Cuentos Perversos Antología Selección: Gonzalo Márquez Cristo Prólogo Amparo Osorio En el reino de Maldoror Por Ampar
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Cuentos Perversos Antología
Selección: Gonzalo Márquez Cristo Prólogo Amparo Osorio
En el reino de Maldoror Por Amparo Osorio Si la literatura puede hacer belleza de la perversidad fundando escenarios de una lúdica fascinante como lo demuestran los veintiséis relatos seleccionados, y ofrecer herramientas fundamentales en el conocimiento del ser humano como lo comprobaron Freud y Jung; la colección Los Conjurados, además de pretender una vindicación de los autores incluidos, es un reconocimiento a la más libre imaginación humana. El camino circunscrito en estos textos, más allá de una idea del bien o del mal, nos abre un espacio literario que reprimido, extraviado o escandalosamente consagrado, descifra nuestra íntima naturaleza, acercándonos a lo que Nietzsche en su Genealogía de la moral, denunció como esa equívoca conciencia que durante siglos hizo contemplar al hombre con malos ojos sus inclinaciones naturales. Separados de nuestra profundidad, fuimos obligados a portar la máscara para tener cabida en un escenario moral establecido; las religiones estigmatizaron el hedonismo y el gran filósofo Epicuro fue severamente confiscado; así las sociedades castrantes inventaron términos como diferenciación, excluyendo la posibilidad de la otredad y del reconocimiento de aquellos seres que dirigían sus deseos hacia espacios no establecidos por la moral en uso. El erotismo e incluso el humor negro, que han transitado desde siempre por complejos y secretos senderos y cuya ceremonia íntima se ha mantenido oscilante entre Eros y Thanatos, fueron recibiendo en el escenario de su esencia multiforme, radicales definiciones que lindaban con el prohibido universo de la perversión. Pero si nos pertenece el cuerpo como nuestros placeres, si la imaginación se funda en él para obtener su pasaporte al estallido; podríamos afirmar que el sombrío nudo de sus actos, es tal vez la fuerza secreta, predestinada desde nuestra química galáctica. En los relatos míticos todo era permitido, los dioses y los héroes realizaban sus sueños y asaltos sin restricciones, y en esa cruel fantasía se revelaba la fuerza sombría y originaria del ser. Resulta entonces sorprendente la antimemoria del hombre en el decurso de su historia, si leída desde el contexto testimonial de sus
inicios, recordamos nuestra procedencia exacta de una Eva incestuosa. Por eso el arte, con sus postulados de conciencia y denuncia, es el encargado, siempre, de abrir la puerta que nos mostró las búsquedas y vías de la pasión humana, que tan profundamente inquietan a la especie. Las fiestas de la Fertilidad de la Tierra y las bacanales celebradas en homenaje a Baco, el Perfecto (según el verso de Whitman), han desaparecido; sin embargo asistimos al culto del cuerpo, verdadero objeto de devoción que ha sido despojado de su trascendencia sagrada, ahora entronizado como dios moderno, y atado a los cánones de una moral victoriana aún imperante en el desolador inicio del Siglo XXI. Así la sucesiva fascinación oculta de ese animal que somos, de ese ser que se esconde bajo los párpados, afirma también que todos, en el más indescifrable de nuestros pliegues, somos la confirmación exacta de Narciso, es decir: la certeza de nuestra propia e insalvable obsesión; porque el yo es insuperable. El recorrido de esta antología, nos lleva por varios estadios de los temas proscritos, donde existen los más reconocidos matices de la perversión amalgamada con el erotismo. Apuleyo en su Asno de oro, pensamos en su punto de vista zoofílico, tema igualmente latente donde una princesa sexualizada inolvidable.
que podría ser un anticipo feliz de Kafka, si narrativo, devela su resplandeciente humor en el cuento extraído de Las mil y una noches por un mono crea una divertida situación
Con Sacher-Masoch y Sade asistimos a la violencia propuesta como un despiadado instinto territorial del placer, en un encarnizado juego del poder sexual; donde la sangre y el castigo reinan. Barbusse nos deja ver por un orificio el despertar del deseo entre una pareja de hermanos. Cydno de Mitilene –esta última de existencia casi ilusoria– ven el deseo con ojos femeninos y fundan dentro de sus literaturas crueles ceremonias. Y como las artes plásticas también son festejadas en este libro, el magistral dibujo de Miguel Ángel titulado: El rapto de Ganímedes, plasma la violación del hermoso efebo a manos –mejor a garras– del dios Júpiter convertido en águila; mientras Balthus, uno de los artistas más controvertidos del siglo XX, recrea a una
de sus niñas impúdicas en un cuadro lleno de simbolismos, junto a un gato que bebe leche. Dioses y hombres en el concierto del mundo han desafiado los conductos de una razón establecida y testimoniando sus libertades individuales han sido exiliados y proscritos. Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, considerado por los surrealistas como el genio de la rebeldía, dentro de la más alta poesía maligna, lleva a su personaje central, Maldodor, a hacer el amor con un tiburón hembra, en uno de los episodios más perversos y deslumbrantes de la literatura. Hay una variedad tal de frenesí en Lautréamont, una potencia tal de metamorfosis, que la ruptura de los instintos se encuentra, a nuestro parecer, realizada (Bachelard). Pero si el siglo XX trajo consigo la liberación femenina y se extendieron y multiplicaron los estudios de sexología y psicoanálisis en su analítico intento por descifrar esa summa de creencias, costumbres y valores que rigen los comportamientos de la criatura humana, es posible que el siglo XXI sea regido por los postulados de Bruckner y Finkielkraut en El nuevo desorden amoroso, que proclaman: Unirse no debe conducir a otra cosa que fundirse de nuevo y de mil maneras, con mil otros mundos. Dicha idea conduciría a una nueva comprobación en el sentido de que esas verdades develadas, o transgresiones lúdicas –el camino a las sensaciones del goce, a partir del cual surgen grandes interrogantes filosóficos y metafísicos que habitan en nuestra alquimia–, continúan y seguirán constituyendo uno de los grandes y complejos equipajes del hombre en su viaje terrenal. Para recorrer estos Cuentos perversos, nada sería entonces más acertado que recordar aquel grafiti escrito en Nanterre durante los episodios de Mayo del 68: Inventen nuevas perversiones, ¡yo no puedo más...! y evocar la cínica frase del filósofo rumano E. M. Cioran que colma de humor esta visión transgresora: Dichosos Onan, Sade, Masoch... sus nombres, lo mismo que sus grandes proezas, no envejecerán jamás.
La disputa sobre el goce Publio Ovidio Nason Júpiter y Juno, cómodamente sentados en sus aposentos del Olimpo, bebían el auténtico néctar de los dioses que les alegraba el ánimo y discutían acerca de quiénes reciben más placer en el éxtasis carnal: sí las hembras o los varones. Como no lograban ponerse de acuerdo, decidieron someterse al juicio del sabio Tiresias, que había disfrutado del amor bajo los dos sexos. ¿Bajo los dos sexos? Sí, porque mientras caminaba un día por un bosque vio dos serpientes acopladas; las golpeó con su bastón y... ¡oh!, prodigio admirable, se convirtió él, allí mismo, en mujer. Siete años después vio a las mismas serpientes acopladas y pensó: «si a quien os hiere dais contrario sexo...» Entonces las volvió a tocar con su bastón y quedó al punto transformado en varón. Esta era la historia de Tiresias. El sabio juez, nombrado para dirimir la contienda, se inclinó a favor de lo que pensaba Júpiter. Juno se sintió desairada y en castigo le privó de la vista. Como según la legislación del Olimpo no era posible que un dios se opusiera al castigo dado por otro, Júpiter, en el ánimo de recompensar a Tiresias, le otorgó el don de la adivinación, con lo que reparó, en parte, el mal que le había causado la diosa. Muy pronto el adivino se hizo célebre en toda la Beocia por lo acertado de sus horóscopos y la gravedad de sus consejos. La bella Liriope fue la primera en certificar lo maravilloso de sus respuestas. El río Cefiso, enamoradizo, la aprisionó un día en el laberinto de sus aguas y la violó reiteradamente. Liriope quedó embarazada y en el tiempo justo parió un hijo de tal hermosura que desde el momento de nacer fue amado por todas las ninfas. Le dieron por nombre Narciso. La madre acudió a Tiresias para que le adivinara el destino de su hijo, preguntándole si viviría muchos años. La respuesta, aparentemente frívola, fue: «Vivirá mucho si él no se ve a sí mismo». Pero el tiempo se encargó de demostrar su tino con la forma en que Narciso perdió la vida y su nefasta pasión. El hijo de Liriope creció con tales gracias de efebo, que mujeres y hombres andaban tras él encalenturados por gozárselo. Inútilmente. A hombres y mujeres desdeñaba con sorprendente decisión. Un día, mientras estaba de cacería, le sorprendió la ninfa Eco... Eco bien merece una digresión. Su alegría parlanchina y su gracia cautivaron a Júpiter. Sorprendidos en adulterio por Juno, ésta le dio como
castigo el que jamás podría hablar por completo; su boca no pronunciaría sino las dos últimas sílabas de aquello que deseara expresar. Pues bien, apenas Eco vio a Narciso quedó locamente enamorada de él y le fue siguiendo sin que el muchacho se diera cuenta. Al cabo de un tiempo decide acercársele y exponerle su pasión con ardientes palabras. Pero... ¿cómo podrá hacerlo, si las palabras le salen incompletas? Por fortuna, le fue propicia la ocasión. El mancebo, viéndose solo, quiere saber por dónde pueden andar sus acompañantes y grita: «¿Quién está aquí?» Eco repite las últimas palabras: «...está aquí». Narciso queda maravillado de esta voz dulcísima de quien no ve. Vuelve a gritar: «¿Dónde estás?» Eco repite «...de estás». Narciso mira otra vez, se pasma. «¿Por qué me huyes?» Eco repite «...me huyes.» Y Narciso»: «unámonos» Y Eco: «...unámonos». Por fin se encuentran. Eco abraza al ya desilusionado mancebo. Y éste dice con terrible frialdad: «No pensarás que yo te amo...» Y Eco repite, acongojada: «yo te amo». «¡Permitan los dioses soberanos –grita él– que antes la muerte me desaparezca a que tú goces de mí». Y Eco: «...¡que tú goces de mí!» Narciso huyó implacable. Y la ninfa, sintiéndose injustamente menospreciada, buscó refugio en lo más solitario de los bosques. Su terrible pasión la consumía. Deliraba, se enfurecía. Y pensó: «¡Ojalá cuando él ame como yo lo amo, se desespere como me desespero yo». Némesis, diosa de la venganza –y a veces de la justicia–, escuchó el ruego de la ninfa. En un valle encantador había una fuente de agua extremadamente clara, que jamás había sido enturbiada ni por el cieno ni por los hocicos de los ganados. A esa misma fuente llegó Narciso y fatigado y sediento se tendió en el césped para beber. Cupido entonces aprovechó la oportunidad para clavarle su dardo en la espalda... Lo primero que vio Narciso fue su propia imagen, reflejada en el espejo que ofrecía la superficie del agua cristalina. Insensatamente creyó que aquel rostro bellísimo que contemplaba era el de un ser real, distinto de él mismo. Sí, el rapaz estaba enamorado de aquellos ojos que relucían como luceros, de aquellas mejillas imberbes, de aquel cuello esbelto, de aquellos cabellos dignos de Apolo. El objeto de su amor era... él mismo. ¡Y deseaba poseerse! Pareció enloquecer... ¡No encontraba boca para besar! Una voz interior le reprochó: «¡Tonto! ¿Cómo te has enamorado de un vacío fantasma? Tu pasión es una quimera. Retírate de esa fuente y verás entonces cómo la imagen desaparece. Y, sin embargo, está contigo, contigo ha venido, se va contigo... ¡y no la poseerás nunca!» Narciso elevó sus brazos al cielo. Llorando, mesándose luego los cabellos, gritó con acento casi blasfemo: «Díganme selvas, ustedes que habrán sido testigo de tantos idilios apasionados... ¿por qué el amor es tan cruel para mí? Hace siglos que están aquí; díganme: ¿han visto alguna vez a un amante sufrir designios más
crueles? Yo veo al objeto de mi pasión y no lo puedo alcanzar. No me separan de él ni los mares enormes, ni los senderos inaccesibles, ni las montañas, ni los bosques. El agua de una fontana me lo presenta consumido por el mismo deseo que a mí me consume. ¡Oh pasión mía! ¡Quien quiera que seas, aproxímate a mí así como yo me aproximo a ti! ¡Ni mi juventud ni mi belleza pueden ser motivo para que me temas! Yo desdeñé el amor de todas las ninfas... no me depares el mismo desdén. Pero... ¿si me amas por qué soy motivo de tus burlas? Te tiendo mis brazos y me tiendes los tuyos. Te acerco mi boca y tus labios se me ofrecen. ¿Por qué permanecer más tiempo en el error? Debe ser mi propia imagen la que me engaña. Me amo a mí mismo. Atizo el mismo fuego que me devora. ¿Qué será mejor: pedir o que me pidan? ¡Desdichado yo que no puedo separarme de mí mismo! A mí me pueden amar otros, pero yo no me puedo amar... ¡Ay! El dolor comienza a hacerme desfallecer. Mis fuerzas se agotan. Voy a morir en la flor de la edad. Mas no ha de aterrarme la muerte liberadora de todos mis tormentos. Moriría triste si hubiera de sobrevivirme el objeto de mi pasión. Pero bien entiendo que vamos a perder dos almas y una sola vida». Apenas acabó de decir esto, Narciso tornó a contemplarse en la superficie translúcida de la fuente. Y lloró, ebrio de pasión, ante su propia efigie. Volvió a balbucir frases entrecortadas... ¿Quién? ¿Narciso? ¿Su imagen llorosa? «¿Por qué me huyes? Espérame. Eres la única persona a quien yo adoro. El placer de verte es lo único que queda a tu desventurado amante.» Poco a poco Narciso fue tomando los colores finísimos de esas manzanas, rosadas por un lado, blanquecinas y doradas por otro. El ardor le consumía lentamente. La metamorfosis duró escasos minutos. Después de Narciso no quedaba sino una flor bellísima al borde de las aguas, que continuaba contemplándose en el espejo sutil. Todavía se cuenta que Narciso, antes de transformarse, pudo exclamar: «¡Objeto vanamente amado... adiós...!» Y Eco dijo: «...adiós» y cayó seguidamente sobre el césped, rota de amor. Las náyades, sus hermanas, la lloraron amargamente acariciándose las cabelleras de oro. Las dríadas dejaron romper en el aire sus llantos y lamentaciones, y a estas contestaba Eco... cuyo cuerpo jamás pudo encontrarse. Sin embargo, por montes y valles, en todas las partes del mundo, aún responde su voz con las últimas sílabas de todo lo que grita en su angustia patética la raza humana.
El burro y la dama golosa Apuleyo El propietario destellaba de alegría. Hizo llamar a los esclavos que me habían comprado y, acto seguido, ordenó que se les devolviera por cuadruplicado la suma de dinero que pagaron por mí y –previa recomendación– me confió al más acomodado de sus libertos preferidos. El exesclavo me trataba con bastante consideración y delicadeza y, para ganarse la simpatía de su patrón, ponía todo su empeño en divertirlo a expensas de mis habilidades. En primer lugar me enseñó a instalarme en la mesa apoyándome sobre el codo. Luego a luchar e incluso a bailar con las patas delanteras en alto; pero particularmente y como máxima atracción, me instruyó en la técnica de hablar con gestos adecuados: echar la cabeza hacia atrás significaba «no» y la inclinación hacia delante significaba «sí»; cuando tenía sed miraba al aguador y le pedía bebida guiñando alternativamente ambos ojos. Podía aprender todo eso con mucha facilidad y, por supuesto, hubiera sabido hacerlo sin que nadie me instruyera. Pero me reservaba por miedo: pues si imitaba con mucha fidelidad los modales del hombre sin atenerme a las lecciones recibidas, la gente me podría tomar por siniestro agüero y, como monstruo sobrenatural, acabarían por cortarme el cuello para engordar los buitres a mis expensas. Antes de continuar –creo que debí haber empezado por ahí–, voy a referir quién era mi propietario y de dónde venía. Su nombre era Tiaso y provenía de Corinto, capital de toda la provincia de Acaya. Luego de desempeñar todos los cargos a que tenía derecho por la nobleza de su cuna y por sus méritos, le llegó el nombramiento de magistrado quinquenal. Y para que el acto de investir las insignias se celebrara con el debido esplendor, había prometido realizar durante tres días seguidos un grandioso combate de gladiadores. Para que su munificencia fuera más deslumbrante y movido por su afán de popularidad, había llegado hasta Tesalia en busca de animales de pura sangre y de gladiadores con renombre. Después de organizarlo todo a su gusto y hacer las compras, se disponía a volver a casa. Pues bien, dejó de lado sus lujosos vehículos y sus cómodas carrozas que, con sus cortinas entreabiertas, seguían vacías en la cola de la caravana; tampoco utilizó sus caballos tesalios u otras monturas galas de pura raza y muy estimadas. Sólo yo contaba: me puso jaeces de oro, albarda colorada, mantas de púrpura, frenos de plata, riendas repujadas y cascabeles de fino tintineo. Tiaso iba montado en mi grupa y como yo era su máximo cariño, de vez en cuando se hacía mieles para hablarme diciendo que entre tantas cosas buenas su mayor felicidad era tenerme a
mí como compañero de mesa y como montura a la vez. Al término del viaje, realizado algunos tramos por tierra y otros por mar, llegamos a Corinto; todo el pueblo acudió en masa y según pude observar la gente no venía para aplaudir a Tiaso sino por la curiosidad de conocerme a mí. Pues la fama de mis capacidades extranaturales se había divulgado tanto en aquel país, que todos pagaban por verme, lo que me convirtió en una respetable fuente de ingresos para mi guardián. Cuando se agolpaba mucho público deseoso de contemplar mis prodigiosas mañas, él cerraba la puerta y sólo dejaba entrar a uno por uno, y así con las propinas que iba recogiendo obtenía un sueldo bastante aceptable al final de la jornada. Había en el círculo de mis admiradores una señora distinguida y de elevada posición social. Pagó como los demás para verme y quedó encantada con mi gran variedad de monerías; insensiblemente pasó de la admiración constante a una pasión arrebatada; acosada por su extraño capricho, al igual que la mítica Pasifae – madre del Minotauro–, y suspiraba ardientemente en espera de mis rudos abrazos. Obsesionada, acabó proponiendo al encargado de cuidarme una alta suma como pago de una sola noche en mi compañía; él, sin pensar para nada si esto redundaría en mi propio provecho y preocupado solamente en su interés personal, aceptó la propuesta. Una vez terminada la cena salimos del comedor del magistrado dirigiéndonos a mi dormitorio y, al entrar, nos encontramos a la hermosa señora que llevaba ya un buen rato de espera. ¡Bondad de los dioses! ¡Qué lujo de preparativos! Cuatro eunucos listos con toda una provisión de blandos almohadones de plumas arreglaban en el suelo nuestro lecho sobre el cual extendieron con cuidado una alfombra bordada en oro y púrpura de Tiro; encima colocaron todavía más cojines, pequeños desde luego pero en gran cantidad, de esos que usan las señoras elegantes para mullir sus mejillas y sus nucas. Y para no retrasar con su presencia los goces que esperaba la señora, cerraron la puerta de la habitación y se retiraron. En el interior unos cirios encendidos disipaban con su intensa iluminación las tinieblas de la noche. Apenas estuvimos solos ella se despojó de todas sus vestiduras, incluso del sostén que sujetaba su voluptuoso busto y, de pie junto al foco de luz, extrajo de un frasco metálico un aceite perfumado con el que se frotó bien y luego se eternizó ungiéndome igualmente con el mismo perfume, con especial insistencia en mi hocico. Me cubrió entonces de tiernos besos, pero no como los que dan las meretrices en los prostíbulos para mendigar unas monedas o rendir a clientes
reacios a pagar; no, por el contrario, eran besos de verdad y desinteresados, que acompañaba con las más dulces palabras: «Te amo», «te deseo», «eres mi único cariño», «sin ti no puedo vivir» y todas esas expresiones a que acuden las mujeres para seducir al hombre o manifestar sus sentimientos. Luego me cogió por la brida y no le resultó difícil hacerme acostar de la manera que me habían enseñado. No había en ello nada nuevo ni complicado para mí, sobre todo cuando después de una continencia tan prolongada veía llegar los abrazos apasionados de una mujer tan bella. Además, me había reconfortado previamente con vino abundante escogido entre los más finos; por último, el más delicioso perfume estimulaba al máximo el ardor de mis deseos. Con todo, me asaltaba una cruel angustia; me daba verdadero horror pensar cómo podría acercarme con tantas patas y de tan protuberantes dimensiones a esa delicada criatura. ¿Cómo abrazarían mis duros cascos aquellos miembros tan leves, tan tiernos que parecían hechos de leche y miel? Sus finos labios rojos destilaban una divina ambrosía: ¿Cómo besarlos con una boca tan amplia, tan enorme, descomunal y grosera, cuyos dientes eran verdaderos bloques de piedra? Y, por último, aunque la lujuria consumiera todos mis miembros, ¿cómo podría una mujer resistir una unión tan desproporcionada? ¡Pobre de mí, si estropeara a una noble dama! Me echarían a las fieras como un número más del espectáculo que preparaba mi amo. Entretanto, ella continuaba con sus provocaciones, con sus besos lascivos, con sus tiernos suspiros y sus miradas de fuego y, como colofón gritó: «ya eres mío, eres todo mío, gorrioncito». Y como ello demostraba que eran vanas mis preocupaciones, que mis reparos no tenían el menor fundamento, nos apretamos en estrecho abrazo, e increíblemente pudo con todo mi instrumento, con todo, como digo. Y cuando yo, por delicadeza y consideración intentaba retirarme, ella volvía a la carga con mayor furia y se ceñía más cerca agarrada a mi espalda. Por Hércules, hasta creí en mi impotencia ante sus ansias y comprendí por qué la madre del Minotauro buscó sus deleites en un amante astado. Al término de una noche laboriosa y en vela, para evitar la indiscreta luz del día, la mujer desapareció, pero no sin acordar antes el mismo precio para la noche siguiente.
Itinerario del placer Petronio Oh, mi mala suerte! –me dijo Ascilto secándose el sudor–. ¡Si supieras lo que me sucedió! –¿Por qué estás tan afligido? –pregunté. –Vagaba por las calles –contestó con voz grave–, sin encontrar nuestra posada, cuando se me acercó un anciano de apariencia venerable y enterándose de mi situación aseguró que me acompañaría a encontrar el rumbo adecuado. Agradecí su colaboración y comenzamos a recorrer callejuelas oscuras hasta que llegamos a esta sórdida casa. Tan pronto entramos pagó una habitación y sacó unas monedas insistiendo para que las aceptara a cambio de sus ardientes caricias. Se lanzó sobre mí, estrechándome entre sus brazos asquerosos y de no ser por mi airada repulsión, amigo Encolpio, me habría ocurrido algo fatal. Esto me narraba cuando apareció en ese preciso instante el viejo acompañado de una mujer muy bella y le dijo a Ascilto: –Eres muy esquivo. En ese cuarto te espera el más alto placer: No temas, puedes elegir un papel activo o pasivo. Entonces la mujer nos instaba con audacia a acompañarla. Los lascivos ademanes de ella y los ruegos de él nos convencieron y decidimos aceptar el generoso ofrecimiento. Pasamos por varias alcobas, viendo lo que sucedía en ellas, como si fuera un inmenso teatro de juegos voluptuosos, como un largo laberinto del placer. Era tan intenso el ardor que poseía a todos los personajes y la excitación tan delirante, que parecían embriagados con esa maravillosa bebida preparada con la raíz del satiricón. Durante nuestro estremecedor recorrido todos los participantes de esa desatada orgía adoptaron posiciones más obscenas y dieron gemidos lujuriosos incitándonos a unirnos a su turbulento festín. Y de repente uno de ellos levantó su túnica hasta la cintura y sin poder resistir la belleza de Ascilto lo lanzó sobre una cama e intentó violarlo. Corrí a auxiliar a mi vulnerable amigo y entre ambos logramos contener a ese ardiente bárbaro. Al liberarse Ascilto salió huyendo y yo quedé expuesto a los ataques insistentes de muchos viciosos y lúbricos depravados que se citaban allí para satisfacer sus deseos, pero mi fuerza y mi temor me permitieron escapar de mis perseguidores.
Sin embargo mis problemas continuaron. Di vueltas por la ciudad apresuradamente hasta encontrar mi posada y al abrir la puerta, fatigado por tanta huida, vi en la penumbra a Gitón que me esperaba. –¿Qué hay de comida? –le pregunté. Se sentó en la cama sin responderme y comenzó a llorar. Su dolor era tan agudo que me conmovió. Le pregunté la razón de sus lágrimas pero siguió intentando ocultarme la causa de su desolación. Así continué interrogándolo sin fortuna hasta que decidí amenazarlo, y entonces Gitón dijo señalándome a Ascilto que había llegado antes que yo huyendo de aquella casa perversa: –Tu supuesto compañero leal ha llegado aquí hace un buen tiempo y al encontrarme solo ha tratado de forzarme, esperando que le prodigara mi placer. Rechacé su propuesta, grité y corrí de un lado para otro pero él sacó la espada diciéndome: «Si te haces la Lucrecia ya encontraste tu Tarquino». Al oír eso me encaminé agresivamente hacia Ascilto y lo injurié: –Qué puedes responder vicioso depravado, eres peor que las más repugnantes prostitutas. Ascilto sin poder defenderse simuló gran indignación y comenzó a dar alaridos y a herirme con sus afiladas palabras: –¡Cómo puedes hablar así, guerrero vil, asesino de tu huésped, cuando deberías morir atacado por las fieras en el coliseo! ¡Cómo puedes hablar ladrón nocturno, que ni siquiera antes de haber perdido la virilidad pudiste hallar una mujer honrada! ¡Tú, que abusaste de mí, gozando de mi cuerpo, así como abusarás hoy y mañana de este tierno muchacho! –Cálmate –le repliqué al fin derrotado por su astucia–. ¿Pero por qué te escapaste esa noche en que yo escuchaba a Agamenón? –¿Qué podría hacer allí, idiota? Me fastidié de oír las estupideces de un hombre arrogante, los sueños de un imbécil. Mientras tú cínicamente adulabas a un mal poeta para que te invitara a cenar. Muy pronto comenzamos a bromear y cambiamos de tema, pero como los insultos de Ascilto no se me olvidaban le dije:
–Está bien, acepto que conciliemos, pero deseo que partamos en dos nuestras posesiones para que cada uno por su lado busque la vida. Ambos tenemos refinados talentos literarios, sin embargo para no competir contigo me dedicaré a un oficio más digno. Y aquello será prudente porque no quiero pelear más contigo ni darle razones a los enemigos para que injurien nuestro nombre. –Acepto –replicó Ascilto muy herido–, pero como recuerdo que esta noche estamos invitados a un gran banquete, disfrutemos de ese evento y mañana si así lo deseas, buscaré nueva vivienda y un verdadero compañero. –¿Y para qué postergar lo que ya hemos elegido? Es mejor separarnos ahora mismo. El amor por Gitón me daba fuerzas para ser tan cruel con Ascilto, intentando con mis palabras liberarme de él para dedicarme totalmente a mi nueva y dulce pasión. Enfurecido Ascilto salió bruscamente sin despedirse y golpeó la puerta. Esta acción me pareció un mal presagio y sabiendo lo ardiente y pasional que era temí que podría ocurrirle algún infortunio, entonces decidí seguirlo para observar lo que haría y frustrar así sus impulsivos planes; sin embargo para mi pesar, no logré hallarlo durante mucho tiempo, y heme aquí recordándolo.
Taurofilia Diodoro Al morir Asterio, el gran Minos creyéndose con todos los derechos para ser rey de Creta reclamó airadamente el trono, y queriendo ser persuasivo en su pretensión dijo con arrogancia que los dioses responderían todos sus llamados y pedidos, y que tan pronto le fuera concedido el primero de estos favores festejaría su coronación. Después de construirle un colosal altar a Poseidón, realizó los minuciosos preparativos para sacrificar su mejor animal en honor del poderoso dios de las aguas, y delante de la multitud rogó para que saliera del mar un inmenso toro. En ese mismo instante su petición fue escuchada y una radiante bestia blanca nadó buscando la costa. Sin embargo Minos quedó tan asombrado de la belleza del toro, que se negó a matarlo enviándolo con el resto de su ganado para mejorar su raza, y decidió efectuar el sacrificio prometido con uno de menor linaje. Entonces el gran Poseidón al sentirse desairado por ese acto de su adorador, urdió una de sus más crueles venganzas: hizo que Pasifae, la bella esposa de Minos, se enamorara del espléndido toro blanco que se había librado del sacrificio. Y al día siguiente cumpliendo el designio divino, ella empezó a buscarlo en la pradera, a perseguirlo entre la maleza, a admirar durante horas su brío y fuerza; tan deslumbrada por su hermosura, que aceptando su inusual obsesión decidió consumarla entregándole su cuerpo, y para eso debió confiarle su extraño ardor a Dédalo, el más refinado tallador y artesano del reino. Éste decidido a ayudar a la reina construyó entonces una vaca de madera que cubrió con un cuero de un animal recién desollado, y le puso al artefacto ruedas ocultas en las pezuñas para facilitar su desplazamiento. Luego condujo la engañosa máquina a Gortina donde el toro pacía entre la espesa vegetación, y le enseñó a la bella Pasifae el mecanismo de su invento asegurándole al marcharse que guardaría total silencio sobre esa aventura. Pasifae se desnudó e ingresó al interior de la simuladora máquina y esperó ansiosa a que el toro blanco advirtiera su asequible presencia y se dispusiera a cortejarla. Pronto el animal se acercó al artefacto y engañado por el olor del cuero comenzó a rondar a Pasifae hasta que decidió copular con ella. Y así la voluptuosa mujer estremecida por el dolor y el placer que el acto le producía, se entregó con toda su pasión al animal que sentía en los rechazos y aquiescencias, más placer que
con las otras hembras de la manada. El toro cautivado por la extraña vaca de madera y Pasifae por las brutales embestidas sexuales, repitieron el acto innumerables veces hasta desfallecer. Meses más tarde la delirante reina dio a luz a un monstruoso ser llamado Minotauro, violento engendro con cabeza de toro y cuerpo humano, que delataría a su esposo la increíble traición. Minos afligido al enterarse de esta manera del extravagante adulterio de su esposa, consultó a los dioses sobre un método para ocultar semejante deshonra, y ellos al verlo tan angustiado decidieron responderle. Y esta vez él con sumisión, obedeciendo el oráculo, ordenó a Dédalo que le construyera en Cnosos un gigantesco laberinto, con intrincados y oscuros pasadizos, para que nadie descubriera el hecho, destinado a esconder en su centro a su amada Pasifae y a su despiadado hijo el Minotauro.
Mesalina Vinicio El amor de Claudio el Idiota, Emperador Romano, por su esposa Mesalina, ha sido un ejemplo de devoción religiosa. Aunque el pueblo romano cantaba sórdidas coplas y en todos los festejos se hablaba de sus cínicas infidelidades, el emperador parecía ignorar las afrentas que diariamente le propinaba la deliciosa mujer. Los soldados permanentemente hacían juegos lingüísticos relativos a los divertimentos eróticos de ella, y aquellos que habían recibido los favores de la exuberante mujer se reproducían por todos los rincones de Roma como si fueran ratones. En nueve años de matrimonio, Claudio esclavizado por su pasión, ignoraba las ligerezas de su ávida mujer y no prestaba atención a los consejos de los amigos más cercanos, ni daba verosimilitud a las palabras irónicas, sobre ese caso que ya empezaba a ser tan escandaloso como de alto riesgo para el buen ejercicio del imperio. Un día, aprovechando la ausencia de Claudio en Bretaña, Mesalina en la cima de sus ardores, retó a las más famosas prostitutas de Roma para decidir quién era la mujer más equiparada para el goce sexual en la corrupta y esplendorosa ciudad, y las invitó al palacio para desarrollar la extraña competencia. A las más afamadas prostitutas se les organizó alcoba en el suntuoso recinto, lo mismo que a algunas esposas de generales y altos oficiales del ejército, que intentaban calmar así la fiebre producida por la ausencia de sus maridos que se hallaban en la campaña militar, participando en la ardiente y extenuante lid. La fecha determinada se dio inicio a la competencia con una asistencia multitudinaria de hombres que deseaban calmar sus ardores, animados por centenares de observadores y curiosos. La festiva noche comenzó a desarrollarse como un verdadero homenaje al placer carnal, y eventualmente Mesalina salía de su habitación para animar a sus ansiosas competidoras. Al amanecer, doce horas después, sólo quedaban en competencia una insaciable prostituta siciliana, de nombre Escila y la delirante Mesalina, que continuaba con todas sus destrezas llamando por turno a los cortejantes que hacían largas filas para poseerla. El clamor de la multitud alentándolas y las blasfemias de las damas de bien, se hicieron con el tiempo más agresivas. Pero la contienda fue definiéndose a favor de Mesalina, cuyas destrezas eran famosas en todas las
provincias romanas y muchas veces habían traspasado las fronteras. Derrotada Escila, fue sacada por sus amigas de los recintos del palacio, mientras Mesalina continuó atendiendo hombres durante varias horas más, hasta que el sol se encontró en su cenit, dando por liquidada la contienda y ciñéndose una corona de laureles que la proclamaba la mejor amante del imperio. Sin embargo después de esa comprobación inequívoca de su sabiduría erótica, debió reforzar la guardia asignada por el emperador para su protección con sus más fieles servidores, a fin de no ser asaltada cuando salía de paseo, por varios de los casi cuarenta hombres que la poseyeron esa noche inolvidable; pues algunos de ellos delirando de amor por ese intenso encuentro, recordaban sin cesar en forma vívida el haber estado con la irresistible manifestación de Venus en la tierra.
Sobre la lascivia de una mujer y la forma de curarla Las mil y una noches Cuentan que la hija de un sultán estaba locamente enamorada de un esclavo negro, a quien le había entregado su virginidad, y al que a toda hora suplicaba que la poseyera. Era imposible para la princesa estar unos minutos separada de su esclavo como si fuera víctima de un hechizo. Cierto día, atormentada por su delirio, le contó su situación a una de sus criadas y ésta después de oírla le dijo que se tranquilizara, que no existía nadie que sobrepasara a los monos en ser apasionados, y que en uno de ellos debería buscar su sosiego. Al poco tiempo ocurrió que al pie de la ventana del alcázar se detuvo un juglar callejero con un mono grande y vigoroso. Se descubrió la princesa el rostro, miró al animal y le guiñó el ojo. Al verla el simio se inquietó a tal punto que rompió sus cadenas y ligaduras, y subió hasta donde estaba la princesa, quien lo escondió en una cámara secreta, y allí noche y día, gozaba con él, y ambos comían, bebían y disfrutaban del insaciable placer del que eran arrebatados. Sin embargo llegó el día nefasto en que se enteró el sultán de ese amor escandaloso de su hija y enfurecido decidió matarlos a los dos. Pero ella informada por su fiel criada de las intenciones de su padre, meditó sobre lo que debería hacer y decidió disfrazarse de mameluco, montó en un caballo y cargó una mula con oro, piedras preciosas y sedas, y tomando a su amado mono, partió sin detenerse hasta llegar a Mizr. Se hospedó allí en una cabaña a las afueras y todos los días iba a comprar sus provisiones después de mediodía, pálida y debilitada por su intensa actividad erótica, hasta que viéndola a punto de desfallecer el carnicero del lugar se dijo para sí: Este mameluco debe tener una extraña historia. Y cuando a la mañana siguiente, según la costumbre, fue el falso mameluco a comprar la carne, decidió perseguirlo caminando a cierta distancia para no ser visto. –Lo seguí –contaba el carnicero– de una calle a otra, hasta que al fin llegó a
su domicilio entre los montes y penetró desapareciendo. Busqué un lugar para poder espiarlo y vi que hizo fuego para asar la carne, y comió de ella dándole una buena porción al mico, que comió con voracidad. Cambió después sus vestidos por unos femeninos muy ostentosos y entonces –seguía contando el carnicero– me enteré de que el mameluco no era un hombre sino una mujer de gran hermosura. Después bebió vino y le dio al mono, y comenzaron a acariciarse y observé como el ávido animal volteando a la mujer la cabalgó durante horas haciéndola estremecer más de diez veces, hasta que cayó desvanecida. La cubrió el mono con una fina seda y se fue al sitio que le asignó ella para dormir Me deslicé furtivamente dentro de la cueva, pero al advertir el simio mi presencia se arrojó furioso sobre mí con la intención de matarme, y me vi obligado a sacar mi puñal que manejo con destreza, y le hice un corte fatal en su vientre. Se despertó entonces por el alboroto la bella mujer y al ver al mono muerto dio un fuerte alarido y tanto fue su dolor que se desmayó cayendo rudamente a la tierra. Cuando recuperó el sentido me dijo con su voz desgarrada por la ira: –Hombre ruin, ¿por qué hiciste tan terrible acto? Te pido por Alá que hagas lo mismo conmigo. Sin embargo yo intenté calmarla y le aseguré que si me ayudaba podría hacer lo mismo que el ardiente animal, y se lo juré tantas veces que ella pareció serenarse, y al poco tiempo me pidió que nos acostáramos para hacer cumplir mi palabra. Comenzamos así ese día una feliz vida de casados hasta que semanas después ella se mostró ofendida porque me era imposible calmar su desenfrenada lujuria, y derrotado y triste acudí a una vieja curandera con el propósito de solicitarle su consejo, y después de contarle mi infortunio ella meditó y me dijo: –Tienes que traerme, joven desdichado, una vasija llena de vinagre y otra con varias ramas de vulneraria.
Me costó mucho trabajo conseguir la mágica hierba y cuando horas más tarde tenía sus dos encargos me dirigí donde la hechicera. Entonces vi que las puso al fuego mezclándolas. Luego me envió a que le hiciera el amor a mi princesa, y así lo hice hasta que desfalleció. Entró entonces la vieja y llevándola alzada, la sentó sobre la olla con la cálida infusión, para que el vapor penetrara por su vulva hasta que vimos desprenderse algo de su interior. Asustado me acerqué para observar y vi que eran dos lombrices, una negra y la otra amarilla, y me pareció que el deslumbrante hechizo había surtido efecto. Y la vieja me dijo: –La primera, es decir la negra, se engendró cuando se unió con el esclavo negro, y la segunda, la amarilla, al copular con el insaciable mono. Sin embargo ya ha sido liberada de su mal. Después la princesa recobró la conciencia y aunque vivió conmigo durante unos meses, nunca más me pidió que la copulara, porque Alá la había salvado completamente de su desmedida lujuria. Lo cual para mí, que había conocido la fuerza de su obsesión, nunca dejó de asombrarme.
El hortelano Giovanni Boccaccio Amigas mías, existen demasiadas personas estúpidas, a quienes les parece que una mujer por ponerse la toga blanca y el hábito negro, ha dejado de sentir los apetitos femeninos, como si al convertirse en monja se volviera de piedra. Y si escuchan algo contrario a esa creencia, se perturban como si hubiesen cometido un mal. Piensan también en forma errática que los trabajos del campo, las viandas frugales y las fatigas, eliminan los apetitos concupiscentes. Pero se equivocan y pretendo demostrarlo con esta curiosa narración. Existe en nuestro país un convento de monjas muy alabado por su santidad, del cual omitiré el nombre para que no pierda su prestigio. Hace algún tiempo vivían allí ocho monjas y la abadesa, todas jóvenes; además del hortelano que cuidaba el jardín. Este, no satisfecho con su salario, decidió regresar a Lamporecchio, su provincia natal. Ante su intempestiva renuncia, Masetto, un labrador joven y robusto, de la aldea cercana al convento, quiso asumir el empleo al enterarse de que había quedado vacante. –Yo trabajaba en un jardín grande y hermoso –dijo el que despreció su empleo–; iba a buscar leña al bosque, traía agua y hacía otras labores parecidas, pero ganaba muy poco dinero. Las monjas son jóvenes y como si tuviesen el diablo en el cuerpo nada les agrada. Durante todo el día renegaban de lo que hacía diciendo: Pon aquí aquello, y eso está mal hecho. Una tarde cansado de la ira de ellas decidí marcharme. Entonces me pidieron que si conocía alguien para ese oficio lo sugiriera, pero me dieron tan mal trato que yo no quiero recomendarles a nadie. Masetto al oír esto, quiso obtener el trabajo para cumplir allí sus más antiguos deseos, pero cautelosamente le dijo a su amigo: –Has hecho bien en renunciar. ¿Qué hace un hombre entre tantas mujeres? Mejor sería vivir entre diablos, porque ellas seis veces de cada siete nunca saben lo que quieren. Después de tales razonamientos, Masetto preparó la manera de presentarse en el convento. Sabía el oficio de su amigo Nuto pero temía no ser aceptado cuando lo vieran joven y apuesto. Y entonces pensó: El lugar está lejos y nadie me conoce. Fingiré ser mudo y por lástima me recibirán. Se presentó como un humilde hombre al convento, encontró al
administrador y con señas le pidió limosnas, ofreciéndose para cortar leña. Éste le dio comida y luego enseñó unos troncos, que el anterior jardinero, su amigo Nuto, no había podido cortar. Masetto lo hizo con rapidez y el administrador lo llevó al bosque para que cortara más leña; posteriormente se la hizo atar a un asno y lo envió con el animal al convento. Lo tuvo unos días más con él para que le ayudara a terminar algunas labores atrasadas, hasta que una mañana la abadesa le preguntó quién era. –Un pobre sordomudo –respondió el administrador–; me pidió limosna y yo le he encargado algunas oficios. Si conociera el trabajo del huerto podría quedarse; creo que sería el indicado porque es muy fuerte. Además, no habría peligro de que hablara con vuestras monjas. La abadesa asintió y dijo: –Tienes razón, intenta convencerlo. Regálale zapatos y un vestido usado y dale de comer para que pueda cumplir con su labor. El hombre prometió hacerlo. Masetto lo había oído todo, y se dijo a sí mismo: Cuidaré el huerto como nadie lo ha hecho. El administrador estaba contento de la forma en que trabajaba Masetto y le preguntó por señas si quería quedarse. Éste le respondió afirmativamente con la cabeza y le fue delegada la tarea de velar por el huerto y otras obligaciones necesarias para el buen funcionamiento del convento. Después de unos días de trabajar allí, las monjas comenzaron a molestarle, y como suponían que era mudo, le decían palabras injuriosas. Una tarde en que estaba descansando después de su ardua faena de hortelano, dos monjas creyendo que estaba dormido decían: –Si guardas silencio, te confiaría un pensamiento que tengo y tú también podrías disfrutarlo. La otra replicó: –Confíamelo, que no hablaré. –Ignoro si has pensado lo sobrias que somos –dijo la audaz mujer–, debido a que ningún hombre puede rebasar estas puertas, excepto el administrador por anciano, y éste por mudo. Yo he oído decir que el mayor placer de todos es el de el
hombre y la mujer. Y como por nuestra condición sólo podemos hacerlo con el mudo, podríamos intentarlo. Además sería lo más prudente, porque al no poder hablar, nunca sería revelado nuestro secreto. ¿Qué piensas? –¡Qué has dicho! –dijo la otra–. ¡Hemos prometido a Dios nuestra pureza! –¡Y cuántas cosas que nunca se cumplen se prometen día a día! –replicó la primera. –¿Y si quedáramos embarazadas? –reflexionó la más prudente. A lo que su amiga contestó: –Piensas en la tragedia antes de que llegue. Si sucede encontraremos alguna solución y nadie se enterará. La otra, al oír esto, sintió más deseos que la primera de probar qué clase de placer podría ofrecer un hombre. –¿Cómo lo haremos? –dijo. –Este momento es el propicio, pues todas nuestras compañeras pueden estar durmiendo. Debemos asegurarnos de que ninguna se encuentre en el huerto y entonces despertaremos al mudo y lo llevaremos a la cabaña próxima al manantial. Y mientras una goce con él, la otra estará vigilando, y él sin poder resistirse hará lo que queramos. Masetto escuchaba todo y se encontraba feliz de poder realizar sus sueños. Cuando ellas revisaron los alrededores, la más atrevida se dirigió hacia él y lo condujo a la cabaña, donde éste haciéndose el inocente se dejaba guiar por la ardiente monja. Después de gozar llamó a su compañera a quien Masetto también prodigó con su placer. Antes de marcharse volvieron a disfrutar al mudo, y las dos coincidieron en que era lo más dulce y exquisito que les había deparado la vida. A partir de esa tarde planearon las horas adecuadas para ir a retozar con el jardinero. Un día una monja desde su ventana las vio y le contó a dos compañeras. Estas decidieron acusarlas con la abadesa, pero cambiando rápidamente de opinión fueron a participar de Masetto, y gozaron de sus favores. Finalmente la abadesa ajena a lo que ocurría, se paseaba por el jardín una tarde calurosa, cuando encontró a Masetto, quien fatigado por haber amado toda la noche, estaba tendido bajo la sombra de un árbol. El viento había levantado sus ropas y se hallaba descubierto, tentación en la que sucumbió la abadesa como antes todas las
monjitas. Lo condujo a su cámara y allí lo tuvo varios días, causando gran desconsuelo entre las demás al ver que él no salía a labrarles el huerto. La abadesa en cambio, probaba la dulzura que reprobaba ante las otras. Le buscaba todo el tiempo hasta que el mudo pensó que seguir a ese ritmo no le reportaba ningún bien, y una noche dijo a la abadesa: –He escuchado, señora, que un gallo no basta para diez gallinas, pero ni diez hombres podrían satisfacer a una mujer, y a mí me toca cumplirle a nueve. Estoy agotado y ya no voy a perseverar más en ello, pues con lo que he hecho, no consigo ni lo poco ni lo mucho. Por tanto, o me dejáis ir con Dios, o ponéis el remedio. Ella, pasmada al oírle, dijo: –¿Qué significa esto? Creía que eras mudo. –Señora –respondió Masetto– lo era, pero no de una manera natural, sino por una enfermedad que me privó del habla, que precisamente he recuperado esta noche, por lo cual doy gracias a Dios. La abadesa le creyó y de inmediato preguntó qué era eso de servir a nueve mujeres. Masetto le contó todo, y la mujer ante tal confidencia decidió buscar remedio a la grave situación, para evitar que se difamara al santo convento. Como por aquellos días había muerto el administrador, las monjas explicaron a las gentes del pueblo que los méritos del santo protector del monasterio habían restituido el habla al hortelano, designándolo como administrador. Después tan diestramente se organizaron entre ellas, que el hombre pudo soportar sus ímpetus. Y aunque engendraron muchos monjitos, todo quedó silenciado hasta la muerte de la abadesa. Entonces Masetto, ya viejo, padre, rico y sin preocupación de mantener a sus hijos, retornó a su país natal afirmando que así trataba la suerte a aquel que le pone cuernos.
La sanguijuela MARQUÉS DE Sade El señor Gernande después de cenar me invitó a la mesa, y fue precisamente allí, donde vi a ese monstruo actuando de una forma tan terrible que creía estar engañada por mis ojos. Cuatro criados, entre los que se encontraban dos de los que me habían conducido al castillo, eran los encargados de servir aquella asombrosa cena. Ese episodio merece ser detallado y voy a intentar hacerlo sin exageración, segura de que lo ocurrido era habitual en ese palacio. Para comenzar sirvieron dos sopas, una de pasta de azafrán y la siguiente de cangrejos con jamón; luego lomo de res a la inglesa, ocho entremeses, cinco principios, cinco platos ligeros, una cabeza de jabalí en medio de ocho platos de asado y seis de fruta; helados, seis clases de vino, cuatro licores y café para terminar. El señor de Gernande comió de los diversos platos, devorando de muchos todo su contenido. Se agotaron doce botellas de vino, cuatro de Borgoña al comienzo y cuatro de champaña con el asado; el Tokai, el Moseau, el Hermitage y el Madera, fueron bebidos con los postres. Se terminó con dos botellas de licores de las Islas y diez tazas de café. El señor de Gernande se mostró tan entusiasta y activo al terminar la desmesurada cena, como si acabara de levantarse, hecho que me asombró, y acercándose me dijo con toda la cortesía: –Vamos a sangrar a mi esposa; ya me dirás, te lo ruego, si lo hago tan bien con ella como contigo. Dos muchachos que no conocía nos esperaban a la puerta del departamento de la condesa, y el conde me confió que tenía doce siervos, que le eran renovados cada año. Esos jóvenes me parecieron más hermosos que los anteriores y aparentaban ser más vigorosos. Todas las ceremonias que voy a relatar hacían parte de lo consuetudinario y eran las que el conde realizaba diariamente, variando solamente el lugar de las sangrías. La condesa que llevaba un vestido de muselina flotante se arrodilló cuando entró el conde, preparándose para satisfacer el terrible capricho de su esposo. –¿Estás dispuesta? –preguntó su esposo.
–A todo, mi señor –respondió ella con humildad–. Sabes bien que soy tu víctima y que sólo debes ordenar. En ese momento el señor Gernande me pidió que desnudara a su mujer y que se la llevara. Por más que tales horrores me repugnaran no tuve más opción que obedecer. Era una esclava y mi voluntad no intervenía en esos actos execrables. Despojé de su ropa a la señora y la conduje cerca de su esposo que yacía en un gran sillón. De acuerdo con el minucioso ceremonial, ella subió al sillón y ofreció a su esposo esa parte favorita que él había festejado tantas veces en mí y que era su predilección en seres de uno u otro sexo. –¡Abre señora! –le ordenó brutalmente el conde. Durante varios minutos la hizo tomar diversas posiciones, y él la entreabría o cerraba, y con el extremo de un dedo o con la lengua homenajeaba el angosto orificio; y siguiendo el curso de su pasión, la pellizcaba con rigor, la apretaba y le clavaba las uñas en su suave piel femenina. Cada vez que una herida manaba ponía sobre ella su boca. Con esos crueles preámbulos, yo retenía a su desdichada víctima y los dos jóvenes desnudos, arrodillados entre las piernas del conde usaban sus bocas para excitarlo. Fue entonces cuando vi sorprendida que aquel gigante monstruo, cuya presencia era terrorífica, casi no había alcanzado a ser un hombre, porque la más pequeña protuberancia de un niño de tres años era similar a la de este enorme y nefasto personaje. El conde saltaba de placer y sus espasmos eran muy intensos. Luego de esta primera escena se acostó en un diván y quiso que su mujer, a caballo sobre su rostro, le ofreciera con su boca, por medio de una estricta succión, los mismos placeres que hace poco le brindaban los jóvenes Ganímedes, quienes eran excitados con las manos por él. Las mías mientras tanto se ocupaban de sus nalgas. Lo acariciaba, lo manoseaba en todos los sentidos, tratando de lograr que alcanzara lo más alto de su placer. Pero después de un cuarto de hora infructuoso decidió cambiar a la condesa de posición, acostándola boca arriba y con los muslos muy abiertos. Ante el cuerpo de ella entreabierto, el conde fue presa de un furor, y comenzó a blasfemar lanzándose con una lanceta sobre ella, hiriéndola en forma superficial en cinco partes y bebiendo las pocas gotas de sangre que fluían de esos cortes. Estas primeras crueldades dieron paso a otras más descarnadas. El conde
volvió a sentarse dejando un breve sosiego a su esposa, y ocupándose de los dos jóvenes los obligó a acariciarse mutuamente, luego realizó una cadena de sexo oral con ellos. Su impotencia era tan radical que ni los mayores esfuerzos podían satisfacerlo: en ocasiones parecía experimentar espasmos agudos pero su cuerpo no manifestaba nada; y a veces me obligaba a chupar los miembros de los jovencitos hasta su consumación, para después ir a su boca a dejar el incienso que recogía de ellos. Finalmente los envió uno tras otro hacia la desgraciada condesa. Los hermosos jóvenes se acercaron a ella, la insultaron, la golpearon, la abofetearon, y entre mayor era su violencia, eran más elogiados por el conde. Mientras tanto el señor Gernande se ocupaba de mí. Me ordenó ponerme delante de él, con las nalgas a la altura de su rostro para él rendirle homenaje a su dios, pero sin torturarme. Ignoro por qué no me maltrató, tampoco a sus Ganímedes, pues sólo quería ensañarse con su esposa. Tal vez la condición de pertenecerle era un motivo para ser maltratada, o seguramente sólo le emocionaba la crueldad a causa de que los lazos matrimoniales le daban más intensidad a los ultrajes y así mismo más placer. Todo es factible en esas corruptas mentes, y aquello que más se aproxime a un crimen siempre será lo que más los hace llegar al delirio. Finalmente nos colocó a los jóvenes y a mí alrededor de su esposa, mezclados unos con otros; intercalando hombres entre nosotras, y todos presentándole el trasero. Primero nos contempló desde lejos y después se aproximó tocando, comparando, acariciando; los muchachos y yo nada teníamos que sufrir, pero cuando llegaba a su esposa la laceraba y atormentaba. Después volvió a cambiar la escena obligando a la condesa a ponerse boca abajo sobre un sofá y tomando a los dos jóvenes, los introdujo por turno él mismo en el estrecho camino ofrecido por la condesa de Gernande; permitiéndoles que se excitasen en ese reducido lugar pero ordenándoles consumar el sacrificio en su boca. Este acto fue demorado, y el conde enfurecido se levantó y quiso que yo reemplazara a la condesa; le rogué que no lo hiciera, pero se irritó más. Colocó a su esposa boca arriba sobre el sofá y me puso sobre ella, con el trasero hacia él; y allí ordenó a sus mancebos que me poseyeran por el camino prohibido; debía entonces excitar a la condesa con mis dedos y besarla en la boca. Para él la ofrenda era idéntica: cuando cada uno de sus mancebos iba a terminar después de unas idas y venidas, debía derramar en su boca el incienso que yo encendía. Cuando ellos acababan se adhería a mi espalda como si intentara reemplazarlos. –Inútiles esfuerzos –opinó–. No es esto lo que necesito... en realidad... en verdad... por lamentable que sea mi estado... no resisto más... ¡Vamos condesa! ¡Dame tus brazos!
Entonces él la tomó con brutalidad, la colocó como días antes había hecho conmigo: los brazos atados por dos lazos negros pegados al techo, y me encargó a que le pusiera las vendas. El conde revisó las ligaduras minuciosamente y las ajustó para que la sangre corriera con mayor fuerza. Después procedió a ejecutar su acto macabro.
El esclavo LEOPOLD VON Sacher–Masoch Súbitamente, se puso el chal y el sombrero, y tuve que acompañarla al bazar. Allí le enseñaron todos los látigos, algunos largos con mango corto, otros propios para perros. –Son muy buenos –dijo el vendedor. –No, son muy pequeños –contestó Wanda, mirándome de reojo–. Los quiero mayores. –¿Quizá para algún dogo? –Sí, como aquellos que se usaban en Rusia para los esclavos rebeldes. Al final eligió uno. Tenía un aire inquietante que me sorprendió. –Ahora adiós, Severino. Deseo hacer otras compras y no es preciso que me acompañes. Me despedí y fui a dar un paseo. Al regresar, vi a Wanda salir de una peletería. Me llamó. –Reflexiónalo bien –comenzó diciéndome de buen humor–. Nunca te he ocultado que tu seriedad y aire soñador me cautivan. Me fascina ver un hombre sincero entregarse enteramente a mí, extasiarse francamente a mis pies; pero, ¿cuánto durará ese encanto? La mujer ama al hombre, pero al esclavo lo pisa y lo maltrata. –Recházame con el pie, si te has cansado de mí. Deseo ser tu esclavo. –Yo veo que hay instintos peligrosos dormidos en mí –añadió Wanda al cabo de un rato– y que los despiertas, no ciertamente en tu provecho. ¿Qué dirías tú, tan hábil en pintar las sensaciones del goce, la crueldad y el orgullo, si yo ensayara todo en ti, como Dionisio que hizo quemar al inventor del buey de bronce, dentro de su misma creación para comprobar si sus lamentos y sus quejidos de muerte se parecían realmente al mugido del buey? ¿No podría yo ser un Dionisio hembra?
–Así sea, y mi sueño quedará realizado. Soy tuyo en bien y en mal. Te pertenezco; elige tú misma. La fatalidad me empuja, habita en mi corazón, de una forma diabólica, omnipotente. Luego encontré su nota: «Amado mío: Hoy no te veré, ni mañana, sino hasta pasado mañana y ya como mi esclavo. Tu dueña, Wanda.» Las palabras «como mi esclavo», estaban subrayadas. Leí una vez más el papel. Entonces recibí de buen agrado la mañana, y dispuesto a que me ensillaran como a un verdadero burro sabio, me dirigí a la montaña intentando ahogar mi dolor, engañar mis ardientes deseos en la majestuosa naturaleza de los Cárpatos. Ahora de vuelta, fatigado y hambriento, muriéndome de sed y de amor, me vestí rápidamente y poco después llamé a su puerta. –¡Adelante! Entré. Ella, con los brazos cruzados sobre el pecho, estaba en medio de la habitación. Frunció las cejas. Observé su traje de seda de un blanco desvanecido como el día, y su kazabaika escarlata, rodeada de un soberbio armiño. Sobre sus cabellos descansaba una diadema de diamantes. –¡Wanda! –fui hacia ella en ademán de abrazarla. Ella, midiéndome con la vista de arriba a abajo, retrocedió un paso. –¡Mi dueña! –me arrodillé y besé la orla de su vestido. –Está bien. –¡Cuán bella eres! –¿Te gusto? –preguntó con altanera satisfacción mientras se aproximó al espejo. –¡Voy a enloquecer! Hizo un gesto de desprecio y me contempló de una manera burlona a través de los párpados entornados. –Dame el látigo.
Miré a mi alrededor buscándolo. –¡No, continúa de rodillas! –se acercó a la chimenea, tomó el látigo, y mirándome mientras reía, lo hizo silbar en el aire. Luego se levantó muy despacio las mangas de la kazabaika. Yo murmuraba: –¡Admirable mujer! –¡Cállate, esclavo! –su mirada se llenó de un aire sombrío, casi salvaje, y me descargó un latigazo. Luego, instantáneamente pasó con mucha delicadeza su brazo alrededor de mi cuello y compasiva se inclinó hacia mí. –¿Te he hecho daño? –inquirió confusa y llena de angustia. –No –respondí–, mas si lo hicieras, los dolores serían un placer para mí. Si te agrada castígame otra vez. –Pero si no me causa ningún placer... Una extraña embriaguez se apoderó de mí. –¡Castígame –rogué–, castígame sin piedad! Wanda blandiendo el látigo me flageló dos veces. –¿Es suficiente? –No. –¿De veras, no? –Flagélame, te lo suplico, es un placer para mí. –Sí, porque no es de verdad y lo sabes, mi corazón no quiere hacerte daño. Este bárbaro juego me repugna; si yo fuera en realidad la mujer que azota a sus esclavos, te espantarías. –No, Wanda, te amo más que a mí mismo; me he entregado a ti en vida y muerte, y puedes hacer contra mí todo lo que sugiera tu orgullo.
–¡Severino! –Pisotéame –rogué y me tendí ante ella, de cara al suelo. –¡Aborrezco las comedias! –exclamó Wanda impaciente. –Maltrátame. Hubo una pausa inquietante. –Severino, ¡te lo advierto por última vez! –Si de verdad me amas, sé cruel conmigo, supliqué levantando los ojos hacia ella. –¿Si te amo? ¡Está bien! –retrocedió mirándome sombríamente–. Sé pues, mi esclavo y aprende lo que es haberse entregado a una mujer. Inmediatamente me dio un puntapié. –¿Qué tal, esclavo? Nuevamente blandió el látigo. –¡Levántate! Quise hacerlo. –¡Así no! ¡De rodillas! Obedecí y comenzó a darme latigazos. Los golpes llovían, vigorosos sobre mi espalda y mis brazos, cortando mis carnes, dejando una sensación de quemadura; pero este sufrimiento me transportaba porque venía de ella: la adorada; de aquella por quien yo estaba dispuesto en todo instante a entregar mi vida. Por fin se detuvo. –Comienza a gustarme este juego, sin embargo por hoy es suficiente; sólo tengo la diabólica curiosidad de indagar hasta dónde llega tu resistencia, la voluptuosidad cruel de sentir cómo tiemblas bajo mi látigo, ver cómo te doblas, oír
por fin tus gemidos, tus ayes y tus gritos de dolor, hasta que supliques y yo continúe hiriéndote sin piedad, hasta ver que pierdes el conocimiento y caes. Has despertado en mí instintos peligrosos. Ahora levántate. Me apoderé ávidamente de su mano para llevármela a los labios. –¡Qué audacia, no vuelvas a intentar hacerlo porque me enfureces y tendré que castigarte –dijo alejándome con el pie–. ¡Fuera de mi vista, esclavo!
Encuentro con tiburones Isidore LUCIEN Ducasse, Conde de Lautréamont Desde siempre buscaba un alma que se me pareciera, y no podía encontrarla. Pese a escudriñar con minucia todos los rincones del planeta, mi perseverancia resultó inútil. Sin embargo, no podía permanecer solo. Necesitaba de alguien que aprobara mi carácter, que tuviera las mismas ideas que yo. Una mañana en que el sol surgió del horizonte, en toda su magnificencia, se apareció también ante mis ojos, un joven cuya presencia hacía brotar flores a su paso. Se me acercó con la mano extendida: «He venido a ti que me buscas. Bendigamos tan feliz día». Pero yo le respondí: «Vete; no te he llamado; no necesito tu amistad...» Caía la tarde; la noche comenzaba a extender sobre la naturaleza la negrura de su velo. Una hermosa mujer, que yo apenas distinguía, extendió también sobre mí su encantadora influencia y me miró con piedad; sin embargo, no se atrevía a hablarme. Dije entonces: «Acércate para que pueda distinguir con claridad los rasgos de tu rostro; pues la luz de las estrellas no es suficiente para iluminarlos a esta distancia». Entonces, con andar recatado y la mirada clavada en el suelo, holló la hierba para dirigirse hacia mí. En cuanto la tuve cerca y pude descifrar su expresión le dije: «Veo que la bondad y la justicia se aposentan en tu corazón: no podremos vivir juntos. En este momento admiras mi belleza que a más de una ha conmovido; pero te arrepentirás, tarde o temprano, de haberme consagrado tu amor; pues no conoces mi alma. No porque te fuera infiel alguna vez: yo me entrego con igual confianza y abandono a la que con tanto abandono y confianza se entrega a mí; aprende esto para siempre: los lobos y los corderos no se miran con ojos tiernos.» ¿Qué necesitaba pues, yo, que con tanto asco rechazaba lo más hermoso que había en la humanidad?; no habría sabido decir lo que necesitaba. No estaba todavía acostumbrado a darme rigurosa cuenta de los fenómenos de mi espíritu, mediante los métodos que recomienda la filosofía. Me senté en una roca, junto al mar. Un navío acababa de desplegar todas las velas para alejarse de aquellos parajes: un punto apenas perceptible apareció de pronto en el horizonte y se acercaba, poco a poco, empujado por el viento y crecía a medida que ganaba proximidad. Una tempestad iba a iniciar sus embates y el cielo se oscurecía ya, hasta quedar de un negro casi tan horrendo como el corazón del hombre. El navío, que era un gran bajel de guerra, acababa de echar todas sus
anclas, para evitar que el fuerte oleaje lo barriera contra las rocas de la costa. El viento soplaba con furor y hacía trizas las velas. Los truenos retumbaban en medio de los relámpagos pero no podían acallar los gritos y las lamentaciones que se escuchaban en la casa sin fundamentos, sepulcro móvil. La agitación de esas masas acuosas no había logrado romper las cadenas de las anclas, pero sus sacudidas habían entreabierto un camino al agua en los flancos del navío. Brecha enorme, pues las bombas no dan abasto para evacuar las masas de agua salada que se abaten como montañas sobre el puente. El navío dispara cañonazos de alarma y comienza a hundirse con lentitud... con majestad. Quien no haya visto una embarcación hundiéndose en el huracán, entre la intermitencia de los relámpagos y la oscuridad más profunda, cuando muchos se encuentran abrumados por la desesperación, ignora los accidentes de la vida. Finalmente, de entre los flancos de la nave brota un grito universal de dolor inmenso, mientras el mar redobla sus inmisericordes ataques. Es el grito que obliga a lanzar el abandono de las fuerzas humanas. Todos se envuelven en el manto de la resignación y depositan su suerte en las manos de Dios. Retroceden apretujándose como un rebaño de corderos. El navío en peligro dispara cañonazos de alarma; pero se hunde con lentitud... con majestad. Han hecho funcionar las bombas durante todo el día. Esfuerzo inútil. Ha llegado la noche, espesa, implacable, para colmar tan maravilloso espectáculo. Todos se dicen que, una vez en el agua, no podrán ya respirar; pues por lejos que lleven su memoria no encuentran ningún pez entre sus antepasados; pero se exhortan a contener el aliento el mayor tiempo posible, para prolongar la vida dos o tres segundos más; es la vengativa ironía que quieren dedicar a la muerte... El navío en peligro dispara cañonazos de alarma; pero se hunde con lentitud... con majestad. Ignoran que el barco, al hundirse, provoca una poderosa circunvalación de las olas alrededor de sí mismo; que el cenagoso limo se ha mezclado con las turbias aguas y que una fuerza procedente de abajo, respuesta a la tempestad que causa sus estragos arriba, imprime al elemento entrecortados y nerviosos movimientos. Así, pese a la provisión de sangre fría que atesora de antemano, el futuro ahogado, luego de profunda reflexión, debe sentirse satisfecho si prolonga su vida, en los torbellinos del abismo, durante la mitad de una respiración ordinaria –si somos generosos. Les será pues imposible burlarse de la muerte, supremo deseo. El navío en peligro dispara cañonazos de alarma: pero se hunde con lentitud... con majestad. Es un error. No dispara ya cañonazos, no se hunde ya. La cáscara de nuez ha desaparecido por completo. ¡Cielos! ¡Cómo se puede vivir todavía, tras haber gozado tantas voluptuosidades! Acababa de concedérseme ser testigo de las mortales agonías de varios de mis semejantes. Minuto a minuto seguí
las peripecias de sus angustias. A veces, el bramido de una anciana, enloquecida de espanto, primaba sobre todo lo demás. Otras, sólo el vagido de un infante impedía escuchar las órdenes de maniobra. El bajel estaba demasiado lejos como para percibir con claridad los gemidos que el viento me traía, pero yo los aproximaba con mi voluntad y la ilusión óptica era completa. Cada cuarto de hora, cuando una ráfaga de viento, más fuerte que las demás, alzando sus acentos lúgubres a través del grito de los aterrorizados petreles, dislocaba el navío con un crujido longitudinal y aumentaba los lamentos de quienes iban a ser ofrecidos en holocausto a la muerte, yo me hundía en la mejilla una aguzada punta de hierro y pensaba para mí: «¡Más sufren ellos!». Así tenía, por lo menos, un término de comparación. Les apostrofaba desde la orilla, lanzándoles imprecaciones y amenazas. ¡Me parecía que debían oírme! ¡Me parecía que mi odio y mis palabras, salvando la distancia, aniquilaban las leyes físicas del sonido y llegaban claras, a sus oídos ensordecidos por los mugidos del furioso océano! ¡Me parecía que debían pensar en mí y exhalar su venganza en impotente rabia! De vez en cuando, lanzaba una mirada hacia las ciudades dormidas en tierra firme, y, viendo que nadie sospechaba que un buque iba a hundirse a poca distancia de la orilla, con una corona de aves de rapiña y un pedestal de gigantes acuáticos de vacío vientre, recobraba el valor y recuperaba la esperanza, ¡su perdición era, pues, segura! Sólo como precaución, había ido a buscar mi fusil de doble cañón por si algún náufrago sentía la tentación de llegar a nado hasta las rocas, para escapar de la muerte inminente, porque si esto sucediera, una bala disparada por mí le daría con precisión en su hombro y le impediría cumplir su deseo. En lo más intenso de la tempestad divisé, nadando sobre las aguas, con esfuerzos desesperados, a un hombre de cabeza enérgica con el cabello erizado. Tragaba litros de agua y se hundía en el abismo, sacudido como si fuera un corcho. Pero pronto aparecía de nuevo, los cabellos chorreantes y con la mirada clavada en la orilla, parecía desafiar a la muerte. Su sangre fría era admirable. Una herida sangrante, provocada seguramente por la punta de algún escollo oculto, cruzaba su rostro intrépido y noble. No sobrepasaría los dieciséis años y con la luz de los relámpagos que iluminaban la noche, se podía percibir sobre su labio apenas la pelusa del melocotón. Ahora estaba solo a doscientos metros del acantilado; y yo podía verle sin dificultad. ¡Qué valentía! ¡Qué espíritu indomable! ¡Parecía que se estuviera burlando del destino cuando hendía con vigor las olas, cuyos surcos se abrían difícilmente ante él sin claudicar la firmeza de su testa! ...Yo lo había decidido con antelación, y me debía a mí mismo el cumplir la promesa: la hora postrera había sonado para todos, nadie podía escapar. Esa era mi determinación y nadie la cambiaría... Se oyó un sonido seco y la cabeza se hundió de inmediato para no reaparecer más. Este crimen no me complació tanto como podría suponerse, precisamente porque estaba hastiado de matar y lo hacía ya por una simple
costumbre de la que no se puede prescindir, aunque solo produzca un goce insignificante. Los sentidos ya están embotados, tensos, endurecidos. ¿Qué voluptuosidad podía experimentar ante la muerte de aquel ser humano cuando había más de un centenar que me iban a ofrecer el espectáculo de su combate con las olas, una vez el navío se hundiera por completo? Además, en aquella muerte yo no tenía siquiera el acicate del peligro, pues la justicia humana, acunada por el huracán de esa noche horrenda, dormitaba en las casas, a pocos pasos de mí. Hoy, al cabo del tiempo, con el insoslayable peso de los años sobre mi cuerpo, lo expreso con sinceridad y como una verdad suprema y solemne: yo no era tan cruel como se dijo luego entre los hombres, aunque a veces la maldad produjera perseverantes estragos durante años enteros. Sin embargo a veces no había límites a mi furor, sufría accesos de crueldad y me convertía en una bestia terrible para quien se pusiera al alcance de mis ojos huraños, siempre y cuando perteneciera a mi raza. Si se trataba de un caballo o de un perro, los dejaba pasar: ¿oyeron lo que acabo de decir? Desgraciadamente era presa de uno de esos accesos, la razón me había abandonado la noche en que ocurrió aquella tempestad (porque en realidad yo era muy cruel pero prudente) y creí que todo lo que cayera en mis manos en esa oportunidad, debía perecer; y no pretendo ahora excusarme de mis desmanes. No toda la culpa es de mis semejantes. Me limito apenas a decir las cosas como son, a la espera del juicio final que me obliga a rascarme la nuca de antemano. Cuando cometo un crimen sé lo que hago: ¡No quería hacer otra cosa! De pie sobre la roca, mientras el huracán agitaba mi melena y hacía ondear mi manto, espiaba casi en elación mística, la fuerza de la tempestad que se cebaba en el buque, bajo un cielo sin estrellas. Contemplé, en actitud triunfante todas las incidencias de aquel drama, desde el momento en que la embarcación echó sus anclas hasta el instante en que se hundió en fatal envoltura arrastrando a las entrañas del mar, a quienes se habían revestido con ella, como si fuera un manto. Se aproximaba el momento en el que yo mismo iba a involucrarme, como importante actor en esas escenas de la naturaleza convulsionada. Cuando las condiciones de visibilidad del sitio donde el buque había librado su combate, permitieron ver con claridad que éste había naufragado y pasaría el resto de sus días en la planta baja del mar, algunos de los sobrevivientes que habían sido arrastrados por las olas reaparecieron en la superficie. En fatal desesperación se agarraban unos a otros de los brazos, de dos en dos, de tres en tres, sin caer en la cuenta que ese era el medio más seguro para no salvar sus vidas pues esto dificultaba sus movimientos y se hundían entonces como cuencos agujereados... ¿Qué significa ese ejército de monstruos marinos que corta las olas a gran velocidad? Cuento seis; sus aletas natatorias son vigorosas y les permiten abrirse
paso en las olas de varios metros de altura. Todos esos seres humanos, que agitan inútilmente sus cuatro miembros en ese continente de poca firmeza, pronto se convierten en una tortilla sin huevos para los tiburones que se la distribuyen según la ley del más fuerte. La sangre se entremezcla con las aguas. Las feroces pupilas de las bestias alumbran apenas la escena de la carnicería. ¿Qué es ese tumulto de las aguas, allá, en el horizonte? Diríase una tromba que se acerca. ¡Qué manera de nadar! Descubro lo que es. Un enorme tiburón hembra se acerca a tomar su parte del picadillo de hígado y a comer papilla fría. Está furioso y hambriento. Entabla una lucha con los demás tiburones para disputar los miembros aún palpitantes que flotan aquí y allá en la superficie de la crema roja. Lanza, a diestra y siniestra, dentelladas que producen heridas mortales. Pero tres fuertes tiburones rodean a la hembra obligándola a girar violentamente en todos los sentidos para desbaratar sus maniobras. Con una emoción creciente, desconocida hasta entonces, el espectador emplazado en la orilla sigue esa batalla naval de nuevo género. Tiene los ojos fijos en el valeroso tiburón hembra, que exhibe dientes tan fuertes. Sin vacilar se lleva la mira del fusil a la cara y, con su destreza habitual, consigue alojar su segunda bala en las agallas de uno de los tiburones, cuando éste se deja ver en la cresta de una ola. Entonces quedan dos tiburones que dan muestra del mayor encarnizamiento. Desde la cúspide de la roca, el hombre de la baba salobre se lanza al mar y nada hacia la alfombra de color agradable llevando en la mano el cuchillo de acero que nunca le abandona. A partir de entonces cada tiburón tendrá que vérselas con un nuevo enemigo. Avanza con ímpetu hacia su fatigado adversario y, tomándose su tiempo, le hunde en el vientre la hoja afilada. La ciudadela móvil se libra con facilidad de su último adversario... El nadador y el tiburón hembra que él ha salvado se encuentran frente a frente. Se miran fijamente a los ojos por breves instantes y cada uno se asombra a su vez de encontrar tanta ferocidad en la mirada del otro. Giran en redondo sin perderse de vista diciendo cada uno para sí: «me he equivocado hasta ahora, he aquí a uno más perverso y malvado que yo». Entonces, como si estuvieran de acuerdo y entre dos aguas se deslizaron el uno hacia la otra transidos de admiración, el tiburón hembra hendiendo el agua con sus aletas, Maldoror abriendo las ondas con sus brazos; contuvieron su aliento en gesto de profunda veneración, deseosos ambos de contemplar, por primera vez, su vivo retrato. Cuando estuvieron a una distancia de unos tres metros, sin mayor esfuerzo, cayeron bruscamente el uno contra el otro, como dos amantes; se estrecharon con dignidad y gratitud, en un abrazo tan tierno como el de hermano y hermana. Los deseos carnales no tardaron en suceder a esta demostración de amistad. Dos nerviosos muslos se adhirieron estrechamente a la piel viscosa del monstruo como dos sanguijuelas, y con los brazos y las aletas enlazadas alrededor del cuerpo amado al que abrazaban con ardor, sus gargantas y sus pechos se convirtieron pronto en una masa glauca con aroma de algas
marinas que se deslizaba ajena a la tempestad que seguía rugiendo. Alumbrados por la luz intermitente de los relámpagos, con la ola espumosa como lecho nupcial, mecidos por una corriente submarina y rodando sobre sí mismos hacia las desconocidas profundidades del abismo oceánico, se unieron por fin en un acoplamiento prolongado, horrendo y casto... ¡Por fin había encontrado a alguien parecido a mí... ¡Ya no estaría solo en el universo!... ¡Ella, mi tiburón, tenía también mis ideas!... ¡Estaba frente a mi primer amor!
Misterios de Safo Cydno de Mitilene Safo además de ser la profetisa de nuestra religión amorosa es nuestra inspiradora y nuestra guía. Es la diosa a la que adoramos bajo la imagen de la luna. Todos los años, durante una noche de plenilunio de primavera, Cydno y sus discípulas festejamos los misterios de Safo. Las violetas sagradas invaden nuestro templo. Las imágenes viriles –pinturas, esculturas, tótems– se ocultan bajo un oscuro velo; o se arrojan al mar si la cálida diosa inspira a alguna de nosotras a deshacernos de los objetos sacrílegos. ...No puedo seguir. Tengo terror de exceder los límites de mi condición de sacerdotisa: existen misterios cuya revelación podría pagar con mi vida y después de muerta deshonrarían mi memoria. Sin embargo, como estos epigramas serán guardados con mis cenizas cuando llegue la muerte, liberaré ahora mi corazón con las siguientes confidencias. Cumplimos las purificaciones y los preparativos rituales. Y durante la ceremonia cantamos un himno que me es prohibido escribir. Durante el rito anual, es importante para darle toda su dimensión al acto, que una de nuestras hermanas, víctima de padecimientos físicos o de los espíritus de la voluptuosidad incontenible, se entregue feliz al altar de sacrificio, buscando con ansiedad terribles emociones que aún no ha podido descubrir. Aquella que desea morir, elige entre nosotras a las cinco que más ama. Y aunque podemos rechazar la alta distinción para ser reemplazadas por otras, jamás ha ocurrido que alguna de las elegidas eluda el honor de acompañar a la víctima en el inicio de su laberíntico viaje, desdeñando los sublimes goces que la última despedida le concederá. Porque nuestras costumbres son distintas a las de los demás pueblos, nuestra moral pocas veces coincide con la de las tierras del exilio. Por tal motivo no dudamos en ayudar a morir a quien voluntariamente persigue ese estado como un cese a sus dolores o como la fuente de insuperables delicias. Las cinco oficiantes desnudan a la voluntaria víctima, y mientras la maceran en baños de exquisitos aromas, las demás nos distribuimos en grupos de tres o
cuatro formando un círculo alrededor de aquellas que en extensos lechos de placer, junto a las cráteras de bronce colmadas de deliciosos vinos, realizarán el sacrificio. Perfumadas y desnudas las elegidas atan a la víctima entre dos columnas del palacio, decoradas con violetas oscuras y rosas alexandras. Entonces la más joven toma cinco delgadas flechas de plata y las reparte entre las victimarias, quienes se aprestan a vendar los ojos de aquella que ha decidido abandonarnos. Se escucha una melodía suave que invita al ensueño y prepara nuestros corazones para consagrar el sacrificio. Obedeciendo a una ceremonia estricta, las sacerdotisas rodean a la víctima de la enfermedad o de la lujuria, y lanzando las saetas en su cuerpo desnudo le otorgan su liberación. Dos flechas son clavadas arriba de sus senos; otra en el muslo izquierdo más abajo de su pubis; la cuarta en la espalda entre el hombro derecho y la nuca, y la última en la parte más protuberante de la nalga del mismo lado... A los gritos del suplicio, muchas de nosotras estremecidas por el terror, esconden sus rostros en los almohadones de los lechos, y todas nos sentimos conmovidas por un sombrío delirio voluptuoso. Este instante es el de los alaridos, los besos hirientes, los sollozos desoladores y las libaciones de consuelo. El dolor transforma la música de las cítaras, las flautas y los tamboriles. Poco a poco vamos recuperándonos, ávidas de un espectáculo que sólo hasta el año siguiente será posible disfrutar, a menos que una circunstancia desfavorable lo postergue. La víctima que se desangra lentamente por las pequeñas heridas, desfallece sobre su lecho mortal. Una de las escogidas entreabre las piernas y se sienta sobre su rostro dejándose besar el sexo, en el que la agonizante hunde con insuperable febrilidad el dardo de su lengua. La que goza esta última ofrenda, besa alternativamente uno y otro seno de la viajera, por los que fluye en purpúreos hilillos la sangre de las heridas. Una sacerdotisa arrodillada ante el lecho se baña el rostro con la sangre que mana de su muslo, y hunde su lengua estremecida por el aroma acre del rojo líquido en esa vulva que ya no conocerá más placer, y la acaricia con la voluptuosidad de quien no ignora que ofrece a un ser el deleite póstumo. Dos oficiantes jóvenes pasan suavemente sus bocas y dedos desde la planta de los pies hasta la garganta agónica, deteniéndose en sus flancos convulsos. Y
otra, besa su espalda afanosamente y la penetra con un bastoncillo de plata que le conmueve las entrañas... Al consumarse esta compleja cópula, se apodera de nosotras un delirio indescriptible y absoluto. La víctima, excitada por tantos contactos sexuales, llora, grita, muerde, jadea, convulsiona, poseída por los espasmos del placer y el padecimiento que se mezclan brutalmente en su interior. Sus gozadoras se adhieren a ella, ebrias de sangre y de muerte, profundizando las heridas de las mortales saetas con sus cuerpos estremecidos por la lujuria. Y todas las espectadoras agotando el vino de las cráteras para calmar la sed de nuestros labios resecos por tanto ardor, nos poseemos con salvajismo, con la mirada extraviada por el furioso deseo, por la embriaguez y por la contemplación desgarradora del sacrificio. Y al amanecer, cuando despertamos y nos preparamos para la cremación de la que decidió partir, advertimos horrorizadas que una de las oficiantes se ha dormido con la boca hundida en el inmóvil sexo de la muerta.
Historias de mujeres Pierre Louys El árbol Me despojé de la ropa para subir a un árbol: mis muslos desnudos abrazaron la corteza húmeda y lisa, mis manos pisaron sus ramas. Luego en lo alto, entre sus hojas y defendida del calor por su generosa sombra, me puse a caballo sobre una horquillada rama balanceando los pies en el aire. Había llovido. Las gotas que caían del follaje se deslizaban por mi piel. Mis manos estaban manchadas de musgo y mis pies que habían caminado sobre las flores estaban teñidos de rojo. Cuando el viento pasaba a través de la copa todavía empapada, el árbol se estremecía, y yo entonces apretaba más las piernas y posé mis labios entreabiertos en la nuca musgosa de una rama. Las confidencias Al día siguiente fui a la casa de mi bella amiga de infancia y tan pronto nos vimos quedamos en silencio, ruborizadas. Ella me hizo entrar en su cuarto para estar a solas. Tenía tantas cosas que decirle, tantos deseos que confiarle, pero al ver su rostro se me olvidaron. No me atrevía a arrojarme a su cuello, sólo podía admirar su talle alto, la forma contorneada de su cuerpo, sus dulces ademanes. Me asombraba que su cara no hubiese cambiado, que fuese tal como era antes, a pesar de haber aprendido muchas cosas que me asustaban. De pronto me senté sobre sus rodillas y abrazándola le hablé al oído precipitadamente, confiándole mis secretos con avidez. Entonces ella acercando su cara a la mía, con voz trémula, me habló de su pasión. Primer epitafio En el país donde nacen los manantiales y donde el lecho de los ríos está conformado de hojas de roca, yo Bilitis, he nacido.
Mi madre era fenicia y Damófilos, mi padre, heleno. Ella me enseñó los cantos de Byblos, tristes como el alba primera. He adorado a Astarté en Chipre. Conocí a Pasafa en Lesbos. Y ha sido escrito todo lo que he amado. Sí, he vivido deliciosamente. Caminante, díselo a tu hija. Y no sacrifiques por mí la cabra negra: pues sólo deseo que en dulce libación le aprietes la opulenta ubre sobre mi tumba.
El mirón subrepticio Henry Barbusse ¿Te das cuenta que no hay nadie? Y una mano señaló la cama destendida, los percheros sin prendas, la mesa desierta: esa devastación cuidada que muestran las habitaciones vacías. Después, frente a mis ojos, esa mano se puso a temblar como una hoja. Yo podía escuchar los latidos acelerados de mi corazón. Las voces susurraron: –Estamos solos... Nadie nos ha visto. –Se diría que es la primera vez que estamos solos. –No obstante nos conocemos desde siempre... Se escuchó una risita. Daba la impresión que tuvieran urgencia de su soledad, primera etapa de un misterio al que se encaminaban juntos. Se habían escapado de los otros; se los habían quitado de su rededor. Estaban construyendo una soledad prohibida. Pero bien se veía, que, luego de hallar la soledad, ya no sabían qué más buscar. Entonces escuché un balbuceo desolado, casi un sollozo: –Nos queremos tanto... Luego subió hasta mi mirilla una frase tierna, jadeando, ensayando las palabras, poco segura, como un pájaro pequeñito: –Quisiera quererte más. ...Contemplándolos así inclinados uno hacia otro, en la cálida sombra que los envolvía y velaba las edades en sus rostros, se hubiera podido pensar en dos amantes que se acercaban. ¡Dos amantes! Eso era lo que soñaban ser, sin saber bien qué significaba aquello.
Uno de los dos dijo: la primera vez. Era la primera vez que les parecía estar solos, no obstante haber crecido juntos... Se incorporaron de repente y el delgado rayo de sol que los recorría hasta caer a sus pies, dibujó su forma, les iluminó la cara y el pelo, de manera que su presencia le dio claridad al cuarto. ¿Se irían, me dejarían abandonado? No volvieron a sentarse y todo se sumió otra vez en la penumbra, en el misterio, en su verdad. ...Al observarlos, experimentaba una mezcla confusa de mi pasado y del pasado del mundo. ¿Dónde estaban? En todas partes, ya que estaban... Ellos están a orillas del Nilo, del Ganges, del Cydno, al borde del eterno curso de las edades. Son Dafnis y Cloe, junto a un matorral de mirto, arropados en la luz griega, iluminados por un verde reflejo del follaje mientras sus rostros se reflejan el uno en el otro. Su balbuceo confuso zumbaba como el batir de alas de abejas, junto al frescor de las fuentes y frente al calor que calcina los campos, cuando en la lejanía se mueve un carro rebosante de gavillas y de azul. El mundo se abre otra vez; la verdad descarnada aflora. Están desasosegados, les atemoriza la posibilidad de una aparición brusca de alguna deidad; son desventurados y dichosos; están lo más cerca posible pues se han ofrecido uno a otro cuanto pueden. Pero ni siquiera sospechan lo que se brindan. Son demasiado pequeños, demasiado jóvenes; todavía no existen; cada uno es para él mismo un oscuro enigma. Al igual que todos los seres, que yo, que nosotros, quieren lo que no tienen, mendigan. Pero piden limosna a ellos mismos, piden ayuda a sus presencias, a sus personas. Él, un hombre, y ya empobrecido por su compañera, arrastrándose hacia ella, le tiende los brazos inseguros y torpes, y no se atreve a mirarla. Ella, mujer en su plenitud ha echado hacia atrás su cara en la que se destacan sus ojos brillantes, es un tanto regordeta y sonrosada. La piel de su cuello, satinada y tensa, palpita: es, entre su cara y su seno, el punto preciso y delicado de su pulso. Medio cerrada, un poco voluptuosa por lo que ya está emanando de ella, parece una rosa que se respira a sí misma. Se ven sus piernas torneadas hasta las rodillas, lleva medias amarillas de hilo; el vestido que envuelve su cuerpo le da la apariencia de un ramillete.
Y yo no podía apartar la vista de sus gestos, y bebía ese espectáculo, con el ojo pegado al agujero, como un vampiro. Al cabo de un largo silencio, él inquirió: –¿Quieres que nos tratemos de usted? –¿Por qué? Parecía absorto en el esfuerzo de concentrar la atención. –Para volver a empezar –dijo al fin. E insistió: –¿Quiere usted? Ella tembló visiblemente ante esta nueva manera de hablarse, de ese usted que asumía la forma de primer beso. Se aventuró a decir: –Parece que fuera una cosa que nos cubría y que de pronto nos quitan... Ahora él fue un poco más atrevido: –¿Quiere usted que nos besemos en la boca? Ella se sintió sofocada y no pudo sonreír del todo. –Quiero –dijo. Se abrazaron. Alargaron los labios y se llamaban en voz baja, como en un gorjeo de pájaros. –Juan... –Elena... Era lo primero que inventaban. ¿Besar no es acaso la caricia más tiernamente menuda que se puede hacer y que anuda los lazos más estrechos?
Otra vez me pareció que ese par ya no tenía edad. Al tomarse las manos, juntar los rostros, trémulos y ciegos en la sombra del beso, caían en el estereotipo de todos los amantes. Pero se detuvieron de pronto, se apartaron de la caricia que no sabían usar todavía. Tornaron al diálogo inocente de antes. ¿De qué hablaban? Del pasado, tan próximo y breve todavía. Estaban saliendo del paraíso de la infancia. De su dorado no saber. Conversaron sobre la casa y el jardín donde habían residido. Esa casa los preocupaba. Se levantaba en medio de un jardín cercado por una tapia, de suerte que desde el camino, solamente se veía lo alto del tejado y las habitaciones quedaban al abrigo de las miradas de los transeúntes. Susurraron: –Qué grandes eran las alcobas en la casa de nuestra infancia... En el jardín, tan cuidado y tranquilo, sólo pensaban en las flores... Todavía ayer en aquel jardín eran como hermano y hermana. Con la vista abarcaban la alberca, la alameda cubierta y el cerezo, que, en invierno, cuando el césped está blanco, tiene demasiadas flores. De pronto ella se irguió y dijo: –No quiero acordarme más. Él comentó: –No quiero que nos parezcamos. Ya no deseo que seamos hermanos. Lentamente abrieron los ojos. –¡No tocarse más que las manos! –murmuró él con un ligero temblor en la voz. –Ser hermanos no es nada. Al fin estaban en la hora de las grandes decisiones, de morder los frutos prohibidos. Era el momento de hacer de ellos lo que quisieran, de responder a la voz ancestral del deseo.
Pocos días antes, al caer la tarde habían saboreado ya las mieles de la desobediencia, cuando salieron al jardín, contra el veto de los mayores. –Yo tomé su mano, rememoró el muchacho, y percibí su emoción. Volvieron a juntar sus labios. Sus bocas y sus ojos eran los de Adán y Eva eternizados en la primera experiencia amorosa de todos los mortales. Vagaban en la luz brillante del paraíso sin saberlo; eran sin ser. Cuando –por el efecto del triunfo de la curiosidad prohibida nada menos que por Dios en persona– llegaron a descubrir el secreto, conocieron la separación acariciante y vislumbraron la poderosa voluntad de la carne, el cielo se oscureció. Cayó sobre ellos la certidumbre de un porvenir de dolor. Los ángeles, como buitres, los arrojaron del edén. Rodaron por la tierra, día a día. Habían creado el amor y sustituido la riqueza divina por la pobreza de ser el uno para el otro. Esos dos adolescentes ocuparon ahora su lugar en el eterno drama. Hablaban dándole al tuteo la importancia reconquistada. –Quisiera quererte más, con más fuerza, pero no sé cómo... Quisiera hacerte daño y tampoco sé... No conversaban más, como si hubieran agotado las palabras. Estaban al borde de ellos mismos y yo alcanzaba a percibir el temblor de sus manos. Se dejaban llevar por la inspiración de sus manos, iban a tientas hacia la dicha extraña y trágica, hacia el pecado delicioso que se comete al mismo tiempo, hacia el enlace por el cual dos seres vuelven a nacer, íntimamente confundidos, como un sólo ser informe. No podía distinguirlos... Me pareció que él tendía las manos hacia ella, mientras ella le aguardaba con los ojos resplandecientes. Vislumbraba que, en la ardiente sombra que los envolvía, él estaba a medio vestir y que entre la confusión de las ropas, se erguía triunfante su desnudez... flor inusual, que es la misma cosa que su entraña, que toda su carne, que su corazón... Y que los enlaza como un misterio vivo... ...Sin duda, él le había quitado la falda porque hasta mi escondite llegó esta frase exhalada muy bajo, confundida en el silencio terrible: –Es tu boca de verdad. Y yo me estremecía por encima de ellos, sintiendo un amor sin límites por la
verdad que despedazaba mi cuerpo sobre la pared... Y como si mi aliento los quemara... se levantaron atemorizados. Habían terminado. Y la ardiente aventura cuyo preludio, por casualidad había presenciado, continuaría en otra parte y en otro lugar culminaría. Se habían incorporado apenas cuando se abrió la puerta. La abuela estaba ahí asomándose. Como si llegara de la oscuridad del pasado. Escudriñaba el cuarto. Los llamaba a media voz, con infinita dulzura. –¿Están ahí, muchachos? –¿Qué hacen? Vengan rápido que los están buscando.
El impostor Guillaume Apollinaire El excelentísimo general Kocodrilof no puede recibirle ahora. Está mojando el pan en sus huevos pasados por agua. –Pero –respondió el príncipe Mony al portero– yo soy su oficial de órdenes. Los petersburgueses son ridículos con sus estúpidas sospechas. ¡Acaso no ven mi uniforme! Me han llamado a San Pertersburgo con urgencia y espero que no sea para escuchar las tontas disculpas de los porteros. –Muéstreme su documentación –replicó el guardia, un tártaro enorme. –¡Aquí está! –dijo agresivamente el príncipe poniéndole el revólver bajo la nariz al aterrado portero que se inclinó para dejar pasar al oficial. Mony haciendo sonar las espuelas, subió rápidamente al primer piso del palacio del general príncipe Kocodrilof, con quien debía salir hacia el Extremo Oriente. Todo parecía vacío y Mony, que sólo había visto a su general el día anterior en una recepción ofrecida por el zar, se inquietó ante esa extraña acogida. No obstante el general lo había citado y él se presentaba a la hora fijada. Se adentró en un inmenso salón desierto y sombrío. Lo atravesó murmurando: –Ya no puedo detenerme, el juego ha comenzado. Continuaré mis investigaciones. Abrió una puerta que se cerró estrepitosamente a sus espaldas, penetró en una estancia más oscura que la anterior. La voz dulce de una mujer preguntó en francés: –Fedor, ¿eres tú? –¡Sí, amor mío! –dijo Mony en voz baja decidido a realizar la impostura, sintiendo los intensos latidos de su corazón. –Se encaminó presuroso al lugar de donde surgía la voz y se encontró con una amplia cama. Había una mujer acostada completamente vestida. En la
penumbra ella abrazó y besó a Mony apasionadamente. Él correspondió a sus generosas caricias. Luego levantó su falda y la mujer comenzó lentamente a separar las piernas. No llevaba bragas y un delicioso perfume a hierba emanaba de su piel satinada, mezclándose con el aroma del odor di femina. Mony apoyó la mano en su sexo y lo notó húmedo. La mujer susurró: –Tómame... No soporto más... Malo, perverso, hace ocho días que te espero. Y Moni, en vez de contestar, se sacó amenazador su falo en todo su poder y subiéndose al lecho lo introdujo con furia en la raja velluda de la desconocida que en seguida comenzó a ondularse y le dijo: –Entra bien... Me haces feliz... Entonces la mujer alargó la mano hasta la base del miembro que festejaba su cuerpo y comenzó a palpar la redondez de sus testículos. La mano de la desconocida palpaba minuciosamente los cojones de Mony. Y de pronto lanzó un desesperado grito y con violencia se desprendió de su copulador: –Me está usted engañando, señor –exclamó con ira–, mi amante tiene tres. Saltó de la cama y encendió la luz. La habitación estaba amueblada con especial sencillez: un lecho, sillas, una mesa, un tocador y una estufa. En la mesa reposaban algunas fotografías y en una de ellas se encontraba un oficial de aspecto brutal, luciendo el uniforme del regimiento Preobranjenki. La desconocida era alta. Su hermoso cabello se hallaba en desorden. Tenía un corpiño abierto que evidenciaba un pecho opulento, conformado por unos senos blancos estriados de azul, que descansaban suavemente en los encajes. Entonces ella con una actitud amenazadora que expresaba a la vez enojo y sorpresa se bajó castamente la falda y caminó en silencio hacia él.
En las afueras de Biskra André Gide Nos quedamos apenas seis días en Sousse. Fueron unos días monótonos, en los que, sobre un fondo de triste espera, ocurrió, no obstante, un episodio que tuvo en mí una repercusión considerable. Es más mentiroso callarlo que indecente contarlo. Paul, mi compañero de viaje, me abandonaba a ciertas horas para ir a pintar, pero yo no estaba tan enfermo como para no ir con él algunas veces. Por lo demás, durante todo el tiempo de mi enfermedad no estuve en cama, ni siquiera en la habitación, un solo día. Nunca salía sin llevar capa y bufanda: tan pronto como estaba afuera, algún niño se ofrecía a llevármelas. El que me acompañó ese día era un árabe muy joven de piel morena, a quien en los días anteriores había observado ya entre la banda de pilluelos que holgazaneaba en los alrededores del hotel. Cubría su cabeza con el tradicional fez, al igual que los otros, y llevaba directamente sobre la piel una chaqueta de tela gruesa y abollados pantalones tunecinos que le daban a sus piernas desnudas una apariencia todavía más fina. Aparecía más reservado y discreto que sus camaradas, o más temeroso, por lo que éstos ordinariamente se le adelantaban; pero ese día había salido yo, no sé cómo, sin que me viera su pandilla y él me alcanzó de pronto en la esquina del hotel. El edificio estaba situado fuera de la ciudad, cuyos alrededores son arenosos por ese lado. Apenaba mucho el ver los olivares, tan bellos en el campo circundante, sumergidos a medias en la duna movediza. Un poco más lejos a uno le sorprendía siempre el encontrar un río, un delgado hilo de agua surgido de la arena justo a tiempo para reflejar un poco de cielo antes de desembocar en el mar. Un pequeño grupo de lavanderas negras acurrucadas junto a ese poco de agua dulce constituía el motivo ante el que acababa de instalarse Paul. Yo había prometido reunírmele, pero, aunque la marcha por la arena fue demasiado fatigosa, me dejé llevar a la duna por Alí –tal era el nombre de mi joven acompañante–, y pronto llegamos a una especie de embudo o de cráter, cuyos bordes dominaban un poco el paraje y desde donde se podía ver a quien se aproximara. Tan pronto como llegamos allá por la arena acumulada en suave pendiente Alí arrojó la bufanda y la capa; luego se dejó caer él también y, tendido de espaldas, con los brazos en cruz, comenzó a mirarme riendo. Yo no era tan inocente como para no entender su actitud; de todos modos no respondí de
inmediato a la invitación que ella entrañaba. Me senté no muy lejos de él, pero tampoco demasiado cerca, y, mirándole fijamente a mi vez, esperé con anhelante curiosidad lo que iba a hacer. ¡Esperé! Me sorprende ahora mi constancia... ¿Pero era la curiosidad lo que me retenía? No lo sé. El motivo secreto de nuestros actos, quiero decir de los más decisivos, se nos escapa, y no sólo en el recuerdo que guardamos de ellos, sino también en el momento mismo. ¿Es que todavía vacilaba en el umbral de lo que llaman pecado? No; me habría sentido demasiado decepcionado si la aventura hubiese terminado con el triunfo de mi virtud, por la que sentía ya desdén y horror. No; era la curiosidad la que me hacía esperar... Y vi que su risa se marchitaba lentamente, que sus labios volvían a cerrarse sobre sus dientes blancos; un gesto de decepción, de tristeza, oscureció su rostro encantador. Por fin se levantó y dijo: –Adiós. Pero sujetándole por la mano que me tendió le hice caer sobre la arena. Su risa despuntó de inmediato. No perdió mucho tiempo en soltar los nudos complicados de los cordones que le servían de cinturón, pues sacando de su bolsillo un puñalito cortó de un golpe el embrollo. La ropa cayó, arrojó a lo lejos su chaqueta y se irguió desnudo como un dios. Durante unos segundos tendió hacia el cielo sus brazos delgados, y luego, riendo, se dejó caer contra mí. Su cuerpo estaba, quizá, ardiente, pero pareció a mis manos tan refrescante como la sombra. ¡Qué bella estaba la arena en el adorable esplendor del anochecer!, ¡con qué rayos se vistió mi alegría! Entretanto, se hizo tarde; tenía que reunirme con Paul. Sin duda, mi aspecto llevaba la marca de mi delito, y estoy seguro de que sospechó algo pero, por discreción acaso, no me preguntó, y yo no me atreví a contarle nada. Con el alma en la boca José Chalarca Los periódicos dirán que fui un monstruo. Que mi maldad no ha tenido ni tendrá igual. Que fui perverso, diabólico, engendro maldito de los poderes satánicos. Son ellos o soy yo. He sido preparado largamente para este momento; nada se descuidó. El aeropuerto está lleno; hay hombres, mujeres y niños. Ninguno tiene
absolutamente nada que ver con el trabajito que me ha traído aquí, pero eso no debe interferir. Estoy más allá de cualquier sentimentalismo. Seguramente muchos caerán cuando yo abanique mi ametralladora frente al mancito. Pero no me importa; no debe importarme, no existen para mí así como yo no existo para ellos. Si muero y esto es el noventa y nueve por ciento de las posibilidades, los policías, los servicios de inteligencia del ejército, de todos los cuerpos que ha creado el Estado para hacer caminar la justicia, se abalanzarán sobre mis huellas para investigar mi vida hasta en los más secretos detalles. Todos mis actos serán puestos al descubierto y los periodistas y las gentes de toda clase meterán sus narices en mi existencia por curiosidad, para aterrarse o para conmoverse, para encontrar causas, para aventurar razones, emitir juicios, formular hipótesis, absolver o condenar. Yo en mi condición de victimario, seré proscrito, mi cuerpo sin vida terminará lleno de los agujeros innumerables dejados por las balas disparadas por los escoltas del hombre, quedaré tendido en el duro piso de granito, expuesto a la mirada de los curiosos y luego de la autopsia permaneceré sobre una mesa de la morgue a la espera de que alguien me reclame para darme sepultura. Para mí serán todos los madrazos y todos los insultos, para el mandril el honor y la gloria. Debiera estarme agradecido, yo soy la mano del destino que le dará tránsito a la inmortalidad de héroe. Apenas tengo veintiún años. Creo que soy muy joven y que aún me quedan cosas por vivir, que el futuro puede depararme todavía sorpresas agradables. Pero no. Para mí el futuro es ahora y el pasado es la carne podrida sobre la que clavarán sus garras los policías y los curiosos para separar hebra por hebra y dejar al descubierto hasta sus más escondidas tramas. Buscarán a mis padres, a mis hermanos, a mis amigos y les preguntarán una y otra vez; les harán decir muchas veces lo que hablaron conmigo, lo que conocieron de mis aventuras y mis andanzas; combinarán relatos y relaciones, tramarán testimonios, urdirán argumentos, les harán decir lo que no han dicho, testimoniar lo que no vieron hasta conseguir una historia que tenga la truculencia suficiente para calmar los escrúpulos de las gentes de bien, escandalizadas por la vileza indecible de mi acción. Es posible que haya vivido demasiado rápido; que haya acumulado experiencia; que la cantidad y la calidad de las vivencias le hayan dado a mi vida
un matiz de falsa intensidad. Pero seguramente así tuvo que ser. No exagero si digo que lo he probado todo, que nada me es desconocido. Fui un niño corriente, levantado en un hogar humilde donde las privaciones que acompañan la pobreza son el pan de todos los días. Pero no éramos miserables. Estábamos en esa posición que permite apreciar el valor de las carencias, establecer equiparaciones con lo que tienen los otros, y percibir con más refinamiento las injusticias de la fortuna. Iba a la escuela como todos los muchachos del barrio y jugaba fútbol y escuchaba las transmisiones radiales de las pruebas ciclísticas. Era un adolescente como todos con la misma capacidad de goce de cualquiera de los hijos del vecindario, pero con un gusanito en el alma que me decía: tú no puedes quedarte en lo mismo, tienes que buscar otras salidas, tú no eres del montón; estás llamado a distinguirte, a realizar cosas que se salen de lo común. Desde siempre me gustaron las emociones fuertes. Los juegos corrientes y molientes me dejaban indiferente; si en esa época hubiera tenido revólver no estaría hoy aquí, con mi ametralladora Ingram bien asida y dispuesta para vaciar todo su cargador sobre el sujeto de gafas que se parezca a la foto que tengo en el bolsillo del saco. Por ese apetito desmesurado de aventura fue por el que me vi metido en el asalto a la panadería del barrio. Riesgo inútil, nos expusimos a ser baleados y ni siquiera pan había por ser un viernes santo. Sí, empecé muy rápido. A los doce años estaba metiendo marihuana a lo loco; como al cabo de cierto tiempo me hacía tanto efecto como el tabaco, le di a la coca. ¡Ah! fueron días fantásticos al principio pero luego los efectos empezaron a disminuir y yo a buscar drogas más duras. Fui de los primeros experimentadores del bazuco; pero este vicio también me dejó vacío al poco tiempo. Sobre todo porque el deseo es insaciable y la desazón que acarrea la falta es terrible y angustiosa y yo no le camino a la pena o al displacer. Casi parejamente con la droga llegué al juego. Primero apuestas simples y juegos corrientes, después la ruleta, el póker, los dados. Puedo decir que no hay juego que desconozca. Creo que soy jugador por esencia y que disfruto al máximo las emociones que depara el azar; también que de todas las pasiones accesibles al corazón humano, la del juego las dejó atrás a todas. El juego y el sexo es lo que mantengo hasta ahora, y es juego lo que me tiene aquí en este aeropuerto internacional, bien afirmado sobre mis piernas para sostener la ametralladora y hacer blanco efectivo.
Sí, he ido muy rápido y he hecho de todo, porque hay que hacerle a todo cuando se trata de conseguir la plata. Eso sí, nada de trabajo, de ese trabajo vulgar que copa las veinticuatro horas del día de las personas y sólo reporta centavos. No. Trabajos duros, riesgosos por cifras de dinero que valgan la pena y justifiquen el peligro que se corre. Una vez, por darle gusto a los viejos, a la familia, estuve de mensajero en un almacén de abarrotes. Me tocaba llevar los pedidos que las señoras hacían por teléfono o dejaban pagos para que yo los arrimara después hasta sus casas, en bicicleta. Los viejos, mis viejos tal vez creyeron que ya me habían organizado, que ya sentaría cabeza y que posiblemente habían asegurado mi futuro. Hasta me dijeron un día lo de aprovechar la bicicleta y alcanzar el estrellato. Que así habían empezado todos los ciclistas que lograron fama y dinero: ahí estaban “Cochise” Rodríguez, Fabio Parra, Lucho Herrera. Que no era más que seguir el ejemplo. Pobres viejos. Se morirán de viejos y de pendejos. Fue en la tienda donde descubrí el sexo. Primero la señora, en una ausencia del marido, me llevó al segundo piso del almacén donde tenían las habitaciones y me inició en las acrobacias amatorias. Fue un encuentro desprovisto del menor encanto: la mujer tenía los senos caídos, la cintura y las caderas llenas de estrías y grasa. Hubo un momento en que me sentí haciendo el amor con mi mamá y por poco salgo corriendo así empeloto como estaba. Después fue el señor, mi patrón. Una noche de viernes luego de un día agitado y casi media botella de aguardiente, me arrinconó en la trastienda. Yo me dejé hacer, más por curiosidad que por placer. Ya sabía cómo era la cosa gracias a los comentarios de los compañeros de colegio, pero no había tenido ninguna experiencia física en ese sentido. Estaba dispuesto a todo pero perdí el interés cuando miré la verga flácida del vejete. No duré los dos meses trabajando y volví a mis andanzas. Sí, de verdad que he ido rápido. Palpo los contornos fríos de la ametralladora que mantengo bien disimulada bajo el saco y vuelvo a verme acribillado y leo en la imaginación los titulares de los periódicos sensacionalistas luego de las primeras pesquisas sobre mi vida: “maniático del crimen y del sexo el antisocial dado de baja en el vil atentado contra” ...como se llame mi hombrecito. Bueno no me importa su nombre. Lo único que cuenta es la efectividad de mis disparos.
Cómo me gustaría ver la cara de envidia de esos periodistas y de la gente que quiere curiosear en mi vida por gozar siquiera una ínfima parte de lo que he gozado yo. Yo y mi novia, mi Marcia; ella catorce, yo dieciséis. Nos vimos y nos gustamos y en la primera cita nos fuimos a la cama. Era el medio día pleno, sus padres habían salido y la casa fue toda para nosotros. Nos quedamos en una sala con marquesina. Se quitó rápido el vestido y los rayos de sol que se filtraban por los vidrios del techo arrancaban destellos de los finísimos vellos dorados que tapizaban su piel. Sus tetas pequeñitas apenas se distinguían en su torso. Su vulva, casi sin pelos, aparecía como una boca distendida por la sonrisa. Nos acariciamos temerosos como si nuestros cuerpos fueran de porcelana o estuvieran recién pintados. Mi verga entró en ella sin preámbulos y mi lengua recogió con delicadeza las lágrimas de su desfloramiento. Cuando nos conocimos mejor y descubrimos por nuestra cuenta las posibilidades ancestrales de los cuerpos para darse placer, teníamos entonces largas sesiones de sexo que en vez de saciarnos aguzaban nuestros sentidos para ensayar otros estadios de la pasión. Cada uno vivía en su casa y para estar a solas aprovechábamos las ausencias de nuestras respectivas familias. Cuando hacía un trabajito bueno, tenía entonces para pagar una o dos semanas de hotel. Fueron unas escapadas preciosas. Aunque éramos sólo un par de niños, nadie se atrevía a decirnos nada: ni en mi casa porque ya conocían mi temperamento ni en la de ella porque en el vecindario y en todo Medallo tenía el prestigio de ser la peor caspa. Fue entonces cuando hice caso de la invitación que me habían hecho unos manes para trabajar para ellos y cobrar en grande. Sabían que a mí no se me arrugaba para nada, que tenía cojones y podía llegar lejos. Había que recibir entrenamiento. Nada fácil; la disciplina era de lo más templado: ejercicios gimnásticos para conseguir estado físico, defensa personal, manejo de todo tipo de armas, conducción de vehículos. Pronto fui motorista consumado, perito en las más arriesgadas acrobacias, el mejor para disparar cualquier arma desde la parrilla y algunas desde el manubrio. No fallaba tiro. Nunca supe de dónde saqué tanta habilidad, un pulso tan firme, un ojo tan certero.
Con el primer trabajito para mi nueva patota me hice a una Honda 5OO Enduro y a Ever. Yo no soy marica, ni soy cacorro pero lo cierto es que el muchachito me gustó desde el momento en que lo vi. Yo pasaba frente al Calazans en mi poderosa; él estaba en la acera con un grupo de sus compañeros. Sentí un corrientazo cuando mis ojos se cruzaron con los suyos amarillos en los que se pintaban la envidia por mi moto y el asombro por mi forma de manejar. Seguro me veía como a un dios. Llevaba una camisa de franela verde menta, un pantalón Girbaud y calzaba unas botas Reebook de grandes lengüetas. Lo invité a subir a la parrilla y accedió de inmediato sin oponer ningún reparo. Arranqué hacia la autopista sur, donde pudiera desarrollar toda la velocidad y la potencia de mi Honda. Los brazos de Ever se aferraron a mi cintura y de inmediato me puse arrecho. Me invadió un deseo irrefrenable de besarlo, de acariciar todo su cuerpo. Sin mediar palabra alguna sentí que identificaba mi emoción y respondía pegando más su cuerpo al mío y descansando su cabeza sobre mi hombro. En tácito acuerdo fuimos al hotel donde acostumbraba llegar con Marcia, al cuarto lleno de luz que siempre nos asignaban. Dejé que él se desnudara primero y admiré extasiado cada tramo de su cuerpo que iba dejando al descubierto. Era todavía un niño pero ya estaba formado; apenas tenía unos pocos pelos sobre el pubis y el pene parecía recién salido del capullo. Nos acariciamos mutuamente. Unimos nuestros labios y nuestras vergas ansiosos y como si llevásemos siglos haciendo lo mismo me ofreció sus ancas de contextura firme. Penetré su carne estrecha y percibí un sabor áspero y agradable, en todo distinto al sabor de las entrañas cálidas de Marcia. Seguí adelante, sin hacer caso a sus gritos de dolor o de placer (¡quien lo sabe!) hasta lograr el orgasmo al que llegué en el momento mismo que Ever. Me atacó luego la curiosidad por probar lo que sentían Marcia y Ever cuando yo los penetraba y me ofrecí a los embates del sexo impúber de mi sardino y juro que lo disfruté y lo sigo disfrutando en grande. Que mano de pendejos los que se privan de los goces que ofrece la vida porque los condenan las religiones, las sociedades o las leyes. No cabe otro
mandamiento que el de gozar mientras estemos vivos; aun del dolor. Creo que el máximo de la sabiduría está en hallar placer hasta en el más extremo padecimiento. ¡Maldita sea! tanto recuerdo me está excitando. Ya la verga se me puso tiesa como un riel. Tengo una parola del putas. Lo peor de todo es que no volveré con Marcia y con Ever hasta dentro de quince días... si me va bien. Carajo, marico que soy. Nada puede distraerme. Debo estar con las pilas puestas, no bajar la guardia ni por una décima de segundo. Este es el trabajo más delicado que me han encomendado y el mejor pagado. Pero es que no logro sentirme bien con esta pinta, me parece muy boleta... gafas oscuras, corbata, saco cruzado. Parezco un mafioso de película. Y lo peor de todo es que estoy a pie. O será que tengo miedo y estoy buscando excusas. No, miedo no. Yo soy un man teso ya probado en la faena. El primer hombrecito que me cargué me produjo el efecto de mi primera traba, pero un vómito en el que casi boto hasta el entresijo me curó. Los que he ido quebrando después como que me afirman el pulso y refinan mi gusto por la vida. He caído con cada uno de ellos. Ellos y yo hemos ido ciegos al encuentro con la muerte, sólo que yo no me he topado con la bala de la que soy blanco y vuelvo a abrir los ojos a la vida como si naciera. ¡No sé hasta cuándo me alcance la suerte! Tal vez por eso soy como soy, me mantengo con el alma en la boca, temeroso y atento, para no dar el tropezón que me la haga escupir. Cómo quisiera acabar esto de una vez. Pero no debo alterar el plan, sino seguir al pie de la letra las instrucciones. Lo de la letra es apenas un decir, jamás se nos dan órdenes por escrito, todo es de palabra. Así yo vea al man que me toca debo esperar la señal de mi compañero que está al frente. ¡Severa pinta la de ese pelao! Se parece a mi Ever, ¡que va! ¡él es más bello! Cómo le sienta de bien ese morado del buzo y el pantalón ceñido y los tenis, si, son unos “Convers”. El niño quería unos de esos; ah, pero es que a mí no me gusta mucho ese combinado. Qué bello es, cómo camina; se cree el rey del mundo. La belleza me estremece. Si salgo de ésta compraré un apartamento. Ya no más hoteles ni residencias. Me iré a vivir con Marcia, con Ever y con el bebé. Me acostaré con los dos y me embriagaré de sus cuerpos. Si la gente no pensara y dijera tanta babosada, es más, si no limitara su existencia a eso que piensa y dice, viviría mejor.
¿Por qué negarse lo que el cuerpo pide? Fuera todo freno; que se prohíba prohibir. ¡Y un carro, para salir a pasear... los cuatro! Muchos creen que el amor es sólo culiar; yo no. Además de eso, es pensar en todo momento en los seres que se aman, querer su bienestar, su salud, su alegría; que estén bien vestidos, que no sufran. Por eso yo lo he previsto absolutamente todo. Si no quedo vivo, alguien de la banda los buscará a Marcia, a Ever y al bebé y los matará sin que sufran. Nadie se acostará con mi Marcia ni con mi Ever. Ellos son míos, están cosidos a mi corazón como otra piel. Y no sólo por eso, es que yo no soy tan hijueputa para dejarlos expuestos a los interrogatorios de la policía, a la maldita curiosidad de los periodistas que no desaprovecharán palabra suya ni ángulo fotográfico para construir historias amañadas con qué alimentar el morbo de la opinión pública. No, ellos se irán conmigo. La hora es. No sé cómo me vaya. Es la primera vez que trabajo de pie, siempre lo había hecho desde la parrilla de la Quinientos y a toda marcha. Tengo la verga parada, firme como el cañón de la ametralladora y apuntando. No estoy seguro de que las otras veces hubiera sido así... no... pero los calzoncillos estaban después mojados de semen. Ahí está el hombre y allá la señal del camarada... ese otro que se arrima no estaba en los planes... que lleve del bulto por metido... fuegoooooo! Noticia de los autores Guillaume Apollinaire. Seudónimo de Wilhelm Apollinaire de Kostrowitsky (1880-1918); poeta, novelista y ensayista francés autor de: Los pintores cubistas (1913), El poeta asesinado (1916), basada parcialmente en sus experiencias como soldado en la I Guerra Mundial, y el drama Las tetas de Tiresias (1918). Fue quien introdujo el término surrealismo, y quien primero soñó con ese fundamental movimiento artístico. Su prestigio poético lo obtuvo con: Alcoholes (1913), considerada su obra maestra, y Caligramas (1918). Apuleyo. Nació en Madaura, norte del África, en el año 125. Estudió en Cartago. Estuvo también en Atenas. Se desconoce la fecha de su muerte. Hasta los treinta años vivió en Roma y se volvió luego a Cartago. Es autor de una Apología o Pro de magia liber, para defenderse de una acusación de hechicería. Escribió sobre Sócrates y Platón.
Henri Barbusse (1873 -1935). Saltó a la fama en las letras francesas en 1908 con la publicación de su novela El infierno calificada como escandalosa. Es autor de dos libros de poemas y de la novela: El fuego. Giovanni Boccaccio. Parece que nació en Florencia en 1313 y murió el 21 de diciembre de 1375 en Cartaldo. Escritor prolífico. Entre sus obras se destacan La casa de Diana, El filocolo, La armoniosa visión. Fue un famoso personaje de la Italia de su época. José Chalarca (Manizales - Colombia, 1941). Autor de los libros de cuentos: Color de hormiga (1973), El contador de cuentos (1975), Las muertes de Caín (1995), Trilogio (2001); y de ensayo: Yourcenar o la profundidad (1989) y La escritura como pasión (1996). Son reconocidos además sus libros sobre el tema del café. Cydno de Mitilene. Aunque es incierta su biografía se supone que nació en la isla de Mitilene en 1840 y murió en 1910 en el mar Egeo a bordo de su yate Artemisa. Renovadora del espíritu sáfico es autora de Los tiernos epigramas. Marqués de Sade, seudónimo de Donatien Alphonse François. Nació en París en 1740. Autor de novelas, obras de teatro y tratados filosóficos. En 1772 fue juzgado y condenado a muerte por diversos delitos sexuales. Escapó a Italia pero regresó a París en 1777 y fue encarcelado en Vincennes. Rodó de prisión en prisión y en 1803 ingresó otra vez en Charenton, donde murió en 1814. Autor de: Justine o los infortunios de la virtud (1791), Juliette o las prosperidades del vicio (1796), Los ciento veinte días de Sodoma (publicada póstumamente) y La filosofía en el tocador (1795). Sículo Diodoro (c. 90-20 a.C.), historiador griego nacido en Sicilia; contemporáneo de Julio César y Augusto. Autor de: Biblioteca storica; vasta y ambiciosa obra de cuarenta volúmenes que narra desde la creación hasta las guerras de las Galias. Se conservan íntegramente quince volúmenes, y de los demás algunos fragmentos. André Gide. París (1869-1951). Recibió el Premio Nobel de literatura en 1947, cuando tenía 78 años de edad. Entre sus obras más difundidas se destacan: Los alimentos terrestres (1897), Los nuevos alimentos, Los cuadernos de André Walter, Las cuevas del Vaticano (1914), Si la semilla no muere (1920), Los monederos falsos (1925); entre las más difundidas. Conde de Lautrémont. Seudónimo de Isidore Lucien Ducasse. Nació en Montevideo, Uruguay, el 4 de abril de 1846; murió en París el 14 de noviembre de
1870. En 1868, cuando tenía 22 años, comenzó a publicar Los cantos de Maldoror, verdadero hito de la literatura universal. También es autor de dos cuadernillos de poesía que poseen un prólogo magistral. Pierre Louÿs. (1870-1925). Nació en Gante, Bélgica. Fundó la revista Conque. Escribió Las canciones de Bilitis (1894), libro que le dio un gran reconocimiento universal y cuya primera edición la presentó como unas traducciones de una poeta griega de la edad lírica. Afrodita (1896), La mujer y el pelele (1898), llevada al cine por Buñuel bajo el título Ese oscuro objeto del deseo, y Conchita (1911), dirigida por Sternberg y protagonizada por Marlene Dietrich. Ovidio. Nació en Roma el 20 de marzo del año 43 a.C. y murió el año 17 de la era cristiana en el pueblo costero de Tomos, situado en la orilla izquierda del mar Euxino, desterrado por el emperador Augusto. Escribió: El arte de amar, Amores, Las metamorfosis, Las heroidas, Las tristes y Las pónticas, estas dos últimas compuestas en el exilio. Petronio. No se conoce ningún dato cierto sobre su vida. Por los sucesos que relata en su obra Satiricón, puede situarse en la época de Nerón. Tácito en sus Anales, hace alusión a un Petronio, favorito del emperador, quien imponía la moda en la corte y le apodaron elegantium arbiter, árbitro de la elegancia. Leopold von Sacher-Masoch (1836-1895), narrador austríaco de cuyo nombre deriva la palabra masoquismo, por ser la perversión sexual generalizada en los personajes de sus obras. Autor de: Historias de Galitzia (1846), El Don Juan de Kolomea (1866) y El legado de Caín (1877), donde se incluye su famosa historia La Venus de las pieles (1874). Vinicio. Cronista e historiador romano nacido en el 40 d.C. y cuya obra, aunque se conserva fragmentariamente goza de un aguzado y divertido estilo sobre las costumbres de su época. Autor de: Historias de la vida romana.
Para aquellos que piensan que el amor será salvado por lo perverso (Robert Mintz), este libro se publicó en la ciudad de Bogotá, con la dirección gráfica de Común Presencia Editores. Viñeta ovalada: Felina fellinesca de Leonel Góngora