Virtudes y Valores

Virtudes y Valores ¿EXISTEN LAS VIRTUDES Y LOS VALORES? Las virtudes y los valores están presentes desde los inicios de

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Virtudes y Valores ¿EXISTEN LAS VIRTUDES Y LOS VALORES? Las virtudes y los valores están presentes desde los inicios de la humanidad, siempre han existido y siempre existirán. Valores como la bondad, la responsabilidad, la fidelidad, la sinceridad, la honradez, o virtudes como la prudencia, la justicia, la esperanza … siempre serán objetivos a los que el ser humano tenderá, algo que buscará para ser feliz y hacer felices a los demás. Cuando se habla de crisis de valores o de virtudes, de lo que se trata es de afirmar que no se están viviendo, que no están presentes en las personas que nos encontramos cada día. Por eso es fundamental plantearse no sólo educar a las generaciones futuras en los valores y virtudes que consideramos fundamentales para la convivencia social, sino también vivirlos y arraigarlos en la conducta diaria de cada uno de nosotros. Es así como se educan los valores y las virtudes: viviéndolos y mostrándolos a los demás con el comportamiento personal.

¿QUÉ SON LOS VALORES? El valor se refiere a una excelencia o a una perfección. La práctica del valor desarrolla la humanidad de la persona, mientras que el contra valor lo despoja de esa cualidad. Desde un punto de vista socio-educativo, los valores son considerados referentes, pautas que orientan el comportamiento humano hacia la transformación social y la realización de la persona.

¿QUÉ SON LAS VIRTUDES? Para llegar a las virtudes tiene que existir el valor como hábito adquirido en la persona. Santo Tomás define la virtud como un “hábito operativo bueno". Por lo tanto, las virtudes son un tipo de cualidades estables, y por eso son hábitos y no meras disposiciones o cualidades transeúntes. La virtud permite al hombre hacer una obra moral perfecta y le hace perfecto a él mismo. Según el Catecismo de la Iglesia Católica, la virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas. El objetivo de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios. (S. Gregorio de Nisa, beat. 1), (Cat. 1803)

¿DÓNDE SE EDUCAN LAS VIRTUDES Y LOS VALORES? El primer entorno donde nace y se desarrolla el ser humano es la familia, y es allí, en consecuencia, donde se han de educar y vivir los valores y virtudes en primera instancia. Para un cristiano, además, la primera finalidad de su matrimonio es la procreación y educación de la prole. Y, cuando hablamos de educación, sin duda nos estamos refiriendo a educación de virtudes y valores. Para orientar a una familia cristiana en las virtudes y valores en los que educar a sus hijos, iremos paso a paso y comenzaremos por describir las virtudes cardinales (prudencia, justicia,

fortaleza y templanza) y las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), para pasar después a los valores o virtudes humanas, como la sinceridad, la responsabilidad, la laboriosidad, el respeto, etc.

VIRTUDES CARDINALES: PRUDENCIA: Es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlos. Pero no una razón cualquiera, sino la razón recta, esto es, la razón práctica perfeccionada por esta virtud, ella indica la justa medida según la cual la voluntad y las facultades apetitivas deben actuar. La prudencia es la "regla recta de la acción", escribe Santo Tomás. No se confunde ni con la timidez ni con el temor, ni con el disimulo. Conduce las otras virtudes indicándoles regla y medida. Es la prudencia quien guía directamente el juicio de conciencia. El hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio. Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar. La prudencia es la luz que dirige todos nuestros actos para llegar a Dios. La prudencia ayuda al hombre a poner atención a la voz de su conciencia, en vez de poner atención a lo que siente. Es muy importante no confundir la verdadera prudencia, que es hacer lo que Dios nos dice que es correcto, porque mucha gente cree que ser prudente es ser hipócrita, disimular por miedo, ser cobarde o actuar por interés JUSTICIA: Es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia para con Dios es llamada ‘la virtud de la religión’. Para con los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común. El hombre justo, evocado con frecuencia en las Sagradas Escrituras, se distingue por la rectitud habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo. ‘Siendo juez no hagas injusticia, ni por favor del pobre, ni por respeto al grande: con justicia juzgarás a tu prójimo’ (Lv 19, 15). ‘Amos, dad a vuestros esclavos lo que es justo y equitativo, teniendo presente que también vosotros tenéis un Amo en el cielo’ (Col 4, 1). FORTALEZA: Es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa. ‘Mi fuerza y mi cántico es el Señor’ (Sal 118, 14). ‘En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: Yo he vencido al mundo’ (Jn 16, 33). TEMPLANZA: Es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar ‘para seguir la pasión de su corazón’ (Si 5,2; cf 37, 27-31). La templanza es a menudo alabada en el Antiguo Testamento:

‘No vayas detrás de tus pasiones, tus deseos refrena’ (Si 18, 30). En el Nuevo Testamento es llamada ‘moderación’ o ‘sobriedad’. Debemos ‘vivir con moderación, justicia y piedad en el siglo presente’ (Tt 2, 12). Vivir bien no es otra cosa que amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todo el obrar. Quien no obedece más que a Él (lo cual pertenece a la justicia), quien vela para discernir todas las cosas por miedo a dejarse sorprender por la astucia y la mentira (lo cual pertenece a la prudencia), le entrega un amor entero (por la templanza), que ninguna desgracia puede derribar (lo cual pertenece a la fortaleza). (S. Agustín, mor. eccl. 1, 25, 46).

VIRTUDES TEOLOGALES: FE: Es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que El nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque El es la verdad misma. Por la fe ‘el hombre se entrega entera y libremente a Dios’ (DV 5). Por eso el creyente se esfuerza por conocer y hacer la voluntad de Dios. ‘El justo vivirá por la fe’ (Rm 1, 17). La fe viva ‘actúa por la caridad’ (Ga 5, 6). El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: ‘Todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia’ (LG 42; cf DH 14). El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: ‘Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos’ (Mt 10, 32-33).

Tener fe es aceptar la palabra de otro, entendiéndola y confiando que es honesto y por lo tanto que su palabra es veraz. El motivo básico de toda fe es la autoridad (el derecho de ser creído) de aquel a quien se cree. Esta reconocimiento de autoridad ocurre cuando se acepta que el o ella tiene conocimiento sobre lo que dice y posee integridad de manera que no engaña.

Se trata de fe divina cuando es Dios a quien se cree. Se trata de fe humana cuando se cree a un ser humano.

Hay lugar para ambos tipos de fe (divina y humana) pero en diferente grado. A Dios le debemos fe absoluta porque El tiene absoluto conocimiento y es absolutamente veraz.

La fe divina es una virtud teologal y procede de un don de Dios que nos capacita para reconocer que es Dios quien habla y enseña en las Sagradas Escrituras y en la Iglesia. Quien tiene fe sabe que por encima de toda duda y preocupaciones de este mundo las enseñanzas de la fe son las enseñanzas de Dios y por lo tanto son ciertas y buenas.

Por la fe aceptamos, por la autoridad de Dios que revela, verdades que están mas allá de la razón humana

"El acto de fe" es el asentimiento de la mente a lo que Dios ha revelado. Un acto de fe sobrenatural requiere gracia divina. Se da bajo la influencia de la voluntad la cual requiere la ayuda de la gracia. Si el acto de fe se hace en estado de gracia, es meritorio ante Dios. Actos explícitos de fe son necesarios, por ejemplo, cuando la virtud de la fe está siendo probada por la tentación o cuando nuestra fe es retada o cuando estamos ante actitudes mundanas contrarias a la fe. Estas situaciones debilitarían nuestra fe si no recurrimos a un acto de fe.

Debemos:

Tener una fe informada. Para ello es necesario estudiar lo que nuestra fe enseña. Retener la Palabra de Dios en su pureza. (sin comprometerla o apartarse de ella) Ser testigos incansables de la verdad que Dios nos ha revelado. Defender la fe con valentía, especialmente cuando esta puesta en duda o cuando callar seria un escándalo. Creer todo cuanto Dios enseña por medio de la Iglesia (No escoger según nos guste). "La fe es el comienzo de la salvación humana" (San Fulgencio). ESPERANZA: Es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. ‘Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa’ (Hb 10,23). Este es ‘el Espíritu Santo que El derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna’ (Tt 3, 6-7).

La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.

La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús. Pero por los méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en ‘la esperanza que no falla’ (Rm 5, 5). La esperanza es ‘el ancla del alma’, segura y firme, ‘que penetra... a donde entró por nosotros como precursor Jesús’ (Hb 6, 19-20). Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación: ‘Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación’ (1 Ts 5, 8). Nos procura el gozo en la prueba misma: ‘Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación’ (Rm 12, 12). Se

expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.

La esperanza es una virtud teológica infusa, recibida en el bautismo junto con la gracia santificante. Tiene como objeto primario la posesión de Dios. Por la esperanza deseamos la vida eterna, es decir la visión de Dios en el cielo. Es por lo tanto operante en la voluntad. La esperanza nos da confianza de recibir la gracia necesaria para llegar al cielo. El fundamento de la esperanza esta en la omnipotencia de Dios, Su bondad y Su fidelidad a Sus promesas. La virtud de la esperanza es necesaria para la salvación.

Debemos confiar que Dios nos da todas las gracias necesarias para servirlo fielmente y nos lleve a la vida eterna. Entonces debemos colaborar plenamente con Él.

La esperanza no nos asegura nuestra fidelidad a Dios, pero si la fidelidad de Dios para con nosotros.

CARIDAD: Es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por El mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.

Se basa en fe divina y no se adquiere meramente por esfuerzo humano. Puede conferirse solamente por gracia divina. Por ser infusa junto con la gracia santificante, es frecuentemente identificada con el estado de gracia. Por lo tanto, quien ha perdido la gracia sobrenatural de la caridad ha perdido el estado de gracia, aunque puede que aun posea las virtudes de la fe y la esperanza.

El amor personal a Dios exige observar todos los mandamientos, sabiendo que todo lo que el nos manda nace de su amor y todo es bueno.

Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf Jn 13, 34). Amando a los suyos ‘hasta el fin’ (Jn 13, 1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: ‘Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor’ (Jn 15, 9). Y también: ‘Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado’ (Jn 15, 12).

Cristo murió por amor a nosotros ‘cuando éramos todavía enemigos’ (Rm 5, 10). El Señor nos pide que amemos como El hasta a nuestros enemigos (cf Mt 5, 44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc 10, 27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9, 37) y a los pobres como a El mismo (cf Mt 25, 40.45).

El apóstol san Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: ‘La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta (1 Co 13, 47).

“‘Si no tengo caridad -dice también el apóstol- nada soy...’. Y todo lo que es privilegio, servicio, virtud misma... ‘si no tengo caridad, nada me aprovecha’ (1 Co 13, 1-4). La caridad es superior a todas las virtudes. Es la primera de las virtudes teologales: ‘Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad’ (1 Co 13,13). El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es ‘el vínculo de la perfección’ (Col 3, 14); es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino.

La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión:

La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos (S. Agustín, ep.Jo. 10, 4).

¿CÓMO EDUCAR LAS VIRTUDES Y VALORES?

Como ya hemos dicho anteriormente, la educación en virtudes y valores se inicia en la familia, y es ésta la primera y principal responsable de esta educación, no pudiendo, por tanto, delegar esta responsabilidad en ningún otro estamento o persona.

Es cierto que la escuela es la continuadora de la educación que los padres han elegido para sus hijos, pero nunca puede suplantar ni absorber el papel primordial que tenemos los padres en este sentido. Es un derecho y un deber inalienable que los padres debemos ejercer y mantener.

La educación en virtudes y valores es algo que no tiene fecha de caducidad, puesto que los padres siempre estaremos influyendo en la vida de nuestros hijos de una forma o de otra. Cuando son pequeños, nuestro papel de orientadores para la vida se hace de una forma más directa, más activa. Pero cuando nuestros hijos se independizan, forman su propia familia y ya

no influimos en ellos de una forma directa, siempre estamos ahí cuando nos piden un consejo, nos hablan de sus cosas y problemas, y siempre les estaremos dando ejemplo de vida, de ejercicio de los valores y virtudes.

El comportamiento humano es un 99% de imitación, por consiguiente, la manera de educar las virtudes y valores será fundamentalmente con el ejemplo, con la vivencia personal de cada uno de los valores y virtudes que queremos educar en nuestros hijos, “las palabras mueven, pero los ejemplos arrastran” (adagio latino). Es importante que los hijos vean que los padres hacen lo que dicen.

Para que el niño desarrolle valores debemos lograr que conozca el bien, ame el bien y haga el bien. O sea que entienda los valores, que se adhiera afectiva y emocionalmente a los mismos y que fundamentalmente los manifieste en acciones. El secreto es que los adultos fomenten hábitos operativos buenos en los niños, lo cual ayudará a que se adhieran afectivamente al valor.

La educación supone crecer como persona, madurar, adquirir virtudes que nos hagan más felices y hagan más felices a los demás. Este proceso no es algo exclusivo de los niños, todos los seres humanos de cualquier edad o condición estamos inmersos en un proceso de maduración y de mejora personal.

Lo apasionante de la tarea de padres es que mientras educamos a nuestros hijos nos educamos nosotros, mejoran ellos y podemos mejorar nosotros. La tarea educativa supone un ejercicio de virtudes tales como la paciencia, la fortaleza, la generosidad.

Es muy útil que los hijos vean a su padre y a su madre luchar contra sus defectos, que pidan perdón y que les exijan. Educar es duro y a veces se hace muy cuesta arriba pero podemos disfrutar si vemos en la tarea una lucha conjunta de padres e hijos por ser mejores: esa es una de las grandezas de la Familia.

Educar la Prudencia

La prudencia, como ya hemos visto, es el valor que nos ayuda a reflexionar y a considerar los efectos que pueden producir nuestras palabras y acciones, teniendo como resultado un actuar correcto en cualquier circunstancia.

Primeramente, debemos eliminar de una vez por todas la equivocada imagen que algunas personas tienen de la prudencia como modo de ser: una personalidad gris, insegura y temerosa en su actuar, tímida en sus palabras, introvertida, excesivamente cautelosa y haciendo todo lo posible por no tener problemas... No es raro que una imagen tan poco atractiva provoque el rechazo y hasta la burla de quienes así la entienden.

El valor de la prudencia no se forja a través de una apariencia, sino por la manera en que nos conducimos ordinariamente. Posiblemente lo que más nos cuesta trabajo es reflexionar y conservar la calma en toda circunstancia; la gran mayoría de nuestros desaciertos en la toma de decisiones, en el trato con las personas o formar opinión, se deriva de la precipitación, la emoción, el mal humor, una percepción equivocada de la realidad o la falta de una completa y adecuada información.

La falta de prudencia siempre tendrá consecuencias en todos los niveles, personal y colectivo, según sea el caso: como quienes se adhieren a cualquier actividad por el simple hecho de que "todos" estarán ahí, sin conocer los motivos verdaderos y las consecuencias que pueda traer; el asistir a lugares poco recomendables, creyendo que estamos a salvo; participar en actividades o deportes de alto riesgo sin tener la preparación necesaria, conducir siempre con exceso de velocidad...

Es importante tener en cuenta que todas nuestras acciones estén encaminadas a salvaguardar la integridad de los demás en primera instancia, como símbolo del respeto que debemos a todos los seres humanos.

La verdadera lucha y esfuerzo no está en circunstancias un tanto extraordinarias y fuera de lo común: decimos cosas que lastiman a los demás por el simple hecho de habernos levantado de mal humor, de tener preocupaciones y exceso de trabajo; porque nos falta capacidad para comprender los errores de los demás o nos empeñamos en hacer la vida imposible a todos aquellos que de alguna manera nos son antipáticos o los vemos como rivales profesionalmente hablando.

Si nos diéramos un momento para pensar, esforzándonos por apreciar las cosas en su justa medida, veríamos que en muchas ocasiones no existía la necesidad de reprender tan fuertemente al subalterno, al alumno o al hijo; discutir acaloradamente por un desacuerdo en el trabajo o en casa; evitar conflictos por comentarios de terceros. Parece ser que tenemos un afán por hacer los problemas más grandes, actuamos y decimos cosas de las que generalmente nos arrepentimos.

En otro sentido, debemos ser sinceros y reconocer que cuando algo no nos gusta o nos incomoda, enarbolamos la bandera de la prudencia para cubrir nuestra pereza, dando un sin fin de razones e inventando obstáculos para evitar comprometernos en alguna actividad e

incluso en una relación. ¡Qué fácil es ser egoísta aparentando ser prudente! Que no es otra cosa sino el temor a actuar, a decidir, a comprometerse.

Tal vez nunca se nos ha ocurrido pensar que al trabajar con intensidad y aprovechando el tiempo, cumplir con nuestras obligaciones y compromisos, tratar a los demás amablemente y preocuparnos por su bienestar, es una clara manifestación de la prudencia. Toda omisión a nuestros deberes, así como la inconstancia para cumplirlos, denotan la falta de conciencia que tenemos sobre el papel que desempeñamos en todo lugar y que nadie puede hacer por nosotros.

Por prudencia tenemos obligación de manejar adecuadamente nuestro presupuesto, cuidar las cosas para que estén siempre en buenas condiciones y funcionales, conservar un buen estado de salud física, mental y espiritual.

La experiencia es, sin lugar a dudas, un factor importante para actuar y tomar mejores decisiones, nos hace mantenernos alerta de lo que ocurre a nuestro alrededor haciéndonos más observadores y críticos, lo que permite adelantarnos a las circunstancias y prever en todos sus pormenores el éxito o fracaso de cualquier acción o proyecto.

El ser prudente no significa tener la certeza de no equivocarse, por el contrario, la persona prudente muchas veces ha errado, pero ha tenido la habilidad de reconocer sus fallos y limitaciones aprendiendo de ellos. Sabe rectificar, pedir perdón y solicitar consejo.

Vivir la prudencia nos hace tener un trato justo y lleno de generosidad hacia los demás, edifica una personalidad recia, segura, perseverante, capaz de comprometerse en todo y con todos, generando confianza y estabilidad en quienes le rodean, seguros de tener a un guía que los conduce por un camino seguro

Educar la prudencia, además de vivirla, también significa aconsejar a nuestros hijos para que la apliquen en todos los aspectos de su vida cotidiana: sus estudios, sus amistades, sus relaciones con los superiores, su trabajo, el orden en sus cosas, su alimentación, su higiene personal… La prudencia debe regir nuestras vidas y debemos transmitirla como un valor fundamental a las generaciones futuras.

Educar la Justicia

En sentido amplio, el justo es el hombre bueno; así usa la palabra la literatura antigua, por ejemplo Platón y la Biblia. En sentido estricto, la justicia es una de las cuatro virtudes cardinales. Se la define como «hábito moral, que inclina a la voluntad a dar a cada cual lo que es suyo». Luego la justicia regula la satisfacción de deberes y derechos. A su vez la “regla” para medir éstos no siempre es la ley de un Estado, lo es también la ley moral natural y, en gran medida, las normas sociales y costumbres.

Educar la Fortaleza

Una de las grandes carencias de la juventud de hoy es la fuerza de voluntad, la energía interior para afrontar las dificultades, retos y esfuerzos que la vida plantea continuamente.

El desarrollo de la fortaleza apoya el de todas las demás virtudes: no hay virtud moral sin el esfuerzo por adquirirla. En un ambiente social como el actual, donde el influjo familiar es cada vez más reducido, el único modo para que los jóvenes sean capaces de vivir con dignidad es llenarles de fuerza interior. La capacidad de esfuerzo está muy relacionada con la madurez y la responsabilidad.

La fortaleza es «la gran Virtud: la virtud de los enamorados; la virtud de los convencidos; la virtud de aquellos que por un ideal que vale la pena son capaces de arrastrar los mayores riesgos; la virtud del caballero andante que por amor, a su dama se expone a aventuras sin cuento; la virtud, en fin, del que sin desconocer lo que vale su vida -cada vida es irrepetible- la entrega gustosamente, si fuera preciso, en aras de un bien más alto».

Hay que entender que educar la fortaleza no es educar una fuerza física, sino educar la capacidad de proponerse metas y luchar por lograrlas aunque cueste. O dicho de otro modo, conseguir una fuerza interior que les haga sobreponerse al “no me apetece”.

Para que los hijos vivan la fortaleza es necesario que sepan que existen cosas en la vida por las que merece la pena luchar, que existe el Bien y que merece la pena luchar por conseguirlo, de ordinario a través de las cosas pequeñas.

No se trata de realizar actos sobrehumanos; de escalar el Everest, de llegar a la luna...; más bien se trata de hacer de las pequeñas cosas de cada día una suma de esfuerzos, de actos viriles, que pueden llegar a ser algo grande, una muestra de amor.

Se podría decir que la virtud de la fortaleza es muy de los adolescentes porque, por naturaleza, son personas de grandes ideales que quieren cambiar el mundo. Si estos jóvenes no encuentran cauces para estas inquietudes, si sus padres no les presentan con fines adecuados

y con criterios rectos y verdaderos, esta energía latente puede dirigirse hacia la destrucción de lo que nosotros hemos creado. Concretamente, si educamos a nuestros hijos a esforzarse, a dominarse pero no les enseñamos lo que es bueno, pueden acabar buscando lo malo con una gran eficacia.

Existen muchas oportunidades en la vida cotidiana de la familia para que los niños se ejerciten en resistir un impulso, soportar un dolor o molestia, superar un disgusto, dominar la fatiga o el cansancio, como - por ejemplo - acabar las tareas encomendadas en el colegio o cumplir el tiempo de estudio previsto antes de ponerse a jugar, cumplir su encargo con constancia, etc.

Hemos de valorar positivamente y reconocer su interés y sus esfuerzos, como "aguantar la sed" en una excursión o viaje, comer de (casi) todo o no comer entre horas, terminar bien un trabajo, dejar la ropa preparada por la noche,... De este modo fomentamos la motivación interna: la satisfacción de la obra bien hecha, la alegría del deber cumplido.

Tradicionalmente se ha dividido la virtud de la fortaleza en dos partes: «resistir» y «acometer ».

Resistir un dolor, un esfuerzo físico, soportar unas molestias para conseguir un bien personal, como cuando les llevamos al dentista o al entrenamiento de su deporte favorito. Cuando este bien personal es inmediato o cercano en el tiempo, y es visto así por nuestros hijos, la capacidad de resistir se hace más fácil de educar. La dificultad viene cuando se trata de un bien lejano en el tiempo, algo que les beneficiará a largo plazo, cosa que los hijos (hasta pasada la adolescencia) no contemplan como algo real, presente en sus vidas. Ahí es cuando la paciencia y la autoridad de los padres deberán hacerse presentes, sabiendo explicarles la importancia de resistir esa molestia, ese esfuerzo, aunque el resultado no les sea visible en su presente inmediato.

Algunas veces, los padres pretenden evitar a sus hijos, con un cariño mal entendido, los esfuerzos y dificultades que ellos tuvieron que superar en su juventud: los protegen y sustituyen, llevándoles a una vida cómoda, donde no hay proporción entre el esfuerzo realizado y los bienes que se disfrutan. No se dan cuenta de que más que proteger a los hijos para que no sufran, se trata de acompañarles y ayudarles para que aprendan a superar el sufrimiento.

Por otra parte, está claro que quejarse o permitir a los hijos que se quejen es crear un ambiente en contra del sentido de la fortaleza. Lamentarse del trabajo o de los esfuerzos que es preciso realizar contribuye a crear un ambiente familiar contrario a la fortaleza: hay que esforzarse porque no hay más remedio, porque la vida te obliga.

Es importante insistir a los padres en la importancia de la reciedumbre, o capacidad de realizar esfuerzos sin quejarse.

La fortaleza supone aceptar lo que nos ocurre con deportividad, no pasivamente, con deseos de sacar algo bueno de las situaciones más dolorosas.

En cuanto a la segunda parte de la división de la fortaleza, “acometer”, podemos decir que hace referencia a todo lo que hay que realizar para alcanzar un bien superior, ya sea rebatir algún mal o desarrollar algo en sí positivo. Para conseguirlo se necesita tener iniciativa, decidir y luego llevar a cabo lo decidido, aunque cueste un esfuerzo importante.

Ese momento de crear la iniciativa, de imaginar lo que podría ser mejor sin soñar, supone una actitud hacia la vida que los padres pueden estimular en sus hijos desde pequeños. No se trata de resolver los problemas que pueden resolver los hijos por su cuenta, ni tampoco se trata de descubrirles los problemas cuando los niños mismos deberían darse cuenta de la situación. En todo caso, se puede insinuar que existe algún problema que convendría resolver. Por ejemplo, si los niños pierden el autobús que les lleva al colegio varias veces, los padres pueden ocuparse directamente de despertarles, vestirles, llevarles a la parada y meterles en el autobús. Sin embargo, para los niños, que hasta ahora han centrado la atención en cómo llegar al colegio cuando ya han perdido el autobús, esta actitud de los padres no les ayuda a tener iniciativa y resolver el problema. Los padres podrían plantearles el problema. ¿Por qué no pensáis en organizaros de tal modo que lleguéis a la parada a tiempo? Y luego volver a preguntarles para asegurarse que han encontrado una solución.

En general, acometer cuando se trata de aprovechar una situación positiva para mejorar supone iniciativa y luego perseverancia. Y, para que esta perseverancia sea constante, es fundamental tener una motivación adecuada. Los hijos tienen que ver el esfuerzo que luego van a realizar como algo necesario y conveniente.

Hay que tener en cuenta que los enemigos de la fortaleza son el temor, la osadía y la indiferencia. Educando la capacidad de resistir una molestia, un dolor o un esfuerzo continuado, favorecemos que nuestros hijos dejen de tener miedo a ser fuertes ante las dificultades que la vida les presente o ante el trabajo que tienen que realizar para mejorar como personas.

Tener decisión y empuje, de modo que los "miedos" infundados no atenacen la personalidad y sean capaces de "dar la cara" cuando sea necesario sin acobardarse por el "que dirán" o por vergüenzas tontas.

Templamos la osadía a base de prudencia, de la que ya hemos hablado en capítulos anteriores. Y vencemos la indiferencia, educando la capacidad de acometer con fortaleza y perseverancia cualquier trabajo o esfuerzo que les conduzca a mejorar como personas.

En definitiva, la fortaleza dota a la persona de señorío sobre sí mismo, de autodominio (vencerse a sí mismo es la batalla más importante de la vida).

Resumiendo, podemos decir que para educar la fortaleza en la familia:

1) Habrá que destacar la conveniencia de proporcionar a los hijos posibilidades no sólo para que hagan cosas con esfuerzo, sino también para que aprendan a resistir.

2) Convendrá estimular a los hijos para que, por propia iniciativa, emprendan caminos de mejora que supongan un esfuerzo continuado.

3) Habrá que enseñarles algunas cosas que realmente valen la pena, que les «caldean» por su importancia.

4) Habrá que enseñarles a tomar una postura, a aceptar unos criterios, a ser personas capaces de vivir lo que dicen y lo que piensan. Es decir, enseñarles a ser congruentes.

5) Los padres no deben olvidarse de la necesidad de la superación personal, como ejemplo, para los hijos y por el bien propio.

Como ya hemos visto, esta virtud tiene unas consecuencias especiales para los adolescentes. Cuando el adolescente empieza a tomar decisiones rechazando las propias, puede caer en la indiferencia, rechazar las opiniones de sus padres pero sin ser capaz de llegar más allá del rechazo. Así cualquier persona con intención no siempre lícita le puede mover, porque no será fuerte. Por otra parte, si no tiene desarrollados los hábitos en relación con la fortaleza, aunque quiera mejorar, emprender acciones en función de algún bien reconocido, no será capaz de aguantar las dificultades. La fuerza interior tiene que basarse en la vida pasada.

Si los adolescentes son fuertes en este sentido, es el momento de su vida en que tienen más posibilidades de ser generosos, de ser justos, etc., aparte de otras cosas, porque están movidos por naturaleza, por un fuerte idealismo. Es el momento de «conquistar el mundo» o, mejor dicho, de conquistar su mundo, el de cada uno.

El desarrollo de la virtud de la fortaleza apoya el desarrollo de todas las demás virtudes. En un mundo lleno de influencias externas a la familia, muchas de ellas perjudiciales para la mejora personal de nuestros hijos, la única manera de asegurarnos de que los hijos sobrevivan como personas de bien, dignas de este nombre, es llenarles fuerza interior, de tal modo que sepan reconocer sus posibilidades, y reconocer la situación real que los rodea para resistir y acometer, haciendo de sus vidas algo noble, entero y viril.

“Lo suyo” es el objeto de la justicia, en sentido objetivo. No se trata de los deseos, opciones o pretensiones de otros, sino de lo que realmente les pertenece. Por eso la justicia supone el derecho en sentido objetivo, esto es, la existencia de otra persona y sus propiedades. De ahí que sólo metafóricamente quepa la justicia para consigo mismo; en propiedad, la justicia es virtud social.

La justicia y su contrario sólo se dan en las relaciones sociales. A diferencia de las otras virtudes cardinales, sólo con otros se puede ser justo o injusto. El hombre específicamente justo es el que se preocupa por el otro, y tiene voluntad de dar a cada uno lo suyo y de no dañar a ninguno. El hombre justo es el que trata bien a los demás: contribuye a su dignidad respetando sus derechos.

La justicia muestra que los derechos y deberes son correlativos; pero el primer paso es que cada uno asuma sus deberes con respecto a los demás.

Es bueno entonces partir del conocimiento de nuestros propios derechos y nuestros deberes como seres humanos.

Los adolescentes, por su propia naturaleza, tienden a ser muy idealistas, buscando grandes soluciones para problemas importantes y preocupándose por la justicia como ideal más que como un conjunto de actos con el vecino.

A nuestros hijos, desde que son pequeños, hay que formarles en lo que es su deber como hijos, hermanos, amigos, alumnos, compañeros... para que llegue a haber una relación adecuada entre sus preocupaciones y su actuación de todos los días.

Después de los estudios de Piaget, varios psicólogos han seguido el estudio del concepto de justicia y de moralidad en los niños y en los jóvenes. En uno de los estudios, llega a sugerir seis etapas en la capacidad de enjuiciamiento moral. Las últimas dos etapas solamente pueden ser alcanzadas a partir de los diecisiete años aproximadamente.

El desarrollo de estas etapas hace referencia a un primer estado en que el niño aprende como consecuencia de una actitud obediente hacia los adultos. Esto se traduce, en una segunda etapa, en la comprensión de que conviene establecer acuerdos con los demás; que puede existir un deber y una cosa debida por ambas partes. Pero esto sólo como un simple intercambio. A continuación, se reconoce que para convivir con los demás hace falta actuar justamente con ellos y llega a haber un esquema básico de colaboración entre unos y otros. Esto, luego, pasa a la cuarta etapa en que el individuo reconoce la ley y su deber hace el orden social. Las siguientes etapas vienen a coincidir con la adolescencia.

Estos estudios apoyan la idea de que, en la adolescencia, conviene formar a los hijos en lo que es la ley. Pero habría que añadir que no sólo la ley civil, sino también la ley natural. Los adolescentes necesitan criterios para ayudarles a tomar una postura respecto al sinfín de problemas de justicia que surgen todos los días.

Tengamos en cuenta que lo que pretendemos es que nuestros hijos, futuros adultos, adquieran el valor de la justicia no sólo para que actúen bien en el seno de la familia, la vida académica y con sus amigos, sino también como personas de bien que van a actuar responsablemente. Y en este sentido debemos tener en cuenta que el oponerse y el criticar por principio, el censurar y el tachar a ciegas, sin previa consideración de ningún género, es un acto de injusticia, un atentado contra la justicia. Buscamos la voluntad para ser justos, la comprensión de lo que es justo en cada momento y con cada persona.

En resumen, ser justo significa jugar siguiendo las reglas, seguir los turnos, compartir y escuchar lo que dicen los demás. Las personas justas no se aprovechan de los otros, no “hacen trampas” para tener ventaja sobre otras. Antes de decidir toman en consideración a todos y no culpan a otros por algo que ellos no hicieron.

Los niños desde pequeños, se vuelven muy sensibles con respecto a asuntos de justicia, sobre todo cuando se refiere a algo que les afecta personalmente. Para algunos niños, justicia es simplemente tener lo que desean, y hemos de asegurarnos de enseñarles que ser justo es importante tanto para dar como para recibir. Hacerles ver el punto de vista del otro, desarrollar en ellos la capacidad de “empatía”, puede ser muy útil para educar la virtud de la justicia.

Sobre todo hay que ser muy escrupuloso e intentar tratar siempre equitativamente a los hijos y no mostrar favoritismo.

Escuchar a los hijos denota justicia y respeto. Hemos de tener mucho cuidado de no acusar o castigar injustamente a un hijo; así como impartir un castigo demasiado severo puede resultar también injusto, según sea la conducta que queramos corregir.

Educar la Templanza

Cuando hablamos de las virtudes -no sólo de estas cardinales, sino de todas o de cualquiera de las virtudes-, debemos tener siempre ante los ojos al hombre real, al hombre concreto. La virtud no es algo abstracto, distanciado de la vida, sino que, por el contrario, tiene "raíces" profundas en la vida misma, brota de ella y la configura. La virtud incide en la vida del hombre, en sus acciones y en su comportamiento. De lo que se deduce que, en todas estas reflexiones nuestras, no hablamos tanto de la virtud cuanto del hombre que vive y actúa "virtuosamente"; hablamos del hombre prudente, justo, valiente, y por fin, ahora hablamos del hombre "moderado", “templado”, o también "sobrio".

Todos estos atributos o, más bien, actitudes del hombre, provienen de cada una de las virtudes cardinales y están relacionadas mutuamente. Por tanto, no se puede ser hombre verdaderamente prudente, ni auténticamente justo, ni realmente fuerte, si no se posee asimismo la virtud de la templanza. Se puede decir que esta virtud condiciona indirectamente a todas las otras virtudes; pero se debe decir también que todas las otras virtudes son indispensables para que el hombre pueda ser "moderado", “templado” o "sobrio".

La templanza es la virtud que modera y ordena la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos.

La templanza implica diferentes virtudes como son: la castidad, la sobriedad, la humildad y la mansedumbre.

Puede ser definida como el hábito recto que permite que el hombre pueda dominar sus apetitos naturales de placeres de los sentidos de acuerdo a la norma prescrita por la razón. En cierto sentido, la templanza puede ser considerada como una característica de todas las virtudes morales, pues la moderación que ella trae aparejada es central para cada una de ellas. También santo Tomás (II-II:141:2) la considera una virtud especial.

La virtud de la templanza hace que el cuerpo y nuestros sentidos encuentren el puesto exacto que les corresponde en nuestro ser humano. El hombre moderado es el que es dueño de sí. Aquel en el que las pasiones no predominan sobre la razón, la voluntad e incluso el "corazón". Si esto es así, nos damos cuenta fácilmente del valor tan fundamental y radical que tiene la virtud de la templanza. Esta resulta nada menos que indispensable para que el hombre "sea" plenamente hombre. Basta ver a alguien que ha llegado a ser "víctima" de las pasiones que lo arrastran, renunciando por sí mismo al uso de la razón (como, por ejemplo, un alcoholizado, un drogado), y comprobamos claramente que "ser hombre" quiere decir respetar la propia dignidad y, por ello y además de otras cosas, dejarse guiar por la virtud de la templanza.

Nuestra meta es ayudar a nuestros hijos a conseguir una virtud que les será muy útil a lo largo de su vida, ya que vivir la templanza les ayudara a dominar sus impulsos, pasiones, y apetitos a través de su voluntad.

También debemos lograr que se conozcan mejor a si mismos y de esta manera aprendan a utilizar adecuadamente cada aspecto, sentimiento y deseo de su cuerpo.

Que se autodeterminen libremente hacia su fin último, que es Dios.

Nos interesa fomentar la virtud de la templanza:

- Porque las personas templadas son más libres, y por lo tanto más felices.

- Porque la falta de templanza genera vicios entre los cuales se distinguen los pecados capitales.

- Porque se llega a ser feliz y se alcanzan metas insospechadas, cuando uno mismo es dueño de sus actos.

- Porque la templanza se apoya en la humildad, la sobriedad, mansedumbre y la castidad, virtudes necesarias para imitar a Jesús.

- Porque somos seres racionales que debemos ordenar nuestras pasiones hacia nuestro fin para ser realmente felices.

- Porque toda actitud iracunda y descompuesta es claro indicio de que, en lugar de dominar la situación, somos su víctima.

Vivir la templanza significa:

- Esforzarse diariamente por ser mejor.

- No ceder ante los gustos, deseos o caprichos que pueden dañar mi amistad con Dios.

- Estar alegre al saber que puedo dominarme y ser mejor.

- Ser dueño de sí mismo, del propio actuar.

- Congruente con lo que pienso, digo y hago.

- No justificarse ni dar falsos pretextos.

- Conocer las propias debilidades y evitar caer en circunstancias que pongan en peligro mi voluntad.

- Vencer el deseo del placer y la comodidad por amor y con inteligencia.

- La persona moderada orienta y ordena hacia el bien sus apetitos sensibles, no se deja arrastrar por sus pasiones

¿Qué facilita la vivencia de esta virtud?

- La humildad que le ayuda a reconocer sus propias insuficiencias y cualidades y aprovecharlas sin llamar la atención.

- La sobriedad que le ayuda a distinguir entre lo que es razonable y lo que es inmoderado y le ayuda a utilizar adecuadamente sus sentidos, sus esfuerzos, su dinero, etc. de acuerdo a criterios rectos y verdaderos.

- La castidad que le ayuda a reconocer el valor de su intimidad y a respetarse a si mismo y a los demás.

- La mansedumbre que le ayuda a vencer la ira y a soportar molestias con serenidad.

- El conocimiento de las propias debilidades.

- La formación de una conciencia recta y delicada.

- El avance de la capacidad moral que ayuda a distinguir entre lo realmente necesario y los caprichos.

- El diálogo en familia que le ayude a comprender mejor la forma en que se debe actuar ante las diferentes situaciones.

- El conocimiento de los propios dones y capacidades.

- El hacer sacrificios y mortificaciones por Dios y los demás.

- Carácter reflexivo que le invita a pensar antes de dejarse llevar pos sus emociones deseos o pasiones.

¿Qué dificulta la vivencia de esta virtud?

- La sociedad materialista y utilitaria que nos lleva a conseguir todo lo que deseamos.

- El egoísmo.

- El permisivismo que nos deja actuar pasando sobre los derechos de los demás.

- El deseo de comodidad que nos lleva a buscar una vida fácil y sin compromiso.

- Falta de conocimiento de las propias debilidades.

- No encontrar a Dios como Fin ultimo de nuestra vida.

- No contar con la virtud de la Fortaleza. Fuerza de voluntad.

- Egoísmo que lleva a querer tener y hacer de todo, sin pensar que eso no es lo mejor para la propia naturaleza.

- El desorden que me impide distinguir entre lo realmente necesario y lo superficial y evita que ordenemos rectamente las pasiones a la voluntad.

- Clima de nerviosismo que lleva a desahogar la tensión a través del exceso en ciertos aspectos.

- Conciencia laxa, permisiva, o mal formada

Cómo educar la virtud de la templanza a nuestros hijos en casa.

1. Ayudarlos a reconocer sus sentimientos y a reflexionar en las razones por las cuales se siente así.

2. No sobreprotegerlos, no darles todo lo que piden, ni consentirlos en exceso.

3. Que ofrezcan pequeñas mortificaciones o sacrificios por el bien de alguno de la familia, por un amigo, por Dios.

4. Establecer horarios para comer, dormir, etc. y respetarlos, si no se cumplen imponer un castigo que implique sacrificio o renuncia.

5. Ayudarles a dar las gracias por todo lo que tienen y a aprovechar sus cualidades para ser mejores cada día.

6. No permitir justificaciones o pretextos al incumplir con sus responsabilidades.

7. Evitar el exceso de comodidades en la casa.

8. Enseñarles a expresarse correctamente de los demás y a moderar su vocabulario. No permitir malas palabras o frases insultantes o burlonas hacia los demás.

9. Enseñarles a vestirse adecuadamente, respetándose a si mismos y a los demás. Enseñarles el significado de la verdadera elegancia.

10. Enseñarles desde pequeños a moderarse en la comida y en la bebida, no permitirles excesos.

Educar la Fe

Educar no es fácil y cuando nos planteamos educar en la fe, el asunto todavía se complica más. Pero también depende de la perspectiva que adoptemos.

Cuando los padres queremos educar a nuestros hijos en el seguimiento de Jesús, quizás tengamos una cierta ventaja porque partimos de una orientación de fondo que nos permite hacer un planteamiento educativo sobre qué queremos transmitir a nuestros hijos. Pero los padres sabemos por experiencia que, a menudo, aquello que hacemos y vivimos es más referencia para nuestros hijos que aquello que les decimos y, por lo tanto, es importante mirar cómo vivimos: aquí tiene un gran peso la coherencia. En definitiva, educamos por lo que somos, no por lo que decimos. Por ello, tenemos que procurar que se vaya poniendo de manifiesto nuestra orientación de fondo. Aunque a veces tengamos que reconocer que las situaciones en que nos hallamos parecen frágiles o contradictorias.

Esto también significa que todo lo que vive el niño en casa está impregnado de un estilo y de una manera de hacer, lo que incluye unos valores que favorecen el propio crecimiento personal, el respeto a los demás y la apertura a lo trascendente.

Es cierto que una cosa es una declaración de principios y otra cómo se va haciendo todo esto en el día a día. No podemos caer en la tentación de buscar recetas que funcionen de manera mágica. Las referencias y la experiencia tienen que estar dentro de cada uno, porque las referencias externas en el ámbito religioso son cada vez más escasas y, seguramente, menos susceptibles de generalización. Se está produciendo un cambio profundo y la iglesia de nuestros hijos, cuando sean adultos, será fruto de la iglesia que hayamos sido capaces de construir.

El gran reto que tenemos como padres es plantearnos seriamente qué queremos transmitir a nuestros hijos, qué es lo que consideramos irrenunciable para que lleguen a ser personas en el sentido pleno de la palabra, personas que sean portadoras de amor, del amor que Jesús nos enseñó.

Si decimos que queremos educar en el seguimiento de Jesús, seguimiento personal y creativo y no una simple imitación o repetición de la vida de Jesús, significa que, por un lado, nuestra vida como padres también quiere estar orientada y ser vivida desde esta perspectiva y que quiere responder a una voluntad de transformación humanizadora de nuestra realidad

concreta y cercana. Significa que nosotros, los padres, somos un referente cristiano para nuestros hijos.

La fe es un don. No podemos tener garantías de que nuestros hijos tendrán fe, ni forzarlos a tenerla. Lo que sí podemos hacer es favorecer un entorno que sea propicio para que puedan recibir este don y educar en ellos la sensibilidad para que lo puedan acoger. Existen una serie de aspectos que favorecen la apertura a lo trascendente. Es difícil vivir la experiencia de un Dios amoroso para quien no ha vivido en su vida personal este amor. Es difícil abrirse a la vida del Espíritu si uno vive sólo en un contexto materialista o racionalista: una persona no dará importancia al sentido que tienen las cosas que hace, si no la han educado en la capacidad de reflexión y de interiorización. Es difícil sentirse atraído por los valores del Evangelio si uno no vive en un contexto que los haga naturales para la persona, etc. Por ello, todo lo que se haga para asegurar estos elementos previos facilitará que la semilla de la fe crezca y se desarrolle.

Ante la equivocada creencia de que educar a los hijos en la fe es algo que coarta su libertad, que les “obliga” a tener unos principios religiosos y morales que quizás no quieran continuar en su vida adulta, podemos afirmar que no educar a los hijos en la fe es condenarlos al ateísmo, es obligarles a vivir en la falta de esos valores religiosos y morales sin darles opción a elegir libremente. Sólo si conocen lo que es vivir una vida de piedad y de fe, podrán en un futuro decidir libre y responsablemente si quieren asumir esos valores en su vida personal o no.

La vida familiar está llena de momentos significativos que pueden estimular y hacer presente la experiencia cristiana. Situaciones que nos permiten trabajar:

• La confianza en Dios y en los otros.

• La honestidad.

• La verdad.

• El perdón.

• No hacer trampas.

• Ponerse en el lugar del otro.

Los padres de familia, antes que nadie, son los verdaderos protagonistas de la educación cristiana de sus hijos. Por lo tanto, es necesario que las primeras prácticas religiosas que se enseñan a los hijos reúnan dos condiciones: que sean fruto de una piedad sincera por parte de los padres y que estén adecuadas a la capacidad y edad del niño.

Una de las primeras actitudes que hay que despertar en el niño es la confianza en Dios. Esto se logrará cuando los padres reflejan en los hijos su confianza en el Todo Poderoso ante los pequeños y grandes sucesos de la vida ordinaria.

Algunas pautas que nos pueden orientar en la educación en la fe de nuestros hijos pueden ser:

1. Mostrar a Dios como padre amoroso.

2. Cuidar que las devociones y actos de piedad, desde pequeños, tengan un contenido teológico que van entendiendo poco a poco.

3. Enseñar a rezar, pero explicar también a quién se reza y por qué se reza.

4. No abandonar nunca el "seguimiento" de los niños en las oraciones diarias, tales como las plegarias al acostarse y al despertarse.

5. Que el rezo en familia se haga con respeto. Cuidar las posturas. No es lo mismo rezar que jugar o ver la tele. La actitud debe ser otra.

6. Explicarles desde pequeños el significado de las distintas fiestas litúrgicas.

7. Ayudarles cuando llegan a los 11-13 años a superar los respetos humanos, la vergüenza a que les vean rezar.

8. Hacerles notar que la piedad se debe mostrar en la conducta de todo el día. Rezar y mal comportamiento no deben ir juntos.

9. Animar a ofrecer a Dios las clases y las tareas. Es otra forma de hacer oración.

10. Enseñarles a encomendarse a su Ángel de la Guarda y tenerlo por compañero de vida en todo momento.

11. Aprender a dar gracias por lo que hemos recibido y por lo que recibimos cada día.

12. Aprender a pensar en los demás antes que en uno mismo y a tratar a los demás como queremos que nos traten a nosotros.

Un paso más es encontrar momentos de oración personal y en familia, momentos como el de bendecir la mesa, guardar un momento del día para rezar el rosario en familia, leer y comentar la Palabra de Dios para cada día… etc. El hecho de ir a Misa y participar en las celebraciones de la comunidad, seguir los ciclos litúrgicos con todo su simbolismo, especialmente Navidad y Pascua, nos ayuda a encontrar el sentido de celebrar y compartir. Tenemos que encontrar espacios eclesiales a la medida de los niños, donde se sientan a gusto.

En concreto, dos momentos esenciales para educar en la fe a nuestros hijos pueden ser la Eucaristía del domingo y el rezo del rosario en familia.

La Misa Dominical, una ocasión especial

Acudir en familia a la Santa Misa debe convertirse en una de las ocasiones más importantes de la semana. Debemos hacer de este momento algo especial; es la oportunidad para darle gracias a Dios por la semana que ha pasado y pedirle por la que vendrá. Es una ocasión tan importante, que merece vestirse bien para alabar a nuestro Padre por todas sus bondades.

Si los hijos son pequeños, es bueno ir explicándoles, poco a poco, los fines y las partes de la liturgia de la Misa para que se acostumbren y aprendan a valorarla. Si no llevamos a nuestros hijos pequeños a la Eucaristía del domingo, por temor a que enreden o hagan ruido, cuando vayan creciendo nos será mucho más difícil pretender que nos acompañen. Hay que intentar controlar su comportamiento en la Iglesia, pero no apartarlos de ella porque su edad les impida participar como es debido. La Gracia de Dios está presente en cada Eucaristía y siempre tiene efecto sobre el alma de nuestros hijos, por pequeños que sean.

Debemos cuidar especialmente la compostura en la Iglesia. Hay que hacer notar a los hijos que el Señor está real y verdaderamente presente. Es importante también preocuparse de que los niños guarden el ayuno eucarístico.

Cuando ya han hecho la Primera Comunión, es importante enseñarles a prepararse para ir a comulgar, con actos de contrición y de amor de Dios, y a dar gracias después de la comunión. Permanecer dando gracias un rato, ya que el Señor está todavía dentro de nosotros realmente. Como siempre, el ejemplo es fundamental.

El Rosario en familia

El rezo del Santo Rosario en familia es una forma eficaz de fomentar la piedad en los niños. Es esa media hora del día en la que toda la familia deja a un lado sus labores cotidianas y se recoge en torno a la oración.

Se debe buscar la manera, sin ahorrarse sacrificios, de rezar el Rosario en familia. Para encontrar el momento apropiado es bueno organizar horas para el estudio, para el descanso y la tertulia, para comer y por supuesto, para el rezo del Rosario.

Una forma de hacer de este momento algo atractivo para los más pequeños, es invitarlos a rezar algunos misterios, de acuerdo con su edad y contarles brevemente la historia de cada misterio, invitándoles a que lo ofrezcan por alguna intención particular.

Podemos compartir la formación religiosa de la catequesis o de la escuela. Pero no podemos pretender que nadie nos sustituya en lo que se refiere a la experiencia religiosa y la expresión litúrgica. Nuestros hijos han de ver en nosotros signos de esta voluntad de seguimiento de Jesús, de esta voluntad de formar comunidad, han de vernos rezar, han de vernos participar en las celebraciones, han de vernos comprometidos.

Por otro lado, los niños, a medida que crecen, van exigiendo más respuestas y más explicaciones que, a menudo, nos resultan difíciles. El diálogo con otros padres, la asistencia a charlas y la lectura de algún libro, además del propio camino de fe, nos puede ayudar a encontrar las respuestas adecuadas para nuestro hijo.

Debemos buscar ayudas en la educación en la fe de nuestros hijos, como pertenecer a una Asociación o Movimiento de Apostolado Familiar que haga que nuestros hijos compartan con otros niños y adolescentes, con otras familias, la fe que vivimos y queremos educar. Cuando la influencia que los padres podemos ejercer en vida de nuestros hijos se reduce o se minimiza, sobre todo en la adolescencia, es el momento de favorecer entornos juveniles donde se continúe la vivencia de la fe que hemos iniciado en la familia.

Educar sobre la fe, en la fe y con fe

Para concretar lo dicho distingamos los siguientes tres aspectos de la educación. Importa comprender bien la relación entre ellos para cultivarlos armónicamente, ya que los niños perciben con gran lucidez la coherencia de vida en el educador.

● Educar sobre la fe: quiere decir enseñar los rudimentos del dogma y la moral, haciéndolo de modo acomodado a la edad y circunstancias. Se requiere, como sabemos, buena dosis de imaginación, paciencia, sentido del humor, etc, pero también —no lo olvidemos— el hábito escuchar a los pequeños y tomarlos rigurosamente en serio.

● Educar en la fe significa vivir lo que creemos, encarnar lo que profesamos, demostrar que recurrimos a la Gracia de Dios habitualmente y que la celebramos con gozo. Las manifestaciones son muy diversas: asistir a Misa juntos, confesarnos, rezar en familia alguna oración, por ejemplo el ángelus, decorar las habitaciones con imágenes de Nuestra Señora, etc. La fe debe ser ambiente que se respira y nunca formalidad muerta.

● Educar con fe significa creer en las personas: en primer lugar en Nuestro Señor, lógicamente, pero también en aquellos a quienes queremos educar. Necesitamos creer que ese niño al que hablamos madurará, entenderá, se superará, se sacará de dentro a esa persona maravillosa que promete ser, llegará a ser el que Dios quiere, es decir santo. Y también hemos de creer en nosotros mismos, en que Dios obrará a través de nosotros si le somos dóciles, que hará milagros a pesar de nuestros pecados, que seremos instrumento e imagen de su Hijo si nos fiamos de Él.

Educar la Esperanza

La virtud teologal de la esperanza se define como "hábito sobrenatural infundido por Dios en la voluntad, por el cual confiamos con plena certeza alcanzar la vida eterna y los medios necesarios para llegar a ella, apoyados en el auxilio omnipotente de Dios".

De la definición se deducen las propiedades de esta virtud:

a) Es sobrenatural, por ser infundida en el alma por Dios (cfr. Rom 15,v.13; 1v.Cor v.13,v.13), y porque su objeto es Dios que trasciende cualquier exigencia o fuerza natural. El Concilio de Trento afirma que en la justificación viene infundida la esperanza, junto con la fe y la caridad.

b) Se ordena primariamente a Dios, bien supremo, y secundariamente a otros bienes necesarios o convenientes para llegar a El (cfr. Mt 6,33);

c) Es una disposición activa y eficaz, que lleva a poner los medios para alcanzar el fin; no es mera pasividad;

d) Es actitud firme, inquebrantable, porque se funda en la promesa divina de salvación (cfr. Rom 8,35; Philp 4,13); ni siquiera la pérdida de la gracia santificante puede quitar la esperanza (Santo Tomás).

Un elemento de la esperanza es la confianza: en el auxilio divino, seguro de que Dios da los medios para alcanzar la vida eterna.

No basta la fe ni basta la caridad; es necesario que Dios nos dé también la seguridad de alcanzarle. Esta virtud lleva a buscar efectivamente los medios de salvación y a superar los obstáculos. Además, nadie se salva sin la gracia.

La fe y la esperanza están unidas entre sí a través de la común actividad de la inteligencia y de la voluntad: las dos se apoyan en la Palabra de Dios, las dos tienden al bien particular del hombre, las dos se viven en el tiempo; pero se distinguen esencialmente:

1) Por su actividad: la fe es formalmente acto del entendimiento, la esperanza lo es de la voluntad.

2) Por su objeto: la fe se fija en Dios en cuanto Verdad, la esperanza en Dios en cuanto Bondad no poseída (cfr. S.Th. II-II, q. 17, a. 6).

3) Por la certeza del acto, que aunque en las dos es absoluta (en cuanto entrega incondicionada a la Verdad y Fidelidad divinas), sin embargo, en la esperanza no se tiene "infalibilidad" de conseguir la salvación. Precisamente el error de Lutero fue ver, en esa certeza infalible de la salvación personal, la esencia de la fe justificante, identificando ambas virtudes. Por eso Trento definió que "acerca del don de la perseverancia... nadie se prometa nada cierto con absoluta certeza, aunque todos deben colocar y poner en el auxilio de Dios la más firme esperanza" (Dz-Sch 1541). Por lo demás ésa es la enseñanza de la Sagrada Escritura que afirma la voluntad salvífica universal de Dios, pero pone condiciones morales para la eficacia de la redención y habla también de la posibilidad del pecado y de la condenación (cfr. Philp 2,v.12; 1v.Cor 4,v.4; 10,v.12; etc.).

La virtud de la esperanza se opone a las concepciones materialistas (marxismo, teología de la liberación) que ponen la esperanza en una perfección intramundana o en un progreso

material. La esperanza cristiana corresponde al anhelo de felicidad del hombre (asume la esperanza humana y la eleva). Se trata de una esperanza escatológica (la gloria futura en el cielo) que no merma la importancia de lo temporal, sino que le da su pleno sentido y perfección (este mundo se ordena a los "nuevos cielos y a la tierra nueva", al Reino de Dios; cfr LG 48).

Pecados contra la esperanza pueden ser:

DESESPERACIÓN: alejamiento voluntario de la felicidad eterna, que se juzga imposible de alcanzar. La desesperación quita el freno al vicio, cierra las puertas al arrepentimiento y a la gracia, rechazando o desconfiando de la misericordia divina. La Sagrada Escritura lo llama "pecado grave contra el Espíritu Santo". Por la desesperación, el hombre deja de esperar de Dios su salvación personal, el auxilio para llegar a ella o el perdón de sus pecados. Se opone a la Bondad de Dios, a su Justicia y a su Misericordia.

PRESUNCIÓN: esperar de Dios cosas que no ha prometido o medios que no ha previsto para nuestra salvación. Hay dos clases de presunción: O bien el hombre presume de sus capacidades (esperando poder salvarse sin la ayuda de lo alto), o bien presume de la omnipotencia o de la misericordia divina, (esperando obtener su perdón sin conversión y la gloria sin mérito).

El Catecismo de la Iglesia nos enseña en el numeral 2090: “Cuando Dios se revela y llama al hombre, éste no puede responder plenamente al amor divino por sus propias fuerzas. Debe esperar que Dios le dé la capacidad de devolverle el amor y de obrar conforme a los mandamientos de la caridad. La esperanza es aguardar confiadamente la bendición divina y la bienaventurada visión de Dios; es también el temor de ofender el amor de Dios y de provocar su castigo”.

La virtud de la esperanza protege del desaliento, sostiene en todo desfallecimiento, dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad. Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación: "Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación" (1 Tesalonicenses 5, 8). Nos procura el gozo en la prueba misma: "Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación" (Romanos 12,12). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.

Santa Teresa de Jesús decía: "Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve, largo. Mira que mientras mas peleares, mas mostrarás el amor que tienes a tu

Dios y mas te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin" (S. Teresa de Jesús, excl. 15, 3).

Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman (cf Rm 8, 28-30) y hacen su voluntad (cf Mt 7, 21). En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, ‘perseverar hasta el fin’ (cf Mt 10, 22; cf Cc. Trento: DS 1541) y obtener el gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que ‘todos los hombres se salven’ (1Tm 2, 4). Espera estar en la gloria del cielo unida a Cristo, su esposo.

Cómo educar la Esperanza:

Para educar cristianamente a nuestros hijos, los padres debemos ser educadores esperanzados, es decir educar con esperanza y educar la virtud de la esperanza en nuestros hijos. Y esto de varias maneras:

1. Estando atentos a "los signos de los tiempos", para responder con una postura activa desde el Evangelio a los retos de la educación. El Concilio Vaticano II, en la Gaudium et Spes, nos recuerda que: "es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura" (nº 4). Esa es misión también de los padres como educadores cristianos.

2. Siendo realistas y comprometidos. A los padres se nos pide realismo porque la educación de nuestros hijos no acontece en el vacío. Los valores siempre se transmiten en una familia, en una sociedad, con un entramado de experiencias ambientales, históricas y culturales que hacen de filtro y rémora o de trampolín e impulso para la tarea de educar. El realismo así, lejos de ser pesimismo, debe de ser el resorte necesario para implicarse y vivir la tarea cotidiana sin evasión, con vocación, como misión.

3. Esperanzados y perseverantes. Los padres y educadores cristianos caminamos "entre el realismo y el ideal". Entre el "ya" y el "todavía no". Tras todo ideal de existencia late un deseo de conversión y renovación personal y social que aguarda y procura la coyuntura propicia para hacerse realidad. Tras el ideal del educador cristiano están la esperanza en el Reino de Dios, que no defrauda, que camina hacia su plenitud y un día alumbrará un mundo nuevo y una humanidad nueva victoriosa sobre el pecado y sobre la muerte; está la propuesta de las bienaventuranzas como promesa de felicidad y forma eminente y fecunda de compromiso moral y social; está la persona de Jesús, su mensaje, su vida, su muerte y su Resurrección: realización plena del plan salvador de Dios sobre el hombre; fuente, norma y paradigma último de toda educación.

4. Con la esperanza que nace de la fe. La juventud hoy pide razones para creer y razones para esperar; pero necesita sobre todo ver en sus padres y educadores signos y testigos de esperanza. Un educador con esperanza es un indicador fiable para el camino y el sentido de la vida; un educador sin esperanza deja de ser educador. Educar con esperanza, desde la esperanza y para la esperanza es, en los tiempos que corren, una inestimable aportación. Esta esperanza se aviva mirando al mundo y a la humanidad con los ojos limpios de la fe y el gozo teologal del amor cristiano, que es el que nace de la certeza de que Dios ama al ser humano y de que nuestra historia es una historia de salvación. Y se proyecta en ser "luz del mundo", "sal de la tierra", "fermento en la masa", "ciudad sobre el monte"...; basta haber descubierto y acogido el don del Reino de Cristo para que la vida toda del creyente comience a iluminar, a irradiar, a sazonar y a transformar el mundo en que le toca vivir.

Educar la Caridad

Qué es la Caridad

Caridad es la virtud sobrenatural infusa por la que la persona puede amar a Dios sobre todas las cosas, por El mismo, y amar al prójimo por amor a Dios. Es una virtud basada en fe divina o en creer en la verdad de la revelación de Dios. Es conferida solo por gracia divina. No es adquirida por el mero esfuerzo humano. Porque es infundida con la gracia santificante, frecuentemente se identifica con el estado de gracia. Por lo tanto, quien ha perdido la virtud sobrenatural de la caridad ha perdido el estado de gracia, aunque aun posea las virtudes de esperanza y caridad.

Caridad - no significa ante todo el acto o el sentimiento benéfico, sino el don espiritual, el amor de Dios que el Espíritu Santo infunde en el corazón humano y que lleva a entregarse a su vez al mismo Dios y al prójimo (Benedicto XVI).

Caridad es nuestra respuesta al amor de Dios. Dios nos amó primero y reveló su gloria. El primer mandamiento nos ordena amar a Dios sobre todas las cosas y a las criaturas por Él y a causa de É - Jesús. La caridad es la virtud más excelente de todas por ser la primera de las teologales, que son las virtudes supremas. Cuando se viven de verdad, todas las virtudes están animadas e inspiradas por la caridad. Como dice San Pablo, la caridad es "vínculo de perfección" (Colosenses 3,14), la forma de todas las virtudes. enseña que en esto se resume toda la ley.

Es una virtud en la que su objeto material está dividido (Dios, nosotros, prójimo) y el objeto formal es único: la Bondad de Dios.

Si el motivo del amor no es Dios nos salimos del ámbito de la caridad (entramos en filantropía...). Esta infundida por Dios y no puede ser alcanzada por las propias fuerzas naturales.

El amor a Dios ha de ser el motivo de todos los demás amores, y ha de prevalecer sobre ellos, a Dios se le ama por sí mismo por ser nuestro último fin. A nosotros y a los demás deberá ser por Dios para que haya autentica Caridad.

La caridad vivifica y da forma a todas las demás virtudes y actos de la vida cristiana.

La Caridad le da vida a todas las demás virtudes, pues es necesaria para que éstas se dirijan a Dios, por ejemplo, y Yo puedo ser amable, sólo con el fin de obtener una recompensa, sin embargo, con la caridad, la amabilidad, se convierten en virtudes que se practican desinteresadamente por amor a los demás. Sin la caridad, las demás virtudes están como muertas. La caridad no termina con nuestra vida terrena, en la vida eterna viviremos continuamente la caridad. San Pablo nos lo menciona en 1 Cor. 13, 13; y 13, 87.

Al hablar de la caridad, hay que hablar del amor. El amor “no es un sentimiento bonito” o la carga romántica de la vida. El amor es buscar el bien del otro.

Existen dos tipos de amor:

- Amor desinteresado (o de benevolencia): desear y hacer el bien del otro aunque no proporcione ningún beneficio, porque se desea lo mejor para el otro.

- Interesado: amar al otro por los beneficios que esperamos obtener.

¿Qué es, pues, la caridad? La caridad es más que el amor. El amor es natural. La caridad es sobrenatural, algo del mundo divino. La caridad es poseer en nosotros el amor de Dios. Es amar como Dios ama, con su intensidad y con sus características. La caridad es un don de Dios que nos permite amar en medida superior a nuestras posibilidades humanas. La caridad es amar como Dios, no con la perfección que Él lo hace, pero sí con el estilo que Él tiene. A eso nos referimos cuando decimos que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, a que tenemos la capacidad de amar como Dios.

Pecados contra el amor a Dios:

El odio a Dios, que es el pecado de Satanás y de los demonios. Y se manifiesta en las blasfemias, las maldiciones, los sacrilegios, etc.

La pereza espiritual, que es cuando el hombre no le encuentra el gusto a las cosas de Dios, es más las consideran aburridas y tristes. Aquí se encuentra la tibieza y la frivolidad o superficialidad.

El amor desordenado a las criaturas, que es cuando primero que Dios y su Voluntad están personas o cosas. En todo pecado grave se pierde la caridad.

El amor al prójimo

El amor al prójimo es parte de la virtud de la caridad que nos hace buscar el bien de los demás por amor a Dios.

Las características del amor al prójimo son:

- Sobrenatural: se ama a Cristo en el prójimo, por su dignidad especial como hijo de Dios.

- Universal: comprende a todos los hombres porque todos son creaturas de Dios. Como Cristo, incluso a pecadores y a los que hacen el mal.

- Ordenado: es decir, se debe amar más al que está más cerca o al que lo necesite más. Ej. A el esposo, que al hermano, al hijo enfermo que a los demás.

- Interna y externa: para que sea auténtica tiene que abarcar todos los aspectos, pensamiento, palabra y obras.

Las obras de misericordia:

La caridad si no es concreta de nada sirve, sería una falsedad. Esta caridad concreta puede ser interna, con la voluntad que nos lleva a colaborar con los demás de muchas maneras. También puede ser con la inteligencia, a través de la estima y el perdón. Otra forma concreta de caridad es la de palabra, es decir, hablar siempre bien de los demás. Y la caridad de obra que se resumen en las obras de misericordia, ya sean espirituales o materiales. Siendo las más

importantes las espirituales, sin omitir las materiales. De ahí la necesidad de la corrección fraterna, el apostolado y la oración.

La corrección fraterna nos obliga a apartar al otro de lo ilícito o perjudicial. Siempre haciéndola en privado para no poner en peligro la fama del otro. El no hacerlo por cobardía, por falso respeto humano, sería una ofensa grave. Pero, siempre hay que tomar en cuenta la gravedad de la falta y la posibilidad de apartar al prójimo de su pecado.

Estamos obligados al apostolado porque cualquier bautizado debe de promover la vida cristiana y extender el Reino de Dios, llevando el Evangelio a los demás. Si yo amo a Dios, es lógico querer que los demás lo hagan también. El apostolado se desarrolla según las circunstancias de cada quien. Puede ser que en algunos casos el cambiar los pañales de un hijo sea una forma de apostolado o el escribir, o el predicar, etc.

Ahora bien, la causa y el fin de la caridad está en Dios no en la filantropía (amor a los hombres). La caridad tiene que ser siempre desinteresada, cuando hay interés siempre se cobra la factura, “hoy por ti, mañana por mí”. Obviamente tiene que ser activa y eficaz, no bastan los buenos deseos. Tiene que ser sincera, es una actitud interior. Debe ser superior a todo. En caso de que haya conflicto, primero está Dios y luego los hombres.

Pecados contra el amor al prójimo:

El odio: desearle el mal al prójimo, ya sea porque es nuestro enemigo (odio de enemistad) o porque no nos es simpático (odio por antipatía). La antipatía natural no es pecado, salvo cuando la fomentamos, es decir es voluntaria y la manifestamos en acciones concretas.

La maldición: cuando expresamos el deseo de un mal para el otro que nace de la ira o del odio.

La envidia: entristecerse o enfadarse por el bien que le sucede al otro o alegrarse del mal del otro. Es un pecado capital porque de él se derivan muchos otros: chismes, murmuraciones, odio, resentimientos, etc.

El escándalo: acción, palabra u omisión que lleva al prójimo a ocasión de pecado. Y puede ser directo cuando la intención es hacer que el otro peque o indirecto cuando no hay la intención, pero de todos modos se lleva al otro al pecado.

La cooperación en un acto malo que es participar en el pecado de otro.

Otros pecados: los altercados, riñas, vandalismo, etc.

No olvidemos que es mucho más importante la parte activa de esta virtud. Hay que aplicarse a hacer cosas concretas, no tanto en los pecados en contra. Las casas se construyen “haciendo” y no dejando de destruir. Al final seremos juzgados por lo que hicimos, por lo que amamos, no por lo que dejamos de hacer. Mt 25, 31-46

Para educar la Caridad en la familia:

El fin último es lograr que el amor sea el motor y el sentido de los actos, pensamientos y actitudes de nuestros hijos, entendiendo que la fidelidad al nuevo mandamiento de Jesús dará verdadera coherencia a nuestra vida.

Formar el corazón de nuestros niños y transformarlo de tal manera que funcione en sintonía con el Corazón de Cristo. De nada nos servirá todo lo que hagamos por ellos en otros aspectos de su desarrollo si éste no se sustenta en la capacidad de amar, vivir el bien de manera habitual y firme y atender las necesidades de los demás.

Que nuestros hijos aprendan de nuestro ejemplo la necesidad de vivir la caridad de manera efectiva y constante en cada momento de nuestra vida y sin excepciones, tratando a los demás como quisiéramos que nos trataran a nosotros. En muchas ocasiones la caridad se expresa de un modo sencillo, con gestos aparentemente triviales e intrascendentes, pero nacidos de la bondad del corazón.

Transmitir a nuestros hijos la esperanza que surge de la caridad, conscientes de que la vivencia de esta virtud es exigente porque no busca la propia satisfacción, sino ante todo el bien de las otras personas. La caridad no es una utopía, sino una posibilidad real de cambio personal y de la sociedad en general.

Ayudar a nuestros hijos a descubrir en la Eucaristía la mejor manera de fortalecer la caridad y a reconocer que nos ayuda a vivir esta virtud de manera heroica.

Ofrecerles a nuestros hijos un mundo mejor y más humano, en el que la regla de oro sea la caridad.

¿Por qué es importante fomentar la virtud de la caridad en nuestros hijos?

- Porque la caridad se vive amando. No debe ser sólo un buen deseo. “Obras son amores y no buenas razones…”

- Porque no se debe esperar a que se presenten situaciones para vivir actos espectaculares de caridad, sino vivirla de manera heroica en cada momento del día como una actitud habitual y firme. No hacer actos de caridad, sino vivir la caridad y en la caridad.

- Porque la caridad es una gran fuerza, nuestra principal arma para mejorar la sociedad, y el amor debe ser el motor de transformación, comenzando por la transformación del propio corazón.

- Porque la caridad debe dar sentido al desarrollo de los talentos, al trabajo, esfuerzo y mejoramiento personal en nuestros hijos, atendiendo a saber no tanto cuánto los desarrolla, sino porqué lo hace.

- Porque es el único mandamiento nuevo que nos da Jesucristo, y todas sus enseñanzas se derivan de él.

- Porque el amor es lo que nos debe distinguir. Seremos discípulos de Cristo en la medida del amor que nos tengamos los unos a los otros, cumpliendo la voluntad de Dios por encima de gustos, caprichos y preferencias personales.

- Porque es la gran novedad del mensaje de Jesucristo contra la antigua ley del talión y vivir cada día de acuerdo a la caridad marcará la diferencia en el mundo.

- Porque la caridad debe vivirse siempre y con todos, independientemente del grado de simpatía o amistad que tengamos con ellos.

- Porque del amor surgen el perdón y la paz.

- Porque el niño comprenderá y experimentará la capacidad de desprenderse de lo que tiene, y será capaz de sacrificarse para aliviar las penas de la gente que sufre.

- Porque el niño experimentará que el corazón que acostumbra dar amor se suaviza, purifica y crece en la capacidad de amar.

Vivir la caridad significa:

- Dar un saludo amable y trato bondadoso a los demás aunque estemos cansados o de mal humor.

- Ayudar a quien lo necesite. Estar pendiente de las necesidades de los demás antes que de las propias. Tener más tiempo para los demás que para sí mismo.

- Ser constructivo, optimista y alegre.

- Superar el propio cansancio o mal humor en el trato con los demás para no contagiárselo.

- Ser generoso con nuestro tiempo y persona ante las necesidades de los demás.

- Hablar siempre bien de los demás.

- Descubrir las cosas buenas de los demás: virtudes, cualidades y aciertos, y no fijarnos en las cosas malas o defectos.

- Nunca hablar mal ni hacer notar a otras personas lo malo de una persona. Si no tengo algo bueno que decir, mejor quedarme callado.

- Disculpar siempre y con paciencia los errores ajenos, recordando que nadie es perfecto y que nosotros también fallaremos muchas veces.

- Nunca juzgar y menos condenar a una persona, aunque objetivamente se pueda tener razón para hacerlo. Saber condenar el hecho, pero no a la persona.

- Analizar en el examen de conciencia y en la confesión si vivimos la caridad en concreto y poner los medios para vivirla o reparar el mal cometido por faltar a ella.

- Vivir el bien de manera constante; no únicamente hacer actos buenos ocasionalmente.

- Tener pensamientos, proyectos y deseos positivos que sean fuente de unidad y paz. Pensar de manera constante en cómo hacer mejor el bien.

- Ser tolerante, saber escuchar con interés lo que los demás tienen que decir. Dedicar tiempo a los otros, a pesar de restar tiempo a mi persona.

- Ser comprensivos, saber ponernos en el lugar de los demás.

- Hacer sacrificios en favor de los otros.

- Responder con amor al odio y con paz a la violencia. Actuar de manera pacífica, solucionar los problemas con actitudes positivas.

- Visitar a un enfermo o consolar a alguien que está triste.

- Rezar por los demás.

- Enseñar a los que no saben.

- Llevar el mensaje de Jesucristo a los demás.

- Corregir caritativamente al que está equivocado y cuyo error puede causarle daño a sí mismo o a otros.

- Contribuir a crear un ambiente alegre para los demás, evitando quejas y críticas.

- Tratar a los demás como quiero que me traten a mí.

- Respetar y aceptar a los otros como son, y no cómo yo quisiera que fueran.

- Perdonar de corazón y de buena manera a los que me ofenden.

- Ayudar a los demás en sus necesidades materiales. Estar pendientes de los más necesitados.

Qué facilita la vivencia de esta virtud:

- La propia naturaleza humana pues estamos hechos para amar y buscar la paz.

- El ambiente cordial, tranquilo, en donde el diálogo sea fundamental y los puntos de los demás sean respetados.

- El amor de la familia, ya que en ella se ama y se acepta de manera desinteresada a la persona como es.

- El ejemplo de amor que los padres den a sus hijos.

- Corregir con amor, buscando siempre el bien de la persona.

- La reflexión, examen de conciencia y confesión frecuente.

- La paciencia, el respeto, la comprensión.

- La sencillez.

- El ser y saberse aceptado y amado como uno es, porque permite amar a los demás como a uno mismo.

- La práctica del servicio a los demás, porque otorga satisfacciones personales que llevan a desear repetirlo.

- El esfuerzo de ponerse en el lugar del otro

- El trato siempre amable e igual con todos sin favoritismos.

- El compartir trabajos y actividades, metas y luchas porque une en torno a un objetivo común.

Qué dificulta la vivencia de esta virtud:

- El egoísmo, origen de todas las faltas a la caridad.

- Actitudes de rencor, poca capacidad de perdonar y temperamentos violentos.

- Esconder la soberbia en actitudes de caridad cuando en realidad solamente estamos pensando en nosotros mismos, nuestro bien, auto alabanza, etc.

- El afán egoísta de desarrollar al máximo nuestras cualidades pero pensando en nosotros mismos.

- El ruido tanto externo como interno que no me permite reflexionar sobre mi conducta.

- Pereza, apatía.

- Los prejuicios sociales. Actuar por el qué dirán, más que por convicción.

- Mal humor, venganza, discusión, envidia, dureza de corazón, individualismo.

- Discriminación, odio, racismo y rechazo social.

- La omisión. No ser capaces de sacrificarnos por los demás.

- El “espíritu del mundo” que hace de las demás personas meros objetos al servicio de los propios intereses.

Para promover la virtud de la caridad en casa:

1. Ayudarnos a vivir la virtud de la caridad hablando de cosas positivas y no permitiendo la crítica bajo ninguna circunstancia. Si se llega a decir algo malo de una persona, obligarse a decir tres cosas buenas de ella.

2. Acostumbrarnos a ver por las necesidades de los demás fomentando y facilitando las actitudes de servicio. Buscar maneras de servir en familia participando activa y comprometidamente en actividades de participación social o evangelización a través de las misiones, visitas a familiares enfermos, apoyo a la comunidad, etc.

3. Dedicar en familia tiempo y bienes para obras de misericordia y ayuda material a los más necesitados: hacer una alcancía familiar, privarse en familia de alguna diversión y destinar ese dinero a ayudar a otros, etc.

4. Evitar pleitos en casa, y si se dan, buscar que se disculpen y se perdonen el mismo día en que surjan. Fomentar que las dificultades se arreglen mediante el diálogo y el respeto.

5. Rezar en familia por las necesidades específicas de los demás.

6. Fomentar la alegría, que es fuente de caridad. Evitar insultos, gritos o malos modos al pedir las cosas. Cuidar los detalles de educación y amabilidad con todos los miembros de la familia o personas que vivan o trabajen con nosotros.

7. Animar a cada miembro de la familia a desarrollar al máximo sus talentos, pero siempre con la conciencia de que no debe hacerlo solamente por su bien personal, sino como una manera de vivir la caridad al poner estos dones al servicio de los demás.

8. Hacer ver y sentir a todos que se les acepta como son y que tienen muchas cualidades, nunca permitir comparaciones entre hermanos.

9. Recibir siempre con alegría a todos los que vienen a casa. Hacer que se sientan bien en ella.

10. Hacer como familia y con frecuencia un examen de conciencia para analizar cómo se vive la caridad y qué medios concretos se pueden poner para crecer en ella.

El proceso de maduración de la persona se produce de manera escalonada, los valores no se adquieren todos a la vez o en cualquier momento. Su adquisición se produce poco a poco, en función de factores tales como la edad, la motivación, la familia, etc.

Es cierto que los valores están intrínsecamente conectados. En este sentido resulta difícil interiorizar la solidaridad si no se vive la generosidad en el día a día, no se puede ser laborioso sin vivir la fortaleza, etc.

Con el fin de facilitar la labor de los padres a continuación, se expone qué valores son los que se desarrollan en las distintas edades. De esta manera se gana en efectividad, porque sin olvidar el conjunto es más fácil centrarse en aquello que el niño o el joven, ya sea por su edad o su momento psicológico, está en disposición de desarrollar.

De 0 a 7 años:

Hasta los 7 años la educación en valores debe centrarse en el orden, la obediencia y la sinceridad. Son estos tres valores la base de la educación. A partir de ellos crecerán los demás y serán la base de una vida feliz y equilibrada.

La manera básica de vivir valores en esta edad es por medio de hábitos, es decir, de la repetición de actos operativos concretos de orden, obediencia y sinceridad.

· Educar el orden:

Podríamos decir que un niño tiene el valor del orden cuando se comporta de acuerdo con unas normas lógicas, necesarias para el logro de algún objetivo deseado y previsto, en la organización de las cosas, en la distribución del tiempo y en la realización de las actividades, por iniciativa propia, sin que sea necesario recordárselo.

El desarrollo del valor del orden, como todos los valores morales, tiene dos facetas: la intensidad con que se vive y la rectitud de los motivos al vivirla. Ocurre, en ocasiones, que el orden llega a ser un fin y convendría aclarar, desde el principio, que este valor debería ser gobernado por la prudencia.

En un ambiente familiar de alegría, tranquilidad, confianza y cariño se debe exigir a los niños que recojan los juguetes que han utilizado, habrá que facilitarles la labor proveyéndoles de cajas de colores, estanterías a su altura, etc. Será bueno también explicarles él porqué del orden con el fin de que no sean maniáticos del orden por el orden y que vean las ventajas de ser ordenados. Con visión del futuro, a nadie se le escapa la importancia del orden en un trabajo profesional eficaz.

Adquirir el valor del orden va mucho más que acomodar cosas y objetos, es poner todas las cosas de nuestra vida en su lugar. Por ejemplo nadie sale del trabajo a media mañana para ir a jugar un partido de fútbol con los amigos, tampoco a nadie se le ocurre amar perdidamente a su mascota y desatender a sus hijos. Sin embargo el desorden puede estar disfrazado muy sutilmente y es fácil darle tres o cuatro horas más al trabajo y no estar con la familia, y uno puede sentirse muy tranquilo porque "está poniendo en orden sus prioridades". Si, el trabajo es importante, pero tiene su espacio y sus límites. Igualmente ocurre con aquella persona que decide no tomar una oportunidad única de trabajo porque le implica sacrificar un poco de su familia. El valor del orden debe ayudarnos a darle a cada cosa su peso, a cada actividad su prioridad. A cada afecto el espacio que le corresponde.

El orden interior se refleja en todas nuestras cosas. Si recreamos nuestra imaginación en fraguar proyectos un tanto inalcanzables, nos entretenemos en pensar qué haremos el próximo fin de semana, o en los nuevos accesorios para nuestro automóvil, difícilmente nos concentraremos en las cosas importantes que debemos hacer y perdemos un tiempo valioso. En este ambiente ficticio esta la pereza, no nos extrañe que nos cueste "mucho trabajo" recoger las cosas o terminar a tiempo cualquier actividad.

La falta de orden se presenta muchas veces con el activismo: dar la apariencia de hacer... sin hacer. En medio de nuestras ocupaciones habituales, e incluso con alto rendimiento y eficacia personal y profesional, podemos estar rodeados de papeles, objetos, libros, cajones de uso múltiple y adornos de todo tipo. Este descuido generalmente va acompañado de un propósito de arreglo, pocas veces concretado debido a la prisa por hacer lo "verdaderamente importante", pero el orden exige plasmar en la agenda un momento y tiempo determinado para cuidar este pequeño pero significativo detalle, cada cual sabe dónde deben estar las cosas.

La alegría, la convivencia, los planes personales y una gran capacidad de trabajo caracterizan positivamente a la persona, sin embargo, todo aquello que se omite o se hace fuera de tiempo y oportunidad, provoca desorden e ineficiencia.

Algunas personas no tienen el interés o la conciencia de la importancia de este valor porque todo lo tienen resuelto, tienen a su alrededor, personas (en el hogar, oficina, escuela, etc.) que se ocupan de la limpieza y disposición de las cosas para crear un ambiente agradable. Esta comodidad en nada favorece a quienes cuentan con este "servicio". Pensemos en los niños y

jóvenes (aunque los adultos no escapan del todo) que no hacen nada en este aspecto; tarde o temprano tienen dificultades para organizar su tiempo de estudio, elaborar y cumplir con sus trabajos escolares, perder con frecuencia todo tipo de objetos o abandonarlos en cualquier lugar. Si lo vemos en futuro, su capacidad de trabajo estará seriamente afectada por la falta de práctica y ejercicio de este valor.

Por el contrario, toda persona que vive el orden en extremo (más que meticuloso, un perfeccionista molesto) dificulta la convivencia y manifiesta poca comprensión hacia las personas, y eso aniquila su rectitud de intención en este valor, suplantándolo por la soberbia y la intolerancia. El orden debe tener un equilibrio.

Otro aspecto esencial dentro de este valor es el de la distribución del tiempo. Y, a su vez, uno de los problemas más importantes que encontramos en relación con la distribución del tiempo es saber lo que es importante y lo que es urgente y, a continuación, no sacrificar continuamente lo importante a lo urgente.

Como todos los valores, el orden se educa mucho mejor con el ejemplo, por eso, estas son algunas de las sugerencias que pueden ayudar a los padres a vivir mejor el valor del orden, para educarlo en sus hijos:

- Dedica tiempo a la familia, con este ejemplo, todos aprenderán que ordenas tu vida de acuerdo a tus responsabilidades, dando a los tuyos la prioridad que les corresponde.

- Lleva una vida espiritual de acuerdo a los preceptos de tu religión, son normas de conducta que facilitan y hacen nuestra vida mejor.

- Planea tus gastos.

- Distribuye tu tiempo, así serás puntual, cumplirás según lo previsto y tu persona adquiere formalidad.

- Cuida tu persona por dentro y por fuera: Conserva un buen aspecto personal aún los fines de semana y en temporada de vacaciones; establece un horario fijo para el descanso y los alimentos.

- Da un correcto uso a las cosas y mantenlas en orden en su lugar correspondiente; igualmente procura la limpieza y cuidado de todo.

Es tan importante en todos los aspectos de la vida el valor del orden que vale la pena el esfuerzo por cultivarlo: formalidad, eficacia, pulcritud, cuidado... El valor del orden puede cambiar significativamente nuestras vidas, pero aún más importante, la vida de quienes nos rodean.

· Educar la obediencia:

Con respecto a la obediencia, la lucha se centrará en que los niños obedezcan a la primera, sin necesidad de gritos o repeticiones de la orden dada. Para ello, entre otras cosas habrá que asegurarse de que el niño ha entendido bien lo que se le ha dicho, sabe hacerlo y es adecuado a su edad.

Es importantísimo que los niños lleguen a comprender el valor de la obediencia. Haciendo caso a los adultos, los chicos actúan con un objetivo concreto y preciso en vez de seguir los impulsos de las propias ganas o apetencias. Obedeciendo encauzan sus energías y capacidades lo que les ayudará a construir una personalidad fuerte y definida. Pero para que haya obediencia ha de existir autoridad efectiva de los adultos: no hay que tener miedo a exigir.

Contar con un horario les ayudará a desarrollar su capacidad de autoexigencia. Es bueno que los niños cumplan un plan. Si desde pequeños se acostumbran a hacer en cada momento lo que deben y no lo que les apetece, habremos avanzado decididamente hacia una voluntad fuerte. Dentro del horario tiene una particular importancia la puntualidad en el comienzo de las tareas.

La exigencia es generadora de una mayor motivación, y ésta, a su vez, conduce a los niños a implicarse y a esforzarse con mayor intensidad en sus tareas cuando son portadoras de sentido. La simple imposición de una exigencia y el miedo a las eventuales consecuencias negativas de su incumplimiento no conducen, en la mayoría de los casos, a una mayor motivación por la realización de las tareas y los aprendizajes ni incrementan la disposición de la persona a esforzarse.

Las personas se esfuerzan en la realización de una tarea o actividad cuando entienden sus propósitos y finalidades, cuando les parece atractiva, cuando sienten que responde a sus necesidades e intereses, cuando pueden participar activamente en su planificación y desarrollo, cuando se perciben como competentes para abordarla, cuando se sienten cognitiva y afectivamente implicados y comprometiéndose en su desarrollo, cuando pueden atribuirle un sentido.

Importancia de la disciplina

Un buen medio para fortalecer la voluntad consiste en seguir una disciplina y una exigencia. Por ejemplo, ateniéndose a unas normas de convivencia en casa, en el colegio... Por eso son convenientes los juegos y deportes: en ellos deberán observar unas reglas elementales que les creen hábitos de disciplina: horarios de entrenamiento, obedecer al entrenador, cuidar de su material, etc.

Al hacer vivir esta disciplina hay que tener en cuenta el modo de ser, la edad y las posibilidades de cada uno de los hijos, respetando su personalidad y sabiendo conjugar la exigencia y la firmeza, con el cariño y la comprensión.

En un mundo desordenado, la disciplina externa es necesaria e incluso esencial. Debemos recordar que los niños no tienen la capacidad suficiente para conducirse por sí mismos.

En determinados momentos de la vida, los padres y profesores se ven obligados a poner límites a la conducta, a establecer algunas reglas externas y con el tiempo, entregan a los niños y jóvenes la responsabilidad de conducirse por sí mismos de manera adecuada.

Llevado al terreno profesional, es incuestionable que todo trabajo implica disciplina, respeto a las normas, horarios, obediencia a los jefes jerárquicos….Empezar a inculcar a los hijos desde pequeños esta virtud, equivale a formar buenos profesionales para el futuro. La sinceridad será exigible sin olvidar que los niños también tienen mucha imaginación y que las invenciones no constituyen mentira si detrás no hay intención de ocultar algo.

No hemos de olvidar que educar en la obediencia y la disciplina exige el ejercicio de una autoridad responsable por parte de los padres. Existe hoy en día un cierto complejo paterno a ejercer una autoridad sobre los hijos, por temor a dejar de ser sus “amigos o colegas”. Pero hemos de tener muy claro que los hijos necesitan que seamos su padre y su madre, no sus amigos. Y ser su padre y su madre, como ellos demandan, exige el ejercicio de la autoridad que tenemos sobre ellos.

A titulo de ejemplo, se sugieren algunas pautas educativas en esta edad:

– La alabanza, la alegría son herramientas de apoyo para que el niño disfrute haciendo el bien.

– El ejemplo de los padres es fundamental, ¿cómo será posible exigir al niño sinceridad si en casa se miente, o exigir en orden si el padre tiene su mesa desordenada de manera continua? Los hijos valoran que sus padres luchen por ser mejores, y no que sean perfectos.

Por último es importante reseñar que la trilogía valor–lucha–felicidad debe ser conocida por los niños, así como que los valientes son los sinceros y obedientes, no quienes mienten o desobedecen.

De 7 a 12 años:

Entre los 7 y los 12 años (periodo conocido como preadolescencia) los niños se encuentran en un momento decisivo de su vida. Es la etapa en la que hay que comenzar a desarrollar las principales virtudes. El abanico de posibilidades se abre: fortaleza, perseverancia, laboriosidad, responsabilidad, paciencia, sociabilidad. Como se puede ver, todas ellas relacionadas con la principal actividad del niño, con su profesión: estudiar.

La fortaleza supone acabar un trabajo comenzado y no dejarse rendir por la apetencia o el cansancio: no quejarse, creando mal ambiente entre los compañeros de trabajo y bajando el rendimiento; cosas tan sencillas – y difíciles – como mantener un horario de estudio (perseverancia), resistir los inconvenientes (calor, cansancio) sin quejarse excesivamente, o resistir el atractivo de ver un programa de TV en vez de estudiar. Estos pequeños vencimientos son indispensables para un desarrollo equilibrado de la personalidad. Las primeras piedras se ponen a través de hábitos buenos.

La sociabilidad supone abrirse a los demás, haciendo amigos en el trabajo, fomentando un ambiente alegre y optimista que ayuda a las personas a ser mejores y más alegres.

La laboriosidad se puede concretar en realizar con empeño y alegría los deberes escolares.

Una tarea urgente para hacer de los niños personas que sepan afrontar las dificultades, consiste en enseñarles el valor del esfuerzo, la necesidad de una voluntad fuerte.

Hay que luchar y evitar la formación de una personalidad débil, caprichosa e inconstante, propia de personas incapaces de ponerse metas concretas y cumplirlas. Al no haber luchado ni haberse esforzado a menudo en cosas pequeñas, tienen el peligro de convertirse en no aptos para cualquier tarea seria y ardua en el futuro. Y, la vida está llena de este tipo de tareas.

La voluntad para la lucha, la capacidad de sacrificio y el afán de superación, si no se consiguen, se cae en la mediocridad, el desorden, la dejadez... Por eso, no es de extrañar que hayan llamado a la fuerza de voluntad la facultad de la victoria.

Para poder educar en sus hijos el valor del esfuerzo y una educación basada en el mismo, es necesario tener en cuenta unos criterios generales:

Criterios para fomentar en los niños el valor del esfuerzo:

El ejemplo por parte de los adultos tiene una gran importancia, especialmente el de los padres. Los chicos necesitan motivos valiosos por los que valga la pena esforzarse y contrariar los gustos cuando sea necesario. Hay que presentar el esfuerzo como algo positivo y necesario para conseguir la meta propuesta: lo natural es esforzarse, la vida es lucha. Es necesaria cierta exigencia. Con los años, es lo deseable, se transformará en autoexigencia. Hay que plantear metas a corto plazo, concretas, diarias, que los padres puedan controlar fácilmente: ponerse a estudiar a hora fija, dejar la ropa doblada por la noche, acabar lo que se comienza, etc. Las tareas que se propongan a los niños han de suponer cierto esfuerzo, adaptado a las posibilidades de cada uno. Que los chicos se ganen lo que quieren conseguir. Las tareas tendrán una dificultad graduada y progresiva, según vayan madurando. Conseguir metas difíciles por sí mismos, gracias al propio esfuerzo, les hace sentirse útiles, contentos y seguros. Dos conceptos claves para la promoción del esfuerzo: voluntad y motivación.

La voluntad se puede trabajar y entrenar día a día con el fin de automatizar los comportamientos y así disminuir la sensación de esfuerzo. La paciencia es el soporte esencial de la voluntad y si el adulto no es capaz de tenerla, mal va a poder enseñarla al niño.

No hay esfuerzo si no hay motivo. Sin motivación es imposible que alguien luche por una meta. Sin una meta, sin un objetivo… no existe el movimiento.

Será de la motivación de donde surja la disposición para el esfuerzo. Detrás de cada actividad que realizamos siempre hay una motivación que actúa como el motor que nos va a permitir realizar el esfuerzo necesario para alcanzar las metas.

Por tanto, es básico conocer, aplicar y generar las motivaciones que impulsan al niño, para lo que se deberá conocer y escuchar a los hijos, entrenándoles en la capacidad de motivarse a sí mismos, de encontrar en la satisfacción del deber cumplido la mejor recompensa. Esperar la suerte, la lotería, ser “elegido”… son respuestas pasivas que no implican apenas esfuerzo. No hay esfuerzo cuando se tiene todo lo que se desea, no hay esfuerzo cuando antes de abrir la boca se tiene una necesidad cubierta.

La capacidad de esfuerzo está en cada uno de los individuos, pero es fácilmente desviable hacia derroteros distintos de la correcta conducta, cuando se ven bombardeados por otras expectativas de vida, el éxito fácil de algunos ídolos, la precariedad del empleo, el nulo esfuerzo para alcanzar otras metas más elementales…

Cuando los niños son pequeños, las motivaciones vendrán dadas por las recompensas externas, la valoración social y la atracción de la actividad asociada al juego (motivación extrínseca). Poco a poco se les irá enseñando a desarrollar motivaciones relacionadas con la experiencia del orgullo que sigue al éxito conseguido y al placer que conlleva la realización de la tarea en sí misma (motivación intrínseca).

La motivación intrínseca es aquella que permite hacer algo porque se está interesado directamente en hacerlo y no por otra razón. Contamos con algunos recursos para desarrollar la motivación intrínseca: desde el campo intelectual, curiosidad y desafío, y desde el emocional, el placer y autoconocimiento.

La combinación de voluntad y motivación necesita ser “regada” por una abundante dosis de alegría, ilusión, cariño y ejemplo.

El dominio de sí mismo

Es otra buena escuela para el fortalecimiento de la voluntad. El autodominio consiste en controlar los impulsos espontáneos que no vengan a cuento: levantarse mientras se estudia, gritar, lanzarse a por su comida preferida, incluso antes de que se ponga el plato encima de la mesa... Poco a poco, chicos y chicas deben controlarse y, en concreto:

o Vencer el mal humor.

o Saber acabar todos los proyectos que han empezado.

o Dominar la impaciencia.

El vencimiento habitual en estas cosas, aparentemente menudas, va creando hábitos de autodominio, de renuncia. A veces convendrá renunciar a cosas buenas para robustecer esta fuerza de voluntad e ir alcanzando la madurez: no salir hasta que se haga la tarea; estudiar para luego poder ver la televisión, etc. Otras veces, interesará crear las ocasiones: preparar una excursión en la que se ande mucho, preparar una actividad no especialmente del agrado de los hijos...

No acepte la mediocridad. Sin duda alguna, no hay medio más efectivo para desarrollar la fuerza de voluntad que el trabajo; pero el trabajo bien hecho. Una persona que desde pequeña

se acostumbra a trabajar esforzadamente, no se dejará llevar por la ley del capricho y el antojo. Para ello, debemos exigir realizar sus actividades con perfección. Que terminen bien las cosas, y no se acostumbren a hacer las cosas de cualquier manera, o a dejar sus tareas a medio hacer.

La obra bien hecha, el trabajo bien acabado, es un fundamento seguro para educar una voluntad fuerte y la virtud de la laboriosidad. Para que el trabajo cumpla su función educativa, ha de ser realizado con la mayor perfección de que es capaz la persona en cada momento.

Lo fundamental está en llegar a transmitir a las familias que la capacidad de esfuerzo no viene de nacimiento; que precisa de un entrenamiento basado en la creación de hábitos firmes, a través del orden y la constancia desde los primeros momentos de la vida del niño; que es necesario promover en sus hijos motivos suficientes que les hagan sentir que merece la pena el esfuerzo realizado.

Proponemos a continuación, algunas estrategias concretas que ayudan a desarrollar la virtud del esfuerzo en los niños:

· Evitar adjudicarse el papel de “esclavos” de los hijos. No hacer por ellos lo que pueden realizar por sí mismos. Desde pequeños han de ir asumiendo sus responsabilidades por básicas que sean.

· Ayudarles a ser autosuficientes.

· Enseñarles a calibrar adecuadamente el coste de las demandas que conlleva la sociedad de consumo y a ser críticos con las necesidades que genera.

· Aprovechar cualquier momento para destacar explícitamente el esfuerzo que hay detrás de los logros.

· Inculcarles que no todo es de usar y tirar.

· Acostumbrarles a que adquieran compromisos y exigirles su cumplimiento, enseñándoles previamente a establecerse metas realistas.

· Enseñarles con nuestro propio comportamiento, a superar con humor las situaciones frustrantes.

· Entrenarles para poder tomar sus propias decisiones, desde ir al cine o al parque hasta decidir sus estudios. Enseñarles a asumir las consecuencias de esas decisiones.

· Promover su generosidad procurando que compartan, regalen y participen en actos solidarios.

· Ayudarles a controlar sus impulsos para que sean capaces de demorar las gratificaciones y tolerar la frustración. Para ello es importante: no ceder en seguida a sus caprichos; anticiparles los momentos gratificantes; hablar con ellos sobre el futuro y favorecer que se tracen algún pequeño proyecto a medio-largo plazo; favorecer la realización de colecciones o cualquier afición que suponga esfuerzo y perseverancia; dosificar los regalos, asociarlos a algún éxito propio; no permitir que dejen las cosas sin acabar; mostrarse pacientes y constantes con ellos.

Por último y como conclusión, decir que para educar al individuo en el esfuerzo, podemos proponer una serie de objetivos concretos, a corto plazo, que podamos controlar diariamente. La fuerza de voluntad se forja en cumplir habitualmente todo lo que hay que hacer, aunque no apetezca. Así, una semana podemos decirle que se esfuerce por acabar siempre su tarea; otra, que asista puntualmente a clase, etc.

Valores de 13 a 18 años:

Entre los valores que se deben fomentar en la adolescencia, destacamos el sentido común y la prudencia, la generosidad y la justicia, la laboriosidad, la autoestima y el optimismo. En estas edades, de 13 a 18 años, de poco servirá que se vivan los valores por imposición, ya es tiempo de que los hagan suyos y actúen así porque los van interiorizando.

· El sentido común:

El sentido común es esa capacidad de pensar, de razonar, que los hombres poseemos, en mayor o menor grado. El diccionario de la RAE, textualmente, sobre el sentido común dice: facultad que la generalidad de las personas tiene de "juzgar razonablemente de las cosas". Esa capacidad, como todas, puede aumentar o disminuir y ello sucede, en función del uso que hacemos de la misma. Si no la utilizamos se atrofia, y al contrario, si nos acostumbramos a pensar, a reflexionar frecuentemente, va creciendo y haciéndose, no sólo mas grande, con mayor amplitud, sino que también, se hace mas precisa, mas aguda y penetrante. De otra parte, el pensar alienta los deseos de saber, de conocer, de alcanzar la sabiduría y ello estimula nuestro afán de aprender, en definitiva nuestro interés por el estudio.

Además, pensar hace posible el valor de la prudencia. Ya que la razón, ordena rectamente nuestro obrar y, facilita la elección de los medios que nos conducen a nuestra perfección o, realización personal. Etimológicamente deriva del latín prudentia, que está vinculada con providentia, ver desde lejos. Determinar el fin que se intenta, ordenando a él los medios oportunos y, prever las consecuencias, constituye una de las partes integrantes de esta virtud.

Este valor, reside en la razón. Como “recta razón en el obrar”, la prudencia es un conocimiento que tiene por fin tomar decisiones. La prudencia tiene por misión regular y dirigir el obrar. Por ello, el que posee y utiliza el sentido común -prudencia- antes de obrar, indaga; después según lo averiguado, juzga y luego, decide.

Por eso, la prudencia requiere conservar una buena memoria, que recuerde los hechos y acontecimientos, tal como sucedieron en la realidad, sin distorsiones afectivas o de interés. ¡Es tan fácil manipular el pasado! También necesita de una percepción clara de la realidad concreta y de las actuales circunstancias, para que la decisión práctica sea oportuna y realista. Por otra parte, conscientes, de que no lo sabemos todo, la prudencia exige saber preguntar e informarse. Es decir, buscar consejo de quien esté capacitado para ello. Si tenemos que actuar ante algo que nos resulta sorprendente e inesperado se pide de la prudencia que sea objetiva. Las viejas recetas ya no sirven, pero eso no quiere decir que tengamos que caer en el relativismo. A nuevos tiempos, nuevas recetas. Y por último el sentido común, es decir el buen uso de la razón para juzgar los casos particulares. La prudencia necesita del buen razonamiento, para poder aplicar rectamente los principios universales a los casos particulares, que son variados e inciertos.

La prudencia también requiere la previsión, que consiste en ver de lejos y anticiparse a los sucesos, no basta decir que “prevé las consecuencias de un hecho (ya lo decía yo); es preciso que proporcione al hombre los medios necesarios para que alcance su fin”. Así como es propio de la previsión descubrir lo que es conveniente para el fin, la prudencia nos exige mirar alrededor de nosotros y considerar si ello, es conveniente a ese fin, dadas las actuales circunstancias. Finalmente es necesaria la precaución, para elegir los bienes y evitar los males y los obstáculos exteriores, que puedan impedir la efectiva realización del fin. Todo ello son aspectos de un mismo hecho: reflexionar, pensar.

Todo esto, que parece tan complicado y técnico, no es otra cosa, que aplicar el sentido común a nuestro actuar, para alcanzar así, el fin que nos es natural y nos hemos propuesto. Dicen, que el sentido común es -cada vez más- el menos común de los sentidos, y ello se debe a que pensamos menos, reflexionamos menos, y por tanto, actuamos de manera imprudente.

De manera bien intencionada y movidos por los mejores y más fuertes sentimientos, actuamos decididamente pero, nuestros actos nos llevan al fracaso, y en ocasiones, a hacer daño a las personas que más queremos. Precisamente, por quererlas tanto, olvidamos el sentido común. Se impone pensar más para ser más prudentes.

· La generosidad y la justicia:

Adquirir el valor de la generosidad es de justicia, porque nada poseemos que antes no lo hayamos recibido. Considerar las cosas como propias, sólo tiene sentido, si están al servicio de los demás. Nadie vive para si mismo. La vida entendida como servicio. Hemos nacido para servir y todo lo que tenemos ha de estar a disposición de aquellos que lo necesitan. Nuestra misión disponer libre y ordenadamente de todo lo que nos ha sido dado o hemos obtenido para el mayor bien de los demás. Por eso, da mas el que mayor entrega hace de lo que tiene, sea mucho o poco. De ahí que -desde niños- debamos cultivar el valor o fortaleza de la generosidad.

Uno de los objetivos en la formación de los chicos es que sean generosos, es decir, que actúen en favor de otra persona desinteresadamente. Está claro que resulta más fácil hacer un favor a una persona que nos resulta simpática (un hermano, un amigo) que al que nos cae mal. Este hecho se da especialmente en la adolescencia, en la que se juzga a las personas sin matices: son buenas o malas, simpáticas o antipáticas. Y los actos generosos se dirigen hacia los simpáticos y buenos. Pero esto no es auténtica generosidad, porque no se actúa a favor del que lo necesita, sino a favor del que me cae bien.

Para educar a los niños en esta virtud habrá que ir poco a poco, como por un plano inclinado. Primero ser agradables a los simpáticos y luego, con esfuerzo, con todos los demás. Si los padres aprueban los pequeños esfuerzos que hacen sus hijos, les estarán motivando a seguir con estos actos generosos.

El segundo motivo es ser generoso para conseguir una contraprestación. Esto se da cuando un niño presta o regala una cosa que necesita un compañero, pero sabiendo que otro día, cuando él necesite algo, el compañero tiene obligación de contraprestar. Es como si dijera: me debes un favor. O te doy para que me des. Esta conducta si se realiza de forma intencionada puede terminar en el egoísmo.

Por otra parte, el niño es egocéntrico, todo gira en torno de él. Pero los padres pueden abrir nuevos horizontes descubriendo que hay otras personas que necesitan algo que el chico les puede dar. Esto puede resultar más fácil si en la familia se vive un ambiente de participación y servicio a los demás. Tanto en las familias como en las escuelas es una práctica común establecer "encargos" o tareas concretas en favor de los demás y con espíritu de servicio.

Para vivir la generosidad, lo primero que hemos de ser conscientes es de nuestra capacidad de dar, de generar. Es decir, evaluar y valorar lo que poseemos puesto que ello es lo que nos permite otorgarlo a los demás y ser generosos. Hablar de generosidad y pensar en dinero o en

cosas -es lo habitual- pero, también poseemos tiempo, que vale más que el dinero; capacidad de escuchar, comprender y perdonar; también podemos transmitir entusiasmo, alegría…

Así mismo, podemos ser generosos, al dejarnos ayudar por los que nos rodean, puesto que el dar les beneficia y a nosotros nos hace humildes y pacientes. No somos autosuficientes, necesitamos de los demás, ello estimula la generosidad de quienes nos quieren ayudar – sobretodo- si manifestamos nuestra sincera gratitud a los que son generosos con nosotros. Hemos de poseer una convicción profunda de que los demás tienen derecho de recibir nuestro servicio siempre que verdaderamente lo necesiten y también, que los demás tienen la obligación de ayudarnos cuando -en verdad- les necesitamos. Estos principios se transmiten con el ejemplo y tienen un límite, el que sea una ayuda necesaria, puesto que si no lo es, se convierte en una limitación para el que la recibe.

La justicia exige dar a cada uno lo suyo y la generosidad nos empuja a entregar por amor, lo que nosotros poseemos y necesitan los que están con nosotros porque, si les es necesario, ya no es para nosotros sino que ya les pertenece. Existen disposiciones legales que así lo reconocen: el deber de auxilio en carretera, la ayuda al náufrago, el deber de asistencia médica y alimentaria… Los derechos a la vida, a la enseñanza, a la salud… presuponen una actitud generosa para con aquellos que no poseen los medios para alcanzarlos y eso, eso, es de justicia.

También es de justicia, ser generosos en la sonrisa, afables, cariñosos, alegres… con los que nos rodean porque son personas, tienen sentimientos, corazón, y el derecho de ser tratados como tales. Ello es de justicia y, supone nuestra personal entrega en la vivencia de este valor de la generosidad. Es la entrega de si mismo.

La generosidad es contagiosa al igual que el egoísmo pero, ella conduce a la felicidad, al amor. Sin embargo, el egoísmo nos lleva a la soledad, a la tristeza, a la angustia. El egoísmo, fomentado por nuestra sociedad hedonista y de consumo, ha de ser vencido por aquellos, que hacen del amor a los demás, el motor que impulsa su generosidad.

· La autoestima:

El cimiento del crecimiento personal y la base para alcanzar la felicidad reside en la autoestima. Conócete a ti mismo, acéptate y quiérete. Este, como los demás valores, se recibe de niños y hemos de fomentarlo desde pequeños. Muy relacionado con la sinceridad, es un valor a veces manipulado y por tanto falseado, si los que han de transmitir la autoestima

engañan y atribuyen cualidades u ocultan defectos que no se corresponden con la verdad de lo que somos.

El autoconcepto y la autoestima juegan un importante papel en la vida de las personas. Los éxitos y los fracasos, la satisfacción de uno mismo, el bienestar psíquico y el conjunto de relaciones sociales llevan su sello.

Tener un autoconcepto favorece el sentido de la propia identidad, constituye un marco de referencia desde el que interpretar la realidad externa y las propias experiencias, influye en el rendimiento, condiciona las expectativas y la motivación y contribuye a la salud y al equilibrio psíquicos. Toda la persona tiene una opinión sobre sí misma, esto contribuye el autoconcepto y la valoración que hacemos de nosotros mismos en la autoestima.

La autoestima de un individuo nace el concepto que se forma a partir de los comentarios (comunicación verbal) y actitudes (comunicación no verbal) de las demás personas hacia él.

La autoestima se aprende, fluctúa y la podemos mejorar. Es a partir de los 5-6 años cuando empezamos a formarnos un concepto de como nos ve nuestros padres, maestros, compañeros y las experiencias que vamos adquiriendo.

La autoestima es el grado de satisfacción consigo mismo, poniendo especial énfasis en su propio valor y capacidad; es lo que la persona se dice a sí mismo. La autoestima incluye dos aspectos básicos: el sentimiento de autoeficiencia y el sentimiento de ser valioso, el sentido mas general el se competente y valioso para otros.

Desde muy pequeño y a partir de sus experiencias, el niño se forma una idea acerca de lo que rodea y también construye una imagen personal. Esta imagen mental es una representación que, en gran medida, corresponde a las que a las otras personas piensan de el o ella.

La valoración de la imagen que el niño va haciendo de si mismo depende de la forma en que el va percibiendo que cumple las expectativas de sus padres, en relación a las metas y a las conductas que se esperen de él. Si el niño siente que sus logros están de acuerdo con lo esperado, se irá percibiendo a sí mismo como eficaz, capaz, competente… Se ira formándose el autoconcepto, surge la necesidad de ser estimado por los demás y de estimarse a sí mismo.

Autoestima es saberse capaz de superarse, e imaginándose como va a llegar a ser, tratar de comportarse como si ya lo hubiera conseguido. Poco a poco, aquel que tiene confianza en si mismo y autoestima, va creciendo y desarrollando las potencialidades ocultas que existen en cada uno. El hombre se va haciendo a sí mismo en la lucha por realizar la tarea que da sentido

a su vida. Hemos de aceptar, y a menudo se nos olvida, la capacidad que la persona tiene de perfeccionamiento. El ser humano es un ser de esperanza, que confía en la libertad del hombre por encima de los condicionantes que amenacen su desarrollo como tal.

Siempre es posible crecer como personas. Podemos crecer en sabiduría, en voluntad; siempre es posible amar un poquito más, hacer más felices a los que nos rodean. Lo “imposible” es justo el reto del hombre. Y lo es ahora, con toda urgencia, cuando el mundo que nos rodea presenta la misión como totalmente imposible. El hombre hasta el momento de su muerte es proyecto inacabado que se está renovando y realizando cada día a golpe de decisión y libertad.

Creer en el hombre es creer en nosotros mismos y, desde esa autoestima, realizar la tarea para la que hemos nacido. Creer en nosotros nos lleva a creer en los demás, en su posibilidad de cambio y por tanto, en la urgencia de ayudarles a crecer y encontrar el sentido de sus vidas. Al hacerlo, y descubrirse a sí mismos, comenzarán a quererse de veras, a creer en sí y sus posibilidades y, casi sin darse cuenta, se pondrán a caminar alegres y arrastrarán con su entusiasmo a aquellos que aún vacilan inseguros y descreídos.

Esta virtud crece cada día mediante la revisión de los esfuerzos que realizamos por mejorar y al contemplar los avances en nuestra lucha por erradicar nuestros defectos. ¿Qué cosas he hecho bien hoy?... ¿En qué he mejorado?...Paso a paso, vamos haciendo el camino que nos lleva a ser aquel que -en potencia- somos.

La autoestima es el bastón del caminante en la que nos apoyamos en nuestra andadura y es tan importante para nosotros, como lo es para los demás.

¿QUÉ DISMINUYE LA AUTOESTIMA DE LOS NIÑOS?

· No satisfacer sus necesidades básicas, especialmente cuando observan que otros reciben más cariño, cuidados o sustento.

· Pasar por alto o negar continuamente sus sentimientos

· Sentirse rebajado, ridiculizado o humillado. ("Sigues siendo un bebé, nunca has sido bueno en matemáticas, eres como tu abuelo, cabezota y testarudo"...)

· Verse obligado a asumir una personalidad falsa para impresionar a los demás o para satisfacer las propias necesidades. ("Cuando estés en el colegio no digas ni hagas..., como sueles hacer", "No puedes ir con esas pintas, se te ve... ¿Qué crees que pensará la gente?")

· Verse forzado a realizar actividades inadecuadas. Forzar a los niños a hacer cosas que resultan casi imposibles para ellos.

· Verse desfavorablemente comparado con los demás. "Tú hermana jamás habría..." o "cuando teníamos tu edad, nunca..."

· Recibir la impresión de que sus opiniones o pareceres son insignificantes. En particular con respecto a decisiones o cuestiones que le afectan directamente.

· No recibir explicaciones razonables. "Se hace porque lo digo yo"

· Estar sobreprotegido. "No puedes ir solo pues, como te conocen, te darán gato por liebre"

· Castigar más de la cuenta, sobre todo si reciben la impresión de que son intrínsecamente malos ("siempre has sido un alborotador").

· Recibir pocas normas y orientaciones. Especialmente si la falta de éstas lleva a los niños a cometer errores que podrían haberse evitado y luego son humillados por cometerlos.

· Optimismo:

Junto a la virtud de la autoestima debe caminar el optimismo. Creer en uno mismo y en nuestras posibilidades es lo primero pero es necesario, además, tratar de alcanzar lo mejor, en definitiva ser, siempre y en todo momento y lugar, buscador de óptimos: OPTIMISTA. Este valor, muchas veces, criticado por los “realistas” que no ven más que dificultades insalvables que les paralizan y deprimen, es el fiel compañero que mantiene viva y en forma la autoestima.

El optimista es una persona feliz, que se acepta como es y que pretende, sencillamente, alcanzar lo mejor que en cada momento está a su alcance y es posible obtener. Busca lo mejor para los que le rodean, consciente de que sólo se obtiene la felicidad que hemos dado a los demás. Disfruta de lo que tiene buscando la mejor calidad del momento, sin agobiarse tratando de alcanzar mas de lo que tiene. Procura querer lo que tiene que hacer para disfrutar del momento sacando lo mejor de cada tarea. Rechaza la envidia, consciente de que ella le entristece y por ello, busca gozar de la fortuna, del éxito de los que le rodean, como si fueran propios.

El optimista rebosa alegría y entusiasmo, paciencia y esperanza; no se altera ante los malos momentos e infortunios, porque piensa que tras la tormenta siempre renace la calma. El buscador de óptimos sabe que lo mejor que puede hacer para garantizar un futuro feliz, es serlo en el momento presente. No se deja atrapar por sentimientos que le llegan rebozados de suave y dulce melancolía porque ello perturba su presente. El optimista, no espera a que cambien las circunstancias y las personas para afrontar y solucionar los problemas sino, que se pone a realizar lo que puede para que ambas cambien.

El optimista busca, con una mirada inteligente, lo que hay de bueno, de bello, de amor…en las cosas y en las personas que trata cada día. Y ello, en cada momento de su jornada, porque es un incansable buscador de óptimos, de lo mejor que existe en la naturaleza, en las cosas y en las personas que le rodean. El optimista goza con ello y así –sencillamente- es feliz. El optimista se quiere a sí mismo, porque sabe apreciar todas las cosas buenas que ha recibido y siente gratitud y gozo por ello.

El optimismo no vacuna contra la pena o los problemas. Solamente nos enseña a enfrentar las situaciones adversas. La gente optimista siempre encuentra el lado positivo: el optimista es el que encuentra la verdad, el que ve las cosas en la justa dimensión para poder enfrentarlas y enriquecerse en el proceso.

Los efectos del Pesimismo, por el contrario son

- Se vive con más desesperanza y ansiedad, se plantea el peor de los escenarios siempre.

- Tienen menos logros y rendimientos inferiores en trabajo, colegio, relaciones humanas, rinde menos de lo que sus talentos le permite porque enfrenta mal los problemas.

- Presentan más problemas de salud

Para educar el optimismo debemos

- Practicarlo primero, es decir, ¡debemos tener para entregar!

- Podemos seguir algunos pasos simples:

• Introducir una “cuña” entre nuestras reacciones y nuestros pensamientos automáticos. Hay que detenerse un segundo a pensar en otras alternativas.

• Dominar nuestro lenguaje interno. Escuchar lo que nos decimos al enfrentar un problema y cuestionarlo para ver si estamos siendo “realistas” o viendo todo “negro”.

• Hablarle a nuestros hijos del concepto de pesimismo y optimismo para que puedan reconocerlos cuando los vean. Incluir el concepto de la búsqueda de la verdad (“... y la verdad os hará libres” Jn. 8,32b) para ver las cosas del tamaño que son.

• Cuestionar lo que nos presentan como verdades. Buscar las propias verdades. Investigar la dimensión de las cosas que nos rodean. Por ejemplo, ¿Somos más violentos ahora que hace 100 años? Para este proceso de descubrimiento, debemos actuar como Sherlock Holmes buscando evidencia o como Hércules Poirot buscando evidencia en contra. Se deben buscar alternativas, puntos de vista distintos para la misma verdad.

• Debemos tener la capacidad de construir escenarios: el malo, el bueno y el probable al enfrentar un determinado problema. Esto nos permitirá tener un plan de acción.

El optimista es un entusiasta que vive las pequeñas cosas de cada día como una apasionante aventura que él llena de amor y ello lo proporciona felicidad. No espera grandes acontecimientos para moverse y vivirlos con intensidad sino que hace de lo cotidiano algo intenso y vivo porque todo lo hace con entusiasmo, buscando lo mejor de cada cosa y de cada instante.

El entusiasmo confiere al optimista poder, fortaleza, tenacidad, y hace que su talante resulte atractivo. Le hace sentirse orgulloso y responsable de su trabajo. El entusiasmo del optimista es cálido y fuerte, se hace sonrisa, crea ilusión y esperanza. El optimista busca el amor y lo encuentra al darlo con entusiasmo. Pero el entusiasmo se nutre del amor y así, en compañía, hacen feliz al hombre que busca la felicidad y la encuentra de la mano de este valor tan inusual como necesario.

Laboriosidad:

Junto a la autoestima y el optimismo aparece un tercer valor que hemos de desarrollar para alcanzar la felicidad que anhelamos, y lograr así, nuestra propia realización personal: la laboriosidad. El hombre encuentra el sentido de su vida en la realización de las tareas que su

naturaleza, condición y circunstancia le presentan como lo mejor que puede hacer. La dificultad que presenta el adquirir este valor o fortaleza es que –poseerlo- cuesta esfuerzo. Ser trabajador es laborioso, costoso, supone esfuerzo.

Es evidente que existe una relación entre esfuerzo y voluntad ya que, poseer una recia voluntad hace, que la realización de las tareas que nos proponemos, suponga un menor esfuerzo. De la misma manera que poseer fuerza muscular, hace que sea menos costoso levantar pesos. Desarrollar la fuerza de voluntad ayuda a acometer con un menor esfuerzo las labores que queremos y hemos de realizar. Desarrollar la fuerza de voluntad hará mas fácil el desarrollo de esta fortaleza o valor, que ha de proporcionarnos, que incluso los trabajos que realicemos nos resulten fáciles y hasta placenteros. Conseguir una voluntad auténtica es el objetivo y se logra de la misma manera que todos los valores, mediante repetición de actos. Así un acto de la voluntad es tanto mas perfecto cuanto menos esfuerzo exige, ya que mientras es necesario el esfuerzo, es porque todavía no hemos logrado el control del acto voluntario. Nuestra voluntad es poderosa gracias a los hábitos, gracias a los cuales hacemos de manera automática aquello que hemos decidido anteriormente. Pero lograr una voluntad fuerte sin esfuerzo, sin haber pasado antes por el ejercicio costoso de repetir actos que van creando en nosotros “músculo mental”, es imposible.

Decidir lo que se pretende hacer, pasar a la acción, evaluar nuestros progresos en la obtención del objetivo propuesto y realizar los cambios y adaptaciones necesarias -insistiendo- hasta alcanzar el objetivo son los pasos en los que se templa la voluntad. La voluntad se forja en el reiterado ejercicio de la misma acometiendo los objetivos, por pequeños que sean, que nos hemos propuesto alcanzar en las diferentes áreas del actuar humano. No importa la edad, cada uno -en su circunstancia- tiene un proyecto, unas metas que quiere alcanzar, en su lucha por lograr realizarlo es donde se forja su voluntad.

La autoestima y el optimismo, valores que acompañan a la laboriosidad, son necesarios para perseverar y alcanzar el éxito que pretendemos obteniendo esta fortaleza que llena y de plenitud y satisfacción al hombre laborioso. La autoestima aporta esa fuerza que da el saberse capaz de superarse, e imaginándose como va a llegar a ser, tratar de comportarse como si ya lo hubiese conseguido. La autoestima crece cada día al contemplar los avances en nuestra lucha por superarnos. El optimismo nos hace buscar con una mirada inteligente lo que hay de bueno, de bello, de amor...en las cosa y en las personas porque, el optimista es un incansable buscador de óptimos, de lo mejor que hay en la naturaleza, en las cosas, en las personas que nos rodean.

Es el trabajo de cada día es el que nos educa al realizarlo con prontitud, cuidado y bien hecho, “que el hacer las cosas bien importa mas que el hacerlas”. Él, va forjando este valor de la laboriosidad, educando la voluntad. Y ello, al obtener el autodominio que nos lleva, evitando el atractivo de lo fácil y cómodo, a superarnos, realizando el esfuerzo necesario que precisa el deber bien hecho, el deber cumplido. Poco a poco, se va haciendo el “músculo” mental necesario para que -sin esfuerzo aparente- se vaya adquiriendo el valor de la laboriosidad.

Ser una persona trabajadora es para el hombre un calificativo que le dignifica porque, el trabajo hace hombre al hombre. El trabajo tiene mala prensa; probablemente sea por eso.

Una conciencia bien formada irá acompañada siempre de tres actitudes esenciales: sinceridad, autoconvicción y responsabilidad.

Hay tres reglas importantes que debe seguir toda conciencia recta:

Nunca puedes justificar el mal para obtener un bien. En otras palabras: el fin no justifica los medios. No hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti, o visto en forma positiva: trata a los demás como te gustaría que te trataran. Antes de juzgar los actos de los demás, mira tus propios actos, júzgalos y corrige lo que esté mal: “mirar la paja en el ojo ajeno y no la viga en el nuestro”. Formar una recta conciencia supone alcanzar tres objetivos:

Educar la conciencia para que sea capaz de abrirse a los valores objetivos asimilándolos como propios, percibiendo el bien y el mal como algo por hacerse o evitarse. Fortalecer el influjo de la conciencia sobre la voluntad, llevando a la persona a hacer el bien y evitar el mal. Formar la conciencia para emitir juicios rectos sobre la bondad o maldad de los actos y ponerlos en práctica. Cómo formar una recta conciencia.

Para ayudar a nuestros niños y jóvenes a adquirir una recta conciencia podemos:

Animarles y ayudarles a estudiar la doctrina católica, los Evangelios, los documentos y orientaciones de la Iglesia de una manera constante. Ayudarles y animarles a reflexionar antes de actuar, pensando siempre en lo que están haciendo, en porqué lo están haciendo, en las consecuencias que ello puede tener para ellos o para los demás, en la manera como se sentirán después de hacerlo. Ayudarlos a no guiarse por instintos sino por convicciones, independientemente de lo que los otros digan o hagan, o lo que esté de “moda”. Ayudarles a tener bien claros los principios que deben cumplir. Animarles y guiarles para llevar una profunda vida de oración y de sacramentos, especialmente la confesión. Ellos iluminan la inteligencia y fortalecen la voluntad conformándolas con el plan de Dios. Enseñarles a hacer un buen examen de conciencia y un balance de sus actos todas las noches. Animarlos a pedir ayuda y consejo, acudiendo con frecuencia a un sacerdote o a un laico bien formado. Promover en ellos la virtud de la sinceridad, para que sean capaces de llamar a las cosas por su nombre, ante ellos mismos, ante Dios y ante quien dirija su alma. Los problemas en el campo de la conciencia es cuando se empiezan a encontrar justificaciones fáciles para no hacer el bien o, lo que es peor, para hacer el mal. Animarlos a obrar siempre de cara a Dios con el único deseo de agradarle, sin utilizar otros criterios de aceptación social para justificarse. Un acto sólo será bueno si agrada a Dios. Animarles a pedir ayuda al Espíritu Santo, ya que la relación con él será la mejor luz para la conciencia. La oración les hará ver todo desde Dios y desde el punto de vista de su amor que pide siempre lo mejor, la perfección, para sus creaturas. Ayudarles a mantenerse y a no desanimarse ante los fallos; aprendiendo siempre que ante las caídas lo mejor es comenzar de nuevo, y ayudarles a entender que lo peor que se puede hacer es pactar con los fracasos y las desviaciones del comportamiento aceptándolos como irremediables e inevitables. Ayudarle a reparar con amor el mal que se haya podido hacer y comenzar a construir de nuevo. Ayudarles a formar hábitos de buen comportamiento: programar el tiempo, saber qué queremos y qué vamos a hacer en cada momento, exigirse el fiel cumplimiento del deber, no permitirse ningún fallo conscientemente aceptado, etc. Ayudarles a cumplir su responsabilidad al detalle, no sólo por encima. Ayudarles a amar el bien por encima del mal Hacerles ver en todo momento lo bueno que adquieren al vivir el bien, aunque implique trabajo y renuncia. Brindarle un ideal valioso, recordándolos que el ideal más valioso y grande es Jesucristo, tanto en lo espiritual como en lo humano.

Después de las ayudas prácticas, es importante también conocer el proceso de un acto moral para saber dirigir bien la formación de la conciencia. Se puede hablar de tres operaciones o fases en la formación de la conciencia.

La primera, que precede a la acción, es percibir el bien como algo que debe hacerse y el mal como algo que debe ser evitado. Éste es el momento de ver: “Esto es bien hay que hacerlo” o “no, esto no está bien, debo evitarlo”.

La segunda fase es la fuerza que lleva a la acción, impele a hacer el bien y evitar el mal. Se expresa cuando decimos: “Hago el bien” o “no, esto no lo hago”.

Por ultimo la operación subsiguiente a la acción, el emitir juicios sobre la bondad o maldad de lo hecho. En esta etapa nos decimos: “He obrado bien” o “he hecho algo malo”.

En el primer paso lo importante es abrir la conciencia a la ley como norma objetiva. Es decir, educar una conciencia recta que sabe dónde va y qué es la verdad. Esto lleva al segundo paso que requiere trabajo para que la conciencia sea guía de la voluntad. Se trata de habituarse a la “coherencia”, entendida como la constancia en actuar como pude la conciencia. No basta percibir que algo es bueno o malo, hay que saber dirigir la voluntad a hacer lo bueno y evitar lo que no se debe hacer. Percibir que es bueno ser paciente y amable con los demás es bueno, pero es insuficiente; esta percepción debe llevarme a acoger a los demás con bondad y delicadeza aun cuando me sienta cansado o de mal humor.

Esto requiere un trabajo de formación especialmente en el campo de la voluntad y de los estados de ánimo. Los estados de ánimo tienen que ser educados para lograr en la persona una ecuanimidad que le lleve a realizar lo que le pide la conciencia en cualquier circunstancia. Además, la voluntad tiene que ser formada para que sea eficaz, es decir, para que logre lo que pretende.

Por ultimo, y todavía más importante, viene el juicio ulterior sobre lo hecho. Aquí es donde se juega de modo definitivo la formación o deformación de la conciencia. El que ha obrado mal y toma las medidas necesarias para reparar su falta y para pedir perdón ha dado un paso firme en le formación de su conciencia, mientras que el que la acalla, no prestándole atención, puede llegar a dañarla hasta que un día quizá sea incapaz de reaccionar ante el bien y el mal.

En conclusión, podemos decir que la brújula más segura en todo este campo moral es la adhesión fiel a la voluntad de Dios, compendio supremo de la ley natural y la ley revelada.

La coherencia ante ella es el camino de la madurez y de la felicidad que brota de una conciencia que vive en paz con Dios y consigo misma.