bastante borracho y solo me recordó cuando encontró mi número de teléfono anotado en una servilleta de papel en el bolsillo de su pantalón. El tono de su voz me daba confianza, le creí y acepté su segunda invitación. Estaba nerviosa, más que la primera vez: no sabía qué ponerme, la ropa que usé en esa supuesta cita que nunca sucedió ya no me convencía, no sabía cómo era él, lo había visto solo una vez en esa boda y ambos estábamos vestidos de traje elegante, yo con un vestido largo tornasolado que me quedaba pintado y el pelo recogido en un moño, y él de saco y corbata. Como quería agradarle, pensé que la mejor opción sería vestirme para mí misma, cómoda, sexy, fresca, algo con

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lo que me sintiera muy bien. Elegí un polito de algodón sin mangas y con lindo escote en V, ceñido en el busto y suelto en la cintura, color vino fuerte. Me puse un jean azul, sandalias con taco pequeño y el pelo suelto, solo lápiz de labios y lo demás al natural. Él me confesó que no tenía idea de qué tipo de mujer aparecería por esa puerta. Recordaba que le había gustado pero no recordaba mis facciones. Cuando bajé todo se dio de manera muy natural, nos saludamos, entramos al auto, el auto no encendía, él se puso nervioso y quería llamar a la grúa, pero yo lo convencí de empujarlo a ver si arrancaba. Entonces, ayudada por el portero de mi edificio, empujamos el carro cuesta abajo hasta que arrancó. Eso lo relajó mucho a él, era nuestra primera anécdota juntos. La segunda, diría yo, porque que me dejara plantada había sido la primera. Mi invitó a comer a un restaurante muy lindo de San Isidro, el barrio donde él vivía en las afueras de la capital, cerca del río. Nunca más hemos vuelto a ir a ese lugar. Yo pedí pescado, que era lo más caro en la lista. Supongo que él creyó que me estaba cobrando la plantada, pero juro que no: pescado era lo que más me provocaba comer. José pidió una pasta y empezamos a conversar de nosotros. Me di cuenta de que estábamos en un momento de vida parecido, con ganas de despegar laboralmente, con ganas de profundizar en nuestra vida, de sentar cabeza, de estar tranquilos sin peleas, sino más bien concentrados en crecer, en vivir desde un lugar positivo. José no le temía al compromiso y ya desde el primer encuentro se me hizo evidente que era un hombre serio. Yo había siempre escogido a hombres mujeriegos, llenos de problemas existenciales. La mayoría parecía necesitar ser rescatados de algo, y yo encajaba en el lugar de salvadora. Era

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la forma perfecta de distraerme de mi propia vida. Pero José la tenía clara, no necesitaba de nadie que lo salvara de nada, tenía su profesión, su trabajo, sus sueños de crecer y sus planes trazados para lograr ese crecimiento, era un hombre independiente, sin vicios, sencillo y muy realista, práctico y romántico también. Me sentí cómoda con él desde el primer momento. Fue muy lindo concentrarme en él sin pensar en la comida ni el postre. Me sentí libre y confiada para ser yo misma. Por eso, cuando me preguntó por lo que estaba haciendo en Buenos Aires, le dije de una y sin anestesias que había llegado al país para hacer el tratamiento de rehabilitación de anorexia y bulimia, y seguí comiendo como si nada. No volvería a elegir mal: esta vez quería algo sincero, una relación basada en el respeto, en la confianza, en la verdad, una relación que fuera despacio, que creciera de a pocos, en donde el amor fuera apareciendo a medida que nos fuéramos conociendo de verdad. No quería idealizarlo y viceversa. No quería que él se enamorara de la actriz conocida, ni yo enamorarme de su talento, ni de su profesión. Quería una persona real, más allá de su rol y trabajo. Quería una pareja sana con ganas de apostar por una relación. Ya para miedosa y enroscada estaba yo. Si los dos éramos así, saldríamos perdiendo. Por eso me dije a mí misma que sería sincera, aunque eso costara no verlo más. José escuchó mi confesión y siguió comiendo, no dijo nada, dejó que yo hablara, y después de un rato me preguntó cómo estaba con respecto a la enfermedad. Y le dije que bastante bien. Respiró aliviado: estoy segura de que él tampoco quería meterse de salvador de nadie, es un hombre muy sano. Pero yo estaba todavía enferma, solo que peleaba como loca por mi salud y eso le gustó.

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Le gustó mi sinceridad, le gustó mi sentido del humor, mi cultura diferente de la de él, ni siquiera sabía que yo era actriz, jamás me había visto actuar, y no tenía ningún preconcepto de mí. La noche fue muy linda, divertida, espontánea. Me cautivó su simpleza, sus maneras suaves y tranquilas de hablar y escuchar, sus maneras tan firmes de moverse y desenvolverse. Era un hombre muy de la tierra, apasionado y también cerebral. Después me llevó a mi casa y salimos otra vez a los dos días. Me invitó al cumpleaños de uno de sus mejores amigos. Me asusté, pero a él le parecía normal llevarme, quería que me conocieran. La tercera salida me llevó a donde sus papás y ahí sí que casi salgo corriendo: «Este hombre me quiere casar», pensé. Se lo dije, él se rio mucho y, cuando le dije que fuéramos despacio y seamos amigos, José fue muy claro y directo: él ya tenía sus amigas, conmigo buscaba algo más. Yo también buscaba algo más con él, pero estaba aterrada, no había sido buena para elegir a mis parejas ni para llevar una relación. Esta vez estaba con un hombre distinto y sobre todo yo me sentía una mujer distinta, así que me arriesgué. José no comparte todos de mis intereses, pero sí los más importantes, caminar, viajar y el arte, le encanta ir al teatro y ver cine, le encanta la música y la pintura. Desde que nos conocimos hace ocho años, no nos hemos separado más. Llevamos seis años de casados y dos hijos, y tenemos peleas bastante fuertes en donde delimitamos nuestro territorio para que ninguno se vuelva asfixiante para el otro. Es difícil ser una pareja, cada uno es muy libre. Él estaba acostumbrado a su independencia, pero ahora hay que coordinar los tiempos de todos, nosotros y nuestros hijos.

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Pero seguimos creyendo en nuestra familia y nos ponemos de acuerdo. Mantener la pareja y la familia es un trabajo diario. Parece una frase hecha, pero no hay que menospreciarla por eso: las frases hechas tiene mucho de verdad. El día a día está lleno de desentendidos, de cambios sutiles de ánimo y sentimientos confusos que van desgastado la pareja y se necesita el ejercicio de la comunicación para ir limpiando el polvo que ensucia las relaciones. Si se acumula mucho, luego es más difícil de limpiar. Por eso lo que te aconsejan las mujeres mayores es: «No te vayas a dormir peleado». Hay que estar sanos para poder armar una pareja saludable, que no te ahogue, que no te maltrate, que te respete, te valore, te apoye, pero también que tú puedas darle todo eso a él o ella, respeto, espacio, libertad, apoyo, valía. Creo firmemente que la mala elección de las parejas que tuve no fue de casualidad. Yo no fui una pobre mujer a la que le tocaron malos tipos. Si permites que el otro te maltrate o avance sobre ti, debes revisar por qué estás permitiéndolo. Creo que elegí consciente o inconscientemente a esas personas porque me eran útiles para algo. Esas parejas expresaban mi propio yo, mi poca salud, mi dificultad para poner límites, para ocuparme de mí. Es fácil creerse el papel de víctima, es el más cómodo, porque le echas la culpa al otro de todo. Si uno empieza a tomar control de su propia vida, entonces vemos nuestra capacidad de acción y empezamos a hacernos fuertes. Las acciones del otro dejan de anularnos, porque nuestro sentido de responder, de reaccionar, de decidir crecer. Creo que a veces sigo cayendo en ese mal hábito de ser la víctima y trato de cambiarlo. José me ayuda mucho, porque me lo hace ver, y no solo en cosas trascendentales sino

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en las cotidianas; por ejemplo, cuando él sale con sus amigos y yo me molesto y me quejo de que no puedo salir igual que él: «porque tengo que cuidar a los chicos, porque estoy cansada, porque él no se levanta varias veces en la noche». Él no se hace cargo de mis reclamos y sale igual, dice que si no salgo es porque no quiero. Nadie me lo impide. Y es verdad, él jamás me impide hacer algo que yo deseo. La que se tiene que poner de acuerdo con sus propios deseos y prioridades soy yo. El día que realmente quiera salir, tener un plan con mis amigas o hacer algo para mí, lo decido y lo hago. Esto, que es tan sencillo, me era difícil, pero lo estoy poniendo en práctica de a pocos, porque no soy una víctima, puedo elegir, y si un día elijo salir hasta tarde, será sabiendo que al día siguiente me tengo que levantar temprano igual. Estar en salud no es ser perfecto, pero es tener la abertura para escuchar los consejos que puedan hacerte mejorar y crecer. Es tomarlos con humildad y tener la fuerza para descartar las cosas que te dicen y que tú no aceptas, porque te confunden, porque no van contigo. Es atreverte a escuchar tu propia voz. Las malas parejas, así como la enfermedad, están en nuestra vida porque nos muestran algo de nosotros. Las dejamos de elegir cuando nosotros cambiamos y buscamos algo más sano. José está muy lejos de ser perfecto: hay miles de cosas de él que me molestan y a él de mí, pero es mi príncipe azul. La balanza sigue pesando a favor de nuestra relación. No sé si nuestro matrimonio durará toda la vida, deseo que sí, pero, más allá del tiempo, lo vivido hasta ahora con él me ha hecho crecer, madurar y me ha devuelto la esperanza en la familia y la pareja. Con él soy feliz y amo. Para mí ser feliz es un

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aprendizaje, pues estuve acostumbrada a vivir la vida como un melodrama.

Grandes amigos Cuando pienso en mis amigos, sonrío. Soy afortunada porque tengo grandes amigos, amigos con los que no es necesario compartir el día a día y aún así la amistad sigue siendo fuerte y linda. Me gustaría nombrarlos a todos porque les debo gran parte de lo que soy, pero temo que en mi emoción me olvide de alguno. Tanto en el Perú como en Argentina he logrado formar amistades sinceras y profundas. Me siento muy orgullosa de mis amigos, de sus avances, de sus luchas, de todo o que son y lo que me dan. Cuando estás enferma te rodeas de gente que también está enferma. Es la única manera de sostener tu proceder destructivo. Si eres adicto a la droga, te rodeas de drogadictos; si eres adicto al alcohol, te rodeas de alcohólicos. No son relaciones sanas. Quizá también sean buenas personas, pero lo que los está uniendo es un aspecto negativo que ambos comparten. Ese vínculo les hace daño a los dos. A medida que avanzaba el tratamiento me di cuenta de que debía terminar con algunas relaciones que iban en contra de mi nuevo estilo de vida, al menos hasta que yo estuviera lo suficientemente fuerte como para no verme influenciada. Muchos de mis amigos fumaban marihuana asiduamente, salían de juerga y volvían a cualquier hora, llevaban una vida desordenada y caótica. Otros tenían una personalidad súper exigente y yo sentía que jamás los alcanzaría, que siempre estaría por debajo de ellos. Era evidente que el 90 por ciento de mis vínculos no

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me hacían bien, no eran relaciones que me satisficieran y de hecho tenía que ver con mi poca capacidad de relacionarme de manera saludable con los otros. Estar sola en Buenos Aires me ayudó mucho, porque no tenía que enfrentarme a mis amigos, decirles que no podía salir, que me vieran día a día en ese proceso tan desestabilizante que fue la clínica durante los primeros meses. Yo extrañaba a muchos, especialmente con los que salía a caminar por horas, con los que podía hacer maratón de cine, con los que podía hablar de teatro y arte toda la noche y sentir que después de esa tertulia era mejor persona, había aprendido, había crecido. Extrañaba nuestros encuentros, los últimos años me había alejado bastante de mi familia y pasaba más tiempo con mis amigos. Pero a pesar de necesitarlos tanto, era mejor no tenerlos cerca, porque nada de lo que solíamos hacer me era permitido en el tratamiento. Durante los primeros meses yo no podía hacer ejercicios y eso incluía caminar por horas. Eso porque mi peso era bajo. Necesitaba primero volver a un peso más sano y recién allí me darían permiso de hacer deportes o actividad física. Tampoco podía meterme al cine por horas, saltándome las comidas o almorzando canchita con Coca-Cola light. Menos pasar toda una noche conversando y tomando un cafecito o un vinito con el cigarro en la mano. En la clínica debía dormir ocho horas como mínimo. No es que sea malo atiborrarse de películas por un día o caminar con una amiga o divertirse una noche hasta el amanecer: todo lo contrario, es buenísimo. Yo ahora lo hago, pero en ese momento debía aceptar que no estaba haciendo mi vida normal. Estaba en un tratamiento y debía manejarme con una disciplina firme, siguiendo las reglas que me imponían. Me costó bastante aceptar que hacer

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el tratamiento significaba cambiar mi vida, mis rutinas. Yo había llegado a esa clínica porque estaba enferma, porque mi vida se había salido de control, porque me estaba haciendo daño y sobre todo había llegado por voluntad propia, nadie me obligaba. Entonces noté que perder el tiempo en cuestionarlo todo no tenía sentido. Podía irme cuando quisiera, pero no tenía adónde ir. Era mejor estar allí y elegí quedarme. Ahora sé que me ayudó mucho que nadie estuviera conmigo en esos momentos en que me desarmaba en pedacitos para de a pocos volver a armarme. Esa soledad me ayudó a poder mantenerme firme en cumplir con las rutinas tan rígidas que proponía la clínica, sin tentaciones con la comida como sucede en los cumpleaños, casamientos, reuniones. Sin distracciones, ni relaciones peligrosas que resolver, sin nada que me hiciera evadir la relación más importante que debía reconstruir: conmigo misma. Pero no se trata de vivir en una burbuja, porque cuando se sale al mundo todo sigue igual y hay que volver a convivir con todo eso, hay que adaptarse. Esa era la contra de estar lejos: yo no tenía todas esas distracciones y tentaciones a las que debía vencer haciéndoles frente. Pero volvía a Lima cada año para hacer ese trabajito: en las fiestas navideñas viajaba al Perú y me reencontraba con todos los afectos, mi familia y mis amigos, con todas esas personas que amaba y me hacían felices, pero también con todos esos conflictos que me habían llevado a enfermarme. Apenas pisaba Lima se descongelaban ciertos sentimientos de vergüenza e inferioridad que estaba logrando vencer en Buenos Aires, se despertaban miedos e inseguridades que creía desaparecidos. Me daba cuenta de que todavía faltaba mucho camino por recorrer.

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Los primeros años de mis visitas anuales intentaba que mi agenda estuviera muy ocupada, quería visitar a todos mis amigos, contarles mis vivencias en la clínica como si fueran una película de aventuras, quería sentir que seguía siendo parte de ellos, de sus vidas, pero eso se fue diluyendo con el tiempo. Era imposible seguir perteneciendo a su mundo cotidiano, solo sobrevivirían las relaciones con los que eran realmente mis amigos, con los que me unía algo más que el pasar tiempo juntos. Cada visita a Lima significaba un aparente retroceso en mi tratamiento, porque me desordenaba con las comidas, con la medicación, con el cigarro. Pero también era capaz de ver con mayor claridad los conflictos, podía analizar mis sentimientos, cuestionar mis relaciones y actividades, mi identidad y valores. Eso era bueno para mi recuperación, pero doloroso y caótico. Regresaba a Argentina muy sensible, confundida y desarmada, pero volvía a mi tratamiento donde tiraba todo ese caos a «la mesa de trabajo» de la terapia y me dedicaba a experimentarlo, analizarlo y a enfrentarlo. Amo a mi familia, me dolía dejar a mis hermanas, mis sobrinos, mis viejos, mis amigos, pero quedarme junto a ellos, todavía sin sentirme fuerte y clara, me hacía mal. Fue una época a la que titulé «Ni contigo, ni sin ti», como la canción, porque sufría de añoranza lejos de mi país y mi gente, pero al mismo tiempo no podía vivir allí. La terapia surtía efecto y mi transformación era lenta pero palpable. Ya no me daba lo mismo fumar o no fumar, comer o no comer, estar junto a gente que se drogaba, porque las drogas me generaban repulsión. Empecé a ver solo a mis amigos más íntimos; algunos de ellos seguían con hábitos

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destructivos que hicieron peligrar nuestra amistad, porque me había vuelto extremista, casi paranoica: no quería que nada ni nadie me quitara el bienestar que había conseguido con tanto esfuerzo. Pero los que eran amigos de verdad comprendieron y con sabiduría y paciencia supieron esperar a que yo llegara al equilibrio y respetara sus opciones de vida sin que ellas afectaran la mía. Los primeros años llegaba a Lima preocupada de cómo iban a encontrarme, sobre todo pendiente de qué dirían de mi aspecto físico. Quería demostrar que estaba bien, que estaba avanzando en el tratamiento, quería demostrarles todos mis avances, pero, intentando parecer correcta, tropezaba. Cuando uno está bien, no hay que aparentar nada, porque mientras más queramos aparentar algo, más delatamos las limitaciones y carencias que queremos ocultar. Los siguientes años cambié el foco, ya no me carcomía la cabeza pensando en qué dirían de mí; al contario, quería llegar a Lima para YO ver a mi familia y amigos. No para que ellos me vieran a mí. Poder mirar sin sentirme mirada fue un gran hallazgo que me permitió desenvolverme con más libertad y genuinidad. Dejar de sentirme el foco de atención, el centro del mundo para darle ese protagonismo a los otros, a mis amigos queridos, a mi familia añorada, me liberaba de tanta expectativa que ponía sobre mí misma. Poco a poco quedaban atrás mis miedos de recaer en hábitos destructivos. Había dejado de fumar, de vomitar, de hacer dietas, de comer mal, de dormir mal, de usar productos para adelgazar, y me sentía fuerte. Disfrutaba de mis visitas a Lima y mi agenda estaba bastante libre para encontrarme con quien deparara el destino, solo veía

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a mi familia y a mis amigos más íntimos. Por lo demás, dejaba que la vida me sorprendiera. Ya no me hacía daño caminar, así que retomé mis largas caminatas. En ese recorrido iba apareciendo gente querida con la que compartía alguna anécdota y capaz después me apuntaba para algún evento en la noche, donde me encontraba con otra gente más. También durante mis caminatas aparecían recuerdos alegres y tristes, en esa esquina, en ese árbol, en aquella tienda, en esa casa, por esta calle, recuerdos que me llenaban el alma, porque necesitaba sentirme parte de mi ciudad, de mi país. Durante mucho tiempo caminé por Buenos Aires sin que ningún lugar me produjera recuerdos que me emocionaran; por eso es que regresaba tan ávida de reencontrarme con mi historia, con mi pasado. Y aquí llega el nuevo abismo que tendría que saltar para seguir con mi camino de rehabilitación. La enfermedad no es estar flaca o gorda, ni dejar de comer; eso es solo una importante, pero pequeña parte del gran todo. La enfermedad se trata de estar disociada, es decir, separada de tu esencia, dividida, fragmentada, sin saber quién eres, sin valorarte. Dije que ya no sentía miedo de recaer en conductas destructivas, pero aparecía otro peligro más importante, más difícil de enfrentar, un peligro que había existido siempre pero que ahora se veía claramente sin las distracciones de los vicios y la comida: el gran miedo que sentía de ser yo, de descubrir quién era y de apostar por mí.

Pedazos de mí Empecé a trabajar como actriz a los doce años, cuando hice mi primera obra de teatro profesional: Heredarás el viento,

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con Reynaldo D’Amore. A los dieciséis grabé mi primera miniserie de televisión, Calígula, y no paré de trabajar como actriz hasta los veinticinco, cuando me fui a Buenos Aires a internarme. No siento que haya hecho grandes actuaciones, pero tuve una carrera medianamente popular en mi país, y salían notas y artículos sobre mi vida y mi carrera. Cerca del momento en que decidía viajar a Argentina, se estrenaron dos películas en las que actuaba, y acababa de terminar de filmar una tercera que se estrenaría pronto. La prensa me llamaba para hacerme notas y yo no me sentía capaz de asumir mi enfermedad ante ellos; por supuesto que oculté mi bulimia y mi futuro tratamiento. Para mí era algo natural de esconder. Había estado haciéndolo desde que me enfermé, y eso provocó que viviera una vida secreta y aparentara otra muy distinta, pero no solo ante la prensa, sino ante mi familia, amigos y ante mí misma. Me daba mucha vergüenza asumir mi enfermedad y por eso intentaba ocultarla, tal vez con la esperanza de que desapareciera al no verla. Después del primer año de tratamiento, me sentía más parecida a la niña feliz que alguna vez había sido en mi infancia de Piura. Tenía la energía de esa quinceañera desfachatada que participó en el concurso que premiaría a la «Paquita peruana», a la que no le daba vergüenza cantar y bailar delante de la cámara. Pero cuando visitaba mi país esa energía fresca empezaba a contaminarse; creo que era por el peso de ocultar lo más importante que me estaba pasando. En el Perú ni la prensa ni la mayoría de mis conocidos sabían de mi proceso de rehabilitación. Al verme me preguntaban qué era de mí, de mi carrera, qué estaba haciendo en Buenos Aires, por qué ya no me veían en la tele. Quería contarles todo lo que estaba

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viviendo y descubriendo, pero me seguía dando vergüenza, no estaba preparada para esa exposición, así que omitía lo de la clínica y respondía que estaba estudiando actuación. Era cierto que estudiaba y una vez por semana asistía al taller de actuación de Juan Carlos Gené, porque la clínica me lo había permitido. Se habían dado cuenta de lo importante que era para mí seguir conectada con mi carrera. Recuerdo la primera clase, cuando se hace una ronda y cada quien se presenta y dice algo de sí mismo. Yo, que ya llevaba un par de meses de tratamiento, dije sin rodeos que había llegado de Lima a rehabilitarme de mi bulimia. Me sentí liberada, como si hubiera matado un fantasma. Durante todo el año del taller nunca más hablé de eso, no afectó a mi aprendizaje ni mis relaciones; al contrario, me sentía tranquila, sin nada que ocultar. En el taller conocí a Vero Argañaraz y Flor Rosemblit, dos personas maravillosas que siguen siendo mis amigas. Ellas fueron a la clínica para «entrenarse» y poder salir conmigo. En la clínica te pedían que tus familiares y amigos vayan a un entrenamiento corto en donde les explicaban la enfermedad y les daban pautas de cómo ayudar al paciente si es que este tenía una crisis o si durante una salida se veía expuesto a la comida u otras situaciones riesgosas. Ese amigo o familiar entrenado era el apoyo de los pacientes fuera del grupo, y si querías salir con tus amigos a divertirte, al menos uno de ellos debía estar entrenado. Flor hizo el entrenamiento para que me dieran permiso de ir a una parrillada que organizaba el grupo de teatro. Fue muy bueno poder decir lo de mi enfermedad sin mayores sobresaltos. Pero en el Perú yo no podía hacer eso. Además de la vergüenza que sentía, me daban miedo las consecuencias; incluso mi familia prefería no dar tantas explicaciones.

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Pasaron ocho años hasta que hablé en el Perú públicamente de mi enfermedad. Ya estaba casada y esperaba a mi primer hijo cuando di mi testimonio en un programa de televisión. Mi familia y mi esposo me apoyaron. Fue una decisión muy meditada. Seguía temiendo lo que la gente pudiera pensar y decir de mí, pero necesitaba enfrentar eso, necesitaba dejar de mentir y dar discursos, necesitaba ser la misma en todos lados, sin tener que preocuparme por ocultar ocho años de mi vida. Además, acababa de terminar mis estudios de cine y me había graduado de guionista. Tenía muchas cosas para decir, para mostrar como artista y el mundo de la anorexia y bulimia era una de esos universos que me interesaba mostrar. Para cuando hablé de mi enfermedad públicamente, yo ya me sentía fuerte de enfrentar lo que viniera, tenía otros desafíos por delante, otras prioridades, una nueva carrera que empezar, un hijo que iba a revolucionar mi vida. Cuando hablé de mi enfermedad, ya estaba muy avanzada en mi rehabilitación, ya había dejado la clínica, la medicación, las restricciones, hacía una vida normal, y parte de cerrar el ciclo interno era poder dejar de sentir vergüenza de mí. La vergüenza es un sentimiento muy profundo que te invade por completo. Si sientes vergüenza de un aspecto de ti, sientes vergüenza de toda tú. Si en el Perú sentía vergüenza de que supieran mi enfermedad, en Buenos Aires empezó a surgir la vergüenza de no trabajar de lo mío. Cuando conseguía un trabajo, me sentía plena, confiada, pero si alguien me preguntaba a qué me dedicaba y en ese momento estaba sin trabajo, decir que era actriz me avergonzaba, porque imaginaba que ellos se iban a preguntar de qué vivía si yo no era una actriz conocida.

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Empecé a sentir una gran necesidad de actuar en algo que sonara internacionalmente o al menos en Buenos Aires, para así demostrar en el Perú y Argentina que seguía siendo actriz y que me iba bien. Padecía el anonimato. Mi autoestima dependía de mi popularidad como actriz: descubrí que para mí ser actriz era figurar. Fue una verdad extremadamente dura y triste de asumir, me odié al descubrir eso, me sentí muy superficial, vacía. Durante el tratamiento fui adquiriendo un conocimiento sobre mí misma que no tenía, empecé a valorar muchos aspectos y a no cegarme ante los que me disgustaban. Forjé una autoestima que se basaba en toda la fuerza que le ponía a mi recuperación, había descubierto que era valiente, que era constante, que era luchadora, que me interesaba el otro y no solo yo misma. También descubrí cosas feas. Lo lindo y lo feo se mezclaban dando paso a mi verdadero yo, un yo que empezaba a aceptar y a querer, pero el camino era largo todavía.

Ser o no ser Ahora me alegro de que haya aflorado toda esa necesidad mía de reconocimiento y popularidad, porque, cuando estaba escondida, me oprimía y me llenaba de vergüenza y pensamientos extraños, nada de lo que yo hacía me alcanzaba, no había posibilidad de crecimiento para mí. Tal vez porque empecé tan chica, y no tuve que luchar por conseguir un lugar como actriz, sentía que no me lo merecía. Además, no sabía si la actuación era realmente mi pasión o fue algo que llegó cuando era joven y seguí por ese camino sin cuestionármelo. Otra de las cosas que dañó mi

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actividad actoral fue mi actitud hacia las críticas, el que a alguien no le gustara mi trabajo me hacía querer abandonarlo todo, no tenía tolerancia a la frustración. Es normal que los niños no la tengan y por eso hacen rabietas cuando no consiguen lo que quieren, pero el adulto debe tenerla. Es parte de ser adultos, porque el mundo no siempre va a responder como nosotros queremos. Buenos Aires fue justo lo que necesitaba para desarrollar esa tolerancia a la frustración y para descubrir las respuestas a esas preguntas mías. Este país exhala cultura, hay un centro cultural cada diez cuadras, y es muy estimulante conocer tanta gente que, más allá de si es conocida o no sea tan productiva en el arte: actores, escritores, dibujantes, poetas, músicos, cantantes o bailarines que generan sus propias obras, sus trabajos, su sustento de vida. Me topé con toda esa gente en distintos lugares, como en las colas de los castings. Competía con varias otras actrices que aspiraban al mismo papel, y así como gané muchos, perdí otros tantos. En esas colas por conseguir trabajo conocí a grandes artistas, al igual que en los talleres que hice, en mis alumnos de guion, en mis maestros, en mis amigos y amigos de mis amigos, caminando por la calle Corrientes o en las plazas donde los artistas callejeros despliegan todo su talento.

¿Soy yo parte de este mundo? ¿Soy una artista? ¿Soy una actriz? La lucha por conseguir trabajo me dio la respuesta. Sí, lo soy: mi ser se encuentra pleno en la actividad de comunicar con

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el cuerpo y con la palabra. Más con la palabra. Los años de estudios en la escuela de cine me ayudaron a construir una seguridad en mí misma como guionista. Pude moldear mi talento, llenar los agujeros de técnica y espero poder crecer la calidad de mi trabajo con la práctica. Adquirir la confianza en mí misma como actriz ha sido un camino más difícil y largo, pero a medida que sigo creciendo y madurando lo fortalezco. Hablo de la actuación y el guion porque son mis actividades, mi trabajo, pero he visto en todos los chicos y chicas de la clínica, de todas las edades, sentir que no son buenos para la tarea que están realizando. En mi grupo Jaime soñaba con ser chef, pero no se tenía fe y seguía trabajando con su tío en algo que odiaba. Mariana era cajera de un supermercado y creía que era la peor del mundo, porque los clientes se molestaban con ella por su lentitud al cobrar o porque les entregaba mal el vuelto. Sandra estaba en el colegio a punto de repetir de año, porque la mente se le ponía en blanco durante los exámenes, pese a que estudiaba. Marcela era profesora de aeróbicos y le atormentaba la idea de que las alumnas consideraran que tenía un cuerpo feo y no quisieran tomar clases con ella. A la mayoría de mis compañeros del grupo de autoayuda de la clínica les costaba confiar en ellos, se sentían menos talentosos e incapaces. Algunos se quedaban paralizados, como Sandra en el colegio, o abandonaban sueños o trabajos, como Mariana, que renunció al supermercado, porque no se daban el tiempo de aprender a hacer las cosas y de mejorar. Marcela, la profe de aeróbicos, tenía unos kilos de más y es cierto que muchos de los que van a esas clases quieren

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que sus profesores tengan cuerpos bien trabajados, porque se proyectan en ellos, pero esa es una ilusión, cada cuerpo es distinto y Marcela tuvo el valor de salir de ese estereotipo. Cuando empezó a adquirir confianza dejó de preocuparse en lo que sus alumnos pensarían de ella: se concentró en elegir más variedad de música para sus clases, armar nuevas rutinas, tomar talleres con técnicas distintas y el resultado fue más trabajo, más alumnos y más satisfacción de todo tipo para Marce. Yo fui a una de sus clases y la pasé muy bien, me divertí, desfogué y sentí cómo mis músculos habían trabajado, porque su rutina combinaba varias técnicas, como pilates, danza, estiramiento, taekwondo, etcétera, y trabajas todo el cuerpo. Marce logró sentirse parte de este mundo, sentirse profesora de gimnasia, de aeróbicos, hacerse su lugar y todo sin lastimar su cuerpo. Ella se curó antes que yo y siempre fue un ejemplo para mí, porque logró superar sus miedos para seguir con su vocación. La Enerc, la escuela donde estudié cine, es muy competitiva. Tiene que gustarte mucho lo que haces para resistir toda esa competencia. Ya lo hueles desde el examen de ingreso, cuando son solo diez personas por especialidad las que ingresan (entran sesenta alumnos) y postulan cientos. Tuve que estudiar mucho para aprobar, que confiar en mí misma para defender mis proyectos y lo que quería comunicar, allí me di cuenta de que mi universo era el arte. No sé si soy buena o mala artista, si soy mejor actriz que escritora o al revés, YA NO IMPORTA. Entendí que importa que me guste, que lo ame, que sea mi mundo. Después ya depende de ti seguir creciendo, formándote, construyendo, reinventándote. He visto a malos actores convertirse en buenos a punta de esfuerzo y

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dedicación, he visto a buenos actores convertirse en malos por culpa de su dejadez e inconstancia. En mi estancamiento y plenitud de mi enfermedad me había quedado con las preguntas existenciales de mi adolescencia y no seguí creciendo. Pero Buenos Aires me hizo madurar. El ser madre también te obliga a madurar, hay que darle de comer a tus hijos, hay que trabajar y, si puedes hacerlo en algo que te gusta, mejor. Así que a ponerse las pilas, a pelearla. Eso es algo muy difícil para las personas que nos hemos protegido en la anorexia y bulimia. La vida laboral, muchas veces agresiva, nos asusta, no tenemos suficiente confianza en nosotros mismos de que vamos a poder ser capaces de realizar nuestros sueños. Entonces no lo intentamos, preferimos quedarnos en esa posibilidad que al menos nos mantiene la esperanza, que el ir a buscar lo que queremos y fracasar. El verdadero error es ver el fracaso como el fin del camino. Perder, fracasar, hundirse, trae mucha rabia, dolor, impotencia, vergüenza pero también grandes enseñanzas y nuevas oportunidades. Lo ideal sería poder ver ese fracaso como la puerta de entrada a algo mejor, pero cuesta mucho ser tan positivo cuando la estás pasando mal. Al menos hay que intentar ser más flexibles, ver las cosas con mayor relatividad y no tan radicales como si solo existiera lo blanco o lo negro. Creo que el pánico que tienen los anoréxico y bulímicos a vivir, al menos eso me pasó a mí, es esa idea fija de que si sus deseos no se cumplen, el mundo se acaba, que no van a poder soportar el dolor. Si no eres flaco, eres gordo y nadie te va a querer. Si no eres el mejor, eres el peor y nadie te va a reconocer, y así cada quien con sus fijaciones de hierro. A

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medida que te vas sanando, empiezas a ablandar esas zonas rígidas de tus pensamientos que te tenían enjaulado.

Cable a tierra Ya dije hasta el cansancio que durante la rehabilitación empecé a conocerme. Antes del tratamiento tenía una imagen de mí misma idealizada y distorsionada en donde solo aceptaba aquello que me convenía. Me sentía como una cometa que vuela por los aires de un lado a otro dejándose llevar por la corriente, con apenas un hilo muy fino sosteniéndola a la tierra. Un par de años después de empezar con mi curación, pude armar otra imagen más completa y realista de mí: me veía como un árbol muy alto lleno de flores y frutos hermosos, de ramas y hojas frondosas y coloridas, pero de tronco muy delgado y pocas raíces, insuficientes para sostener tanta vegetación. Necesitaba fortalecer las raíces, hundirme en el piso como quien se hunde en el barro. Necesitaba tierra, firmeza, cuerpo, me di cuenta de que vivía de las ideas, de la creatividad, de los sueños, de los pensamientos, pero no me era fácil concretarlos. Tiene sentido que me costara, durante años me había preocupado por no subir de peso, porque mi cuerpo se hiciera delgado, casi un hilo, estaba enfocada en «permanecer inalterable» sin visión de futuro, sin hambre de evolucionar, entregada a la tarea de mantener un peso, un rol, una imagen, un sueño, un dolor, una esperanza. No quería cambiar. Quería vivir en el plano espiritual negando mi plano físico y lo terrible era que lo estaba consiguiendo. Pero reaccioné y el alimento que empecé a comer y que tanto le faltaba a mi cuerpo, despertó el hambre de existir, de ser y

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hacer. Empecé a tener ganas de realizar mis sueños, había que materializarlos, enfocarme, concentrarme, comer para tener la energía que necesitaba para las tareas. Durante la enfermedad me envolvían los pensamientos, mi realidad era un monólogo enloquecedor, a medida que ponía en palabras esas ideas, y empezaba a entenderlas, y me conectaba con lo que sentía, sin juzgarlo, una sensación de silencio y paz invadió mi mente. Mi realidad se transformó, se hizo más sensorial, menos mental y yo empecé a sentir su peso, ese peso del que antes quería escapar. El peso del compromiso, de la responsabilidad, del trabajo, del aprender a transitar los procesos, de equivocarse y hacerse cargo, el peso de la gravedad, de la edad, de afrontar consecuencias. La vida me inundaba. Todo lo que venía a mí necesitaba de mi presencia consciente y comprometida si es que quería que tuviera éxito: mi tratamiento, la escuela de cine, mi noviazgo con José, todas bendiciones del cielo, segundas oportunidades. Ahora todo dependía de mí, de mis decisiones, de mi esfuerzo. No me veía más como una cometa frágil flotando en el aire, era un arbolito, y estaba en proceso de convertirme en un roble. Más tarde llegaría la imagen actual que tengo de mí, la de un ser humano común y corriente como todos y como todos también, especial. Pero eso llegaría más tarde. Hasta ese momento, era un árbol.

El roble El tratamiento ordenó mi vida, me ayudó a abrir las heridas para empezar a curarlas. Durante un tiempo necesité medicación, porque a veces hay emociones que, por estar tanto

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tiempo reprimidas o contenidas, salen con tal fuerza que pueden tirarnos al piso. La medicación acompaña el proceso y nos da esa calma que necesitamos para enfrentarnos a situaciones dolorosas. No todos necesitan medicación, ni todos necesitan la misma, ni por el mismo tiempo. Yo la necesité para cortar con los pensamientos obsesivos y circulares propios de la enfermedad: «Estoy gorda, estoy gorda, estoy gorda. No sirvo, no sirvo, no sirvo... Tengo que vomitar tengo que vomitar, tengo que vomitar. Es muy difícil escapar de ese círculo vicioso solo con voluntad, por eso se necesita el tratamiento integral del que ya hablé. Después fueron achicando mis dosis de medicación hasta que dejé por completo de tomar medicamentos. La etapa de abrir heridas, es la más dura. Muchos nunca las abren, prefieren vivir con el dolor de una herida supurando y tomar calmantes. Incluso muchos pacientes y amigos de la clínica, incluso estando en tratamiento, no pudieron abrir sus heridas. Pero soportar ese dolor inicial que sientes al destapar la llaga es la invitación que te hago desde este libro. Cuando las heridas están abiertas crees que todo acaba en ese momento, no tienes idea de cómo vas a hacer para reponerte, para armarte otra vez, para vivir, al menos antes sobrevivías, pero ahora ni siquiera tienes los mecanismos de la enfermedad, estás sin piso ni apoyo, todo es confuso. Pero hay que aferrarse a la vida, hay que HACER, accionar, ir conviviendo con esos sentimientos tan fastidiosos como la rabia, el dolor, la tristeza, el cansancio, porque son feos de sentir pero son muy necesarios, sin pasar por ellos no hay curación. En ese proceso de «enraizarme» a la vida, entré a la escuela de cine. La escuela fue el segundo lugar más importante que tuve para aprender a pisar firme, a manejarme en

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el mundo de la competencia y las relaciones humanas. Para lograr los objetivos que te piden, hay que concentrarse, enfocarse, comprometerse y esos valores se fueron ejercitando en mí durante los tres años de estudios. Además, estudiar es la manera perfecta de conocer gente que tiene tus mismos intereses. Eso me ayudó mucho, ya que yo no soy argentina y las únicas argentinas que conocía eran las chicas del grupo de autoayuda y del teatro. El mismo año en que terminé los estudios en la Enerc me casé con José. Hicimos la ceremonia civil en Buenos Aires y la religiosa en Lima. Disfruté infinitamente de ambos eventos. Mi fiesta de Lima fue la fiesta más divertida y feliz en la que he estado jamás, no paré de reírme y de abrazar y cantar y bailar con toda las personas queridas que compartieron conmigo ese momento tan especial. Nos fuimos de luna de miel a Córdoba en Argentina y a Canta en el Perú, e hicimos de esos viajes una literal luna de miel, envueltos en un clima de dulzura y paz. A los dos años nació Josecito y, después de dos años más, nació Paulina. Entre cada hijo nacieron otras creaciones maravillosas en mi vida, la campaña ABmenos, mis cortos «Entre cenizas» y «Margarita», donde conocí a gente valiosa y trabajé con profesionales de primera, como Gian Franco, Milton, Juan Carlos, actores y técnicos profesionales. Tuve otros proyectos impensados como un viaje por todo el norte argentino llevando una obra de teatro infantil en donde yo hacía de la malvada Maléfica. Los niños me odiaban, cuando salíamos a despedirlos a la puerta todavía con nuestros disfraces, se alejaban de mí, no querían tomarse fotos conmigo, solo con las princesas. Los niños «valientes» que se identificaban con los

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malos sí venían directo a buscarme, pero, en vez de pedirme un beso, me gruñían y me gritaban que no me tenían miedo. Esa aventura me hizo vivir en carne propia la experiencia del teatro rodante, ese que va de pueblo en pueblo, y son los mismos actores con sus vestuarios los que caminan por la plaza promocionando su obra. Viajábamos en una combi y dormíamos en hoteles baratos pero limpios y honrados. Fue increíble el ejercicio de tener que apropiarse del espacio en tan poco tiempo. Actuamos en teatros municipales de ciudades imperiales como Salta, teatros para mil quinientas personas, donde el escenario era tan grande que debía correr para llegar a mis marcas. Y también en el otro extremo, en canchitas de deportes del colegio del pueblo, donde la gente estaba sentada en las sillas de las aulas o el suelo y el camarín eran cuadrados de telas armados con ganchos. Otra gira maravillosa de esa época de recién graduada y casada, y con Josecito de apenas un año y medio, fue con el unipersonal Quiérete, producido por Cyzone y Viva, que trataba el tema de la anorexia y bulimia. Con ese montaje viajamos por la costa peruana, representando la obra en teatros universitarios. Después de la función, cuando terminaban los aplausos, bajaba del escenario o me sentaba al borde de él, y me presentaba como Vanessa, la persona, ya no el personaje de la obra y daba mi testimonio de la enfermedad y escuchaba lo que la gente quería decir o preguntar. Fue muy fuerte estar frente a frente con el público y hablar de igual a igual. También en el proceso de ensayos de la obra me alimentó mucho el director Carlos Tolentino, quien quitó todo tono panfletario del texto y humanizó al personaje. Improvisamos, bailamos, soltamos, buscamos por distintos lugares a esa chica que se parecía a

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mí pero no era yo. Además Milena Alva y Attilia Boschetti, que eran las escritoras y productoras del espectáculo, fueron extremadamente generosas y creativas para que toda la puesta saliera bien. Fue una época tan linda. Esta vez viajamos en avión, con Panchito Salas, Katty, Rolando y Harold. No sigo nombrando porque no quiero olvidarme de nadie. También iba con mi hijo y con una niñera o con mi mami, que lo cuidaban mientras yo daba la función. Quiérete fue una experiencia completa. Me llenó como persona, como actriz, como paciente recuperada, y me dio la oportunidad de dar mis opiniones en las entrevistas para promocionar la obra. Es muy valioso y lindo para mí tener un espacio en dónde puedo opinar libremente y ser escuchada. Tan plena y profunda fue mi vivencia con Quiérete que terminé agotada y decidí volver a casa a tener a mi segundo hijo. A los pocos meses entraba a esta vida, a través de mi cuerpo, Paulina. Todo este cuento sirve para expresarles cómo llegué a sentirme un roble. Me sentía fuerte, útil, dando alimento a la vez que alimentándome. Sentí que estaba curada, que ya había salido del círculo de mi enfermedad. Pero estar sana no significa ser perfecta ni no tener problemas. De alguna manera yo tenía una esperanza infantil e inocente de que así fuera, pero no es así. Para sentirme que era una persona humana tan común y especial como todos los humanos, como me siento hoy, tuve que aprender a hacerme cargo de muchas decisiones de mi vida, de muchas actitudes. Como una mujer sana, madre de dos hijos, la vida me lo exigía.

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Mi maternidad Recuerdo que el temor de algunos conocidos míos cuando quedé embarazada era si me afectaría engordar con el embarazo. La verdad que no me pasó, pero sé de muchas a las que les sucede, y no necesitas tener ni haber tenido anorexia y bulimia. Yo tuve mucho afecto y contención de parte de mi marido; eso me ayudó y mis embarazos fueron lindos y los disfruté. De hecho fue más fuerte para mí después de dar a luz, cuando te queda todo colgando y ya no tienes adentro a un hijo que te justifique. Pero me concentré en aceptar que durante el embarazo, y por lo menos el primer año de vida del bebe, mi cuerpo no sería lo que solía ser, así que me decidí a tomarlo con mucha calma y las cosas se ordenaron solas. Los niños son indefensos. De repente tengo la certeza de que mi vida ya no se trata solo de mí, de lograr los sueños que todavía no pude conseguir, de demostrarle a alguien lo que valgo. Ahora la vida se trata de mí y de mi familia, de esos dos hijos que deseé traer al mundo y que ahora son mi realidad, mi responsabilidad. Mis hijos, junto a mi marido y yo, formamos un clan en el que cada uno tiene sus derechos y deberes, un grupo de cuatro que jugamos como equipo, una pequeña tribu donde cada quién necesita ser sí mismo y a la vez funcionar como un todo sólido donde podamos dar y recibir amor y contención. Suena lindo pero no llega solo: es una construcción diaria, un ejercicio constante de diálogo, flexibilidad, tolerancia y generosidad. De mi parte, además, de mucha aceptación y paciencia. ¿Se puede formar una familia que procure felicidad y libertad a sus miembros, que ayude a vivir una vida saludable,

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que provea de las herramientas necesarias a los más chicos para que crezcan seguros de sí y puedan defenderse en la vida? ¿Se puede formar un hogar dónde los hijos logren separarse de sus padres y construir una identidad propia sin que los errores de sus progenitores los persigan hasta los hijos de sus hijos? No existen familias perfectas: la mía, la de mis padres y hermanas, no lo fue y seguramente la que estoy construyendo tampoco lo es, pero sí existe la salud y podemos lograr que nuestra familia incline su balanza hacia el bienestar y plenitud. Esa responsabilidad recae sobre los padres, los hijos en gran parte son el producto de los errores y aciertos de sus padres. Más allá de que ellos nazcan con sus propios sellos y puedan después liberarse de sus familias para vivir a pleno su propia vida e identidad. Las marcas (buenas o malas) que nos quedan como hijos en nuestra niñez y juventud nos acompañan toda la vida y cuando nos convertimos en padres no podemos evitar marcar a nuestros propios hijos. No es algo voluntario, es algo que deviene de lo que somos. No podemos ocultar quiénes somos. Nuestros hijos nos miran, nos sienten, perciben nuestra naturaleza a veces mejor que nosotros mismos. Por más que les digamos lo que es correcto, ellos copiarán nuestras acciones y reacciones, no nuestras palabras. Si queremos darle lo mejor a nuestros hijos, hay que trabajar mucho en el propio autoconocimiento, en hacernos cargo de nuestras vidas y no pasarles facturas y frustraciones que no les corresponden. Yo, que sigo en terapia, uso ese espacio para reflexionar sobre estos temas, para profundizar en tantas emociones contradictorias que me produce mi maternidad y cada uno de mis hijos, a veces emociones que son negativas. A

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veces me gustaría correr al Himalaya y quedarme sola, lejos de mis hijos y mi marido. A José también le pasa. Me dice a menudo que necesita irse a Brasil, al carnaval carioca, solo, sin los chicos y por supuesto sin mí. Yo me molestaba al principio con esos comentarios, pero tiene razón, y ahora me río, porque yo también me permito sentir lo mismo. Ser padres y además cargar con tus propios demonios y problemas laborales, económicos, emocionales y familiares es bastante y puede llegar a ser agotador, extenuante, pero es la vida del adulto y mientras más la acepto, más valoro los detalles del día a día que me hacen vivir contenta con mi realidad. Antes me ahogaba en un vaso de agua, ahora me tomo las cosas con más tranquilidad. Muchas madres que saben que yo tuve anorexia y bulimia, me preguntan si las dietas que ellas hacen puede afectar a sus hijas adolescentes o me piden consejos de cómo hacer para que sus hijos no caigan en eso. No lo sé. No sé qué contestarles. Yo no puedo decir lo que una madre debe hacer o no, esa relación tan íntima que cada madre tiene con cada hijo, es un mundo muy personal que está formado de percepciones, intuiciones y energías muy sutiles y únicas. No hay fórmulas ni verdades absolutas, pero, en mi opinión, el hijo mira a sus padres todo el tiempo, buscando su amor, su aprobación, su guía y también un modelo a seguir. Mis hijos son muy pequeños aún, pero, según mis vivencias y lo que reviso en mi terapia, creo que cuando algo malo le pasa a nuestro hijo o hija, lo primero que debemos observar es cómo estamos nosotros respecto a él o a ella, cómo es nuestra relación con ellos, nuestros sentimientos (no solo los pensamientos). Yo no hablo de echarnos la culpa, no somos

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las únicas personas en el universo de nuestro hijo, pero creo que hay que vernos como parte de sus problemas, los padres tienen mucho peso para el niño y el adolescente y es la responsabilidad del adulto velar por su salud integral, al menos hasta que esa personita en formación, se convierta en adulto. Es mejor prevenir que curar. Por eso, a esas madres que me preguntan si las dietas que hacen afectan a sus hijas, yo les contestaría que depende, que hagan un examen de conciencia para reflexionar cuál es su relación con su propio cuerpo y la comida, cuánto peso le dan ellas como madres a la belleza física de sus hijos, si suelen dar discursos valorando en extremo la delgadez y rechazando la gordura. Una madre que siempre rechaza la gordura y se lo hace saber a su hija gorda, indirectamente la está rechazando a ella. A una niña le menoscaba la autoestima, porque no sabe separar los rollos de su madre de la realidad. Una madre que le exige a su hija ser una niña perfecta está ejerciendo una presión tan fuerte que tal vez la niña, al intentar complacerla por amor, rompa con su propia salud mental. Pero no solo el rol de la madre juega en la salud mental del hijo. El padre es el sujeto más importante de esta historia, porque es el que podría poner un límite a esta relación madre-hijo que a veces se hace tan pegote, tan fusionada y emocional. Un padre presente, QUE PARTICIPE ACTIVAMENTE EN LA VIDA FAMILIAR Y EN LA CRIANZA Y EDUCACIÓN DE SUS HIJOS, ayuda a que la madre y el hijo o la hija se separen y aporta el toque de realidad que la familia necesita. El padre lleva a sus hijos de la mano hasta la puerta de la casa y los invita a salir de ella, es el que los prepara para enfrentar la vida con garras y dientes. Un padre ausente,

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adicto, maltratador, inmaduro, no solo no cumple su rol equilibrador de la familia sino que puede contribuir a que ese vínculo madre-hijo se haga insano. Así que no solo se trata de hacer dieta o ir al gimnasio, se trata de mirar hacia adentro de la familia para ver cómo está funcionando y en qué se está fallando. Todo esto es teoría, no es fácil VER, no es fácil darse cuenta, PERO LA VIDA SOLA TE OBLIGA A MIRAR TARDE O TEMPRANO. Solo queda vivir día a día y hacer lo mejor que podamos, «a lo mejor resulta bien», como dice la canción.

Tomar decisiones Me gusta ponerme objetivos por escrito. Me parece que cuando escribo las metas se vuelven más reales. No es lo mismo, para mí, pensarlas que verlas plasmadas en una hoja de papel con sus sílabas y letras. Mi esposo no funciona de esa forma: él lleva todo en su cabeza, ni siquiera usa agenda, pero yo cada mes abro un cuaderno nuevo que hace la función de agenda, ayuda memoria, diario íntimo, lluvia de ideas y objetivos a cumplir. Cada persona arma o encuentra una forma de funcionar en esta vida, el método que usemos es personal pero lo que es universal es «eso» que nos hace mover hacia adelante: EL DESEO. Desear estar flacos y que todos nos acepten y nos quieran es válido, uno tiene derecho a desearlo. Pero cuando se tiene anorexia y bulimia no se desea estar flaco; esa es la cara aparente que toma la enfermedad. Cuando se quiere estar flaco de manera obsesiva al punto de dañar tu propio cuerpo para conseguirlo, se busca en el fondo otra cosa, la

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autodestrucción, porque no nos amamos ni nos valoramos. Cuando se necesita con urgencia la aprobación del otro y se desea ser querido incluso sacrificando nuestro propio ser e integridad, la necesidad de afecto es la pantalla que esconde algo más profundo, nuestro deseo de NO SER, nuevamente de autodestruirnos. Desear es un motor poderoso. Por eso, si deseamos destrucción, hacia allí irá nuestra vida, aunque la mayoría no sea consciente de que eso es lo que busca y se pregunte: «¿Por qué me pasan estas cosas a mí?». Pues porque en el fondo lo deseamos, no hablo de los accidentes con que la vida nos sorprende cada tanto a todos, hablo de esas decisiones que tomamos y que no tomamos, porque no decidir también es decidir. Es verdad que la vida nos pone en el camino pruebas y situaciones que no buscamos ni queremos, pero luego siempre hay espacio para tomar una decisión: una postura, una actitud, una acción al respecto, que será crucial para el desarrollo de lo que venga. Ponernos en un lugar de víctimas nos cierra todas las puertas. Antes era casi normal que me sintiera una víctima de la vida, de las circunstancias, de alguna persona o personas. Ahora me doy cuenta de que cada situación positiva o negativa abre para mí un abanico de posibilidades de acción e interpretación, y también puedo elegir la actitud a tomar; entonces decido tomar la que me hace más fuerte, la que me deja espacio para actuar por mí misma, para decidir, no la que me inmoviliza porque siento que nada puedo hacer ante esto que me ocurre. Tengo treinta y cinco años y me siento bastante lejos de la anorexia y la bulimia. Estoy tomando decisiones

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importantes. Han sido años de maduración y análisis los que me han hecho llegar a este punto. Hoy vivo cambios de actitud profundos. Por ejemplo, el decidir no sentirme una víctima de la vida. Así me equivoque en mis decisiones, ejerzo mi libertad y soy cada vez más yo misma. Tengo una familia maravillosa, un esposo que amo y me apoya en todo, una madre dispuesta siempre a ayudarme, tengo hermanas, amigos, gente querida con la que cuento. Pero no es su labor el hacer que mi vida sea feliz, plena, satisfactoria, no es su labor estar pendientes de mis problemas o limitaciones, es mi labor satisfacer mis necesidades. Pedir ayuda es una de las decisiones que ahora tomo cuando las cosas se ponen mal, antes no solo me victimizaba sino que me encerraba, no quería demostrar que necesitaba ayuda, prefería hacerlo sola. Sentirme sola era parte de la puesta en escena. Entonces encontraba las excusas perfectas: no puedo porque no tengo ayuda de nadie, toda mi familia vive lejos, no cuento con apoyo, con el dinero para..., con el tiempo para..., con el talento para..., ya estoy demasiado para... Ante un problema se deben buscar soluciones y quedarte en la postura de «pobrecita de mí», complicará aún más el proceso para encontrarlas. Hay que encaminarse en el sendero de la ACCIÓN constructiva. Hay que desear lo mejor para uno. Hay que creer. Hay que animarse. Los sentimientos e ideas positivas y amorosas te elevan, te ayudan a correr ligero por la vida, pero los resentimientos, odios, pasados no resueltos, culpas, tristezas, se vuelven equipajes muy pesados para llevar. Te ponen denso, tupido, cerrado, pesado, hasta que te quedas sin ganas de volver a moverte.

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Sí se puede, nada pierdes intentándolo: existe para todos una vida sana y feliz, no importa cuánto daño te hayan hecho o te hayas hecho. Cada día vas sembrando tu futuro, te vas hundiendo más en el fango o saliendo de él, tú eliges, solo debes concentrarte en definir qué quieres, si quieres salir o seguir hundiéndote. Pensar en sí serás capaz de lograrlo o no es perder el tiempo. No hay que pensar en cómo lo haremos, ni en si tendremos la fuerza, no hay que pensar en el resultado, solo concentrarnos en decidir, realmente, qué queremos para nuestra vida. ¿Quieres seguir en la anorexia y la bulimia? ¿Quieres salir? ¿Sí o no? Primero decídelo y después irán apareciendo los caminos. ¿Quieres ser feliz y estar bien pero sin dejar la anorexia y la bulimia? Pues esa opción no existe. Hay cosas incompatibles, no se puede estar vivo y muerto a la vez. Se está vivo o se está muerto, se está sano o se está enfermo. No todo es relativo. Si no decides, la enfermedad decide por ti. ¿Qué puedes hacer para salir de la duda? Tomar decisiones, aunque sean simples, pequeñas, sencillas, empieza a decidir por ti mismo asuntos cotidianos, arriésgate a equivocarte. Pero si no quieres salir de la enfermedad, también te comprendo. Cada uno elige su camino dentro de lo que la vida ya determinó para nosotros. Eres libre.

La clave del éxito es pedir ayuda Mi libertad no es solo asunto mío. Me ayudaron a conseguirla y estoy rodeada de gente que me estimula a mantenerla y a acrecentarla; por eso celebro la existencia de todos aquellos que me inspiran de lejos y de cerca, de todos los que amo

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porque con sus existencias, mi vida se llena y es mejor. Una de las cosas más difíciles de lograr fue dejar la postura de omnipotente y aprender a pedir ayuda, hay que saber pedirla pero también saber recibirla. Hay personas que ayudan mucho a los demás pero no se dejan ayudar, yo era una de esas personas. Pedir ayuda es dejar ese lugar de sabelotodo, de puédelo todo, de soberbia, es sacarse la máscara de mujer perfecta u hombre perfecto, y aceptar que no puedes, que necesitas del otro. Pedir ayuda es abrir el corazón, abrir la boca para hablar y decir lo que estás necesitando, y si no sabes exactamente qué necesitas, solo di: AYÚDAME. Si la persona está dispuesta a ayudarte, toma su mano, y recibe su ayuda también con el corazón abierto, sin atacarla, sin defenderte. Esa persona te está dando de sí lo que cree mejor, porque tú la has elegido para entrar en tu vida, tú la has buscado para ayudarte, la has hecho cómplice, y seguro que quiere darte lo mejor de ella. Toma y asimila lo que puedas. Cuando sabes recibir ayuda, todo lo que te rodea te brinda apoyo y asistencia, porque estás dispuesto a sacar del resto una enseñanza positiva y constructiva para ti. Recuerdo a mi primera terapeuta de la clínica. Vivi era muy inteligente y bastante acertada en las observaciones que hacía de cada paciente, yo la admiraba porque realmente era estupenda para deducir y descubrir lo que le pasaba a cada uno. No quería perderme sus terapias grupales porque siempre aprendía de ella. Pero Vivi tenía una «particularidad», para muchos era un grave defecto: su forma cruel de decirnos las cosas. Vivi te cantaba tus verdades sin pudores ni adornos, era directa, franca y brutal, incluso podía llegar a comparaciones humillantes como cuando le dijo a una de las chicas

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que era un parásito. La mayoría de pacientes le tenían miedo, no era agradable que delante de todos te zamaquearan. Las personas suelen sentirse agredidas cuando cosas tan privadas, delicadas y dolorosas son dichas sin dulzura ni cuidado. Pero si traspasabas ese malestar y la escuchabas, te dabas cuenta de que sus palabras eran como un regalo porque poca gente se atreve a decirte las verdades en la cara. Vivi me hizo llorar varias veces, pero no era una mujer sádica que disfrutaba de maltratar al otro. Podía ser suave y cariñosa cuando veía en ti esas ganas de mejorar. Ella me enseñó a no ofenderme tan fácilmente. A aceptar que otros pudieran no apreciarme y aun así yo seguiría siendo muy valiosa. Me ayudó a recibir lo mejor de las personas, así su envoltura fuera tosca y áspera. Después de Vivi vinieron varios terapeutas más, cada cual con su estilo, sus conocimientos, su identidad, y dejaron huellas en mí y en todos los integrantes del grupo, en unos más que en otros, hasta que llegó Silvia Molinari, una psicóloga que sería durante ocho años mi terapeuta. Silvia participó y guió mi reconstrucción, siempre la querré y le estaré agradecida por ayudarme a conocerme, a crecer y a ser. Sin ella no estaría dónde estoy. Durante años me escuchó con atención, comprometiéndose totalmente con el trabajo de ayudarme a recuperar mi autoestima y a resolver mis problemas, jamás perdió el respeto por mí ni la estricta relación doctora-paciente. Trabajó conmigo en la extenuante y preciosa labor de ayudarme a entrar en mis sentimientos y mis pensamientos para poder aceptarme y cambiar lo que me autodestruía. Pero para eso el paciente debe estar dispuesto a colaborar, es decir, debe dejarse ayudar, dejarse penetrar, aceptar con humildad que necesita esa

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mano y ser sincero, mostrarse tal cual uno es. Si te cierras en tu terapia o muestras poses fabricadas a tu conveniencia, no avanzarás mucho. Cuando llegó el momento de terminar nuestro camino juntas fue muy duro, pero me dejó ir y yo a ella y eso marcó otro crecimiento en mí. También ha habido personas que sin ser doctoras o psicólogas o maestras me han llenado de enseñanzas y hoy, 25 de junio, recuerdo a mi abuelo Darío, porque es la fecha de su cumpleaños. Mi abuelo cumpliría ochenta y cuatro años. Él es el que se vino de Piura con mi abuelita Chela, su esposa, a cuidarme durante dos años a Buenos Aires. Seguro que ahora ambos deben estar en algún lugar descorchando un espumante: «Hay que comer y tomar de todo pero con moderación», solía decirme. Él siempre tenía consejos de sabio porque había vivido mucho y cometido bastantes errores. Recuerdo sus palabras el último día de su estancia juntos en el departamento de Buenos Aires, cuando se regresaba otra vez a vivir a Perú: «Hijita, ahora estás por tu cuenta, tú sabes lo que es bueno y lo que es malo, sabes muy bien lo que se debe hacer, solo te doy un consejo, consíguete un hombre mayor de treinta, profesional y que no sea mujeriego, si es esas tres cosas, va a funcionar todo muy bien». Y así lo hice. Me veo ahora, casi diez años después de ese día y mi abuelo tenía razón, todo fue muy bien. Todo está funcionando mejor de lo que soñé. Tengo una familia maravillosa, un hombre compañero a mi lado, al que respeto y amo, tengo a mis hijos, mi salud, mi trabajo, mis proyectos, mis amigos, me tengo a mí. Pedir ayuda es difícil. Me sigue costando mucho, porque odio que me vean vulnerable y que noten mis carencias

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y limitaciones. Cuando me descubro llenándome de excusas porque no quiero aceptar ninguna opinión ni consejo de otro, me doy cuenta de que estoy asustada, de que eso me vuelve agresiva; me defiendo como si estuvieran atacándome cuando solo quieren ayudarme. Pero el final de la escena puede cambiar si dejo de gruñir como un perro y pido un abrazo y salgo para volver a entrar con otra actitud. A veces lo hago, a veces no.

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Capítulo final Gracias

Escribo estas últimas páginas ahora que me acabo de mudar de casa. Dejamos nuestro departamento de Acassuso, donde creció Josecito y nació Paulina, para mudarnos a una casita en Tigre. Es un paso enorme para la familia. En esta nueva casa mis hijos tienen cada uno su propio cuarto y un jardín para correr, la sala tiene chimenea y los armarios, mucho espacio para que entre toda la ropa de los cuatro. La mudanza me ha tomado casi un mes y recién ahora que estoy más tranquila me siento a concluir este libro. Dicen que mudarse es de los sucesos que más estrés generan en una persona. Debe ser, y seguro se agrava si la mudanza es en contra de tu voluntad o si significa un paso para atrás en vez de para adelante. Yo me he mudado dieciocho veces y no estoy contando los países en los que viví por cortos y medianos periodos. No sé si esta será mi última mudanza, pero es seguro que en este lugar estaremos largo tiempo. Me alegra porque me siento cómoda y me gustan la casa y el barrio. Además forma parte de un proyecto familiar que venimos construyendo con José, cuidando mucho de que nunca falte lo más importante en nuestra familia: la familia.

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Mis casas están tan presentes que mis recuerdos se agrupan según la casa en que pasaron. Cuando necesito recordar una fecha, pienso en qué casa vivía en ese momento. Cuando necesito ubicar a una persona en la maraña de mis recuerdos, primero intento recordar en qué casa vivía cuando la conocí o frecuenté, los ficheros de mi cerebro donde almaceno toda mi información se separan por las casas en que viví. Se podría decir que tuve una vida de gitana. Sin embargo, ahora quiero que mis hijos tengan su casita de la infancia, donde jueguen y descubran la vida, donde sean felices, se sientan seguros y llenen su memoria de recuerdos lindos. Quiero armar para ellos un hogar. La mudanza también ha coincidido con el cumpleaños de Paulina que cumplió dos años. Y mi mamá, fiel a su promesa de venir para cada cumpleaños de sus nietos, está aquí. Es la primera vez en muchos años que pasamos juntas quince días sin pelearnos. En esta oportunidad su estadía en mi casa ha sido muy suave, linda e útil porque me ha ayudado mucho con la casa y los chicos. Siento que me respeta y yo a ella, y cada una respeta el lugar de la otra, su rol, su forma de vivir. Siempre deseé tener una buena relación con mi madre y por fin lo he logrado. Me siento orgullosa de las dos, ambas hemos trabajado mucho estos años por crecer y mejorar. Veo a mi madre más tranquila consigo misma, en paz, más tolerante, más reservada, más inspirada, y yo por fin he dejado de buscar su aceptación. Me siento amada y aceptada por ella y espero que ella se sienta amada y aceptada por mí. Con mi padre también la relación ha ido creciendo y mejorando. Siento que puedo contar con él y eso me hace inmensamente feliz. Durante años me sentí huérfana de papá y mamá aun teniéndolos, pero hoy, a los treinta y cinco, me siento nuevamente hija, siento que tengo dos papás maravillosos y estoy

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protegida por ellos. Es lindo ser adulto, ser mamá y a la vez sentirte una hija cuidada y amada por tus padres. Este regalo que la vida me da, es la recompensa a los años de lucha que ha tenido toda mi familia, incluyéndome, por salir de sus problemas y ser mejor. Todos hemos luchado por revertir situaciones que nos hacían mal y acá estamos, vivitos y coleando y juntos. Esta última visita de mi madre ha terminado de saldar cuentas pendientes, me siento en paz con mi pasado y mis padres. Hoy lo más importante para mí es pasar la mayor parte del tiempo criando a mis chicos, así como unos años atrás prioricé la salud y dejé todo para dedicarme por entero a la clínica y mi terapia (al principio fue una imposición, un «no me queda otra» que luego se transformó en decisión). No crean que es fácil y feliz el 100 por ciento de las horas. Hay días en que lamento no tener el tiempo para desarrollar proyectos laborales o personales, me digo a mí misma que quiero volver al trabajo con todo y así lo haré. Dejar de sentir que mis hijos son un impedimento para mi desarrollo profesional me ha tomado bastante tiempo, porque los ponía de excusa, cuando el único impedimento que tengo son mis propias inseguridades y miedos. Pero por fin soy consciente de que yo estoy eligiendo estar con ellos ahora que son muy pequeños. Me gusta poder criarlos, dedicarles tiempo, cuidarlos yo misma cuando están enfermos. Y en la medida que puedo, sigo trabajando y conectada con lo mío, actuando, escribiendo, enseñando. Ya llegará el tiempo en que mis hijos necesiten menos horas de mí y yo pueda abocarme más al trabajo. Por ahora escribo estas páginas cuando ellos duermen, cuando están jugando tranquilos, en las noches, robándole minutos a mis días para poder concretar este libro. Cada mujer tiene necesidades y procesos distintos en su maternidad y no me siento capaz de decir qué es lo correcto

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o no. Estar con tus hijos todo el día no te hace mejor mamá que la mamá que sale a trabajar a tiempo completo, algunas mujeres ni siquiera tienen la posibilidad de elegir porque las necesidades económicas imperan y deben salir a ganar dinero quieran o no. Encontrar el equilibrio es difícil, encontrar el tiempo para dedicarte a ti misma, a tus hijos, a tu casa, tu marido, tus proyectos, trabajo, estudios, todo a la vez es imposible y mejor no exigirnos perfección en todo porque solo vamos a llegar a la frustración. Mi suegra me decía que cuando uno tiene un hijo dejas de ser tú la prioridad en tu vida, el puesto lo toman tus hijos, tu casa, tu marido. Yo no sé si eso está bien o mal, pero sí sé que pertenezco a ese grupo de mamás, y por fin me acepto, por eso me alegra haber tenido mi tiempo para viajar sola, para vivir sola, para estudiar, para trabajar, para curarme, para estar en pareja. De eso se trata mi historia, de ir conociendo quién soy porque estuve muy perdida, de aceptarme, de saber qué quiero, qué busco, de poder sentir mis emociones por más que no me gusten, se trata de ir haciéndome cargo de mi vida, mis deseos, mis decisiones y acciones. Mi historia no termina, se escribe todos los días, va cambiando, evolucionando, corrigiéndose, descubriéndose, es una historia como la de ustedes. Vidas únicas, llenas de éxitos y fracasos, de deseos realizados, de sueños perdidos, de amor y desamor, de lucha, de tragedias, dramas y comedias divertidas. Solo espero haber sembrado en tu corazón una semillita de esperanza. No te rindas: así no creas en Dios, reza por ti, pídele que te ayude, que te haga creer, que te dé fuerzas, que te acoja, te guíe, que ponga en tu camino gente buena que sepa darte una mano. Pero si todavía no puedes orar, no te aflijas, riega

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esa esperanza y no dejes de buscar una puerta de salida porque la hay y porque siempre nos aparece así creas que no eres merecedor de ella. No hay una única manera de salir del dolor. Hay varias puertas cerca de ti, el asunto es que tú estés dispuesto a abrirlas. Yo agradezco a todas las personas que Dios me puso en el camino, agradezco a Dios por mi familia, mi papá y mi mamá, mis dos hermanas, mis abuelos, mis tíos, primos y sobrinos. Agradezco por Silvia, mi psicóloga que ayudó tanto en mi reconstrucción de vida, en mi salud, agradezco a los doctores de Aluba, a cada persona del grupo de autoayuda con la que compartí ese camino de rehabilitación, agradezco a mis amigos del alma, y a eso amigos de ocasión que conocí y dejaron huellitas en mi vida, agradezco por cada amor y desamor, agradezco por la coronación del amor junto a mi esposo y mis hijos, agradezco por su existencia. Agradezco por cada viaje que hice, cada amanecer que vi, cada puesta de sol, cada obra de teatro de la que fui espectador, por cada actor y cada actriz que comunicó algo que me llegó al alma, por cada escritor, cada director, cada pintor y músico, por cada artista porque han sido ellos los que me han hecho sentir la vida de miles de formas. Agradezco por cada montaña, cada caminata, el mar, el cielo, la lluvia, agradezco por la lengua, por el idioma, por las llamas, mis animales preferidos, las vacas, las vicuñas, los insectos, agradezco por los psicólogos, los pensadores, los locos, agradezco cada proyecto realizado y por los no realizados también. Doy las gracias a cada persona con la que me crucé en mi vida, por cada comida que hice, cada cigarro que fumé y por no fumar más, agradezco cada error, cada acierto, cada lágrima, agradezco estar viva, agradezco por ser, agradezco cada camino recorrido y de nada me

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arrepiento, aunque hay cosas que no volvería a hacer. Agradezco a Dios porque, aunque hay días en que dudo de él, lo siento presente como el sol cuando me da en la cara. Durante mis años oscuros buscaba que Dios o alguien me salvara, luego cuando fui tomando confianza en mí misma, creí que bastaba mi poder para llenar mi vida, pero soy limitada, finita, imperfecta, pequeña, me confundo, me irrito, me angustio me desespero, temo, y si todo depende de mí, siento que la vida me abruma. Así que me relajé y me entregué a Dios, le dije: «Señor, hágase tu voluntad. Yo caminaré y accionaré, disfrutaré y propondré, soñaré y elegiré, pero el resultado dependerá de ti. En tus manos me pongo, y así descanso calientita en un hogar que ninguna tormenta puede inquietar, porque llegué a casa. Y por eso siempre habrá en mi vida esperanza». Esta es mi opción de vida. Nuestra nueva casita ha quedado preciosa, mis hijos están felices, yo también, tengo ventanas en todas las habitaciones y puedo sentir desde adentro cómo el viento mueve las hojas, como el sol calienta las tejas del techo, como la lluvia inunda el jardín. Siento el profundo silencio, escucho a los pájaros en la mañana, en la noche, en las tardes, disfruto del viento helado cuando salgo a abrir la puerta o a cerrar el portón con candado, disfruto del fogón en la chimenea, del aire frío cuando abro la ventana del baño después de una ducha caliente. Estoy en casa, estoy en mi hogar. Lo logré. Triunfé. Soy una mujer sana y feliz. Soy una mujer libre, no quiero escapar de mi cuerpo, de mis responsabilidades, de mi amor, de mis afectos, de mi historia, de mi pasado, de mi futuro, de mí. Soy una mujer viva.

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