Vasen-las Certezas Perdidas

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raíces podrían nutrirse, el piso de las prácticas que fundan esa subjetividad, se mueve bajo nuestros pies.

SER NIÑO ANTES

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En épocas tan lejanas como el Paleolítico, cuando el hombre primitivo sólo cazaba y recolectaba frutos, la cría era apenas algo más que un cachorro humano. El nacimiento, la maternidad y la paternidad no eran mucho más que actos necesarios para una supervivencia siempre amenazada. En las hordas primitivas de cazadores y recolectores que habitaron a fines de ese período, grandes y pequeños tomaban parte colectivamente de tareas y rituales en tanto "hijos" de tótems protectores. No obstante, a partir de la fabricación de las primeras toscas herramientas se abre una brecha. En adelante, el bagaje de experiencia sociocultural acumulada estructura un campo que comienza a diferenciar a los adultos de sus crías por algo más que el tamaño: los grandes "sabían" más que los chicos. Los hamo, ahora llamados sapiens, comenzaron entonces a enseñarles. Luego de la llamada "revolución neolítica", con el surgimiento de la agricultura, la ganadería y la cerámica, los hamo sapiens empiezan a tomar parte del destino en sus manos. Poco a poco lo que era sólo una cría, ese cachorrito humano, comenzó a tener estatuto de hijo en la medida en que se iba configurando una dimensión adulta cada vez menos accesible para ellos. El pasaje de una forma de vida basada en la depredación a una economía basada en la producción de los propios alimentos, los ubica como productores no sólo de medios de vida sino de la vida misma. Entonces, ya como padres, pudieron dar a sus crías esa condición universal de hijos [Vasen, 2000]. Al transmitirles sus habilidades y conocimientos comenzaron a

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trascender a través de ellos. Pues tener cría es un acto biológico pero constitUirse como padres y constituirlos como hijos es un trabajo elaborativo que, si bien parte de esa base, la supera y le otorga los sentidos que cada época, familia y · padres en particular proponen. El desarrollo del lenguaje, que parece haberse iniciado con las primeras narraciones grupales sobre los avatares de la caza, fue la materia de un puente que abrió nuevas posibilidades de enriquecer los lazos entre adultos y pequeños. Pues, poco a poco, los aprendizajes iban adquiriendo una creciente complejidad para una vida ahora agrícola, ganadera y cada vez más sedentaria. A medida que era necesario aprender más cosas para vivir en sociedad, los circuitos instintivos dejaron de bastar. Porque la rigidez de las pautas biológicamente fijadas debía dar cabida a una variabilidad de experiencias y respuestas para las que los soportes genéticos eran insuficientes. La cultura pasó a ser el recurso material de esa transmisión. Ya no alcanzaba con los reflejos condicionados. Pero esta "desprogramación" de los instintos para dar lugar a los aprendizajes llevó a que el período de indefensión de la cría se extendiera y profundizara. Algo que se aprecia en el contraste entre las aptitudes de una cría animal recién nacida, que rápidamente se apoya y equilibra sobre sus patitas, y el largo período de cuidados que requiere la humana para alcanzar un mínimo de autonomía. Paulatinamente, las crecientes posibilidades de garantizar su subsistencia hicieron de los niños objetos más consistentes del amor. Las comunidades comenzaron a considerar a su descendencia de otro modo. Podemos inferir este cambio a partir del surgimiento de ritos funerarios que dan cuenta de que cada hijo empieza a individualizarse y deja de ser tratado como una cría más de una horda. Los pequeños pasaron a ser receptores de una inversión educativa, material, simbólica y

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también libidinal, cada vez mayor. Por eso decimos que la infancia es hija contradictoria de ese recién nacido narcisismo parental, que derrama amor sobre el niño; un amor por la posibilidad de prolongarse en él. En este punto, las comunidades capacitaban e integraban precozmente a sus descendientes a las tareas comunes. Y ese aprendizaje fue mediado por rituales, dramatizaciones y, más adelante, juegos, en los que los niños, lanza en mano, se entrenaban enfrentando fieras imaginarias, mientras las niñas recogían frutos, cuidaban el fuego y comenzaban a transitar el camino que terminaría naturalizando sus funciones maternas. La caza para unos, la casa para las otras. Más adelante, en la antigua Grecia por ejemplo, ser un sujeto no tenía que ver con posibilidades de autodeterminación sino con la posibilidad de ser tenido en cuenta en los planes de los dioses del Olimpo. Los romanos instauraron una autoridad paterna que hizo escuela, el pater familias consagrado por el Derecho Romano. Pero, en conjunto, las sociedades esclavistas y los imperios de la Antigüedad depararon una dura suerte a los niños, por lo menos tal como entendemos la infancia actualmente. El cristianismo implicó el desplazamiento de los universos politeístas, en los que los niños no tenían lugar ni encontraban representación. Pese a tratarse de una "religión del hijo", recién en el año 374 d.C. se considera que el infanticidio merece la pena capital y, si bien esto no mejoró en lo inmediato la situación de la infancia, al menos desde ese siglo los niños comenzaron a "tener" alma y el Estado a ocuparse de ellos. La Edad Media pobló la vida cotidiana de brujas y demonios. En esa época se temía que los niños pudieran convertirse en seres absolutamente malvados. Por eso, se acostumbraba a atarlos o fajarlos, bien apretados, durante largo tiempo. La

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reforma protestante llegaría a suprimir formalmente el exorcismo, pero fue p~áctica habitual hasta entonces, tal como se lee en un texto del año 1230, "por su blandura, las piernas del niño pueden fácilmente arquearse, curvarse y tomar diversas formas. A ello se debe que se las sujete con vendas y otras trabas adecuadas a fin de que no se tuerzan ni se deformen" [De Mause, 19751. Obviamente los niños deformes o retrasados mentales no eran llevados a ninguna consulta psiquiátrica sino que se los consideraba sustitutos sobrenaturales del hijo "de verdad". Un ejemplo del pensamiento de esa época es la creencia cristiana en la noción de engendro: pequeño demonio dejado por el diablo en sustitución del bebé humano que había robado. El tratamiento en estos casos no consistía ni en psicoterapia ni en psicofármacos, sino en prácticas que intentaban revertir el cambio -a veces brutalmente, desde la perspectiva actual- o, directamente, en el abandono y la consecuente muerte del niño considerado anormal. Tal como veremos a lo largo de este libro, el ejemplo dista de ser exclusivo del pasado. Muchos hijos son vividos hoy como "cuerpos extraños" por madres y padres que no los esperaban o cuyas problemáticas, generalmente severas, los llevan a depositar en ellos no sólo el amor sino también, borgeanamente, el espanto. Es así que junto a aquellas dimensiones narcisísticas implicadas en el amor paterno-filial y la trascendencia que hemos resaltado, los hijos han estado, a lo largo de la historia, pero también ahora, en el límite de una alteridad radical. Fueron, son y seguirán siendo estructuralmente portadores de fantasmagorías de diversa índole propias de cada época. En ellas las generaciones precedentes depositamos, quizás por demasiado humano, lo que cada época siente o imagina como no humano. Estas fantasías pueden alimentar la sensación de tener hijos insaciables cual vampiros, incontrolables como

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monstruitos, fenómenos de la naturaleza como terremotos, etcétera. Es natural pensar que siempre hubo niños. No obstante, esos niños no necesariamente eran considerados en su particularidad. El ejemplo de la representación de la figura de Jesús es elocuente. Recién a partir del siglo XII el arte medieval pudo representar un niño que no fuera un hombre en menor escala. Y fue Alberto Durero quien realizó el primer estudio de las proporciones corporales del niño. Tampoco las palabras lo representaban de modo discriminado. Sólo a partir del Renacimiento se vuelve posible pasar del estatuto de hijo al de niño (Aries, 19981. y se entiende por niño a quien, partiendo de su condición de hijo, comienza, a través del juego, a transformar las sujeciones filiales y a quien se le reconocen derechos y espacios para ello. En el siglo XVIII europeo se desarrolla por primera vez una "esfera" infantil. A medida que el trabajo y la vivienda se separan, la infancia empieza a tener un espacio propio. Surgen los cuartos de los niños y las plazas de juegos, así como ropa que diferencia más nítidamente las edades y los sexos. Los juguetes se hacen más accesibles y se desarrolla una literatura específicamente infantil. De la gran casa feudal, donde trabajo rural y vivienda se mezclaban, llegamos a este hogar-nido, un remanso de paz pero también de intrusión. La presión de la socialización comienza a caer "educativamente" sobre todas las expresiones vitales del niño, determinando las reglas morales y de decencia que convienen y, al mismo tiempo, las fronteras del juego. Hay cosas con las que no se juega; en primer lugar, el cuerpo. El combate contra la masturbación es paradigmático por los niveles de crueldad que alcanzó. Su meta: la eliminación de la actitud "indeseable" que entraña la autosuficiencia y el placer del juego con el propio cuerpo. Una

costumbre que debía ser rechazada por improductiva. La entrega al disfn.~te del momento entraba en contradicción con la actitud de ascetismo y previsión sistemática, a largo plazo, con que la burguesía en ascenso quería derrotar a la decadente moral de la aristocracia. Pero una vez consolidada como clase, en el apogeo de la modernidad, el objetivo predominante de la educación pasó a ser la estimulación de la "industriosidad". Es decir que, más que coartado, el juego debía ser instrumentado. El jugar para "pasarla bien", por mero disfrute, el jugar improductivo dejó progresivamente su lugar a un jugar que debía "servir para algo", que podía "aprovecharse" para aprender. Entonces, a través de una pedagogía de la simulación de determinadas operaciones sociales, se desarrolla el "como si". Más que ascéticos, los pequeños debían ser hábiles, optimistas, comunicativos y conocedores de las cosas prácticas; moderados, flexibles, adaptables y diestros en el trato social[Eisembroich, 1988). A las niñas se las entrenaba para el rol de recatadas esposas y futuras madres. Sin embargo, esto no era para todos: los hijos e hijas de trabajadores y campesinos encontraban fuertes impedimentos para jugar debido a una educación -si es que la recibíanorientada a incorporarlos rápidamente a trabajos poco calificados, o a formar parte del ejército de reserva de desocupados. O del ejército, a secas. Lo exaltado era aquí la obediencia, la fidelidad y el respeto. Así entra en acción la escuela, como "artefacto de los Estados modernos", asumiendo la responsabilidad de transmitir matrices de modos de ser. La familia cría y la escuela educa para lo que "hay que ser".

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la escuela. Los adolescentes nos interrogan en consultorios y espacios de atención con preguntas clave: "¿Para qué ir o terminar la escuela?"". O, más aún "¿para qué estudiar?, ¿para qué la geografía o la historia en 'un' mundo, uno solo, globalizado?"" Hace veinte años trabajé con colegas de un Centro de Salud en una escuela cercana a la Villa 21. Una maestra nos contó el diálogo que tuvo con un alumno que no lograba terminar su séptimo grado: - Tenés que estudiar -le decía ella. -Y estudiar, ¿para qué, seña? -le respondió él. -Para que mañana puedas encontrar un buen trabajo. Ante este desventajoso intento de inscribir un clásico discurso moderno, el jovencito, pelo hirsuto, piel morena, ojos de asombro, disparó certero un mortífero: -Seño, ¿y trabajar, para qué ... ? Según Castoriadis [1997] el ideal de nuestra época es "enriquézcase". También él se pregunta: ¿Por qué estudiar, si uno puede pagar los examenes y aun los títulos? Un papiro de Tebas de 1850 a.C., capturado y traducido en el British Museum, dice: "Jt 's good to talk to the future. lt will listen··. [Es bueno hablarle al futuro. Escuchará.] ¿Seguro? Siempre pensamos que lo que enfermaba eran las marcas de un pasado que no podía historizarse [y/o ponerse en juego, en el caso de los niños]. Tal vez debamos comenzar a pensar un contrasentido: nuestros jóvenes "padecen" de futuro tanto o más que de pasado. Ya no se trata, como antes, de la pretensión de dirigirlo. Ahora se trata simplemente de tenerlo. Antes creíamos que lo garantizaba la escuela, ahora parece que las AFJP. 3 Una de ellas sugiere que nos relajemos: "De tu futuro nos ocupamos nosotros". Menos mal. ..

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3. AFJP: Administración de fondos provenientes de Jubilaciones y Pensiones.

La escuela pretendía ser agente de nivelación e integración social y forp1adora de ciudadanos, objetivos que a duras penas figuran en el horizonte de las políticas actuales. Lo que se resta así es configuración y protagonismo ciudadano. Yfuturo. Lo que se potencia, en cambio, a través de la globalización, es el protagonismo de los medios. Ydel consumo, "ahora". Esto se refleja en una tendencia a ··comprar" hecho lo que antes se ··cocinaba", muchas veces a fuego lento, como es el caso de la transformación de un niño en ciudadano. El reemplazo del arte culinario por la comida rápida es para Bauman [2007a] un paradigma de lo que llama el síndrome de la impaciencia. Si los niños de hoy tienen ""fiaca" de pelar una manzana o una naranja, si se los bombardea para esperar satisfacción inmediata, ¿cómo pelarán los frutos del conocimiento para cocinarlos, incorporarlos, masticarlos y digerirlos? La educación va pasando de ser una formación a ser una adquisición. Bauman subraya que a los graduados no se les pregunta dónde se han formado sino dónde han recibido su educación. No es sorprendente entonces la pregunta de para qué tomarse el arduo trabajo de estudiar si los títulos se pueden comprar.

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¿LA MISMA ESCUELA?

Las apariencias engañan. Si nos guiamos por ellas vemos que hay escuelas, hay edificios y maestras, pero todo funciona de otra manera. La escuela moderna educaba al soberano futuro, al ciudadano que se hará representar. Era una escuela que formaba ciudadanos [el término alemán Bildung -"formación", ··cultura··- marca ese rasgo]. de ahí, la enseñanza de materias como instrucción cívica. Ahora, frente a las presiones mercantilistas que la ubican menos como formadora que como fuente de capacitación para ingresar a un

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alumnos alegando que ellos los han diagnosticado como ADD o como "bipolares". En un caso que me tocó supervisar, una directora interpelaba a la terapeuta de un niño amenazándola con no renovarle la matrícula si no lo medicaba: "Cómo, ¿no te diste cuenta que de 'es' bipolar?", le dijo. Esta proliferación de métodos clasificatorios forma parte de una tecnocratización de la vida cotidiana, lo retomaremos en próximos capítulos, que no sólo es producto de la psiquiatría sino también debido a la demanda de padres y maestros que requieren soluciones allí donde primero debería haber preguntas. Se transforma así un problema educativo en un problema de aprendizaje. Y, mal planteado, esto lleva a que se considere que hay miles y miles de niños que medicar cuando en realidad, desde otra perspectiva, tendríamos miles de chicos que generan dudas y cuestionamientos acerca de la institución escolar y los efectos de la época sobre ella y sobre la infancia. Estamos ante los síntomas de un problema que va mucho más allá de lo educativo y que la escuela enfrenta en una situación de desventaja respecto de otras formas de conocimiento que impregnan la cotidianeidad de los chicos. Ellos saben otras cosas y no las que la escuela les solicita. La palabra aprendiz -rescatada de la época medieval, en la que había maestros de oficios- ubica al aprendiente en un lugar diferente. Un lugar activo, de aprehensión y búsqueda, no como objeto pasivo de la iluminación del saber de otros. Una escuela en la que muchos chicos no encajan o en la que requieren medicación para encajar porque cuando fallan las reglas -y no olvidemos que las reglas abstractas fueron precedidas o acompañadas por reglas concretas, de madera, con las que se golpeaban los dedos de los alumnos- al estar degradadas en tanto meras opiniones del maestro, vienen las pastillas a reforzar su alicaída consistencia, a ofrecerse como instrumentos de una cosmética de la autoridad, para unos, y del comportamiento para otros.

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Una cantidad de problemas de vieja y nueva data "estallan" en las au~as hoy. Decir que se trata de una crisis tiene la ventaja de que permite evaluar tanto los órdenes viejos que se desarman como los nuevos, menos perceptibles, que emergen. Quedarse en la nostalgia de lo que fue la escuela sarmientina impide el duelo de lo que ya no es, nos ciega sobre las líneas de fractura de aquello que se ha desmoronado y obtura las posibilidades de percibir qué de lo nuevo podría ser enriquecedor. Un estallido que, pese a que suele registrarse en las aulas, no obedece a razones meramente intrínsecas -aunque las haya- ni tampoco es sólo efecto de situaciones externas a la escuela sino de una resonancia fuerte entre efectos de época e inadecuaciones de la institución escolar. Las dificultades de la escuela como institución, del aula como lugar de aprendizaje, del maestro como agente transmisor de saber son síntomas de una época en que la subjetividad de los niños no es la que era, ni como hijos ni como alumnos, y en la que la investidura del saber que padres y maestros detentaban ha perdido buena parte del rating que tenía. ~.

DISCÍPULOS ILUMINADOS Y MOLDEADOS Desde los lejanos tiempos en que el hombre se convirtió en sapiens existe la posibilidad de que, en una relación asimétrica, quien sabe pueda transmitir a otro su bagaje de conocimientos y trascender en él. Es en la época de lo que se ha llamado Ilustración cuando se formaliza la situación de enseñanza para muchos, dado que por vez primera se consideró que todas las personas podían aprender y que, partiendo de una desigualdad de medios [diferentes condiciones socioculturales]. se podía llegar a una homogeneidad de fines: la formación de ciudadanos ilustrados.

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A esos fines tiende la institución moderna de la escuela, una escuela que requiere y produce disciplina entendida como espacio de saber recortado [en ese sentido se dice que la historia, por ejemplo, es una disciplinal. como actitud disciplinada, que es la que requiere una escuela considerada como "templo del saber". Hay semejanzas entre una clase y una misa: los oficiantes [sacerdote o maestro] son quienes imparten ritualmente su discurso y los receptores [fieles o alumnos] aceptan y acatan en silencio o tomando la palabra en los momentos indicados. Si bien, esa analogía se ha perdido casi totalmente, es difícil que haya disciplina si no hay discípulos [recordemos que ambas palabras tienen una raíz común] y que el discípulo no se forma sin un cierto grado de admiración por quien sabe más que él de cosas que le importan. A esto hay que agregar el temor a la sanción, que se ha atenuado por la relación clientelar que establecen las escuelas con los alumnos y los padres. La disciplina, la asimetría, el aula, las sanciones estaban al servicio de que aquel que era considerado "a-lumno·· -esto es, alguien a oscuras [por algo la Ilustración se denominó Iluminismo]- fuera moldeado cual material completamente maleable por las manos expertas de los maestros. El saber y el poder legitimaban esa asimetría y brindaban al maestro una investidura casi sacralizada. Él también, como los padres antes, era ubicado en un lugar jerárquico. La escuela educaba moldeando la conciencia a partir de matrices legitimadas que inscribían valores y aportaban saberes para la construcción del ciudadano del mañana, sujeto del derecho; entre los valores se destacaba la igualdad ante la ley y, aunque se hubiera partido de situaciones francamente desiguales, esa igualdad tendía a igualar, en el sentido de uniformar sobre la base de ideales comunes que funcionaban como vectores. Esto constituía el "deber ser" del alumno. Ese "moldeado" requería pasar por etapas sucesivas [los grados] en

una nación organizada donde las instituciones disciplinarias hacían sisJema entre sí. En esa escuela moderna el alumno era pasivo y el saber del maestro considerado universal y atemporal, legitimado y sin cuestionamientos. La caída desde tal pedestal hace que los maestros se encuentren en una situación subjetiva en la que se sienten víctimas de algo que no terminan, que no terminamos, de entender.

DISCIPLINA "ESTÁTICA'' VERSUS APRENDIZAJE "MÓVIL'' Las sociedades modernas estaban centradas en lugares y prácticas de disciplinamiento. Esto significa que cuerpo, espacio y tiempo eran los ejes educativos de producción de una subjetividad estatal en las sociedades disciplinarias. El dispositivo disciplinario se concentra en un lugar fijo, el aula, donde los chicos están encerrados con el maestro durante un tiempo delimitado. Poco a poco, y de manera imperceptible al comienzo, se ha producido un cambio. La tecnología y el manejo de la información hacen que sea posible un aprendizaje "móvil". Antes, para hablar por teléfono, debíamos permanecer quietos o movernos sólo hasta la distancia que el cable permitía. Ahora es posible hablar y a la par moverse o hacer muchas otras cosas a la vez. Esto es similar a lo que ocurre hoy en el aula: la fijeza de roles y el estatismo de las prácticas docentes se ven afectados por una movilidad que hace sentir que es el piso de esas prácticas el que se mueve. Y fuera de la escuela se construye, además, otra subjetividad que resulta contrastante y a veces incluso incompatible con una educación que, por ejemplo, exagere el recurso del pizarrón o las modalidades que se fundan en la pasividad del aprendiente. Entonces ese espacio cerrado, ese tiempo limitado, esa atribución omnímoda y asimétrica de

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