VIento-seco

Por Daniel Caicedo Colombia, 1954 Viento seco – Daniel Caicedo I La noche del fuego 2 Viento seco – Daniel Caicedo

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Por Daniel Caicedo Colombia, 1954

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I La noche del fuego

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Mirad y ved si hay dolor como mi dolor que me ha venido… JEREMÍAS: Lamentaciones I, 12

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-1De prisa, en la noche, Antonio Gallardo y Marcela bajaban la falda de la montaña. El temor a la tragedia y la oscuridad hacían interminable la distancia de un kilómetro que los separaba de la casa. Corrieron dos cuadras. Sus corazones saltaban preocupados y su respiración empezó a ser fatigosa. Se detuvieron un instante. El viento los alcanzó, también se detuvo, dejó que las hojas de yerba se irguieran y siguió su marcha pegado a la montaña. Y la montaña sentía su paso. El cielo de la aldea de Ceylán1 estaba lleno de candelazos y ruido de disparos. Los chulavitas2 atacaban. Antonio y Marcela habían sido sorprendidos por el asalto en la “torreta”, atalaya de piedra arrojada por la explosión de alguno de los picachos que tenían a su espalda, o quizás de los que distantes quedaban en la otra banda del Cauca. Allí, todos los días Antonio esperaba a su esposa. Y allí, entre el paisaje del valle soltaba el pensamiento y diluía su sensibilidad en el azul profundo de la distancia. 1

Ceylán o Ceilán, es un corregimiento del municipio Bugalagrande, del departamento del Valle del Cauca, en Colombia. Chulavitas: así se llamaba a las fuerzas organizadas como policía política que, durante la época de la violencia, y al amparo de las ideas conservadoras del presidente Mariano Ospina Pérez, emprendieron un duro ataque contra los liberales a partir del llamado “Bogotazo”; entre sus tácticas de control ideológico estaban las quemas de poblados y cultivos, las masacres, las torturas, y el despojo de bienes. Se originaron en la vereda del mismo nombre, ubicada en Cundinamarca. 2

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Continuaron tras del viento. -Antonio, ¡oye! – dijo Marcela con la voz quebrada. -Sí, mujer, veamos el modo de defendernos. Si lo hubiera sabido me habría quedado para hacerles frente con los peones y mis armas. Y continuaron la marcha cautelosamente, con los ojos como faros Inquietos, y el oído en el viento. Y el viento aulló, o las voces aullaron en el viento. Se distinguían ruidos de maderas rotas, golpes, disparos secos, disparos silbantes, disparos sordos y explosiones. Y entre ellos una confusión de gritos. – Antonio, ¡los están matando! –No, no creas eso– respondió Antonio, pero su corazón trepidaba con temor ante la evidencia de la catástrofe–. Te aseguro que esas gentes no tienen otro interés que impedir a los liberales votar en las elecciones de noviembre. Sólo vienen a llevarse a los hombres mayores. Posiblemente se contentan con quitarles las cédulas de identificación. Y llegaron a la alambrada que separaba el maizal del potrero, a cinco cuadras de la casa de la estancia, situada en las lindes de la carretera a la entrada de Ceylán. Él apartó los alambres espinosos para que ella pasara y después utilizó un poste de la cerca como garrucha. Y saltó. Al caer se arañó un brazo con las hojas dentadas del maíz. Las hojas chasqueaban porque el viento las azotaba con furia. Las mazorcas movían sus cabelleras

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amarillas y los tallos se cruzaban. El ruido del maizal hacía más confusa la sombra de la aldea. Antonio se adelantó unos pasos a Marcela, quién trataba de desenredar su enagua engarzada en unas chamizas. Marchó un poco. Entre ambos surgió la silueta de un espantapájaros. Marcela se paró asustada ante esos brazos en cruz, cubiertos de harapos, que parecían tener vida propia. Tenía la sensación de ver a su Antonio crucificado ante ella. Sollozando cerró los ojos, húmedos de lágrimas. –Antonio, Antonio, ¡no dejes que te cojan! Hazlo por la niña, por tus padres y por mí. Ten prudencia. – Y corrió hasta alcanzarlo. Los animales del campo se habían despertado, huían o atisbaban vigilantes y lanzaban sus expresiones de alerta. Antonio se paró a la tracción hecha por Marcela, sin hablar, con los músculos contraídos y con el pensamiento presa de ideas defensivas. Su mano derecha agarraba el machete, su inseparable machete de monte. – Antonio, ten la seguridad de que no les van a causar daño ni a la niña ni a los “viejos”– decía Marcela para tranquilizarlo y apaciguarse–. Cuando más se llevan a los peones. Mañana vas a Tuluá y los haces poner en libertad. El instinto les hizo aminorar la marcha. Continuaron el avance con precaución porque el fogueo no cesaba.

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El viento deshizo lo andado y ellos fueron contra el viento. Llegaron al cafetal, que cerraba con ramas cuajadas de frutos los claros de los surcos. La luz de las estrellas no proyectaba sombras y penetraba debajo del follaje. Pasaron la cerca que separaba los cafetos del maíz y caminaron cuidadosamente sobre la hojarasca. A una cuadra de la casa escucharon el quejido de un perro. Se acercaron y vieron a Tritón, un lobo negro de la jauría, tendido sobre una charca de sangre. El animal quiso incorporarse al sentir a sus amos, pero la cabeza se le desmadejó con un aullido débil, casi como un llanto reprimido. Miró con esa mirada tristísima de los animales enfermos, y murió. Sus dueños no tuvieron tiempo de acariciarlo, ni de darle una palabra de saludo. Apenas alcanzaron a agacharse y comprobar que estaba muerto, atravesado por una bala. Marcela no pudo contener las lágrimas y Antonio lanzó una maldición. Como Marcela comprendiera por la expresión del rostro de su marido que este quería afrontar valerosamente la situación, le cogió por un brazo y le dijo: –Primero tenemos que salvar a los “viejos” y a la niña. Ten prudencia e ingeniémonos el modo de escapar con ellos. ¡Qué podemos hacer contra tantos! Y siguieron el recorrido de ese kilómetro que la ansiedad hacía interminable. Desde que empezaron los disparos había pasado media hora que no podía ser medida con relojes de tiempo porque era la eternidad de 7

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la angustia. Los tiros y descargas de fusilería disminuyeron. El aire trajo un olor a humo, y pocos momentos después empezaron a salir llamas de las casas. — ¡Antonio, incendio! ¡La niña! —gritó Marcela, al tiempo que soltó el brazo de su marido y voló hacia la casa. Llegó al corral cercado por el palenque de la huerta y la tapia. La casa se abrasaba por los cuatro costados. Ante las llamas y los remolinos de pavesas que el aire levantaba del incendio, quedó clavada de espanto. Con el cerebro paralizado, dio un grito desgarrador y de un salto se coló por la pueda del patizuelo. El humo la asfixiaba y el ruido que hacían los asaltantes en las casas vecinas, a medio dorar de fuego, la enervaba. De improviso salió un policía rezagado, con el producto de su pillaje: un radio de pilas, en las manos. En cuanto vio a Marcela puso el radio en el suelo y se abalanzó a ella, lúbrico y feroz. La cogió entre sus brazos. Ella le mordió y le clavó las uñas en el rostro con desesperación impotente.

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-2Por los resquicios de las tejas salían penachos de humo rizado. El resplandor de las llamas proyectaba las sombras temblorosas de Marcela y su atacante, un policía de treinta años, con uniforme gris, correajes blancos y revólver al cinto. A ellos se unió Antonio, quien separó a Marcela y empezó una riña a muerte con el chulavita. Muy rápido, con el brazo de potentes músculos, enarboló el machete y no le dio tiempo de esquivar los golpes y echar mano al revólver. En la acometida, con la energía que la razón da a quien la tiene, cogió la ofensiva. El chulavita saltaba y procuraba escapar, pero dio un traspié que le hizo perder el equilibrio. Antonio aprovechó la ventaja y descargó con todas sus fuerzas, ciego de ira, como un ángel justiciero. De un mandoble seco le desgajó un brazo a la altura del codo. La sangre saltó y el hombre pidió perdón a gritos. Antonio no veía, ni escuchaba, de la rabia vengadora. Volvió a la carga y le abrió la cabeza de un tajo. El agente se desplomó y Antonio saltó sobre él y le hundió en el pecho su machete. Sacó el arma de un tirón y la limpió en las piernas del vencido.

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En este lapso, Marcela había penetrado en la casa. Atravesó un par de alcobas. Las llamas lamían los bahareques de las paredes y volteaban en las cornisas para alcanzar el cielorraso. El humo le picaba en la nariz y la hacía toser. El humo olía a gasolina que habían rociado para el incendio. Marcela no se daba cuenta de que su cuerpo al pasar hacía un vacío que atraía las llamas. Sus ropas y cabellos se chamuscaban. Buscaba a los tuyos con su instinto ya que la confusión y el humo le hacían fallar los sentidos. Penetró en el amplio recinto de la sala y alcanzó a oír el lamento de su niña, mezclado a los gritos desgarradores de los padres de Antonio, de la criada y de los dos peones, amarrados con lazos y amontonados en un rincón. A la niña seguramente le habían dejado por muerta fuera del grupo, bajo la ventana. La recogió y apretó contra su pecho y salió enloquecida, sin poder hacer nada por los otros, a quienes devoraban las llamas. Se dio cuenta en una mirada de horror que sus rostros estaban deformados y que sus cuerpos, mutilados, presentaban heridas del color de las llamas. El viejo José Gallardo había sido cegado y otro enorme tajo dejaba salir los intestinos. Los peones habían sido castrados y de sus bocas arrancadas las lenguas. Las dos mujeres presentaban en vez de pechos dos heridas que manaban trenzas de sangre. Ambas habían sido violadas y hendidas con bayonetas.

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Cuando Marcela apareció en el corredor, Antonio procuraba despejar de leños encendidos una puerta para entrar a la casa. Al ver a su esposa con la niña en brazos, corrió en su busca y extinguió con sus manos las puntas ardidas, humeantes de los vestidos. Al mismo tiempo, una oleada de fuego, humo y gritos salió de la casa. Algunos techos se hundieron y dos paredes se desplomaron entre una nube de polvo brillante. Antonio se cogió la cabeza con las manos. No sabía qué hacer. Quería meterse entre los escombros y salvarlos a todos, pero las manos de fuego no lo dejaban pasar. Marcela lloraba y besaba a María José, la hija. Instintivamente se guarecieron detrás de la tapia. El calor era insufrible y había que escapar. Antonio miraba el incendio y sentía que algo superior a su voluntad lo amarraba y le impedía abandonar el lugar. Y luchaba con su deseo de matar chulavitas o salvar a esa esposa acongojada y a esa hija moribunda. En medio de la desolación de su alma, sin saber por qué, cogió a su mujer, se recostó con ella al palenque y, como sombras pegadas a las sombras, salieron del corral. Los cafetos les recibieron entre sus ramas. No podían dirigirse hacia la carretera porque esta, que es la calle principal de Ceylán, estaba llena de detectives, de policías uniformados y de civiles con armas. Era menester esperar que acabaran la matanza, el saqueo y el incendio para poder seguir la vía del atajo que va de la aldea al pueblo de Andalucía. Tuvieron, por la fuerza, que ver lo 11

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que pasaba. Y con dolor, indignación y pena miraban los incendios y los crímenes. Unas pocas casas, pertenecientes a los conservadores, previamente señaladas con cruces azules, estaban intactas. Las otras ardían con llamas de variadísimos colores, según que consumieran las cantinas, los graneros, los establos o los cuerpos amarrados. Vehículos y caballos ensillados corrían por la calle principal y la plazuela. A través de las ventanas de las casas no incendiadas todavía se observaba el macabro espectáculo de los maridos castrados, obligados a presenciar la violación de sus esposas e hijas. En la casa de Manuel Pacheco se balanceaban de las vigas de una enramada varios cuerpos desnudos sangrantes, torturados antes de ahorcarlos. La hija de Juan Velázquez estaba clavada, con un machete que le atravesaba el vientre al entablado del corredor de su vivienda. "El Chamón", chulavita negro amoratado como el ave que le había dado su nombre, defecaba en la boca de un agonizante. "El Descuartizador" tenía maniatado a Jorge López, jefecillo liberal de la Vereda, a quien pinchaba con un afilado cuchillo de matarife. Los gritos le causaban satisfacción. Le torturó largo rato, con destreza inigualable. Le cortó los dedos de las manos y de los pies, le mutiló la nariz y las orejas, le extrajo la lengua, le enucleó los ojos y a tiras, manchas de grasa, músculos y nervios, le quito la piel. Lo abandonó en su agonía de sangre para alcanzar a una 12

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mujer que corría y a la cual se contentó con cercenarle los pechos y hendirle el sexo. Y entre las contracciones de la muerte, la poseyó.

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-3El tiroteo se oía disminuir en las callejuelas del poblado y se concentraba en la plaza. Por la carretera o calle principal pasaban camiones cargados de campesinos sorprendidos en la fuga. Los demás, hombres, mujeres y niños se calcinaban dentro de las casas o iluminaban, como gigantescas teas, todos los recodos de la calle. En ésta, docenas de niñas violadas eran asesinadas. En un ángulo de la plaza, frente a las oficinas del gobierno, descargaban a los fugitivos. Los culatazos, patadas y las imprecaciones soeces caían como plaga bíblica sobre ellos. Los hombres doblaban el cuerpo para protegerse y esquivar los golpes, ya que no podían hacerlo con las manos amarradas a la espalda, en cadena de galeotes. Los chulavitas les desfiguraron el rostro con las cachas de los revólveres. Parecía que lloviera sangre. Las culatas de las carabinas rompían huesos con sonido hueco, que prolongaba un eco de gritos. Pero en otros momentos, los golpes ahogaban los gritos. En el aire las pavesas hacían giros luminosos, aunque el aire no se movía. 14

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El grupo de cautivos crecía y se apretujaba como una manada de corderos perseguida por los lobos. (El cordero con sus ojos lacustres es la imagen del hombre perseguido). Varios campesinos que habían sido enlazados y traídos a rastras por las calles, que con sus piedras cortaron las ropas y desgarraron las carnes. En la manada humana habían fallecido más de diez y otros agonizaban sin saber aun lo que pasaba, cómo sucedía todo aquello en tan corto tiempo. Y todos miraban la vida con horror y el valor desapareció tronchado por la impotencia. Los ojos se volvían al cielo en oración sin esquema, con la fe de las grandes necesidades, con el alma y el deseo mezclados. Y gritos, gritos, gritos. “Lamparilla”, el jefe de los pájaros, les ordenó a unos detectives y policías que hicieron subir a los detenidos en los camiones. Y los hombres, con la obediencia que da el miedo, subieron. En tres camiones apiñaron a golpes ciento cincuenta prisioneros, que se asfixiaban por el apiñuscamiento. Los que no pudieron subir fueron macheteados delante de los otros, inconscientes, con los ojos húmedos y el corazón en un hilo. Los moribundos y los cadáveres fueron hacinados a pocos pasos, rociados con gasolina incendiados. La pila de cuerpos se estremeció lanzó un grito gigante que rebotó en los incendios. Cinco agonizantes sacaron fuerzas y corrieron enloquecidos, dando alaridos iluminando como enormes bombillas la plaza. Los 15

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policías rieron a carcajadas, divertidos por la fantasía del espectáculo. "Lamparilla", con la sonrisa en los labios, sacó su revólver y de una sola ráfaga de cinco disparos dio muerte a los cinco fugitivos. "Pájaro Azul" se acercó y le dijo: – Oiga jefe, la próxima vez déjeme ensayar a mí. Le apuesto quinientos pesos a que también los bajo a todos sin apuntar. – Bueno –contestó "Lamparilla"–, van los quinientos pesos. Las fogatas humanas crepitaban en distintos puntos de la plaza. Todavía se movían algunos cuerpos. Un humo apestoso a cerdo asado llenaba el aire. Algunos bandoleros sacaron sus pañuelos y se taparon la nariz. Otros reían a carcajadas y empinaban el codo. Bebían licores robados en las tiendas de los caminos que habían transitado. Pegado al cuello de un joven moribundo, el "Vampiro" tragaba, sediento, la sangre que manaba la yugular abierta. Repetía el episodio que le dio su apodo: Un anochecer en Bolívar, pueblecillo del Norte del Valle, entró al cafetín de la localidad, se dirigió a un parroquiano solitario que bebía una taza de tinto y le dijo revólver en mano, con voz recia que dominó las conversaciones: –Dentro minutos te voy a matar. Tómate una cerveza o lo que quieras porque vas a morir. –Se dirigió a los demás concurrentes y añadió –Ustedes se quedan donde

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están porque tienen que ver morir a este... ¡Cantinero!, ¡Tráigale una cerveza bien fría! –y vuelto a la presunta víctima– Tómatela, el último gusto que te vas a dar. Te quedan pocos minutos... cuatro y medio.– El condenado, petrificado de sorpresa y de temor, quiso pronunciar alguna palabra pero el "Vampiro" lo silenció con un grito y el revólver a la altura de los ojos. El hombre estaba como hechizado por el brillo del arma y la boca negra del cañón. –Te queda un minuto... Te quedan treinta segundos... ¡Ya!...– y un disparo salió del revólver. La víctima empezó a doblarse sobre el asiento y un hilo de sangre bajó a mojar la camisa. El asesino tuvo un fulgor destellante en su mirada, se abalanzó sobre el moribundo, succionó con fuerza la herida y deglutió la sangre. Ese día se llamó “El Vampiro”. Desde entonces seleccionaba una víctima joven en las matanzas. Ahora se saciaba con el hijo de Eduardo González. De los camiones salía el ruido confuso de las voces, los gritos y las plegarias. Los motores fueron puestos en marcha y los vehículos empezaron a desplazarse. Del segundo cayeron al suelo dos hombres que el de atrás trató de espichar con sus ruedas. Apenas se vio saltar el carro. No sé oyó nada. Uno de los aplastados, mal cogido, quedó con vida. Un “jeep” en el que viajaba de pasajero un sacerdote volvió a atropellarlo. El cura se asomó y le dio su bendición. (La pira humana de la plaza y las antorchas vivas también habían recibido la 17

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bendición sacerdotal). Otros camiones, automóviles y “jeeps” repletos de “pájaros” entraron en el desfile. Los caballos en que algunos civiles habían venido montados enloquecieron, rompieron sus bridas y huyeron desbocados sin jinetes, dando relinchos, encabritados y tirando coces. Sólo uno iba con espuma en la jeta y sangre en los ijares, dominado por su chalán. La caravana avanzó. La caravana atravesó el pueblo y empezó el descenso hacia el valle, dominada por el incendio que se propagaba a las huertas, cafetales, potreros y maizales. El fuego se comía los árboles como se comía a los hombres. El fuego calcinaba la tierra, y la tierra echaba humo que esparcía el viento. Y el viento también ardía. Y todo se consumía. Y las sombras que proyectaban las llamas también se consumían.

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-4La Caravana dejó el pueblo y empezó el descenso de la carretera, iluminada por el resplandor de las llamas. Las llamas y el humo eran de distintos colores. Se destacaban algunos penachos blanquísimos y estilizados, cual si las almas que volaban al espacio quisieran aparecer distintas. El aire se quedó quieto, parado. La caravana siguió sin mayor prisa su marcha. Pasó a mano izquierda la vía que conduce a Barragán, anduvo un trecho más y se detuvo a ambos lados del puente sobre el río Bugalagrande. "Lamparilla" y otros "pájaros" se apearon. Con sus armas custodiaron a los prisioneros. "Lamparilla" impartió sus órdenes y Los chacales cayeron sobre las presas. Y empezó de nuevo la matanza... Cada cual quería meter sus manos en las entrañas de la víctima escogida, maniatada o impotente. Había verdadera ansia, porque los cautivos eran pocos –sólo ciento cincuenta – y era necesario repartírselos en forma que ninguno quedara sin actuar. ¿Qué dirían los otros? ¿Cómo aguantar las cuchufletas si no intervenían? Era menester encarnizarse para tener fama de macho. El más cruel era el más hombre. Y todos 19

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querían rivalizar. "Pájaro azul", ratero y asesino de profesión, puso la tónica. Cayó con saña infernal sobre un hombre de acero y le pinchó hasta que sus gritos tuvieron modalidad espectral. El rostro contraído, el llanto y el terror contracturando todos los músculos le satisficieron plenamente. Así si valía la pena. Sobre los otros prisioneros actuaban dos y tres chulavitas. Les cortaban la piel en largas tiras, amputaban dedos, brazos y piernas, les pinchaban los ojos, les mutilaban la nariz, les arrancaron la lengua, hendían el vientre con yataganes y machetes y les emasculaban. "La hiena" celebraba sus ritos de magia negra. Había preparado con chamizas una pequeña hoguera y se dirigía con su cuchillo de doble filo hacia un muchacho de quince años que tenían cogido sus dos discípulos y ayudantes. Como gran iniciado del ocultismo satánico sabía que el corazón de un joven devolvía la juventud. Él era un anciano y quería volver a sentir los ardores de sus veinte años. En las matanzas de Betania, de Fenicia, Salónica, Dovio, de La Primavera, Andinápolis, Restrepo, de La Tulia y del Águila había adquirido gran práctica en el arrancamiento del corazón. Llegó el joven y sin tomar en cuenta la expresión de horror, los gritos de súplica ni los santos nombres invocados, con mano firme y destreza inaudita le clavó la hoja, que revolvió certeramente hasta sacar la víscera palpitante. Con ella ensartada en el cuchillo se dirigió al fuego y la asó. 20

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Luego, dividió en tres partes, comió una y dio las otras a sus ayudantes, y ellos también comieron. Los gritos y carreras de los que pretendían huir y las palabrotas y carcajadas de los victimarios convirtieron el sitio de los sucesos en un escenario de espanto. Olía a sangre. Se alcanzaban a distinguir los golpes crujientes de los machetes sobre los huesos. Y el sonido metálico que producían las armas al mellarse contra las peñas o contra las barandas del puente cuando caían para decapitar a un hombre. Los desdichados temblaban como azogados en espera de la muerte. Imploraban piedad con gritos desgarrados cuando tenían lengua y con ojos desorbitados cuando tenían ojos, pero los policías no daban cuartel… El cura bendecía desde un altillo y en su mirada resplandecía la luz fervorosa y mística del oficiante de un rito sagrado. El río, que pasaba crecido, casi fuera de cauce, recibía la ofrenda de sangre y de muerte y de agonía. Algunos alcanzaban a fallecer ahogados o golpeados contra las piedras del río. Y el río se ensangrentó y sus aguas se volvieron rojas. El puente y la carretera también estaban rojos. La sangre corría o se coagulaba en témpanos rojos, bordeados de negro… “Lamparilla” mandó traer palas y con ellas toda la sangre fue al río. Y el río se volvió más rojo.

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-5Antonio y Marcela con su hija en brazos, ocultos en la huerta, esperaron hasta que dejó de oírse el ruido de los vehículos. El aire impregnado de incendio les sofocaba. Las pavesas viajaban y se extinguían en su trayecto como lo meteoritos. Sus ojos se habían inmovilizado y lagrimeaban por el humo y la pena. Su pensamiento estaba clavado en la idea de salvar a la niña, que se desangraba. La niña había sido estuprada y la vida se le escapaba con la hemorragia. Tenían que salvar a esa criatura de cinco años, llevarla al médico y evitarle el dolor. Esto estaba por encima de la catástrofe, por encima de la destrucción, por sobre la patética muerte de los padres y, antes que cualquier consideración, por sobre los bienes perdidos. Salvar, salvar a la hija afrentada y después…, –y empezó a nacer una idea confusa, imprecisa– después la venganza, la represalia en los que comulgaban con las ideas de los asaltantes… o, si fuera posible, en alguno o algunos de ellos. Y sus almas también ardían como ardía el paisaje, pero con el fuego interior de la venganza y del odio, con esa energía que templa los 22

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nervios como cordajes e hincha las velas de la voluntad. Pero, ahora… salvar, salvar a la hija, llevarla al médico, evitarle el dolor. Un largo intervalo había pasado o ellos habían recorrido un tiempo de su vida. No sabían cuánto, no podían medirlo. Tal vez el tiempo estaba quieto, tal vez ellos tampoco habrían pasado sobre el tiempo. Su conciencia de todo estaba perdida, sólo sentían que la hija, María José, la nueva viña plantada se perdía. Y ellos se agarraban a ese hilo de vida como si fuera el propio. Antonio hizo un esfuerzo, se movió con cautela, observó todo lo que su vista alcanzaba y, cuando tuvo la certeza de que los asaltantes se habían marchado, le quitó la niña a su esposa y le entregó en cambió el machete. –Toma –le dijo–, así podremos andar más de prisa. Si alguien se acerca, mientras yo le distraigo, húndele tú la peinilla. Pero no, espera... –y se dirigió al patio en donde estaba el policía muerto por él y le quitó el revólver. Con este en la mano y con la hija fuertemente apretada contra el pecho, bajó a la carretera seguido de Marcela. Se orillaron a la derecha para alcanzar más fácilmente el camino de herradura que va al pueblo de Andalucía por entre potreros. Saltaron la quebrada de aguas negras y penetraron en ese gran corazón de pastos verdes dibujando en la tierra por los caminos de penetración a los Andes centrales. Y anduvieron por el atajo sin 23

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conciencia de sí mismos, puestos sus anhelos en la vida de María José. Antonio sudaba y respiraba fuertemente. Marcela se adelantaba para abrir las puertas que cerraban la trocha. –Descansemos un poco para tomar aliento. Veamos cómo va la niña. No ha dejado de quejarse. La niebla empezaba a cubrir la falda de la montaña y el sendero se esfumaba. La niebla los quería proteger de las miradas de algún asesino. Hacía frío. La niña temblaba. La niña abrió los ojos y llamó a Marcela, quién se acercó y le echó los brazos. La niña paso a sus brazos. Por el esfuerzo hecho, la cara se le cubrió de sombra y la voz de dolor. –Mamá –y se pegó al pecho amado– mamá esos hombres me hicieron daño. ¡Mamá, que me cojan! –No, hijita, no. Papá y yo te protegeremos. ¡Duérmete! La niña se tranquilizó un poco, volvió su bella cabeza rubia al padre y se quedó mirándolo fijamente, con ojos de dolor y muerte... Acababa de expirar y su alma estaba en ese instante mezclada a la niebla. Y la niebla fue más espesa. –Mira, mira, Antonio, ¡mi niña se ha muerto! – sollozó Marcela– ¡Mira, mira, mira! Antonio se puso en pie, embrutecido, sin reflexionar, sin nervios vivos y sin que un pensamiento bueno o 24

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malo cruzará su mente. Estaba envuelto en la niebla. Y la niebla había penetrado dentro de él. Marcela contemplaba y estrechaba contra su pecho dolorido el cadáver desangrado. Se le iba la cabeza y no podía ni gritar ni llorar. En su razón quería abrir un ventanal que aclarara la posibilidad de no haber perdido hogar y seres queridos de un golpe. No quería aceptar la seca de su fuente de ilusiones. Se sentía como si hubiera andado un camino de años, como si hubiera vivido varias vidas y estuviera al final de la jornada con el cansancio del fracaso. ¡Había perdido la partida…! Y la niebla también entró en Marcela. Y sus ojos licuaron la niebla... Era la desesperación.

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-6Las horas volaban. Antonio y Marcela con su niña muerta salieron del camino para estar solos. Por la senda corrían personas a escape. Por sobre sus cabezas viajaba el tañido de las campanas de la torre gótica de la iglesita de Andalucía. Tañido de misa de cinco, que se empezaba a anunciar desde las cuatro y media. Antonio despertó de sus meditaciones dolorosas y reflexionó que era mejor terminar la escena de espanto que vivían. Comprendió que bajar hasta el pueblo con la hija muerta representaba mendigar para su entierro. Entonces, mejor, cavar con las propias manos una fosa en el campo. ¡Era tan pequeño el cuerpo muerto! Y Antonio buscó, a la difusa luz que el sol trataba de arrojar entre la niebla, un sitio adecuado. Vio muy cerca un guayacán florecido, amarillo, radiante en los tres días de su floración. A su pie arañó la tierra con el machete. Al cabo de media hora la tierra abierta esperaba. Antonio se acercó a Marcela y le quitó el cuerpo muerto. Ella no opuso resistencia, por el contrario, se preparó para oficiar en esa última ceremonia. Con las manos ambos apisonaron y apisonaron la tierra, después de colocar con dolorosa ternura la niña exangüe. A los pocos 26

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momentos había un montículo, sobre el cual puso Antonio el machete como seña. Luego rodó una piedra grande a manera de losa sepulcral. Cogió a Marcela y la estrechó contra su corazón. Sollozaron. Era el instante en que sus almas y su dolor adquirían el mismo ritmo, unidad de sensación. Pasados unos minutos, Marcela se arrodilló y murmuró una plegaria. Después, volvieron sobre la trocha, cogidos del brazo y anduvieron sin prisa, sin poner cuidado a los fugitivos que la casualidad había salvado de ser atrapados en Ceylán. Los guijarros del sendero rodaban empujados por los pasos. Los pies apenas se alzaban para la marcha porque tenían la misma inercia de sus mentes estancadas. Los potreros quedaban atrás a medida que avanzaban, como queda el tiempo cuando el hombre pasa. De un matojo del camino salió una voz que dijo: –Don Antonio, don Antonio, ¡lléveme con usted! Antonio se volvió sorprendido, se detuvo y encañonó con el revólver del policía el matorral. –Soy yo, Pedro, el hijo de Carlos Machado... –Anda, ¡ven! ¿Dónde está tu padre? –Papá estaba en la casa cuando el asalto. Yo había salido al campo. Cuando regresé vi todo el pueblo en llamas. No sé qué le habrá pasado.

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Pedro era un muchacho de dieciocho años, bronceado por el sol de las huertas, musculado, inocentón. Sus ojos parados mostraban el espanto de la noche y, tal vez adivinaba la tragedia de los suyos. Se unió a la pareja y todos anduvieron, el alma ausente, los pies sobre la tierra. El sol arañó las nieblas. Las nieblas se disiparon. El sol salía radiante. Se percibía el olor del incendio porque el aire, saturado, llenaba el campo… Los fugitivos andaban sin mirar atrás. Atrás quedaba el fuego. Antonio y Marcela sólo tenían presente, pegado a la retina, el guayacán florecido con su tumba al pie. Era un pensamiento detenido, conservado en un bloque de hielo. Avanzaron por el caminito y se aproximaron al río Bugalagrande, que daba una vuelta para salirles al encuentro. Sobre él, para unir las dos puntas del camino, los campesinos habían tendido un puente con largas ramas de písamo y rajas de leña. Uno de los extremos estribaba sobre una peña y el otro iba a engancharse en la copa de un carbonero enano. Del carbonero al suelo bajaba una escalerilla rústica. Antonio y Pedro alcanzaron a divisar a lo lejos el Río Roma crecido y oscuro. El caminillo los condujo al puente. Subieron a la peña para cruzarlo, sus piernas temblaron. En un playón inmediato anclaba una cabeza humana. Sobre una piedra por la que la corriente pasaba sin fuerza, había un brazo musculado con tres dedos y dos heridas

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en la mano. Más abajo, un cadáver viajaba serenamente con las órbitas sin ojos vueltas al sol. Del lado de arriba venían más cuerpos y miembros. Esa sería en los días sucesivos la pesca a que los vecinos cristianos se dedicarían. Antonio volvió en sí cuando sintió que Marcela se doblaba a sus pies. Se agachó y la levantó en sus brazos –los de ella caían desmayados–, pasó el puentecillo, bajó del árbol y la puso sobre el pasto húmedo. –Pedrito –dijo–, dale un poco de aire con las manos, mientras este pañuelo. Y se dirigió al río, pero no mojó su pañuelo porque el agua estaba roja de sangre… Regresó a dónde estaba Marcela y esperó indeciso. Pasaron unos segundos. Ella abrió los ojos marchitados por la noche. Al fin, sobrepuestos y sin mirar atrás, continuaron la marcha cogidos por el talle. El camino terminaba en Andalucía. Llegaron. Se detuvieron en la calle principal, la larga calle que ha formado la carretera central. El pueblo tenía muchas casas vacías porque sus moradores habían emigrado a las ciudades en guarda de sus vidas. Era el éxodo de los pueblos a las ciudades. Las ciudades los protegían por su tamaño. Un éxodo de millares de gentes, que preferían pasar hambre a exponer sus vidas y sus honras, amedrentadas por las autoridades y la policía. El día seguía brillante, aunque para Antonio y Marcela no tenía significado la alegría de la luz. 29

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–Vamos a casa de Don Andrés –dijo Antonio–. Pudiera ser que nos llevara en su automóvil a Cali. Un desconocido pasó al lado de los fugitivos, se fijó en el revólver que asomaba por la pretina del pantalón de Antonio y le aconsejó: –Tenga cuidado, se lo quitan. Antonio metió entre la camisa y la piel el arma y la aseguró con el cinturón. –Vamos –volvió a decir. Y se dirigieron a casa de don Andrés. –Vamos donde Dios quiera –asintió Marcela.

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-7Don Andrés estaba en casa y preparaba el viaje a Cali. Con gusto, lleno de compasión, se ofreció a llevar a los fugitivos. Les dio ropas limpias y no quiso recibir en pago el revólver de Antonio. –Conserve su revólver. En Cali podrá venderlo y vivir con ese dinero unos días, mientras consigue trabajo, inicialmente, puede alojarse en la “Casa Liberal”. Allí hay muchos refugiados y, además, el dolor común lo sosegará un poco. Antonio le dio las gracias y le rogó averiguar, cuando se pudiera, si quedaba algo de sus bienes. Después salieron al corredor delantero de la casa, en donde estuvieron largo rato meditabundos. Don Andrés entraba y salía inquieto y pensaba que quizás sus huéspedes se habían recluido en una isla de reflexión. Él sabía por experiencias menos duras de las que estaban pasando sus amigos que el hombre puede sobreponerse a las grandes tragedias, a las conmociones espirituales y a los cataclismos cósmicos porque su mente busca un refugio y puede hacer reposar las zonas excitadas. Y en estas islas olvida, se calma y reposa para 31

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volver a vivir. Él comprendía por qué el hombre sobrevive al tormento, a la deshonra, a la ruina y a la humillación. Sabía que en la isla mental se pueden adquirir fuerzas para sobrellevar la desdicha y para enfrentarse a la adversidad. Y había sacado la consecuencia de que cuando no hay ese repliegue interior de reposo y de reconstrucción el hombre muere para el bien y nace para el resentimiento. En el camino de la venganza, toda conciencia termina por derrumbarse. Pero Antonio no estaba en una isla de reposo y veía que no podía obrar cómo le habían enseñado. Observaba que las autoridades encargadas de velar por el cumplimiento de las leyes estaban envilecidas y habían hecho desaparecer los conceptos de justicia. Se debatía ante el dilema de seguir con su conciencia y con su tradición o enfrentarse abiertamente a quienes querían aplastarlo. Su mente le hacía considerarse en este instante de infortunio un apátrida, puesto que la patria era la comunidad de ideas, el pedazo de tierra en donde se afinca el hogar y la seguridad que proporciona el respeto de las leyes y de las autoridades. Y como a él le expulsaban de la tierra, le destruían su hogar, le secaban la simiente de su continuidad, y le desposeían de sus principios, se sentía extranjero en el país de sus mayores, como si hubiera sido arrojado por la avalancha de una guerra cruel a un país extraño... Y en su isla de

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reposo, no encontraba el reposo. Y se sentía náufrago y quería la venganza que no es cosa buena. Llegada la hora del almuerzo se sentaron a la mesa. Los emigrados no probaron la comida y Don Andrés terminó sin pasar bocado. Tampoco hubo charla porque el anfitrión no quería rehacer con sus preguntas la tragedia pasada. El silencio caía pesadamente y todo lo llenaba... Y en el silencio las almas querían aquietarse, sin conseguirlo. Antonio, Marcela y Pedro tenían los ojos quietos... Y el silencio y la quietud se mezclaban. Don Andrés empezó a dar las órdenes al administrador. A continuación se levantaron de la mesa. Don Andrés fue a reposar un poco en la alcoba. Los otros regresaron al corredor y sus ojos volvieron a la inmovilidad vidriosa. No importaba que por la carretera pasaran vehículos y arrojaran nubes de polvo sobre ellos. Los ojos no parpadeaban... Pedro se sentó en la pequeña escala que daba al jardín y metió su cabeza de bronce entre las manos. Quiso gritar o llorar, pero la vista de un dolor superior al suyo lo inhibió. Y, al fin, él no alcanzaba a comprender la magnitud de la pérdida. En sus dieciocho años no había acumulado experiencia y no sabía cuánto significaba perder lo que perdía. Con las seis de la tarde llegó la partida. Fueron al automóvil de Don Andrés. Pedro se sentó al lado del dueño en el cojín delantero. Antonio y Marcela ocuparon los puestos de atrás. Una bandada de loros 33

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paso a dormir en algún monte vecino. Don Andrés puso en marcha el motor y reversó el automóvil hasta salir a la carretera, sobre la cual, rumbo a Cali empezó a deslizarse rápidamente. A ambos lados corrían las cercas que separaban las dehesas. Las cercas estaban posteadas con troncos vivos de matarratón, que alargaban sus sombras sobre el paisaje inmediato. En veces, un gualanday asomaba su follaje de color violeta, otras, las buganvilias mezclaban sus colores a los últimos toques de luz. El ruido de fricción de las ruedas encantadas penetraba monorrítmico. El ruido absorbía la atención de los pasajeros y destruía las imágenes mentales. La paz llegó en forma de sueño para Pedro. Antonio y Marcela tenían la fatiga y el sueño en los ojos, pero los ojos seguían abiertos, cristalados... No podría asegurarse que estaban despiertos, ni que estaban dormidos. Soñaba. Se iban de la realidad. Los chorros de luz proyectados por los faros del coche corrían sobre la carretera. Los insectos que atravesaban brillaban un instante y se sepultaban en la negrura inmediata. Las ciudades huían luminosas. Antonio y Marcela no atendían al mundillo del viaje, así fuera el paso por Tuluá, con sus palmas y su puente, o el paso bajo las cúpulas de latón de la basílica roja de Buga, o el paso por Palmira llena de torres contrahechas, o el paso por los caseríos agarrados a ambos lados de la carretera. Tampoco veían una nube

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blanca nimbada de gris que les seguía impulsada por los motores del Viento del Norte. Antonio se revolvía en lucha contra el abatimiento que le hacía ver perdido todo lo suyo. Sus treinta años libraban batalla contra la adversidad... Y tomaba su esposa como el náufrago toma su tabla para salvarse... En todo momento llenaba su paisaje interior la muerte de sus seres queridos, a quiénes veía como si estuvieran vivos... El automóvil y su ocupante desaparecían para dar lugar a las figuras del viejo José Gallardo, el padre, y de María Antonia Escobar, la madre. Sin embargo, ellos se mostraban bondadosos, satisfechos y felices en el recuerdo de la última vez que en los viera. No aparecían en su mente con la tortura presenciada por Marcela. Su mente no quería imaginar los horrores de la desaparición entre los escombros de la casa de la estancia. En cambio, tenía el recuerdo amargo de la hija. Allí estaba delante de sus ojos, lívida y exangüe en el amanecer… y, luego, el guayacán florecido y la tumba pequeñita, y esa mirada dolorida de la hija afrentada... Y su corazón sintió tristeza y lloró por primera vez. Sus lágrimas cayeron tibia y silenciosamente sobre el rostro de Marcela, encajada en su pecho. Ella sintió el llanto y su pecho quiso estallar de dolor. Y la tristeza también la llenó... Y ambos fueron tristes.

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II La noche del llanto

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¡Abandonad toda esperanza, oh, vosotros los que entráis…! DANTE. Divina Comedia.

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-1A las dos horas y media de viaje llegaron a “Juanchito”, lugar en donde está un puente sobre el Cauca. Como a una cuadra de él había un retén de policía. A un metro de altura sobre la carretera, pegada a dos pedazos de riel, se templaba una cadena de acero. Don Andrés detuvo el automóvil. Un policía se acercó y preguntó: –¿De dónde vienen ustedes? –De Andalucía. Soy Andrés Castro. –¿Quiénes le acompañan? –Unos amigos de Ceylán que se salvaron del asalto de anoche. Sus padres y familiares murieron. Sus casas fueron incendiadas... La policía miró con desconfianza a los viajeros. Pensó que esa gente era la primera que llegaba, que posiblemente sería la única que se había salvado y que venían a Cali a contar lo sucedido. No debía dejarlos hablar. Era necesario detenerlos preventivamente. Levantó la voz y dijo: –Hola, Pacho, aquí llegan unos de Ceylán. 38

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El sujeto a quién se dirigió el agente estaba sentado con otros individuos en un “jeep” con placas de identificación que ostentaban un escudo de Colombia, el letrero “Seguridad” y un número de dos cifras sobre el fondo blanco. Al oír la llamada bajó, seguido de cuatro más y se acercó receloso al Sedán de Castro. Salgan todos ordenó, quedan detenidos. –¿Por qué? - inquirió Don Andrés al tiempo que abría la puerta del automóvil y se desmontaba. –Porque ustedes son revoltosos de los que atacaron a las autoridades anoche. –Pero, hombre, esto es una arbitrariedad. Me quejaré a sus superiores. –Entonces, tome para que complete sus quejas –y acompañó la palabra de un puñetazo que don Andrés no alcanzó a desviar del todo. Se volvió a sus secuaces y ordenó: –A esos dos espósenlos. Yo me encargo de este... Antonio y Pedro fueron llevados hasta el “jeep” e imposibilitados para toda acción. Pasaron el brazo izquierdo de Pedro a través de una anilla de hierro que estaba agarrada en la barra posterior de la carrocería del vehículo y a su muñeca unieron la de Antonio. La anilla quedó entre ambos. Era el sistema que utilizaban Los detectives con los prisioneros que hacían en las veredas y carreteras. Luego de unidos, echaban a andar el carro lentamente y los hombres iban al paso. Después, más 39

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deprisa y los hombres iban corriendo. Luego a toda marcha y los hombres iban a rastras... Antes de entrar a la ciudad los soltaban y metían dentro con los brazos rotos y luxados, inconscientes, sangrantes y la mayoría de las veces en estado agónico por la hemorragia. Según la gravedad, los llevaban para torturarlos en la cárcel o directamente los arrojaban al río Cauca, en donde morían ahogados. Para Marcela, todo lo que sucedía desde la tarde anterior era inexplicable. Ahora miraba asustada, igual que una gacela extraviada en un poblado. Sin saber lo que decía, exclamó: – ¡Por Dios, no los maten! Don Andrés no tiene nada que ver con nosotros. Suéltenlo. Él nos trajo por caridad. No teníamos dónde quedarnos y vinimos... – ¡Cállate! –dijo Pacho–. Métanla al cabaret. Tres de los cinco hombres pusieron mano sobre Marcela. Antonio, enfurecido e impotente, les gritó: –¡Asesinos, bellacos!– Pacho le tiró una patada a la entrepierna que le hizo silenciar. –Vea –le dijo Don Andrés al policía–, hagamos una transacción... Diga cuánto quiere y nos deja en paz... El detective le miró sagazmente y sonrió lleno de ambición. Por sus ojos pasó un destello y su boca se contrajo para contener la risa. Este don Andrés iba a

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resultar buena presa, y con seguridad podría explotarlo y extorsionarlo en el futuro. –Creo –dijo mirándolo– que vamos a entendernos. – Y empezó a formalizar con la víctima abatida el precio de la libertad. Mientras tanto, del cabaret de “Juanchito”, que estaba a diez pasos del puesto de guardia, salían las voces del jolgorio de todos los días. Voces estridentes, chillidos y voces opacadas por el alcohol. El ruido de los vasos y copas de la bebeta se mezclaba y hacía más confusa la percepción. Era como si el recinto tuviera vida, como si hablaran las paredes por los huecos de las puertas. Marcela fue arrastrada por los detectives hasta el salón principal, en el cual había prostitutas y parroquianos borrachos alrededor de las mesas, situados junto a las paredes para dejar libre el espacio central. Se bailaba cuando sonaba a todo volumen la música del piano eléctrico. Un grupo de hombres tomaba aguardiente. Cerca de la radiola, sobre un entarimado se encontraba una batería de “jazz”, que golpeaba un músico para acompañar el piano. La atmósfera estaba impregnada de olor a humo de cigarrillo y tufo de borrachos. Los hombres del gobierno entraron dando empujones a Marcela. Uno se dirigió al mozo del servicio y le ordenó:

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–Ponga música alegre. ¡Rápido! El empleado distinguido con chaqueta blanca, toalla al brazo y una bandeja en la mano se acercó a la electrola, echó una moneda por la ranura del aparato y hundió varias veces una tecla. El piano accionó su mecanismo eléctrico, empezó a desgranar burbujas de colores por entre los adornos del mueble y soltó una catarata de cumbia colombiana. El músico aporreó su batería de “jazz” y el ruido se mezcló a las voces de los hombres y a las voces de las mesas golpeadas por las botellas y los vasos. –Ahora, bailemos– dijo a Marcela uno de los detectives, al tiempo que la cogía rudamente por el talle. La mujer lo miró con sus ojos pardos insomnes que veían escenas de horror Desde hacía veinticuatro horas, sintió que su sangre le quemaba y que un valor de defensa, reproche y de indignación la estimulaba. Tiró hacia atrás su cuerpo, metió el brazo entre el pecho del hombre y el de ella y con fuerza lo separó. Su voz salió clara y nítida, como un latigazo: –¡Bandolero!, ¡asesino!, ¡no bailo! Ni muerta me harás bailar. El hombre vaciló un momento y su cara señalada con una cicatriz sobre la ceja izquierda se congestionó de rabia. Se volvió a sus dos compañeros que le miraban burlones, y les dijo: 42

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–Esta... No quiere bailar aquí, hagámosla brincar en la cama. Entre los tres detectives cogieron a Marcela. Uno le estrujó un pecho. Ella le mordió la mano. La mano se aflojó, se levantó y cayó cerrada como un martillo sobre su cabeza. –No le pegues –dijo una ramera que se acercó tambaleante–, no le pegues... Eso no lo consiento yo. Bastante sufrimos nosotras con ustedes que caen en pandilla sobre nuestros parroquianos y les roban y ultrajan después de desarmarlos. Están acabando con todo, hasta con la alegría que el alcohol produce... Dan asco –Y escupió, para indicar la repugnancia que sentía y que se atrevía a expresar por la embriaguez en que estaba. – ¡Cállate, perra! –vociferó el detective–. ¿Quieres que te parta la cara? En este momento apareció “el jefe” en la puerta. Venía satisfecho y sonriente. –Suéltenla –ordenó–, ya arreglé con Don Andrés –e irónico–: Don Andrés es un gran señor, un señorazo muy comprensivo. La música sonaba. Las almas estaban tristes.

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-2Silenciosamente, impotentes ante la fuerza los viajeros siguieron su marcha. Pasaron el puente vencido por el tiempo, que salta el Cauca de orilla a orilla. De él se desprendían rayos de luz que lamían el agua turbia. Soldados del ejército nacional lo aguardaban. Don Andrés los miró sin inculparlos por la indiferencia mostrada ante los atropellos de la policía y el detectivismo. Al fin y al cabo, esos muchachos eran ignorantes y la ignorancia es un buen material plástico. Era preferible que ellos siguieran asumiendo la actitud pasiva inculcada por la oficialidad a verlos convertidos en asesinos. Don Andrés seguía el hilo de sus pensamientos con la indignación que sienten los hombres de bien ante el atropello. Manejaba su automóvil maquinalmente. Ya estaba frente a la base aérea, en cuyas garitas había soldados custodios. Dentro dormían los aviadores. Don Andrés revisaba los hechos espantosos que se les atribuía a los pilotos, sin comprender como fuera posible que la crueldad los dominara. Él sabía que en los Llanos Orientales de Colombia, en los llanos de 44

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Casanare y del Meta, los prisioneros transportados en los aviones eran precipitados, aventados desde miles de metros de altura, vivos y maniatados. Y Don Andrés comprendía que estos errores hicieran desaparecer el concepto de patria y que los hombres nacidos en Colombia, cuando veían que sus hermanos eran así tratados desde lo alto, consideraran que Colombia no era una buena madre. Y veía muy claro por qué los colombianos repudiaran su terruño y anduvieran buscando otra parcela de la corteza terrestre en donde sentirse protegidos a cambio de la riqueza dada con su trabajo y con la simiente de su sangre. Por fin llegaron a Cali (calle 25, carrera primera, calle 15). Se detuvieron frente a unas tapias entre las carreras tercera y cuarta. Estaban en la “Casa Liberal”. –Vean cómo se acomodan aquí y avísenme mañana al hotel –dijo Don Andrés–. Quedo cerca de ustedes. Tome Antonio, su revólver. Gracias a que lo tenía en la guantera del automóvil se salvó. Véndalo. Mientras tanto, para esta noche sirven estas monedas que se escaparon al pillaje de las autoridades. Bien se dio usted cuenta que el precio de nuestra libertad en “Juanchito” fue el dinero que traía de la venta de un ganado. Salvamos nuestra vida con él. Lo doy por bien gastado. – ¡Gracias, don Andrés!, ¡Dios le pague! El automóvil rodó por la calle quince y se perdió al voltear por la carrera cuarta. Los viajeros atravesaron el

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portalón y se encontraron en un solar con mucha gente dentro. Había unas mediaguas que amparaban de la intemperie a sus habitantes, emigrados de todos los confines del departamento, que no tenían hogar, ni medios para conseguir una mayor comodidad. Al lado izquierdo, una plataforma de madera con su escalera de tablones servía de tribuna para conferencias. Los emigrados se habían apropiado, cada cual, de su rincón, si acaso dos metros de tierra por persona. La plataforma también tenía sus habitantes. Debajo de la plataforma había otros más. Únicamente se disponía del terreno suficiente para extenderse a dormir. La mayoría de las gentes estaba sola, pero había quién tenía consigo a la esposa o a un hijo, o a un pariente o a un servidor. Pero la mayoría estaba sola. A veces era una mujer afrentada, que roía su vergüenza, otras un niño o una niña sin padres, recogido por algún cristiano en éxodo. Había mutilados que sentían su mutilación. Y sobre todos, la tristeza común que empañaba las frentes y los ojos y llenaba de penachos grises el pensamiento. En la mitad del patio estaban varios fogones de tulpas negras con gente apiñada alrededor que esperaba comer un mal sancocho. Generalmente, varios emigrados contribuían con algo para la olla común. Los que no podían ayudar, también podían comer, porque los pobres y los hambreados son los únicos que sienten compasión por los pobres y los hambrientos. El corazón

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del necesitado comprende, por haberlo aprendido en lección diaria, al sentir su estómago como sujeto independiente. Él sabe lo que es un órgano vuelto entidad, ya sea el estómago o la piel desnuda. Los asilados de la “Casa Liberal” de Cali eran hermanos en la desdicha y estaban unidos por lo que no cuesta nada: el cielo, el aire y la tierra oscura y olorosa. Unidos por lo elemental, sentían amor a los desheredados y odio a los perseguidores. Más, a pesar de todo, en momentos se levantaba de su corazón una voz dulce y temblorosa de amor al Dios de Occidente, al Cristo de las escrituras. Justamente, como antítesis de las actuaciones escandalosas y crueles de los ministros católicos, brotaba esa llama de amor como un fuego fantástico que emergiera del pantano. Sí, la podredumbre de que estaba rodeado el Salvador no impedía que los hombres le siguieran amando. A pesar de todo, en los corazones tristes Él se presentaba como único medio para alcanzar la meta final de vida eterna. Los viajeros recién llegados buscaron desorientados un pequeño espacio vacío entre la multitud. No distinguían a ninguna persona. Todas las personas eran como una sola, enorme, gigantesca con cientos de ojos y de brazos, y de bocas y de piernas, y con una voz confusa, profunda que llenaba el solar y era formada por las voces de todas las bocas. Ellos buscaron con la mirada un puesto junto a las tapias, pero los pies de las 47

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tapias estaban llenos de gente y de papeles –carteles arrancados de las esquinas y periódicos– qué servían de tendido para dormir y marcaban la propiedad particular del sitio. De la masa se desprendió una mujer delgada y fina, vestida de negro, joven, de pelo castaño claro y ojos de sombra y agua. Con una voz clara y dulce atrajo la atención de los nuevos visitantes: – ¿Van a entrar? ¿Piensan quedarse? ¿Son emigrados? – Sí, señorita. Venimos de Ceylán y pensamos quedarnos, pero no encontramos acomodo. –¿De Ceylán? Son los primeros que llegan. ¿Cuándo los atacaron? –Anoche. Hará apenas 24 horas. –Vengan. Ya haremos espacio. Y si no, nos turnamos para dormir... ¿Han dormido? –No, no hemos pegado los ojos. –¡Pobres!, ni habrán comido. ¿Les mataron a alguien? –A todos los nuestros –dijo Pedro, por primera vez, consciente de su orfandad–. A nuestros papás, a los peones, a la hija de don Antonio, a todos los habitantes del pueblo... Creo que nos hemos salvado muy pocos de los mil vecinos de Ceylán. ¡Miento! se salvaron, además los godos y el cura. –Vengan, hermanos, Dios no desampara a nadie –dijo la mujer, llena de compasión–. Siéntense aquí en este espacio que es mi hogar. Voy a conseguir algo de comer 48

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para ustedes y se volvió hacia el centro del patio, al que los fogones daban el aspecto de un campamento de gitanos. Luego retrocedió y le dijo a Antonio: –Por si me les pierdo, pregunten por Cristal –y se confundió con la multitud. –Tengo hambre, don Antonio –dijo Pedro–. Me arden las tripas. –Espera un momento a que venga Cristal. ¿Cristal…? Para Antonio la masa empezaba a descomponerse en hombres, mujeres y chiquillos. Poco a poco se sentía dueño de sí en el medio, el medio de los desheredados y de los perseguidos. De cierto que todos los que allí estaban debían haber sufrido tanto como él. De cierto que así era, porque entre tantas personas no había contento, o por lo menos todo batía con el ritmo triste de su corazón. Unos niños jugaban silenciosamente... De cierto, de cierto que tenía que haber una gran tristeza para que los niños jugarán silenciosamente...

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-3En la “Casa Liberal” solo Cristal sabía buscar recursos increíbles para los desplazados. Ella se había convertido durante ese mes en la persona imprescindible. Para todo se la solicitaba y espontáneamente ella parecía adivinar los pensamientos y las necesidades. Sus sistemas para solucionar problemas personales eran increíbles. Por ello pasó a ser la amiga y confidente general. En sus ojos verdes apenas se adivinaba una sombra. Sus cabellos claros quitaban de su frente la atención que producían sus pensamientos. Con los recién llegados era especialmente solícita, pues se hacía cargo del estado de confusión que traían. Cuando vio a Antonio, a Marcela y a Pedro y escuchó las pocas frases que pintaban su gran tragedia sintió una compasión inmensa. Fue a buscarles comida, y como se había acabado, les trajo su ración. –A comer –dijo, y alargó el plato que traía en sus manos a los nuevos huéspedes–. Está riquísimo. Antonio y Pedro recibieron la porción, que repartieron con Marcela. No hablaron. Los ojos de 50

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Antonio miraban la multitud. Marcela se enjugó los suyos. Cristal se retiró unos pasos. Comprendía que el mejor consuelo de los tristes es la soledad porque en ella se rumian los pesares y se va a Dios. Los grupos se disolvieron y las gentes buscaron su cama de papel. Algunas personas, en corros, se sentaron en el suelo, otras salieron. Los fogones empezaron a extinguirse. Una mujer que tenía en su casa el hábito de apagar la lumbre trajo una ollada de agua y roció los carbones. Los carbones chirriaron y soltaron pequeños remolinos de humo. Entre el rescoldo quedó, parpadeante, una brasa, qué segundos después se extinguió. Y empezó la noche... Una bombilla centinela hacía la guardia columpiándose entre dos hilos negros. Se oían palabras de sueños hablados y algunos ronquidos profundos. Antonio se tendió en el suelo y Marcela se pegó mucho al cuerpo de Antonio. Cristal se acomodó entre Marcela y otra mujer y puso un par de ladrillos como almohada. Pedro se acostó a los pies de Antonio. La noche no tenía luna y algunas nubes de verano tapaban los astros. No hacía frío ni calor. Los pechos de los hombres dormidos se agitaban con ritmo de vida. Las bocas se entreabrían por la relajación muscular. Poco a poco, todo dormía en el solar, salvo las siluetas de los que llegaban de la calle y buscaban donde echarse. Nadie usurpaba un puesto, ni nadie 51

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incomodaba. De pronto, una figura se incorporaba con cara de terror, despierta por algún sueño macabro, pero al ver la calma del lugar volvía a reclinarse. Los nombres amados eran pronunciados con voz de sueño, y se escucharon con breves interrupciones hasta el amanecer. Era una sinfonía con el “leit motiv” de dulces nombres. También había quien velaba toda la noche devana que devana las madejas de sus recuerdos y de sus problemas, en busca de paz, roe que roe penas y planes fantásticos, porque con hambre el hombre piensa mucho. Parece que la mente necesitara libertarse de la envoltura material para soltar sus alas, que como las de la mariposa pueden ser negras, blancas y policromadas, porque la mariposa es la imagen del pensamiento, el que también como ella sale de los pantanos.

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-4Los emigrados empezaron el primer día. Un día sin nombre, lleno de suspiros y de inconformidad que Marcela perdía en lloros y los hombres en cábalas. En un patio de la vecindad, los pájaros cautivos se despertaron en sus jaulas y principiaron a cantar. La luz del día, oblicua y anaranjada, rodeó a Cali. En la "Casa Liberal" hubo un ruido de cazos y ollas y los fogones soltaron columnas de humo... El humo ponía incómodos a los emigrados de la “Casa Liberal” porque ya no lo asociaban exclusivamente al puchero, al remedio, a las quemas campesinas o a los ritos paganos de los altares. Alrededor del humo se agruparon los tristes. El hambre borraba todo y traía a la mente la sensación del organismo, con sus recuerdos biológicos y ancestrales que se traducían en el imperativo de vivir. El agua de las ollas empezó a hervir en grandes ojos abultados que se rompían en cráteres de espuma. Los ojos y los cráteres de la leche eran blancos y los del café, pardos. Los ojos se rompían con un ruido de crepitación y el vapor salía de ellos en columnas tenues que impregnaban el ambiente con olor de fonda. Por fin, 53

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empezó el reparto del desayuno. Las tazas se desocupaban rápidamente por unos para que otros las pudieran utilizar. En menos de una hora todos habían desayunado y las sobras fueron repartidas como ración extra a los niños. Una vieja con su manía de limpieza se puso a barrer cáscaras y desperdicios que acumuló en grandes fondos y colocó a la puerta de la calle para que los recogiera el carro de la basura. El sol estaba alto, tibio. Antonio Gallardo charlaba con Roberto Gómez, un desplazado de Andinápolis, puebla evangélica de la cordillera que había sido asaltada días antes. Sólo puedo decirle, don Antonio, que de Andinápolis y La Primavera no quedamos con vida más de diez. Los chulavitas cayeron sobre esos poblados convertidos a la fe evangélica y los arrasaron. Fue horrible. Yo me paré en el zarzo de un gallinero, desde donde vi los asesinatos del pastor Davison y de la familia a su servicio. Con ellos se cebaron más que con el resto de los moradores: a la criada y a dos niñas las violaron unos veinte policías. Después les enterraron las bayonetas por el sexo y les cortaron los pechos. Como la madre estaba embarazada, le dieron una gran cuchillada en el vientre por la cual salió el feto de seis meses, que pataleaba. Uno se acercó y lo ensartó en un machete... Y luego se lo puso en la cara a la agonizante... El pastor Davison veía maniatado, de rodillas, perpetrar el crimen. Con sus ojos vueltos al cielo imploraba valor al

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señor Jesús. Sus labios pronunciaban el Salmo 23: "Jehová es mi pastor; nada me faltará. En lugares de delicados pastos me hará yacer; junto a aguas de reposo me pastoreará. Confortará mi alma; guíame por sendas de Justicia por amor de su nombre. Aunque ande en Valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno..." Un chulavita se acercó y le desgarró las ropas, lo emasculó de un golpe y le puso los genitales en la boca, al tiempo que le decía: "Máscalos, protestante asqueroso”. Davison ajustó las mandíbulas. El forajido le dio un tajo de machete qué le abrió la cara de oreja a oreja. La mandíbula inferior cayó suelta sobre el pecho. El policía le gritó "¡Viva Cristo Rey! ¡Viva el partido Conservador!”. La víctima no emitió ningún quejido, lo único que tenía expresión en él eran sus ojos, y el policía, consciente de ello, se los pinchó hasta que saltaron. El santo seguía de rodillas sobre un almohadón de sangre. Otros policías intervinieron y lo flagelaron con sus cinturones de hebilla. La carne se quedaba prendida a las chapas de las correas. El santo cayó al suelo y Los detectives y policías empezaron a saltar sobre él... No se supo cuando murió el pastor; únicamente, al crucificarlo se vio que de las heridas ya no brotaba sangre... Como fin de la fiesta los agentes del gobierno orinaron sobre él y algunos defecaron en su cara... –Dios castigará todo esto –exclamó Antonio–. Pero

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que digo, si Dios no existe. –No lo crea, el señor tendrá en cuenta estos crímenes. Yo soy cristiano y siempre he visto que Él premia a los buenos y castiga a los malos. Si usted hubiera presenciado el fervor con que morían todos los que fueron quemados vivos, atados a los árboles con alambre y rociados con combustible, daría cuenta de que el Señor Jesús no los abandonó en ese momento... Por todas las calles había una doble hilera de mártires amarrados a los pilares de las casas y a los árboles ornamentales. En algunos postes había dos y tres quemándose. Se oyeron blasfemias. Entre los gritos de desesperación el nombre de Cristo... Unos daban aliento a los otros... Todas las casas fueron quemadas con gente dentro... ¡Es horrible Don Antonio, el recuerdo que tengo de esa noche! No puedo apartar de mi mente la visión macabra de las mujeres enloquecidas con los cabellos en llamas y sus gritos de terror. No puedo apartar la vista de las ventanas rojas de fuego con niños y mujeres que se asomaban para saltar y huir por las calles. Y lo conseguían... Menos mal que los godos las mataban a tiros. Cuando yo pude bajar del gallinero, estaba mareado y tembloroso. Huí como una liebre por entre el monte, perseguido por el espanto de la matanza y por ese olor a carne chamuscada que aún percibo... –Y usted, Roberto, ¿todavía cree en Dios? ¿Cree usted en Dios después de ver que estas gentes infames 56

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utilizan su nombre para cometer tantos desmanes? Yo no puedo. Yo tenía una fe, la fe de mis padres, que hoy rechazo. Yo era un convencido católico romano, pero tengo que dejar, ante la realidad de los hechos, esta creencia en una religión que se identifica con un partido político y que pone al lado de los exterminadores a los curas, sus ministros. –De todos modos, don Antonio, yo le aseguro que mi Dios, qué es Jesucristo, premia y castiga. Él se le manifestara a usted... Yo se lo aseguro... –Bueno, ya veremos. Por el momento –dijo Antonio– tenemos que solucionar nuestro problema vital. Ojalá encontremos qué hacer, a fin de dejar nuestro puesto en esta casa a los otros desgraciados. Vamos.

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-5Los días de una semana, eternos y angustiosos, pasaron. Antonio Gallardo solicitaba empleo por todos los rincones de Cali. Y no lo halló. La desesperación creció como una espina en su alma. A su angustia económica se sumaba el estado mental de Marcela, enquistada en su dolor, sin fuerzas para reaccionar, cuál si la mente hubiera recibido un hachazo que la partiera en dos. Su dolor era un dolor sin lágrimas, caviloso, de mirar perdido, en visión de sombras y angustia. Era la noche desolada en un páramo de recuerdos vivos. Antonio procuraba sacarla de su pena despojándose de la suya, pero no era posible hacerla cambiar. Acurrucada en su puesto de la “Casa Liberal” con la cabeza sobre la mano, no estaba en ella reaccionar, ni con las buenas noticias inventadas por Antonio, quién le hablaba de un posible empleo o de una buena venta del revólver, su único patrimonio. Permanecía en el yermo. Continuaba insensible al mundo externo, a su vida actual. Seguía en el recuerdo. Sólo, en ocasiones, estaba bien cuando se aferraba a la muchedumbre de desheredados que la acompañaban en su extraño y 58

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nuevo ambiente. Cristal pasaba a ratos a su lado, solícita y compasiva, pero ella seguía en la estepa de evocaciones. Ni aún el barullo de este 22 de octubre hacía variar su pensamiento. Ni aún este anochecer en que gentes extrañas concurrían a la “Casa Liberal” con motivo de la conferencia política anunciada. Ella, como todos los días, hoy acentuaba su congoja hacia las siete de la noche porque tenía el temor de que los “carros fantasmas” mataran a su Antonio, último vínculo que impedía a su razón liberarse totalmente del mundo. Bien sabía por las narraciones diarias, que los “carros fantasmas” eran automóviles del gobierno en los que algunos detectives y civiles armados salían por las noches a “cazar rojos”. Su misión terrorista se cumplía a diario disparando sobre los transeúntes. Y ella pensaba que sí de golpe su Antonio caía atravesado de un balazo fantasma, no quedaría nada de ella, la angustiada, la dolorosa. Pero ese día 22 de octubre, Antonio llegó puntual “Casa Liberal” y conversaba con Roberto. –Como usted sabe –decía Roberto–, el presidente actual quiere perdurar su partido en el poder, y, aconsejado por los jesuitas, se ha convertido en el jefe espiritual de las matanzas. Los respaldan el Ministerio de gobierno, los alcaldes, los inspectores y los cuerpos de la policía y el detectivismo. Una maquinaria de horror que cuenta con la pasividad del ejército, que indiferente ve vaciar las cárceles de toda la república 59

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para engrosar con criminales comunes las brigadas de choque. –En realidad –comentó Antonio–, nada se puede hacer por el momento. La sorpresa ha sido factor definitivo. Y mientras el país se da cuenta, alcanzan el fin que desean. Si a ello añade el cinismo de los periódicos conservadores que niegan los hechos y presentan la versión oficial embustera y tendenciosa, la desorientación es completa. Figúrese usted, yo que presencié el asesinato de Ceylán, yo que soy una víctima de los asesinos, yo he perdido cuánto tenía, leo en esos pasquines falangistas que en Ceylán no ha sucedido nada y que los pocos muertos habidos fueron conservadores atacados por liberales revoltosos. ¿Se fija cuán depravados y cínicos son? Claro que con la censura de la prensa impuesta a los periódicos democráticos no hay modo de aclarar los hechos por ahora, pero llegará el día... –Nada podemos hacer –dijo Roberto, descorazonado. –Pues yo no aceptó este estado de cosas... ¡Qué otros lo aguanten! Por mi parte, me defenderé en cuanto pueda hacerlo. Tengo la seguridad de no estar solo... Ya ve usted como en los Llanos están alzados... Esos sí son hombres que saben rechazar las autoridades envilecidas. Ellos han reaccionado como machos, Roberto. Si no fuera por Marcela me largaba con ellos a cobrar mis muertos, mis seis muertos, sin contarme 60

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yo, que lo estoy para todo lo que sea reflexión y cordura. Si no fuera por esta pobre esposa mía que está a punto de perder la razón, otro sería el cantar. Antonio y Roberto se encontraban a la entrada del solar. A medida que llegaba gente, fueron desplazados hacia el fondo. El recinto se llenó. A las siete y media empezó la conferencia. Algunas veces sonaban aplausos y otras, exclamaciones de indignación, ya que el orador dijera algo grato o que narrara los horrores de las matanzas. Por la calle, una patrulla del ejército pasó, se detuvo breves momentos, observó y se marchó. Siguió hacia el cuartel del Paseo Bolívar, iluminado con luces de fiesta. Cerraba la noche de Santa Salomé...

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-6En el Detectivismo, a dos cuadras de la “Casa Liberal”, había una gran actividad. El jefe esperaba una llamada telefónica y se paseaba impaciente. Fumaba. Un grupo de detectives recibía las últimas instrucciones. Todos mostraban ese nerviosismo que precede a las grandes aventuras. El desasosiego fue interrumpido por la entrada de uno de los muchachos, quién saludó y dijo: –Mi Comandante, están en lo bueno. Hay mucha gente... El informe fue cortado por el timbre del teléfono, sobre el cual se precipitó el Jefe. –¿Aló? ¿Con quién?... Sí, con el habla... Sí, ya salimos... Somos dieciocho..., bien señor Gobernador... Y salieron en grupos de tres y de cuatro, con sombreros calados hasta las cejas y pañuelos anudados al cuello, listos para cubrir las caras, como antifaces. Al cinto dos revólveres y un cinturón de balas. Doblaron la esquina y recorrieron unos 80 metros. En el cruce de la carrera cuarta con calle quince dispararon contra los transeúntes y dieron muerte a dos. En un vuelo 62

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anduvieron los pocos pasos que los separaban del portalón de la “Casa Liberal”, impidieron la salida y dispararon contra la multitud. Esta se desbordó de sorpresa y de temor por encima de las tapias que aislaban el solar de los patios vecinos. La confusión fue espantosa. Los gritos y las carreras se mezclaban. Las mujeres lloraban y rezaban. Los hombres, todos inermes, no opusieron resistencia y fueron cayendo, el corazón estremecido. El abaleo era incesante. Los agentes vaciaban sus armas y volvían a cargarlas serenamente. Hubo quién repitió la maniobra de recarga cinco y seis veces... Los heridos y muertos se acaban... Debajo de las gradas fueron ultimados seis hombres que trataron de ocultarse. Algunos pedían piedad de rodillas con los brazos en cruz, pero fueron muertos... Antonio Gallardo ordenó a Marcela que se echara boca abajo junto a él. Ella obedeció en su indiferencia con los ojos vidriados, de mirar fijo... Por sobre una pila de muertos que había contra la tapia del fondo escaparon unos. Otros se tiraron al suelo... Cuando los criminales vieron agotadas sus balas, salieron precipitadamente, sin que nadie intentara oponerse... El director de la matanza fue a informar a sus superiores. A todas estas, desde la Clínica Médica que está situada enfrente, llamaban al Comando de la Brigada y al Cuartel. Por otros teléfonos los vecinos pedían a las distintas autoridades locales que vinieran. De la Guardia

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del Batallón y del Comando anunciaron su inmediata presencia en el lugar, pero no llegaron hasta pasado el asalto. La policía ni siquiera se dio por notificada de las llamadas. Todos los protegían la retirada de los detectives, y mientras tanto los heridos se desangraban. En el interior de la “Casa” la sangre empapaba el suelo polvoriento. Todo allí era espanto: los ayes, los gritos, la confusión y el lodo sangroso. Algunos, invulnerables, emprendieron la fuga. Otros, heridos, se arrastraban hasta la puerta de la calle. Uno, por un raro fenómeno de gravitación y de equilibrio, se sostenía muerto sobre las rodillas, con los brazos en cruz. Otros se sacudían de encima los muertos con que se habían protegido. Y todos hablaban a grandes voces, dirigiéndose no se sabía a quiénes. Los más serenos, se limpiaban la sangre que los había salpicado o se enjugaban la que manaba de heridas leves. Había quienes seguían pegados a la tierra en espera de una nueva descarga. Una mujer con su hijo muerto en los brazos gritaba, loca. Roberto Gómez, el protestante, agonizaba con la mirada perdida y el Santo Nombre en la garganta estertorosa. Antonio Gallardo se incorporó y miró a Marcela, la sacudió y consiguió volverla boca arriba. De su sien derecha salía por un agujero pequeñín una trenza de sangre. Sus labios estaban entreabiertos y los ojos, como cuando estaba viva, vidriosos, cristalados, con la expresión patética y desolada de la muerte. Antonio cogió esa cara amada y la pegó a sus labios, sintió que sus párpados se 64

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cerraban y qué gotas ardientes de llanto le quemaban las mejillas... Y por segunda vez lloró... Estaba solo... Solo y aturdido. Cerraba la noche de Santa Salomé. Al cabo de una hora, transcurrida en el reloj de la Ermita, llegó la patrulla que enviaron del cuartel, situado a pocos pasos de los sucesos. Los soldados bajaron de los carros de patrullaje e iniciaron la recogida de muertos y heridos, a quienes trasladaron en varios viajes al hospital de San Juan de Dios. Los cirujanos oficiales no daban abasto, pero tampoco dejaban actuar a los colegas voluntarios que llegaron a ofrecerse para esa emergencia... En la “Casa Liberal”, seguía la confusión. Nadie podía marcharse porque la calle estaba acordonada por el ejército. Los soldados imponían el orden a culatazos. Los hombres encerrados se pusieron en filas. Unos pocos lograron escapar a la redada, otros fueron llevados presos al cuartel, en donde los identificaban y soltaban después de muchas preguntas. Un grupo seleccionado pasó a manos del detectivismo y otro fue puesto en las de la policía. Antonio Gallardo quedó en este último. Él, sin saber cuándo, fue arrancado del cuerpo de Marcela. Únicamente recordaba que a su lado, sangrante, había estado Cristal, quién le dijo: “Vaya Antonio, yo me encargo de Marcela... Esperaré hasta que usted quede libre... Seré como un perro fiel 65

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tras del amo… Vaya Antonio, yo lo esperaré..." y en sus ojos vio Antonio una mirada que no era de compasión, sino de odio, que tal vez era el reflejo de lo que él sentía en ese instante: Odio a los hombres, a las autoridades... odio a Dios y a la Patria. Odio, sólo odio. Y los soldados se dieron cuenta de ese odio y por él lo entregaron a la policía... Había que hacerle beber la amargura de la injusticia cometida con él. No le era permitido odiar ni defenderse... Y le entregaron a la policía, junto con los que mostraban arrogancia en el infortunio.

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-7En el amanecer los gallos despuntaban su canto y Antonio Gallardo trasponía el umbral de la cárcel de Cali, simbólicamente llamada "el Manicomio". Antonio hervía de indignación. Pasó la puerta y el corredor de la guardia. Llegó al fondo de este y se encontró en un pasadizo al cual desembocaban la reja de rastrillo, los dos patios, los calabozos o celdas de incomunicación y uno de los dormitorios comunes. Antonio fue arrojado al patio de en medio. No más estuvo en él, seis chulavitas se le abalanzaron y le dieron patadas y palos en todo el cuerpo. Él pretendía escaparlos, pero como la carga llegaba de todos los lados, terminó por taparse la cara. Ya vencido, los puñetazos arreciaron y empezó a sangrar. Para defender el bajo vientre se acuclilló. Los yataganes caían sobre su cabeza y le dejaban sin pensamiento. Los golpes sobre las costillas le producían variadas sensaciones. Se ausentaba en vuelo por regiones llenas de gris. Apenas sentía o podía distinguir un dolor de otro. De pronto notó que se marchaba, que se dormía muy cansado, con la mente rota, que entraba a una región teñida de gris y que se desvanecía y 67

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confundía en ella. Y no volvió a saber nada. Los polizontes, cumplida su tarea, quedaron sudorosos y contentos. Dieron unas patadas más al cuerpo maltratado y lo volvieron boca arriba. Uno le cogió por las mangas del pantalón, lo arrastró hasta el grifo cercano y soltó el agua. Antonio no volvió a su inconsciencia y, el sargento dispuso pasarlo a la "jaula" o carro de prisiones para transportarlo al Detectivismo. Allí le aplicarían la corrección adecuada a sus crímenes... En la seguridad, Antonio fue arrojado entre un montón de piltrafas torturadas en el cuarto que servía de calabozo, contiguo a la "nevera", otra covacha sucia, tremendamente fría, de paredes lamosas por la humedad, sin respiradero y cuyo nauseabundo aire impregnaba el recinto al abrir su puerta. En ella hacían comer heces fecales a los reclusos. Tres o cuatro horas después de la monumental paliza recibida, Antonio tuvo una luz en la conciencia, una luz nueva, sin recuerdos, amnésica. Trató de moverse pero los dolores ocasionados por su deseo fueron tan grandes que volvió a la región nebulosa de donde había salido. Al fin, después de amagos de vida y de desvanecimientos consecutivos, empezó a mantener la lucidez necesaria para darse cuenta de su deplorable estado físico. Por uno de los ojos no veía nada, dado que el párpado tenía una hinchazón que se lo impedía. Toda 68

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la cara estaba cubierta de sangre coagulada que le templaba dolorosamente la piel, en la cual la barba de dos días brotaba azulosa. El movimiento de las piernas y los brazos era imposibilitado por el dolor. Después de muchos intentos consiguió volverse de espalda y estirarse. Una mano torturada y compasiva le ayudó muy lentamente a completar la posición que quería tener. Su mente, mientras tanto, sin accionar los mecanismos del recuerdo y de la asociación de ideas, estaba enclavada en un vacío de dolores físicos, abstraída y cautiva de la movilidad de sus músculos, y frenaba todo movimiento que pudiera llevar al cerebro las impresiones de la carne magullada. Ni Marcela, ni María José, ni los "viejos", ni Cristal, ni Pedro aparecían en el recuerdo. Nada perduraba. Todo se había esfumado ante el dolor físico de su carne. Intentar siquiera mover un dedo traía un espasmo de dolor y un gemido, prolongado por otros gemidos que se oían en la prisión. Y los muertos que allí estaban llenaban el ambiente con su frío pegajoso. Había en el recinto, hacinados como carga de leña en desorden, veintiocho cuerpos. Pocos no estaban desfigurados por los golpes. La mayoría, por las flagelaciones, tenía la espalda en carne viva, sangrantes. Varios presentaban la repugnancia de las mutilaciones. Los dedos sin uñas, arrancados con alicates y atravesados por agujas. Las bocas sangrosas con los

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dientes rotos y las encías abiertas. El aspecto feroz de los rostros deformados, y casi todos sin orejas. Los chulavitas coleccionaban orejas, imitaban a aquel sargento que exhibía, como méritos para un cargo público, cuarenta orejas de adversarios conservadas en un frasco con alcohol. En medio de su inconsciencia dolorosa, Antonio oía los quejidos de los torturados. No se daba cuenta de que en el recinto, a su lado, había muertos, fallecidos en un espasmo tenebrante, a causa de la hemorragia o en colapso de terror. Pero vislumbraba con los otros, los agonizantes, que pronto estaría desecho a golpes. Pasadas las horas Antonio hizo un supremo esfuerzo y se volvió de lado. Luego, entre inmensos dolores, se sentó. Los oídos le zumbaban y la cabeza se le iba. Oía un ruido de sirena que le parecía la llamada de un barco esperando durante mucho tiempo. Un barco que lo llevaría mar adentro, hacia pueblos desconocidos y extraños en dónde se encontraba la nueva patria. Un puerto distante de una isla en medio de la mar. Pero, extraño caso, iba él solo, sin los amores de su vida y con una sensación de angustia que no tenía explicación. ¿Por qué sentía angustia si marchaba en el navío esperado? Y llegaron las tres de la tarde, y Antonio sintió que le levantaban. Le tocó el turno y fue sacado a rastras entre dolores, por el corto trayecto del segundo patio, que 70

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comunicaba la celda con la enramada. Esta estaba en el fondo, a mano izquierda. Al lado derecho un paredón, sembrado de impactos, en el que se distinguía una silueta humana. Era la tapia en donde los agentes de Seguridad tomaban puntería sobre los prisioneros. Cuando se entrenaban, después de dibujar la bala al que servía de blanco, apuntaban a partes vitales del organismo, previamente discutidas: a la tetilla derecha o a la tetilla izquierda para terminar pronto, a un ojo o al agujero de la boca, al ombligo o a los genitales para demorar un poco más. Al pie de la silueta de balas, sobre el piso de cemento, lavado frecuentemente, la sangre rojiza fue dejando una mancha indeleble de color ocre. El dolor que le causó a Antonio la brusca movilización fue muy intenso. A pesar de él se dio cuenta de lo que iba a suceder porque ya lo había escuchado, pero no podía defenderse. Los detectives lo despojaron de sus ropas y le ataron sus dolorosas manos. Después, con alambres eléctricos empezaron la flagelación… Uno, dos, tres, cuatro… cuarenta y uno… cien. Y la cuenta se perdió. La sangre corría de la espalda lacerada, y del pecho, y de las piernas, y de la cabeza y de la cara. Antonio sintió los primeros latigazos como si cuchillos le abrieran la piel. Quiso gritar, más la boca estaba amordazada con un lazo apretado hasta desarticular la mandíbula. De la garganta salía un aullido espumoso, como de perro con peste.

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Entre los colorines que pasaban por sus retinas, distinguía en ocasiones las figuras de los flagelados, cuyos rasgos se imprimieron para siempre en su alma triste. La sangre corría. Y entre la sangre regresó al gris de los torturados. Cuando volvió en sí, estaba colgado con las manos atadas a la espalda de la viga maestra de la enramada. Sentía que se le desgarraban los hombros, que la muerte llegaba y lo envolvía en un manto de espinas. Y la muerte no llegaba y el manto de espinas lo envolvía y se le pegaba al cuerpo. De pronto, algo fresco le azotó el rostro y resbaló por su cuerpo y humedeció el manto de espinas. Al cuarto cubo de agua que le echaron abrió los ojos, miró sin ver y quiso pronunciar un nombre sin conseguir otra cosa que hacer una mueca sardónica, que le causó gracia a los detectives, quienes le arrojaron más agua para que tuviera conciencia de su tortura. A continuación venía lo mejor para ellos: Los disparos al blanco vivo y móvil, que se sacudía en espasmos. Y eran felices y sentían erotismo sádico con el dolor humano, porque los hombres que van al crimen y permanecen en él sienten placer con el exterminio y la muerte, con la tortura y la destrucción. Y no es que vuelvan al primitivismo, ya que el cavernícola, no hacía conciencia del sufrimiento ajeno como estos hombres, gozosos del crimen porque el crimen puede realizarse a través del tormento. Empezaron los disparos sobre los genitales de Antonio, pero él no sintió ese dolor en medio de tantos otros. Era uno más y no podía 72

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localizarlo porque, ante sus llagas gigantescas, los impactos de las balas no le producían ninguna sensación nueva o superior a las pasadas. Cuando los agentes de la Seguridad le hubieron castrado, se sentaron complacidos por no haber errado tiro. No había sucedido como tantas otras veces que un tirador transformaba el blanco vivo en muerto, con lo cual perdía su atractivo la diversión. Como decía “La Garza”: –Ya se tiraron el numerito. Así no vale la pena. ¡Qué pendejada! En el gris de la tortura, Antonio permaneció muchas horas. Hacia las doce de la noche los detectives entraron a la celda y separaron los moribundos y los muertos de los vivos. En el primer montón quedó Antonio.

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-8Frente a la casa de los detectives se detuvo la jaula de prisiones. En la calle había soledad y noche propicia para cargar el carro trágico. En él cupieron tres muertos y cinco agonizantes, entre los cuales estaba Antonio Gallardo, quien quedó con un cadáver encima y dos moribundos a los lados. Por la calle no pasaba nadie, pues el toque de queda impuesto en la ciudad no permitía salir después de las nueve de la noche. Y si alguien se atrevía a hacerlo era sorprendido por las patrullas, lo apresaban y trasladaban a una carretera vecina, en donde entre golpes, descalzo, lo echaban a andar sobre las piedras inclementes. Nadie asomaba por ningún sitio y el furgón de la policía podía andar sin ser visto con su carga macabra. La "jaula" rodaba por las mismas calles recorridas por los asaltantes de la "Casa Liberal". Continuaba por la calle quince y bajaba por la carrera primera que conducía directamente al "Paso del comercio", lugar escogido por lo deshabitado. En llegando al río se desviaba el camino, sobre el cual se construía el nuevo puente, y entre las sombras de la noche, después de 74

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rematar los prisioneros o sin preocuparse de ello por la gravedad en que se encontraban, arrojaban los cuerpos al río, fertilizador del valle. Por la inmensa llanura sembrada de ciudades y cultivada, el río se arrastra silencioso y lleno de caudal. El río con su corriente de fondo sumergía los cuerpos un instante para después, en todo su largo recorrido, dejarlos prendidos a los guaduales, estacados en los carrizales o tirados sobre los playones insulares que parten la corriente en dos caños. Muchas veces los cuerpos cogían el cauce central y recorrían la llanada inflados, boca arriba o boca abajo, cabeza adelante con algunos gallinazos encima hasta llegar a los rápidos de La Virginia, en donde la corriente los desmembraba treinta días después de haber sido arrojados. Antonio despertó en el trayecto, debido a los bamboleos del carromato. En medio de sus dolores intuyó lo que le iba a suceder y resolvió evitar que lo ultimaron antes de arrojarlo al río. Una llama lejana de esperanza le hacía aferrarse a la vida. Procuró aparentar más gravedad de la que parecía. Comprendió que no debía quitarse de encima el cadáver que habían puesto sobre él. Los dolores sentidos eran muy grandes pero trato de dominarlos con su voluntad. El furgón se detuvo. La noche estaba transparente. Los chulavitas se apearon, abrieron las portezuelas posteriores y fueron sacando cuerpos. Arrojaron uno 75

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con los estertores de la muerte. Luego echaron al agua dos cadáveres. Un cuarto sujeto que aún tenía alimentos fue golpeado de nuevo y arrojado al agua. Y como siguiera haciendo movimientos en el río, recibió varios disparos que acabaron con su vida. El muerto que estaba encima de Antonio fue al agua. Antonio también fue alzado por los aires y proyectado contra el río. A su lado, casi encima de él cayó el último moribundo. Los chulavitas atisbaron hasta convencerse de que nadie se salvaría, se encaramaron a la jaula y emprendieron el regreso a Cali para volver con otra camionada. Antonio sintió la caída y el quemonazo del agua. Cuando se hundió reaccionó con el fresco del líquido. Instintivamente, recortó los entrenamientos en la piscina del colegio de Bogotá y empezó a soltar el aire con lentitud. Aguantó el resuello al máximo, hasta que no pudo más y salió a la superficie. Intentó nadar de pecho, pero no pudo mover ni sus brazos ni sus piernas y se hundió de nuevo. Hizo un esfuerzo supremo para volver a la superficie y logró mantenerse en ella con dificultad, llevado por la corriente sin rumbo y al capricho del río. El viento metía los dedos en el agua y la levantaba en pequeñas ondas. Antonio sentía que el viento le acariciaba. Comprendió que perdía más fuerzas y que no podía ayudarse. Un remolino lo cogió y lo lanzó centrífugamente. Antonio se estacó en el pecho con un 76

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dardo. Movió la mano derecha y pretendió soltarse, sus fuerzas fueron insuficientes y siguió enclavado. Pataleó y en el pataleo tocó fondo. Por fin logró desestacarse y se quedó agarrado al dardo con ambas manos. La corriente le hizo girar y sintió otras pullas en las piernas. Estaba en el remanso que hacía el río en un guadual. Alargó la mano y alcanzó una raíz. Su cuerpo quedó entre fango y raíces. Quiso incorporarse sin conseguirlo porque cada vez que lo pretendía se pinchaba. El viento silbaba entre la fronda y el tiritaba de dolor y de frío. Sus dientes chocaban dolorosamente. Por el ojo izquierdo alcanzaba a distinguir los tallos del bambú con sus raíces como animales terciarios. De niño había tenido una raíz de cuatro patas en la que montaba a caballo. Estaba aquello tan lejano, y había sido tan hermoso. Tan lejano...: El viejo José Gallardo le enlazaba su caballo de guadua con un lazo de cabuya... él se montaba y el viejo lo arrastraba por los corredores de la finca. Cuando se detenía en la carrera, él le decía "arre, caballito", y el viejo, entre carcajadas, correteaba y le hacía dar un corcovo que lo tumbaba. Y lloraba hasta que el padre lo cogía en sus brazos fuertes para consolarlo... El viento tocaba las notas de todas las canciones en las hojas del guadual y Antonio volvía a sentirse en medio de sus compañeros de estudios, en Bogotá. Escuchaba los discos de moda molidos a diario en un

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café de la séptima..., si esa música era la música de la Guabina Chiquinquireña con sus voces dulces que le decían: "ven, ven"... Y la flauta india de la canción le adormecida y le calmaba. Las hojas gimieron largamente con el viento enredado en ellas y Antonio Gallardo escuchó los cantares de la infancia. Creyó morir una vez más. Se soltó de la raíz pero la corriente no tuvo fuerza para llevárselo. Entre las sombras de la noche vio de pronto la figura extraña de un barquero que bogaba hacia él. Una silueta gigantesca que se aproximaba en una canoa. Y pensó si sería el Poira, rubio y malvado, el Mohán con sus ojos de fósforo, o Caronte, o el Espíritu del Cauca, o Jesús, o la Muerte. Por fin, ¿sería la muerte que llegaba por él? Y en su delirio empezó a gritar: –¡Barquero, barquero, llévame, barquero! El agua se alzó en la ligera onda que lamió el rostro magullado. A su lado estaba la barca con su barquero. Antonio espero ver levantarse el canalete para partirle el cráneo, pero el barquero se agachó y lo cogió con increíble fuerza. Depositado en el fondo de la canoa quedó de cara a las estrellas que rodeaban la figura atlética del barquero, negro en la noche..., Sí, era un ángel del cielo como los que él había visto en las estampas sagradas, un ángel negro sobre el fondo estelar... Y en un supremo esfuerzo, musitó: 78

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–¡Barquero, barquero, llévame, barquero! –Y alcanzó a oír que a manera de respuesta el boga negro le decía muy quedamente: –Silencio, mi amo. Era verdad entonces: En el río de sus amores, ayer feliz, hoy trágico, alguien se lo llevaba con un fin desconocido. Tal vez... ¡Si!... ¿Por qué no? Tal vez con un fin bueno.

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III La noche de la venganza

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Anda, pueblo mío, éntrate en tus aposentos, cierra tras ti tus puertas; escóndete un poquito, por un momento, en tanto que pasa la ira. Isaías, 26:20 81

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-1La sombra triangular del Cerro de las Tres Cruces tomaba poco a poco la ciudad de Cali. Era diciembre en el trópico colombiano. El cementerio de la calle veintiséis empezaba a refrescarse. Las tumbas de las primeras filas no tenían flores marchitas, protegidas del fuego solar por las hileras superiores. Algunos visitantes paseaban por las galerías. Mujeres de negro rezaban o lloraban frente a sus muertos. Había bóvedas desoladas, abandonadas, sin cariño. El ambiente estaba impregnado de olor, mezcla de perfumes y cadaverina. Los curiosos y turistas leían a media voz los nombres de las lápidas de bronce, de mármol, de cemento. En la capilla sonaba la esquila de su torrecilla. Un cura vendía responsos a diez centavos o negociaba misas de difuntos, siempre la misma misa por varias almas. En la puerta principal un hombre de cabello semirrapado, indicativo de no lejana rasurada, sin algunos dientes, con un ojo apagado y la espalda inclinada preguntaba al portero en dónde estaban enterrados los muertos del 22 de octubre pasado. El portero le indicó el sitio bien que hubiera sido de primera, de segunda o de tercera. En el 82

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tren de la muerte hay tres clases: primera, segunda y tercera. El sol estaba atrás del cerro y la tarde, adornada de celajes, trataba de irse. En el hombre que preguntaba por los muertos del 22 de octubre apenas podía reconocerse Antonio Gallardo. Pero era él, el mismo, aunque con un aspecto distinto y un alma diferente. Lentamente se dirigió hacia las bóvedas de primera. Empezó a leer nombres desconocidos y fechas. Pero nada, allí no estaba el que buscaba. Recorrió las galerías circulares y se orientó hacia las tumbas de segunda. Pensó que había sido una tontería buscar a la esposa en las otras y ya dudaba de encontrarla en éstas. Llegó al corredor de segunda y empezó la búsqueda. Leyó la fecha 22 de octubre en algunas placas. De pronto, escrito con tinta, medio borroso por la hora, distinguió: Marcela G. 22 X -49. Si ¡ésa era! Allí estaba su Marcela, el amor de su vida, la esposa martirizada y abatida. Un escalofrío recorrió su cuerpo y su mente se enturbió. Allá adentro en su pecho el corazón quería estallar. Inconsciente se acercó al nicho y lo palpó con sus manos. Reclinó su frente contra el cemento frío y le pareció por un instante que la voz de la amada se escuchaba en las tinieblas, pero era el viento que sonaba en el recinto como un corno debilitado y lejano. Unos pasos se acercaron, se detuvieron detrás de él y avanzaron hasta una tumba próxima. Antonio, cogida la

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cara con las manos, soltó las llaves silenciosas de su llanto. Durante largo rato sollozó hasta desahogarse. No sentía ni las sombras ni el silencio ni otros pasos que resonaron distantes, fantasmales en los corredores. Seguía con su dolor, en medio del cual empezó a despuntar un alba de serenidad. Y vio pasar las últimas escenas en que actuara su esposa y sintió deseo de venganza y de represalia. Llevado por sus pensamientos, a media voz, involuntariamente juró vengar su muerte. Se limpió el rostro húmedo de lágrimas y se dispuso a salir. Una mujer, que había presenciado el momento, se le acercó. –Oiga, señor –le dijo–, la señorita Cristal me recomendó que si llegaba a ver a alguien frente a esa tumba le dijera que fuera a su casa. Ella me dio la dirección, que yo apunté con un lápiz al lado del nombre en la placa. ¿Tiene usted un fósforo? Automáticamente, Antonio metió la mano al bolsillo y sacó una caja de cerillas. Encendió una y buscó la dirección anotada. Allí estaba poco nítida, pero legible, con cifras finales borradas por el agua escurrida de las jardineras de las filas superiores. Con todo, era suficiente. Leyó: calle 19, N° 11–... Repitiendo mentalmente los números se dirigió a prisa hacia la salida. La señora que le había dado la indicación había desaparecido. Se le hizo extraña su discreción. 84

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La noche se volcaba en el cementerio. Una que otra bombilla eléctrica mal iluminaban el recinto. Preocupado porque hubieran cerrado la verja y le hubieran dejado dentro, Antonio avanzó rápidamente hacia la salida. La puerta estaba ajustada y en la portería conversaban dos guardianes. Traspuso el portal y se encaminó a la dirección encontrada. Esquivó las esquinas que pudieran tener policías y llegó al cabo de media hora a la 19 con 11. Recorrió la cuadra varias veces en espera de que Cristal lo llamara. Se detuvo en la sombra de un gualanday que adornaba la acera y esperó un rato. No había querido hacerlo en la esquina de la carrera 12, en donde los cabarets de la zona de tolerancia soltaban sus músicas amplificadas, para evitar la mucha concurrencia. Eran las ocho de la noche. Pronto, a las 9, tendría que meterse en alguna casa y quedarse acostado con alguna mujer, a fin de que no lo cogieran las patrullas. Pero ¡cómo iba él a quedarse con ninguna hembra! ¿Cómo, si tenía una sonda de goma por miembro y gasas por testículos? No, volvería al día siguiente. Por el momento se desviaría hacia el barrio de El Porvenir y dormiría en un solar discreto. Volvería por la mañana. Echó las últimas miradas antes de retirarse. En una puerta le pareció ver a Cristal. Avanzó y comprobó que en efecto era ella. La llamó reciamente. Cristal fue hacia él, y como si hubiera visto un espectro exclamó: –¡Antonio Gallardo! 85

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Se estrecharon las manos. Se miraron a los ojos y sin decir palabra se metieron en la casa. Cristal encendió la luz eléctrica de la alcoba. Una maleta de viaje estaba sobre el armario de luna, frente a la ancha cama. Las paredes, desnudas de fotografías de artistas o de amantes, en contraste con las piezas inmediatas. Sobre un tocador, una revista y una loción de olor. De un clavo colgaba una levantadora de felpa. En la baranda de la cama, un Corazón de Jesús. –Siéntate, Antonio, cuéntame cómo estás vivo. No creía volver a verte. –Y se le acercó con una mirada de compasión y de ternura no reflejada por ella desde hacía mucho tiempo–. ¿Dime cómo resucitan los muertos y qué es la muerte, porque de seguro tú vienes de ese desconocido mundo? –Y se sentó en la cama y demandó una vez más con la mirada la narración. Antonio sacó un cigarrillo, que puso en la boca y encendió con una cerilla. El humo salió en forma de cono y se difundió por la pieza. Alrededor de la bombilla se transformó en culebrinas blancas, fantasmagóricas. A Cristal se le dilató la nariz al percibir el olor del tabaco. Antonio empezó su narración en el mismo instante en que se habían separado y le habló de los atropellos, de los insultos, de los golpes, del mundo en gris, del dolor, del olvido de todo lo que no fuera sobrevivir y de la muerte, y del terror, y del asco y de la impotencia sentida. Por fin, en un esfuerzo 86

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mental amplió su pensamiento con la rabia que le produjera la impotencia ante la fuerza y le dijo cómo era la sensación del nadador que siente ahogarse. Y le contó cómo, cuando todo estaba perdido, cuando la esperanza se alejaba con la rapidez de un bólido de fuego que se pierde en la distancia, apareció, rodeado de estrellas, un barquero negro que lo llevó en su barca. Cristal se levantó llena de excitación, cogió uno de los cigarrillos de Antonio, y lo fumó nerviosamente. En sus ojos había una llama, la misma llama que Antonio viera en su mirada la noche de los sucesos de la “Casa Liberal”. Ansiosa le preguntó: –¿Y quién era el boga negro? Antonio dejó la silla y empezó a pasear, y dijo: –El negro se llama Martín Galindo. Es un finquero que tiene su casa en la ribera del río. Vive con su mujer Encarnación y tres hijos que tiene en ella. Es un santo... Desde que empezó la violencia, él y los suyos veían desde el corredor de su casa los muertos que llevaba el río. Algunas veces los cadáveres se detenían en su vega. Él con un palo largo los empujaba para que se fueran corriente abajo. Un día fue a desenredar uno y se encontró con que estaba vivo, agonizante. Lo sacó a la playa, en donde pocos minutos después falleció. Así se dio cuenta de que no todos los arrojados al Cauca estaban muertos y resolvió observar cuando los echaran

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para ver si podía salvar algunos en su canoa. Vivió desde entonces de orilla a orilla inspeccionando los cuerpos. La mayoría pasaban inmóviles, rígidos en el agua, la cabeza descoyuntada y medio hundida, pero unos cuantos, entre ellos yo, nos movíamos en el agua y fuimos salvados por Martín. Muchos, después de sacados a la playa, fallecieron y fueron devueltos de nuevo al río. Únicamente cuatro logramos sobrevivir y restablecernos. Por él, aquí me tienes en parte reconciliado con la humanidad. Cristal lloraba y por la habitación se extendía un silencio imponente. Antonio se recostó en la cama y continuó, la mirada fija en la techumbre, las manos cruzadas sobre el pecho: –Los sufrimientos de estos dos meses de convalecencia fueron mayores que los de los dos días de mi tortura. Horas y horas de curaciones hechas por Encarnación. Días eternos de reflexiones y meditación. El buen Martín, el santo, se asesoraba para los tratamientos de una enfermera y de un médico de la ciudad. Ellos le suministraban drogas e indicaciones y él ponía los cinco sentidos y su voluntad para salvarlos... Y aquí me tiene, dispuesto a cobrar ojo por ojo y diente por diente, con el ánimo de que algún día pueda vivir en esta patria tierra sin temor a los lobos humanos.

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-2En un pequeño reloj despertador las agujas marcaban las tres y media de la mañana. El aire de la alcoba estaba cargado de humo denso y del aliento de ambos. Un largo silencio fue interrumpido por Antonio, quién dijo: –Ya que te he contado todo, dime tú ¿cómo has venido a dar a este lugar? Cuéntame lo sucedido después de separarnos. Dime tus penas. Háblame de tu vida. En la calle se oyó correr una persona, un grito de alto y un disparo. Otros pasos más y voces confusas. El ruido de un automóvil a escape y silencio. Ese silencio doloroso lleno de agonías, de temores, de espanto. Un silencio en el que los perros vagabundos y los animales caseros contienen el aliento. Silencio para incubar crímenes y en el cual la vida parecía detenerse. –Después de que se los llevaron a ustedes –dijo Cristal–, los soldados recogieron camionadas de heridos y de muertos, que trasladaron al hospital o al anfiteatro. Yo me fui detrás del camión que llevaba el cuerpo de Marcela y logré, después de identificarla, que me permitieran su entierro sin autopsia. Como a ellos les interesaba salir de los muertos, accedieron. Con unos 89

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pesos que tenía guardados alquilé una bóveda de segunda y pagué las pompas fúnebres. Le quité a tu mujer la argolla de compromiso que tenía en el anular izquierdo… Tómala. La he llevado desde entonces como mara3 de buena suerte. –Y acompañó las palabras a la acción y se sacó de cero el aro nupcial, ofreciéndolo a Antonio. Este lo cogió con su mano derecha, lo acercó a sus labios y lo devolvió a Cristal. –Es lo único que me queda del tiempo pasado, hazme el favor de conservarlo. –Gracias, Antonio –dijo Cristal, al tiempo que se calzaba en su dedo el anillo. Y continuó: –Sin saber a dónde dirigirme y sin tener recursos para vivir independiente recorrí, con la idea de un empleo fácil, los cafés que tienen personal femenino a su servicio. Pero necesitaba papeles y vestidos que no poseía y que costaban dinero. En mis andanzas llegué a este barrio de prostitutas, en donde una mujer me ofreció pieza a cambio de que le atrajera clientes. Como ello no demandaba acostarme con ellos, acepté. Y aquí me tienes atrayendo clientela, bebiendo té mientras ellos consumen whisky y pagan mi bebida, servida en copas, como si fuera licor. A esta alcoba no ha venido nadie. Tú eres el primer hombre y también serás el último. –Dices el primer hombre. Mira –y Antonio se levantó de la cama y, trémulo y agitado, se desabotonó el pantalón y los calzoncillos, que dejó caer al suelo. 3

Mara: amuleto para llamar la buena suerte.

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Cristal se tapó la cara con las manos, horrorizada ante la mutilación. Antonio le mostró el tronco lleno de cicatrices y volvió a cubrirse con cuidado para evitar lastimarse. Después le dijo: –Ahora comprenderás cuál es mi destino y por qué no tengo en la mente un pensamiento bueno… Si tú me permites estar aquí mientras hago conexión con los guerrilleros, completarás la obra empezada por el negro Martín Galindo –y de sus ojos brotaban destellos de fósforo, y la venganza se materializaba en ellos. Convencida Cristal de la entereza y decisión de Antonio, resolvió tranquilizarlo con sus confidencias. Se dirigió al armario, lo abrió y levantó una tabla que había adaptado para construir un doble fondo. –Ven, mira –le dijo. Él se incorporó, fue hasta el escaparate y se quedó mirando alelado tres revólveres y tres chapas de policía que allí estaban. –¿Cómo conseguiste esto? –Matando chulavitas. No llevo más que tres hasta el momento…Si supieras cómo los he atraído… A uno, después de emborracharlo lo envenené con cianuro. Pasó por un suicidio. A otro lo invité a un paseo a las Pilas de Santa Rita. También lo emborraché antes de empezar el baño. Cuando nos metimos en el agua empezamos a jugar. En más de una ocasión intenté sumergirlo, sin lograr mantenerlo bajo el agua. Siempre se me escapaba. Reíamos. Hubo un momento en que logré asegurarlo con 91

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las piernas por el cuello. Y cabalgué sobre él hasta que no se movió bajo el agua. Me vestí a la carrera, le quité el revólver y la placa de identificación y me vine, evitando encontrarme con los paseantes. Con el otro repetí el baño de Meléndez. Tengo que completar diecisiete, diecisiete me violaron en mi vereda tolimense. –¿Cómo? –inquirió Antonio. –Hace tres meses vivía de maestra en una vereda de Armero. Mis padres estaban en Ibagué. Hacía quince días había empezado el año escolar. Dictaba mis clases y en los ratos de ocio leía o escribía a mis amistades. Un viernes llegó una comisión oficial que recorría los campos. Interrumpieron la clase y me llevaron aparte. Eran diecisiete hombres. Un piquete de policía. Cuando les mostré la escuela me obligaron a que les abriera la puerta de mi cuarto, dentro del cual me metieron y abusaron de mí uno después de otro… y se marcharon. Yo quedé sobre la cama llena de vergüenza. Los niños se dieron cuenta y huyeron. Mi confusión fue tan grande que resolví partir aquella noche y al efecto recogí algunas cosas en mi maleta y abandoné todo lo demás. Antes, quemé en la hornilla el vestido desgarrado y los tendidos manchados de sangre. En la confusión del momento me sentía deshonrada y no quise ir donde mis padres. Me dirigí a esta ciudad y vine a refugiarme en la “Casa Liberal”. Aquí despareció mi vergüenza, pero se me metió en la cabeza el rencor como un clavo candente. 92

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–Desde entonces, mi idea es hacerme justicia… y ya empecé. He ocultado mmi nombre verdadero que es Clara Isabel y me hago llamar Cristal. Suena bien. Vino a mi mente al echar de menos un pedazo de cuarzo español que los chulavitas se llevaron con las joyas y objetos de valor que tenía. Era un pequeño adorno de cristal que representaba una montaña de extraña belleza, con vertientes cortadas a pico y cimas rebanadas por los vientos. Fue el objeto que más quise. En él asenté castillos de ensueño que lo transformaron maravillosamente mil veces. Una vez se me cayó y se saltó un poco, pero no perdió su belleza, quizás ganó porque quedó más natural… Cristal se pasó la mano por la frente como para evitar el dolor que le producían los recuerdos. Antonio la atrajo hacia él y la reclinó en su pecho. Y vino un largo espacio sin palabras, del cual se pasó lentamente a un sueño reparador. Durmieron un par de horas. Al despertar Antonio se sintió mejor. Esperó a que regresara Cristal, quien estaba levantada hacía rato. Él no se había dado cuenta de su ausencia y se sorprendió de no tenerla en sus brazos, pues durante el sueño la mantuvo siempre apretada contra su corazón. Y cosa extraña, había soñado con su corazón. Se veía en un gabinete con varios de sus condiscípulos, a quiénes iba a demostrarles cómo los corazones secos podían revivir igual que una planta marchita cuando se la refresca con agua. Y se había levantado, se había abierto el pecho y sacado el corazón, 93

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el cual colocó en un vaso transparente. Luego vertió un poco de agua dentro del vaso y el corazón empezó a latir como un corazón sano. Desde ese momento se sintió fuerte y con ánimo suficiente para lo que fuera. Por las hendijas de la puerta entraba el sol. En la alcoba de al lado se oían las voces aguardentosas de rameras recién levantadas. En el corredor, pasos. La puerta se abrió y entró Cristal vestida con sencillez. –¿Cómo amaneciste? Voy a traerte el desayuno. Oyó la respuesta de Antonio, sonrió y salió de nuevo. Al regresar traía una bandeja que colocó sobre la cama. –Me siento como nuevo –dijo Antonio–. Creo que no necesitaré embromarte muchos días, tengo prisa por ir al norte del Valle. En Ansermanuevo hay guerrillas y quiero unirme a ellas mientras encuentro el modo de marchar a los Llanos Orientales a combatir de forma organizada. El sol del Casanare, del Meta, del Arauca, del Vaupés y del Putumayo es distinto para los colombianos, vivifica la esperanza. La libertad de este pueblo humillado vendrá de allá. –Mis planes son distintos –dijo Cristal–. Yo tengo que regresar al Tolima, a mi escuela. De todos modos – reflexionó–, necesitamos dinero para viajar sin contratiempos. Si vendo los revólveres conseguiré suficiente para ambos. –¡Magnífico! Pero ten cuidado de escoger para el negocio gente de confianza. 94

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Antonio terminó el desayuno, se levantó y recorrió la pieza varias veces. Una mujer se asomó por la puerta entreabierta, bromeó y se fue repitiendo el estribillo de una canción de moda. –Iré a dar una vuelta –dijo Cristal–. Mientras tanto puedes pasar y bañarte. Aquí a la izquierda, puerta de por medio. Toma gasas y desinfectante –y le alargó un pequeño estuche de curaciones.

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El tren, el tren de la llanura. Un plumón de niebla sobre unos árboles gesticulantes. El sol de la mañana que doraba los pasajeros y Antonio y Cristal. Viajaban por el Valle, iban juntos hasta Zarzal, en donde seguirían ella para el Tolima y él para Ansermanuevo. Llevaban vestidos nuevos, y zapatos nuevos y plata en el bolsillo, conseguida con la venta de los revólveres. El ritmo yámbico de las ruedas del coche y el crujir de los fierros llenaba el ambiente. Antonio miraba a lo lejos, nostálgico, su Valle amado. Cada motivo del paisaje le traía un recuerdo, ya fuera el ganado que pacía, las garzas que volaban o los árboles que se contorsionaban a lo lejos. El olor de los pastos se mezclaba al olor del carbón quemado por la locomotora. Y Antonio y Cristal se compenetraban del movimiento, del olor y del paisaje. –Cuando hayas cumplido tu misión –dijo Antonio– esa misión que no has querido contarme, busca el modo de avisar para que juntos vayamos a los Llanos. Allá podremos defendernos en igualdad de condiciones de la gente del gobierno. Te aseguro que no temo 96

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enfrentármele a un hombre. Y matar chacales no me importa. –Bien lo sé –respondió Cristal–. Y en sus ojos, de un verde oscuro, saltó una chispa de ternura. El tren se detenía en su marcha al paso por las estaciones intermedias. Los vendedores ambulantes ofrecían frutas regionales y comistraje. Sonaba una campana y de nuevo echaba a andar. En la estación de Buga, Antonio alcanzó a ver a Pedro, su protegido de Ceylán. Apenas tuvo tiempo para llamarlo. Pedro le preguntó a dónde iba y Antonio le dijo el plan que tenía para juntarse con los guerrilleros. –Allá iré a buscarlo –dijo Pedro–, y se despidió cuando el tren empezó a moverse. Al paso por Andalucía, Antonio cerró los ojos para evitar la vista de su montaña. Al fin llegaron a Zarzal, Antonio se bajó para tomar el tren de Cartago. Cristal no trasbordó. Se despidieron. Antonio cogió las manos de la mujer y las besó, ella apoyo sus labios en la cabeza del hombre. En ese momento subió una pareja de policías y Cristal sonrió a uno de ellos. El ‘pájaro’ le contestó la sonrisa. Mientras tanto, Antonio se encaramó en el otro tren y observó como Cristal se ingeniaba para atraer la víctima escogida. Pensó que su amiga conseguiría durante ese viaje otro revólver. El tren del norte arrancó con rumbo a Cartago. Durante el trayecto, Antonio reflexionaba y pensaba el 97

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modo de buscar a Emilio Arenas, jefe de los guerrilleros. Por los relatos de las gentes sabía más o menos el lugar en donde podría encontrarlo. El sol pegaba perpendicular sobre el tren. En la lejanía apareció, calcinada y dormida, la anciana ciudad de Cartago. Llegó. Como no llevaba maleta saltó al andén de la estación y se dirigió a pie hacia el barrio de San Jerónimo o del Guayabo, en donde debía encontrar otro de los hombres salvados por Martín Galindo. Recorrió el callejón que pasa por entre cafetales, que aíslan el barrio de la ciudad, y llegó a la placita, dominada por una capilla colonial. Preguntó a una mujer por la casa de Pablo Ortiz y luego se dirigió a ella. La madre de Pablo contestó recelosa que no había visto a su hijo desde hacía tiempo. –Soy Antonio Gallardo, un compañero de tormentos de Pablo. –Pase usted –dijo la madre–, Pablo nos habló mucho de sus amigos de infortunio. Por él lo reconozco. En el momento está afuera. Espérelo, que no tardará en venir. La vieja se deshizo en atenciones con Antonio. Le trajo, cuando se enteró de que acababa de llegar, un azafate con el almuerzo. –Quién sabe por qué ha demorado Pablo –dijo la vieja–. Tenía que ir a Anserma. De todos modos, aunque no viniera hoy, quédese con nosotros. Para mí es como otro hijo, puesto que soporto igual que el mío las 98

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torturas, y se salvó, como él, providencialmente. A las tres y media de la tarde llegó Pablo, cuando ya el huésped pensaba ir a buscarlo. El sol de Cartago subía la temperatura ambiente a 35 grados. Pablo abrazó a Antonio y le dijo: –Te esperaba desde hace un mes. Ya tengo la conexión que necesitamos. Mañana nos vamos al monte. Emilio tiene armas y se defiende como un macho. Tiene a raya a toda la policía chulavita con sólo treinta hombres y les ha causado más de cien bajas. El sol pegaba en el agua de una tinaja e iluminaba con su reflejo el techo envigado del corredor. Poco a poco empezó a correr la brisa. Refrescó. Los dos amigos evitaron salir a dar vueltas por la ciudad por temor a la policía. Hablaron mucho y al caer de la noche se acostaron, satisfechos de haberse encontrado y de estar tan cerca del logro de sus ambiciones.

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A la mañana siguiente, clara y fresca, se dirigieron a la plaza principal. Llegaron sudorosos. Las viejas casonas de la ciudad parecían bostezar su letargo de siglos. En la plaza de Bolívar tomaron un automóvil desde el cual un muchacho gritaba: ¡Anserma! ¡Anserma! Diez minutos después estaban en el puente de Anacaro, sobre el Cauca. Llegaron a Anserma y contrataron un automóvil para que los llevara hasta La Popala, en la vía a Nóvita. La carretera estaba casi intransitable. Al lado izquierdo corría El riachuelo de los chanchos evaporando su caudal en 1000 curvas inútiles, como un río de mapa. Tomaron aguardiente en una posada y empezaron a ascender en busca de Emilio y sus hombres Por un caminito de la montaña. Recorrieron ese y otros senderos. A eso de las 12:30, con un sol de chubasco, una voz les dio el alto. Ellos se detuvieron y levantaron las manos. De entre la maleza salieron dos sujetos que les interrogaron, bajo la amenaza de sus armas listas a disparar. –¿Qué andan buscando por aquí? 100

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–Queremos ver a Emilio Arenas. Necesitamos hablar con él. Los desconocidos se acercaron a Antonio y Pablo y les requisaron. Como estaban desarmados les ordenaron seguir adelante. Una hora después llegaron a la Hondura, hacienda tomada por Emilio y en donde había establecido su cuartel general. –Don Emilio –dijeron los acompañantes de Antonio– estos hombres desean hablar con usted. Vienen sin armas. –A ver, qué quieren –dijo Emilio. –Queremos –habló Pablo– trabajar con usted y sus hombres –y empezó a contarle los sufrimientos que habían pasado. Emilio, desconfiado, pidió una prueba. Antonio se quitó la camisa y le mostró el tronco lacerado. Lo mismo hizo Pablo. El jefe quedó satisfecho y aceptó los dos nuevos reclutas. Se dirigió a uno de sus hombres y ordenó: –Trae dos carabinas, dos revólveres y cien tiros surtidos. Dáselos a estos. Aquel día no hubo actividad. A veces llegaba un guerrillero e informaba sobre lo que había visto en los caminos. Uno de ellos le dijo que había oído decir en Anserma que los detectives los tenían cercados. Emilio dispuso abandonar la casa de la Hacienda y refugiarse en el monte, a fin de no ser sorprendidos. Dejó la casa como cebo para atraerlos. Desde el monte, entre zancudos, 101

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podrían ver lo que sucediera. Mientras se definía la situación vivirían en barbacoas4 sobre los árboles y se reunirían para conferenciar en un claro del bosque. La actividad era grande y las conversaciones siempre trataban de las atrocidades cometidas por las autoridades. Pocas eran las bajas que tenían entre los guerrilleros, aunque su lucha era de vida o muerte, y muerte horrenda, quemados vivos, atados en el primer árbol del camino. Hacía ocho días que les habían cogido dos hombres cuando se dirigían al pueblo. Por la sorpresa apenas pudieron defenderse, aunque hirieron a varios y dieron muerte a tres agentes del gobierno. Al agotar sus balas no les quedó otro camino que entregarse. Fueron atados a un mismo arbusto, rociados con gasolina del primer automóvil que pasó y quemados vivos. El olor de la chamusquina de esas y otras víctimas mantuvo impregnada por muchos días la región, hasta que los gallinazos hicieron la limpieza de los huesos. Tres días y tres noches de ansiedad y de espera se sucedieron. Sol, zancudos, sobresaltos, toma de posiciones estratégicas y pensamientos de odio y de venganza. Antonio y Pablo estaban impacientes por actuar. Emilio los contenía para que no cometieran imprudencias. Por las tardes Antonio sentía las nostalgias del campesino en las que siempre estaba presente el recuerdo de las horas felices. Dolor por el bien perdido y angustia opresiva que le cogía el corazón. Se llama barbacoa en las culturas indígenas a una casa pequeña o a un camastro construido en lo alto de los árboles. Se usaba como protección para quienes vigilaban los maizales. 4

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Siempre con el recuerdo de imágenes precisas, de cuadros en tres dimensiones, coloreados y vivos: Marcela, los viejos Gallardo, María José, la ilusión perdida, la finca y el cultivo de frisoles con sus pequeños retoños blanquecinos, el dinero de las cosechas y las tardes en La Torreta con la esposa reclinada a su lado mirando a Dios. ¿Cómo apartar de su mente éstas vistas de noticiero íntimo? ¿Cómo dejar de recibir en sus horas vacías de acción la vida perdida? Sí, la infancia en el campo en medio de la naturaleza, con los animales amados, los hongos de los troncos podridos, los nidos de pájaros, los árboles frutales, el ciruelo con sus hormigas rojas, los cuentos de duendes y brujas contados por los peones a la oración, el despertar de leche caliente con brandy, los corros cancioneros a la luz de la luna. La infancia ida, vívida y robada. Bien quisiera Antonio no recordar, pero eso era lo único que le quedaba. La noche del cuarto día asomaba por oriente en su carrera tras el sol. Uno de los vigías trajo la nueva de la proximidad de un piquete de agentes del gobierno que se dirigía cauteloso a la hacienda de los guerrilleros. Emilio dio las órdenes y distribuyó los hombres en tres grupos: uno de quince con él, para atacar por el frente. Otro de diez, mandado por Mario Cendales, cargado del flanco izquierdo para cortar la fuga, y otro de doce, de reserva, vigilante en un collado que dominaba la hacienda e impedía la retirada, mandado por Ricardo Moreno. La luna vestía su claridad cuando los agentes pasaron el 103

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portal de la hacienda en grupos de seis. Eran en total veintitrés. Dejaron sus cabalgaduras al cuidado de dos hombres y avanzaron con muchas precauciones, agazapándose de trecho en trecho. Rodearon el corral silenciosamente. Y atacaron.

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Cuando los chulavitas hicieron los primeros disparos y arrojaron mechas empapadas en gasolina a fin de sacar a los que estuvieran dentro, Emilio contra-atacó. Una granizada de balas cayó de todas partes, los policías no pudieron defenderse. Algunos emprendieron la fuga y se echaron en manos de la patrulla de cendales, que acabó con ellos. Antonio Gallardo disparaba sobre mampuesto detrás de un árbol y tuvo la seguridad de haber quebrado cuatro. Uno de los curanderos de los caballos logró huir herido. Todos los demás fueron muertos. A la mañana siguiente, el sol frío de la montaña iluminó los cadáveres y los buitres empezaron un gran festín. Su festín diario. Emilio reunió a sus hombres y se internó en la espesura, en previsión de la represalia. Se dirigió hacia el billar, meseta intermedia, refugio de seguridad. Antonio Gallardo estaba satisfecho de sus primeras armas y por su mente cruzó como un reguero brillante la compensación de sus muertos. Con los días se distinguió entre los guerrilleros por su arrojo, decisión y coraje. Todos sus buenos instintos se habían perdido. La 105

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educación recibida se había borrado. El quinto mandamiento estaba olvidado. Tenía un solo pensamiento y una sola satisfacción: Matar, matar, matar. La Navidad llegó para los guerrilleros en el billar. Hubo aguardiente, música de dulzaina y canciones colombianas. Los tragos los volvieron sentimentales y en grupos los hombres hablaban de sus días felices, cuando llenos de regalos y de pólvora volvían al hogar a deslumbrar a los hijos con fuegos artificiales y juguetes. Antonio recordaba su última Navidad: Fiesta, charanga tripleta, baile y sancocho de gallina, buñuelos y natilla y dulces en caldo. Las doce de la noche y María José dando gritos de felicidad con el triciclo que Papá Noel le trajera. Y cohetes iluminando el pueblo de Ceylán. Y hombres montados a caballo, y vivas a la fiesta y danzas y licores. Antonio se separó del corro y fue a sentarse en el tronco de un árbol muerto a golpes de hacha. Metió su cabeza entre las manos y suspiró. El aire de la noche y la luna le llenaban de frío. Levantó la cabeza y miro hacia el monte. El monte le atrajo. Se internó en él. La luna filtraba sus rayos por entre la fronda. Los animales escapaban haciendo crujir la hojarasca. Algunas ramas se movían como manos. Algunas hojas emitían luces de plata. Los tallos musgosos olían como pomos de perfume sin tapa. Antonio se sentó en un tronco y empezó a soñar con los Llanos. Allá se batían 106

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abiertamente. ¡Ah Casanare y el Meta, Arauca y el Vaupés! En los días sucesivos, Antonio pudo actuar en varias escaramuzas. Emilio llegó a considerarlo el mejor de los buenos, y por ello lo utilizaba para las misiones más delicadas. A fines de enero llegó a buscarlo Tomás, el hermano de Cristal, quién le trajo noticias. Le contó cómo Cristal pasó por Ibagué, rumbo a su vereda tolimense. Arrimó donde los padres para hacerse perdonar por su silencio de meses y el abandono en que los tuviera desde ese tiempo. Los viejos, con la alegría de volverla a ver, no recordaron su aparente ingratitud. Ellos la creyeron perdida un día, cuando no volvieron a recibir noticias suyas. Entonces, enviaron a Tomás a que averiguara lo que hubiera podido sucederle. Él conoció la verdad, la que ocultó con un pretexto a los viejos. Simplemente, les dijo que ella se había casado y se había ido con su esposo. Y explicó el silencio de meses con la censura de la correspondencia. Los ancianos creyeron la infantil mentira. Cristal fue a su vereda, volvió a la casa de la escuela como si no hubiera pasado nada, rehizo el grupo de sus alumnos y se hizo amiga de todas las gentes de la región. Se granjeó la confianza del comandante del puesto de policía inmediato, a quién invitó en compañía de los agentes bajo su mando a la cena de año nuevo. Ella misma vendría a prepararla y empezar el año con ellos. Llegó el primero de enero y mató gallinas, coció el 107

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sancocho, preparó ensalada e hizo los dulces. Y aderezó una suntuosa comida y tomó trago con todos. Eso sí, no dejó que nadie probará las viandas hasta que ella diera la orden. A las 12, cuando todos estaban achispados y contentos, sirvió la mesa y se sentó a comer. El ají picante hacía del sancocho un manjar exquisito. Comieron mucho y cantaron y rieron. Ella les repitió los platos y comió tanto como ellos. Al rato un agente se cogió el estómago y empezó a trasbocar. Ella reía y en sus ojos había un contento fulgurante, diabólico, extraño. Se puso pálida, sudorosa, y la lengua se le trabó. Se agachó sobre la mesa, cerró los ojos y perdió el conocimiento. Entró en agonía... Los policías que habían comido empezaron a sentir que la muerte se acercaba y comprendieron que esa mujer los había envenenado. –De todos ellos –continúo Tomás– alcanzaron a salvarse tres. Los once restantes murieron envenenados con arsénico. Mi hermana había cobrado su afrenta.

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Un mal día, el menos pensado, sin fama ni gloria, cayó Emilio acribillado a balazos, salidos de un barranco, para duelo de la guerrilla y llanto de los pobres. Le sucedió Luis, su hermano segundo, quién siguió al mando de los hombres en desempeño de un papel que consideraba sagrado. Las cosas no cambiaron porque todos los guerrilleros tenían el mismo pensamiento y los mismos motivos para continuar la lucha. Todos podían caer, pero por ello no se apagaría la llama vengativa. En cada uno había madera de jefe y si se veían precisados a elegir quién los comandaba, no era porque lo necesitaran para saber cuál era su deber, sino para abonar las voluntades en acción única. Una mañana de febrero dos guerrilleros detuvieron y desarmaron a un individuo que decía buscar a Antonio Gallardo. En presencia de este no hubo necesidad de más aclaraciones porque Antonio reconoció inmediatamente a Pedro Machado, el muchachote fornido que huyera con el de Ceylán. Pedro dijo querer enrolarse en las guerrillas. Y así fue con el asentimiento de Antonio. A 109

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Luis, el jefe, le llamó la atención que el muchacho llevara uno de los revólveres nuevos que recién estaban portando los detectives, más él explicó satisfactoriamente la adquisición del arma. Según dijo, una noche de juerga la había robado en Tuluá, a dónde se había dirigido después de la matanza de la ‘Casa Liberal’. En los días sucesivos, Pedro se ganó la confianza del jefe y actuó en dos o tres abaleos. Era de admirar la puntería asombrosa que el muchacho tenía, en forma tal que en los ejercicios de tiro era el mejor, ya fuera el blanco móvil o fijo. La rapidez con que sacaba su arma y sin apuntar daba en el sitio era pasmosa. Al cabo de los días se le utilizaba para comisiones en Ansermanuevo, Mandeval, La Diamantina, El Águila y La María, lugares y pueblos en donde se surtían de drogas y enseres especiales. Desde luego el muchacho siempre cumplió bien, lo cual no era difícil dado su aspecto noblote, su juventud, su destreza, y el no ser muy conocido en la región. Un día trajo el mensaje de un político que quería hablar con Luis, quien accedió con miras a reforzar otras guerrillas. Se dispuso el viaje y Luis llevó de compañero a Pedro. Al llegar al lugar convenido, un rancho al lado del camino, Pedro se adelantó a ver si no había peligro. Desde la casa le hizo señas a Luis para que se acercara. Él avanzó. Ya en el corredor sintió un fuerte golpe en la cabeza. Al recuperarse estaba desarmado y rodeado de 110

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policías. Esposado con fierros que le herían las muñecas, fue conducido a Anserma y dejado en el cuartel mientras llegaba el teniente, quién vino un rato después y en cuanto se enteró de la categoría del cautivo fue hacia él, desenfundó su revólver y sin más fórmula de juicio le vació en el cuerpo los seis tiros 38. Luis quedó muerto instantáneamente; Pedro, desde ese momento sargento de la policía secreta, regresó a informar a los guerrilleros sobre una supuesta celada en la que habían caído. Antes, con formidable sangre fría, se hizo un disparo superficial en la pierna izquierda: una poca sangre mojó el pantalón, así le creerían su cuento. Y le creyeron. Pero estaba contento. Pensaba lo fácil que había sido cumplir la comisión. No sentía remordimiento ninguno. Al fin, sus compañeros eran los de la seguridad, no los guerrilleros. Aquellos le habían dado el medio cómodo de vivir. Y recordaba como el día siguiente después de los sucesos de la ‘Casa Liberal’, cuando desolado y perplejo no sabía por dónde coger, un jefe político, reconocido homosexual que merodeaba por los cafetines de la calle veinticinco, le había ofrecido dormida en su oficina mientras conseguía colocación. A la mañana siguiente, le había dado cartas de recomendación con las cuales fue admitido en el Detectivismo. Inicialmente le costó trabajo acostumbrarse a matar, pero con los días desapareció su repugnancia por la muerte. Por demás, aquel oficio tenía una retribución superior a la de cualquier trabajo, pues no sólo estaban bien pagados, 111

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sino que en los asaltos algo bueno se podía coger: radios, bicicletas, armas, joyas y vestidos. Su alma infantil y campesina se infatuaba con las hazañas de todos los días durante las rondas. Aquello era una gran vida, y tan fácil porque nadie se defendía, con tal de que se fueran de su casa. Nadie oponía resistencia y entregaban cuánto tenían. Claro –pensaba Pedro– que la empresa no dejaba de tener sus peligros y que muchos de sus amigos habían perecido, pero él consideraba que los caídos en celadas se lo merecían por soquetes. A él no le sucedería nada porque sabía prevenir el peligro y tenía malicia. La prueba de ello era que había logrado escapar en muchas ocasiones y alguna vez hasta haciéndose el herido sobre la montura. Una noche había salvado al Capitán con su certera puntería. Ahora, después de cumplir la comisión de espionaje y traición en que estaba, de seguro lo mandarían a Bogotá, de guardaespaldas de uno de los ministros y quién sabe si del presidente. Eso era vivir y ambicionar. Lo demás, tontería. Esta tarde, en un claro del monte se reunieron los guerrilleros para elegir al sucesor de Luis. El cielo estaba velado y una brisa paramuna se metía en los huesos. Román González habló recio y propuso que fuera Moreno el jefe. Este dijo: –Les agradezco que quieran encargarme de la dirección del grupo, pero yo creo que necesitamos alguien que sepa pensar más que yo. En mi concepto Antonio debe ser. 112

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Cendales: –Sí, Antonio es el más preparado de nosotros. Tomás: –Que sea Antonio. Pedro: –Sí, Antonio. Otros: –¡Antonio, Antonio! Pablo: –Tú eres el jefe. –Bien –dijo Antonio–, si ustedes lo quieren, acepto. Si alguien se opone o cree que puede hacerlo mejor que yo, por mí no hay inconveniente. El todo está en tener un jefe y yo creo que todos podemos serlo porque tenemos méritos suficientes para ello. Moreno: –No, Antonio, usted debe ser el jefe. Recuerde que Emilio y Luis lo tenían de hombre confianza. Su elección sería la voluntad de ellos. Antonio: –Sea como ustedes lo han dispuesto. Les prometo no defraudarlos. Y les pido que si me ven flaquear me quiten la vida. La brisa paramera se convirtió en lluvia fina. Un ruido de fagotes es escuchaba, Antonio miró a sus hombres, dispuso las guardias y se retiró con Pablo, Tomás y Pedro a la barbacoa improvisada en la copa de un písamo. La tarde moría entre la lluvia y el ruido de fagotes continuaba.

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-7-

El mes de marzo transcurrió entre lluvias, muertos, balas y represalias de lado y lado. Las fuerzas Guerrilleras de Antonio Gallardo habían sido diezmadas. Los bombardeos de los campamentos, de las veredas y de los poblados se sucedían con frecuencia, bien que las bombas gobiernistas no causarán mayores males a los guerrilleros. Fusilamientos en masa se llevaban a cabo por los chulavitas, sin distinguir sexos y edades. Antorchas humanas alumbraban permanentemente los caminos. Violaciones y estupros como venganza por el amparo que los campesinos brindaban a los guerrilleros. Asaltos a las haciendas con el consabido robo de animales y cosechas. Y el éxodo de los labriegos finqueros con sus gallinas, cerdos, perros y caballos. Antonio resolvió convocar a los rebeldes que seguían a su lado para exponerles un nuevo plan. Él comprendía que no era justo que el gobierno exterminara por culpa de ellos al pueblo inerme y aterrorizado. Además, la lucha no era equitativa, pues carecían de recursos 114

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médicos para la atención de sus heridos y enfermos, y su alimentación era deficiente, sólo a base de carne y de los pocos cereales y legumbres adquiridos en las fincas abandonadas. Y la desproporción de uno contra ciento, imposible continuar. Era mejor marcharse a reforzar otros focos de rebelión, o, su máxima aspiración, dirigirse a los Llanos de Casanare y del Meta, en donde se encontraban treinta mil hombres en armas. Allá si valía la pena luchar. Acá era sacrificarse inútilmente. De sus compañeros que daban veintiuno, equivalentes a un batallón, pero de nada servían ante un enemigo cruel, despiadado y asesino de mujeres, niños y campesinos desarmados. Llegada la hora de la reunión, les expuso los motivos para abandonar el lugar y marcharse tenían –les dijo– libertad para escoger; por su parte él viajaría a los Llanos con Tomás y Pedro. ¿Qué opinaban? Todos estuvieron acordes en aceptar las razones expuestas y cada cual cogió su camino. Unos irían a las montañas de Antioquia, otros seguirían al Chocó y pocos, los menos, abandonarían la lucha para perderse en las ciudades populosas, con el ánimo de empezar una nueva vida o conseguir los recursos suficientes para expatriarse. De todos modos, ya habían cumplido con su deber y cobrado sus muertos. Cualquiera de ellos tenía encima por lo bajo diez o doce. Eran bastantes, sin embargo, en algunos se acrecentaba la obsesión reivindicadora que no los dejaba claudicar hasta alcanzar 115

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el quijotesco ideal de recuperar el patrio hogar perdido. Se acordó la separación definitiva para dos días después. Los que quedaran, permanecerían emboscados. Los otros seguirían en buenos caballos y llevarían relevos para hacer jornadas sólo interrumpidas por un par de horas de sueño. Antonio resolvió que Pedrito bajara con Pablo a Cartago y alquilara un automóvil que lo llevara hasta Armenia, lugar en donde tomaría pasajes a Bogotá. Después por Villavicencio, a los Llanos. Pablo se quedaría en Cartago y Pedro volvería en el carro a recogerlo el viernes al amanecer en la carretera entre Mandeval y La Diamantina, frente al portachuelo ancho, sitio discreto y que podía ser vigilado desde la cima. Empezaron los preparativos del viaje y comenzó la desbandada. El amanecer del viernes a las cuatro de la mañana, Antonio montó en su caballo alazán. Le acompañaban seis fieles que querían desviarse un poco de su camino y ver marchar al jefe. La mañana estaba fría y seca. Una débil claridad precursora del día se diluía en el aire de la montaña. Los caminos, andados miles de veces, no tenían secretos para ellos. Los dos caballos descansados, tascaban los frenos. En parejas marchaban los hombres. Conversaban y se reían de alguna chispa de ingenio. El campo y la tierra expelían fragancias exquisitas. Antonio, ausente de las conversaciones, dejaba que su pensamiento cogiera el camino que se le presentaba al acaso, aunque todos lo conducían al bien perdido. Se aferraba al pasado feliz, dolorosamente. Y 116

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revivía todos los ayeres y se sentía en medio de los suyos, en la placidez del hogar, lleno de los pequeñísimos detalles que formaban la felicidad: las primeras palabras de la hija, el obsequio de los padres, el beso de la esposa, la sonrisa de amor, el beneficio de una buena venta, el logro de pequeñas ambiciones y la tierra de su hacienda, pródiga y fértil. Antonio se quitó el sombrero y dejó que el viento del páramo jugará con sus cabellos, de nuevo largos. Sintió el fresco en las sienes. Los compañeros, acostumbrados a sus ausencias, le dejaron adelantarse, respetuosos y comprensivos. El caminillo seguido se metía por debajo de alambradas y puertas de trancas caídas o picadas por los chulavitas, que en esa forma se acaban fácilmente los ganados robados. Al cabo de dos horas llegaron al alto de la cuchilla y se detuvieron. Allá abajo, a unas seis cuadras aparecía la carretera Cartago–Nóvita y el portachuelo ancho en el corte de una estribación de la falda. Un poco adelante, con la trompa hacia Anserma, la mancha oscura de un automóvil. Pedro había cumplido el encargo. –Adiós, compañeros –dijo Antonio–, hasta que la suerte nos vuelva a juntar. ¡Feliz viaje!– Y sin más formalidades, para evitar el sentimentalismo de las despedidas, Antonio se dirigió cuesta abajo hacia el automóvil. Tomás, expresivo y cordial, se demoró con 117

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los compañeros, pues tenía que dejar convenida una clave de correspondencia para comunicarse las noticias que estimaban de interés común. Por fin se despidió entre bromas y siguió de lejos a Antonio, quién ya estaba en la carretera y se acercaba paso a paso al automóvil. Pedro se apeó de este. Antonio le vio y desplegó su sonrisa vacía de dientes. –Compañerito –dijo. Dos disparos salidos del portachuelo se escucharon. Antonio intentó hacer un movimiento de defensa. Sintió opresión en el pecho y le pareció oír la llamada lejana de un corno montañero. Perdió el equilibrio y se escurrió del caballo. Había sentido un golpe en la cabeza, pero no tenía dolor. Quiso mover una mano para alcanzar su revólver, pero la mano no obedeció. Un paño turbio le pasó por los ojos y un cansancio enorme se apoderó de él. Apenas distinguía con su rostro pegado al suelo el balastado de la carretera, los juncos y la hierba que crecían en el sardinel. El sol, detrás de los tallos, se le aparecía rojizo como el sol de los venados. Sudaba copiosamente y la luz de la conciencia se enturbiaba. Ese sudor, esas hojas de hierba y ese sol tan distante, como hundiéndose, era el sol de los Llanos –pensó–. Los Llanos de Casanare y del Meta, del Arauca y del Vaupés, los Llanos de la libertad. De pronto oyó una voz muy clara, una voz amada que le llamaba y balbuceó con su último aliento: –Voy…

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Viento seco La noche del fuego ................................................................................................................................................................... 2 - 1 - ........................................................................................................................................................................................ 4 - 2 - ........................................................................................................................................................................................ 9 - 3 - ...................................................................................................................................................................................... 14 - 4 - ...................................................................................................................................................................................... 19 - 5 - ...................................................................................................................................................................................... 22 - 6 - ...................................................................................................................................................................................... 26 - 7 - ...................................................................................................................................................................................... 31 La noche del llanto .................................................................................................................................................................. 36 - 1 - ...................................................................................................................................................................................... 38 - 2 - ...................................................................................................................................................................................... 44 - 3 - ...................................................................................................................................................................................... 50 - 4 - ...................................................................................................................................................................................... 53 - 5 - ...................................................................................................................................................................................... 58 - 6 - ...................................................................................................................................................................................... 62 - 7 - ...................................................................................................................................................................................... 67 - 8 - ...................................................................................................................................................................................... 74 La noche de la venganza ........................................................................................................................................................ 80 - 1 - ...................................................................................................................................................................................... 82 - 2 - ...................................................................................................................................................................................... 89 - 3 - ...................................................................................................................................................................................... 96 - 4 - .................................................................................................................................................................................... 100 - 5 - .................................................................................................................................................................................... 105 - 6 - .................................................................................................................................................................................... 109 - 7 - .................................................................................................................................................................................... 114

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